Mónica Ojeda

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Abrió los párpados y le entraron todas las sombras del día que se quebraba.

Eran manchas voluminosas –“La opacidad es el espíritu de los objetos”, decía su


psicoanalista– que le permitieron adivinar unos muebles maltrechos y, más allá,
un cuerpo afantasmado fregando el suelo con un trapeador para hobbits.
“Mierda”, escupió sobre la madera contra la que se aplastaba el lado más feo de
su cara de Twiggy-fa- ce-of-1966. “Mierda”, y su voz sonó como la de un dibujo
ani- mado en blanco y negro un sábado por la noche. Se imaginó a sí misma
donde estaba, en el suelo, pero con la cara de Twi- ggy, que era en realidad la
suya salvo por el color-pato-clásico de las cejas de la modelo inglesa; cejas-pato-
de-bañera que no se parecían en nada a la paja quemada sin depilar sobre sus
ojos. Aunque no podía verse sabía la forma exacta en la que yacía su cuerpo y la
poco grácil expresión que debía tener en ese brevísimo instante de lucidez.
Aquella completa conciencia de su imagen le dio una falsa sensación de control,
pero no la tranquilizó del todo porque, lamentablemente, el autoconocimiento
no hacía a nadie una Wonder Woman, que era lo que ella necesitaba ser para
soltarse de las cuerdas que le ataban las manos y las piernas, igual que a las
actrices más glamurosas en sus thrillers favoritos.
Según Hollywood, el 90% de los secuestros terminan bien, pensó sorprendida
de que su mente no asumiera una actitud más seria en un momento así.
Estoy atada. ¡Qué increíble que sonaba esa declaración en su cabeza! Hasta
entonces “estar atada” había sido una me- táfora sin esqueleto. “Estoy atada de
manos”, solía decir su madre con las manos libres. En cambio ahora, gracias al
espa- cio desconocido y el dolor en sus extremidades, estaba segura de que le
estaba ocurriendo algo muy malo; algo similar a lo que ocurría en las películas
que a veces miraba para escuchar, mientras se acariciaba, una voz como la de
Johnny Depp di- ciendo:
“With this candle, I will light your way into darkness” – según su
psicoanalista, aquella excitación que la acompañaba desde los seis años, cuando
empezó a masturbarse sobre la tapa del váter repitiendo líneas de películas,
respondía a un comportamiento sexual precoz que tenían que explorar con-
juntamente–. Siempre imaginó la violencia como una conse- cución de olas que
escondían piedras hasta que se estrellaban contra la carne de algo vivo, pero
nunca como ese teatro de sombras ni como la quietud interrumpida por los
pasos de una silueta encorvada. En clases, la profesora de Inglés les hizo leer un
poema igual de oscuro y confuso. Sin embargo, memorizó dos versos que, de
pronto, en esa posible cabaña o habitáculo de madera crujiente, empezaron a
tener sentido:
There, the eyes are sunlight on a broken column.
Sus ojos tenían que ser eso ahora: luz de sol en una co- lumna rota –la columna
rota era, por supuesto, el lugar de su secuestro; un espacio desconocido y
arácnido que parecía el reverso de su casa–. Había abierto los ojos por error, sin
pensar en lo difícil que sería alumbrar aquel rectángulo som- brío y a la
secuestradora que lo limpiaba como una ama de casa cualquiera. Quiso no tener
que preguntarse por asuntos inútiles, pero ya estaba afuera de sí misma, en la
maraña de lo ajeno, obligada a enfrentar lo que no podía resolver. Mirar las
cosas del mundo, lo oscuro y lo luminoso cosiéndose y desco- siéndose, el
cúmulo de lo que existe y ocupa un lugar dentro de la histriónica composición
del Dios drag-queen de su amiga Anne –¿qué diría ella cuando se enterara de
su desaparición?
¿Y la Fiore? ¿Y Natalia? ¿Y Analía? ¿Y la Xime?–; todo en los ojos ardiéndole
más que ninguna otra fiebre era siempre un accidente. Ella no quería ver y
dañarse con las cosas del mundo, pero ¿qué tan grave era la situación en la que
se en- contraba? La respuesta anunciaba una nueva incomodidad: un
levantamiento en la llanura de su garganta.

El cuerpo fregador del suelo se detuvo y la miró, o eso creyó ella que hizo,
aunque a contraluz no pudo ver más que una figura parecida a la noche.

–Si ya te despertaste, siéntate.

Fernanda, con el perfil derecho aplastado contra la made- ra, soltó una risa
corta e involuntaria de la que se arrepintió poco después, cuando se escuchó y
pudo comparar el ruido de sus instintos con el llanto de una comadreja. Cada
segun- do que pasaba entendía mejor lo que le estaba ocurriendo y su angustia
subía y se extendía por el espacio a media penum- bra como si escalara el aire.
Intentó sentarse, pero sus escasos movimientos fueron los de un pez
convulsionando sobre sus propios terrores. Ese último fracaso la obligó a
reconocer el patetismo de su cuerpo ahora agusanado y le provocó un ataque de
risa que fue incapaz de controlar.

