CARL SAGAN - RICHARD
TURCO
Un efecto imprevisto
EL INVIERNO NUCLEAR
Título original:
A PATH WHERE NO MAN
THOUGHT
Traducción de
LORENZO CORTINA
Revisión científica:
Doctor RAMÓN PASCUAL
Catedrático de Física Teórica de la
Universidad Autónoma de Barcelona
Ilustración de la portada:
© 1990 de ROGER BERGENDORSS
Primera edición: Mayo, 1991
DISTANCIA DESDE EL PUNTO CERO
(MILLAS)
Una explosión nuclear de un megatón estalla a
unos cuantos kilómetros por encima de la ciudad
de Nueva York. La radiación de la bola de fuego,
que viaja a la velocidad de la luz, ya ha hecho
arder las estructuras inflamables hasta diez millas
(16,5 km) y más desde el centro de la ciudad. La
onda de choque, que viaja a la velocidad del
sonido, aún no ha alcanzado la ciudad. Las torres
gemelas del «World Trade Center» se ven a la
derecha.
DISTANCIA DESDE EL PUNTO CERO
(MILLAS)
Mientras la onda de choque abandona la ciudad,
la mayoría de los rascacielos y los edificios se han
derrumbado. Los incendios se han extinguido
momentáneamente a causa de la onda de choque, y
el humo es aspirado fuera de la ciudad. Por encima
del escenario pende la nube en forma de hongo,
que absorbe los escombros a altitudes elevadas,
hasta la parte inferior de la estratosfera para una
potencia explosiva superior a unos 200 kilotones.
DISTANCIA DESDE EL PUNTO CERO
(MILLAS)
La onda de choque ha pasado. Muchos incendios
provocados por la bola de fuego, y otros —
prendidos, por ejemplo, por las conducciones de
gas rotas o demolidas— están ahora en todo su
apogeo
DISTANCIA DESDE EL PUNTO CERO
(MILLAS)
Los incendios se extienden y abarcan un área de
150 km2 o más. Por encima de los incendios se
alzan grandes nubes de humo negro.
DISTANCIA DESDE EL PUNTO CERO
(MILLAS)
El infierno se ha convertido en una tormenta de
fuego. Al igual que un rugiente fuego en una
chimenea con el tiro abierto, pero a una escala
muchísimo más vasta, una gran columna de aire
convectivo se establece por sí misma, succionando
hacia arriba las llamas y transportando el humo
hasta elevadas altitudes. Los vientos de la
tormenta de fuego pueden exceder la fuerza de un
huracán.Muchos días después, colgando sobre la
aplanada ciudad, se encuentra un vasto palio de
humo, que se extiende por la estratosfera. El
desarrollo simultáneo, y la subsiguiente extensión
y fusión, de muchas nubes de hollín semejantes, en
varias alturas, puede llevar a un invierno nuclear.
[Referencia: R. P. Turco, O. B. Toon, T. P.
Ackermann, J. B. Pollack y C. Sagan, «Los efectos
climáticos dei invierno nuclear», Scientific
American 251 (2), agosto de 1984, 33-43;
reimpreso en ruso en V Mire Naukj, octubre de
1984, 4-16. Cortesía de Scientific American.]
ÍNDICE
PREFACIO 11
PRÓLOGO. LA PURA Y SIMPLE AMENAZA DEL
FIN DEL
MUNDO 19
I. Creso y Casandra 23
II. La idea del invierno nuclear 30
III. Conocimientos científicos acerca del
invierno
nuclear 43
IV. El caldero de las brujas 56
V. ¿Extinción? 72
VI. Riesgo 90
VIL Tambora y Frankenstein: Lo que cuesta
generar
el invierno nuclear 101
VIII. Elección de objetivos 121
IX. ¿Qué se debe hacer para prevenir el invierno
nuclear? 133
X. Disuasión propia 147
XI. Consecuencias de la ejecución 160
XII. El invierno nuclear en las naciones que se
preocupan de sus asuntos 171
1. Impacto del invierno nuclear en la política
global 178
2. Oscuridad a mediodía: seis clases de
invierno nuclear 191
XV. Un horno para tus enemigos 204
XVI. La máquina del juicio final 210
XVII. ¿Es suficiente el infinito? Disuasión
mínima su
ficiente (MDS) 216
XVIII. ¿Qué clase de armas? Estructuras de
fuerzas es
tratégicas 231
XIX. ¿Cómo podemos conseguir la sufiencia
míni-
ma? Algunos hitos principales 251
XX. Bosquejo de un camino estratégico a corto
pla
zo para Estados Unidos 269
XXI. Otros estados nucleares 276
XXII. Abolición 286
NOTAS Y REFERENCIAS 293
APÉNDICE A . EL CLIMA: LA MÁQUINA DE
ENERGÍA
GLOBAL 427
APÉNDICE B. TEORÍA DEL INVIERNO
NUCLEAR: PRI
MERAS PREDICCIONES COMPARADAS
CON POS
TERIORES DESCUBRIMIENTOS 457
APÉNDICE C . BREVE HISTORIA DEL
ESTUDIO TTAPS
DEL INVIERNO NUCLEAR 464
AGRADECIM IENTOS POR PERM ISOS CONCEDIDOS 479
ÍNDICE ONOM ÁSTICO Y DE M ATERIAS 485
A nuestros más íntimos colaboradores en el
descubrimiento del invierno nuclear, Owen B.
Toon, Thomas P. Ackerman y James B. Pollack; a
Paul J. Crutzen y John Birks por su inspiración y
perspicacia; y a la memoria de Vladimir A.
Alexandrov, que desapareció entre el humo y el
polvo.
Grandes salas de tesoros tiene Zeus en los
cielos, desde donde pueden acarrearse al hombre
males extraños, más allá de la esperanza o del
miedo,
Y al fin, los hombres miran hacia los cometas y
existe un camino en el que ningún hombre pensó.
EURÍPIDES, Medea
PREFACIO
Este libro trata sobre un inquietante
descubrimiento científico. Versa asimismo acerca
de la perspectiva de vida y muerte para todos los
terrestres. Pero, en última instancia, y
principalmente, trata de la inesperada apertura de
un camino posible, por el que debemos avanzar
hacia un mundo mucho más seguro. Se trata de una
obra esperanzadora y optimista, pero que se funda
en una realidad humana y técnica que parece
temible e implacable. Su tema incluye poderosas,
y en ocasiones no examinadas, creencias, doctrinas
y prejuicios. La perspectiva de lo que hemos
denominado «invierno nuclear» desafía las
ideologías políticas, económicas y religiosas. Se
considera como un reproche de lo que durante
muchos años se ha considerado como la prudencia
convencional. Lewis Thomas las ha llamado unas
«extraordinarias buenas noticias». El invierno
nuclear parece llevar a algunas personas a la
desesperación, otras han rechazado la posibilidad
de algo irrevocable, mientras que existen las
dispuestas a conseguir cambios políticos. A muy
pocos les deja indiferente este asunto.
No pretendemos ser unos observadores
desapasionados. Nos hemos visto muy implicados
en el descubrimiento y desarrollo de la ciencia del
invierno nuclear, y en el debate de sus
implicaciones políticas. Se nos ha forzado a
contemplar cómo podría ser una guerra nuclear y
nos ha parecido una experiencia tremendamente
turbadora. Tenemos un punto de vista al respecto.
Pero opinamos que este punto de vista no
constituye
12
ninguna clase de prejuicio, sino lo que podría
denominarse un posjuicio: un juicio llevado a
cabo, no antes sino después de haber examinado
las pruebas. En una época de rápidos avances en
las relaciones Estados Unidos-URSS, al negociar
sobre reducción de armamentos en unas
proporciones sin precedentes, y ante la emergencia
de la conciencia de la necesidad de proteger el
medio ambiente global, proponemos la perspectiva
de ese invierno nuclear que tanto tiene que
enseñarnos.
Cuando se estaba finalizando este libro, el
control de armas y la eliminación, por lo menos,
de algunos sistemas de armamento nuclear, no sólo
se discutía, sino que, en realidad, se llevaba a
cabo. El buen clima actual en las relaciones entre
los Estados Unidos y la Unión Soviética constituye
un agudo contraste respecto de la gelidez de la
guerra fría. De forma comprensible, existe en la
actualidad una tendencia a creer que el problema
de la guerra nuclear está ya resuelto, o por lo
menos en proceso de resolverse, por lo que
podríamos al fin ignorarlo y volver nuestra
atención a la vasta serie de otros problemas
acuciantes. Sorprendentemente, esta opinión se
halla muy extendida. Florece en especial cuando
las reuniones en la cumbre de las superpotencias
son cordiales. Pero nos parece que se trata de una
ilusión.
Pese a la auténtica buena voluntad existente en
las actuales actitudes de las superpotencias, y los
cambios profundos que existen en sus relaciones,
el hecho puro y simple es que, en este momento,
unas 10.000 armas nucleares, en cada lado, y con
total premeditación, se hallan apuntadas a unos
blancos específicos de la parte contraria. Alguno
de dichos blancos albergan a millones de
personas. En las ojivas de los misiles y en las
bodegas de bombas de los aviones, esas armas
aguardan, como fieles y obedientes criados que
esperan órdenes. Si se activan, saldrán volando, a
mitad de camino, en torno del planeta si es
necesario, lanzadas en misiones de viaje sólo de
ida por una simple palabra. Se trata de las armas
estratégicas, diseñadas para viajar de un país al
otro. Existen asimismo casi 35.000 armas
nucleares tácticas, con objetivos más modestos.
Las bombas que destruyeron Hiroshima y Nagasaki
pertenecían a esta escala. En total, existen en todo
el mundo 60.000 armas nucleares. Detrás de las
bien venidas mejoras en retórica y en relaciones,
la maquinaria de la muerte en masa aún aguarda,
ronroneante y atenta. No es ninguna exageración ni
una hipérbole decir que
13
miles de millones de personas se hallan en
riesgo. Y es aún demasiado pronto para la
complacencia.
De todos estos peligros con los que se enfrenta
la especie humana, la guerra nuclear y el invierno
nuclear —algo abrumador como mostraremos—,
constituyen los peligros mayores. Como si se
tratara de una múltiple redundancia, la capacidad
de una posibilidad de disparo rápido para la
aniquilación mutua existe, y todas las
aseveraciones de seguridad o de seguro no son
más que palabras huecas. El Challenger y
Chernobil nos recuerdan que esos sistemas de alta
tecnología, en que se han invertido enormes
cantidades de prestigio nacional, pueden funcionar
de un modo desastroso. Los políticos de los
Estados Unidos y de la Unión Soviética son
imprevisibles, como los recientes acontecimientos
han demostrado hasta la saciedad. No sabemos
quién llegará al poder en los años y décadas
venideros. Las armas nucleares, al igual que las
enfermedades, proliferan. Cuanto más remoloneen
las principales potencias nucleares acerca de una
sustancial reducción mutua de armamento, menos
autoridad moral y credibilidad política aportarán
para prevenir la proliferación de esas armas en
otras naciones, y más se amplía la serie de asuntos
e intereses nacionales que pueden desencadenar
una guerra nuclear. El invertir de una manera
segura la carrera de armas nucleares debería tener,
en palabras de Andréi Sajarov, «prioridad
absoluta sobre todos los demás problemas de
nuestra época».
Una era de mejora en las relaciones entre los
Estados Unidos y la Unión Soviética resulta el
tiempo más óptimo para laborar en fijar de nuevo
la doctrina militar y política, para reconsiderar el
poner orden en los sistemas de armas, en invertir
la carrera de armamentos. Sin embargo, no resulta
posible una inversión significativa sin unos
cambios de largo alcance en las actitudes que cada
nación alberga en relación con la otra. Pero, al
empezar la última década del siglo xx, tales
cambios están ya claramente en marcha. La mejora
de las relaciones entre Estados Unidos y la Unión
Soviética hacen posible al respecto una justa y
comprobable reducción de armamentos. En este
aspecto, existe una retroalimentación positiva: los
procesos políticos y de control de armamentos se
alimentan mutuamente.
Creemos que el invierno nuclear proporciona un
incentivo que impele a una inversión de la carrera
de armamentos: un incentivo que abarca no sólo a
las naciones provistas de armas
14
nucleares, sino a toda la comunidad humana.
También ofrece pistas importantes en cómo llevar
a cabo las reducciones de armamentos y a qué
niveles más bajos se debe apuntar.
Una renovada pasión por la democracia está
barriendo nuestro planeta. Llega en un momento en
que los logros de la ciencia y de la tecnología,
algunos de una dificultad sin precedentes, se han
desplazado al centro del escenario. Nuestro
bienestar requiere informar a los ciudadanos y a
los que hacen la política. En temas de esta
importancia no es suficiente, para los ciudadanos y
para los que realizan la política, confiar en
expertos (mucho menos en «autoridades» de las
que, en ciencia, no hay, como así debe ser,
ninguna); necesitan informarse ellos mismos. No
existe otro modo para tomar unas decisiones
responsables.
Como ocurre en otros muchos asuntos urgentes
en las agendas de política nacional y global, el
invierno nuclear posee un aspecto científico y
cuantitativo. Es completamente posible
comprender las ideas fundamentales y debatir las
implicaciones políticas del invierno nuclear sin
poseer ninguna clase de antecedentes científicos o
matemáticos. Pero nuestra comprensión mejora si
nos tomamos la pequeña molestia de considerar la
ciencia. En este libro describimos algunos de los
principales temas científicos en diferentes formas:
con palabras, con gráficos y, en una extensión
limitada, con números. Incluso confiamos en que
los lectores sin el menor conocimiento de física y
una fobia por las matemáticas, tendrán escasos
problemas para seguir la argumentación. Hemos
intentado describir las ideas claves desde
diferentes puntos de vista. También hemos
interrelacionado la ciencia y la política,
especialmente al principio del libro, para enfatizar
sus interacciones.
En un libro que cruza por tantos campos y que se
enzarza en emociones tan fuertes, somos
conscientes de que pueden presentarse errores de
hecho o de juicio. Por medio de un vigoroso
criticismo de las argumentaciones de unos y de
otros durante la redacción de este libro, y por
medio de la crítica y del consejo de muchos otros,
hemos intentado minimizar tales errores.
Esperamos que los lectores nos comuniquen
cualquier cosa que pueda faltar. A juzgar por la
experiencia del pasado, también recibiremos
objeciones de una tendencia más filosófica e
ideológica. Confiamos en que este libro realice
una contribución respecto de la discusión, debate y
acción acerca del tema más urgente y temible de
nuestra época.
15
Estamos en deuda con todos aquellos que
leyeron y comentaron los primeros borradores,
entre los que se incluyen Des-mond Ball, de la
Universidad Nacional de Australia, Camberra;
McGeorge Bundy, de la Universidad de Nueva
York; Ingvar Carlsson, primer ministro de Suecia;
Christopher Chyba, Universidad de Cornell; Paul
Crutzen, del Instituto Max Planck de Química,
Maguncia, Alemania; Ted Doty, de la Universidad
de California, en Los Angeles; Freeman Dyson,
Instituto para Estudios Avanzados, Princeton;
Jerome D. Frank, de la Facultad de Medicina de la
Universidad John Hopkins, Baltimore; Richard L.
Garwin, del Centro de Investigación Thomas J.
Wat-son, «IBM Corporation»; almirante retirado
Noel Gayler; Gyor-gi S. Golitsin, Instituto de
Física Atmosférica, Academia de Ciencias
soviética, Moscú; Lester Grinspoon, Facultad de
Medicina de la Universidad de Harvard; Ray
Kidder, Laboratorio Nacional Lawrence
Livermore; contraalmirante retirado Gene La
Rocque, Centro de Información para la Defensa,
Washington; Herbert Lin, Comité de la Cámara de
los Servicios Armados; John Lomberg; Robert C.
Malone, Laboratorio Nacional de Los Álamos;
Michael C. McCracken, Laboratorio Nacional
Lawrence Livermore; Robert S. McNamara;
Roland Paulsson, Fundación Alva y Gunnar
Myrdal, Estocolmo; gobernador Russell W.
Peterson; A. Barrie Pittock, Organización de
Investigación Científica e Industrial, Australia;
Frank Press, presidente, Academia Nacional de
Ciencias y miembros del Consejo de Dirección de
Investigación Nacional; Alan Robock, Universidad
de Maryland; Stephen H. Schneider, Centro
Nacional de Investigación Atmosférica, Boulder;
Richard Small, Empresa de Investigación Pacific
Sierra, Los Ángeles; Jeremy Stone, Federación de
Científicos Americanos, Washington; Frank von
Hippel, Universidad de Princeton; Cari Friedrich
von Weizs äcker, Instituto Max Planck, Starnberg,
Alemania y varios actuales o antiguos oficiales
militares que desean permanecer en el anonimato.
Hemos realizado un esfuerzo por reflejar todas sus
opiniones en este libro, aunque no todos los
revisores suscriben todas sus opiniones. Un
proyecto mucho más primitivo de este libro,
previsto sobre todo para los que hacen la política,
circuló con la petición de sugerencias acerca del
medio más apropiado para su publicación. La
insistente recomendación de Freeman
16
Dyson, respecto de que sería más aconsejable
para un público general, desempeñaron un papel
importante en la subsiguiente evolución del
manuscrito, y en la publicación del actual
volumen.
Otros que nos han ayudado de varias maneras —
en especial ensanchando y profundizando nuestros
conocimientos acerca de guerra nuclear, invierno
nuclear y sus implicaciones, o estimulando nuestra
forma de pensar acerca de estos temas— resultan
demasiados para citarlos por completo, pero
incluyen a: Vladimir Alexandrov; Robert L. Alien;
Luis Álvarez; Jean An-douze; Gyorgi Arbatov;
David Auton; Hans Bethe; John Birks; Harold
Brode; Helen Caldicott; Cary Caton; Robert Cess;
Yevgueni Chazov; Tom Cochrane; Samuel Cohen;
Stephen Cohén; Curt Covey, Philip Dolan; Paul
Ehrlich; Tom Eisner; Daniel Ellsberg; Alton Frye;
Jack Geiger; Forrest Gilmore; Iain Gilmour; Newt
Gingrich; Alexander Ginzburg; Barry Goldwater;
Al Gore; Kurt Gottfried; Stephen J. Gould; Léon
Gouré; Kennedy Graham; Irving Gruber; James
Hansen; Mark Harwell; Alan Hecht; John Holdren;
Franklyn D. Holzman; Eric Jones; Serguéi Kapitsa;
Amron Katz; George F. Kennan; Glenn A. Kent;
George Kistiakovski; Ned Lebow; Andréi
Kokoshin; Valmore La Marche, Jr.; David Lange;
Robert Lelevier; Bernard Lown; John Maddox;
Jesse Marcum; Carson Mark; Alí Mazrui; Philip
Morrison; Paul Nitze; Olof Palme; Kevin Pang;
Richard Perle; William Perry; Vladimir Petrovski;
John L. Pickitt; David Pimentel; George Porter;
Theodore Postol; William Proxmire; Michael
Rampino; George Rathjens; Peter Raven; Glenn
Raw-son; Irwin Redlener; John Rhinelander;
Walter Ore Roberts; Estelle Rogers; Igor Rogov;
Joseph Rottblat; Roald Sagdeev; Abdus Salam;
James Sanborn; Jacob Scherr; Pete Scoville; Brent
Scowcroft; Charles Shapiro; Dingli Shen; Stephen
Shen-field; Steven Soter; John Steinnbruner; Arthur
Steiner; George Stenchikov; Edward Teller;
Starley Thompson; Charles Tow-nes; Pierre
Trudeau; Yevgueni Velijov; Frederick Warner;
Paul Warnke; Mark Washburn; Thompson Webb
III; Viktor Weiss-kopf; Robert R. Wilson; Tim
Wirth; Albert Wohlstetter; Lowell Wood; Roy
Woodruff; George Woodwell; Andrew T. Young;
B. Ya. Zeldovich; Solly Zuckerman; y,
naturalmente, nuestros colegas del TTAPS, Brian
Toon, Tom Ackerman y Jim Pollack. Los
mencionados no se hacen responsables por las
opiniones aquí vertidas. Existen muchos otros de
los que somos deudores por
17
su constante aliento y por sus valiosos consejos.
Uno de nosotros (C. S.) se vio implicado, al
principio de los años 1980, en un proyecto
televisivo, nunca llevado a término, llamado
Núcleo. Algunas de las ideas que se formularon en
primer lugar durante ese proyecto han podido
llegar a cumplirse en este libro. Deseamos
agradecer al distinguido Consejo de dirección de
Núcleo, y a sus coautores, Ann Druyan y Steven
So-ter, su trabajo en dicho proyecto.
Damos las gracias a Scott Meredith y Jack
Scovil, de la Agencia Literaria Scott Meredith, y a
Bob Aulicino, Joni Evans, Derek Johns, Hugh
O'Neill y Backy Saletan, de «Random House», y a
nuestras familias por su comprensión y apoyo. Ann
Druyan realizó unas contribuciones importantes y
sustanciales durante muchos años en el contenido
de este libro. Le estamos por ello profundamente
agradecidos. El capítulo I se basa en el discurso
de aceptación, por parte de Cari Sagan, de la
Medalla Oersted, Asociación Americana de
Profesores de Física, Atlanta, 23 de enero de
1990.
Robert Nevin ha acompañado con gran
habilidad este manuscrito en sus diversas
encarnaciones. Le estamos especialmente
agradecidos. También damos las gracias a Shirley
Arden, Nancy Palmer y a Eleanor York, por su
ayuda.
Prólogo
LA PURA Y SIMPLE AMENAZA
DEL FIN DEL MUNDO
Aunque con frecuencia los médicos saben que sus pacientes
morirán debido a una enfermedad, nunca se lo dicen así. El
advertir de un mal sólo está justificado si, además de la
advertencia, existe alguna escapatoria.
CICERÓN: Adivinación, II, 25.
En 1982 ya había quedado claro para los autores
de este libro —y para algunos más— que las
consecuencias de una guerra nuclear podrían ser
mucho peores que cuanto sabían o comprendían
los dirigentes civiles y militares de las naciones-
Estado en contienda. Habíamos emprendido la
investigación de lo que, más tarde, llamamos
invierno nuclear, con muy pocas ideas
preconcebidas; y, de haberlas, se trataba más bien
de que la guerra nuclear, como mucho, provocaría
una pequeña oscilación en el clima global. Y ésta
era seguramente la opinión predominante desde el
descubrimiento de las armas nucleares. Pero, en la
actualidad, nuestros cálculos han revelado la
posibilidad de una catástrofe climática a nivel
general. Incluso a causa de una «pequeña» guerra
nuclear. Nos sentimos entonces en la obli gación
de hacer llegar esos descubrimientos a la atención
de aquellos en cuyas manos se hallaba la estrategia
y la política nuclear.
20
A finales de 1983, pudimos organizar una
pequeña reunión de consejeros principales del
gobierno y funcionarios de pasadas
Administraciones y, si era posible, otros de las
futuras. Y esto sucedía en un momento de la época
Reagan cuando «luchar» y «ganar» una guerra
nuclear se consideraba algo factible y el describir,
simplemente, los peligros de la guerra nuclear —
dejando aparte el asunto del invierno nuclear— se
consideraba, si no antipatriótico, sí por lo menos
algo que erosionaba la voluntad del pueblo
estadounidense de oponerse a la tiranía soviética
y, por lo tanto, algo ingenuo y bobo. Ningún
funcionario de la Administración asistiría a
nuestra convocatoria. De todos modos, acudieron
jefes militares retirados de alta graduación, un ex
consejero y otro futuro del Consejo Presidencial
de Seguridad Nacional, ex miembros del Consejo
de Seguridad Nacional, un ex director de la
Agencia de Seguridad Nacional, analistas de las
principales corrientes de pensamiento y el
embajador Averell Harriman, que había negociado
el tratado de prohibición de pruebas nucleares
atmosféricas. Esta reunión a puerta cerrada se
llevó a cabo en una sala de conferencias muy
adornada y sin ventanas en la parte del Senado del
Capitolio. Con el empleo de un pequeño
proyector, presentamos nuestros descubrimientos
científicos, en lo que confiamos que sería un nivel
de fácil comprensión. Nos parecía que el invierno
nuclear era una cosa tan seria como para tener
implicaciones importantes en la estrategia política
y doctrina nucleares, e incluso para tener un efecto
sobre las sobrentendidas, y por lo general no
examinadas, actitudes compartidas por casi todos
las autoridades norteamericanas y soviéticas en
relación con la guerra fría. En resumen, dimos una
visión general de todas esas implicaciones.
Como pueden imaginar —y dado que nuestras
averiguaciones resultaban tan inesperadas, y
puesto que sus implicaciones iban mucho más allá
de los malentendidos de lo que, por entonces,
pretendía ser la opinión generalizada—, la
discusión resultó bastante animada. La
observación que encontramos más sorprendente,
así como la más útil, la pronunció un importante
aficionado a las artes ocultas:
—Miren —nos dijo—, si creen que la pura y
simple amenaza del fin del mundo es suficiente
para hacer cambiar de pensamiento a Washington y
Moscú, es que no han pasado mucho tiempo en
esas ciudades.
21
Desde entonces, hemos pasado un tiempo
considerable en Washington y en Moscú, así como
en otros lugares donde la guerra nuclear se
planifica y sopesa. La citada observación resultó
particularmente útil porque nos recordó lo
alejados que se hallaban muchos funcionarios y
estrategas de los horrores que planificaban y lo
resistentes que se habían vuelto a cualquier
cambio fundamental los principales sistemas
políticos y militares, así como los laboratorios de
armas. Si había que informar acerca del invierno
nuclear, llevaría mucho tiempo el lograr el más
pequeño cambio en la política nacional.
Hoy, la gente y los líderes del mundo parecen
mucho más conscientes de los peligros de una
guerra nuclear de lo que eran al iniciarse los años
80, en el momento en que se descubrió el invierno
nuclear. Creemos que resulta posible, por las
razones que describiremos, que el invierno nuclear
tenga algo que ver con este cambio en las actitudes
y en la conciencia, que «la pura y simple amenaza
del fin del mundo» —o algo semejante— había al
fin comenzado a variar las cosas. También
creemos que el concepto de invierno nuclear es
algo que aún no se ha captado por completo y que
deberá tener una influencia mucho mayor.
Si hoy tuviésemos que dar una sesión de
instrucciones, acerca del invierno nuclear, a los
funcionarios de las naciones que poseen el arma
nuclear, el presente libro constituiría la base de
todo aquello que les diríamos. Describe lo que
determina el clima de conjunto de la Tierra, y
cómo la guerra nuclear puede variar dicho clima;
cómo serían las consecuencias a largo plazo de
una guerra nuclear, tanto para los individuos como
para las sociedades; y cómo el invierno nuclear
puede ayudarnos a trazar un camino que nos haga
salir de los en la actualidad, obscenamente
hinchados arsenales nucleares, hacia un mundo en
el que, aunque no nos veamos del todo liberados
del azote de una guerra nuclear, podamos estar
mucho más seguros que en nuestro mundo actual,
que se encuentra sumido en una ignorancia casi
total de las consecuencias más serias de las armas
que empleamos y que, con un gran costo, estamos
penosamente acumulando con el objetivo de
mantenernos «seguros».
Nos encontramos en una época en que las
superpotencias nucleares, con gran dinamismo,
están en realidad considerando, tal vez como en
los años venideros, la timorata medida de reducir
los arsenales nucleares mundiales, desde cerca de
60.000 armas a sólo un poco menos de 50.000.
22
Pero si hemos de hallar una escapatoria a la
amenaza de los presagios de un invierno nuclear
—de una catástrofe climática total y la muerte de
miles de millones de personas—, aún tenemos que
hacer las cosas muchísimo mejor.
Capítulo primero
CRESO Y CASANDRA
He profetizado a mis paisanos todos sus desastres.
Casandra, en ESQUILO, Agamenón.
En el Olimpo, Apolo era el dios del Sol.
También se hallaba encargado de otros asuntos
aparte de la luz solar, y uno de éstos era la
profecía; en realidad, consistía en una de sus
especialidades. Los dioses del Olimpo podían ver
algo del futuro, pero Apolo era el único que, de
forma sistemática, ofrecía este don a los humanos.
Fundó Oráculos, el más famoso de los cuales era
el de Delfos, donde santificó a sacerdotisas, a las
que se llamó Pitias. Los reyes y los nobles —y de
vez en cuando la gente corriente— acudían a
Delfos y suplicaban que se les comunicase lo que
había de suceder.
Entre los peticionarios se encontró Creso, el rey
de Lidia. Le recordamos por la frase «tan rico
como Creso». Parte de la razón de que fuese tan
rico radicaba en que fue una de las personas que
inventó el dinero: las primeras monedas fueron
lidias, y se acuñaron durante el reinado de Creso.
(Lidia estaba en Ana-tolia, en la actual Turquía.)
Su ambición no pudo contenerse dentro de las
fronteras de su pequeña nación. Y así, según la
Historia de Heródoto, se le metió en la cabeza que
sería una,
buena idea invadir y someter Persia, la
superpotencia del siglo VII a de C. Ciro había
unido a los persas y a los medos y forjado el
poderoso Imperio persa. Como es natural, Creso
estaba muy ansioso por todo esto.
A fin de juzgar lo conveniente de la invasión,
envió emisarios a consultar al Oráculo de Delfos.
Cabe imaginarlos cargados de regalos que,
incidentalmente, podemos decir que se exhibían
aún, en Delfos, un siglo después, en la época de
Heródoto.
La pregunta que hicieron los enviados por
cuenta de Creso fue:
—¿Qué sucederá si Creso declara la guerra a
Persia?
Sin vacilar, la Pitia respondió:
—Destruirá un poderoso imperio.
—Los dioses están con nosotros —se dijo
Creso, o unas palabras parecidas—. ¡Ha llegado
el momento de la invasión!
Ya relamiéndose, y calculando las satrapías que
muy pronto serían suyas, Creso reunió sus
ejércitos mercenarios e invadió Persia. Y fue
humillantemente derrotado. Y no sólo quedó
destruido el poder de Lidia, sino que él mismo, y
durante el resto de su vida, se convirtió en un
patético funcionario en la corte persa, que ofrecía
algunos consejos a unos funcionarios casi siempre
indiferentes: un ex rey parásito. Es algo parecido a
si el emperador Hirohito hubiese vivido hasta el
final de sus días como asesor en los alrededores
de Washington, D.C.
La injusticia de todo el asunto le afectó en gran
manera. A fin de cuentas, él había jugado según las
reglas. Había pedido consejo a la Pitia, había
pagado con creces, y la Pitia le había hecho
equivocarse. Por lo tanto, envió a otros emisarios
al Oráculo (esta vez con unos regalos mucho más
modestos, adecuados a su, ahora, mucho más baja
posición).
Y preguntó:
—¿Cómo me has podido hacer esto?
Y he aquí, según Heródoto, la respuesta:
La profecía dada por Apolo era que, si Creso
hacía la guerra a Persia, destruiría un poderoso
imperio. Ante esto, de haber estado bien
aconsejado, debería haber mandado preguntar de
nuevo, si de lo que se hablaba era de su propio
imperio o del de Ciro. Pero Creso no entendió lo
que se le decía, ni realizó ninguna otra pregunta.
Por lo tanto, sólo se puede echar la culpa a sí
mismo.
25
Si el Oráculo de Delfos era sólo una chapuza
para desplumar a reyes crédulos, en ese caso,
como es natural, lo que necesitaba era buscar
excusas para explicar los errores evitables. Las
ambigüedades encubiertas eran una moneda muy
común. De todos modos, la lección de la Pitia no
deja de venir a colación. Incluso a los oráculos les
hemos de plantear preguntas inteligentes, incluso
cuando parezcan decirnos exactamente lo que
deseamos oír. Los que hacen la política no deben
aceptar las cosas a ciegas; también deben
comprenderlas. Y lograr que no se interpongan sus
propias ambiciones en la vía de su comprensión.
La conversión de la profecía en actuación debe
realizarse con cuidado.
Este consejo es por completo aplicable a los
oráculos modernos, a los científicos, a las fuentes
de pensamiento y a las Universidades. Los que
hacen la política, a veces, y a desgana, preguntan
al oráculo y les llega la respuesta. Actualmente,
los oráculos ofrecen de manera voluntaria sus
profecías, incluso cuando nadie se las pide. En
cualquier caso, los que hacen la política deciden
entonces cómo actuar. La primera cosa que se
debe hacer es comprender. Y, a causa de la
naturaleza de los oráculos modernos y sus
profecías, los que construyen la política necesitan
—más incluso que antes— comprender la ciencia
y la tecnología.
Existe otra historia acerca de Apolo y los
oráculos, y por lo menos de idéntica relevancia.
Se trata de la historia de Casan-dra, princesa de
Troya. (Comienza exactamente antes de que los
griegos invadiesen Troya para empezar la guerra
de Troya, y también discurre en la actual Turquía.)
Era la más inteligente y la más bella de las hijas
del rey Príamo. Apolo, que siempre andaba en
busca de humanos atractivos (como la mayor parte
de los dioses y diosas griegos) se enamoró de ella.
Y de una forma rara —algo que casi nunca ocurre
en el mito griego—, ella resistió sus acosos. Se
negó a las proposiciones de un dios. De manera
que intentó sobornarla. ¿Pero, qué podía regalarle?
Ya era una princesa. Y asimismo rica y bella. E
incluso feliz. De todos modos, Apolo tenía alguna
cosa que brindarle. Le prometió el don de la
profecía. La oferta resultó irresistible. Y ella se
mostró de acuerdo. Quid pro quo. Apolo realizó
todo aquello que los dioses llevan a cabo para
crear videntes, oráculos y profetas a partir de
meros mortales. Pero luego, de una manera
escandalosa, Casandra falló a su promesa.
26
A Apolo aquello no le gustó nada. Pero tampoco
podía retirar el don de la profecía porque, a fin de
cuentas, no dejaba de ser un dios. (A pesar de lo
que puedas decir de ellos, los dioses mantienen
sus promesas.) En vez de ello, la condenó a un
destino cruel e ingenioso: que nadie creería en sus
profecías. (Lo que ahora estamos contando se halla
desarrollado en el drama Agamenón, de Esquilo.)
Llegado el momento, Casandra predijo a su propio
pueblo la caída de Troya. Pero nadie le prestó
atención. Predijo la muerte del jefe de los
invasores griegos, Agamenón. Y nadie le prestó
tampoco atención. Incluso predijo su propia y
temprana muerte, y tampoco nadie le hizo el menor
caso. No querían escucharla. Incluso se rieron de
ella. La llamaron, tanto griegos como troyanos, «la
dama de los muchos pesares». Hoy, tal vez, la
despreciasen como «profetisa de la muerte y del
pesimismo».
Existe un momento muy divertido en la obra de
teatro cuando ella no puede comprender cómo esas
angustiadas predicciones de catástrofe —algunas
que, de ser creídas, podrían evitarse— eran
ignoradas. Les dijo a los griegos:
—¿Cómo es que no me comprendéis? Conozco
muy bien vuestra lengua.
Pero el problema no radicaba en su
pronunciación. La respuesta, que parafraseamos,
es:
—Mira, la cosa es así. Incluso el Oráculo de
Delfos a veces se equivoca. En ocasiones, sus
profecías son ambiguas. No podemos estar
seguros. Y si no podemos estar seguros, lo mejor
es que lo ignoremos.
Eso es lo más cerca de lo que ella estuvo de una
respuesta sustancial.
Con los troyanos sucedió lo mismo.
—He profetizado a mis paisanos —dijo
Casandra— todos sus desastres.
Pero ignoraron sus profecías y fueron
destruidos. Y muy pronto a ella le pasó lo mismo.
La resistencia a las profecías terribles
experimentada por Casandra es hoy igual de fuerte.
Al vernos enfrentados con una ominosa predicción
que implica fuerzas poderosas ante las que no
podemos influir con presteza, tenemos una
resistencia natural a rechazar o ignorar la profecía.
El mitigar o sortear el peligro puede llevar tiempo,
esfuerzo, dinero, coraje. Y también requerir de
nosotros que alteremos las prioridades de nuestras
27
vidas. Y no todas las predicciones de desastres,
incluso las reali-zadas por científicos, se cumplen
por completo: la mayor parte de la vida animal de
los océanos no ha perecido a causa de los
insecticidas; a pesar de Etiopía y del Sahel, el
hambre a nivel mun-dial no ha sido el sello
característico de los años 1980; los aviones
supersónicos no amenazan la capa de ozono. Y
todas estas predicciones las han realizado
científicos serios (ref. 1.1). (*)
Por lo tanto, cuando nos enfrentamos a una
nueva e incómoda predicción, podemos vernos
tentados a decir: «Improbable.» «Muerte y juicio
final.» «Nunca hemos experimentado nada que,
remotamente, se parezca a eso.» «Sólo tratan de
asustarnos a todos.» «Eso es malo para la moral
pública.» Y lo que es más, si los factores que
producen la catástrofe pronosticada vienen ya de
muy antiguo, entonces la predicción en sí es ya
para nosotros algo rechazado indirecta o
tácticamente. ¿Por qué hemos permitido que se
desarrolle este peligro? ¿No deberíamos habernos
informado mucho antes? ¿No hemos tenido cierta
parte de complicidad, dado que no hemos actuado
para asegurarnos que los dirigentes de los
gobiernos emprendiesen las acciones apropiadas?
Y a causa de que estas reflexiones son incómodas
—el que nuestra falta de atención haya podido
ponernos a nosotros y a nuestros seres queridos en
peligro—, resulta natural que a veces se produzca
una tendencia, no muy bien ajustada, a rechazar
todo el asunto. Nos decimos que se necesitan unas
pruebas más firmes antes de que nos las podamos
tomar en serio. Y existe una tentación a
minimizarlo, a dejarlo de lado, a olvidarlo. Los
psiquiatras son muy conscientes de esta tentación.
Lo llaman «denegación».
Los relatos de Creso y Casandra representan los
dos extremos de respuesta política a predicciones
de un peligro mortal: el caso de Creso representa
el polo de una aceptación crédula y no crítica,
impulsada por la codicia u otros defectos del
carácter; y la respuesta de griegos y troyanos a
Casandra representa el polo de un rechazo firme e
inmóvil a la posibilidad de un Peligro. La tarea
del que hace la política radica en mantener un
justo medio entre estos dos peligros potenciales.
Supongamos que un grupo de científicos alega
que es inmi-
(*) Notas y referencias, ordenadas según la
secuencia de los capítulos, se encuentran en la
parte última del libro. La ref. 1.1 es la referencia 1
del capítulo I. La ref. 14.6 es la referencia 6 del
capítulo XIV.
28
nente una catástrofe importante en el medio
ambiente. Supongamos, además, que lo que se
requiere para impedir o mitigar la catástrofe
resulta caro, costoso en recursos económicos e
intelectuales, pero también en cuanto es algo que
desafía nuestra forma de pensar, es decir, que
resulta costoso políticamente. ¿Hasta qué punto los
que hacen la política deben tomar en serio a los
profetas científicos? Existen maneras de calibrar
la validez de las profecías modernas, dado que, en
los métodos científicos, existe un mecanismo de
corrección de errores, una serie de reglas que, de
una forma repetida, funcionan bien, y que, en
ocasiones, se denomina método científico. Hay
cierto número de dogmas. Los argumentos que
proporciona la autoridad tienen poco peso
(«Porque lo digo yo», es algo que no vale); la
predicción cuantitativa es un medio bastante bueno
de hacer derivar ideas útiles de cosas sin sentido;
los métodos de análisis no deben albergar
resultados que resulten inconsistentes en relación a
lo que conocemos acerca del universo; los debates
arduos constituyen un signo saludable; las mismas
conclusiones tienen que haber sido extraídas de
una forma independiente, a través de grupos
científicos competentes, para que podamos tomar
en serio una idea. Y cosas parecidas. Existen
medios para que quienes dirigen la política
decidan, encuentren un camino intermedio seguro
entre la acción precipitada y la impasibilidad.
A veces oímos hablar acerca del «océano» de
aire que rodea la Tierra. Pero el espesor de la
mayor parte de la atmósfera —incluyendo toda la
parte de la misma que está implicada en el efecto
invernadero— es sólo el 0,1% del diámetro de la
Tierra. Incluso aunque incluyamos la alta
estratosfera, la atmósfera no llega siquiera al 1%
del diámetro de la Tierra. Eso de «océano» suena
a algo masivo, imperturbable. Pero el grosor del
aire, en comparación con el tamaño de la Tierra,
es algo parecido al espesor de una capa de laca en
el globo de una lámpara. Muchos astronautas han
informado haber visto esa delicada y delgada aura
azul en el horizonte del hemisferio iluminado con
la luz del día y que, de manera inmediata,
espontánea, han pensado acerca de su fragilidad y
vulnerabilidad. Y tienen razón para estar
preocupados.
Hoy nos encontramos ante una circunstancia
absolutamente nueva, sin precedentes en toda la
historia humana. Cuando , empezamos, digamos,
hace centenares de miles de años, con una
población de una densidad media sobre la Tierra
de menos
29
de una centésima de persona por kilómetro
cuadrado, los triunfos de nuestra tecnología eran
sólo el hacha de mano y el fuego. Éramos entonces
incapaces de conseguir unos cambios importantes
en el medio ambiente global. Jamás hubiera
podido ocurrírsenos una cosa así. Éramos
demasiado pocos y nuestros poderes demasiado
débiles. Pero, a medida que iba pasando el tiempo,
mientras nuestra tecnología mejoraba, nuestros
números aumentaron exponencialmente, y ahora
nos encontramos ante un promedio de unas diez
personas por kilómetro cuadrado, y el número de
personas se halla concentrado en las ciudades, y
tenemos a nuestra disposición un pavoroso arsenal
tecnológico, los poderes del cual comprendemos y
controlamos sólo de forma incompleta. Las
inhibiciones respecto de un empleo irresponsable
de esta tecnología son débiles, a menudo sin
mucho entusiasmo y casi siempre, a nivel mundial,
subordinados a unos intereses nacionales o
empresariales a corto plazo. En la actualidad
somos capaces, de una forma intencionada o
inadvertida, de alterar el medio ambiente global.
Y hasta qué punto haremos frente a las diversas
catástrofes planetarias que se han profetizado,
continúa siendo aún un asunto para debate de
estudiosos. Pero que podamos hacerlo así, está en
la actualidad fuera de cuestión.
Existen tres indicadores clave de cómo la
tecnología impulsa un cambio global atmosférico:
el invierno nuclear, la disminución de la capa de
ozono y el sobrecalentamiento invernadero. Este
libro trata sobre todo de lo primero, aunque, como
veremos, los tres se hallan íntimamente
conectados. Pueden existir —hasta creemos que es
inevitable que existan— otras catástrofes globales
del medio ambiente impulsadas por nuestra
tecnología y que no somos aún lo bastante
inteligentes para reconocerlas. Tal vez la ciencia y
los debates políticos acerca del invernó nuclear
serán útiles para incluir asimismo esos peligros
todavía no descubiertos.
Capítulo II
LA IDEA DEL INVIERNO
NUCLEAR
El humo se alza. La
niebla
se extiende.
Llorad, amigos míos,
y sabed que por esos
actos
hemos perdido para
siempre nuestra herencia.
Uno de los últimos poemas
aztecas, escrito en 1521 en la
víspera de la destrucción de la
civilización azteca. D e Poems
of the Aztec Peoples, Edward
Kis-sam y Michael Schmidt,
t r a d . (Ypsilanti, Mich.: «Bi-
lingual Press», 1983.)
La Segunda Guerra Mundial acabó
con la explosión de la bomba de fisión
o atómica, el arma más devastadora
hasta entonces inventada por la
especie humana. Siete años después,
se creó un arma mil veces más
poderosa: la bomba de fusión o de
hidrógeno, tan potente que empleaba
la bomba de fisión sólo como gatillo,
como cerilla para encenderla, En las
décadas posteriores a Hiroshima y
Nagasaki, el número, variedad y poder
de las armas nucleares aún se
incrementó más. Muchas naciones
sintieron que era esencial que la
poseyesen. Se convirtieron en una
especie de platos fuertes respecto de
la respetabilidad internacional; el
derecho de admisión al estatus de gran
poten-31
cia; el medio para intimidar a las demás naciones,
de desencadenar el orgullo patriótico, de lograr
éxitos en política doméstica producía maravillas.
Se idearon procedimientos para trans-portarlas
con aviones de gran radio de acción; de lanzarlas
en cohetes desde agujeros de cemento armado en
el suelo o desde submarinos en las profundidades
oceánicas, en vehículos sin pilotos que respirasen
aire, volando a ras del suelo bajo el radar.
Científicos e ingenieros brillantes y dedicados
trabajaron para hacer caber hasta una docena de
ellas, en el morro de un solo misil; e incluso
aprender a meter tantos misiles en un solo
submarino como para que un navio pudiese
destruir 200 ciudades de alguna nación alejada. La
exactitud de esos «sistemas de entrega» también
mejoró. Algunas armas nucleares podían alcanzar
un campo de fútbol situado en la otra parte del
planeta. Cada uno podía borrar del mapa un área
mucho mayor que un campo de fútbol y arrasar
centenares o millares de kilómetros cuadrados.
El mundo acumuló decenas de millares de armas
nucleares, y siempre en el nombre de la paz.
Nuestro lado —sea cual sea donde ocurra que
estemos— era siempre estable, cauto y amante de
la paz. El otro lado era siempre imprevisible,
peligroso, amante de la guerra. Cada lado
necesitaba su vasto arsenal, o eso era lo que
quienes estaban en el poder decían a sus
ciudadanos, sólo para disuadir al otro lado de
emplear su vasto arsenal. Sus manos estaba atadas.
Todo era culpa del adversario. Se gastaron
billones y billones de dólares.
Los establecimientos militares de las diferentes
naciones armadas nuclearmente tenían, como es
natural, una obligación de asegurar que, por lo
menos, sus líderes nacionales —y no los
ciudadanos, en cuyo nombre se hacía todo esto—
comprendiesen las consecuencias de la guerra
nuclear. Se explosionaron centenares de armas
nucleares por encima y por debajo del suelo y sus
efectos fueron comprobados: explosión, fuego,
radiación. Se produjeron ciertas sorpresas,
algunas formas en las que las explosiones
nucleares resultaban inesperadamente peligrosas.
En muchos casos, esos nuevos hechos se
descubrieron de una forma accidental y, a menudo,
se clasificaron como secretos de Estado, para no
erosionar el apoyo popular a la carrera de
armamento nuclear (ref. 2.1). La lluvia radiactiva
resultó peor de lo que se había supuesto. Se
descubrió que las explosiones a gran altura
atacaban la protectora capa de ozono. La onda
32
electromagnética de una explosión en el espacio
causaba averías sorprendentes en el equipo
electrónico de satélites muy distantes y por debajo
del suelo. Esos efectos secundarios imprevistos
debieran haber constituido una advertencia de que
podían existir otras consecuencias más serias
respecto de una guerra nuclear. Pero, durante casi
cuatro décadas, ni los científicos militares, ni los
intelectuales de la defensa, ni ningún analista
político pensaron seriamente en algo parecido al
invierno nuclear. Junto con nuestros colegas Brian
Toon, Tom Ackerman y Jim Pollack, fue nuestro
destino el ser los primeros en calcular cuáles
podrían ser las consecuencias climáticas de una
guerra nuclear. A partir de nuestros apellidos (ref.
2.2), otros otorgaron a nuestro equipo de
investigación el acrónimo «TTAPS», tal vez
apropiado teniendo en cuenta la naturaleza de
nuestros descubrimientos (*).
Todos nosotros habíamos estudiado la atmósfera
y el medio ambiente, tanto de la Tierra como de
otros mundos. Estábamos acostumbrados a pensar
de una manera global, intentando comprender toda
la gran imagen planetaria. El relato de cómo se
efectuó el descubrimiento se cuenta en el Apéndice
C.
Nuestro «punto de partida» fue una guerra
nuclear en la que fuesen detonadas menos de la
mitad de las armas nucleares estratégicas (y
ninguna de las armas tácticas), muchas de ellas, —
pero no la mayoría— sobre las ciudades. En casi
todas las investigaciones acerca de este tema, sólo
se menciona este caso. Pero también calculamos
otros cincuenta casos, que cubriesen un abanico de
incertidumbre, tanto en lo físico como en los
blancos. Nuestros guiones variaban desde una
guerra pequeña, en la que no se quemaba ninguna
ciudad, hasta una «guerra del futuro» de 25.000
megatones, que requeriría más armas que las que
existen en todos los arsenales actuales del mundo.
Naturalmente, la gravedad de los resultados
variaba según el caso elegido, desde algo
desdeñable hasta lo apocalíptico. Pero en la mayor
parte de los casos, incluyendo aquellos que
considerábamos
(*) En la jerga militar de Estados Unidos, Taps es una llamada de
bugle, que se toca por la noche, como una orden para que
apaguemos las luces. También se toca en los funerales militares. La
melodía la compuso, en julio de 1862, el general Daniel Butterfield.
Pero también se canta. En una versión, que tal vez aún se enseñe en
los campamentos de verano, comienza así: «El día se ha ido, se ha
ido el sol, del lago, de las colinas, del firmamento...»
33
más plausibles, los climas previstos resultaban
mucho más da-ñados de lo que habíamos
conjeturado. Quedamos sorprendi-dos y
conmocionados. Tratamos de mostrarnos
cautelosos. Éramos muy conscientes de la
naturaleza preliminar de nuestros primeros
descubrimientos:
Nuestras estimaciones de los impactos físicos y
químicos de la guerra nuclear son, necesariamente,
más bien inseguros, dado que hemos empleado
modelos unidimensionales, que los datos básicos
son incompletos y a causa de que el problema no
puede comprobarse experimental-mente... De
todos modos, las intensidades de los efectos de
primer orden son tan grandes, y las implicaciones
tan serias, que confiamos que los temas científicos
aquí planteados serán examinados de una manera
vigorosa y crítica (ref. 2.2).
Tratamos de encontrar errores en nuestros
cálculos. (Hubo incluso quienes se prestaron de
manera voluntaria a ayudarnos.) Muchas de
nuestras estimaciones de los parámetros de entrada
resultaron ser correctos. En otros pocos casos,
nuestras elecciones resultaron inexactas, pero a la
larga resultó que los errores tendieron a eliminarse
entre sí. Creemos que, en ningún caso,
encontramos ninguna equivocación fundamental de
tipo físico. En el Apéndice B se da una
comparación de nuestras conclusiones originales
con los resultados modernos. Se han realizado
muchos progresos desde nuestro trabajo de 1982-
83, y ahora están disponibles unas estimaciones
mucho más ajustadas del invierno nuclear, y se han
llevado a cabo ideas mucho más profundas que
tenemos ahora al alcance de la mano acerca de
este tema tan fascinante y tan triste a la vez.
El comprobar los errores potenciales constituyó
un ejercicio de autoconocimiento. Descubrimos en
nosotros mismos una ambivalencia desvirtuadora.
Cuando no se materializaba una fuente potencial de
error, nos regocijábamos; era señal de que
habíamos realizado bien los cálculos. Pero esta
sensación se veía pronto remplazada por otra: las
consecuencias para la Humanidad que no dejaban
de sobresalir eran tan malas que, de un modo
repetido, no dejábamos de confiar en haber
cometido un error. Por desgracia, o tal vez
afortunadamente (siempre Persiste una
ambivalencia), la tesis central del invierno nuclear
34
parece más válida hoy que nunca,
desgraciadamente, porque si fuésemos tan locos
como para permitir una guerra nuclear, sabemos
ahora que constituiría un desastre sin parangón en
la historia de nuestra especie; pero,
afortunadamente, porque las consecuencias son tan
graves, y tan extendidas, que una comprensión
general del invierno nuclear puede ayudar a
conseguir que nuestra especie recupere los
sentidos.
La vida en la Tierra depende de una manera
exquisita del clima (véase Apéndice A). La
temperatura media de la Tierra —promediada en
el día y la noche, en las estaciones, en la latitud, en
la tierra y el océano, en la línea costera y el
interior continental, en las cordilleras y los
desiertos— es de unos 13 °C, 13 grados por
encima del punto de la temperatura de congelación
del agua dulce. (En la escala Fahrenheit la
temperatura correspondiente es de 55 °F.) Resulta
más difícil cambiar la temperatura de los océanos
que la de los continentes, y ésa es la causa de que
las temperaturas oceánicas sean mucho más
constantes en relación con los ciclos diurnos y
estacionales de lo que ocurre con las temperaturas
del interior de los grandes continentes. Cualquier
cambio en la temperatura global implica cambios
mucho mayores en la temperatura local, si no se
vive cerca de los océanos. Una prolongada caída
global de la temperatura de unos cuantos grados
centígrados constituiría un desastre para la
agricultura; en unos 10 °C todos los ecosistemas se
verían en peligro, y en unos 20 °C casi toda la
vida sobre la Tierra se hallaría en riesgo (*). Por
lo tanto, el margen de seguridad es muy pequeño.
Constituye un hecho central de nuestra existencia
el que la Tierra estaría unos 35°C más fría que en
la actualidad si la temperatura global dependiese
sólo de la cantidad de luz solar absorbida por la
Tierra. Se trata de un cálculo llevado a cabo de
una manera rutinaria en los cursos introductorios
de astronomía y de climatología. Hay que
considerar la intensidad de la luz solar que llega a
la parte alta de la atmósfera, restar la fracción de
luz solar que se refleja de nuevo hacia el espacio,
y el resto —que es principalmente absorbido por
la superficie de la Tierra— da cuenta de la
temperatura de nuestro planeta. Hay
(*) Estos descensos en las
temperaturas corresponden,
respectivamente, a 5 a 10 °F, 18 °F y
36 °F. Recuérdese que no se trata de
temperaturas en sí, sino que son las
cantidades en que la temperatura baja.
35
que equilibrar la cantidad de radiación que caldea
la Tierra con la cantidad que se irradia (que no se
refleja), por la Tierra hacia el espacio. La
temperatura a la que se llega es,
perturbadoramente unos 35°C más fría que la
actual temperatura superficial de la Tierra. Si todo
fuese como en las reglas de la física, la
temperatura media de la Tierra se encontraría por
debajo del punto de congelación del agua; los
océanos, incluso de kilómetros de espesor,
estarían compuestos por hielo; y casi todas
nuestras formas familiares de vida —incluidos
nosotros mismos—jamás hubiéramos
evolucionado.
El factor que falta, y que hemos ignorado en este
sencillo cálculo, es el cada vez más conocido
efecto «invernadero». En la atmósfera de la
Tierra, los gases, sobre todo el vapor de agua y el
dióxido de carbono, son transparentes para la luz
solar visible ordinaria, pero opacos a la radiación
infrarroja que la Tierra irradia al espacio, en un
intento por enfriarse a sí misma. Esos gases
invernaderos actúan como una especie de manta,
calentando la tierra sólo lo suficiente para
producir el mundo clemente y agradable en que
tenemos hoy el privilegio de habitar. Si el efecto
invernadero resultase afectado de una manera
significativa —si bajase o subiera y mucho más si
desapareciera— constituiría un desastre a nivel
mundial. Esto es en parte lo que constituye el
invierno nuclear.
En una guerra nuclear, las potentes explosiones
nucleares en la superficie impulsarían finas
partículas muy arriba hasta llegar a la estratosfera.
La mayor parte del polvo la llevaría la misma bola
de fuego. Una fracción la succionaría el tallo de la
nube en forma de seta. Incluso las explosiones más
modestas en, o por encima de, las ciudades
producirían incendios masivos, como ocurrió en
Hiroshima y Nagasaki. El humo resultante es de
lejos mucho más peligroso para el clima que el
polvo. Esos incendios consumirían madera,
petróleo, plástico, el alquitrán de los tejados, gas
natural y una amplia variedad de otros
combustibles. Se generarían dos clases de humos.
La combustión a fuego lento es un incendio a baja
temperatura, sin llama, en la que se producen unas
partículas orgánicas finamente oleosas de un color
blancoazulado. El humo del cigarrillo constituye
un ejemplo. En contraste, en la combustión con
llama —cuando existe un adecuado suministro de
oxígeno— el material orgánico que arde se
convierte en una parte significativa en carbono
elemental, y el humo con hollín es muy oscuro.
36
El hollín es uno de los materiales más negros de
la Naturaleza que se puede llegar a producir.
Como en el incendio de una refinería de petróleo,
o en un montón de neumáticos de automóvil
incendiados, o una conflagración en un rascacielos
moderno —o, más en general, en cualquier gran
incendio en una ciudad—, grandes nubes de un
humo turbio, feo, oscuro y con hollín se alzarían
hasta muy por encima de las ciudades, en el caso
de una guerra nuclear, extendiendo el incendio
primero en longitud y luego en latitud.
Las partículas de polvo de elevada altitud
reflejarían la luz solar adicional de nuevo hacia el
espacio y enfriarían la Tierra un poco. Más
importantes son las densas cortinas de humo negro
en la parte alta de la atmósfera; bloquean la luz
solar y no la dejan alcanzar la atmósfera inferior,
donde residen, principalmente, los gases de
invernadero. Esos gases se ven, por tanto,
privados de su influencia sobre el clima global. El
efecto invernadero disminuye y la superficie de la
Tierra se enfría mucho más.
Dado que las ciudades y los depósitos de
petróleo son tan ricos en materiales combustibles,
no se requieren muchas explosiones nucleares
sobre ellas para conseguir que una gran cantidad
de humo oscurezca todo el Hemisferio Norte y aún
más. Si las nubes oscuras de hollín son casi
opacas y cubren un área extensa, en tal caso el
efecto invernadero puede llegar a desaparecer casi
por completo. En el supuesto más probable de que
alguna luz solar atravesase, de todos modos la
temperatura bajaría de 10 a 20°C o más,
dependiendo de la estación y de la geografía local.
En muchos lugares, al mediodía podría estar tan
oscuro como sucede en una noche sin luna antes de
que comenzara la guerra nuclear. Los cambios
ambientales resultantes pueden durar meses o
años.
Si el efecto invernadero es una manta en la que
nos envolvemos para mantenernos calientes, en
realidad lo que hace el invierno nuclear es retirar
esa manta. El mencionado oscurecimiento y
enfriamiento de la Tierra que seguiría a una guerra
nuclear —junto con otras consecuencias
secundarias— es todo eso a lo que llamamos
invierno nuclear. (En el Apéndice A se
proporciona una discusión más detallada del clima
global y de cómo actúa el invierno nuclear.)
Una temperatura típica para un punto de la
superficie terrestre de la Tierra, promediado sin
tener en cuenta la latitud, la
37
estación y la hora del día, es más o menos de 15°C
(59°F). En el caso de no existir el efecto
invernadero, la temperatura resultante sería de
unos —20°C (—4°F). La diferencia entre el medio
ambiente planetario con el efecto invernadero y sin
él equivale a la diferencia entre unas condiciones
clementes y una congelación profunda. El jugar
con el efecto invernadero —especialmente con
aquello que lo reduce— puede resultar muy
arriesgado. Esas dos temperaturas, con y sin efecto
invernadero, se muestran en la parte superior de la
figura 1. Si se doblase la concentración actual, en
la atmósfera de la Tierra, del dióxido de carbono
del invernadero de la Tierra —como sucederá
dentro de unas cuantas décadas si la tendencia
actual continúa—, la temperatura superficial es
muy probable que se incrementase en unos cuantos
grados, como muestra el diagrama. Después de una
erupción volcánica importante, la temperatura
puede disminuir a lo más en unos pocos grados.
Durante el período glacial, la temperatura global
era unos cuantos grados más fría, aproximándose
al punto de congelación del agua. Y en un invierno
nuclear, dependiendo de su gravedad, las
temperaturas podrían volverse aún más frías,
alcanzando bastante por debajo del punto de
congelación. Lo frío que esto pudiera llegar a ser
depende de muchas variables, que incluyen cómo
se «luchase» en esa guerra nuclear, según
describiremos más adelante. Pero incluso dentro
de un ámbito medio de esos efectos del invierno
nuclear (véase figura 1), ello ya representa la
catástrofe climática más grave que haya ocurrido
durante la existencia de los humanos sobre este
planeta. Incluso en el ámbito de un solapa-miento
de temperaturas, un fuerte invierno nuclear es
mucho más duro que un severo período glacial, a
causa de la rapidez de su desencadenamiento
(semanas en vez de siglos o milenios, aunque su
duración es mucho más breve).
Como es natural, la predicción del invierno
nuclear no está extraída de ninguna experiencia
directa con las consecuencias de una guerra
nuclear global, sino más bien de una investigación
basada en la física. (El problema no se presta a
una plena verificación experimental, por lo menos
no más de una vez.) Los modelos derivados se
calibran y prueban por medio de estudios del
clima ambiental de la Tierra y otros planetas, y
por las perturbaciones climáticas observadas y
originadas por explosiones volcánicas, incendios
forestales masivos y grandes tormentas de polvo.
Después de los análisis científicos del in-
38
FIGURA 1
2
Temperatura Superficial Terrestre ( C)
S
Temperatura superficial terrestre ( F)
Posibles regímenes climáticos del planeta Tierra. Se dan las
temperaturas terrestres en grados centígrados y en grados
Fahrenheit, promediados sin tener en cuenta la latitud, la estación, la
hora y el día. Se muestra, para cada caso, el plausible abanico de
temperaturas mínimas por debajo del humo una semana después de
la guerra del mes de julio. Se indica asimismo el ámbito de los
valores igualmente probables. Todos los inviernos nucleares, menos
el benigno, representan una alteración más grande en el clima del
Hemisferio Norte que cualquiera otra que se haya experientado
desde el origen de la especie humana
vierno nuclear, todo ello ha convergido en la
actualidad más bien en una serie generalmente
aceptada de predicciones, y dado que el invierno
nuclear posee implicaciones en temas políticos
que se encuentran bajo una urgente nueva forma de
pensar, creemos que ha llegado el momento de una
puesta al día y reconsideración tanto de la ciencia
como de la política.
La prudencia convencional, sin importar lo
profundamente que sea sentida, puede no constituir
una guía fiable en una era
39
de armas apocalípticas. Cierto número de
estudios han estado dirigidos a las implicaciones
estratégicas y políticas del invier-no nuclear. Si
las consecuencias climáticas de la guerra nuclear
son graves, muchos pueden llegar a la conclusión
de que se re-quieren cambios importantes en la
estrategia, en la política y en la doctrina. Un breve
resumen de esos estudios primerizos se
proporciona en las referencias 2.3 a 2.6; algunos
comentarios relacionados aparecen en las
referencias 2.7 y 2.8. En este libro hemos vuelto a
valorar tanto la ciencia como la política, y hemos
llegado a la conclusión de que el invierno nuclear
tiene unas fuertes implicaciones —en algunos
casos importantes, en otros, por lo menos,
secundarios— en casi todas las áreas de la
estrategia, la doctrina, la política, los sistemas, el
despliegue y la ética nucleares. Este amplio
impacto deriva de dos factores básicos y
conectados respecto del invierno nuclear: a ) su
realización presentaría un peligro inaceptable para
la civilización global y, por lo menos, para la
mayor parte de la especie humana, y b ) pone en
peligro en el devastador día siguiente de una
guerra nuclear no sólo a los supervivientes de las
naciones combatientes, sino también a un número
enorme de naciones no combatientes e incluso muy
distantes: personas, la mayoría de las cuales por
completo no implicadas con cualquier tipo de
querella o miedo que hubiese precipitado la
guerra.
Dado que aún no hemos tenido ninguna guerra
nuclear global, nuestras conclusiones siguen
siendo sólo algo que se deduce y, por lo tanto, son
necesariamente incompletas. Algunos aconsejan
que la política no puede decidirse sobre la base de
una información incompleta. Pero la política
s i e m p re se decide sobre una información
incompleta. El invierno nuclear ha llegado en la
actualidad a unos niveles de totalidad y de
exactitud, que es por lo menos comparable a
aquellas sobre las que se efectúan muchas cosas
vitales de las decisiones políticas mundiales
reales. En las páginas que siguen, resumiremos las
bases científicas del invierno nuclear, enf atizando
los temas clave que se refieren a la interpretación
e incertidumbre de la teoría; luego analizaremos
las implicaciones de esta nueva comprensión de la
guerra nuclear para un amplio abanico de sistemas
de armas y políticas; y, finalmente, ofreceremos
una serie de objeciones en política y estructura de
fuerza para los gobiernos y alianzas en la naciente
nueva era nuclear.
40
EL INCENDIO DE UNA CIUDAD
Aparte de la explosión, radiación y
una pronta lluvia radiactiva,
características todas de una guerra
nuclear, las ciudades se incendian. Las
consecuencias pueden resultar
devastadoras (véase frontispicio). Una
descripción clásica de un masivo
incendio urbano aparece en los
artículos de Jack London acerca de
los acontecimientos que siguieron al
terremoto de San Francisco de 1906,
de un 8,2 en la escala de Richter
(veinte veces más fuerte que el otro
terremoto de San Francisco de 1989).
Su primer artículo se publicó el 18 de
abril de 1906, en un número del
Collier's Magazine. A causa del
derribo de lámparas y farolas y de la
rotura de las conducciones principales
del gas, los terremotos pueden
incendiar las ciudades. (Las armas
nucleares que estallan en el suelo o —
una tendencia actual en el desarrollo
del armamento— de forma
subterránea, pueden también hacer
arder una ciudad, aunque no tengan
otros efectos aparte de la explosión.)
Las partes inflamables del San
Francisco de la época de Jack
London, eran principalmente de
madera. En las ciudades modernas
existen concentraciones enormes de
plásticos inflamables y otros productos
sintéticos, todo lo cual produce un
humo más oscuro.
El relato de London nos proporciona
cierta distante visión de cómo podría
ser una guerra nuclear. (Observen su
descripción de la tormenta de fuego
que impulsa finos restos hacia grandes
altitudes.)
El terremoto derribó, en San
Francisco, muros y chimeneas por
valor de centenares de miles de
dólares. Pero la conflagración que
siguió hizo arder propiedades por
valor de centenares de millones de
dólares.
Al cabo de una hora de la
sacudida del terremoto, el humo
del incendio de San Francisco
constituía una espeluznante torre
visible a centenares de kilómetros
de distancia. Y durante tres días
con sus noches, esta espeluznante
torre osciló en el cielo,
enrojeciendo el Sol, oscureciendo
el día y llenando el país de humo...
El terremoto se produjo a las
cinco y cuarto de la mañana del
miércoles. Un minuto después ya
se elevaban las llamas. Por delante
de las llamas, a través de la noche,
huyeron decenas de millares de
seres sin hogar. Algunos iban
envueltos en mantas. Otros
llevaban bra-
41
zadas de ropa de cama y los
tesoros más queridos de su hogar.
A veces, toda una familia estaba
uncida a un carruaje o a un carro
de hacer repartos, cargados con
todas sus posesiones. Cochecitos
de bebé, carros de juguete y
coches de silla se empleaban como
carretones, mientras otras
personas arrastraban un baúl...
... Caía una lluvia de cenizas.
Habían desaparecido los vigilantes
de las puertas. La Policía se había
retirado. No había bomberos, ni
bombas de incendio, ni hombres
que empleasen dinamita. El distrito
había quedado abandonado por
completo. Me quedé en la esquina
de Kearney y Market, en el
auténtico corazón de San
Francisco. La calle Kearney estaba
desierta. A media docena de
manzanas ardía por ambos lados.
La calle era un muro de fuego, y
contra este muro de llamas,
silueteados con viveza, se hallaban
dos jinetes de los Estados Unidos
sentados en sus caballos,
observándolo todo con calma.
Aquello era todo. No se veía
ninguna otra persona. En el intacto
corazón de la ciudad, dos soldados
de Caballería montaban sobre sus
caballos y miraban.
... Aquí y allá a través del humo,
que trepaba cautelosamente bajo
las sombras de los muros que se
tambaleaban, emergían de vez en
cuando hombres y mujeres. Era
algo parecido a la reunión de un
puñado de supervivientes después
del día del fin del mundo.
... Observé la vasta conflagración
desde el otro lado de la bahía.
Reinaba una calma mortal. No
había ni un hálito de viento.
Sin embargo, por los lados, el
viento se precipitaba sobre la
ciudad. Al este, al oeste, al norte y
al sur, fuertes vientos soplaban
sobre la condenada ciudad. El
caldeado aire que se alzaba
formaba una enorme succión. Así,
el incendio construía su propia y
colosal chimenea a través de la
atmósfera. Día y noche continuó
esta mortífera calma, y, sin
embargo, cerca de las llamas, el
viento era a menudo casi un
vendaval, hasta tal punto llegaba a
ser potente la succión.
Jack London, «El terremoto de
San Francisco», en Stuart
Hirschberg, ed., Patterns Across
the Disciplines (Nueva York:
Macmillan, 1988), 86-90.
El año siguiente San Francisco vio la
aparición de la peste, lo
suficientemente grave para que el
alcalde telegrafiara al Presidente en
demanda de ayuda. Se echó la culpa a
las con-
42
diciones muy poco sanitarias de los distritos de
la ciudad que habían ardido.
Aquí, en el relato de un testigo presencial del
gran incendio de Chicago, de octubre de 1871 —
presuntamente a causa de la vaca de Mrs. O'Leary
— encontramos otra descripción de una tormenta
de fuego urbano:
Todo el mundo estaba loco y todo era un
puro infierno. La tierra y el cielo no eran más
que fuego y llamas: la atmósfera era todo
humo... Soplaba un auténtico huracán, y
arrastraba sus furiosas oleadas con un chillido
a través de calles y callejuelas entre los altos
edificios, como si succionara a través de un
tubo: grandes lienzos de llamas ondeaban en
el aire. Las aceras ardían y el fuego corría a
lo largo de ellas tan de prisa como pudiese
andar un hombre. Los tejados se desprendían
en grandes planchas y volaban por el cielo
cual flechas incendiarias. Se veía fuego por
todas partes, debajo de los pies, por encima
de la cabeza, alrededor. Corría a lo largo de
la yesca de los tejados, impulsaba ondeantes
volutas de humo azul desde debajo de los
aleros, aplastaba los cristales con un furioso
crujido y proyectaba un torrente de rojos y
negros; trepaba por la delicada tracería de las
fachadas de los edificios, lamiendo con su
lengua de serpiente trocitos de artesanía de
madera: irrumpía a través de los tejados con
crepitante impulso y hacía sobresalir señales
de victoria de color rojo. Las llamas eran de
todos los colores, de una rosa pálido,
doradas, escarlata, carmesíes, de un ámbar
color sangre. Las llamas avanzaban como un
poderoso ejército.
HUGH CLEVELY, Famous Fires (Nueva York:
The John Day Company, 1957), 157.
Capítulo III
CONOCIMIENTOS CIENTÍFICOS
ACERCA
DEL INVIERNO NUCLEAR
Durante casi la mitad de mi existencia
he vivido en este planeta,
pero todavía no entiendo
la perversa belleza del átomo.
O la isla de Pascua del corazón.
Pero comprendo el invierno.
«Invierno nuclear», en Diane Ackerman, Jaguar of
Sweet Laughter: New and Selected Poems (Nueva
York: Random House, 1991).
La teoría del invierno nuclear, aparecida por
primera vez en 1982, ha sido tema de controversia
(ref. 3.1). El debate constituye algo común cuando
se presentan nuevas ideas científicas, y resulta
saludable. Sin embargo, la mayor parte de
controversia acerca del invierno nuclear se ha
generado de una manera artificial en la frontera
donde se unen la ciencia y la política. Gran Parte
de la misma se ha visto alimentada por la
confusión entre los no especialistas respecto de
ciertos hallazgos técnicos, y por las
comparaciones de los diversos modelos de
ordenadores que, sin suficiente atención, se han
elegido para resolver, o incluso
44
para anotar, las diferencias en los puntos de
vista iniciales. Entre los temas más perturbadores,
cargados de connotaciones ideológicas, que ha
suscitado la teoría del invierno nuclear, se
encuentran las posibilidades de que una
consecuencia importante de la guerra nuclear eluda
los sistemas norteamericanos y soviéticos de
armas nucleares durante treinta y siete años (ref.
3.2); que una «pequeña» guerra nuclear pueda
tener, tal vez incluso a nivel global, catastróficas
consecuencias climáticas; que las naciones
distantes podrían estar en peligro, aunque sólo una
pequeña arma nuclear fuese detonada en su suelo;
que la represalia masiva e, igualmente, los intentos
de un imponente primer golpe, en una variedad de
estructuras políticas, sería desastrosa para las
naciones que empleasen una política de esta clase
(y para sus aliados), con independencia de la
respuesta de su adversario; y que el tamaño y la
naturaleza de los actuales arsenales nucleares, así
como el papel central del armamento nuclear en
las relaciones estratégicas de los Estados Unidos y
de la Unión Soviética, no puede tratarse sólo de
algo imprudente, sino constituir asimismo un error
político sin precedentes en la historia humana.
«Los funcionarios del Pentágono se hallan muy
preocupados acerca del problema del invierno
nuclear», escribió Thomas Powers a finales de
1984 (ref. 2.6),
y por completo perplejos respecto de qué
hacer al respecto. En conversaciones con
funcionarios a un nivel informal, se recogen
interesantes matices de reacción: una prudente
esperanza de que «más estudios» podrán
eliminar el problema del invierno nuclear,
incomodidad por haberlo pasado por alto
durante cerca de cuarenta años, resentimiento
respecto de que todos los pacifistas y augures
del juicio final hayan tenido razón durante
todos estos años, aunque en realidad no lo
supieran. Y, por encima de todo, uno se
encuentra con un franco desaliento dado que
el problema del invierno nuclear afecta a una
política de defensa que se basa en las armas
nucleares. Como seres humanos que son, los
funcionarios probablemente confían en que las
incertidumbres se desarrollen lo suficiente
como para que justifiquen más estudios que
nunca o, por lo menos, hasta la llegada de la
próxima Administración.
45
El invierno nuclear parece desafiar una amplia
gama de intereses y creencias muy bien
establecidos. Como predijo P o w e r s , algunos
críticos han tratado de minimizar el significado del
invierno nuclear o la urgencia de sus
implicaciones políticas, alegando unas dudas
irresolubles, o enfatizando los efectos menos
graves (ref. 3.3). Discutiremos el hecho de que
ninguno de estos dos enfoques es sostenible a la
larga.
En los años transcurridos desde el estudio
TTAPS original (ref. 2.2), las bases científicas de
la teoría del invierno nuclear se han ido
ampliando, refinando y reforzando. Científicos de
Estados Unidos, la URSS, el Reino Unido,
Alemania, Japón, China, Brasil, Nueva Zelanda,
Canadá y Suecia, entre otras naciones, han
publicado sus descubrimientos. Se han analizado
datos procedentes de muchos campos y se han
aplicado al problema. Han emergido ideas
importantes acerca de problemas conexos en las
ciencias atmosféricas, y todo ello a causa del
invierno nuclear (ref. 3.4). Se ha obtenido un gran
impulso alentado gracias a la rápida evolución de
modelos de ordenadores tridimensionales,
aplicados a la circulación general de la atmósfera
de la Tierra; esos modelos se han demostrado más
tarde importantes para los estudios del
calentamiento invernadero (ref. 3.5). Sin embargo,
el punto central permanece inmutable. Las
predicciones climáticas, clave de la teoría original
del invierno nuclear, han quedado por lo general
confirmadas, y los impactos en la sociedad y en la
especie humana continúan siendo en extremo
graves a una escala global.
Las anteriores declaraciones se hallan en
discordancia con algunos comentarios acerca del
invierno nuclear que han aparecido en letra de
imprenta (ref. 3.6). En ciencia, las críticas válidas
se sopesan, y a través de las pruebas y del
consentimiento general se integran con rapidez en
una teoría, o conllevan a que se deshanque. Las
críticas sin validez, llegado el momento, se
rechazan, como ha sido el destino de muchas de
las primeras críticas que se efectuaron al invierno
nuclear. Así, por ejemplo, las críticas de que
existe mucho menos que quemar en las ciudades y
que un número dado de incendios libera más hollín
de lo que TTAPS estimó, son válidas, por lo que
los nuevos números se emplean ahora en los
cálculos modernos. (Obsérvese que esos dos
cambios tienen unas consecuencias que se
equilibran entre sí.) Pero ha resultado inválida la
crítica de que el gran predominio de humo sería
muy pronto eliminado por las lluvias y,
46
Altitud (km)
en los cálculos modernos, la gran mayoría del
humo persiste durante meses o años.
Un ejemplo de la distorsión de unos legítimos
descubrimientos científicos consiste en la mala
interpretación, tanto por parte de la comunidad
científica como de la Prensa, de las
47
Perfiles de inyección de humo (cuánto humo se introduce y a qué
altitud) empleados en cierto número de estudios de invierno nuclear.
Los perfiles se miden en relación a una «unidad» de inyección de
humo, expresado como una fracción de la cantidad total del humo
inyectado por kilómetro (km) de altitud. Así, por ejemplo, para el
perfil «Urbano TTAPS» un 38% se encuentra entre 5 y 6 km, otro
38% entre 6 y 7 km, y el resto entre 1 y 5 km. Para cada perfil se
indica la altitud por encima y por debajo donde la mitad del humo es
inyectado (centro). El perfil «NCAR» corresponde a la inyección
entre 0 y 7 km con una mezcla uniforme a través de esta región de
la atmosfera, tal como ha sido adoptado por Thompson y Schneider
(ref. 3.8). Dado que el aire es más denso en la atmósfera inferior,
dan por supuesto que la cantidad de humo debe de ser también
mayor. Los perfiles «TTAPS» (ref. 2.2), «NCR» (ref. 3.10) y
«SCOPE» (ref. 3.11), todos correspondientes a inyecciones a
altitudes considerablemente más elevadas, como indican estudios
detallados de penachos de humo en los incendios, es probable que se
den en una guerra nuclear. Un estudio diferente [R. D. Small, Ambio
18 (1989), 337-383] indican un ámbito de perfiles de Inyección de
humo para diferentes áreas de incendio e intensidades. Esos centros
varían 2,3 a 6,7 km, consistentes con lo que se muestra en esta
figura. En muchos casos, cantidades significativas de humo alcanzan
la estratosfera, en algunos casos hasta 15-30 km de altitud, incluso
sin el autoalzamiento (el recalentamiento del humo por la luz solar lo
hace ascender a través del aire). La estratosfera comienza a unos
12 km (en realidad entre 8 y 15 km, dependiendo de la latitud, con las
más elevadas altitudes estratosféricas en las latitudes más bajas).
simulaciones de «otoño nuclear» de nuestros
colegas Starley Thompson y Stephen Schneider
(ref. 3.8) en el Centro Nacional de Investigación
Atmosférica. Se ha alegado que dichos cálculos de
modelos de clima muestran un medio ambiente
fundamentalmente nuevo como resultado de una
guerra nuclear; sobre todo, que el descenso de la
temperatura es mucho menos grave (unos 10°C), en
vez de los 20 o 25°C de los resultados del TTAPS
(ref. 2.2), y en algunos comentarios ha llegado a
decirse que las conclusiones a las que se ha
llegado casi hacen triviales los efectos climáticos
de una guerra nuclear. A fin de cuentas, ¿a quién le
preocupa el otoño?
En primer lugar, la diferencia entre 10 °C y 20
°C no es el asunto principal. Lo que importa es que
cualquier tipo de temperatura descienda en unos
cuantos grados. Esos valores son lo
suficientemente próximos entre sí como para
reforzarse mutuamente. En realidad, derivan de los
mismos conceptos físicos. Ambos valores
representan unos cambios climáticos extremos
(véase figura 1). Y existe la auténtica sensación de
que los cálculos de un «otoño» confirman la teoría
del invierno nuclear.
Además, una cuidadosa comparación (ref. 3.9)
entre los modelos de TTAPS y del «otoño» revela
una coincidencia general en las predicciones más
importantes, incluyendo la grave-
48
dad del descenso medio de la temperatura
terrestre bajo unas amplias nubes de humo. Las
diferencias señaladas se deben, en parte, a las
diferentes condiciones de comienzo. Por ejemplo,
en comparación con el TTAPS, el modelo de
otoño da por supuesto que el humo generado por la
guerra nuclear se sitúa a niveles de altitud
inferiores y que se elimina con mucha mayor
rapidez y eficiencia. La figura 2 compara algunos
de los perfiles de inyección de humo empleados o
recomendados para las valoraciones del invierno
nuclear. El humo de «otoño» de Thompson y
Schneider ha sido inyectado tan cerca de la
superficie que coincide con los penachos de humo
masivos conocidos por la física (refs. 3.10a3.11).
Su supuesta inyección de humo a baja altitud y su
altamente eficiente desaparición, hacen que la
previsión de enfriamiento en la superficie es
perceptiblemente mucho más benigna (refs. 2.2 y
3.8). Cuando el humo se inserta a unas alturas
mucho más realistas, con unos tiempos de
desaparición bastante más plausibles, el «otoño»
comienza a enfriarse y convertirse en «invierno».
El mismo Schneider habla en la actualidad de
otoño nuclear como «derivando hacia invierno»
(ref. 3.12).
En el Apéndice B se comparan los cálculos de
varios científicos. Las variaciones básicas en el
clima previstas por la teoría original del invierno
nuclear han resistido las posteriores
investigaciones, incluyendo las basadas en unos
modelos significativamente más sofisticados (refs.
3.13 y 3.14). Análisis recientes de heladas,
congelaciones, oscurecimientos del Sol y pérdidas
de cosechas originados por el humo de los
incendios (véase parte recuadrada al final del
capítulo) y los aerosoles volcánicos (véase más
adelante), apoyan la teoría. Una nueva valoración
moderna de la teoría del invierno nuclear aparece
en la referencia 3.14. Se han publicado resúmenes
de expertos en el campo por el Comité Científico
de Problemas del Medio ambiente (SCOPE), del
Consejo Internacional de Uniones Científicas (ref.
3.11), por la Organización Meteorológica Mundial
(ref. 3.15) y por las Naciones Unidas (ref. 3.16).
Una de las maneras de calibrar la gravedad del
enfriamiento medio global previsto por el invierno
nuclear, consiste en compararlo con el lento
calentamiento atribuido al creciente efecto
invernadero. La década de los años 1980 ha sido
testigo, en promedio global, de los cinco años más
cálidos en relación a los 130 precedentes (ref.
3.17). Unos cuantos investigadores han
49
propuesto que esos años, y especialmente el
sofocante verano de 1988, nos han proporcionado
la primera y clara demostración del incremento del
efecto invernadero. Al empezar los años 1990, el
incremento de la temperatura global, desde el ini-
cio de la revolución industrial, se estima en 0,5°C.
Se trata de un promedio a nivel planetario, sin
tener en cuenta latitudes, esta-
ones y hora del día. Parece pequeño, pero puede
tener profundas consecuencias a nivel local.
Constituye el promedio más elevado en
temperaturas globales de los últimos 120.000 años
(refs. 3.17 Y figura 1). Se trata de una forma de
medir el significado de unos descensos en las
temperaturas de 10 a 25°C previsto según las
líneas básicas del invierno nuclear: el invierno
nuclear constituye de 20 a 50 veces los cambios
máximos de temperatura atribuidos hasta ahora al
aumento del efecto invernadero, que constituye —y
así debe ser— una grave preocupación (ref. 3.18).
Y los cambios climáticos derivados del invierno
nuclear se producirían mil veces más de prisa.
En este libro no alegaremos que un tipo dado de
guerra nuclear acarrearía de manera inevitable un
cierto grado de invierno nuclear; las dudas
irreductibles acarreadas son demasiado grandes
para ello. Lo que sí alegaremos será que las
consecuencias más probables de varias clases de
guerra nuclear constituyen unas catástrofes
climáticas y del medio ambiente mucho peores que
lo peor que ha encontrado nuestra especie hasta la
actualidad, y que constituiría una prudente política
nacional el tratar el invierno nuclear como un
resultado probable de la guerra nuclear.
INVIERNO NUCLEAR: HISTORIA
PRIMITIVA Y PREHISTORIA
Paul Crutzen y John Birks realizaron sus
primeras estimaciones de las grandes cantidades
de humo generados por los incendios de la guerra
nuclear, y fueron los primeros en observar que,
sobre grandes regiones, el humo podía oscurecer
al Sol y perturbar la atmósfera («En penumbra al
mediodía: la atmósfera después de una guerra
nuclear», publicada en Ambio, una revista de la
Academia de Ciencias sueca, volumen 11, 1982,
114-121).
Señalamos de manera especial los efectos de los
nu-
50
merosos incendios que entrarían
en ignición debido a los millares de
explosiones nucleares en las
ciudades, los bosques, los campos
agrícolas y en los yacimientos de
petróleo y de gas. Como resultado
de estos incendios, la atmósfera se
cargaría de partículas con fuerte
absorción de la luz... que se
incrementarían tanto que, al
mediodía, la radiación solar en el
suelo quedaría reducida por lo
menos en un factor dos y,
posiblemente, en un factor
superior a cien.
Aunque Crutzen y Birks
mencionaran la posibilidad de
incendios en las ciudades, sus cálculos
se restringieron a los incendios
forestales y a los incendios en las
instalaciones de gas y de petróleo, y
no realizaron estimaciones (ni siquiera
mencionaron) los descensos de
temperatura resultantes del humo. El
equipo TTAPS introdujo el término y
el concepto de «invierno nuclear», que
implicaba oscurecimiento,
enfriamiento, aumento de la
radiactividad, contaminación tóxica y
disminución del ozono (ref. 2.2,
aparecido en Science, una publicación
de la Asociación para el Avance de las
Ciencias estadounidense), y fueron los
primeros en calcular la magnitud y
duración del enfriamiento superficial
(realizado para 50 situaciones
diferentes, que cubrían muchos
aspectos de las dudas en el carácter
de la guerra nuclear, así como dentro
de unos parámetros completamente
desconocidos). Un breve y primer
anuncio de los descubrimientos del
invierno nuclear apareció asimismo en
1982 en la publicación de la Unión
Geofísica de Estados Unidos, EOS,
volumen 63, 1018, como
«Consecuencias globales de la guerra
nuclear», por R.P. Turco, O.B. Toon,
J.B. Pollack y C. Sagan. Dice en uno
de sus puntos:
Hemos llevado a cabo una gran
variedad de estudios de
sensibilidad para definir un
abanico de posibles resultados en
un intercambio nuclear a gran
escala. En algunos casos, hemos
pronosticado efectos de larga
duración que son pequeños en
comparación con la destrucción
nuclear primaria debida a la
explosión, pulsación térmica y
lluvias radiactivas locales. Sin
embargo, un número significativo
de casos muestran unos efectos
potencialmente devastadores a
nivel global. En dichos ejemplos,
una combinación de tensiones
originadas por graves
perturbaciones climáticas
(enfriamientos superficiales de
10°C o más), dosis de radiación de
decenas de rem e incrementos de
hasta diez veces en las expo-
51
siciones a la radiación solar ultravioleta-B,
junto con la extensión de carencias
alimentarias y de agua potable, epidemias,
heridas graves y falta de suministros e
instalaciones médicas, todo lo cual
acumulándose, extenderían la muerte entre los
humanos y provocarían la posible extinción
de numerosas especies terrestres y marinas.
Las diversas corrientes de investigación, cuya
confluencia llevó a los descubrimientos de
TTAPS, se resumen en el Apéndice C.
Por analogía con las explosiones volcánicas,
hace ya mucho tiempo que se ha sospechado que el
polvo de numerosas explosiones nucleares
simultáneas puede afectar al clima (por ejemplo,
L. Machta y D. L. Harris, «Efectos de las
explosiones atómicas sobre el clima», Science,
121, 75-80, 1955). Como testigo ante el Congreso,
el bien conocido científico John von Neumann
estimó que el polvo alzado por explosiones en el
suelo de 100 multimegatones podría «hacer
regresar las condiciones del último período
glacial», tras un intervalo de diez o veinte años
(«Salud y problemas de seguridad y efectos en el
tiempo asociados con explosiones atómicas»,
Sesiones, Comité conjunto sobre Energía atómica,
Congreso de Estados Unidos, 15 de abril de 1955
[Washington, U. S. Government Printing Office,
1955]). La magnitud, la duración y el transcurso de
los efectos fueron todos grandemente
sobreestimados por Von Neumann, y la
importancia central del humo se pasó por alto.
Pero se trataba de una analogía, no de un cálculo.
De todos modos, considerando la importancia de
la fuente, resulta sorprendente que su opinión fuera
muy pronto casi olvidada o ignorada por completo.
Desde el descubrimiento del fenómeno del
invierno nuclear, hemos intentado rastrear sus
precursores más alejados. La primera premonición
de un invierno nuclear que hemos encontrado en
obras de no ficción la constituyó un documento de
Ben Hur Wilson, un maestro de una escuela
superior de Joliet, Illinois («Comportamiento de la
atmósfera bajo la disrupción atómica», Popular
Astronomy 57 [7], 1949, especialmente págs. 320-
322). Wilson previo «el más profundo efecto
[climático]» tras una guerra nuclear importante,
«la desaparición de la energía radiante solar al
descender a través de la atmósfera cargada de
grandes nubes de humo y de polvo alzado hacia
arriba por las corrientes ascendentes. A medida
que dichas nubes derivasen alrededor del mundo,
su interferencia podría llegar a ser considerable».
Tanto el
52
humo como el polvo debidos a una guerra
nuclear fueron anticipados por Paul R. Ehrlich
como causas del descenso de las temperaturas y de
la destrucción de la agricultura por lo menos a la
escala de las secuelas de una explosión volcánica
importante (Ehrlich, «Control de población o
Elección de Honson», en L.R. Taylor, ed., The
Optimum Population for Britain [London
Academic Press, 1970], 154; véase también T.
Stonier, Nuclear Disaster [Cleveland: World
Publishing, 1964], que menciona sólo el polvo. En
«la maldición», un relato corto de 1947 de Arthur
C. Clarke, se describe el cielo como «fuertemente
oscurecido», tras una guerra nuclear [reimpreso en
la obra de Clarke, Reason for tomorrow Nueva
York, Ballantine, 1956]).
La primera sugerencia del invierno nuclear en la
ciencia ficción parece corresponder a Cari W.
Spohr, en su «La guerra final», publicada en varias
entregas en Wonder Stories, en 1932, es decir,
mucho antes de Hiroshima y Nagasaki. Las armas
nucleares estratégicas se impondrían a un extenso
p e r o poroso sistema defensivo SDI (*)
(exactamente lo que ocurriría en el mundo real de
hoy), y, tras las explosiones nucleares resultantes,
«el mundo quedó tragado en una oscuridad
rugiente y negra... Nubes de polvo ensuciaron todo
el mundo».
Ni Wilson ni Spohr parecen haber observado el
grave descenso en las temperaturas que
implicarían dichas nubes. Un excelente examen de
la guerra nuclear en relatos de ciencia ficción
aparecidos antes de 1945 es la obra de H. Bruce
Franklin, War stars: The Superweapon and the
American ima-gination (Nueva York: Oxford
University Press, 1989).
La primera obra de ciencia ficción, que combina
el armamento nuclear, el hollín en el aire y los
catastróficos descensos en la temperatura es
«Torch», de Christopher Anvil (Analog Science
Fact/Science Fiction, abril de 1957, 41-50). El
petróleo subterráneo se incendia al parecer a
través de la prueba de una ojiva nuclear que
penetra en la tierra; el incendio se extiende
subsuperficialmente y emite grandes cantidades de
fino hollín hacia la atmósfera. Luego, las nubes se
extienden:
Se ha informado de temperaturas de
centenares de grados bajo cero... No sabemos
cuándo esas finas partículas se sedimentarán.
Las partículas más pesadas de un diámetro
relativamente grande se sedimentarán, a
menos que unas fuertes corrientes las hagan
elevarse de nuevo, y producir luego auténticos
aguaceros de hollín. Pero las partículas más
pequeñas permanecerán en lo
53
alto del aire y formarán una cortina contra
la radiación solar. Presumiblemente, llegado
el momento también caerán, pero, mientras, es
como si desplazásemos el Círculo Polar
Ártico hasta unos 55 grados de latitud.
Obsérvese la siguiente especulación, en un libro
acerca de la guerra nuclear por Bertrand Russell;
éste rumia acerca de los sabios de la isla aérea de
Laputa, en Los viajes de Gulliver, de Jonathan
Swift:
Los filósofos de Laputa reducen a las
provincias rebeldes a la obediencia
proyectando la sombra sobre su isla para
sumergir a los rebeldes en una noche
perpetua. Puede resultar factible, antes de no
demasiado tiempo, lograr que algunas grandes
regiones enemigas puedan recibir una lluvia
excesiva o muy escasa o que la temperatura se
hiciera descender hasta un punto donde ya no
serían factibles las cosechas.
RUSSELL, Common sense and nuclear warfare
(Londres: George Allen & Unwin, 1959), 17.
(*) Strategic Defense Iniciative = Iniciativa de
Defensa Estratégica (Guerra de las Galaxias)
GRANDES INCENDIOS, POLVO
MARCIANO E INVIERNO
NUCLEAR
Un incendio forestal importante, aterrador por sí
mismo, puede también generar vastas cantidades
de humo negro y, si el humo persiste en altitud, se
da un fenómeno muy parecido al invierno nuclear.
He aquí una relación de un testigo ocular de un
gran incendio forestal:
Ciudades enteras han debido ser evacuadas:
las carreteras estaban atestadas de refugiados
cegados e histéricos. Los hospitales se
hallaban llenos de hombres y mujeres que
sufrían de ceguera a causa del fuego y de
quemaduras. Sirviendo en las líneas del
incendio, los bomberos se esforzaban con
pocas esperanzas. Las cortezas ardientes,
transportadas a largas distancias, causaban de
continuo nuevos fuegos que, a su vez, causa-
54
ban más conflagraciones. Un palio de humo
negro cubría centenares de kilómetros de
paisaje, reduciendo la visibilidad a escasos
metros.
Harry Wexler, que luego fue director de la
Oficina Meteorológica de Estados Unidos, notificó
que el palio de humo de los incendios forestales
de Alberta, Canadá, en 1950, hizo descender
brevemente las temperaturas superficiales en
Washington, D.C., de 4 a 5°C. En Ontario, a más
de 1.000 km. de los incendios, estaba tan oscuro a
mediodía como a medianoche. El humo era por
completo visible, con el ojo desnudo, en toda
Europa occidental, desde Escandinavia a Portugal.
N.N. Veltishchev, A.S. Ginsburg y G. S. Golitsin,
del Instituto de Física Atmosférica de la Academia
de Ciencias de la URSS, descubrieron registros
meteorológicos que revelan similares descensos
de temperatura a continuación de los grandes
incendios forestales siberianos de agosto de 1951.
Toda la Siberia central se vio envuelta en humo, y
en algunas zonas el día se convirtió en noche y se
detectó una conducta fuera de lo corriente entre los
animales salvajes; por ejemplo, «osos y lobos
aparecieron cerca de Krasnoiarsk». El humo de
los grandes incendios forestales ha sido rastreado
por satélites, que consiguieron imágenes a 5.000
km de su fuente. Alan Robock, de la Universidad
de Maryland, ha analizado los registros
meteorológicos por satélite de los incendios
forestales en Canadá, China, California y
Wyoming, y ha encontrado enfriamientos de hasta
20°C por debajo del humo. Los incendios de
China, de mayo de 1987, redujeron las
temperaturas a la luz del día, en Alaska, de 2 a
6°C, dadas las propiedades experimentalmente
determinadas del humo de los incendios forestales,
y la altura observada y el grosor óptico de las
capas de humos, todas esas respuestas de
temperatura observadas coinciden con los modelos
de invierno nuclear existentes, aunque la absorción
por el humo en tales casos es menos que la
esperada en el invierno nuclear, y por lo tanto los
descensos de temperatura son, por lo general,
también menores. Robbock describe esos
hallazgos al proporcionar «una confirmación
observacional de una parte de la teoría del
invierno nuclear».
Asimismo, los científicos del Departamento de
Física de la Universidad Ahmadu Bello, en Zaria,
Nigeria, hallaron que un denso aerosol sahariano,
transportado por el viento har-mattán de baja
altitud, originó marcados descensos de
temperatura, de hasta 6°C el día de Navidad de
1977. G. S. Golitsin y A. K. Shukurov, en un
análisis de más de 50 tormentas
55
de polvo, en Tadzhikistán, URSS, han averiguado
que las temperaturas superficiales durante las
horas de día, bajo las nubes de polvo,
descendieron incluso hasta de 10 a 12°C.
Los modelos climáticos empleados en los
estudios del invierno nuclear, han quedado
comprobados con éxito al predecir el frío y la
oscuridad producidos por los detritos atmosféricos
producidos por las enormes explosiones
volcánicas, así como la estructura atmosférica y la
superficie climática de Marte y Venus, mundos
muy diferentes al nuestro propio. Existen también
datos más directamente relevantes respecto del
invierno nuclear a partir de observaciones de otros
planetas: las observaciones de la sonda Viking,
indican descensos en las temperaturas medias de
varios grados durante unas globales tormentas de
polvo en Marte; dado que el efecto invernadero, en
Marte, proporciona sólo de 5 a 10°C de
calentamiento, incluso unas muy densas tormentas
de polvo no pueden proporcionar allí un gran
enfriamiento antiinvernadero. El hecho de que las
temperaturas superficiales marcianas desciendan
mientras que las temperaturas atmosféricas
aumentan durante una tormenta global de polvo en
Marte, fue observado, en 1971, por el Mariner 9
estadounidense, el primer navio espacial que ha
orbitado otro planeta. Esto ayudó, a través de una
serie de pasos lentos e indirectos, a llegar al
descubrimiento del invierno nuclear, tal y como se
describe en el Apéndice C.
Los modelos tridimensionales de circulación
general de la atmósfera de la Tierra, empleados en
los estudios del invierno nuclear, han tenido
asimismo éxito al reproducir climas regionales no
familiares —como la existencia de lagos en el
Sahara—, deducidos a través de registros
geológicos que cubren los últimos 18.000 años
(ref. 3.19).
Capítulo IV
EL CALDERO DE LAS BRUJAS
GAS VENENOSO, LLUVIA RADIACTIVA,
LUZ ULTRAVIOLETA
Este aire terrestre... está terriblemente
infectado con las miserias sin nombre de
los innúmerosos mortales que han muerto
exhalándolo.
HERMÁN MELVILLE, Moby Dick (1851),
capítulo XXVII.
Los principales y más ampliamente discutidos
aspectos del invierno nuclear son el frío y la
oscuridad. Pero, cuando introdujimos el término,
pretendimos que abarcase otras consecuencias muy
serias a largo plazo de la guerra nuclear, de las
cuales identificamos tres: la producción de
pesadas nubes de gases tóxicos, que penden sobre
el suelo, liberadas durante la destrucción de las
ciudades modernas; la distribución a nivel mundial
de lluvias radiactivas, ligada a algunas de las
mismas finas partículas que bloquean la luz solar;
y el perjuicio de la capa de ozono protectora que,
por lo general, impide el paso de la luz solar
ultravioleta hasta la superficie de la Tierra. La
física de cada una de esas catástrofes secundarias
está relacionada con la maquinaria del invierno
nuclear. Por ejemplo, estudios
57
recientes muestran que el calentamiento de las
nubes por parte de la luz solar, a alturas elevadas,
del hollín y del polvo actúa para hacer disminuir
la capa de ozono; las consecuencias prin-cipales
se revelan después de que las partículas
oscurecedoras se hayan desprendido de la
atmósfera, pero antes de que la capa de ozono haya
tenido tiempo de regenerarse por sí misma.
Resulta valioso observar —al igual que el frío y la
oscuridad del invierno nuclear— que esos tres
efectos fueron pasados por alto o minimizados por
todos los establecimientos militares del mundo.
Pirotoxinas: venenos producidos por
los incendios
Cuando leemos que unas personas han muerto en
el incendio de un rascacielos, se nos dice que han
sido «abatidos por el humo». En realidad, en la
mayor parte de los casos, murieron, como los
soldados de Ypres, Bélgica, en 1915, por gases
venenosos (ref. 4.1).
El traje de lana de un hombre, cuando arde por
completo, emite el suficiente cianuro como para
matar a siete personas (ref. 4.2). El aspecto más
peligroso de los incendios en los edificios
modernos es la producción de densas y mortales
pirotoxinas (voz griega que significa «venenos del
fuego»). El fuego genera una gran variedad de
componentes tóxicos que van desde los gases
simples, como el monóxido de carbono (CO), el
cianuro de hidrógeno (HCNB) y el cloruro de
hidrógeno (HCl), hasta otros venenos ligeramente
más exóticos, como la acroleí-na C3 H4 O y el
cloruro de vinilo (C2H3 Cl). Estos compuestos se
producen sobre todo a partir de los materiales
sintéticos que se emplean cada vez más en la
construcción y en el amueblado interior, en
particular por el extendido uso de toda clase de
Plásticos y fibras sintéticas. El Zyklón B, el agente
activo en las cámaras de gas de los campos de
exterminio nazis, era el nombre de marca de un
polvo cristalino que generaba cianuro de
hidrógeno (ref. 4.3). (El HCN aún se considera
una forma conveniente y de acción rápida para la
ejecución de los condenados a muerte.) Otros
materiales corrientes estructurales —el
aislamiento por ejemplo— pueden ser ricos en
componentes orgáni-
58
cos, como el formaldehído. Tales gases, cuando
se liberan en la atmósfera, reaccionan y forman
una pesada niebla potencial-mente letal, que
cuelga sobre el suelo, procedente de los depósitos
de almacenamiento, o durante las combustiones sin
llama y a baja temperatura.
Muchos productos químicos tienen un amplio
empleo —como, por ejemplo, los bifenilos
policlorados (PCB) y los bencenos clorados,
empleados como aislantes en los transformadores
eléctricos—, que no son tóxicos por sí mismos,
pero que generan cuando arden unos componentes
incluso más peligrosos. Por ejemplo, al arder, los
fluidos de los transformadores crean
dibenzofuranos policlorados y dioxinas. Aunque
los exactos efectos toxicológicos de esos
compuestos no son seguros, las dioxinas y furanos
se considera que se hallan entre los compuestos
orgánicos conocidos más peligrosos. El «Agente
Naranja» —empleado por Estados Unidos para
«defoliar» el Vietnam, y objeto de numerosos
pleitos por veteranos inválidos estadounidenses y
australianos (y sus herederos) contra sus gobiernos
— es una dioxina. La producción de dichos gases
a través de los desechos de las ciudades
modernas, invierno nuclear aparte, se ha
convertido en un asunto de cada día desde el
descubrimiento de que los incineradores de
basuras fabrican dioxinas (ref. 4.4).
En una guerra nuclear, las fuentes de tales
materias tóxicas se extenderían ampliamente. Los
incendios en masa de las áreas urbanas
introducirían cantidades sin precedentes de piro-
toxinas en la atmósfera (ref. 4.5). Las zonas
industriales sometidas al impacto nuclear y a los
incendios, liberarían la mayor parte de sus
almacenamientos de productos químicos exóticos
en el aire que las rodea, en la tierra y en el agua.
El accidente de la fábrica de pesticidas de la
«Union Carbide», en Bhopal, India, del 3 de
diciembre de 1984, liberó en la atmósfera una
cantidad relativamente pequeña de isocianato de
metilo; resultaron muertas millares de personas y
centenares de miles quedaron heridas (véase ref.
6.2). Esas catástrofes ilustran los potenciales
horrores de un no previsto asesinato químico en
masa, como un efecto secundario,
inadecuadamente estudiado, de una guerra nuclear.
Algunos peligrosos productos químicos —que
incluyen cloro, amoníaco, etileno, ácido sulfúrico,
ácido nítrico, ácido fosfórico, benceno y xilenos—
se producen y se almacenan en
59
grandes cantidades, que pueden llegar a alcanzar
millones de toneladas. Si esas tinas y tanques se
rompen o destruyen a causa de una cercana
explosión nuclear, las nubes tóxicas liberadas
abrirían peligrosas sendas venenosas a través del
paisaje. En muchas de las refinerías de petróleo,
enormes cantidades de azufre recuperadas a través
de los combustibles procesados, nuedarían
expuestas a la directa ignición a causa de unos
estallidos nucleares próximos; la combustión del
azufre crearía un velo de ácido sulfúrico que
envenenaría el aire y acidificaría las nubes y las
lluvias mucho más allá de las refinerías.
Las explosiones nucleares sobre las zonas
urbanas generarían asimismo una extensa mortaja
de mortales fibras de asbesto por la pulverización
de los edificios que hace ya mucho tiempo que
fueron aislados gracias a esa sustancia. Las finas
fibras de asbesto se esparcirían sobre extensas
áreas, exponiendo a las muchedumbres a la
perspectiva, a largo plazo, de un meso-telioma
canceroso mortal. Las pirotoxinas serían un riesgo
muy importante para la población que huyese de
las ciudades y para todas aquellas urbes sobre las
que soplase el viento, instalaciones petrolíferas y
depósitos de productos químicos, por lo menos
mientras —y esto podría durar una semana o más
— los incendios ardieran en combustión sin llama
(ref. 4.6). El medio ambiente local —el suelo y el
agua, incluyendo los vulnerables sistemas de
estuario— podrían quedar envenenados durante
períodos de tiempo considerablemente más largos
a través de los derrames y escapes concurrentes,
así como por la deposición de productos químicos
industriales.
Lluvia radiactiva
La detonación de un arma nuclear cerca de la
superficie de la Tierra provoca enormes
cantidades de polvo que se alzan ha-cia la
atmósfera y dan lugar a una mortífera lluvia
radiactiva. La fisión nuclear del plutonio (y del
uranio), el proceso que desencadena todas las
explosiones nucleares, crea docenas de inestables
núcleos atómicos que se desintegran durante
períodos de horas o de años hasta alcanzar formas
más estables. En
60
el acto de la desintegración, los núcleos
inestables liberan radiación alfa, beta y gamma. Y
de éstos, los rayos gamma —una forma de luz muy
energética pero invisible— son los más
peligrosos. Cabe decir que los rayos gamma
pueden atravesar más de 30 cm de hormigón, de 30
a 60 cm de polvo o casi un metro de agua.
Proceden de dos fuentes principales: los rayos
gamma «inmediatos» emitidos durante la misma
explosión y los «diferidos» emitidos en la
desintegración radiactiva de los elementos
químicos residuales e inestables sintetizados
durante la misma. Esa primera cantidad de rayos
gamma irradia sobre toda la región ya sometida a
una intensa radiación térmica (calorífica) y a los
efectos demoledores de la explosión. Por esta
razón, sus efectos letales son, comparativamente,
poco importantes. Los muertos están muertos, y no
importa si han muerto a causa del derrumbamiento
de edificios o se han quemado hasta morir, y al
mismo tiempo los han quemado los rayos gamma.
Sin embargo, los rayos gamma diferidos son
emitidos por los detritos que transportan los
vientos a centenares o millares de kilómetros
desde el lugar de la explosión antes de caer o
llover desde el aire. Los elementos radiactivos
implicados tienden a condensarse en partículas de
polvo. En la bola de fuego que se alza desde el
suelo en una explosión nuclear en tierra
(«explosión en el suelo»), la íntima mezcla de
partículas superficiales barrida por la bola de
fuego con los generados por nuevos elementos
radiactivos, elimina la mayor parte de la
radiactividad del aire y la concentra en el polvo.
Desde aquí, la radiactividad se distribuye por
amplias áreas mientras las partículas de polvo se
sedimentan a favor del viento respecto del lugar de
detonación, creando una lluvia radiactiva de largo
radio de acción. Gradualmente, la intensidad de la
radiactividad decae mientras se van produciendo
las lluvias radiactivas; la intensidad decrecerá
diez veces por cada siete veces de incremento en
el tiempo. (Por lo tanto, habrá una décima parte de
la radiactividad después de una semana, de la que
había después de un día; sólo una décima parte de
esto después de 7 semanas; otro 50% ha
desaparecido al cabo de 7 x 7 = 49 semanas; etc.)
Los primeros cálculos de bajas debidas a la
lluvia radiactiva en una guerra nuclear se basaron
en explosiones de armas antes del Tratado de
Limitación de Pruebas Nucleares de 1963. Los
arsenales en aquellos días estaban previstos para
explosiones muy potentes, que lanzaban las nubes
de lluvia radiactiva hasta
61
la estratosfera. Desde aquí, costaba meses o años
que se precisaran, y para cuando la lluvia
radiactiva alcanzaba el suelo, gran parte (pero no
toda) de la peligrosa radiactividad se había
desvanecido. Desde entonces, las superpotencias
han reducido el nivel medio de radiactividad de
sus armas estratégicas. Irónicamente, esto significa
que una parte menor de la radiactividad llega hasta
la estratosfera y la mayor parte sólo es
transportada a la troposfera superior (justo por
debajo de la estratosfera), antes de que la mayor
parte de la radiactividad haya tenido tiempo de
desintegrarse hasta niveles más seguros. Durante
muchos años, los cálculos de la lluvia radiactiva,
tras una guerra nuclear, se basaban en arsenales
anacrónicos. El resultado fue que la prevista (y
ampliamente advertida) carga de lluvia radiactiva
mundial ascendió, más o menos, a una décima
parte del valor actual. Al rastrear, en modelos
teóricos, la distribución y escalas de tiempo para
las lluvias radiactivas aplazadas, el estudio del
invierno nuclear ha realizado una importante
contribución a fin de corregir este error.
Las estimaciones actualmente vigentes son que
la primera lluvia radiactiva de un intercambio
estratégico nuclear soviéti-co-estadounidense
mataría a unos 50 millones de personas. Aunque
dichas estimaciones son altamente inseguras,
existe cierto número de razones para creer que son
demasiado conservadoras. Las víctimas que no
resultan muertas directamente por la radiactividad
tienden a sucumbir a enfermedades secundarias
que se presentan porque la radiación compromete
al sistema inmunitario humano. Asimismo, se halla
bien documentado que los individuos que sufren
quemaduras o heridas traumáticas son mucho más
susceptibles a la muerte a causa de exposición
radiactiva. Además, la exposición a largo y medio
plazo a bajos niveles de radiactividad —desde la
radiación gamma externa, hasta los materiales
radiactivos inhalados e ingeridos con los
alimentos y el agua— pueden inducir
enfermedades letales mucho después de la guerra.
En conjunto, creemos que el numero total de bajas
a causa de los efectos de la radiactividad de todas
clases a continuación de una guerra nuclear
importante, Podría aproximarse a los 300 millones
(ref. 5.9).
Habría asimismo otras fuentes de radiactividad
en un mundo devastado nuclearmente, además de
la lluvia radiactiva. Las explosiones, cerca de
muchos probables blancos estratégicos y tácticos,
liberaría una radiactividad adicional en el medio
am-
62
biente. Tales blancos incluyen las refinerías de
plutonio y uranio, plantas de montaje de armas
nucleares e instalaciones de almacenamiento,
reactores nucleares militares de potencia
(especialmente en buques) y reactores nucleares
de plantas eléctricas civiles. Una enorme cantidad
de material radiactivo —con más radiactividad
que la contenida en todas las armas nucleares del
mundo— se guarda en la actualidad en lugares muy
vulnerables y en sitios subterráneos someros muy
cerca de potenciales blancos nucleares. La
creación de amplias fajas de paisaje yermo
radiactivo —con el suelo y el agua envenenados
durante centenares o miles de años— constituye
una auténtica perspectiva, dada el actual
despliegue de armas nucleares e instalaciones de
producción eléctrica nuclear.
Una visión del potencial desastre radiactivo que
puede albergar la guerra nuclear, nos lo
proporciona el accidente de Chernobil, el 26 de
abril de 1986, de lejos el peor accidente nuclear
ocurrido hasta ahora. La total liberación de
radiactividad fue, grosso modo, equivalente a la
producida por una explosión nuclear de fisión de
0,01 kilotones. Es decir, una milésima parte de la
bomba de Hiroshima y una milmillonésima de la
total potencia explosiva de los arsenales nucleares
del mundo, que se evalúa en tal vez diez millones
de kilotones de energía. Las armas termonucleares
producen menos productos de fisión que las armas
de fusión, por lo que los arsenales a nivel mundial
representan tal vez el 10 % de la radiactividad de
mil millones de Chernobils. ¿Y cuáles son los
efectos de una milmillonésima parte respecto de
una completa guerra nuclear? En la planta eléctrica
en sí, y en la consiguiente limpieza, murieron unas
250 personas expuestas a altos niveles de
radiactividad. La ciudad de Prípiat, cerca del
reactor de Chernobil, fue evacuada casi de
inmediato, y lo mismo ocurrió después con otros
pueblos. Una nube radiactiva se desplazó desde la
ubicación de Chernobil en la Ucrania soviética a
través de la mayor parte de Europa. En algunas
zonas, la radiactividad de la nube fue intensa, y la
precipitación hizo llegar hasta el suelo peligrosos
niveles de lluvia radiactiva. En Finlandia y
Suecia, algunos rebaños de renos quedaron
gravemente contaminados. En toda Europa,
algunos alimentos se echaron a perder y el pánico
y la confusión llevaron a la destrucción de una
cantidad mucho mayor de alimentos. La nube de
Chernobil fue incluso detectada sobre la parte
occidental de Estados Unidos, aunque, para
entonces, se había
63
diluido ya tanto que resultaba un peligro
insignificante para la salud. La limpieza del lugar
y la protección de las comunidades de alrededor,
originó un sobreesfuerzo para la defensa civil y de
las instalaciones de urgencia de toda la Unión
Soviética y costó unos diez mil millones de rublos.
Algunas áreas de cierta extensión quedaron
inhabitables hasta un futuro indefinido. Apenas
podemos llegar a imaginarnos lo que una plena
guerra nuclear, el equivalente a cien millones de
Chernobils, aportaría únicamente en radiactividad.
No obstante, la radiactividad procedente de una
guerra nuclear es improbable que llegue a matar a
todos los habitantes de la Tierra, tal y como se
describió por Nevil Shute en su obra On the beach
y por la apasionante película del mismo título.
Pero podría matar a cierto porcentaje de la
población global y convertir a muchos otros en
muy vulnerables a la enfermedad, el hambre y
otras consecuencias secundarias del invierno
nuclear. Las perspectivas de escasas bajas a causa
de la lluvia radiactiva, y las instrucciones
oficiales a la ciudadanía para que excave agujeros,
los protejan con puertas y tierra y se escondan
debajo, en el caso de un ataque nuclear (ref. 4.7),
tuvo el efecto de apaciguar a los ciudadanos de
una democracia que, de otro modo, podrían haber
presentado objeciones a la política gubernamental.
Disminución del ozono
estratosférico a causa de una guerra
nuclear
La atmósfera contiene una frágil capa de ozono,
esencial Para casi toda la vida de nuestro planeta.
Al parecer, se formó hace mil o dos mil millones
de años, cuando el oxígeno liberado Por la
reciente evolución en aquellos momentos del
proceso de fotosíntesis de las plantas verdes,
empezó a acumularse en la antigua atmósfera. Una
molécula de ozono es una forma de oxígeno (03),
distinta de la molécula ordinaria de oxígeno (02)
que nosotros respiramos. Esta variación —tres
átomos de oxígeno en vez de dos— constituye toda
la diferencia del mundo para nosotros. El ozono
absorbe de manera eficiente los mortíferos
64
rayos ultravioleta del Sol que se precipitan en
unas longitudes de onda comprendidas entre 250 y
3 0 0 nanómetros (un nanómetro es la
milmillonésima de un metro). El oxígeno ordinario
resulta transparente a esas longitudes de onda. Por
lo general, el ozono se encuentra en la estratosfera,
que se extienda aproximadamente, a unas altitudes
de 15 a 50 km. La capa de ozono estratosférica —
u ozonosfera— envuelve nuestro Globo con un
escudo protector. Sin embargo, este escudo es en
extremo vulnerable. Si todo el ozono de la
estratosfera se comprimiera en un gas a la presión
de la atmósfera al nivel del mar, la capa no sería
más gruesa que la punta de un lapicero. De manera
providencial, la capa de ozono está dispersa en la
alta atmósfera, a salvo por completo de los
entrometidos humanos. O, por lo menos, ése era el
caso hasta hora.
Nuestra tecnología ha ideado la fabricación de
nuevas sustancias, desconocidas en la Naturaleza,
y que pueden rastrear el ozono que se encuentra en
la atmósfera y destruirlo. La invención y el uso
generalizado de los clorofluorocarbonos (CFC)
nos ha llevado al umbral de una significativa
disminución global del ozono, y ha desencadenado
la formación de un profundo «agujero» en el
ozono, por encima del continente antartico.
Naturalmente, los CFC son unos compuestos muy
útiles y práctieos para la refrigeración, el aire
acondicionado, disolventes limpiadores y como
propelente de los botes difusores de aerosoles
(esprays), así como para muchísimas cosas más.
Sin em bargo, la Naturaleza nunca había fabricado
tales compuestos y, cerca del suelo, no puede
desprenderse de ellos con rapidez. Pero existe un
medio. Llegado el momento, los CFC son llevados
hacia arriba por las corrientes de aire, hasta
alcanzar la atmósfera media donde empieza a
espesarse la capa de ozono Aquí, la intensa
radiación solar ultravioleta puede descomponer
los CFC en sus constituyentes elementales, el más
impor' tante de los cuales es el cloro, que en la
actualidad se ha identificado como el principal
responsable del ataque a la capa de ozono.
En 1974, Sherwood Rowland y Mario Molina
—ambos de la Universidad Irvine, de California
—, emitieron la hipótesis que el cloro liberado
durante la descomposición de los CFC po dría
atacar la capa de ozono. Esta teoría es muy
compleja en sus detalles, pero, en lo esencial, se
ha visto confirmada por quince años de intensa
investigación científica, y en la actualidad
65
es por completo aceptada por la comunidad
científica. En reconocimiento de este consenso
científico, 33 naciones firmaron, en 1988, el
decisivo Protocolo de Montreal que limita la
producción y el empleo de algunos CFC. Aunque
el Protocolo original no incluye todas las
moléculas responsables, y limita su producción de
una forma poco tajante, representa, de todos
modos, un importante precedente. Constituye el
primer acuerdo internacional que restringe un
compuesto químico —y la industria asociada al
mismo— a causa de que plantea un peligro para el
medio ambiente general. Es concebible que otros
ilustrados procesos político-científicos, llegarán
en su momento a incluir otros asuntos que afecten
el medio ambiente global, incluyendo el
calentamiento del efecto invernadero y el invierno
nuclear.
El ozono se forma cuando la luz solar
ultravioleta descompone la molécula de oxígeno
(02) en sus átomos de oxígeno constituyentes, cada
uno de ellos simbolizado por la letra O. Un 0 más
un 02 se unen para formar el 03. El ozono se
destruye de manera natural a través de una serie de
reacciones, algunas de las más importantes de las
cuales incluyen ciertas pequeñas cantidades de
compuestos de hidrógeno, nitrógeno y cloro. Así,
el ozono es continuamente producido y destruido.
En un momento dado, la capa global de ozono
alcanza una especie de estado estable, un
equilibrio entre la síntesis y la pérdida de ozono.
Si se añaden a la atmósfera compuestos
adicionales que destruyan el ozono —por ejemplo,
los CFC—, el equilibrio del ozono se desplazará
hacia una cantidad total inferior de la masa de
ozono. De este modo, el más delgado escudo
protector del ozono permite que penetre hasta el
suelo una cantidad mayor de la dañina luz solar
ultravioleta (con longitudes de onda de unos 290 a
330 nanómetros, la llamada radiación UV-B).
Si con el tiempo se eliminan de la atmósfera los
compuestos que ejercen la función de corroer el
ozono —por ejemplo, limitando el empleo de
todos los CFC y las materias relacionadas con los
mismos), el equilibrio del ozono volverá poco a
poco a su nivel natural. En otras palabras, la
disminución del ozono persistirá en tanto que se
hallen presentes los compuestos que originan esa
disminución, pero se recupera si se elimina el
contaminante. Por desgracia, algunos de los
clorofluorocarbonos más comentes poseen una
vida media de unos 100 años una vez han sido
emitidos a la atmósfera. Los CFC liberados duran-
66
te las últimas décadas del siglo xx constituyen un
legado am. biental para las próximas cuatro o más
generaciones humanas y eso sin mencionar a los
demás residentes en nuestro planeta (Véase
asimismo ref. 6.3, más adelante.)
He aquí la idea tradicional de cómo el
armamento nuclear afecta la capa de ozono: si el
rendimiento (energía explosiva del arma) excede
de los 200 kilotones, la bola de fuego ascendente
alcanza la estratosfera. La bola de fuego está lo
suficientemente caliente como para incendiar el
aire, extrayendo del nitrógeno (N2) del aire,
óxidos de nitrógeno que podemos simbolizar como
NOx, donde x puede incluir una gran variedad de
números. El NOx se deposita a una altura muy
grande, donde ataca y hace disminuir el ozono
estratosférico. Por ello, la reciente tendencia de
Estados Unidos a reactivar las armas de alto
rendimiento (ref. 4.8), en lo que se refiere a la
disminución del ozono constituye un paso en una
dirección errónea.
Pero, en la guerra nuclear, la atmósfera podría
llegar a verse tan perturbada que necesitamos
modificar nuestra forma normal de pensar acerca
de la capa de ozono. Para ayudar a un nuevo
enfoque de nuestra comprensión al respecto,
varios grupos de investigación han construido
modelos que describren cómo se encontraría la
capa de ozono después de una guerra nuclear. El
trabajo principal lo llevaron a cabo los equipos de
investigación del Centro Nacional para la
Investigación Atmosférica y del Laboratorio
Nacional de Los Álamos (ref. 4.9). Ambos han
descubierto la existencia de un mecanismo
adicional a través del cual la guerra nuclear
amenaza la capa de ozono. Al inyectarse
cantidades masivas de humo en la atmósfera
inferior, a causa de los incendios provocados por
una guerra nuclear, el invierno nuclear se
apoderaría no sólo de la superficie de la Tierra,
sino también de la alta capa de ozono. Las
gravemente perturbadas corrientes de aire
originadas por el calentamiento solar del humo, en
unas cuantas semanas, barrerían la mayor parte de
la capa de ozono desde la mitad de la latitud norte
hacia muy al interior del Hemisferio Sur. La
reducción de la capa de ozono contenida en el
Norte alcanzaría durante esta fase una devastación
del 50 % o superior. A medida que transcurriese
el tiempo, la disminución del ozono se harían aún
más grave debido a varios efectos: inyección de
grandes cantidades de óxidos de nitrógeno y
moléculas portadoras de cloro, junto con las nubes
de humo; el calentamiento de la capa de ozono
67
originado por la aparición de aire caliente lleno
de humo (a medida que el aire se calienta, la
cantidad de ozono disminuye), y por la
descomposición del ozono directamente por la
acción de las partículas de humo (las partículas de
carbono se usan a veces cerca del suelo para
limpiar el ambiente de ozono).
Ninguno de dichos factores se han tomado en
consideración en los nuevos cálculos. La eventual
disminución de la capa de ozono en el Hemisferio
Norte a continuación de una guerra nuclear podría
llegar al 70 %; es decir, sólo quedaría un 30 % del
ozono actual. En el Hemisferio Sur, donde vive
menos del 15% de la población humana, el
contenido de ozono podría, inicial-mente,
incrementarse, en un 30 % o más, a causa de la
llegada del ozono del Hemisferio Norte. Más tarde
tendría lugar alguna disminución, aunque, por lo
general, cabe decir que son más bien desconocidos
los niveles de preguerra. Los riesgos resultantes
debidos a los rayos ultravioleta son muy graves, y
entre ellos se incluiría una aumentada incidencia
del cáncer de piel, especialmente entre las
personas de tez clara; cataratas y un posterior
ataque sobre el sistema inmunitario humano.
Naturalmente, esos efectos se restringirían a todos
aquellos que estuviesen al aire libre; pero, al día
siguiente de una guerra nuclear, una gran cantidad
de supervivientes no tendría más remedio que salir
al exterior. Con mucho, la consecuencia más grave
de la mencionada importante disminución de la
capa de ozono, no podría de dejar de aplicarse a
todo el mundo, tanto a los que permaneciesen
encerrados como al aire libre, pues todos deberían
comer.
La disminución del ozono amenaza las cadenas
alimentarias de las que depende casi toda la vida
en la Tierra. En los océanos, existen diminutas
plantas microscópicas, llamadas fitoplancton, que
son en extremo vulnerables a los aumentos de la
luz ultravioleta; y, de forma directa o indirecta,
esto afecta a otros anímales de la cadena
alimentaria marina —incluyendo a los humanos—
que se alimentan de ella. Las plantas terrestres,
incluyendo las cosechas, también son vulnerables
al aumento de la luz ultravioleta, como les ocurre
asimismo a la mayoría de los microbios,
incluyendo a aquellos que resultan esenciales para
la cadena alimentaria. (Las lámparas ultravioleta
se emplearon en un tiempo en los quirófanos de los
hospitales para matar los microorganismos
capaces de originar enfermedades en potencia.)
Seguimos en una suma ignorancia
68
respecto de las interacciones ecológicas
globales, para comprender en toda su extensión
qué consecuencias biológicas se propagarían si se
diese el caso de un ataque a la capa de ozono
(refs. 4.10, 6.3). Pero no hace falta conocer muy
bien las cosas para comprender que si se rompe la
base de la cadena alimen taria, se generaría un
desastre entre los seres que se tambalean
precariamente cerca de la cima. La recuperación
del escudo de ozono llevaría, probablemente,
varios años. Pero, para entonces, ya se habría
producido un daño enorme.
La aparición de nuestros antepasados en la
Tierra tuvo que aguardar a la formación de la capa
de ozono, pues la vida, en las primeras épocas
resultaba demasiado peligrosa sin la protección
ofrecida por el agua del mar y por las partículas
orgánicas que flotaban respecto de la cauterizante
luz solar ultravioleta. Y en la actualidad, parece
evidente que la guerra nuclear, por lo menos en
parte, nos haría regresar a aquellas condiciones de
un medio ambiente primordial.
A causa de su efecto global sobre la capa de
ozono, la guerra nuclear produciría un agujero en
la capa de ozono que abarcaría todo un hemisferio.
En la parte inferior de este agujero, la intensidad
de la radiación ultravioleta alcanzaría niveles
mortíferos para numerosos organismos, niveles
que plantearían unos problemas ecológicos
sumamente graves para los humanos y otros seres
vivos.
Más allá del frío y de la oscuridad, el invierno
nuclear comprende asimismo pirotoxinas, lluvia
radiactiva y una intensa luz solar ultravioleta, un
caldero de brujas de letales efectos en su asalto a
la vida en la Tierra. Y un tema casi por completo
inexplorado es la concatenación, o «sinergismo»
de efectos. ¿Qué puede sucederles a las cosechas y
a los ecosistemas naturales si se ven sometidos, de
manera simultánea, a una disminución de la luz
solar ordinaria, a unos sustanciales descensos de
temperatura, a dosis de pirotoxinas, a lluvias
radiactivas y luego, más tarde, a una intensa
radiación ultravioleta? La respuesta es que nadie
lo sabe. Y lo que es peor, que nadie intenta
averiguarlo (ref. 4.11).
La mayor parte del debate público se ha
centrado en unos cuantos temas muy específicos y
efectivos suscitados por el invierno nuclear:
¿resulta posible la extinción de la especie humana
tras una guerra nuclear? ¿Existe algún tipo de
umbral para
69
e l invierno nuclear? ¿Implicaría el invierno
nuclear que un desarmante» primer golpe (sobre
las fuerzas de represalia del adversario con base
en tierra) conduciría a un suicidio climático para
la nación agresora? Nosotros hemos ayudado al
planteamiento de dichas cuestiones. Pero, al
enfocar la discusión sobre tales dramáticos
aspectos, hemos topado con que el amplio
significado del invierno nuclear ha quedado más
bien entre sombras en las discusiones de dicho
tipo. Sin embargo, esos asuntos específicos
resultan esenciales. Por lo tanto, nos ocuparemos
de ellos antes de seguir adelante con más asuntos.
INCENDIOS Y HUMO:
EXPERIMENTOS PARA
SIMULAR EL INVIERNO
NUCLEAR
Es imposible reproducir de una manera
experimental un auténtico invierno nuclear, a
cualquier escala, al igual que la guerra nuclear en
sí. Sin embargo, muchos de los principios físicos
fundamentales en los que se basa la teoría del
invierno nuclear pueden comprobarse
experimentalmente. Con este objeto, cierto número
de incendios, en diferentes escalas, se han
propuesto con el nombre de invierno nuclear. En
algunos se tuvo más éxito que en otros. Un químico
y su estudiante licenciado de la Universidad de
Colorado, por ejemplo, idearon una técnica muy
ingeniosa para estudiar la reacción química entre
el ozono (como en la capa de ozono de la
estratosfera) y las partículas de hollín del humo
(como ocurre en el incendio de las ciudades).
¿Puede reaccionar el ozono con el hollín y disipar
la sábana negra de humo del invierno nuclear? Sus
aparatos parecía que los habían montado con
piezas sobrantes y con un hardware de desecho y
ocupaban un pequeño espacio en un rincón de un
atestado laboratorio. En contraste, un equipo de
investigadores, de un prestigioso laboratorio de
investigaciones del Este, construyó un aparato
elaborado, reluciente y de alta tecnología, para
medir el mismo efecto. Pero, tras muchos años de
trabajo, decepcionante-mente fracasó en conseguir
unos resultados aprovechables. El experimento de
la Universidad de Colorado (sin ninguna ayuda
financiera directa de agencias federales), demostró
con claridad que la reacción ozono-hollín es
demasiado lenta Para poder mitigar los efectos del
invierno nuclear, como algunos habían confiado
que consiguiera.
70
En otros laboratorios se quemaron toda clase de
materiales (madera, plásticos, líquidos
combustibles) para analizar el humo que
generaban. Como cabía esperar, se propusieron
cierto número de experimentos muy raros y
elaborados, aunque, en realidad, sólo unos cuantos
se llevaron a cabo. Un ingeniero joven y
particularmente enérgico y persuasivo, empleado
por una importante firma aeroespacial, se las
ingenió para gastar casi un cuarto de millón de
dólares (del gobierno y dinero de su compañía)
para fabricar lo que podría calificarse como el
más caro refrigerador de cerveza del mundo: un
gran depósito de metal conectado a una unidad de
refrigeración en la que se llevasen a término los
experimentos con el humo. Pero no pudo realizarse
ninguna clase de experimentos, puesto que el
concepto básico del diseño demostró tener toda
clase de defectos.
Sin embargo, y a gran distancia, los más
espectaculares experimentos del invierno nuclear,
en los que se hallaban implicados grandes
incendios de bosques muertos, fueron los
realizados por los Servicios Forestales de Canadá
y Estados Unidos. Uno de nosotros (R. T.) fue
testigo del primero de tales experimentos en la
provincia canadiense de Ontario, cerca de la
adormilada pequeña ciudad de Chapleau, en el
mes de agosto del año 1985.
Aunque este incendio exploratorio se pretendió
que se realizara sin publicidad, la Prensa se enteró
del asunto e invadió la ciudad.
En medio de helicópteros que hacían de
lanzadera y conferencias de Prensa, se quemaron
unas 800 ha de árboles muertos, en una
conflagración en masa que impulsó humo unos 6
km en el interior de la atmósfera, con lo cual se
creó una sábana de humo que se extendió a más de
100 km a impulsos del viento y consiguió tapar
Chapleau con una especie de deprimente mortaja
gris que echó a perder por completo un fin de
semana, por lo demás placentero, del verano
canadiense.
El penacho del incendio dominó por completo el
paisaje local y atrajo a muchos observadores para
mirar la gran nube en forma de seta.
Durante los siguientes años, se repitió varias
veces el experimento de Chapleau, con la adición
de numerosos instrumentos para obtener datos de
interés. Se emplearon láseres para sondear el
humo.
Científicos intrépidos realizaron valientes
vuelos dando bandazos a través de la columna de
fuego y en medio de las oscuras y turbulentas
nubes, y todo ello para tratar de averi-
71
guar la verdad acerca del invierno nuclear. Los
conocimientos logrados quedan reflejados en este
libro.
Mientras intentaba aprender más cosas acerca
del invierno nuclear, la comunidad científica
descubrió también más cosas respecto del medio
ambiente.
En un sorprendente hallazgo, un equipo de
investigadores de la Universidad de Washington
averiguó que los incendios de la maleza de las
colinas que rodean Los Angeles había liberado a
la atmósfera cantidades insólitamente importantes
de óxidos de nitrógeno y de clorofluorocarbonos,
al parecer a través de una nueva suspensión de los
contaminantes del aire que se habían depositado, a
lo largo de meses o años, sobre la vegetación y el
suelo.
Esto puede resultar asimismo cierto para muchas
zonas urbanas que resultasen incendiadas a causa
de una guerra nuclear. Dichos gases,
especialmente los CFC, podrían llegar a hacer aún
más delgada la capa de ozono.
72
Capítulo V
¿EXTINCIÓN?
En la eterna oscuridad, en el fuego, en
el hielo.
DANTE A LIGHIERI, La divina comedia,
Infierno, canto I, línea 87.
Hasta la paciente Tierra, convertida en
seca y estéril, se despoja de todo su
herbaje en un invierno final, y los dioses
vuelven sus ojos a una muy distante y
brillante constelación.
GEORGE SANTAYANA, «Odas», en The
Complete Poems of George Santayana,
William C. Holzberger, ed. (Lewisburg, Pa:
Bucknell University Press. 1979), I I I parte,
líneas 65-68.
¿Qué es lo peor que podría hacer una guerra
nuclear? Nuestra tecnología —aunque capaz de
una enorme devastación— es por completo
incapaz de alterar la órbita de la Tierra, cambiar
la inclinación del eje de rotación, hacer hervir los
océanos o volar el planeta. Ni siquiera al hacer
estallar 60.000 armas nucleares simultáneamente
se podría hacer nada de todo eso. Parece altamente
improbable que, incluso de manera intencionada,
llegásemos a destruir toda la vida en la Tierra.
Existen insectos resistentes y hierbas que aguantan
la radiación nuclear y saben cómo cerrar la tienda,
incluso en un invierno muy prolongado,
73
fin de seguir más tarde con sus actividades.
Existen gusanos submarinos que residen en
cavidades cálidas del suelo oceánico, y que viven
sus existencias alterando el estado de oxidación
del azufre, impertérritos a lo que el frío y la
oscuridad, las pirotoxinas y la radiactividad y la
luz ultravioleta puedan hacer para acechar a sus
primos lejanos encima de la superficie de la
Tierra.
Existe tanta vida en la Tierra, hay adaptaciones
tan diversas, que no podemos destruirla toda. Poco
consuelo para nosotros, porque se halla dentro de
nuestros poderes el destruir la civilización global,
a otras especies y tal vez a nosotros mismos. Cada
día convertimos en extintas a especies que viven
en la Tierra, sin recurrir a la guerra nuclear. La
extinción de muchas más especies es posible tras
una guerra nuclear. Y para nosotros,
comprensiblemente, resulta una cuestión
importante si podemos también extinguir a los
humanos.
Cabe afirmar que la mayoría de las especies que
han existido en la Tierra, se encuentran extintas en
la actualidad. No hay un inquilinato garantizado
para ninguna especie de este planeta, ni siquiera
para la que se juzga particularmente inteligente (*).
La Historia de la Tierra ha quedado marcada
por acontecimientos de extinción en masa,
episódicos y al parecer indiscriminados. Por
ejemplo, en la catástrofe pérmica, hace 245
millones de años, desaparecieron más del 75% de
todos los géneros (genera, plural de genus), y más
del 90% de todas las especies de la Tierra. En la
posterior catástrofe cretácica, hace unos 65
millones de años, desaparecieron el 50% de los
géneros y el 75% de las especies. En otro suceso
del Eoceno, hace unos 35 millones de años, se
extinguieron el 16% de los géneros marinos (ref.
5-1). Cierto número, aunque no por completo, de
todas esas catastróficas extinciones parecen
haberse debido a colisiones a alta velocidad con
la Tierra de mundos del tamaño de montanas
caídos desde el espacio. No está determinado por
completo Que tales colisiones causaran
extinciones, pero el punto de vista Prevaleciente
es que se trata de algo parecido al invierno nu-
clear (véase recuadro «Invierno de impacto»).
¿Puede una guerra nuclear acarrear como
resultado la extinción de la especie humana?
Desde el verdadero inicio de la
(*) El nombre científico que nos hemos dado es Homo sapiens,
por habernos definido como pertenecientes al género Homo y a la
especie sa-piens- Significa «Hombre sabio», y es algo a lo que
deberíamos aspirar.
74
era nuclear, hubo aquellos que temieron que
habíamos colocado nuestra especie en riesgo
(véase recuadro), y los que criticaron semejantes
miedos como «tonterías» (ref. 5.2), o algo peor.
Tal vez la causa radique en que muchos
especialistas en guerra nuclear viven en la zona
blanca Norte, a mediana latitud y, por ello, la mera
mención de la posible extinción de la especie
humana a veces suscita su irritación: saben que
ellos y un gran número de sus connacionales
podrían con gran probabilidad, resultar muertos en
el primer intercambio. La extinción no incrementa
su propio riesgo o el de sus seres queridos. Pero
el hablar acerca de ello puede interpretarse, por lo
menos, como una precavida crítica de la política
actual. Si se toma en serio la posibilidad de
extinción, resulta difícil seguir con nuestro trabajo
de todos los días, en especial cuando nuestro
trabajo tiene algo que ver —si se mira desde este
punto de vista— con la ejecución de la extinción:
Creo que tanto los Estados Unidos como la
OTAN son reacios a enfrentarse con la
posibilidad de que cien o doscientos millones de
personas... morirían a causa de los efectos
inmediatos, aunque no se incluyan los efectos a
largo plazo... [Pero] si ocurriera [la guerra
nuclear] y ello implicase explícitamente el
aniquilamiento de toda la Humanidad, sería algo
también del todo inmoral; uno duda si esto puede
constituir durante mucho tiempo una parte
importante de la política de los Estados Unidos
(ref. 5.3).
Tras la exhibición, en 1984, de Threads (ref.
13.18), la dra-matización por la televisión «BBC»
de la guerra nuclear y del invierno nuclear, cierto
número de publicaciones periódicas argumentaron
que —aunque el programa tuviese fuerza y fuese
conmovedor o brillante—, los estadounidenses
estaban ya saturados de descripciones de este tipo.
En realidad, en la historia de la televisión
norteamericana, hubo hasta aquel momento sólo un
puñado de tales obras. No ha costado mucho
saturar a los críticos. Y cuánto más cerca de este
punto de saturación del horror deben de estar los
estrategas y los eventuales practicantes de la
guerra nuclear. Para muchos de ellos, por lo menos
emocionalmente, el invierno nuclear no cambia
nada en absoluto (ref. 5.4).
De todos modos, no es mucho pedir a nuestros
dirigentes
75
que no planteen una amenaza a la especie
humana. Personas de concepciones políticas muy
diferentes creen que existe una vasta diferencia
entre matar, por ejemplo, a las nueve décimas
partes de la especie humana y matar a todo el
mundo. Naturalmente que existe. De haber
supervivientes, hay alguna probabilidad de
regeneración de la población humana. La extinción
significa que ya nunca más habrá humanos.
Confesamos nuestra dificultad para entender por
qué la perspectiva de matar a todo el mundo
pudiera alzar más protestas contra las políticas
gubernamentales que la perspectiva de matar a
casi todos; no obstante, la incrementada protesta (y
el examen público) es lo que algunos analistas
temen del invierno nuclear y ha estado, en nuestra
opinión, detrás de algunos medios de
comunicación y de la fijación política sobre la
extinción nuclear (ref. 5.5).
La gente se concentra en grandes ciudades, por
lo que matarlas se ha convertido en algo fácil en la
era nuclear (ref. 5.6). Pero la gente también vive
en pueblos y en el campo. Ésa es la razón de que
matar a una cuarta parte de la población de una
nación a través de los efectos directos (o
«instantáneos») de las armas nucleares sea mucho
más sencillo que, por ejemplo, matar a la mitad o a
las tres cuartas partes. Y aquí es donde interviene
el invierno nuclear. El invierno nuclear es una
forma para las armas nucleares de encontrar y
matar a todos aquellos que viven alejados de las
ciudades.
Ciertamente, las estimaciones de bajas de los
efectos inmediatos de una guerra nuclear son
apabullantes: el protocolo de guerra nuclear
estadounidense (Plan único integrado operacional,
STOP), de la cosecha de 1960, podría haber
destruido todas las ciudades de la Unión Soviética
y de China, con unas bajas directas estimadas en
unos 400 millones (ref. 5.7). El Memorándum de
resumen para el presidente núm. 10 (18 de febrero
de 1977) estimó en unos 250 millones las bajas en
un intercambio central entre Estados Unidos y la
URSS. Desde entonces, las estaciones de los
peligros de la lluvia radiactiva deben ser revimos,
para tomar en cuenta la subestimación en más de
diez veces de las dosis de lluvia radiactiva en las
publicaciones oficiales, y las consecuencias de los
ataques sobre las instalaciones de combustibles
nucleares tanto civiles como comerciales; las
bajas globales por sólo la radiactividad se estiman
en la actualidad entre80 y 290 millones (refs. 5.9,
5.10), con unas cifras, en a opinión, probablemente
más altas. Así, varios centena-
76
res de millones de bajas instantáneas pueden
tener lugar en un intercambio nuclear a gran
escala, y hasta mil millones de personas más si los
centros urbanos o las instalaciones de combustible
nuclear, a nivel mundial, son un blanco fuertemente
castigado (ref. 5.11); aparte de ello, las bajas a
largo plazo —especialmente con las malas
cosechas relacionadas con un invierno nuclear y la
resultante malnutrición y hambre—, pueden hacer
subir todo el conjunto a varios miles de millones
(ref. 3.11). Muchos otros morirían del colapso de
la sociedad (carencia de médicos, hospitales y
medicinas, por ejemplo), la extensión de las
enfermedades y (después) la incrementada
radiación ultravioleta. Bajo éstas, tal vez
pesimistas, estimaciones la suma de las bajas
inmediatas y a largo plazo, se aproxima a la total
población humana de más de 5 mil millones. Un
tema clave, del que hablamos más adelante, es la
supervivencia en las latitudes medias en el
Hemisferio Sur. Con la base tecnológica en ruinas
de la civilización global, tras una guerra nuclear,
cabe ponerla en duda. Ocurriría, en palabras de
Andréi Sajarov, «la aparición de un salvaje e
incontrolable odio hacia los científicos y los
"intelectuales", aparición de supersticiones, un
feroz nacionalismo y la destrucción de las bases
materiales y de información de la civilización»;
ello llevaría a una nueva «era bárbara» (ref. 5.12).
La destrucción de la civilización global es muy
diferente, sin embargo, de la extinción de la
especie humana. No obstante, los múltiples
sobreesfuerzos de los sistemas biológicos, y las
probables interacciones (sinergismos) entre esos
sobreesfuerzos, llegaría a alterar
fundamentalmente las relaciones ecológicas de las
que dependen los humanos. Considerando el
panorama de un invierno nuclear, en el extremo
más grave del espectro de posibilidades, un
distinguido grupo de ecologistas y biólogos
argumentan que de todo ello seguirían extinciones
en masa de especies —sobre todo, pero no
exclusivamente, en las latitudes tropicales y
subtropicales, donde existen pocas adaptaciones al
frío (ref. 5.13). Concluyen:
Sin embargo, parece improbable que,
incluso en esas circunstancias, el Homo
s api e ns se vea forzado a la extinción
inmediata. Pero queda abierta a la
interrogación cuánta gente sería capaz de
persistir durante mucho tiempo ante las
altamente modificadas comunidades biológi-
77
cas; climas nuevos; elevados niveles de
radiación; ruptura de los sistemas agrícolas,
sociales y económicos, extraordinarios
sobreesfuerzos psicológicos y una gran
cantidad de otras dificultades;
El informe SCOPE (ref. 3.11), el más amplio
análisis de las implicaciones biológicas del
invierno nuclear, no habla de una forma explícita
de la extinción humana, pero indica que las
muertes de varios miles de millones de personas,
sobre todo de hambre, resulta posible en las
secuelas climáticas de una guerra nuclear a gran
escala. Esto se añadiría a las estimadas bajas
inmediatas de muchos centenares de millones, al
grave estrés postraumático por parte de los
supervivientes (ref. 5.14), y a un amplio abanico
de los sinergismos aún no descubiertos entre las
consecuencias adversas individuales del medio
ambiente. Pequeños grupos de supervivientes,
serían particularmente vulnerables a las
accidentales fluctuaciones desfavorables en el
medio ambiente físico o biológico (ref. 5.15). La
conclusión sigue siendo la misma: la extinción
humana no debe quedar de ninguna forma excluida
(ref. 5.16).
Pero el tema resulta de tanta complejidad y es
tan ajeno a nuestra experiencia, que se halla más
allá de nuestra actual habilidad para predecir de
una manera fiable. Simplemente, no lo sabemos.
Ciertamente, la guerra nuclear ya fue
considerada una cosa muy seria incluso antes del
descubrimiento del invierno nuclear, a pesar de la
ausencia de cualquier creíble demostración de que
la extinción fuese posible (ref. 5.17). En realidad y
en resumen, el invierno nuclear no hace más que
subrayar el extremo peligro de una guerra nuclear.
Pero resulta seguramente incorrecto inferir, como
algunos han hecho, que si el invierno nuclear no
garantiza la extinción de la especie humana, no
tiene implicaciones políticas ni influencias en la
disuasión de la guerra nuclear.
En lo que ahora sigue consideraremos el amplio
alcance de la gravedad del invierno nuclear
teniendo en cuenta las leyes de la física. Ni damos
por segura ni excluimos la extinción de la especie
humana.
78
IMPACTO INVIERNO
El polvo en el aire suspendido
marca el lugar donde la
historia acaba.
T. S. ELIOT, «Little Gidding», II,
Four Quartets.
Grandes cantidades del metal raro iridio (raro
en la Tierra, pero mucho más común en los
pequeños mundos cercanos), fueron encontradas en
ciertos estratos delgados de los registros
ecológicos, por el equipo de padre e hijo, Luis y
Walter Álvarez, y sus colaboradores. Fue la
primera prueba real de que las extinciones en masa
de la mayor parte de las especies vivientes durante
el Cretácico, fueron causadas por el impacto de un
asteroide o del núcleo de un cometa. (Se extrajo
una conclusión similar respecto de las extinciones
del Eoceno.) El mecanismo aludido, sugerido en
este primer trabajo, radica en la generación por el
impacto de una vasta nube de finas partículas que
enfriaron y oscurecieron la Tierra, una cosa muy
análoga al invierno nuclear. A partir de la cantidad
de iridio en los estratos, se llega a la conclusión
de que el cuerpo impactante tenía un diámetro de
10 km, una montaña caída del cielo. Los geólogos
describen el abrupto cambio en los registros de las
rocas de este estrato como una cosa que marca el
final del período cretácico y el principio de la Era
Terciaria, hace 65 millones de años. Los primeros
cálculos detallados del enfriamiento y
oscurecimiento del Cretácico fueron realizados
por O. B. Toon, J. B. Pollack, T. P. Ackerman, C.
P. McKay y R. P. Turco. Este acontecimiento
cataclísmico —que al parecer hizo salir del teatro
del mundo a los dinosaurios y posibilitó la rápida
evolución de los mamíferos y el origen de la
especie humana—, resulta, naturalmente, de gran
interés para nosotros.
El estudio de Toon, Pollack y otros estimó
cuánta cantidad de fino polvo se inyectó debido al
impacto, cómo pudo distribuirse en altitud y
alrededor de la Tierra, qué cantidad de luz solar
quedaría bloqueada y cuánto descenderían las
temperaturas de la Tierra. Demostró ser otro paso
hacia el descubrimiento del invierno nuclear
(véase Apéndice C). La masa de aerosoles lanzada
hacia lo alto por el impacto cretácico fue de mil a
diez mil veces mayor que lo que ocurriría en
79
una guerra nuclear, pero su efecto climático pudo
no haber sido significativamente algo peor. Dado
que el hollín es mucho más oscuro que el polvo, el
invierno nuclear posee un desproporcionado
impacto climático. Asimismo, los efectos del
invierno nuclear tienden a ser más duraderos.
Cuando el firmamento posee una gran densidad de
partículas de polvo, originadas en un impacto
semejante, colisionan, se coagulan y caen con
mucha mayor rapidez.
Posteriores estudios de los sedimentos
geológicos que marcan el final del Cretácico,
apuntan a una enorme cantidad de partículas de
hollín generada, aproximadamente, al mismo
tiempo que el impacto gigante, tal vez debido al
incendio posterior, a nivel mundial, de la
vegetación mustia a causa del calor de la colisión.
Subsiguientes trabajos sugieren que «un único
incendio global», desencadenado por el impacto,
comenzó «antes de que las cosas proyectadas se
sedimentasen», por ejemplo, al cabo de unos
cuantos años. Un cálculo sugiere que la radiación
debida a las partículas del impacto, que arderían
al precipitarse de nuevo sobre la Tierra, fue 100
veces más brillante que el Sol, «equivalente a un
horno doméstico colocado en la posición máxima
de "carne asada" durante horas, más que suficiente
para producir la ignición de unos grandes
incendios a nivel mundial. El hollín resultante es
mucho más que suficiente para sumergir la Tierra
en la más profunda oscuridad, más allá del punto
de congelación; es decir, unos efectos mucho más
graves que el invierno nuclear más serio posible.
Como en un invierno nuclear, se produciría un
descenso masivo de la capa de ozono, después de
que el polvo y el hollín se precipitasen al suelo,
algunos años después. No habría en este caso
lluvia radiactiva, pero —a diferencia del invierno
nuclear—, sí lluvias acidas concentradas y un
posterior y muy importante recalentamiento del
efecto invernadero (a consecuencia, como sugieren
las evidencias, de que la mayor parte de la
vegetación de la Tierra se incendiaría de manera
total y que los sedimentos de carbonatos liberarían
dióxido de carbono a causa del impacto).
Resulta difícil de comprender cómo tan
profundos cambios en el medio ambiente hubieran
podido evitar el provocar la extinción de muchas
especies. Pero no todos los paleontólogos están
convencidos de que el impacto —que no discuten
que ocurriera— fuese la causa principal de las
extinciones de fines del Cretácico, en el que los
dinosaurios y un 75% de las especies vivientes
quedaron destruidas. Debemos enfatizar que si los
dinosaurios se extinguieron a través
80
de otra causa que no fuese los aerosoles
oscurecedores y el incremento de la luz solar
ultravioleta, no por ello habría que poner en tela
de juicio el argumento del invierno nuclear,
aunque, si los aerosoles fueron la causa, en dicho
caso los sucesos del Cretácico-Terciario pueden
arrojar cierta luz sobre el invierno nuclear.
La idea de cuerpos extraterrestres que se
precipitasen sobre la Tierra (o realizasen un paso
cercano), y que hubieran sido el motivo de la
catástrofe terminal del Cretácico, había sido
discutida mucho antes de los descubrimientos de
los Álvarez y sus colaboradores. En 1973, el
galardonado con el premio Nobel, Harold Urey,
escribió: «Parece posible, e incluso probable, que
la colisión de un cometa con la Tierra derruyera a
los dinosaurios e iniciara la división terciara de
las épocas geológicas.» En 1978, los astrónomos
Fred Hoyle y Chandra Wickramasinghe,
imaginaron una colisión de la Tierra con un
cometa, con las finas y brillantes partículas
procedentes de la nube que rodea el núcleo del
cometa penetrando en la atmósfera de la Tierra. Si
la masa total de dichas partículas fuese de hasta
100 megatoneladas (100 millones de toneladas), y
si las partículas fueran más eficientes en absorber
y esparcir la luz en la zona visible que en la
infrarroja, en ese caso, llegaron correctamente a la
conclusión de que se produciría una significativa
atenuación de la luz solar, aunque la superficie de
la Tierra fuese aún capaz de enfriarse por sí
misma irradiando al espacio. Hasta hace muy poco
ignorábamos este papel tan importante. Ésta es la
primera mención en la bibliografía científica, por
lo menos que sepamos, del antiefecto invernadero
(llamado por Hoyle y Wickramasinghe efecto
invernadero «inverso»). Propusieron que
semejante colisión podría —al caer las
temperaturas y disminuir la luz solar para la
fotosíntesis— haber producido extinciones en
masa, aunque las partículas no tardasen más de un
año en precipitarse desde la atmósfera de la
Tierra, aunque su informe de investigación no trata
de la guerra nuclear y ni siquera la menciona,
anticipa con claridad gran parte de las
argumentaciones de Álvarez y colaboradores y de
Toon, Pollack y otros sobre la explicación del
«impacto invierno» respecto de las extinciones de
finales del Cretácico, hace 65 millones de años,
todos ello mucho antes de tener al alcance de la
mano las evidencias directas de la producción de
un impacto parecido.
Si las peores consecuencias posibles siguieran a
una guerra termonuclear global, en ese caso, en los
subsiguientes registros geológicos habría un
estrato delgado, altamente ra-
81
diactivo, rodeada de hollín, con una distribución a
nivel mundial que señalaría la extensión de las
extinciones. Los fósiles y otros restos de especies
encontradas debajo del estrato se hallarían
ausentes por encima del mismo. Excepto en lo que
se refiere a la radiactividad, sería algo parecido a
los límites del Cretácico/Terciario. Pero, en vez
de los blancos restos calcáreos de los
foraminíferos que pululaban por los cálidos mares
cretácicos, habría matrículas de coches y anillos
de bodas. Un visitante de otro mundo tendría poca
dificultad para representarse lo que había
sucedido (ref. 5.18).
«PUEDE LLEGAR EL
APOCALIPSIS»
Entre aquellos que se han tomado en serio la
posibilidad de que la guerra nuclear pudiese
significar la extinción humana —aunque no
existiese una argumentación detallada e irresistible
— hay muchos notables científicos y hombres de
estado, incluyendo una representación nutrida de
los inventores de las armas nucleares:
Si enfocamos nuestra atención sobre los
próximos veinticinco años, podemos decir
que el desarrollo es muy probable que
alcance algún punto intermedio entre la
primera bomba detonada sobre Hiroshima y
procesos que, una vez iniciados, podrían
poner punto final a toda la vida en la Tierra.
Lo que no podemos decir es qué punto
intermedio se alcanzará dentro de veinticinco
años.
LEO SZILARD, el primer científico que llegó
a la conclusión de que era realmente
posible un arma nuclear, en una
comunicación enviada, el 21 de setiembre
de 1945, a la «Conferencia de Energía
Atómica», Universidad de Chicago. De
Spencer R. Weart y Gertrud Weiss Szilar,
eds., Leo Szilard: His versión of the facts
(Special Recollections and
Correspondence) (Cambridge, Mass.: The
MIT Press, 1978), 234.
82
No resulta imposible imaginar que los
efectos de una guerra atómica, llevada a cabo
con armas muy perfeccionadas e impulsada
con la mayor determinación, llegara a poner
en peligro la supervivencia del hombre.
EDWARD TELLER, «¿Hasta qué punto son
peligrosas las armas atómicas?», Bulletin of
the Ato-mic Scientists, febrero de 1947.
El extremo peligro para la Humanidad
inherente a la propuesta [por Edward Teller y
otros de desarrollar un armamento
termonuclear], representa mucho más que
cualquier ventaja militar.
J. ROBERT OPPENHEIM ER y otros, Report of the
General Advisory Committee, Comisión de
Energía Atómica de Estados Unidos, octubre
de 1949.
El hecho de que no existan límites a la
capacidad de destrucción de este arma,
origina que su mera existencia y el
conocimiento de su construcción sean un
peligro para la Humanidad... Es algo
diabólico.
ENRICO FERM I e I.I. RABÍ, Addendum, ibíd.
Una guerra nuclear a gran escala sería una
calamidad de indescriptibles proporciones, y
con unas consecuencias por completo
imprevisibles, y cuyas incerti-dumbres
tienden a lo peor... Una guerra nuclear total
representaría la destrucción de la actual
civilización, haría retroceder muchos siglos al
hombre, causaría la muerte de centenares de
millones o de miles de millones de personas
y, con cierto grado de probabilidad, podría
ser la causa de que el hombre fuese destruido
como especie biológica.
ANDRÉI SAJAROV, «LOS peligros de la guerra
termonuclear», Foreign Affairs, verano de
1983.
Se han dicho ya muchas cosas acerca de la
perspectiva de que el hombre, junto con
muchas de las otras formas de vida... pudiese
desaparecer como especie. Con el tiempo, y
no dentro de demasiado tiempo, esto puede
llegar a resultar posible. Lo que es más
seguro, y más inmediato, es que perderíamos
mucho..., todo
83
aquello que ha forjado nuestra civilización y
nuestra Humanidad... La amenaza del
apocalipsis estaría junto a nosotros durante
muchísimo tiempo; podría llegar el
apocalipsis.
J . ROBERT OPPENHEIM ER, «La ciencia de
nuestro tiempo», Bulletin of the Atomic
Scientists, 12 (7), setiembre de 1956, 236.
Hoy somos testigos, ante el poder de las
armas nucleares, de una nueva y letal
dimensión del antiguo horror de la guerra. Por
primera vez en su historia, en este momento la
Humanidad ha adquirido el poder de acabar
con su historia.
Presidente DWIGHT EISENHOWER, discurso, 19
de setiembre de 1956.
En su famoso discurso del 26 de setiembre de
1961, el presidente John F. Kennedy previó que la
guerra nuclear y sus efectos
extendidos por los vientos y aguas y el
miedo, sería muy posible que se tragase tanto
a los grandes como a los pequeños, a los
ricos y a los pobres, lo mismo a los
comprometidos como a los no
comprometidos. La Humanidad debe poner fin
a la guerra o la guerra pondrá fin a la
Humanidad.
En conversaciones privadas, durante la crisis
cubana de los misiles, se le ha descrito meditar
respecto de que la guerra nuclear podría «tragarse
y destruir a toda la Humanidad» (Robert F.
Kennedy, Trece días de julio [Nueva York:
Harper & Row, 1965], 84.) «La posibilidad de la
destrucción de la Humanidad ha estado siempre en
su mente.» Esta perspectiva apocalíptica pudo
ayudar a reforzar su inclinación a no seguir, en
respuesta al emplazamiento, por parte de los
soviéticos, de armas estratégicas en Cuba, el
consejo, por parte de los miembros del Estado
Mayor de los Jefes del mando conjunto, de atacar
las instalaciones soviéticas en Cuba, empleando
para conseguirlo las armas nucleares (íbid., 36,
48). El secretario general Leónidas Brezhnev
también declaró que la «Humanidad puede quedar
destruida por completo» en una guerraa nuclear
(discurso al Sejm polaco, 21 de julio de 1974,
citado en el Servicio Radiofónico de Información
ex-
84
tranjera, Daily Report: Soviet Union, 22 de julio
de 1974, núm. 141, D17) y, previamente, también
el primer ministro, Nikita Jruschov, realizó
observaciones parecidas.
Poco después de Hiroshima y Nagasaki, Albert
Einstein empezó a pensar en las perspectivas
apocalípticas que conllevaría el estallido de una
guerra nuclear generalizada. Pero concluyó:
No creo que la civilización quede borrada
en una lucha desarrollada con bombas
atómicas. Tal vez morirían las dos terceras
partes de la población de la Tierra...
«Einstein y la guerra atómica», Atlantic
Monthly, noviembre de 1945.
[En aquel momento, las dos terceras partes de la
población de la Tierra ascendía de 3 a 4 mil
millones de personas.]
Diez años después, cuando el arsenal de armas
nucleares de Estados Unidos había crecido de
manera enorme, y había asimismo comenzado la
carrera de armamento con la Unión Soviética,
Einstein se volvió aún mucho más pesimista. El
manifiesto Einstein-Russell (Nueva York Times, 10
de julio de 1955, 25) comentó que «la
continuación de la existencia de la especie humana
se halla en duda». El manifiesto lo firmaron
Bertrand Russell, Albert Einstein, Cecil F. Powell,
Joseph Rotblat, Frédéric Joliot-Curie, Leopold
Infeld, Hideki Yudawa, Max Born, y Linus
Pauling. En la correspondencia que llevó a
publicar el manifiesto, Russell escribió a Einstein,
el 11 de febrero de 1955:
[En la actualidad] la guerra puede significar
la extinción de la vida en este planeta. Pero
no lo creen así los gobiernos ruso y
estadounidense. Sin embargo, no deberían
tener la menor excusa en su continuada
ignorancia acerca de este punto.
OTTO NATHAN y HEINZ NORTDEN, eds.,
Einstein on Peace (Nueva York: Simon and
Schuster, 1980), 625-637.
Lo que sigue se ha extraído de las últimas
palabras escritas por Einstein:
85
[El] conflicto que existe hoy no es más que
una lucha por el poder a la antigua usanza, una
vez más presentada a la Humanidad con unos
oropeles semirreli-giosos. La diferencia
radica en que, esta vez, el desarrollo del
poder atómico ha imbuido a esta lucha de un
carácter fantasmal; ambas partes conocen y
admiten que si aquélla desembocase en una
auténtica guerra, la Humanidad estaría
condenada.
EINSTEIN, en el borrador inconcluso de un
discurso pergeñado después de una reunión,
el 11 de abril de 1955, con el embajador
israelí Abba Eban y el cónsul Reuven
Dafni, en Princeton, Nueva Jersey; en Otto
Nathan y Heins Norden, eds., Einstein on
Peace (Nueva York: Simón and Schus-ter,
1960), 641.
UNA MODESTA ESPERANZA
Si no nos destruimos pronto y, en vez de ello,
sobrevivimos durante el espacio de tiempo típico
para una especie con éxito, habría humanos
durante, más o menos, otros 10 millones de años.
Dando por supuesto que nuestra vida media y el
número de individuos no crezcan demasiado
durante dicho período, la población humana
acumulada —todos los que hayamos vivido—
alcanzaríamos el asombroso total de mil billones
de personas (es decir un 1 seguido por 15 ceros).
De este modo, si el invierno nuclear acarrea
nuestra extinción sería algo un millón de veces
peor (mil billones dividido por mil millones) que
los efectos directos de una guerra nuclear, en
relación con el número de personas que jamás
llegarían a existir.
Jonathan Schell ha descrito la extinción en estos
términos:
Sólo un proceso de gradual degradación de
nuestra propia autoestima puede lograr que
disminuyamos nuestras expectativas en este punto.
En realidad, de todas las «modestas esperanzas de
los seres humanos», la
86
esperanza de que la Humanidad
sobreviviría constituye la más humilde, dado
que sólo nos conduce al umbral de todas las
demás esperanzas. Hay que entenderlo así: ya
no pedimos justicia, o nuestra libertad, o la
felicidad, o cualesquiera de las otras cosas
que ansiemos en la vida. Ni siquiera pedimos
por nuestra supervivencia individual; lo único
que pedimos es que lleguemos a sobrevivir.
Sólo pedimos la seguridad de que, cuando
muramos como individuos, como ya sabemos
que ocurre, por lo menos siga existiendo la
Humanidad. [Schell, The Fate ofthe Earth
(Nueva York: Knopf, 1982).]
«SCOPE»
De existir algo parecido a un parlamento global
de científicos, deberíamos decir que lo forma el
Consejo Internacional de Uniones Científicas, con
sede en París. En cierto sentido, el ICSU cabe
decir que habla —aunque por lo general en voz
muy baja— para los científicos del planeta Tierra.
Tal vez su actividad mejor conocida fue la
organización del Año Geofísico Internacional
(1957-1958) que desembocó en la Era espacial.
He aquí su modo de funcionamiento: En una
disciplina dada —por ejemplo, la astronomía—,
existen organizaciones nacionales de científicos
profesionales. En Estados Unidos, el principal de
tales grupos es la Sociedad Astronómica. Al igual
que otras organizaciones astronómicas de muchas
más docenas de países, la Sociedad Astronómica
de Estados Unidos está adherida a la Unión
Astronómica Internacional. Una vez cada tres
años, los astrónomos de todo el mundo se reúnen
bajo los auspicios de la IAU para intercambiar sus
descubrimientos e investigaciones y para discutir
asuntos importantes de política para la astronomía.
De modo similar, la Unión Geofísica
estadounidense pertenece a la Unión Internacional
de Geodesia y Geofísica, y lo mismo sucede con
otras muchas ciencias, como la física, la química,
las matemáticas y la bioquímica. Esas
asociaciones internacionales, a su vez se hallan
adheridas y forman el Consejo Internacional de
Asociaciones Científicas. Se trata de una sociedad
de sociedades de sociedades. Por su naturaleza y
tradición, la ICSU es muy conservadora.
El Comité Científico de Problemas del Medio
ambiente
87
(SCOPE), de la ICSU, organizó un masivo
estudio interdisciplinario e internacional,
presidido por Sir Frederick Warner, para tratar de
las consecuencias medioambientales de una guerra
nuclear. El estudio reunió a centenares de
científicos de más de una docena de países, que
trabajaron durante más de tres años. Se
mantuvieron reuniones en Australia, Canadá,
China, Reino Unido, Francia, India, Japón, Países
Bajos, Nueva Zelanda, Suecia, Suiza, Thailandia,
la URSS, Estados Unidos y Venezuela. Algunas de
las conclusiones fueron muy directas para tratarse
de una organización tan discreta. El informe, en
dos volúmenes (ref. 3.11), previene de
...una pérdida potencial de unos cuantos miles
de millones de seres humanos a partir de sus
consecuencias a largo plazo: este amplio ámbito
incorpora otro extenso abanico de potenciales
diferentes perturbaciones en el medio ambiente y
en la sociedad. Este cálculo no toma en cuenta las
pérdidas debidas a los efectos directos...
Las pérdidas totales de los sistemas de apoyo de
la agricultura y de la sociedad humana acarrearían
la desaparición de casi todos los humanos de la
Tierra, esencialmente a partes iguales entre los
países combatientes y los no combatientes... Esta
vulnerabilidad constituye un aspecto que, por lo
general, no forma parte de los conocimientos
acerca de la guerra nuclear; no sólo se hallan en
peligro los principales países combatientes, sino
que, virtualmente, la entera población humana
constituye un rehén respecto del empleo a gran
escala del armamento nuclear...
Como representantes de la comunidad científica
mundial, reunidos en este estudio, hemos llegado a
la conclusión de que muchos de los graves efectos
sobre el medio ambiente global son lo
suficientemente probables como para requerir de
una muy extendida preocupación. A causa de la
posibilidad de una tragedia de una dimensión sin
precedentes, cualquier disposición para minimizar
o ignorar los amplios y extensos efectos en el
medio ambiente de una guerra nuclear constituiría
un perjuicio fundamental para el futuro de la
civilización global...
Una fundamental y diferente representación del
sufrimiento global entre los pueblos, tanto los
países no combatientes como los combatientes,
debería convertirse en la nueva percepción media
para los que toman
88
las decisiones políticas en todo el mundo, a
fin de que las visiones representadas en
este estudio simplemente queden como unos
ejercicios intelectuales y no constituyan el
irreversible futuro que aguarda a la
Humanidad.
¿MORIRÍAN REALMENTE MILES
DE MILLONES DE PERSONAS A
CAUSA DEL INVIERNO
NUCLEAR?
Los métodos de la valoración biológica de
«SCOPE» han sido también comprobados y
confirmados por una reunión especial de expertos
científicos y agrícolas convocada por la Oficina
de Política Científica y Tecnológica de la Casa
Bl anca (William H. Tallent y otros, CIRRPC
Science Panel núm. 5, Oficina Ejecutiva del
Presidente, «Review of SCOPE 28, vol. II», marzo
de 1988). Asimismo, este grupo de expertos
observó que el análisis «SCOPE» había sido
demasiado conservador, al ignorar algunos
factores que convertirían en algo aún mucho peor
los resultados de una guerra nuclear. Entre sus
conclusiones, afirmaron:
Una gran helada que tuviese lugar en primavera
o en verano, provocada por un intercambio
nuclear, mataría todas las especies naturales y
cultivadas de las regiones templadas del
Hemisferio Norte... En los trópicos se producirían
graves pérdidas en la productividad agrícola...
Dichas consecuencias se producen al emplear en
los análisis, como supuestos climáticos, o bien [el
invierno nuclear]... o el menos extremado «otoño
nuclear».
La carta-resumen del presidente a la Oficina
Ejecutiva del Presidente de Estados Unidos
resume así el tema:
Las cosas que crezcan en las latitudes medias
del Hemisferio Norte podrían quedar destruidas
por completo, o la producción disminuiría
enormemente durante, por lo menos, la siguiente
estación de crecimiento, tras un intercambio
nuclear, en el caso de que las resultantes
perturbaciones atmosféricas originasen
descensos en las temperaturas del orden de 5
a 15°C, aunque fuese por breves períodos de
tiempo. Sin embargo, el grupo de expertos
cree que varios factores importantes no fueron
tratados de una manera adecuada
en el estudio «SCOPE», y que la inclusión de
los mencionados factores aún empeoraría más las
cosas:
Debe señalarse especialmente la pérdida de
amplias zonas de tierras agrícolas irrigadas, a
causa de la destrucción de presas [y] graves
disrupciones en la producción, procesado y
distribución, originados por la destrucción de
la compleja infraestructura tan necesaria en el
sistema alimentario y agrícola de Estados
Unidos.
Pero cuando transmitió el Informe Tallent al
secretario de Agricultura, el 16 de marzo de 1988,
el consejero de ciencias presidencial, William R.
Graham, no dio la menor indicación en su carta-
resumen de la conclusión principal: que los
efectos biológicos de una guerra nuclear, era
probable que resultasen peores que los estimados
por el estudio de «SCOPE». Se trata de un
pequeño ejemplo de la tan extendida tendencia,
aún evidente en el gobierno de Estados Unidos, de
minimizar las consecuencias de una guerra nuclear.
(Cf. ref. 8.22.)
89
Capítulo VI
RIESGO
Todo le sucede a todo el mundo, más
pronto o más tem prano, si hay tiempo
suficiente.
GEORGE BERNARD SHAW, Back to
Methuselah (1921), V parte, pág, 192.
Incluso un f u s i l descargado puede
dispararse una vez cada década. Y, una
vez cada siglo, incluso un rastrillo puede
lanzar un tiro.
Antiguo proverbio ruso, citado por el
mariscal Nikolai V. Ogarkov, jefe del Mando
general soviético, 16 de marzo de 1983.
En comparación con otras catástrofes
potenciales —y es bien sabido que existe un buen
número de ellas—, ¿qué riesgos corremos, en la
actualidad, de una guerra nuclear?
Existe un amplio abanico de posibles resultados
de una guerra nuclear, cada uno de ellos con un
riesgo asociado. En términos simples, el riesgo
puede estimarse como la probabilidad de que se
dé el suceso, multiplicado por su coste: coste en
vidas, en miseria, en pérdida de conocimientos, en
los artefactos de nuestras culturas destruidos y en
la sensibilidad de nuestra civi-
91
lización, todo lo cual cabe medirlo según
cualquier nivel que deseemos. Incluso las más
remotas contingencias han de ser tomadas en serio,
si sus consecuencias son lo suficientemente
apocalípticas: se trata de un punto de vista
incluido de manera tradicional por los
planificadores militares y los estrategas nucleares
(ref. 6.1). La guerra es un asunto demasiado serio,
nos han estado diciendo durante generaciones,
como para que basemos nuestros planes,
simplemente, sobre las acciones más probables de
un enemigo potencial. Debemos planificar sobre la
capacidad, no sobre las intenciones. Se nos dice
que hemos de prepararnos para el caso peor. Las
apuestas son demasiado altas como para que
hagamos otra cosa. Todo se volvería de lo más
inconsciente si esta antigua doctrina militar tuviese
que abandonarse en el mismo momento en que nos
enfrentamos con nuestro caso peor y último.
Las compañías de seguros comprenden muy bien
todo esto, y ello se encuentra en la base de la idea
del riesgo actuarial. Cada año, las probabilidades
de muerte por accidente, en Estados Unidos, se
tabulan de una manera rutinaria. Por ejemplo,
existe, más o menos, una probabilidad sobre
10.000 de resultar muerto en un accidente de
coche; una posibilidad sobre un millón de ser
electrocutado; una probabilidad cada diez
millones de ser alcanzado letalmente por un rayo.
Lo mismo ocurre respecto de los daños contra la
propiedad. Al determinar la prima que se debe
pagar por el seguro de la vivienda contra cualquier
riesgo importante —por ejemplo, inundación, o
incendio, o terremoto—, las compañías de seguros
multiplican la baja probabilidad del suceso por el
elevado coste de remplazar las cosas de su casa.
La probabilidad de que se dé el suceso es muy mal
conocida. El coste de remplazar su vivienda, se
conoce con mucha mayor exactitud. Ninguna de las
dos cosas, por sí sola, determina la prima. Ambas
resultan esenciales. En el caso de una guerra
nuclear global, la probabilidad del suceso es
también muy escasamente conocida; a diferencia
de las inundaciones, mcendios y terremotos, jamás
hemos experimentado una. El «coste de
sustitución» de nuestra civilización es tal vez
conocido mucho mejor. En este caso, el
multiplicar la probabilidad por el coste también
podría resultar útil; por ejemplo, nos facilitaría
alguna medida del nivel de esfuerzo apropiado
para prevenir que sucedan una guerra nuclear y el
invierno nuclear. Las destrucciones instantáneas,
la pérdida de vidas, la ago-
92
nía y la vuelta al tiempo de los bárbaros podría
resultar tan espantosa, se argumenta en ocasiones,
que sólo est e coste anticipado debería, de una
manera efectiva, impedir una guerra nuclear. De
este modo, llegamos —y existen muchas rutas para
arribar a este punto— a la paradoja fundamental
de la era nuclear: las naciones deben estar
preparadas para combatir en una guerra nuclear, a
fin de impedir que se produzca una, aunque dicha
disposición, por sí misma, pueda llevar a una
guerra nuclear, a pesar de las mejores intenciones
de todos aquellos que se creen dueños de sí
mismos. Cuanto más grandes son los arsenales,
más segura es la llamada «disuasión»: pero,
cuanto mayores son los arsenales, más devastadora
puede llegar a ser la guerra si falla la disuasión.
La probabilidad de una guerra nuclear en las
próximas décadas, continúa siendo algo
desconocido. Pero, a causa de la enorme cantidad
del armamento nuclear y de sus sistemas de
lanzamiento, con la intrínseca imperfección de las
máquinas y de las personas, la guerra nuclear no
sólo es posible, sino que, si aguardamos
demasiado, podría llegar a ser inevitable (véase
recuadro). Uno de los propósitos de este libro es
valorar si el nuevo conocimiento del invierno
nuclear (y sus efectos conexos) puede conducir a
cambios en los sistemas de armamentos, en la
política y en la doctrina que, de una manera
sustancial, reduzcan la probabilidad y/o la
gravedad de una guerra nuclear.
El ingenuo dueño de una casa, al que se le
presenta la posibilidad de que su vivienda se vea
arrastrada por una inundación, puede obviar la
idea como «sólo una teoría» y no suscribir la
correspondiente póliza de seguros. Resultaría
posible que argumentase: «Mi casa lleva aquí ya
50 años y, durante todo este tiempo, jamás ha
habido una inundación.» Pero si el río corre el
peligro de desbordar sus riberas, los prudentes
dueños de una casa no sólo tratarían de concertar
un seguro; asimismo llegarían a ayudar a construir
presas o diques, o incluso intentar desviar el cauce
del río. Cuando el agua empieza a subir, la gente
prudente se pone en acción.
En lo que respecta a quienes hacen la política, y
que tienen ante sí un amplio abanico de desastres
potenciales, necesitan un método para jerarquizar
las prioridades: en qué catástrofes de las
anunciadas hay que creer, a cuál hay que dedicar
la parte mayor de los recursos económicos e
intelectuales. Llegar a esa prioridad es,
necesariamente, un asunto que requiere sangre
93
fría aunque, por lo general, se halle entreverado
de consideraciones políticas a corto plazo. Precisa
una manera de pensar que a muchos les resulta
detestable. Pero vamos a dedicar unas cuantas
páginas a este asunto, en la esperanza de llegar a
demostrar que los costes potenciales de una guerra
nuclear —en especial si incluimos el invierno
nuclear—, conllevan que su prevención de una
manera segura merece con mucho la más elevada
prioridad de todas las entradas que constan en la
agenda de quienes hacen la política. Y este
imperativo no resulta menos urgente, a pesar de
que se hayan suavizado las tensiones entre las
superpotencias. Resulta claro que el preservar las
vidas de la mayoría de sus ciudadanos, debe
constituir el objetivo mínimo que cualquier nación
llegue a pedir a sus dirigentes.
El «coste» de una guerra, si nos vemos
precisados a pensar en dichos términos, debería
medirse según lo que se espere que ocurra en
vidas humanas y en sufrimiento. Pero no existe
ninguna medición estándar con la que medir el
coste de una vida humana, ni tampoco puede
haberlo. No obstante, tenemos los niveles de
indemnización que ofrecen o pagan las compañías
o los gobiernos nacionales responsables de las
muertes o heridas graves de civiles inocentes.
Tenemos un caso en el que apoyarnos: los
ofrecimientos de la «Union Carbide Corporation»
después del desastre de Bhopal, India. Lo mismo
cabe decir de las reparaciones discutidas (sólo
para las víctimas no iraníes) después del derribo
por la armada de Estados Unidos del vuelo 665 de
la «Irán Air» un reactor «Jumbo» lleno de
pasajeros civiles, en julio de 1988. O bien, lo que
las compañías de seguros ofrecen, por regla
general, como conciliaciones prejudiciales,
respecto de aquellas personas que resultan muertas
en un accidente de aviación. Dentro de este mismo
ámbito se encuentran las reparaciones anunciadas,
en agosto de 1988, para los ciudadanos
estadounidenses de descendencia japonesa que
fueron ile-galmente internados —con autorización
en los niveles más altos del gobierno de Estados
Unidos— en campos de concentración durante el
tiempo que duró la Segunda Guerra Mundial. Esos
ofrecimientos se hallan dentro del ámbito de
10000 a 100.000 dólares por ser humano (ref. 6.
2). Con unas bajas comprendidas entre 100
millones y unos cuantos miles de millones a causa
de los incidentes de un invierno nuclear, esto
ascendería a una cantidad entre un billón y varios
cente-nares de billones de dólares. Asimismo, la
cifra más alta repre-
94
sentaría, más o menos, el «coste de
remplazamiento» corriente de todo cuanto existe
en la Tierra construido por los seres humanos. La
pérdida de productividad de las personas muertas
a causa de un invierno nuclear puede estimarse,
partiendo del producto bruto mundial, en la suma
de 10 billones de dólares al año, por lo que —
partiendo de las consideraciones más optimistas
posibles— se necesitaría todo un siglo para
restablecer el equivalente de la actual civilización
técnica global, cuya pérdida de productividad
acumulada, alcanzaría de mil billones a un trillón
de dólares. Esta cantidad —un trillón de dólares—
representaría el orden de magnitud de un invierno
nuclear a gran escala.
Permítasenos ahora comparar estas cifras con el
coste y riesgo de los relativamente lentos cambios
medioambientales: disminución de la capa de
ozono a causa de los CFC y una intensidad cada
vez mayor de la luz solar ultravioleta en la
superficie de la Tierra; o el aumento de la
creciente abundancia de los gases invernaderos
que absorben los infrarrojos en la atmósfera de la
Tierra y el consiguiente riesgo del aumento de la
temperatura media superficial y al nivel del mar.
Antes de que se alcanzasen unos acuerdos
internacionales para reducirlos, la fabricación de
los CFC era una industria de ámbito mundial con
un giro de muchos misiles de millones de dólares.
Y en el momento en el que el mayor peligro
previsto, en líneas generales, a causa de la
disminución del ozono, radicó en el incremento en
algunos miles de muertes al año a causa de
cánceres de piel, durante un período de casi un
siglo (ref. 6.3), se contempló la posibilidad de
gastarse miles o decenas de miles de millones de
dólares, para ulteriores investigaciones, en reducir
la producción de los CFC y en el desarrollo y
promoción de nuevas industrias globales que
fabricasen un sustituto de los CFC. Esto también
opera dentro del mismo ámbito del «coste» por
vida humana, según las indemnizaciones que
hemos señalado antes.
El lento recalentamiento de la Tierra a causa del
aumento del efecto invernadero —en cierto modo,
lo contrario del invierno nuclear— no matará (a
diferencia del invierno nuclear) a 1a gente
directamente (ref. 6.4). Se estima que, llegado el
momento, producirá graves perturbaciones en la
agricultura y, hacia mediados del siglo xxi—, tal
vez convierta a las regiones productoras de trigo
del Medio Oeste norteamericano y a la Ucrania de
la Unión Soviética, en algo que se parezca a
desiertos
95
llenos de matorrales. Pero, al mismo tiempo, los
climas más propicios a la agricultura podrían,
durante cierto tiempo, extender las zonas agrícolas
más hacia el norte —por ejemplo, en Canadá y
Siberia— y, siempre y cuando los suelos sean
fértiles, aún no está demostrado que, a nivel global
y a largo plazo, se produzca un hambre masiva a la
misma escala de la causada por el invierno
nuclear. A medida que se eleve el nivel de los
mares, a causa del volumen en expansión del agua
de mar por su recalentamiento, y por el
derretimiento del hielo glaciar y polar —y en
especial después del lento deterioro o colapso de
la capa de hielo de la Antártida Occidental—,
podría salir a luz una nueva categoría de
consecuencias económicas: la inundación de todas
las ciudades costeras del planeta, así como las
partes de países bajos y sin protección, como
Bangladesh. El coste de la emigración masiva de
la agricultura, de construir diques y presas a nivel
mundial, de rescatar refugiados del medio
ambiente y de una nueva ubicación de las
principales ciudades costeras de la Tierra, todo
ello llegaría a constituir algo formidable. Para
impedir que siga aumentando el efecto inver-
nadero —más allá de la conservación de la
energía, prohibiendo la producción de los CFC y
con una reforestación a nivel mundial—, se
precisaría una masiva conversión de los
combustibles fósiles a la energía solar,
electricidad nuclear (preferiblemente de fusión), u
otras tecnologías que aún no se han desarrollado o
son todavía poco competitivas desde el punto de
vista económico (ref. 6.4). La investigación y
costes del desarrollo para una sola de dichas
tecnologías alternativas —por ejemplo, la energía
de fusión a elevadas temperaturas— alcanzan,
todo lo más, decenas de miles de millones de
dólares que, con la conversión a nivel mundial,
ascenderían a billones. Existen otras razones para
dar esos pasos fundamentales con el objeto de
hacer frente al recalentamiento invernadero, y
estamos firmemente a favor de que se den. Pero no
por eso dejamos de señalar que, en comparación
con una guerra nuclear, el coste de prevención,
relacionado con lo que se halla en juego, es muy
elevado.
Una guerra nuclear llegaría a destruir
profundamente la infraestructura social de las
naciones combatientes y, a través del invierno
nuclear, sería muy probable que destruyese
también la civilización global. La escala de tiempo
sería muy corta —de meses a años— y no existiría
la oportunidad, como ha ocurrido
96
con las precedentes catástrofes en el medio
ambiente no nucleares, de avanzar a pequeños
pasos, para comprobar las formas alternativas de
una acción que ponga remedio al asunto, y
contemplar con tranquilidad algunos otros
enfoques óptimos.
Si tuviésemos que valorar el «coste» de una
guerra nuclear global en 1.000 billones de dólares,
y la probabilidad de un evento de guerra de tal
clase tan bajo como en un 0,1% al año, de todo
ello se seguiría que estaríamos gastándonos 1.000
billones de dólares al año solamente para prevenir
una guerra nuclear.
Esto, grosso modo, representa el presupuesto
militar combinado de todas las naciones, y, en el
caso de que se nos asegurase que este gasto
impediría, con un alto grado de Habilidad, una
guerra nuclear, podríamos considerar que se
trataría de un dinero muy bien gastado (ref. 6.5).
Una nación que se tomase muy en serio el
invierno nuclear, podría contemplar la idea de
almacenar suficiente comida, para las personas
sobrevivientes, durante el período de, por lo
menos, una década.
Pero los trastornos en los sistemas nacionales de
transporte y de refrigeración, a consecuencia de
una guerra nuclear, resulta algo que complicaría en
extremo la tarea, e incluso un intento parcial de
guardar todos esos víveres y materiales a una
distancia que se pudiera alcanzar a pie por la
mayoría de los supervivientes, no dejaría de ser
enormemente costoso —aunque no tan caro como
la carrera global de armamentos y, ciertamente, no
tan costoso como una guerra nuclear. Sin embargo,
dar un paso así conllevaría muy serios efectos
negativos: sugeriría a los adversarios potenciales,
por lo menos, la intención general de llevar a cabo
el primer golpe en una guerra nuclear, y podría
tomarse como un acto muy poco amistoso por parte
de las naciones no combatientes, que resultarían
destruidas por la guerra nuclear y por el invierno
nuclear, aunque nadie tratase de atacarlas de forma
directa.
En resumen, podemos afirmar que los riesgos
planteados a la especie humana por el invierno
nuclear, dentro de los más probables niveles de
gravedad establecidos en la actualidad desde un
punto de vista científico, resultan inaceptables
bajo cualquier estándar de los que se aplican
corrientemente en los temas del medio ambiente, o
incluso en comparación con la enorme devastación
instantánea de una guerra nuclear (donde
97
el daño directo es claramente inaceptable
basándonos en unos niveles similares).
Su incremento en el coste, tanto para las
naciones combatientes como para las no
combatientes, ya se mida en vidas o en dinero,
resulta tan enorme que eleva los riesgos —ya de
por sí inaceptablemente elevados— de una guerra
nuclear de una manera muy significativa. Todo lo
cual justifica los esfuerzos más heroicos que
puedan llevarse a cabo para impedir que, de
ninguna manera, lleguen a producirse la guerra
nuclear y el invierno nuclear (ref. 6.6).
IMPROBABLE O INEVITABLE:
¿CUAN PROBABLE ES LA
GUERRA NUCLEAR?
Si el armamento nuclear ha mantenido la paz,
podría parecer que cualquier eliminación de un
disuasor tan probado de la guerra sería algo loco y
peligroso. «Si no se ha roto, no lo compongas.» Y,
sin embargo, incluso sus más ardientes partidarios
discuten que, por su auténtica naturaleza, la
disuasión no está a prueba de locos. Aquí, por
ejemplo, tenemos las palabras de Bernard Brodie,
quien, en 1946 (ref. 10.1), fue el primero que
formuló la idea de la disuasión nuclear:
Tenemos amplias razones para creer que, en la
actualidad, las armas deben actuar de una manera
crítica para disuadir las guerras entre las grandes
potencias, y no sólo las guerras nucleares, sino
toda clase de guerras. Y esto es, realmente, una
ganancia muy grande. No debemos tener la menor
duda de mostrarnos reacios respecto a renunciar a
ellas, aunque pudiésemos. No debemos quejarnos
demasiado porque la garantía no es a prueba de
todo. Constituye una paradoja de nuestro tiempo
que uno de los principales factores que hacen que
la disuasión funcione realmente, y funcione bien,
es el miedo oculto a que, en alguna crisis con
confrontación masiva, pueda fracasar. [Brodie,
War and politics (Nueva York: Macmillan, 1973),
430-431.]
98
¿Pero cómo podemos equilibrar los beneficios
de la disuasión contra esos arsenales de la misma
disuasión que pueden hacer que ésta fracase?
¿Cuánto peso podemos dar al «miedo oculto» de
Brodie? ¿Debemos darle más peso si descubrimos
que las consecuencias de una guerra nuclear son
mucho peores de lo que pensamos?
Excepto la demolición de las dos ciudades en
los días postreros de la Segunda Guerra Mundial,
cuando no existía la perspectiva de la represalia
nuclear, nosotros, los humanos, nunca hemos sido
testigos de una guerra nuclear. Tenemos muy poca
experiencia en la que basar nuestras estimaciones
acerca de cómo es. Algunos contemplan el hecho
de que no haya habido una guerra nuclear desde
1945, y llegan a la conclusión, con Brodie, de que
la disuasión funciona, que las armas nucleares
previenen la guerra nuclear (lo mismo que una
guerra convencional entre las naciones provistas
de armamento nuclear). No se trata sólo de una
esperanza bienintencionada, aunque ingenua,
afirman; es una conclusión que se basa en la
evidencia real histórica: la ausencia de guerras
mundiales desde 1945 y en algunos incidentes
instructivos, como la marcha atrás desde el mismo
borde, como en el caso de la crisis cubana de los
misiles de 1962. Prefieren lo que consideran una
fiabilidad probada de los actuales arsenales
nucleares a los peligros desconocidos de cualquier
otro acuerdo alternativo.
Otros observan las apocalípticas capacidades
de los arsenales nucleares, así como los desastres
tecnológicos del Challenger y de Chernobil, la
larga secuencia de los accidentes navales entre
Estados Unidos y la URSS y otros errores de los
últimos años 1980, y la incompetencia ocasional o
locura de los dirigentes nacionales, y se asombran
de que la guerra nuclear aún no se haya
desencadenado; creen que sólo es cuestión de
tiempo. Las décadas sin una guerra mundial
significan poco, argumentan; han existido unos
períodos similares mucho antes de la invención de
las armas nucleares, incluyendo los
acontecimientos del siglo xix europeo entre el
Congreso de Viena y la guerra franco-prusiana.
Los optimistas a veces consideran a los
pesimistas unos presagiadores de todos los males,
unas personas que se asustan sin necesidad, unos
volubles y débiles mentales. En ocasiones, los
pesimistas consideran a los optimistas como si
fuesen un hombre que se ha tirado de lo alto de un
rascacielos y que gritase, a través de una ventana
abierta, a un desconcertado oficinista: «Hasta
ahora, todo va bien...» Sostienen que la trayectoria
en pendiente es algo que está muy claro.
Consideremos un peligro mortal tan improbable
que sólo puede suceder una vez en un millar de
pruebas, o períodos de tiempo- No especificamos
cuál es el período de tiempo; puede tratarse de una
semana o de un mes o de un año. Transcurren
muchos períodos de tiempo sin que el peligro se
materialice. La probabilidad de que no se
produzca en una sola prueba es de 999/1 000 =
0,9999, muy cerca de 1. (Una probabilidad de 1
constituye una garantía a toda prueba.) La
posibilidad de que no suceda, en dos pruebas
independientes, es (999/1 000), o 0,998, todavía
muy cerca de una garantía total. Pero, a medida
que aumenta el número de intentos, la probabilidad
desciende. Si se realizan un millar de intentos
independientes, en ese caso la ley de
probabilidades nos dice que la probabilidad de
que el acontecimiento no suceda se convierte en
(999/1 000), o 0,37. Ahora existen más
probabilidades de que el desastre tenga lugar. Para
cuando ya se han realizado unos cuantos miles de
intentos, la posibilidad de evitar el desastre se
convierte en muy pequeña. De forma equivalente,
la probabilidad de que el desastre se produzca se
hace muy cercana a 1. Con pruebas suficientes, una
improbabilidad se convierte en algo inevitable.
De este modo, en los argumentos de esta clase,
que rastrean las inexorables leyes de las
probabilidades, es en lo que se basan algunos
analistas para creer que los arsenales nucleares
constituyen una catástrofe que sólo aguarda a que
tenga lugar (cf. ref. 13.4). Otros argumentan que,
incluso la explosión accidental o no autorizada de
unas cuantas armas podría no llevar
necesariamente a una guerra nuclear; o señalan
que, si la probabilidad del suceso desciende lo
suficientemente de prisa en cada una de las
pruebas —a través de continuadas mejoras en la
fiabilidad y en la seguridad—, resulta posible, en
principio, que se venzan las probabilidades. La
discusión entonces se dirige a la distinción entre
estar en posesión de las armas nucleares y poder
hacerlas estallar: las claves crípticas de
seguridad, los llamados «enlaces de acciones
permitidas» (PAL).
Se han diseñado para impedir un uso
inadvertido o no autorizado del armamento
nuclear. Con la inclusión de mecanismos de cierre
de cuatro cifras, se dice que, en la actualidad,
llevan incorporada «una capacidad limitada de
intentos, lo que convierte en inservible el arma si
se insertan de forma reiterada códigos
incorrectos» (ref. 8.10, pág. 138).
Pero la seguridad de los PAL no se halla
sometida al control público. No tenemos forma de
saber si sus seguros lo son tanto como los
confiadamente empleados antes de los desas-
100
tres del Challenger y de Chernobil. La Marina de
Estados Unidos ni siquiera posee enlaces de
acciones permitidas sobre sus armas nucleares,
porque, según dicen, en una crisis los PAL pueden
impedir usar a tiempo dichas armas (ref. 6.7). No
es probable que los que toman las decisiones, en
Estados Unidos, sean capaces de realizar juicios
independientes y bien medidos acerca de las
precauciones de seguridad adoptadas por la Unión
Soviética o algunas otras naciones.
En lo que se refiere a nosotros, nos hallamos
hondamente impresionados ante todos aquellos
humanos propensos a las ilusiones confortantes y
tranquilizadoras y a pasar por alto los peligros de
la alta tecnología. Para nosotros, sólo los
argumentos más convincentes serían bastantes en
un caso en que las puestas son tan elevadas. La
carga de la prueba corre por cuenta de todos
aquellos que afirman que no existe nada de lo que
debamos preocuparnos. Pero, a causa del secreto
en que se hallan inmersos todos los asuntos de la
seguridad del armamento nuclear, no se ofrece
nada parecido a un argumento convincente, sólo un
razonamiento basado en la autoridad: «Confíe en
nosotros, los arsenales son seguros.» Pero eso no
nos tranquiliza en absoluto.
Capítulo Vil
TAMBORA Y FRANKENSTEIN:
LO QUE CUESTA GENERAR EL
INVIERNO NUCLEAR
Recuerda, me has hecho más
poderoso que tú mismo... Si la multitud
de la Humanidad supiese mi existencia,
querrían hacer lo mismo que tú, y se
armarían para mi destrucción. ¿Cómo
no voy a odiara quien me aborrece?
...Declaré una guerra perenne contra la
especie... Juré un odio eterno y ,
venganza contra toda la Humanidad.
El mortífero e inmediato monstruo de
Víctor
Frankenstein, en un discurso exculpatorio
ante su
hacedor. De Mary Wollstonecraft Shelley,
Frankenstein (1816).
El brillante sol se extinguió...
y la helada Tierra
gira ciegamente y oscurece el aire sin
luna;
el amanecer viene y va, y vuelve, pero no
trae el día,
y los hombres olvidan sus pasiones en el
pavor
de su desolación; y todos los corazones
se hallan helados en una egoísta oración
por la luz.
...No ha quedado amor
Toda la Tierra tiene un pensamiento, y es
el de la muerte,
inmediata y sin gloria; y la cacerola
del hambre alimenta todas las entrañas.
De George Gordon, Lord Byron,
«Oscuridad» (1816). En The Poeticals
Works of Byron, Edición de Cambridge
(Boston: Houghton Mifflin, 1975), 189.
102
Tal vez la novela más famosa de terror, así
como una de las primeras advertencias de que la
tecnología puede ser peligrosa más allá de las
mejores intenciones posibles por parte de aquellos
que la crean, sea el Frankenstein de Mary
Wollstonecraft Shelley. En el verano de 1816, la
autora estaba de vacaciones en un lago de los
Alpes suizos con otros literatos, entre los que se
contaba Byron y Percy Bysshe Shelley, con el que
pronto se casaría. El principio del verano era
«desapacible», fuera de estación, frío y lluvioso.
La mayor parte de Europa se veía azotada por
tormentas de nieve y por un tiempo espantoso. En
una cabaña, «por la noche nos amontonábamos en
torno de un ardiente fuego de madera» y se
contaban historias de fantasmas que «nos excitaban
de un juguetón deseo de imitación». Concertaron
una especie de concurso para lograr un cuento de
terror de lo más consumado. El vencedor fue
Frankenstein (así como el único que llegó a
completarse). Aquel verano, Mary Wollstonecraft
apenas tenía diecinueve años.
Las primeras páginas de la novela están llenas
de presagios de mal tiempo: «escarcha y
desolación», «Pasé... frío [y] hambre»; «cercado
como estoy por la escarcha y la nieve». Y todo de
este jaez. Y el libro concluye con una encantada
cacería, por las extensiones árticas, del monstruo
por su creador. El narrador anota que «el frío es
excesivo y muchos de mis desafortunados
camaradas ya han encontrado una tumba en medio
de esta escena de desolación». Parece de lo más
probable que estas imágenes fuesen provocadas
por aquel desapacible tiempo veraniego.
George Gordon, Lord Byron, se vio inspirado
por el mismo extraño tiempo, cuando escribió su
lúgubre poema «Oscuridad», que algunos —
especialmente algunos de nuestros colegas
soviéticos— han tomado como una clase de
premonición del invierno nuclear. Lo que resulta
probable es que el frío y la oscuridad que
caracterizaron el verano de 1816, y que
produjeron indecibles dificultades, hambre y
muerte a través del mundo occidental, fuesen
realmente algo parecido a un débil invierno
nuclear, originado por una capa global de finas
partículas. Los sucesos de 1816, y posteriores, de
los que ya hablaremos, nos ayudarán a calibrar
aquello que genera un invierno nuclear.
En física, fisiología, y muchas otras áreas de la
ciencia, existe la útil idea de un umbral: el más
pequeño input (estímulo)
103
requerido para producir un out put (respuesta)
mensurable o perceptible. Por ejemplo, existen
niveles de sonido o de luz que somos incapaces de
percibir, aunque a unos niveles levemente
mayores, podemos oír y ver con claridad. Existe
un umbral de energía cinética, por debajo del cual
las colisiones son elásticas (por ejemplo, bolas de
billar o moléculas de aire que rebotan
tranquilamente unas contra otras), y por encima del
cual son inelásticas (por ejemplo, una bola de
rodamiento de acero que choca contra un edificio
o el impacto que forma un cráter de un pequeño
cuerpo contra la Luna). Muchos potentes
explosivos convencionales, lo mismo que las
armas nucleares, necesitan de un detonador o su
equivalente: por encima de cierto input de umbral
de energía, la explosión llega a ocurrir, mientras
que, por debajo de ese nivel, ya no ocurre.
Algunos umbrales son de la variedad «función
de escalón», en el que no se produce un efecto por
un incremento en el estímulo, hasta que se llega al
umbral, en cuyo punto, de repente, se produce el
efecto pleno. El gráfico resultante parece una vista
lateral de un escalón en una escalera. En otras
aplicaciones, el cambio en la respuesta a un
incremento en el estímulo nunca es tan abrupto o
discontinuo; en vez de ello, un lento incremento en
el estímulo no tiene, al principio, efecto; luego
alcanza una región de transición en que el
creciente estímulo produce un aumento en las
respuestas; hasta que el efecto se satura y, después
de un nuevo incremento en el estímulo, (casi) no se
aumenta la respuesta. Esta conducta puede
describirse a través de un umbral logístico o
sigmoidal (llamado así por la forma de la curva; la
letra sigma es la precursora de nuestra letra «S»;
la curva se parece más bien a la parte final de la
sigma minúscula colocada al final de las palabras
griegas). Esas dos clases de umbral se indican,
esquemáticamente, en la figura 3.
La física de la absorción de la luz por el humo
muestra una función logística y no un umbral de
función escalón. Aquí, el humo que absorbe la luz
es el estímulo, y la oscuridad de la Tierra es la
respuesta. Con crecientes cantidades de humo en la
atmósfera, la luz del sol es, al principio, atenuada
de una manera imperceptible; luego se produce una
amplia región de transición en que, cuanto más
humo hay, más se atenúa la luz del sol; y,
finalmente, se produce un régimen en el que,
cuanto más humo existe en el aire, ya no penetra
esencialmente luz en el suelo y cantidades de humo
crecientes tienen pocos efectos
104
FIGURA 3
Estímulo
Los dos tipos de umbrales: un umbral de función de paso en que
toda la respuesta ocurre de repente para un valor determinado del
estímulo, y un umbral logístico o sigmoidal, en que existe una amplia
región de transición en que la respuesta sigue al estímulo. La física
de la absorción del humo y el invierno nuclear proporciona un umbral
logístico (véase figura 4); la respuesta (temperatura) disminuye con
el estímulo, por lo que las curvas logísticas resultantes son imágenes
de espejo de la curva en forma de S aqu í representada
adicionales. El umbral logístico para la absorción
de la luz traslada a un umbral logístico la
dependencia de las temperaturas superficiales
respecto de la cantidad de humo en el aire (como
se muestra, más adelante, en la figura 4). Se ha
generado alguna confusión, por parte de aquellos
que entendían que el umbral del invierno nuclear
debía ser una función de escalón en vez de uno
logístico.
Sin embargo, las manifestaciones del invierno
nuclear dependen del tiempo y de la ubicación, y
pueden abarcar un amplio continuo de gravedades
(que dependen, por ejemplo, de los
105
blancos seleccionados), de manera que, aunque el
concepto de umbral» continúa siendo importante,
su definición se hace más ambigua (ref, 7.1). En la
curva en forma de S de la Figura 3 ¿dónde está
exactamente el umbral? ¿En el punto a? ¿En el
punto b? ¿En el punto c? Resulta claro que se
encuentra en alguna parte entre a y c . ¿Pero,
dónde? ¿Nuestra elección es un asunto de física,
de política, o de disposición emocional?
Las siguientes tendencias generales en las
consecuencias climáticas de la guerra nuclear han
quedado aclaradas desde hace algún tiempo:
1. La gravedad de los impactos climáticos
podría, en un rango importante, tender a
incrementarse con la cantidad de humo (ref.
7.2) inyectado en la atmósfera;
2. Las regiones continentales de tierra adentro
podrían sufrir efectos más graves que las
zonas costeras y las islas;
3. Los descensos en la temperatura absoluta
podrían ser más grandes en verano y menores
en invierno, aunque una guerra en primavera
podría resultar mucho más grave en sus
consecuencias para la agricultura (y por lo
tanto, para los humanos), y
4. Sobrepuestos a los cambios en las
temperaturas medias, previstos por los
modelos corrientes, habría unos extremos
naturales del clima, que se añadirían de
forma significativa a la gravedad potencial
(ref. 7. 3).
A pesar de las amplias variables especiales y
temporales, creemos, que un útil, aunque burdo,
umbral respecto de los efectos desastrosos, cabe
definirlo cuando el tiempo se ve perturbado lo
suficiente como para trastornar la productividad
agrícola en las grandes regiones proveedoras de
alimentos de Norteamérica, Europa y Asia. Más
allá de este umbral, unas graves perturbaciones se
extenderían por África, Sudamérica y Australia.
Podemos calibrar cualquier elección de un umbral
respecto de la cantidad de humo, considerando
pasados descensos de temperatura.
Las temperaturas descendieron y las cosechas se
estropearon después de algunas importantes
erupciones volcánicas. La conexión se entendió
por primera vez en 1784, por parte del
Polifacético Benjamín Franklin, que propuso que
las heladas tempranas y el mal tiempo del invierno
de 1783-1784 se debieron a una «niebla seca»,
que había observado durante varios meses en el
verano anterior. La niebla, en palabras de
Franklin, hizo palidecer los rayos del Sol, y enfrió
la Tierra. Especuló que
106
si la «niebla» no era causada por el polvo
meteórico, debía de haberla originado una «vasta
cantidad de humo», emitida aquel verano por los
volcanes islandeses.
Tal vez el caso reciente mejor conocido es el
suceso que se produjo en la isla de Tambora, en lo
que es ahora Indonesia, en abril de 1815. Esta
explosión volcánica, una de las más violentas de
los tiempos históricos, se escuchó en Nueva
Guinea, y en Sumatra, a 2.000 km de distancia
(refs. 7.4, 7.5). Poco después, en pleno mediodía
reinaba la oscuridad como en una noche sin luna,
en Java, a centenares de kilómetros de distancia.
Dos semanas después, las temperaturas estaban
por debajo del punto de congelación en Madrás,
India (a finales de abril de 1815). Meses después,
las nevadas en Europa se describían como «pardas
o del color de la carne», a causa de las cenizas
volcánicas en los copos de nieve. Después de que
los restos estratosféricos de la explosión se
hubiesen extendido a nivel mundial, la entrada de
radiación solar en la superficie de la Tierra cayó
hasta un promedio del 10%, y la temperatura
media global descendió más o menos 1 °C. Al año
siguiente, se produjeron unas temperaturas locales
que fueron las más bajas en toda la historia
meteorológica de Estados Unidos, aunque de
promedio sólo unos 3 °C (5 °F) por debajo de lo
normal. Las fluctuaciones resultaron más graves.
Aquel verano de 1816 fue conocido más tarde, en
el folklore de Nueva Inglaterra como «un año para
helarse hasta morir». Hubo nieve en junio, y
heladas en julio y agosto. En New Haven,
Connecticut, la temperatura fue la más fría en casi
dos siglos. En las calles de Nueva York cayeron
desde el cielo gran número de pájaros muertos. Se
malogró la cosecha de maíz de Nueva Inglaterra.
La agricultura se vio en peligro en Carolina del
Norte: «El tiempo muy seco y muy frío en
primavera y verano hizo mucho daño a nuestros
campos de grano, y con corazones tristes y
turbados reunimos nuestra segunda cosecha de
heno y nuestra cosecha de maíz, que fueron tan
escasas que sólo conseguimos una tercera parte de
lo que, por lo común, obteníamos, y nos
preguntamos si el frío continuaría hasta la cosecha
del año siguiente.» (De unos colonos moravos en
Carolina del Norte [ref. 7.5].) La cosecha de
azúcar fue aún más escasa en las Indias
Occidentales británicas, y plantadores y
comerciantes de la isla del Caribe de St. Kitts
pidieron ayuda alimentaria del extranjero para
«asegurarse contra los horrores del hambre». A
causa de la magra recolección de heno, los ani-
107
males de granja se estaban muriendo de hambre en
la primavera de 1817. Ya se habían casi comido
toda la semilla para las nuevas cosechas. En
Nueva Escocia, en muchos Estados alemanes y en
Marruecos se prohibió la exportación de piensos
para ganados. Las cosechas de cereales (en
especial trigo, avena y patatas) se echaron a
perder en Europa occidental, donde se llamó a
1816 «el año sin verano».
También recibió el nombre de «invierno de
pobreza» y «el año de los mendigos». El hambre
asoló Irlanda. Fue el verano en el que se escribió
Frankenstein, y un clérigo suizo describió a 1816-
1817 como los años del «hambre, la necesidad, la
enfermedad, la muerte, el desempleo en las
fábricas, el estancamiento del comercio, con un
tiempo calamitoso». Hubo saqueos de víveres en
Inglaterra y en Francia, hambre en Italia y carestía
en el Imperio otomano. Enfermedades debidas a la
desnutrición, como la pelagra y el escorbuto se
convirtieron en algo frecuente. La inanición pudo
aún haberse extendido más a no ser por masivas
importaciones de grano desde Estados Unidos y,
en especial, desde Rusia. Se convirtieron en
endémicos la vagancia, el pedir limosna, los
robos, los saqueos y los tumultos. La pobreza y el
hambre llavaron de una manera natural a la
violencia. Bandas de malhechores irrumpieron en
las casas irlandesas en busca de alimentos. En
Inglaterra, en un caso en absoluto atípico, 1.500
personas, con porras provistas de pinchos
metálicos y pancartas en las que se leía «Pan o
sangre» se aglomeraron en las calles, destrozando
las viviendas a su paso. Abundaron los incendios
intencionados. Los jurados se mostraron renuentes
a condenar a los alborotadores. El gobierno
empleó a la Policía y al Ejército para reprimir los
tumultos y usó las obras públicas y los
reclutamientos militares para proporcionar
subsistencias a la gran cantidad de hombres que se
habían quedado desempleados. Pero, al parecer,
no se tomaron disposiciones semejantes para las
mujeres y los niños. La gente empezó a comer pan
hecho con serrín y paja y carne procedente de
animales muertos y en descomposición. He aquí un
relato de 1817 de Württemberg:
Se veía a personas que merodeaban en
torno de las ciudades y los pueblos, con
aspecto de cadáveres y, entre ellos,
muchedumbres de niños que lloraban
pidiendo pan. El hambre y la alimentación
irregular produjeron miseria
108
y enfermedades crónicas entre unos,
estallidos de frenesí entre otros; los que se
hallaban en una condición más miserable se
encontraron, al cabo de no mucho tiempo,
atrapados por las leyes adoptadas para la
protección de la propiedad privada.
Una medalla acuñada para recordar el hambre
en el Sur de Alemania rezaba así: «Grande es la
congoja, Oh, Señor, ten piedad.» Incluso hubo un
resurgimiento del interés hacia la religión (y, en
Alemania, antisemitismo). Un gran número de
personas emigró a Estados Unidos y a Rusia y «se
produjo una especie de estampida desde la fría,
desolada y agotada Nueva Inglaterra, a esta tierra
de promisión: Ohio».
Se ha descrito como «la última gran crisis de
subsistencias en el mundo occidental» (ref. 7.5).
Ocurrió, es cierto, sólo unos cuantos años después
del final de las guerras napoleónicas, pero los
historiadores de esos acontecimientos atribuyen
poco de esta agonía humana, incluso en Europa, a
las guerras. Se vio acompañado, y pudo ser la
causa de epidemias de tifus y plagas. En Bengala
se originó, en 1816-1817, una pandemia de cólera.
Aunque este clima anormal se restringió sobre
todo al nordeste de Estados Unidos y a Europa
occidental, se extendió incluso hasta la mitad
oriental de la India, donde la no presentación de
los monzones diezmó la cosecha de granos.
Todo esto fue el resultado de un descenso de la
temperatura global media de sólo casi 1 °C (casi 2
°F). Queda claro que unos pequeños cambios en la
temperatura pueden tener importantes
consecuencias, aunque geográficamente
localizadas (refs. 7.6 7.7). Han existido varios
otros casos en los tiempos históricos, fuertemente
sugestivos de «invierno volcánico», y por lo
menos uno de ellos fue considerablemente más
grave que el de Tambora (véase recuadro).
Una noche por debajo del punto de congelación
es suficiente para destruir la cosecha asiática de
arroz. Una caída local de un promedio de 2 a 3 °C
es suficiente para destruir toda la producción de
trigo de Canadá, y de 3 a 4 °C toda la producción
de grano. Las cosechas de Ucrania y del Medio
Oeste estadounidense podrían verse gravemente
dañadas por una caída de temperatura de 3 a 4 °C
(refs. 3.7, 3.11). Un descenso de 5 °C haría
109
retroceder a la era glacial en lo que se refiere a las
temperaturas globales (ref. 7.8). Una bajada de 10
°C, acompañado del oscurecimiento del sol (figura
4) devastaría los ecosistemas herbá-ceos en el del
Hemisferio Norte (a pesar de su mucha mayor
resistencia a las temperaturas que las mimadas
cosechas de Estados Unidos); aquí parece poder
aplicarse algo parecido a un umbral biológico de
función de escalón (ref. 7.9). Una caída en la
temperatura de 10 °C también representa el clima
más frío en el apéndice de la era glacial
Wisconsin. Pero se ha calculado que la
temperatura terrestre desciende de 5 a 10 °C
incluso en los menos rigurosos inviernos nucleares
(figuras 4, 6), y pueden tener lugar descensos de
temperatura mucho más importantes (refs. 2.2,
3.14; figuras 4, 6).
Esto nos proporciona una sensación de dónde
debe encontrarse el umbral: la inyección en la
atmósfera de humo suficiente produce unos cuantos
grados (tal vez de 1 a 4 °C) de descenso en las
temperaturas terrestres.
¿Cuánto humo representa esto? Necesitamos
alguna medición de cuánto humo se precisa. Un
medidor conveniente de la extensión de qué finas
partículas de absorción en la atmósfera bloquean o
atenúan la luz solar lo constituye un número
denominado la «profundidad óptica» (ref. 7.10).
Empleado de forma corriente en meteorología y en
astronomía, se mide o calcula para el caso de que
el Sol se encuentre en su punto medio. Cuanto más
lejos se encuentre el Sol del cénit, más largo es el
camino inclinado de la luz solar a través de la
atmósfera, y por lo tanto mayor es la absorción de
la luz solar y más oscuridad y más frío puede
alcanzar a la tierra o al océano que se encuentran
por debajo. A una profundidad óptica de cero, no
existe el menor efecto; a una profundidad óptica de
1, resulta más significativamente oscura; y a una
profundidad óptica de varias unidades, un grave
cambio climático empieza a ponerse en marcha.
De este modo es posible calibrar la gravedad de
un invierno nuclear al especificar el valor de este
parámetro clave: la profundidad óptica de las
(principales) nubes de hollín que generan el frío y
la oscuridad.
Podemos tener algunas intuiciones de lo que
significan las diferentes profundidades ópticas al
contemplar el registro histórico de las explosiones
volcánicas y sus asociados efectos climáticos
(véase recuadro). Pero resulta vital tener en mente
(Véase figura A2, Apéndice A) que, una cierta
profundidad ópti-
ca debida a las trasparentes gotas de ácido
sulfúrico de las explosiones volcánicas (por
ejemplo, Tambora), posee un efecto climático
mucho menor que la misma profundidad óptica
para las oscuras partículas de hollín, los agentes
principales del invierno nuclear. En ambos casos,
la profundidad óptica t ot al procede de la luz
absorbida y reflejada (o «dispersada») por la
partícula. Para las gotas de ácido sulfúrico (o
cristales de hielo o polvo de silicatos), la
dispersión es más importante que la absorción. En
lo que se refiere al hollín, la absorción es más im-
portante que la dispersión. Cuando discutimos
acerca del invierno volcánico, las profundidades
ópticas se refieren sólo a la dispersión. Pero, en la
discusión que sigue del humo del invierno nuclear,
las profundidades ópticas que describiremos son
sólo las pertenecientes a la absorción. La difusión,
en general, empeoraría aún más las cosas.
Cuando la profundidad óptica media de
absorción del humo es cero, se trata de un día
claro; una profundidad óptica de cero constituye
sólo otra forma de decir que no hay en el cielo
ninguna nube (de hollín), ni neblina, ni niebla. La
profundidad óptica de absorción se escribe, por
regla general como Ta, donde el símbolo es la
letra griega tau, y el subíndice «a» nos recuerda
que estamos considerando la absorción y no la
dispersión. Un valor Ta = 0,2 corresponde a una
disminución media en la luz solar en la superficie
de la Tierra de un 30%; originaría un promedio de
unos cuantos grados de descenso en la temperatura
terrestre, más o menos, 6 millones de toneladas de
humo de hollín uniformemente distribuido por uno
de los hemisferios de la Tierra. Resultaría así algo
mucho peor que los acontecimientos que siguieron
a la explosión de Tambora. Podemos considerar
esto un «umbral» en el cual las anomalías
climáticas a escala global comienzan a amenazar
la temperatura.
Sin embargo, nosotros, los humanos, aún no
somos muy buenos al prever las respuestas
climáticas para tales cambios moderados en la
intensidad de la luz solar que alcanza el suelo. Y
queremos elegir un umbral que tenga sentido para
aquellos que sienten que necesitan —incluso con
las apuestas tan elevadas— un considerable
margen de error ante la perspectiva de que el
invierno nuclear pueda empezar a afectar a la
política-Según esto, realizaremos una estimación
muy cauta del valor promedio de Ta, justo en el
umbral de unos importantes efectos globales: un
valor 5 veces mayor, que corresponde a T a = 1,0,
y
111
generado por unos 30 millones de toneladas de
humo de hollín. En los casos típicos (cf. figura 4),
Ta= 0,5 producirá un descenso de temperatura de
4 a 6 °C; y Ta = 1,0 producirá un des-censo de
hasta 10 °C, el suficiente para barrer nuestra
agricultura en la estación del crecimiento. Todos
esos casos son para humo a unas elevadas
altitudes. (En general, los descensos mayores de
temperatura se hallan asociados con mayores
cantidades de humo a alturas más elevadas durante
grandes períodos de tiempo por encima de las
extensas masas terrestres.) Un valor Ta=2,0
producirá un descenso de la temperatura
superficial de hasta 15 °C, a menos que el humo se
encuentre por completo en la parte más inferior de
la atmósfera, en cuyo caso el descenso en la
temperatura sería sólo de 3 a 4 °C. Para Ta = 3,0
los correspondientes descensos de temperatura son
de 20 °C y 10 °C. Dado que, en la mayoría de los
casos, el humo se encontraría a elevadas altitudes
(véase figura 2), un umbral de profundidad óptica
de Ta = l parece conservador en extremo para
efectos climáticos importantes, puesto que el humo
permanece en el aire sólo durante unas semanas.
Al deducir este umbral, no queremos decir que
cualquier profundidad óptica mayor que 1,0 cause
un invierno nuclear, mientras que cualquier
profundidad óptica inferior a 1,0 no causaría
efectos en absoluto. Aún sigue teniendo aplicación
la curva logística. Aquí hay una región de
transición de, por lo general, resultados peores
con crecientes cantidades de humo, extendida al
ámbito de profundidades ópticas, de absorción
media que en la actualidad, se creen plausibles
después de una guerra nuclear; por ejemplo, de 0,1
a 10. Hacemos énfasis en que los descensos de
temperatura asociados con valores inferiores de
Ta, también pueden actuar de una manera enorme y
extender los daños. En el caso de Ta = 0,2 se
produciría un clima mucho peor que el de 1816-
1817. Con Ta = 0,2 sería ya suficiente. La figura 4
muestra, grosso modo, cómo se prevé que vanasen
las temperaturas terrestres continentales con
profundidades ópticas de absorción dentro de este
límite.
El definir un ataque nuclear que llegue a
producir un invier-no nuclear se reduce, sobre
todo, a valorar la cantidad de humo generada. El
humo se distribuiría con rapidez por encima del
hemisferio Norte (ref. 7.11). Por lo tanto, la
cantidad de humo enerada dividida por el área que
cubre corresponde a un valor medio de Ta (ref.
7.10). La mayoría de las recientes valoraciones
112
FIGURA 4
Transmisión de la luz del Sol
técnicas han llegado a la conclusión de que una
emisión en la atmósfera de unos 30 millones de
toneladas de hollín (ref. 3.13) sería suficiente para
originar unas importantes perturbaciones
climáticas a nivel planetario, lo cual está de
acuerdo con la definición del aproximado umbral
de profundidad óptica de Ta = 1-Recalcamos una
vez más que se trata de una estimación
conservadora, que corresponde a un umbral
próximo al punto b , y no al a , en la figura 3.
(Compárese asimismo con las figuras 3 y 4.) El
cálculo de qué profundidad óptica del humo se
genera en una guerra nuclear dada, requiere datos
acerca de la abundancia de materias combustibles
en las zonas que constituyen el blanco, la cantidad
de oscuridad debida al humo producido, el tamaño
de las partículas de humo y el índice de
desaparición —por ejemplo, a causa de la lluvia
— de las partículas. El equipo del TTAPS estimó,
en su guerra nuclear básica, Ta = 1,4 para e
113
El equilibrio promedio de la temperatura superficial depende de la
profundidad óptica de absorción del humo, (ref. 7.10), para el humo
inyectado en tres regiones de altitudes necíficas (en la troposfera
inferior, de 0 a 4 km; en la troposfera superior, de 4 a 8 km, n la
estratosfera inferior, de 8 a 12 km). En esos cálculos aproximados, el
humo queda íado en cada capa. Se aplica a la cantidad de humo
directamente por encima /nrofundidad óptica» en la parte inferior de
la figura logarítmica, y abarca desde una rotundidad óptica vertical).
La escala de profundidad óptica en la parte inferior de la fnura es
logarítmica, y abarca desde una profundidad óptica de 10, en el
margen del lado derecho, a 1, a 10 (= 0,1), a 10 (= 0,01), en el
margen del lado izquierdo. Una escala así es una forma de
comprimir un amplio ámbito de profundidades ópticas en una figura
de razonable tamaño y claridad.
El índice de absorción y de dispersión visible (ref. 7.10) a la
absorción y dispersión infrarroja térmica, se da por supuesto que es
de 10:1, típica del hollín. La absorción es mucho más importante que
la dispersión. Las temperaturas que se muestran son promedios
terrestres; las disminuciones de temperatura por encima de los
continentes son dos veces superiores que las de los continentes y
océanos juntos. La fracción de luz solar transmitida por la atmósfera
se muestra en la escala superior para el caso en que el Sol esté por
encima de la cabeza (véase ref. 7.10). Cuando está cerca del
horizonte o si los promedios de luz diaria son tenidos en cuenta, la
atenuación será mayor. La atenuación promedio puede extraerse de
la figura si consideramos una profundidad óptica 1,7 veces mayor
que laque resultaría apropiada para el Sol en el cénit. Si no existe
una cantidad de humo dentro del alcance correcto (entre, más o
menos, 0,03 y 0,1) —y si el humo está en la atmósfera media (por
debajo de los 8 km)—, en ese caso el resultado es un leve
recalentamiento en vez de un enfriamiento. Pero eso sólo hace
aumentar entre 1 y 2, que difícilmente cabe considerar un «verano
nuclear». Esta figura se basa en unos cálculos de un modelo
unidimensional radiactivo-convectivo, por T. Ackerman, con cambios
de temperaturas continentales inferiores reducidos por un factor de
1,5, para tener en cuenta la influencia moderadora de los océanos.
Las temperaturas se dan en el margen de la izquierda en grados
Kelvin (K). El punto de congelación del agua destilada es de 273 = 0
(= 32). Así, 260 = -13, 270 = -3, 280 = +7, etc. En el margen de la
derecha se da una escala Fahrenheit. (Véase asimismo Apéndice
A.)
humo urbano (más una adicional disipación de la
profundidad óptica del polvo de,
aproximadamente, 2).(*)
(*) La mayoría de las simulaciones
por ordenador en tres dimensiones,
para hacer más fáciles los cálculos,
considera sólo el humo e ignora el
polvo en las alturas elevadas, que
puede contribuir a la mitad de la
profundidad óptica de dispersión. El
polvo se produce por las explosiones
de gran Potencia en el suelo contra
blancos duros (silos de misiles, centros
de control y de mando subterráneos,
etc.). Las fuerzas nucleares de
Estados Unidos han sido provistas en
la actualidad de muchas de estas
armas de gran explosión. El polvo a
altitudes elevadas constituye una parte
irreduci-ble de la guerra nuclear con
los arsenales actuales y debería
considerarse con cuidado en futuras
simulaciones. El fenómeno de las
multiexplosio-nes - por ejemplo,
cuando las partículas de una explosión
se ven succio-nadas a alturas elevadas
por una explosión cercana—, es
también algo que necesita volver a
examinarse.
114
Hemos llevado a cabo un análisis completo del
alcance de la probabilidad de esas inyecciones de
hollín y de las propiedades de absorción (ref.
3.14). Los valores más probables de ta, en utia
guerra nuclear importante, están, según afirmamos,
entre 0,5 y 3, aunque son asimismo posibles tanto
valores más pequeños como otros más grandes.
Nuestros valores (ref. 3.14) de posible absorción
de las profundidades ópticas promedias sobre el
Hemisferio Norte, poseen un ámbito de 0,3 a 10
(dependiendo en extremo de los blancos y de cómo
se luche en una guerra nuclear). Esto corresponde
a masas de hollín atmosférico entre 10 y
aproximadamente 300 millones de toneladas.
Esto es lo que da pie a que se genere el invierno
nuclear.
Diez millones de toneladas de hollín.
Nuestra tecnología debe enfrentarse a este reto.
INVIERNO VOLCÁNICO
Entre las 3 y las 4 de la tarde del
mencionado 29, comenzó a llover barro y
cenizas en Caysasay (a 20 km del volcán) y
esta lluvia duró tres días. La circunstancia
más aterradora fue que todo el firmamento
estaba amortajado en tal oscuridad que no se
hubiera podido ver una mano colocada
delante de la cara, a no ser por el siniestro
resplandor de los incesantes relámpagos. Ni
tampoco podíamos utilizar luces artificiales,
puesto que [éstas las había] apagado el viento
y las copiosas cenizas, que penetraban por
cualquier parte. Todo fue horror durante
aquellos tres días, que parecieron más bien
lóbregas noches.
Del relato de los acontecimientos que siguieron
a la erupción, el 29 de noviembre de 1754, del
monte Taal, en Filipinas, tal y como los describió
un testigo presencial, un tal Padre Buencuchillo.
Citado en «El volcán Taal y su reciente destructiva
erupción», por Dean Worcester, National
Geographic Magazine 23 (4), abril de 1912, 320.
En una importante erupción volcánica, se
inyectan vastas cantidades de material, desde
enormes pedruscos, que caen
115
m u y cerca, a ceniza volcánica, q u e es
transportada por los vientos de bajo nivel, a gases
ricos en azufre que, en las elevadas altitudes
estratosféricas, forman gotitas de ácido sulfúrico.
Después de las explosiones volcánicas cerca de la
Península de Yucatán, en marzo-abril de 1982, los
satélites terrestres y las estaciones de láser-radar
en tierra («Lidar»), observaron una nube de finas
gotas de ácido sulfúrico formada en la parte de la
estratosfera por encima del volcán, que se
dispersaba, en cuestión de semanas, y alrededor de
todo el mundo, en longitud, y luego, en materia de
meses, en latitud hasta cubrir la mayor parte del
Hemisferio Norte. En siete semanas, del 10 al
20% de estos aerosoles estratosféricos habían
cruzado el Ecuador hasta el Hemisferio Sur. (Esto
parece la pauta de dispersión que se espera de las
finas partículas de humo inyectadas en la
atmósfera superior por el incendio de las ciudades
y depósitos de petróleo atacados en una guerra
nuclear.) Las profundidades ópticas de dispersión
estimadas sólo alcanzaron, como máximo, el valor
de unas cuantas décimas. Durante el siguiente mes
de agosto se registraron temperaturas bajas en el
nordeste de Estados Unidos, con una nevada, en
ese mes de agosto, en Vermont y temperaturas
medias por debajo de los 40 en la escala
Fahrenheit (varios grados por debajo del punto de
congelación en la escala centígrada). Algunos
científicos han sugerido que el frío invierno de
1984-1985 se debió al efecto persistente de esas
finas partículas.
Cierto número de volcanes registrados en
tiempos históricos han generado grandes
cantidades de finas partículas en la estratosfera.
Pero la cantidad de aerosoles estratosféricos —
que es lo que cuenta aquí—, no depende sólo del
tamaño de la erupción; en ocasiones, pequeños
acontecimientos volcánicos producen más
aerosoles a alturas elevadas que otros más
grandes. En lo que se refiere a unos pocos casos
en que la profundidad óptica de dispersión (no de
absorción) de las partículas estratosféricas pudo
estimarse en torno a 1, los descensos de
temperatura hemisférica resultantes se predijeron
entre unas cuantas décimas y 1 °C. Donde existen
registros climáticos, éste es exactamente el
descenso de temperatura que se había observado.
Esta obra, de James B. Pollack, Brian Toon y Cari
Sagan, del equipo TTAPS (realizado a mediados
de los años 1970), fue otro estudio precursor del
camino hacia el invierno nuclear (véase Apéndice
C). Nuestro éxi-to con los volcanes ya sugiere que
la ciencia puede realizar en la actualidad cálculos
semejantes con bastante exactitud. (Nótese de
nuevo que una profundidad óptica de alrededor
116
de 1 para las partículas transparentes tendrá mucha
menor influencia climática que una profundidad
óptica de, aproximadamente, 1 para, de todos
modos, una idéntica oscuridad con partículas de
hollín; véase figura A2, en el Apéndice. Tanto las
gotas de ácido sulfúrico como las partículas de
hollín dispersan la luz visible, pero el hollín es
mucho más absorbente.)
La erupción de Tambora, Indonesia, en 1815,
que produjo el famoso «año sin verano» se estima
que tuvo una profundidad óptica de dispersión en
torno a 1,2, y tuvieron que pasar dos años y medio
para que descendiera a, más o menos, 0,4. La
célebre explosión de Krakatoa, en Indonesia
(1883), que produjo extrañamente bellas puestas
de sol en todo el mundo, tuvo una profundidad
óptica de dispersión de alrededor de 0,5 y el
correspondiente descenso de la temperatura global
de unas décimas de grado centígrado. (Las
extensas tormentas de polvo del Sahara poseen
unas profundidades ópticas de dispersión en torno
de 0,7; una semana después, cuando el polvo había
ya cruzado el océano Atlántico —moviéndose a
bajas velocidades y alturas más bajas que los
aerosoles volcánicos estratosféricos—, las
profundidades ópticas estuvieron cerca de 0,2.)
La velocidad con que se produce el enfriamiento
terrestre a continuación de una explosión
volcánica constituye otra manera en la que los
volcanes nos ayudan a comprender el invierno
nuclear. En un estudio de los efectos de las
catástrofes volcánicas de finales del siglo XIX y
principios del siglo xx, «el rasgo más destacable
de nuestros resultados es la velocidad de la
respuesta del sistema climático. Nuestros
resultados proporcionan un apoyo empírico para el
breve tiempo de respuesta, sugerido por recientes
intentos de simular los efectos climáticos de un
intercambio nuclear». El mismo estudio ha
descubierto que las temperaturas globales, por lo
general, regresan a la normalidad unos dos años
después de la explosión.
La erupción más importante de los últimos
10.000 años, cuyos efectos han sido determinados
cuantitativamente, parece haber sido la del monte
Rabaul, en la isla de Nueva Bretaña, en la
actualidad en la República de Papúa-Nueva
Guinea. Esta explosión ocurrió en el año 536.
Richard B. Stothers, de la NASA, estima que la
profundidad óptica de dispersión de la explosión
de Rabaul fue de unos 2,5. Si las gotas de ácido
sulfúrico generadas fuesen dispersadas
uniformemente sobre el Hemisferio Norte, como
fue el caso de El Chinchón, cabe esperar un
oscurecimiento significativo y
117
un enfriamiento durante un período de meses o
más, para la misma clase de análisis que predice
el invierno nuclear. De hecho, los registros
estatales del Sur de China para el año 536
informan de nieve y heladas en julio y agosto, la
muerte de la subsiguiente cosecha de cereales y
una gran hambre durante el otoño siguiente. En
algunas regiones del Sur de China, del 70 al 80%
de la población se cree que murió de hambre. El
correspondiente descenso de la temperatura fue tal
vez de unos cuantos grados centígrados. Un
registro mesopotámico del mismo período afirma
que «el Sol se oscureció y su oscuridad duró
dieciocho meses; cada día brillaba durante cuatro
horas, pero, incluso así, su luz no era más que una
débil sombra».
Los archivos históricos chinos, los más extensos
de cualquier civilización de la Tierra hasta los
tiempos modernos, revelan cierto número de otros
ejemplos. La explosión del monte Hekla, en
Islandia, hacia 1120 a. de C, dejó tras su estela,
que recorrió la mitad del planeta, observaciones
tales como «llovió polvo... Durante diez días
llovieron cenizas y la lluvia resultó gris... Nevó
durante el sexto mes [julio en el calendario chino].
La nieve tenía una profundidad superior a un pie...
Las heladas mataron a cinco cereales. Se
estropearon las cosechas de pienso».
El monte Etna, en Sicilia, tuvo una erupción el
año 44 a. de C. Al año siguiente, los cronistas
chinos informaron: «El Sol era de un color
blancoazulado y no arrojaba sombras. Al mediodía
había sombras pero muy tenues... Las heladas
mataban las cosechas y extendían el hambre. Las
cosechas de trigo se estropearon y no hubo
recolección en otoño.» Sesenta años después, un
historiador romano escribió acerca de los
acontecimientos en Italia durante aquella época:
«Hubo... un oscurecimiento de los rayos del Sol.
Durante todo el año su orbe se volvió de un rosa
pálido y sin radiación... Y los frutos, imperfectos y
a medio madurar, se marchitaron y se
apergaminaron a causa de la frialdad de la
atmósfera.» Este cronista fue Plutarco, que asoció
estos sucesos con un «ordenamiento divino... tras
el asesinato de Julio César», en los Idus de marzo
del año 44 a. de C.
La naturaleza a nivel mundial de todos estos
efectos puede establecerse por la datación de los
anillos de los árboles, en los que el frío origina
daños a causa de la helada o unos anillos
inusualmente estrechos; y por las gotas de ácido
sulfúrico (que llegado el momento caen a la Tierra
desde la es-atosfera) y la ceniza volcánica, ambos
preservados —lami-nados entre las capas de nieve
y hielo— en el Ártico y en el Antártico.
118
Estas distintas evidencias apuntan a un cuadro
consistente: importantes erupciones volcánicas que
inyectan finas partículas transparentes en la
estratosfera, donde se esparcen a nivel mundial, y
persisten durante meses o años, oscureciendo el
Sol cuando las profundidades ópticas que se
esparcen son mayores que 1, enfrían la Tierra e
inducen a nivel general fracasos en las cosechas,
así como, en los casos más graves, hambres en
masa. En el invierno nuclear, las partículas finas
se inyectan en la alta atmósfera, desde muy
diferentes ubicaciones, más o menos de forma
simultánea. Las partículas individuales son mucho
más absorbentes. El frío y la oscuridad resultantes
pueden ser mucho más graves.
Obsérvese que el umbral de efectos climáticos
para la profundidad óptica de dispersión igual a 1
para las partículas no absorbentes (transparentes)
sugiere, de una manera diferente, que nuestra
elección de un umbral para el invierno nuclear de
Ta = 1, para las absorbentes partículas de hollín,
resulta muy conservadora. Dejando el humo
aparte, una profundidad óptica de dispersión en
torno de 1 es algo que cabe esperar (ref. 2.2)
cuando se producen unas explosiones en tierra
contra ciertos blancos (por ejemplo, silos de
misiles), alejados de las ciudades, en una
importante guerra nuclear (ref. 7.12).
HIROSHIMA Y EL INVIERNO
NUCLEAR
La ciudad japonesa de Hiroshima fue borrada
del mapa el 6 de agosto de 1945, con un arma de
un poder explosivo de, aproximadamente, 13
kilotones. Resultaron muertos unos 200.000
hombres, mujeres y niños, muchos de los cuales
tardaron algún tiempo en fallecer. El coronel Paul
W. Tibbet, Jr., fue el piloto del Enola Gay, el «B-
29» que, por primera vez en la historia humana,
arrojó una bomba atómica sobre una ciudad. Había
puesto al avión el nombre de su madre. He aquí su
descripción de lo que vio:
Lo que había sido Hiroshima se había
convertido en una montaña de humo... En
primer lugar vi una especie de hongo de polvo
ardiente —al parecer con algunos restos
incorporados—, que subió hasta casi 7.000 m
de
119
altura. Luego una nube blanca ascendió desde
su centro hasta unos 13.000 m. Una espantosa
nube de polvo se había extendido alrededor
de toda la ciudad. Se veían incendios en los
límites de la urbe, al parecer provocados por
los edificios que se derrumbaban y por la
rotura de las conducciones principales de gas.
[Donald Porter Geddes, Gerald Wendt y
otros, eds., The Atomic Age Opens (Nueva
York: Pocket Books, agosto de 1945), 21.]
La bomba de Hiroshima provocó una tormenta
de fuego que dejó ruinas aplanadas y desoladas;
una gran parte de la ciudad, literalmente, se había
convertido en humo. (Véase foto 3.) El New York
Ti m e s (7 de agosto de 1945) describió a
Hiroshima como tragada «en una nube
impenetrable» de polvo y humo. (Para una visión
desde el suelo, véase Michikiko Hachiya,
Hiroshima Diary, W. Wells, ed. [Chapel Hill:
University of North Carolina Press, 1955]; la
novela de Masu-ji Ibuse, Lluvia negra, traducida
al inglés por John Bester [Nueva York: Bantam,
1985], e Hiroshima, de John Hersey [Nueva York;
Knopf, 1946].)
Un médico joven, T. Akizuki, realizó un relato
en calidad de testigo presencial de las
consecuencias inmediatas tras la explosión de
Nagasaki, dos días después, también resultado de
una sola bomba nuclear arrojada por un «B-29».
El cielo era negro como boca de lobo,
cubierto con densas nubes de humo; bajo
aquella negrura, por encima del suelo,
colgaba una niebla de un color pardoama-
rillento. Poco a poco, el velo sobre el suelo
se hizo visible y lo que se divisaba más allá
me dejó paralizado por el horror. Todos los
edificios que veía estaban ardiendo... Los
árboles de las cercanas colinas humeaban,
como si fuesen las hojas de las batatas
plantadas en los campos. Pero el decir que
todo ardía no resulta suficiente. El firmamento
estaba negro, el suelo parecía escarlata y,
entre medias, colgaban nubes de humo
amarillo. Tres clases de color —negro,
amarillo y escarlata— suspendidos de manera
ominosa por encima de la gente, que corría
por allí como hormigas que tratasen de
escapar. .. ¡Qué océano de fuego, qué cielo de
humo! Parecía el fin del mundo. [Akizuki,
Nagasaki 1945 (Londres: Quartet. 1981).
Véase asimismo Takasshi Nagai, We of
Nagasaki, I. Shirato y H. B. L. Silverman,
eds. (Nueva York: Duell, Sloan and Pierce,
1951).]
120
Una lluvia negra radiactiva cayó sobre
Hiroshima y Nagasaki; en Hiroshima la lluvia se
vio acompañada de un frío repentino, y muchos
sobrevivientes «temblaban aunque estuviesen en
pleno verano» [Hiroshima y Nagasaki: los efectos
físicos, médicos y sociales de los bombardeos
atómicos, Eisei Ishikawa y David L. Swain,
traductores al inglés (Nueva York: Basic Books,
1981), 92]. Sin embargo, no se produjo ningún
invierno nuclear después de lo de Hiroshima y
Nagasaki porque el incendio de una o dos
ciudades de tamaño medio no llega a oscurecer en
absoluto un hemisferio, como ocurre con una
explosión volcánica importante.
Hoy, arsenales nucleares mundiales albergan
casi 60.000 armas nucleares. Las armas
estratégicas típicas son 10 a 100 veces más
potentes que las bombas de Hiroshima y Nagasaki.
El poder explosivo conjunto de los actuales
arsenales mundiales es el equivalente a un millón
de Hiroshimas. Y como nuestros cálculos sugieren,
algo parecido a mil Hiroshimas, o a un centenar de
ciudades grandes, que ardiesen todas a la vez, sí
generaría en este caso un invierno nuclear mucho
más grave que los sucesos que siguieron a la
explosión volcánica de Tambora.
Capítulo VIII ELECCIÓN DE
OBJETIVOS
Y el combate cesó por voluntad de los
combatientes.
P IERRE CORNEILLE, El Cid (1636), acto
IV, escena III.
Mientras las armas nucleares se creen
esenciales para la seguridad nacional, se
realizarán planes respecto de dónde se deben
originar explosiones en los otros países. La
existencia del armamento nuclear significa que los
gobiernos deben comprometerse en planificar el
asesinato en masa. Esta descripción Puede parecer
muy dura, pero es por completo exacta. Las
decisiones respecto de qué instalaciones hay que
destruir y qué personas hay que matar (ambas
cosas son difícilmente distinguibless) es lo que se
llama «elección de objetivos, o de blancos»
(targeting). A partir de cuanto sabemos hasta
ahora, todos los planes de elección de objetivos
—y, prácticamente, todos antes de 1983— se han
llevado a cabo sin tomar en consideración en
absoluto cualquier clase de conocimiento respecto
del invierno nuclear. ¿Cuáles serían las
consecuencias climáticas si los ante-riores planes
de elección de blancos se hubiesen llevado a
cabo? ¿O los planes actuales?
Los tipos y números de objetivos, y los números
y explosivos
122
de alta potencia de las ojivas nucleares en los
arsenales estratégicos, han quedado resumidos en
cierto número de informes autorizados (ref 8.1), y
según ellos hemos llegado a la conclusión de que,
incluso un pequeño número de armas nucleares (en
relación con el total de los arsenales mundiales, o
lo que se proyecta hoy para las décadas
siguientes), produciría el humo suficiente para
cruzar el umbral óptico y producir el invierno
nuclear. Pero la conclusión depende de los
blancos escogidos. Menos de 100 grandes
ciudades, que ardiesen simultáneamente, podría
ser ya lo adecuado (refs. 2.2, 2.3). El humo debe
elevarse hasta altas altitudes para producir un
enfriamiento máximo, pero hoy ya sabemos que
esto puede ocurrir aunque no prevalezcan las
tormentas de fuego, en parte a causa del auto-
desplazamiento hacia arriba del hollín calentado
por la luz solar. La elección de las ciudades como
blanco es un componente esencial de todos los
planes para una guerra estratégica por parte de la
OTAN, los franceses, los soviéticos (por ejemplo,
ref. 8.2), así como también los chinos (ref. 8.3).
EL Memorándum de Decisiones de la Seguridad
Nacional (NSDM)-242, firmado por Richard
Nixon, el 17 de enero de 1974 —no mucho antes
de que se viese obligado a dimitir de la
presidencia de Estados Unidos—, señala como
objetivo de la estrategia de Estados Unidos, «la
destrucción de los recursos políticos, económicos
y militares que resulten esenciales para el poder,
la influencia y la capacidad del enemigo para
recuperarse, después de la guerra... como gran
potencia» (ref. 8.4). Entre otros blancos, se
incluyen naturalmente las ciudades. El almirante
Noel Gayler (ex comandante en jefe de todas las
fuerzas de Estados Unidos en el Pacífico; ex
director de la Agencia de Seguridad Nacional y ex
subdirector del Mando conjunto para la
planificación de objetivos estratégicos), respondió
así en su testimonio ante el Comité Económico
Conjunto del Congreso y del Senado:
¿Serían alcanzadas las ciudades? Es de lo
más probable. Los blancos de disuasión están
en extremo conectados con ellas.
Cualesquiera que sea la política declarada de
todos los países, las armas previstas para
alcanzar el liderazgo político, el control, la
capacidad militar, la capacidad industrial, o
bien la recuperación económica, no por ello
dejarían de quedar alcanzadas las ciudades.
Sea cual sea nuestra retórica, o la de ellos, en
una guerra nuclear
123
generalizada, las ciudades quedarían
destruidas y se incendiarían.
De lo cual se deduce que, en una guerra nuclear
i mpor tante ( o «intercambio central»), entre
Estados Unidos y la Unión Soviética, resulta
probable cierto nivel de invierno nuclear.
Los depósitos de petróleo de las naciones en
guerra y sus fuentes de abastecimiento son, por sí
solos, suficientes para causar perturbaciones
climáticas importantes, únicamente con el
lanzamiento de unos cuantos centenares de
pequeñas ojivas nucleares, o menos, de un arsenal
global de unas 60.000. Esta extrema facilidad se
debe a que las instalaciones de refinado y
almacenamiento de petróleo se hallan muy bien
localizadas, y resultan en extremo vulnerables a
las detonaciones nucleares, tras lo cual se
producirían enormes nubes de humo, negro y
aceitoso, al ofrecer blancos estratégicamente
críticos para los planificadores de la guerra (refs.
8.6, 8.7).
Comparemos ahora la relativamente pequeña
guerra nuclear —pequeña, por lo menos, según los
actuales niveles— necesaria para generar un
invierno nuclear, que es lo que se planea en la
actualidad. Aquí, como en otras partes de este
libro, trataremos sobre todo de los planes de
guerra de Estados Unidos, no porque,
necesariamente, sean menos restringidos que los
planes bélicos soviéticos, sino porque sabemos
bastantes cosas respecto de su contenido. En una
aproximación, grosso modo, podemos dar por
probables unos planes similares para unos niveles
de fuerza comparables.
En el período 1945-49, antes de la primera
explosión nuclear soviética, los blancos
estratégicos de Estados Unidos cargaban el acento
sobre las ciudades y las instalaciones de refinado
y almacenamiento de petróleo. Ya en octubre de
1945, se había previsto un ataque nuclear aéreo
sobre 20 ciudades soviéticas; en diciembre de
1947 (plan con nombre en clave Charioteer), el
número de ciudades ascendía ya a 70, con la
«comple-ta» destrucción de la industria petrolífera
soviética. En Dropshot, un plan de elección de
blancos completado a fines de 1949, el número de
ciudades subía ya a 100, y se contemplaba «la
destrucción del 75-85 % de [la] industria
petrolífera, inclu-yendo las instalaciones de
almacenamiento» (refs. 5.8, 8.4, 8.8, 8,9)
Como es natural, tales planes dependían de la
producción de armamento nuclear, al mismo
tiempo que la impulsaban.
FIGURA 5
124
Número de megatones necesarios para destruir
(dando por supuesto armas de 10 kilotones)
A medida que se desarrollaba la capacidad de
las fuerzas de ataque y de represalia militar de los
soviéticos, también comenzaron a constituirse unos
objetivos elegidos en los planes de guerra
estadounidense; pero la atención dedicada a las
ciudades y a las instalaciones petroleras no por
ello se dejaron de lado, sobre todo a causa del
gran crecimiento en el número de armas nucleares
y de sus sistemas de lanzamiento. En la
Administración Kennedy, tuvieron «la más alta
prioridad», las «fuer' zas capaces de destruir la
sociedad urbana soviética», lo cual alcanzó la
prioridad más elevada en la Administración
Nixon' Se consideró un «prioridad importante» la
posibilidad de retra-
125
La fracción de la capacidad refinadora mundial en lo que depende
del número acumulado de refinerías. Se dan curvas para tres grupos
de países: 1) Los Estados Unidos, sus aliados de la OTAN, la URRS
y sus (actuales y antiguos) aliados del Pacto de Varsovia y China; 2)
Los países del Grupo 1 más Oriente Medio, Japón, Australia y varias
otras naciones íntimamente alineadas con las superpotencias; 3)
Todas las naciones con una capacidad significativa de refinado. Para
cada grupo, las refinerías individuales se ordenan por capacidad de
refino, con las mayores colocadas en primer lugar. Una suma al azar
de la capacidad de refinado correspondía a la línea larga a trazos
(para los Grupos 1 y 2). Una segunda escala debajo de la figura
indica el megatonelaje de las armas nucleares que se necesita para
destruir el número acumulado de refinerías; una ojiva nuclear de 10
kilotones (más o menos equivalente en poder explosivo a la bomba
atómica de Hiroshima) sería suficiente para destruir e incendiar
cualquier refinería actual del mundo. [Datos sobre la capacidad de
refinado tomados de International Petroleum Encyclopedia
(Tulsa, Okla.: PennWell Publ. Co., 1986).)
Un análisis de los efectos de la sobrepresión del estallido sobre
los depósitos de almacenamiento [basado en S. Glasstone y P. J.
Dolan, The Effects of Nuclear Weapons (Washington, D. C.:
Departamento de Defensa, 1977] muestra que una explosión en el
aire de 10 kilotones destrozaría los depósitos de almacenamiento de
2
petróleo sobre una área de 2 a 15 km , dependiendo del tamaño de
los depósitos y de lo llenos que estuviesen. Los depósitos de
almacenamiento son incluso más sensibles a las explosiones de bajo
poder (en torno a 1 kilotón) que las refinerías; los contenedores
2
típicos quedarían destruidos sobre un área de hasta 10 km con una
explosión en el aire de 1 kilotón ÍGIasstone y Dolan, 1977],
Dado que el poder explosivo de 1 a 10 kilotones es el
característico de las armas nucleares tácticas, estas consideraciones
subrayan el peligro de que tanto las armas tácticas como las
estratégicas produjesen el invierno nuclear.
sar de modo significativo «la capacidad de
recuperación de la URSS tras un intercambio
nuclear y conseguir de nuevo el estatus de potencia
militar e industrial del siglo xx». Incluso también
se atribuyó a todo esto «la prioridad más elevada»
en la Administración Carter (ref. 8.10).
Hacia 1960, las planificaciones bélicas
dedicaron una amplia fracción de las fuerzas
nucleares de Estados Unidos a las siguientes
categorías de objetivos: refinerías de petróleo;
fábricas de municiones; fábricas de carros
blindados, redes ferroviarias e instalaciones de
reparación, así como las industrias del cartón,
acero, aluminio, cemento y eléctricas (ref. 8.11). Y
todas estas instalaciones tienden a encontrarse en,
o cerca, de las ciu-dades. Mientras que, a finales
de los años 1940, sólo existían una docena de
objetivos, a principio de los años 1960, ya había
más de 40000 potenciales objetivos soviéticos
dentro del plan estadounidense SIOP («Plan único
integrado operacional»), es decir,. la detallada
prescripción para una probable guerra nuclear
global (ref. 8.4 ; véase asimismo la ref. 8.17).
Siempre han existido más objetivos que armas.
La lista de
126
blancos ha crecido, en parte, para proveer de
justificación a. unos arsenales nucleares aún
mayores, y, en parte, por la quijo, tesca búsqueda,
por ambos lados, de una «superioridad
estratégica».
Resulta útil no olvidarse de que, tanto Estados
Unidos como la URSS, realmente han efectuado
planes de contingencia para, un primer ataque
premeditado; en las primeras épocas a esto se le
denominaba un ataque furtivo. En el ya «más
completo» SIOP estadounidense, de la cosecha de
finales de los años 1970, se afirma que incluía
4.400 blancos «Económico-Industriales» (E/I) y se
preveían otros 3.600 E/I. Para las circunstancias
no generadas (es decir, de represalia) los números
son, respectivamente, 2.300 y 1.000 (ref. 8.12; cf.
ref. 8.17). Los blancos E/I siguen teniendo
prioridad, aunque de manera un tanto anacró-tica,
en parte a causa de las modernas armas
convencionales con tal potencia y precisión, que
cabe esperar un desgaste sin precedentes en
materiales (por ejemplo, blindados, aviones
tácticos) en una guerra convencional. Ambos
bandos se podrían quedar sin equipo en cuestión
de semanas y «ganar» o «perder» la guerra
dependería de conseguir más suministros, lo cual,
a su vez, proporcionaría incentivos para la
elección de blancos E/ I (ref. 8.13). A causa de la
proximidad y coubicación de los objetivos
estratégicos y E/I, las 200 ciudades mayores de la
URSS constituyen, en efecto, un objetivo de
Estados Unidos; también lo son el 80 % de las,
aproximadamente, 900 ciudades soviéticas con una
población por encima de los 25.000 habitantes
(refs. 8.14,8.15).
Una proporción comparable de ciudades
estadounidenses se halla sin duda también incluida
en las listas soviéticas de objetivos (ref. 8.16).
Existen en la actualidad pruebas de primera mano
de que, en la crisis cubana de los misiles, de
octubre de 1962, las ojivas nucleares soviéticas
apuntaban sobre blancos «de ciudades como
Washington y Nueva York y sobre las
instalaciones militares estadounidenses y centros
industriales» (ref., 8.17). Efim Slavski, el ministro
de Construcción de máquinas del medio ambiente
—la agencia de cobertura para el programa
soviético de armas nucleares—, le contó, en julio
de 1968, a Andréi Sajarov, «hemos conseguido ser
fuertes, más fuertes que los capitalistas; en ese
caso habrá paz. Si los imperialistas emplearan el
armamento nuclear, efectuaremos una represalia
instantánea con todo lo que hemos logrado y
destruiremos cada
127
uno de los objetivos que sean necesarios para
lograr la victo-ria» A partir de esto, Sajarov llegó
a la conclusión de que «nuestra respuesta
constituiría un inmediato y completo ata-que
nuclear sobre las ciudades y la industria del
enemigo, así como sobre los objetivos militares»
(ref. 8.18). En la guerra más reciente en la que se
han empleado cohetes «estratégicos» (aunque sin
armas nucleares), la mantenida entre Irán e Iraq
durante los años 1980, se evidenciaron muy pocas
inhibiciones respecto de la compensación de los
blancos: se atacaron de manera rutinaria las
ciudades.