–¿De qué te ríes? –preguntó, aunque sin verdadero interés, la sombra viva
mientras exprimía el trapeador para hobbits en la silueta de un cubo.

Fernanda hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para detener la risa de


encías que la colmaba y,  cuando por  fin pudo recobrar el sentido de sí,
avergonzada por el poco do- minio que tenía sobre sus reacciones, recordó que
había es- tado imaginándose en el suelo con un vestido azul eléctrico, como una
versión moderna de Twiggy secuestrada, top-model- always-diva hasta en
situaciones límite, y no con el uniforme del colegio que en realidad usaba:
caliente, arrugado y oloro- so a suavizante.
La decepción tenía la forma de una falda a cuadros y una blusa blanca
manchada de ketchup.

–Sorry, Miss Clara. Es que no puedo moverme.


El cuerpo arrimó el trapeador a una pared y, limpiándose las manos sobre la
ropa de aspirante a monja, caminó hacia ella emergiendo de las sombras
afiladas a una luz dura que le descubrió la carne rosa de pelícano desplumado.
Fernanda mantuvo la mirada fija en el rostro ovíparo de su profeso- ra como si
fuese vital ese instante de lupa en el que pudo verle unas venas moradas, nunca
antes identificadas, en las mejillas. ¿No
que esas vergas solo salían en las piernas?, se pre- guntó cuando unas manos
demasiado largas la levantaron del suelo y la sentaron. Pero por más que intentó
aprovechar la cercanía con Latin Madame Bovary no pudo verle ninguna
palabra atorada en los gestos. Había personas que pensaban con el rostro y
bastaba aprender a leerles los músculos de la frente para saber de qué
inundaciones procedían, pero no cualquiera tenía la habilidad de dilucidar los
mensajes de la carne. Fernanda creía que Miss Clara hablaba un idioma facial
primigenio; un lenguaje a veces inaccesible, a veces desnudo como un páramo o
un desierto. No se atrevió a decir nada cuando la profesora volvió a alejarse y las
sombras cambiaron de lugar. Así, sentada, pudo estirar sus piernas atadas con
una cuerda de color verde –la misma que usaba en el colegio para saltar durante
las clases de educación física– y ver los mocasines limpísimos que la Charo, su
nana, le había limpiado el día anterior. Al fondo, dos ventanales que ocupaban
la parte superior de la pared le permitieron ver un follaje exuberante y una
montaña o un volcán de cima nevada que le hizo saber que estaban fuera de su
ciudad natal.
–¿En dónde estamos?

Pero esa no era la pregunta que más importaba: ¿por qué me ha secuestrado,
Miss Clara?, debió haber dicho, ¿por qué me
ha atado y sacado de la ciudad de los charcos de agua puerca, zorra-mal-
cogida-hija-de-la-gran-puta? ¿Eh, puta de mierda? En cambio aguantó el
silencio con la resignación de a quien se le cae el techo encima y empezó a llorar.
No porque estuvie- ra asustada, sino porque otra vez su cuerpo hacía cosas sin
sentido y ella no podía soportar tanto caos destruyéndole la conciencia. El
autoconocimiento se le había resquebrajado y ahora era una desconocida a la
que podía imaginar por fuera pero no por dentro. Temblando, observó con odio
el cuerpo de su profesora moverse como una rama sin hojas mientras fregaba el
suelo. Trozos de cabello negro le rozaban la man- díbula ancha –el único rasgo
de esa cara de diario que era poco común–. A veces, cuando sonreía, Miss Clara
parecía un tiburón o un lagarto. Una apariencia así, decía su psicoa- nalista, era
discreta en su agresividad.
–Quiero irme a casa.