A fines de los años 1980, los planes de Estados
Unidos pusieron, en comparación, menos énfasis
en la recuperación de la economía soviética, y más
en la industria de la URSS para sostener la guerra.
Podríamos decir que, en la actualidad, ya no se
dedican demasiados esfuerzos para destruir, por
ejemplo, plantas de fertilizantes, minas de carbón
y fábricas de cemento, aunque sigue existiendo una
gran prioridad respecto de las refinerías de
petróleo, las fábricas de blindados y municiones y
las instalaciones para reparación de vías férreas
(ref. 8.19). Las ciudades y los depósitos de
petróleo continúan siendo un blanco tan
prioritario, que la amenaza de invierno nuclear ha
quedado desdeñablemente reducida por las
últimas doctrinas estadounidenses en la elección
de blancos. Pero, ahora que la probabilidad de una
guerra convencional en Europa ha disminuido en
extremo, uno podría pensar que los imperativos
para los objetivos E/I deberían haber quedado
dramáticamente disminuidos. Pero esto todavía no
ha sucedido.
Podemos llegar a la conclusión de que una
guerra nuclear, incluso en épocas tan tempranas
como los últimos años 1940 hasta los últimos
1950, hubiera acarreado un riesgo significativo de
desencadenar un invierno nuclear, sobre todo si se
incluyen los ataques convencionales soviéticos
sobre las ciudades dela Europa occidental y contra
las instalaciones petrolíferas, pues resulta
razonable colegir que éste hubiera sido el caso.
Pero el invierno nuclear aún no se había
descubierto, y no podía desempeñar ningún papel
respecto de disuadir de una gue-rra nuclear. Este
ejemplo ilustra la obvia proposición de que resulta
vital entender plenamente las consecuencias a
nivel local, regional y global de unos planes
específicos de objetivos, para el diseño de la
política y de la doctrina, lo cual subraya los
peligros procedentes de que el hecho del invierno
nuclear fuera
128
pasado por alto durante tanto tiempo.
Uno de los aspectos más preocupantes del
invierno nuclear radica en que puede iniciarse con
sólo una pequeña fracción de los arsenales
estratégicos de los Estados Unidos o de la Unión
Soviética, y que esto parece encontrarse asimismo
dentro de la capacidad de otras naciones provistas
de armamento nuclear como es el caso del Reino
Unido, Francia y China. A medida que proliferen
los misiles balísticos intermedios y las armas
nucleares, otras naciones con capacidad nucleares
podrían, llegado el caso, añadirse a esta lista.
En cualquier guerra nuclear —incluso en el
llamado intercambio «limitado», en el que los
blancos se restringen de modo intencionado a las
instalaciones militares y se evitan de manera
consciente las ciudades—, los daños urbanos
podrían ser muy amplios (refs. 8.2, 8.20, 8.21), y
podrían acarrear como resultados niveles de
umbral de humo. En un intercambio central de
represalia —en el que las ciudades son alcanzadas
al cabo de unas horas o días del ataque sobre las
fuerzas estratégicas—, se producirían mayores
profundidades ópticas de humo, más atenuación de
la luz solar, con lo que los descensos de la
temperatura serían más graves que los valores de
umbral que se diesen en este caso. Resulta
imposible cuantificar con exactitud dichas
probabilidades, pero resultarían espantosamente
elevadas.
Como ya hemos mencionado, ha existido una
curiosa tendencia a dejar de lado los efectos más
graves del extremo del espectro del invierno
nuclear, sólo para las previsiones de los «casos
peores». Un modesto invierno nuclear ya es de por
sí suficientemente malo. Pero sería algo loco y
peligroso —incluso una dejación del deber— el
ignorar las potenciales malas noticias. En
cualesquiera otra área de la planificación militar,
las políticas que respondieran al peor caso
posible, se considerarían una simple prudencia.
(Cf. ref. 8.22.) Cuando el riesgo es tan elevado, no
podemos exigir menos de los establecimientos
políticos y militares.
129
BLANCOS TOTALES DESEADOS
EN EL SUELO
El mando del JSTPS (Mando Conjunto de
Planificación de Objetivos Estratégicos), se divide
en dos directorios principales. El primero es el
Directorio Nacional de Lista de Objetivos
Estratégicos, que busca y selecciona objetivos que
hay que alcanzar, y que publica la Lista Nacional
de Objetivos Estratégicos. Este directorio
establece luego puntos que se deben alcanzar, a los
que denomina (Blancos Totales Deseados en el
Suelo) y los cataloga en la lista Nacional DGZ.
Este directorio evalúa asimismo la cobertura total
de objetivos y determina si los fines esperados de
daños, requeridos por la política nacional, se
verán logrados.
El Directorio del Plan Único operacional
integrado prepara el STOP. Esto conlleva la
aplicación y cálculo del tiempo de todas las armas
comprometidas en la manera más efectiva posible
contra los blancos apuntados en la Lista Nacional
DGZ.
General Richard H. Ellis (de la Fuerza Aérea de
Estados Unidos y luego Director de la
Planificación de objetivos estratégicos), Building
a Plan for Peace: The Joint Strategic Target
Planning Staff, 1980 (editado para conmemorar el
vigésimo aniversario de la fundación del JSTPS),
p. 6.
En los últimos años la «D», de las siglas DGZ,
se ha explicado como «Designado» en vez de
«Deseado». Tal vez la pasión sea más bien el
salirse de la preparación de objetivos. Y la
creciente computarización de esta línea de
actividades ha llevado a la creación de un nuevo
acrónimo, el de Base de Datos de los Objetivos
Nacionales Estratégicos (NSTDB).
130
BOMBARDEOS AÉREOS Y
PRUEBAS NUCLEARES-
¿SON CONSISTENTES CON EL
INVIERNO
NUCLEAR?
El 27 de julio de 1943, los bombarderos
británicos dejaron caer, aproximadamente, 1
kilotón de potentes explosivos y más de 1 kilotón
de bombas incendiarias sobre Hamburgo. La
mayoría de los edificios de un área que abarcaba
12 km2 ardían entre llamas veinte minutos después
de haber pasado la primera oleada de
bombarderos. La tormenta de fuego resultante, con
vientos de fuerza huracanada, tardó dos o tres
horas en alcanzar su intensidad máxima. Luego, la
gente quedó succionada entre la columna de fuego
de las calles de Hamburgo. Según algunos
informes, el velo de humo, incluyendo las cenizas
de los inmolados, alcanzó casi la estratosfera
[datos facilitados por David L. Auton, Agencia de
Defensa Nuclear, comunicación privada, 1986].
Un piloto de la RAF comentó: «Realmente resulta
imposible ver la gran sábana de llamas cuando
pasas por encima de la ciudad... a causa del
humo.» (Martin Caidin, The night Hamburg died
[Nueva York: Ballantine, 1980].)
Hubo también tormentas de llamas, durante la
Segunda Guerra Mundial, en Dresde, Darmstadt y
Tokyo, por no hablar de Hiroshima y Nagasaki.
¿Se registraron datos históricos que permitan
hablar de un leve descenso de la temperatura
global a mitad de los años 1940? La respuesta es
que, a pesar de toda esta devastación, nunca hubo
el suficiente humo en la atmósfera, de todos los
incendios a la vez, para producir un descenso
significativo de la temperatura.
¿Y qué cabe decir de los años entre 1945 y
1963, cuando se efectuaron pruebas nucleares por
encima del suelo a gran escala? ¿Produjeron esos
centenares de explosiones nucleares los detritos
suficientes para oscurecer y enfriar la Tierra? Una
vez más, la respuesta sigue siendo no. Las
explosiones se extendieron durante un período de
18 años, y lo que es más importante, y afortunado:
no fueron detonadas en o encima de las ciudades,
las refinerías de petróleo o ni siquiera sobre los
bosques. Esas explosiones tuvieron lugar en los
desiertos, islas, atolones, la tundra ártica y el
espacio. La profundidad óptica total, sobre
cualquier zona significativa de la Tierra, estuvo
siempre muy lejos del valor 1 debido a las
explosiones nucleares. No debía, por tanto, haber
anomalías climáticas por
131
esta causa, y por lo tanto no parece que se
produjera ninguna. Pero, en especial tras haber
sido testigos de explosiones nucleares de gran
potencia, resultaba fácil imaginar una conexión
con los efectos de las explosiones volcánicas
importantes que originan anomalías climáticas. Un
observador militar estadounidense, en la prueba
«Mike», en el Pacífico, de 1952, anotó
un resplandor ambarino a lo largo de todo
el horizonte. Fue la cosa más artificial que
hubiera visto y sentido en toda mi vida.
Habíamos desplazado varios millones de
toneladas de fragmentos de coral, alzados
hasta una altura entre 13.000 y 17.000 m a
causa de la explosión. [Tom Stonier, Nuclear
d i s a s t e r (Cleveland: World Pu-blishing,
1964), 137.]
Unos cuantos científicos han intentado
relacionar, según afirman, el frío verano de 1954
con las pruebas de armas atómicas en el atolón de
Bikini del mismo año: por ejemplo, A. Arakawa y
otros, «Anomalías climáticas relacionadas con
explosiones volcánicas y con las bombas de
hidrógeno», Geo-graphical Magazine 26, 1955,
231-255. Pero las pruebas de una relación causal
resultan poco convincentes G. Sutton, «Las
explosiones termonucleares y el tiempo», Nature
175, 319-321; P. J. R. Shaw, «Las explosiones
nucleares y el tiempo», Australian Meteorological
Magazine 36, 1962, 39-40; B. J. Masón,
«Influencia del hombre sobre el clima»,
Advancement of Science 12, 1956, 498-504, y la
teoría del invierno nuclear predice al respecto un
efecto nulo. Una encuesta entre 80 meteorólogos
principales, llevada a cabo por la Oficina
Meteorológica de Estados Unidos, reveló que
ningún experto creía que las pruebas nucleares
afectasen al tiempo, a causa de la misma ubicación
de las pruebas (L Machta y D. L. Ha-rris, «Efectos
sobre el clima de las explosiones atómicas»,
Science 121, 1955, 75-80. «Existen al parecer
varios órdenes de magnitud que separan la
cantidad de polvo necesaria para Producir
cualquier disminución significativa, a nivel
mundial, de las entradas de radiación [solar] y las
producidas por las explosiones de [las pruebas
ubicadas en] Nevada.») Sin embargo los modernos
modelos tridimensionales de la circulación
atmosférica general, empleados en el estudio del
invierno nuclear, deben mucho a la investigación
pionera realizada por el mismo A. Arakawa. Por
lo tanto los registros de oscurecimiento y los
descensos de temperatura (o su ausencia) con
relación a grandes
132
incendios forestales, explosiones volcánicas, el
bombardeo con bombas incendiarias sobre las
ciudades y las pruebas nucleares, todos ellos son
consistentes con las predicciones del invierno
nuclear.
Capítulo IX
¿QUÉ SE DEBE HACER PARA
PREVENIR EL INVIERNO
NUCLEAR?
Mientras andaba a través del desierto
de este mundo... vi a un Hombre vestido
de harapos, de pie en cierto lugar...,
con un Libro en la mano y una gran
Carga a la espalda. Miré, y vi que
abría el Libro, y se ponía a leerlo;
mientras leía, lloraba y temblaba; y, sin
poderse contener más, exhaló un grito
de angustia, diciendo... «He sido bien
informado, de que nuestra Ciudad
arderá con un fuego bajado de los
Cielos; en este horroroso holocausto,
tanto yo, como tú, mi esposa, y mis
queridos niñitos, acabaremos en una
miserable ruina, excepto (lo cual aún
no vislumbro) que se encuentre alguna
Vía de huida, por la que podamos
salvarnos.» Mientras leía, estalló en
sollozos, gritando: «¿Qué debo hacer
para estar salvo?»
JOHN BUNYAN, Pilgrim's Progress
(1678).
¿Cómo podríamos asegurarnos, con razonable
certidumbre, de que no se generen los niveles del
umbral de humo en una guerra nuclear? La
respuesta más simple es: «No tengamos una guerra
nuclear." Pero hemos discutido los peligros de un
empleo no autorizado o accidental del armamento
nuclear y observado la posibilidad,más pronto o
más tarde, de la existencia de algún loco en los
altos cargos de las naciones provistas de
134
armas nucleares. Si no llegamos a garantizar que la
guerra nuclear sea imposible, ¿qué debemos hacer
para que resulte imposible el invierno nuclear, o,
por lo menos, altamente improbable? Los únicos
procedimientos factibles parecen ser:
1. Eliminar de las listas de blancos todos los
objetivos in dustriales/económicos, además
de todos los blancos «militares» que puedan
generar sustanciales daños colaterales en las
regiones urbanas e industriales.
2. Aumentar la exactitud de las ojivas
nucleares, reducir la capacidad explosiva de
dichas ojivas y especificar las alturas de
explosión (por ejemplo, subsuperficiales),
para restringir los daños e incendios
colaterales.
3. Planear llevar a cabo un intercambio
nuclear con pocas armas, o a un ritmo lo
suficientemente lento, o bajo unas
condiciones meteorológicas lo bastante
«favorables», para minimizar la emisión de
humos y su acumulación en la atmósfera.
4. Desplegar un escudo defensivo
impermeable de modo efectivo, no sólo sobre
todo el territorio de Estados Unidos y la
Unión Soviética, sino también sobre Europa,
China, Japón y, eventualmente, sobre todo el
planeta; o
5. Reducir los arsenales nucleares a niveles
en los que no llegue a generarse una cantidad
de umbral de humo, sin tener en cuenta cómo
se «combata» en una guerra nuclear o quién
esté al frente de las naciones provistas de
armamento nuclear.
Consideremos, una a una, esas cinco opciones.
La opción 1), aunque se negociase y se llegase a
un acuerdo entre las superpo-tencias, no podría
verificarse. Cada uno de los misiles
estadounidenses del vehículo de reentrada
«Minuteman I I » y «Minu-teman III» , se halla
programado con de 4 a 8 blancos alternativos; los
equipados con un sistema de mando de almacén de
datos, pueden elegir entre varias alternativas de
manera instantánea, y cada misil posee la facultad
de reprogramar todos sus objetivos en media hora
o menos (ref. 8.4). Indudablemente, han continuado
en ambos bandos las mejoras en la capacidad de
variación de blancos. Unas señales electrónicas
furtivas dirigidas al chip del ordenador podrían
hacer fracasar cualquier acuerdo amplio respecto
de la clase de objetivos, si tener en consideración
lo bien verificado que llegase a estar (ref. 9.1).
La opción 2) es la «clave técnica» del invierno
nuclear que
135
como se ha predicho (refs. 2.3, 9.2) se vería
favorecida por los abogados de los partidarios de
la guerra nuclear y de opciones de guerra nuclear
«limitadas». Desde este punto de vista, dicha
opción puede parecer racional o, cuanto menos,
práctica. Pero su aplicación con éxito exigiría que
se cumplieran cierto número de condiciones
restrictivas: a ) se precisaría que las numerosas
nuevas técnicas de armamento se viesen
desarrolladas y comprobadas con éxito; b ) las
fuerzas nucleares estratégicas y tácticas existentes
deberían reconstituirse por completo, con unos
gastos asombrosos (*); c ) todas las potencias
nucleares deberían avanzar simultáneamente en
esta dirección; d ) debería inventarse un medio a
prueba de locos para verificar o garantizar los
límites explosivos de las ojivas nucleares; e)
habría un largo y peligroso período de transición,
en el cual las ojivas atómicas «utilizables»
coexistirán con el actual arsenal de ojivas
nucleares más peligroso y más amplio, lo cual
debería negociarse de un modo seguro; y f ) habría
que hallar un nuevo sistema de estabilidad, bajo el
cual la reducida amenaza de una represalia nuclear
masiva no aumentase la posibilidad de una guerra
que emplease un armamento nuclear «más seguro».
Asimismo, en lo que se refiere a la extensión de la
opción 2), ello haría que el modo de hacer la
guerra convencional, con lo que aumentaría el
riesgo de confrontación y de conflicto.
La opción 3), que depende en su ejecución de
una altamente coreada, controlada y restringida
guerra nuclear, resulta insostenible. Existen
razones tanto técnicas como psicológicas para que
una pequeña guerra nuclear fuese probable que
escalase con rapidez hasta un «intercambio
central» (ref. 9.3). Incluso si, en el día en que la
guerra comenzara, hubiera condiciones
meteorológicas más favorables para una parte que
para la otra (lo cual, en sí mismo, constituye una
proposición muy dudosa), la prolongación de la
guerra implicaría extensos períodos en los que el
tiempo y el clima entrarían en unos regímenes sin
presentes y. por lo tanto, imprevisibles. La
incertidumbre y riesgo de esta opción parece harto
elevada.
La opción 4) es de un curso similar (aunque se
tratase de
(*) El simplemente añadir tales
armas a los arsenales existentes, no
reduce los peligros del invierno
nuclear, a menos que sólo tales armas
tu.viesen como blanco las ciudades.
Pero esto, en realidad, se reduce, a la
inverificable opción 1).
136
algo más difícil) al objetivo de una defensa
estratégica impermeable que protegiese a la
población civil de Estados Unidos. Esa SDI se
reconoce en la actualidad como algo imposible,
por lo menos en un futuro previsible (ref. 17.5).
Algunos aspectos relevantes de ciertos sistemas de
defensa estratégica, aunque muchos menos
ambiciosos, se discutirán más adelante.
La opción 5) equivale en realidad a un mínimo
de represalia, o a una «suficiencia». Prevé una
disminución de todos los arsenales mundiales
tácticos y estratégicos de forma que, en el caso de
que ocurriese lo peor —con todas las armas
nucleares disponibles explosionando, y
poniéndose el énfasis en el blanco formado por las
ciudades—, el invierno nuclear continuara aún
siendo improbable. Requiere una reducción en los
arsenales por debajo del 1% de los niveles
actuales, tal y como se describirá más adelante en
este libro.
La opción 5) encuentra dificultades en, por lo
menos, tres aspectos. Hasta hace muy poco parecía
políticamente desesperanzado imaginar ni siquiera
una pequeña (entre poco y un 50%) reducción de
los arsenales nucleares estratégicos y tácticos, y
mucho menos las enormes reducciones requeridas
para impedir un invierno nuclear. No obstante, el
tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance
Intermedio (INF), firmado y ratificado por Estados
Unidos y la Unión Soviética, demuestra que las
reducciones son posibles, aunque, en el caso INF,
constituyen algo parecido al 3% de las ojivas
nucleares de los arsenales globales (que, además,
no son destruidos). La célebre propuesta de
George Kennan (ref. 9.4), de reducir a la mitad los
arsenales estratégicos fue en su época (1981)
considerada, generalmente, como «utópica». Sin
embargo, en la cumbre de Reykjavik, los
dirigentes de Estados Unidos y de la Unión
Soviética, por 1° menos pusieron en marcha la
noción de unos decrecimientos muchos más
masivos en los arsenales nucleares (ref. 9.5). En la
actualidad se mantienen unas negociaciones serias
para el Tratado de reducción de armas estratégicas
(START) y, aunque aún quedan cierto número de
temas políticos y doctrinales, así como
dificultades técnicas (ref. 9.6), existen muchas
personas. por ambas partes, que consideran
factible una reducción de un 30 a un 50% en los
arsenales estratégicos, en un futuro relativamente
próximo. El tratado INF prevé, y el START
necesaria; mente lo abarcará, unos procedimientos
de verificación muy amplios, con inspectores de
cada una de las naciones con un
137
acces o, hasta ahora sin precedentes, en las
instalaciones rnilitares y sistemas de armamentos
del contrario. Esos desarrollos representan unos
cambios revolucionarios en la forma acostumbrada
de hacer las cosas por parte de las naciones-
estados provistos de armamento nuclear, y sugiere
que la opción 5) no se halla tan fuera de alcance
como en un momento dado se creyó. Sin embargo,
el que Estados Unidos y la Unión Soviética
redujeran sus arsenales estratégicos en un factor
dos es mucho más sencillo que reducir sus
arsenales totales en un factor de 100. Aunque lo
primero sea factible, eso no significa en absoluto
que lo otro también lo sea (refs. 9.7, 9.8) [Un
crítico de este libro en su fase de prepublicación,
cuya posición le permite conocer las actitudes de
los que realizan la política estratégica, ha
estimado que, si en los Estados Unidos de finales
de los años 1980, se debiera haber realizado una
elección, la forma de realizar la guerra de la
opción 2) se podría haber llevado a cabo con
mucha mayor facilidad que la opción 5) de
disuasión mínima.] El destino de las fuerzas
nucleares más pequeñas —por ejemplo, las del
Reino Unido, Francia y China—, plantea
especiales dificultades, sobre todo en lo referente
a dichas fuerzas, que no sirven meramente a fines
militares, sino que también significan realizar o
resistir la coerción, al tiempo que actúa como
muestra de ser una potencia con estatus mundial
(*). Pero esas naciones no son monolíticas o
inmunes al influjo y ejemplo de las superpotencias.
En el Reino Unido, el partido laborista, hasta
1989, se comprometió en lo referente a un desarme
nuclear unilateral, con el añadido de una nueva
revisión de las fuerzas convencionales; en 1989 el
antedicho unilateralismo se había convertido en un
compromiso de desarme nuclear en una mayor
escala de tiempo, como parte de un proceso a
nivel mundial, que implicara en especial a los
Estados Unidos y a la Unión Soviética (ref. 9.10).
Los partidos Socialdemócrata y de alianza, por lo
menos en cierta época se hallaron favorablemente
dispuestos a una disminución proporcional de las
fuerzas nucleares británicas, siempre y cuando se
produjera una reducción más importante en los
arsenales estratégicos de Estados Unidos y de la
Unión Soviética (ref. 9.11). De vez en
(*) Si las economías siguen
declinando, las armas nucleares
pueden, cada vez más para esta última
función, en lo que también atañe a 0s
Unidos y a la Unión Soviética.
13 8
cuando, China ha anunciado su disponibilidad a
«negociar la reducción general del armamento
nuclear por parte de todos los Estados en posesión
de armas nucleares», en cuanto tanto Estados
Unidos como la URSS alcanzaran la marca de una
reducción en el 50% en armas y en sistemas de
lanzamiento ( y cesasen en las pruebas de
armamento nuclear) (ref. 9.12). Existen buenas
razones para creer que Francia convendría
asimismo en poseer un arsenal estratégico muy
pequeño, en un régimen de superpotencia con un
mínimo de poder de disuasión (ref. 9.13).
Una objeción adicional a la opción 5) es que, la
contención de unos arsenales tan pequeños,
incapaces de inducir un invierno nuclear,
acarrearían de modo necesario el proporcionar un
poder disuasorio mucho más débil. Sin embargo,
unos cuantos centenares de armas estratégicas son
claramente suficientes para quebrantar a Estados
Unidos o a la Unión Soviética en su calidad de
entidades políticas con un funcionamiento
económico y político, y semejante disuasión,
respecto de un ataque nuclear, fue ampliamente
considerada más que adecuada durante la época en
que Robert McNamara ocupó el cargo de
secretario de Defensa (ref. 9.14). Más adelante
razonaremos que, los mencionados niveles de
fuerza, apropiadamente configurados, bastarían
para proporcionar una mayor estabilidad
estratégica que los arsenales actuales, y que
constituirían una robusta disuasión para evitar un
ataque convencional. Pero ésta no es en la
actualidad la opinión prevaleciente.
VLADIMIR ALEXANDROV, ¿LA
PRIMERA BAJA DEL INVIERNO
NUCLEAR?
Vladimir Alexandrov fue el principal experto de
la Unión Soviética en invierno nuclear. Pero sólo
transcurrieron dos años entre la primera vez que
oyó hablar de la posibilidad de un invierno
nuclear y su misteriosa y aún inexplicable
desaparición, en Madrid, como si se hubiese
desvanecido de la faz de la Tierra. Tenía cuarenta
y siete años.
Las dos naciones que, de modo natural, podrían
estar más preocupadas acerca del invierno
nuclear, son las dos naciones que, con más
probabilidad, podrían suscitarlo: Esta-
dos Unidos y la Unión Soviética. Ya en 1983
planeábamos (véase Apéndice C) una reunión
científica de tres días a puerta cerrada para
evaluar las alegaciones del invierno nuclear. Se
había invitado a expertos en muchos campos
relevantes, tanto de Estados Unidos como de otras
varias naciones, pero la ausencia en nuestra lista
de científicos soviéticos nos pareció una
clamorosa omisión. La URSS posee excelentes
científicos y pensamos que podrían contribuir a
nuestra mejor comprensión del tema. Y lo que era
aún más importante: ¿cómo se podría derivar
ningún tipo de implicación política, procedente del
invierno nuclear, y que fuese tomada muy en serio
por los soviéticos, de no haber éstos llevado a
cabo una confirmación independiente de nuestros
descubrimientos?
Por lo tanto, uno de nosotros (C. S.) se
entrevistó en Washington, con Y. P. Velijov,
vicepresidente de la Academia de Ciencias
Soviética para solicitar, con una antelación de
sólo dos o tres meses, alguna participación
soviética. Sabíamos que se trataba de una petición
difícil, porque, según las maneras de hacer las
cosas de los soviéticos, la KGB exigía un plazo de
tiempo mínimo de un año antes de que se
permitiera a cualquier científico viajar al
extranjero. Se sugirió la presencia de dos
científicos soviéticos que habían estudiado asuntos
relacionados con las ciencias atmosféricas, pero
Velijov dijo que no, que tenía otro candidato, V.
V . Alexandrov, un especialista en modelos de
ordenadores para la atmósfera terrestre. En
aquella época no habíamos oído hablar de
Alexandrov. Pero sí lo conocían otros científicos
estadounidenses. Alexandrov había realizado
trabajos en instituciones tales como el Centro
Nacional de Investigaciones Atmosféricas, en
Boulder, Colorado; hablaba muy bien el inglés;
había vivido en Estados Unidos y tenía permiso de
conducción por Oregón; y había adaptado el
modelo de ordenador tridimensional de la
Universidad estatal de Oregón, para la circulación
general de la atmósfera terrestre, a un ordenador
soviético en Moscú. Alexandrov era director del
Laboratorio de Investigaciones Climáticas, del
Centro para Ordenadores de la Academia de
Ciencias Soviética. Parecía un candidato
excelente, pero nos mostrábamos escépticos
respecto de queVelijoov pudiera cumplir su
palabra.
Contra todas las expectativas de la inercia
burocrática de los soviéticos, Alexandrov llegó a
Cambridge, Massachusetts, para nuestra reunión en
el mes de abril. Además, no se presentó agobiado
por la compañía habitual de los oficiales de la
KGB con ropa de paisano, cuya tarea consistía en
mantener a los científicos alejados de situaciones
potencialmente com-
140
prometedoras e impedirles cualquier tentación de
desertar Excepto en lo que se refería a los
científicos principales, esto también resultaba
notable, aunque no carecía de precedentes. Pero
existían otras cosas respecto de él que sí
resultaban desacostumbradas. Iba mucho mejor
vestido que los habituales científicos soviéticos
que nos visitaban en aquella época. Hablaba con
desconcertante candor del amor que le tenía a su
esposa y a sus hijos, y con particular ternura de su
hija una joven bailarina que sufría de asma.
Durante toda la reunión, Alexandrov se mostró
de lo más afable y competente. Escuchó con
atención y tomó notas. Su comentario principal,
dentro de la discusión general, consistió en
prevenir respecto de la potencial falta de
habilidad, en este problema, de los modelos
tridimensionales de la circulación general. Esos
modelos no se habían aún utilizado para el
invierno nuclear, pero constituían el obvio
próximo paso. Dichos modelos de ordenador, por
lo común «sintonizan» —o se ajustan de manera
arbitraria— con ciertos parámetros físicos libres,
a fin de alcanzar resultados que se adecúen con la
actual atmósfera terrestre. Esto podría ser
aconsejable para examinar el actual medio
ambiente de la Tierra, y las pequeñas
perturbaciones que se dan en el mismo, pero tal
vez condujera a graves dificultades, nos previno,
si se aplicaban a lo que él denominaba las
condiciones atmosféricas «asombrosamente
diferentes» del invierno nuclear. Otros científicos
replicaron que, al simular las atmósferas de otros
planetas y al reproducir las cambiantes estaciones
de la Tierra, dichos modelos funcionaban muy
bien. Alegaron que, si se tomaban las adecuadas
precauciones, dichos modelos tridimensionales
continuarían aportando resultados útiles.
Alexandrov se mostró de acuerdo.
A continuación, le pedimos que hiciera
funcionar su propio modelo de ordenador en
Moscú para comprobar si llegaba a los mismos
resultados que en nuestro estudio TTAPS. j
Creímos que resultaría especialmente interesante
el que algunos resultados soviéticos pudiesen
hallarse disponibles en el j momento de la primera
discusión pública acerca del invierno nuclear
programada, en Washington, para finales de aquel
mismo año. Alexandrov confesó que le gustaría
sobremanera el realizar el primer modelo
tridimensional de invierno nuclear, y verificar
nuestros resultados pero, en Moscú, las
instalaciones de ordenadores estaban tan
limitadas, que la posibilidad de tener acceso para
hacer funcionar los modelos, en sólo medio año,
resultaba en la práctica igual a cero.
Pero, cuando se inauguró, en Washington, la
Conferencia de las Consecuencias a largo plazo de
una guerra nuclear, el
141
31 de octubre de 1983, Alexandrov se
encontraba allí, con sus resultados preliminares
muy bien encuadernados en un opúsculo, en inglés,
con tapas azules. Afirmó que «el trabajo que
presentaré» se inspiraba en su participación en la
anterior reunión en Cambridge. Respecto de su
modelo básico de guerra nuclear, el modelo
unidimensional del TTAPS había sido capaz de
predecir temperaturas (que cambiaban con el
tiempo) para los interiores continentales y para los
océanos (y también habíamos realizado una
estimación aproximada para las regiones
costeras). Pero Alexandrov aportó mapas
mundiales con las temperaturas previstas en las
correspondientes curvas de nivel. Algunas de estas
temperaturas eran mucho más frías respecto a las
que nosotros preveíamos: un descenso de 40°C, o
más, en el Canadá oriental, Escandina-via, este de
Siberia, e incluso el subcontinente de la India,
cuarenta días después de la guerra.
Alexandrov quedó complacido al ver que sus
resultados se hallaban, por lo general, de acuerdo
con los de otros modelos tridimensionales de la
circulación general, de los que se había informado
en la misma reunión: el de Stephen Schnei-der y
sus colaboradores, en el Centro Nacional de
Investigaciones Atmosféricas, en Boulder,
Colorado. Los grupos de Moscú y de Boulder
convinieron en publicar un artículo conjunto en la
revista sueca Ambio, donde figurasen sus hallazgos
mutuamente compatibles. Ninguno de esos
modelos, presentaba de una manera independiente
cuánto humo se inyectaría en el aire, cómo se
absorbería ese humo, o con qué rapidez quedaría
eliminado de la atmósfera; por todo ello, confiaron
en las estimaciones del TTAPS. Tampoco
realizaron más que una pequeña fracción de los
casi cincuenta casos diferentes discutidos por el
TTAPS. Pese a todo, los primeros modelos
tridimensionales proporcionaron una importante
confirmación de la teoría del invierno nuclear.
Se produjo un resultado intrigante que
Alexandrov mencionó en su conferencia en
Washington: a medida que el hollín y el polvo se
precipitaban desde la atmósfera, muchos meses
después de la guerra, su ordenador había predicho
una ola de calor intensa cerca del suelo; en la
meseta del Tí-bet, las temperaturas parecían
ascender hasta en la cifra de 20 ºC (36ºF) «Esto
originaría que la nieve de las montañas y los
glaciares se derritiesen, y ello conllevaría unas
inundaciones de ámbito continental; repito, para
ponerle énfasis, de ámbito continental.» Ninguno
de los otros modelos, ya fueran unidimensionales o
tridimensionales, halló nada parecido, y en
discusiones privadas, mantenidas entonces y más
142
tarde, Alexandrov fue incapaz de proporcionar una
explicación ción física de cómo se producía
aquello: «Eso es lo que no dice el ordenador»,
afirmó. Tal vez aquel problema del que había
avisado Alexandrov en Cambridge, no dejó de
afectar este aspecto de sus propios cálculos.
Después del primer anuncio de sus resultados
del invierno nuclear, Alexandrov se vio muy
solicitado tanto en los foros científicos como en
los políticos. Apareció en un simpo-sio especial,
en el Senado de Estados Unidos, dirigido por los
senadores Edward Kennedy y Mark Hatfield; en
otro acontecimiento, desacostumbrado en extremo,
fue convocado para testificar en una de las
sesiones del Congreso de Estados Unidos; en
conjunción con una valoración del invierno
nuclear, por parte de la Academia de Ciencias
Pontificias, fue llamado, así como Cari Sagan,
para presentar sus nuevos descubrimientos ante el
Papa Juan Pablo I I , en el Vaticano. Escribió
muchos artículos y contribuyó en la redacción de
algunos libros. Algunas veces, tampoco se mostró
tímido respecto de extraer conclusiones políticas,
acerca de la necesidad de mejorar las relaciones
entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y de lo
necesario que resultaba lograr reducciones
masivas en los arsenales nucleares mundiales.
La máquina que Alexandrov empleaba en la
Academia de Ciencias Soviética era unas diez
veces más rápida, aunque con menos memoria, que
un ordenador personal «IBM» corriente y moliente
de la época. Esto resultaba penosamente pobre
para llevar a cabo los cálculos del invierno
nuclear, y Alexandrov anhelaba poder emplear una
máquina mayor. En enero de 1985, Estados Unidos
le retiró a Alexandrov el permiso a tener acceso a
los superordenadores estadounidenses empleados
para prever el tiempo y el clima. En su visado
constaba una nota, escrita manualmente: «No le
está permitido tener acceso, directo o indirecto, a
los superordenadores de Estados Unidos.»
Evidentemente, al gobierno le preocupaba que
Alexandrov pudiese anotar en su agenda una nueva
entrada: robo de secretos de los ordenadores
estadounidenses por parte de los militares
soviéticos, aunque, por lo que nosotros mismos
pudimos determinar, todo científico
estadounidense, cuyos laboratorios fueron
visitados por Alexandrov, alegó que éste ni tuvo la
oportunidad ni la inclinación a realizar algo
parecido. Más o menos por la misma época,
también se rechazó la petición de Alexandrov de
poder emplear alguno de los ordenadores mucho
más avanzados (según los niveles soviéticos) del
Instituto de Investigaciones Cósmicas de la
Academia de Ciencias Soviética. Asimismo,
143
en algunas noticias aparecidas en la revistas
Science (R. Jeffrey Smith, «Los soviéticos aportan
muy poca ayuda», 225, 6 de julio de 1984, 31), se
citaban las opiniones de algunos científicos
estadounidenses, incluyendo en esto a uno de
nosotros (R- T.), en las que se expresaban los
lentos avances, el esfuerzo a bajo nivel y la
naturaleza secundaria de la investigación soviética
acerca del invierno nuclear. La refutación, por
parte de Alexandrov, remitida a Science, fue
considerada por los editores de lo más
inadecuada, y no llegó nunca a publicarse.
El 31 de marzo de 1985 se encontraba en
Madrid, en su viaje de regreso a la Unión
Soviética (con una escala prevista en Italia), tras
haber asistido a una reunión en Córdoba, España,
de aquellos municipios, a nivel mundial, que se
habían autodeclarado zonas libres de armas
nucleares. Ésta fue la última ocasión, según los
registros públicos, en que alguien vio a
Alexandrov con vida.
Existen varios relatos contradictorios acerca de
sus últimos días. Se hallaba muy deprimido y
bebía demasiado (aunque muchos de nosotros
podemos atestiguar que no era propenso a beber
con exceso). Las autoridades municipales de
Córdoba llamaron a la Embajada de la Unión
Soviética, en Madrid, para quejarse respecto de
que Alexandrov se comportaba de una forma muy
estrafalaria (aunque los soviéticos alegan que,
cuando llamaron a su vez a las oficinas del
Ayuntamiento, las autoridades cordobesas negaron
que hubiera tenido lugar ninguna llamada
telefónica de estas características). Se vio cómo le
metían en un coche unos hombres fornidos y le
depositaban luego solo en su hotel. Su cartera (con
todo el dinero intacto) se halló en la habitación del
hotel; su maletín, pasaporte y billetes de avión se
hallaron en un cubo de basura cercano. Le dijo al
conductor que iba a llevarlo desde Córdoba a
Madrid que se dirigiera directamente al aeropuerto
de la capital de España; el taxista le condujo a la
Embajada soviética. Realizó el viaje desde
Córdoba a Madrid en un taxi, conducido por un
chófer del Consejo Municipal; le llevó «alguien
del pueblo». Su conferencia en Córdoba había
sido muy bien acogida, aunque resultara más bien
superficial, vaga y decepcionante.
En los meses que siguieron a la desaparición de
Alexandrov, no se publicaron artículos al respecto
en la Prensa española, ni anuncios o recuadros de
pago, pidiendo noticias de su desaparición, por
parte de los responsables soviéticos. Los
soviéticos afirmaron que el gobierno español
mostró muy es-casa colaboración. Las fuentes del
gobierno español afirman
144
lo mismo respecto de los soviéticos. En aquella
época, el alcalde de Córdoba era un comunista
[Julio Anguita], pero el Partido Comunista de
España se mostró contento de poder demostrar su
independencia respecto de la Unión Soviética
Pasaron más de tres meses tras su desaparición
antes de que se llevara a cabo un requerimiento, de
gobierno a gobierno por parte de la URSS con la
petición de que la Policía española buscase la
pista de Alexandrov.
Una extraña niebla de confusión pende por
encima de los auténticos hechos. De lo que
estamos todos seguros es de que Alexandrov
desapareció y de que su cadáver no ha llegado
jamás a encontrarse.
Unos cuantos días después, los agentes del FBI
empezaron a llamar a los científicos
estadounidenses que conocían a Alexandrov, para
preguntarles hasta qué punto era posible «que
pudiese desertar». Una semana después, los
agentes del KGB llamaron a los colegas soviéticos
de Alexandrov, para efectuarles exactamente la
misma pregunta. La mayoría de los que le conocían
se mostraron de acuerdo con Hugh W. Ellsaesser,
del Laboratorio Nacional Lawrence Livermore,
respecto de que no era probable que se tratase de
un desertor. «Era ante todo un hombre amante de la
familia. Amaba demasiado a su mujer y a su hija.»
Como respuesta a un requerimiento, agentes del
gobierno de Estados Unidos declararon que
ninguna agencia gubernamental tenía en su poder a
Alexandrov, y de que carecían de la menor idea de
lo que hubiera podido ocurrirle. Tal vez los
soviéticos..., sugirieron. Los agentes soviéticos
alegaron una total ignorancia respecto del
paradero de Alexandrov. «Dentro de una semana
debía regresar a Moscú —nos contó uno de ellos
—. Vladimir tenía una carrera prometedora, y, de
todos modos, la Unión Soviética no ha asesinado a
ninguno de los suyos en el extranjero, desde los
tiempos de Trotski.» Tal vez los americanos...,
sugirieron.
El columnista derechista estadounidense, Ralph
de Toledano, al principio declaró que Alexandrov
estuvo en manos de la CÍA, y que más tarde fue
asesinado por el KGB, a causa de que estaba a
punto de revelar algunas inquietudes cientín-cas
acerca del invierno nuclear. En una de sus últimas
columnas fijas, De Toledano asegura «que la CIA
le raptó, descubrió que era un alcohólico y no un
desertor en potencia y lo entregó al KGB». Iona
Andronov, corresponsal especial de la
Litteraturnaia Gazeta, sugirió que era a los
estadounidenses, y no a los soviéticos, a los que
molestaba Alexandrov con su relatos de los
peligros del invierno nuclear, que los americanos
eran los únicos que tenían un motivo para
apoderarse de
145
él,y que Alexandrov había sido secuestrado para
que se viese obligado «a firmar una petición de
asilo político, apareciese en la Prensa occidental
realizando ataques contra su país natal y al mismo
tiempo perdiese la última oportunidad de poder
regresar a su casa con su nombre impoluto». La
implicación da a entender que el secuestro fue una
chapuza. (Andronov y De Toledano se han
entrevistado mutuamente, y cada cual, al parecer,
rechaza la sospecha de que el otro pudiese trabajar
para sus respectivos servicios de espionaje
nacionales.) Algunos funcionarios
estadounidenses, cosa rara, sugieren que
Alexandrov fue secuestrado por los servicios
secretos británicos o franceses. Un alto
funcionario soviético sugirió que cierta
organización ultraderechista, de probada locura,
afincada en Estados Unidos, le había secuestrado y
después asesinado. Pero nosotros no estamos
convencidos de que quepa conceder mucha
credibilidad a ninguna de estas sugerencias.
Unos meses después de la desaparición de
Alexandrov, un relato semipopular, muy
elegantemente impreso, de tipo se-mitécnico, que
trataba del invierno nuclear, denominado La noche
después...: consecuencias climáticas y biológicas
de una guerra nuclear fue publicado por la
editorial Mir, de Moscú. En el mismo se discutían
muchos aspectos del invierno nuclear, así como
algunos temas de relevancia periférica. De modo
desconcertante, no se encuentra en absoluto
ninguna mención a Vladimir Alexandrov. Se hace
referencia a alguna de sus publicaciones
científicas, pero, a diferencia de otros artículos a
los que se cita en el mismo libro, sin el menor
indicio de quién sea su autor. «No nos dijeron
nada al respecto —nos confesó uno de los
colaboradores del libro—. Simplemente
eliminaron todas las referencias a Vladimir
mientras el libro se encontraba en prensa.»
Alexandrov quedó convertido asimismo en algo
incorpóreo en otra publicación, y su paga dejó de
llegarle a su mujer, que se encontraba gravemente
enferma. Sin embargo, poco después, volvió a
abonarse la pensión y Alexandrov ocupó otra vez
su lugar dentro de la bibliografía soviética. Todo
ello produce la impresión de que, en un principio,
los soviéticos consideraran que Alexandrov había
desertado a Occidente, y más tarde mudasen de
opinión. Pero, de todos modos existen asimismo
más posibilidades.
Durante algún tiempo, los científicos soviéticos
llamaron a Alexandrov «la primera baja del
invierno nuclear». Dado que su cadáver no ha sido
nunca encontrado, parece improbable que fuese
víctima de una agresión criminal, al azar y no
146
política. En dicho caso, podría sugerirse que
alguien, que considerara a Alxandrov una amenaza
suficiente, lo secuestrara y tal vez lo matara. En la
actualidad, cuando se discute ampliamente del
invierno nuclear, ahora que grandes ordenadores,
de muchas naciones, han llegado a la Unión
Soviética, ahora que existe un movimiento
palpable hacia las reducciones en el armamento
nuclear, resulta duro comprobar de qué pudo
servir el asesinar a Alexandrov.
Seguimos perplejos y turbados acerca de cuál
pudo ser su destino (ref. 9.15).
Capítulo X
DISUASIÓN PROPIA
El acto supremo de la guerra
consiste en someter al enemigo sin tener
que luchar.
SUN TSU, El arte de la guerra, siglo
VI a. de C.
Imaginemos dos naciones provistas de
armamento nuclear, A y B. Supongamos que, por la
razón que sea, A desencadena un primer ataque
nuclear masivo contra B, y que, por la causa que
s e a , B no efectúa ninguna represalia. Grandes
nubes de humo y de hollín se alzan sobre B y, en
cuestión de una semana, se ven transportadas por
los vientos alrededor del planeta hasta oscurecer
los cielos de A. Las temperaturas descienden, caen
detritos atómicos, surgen epidemias y (más tarde)
la mortífera luz ultravioleta alcanza la superficie.
El país A ha contribuido, de una manera indirecta y
elaborada, a destruirse a sí mismo. Las naciones
interesadas en cometer un suicidio nacional tienen
disponibles procedimientos más sencillos. Si lo
que hemos contado constituye un guión plausible, y
si tanto A como B reconocen estas implicaciones,
ambos deberían quedar disuadidos de comenzar
una guerra semejante. Cuanto más probable sea la
situación, más poderosa debería ser la disuasión.
Los preparativos para emprender el primer
ataque, y la pre-
148
ocupación acerca de la capacidad del enemigo
para ese primer golpe, han sido causas poderosas
para mantener la ansiedad mutua, con lo que se ha
llegado a la actual disposición de fuerzas y a la
propia carrera de armamento nuclear. Pero si un
primer golpe nuclear masivo, con el que se
pretende destruir la mayor parte de las fuerzas de
represalia del adversario, realiza las veces de
bumerang y destruye al atacante, sin ningún
esfuerzo por parte de la víctima, ¿cómo puede
resultar creíble que llegue a desencadenarse un
ataque así?
El invierno nuclear disuade del uso —tanto para
la guerra como para la intimidación— de la vasta
dimensión que han alcanzado los actuales
arsenales estratégicos. Asimismo, debería ser
difícil utilizarlos, «teniendo en cuenta que es tan
cierto que el agresor que emplee la bomba, la
estará usando contra él mismo», lo cual configura
la primera formulación de la disuasión nuclear,
debida al pionero en este campo, Bernard Brodie
(ref. 10.1). Ésta es la forma principal y más
novedosa en que el invierno nuclear se convierte
en la más fuerte de las disuasiones. La incidencia
de los robos con armas disminuiría drásticamente,
si las armas de fuego, de una manera rutinaria,
estallasen en la cara de aquellos que las emplearan
(y que el hecho de que explotasen fuese
ampliamente conocido).
Resulta (casi) inconcebible que cualquier
cuerdo dirigente nacional contara con la inmunidad
contra la represalia después de lanzar un primer
ataque, tanto con invierno nuclear como sin él. El
actual despliegue de las fuerzas nucleares globales
permite a una nación prever un contraataque
devastador, incluso después de haber absorbido un
masivo primer ataque. Los misiles móviles sobre
camiones o vagones de ferrocarril podrían escapar
al ataque. Algunos misiles balísticos
intercontinentales (ICBM), ocultos en duros silos
subterráneos, sobrevivirán a unos disparos
imperfectos. Los aviones estratégicos pueden no
resultar afectados por un ataque nuclear en sus
bases. Los misiles balísticos lanzados desde
submarinos (SLBM), que aguardan en las
profundidades del océano, son invulnerables de
una manera efectiva. Un solo moderno misil
balístico submarino, que sobreviviera en uno u
otro bando, puede borrar a cualquier nación de la
Tierra. La ampliamente difundida influencia
disuasoria de tales pequeñas e invulnerables
fuerzas de represalia, constituye un tipo de
disuasión mínima. Ya existe sin necesidad del
invierno nuclear (ref. 10.2).
149
Algunos analistas creen que la disuasión
proporcionada por el invierno nuclear no tiene una
fuerza mayor que la disuasión actual ante las
perspectivas de explosión, radiación, incendios y
una inmediata lluvia radiactiva sobre centenares o
millares de blancos; y que un líder lo
suficientemente loco como para no verse
disuadido por los efectos inmediatos de la
represalia nuclear, tampoco lo disuadirán de sus
propósitos la posterior perspectiva de un invierno
nuclear. Sin embargo, este tradicional estilo de
disuasión —la provocada por el miedo a las
consecuencias de una represalia nuclear—
depende del estado mental de los dirigentes de las
fuerzas adversarias. Y los líderes pueden a veces
carecer de resolución, verse confundidos o
inmovilizados por el miedo, especialmente por la
carencia de sueño en los momentos de crisis (ref.
5.14).
El que el dirigente civil —tal vez pusilánime
por motivos humanitarios o por un derrumbamiento
nervioso— decida no ordenar una represalia
nuclear después de un ataque nuclear, constituye
una daga dirigida al mismo corazón de la
disuasión. Los estrategas a veces se preocupan por
estas cosas (ref. 10.3). El general Maxwell Taylor,
jefe del Mando de Jefes Conjunto durante la
Administración Kennedy, observó tranquilizadora-
mente que la disuasión depende de «un presidente
fuerte que no sea propenso a desligarse de sus
responsabilidades» (ref. 10.4). Pero los
candidatos presidenciales no suelen verse
probados de antemano respecto de si serán
capaces de cometer un asesinato en masa bajo unas
circunstancias difíciles. El valor —si a eso se
refiere el no «desligarse de sus
responsabilidades»— constituye un impredecibíe
rasgo del carácter. Uno no puede saber cómo se
comportará hasta que se presente la ocasión. ¿Qué
ocurre si el dirigente se siente incapaz de oprimir
el botón? ¿Qué ocurre si, en el momento de la
precrisis él (o ella) se sospecha que tiene
tendencia a eludir sus obligaciones? ¿Y es la
inflexible prontitud en lanzar millares de ojivas
nucleares un rasgo del carácter que deseamos
posean nuestros líderes nacionales?
Si el invierno nuclear impide «el vencer», sin
tener en cuenta lo que pueda efectuar el otro
bando, y si la represalia consiste en verse afectado
aunque el contrario sea tímido o escrupuloso, en
ese caso se disipa cualquier concebible ventaja de
ser el primero en atacar, y la disuasión se
convierte en algo mucho más de fiar. Ésta es una
clase de disuasión que se sale de los es-
150
tándares normales, y que cortocircuita las
preocupaciones acerca de la psicología de los
líderes. Naturalmente, con los arsenales actuales,
eso no detendría a los locos al mando de las
naciones provistas de armamento nuclear. Por
tanto, se necesitan otras medidas.
Existen medios en los que el invierno nuclear
hace más duro el luchar en una guerra nuclear. El
método clásico de la «valoración de los daños»
radica en conseguir una imagen muy clara de tu
objetivo. Si existe un cráter humeante en el lugar
donde solía haber una ciudad, tu arma es la que ha
realizado bien la tarea. (Indudablemente, en este
caso habría que brindar las correspondientes
felicitaciones.) Pero si toda la región que rodea el
objetivo se ve cubierta por un humo opaco, uno ya
no puede estar muy seguro respecto de qué blancos
se han alcanzado, o si, de una manera inadvertida,
se ha alcanzado un blanco erróneo (lo cual es
especialmente importante para aquellos que tratan
de llevar a cabo una guerra «equilibrada»). ¿Qué
cabe decir del comportamiento de los motores de
los reactores entre el humo y las nubes de polvo
(ref. 10.5) necesarios para las operaciones
militares, para el espionaje y para controlar la
guerra desde los puestos de mando
aerotransportados? ¿Qué ocurre con los avances o
retiradas ordenados de la infantería, o con la
navegación de los bombarderos y misiles de
crucero, en una casi total oscuridad? ¿Y la
actuación de los blindados a bajas temperaturas?
¿Y los heridos crecientes e indiscriminados, así
como los muertos, en los servicios armados, a
causa de los efectos del invierno nuclear? ¿Y la
moral de los civiles y de los militares? El
Departamento de Defensa de Estados Unidos ha
intentado hallar medios para combatir en una
guerra nuclear y «triunfar» incluso en el medio
ambiente de un invierno nuclear. Pero esto no
resulta fácil.
Incluso sin invierno nuclear, existe ya la
preocupación que los mandos y el control de las
fuerzas nucleares se deterioren con rapidez en el
transcurso de un intercambio nuclear (ref. 9.3).
Esto proporciona un poderoso incentivo para el
lanzamiento lo antes posible de las armas
nucleares, todas las armas nucleares, incluso
aquellas que, de otro modo, podrían considerarse
parte de la invulnerable fuerza de represalia (ref.
10.6 Por razones de esta clase, el invierno nuclear
proporciona moti-
vaciones adicionales para la mejora del mando y
del control, ypara impedir que se desencadene una
guerra nuclear. (Véase más adelante.)
Puede suscitarse la tentación, de acuerdo con lo
empleado para justificar la llamada ventana de
vulnerabilidad de la Administración Reagan, de
lanzar un ataque parcial sobre las fuerzas
estratégicas del adversario, salvando numerosos
blancos culturales y económicos, y las ciudades,
desalentando la represalia manteniendo esos
objetivos como un rescate respecto de las armas
invulnerables del atacante. Algún futuro dirigente
nacional puede llegar a convencerse de que una
acción masiva de esta clase se convertiría en la
menos insatisfactoria respuesta a un ataque
proyectado; o que las nuevas tecnologías
permitirán un primer ataque mucho más
equilibrado de lo que el adversario pueda llegar a
creer posible, y que se necesita un primer ataque
antes de que el adversario comprenda su propia
vulnerabilidad. Pero el invierno nuclear libera a
los líderes de la necesidad de realizar parecidos
cálculos. El resultado de la guerra nuclear
depende menos de la prudencia, valor, sobriedad,
cordura u otras concebibles virtudes de nuestros
dirigentes.
El invierno nuclear subraya la disuasión al
incrementar el riesgo definitivo del agresor por
medio de la probabilidad de la represalia, no por
parte del adversario, sino por el sistema climático
terrestre. El conocimiento del invierno nuclear
debe, por tanto, actuar cada vez más, pero quizá de
forma decisiva, como una fuerza de estabilización.
En Estados Unidos se ha expresado la
preocupación respecto de una «percepción
asimétrica» del invierno nuclear: una
preocupación de que los norteamericanos puedan
tomar en se-rio el invierno nuclear mientras que
los soviéticos es posible que sólo hagan ver que
se lo toman en serio, lo cual llevaría a unos
incentivos desequilibrados para cesar en la
carrera de armamentos. Incluso aunque esto
resultara plausible, se hace difícil al ver cómo
disminuiría la seguridad de Estados Unidos, dado
que cada uno de los bandos es capaz de infligir un
daño inaceptable en el otro, con un margen muy
sustancioso e inclu-so enorrne. Sin embargo, las
leyes de la Naturaleza son las mismas tanto en
Moscú como en Washington, y existen pruebas
abundantes de que el invierno nuclear es también
tomado en serio en la Unión Soviética (véase
capítulo XIII). Por el contrario, la reacción oficial
estadounidense acerca del invierno nu-
152
clear, por lo menos para el consumo público,
aparece como mucho más restringida que la
reacción oficial soviética. Curiosamente, esto
puede deducirse, en parte, del hecho de que el
invierno nuclear implica un aumento importante en
el número de bajas de civiles norteamericanos, en
el caso de guerra nuclear. Colin Gray y Keith
Payne —el primero de ellos, un influ, yente
estratega nuclear estadounidense de la escuela de
Herman Kahn— alegan que, si sólo se prevén 20
millones de bajas estadounidenses en la coyuntura
de una guerra nuclear, entonces las «amenazas
estratégicas de Estados Unidos» resultan «más
creíbles», mientras que si las bajas americanas
alcanzan por ejemplo, los 100 millones, en dicho
caso «un presidente de Estados Unidos no puede
amenazar de forma creíble» con una guerra nuclear
para llevar a cabo sus objetivos políticos (véase
recuadro). Este último caso se considera una
restricción desgraciada para las esenciales
prerrogativas presidenciales. El invierno nuclear
convierte en altamente improbable que las bajas
norteamericanas puedan mantenerse por debajo de
los 20 millones en un intercambio central; de todos
modos, resulta aún más probable que, en dicho
caso, morirían todos los estadounidenses. Por ello,
el invierno nuclear desafía el empleo coercitivo
(no disuasorio) del armamento nuclear en Estados
Unidos (lo mismo que en la Unión Soviética),
como norma de política exterior (ref. 10.7).
Existe asimismo una asimetría de efectos, a
causa de la naturaleza más marginal de la
agricultura soviética. A partir de la propagación
de los más graves efectos climáticos (como resulta
de las simulaciones tridimensionales por
ordenador de la circulación general atmosférica,
sobre todo a través de películas de mapas del
tiempo calculados para el mundo de la posguerra),
parece probable que, más que un invierno nuclear
poco riguroso, la Unión Soviética sufriría
considerablemente más que Estados Unidos
(véanse, por ejemplo, las refs. 3.7, 3.11, 3.13,
3.16 y las láminas 11-18). Además, la Unión
Soviética depende en extremo del grano
americano, pero no viceversa; incluso aunque —lo
cual es contrario a todo tipo de evidencia— un
invierno nuclear, a continuación de un ataque
soviético, se restringiera sólo a Norteamérica, el
hambre masiva en la Unión Soviética continuaría
siendo una consecuencia acarreada por todo ello.
Estos hechos deben de haber contribuido a lo muy
en serio que la Unión Soviética se ha tomado lo
del invierno nuclear.
153
Pueden asimismo pensar que esos hechos
deberían —con las incertidumbres residuales—
haber influido ya en la actualidad en la política y
doctrina estratégicas. Pero existe una curiosa
reticencia a admitirlo. El climatólogo australiano,
Barrie Pittock, escribe:
Moscú hasta ahora no se ha mostrado muy
deseoso de admitir en público que, lo
aportado por el nuevo conocimiento de los
efectos en el medio ambiente de la guerra
nuclear, haya producido algún cambio
significativo en su manera de pensar, porque
una admisión de este tipo pondría en tela de
juicio las bases racionales de sus estrategias
militares mantenidas durante tanto tiempo. El
admitir que el empleo a gran escala del
armamento nuclear constituye algo suicida,
sería tanto como confesar que ya no es creíble
la confianza en la política de disuasión
nuclear. El simple hecho de admitirlo,
cambiaría la situación estratégica de unas
formas que podrían ser peligrosas para los
intereses estratégicos de cada uno de los
bandos (ref. 10.8).
¿Qué se puede hacer si la base de la disuasión
se nos ha caído de repente a los pies y uno no
puede llegar a admitirlo en público? ¿Se ha de
ignorar o negar el cambio, o dejar que, poco a
poco, influya en la política? ¿O ambas cosas?
EL DILEMA AL QUE NOS
ENFRENTAMOS
Una de las más chocantes implicaciones del
invierno nuclear es que nos podemos autodestruir
al atacar a nuestro enemigo. Algunos expertos
habían mantenido durante mucho tiempo que no
existe una utilidad militar en el armamento nuclear,
o en algunos tipos de armas nucleares. Y ahora nos
hemos enterado de que, al emplear la opción
militar, nos estamos disparando a nuestra propia
cabeza. Si el estudio del mvierno nuclear es
correcto, poseemos millares de armas en nuestro
arsenal que están apuntando contra nosotros
mismos. Naturalmente, existe la misma situación
en la Unión Soviética. El dilema ante el que nos
enfrentamos es que la opción estratégica que
hemos adoptado para asegurar la disuasión,
asegura también nuestra propia autodestrucción.
154
De «Declaración inaugural del senador
Proxmire vicepresidente», en Consecuencias de la
guerra nuclear: sesiones ante el Subcomité de
Comercio Internacional, Finanzas y Seguridad
económica del Comité Económico Conjunto,
Congreso de los Estados Unidos, 98.° Congreso,
segunda sesión, 11 y 12 de julio de 1984.
(Washington, D.C.: U. S. Government Printing
Office, 1986), 99.
ADEMÁS DE DISUADIR PARA
LA GUERRA, ¿PARA QUÉ SIRVEN
LAS ARMAS NUCLEARES?
La justificación típica de poseer armas
nucleares y sus formas de lanzamiento, radica en
impedir que un adversario potencial pueda usar, o
amenazar con usar, su arsenal nuclear. Esto suena
bastante inofensivo. Sin embargo, la realidad es
algo diferente. Por lo menos al principio, existe
una asimetría fundamental entre los Estados
Unidos y la Unión Soviética en política de armas
nucleares: los Estados Unidos han llevado a cabo
el desarrollo y despliegue del armamento nuclear
como un relativamente poco costoso escudo contra
la agresión de lo que se consideraba
«abrumadora» superioridad soviética en armas
convencionales, y ello también significa, tanto
explícita como implícitamente, el prevenir la
intimidación, o lograr concesiones, de otras
naciones. Esta última función coercitiva ha
quedado muy aclarada por analistas de muy
diferentes tipos ideológicos (por ejemplo, Colin S.
Gray y K. Payne, «La victoria es posible»,
Foreign Policy 39, verano, 1980, 14-27; Daniel
Ellsberg, «¿Cómo emplear nuestros arsenales
nucleares?», en D. U. Gregory, ed., The nuclear
predicament: A Sourcebook [Nueva York: St.
Martin's, 1986], 90-96).
Las fuerzas estratégicas estadounidenses no
existen sólo para la disuasión, según escriben
Gray y Payne, sino también para «apoyar la
política exterior estadounidense» a través de la
intimidación nuclear. «Occidente necesita crear
medios en los que pueda emplear coercitivamente
las fuerzas nucleares estratégicas, aunque
minimizando el potencialmente paralizador
impacto de la autodisuasión... Una condición de
paridad o equivalencia esencial es incompatible
con unos ampliados deberes de disuasión.» Esta
doctrina, aunque adoptada por ambos lados, ha
llevado, como es natural, a la carrera de ar-
155
155
mamentos. El que la posición de Gray y Payne
haya constituido una corriente principal en el
punto de vista de los estadounidenses, ya quedó
clara en las Memorias del presidente
Eisenhower.
Resultaría imposible, para los Estados
Unidos, mantener sus compromisos militares
que hoy tiene en todo el mundo (sin
convertirse en un Estado-cuartel) si no
poseyésemos armas atómicas y la voluntad
de emplearlas si ello fuese necesario.
[Dwight Eisenhower, Mandate for chance,
volumen I (Nueva York: Double-day, 1963),
180.]
Estados Unidos fue la primera nación en
desarrollar el armamento nuclear, y la única
nación que lo ha usado para destruir ciudades.
Ha sido responsable de los desarrollos más
técnicos en los sistemas de lanzamiento,
incluyendo el invento del MIRV (Vehículos de
reentrada con blancos múltiples independientes),
que ha incrementado en sumo grado tanto la
capacidad de destrucción como la crisis de
inestabilidad de los arsenales nucleares de
ambas superpotencias.
Desde de un punto de vista común de los
analistas de la política estadounidense, las
reducciones importantes en armamento nuclear
llevarían a un mundo en que las armas
convencionales desempeñarían un papel mucho
más importante, y en el que los masivos
ejércitos terrestres de la Unión Soviética, China,
India, las Coreas y Vietnam tendrían mucha
mayor influencia de la que poseen hoy. A pesar
de los ocasionales compromisos públicos de
mayores cortes en los arsenales nucleares —
que, dado que se han incorporado a la
Prohibición Limitada de Pruebas de 1963 y a los
tratados de No Proliferación Nuclear de 1968
(ref. 20.4), constituyen, de hecho, una ley del
país—, muchos estrategas estadounidenses
siguen manteniendo hondas suspicacias respecto
de masivas reducciones mutuas en los arsenales
nucleares, aunque sean equitativas y
verificables. Desean unos vastos arsenales
nucleares estadounidenses para hacer frente a
las fuerzas convencionales de otras naciones y
para que la política exterior de Estados Unidos
tenga las manos libres. Esto es lo que se
denomina disuasión «ampliada». Un punto de
vista opuesto enfatiza el devastador poder
destructor de incluso un arsenal estadounidense
fuertemente reducido, así como un extendido
recelo público hacia la di-suasión extendida. En
1985, en el punto culminante de las
caracterizaciones de la Administración Reagan,
cuando con-
156
sideraba a la URSS como un «imperio
diabólico», casi las tres cuartas partes de la
población norteamericana no creía que las armas
nucleares de Estados Unidos llegasen a usarse
incluso aunque la Unión Soviética «estuviese
arrasando Europa con fuerzas convencionales no
nucleares» (A National Study of Attitudes
toward nuclear weapons and arms control
[Boston: Marttila y Kiley, setiembre de 1985]).
En 1988
—antes de las series de revoluciones en Europa
oriental
sólo el 8% del pueblo americano creía que el
armamento nuclear se emplease para
contrarrestar una invasión convencional de
Europa occidental [Americans Talk Security,
National Survey, núm. 6 (Boston: Marttila y
Kiley, junio de 1988)]. Sea cual sea la extensión
en que el gobierno responda a la voluntad del
pueblo, tales puntos de vista, sostenidos por
muchos, tienden a socavar la disuasión
extendida. El debate nos recuerda que existe una
conexión entre las reducciones de armamentos
nucleares y los convencionales.
La Unión Soviética ha desarrollado el
armamento nuclear para neutralizar la
posibilidad de la intimidación de Estados
Unidos (y, más generalmente, el poder y la
influencia de Estados Unidos), para contrarrestar
las armas nucleares occidentales y para
desinhibir el empleo de las fuerzas soviéticas
convencionales, y como una forma adicional de
entrar en el estatus reconocido de superpotencia,
y para los propósitos de ejercer coerción e
intimidación sobre otras naciones (cf. D.
Holloway, The Soviet Union and the Arms Race
[New Haven: Yale University Press, 1984]). Un
menos caritativo punto de vista sostiene que una
función principal de los arsenales nucleares de
cada una de las naciones consiste en que permite
intervenir en otras naciones (incluyendo las
desarrolladas) sin tener que preocuparse de que
las otras super-potencias traten de disuadirlas
(cf. ref. 15.1).
El Mando de Jefes Conjunto nos ha
proporcionado una comparación entre los
objetivos de seguridad nacional de soviéticos y
estadounidenses, más equilibrados que los que
se dieron en Administraciones anteriores, pero
aún ricamente asimétricos:
Los objetivos de seguridad nacional de la
Unión Soviética tienen por misión reforzar
el sistema político soviético, preservar la
dirección del partido comunista, extender y
acrecentar la influencia soviética por todo el
mundo, defender la patria soviética y
mantener el dominio sobre las zonas
terrestres y marítimas adyacentes a las
fronteras soviéticas... En el pasado, los
soviéti-
157
cos han empleado esta potencia militar para
hacer avanzar sus intereses a través de la
intimidación, diplomacia coercitiva, o el
empleo directo de la fuerza. La retirada
soviética de Afganistán y la reciente
voluntad de cooperar en la resolución de los
conflictos regionales refleja su reevaluación
de este enfoque...
La estrategia militar de Estados Unidos en
tiempo de paz está prevista para:
1) la salvaguardia de los Estados Unidos
y sus alia
dos y sus intereses, a fin de impedir la
agresión y la
coerción en todo el espectro del conflicto; y
si la disua
sión fracasara, para derrotar una agresión
armada y fi
nalizar las hostilidades en unos términos
favorables a
los Estados Unidos y sus aliados.
2) Alentar y ayudar a nuestros aliados y
amigos a
defenderse contra la agresión, coerción,
subversión, al
zamientos y terrorismo.
3) Asegurar el acceso a los recursos
críticos, mer
cados, los océanos y el espacio para los
Estados Unidos,
sus aliados y sus amigos.
[Mando de Jefes Conjuntos, 1989
Joint Milita-ry Net Assessment
(Washington, D. C: Departamento de
Defensa, 1989), Resumen ejecutivo, ES-
2, ES-3.]
El punto 3) de los Jefes Conjuntos aclara el
significado de la disuasión ampliada.
Los portavoces militares soviéticos han
proporcionado unas comparaciones más
simplistas y desequilibradas. Por ejemplo,
consideremos las siguientes observaciones, muy
típicas dentro de su área, de un ex ministro de
Defensa soviético:
Dentro de las doctrinas militares
modernas debemos mencionar, por encima
de todas, la de los Estados Unidos de
América. Su idea principal consiste en
confirmar la hegemonía mundial de Estados
Unidos... La doctrina militar soviética actúa
en fuerte contraste con las doctrinas militares
de los Estados capitalistas. Se trata de un
sistema de puntos de vista fundados
científicamente acerca de la esencia, el
carácter y los métodos de llevar a cabo una
guerra que pueda imponerse sobre la Unión
Soviética... Los ideólogos de la burguesía...
han creado y mantienen intensamente el mito
de la lla-
158
mada «amenaza soviética» a la paz.
Extienden falsas versiones respecto de que
las fuentes de las guerras en la era moderna
no recaen en la naturaleza agresiva del
imperialismo, sino en la ideología del
comunismo, y presuntamente en el intento
por parte del Estado soviético de «exportar
la revolución». [Mariscal A. A. Grech-ko,
Las Fuerzas Armadas del Estado soviético,
segunda edición (Moscú, 1975). La
traducción inglesa (Washington, D. C: U. S.
Government Printing Office, 1978,
documento 0-254-358) lleva esta no
sorprendente advertencia: «La traducción y
publicación de Las Fuerzas Armadas del
Estado soviético no constituye una
aprobación, por parte de ninguna
organización del gobierno de Estados
Unidos, de las deducciones, hallazgos y
conclusiones contenidas a continuación.»]
O para tener otra declaración de los analistas
del Ministerio de Defensa soviético,
mientras que el socialismo es capaz de
llevar a cabo los logros de un progreso
científico y tecnológico, de acuerdo con las
necesidades del progreso social, el
capitalismo no es aún de ello. Los
desgarradores antagonismos sociales, el
culto de la fuerza, el espíritu de beneficio y
la orientación hacia la confrontación
p r e v a l e c i e nte s , todo ello contiene
prerrequisitos objetivos para el empleo de
los logros de la revolución científico-
tecnológica en unas formas catastróficas
para la Humanidad. [Boris Kanevski y Piotr
Shabardin, «La correlación de políticas,
guerra y catástrofe nuclear», International
Affairs, febrero de 1988, 95-104.]
Consideremos estas observaciones de dos
importantes científicos soviéticos:
Existen dos tendencias directamente
opuestas en el mundo de hoy. Los círculos
imperialistas más agresivos almacenan
armas y realizan sistemáticos esfuerzos para
acostumbrar a la opinión pública a la idea
de la permisividad del empleo de esas
armas y la aceptabili' dad de la guerra
nuclear. Esta peligrosa acción se ve
contrarrestada por la Unión Soviética, los
países de la comunidad socialista y las
fuerzas de la paz y de la razón en todo el
planeta. [V. Goldanski y S. Kapitsa'
159
«Científicos y las consecuencias globales de
una guerra nuclear», Izvestia, 25 de julio,
1984, 5.]
Dejan de lado el mencionar que el stock nuclear
soviético ha sido antes, como lo es ahora, más o
menos tan grande como el estadounidense, y que el
hacer ver los peligros de la guerra nuclear ha
constituido un elemento básico de la propaganda
militar soviética y de los manuales de campo para
la mayor parte de la Guerra fría (cf. refs. 5.16,
13.30). Uno de los autores del artículo de Izvestia
recuerda que el párrafo en cuestión fue insertado
por los censores en los inicios de la glasnost
(Vitali Goldanski, comunicación privada, 17 de
enero de 1990). Tanto Goldanski como Kapitsa
han sido siempre muy abiertos y valerosos en sus
declaraciones públicas acerca de cuestiones
políticas.
Capítulo XI
CONSECUENCIAS DE LA
EJECUCIÓN
Los fuegos de la
guerra se han
encendido...
La nación
ha quedado destruida...
De «Perspectivas de primavera», por Du
Fu (dinastía Tang, 757), en Greg Whincup
e d. , The heart of chinese poetry (Nueva
York: Anchor Press/Double-day, 1987), 65.
Existe una especie de caja de seguridad en la
base de la Fuerza Aérea cerca de Omaha,
Nebraska, en la que se guarda un documento, que
se pone al día de manera regular, señalado con las
más altas medidas de secreto. Tal vez exista
también una copia en Washington. Su título es:
«Consecuencias de la ejecución.» Constituye una
detallada estimación de lo que sucedería si se
llevase a cabo alguno de los diversos planes de
una guerra nuclear. Su existencia está prevista
para que la Autoridad del Mando Nacional —el
Presidente, y los designados por él mismo y sus
sucesores— pueda formarse un juicio exacto si
llega esa fatídica hora. Se trata de uno de los
documentos más importantes de la Tierra. Como
es natural, no sabemos la información que ese
libro contiene. (Ni siquiera estamos seguros
161
que exista, aunque nos lo han confirmado
fuentes dignas de crédito.) También debe de existir
otro libro comparable alojado en alguna caja
fuerte en Moscú, y otros libros más delgados en
Londres y París, y Pekín y, tal vez, en otras partes.
¿Qué dicen esos libros? ¿Toman en consideración
el invierno nuclear? Y, de no ser así, ¿está
recibiendo la «Autoridad del Mando Nacional»
toda la información que sea relevante? ¿Cómo
pueden adoptarse decisiones acerca de la guerra
nuclear sin comprender todo el alcance de las
posibles consecuencias?
Las naciones que combatan en una guerra
nuclear pueden esperar —además del frío y de la
oscuridad del invierno nuclear— quedar
devastadas por las explosiones, los incendios, la
radiación instantánea, las pirotoxinas, la lluvia
radiactiva y las elevadas intensidades de la luz
ultravioleta. Incluso en las previsiones más
restringidas, donde los blancos urbanos son
meticulosamente evitados, la primera lluvia
radiactiva constituiría ya de por sí un enorme
peaje (ref. 11.1). Un ataque más generalizado
sobre las cien mayores ciudades mataría en un
instante a centenares de millones de personas (ref.
5.10) y destruiría la infraestructura económica de
la nación que estuviese siendo atacada. Sin
embargo, excepto en las peores previsiones,
muchas decenas de millones sobrevivirían, aunque
bajo un extraordinario agobio físico y mental.
También cabría esperar numerosas muertes tardías
(ref. 11.1). He aquí, pues, algunas de las
consecuencias de la ejecución.
Las naciones combatientes se contarían entre las
más ricas del mundo, por lo general con grandes
reservas de grano, ademas de otras materias
primas, y alimentos procesados. Muchas de ellas
serían autosuficientes en agricultura mecanizada.
Pero se producirían bajas temperaturas, bajos
niveles de luz; grandes zonas de tierras agrícolas
quedarían contaminadas por la reactividad y los
gases tóxicos y, más tarde, serían irradiadas por la
luz ultravioleta; la interrupción o destrucción de
los críticos abastecimientos de combustibles,
fertilizantes, semillas, irrigación, herbicidas,
pesticidas y las instalaciones para la cosecha
almacenado, procesado y entrega de los alimentos;
además, habría plagas de insectos y la agricultura
descendería en picado, o desaparecería, durante un
prolongado período de tiempo (ref.3-11)- En las
naciones combatientes, la mayor parte de los
supervivientes de los primeros días de la guerra
también se morirían, sobre todo, a causa del
hambre. Todo esto for-
162
ma parte de las consecuencias de la ejecución.
Las aves y los mamíferos son más vulnerables
al frío, la oscuridad y la radiación que los insectos
que constituyen sus presas, y se producirían unas
plagas de insectos, tal vez de proporciones
bíblicas. Los insectos y los microorganismos
portadores de enfermedades se extenderían en el
preciso instante en que los hospitales habrían
quedado destruidos, habría muerto una gran
proporción de médicos, no existirían medicinas
disponibles y los sistemas inmunitarios de los
sobrevivientes se hallarían debilitados por un
estrés sin precedentes, tanto físico como
emocional. Éste es un ejemplo de «sinergia», la
adversa interacción multiplicadora de las
consecuencias de la ejecución.
A pesar de esta lúgubre perspectiva, algunos
optimistas pro-nosticadores han previsto la
recuperación del producto nacional bruto y de la
calidad de vida en Estados Unidos unas cuantas
décadas después (ref. 11.2). Presumiblemente, se
imaginan que tales nociones de recuperación
nacional podrán también aplicarse, en grados
diferentes, a otras partes del mundo. También se
ha sugerido, de manera oficial, que la agricultura
residual podría casi de inmediato alimentar a los
supervivientes de un ataque nuclear sobre Estados
Unidos, y que dicha recuperación sería rápida (ref.
11.3). Pero nos mostramos del todo es-cépticos al
respecto. El invierno nuclear arroja una sombra
muy larga sobre las predicciones de recuperación
de las naciones combatientes. Incluso en el caso
más benigno de las anomalías climáticas previstas
en los modelos actuales de invierno nuclear, eso
incluye un prolongado fracaso en las cosechas del
año, o de los dos años siguientes, en que se
produzca la guerra nuclear (ref. 3.11), tal y como
sucede, a una escala menor, en el «invierno
volcánico» después de una importante explosión
de los volcanes. Es muy probable que muy poca, o
ninguna, deja agricultura de la zona de blanco de
la latitud media del hemisferio Norte sobreviva al
primer año, y la producción, durante varios años
más, quedaría tal vez frustrada por un tiempo un'
previsible y anómalo (ref. 11.4). La prognosis de
una población que se hallará afligida por heridas
extensas y profundas, una exposición sin
precedentes a la radiactividad y a las pirotoxinas,
graves problemas sanitarios y de enfermedades,
traumas sociales y psicológicos, carencia de
alimentos, agua potable, medicinas y cuidados
médicos, extrañas y extremas variaciones, en el
tiempo —incluyendo intervalos de profundo frío,
violentas
163
tormentas, sequía y, finalmente, aumentos en la
intensidad de la abrasante radiación ultravioleta,
no deja de ser de lo más desfavorable.
Se han estudiado preparativos de defensa civil
para la protección de los ciudadanos de las
naciones que se hallen en riesgo de la explosión y
de la lluvia radiactiva, o respecto de su nuevo
asentamiento en áreas que no hayan sido afectadas
por la guerra. Sin embargo, Estados Unidos y otros
muchos países se han percatado de que la
construcción y mantenimiento de unos refugios
efectivos para toda la población amenazada sería
en extremo costoso incluso para ser tomado
seriamente en cuenta (ref. 11.5). Los
planificadores soviéticos sólo han previsto
refugios para los dirigentes civiles y militares,
sobre todo como un medio de tranquilizar a las
víctimas potenciales, y sobre todo por razones
políticas (véase recuadro). Además, incluso los
refugios en masa más sofisticados, sólo se han
diseñado para su ocupación durante un plazo breve
(tal vez unas cuantas semanas). No existen planes
de defensa civil para la gran masa de la población
superviviente en un medio ambiente gravemente
degradado, ni tampoco puede haberlos. Para evitar
la difícil admisión de que resultan sin valor unos
refugios a gran escala para la población civil,
dado el probable medio ambiente de posguerra,
los planificadores de la defensa civil
estadounidense han optado, en realidad, por
ignorar el invierno nuclear; tampoco existe el
menor indicio de la posibilidad del invierno
nuclear en los documentos de planificación de la
entidad gubernamental que tiene la disposición
mejor, la Agencia Federal para Actuaciones de
Emergencia (ref. 11.6).
Irónicamente, un sistema de refugios a nivel
nacional, y diseñado sin tener en cuenta los
efectos a largo plazo, podría incrementar, después
de pasada la necesidad de los tales refugios, las
demandas de sistemas agrícolas y médicos (estos
últimos debido a que muchos de los
supervivientes en los refugios habrían recibido
dosis de radiación subletales, pero debilitantes,
con unos sistemas autoinmunitarios disminuidos
y/o habrían desarrollado graves enfermedades
durante su período de confi-namiento). A la luz
del invierno nuclear, los refugios civiles tipo
estándar considerarse como algo que posponga
durante breve período, pero que difícilmente
llegue a prevenir, las muertes de un amplio
número de aquellos que puedan llegar a
164
un refugio después de un intercambio
central. Y el invierno nuclear
convierte en crítica la «nueva
ubicación» de los refugiados urbanos,
que necesitan la ayuda del campo
para su alimenta ción y tener así una
mínima esperanza.
Resumiendo, en las naciones
combatientes, el invierno nuclear
amenaza profundamente a la
población superviviente y plantea
graves desafíos a la recuperación de la
sociedad y de la economía después de
una guerra nuclear. Tenemos la
esperanza de que este hecho quede
anotado en los libros guardados en
Omaha y en Moscú (ref. 11.7).
INVIERNO NUCLEAR Y
HAMBRE
Tal vez la influencia más
profunda del invierno nuclear sobre
el ser humano sería, de manera
sucesiva, el hambre, la mala
alimentación y la inanición total. A
continuación damos una desolada
relación de un experto en nutrición:
Históricamente, las hambres
han sido de dos clases: aquéllas
en las que existe una carencia
absoluta de alimentos y aquellas
otras en las que, simplemente, la
gente no tiene dinero para
comprarse alimentos y no se les
distribuyen. La guerra nuclear
precipitaría a la vez ambas
clases de hambre. No tenemos
precedentes acerca de los
efectos climáticos de un invierno
nuclear, pero tenemos una
abundante y lúgubre evidencia
histórica de lo que puede
sucederles a la nutrición y a la
salud de las poblaciones
humanas. El dinero para
comprar comida puede ya no
existir para todas aquellas
personas cuyos empleos han
desaparecido a causa del
conflicto, en un país cuyo
gobierno e infraestructura han
quedado destruidos y donde el
dinero, probablemente, carezca
ya de significado. Como ha
sucedido tan a menudo en el
pasado, y más recientemente en
Etiopía y en e l Sahel, pero
varias veces durante este siglo
en la India, los movimientos
regionales de los alimentios
necesarios para aliviar las
hambres locales no tienen lugar.
Las hambres causadas por
desastres naturales y las guerras
han azotado a la Humanidad a
través de toda su historia, y las
consecuencias nos son muy
familiares-El hambre origina
que el pueblo desesperado no
per' manezca en orden y
disciplina. En las hambres del
siglo
165
XVIII,los almacenes, mercados e
incluso graneros, se vieron
saqueados y los alborotos a menudo
no pudieron dominarse ni con gran
número de tropas.
Las pruebas ocurridas en el siglo
xx son aún más sorprendentes
porque derivan de acontecimientos
ocurridos dentro del recuerdo
reciente y se hallan muy bien
documentados. Herbert Hoover, en
su obra en tres volúmenes An
american epic [Chicago: Regnery,
1959-1961], describe un hambre
absoluta que afectó a 25 millones de
personas en el valle del Volga y en
Ucrania, Rusia, en 1921 [originada
en parte, por la guerra civil rusa]. En
aquel momento se creía que moriría
toda la población de esas zonas al
cabo de unos cuantos meses. La
mala alimentación y el hambre
resultaban evidentes por todas
partes, y se veía a los muertos
tirados por las calles y por las
carreteras que llevaban a las
ciudades, donde pronto serían presa
de los perros y de las aves. Los
muertos desnudos se amontonaban
para ser después transportados al
cementerio, donde unos grandes
fosos, aproximadamente de 3 metros
de profundidad, pudiesen acomodar
a varios cientos de cadáveres. Sólo
en la ciudad de Orenburg, se
informó en aquella época que se
producían 800 muertos diarios.
En enero de 1921, los cuerpos de
los que habían muerto eran
demasiado numerosos para poderlos
enterrar y se apilaban en montones
en los edificios. A menudo eran
robados y se cocía la carne como
alimento. El tifus y las fiebres
tifoideas se convirtieron en
endémicos, y abundaba la disentería,
con un índice de fallecimientos de
hasta el 50 % en los niños. El pan se
hacía con hojas, con cortezas de
abedul y de olmo, serrín, cascaras de
nueces, ruibarbo, juncos,
cacahuetes, paja, peladura de
patatas, coles, hojas de remolacha e
incluso con boñigas de caballo. Los
animales muertos constituían un
auténtico lujo. Hacia el verano de
1921, los supervivientes luchaban
por su vida para poder comer perros,
ratas, raíces, pieles, huesos y toda
clase de desechos. Los hombres
habían perdido la razón y se habían
convertido en caníbales. Una gran
variedad de enfermedades
infecciosas agravaba los ya enormes
sufrimientos de los hambrientos. Un
relato contemporáneo los describe
así: «En busca de comida, los
agotados, enfermos y desnudos
hambrientos se arrastraban
penosamente en busca de las
ciudades y los pueblos más grandes,
con la esperanza de encontrar allí
alimentos. A cada paso se
166
tropezaba con esqueletos vivientes, ya
apenas capaces de moverse, o ya
completamente exhaustos y moribundos
donde habían caído.» [Hoover, ibíd.]
Todo esto ocurría en el siglo actual, como
resultado de las devastaciones en época de
guerra, pero resulta algo trivial en
comparación con un holocausto nuclear y sin
que se viese afectado por los efectos de la
radiación. ¿Puede existir alguna duda
respecto de que se diesen escenas similares
en Norteamérica y Europa entre cualquier
tipo de concentración de supervivientes tras
un intercambio nuclear con la clase de
destrucción que efectivamente se habría
producido? Al final de la Primera y la
Segunda Guerra Mundial, los grandes
embarques de alimentos, desde Estados
Unidos, llegaron a salvar millones de vidas
(*).
Con la guerra nuclear afectando tanto a
Europa como a Norteamérica, ya no habría
una fuente que proporcionase semejante
solución. [Nevin C. Scrimshaw, «Alimento,
nutrición y guerra nuclear», New England
Journal of Medicine 311, 1984, 272-276.]
(*) [El hambre de 1921 descrita aquí se acabó
con los alimen
tos suministrados por el pueblo de los Estados
Unidos, en un esfuer
zo dirigido por el futuro presidente Hoover;
salvó la vida de millo'
nes de ciudadanos soviéticos.]
167
EL SISTEMA DE REFUGIOS
SOVIÉTICO
Durante muchos años, la doctrina soviética ha
puesto el énfasis en la importancia de refugios:
para los dirigentes, para los militares y para la
población civil. El mariscal Sokolovski enfatizó
el asunto de los refugios en su libro Estrategia
militar soviética, que produjo un enorme
impacto sobre los estrategas estadounidenses (V.
D. Sokolovski, ed., Voennaia Strategia [Moscú:
Voenizdat, 1962 y ediciones posteriores]).
Una sobria valoración estadounidense:
El concepto soviético de dirección de la
guerra va más allá de buscar refugio a un
pequeño número de dirigentes clave y ha
sido diseñada para procurar la continuidad
en el liderazgo a todos los niveles...
El componente central del programa de
continuidad en el liderazgo soviético es un
sistema omnicomprensivo y redundante de
puestos de mando e instalaciones de
comunicación construidos con hormigón,
puestos móviles de mando y nuevos lugares
de ubicación urbana. Los actuales puestos de
mando consisten en búnqueres cerca de la
superficie, así como otros más complejos a
grandes profundidades. Algunas instalaciones
del área de Moscú se hallan a centenares de
metros de profundidad y pueden acomodar a
millares de personas. Unas instalaciones
similares y más reducidas existen también
por debajo de las principales ciudades
soviéticas. Los búnqueres cerca de la
superficie se han construido asimismo para
los militares, para el partido comunista y
para las autoridades gubernamentales, a
través de toda la Unión Soviética. [Mando de
Jefes Conjunto, 1989 Joint Military Net
A s s e s s m e n t (Washington, D. C:
Departamento de Defensa, 1989), 7.1.]
El Departamento de Defensa estima la
existencia de 1.500 refugios de hormigón para
175.000 miembros del partido comunista y
funcionarios del gobierno (Departamento de
Defensa de Estados Unidos, Soviet Military
Power [Washington, D.C.: U. S. Government
Printing Office, 1987], 52). Presumiblernente,
habría también lugares para miembros de otros
Partidos políticos, en el caso de que el proceso
de democratización se extendiese más en la
URSS.
168
Una valoración tal vez menos
sobria es la realizada por el ex jefe
de la Inteligencia de la Fuerza Aérea
de Estados Uni. dos, el general de
División George J. Keegan, Jr., que
cree que la Unión Soviética ha
construido unos 75 refugios
subterráneos «en cada ciudad de los
distritos militares», lo cual implica un
coste de unos 15 billones de dólares
(William E. Bu-rrows, Deep Black:
Space espionage and National
s e c u r i t y [Nueva York: Berkley
Books, 1988], 5-6; cf. ref. 4.5, en
especial sus capítulos V y VIII). Esta
suma es mayor que la cantidad total
gastada por Estados Unidos durante
la guerra fría, a partir de 1945. Las
cifras reales en rublos es probable
que sean mucho menores.
La escala de los preparativos
soviéticos para asegurar la
supervivencia de la élite de los
líderes ha sido la principal
responsable del continuo desarrollo,
por parte de los Estados Unidos, de
las ojivas nucleares taladrantes, «o
que penetran en la tierra», que, tras
llegar a la URSS, se hunden en busca
de los refugios de los dirigentes,
antes de explosionar. Tanto los
misiles MX como el Trident 2, al
parecer, están equipados con tales
ojivas nucleares (cf. Edgar Ulsamer,
«Misiles y objetivos», Air Forcé
Magazine, julio de 1987, 70; James
W. Canan, «La peligrosa calma en la
modernización estratégica», Air
Force Magazine, octubre de 1988,
74; Warren Strobel, «Estados Unidos
fabrica bombas nucleares que
taladran», Washington Times, 12 de
setiembre, 1988, 1). La motivación
parece ser, aproximadamente, la
misma que la decisión del primer
ministro Jruschov, a pesar de las
protestas de Andréi Sajarov, de
desarrollar y probar armas nucleares
de una fuerza explosiva de 50 a 100
megatones, capaces de destruir los
puestos de mando estadounidenses
subterráneos. Asimismo, Estados
Unidos está volviendo a bombas de
gravedad de alta fuerza explosiva (de
9 megatones y posiblemente más),
con las que llenar sus arsenales,
sobre una base de provisionali-dad,
para poder amenazar los refugios de
los dirigentes soviéticos hasta que
estén preparadas las armas
taladrantes.
No existe la menor duda de que
también se han construido en la
Unión Soviética refugios grandes
civiles, en los que se almacenan
víveres y otros suministros. Pero,
incluso dejando de lado el invierno
nuclear, tendrían muy poco efecto
sobre el resultado de una guerra
nuclear. Según el ex director de la
CÍA, William Colby, se construyeron
por razones de moral. [Burrows,
Deep Black, págs. 14,15.] Cuando
uno de nosotros (C. S.), preguntó a
un funcionario soviético de alta
graduación por qué se ha puesto
tanto énfasis en la URSS respecto de
la construcción de refugios
antinucleares, dado
169
q u e su utilidad resulta marginal, replicó:
«¿Cómo decirle a nuestro pueblo que no
podemos hacer nada para protegerle de una
guerra nuclear?» (El mismo razonamiento
político se halla detrás de las propuestas
estadounidenses para la guerra de las galaxias.)
Los refugios desempeñan un papel más político,
en ausencia de una guerra nuclear, que un papel
estratégico para el caso de una guerra nuclear. A
veces, se cree que esto constituye una prudente
restricción para no provocar el pánico en el
pueblo.
El conocer los efectos destructivos de las
armas modernas no debe desarmar
moralmente a los nuestros ante el agresor.
Aunque nos cuenten las características
destructivas de las armas modernas, los
propagandistas deberían guiarse por las
enseñanzas de V. I. Lenin, respecto de
nuestra propaganda, dirigida a realzar la
disciplina y aumentar la preparación militar,
y no debemos sobrepasar los límites para
que, nosotros mismos, no contribuyamos al
pánico. [Elementos del programa de
preparación del elemento dirigente;
«Defensa civil, propaganda», Voyennie
Znania (Conocimientos militares), núm. 7,
julio de 1984, 23.]
A continuación, un comentario soviético, por
Yevgueni Velijov, el hombre responsable de la
descontaminación tras el desastre de la central
eléctrica nuclear de Chernobil:
¿Cómo actuó la defensa civil en
Chernobil, donde tuvimos que movilizar a
todo el país para limpiar una relativamente
pequeña contaminación nuclear? Constituye
una auténtica locura pensar que cualquier
clase de defensa civil tenga el menor
significado en una guerra nuclear. Esto es lo
que yo les digo a nuestros militares...
[Entrevista con Velijov, «Seguimos
recordando Chernobil», en Stephen F. Cohen
y Katrina van den Heuvel, eds, Voices of
Glasnost: Interviews with Gorbachev's
reformers (Nueva York y Londres: W. W.
Norton & Company, 1989), 171.]
Aunque los refugios soviéticos estuviesen
provistos de la comida suficiente, agua, sistemas
de filtración del aire, etc., para los meses o años
iniciales del invierno nuclear, el mundo que
aguardaría por encima de sus cabezas a los
ocupantes sería de lo menos prometedor,
dejando en pañales el hambre mundial de 1921.
Y tampoco habría montañas de
170
comida donadas desde el extranjero. Sea cual
sea la preocupación de los planifícadores
militares estadounidenses respecto de la «laguna
de refugios», el invierno nuclear debería ayudar
a eliminar esa ansiedad.
Capítulo XII
EL INVIERNO NUCLEAR EN
LAS NACIONES QUE SE
PREOCUPAN DE SUS
ASUNTOS
Sea cual sea el derecho que tenga un país a
preservar su propia forma de gobierno ante la
oposición extranjera, no puede, con ninguna
justicia, alegar el derecho a exterminar a muchos
millones en países que deseamos mantener
apartados del conflicto. ¿Cómo puede,
mantenerse que, a causa de que a muchos nos
disguste el comunismo, tenemos derecho a infligir
la muerte a innumerables habitantes de la India y
de África?
BERTRAND RUSSELL, ¿Has Man a
Future? (Nueva York, Simon and Schuster,
1962), 43.
Nuestra simpatía es fría respecto de la miseria distante.
EDWARD GIBBON, La decadencia y
caída del Imperio romano (1781), capítulo
49.
¿Cuáles son las consecuencias del invierno nuclear
en aquellas naciones que se ocupan de sus propios
asuntos: naciones no alineadas con las
organizaciones del tratado del armamento nuclear,
naciones que no desempeñan ningún papel entre
los
172
Estados Unidos y la Unión Soviética, naciones
muy alejadas que quieren que las dejen solas?
Después de una guerra nuclear, en las mentes de
algunos estrategas, la recuperación es algo que
equivale a «ganar» siempre y cuando el adversario
se recupere con mayor lentitud o, preferiblemente,
no lo haga en absoluto. Pero si el «ganador» no
puede reclamar su poder en el momento oportuno,
las de más naciones, menos afectadas globalmente,
se apresurarían a llenar el vacío económico y
militar, obviando presumiblemente la razón que
tuviera, en su caso, el vencedor para hacer la
guerra. De lo que se deduce que, en el caos y la
rutina de la muerte en masa de una guerra nuclear,
se alcanzarían los blancos militares y económicos
de las naciones no combatientes para que no se
convirtieran en rivales de posguerra de los
combatientes. Asimismo, se zanjarían con rapidez
antiguas motivaciones. La justificación para esa
manera de elegir los objetivos se facilita ante el
hecho de que los puertos y los aeropuertos que
estén lejos de los combatientes guardan
potencialmente una significación estratégica para
poder volver a cargar, suministrar de nuevo
combustible y reparar los aviones, submarinos y
barcos de superficie, especialmente en una guerra
prolongada, si ello fuese posible.
Los Estados con armamento nuclear es
improbable que admitan que su objetivo sea
también las naciones no combatientes, pero se trata
de algo que se deduce con rapidez de lo que
depara la «lógica» de las operaciones estratégicas.
Incluso unas cuantas explosiones nucleares dentro
de las fronteras de una nación produciría una
devastación muy extendida y unas dificultades sin
precedentes (ref. 12.1). En las naciones no
combatientes, los planificadores prudentes,
alineados y no alineados, creemos que serán lo
bastante prudentes para considerar todas estas
posibilidades.
En un masivo conflicto nuclear las naciones no
combatientes, apartadas de las dos primeras
alianzas, pueden esperar:
1. Potenciales detonaciones nucleares en
instalaciones clave militares o económicas,
dentro o cerca de sus fronteras, -incluyendo
aeropuertos, puertos (especialmente los
equipados para submarinos), centros de
comunicación con fábricas, instalaciones
petrolíferas y otros objetivos económicos.
2. Cese del comercio con los combatientes y
otras nacio, nes abastecedoras, sobre todo en
víveres, medicinas, combusti-
3.
173
bles, fertilizantes, semillas y productos
manufacturados.
c) Una corriente de refugiados, muchos de ellos
afectados de grave desnutrición, heridas y
enfermedades; y desesperadas súplicas de ayuda
por parte de las naciones vecinas; y
d) Perturbaciones medioambientales de largo
alcance, tal vez de una gravedad sin precedentes.
La mayoría de las naciones no alineadas o
débilmente alineadas de África, Sudamérica y
Asia, aparentemente no han previsto tales
implicaciones nucleares de manos de las
superpotencias. Otras, como Nueva Zelanda, han
tratado de minimizar el riesgo de un ataque directo
nuclear reduciendo el número de blancos
potenciales en el interior de sus fronteras (cf. ref.
13.4).
El análisis biológico «SCOPE» (ref. 3.11) trata
de los efectos de las perturbaciones a nivel
mundial en el comercio agrícola. Se ha
descubierto que centenares de millones de
personas se hallan en peligro de morirse de
hambre, incluso sin importantes perturbaciones
climáticas. Los déficits previstos de
importación/exportación, en 1990, para muchas de
las naciones desarrolladas, alcanza ya un ámbito
del 10 al 590%, todo ello sin guerra nuclear o sin
un invierno nuclear. Además, los refugiados de las
zonas en guerra podrían alborotar las poblaciones
locales, incrementando las demandas de alimentos
y de otros suministros y apresurar la difusión de
las enfermedades. Las relaciones políticas entre
las naciones supervivientes tal vez degenerasen
con rapidez, y podrían estallar guerras locales, que
no harían otra cosa que empeorar aún más la
miseria. Por lo tanto, nos parece que las naciones
alejadas se hallan del todo justificadas en sus
presiones a las superpotencias para unas masivas
reducciones en armamento nuclear.
Los no combatientes se enfrentarían a escaseces de
alimentos e inanición durante años, todo ello
acompañado de unas pandemias globales,
especialmente letales a causa de que mu-chos
sistemas inmunitarios humanos estarían afectados
por las radiaciones (refs. 2.3, 12.2). La lluvia
radiactiva, las toxinas per-Judiciales procedentes
de las ciudades incendiadas y la radia-ción
ultravioleta llegarían en dosis peligrosas, y la
imprevisibili-dad del tiempo y del clima, del que
dependen las sociedades y las civilizaciones, se
llegarían a transformar en una pesadilla
prolongada y caótica de fríos, sequías y tormentas.
Según el inforrne «SCOPE», las naciones no
combatientes sufrirían, en último termino, más
bajas que las naciones combatientes (ref. 3.11).
174
Consideremos, por ejemplo, a Japón. Posee la
economía más fuerte y, según algunos índices, es
la nación más poderosa de la Tierra. Imaginemos
—lo cual creemos que resulta altamente
improbable— que, en una guerra nuclear, no
explotase en el Japón, o encima suyo, ni una sola
bomba nuclear. No obstante, las nubes del humo
del invierno nuclear y la lluvia radiactiva llegarían
hasta el Japón gracias a los vientos dominantes,
desde los blancos de China, Mongolia, Siberia y
las Coreas. Unos comparativamente pequeños
descensos en la temperatura (que incluya una sola
noche por debajo del punto de congelación) son
suficientes para destruir la cosecha japonesa de
arroz. Japón importa más del 50% de sus
alimentos y más del 90% de su combustible. El
comercio mundial quedaría casi eliminado en una
guerra nuclear importante, sin considerar el asunto
del invierno nuclear. Si un crónico invierno
nuclear durase, como mínimo, varios años,
seguido por graves incrementos en la intensidad de
la luz solar ultravioleta en la superficie (a causa
de la disminución de la capa de ozono), no resulta
difícil comprender que la economía japonesa
quedase destruida y muriesen la mayor parte de los
ciudadanos japoneses. Si Japón era tomado como
blanco, las consecuencias serían aún más serias.
Todos estos asuntos son aún más relevantes para
quienes consideran que hay que proveer a las
fuerzas de defensa japonesas con armamento
nuclear.
Muchas naciones en vías de desarrollo con
suministros alimenticios menos estables y
economías más frágiles —incluso aquellas
situadas en unas latitudes más al Sur—, quedarían
aún más totalmente destrozadas. Naciones muy
pobladas como Nigeria, o la India, o Indonesia, se
derrumbarían en una guerra nuclear, sin que
llegase a caer una sola bomba atómica sobre su
suelo.
Las consecuencias inmediatas y cierto número
de las de a largo plazo —muchas reconocibles
durante años—, al parecer no han movido a las
superpotencias, a sus aliados, ni a las víctimas
potenciales de los Estados no alineados a realizar
la acción más débil, excepto la aceleración de la
carrera de armamentos Sin embargo, el invierno
nuclear, en que miles de millones de no
combatientes pueden morirse de hambre, ha
ayudado a muchas naciones, tanto las combatientes
como las no combatientes, a cambiar la política en
el tema de la guerra nuclear (tal y como se
describe en el capítulo siguiente). El invierno
nuclear
175
parece haber despertado de nuevo las
preocupaciones acerca de un potencial apocalipsis
global, incluso en naciones distantes y del
Hemisferio Sur, que en un tiempo se creyeron
inmunes a -o incluso potenciales beneficiarios de
— una guerra nuclear entre Estados Unidos y la
URSS. Más del 85% de los humanos sobre la
Tierra viven en el Hemisferio Norte. Una guerra
nuclear y un invierno nuclear que se viera por
completo restringido al Hemisferio Norte, podría,
por lo tanto, destruir a la mayor parte de los
humanos. Si unas cantidades significativas de
partículas finas fuesen llevadas desde el
Hemisferio Norte al Hemisferio Sur (o se
produjera en el Hemisferio Sur), o si el enorme
agujero en la capa de ozono generado por el
invierno nuclear, se desplazase más tarde a través
del ecuador, o si las pandemias globales fuesen lo
suficientemente serias, en ese caso los efectos
medioambientales de la guerra nuclear
amenazarían al resto de la especie humana.
Hasta que apareció la teoría del invierno
nuclear, la mayoría de los expertos habían alegado
que los efectos de una guerra en el Hemisferio
Norte quedarían confinados al Norte (descontando,
como es natural, la posibilidad de objetivos
nucleares en el Sur). Imágenes de ficción de nubes
radiactivas extendiendo la letal lluvia radiactiva
por todo el mundo (ref. 12.3) no habían sido
aceptadas por los analistas más serios. Sin
embargo, el invierno nuclear deja claro que, en
una guerra nuclear, el medio ambiente de la Tierra
debe considerarse como un sistema bio-genétíco
integrado y muy ajustado, que puede verse
trastornado a escala global.
Un cálculo muy por encima, de Cao Hongxing y
Liu Yuhe, en China, sugiere que cuantas más
explosiones nucleares se produzcan a bajas
altitudes en el Norte, más fría resultará la
temperatura global (ref. 12.4). Uno de los
principales efectos del invierno nuclear sobre la
agricultura es de tipo indirecto: una disminución
media de las lluvias terrestres, en el mes de julio,
de un 50% o más en las altitudes medias del Norte
sobre un gran rango de profundidades ópticas,
acarreará la no pre-sentación, durante una o dos
estaciones de crecimiento, de las lluviass del
monzón de verano sobre Asia (ref. 12.5). Para
unas profundidades ópticas mayores, esa falta de
lluvias se ha averi-guado que se extiende también
al ecuador. Pittock (ref. 12.6) ha escrito
ampliamente acerca de las consecuencias para el
Hemisferio Sur de una guerra nuclear en el
176
Norte. Son más difíciles de prever, aunque la
probabilidad de efectos graves es ciertamente más
baja que en el Norte. (Sólo por esta razón, la
adquisición de armas nucleares por las naciones
de las latitudes medias del Sur —por ejemplo,
República Sudafricana, Australia, Argentina,
Brasil o Chile— podría ser especialmente
peligrosa para la especie humana.) Son probables
impactos medioambientales y climáticos a largo
plazo debidos al humo y al polvo alzados. Hasta
ahora los simuladores tridimensionales de la
circulación general atmosférica del invierno
nuclear no han incluido objetivos en el Hemisferio
Sur Si el 1% de los arsenales estratégicos
mundiales se dedicasen a blancos urbanos en el
Hemisferio Sur, añadidos al complemento del
humo del Hemisferio Norte que puede cruzar el
ecuador, en ese caso estimamos que se produciría
un invierno nuclear importante en el Sur (ref.
12.7).
Da Silva (ref. 12.8) ha propuesto que un
invierno nuclear en el Hemisferio Norte, a través
de una reducción en las lluvias, podría secar tanto
la pluviselva del Amazonas, que los posteriores
incendios espontáneos quemarían una zona muy
extensa; sugiere que el hollín resultante es
suficiente para producir un invierno nuclear
secundario tan grave como el primero, pero éste,
sobre todo, en el Hemisferio Sur. Alguna clase de
incendio mundial parece la explicación de la capa
global de hollín al final de la época del Cretáceo,
hace unos 65 millones de años; esto se acompaña
también de las pruebas del impacto contemporáneo
de un asteroide de 10 km de diámetro (o núcleo
cometario) con la Tierra, como la presunta causa
de la extinción de los dinosaurios y de la mayoría
de las demás especies vivas sobre la Tierra (véase
capítulo V, recuadro, Invierno de impacto). Incluso
en Estados Unidos, con el equipo contra incendios
más avanzado del mundo, y en ausencia de
invierno nuclear, diez mil kilómetros cuadrados, o
más, de bosque se incendian cada año. La guerra
nuclear produciría daños en los bosques a nivel
mundial, aumentando en extremo el peligro de
incendios forestales. Los árboles dañados por la
radiación son propensos a la infestación por
insectos y microbios, que pueden convertir a los
bosques en un yesquero, que sólo aguardase una
chispa procedente de un rayo o de los
supervivientes humanos. Se trata de un peligro
tanto para el Norte como para el Sur, y puede
llevar a una significativa segunda oleada de humo
inyectado en la atmósfera de la Tierra al año
siguiente del invierno nuclear.
177
Dando por supuesto que no exista ningún blanco en
el He-misferio Sur, y no haya «segunda oleada», y
pasando por alto las epidemias, el corte de los
subsidios a la importación y el incremento del
flujo ultravioleta, Pittock (ref. 12.6) ha examinado
los efectos del invierno nuclear en Australia, más
alejada de los principales blancos de la guerra
nuclear que cualquier otra nación de la Tierra. El
humo generado en el Hemisferio Norte haría
disminuir la intensidad de la luz solar en un 20%
durante un año o más. Las caídas medias de
temperatura se estiman de 2 a 4 °c en enero
(verano australiano). La lluvia disminuiría en toda
Australia hasta la mitad. Cuando se incluyen todos
los efectos, excepto los objetivos en el Hemisferio
Sur y la «segunda oleada» de hollín, los resultados
pueden significar la imposibilidad «de atender a la
población existente», es decir, que también se
produciría en Australia una inanición masiva. (ref.
12.9).
Si se llevara a cabo el extremo más grave del
espectro del invierno nuclear en el Hemisferio
Norte, la supervivencia de grandes sociedades
intactas en el Hemisferio Sur podría constituir la
clave de que emergiera de nuevo una civilización
global, e incluso se produjera la continuidad de la
especie humana. Sin embargo, se necesita realizar
una mayor investigación de las consecuencias a
largo plazo de un conflicto nuclear (por lo menos
durante varios años tras la posguerra) en el
Hemisferio Sur, incluyendo en este caso también
objetivos en este Hemisferio.
Capítulo XIII
IMPACTO DEL INVIERNO
NUCLEAR
EN LA POLÍTICA GLOBAL
Por la fuerza de los acontecimientos, nos hemos
encontrado, durante los últimos cinco años, en la posición
de un pequeño grupo de ciudadanos conocedores de un
peligro de muerte para la seguridad de este país, así como
para el futuro de todas las demás naciones, del que el
resto de la Humanidad no era consciente.
En el pasado, la ciencia había sido a menudo capaz de
proporcionar también nuevos métodos de protección
contra las nuevas armas de agresión creadas, pero no
puede garantizarse semejante eficiente protección contra
el uso destructivo del poder nuclear. Y esta protección sólo
puede llegar de la organización política del mundo.
JAMES FRANCK Y otros, «El Informe Franck: Un
informe del secretario de la Guerra, 11 de junio 1945».
Reimpreso en Robert Jungk, Más brillante que mil soles
(Nueva York: Harcourt, Brace, 1958), págs. 348-360. (El
Informe Franck constituyó un llamamiento secreto antes
de Hiroshima por parte de algunos de los científicos
estadounidenses que ha blan desarrollado la primera
bomba atómica. Urgían a que, ante el peligro planteado
por la bomba, todas las naciones del mundo se unieran
para hacer frente a un peligro que les era común.)
El invierno nuclear ha ayudado a sacudir la
complacencia, a forzar nuevas y agonizantes
valoraciones y a alterar la política, sólo en las
naciones con el arma nuclear, sino en naciones sin
armamento nuclear, naciones que no se habían
nunca mostrado críticas ante la doctrina estratégica
de las superpotencias, naciones que, previamente,
carecían de todo tipo de política acerca de la
guerra nuclear. Ese cambio en las actitudes de las
naciones sin armas nucleares, a su vez, ha
empezado a influir en la política de los Estados
que sí poseen armas nucleares.
La Declaración de Delhi, de los jefes de Estado
o de gobierno de la India, Suecia, Tanzania,
México, Argentina y Grecia, se refiere de una
manera específica al invierno nuclear, como algo
que «pone ante un peligro sin precedentes a todas
las naciones, incluso a aquellas que se encuentren
muy alejadas de las explosiones nucleares»;
censura «a un pequeño grupo de hombres y de
máquinas en ciudades muy lejanas que pueden
decidir acerca de nuestro destino»; compara a los
pueblos del mundo con «un prisionero en la celda
de la muerte, que aguarda el incierto momento de
la ejecución», y apela a una congelación de las
armas desde el espacio y un tratado
omnicomprensivo de prohibición de pruebas
nucleares (ref. 13.1). Una petición, que apoya esta
Iniciativa de Paz en los Cinco continentes, escrita
por uno de nosotros, y firmada por 95 premios
Nobel, declara:
La tecnología humana es en la actualidad
capaz de destruir nuestra civilización global y
quizá también nuestra especie. Las vidas de
todos aquellos que habitan la Tierra hoy, y
todas las generaciones venideras, se hallan en
peligro. Naciones y pueblos, incluso aquellos
muy alejados de la zona de objetivo de la
guerra nuclear, se enfrenten a una devastación
sin precedentes. El peligro de guerra nuclear va
más allá de las fronteras religiosas,
económicas, sociales e ideológicas. Sean
cuales sean nuestras aspiraciones, perspectivas
y ambiciones para el futuro» sean cuales fueren
nuestras esperanzas para nuestros hijos y sus
hijos, todos se hallan ahora en peligro ante la
Perspectiva de una guerra nuclear (ref. 13.2).
Javier Pérez de Cuéllar, secretario general de las
Naciones
180
Unidas, con clara referencia al invierno nuclear,
exhortó a los
Estados miembro el 12 de diciembre de 1984:
Como secretario general de esta
Organización, sin ningún motivo que no sea el
interés común, creo justificada la pregunta que
debe plantearse a las potencias más avanzadas
en poder nuclear: ¿Qué derecho tienen a
decidir el destino de toda la Humanidad?
Desde Escandinavia a la América Latina,
desde Europa y África al Lejano Oriente el
destino de todo hombre y mujer queda
afectado por sus acciones. Nadie puede
esperar escaparse de las consecuencias
catastróficas de una guerra nuclear sobre la
frágil estructura de nuestro planeta. La
responsabilidad asumida por las grandes
potencias ya no afecta sólo a sus poblaciones;
afecta a todo país y a todo pueblo, a cada uno
de nosotros (ref. 13.3).
En su intervención ante la Asamblea General de
las Naciones Unidas, del 25 de setiembre de 1984,
el primer ministro de Nueva Zelanda, David
Lange, declaró:
Lo que los científicos nos han dejado claro
a todos —más claro que nunca— es que las
armas nucleares, que han podido ayudar a
mantener una paz inestable entre dos grandes
países durante más de tres décadas, se han
convertido en una amenaza para la seguridad y
la supervivencia de los países y pueblos de
todas partes (ref 13.4).
Luego se describe el invierno nuclear de una
manera explícita. Las críticas del señor Lange
quedaron repartidas por igual entre Estados
Unidos y la Unión Soviética. En su misma
intervención, conmina a esta última:
A la luz de la devastación que podría
causarse por medio de la guerra nuclear,
muchos países, de los que Nueva Zelanda es
uno, tienen la mayor dificultad en comprender
la habitual reluctancia [de la Unión Soviética]
a tomar parte en una negociación con los
Estados Unidos para el control bilateral de
armamentos.
Esta reluctancia desapareció pronto. En la
misma Asamblea
181
General de las Naciones Unidas, representantes de
muchas _ naciones extrajeron lecciones políticas
del invierno nuclear (ref. B.5).
El primer empleo que Nueva Zelanda hizo de las
reparacioque le dio Francia —tras el incidente en
que unos comandos franceses hundieron el buque
Rainbow Warrior, de Greenpeace, en el puerto de
Auckland, en donde murió un miembro de su
tripulación (para impedir que el buque fuese un
observador de las pruebas con armas nucleares
cerca de Tahití)—, fue patrocinar un estudio de las
consecuencias del invierno nuclear para Nueva
Zelanda (ref. 13.6).
En las Sesiones especiales sobre desarme de las
Naciones Unidas del 1 de junio de 1988, el primer
ministro de Suecia, Ingvar Carlsson, comenzó con
una descripción del invierno nuclear, extraído del
informe de la ONU (ref. 3.16):
Desde el final de la Segunda Guerra
Mundial, un puñado de naciones han adquirido
la capacidad de destruirse no sólo unas a otras,
sino también a todas las demás. El despliegue
del armamento nuclear ha situado a la
Humanidad bajo una amenaza que carece de
paralelo desde el comienzo de la Historia. Las
armas nucleares no son sólo una categoría más
poderosa de armas. Son únicas, en el sentido de
que su empleo puede amenazar la auténtica
supervivencia de nuestra civilización y de la
misma Humanidad. .. .Todos los países, por lo
tanto, no sólo tienen el derecho sino también el
deber... de impedir este desastre definitivo.
El invierno nuclear, según dijo el señor Carlsson,
impulsa hacia la necesidad de una «seguridad
común», un término acu-ñado por su predecesor,
Olof Palme:
Significa que, en la era nuclear, uno debe
buscar la seguridad junto con la del
adversario... Significa que no se Puede edificar
la seguridad mundial bajo la amenaza de una
aniquilación mutua. Significa que no se puede
alcanzar la paz atemorizando a los demás
países.
En el Reino Unido, el invierno nuclear ha influido
a los partidos en la oposición que resulta
concebible que lleguen en el
182
futuro a alcanzar el poder. La Declaración de
Política de Defen
sa del partido laborista británico, argumenta
acerca de una
disuasión convencional más que nuclear en
Europa, en parte a
causa del invierno nuclear:
Cualquier intercambio nuclear significativo
produciría un «invierno nuclear» en el
Hemisferio Norte. Centenares de millones de
personas morirían de hambre y del hundií
miento de las condiciones que sirven de
soporte a la vida En el seguro conocimiento
de lo que podríamos hacernos a nosotros
mismos, y a nuestros países, durante
generaciones, ¿resulta razonable creer que, en
un momento dado, o bien nosotros, o bien los
norteamericanos, lanzásemos las armas
nucleares para detener una invasión soviética
de Europa? (ref. 9.9).
Dennis Healey, ex primer ministro de Defensa
británico, y miembro del gabinete en la sombra del
partido laborista, quedó al fin convencido de la
futilidad de la fuerza de disuasión nuclear
británica, cuando comprendió lo que era el
invierno nuclear (ref. 13. 7).
A veces, las implicaciones políticas del
invierno nuclear llevan por unas direcciones
inesperadas. A principio de los años 1980, y
antes, el primer ministro griego, Andreas
Papandreu, se oponía a las instalaciones militares
estadounidenses en el suelo de su país: la razón
principal de ello radicaba en la consiguiente
probabilidad de que, en un conflicto Este/Oeste,
las ojivas nucleares soviéticas se abrirían paso
hasta suelo griego. Pero, en 1985, el señor
Papandreu comenzó a bajar el tono de sus
objeciones. Declaró que la oposición a las bases
americanas «se debilitaba con el paso del tiempo,
a causa de que el invierno nuclear acabará con
nosotros, seamos bombardeados o no» (ref. 13.8).
En los primeros años después del
descubrimiento del invierno nuclear, resultaba muy
arriesgado confiar en que se pusiesen en marcha
muy pronto cambios importantes en la política y en
la doctrina. No obstante, incluso entonces, hubo
señales, alguna de ellas considerablemente más
que sólo a humo de pajas. Respecto de la Unión
Soviética, se nos comunicó (ref. 13.9), ya en los
años 1984-85, que los ministros de Defensa y de
Asuntos Exteriores habían recibido información
acerca del invierno nu-
183
clear por parte de los científicos soviéticos (ref.
13.10). Habían aparecido artículos respecto del
invierno nuclear en Pravda, Izvestía- y muchas
otras publicaciones de circulación masiva, y se
había discutido ampliamente al respecto en la
televisión de toda la Unión Soviética (ref. 13.11).
Uno de nosotros había dado una conferencia en la
Universidad de Moscú, antes de la glasnost, de la
que se informó con cierto detalle en la Prensa
soviética (ref. 13.12). Vladimir Petrovski,
viceministro de Asuntos exteriores, escribe:
La naturaleza global de esa amenaza ha
quedado abundantemente clara en términos
tales como «invierno nuclear» o «noche
nuclear» —que describen fenómenos que
amenazan a todo el planeta— que, últimamente,
se han convertido en algo comprendido
internacionalmente. La integridad e
interdependencia del mundo significa que la
seguridad es integral e interdependiente, lo cual
convierte en imperativo el proclamar que la
seguridad es universal (ref. 13.13).
También se han publicado en la URSS varios
libros populares y técnicos, así como reportajes,
acerca del tema (ref. 13.14). El invierno nuclear y
sus implicaciones políticas se han discutido en
muchos foros internacionales por parte de
científicos muy bien situados en los gobiernos,
incluyendo a Yevgueni Ve-lijov, vicepresidente de
la Academia de Ciencias y principal consejero
científico del presidente Gorbachov; Velijov ha
declarado explícitamente que una guerra nuclear,
en la que sólo explotasen 100 megatones encima
de las ciudades, produciría el in-vierno nuclear, lo
cual, explica, «expone el peligro global de las
armas nucleares para toda la Humanidad» (ref.
13.15).
Existen asimismo razones para pensar que la
conciencia del in vierno nuclear ha penetrado
hasta los más altos niveles de quienes hacen la
política soviética. Por ejemplo, en su aparición en
televisión, sobre el tema de la moratoria unilateral
soviética de las pruebas nucleares, que tuvo lugar
el 18 de agosto de 1986, el secretario general
Gorbachov declaró:
La explosión de incluso sólo una pequeña
parte del arsenal nuclear existente,
constituiría una catástrofe, una catástrofe
irreversible, y si alguien se atreve a lanzar el
pri-
184
mer ataque nuclear, se autocondena a una
agonizante muerte, que no procederá ni
siquiera de un ataque de represalia, sino de las
consecuencias de la explosión de sus propias
ojivas nucleares (ref. 13.16).
En muchas de sus otras comparecencias, el líder
soviético ha indicado que la extinción de la
especie humana es una consecuencia posible de la
guerra nuclear. Por ejemplo, en un discurso, el 16
de febrero de 1987, ante un foro internacional en
Moscú, comentó:
Durante siglos, los hombres han estado
buscando la inmortalidad. Resulta difícil
aceptar que cada uno de nosotros es mortal.
Pero resulta imposible contemplar la
desaparición de toda la Humanidad...
Rechazamos cualquier derecho de los
dirigentes de un país —ya sea la URSS,
Estados Unidos o cualquier otro— a dictar
una sentencia de muerte contra la Humanidad.
No somos jueces, y los miles de millones de
personas no son criminales que deban ser
castigados (ref. 13.17).
Los puntos de vista mantenidos hacia 1980 por
los miembros de la siguiente Administración
estadounidense —incluyendo a Ronald Reagan y a
George Bush— acerca de la «supervivencia» o
«posibilidad de ganar» una guerra nuclear han sido
expuestos instructivamente por Robert Scheer en la
referencia 4.5. En respuesta al argumento de que el
tamaño masivo de los arsenales nucleares
convierte en algo sin sentido la «paridad»
estratégica, el entonces vicepresidente, Bush,
replicó:
Sí, si usted no cree que exista un vencedor
en un intercambio nuclear, esa argumentación
tiene algo de sentido. Pero yo no la creo.
Es decir que, por entonces, el señor Bush creía
que era posible vencer en una guerra nuclear.
«Tenemos un punto de vista diferente respecto de
la vida humana que la que tienen esos monstruos»,
fue el juicio de Reagan respecto de los planes de
guerra nuclear de los soviéticos contra los
americanos. Scheer escribe acerca de los que
hacían la política en la primera Administración
Reagan:
185
Cuando comencé a conocerlos quedé
sorprendido por su curiosa brecha entre lo
sanguinario de su retórica y la aparente
ausencia, por su parte, de cualquier clase de
capacidad para visualizar las consecuencias
físicas de aquello por lo que ellos mismos
abogaban.
Es posible que el invierno nuclear desempeñe
un papel en el cambio de tales puntos de vista.
Después del primer anuncio público de los
descubrimientos del invierno nuclear, a finales de
1983, se produjo más discusión y debate públicos
sobre el tema (ref. 13.18), al mismo tiempo que
—a pesar de su bajo nivel de fondos— se ponía
en marcha un programa de investigaciones mucho
más importante, tanto en Estados Unidos y
Occidente, como en la Unión Soviéti-cay el Este
(ref. 13.19). Se llevaron a cabo muchas sesiones
de información a elevados niveles del gobierno
de Estados Unidos, comenzando ya a principios
de 1984 (refs. 13.20, 13.21), o incluso antes. Se
nos contó que algunas de estas sesiones se
realizaban desde unos espejos de una sola
dirección, detrás de los cuales se encontraban
funcionarios que no deseaban que se supiera que
en un momento dado habían oído hablar del
invierno nuclear: una forma particular de negar
las cosas. El secretario de Defensa, Caspar
Weinberger, hizo conocer a desgana cuatro
valoraciones efectuadas en el Congreso acerca
del invierno nuclear, una de las cuales reconoce
que, incluso una forma benigna de invierno
nuclear, podría matar tantas personas, a nivel
Mundial, como las fallecidas bajo los efectos
directos de la guerra nuclear (ref. 13.22). Un
documento de opinión de la Casa Blanca declara:
«Si la disuasión fallara, sin tener un escudo de
ninguna clase, eso podría causar la muerte de la
mayor parte de nuestra población y la destrucción
de toda nuestra nación, tal y como la conocemos»
(ref. 13.23). Portavoces del Departamento de
Defensa, entre los que se incluía al ex
vicesecretario de Defensa, Richard Perle
atestiguaron ante el Congreso, a veces también a
desgana, que el invierno nuclear constituye una
seria amenaza. Sin embargo, a menudo llegaban a
la conclusión de que la única implicación política
de esta amenaza es reforzar las actuales políticas
estadounidenses, en especial la SDI (ref. 13.24)
El invierno nuclear ha sido considerado por
alguno de los
186
establecimientos de defensa estadounidenses
porque parece que proporciona un argumento para
una conversión total de los arsenales estratégicos
por unas armas de menor poder explosivo, y de
elevada precisión, algunas de las cuales posean
penetración en el suelo o para taladrar, que, tal y
como se ha argumentado, podría reducir en
extremo la posibilidad de un invierno nuclear (ref.
13.25). En realidad, tal y como se ha discutido en
la opción 2) en el capítulo IX, el despliegue de
este sistema de armas, mientras se mantenga algo
remotamente parecido a los actuales arsenales
estratégicos, puede aún i n c re me n t a r las
posibilidades de la guerra nuclear y del invierno
nuclear. En cualquier caso, la atracción principal
de la conversión de este sistema de armas no
radica sobre todo en minimizar la probabilidad del
invierno nuclear; su desarrollo se encamina a
poner en peligro los refugios subterráneos
soviéticos y los puestos de mando. Existen quienes
creen que tales armas permitirían una capacidad
para luchar en una guerra nuclear, o que una
carrera de armamento respecto de tales armas
sería económicamente mucho más debilitante para
la Unión Soviética que para los Estados Unidos.
(Véase asimismo recuadro, capítulo XVIII.)
Que el presidente Reagan era consciente en lo
relativo al invierno nuclear, durante su segundo
mandato, queda claro teniendo en cuenta las
siguientes observaciones, realizadas en una
entrevista publicada en el New York Times, 12 de
febrero de 1985:
Una gran cantidad de reputados científicos
nos está diciendo que una guerra [nuclear] no
acabaría con una victoria para nadie, a causa
de que borraría la Tierra tal y como la
conocemos. Y si nos retrotraemos a un par de
calamidades naturales —por ejemplo durante
el último siglo, hacia los años 1800, con
algunos fenómenos naturales como terremotos,
o, mejor aún, volcanes— vemos que el tiempo
cambió tanto que nevó en julio, en varios
paisese templados. Y lo llaman «el año en que
no hubo verano»' Pues bien, si un volcán
puede llegar a hacer eso, ¿qué podríamos
decir acerca de un intercambio nuclear total,
con el invierno nuclear del que los científicos
han estado hablando?
También anunció, en su discurso «Iván y Ania»,
del 16 de
enero de 1984, que «un conflicto nuclear
podría ser el último de la Humanidad». Sin
embargo, por lo menos hasta 1986, no se
proclamó, por parte del Mando de Jefes
Conjuntos, ninguna nueva guía política sobre la
planificación de la guerra nuclear, teniendo en
cuenta el invierno nuclear, ni tampoco se
planifica-ron esta clase de cambios en las
instrucciones al respecto (ref. 13.26)
Pero, comenzando con el NUWEP-87 (Política
de Empleo de Armas nucleares, 1987), puede
discernirse una tendencia a alejarse de los
«blancos económicos» (ref. 8.19). Una revisión a
gran escala de los planes de guerra de Estados
Unidos por funcionarios de Defensa, reveló
muchísimos más objetivos urbanos/industriales
que los necesarios para la disuasión o, en el peor
de los casos, para la rápida terminación de la
guerra. Se desenfatizó, consiguientemente, el
prevenir una rápida recuperación económica de
los soviéticos después de la guerra y, en palabras
del entonces jefe del mando de la Fuerza Aérea, el
general Larry Welch, «se quitaron del SIOP,
literalmente, millares de objetivos industriales»
(ref. 8.19). Si la posibilidad de un invierno
nuclear desempeñó algún papel en la adopción de
unas opciones de objetivos más restringidas, por
parte de Estados Unidos, debemos estar contentos
de ello, aunque la falta de interés en el invierno
nuclear, por parte de la mayoría de los
responsables del NUWEP-87 y del SIOP-6F,
sugiere otra cosa. En todo caso, las ciudades y las
instalaciones petrolíferas continúan siendo aún
unos objetivos a una escala tan inmensa que sólo
una fracción de las explosiones nucleares en una
guerra nuclear, ya son de por sí suficientes para
originar el invierno nuclear. Asimismo, los
cambios en los protocolos de objetivos no están
sujetos a una verificación rigurosa, y pueden
alterarse de nuevo con toda rapidez. La real o
supuesta suavización de los planes de la guerra,
sin unas importantes reducciones en los niveles de
fuerza, no constituye una adecuada respuesta
política en relación con la perspectiva del
invierno nuclear. Tampoco se sabe públicamente
nada de que el invierno nuclear haya cambiado los
planes de guerra soviéticos.
Dada la percibida superioridad convencional de la
Organi zación del Pacto de Varsovia (OPV) sobre
las fuerzas de la OTAN en Europa, durante
décadas Occidente ha anunciado que se veía
obligado a depender de las armas nucleares, para
una disuasión ampliada contra un ataque
convencional por
188
parte de los soviéticos. De este modo, cualquier
alegato, como el ofrecido por el invierno nuclear,
de la catástrofe global que seguiría a una guerra
nuclear, fue considerado por algunos como parcial
respecto de la política occidental internacioral. No
obstante, resulta útil hacer notar que esto se refiere
más bien a las dos partes, como muestran con
claridad las declaraciones del primer ministro
griego Papandreu (véase antes). En el pasado, la
Unión Soviética no se ha mostrado timorata
respecto de prevenir a las naciones aliadas con
Estados Unidos y otras, de que, el aceptar las
bases estadounidenses, las convierte en
vulnerables a un ataque soviético en caso de
guerra; y propuso que, en vez de ello, dichas
naciones, deberían aceptar las garantías de
disuasión contra un ataque por parte de Occidente'
«Pero resulta muy difícil para un Estado decir si
es objeto de una amenaza soviética o el
beneficiario de una garantía soviética, puesto que
es bien sabido que el invierno nuclear no reconoce
para nada a los neutrales y devastará a todos los
Estados por igual. (*) Toda la técnica para intentar
cambiar la correlación del poder militar (tanto
convencional como nuclear) y la influencia
política en favor de la URSS, se halla en peligro»
a causa del invierno nuclear (ref. 13.27).
Asimismo, los hechos posteriores han mostrado, el
surgimiento de una URSS muy diferente, una,
aparentemente, menos predispuesta al empleo
coercitivo de las armas nucleares.
Cuando, durante el primer mandato de Reagan,
se discutió el invierno nuclear y se extrajeron por
primera vez sus implicaciones en la política,
Estados Unidos, como ya hemos dicho, estaba
manteniendo políticas de «luchar en una guerra»
nuclear, de «contención» (para que una pequeña
guerra nuclear no efectuase una escalada hasta un
«intercambio central») e incluso «acabar
venciendo» después de una guerra termonuclear
global. La devastación a nivel mundial y el
consiguiente aspecto autodisuasorio del invierno
nuclear, ha sido considerado en algunos
influyentes círculos norteamericanos como un
impedirnento a las doctrinas estratégicas de moda.
Aunque los descubridores
(*) [En realidad no es así. Como ya
hemos visto, los efectos de un invierno
nuclear, en una guerra desarrollada
sobre todo en las latitudes medias del
Norte, tendrá una gravedad menor
sobre el Hemisferio Sur pero tal vez
no tanto como para negar por
completo este argumento respecto del
Sur.]
del invierno nuclear fuesen seis estadounidenses y
un holandés (véase recuadro: «Invierno nuclear:
principios de la historia y prehistoria», capítulo
I I I ) , existen aquellos que creen que resulta
sospechosa la confirmación de la teoría por parte
de los soviéticos. A otros les preocupa que el
invierno nuclear pueda redundar en ventajas para
la propaganda de la Unión Soviética (ref. 13.28).
Similares malas interpretaciones respecto de los
orígenes estadounidenses del invierno nuclear se
han expresado igualmente en la URSS, incluyendo
un debate en la Academia de Ciencias Soviética
(ref. 13.29). Pero, ahora que los dirigentes de
ambas naciones han convenido en que «la guerra
nuclear no puede ganarse y no ha de ser jamás
luchada», cualquier asimetría en la propaganda del
invierno nuclear queda reducida, y los orígenes
nacionales de aquellos que lo descubrieron
parecen ya escasamente relevantes.
Sabemos que resulta posible considerar, en la
totalidad de las anteriores observaciones, al
invierno nuclear como un espejo, en el que los
puntos de vista ideológicos preexistentes u otros
prejuicios se reflejan de nuevo hacia el espectador
(cf. refs. 2.7, 2.8, 3.1). También sabemos que
existe un peligro de caer en la falacia que los
lógicos académicos llaman post hoc ergo propter
hoc: S i Z sigue a Y en el tiempo, Z debe ser
causado por Y. Pero más allá de eso, creemos que
es asimismo posible ver unos cambios
significativos en las actitudes, tanto de Estados
Unidos como de la Unión Soviética, sobre un
amplio abanico de asuntos —a partir de las
declaraciones en la política de forzar los niveles
de los objetivos—, que se han visto afectadas por
el invierno nuclear (ref. 13.30). Así lo ha señalado
el premio Nobel Luis Álvarez, uno de los que han
desarrollado la bomba atómica: «Existe alguna
indicación de que [el invierno nuclear] está
debilitando la creencia, mantenida durante mucho
tiempo por los militares soviéticos, de que puede
so-brevivirse a una guerra nuclear... Esto ha tenido
unos efectos muy saludables sobre el pensamiento
de los planificadores militares en ambos lados del
mundo» (ref. 13.31).
La perspectiva de un invierno nuclear puede,
así, haber de-empeñado un papel en la inversión
de las actitudes mantenidas durante mucho tiempo
por americanos y soviéticos, respecto de las
posibilidades de sobrevivir, o incluso ganar, en un
conflicto nuclear; en el desafío de la noción de
que el aumento en armas nucleares significa
también una mayor seguridad, y ayudar a
descongelar la guerra fría (ref. 13.32).
190
OPINIÓN PÚBLICA
ACERCA DEL
INVIERNO
NUCLEAR
El invierno nuclear ha atraído la atención de
la gente, en todo el mundo, hacia los peligros de
una guerra nuclear y, en muchos casos, la ha
llevado a hacer algo al respecto, incluyendo en
esto a una chica joven de Maine llamada
Samantha Smith. Los sondeos de opinión entre
los adolescentes soviéticos y los
estadounidenses muestran una predominante
creencia en una catástrofe global a continuación
de una guerra nuclear: «¿Cree usted que, tras una
guerra nuclear a nivel mundial, el mundo
quedaría tan frío, oscuro y con radiactividad (lo
que se conoce como invierno nuclear) que nadie
podría sobrevivir?» Los partidarios de un «sí»
probable o definitivo fueron un 70% entre los
estudiantes estadounidenses y un 79% entre los
estudiantes soviéticos.
«¿Cree que la mayoría de la población
sobreviviría a una guerra nuclear a nivel
mundial, si hubiera suficientes refugios contra la
lluvia radiactiva, alimentos, agua y otros
suministros?» Los estudiantes americanos
partidarios de un «sí» probable o definitivo
fueron un 25%, y entre los estudiantes soviéticos
de un 20%.
Pero estas opiniones no se hallan en modo
alguno restringidas a los adolescentes. El 81%
de los adultos estadounidenses cree (o por lo
menos así fue en 1985) que, unos cuantos años
después de una guerra nuclear, no quedaría ni
una sola persona viva ni en Estados Unidos ni en
la Unión Soviética.
En una encuesta llevada a cabo en el interior
de Colorado, el 62% de los adultos consultados
sostuvo que un invierno nuclear sería la
consecuencia de un intercambio nuclear de 3.000
ojivas, y el 54% creían que, en una guerra
nuclear importante, morirían de 3.000 a 5.000
millones de personas. Y en una encuesta sobre la
opinión pública de Nueva Zelanda, las
consecuencias más graves para este país se cree
que pr°' vendrían de la lluvia radiactiva, del
invierno nuclear y de la escasez de alimentos
(ref. 13.33).
Capítulo XIV
OSCURIDAD A
MEDIODÍA: SEIS CLASES
DE INVIERNO NUCLEAR
Oh, oscuridad, oscuridad, oscuridad, entre el
resplandor del mediodía.
JOHN MILTON, Samson Agonistes
(1671), 80.
Para llevar a cabo cualquier significativo análisis
político de la guerra nuclear, se debe sopesar el
amplio abanico de posibles consecuencias
medioambientales. En este capítulo describiremos
seis clases de efectos de invierno nuclear, cada
una de ellas acompañada de un diferente grado de
oscuridad a mediodía. Dichas clases se
caracterizan por seis valores diferentes de la
profundidad de absorción óptica promediados
sobre el Hemis-ferio Norte, siendo ta una
medición de la cantidad de hollín que permanece
en la atmósfera después de los primeros días de la
guerra. (Ya introdujimos el concepto de
profundidad óptica en el capítulo V I I y en la
referencia 7.10. Una vez más, considera-rremos
sólo la pura absorción de la luz solar por las
partículas de humo e ignoraremos cualesquiera
efectos adicionales debidos a la dispersión de la
luz a causa de las partículas.) Aquí trataremos de
las guerras nucleares que se desencadenen en la
mitad del año que incluye el verano (más o menos,
de marzo a
192
setiembre), cuando las inmediatas y «agudas»
consecuencias climáticas son más graves. Las
guerras iniciadas en la mitad invernal del año
tienen unas consecuencias inmediatas menores
graves sobre el clima y la agricultura, porque el
tiempo ya es frío. Una guerra invernal con altos
valores de Ta, y/o con muchas de las finas
partículas persistiendo en altitud para la siguiente
estación de crecimiento, como es natural tendrá
también unas implicaciones muy serias (ref. 14.1).
En la actualidad ha quedado muy claro que unos
«crónicos» efectos de invierno nuclear a largo
plazo, debidos al humo y al polvo estratosférico,
pueden persistir durante años (ref. 3.11).
Las seis clases de invierno nuclear que
proponemos son:
Cl ase I . No hay unos efectos significativos
sobre el medio ambiente (Ta inferior a 0,1).
En este caso, debido a los bajos niveles de
ataque, funcionando unos controles en la escalada
(si ello fuese posible), evitando el objetivo de las
ciudades, y/o unas condiciones meteorológicas
desacostumbradas, los efectos combinados
medioambientales (frío, oscuridad, radiactividad,
pirotoxinas, etc.) tienen impactos muchos más
pequeños que los efectos directos en el interior de
las naciones no combatientes (en comparación, por
ejemplo, con el trastorno en la economía mundial).
Este caso resulta claro: se trata de una guerra
nuclear sin invierno nuclear, y proporciona una
especie de prueba del vigor de cualesquiera
recomendaciones políticas de invierno nuclear:
¿Tendrían éstas sentido incluso en ausencia de
invierno nuclear?
Cl a s e I I . Invierno nuclear «marginal» (Ta,
aproximadamente, 0,5).
Esto representa el caso de unas
comparativamente escasas explosiones nucleares,
en especial cerca de los centros urbanos (una vez
más correspondiendo a la dudosa proposición de
una guerra nuclear «contenida»), y unas
providencialmente bajas emisiones de humo, en
combinación con una eficiente caída en forma de
lluvia de hollín (cf. figuras 2, 4). Los
correspondientes descensos de temperatura en el
Hemisferio Norte serían solo de unos pocos
grados centígrados, aunque podrían quedar
seriamente trastornadas las precipitaciones. Se
acarrearían como resultado importantes
perturbaciones agrícolas (refs. 3.11 , 3.13); el
hambre sería peor que en el caso peor de
«invierno
193
cánico», como en los ejemplos discutidos en el
capí tul o VI I ) . Se produciría un perceptible
oscurecimiento del cielo. Algo próxi-mo a una
cosecha se recolectaría en el bajo Medio Oeste
estaduunidense y en el sur de Ucrania, a menos que
el invierno nu-clear conllevase una severa sequía.
En combinación con el trastorno económico de las
consecuencias directas de la guerra, incluso un
benigno invierno nuclear conllevaría unas
consecuencias muy graves para las naciones no
combatientes. Sin embargo, las muertes debidas a
los efectos secundarios del invierno nuclear, no
alcanzarían probablemente al número de personas
matadas directamente por la guerra.
Clase III. Invierno nuclear «nominal» (Ta,
aproximadamente, 1).
Se trata del caso más próximo al extremo más bajo
del más plausible abanico de los efectos
medioambientales que siguen a una guerra nuclear
a gran escala (considerando aquí que abarcase del
25 al 50% de los arsenales estratégicos existentes,
estallando, más o menos, de 3.000 a 6.000 armas
nucleares estratégicas por cada bando). Sus
consecuencias serían un enfriamiento y
oscurecimiento significativos, sequía, producción
de cantidades masivas de pirotoxinas, amplias
lluvias radiactivas y otras perturbaciones
atmosféricas. Los descensos terrestres de
temperatura rondarían los 10 °C. A mediodía, la
luz solar tendría una tercera parte de su brillo
habitual. Meses después, la luz solar volvería a
tener su acostumbrada intensidad, realzada por la
luz ultravioleta aumentada por la disminución de la
capa de ozono de las grandes altitudes. El
derrumbamiento de la agricultura y el hambre se
extenderían sobremanera. En el interior de las
naciones en guerra, esos efectos generarían bajas
que se aproximarían a las de los efectos
inmediatos de la guerra. Se esperarían fracasos en
las cosechas —por las temperaturas más bajas, la
no presentación de los monzones, lluvias y otras
causas— en muchas naciones no combatientes, en
la primera estación de creci-miento después del
conflicto. Es de lo más probable que todos esos
trastornos se produjesen en la India, China,
algunas nacio-nes africanas y tal vez en el Japón
(ref. 3.11). A nivel mundial, de mil ados mil
millones de personas se hallarían en peligro de
inanición. El Hemisferio Sur y la mayoría de los
Estados costeros o insulares, tal vez no
experimentasen unas perturba-ciones climáticas
importantes.
194
Clase IV. Invierno nuclear «sustancial» (Ta,
aproximadamente, 3).
Éste es el caso más cercano al extremo superior
del más probable abanico de impactos climáticos
muy extendidos, propios de una guerra nuclear a
gran escala. Acarrearía extensas heladas
continentales, elevadas perturbaciones en las
pautas de las lluvias, una muy extendida
radiactividad y toxicidad química y una profunda
disminución de la capa de ozono del Hemisferio
Norte. La luz que penetrase en el humo y alcanzase
el suelo apenas sería la suficiente para que las
plantas verdes efectuasen su vital fotosíntesis. En
los primeros meses, durante el día el firmamento
aparecería cubierto y, por las noches, sin estrellas.
Los humanos supervivientes, y muchas de las
demás especies, se hallarían directamente en
peligro a causa de la alteración del medio
ambiente; los impactos ecológicos serían más
duros en las regiones subtropicales del Hemisferio
Norte (ref. 3.11). Las perturbaciones en el clima
persistirían, con disminuida extensión, durante
años. Las mayores cargas recaerían en las
naciones del Hemisferio Norte, en particular en
Norteamérica, Europa, Asia, pero también en el
Norte de África. Estados como Indonesia y las
Filipinas también sufrirían fuertes pérdidas en las
cosechas (ref. 3.11). En el Hemisferio Sur, en las
zonas subtropicales de África y en Sudamérica y
partes de Australia experimentarían significativas
perturbaciones agrícolas. La lluvia radiactiva y el
peligro de las pirotoxinas en los países no
combatientes, tendrían unas consecuencias en
estremo serias, aunque probablemente secundarias
respecto del daño climático. Los blancos
nucleares directos en el Hemisferio Sur
profundizarían aún más allí los impactos
climáticos. El incrementado flujo ultravioleta
amenazaría los abastecimientos de víveres durante
varios años después. A nivel mundial, vanos miles
de millones de personas quedarían en peligro de
inanición durante varios años (refs. 3.7, 3.11). La
misma civilización global se encontraría en
significativo riesgo. Según el curso de las secuelas
medioambientales, muchas especies se
enfrentarían a la extinción, aunque la extinción
humana sólo sería un posibilidad remota.
Clase V. Invierno nuclear «grave» (Ta,
aproximadamente5). Dentro del ámbito de
plausibles previsiones de guerra nu-
clear (ref- 14.2) y parámetros de emisión de humo,
ocurrirían más drásticas perturbaciones
medioambientales. Se han llevado a cabo
recientemente simulacros de emisiones de humos
más allá del tipo básico (con sus profundidades de
absorción óptica), la primera de ellas en ref. 2.2,
pero aún no se han discu-tido con amplitud. Aquí,
se presentarían profundos descensos de
temperatura en todas las masas terrestres
importantes en cualquier estación, incluso en los
trópicos, poniendo en peligro a numerosas
especies y a muchos ecosistemas clave (ref. 3.11).
Menos del 1% de la luz solar se abriría paso a
través del humo; durante meses, a mediodía se
estaría en tinieblas, y no habría luz suficiente para
la fotosíntesis de las plantas. Unos graves efectos
climáticos persistirían durante años. La
agricultura, que emplearía los almacenes de
semillas sobrevivientes, quedaría reducida a
niveles de producción medievales o incluso
pretecnológicos. La extendida destrucción
medioambiental sobrepasaría de manera decisiva
los efectos directos de la guerra nuclear; la
prognosis de una rápida resurrección de la
civilización global, sería de lo más incierta. Estos
efectos, añadidos a la aumentada exposición a la
radiactividad, las pirotoxinas, las pandemias y,
más tarde, a la radiación solar ultravioleta, que se
filtraría a través de un agujero cada vez mayor en
la capa de ozono, pondría en peligro a todo el
mundo sobre la Tierra.
C l a s e V I . Invierno nuclear «extremo» (Ta,
aproximadamente, 10 o más).
Se trata del límite extremo superior de lo que es
posible con unos objetivos preferentes sobre las
ciudades, refinerías e instalaciones petrolíferas, a
nivel mundial, empleando casi todos los arsenales
estratégicos y tácticos. Durante meses, habría una
oscuridad total a mediodía, una oscuridad tan
completa como la de una clara noche con luna
antes de que se desencadenara una guerra nuclear.
Un invierno nuclear de clase VI constituye el peor
asalto nuclear posible sobre nuestra propia
especie y el resto de la vida en la Tierra (ref.
14.3).
Muchos estudios científicos y análisis políticos
del invierno nuclear se han restringido,
esencialmente, al caso «nominal», la clase III. Esto
se ha debido, en parte, a causa del interés
científico por explorar la región de transición en
que se presentasen
196
unas anomalías climáticas significativas. Pero
también puede deberse a la reluctancia
profundamente sentida a considerar una catástrofe
global de tal magnitud que desafiase —1o
suficientemente para que todo el mundo lo entienda
— la política y la doctrina a las que están
habituados tanto Estados Unidos como la Unión
Soviética. A veces, esta desgana se expresa como
una cautela científica.
Un análisis de la evidencia sugiere que las
clases III y IV, los inviernos nucleares «nominal»
y «sustancial», son los resultados más probables
de un intercambio nuclear importante, que
incluyese objetivos urbanos y petrolíferos (ref.
3.14), mientras que las clases II, V y VI
representarían los resultados menos probables
(ref. 14.4). Las bajas de un invierno nuclear de las
clases III o IV —aunque no deben olvidarse, ni por
un momento, unos resultados más graves—, se
comparan con los de unas catástrofes
representativas descritas en el recuadro del final
del capítulo. A menos que la probabilidad de la
c l a s eV ( o V I ) pueda demostrarse
cuantitativamente que es no sólo pequeña, sino
cada vez más pequeña, el análisis de los riesgos
exige que prestemos especial atención al tomar las
decisiones sobre política y doctrina; por ejemplo,
el valor que concedemos a nuestra civilización y
especie es tan elevado que, incluso la existencia
de una pequeña posibilidad de que la pongamos en
peligro, resulta algo que se debe tomar muy en
serio (cf. ref. 6.1). Ésta es la manera en que se
redactan las pólizas de seguros.
Resulta muy evidente que les sería de utilidad a
los planificadores estratégicos conocer qué nivel
exacto de invierno nuclear es probable que se
desarrolle a partir de un nivel dado de guerra
nuclear. Pero una conexión de este tipo se halla
plagada de dificultades.
Depende en gran parte de la estrategia de los
blancos; una «pequeña» guerra nuclear en que
ardiesen varios centenares de ciudades, es
probable que generase un invierno nuclear mucho
más grave, que otra guerra nuclear «más grande»,
en la que se atacasen millares de objetivos de
hormigón, pero en el que se incendiasen sólo unas
cuantas ciudades (refs. 2.2, 14.2). Existen
incertidumbres relacionadas con la potencia y la
altura explosiva de las armas nucleares, la
estación (para los casos menos graves, se parte
aquí de la mitad del año tipo verano), las
condiciones locales del tiempo, el ritmo del
intercambio nuclear, etc. En el estudio original
TTAPS analizamos docenas de diferentes casos de
guerra nuclear y planes de objetivos, todos los
cuales creemos estar en lo cierto al pensar que se
relacionan con los planes de Estados Unidos y de
la Unión Soviética. La variante clave parece ser la
elección de objetivos, con un espectro que abarca
desde la pura guerra «compensada», en la que s6lo
se atacan las ciudades, hasta otra pura guerra
«contra fuerza», en la que sólo se atacan los
objetivos de hormigón, y en la cual no arden las
ciudades o las instalaciones petrolíferas. Resulta
claro que, estos dos tipos puros de guerra,
constituyen unas igualmente irrealistas
abstracciones, una a causa de la necesidad militar
de limitar la represalia estratégica del adversario,
y la otra por la proximidad de las ciudades a los
objetivos estratégicos. Una guerra real sería una
mezcla indeterminada de ambos casos.
En la figura 6 damos una medición aproximada
de la conexión entre el número de ojivas
nucleares, N, detonadas en una guerra nuclear, y la
gravedad de la guerra, medida por Ta, o por el
número de clase (por ejemplo, clase III), para
diversas categorías de blancos. En cada uno de los
casos, la gravedad de los efectos climáticos y
medioambientales aumenta a medida que se
incrementa el número de ojivas nucleares
estalladas. Llegado el momento, las curvas se
vuelven horizontales a medida que el número de
ojivas nucleares aumenta, a causa de que no
existen tantos blancos, en especial objetivos con
grandes concentraciones de material combustible.
La curva más baja, sólo para las instalaciones
militares de tipo rural, representa una en extremo
idealizada guerra nuclear, mucho más estricta en
su elección de objetivos que incluso una pura
guerra contra fuerza. Da por supuesto que sólo se
ven atacados objetivos militares muy alejados de
las ciudades y de las refinerías y depósitos
petrolíferos. Pero, dado que se encuentran cerca
de las ciudades, muchos centros de mando y de
control, aeropuertos estratégicos primarios y
secundarios y bases de submarinos nucleares, ésta
constituiría una excepcionalmente disparatada
estrategia de blancos, pues llegaría a provocar una
mayor represalia en el curso de la destrucción de
sólo una pequeña fracción de la fuerza de
represalia del adversario. El invierno nuclear se
produce aquí a causa de la generación de polvo
estratosférico, procedente de las explosiones en el
suelo,
198
junto al humo de la vegetación incendiada; pero
para inducir
unos efectos globales significativos, esto requiere
un gran núr
mero de explosiones (con potencias de varios
centenares de
kilotones o más cada una, que se adecúa con los
sistemas estra
tégicos planeados normalmente en la actualidad).
Con seme
jante estrategia de blancos, se necesita algo
parecido a todas las
armas nucleares mundiales, tanto estratégicas
como tácticas,
para generar un invierno nuclear nominal.
La curva señalada «Instalaciones militares»
está mucho más próxima a una pura guerra contra
fuerza. Sólo hay blancos de instalaciones
militares, y ninguna área urbana es atacada per se.
Sin embargo, a causa de la proximidad o
coubicación de los blancos estratégicos con las
ciudades, cierto número de ciuda. des se hallarán
también en llamas. La forma de esta curva se ha
trazado dando por supuesto que se toma sumo
cuidado en minimizar, en todo lo posible, los
blancos urbanos, lo cual concuerda con la misión
(de lo más quijotesca) de destruir la capacidad de
represalia del adversario pero no a su población
civil.
Creemos que tan escrupulosa elección de
objetivos resulta inalcanzable en una auténtica
guerra nuclear, dado que las inexactitudes en los
sistemas de armamento nuclear no se han
comprobado nunca en combate (*), por la
percibida necesidad de comprometer adecuadas
fuerzas nucleares ante los fracasos de mando y de
control, y porque se darían sobreesfuerzos que
constituirían una carga insoportable para los
líderes civiles y militares. En este caso generaría
un invierno nuclear nominal (clase III) con poco
más del 10% de los arsenales del mundo,) todos
los arsenales mundiales producirían un invierno
nuclear sustancial (clase IV).
Los ataques nucleares sobre industrias clave y
regiones industriales, sobre centros urbanos y
sobre instalaciones de retinado y almacenamiento
de petróleo —todos ellos intencionadamente, o
per se—, constituyen estrategias de objetivo
raramente discutidas. Pero, tal y como hemos
mencionado, todas se rela cionan con los fines de
la guerra y con el propósito de dominar a otras
naciones en el ambiente de posguerra. Se trata de
ataques de contra valor; los objetivos de contra
valor a gran esala representan el definitivo fracaso
del control de la escalada. En
(*) Los ICBM estadounidenses no han sido probados, ni una sola
vez, en disparos desde sus silos operativos.
199
cualquier caso, algunas detonaciones nucleares
sobre tales blancos resultan inevitables en una
importante guerra nuclear, una vez más a causa de
la proximidad a los blancos estratégicos. Las tres
curvas superiores continuas ilustran la más
inesperada y turbadora implicación del invierno
nuclear: el que sólo unos cuantos centenares de
detonaciones nucleares, o menos, parecen
suficientes para acarrear, por lo menos, un
invierno nuclear nominal. Serían suficientes sólo
100 pequeñas ojivas nucleares dirigidas contra las
refinerías de petróleo y las instalaciones de
almacenamiento. Asimismo, con algo aproximado
a un centenar de centros urbanos ardiendo, o el
mismo número de instalaciones petroleras, incluso
parece posible un invierno nuclear sustancial.
Los blancos urbanos y de petróleo se caracterizan
por elevadas concentraciones de materiales
inflamables en una zona relativamente pequeña;
ésta es la razón de que posean el potencial para
crear un invierno nuclear global con un número
modesto de detonaciones. Como ya hemos
discutido antes, las refinerías petrolíferas muestran
la mayor sensibilidad climática respecto del
número menor de detonaciones (incluso para las
armas tácticas, es decir, de un poder explosivo de
1 a 10 kiloto-nes, mucho más que las armas
estratégicas). Las fuerzas nucleares británicas y
francesas (con unas 1.000 y muchos centenares de
ojivas nucleares estratégicas, respectivamente,
cuando se complete su «puesta al día» y
«modernización»), parecen capaces de originar un
invierno nuclear marginal, y tal vez incluso
nominal, con sólo una tercera parte de las ojivas
nucleares erigidas contra blancos urbanos en la
Unión Soviética y, quizás. hacia otras partes. Si la
guerra nuclear es llevada a cabo sólo desde un
lado, se requirirían un total mayor de ojivas
nucleares para producir un efecto dado, puesto que
la cantidad de materiales combustibles y la
resultante emisión de humos tienden a disminuir
cuanto mayor abundancia de objetivos más pe
queños se seleccione, pues, por lo general,
albergan menos co-sas que puedan arder. Si ambos
lados se ven atacados, entonces existen objetivos
inflamables más grandes. La curva superior de
trazos de la figura 6 indica, aproximadamente , el
probab l e máximo efecto climático para la más
peligrosa combinación de blancos, dados los
valores adversos de las actuales incertidumbres
sobre concentraciones de materiales combustibles,
factores de emisión de hollín, etc. Ésta, y no
Gravedad de los efectos medioambientales
200
otra, es la curva del caso peor. Así, dentro de las
incertidumbres de los conocimientos actuales,
parece posible que sólo un escaso tanto por ciento
de los arsenales estratégicos mundiales fuese
suficiente para producir un invierno nuclear grave,
de clas e V, y el apocalíptico invierno nuclear de
clase VI podría estar al alcance del pleno y global
arsenal de armas nucleares.
Debe notarse asimismo, por la misma curva
de trazos superior, que, con los objetivos más
adversos y con los más desafortunados valores
de parámetros físicos por completo
desconocidos (por ejemplo, cuánto hollín se
generará, o cuánto será precipitado pronto en
forma de lluvia), sólo de 50 a 100 ojivas
nucleares detonadas podrían causar un invierno
nuclear de clase III-
La gravedad del invierno nuclear depende sobre todo de cuántas
armas nucleares se explosionan y sobre qué objetivos. Cuanta más
ciudades e instalaciones petrolíferas esten en llamas, peores el daño
climático. En esta representación esquemática, la curva
superior de trazos indica, aproximadamente, los máximos efectos
climáticos probables para cualquier combinación de objetivos, dadas
las actuales incertidumbres acercado las cargas de combustibles,
factores de emisión de hollín, etc. En el texto se discute la medición
del incremento de la gravedad del invierno nuclear, las clases I a VI,
que abarcan desde unas consecuencias insignificantes a otras
apocalípticas globales. Las curvas tienden a ser más planas a medida
que el número de ojivas nucleares aumenta, a causa del número de
los objetivos y las cantidades de materiales combustibles que estén
en su caso próximos a ser usados. Los blancos rurales y militares
llevan a una sustancial generación de polvo, pero requieren muchas
explosiones de alta potencia (en relación con los actuales planes de
guerra y sistemas estratégicos) para causar significativos efectos
globales. Los blancos industriales, urbanos y de petróleo se
caracterizan por materiales combustibles altamente concentrados en
unos lugares relativamente escasos; ésta es la razón de por qué el
invierno nuclear puede llegar a generarse con sólo unos cuantos
centenares de detonaciones o menos. Como ya se ha discutido antes,
l a s refinerías de petróleo presentan las mayores sensibilidades
climáticas con las menores detonaciones (incluso para tamaños
individuales de ojivas nucleares de en torno a 1 a 10 kilotones; es
decir, las armas nucleares tácticas). Creemos que el probable error
en nuestras estimaciones sería ± una clase de invierno nuclear, como
se evidencia por la barra de error a la derecha de la curva para los
objetivos del petróleo. La línea vertical a la derecha muestra el
actual inventario de armas nucleares de Estados Unidos y de la
Unión Soviética, incluyendo tanto las ojivas nucleares estratégicas
como las tácticas. Las fuerzas nucleares británicas y francesas (que
se han ampliado hasta, respectivamente, unas 1.000 y 700 cabezas
nucleares estratégicas) será capaz cada una de ellas de originar un
invierno nuclear con sólo objetivos de tipo urbano. El invierno nuclear
puede hallarse también al alcance de China, con sólo 350 ojivas
nucleares operativas estratégicas (que posiblemente se incrementen
a unas 1.000 sí, como se ha anticipado, se despliegan los misiles
CSS-2 MIRV). Queda claro que unos cuantos centenares de ojivas
nucleares, s¡ apuntan de manera específica a objetivos sensibles al
fuego, excederían el umbral de una catástrofe medioambiental sin
precedentes en la existencia de los humanos sobre la Tierra.
Los actuales arsenales totales globales (a la vez,
las armas estratégicas y las tácticas) se muestran
por medio de la línea vertical a la derecha de la
figura. Si las conversaciones de redución de armas
estratégicas (START) llegan a buen fin, esa ijiea
vertical se desplazaría ligeramente, apenas algo
perceptible, hacia la izquierda.
Las dos principales conclusiones que pueden
extraerse de esta figura son: . 1) Todo depende de
la elección de objetivos, aunque no existe un modo
fiable de verificar cuál es la estrategia de blancos
del adversario.
2) Sin una absolutamente fiable restricción sobre
los blancos o defensas a escala continental, el
número de armas nuclea-
202
res que hay en el mundo es de 100 o incluso 1.000
veces rnás de lo necesario para producir un
invierno nuclear nominal. Dado que tales
limitaciones y defensas resultan inalcanzables, la
única -forma segura de impedir un invierno
nuclear y una oscuridad a mediodía, es llevar a
cabo masivas y comprobables reducciones en los
arsenales nucleares globales.
El reducir los arsenales nucleares no es algo
que se haga a favor de los estadounidenses o de
los soviéticos, o viceversa. Tampoco es una
recompensa por la buena conducta del otro bando.
Es algo que debemos hacer por nosotros mismos y
por la especie humana. Y, en el sentido más
completo y literal constituye un acto egoísta en
favor de cada nación y de cada persona de la
Tierra.
CATÁSTROFES
HUMANAS
REPRESENTATIVAS
Causa Qué/Dónde Cuándo Víctimas
Accidente en
Chernobil,
reactor 1986 100?
URSS
nuclear
Halifax Harbor,
Explosión accidental 1917 1.654
Canadá
química
Descarga de
productos Bhopal, India 1984 3.500?
químicos
M onte Tambora,
Erupción volcánica 1815 160.000
Indonesia
Hiroshima,
Explosión de arma nuclear 1945 200.000?
Japón
Ciclón,
Anomalías climáticas 1970 300.000?
Bangladesh
Terremoto Shaansi, China 1556 830.000?
Cuenca del río
Inundación 1931 3.700.000
Huang He
Hambre Norte de 1876- 10.000
China 79
Primera Europa, 1914- 20.00
Guerra sobre 18
Mundial todo
Plaga Europa 1347- 25.00
pandémica 51
la «peste
negra»
Segunda A nivel 1939- 40.00
Guerra mundial 45
Mundial
Guerra Invierno ? 3.000.000
nuclear nuclear,
clases III o
IV a nivel
mundial
Las víctimas estimadas de Tambora incluyen las
muertes inmediatas (10.000), las subsiguientes
epidemias y hambres locales (80.000) y muertes
relacionadas con el tiempo a nivel mundial (G. W.
Wright, ed. The Universal Almanac [Kansas City:
Andrews y McNeel, 1890]).
Las víctimas causadas por la «peste negra» a
nivel mundial se cree que fueron mucho mayores
que sólo los valores europeos que se dan aquí.
Las bajas de la Primera y de la Segunda Guerra
Mundial incluyen tanto a las víctimas civiles como
a las militares (Ruth Leger Sivard, World Military
a n d S o c i a l E x p e n d i t u r e s , 1987-1988
[Washington, D. C: World Priorities, 1987]).
Los ejemplos que hemos elegido se sitúan más
bien hacia los tiempos modernos, época en que se
dispone de unos datos mejores y más fiables.
Capítulo XV
UN HORNO PARA TUS
ENEMIGOS
Ten cuidado,
de no encender un horno para tus
enemigos tan ardiente
que te chamusque a ti mismo.
NORFOLK, en la obra de William
Shakespeare El rey Enrique VIII, acto I,
escena I.
Proponemos ahora efectuar una pausa y lanzar
otra ojeada a la disuasión a la luz del invierno
nuclear. Como ya se ha mencionado, estuvo de
moda durante algún tiempo declarar que el único
propósito de las armas nucleares era garantizar
que no se llegasen a emplear jamás. «La paz es
nuestra profesión», hawa sido el eslogan del
Mando Estratégico del Aire, la organización
responsable de todos los misiles estadounidenses
con base en ti rra y de los bombarderos
estratégicos, desde su fundación (*)
Sin embargo, las armas nucleares también
pueden emplearse, y en ciertos casos así ha sido,
en unos intentos de:
a)Disuadir de un ataque convencional por un
adversa potencial, o
(*) Hasta el 15 de marzo de 1990, cuando esto cambió un pocoo,
el eslogan se convirtió en «La guerra es nuestra profesión», al que se
ha añadido esta esperanzadora idea tardía: «La paz es nuestro
producto.»
205
b) Influir en las decisiones de (o, lo que es
equivalente, conseguir por la extorsión
concesiones de otras naciones, incluyendo a
aquellas que carecen de armas nucleares (ref.
15.1). Pero, en principio, sólo un pequeño número
de armas nucleares pueden ser suficientes para
ambos objetivos a) y b), y, lo tanto, ese empleo de
las armas nucleares podría, si lo deseáramos,
mantenerse sin la amenaza de un invierno nuclear
(ref 15.2). Para los actuales propósitos
consideraremos las ac-tuales funciones más
importantes del armamento nuclear, para disuadir
tanto de una acción militar, como de otra militar
convencional, esta última denominada disuasión
ampliada. Incluso aquellos que abogan por la
capacidad de «luchar en una guerra» nuclear, están
de acuerdo de que su objetivo lo constituye la
disuasión (ref. 15.3).
En términos de armamento, se distinguen
corrientemente dos clases diferentes de disuasión
nuclear: una disuasión nuclear estratégica, que
implica sistemas de largo alcance y, por lo
general, de elevada fuerza explosiva (SND), y una
disuasión nuclear táctica (TND), que abarca
sistemas de bajo poder explosivo y de alcance
corto e intermedio, especialmente en Europa y en
el mar. Algunos creen que esta distinción
constituye algo ilusorio. El almirante Noel Gayler
(ref. 15.4) lo considera de esta manera:
Desde el punto de vista armas/fuerzas, no
existe una distinción real que pueda deducirse
entre TND y SND. Ambas cosas forman un
continuum, excepto en los tratamientos
literarios. La única distinción a nivel mundial
es entre nuclear y no nuclear.
¿Y qué pasaría desde un punto de vista del
invierno nuclear? Hasta el Tratado INF, las
versiones Estados Unidos/OTAN de esas dos
disuasiones se veían fuertemente acopladas por la
presencia en Europa de la Fuerza de los misiles
Pershing. En los tramos de la escalada, las armas
tácticas representaban la primera potencial
respuesta nuclear a una acción militar con
vencional: «Si no puedes rechazarlos, usa armas
tácticas.»
Nominalmente, el invierno nuclear no refuerza las
TND, ni tampoco las debilita, teniendo en cuenta
que no cabe esperar unos efectos
medioambientales importantes de una limitada
guerra nuclear táctica, si ello fuese posible. Sin
embargo, exis-
206
ten aún tantas armas tácticas, en una Europa
densamente urbanizada, que una extensa guerra
nuclear táctica, en la que no se detonasen armas en
suelo estadounidense o soviético (lo cual es una
guerra posible) podría, pese a todo ello, ser capaz
de producir un invierno nuclear semihemisférico:
Una sola ojiva nuclear táctica puede hacer arder la
mayor instalación petrolera y va rias de tales
ojivas incendiarían una ciudad grande. Además
sólo una mera respuesta estratégica a un conflicto
táctico/convencional puede desencadenar un
invierno nuclear, con debilitantes consecuencias
para ambos bandos. Un primer ataque es tratégico
constituye algo mucho menos atractivo a causa del
invierno nuclear. Sin embargo, debido a la posible
escalada desde un ataque convencional a una
respuesta nuclear táctica que lleve en seguida a
una guerra estratégica y a un invierno nuclear, la
disuasión de una agresión convencional también
mejora debido al conocimiento del invierno
nuclear. El invierno nuclear no sirve de apoyo
para una tajante distinción entre la disuasión
táctica y la estratégica.
El invierno nuclear puede aumentar la disuasión
estratégica de las maneras siguientes:
A) El invierno nuclear aumenta la
incertidumbre respecto
del resultado de un primer ataque nuclear, o de un
intercambio:
1. A través del oscurecimiento a corto
plazo de la atmósfera inferior,
perjudicando las misiones de vigilancia y
de espionaje, incluyendo el guiado
terminal y la valora ción de los daños,
necesarios para llevar adelante con éxito
la batalla, y
2. A través de los efectos a largo plazo
en el medio ambiente (incluso para los
puros ataques «contra fuerza za»), que
puede determinar el grado de «éxito»
final de una acción militar específica, o
impedir algo que quepa considerar como
«victoria» en un conflicto a gran escala.
B) El invierno nuclear aumenta los costos
sociales más al
tos del empleo de armas nucleares, distribuye
equitativamente
los costos entre las varias partes en conflicto,
asegurando ade
más que estos costos no pueden evitarse (aunque
algunos efec-
207
tos podrían mitigarse); asimismo, el
invierno nuclear es una posibilidad en
todos los casos concebibles, y puede
representar el mayor de los costos en
algunas, y nada improbables,
previsiones.
1. El invierno nuclear alienta la
precaución respecto a los planes
específicos sobre objetivos (por
ejemplo, lo referente a ubicación
de ciudades o instalaciones
petrolíferas, o barreras masivas
contra misiles móviles), y un
control positivo de la escalada. Y,
más en general, el invierno nuclear
inhibe más y con más fuerza
cualesquiera acciones que puedan
desembocar en una guerra
nuclear.
2. De este modo, el invierno
nuclear plantea dudas acerca de
los conceptos político/militares de
«sobrevivir» a una guerra nuclear,
y mucho menos de «acabar
ganando» en un conflicto de este
tipo. Para las profundidades
ópticas mayores (clase I V de
invierno nuclear y más), incluso
pone en tela de juicio la idea de la
recuperación nacional después de
una guerra nuclear.
E) Al resaltar sobremanera la
devastación de una guerra
nuclear, el invierno nuclear también
hace disminuir la notoria
dependencia de una disuasión estable
sobre grandes depósitos
de armas nucleares (ref. 15.5). Las
armas que no pueden utili
zarse son unos agentes inefectivos
para la represalia o la coer
ción. Se puede considerar más
conveniente poseer unos depósi
tos más pequeños, que aún permitan
el mantenimiento de la
estabilidad estratégica.
¿Cómo puede cada clase de invierno
nuclear afectar la disuasión? Estamos
considerando aquí el ámbito de las
respuestas climáticas probables para
una serie dada de decisiones respecto
de los blancos. A través de la
represalia por parte de la atmósfera, lo
mismo que la represalia por parte del
adversario, «la amenaza de represalia
no hace falta que llegue a ser segura
en un 100% es suficiente que haya
una buena probabilidad al respecto, o
que exista la creencia de que hay una
buena posibilidad» (ref. 15.6). Sin
ninguna amenaza de unas
consecuencias medioambientales a
gran escala (clase I ) , el invierno
nuclear, naturalmente, resulta
irrelevante para la disuasión. En el
caso
de un invierno nuclear marginal o nominal (clases
I I y III), la disuasión se afianza, tal vez hasta el
punto de una autodisuasión de ser los primeros en
atacar. Además, dada la incrementada
preocupación acerca de incluso un invierno
nuclear marginal, se contendrían los ataques sobre
muchos blancos urbanos, que de otro modo
podrían ser destruidos, salvando así millones de
vidas. La proximidad de las ciudades y los
blancos estratégieos, a su vez, limita las opciones
de ataque, dejando a la nación atacada en una
posición mucho más fuerte para la recuperación de
posguerra. De este modo, incluso la perspectiva de
un invierno nuclear de clase I I concede mucho
menos valor a la presunta ventaja del agresor al
iniciar una guerra nuclear. Y esto aumenta mucho
más en caso de unos inviernos nucleares mucho
más graves.
Un invierno nuclear nominal (clase III) promete,
adicional-mente, consecuencias muy serias para
los no combatientes. Si los alineamientos
geopolíticos de posguerra se perciben como algo
importante (ref. 15.7), en ese caso el
debilitamiento ola pérdida de apoyo por parte de
los no combatientes clave, podría significar un
impedimento importante para los planes de
supervivencia o de poder vencer, aunque este
deseo hacia el apoyo de después de la guerra
coexiste con una voluntad de que todas las otras
naciones supervivientes estén debilitadas, como ya
hemos discutido antes. Naturalmente, se trata aquí
de una seria ambigüedad moral al poner en riesgo
las vidas de centenares de millones de personas de
otras naciones, en un intento por preservar unas
instituciones políticas domésticas favorables en
las naciones combatientes. «Debes morir para que
así yo sea libre» es un eslogan con un atractivo
muy limitado.
La clase I V (invierno nuclear sustancial)
reforzaría mas la disuasión mutua, por las razones
antes manifestadas. Resulta claro, si la clase IV
constituye uno de los resultados probables de un
intercambio central (como nuestros actuales
conocimientos de la ciencia fundamental parecen
indicar), y si este hecho fuese ampliamente
entendido, de ello seguiría una mayor
autodisuasión.
El invierno nuclear grave (clase V) , o peor,
representaría la fábula de la «Máquina del Juicio
Final» (ref. 5.3). Ningún dirigente nacional podría
empezar a considerar la guerra nuclear; si la clase
V fuera algo de lo más probable. Por desgracia, no
todos los líderes nacionales son racionales.La
perspectiva de
209
un invierno nuclear grave sugiere que confiamos
el futuro de los humanos a la seguridad de las
máquinas y a las serenidad y cordura de los
dirigentes militares y civiles en un futuro
indefinido y para un siempre creciente número de
naciones. Sólo hay que pensar en Hitler y en
Stalin. Unos locos pueden hacerse con el control
de los modernos estados industriales. Incluso
podrían conseguirlo sin unas enormes violaciones
de las normas legales (ref. 15.8). Con el paso del
tiempo, la probabilidad de aue haya unos locos en
puestos clave políticos o militares, en las naciones
provistas de armamento nuclear, se acerca a la
certidumbre. Un invierno nuclear grave implica
que los actuales arsenales estratégicos y doctrinas
pueden incluir una Máquina del Juicio Final con el
regulador del tiempo ya en marcha y contando.
¿Cuál debe ser una política prudente ante esta
perspectiva?
Capítulo XVI
LA MÁQUINA DEL JUICIO
FINAL
La «Máquina del Juicio final», que nos
exterminará a todos, podría construirse ya.
Por cuanto sabemos, ya está construida.
BERTRAND RUSSELL, Has Man a
future? (Nueva York: Simón and Schuster,
1962), pág. 69.
Durante más de un año, han estado
circulando en priva-do, entre los dirigentes
occidentales de alto nivel ominosos rumores
respecto de que la Unión Soviética se halla ya
trabajando en lo que sombríamente se ha
denominado el Arma Definitiva, el mecanismo
del Juicio Final. Las fuentes del servicio de
espionaje han rastreado el lugar del proyecto
ruso alto secreto hasta los páramos
perpetuamente envueltos en niebla, a los pies
de los picos árticos de las islas Zojov.
Narración inicial de la película de
Stanley brick, Dr. Strangelove (Columbia
Pictures, 1963, escrita por Stanley Kubrick,
Terry Southern y Peter George).
Herman Kahn, de la «Rand Corporation» y el
«Instituto Hudson» —los dos principales
«depósitos de pensamiento» de los militares
estadounidenses—, fue un influyente estratega
nuclear norteamericano. Fue él, por ejemplo, quien
creó los térmi-
nos «contra fuerza» (para destruir la capacidad de
represalia del enemigo) y «contra valor» (para
destruir las ciudades del adeversario). Sus
reuniones instructivas de alto nivel, informes y
libros fueron fundamentales para la evolución de
la política nuclear, tanto en Estados Unidos como
en la Unión Soviética. En su l i b r o On
Thermonuclear war, que apareció en 1960, Kahn
introdujo la idea de una «Máquina del Juicio
Final». Creía que aquel mecanismo sería «difícil»
de construir en los años 1960, pero mucho más
fácil en los años 1980 y 1990. Se pondría en
marcha, por su propia cuenta, si comenzaba una
guerra nuclear —sin importar por quién o por qué
— y mataría de «uno a dos» mil millones de
personas. O más. Resultaría imposible razonar con
ella. Una vez se activara, ni siquiera sus
constructores podrían ya alterar sus irrevocables
propósitos.
Su función consistía en la disuasión. ¿Quién
comenzaría una guerra nuclear sabiendo que el
resultado probable sería el Juicio Final? Pero para
disuadir, todos los adversarios potenciales
deberían estar enterados al respecto. La razón de
ser de la Máquina del Juicio Final se perdería si
se mantuviera su existencia en secreto.
Una Máquina del Juicio Final ideal debería
satisfacer los siguientes criterios: «dar miedo»;
«ser inexorable», «automática» (de esta manera el
artilugio «elimina el elemento humano, intuyendo
cualquier posibilidad de una falta de resolución
como resultado de consideraciones humanitarias o
amenazas por parte del enemigo) (*); «persuasiva»
(«incluso un idiota sería capaz de comprender
[sus] capacidades»), y «a prueba de lo-cos»
(significando con esto que exista una posibilidad
muy bajade que funcionara antes de una guerra
nuclear) (ref. 16.1). Por medio de estos criterios,
los actuales arsenales nucleares mundiales
constituirían, por lo menos, una condicional
Máquina del Juicio Final, lo mismo que lo
hicieron los arsenales de los años 1960 y 1970.
Los inviernos nucleares con un ámbito medio de
gravedad, o más, matarían, probablemente, tanta
gente como la hipotetica Máquina del Juicio Final
de Kahn. Prescientemente, creyó que el umbral
más probable para el Juicio Final sería «la
creación de cantidades realmente grandes de
radiactividad o el originar cambios climáticos
importantes». Sin embargo vio algunas
dificultades:
James R. Newman, en una crítica
(*)
para Scientific American, des-
212
La Máquina del Juicio Final no es suficientemente
controlable... [Un] fallo mata demasiadas
personas y las mata de manera demasiado
automática. No existe posibilidad de intervención
humana, control y decisión final. E incluso si
prescindimos del ordenador y conseguimos que la
Máquina del Juicio FinL sea controlable de una
manera segura por los que adoptan las' decisiones,
continúa sin ser lo bastante controlable. Ni la
OTAN, ni los Estados Unidos, ni posiblemente
tampoco 1a Unión Soviética, se mostrarían
deseosos de gastarse miles de millones de dólares
para conceder a unos pocos individuos esta clase
particular de poder sobre la vida y la muerte de
todo el mundo.
Ni los norteamericanos ni los europeos
occidentales «deberían o querrían diseñar y
procurarse un sistema de seguridad en el que un
mal funcionamiento o un fallo originase la muerte
de mil o dos mil millones de personas. Si se
hiciese explícita la elección, los Estados Unidos o
la OTAN considerarían con seriedad sistemas de
"baja calidad": por ejemplo, sistemas que fueran
menos disuasores, pero cuyas consecuencias
resultaran menos catastróficas de fracasar la
disuasión».
Y esta precaución no se limita al público en
general:
He quedado sorprendido por la unanimidad
con que se ha recibido la noción de la
inaceptabilidad de una Máquina del Juicio
Final... Excepto algunos científicos e
ingenieros que han enfatizado en demasía el
único objetivo de maximizar la efectividad de
la disuasión, el aparato es rechazado de una
manera universal. No parece algo profe-
cribe On Thermonuclear war como
«un opúsculo moral acerca del
asesinato en masa: cómo planearlo,
cómo realizarlo, cómo escapar de el,
cómo justificarlo». El mismo Kahn
comentó que «constituye el sello de uu
experto profesional al que no le
importa a dónde va, siempre y cuando
a c t ú e de una manea competente».
Pero resulta importante no mirar a
k a h n como un e x tra ñ o monstruo
moral a causa de tales sentimientos. El
suyo no es más que un corriente, y tal
vez irreductible, modo de pensamiento
militar. Clausewitz escribió de la
guerra: «Ésta es la manera en que
puede considerarse el asunto, y no
existe el menor propósito, ni siquiera
c o n t r a las mejores intereses
personales, de retroceder ante la
consideración de la auténtica
naturaleza del caso, porque el horror
de sus elementos excite la
repugnancia» (ref. 16.2). El problema
no radica en las estrategias extraídas y
moldeadas por la guerra, sino en la
institución de la guerra en sí.
213
sional a los jefes militares, y aún parece algo
peor a los civiles de alto rango...
Cuanto más se aproxima un sistema de
armamento a una máquina del Juicio Final, se
convierte en menos satisfactoria.
Ademas de dejar muy claro que sus sistemas
de armamento son útiles —es decir, que pueden
hacer algo—, los militares deben también dejar
claro que los sistemas ar-mamentísticos no son
omnipoderosos... No deben ser una Máquina del
Juicio Final... Ni siquiera puede parecer que se
lleguen a convertir en una Máquina del Juicio
Final si se usan mal, y mucho menos si se
emplean de una manera autorizada.
Nunca llegaré a enfatizar bastante lo
importante que resulta que quede claro que no
estamos desarrollando y planificando el empleo
de Máquinas del Juicio Final, o ni siquiera
sistemas que, de ser usados (ya sean o no
buenos disuasores), destruirán al defensor y a
una larga porción del mundo junto con el
agresor...
E n Dr. Strangelove, Stanley Kubrick pone la
doctrina de Kahn en labios de un general de la
Fuerza Aérea de Estados Unidos llamado
Turgidson: «No estoy diciendo que no vayamos a
despeinarnos. Lo único que digo es que se
matarían, más o menos, de diez a veinte millones
de personas, dependiendo de los frenos.» Sin
embargo, cuando las muertes ascienden a mil
millones, incluso Herman Kahn comienza a verse
movido Por las mismas consideraciones
humanitarias que, de otro modo, él considera como
impedimentos para una disuasión efectiva. Ante
u n a gi gamuerte» ( = 1 . 0 0 0 «megamuertes» =
1.000.000.000 de personas muertas), se muestra ya
deseoso de cambiar de opinión acerca de la
disuasión estratégica. El impedir que haya
máquinas dell Juicio Final, escribió, era «un
problema de control central de armamentos, tal vez
el problema central».
Constituye una amarga ironía que la Máquina del
Juicio Final contra la que Kahn previno tal vez se
haya ido construyendo lentamente a causa de las
auténticas políticas por las que él abogaba, y con
l a plaga rnás poderosa posible de las Máquinas
del Juicio Final incluida: puesto que el invierno
nuclear aún no se había descubierto, nadie sabía
que estaba ya creada una Máquina del Juicio Final.
214
Herman Kahn murió en 1983, cuando ya se
estaban discu tiendo los primeros resultados del
invierno nuclear entre los estrategas nucleares.
Acababa de terminar un libro (ref 16.3) que se
publicó postumamente, con una laudatoria
introducción del general Brent.Scowcroft. Los
editores fueron tan lejos como para añadir en una
nota a pie de página: «Si la teoría del invierno no
nuclear resulta correcta, se producirían algunas
implicaciones en ciertas previsiones discutidas en
este libro.» Esto par'ece lacónico en exceso. Tal y
como indican las observaciones citadas antes, la
única respuesta política consistente con Kahn ante
el descubrimiento de que inadvertidamente
podemos haber construido una Máquina del Juicio
Final, es destruirla. Incluso una conspiración de
locos al timón de varias naciones-Estado provistas
de armamento nuclear, por improbable que esto
parezca, no debería ser capaz de originar un
invierno nuclear a la especie humana.
La única forma de lograr semejante grado de
seguridad radica en reducir los depósitos
nucleares mundiales a un nivel en que no pueda
ocurrir un invierno nuclear. Esto es lo que
significa desmantelar la Máquina del Juicio Final.
La destrucción masiva, y a nivel mundial, de armas
nucleares es por lo tanto algo esencial para la
seguridad nacional: el auténtico icono ante cuyo
altar se encuentra la acumulación a nivel mundial
de armas nucleares. Como Kahn subrayó, existen
acuciantes razones políticas y estratégicas para
asegurarse de que no se encuentra el menor indicio
de Máquina del Juicio final en los arsenales
nucleares.
La reducción masiva de armas nucleares es una
empresa muy seria. Es como entrar en aguas
inexploradas. No carece de riesgos. Tal y como
dijo John Stuart Mili, «contra un gran mal un
remedio pequeño no produce pequeños resultados.
No produce resultados en absoluto». Si vemos que
nos hallamos cerca de construir una Máquina del
Juicio Final, debemos desmontarla, como subrayó
Kahn, aunque al hacerlo así debamos disminuir de
una manera significativa la fiabilidad y
credibilidad de la disuasión. Por fortuna, tal y
como discutiremos más adelante, unos arsenales
estratégicos apropiadamente configuados, a unos
niveles comparativamente bajos, pueden
incrementar, no disminuir, la estabilidad de la
crisis y de la seguridad nacional.
215
DR. STRANGELOVE:
EL JUICIO FINAL NUCLEAR
ACCIDENTAL
EN LA CULTURA POPULAR
Mientrasu n bombardero
estratégico estadounidense, cargado
c o n armas nucleares, comienza un
ataque no autorizado contra la Unión
Soviética, el Presidente, en la Sala de
fuerra, pregunta al Jefe del Mando
Estratégico del Aire:
PRESIDENTE: General
Turgidson: cuando usted
estableció las pruebas de
seguridad humana, me aseguró
que no existía posibilidad de que
ocurriese una cosa así...
TURGIDSON (Escandalizado):
No... no... creo que resulte del
todo justo condenar todo un
programa a causa de un simple
desliz, señor.
Pero, dado que va a ocurrir un
pequeño ataque nuclear accidental,
Turgidson propone aprovecharse de
la «oportunidad» para convertirlo en
un primer ataque masivo. Pero no ha
tenido en cuenta el hecho de que
esto desencadenará la Máquina del
Juicio Final soviética, porque los
rusos no han ido por ahí
contándoselo a cualquiera.
De la película de Stanley
Kubrick Dr. Strange-love [en
e s p a ñ o l : ¿Teléfono rojo?:
Volamos hacia Moscú], con
guión de Stanley Kubrick,
Terry Southern y Peter George
(Columbia Pictures, 1963).
Capítulo XVII
¿ES SUFICIENTE EL INFINITO?
DISUASIÓN MÍNIMA
SUFICIENTE (MDS)
Por lo tanto, una guerra que pudiese
originar la destrucción de ambas partes a la
vez... permitiría la conclusión de una paz
perpetua sólo encima de la vasta tumba de la
especie humana.
IMMANUEL KANT, Paz perpetua
(1795), 1,6.
Unos mayores recortes en los arsenales
nucleares mundiales serían de interés para todos
en la Tierra. No proporcionarían una ventaja
especial a los estadounidenses, a los rusos o a
cualuier otro. No nos impulsarían los políticos o la
ideología o la devoción nacional, sino únicamente
nuestro interés por seguir vivos. Si nos place,
podemos considerar que es una buena idea
amenazar alguna de las mayores ciudades de otro
país. ¿Pero. no desearíamos estar seguros de que
ninguna circunstancia concebible, ningún mal
funcionamiento de los ordenadores ningún
dirigente orate, ningún fallo en el espionaje o en
las comunicaciones, nada podría destruir nuestra
civilización y poner en peligro a nuestra especie?
Éste no es un argumento respecto de quién tiene
razón en las querellas entre las grandes
potencias; ni siquiera es una cuestión de
nacionalismo contra orden mundial. Es sólo un
asunto de todos, incluyendo a los miles de
millones de personas, a quienes, sin participar en
cualquier tipo de contienda, ello les llevaría a la
guerra nuclear, sin tener el menor derecho a su
futuro.
A principio de los años 1980, uno de nosotros le
preguntó a un importante consejero científico del
gobierno soviético, el por qué la URSS se veía
impelida a tener tantas armas nucleares y sistemas
de lanzamiento como Estados Unidos, cuando un
número mucho más pequeño sería suficiente para
la disuasión. Él se sacó su agenda y escribió su
respuesta: «°° = °°», infinito igual a infinito.
En la actualidad, se halla ampliamente
reconocido (ref. 17.1) que las fuerzas nucleares
existentes exceden con mucho lo que hoy se
requiere para la disuasión, una situación a menudo
descrita como «capacidad de destrucción
e xc e s i v a » (o v e r k i l l ) . Sin embargo, sean
cualesquiera las ansiedades que uno tenga (o, más
importante, sean cuales sean las ansiedades que
tenga tu adversario) respecto de la fiabilidad y
efectividad del arsenal propio, todas quedarán
calmadas sí uno lo posee varias veces en exceso,
hasta constituir, de manera efectiva, un arsenal
infinito. Por lo tanto, el reducir los arsenales
suscita ansiedades respecto de la estabilidad de la
disuasión en una crisis. ¿Podrían ambos bandos
llegar a convencerse de no poder rehuir la
devastación aunque la represalia repose en muchas
menos armas?
Los comparativamente pequeños arsenales
británicos, franceses y chinos —cada uno de ellos
con unos centenares de ojivas nucleares—
representan una demostración de facto de que, en
el mundo real, los pequeños arsenales estratégicos
pueden llegar a constituir una disuasión adecuada,
o, por lo menos, la que los dirigentes nacionales
creen poseer. El único ejemplo claro que tenemos
de los Estados Unidos y de la Unión soviética
echándose hacia atrás al borde de la guerra
nuclear, lo constituye la crisis cubana de los
misiles del año 1962. Cada bando quedó
ampliamente disuadido por el despliegue mutuo de
fuerzas estratégicas nucleares. Pero el arsenal
estratégico soviético comprendía por aquel
entonces sólo unos centenares de armas nucleares-
(El arsenal de Estados Unidos era de diez a veinte
veces mayor) Una vez más, unos centenares de
armas demostraron ser suficientes para
proporcionar una disuasión adecuada.
218
La perspectiva del invierno nuclear, incluso en
su caso peor no elimina por sí misma el peligro de
una guerra nuclear dador que el mundo en que
vivimos está repleto de accidentes, coincidencias
desgraciadas, incompetencia y locura. No
obstante, el invierno nuclear tiende a socavar la
doctrina corriente de la disuasión. Con casi 60.000
armas nucleares en el mundo, ¿cómo podría ser
creíble la amenaza de un primer ataque masivo o
una represalia masiva, si eso, inexorablemente,
coloca al atacante en peligro mortal? El invierno
nuclear sugiere que la di' suasión es ya creíble con
sólo unos inventarios de armas muchos menores.
Si la amenaza de usar los actuales arsenales
masivos carece de sentido, o se percibe como
carente de sentido —a causa de la autodisuasión
—, y si, a pesar del peligro, una pequeña guerra
nuclear es capaz de realizar, o resulta posible que
realice, la escalada hasta un intercambio central
(ref. 9.3), en ese caso las fuerzas nucleares
estadounidenses y soviéticas quedan despojadas
de gran parte de su alabada función disuasoria.
Queda, además, en duda su voluntad de enzarzarse
incluso en una guerra nuclear «limitada». ¿Se
convertirán en ese caso, los partidarios de la
disuasión en abogados de la suficiencia mínima?
Esta combinación de hechos e implicaciones
nos mueve a preguntar cómo podrían modificarse
las estructuras de fuerza para mantener o reforzar
la disuasión, aunque reduciendo el riesgo de una
catástrofe climática global (ref. 17. 2). Se ha
argumentado que la «suficiencia mínima» (véase
recuadro) en los arsenales nucleares, combinada
con una flexibilización en a elección de los
blancos, constituye una postura moralrnen muy
superior a lo que hoy se predica (ref. 17.3). El
presiden Dwight Eisenhower fue tan lejos como
hasta incluso razo que «si recortamos los
armamentos hasta el punto de que quede una fuerza
de represalia, la guerra se convertiría en por
completo fútil» (ref. 17.4).
El valor potencial de dar unos pasos
unilaterales puede ser objeto de debate, en ambos
bandos, con unos argumentos que resultan casi
persuasivos. En una vertiginosa sucesión de pasos
unilaterales, los soviéticos han anunciado que
realizaran retiradas masivas de tropas y de
blindados de Europa (y actualmente se hallan en el
proceso de llevarlo a cabo); eliminar todas las
bases militares en ultramar hacia el año 2000;
desmantelar el radar de Krasnoiarsk, porque viola
el Tratado de Misiles Anti-
balísticos (ABM), reducir a la mitad la producción
de carros de combate; enlentecer su modernización
de armas nucleares, y no intervenir ya más
militarmente en otras naciones. Desde agosto de
1983, la URSS no ha realizado pruebas de armas
antisatélite. ha dado por concluida su invasión de
Afganistán; durante 18 meses ha paralizado todas
las pruebas nucleares, confiando (en vano) en que
Estados Unidos se halle conforme en una
moratoria; ha emprendido algunos pasos
importantes haciala democracia (con sólo algunos
pasos atrás), y ha permitido en los países vecinos,
unos pasos mucho mayores, que han opuesto
seriamente en peligro la coherencia y efectividad
militar de la organización del pacto de Varsovia.
Los soviéticos —sin un daño perceptible hasta el
momento— se han embarcado en medidas
unilaterales de control de armamentos. Sin
embargo, no pueden continuar de manera
indefinida sin una respuesta de alguna clase por
parte de Estados Unidos. También tienen sus
militaristas conservadores y de línea dura,
nacionalistas, paranoicos y estrategas que
recuerdan los pactos de Munich y la blitzkrieg de
Hitler, al igual que ocurre en Estados Unidos. Pero
resulta innecesario para la URSS que considere
sólo pasos unilaterales. En la actualidad existen
unas oportunidades prometedoras en extremo
únicas para que Estados Unidos y los soviéticos se
unan en unos pasos bilaterales, que, llegado el
momento, se amplíen hasta incluir a otras naciones
con armamento nuclear o capaces de poseerlo.
Esto está comenzando a suceder, Pero con unos
fines y un ritmo que aún no se adecúan del todo a
la seriedad y urgencia del problema. La
perspectiva de un invierno nuclear coloca, por lo
menos a todas las naciones del Hemisferio Norte,
en una condición relativamente vulnerable y, por
lo tanto, conscientes de ello. Todas las naciones
de la Tierra poseen un urgente autointerés en
asegurarse de que ninguna guerra nuclear de
importancia -una que implique la explosión de
algunos centenares de ojivas nucleare o más—
tenga posibilidad de estallar. La noción de que una
«pequeña» guerra nuclear podría «refrenarse», que
los controles de escalada» llegasen a evitar una
rápida evolución hacia un conflicto nuclear global,
todo ello no es más que una piadosa esperanza
(ref. 9.3). Podría constituir algo alocado y
mortífero como piedra angular de la seguridad
nacional. El peligro es tan grave y tan abierto que
la única garantía segura consiste en destruir casi
todas las armas nucleares de
220
la Tierra: de forma multilateral, de manera fiable y
verificable Todo esto es factible. No parecen
existir serios impedimentos técnicos. Los
problemas principales son de tipo político . Las
naciones con los mayores arsenales nucleares son
las que tienen unas necesidades también mayores,
así como la mayor de las obligaciones morales, de
adoptar medidas a prueba de locos, que garanticen
que el invierno nuclear no llegue nunca a
presentarse. Si lo desean, pueden aún conservar su
confianza en la disuasión estratégica. Y, puesto
que la transición desde la guerra táctica hasta la
estratégica es muy probable que sea continua e
inevitable, deberían, si se hallasen tan motivadas
mantener una disuasión ampliada, con armas
estratégicas para salvaguardar sus «intereses
vitales», pero con muy pocas armas estratégicas.
Cuando, en lo que queda de este libro,
exploremos las formas de alcanzar la suficiencia
mínima, no pretendemos que ello se parezca a un
mapa de carreteras. Se trata sólo de unos
bosquejos, previstos para estimular y alentar
mejor a los artistas y dibujantes. Echemos un
vistazo a esos detalles.
Resulta claro que existen procedimientos
seguros e inseguros, estabilizadores y
desestabilizadores, de reducir los arsenales
nucleares. Hay pasos que parecen prudentes a
corto plazo, pero que constituyen unas barricadas
para el avance a largo plazo. Como en la misma
carrera armamentística, aparecerán impedimentos
políticos para el cambio, entre los que se incluyen
la percepción de sentido común de la era
prenuclear, respecto de que una nación que
reduzca su arsenal se convierte en más débil. No
obstante, algunos pasos parecen claros. Por
ejemplo, sería algo más seguro destruir primero
los sistemas de armamento más desestabilizadores,
en especial los misiles «MIRV», aquellos con
numerosas ojivas nucleares.
Proponemos varios enfoques a emprender
(unidos, en proporciones adecuadas); se discuten
con más detalle más adelante:
1 ) Destrucción multilateral de las armas
estratégicas más vulnerables y desestabilizadoras
(por ejemplo, los misiles MIRV con base en
silos), que incluya también la desmultiplicidaad de
los MIRV: en otras palabras, regresar a una ojiva
nuclear por misil.
221
2) Ir abandonando los sistemas de lanzamiento
interme-dios de vuelo corto, en Europa y Asia, tal
y como se ha llevado últimamente a cabo según las
condiciones del Tratado INF (Fuerzas Nucleares
de Alcance Intermedio).
3) Eliminación gradual de todas las fuerzas
nucleares tácticas de avanzadilla, incluyendo los
misiles de corto alcance, que se hallan en peligro
de verse desbordados por una invasión
convencional (y, por lo tanto, vulnerables a la
tentación de «emplearlos o perderlos»).
1. Reducción, compensación y retirada
sustancial y desmovilización de las fuerzas
convencionales en la Europa de la OTAN y
del Pacto de Varsovia (esto requiere
reducciones de fuerzas mayores por parte del
Pacto de Varsovia que de la OTAN, como ya
se ha puesto en marcha; véase más abajo).
1. Abandono de la Iniciativa de Defensa
Estratégica (SDI), tal y como se halla
constituida en la actualidad, así como
cualesquiera programas soviéticos
comparables, y mantenimiento del papel
militar en el espacio exclusivamente
para las comunicaciones, previsión del
tiempo, vigilancia, lanzamiento de
advertencias y misiones de
cumplimiento del tratado (ref. 17.5).
2. Reducción y desaparición, con la
mayor rapidez posible, de todas las
pruebas de armas nucleares, en cuanto
empiece a establecerse el régimen del
mínimo suficiente.
3. Los niveles de fuerzas estratégicas
deben reducirse a unas 100-300 ojivas
nucleares para cada uno, entre Estados
Unidos y la URSS, con sustanciales
reducciones en otras naciones.
Aunque estas proposiciones son muy amplias,
todas ellas han sido ofrecidas a los más altos
niveles, en discusiones y negociaciones entre
Estados Unidos y la Unión Soviética; todas han
sido discutidas por especialistas (y, en diversos
grados, respaldadas); en nuestra opinión, son
técnica y políticamente al-canzables. Se han
realizado justificaciones para todas esas medidas
(excepto los valores numéricos a los que se hace
referencia en el punto 7) discutiéndose
extensamente sin realizar una explícita refeencia al
invierno nuclear. Creemos que el espectro de los
posibles resultados climáticos del invierno
nuclear, aumentan en extremo lo bien fundado y
urgente de dar esos pasos, pero todos ellos tienen
pleno sentido incluso sin invierno nuclear.
Resulta claro que existen temas importantes que
deben re-
222
solverse respecto del ritmo y la coordinación, con
el fin de que ninguna de las partes tenga una
ventaja estratégica, presunta o real, o ni siquiera
temporal, que pueda llevar a unos cálculos
erróneos. En todos los momentos del proceso de
reducción los estructuras de fuerza —tanto
nucleares como convencional las deben
configurarse de una forma consistente con el fin
militar de estabilidad de la crisis, y hallarse
equilibradas apropiadamente entre (y con) los
antagonistas. También resulta esencial establecer
unos mecanismos para una comprobación a fondo,
incluyendo, si es necesario, una verificación total
in situ. La aceptación por parte de los soviéticos
de la red sísmica del Consejo de Defensa de los
Recursos Naturales (incluyendo la pre. sencia de
técnicos estadounidenses en el lugar de pruebas
soviético, cerca de Semipalatinsk) y la
subsiguiente observación oficial de las pruebas
subterráneas, en el suelo de una u otra parte;
acuerdo bilateral sobre la inspección por el
contrario de las instalaciones de producción de
cada cual y la exhibición de armamentos por parte
del otro, tal y como se ha convenido en el tratado
INF; inspección del armamento secreto de cada
lado por el Jefe del Mando de Jefes Conjuntos y
por el Jefe del Estado Mayor Soviético; e
instauración bilateral de peticiones de inspección
de las maniobras militares en Europa bajo los
Acuerdos de Estocolmo (ref. 17.6), todo ello
sugiere que la verificación ya no constituye algo
parecido a un obstáculo para un acuerdo nuclear
total como ya se creía en otro tiempo.
Examinaremos las estructuras de fuerza al
comenzar el capítulo próximo. Pero primero
lanzaremos una mirada de cerca al tamaño de una
fuerza de disuasión suficiente mínina (MSD).
Por lo general, se define el MSD como la más
pequeña fuerza efectivamente invulnerable capaz
de lanzar un devastador ataque de represalia tras
un no impedido primer ataque, a lo cual
añadiremos el criterio de no resultar posible
inducir un in vierno nuclear. Desde el principio,
algunos han manifestado que no se necesita una
fuerza muy grande para la disuasión,. A principios
de 1945, mucho antes de Hiroshima, Leo Szillard
—uno de los principales instigadores del Proyecto
Manhattan-redactó un mensaje para el presidente
Franklin Roosevelt que -éste no vivió para ver. En
parte decía:
La existencia de las bombas atómicas
significa el final
223
de la fuerte posición de Estados Unidos a este
respecto. A artir de ahora, el poder destructivo
que acumulen otros naíses, además de Estados
Unidos, puede alcanzar con facilidad el nivel
en el que todas las ciudades del enemigo sean
destruidas en un único ataque repentino... Por lo
tanto, producir más que el «enemigo» no
incrementará necesariamente en gran manera
nuestra fuerza (ref. 17.7).
El padre de la estrategia nuclear de Estados
Unidos, Ber-nard Brodie, comentó:
La superioridad en el número de bombas no
es en sí una garantía de superioridad estratégica
en la guerra con la bomba atómica... Si con
2.000 bombas, en manos de cada una de las
partes, es suficiente para destruir por completo
la economía de la otra parte, el hecho de que un
lado tenga 6.000 y el otro 2.000, alcanza una
significación relativamente pequeña (ref. 17.8).
La suficiencia mínima fue también reconocida ya
en 1945 por muchos de los científicos de Los
Álamos que habían fabricado las primeras bombas
atómicas (ref. 17.9) y, en 1946, por el ex
vicepresidente Henry Wallace:
En lo que se refiere a ganar una guerra, el
tener más bombas —incluso muchísimas más
bombas-— que la otra parte, ya no constituye
una ventaja decisiva. Si la otra nación tiene
suficientes bombas como para eliminar todas
nuestras ciudades principales y nuestra
industria pesada, no nos ayudará mucho si
tenemos diez veces más bombas de las
necesarias para hacerles lo mismo a ellos (ref.
17.10).
George F. Kennan, el jefe del Consejo de
Planificación del Departamento de Policía Estatal,
escribió al secretario de Esta-do, Dean Acheson,
el 20 de enero de 1950:
Podemos considerar [las armas nucleares]
como algo superfluo para nuestra postura
militar básica, como una cosa que nos vemos
obligados a mantener contra la posibilidad de
que sean usadas por nuestros oponentes. En
224
este caso, como es natural, deberíamos no
edificar una con fianza sobre ellas en nuestra
planificación militar. Dado q u e representan
sólo una insoportable carga de gasto de fondos
y esfuerzos, deberíamos mantener sólo lo
mínimo requerido para los propósitos de
disuasión-represalia (ref. 17.11)(*)
Kennan también cita un discurso del embajador
soviético Andréi Vishinski, el 10 de noviembre de
1949, ante la Asamblea General de la ONU, en el
que afirmó que la adquisición por parr te de los
soviéticos del armamento nuclear sólo buscaba
poseer un mínimo de disuasión.
«Lo que usted quiere es suficiente —explicó el
presidente Dwight Eisenhower al cascarrabias
Jefe del Mando Estratégico del Aire, el general
Curtis Le May—. Una disuasión no tiene poder
añadido una vez se ha completado
adecuadamente» (ref. 17.12). Y en la última
entrevista antes de morir, el presidente soviético y
ex ministro de Asuntos exteriores, Andréi
Gromyko, se decantó por la suficiencia mínima,
incluso en el caso de que Estados Unidos
mantuviese unos arsenales mucho mayores. Afirmó
que ésta debería haber sido la política soviética
desde el principio, pero ningún líder político o
militar, ni ningún científico, había tenido el coraje
de sugerir semejante y radical paso. Pero «hoy
tenemos derecho a ser más inteligentes y
decididos» (ref. 17.13).
Sin embargo, históricamente la opinión de los
expertos ha variado ampliamente en lo que debería
ser una fuerza MSD. En 1959, el almirante Arleigh
Burke, Jefe de las Operaciones Navales, razonaba:
Para hacer nuestra fuerza de represalia
segura respec" to de un ataque del enemigo, no
necesitamos tener un número muy grande de
misiles y bombarderos. Tanto si l a URSS
posee la mitad o varias veces el número de
misiles de los Estados Unidos, ello es algo
realmente académico mientras poseamos una
segura capacidad para destruir Rusia, y
mientras los soviéticos lo sepan y estén
realmente convencidos de esto (ref. 17.14).
Urgió la posesión de una fuerza invulnerable de
submarinos con misiles con unos cuantos
centenares de ojivas nucleares En 1961, los
consejeros científicos del presidente y del control
de armamentos abogaron por 300 Minuteman
ICBM de una sola ojiva nuclear; el secretario de
Defensa, 700 +_ 100; el secretario de las Fuerzas
Aéreas, 1.450; el Jefe del Mando de la Fuerza
Aérea 2.950; y el Jefe del Mando Estratégico del
Aire, 10.000 (ref 17.15) (*)
La detonación de 10 a 100 modernas ojivas
termonucleares por cada nación llegaría a
producir (con unos objetivos urbanos e
industriales) un inaceptable daño económico; un
número similar de explosiones podría tener una
influencia dominante en el resultado de una
importante operación militar (con blancos en las
fuerzas en el suelo y en el mar). El empleo de
tecnologías que minimicen la vulnerabilidad
(véase más adelante), el número máximo de ojivas
nucleares por cada lado necesarios para garantizar
un inaceptable daño de represalia es ciertamente
menos de 1.000; es decir, por lo menos un factor
10 veces por debajo del número de ojivas
nucleares de ios actuales arsenales estratégicos
(ref. 17.17). Si las ojivas nucleares MSD y los
sistemas de lanzamiento poseen una alta condición
de supervivencia y fiabilidad, sólo se necesitarían
unos 100 por cada bando (ref. 17.18).
Tales pequeñas fuerzas MSD han sido ya antes
consideradas en Occidente, y no sólo en los años
Kennedy-Johnson (ref. 9.14). En su segundo día en
el cargo, el presidente Jimmy Carter propuso a los
soviéticos unos profundos recortes mutuos en los
arsenales estratégicos (lo cual fue prontamente
rechazado; tontamente, diría ahora eí portavoz de
los soviéticos). Y en su primera reunión con los
Jefes del Mando Conjunto (ref. 17.19), Cárter
pidió un estudio de un MSD que comprendiera
unos cuantos centenares de armas (que fue
asimismo rechazado en el acto; pero en la
documentación conocida no parece incluirse una
reconsideración general por parte de JCS de la
prudencia de este juicio). La doctrina estratégica
británica normal se basa en el «criterio de
Moscú», la creencia de que la
(*) Tal vez hubiera pedido un +_ de ser ello
posible. Unos cuantos más millones que 10000
armas estratégicas es a donde han llegado
finalmente los Estados Unidos (y también la Unión
Soviética). Más unas 15000 armas tácticas cada
uno, la mayoría de ellas más poderosas que las
bombas de Hiroshima y Nagasaki. Los primeros
abogados del mínimo su-ficiente perdieron este
debate. Difícilmente, los científicos del Proyecto
Manhattan hubieran imaginado que, un día, habría,
entre 10.000 y 100000 armas nucleares en el
mundo (ref. 17.16).
226
habilidad para detener la fiabilidad de Moscú
constituye,por sí misma, una disuasión adecuada
(ref. 17.20); se halla de acuerdo con la «disuasión
existencial» de McGeorge Bundy (ref. 9.14) véase
recuadro). La disuasión mínima se halla
«embebida subcutáneamente» (ref. 17.21) en las
recomendaciones de la Comisión Presidencial
Scowcroft y en el informe del gobierno, Disuasión
discriminada (ref. 17.22).
Sin embargo, algunos expertos creen que las
reduccione de fuerza por debajo de muchos
millares de ojivas nucleares estratégicas
constituirían un riesgo para mantener la disuasión
ampliada, o incluso la disuasión estratégica (por
ejemplo, ref. 9.8). Pero unos arsenales mundiales
de millares de ojivas nucleares estratégicas podría
generar, con una elevada probabilidad, por lo
menos un invierno nuclear marginal (figura 6); un
arsenal global de unos cuantos centenares de tales
armas podrían con mucha menos probabilidad
generar serias consecuencias climáticas, incluso
aunque hubiera unos abundantes objetivos de
contra valor. Tales pequeños inventarios también
harían mucho menos probable que, en un conflicto
interno étnico —por ejemplo, en la Unión
Soviética o China— las armas nucleares pudiesen
ser capturadas por los nacionalistas regionales
(ref. 17.23). Proponemos fijar las fuerzas de
represalia a niveles que casi eliminen la
posibilidad de un invierno nuclear por cualquier
futura política o doctrina nacional sobre blancos.
El objetivo del específico invierno nuclear en la
transición a la suficiencia mínima es generar una
disuasión estable en la que la probabilidad de la
guerra nuclear sea en extremo pequeña, pero
donde, si sucede lo peor, no hubiese unas
consecuencias significativas globales climáticas.
El invierno nuclear no sólo proporciona unos
argumentos adicionales para la suficiencia mínima
sino que también ayuda a establecer cuáles son los
niveles de fuerza MSD requeridos.
El acuerdo ratificado de Fuerza nuclear de
Alcance Intermedio (INF) y el propuesto (ref.
17.24) START (Conversaciones de Reducción de
Armas Estratégicas), son pasos importantes hacia
un régimen MSD. Sin embargo, las desinversiones
INF solo constituyen un 3% de los arsenales
nucleares globales, y los materiales fisionables de
esas armas no se destruyen, sino quel más bien se
reprocesan para nuevas armas nucleares. Existen
en Europa unas 10.000 armas nucleares, en el
exterior de la Unión Soviética. Incluso en el
propuesto acuerdo START- que
22
implica el desmantelamiento d e una tercera parte
de los arsenales estratégicos de Estados Unidos y
la Unión Soviética (ref. 17.25) y tal vez incluso la
destrucción de las ojivas nucleares y que, aunque
representen una reducción de armas nucleares sin
precedentes, es sólo un principio. Dejaría a las
superpotencias nucleares con suficientes armas
estratégicas para destruir cinco veces cada ciudad
del planeta con una población que exceda las
100.000 personas.
Habrá una inclinación, especialmente si
conseguimos ejecutar e lS TA RT, a
autofelicitarnos, a creer que tenemos ya sufi-ciente
inercia para alcanzar un mundo seguro de armas
nucleares y volver nuestra atención a otros
asuntos. Pero START dejará a las superpotencias
nucleares con docenas de veces el número de
armas estratégicas necesarias para iniciar un
invierno nuclear. START [en inglés: empezar] es
esencial, pero es sólo —tal y como sugiere su
acrónimo— un primer paso.
¿CÓMO PODEMOS
LLAMARLO?
¿Cómo podemos llamar a un
arsenal estratégico lo
suficientemente pequeño para
evitar el invierno nuclear, pero lo
suficientemente grande para
proporcionar una medida real de
disuasión? Esto se halla
íntimamente relacionado con una
pregunta más antigua: ¿Cuál es la
fuerza estratégica mínima que
pueda proporcionar una disuasión
adecuada? A esto se le llamó
«disuasión mínima» por parte de
oficiales navales y científicos
civiles, en un intento por justificar
la introducción del submarino
nuclear Polaris a finales de los años
1950 (cf. ref. 17.14). Su
recomendación quedó teñida de
una rivalidad entre servicios. Se
argumentó, sobre unas bases que
aún tienen mucho mérito, que una
pequeña fuerza submarina
invulnerable de represalia era en sí
misma una disuasión por completo
adecuada (cf. ref. 9.14), que
convertía a los mucho más
vulnerables bombarderos de la
Fuerza Aérea y a los misiles fijos
en ciertos lugares, en algo
superfluo o incluso peligroso. pero,
"a causa de que la palabra
"mínimo" lleva una connotación de
jugar con la seguridad nacional por
razones presupuestarias, se cambió
por "finita" (que posee la
connotación
de desear lo suficiente y no más, y
también sugiere que los oponentes
desean una cantidad infinita o por lo
menos irrazonable)» (ref. 5.3, nota a
pie de página, pág. 14). No obstante,
existe el peligro de que Disuasión
Finita sea claramente una mala
denominación: toda disuasión es
finita, incluso la nula. Lo infinito es
inalcanzable.
En busca de una alternativa, hemos
ofrecido el término «Fuerza de
disuasión canónica» (CDF) [R. P.
Turco y C Sagan; «Implicaciones
políticas del invierno nuclear»,
Ambio 18 (7), 1989, 372-376], que
entendemos en el sentido mate
mático de básico o estándar, pero
que, se nos recuerda, también
sugiere un convenido, aunque
arbitrario, canon de creencias; la
ambigüedad descansa en el hecho de
que existen disidentes que mantienen
otras fes. Y lo que es más
importante, la frase no aporta la idea
que se encuentra detrás del canon.
Problemas similares, por lo menos
en lengua inglesa, se aplican
asimismo al término «suficiencia
razonable», la sugerencia
históricamente significativa de Mijaíl
Gorbachov, en sus propias palabras,
de «preservar el equilibrio total, pero
al menor de todos los niveles
posibles» [cf. Raymond L. Garthoff,
«Nueva forma de pensar en la
doctrina militar soviética»,
Washington Quaterly, verano de
1988, 131-158): La gente difiere
acerca de lo que es razonable; el
general A. I. Gribkov, por entonces
jefe de Estado Mayor del Mando
Combinado del Pacto de Varsovia,
definió la suficiencia razonable como
algo esencial, fuesen cuales fuesen
las fuerzas que tuviera Estados
Unidos (entrevista de Gribkov,
«Doctrina para asegurar la paz»,
Krasnaia Zvezda [Estrella Roja], 25
de setiembre de 1987, Garthoff,
ibíd.). Otros analistas, soviéticos y
estadounidenses, han propuesto la
«disuasión defensiva» o «disuasión
fundamental» (Stephen Sghenfield,
«Disuasión nuclear mínima: el
debate entre los analistas civiles
soviéticos». Centro para el
Desarrollo de la Política Exterior,
Brown University, noviembre de
1989.)
En vez de todo ello, proponemos
volver a la frase «disuasión mínima»,
pero añadiendo un adjetivo
calificativo clave, «disuasión
suficiente mínima», o MSD. De
modo equivalente, usaremos
«suficiencia mínima». Queremos
poner tanto en énfasis en
«suficiente» como en «mínima». Por
lo menos, en ese caso el debate se
enfoca sobre cuál es el arsenal
suficien mínimo para la disuasión (y
para evitar el invierno nuclear)
SUPERCAPACIDAD DE
DESTRUCCIÓN
MARCIANA
Poco después de que [Robert S.]
McNamara ocupase el cargo de
Secretario de Defensa [1961], uno
de sus cínicos secretarios ayudantes
«me explicó» la posición de esta
manera: ¿No lo comprendes? —me
preguntó—. Primero necesitábamos
bastantes Minutemen [misiles
alojados en silos] para estar seguros
de que destruiríamos todas las
ciudades rusas. Luego necesitamos
P o la r is [submarinos lanzadores]
para seguir preparados para
destrozar hasta los cimientos a una
profundidad de tres metros...
Luego, cuando toda Rusia está
silenciosa, y cuando ya no quedan
defensas aéreas, necesitamos
oleadas de aviones para dejar caer
suficientes bombas para poner todo
el lugar patas arriba hasta los trece
metros, para impedir que los
marcianos recolonizasen el país. Y
al diablo con la lluvia radiactiva.»
Esto ocurrió poco antes de que se
retirase de su puesto en el
Pentágono.
LORD SOLLY ZUCKERMAN, Nuclear
I l l u s i o n a n d re a l i t y (Nueva
York: Viking Penguin, 1983).
Zuckerman era consejero
científico jefe del Ministerio de
Defensa británico.
PENSANDO EN LO
IMPENSABLE
Existe una brecha enorme entre
lo que los dirigentes politicos
realmente piensan acerca de las
armas nucleares y lo que se adopta
e n complejos cálculos de relativas
«ventajas» en la guerra estratégica
simulada. Los analistas de los
depósitos de pensamiento fijan los
niveles de daño «aceptables» en
hasta centenares de millones de
vidas... Viven en un mundo irreal.
En el mundo real de dirigentes
políticos reales —de aquí o en la
Unión Soviética—, una decisión
que acarree arrojar incluso una
bomba de hidrógeno en una ciudad
en el país de uno se reconocería
por adelantado como una metedura
de pata pata catastrófica; diez
bombas en diez ciudades se-
230
rían un desastre más allá de la historia, y un
centenar de bombas en un centenar de ciudades
resulta algo impensable.
MCGEORGE BUNDY, consejero de
Seguridad Na
cional de los presidentes Kennedy y
Johnson, «Po
ner una cápsula al volcán», Foreign
Affairs octu
bre de 1969, 9-10. '
Véase asimismo, Danger and
survival: choices about the bomb in
the first fifty years ( Nue va York-
Random House, 1988).
Capítulo XVIII
¿QUE CLASE DE ARMAS?
ESTRUCTURAS DE FUERZAS
ESTRATÉGICAS
¡Vigila el día en que el cielo tenga una
humareda manifiesta que envolverá a los
hombres! Dirán: ¡Señor nuestro! ¡Aparta de
nosotros el tormento! ¡Nosotros creemos!
El Corán, XLIV, 9-11, traducción española
del Dr. Juan Vernet, Plaza y Janes S. A.,
Editores, Barcelona, 1980, col. «Obras
Perennes».
En los sistemas de armas estratégicas, a menudo
la tecnología deriva de la doctrina, más que
viceversa. Cuando se hace Posible crear nuevos
medios de destruir o intimidar a un enemigo
potencial, los estrategas están en seguida
dispuestos a encontrar razones apremiantes
respecto de por qué las nuevas armas se necesitan
con urgencia, sin importar lo letal o efectivo que
puedan ser las armass existentes. Pero la nación
adversaria posee asimismo científicos y
estrategas. Por lo tanto, con frecuancia, la nación
que efectúa la innovación tiene sólo una ventaja
militar mornentánea, hasta que el otro lado lo
consigue también; luego, con gran coste, se
encuentran de nuevo en el mismo lugar en que
empezaron, sin que ninguna de ambas partes posea
a l go parecido a una ventaja militar decisiva,
excepto que el mundo se ha convertido, en la
actualidad, a causa de los nuevos sistemas de
armas, en un lugar mucho más peligroso.
232
Además, cada nuevo sistema de armas reclama
imperiosamente convertirse en un blanco por las
armas adicionales de la otra parte, lo cual conduce
a una abrumadura carrera de armamentos.
El armamento y la evolución de las estructuras
de fuerza se ven impulsados, principalmente, por
fines a corto plazo. Las implicaciones a largo
plazo se nos dejan a nosotros para q u e nos
preocupemos al respecto. Pero, en una nación
prudente, los arsenales reflejarían el propósito
nacional para los que están previstos, y que
incluye a un tiempo objetivos a corto y a largo
plazo. He aquí una declaración típica a este
respecto:
El objetivo fundamental de las fuerzas
estratégicas estadounidenses durante el
período McNamara, y desde entonces ha sido
disuadir de un ataque nuclear contra los
Estados Unidos y sus aliados, a través del
mantenimiento de fuerzas nucleares que
puedan incluso soslayar un ataque por
sorpresa total por parte de la Unión Soviética
y ser aún capaces de realizar una abrumadura
represalia (ref. 18.1).
Al perseguir este objetivo, y el equivalente de
la Unión Soviética, tanto Estados Unidos como la
URSS han acumulado casi 60.000 armas nucleares
y, en el proceso, han puesto en riesgo nuestra
civilización. Irónicamente, este fin puede lograrse
con fuerzas muy pequeñas, si son de la clase
adecuada.
Ya hemos subrayado que sólo los centros de
100 ciudades o 100 instalaciones petroleras en
llamas pueden ser suricientes para provocar un
invierno nuclear. No serían en absoluto necesarias
todas las armas nucleares para que una guerra
tuviese que llevarse a cabo en un régimen de
suficiencia mínima, y n o todas las que se
empleasen explotarían sobre las ciudades. Si nos
tomamos en serio el deseo de conseguir un mundo
tan seguro que ni siquiera la conspiración de unos
locos que tengan el control de las naciones-
Estados armados nuclearmente, pudiesen generar
un invierno nuclear nominal, en ese caso e l
número total de armas nucleares en el mundo
tendría que ser muy pequeño, tal vez de menos de
100.
Pero el número de 100 ciudades o
(especialmente; instalaciones petroleras en
llamas, es obviamente inexacto. Existen
numerosas incertidumbres. La potencia explosiva
es una, pues-
to que unas explosiones aéreas de bajo poder
explosivo harían arder más de una ciudad que una
explosión aérea de baja potencia. No todos los
blancos estratégicos serán ciudades o
instalaciones petrolíferas. Ni todas las ojivas
nucleares alcanzarán sus blancos, a causa de su
imperfecta puntería, fallos tecnológicos, o
defensas terminales. Algunas armas pueden ser
retenidas para los propósitos de una futura
negociación o coerción. También el tiempo es a
veces caprichoso. No podemos prever de
antemano la estación en que se hará la guerra.
Éstas y otras incertidumbres perfilan grosso modo
el por qué cualquier estimación de dónde se
encuentre el «umbral» del invierno nuclear resulta
impreciso.
Si, de todos modos, estimamos, aunque sea
aproximadamente, dónde se halla ese umbral —y
las apuestas son tal elevadas que resulta esencial
tener alguna idea de la respuesta—, debemos
asimismo equilibrar nuestro deseo de conseguir
una fuerza lo suficientemente grande como para
satisfacer las demandas de la disuasión. Hemos
tratado de especificar ese umbral con la mayor
cautela (capítulo VII). Asimismo, hemos sido muy
cautelosos en que las más pequeñas profundidades
ópticas pueden de todos modos, provocar
perturbaciones importantes en la agricultura (clase
I I de invierno nuclear). Nuestro mejor esfuerzo
para lograr semejante equilibrio nos conduce a
prever un régimen de disuasión de suficiencia
mínima, en que los Es-tados Unidos y la Unión
Soviética tengan unas 100 ojivas nucleares cada
uno, con el resto del mundo poseyendo, como
máximo, un número igual. Pero no podemos estar
seguros. Tenemos una mayor confianza en que
1.000 ojivas nucleares, por cada parte, ess
demasiado para impedir el invierno nuclear; y de
que, 10 por cada bando, por lo menos desde el
punto de vista de muchos, es demasiado poco para
la disuasión (ref. 18.2). Un mundo con cero armas
nucleares —donde la disuasión estratégica es
per fecta, la disuasión ampliada nula y la
probabilidad de un invierno nuclear cero—, es un
asunto muy diferente, del que trataremos después.
Vamos a discutir brevemente la posible
naturaleza de las fuerzas MSD; al principio desde
un punto de vista puramente técnico, es decir,
ignorando las consecuencias económicas, psi-
cológicas y políticas de una continuada carrera de
armamentos, incluso si esa carrera de armamentos
estuviese dedicada a unas nuevas armas, previstas
para asegurar la más estable disuasión
mínima alcanzable. Los tipos de fuerzas
estratégicas invulnerables que tenemos en mente,
podrían ser desplegadas de una o más formas. Los
sistemas de lanzamiento de ojivas nucleares
simples se consideran, en cada uno de los casos,
como las más estabilizadoras. En un régimen así,
un misil ofensivo puede, en principio, destruir,
como máximo, una ojiva nuclear del contrario. En
contraste, en el actual régimen estratégico, con 10
misiles con ojivas nucleares, un solo misil
ofensivo puede, en principio, destruir hasta 100
ojivas nucleares del contrario (10 x 1 0 : diez
ojivas nucleares lanzadas por un solo misil, con
cada ojiva destruyendo diez ojivas en cada misil
sin lanzar del adversario. Descontando los errores
en el blanco, 50 es un número más probable que
100). Ésta es la razón de que el despliegue de los
MIRV (Vehículos de reentrada con múltiples
blancos independientes, con cada vehículo de
reentrada capaz de transportar su propia arma
nuclear), está lleno de peligros en una época de
alta tensión. Atacar las ojivas nucleares de ia otra
parte mientras se encuentran aún en el suelo,
aconsejan los MIRV, antes de que éstos puedan
destruir tus ciudades. Los MIRV están a favor de
atacar los primeros. Los MIRV apartan a los
estrategas de las reducciones de armamentos y los
impulsan hacia la carrera armamentística. Los
MIRV constituyen un error.
Hubo toda una serie compleja de imperativos
que condujeron a la introducción por los
estadounidenses de los misiles MIRV: erróneas
preocupaciones acerca de que los soviéticos
pudiesen desarrollar una defensa efectiva contra
los misiles balísticos, que necesitaban ser
compensados con muchas m á s ojivas nucleares;
política doméstica, en la que un secretario de
Defensa tenía que encontrar una carnaza para los
halcones; la utilidad de los MIRV como una
«coacción» para llevar a los soviéticos a la mesa
de las negociaciones del control de armamento o
—algo más bien diferente— los MIRV como un
paso importante en el forcejeo sin fin de elegir
como blanco cualquier potencial activo para hacer
la guerra por parte de la Unión Soviética; el
avance y promoción llevado a cabo entre los
militares y la industria de defensa; una manera de
ahorrar los dólares difícilmente ganados por el
contribuyente; y al menos, a corto plazo, la
excitación de realizar grandes desarrollos
tecnológicos, y el amor al país (ref. 18.3).
El hecho de que los MIRV desestabilicen la
relación estraté-
235
gica, al proporcionar poderosos incentivos para
asestar el primer golpe, parece no haber sido
seriamente contemplado por nadie de la multitud
de tomadores de decisiones implicados, aunque,
desde el despliegue, se han expresado los
suficientes recelos y prudentes nostalgias (por
ejemplo por parte del ex secretario d e Estado,
Henry Kissinger) respecto de los viejos buenos
tiempos en que cada misil sólo tenía una ojiva
nuclear. Ni tampoco conocemos ninguna
reluctancia por parte de los soviéticos, quienes,
después del paso dado por los estadouniden-ses,
rápidamente hicieron avanzar las investigaciones y
su programa de desarrollo, que llevarían a sus
propios misiles MIRV. Incluso hoy, casi todo
nuevo sistema de misiles balísticos, en el proceso
de ser desplegados por Estados Unidos y la Unión
Soviética (por ejemplo, M X y SS-24), se basan
fuertemente en los MIRV (ref. 18.4). La historia de
los MIRV constituye una buena lección de
cualquier tendencia oportunista y autopropulsiva
—del todo ciega a las consecuencias a largo plazo
— en la carrera de armamentos nucleares.
El simplemente recortar los arsenales por ambos
lados, aunque se incrementen los MIRV en los
misiles remanentes, podría hacer decrecer la
estabilidad de la crisis; y, aunque esta contención
resulta controvertida, algunos analistas razonan
que el tratado START, tal y como se discutió en
los mismos fines de los años 1980, tenía en
realidad una propiedad indeseable (ref. 18.5) y
podría incrementar los incentivos para asestar el
primer golpe. Esta posibilidad estimula el debate:
¿Es el decrecimiento en la estabilidad de
semejante tratado START algo ceptable a causa de
que su inercia continuada proporciona
Posibilidades de posteriores controles de
armamentos? ¿O cual-quier tratado que haga
disminuir la estabilidad, constituye algo peor que
ningún tratado en absoluto? ¿Cómo equilibraremos
los objetivos a corto y a largo plazo? Pero aquí,
especialmente con los enormes arsenales
residuales incluso después de aplicar el START,
el invierno nuclear acude al rescate, al hacer ver
que tsles primeros golpes son suicidas. El invierno
nuclear funciona en el sentido de hacer disminuir
la inestabilidad de la crisis. No obstante, en lo que
se refiere a la estabilidad estratégica a largo
pal zo, un importante primer golpe podría ser
contra los arsenales MIRV, y esto puede
representar el punto de mira del START II
Una fuerza estable MSD debería comprender:
236
1) ICMB en silos, de una sola ojiva.
2) Misiles terrestres móviles con una sola
ojiva nuclear. El Midgetam, planeado por
Estados Unidos, es un paradigma de un
sistema de este tipo, en el que se combina la
movilidad con una fuerza sustancial —
inmunidad al impacto— para asegurar la
supervivencia. (El SS-25 soviético enfoca el
paradigma, pero con una dureza mucho más
limitada.) Los despliegues sobre lanzadores
móviles por carretera, vagones de ferrocarril
o entre búnqueres múltipies, resultan
también posibles. Sin embargo, en especial
en las democracias, la idea de misiles con
armas nucleares de lanzamiento rápido,
atestando las autopistas y las vías férreas, ya
se sabe que ha provocado la consternación,
la protesta e incluso la acción política.
1. Bases en profundos lugares
subterráneos. Esto colocaría a los
misiles de represalia en búnqueres
subterráneos mucho más profundos que
cualquier silo normal, con gran
estructura de hormigón contra cualquier
posible ataque nuclear. Se excavarían
túneles y pozos hasta la superficie
cuando se necesitasen para lanzar los
misiles. Sin embargo, existen
problemas con esta tecnología, aún en
sus primeros estadios de desarrollo
(ref. 18.6).
4) Submarinos pequeños, con un misil, o
unos cuan
tos, balístico MIRV (ref. 18.7). Podrían
patrullar no lejos
de sus costas nacionales, ocultándose en
aguas profundas
tras la plataforma continental. Serían
compactos y silen
ciosos, e incluso menos detectables que los
modernos sub
marinos estratégicos. No se conocen o
prevén tecnologías
que lleguen a hacer visibles a los
submarinos que se en
cuentren en las profundidades oceánicas.
Pero, aunque
éstos pudiesen llegar a ser visibles, todavía
seguirían go
zando, más o menos, de la misma protección
a causa de su
movilidad, como ocurre en los sistemas en
tierra que se
mueven por carretera o por ferrocarril. Y,
cosa improba
ble hasta hoy, ninguna arrogante tripulación
de submarino
podría por sí misma iniciar el invierno
nuclear.
Con estructuras de fuerzas de esta clase por
ambas partes, la. disuasión nuclear sería
invulnerable a un primer golpe o a la apropiación
por fuerzas contrarias. La estabilidad estratégica
237
sería robusta. En tal régimen MSD, los
inventarios de misiles quedaría, grosso modo,
equilibrados. En ese caso, sólo está disponible una
ojiva nuclear contra cada ojiva contraria. Pero, de
acuerdo con las matemáticas de la supervivencia
de las armas, la imperfecta exactitud de los misiles
y la dureza de los blancos, implica que, más o
menos, se necesitarían dos (o más) ojivas (de
promedio) para garantizar la destrucción de un
solo misil contrario. Ningún lado tendría
suficientes ojivas nuclea-res para preparar un
primer golpe con éxito. Imaginémonos un mundo
en que ningún arma nuclear pudiese ocultarse de
un ataque potencial, y donde los arsenales de
ambos bandos sean estáticos, esencialmente del
tipo MIRV, e iguales. En ese caso, se podría
lanzar un primer ataque en que cada dos de las
ojivas nucleares destruyesen, por ejemplo, diez de
las ojivas del adversario. Por lo tanto, se podría
decidir que existe cierta ventaja en una crisis al
desencadenar un masivo primer ataque. Pero si,
por el contrario, los arsenales son estáticos, tipo
MIRV, e iguales, habría que gastar dos ojivas para
destruir una de las del adversario. Si, finalmente,
los arsenales son móviles (u ocultos), tipo MIRV e
iguales, en ese caso habría que gastar más de dos
—incluso muchas más— ojivas para destruir una
del adversario. Si se lanza un masivo primer
ataque, habría que emplear todas las ojivas
nucleares, aunque dejando tras esto al otro lado la
mitad o más de su arsenal, que podrían realizar
una represalia contra las ciudades propias. En esta
circunstancia, resulta fácil reconocer de antemano
que un primer golpe sería tan estúpido como
criminal. La estructura de fuerzas MIRV le disuade
a uno.
Además, es altamente improbable que un gran
avance tecnológico permita conseguir una gran
ventaja a cualquiera de los dos bandos. Incluso
con una perfecta vigilancia y seguridad, un misil
destruiría solo unaojiva nuclear. La
diversificación de los sistemas de armas y la
implantación —la cual es posible— adelante),
reduciría aún más la vulnerabilidad.
Las comunicaciones, el comando y el control
(C3) de las fuerzas MSD podrían ser mucho más
sencillas y mucho más robustas que las más
usuales fuerzas estratégicas o tácticas. Los misiles
móviles tendrían enlaces más fuertes en las
comunicaciones por radio directas contra las
ondas electromagnéticas que destrozan la
electrónica (EMP), y que emanan de las explo-
238
s i o n e s aéreas de un arma nuclear. Las
comunicaciones con los submarinos que patrullen
una pequeña región de los océanos adyacentes a
una nación dada, son también más simples y
seguras que las comunicaciones a nivel mundial
con los submarinos estratégicos de mucho mayor
radio de acción. Los llamados golpes de
decapitación contra los dirigentes nacionales
militares y civiles son menos probables cuando C3
es más robusto Cualquier lanzamiento de misiles
sin advertencia o autorización representaría, en un
sentido absoluto, algo menor que una catástrofe
importante.
Por todas estas razones, la suficiencia mínima
parece una respuesta mucho más segura (así como
más económica) a los peligros del invierno
nuclear que la alternativa militar factible: la
conversión de los arsenales estratégicos mundiales
en armas nucleares de una precisión mucho mayor
y de una fuerza explosiva mucho más baja. (Véase
recuadro. Para una breve discusión de la defensa
estratégica, como una alternativa mucho menos
factible, véase más adelante.)
Existen otros que han propuesto una mezcla de
fuerzas MSD: por ejemplo, Feiveson, Ullman y
Von Hippel (ref. 18.8), quienes sugieren 2.000
ojivas nucleares por cada lado, distribuidas en
1.000 en bombarderos de gran radio de acción,
500 en submarinos con misiles balísticos y 500 en
ICBM y misiles de crucero. Proponen, al igual que
nosotros, eliminar todas las armas nucleares
tácticas y de campaña. Durante muchos años, el
prolífico físico y diseñador de armas
estadounidense Richard Garwin ha pedido que
hubiese un MSD de unas 1.000 ojivas nucleares
por cada bando. Sugiere (ref. 18.9) una fuerza de
Estados Unidos compuesta por «400 ojivas
nucleares en forma de pequeños ICBM de una sola
ojiva nuclear en silos blandos (vulnerables); 400
ojivas distribuidas entre 50 submarinos pequeños
y 200 ojivas transportadas pro 100 aviones como
misiles de crucero lanzados por aire, dos por
avión». Nosotros indicamos más abajo nuestras
reservas acerca de los bombarderos y misiles de
crucero. Garwin subraya que le debería estar
permitido a cada lado seleccionar la estructura de
fuerzas, lo cual, en su opinión, promueve una
mayor estabilidad (ref. 18.10). Todas estas
primitivas propuestas de un régimen MSD se han
realizado, principalmente, sin considerar los
efectos instantáneos una guerra nuclear con
decenas de millares de ojivas, una preocupación
que exacerba en extremo el invierno nuclear, lo
cual
239
nos lleva a abogar por unos arsenales aún más
reducidos, con (véase más adelante) una diferente
mezcla estratégica. También ha ido emanando
desde la Unión Soviética (véase recuadro) una
prometedora y productiva serie de proposiciones
acerca de lo que constituye la suficiencia mínima y
cómo conseguirla.
Pero semejante reconfiguración de las actuales
fuerzas estratégicas de los Estados Unidos, la
Unión Soviética y, necesariamente, las potencias
nucleares menores, presenta muchos escollos. Por
una parte, si estas pautas propuestas siguen los
procedimientos habituales, el MSD podría ser muy
costoso. El pleno desarrollo a nivel mundial de
esta tecnología costaría centenares de miles de
dólares. Resulta perfectamente posible imaginar
una fuerza estratégica que fuese una fracción del
tamaño de la actual y que costase lo mismo que las
fuerzas actuales (véase, por ejemplo, Alexander H.
Flax, en ref. 9.7). El ingenio de los diseñadores y
fabricantes de sistemas de armas nucleares se
halla preparado para este desafío. Naturalmente, si
se estabilizase la carrera de armamentos y se
previniese la guerra nuclear, se trataría de un
dinero muy bien gastado. Además, el coste sería
modesto si se le compara con los sistemas
estratégicos a los que remplaza. Por ejemplo,
costaría aproximadamente 20 mil millones de
dólares el comprar 10 submarinos medios
(midget) con unos cuantos misiles MIRV cada uno,
más el reaprovechamiento de 100 Minuteman
ICBM como MIRV. El precio de coste es
comparable a los costes anuales de personal,
instalaciones e infraestructura para el actual
arsenal nuclear estadounidense. Representaría un
1% del costo del sistema de la guerra de las
galaxias propuesto a escala continental, y el 10%
de los costos de las «modernizaciones» planeadas
de las fuerzas estratégicas y tácticas, todo lo cual
el régimen MSD convierte en innecesario. Los
costes también se reducirían al unir el desarrollo
de la nueva tecnología por parte de Estados
Unidos y la Unión Soviética, aunque esto parece
impracticable por causas muy diversas.
Sin embargo, el problema principal en lo que se
refiere al desarrollo de nuevos sistemas de armas
para lograr el MSD no es el coste, sino el hecho
de que mantiene en marcha la carrera
armamentística. Mantiene, en ambos bandos, la
moti va c i ón p a r a desarrollar nuevas armas
nucleares y sistemas de lanzamiento. En vez de
alentar la disminución de las instalaciones de
producción de armas, apoya los establecimientos
de laborato-
ríos de armas
militares/industriales/gubernamentales, que son los
que han impulsado en primer lugar la carrera de
arrnamentos nucleares. Desvía significativos
recursos fiscales e intelectuales, que resultarían
necesarios para recomponer las dolientes
economías estadounidense y soviética. Y plantea
difíciles temas en lo referente a la verificación:
por ejemplo, para determinar qué armas
permitidas y no permitidas se desarrollan o
fabrican en una instalación determinada. Cuanto
menores sistemas de armas se introduzcan, más
fácil resultará el comprobar el cumplimiento del
tratado. Ésta fue una de las justificaciones
originales de las propuestas de congelación
nuclear realizadas a principio de los años 1980.
Esto es lo que nos lleva a lo que creemos que es
un tema importante y que desempeña un papel en la
búsqueda del enfoque más optimista para el MSD;
¿Existe una manera de eliminar los MIRV sin
desmantelar todos los sistemas de lanzamiento
existentes y remplazados con una serie
completamente nueva de sistemas de lanzamiento?
El arsenal de Estados Unidos incluye aún 450
lanzadoras de Minuteman II, cada una de ellas
armadas con una sola ojiva nuclear, cada una
provista del alcance máximo de todos los misiles
balísticos estadounidenses con base en tierra (ref.
8.1); se dice que la Unión Soviética tiene unos 100
SS-25 móviles con una sola ojiva nuclear, unos 60
SS-13 (Mod. 2) de una sola ojiva nuclear y cierto
número de SS-11 también con una única ojiva (ref.
18.11). Además, 540 Minutemen II y 138 SS-127
tienen una triple MIRV. Así, podemos ver la
remota posibilidad de que, en vez de construir
unos arsenales completamente nuevos de armas
nucleares con base en tierra, se mantuvieran y
restauraran los misiles balísticos
intercontinentales de una sola ojiva nuclear, y se
eliminara la multiplicidad de algunos MIRV que
sólo son ligeramente múltiples. El resto del
arsenal debería destruirse. Habría que excluir el
aprovechar los M X o SS-18 para un régimen de
suficiencia mínima, precisamente a causa de sus
grandes cargas explosivas o de lanzamiento de
cargas que permitiría volver a aprovechar
clandestinamente los MIRV (*) Dado que los
inventarios de ambas partes son ya tan amplios y
variados, existirían amplias oportunidades de
mezclar los siste-
(*) Aunque se han sugerido protocolos para
impedir la utilización los MIRV (por ejemplo,
Robert Moaley, en Von Hippel y Sagdeer, ref.
19.20).
241
mas de armas ICBM y aún permanecer por debajo
de los límites de un invierno nuclear bajo la
Suficiencia Mínima. Siempre existirá además la
posibilidad de mejoras en la exactitud, y que
puedan desarrollar nuevas capacidades, como la
taladradora para atacar puestos de mandos
profundamente enterrados, refugios para dirigentes
y sistemas de armas. Semejantes propiedades
deberían declararse de antemano en un régimen
MSD. Pero si lo que importa no es sólo conseguir
un MSD, sino también detener la carrera de
armamentos, parte de la multitud de misiles
estratégicos existentes, cada uno de ellos
mantenido o reducido a una sola ojiva nuclear,
podría considerarse que son adecuados.
La disparidad entre la realidad y el ideal de una
sola ojiva nuclear para cada sistema estratégico de
lanzamiento, es de lo más grande en lo que se
refiere a los submarinos de misiles balísticos.
Están equipados con tubos montados verticalmente
en los que se encajan los misiles balísticos MIRV.
E l Poseidón estadounidense posee 16 tubos de
misiles. Por lo tanto, los Poseidón, equipados con
diez veces más misiles MIRV C-3, equivalen a 16
x 10 = 160 ojivas nucleares. Los que llevan
misiles C-4 tienen sólo 16x9= 128 ojivas
nucleares. El submarino Trident con misiles C-4
lleva 16x 12 = 192 ojivas nucleares. El Trident D-
4 puede llevar 16 x 14 = 224 ojivas nucleares de
gran precisión. (No todas las lanzadoras albergan
ojivas nucleares; algunos contienen, por ejemplo,
ayudas para las comunicaciones o satélites de
navegación.) Por lo general, el arsenal
estadounidense comprende 36 de tales submarinos.
Por el lado soviético, el número de ojivas
nucleares por submarino varía entre 16 para el
Yanqui I, con 16 SS-N-6 misiles de una sola ojiva
nuclear, hasta los submarinos de clase Tifón, cada
uno de ellos tal vez con 180 ojivas nucleares (ref.
18.11). En conjunto, la flota soviética de
submarinos con misiles balísticos incluye unos 60
submarinos, pero con una fracción mucho más
pequeña de los mismos en el mar, en un momento
dado, que lo que constituye la práctica en la flota
estadounidense de submarinos (*).
(*) Detengámonos un momento para pensar de nuevo en esto: un
solo submarino es capaz de destruir algo así como 200 ciudades,
cada una de ellas llena de hombres, mujeres y niños. Ahora mismo,
en este instante, los océanos de la Tierra son surcados por docenas
de tales submarinos, cada uno controlado por unos cuantos oficiales
navales con unos poderes parecidos a los de Zeus: la vida y la
muerte sobre decenas de millones de personas, o más.
242
La noción de adoptar un sistema de armas que
sea capaz de destruir de 150 a 200 «blancos» y
reducir su capacidad a sólo unos cuantos
«blancos» parece, sobre unas bases simplemente
militares, constituir un significativo desperdicio de
recursos (ref. 18.12). Pero la auténtica pregunta,
según nos parece a nosotros, es ésta: ¿lograr un
régimen MSD es de un coste más significativo que
constituir una nueva flota de minisubmarinos o
emplear la ya existente flota de submarinos con
misiles balísticos? Puesto que tales submarinos
son intrínsecamente mucho menos vulnerables de
atacar que los misiles con base en tierra, aún sería
algo estabilizador el permitir unas cuantas ojivas
nucleares por submarino (no demasiadas, para que
sus visitas a puerto no ofreciesen una irresistible
tentación para desencadenar una crisis), más bien
que una sola, dado que existen procedimientos a
prueba de locos para hacer que la mayoría de los
tubos lanzadores de misiles no fuesen operativos,
y para asegurarse que seguirían de esta manera.
Los métodos propuestos incluyen rellenar y sellar
cierto número de los tubos lanzadores o cortar un
segmento de la sección del lanzador fuera del
casco; para mantener la invulnerabilidad de tales
submarinos, también se deberían imponer
restricciones para las prácticas de guerra de tipo
antisubmarino en tiempos de paz (ref. 18.8).
Los bombarderos estratégicos han sido
diseñados para transportar grandes cargas de
armas nucleares: hasta 28 ojivas en una mezcla de
bombas de gravedad, misiles de corto alcance y
misiles de crucero de amplio radio lanzados desde
el aire. La conversión de un bombardero B-1 o B-
2 para que lleve una sola ojiva nuclear, o unas
pocas, de nuevo parece algo ineficiente en lo que
se refiere a los costes, y tales bombarderos no
tienen nada parecido a la invulnerabilidad de los
submarinos de misiles balísticos. Además, a causa
de que los bombarderos estratégicos pueden
despegar de muchas bases aéreas importantes (en
la Unión Soviética se han estimado unas 500 [ref.
8.4]) y pueden desviarse a numerosos aeródromos
secundarios, la existencia de fuerzas aéreas
estratégicas por un lado provee de una
justificación para unas mayores fuerzas nucleares
de ataque en ei otro bando. Además, muchos de los
aeropuertos adecuados para los bombarderos
estratégicos se encuentran en o cerca de las
ciudades, lo cual hace particularmente peligrosos
a esto sistemas de armamento, dentro del contexto
de un invierno nuclear (ref. 18.13). Por lo tanto, un
régimen MSD sería poco con-
243
sistente con las armas de bombarderos de la tríada
estratégica (misiles con base en tierra, misiles en
submarinos, aviones). En contraste, los misiles
balísticos submarinos en sus estaciones son mucho
menos vulnerables al ataque, tanto en la actualidad
como en un previsible futuro, y ningún ataque
contra los submarinos en el mar —a lo menos por
cuanto podemos considerar—- podría realizar
ninguna contribución apreciable al invierno
nuclear: incluso una barrera de explosiones
nucleares no levantaría ningún tipo de hollín del
agua del mar. (En los submarinos de misiles
balísticos en puerto —la estancia normal en el mar
de los estadounidenses es de unos 60 días—
pondría en riesgo a algunas ciudades costeras.)
Por esta combinación de razones, creemos que
deberían dedicarse unas serias consideraciones a
un régimen MSD para, al fin, acabar con los
bombarderos estratégicos nucleares y sus bombas
y misiles de crucero. Se ha discutido a altos
niveles, desde la Administración Eisenhower, el
que los bombarderos son, según diversos criterios,
mucho menos efectivos que los ICBM como
sistemas de lanzamiento de armas estratégicas,
aunque, en Estados Unidos se han emprendido
unos denodados esfuerzos, llevados hasta
extraordinarias extensiones para justificar,
desarrollar y desplegar nuevos bombarderos
estratégicos, a pesar de los deseos de por lo
menos, dos presidentes (ref. 17.19). Entre las
justificaciones aducidas (véase recuadro) se halla
el hecho de que, comparados con los misiles, los
bombarderos vuelan despacio; en efecto, el B-2
viaja sólo tan de prisa como un avión subsónico de
líneas aéreas. Esto, según se dice, sirve para
pensar dos veces acerca de la guerra nuclear en
una crisis internacional. La presencia de
tripulaciones humanas a bordo de los
bombarderos, pero no a bordo de los misiles, se
cita asimismo como una ventaja por aquellos que,
comprensiblemente, se muestran cautos respecto
de confiar toda la civilización global al juicio de
los robots. Pero las tripulaciones de los
lanzamientos por silo y por submarino no son
menos humanas y, en un régimen MSD —a causa
de que no existe una ventaja estratégica en un
primer gol-Pe-- existe mucho tiempo para
considerar cuidadosamente cualquier crisis antes
de recurrir a los misiles. La única justificación que
compele a los bombarderos estratégicos tripulados
sería gozar de una protección contra la posibilidad
de que los misiles —la mayoría de los misiles,
todos los misiles— no funcionasen. Si ésta fuese
una posibilidad, en realidad nos habla
244
del sistemático desperdicio, la incompetencia y la
cobertura criminal a una escala tan escalofriante
que creemos poder, de una manera segura,
rechazarla. (Las pruebas de misiles sobre
trayectorias balísticas y el índice de éxitos de, más
o menos, uni 90% en el lanzamiento de vehículos
interplanetarios espaciales por parte de ambas
superpotencias, proporciona apoyo a este juicio.)
Por lo tanto, las justificaciones de los
bombarderos estratégicos parecen muy tenues.
Los misiles de crucero son vehículos sobre el
suelo que utili-zan aire (no son impelidos por
cohetes) y que pueden lanzarse desde tierra, desde
aviones en el aire y desde barcos (incluyendo
submarinos) en el mar. Puesto que poseen
capacidad dual —pueden acomodar tanto ojivas
convencionales como nucleares— plantean unos
problemas particulares de comprobación, aunque
no insuperables, y constituyeron una razón para
que los avances en el tratado START no se
anunciasen en la Cumbre de Moscú de 1988 ni en
la Cumbre de Washington de 1990 (ref. 9.6).
Abogamos por la abolición de los misiles de
crucero con armamento nuclear, empleando
cualesquiera medidas de verificación que puedan
ser necesarias. Los misiles de crucero armados de
una manera convencional —como los franceses
Exocet, que avanzan a una altura de 3 m por
encima del agua, y utilizados con éxito por
Argentina para hundir el destructor británico
Sheffield, en la guerra de las Malvinas (ref. 18.14)
—plantean un peligro adicional, dado que en un
tiempo de crisis pueden rearmarse con ojivas
nucleares. Los enfoques de este problema incluyen
inspección de todos los misiles de crucero,
denominaciones, sellado, controles de inventarios
de armas y prohibiciones a nivel global. La ex
astronauta Sally Ride y sus colegas han diseñado
un método para la eliminación de todos los misiles
de crucero con armamento nuclear y lanzados
desde el mar, y han dado razones respecto de su
opinión de que el alcanzar un tratado
apropiadamente diseñado para los misiles de
crucero sería muy difícil de lograr (ref. 18.15).
En el contexto de un invierno nuclear resulta
importante la potencia o energía explosiva de un
arma nuclear: una explosión de 1 a 10 kilotones
puede incendiar un barrio grande; ciudades de
tamaño moderado como Hiroshima y Nagasaki se
incendiaron por ojivas de 10 a 20 kilotones. Una
explosión de 1 megatón es suficiente para hacer
arder una gran metrópolis (véase frontispicio).
Esto sugiere la posible importancia de poner
límites al
poder explosivo. Las modernas armas nucleares
encierran una enorme potencia explosiva en un
volumen muy pequeño; grandes incrementos en la
fuerza explosiva se logran con unos sor-prendentes
pequeños incrementos en el peso. Para los blancos
de contra fuerza, un misil de gran exactitud no
requiere una ojiva de alto poder explosivo para
destruir su objetivo. Ésta es una razón para la
tendencia durante la última década, o las dos
últimas (especialmente en el arsenal
estadounidense), hacia potencias explosivas
menores por ojiva (una tendencia que en la
actualidad se ha invertido). Pero cuanto más duro
sea el silo del misil, más grande ha de ser la
potencia explosiva (o la puntería o la capacidad
taladradora) requerida para destruir el objetivo.
Limitar la fuerza explosiva, si queremos
seriamente alcanzarla, puede necesitar la
inspección de todas las ojivas nucleares
desplegadas. Pero los peligros que la verificación
pretende evitar resultan tan extraordinarios que las
medidas de comprobación ciertamente tendrán que
ser asimismo extraordinarias.
En resumen, un enfoque técnicamente óptimo
para configurar una fuerza de disuasión de un
mínimo suficiente consiste en detener el
crecimiento de los arsenales nucleares actuales,
eliminar los sistemas en activo y poner en marcha,
por el contrario, un abanico de sistemas
estratégicos MSD, cada uno de ellos con una ojiva
nuclear. Esta solución, aunque costosa, sería
mucho menos cara que los programas de
«modernización» de armas actuales y, si se
organiza de una manera apropiada, puede también
resolver el problema central de acabar con la
carrera de armamentos, al definir una
configuración final asintótica de fuerzas y niveles
de fuerzas relacionados con la disuasión
estratégica. También deben prestarse serias
consideraciones a hacer desaparecer la múltiple
capacidad de los MIRV (regresar a las ojivas
individuales) en los componentes relacionados con
las fuerzas estratégicas existentes, incluyendo los
misiles balísticos lanzados desde tierra y desde
submarinos. La eliminación de los bombarderos
estratégicos, que son particularmente inefectivos
en un régimen MSD, tendría sentido en cualquier
caso (ref. 18.16). Teniendo en cuenta que las
lanzadoras actuales serían reaprovechadas, tal vez
de manera trasitoria, la mezcla de fuerzas
resultante sería, tanto en alcance como en
exactitud, algo menos óptimamente destructiva,
pero, en un
246
r é g i m e n M S D estable, esto
difícilmente constituiría una
incapacidad significativa. En cualquier
caso, se necesitaríauna gran prudencia
y una mutua (finalmente multilateral)
resttricción para impedir que la
transición a un régimen MSD se
convirtiera desde el principio en un
nuevo tipo de carrera armamentística
(ref. 18.17).