Fernanda esperó alguna respuesta que aliviara su ansie- dad pero Miss Clara
López Valverde, de treinta años, 1,68 metros de estatura, 57 kilos, pelo a la
altura de las tetas, ojos de artrópodo y voz de pájaro a las seis de la mañana, la
ig- noró como cuando en clases le preguntaba cuánto faltaba para que sonara el
timbre y pudiera salir al recreo, sentarse en el suelo con las piernas abiertas,
decir palabras obscenas o mirar las cosas del mundo –que en el colegio eran
siempre más reducidas y miserables que en ninguna otra parte–. De- bió haber
preguntado: ¿hasta cuándo estaré aquí, estúpida perra
de orto sangrante? Pero las preguntas importantes no le salían de las entrañas
con la misma facilidad que el llanto y la ira pelándole las muelas tan distintas a
las de Miss Clara y a las que pintaba Francis Bacon, el único artista que
recordaba de su clase de Apreciación al Arte y que, además, le hacía pen- sar en
películas de terror viejas con la dentadura rabiosa de Jack Nicholson, Michael
Rooker y Christopher Lee. Dientes rechinando y mandíbulas: esa fuerza
guardada en los huesos no habitaba en su boca; llorar como lo hacía, con
vergüenza y odio, era igual que desnudarse en la nieve de la mente de Miss
Clara. O casi.
Paseó los ojos por el lugar que la encerraba y comprobó que la cabaña era
pequeña y lóbrega; el hogar ideal para el gusano que ahora era, la guarida donde
tendría que aprender a desvertebrarse para sobrevivir. De repente, el frío empe-
zó a temblarle las manos y comprendió que estar fuera de Guayaquil era flotar
dentro de un vacío suspendido en el que no podía proyectarse. Ese vacío,
además, se suspendía en la respiración de Miss Clara y carecía de futuro. ¿Y si la
muy zorra me sacó del país?, se preguntó aunque pronto desechó aquella
posibilidad –no podía ser tan fácil sacar a una adoles- cente sin documentos,
completamente dormida y maniatada, al extranjero–. Entonces intentó
reconocer aquella montaña o volcán que se veía por la ventana, pero su
conocimiento de las jorobas terrestres de su país-pulga-de-América-del-Sur se
reducía a unos cuantos nombres rimbombantes y a unas pe- queñas imágenes
incluidas en su libro de geografía. La costa de orillas ocres, el calor y un río
corriendo con el dramatis- mo del rímel sobre un rostro que llora, era lo único
que su cuerpo identificaba como hogar, aunque lo odiara más que a ningún otro
paisaje. “El puerto es una piel de elefante”, decía un poema que Miss Clara les
había hecho leer en clase y con el que todas hicieron aviones que impactaron
contra el pizarrón. Lo que veía a través de la ventana, sin embargo, era otro tipo
de bestia. Maldito trozo de tierra en las nubes, pensó endureciéndose como
una roca, y luego miró a su profesora con todo el desprecio que se había forzado
a ahogar bajo las pestañas.
–Usted va a joderse por esto.

La silueta dejó de fregar y, durante varios segundos, pare- ció una pieza de arte
contemporáneo en medio de la estancia. Fernanda esperó con paciencia alguna
reacción que inicia- ra un diálogo, una voz que desequilibrara el silencio, pero
ninguna palabra ocurrió. En cambio, Miss Clara atravesó la penumbra y salió
por una puerta que, al abrirse, se tragó toda la luz de la tarde e iluminó el
interior de la cabaña. Fernanda escuchó agua salpicando contra alguna firmeza,
el ruido del viento despeinando los árboles y pasos que se agrandaban, pero
antes de que la luz volviera a desaparecer vio un revól- ver brillando como un
cráneo en el centro de una mesa larga.

Y su rabia reculó.

–No –dijo Miss Clara cuando ya era de nuevo una som- bra–. Eres tú quien va a
tener que joderse ahora.

Fernanda la vio acercarse y cerró los ojos. Algo estaba ha- ciendo ese cuerpo de
rama detrás del suyo. Un aliento vapo- roso se derramó sobre su nuca y,
después, sintió las cuerdas aflojándose alrededor de sus muñecas. El dolor de la
libertad llegó con una tibieza que le recorrió los brazos en el preciso instante en
el que pudo dejarlos caer a ambos lados de sí misma. Intentó desatar la cuerda
que le amarraba los tobillos, pero sus manos respondieron con una rigidez y una
torpeza similares a la de una máquina oxidada. El exterior, mientras tanto, se
dilataba ensanchando sus ojos dolorosamente. ¿Por qué?, se preguntó cuando la
cuerda cedió y pudo separar sus piernas hasta que la falda del colegio se le abrió
como un abanico. ¿Por qué mierda estoy aquí?
Frente a ella, Miss Clara la miraba con la autoridad que le daba el revólver a sus
espaldas.

–Levántate.

Pero Fernanda-liberada se mantuvo quieta en su lugar. Sa- bía que no tenía


sentido negarse, sin embargo, no pudo evitar reaccionar del mismo modo que
cuando Miss Clara o Mister Alan o Miss Ángela la expulsaban del aula y ella, sin
moverse de su silla, los miraba a los ojos esperando a que se atrevieran a tocarla
porque sabía muy bien que nunca lo harían. Esa se- guridad, ahora que había
sido secuestrada, ya no existía. Por primera vez no era invulnerable o, mejor
dicho, por primera vez tenía conciencia de su propia vulnerabilidad. Su mente
parecía un barco llenándose de agua, pero el hundimiento podía ser una nueva
forma de pensar.

–Levántate. No me hagas volver a repetirlo.


Obedecer. Su pecho era un roedor huyendo hacia las al- cantarillas durante el
día. Aún le resultaba incómodo flexio- nar los dedos de las manos, pero esta vez
pudo apoyarlos en el suelo y ponerse de pie con torpeza. Evitó mirar el revólver
que reposaba detrás de su profesora. Tal vez, reflexionó, si no
lo miro ella creerá que no me he dado cuenta.
Pero Miss Clara señaló con su mentón la silla a un extre- mo de la mesa.

–Tú y yo vamos a tener que hablar sobre lo que hiciste.

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