¿PUEDE EL INVIERNO
NUCLEAR HACER MAS
PROBABLE LA GUERRA
NUCLEAR?
En ocasiones se plantea la
objeción —más a menudo de lo
que cabría pensar— de que el
invierno nuclear hace más
probable una «pequeña» guerra
nuclear, al sugerir que lo peor
podría evitarse si los efectos
climáticos resultasen mínimos.
Tenemos dificultades para seguir
este razonamiento, dado que:
1. Si las naciones estaban ya
disuadidas de la guerra nuclear
antes del descubrimiento del
invierno nuclear, deberían (si
las otras cosas permaneciesen
igual) estar aún hoy disuadidas
con mayor fuerza; y
2. La probabilidad d e que una
guerra «pequeña» quedase
contenida y n o realizase una
escalada hasta un intercambio
estratégico central y provocar
un invierno nuclear, constituye
algo demasiado importante
como para arriesgarse a ello
(reí. 9.3).
Una variante coherente del
argumento apunta a que el invierno
nuclear impulsaría los arsenales a
una estructura de fuerzas muy
diferente, y e n t o n c e s podría
lucharse «de manera segura» en
una guerra nuclear a gran escala.
Por ejemplo:
...si los efectos de un invierno
nuclear se supusieran de forma
real y significativa en sus
implicaciones políticas,
simplemente impulsarían a los
Estados Unidos v la Unión
Soviética en la dirección de una
incrementada precisión de unas
armas de un menor poder
explosivo. de un modo más rápido
de como lo hacían ya en este
sentido. El resultado final de todo
ello podría ser hacer aparecer la
guerra nuclear mucho más
aceptable y controlable de lo que
ahora aparenta ser y de una
247
manera engañosamente similar a
las pasadas guerras. [Michael F.
Altfeld y Stephen J. Cimbala,
«Buscando blancos para un
invierno nuclear: ensayo
e s p e c u l a t i v o » , Parameters:
Journal of the U. S. Army War
College 15 (3), 1985, págs. 8-
15.]
Pe ro si tales sistemas de armas
nucleares «utilizables» coexisten
con los «inutilizables» (a causa del
invierno nuclear), el resultado sería
un inestable equilibrio estratégico
(cf. ref. 2.3 y capítulo IX).
Compárense, en este caso, los
peligros de un plan así —del que
son partidarios algunos militares—
para las reestructuraciones de
fuerzas en respuesta al invierno
nuclear con los peligros de una
disuasión mínima suficiente. Si los
arsenales actuales deben ser
desmantelados casi por completo
antes de que se introduzcan unos
sistemas de bajo poder explosivo y
gran exactitud, ¿por qué
simplemente no detenerlos? Esto es
la suficiencia mínima. Así se
consigue.
DEBATE ACERCA DE LA
SUFICIENCIA MÍNIMA
DE LA URSS
La suficiencia mínima parece
haber sido contemplada a altos
niveles en la URSS, por lo menos
desde la época del primer ministro
Nikita Jruschov (por ejemplo,
Alexandr Yanov, «Una evitable
carrera de 20 años», New York
Times, 10 de octubre de 1984).
Pero se ha considerado con más
calor sólo a mediados de los años
1980. El presidente Gorbachov
pidió al físico y científico espacial,
R. Z. Sagdeiev que lleva- ra a cabo
un estudio para determinar el
tamaño de MSD que se adecuara
con la seguridad nacional soviética.
El informe Sagdeiev recomendó un
nivel de fuerza de menos del 5%
del actual arsenal estratégico
soviético (Lee Dye , «Soviets seek
spark to fire space goa ls», Los
Angeles Times, 26 de julio de 1988,
y Roald Segdeiev, comunicación
privada), o, aproxima-damente, 500
armas.
Una fuerza igual de sencilla ha sido
la propuesta por l o s científicos
soviéticos (ref. 8.21 y A. A.
Kokoshin, «Un punto de vista
soviético en radicales recortes de
a rma s», Bulletin of the atomic
Scientists, marzo de 1988, 14-17):
500-600 ojivas
248
nucleares por cada lado, todo ello
«con ICMB ligeros y de una sola
ojiva, con alguna porción móvil de los
mismos», expresan sus reservas
acerca de los misiles balísticos
submarinos a causa de los posibles
problemas de mando y de control en
una crisis. Con los SS-25 ICBM
operativos desde 1985, semejante
configuración de fuerzas MSD
debería reducir la necesidad por parte
de la URSS (pero no de Estados
Unidos) para desarrollar nuevo
hardware MSD. Tal vez esto tenga
algo que ver con las malas
interpretaciones soviéticas acerca de
los submarinos bajo la suficiencia
mínima. Pero el estacionar
submarinos no lejos de la plataforma
continental, como abogamos, mejora
sobremanera la fiabilidad de las
comunicaciones; y la disminuida
vulnerabilidad de una disuasión bajo
el agua tiende a eliminar cualesquiera
imperfecciones residuales en mando
y en control. El régimen MSD se
considera como un paso intermedio,
de una duración no especificada,
entre algo parecido al START (30 al
75% de recortes en armas
estratégicas) y una posterior abolición
total de las armas nucleares.
Esta provocativa propuesta ha
encendido un debate importante en la
Unión Soviética, en el que han
participado grupos de científicos,
agentes del servicio exterior, oficiales
militares y otros. (Véase, por
e j e m p l o , S t e p h e n Shenfield,
«Disuasión nuclear mínima: el debate
entre los analistas civiles soviéticos»,
Centro para el Desarrollo de la
Política exterior, Universidad de
B r o w n , noviembre de 1989.) La
suficiencia es el foco de la discusión.
Toda alternativa de los regímenes
MSD propuestos implica arsenales de
unas cuantas armas por cada lado; el
debate es sobre todo acerca de qué
sistemas de armas maximizan la
estabilidad y cuánto énfasis hay que
poner en las potencias nucleares de
segunda clase. Un grupo de «jóvenes
diplomáticos» creen que los misiles
soviéticos con base en tierra no serían
capaces de evadir los futuros
reconocimientos estadounidenses por
satélite, misiles guiados con precisión
y bombarderos, lo cual, de ser cierto,
resulta desestabilizador, porque, en
una crisis, proporciona una incitación
para un ataque preventivo por parte
de los soviéticos o, por lo menos, un
lanzamiento de advertencia de un
ataque ya en camino; los
diplomáticos optan, por el contrario,
por una fuerza de submarinos MSD.
Otra área de debate incluye hasta
qué punto la Unión Soviética puede
llegar en el camino de una reducción
unilateral de armas (dando por
supuesto unos recalcitrantes Estados
Unidos poco deseosos de realizar
recortes profundos). El muy
conocido comentarista político y ex
oficial del partido
249
.Alexandr Bovin, se pregunta «si no nos
habremos hipnotizado con un culto de la
paridad» («Los lectores preguntan. El
observador político de Izvestia responde»,
Izvestia, 16 de abril de 1987). Por lo menos,
algunas de las preocupaciones acerca de las
reducciones unilaterales implicables por
Shenfield -es decir, la vulnerabilidad ante un
primer ataque de Estados Unidos— quedan
dulcificados por el invierno nuclear.
Todo el tenor de esos debates sobre la
suficiencia mínima parece, por lo menos, tan
vigoroso e innovador como los que se están
produciendo en Estados Unidos. Esto es
verdad, a pesar del hecho de que «la ciencia
soviética, tradicionalmen-te, ha sido, y sigue
siendo más bien rígida y conservadora,
reaccionando sólo con lentitud a los nuevos
problemas críticos. Esta rigidez ha
caracterizado la actitud de una parte
considerable de la comunidad científica
soviética respecto de los problemas de
seguridad internacional». (Roald Sagdeiev,
«Glasnost y el Nuevo Diario», Science and
g l o b a l s ecur i t y 1 [1, 2], 1989, V-VI.)
Presumiblemente, podemos esperar muchos
nuevos pensamientos si la sociedad soviética
sigue perdiendo su rigidez. ¿Tal vez sería una
buena idea reunir a representantes de los
diversos puntos de vista estadounidenses y
soviéticos —en un seminario más bien
informal— para comprobar si pueden
establecerse progresos para elaborar su propio
destino nuclear?
UNA APOLOGÍA DE LOS
BOMBARDEROS
ESTRATÉGICOS
[El general] Thomas D. White, jefe de Estado
Mayor de la Fuerza Aérea... presentó la defensa
de la Fuerza Aérea respecto del B-70 [el
bombardero que se convirtió en el B-1B]: la
nación no podía confiar por completo sólo en
los misiles, ninguno de los cuales ha llegado a
entrar en combate. Los misiles no pueden
llamarse otra vez, como sí pueden los aviones.
L o s bombarderos pueden despegar y
permanecer en el aire esperando órdenes,
dando así al presidente un abanico de opciones
en una crisis. Los bombarderos podrían
complicar el problema al enemigo, forzándolo a
defenderse contra varias clases de ataque.
Finalmente, los bombarderos son
250
u n a demostración de q u e los
militares tendrían un efecto
psicológico muy poderoso tanto
sobre los amigos como sobre los
enemigos...
[Luego el presidente Dwight]
Eisenhower dijo: «Estamos hablando
de arcos y flechas en la época de las
armas de fuego cuando hablamos de
bombarderos en la época de los
misiles.»
«Esto es una cuestión —imploró él
[White]— que afecta a cuál va a ser
el futuro de la Fuerza Aérea y de los
vuelos. El cambio hacia [los misiles]
tiene un gran efecto en la moral.
Equivale, en realidad, a no seguir
con los aviones para la lucha y no
tener tampoco nuevas oportunidades
para el personal de la Fuerza
Aérea.»
En el momento en que el general
White lamentaba el declive de la
Fuerza Aérea, el servicio poseía
1.895 bombarderos, entre los que se
incluían 243 B-52 nuevos de trinca,
estando prevista la construcción de
varios centenares más.
La Fuerza Aérea tenía el control
sobre los tres sistemas ICBM con
base en tierra.
El 11 de enero de 1960, el general
White hizo circular la noticia de que
haría volar al presidente en el avión
B-70...
Eisenhower les dijo a los líderes
republicanos: «Todos esos tipos del
Pentágono creen que poseen algunas
responsabilidades que yo no
comprendo... Odio tener que
emplear la palabra, pero este asunto
está malditamente cerca de la
traición.»
NICK KOTZ, Wild Blue
Yonder: Money, Politics and
the B-l Bomber (Nueva York:
Pantheon Books, 1988), 34-
36.
Capítulo XIX
¿COMO PODEMOS CONSEGUIR
LA SUFICIENCIA
MÍNIMA? ALGUNOS HITOS
PRINCIPALES
Yol bolsun (Debe de haber un camino).
despedida tradicional entre los nómadas
de lengua turca en los yermos desolados y sin
caminos del Asia Central.
Imaginemos que, a trancas y barrancas, continúa la
actual y discernible tendencia global. Imaginemos
que Estados Unidos y la Unión Soviética
convienen en seguir la senda hacia la suficiencia
mínima. Tal vez no estén comprometidos a
continuar Por ese camino. Tal vez deseen probar
pequeños y seguros pasos para ver cómo están las
cosas. Al principio, probablemente, los arsenales
estratégicos queden recortados en una tercera parte
o en la mitad, tal como se ha discutido en las
c onve r s a c i one s S T A R T , y las fuerzas
convencionales en Europa serán más adelante
reducidas, al menos, en parte, de modo unilateral.
Se comprobarían los protocolos de verificación.
Se reunirían los datos sobre las opiniones públicas
acerca de la disminución de armas. Alguna
fracción del incremento del presupuesto militar
llegará a estar disponible para la economía civil y
para
otras necesidades urgentes de la sociedad.
Algunos científicos militares serán reciclados
hacia la industria y el comercio. se realizarán
algunos intentos —examinando una amenaza
potencial o ante la presentación de algún incidente
— para invertir la tendencia. En todo caso, si las
reducciones de armas se llevan a cabo sin
obstáculos significativos, se pondrán en marcha
posteriores recortes. Otras naciones se unirán. El
proceso puede comenzar a acelerarse.
Y, sin embargo, las desinversiones deben
realizarse con sumo cuidado, para que ninguna
nación, ni siquiera temporalmente, acumule una
ventaja real o aparente. Por ejemplo, los planes de
eliminación de MIRV deberán realizarse con una
sincronización seguida y vigilada muy de cerca.
Las inspecciones y verificaciones intrusivas
resultan esenciales. Las desinversiones en armas
estratégicas deberán verse acompañadas de
destrucciones de armas tácticas y reducciones de
fuerzas convencionales, especialmente en Europa.
Hacia el final del proceso, se suscita un nuevo
tema importante en lo referente a las defensas
estratégicas terminales. Estos asuntos —todos
ellos conectados con los estadios medios de las
reducciones de armas hacia la suficiencia mínima
—, constituirán el tema de este capítulo.
La verificación de un régimen MSD plantea
dificultades especiales conectadas con el pequeño
tamaño de las fuerzas (véase recuadro). Por
ejemplo, si, nominalmente, existen sólo 100
misiles y ojivas nucleares por cada bando, en ese
caso el engaño puede representar un peligro real.
¿Qué pasaría si, por ejemplo, 100 misiles
adicionales pudieran ser ocultados en algún lugar
del vasto territorio de la otra parte? El tema clave,
no obstante, no es si las naciones pueden engañar,
sino si podrían engañara una escala lo
suficientemente grande para afectar el equilibrio
estratégico.
Cada parte —a través de una total observación
por satélite de las plantas industriales y los
desplazamientos y otros asuntos— tiene hoy una
muy buena idea de los inventarios de armas del
otro. Cuando el tratado INF se puso en marcha, se
presento por sí sola una oportunidad para
comparar los inventarios actuales con lo que se
había deducido de los datos de los servicios de
inteligencia. La concordancia fue excelente para
los mas grandes, de mayor radio de acción y más
fácilmente detectable SS-20. (La lista soviética de
los SS-23 de más corto radio de acción y los
misiles de crucero lanzados desde tierra ofrecidos
por los soviéticos para la destrucción
fue algo más amplia que lo que los
estados Unidos se habían imaginado
[ref. 19.1].) El testimonio de muchos
agentes de inteligencia es que, cada
parte, conoce los inventarios del otro
con sorprendente exactitud.
Bajo el tratado actual, en momentos
previamente convenidos, se eliminan
las coberturas de los tubos de misiles
de los misiles balísticos de la flota
submarina, para que los satélites de
reconocimiento de la otra parte
puedan echar un vistazo. Según el
artículo V del Acuerdo provisional de
la s SALT I, las deliberadas medidas
de encubrimiento, que impida el
reconocimiento de los satélites, han
quedado prohibidas. Cuando una
«tienda medioambiental» (en realidad
un refugio prefabricado) se levantó
sobre los silos Minuteman que se
hallaban en proceso de
«modernización», los soviéticos se
quejaron muy pronto (a una comisión
conjunta establecida para dirimir tales
reclamaciones), de que se trataba de
una violación del tratado SALT I, y las
«tiendas» fueron modificadas.
Después de quejas estadounidenses
acerca de una similar «pauta de
ocultamiento» soviética, las acciones
soviéticas cambiaron y la acusación no
se repitió. Estos incidentes no
ocurrieron en la atmósfera de
vertiginosa buena voluntad tras la
subida al poder de Gorba-chov, sino
en el intervalo entre 1974 y el primer
mandato del presidente Reagan.
Cuando ambos bandos convinieron en
que la cooperación en el control de
armamento era en el mayor interés de
ambas partes, se hace factible esta
extraordinaria precisión en la
verificación. Y si una pequeña
fracción de la riqueza y el talento que
se dedica, por lo general, a construir
nuevos sistemas de armas se
redireccionara a un seguro
desembarazamiento de los antiguos,
aún sería posible una verificación más
a fondo y segura.
Dado que la verificación tecnológica
depende críticamente de
observaciones desde la órbita de la
Tierra, las importantes reducciones de
armas requieren unas rigurosas
prohibiciones contra las armas
antisatélite, y contra cualquier sistema
estratégico de defensa —sea cual sea
su ostensible función—, que pudieran
emplearse para derribar o destruir los
satélites de vigilancia. En éste, como
en otros muchos aspectos, la guerra
de las galaxias (SDI) es inamistosa
respecto del establecimiento de una
disuasión suficiente mínima (ref.
19.2).
Para protegerse contra la posibilidad
de una fuerza estrategia clandestina,
existen procedimientos de verificación
cuida-
254
dosamente diseñados sobre los q u e se podría
llegar a un acuer-do. Como ya hemos mencionado
antes, existen procedimientos clave de
verificación que se están llevando a cabo en los
tratados INF, SALT I y I I y en el protocolo de
Estocolmo de 1986; en la actualidad, estas
comprobaciones se reconocen como plausibles y
alcanzables.
Sugerimos las siguientes medidas:
1. Unos protocolos rigurosos y sin
ambigüedades para inspeccionar el
desmantelamiento y destrucción de las
ojivas nucleares (ref. 19.3) y los sistemas
de lanzamiento. Esto puede realizarse en,
o cerca, del lugar del despliegue, o en las
instalaciones reunidas por todas las
naciones que constituyan una parte del
tratado. Una sugerencia radica en que el
uranio y plutonio fisionables de las armas
y extraído de las ojivas se utilice para
generar electricidad en las centrales
comerciales de fisión existentes (ref.
19.39): algo parecido a convertir las
espadas en arados.
2. Una no entorpecida vigilancia con
base en el espacio de las fuerzas
desplegadas para determinar las
características del armamento, número,
movimiento, pruebas, etc.: una
intensificación de la rutina actual de
comprobación de las fuerzas estratégicas.
Esto requiere la cooperación por cada
lado con los protocolos de
reconocimiento del otro.
3. Comprobación continua in situ de
todos los lugares en que se sabe que el
material fisionable es extraído o
refinado, y qué armas se montan, se
almacenan o despliegan (ref. 19.5). En el
caso de que Estados Unidos y las URSS
se hallen profundamente comprometidos
en masivas reducciones de armamentos,
deberían estar desarrollando, y
compartiendo, nuevas tecnologías de
vigilancia, que serían de empleo
posterior cuando las reducciones de
armas nucleares se ampliaran a otras
naciones.
4. Garantizar la amplia comprensión
pública, porr cada lado, de la ilegalidad,
antipatriotismo, estupidez y peligro de
una fuerza estratégica oculta y establecer
procedimientos libres de represalia para
que los ciudadanos informen de
instalaciones clandestinas.
5. Equipos móviles de inspección de
Estados Unidos estacionados en la
URSS, y equipos soviéticos en Estados
6.
255
Unidos, con rápido acceso a cualesquiera
lugares considetrados sospechosos. Algunos
estadounidenses, que disfrutan de tecnologías
más avanzadas en numerosos campos, Se
muestran desfavorables a permitir semejante
acceso (ref. 19.6). Temen el espionaje militar
e industrial. Indudablemente, podrían
negociarse exclusiones en zonas que no
puedan ser centrales para el desarrollo
armamentístico. Pero, tras haber enfatizado,
durante décadas, las objeciones de los
intratables soviéticos para la verificación
como obstáculo para el control de armas, le es
muy difícil a los norteamericanos el digerir
que los soviéticos hayan dado un giro de
ciento ochenta grados en sus puntos de vista.
6) Una adhesión escrupulosa a la actual
prohibición
de poner en clave los datos radiados durante
las pruebas
de los misiles estratégicos.
7) Emplear información de inteligencia
de otras
fuentes. ¿Podría estar absolutamente seguro
cualquiera de
los bandos de que no existe un topo en su
Comité de De
fe ns a del Politburo o en el Consejo de
Seguridad Nacio
nal? ¿Podrían los «beneficios» del engaño —
dada la segu
ra fuerza de represalia por la otra parte—
equilibrar las
posibles consecuencias de ser descubierto?
Aunque la verificación no fuese a prueba de locos,
un protocolo apropiadamente diseñado de
reducción de armas garantizaría enormes
dificultades para que cualquier lado lograra una
significativa ventaja clandestina. Incluso con un
engaño importante, digamos el doblar las fuerzas
de un lado (cf. ref. 18.8) —, no quedaría
seriamente amenazada la capacidad de represalia
de un MSD diseñado (debido a la naturaleza de
las matemáticas de la supervivencia de armas),
incluso aunque el otro lado conociera exactamente
dónde se encontrasen cada uno de los misiles.
Dependiendo de la configuración de fuerzas del
MSD, habría que resolver problemas especiales
de verificación: por ejemplo para los misiles de
crucero armados nuclearmente y lanzados desde el
mar, o para garantizar que los cohetes sin MIRV
no fuesen armados clandestinamente con los
MIRV. Pero las soluciones de estos problemas no
parecen encontrarse fuera de alcance.
Consideramos la verificación como un elemento
esencial, alcanzable y estabilizador de un régimen
de suficiencia mínima.
256
Existe una necesaria tensión entre las fuerzas
MSD, que son invulnerables, móviles, o que
pueden ocultarse como se requiere para la
estabilidad estratégica, y las fuerzas sometidas a
comprobación por los procedimientos que aquí
describimos. Pero esto no es nada nuevo: Los
submarinos que pasen la mayor parte del tiempo
en las profundidades abisales, ocultos a los
satélites de reconocimiento, en momentos
convenidos saldrían a la superficie y abrirían sus
tubos para la inspección desde el espacio, de
acuerdo con los protocolos del tratado. Un criterio
importante para el diseño de las fuerzas MSD es
establecer el equilibrio óptimo entre estos
criterios en conflicto.
Un sistema ampliado de defensas estratégicas
para proteger a una vasta nación de los misiles
balísticos, tal como se previó originariamente en
la guerra de las galaxias o en el programa SDI,
sería en extremo desestabilizador (ref. 19.7), al
tiempo que ruinosamente costoso, aunque fuera
posible, que no lo es. Una defensa estratégica
efectiva contra un ataque general de muchos
millares de ojivas nucleares, y tal vez un millón de
señuelos, es considerado ampliamente como una
ilusión (ref. 17.5). Y, como ya se ha observado, lo
que un sistema de guerra de las galaxias puede
hacer, y con bastante rapidez, es derribar los
satélites, y esta capacidad es inconsistente con el
papel esencial de verificación del tratado
mediante el reconocimiento de satélites en un
régimen de suficiencia mínima.
Una justificación aún en uso para la defensa
estratégica es que, aunque pueda no ser capaz de
proteger a la población civil de los Estados
Unidos, «mina la confianza de que un ataque tendrá
éxito» (ref. 19.8). La misma observación es cierta,
en una forma diferente, del invierno nuclear. Por lo
tanto, en la extensión en que el generar la
incertidumbre estratégica es una justificación
válida para la defensa estratégica, el invierno
nuclear reduce esta necesidad. También hemos
publicado las preocupaciones respecto de, por lo
menos, dos mecanismos separados a través de los
cuales el SDI puede causarnos su propia variedad
de invierno nuclear (ref. 19.9).
Las limitadas defensas terminales (que rodean
los silos de misiles de hormigón, o el área
transversal de los misiles móviles) para fortalecer
la supervivencia de un MSD, puede
concebiblemente ser estabilizador y deseable,
dado que quedarían jus-
257
tificados los gastos adicionales y el sistema
defensivo no podría emplearse como una efectiva
arma antisatélite (lo cual parece impilcar graves
restricciones en el alcance y aceleración de los
misiles). Por ejemplo, los 100 interceptores
individuales, ya permitidos por el Tratado
Antimisiles Balísticos (ABM). El tratado podría
realzar la supervivencia MSD y, por ende, la
disuasión. Semejantes defensas serían no nucleares
y requerirían unas armas no basadas en el espacio.
A diferencia de la guerra de las galaxias, la
defensa terminal sobre áreas limitadas —es decir,
un silo de misiles o parte de una zona costera— es
relativamente poco costosa y muy dentro de
nuestra capacidad tecnológica. El sistema Galosh
de 100 cohetes interceptores en torno de Moscú es
un ejemplo; pero son posibles sistemas mucho más
capaces, de elevada aceleración y de muy corto
radio de acción. Los misiles ofensivos deben ser
comprobablemente accesibles a cualquier sistema
de penetración. Obsérvese que las fuerzas que
estamos describiendo son estrictamente
consistentes con el tratado ABM: por cada 100
interceptores que sean útiles, no deseamos mucho
más que 100 lanzadores con base en tierra. Por
otra parte, el desarrollo y el continuado
refinamiento de cualquier cosa que sea un sistema
de defensa de un área de corto alcance, plantea la
desestabilizadora amenaza de la penetración: el
miedo a que un lado desarrollara efectivas
defensas estratégicas regionales en el régimen de
armas dispersas MSD y, en efecto, desarme a la
otra parte. Por esta razón, los contras de la defensa
terminal estratégica MSD pueden superar a los
pros. En cualquier caso, el resto del actual tratado
ABM debería preservarse.
Nunca he sido capaz de ver cualquier
realidad militar en lo que ahora se denomina
teatro o guerra táctica. Los hombres en los
laboratorios nucleares de ambos bandos han
tenido éxito en crear un mundo con unos
cimientos sobre los que hay que construir, a su
vez, una serie de realidades. Se han convertido
en los alquimistas de nuestra época, trabajando
de una forma secreta que no puede divulgarse,
lanzando encantamientos que nos abarcan a
todos.
Estas palabras fueron dichas por Lord Solly
Zuckerman, ex consejero científico jefe del
Ministerio británico de la Defensa
258
( r e f. 19.10). Semejantes sentimientos son aún
considerados irresponsables o (literalmente)
impronunciables en muchos de los pasillos del
poder militar.
A pesar de los profundos y recientes cambios
políticos y sociales en Europa oriental, existen
más de 10.000 ojivas nucleares tácticas y
«municiones» nucleares en Europa occidental y
oriental, además de las de la URSS. Las armas
tácticas nucleares están previstas para
contrarrestar la agresión regional. Por lo común,
son los más probables gatillos potenciales para
una guerra nuclear global. Hoy las armas tácticas
estadounidenses están desplegadas para:
1. Apoyar las armas convencionales
occidentales en Europa.
2. Actuar como correa de transmisión
(llamadas educadamente «unión» o
«acoplamiento»), tranquilizando a los aliados
europeos de la OTAN, de un compromiso de
Estados Unidos para defenderse contra un
ataque contra los soviéticos (ref. 19.1-1).
3. Llevar a cabo la guerra regional en los
teatros de Europa y de Asia.
4. Realizar operaciones navales. Los
sistemas de lanzamiento de tipo nuclear y de
alcance intermedio (por ejemplo, aviones
FB-111), en Europa y Asia, que
complementen las fuerzas nucleares tácticas,
permitiendo operaciones que comprendan los
escalones de retaguardia, bases militares y
depósitos.
Según el acuerdo MSD, todo el concepto de
guerra nuclear limitada con el empleo de armas
tácticas podría repudiarse, y especialmente sólo
quedaría la disuasión estratégica nuclear. Esto
plantea importante cuestiones de equilibrio en las
fuerzas convencionales y unas respuestas nucleares
limitadas incluso a una aplastante agresión
convencional.
Sugerimos:
1) Una estrictamente verificable retirada y
destrucción de
todos los sistemas nucleares de lanzamiento de
alcance inter
medio (lo cual ya se ha cumplido con los misiles
balísticos
alcance intermedio según el tratado INF).
1. Una retirada estrictamente verificable y
destrucción de todas las armas tácticas
nucleares.
1. Un equilibrio de las fuerzas
convencionales en Europa
2.
occidental (*), con reducción y reestructuración de
las fuerzas de1 pacto de Varsovia y de la OTAN.
4) Establecimiento de un uso limitado de la
política declada de las armas MSD en su papel de
disuadir una agresión convencional militar a gran
escala.
La desaparición de todas las armas nucleares
tácticas de base avanzada ya se encuentra bajo
consideración por las su-perpotencias y presenta
varias ventajas: representaría la retirada de la
mitad o de las dos terceras partes de todas las
armas nucleares de la Tierra; eliminaría las armas
que fuesen empleaJas con la mayor probabilidad
en un conflicto y que se encontrarían bajo el menos
riguroso mando y control; destruiría las armas que
con mayor verosimilitud quedarían desbordadas en
un ataque convencional, y, por lo tanto, las armas
más vulnerables al dilema de «usarlas o
perderlas» por parte de los comandantes de
campo; todo lo cual establecería el estadio para (o
acompañando) la reconstrucción de fuerzas
importantes convencionales y reducciones de la
fuerza nuclear estratégica.
Antes de los años 1980, las armas nucleares
tácticas estadounidenses en Europa, si se usaban
en primer lugar o de modo preventivo,
contrarrestaban de modo efectivo cualquier
superioridad convencional soviética. Pero, en los
años 1980, tanto las armas convencionales de la
OTAN como el arsenal nuclear táctico soviético
quedaron reformadas por completo. Como
resultado de todo ello, las armas nucleares tácticas
estadounidenses estuvieron primariamente
dirigidas contra las formaciones soviéticas antes
que cruzasen la frontera (ya fuese antes o después
de que comenzase la guerra). La versión por parte
de la OTAN de esta doctrina se llama «Batalla
aeroterrestre 2000». Y es muy proclive a resultar
desestabilizadora porque, virtualmente, resulta
indistinguible, a los ojos soviéticos, de los
preparativos para un primer golpe táctico. Así,
ambos bandos adquirieron unas armas nucleares
tácticas de capacidad ofensiva, con un desarrollo
peligroso. Por otra parte, la revolución en la
Europa oriental hace cada vez menos plausible un
ataque nuclear táctico por parte de cualquier
nación. Ha quedado sustan-
(*) Más de la mitad de todas las
armas convencionales avanzadas del
planeta se hallan en realidad
concentradas en el Frente de Europa
Central (ref. 19.12), a pesar de la
decadencia de la capacidad militar del
Pacto de Varsovia.
260
cialmente debilitado el caso de q ue las armas
nucleares táctica sean esenciales para disuadir de
un ataque convencional. Pero no existen garantías
mientras las armas continúen estando ahí La
política cambia. Pueden presentarse accidentes.
Una solución transaccional sería el establecer
de manera verificable un pasillo libre de armas
nucleares en Europa Central. Podría tener una
anchura de 100 km, y estar repleto sólo de
infantería ligera por parte de ambos bloques, o por
unas fuerzas pacificadoras de la ONU, o tal vez
incluso sólo por civiles dedicados a sus asuntos de
cada día. Proporcionaría unos tiempos de
advertencia mucho más prolongados y unos
incentivos muy disminuidos respecto de ser los
primeros en emplear las armas nucleares tácticas.
Dichas propuestas, incluyendo algunas con
corredores considerablemente más amplios, han
sido ya ofrecidos por parte del Pacto de Varsovia
(ref. 19.13). La desnuclearización debería ser
mucho más estable al aplicarla a naciones enteras
(por ejemplo, las dos Alemanias más
Checoslovaquia), que en unas zonas
amortiguadoras más estrechas.
En Estados Unidos, la Comisión Nacional de
Estrategia Integrada a Largo Plazo ha advertido
que «la política de control de armamento debería
poner cada vez mayor énfasis en las reducciones
convencionales» (ref. 17.22). El ex embajador
del-control de armamentos de Estados Unidos,
Jonathan Dean, ya bosquejó un plan de diez años
en los que seis categorías seleccionadas de
armamento, tanto en las fuerzas del Pacto de
Varsovia como de la OTAN, quedasen reducidas
al 50 % de las existencias actuales de la OTAN, y
el personal terrestre y aéreo también quedarían
reducidos a la mitad. Una estructura d e fuerzas
semejante cabría esperar que ahorrase 75 mil
millones de dólares al año a Estados Unidos y una
cantidad comparable para las otras naciones de la
OTAN (ref. 19.4).
Las naciones del Pacto de Varsovia han pedido
la retirada de las tropas soviéticas y la URSS ha
accedido a ello y ha empezado a llevarlo a cabo.
El 7 de diciembre de 1988, en las Naciones
Unidas, el presidente Gorbachov anunció la
planeada retirada unilateral y la desmovilización
en 1991 de unos 500.000 soldados soviéticos (que
incluyen 90.000 oficiales), 10.000 blindados,
8.500 piezas de artillería y 800 aviones tácticos.
Esta declaración presenta una oportunidad
histórica para una masiva reducción mutua de
fuerzas convencionales en Europa. La recíente
transición a la democracia en la Europa oriental
elimina
la presunta necesidad para las fuerzas soviéticas
de realizar funciones de policía respecto de la
adhesión doctrinal y docilidad política dentro de
las naciones del Pacto de Varsovia. La apertura
histórica de la frontera entre ambas Alemanias, en
noviembre de 1989, y el movimiento hacia la
unificación alemana (*), reduce en extremo la
probabilidad de una agresión convencional del
Pacto de Varsovia y de la OTAN en Europa
Central.
El Pentágono estima en la actualidad que el
riesgo de una guerra convencional en Europa es el
más bajo que ha existido desde 1945. Una
estimación de la Inteligencia Nacional juzga que
las reducciones de fuerzas soviéticas, la creciente
apertura de la sociedad de la Europa oriental [lo
cual incluye los Acuerdos de Estocolmo sobre la
inspección mutua de las respectivas maniobras
militares (ref. 17.6)], y las mejoras de la
inteligencia estadounidense, todo ello haya
alargado el tiempo de advertencia de un ataque
importante del Pacto de Varsovia sobre la OTAN
hasta varios meses (ref. 19.15). Las valoraciones
de la CÍA y del Departamento de Defensa
concluyen que semejante ataque es ahora altamente
improbable y, en el caso de que ocurriese, sería
repelido por las fuerzas convencionales de la
OTAN (ref. 19.15). La perspectiva de un ataque
masivo convencional por sorpresa del Este contra
el Oeste de Europa —sea cualesquiera la
probabilidad que en un tiempo pudo tener— se
está convirtiendo ahora en altamente improbable,
basándose tanto en la oportunidad como en la
motivación. El argumento en pro de la disuasión
ampliada se está erosionando cada vez más.
En su mensaje de 1990 sobre el estado de la
Unión, el presidente Bush hizo un llamamiento a
las dos naciones para reducir sus niveles de tropas
en Europa Central hasta 195.000 hombres por
cada parte (ref. 19.16). La propuesta significa un
recorte de las fuerzas estadounidenses en 60.000
hombres y mujeres, y respecto de las fuerzas
soviéticas en 370.000; ade
(*) Dicha unificación se llevó finalmente a cabo, a partir del 3 de
octubre de 1990, con la adhesión de los lander (Estados) de la RDA
a los de la RFA, tal como ya estaba previsto en la constitución de la
Alemania Federal. Esto ha llevado aparejado, entre otras cosas, y
desde esa misma fecha, la desaparición del Ejército de la ex RDA,
en tanto que la nueva Alemania sigue perteneciendo a la OTAN,
s
aunque existen aprobadas unas cuotas máximas para las fuerzas
del Ejército unificado, sin llevarse a cabo una neutralización como
fue, y aún es, el caso de Austria. (N. del T.)
262
más, los 30.000 soldados estadounidenses en el
Sur de Europa quedarían exentos de esos recortes
de tropas. Tras un momento de sobresalto respecto
de la última previsión, la Unión Soviética se
mostró de acuerdo. Se requieren con urgencia
otras serias y sustanciales respuestas
estadounidenses a las propuestas y acciones, por
parte de los soviéticos, de reducciones en las
fuerzas convencionales.
El equilibrio de las fuerzas convencionales en
Europa -incluyendo infantería, blindados, aviones
tácticos y de radio de acción intermedio, fuerza
aérea naval y misiles de crucero- constituye un
problema especializado que no vamos a comentar
aquí, excepto para observar que es algo casi
ciertamente al canzable (ref. 19.17). Cualesquiera
de los desequilibrios residuales serían
irrelevantes en un régimen MSD, en parte a causa
de las ventajas inherentes de la defensa
convencional sobre la ofensiva convencional, que
requiere del agresor, para tener éxito, un
superioridad numérica, según la práctica militar
común de un factor de 1,5 a 3 sobre el defensor.
Además, con las estructuras de fuerza que hemos
bosquejado, la disuasión total de las fuerzas
nucleares y convencionales combinadas serían
sinergizantes y se reforzarían.
La reestructuración de las fuerzas
convencionales en Europa podría ser asimismo
importante para mantener la fuerte alianza entre
Estados Unidos y la Europa occidental. La
proposición de la retirada de las armas nucleares
de Estados Unidos de Europa se ha criticado de
manera ocasional como un abandono de la defensa
de la Europa occidental. Pero, con el despliegue
de las fuerzas de disuasión mínima, que hemos
tratado aquí, se incrementaría la seguridad militar
neta de Europa; la disuasión nuclear quedaría
resaltada y el invierno nuclear estaría virtualmente
fuera de alcance. Las armas nucleares tácticas y la
disuasión ampliada se haría algo innecesario;
incluso podemos decir que éste es casi el caso.
Dadas las reservas que. presentan muchas
naciones en relación con la política nuclear de
Estados Unidos, las profundas reducciones en las
fuerzas nucleares que acompañarían el
establecimiento de un régimen MSD también
tenderían a fortalecer parte de las posiciones
políticas estadounidenses a nivel mundial.
Al sugerir el establecimiento de las fuerzas
MSD que, seguramente, representan separarse en
extremo de las actuales posturas estratégicas,
debemos, a nuestro pesar, discutir políticas
263
apropiadas de elección de blancos y su empleo,
reconociendo que una verificación a prueba de
locos y el cumplimiento de tales protocolos no
puede quedar asegurado sólo por medio de la
tecnología. Los objetivos potenciales en.un
régimen MSD incluyen las principales
instalaciones militares; formaciones de fuerzas
convencionales; C3I («I» para Inteligencia) y
centros de liderazgo; complejos industriales clave
y centros urbanos /económicos de importancia. Se
requeriría llevar a cabo una selección entre esas
categorías, pero el número de armas en el arsenal
sería demasiado escaso para provocar el invierno
nuclear. En cierto sentido, la política MSD de
represalia es equivalente, orosso modo, a la
política de una destrucción mutamente asegurada
(MAD), en la que algunos de los objetivos urbanos
quedarían incluidos, por lo menos de forma
implícita, en la serie de blancos. De forma clara,
podemos afirmar que no existe seguridad de que
resultase creíble el que se omitiesen las ciudades.
Aunque sólo fuese por la pequeña cantidad
disponible de ojivas nucleares en el mundo, dentro
de un régimen MSD, el número de ciudades
amenazadas sería mucho menor que en el caso de
las actuales estructuras de fuerza. Pero una
f r a c c i ó n mayor de las cabezas nucleares
conseguibles podrían tener como objetivo las
ciudades en un régimen MSD, a fin de maximizar
la disuasión con unas fuerzas limitadas. Esto es lo
que hacen en la actualidad las actuales pequeñas
fuerzas británicas, francesas y chinas. Los
objetivos de las ciudades continúan siendo una
necesidad terrible y odiosa, pero resulta algo
intrínseco a la auténtica naturaleza de las armas
nucleares. Constituye una de las razones de que, a
pesar de los impedimentos técnicos, políticos y
psicológicos, muchos anhelen un mundo que
hubiera abolido todas estas cosas.
Debido a la estructura de las fuerzas MSD, las
armas deberían estar bajo un control estricto,
continuado y positivo y, tras una iniciación de las
hostilidades, podrían —si las circunstancias lo
permitieran— ser retenidos sin miedo de
destrucción, mientras se prosiguieran las
negociaciones diplomáticas. Esto convierte al
arsenal nuclear en algo mucho menos
desencadenaba con facilidad y, por lo tanto,
habría un mundo mucho menos peligroso.
Las fuerzas nucleares de Estados Unidos (y las
británicas y
264
francesas) se consideran todavía como un
contrapeso a lo que (a menudo y erróneamente) se
ha descrito como «abrumadora» superioridad
soviética en armas convencionales en Europa. Sin
embargo, existen cada vez más pruebas de que las
fuerzas convencionales de la OTAN han sido
durante muchos años plenamente adecuadas para
rechazar o retrasar de manera significativa un
ataque por sorpresa del Pacto de Varsovia o un
ataque de larga preparación sobre Europa
occidental (véase recuadro y ref. 19.18), incluso
mucho antes de las restricciones por parte del
Pacto de Varsovia a causa de las revoluciones en
la Europa oriental y las retiradas unilaterales
soviéticas de fuerzas (ref 19.19).
Los soviéticos han propuesto (ref. 19.13) un
programa a largo plazo de reducciones asimétricas
e n armas convencionales en Europa —tal vez
incluso extendiéndose desde el Atlántico a los
Urales— por lo que el personal y los blindados
del Pacto de Varsovia se retirarían y
desmovilizarían en un número mucho mayor que
las fuerzas de la OTAN, y una amplia zona central
de Europa quedaría despejada de fuerzas; la
proposición incluye también reducciones de la
OTAN y del Pacto de Varsovia en un millón de
hombres y mujeres en el plazo de cinco años. En
cierto modo, el proceso ha comenzado con los
acuerdos, en principio, de febrero de 1990,
respecto de las dos naciones, de retirar 430.000
soldados de Europa Central, con un índice de
retirada entre Estados Unidos y la URSS de más
de 6 a 1. (Cf. ref. 19.16.) Esto no previene la
guerra, pero hace que un ataque por sorpresa sea
mucho menos probable que ocurra o que se
extraiga de ello unos beneficios importantes. Bajo
esas circunstancias, la presunta necesidad de un
campo de batalla o unas armas nucleares tácticas
se convierten en menos urgentes, y de ello se
deduce el no ser los primeros en usar las armas
nucleares en un grado mucho mayor que hoy, por
no representar en este caso una significativa
opción militar. Esto, a su vez, disminuye la
proliferación horizontal de armas nucleares. La
brecha del Muro de Berlín y la desaparición del
Telón de Acero ayuda a conseguir que esos pasos
sean mucho más estabilizadores y prácticos.
Los ejemplos que van a ser discutidos a
continuación constituyen una serie de temas que
creemos serán básicos para er¡
265
cont r a r la senda hacia un régimen MSD. Se
presentan aquí, en parte, para facilitar un indicio
de cómo podría ser un proceso de este tipo y, en
parte, asimismo para estimular o inducir al factor
a prever los problemas adicionales y/o presentar
solucio-nuevas. Naturalmente, no pretendemos que
nuestra discu-sión resulte completa, o que ni
siquiera llegue a incluir la mayoría de los
problemas importantes. Pero sabemos que existe
una gran cantidad de personas despiertas en todo
el mundo, las cuales anhelan una oportunidad para
marcar una diferencia, el poder ayudar a salir de
la trampa, el conseguir un mundo más seguro. Lo
único que deseamos es alentarles.
Las organizaciones privadas pueden realizar
contribuciones significativas. Un gran hito lo
forma el Proyecto Cooperativo de Investigaciones
sobre Reducción de Armamentos de la Federación
de Científicos Estadounidenses y el Comité de
Científicos Soviéticos Contra la Guerra Nuclear
(ref. 19.20): científicos norteamericanos y
soviéticos trabajando juntos, comunicándose los
detalles de la senda hacia la suficiencia mínima:
qué direcciones hay que tomar en la ruta, qué
baches se deben evitar. La parte estadounidense
del esfuerzo ha sido financiada, de manera
significativa, por una sola persona. El coste ha
sido, aproximadamente, el de una sola arma
nuclear, de las que Estados Unidos posee 25.000.
Los científicos y estudiosos individuales pueden
realizar contribuciones importantes. Existen en ¡a
actualidad programas de Estudios para la Paz y
departamentos en la mayoría de las Universidades,
donde se investigan y se enseñan estos temas. El
gobierno de Estados Unidos ha puesto anuncios
para la ayuda a estudiosos del control de armas y
el desarme (ref. 19.21), y la Academia de
Ciencias Soviética, por Primera vez, ha dispuesto
fondos para apoyar a científicos civiles que
deseen cambiar sus carreras encauzándolas hacia
el control de armas y el desarme (ref. 19.22).
Resulta difícil pensar en otro trabajo que resulte
más valioso. Confiamos que muchos estudiosos ya
establecidos, pero, sobre todo, un gran número de
personas jóvenes, consideren el dedicar una parte
de sus vidas a buscar este sendero.
En realidad, existen muchos caminos. Cada uno
posee sus propios beneficios y su propia carga de
riesgos. El problema que tenemos ante nosotros
radica en levantar un mapa del terreno,
cartografiar los posibles caminos, asegurarnos de
que algunos son menos arriesgados que nuestro
camino actual, y en-
266
contrar entonces la ruta más segura y más
rápida hacia la suficiencia mínima.
DISUASIÓN MINIMA EN
1787
El debate estadounidense acerca de
la disuasión mínima comenzó ya en el
mismo principio. Durante la
Convención Continental de 1787, en la
discusión de
... esa peligrosa institución, el
ejército permanente, [Elbridge]
Gerry, de Massachusetts, propuso
que la Constitución limitase el
tamaño del ejército a dos o tres mil
hombres... Washington se opuso a
esta idea, musitando audiblemente
desde su sillón que deberían
también hacer inconstitucional que
cualquier enemigo atacase con una
fuerza mayor... [Hugh Brogan, The
Pelican History of the United
States of America (Londres:
Penguin Books, 1986), 205.]
La fuerza y claridad de la reductio
ad absurdum de Washington resulta
evidente. Ésa es la razón de por qué
se necesita para el MSD un acuerdo
bilateral, y llegado el momento
global, y unos protocolos de
verificación eficaz.
¿PUEDEN LOS CIUDADANOS
CONSEGUIR
HACER MUY DIFÍCIL EL
ENGAÑO
MIENTRAS LOS ARSENALES
SE HACEN MÁS REDUCIDOS?
Leo Szilard, la primera
persona en la historia humana
que comprendió que resultaba
posible una reacción en cadena,
hizo más tarde esfuerzos
heroicos para entender cómo se
podrían llevar a cabo recortes
en los arsenales estratégicos. En
1961 propuso un procedimiento
según el cual los ciudadanos
podían ayudar a garantizar que
su propio gobiern0 acatase los
tratados de reducción de
armamento:
Cuando el acuerdo se firmó
y se publicó, el presidente del
consejo de ministros quiso
dirigirse al pueblo ruso y, por
encima de todo, a los
ingenieros y científico ;
rusos, por radio y televisión y
a través de los periodicos.
267
Les explicaría el porqué el gobierno ruso
había llegado a este acuerdo y por qué
deseaba que se hiciese entrar en vigor.
Dejaría claro que cualquier violación
secreta del acuerdo pondría en peligro el
convenio y que el gobierno ruso no
permitiría semejante violación. Si esas
violaciones ocurriesen, como podría muy
bien suceder, tendrían que considerarse
como la obra de unos subordinados con
exceso de celo, cuya comprensión de los
auténticos intereses de Rusia fuesen más
bien limitados. En esas circunstancias, sería
un deber patriótico de los ciudadanos rusos,
en general, y de los científicos e ingenieros
rusos en particular, informar de cualquier
violación secreta del acuerdo a un agente de
la Comisión Internacional de Control.
Además, para tener la satisfacción de
cumplir plenamente un deber patriótico, el
informante recibiría una recompensa de un
millón de dólares del gobierno ruso. Al que
recibiese una recompensa semejante y
desease disfrutar de su riqueza y gozar de
una vida de ocio y de lujo en el extranjero,
le estaría permitido abandonar Rusia con su
familia.
Los científicos rusos apuntaron que, al
repetir la misma tesis una y otra vez, como
sabía muy bien hacer, el gobierno ruso
crearía una atmósfera que, virtualmente,
garantizase que los científicos e ingenieros
rusos serían los primeros en informar de
cualquier violación secreta.
Más adelante, los rusos propusieron que
agentes de la Comisión Internacional de
Control mantuviesen delegaciones en todas
las ciudades rusas, y varias delegaciones en
las ciudades más grandes. Un informador
sólo tendría que entrar en una de esas
delegaciones con toda su familia, para hacer
una declaración. [Szilard, «El acuerdo de
desarme de 1988», The Voice of the
Dolphins (Nueva York: Simon and Schuster,
1961), 57-58.]
Naturalmente, idénticos acuerdos, basándose
en el tratado, se realizarían en Estados Unidos y
en otras naciones armadas nuclearmente.
Aunque admiramos las ocurrencias de Leo
Szilard, opinamos que esto podría ser una
tentación para la subversión: por ejemplo,
falsas alarmas internacionales. Otros acuerdos
diferentes podrían ser muy útiles. Cualquier
acuerdo con éxito solo funcionaría en
conjunción con un abanico de otros métodos de
verificación, tal y como ya hemos bosquejado.
268
«PREVENCIÓN MUTUA»: LA
JUNTA DE JEFES
DE ESTADO MAYOR EN LA
GUERRA
CONVENCIONAL EN EUROPA
Por encima de todo... las claves
intangibles —cualidades de personal,
alianzas, tecnología y capacidades
de movilización industrial—...
favorecen a Estados Unidos y a sus
aliados y ayudarían a la OTAN a
imponerse a las ventajas cuantitativas
de fuerza en tiempo de guerra del
Pacto de Varsovia. Esos factores
complementan la formidable y
mejorada capacidad de la OTAN y
suscitan serias cuestiones acerca de
la capacidad del Pacto de Varsovia
para prevalecer sobre la OTAN en
un conflicto convencional.
... Las valoraciones indican que las
fuerzas de Estados Unidos y sus
aliados en tierra, aire y en el mar
deberían ser capaces de preparar
una fuerte defensa que frustrase a la
Unión Soviética y a sus aliados.
... La deficiencia primaria en el
teatro de operaciones resulta de la
significativa ventaja del índice de
fuerzas de la que gozan por lo
general las fuerzas del Pacto de
Varsovia. Adi-cionalmente, la
estructura de fuerzas corrientemente
programada, la modernización y el
sostenimiento de las mejoras
quedarían probablemente superadas
por las mejoras del Pacto de
Varsovia, incluso aunque se pongan
en marcha las recientes propuestas
soviéticas de reducción de
armamento.
... Aunque esas deficiencias
pudiesen impedir a la OTAN lograr
sus declarados objetivos, las fuerzas
de la OTAN pueden asimismo
impedir al Pacto de Varsovia el
conseguir sus objetivos.
De la Junta de Jefes de
Estado Mayor, 1 9 8 9 Joint
Military Net Assessment
(Washington, D. C.
Departamento de Defensa,
1989), 5-8, hasta 5-14 passim.
Esta valoración fue publicada
antes de que se conociesen las
nuevas estimaciones (reí-
10.15) de la improbabilidad de
una guerra europea, antes de
la efectiva destrucción del
Muro de Berlín y antes del
avance de la democracia en
Europa oriental.
Capítulo XX
BOSQUEJO DE UN CAMINO
ESTRATÉGICO A CORTO
PLAZO PARA ESTADOS
UNIDOS
Aunque la dirección y la persuasión son
siempre los instrumentos más fáciles y más
seguros de los gobiernos, mientras que la fuerza
y la violencia son lo peor y lo más peligroso, de
todos modos, al parecer, es por la natural
insolencia del hombre por lo que casi siempre
desdeña emplear el buen instrumento, excepto
cuando no puede o no se atreve a usar el malo.
ADAM SMITH, La riqueza de las
naciones (1776), V parte, capítulo I.
El enorme déficit presupuestario constituye una
plaga para la economía de Estados Unidos; se
necesitan unos nuevos gastos civiles para
preservar el bienestar nacional; existe una
ampliamente reconocida necesidad de reducir los
gastos militares. Estados Unidos se encuentra en la
actualidad en una posición ventajosa para ayudar a
resolver esos problemas mientras que, al mismo
tiempo, se exalta la estabilidad global (ref. 20.1) y
se dan los primeros pasos hacia la suficiencia
mínima. Entre los primeros pasos hacia un pleno
régimen MSD, tal y como se ha discutido en
capítulos precedentes, cabría encontrar los
siguientes: retrasar la producción en masa y el
despliegue de nue-
vos y costosos sistemas estratégicos nucleares -
siempre y cuando los soviéticos, que tienen unas
motivaciones fuertes y similares, hagan lo mismo
— y proseguir las negociaciones para lograr unas
reducciones masivas y equitativas en los arsenales
estratégicos para convertir en sistemas superfluos
dichas nuevas vas armas. Las fuerzas de represalia
estratégica masiva existentes son muy poderosas e,
incluso con profundos recortes, pueden continuar
durante décadas.
Al mismo tiempo, la voluntad soviética de
negociar podría acomodarse a un plan muy amplio
para unas mutuas y sustancíales reducciones de
armamento. Basándonos en nuestra discusión
previa, sugerimos que la propuesta estadounidense
— u n intercambio para unas comparables
reducciones soviéticas que se avengan con las
diferencias en las estructuras de fuerzas— debería
contener los elementos siguientes:
a ) Una importante y conjunta reducción en
Europa de fuerzas convencionales OTAN/Pacto de
Varsovia más allá de los actuales pasos tímidos y
preliminares. Las negociaciones deberían avanzar
con mayor rapidez en el medio ambiente de unas
reducciones de fuerzas estratégicas y una creciente
estabilidad militar. Las reducciones de fuerzas
nucleares y convencionales irían de la mano, entre
otras razones a causa de una reducción y
desmovilización significativa de las fuerzas
convencionales del Pacto de Varsovia, todo lo
cual debilita el argumento de la OTAN de que sea
necesaria una disuasión ampliada.
b ) Terminar con el programa de misiles MX
(«Guardian
de la Paz»), con sus diez ojivas nucleares con diez
blancos diferen
tes cada uno. Las armas MIRV son altamente
desestabilizado
ras y peligrosas.
c) Retirar la flota de bombarderos estratégicos
B-1B, durante un período de diez años, con
recortes totales en sistemas
estratégicos. En los tiempos modernos, el ala de
bombarderos
representa el elemento más débil y más vulnerable
de la triada
estratégica estadounidense, y los bombarderos
tienen habilida
de s especiales conectadas c on l a guerra nuclear
(capítulo
XVIII).
d) Terminar con el programa del bombardero B-2
Stealth.
En el futuro equilibrio estratégico, el papel de los
bom barderos
de penetración lenta es también dudoso (ref.
17.19), y los enormes
gastos de estos aviones quedarán, en último
término, com-
pensados por unas comparativamente modestas
inversiones en defensa aérea
e) Acabar con el programa de misiles
submarinos D-5 Trident. los misiles C-3 o C-4 —e
incluso los navios Poseidón— proporcionan una
represalia adecuada, aunque no capacidad para ser
el primero en atacar.
f) Paralizar la producción de todos los misiles
de crucero. Sustancialmente, esas armas complican
las negociaciones de reducción de armamentos.
g ) Restringir el programa SDI a la
investigación esencial —con grandes reducciones
de desarrollo o despliegue—, una acción que
abriría más ampliamente la puerta a las
negociaciones estratégicas, aunque permaneciendo
en guardia contra la posibilidad de un adelanto
tecnológico.
h ) Instalar sistemas de «destrucción del
mando» (como los de todos los cohetes lanzados
desde cabo Kennedy) en todos los misiles de
crucero y balísticos, para que puedan destruirse
por señales codificadas de radio en el caso de un
lanzamiento accidental o no autorizado.
i ) Finalizar con todas las pruebas de armas
nucleares. La continuación de las pruebas
nucleares no son esenciales para la fiabilidad del
armamento o estabilidad de la crisis (ref. 20.2). La
URSS ha declarado repetidamente que se uniría a
cualquier tipo de moratoria por parte de Estados
Unidos.
i ) Negociar un tratado omnicomprensivo de
prohibición de pruebas nucleares con los
soviéticos. Una acción de este tipo proporcionaría
a los Estados Unidos un cumplimiento más im-
portante y más rápido. Una verificación altamente
fiable es ahora posible con una combinación
sísmica in situ y otros medios de vigilancia y por
satélite.
k) Redirigir el personal y el dinero, durante
tanto tiempo dirigidos a la fabricación de armas de
destrucción en masa, hacia programas civiles que
sean de lo más urgente. Acabar con las
producciones de reactores para material
fisionable, tan peligrosos parea el medio ambiente,
en el río Savanah, Carolina del Sur, y Hanford,
Washington y en Rocky Flats, Colorado, una
instalación que produce los gatillos, o
desencadenantes de plutonio para las armas
nucleares. Reconvertir los laboratorios nacionales
de Livermore, Los Álamos, y de Sandía, para
desarrollar unas opciones energéticas que fueran
globalmente mejores para el medio ambiente. Hoy
ha quedado plenamente demos-
72
trada la peligrosidad y continuada mala dirección
de las armas de reactores y material fisionable. La
operación de dichos reactores es innecesaria en
tanto en cuanto los sistemas estratégicos nucleares
sean destruidos y el material fisionable y
fusionable sean reciclados si se necesitan para las
antiguas ojivas nucleares (ref. 20.3). Sin embargo,
debería conservarse una pequeña capacidad
residual de las armas nucleares, un régimen de
disuasión de suficiencia mínima, que sólo
funcionaría mientras la disuasión continúe siendo
creíble. Por lo menos durante algún tiempo, como
una protección contra los incumplimientos del
tratado por algunas otras naciones en un régimen
MSD, la experta capacidad para construir armas
nucleares debería conservarse, por desgracia.
/) Una vigorosa continuación de unas más
importantes re-ducciones de fuerzas bilaterales de
estrategia nuclear, en las negociaciones con los
soviéticos.
m ) Desarrollar un plan para convertir los
arsenales, en unas fechas lo más tempranas
posibles, en una robusta disuasión mínima
suficiente, basada en sistemas nuevos o reaprove-
chados, con unos estrictos protocolos de
verificación. Nuestras sugestiones generales ya
han sido bosquejadas en los capítulos XVIII y
XIX. El ingenio de los científicos e ingenieros de
la nación podría ser empleado provechosamente
para encontrar la seguridad óptima, efectiva, y un
camino permisible desde la abundancia nuclear a
una suficiencia estratégica.
n ) Instaurar y fortalecer los tratados de no
proliferación nuclear y prohibir la producción de
armas basadas en el plutonio de las centrales
nucleares civiles. Unos Estados Unidos que,
finalmente, están cumpliendo el artículo V I del
Tratado de No Proliferación Nuclear (ref. 20.4),
una nación poderosa que muestra seriedad acerca
de invertir la carrera global de armamentos
nucleares, podría llegar a una superioridad moral
y políti' ca desconocida en muchas décadas. Con
respecto a todas estas proposiciones, desde la a) a
l a n ) , unas observaciones semejantes se deben
aplicar asimismo a la Unión Soviética (ref. 20.5).
Naturalmente, existen otras muchas acciones
positivas que podrían llevarse a cabo, incluyendo
centros conjuntos de estados mayores para la
crisis nuclear y avances conjuntos en cobertura de
noticias, educación, ciencia, comercio,
explotación
273
espacial, turismo y pasos para tratar con
problemas tales como el recalentamiento global,
disminución de la ozonosfera y la pandemia del
SIDA (ref. 20.6). Sin embargo, unos pasos
militares y diplomáticos a corto plazo, como los
propuestos antes -aunque cuidadosamente
coordinados y ofrecidos en forma de paquete que
defina un nuevo curso para todas las fuerzas
armadas del mundo—, haría ganar a Estados
Unidos una credibilidad sin precedentes y una
preeminencia internacional, y, para el mundo, una
estabilidad estratégica sin paralelo y una baja
probabilidad, incluso en el peor de los casos, de
invierno nuclear. Creemos que todos esos pasos
bilaterales son prácticos, y la mayoría de ellos nos
ahorrarían vastas sumas en una época de
apocalípticas necesidades fiscales y crisis
financiera; y todos ellos para apoyar la disuasión y
la estabilidad. Incrementan la seguridad nacional
de ambas naciones. A largo plazo, la fuerza y el
prestigio de los Estados Unidos y todos sus
aliados (y la URSS y sus aliados), derivarán
principalmente de la salud económica y del
bienestar de su pueblo, que se ven en la actualidad
amenazados por una carga aplastante de costos
militares no productivos.
«VOLVAMOS A SER
CIVILIZADOS»
Todas las Administraciones estadounidenses
desde principios de los años 1950 —incluso
las más belicosas— se han anunciado en favor
de la reducción de los arsenales estratégicos
globales. El mismo presidente que declaró que
la URSS era «el foco de todo lo diabólico en
el mundo moderno», llegó también a meditar,
poco después de que los descubrimientos del
invierno nuclear se hiciesen públicos por
primera vez:
Si ambos dijésemos que «hemos oído a
los científicos hablar de cómo el mismo
mundo podría quedar destruido. Mientras
mantengamos las cosas en el sentido de
que ninguno de ambos lados sea capaz de
empezar una guerra con el otro, ¿por qué
no reducimos nuestros arsenales?». Y si
comenzamos ese camino de hacer
reducciones, por el amor de Dios, ¿por qué
no liberamos el mundo de tales armas?
¿Por qué las conservamos? Volvamos a ser
civilizados. [Presidente Ronald
274
Reagan, entrevista, Times, 2 de
enero de 1984, 37.]
La conversión de estos
sentimientos a la vía política resultó
pronto algo evidente:
Estamos llevando a cabo
vigorosamente las nego-
ciaciones de unos acuerdos
equitativos y verificables que
conduzcan a unas radicales
reducciones en los arsenales
nucleares existentes en Estados
Unidos y en la Unión Soviética...
[Departamento de Defensa,
Oficina del Ayudante del
secretario de Defensa, Asuntos
Públicos, «Puntos de vista del
Departamento de Defensa
acerca de temas nucleares
importantes y proposiciones de
congelación de las fuerzas
nucleares a los niveles actuales»,
agosto de 1985, reimpreso en
Donna Uthus Gregory, ed., The
N u c l e a r Predicament: A
Sourcebook ( N u e va York: S.
Martin's Press, 1986).]
Estas actitudes fueron, en parte,
una respuesta al, a la sazón
poderoso, movimiento político básico
en pro de congelar los arsenales
nucleares mundiales en sus actuales
niveles y estructuras de fuerza. En
sus declaraciones públicas, la
Administración profesó la mayor
disposición moral respecto de unas
reducciones de armamentos, en vez
de su simple conge- J lación. A
menudo, los recortes en armamentos
se describen como teniendo lugar
bajo el paraguas de una defensa SDI
impermeable (lo cual ahora sabemos
que constituye una desesperada
esperanza). Pero, así como los
movimientos de congelación y de
guerra de las galaxias se han
apagado, las «reducciones radicales»
han permanecido y se han
convertido en cada vez más centrales
dentro de la estrategia política de
Estados Unidos. (Un relato
provechoso del movimiento de
congelación es el de Douglas C.
Waller, Congress and the Nuclear
Freeze: An Inside look at the
Politics of a mass movements
[Amherst: University of
Massachusetts Press, 1987].)
TOMAR UN SI COMO
RESPUESTA
A pesar de las confesiones de
que la guerra nucleno puede
ganarse y que los arsenales de
armas estratégicos deben
desmantelarse, los soviéticos
continúan
275
desplegando nuevas generaciones de misiles
balísticos intercontinentales, misiles
balísticos lanzados desde submarinos y
bombarderos estratégicos tripulados.
[Departamento de Defensa de Estados
Uni d o s , S o v i e t M i l i t a r y Power: 1989
(Washington, D. C: U. S. Government
Printing Office, 1989), 42.]
Esto es perfectamente verdad. Pero resulta
igualmente cierto para los Estados Unidos.
Sería posible para los soviéticos firmar
un tratado START, como hoy se prevé, y
esencialmente retener la capacidad para
llevar a cabo ataques contra blancos
nucleares críticos y otros de tipo militar y
económico. [Ibíd., 47.]
Esto es también verdad. E igualmente lo es
para los Estados Unidos.
Cada lado retiene en la actualidad un número
tan grande de armas nucleares, que podrían
realizarse unos recortes sustanciales sin
disminuir por ello de manera significativa las
perspectivas de una aniquilación mutua, al
desencadenarse una guerra nuclear. Por ello se
necesitan unos recortes mucho más profundos.
Pero difícilmente se puede extraer de ello la
conclusión de que los actuales niveles de fuerzas
nucleares sean deseables o prudentes. Durante
décadas, cada lado ha estado acusando al otro
de falta de sinceridad cuando se ha propuesto
una reducción de armamentos más
considerables. Ha llegado, pues, el momento de
tomar un sí por respuesta.
Capítulo XXI
OTROS ESTADOS
NUCLEARES
Si el enemigo es un asno, y un idiota, y un
mequetrefe hablador, ¿pensáis que conviene
que seamos nosotros también asnos, idiotas y
mequetrefes habladores. ¿Lo pensáis en
conciencia?
Fluellen, en WILLIAM SHAKESPEARE, La
vida de Enrique V, acto IV, escena primera.
[Edición Aguilar, Madrid, 1978: traducción de
Luis Astrana Marín.]
A fin de protegerse contra cualquier acto de
hostilidad, no es suficiente que nadie se vea
comprometido; cada vecino debe garantizar al
otro su seguridad personal.
IMMANUEL KANT, Paz perpetua
(1795), II, Introducción.
Los mecanismos de la carrera de armas a nivel
mundial estan bien engranados. El séquito de bajas
envuelve al mundo en un peligro común. Estados
Unidos inventó las armas nucleares a causa de que
temía que la Alemania nazi pudiese fabricadas
primero. La Unión Soviética desarrolló las armas
nucleares para reducir la ventaja estadounidense.
El Reino Unido y Francia generaron sus arsenales
para disuadir a la Unión Soviética
277
Las armas nucleares de China constituyeron una
respuesta a las fuerzas nucleares estadounidenses y
más tarde mantuvo como un contrapeso a las
fuerzas nucleares soviéticas. La India necesitó las
armas nucleares porque China, con armamento
nuclear, había invadido la India en fechas no muy
lejanas (ref. 21.1). Pakistán necesita armas
nucleares si es que las posee la India. Israel
necesita armas nucleares a causa del arma nuclear
islámica (a veces llamada «La espada de Alá»).
Israel, al igual que cualquiera de las naciones
mencionadas, también desea un arsenal nuclear
para proporcionar una disuasión ampliada. Las
armas nucleares israelíes han alentado a otras
naciones musulmanas, además de Pakistán, a
perseguir su propia capacidad nuclear (ref. 21.2).
Existen pruebas de que Israel está suministrando
tecnología de armas nucleares a la República
Sudafricana. La perspectiva de las armas
nucleares de Sudáfrica —si se desarrolla y no se
detiene—, indudablemente proporcionará una
razón convincente para que las naciones del África
subsahariana —especialmente Nigeria— consigan
asimismo armas nucleares (ref. 21.3). Y con los
Estados Unidos y la Unión Soviética azotados por
unas economías vulnerables o debilitadas, con su
estatus mundial respaldado en vastos arsenales,
resulta claro (ref. 21.4) que Alemania
(especialmente un Alemania ahora ya reunificada)
y Japón, ¿podrían indefinidamente negarse a sí
mismos el poseer armas nucleares?
Uno de los numerosos dilemas del armamento
nuclear es éste: las armas nucleares pueden
lograrse por una nación para desalentar su uso por
parte de las demás, pero una vez las tienen en la
mano atraen a quienes las poseen. Existe una casi
irresistible tentación, en una crisis no nuclear pero
seria, de emplearlas para realizar una coacción y
una intimidación, Dado que esta inclinación es más
despreocupada cuando se enfrentan a naciones que
carecen de su propio armamento nuclear, al cabo
de algún tiempo las naciones privadas de ese
armamento captan la indirecta y la posesión de
armas nucleares se convierte en algo contagioso.
Esa «proliferación horizontal» incrementa las
posibilidades de un conflicto entre superpotencias
de una guerra global y del invierno nuclear. El
único pro-cedimiento para que las superpotencias
mantengan unas fuerzas MSD, sin por ello
continuar provocando una carrera de armamentos a
nivel mundial, es no volver a emplear nunca más
las armas nucleares para coaccionar. Las
declaraciones a este respecto podrían ser algo
agradable, pero sólo se convertirán en
278
creíbles cuando la confianza mutua entre naciones
llegue a unos niveles más elevados de lo que ha
sido la norma en décadas recientes. La MSD no
podrá lograrse con seguridad a menos que se vea
íntimamente acoplada con una reducción de las
armas convencionales y unos adelantos
importantes en la amistad internacional. De modo
asombroso, estas condiciones comienzan a verse
satisfechas. El mismo hecho de que las
superpotencias vayan entrando por un sendero que
saben que debe conducir a un régimen MSD,
constituiría un claro signo de unos nuevos niveles
en las relaciones internacionales. Y esos niveles
se están volviendo ya contagiosos.
El peligro originado por la proliferación,
especialmente de las armas estratégicas es mayor
en un régimen MSD, y tal proliferación podría
elevar los niveles de fuerza de lo que se percibe
como una disuasión mínima suficiente. Por otra
parte, las apuestas son tan elevadas, y los recursos
disponibles para las superpotencias tan grandes
que, sin duda, deben encontrarse unos incentivos
adecuados incluso para el Estado más
recalcitrante. Entre las naciones con la mayor
preocupación en la actualidad se encuentran Israel,
I r a q , República Sudafricana, India, Pakistán,
Corea del Norte, Brasil y Argentina.
A principio de los años 1990, las naciones que
se sabe que poseen misiles balísticos de medio y
largo alcance son Estados Unidos, la Unión
Soviética, el Reino Unido, Francia, China, Israel,
Arabia Saudí y la India. El israelí se llama Jericó
II, y su alcance es de 1.500 km. El misil balístico
de Arabia Saudí es el Chino DF-3, con un alcance
de 2.200 km (ref. 21.4). El misil indio, con un
radio de hasta 2.400 km y una carga de 1 tonelada
se llama Ag n i . Las naciones con misiles de
alcance medio en desarrollo se afirma que
incluyen a Argentina {Cóndor II, radio de acción
900 km), Brasil (SS-1.000,1.200 km), Egipto
(Badr-2.000,9 0 0 km), Iraq {Al-Abbas, 900 km
[empleados contra Israel en 1991]) y Taiwan
{Skyhorsé) (ref. 21.5). Muchas otras naciones
están desarrollando en la actualidad misiles de
corto radio de acción. Casi todos esos cohetes
pueden llevar cabezas nucleares.
Para prevenir la proliferación, se ha de llegar al
control de las exportaciones. Esto se vería
ayudado por un tratado, a nivel mundial, que
prohibiese de un modo omnicomprensivo las
pruebas nucleares (resulta difícil estar seguro de
que tus bombas funcionan si nunca has hecho
estallar ninguna). Pero lo que esto requiere de una
manera fundamental es una reducción de
279
armamentos desde la cumbre, en aquellas
naciones que estable-cieron por primera vez la
carrera de armamentos, las que dirigen esa carrera
de armamentos, que tienen la responsabilidad, y
cada vez más el incentivo, de detener el motor y
demoler todas las conexiones.
Llegado el momento, todas las naciones armadas
nuclear-mente, y las capaces de estarlo, tendrán
que cooperar para resolver el dilema nuclear. Esto
incluye la extensión y fortalecimiento del tratado
de No Proliferación Nuclear [dando por supuesto
que Estados Unidos y la Unión Soviética cumplan
el artículo V I (ref. 20.4), y una más intensa
supervisión internacional de los reactores
nucleares y de los productos de desecho, a partir
de los cuales pueden refinarse los materiales
fisionables para producir armas].
Si tenemos que realizar un enfoque —desde el
punto más bajo posible— de los arsenales del
umbral del invierno nuclear, y si Estados Unidos
y la URSS se sienten impulsados a tener muchas
más armas nucleares que cualquier otra potencia
nuclear menos importante, en ese caso los Estados
nucleares segundones tienen un papel mucho más
vital que desempeñar. Indudablemente, no puede
conseguir unas desinversiones de armas
importantes en Estados Unidos y la URSS, pero,
probablemente, sí podrían impedir que tales
desinversiones tengan lugar. Y hemos discutido
previamente (refs. 9.9 hasta 9.13) las
perspectivas de las tres potencias nucleares más
importantes después de que Estados Unidos y la
Unión Soviética reduzcan sus fuerzas nucleares
tras una significativa demostración de la buena
voluntad de las superpotencias para hacerlo (por
ejemplo, después de la puesta en marcha del
START). Los gobiernos chino y francés ya han
dado muestras de esa buena voluntad, así como
algunos partidos políticos en el Reino Unido.
Muchas naciones no alineadas están a favor de
una prohibición total de toda clase de pruebas
nucleares (refs. 13.1, 21.6).
Tal vez Estados Unidos y la Unión Soviética
—como potencias que han desmantelado con
mucho el mayor número de arrmas nucleares—
podrían, por lo menos inicialmente, insistir en
retener su parte del león en lo que se refiere a
arsenales nucleares mundiales. Tal vez cada cual
podría mostrarse partidario de un inventario casi
igual a la suma de las armas de los arsenales
potencialmente preparados contra esto. Pero
incluso dicho re-querimiento podría suavizarse.
Un grupo de analistas soviéti-
280
c o s , asociados con el Ministerio de Asuntos
Exteriores, ofrece para su discusión un régimen
MSD en que las potencias de segundo orden
tuviera cada una la mitad de las armas nucleares
de Estados Unidos y la URSS (ref. 21.7). Por
ejemplo, se trataría de los siguientes inventarios:
Estados Unidos, 600; URSS, 600 Reino Unido,
300; Francia, 300; China, 300. Si, por ejemplo, el
Reino Unido y Francia continuaran alineados con
Estados Unidos, esto alcanzaría una disparidad
2:1, lo cual, en un régimen MSD, podría ser aún
casi aceptable. Naturalmente, no se trata de una
posición soviética oficial, pero sugiere una
flexibilidad prometedora. (Si incluyésemos a
China, la disparidad se convertiría en 2.5:1, y esto
podría proporcionar un argumento para reducir un
poco más los arsenales de las no superpotencias.
Por ejemplo: Estados Unidos = URSS = 600;
Reino Unido = Francia = China = 200. Para evitar
el invierno nuclear esto nos lleva a unos arsenales
más pequeños que los que constan en las
propuestas soviéticas. Tal vez: Estados Unidos =
URSS = 100; Reino Unido = Francia = China = 50,
o menos.) Parece improbable que Estados Unidos
y la Unión Soviética, junto con otras muchas
naciones, pudiesen no encontrar unos argumentos
convincentes e incentivos para las naciones
renuentes a realizar unas desinversiones
apropiadas de sus armas nucleares.
Israel puede presentar un problema más difícil.
Después de las importantes revelaciones de
Mordechai Vanunu, se estima el tamaño del
arsenal nuclear israelí —hasta ahora, al parecer,
sólo de bombas de gravedad— comprendido entre
las 40 y las 200 armas (ref. 21.8). Pero el
desarrollo del misil de alcance intermedio Jericó
I I , y el lanzamiento de un satélite' artificial por
parte de Israel, todo ello se encuentra dentro de la
perspectiva de que las armas nucleares israelíes
sean lanzadas desde cohetes. (Incluso el nombre
de este sistema de armas de una manera clara
alude a la amenaza de ciudades destruidas y sus
habitantes masacrados; ref. 21.9.) Hasta ahora las
respuestas oficiales de Israel a las
correspondientes preguntas, ha tenido la precisa e
invariable formulación siguiente: «Israel no será la
primera nación que introduzca armas nucleares en
Oriente Medio» (ref 21.10). Dado que, en la
actualidad, ya está claro que Israel posee armas
nucleares (ref. 21.11) y que las ha introducido en
Oriente Medio, ¿cómo debemos entender esta
repetida garantía? ¿Puede Israel haber observado
las armas nucleares de los estadouni denses y de
los soviéticos en sus flotas del Mediterráneo y/o
del
281
golfo Pérsico, y lo ha empleado como
una justificación para poseer su propio
arsenal nuclear? Y de ser así, la
retirada de las armas nucleares
estadounidenses y soviéticas de
Oriente Medio - lo cual constituiría
una consecuencia natural dentro de un
régimen MSD— debería llevar a Israel
a reducir sus arsenales. Pero lo más
probable es que las armas nucleares
—y crecientemente sus sistemas de
lanzamiento de alcance intermedio—
l a s introdujera Israel como un
contrapeso a una enorme superioridad
convencional, por lo menos sobre el
papel, en hombres y blindados por
parte de sus vecinos árabes (y el
asunto de la formulación de «la
primera nación en introducir» puede
haber constituido la respuesta menos
mendaz disponible compatible con los
percibidos alegatos de la seguridad
nacional).
Así, la posición israelí es una especie
de microcosmos de lo que solía
llamarse en la OTAN el «dilema» de
las fuerzas convencionales, es decir, la
existencia de unas armas nucleares
tácticas necesarias para contrapesar la
superioridad convencional. De este
modo, unos recortes importantes en
las fuerzas nucleares israelíes
requerirían de alguna combinación de
reducciones asimétricas de fuerzas
(pero reducciones por ambas partes),
reforzadas por defensas
convencionales, una mayor
cooperación para encontrar una
solución justa al tema de la
nacionalidad palestina y unos
esfuerzos internacionales para
eliminar las causas del terrorismo en
Oriente Medio. Pero, por encima de
todo, requiere una mejora tan
dramática en las relaciones israelí-
musulmanas, como la que actualmente
tiene lugar entre el Este y el Oeste. Y
ambas mejoras parecían improbables
n o hace demasiado tiempo. Unos
mayores avances de Estados y de la
Unión Soviética hacia el final de la
carrera de armamentos y el
establecimiento de un régimen MSD
constituiría un auténtico ejemplo
respecto de los cambios que son
posibles en las relaciones de las
naciones-Estado enfrentadas. Estados
Unidos y la Unión Soviética
proporcionarían, por otro lado, con
sus acciones, un modelo para otros
países. Además, si se realizan
sustanciales progresos hacia el MSD,
las potencias principales tendrían una
motivación redoblada para
concentrarse en los Problemas de
Oriente Medio. En una perspectiva a
largo plazo, el movimiento de la
economía de la energía mundial
alejándose de los combustibles fósiles
—en parte a causa de la preocupación
respecto del recalentamiento
invernadero— es asimismo probable
que lleve a cabo cambios profundos
en Oriente Medio.
Indicación esquemática de cómo los diversos componentes de las
estructuras de fuerzas existentes de Estados Unidos y de la URSS, y
de las actividades relacionadas, pueden reducirse a fin de que un
régimen de disuasión suficiente mínima (MSD) pueda plantearse en
torno al cambio de milenio, el 1 de enero de 2001. Las líneas a trazos
cerca de la parte superior de cada componente indica tendencias
previas. Significa aproximadamente. KT significa kilotón; B significa
miles de millones.
283
E n estos últimos tres capítulos hemos descrito
brevemente un nuevo régimen estratégico que
puede conseguir estabilizar-en la próxima década.
Está diseñado para proporcionar una disuasión
nuclear mucho más estable de la que disfrutamos
hoy y se convierte en algo más cercano a la
eliminación de cualesquiera posibilidades de un
catastrófico invierno nuclear. Los cambios en las
estructuras de fuerzas que prevemos y una
representación muy grosso modo del tiempo de su
entrada en vigor, se resumen en la figura 7: las
lanzadoras estratégicas quedan desprovistas de los
MIRV; se eliminan las armas tácticas; desaparece
el escudo de las armas estratégicas; se recortan
sus-tancialmente los fondos dedicados a la defensa
estratégica; se prohiben las pruebas nucleares; las
fuerzas convencionales en Europa se equilibran y
disminuyen; se detienen la proliferación de armas
nucleares entre nuevas naciones. Y el arsenal
mundial de ojivas nucleares estratégicas se reduce
de unas 25.000 a sólo unos cuantos centenares, o
aún menos.
MAO ZEDONG Y LA
EXPLOSION DE LA TIERRA
Levantándose de la Tierra,
un portento cruza el cielo...
... Has vaciado tu taza
de la radiante primavera de
este mundo.
Con violencia la has hecho
estallar...
sumergiendo el Universo en
una convulsión de frío.
«Kunlun», octubre de
1935; en Reverberations: a
New Translation of the
Com pl e te Poems of Mao
Tse-tung, traducción y notas
d e Nancy T. Lin (Hong
Kong: Joint Publishing
Company, 1980), 37.
Las naciones sin armamento
nuclear que se encuentren en
rivalidad con las naciones armadas
n u c l e a r m e n t e poseen una
inclinación natural a minimizar la
gravedad de la guerra nuclear, por
lo menos en lo que se refiere al
consumo exterior (y también para
el interior civil). En 1946, el punto
de vista Publico de Stalin era el
siguiente:
No considero la bomba atómica
una fuerza tan grave como varios
grupos políticos se inclinan a
pensar al
respecto. Las bombas atómicas
están previstas para asustar a la
gente de poco fuste, pero no
pueden decidir el resultado de una
guerra...
Pero en cuanto la Unión Soviética
consiguió tales armas este punto de
vista se amortiguó bastante. A finales
de los años 1950, ya muerto Stalin y
con los depósitos soviéticos en
crecimiento, las casi apocalípticas
predicciones de las consecuencias de
la guerra nuclear empezaron a emanar
desde Moscú, pero, sobre todo, con
relación a las consecuencias para
Occidente. La URSS sobreviviría a
una guerra nuclear, se decía, a causa
de la disciplina socialista, tal vez, o
debido a la mayor extensión del país.
Un punto de vista chino de 1950:
La bomba atómica es una de las
armas modernas que posee el
mayor de los poderes
destructivos... Sin embargo,
excepción hecha de que origina
unos efectos destructivos mucho
más grandes que los producidos
por las bombas ordinarias, un arma
semejante no puede producir más
efectos. La fuerza final decisiva
para destruir el poder de lucha del
enemigo no es la bomba atómica
sino la de unas tropas fuertes y
amplias... Para los países con una
voluntad de lucha y vastos
territorios, como la Unión Soviética
y China, la utilidad de la bomba
atómica es todavía menor.
Menos de una década después, los
dirigentes de la Unión Soviética
quedaron horrorizados ante
semejantes puntos de vista, aunque los
mismos los declarara S t a l i n por
primera vez. Ya habían realizado
pruebas con armas nucleares. Sabían
—aunque sólo fuese en parte— cómo
funcionarían las cosas.
En sus esfuerzos por minimizar el
«tigre de papel» de las armas
nucleares estadounidenses, el
presidente del Partido Comunista
C h i n o Mao Zedong adoptó en
ocasiones una posición de
distanciamiento olímpico:
Aunque las bombas atómicas
estadounidenses fuesen tan
poderosas que, cuando cayesen
sobre China, hiciesen un agujero a
través de la Tierra, o incluso la
hiciesen estallar, eso apenas
significaría nada para el Universo
en su conjunto..., incluso aunque
fuese un acontecimiento
importante para el Sistema Solar...
285
Y —¿quién sabe?— incluso para
China.
En la misma discusión, como en
muchas otras, Mao comentó: «Los
Estados Unidos no pueden aniquilar
la nación china con su pequeño
depósito de bombas atómicas.» La
publicación del Ejército chino,
escribió un editorial, en 1967,
respecto de que «las bombas
atómicas, los misiles dirigidos y las
bombas de hidrógeno, en su
conjunto, no constituyen algo de lo
que valga la pena hablar».
Con unas observaciones semejantes
—cuya consecuencia práctica fue
impulsar a Estados Unidos a
construir un arsenal aún más grande
—, el presidente Mao se encontraba
en un error. Una opinión de este
tipo, a menudo atribuida a Mao
(aunque habría que ponerla al día en
términos demográficos), es la
siguiente: «Si los Estados Unidos o la
Unión Soviética perdiesen 250
millones de personas en una guerra
nuclear, quedarían destruidos para
siempre. Si China perdiese 250
millones de personas, aún seguiría
siendo la nación más poblada de la
Tierra.» Pero el invierno nuclear no
actúa matando a un número fijo de
personas por cada nación. Las
naciones que tengan más gente serán
las que pe rde rán también más
personas. Al encontrarse situada en
la misma latitud media Norte que los
Estados Unidos y la Unión Soviética,
las pérdidas de China en una guerra
nuclear de las superpoten-cias,
incluso en el absurdo caso más
optimista de que ni una sola arma
nuclear cayese sobre el territorio
chino, despoblaría enormemente el
país. Por suerte, en la actualidad la
comprensión oficial que posee China
de las consecuencias de una guerra
nuclear, incluyendo en esto el
invierno nuclear, han avanzado en
extremo desde la época de Mao (ref.
21.12).
Capítulo
XXII
ABOLICIÓN
Esta belleza alberga grandes peligros,
que hacen salir a la luz la fraternidad de los
extranjeros.
VICTOR HUGO, Los miserables, IV parte
(1862).
La fe, al igual que un chacal, se alimenta
entre las tumbas e incluso reúne su más vital
esperanza a partir de esas dudas muertas.
HERMAN MELVILLE, Moby Dick (1851), capítulo VII.
El mundo se halla infestado de armas nucleares
y anonadados ante la perspectiva de su empleo.
¿Existe alguna esperanza realista, tal vez en una
época un poco más distante, en que se produzca su
abolición total? ¿Llegaremos a hacer desaparecer
estas cosas de la faz del planeta? La abolición
reduciría con certeza el peligro del invierno
nuclear hasta el punto de su desaparición (ref.
22.1). Pero la abolición presenta también sus
propios peligros.
A medida que los arsenales se hacen más
pequeños, más pequeños incluso que los niveles
de la suficiencia mínima, la ventaja que
proporcionan unas cuantas armas nucleares
287
proporcionalmente mayor; y crece el
peligro respecto de que alguna nación
haya podido secuestrar un puñado de
armas nucleares y las emplee para
intimidar o para cualquier acto de
fanatismo ideológico o religioso (ref.
22.2). El temor a esa ventaja
constituye un obstáculo formidable
para la abolición, como ya se enunció,
en 1946, por cuanto sabemos, por
parte de Frederick S. Dunn (ref.
22.3):
En un mundo en que, por tratado,
desapareciesen las bombas, el primero
que violase dicho tratado conseguiría
una enorme ventaja. A partir de unas
condiciones así, las oportunidades
para el dominio mundial resultarían
demoledoras. A partir de aquí,
llegamos a la paradoja de que, cuanto
más lejos llegasen las naciones a un
acuerdo internacional en el sentido de
eliminar las bombas y las
instalaciones, más fuerte se haría la
tentación de evadir dichos acuerdos.
El sentimiento de seguridad que uno
se imagina que procedería de un
mundo sin bombas, llegaría a ser sólo
un espejismo.
Un régimen de abolición requeriría
una sostenida y prioritaria
experiencia en verificación de los
tratados con una inspección mutua
intensa y un entusiasta apoyo
público respecto del mencionado
régimen MSD. Tal vez su
sostenimiento se derivase de los
beneficios económicos obvios de un
mundo que ya no se hallase
esclavizado por las insaciables
demandas de una carrera de
armamentos convencionales y
nucleares. Requeriría confianza,
aunque no basada en una esperanza
ingenua o pía, sino en palabras y
acciones que se extendiesen, por lo
menos, durante una generación o
dos (ref. 22.4). Nuestro planeta
parece encontrarse aún muy alejado
de un estado semejante, aunque,
últimamente, se hayan hecho
evidentes unos signos alentadores de
progreso.
Existen muchos que opinan que los
avances en armamento convencional
han convertido una guerra no nuclear,
a gran escala, en algo mucho más
mortífero que, por ejemplo, la
Segunda Guerra Mundial; que las
armas nucleares poseen una utilidad
especial para desalentar las
confrontaciones militares directas
entre las naciones armadas
nuclearmente (ref. 22.5); y que,. por
ende, su abolición podría constituir un
error fatal. Los
288
incrementados horrores de u n a guerra
convencional moderna entre las superpotencias,
proporcionaría su propia medida de disuasión,
pero nada que pueda aproximarse a la disuasión
nuclear. Algunos llegan tan lejos como hasta
afirmar que la presencia de las armas nucleares y,
especialmente, la perspectiva del invierno nuclear
ya han convertido en algo obsoleto las guerras a
gran escala (ref. 22.6), un estado que la abolición
podría invertir.
En contraste, otra preeminente escuela de
pensamiento sostiene que la retención total por
parte de Estados Unidos y de la Unión Soviética
de cualesquiera armas estratégicas, constituye una
cosa moralmente reprensible, pero asimismo una
invitación fatal a las demás naciones para hacerse
con sus propias fuerzas nucleares para poder así
jugar con los chicos mayores, una ambición cada
vez más difícil de colmar en la era actual de
superabundancia de armas nucleares entre las
superpotencias (ref. 22.7). A largo plazo, la
disuasión mínima conduce, según se afirma, a un
mundo en que las superpotencias poseen muchas
menos armas nucleares y todos los otros tienen
muchas más (aunque, y esto constituye un punto
relevante para el invierno nuclear, con unos
arsenales globales mucho menores que en la
actualidad). La proliferación vertical queda
remplazada por la proliferación horizontal. Sólo
un mundo sin armas nucleares, según se manifiesta,
podría considerarse a salvo.
Aunque el mundo avance poco a poco hacia la
suficiencia mínima, no creemos que sea probable
que una reducción de los actuales inventarios
nucleares globales a cero, hacia el año 2 000
(como propuso el 15 de enero de 1986 M. S.
Gorbachov y fue respaldado por otros gobiernos y
por el partido laborista británico), o algo que sea
comparativamente parecido. Existen, simplemente,
demasiadas armas nucleares en el mundo y se
hallan empotradas demasiado profundamente en la
forma de pensar de los gobiernos y de los
dirigentes. Un cambio de pensamiento a esta
escala llevaría algo más que unos cuantos años
Pero podría ser exactamente posible el reducir los
arsenales a algo que se acercase a la suficiencia
mínima en las proximidades del principio del
nuevo milenio (ref. 22.8), como ya sugirió uno de
nosotros hace algunos años (ref. 2.3; figura 7).
Si hemos de abolir en algún momento las armas
nucleares durante ese camino tendremos que pasar
a través de los niveles de fuerza correspondientes
a la suficiencia mínima. El MSD es
289
una parada en el camino hacia la abolición, desde
la cual podremos observar con toda seguridad el
paisaje y los obstáculos que todavía queden. El
alcanzar el MSD por sí mismo ya clarificará y
nivelará el terreno. En ese momento, podríamos
juzgar de una manera realista el abanico de
proposiciones, incluyendo entre ellas la abolición
comprobada de los arsenales nacionales, con
ayuda de una pequeña fuerza MSD transnacional,
hacia la «disuasión sin armas», una abolición
plenamente a nivel global con una disuasión
proporcionada únicamente a través de la
capacidad de rearmarse con rapidez si las
circunstancias obligasen a ello (ref. 22.9). A
medida que se implantasen las masivas
reducciones de armamento, irían apareciendo
probablemente nuevos enfoques de cara a la
abolición.
En la relación tradicional entre científicos y
líderes politicos, se asumen y premian las
sugerencias de los científicos cerca de los
procedimientos para matar cada vez un número
mayor de personas, mientras que los llamamientos
que surgen en pro de la restricción de armas se
rechazan o se ignoran. En ese caso, se suele
afirmar que los científicos son unos ingenuos y que
se salen de su campo de acción; actúan más allá
de la competencia que les es propia. La invención
de armamentos es un asunto científico, sugieren
los políticos y los burócratas, pero el empleo de
las armas es un asunto político. De ese modo, se
aceptó, en 1939, el consejo de Albert Einstein y
Leo Szilard al presidente Franklin Roosevelt, y se
crearon y probaron las armas nucleares; pero las
advertencias de esos mismos científicos, en 1945,
y más tarde —y sus exactas previsiones respecto
de una carrera de armas nucleares con la Unión
Soviética— fueron rechazadas con cólera o con
desprecio por los políticos norteamericanos.
Asimismo, se apreció el genio de Andréi Sajarov
para construir el arma termonuclear soviética,
incluso se le llegó a reverenciar; pero sus
previsiones respecto de los peligros de su
creación no fueron seguidas, o se las menospreció,
por Parte de los políticos soviéticos durante el
transcurso de treinta años.
Todo esto es algo parecido —y reconocemos
que la analogía resulta imperfecta— a un
impetuoso adolescente al que le regalan un coche
deportivo de grandes prestaciones, y que no se
detiene a leer el manual de instrucciones, ni se
detiene un mo-
290
mento para u n a discusión acerca de las
precauciones de seguridad, o que ni siquiera pasa
el examen para conseguir el p e r mi s o de
conducción. Se niega a conocer los peligros. Sólo
desea sentir el viento en el rostro, escuchar el
rugido del motor y poder impresionar a sus
iguales. Muy pronto incluso querrá un modelo más
perfeccionado, si es que se halla disponible. Pero,
a veces, la adopción de riesgos por parte del
adolescente y algún ocasional roce con la muerte
puede inducirle a actitudes más maduras, a otras
sensaciones e incluso a otras formas de pensar.
Tal vez las naciones, al igual que las personas,
también aprendan a madurar.
En su borrador de discurso, que se convirtió en
sus últimas palabras escritas (ya lo hemos citado
en el capítulo V), Albert Einstein expresó su
creencia de que, si las querellas entre las
naciones-Estado provistas de armamento nuclear
degeneraban en guerra, «la Humanidad estaría
perdida». Luego dejó claro el porqué creía que el
cambio resultaría tan difícil:
A pesar de su conocimiento [de las
consecuencias de la guerra nuclear], los
estadistas en posiciones responsables en
ambos bandos, continúan empleando las tan
bien conocidas técnicas de tratar de intimidar
y de desmoralizar a sus oponentes con el
despliegue de su superior fortaleza militar. Y
lo hacen así, incluso aunque esa política
conlleve el riesgo de la guerra y de la
perdición total. Ningún estadista que ocupe
una posición de responsabilidad se ha
atrevido a seguir el único sistema que lleva
aparejado cualquier promesa de paz, un curso
que lleve a la seguridad supranacional, dado
que un estadista que siguiese ese camino
quedaría abocado al suicidio político. Las
pasiones políticas, una vez han llegado a
inflamarse, exigen sus víctimas (ref. 22.10).
Pero seguir por este camino también puede
representar dentro de no mucho tiempo un suicidio
político. La interdepencia económica global, la
inesperada apertura de la Unión Soviética y de la
Europa oriental al resto del mundo, la emergente
Comunidad Europea, la mejora de la efectividad y
de la aceptabilidad de las Naciones Unidas y del
Tribunal Internacional de Justicia y el creciente
éxito político de todo lo relacionado con la
preocupación por el medio ambiente —así como
el enlace del
291
mundo a través del teléfono, de la televisión, del
telefax y de una red integrada de ordenadores—,
todo ello está funcionando en la rnisma dirección.
De repente, ha surgido una poderosa serie de
incentivos positivos y negativos —la zanahoria y
el palo—, que arrastran y llevan a su unión a las
naciones-Estado.
Dado que amenaza cada vez a un número mayor
de personas y a causa de que los peligros tienen
unas repercusiones globales, la perspectiva del
invierno nuclear no constituye la menor de todas
esas influencias. Hasta ahora, jamás en la Historia
humana había existido semejante grado de
vulnerabilidad compartida. En la actualidad, cada
nación tiene una urgente participación en las
actividades de sus naciones colegas. Y esto es
ante todo verdad —a causa de que aquí el peligro
es aún mayor— en el asunto de las armas
nucleares. El invierno nuclear nos ha alertado
respecto de nuestro mutuo peligro y de nuestra
mutua dependencia. Y esto reafirma una vieja
verdad: cuando matamos a nuestro hermano, nos
estamos matando a nosotros mismos.
Hemos entrado en una era más prometedora, no
sólo porque los muros se están derrumbando, no
sólo porque el dinero y el talento científico,
durante tanto tiempo dedicados a lo militar, cada
vez se está haciendo más disponible para las
urgentes necesidades civiles, sino también
porque, al fin, nos estamos haciendo conscientes
de nuestros inesperados —e incluso asombrosos
— poderes sobre el medio ambiente que nos
sustente. Al igual que el ataque a la protectora
capa de ozono y el efecto del global
recalentamiento invernadero, el invierno nuclear
instituye una catástrofe amenazadora a nivel
planetario, que se halla en nuestras manos evitar.
Nos enseña la necesidad de previsión y prudencia
mientras nos abrimos vacilantes caminos través
de nuestras adolescencia tecnológica.
Desde las salas del elevado Olimpo, donde
están guardadas extrañas perdiciones para los
humanos, existe una razón para confiar que,
también en nuestra época, exista un camino, una
senda en la que ningún hombre jamás había
pensado.
NOTAS Y REFERENCIAS
1.1:
Vaclav Smil, Ene rgy, Food, Environment:
realities,Myths, O p t i o n s (Oxford: Oxford
University Press, 1987). Aunque ha llamado
apropiadamente la atención de la fracasada
profecía científica, Smil rechazó la advertencia de
que los clorofluoro-carbonos (CFC) pongan en
peligro la capa de ozono, exactamente en el
momento en que empezaban a hacerse disponibles
unas pruebas de lo más evidente al respecto
(véase nuestro capítulo IV).
2.1:
Por ejemplo, el doctor Harol d A. Knapp, un
funcionario de la Comisión de Energía Atómica,
que investigaba las muertes Por lluvia radiactiva
de miles de corderos, en Utah y Nevada, después
de la explosión nuclear estadounidense en la
atmósfera. En 1963, Knapp llegó a la conclusión
de que la lluvia radiactiva de estroncio-90 puede
abrirse peligrosamente camino a traves de la
cadena alimentaria —desde los pastos a los bebés
— y concentrarse luego en los huesos de los niños
después de las pruebas de las bombas atómicas,
sin decir nada de la guerra nuclear. La A.E.C. se
apresuró a eliminar su informe y Knapp dimitió
(«Harold A. Knapp, experto en pruebas nuciere,
mue-re a los 65», por Glenn Fowler, New York
Times, 11 de noviembre de 1939, 33.) Existen
muchos casos similares, en que se consideró más
importante la continuidad de la carrera de ar-
294
mamento nuclear que la salud pública, todo ello en
la historia reciente de la Unión Soviética, el Reino
Unido, Francia, China e Israel, así como Estados
Unidos.
2.2:
R.P. Turco, O. B. Toon, T. P. Ackerman, J. B.
P o l l a c k y C. Sagan, «Invierno nuclear:
consecuencias globales de las explosiones
nucleares múltiples», Science 222, 1.283-1.297.
Lo de TTAPS es un acrónimo formado por los
apellidos de los autores.
2.3: La primera valoración de las implicaciones
políticas del invierno nuclear (Carl Sagan,
«Guerra nuclear y catástrofe climática: algunas
implicaciones políticas», Foreign Affairs,
invierno 1983/1984, 257-292), llegó a las
siguientes conclusiones^
1. Un ataque estratégico importante, aunque
no hubiese represalia por parte de la nación
adversaria, puede generar ca. tastróficas
consecuencias climáticas, por lo menos a
nivel de un hemisferio; si esas potenciales
consecuencias se comprendiesen con
anterioridad, funcionarían en el sentido de
detener semejante ataque.
2. La guerra de subumbral —unos ataques
nucleares de importancia previstos para
disuadir la represalia nuclear por el
adversario, al inyectar una cantidad
exactamente determinada de finas partículas
en la atmósfera de la Tierra, por lo que la
respuesta climática se queda un poco por
debajo del invierno nuclear— constituye una
loca estrategia a causa de las intrínsecas e
irresolubles incertidumbres de lo que
constituye un nivel de «umbral» en el ataque.
3. Los tratados sobre materias tales como los
blancos, con el propósito de disminuir el
impacto climático del invierno nuclear,
comportan graves y probablemente
insuperables, problemas de verificación.
4. Una respuesta estrictamente militar a la
perspectiva del invierno nuclear podría ser la
conversión de los arsenales estratégicos a una
elevada precisión, a un bajo campo explosivo
y tal vez a armas taladradoras, una transición
en marcha por otras razones, especialmente
en el arsenal estadounidense; pero tal
conversión tiene espantosas implicaciones:
por ejemplo, para la
295
estratégica estabilidad durante el período de
transición.
e) La ya dudosa controversia de que los refugios
civiles y la crisis de reubicación fuesen útiles en
época de guerra nuclear, cada vez se hace incluso
menos creíble por la gravedad y duración de un
ambiente de invierno nuclear de posguerra.
1. A causa de la inevitable filtración, la
Iniciativa de Defensa Estratégica (guerra de
las galaxias) no puede impedir el invierno
nuclear, e incluso —al alentar los
incrementos en las fuerzas ofensivas— puede
hacerlo más probable.
2. Si unas armas nucleares comparativamente
menores pueden generar efectos climáticos,
esto proporcionaría un incentivo para otras
naciones (o incluso grupos terroristas) a
adquirir armas nucleares y emplearlas para la
intimidación, la coerción, o la venganza. El
invierno nuclear proporciona una nueva
dimensión para los argumentos de detener la
proliferación horizontal.
h) Dada la elevada probabilidad, si aguardamos
lo suficiente, de un error humano o de las
máquinas en los sistemas de elevada tecnología, y
la seriedad de incluso «moderados» inviernos
nucleares, la única respuesta prudente son unas
masivas reducciones en los arsenales estratégicos
mundiales al minimizar los niveles de disuasión,
en los que es mucho menos probables que ocurra
el invierno nuclear.
Esos temas han sido vueltos a discutir y se han
debatido en comentarios posteriores, y se
desarrollan más adelante en esta obra.
2.4:
D. M. Drew, F. J. Reule, D. S. Papp, D. M.
Snow, P. H. B. Godwin y G. Demack, Nuclear
winter and National Security: Implications for
Future Policy, Centro de Doctrina Aeroespacial,
Investigación y Educación (CADRE), Base de la
Fuerza Aérea en Maxwell, Alabama (Washington,
D. C: U. S. Government Printing Office, julio de
1986), documento 635-327, 76 páginas. En este
estadio combinado Fuerza Aérea/academia, se
desarrollaron las implicaciones políticas de tres
posibles umbrales que deberán determinarse en
futuras investigaciones, que generarían un invierno
nuclear: un umbral de «elevado nivel», en el que
se requiere una fracción sustancial de los
inventarios estratégicos; un escenario de «mediano
nivel», y un escenario de
296
«bajo nivel», en el que sólo se requieren unas
decenas o cente nares de armas nucleares, con
unos blancos apropiados, para aportar el invierno
nuclear. Se ha manifestado que el escenario de
alto nivel posee unas consecuencias políticas
menores. El escenario de mediano nivel se afirma
que desafía el papel de las fuerzas nucleares de
alcance intermedio de la OTAN (INF) en la
represalia nuclear contra un ataque convencional
en Europa por parte de los soviéticos, para llevar,
posiblemente, a «cambios radicales en los modos
de las bases y las características de los sistemas
[de armas]», y a fortalecer la oposición a la
proliferación horizontal; por éstas y por otras
razones, la mutua «asegurada destrucción [MAD]
se convierte en una inaceptable opción política».
El tratado INF, firmado después de este análisis,
ha eliminado las fuerzas de la OTAN en cuestión,
así como las correspondientes fuerzas soviéticas.
El escenario de bajo nivel «podría acarrear una
reestructuración radical del sistema
internacional», sobre todo, a causa de que el
empleo de cualquier número significativo de
armas nucleares produciría unas inaceptables
consecuencias a nivel mundial. En este libro
argumentamos que el escenario de «bajo nivel»
podría describir la realidad nuclear. Drew y sus
colegas sugieren también que «el invierno nuclear
proporcionaría el punto de conjunción de extraer
el control de armas de la comunidad de sus zonas
de estancamiento y devolverlo al escenario
principal».
2.5:
R. J. Bee, C. B. Feldbaum, B. N. Garrett y B. S.
Glaser, Implications of the «Nuclear Winter»
Thesis, Informe de la Agencia de Defensa Nuclear
TR-85-29-R-2 (Washington, D. C: The Palomar
Corporation), 24 de junio de 1985. Este estudio
suscita la perspectiva de que, a causa del invierno
nuclear, «el mantenimiento de una creíble posición
de disuasión por parte de los Estados Unidos tal
vez requiera una reevaluación de los planes [de
guerra] de Estados Unidos». También discute que
«la posibilidad de un invierno nuclear hace
patentes los obstáculos para la supervivencia en un
medio ambiente de posguerra incluso más
formidables que los primeramente previstos», y
que hacer frente al «caso peor de las condiciones
de invierno nuclear implica el gasto, en tiempo de
paz, de un nivel inaceptablemente elevado de
recursos».
297
2.6:
Otros análisis incluyen a Thomas Powers,
«Invierno nuclear y estrategia nuclear», The
Atlantic, noviembre de 1984 (la última frase que
se puede leer es: «Para mí, el reconocimiento del
problema del invierno nuclear, por espantoso que
pueda ser, parece una pieza de inmensa buena
fortuna en Ja undécima hora, y una señal de que la
Providencia aún no nos ha dejado»); William J.
Broad, «El peso de Estados Unidos acarrea el
riesgo de que la guerra atómica aporte el fatal
invierno nuclear», New York Times, 5 de agosto de
1984, 1; J. J. Gerttler, «Algunas implicaciones
políticas del invierno nuclear», Informe P-7045
(Washinghon, D. C: The Rand Corporation, 1984);
Philip J. Romero, «Implicaciones para Estados
Unidos del invierno nuclear y estrategia nuclear
soviética», Ra nd Corporation Graduate Institute
Report P-7009-RGI, Santa Mónica, California
(1984); F. P. Hoeber y R. K. Squire, «Hipótesis
del invierno nuclear: algunas implicaciones
políticas», Strategic Review (Washington, D.C.);
verano de 1985, 39-46 (en la última frase se lee:
«Considero que la eliminación de las bases de la...
disuasión, impulsada por el pánico esparcido por
los profetas del desastre, podría ser el
desencadenante de la auténtica catástrofe contra la
que combaten»); C. Chagas y otros, «Invierno
nuclear: una advertencia», Documento 11 (Ciudad
del Vaticano: Academia Pontificia de Ciencias,
23-25 de enero de 1984), 15 páginas; Dan
Horewitz y Robert J. Lieber, «Invierno nuclear y
el futuro de la disuasión», Washington Quaterly, 8
(3), verano de 1985. («Incluso aunque las
aseveraciones originales acerca del invierno
nuclear no sean más que marginalmente correctas,
las implicaciones para pensar acerca de temas
estratégicos y de disuasión aún siguen siendo
significativas.») The consequences of nuclear
war, Sesiones del Comité Económico Conjunto, 96
Congreso (Washington, D. C: U. S. Government
Printing Office, 1986); varias documentaciones,
incluyendo transcripciones del Foro
Kennedy/Hatfield acerca de las consecuencias a
nivel mundial de la guerra nuclear, Senado de
Estados Unidos, en Desarment (Nueva York:
Naciones Unidas), 7 (3), 1984, 33-80; B.
Weissbourd, «¿Están obsoletas las armas
nucleares?», Bulletin of the Atomic Scientists,
agosto-setiembre de 1984; The Climatic,
Biological and Strategic Effects of Nuclear War,
Sesiones d e l Subcomité de Recursos Naturales,
Investigación agrícola y del medio ambiente,
Comité del Congreso sobre Ciencia y Tecnología,
98 Congreso,
segunda sesión, Documento 126, 39-934-0
(Washington, D. C. U. S. Government Printing
Office, 1985); Michael F. Altfeld y Stephen J.
Cimbala, «Blancos para el invierno nuclear: un
ensayo especulativo», Parameters: Journal of the
U. S. Army War Colege 15 (3), 1985, 8-15 (una
publicación dedicada a encontrar un
procedimiento para combatir una guerra nuclear a
pesar del invierno nuclear; por ejemplo, «una
guerra de contra fuerza de desgaste... muy por
debajo del umbral de autodestrucción»); Nuclear
Winter and its implications, Sesiones del Comité
del Senado de Servicios Armados, 99 Congreso,
primera sesión, Documento 99-478 (Washington,
D. C.: U. S. Government Printing Office, 1986); F.
Solomon y R. Q. Marston, eds., The Medical
implications of Nuclear war (Washington, D.C.:
Instituto Nacional de Medicina, Academia
Nacional de Ciencias, 1986); Simposio sobre
invierno nuclear, Real Institución británica para el
Avance de las Ciencias, Londres, 2 de diciembre
de 1986; George H. Quester, «Invierno nuclear:
¿malas noticias, sin noticias o buenas noticias?»,
en Catherine Kelleher, Frank. J. Kerr y George H.
Quester, eds., Nuclear deterrence: New Risks,
New opportunities (Washington, D. C: Pergamon-
Brassey's, 1986); Peter d e Leon, «Pensando de
nuevo en la guerra nuclear: las implicaciones
estratégicas del invierno nuclear», Defense
Analysis 3 (4), 1987, 319-336; Joseph S. Nye,
«Invierno nuclear y elecciones políticas», Survival
2 8 (2), 1986, 119-127 (en donde el autor revela
que todas las anteriores «reacciones políticas a la
teoría del invierno nuclear han fallado en el
asunto». También escribe: «La perspectiva del
invierno nuclear y el final de nuestra especie es
algo tan tremebundo que debería tomarse en serio
mucho antes de que los científicos puedan probar,
exactamente, lo realista que resulta.» Alien Lynch,
Pol i t i cal a n a military implications of the
«Nuclear Winter» Theory (Nueva York: Instituto
para Estudios de la seguridad Este-Oeste, 1987),
que concluye: «La teoría del invierno nuclear en sí
misma desafía el auténtico concepto de victoria
nuclear, rompe, de manera efectiva, la conexión
entre el empleo operativo de las armas nucleares y
la política exterior y de disuasión.» No damos la
lista clasificada de análisis de las implicaciones
políticas del invierno nuclear. (Por ejemplo:
«Puedo imaginar en el futuro que, en realidad,
echemos un vistazo a los escenarios del [invierno
nuclear] que están, por decirlo así, muy próximos
a los-planes particulares de objetivos, y los que
deben tenerse como
299
secretos ." Richard Wagner, ayudante del
secretario de Defensa para la energía Atómica,
Testimonio ante el Congreso, 12 de julio de 1984,
e n The Consequences of nuclear w a r, citado
antes, pág. 133 ) Existe asimismo un amplio
abanico de publicaciones soviéticas sobre este
tema, algunos de los cuales se listan en las refs.
13.11-13.15, y varios documentos en el volumen
18, número 7 de la publicación de la Academia de
Ciencias sueca, Ambio (1989).
2.7:
Ha constituido una buena cosa para la
integridad de la ciencia, y un signo de coraje,
que unos 40 científicos de alto nivel hayan
hecho públicas sus importantes estimaciones de
los efectos globales atmosféricos y las
consecuencias a largo plazo de la guerra
nuclear. Incluso dando por supuestos los
impedimentos impuestos a la opinión científica
en la Unión Soviética, resulta justo suponer que
en aquel bando se haya llegado a las mismas
conclusiones. Aquí, pues, se encuentra una
nueva base para el diálogo y para una
disposición hacia la restricción. Y se trata de
una disposición muy valiosa.
WILLIAM D . CAREY, «A run worth taking»,
editorial, Science 222, de diciembre de 1983
(el mismo número en que se publicó el
artículo del TTAPS).
[Aunque] las visiones apocalípticas de las
implicaciones de la guerra nuclear hayan sido un
rasgo de discusión popular desde el alba de la era
nuclear y, aunque se han realizado numerosas
propuestas de vez en cuando, considerando los
posibles mecanismos para un resultado extremo,
tengo la impresión de que el estudio del invierno
nuclear carece por completo de precedentes en la
credibilidad y precisión de sus apocalípticas
especulaciones. A menos que posteriores
investigaciones de la hipótesis del invierno
nuclear eliminen de modo convincente esas
especulaciones, el estudio TTAPS debe
considerarse que inaugura una nueva era en la
discusión de los armamentos micleares.
En esta nueva era, la fuerza de la crítica moral
de las armas nucleares, basada en las
preocupaciones respecto
300
d e l destino de la especie humana, y de
cualquier otro tipo de vida en el planeta como
conjunto, se reconocería de un modo más
amplio, incluso en círculos donde tales
preocupaciones fuesen en un principio dejadas
de lado como ingenuas y poco informadas.
... Si la hipótesis emergiese esencialmente
intacta del intenso escrutinio científico que
seguramente recibirá, en este caso la cuestión
más importante con mucho es si los dirigentes
políticos y militares de Estados Unidos y de la
Unión Soviética reconocerán esta realidad y le
concederán el peso apropiado como algo
determinante de su conducta. Si lo hacen así,
el mundo muy pronto se convertirá en algo
mucho más seguro en virtud de los
drásticamente cambiados incentivos para la
iniciación de la guerra nuclear con un ataque
preferente en el contexto de una crisis grave.
De «Declaración de Sidney G. Winter,
profesor de Economía y Dirección,
Universidad de Yale», en The
Consequences of Nuclear war: Hearings
before the Subcommittee on
International Trade, Finance, and
Security Economics of the Joint
Economic Committe, Congress of the
United States, 98 Congreso, segunda
sesión, 11 y 12 de julio de 1984
(Washington, D. C: U. S. Government
Printing Office, 1986), 147-148. Winter es
un ex analista de la «Rand Corporation».
A menos [que las restantes] dudas puedan
ser resueltas de una manera en que se
demuestre de un modo concluyente que no se
formarán las nubes de humo que provoquen un
invierno nuclear, resulta difícil ver cómo
puede constituir un peligro real el empleo de
armas nucleares.
THOM AS M. DONAHUE (ex presidente del
Consejo Científico Espacial, de la
Academia Nacional de Ciencias),
«Invierno nuclear», Michigan Alumnus 91
(4), 1985.
La teoría del invierno nuclear puede
proporcionar los estímulos para un mayor
cambio paradigmático en nuestra manera de
pensar acerca de la seguridad nacional [Pe-
301
ter C. Sederberg]... Si el estudio científico...
confirmase la hipótesis del invierno nuclear, o
aunque sólo la confirmase parcialmente, las
implicaciones para la estrategia y las
reducciones de armas se ahondarían [Martin J.
H i l l e n b r a n d ] . . . Si los recientes
descubrimientos probasen, incluso
remotamente, ser exactos, nos presentan unas
consideraciones muy serias al enfrentarnos con
la tarea de preservar la paz en los años que
tenemos por delante... Si los descubrimientos
de Turco y otros demostrasen ser exactos,
existiría un claro requerimiento para reducir de
una manera drástica el megatonelaje total ahora
disponible [Robert Kennedy].
PETER C. SEDERBERG, ed., Nuclear Winter,
Deterrence and the Prevention of Nuclear
War (Nueva York: Praeger, 1986), 9, 98,
151, 160. Kennedy es el profesor general
Dwight Eisenhower de Seguridad Nacional
en la Academia de Guerra del Ejército.
El invierno nuclear no es sólo una teoría. Es
asimismo una declaración política con
profundas implicaciones morales. Si la gente
cree que nuestras armas nucleares ponen en
peligro no sólo nuestra existencia y la
existencia de nuestros enemigos, sino también
la existencia de las sociedades humanas en
todo el planeta, esta creencia tendrá
consecuencias prácticas... Incrementará la
influencia por parte de aquellos que consideren
las armas nucleares como una abominación y
exijan cambios radicales en la política actual.
[Freeman J. Dyson, Infinite in All directions
(Nueva York: Harper, 1988, 259.]
Aunque manteniendo que en 1984 era aún
demasiado pronto, el analista estratégico Leon
Gouré (testimonio, Comité de Cencías y
Tecnología del Congreso, 12 de setiembre de
1984), declaró:
si estudios y análisis adicionales confirman la
hipótesis del «invierno nuclear» como
constituyendo una posibilidad realista, resulta
posible que, finalmente, esto pueda significar
una influencia significativa en la planificación
302
estratégica y en los programas de armas, así
como en las negociaciones de control de
armamento.
Herbert A. Simon, premio Nobel, argumentó,
que los términos de la reserva militar han
cambiado, y cambiado de manera fundamental.
Una vez alertados ante este hecho, debemos
proceder al instante a un examen de la
realidad científica del invierno nuclear y de
las implicaciones de esta realidad para
nuestra política de armamentos suicidas y
nuestros miedos de que un arma suicida pueda
emplearse contra nosotros por un agresor.
[«Disuasión mutua o suicidio nuclear»,
editorial, Science, 24 de febrero de 1984.]
David F. Emer y, luego vicedirector de la
Agencia de Control de Armas y Desarme de
Estados Unidos, testificó ante el Congreso (The
Consequences of Nuclear War, 12 de julio de
1984, 125, 134, 136,140,142; ref. 2.6):
No existe duda en absoluto de que, aunque
los resultados de un intercambio nuclear
tengan incluso una fracción de las
implicaciones que el señor Sagan y otros han
presentado, naturalmente se producirá un
impacto en la actitud de los dirigentes de las
naciones y la opinión pública a través de todo
el mundo... Estamos tratando de convencer a
la Unión Soviética de que regrese a la mesa
de negociaciones y se una a nosotros en un
acuerdo omni-comprensivo para eliminar el
enorme número de armas nucleares y avanzar
hacia un equilibrio más seguro y estable en un
nivel mucho más bajo. Y creo que es,
exactamente la dirección en que argumenta el
fenómeno del invierno nuclear... Los
descubrimientos del invierno nuclear
refuerzan la importancia de... negociar
reducciones muy profundas, especialmente en
sistemas desestabilizadores-Ésa es la forma
en que imagino el impacto del invierno
nuclear, como esperanzadoramente
catalizadora para a mb o s lados para que
regresen a la mesa de negociaciones... No
creo que debamos aguardar 2, 5 o 10 años, o
un período aún más prolongado de tiempo,
para extraer conclusiones; creo que todos
nosotros debemos extraer aquí una
303
conclusión, y ésta es la siguiente: la mejor
forma de prevenir los desastres que hemos
bosquejado es, simplemente, avanzar con
negociaciones nucleares al nivel más elevado
posible... Aunque decidiésemos que cualquier
efecto horrible del invierno nuclear fuese 10
veces peor que lo que se ha descrito, resultará
imposible resolver el problema a menos que
Estados Unidos y la Unión Soviética trabajen
juntos en idéntico sentido.
(Poco después se reanudaron las negociaciones
de control de armamentos entre Estados Unidos y
la Unión Soviética, lo que llevaría, llegado el
momento, al tratado INF y a los avances en el
START.)
En un memorándum interno del Departamento de
Estado al secretario de Estado, con fecha 16 de
agosto de 1984, se lee:
Las implicaciones de la política de Estados
Unidos sobre la teoría del invierno nuclear,
que están siendo discutidas por Turco, Toon,
Ackerman, Pollack y Sagan, podrían ser
profundas si los estudios de política de la
Administración se mostrasen de acuerdo con
las conclusiones de Turco y otros y/o por
defecto las actitudes del Congreso y del
público quedasen moldeadas por esos
resultados. [Citado en Nature, 19 de setiembre
de 1985, 129.]
Algunas de esas implicaciones se han vuelto a
plantear otra vez en un editorial de cabecera del
New York Times:
En la actualidad, parece haber una sólida
posibilidad de que una guerra nuclear, además
de matar a centenares de millones de un modo
inmediato, fuese seguida por un invierno
nuclear que mataría a centenares de millones
más. El principal mensaje es que no puede
permitirse que fracase la disuasión, y mucho
antes de que pueda lograrse cualquier defensa
significativa, se precisa reducir los arsenales
al menor tamaño posible. Hay que forzar a los
gobiernos a que consideren las armas
nucleares cara a cara, y ésta sería la mejor
manera de arruinar su apetito por fabricar
todavía más. [«Volviendo a pensar en la guerra
nuclear», New York Times, 29 de setiembre de
1985.]
304
Un juicio anónimo en la publicación Foreign
Affairs: « D e una manera clara, la teoría del
invierno nuclear, en la extensión en que sea válida,
ha inducido a un debate significativo acerca de la
prudencia del hombre de basarse en el armamento
nuclear y acerca de todo el concepto de disuasión»
(Invierno 1986/ 1987, 313).
Lewis Thomas escribe:
Todo el problema del desarme nuclear se
ha transformado. Ya no es un complicado
rompecabezas técnico sobre el que quepa
perorar o posponerse para siempre por parte
de los diplomáticos y los analistas. Los
descubrimientos [del invierno nuclear]...
marcan un hito en los asuntos de la
Humanidad, pero asimismo, según frase
profética de Jonathan Schell, en el destino de
la Tierra. [«De nuevo acerca del invierno
nuclear», Discover, octubre de 1985.]
Existen también aquellos que se hallan menos
impresionados con las implicaciones del invierno
nuclear, como trataremos más adelante.
3.1:
Cuando el trabajo de Sagan y sus asociados
apareció por primera vez, se produjo una
tormenta de controversias, así como mucha
preocupación. Se celebraron conferencias, se
encargaron estudios oficiales, se dedicaron
números especiales de publicaciones
científicas al tema, se produjeron [programas]
de televisión y aparecieron mucho libros,
todos en un esfuerzo por comprender y
determinar la veracidad de esta extraña y
nueva, aunque atrayente, visión de un próximo
'apocalipsis. [Charles W. Kegley, Jr. y Eugene
R . Wirtkopf, The Nuclear Reader-Strategy,
Weapons, War, segunda edición (Nueva
York-Martin's, 1989), 254.]
Más allá de las comparativamente sedantes
actividades descritas por Kegley y Wittkopf, el
invierno nuclear también engendró comentarios
que, con su vituperación y estrechez de
305
miras, han ido más allá de los límites de un
educado debate. A veces, las objeciones
científicas y de otra clase se motivaron a través de
la honda incomodidad producida por las evidentes
implicaciones políticas. Una de las más
reveladoras clases de comentarios fue la opinión
de que el invierno nuclear había sido inventado
(no descubierto) a fin de influir en la política
nuclear, para impedir el despliegue de los misiles
Pershing II en Europa, por ejemplo (ahora por
completo eliminados de acuerdo con el tratado
INF), o para detener la guerra de las galaxias, o
para procurar una «congelación» total en la
obtención de armas nucleares y sus sistemas de
lanzamiento. Resulta cierto que, a comienzos de
1984, se pudo ver que algunos parachoques de los
automóviles llevaban a veces pegatinas con estas
palabras: «Congelación ahora o congelación más
tarde.» Pero, en nuestra opinión, creemos que el
tomarse en serio el invierno nuclear implica unas
reducciones más importantes de los arsenales, no
simplemente congelarlos a niveles muy por encima
de las 50.000 armas nucleares, como se argumentó
apropiadamente por personas de variados
pensamientos políticos, incluyendo a los
conservadores (como el senador Jake Garn,
«Invierno nuclear: el caso de las reducciones de
armas y defensa», Christian Science Monitor, 21
de agosto de 1984, segunda parte, 15). Sin
embargo, muchos abogados de la Congelación (por
ejemplo, el ex consejero científico presidencial
George Kistiakowsky) lo consideró como el
primer paso hacia mayores reducciones de
armamentos. Se debe detener primero el coche
antes de que se despeñe, explicaron, antes de
poder hacerlo retroceder.
El invierno nuclear se describió como un «engaño
deliberadamente perpetrado, empleando retórica
política y argumentaciones de lo más simplistas»,
a través de Susan G. Long, High Frontier
Newsletter, marzo de 1988 (reimpreso en Billy
James Hargis' Christian Crusade 3 5 [8], marzo
de 1988). Otros han imaginado que la hipótesis
del invierno nuclear fue «inventada», en 1982, por
razones políticas a través del «círculo interior de
activistas del desarme» (Russell Seitz, «El
"invierno nuclear" se derrite»; esta larga carta en
las páginas editoriales del T h e Wa l l Street
Journal [miércoles, 5 de noviembre de 1986] es
notable por su desviación política, invectivas
personales, citas inventadas e incomprensión de
los métodos y contenido científico). Como se
describe en el Apéndice C, la motivación inicial
para la investigación TTAPS se suscitó a través
de nuestros tra-
306
bajos de los años 1970 de las tormentas de polvo
en Marte y las explosiones volcánicas en la Tierra,
y luego, a inicios de 1980 gracias a nuestro estudio
de los últimos impactos de fines del Cretácico y la
extinción de los dinosaurios. Una causa más
próxima fue el requerimiento, por parte de la
Academia Nacional de Ciencias, en 1982, para
que considerásemos las consecuencias
medioambientales del polvo generado en una
guerra nuclear. Nuestra habilidad y herramientas
para analizar semejantes problemas evolucionaron
durante una década de investigaciones,
patrocinadas principalmente por la NASA y la
Fundación Nacional de Ciencias. El estudio de la
Academia Nacional en que participó nuestro
grupo desde el principio, fue apoyado por la
Agencia de Defensa Nacional (DNA) del
Departamento de Defensa. De todo ello se
desprende que existe muy poca percepción de la
realidad al imaginarse a la Academia Nacional de
Ciencias y el Departamento de Defensa, como
formando parte de un «círculo interior de
activistas del desarme». (Cf. Richard Turco, O.
Brian Toon, Thomas Ackerman, James Pollack y
Carl Sagan, «El invierno nuclear continúa siendo
una escalofriante perspectiva», carta a l director,
The Wall Street Journal, viernes, 12 de diciembre
de 1986.) En este mismo estilo:
Lo que aquí se advierte no es ciencia sino
una perniciosa fantasía que ataca los
auténticos cimientos de la dirección de la
crisis, que intenta transformar la doctrina de la
Alianza [OTAN] de una respuesta flexible en
una visión peligrosa. En realidad, el «invierno
nuclear» no existe, es el nombre de un
espectro, un espectro que obsesiona a Europa.
Al haber fracasado en su campaña de bloquear
el despliegue del teatro de armamentos [de la
OTAN], los propagandistas del Pacto de
Varsovia han utilizado el «invierno nuclear»
en sus esfuerzos por debilitar la voluntad
política de los ciudadanos de la Alianza. ¿Qué
fantasía más desestabilizadora podrían soñar
que la comparación del escenario de la
disuasión con un global Götterdä-merung?
¿Qué podría ser más peligroso que invitar a la
Unión Soviética a llegar a la conclusión que la
Alianza está autodisuadida, y, por lo tanto, a
merced de aquellos que poseen una ventaja tan
ominosa en fuerzas convencionales? [Russell
Seitz, «Ante el frío: el "invierno nuclear" se
307
derrite», The National Interest 5, otoño de
1986, 3-17. Este artículo se reprodujo y
distribuyó por parte del Departamento de
Defensa de Estados Unidos en el número del 2
de abril de 1987 de su órgano interno, Current
News.]
De las muchas deficiencias de la teoría del
invierno nuclear que evidenció la National
R e v i e w, en aquel momento la publicación
principal del ala derecha estadounidense, la
primera fue que «el grupo TTAPS... ha pasado por
alto explicar algo: que no hubo invierno nuclear en
Hiroshima y Nagasaki». (Cf. este libro, recuadro,
capítulo VII, «Hiroshima y el invierno nuclear».)
El artículo concluye: «El invierno nuclear no es
ciencia. Es propaganda. Y la decisión de hombres
de ciencia prominentes de rebajarse a sí mismos y
su apelación a las baratas emociones de la
notoriedad política, no deja de ser un escándalo»
(Brad Sparks, «El escándalo del invierno
nuclear», National Review, 15 de noviembre de
1985, 28-38). Un editorial posterior declaró: «A
pesar del hecho de que el invierno nuclear ha sido
un fraude desde el principio... los alborotadores
antinucleares han triunfado ampliamente en
suscitar uno», y compara el anuncio del invierno
nuclear a las tácticas de los nazis («El segundo
incendio del Reichstag», National Review, 19 de
diciembre de 1986). La misma publicación
denunció el invierno nuclear en un artículo
dedicado a lo que llamaba «mentira científica»
(Jeffrey Hart, «La muerte de la verdad», National
Review, 7 de noviembre de 1986).
Todo esto fue seguido de un debate por las
cadenas de televisión, no mencionado en esos
artículos, entre uno de nosotros y el director del
National Review's, William F. Buckley (Nightline,
moderador Ted Koppel, «ABC-TV», 18 de julio
de 1984), en el transcurso del cual Mr. Buckley
dijo:
Ésta es la pregunta crítica: ¿Debemos estar
preparados para rendir la Constitución de los
Estados Unidos, la Declaración de
Independencia, a fin de evitar este abstracto
apocalipsis que el Dr. Sagan casi parece estar
celebrando? Todos en el mundo se van a
morir... Todos desaparecerán
irremediablemente. Y, por desgracia, la
mayoría de la gente de una manera mucho más
penosa que bajo un anestésico nuclear. Pero,
mientras nos mantengamos firmes, no habrá una
guerra nuclear. En tanto en cuanto pongamos
308
en tela de juicio los principios orgánicos que
se hallan detrás de nuestra defensa,
aceleraremos la probabilidad de la guerra, a
menos que el Dr. Sagan convenza a la Unión
Soviética de que se comporte de manera
racional, lo cual confiamos esperanzadamente
que consiga hacer. [Nightline, número 833,
transcripción disponible en el Apartado de
Correos 234, Emisora Ansonia, Nueva York
NY 10023.]
Varias de las publicaciones de Lyndon
Larouche condenaron el invierno nuclear como un
«fraude» y un «engaño» (por ejemplo, «La
publicación CFR confirma el engaño del invierno
nuclear», por Carol White, New Solidarity, 14 de
julio de 1986: «La mentira del invierno nuclear ha
sido una propaganda extendida por los soviéticos,
acostumbrados a promover ilusiones en los
círculos militares y en los que hacen la política de
Estados Unidos, respecto de que la guerra nuclear
no puede ganarse y, por lo tanto, resulta
impensable.» En un número anterior de la misma
publicación describe la investigación del invierno
nuclear como algo muy propenso a los excesos y
políticamente ingenua, algo «de moda» entre los
académicos de la congelación nuclear y muchos
otros, incluyendo alguno de los Laboratorios
Lawrence Livermore, que «tratan de mostrar a los
soviéticos que somos sinceros». [«El número de la
KGB interpretado en el Senado de Estados
Unidos», por Paul Gallagher, New Solidarity, 16
de diciembre de 1983]). Las publicaciones
Larouche han denunciado asimismo el
recalentamiento global y el efecto invernadero en
sí como un «fraude» y un «engaño». (Por ejemplo,
Rogelio Maduro, «El engaño que se encuentra
detrás del "efecto invernadero"», 2 1 s t Century
Science and Technology, enero de 1989, 34;
Maduro, «El efecto invernadero es un fraude»,
i b í d - , marzo de 1989, 14; «¡El "efecto
invernadero" es un engaño!», Executive
Intelligence Review, 1990, etc.)
Y, a fines de 1984, la Asociación de Defensa
Civil estadounidense fue informada de que el
invierno nuclear es «una de sinformación
soviética»; u n a c a mp a ñ a estadounidense de
«contrapropaganda y desinformación» alentada
para hacer desaparecer el invierno nuclear («Los
analistas afirman que los soviéticos se gastan
miles de millones en difundir informaciones
engañosas en Estados Unidos», por Ellen Mishkin,
Daytona Beach [Florida] News-Journal, 18 de
noviembre de 1984).
309
Aunque en muchas publicaciones derechistas
sulfuró el asunto del invierno nuclear, éste fue por
lo general ignorado por la izquierda. Una
excepción: The People 93 [18], 26 de noviembre
de 1983, 6-7, órgano del Partido Socialista del
Trabajo de Palo Alto, California (y, más tarde,
Socialist Studies, e n 1984), argumentó que
cualquier esperanza de que el invierno nuclear
ayudase a cambiar la política estratégica, era algo
que resultaba ilusorio. Luego ofrecieron a
consideración el que «resultan incorrectas las
premisas de que los gobiernos de los Estados
Unidos y de la Unión Soviética puedan persuadirse
o ser convencidos de cualquier otra manera, por la
presión pública en masa, para que abandonen la
carrera de armamento nuclear y la amenaza del
invierno nuclear», y que «ambos gobiernos, por su
auténtica naturaleza, se hallan comprometidos en
mantener la carrera armamentista y la amenaza de
la guerra nuclear». Esas proposiciones no son muy
diferentes de las aceptadas por numerosos
analistas de la corriente principal (véase Prólogo);
discutimos en el capítulo XIII que pueden en
realidad no estar en lo cierto.
3.2:
Cf. el físico y consultor del Departamento de
Defensa Richard Muller (Nemesis [Nueva York:
Weidenfeld y Nicholson, 1988], 16): «Muchos
científicos sensatos han sentido que... el grupo
TTAPS ha mostrado que los mejores científicos
del mundo, en sus reflexiones previas acerca de la
guerra nuclear, posiblemente pasaron por alto, el
efecto más importante y más perjudicial... Todos
hemos aprendido un poco de humildad nuclear.» O
el ayudante del secretario de Defensa, Richard de
Lauer (en R. Jeffrey Smith, «El invierno nuclear
aporta una adición a la seguridad», Science, 6 de
julio de 1984, 2 2 5 , 30): «Tal vez todos
deberíamos preocuparnos un poco más acerca de
no haber reconocido un poco antes la importancia
del humo en nuestros cálculos acerca de los
efectos nucleares.» O bien William J. Broad (New
York Times Book Review, 12 de agosto de 1984,
27): «La pregunta que sólo el Departamento de
Defensa pede responder es por qué ha tenido que
ser un grupo de civiles quien sacara a la luz estos
temas.» Por cuanto podemos de-cir, de 1945 hasta
1983 no se mantuvieron reuniones, por parte del
Departamento de Defensa, para considerar los
efectos clímáticos de la guerra nuclear provocados
por el humo. No hubo
310
ni una sola persona de alto nivel cuyo interés (o
descripción de tareas) fuese el buscar
consecuencias adversas hasta el momento no
descubiertas de la guerra nuclear. Y éste continúa
siendo aún el caso. Asimismo, el asunto de la
guerra nuclear era ya de por sí bastante malo,
pensaría más de uno, y los horrores adicionales
sólo desempeñarían un papel en manos de aquellos
que hubieran podido prohibir la bomba.
Una sugerencia interesante de las graves
consecuencias climáticas que acarrearía el polvo
alzado por la guerra nuclear —aunque sin ningún
cálculo al respecto— lo proporcionó un informe
de 1965 del «depósito de inteligencia» del
Departamento de Defensa:
Si se produjera una guerra lo
suficientemente importante [más de 10.000
megatoneladas], y si las incertidum-bres
científicas se decantasen hacia el lado más
desfavorable, no constituye algo en absoluto
inconcebible que se desencadenara una nueva
Era Glacial. Sin embargo, lo más probable
serían unas consecuencias climáticas menos
dramáticas, como un azote temporal de frío
con temperaturas que alcanzasen, de
promedio, unos cuantos grados por debajo de
lo normal. [Robert U. Ayres, Environmental
Effects of Nuclear Weapons, volumen 3,
Resumen, Informe del Instituto Hudson, HI-
518- RR2 de diciembre de 1965. Cf. la
valoración de John von Neumann en «Invierno
nuclear, principios de la historia y
prehistoria», recuadro, capítulo III.]
Los efectos climáticos fueron brevemente
aludidos en un estudio de 1975 de la Academia
Nacional de Ciencias estadounidense (Long-Term
Worldwide effects of Multiple Nuclear-Weapons
Detonations [Washington, D. C: Academia
Nacional de Ciencias, 1975]), que se hallaba
preocupada sobre todo por l a desaparición del
ozono a causa de una guerra nuclear. El informe
consideró sólo el polvo, no el humo, y llegó a la
conclusion de que los efectos climáticos serían
comparables a los producidos por los volcanes:
La inyección de polvo en la estratosfera
procedente de un intercambio nuclear de
10.000 megatones sería comparabie a la de
una gran explosión volcánica, como la del
311
Krakatoa de 1883 y, por lo tanto, tendría un
impacto climático similar. A lo sumo, cabría
esperar una desviación de 0,5 °C, respecto de
la temperatura media, y con una duración de
unos pocos años.
Incluso sólo para el polvo, esta estimación sería
mucho más baja (ref. 2.2). Sin embargo, el estudio
prevenía que «no deberían descartarse unos
cambios climáticos de una naturaleza mucho más
dramática».
En 1978, la Agencia de Control y Desarme de
Estados Unidos publicó un informe titulado
Frequently Neglected effects in Nuclear Attacks.
Se pasó por alto el invierno nuclear.
El físico Edward Teller, que ha desempeñado
un papel continuado y central en el desarrollo de
las armas nucleares estadounidenses desde los
años 1940, de manera ocasional sugiere que él, o
los científicos que trabajan bajo su dirección en el
Laboratorio Nacional Livermore de diseño de
bombas, habían descubierto el invierno nuclear
muchos años antes. (Por ejemplo, The climatic,
biological and Strategic Effects of Nuclear War),
Sesiones, Subcomité de Recursos naturales,
Investigaciones de Agricultura y Medio ambiente,
Comité de Ciencia y Tecnología, Cámara de
representantes de Estados Unidos, 12 de setiembre
de 1984 [Washington, D. C: U. S. Government
Printing Office, 1985]; «Invierno nuclear: efectos
de la guerra atómica», Nightline, «ABC-TV», 1 de
noviembre de 1983.) Si esto es cierto, resulta una
auténtica inconsciencia: retener información vital
al pueblo norteamericano, especialmente cuando el
conocimiento de estos hechos hubiera podido
influir en la política pública. Incluso si lo que
Teller afirma haber descubierto fuese sólo una
a l u s i ó n a una catástrofe climatológica,
insuficientemente segura para justificar una
publicación científica o un anuncio público,
resulta inconcebible que no prosiguiera dentro de
esta línea de investigaciones, y sorprende que el
inforrne de 1975 de la Academia Nacional, acerca
de las consecuencias a largo plazo de la guerra
nuclear —que extrajo de la sabiduría científica
colectiva de la nación—, no contenga nin-gún
indicio de los supuestos descubrimientos de
Teller. Algo parecido, Lowell Wood, un cercano
asociado de Teller, en la publicación de un
simposio, estimó en 1 °C el enfriamiento a partir
del polvo y un «pequeño» impacto por los
incendios causados por una guerra nuclear de
importancia [Wood, «Preocu-
312
paciones acerca de las implicaciones de una
guerra nuclear a gran escala: el destino actual de
la Tierra», publicación preparada para la Segunda
Conferencia Internacional de Prevención de la
Guerra Nuclear, Erice, Italia, 19-23 de agosto de
1982; notas de la conferencia amablemente
facilitadas por el Dr. Wood] Véase asimismo
Richard Garwin, en International Seminar on
Nuclear War, 3rd. Session: The Technical Basis
for Peace [Frascati, Italia: Servizio
Documentazione dei Laboratori Nazionali di
Frascati dell'lNFN, 1984], 185-186. De cualquier
forma, los comentarios de Teller son curiosos y
turbadores. (Véase también Teller, ref. 3.3.)
El punto de vista de algunos científicos en
Livermore y en otras partes, tras la presentación
pública, fue descrita por el físico de Livermore,
Joseph B. Knox, en 1985:
En el momento apropiado, deberíamos
plantear la pregunta: ¿qué sabe la gente acerca del
invierno nuclear? El profesor [Serguéi] Kapitza
hizo esta pregunta el pasado mes de agosto en
Moscú; dijo: «¿Cuándo presentaremos ante el
público todo cuanto hemos discutido?» Y,
afortunadamente, he escuchado lo bastante a
menudo al Dr. Teller como para haber aprendido
que existen momentos para hacer zig y otros para
hacer zag. La respuesta fue: «He venido sólo como
científico particular de Estados Unidos, y no
puedo responder a la pregunta por nuestro
Gobierno.» Y lo que es más, tampoco deseo
responder a la pregunta en este momento como
científico. (Knox, «Consecuencias climáticas de la
guerra nuclear», Grupo de trabajo núm. 1,
documento preparado para su publicación en
Proceedings, International Seminar o n Nuclear
w a r, Erice, Italia, 19-24 de agosto de 1985
[Laboratorio Nacional La w r e nc e Livermore,
prepublicación UCRL-93760, diciembre de
1985].)
Estas observaciones se realizaron casi dos años
después de que se hubieran producido unas
amplias y extensas discusiones públicas a nivel
mundial acerca del invierno nuclear.
Este punto de vista queda ejemplificado en los
comentarios de G. Rathjens y R. Siegel (Issues in
Science and Technology I , 1985, 123-128) y de
E. Teller (Nature 310, 1984, 621-624). Para
313
una refutación, véase C. Sagan (Nature 317, 1985,
485-488). Cf. asimismo la información del
estratega Colin Gray, «La carga de la prueba, para
ser prudentes, debe descansar en aquellos que
podrían alegar que una guerra nuclear no
desencadenaría un invierno nuclear» (en R.
Hardin, J. Mearsheimer, G. Dworkin y R. Goodin,
eds., Nuclear Deterrence: Ethics and Strategy
[Chicago: University of Chicago Press, 1986],
297).
3.4:
Por ejempo, T. Slingo (Nature 336, 1988, 421):
«El estímulo del invierno nuclear ha conducido a
un trabajo práctico en el tratamiento del transporte
de aerosoles, vertederos y transferencias
radiactivas en modelos numéricos, así como en
proporcionar perspectivas acerca de la
importancia del acoplamiento radiactivo-
convectivo.» A su vez, estos trabajos han
mejorado nuestra comprensión del recalentamiento
global invernadero, así como los efectos
climáticos de los incendios forestales y las
explosiones volcánicas.
3.5:
Véase, por ejemplo, Bruce Fellman, «El invierno
nuclear procede del frío: cinco años después de
que el público quedase conmocionado por primera
vez por el mismo, la visión apocalíptica emerge
como una herramienta útil en el estudio del cambio
climático global», The Scientist 3 (9), 1 de mayo
de 1989, 1, 18-19; A. B. Pittock, «Catástrofes
climáticas: los efectos locales y globales de los
gases invernadero y del invierno nuclear», en
Natural and Man-made Hazards, M. I. El-Sabh y
T. S. Murphy, ed s . (Dordrecht, Países Bajos:
Reidel, 1988). La perspectiva del invierno nuclear
también ha llevado a una serie de talleres
regionales sobre el cambio climático, incluyendo a
científicos biólogos y expertos agrícolas,
ramificándose más tarde también Para incluir los
cambios climáticos procedentes de otras fuentes,
en especial el recalentamiento invernadero. Esos
estudios regionales, así como el proyecto PAN-
EARTH (Red de valoraciones de predicción para
las respuestas económicas y agrícolas a las
actividades humanas), bajo la dirección general de
Mark Harwell, de la Universidad Cornell. Entre
sus numerosas virtudes, este proyecto llama la
atención de los científicos y agentes
gubernamentales de todo el mundo hacia los
problemas de los cambios en el clima y la
desaparición del ozono. En la actuali-
314
dad existen también estudios de investigación del
proyecto PAN-EARTH en China, Japón,
Venezuela y el África subsaha-riana. Se
desarrollaron asimismo talleres técnicos en Saly,
Senegal, 11-14 de setiembre de 1989, y en
Maracay, Venezuela 13-16 de noviembre de 1989.
3.6:
Por ejemplo, en comentarios editoriales de J.
Maddox (Nature 3 0 7 , 1984, 107 [pero véanse
también réplicas, Nature 311, 307-308; 317, 1985,
21-22]), y S. F. Singer (Science 227, 356 [pero
véanse también réplicas, Science 227, 1985, 358,
360, 362,444]). Véase asimismo ref. 3.3 Maddox,
que durante muchos años ha sido el director de la
publicación técnica británica Nature, es asimismo
autor de un libro titulado T h e Doomsday
Syndrome (Nueva York: McGraw-Hill, 1972), que
arroja un poco de luz sobre algunas de las
predisposiciones sobre las que él lleva a cabo el
análisis del invierno nuclear; cree que las
profecías de desastre son
en el mejor de los casos seudociencia. Su
error más común radica en suponer que lo
peor siempre llega a suceder... Este libro es
un intento por mostrar por qué esas profecías
no deben mantener a la gente despierta por las
noches... La preocupación más seria respecto
del síndrome del Fin del Mundo es que
socavará nuestro espíritu.
(Cf. nuestro capítulo I y ref. 1.1.)
3.7:
En la actualidad existe publicado un cuerpo
sustancial de trabajo científico internacional
acerca del tema del invierno nuclear, la mayor
parte del cual se recoge en referencias más
adelante (por ejemplo, refs. 3.8, 3.10, 3.11, 3.13,
3.14, 3.16 y Apéndice B; véase asimismo
recuadro, «Incendios forestales,' polvo marciano e
invierno nuclear», capitulo III), pero también no
incluyen, por ejemplo, la Real Sociedad del
Canadá, «Invierno nuclear y efectos asociados»,
Ottawa, 31 de enero de 1985 382 págs.
«Creemos que el invierno nuclear constituye una
midable amenaza... Hemos llegado a la conclusión
de que la . hipótesis del invierno nuclear debe, en
efecto, modificar la posición estratégica global...
Canadá tendría que considerar de for-
315
ma inmediata las consecuencias militares,
estratégicas y sociales.»
3.8:
S. L. Thompson y S. Schneider, «Nueva
valoración del invierno nuclear», Foreign Affairs,
verano de 1986, 981-1005; carta, Foreign Affairs,
otoño de 1986, 171-178. Cálculos adicionales por
S. L. Thompson, V . Ramaswamy y C. Covey,
«Efectos atmosféricos de aerosoles de la guerra
nuclear en las simulaciones del modelo de
circulación general: influencia de las propiedades
ópticas del humo», J our nal of Geophysical
Research 92, 1987, 10942-10960 —en el que el
humo es inyectado de acuerdo con el perfil
recomendado por el Consejo Nacional de
Investigaciones (véase figura 2), aunque más bajo
que en TTAPS y SCOPE— muestra descensos de
temperatura terrestre un 50 % mayores que en los
cálculos originales del «otoño». Thompson y
Sc hne i de r declararon: «En un intento por
contrastar las más suaves de nuestras
declaraciones con las más alarmantes de Cari
Sagan, algunos analistas han representado mal
nuestras respectivas posiciones.»
3.9:
Han de tenerse en cuenta los puntos siguientes,
para comparar el caso típico TTAPS con otros
cálculos más recientes de modelo climático
global. 1) En el caso típico de TTAPS (que
incluye una masa considerable de polvo
estratosférico —producido por las explosiones de
alta concentración—, que, por lo general, se han
pasado por alto en los modelos más recientes de
circulación general), los descensos máximos en las
temperaturas terrestres, debajo de unas amplias
capas de humo, son de unos 35 °C; los descensos
de temperatura promedio con el transcurso del
tiempo fueron, naturalmente, menores; 2)
Bajándose en la climatología de la atmósfera sin
perturbaciones, TTAPS estimó, de una manera
explícita, que el efecto térmico de los océanos
podría reducir la temperatura promedio de las
latitudes medias en un 30 % respecto de las
interiores continentales, y las temperaturas
costeras descenderían en un 70 % , por debajo de
los valores para un planeta hipotético que sólo
tuviera masas terrestres. (De un modo extraño han
existido alegaciones de que e l TTAPS no hacía
referencia a la influencia moderadora de los
océanos.) Los descensos de temperaturas en
316
las islas y en las zonas costeras serían de unos 25
°C y 10 °C respectivamente, con un descenso de la
temperatura terrestre media de unos 15 a 17 °C. 3)
Dado que el TTAPS dio por supuesto un
«promedio estacional» de la intensidad de la luz
solar, los descensos máximos de temperaturas
previstos llegaría a ser de 5 a 10 °C mayores en
verano, implicando bajadas de temperatura,
grosso modo, de 20 a 25 °C de promedio sobre la
tierra debajo el humo. 4) Para las inyecciones de
humo a baja altitud, Thompson y Schneider (ref.
3.8) tuvieron en cuenta las zonas terrestres en
verano de las latitudes medias, con un promedio
de descenso de temperatura debajo del humo de
unos 10 a 12 °C. 5) Con inyección de humo ya a
más altas altitudes, Thompson y Schneider
hicieron los cálculos para descensos medios de
temperatura en verano en las zonas terrestres de
unos 13 a 17 °C. Thompson y Schneider también
previeron un máximo de descensos de temperatura
terrestre de hasta 30 °C. 6) Para un equivalente del
perfil de inyección de humo TTAPS, espesor total
de aerosoles e índice de desaparición del humo,
existe un promedio de descensos de temperatura
superficial debajo del humo de unos 20 °C, según
cabe esperar del modelo de Thompson y Schneider
(en comparación con unos 20 a 25 °C, en el caso
del modelo típico TTAPS original). Todo esto
constituye unos buenos puntos de acuerdo.
Resultados similares han sido también
conseguidos en el Laboratorio Nacional Livermore
(S. J. Ghan, M. C. MacCracken y J. J. Walton, «La
respuesta climática a grandes inyecciones de humo
en la atmósfera: estudios de sensibilidad con un
modelo de circulación general troposférica»,
Journal of Geophysical Research 93, 1988, 8315-
8337).
3.10:
El Consejo Nacional de Investigaciones (NCR)
de la Academia Nacional de Ciencias
estadounidense, Effects on the Atmosphere of a
Major Nuclear Exchange (Washington, D. C:
National Academy Press, 1985). Este informe, que
subraya las incertidumbres en aquel tiempo
respecto de la teoría del invierno nuclear, llega,
no obstante, a la conclusión de que existe «una
clara posibilidad» de catástrofe climática después
de un intercambio central con armas atómicas.
3.11:
SCOPE (Comité Científico sobre problemas del
Medio
317
biente del Consejo Internacional de Uniones
Científicas), informe 28, Enviromental Effects of
Nuclear war, volumen I, Physical and Atmosferic
Effects, A. Pittock, T. Ackerman, P. Crutzen, M.
¡VlacCracken, C. Shapiro y R. Turco 1986, y
volumen II, Ecological and Agricultural Effects,
M. Harwell y T. Hutchinson (Chichester: John
Wiley, 1985).
3.12:
En varios comentarios públicos y en
discusiones privadas, Simposio sobre cambios
climáticos a nivel global, Sundance, Utah, 24 de
agosto de 1989. Véase asimismo «El estudio del
hollín proporciona nuevos escalofríos en el
"invierno nuclear"», por William Booth,
Washington Post, 22 de junio de 1989. Schneider
escribe:
Creo que la conclusión individual más
importante, a partir de la tarea que se ha
estado llevando a cabo durante cinco años,
desde el artículo de TTAPS, es el extendido
consenso que se ha desarrollado en relación
con que los efectos «indirectos», en el medio
ambiente y en la sociedad, de una guerra
nuclear es muy probable que alcance suma
gravedad.
... [La gravedad] es tan sustancial, que sus
implicaciones, tanto para ambos combatientes
como para las naciones no combatientes han de
ser considerados a los más altos niveles
políticos... Los que trabajaron, en 1983, para
hacer llegar el problema hasta un público más
amplio han cumplido un servicio importante,
tanto para la Humanidad como para la ciencia.
[Stephen H. Schneider, editorial, Climatic
Change 12 1988, 215-219.]
3.13:
R. P. Turco y G. S. Golitsyn, «Efectos globales
de la guerra nuclear: Informe de situación»
( SCOPE, Resumen final), Environmental 30,
1988, 8-16; I. Colbeck y Roy M. Harrison, «Los
efectos atmosféricos de la guerra nuclear:
revisión», Atmospheric Environment 2 0 , 1986,
1673-1681 («Todos los estudios muestran un gran
potencial de cambios climáticos de consideración
como resultado del humo inyectado por extensos
incendios posnucleares..., los modelos
unidimensionales fueron de lo más correcto para
establecer la posibilidad de perturbaciones a gran
escala a continuación de una guerra nuclear.»)
3.14:
«Clima y humo»: valoración del invierno
nuclear, R. P. Turco, O. B. Toon, T. P. Ackerman,
J. B. Pollack y C. Sagan, Science 247, 1989, 166-
176. Este trabajo fue denominado TTAPS II. Un
informe de Prensa que describía esos resultados
como un cambio a partir de una estimación de
1983 del descenso de temperatura de 15 a 25 °C,
hasta una estima de 1989 con un descenso de 10 a
20 °C —una diferencia insignificante dada la
naturaleza del problema— fue objeto de unos
titulares en el New York Times del tipo «Los
teóricos del invierno nuclear dan marcha atrás»
(Malcolm W. Browne, 23 de enero de 1990, B5,
B9. Cf. C. Sagan y R. Turco, «Aún no hay que
bajar la guardia respecto del invierno nuclear»,
New York Times, 5 de marzo de 1990). Véase
as i mi s mo í d e m , «Invierno nuclear: física y
mecanismos físicos», Annual Review of Earth and
Planetary Sciences (1991).
3.15:
G. S. Golitsyn y N. A. Phillips, Possible
Climatic consequences of a major nuclear war,
Informe del Programa del Clima mundial WPC-
1429 Ginebra: Organización Meteorológica
Mundial, 1986 G. S. Golitsyn y M. C.
MacCracken, Possible climatic consequences of a
Major Nuclear War, Organización Meteorológica
Mundial, documento técnico 201 (Ginebra:
Organización Meteorológica Mundial, 1987).
Cada informe se escribió en colaboración por un
científico atmosférico soviético y otro
estadounidense.
3.16:
H. A. Nix y otros, «Estudio sobre el clima y
otros efectos de la guerra nuclear: Informe del
Secretario general». Naciones Unidas, Asamblea
General, Documento A/43/351 5 de mayo de 1988:
Parece evidente que nadie escaparía a las
espantosas consecuencias de una guerra
nuclear importante aunquee el teatro del
conflicto quedase geográficamente restringido
a una parte pequeña del hemisferio Norte...
Los efectos directos de un intercambio nuclear
importante matarían centenares de millones de
personas los efectos indirectos matarían miles
de millones
319
3.17:
«El Efecto Invernadero: impactos sobre la
temperatura global actual y olas regionales de
calor», por J. E. Hansen. Testimonio ante el
Senado de Estados Unidos, Comité de Energía y
Recursos naturales, 23 de junio de 1988; J.
Hansen, I. Fung, A. Lacis, D. Rind, S. Lebedeff, R.
Ruedy, G. Russell y P. Stone, «Cambios climáticos
globales como previsión del Instituto Goddard de
Estudios espaciales: modelo tridimensional»,
Journal of Geophysical Research 93, 1988, 9341-
9364.
3.18:
Aunque los cambios invernadero son mucho más
penetrantes, y afectan incluso a lo más hondo de
los océanos, y durarían más (décadas o siglos, en
vez de meses o años).
3.19:
Hugh Clevely, Famous Fires: Notable
conflagrations on land, sea and in the air, none
of which should ever have happened (Nueva
York: The John Day Company, 1957), 141; H.
Wexler, «El gran palio de humo: 24-30 de
setiembre de 1950», Wea-therwise 3, 129-134,
142; E.M. Elsey, «El humo del incendio del
bosque de Alberta: 24 de setiembre de 1950»,
Weather 6 , 1951, 22-25; V . B . Shostakovich,
«Conflagraciones forestales en Siberia», Journal
of Forest 23, 1925, 365-371; N. N. Veltishchev,
A. S. Ginsburg y G. S. Golitsyn, «Efectos
climáticos de los grandes incendios», Izvestia-
Atmospheric and Ocean Physics 24, 1988, 296-
304; Alexander S. Grinzburg, «Algunos efectos
atmosféricos y climáticos de la guerra nuclear»,
Ambio 18 (7), 1989, 384-390; A. W. Brionkman y
James McGregor, «Radiación solar en Jos densos
aerosoles saharianos del Norte de Nigeria»,
Quarterly Journal of the Royal Meteorologicall
Society 1089, 1983, 831-847; G. S. Golitsyn y A.
K. Shukurov, Dokl ady (Actas, Academia de
Ciencias Soviética), 2 9 7 , 1987, 1344; Y.-S.
Chung y H. V. Le,"Detección de los penachos de
humo de incendios forestales por imágenes de
satélite», Atmospheric Environment 1 8 , 1984,
2143-2151; A. Robock, «Efectos sobre la
temperatura superficial de los penachos de humo
de los incendios forestales», en Aerosols and
Climate, P, V. Hobbss y M. P. McCormick, eds.
Hampton, VA: Deepak Publ. [1988]; A. Robock,
«Importancia del enfriamiento superficial
debido al humo de los incendios
320
forestales», Sci ence 2 4 2 , 1988, 911-913; A.
Robock, «Efectos d e l humo de los incendios
forestales sobre las temperaturas superAciales del
aire», Conferencia Cha pma n sobre incendios
globales de la biomasa, Williamsburg, VA., 19-23
de marzo de 1990 T. Y. Palmer, «El humo de los
incendios forestales tropicales del Oeste del
Pacífico acarrea un recalentamiento troposférico»,
ibid; J. B. Pollack, O. B. Toon. C. Sagan, A.
Summers, B. Baldwin y W. Van Camp,
«Explosiones volcánicas y cambio climático: una
valoración teórica», J our nal of Geophysical
Re-search 81, 1976, 1071-1083; ídem, «Aerosoles
estratosféricos y cambio climático», Nature 263,
1976, 551-555; J. Tillman, Universidad de
Washington, datos Viking, comunicación privada
1 9 8 8 ; P. M. Anderson y otros, «Cambios
climáticos de los últimos 18.000 años:
Observaciones y modelos simulados», Science
241, 1988, 1043-1052.
4.1:
A partir de una multitud de ejemplos modernos:
«El incendio en una discoteca mata 43 personas en
España: muertes achacadas a los humos tóxicos»,
despacho de la Reuter, International Herald
Tribune, 15 de enero de 1990, 10:
Los bomberos afirman haber encontrado
varios cadáveres reclinados en los sillones...,
lo cual indica que las víctimas se vieron
atacadas con tanta rapidez que no pudieron ni
siquiera intentar escapar.
O bien, asimismo, las circunstancias del
incendio del «Happy Land Social Club», en el
Bronx, Nueva York, el 25 de marzo de 1990, tal y
como se describen en «El humo tóxico mató a
algunos en segundos», por Natalie Angier, New
York Times, 27 de marzo de 1990:
El sofocante humo negro que encontraron los
b o m b e r o s probablemente transportaba
aldehidos, cianuros y otras toxinas
desprendidas del incendio de la madera, del
plástico y del linóleo. Dichas toxinas pueden
desencadenar en una persona un ataque
parecido al asma, produciéndole un espasmo
tan intenso de los tubos bronquiales que éstos
dejan de funcionar... [Asimismo], cuando las
concentraciones de monóxido de carbono
alcanzan en
321
una estancia un nivel crítico, la muerte, por lo
general, se produce en cosa de dos minutos.
4.2:
Newsweek, 20 de enero de 1984, citado por J.
Robert Dille,
director del Instituto Aeromédico de la
Administración Federal
de Aviación Civil (CAMI), en la ciudad de
Oklahoma.
4.3:
Según el testimonio del 5 de abril de 1946 de
Rudolf Hoess, comandante de Auschwitz, el
Zyklon B era
vertido en la cámara de la muerte desde una
pequeña abertura. Empleaba de 3 a 15 minutos
en matar a la gente en la cámara de la muerte,
dependiendo de las condiciones climáticas.
Sabíamos cuándo la gente estaba muerta
porque cesaban sus gritos... Por lo general,
aguardábamos media hora antes de abrir las
puertas... [«Informe final por los Estados
Unidos de América para (el Tribunal Supremo
de Justicia) por Robert H. Jackson,
representante y jefe del Consejo por los
Estados Unidos de América», Tribunal de
Nuremberg. Del Jefe de la Oficina de Estados
Unidos del Consejo para la acusación de la
criminalidad del Eje, Nazi Conspiracy and
Aggression, Suplement A (Washington, D. C:
U. S. Government Printing Office, 1947).]
Hoess, al que no se debe confundir con el
suplente del Führer, Rudolf Hess, era un burócrata
metódico, aparentemente no afectado en absoluto
por los horrores por él perpetrados.
4.4:
C . Barry Commoner, Making Peace with the
Planet (Nueva York: Pantheon, 1990).
4.5:
La primera mención de los elementos químicos
tóxicos liberados por los incendios provocados en
una guerra nuclear, es, al parecer, la importante
publicación de Paul Crutzen y John Birks, «La
atmósfera tras una guerra nuclear: a media luz en
pleno mediodía», Ambio 11 (2-3), 1982, 114-125.
Sin embargo,
322
sólo se mencionaron los óxidos de nitrógeno y los
hidrocarbo-nos, «los ingredientes de la niebla
fotoquímica». Véase también J. W. Birks y S. K.
Stephens, «Posible medio ambiente tóxico después
de una guerra nuclear», en la ref. 12.1.
4.6:
A pesar de la potencial peligrosidad de las
pirotoxinas después de una guerra nuclear,
sabemos que no se han dedicado estudios serios al
fenómeno por parte de ninguno de los organismos
militares a nivel mundial.
4.7:
Robert Scheer, With enough shovels (Nueva
York: Random House, 1982).
4.8:
Por ejemplo, «La potente bomba B-53 procede
de las bolas de naftalina», Washington Times, 5
de agosto de 1987. Esas armas de 9 megatones se
afirmó que se necesitaban para atacar los refugios
subterráneos de los dirigentes soviéticos. (Véase
recuadro, capítulo XI.)
4.9:
G. Glatzmaier y R. Malone, Taller SCOPE de
Moscú, 21-25 de marzo de 1988; S. Thompson y
P. Crutzen, Agencia de Defensa Nuclear, Reunión
sobre efectos globales. Santa Bárbara, California,
9-12 de abril de 1988; C.-Y. Kao, G. A.
Glatmaier, R. C. Malone y R. P. Turco,
«Simulacro global tridimensional de la
disminución del ozono bajo condiciones de
posguerra nuclear»-J o u r n a l of Geophysical
Research (1990). Esos cálculos emplean modelos
tridimensionales de la circulación atmosférica con
una fotoquímica del ozono simplificada. Glatmaier
y Malone también demostraron de modo
cuantitativo que la reacción del ozono
estratosférico con el hollín no reduciría de manera
significativa la abundancia de hollín (o el
resultante efecto climático), basándose en los
nuevos datos de reacción química en laboratorio
(S. L. Stephens, J. G. Calvert y J. W. Birks. «El
ozono como sumidero para los aerosoles del
carbono atmosférico, hoy-y después de una guerra
nuclear», Aerosol Science and Technology 10,
1989, 326-331; S. L. Stephens, M. J. Rossi y D.
M. GoldGJ den, «La heterogénea reacción del
ozono sobre superficies car-
323
bonadas», International Journal of Chemical
Kinetics 18, 1986, 1133-1149).
4.10:
D . Lubin, J. E. Frederick y A. J. Krueger
describen cómo el flujo de la peligrosa radiación
UV-B aumenta a medida que disminuye la capa de
ozono: «La radiación ultravioleta medioambiental
de la Antártida», J o u r n a l of Geophysical
Research 94 (1989), 8491-8496. Parecen claros
sus devastadores efectos sobre el fitoplancton
marino. Muchos otros aspectos de los efectos de
un incremento de luz ultravioleta sobre los
organismos, necesitan todavía de más
investigaciones. Véase, por ejemplo, T. E.
Graedel, «Efectos del aumento de los rayos
ultravioleta». Nature 342, 1989, 621-622; R. R.
Jones y T. Wigley, eds. Ozone depletion: health
and environmental consequences (Londres:
Wiley, 1989). (Véase asimismo ref. 6.3.)
4.11:
Tras el descubrimiento del invierno nuclear, la
postura de la Agencia de Defensa Nuclear, de los
laboratorios de armamentos y de la Casa Blanca
fue poco decidida respecto de apoyar un estudio
más importante de los efectos biológicos, ni de sus
sinergias. Alegaron la falta de seguridad de
nuestros conocimientos acerca de los resultados
físicos de una guerra nuclear. Nosotros
argumentamos que, en un asunto de tanta
importancia, el modo de hacer frente a las
incertidumbres de los efectos físicos consistía en
estudiar los efectos biológicos de un abanico de
ataques contra el medio ambiente de diversa
gravedad. Luego aprendimos lo serias que
resultaban las consecuencias en el medio ambiente
de una guerra nuclear. Esta argumentación no fue
recibida con entusiasmo. Creemos que lo que se
precisa es un estudio sistemático de los
ecosistemas natural y agrí-cola, con un amplio
ámbito de frío, oscuridad, pirotoxinas,
radiactividad y irradiación ultravioleta
introducida. Las investigaciones podrían
efectuarse bajo unas condiciones cuidadosamente
vigiladas en el campo, así como en unos terrarios
y acuarios grandes. Y es probable que se
consiguiesen muchos conocimientos ecológicos
fundamentales, puesto que nunca se han efectuado
unos experimentos sistemáticos, cambiando, al
principio, sólo una variable de cada vez. Pero, y
lo que es más importante, tales estudios
proporcionarían una mucho mejor
324
comprensión de las consecuencias biológicas de la
guerra nuclear. Las anteriores observaciones
resultan críticas para el programa de investigación
estadounidense del invierno nuclear que
conocemos mejor, pero creemos que se aplica
igualmente bien en los programas de investigación
de los otros Estados provistos de armamento
nuclear. (Véase también ref. 6.5.)
5.1:
J. John Sepkoski, Jr. «Revisión fanerozoide de
la extinción en masa», en D. M. Raup y D.
Jablonski, eds., Patterns and Process in the
History of Life (Berlin: Springer Verlag, 1986), y
comunicación privada, 1985.
5.2:
Un ejemplo de los primeros:
Un científico describió como una tontería el
hablar de la destrucción de la raza humana a
través de la energía atómica: Diariamente [el
mundo] aumenta en población igual a las bajas
producidas por la bomba de Nagasaki. Los
materiales fisionables son tan raros que
parece de lo más improbable que puedan
jamás emplearse para alterar el clima.
[Resumen de una reunión científica, Journal
of the British Interplanetary Society 7 (6),
noviembre de 1948, 233.]
Similares preocupaciones acerca de esas
«tonterías» fueron objeto de comentarios en los
años 1950 y principio de los 1960 en lo que
respecta a la lluvia radiactiva, los accidentes de
las centrales e instalaciones nucleares y de la
amenaza que plantea la guerra nuclear para la capa
de ozono.
5.3:
Herman Kahn, On Thermonuclear war, segunda
e di c i ón (Wesport, Conn.: Greenwood Press,
1961), 96, 149.
5.4:
Por ejemplo, «muchos de nosotros hemos
sentido que incluso una guerra termonuclear de lo
más confinada constituye ya un desastre
inaceptable, algo moralmente tan malo que nada,
realmente, podría considerarse peor» (George
Quester, en ref. 2.6)-
325
Un intento de afrontar las implicaciones
políticas de la extinción, fue el realizado por
Joseph S. Nye, Jr., Nuclear Ethics (Nueva York:
Free Press, 1986):
«A partir del hecho de que la extinción sea una
ilimitada consecuencia, no se deduce que incluso
una pequeña probabilidad resulte tolerable, y que
nuestra generación tenga derecho a correr riesgos»
(pág. 64). A Nye se le atribuye el argumentar que
«la pregunta correcta» no es «¿Qué posee el
suficiente valor como para defenderlo al coste de
la supervivencia de nuestra especie?», sino «¿Vale
la pena defender nuestra forma de vida incluso
corriendo el riesgo de que la especie quede
destruida desde uno cada diez mil a uno de cada
mil, durante cierto período de tiempo?» (Peter
Gri er, «¿Constituye una pérdida de tiempo el
demostrar el terror de una guerra nuclear global?»,
Christian Science Monitor, 10 de noviembre de
1986.) El problema no menor de los de esta
argumentación lo constituye el hecho de que no
tenemos la más mínima posibilidad de llevar a
cabo semejante estimación de probabilidades con
la adecuada fiabilidad.
5.6:
Empecé a verme involucrado con objetivos
nucleares en 1954. Lo que me quedó en aquel
entonces más claro fue que la cosa más
sencilla que cabía hacer era destruir
ciudades... Y, a la inversa, la cosa más difícil
de llevar a cabo era el proteger a las ciudades
de un ataque... Estimo que el 2 % de las
fuerzas de cada bando, al impactar en las
ciudades del otro lado, causarían daños
catastróficos en la mayoría de las zonas
urbanoindustriales. Para esto sólo hay que
emplear unos cuantos centenares de armas, y
probablemente no más de un par de centenares,
para impactar y causar un daño grande, muy
grande. [General David C. Jones, ex presidente
de la Junta de Jefes de Estado Mayor, en un
testimonio ante el Comité de Servicios
Armados del Senado, 30 de marzo de 1987.]
5.7:
Desmond Ball, Déjà Vu: The return to
counterforce in the
326
Nixon Administration (Santa Mónica, Seminario
d e California s obr e Control de armamentos y
Política exterior, 1974, l\\. también International
Herald Tribune, 9 de mayo de 1978.
5.8:
Anthony Cave Brown, ed., Operation World
War III: The Secrete American Plan «Dropshot»
for war with the Soviet Union (Londres: Arm and
Armour Press, 1978). [Edición estadounidense,
Dropshot (Nueva York: Dial, 1978)]; David Alan
Rosenberg, «Estrategia atómica estadounidense y
la decisión de la bomba de hidrógeno», Journal of
American History 46, 1979 62-87.
5.9:
R. P. Turco, «Síntesis de los riesgos de lluvia
radiactiva en una guerra nuclear», Ambio 18 (7),
1989, 391-394. Véase asimismo TTAPS (ref. 2.2)
y ref. 3.11.
5.10:
Para guerras nucleares a una escala menor, si
ello es posible, véase W. H. Daugherty, B. G. Levi
y F. N. von Hippel, «Las consecuencias de ataques
nucleares "limitados" contra Estados Unidos»,
International Security 10, 1986, 3-45; B. G. Levi,
F . N. von Hippel y W. H. Daugherty, «Bajas
civiles en un ataque nuclear "limitado" sobre la
Unión Soviética», ibíd., 12, 1987, 168-189. Véase
asimismo W. M. Arkin, B. G. Levi y F. von
Hippel, «Las consecuencias de una guerra nuclear
"limitada" en Alemania Oriental y Occidental»,
Ambio 9 (2-3), 1982, 163-173 y addendum, ibid.,
12, 1983, 57.
5.11:
Ambio 11 (2-3), 1983; S. Bergstrom y otros,
«Efectos de una guerra nuclear sobre la salud y los
Servicios de Sanidad» (Roma: Organización
Mundial de la Salud (OMS), publicación A 36.12,
1983); Organización Mundial de la Salud,
«Efectos de una guerra nuclear sobre la salud y los
Servicios de Sanidad (Ginebra: 1988). La
estimación de la OMS respecto de las bajas por
los efectos inmediatos de una guerra nuclear—1,1
miles de millones muertos instantáneamente y otros
1,1 miles de millones que morirían después— da
por supuesto unos objetivos portantes en China,
India y el Sudeste de Asia, lo cual algunos
327
analistas consideran improbable o incluso
absurdo. Nos parece muy difícil de creer que
China permaneciese sin involucrarse en un
intercambio estratégico entre Estados Unidos y la
URSS. El desarrollo de la India en armas
nucleares se entiende, en parte, como una
disuasión respecto de China, lo cual sugiere
posibles blancos en la India en una futura guerra
global. Véase asimismo el capítulo XII.
5.12:
Andréi Sajarov y Ernst Henry, «Científicos y
guerra nuclear», en Stephen F. Cohen, ed. And End
to Silence: Uncensored Opinion in the Soviet
Union (Nueva York: Norton, 1982), 230.
5.13:
P. R. Ehrlich, J. Harte, M. A. Harwell, P. H.
Raven, C. Sagan, G. M. Woodwell, J. Bey, E. S.
Ayensu, A. H. Ehrlich, T. Eisner, S. J. Gould, H.
D. Grover, R. Herrera, R. M. May, E. Mayr, C. P.
McKay, H. A. Mooney, N. Myers, D. Pimentel y J.
M. Teal, «Consecuencias biológicas a largo plazo
de una guerra nuclear», Science 222, 1983, 1293-
1300.
5.14:
Para las desviaciones en la conducta inducidas
por una crisis —especialmente en los dirigentes
civiles y militares—, véase, por ejemplo, Jerome
D. Frank, Sanity and Survival: Psychological
Aspects of War and Peace (Nueva York: Random
House, 1967); George V. Coelho, David Hamburg
y John E. Adams, eds., Coping and Adaptation
( N ue v a York: Basic Books, 1 9 7 4 ) ; Lester
Grinspoon, «Crisis en la conducta», Bulletin of
the Atomic Scientists, abril de 1984, 25-28;
Richard A. Gabriel, No more heroes: Madness
and Psychiatry in War (Nueva York: Hell and
Wang, 1982); Richard Ned Lebow, Nuclear crisis
management. A dangerous illusion (Ithaca, Nueva
York: Cornell University Press, 1987) ; idem,
Between Peace and War (Baltimore: Johns
Hopkins University Press, 1981) . Los efectos
psicológicos de la guerra nuclear y del invierno
nuclear sobre la supervivencia no han recibido la
atención adecuada. Algunos estudios preliminares
aparecieron en L. Grinspoon, ed., The Long
Darkness: Psychological and Moral perspectives
on Nuclear Winter (New Haven Yale University
Press, 1986); James Thompson, psychological
Aspects of Nuclear War ( Nueva York: John
Wiley,
328
1985); M. Pamela Bumstead, ed., Nuclear Winter:
The Anthropology of human survival (Actas de
u n a sesión de la 84a reunión anual de la
Asociación Antropológica de Estados Unidos, 6
de diciembre de 1985, Washington, D. C),
Laboratorio Nacional de Los Álamos, documento
LA-UR-86-370, 1986; F. Solomon v R. Q.
Marston, eds., The medical implications of
Nuclear War (Washington, D. C: Instituto de
Medicina, Academia Nacional de Ciencias, 1986).
5.15:
C. D. Laughline I. A. Brady, eds., Extinction
and Survival in H u m a n Populations (Nueva
York: Columbia University Press 1978).
5.16:
No conocemos ninguna obra científica acerca
del invierno nuclear que llegue a la conclusión de
que la extinción humana sería algo inevitable o
incluso muy probable. La mayoría de las
formulaciones declaran que, bajo algunas
circunstancias (extremas) no cabe excluir la
extinción, o palabras similares. Incluso la
consideración de un intercambio de 10.000
megatones, en que se tuvieran en cuenta todos los
parámetros de incerti-dumbre para extraer los
valores más adversos posibles, no llegan a una
conclusión superior a ésta (ref. 5.13). Sin
embargo, cierto número de comentarios han tenido
en cuenta que TTAPS u otros han llegado a la
conclusión de que la extinción de los humanos
resultaba probable. Existe una amplia separación
entre «probable» y «no probable». Pero si los
intereses son lo suficientemente elevados, lo de
«no imposible» debería ser tomado muy en serio.
La afirmación, por parte de Thompson y
Schneider, de que «las conclusiones globales
apocalípticas de la hipótesis inicial del invierno
nuclear pueden en la actualidad quedar relegadas
a un nivel de probabilidades cada vez más bajo»
(ref. 3.8), se baso en un modelo de invierno
nuclear que tal vez fue demasiado benigno (refs.
3.8, 3.9, 3.13, 3.14). (Más recientemente, eso de
«cada vez más bajo» se ha suavizado a «altamente
remoto» [ref. 3.12].) Ese descartar tan
confiadamente requiere unas pruebas mucho
mejores que las que se han ofrecido hasta ahora:
«Tenemos aquí una tensión entre los niveles
usuales de cautela científica y los niveles
acostumbrados de prudencia militar. No se
329
trata de un debate respecto de algún punto arcano
de la física teórica, donde los errores, de haberlos,
se llegarían finalmente a corregir con los métodos
tradicionales y probados de la crítica y el debate
científicos. Aquí, si cometemos un error, las
consecuencias serían irreversibles.» (C. Sagan,
Foreign Affairs 65, 1986, 163-168.)
A causa de esos intereses tan elevados y sin
precedentes, nos parece que deberían emplearse
dos reglas para las evidencias: 1) en cualquier
debate en que se descarte la extinción humana tras
una guerra nuclear, la carga de la prueba debería
correr de parte de aquellos que la pasen por alto, y
2) si reconocemos que el tema no puede resolverse
de forma inambigua, resulta prudente decantarse
del lado del argumento que sostenga que la
extinción es posible, aunque estemos seguros de
que la probabilidad resulta pequeña.
Por otra parte, algunas conclusiones van
claramente demasiado lejos en la dirección
opuesta; por ejemplo, el comentario del mariscal
Ajromeiev, en su día Jefe del Estado Mayor
Soviético, respecto de que cualquier empleo de
las armas nucleares podría significar «que quedase
aniquilada toda la Humanidad y toda vida sobre
nuestro planeta» (S. F. Ajromeiev, entrevista por
Robert Scheer, «Y luego llegó Gorbachov»,
Playboy, agosto de 1988). Esto representa un
cambio considerable en el pensamiento soviético.
En contraste, debemos considerar las
representativas primeras declaraciones soviéticas:
«Por ejemplo, en el Oeste se alega que la
Humanidad, la civilización mundial, estaría en
peligro en el caso de una guerra de este tipo. Los
mar-xistas-leninistas rechazan resueltamente estos
intentos. Siempre han considerado, y siguen
considerando la guerra, y sobre todo una guerra
termonuclear, como la mayor de las calamidades
para el pueblo... Pero los comunistas no albergan
sentimientos de desesperanza o pesimismo.»
(Contraalmirante V. Shelyug, «Dos ideologías, dos
puntos de vista de la guerra», Krusnaia Zoezda, 7
de febrero de 1974.) O, «por importantes que
pueden ser las consecuencias de una guerra
atómica, no hay que identificarlas con la
"destrucción de la civilización mundial".
Semejante identificación no haría más que llevar
el agua al molino de los imperialistas
americanos». [Kommunist 4 de marzo de 1955,
12-23; citado en H. S. Dinerstein, War and the
Sovietic Union (Nueva York: Praeger, 1959), 77.]
330
5.17:
En su libro ampliamente leído, y que ha tenido
gran influencia, The Fate of the Earth (Nueva
York: Knopf, 1982), Jonathan Schell argumenta
q u e la extinción no sólo es una consecuencia
posible de la guerra nuclear, sino también algo
probable. No obstante, el argumento se basa en la
explosión, el incendio, la lluvia radiactiva
inmediata y en la disminución de la capa de ozono,
sin incluir ninguna clase de efectos climáticos. El
libro se publicó exactamente cuando se descubrió
el invierno nuclear. Aunque Schell pudo no haber
discutido el invierno nuclear, en un sentido amplio
ya lo anticipó: «Dado el estado incompleto de
nuestros conocimientos de la Tierra, parece
injustificado en este punto dar por supuesto que
posteriores avances de la ciencia no nos brinden
ulteriores sorpresas.»
Este último punto tuvo unos cuantos primeros
abogados, por ejemplo el director de la Agencia
de Control de Armamentos y Desarme de Estados
Unidos, en 1974.
El daño acarreado por las explosiones
nucleares en la textura de la Naturaleza y en la
biosfera, acarrea cascadas de un efecto a otro
en unas vías demasiado complejas para que
nuestros científicos puedan predecirlas.
Asimismo, cuanto más sabemos, más sabemos
lo poco que conocemos. [Fred Iklé, «Desarme
nuclear sin secretos», U. S. De-partament of
State Bulletin, 30 de setiembre de 1974, 454-
458.]
5.18:
L.W. Álvarez, W. Álvarez, F. Asaro y H. V.
Michel, «Causa extraterrestre de la extinción del
Cretácico-Terciario», Science 208, 1980, 1095;
W. Álvarez, F. Asaro, H. V. Michel y L. W.
Alvarez, «Anomalías del iridio aproximadamente
sincronizadas con las extinciones del Eoceno
final», Science 216, 1982, 86; 0. B. Toon, J. B.
Pollack, T. P. Ackerman, R. P. Turco, C. P.
McKay y M. S. Liu, «Evolución de un impacto
generado por una nube de polvo y sus efectos en la
atmósfera», en Geological Implication of Impacts
of Large Asteroids and Comets on the Earth,
L e o n S i l v e r y Peter Schultz eds., Sociedad
Geológica de Estados Unidos, publicación
especial núm. 190, 1982, 187-199; J. B. Pollack,
O. B. Toon, T. P. Ackermann, C. P. McKay y R. P-
Tu^ «Efectos medioambientales de las extinciones
del Cretácico-
331
Terciario». Science 219, 1983, 287-289; W. S.
Wolbach, R. S. Le w is y E. Anders, «Extinciones
del Cretácico: evidencias de grandes incendios y
búsqueda de material meteorítico», Science 230,
1985, 167-170; E. Argyle, «Extinciones del
Cretácico y grandes incendios», Science 234,
1986, 261-264; W. S. Wolbach, I Gilmour, E.
Anders, C. J. Orth y R. R. Brooks, «Incendios
globales en los límites del Cretácico-Terciario»,
Nature 334, 1988, 565-669; H. J. Melosh, N. M.
Sc hne i d e r, K. J. Zahnle y D. Latham,
«Deflagración de grandes incendios en los límites
del Cretácico-Terciario», Nature 343, 1990, 251-
254; A. Hallam, «El caso de la extinción en masa
de finales del Cretácico: discusión de una causa
terrestre», Science 238, 1987, 1237-1242, y C. B.
Officer, A. Hallam, C. L. Derake y J. D. Devine,
«Las extinciones finales del Cretácico y los
paroxismos del Cretácico-Terciario», Mature
326, 1987, 143-149; L. W. Alvarez, «Extinciones
en masa causadas por impactos de grandes
bólidos», Physics Today 40, 1987, 24-33 (una
refutación de los dos artículos anteriores); H. C.
Urey, «Colisiones cometarias y períodos
geológicos», Nature 242, 1973, 32; F. Hoyle y C.
Wickramasinghe «Cometas, eras glaciales y
catástrofes ecológicas», Astrophysics and Space
Science 53, 1978, 523-526; E. C. Prosh y A. D.
McCracken, «Estratigrafía posapocalíptica:
algunas consideraciones y propuestas», Geology
13, (1), 1985,4.5. Véase también Comet por Carl
Sagan y Ann Dreuyan (Nueva York,: Random
House, 1985).
6.1:
Por ejemplo, Herman Kahn, On Thermonuclear
W a r , segunda edición (Westport, Conn.:
Greenwood Press, 1961; reimpreso en 1978). La
necesidad de considerar simultáneamente tanto la
probabilidad como la gravedad de un suceso, y al
mismo tiempo distinguir entre ellas, se halla
extendida por todo el libro de Kahn. Uno de los
muchos ejemplos: «No se trata de que cualquiera
de esas posibilidades tenga una elevada
probabilidad de suceder. Lo importante es que los
resultados serían terriblemente serios si se
produjeran» (pág. 154). Un punto de vista similar
se halla en el Manifiesto Einstein-Russell:
«Numerosas advertencias han sido lanzadas por
eminentes hombres de ciencia, por autoridades en
estrategia militar. Pero ninguna de ellas dice que
los peores resultados son ciertos. Lo que dicen es
que esos resultados [apocalípticos] son posibles, y
nadie pue-de estar seguro de que no ocurran.»
332
6.2:
Respecto de Bhopal, véase «La Unión Carbide
deberá pagar en Bhopal 470 millones de dólares»,
por Sanjoy Hazarika, New York Times, 15 de
febrero de 1989, 1. Murieron más de 3.5oo
personas y resultaron heridas más de 200.000. Si
no se diesen compensaciones a los herederos de
las personas fallecidas, habría disponibles un
poco más de 2.000 dólares por cada persona
herida; si no hubiera nada previsto para los
heridos, habría algo más de 100.000 dólares para
los herederos de las personas muertas. La
compensación promedia se encuentra entre esos
valores. El número total de reclamaciones en
solicitud de indemnizaciones, superó las 500.000.
Los pagos medios efectuados por la «Johns
Manville Corporation» para compensar a las
víctimas estadounidenses del, por lo general, letal
mesotelioma canceroso originado en las escuelas y
en otras partes por los productos con asbesto fue
de 38.000 dólares. («Problemas para la Fundación
Manville», por Stephen Labaton, New York Times,
7 de febrero de 1989, D1.) El seguro ofrecido
corrientemente por las líneas aéreas
estadounidenses a los pasajeros internacionales
oscila de 10.000 a 75.000 dólares por pasajero
muerto. Un proyecto de ley en el Senado de
Estados Unidos prevé 100.000 dólares para los ex
mineros del uranio (o a sus herederos) —muchos
de los cuales son navajos— que hayan sufrido
lesiones graves por radiación sin haber sido
advertidos de los peligros de su trabajo; los
residentes en Nevada y Utah que hayan sufrido
daños por lluvia radiactiva procedente de las
pruebas nucleares por encima del suelo, recibirán
50.000 dólares cada uno («Los mineros del uranio
afirman que la radiación origina enfermedades»,
New York Times, 14 de marzo de 1990, A20.) Por
otro lado, la vida en ciertos lugares del mundo es a
menudo considerada más barata por los
ciudadanos de las naciones ricas. Tras el
lanzamiento accidental, por un «B-52», de más de
36 toneladas de potentes explosivos en la Calle
Mayor la ciudad camboyana «amiga» de Neak
Luong, los Estados un dos pagaron a los herederos,
parientes y otros unos 100 dólares a cada uno.
(William Shawcross, Sideshow: Kissinger, Nixon
and the Destruction of Cambodia [Nueva York:
Pocket Books 1975]. 294.)
333
6.3:
El problema del ozono se describe en una larga
serie de informes, de los que son ejemplares los
asesorados por la Organización Meteorológica
Mundial («Ozono atmosférico, 1985», WMO,
informe 16, 3 vols., Ginebra 1985) y por la NASA
(Present S t a t e of Knowledge of the Upper
Atmosphere: An Assessment Report, 201 págs,
1988). Existe u n a posibilidad de q u e incluso
pequeños incrementos en el flujo solar cerca del
ultravioleta que llega a la superficie de la Tierra
ocasione «profundas consecuencias» al
fitoplancton oceánico y luego, a través de la
cadena alimentaria, para todo el ecosistema
marino (C. H. Kruger y otros y R. B. Setlow y
otros, Causes and Effects of Stratospheric ozone
reduction: an update (Washington, D. C:
Academia Nacional de Ciencias, 1982). En los
últimos años la disminución de la capa de ozono
ha quedado mucho más clara (especialmente
debido al descubrimiento del agujero en la
ozonosfera antártica), y los peligros se reconocen
en la actualidad como potencialmente mucho más
serios, con efectos indirectos, posiblemente un
ataque a los sistemas inmunitarios de los humanos
expuestos e incluso una catástrofe ecológica
global causada por las muertes de los productores
fotosintéticos primarios. (Véase también ref.
4.10.)
6.4:
El efecto invernadero del C02 (véase Apéndice A)
puede acarrear un recalentamiento de la Tierra en
un promedio de varios grados centígrados durante
el próximo siglo (cf. ref. 3-17); durante esa misma
época puede preverse además un mucho más
pequeño enfriamiento, cuando el clima de la
Tierra salga del actual período interglacial.
Variaciones en temperatura, nivel del mar y tiempo
debidos al recalentamiento por el C02 Podrían
tener como consecuencia una masiva
desforestación, fracasos agrícolas, inundación de
las ciudades costeras y de las zonas terrestre
bajas, sequía, migraciones humanas y de las
cosechas y trastornos de la economía. Es probable
que dichas perturbaciones, sin embargo, sucedan
lo bastante lentamente como para evitar algo
parecido a las bajas y dificultades de una guerra
nuclear, aunque el aspecto global de la sociedad
quedaría fuertemente alterado. Para una discusión
del recalentamiento invernadero, sus
incertidumbres y las posibles medidas
mitigadoras, véase, por ejemplo, C. Sagan,
American Journal of
334
P h y s i c s 5 8 , 1990, 721-730; Michael C.
MacCracken y otros Energy and climate chance:
Report of the DOE Multi-Laboratory Climate
Change Committee (Chelsea, MI: Lewis, 1990).
6.5:
En contraste, el presupuesto de investigación
para comprender las consecuencias de la guerra
nuclear parece profundamente desproporcionado
respecto de sus peligros. En su punto máximo, los
gastos totales en investigación del invierno
nuclear, en Estados Unidos, fueron,
aproximadamente, de 5,5 millones de dólares al
año, y la parte principal de los mismos estuvo
disponible sólo desde o para el establecimiento
armamentista nuclear en sí, o bien desembolsado
por la Agencia de Defensa Nuclear o facilitado a
los laboratorios nacionales de armamento. Al
parecer, ningún tipo de fondos del cuartel general
del Departamento de Energía fue facilitado de una
forma explícita a los laboratorios de armas para
que estudiasen el invierno nuclear. Se nos ha dicho
que, para estudiar el invierno nuclear, Livermore y
Los Alamos se vieron obligados al empleo de
fondos dedicados al desarrollo en general de las
armas e impuestos internamente derivados de los
demás programas. Esos fondos e impuestos
ascendieron, aproximadamente, a la mitad de los
5,5 millones de dólares al año. En la actualidad, la
provisión de fondos no asciende a mucho más de 1
millón de dólares al año. Sólo, más o menos, 0,5
millones de dólares al año estuvieron disponibles
por parte de la Fundación Nacional de Ciencias, y
hoy la cantidad asignada es aún mucho menor. A
pesar de las recomendaciones de una revisión
ordenada por la Oficina Ejecutiva del Presidente
(véase recuadro. «¿Morirían realmente miles de
millones de personas a causa del invierno
nuclear?», capítulo V) , virtualmente no se están
llevando a cabo investigaciones a partir de
simulacros de los efectos del invierno nuclear
sobre la agricultura. El presupuesto máximo de
investigación anual para estudiar el invierno
nuclear es mucho menor que el costo de un solo
helicóptero de ataque y, aproximadamente, una
diezmilésima del presupuesto anual para la
investigación y el desarrollo de la Iniciativa de
Defensa Estratégica (guerra de las galaxias). El
presupuesto para las investigaciones acerca del
invierno nuclear, en la URSS y en otras naciones,
es al parecer incluso aún menor.
335
6.6:
Cf. Paul Warnke, ex jefe negociador del control
de armamentos estadounidense y ex ayudante del
secretario de Defensa:
Pascal afirmó que incluso la perspectiva
remota de condenación debería llevar a
emplear cualquier esfuerzo con tal de evitarla.
No necesito estar del todo convencido de la
inevitabilidad del invierno nuclear para sentir
que no cabe desechar ningún esfuerzo
demasiado grande con tal de que no tenga lugar
un intercambio nuclear estratégico. [ E n Peter
C . Sedeberg, ed. Nuclear winter, deterrence
and the prevention of Nuclear War (Nueva
York: Praeger, 1986), 32.]
Véase Peter Stein y Peter Feaver, Assuring
control of Nuclear Weapons (Lanham, Md.:
University Press of America, 1987); G. E. Miller,
«¿Quién necesita palios?», Proceedings, U. S.
Naval Academy, julio de 1988, 50-56; y refutación
por Feaver y Stein, ibíd., octubre de 1988, 35.
7.1:
Sagan (ref. 2.3) discutió un régimen de «umbral»
en el que los efectos graves resultan posibles,
mientras que Thompson y Schneider (ref. 3.8)
sostuvieron que incluso un concepto tan
generalizado podría ser erróneo. No existe duda
de que varias clases de confusión, tanto en la
ciencia como en la política, se encuentran de por
sí unidas al concepto de umbral. Un prominente
estratega nuclear estadounidense nos propuso que
el invierno nuclear podría no llegar a suceder,
dado que, una vez nuestra argumentación en la
referente a un umbral se hubiera Publicado, ya
nadie llegaría a hacer explosionar el número
correspondiente de armas nucleares. Y luego,
siguiendo esa misma línea de razonamiento,
propuso que nuestro análisis no debería
publicarse.
7.2:
Otras propiedades del humo son también
importantes, incluyendo entre ellas su altura de
inyección, la distribución del tamaño de las
partículas, la composición (una gran fracción de
hollín negro tiene un efecto superior), y las
características ópticas (por ejemplo, el hollín de
petróleo o de plásticos es mucho
336
más oscuro y absorbe mucha más luz que el humo
procedente de la vegetación incendiada). La
dispersión atmosférica y loss índices de
eliminación, así como la distribución geográfica
de la inyección inicial, afectan asimismo al efecto
climático. El polvo de las explosiones muy
potentes se añade al oscurecimiento de conjunto y,
en algunos casos, puede resultar climáticamente
significativo.
7.3:
Los modelos climáticos existentes no incluyen
una descripción de alta resolución de la
variabilidad del tiempo, y mucho de los modelos
promedian el recalentamiento solar diurno; así, en
la bibliografía científica, no siempre se calculan
los extremos de las temperaturas sobre un ciclo
día/noche y, cuando se calculan, no siempre se
declaran. Por ello, la potencial gravedad para las
plantas y los ecosistemas de las variaciones
extremas de las temperaturas diurnas no resultan
obvias en dichos resultados: por ejemplo, las
cosechas de arroz está en peligro si las
temperaturas durante la noche descienden por
debajo del punto de congelación, pero los
promedios diurnos pueden pasar por alto una
helada antes del amanecer.
7.4:
J. B. Hoyt, «El frío verano de 1816», Annals of
the Association of American Geographers 48,
1958, 118-131; H. Stommel y E. Stommel, «ElI
año sin verano», Scientific American 240, 1979,
176; idem, Volcano weatherr: The Story of 1816,
the year without a Summer (Newport, R. I.: Seven
Seas Press, 1983). Nuestro resumen de la historia
de las anomalías climáticas de 1816/181' la hemos
tomado principalmente del libro de Stommel y
Stommel y ref. 7.5. La conexión entre la explosión
del Tambora y las extensas heladas en el verano
del Hemisferio Norte se basa en fuertes evidencias
circunstanciales —fue una de las explosiones
volcánicas más violentas en centenares de años—,
pero conexión no queda fuera de discusión. Sin
embargo, se deben considerar otros casos
similares definidos en el recuadro, «In vierno
volcánico», de este capítulo.
7.5: J. D. Post, The last great subsistence crisis
in the Western World (Baltimore: Johns Hopkins
University Press, 1977)-
337
7.6:
El descenso global de temperaturas de,
aproximadamente, 1 °C, se aplica tanto a la tierra
como a los océanos, tomados conjuntamente, e
implica un descenso medio de las temperaturas
terrestres de tal vez 2 °C. No obstante, incluso con
tan relativamente pequeño descenso promedio de
temperaturas, quedaron registrados los daños de
las heladas (aunque los árboles más resistentes no
murieron), en los anillos de pinos del Oeste de
Estados Unidos. [ V. C. LaMarche y K. K.
Hirscchboerk, «Anillos de heladas en árboles
como registros de erupciones volcánicas
importantes», Nature 307, 1984, 121] y, como ya
hemos mencionado, las pérdidas de cosechas
fueron muy extensas en el Nordeste de Estados
Unidos y en Europa, durante la primavera, verano
y otoño de 1816 (véase ref. 7.4).
7.7:
Durante la «pequeña era glacial», entre
aproximadamente los años 1450 y 1850, las
temperaturas globales fueron, asimismo, 1 °C más
frías de lo que son en la actualidad, pero los
cambios ocurrieron con mayor lentitud. En
invierno, la gente patinaba en el Támesis, en el
Sena y en los canales de Holanda, y, en 1780, las
personas anduvieron los 8 km desde Staten Island
hasta Manhattan por encima del hielo. (G. Parker,
Europe in crisis, 1598-1648 [Sussex: Harvester,
1980]; D. Ludl um, E a r l y Ameri can Winters:
1604-1820 [Boston: American Meteorological
Society, 1966].)
7.8:
John Imbrie y Katherine Palmer Imbrie, Ice
ages: Solving the Mistery (Short Hills, N. J.:
Enslow Publishers, 1079).
7.9:
S. J. McNaughton, R. W. Ruess y M. B.
Coughenour, «Conciencias ecológicas de la guerra
nuclear», Nature 321, 1986, 483-487
7.10:
Lo que sigue es una cartilla de enseñanza primaria,
si el lector ha realizado un curso o dos de álgebra
superior, sobre cómo calcular profundidades
ópticas. Simplemente, es algo para sa-
338
tisfacer su curiosidad; la discusión en el cuerpo
d e l l i br o si gue en pie por sí misma y queda
igualmente comprensible, aunque usted elija
saltarse el leer esta nota.
La influencia del humo o del polvo u otros
aerosoles sobre la luz, se mide, por lo general, por
una cantidad a la que se denomina profundidad
óptica. Tiene dos componentes: uno debido a la
dispersión o reflexión de la luz a través de las
finas partículas de los aerosoles, y el otro se debe
a la absorción de la luz por esas mismas partículas
debe quedar reducida al ser rechazada por las
partículas en suspensión (y, finalmente, emergerá
de la capa): es decir, se dispersará. O bien la luz
solar quedará engullida por las partículas (si son
de color oscuro), calentándolas: se trata de la
absorción. En el humo, particularmente el
generado por el incendio de las ciudades o de los
depósitos de petróleo, la absorción es por lo
general más efectiva que la dispersión para
atenuar la luz solar. Por lo tanto, la más simple
medición de los efectos ópticos del humo es la
profundidad óptica debida a únicamente la
absorción (lo cual se indica por el subíndice a).
La profundidad de absorción óptica media, xa,
puede estimarse para una masa dada de humo, m
—dando por supuesto que se distribuye
uniformemente por una zona A—, como
ôa= m óa / A,
donde óa (la letra minúscula griega sigma) es el
coeficiente de absorción del humo. Aquí m puede
medirse en gramos (g), A en centímetros
cuadrados (cm2) y óa en cm2/g ôa (que se lee «tau
s ub a ) es un número adimensional y no debe
acompañarse de gramos o de centímetros
cuadrados.
Definiremos Io como la intensidad de la luz
solar que cae desde las partes superiores de las
nubes de humo. / representa cuánta luz solar
realmente se abre paso a través de las nubes hasta
alcanzar la superficie. Por lo tanto, I/Io mide qué
fracción de la luz solar incidente no queda
absorbida por el humo. La reducción promedia en
la luz solar originada por la absorción en el humo
puede estimarse, aproximadamente, empleando la
ley de Beer:
I/Io = exp (-ôa/ì) = e-ôa/ì
u (letra griega minúscula mu) es una medición de
cuan largo es
339
el recorrido de luz solar a través de la atmósfera
cuando el Sol se encuentra en el cénit (es decir,
directamente encima de la cabeza); da cuenta del
hecho de que el Sol sale y se pone. El valor
promedio de ì resulta ser, aproximadamente, 0,58.
Y «exp», que significa exponencial, quiere decir
que lo que está entre paréntesis es el exponente o
potencia a la que debe elevarse un número
trascendente conocido como la base de los
logaritmos naturales (e = 2718...). Todo esto
puede calcularse casi instantáneamente con
cualquier calculadora científica estándar de
bolsillo o por medio de tablas de exponenciales o
logaritmos. Cuanto más grande es la profundidad
óptica, menos luz solar se abre camino a través de
la capa. Así, si ôa = 0, I/Io= exp (0) = 1. Luego, I
= Io, y toda la luz incidente se transmite a través
de la capa, por lo que ésta es transparente. Si ôa =
0,5 1/1o = 0,92 y la mayor parte de la luz aún se
abre camino; si ôa = 1, I/I = 0,18, y la mayor parte
de la luz no puede pasar; y si ôa = 2; I/1o = 0,03 y
pasa muy poca luz solar (cf. fig. 4). Si ôa es 2 o
más, se está haciendo oscuro. Si ôa = oo (infinito),
1/1 o = exp (-oo) = 0, por lo que 1 = 0; con una
profundidad óptica infinita, no penetra luz en
absoluto: el Sol es invisible al mediodía y el
firmamento es negro. Pero, a causa de la naturaleza
de las exponenciales, cuando ôa se hace mucho
mayor que 2, no existe gran diferencia respecto del
nunca realizable caso de ôa =oo.
El coeficiente de absorción para el humo urbano
se mide en un intervalo que va desde 30.000 a
unos 120.000 cm2/g (centímetros cuadrados por
gramo). La mayor absorción se da en el caso del
humo de hollín negro. Si 5 teragramos (1 Tg =
1012/g = 1 billón de gramos = 1 millón de
toneladas métricas = 1 megato-nelada) de humo
con mucho hollín se distribuyera uniformemente
por todo un hemisferio de la Tierra (A = 2,5 x
1018 cm2) , en ese caso, ôa = 0,2 y I/Io = 0,71.
(Esto correspondería a ì.a = 100.000 cm2/g.) Es
decir, 5 Tg de hollín es capaz de absorber hasta el
3 0 % de toda la energía solar incidente en el
hemisferio. Esto originaría importantes anomalías
climáticas. Si lo desea, puede tratar de elaborar
otros casos por sí mismo.
Las armas nucleares son muy buenas para
incendiar ciudades: una explosión aérea de un
arma nuclear corriente y mo-liente de 400
kilotones, puede hacer arder un área entre 300 y
500 km2(refs. 3.10, 3.11). Richard D. Small
(«Humo atmosférico producido por un ataque
nuclear sobre los Estados Unidos"). Ambio 18
[7], 1989, 377-383), estimaba la cantidad de
340
materiales inflamables en las ciudades
estadounidenses y en otros lugares de Estados
Unidos, y concluía que un total de 37 Tg de humo
de hollín (casi los dos tercios del mismo
procedente de incendios en edificios) quedaría
liberado en la atmósfera a causa de un gran ataque
soviético, pasando por alto la propagación de los
incendios. Inicialmente, el hollín se encontraría
concentrado en zonas, dado que objetivos
diferentes liberan diferentes cantidades de humo,
pero muy pronto casi se uniformizaría (ref. 7.11).
Una parte muy pequeña quedaría eliminada por la
lluvia en los días y semanas siguientes a la guerra.
Si se extendiese de manera uniforme por el
Hemisferio Norte, correspondería a un ôa = 0,62.
Si ahora añadimos el humo proveniente de Europa,
de la Unión Soviética y de otras partes, las
profundidades ópticas de 2 o más se hacen
factibles, correspondiendo muy bien a nuestro
modelo básico de TTAPS II, con un valor de ôa =
2,3 (ref. 3.14).
Existen algunas diferencias entre las
estimaciones de Small y las nuestras, pero se
refieren a la madera y la leña, es decir, las fuentes
del humo celulósico de poco hollín. Las
estimaciones de S ma l l para el inventario de
Estados Unidos de los materiales altamente
hollinosos no celulósicos (petróleo, plásticos,
asfalto) es de unos 500 Tg. (Naturalmente, sólo
una fracción de esto ardería y su hollín se
inyectaría en la atmósfera en una guerra nuclear.)
Extrapolando a Europa y a la Unión Soviética,
esto nos da, aproximadamente, 1.500 Tg. La
estimación del TTAPS I I en esta categoría de
combustibles altamente hollinosos (véase tabla 2,
ref. 3.14) es de 925 Tg, lo cual concuerda. Cuando
uno se toma la molestia de comparar las mismas
zonas de blancos y se proporciona la apropiada
influencia al humo más hollinoso, las dos
estimaciones proporcionan unas respuestas
mutuamente compatibles.
Nuestros detallados inventarios dan entre 7.000
y 13.500 Tg. de material inflamable, en su
mayoría urbano y suburbano, en la OTAN y en el
Pacto de Varsovia —sobre todo madera y leña
productos petrolíferos primarios y secundarios,
plásticos y techos asfaltados (ref. 3.14); los
valores para todo el mundo desarrollado no son
mucho mayores. Alguno de estosinventarios —
especialmente los plásticos— se incrementan con
rapidez. La cantidad total de este material en
llamas en un intercambio central se estima que
estaría entre 2.500 y 8.500 Tg, pero sólo de 20 a
300 Tg de todo esto se emitiría a la atmósfera
como hollín
341
Los plásticos incendiados generan muchísimo
hollín; la quema de madera es mucho menos
eficiente. Permitiendo incertidum-bres respecto de
ôa, hallamos que el intervalo correspondiente de
ôa estaría entre 0,2 y 10, con un valor promedio de
2,3 (ref. 3 14). En comparación, la cantidad media
de hollín en la atmósfera actual —principalmente a
partir de los incendios forestales— es menor a 1
Tg. Esto corresponde a un valor ordinario de ôa,
en ausencia de una guerra nuclear, de menos de
0,02, promediado en todo el globo.
7.11:
La nube de humo inicial producida por un gran
incendio es
extremadamente densa y localizable. La estructura
de la nube, aunque muy compleja, no es abierta,
como un campo de nubes de cúmulos, sino que
tiene una forma de manta y es continua. Al cabo de
unas horas, este humo localizado se extenderá
sobre centenares de kilómetros a favor de los
vientos dominantes y, más o menos, en cosa de una
semana llegará a circunnavegar el globo. El palio
de humo generado por muchos y extensos
incendios, aunque inicialmente fragmentados,
tiende a hacerse homogéneo a escala continental
con asombrosa rapidez. Cualquiera que haya
estado debajo de los penachos procedentes del
incendio de un bosque distante pueden atestiguar
el hecho de que el palio es continuo y, aunque
variable en su espesor, es relativamente uniforme
en su capacidad para bloquear la luz solar. Las
imágenes por satélite de las nubes de humo a nivel
continental creado por incendios forestales
localizados muestran este efecto tipo manta que
posee el humo. La falta de dispersión de los
penachos de humo a escalas superiores a la de
centenares de kilómetros, se ha simulado en
modelos de ordenador de la atmósfera global, y se
ha descubierto que el humo de los incendios
dispersos de una guerra nuclear llegaría a formar
un amplio palio hemisférico al cabo de una o dos
semanas después de la guerra.
Las nubes ordinarias son, por lo general, muy
fragmentadas en su aspecto, porque se componen
de agua, que puede condensarse o evaporarse con
facilidad incluso con un pequeño cambio en la
temperatura del aire. Así, las nubes de cúmulos se
forman en las regiones donde el aire se alza y se
enfría, y se hallan ausentes en regiones donde el
aire se halla deprimido y caliente. Esta
sensibilidad respecto del estado local de la at-
342
mósfera lleva a los altamente variables campos de
nubes con agua, de las que nos percatamos casi
todos los días. Pero el humo no es agua; el humo
contiene partículas no volátiles (*) que no tienen
en cuenta si el aire está ligeramente más frío o más
cálido. Asimismo, los movimientos del aire,
particularmente los movimientos turbulentos a
pequeña escala que existen en toda la atmósfera,
poseen el efecto de mezclar el humo en unas masas
de aire más grandes, con lo que la nube se
convierte en mayor y, generalmente, más uniforme.
Se puede ver el mismo efecto cuando el humo de
unos cuantos cigarrillos se dispersa con rapidez
hasta llenar una habitación (o un atestado avión de
líneas aéreas), formando una neblina uniforme.
Inicialmente, las nubes de humo procedentes de
una guerra nuclear se hallarían fragmentadas; un
país podría, durante un día o dos, experimentar
más frío y oscuridad que el promedio, y un país
contiguo tener menos. Pero, al cabo de una semana
o dos, la mayor parte de los fragmentos y la
correspondiente ruleta climática se dispersaría,
remplazados por un palio uniforme de humo.
7.12:
Michael R. Rampino, Stephen Swelf y Richard
B. Stothers, «Inviernos volcánicos», Annual
Review of Earth and Planetary Sciences, 16
1988, 73-99; Richard B. Stothers y Michael R.
Rampino, «Vulcanismo histórico, nieblas secas
europeas y precipitación acida en Groenlandia, de
1500 a. de C. a 1500 d. de C», Science 221, 1983,
411-443, Stefi Weisburd, «Excavar palabras: una
herramienta geológica», Science News 127 (8), 9
de febrero de 1985, 91-94; K. D. Pang, S. K.
Srivastava, y H.-H-Chou, «Impactos climáticos de
las pasadas erupciones volcánicas: inferencias a
partir del núcleo de hielo, de ios anillos de los
árboles y de datos históricos», EOS 69, 1988,
1062; G. J. Sy-mons, ed., The eruption
ofKrakatoa and subsequent phenornena
(Londres: Harrison and Sons, 1888) (Se trata del
estudio clásico, llevado a cabo por la Real
Sociedad de Londres, por nume-rosos científicos,
incluyendo a Rollo, tío de Bertrand Russelj que
calcularon que el polvo estratosférico viaja
alrededor o
(*) Por no volátiles nos referimos a que las partículas de humo
no se evaporarán si el aire que contiene el humo continúa por debajo
de algunas temperaturas razonables, por ejemplo, 47 °C, que es la
temperatura más cálida alcanzada en la atmósfera inferior.
343
mundo a unos 110 km/h); Tom Simkin y Richard S.
Fiske, Krakatoa 1883: The volcanic eruption and
its effects (Washington, D. C: Smithsonian Institute
P r e s s , 1 9 8 3 ) ; C. G. Abbot, «¿Afectan las
explosiones volcánicas a nuestro clima?»,
National Geographic 2 4 (2), 1913, 181-197;
número especial sobre El Chinchón, J. B. Pollack,
e d . , Geophysical Res earch Let t er s , 1 0 (1),
noviembre de 1983; Frans J. M. Riettmeijer, «El
polvo de El Chinchón un problema persistente»,
Nature 344, 1990, 114-115; p . M. Kelly y C. C.
S e a r , «Impacto climático de las erupciones
volcánicas explosivas», Nature 311, 1984, 740-
743.
8.1:
Cf. W. M. Arkin y R. W. Fieldhouse, Nuclear
battlefields (Cambridge, Mass.: Balklinger, 1985);
T. B. Cochran, W. M. Arkin y M. M. Hoenig,
Nuclear Weapons Databook, volumen I, U. S.
Nucl ear forces and capabilities (Cambridge,
Mass.: Ballinger, 1984); The Military Balance
(Londres: Instituto Internacional de Estudios
Estratégicos, 1987/1988 y ediciones posteriores);
ref. 17.26.
8.2:
C f . George M. Seignious I I I y J. P. Yates,
«Superpotencias nucleares europeas», Foreign
Policy 55, 1984, 40-53; R. D. Small, B. W. Bush y
M. A. Dore, «Initial Smoke distribution for nuclear
winter calculations», Aerosol science and
Technology 10 1989, 37-50; ibid., Pacific Sierra
Research Corp., informe 1761, noviembre de
1987; Small, ref. 7.10.
8.3:
Esto está inmediatamente relacionado con la
comparativamente baja precisión de los cohetes
estratégicos chinos, así como con otras
evidencias. Zhang Aiping, uno de los principales
responsables de las armas nucleares chinas, se
dice que indicó que «la habilidad para destruir
áreas urbanas o blancos militares "suaves" en un
ataque de represalia» es lo que importa. (John
Wilson Lewis y Xue Litai, China builds the Bomb
[Stanford, Cal.: Stanford University Press, 1988],
214.) Véase asimismo Dingli Shen, «El actual
estatus de las fuerzas nucleares chinas y políticas
nucleares», Centro de la Universidad de Princeton
para la Energía y Estudios sobre el medio
ambiente», Informe 2477, 1990.
344
8.4:
Desmond Ball, Targeting for Strategic
Det errence, Adelphi, Paper 185 (Londres:
Instituto Internacional para Estudios Estratégicos,
1983).
8.5:
Noel Gayler, testimonio, Comité Económico
Conjunto, Julio de 1984, 11-12, publicado en The
consequences of Nuclear w a r Sesiones, 98.°
Congreso (Washington, D. C: U. S. Government
Printing Office, 1986).
8.6:
Realmente, todos los análisis importantes de los
posibles teatros de una guerra nuclear incluyen
todas las refinerías de petróleo y los depósitos de
almacenamiento como blancos principales (por
ejemplo, The Effects of Nuclear War, Oficina de
Asesoría tecnológica, Congreso de Estados Unidos
[Washington, D. C: U. S. Government Printing
Office, 1979], 151 págs.; refs. 8.1, 8.19, 8.20,
8.21). Algunos analistas han ido tan lejos como
para sugerir que el petróleo podría ser almacenado
intencionadamente en grandes cantidades cerca de
los objetos estratégicos de mayor prioridad —
como los silos de misiles— para garantizar la
generación de hollín y del invierno nuclear
después de un primer ataque, lo cual reforzaría la
disuasión (por ejemplo, D o na l d Bates, «La
disuasión última», Thoughts on peace and
security 2, marzo/abril, 1986). Creemos que esta
idea tan provocativa tiene serios inconvenientes
técnicos y, especialmente, políticos.
8.7:
Algunas de las 450 refinerías de petróleo (y
3.000 oleoductos) se encuentran en hipotéticas, y
casi idénticas (ref. 8.16) listas de objetivos
publicadas tanto en Estados Unidos (ref. 8.20)
como en la Unión Soviética (ref. 8.21). Sin
embargo, la mayor capacidad de almacenamiento
se concentra en un número pequeño de grandes
refinerías y depósitos (véase fig. 5).
«Evaluación de los actuales planes de ofensiva
aérea estratégica», Junta de Jefes de Estado Mayor
JCS 1952/1 (alto secreto) 21 de diciembre de
1948. Fue la aprobación por el JCS del Plan
345
d e Emergencia de guerra d e l mando estratégico
del aire SAC EWP 1-49. Reimpreso en T. H.
Etzold y J. L. Gaddis, eds., Containment:
Documents on American Policy and Strategy,
1945-195O (Nueva York: Columbia University
Press, 1978).
En torno a 1950, el general Curtis LeMay,
comandante del Comando Aéreo Estratégico, dio
instrucciones a Sam Cohen, más tarde inventor de
la bomba de neutrones, «para proporcionarme una
bomba con la que pueda barrer del mapa a toda
Rusia» (Michael Kepp, «Mucho ruido por nada
[Perfil de Sam Cohen], Oui , 1982, 93 y sigs.
Véase asimismo Sam Cohen, The truth about the
neutron bomb: The inventor of the bomb speaks
out [Nueva York; William Morrow, 1983], 30.)
Sin darse cuenta, LeMay puede tener ya esta
capacidad, y un montón de muchas más.
8.10:
Scott D. Sagan, Moving Targets: Nuclear
Strategy and Nat i onal S e c u r i t y (Princeton:
Princeton University Press, 1989), 12, 44-45, 47-
48.
8.11:
Department of Defense Authorization for
appropiations for fiscal year 1981, Sesiones,
Comité de Servicios Armados del Senado, parte
quinta, 2721 (Washington, D. C: U. S. Government
Printing Office, 1980).
8.12:
Agencia de Control de Armas y Desarme,
Effectiveness of Soviet Civil Defense in Limiting
Damage to Population (ACD, Informe del Estudio
de defensa civil, núm. 1, 16 de noviembre 19?7),
18-20.
8.13:
P a r a posibles asimetrías en los objetivos
económicos de Estados Unidos y la Unión
Soviética, véase «Objetivos económicos en la
guerra nuclear: enfoques de Estados Unidos y la
Unión Soviética" por B. S. Lambeth y K. N.
Lewis, Orbis, primavera de 1983, 127-149. Tanto
la coubicación de las ciudades con objetivos
industriales como las densidades de población
urbana
346
son mayores en la URSS que en Estados Unidos
(Control de Armas y Agencia de Desarme de
Estados Unidos, An analysis of Civil Defense in
Nuclear War, diciembre de 1978).
8.14:
Agencia de Control de Armas y Desarme de
Estados Unidos The Effects of Nuclear War, abril
de 1977.
8.15:
En declaraciones públicas, Estados Unidos
afirma a menudo que las poblaciones civiles no
son objetivos per se. Esta locución se pronunció
por primera vez
por el secretario de Defensa Elliot
Richardson, que testificó en abril de 1973
que: «En nuestros planes estratégicos no se
adoptaron objetivos civiles per se.» Y el
director del JCS explicó en 1976: «Ya no
tomamos el objetivo de las poblaciones como
a l go per se. Solíamos hacerlo... Lo que
hacemos ahora es buscar objetivos sobre la
capacidad de recuperación de guerra.»...
[Ayudante del secretario de Defensa] Richard
Perle..., que atestiguó en marzo de 1982,
«como un consciente asunto de política, no
hemos planeado la deliberada destrucción de
la población» (ref. 8.4, pág. 32).
Ocasionalmente, incluso esos eufemismos se
dejan de lado, como en «Nuestra estrategia no
toma como blanco a la población» (Caspar N.
Weinberger, «The potential effects of Nuclear
War in the Climate: A Report to the United States
Congress, Departamento de Defensa, marzo de
1985). O «Lamentablemente, algunos análisis de
los efectos climáticos de la guerra nuclear han
planteado tomar como objetivo a las ciudades. Si
se tuviera que considerar esto como un inevitable
resultado de un ataque nuclear, o como política de
los Estados Unidos, se distorsionarían por
completo estos análisis» (Caspar N. Weinberger,
«Invierno nuclear», Sesiones, Subcomité de
Apropiaciones de Defensa, C o mi t é de los
Servicios Armados de la Cámara Representantes,
Department of Defense Appropiations for 1986
(Washington, D. C: U. S. Government Printing
Office, l985 256-257). De hecho, las poblaciones
son altamente tomadas como objetivos (véase refs.
8.2, 8.5) y si eso, per se o no, consuela a aquellos
que construyen, lanzan y justifican las armas
347
nucleares, no pasa lo mismo con las multitudes de
hombres, mujeres y niños en las ciudades tomadas
como blanco.
8.16:
Los militares soviéticos no creyeron entonces
[1958], ni tampoco hoy [1983], poder marcar una
clara distinción entre las armas previstas para
atacar objetivos militares en el caso de una guerra,
y las armas diseñadas para disuadir a través de la
amenaza de destruir ciudades. [David Holloway,
The Soviet Union and the Arms Race (New
Haven: Yale University Press, 1983), 68.]
He aquí, por ejemplo, una lista (tomada de
William M. Arkin y Richard W. Fieldhouse,
Nuclear Battlefields: Global Links in the Arms
Race [Cambridge, Mass.: Ballinger, 1985]) de las
ciudades estadounidenses con poblaciones
militares y que es probable que constituyan un
blanco en una guerra nuclear de «contra fuerza»:
Phoenix y Tucson, Arizona; Little Rock, Arkansas;
San Diego, San Francisco, Long Beach, San José,
Sunnyvale, Stockton, Oxnard, Sacramento, San
Bernardino y Concord, California; Denver y
Colorado Springs, Colorado; Washington, D. C;
Jacksonville, Tampa, Miami y Fort Lauderdale,
Florida; Honolulú, Hawai; Chicago, Illinois; Fort
Wayne, Indiana; Des Moines, Iowa; Wichita,
Kansas; Nueva Orleans, Luisia-na; Springfield,
Massachusetts; Detroit, Michigan; Duluth,
Minnesota; Kansas City y San Luis, Missouri;
Omaha, Nebraska; Las Vegas, Nevada;
Albuquerque, Nuevo México; Columbus,
Pittsburgh, Pennsylvania; Charleston, Carolina del
Sur; Knoxville, Tennessee; Amarillo, San Antonio
y Fort Worth, Texas; Salt Lake City, Utah;
Arlington, Chesapeake, Newport News, Norfolk y
Alexandria, Virginia; Seattle/Tacoma, Was-
hinghton; y Milwaukee, Wisconsin. La lista es
incompleta. Si incluimos a ciudades más
pequeñas, existe un número muchísimo mayor que
podría añadirse, entre ellas: Bangor, Maine;
Grand Forks y Miniot, Dakota del Norte, y
Plattsburg, Nueva York. Richard Small («Humo
atmosférico procedente de un ataque nuclear sobre
Estados Unidos», Ambio 18 [7], 1989, 377- 383,
estima que casi la mitad de las áreas urbanas-
suburbanas de Estados Unidos sería probable que
constituyesen unos blancos soviéticos en una
guerra nuclear importante. Naturalmente, en la
lista de objetivos de «contra fuerza»
estadounidenses se halla una lista similar de
ciudades soviéticas.
348
La única diferencia entre las listas de objetivos
publicada por Estados Unidos y la Unión Soviética
(además de 100 «compiejos de mando y
mediciones por satélites», añadidas a l0s blancos
estadounidenses y soviéticos) es la adición
soviética de 100 «blancos de líderes» en Estados
Unidos —donde puede estar oculta la «Autoridad
Nacional del Mando»—, para los plani-ficadores
soviéticos, pero hay también 10.000 blancos de
líderes soviéticos en la Lista Nacional de Blancos
Estratégicos (NSTTL), por lo que se refiere a los
planificadores estadounidenses. Este último
número lo juzga «irrazonable» Bing (ref 9.8),
aunque es exactamente el número dado por Ball
(ref. 8.4) para SIP-6. Un número tan elevado de
blancos, parcial o principalmente, urbanos de
liderazgo conlleva serias implicaciones para el
invierno nuclear, dando por supuesto que la parte
principal del ataque se llevase a cabo por
explosiones en el aire y en la superficie. Sin
embargo, sólo una pequeña fracción de esos
objetivos resultaría atacado en una guerra real, a
causa de que existen siempre más objetivos que
armas. Ball [comunicación privada, 1989] estima
en unos 850 los blancos soviéticos de líderes en la
SIOP estadounidense, para una guerra «generada»,
y unos 600 para una guerra no generada. Ya sólo
ese número de ciudades —aparte de las áreas
urbanas incendiadas (aunque, indudablemente, no
per se), y aparte de los objetivos
económicos/industriales—, parecen más que
suficientes para generar un invierno nuclear. El 1
de octubre de 1987, cuando tuvo efecto el SIPP-
6DD, el NNSTL había ya reducido la cosa a un
total de 15.000 objetivos, de los cuales de 3.000 a
4.000 estaban en el lado de las categorías de
«liderazgo» y C3I (comando, control,
comunicaciones e inteligencia—, ibíd.). Véase
asimismo ref. 8.19.
8.17:
Pierre Salinger, «Lagunas en la historia de la
crisis de los misiles cubanos», New York Times
Magazine, 5 de febrero de 1989.
8.18:
Andréi Sajarov, Memoirs: Knopf, 1990.
349
8.19:
Desmond Ball y Robert C. Toth, «El Nuevo
SIOP: llevando el
combatir la guerra a extremos peligrosos»,
Documento de referencia 173, Centro de Estudios
Estratégicos y de Defensa, Uni-versidad Nacional
Australiana, Camberra, diciembre de 1989. Véase
también ref. 8.10.
8.20:
Ronald Siegel, Strategic Targeting Options
(Cambridge, Mass.: MIT Press, 1981).
8.21.
R. Sadeiev, A. Kokoshin y otros, Strategic
Stability under conditions of radical Nuclear
Arms Reductions (Moscú: Novosti, 1987).
Rei mpreso en Sanford Lakoff, ed., Beyond
START? (San Diego: Universidad de California,
Instituto de Conflicto Global y Cooperación,
Documento de Política núm. 7, 1988).
8.22:
C. Sagan, «Minimizando las consecuencias de la
guerra nuclear», Nature 317, 1985, 485-488.
9.1:
Sam Cohen, acreditado por el invento de la
bomba de neutrones, ha argumentado que son
públicamente conocidas las garantías de los
planes de objetivos de Estados Unidos y la Unión
Soviética —a un nivel de Habilidad confortable a
cualquier nivel para él— de que las ciudades no
sería atacadas en una guerra nuclear importante, y
no se generaría humo. Por lo tanto, el invierno
nuclear no es ningún problema... Y, aunque jas
superpotencias en un momento tuvieran planes
para tomar las ciudades como objetivos, los
abandonarían ahora que conocen el asunto del
invierno nuclear: «Ni los Estados Unidos ni la
URSS desean llevar al mundo a una congelación
profunda de invierno nuclear... ¿Cómo cualquiera
de esas naciones podría desarrollar la guerra de
una forma tan poco cuerda?» (Cohen, «Invierno
nuclear y realidad nuclear», Washington Times.
28 de Junio de 1984, 1C, 2C y comunicación
privada.) Estamos de acuerdo respecto de que el
conocimiento del invierno nuclear mejora la
disuasión y desalienta los ataques sobre las
ciudades, pero muchísimos objetivos estratégicos
se encuentran en las
350
ciudades o cerca de ellas, y la guerra nuclear es
improbable que suscite las tendencias más sobrias
y racionales del mundo militar y de los dirigentes
civiles. Los puntos de vista de Cohen representan
uno de los diversos intentos de hacer desaparecer
el invierno nuclear pensado sobre él de manera
apropiada.
9.2:
Theodore Postol, «Confusión estratégica, con o
sin invierno nuclear», Bulletin of the Atomic
Scientist 41 (2), febrero de 1985 14-17.
9.3:
Por ejemplo, Desmond Ball, «¿Puede
controlarse la guerra nuclear?», Adelphi Paper
169 (Londres: Instituto Internacional de Estudios
estratégicos, 1981); Paul Bracken y Martin Shubik,
«Guerra estratégica: ¿cuáles son las preguntas y
quién puede contestarlas?», Technology and
Society 4 , 1982, 155-179; Paul Bracken, The
Command and Control o f Nuclear Forces (New
Haven: Yale University Press, 1983); Bruce G.
B l a i r , Strategic Command and Control
(Washington, D. C: Instituto Brookings, 1985); ref.
10.6. También el ex secretario de Defensa Harold
Brown: «Sabemos que lo que podría comenzar
como un ataque supuestamente controlado y
limitado, desde mi punto de vista, es muy probable
que hiciera la escalada hasta una guerra nuclear a
gran escala» (Discurso en el Colegio de Guerra
Naval, Newport, R. L, 20 de agosto de 1980); el
ex secretario general del Partido Comunista (y
mariscal de la Unión Soviética), Leónidas
Br e zhne v : «Una guerra nuclear "limitada",
concebida por los estadounidenses, por ejemplo en
Europa, significaría desde el principio una
destrucción segura de la civilización europea. Y,
naturalmente, los Estados Unidos también serían
incapaces de escapar a las llamas de la guerra»
(Discurso, 26 Congreso del Partido, del que se
informa en Pravda, 24 de febrero de 1981); y el
ministro de Defensa soviético, N. V. Ogarkov: «El
cálculo de los estrategas al otro lado del océano,
basado en la posibilidad de llevar a cabo una
presunta guerra nuclear "limitada", ya no tiene en
la actualidad el menor fundamento... Y el llamado
empleo limitado de las fuerzas nucleares,
probablemente, llevará al uso inmediato de todos
los arsenales nucleares por [ambos] bandos. Ésta
es la terrible lógica de la guerra. (Citado en Leon
Gouré, «El "invierno nuclear en el modelo
soviético», Strategic Review, verano de 1985, 22-
38.)
351
9.4:
George F. Kennan, discurso de aceptación del
Premio de la Paz Albert Einstein, 19 de mayo de
1981, Manchester Guardian Weekly, 31 de mayo
de 1981, Asimismo Kennan, The Nuclear
Delusion: Soviet-American Relations in the
Atomic Age (Nueva York, Pantheon, 1982), 180.
9.5:
Esta interpretación continúa siendo válida sin
tener en cuenta cuál de los diversos relatos
mutuamente contradictorios, de lo que se convino
entre Ronald Reagan y Mijaíl Gorba-chov en la
cumbre de Reykjavik, uno prefiera creer
(incluyendo en esto la posición estadounidense de
que todos los misiles balísticos estratégicos se
destruirían en el plazo de una década, y la
posición soviética de que todas las ar mas se
destruirían en una década).
9.6:
Strobe Talbott, «¿Por qué se detuvo START?»,
Foreign Affairs 67(1), otoño de 1988, 49-69.
9.7:
Wolfgang K. H. Panofsky y otros, Reykjavik and
beyond: Deep reductions on Strategic Nuclear
Arsenals and the future direction of Arms Control
(Washington, D. C.: Academia Nacional de
Ciencias, 1986).
9.8:
G. F. Bing, P. Garrity, W. F. Hanrieder, M. D.
Intrilligator, R. Kolkowicz, S. Prowse, A.
Wohlstetter y K. Waltz, en S. Lakoff, ed., Beyond
START? (San Diego: Universidad de California,
Instituto de Conflicto Global y Cooperación,
documento Político núm. 7, 1988).
9.9:
Ne i l Kinnock, declaración de la política de
defensa del Partido Laborista (Londres), 11 de
diciembre de 1986.
9.10:
Comité Nacional ejecutivo del Partido
Laborista, «La paz en
352
nuestros tiempos cambiantes», The Guardian, 8
de mayo de 1989, 17.
9.11:
David Owen, comunicación privada, 3 de
diciembre de 1986.
9.12:
En repetidas declaraciones en las Naciones
Unidas. En la segunda sesión especial sobre
Desarme, del 21 de junio de 1982, el ministro de
Asuntos exteriores, Huang Hua, manifestó que un
recorte del 50 % en los arsenales, por parte de
Estados Unidos y de la URSS, constituía un
prerrequisito para que China entrase en
negociaciones sobre desarme nuclear. (Reimpreso
e n K e n Coates, ed., C h i n a and the Bomb
[Nottingham: Spokesman Book, 1986], 71-73.)
Liang Yufan, en la Asamblea de las Naciones
Unidas, 38.a sesión, 1983, facilitó más detalles:
Después de que la Unión Soviética y los
Estados Unidos hayan tomado unas acciones
prácticas para detener las pruebas, mejoras y
fabricación de armas nucleares, y estén de
acuerdo en reducir a la mitad sus armas
nucleares y medios de lanzamiento de todos
los tipos, debería convocarse una conferencia
internacional, ampliamente representativa, con
la participación de todos los estados provistos
de armamento nuclear para negociar la
reducción general de armas nucleares por
parte de los Estados con armamento nuclear.
Véase también Qiang Jiadong, «Posición de
China respecto de la no proliferación nuclear», en
Nuclear Wa r, Nuclear Proliferation a n d their
consequences, Sadruddin Aga Kan, ed. (Oxford:
Oxfor d University Press, 1985). El propuesto
tratado S TART llegaría tan lejos como para
englobar las condiciones chinas. En un discurso a
las Naciones Unidas, el 2 de junio de 1988, el
ministro de Asuntos exteriores, Qian Qichen,
ofreció —a cambio de destrucciones «drásticas»
de todos los tipos de armas nucleares y poner fin a
la fabricación, pruebas y desarrollo de armas
nucleares por parte de las superpotencias-
convocar una conferencia internacional para
discutir «una completa destrucción del armamento
nuclear». Al parecer, en-
353
tretanto, los derechos de admisión habían
aumentado mucho (desde la «mitad» a
«drásticas»), pero la rentabilidad había aumentado
también (desde «reducciones» hasta «completa
destrucción»).
9.13:
En una serie de declaraciones (por ejemplo, su
entrevista con el corresponsal en París del
periódico japonés Asahii Shimbun, 12 de julio de
1989), el presidente François Mitterrand reiteró
las condiciones de su discurso de 1983 ante la
Asamblea General de las Naciones Unidas: «No
podemos rechazar la idea -y yo no lo hago— de
que las cinco potencias nucleares deberían debatir
juntas, llegado el momento, una limitación
permanente de sus sistemas estratégicos. Por lo
tanto, debemos establecer con claridad las
condiciones para un avance en este campo.»
(Of f i ci al Records of the Ge ne r al Assembly,
Trigésima primera sesión, Reuniones plenarias,
volumen 1 [Nueva York: Naciones Unidas, 1988,
109].) Las condiciones incluían mayores
desinversiones en el armamento estratégico por
parte de Estados Unidos y la Unión Soviética,
reducción en el armamento convencional soviético
y restricciones en el desarrollo de armamentos
antisatélites y con base en el espacio, así como
medios antisubmarinos. Cuando se le preguntó, el
18 de mayo de 1989, en la conferencia de Prensa
en París, por qué Francia no acababa
unilateralmente con las pruebas nucleares y de
proveerse de nuevo armamento estratégico, el
señor Mitterrand respondió: «Voy a darles una
respuesta muy simple. Si los Estados Unidos de
América y la Unión Soviética renunciaran [a tales
Programas], así como el Reino Unido, seguiríamos
por el mis-mo camino.» En una conferencia de
Prensa en Sofía, Bulgaria, el 19 de enero de 1989,
el señor Mitterrand dijo: «Francia tomaría parte en
un desarme nuclear desde el momento en que se
alcanzara, por parte de las dos mayores potencias,
un nivel que aún sigue estando bastante lejos...
Nos hallamos por el buen camino... Debemos
alentar a los estadounidenses, al señor Gorbachov,
y cada vez que adoptamos posiciones favorables
al desarme, lo hacemos.»
Un informe fechado en París, de William Echikson
(«Francia
cambia de postura en el control de armamentos»,
Christian Science Monitor, 28 de setiembre de
1988, 7) citaba una declaración de un funcionario
del Ministerio de Defensa francés:
354
«Nuestra política ha cambiado porque también han
variado las condiciones que nos rodean.» Y la
historia continúa:
Si el señor Gorbachov llevara a cabo una
oferta aceptable respecto de las armas
convencionales, ha contado privadamente la
semana pasada un consejero de alto rango del
s e ñ o r Mitterrand a algunos periodistas
occidentales Francia respondería con el no
desarrollo de la bomba de neutrones y el misil
táctico Hades, un sofisticado misil con base en
tierra, y un alcance de 300 km.
El ofrecimiento, caso de confirmarse,
representaría un enderezamiento importante
desde la anterior posición francesa. Aunque el
consejo no informó de ninguna clase de
reducciones en los misiles estratégicos en
tierra de largo alcance y de los submarinos,
los franceses se habían negado con
anterioridad a recortar sus pequeñas fuerzas
nucleares hasta que las superpotencias
hubiesen eliminado casi todos sus misiles
propios.
Tras conocerse esta versión, el Palacio del
Elíseo lo etiquetó de «infundado». Pero los
analistas afirman que Mitterrand está
replanteándose la política estratégica de
Francia. En su campaña a principios de este
año ha afirmado que el control de armamento
debería tener una alta prioridad en su segundo
mandato.
La conciencia y el debate públicos acerca de la
naturaleza de la guerra nuclear y los asuntos
relacionados con la misma resulta mucho menos
evidente en Francia que, por ejemplo, en Estados
Unidos y la URSS, el Reino Unido y muchas
naciones no nucleares (por ejemplo, Michael
Ha a g, «Escasa conciencia en Francia de los
peligros de una guerra nuclear accidental».
Informe técnico 5 [Santa Bárbara, Cal.: Fundación
de la Paz en la Era Nuclear, 1987]). Por cuanto
sabemos, Francia no ha efectuado esfuerzo de
investigación ni ha realizado simposios públicos o
científicos respecto del invierno nuclear.
Tras una breve descripción, por parte de uno
de nosotros (C. S.), de cómo la force de frappe
de Francia, de usarse contra las ciudades podría
por sí misma propiciar un invierno nuclear, la
respuesta del presidente Mitterrand fue dar
seguridades de q u e las fuerzas nucleares
francesas se hallaban «en manos seguras».
(Comunicación privada, 1984.)
355
9.14:
«Declaración de Robert S. McNamara ante el
Comité de Servicios Armados del Congreso, el
años fiscal 1966-1970, Programa de Defensa y
Presupuesto de Defensa para 1966», 18 de febrero
de 1965, 39. Véase también A. C. Enthoven y K.
W. Smith, How Much is Enough?: Shaping the
Defense Program ¡961- 1969 ( N ue v a York:
Harper Row, 1971), 207. Ya cerca del final de la
Administración Eisenhower, 231 misiles Polaris
de una sola o j i v a nuc l e a r, instalados en
submarinos invulnerables fueron declarados, por
parte de la Marina estadounidense, «suficientes
para destruir toda Rusia» (ref. 18.8). Incluso unos
arsenales menores, con blanco sobre las ciudades,
resultan adecuados para lo que McGeorge Bundy
ha llamado «disuasión existencial» («Tapar el
volcán», Foreign Affairs 48 [2], octubre de 1969,
1-20). Un informe soviético reciente estima que
400 explosiones de 1 megatón son suficientes para
destruir los objetivos de ambas partes, incluyendo
«el 25-30 % de la población y hasta un 70 % de la
capacidad industrial» (ref. 8.21).
9.15:
Vera Rich, «Experto en invierno nuclear
desaparece sin dejar rastro», Nature 316, 4 de
julio de 1985, 3; Keith Rogers, «Desaparece un
investigador soviético», The Valley Times (que
atiende a Livermore, California), 13 de julio de
1985; í de m, «No se sabe nada del soviético
desaparecido», The Valley Times, 17 de julio de
1985; Philip M. Boffey, «Un científico ruso
desaparece en España», New York Times, 16 de
julio de 1985, A4; Ralph de Toledano, «¿Ha sido
captado por la CÍA el físico desaparecido?»,
Washington Times, 29 de octubre de 1985; ídem,
"Científico increíblemente desaparecido»,
Washington Times, 13 de mayo de 1986; ídem,
«Los soviéticos ponen en un aprieto a la CIA»,
Copley News Service, 23 de mayo de 1987;
Andrew C. Revkin, «¿Por qué se ha perdido el
importante científico soviético?: el curioso caso
d e Vladimir Andrónov», Science Digest 9 4 , [V
Julio de 1986, 32-43; lona Andrónov, «¿Dónde
e s t á Vladimir Alexa nd r o v ? » , Literaturnaia
Gazeta, 23 de julio de 1986, traducido po r Hugh
W . Ellsaesser, UCRL-Trans-12103, Laboratorio
Nacional Lawrence Livermore.
356
10.1:
Bernard Brodie, «Implicaciones de la Política
militar», en The Absolute Weapon: Atomic Power
and World Order, Berhnard Brodie, ed. (Nueva
York: Harcourt Brace, 1946). Brodie continua:
De este modo, el primer y más vital paso en
cualquier programa de seguridad
estadounidense para la era de las bombas
atómicas radica en tomar medidas para
garantizarnos, en el caso de un ataque, de la
posibilidad de efectuar una represalia de
alguna clase. Al hacer esta declaración, el
escritor no se halla preocupado respecto a
quién ganará la próxima guerra en que se
empleen bombas atómicas. Hasta ahora, el
propósito principal de nuestro establecimiento
militar ha consistido en ganar las guerras. A
partir de ahora, su fin principal deberá ser el
evitarlas. No puede existir ningún propósito
útil.
10.2:
Otra razón por la que el atacar primero no sea
más que una doctrina poco de fiar y peligrosa, fue
expuesta, en 1974, en el testimonio ante el
Congreso por parte del ex secretario de Defensa,
James Schlesinger: «[Si] se produce el menor fallo
en la exactitud operativa, la capacidad de contra
fuerza estadounidense se pone en marcha con gran
facilidad. Sabemos esto, y los soviéticos deberían
saberlo también, y constituye una de las razones de
que pueda declarar públicamente que ninguno de
ambos lados conseguiría una capacidad altamente
fiable en el poder del primer ataque.» (James
Fallows, National Defense [Nueva York: Vintage
Books , 1982], 155-156.) No obstante, en la
doctrina militar, las atenciones del gobierno, y la
percepción pública, la preparación para, y la
disuasión de, un masivo primer ataque, han
desempeñado un papel central en la carrera de
armamentos nuclear.
Las discusiones corrientes respecto de la
disuasión incluyen a Thomas Schelling, Strategy
of conflict (Nueva York: Oxford University Press,
1960); ref. 6.1; Lawrence Freedmann, The
evolution of Nuclear Strategy (Nueva York: St.
Martin's 1983), ref. 1 7 . 3 ; Robert Jervis, The
Illogic of American Nuclear Strategy (Ithaca, N.
Y.: Cornell University Press, 1984); R. Hardkin,
J.J. Mearshimer, G. Dworkin y R. E. Goodin, eds.,
Nuclear Dete-
357
rrence: Ethics and Strategy (Chicago: University
o f Chicago Press, 1985); y ref. 17.8. Para un
excelente pequeño resumen de un participante de
primera mano, véase Robert S. McNamara,
Blundering into disaster (Nueva York: Pantheon,
1986).
10.3:
U n a preocupación expresada, tal vez algo
injustamente, por Douglas Lackley: «El
pensamiento de que un presidente estadounidense
carezca de energías para destruir la civilización
deprime las mentes militares» («Misiles y
mortales», en James P. Sterba, ed., The Ethics of
War and Nuclear Deterrence [Belmont, Cal.:
Wadsworth, 1985].)
10.4:
Maxwell Taylor, Precarious Security (Nueva
York: Norton, 1976), 68-69.
10.5:
Los aviones de líneas comerciales han
experimentado fallos simultáneos en todo los
motores de reacción cuando volaban en medio de
la troposfera a través de nubes de polvo tras las
erupciones del monte Galunggung, Indonesia
(1981), y el monte Redoubt, Alaska (1989). (Por
ejemplo, Richard Witkin, «Un reactor aterriza a
salvo después de que la ceniza volcánica parase
los motores», New York Times, 17 de diciembre
de 1989, 47. También, William J. Broad,
«Amenaza al poder aéreo estadounidense: el
factor polvo», Science 213, 1981, 1475-1477, que
concluye: «Considerando la facilidad con que el
factor polvo se ha pasado por alto, uno no deja de
preguntarse si existen otros impedimentos no
previstos que podrían complicar de una manera
considerable los idealizados teatro de guerra que
tienen en mente los militares.»)
10.6:
Crisis Stability and N u c l e a r W a r , Kurt
Gottfried y Bruce G. Blair, eds. (Oxford: Oxford
University Press, 1988).
10.7:
Si nos hallamos seriamente preocupados acerca de
te asi-
metría de percepción, uno de los remedios
radica en alentar las deliberaciones conjuntas
Estados Unidos/Unión Soviética so-
358
br e la ciencia y las implicaciones políticas del
invierno nuclear como se propuso en la
Resolución Concurrente del Senado 36 «Para
establecer una Comisión Mixta que elabore un
Estudio conjunto por parte de los Estados Unidos y
la Unión Soviética acerca del invierno nuclear»,
99.a Congreso (la ley murió en ple. na gestación,
el 2 de abril de 1985), y «en el sentir del
Congreso», provisiones añadidas al año fiscal
1986 y 1987 y Actas de Autorización de las
relaciones exteriores:
Los Estados Unidos y la Unión Soviética
deberían estudiar conjuntamente... el «invierno
nuclear» y el impacto que el invierno nuclear
tendría sobre la seguridad nacional de ambas
naciones; un estudio conjunto de esta
naturaleza debería incluir la participación e
intercambio de información y descubrimientos
acerca del fenómeno de¡ invierno nuclear, y
efectuar recomendaciones sobre posibles
proyectos de investigación conjunta que
beneficiarían a ambas naciones; y, en el
momento apropiado, los otros Estados con
armamento nuclear... deberían hallarse
también implicados en el estudio.
A pesar de esas resoluciones,
gubernamentalmente no se patrocinó ningún
estudio conjunto que pudiera emprenderse. Han
existido, y probablemente aún las haya, figuras
influyentes en la política nuclear estadounidense a
las que no hace muy felices la perspectiva de unas
discusiones internacionales acerca de las
implicaciones políticas del invierno nuclear. Por
ejemplo, en 1984 se planteó una resolución en la
Asamblea General. Por ejemplo, en 1984 se
planteó una resolución en la Asamblea General de
la ONU para realizar resúmenes de los estudios
científicos existentes sobre los efectos climáticos
de un guerra nuclear, con objeto de distribuirlos a
los miembros de las naciones para su información.
La votación (resolución 39/148 F, 17 de
diciembre de 1984) fue de 130 votos a favor, con
11 naciones, entre ellas Estados Unidos, que se
abstuvieron. Una posterior resolución (40/152 g,
16 de diciembre de 1985) propuso un estudio más
sistemático por parte de las Naciones Unidas
acerca de este tema. Se aprobó con 141 votos a
favor. Se produjeron abstenciones, y sólo se opuso
una nación: Estados Unidos. Esta resolución llevó
al informe citado en ref. 3.16. En ambos casos
todas las otras naciones que se abstuvieron se
vieron —lo mis-
359
mo que Israel y Granada— fuertemente apoyadas
por Estados Unidos y/o los aliados de la OTAN de
los Estados Unidos.
Los científicos han realizado reuniones
conjuntas, que comenzaron en 1983: la primera, en
abril, en Cambridge, Ma-sachusetts, la segunda, en
agosto, en Erice, Sicilia, y la tercera, en octubre,
en Washington, D. C. (conexión con Moscú por
satélite).
Desde 1983 se han celebrado gran número de
reuniones multilaterales, sobre todo bajo los
auspicios de SCOPE (ref. 3.11 y recuadro
SCOPE, capítulo III). Pero se trata de un asunto en
extremo diferente a las reuniones que incluyen
discusiones relacionadas con temas políticos y que
tienen lugar bajo los auspicios oficiales de
Estados Unidos/Unión Soviética (a veces
incluyendo asimismo a otras naciones).
10.8:
A. B. Pittock, «El impacto medioambiental de la
guerra nuclear: Implicaciones de tipo político»,
Ambio 18 (7), 1989, 367-371.
11.1:
Por ejemplo, W. H. Daugherty y otros (ref. 5.10)
calculan que una ataque sobre las fuerzas
nucleares estratégicas estadounidenses por parte
de la Unión Soviética produciría hasta 43 millones
de bajas sólo por la lluvia radiactiva inmediata
(un promedio de 23 millones sobre una serie de
casos, y un límite inferior de 12 millones). En
Europa, cabría esperar un número de bajas aún
mayor a causa de la gran cantidad y extrema
dispersión de objetivos militares, así como por la
elevada densidad de la población (J. Duffield y F.
von Hippel, The short-term consequences of
Nuclear War for civilians, simposio acerca de los
Efectos medioambientales de una guerra
termonuclear, Asociación estadounidense para el
Avance de la Ciencia, Detroit, mayo de 1983
[Nueva York: Macmillan, 1984]; ref. 5.10). Una
reciente estimación de bajas, a partir de toda clase
de fuentes de radiactividad en un conflicto
importante, las cifras en unos 180 millones de
personas (ref. 5.9), sobre todo estadounidenses,
soviéticas y europeas, con un ámbito superior que
se aproxima a los 300 millones.
360
11.2:
Se han realizado previsiones optimistas por
parte de la Agencia Federal de Dirección de
Emergencias (Nucl ear Attack Planning Base-
1990: Final Project Report, Agencia Federal de
Dirección de Emergencias, informe NAPB-90,
Washington, D. C, abril de 1987), el Departamento
de Defensa («Sensibilidad de los cálculos de
daños colaterales ante unos escenarios limitados
de guerra nuclear», e n Analyses of Effects of
Limited Nuclear W a r [Washington, D. C:
Departamento de Defensa, 1975], 14) y de varios
representantes de la defensa civil. Incluso algunas
de esas menos optimistas valoraciones aún prevén
una fuerte recuperación de la sociedad
estadounidense al cabo de algunas décadas (A.
Katz, Life after Nuclear War [Cambridge, Mass.:
Ballinger, 1982]). Ninguno de esos estudios ha
tomado en cuenta el invierno nuclear. Un primer
intento por parte de un funcionario de la FEMA de
explicar por qué el invierno nuclear no se
considera en los planes de FEMA para la
posguerra nuclear en Estados Unidos, se recoge en
el testimonio ante el Congreso de David
McLoughlin (The consequences of Nuclear War,
Sesiones, 12 de julio de 1984, Comité Económico
conjunto [ref. 2.6]).
Como una especie de autoparodia, respecto de
la inclinación por parte de FEMA, de hacer ver
que la guerra nuclear parece algo a lo que se
pueda sobrevivir con rapidez, consideremos el
siguiente consejo:
«Si un arma detona cerca:
1. Apague los incendios.
2. Repare los daños.»
[De la Agencia Federal de Dirección de
Emergencia, Shelter management handbook
(Washington, D. C: U. S. Government Printing
Office, mayo de 1984). Reimpreso en Donna
Uthus Gregory, ed., The Nuclear
predicament: A sourcebook (Nueva York,:
St. Martin's Press, 1986), 237.]
La tradición oficial de minimizar los peligros
de las armas nucleares se retrotrae ya a Alexander
de Seversky, autor de Victory through Air power
(de cuya obra Walt Disney hizo una película
conmovedora, patriótica y en la actualidad casi
olví da, que alentaba a una confianza total en los
bombarderos in-
361
tercontinentales para ganar la Segunda Guerra
Mundial. Como «consultor especial del
secretario de la Guerra», el Mayor de Seversky
escribió, en Reader's Digest, seis meses después
de Hiroshima y Nagasaki, que los efectos de
estas explosiones «se han exagerado
salvajemente... Las mismas bombas arrojadas
sobre Nueva York o Chicago, Pittsburgh o
Detroit, no se habrían cobrado un peaje en vidas
más elevado que nuestras grandes bombas de
demolición (revientamanzanas), y el daño en las
propiedades se hubiera limitado a una rotura de
cristales en un área muy extensa» (De Seversky,
«La histeria de la bomba atómica», Reader's
Digest, febrero de 1946).
11.3:
Los informes de la Agencia Federal de
Dirección de Emergencia analizados y criticados
e n Jennifer Leaning y L. Keyes, e d s . , The
Counterfeit Ark: Crisis Relocation for Nuclear
W a r (Cambridge, Mass.: Ballinger, 1984).
Véase asimismo ref. 11.2.
11.4:
Una distinción entre el plazo más breve
«agudo» y el plazo más largo «crónico» de los
efectos del invierno nuclear, lo sugirió por
primera vez Dona l d Kennedy (en Paul R.
Ehrlich, Carl Sagan, Donald Kennedy y Walter
Orr Roberts, The Cold and the Bark: The World
after Nuclear War [Nueva York: Norton, 1984,
XXVII]). La fase aguda se afirma, por lo
general, que tiene una duración de uno a tres
meses, y la fase crónica de uno a tres años.
La duración de los efectos del invierno
nuclear se halla entre los aspectos más
pobremente entendidos del tema, en parte a
causa de nuestra falta de experiencia del mundo
real con la atmósfera altamente perturbada y en
estado anómalo después de una guerra nuclear.
Nuestro informe original TTAPS mencionaba la
probabilidad de la autoelevación del humo a
causa del calor solar (y de ahí la prolongada
duración del invierno nuclear) y los efectos de
retroalimentación climática en el sistema
mundial del tiempo. Pero no calculamos ninguna
de las dos cosas. Predijimos unos cambios
significativos respecto del clima ordinario, con
una duración de unos períodos que iban de unos
cuantos meses a un año o dos. Los trabajos
posteriores han confirmado que se produciría
tanto la autoelevación como la retroalimentación
(feedback) (refs. 3.9, 3.11; véase también R.
362
M. Haberle, T. P. Ackerman, O. B. Toon y J. L.
Hollingsworth «Transporte global del humo
atmosférico después de un inter-cambio nuclear
importante», Geophysical Research Letters 12
(1985), 405-408; R. C. Malone, L. H. Amer, G. A.
Glatzmaier, M. C. Wood y O. B. Toon, «Invierno
nuclear: simulacros tridimensionales con inclusión
del transporte interactivo, eliminación y
recalentamiento solar del humo», Jour nal of
Geophysical Research 9 1 , 1986, 1039-1053).
Resulta probable que un intercambio central
condujera a anomalías climáticas durante años
después de haberse «terminado» la guerra nuclear.
(C. Covey, «Efectos climáticos prolongados de la
inyección masiva de humo en la atmósfera»,
Nat ure 3 2 5 , 1987, 701-703; A. Robock, «La
retroalimentación de nieve y hielo prolongan los
efectos del invierno nuclear», Nature 310, 1984,
667 [lo que predice crónicos descensos de la
temperatura de la superficie de los océanos de 2 a
6 °C, y una extensión de las temperaturas terrestres
que comprometería la agricultura, por lo menos,
durante el segundo verano posterior a la guerra];
T. P. Ackerman, R. P. Turco y O. B. Toon,
«Efectos persistentes de las capas residuales de
humo», en P. V. Hobbs y M. P. McCormick, eds.,
Aerosols and Climate [Hampton, Va . : Deepak
Publ., 1988], 443-458.) Pero hace falta efectuar
más trabajos acerca de este tema (Cf. también ref.
12.7.)
11.5:
Existen unas cuantas excepciones posibles para
naciones pequeñas, ricas y étnicamente más
homogéneas, como es el caso de Suiza y Suecia.
11.6:
Agencia Federal de Dirección de Emergencias,
Nu c l e a r Attack Planning Base-1900: Final
Project Report, informe NAPB 90 (Washington,
D. C: U. S. Government Printing Office, abril de
1987). Sabemos q ue el FEMA es oficialmente
conocedor del invierno nucl ear a partir del
testimonio ante el Congreso de los funcionarios
FEMA (cf. The consequences of Nuclear War,
174-198, 297, ref. 2.6) y por el hecho de que por
sí misma ha encargado una serie de informes
acerca del invierno nuclear (el primero de los
cuales parece ser C. V. Chester, F. C. Kornegay y
A . M . Perry, «Revisión preliminar del escenario
d e hrvierno nuclear del TTAPS». Laboratorio
Nacional Oak Ridge/Martin Ma-
363
rietta Corp. Informe ORNL/TM-1223 para FEMA,
julio de 1984).
Los «supervivicionistas» y otros que confían en
salir intactos de los refugios después de una guerra
nuclear tiene razones especiales para no ser tan
felices respecto de la amenaza del invierno
nuclear. Según un artículo en el Portland
Oregonian («El Plan de refugios nucleares
impulsado con la idea de la supervivencia», por
John Darling, 29 de enero de 1988), un constructor
de refugios de Oregon que también vende un libro
que ofrece este asesoramiento: «El mito del
invierno nuclear se halla aún extendido entre la
gente poco informada y entre personas que desean
que Estados Unidos permanezca sin defensas.»
Entre las objeciones al invierno nuclear,
expresadas en una reunión, en 1985, de la
Asociación de Defensa Civil estadounidense, se
halla el que los soviéticos no tomarían como
blanco las ciudades de Estados Unidos; y que si lo
hicieran, los incendios serían poco importantes
(«Habría pequeños incendios que podrían
apagarse con toallas humedecidas o
pisoteándolos»); y que «El invierno nuclear es un
juego de niños... Esos científicos sólo crean
pensamientos acerca de los horrores de la guerra
para socavar la voluntad de resistencia por parte
de Estados Unidos.» Pero, a su vez, la Defensa
Civil tiene también un propósito político, por lo
menos en las mentes de algunos: «Si una nación
cree que puede proteger a una amplia parte de su
pueblo, ¿no quiere esto decir que el país podría
comenzar [y sobrevivir a] una guerra nuclear? ...
La nación que tuviese la cantidad mayor de
sobrevivientes sería una nación capaz de
reconstruir su economía.» («El grupo de Defensa
Civil tiene sus propias ideas respecto del día
siguiente a una guerra nuclear», Por Karla Tipton,
Palmdale [California] Antelope Valley Press, 19
de noviembre de 1985.)
11.7:
La escasa evidencia pública al respecto sugiere
que el invierno nuclear no ha sido explícitamente
considerado en el SIOP estadounidense, por lo
menos hasta 1986 (ref. 13.26) y, lo más probable,
es que en realidad nunca. No se sabe nada
públicamente acerca de la influencia del invierno
nuclear en el SIOP soviético. Powers (ref. 2.6)
escribe:
Según numerosas fuentes, no existe una
revisión inde-
364
pendiente [por ejemplo, de la Oficina
ejecutiva del presi dente] del SIOP en ningún
estadio del proceso de planifi-cación; el
tamaño del arsenal de Estados Unidos propor
ciona el único límite al tamaño de una guerra
importante proyectada; y nadie está implicado
en extraer la conclusión de si el SIOP se halla
autorizado para considerar los importantes
efectos medioambientales de llevar a cabo el
plan.
Sin embargo, a comienzos de 1987 la doctrina
estadounidense respecto de los objetivos comenzó
lentamente a desplazarse en una dirección en
consonancia con las implicaciones del invierno
nuclear. (Véase capítulos VIII y XIII.)
12.1:
The medical implications of nuclear war, F. S.
Solomon y R. Q. Marston, eds., Instituto Nacional
de Medicina de Estados Unidos (Washington, D.
C: Academia Nacional de Ciencias, 1986), 619
págs.
12.2:
D. S. Greer y L. S. Rifkin, «El impacto
inmunológico de las armas nucleares», en ref.
12.1.
12.3:
En particular la novela de Nevil Shute, On the
beach (Nueva York: Morrow, 1957), en la que la
radiactividad de la bomba de cobalto de una
Máquina del Juicio final llega a extinguir la
especie humana.
12.4:
Cao Hongxing y Lin Yuhe, «Los efectos
climáticos del invierno nuclear», informe Taller
Panterrestre, Pekín (Beijin), 25-31 de agosto de
1988, Academia Sínica, China.
12.5:
S. H. Schneider y S. L. Thompson, «Simulación
de los elec tos climáticos de la guerra nuclear»,
Nature 333, 221-227; J-B. Mitchell y A. Sungo,
«Efectos climáticos de la guerra n clear: el papel
de la estabilidad atmosférica y los flujos terrestres
de calor», Journal of Geophysical Research 93
(D6), 1988 7037-7045, S. J. Ghan, M. C.
MacCracken y J. J. Walton, "La
365
respuesta climática a unas inyecciones importantes
de humo en la atmósfera: estudios de sensibilidad
con un modelo de circulación general
troposférico», ibíd., 93 (D7), 1988, 8315-8338.
12.6:
A. B. Pittock, Beyond Darkness: Nuclear
Winter in New Zealand and Australia (S.
Melbourne: Sun Books, 1987); ref. 3.11.
12.7:
Debido a la mayor proporción entre océano y
tierra en el Hemisferio Sur, la inercia térmica
(resistencia a los cambios de temperatura) serían
mayores en el Sur que en el Norte. Si la guerra
tuviese lugar en el verano nórdico (maximizando
allí los efectos agudos del invierno nuclear),
tendría lugar en el invierno meridional
(minimizando allí los efectos agudos); pero los
efectos crónicos a largo plazo serán importantes en
ambos hemisferios. Aunque tales efectos aún no se
han estudiado de manera adecuada, resulta
probable que cantidades masivas de humo se
desplazasen desde el Norte hacia el Sur. Pero no
habría tanto transportado hacia el Sur como
suspendido en el Norte. Incluso con algunos
objetivos en el Sur, creemos que los efectos del
invierno nuclear en el Sur serían más benignos que
en el Norte. Obsérvese que, incluso en los casos
en que la cantidad de humo en el Hemisferio Sur
no fuese directamente significativa para las
temperaturas o los niveles de luz, sus efectos sobre
las lluvias y la sequía resultarían de todos modos
desastrosos para la agricultura.
Otra fuente de incertidumbre la constituye el
enfriamiento de los océanos. En una guerra en
verano, las capas más altas de los océanos, en las
latitudes medias, se calcula que se enfriarían entre
3 y 5 °C (cf. Robock, ref. 11.4) y esas capas frías
alcanzaban una profundidad de 25 m en el primer
mes después de la guerra (T. R. Mettlach, R. L.
Haney, R. W. Garw ood y S. J. Ghan, «La
respuesta de la parte superior del océano a una
prolongada inyección, en época de verano, de
humo en la atmósfera», Journal of Geophysical
Research 92, núm. C2, 1987, 1967-1974). Nadie
sabe cuál sería la respuesta a largo plazo del
océano, y cómo un océano más frío llegaría a
enfriar más tarde la zona terrestre en cada uno de
los hemisferios. Éste es otro de los problemas del
invierno nuclear que precisa con urgencia de una
investigación.
366
12.8:
L. da Silva, «Consecuencias climáticas de una
guerra nuclear para Sudamérica», Proceedings
International Symposium on Science, Peace and
Disarmement, G. A. Lemarchand y A R. Pedace,
eds. (Buenos Aires: World Scientific, 1989).
12.9:
A. B. Pittock «Impactos medioambientales
sobre Australia de una guerra nuclear», Ambio 18
(7), 1989, 395-401.
13.1:
Declaración de Delhim, 28 de enero de 1985
(Asamblea General de las Naciones Unidas,
Consejo de Seguridad, 40.a sesión, 1 de febrero de
1985, A/40/114, 1-5. Véase asimismo, ibid. 39.a
sesión, 23 de mayo de 1984, A/39/277, 1-5).
Obsérvese la declaración conjunta del 22 de mayo
de 1984, por parte de los mismos jefes de Estado y
de gobierno, en la que condenan «la carrera hacia
el suicidio global», y declaran que «la gente a la
que representamos no está menos amenazada por
la guerra nuclear que los ciudadanos de los
Estados provistos de armamento nuclear». Esto
resulta, aproximadamente, verdad, excepto tal vez
para Argentina. Su punto de vista quedó resumido
por el primer ministro sueco, Olof Palme, al
recibir el Premio anual «Más Allá de la Guerra»
(San Francisco, 14 de diciembre de 1985), en
nombre de los seis dirigentes. Tras describir el
invierno nuclear como «el planteamiento de un
peligro sin precedentes para todas las naciones»,
prosiguió: «Incluso aunque nos encontremos muy
alejados de las explosiones nucleares,
resultaríamos afectados por el empleo de las
armas nucleares, Y. por lo tanto, también tenemos
derecho a decir algo acerca de su uso. Los
científicos han puesto los cimientos para la clara
filosofía que se halla detrás de la Iniciativa de Paz
de los Cinco continentes.»
«Para las especies y el planeta», en Ending the
Deadlock The political challenge of the Nuclear
Age (Nueva York, Acción global parlamentaria,
1985); asimismo, Bulletin of the Atomic Scientists
41 (10), noviembre de 1985, 4-5.
367
13.3:
Javier Pérez de Cuéllar, discurso ante la
Asamblea General
de la ONU, 12 de diciembre de 1984, acta
provisional de las sesiones, A/39/PVV.97. Véase
también también, «Declaración del Secretario
General ante la Asamblea General sobre temas de
desarme», Disarmament 1 3 (1), primavera de
1985, 3-7.
13.4:
Misión de Nueva Zelanda ante las Naciones
Unidas, declaración del primer ministro ante la
Asamblea General, 39.a sesión, 25 de setiembre
de 1984.
A principios de 1984, y en varias ocasiones
posteriores, David Lange, el primer ministro,
declaró: «Nueva Zelanda no desea verse
defendida con afinas nucleares.» «Nueva Zelanda
nunca adquirirá armas nucleares, y no pide a las
potencias amigas que las empleen en su defensa...
Asimismo, es un punto de vista de su gobierno que
son las armas nucleares por sí mismas las que
constituyen una amenaza real y potencialmente
catastrófica.» (Gobierno de Nueva Zelanda, The
Defence Question [Wellington, 1985].) El
diplomático neocelandés, Kennedy Graham,
escribe:
Lo que Nueva Zelanda pone ahora en tela de
juicio es la racionalidad de la disuasión nuclear, y
esto lo hace en nombre de la seguridad nacional...
Al tomar en cuenta todas esas probabilidades, el
riesgo de la disuasión y un conflicto nuclear que
tenga lugar dentro del plazo de los próximos
quince años, todo ello se valora aquí en uno entre
cinco. Algunos no dudarán en asignar un elevado
factor de riesgo, otros uno más bajo... Si el riesgo
es significativo, en ese caso se enfoca ciertamente
sobre un período calculable de tiempo, en las
valoraciones aquí efectuadas, frente a un plazo de
75 años... Con unas posibilidades tan
extraordinariamente elevadas, ¿resulta tolerable
dejar tras de sí semejante herencia?...
Los años 1980 han visto la culminación de todo
esto... La
continua fabricación de armamentos, la creciente
sofisticación de las armas y la militarización del
espacio, todo ello ha intensificado los temores de
los años 1970 respecto de la fiabilidad de las
tendencias estratégicas en los últimos tiempos, y,
por enci-ma de todo, el mundo se ha unido frente a
la amenaza nuclear.
Graham prosiguió entonces con la descripción
del invierno nuclear (Graham, «La política no
nuclear de Nueva Zelanda hacia una seguridad
global», Alternatives 12 [2], abril de 1987 224,
228, 230).
Puntos de vista de esta clase no fueron muy bien
recibidos en Washington, en especial después de
que Nueva Zelanda se negase a que los buques de
guerra de Estados Unidos visitasen sus puertos si
—como es política de Estados Unidos— no
confirmaban o negaban si eran portadores de
armas nucleares. El ex primer ministro Sir
Wallace Rowling, el embajador de Nueva Zelanda
en Estados Unidos, durante los años Reagan, fue
casi persona non grata, y no se le permitió
siquiera presentar sus cartas credenciales ante el
presidente. El secretario de Defensa Weinberger,
en un viaje a Australia, fingió no haber oído
hablarí nunca de Nueva Zelanda. Los funcionarios
estadounidenses temían que la política de Nueva
Zelanda de prohibir las armas nucleares de
Estados Unidos se convirtiese en algo contagioso.
Se puso en evidencia que era probable que otros
países atraparan este virus, cuando se reveló que
Estados Unidos habían pasado por alto el informar
a las naciones aliadas más próximas y a otros
territorios (Canadá, Islandia, Bermudas y Puerto
Rico) de que se habían realizado planes de
contingencia para desplegar armas nucleares en su
suelo (Leslie H. Gelb, «Los planes de Estados
Unidos para desplegar armas-A no se declararona
las naciones huéspedes», New York Times, 13 de
febrero de 1985) Al día siguiente, el Times
manifestó la preocupación acerca de «una voluntad
por desenmarañar» el apoyo a la auténtica política
nuclear de Estados Unidos entre las naciones de la
OTAN lo que entonces se llamó «alergia nuclear»
(í dem, «Estados Unidos trata de combatir la
resistencia de los Aliados a las armas nucleares:
se dice que esto se halla ya muy extendido», New
York Times, 14 de febrero de 1985).
13.5:
Nigeria: «No existirá para todos nosotros
ningún lugar en el que ocultarnos, aunque no
tengamos en ello la menor participación, aunque se
haya continuado previniendo contra esta irracional
diversión de los... recursos.»
Rumania: «El empleo de, simplemente, una
pequeña parte de los arsenales actualmente
existentes, acarrearía la destruc-
369
ción de todo rastro de civilización.»
China: «Si eligiesen usar sólo una pequeña
fracción de sus arsenales nucleares, no sólo
sufriría la gente de esas dos potencias, sino que las
personas de todo el mundo se zambullirían en un
holocausto sin precedentes... Por esta razón, los
numerosos países pequeños y de tamaño medio...
se hallan plenamente justificados al pedir «que
Estados Unidos y la URSS] detengan de inmediato
su carrera de armamento nuclear y tomen la di-
rección de una drástica reducción en sus armas
nucleares.» Canadá: «Incluso para los
supervivientes, el mundo sería virtualmente
inhabitable después de un importante conflicto
nuclear.»
El embajador de Canadá en la Conferencia de
Desarme de las Naciones Unidas argumentó que el
invierno nuclear «deberío bligar al mundo a
desembarazarse de las armas nucleares», («Roche
pide reducciones en armas-N», Winnipeg Free
Press, 16 julio de 1985.)
13.6:
Comunicado a la Prensa, Oficina del primer
ministro, We-lington, Nueva Zelanda, 28 de agosto
de 1986: «El dinero pagado en compensación por
el asunto del Rainbow Warrior se invertirá en el
primer estudio detallado, realizado en Nueva
Zelanda, de los efectos que tendría para este país
un "invierno nudear".»
13.7:
Comunicación privada de Dennis Healey a C.
S., 3 de di-ciembre de 1986.
13.8:
Henry Kamm, «El jefe griego vuela hoy a
Moscú: matiza las observaciones y dice que las
diferencias con Estados Unidos
son sólo peleas entre amigos», New York Times,
11 de febrero de
1985.
Comunicación privada de Yevgueni Velijov a C.
S., 24 de enero de 1984.
13.10:
En una reunión, el 29 de setiembre de 1987, en
el Instituto de Estudios de Estados Unidos y
Canadá de la Academia de
370
Ciencias Soviética, en Moscú, el general de
División, Boris Tro fimovich Surikov, del Estado
Mayor soviético, le dijo a uno de nosotros (C. S.)
que el invierno nuclear se discute a menudo en el
Ministerio de Defensa ya ha influido en la política
estratégica soviética. La principal implicación
política, dijo al responder a una pregunta, radica
en la necesidad de reducciones más importantes en
las armas estratégicas. Andréi Kokoshin, uno de
los vicedirectores del Instituto, también declara
que existe, entre los militares soviéticos, un
amplio conocimiento de las implicaciones del
invierno nuclear.
13.11:
Esto no fue cierto en la prehistoria del invierno
nuclear. El documento Crutzen/Birks de 1982
(véase recuadro, «Invierno nuclear: principios de
la historia y prehistoria», capítulo III) —y toda la
edición de Ambi o en la que se publicó— se
clasificó como secreto en la Unión Soviética, por
lo que incluso especialistas en física atmosférica y
química eran ignorantes por completo del mismo.
(G. S. Golitsin, conferencia en la Universidad
Cornell, 6 de marzo de 1989.) Sin embargo,
inmediatamente después de la conferencia en
Washington D. C, del 31 de octu-bre-2 de
noviembre de 1982, en que se discutió por primera
vez en público el asunto del invierno nuclear —y
que incluyó una discusión televisada por satélite
con los científicos soviéticos en Moscú—, se
dedicó una considerable atención, en los medios
de comunicación soviéticos, a los nuevos
descubrimientos: por ejemplo, G. Vasiliev. «Las
sopesadas palabras de los científicos», Pravda, 16
de noviembre de 1983; Pravda, 3 de diciembre de
1983, «Los científicos declaran que no puede
permitirse la guerra nuclear», Pravda, 9 de
diciembre de 1983; G. Gontarev, «El cuarto puente
por televisión entre la URSS y Estados Unidos: No
a la guerra nuclear», Vestnik, Agencia de Prensa
No-vosti (Panorama soviético), núm. 236, 5 de
diciembre de 1983; V. Simonov, «El día después:
contemplando lo impensable». Literaturnaia
Gazeta, 23 de noviembre de 1983; Izvestia, 23 de
noviembre de 1983; programa de TV «Vremia» a
toda la Unión. 11 de diciembre de 1983;
«Conferencia por TV de los científicos soviéticos
y estadounidenses», Servicio de Televisión de
Moscú primera emisión el 24 de marzo de 1984
(programa de 1 hora, audiencia estimada: 100
millones de personas); Sovietskaia Rossia, 4 de
diciembre de 1983, y N. Paklin, «Hay que impedir
371
un invierno nuclear», Izvestia, 27 de enero de
1984. Desde entonces han continuado apareciendo
artículos; por ejemplo, Semanario de Noticias de
Moscú, num. 13, abril de 1984, o el artículo
«Impedir una catástrofe», por los científicos G.
Goldanski y S. Kapitsa, en Izvestia, 19 de julio de
1984, que incluye estas líneas: «Todos los
cálculos están de acuerdo en que el número de
armas nucleares existentes exceden del umbral más
allá del cual se pondría en movimiento una
reacción geofísica global. Esto significa que
nuestra Tierra es demasiado pequeña para las
armas concentradas sobre ella.» Otras
publicaciones posteriores incluyen: Sovietskaia
Rossia, 30 de noviembre de 1984; Komsomolskaia
Pravda, 7 de marzo de 1985; Izvestia, 25 de julio
de 1985; A. Palladin, Izvestia, 28 de julio de
1985; A. Palladin, Izvestia, 28 de julio de 1985,
Sozialilistishnaia Industria, 28 de marzo de 1985;
artículos por O. Morioz y Y. P. Velijiov, en la
Literaturnaia Gazeta de, respectivamente, 25 de
diciembre y 22 de enero de 1986; el grupo de
artículos publicados en la revista científica
popul ar Pri roda, junio de 1985; y «Guerra
nuclear: una oscuridad eterna», en Anuario de
1986 de la URSS (Moscú: Editorial Agencia de
Prensa Novosti, 1986). Entre los programas de
televisión emitidos en este período, los de 24 de
marzo de 1984, 140 GMT y 16 de julio de 1985,
1510 GMT, incluyeron discusiones acerca de la
naturaleza e implicaciones políticas del invierno
nuclear, en traducción al ruso, por uno de nosotros
(C. S.). Existe asimismo cierto número de
artículos científicos soviéticos acerca del invierno
nuclear, algunos de los cuales han sido
comentados en ciertas partes de estas referencias.
El primero en verse publicado en una revista
científica occidental fue V. V. Alexandrov, «Un
punto de vista soviético del invierno nuclear»,
Chemtech 11, 1985, 658-665; y G. S. Golitisin, y
A. S. Ginsburg, «Estimaciones comparativas de
las consecuencias climáticas de las tormentas de
polvo marcianas y una posible guerra nuclear»,
Tellus 37B, 1985, 173-181. Esas publicaciones
estuvieron precedidas por una presentación
conjunta estadounidense-soviética,
«Consecuencias globales climáticas de la guerra
nuclear: simulaciones con modelos
tridimensionales», Por S. L. Thompson, V. V.
Alexandrov, G. L. Stenchikov, S. H. Schneider, C.
Covey y R. M. Chervin (Ambio 13 [4], 1984, 126-
243), que concluyen: «Los resultados están
aproximadamente en línea con la... publicación
TTAPS.» Véase asimismo K. Y. Kondraiev y G.
A. Nikolski, «Una presentación de los posibles
372
impactos medioambientales de un conflicto nuclear
en la atmósfera y el clima de la Tierra», informe
del Comité de la URSS para el Programa
medioambiental de la ONU (Ginebra, 1986); y
Yuri Fiodorov, «Invierno nuclear y política
nuclear de Estados Unidos», Mirovaia Ekonomika
y Mezhdunarodnie Otnoshenia junio de 1986, 77-
82.
La popular revista científica estadounidense
Scientific American se ha publicado, durante
algunos años, en una edición rusa, aunque, al
principio, con los artículos acerca de la guerra
nuclear y el control de armamentos
sistemáticamente expurgados. Pero éste ya no es el
caso en la actualidad. El primero de tales artículos
en publicarse en la URSS fue el de R. P. Turco, 0.
B . Toon, T. P. Ackerman, J. B. Pollack, y C.
Sagan, «Los efectos climáticos de la guerra
nuclear», Scientific Americann 251 (2), agosto de
1984, 33-43, reimpreso en ruso en V. Mire Nauki,
octubre de 1984, 4-16.
Una dramatización soviética por televisión de
los efectos directos de una guerra nuclear, así
como del invierno nuclear, titulada «Cartas de un
hombre muerto», fue ampliamente vista en la
URSS, a principios de julio de 1986. Y —otra
indicación del conocimiento por parte de los
soviéticos del invierno nuclear— Andréi
Voznesenski dedicó un poema a los peligros del
invierno nuclear (Moscú Tass, 15 de mayo de
1984).
13.12:
«Guerra nuclear e invierno nuclear», seminario
dirigido por Carl Sagan en la Universidad Estatal
de Moscú, 19 de marzo de 1986. Información del
mismo en NTR: Problemi I Rezhenia 6 (21), 18 de
marzo de 1986, 1, 7.
13.13:
Vladimir F. Petrovski, «El concepto soviético
de la Segundad total al empezar el siglo XXI»,
Disarmament 9 (2), primavera de 1986, 77-92.
13.14:
Por ejemplo, Y. P. Velijov, ed., La noche
después: advertencia científica (Moscú: Mir,
1985).; A. Gromyko y V . Lomeiko,
Consecuencias de una guerra nuclear (Moscú:
Relaciones Interna' cionales, 1984); G. S. Golitsin
y A. S. Ginsburg, Posibles consecuencias
climáticas de una guerra nuclear y algunas
cosas
373
naturales análogas: una investigación
científica, Comité de Científicos soviéticos en
pro de la Paz y contra la Amenaza Nuclear
(Moscú, 1984); N. N. Moiseiev, B. V.
Alexandrov y A. M. Xarko, El hombre y la
biosfera: una prueba de análisis de sistemas y
experimentos con ordenadores (Moscú:
Nanka, 1985); A. Jabarov y A. Sneguin,
Consecuencias para Asia de una guerra
nuclear (Moscú: Editorial Novosti, 1985); M.
I. Budyko, G. S. Golitsin e Y. A. Izrael, Global
Climatic catastrophes (Nueva York y Berlín:
Spr i nger Verlag, 1988); A. Ginsburg, El
planeta Tierra en la era posnuclear (Moscú:
Nauka, 1988); ref. 13.15.
13.15
Y. P. Velijov en Consecuencias climáticas y
biológicas de la guerra nuclear (Moscú:
Nauka, 1986), 183-184. También Velijov en
Sadruddin Aga Kan, ed., Nuclear war, nuclear
proliferation and their consequences (Oxford:
Oxford University Press, 1985).
13.16:
Al principio de su carrera, Mijaíl Gorbachov
tuvo a su cargo la agricultura soviética, lo cual
ha podido llevarle a una posición que le
permite apreciar mejor que otros dirigentes las
consecuencias de incluso un invierno nuclear
benigno.
13.17:
M. S. Gorbachov, discurso, Foro
Internacional para un Mundo Libre
Nuclearmente y por la Supervivencia de la
Humanidad, 16 de febrero de 1987. Una
observación similar se reflejó en un documento
entregado, en 1984, por Imamullah Kan,
secretario general del Congreso Mundial
Musulmán en K a r a c hi : «El Congreso
Musulmán Mundial rechaza la noción de que la
^uténtica supervivencia de la Humanidad deba
ser un rehén de 0s intereses de seguridad de un
puñado de estados con armamento nuclear.»
(Kan, «La guerra nuclear y la Defensa de la
Paz: El punto de vista musulmán», documento
presentado en una conferencia de científicos y
dirigentes religiosos mundiales sobre invierno
nuclear, Bellagio, Italia, 19-23 de noviembre
de 1984.)
13.18:
Por ejemplo, C. Sagan, «El invierno
nuclear», Parade, 30 de octubre de 1983, 4-7;
«Invierno nuclear: efectos de la guerra
374
atómica», Nightline, ABC-TV, 1 de noviembre de
1983; «El día después: dilema nuclear»,
Viewpoint, ABC-TV, especial, 20 de noviembre
de 1983; P. Ehrlich, C. Sagan, D. Kennedy y W. O.
Roberts, The cold and the dark: The World after
nuclear war (Nueva York: Norton, 1984, y muchas
ediciones extranjeras)' Anne Ehrlich, "Invierno
nuclear": una previsión de los efectos climáticos y
biológicos de la guerra nuclear», Bulletin of the
Atomic Scientists 40, 1984, 3S-14S; C. Meredith,
O. Greene y M Rentz, Nuclear Winter: A New
Dimension for the Nuclear Debate (Londres:
S A N A , 1984); «Invierno nucl ear», Nightline
ABC-TV 18 de julio de 1984; «Invierno nuclear»,
Face the Nation, CBS-TV, 16 de diciembre de
1984; «El mundo tras una guerra nuclear», WTBS
Superestación, Atlanta, marzo de 1984 (numerosas
emisiones); C. Sagan, «Podemos impedir el
invierno nuclear», Parade, 30 de setiembre de
1984, 13-17; M. Harwell, Nuclear Winter: The
H u m a n and Environmental consequences of
Nuclear Wa r (Nueva York y Berlín: Springer
Ve r l a g, 1984); «El invierno nuclear: charla
televisada pronunciada el 19 de octubre de 1984,
Denver: primera emisión nacional en CBS, abril
de 1985; «Invierno nuclear: cambiando nuestra
forma de pensar», Consejo de Defensa de
Recursos Naturales, conferencia de Washington,
D. C, primera emisión televisada en directo en
unión de 150 ciudades, 18 de abril de 1985; Owen
Greene, Ian Percival e Irene Ridge, Nuclear
Winter: The evidence and the risk (Cambridge:
Polity Press y Oxford: Blackwell, 1985); Michael
Rowan-Robinson, Fire and Ice: The Nuclear
Wi n t e r (Harlow, Essex, Inglaterra, Longman,
1985); A. C. Revkin, «Duros hechos acerca del
invierno nuclear: todo el mundo sabe que la guerra
nuclear sería horrible pero nadie esperaba esto»,
Science Digest, marzo de 1985, 1, 62-68, 77, 81,
83; S. L. Stephens y J. W. Birks, «Después de una
guerra nuclear: perturbaciones en la química
atmosférica», BioScience 35, 1985, 557-562; C.
Covey, «Efectos climáticos de la guerra nuclear»,
BioScience 35, 1985, 563-569; Barbara G. Levi y
Tony Rothman, «Invierno nuclear: asunto de
grados», Physics Today, setiembre de 1985, 58-
65; Lydia Dotto, Planet Earth in Jeopardy (Nueva
York, Wiley, 1986) ; P. Crutzen y J. Hahn,
Schwarzer Himmel (Frankfurt: Fischer Verlag
1986) ; Marcus Chown, «Guer r a nucl ear: los
espectadores morirán de hambre», New Scientist
(Londres), 2 de enero de 1986 ídem, «Humeando
las características del invierno nuclear ibíd., 11 de
diciembre de 1986; André Berger, «El invierno
nu-
375
clearr», L a Recherche 17, 1986, 880-890; G. E.
McCuen, ed„ Nuclear Wi nt er (Hudson, Wis.,
G e m , 1 9 8 7 ) ; A. Robock, «Nuevos modelos
confirman el invierno nuclear», Bulletin of the
Atomic Scientists, setiembre de 1989, 32-35;
Christine Haewell y Mark jjawell, Nuclear
F a m i n e (Burlington, N.C.: Carolina Biology
Readers num. 185, 1990); C. Sagan y R. Turco,
«Demasiadas armas en el mundo», Parade, 4 de
febrero de 1990, 1013; David g. Fisher, Fire and
Ice: The greenhouse effect, ozone depletion and
Nuclear Winter ( Nue v a York: Harper Row,
1990); y muchas otras referencias (por ejemplo,
refs, 2.2-2.7), que se proporcionan en este libro.
El invierno nuclear ha sido también descrito en
cierto número de novelas de ciencia ficción y
relatos cortos, y en cómics editoriales (por
ejemplo, uno en el Philadelphia Inquirer, con el
título de «Habrá oscuridad»).
La resistencia mostrada incluso ante las
descripciones más realistas de las consecuencias
de la guerra nuclear, quedaron de lo más vivido en
la reacción ante la dramatización televisiva de 20
de noviembre de 1983: «El día después». El
programa hacía hincapié en los incendios y en las
enfermedades por radiación, ignoraba el invierno
nuclear y conseguía acabar en una nota optimista.
A pesar de esto, hubo mucha crítica por mostrar a
millones de estadounidenses muertos por la guerra
nuclear, diciendo que esto aterrorizaría al pueblo
norteamericano y le sumergiría en la apatía y en el
derrotismo. En una discusión por televisión en
ABC, titulada Punto de vista, que siguió
inmediatamente a esta dramática representación,
uno de nosotros presentó brevemente algunos de
los por entonces muy recientes decubrimientos del
invierno nuclear. El ex consejero de Seguridad
Nacional y secretario de Estado Henry Kissinger
expresó su enfado:
Enzarzarse en una orgía de demostraciones
de lo horribles que son las bajas en una guerra
nuclear, y trasladar en imágenes las
estadísticas que ya se conocen desde hace tres
décadas, y que luego el señor Sagan diga que
aún podría ser peor que esto, lo que yo diría
es: «¿Qué podemos hacer al respecto?» Y
sería lo siguiente: ¿Se supone que hemos de
hacer política asustándonos a nosotros mismos
hasta la muerte...?
Una mucho más realista dramatización del día
siguiente a
376
u n a guer r a nuclear, incluyendo por lo menos
alguna de las consecuencias del invierno nuclear,
se incluye en el filme de la BBC «Hebras»,
emitido en primer lugar en el Reino Unido, el 23
de setiembre de 1984, y luego a través de la
Turner Broadcasting System, a partir de 13 de
enero de 1985. (Se vio seguida por el documental
de la BBC acerca del invierno nuclear, «En el
octavo día».) Lo más fuerte de «Hebras», según
informó el Times de Londres, fue su demostración
de «lo peligrosamente que está construida nuestra
sociedad humana, y cuan fácilmente puede
quebrarse..., como una tela de araña en la que un
colegial mete un dedo» («La frágil tela de la
sociedad humana», 24 de setiembre de 1984).
A pesar de este ámbito y variedad en la
exposición pública del invierno nuclear, hubo
algunos que sintieron que no recibía la atención
que merecía. Por ejemplo, he aquí los comentarios
del físico y premio Pulitzer, Lewis Thomas:
La primera vez que me enteré de los
detalles de este descubrimiento, a finales de la
primavera de 1983, lo tomé como la mayor
muestra de buenas noticias que facilitaba la
ciencia en todo el siglo xx (un siglo con una
escasa parte de buenas noticias hasta ahora).
Más avanzado el año, el 31 de octubre, se
convocó una conferencia internacional en
Washington, con el fin explícito de conseguir
que la amenaza del invierno nuclear se
convirtiera en tan pública como fuese posible.
Iban a asistir varios centenares de eminentes
científicos de veinte países, que representaban
las disciplinas y subdisciplinas de la física, la
climatología, la biología, y la medicina,
además de varios funcionarios públicos
estadounidense y extranjeros, educadores,
expertos en política exterior y especialistas
militares y en control de armamento.
Estuvieron presentes más de un centenar de
periodistas de Prensa, televisión y radio. El 1
de noviembre, la asamblea de Washington
quedó unida por satélite, en directo y en vivo,
con un grupo de científicos soviéticos, en
Moscú, para un intercambio de puntos de vista
en ambas direcciones.
Y luego, en los días y semanas que
siguieron, ocurrió la cosa más extraña: mucho
ruido y pocas nueces.Algunos de los
principales periódicos nacionales publicaron
breves o casi superficiales reseñas de la
conferencia, y la mayor
377
p a r t e de ellas en páginas interiores. No
recuerdo ninguna mención al asunto en ninguna
red de programas de noticias al día siguiente,
ni tampoco cualquier otro día, con la única
excepción de la discusión de media hora en el
programa de la ABC Nightline. Un mes
después, cuatro científicos soviéticos
acudieron a testificar a Washington sobre el
mismo tema en la Sala de Reuniones del
Senado, junto con otro cuatro colegas
estadounidenses, por invitación de los
senadores Kennedy y Hatfield. Expresaron su
acuerdo total con las conclusiones alcanzadas
en el cierre de la conferencia de octubre. Esta
reunión, también sin precedentes, estuvo
abierta al público y asistieron, por lo menos,
un núcleo de representantes de los medios de
comunicación. No se dio ninguna noticia por
los programas de noticias televisadas por la
noche, y virtualmente ninguna en la edición de
la Prensa del día siguiente. [«Una vez más el
invierno nuclear», Discover, octubre de 1985.]
13.19
A causa, según cree un sovietólogo, de la
censura militar en una disputa interna abierta entre
varias facciones (ref. 13.27).
13.20
Los mismos autores han dado extensas
explicaciones sobre el invierno nuclear a la
Agencia de Defensa Nuclear, y otras oficinas del
Departamento de Defensa, a la CIA, a la Agencia
de Seguridad Nacional, a la Agencia de Control de
Armas y Desarme, al Colegio Nacional de la
Guerra, al Comité de Servicios Armados del
Senado y a otros muchos comités del Senado y del
Congreso.
13.21
Dos justas y representativas reacciones de la
rama legislativa en una Sesión Conjunta
Congreso/Senado sobre el tema del invierno
nuclear:
El republicano Parren J. Mitchell, de Maryland:
Me ha costado algún tiempo recuperarme.
Se trata de una increíble experiencia, el que
estemos aquí reunidos en esta atestada sala
discutiendo lo que parecen ser los lógicos y
explícitos términos de la posible extinción de
la Humanidad. No sé cómo la gente puede
captar la dimensión de
378
aquello de lo q u e estamos hablando con
nuestro lenguaje usual, comedido y civilizado.
Para mí constituye una experiencia en extremo
traumatizante.
El senador James R. Sasser, de Tennessee:
Muchas gracias, senador, y deseo alabarle,
senador Proxmire, por tomar la decisión de
que hoy estemos realizando esta sesión. Creo
que es en extremo importante, y lo que ha
desarrollado hoy, a partir de este grupo de
muy distinguidos expertos, constituye un
testimonio de lo más interesante y de lo que
opino que es algo de lo más informativo y, al
mismo tiempo, profundamente turbador, y
constituye un gran servicio que me parece que
se hace al país..., un gran servicio a toda la
Humanidad: hacer conocer esta información y
ponerla sobre el tapete, para que, por lo
menos, algunos de los líderes de la opinión de
nuestra sociedad y nuestro gobierno, puedan
enterarse y, confiemos, lleguen a reaccionar
de un modo racional.
[Las consecuencias de la guerra nuclear:
sesiones ante el Subcomité de Comercio
Internacional, Finanzas y Seguridad Económica
del Comité Económico Conjunto, Congreso de
los Estados Unidos, 98.° Congreso, segunda
sesión, 11 y 12 de julio de 1984 (Washington, D.
C: U. S. Government Printing Office, 1986, 78,
80.)]
13.22:
Caspar N. Weinberger secretario de Defensa,
informe al Congreso, «Los efectos potenciales de
la guerra nuclear sobre el clima », 1985, y
subsiguientes años fiscales. Esos informes fueron
encargados por el Congreso para que fuesen «un
estudio omnicomprensivo de las consecuencias
atmosféricas, climáticas, biológicas, de la salud y
del medio ambiente, respecto de las explosiones
nucleares y los intercambios nucleares y las
implicaciones que tales consecuencias tienen para
las armas nucleares, el control de armamentos y
las políticas de defensa civil de los Estados
Unidos», por ley de Autorización de la Defensa
Nacional para el año fiscal de 1987. Se las
considera ampliamente como poco adecuadas al
claro deseo expresado por el Congreso. En el Año
fiscal 1988, el informe se redujo a la extensión de
una única página. En réplica a una carta del
senador
379
Timothy Wirth, que describe los informes del
Departamento anteriores a 1988como «demasiado
flojos y carentes d e l suficiente detalle para
cumplir con la legislación en vigor», a lo que el
secretario de Defensa replicó que el «invierno
nuclear es una hipótesis cuya ciencia no es muy
bien comprendida por la comunidad científica. En
sus predicciones abunda el dar por sentadas las
incertidumbres». (Caspar N. Weinberger a
Timothy E. Wirth, 13 de octubre de 1987.)
Compárese esta observación con, por ejemplo, las
refs. 3.9, 3.11, 3.13, 3.14, 3.15, 3.16; véase
asimismo los recuadros «Grandes incendios,
polvo marciano e invierno nuclear», capítulo III, y
«¿Morirían realmente miles de millones de
personas por el invierno nuclear?», capítulo V.
Aunque ahora decimos que sólo serían 10 °C, y no
20 °C, el invierno nuclear resultante de una guerra
nuclear, uno podría creer que esta auténtica
temperatura de Era glacial debería tener una honda
influencia en la planificación estratégica de
Estados Unidos. También hemos quedado
sorprendidos por la reluctancia a apoyar
posteriores investigaciones sobre el invierno
nuclear por parte de aquellos que alegan que las
incógnitas científicas impiden extraimplicaciones
políticas a partir del invierno nuclear.
13.23
Documentación de la Casa Blanca, «La
iniciativa estratégica de Defensa del Presidente»
(Washington, D. C, Presidente de Estados Unidos,
1985), l0 págs.
13.24
Richard N. Perle, ayudante del secretario de
Defensa, testimonio, Comité de Ciencia y
Tecnología del Congreso, 14 de marzo de 1985,
informe de la «Associated Press», 2 de abril de
1985.
Washington: El Pentágono admite que una
guerra nuclear barrería la vida de nuestro
planeta, pero dice que no hay razón para
cambiar la doctrina nuclear o dejar de fabricar
armas atómicas... Richard Perle dijo:
«Estamos persuadidos de que una guerra
nuclear sería algo terrible, pero creemos que
lo que estamos haciendo respecto de la
modernización nuclear estratégica y control de
armamentos es algo consistente y creemos que
ello no deja de ser acertado a pesar del
fenómeno del invierno nuclear.»
380
Sin embargo, puede encontrarse un punto de
vista algo diferente en el testimonio de Perle ante
el Comité de Servicios Armados del Senado, más
avanzado ese mismo año (Invierno nuclear y sus
implicaciones, ref. 2.6) y, por ejemplo, «Perle
dice que el invierno nuclear pide profundas
reducciones» (Defense Daily, 10 de octubre de
1985). Algo parecido a ambos puntos de vista,
junto con la noción de que el invierno nuclear
también se inclina al apoyo del SDI,
«modernización estratégica» y a una flexible
elección de blancos para el control de la escalada,
todo lo cual se halla en un informe del secretario
de Defensa, de marzo de 1985 (ref. 13.28), que
respondía a la acusación del senador William
Proxmire de que «el Pentágono ha robado el
invierno nuclear» (Susan Subak, «Los estrategas
eluden el invierno nuclear», Nuclear Times, mayo-
junio de 1986, 18-19).
Esa misma declaración del mes de marzo de
1985 del secretario Weinberger contiene también
la siguiente y memorable frase: «Incluso una sola
capa de la defensa [estratégica] puede
proporcionar una mayor mitigación del efecto
sobre las consecuencias atmosféricas [de una
guerra nuclear] que lo que resultase de cualquier
nivel de reducciones que fuese probable que
aceptara la URSS en un breve plazo». Diez meses
después, el secretario general Gorbachov pedía un
proceso en tres etapas en la reducción de
armamentos, que, de llevarse a la práctica, dejaría
al mundo por completo sin armamento nuclear
hacia el año 2000.
Alguno de aquellos que creen que no resulta
plausible la extinción de la especie humana por el
invierno nuclear, han efectuado, a su vez, sus
propios escenarios de extinción. Por ejemplo,
Lowell Wood, tras expresar la opinión de que, por
lo menos, el 80% de la raza humana, lejos de la
zona de objetivo de las latitudes medias del
Hemisferio Norte, sobreviviría a una guerra
nuclear, predijoque «la oleada de barbarie» que
precipitaría la contienda «desencadenaría a
continuación una guerra biológica, que
exterminaría por todas partes la vida humana»...Y
a continuación utilizó este cuadro vivo para
mostrarse a favor de la guerra de las galaxias
(Wood, «La cambiante relación entre Defensa y
Ofensiva en la guerra nuclear estratégica», en
Seminario Internacional acerca de la guerra
nuclear, tercera sesión, Bases técnicas para la
paz [Frascati, Italia: Servicio de documentaciones
de los Laboratorios Nacionales de Frascati del
INFN, 1984], 185-186, 298-299. Wood
desempeñó un papel de primer orden en el
381
desafortunado proyecto SDI de la bomba de
hidrógeno impulsada por rayos X y láser, y en el
más actual de las «pildoras brillantes ».
13.25:
Dyson (ref. 2.8) ha expresado la preocupación
de que tales futuros desarrollos tecnológicos
podrían «eliminar el peligro del invierno nuclear
sin hacer lo mismo con el peligro de una guerra
nuclear», lo cual sería políticamente arriesgado
para servir de base a las recomendaciones
políticas acerca de únicamente el invierno nuclear.
Sin embargo, como ya hemos discutido, el peligro
del invierno nuclear se hace pequeño sólo cuando
la configuración actual de los arsenales desciende
por debajo de unos pocos centenares de armas; una
masiva reducción de los arsenales, pues, es lo que
se requiere antes de que se plantee esta
contingencia. Asimismo, también incluso las
explosiones nucleares subterráneas de bajo poder
explosivo podrían —a través de la rotura de las
conducciones de gas y de electricidad y por medio
de las descargas de electricidad estática—
originar unos extendidos incendios y tormentas de
fuego, como ocurrrió inmediatamente después del
terremoto de San Francisco de 1906 (véase
recuadro, capítulo I I , y Theodore Postol,
testimonio, Comité de Ciencia y Tecnología del
Congreso, 12 de setiembre de 1984). Además,
muchas (pero no todas) las implicaciones políticas
del invierno nuclear siguen, aunque en una forma
más débil, a los efectos instantáneos de la guerra
nuclear. Esto constituye una medida de la robustez
de esas implicaciones.
13.26:
Oficina General de Contabilidad de Estados
Unidos, Invierno nuclear: incertidumbres que
rodean los efectos a largo plazo de la guerra
nuclear, GAO/NS/AD-86-62, marzo de 1986. Este
informe se titulaba originariamente Invierno
nuclear: una teoría plausible con muchas
incógnitas en la ciencia y en la política, pero se
cambió después de una carta, de 12 de febrero de
1986, con membrete de la Casa Blanca, escrita por
John P. McTague, en aquel momento consejero
científico del presidente Reagan. McTague dijo al
GAO, que se supone que trabaja para la rama
legislativa del gobierno de Estados Unidos:
«Estoy muy poco seguro de que los resultados de
un invierno nuclear sobre el clima fuesen los
descritos en ese informe... Por consiguiente,
recomiendo que rehagan el tenor del mencionado
informe.»
382
13.27:
S. Shenfield, «Invierno nuclearyla URSS»,
Millenium: Journal of International Studies 15
(2) 1986, 197-208.
13.28:
Las primitivas preocupaciones respecto de la
respuesta soviética al invierno nuclear pueden
encontrarse, por ejemplo, en los Memoranda de 7
de noviembre de 1983 y 19 de octubre de 1983 al
Jefe de las Operaciones Navales (CNO) por parte
del vicealmirante J. A. Lyons, Jr, vicedirector del
CNO (Planes, Política y Operaciones), mandados
gracias a la Ley de Libertad de Información, 14 de
marzo de 1984. En el primero de esos dos
memoranda, el almirante Lyons escribe:
A largo plazo, los [resultados presentados
unos cuantos días antes de la primera
conferencia pública sobre invierno nuclear]
merecen un serio estudio para comprobar si se
precisan, de algún modo, cambios en la
política de objetivos de los Estados Unidos.
Sin embargo, a corto plazo las implicaciones
de la conferencia son primariamente políticas.
Anticipo que los soviéticos harán un uso
extensivo de esos resultados, especialmente en
Europa, para demostrar los peligros de la
carrera de armamentos (para lo que ellos
denominan el despliegue del PERSHING
II/GLCM.
No obstante, otro funcionario de la misma
oficina, el vicedirector del CNO para la Guerra
Estratégica y Teatro de Operaciones Nuclear,
declaró, en otro memorándum de noviembre de
1983: «Por desgracia, existe muy poca
probabilidad de que un examen serio de las
amplias implicaciones políticas [del invierno
nuclear] llegue a ser realizado por alguien
importante de la Oficina del secretario de Defensa
o del Estado Mayor Conjunto.» {Invierno nuclear
y sus implicaciones. Sesiones ante el Comité de
Servicios Armados, Senado de Estados Unidos, 99
Congreso, primera sesión, 2 y 3 de octubre de
1983 [Washington. D. C: U. S. Government
Printing Office, 1986], 127.)
El secretario de Defensa (Caspar Weinberger,
«Los efectos potenciales de una guerra nuclear
sobre el clima: Inforrne al Congreso de los
Estados Unidos», marzo de 1985), aseguró que
383
los soviéticos «no muestran ninguna evidencia de
considerar todo el asunto [del invierno nuclear]
algo más que una oportunidad para hacer
propaganda.» Véase también «Explotación
soviética de la hipótesis del invierno nuclear», por
L e o n Gouré, preparado para la Agencia de
Defensa Nuclear, por SAI, Inc. 5 de junio de 1985,
y «Una puesta al día de la investigación soviética
y explotación del invierno nuclear, 1984-1986»,
por Leon Gouré, preparado para la Agencia de
Defensa Nuclear por SAI, Inc., 10 de octubre de
1987.
Un juicio diferente, por el sovietólogo Stephen
Shenfield, concluye que el trabajo soviético
acerca del invierno nuclear «es un producto
auténtico, sustancioso y relativamente autónomo de
la comunidad científica soviética. Esto convierte
en probable que los descubrimientos de las
investigaciones soviéticas tengan algún impacto
sobre los que hacen la política (mientras que, al
mismo tiempo, y como es natural, se emplean para
la propaganda). Pero argumenta asimismo que, si
existe «una tendencia en el pensamiento soviético
hacia fortalecer la conciencia de las
consecuencias catastróficas del invierno nuclear, y
esta tendencia se encuentra lejos de haber llegado
a su final, en ese caso el invierno nuclear puede
constituir un asunto de importancia central» (ref.
13.27). Véase asimismo Lynch, ref. 2.6, quien, en
1987, llegó a la conclusión de que «los científicos
soviéticos han encontrado que la hipótesis del
invierno nuclear es de lo más interesante y... han
conseguido convencer a los dirigentes soviéticos
de que la amenaza del invierno nuclear es, por lo
menos, tan grave como la planteada por los demás
efectos de la guerra nuclear».
13.29
Observaciones por K. Ya. Kondratiev, ex rector
de la Universidad de Leningrado, en la reunión
plenaria de la Academia de Cencias Soviética,
Moscú, 19 de octubre de 1988:
Golitsin [se cree] que es uno de los autores
del concepto de invierno nuclear. ¡Pero nada
de eso! Los autores del concepto son
extranjeros... En realidad, se trata de una
etiqueta estadounidense, y lo mejor es no
usarla en absoluto.. . Es la propaganda de los
resultados norteamericanos. Garantizo que ello
es así. Esto es asimismo otro problema ético.
384
Kondratiev hablaba en un inútil intento por
impedirla elección de Georgui Golitsin, del
Instituto de Física Atmosférica, al Presidium de la
Academia.
13.30
Durante muchos años los estrategas soviéticos
parecieron argumentar que las armas nucleares no
cambiaban el famoso juicio de Clausewitz de que
la guerra «es una continuación de la política por
otros medios». Aunque diversas interpretaciones
de antiguas doctrinas soviéticas son posibles (por
ejemplo, Robert L. Arnett, «Actitudes soviéticas
respecto de la guerra nuclear: ¿creen realmente
que pueden ganar? », Journal of Strategic Studies
2 [2], setiembre de 1979,172-191), la reacción
estadounidense a dichos pronunciamientos
soviéticos, no cabe duda que impulsaron la carrera
armamentística. Richard Pipes, un consejero en
asuntos soviéticos en la Casa Blanca, en el primer
mandato de Reagan, escribió que los soviéticos
creían «que la guerra termonuclear no es suicida,
puede pelearse y ganarse, y así el recurrir a la
guerra no debe descartarse... Mientras los rusos
persistan en adherirse a la máxima de Clausewitz
acerca de la función de la guerra, la disuasión
mutua no existe en realidad» (Pipes, «¿por qué la
Unión Soviética cree que puede pelear y ganar en
una guerra nuclear?», Commentary 64 [1], julio de
1977.) Desde entonces, Gorbachov ha rechazado
de manera explícita «la máxima de Clausewitz»
(Pravda, 17 de febrero de 1987), y este rechazo se
halla ligado directamente a los analistas del
Ministerio de Defensa soviético, respecto del
invierno nuclear (Boris Kanerski y Piotr
Shabardin, «La correlación de políticas, guerra y
catástrofe nuclear», International Affairs, febrero
de 1988,95-104). Se trata de otra demostración de
que la perspectiva del invierno nuclear fortalece la
disuasión.
En su discurso de noviembre de 1983 sobre
control de armamentos al Soviet Supremo, Y. P.
Velijov argumentó que los Estados Unidos no
podía entregarse a un primer ataque nuclear
militarmente significativo sobre la Unión
Soviética, especialmente a causa de la perspectiva
del invierno nuclear (informe en Izvestia, 28 de
noviembre de 1985) (3). De esto se sigue que
s e r í a n posibles mayores reducciones en los
arsenales nucleares. En este período, se
presentaron similares argumentaciones en muy
distintos altos niveles del partido, del gobierno y
de los establecimien-
385
tos militares (cf. también ref. 13.10), y fue
aceptada por Mijaíl Gorbachov.
Tal vez la alegación de mayor alcance para el
impacto político del invierno nuclear es el
realizado por Tony Hart, copresidente de la
Campaña de Desarme Mundial (Simposio
Memorial Nehru: Hacia un Mundo libre de
armas nucleares y no violento. Nueva Delhi, 14-
16 de noviembre de 1988):
Existe ciertamente un nuevo clima de
pensamiento entre los altos escalones de las
superpotencias. Resulta sorprendente creer
que haya sido causado por la comprobación,
durante el último año más o menos, de que
las armas del terror nuclear en sus arsenales,
no pueden emplearse sin causar enormes
estragos sobre todo el planeta, que la
sombría verdad del escenario del «invierno
nuclear» ha penetrado al fin en las mentes de
los planificadores de la guerra.
... Y no serían sólo las sociedades de los
combatientes las que perecerían, sino toda la
vida humana sobre el planeta. [Desde nuestro
punto de vista, cf. capítulo V.] Esto se hizo
aparente en los años de mediados de esta
década. Las máquinas militares y sus
políticos colaboradores, al parecer no se han
enterado de los nuevos conocimientos o los
han pasado por alto... El secretismo no es
noticia.
Las primeras palabras del tratado INF
(firmado el 8 de diciembre de 1987) son: «Los
Estados Unidos de América y la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas..., conscientes
de que la guerra nuclear tendría unas
consecuencias devastadoras para toda la
Humanidad...» (Documento del tratado 100-11,
Senado [Washington, D. C: U. S. Government
Printing Office, 1988]), que se ha conjeturado
(Alan Robock, Technology Review, setiembre de
1988) que se referían al invierno nuclear. Las
palabras citadas se dice que indican «que la
amenaza del invierno nuclear ha sido, por lo
menos en parte, responsable de la mejora del
clima de negociaciones entre las superpotencias,
cuyo resultado ha sido este tratado y el progreso
hacia... START» (Alan Robock, «Implicaciones
políticas del invierno nuclear e ideas para
soluciones», Ambio 18 [7], 1989, 360-266).
386
13.31:
L. W. Alvarez, Adventures of a Physicist
(Nueva York: Basic Books, 1987).
13.32:
Resulta claro que existen muchos otros factores,
que incluyen la política y la economía domésticas
de estadounidenses y soviéticos, lúcidas
declaraciones de los físicos, a nivel mundial,
acerca de los efectos instantáneos de la guerra
nuclear, y razonadas exhortaciones de los obispos
católicos romanos y metodistas.
13.33:
Samantha Smith, Journey to the Soviet Union
(Boston: Little Brown, 1985), 1; E. Chivian, J. P.
Robinson, J. Tudge, N. P. Popov y V. G.
Andreienkov, «Precupación de los adolescentes
estadounidenses y soviéticos acerca de la guerra
nuclear y el futuro», New England Journal of
Medicine 319, 1988, 407-413 (véase también J. E.
Mack, «Adolescentes estadounidenses y soviéticos
y guerra nuclear», i bi d., 437-438); «Elevadas
Esperanzas en la Cumbre, bajas expectativas»,
USA today, 12 de noviembre de 1985; Kenneth
Ca l l i s on, Fundación para la Supervivencia
Humana, Englewood, Col., comunicación privada,
4 de abril de 1988; W. Green, T. Cairns y J.
Wr i ght , New Zealand After N u c l e a r War
(Wellington: Consejo de Planificación de Nueva
Zelanda, Ministerio del Medio Ambiente, 1987),
165.
14.1:
La mayor parte del trigo estadounidense es trigo
de invierno que se planta a principios de otoño,
que permanece durmiente durante el invierno y que
se cosecha en junio y julio. La sequía y el frío a
finales del otoño y en el invierno puede destruir
esta cosecha. (Por ejemplo, «La cosecha de trigo
se enfrenta a la amenaza de la sequía», por
William Robbins, New York Times, 27 de
noviembre de 1989.) Así, las guerras en otoño y a
principios d e l invierno pueden destruirlas más
importantes cosechas de cereales-aunque los
efectos crónicos sean de corta vida. (Cf. J. Levitt
Responses of Plants to Environmental Stresses
[Nueva York-Academic Press, 1980].)
387
14.2:
Sólo unas 1.000 ojivas nucleares estratégicas de
las casi 25.000 desplegadas pueden destruir todas
las ciudades importantes del Hemisferio Norte.
(Una, en parte, mayor cantidad de armas tácticas
desempeñarían el mismo papel.) Aunque las
actuales tendencias están en contra de esto, si el
tratado SALT II se derogara y se añadieran nuevos
misiles a los índices planificados a mediados de
los años 1980, podría tener lugar una sustancial
reconstrucción durante los próximos diez o veinte
años, incrementándose hasta un aumento de por lo
menos el 50% en los arsenales estratégicos ref. 8.1
y se reforzaría la posibilidad de un invierno
nuclear severo. También preocupan los ataques
directos sobre las instalaciones de centrales
nucleares militares y civiles (C. V. Chester y R. O.
Chester, «Implicaciones de la Defensa civil de la
industria estadounidense de centrales atómicas
durante una gran guerra nuclear en el año 2000»,
Nuclear Technology 31, 1976, 326-338), que
incrementaría la carga de radiactividad a largo
plazo en unas diez veces más (refs. 3.11, 11.1).
Los ataques sobre las centrales eléctricas
térmicas, con almacenes de carbón cerca,
extenderían los impactos medioambientales aún
más. Los depósitos de petróleo, como ya se ha
enfatizado, son en extremo vulnerables y en sumo
grado peligrosos para el invierno nuclear (ref.
3.14 y figura 4).
14.3:
Éste es aproximadamente el caso que lleva a las
apocalípticas conclusiones de ref. 5.13.
14.4:
Nuestras clases II, III y I V corresponden,
aproximadamente, a los casos 1-3,
respectivamente de la conferencia S COP E de
Bangkok, que abarca un intervalo de valores de Ta
desde 0,3 a 3. Cf. Warner y otros, Environment
29, 1987, 4.
15.1:
Un punto de vista no atípico del Tercer Mundo
es que «la amenaza de la guerra nuclear es ante
todo, y principalmente, un juego de chantaje
político... La amenaza nuclear se dirige a escalar
hasta el máximo las sanciones de las
superpotencias contra los intentos de interferir con
su reordenamiento del globo.» (P. T. K. Lin, en S.
Mendlovitz, ed., On the creation of a just
388
world order [Nueva York: Macmillan, 1975],
285.) Un volumen entero dedicado a la mitad
estadounidense de esta tesis es el de Joseph
Gerson, ed., The Deadly Connection: Nuclear
War and U. S. Intervention (Filadelfia: New
Society Publishers, 1986). En su ensayo «Más allá
de la fachada: guerra nuclear e intervención en el
Tercer Mundo», Randall Forsberg concluye:
Supongamos que, a cada nivel de la guerra
nuclear... los Estados Unidos posee la
capacidad de anular la capacidad nuclear
soviética, pero que la Unión Soviética podría,
por lo menos, destruir una parte de nuestra
capacidad. En ese caso..., tendríamos un
monopolio sobre la intervención. Estados
Unidos podría intervenir dondequiera que
desease hacerlo, pero la Unión Soviética
quedaría disuadida de intervenir, a causa del
riesgo de que nos atreviésemos a desafiar la
intervención soviética. La Unión Soviética
sabría que, a cada nivel de la escalada de la
guerra, nosotros poseeríamos una ventaja
significativa y obvia... Esto es lo que impulsa
la carrera armamentística nuclear. No tiene
nada que ver con la defensa, tiene muy poco
que ver con la disuasión, excepto en el sentido
de disuadir sus intervenciones mientras que sí
permitiría las nuestras. No se trata... de una
interpretación extremada. Lo puede leer por sí
mismo si lee el Informe Anual de la Secretaría
de Defensa [ibíd., 34-35].
Considérese parte de este argumento, cómo el
invierno nuclear afecta lo de «cualquier nivel de
escalada».
15.2:
A pesar del hecho de que las líneas maestras de
la actual política estadounidense sobre el control
de la escalada desalienta el empleo de armas
estratégicas con base en suelo estadounidense para
un teatro bélico, por ejemplo, en Europa.
Técnicamente, no existe la menor dificultad en una
disuasión así. Su principal dificultad consiste en
que su credibilidad resulta baja. La mayor parte
de los europeos occidentales se han visto
incapaces de poder creer que los Estados Unidos
invitan a la represalia en su territorio nacional
para impedir un ataque convencional soviético
sobre la Europa occidental.
389
15.3:
Cf. A. Wohlstetter, «Entre un mundo esclavo y
ninguno: aumentan nuestras elecciones», Foreign
Affairs 63 (5), verano de 1985, 962-994.
15.4:
Noel Gayler, comunicación privada, 1989.
15.5:
Por ejemplo, consideremos el efecto del
invierno nuclear sobre la siguiente objeción a los
recortes profundos en los arsenales: «La disuasión
es un fenómeno psicológico que se ve reforzado
por grandes stocks. Unas profundas reducciones se
percibirían como algo que eliminaría las armas del
primer ataque, pero también eliminaría las armas
del segundo ataque que acrecienta la estabilidad»
(M. D. Intrilligator ref. 9.8).
15.6:
Bernard Brodie, «Implicaciones para la política
militar», en Bernard Brodie, ed., The Absolute
Weapon: Atomic Power and World Order (Nueva
York: Harcourt Brace, 1946), 74.
15.7:
Resulta evidente que los alineamientos políticos
y militares en el mundo desarrollado, y entre los
estados vecinos constituyen una preocupación
crítica para las superpotencias, dados los enormes
recursos que cada una dedica anualmente a influir
en estos alineamientos.
15.8:
De haber poseído Hitler armas nucleares y sus
sistemas de lanzamiento, durante los dos últimos
años de la Segunda Guerra Mundial, parece
probable que las hubiera empleado, aunque una
masiva represalia nuclear sobre Alemania hubiese
sido una consecuencia garantizada. (Carl Sagan,
«La solución final del Problema humano: Adolfo
Hitler y la guerra nuclear», discurso a la Asamblea
del 50 Aniversario, Congreso Judío Mundial,
Jerusalén, 29 de enero de ^Só.Reproducido en
Ha'aretz [Tel Aviv], 68, 7 de febrero de 1986, 16.)
390
16.1:
Las citas de este capítulo de Hermann Kahn
aparecen en las páginas 7, 145-150, 297 y 524 de
O n Te r monuc l e ar W a r , segunda edición
(Westport, Conn.: Greenwood Press, 1961).
16.2:
C. von Clausewitz, Acerca de la guerra,
edición en inglés, Anatol Rapoport, ed.
(Harmondsworth: Pelican 1968), 102.
16.3:
Herman Kahn, Thinking about the Unthinkable
in the 1980's (Nueva York: Simon and Schuster,
1984).
17.1:
Incluso por parte de los líderes nacionales. Por
ejemplo, el entonces secretario general Gorbachov
describió la exigencia de paridad en la
sobrematanza, como «una locura y un absurdo».
(Informe político del Comité Central del PCUS al
27.° Congreso del Partido Comunista de la Unión
Soviética», Izvestia, 26 de febrero de 1986, 2.
Este discurso y otros, que iluminan la evolución
del pensamiento de Gorbachov en 1987, se hallan
recogidos en Mijaíl Gorbachov, Pour un monde
sans armes nucléaires [Moscú: Novosti, 1987].)
La superabundancia de armas nucleares por ambas
partes ha llevado a investigar nuevos empleos,
incluyendo doctrinas de contra fuerza y de técnicas
de la guerra, y la proliferación horizontal, la
extensión de las armas nucleares a otras naciones.
Es también posible que existan otras
consecuencias adversas, aún no descubiertas, de la
guerra nuclear además del invierno nuclear. Sean
las que fueren, cuantas menos armas nucleares
haya en el mundo, menos probable resulta que esos
efectos desconocidos se desencadenen.
17.3:
«Si las armas estratégicas son efectivamente
invulnerables... la estrategia de una elección de
objetivos flexibles puede combinarse con
facilidad con una postura de disuasión mínima. La
disuasión mutua estable a través de la amenaza de
destruir ciudades sería posible si cada lado
tuviese un relativamente
391
pequeño número de ojivas nucleares en
submarinos y misiles móviles con una sola ojiva
nuclear. Bajo esas condiciones, habría pequeños
incentivos para ser los primeros, dado que el otro
bando podría devastar, en respuesta, la mayoría de
las ciudades de la otra parte. Pero si hubiese un
auténtico ataque, la parte atacada tendría aún la
opción moralmente preferible de disparar sus
armas nucleares sólo sobre objetivos militares a
alguna distancia de las ciudades.» (G. S.Kavka,
Moral Paradoxes ofN u c l e a r Deterrence
[Cambridge: Cambridge University Press, 1987],
11.)
17.4:
S. E. Ambrose, Eisenhower: The president,
vol. 2 (Nueva York: Simon and Schuster, 1983-
1984), 553.
17.5:
Las deficiencias técnicas, estratégicas y
políticas del SDI se discuten, por ejemplo, en
Richard Garwin y otros, The Fallacy of Star Wars
(Nueva York: Vintage, 1984); Hans Bethe y otros,
«Defensa con misiles balísticos con base en el
espacio», Scientific American 251, octubre de
1984, 39-49; Ashton Carter, Ballistic Missile
Defense (Washington, D. C: Oficina de Asesoría
tecnológica, 1984); Carl Sagan, «El caso contra la
iniciativa de defensa estratégica (SDI)», Discover
6 (9), setiembre de 1985, 66-74; «Informe a la
Sociedad Física estadounidense del Grupo de
Estudios sobre Ciencia y Tecnología de armas de
energía dirigida», Reviews of Modem Physics 59,
julio de 1987, S1-S202; JohnTirman, ed., Empty
Promise: The growing case against Star Wars
(Boston: BeaconPress, 1986); SDI: Technology,
Survivability and Software (Washington, D. C:
Oficina de Asesoría tecnológica, 1988); S. Lakoff
y H. F. York, A shield in Space? (Berkeley: U.
California Press, 1989); Crickett L. Grabe, Space
Weapons and the Strategic Defense Initiative
(Iowa City: Iowa State U. Press, 1990).
De las diversas conexiones directas entre la
SDI y el invierno nuclear, tal vez las más agudas
se relacionan con la permeabilidad. Si, más o
menos, unas 100 explosiones nucleares sobre las
üudades y las instalaciones petrolíferas resultan
suficientes para generar un invierno nuclear, y si
cada parte tiene 5.000-10.000 ojivas nucleares
estratégicas desplegadas, en ese caso impedir la
fiabilidad del invierno nuclear requeriría una
SDI, que fuera impermeable en un 98-99%. (No
todas las ojivas nucleares se espera que tengan
como objetivo las ciudades, ciertamente, pero
392
—para derrotar una SDI desplegada y disuadir así
de la guerra nuclear—, se necesitaría una fracción
importante de las mismas Incluso los más
entusiastas abogados de la guerra de las galaxias
(técnicamente competentes), nunca han sugerido
más de un 50% de impermeabilidad, y muchos
críticos creen que las cifras más probables para un
sistema importante SDI, dentro de una o dos
décadas, tras los gastos de todo un tesoro nacional,
estarían, si todo va bien, en un abanico del 10 al
20%. Ésta es la razón de que no estemos de
acuerdo con la posibilidad suscitada por Colin
Gray y algunos otros respecto de que «las defensas
estratégicas nucleares resultarían el factor
decisivo respecto de si se desencadenan o no los
efectos del "invierno nuclear"» (Gray, «Defensa
estratégica y paz», en Nuclear Deterrence: Ethics
and Strategy, R. Hardin, J. Mearsheimer, G.
Dworkin y R. Goodin, eds. [Chicago: University of
Chicago Press, 1985] , 297;ref. 13.24). En el
mundo real, todos los sistemas SDI previsibles
están demasiado lejos de ser porosos para
monopolizar un invierno nuclear en una guerra
importante. Por lo tanto el tratado START, que
destruiría del 30 al 50% de las ojivas nucleares
estratégicas, sería mucho más efectivo desde una
perspectiva estrictamente militar y estrictamente
de una mentalidad estadounidense que una SDI
norteamericana; en comparación con la SDI,
difícilmente podría inducir a un ataque en primer
lugar (ref. 19.7), y en comparación con la SDI,
apenas costaría nada.
17.6:
«Documentos de la Conferencia de Estocolmo
sobre medidas para instaurar la confianza y la
seguridad y el Desarme en Europa...», 19 de
setiembre de 1986, Apéndice E, en Wirth (ref.
19.18).
17.7:
Leo Szilard: His version of the facts (Special
recollections ana correspondence, editado por
Spencer R. Weart y Gertrud Weiss Szilard
(Cambridge, Mass.: MIT Press, 1978), 198.
17.8:
Bernard Brodie, «La guerra en la era nuclear»,
en Bernar Brodie, ed., The Absolute weapon:
Atomic power and World Order (Nueva York:
Harcourt Brace, 1946), 46, 48.
393
17.9:
«El simplemente tener más bombas que los
demás países no es decisivo si otro país posee
suficientes bombas para demoler nuestras ciudades
y almacenes de armas. Declaración emitida el 14
de octubre de 1945, por Robert R. Wilson, «para
la Asociación Científica de Los Álamos, una
organización de más de 400 científicos que
trabajan en la bomba atómica».
17.10:
Henry A. Wallace, «Política estadounidense
respecto de Rusia», New York Times, 18 de
setiembre de 1946.
17.11
George F. Kennan a Dean Acheson, «Control
Internacional de la Energía Atómica», Alto
secreto, 20 de enero de 1950. Foreign Relations
of the United States: 1950,1,28-300. Reproducido
en T. H. Etzold y J. L. Gaddis, eds., Containment:
Documents on American Policy and Strategy,
1945-1950 (Nueva York: Columbia University
Press, 1978).
17.12:
Citado en Nick Kotz, Wild Blue Yonder:
Money, Politics, and the B-1 Bomber (Nueva
York: Pantheon, 1988), 43.
17.13:
Andréi Gromyko, entrevista: Ogonyok, 30 de
julio de 1989, 7, Citado en ref. 21.7.
17.14:
Alexander Yanov, «Una evitable carrera de 20
años»,New York Times, 10 de octubre de 1984.
17.15:
David Halberstam, The best and the brightest
(Nueva York: Random House, 1972), 72.
17.16:
Una excepción notable: Harold C. Urey de la
Universidad de Chicago: «Urgida la prohibición
de la bomba atómica por el Dr. Urey», New York
Times, 22 de octubre de 1945, 4.
394
17.17:
Cf. la cautelosa estimación de John D.
Steinbrunner (en ref 9.7): «Entre 500 y 2.000
ojivas nucleares lanzadas en represalia cubren
cualquier cosa que quepa considerar un requisito
razonable de disuasión bajo cualquiera de las
opiniones prevalecientes acerca de este requisito.»
Obsérvese que los arsenales deben ser mayores
que el número de armas lanzadas. Esta estimación
no permite el invierno nuclear, lo cual reducirá el
número de ojivas nucleares «requeridas».
17.18:
Un centenar de cabezas nucleares de elevada
potencia explosiva, cada una a bordo de un misil
separado, constituyó la disuasión suficiente
mínima imaginada por Leo Szilard en 1961.
(Szilard, «El acuerdo de desarme de 1988», en
The Voice of the Dolphin [Nueva York: Simon
and Schuster, 1961], 65.)
17.19
Nick Kotz, Wild Blue Yonder (Nueva York:
Pantheon, 1988), un relato instructivo de la
historia del bombardero B-l, que merece una
amplia atención.
El papel estratégico del B-2 descrito de manera
autorizada por el jefe de Estado Mayor de la
Fuerza Aérea, general Larry Welch, ante el Comité
de Fuerzas Armadas del Senado, en la semana del
16 de julio de 1989, hace las veces de «blanco
cruzado» y «desviador» de misiles móviles. (Cf.
Robert R-Ropelewski, «La Fuerza Aérea de
Estados Unidos se echa hacia atrás en la
reubicación de misiones de objetivos del B-2».
Armed Forces Journal International, julio de
1989, 14.) Lo de «blanco
cruzado» significa alcanzar blancos que hayan
fallado los ICBM,
SLBM y misiles de crucero. En respuesta a la
pregunta de « ¿Resultaría una declaración justa
decir... que, para el momento en que empiece a
usarse el B-2, si debe llegar a usarse, sería tras un
virtual aniquilamiento nuclear de ambos países?»,
la respuesta del general Welch fue: «Creo que sí.»
(Informe de Ronald V. Dellmus, «Un servicio en
búsqueda de un bombardero», Was' hington Post,
26 de julio de 1989, 25.)
Pero, en un régimen de suficiencia estratégica,
existen suficientes ojivas nucleares para una
extensa y suficiente elección de blancos de contra
fuerza por una y otra parte, y ambos lados desean
que los misiles móviles de una sola ojiva nuclear
sean
395
invulnerables. Éste no parece ser el papel del B-2,
o su colega soviético, en un régimen MSD. Más
allá de esto, si en una guerra nuclear los soviéticos
estuviesen ahorrando sus misiles móviles por
ejemplo, como una fuerza de reserva para
amenazar las ciudades estadounidenses—, pero
descubrieran (o creyeran que esto era probable)
que los B-2, a su extremadamente lentas
velocidades, hubieran cruzado el espacio aéreo
soviético en busca de misiles móviles, ¿no
proporcionaría esto, simplemente, una inducción a
los soviéticos a quebrantar lo tratado?
17.20:
G. Dyer, Guerra (Nueva York: Crown, 1985),
214.
17.21:
La frase es de W. F. Hanrieder, en ref. 9.8, pág.
56.
17.22:
F. C. Iklé, A. Wohlstetter, A. Armstrong, Z.
Brzezinski, W. Clark, W. Clayton, A. Goodpaster,
J. Holloway, S. Huntington, H. Kissinger, J.
Lederberg, B. Schriever y J. Vessey, Discriminate
Deterrence (Washington, D. C: U. S. Government
Printing Office, 1988).
17.23:
Declaración final, Conferencia en la cumbre de
la OTAN, Londres, 7 de julio de 1990, New York
Times, 7 de julio de 1990, 5.
17.24:
Esta posibilidad imperó en las mentes de los
oficiales soviéticos, en enero de 1990, durante la
violencia armada entre los azerbaijanos, armenios
y las tropas soviéticas, en la cual los blindados, el
personal de los transportes blindados y los
helicópteros estaban dirigidos por fuerzas
disidentes. Véase también Harlan W. Jencks, «A
medida que el Imperio se hunde, ¿habrá una guerra
civil nuclear?», New York Times, 14 de abril de
1990.
17.25:
En junio de 1990, en la cumbre de Washington,
los presidentes Bush y Gorbachov se mostraron de
acuerdo en «las provisiones básicas del tratado de
armas ofensivas estratégicas», y el secretario de
Estado de Estados Unidos, James A. Baker
anunció que
396
«casi todos» los temas más importantes se habían
resuelto. Pero resulta claro que, incluso en unas
reducciones tan modestas, los progresos fueron
lentos. Cf. Michael R. Gordon, «Conversaciones
que no acaban de poner fin a las disputas sobre las
armas de largo alcance», New York Times, 2 de
junio de 1990, 4.
17.26:
Una apreciable estimación es que START
acarrearía la reducción de los arsenales
estratégicos estadounidenses, más o menos, de
13.000 a unas 10.000 armas, y el arsenal
estratégico soviético desde, aproximadamente,
11.000 a unas 9.000. (Desmond Ball, «El futuro
del equilibrio estratégico», en Desmond Ball y
Cathy Downes, eds., Security and Defense:
Pacific and Globall Perspective [Sydney, Alien y
Unwin, 1990], capítulo 4). Esto corresponde,
aproximadamente, a un recorte del 20% para cada
nación, menos que la ampliamente proclamada del
30 al 50%. Si, además, existen, por ejemplo,
32.000 ojivas nucleares tácticas por ambas partes,
S TART corresponde a una reducción en los
arsenales nucleares totales de las superpotencias
de menos del 10%.
18.1:
Ted Greenwood, Making the MIRV: A Study of
Defense Decision Maki ng (Cambridge, Mass.,
Ballinger/J. B. Lippincott, 1975), 66.
18.2:
Sagdeiev, Kokoshin y sus colegas (ref. 8.21)
argumentan q ue u n arsenal con sólo 10 a 100
armas nucleares proporcionaría una disuasión
inadecuada, porque esto originaría un nivel de
devastación «psicológicamente comparable»
simplemente con lo que funcionó con los
bombarderos convencionales en la Segunda
Guerra Mundial (la muerte de unos cuantos
millones de personas). Por otra parte, los
proponentes de la disuasión existencial podrían
discutir que una invulnerable capacidad de
represalia de sólo unas cuantas ojivas nucleares es
ya suficiente (ref. 9.14, recuadro, capítulo XVII).
18.3:
Alguno de estos factores se han examinado
extensamente en ref. 18.1.
397
18.4:
Las virtudes de la disminución MIRV no
parecen del todo apreciadas en el Reino Unido,
donde la transición (desde los submarinos Polaris
de una sola ojiva nuclear a los misiles Tritón con
misiles de múltiples cabezas nucleares), se está
moviendo poco a poco hacia el MIRV. El Reino
Unido está optando por el riesgo de disminuir la
estabilidad de la crisis a fin de ser capaces de
destruir más objetivos. Algo similar está
sucediendo en China, donde el misil balístico de
alcance intermedio, el CSS-2, dentro de poco será
convertido en no MIRV, permitiendo una mayor
escalada en los arsenales nucleares operativos sin
ningún cambio en el tamaño de la fuerza de los
misiles (Dingli Shen, «El actual estatus de las
fuerzas nucleares chinas y la política nuclear»,
Universidad de Princeton, Centro de Estudios de
Energía y Medio Ambiente, informe 247, 1990).
Pero el Reino Unido y China están siguiendo, con
una o dos décadas de retraso, el ejemplo conjunto
de Estados Unidos y de la URSS.
18.5:
Glenn Kent, Randall De Valk y David Thaler,
«Un cálculo de la estabilidad del primer ataque
(Un criterio para evaluar las fuerzas
estratégicas)», Rand Corporation, nota N-2526-
AF, junio, 1988; Glen A. Kent y David E. Thaler,
First-Strike Stability, informe R-3765-AF,
Proyecto Fuerza Aérea (Santa Mónica, Cal.: The
Rand Corporation, agosto de 1989). Pero véase
ref. 18.8 y Von Hippel y Sagdeiev, ref. 19.20.
18.6:
Incluimos esta opción para completar el tema,
aunque su costo seríaprohibitivoy su forma
autónoma y troglodita muy preocupante:
Los ICBM deberían enterrarse tanto en el
subsuelo que no resultase posible a los
misiles soviéticos el destruirlos. Saldrían a
la superficie algún tiempo después de un
ataque, pesar del estado ya tan destrozado
de los combatientes, pra continuar el
conflicto. Un sistema basado en un
enterramiento a gran profundidad sería
probable que consiguiese su objetivo
primario —la invulnerabilidad—, pero si
sería efectivo o soportable constituye otro
asunto.
[Steve J. Marcus, «Las máquinas del Juicio
final reconsideradas», Technology Review
86 (6), agosto-setiem-
bre de
l982, 81.]
398
18.7:
Semejante disuasión minisubmarina —llamada
«Móvil ligeramente bajo el mar», o «SUM»— fue
propuesto en primer lugar por Richard Garwin y
Sidney Derell (véase James Fallows National
Defense [Nueva York: Vintage Books, 1981],
capítulo VI).
Según los precedentes sentados en los años
Reagan, la Administración Bush ha querido, hasta
con ansia, considerar tratados que prohiban los
ICBM tipo MIRV con base en tierra —donde la
Unión Soviética tiene ventaja—, pero ha
permanecido fieramente opuesta a los tratados que
prohibirían (o por lo menos equilibrarían) los
SLBM tipo MIRV con base en submarinos, en los
que la ventaja está de parte de Estados Unidos.
(Cf. Michael Gordon, «los soviéticos rechazados
p o r Cheney respecto del Plan de reducción de
Armas marinas», New York Times, 16 de abril de
1990, Al, A8.)
18.8:
H. A. Feiveson, R. H. Ullman y F. von Hippel,
«Hay que reducir los arsenales nucleares
estadounidenses y soviéticos», Bulletin of the
Atomic Scientists, agosto de 1985, 144-150.
También H. Feiveson y F. von Hippel, Stability
and Verifiability of the, Nuclear Balance after
deep reductions (Universidad de Princeton,
Centro para la Energía y Estudios
medioambientales: informe 234, marzo de 1989),
30 págs. La idea, sugerida por los analistas
soviéticos, de rellenar sólo unos cuantos de los
tubos de los submarinos con misiles y verificar
que los tubos restantes estén vacíos, a través de
inspección por satélite poco antes de que el
submarino salga de puerto, es sólo seguro siempre
y cuando los tubos no puedan llenarse con misiles
en alta mar, o en refugios submarinos clandestinos.
18.9:
Por ejemplo, Richard Garwin, «Un proyecto
para unos recortes radicales de armas», Bulletin
of the Atomic Scientists, marzo de 1988, 10-13;
«Profundos recortes en armas nucleares
estrategicas: ¿Es ello posible? ¿Es deseable?»,
XXXVIII Conferencia Pugwash de Ciencias y
Asuntos mundiales, Dagomys, URSS, 29, de agosto
de 1988. Garwin observa (comunicación privadai
1989): «No creo que exista necesidad de
conservar los bombaderos
399
pero permito que se conserven, para el caso de
que alguien tenga una inquebrantable afección a
los mismos.»
18.10:
El pionero en armas nucleares (y director de
División del Proyecto Manhattan), Ha ns Bethe,
abogó por una MSD en el rango de 200 a 1.000
ojivas nucleares (discurso, Universidad Cornell, 4
de marzo de 1989).
18.11:
S o v i e t M i l i t a r y P o w e r , sexta edición,
Departamento de Defensa de Estados Unidos, abril
de 1987. La Fuerza Aérea estadounidense ha
propuesto eliminar todos los Minuteman I I como
una forma de ahorrar dinero (R. Jeffrey Smith y
Molly Moore, «Estados Unidos puede eliminar los
misiles Minuteman», International Herald
Tribune, 15 de enero de 1990).
18.12:
Otra dificultad de encajar de nuevo los sistemas
estratégicos de ojivas nucleares múltiples es (ref.
18.9) que «cada lado se sentiría mucho más seguro
si el otro hubiera reducido los vehículos de
lanzamiento a una sola cabeza nuclear, de forma
que así se requeriría mucho más tiempo y unos
esfuerzos más costosos en caso de reconstruir la
fuerza». Similares preocupaciones han sido
expresadas por el ex consejero de Seguridad
Na c i o na l , R o b e r t C. McFarlane («Política
estratégica efectiva», Foreign Affairs 6 7 [1],
otoño de 1988, 33-48). Sin embargo, Garwin ha
sugerido que «la eliminación de todo excepto una
ojiva nuclear de cada ICBM o SLBM, y todo
excepto una bomba o misil de crucero lanzado
desde el aire de cada avión reduciría el número de
ojivas nucleares estratégicas o lanzadores, a unos
2000 por cada parte, y esto cabría lograrlo en dos
años». (Richard Garwin, «Defensa espacial: el
sueño imposible», Commonwealth 80, 1986, 291-
293.)
El reducir el número de misiles de los misiles
balísticos estadounidenses en submarinos, o
reducir el númeo de ojivas nucleares por misil
(menos MIRV), se encuentra entre las opciones
consideradas frente a las reducciones de los
desencadenantes de plutonio, a causa de sus
serios problemas de seguridad en la fábrica de
armas de Rocky Flats, Colorado (Michael R.
Gordon, Panel recomienda retrasar la puesta en
servicio de la fábrica de
400
armas», New York Times, 6 de junio de 1990,
A18.)
18.13
El argumento con un poco más de detalle: los
bombarderos estratégicos tienen una particular
relevancia en el asunto del invierno nuclear. En un
tiempo de crisis pueden dispersarse ampliamente
entre los aeródromos civiles con pistas de
despegue largas, como ocurrió en Estados Unidos
durante la crisis cubana de los misiles. Pero dicha
dispersión, o su simple perspectiva, proporciona
incentivos para los ataques de «contra fuerza»
sobre los mencionados aeropuertos, que sucede
que se hallan localizados, preferentemente, cerca
de las ciudades. En la extensión en que los
bombarderos estratégicos incrementan el incentivo
para tomar como blancos las ciudades y, por lo
tanto, tienden a llevar a cabo una contribución
desproporcionada al invierno nuclear, resultan
indeseables en comparación con otros sistemas de
armas. Aunque es cierto que existen numerosos
aeropuertos secundarios y probablemente exceden
al número de armas nucleares en un régimen MSD,
también resulta cierto que la dispersión de los
bombarderos en aeropuertos secundarios próximos
a las ciudades puede detectarse a través de
satélites de reconocimiento y por otros medios, y
por ende invitan al ataque de las mencionadas
ciudades.
18.14:
Desde entonces, el precio del Exocet se
cuadruplicó en seguida, de 50.000 a 200.000
dólares (John Stoessinger, «La dimensión
internacional», Security Management, noviembre
de 1984, 67). Incluso naciones con marinas muy
modestas anhelaron comprar misiles de crucero.
El hundimiento del Sheffield creó un gran mercado
de ventas. Lo que perdió el Reino Unido lo ganó
Francia.
18.15:
George N. Lewis, Sally K. Ride y
JohnTownsend, «Despejando los mitos acerca de
la verificación de misiles de crucero lanzados
desde el mar». Science 246, 1989,765-770; ídem,
«Una propuesta de prohibición de SLCM
nucleares de todos los alcances», Centro de
Seguridad Internacional y Control de Armamento,
informe especial, Universidad de Stanford, 1989.
Véase asimismo Valerie T ho ma s , «Falsos
obstáculos al control de armamento», New York.
Times, 13 de julio de 1989; Steven Fetter y Frank
von Hippel
401
«Mediciones de radiación de una ojiva nuclear
soviética », Physics Today, noviembre de
1989,45; Von Hippely Sagdeiev, ref. 19.20.
18.16:
En esta discusión queda sin resolver hasta qué
grado una fuerza de bombarderos se percibe como
requerida para una «proyección de fuerza» con
armas convencionales en el mundo desarrollado,
como en Vietnam, Libia, Afganistán, Chad, Iraq y
las Malvinas/Falklands (para tomar,
respectivamente, algunos ejemplos de la historia
reciente de Estados Unidos, URSS, Francia, Israel
y el Reino Unido). Los bombarderos estratégicos
son, naturalmente, de una capacidad dual, y pueden
adecuarse con rapidez tanto con armas nucleares
como convencionales. El empleo estadounidense
de la base de Okinawa de B-52, su primer
bombardero estratégico, en Vietnam constituye el
ejemplo más diáfano. (Se juzgó necesario lanzar 8
megatones de explosivos convencionales sobre el
Sudeste asiático, y no hubo en ningún sitio otro
sistema de lanzamiento, ni de cerca, tan
apropiado.)
Pero los bombarderos de corto alcance o
cazabombarderos podrían ejercer funciones de
coerción o de represalia, mientras plantean
estratégicamente una amenaza menor en la
confrontación Estados Unidos/URSS, aunque no
puede extraerse semejante distinción respecto de
unos rivales más ampliamente separados: por
ejemplo, en Oriente Medio. Además, el
reabastecimiento aéreo puede convertir a un
bombardero convencional de alcance medio en un
bombardero estratégico de largo alcance.
Asimismo, los portaaaviones pueden entenderse,
sobre todo, como «proyección de fuerza», pero
emplearse asimismo, cerca de las costas del
adversario, con propósitos estratégicos; y son
cada vez más vulnerables a los cada vez más
atendidos misiles de crucero, o de otras clases,
armados con-vencionalmente. Tal vez haya
llegado el momento de valorar de nuevo la
«proyección de fuerza».
18.17:
Cualquier acuerdo posible, tanto nuclear como
nuclear/ convencional, puede desde ahora verse
atacado por tecnologías futuras, especialmente las
armas convencionales especialmente de largo
alcance y de gran exactitud. Esto implica la
necesidad de algo parecido al actual Tratado
ABM para que emerjan las tecnologías
convencionales o cuasiconvencionales, pero con
el
402
añadido de provisiones de inspección. Para una
valoración de finales de la era Reagan de la
intersección del invierno nuclear SDI, y las
ensalzadas capacidades de las armas
convencionales véase Peter de Leon, The altered
Strategic Environment (Lexington MAS: Heath,
1987).
19.1:
P a ne l de Política de Defensa, Comité de
Servicios Armados Congreso de Representantes
de Estados Unidos, Breakout Verification and
Force Structure: dealing with the Full
Implications of START (Washington, D. C: U. S.
Government Printing Office 1988).
19.2:
Una razón adicional de que el desarrollo de las
armas antisatélites (ASAT) resulta
contraproducente para Estados Unidos lo
constituye el hecho que ya se ha producido durante
mucho tiempo de que una mayor fracción del
tráfico de comunicaciones militares
estadounidenses respecto del tráfico soviético, es
guiado por satélite. Esto es un asunto parecido a si
los que habitasen en casas de cristal se dedicasen
a tirar piedras. (El anterior argumento se está
viendo ahora desafiado: «Los juegos de la guerra
implican aplicar los ASAT contra los soviéticos»,
por Vincent Kiernan, Space news, 26 de marzo-1
de abril de 1990, 24).
Por otra parte, los satélites soviéticos que
detectan el lanzamiento de misiles balísticos —
proporcionando de ese modo una pronta
advertencia de una guerra nuclear—, pasan un
tiempo en cada órbita a bajas latitudes, donde son
vulnerables al ASAT estadounidense; sus colegas
norteamericanos, en órbita geosincrónica, están
muy por delante de la actual tecnología ASAT
soviética. ¿Por qué deben buscar los Estados
Unidos la habilidad para cegar los ojos de los
soviéticos ante el lanzamiento de un primer ataque
por parte de los estadounidenses? Se trata de una
pregunta interesante y que tiene mucho valor a
través de las respuestas posibles. ¿Y cuál es
probable que sea la respuesta de los soviéticos
ante semejante cegamiento? También vale pena el
pensar al respecto. En los últimos años, el
Departamen de Defensa se ha mostrado muy
anheloso de probar las capacidades del ASAT
estadounidense, pero el Congreso ha prohibido
dichas pruebas mientras la moratoria voluntaria
soviética de sus propios ASAT continúe en vigor.
403
193:
Theodore B. Taylor, «Eliminación comprobada
de las cabezas nucleares», Science and Global
Security 1 (1-2), 1989,1-26. El autor ha sido
durante mucho tiempo diseñador de las ojivas
nucleares estadounidenses. Véase también Robert
L. Park y Peter D, Zimmerman, «Megaderroche:
tirar a la basura las armas nucleares», Washington
Post, 5 de junio de 1988; Von Hippel y Sagdeiev,
ref. 19.20.
19.4:
Noel Gayler, «Cómo romper la inercia de la
carrera de armamentos nucleares», New York
Times Magazine, 25 de abril de 1982.
19.5:
Véase, por ejemplo, Frank von Hippel y Barbara
Levi , «Controlando las armas nucleares en la
fuente: verificación de la reducción de la
producción de plutonio y uranio altamente
enriquecido para armas nucleares», en K. Tsipis,
D. A. Hafmeister y P. Janeway, eds., Verification
of Arms control: The Technologies that make it
possible (Londres: Pergamon-Brasseys, 1986),
338-388; F. von Hippel, Declaración preparada
para su presentación, sesiones, Comité de
Servicios Armados, Congreso de Representantes
de los Estados Unidos, 6 de junio de 1989.
19.6
Cf. Michael R. Gordon, «Conviniendo en cómo
espiarse uno a otro», New York Times, 28 de junio
de 1987.
He aquí un relato por parte del Panel de Política
de Defensa del Comité de los Servicios Armados
del Congreso:
La respuesta que se da a menudo para el
oculto problema de los misiles radica en una
inspección en cualquier tiempo, en cualquier
lugar, con breve plazo de aviso, sin
posibilidad de negativa e in situ. El régimen
de comprobación INF fracasa a menudo a
causa de sus limitadas inspecciones Para
declarar los lugares y al no proporcionar
inspecciones con un aviso con escasa
antelación de los lugares sospechosos. Esto
último fue la posición originaria de Estados
Unidos, pero, poco después de ser aceptada en
principio por
404
los soviéticos, los Estados Unidos se
echaron atrás, en gran parte para
proteger la seguridad de las
instalaciones estadounidenses... [En
futuros tratados] es improbable que
ambas partes acepten cualquier cosa
cercana a no tener derecho a la negativa,
que llevaría a cada uno a exponerse a «
expediciones de encontrar cosas por
sorpresa », dirigidas a recoger
informaciones secretas. Los Estados
Unidos se hallan asimismo coartados por
prohibiciones referentes a la
información privada de los fabricantes
particulares y por la Cuarta Enmienda
[«búsqueda y apropiación
irrazonables»], que es un derecho que
poseen los ciudadanos.
Se invita al lector a que sopese a esta luz
los beneficios y la fiabilidad de una
inspección intrusiva. Observamos que las
protecciones de la Cuarta Enmienda no
parecen tener mucha fuerza al respecto: por
ejemplo, en los asuntos de drogas; los
análisis de orina obligatorios y al azar, el
registro sin mandamiento judicial de coches
en busca de contrabando, etc., todo lo cual se
ha convertido en aspectos de la vida de cada
día en Estados Unidos, Las posibles
ramificaciones de la Cuarta Enmienda de una
inspección intrusa parecen bastante tenues;
¿resulta probable que muchos
estadounidenses almacenen armas nucleares
o misiles en sus hogares, o que conviertan
sus garajes en fábricas clandestinas? No
parece que el objetivo sean, en realidad, los
hogares.
19.7:
Con algo parecido a los arsenales actuales,
la SDI resulta estabilizador. Una SDI
estadounidense, por ejemplo, aunque por
completo inefectiva contra un masivo primer
ataque soviético, se halla bien adaptada para
eliminar la fuerza residual de represalias
estadounidense después de un masivo primer
ataque por parte de Estados Unidos (y
viceversa). Por lo tanto, puede comprenderse
como un posible medio para eliminar la fuerza
de disuasión soviética. Comprensiblemente,
una perspectiva de esta clase pondría
nerviosos a los que hacen la política soviética.
Así, el despliegue SDI constituye una
inducción a realizar un primer ataque por parte
de los soviéticos. Es mejor destruir todo lo que
podamos de las fuerzas estadounidenses
mientras aún tengamos una posibilidad, sería
su razonamiento, que vernos por completo a su
merced una vez su protección se ponga en
marcha. La réplica
405
a esta argumentación es que cualquier
«protección» sería asombrosamente porosa. ¿Pero
qué ocurriría si los funcionarios estadounidenses,
opinan que la protección sería algo impermeable
por completo?
19.8:
Por ejemplo, «Informe interagencias sobre
Sistemas defensivos de misiles balísticos»,
Aviation Week and Space Technology, 17 de
octubre de 1983, 16.
19.9:
Se han realizado varios informes acerca de
cómo se emplearían las armas láser, con base en el
espacio, para incendiar materiales inflamables en
las ciudades y provocar de este modo el llamado
«invierno láser» (A. Latter y E. Martinelli, «SDI:
¿defensa o represalia?», Informe RD Asociados,
28 de mayo de 1985; Carolyn Herzenberg,
«Invierno nuclear y la iniciativa de defensa
estratégica (SDI)», Physics and Society 1 5 [1],
1986; T. S. Trowbridge, «Invierno láser: amenaza
de incendios en tierra por el SDI», Red Mesa
Research Corp., Los Angeles, 1988). El concepto
se ha visto criticado por resultar una forma
inefectivamente costosa de incendiar ciudades en
una era de armas nucleares (incluso con unas
configuraciones SDI optimistas, las fuerzas láser
quedarían agotadas en un ataque así sobre las
ciudades, dejándolas inútiles para la defensa
estratégica); al mismo tiempo, se observan ciertas
«ventajas»: sería algo instantáneo el realizar un
ataque sobre las instalaciones C3I y un número
limitado de objetivos estratégicos, sin advertencia
y, desde el punto de vista de la elección de
blancos, no nuclear. (H. Lynch, «Evaluación
técnica de los empleos ofensivos del SDI»,
documentación de trabajo, Centro para la
Seguridad Internacional y el Control de
armamentos, Universidad Stanford, 1987.)
Se dice que las fuentes soviéticas están
preocupadas respecto de que la SDI (y las armas
antisatélites), en caso de emplearse, Produjeran un
cinturón de finos fragmentos de misiles y satélites
en la órbita terrestre, que originasen una
profundidad óptica significativa, enfriando y
oscureciendo la Tierra: «En principio, es posible
el "invierno espacial". Se parecería al 'invierno
nuclear', pero duraría mucho más tiempo.»
(Defense Daily, 21 de junio de
19.10:
Solly Zuckermann, Proceedings, Sociedad
filosófica estado, múdense, agosto de 1980.
Puntos de vista similares han sido expresados en
libros de Lord Zuckermann: por ejemplo, Nuclear
Illusion and reality (Nueva York: Viking Penguin,
1983).
19.11:
Existen muchos otros enlaces propuestos. Hasta
que fueron eliminados, de acuerdo con el tratado
INF, los Pershing II y los misiles de crucero
lanzados desde el suelo eran enlaces. Centenares
de millares de jóvenes soldados estadounidenses
en Europa son también enlaces; resulta difícil
imaginar a muchos de ellos muriendo tras un
ataque convencional soviético sin ninguna clase
de represalia por parte de Estados Unidos. La
esencia del pensamiento enlace occidental es que
ni los europeos occidentales ni los
estadounidenses creen que Estados Unidos
actuaría en represalia con armas estratégicas
contra una agresión convencional por parte del
pacto de Varsovia, por miedo a que la Unión
Soviética replicase en suelo norteamericano; la
función del enlace es resaltar la plausibilidad de
que Estados Unidos, bajo determinadas
circunstancias, iniciase una guerra nuclear. El
objetivo primario de esas conexiones es la mente
humana.
19.12:
Gwynne Dyer, War (Nueva York: Crown,
1985), 1990.
19.13:
Por ejemplo, P. Lewis, «Ofertas soviéticas para
ajustar el desequilibrio de las fuerzas
convencionales en Europa», New York Times, 24
de junio de 1988, Al. Cf. «Propuestas del comité
consultivo político del pacto de Varsovia».
Budapest, junio de 1986; y Estados del Pacto de
Varsovia, sesión del Comité Consultivo Político,
Berlín, 28-29 de mayo de 1987, que apeló a la
OTAN para que se les uniera a fin de reducir «la
fuerza armada y los armamentos convencionales en
Europa a un nivel en el que ningún lado,
manteniendo su capacidad defensiva, pudiera tener
medios para llevar a cabo un ataque por sorpresa
contra el otro bando u operaciones ofensivas en
general», y «Memorándum del Gobierno de la
República Popular de Polonia acerca de la
Disminución de Armamentos y aumento de la
confianza en la Europa Central».
(«PlanJaruzelski»), 17dejuliode 1987, Apéndice
407
D. en Wirth, ref. 19.18. En ausencia de una
respuesta sustancial por parte de la OTAN durante
varios años, la Unión Soviética comenzó a retirar
tropas y blindados de manera unilateral (véase
texto más adelante). Pero, en 1990, se afirmó que
«las reducciones globales en las armas tácticas de
la OTAN en Alemania eran ya inminentes»
(Apple, ref. 21.4) y una revisión fundamental
táctica de la «defensa avanzada» (por ejemplo,
Batalla Aérea 2.000) se encontraba ya en marcha
[David White, «El Pacto de Varsovia "ya no
constituye una amenaza"», Financial Times
(Londres), 23 de mayo de 1990, 1.]
19.14
Jonathan Dean. «La confrontación OTAN-Pacto
de Varsovia en el siglo xxi: modelo aproximado
para una postura de fuerza óptima», en
Alternative, Defensive Postures for NATO and
the Warsaw Pact: Possibilities and Prospects for
Conventional Arms (Washington, D. C: Comité
estadounidense para las relaciones Estados
Unidos-Unión Soviética, 1988), 17-36. Dean es ex
embajador de Estados Unidos en las
Negociaciones de Mutuas y Equilibradas
Reducciones de Fuerzas (1973-1981). Véase
también Jonathan Dean, Meeting Gorbachev's
Challenge: How to build down the NATO-
Warsaw Pact Confrontation (Nueva York: St.
Martin's, 1990).
19.15:
Secretario de Defensa Richard Cheney,
declaración de 10 de noviembre de 1989 (véase,
por ejemplo, «El Pentágono afirma que el riesgo
de guerra es bajo en la posguerra, pero advierte
contra la euforia», por MichaelR. Gordon,
NewYork Times, 11 de noviembre de 1989), y
Estimación de Inteligencia Nacional, setiembre de
1989 (discutido en «los cambios soviéticos
significan la primera palabra de ataque», por
Michel R. Gordon y Stephen Engelberg, New York
Times, 26 de noviembe de 1989). Jefes conjuntos
de Estado Mayor/CIA/Agencia de Defensa e
Inteligencia, valoración conjunta, Using Earlier
Warning to improve crisis deterrence and
warfighting capabilities, analizada en «Los
estudios hallan atrasados los planes de guerra de
la OTAN: el informe concluye que la Alianza
sobreestima la capacidad sóviética para el
ataque», por Patrick E. Tyler y R. Jeffrey Smith,
Washington Post , 29 de noviembre de 1989.
Véase también Bernard E Trainor. «Con la
reforma, malos tiempos para el Pacto de
408
Varsovia», New York Times, 20 de diciembre de
1989, Al6; David White, ref. 19.13.
A principios de marzo de 1990 se suscitó una
iluminadora disputa, después de que William H.
Webster, director de Inteligencia Central,
testimoniase ante el Comité de Servicios Armados
del Congreso. La Unión Soviética resultaba
improbable que plantease una amenaza de guerra
convencional importante para la OTAN o los
Estados Unidos, como había estimado la CIA, y
esto resultaba cierto aunque Mijaíl Gorbachov
fuese remplazado por un líder soviético más
belicoso. El secretario C he ne y objetó estas
conclusiones, principalmente, al parecer, sobre la
base de que hacían más difícil su tarea de
convencer al Congreso para que adjudicase sumas
de dinero al Departamento de Defensa. (Cf.
Michael Sines, «Webster y Cheney hablan de las
probabilidades de una amenaza militar soviética».
New York Times, 7 de marzo de 1990, A1,A13.)
Los acontecimientos evolucionaron con tanta
rapidez que, una semana después, un análisis por
parte del Estado Mayor de Planificación política
del propio DoD, juzgó que el Pacto de Varsovia
podía considerarse difunto en lo que se refería a
una organización militar efectiva, y una valoración
militar clara, por parte del mando conjunto de
jefes de Estado Mayor, aseguró que —en parte a
causa del deterioro de las fuerzas armadas en la
Europa oriental —la OTAN podría, de forma
efectiva, defenderá la Europa occidental contra un
ataque convencional del Pacto de Varsovia, sin
tener que recurrir para ello a las armas nucleares
(Michael R. Gordon, «Aide difiere de Cheney
respecto de la amenaza soviética», NewYork
Times, 13 de marzo de 1990; Michael R. Gordon,
«Cambia el punto de vista de Estados Unidos en lo
referente a la defensa de Europa», ibid., 14 de
marzo de 1990.) Aunque los funcionarios
estadounidenses se mostraron claramente renuentes
a afirmarlo de una forma tan tajante, las
justificaciones tradicionales para las armas
tácticas nucleares en Europa, y la disuasión
ampliada, parecían estar en decadencia-Incluso los
miembros conservadores del Congreso
comenzaron a llegar a la conclusión de que eran
deseables y prudente unas reducciones importantes
en el presupuesto de Defensa,en parte debido a
que una gran zona de Europa oriental se había
convertido d e facto en una zona de desvío que
aislaba a Occidente contra una posible invasión
soviética. El secretario Cheney,ante las propuestas
de reducciones de un 50% en el presupuesto
409
defensa para la década de los años 1990 —lo cual
necesariamente incluiría muchos de los pasos por
los que hemos abogado en los capítulos XVIII-XX
— declaró que ello implicaba «un cambio radical
en nuestro estatus global», y una caída desde la
categoría de superpotencia (Michael R. Gordon,
«Cheney llama a una reducción del 50% un riesgo
para el estatus de superpotencia», New York
Times, 17 de marzo de 1990; R. W. Apple, Jr., «Se
ha informado de que Bush está dispuesto a aceptar
unos grandes recortes militares.» Esta forma de
pensar se imagina que la fuerza militar constituye
la única medición de la seguridad nacional ref.
20.1).
19.16:
R. W. Apple, Jr., «Bush pide a los soviéticos
que se unan a una fuerte reducción de tropas en
Europa mientras los alemanes buscan el camino
hacia la unidad», New York Times, 1 de febrero de
1990, A1, A12.
19.17:
«Seguramente una Alianza con la riqueza,
talento y experiencia que poseemos puede
encontrar una manera mejor que una extremada
confianza en las armas nucleares para hacer frente
a nuestra común amenaza. No creemos que si la
fórmula e = mc2 no se hubiese descubierto,
debiéramos ser esclavos de los comunistas»
(Robert S. McNamara, «Los Estados Unidos y la
Europa occidental: problemas concretos de
mantenimiento de una comunidad libre», discurso,
Ann Arbor, Michigan, 1 de agosto de 1962.
Recogido en Vital Speeches of the Day 2 8 [20],
1962, 627-629.)
19.18
La prueba de esto ha estado disponible durante
algún tiempo. véase, por ejemplo, C. Perkovich.
Defending Europe Without nucl ear weapons
(Boston: Consejo para la Fundación de Educación
para un mundo en el que se pueda vivir, 1987); el
M i l i t a r y B a l a n c e anual (Londres: Instituto
Internacional de Estudios estratégicos, todas las
ediciones recientes); y estudios por la Rand
Corporation, la Institución Brookings, la Oficina
de Presupuestos del Congreso y, en sus informes
anuales al Congreso, el mismo Departamento de
Defensa, como se cita por Jane M. O. Sharp (New
York Times, 6 de noviembre de 1986). Véase
también
410
el senador Timothy E. Wirth, «El tratado de
Fuerzas nucleares intermedias y el equilibrio de
fuerzas convencionales en Europa' informe al
Comité de Servicios Armados, Senado de los
Estados Unidos», 3 de febrero de 1988
(Washington, D. C: U. s. Government Printing
Office); K. Silversteen, «Mitos de las armas
convencionales en Europa», The Nation, 11 de
junio de 1988; T. K. Longstreth, «El futuro del
control de armas convencionales en Europa»,
Journal, of the Federation on American Scientist
4 1 (2), febrero de 1988, 1; «Las fuerzas de la
OTAN y del Pacto de Varsovia: guerra
convencional en Europa», The Defense Monitor
(Centro de Información para la Defensa),17 (3),
1988,1; Michael R . Gordon, «Reducciones de
armas en Europa: se desciende a los detalles»,
New York Times, 9 de marzo de 1989, A12; Robert
D . Blackwill y F. S te p he n Larrabee, eds.,
Conventional Arms C o n t ro l and East-West
Security (Durham, N. C: Duke University Press,
1989). Para una discusión de la ineficiencia de las
fuerzas convencionales soviéticas en recientes
campañas, véase A. Alexeiev, Inside the Soviet
Army in Afghanistan (Santa Monica, Cal.: The
Rand Corporation, publicación R-3627-A, 1988).
Aquí existe una razón de que las deficiencias en
la noción de masiva superioridad convencional
soviética haya sido oída tan raramente en
Occidente: «El argumento de "comunismo suave"
es siempre algo que desincentiva el asunto del
argumento de la "abrumadora superioridad". No
hay dos formas de considerarlo», afirma un
ayudante de un miembro de rango elevado del
Comité de Servicios Armados del Senado.
(Perkovich, Defending Europe, 52).
Una perspectiva soviética, del miembro del
comité Central, Georgui Arbatov:
[Existe] una buena proporción de
hipocresía en su bando [Estados Unidos]. Sus
autoridades se quejan de que tengamos
superioridad en armas convencionales. Tal
vez la tengamos en algunas categorías y
estemos preparados para desarrollarlas en
esas áreas. Pero se han estado quejando
acerca de esto durante cuarenta años, a pesar
del hecho de que el producto nacional bruto
de Occidente es dos veces y media mayor que
el nuestro. Si realmente creen que poseemos
semejante superioridad, ¿por qué no nos
alcanzan? ¿Por qué no construyen tanques?
No, creo que se han acostumbrado a emplear
ese temor acerca de la presunta
411
superioridad soviética para mantener unida su
alianza de la OTAN y para justificarla con la
fabricación de un número absolutamente
irracional de armas nucleares. [Entrevista con
Arbatov, «Estados Unidos también necesita
perestroika», en Stephen F. Cohen y Katrina
van den Heuvel, eds., Voices of Glasnost:
Interview with Gorbachev's reformers (Nueva
York: W. W. Norton, 1989), 317.]
Pero si las fábricas estadounidenses produjeran
blindados en vez de coches, camiones y tractores,
la economía civil sufriría en extremo. Y esto es
precisamente lo que le ha sucedido a la URSS. Las
armas nucleares compran «disuasión» de una
forma mucho más barata: «Más explosiones por
dólar», como fue el eslogan de los años 1950.
19.19:
Una tranquilidad adicional, si es que se precisa
(y lo dudamos mucho), la proporcionarían unas
medidas defensivas comparativamente poco
costosas, como fortificar la frontera de 780 km
entre la OTAN y el pacto de Varsovia (ref. 1918).
Pero esta opción se ha convertido en extremo
remota a medida que se ha ido llevando a cabo el
proceso de reunificación de Alemania [que
concluyó el 3 de octubre de 1990, con la
desaparición de la RDA y sin que Alemania
dejase de pertenecer a la OTAN]. A veces se
discute (por ejemplo, Catherine M. Kelleher, en
ref. 9.8) que, por razones políticas, económicas y
demográficas, ya no es posible acomodar más
defensas convencionales adicionales de la OTAN
en Europa occidental. Esto sigue aún por
demostrar, pero es cierto si también se argumenta
una reducción de fuerzas convencionales.
19.20:
Algunos de esos estudios aparecieron, en 1989 y
1990, en ciertos números de la publicación
Science and Global Security: T h e Technical
Basis for Arms Control and Environmental
Policy hiciatives ( Nue v a York: Gordon and
Breach). Véase también frank von Hippel y Roald
Sagdeiev, eds., Reversing the arms race: How to
achieve and verify deep reductions in the
Nuclear Arsenals Nueva York: Gordon and
Breach, 1990). Otras discusiones a alto nivel entre
Estados Unidos y la URSS, acerca de cómo
conseguir la suficiencia mínima, ya han tenido
lugar de una manera
412
informal (por ejemplo, «Se ha urgido el enfoque
de posterior reducciones de armamento: acuerdo
anticipado de una reducción del 50% en ojivas
nucleares, los consultores estadounidenses
soviéticos fijan sus objetivos de una "disuasión
nuclear mínima" por Michel Parks, Los Angeles
Times, 19 de octubre de 1989)-parecen probables
unas discusiones a nivel oficial (Michael E.
Gordon, «Estados Unidos recibe ideas de los
soviéticos acerca de reducciones estratégicas: ya
han tenido lugar las primeras su gerencias de
Moscú respecto de la reducción del armamento
nuclear», New York Times, 12 de febrero de 1990,
Al, All) Aunque se han producido divisiones en la
Administración respecto de discutir reducciones
profundas con los soviéticos, un anónimo alto
funcionario, citado en el artículo del New York
Times afirma: «La voluntad de escuchar las ideas
soviéticas acerca del START-2 no significa que
pueda no existir una pausa después de START.
Pero la tendencia general no está en favor de una
pausa.» Un programa de reducciones más
importantes en las fuerzas nucleares y
convencionales estadounidenses durante la década
de los años 1990 —aunque no en la escala por la
que hemos abogado aquí—, ya ha sido propuesta
por el influyente analista en temas de defensa
William W. Kaufmann (Glasnost, Perestroika,
and U. S.. Defense Spending) (Washington, D. C:
Instituto Brookings, 1990). El primer ministro
soviético, Nikolái I . Rizhkov, ha propuesto la
reducción en una tercera parte, o en la mitad, del
presupuesto militar de la URSS, en un período aún
más breve de tiempo (bid., 23-24).
19.21:
Por ejemplo, la Agencia de control de Armas y
Desarme (ACDA), en un anuncio en el Scientific
American, de enero de 1990, invitando a los
candidatos a un concurso entre los miembros de
las facultades de las Universidades
estadounidenses para convertirse en estudiosos
visitantes en la ACDA. Se solicita su «perspectiva
y pericia».
19.22:
Roald Z. Sagdeiev, comunicación privada,
1989.
20.1:
Cf. Carl Sagan y Ann Druyan, «Dadnos
esperanza: Carta abierta al futuro presidente»,
Parade, 27 de noviembre de 1988
413
1, 4-9. Reimpreso en forma de folleto por el
Consejo para un mundo en el que pueda vivirse
(Boston, 1989).
20.2:
por ejemplo, la carta del 15 de agosto de 1978
al presidente
Jirnmy Carter, de los diseñadores de armas
nucleares Norris
Bradbury, Richard Garwin y J. Carson Mark:
La tranquilidad respecto de la continuada
operabilidad de los depósitos de armas
nucleares se ha logrado, en el pasado, casi
exclusivamente a través de pruebas no
nucleares, por una minuciosa inspección y
desarme de los componentes de las armas
nucleares, incluyendo su equipo de encendido
y sus espoletas... Ha sido bastante raro, hasta
el punto de no existir ningún problema
revelado por el programa de muestreo e
inspección para que se necesite una prueba
nuclear para su resolución.
Asimismo la carta, del 14 de mayo de 1988, a
Dante Fascell, presidente del Comité de Asuntos
Exteriores, Congreso de Estado s Unidos, por
Ha ns Bethe y otros: «La continuación de las
prueba s nucleares no es necesaria para asegurar
la fiabilidad de las armas nucleares en nuestros
depósitos.» Véase también Hugh E. DeWitt y
G e r a l d E. Marsh, «Fiabilidad de los
almacenamientos y prue bas nucleares», Bulletin
of the Atomic Scientists, abril de 1984 40-41.
20.3:
La desintegración radiactiva del tritio se produce
en una proporción de un 5,5% al año. Los empleos
más importantes del tritio se producen en las
armas de fisión-fusión-fisión y de «radiación
ampliada». El actual inventario de tritio en todas
las armas nucleares estadounidenses (o soviéticas)
constituye un s e c r e t o de Estado, pero,
probablemente, asciende a unos 100 kg. T.
Cochram, W. Arkinn, R. Norris y M. Hoenig,
Nuclear weapons Databook, volumen II: U. S.
Warhead production [Cambridge, Mass.:
Ballinger, 1987], 223 págs.; asimismo, ref. 19.3),
es decir, la masa (pero considerablemente menos
que el volumen) de un típico jugador de fútbol
americano. Con reducciones en los arsenales
actuales, recortes en la producción de nuevas
ojivas nucleares y de pruebas, y el reciclado del
tritio que existe en las
414
ojivas nucleares, el actual inventario de tritio
debería ser sufi ciente para las próximas dos
décadas en casi cualquier tipo de régimen de
reducción de armamento. Nos adherimos a la
propuesta de una reducción de armas nucleares
verificada, por ambas partes, al ritmo (aunque
confiamos que aún sea más de prisa) de la
reducción de las armas termonucleares provocada
por la desintegración radiactiva natural del tritio
(J. Carson Mark, Thomas D. Davies, Milton M.
Hoenig y Paul L. Leventhal «El factor tritio como
función de fuerza en las conversaciones de
reducción de armamento nuclear», Science
241,1988,1166-1168 Véase asimismo David
Albright y Theodore B. Taylor, «Un poco de tritio
dura mucho», Bulletin of the Atomic Scientists,
enero/ febrero de 1988, 39-42).
20.4:
Artículo VI del Tratado de No Proliferación de
Armas Nucleares (firmado en 1968; ratificación
completada en 1970) que obliga a Estados Unidos,
el Reino Unido y la Unión Soviética:
a proseguir negociaciones de buena fe sobre
medidas efectivas relativas al cese de la
carrera de armamento nuclear, en un
principio, y al desarme nuclear, y a un tratado
sobre desarme general y completo bajo un
control internacional estricto y efectivo.
Esto constituye el quid pro quo, debido a las
otras naciones signatarias que prometen no
desarrollar armas nucleares... Estados Unidos, el
Reino Unido y la URSS se encuentran aún en un
flagrante incumplimiento de sus obligaciones bajo
este tratado, un hecho que otras naciones alegan a
menudo cuando se las requiere acerca de sus
reales o supuestas violaciones del mismo.
El preámbulo del Tratado de prohibición
limitada de pruebas nucleares de 1963 proclama,
como «objetivo principal» de esas tres naciones
el logro lo más pronto posible de un acuerdo
acerca de un desarme general y completo bajo
estricto control internacional..., que ponga fin
a la carrera de armamentos y elimine el
incentivo a la producción y pruebas de toda
c l a s e de armas, incluyendo las armas
nucleares.
415
El protocolo de la Convención de Ginebra de
1949, artículo 85, prohibe «el desencadenamiento
de un ataque indiscriminado que afecte a la
población civil..., con el conocimiento de que
semejante ataque causaría un número excesivo de
pérdida de vidas». Esta Convención, ratificada por
Estados Unidos, en 1977, constituye, al igual que
todos los tratados, a través del Artículo VI de la
Constitución de Estados Unidos, «la ley suprema
del país». Ninguna pérdida de vidas en la guerra
nuclear, y ningún sofisma acerca de que la
población no es un objetivo «per se» (ref. 8.15)
salva las obligaciones de Estados Unidos y la
Unión Soviética bajo los términos de la
Convención de Ginebra. Sólo la reducción de las
armas nucleares por debajo del nivel capaz de
generar un invierno nuclear constituiría un intento
serio de cumplir la ley de Estados Unidos.
20.5:
Entre los sistemas de armas soviéticos que se
cancelarían bajo un acuerdo de este tipo se
encuentran los SS-18 de 10 ojivas nucleares
(Mod-5), el submarino estratégico Tifón, el
bombardero estratégico «Blackjack» y todos los
misiles de crucero provistos de ojivas nucleares.
20.6
Más un programa de investigaciones
internacionales fuertemente ampliado,
subvencionado por los gobiernos, acerca del
invierno nuclear. Esto incluirá estudios de
organismos y ecosistemas, así como del medio
ambiente y del clima, cubriendo todo el abanico de
casos del invierno nuclear, con la utilización de
nuevos sistemas de ordenadores para mejorar la
resolución espacial de los modelos de circulación
general, incluyendo la influencia del enfriamiento
del océano y la circulación oceánica, y enfatizando
las consecuencias globales a largo plazo. Creemos
que sería de lo más útil para quienes hacen
política, y para el público en general, observar las
descripciones de cambio del tiempo, a través de
ordenadores, y la evolución de la temperatura
superficial, índices de sequía, etc. en un mapa
mundial, para cada una de la inmensa variedad de
casos de invierno nuclear.
21.1:
Lal Kishanchand Advani, presidente del partido
Bharatiya Janata de la India, comentó:
416
A causa de la invasión china de 1962, y
dado que China y Pakistán prosiguieron por la
vía nuclear, nos pareció a que la Realpolitik
demandaba que también nos convirtiéramos en
naciones nucleares. Sería muy feliz si todo el
mundo se convirtiese en no nuclear, pero la
situación es la que es, y aunque las armas
nucleares no lleguen a usarse, proporcionan un
equilibrio político, particularmente en las
relaciones y comunicaciones limitadas que
tenemos con Pakistán y China. [Barbara
Crossette, «El líder hindú militante adopta el
papel de creador de reyes», New York Times
28 de noviembre de 1989.]
Los políticos paquistaníes podrían también
argumentar que necesitan armas nucleares, a causa
de que la India «ha adoptado el camino nuclear».
En realidad, sólo se ha producido una explosión
nuclear en lo que se refiere al subcontinente,
llevada a cabo por un «artilugio» indio. Bajo la
primera ministro Indira Gandhi, la capacidad de la
India en armas nucleares se incrementó, desde la
estimación de una bomba al año, en 1974, a unas
30 bombas anuales una década después (Leonard
S. Spector, Going nuclear [Cambridge, Mass.:
Ballinger, 1987], 91. Toda una fábrica de
enriquecimiento para convertir el polvo de uranio
en hexafluoruro de uranio, fue entrada de
contrabando en Pakistán desde la R. F. de
Alemania, ente 1977 y 1980. En marzo de 1985, un
tribunal de la R. F. de Alemania condenó a un tal
Albrecht Migule por el acto; se le impuso una
multa de 10.000 dólares y una condena de seis
meses, con suspensión de sentencia (ibid. 103-
104, 282). Esto ocurrió bajo las «garantías»
impuestas por la Agencia Internacional de la
Energía Atómica, con sede en Viena. Parece haber
una gran cantidad de guiños, asentimientos y
sesteos por parte de los sistemas legales
nacionales y las organizaciones
internacionacionales que se suponen están
dedicadas a prevenir la proliferación nuclear.
21-2:
Los ejemplos posibles incluyen a Iraq, cuyo
reactor nuclear de Osiraq fue demolido por un
ataque aéreo israelí en 1981. (aunque «parece
casi imposible que en el momento de la incursió
israelí, Osiraq pudiera haber producido en secreto
plutonio
417
en las cantidades necesarias para un programa
clandestino de armas nucleares» [Spector, ref.
21.1, pág.162]). La capacidad nuclear iraquí está
de nuevo creciendo [hasta la guerra del Golfo con
las incursiones aéreas de la coalición militar,
llevando a la práctica el mandato del Consejo de
Seguridad de la ONU para liberar Kuwait y que no
terminó hasta el 28.2.1991, a partir del 17 de
enero de 1991, y que la redujo de nuevo a cero.
Nota de la edición española]. También en 1981,
Libia entró en negociaciones para adquirir armas
nucleares con un ex oficial de la CÍA (o tal vez
aún en activo), de nombre Edwin Wilson. Éste,
previamente, había suministrado a Libia
temporizadores, detonadores y 20 toneladas de
explosivo plástico C-4, y como también ex boina
verde, enseñó a los libios cómo emplear esta
tecnología (especialmente útil para hacer estallar
aviones de líneas aéreas). Con un socio belga,
Wilson ofreció al coronel Muammar Gadaffi, el
líder libio, una instalación para fabricar armas
nucleares. Afirmaron que podría tener una
productividad de 8 bombas de poder explosivo de
1 megatón y 25 de un poder explosivo de 500
kilotones —adecuado para su lanzamiento desde
un avión—, así como una gran cantidad de armas
de menor poder explosivo. La oferta fue un
señuelo al que Libia pronto sucumbió (íbid., 150-
153). La importancia del incidente radica en el
interés de Libia por hacerse con armas nucleares y
la existencia de comerciantes de armas, con un
estatus ambiguo oficial o cuasioficial, deseosos en
extremo de suministrar cualesquiera armas a
cualquier parte...., por un precio. Su existencia
salió a la atención pública durante el fracaso de la
operación Irán-contra.
21.3:
Por ejemplo, la observación del ministro de
Asuntos exteriores de Nigeria, Bolaji Akinyemii:
«Nigeria tiene una responsabilidad sagrada de
desafiar el monopolio racista de las armas
nucleares.» New York Times, 23 de noviembre de
1987, Al2). Alí Mazrui, en The Africans: A triple
Heritage (Boston: Little, Brown, 1986), 315, y en
otras partes, sugiere que, sólo cuando las naciones
africanas, con lo que él describe como su
«subdesarrollo e inestabilidad», parezcan a punto
de adquirirlas, será cuando las potencias
principales comprendan la necesidad de una
absoluta abolición de las armas nucleares
418
21.4:
Éste fue un elemento importante en el debate de
1990 acer de si una Alemania unificada debiera
mantener lazos al mismo tiempo con la OTAN y
con el Pacto de Varsovia, sólo la OTAN con algún
nuevo tratado de organización europea. La continú'
dad de las armas europeas en suelo alemán se
supone que cabría la necesidad de algún futuro
líder alemán para dotar a Alemania de un arsenal
nuclear. Francia y la URSS, en particular, se cree
que quedaron aliviadas de una perspectiva
semejante. Pero el punto de vista soviético, en
rápido flujo mientras este libro iba a las prensas
en su edición inglesa, opina que una Alemania
unificada dentro de la OTAN constituye algo
aceptable, siempre y cuando no existan armas
nucleares estacionadas en su suelo. [En el proceso
de la edición española, ya es sabido que, desde el
3.10.1990, se produjo la unificación alemana,
desapareció la RDA y su ejército e instituciones
políticas, y la Alemania unida sigue perteneciendo
a la OTAN, mientras que, desde 1.4.1991, parece
que va a desintegrarse el Pacto de Varsovia.] [R.
W. Apple, Jr., «Armas y Alemania», New York
Times, 29 de junio de 1990; David Goodhart,
«Bonn pondera un comercio nuclear con Moscú»,
Financial Times (Londres), 6 de junio de 1990,
3.]
21.5:
Sanjov Hazarika, «Se informa que la India está
preparada para probar misiles con un alcance de
2.300 km», New York Times, 3 de abril de 1989;
Missile Proliferation, Servicio de Investigaciones
del Congreso, informe 88-642 F, revisado el 9 de
febrero de 1989; James T. Hackett, «La epidemia
de misiles balísticos», Gl obal Affairs 5 (1),
invierno de 1990,38-57; JanneE. Nolan y Albert
D . Wheelon, «Misiles balísticos del Tercer
Mundo», Scientific American, agosto de 1990, 34-
40.
Sin embargo, con menos conflictos armados en
el mundo y las tesiones globales en declive,
aumentan las complicaciones de los fabricantes de
tales misiles. Un caso claro es el de la «Avibrás
Aerospacial, S. A.», el primer fabricante de
misiles brasileño y en. 1987, el exportador líder
de cualquier compañía privada en el Brasil Sus
beneficios han venido, principalmente, de la
guerra Irán- Iraq. Cuando la guerra acabó, la
compañía empezó a tener que enfrentarse con
malos tiempos. En enero de 1990 se inició su
solicitud de quiebra (James Brooks, «La paz es
poco saludable para la industria armamentística
brasileña». New York Times, 25 de febrero de
1990
419
21.6:
Paul Lewis, «Las naciones no alineadas buscan
una prohibición total de las pruebas nucleares».
New York Times, 15 de noviembre de 1989.
21.7:
Stephen Shenfield, «Disuasión nuclear mínima:
el debate entre los analistas civiles soviéticos»,
Centro para el Desarrollo de la Política Exterior,
Universidad de Brown, noviembre de 1989.
Aunque los funcionarios chinos, de una manera
más o menos consistente, han citado una reducción
del 50% en los arsenales estratégücos de las
superpotencias, como una condición previa para
que China redujera sus arsenales, ha sido dada por
Di Hua, director de la Compañía China
Internacional de Comercio e Inversion. Maneja
unos índices comprendidos entre 5:11 y 3:1
(«China y la bomba», Science 239 1988, 972-
973), valores que se hallan die acuerdo con lo que
los analistas del ministerio de Asuntos Exteriores
soviético han estado discutiendo. Las armas
nucleares chinas se piensa que apuntan a unos
blancos, de manera casi exclusiva, sobre la Unión
Soviética.
21.8:
D. Albrightt, «El arsenal nuclear israelí»
.Public Interest Report (Federación de Científicos
Estadounidenses) 41 (5), mayo de 1988,
4-6.
21.9:
Libro de Josué, 6:1-27. Asimismo, cuando se
anunció, el 18 de marzo d e 1988, que misiles
chinos de alcance intermedio serían adquiridos
por Arabia Saudí, el gobierno de Estados Unidos
declaró que se le había asegurado, por parte de los
niveles más elevados del gobierno saudí, que tales
misiles nunca se empleaban para transportar
ojivas nucleares. Pero no se ofrecieron, o se han
ofrecido, ninguna clase de garantías.
21.10:
Por ejemplo, el en aquella época ministro israelí
de Asuntos exteriores, Yitzhak Shamir, en un
discurso ante la Asamblea
General de las Naciones Unidas, el 1 de octubre
de 1981, en la que
420
también hizo un llamamiento para declarar a
Oriente Medio zona libre de armas nucleares.
21.11:
En 1966, la Comisión de Energía Atómica
Israeli se reorganizó, y el primer ministro se
autonombró su presidente; en 1969 las
instalaciones de plutonio de Dimona quedaron
activadas; erí 1974, la CIA informó de armas
nucleares israelíes operativas; y en 1979, Israel y
la República Sudafricana, trabajando en
colaboración, se sospecha que hicieron la prueba
de un arma nuclear de baja potencia explosiva (B.
Heit-Hallahmi, The israeli Connection: Whom
Israel Arms and Why [Londres: Tauris, 1987]).
Véase asimismo la ref. 21.8. 21.12: José Stalin,
Pravda 25 de setiembre de 1946. Teng Ch'ao,
«Más allá del mito de la guerra atómica», Pekín
(Beijing), 1950 [citado en Henry Kissinger,
Nuclear Weapons and Foreign Policy (Nueva
York: Harper, 1957; Mao Zedong, enero de 1955,
observaciones del enviado finlandés a China, «El
pueblo chino no puede verse intimidado por la
bomba atómica», en Obras selectas de Mao Tsé-
tung, volumen V (Beijing, 1977), 152-153; «Una
magnífica victoria del pensamiento de Mao Tsé-
tung», Jiefangjun Bao (Diario del Ejército de
Liberación), 18 de junio de 1967, citado en John
Wilson Lewis y Xue Litai, China build the bomb
(Stanford, Cal.: Stanford University Press, 1988),
210.
22.1
Puede aún existir la posibilidad de explosivos
convencionales (no nucleares) lanzados con
cohetes estratégicos, y que originen incendios en
ciudades lejanas o en instalaciones petroleras.
Pero la escala de los cohetes necesarios para
originar humo que generase un «invierno nuclear
de explosivos de gran potencia» no está al alcance
de todas las naciones, excepto las superpotencias.
Esas consideraciones resaltan la importancia de
ordenar e mundo de forma tal que —con armas
nucleares o sin ellas ninguna nación llegue a tener
un almacén importante de misi estratégicos para
ningún tipo de uso, real o previsible, incluí los
viajes espaciales. Esta prohibición es asimismo
releva respecto de las capacidades para una guerra
química o biológica que también se hallaría en
régimen de desinversión si se ento un régimen
MSD.
421
Pero este peligro existe también hoy, y resulta
posible el imaginar a un grupo terrorista armado
nuclearmente, y que sea inmune a la amenaza de
una represalia nuclear, o incluso un líder nacional,
hasta tal punto captado por la ideología y el
fanatismo, al que no conmueva la perspectiva de la
destrucción de su patria (cf. ref. 15.8). Además,
existen potentes medios de castigo no nuclear
disponibles a las naciones del todo desprovistas
de armas nucleares.
22.3:
Fredericks. Dunn, «El problema común», en
Ber nar d Brodie, ed., The Absolute Weapon:
Atomic Power and World Order (Nueva York:
Harcourt Brace, 1946), 15. La idea general tiene
una larga historia «En las cantidades pequeñas —
e s c r i b e Thomas Hobbes en su Leviatán—,
pequeñas adiciones en un lado o en otro convierten
la ventaja de la fuerza en algo tan grande, que
resulta suficiente para llevar a la victoria.»
22.4:
Sin embargo, el invierno nuclear proporciona
una contraargumentación a este ritmo tan tranquilo.
Consideremos la posibilidad de que incluso la
disuasión suficiente más pequeña posible produzca
una catástrofe climática. Hemos basado nuestras
estimaciones en el tamaño de una fuerza nuclear de
un mínimo suficiente, con el arsenal estratégico
más pequeño que pueda generar un invierno
nuclear nominal (clase III). Averiguamos que un
inventario global de, por ejemplo, unas cuantos
centenares de armas bastaría, con Estados Unidos
y la URSS manteniendo la mayor parte de,
digamos, unas 100 armas por cada parte. Silos
sistemas de armas son altamente fiables e
invulnerables al ataque, esto, según nosotros,
proporcionaría de por sí, una fuerte disuasión.
Pero, al discutir la figura 6 (hacia el final del
capítulo XVI), observamos que, bajo las
condiciones más desfavorables de elección de
objetivos, y las restantes incógnitas en la física
que rige el asunto hasta sólo unas 50 explosiones
de armas atómicas jarían ya suficientes. (Para un
invierno nuclear «benigno» [clase II] aún mucho
peor que los acontecimientos que siguieron a la
explosión volcánica de Tambora de 1815, incluso
aún menos armas serían suficientes.). Si un
inventario tan pequeño fuese el
único permitido a las naciones provistas de armas
nucleares Estados Unidos y la URSS podrían
esperar sólo unas 20 armas para cada uno, o
menos. A causa de las incógnitas intrínsecas de la
fiabilidad de las armas nucleares y de sus sistemas
de lanzamiento, un arsenal tan escaso no podría
considerarse una disuasión segura. (Existen
aquellos que guardan las mismas reservas respecto
del límite de unas 100 armas.) Aunque son
precisas ulteriores investigaciones que apoyen
unas estimaciones tan bajas del umbral del
invierno nuclear para estas armas el invierno
nuclear sugeriría entonces que nos movemos con
rapidez desde una suficiencia mínima a la
abolición, en la línea con la afirmación de Kahn
entre la fiabilidad de la disuasión nuclear y la
probabilidad de que esto constituya una máquina
del Juicio Final. En ese caso, la disuasión de un
ataque convencional requeriría otros medios, no
nucleares. Pero cuanto más bajo sea el umbral de
las armas nucleares, según los datos actuales, más
improbable resulta, y hemos ignorado los
argumentos hasta aquí, y en las páginas restantes
de este libro.
22.5
Aunque aquí no constituya un buen argumento el
que las armas nucleares desalienten una guerra
convencional entre una superpotencia y una nación
desprovista de armamento nuclear, como Vietnam
o Afganistán, ni tampoco entre los Estados clientes
de las superpotencias.
22.6:
Por ejemplo: «Ante semejantes evidencias [de
invierno nuclear], resulta claro que la institución
de la guerra se encamina hacia el vacío.
Simplemente, ya no es posible, en lo que se refiere
a las potencias principales, el lograr cualquier
cosa contra una u otra por medio de la guerra.
Asimismo, incluso sólo intentarlo constituye un
riesgo que afectaría, no sólo a sus propios futuros,
sino también al de todos los demás.» (Gwynne
Dyer, War [Nueva York: Crown, 1985].)
22.7:
Entre sus abogados se encuentra el presidente
Mijaíl Gorbachov:
Si comenzamos a orientarnos hacia una
disuasión nu-
423
c l e a r «mínima» le aseguro que las armas
nucleares comenzarán a extenderse por todo el
mundo, dejando sin valor y amenazando todo
lo que hemos conseguido en las
conversaciones soviético-estadounidenses, y
en conversaciones entre los estados que
poseen armamento nuclear. [Citado enM. M.
Kaplan, «Hacia un mundo libre de armas
nucleares» (documentación DEL-023), 6, de la
Conferencia Memorial Nehru: «Hacia un
Mundo libre de armas nucleares y no
violento», Nueva Delhi, 14-16 de noviembre
de 1988.]
Ka p l a n, el ex secretario general de las
conferencias de científicos de Pugwash, partidario
de acabar con la carrera de armamentos nucleares,
añade:
Dejando completamente de lado las
objeciones morales de confiar en la represalia
con armas de destrucción en masa, la disuasión
nuclear no es un medio fiable para inducir la
seguridad, si se basa en los arsenales actuales
y en el peligro inherente de una guerra
accidental. El desarme nuclear que conduzca a
una «disuasión mínima» no aportará la
estabilidad; a largo plazo, es probable que
ocurra una carrera de armas, y es posible que
más naciones adquieran armas nucleares para
su seguridad.
Sin embargo, continúa:
Los medios conocidos de verificación podrían
asegurar el cumplimiento con movimientos
para reducir los arsenales nucleares a un nivel
muy bajo, pero no puede hacerse efectivo en
un 100 por ciento, lo que constituye una
condición necesaria para la eliminación
completa de las armas nucleares [ibíd., 5-6].
Ingvar Carlsson, primer ministro de Suecia, nos
ha escrito, en una comunicación privada de 1989:
El concepto de disuasión nuclear mínima
constituye algo reprensible, tanto desde el
punto de vista moral como en términos de
seguridad nacional. Los descubrimientos que
usted y el profesor Turco han documentado de
forma tan exhaustiva, nos muestran que,
incluso un empleo li-
424
mitado de las armas nucleares, tendría unas
consecuencias catastróficas a nivel global.
Constituye una falacia cínica para cualquier
estado basar su seguridad nacional sobre las
premisas de un holocausto a nivel mundial.
Para eliminar por completo la amenaza que
nos plantea a todos el empleo de las armas
nucleares, dichas armas deberían quedar
abolidas.
Fremann Dyson (en una comunicación privada,
1989), argumenta:
Creo que sería más fácil y más rápido, así
como más deseable, lograr un acuerdo a nivel
mundial para desechar las armas nucleares en
vez de llegar a un acuerdo de «disuasión
mínima». Naturalmente, se trata de un asunto
en que, razonablemente, puede haber
controversias entre el público. Lo único
importante es que debemos aprovecharnos con
rapidez de la actual oportunidad de unas
profundas reducciones, sin aguardar a que los
expertos nos sigan aportando argumentos
acerca de qué disuasión mínima sea la
requerida.
22.8:
La opinión oficial soviética, últimamente ha ido
derivando desde la abolición hacia un período
intermedio de suficiencia mínima de una duración
no especificada. Por ejemplo, la necesidad de
«trabajar sin pausa para elaborar una definición
de los parámetros específicos de una disuasión
nuclear mínima, incluyendo las armas nucleares
tácticas». («Declaración conjunta soviético-
finlandesa: Nuevo pensamiento político en
acción», Pravda, 27 de octubre de 1989.)
22.9:
Por ejemplo, Jonathan Schell, The abolition
(Nueva York: Knopf, 1986). Para un breve
resumen de la opinión sovieti véase ref. 21.77.
22.10:
Ei ns te i n, en un discurso sin terminar,
bosquejado después de una reunión, el 11 de abril
de 195 5, con el embajador israelí Abba Eban y el
cónsul Reuven Dafni, en Princeton, Nueva Jersey-
425
Einstein on Peace, editado por Otto Nathan y
Heinz Norden (Nueva York: Simon and
Schuster, 1960), 641.
22.11:
Estos temas se desarrollan con mayor detalle
en un próximo libro escrito por Carl Sagan y
Ann Druyan (Nueva York: Random House).
Apéndice A
EL CLIMA: LA MÁQUINA DE
ENERGÍA GLOBAL
La luz y el calor de la [Tierra] procede del
Sol y su frío y su oscuridad del apartamiento del
Sol.
Libro de notas de Leonardo da Vinci
(Nueva York: Random House, edición Modern
Library), pág. 21.
Parece como si esta noche no fuera sino el
pleno día enfermo.
Porcia, en William Shakespeare, El
mercader de Venecia, acto V, escena 1.
¿Qué es el clima?
El predecir el tiempo —especialmente algo más
que con unos días de antelación—, es, como todo
el mundo sabe, difícil. Las previsiones exactas del
tiempo pueden encontrarse más allá de la ciencia
moderna durante un considerable período próximo.
Incluso hay científicos que creen que siempre
estará más allá de nuestras posibilidades. Pero el
clima no es lo mismo que el tiempo. y predecir el
clima futuro —por difícil que sea— puede
428
estar al alcance de nuestra mano incluso ahora.
El tiempo es el estado local de la atmósfera en
cualquier momento dado y varía continuamente. De
forma sencilla el clima se define como el tiempo
medio durante largos períodos v regiones extensas.
Se necesita siempre algún tipo de promedio para
conectar el tiempo con el clima. El clima se
expresa con una serie de parámetros
meteorológicos, como el promedio de
temperaturas superficiales (*) y la precipitación
media para un mes en particular (por ejemplo,
julio).
Los parámetros pueden proporcionarse por
días, semanas meses, estaciones, años, decenios,
siglos, milenios, etc., con sus correspondientes
tiempos medios. El clima, por lo general, se
describe por regiones, que deben ser continuas
desde el punto de vista geográfico, ecológico,
económico o político; por ejemplo, las Grandes
llanuras de Norteamérica, la Meseta tibetana, el
valle del Rin o Nueva Jersey. De un modo más
amplio, los parámetros climáticos promediados
sobre un continente, un hemisferio, o todo el
Globo, pueden usarse en estudios de «cambio
global» e
(*) En la ciencia, así como en la vida diaria en casi cualquier
lugar del mundo, las temperaturas se miden, por lo general, en
grados centígrados, o °C. También se les llama grados Celsius y se
les abrevia igual: °C. Otra medición de la temperatura se da en
grados Fahrenheit, o °F, empleados en la vida diaria en Estados
Unidos y en muy pocos lugares más. La conversión entre esas dos
escalas de temperatura la proporciona la siguiente y sencilla relación:
°C = 5/9 (°F - 32)
que equivale a
°F = 9/5 °C + 32
En la escala centígrada el punto de congelación del agua
destilada es 0 °C, y el punto de ebullición, 100 °C. En la escala
Fahrenheit, las temperaturas correspondientes son 32 °F y 212 °F.
Resulta sencillo comprobar que la escala centígrada es mucho más
fácil de manejo. En física, existe asimismo una escala de
temperaturas absolutas, o Kelvin, que comienza, en el punto de
congelación del agua, sino a partir del cero absoluto, algo frío que
cualquier cosa. El cero absoluto corresponde a unos -273 °C, es
decir
ºK = °C + 273.
429
historia del clima. Sobre todo en este sentido más
amplio es como discutimos en este libro el clima,
las perturbaciones climáticas originadas por el
humo y el polvo generado por una guerra nuclear.
Vulnerabilidad de la vida ante los
cambios climáticos
El clima de nuestro pequeño mundo se ha
encontrado en un estado de continuo cambio desde
los primeros desarrollos —hace unos cuatro mil
millones de años— de un medio ambiente estable
en el que apareció y se desarrolló la vida. Los
cambios en el clima han tenido lugar a unas
velocidades enormemente diferentes, desde el
lento calentamiento (en varios grados centígrados
por encima de las anteriores temperaturas
globales) en la época cretácica, que ocupó 70
millones de años de tiempo geológico, hasta el
abrupto enfriamiento global, exactamente al final
del Cretácico, que ahora se identifica con un
impacto cometario o de un asteroide, y el
subsiguiente «invierno de impacto» (capítulo V).
La extinción de los dinosaurios y la mayoría de las
otras especies entonces vivientes, debieron ser el
resultado de este devastador suceso. En una
diferente escala de tiempo, las eras glaciales
representan períodos de enfriamiento (de unos 5
°C por debajo del promedio global), que duraron
miles de años, interrumpidos por recalentamientos
interglaciales de tal vez diez mil años de duración.
En unas escalas de tiempo aún más breves, existe
una variación de 0,2 °C en las temperaturas
terrestres con un ciclo de once años, que
corresponde a pequeños cambios en el brillo del
Sol originados por la presencia y ausencia
periódica de manchas solares. (Por lo tanto, para
ser rápidamente detectable, cualquier invierno
nuclear o cualquier otro cambio climático no
deberían ser mucho menor que unos 0,2 °C.)
El clima global a largo plazo, medido por las
temperaturas superficiales medias en el planeta,
no ha variado más de 10 °C, desde los valores
actuales, durante toda la historia climática de la
Tierra accesible a la ciencia moderna.
Acontecimientos extremados, como el invierno de
impacto de fines del Cretácico, ocasionalmente
modificaron la situación de fondo con desastrosas
consecuencias ecológicas. La prodigiosa escala de
extinciones en masa —incluyendo, a veces, la
extinción de hasta el 90% de todas las especies
existentes—, se debe en parte a un tipo de
complacen-
430
cia evolucionaría: adaptaciones a medios
ambientes extremados tienden a perderse por
mutación si, bajo condiciones climáticas estables a
largo plazo, no existe ninguna ventaja para tales
adaptaciones. A medida que transcurren períodos
de tiempo inmensos, la vida, cómodamente
ajustada a las condiciones prevalecientes, se hace
crecientemente más propensa al riesgo de los
repentinos cambios medioambientales. Vale la
pena observar que la civilización humana ha
evolucionado por completo en una época de clima
benigno. Al menos, algunos bloques constructivos
esenciales de nuestra civilización —y resulta
natural pensar ante todo en la agricultura— podría,
por tanto, ser precariamente vulnerable, incluso
ante cambios en el clima comparativamente
pequeños.
El estudio SCOPE (ref. 3.11) llama la atención
respecto de
la extrema sensibilidad de la vida humana en
la Tierra para poner en peligro las bases
agrícolas, económicas y sociales que
mantienen a las poblaciones por encima de la
capacidad de respuesta de los ecosistemas
naturales; por ejemplo, los niveles posibles
sin ninguna producción agrícola. La población
humana de la Tierra tiene una vulnerabilidad
mucho mayor a los efectos indirectos de la
guerra nuclear, en especial a través de los
impactos en la producción alimenticia y la
disponibilidad de alimentos, que los efectos
directos de la guerra nuclear en sí.
Prediciendo el futuro:
¿Qué es un «modelo» atmosférico?
Los científicos interesados en los
funcionamientos del mundo natural (así como del
resto de todos nosotros), a menudo desean
predecir el futuro. Al estudiar el presente y el
pasado, los científicos desarrollan teorías que
consiguen describir cómo los fenómenos de interés
(por ejemplo, la temperatura media) son forjados
por las fuerzas de la Naturaleza. Dichas teorías se
han visto expresadas inicialmente como conceptos
generales, que han sido formulados rigurosamente
como una serie de ecuaciones matemáticas que
cuantifican las relaciones entre los diversos
parámetros físicos —las llamadas ecuaciones de
Navier-Stokes, por ejermplo que describen los
movimientos de un fluido viscoso como el aire
431
Naturalmente, la definición de las expresiones
matemáticas se basan por sí mismas en las leyes
fundamentales de la física y de la química (por
ejemplo, la ley de los gases perfectos, que
relaciona la presión, la temperatura y la densidad
en cualquier punto de la atmósfera). Las
ecuaciones, junto con la información ¿el estado
inicial del sistema y de los valores de los
parámetros físicos claves, constituye un «modelo»
del fenómeno. El modelo puede resolverse
analíticamente (por manipulación directa de las
ecuaciones gobernantes) o numéricamente; en el
último caso, las ecuaciones se reescriben en una
forma adecuada para un ordenador digital. Las
soluciones del modelo, en un sentido,
proporcionan predicciones de posibles
acontecimientos futuros.
Para asegurarse de que el modelo proporciona
una imagen realista del futuro, sus predicciones se
comprueban con los acontecimientos que ya han
ocurrido. Si las previsiones del modelo no se
hallan de acuerdo con lo que en realidad ha
sucedido, en ese caso la teoría en la que se basa el
modelo debe modificarse, las ecuaciones
remodelarse y buscar nuevas soluciones. Si,
después de una alteración razonable, y una
atención diligente a los detalles, la teoría no se
halla de acuerdo con las observaciones, en ese
caso habrá que descartarla. El fracaso del modelo,
cuando se comprueba con datos relevantes,
sugiere, por lo general, modos alternativos para
explicar los fenómenos observados. A menudo, la
teoría inicialmente propuesta puede tener en cuenta
una gran parte de las observaciones, pero no cada
uno de los detalles. En ese caso debe refinarse a
través de pequeñas modificaciones que mejoren la
exactitud total de las predicciones sin contradecir
los principios subyacentes. El desarrollo de un
modelo físico —en particular el fenómeno
complejo que caracteriza el medio ambiente global
—, constituye un proceso evolucionista e
interactivo en el que los datos se buscan de manera
continua para mejorar, o desaprobar, la teoría
básica.
Imaginemos, por ejemplo, que usted —que ha
dormido hasta mediodía durante las últimas
semanas— desea predecir el momento exacto de
la salida del Sol del día siguiente. Usted puede
imaginarse, basándose en su memoria del cambio
que se produce con las estaciones de la hora de la
salida del Sol durante el año anterior. A
diferencia del tiempo, la hora de la salida del Sol
sobre fierra es regular como un reloj, y esto sería
un enfoque razonable, incluso hasta de una gran
exactitud, dependiendo de lo buena que sea su
memoria. Alternativamente, podría construirse
432
un «modelo» más preciso de salidas del Sol. O
bien tornar en consideración la ley de la gravedad
de Newton, los movimient os de los planetas en
torno del Sol, las masas del Sol, la Luna y los
planetas y sus distancias respectivas, el índice de
rotación de la Tierra sobre su eje y la inclinación
del mismo con respecto de 1a órbita de la Tierra
alrededor del Sol. Basándose en esos conceptos
podría usted escribirlas ecuaciones que describen
el movimiento de la Tierra a través del espacio y
la posición de un punto sobre la superfície de la
Tierra con relación al Sol. Debería resolver
dichas ecuaciones de forma conveniente, quizá con
ayuda de su ordenador personal, con el fin de
obtener una solución precisa respecto de las horas
de la salida del Sol en su punto geográfico local.
A continuación debería confrontar sus respuestas
respecto de lo que usted conoce de la salida del
Sol durante los pasados años. Tal vez desease
incluir en esto las montañas de su horizonte
oriental. Si todo ha ido bien habría predicho
correctamente la salida del Sol de mañana. En
caso contrario, habría cometido algún error y
dejado de tener algo en cuenta. En ese caso,
debería volver a su mesa de trabajo.
Supongamos ahora que lo que desea es predecir
el tiempo de las semanas próximas, o el clima de
los años siguientes. En cada caso, deberíamos
desarrollar un concepto teórico, escribir las
ecuaciones apropiadas, formular una solución
numérica, realizar predicciones y comprobarlas
con exactitud. Si las predicciones son inexactas,
deberíamos repetir el proceso con algunos
cambios en todo aquello que se ha dado por
supuesto. Los científicos atmosféricos han
desarrollado modelos para la previsión del tiempo
y del clima, más o menos sobre esas bases,
durante las pasadas dos décadas. Esos modelos
son extraordinariamente complejos, y requieren de
toda la potencia de cálculo de los
superordenadores más grandes, para conseguir
respuestas de utilidad práctica. Pero los modelos
de unos problemas medioambientales muy
complejos son siempre aproximados; no se pueden
incluir todos los detalles físicos o los efectos, de
un lugar tan intrincado como es la Tierra en su
totalidad.
A veces no estamos seguros de cómo actúa un
aspecto particular del medio ambiente, y nos
vemos forzados a buscar algo aproximado o no
tomarlo en cuenta. Pero no precisamente porque un
modelo no incluya cada posible detalle, ello
quiere decir que sea inexacto, y mucho menos que
carezca de utilidad Esa exactitud se verifica
comparando las predicciones con las
433
observaciones pasadas, presentes y futuras.
Además, el modelo conceptual básico (o
matemático), se emplea para predecir los efectos
de fenómenos análogos y comprobarlos con las
observaciones de los mencionados fenómenos.
(Por ejemplo, modelos de radiación climática
desarrollados para los aerosoles del invierno
nuclear, se emplearían para calcular los efectos de
enfriamiento debidos al humo de los incendios
forestales o al polvo impulsado por el viento. En
ese caso, cuando se produzca un incendio forestal
o una tormenta de polvo, se comprobará el
funcionamiento de los modelos.)
Existe una mayor elegancia y utilidad en un
modelo conceptual exacto y simple que en otro
más exacto pero más complejo. Pero para diseñar
unos modelos buenos y sencillos, nuestros
conocimientos del mundo físico han de ser muy
profundos, y la Naturaleza debe ser generosa con
nosotros. No existen garantías de que los modelos
sencillos vayan a ser exactos o incluso útiles.
Compensación de modelos
unidimensionales y
tridimensionales
Los modelos de la atmósfera pueden formularse
en tres dimensiones espaciales: arriba y abajo
(verticalmente), al norte y al sur (meridianamente,
es decir, a lo largo de un meridiano de longitud), y
al este y al oeste (es decir, a lo largo de un
paralelo de latitud). Normalmente, las variaciones
más dramáticas, en parámetros tales como
temperatura, presión, índice de calentamiento,
concentración de partículas, etc., se producen en la
dirección vertical. (El aire es mucho más tenue a
tan sólo 20 km de altitud que en ningún otro lugar
de la superficie de la Tierra.) Según esto, muchos
análisis de los fenómenos que se hallan muy
atendidos geográficamente (por ejemplo, la
disminución del ozono estratosférico, los efectos
de los aerosoles volcánicos sobre la radiación
global), quedan incluidos cuando se emplean
modelos unidimensionales (1 -D) orientados
verticalmente. Por otra parte, Para describir los
vientos, la precipitación, y el tiempo en general,
también son obviamente importantes las
variaciones horizontales (de un lugar a otro), y los
modelos tridimensionales (3-D), que toman en
consideración las tres direcciones espaciales, son
los que se emplean en estos casos. Los modelos
unidimensionales son, por lo general, mucho más
sencillos de aplicar, y sus
434
resultados más fáciles de interpretar. Por lo tanto,
tienen una aceptación generalizada para definir los
conceptos y teorías básicos, y para explorar la
sensibilidad de los efectos predichos respecto de
unos parámetros físicos desconocidos. De manera
ideal, para ser prácticos, todos los modelos
deberían incluir los efectos de los movimientos
tridimensionales y, algún día, los modelos 3-D —
tal vez en una o dos décadas— llegarán a sustituir
a los modelos 1 -D como herramienta para la
exploración rutinaria de los análisis científicos.
A veces se cree que, si un modelo empleado
para describir un fenómeno, se representa en más
dimensiones espaciales, en ese caso precisa de
una mayor sofisticación que sus modelos hermanos
de menos dimensiones. Sin embargo, la
sofisticación con mucha frecuencia se basa más en
los detalles de la física subyacente tratada en el
modelo, que sólo en la dimensionalidad. Por
ejemplo, al describir las propiedades radiactivas
de los gases y partículas atmosféricos, se necesita
calcular con precisión cierto número de
parámetros relativos a la transferencia de la
radiación a través de la atmósfera, incluyendo los
tamaños y composición de los aerosoles. Para
hacer frente de manera adecuada a este último
problema, habría que tratar en detalle la física de
las partículas de los aerosoles, incluyendo los
efectos de su asentamiento a causa de la gravedad,
la coagulación de las partículas por los
movimientos brownianos (térmicos al azar),
crecimiento y evaporación de los aerosoles y su
disipación por medio de las nubes y la
precipitación. En el trabajo original TTAPS
unidimensional, y en muchos estudios 1-D
posteriores, los detalles de la física de los
aerosoles y de las propiedades radiactivas se
calcularon con detalles atormentadores, para
explorar las sensibilidades e incógnitas inherentes
al modelado del humo. En los trabajos 3-D, que se
llevaron a cabo posteriormente para mejorar el
estudio TTAPS, se dieron por supuestas muchas
simplificaciones en lo referente a las partículas.
De vez en cuando, los modelistas 3-D han dado
por supuesto que las partículas son del mismo
tamaño; que no absorben la radiación infrarroja;
que son uniformes en su composición; que el polvo
y el humo presentan unas propiedades radiactivas
similares, que los tamaños de las partículas no
varían con el tiempo; que las partículas no poseen
masa y que no caen; que se ven por comple
eliminadas del aire por las nubes. Debido a
numerosos proble mas, tales hipótesis deberían
restringirse más, para no tratar los
435
aerosoles como si sólo variasen en la (esencial)
dirección vertical. Los modeladores 3-D han
intentado corregir muchas de esas
aproximaciones, hasta donde se lo han permitido
sus ordenadores, pero incluso hoy no han resuelto
aún todas las ambigüedades de unas
aproximaciones tan simplistas.
La Naturaleza no puede duplicarse de modo
perfecto en un ordenador. Los modelos se usan
para explorar fenómenos básicos, para
comprender mejor cómo funciona el mundo, y para
predecir cómo puede alterarse el medio ambiente
en el futuro. Los modelos unidimensionales
resultan muy adecuados para tratar ciertos
aspectos de la física para los que no se hallan muy
bien preparados los modelos tridimensionales;
así, los modelos 1-D son ideales para explorar los
efectos de los aerosoles en el cómputo de la
radiación y el clima, mientras que los modelos 3-
D son ideales para definirlos impactos
geográficos y estacionales de los cambios de la
radiación. Los modelos 1-D sólo tienen en cuenta
el movimiento vertical y la variación vertical de
los aerosoles, y, por lo tanto, deben emplear
hipótesis adicionales acerca del transporte
horizontal. Los modelos 3-D no resuelven de
modo pleno las propiedades de los aerosoles y,
por ende, deben emplear hipótesis simplistas en lo
que se refiere a la microfísica de las partículas.
¿Y cuáles son las mayores deficiencias? En
realidad, los dos enfoques resultan
complementarios. Cada uno ayuda al otro. Ambos
tipos de modelos predicen, en lo esencial, las
mismas temperaturas superficiales, cuando se
tiene cuidado en emplear en los modelos las
mismas condiciones de partida y los mismos
parámetros físicos. Y ambas clases de modelos
llegan, básicamente, a la misma conclusión en lo
que respecta al invierno nuclear: con las masivas
inyecciones de humo provocadas por una guerra
nuclear, las superficies terrestres de la Tierra se
enfriarán según un índice medio, y en una
extensión sin precedentes en la historia de los
humanos.
Nos dedicaremos ahora a describir algunos de
los elementos clave de los «modelos» del medio
ambiente de la Tierra empleados para comprender
el tiempo y el clima y, por lo tanto, el invierno
nuclear.
436
Luz visible e infrarroja
Para comprender el clima, primero debemos
reconocer q ue existen diferentes clases de luz.
Toda luz puede considerarse como unas ondas, que
comprenden crestas y depresiones, lo mismo que
las olas en el océano. Pero la luz no necesita un
material, o medio, como el agua, por el que viajar.
La luz se propaga a través del vacío. La distancia
de cresta a cresta (o depresión a depresión), se
llama longitud de onda. La clase de luz que
nuestros ojos detectan se llama, de una manera
bastante razonable, luz visible, que también resulta
ser la clase de luz solar para la que es mayor la
intensidad del Sol. Nosotros y nuestros ojos hemos
evolucionado para utilizar la luz solar. La
combinación ojo-cerebro humano percibe la
longitud de onda de la luz visible como un color.
En esto consiste el color. Por lo general, la
longitud de onda se mide en mieras; 1 micra
(abreviatura de micrómetro) equivale a la
millonésima parte de un metro. Un microbio que
mida una miera de longitud es demasiado pequeño
para poderlo ver con el ojo desnudo. Las
longitudes de onda de la luz visible son un poco
más pequeñas que una miera, pero la mayoría de
nosotros no tenemos la menor dificultad para
detectar el color. La luz roja posee una longitud de
onda de casi 0,7 mieras, y la luz violeta un poco
más de 0,4 mieras. Todos los demás colores del
arco iris se hallan incluidos en unas longitudes de
onda intermedias.
Pero el Sol emite mucho más que luz visible.
Existe luz a longitudes de onda mucho más cortas
que el violeta (menos de 0,4 mieras de longitud de
onda): a esto se le llama ultravioleta. También
emite luz con longitudes de onda mayores que el
rojo (más de 0,7 mieras de longitud de onda): a
esto se le llama infrarrojo. El ojo humano no
puede detectar ni la luz ultraviole a ni la infrarroja
(también denominadas radiaciones ultravioleta
infrarroja), pero esto no constituye más que una
deficiencia en diseño de los seres humanos. Se
trata de unas clases de luz legítimas como el azul o
el amarillo.
Cada objeto del universo emite radiación; cuanto
más caliente sea, más corta es la longitud de onda
en la zona visible, y en el cuasiinfrarrojo(del a 5
micras). La Tierra, que es mucho mas fría que el
Sol, emite sobre todo en longitudes de onda
infrarrojas más largas (entre 5 y 20 mieras). A esto
se le llama a menudo calor
437
o radiación térmica, porque se trata de las
longitudes de onda emitidas por los objetos
calientes en nuestra vida de todos los días. (Pero.,
realmente, todas las longitudes de onda de la luz
pueden ser de radiación térmica o calorífica, que
corresponde a ja temperatura del cuerpo que las
emite.) Por lo tanto, la Tierra se calienta, sobre
todo, a través de la luz visible del sol, y se enfría,
principalmente, al emitir hacia el espacio
radiación infrarroja térmica o de gran longitud de
onda.
¿Cómo funciona el sistema
climático?
El clima de la Tierra es un sistema, una gran
máquina, cuya producción depende de la
interrelación entre la luz solar, la atmósfera, las
zonas terrestres, los océanos e incluso las formas
de vida de nuestro planeta. Los principales
factores determinantes son:
1. El equilibrio entre la luz solar visible (y la
cuasinfrarroja) que caldea la Tierra en su
hemisferio expuesto a la luz del día, y la
radiación infrarroja o calorífica emitida
hacia el espacio por todo el planeta, que
ejerce la función de enfriar la Tierra.
2. Las reservas de calor de la Tierra,
principalmente los océanos, y
3. El caldeamiento adicional originado por
el efecto invernadero sobre la atmósfera de
la Tierra.
El Sol es la fuente de energía que rige nuestro
sistema climático. Nuestro mundo recibe, de
manera ininterrumpida, 100.000 billones de vatios
de potencia procedentes del Sol (*), que es
10.000 veces mayor que toda la potencia generada
por nuestra civilización global. De toda la energía
del Sol interceptada por la Tierra, un 33% resulta
reflejada al espacio por las nubes,
(*) La unidad de potencia, el vatio,
representa el índice de producción o
uso de energía; es decir, la energía
por unidad de tiempo. Una típica
bombilla casera de incandescencia
suele emplear, más o menos,
alrededor de los 100 vatios de
potencia. Irradia luz visible (y
radiación infrarroja térmica, que
percibimos como calor), a causa de
las elevadas temperaturas que alcanza
el filamento de tungsteno debido a la
electricidad que lo atraviesa. Un
atizador de chimenea al rojo brilla
porque está caliente. Lo mismo le
pasa al filamento de la bombilla. Y lo
mismo le ocurre también al Sol
438
las moléculas de aire y el suelo (sobre todo por
los brillantes desiertos y las superficies con nieve
o heladas). El resto de la energía
(aproximadamente un 67%) es absorbido, o bien
por la atmósfera (un 22%) o por el suelo (45%).
En la figura 8 se dan unos porcentajes ligeramente
diferentes, debido a la variación temporal y a la
falta de certeza que tenemos respecto del
conocimiento de esas cantidades. La luz solar
visible se convierte en calor tan pronto como es
absorbida.
Cuando usted se expone al Sol y siente su
calidez en el rostro no hace otra cosa que convertir
la luz solar en calor; está irradiando energía en el
espectro infrarrojo (invisible para usted) hacia el
espacio; no hace más que participar en el sistema
climático. Se ha convertido en un pequeño
engranaje del gran motor del clima.
En último término, el calor debe guardarse en
algún lugar de la Tierra o escapar hacia el
espacio. Si el calor no se perdiera, la temperatura
ascendería hasta unos niveles intolerables en sólo
unas cuantas semanas o meses. Por suerte, la
atmósfera y la superficie logran desembarazarse
del exceso al irradiarlo al espacio. Luego, con
gran rapidez, la luz solar que entra y la radiación
calorífica que sale llegan a un punto de equilibrio,
en cierta temperatura dictada por las relativamente
simples leyes de la física.
Cada objeto, incluso el aire que le rodea,
irradia energía en forma de calor. Usted mismo no
deja de hacer otra cosa. (Éste es el principio en
que se basan algunos sistemas de «visión
nocturna». La emisión térmica infrarroja de un
intruso —escondido en la oscuridad a nuestra
visión ordinaria— se detecta de este modo.)
Cuando más caliente esté el objeto, más energía
emitirá. (Por ejemplo, un intruso que tenga fiebre
será más fácil de detectar.) La llama de un fuego
está muy caliente (unos 1.500 °C) y su emisión
calorífica es muy fácilmente detectable sin ayuda
de instrumentos científicos. El ritmo en que un
objeto emite energía es proporcional a la
temperatura absoluta, T , del objeto elevada a la
cuarta potencia (es decir, V). De este modo, si la
temperatura absoluta del objeto se duplica, su
emisión térmica no será solo el doble, sino
2x2x2x2, o sea 16 veces mayor.
Ahora podemos ver cómo el clima de la Tierra
alcanza un equilibrio respecto del Sol. A medida
que la luz solar es absorbida, la Tierra (y su
atmósfera) se caldea. Pero, a medida que la
temperatura sube, la proporción de la emisión
calorífica hacia el
439
espacio aumenta con rapidez, hasta que el índice
de pérdida de energía térmica se iguala con el
índice de ganancia de energía procedente de la luz
solar. En este punto la temperatura permanece
estable e inmutable: se ha alcanzado un equilibrio
entre lo que entra y lo que sale. Una vez se
establece este equilibrio energético, se mantiene
de manera muy fija durante mucho tiempo, aunque
los índices de calentamiento y enfriamiento
fluctúen sobre sus valores medios. Sin embargo,
un cambio sostenido, hacia arriba o hacia abajo,
tanto en la entrada de energía como en la salida de
dicha energía, lleva a un cambio climático. Si el
cambio llega muy lejos en una direción, puede
establecerse un nuevo estadio climático; por
ejemplo, un enfriamiento que perdure durante
centenares de años desencadenará una era glacial
que perdurará durante miles de años. En la
dirección opuesta, un caldeamiento sostenido, bajo
ciertas circunstancias que son muy improbables
para la Tierra, llevará a un continuado efecto
invernadero, que caliente las temperaturas
superficiales hasta el punto de ebullición, como
ocurrió en Venus ya en los primeros años de su
historia.
La respuesta del sistema climático puede, al
mismo tiempo, ser rápida o lenta. Consideremos
cómo las temperaturas varían en ambos lados de
una temperatura media a largo plazo. El mejor
ejemplo de cambio en las temperaturas a corto
plazo es el ciclo de día (o diurno) en las
temperaturas superficiales. La variación de la
temperatura diurna es particularmente pronunciada
en las regiones áridas desiertas donde, durante la
noche, las temperaturas descienden en 30 °C o
más respecto de las temperaturas más altas del
día, sólo para aumentar de nuevo con la
reaparición del sol mañanero. Los cambios
extremados en la temperatura estacional —desde
unos tórridos veranos a unos gélidos inviernos—
se originan casi por completo a causa de la
inclinación del eje de rotación de la Tierra
(medido en relación al plano en que pra alrededor
del Sol). Las estaciones no tienen nada que ver
con la proximidad o alejamiento de la Tierra
respecto del Sol, en su órbita anual. Nuestro
hemisferio de la Tierra —ya sea que vivamos en
el hemisferio Norte o en el Sur— apunta hacia el
Sol en verano y se aleja del Sol en invierno, a
causa de que el eje de rotación de la Tierra
permanece fijo en el espacio mientras el planeta
realiza su viaje anual en torno del Sol. De una
forma muy aproximada, el eje apunta siempre
hacia la misma región del firmamento, y ésta es la
razón de que la Estrella Polar se
440
441
El presupuesto energético de la atmósfera normal, a la izquierda,
contrastado con el presupuesto de energía después de una guerra
nuclear, a la derecha. El grosor de los rayos de radiación en los que
hay flechas son, más o menos, proporcionales a los flujos de energía,
es decir, a la cantidad de energía absorbida o emitida por un área
dada en en período dado de tiempo. Se deben medir esos flujos en,
por ejemplo, el número de vatios recibidos o emitidos por centímetro
cuadrado de la superficie de la Tierra. Por simplicidad, hemos
medido los flujos de energía en unidades arbitrarias, por lo que 100
de esas unidades describen cuánta luz solar cae sobre un área dada
en la parte superior de la atmósfera de la Tierra (por ejemplo, un
centímetro cuadrado) en un período de tiempo dado (por ejemplo, un
segundo). En la atmósfera normal parte de la radiación solar que
entra es reflejada de nuevo hacia el espacio por las nubes y por la
atmósfera, y un buen porcentaje de la misma llega a la superficie de
la Tierra, donde, sobre todo, es absorbida y calienta el suelo. En ese
caso, la atmósfera, y la superficie logran un equilibrio energético al
emitir radiación infrarroja otra vez hacia el espacio. Pero, al día
siguiente de una guerra nuclear, puede generarse un palio casi opaco
de humo y polvo que impediría que la mayor parte de la luz solar
alcanzase la superficie. En vez de ello, sería absorbida sobre todo
por el humo y se reflejaría de vuelta hacia el espacio a través del
polvo. La parte superior de la nube de humo estaría mucho más
caliente de como ocurre de ordinario en esa región de la atmósfera,
y la superficie de la Tierra estaría mucho más fría. En ambos
bosquejos, la expresión «reflejada por la atmósfera» comprende
tanto los efectos de las nubes como las moléculas y partículas en el
aire.
encuentre siempre por encima del polo Norte. Las
estaciones ilustran cómo el clima global cambia de
una manera dramática durante períodos tan breves
como semanas o meses, impulsado por los
relativamente pequeños cambios en la cantidad de
luz solar recibida. En las regiones tropicales, el
flujo solar que se recibe es menos variable con
relación a la estación que en las demás latitudes, y
las variaciones en el clima estacional son,
correspondientemente, menores. En las latitudes
polares, donde las variaciones estacionales de la
luz solar son mucho más extremadas —desde un
Sol de medianoche en verano a una noche invernal
que dura meses—, la respuesta climática es,
correspondientemente menor, en las latitudes
polares, donde las variaciones estacionales de la
luz solar son mucho más extremadas desde un Sol
de medianoche en verano a una noche invernal que
dura meses—, la respuesta climática es,
correspondientemente, de tipo máximo.
En escalas de tiempo mucho más largas, resulta
que fluctuaciones de sólo un pequeño porcentaje
en la cantidad de luz solar recibida —en
asociación con pequeñas variaciones en la órbita
de la Tierra alrededor del Sol y en el ángulo de
inclinación de su eje de rotación— son ya
suficientes para iniciar unas eras glaciales.
(Durante períodos de tiempo de 10.000 años, el
eje terrestre no apuntó siempre hacia el Polo
Norte.) Aunque los períodos entre
442
las eras glaciales se corresponden muy bien con
los períodos de tales cambios en la órbita y en el
eje de la Tierra, la cantidad de cambio climático
resultante es más del que podemos estimar Los
mecanismos específicos que amplifican esos
pequeños cambios en las órbitas e inclinaciones
con amplias fluctuaciones en el clima global, es
algo que aún nos es desconocido. Existe alguna
maquinaria esencial encajada en el sistema
mundial del clima que todavía se nos escapa. Su
existencia es para nosotros una advertencia, algo
que nos sugiere que la respuesta climática a un
cambio dado en la intensidad de la luz solar
recibida por la superficie de la Tierra, en ciertas
circunstancias, llegaría a ser mucho mayor que la
que calculamos.
Depósitos de calor: el volante
climático
No toda la luz solar absorbida por la Tierra se
convierte, instantáneamente, en energía térmica y
es irradiada otra vez al espacio. Parte de ésta se
guarda durante un tiempo en los depósitos de calor
de la Tierra: el aire, los continentes y, en
particular, los océanos. La atmósfera no constituye
una reserva sustancial de calor porque es muy
tenue y, en comparación con las zonas terrestres o
marinas, posee una masa liviana (sólo 5.000
billones de toneladas). La zona terrestre, que es
mucho más masiva, al mismo tiempo constituye un
depósito ineficiente de calor, porque los suelos y
las rocas son muy malos conductores del calor.
Pero el agua es un excelente conductor del
calor. (Recuérdese con cuánta rapidez las
personas se congelan hasta morir en los mares
árticos y antarticos.) Los océanos de la Tierra son
3 0 0 veces más masivos que la atmósfera. Sus
capas superficiales se hallan muy bien mezcladas
con ayuda de los vientos hasta una profundidad de
100 metros (la longitud de un campo de fútbol), lo
cual acelera grandemente el transporte del calor a
través de esas capas. Las aguas superficiales del
océano mundial almacenan una cantidad de calor
que, aproximadamente, equivale al valor de veinte
años de entrada de energía solar. Por ello, los
océanos de la Tierra desempeñan el papel de una
fuente de calor secundaría climática durante los
períodos en los que las fuentes primarias
(especialmente la luz directa del sol) se reducen
por una razón dada. Los océanos proporcionan
asimismo un pozo
443
n e g ro de calor cuando las fuentes primarias
caloríficas, por cualquier razón, son más intensas.
Ese influjo de los océanos se representa en escalas
de tiempo que van desde meses a décadas. La
transferencia de energía desde los océanos a la
atmósfera se produce de una manera eficiente a
través de la evaporación y recondensación del
agua.
El papel de los océanos en el sistema climático
es similar al de un volante en el motor de
explosión de un automóvil. La inercia de un
volante másico atenúa las fluctuaciones en las
fuerzas mecánicas impuestas en el cigüeñal, y de
este modo proporcionan un momento de giro
uniforme y seguro al impulso de la dirección. De
modo parecido, la inercia térmica de los océanos
—difíciles de calentar y también difíciles de
enfriar— suaviza las variaciones en el equilibrio
energético radiactivo de la Tierra (luz solar y
emisión de calor hacia el espacio), con lo que
proporciona un clima global uniforme y
perdurable. Hasta alcanzar un punto determinado.
Los efectos invernadero y
antiinvernadero
El efecto invernadero consigue hacer habitable
nuestro planeta. La causa básica del efecto
invernadero radica en el hecho de que la atmósfera
es casi transparente a la luz visible (excepto en
ciudades cubiertas por la niebla cuales son Los
Angeles o Ciudad de México), pero, al mismo
tiempo, resulta parcialmente opaca a la radiación
térmica infrarroja de longitudes de onda largas (o
calor). La radiación solar, tal y como hemos
dicho, cae sobre todo en dos intervalos del
espectro: el visible y el cuasiinfrarrojo.
(Desdeñamos la contribución más pequeña en el
ultravioleta, que resulta medioambientalmente
importante con la disminución del ozono pero no
para el recalentamiento invernadero.) La cantidad
total de energía irradiada al espacio por el Sol se
halla dividida en partes casi iguales entre la
radiación visible y la cuasiinfrarroja. En la
atmósfera, los gases son transparentes casi por
completo a la radiación visible, lo cual es la causa
de que, en un día claro, veamos unas montañas que
se encuentran a 100 o 200 km de distancia. Pero en
el aire hay algo más que gases. Las nubes reflejan
hacia el espacio el 50% o más de la luz solar
incidente. La atmósfera y las nubes unidas llegan a
absorber el 50% o más de la radiación solar
incidente
444
cuasiinfrarroja. Sin embargo, la mayor parte de la
energía del espectro solar que no es reflejada de
nuevo hacia el espacio alcanza la superficie de la
Tierra y se convierte allí en calor.
La atmósfera contiene cantidades menores (un
1% y un 0,03 %, respectivamente) de vapor de
agua (H20) y dióxido de carbono (C02), que son
unos fuertes absorbentes de la radiación térmica
infrarroja. A medida que la caldeada superficie de
la Tierra irradia radiación infrarroja hacia arriba,
la atmósfera que está por encima absorbe una
parte de la radiación, la retiene e impide de este
modo que el calor se escape directamente hacia el
espacio. Parte de dicho calor es reirradiado por la
atmósfera en la dirección en que iba, es decir,
hacia el espacio. Pero una parte de lo irradiado
vuelve a la superficie. El resultado es que, para
una misma cantidad de energía solar, la superficie
se caldea más de lo que ocurriría en un mundo
terrestre sin aire. Resulta bastante sencillo
calcular que, de no haber H20 o C02 en la
atmósfera (aunque con los mismos constituyentes
principales, nitrógeno [N2] y oxígeno [02], los
océanos serían de sólido hielo y la Tierra nada
más que un planeta congelado sin vida.
Una analogía con el efecto invernadero es la
forma en que una manta le mantiene a uno caliente
en una estancia sin calefacción en una fría noche
invernal. En este caso, la fuente de energía es el
propio calor corporal, generado metabólicamente.
La manta, simplemente, impide que el calor del
cuerpo se escape hacia la habitación; en lugar de
ello, permite que el calor se acumule en el espacio
entre usted y la manta. La atmósfera de la Tierra es
también una manta, pero confeccionada con gas.
Tanto el calor corporal como la calidez de la
superficie terrestre se alimentan gracias a la luz
solar. Nosotros empleamos los alimentos como un
intermediario conveniente para almacenar energía
procedente de la luz solar, mientras que la Tierra
es calentada de una forma más directa por la luz
solar, aunque almacena la mayor parte del calor en
los océanos.
El efecto invernadero no altera el balance total
de energía de la Tierra. El flujo de energía solar
absorbida sigue estando exactamente equilibrado
por la radiación infrarroja o térmica emitida al
espacio, con o sin efecto invernadero. Sin
embargo, con la presencia del efecto invernadero,
la emisión hacia el espacio se produce, en parte, a
partir de un sistema más cálido
atmósfera/superficie, pero también ahora, en parte,
a través de las capas más frías del aire situado en
las zonas superiores de la.
445
atmósfera y que son opacas al infrarrojo. El
sistema climático sabe cómo ajustarse con tanta
rapidez que se mantiene el balance de energía
total.
El efecto invernadero resulta de importancia
fundamental para nuestro bienestar. Sin el
apresamiento de calor por parte de la manta de
H20 y C02, la temperatura media superficial de la
Tierra sería unos 35 °C más fría; tal y como hemos
dicho, muy por debajo del punto de congelación
del agua del mar. Por otra parte, en caso de que
hubiera demasiado efecto invernadero, la Tierra
sería un miserable y bochornoso horno. Existe muy
poco dióxido de carbono en la atmósfera terrestre;
el doblarlo o triplicarlo (con lo que la abundancia
de C02 aún continuaría inferior al 1 %), sería
probablemente suficiente para producir unas
consecuencias en extremo nefastas a través de los
trastornos en la agricultura y en los ecosistemas,
además de la subida del nivel del mar.
Somos los beneficiarios del efecto invernadero.
Debemos nuestras vidas y nuestro bienestar al
delicado equilibrio de unos gases invisibles, que
se ha establecido sin ningún esfuerzo o
comprensión por nuestra parte. Ahora que lo
comprendemos, este frágil y providencial
equilibrio debería requerir por nuestra parte
prudencia y humildad: prudencia para no juguetear
con este motor tan finamente ajustado, y humildad
frente a las carencias de nuestros conocimientos.
El efecto invernadero puede acentuarse por
medio de los incrementos en la abundancia de C02
y H20, a través de la adición de otros gases, tales
como el metano o los clorofluorocarbonos (que,
aparte de su maléfica influencia, también atacan la
capa de ozono), y por los cambios en la cubierta
de nubes de la Tierra. Si aumenta la cantidad de
los gases del efecto invernadero, la atmósfera y la
superficie tenderán a caldearse. Pero el papel de
las nubes en el efecto invernadero es complejo y
aún no se comprende en su totalidad. Dependiendo
de la densidad y de la altura de las nubes, actuarán
caldeando o enfriando la superficie que tienen
debajo, aunque los estudios por medio de los
satélites sugieren la clara influencia de las nubes y
del vapor de agua que las alimenta, en lo que se
refiere a un ulterior calentamiento de la Tierra.
El efecto invernadero quedará cortocircuitado
si la luz solar se bloquea o atenúa en la atmósfera
superior mientras que la emisión térmica
infrarroja hacia el espacio de la atmósfera inferior
y de la superficie permanece inafectada. A esto es
lo que
446
llamamos «efecto antiinvernadero». Fue por vez
primera definido de una forma explícita y
calculado por nosotros y nuestros colegas del
TTAPS en el desarrollo de la teoría del invierno
nuclear [aunque Fred Hoyle y Chandra
Wickramasinghe han sido, al parecer, los primeros
en describir un efecto similar (debido al polvo
cometario y no al humo urbano); véase recuadro
«Invierno de impacto», capítulo V ] . El humo
absorbe la luz solar antes de que pueda llegar al
suelo, por lo que existe muy poca iluminación
superficial y la misma superficie quedará
pobremente caldeada; por lo tanto, existe una
cantidad menor de calor que quede atrapada
debajo de la manta del invernadero atmosférico.
Si, además, el humo (opaco alaluz visible) es
transparente a la emisión térmica infrarroja de la
Tierra, con lo que la superficie se enfría más por
sí misma al irradiar al espacio una cantidad igual
que cuando no había humo. Bajo esas
circunstancias, las temperaturas superficiales
descenderían de una manera drástica.
La situación real de la atmósfera es más
complicada, y deben realizarse cálculos muy
ajustados para estudiar los efectos invernadero y
antiinvernadero. Los resultados de tales cálculos
se hallan en un acuerdo sustancial con las
implicaciones de los modelos conceptuales ya
discutidos. Sin embargo, con unos cálculos más
detallados habría que tener en cuenta de manera
explícita las superficies terrestres en relación con
las marinas, la composición química del aire, las
propiedades espectrales de los diversos gases
atmosféricos, la reflexión y la absorción de la
radiación por las nubes, la desigual distribución
del caldeamiento solar por el Globo, etcétera. El
hecho de haber realizado unos cálculos detallados
y mutuamente consistentes acerca de los efectos
invernadero y antiinvernadero, aumenta en extremo
nuestra confianza en los modelos conceptuales.
Los mismos conceptos, aplicados a la atmósfera
terrestre y a la de otros planetas, proporcionan
predicciones que se hallan en un acuerdo excelente
con lo que hemos descubierto hasta ahora.
La influencia del humo y
del polvo: el invierno
nuclear
Los efectos climáticos globales de las
colisiones cometarias o de asteroides con la
Tierra, las explosiones volcánicas, los grandes
incendios y la guerra nuclear se expresan todos
ellos a través de
447
la acción de pequeñas partículas atmosféricas —
llamadas aerosoles— sobre el equilibrio de la
energía radiactiva. Las partículas en la atmósfera
afectan al balance de radiación de la Tierra de
varias maneras: al reflejar la luz solar otra vez de
vuelta al espacio, al absorber la luz solar y
calentar el aire y por la absorción y emisión de
radiación térmica infrarroja. En general, una nube
de finas partículas tiende a calentar el aire que la
rodea al interceptar y absorber la luz solar, pero
puede caldear o enfriar la superficie que hay
debajo, lo cual depende de si las partículas
absorben la radiación infrarroja con más rapidez
de como absorbe y dispersa la radiación solar.
Generalmente hablando, los aerosoles, que son
fuertes absorbentes infrarrojos, pueden llegar a
producir un efecto invernadero adicional, dado
que no son en absoluto altamente reflectantes.
El efecto antiinvernadero de un aerosol se
maximiza gracias a las partículas que son
altamente absorbentes de las longitudes de onda
visible y en extremo transparentes a las longitudes
de onda infrarrojas térmicas. Así, la luz solar es
inefectiva para calentar la superficie, pero la
superficie puede aún enfriarse por sí misma con
rapidez al emitir energía directamente al espacio.
Mucha menos luz solar alcanza la superficie
cuando un aerosol está formado por partículas
negras, como el hollín, que es un absorbente
eficiente de la luz visible, que cuando está
constituida por partículas brillantes, como polvo
del suelo (formado sobre todo por silicatos), que,
ante todo, dispersa la luz visible. El hollín,
producido copiosamente en los grandes incendios,
en particular los de los combustibles corrientes,
como el petróleo, no es sólo un fuerte absorbente
de la luz solar; es asimismo un relativamente
pobre absorbente de la radiación térmica
infrarroja. Ésta es la razón de que el hollín sea un
aerosol ideal para crear un poderoso efecto
antiinvernadero. De forma sorprendente, pequeños
espesores de hollín (una capa, de por ejemplo,
unas cuanta mieras, o una diezmillonésima de
pulgada de grosor), podrían, de hallarse
distribuidos en el aire sobre áreas extensas, hacer
desaparecer la mayor parte del efecto invernadero,
gracias al cual nuestro planeta se halla
confortablemente por encima del punto de
congelación, y al que debemos nuestras vidas.
El grado en que un aerosol enfriará la superficie
(al bloquear la luz solar) o calentar la superficie
(al subrayar el efecto invernadero), también
depende del tamaño de las partículas. Resulta
asimismo que unas partículas muy finas —con
tamaños inferio-
448
res a una micra— s o n mejores para enfriar la
superficie. Uno de los ejemplos más comunes de
este tamaño tan pequeño es el del humo de un
cigarrillo, que a veces aparece azul a causa de que
las partículas muy pequeñas de humo (al igual que
las partículas de aire que hacen que el cielo sea
azul) son mucho más eficientes para dispersar la
luz azul que la de cualquier otro color (y la luz
visible mucho más que la radiación infrarroja).
Las partículas de hollín de los incendios en todo
su apogeo pueden ser tan pequeñas como las
partículas del humo de un cigarrillo, pero resultan
mucho menos absorbentes, lo cual es la razón de
que el hollín sea tan eficiente para que
desaparezca el efecto invernadero.
La influencia de las capas de aerosoles sobre el
equilibrio energético también depende del grosor y
la densidad de la capa. El efecto combinado de
todos esos factores puede expresarse, para un tipo
dado de aerosol, en términos de un solo número, la
profundidad óptica de la capa de aerosoles. Como
ya hemos mencionado, para materiales tales como
el polvo o el humo del cigarrillo, que absorbe muy
poca luz visible, las profundidades ópticas de
interés se refiere a la difusión; para materias como
el hollín, que tiene un gran poder de absorción,
empleamos profundidades ópticas de absorción
(ref. 7.9). Esta distinción se desarrolla más
adelante en la discusión siguiente y en la figura 9.
Si un rayo de luz brilla sobre una capa de
aerosoles, cuanto más finas sean las partículas que
encuentre en su trayectoria, menos luz conseguirá
emerger del fondo de la capa. Asimismo, cuanto
má s absorbentes son las partículas, menos luz
pasa a través de las mismas. La dispersión no
reduce la cantidad total de energía en el rayo
(como lo hace la absorción); simplemente, redirige
la energía: parte de la misma continúa hacia
delante y otra es reflejada hacia atrás. Tal es la
razón por la que, para la misma profundidad
óptica, la dispersión es mucho menos efectiva que
la absorción para reducir la intensidad del rayo.
Cuánta luz habrá desaparecido después de pasar a
través de la capa también dependerá de lo grandes
que sean las partículas. La profundidad óptica
mide la efectividad total de un aerosol para
reducir —a través de la absorción o la dispersión,
o de ambas cosas- la intensidad de radiación que
atraviesa el aerosol (véase ref. 7.9). La
profundidad óptica varía también con la longitud
de onda de la radiación, y por lo general se
especifica como una referencia a la longitud de
onda correspondiente al color verde medio. La
profundidad de absorción óptica del humo es un
indicador
449
FIGURA 9
Transmisión de la luz del Sol
100
Cuánta luz penetre a través de una neblina de aerosol, o nube de
humo o polvo, depende de la profundidad óptica de la capa de
finas partículas (ref. 7.9). Para una profundidad óptica 1, la
mayor parte de la luz penetra a través de la nube de humo
absorbente más oscuras (que aquí no es tan negra como el puro
hollín). A una profundidad óptica 2, la luz que atraviesa una nube
de hollín es como máximo la de un día malo, nublado, en la
atmósfera normal. A una profundidad óptica de 5 a causa del
humo, penetra tan poca luz que las plantas verdes apenas
pueden recoger la suficiente luz solar para que la fotosíntesis
siga el ritmo del metabolismo de la planta. A una absorción
óptica mayor que 5, la fotosíntesis llega a detenerse. A una
profundidad óptica de, aproximadamente 12 Para nubes de
humo, estará tan oscuro al mediodía como lo estaría a
medianoche en una noche clara de luna llena en la atmósfera
normal. Para alcanzar la misma oscuridad en Pleno mediodía, a
base de polvo se debería llegar a profundidades ópticas tan
grandes como 80. Resulta claro que las profundidades ópticas
del humo superiores a 1 pueden Resultar muy peligrosas si se
distribuyen por amplias zonas de la Tierra. En los cálculos de la
ilustración, la profundidad de absorción óptica (por el humo), la
damos con el Sol por encima de nuestras cabezas, pero la
profundidad óptica de dispersión (para el polvo) corresponde al
Sol a unos 35 sobre el horizonte. Una transmisión de la luz de 10
es de 0,01 o 1 % de la luz solar que llega la parte superior de la
atmósfera; 10 es 0,0001, o una diezmilésima; 10 equivale a una
millonésima, etc.
450
conveniente del potencial respecto del humo para
afectar el clima, y lo empleamos en este libro.
La influencia del humo absorbente —o
dispersor de las partículas de polvo del suelo—
sobre la transmisión de la luz solar para un
intervalo de profundidades ópticas, se ilustra en la
figura 9. Con profundidades ópticas de absorción
o de dispersión mucho menores que 1, las
perturbaciones radiactivas resultantes son menores
y sólo cabe esperar efectos climáticos pequeños
Para profundidades de absorción más cercanas o
superiores a 1 el equilibrio de energía radiactiva
resultante se ve altamente perturbado, dado que la
mayor parte de la radiación solar quedaría
absorbida en la atmósfera. Para aerosoles que
principalmente dispersan, más que absorben, la luz
solar, las profundidades ópticas superiores a 5 se
cree que originan un trastorno similar. En
cualquier caso —fuerte absorción o fuerte
dispersión—, el clima variaría con rapidez hacia
unas formas sin precedentes. Pueden ver en la
figura 9 con cuánta velocidad se produce la
oscuridad cuando las profundidades ópticas del
humo aumentan un poco. Al igual que la escala de
Richter para los terremotos, la profundidad óptica
tiene escala logarítmica; cuando las profundidades
ópticas aumentan aritméticamente, la disminución
de la luz solar lo hace geométricamente. Si se
dobla la profundidad de absorción óptica, cuando
ya es superior a 1, se produce algo peor que
reducir a la mitad la cantidad de luz solar que
atraviesa la atmósfera de la Tierra.
El principio y duración de los efectos
climáticos depende del tiempo en que los
aerosoles permanezcan en el aire. Cuanto más
rápidamente sean eliminadas las partículas, más
breves y menos extremados serán los efectos
climáticos; cuanto más persistentes sean los
aerosoles, más prolongadas y más extensas serán
las anomalías climáticas. Las experiencias con
incendios forestales a gran escala, erupciones
volcánicas y tormentas de polvo -y simulacros con
sofisticados modelos de aerosoles atmosféricos—
sugieren que, tras una guerra nuclear, grandes
cantidades e aerosoles de hollín quedarían
suspendidas en la atmósfera superio por espacio
de varios meses a varios años. Existe aquí una
espe de efecto de «tirar por los cordones de las
botas» al que llamaremos «autoascensión». Las
partículas pequeñas de hollín negro, a elevadas
altitudes absorben la luz solar y se calientan; a su
vez, su elevada temperatura caldea el aire que las
rodea, que asciende y lleva a las partículas
suspendidas a unas altitudes aún más elevadas,
tendiendo
451
a impedir que caigan o sean transportadas por el
aire hacia la superficie. Esto amplía el tiempo de
vida del hollín atmosférico y ayuda a la creación
de una capa estable de hollín a una escala mundial.
La luz solar dispersa el hollín y éste bloquea la luz
del Sol.
Dado que las temperaturas superficiales del
océano requieren varios años para responder a los
cambios en el equilibrio energético, sólo cabe
esperar unas variaciones relativamente pequeñas
en las temperaturas oceánicas. Pero las
temperaturas terrestres y del aire que penda
inmediatamente sobre ellas, cambiarán de una
manera mucho más rápida que las temperaturas del
océano, incluso en una escala de horas, como
indica la experiencia de todos los días. Cuando la
atmósfera y la zona terrestre se enfríen, se
desarrollarán capas estables de aire cerca de la
superficie con el resultado de suprimir la
convención y permitir incluso un enfriamiento más
fuerte de la superficie. Para contrarrestar este
efecto existe la tendencia del agua a condensarse
en el aire en forma de niebla, rocío y escarcha, que
podrían, durante un tiempo, inhibir un enfriamiento
continuado. El calor almacenado profundamente en
la Tierra también se difunde con lentitud por la
superficie, enlenteciendo al principio el índice de
descenso de la temperatura, pero también actúa
más tarde al hacer más lenta la recuperación de la
temperatura, una vez que el déficit de calor en el
suelo vuelva a recargarse.
El invierno nuclear más severo físicamente
posible se da cuando todo el efecto invernadero
llega a desaparecer. Si la temperatura media de la
Tierra (terrestre y oceánica) está, por lo general,
en torno de los 13 °C, una completa cancelación
del efecto invernadero significará un descenso
final de las temperaturas globales en unos —22 °C
(22 grados centígrados por debajo del punto de
congelación del agua). Un enfriamiento así debe
durar décadas para influir de una manera plena en
los océanos, Pero bastan unas semanas para su
total influencia sobre grandes masas terrestres. En
la extensión en que la luz solar llegue a la
atmósfera inferior, donde se encuentran los gases
principales del efecto invernadero, el enfriamiento
del invierno nuclear será menor. Una falta
completa del efecto invernadero tiene como
condición necesaria, pero no suficiente, que no
llegue ninguna luz solar a la superficie de la
Tierra al mediodía. Según los standares
correspondientes, las temperaturas globales de un
típico invierno nuclear descenderían de 10 a 20
°C, que corresponden, aproximadamente a entre un
30 y un 60 % de la eficiencia
452
(la eficiencia del 100% es el enfriamiento máximo
permitido por las físicas de la atmósfera). Pero el
efecto invernadero puede hallarse muy lejos de
quedar destruido por completo para que entre en
funcionamiento una catástrofe climática global.
En la figura 1 (capítulo I I ) se facilita una
comparación de los diversos regímenes de
temperatura en la Tierra. El rango medio de los
efectos del invierno nuclear modifica los climas
continentales a los de una región intermedia entre
las de la Tierra con su actual efecto invernadero y
los de la Tierra sin ningún tipo de efecto
invernadero. Si los efectos del extremo más severo
de un invierno nuclear llegan a prevalecer durante
unos períodos de tiempo muy prolongados, la
mayor parte de las formas de vida de la Tierra
llegarían a extinguirse. Ninguno de los cálculos
que conocemos sugiere que la duración de la fase
aguda de un invierno nuclear durase más allá de
unos cuantos meses —o la fase crónica más de
unos cuantos años—, en cuyo caso el depósito
térmico representado por los océanos de la Tierra
no tendría tiempo de enfriarse, o el océano de
llegar a congelarse.
Resumen
El clima actual de la Tierra es
maravillosamente óptimo para la mayor parte de
la vida que hay en ella. Y no se trata de ninguna
coincidencia: la mayoría de los organismos mal
adaptados al clima actual están muertos. Pero
nuestra afortunada distancia al Sol —ni demasiado
cercana ni demasiado lejana—, los extensos y
estabilizadores océanos y el modesto efecto
invernadero, son en conjunto los responsables de
un clima que, en su conjunto, es clemente y
hospitalario para la vida y para nuestra
civilización-Debido a que esta sociedad a nivel
mundial es tan nueva —la agricultura se inventó
hace sólo unos 10.000 años—, y como no hemos
tenido hasta ahora que pensar en tales
contingencias, no nos hallamos preparados para
unos cambios climáticos de importancia, sobre
todo, importantes y rápidos.
El sistema climático es inquietantemente
sensible a los pequeños cambios en el equilibrio
energético: durante largos períodos de tiempo, el
inicio de las eras glaciales parece haber sido
desencadenado por variaciones sutiles (de sólo un
pequeño
453
tanto por ciento todo lo más) en los parámetros
orbitales de la Tierra y en la inclinación de su eje
de rotación (*).
Y esas perturbaciones climáticas, de producirse
de nuevo, no lo harían por mano del hombre. Pero
el invierno nuclear nos recuerda que también
nosotros podemos contribuir a unos cambios
climáticos todavía más catastróficos.
Una sola explosión volcánica importante
produce un «año sin verano», provoca pérdidas en
las cosechas y lleva a un hambre auténtica. El
impacto de un gran asteroide o cometa con la
Tierra, podría, a través de una variedad de efectos
medioambientales directos e indirectos, amenazar
la continuidad de la existencia de nuestra especie y
de muchas otras. Los efectos climáticos más
probables del invierno nuclear quedan
comprendidos en esos dos casos. Nuestra
civilización global está precariamente sostenida
por tecnologías e infraestructuras que no
sobrevivirían a una guerra nuclear. Dependemos
de una manera muy sensible de un clima benigno
que no ha variado significativamente durante los
últimos centenares de años, y sólo un poco durante
los últimos miles de años, pero que, bajo un
invierno nuclear, llegaría a ser brutalmente severo
e imprevisible. Somos vulnerables.
[Para ulteriores lecturas acerca del clima y del
cambio climático, recomendamos: H. H.. Lamb,
Climate: Present, past,
(*) Recientes investigaciones han averiguado que, en las eras
interglaciales, la abundancia de dióxido de carbono en la atmósfera
de la Tierra fue alta, mientras que, en las eras glaciales, resultó baja.
Pero los cambios en el efecto invernadero provocados por
variaciones en las cantidades de C02 no parecen poder dar cuenta
de la extensión de esos cambios en las antiguas temperaturas. De
alguna manera, las pequeñas variaciones astronómicas —a través de
un efecto de retroalimentación (f eed -b a ck ) que aún no
comprendemos— son tal vez las que han impulsado los cambios de
temperatura. Wallace Broecker, de la Universidad de Columbia,
propone que existe una inestabilidad fundamental en el sistema
terrestre atmósfera-océeano, de tal modo que si se le fuerza, se
desliza con rapidez hacia un modelo de era glacial, del que le cuesta
milenios recuperarse. Asimismo, desde hace entre 900 y 600
millones de años, los glaciares parecen haber sido abundantes en
todos los continentes, incluso en aquellos situados en las latitudes
más bajas. James Kasting, de la Universidad estatal de Pensilvania,
observa: «Si... hubo glaciares en los trópicos, en ese caso el sistema
climático [mundial] debió haber estado operando de un modo por
completo diferente de como ha ocurrido a través de la mayor parte
de la historia de la tierra.» Pero, simplemente, no sabemos cómo ha
ocurrido todo esto.
454
and future (Londres: Methuen, 1972-1977); R.
Londer y S. H. Schneider, Coevolution of climate
and life (San Francicsco: Sierra Club Books,
1984); John Imbrie y Katherine Imbrie, Ice Ages:
Solving the Mystery (Hillside, N. J.: Enslow
Publishers, 1979); G. Genthon, J. M. Barnola, D.
Raynaud, C. Lorius, J. Jouzel, N. I.-Barkov, Y. S.
Korotkevich y V. M. Kotlyakov, «Núcleo helado
Vostok: respuesta climática al CO, y a los cambios
or bi tal es for-zados durante el último ciclo
climático», Nature 329 (lyol), 414-418; Wallaces.
Broecker y George H. Denton, «¿Qué impulsa los
ciclos glaciales?», Scientific American, enero de
1990, 49-56, y James F. Kasting, «Estabilidad a
largo plazo del clima terrestre», Paleogeography,
Paleoclimatology, Paleoecology 1 (1989)' 83-95.
El ciclo de temperaturas 0,18 °C de once años en
las zonas tierra adentro fue descubierto por R. G.
Currie (Journal of the Atmospheric Sciences 38,
1981, 808-818); su explicación en términos del
ciclo solar fue propuesto por J. A. Eddy, R. L.
Gilliland y D. V. Hoyt, Nature 300, 1982, 689-
693.]
455
TEMPERATURA
■PROM. TERRESTRE BAJO EL HUMO (MAX)
·TIERRA ADENTRO (MAX)
# = MES DEL AÑO
TEMPERATURAS
EMPLEADAS = 0 °C:
INVIERNO
13 °C: ANUAL, OTOÑO,
PRIMAVERA 25 °C:
VERANO 35 °C:
ALGUNOS CASOS LLNL
MODELOS DE TRATAMIENTOS:
1, 2, 3 = DIMENSIONES
A = PROMEDIO DE INSOLACIÓN ANUAL
P = INYECCIÓN DE HUMO POR ZONAS
I = TRANSPORTE INTERACTIVO
R = ELIMINACIÓN POR PRECIPITACIÓN
O = EVOLUCIÓN DE PROPIEDADES ÓPTICAS
S = DISPERSIÓN INCLUIDA
H = HUMO ACTIVO INFRARROJO
E = EQUILIBRIO DE ENERGÍA
G = CAPACIDAD DE CALOR DEL SUELO
D = VARIACIÓN DIURNA
M = MESOESCALA, 48 HORAS
ELIMINACIÓN DEL HUMO:
D = DÍA (ELIMINACIÓN RÁPIDA)
Do = INYECCIÓN INICIAL ARBITRARIA
W = SEMANA
M = MES
+ = HIPÓTESIS IMPLÍCITA EN EL ESCENARIO DE HUMO
ADOPTADO
oo= NO HAY ELIMINACIÓN DE HUMO DESPUÉS DE LA
INYECCIÓN
Resumen de los cálculos de modelo de clima de invierno nuclear
llevado a cabo por numerosos investigadores. Se muestran los
datos para:
1) ■ temperatura terrestre medias (costeras y de tierra adentro)
en regiones por debajo de las capas de humo ampliamente
extendidas para el período de una a dos semanas más frías de la
simulación. (En algunos informes, sólo se dan los cambios de
temperatura; Para ellos, las temperaturas absolutas se han
deducido al estar el crecimiento medio de temperatura
computado a partir de la temperatura procedente de cada una de
las estaciones listadas en la leyenda.) El mes de simulación se
indica por un numeral cerca del círculo lleno. Para los modelos
unidimensionales radiativo-convectivos, el promedio de
disminución de temperaturas terrestres se toma como sólo la
mitad de los decrecimientos de temperatura «terrestres
globales» para calcular el efecto de la moderación oceánica. El
promedio anual de insolación también se aplica en estos casos.
El polvo a grandes altudes (como opuesto al humo) se tiene en
cuenta en los modelos TTAPS, pero no en los otros.
456
2)■ temperaturas terrestres mínimas por debajo del humo (una vez
más, donde es necesario, las temperaturas absolutas se obtuvieron
como arriba). El punto de congelación del agua es de 0 °C y la
temperatura media de la Tierra es de 13 °C. La mayoría de cálculos
del invierno nuclear dan bajadas de temperaturas por debajo del
punto de congelación en extensas áreas, en algún momento.
1. Promedio hemisférico de la profundidad de absorción óptica,
de la inyección total de humo que se ha tenido en cuenta en
esos cálculos. Valores T a tan elevados como 5-10 parecen
posibles en una guerra termonuclear global (ref. 3.14), pero
no se han calculado casos de esa gravedad en modernos
modelos tridimensionales de circulación general.
2. Altura central de la inyección en masa del humo (cf. fig. 2).
3. Fracciones de humo residual en varios momentos (por
ejemplo, después de un día, una semana, un mes) en cada
simulacro. Un valor de 1 significa que el humo no ha sido
eliminado; 0 significa que todo el humo ha sido eliminado.
En el grabado se indican los símbolos empleados. Los datos se han
obtenido de las referencias anotadas; algunos valores fueron
estimados empleando la información publicada relacionada. Ciertos
datos, que no constan en esta figura, no pudieron conseguirse. Los
cálculos mostrados corresponden, más o menos, al «tipo básico»
recomendada de los escenarios de inyección de humo; se han
investigado casos menos graves y más graves, pero sin tanta
frecuencia como en en los casos básicos. Los estudios se han
ordenado, aproximadamente, en secuencia cronológica. Para un
estudio dado, se pueden ilustrar varios casos. Para más detalles,
véase la referencia 3.14
Apéndice B
TEORÍA DEL INVIERNO
NUCLEAR:
PRIMERAS PREDICCIONES
COMPARADAS CON
POSTERIORES
DESCUBRIMIENTOS
... calor, frío, humedad y sequía, cuatro
fieras que luchan por la supremacía.
JOHN MILTON, El paraíso
perdido
Presentamos aquí una recopilación y
comparación de las primeras conclusiones TTAPS
acerca del invierno nuclear (numeradas de la 1 a
la 14), junto con los resultados más recientes (refs.
3.11, 3.13, 3.14 y referencias dadas allí), seguida
de un resumen gráfico de los trabajos de los
investigadores más importantes acerca de este
problema, hasta 1990:
1) La ignición de incendios a causa de
detonaciones nucleares sería eficiente; el incendio
de materiales inflamables en las ciudades
resultaría muy extendido (más de un 50%).
Descubrimientos más recientes:
458
Incendios urbanos: En los edificios
expuestos a una intensa ola calorífica se
produce una ignición y un incendio casi
instantáneos. Se desencadenan frecuentes
igniciones hasta distancias de 15 km a causa
de la explosión de 1 megatón (véase
frontispicio). Los modelos de propagación de
incendios muestran que el fuego se propaga,
en muchos casos, más allá de las zonas de
ignición, y se llega al carbonizado total en la
zona del incendio. HiroshimayNagasaki
proporcionan pruebas directas de los efectos
de dichos incendios.
Incendios rurales: La ignición de páramos
y, sobre todo, de las tierras cultivadas, resulta
limitada (más limitada que nuestras primeras
estimaciones), con una fuerte dependencia
estacional. Sin embargo, los efectos
multiincendios pueden causar una
carbonización intensa de la vegetación, en
particular en los campos de misiles. También
pueden ser importantes los incendios
subsiguientes en zonas yermas provistas de
vegetación muerta.
2) Los daños urbanos en un intercambio nuclear
serían
extensos: los incendios urbanos contribuirían
sobre todo a la
emisión de humo con hollín.
Descubrimientos más recientes:
En un intercambio nuclear de contra fuerza
amplio, los análisis de los daños urbanos
colaterales se elevan del 25 al 50% del área
total urbanizada en las naciones implicadas.
Los objetivos de contra valor originarían, por
lo menos, un 50% de destrucción urbana. Unos
blancos menos extensos pero de una
específica alta prioridad, como refinerías de
petróleo, asegurarían la producción adecuada
de hollín para unos efectos climáticos
globales. En general, los incendios urbanos
generan mucho más hollín que los rurales.
3) Los penachos de humo urbano se alzarían
hasta la troposfera
media y superior, y algunos hasta la estratosfera
inferior; los
penachos de un incendio en el campo se elevan
hasta 5 km.
Descubrimientos más recientes:
459
Incendios urbanos: Los modelos de
penachos de incendios predicen inyecciones
de humo que alcanzan la troposfera media y
superior, con sustancial depósito de humo en
las tormentas de la estratosfera inferior.
Incendios forestales: Las observaciones de
incendios forestales de modesto tamaño (100
hectáreas) en Canadá, e incendios de
vegetación en California, muestran penachos
que, de manera típica, alcanzan de 5 a 6 km.
4) Una pronta lluvia limpiadora reduciría las
emisiones de
humo, aproximadamente, en un 50%, en los
grandes incendios
urbanos.
Descubrimientos más recientes:
Las mediciones en el campo y los estudios
de laboratorio muestran que las partículas
frescas de hollín (el componente crítico de
absorción de la luz) son unos núcleos muy
pobres para la condensación de nubes (un
porcentaje muy pequeño es activo para las
saturaciones típicas de las nubes). Los
modelos microfísicos urbanos predicen en este
caso menos de un 10% de despejamiento
instantáneo. En los experimentos de incendios
a gran escala realizados hasta la fecha, la
eliminación debida a la precipitación se
observó sólo en una o dos ocasiones, con una
disipación máxima del humo oleoso, y no del
hollín, en un 30%. En los incendios masivos
de vegetación se observan, de manera
ocasional «lluvias negras». Las «lluvias
negras» de Hiroshima y Nagasaki tuvieron
lugar en medios ambientes marítimos de un
verano húmedo; en esos casos, se desconoce
la eficiencia de la eliminación del hollín.
5) La producción de hollín en un intercambio
nuclear crearía
profundidades de absorción óptica de,
aproximadamente 1, a
escala global:
Descubrimientos más recientes:
Las estimaciones corrientes para la ignición
de incendios y emisión de humo indican, con
gran probabilidad,
460
profundidades de absorción óptica
hemisférica medias de 1 a 3 (con posibles
valores que irían de 0,3 a 10) en un
intercambio nuclear a plena escala. Aunque
han disminuido las estimaciones de materiales
inflamables, las estimaciones de la absorción
de la luz para una cantidad dada de humo han
aumentado, y los dos cambios se compensan
mutuamente.
6) La dispersión a escalas medias (100 a 1.000
km) del humo
y de las nubes de polvo sería rápida y no se
limitarían los efectos
globales:
Descubrimientos más recientes:
Las observaciones por satélite y por avión
de extensos penachos de incendios forestales,
restos volcánicos y polvo sahariano muestran
una rápida dispersión sobre unas extensas
regiones geográficas. Recientes simulaciones
por ordenador, a escalas medias, de grandes
de humo, muestran un pronto recalentamiento
solar y una estabilización. El caldeamiento y
la autoelevación de un penacho de hollín
procedente de un incendio de instalaciones
petrolíferas se ha observado en un
experimento en el campo. La localiza-ción de
fuentes de humo individuales parecen tener
escaso efecto sobre la dispersión a gran
escala y los subsiguientes efectos climáticos.
7) Debajo de masivas nubes de humo se
producirían profun
dos descensos en las temperaturas superficiales.
Originariamente,
TTAPS estimaba los descensos máximos de
temperaturas te
rrestres en unos 25 °C (tras la corrección para las
moderaciones
oceánicas y la luz solar estacional media) lo que
significaría que
las caídas de las temperaturas terrestres por
debajo de extensas
nubes de humo serían, aproximadamente de 15 °C
para su esce
nario base de guerra nuclear.
Descubrimientos más recientes:
Todos los cálculos de modelos climáticos
existente (uni- bi- y tridimensionales)
muestran profundos enfriamientos terrestres
para las plausibles inyecciones de humo.
461
Los descensos medios más pequeños de
temperatura en masas terrestres cubiertas de
humo (para el modelo básico NRC o SCOPE
de emisiones de humo) son, aproximadamente,
de 10 °C en verano, con descensos en algunas
localizaciones de hasta 35 °C, promediados
para el día y la noche. Son evidentes
significativas heladas terrestres continentales,
en verano, para muchas previsiones básicas.
El enfriamiento originado por el humo de los
incendios forestales ha alcanzado en las
mediciones cantidades tan altas como hasta 20
°C, al cabo de unos cuantos días, pero sólo
unos cuantos grados centígrados debajo de una
neblina poco espesa y, sobre todo, dispersa.
Esos resultados parecen consistentes con los
cálculos del invierno nuclear.
8) Las perturbaciones de la guerra nuclear se
extenderían
ampliamente hasta las regiones tropicales del
Hemisferio Sur.
Descubrimientos más recientes:
Los modelos más recientes de dispersión
global mediante ordenadores muestran una
difusión a escala hemisférica de nubes de
humo al cabo de dos semanas, con un
transporte significativo sobre los trópicos en
esta escala de tiempo. Para grandes
inyecciones de humo, unas cantidades
sustanciales de ese humo alcanzan el
Hemisferio Sur al cabo de varias semanas. Se
ha predicho una circulación atmosférica
transecuatorial sin precedentes. Las anómalas
pautas de circulación de esta clase, se han
visto asimismo en las tormentas de polvo
marcianas.
9) El calentamiento y la estabilización de la
atmósfera superior
tendría su origen en grandes inyecciones de humo,
que llevan a
prolongadas vidas medias del hollín.
Descubrimientos más recientes:
Los modelos de circulación global predicen
la formación de capas de aire muy extensas y
estabilizadas en la troposfera superior y en la
estratosfera inferior que alcanzarían, de una
manera efectiva, las fronteras de la
estratosfera (llamada también tropopausa) en 5
km o más. Tras varias semanas,
462
la mayor parte del humo residual en la
atmósfera queda atrapada en la región
estabilizada, con una residencia efectiva de
tiempo de, aproximadamente, un año. También
se ha calculado una significativa
autoelevación del humo, como resultado del
caldeamiento solar. De este modo, el humo no
necesita ser inyectado directamente en la
estratosfera para quedarse finalmente allí. La
evidencia indirecta de la estabilización y la
autoelevación se ha hallado ya en incendios
históricos, como los incendios forestales de
Alberta, en Canadá, en los años 1950, y
también se han hallado pruebas directas por
medio de experimentos de incendios a gran
escala.
10) Los aerosoles de hollín no reaccionan de
una manera
significativa en la atmósfera.
Descubrimientos más recientes:
Estudios de laboratorio de las reacciones
hollín/ozono no indican una reducción
significativa de la vida media en la atmósfera
de los componentes del humo más importantes
para la absorción de la luz.
11) Los efectos biológicos y ecológicos
globales de los cam
bios medioambientales asociados con el invierno
nuclear
resultarían desastrosos, sobre todo para los
humanos.
Descubrimientos más recientes:
El informe SCOPE, volumen II (ref. 3.11),
define de forma clara los impactos potenciales
de las anomalías climáticas y otras anomalías
sobre la producción agrícola y la
supervivencia humana. Las cosechas agrícolas
se ha descubierto que son particularmente
sensibles a los descensos en las temperaturas
promedias, temperaturas mínimas (heladas),
niveles de luz y lluvias, y puede verse
severamente dañada por la radiación
ultravioleta, toxinas, y lluvia radiactiva. Se ha
predicho la muerte por hambre de hasta varios
miles de millones de seres humanos.
12) El invierno nuclear se desencadenaría por
un número
463
relativamente pequeño de ojivas nucleares y/o de
millones de toneladas.
Descubrimientos más recientes:
Ciertos materiales inflamables, como el
petróleo, se concentran en relativamente pocos
lugares, y son suficientes en cantidad, si se
incendian, para originar importantes efectos
medioambientales globales. Los principales
centros urbanos son limitados en número y son
en extremo vulnerables a un ataque nuclear;
allí se halla presente el suficiente material
inflamable para causar un invierno nuclear.
13) Los ataques nucleares de contra fuerza
desencadenarían
significativos efectos climáticos.
Descubrimientos más recientes:
Las cantidades combinadas de humo y
polvo generados por un «puro» intercambio
nuclear de contra fuerza a gran escala,
reducirán sustancialmente la energía solar en
la superficie, durante prolongados espacios de
tiempo; a ello seguirían unas anómalas y
posibles destrucciones agrícolas a causa de
las variaciones climáticas.
14) La lluvia radiactiva a una escala de tiempo
intermedia
producirá dosis integradas de radiación unas diez
veces superiores
a las primeras predicciones, que ascienden desde
decenas a
centenares de rem (es decir, hasta 100 veces más
que lo normal).
Descubrimientos más recientes:
Nuevos cálculos confirman las
estimaciones de dosis más altas; el aumento de
la lluvia radiactiva a largo plazo se relaciona
con los cambios en la potencia explosiva de
las armas nucleares. Los puntos
radiactivamente activos liberarían dosis que
alcanzarían varios centenares de r e m. Las
contribuciones locales adicionales de un
ataque a reactores nucleares aumentaría las
dosis de radiación a largo plazo de la lluvia
radiactiva debida a las armas, en un factor
adicional de diez.
Apéndice C
BREVE HISTORIA DEL
ESTUDIO TTAPS DEL
INVIERNO NUCLEAR
La mente del hombre no puede captar las
causas de los acontecimientos en toda su
integridad, pero el deseo de hallar esas causas
sí se halla implantada en el alma humana...
LEÓN TOLSTÓI, Guerra y paz [1868],
XIII, 1.
Como resulta cierto en muchos descubrimientos
de la ciencia, nuestros hallazgos acerca del
invierno nuclear fueron el resultado de un largo
esfuerzo preparatorio, durante el cual las
consecuencias medioambientales de la guerra
nuclear se hallaban muy lejos de nuestros
pensamientos. Nos encontrábamos absorbidos en
otros asuntos, que incluían la exploración de los
mundos cercanos. La tesis doctoral de Carl Sagan,
en 1960, en la Universidad de Chicago, versaba
principalmente sobre el efecto invernadero en
Venus. Los radiotelescopios habían mostrado que
el planeta Venus era un inesperadamente brillante
emisor de ondas de radio. Tras examinar un
abanico de posibilidades alternativas, Sagan
razonó que la única explicación que tenía sentido
era que la superficie de Venus estuviese muy
caliente, y calculó que un efecto invernadero, que
implicase masivas cantidades de dióxido de
carbono y pequeñas cantidades de vapor de agua,
explicaría aquellas elevadas temperaturas.
465
En la Universidad de Harvard, a mitad de los
últimos años 1960, Sagan y su primer estudiante
graduado, James B. Pollack, ampliaron y afinaron
estos resultados. La tesis doctoral de Pollack, en
Harvard, también estaba dedicada al planeta
Venus, y más tarde éste llevó a cabo los primeros
cálculos del efecto invernadero en Venus, que
abarcaban asimismo detallados espectros
sintéticos. La serie de vehículos especiales
soviéticos Venera confirmaron que la superficie
de Venus estaba incluso demasiado caliente, y las
sondas estadounidenses Pioneer Venus, en 1978,
confirmaron que el efecto invernadero
atmosférico, en el que el dióxido de carbono y el
vapor de agua desempeñaban los papeles
principales, era el responsable de todo ello.
Ambos científicos habían estudiado el efecto
invernadero en unos cuantos otros mundos. Dado
que el mecanismo principal con el que actúa el
invierno nuclear es la desaparición del efecto
invernadero, esta investigación no era otra cosa
que una inconsciente preparación para el invierno
nuclear.
En 1971, Estados Unidos lanzó el Mariner 9,
una nave espacial robótica, que se convirtió en el
primer artefacto producido por la especie humana
que comenzó a orbitar en otro planeta. Sagan y
Pollack eran miembros del equipo de imagen de la
NASA, con responsabilidades en el diseño de
misiones y en la interpretación de las imágenes de
televisión radiadas hacia la Tierra. Pero, cuando
e l Mariner 9 llegó a Marte, a mediados de
diciembre de 1971, encontró un planeta casi tan
interesante —por lo menos para las cámaras—
como una pelota de tenis (pero sin las costuras).
No había ningún detalle en ninguna parte, sino sólo
un disco informe. Marte se hallaba envuelto en una
gigantesca y global tormenta de polvo que hacía ya
meses que duraba. En Pasadena, California, en el
Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA,
los miembros del equipo de imagen estaban a la
espera. En este período, Sagan, Pollack y sus
colaboradores iban a emplear el Mariner 9 para
tomar e interpretar las primeras fotos de cerca de
Fobos y Deimos, las dos lunas de Marte. Pero,
hasta que se aclarase la tormenta de polvo, había
muy poco a hacer.
Sin embargo, otros instrumentos científicos a
bordo del navio especial estaban mandando datos
útiles, y entre ello se encontraba el IRIS (el
Espectrómetro Interferométrico Infrarrojo). Al
medir la intensidad de las radiaciones infrarrojas
en diferentes longitudes de onda que se estaban
recibiendo desde Marte, el IRIS determinó las
temperaturas a varios niveles de la atmósfera
466
marciana. Averiguó que la atmósfera de Marte —
especialmente donde el polvo interceptaba la luz
del Sol— era mucho más cálida de lo que se
esperaba, y que la auténtica superficie estaba
mucho más fría de lo calculado. Sagan y Pollack
intentaron llevar a cabo algunos cálculos
elementales para ver si comprendían este
resultado; en realidad, cuanto más grandes son las
anomalías en las temperaturas, se requiere más
polvo para explicarlas, y cuanto más polvo hay en
la atmósfera, más tiempo pasaría antes de que las
cámaras pudiesen ver la superficie. Cuando, al fin,
se aclaró la tormenta de polvo, en marzo de 1972,
y se revelaron las maravillas del paisaje de Marte,
los cálculos se dejaron a un lado. Pero habían
desempeñado un papel muy importante en la
evolución de nuestra forma de pensar.
En 1975, Owen B . Toon se doctoró en física
por la Universidad de Cornell, con Sagan como
director de su tesis (la disertación versó sobre los
cambios climáticos en Marte y en la Tierra); luego
se fue al Centro de Investigaciones Ames, de la
NASA, para trabajar con Pollack. Toon, Pollack y
Sagan colaboraron en unos cuantos estudios acerca
de la influencia de las partículas finas en la
atmósfera y en el clima de la Tierra. Calcularon
con éxito el descenso de aproximadamente 1 °C en
la temperatura hemisférica después de grandes
explosiones volcánicas. En este trabajo se
desarrollaron unos sofisticados modelos ópticos y
climáticos (el equilibrio de energía), que muy
pronto comenzaron a emplearse para analizar la
nubes de ácido sulfúrico de Venus y el polvo
sahariano alzado por el viento. Los tres
colaboraron también en un estudio, publicado en
Science, de las influencias de la tecnología
humana sobre el clima de la Tierra, incluyendo los
incendios forestales y los del monte bajo y de
zonas cultivadas.
En aquella época, Richard Turco se había unido
también al equipo de Ames. Pasó ocho meses en
Ames en 1971, como becario de posdoctorado del
Consejo Nacional de Investigaciones, tras la
licenciatura en la Universidad de Illinois con un
doctorado en ingeniería eléctrica y en física. Uno
de los primeros proyectos de Turco en Ames fue
desarrollar, con Pollack, un modelo para la
evolución de la atmósfera de Venus y su efecto
invernadero durante los últimos 4.500 millones de
años. Dedicándose luego a la Tierra, Turco
construyó uno de los primeros modelos detallados
de la capa de ozono estratosférica. En el otoño de
1971, Turco abandonó Ames para entrar en «R D
Associates», y luego se fue a Santa Mónica,
California, como consultor del Departamento de
467
Defensa. «RD» había surgido de la Rand
Corporation, uno de los llamados «depósitos de
cerebros» del Departamento de Defensa, donde se
había llevado a cabo gran parte de la formulación
original de la política estratégica de Estados
Unidos y los sistemas de armas. Pero Turco
continuó colaborando con los científicos de la
NASA en Ames en los problemas del ozono y de
los aerosoles.
A principios de 1975, Turco se unió a Toon,
Pollack y otros científicos con base en Ames para
la construcción de un modelo de ordenador para
los aerosoles microfísicos, único en la comunidad
científica de aquella época, para estudiar las
partículas estratosféricas, los restos meteóricos,
las nubes de las erupciones volcánicas y aquellas
otras nubes situadas tan altas que todavía estaban
con luz de día cuando la noche ya había caído en
el suelo que tenían por debajo. Esos modelos
ópticos/climáticos, de aerosoles y de ozono se
aplicaron más tarde al problema del invierno
nuclear. Turco, Toon, Pollack y otros, con la
aplicación de su nuevo modelo de aerosoles,
demostraron que las emanaciones de incluso una
gran flota de aviones supersónicos tenía muy poco
efecto sobre el clima de la Tierra, al contrario de
algunas opiniones muy extendidas en aquel
momento.
A finales de los años 1970, Sagan estaba
dedicado a su serie Cosmos para la televisión y a
escribir el libro complementario de las mismas. El
capítulo del último episodio, que llevaba por título
«¿Quién habla por la Tierra?», estaba
principalmente dedicado a la carrera de
armamento nuclear. En este período, Sagan
propuso a Pollack y a Toon que realizaran juntos
un estudio, dentro de la línea de su trabajo previo
en colaboración, sobre los efectos del polvo
generado por una guerra nuclear sobre el clima de
la Tierra.
En 1980, Luis Al v a r e z, junto con sus
colaboradores de la Universidad de California, en
Berkeley, lanzó la hipótesis de que la extinción de
los dinosaurios, 65 millones de años atrás, al final
de la época cretácica, había sido causada por el
impacto de un asteroide o un cometa, que generó
una masiva nube global de polvo. Para discutir el
problema general de los impactos de asteroides
con la Tierra, y las consecuencias físicas y
biológicas de tales colisiones, se convocó una
reunión en Snowbird, Utah, para los días 19 a 22
de octubre de 1981, bajo los auspicios de la
Sociedad Geológica de Estados Unidos. Toon
realizó una presentación acerca de la respuesta de
la atmósfera ante el polvo
468
alzado por un impacto importante, y se extrajeron
conclusiones en lo referente a los posibles efectos
sobre el clima y la vida. A continuación se
escribieron un par de documentos que trataban de
la evolución microfísica y de los efectos
climáticos de la nube de polvo de Alvarez por
parte de un equipo de científicos entre los que se
encontraban Toon, Pollack y Turco.
También habían acudido a la reunión de
Snowbird dos miembros de la dirección del
Consejo Nacional de Investigaciones (NRC): Lee
Hunt y el almirante William Moran (retirado de la
Armada de Estados Unidos). Basándose en la
presentación por Toon de nuevas pruebas de la
importancia para el medio ambiente de las nubes
de polvo masivas, decidieron examinar con mayor
atención el problema del polvo alzado a causa de
las explosiones nucleares. Convocaron una reunión
ad hoc en la Academia Nacional de Ciencias
(NAS) para el 6 de abril de 1982. El NRC pidió a
T o o n y a Turco que efectuasen algunas
estimaciones preliminares respecto de los efectos
sobre el clima del polvo nuclear.
La labor de Turco en RDA le había permitido
estudiar los efectos físicos de las explosiones de
armas nucleares y otros asuntos tales como mando
nuclear y convencional, control y comunicaciones;
sistemas de diseño y despliegue; contramedidas y
política de cómo combatir en la guerra. La
empresa había tenido siempre fuertes vínculos con
la Agencia Nuclear de Defensa, para la que había
desarrollado un amplio abanico de modelos
analíticos sobre expl osi ones nucleares. La
experiencia de Turco acerca de los efectos de las
armas nucleares, adquirida en más de una década
de trabajo en la RDA, resultó de lo más útil
cuando el equipo TTAPS comenzó a construir el
modelo original del invierno nuclear.
E n 1 9 8 2 , Turco estaba trabajando en las
implicaciones militares del polvo inyectado en el
aire por una guerra nuclear. Tuvo acceso a una
gran variedad de información no clasificada, parte
de la cual resultaba única, sobre la cantidad y
tamaño de la distribución de las partículas alzadas
del suelo por las explosiones nucleares. La base
de datos del polvo nuclear se empleó para estimar
las propiedades ópticas de una nube, a escala
hemisférica, provocada por las detonaciones en la
superficie de 10000 megatones de alto poder
explosivo (un escenario adoptado originalmente
por NRC en su informe de 1975, Efectos a largo
plazo y nivel mundial de las detonaciones de
armas nucleares múltiples) Toon y Thomas
Ackerman —un joven experto en radiación y
469
clima que había entrado recientemente en el Ames
de la NASA—, realizaron estimaciones
aproximadas de los descensos en la temperatura
superficial en el caso de una guerra nuclear, en
relación con las primeras inversiones de los
«dinosaurios» y un oscurecimiento total. Los
resultados fueron sorprendentes. Se halló, para un
guerra de esa clase, unas perturbaciones ópticas y
climáticas importantes, que contradecían los
primeros descubrimientos de NRC (ibíd.). Las
estimaciones de Toon/Ackerman/ Turco fueron
expuestas por Turco en la reunión de la Academia
Nacional de Ciencias del 6 de abril.
Los días 23-25 de marzo, dos semanas antes de
la reunión de la Academia Nacional de Ciencias
del 6 de abril, se había mantenido una reunión de
trabajo sobre radiación atmosférica infrarroja en
la Kaman/TEMPO Company, un contratista de
Defensa en Santa Bárbara, California, bajo el
patrocinio de la Agencia de Defensa Nuclear
(DNA). A ella habían asistido Turco y Eric Jones
(un científico del Laboratorio Nacional de Los
Alamos que había sido invitado a unirse al grupo
ad hoc de la Academia Nacional de Ciencias).
Turco y Jones se conocieron y hablaron con Fred
Fehsenf e l d (un científico de la Administración
Nacional Oceánica y Atmosférica, colega y amigo
de Paul Crutzen). Fehsenfeld dio a Turco y Jones
las galeradas del trabajo de Crutzen y John Birks
(Ambio 11 [1982], 114), que contenía estimaciones
sorprendentes de las emisiones de humo en una
guerra nuclear, y propuso que el resultado de todo
e l l o acarrearía unas importantes perturbaciones
ópticas.
Turco y Jones aportaron el trabajo de Crutzen y
Birks a la atención de la reunión del equipo de la
Academia Nacional de Ciencias del 6 de abril.
Dado que el grupo creyó haber identificado
algunas implicaciones muy serias causadas por el
polvo y el humo nuclear, se escribió una carta a
F r a n k Press, Presidente de la Academia,
urgiéndole a llevar a cabo ulteriores acciones
acerca de aquel problema, si era posible en
cooperación con una agencia del Departamento de
Defensa, incluyendo tal vez datos clasificados.
Pero pasó casi un año antes de que el Comité de la
Academia quedase convencido de que se debía
iniciar una valoración en profundidad acerca de
las cuestiones planteadas en la carta a Press. (La
primera reunión oficial del grupo tuvo lugar el 7-8
de marzo de 1983, momento en el que ya estaban
casi Preparados los resultados principales del
estudio TTAPS.)
Mientras tanto, Sagan —que había salido ya de
las respon-
470
sabilidades de su Cosmos y de los vuelos a
Saturno de las naves espaciales Voyager 1 y 2—
contactó con sus antiguos estudiantes licenciados
Pollack y Toon, a principios de 1982, para
pedirles que se uniesen de nuevo a él en los
estudios de las consecuencias climáticas de la
guerra nuclear. En una reunión sobre los orígenes
de la vida, que tuvo lugar en el Centro de
Investigaciones, Pollack, Toon y Sagan empezaron
a discutir el asunto. Puesto que Turco, Toon y
Ackerman se encontraban ya implicados en el
comi té a d h o c de la Academia Nacional de
Ciencias, se decidió que los cinco científicos
reuniesen sus fuerzas para un esfuerzo informal de
investigación. En este mismo período, Sagan ya se
había enterado —a través de Joseph Rotblat, de la
Universidad de Londres— del próximo estudio
Crutzen/Birks, por lo que se decidió investigar
también los efectos del humo, además de los del
polvo.
Después de la reunión del 6 de abril de la
NASA, los colaboradores de TTAPS ampliaron
sus esfuerzos para definir con mayor precisión el
problema del humo y del polvo. Los cálculos de
Crutzen y Birks respecto de las emisiones de humo
sólo eran preliminares, y aún quedaban sin
resolver cuáles serían los efectos climáticos y
medioambientales. En el otoño de 1982, el
nuevamente formado equipo TTAPS había
desarrollado una metodología para realizar unos
cálculos ampliados respecto de diversos
escenarios de guerra nuclear y para comprobar
cómo los resultados dependían de otras elecciones
de unos parámetros imperfectamente conocidos.
Tenía que lograrse una base de datos mucho más
amplia. Los temas específicos que se consideraron
durante este período fueron:
1. propiedades de los incendios urbanos
(Crutzen y Birks habían basado su
análisis en los incendios forestales,
que demostraron ser climáticamente
mucho menos importantes);
2. tipos y cantidades de materiales
inflamables en las ciudades;
3. composición y propiedades ópticas del
humo;
— componentes tóxicos liberados por los
incendios urbanos;
471
— alturas de los penachos de humo y
extensión de la «lluvia
negra»;
— propiedades físicas y ópticas del
polvo generado por una
guerra nuclear;
1. analogías entre guerra nuclear/erupciones
volcánicas;
1. óxidos de nitrógeno y contenido de
vapor de agua de las nubes
nucleares;
1. escalas de tiempo intermedias de la
lluvia radiactiva;
1. disminución de la capa de ozono en
relación con una guerra nuclear y
exposición ultravioleta resultante;
1. partículas de humo y polvo en los
procesos microfísicos;
1. perturbaciones atmosféricas de los
campos de radiación visible e
infrarroja;
1. cambios en las temperaturas del aire en
niveles elevados;
1. implicaciones meteorológicas del
humo e inyección de polvo;
2. transporte interhemisférico de
aerosoles generados por una
guerra nuclear;
3. sensibilidad de los efectos en
relación con el tamaño de los
arsenales nucleares y la elección
de blancos;
—sensibilidad de perturbaciones
climáticas a las incógnitas en los
parámetros físicos; y
— analogías del invierno nuclear en
otros planetas, espe
cialmente en las tormentas de polvo
marcianas.
A causa de su larga (aunque inadvertida)
preparación para este estudio durante muchos
años, y debido asimismo a la posibilidad de
acceso del equipo TTAPS al ordenador Cray del
472
Centro de Investigación Ames de la NASA,
pudimos realizar progresos muy rápidos. Se
preparó un documento para la presentación de
nuestros descubrimientos iniciales en la reunión
del otoño de 1982 de la Unión Geofísica America
(AGU), en San Francisco, y se publicó un resumen
e n EOS, las Transactions de la Unión Geofísica
Americana. Sin embargo, en el último momento,
los dirigentes principales del Centro de
Investigaciones Ames insistieron en que no
debería haber una presentación verbal de los
nuevos resultados en la reunión de la AGU.
Aunque el trabajo propuesto había sido presentado
previamente a la dirección del Ames y después
había estado sometido a la revisión interna, el
director del Ames, Clarence Cyvertyson, y su
ayudante, Angelo Gustafero, opinaron que el
documento no había recibido la adecuada revisión
interna. También admitían estar preocupados
respecto de las implicaciones políticas de los
resultados. Como se le explicó a uno de nosotros:
«Hace dos semanas un chalado intentó volar el
monumento a Washington; la semana pasada el
Senado eliminó el misil M X [pero luego resultó
una eliminación efímera]; ¿y esta semana quiere
que sea responsable de decirle al presidente que
toda su estrategia nuclear está equivocada?»
Por lo que sabemos, no fue que un funcionario
del gobierno de Washington llamara a los
funcionarios del Ames, diciéndoles que debían
impedir que la documentación se presentase ante
una reunión científica; se trató más bien de una
autocensura, fruto de la preocupación de lo que
pudiera ocurrirle al Ames en el clima de los
primeros años de la era Reagan, s i el documento
se presentaba. Naturalmente, esto no era otra cosa
que falta de visión, porque hubiera sido mucho
peor políticamente para la NASA si se hubiera
sabido que se trataba de ocultar al pueblo
estadounidense un descubrimiento acerca de los
peligros de la guerra nuclear. Los informes de la
Prensa respecto de la retirada (por ejemplo, «La
NASA retira la presentación», Aviation and Space
Technology, 20 de diciembre de 1982, 67),
causaron auténtica consternación. James Beggs,
que era entonces administrador de la NASA, en
discusiones con uno de nosotros, comprendió el
tema muy bien y prometió que se permitiría una
continuada investigación acerca de este problema,
y que se mantendría el acceso al ordenador Cray.
La dirección de Ames pidió luego una revisión
científica independiente del trabajo, y también
estableció un comité de revisión interno con tres
científicos sénior. Éstos, independien-
473
temente, revisaron el estudio del TTAPS en dos
ocasiones separadas, en marzo y agosto de 1983, y
subsiguientemente el estudio se publicó
benefiándose de esas revisiones.
Sin embargo, durante el invierno de 1982/1983,
los directores de nivel medio del cuartel general
de la NASA en Washington, empezaron a
preocuparse acerca del uso de inversiones que les
parecía que se hallaba fuera del mandato de la
NASA. En consecuencia, redujeron el presupuesto
de investigación de los colaboradores de TTAPS
en Ames en 40.000 dólares, para inhibir
posteriores investigaciones sobre los efectos
climáticos del invierno nuclear. No obstante,
llegados a este punto, la mayor parte de la tarea ya
se había completado. Pero la dirección de Ames,
aceptando un requerimiento de la Academia
Nacional de Ciencias para terminar la
investigación, permitió el empleo de unos fondos
internos para gastarlos en la investigación del
invierno nuclear. No hubo postura monolítica en la
NASA respecto de las investigaciones del TTAPS,
pero se alzaron diferentes voces sobre cómo servir
mejor a la nación, e incluso al planeta.
En 1983 Turco participó en un largo seminario
en la RDA, al que asistieron los científicos
principales de la compañía, en el que se
discutieron aspectos clave de la teoría del
invierno nuclear. La sesión de revisión provocó
otra primera indicación de que no se habían
cometido errores importantes en la formulación de
la teoría.
Mientras tanto, a principios de junio de 1982,
un grupo de ejecutivos medioambientalistas y de
fundaciones habían llegado a la conclusión de que
se estaba proporcionando una atención inadecuada
a las potenciales consecuencias medioambientales
de la guerra nuclear. Las organizaciones del medio
ambiente habían suscitado la conciencia pública
sobre muchos riesgos locales, regionales y
globales, pero en cierto modo, no habían puesto la
adecuada atención sobre los riesgos mucho más
serios de la guerra nuclear. El grupo le pidió a
Carl Sagan que se uniera a ellos, y sólo entonces
descubrieron la investigación en marcha de
TTAPS. Esto les llevó a la creación de un comité
de dirección, bajo la presidencia de George M.
Woodwell del Laboratorio Biológico de la
Marina, Woods Hole, Massachusetts, para tratar
de la posibilidad de llevar a cabo una importante
conferencia pública para que el estudio del
TTAPS y los hallazgos biológicos respecto de las
conse-
474
cuencias d e u n a guerra nuclear llegasen a ser
accesibles a los educadores, científicos, hombres
de negocios funcionarios públicos y otros
ciudadanos destacados y representativos de otras
naciones, así como a los medioambientalistas. A
sugerencia del doctor Sagan, se dispuso que la
documentación del TTAPS se sometiera a una
revisión por parte de sus iguales en una reunión de
eminentes físicos. Los datos se mostrarían a un
gran número de expertos biólogos y ecólogos, para
que pudiesen considerar cómo serían para la
Humanidad los extensos impactos a nivel mundial
a largo plazo, así como para los sistemas que
sirven de soporte a la vida del planeta. Quedó
establecido que sólo si los datos resistían la
revisión de sus iguales se fijaría una fecha para la
propuesta Conferencia pública.
A finales de abril de 1983, aproximadamente un
centenar de científicos de Estados Unidos y de
otros países se reunieron para el proceso de
revisión de los iguales en la Academia de Artes y
ciencias estadounidense, en Cambridge,
Ma s s a c hus e tts . Los científicos invitados
representaban una gran variedad de campos. En la
primera reunión, organizada y presidida por el
doctor Sagan (que estaba aún recuperándose de la
casi fatal convalecencia de una apendicectomía
que le habían practicado el mes anterior), unos
cuarenta físicos y diez biólogos consideraron y
evaluaron el bosquejo preliminar del estudio del
TTAPS. El grupo estuvo, en general, de acuerdo
con las conclusiones del informe, así como de las
potenciales y sustanciales reducciones en la
cantidad de la luz solar que llega a la superficie de
la Tierra, y de los severos cambios
climatológicos, aunque sugirieron ajustes
menores... [Esto fue después seguido de una
reunión preliminar para tratar de las consecuencias
biológicas.]
Con la seguridad, por parte de los científicos
reunidos, de que el análisis era válido, y que las
conclusiones debían tomarse en serio, el comité de
dirección decidió que había que seguir adelante
con los planes para la Conferencia, y treinta y un
científicos nacionales e internacionales,
organizaciones del medio ambiente y de población
o institutos se mostraron de acuerdo en
patrocinarla. [Del prólogo,The cold and the dark:
the world after nuclear war, por Paul R. Ehrlich,
Carl Sagan, David Kennedy y Walter Orr Roben
(Nueva York: W. W. Norton, 1984).]
475
Como preparación de las ya cercanas reuniones
del 22-23 y 25-26 de abril de 1983, TTAPS puso
a punto una detallada descripción de los
descubrimientos que, a causa de sus cubiertas de
color azul, comenzó a conocerse como «El Libro
Azul». Se distribuyó a unos 150 científicos, para
su revisión y comentario, incluyendo a aquellos
que debían asistir a las reuniones de revisión
crítica en Cambridge. (Fue en esas reuniones
cuando se acuñó por primera vez el acrónimo
TTAPS, por parte del doctor Newell Mack, de la
Universidad de Harvard.) La carta de invitación a
dichas reuniones decía, en parte:
Nos interesa sobre todo recibir críticas,
acerca de errores de omisión o de acción, por
parte de la comunidad de ciencias físicas;
evaluaciones de si se ha empleado todo el
intervalo significativo de los parámetros; y
sugerencias para los cálculos de orden de
magnitud aproximada y previsiones físicas
simples que ayuden a clarificar el análisis...
Naturalmente, somos muy conscientes de que
el público tiene un derecho significativo a
enterarse de este tema, pero nos inquieta que
una discusión prematura de esos resultados
antes de ser revisados críticamente, induzca a
malas interpretaciones y a equívocos. Por lo
tanto, le pedimos que ejerza todas las
precauciones razonables para evitar una
difusión generalizada del contenido de esta
documentación... Se trata de un difícil
problema multidisciplinario de acuciante
importancia a nivel mundial. Le agradecemos
en extremo su colaboración.
Después de la reunión de revisión en
Cambridge, el informe TTAPS fue condensado y,
el 4 de agosto de 1983, propuesto como artículo a
la revista Science. Como resulta típico en la
bibliografía científica, los editores de Science
remitieron el documento para su revisión crítica
por parte de tres expertos, cuya identidad no les
fue revelada a los autores. Una vez se recibieron
los comentarios de esos arbitros, el artículo se
revisó y aceptó para su publicación. Apareció en
el número de Science del 23 de diciembre de
1983.
El término «invierno nuclear» había sido
acuñado por Turco en el informe original del
Libro Azul del TTAPS. Nuestro apego al mismo
aumentó cuando descubrimos, después de una
revisión
476
de última hora por la NASA del artículo ya en
prensa en Science que era un punto de vista de la
NASA el no permitir incluir frases del tipo
«guerra nuclear» o «armas nucleares» en el título.
Esas prohibiciones se aplicaban a los coautores
pero no a nosotros mismos, pero, obviamente,
necesitábamos de un documento que resultase
aceptable para todos los autores. La NASA
parecía preocupada respecto de que algún
burócrata de la Casa Blanca o de la Oficina de
Dirección y Presupuestos que hojease rápidamente
las páginas de la revista Science, se enfureciera al
descubrir que alguien contemplase una guerra
nuclear en una agencia no autorizada. Supusimos
que la expresión «invierno nuclear» pasaría a
través de este filtro.
El 31 de octubre y el 1 de noviembre de 1983
se celebró la Conferencia, bajo el lema de: «El
mundo después de una guerra nuclear: Conferencia
sobre las consecuencias biológicas a largo plazo
de una guerra nuclear.» Las actas de esta
Conferencia se publicaron en el libro The Cold
and the Dark (ibid.), que incluye una transcripción
de la discusión entre los científicos
estadounidenses, en Washington, y los científicos
soviéticos en Moscú. Los autores de este libro
participaron en la Conferencia de Washington,
pero nuestros colegas Brian Toon, Tom Ackerman
y Jim Pollack —fuertemente desalentados por la
dirección de la NASA incluso de asistir— no lo
hicieron.
Los miembros del equipo TTAPS continuaron
desempeñando un papel importante en el estudio
de la Academia Nacional de Ciencias (ref. 3.10).
Sagan inició un esfuerzo mayor, comenzando con
su artículo en Foreign Affairs ( r ef. 2.3) para
explorar las implicaciones políticas del invierno
nuclear y para conseguir que los descubrimientos
del invierno nuclear fuesen conocidos por los
dirigentes y por la opinión pública mundial. Tras
el mandato del Congreso respecto de que el
Departamento de Defensa (DoD) investigase el
problema del invierno nuclear, empezó una sene
de ayudas a la investigación TTAPS durante los
años 1983-1984, sobre todo procedentes de la
Agencia de Defensa Nuclear, del DoD (que,
curiosamente, tiene el mismo acrónimo, DNA
[aunque ADN en español] de la molécula central
de la vida en la Tierra).-T o o n y Ackerman
recibieron fondos para realizar unos estudios
climáticos más sofisticados. Turco, en parte
debido a sus pasados lazos con el DNA, se
convirtió en un consejero técnico clave del DNA
para el desarrollo y seguimiento del «Programa
sobre efectos globales» (un eufemismo del
Departamento de Defensa
477
para omitir lo de invierno nuclear), que abarcaba
desde las predicciones de cambios en el clima
global hasta simular tormentas provocadas por
grandes incendios, y que incluían un gran número
de experimentos numéricos, de laboratorio y de
campo. Como ya hemos subrayado en otras partes
de este libro, de todos modos, el programa de
investigaciones no fue nunca adecuado a lo serio
del problema. En la actualidad, esencialmente, se
halla muerto.
Pero el programa DNA dominó la investigación
del invierno nuclear. Fue, en esencia, ampliamente
responsable de apoyar la confirmación de la teoría
básica TTAPS, y esto pese al hecho de que los
altos cargos del Departamento de Defensa
percibieran que la tesis del invierno nuclear
constituía una amenaza para la política existente e
hicieron todo lo posible en su intento por
desacreditarla. Una vez más discernimos
numerosas voces diferentes en la burocracia
federal.
En los años siguientes, el equipo TTAPS
permaneció activo en la ciencia y en la política del
invierno nuclear. A causa de los antecedentes y la
perspectiva planetaria de los investigadores, y de
la forma en que el estudio de otros planetas ha
respaldado el invierno nuclear, creemos que
constituye un buen ejemplo de los beneficios
prácticos para la vida en la Tierra de la
exploración científica de los otros planetas.
Las ideas del invierno nuclear no hacen ahora
más que aparecer en la ciencia planetaria:
¿Podrían los impactos importantes de asteroides o
cometas con otros planetas haber eliminado
temporalmente sus efectos invernaderos? ¿Existió
una época en la historia de la Tierra en que el flujo
de impactos fue tan elevado que un palio
permanente de fino polvo envolvió la Tierra,
borrando el efecto invernadero durante centenares
de millones de años? (Carl Sagan y David
Grinspoon: «¿Fue la Tierra cubierta en sus
primeros tiempos por el polvo generado por un
impacto?», Bulletin of the American Astronomical
Society 1 9 , 1987, 892). ¿Podría convertirse el
medio ambiente de otros planetas a otros más
parecido al de la Tierra, generando artificialmente
una capa de nubes, que modulara el efecto
invernadero local? ¿Podría el caldeamiento global
de la Tierra, producido por el cada vez más
creciente efecto invernadero, ser controlado por un
palio de polvo generado artificialmente? (Carl
Sagan, «Ecotecnología a escala planetaria:
Discurso del Premio Honda para 1985» [Tokyo,
Fundación Honda]; James Pollack y Carl Sagan,
Ingeniería
478
planetaria, en preparación, 1990.)
Naturalmente, no es necesario desencadenar una
guerra nuclear con objeto de colocar finas
partículas de polvo en la atmósfera de la Tierra, y
nadie está proponiendo el invierno nuclear como
respuesta al recalentamiento por el efecto
invernadero. Pero, ¿deberíamos mantener una
cuidadosamente controlada cantidad de finos
aerosoles atmosféricos para que no tengamos que
encontrar una alternativa a la economía global
regida por los combustibles fósiles? Nuestra
respuesta provisional
con independencia de cómo se harían llegar allí
esas finas
partículas de polvo— es no. Dentro de los límites
de nuestra tecnología actual, una «fijación»
tecnológica de este tipo parece demasiado
insegura y demasiado peligrosa. Tenemos que
limitarnos a ejercer nuestras duras elecciones aquí
abajo en la Tierra. Pero este debate —o cualquier
otra posible aplicación práctica de la teoría del
invierno nuclear— lo más probable es que
continúe.
AGRADECIMIENTOS POR
PERMISOS CONCEDIDOS
Se dan las gracias a los relacionados
por el permiso de reimpresión de
materiales ya previamente publicados:
American Broadcasting Company:
extractos de «Viewpoint», radiado el
20 de noviembre de 1983 y el
programa «Nightline», emitido el 18
de julio de 1984. Copyright © 1983,
1984. Reimpreso con permiso de ABC
News.
Michael J. Altfield y Stephen J.
Ci m bal a: extractos de «Targeting
Nuclear Winter», por Michael F.
Altfield y Stephen J. Cimbala,
publicado originalmente en
Parameters. Reimpreso con permiso
de los autores.
A m e r i c a n Association for the
Advancement of Science: extractos de
«Long Term Biological Consequences
of Nuclear War», por Paul E. Ehrlich,
«Mutual Deterrence of Nuclear
Suicide» y «A Run worth making» de
la revista Science. Copyright
©1983,1984, por la American
Association for Advancement of
Science. Reimpreso con permiso.
Christopher Anvil and the Scott
Meredith Literary Agency, Inc:
extracto de Torch, p o r Christopher
Anvil. Copyright © 1957 por Street
S m i t h . Renovado por Davis
Publications, Inc. Reimpreso con
permiso d e l autor y d e l agente del
autor, Scott Meredith Agency, Inc.
480
The Atlantic Monthly: extracto de «Einstein on
the Atomic Bomb
del número de noviembre de 1945 del Atlantic
Monthly. Copyright'
1945. Reimpreso con permiso. ^
Bilingual Press/Editorial Bilingüe y Anvil
Press Poetry Limit A-extractos de «Songs of the
Fallen», de Flower and Song, Poems ofth Aztec
Peoples, traducido por Edward Kissam y Michael
Schmidf Derechos para Canadá y el Mercado
Abierto controlados por Anv'l Press Poetry
Limited. Reimpreso con permiso de Bilingual
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Reimpreso con el amable permiso de la Sociedad
de Autores en nombre de la herencia del autor.
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Lewis Thomas: extractos de «Nuclear, Again»,
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Copyright 1906 por Gilbert Murray. Todos los
extractos reproducidos a través del amable
permiso de Unwin Hyman, Ltd.
Winnipeg Free Press: «Roche calls for N-Arms
Cuts» de T h e Winnipeg Free Press. Reimpreso
con permiso de The Canadian Press.