Mónica Ojeda
Mónica Ojeda
Mónica Ojeda
El cuerpo fregador del suelo se detuvo y la miró, o eso creyó ella que hizo,
aunque a contraluz no pudo ver más que una figura parecida a la noche.
Fernanda, con el perfil derecho aplastado contra la made- ra, soltó una risa
corta e involuntaria de la que se arrepintió poco después, cuando se escuchó y
pudo comparar el ruido de sus instintos con el llanto de una comadreja. Cada
segun- do que pasaba entendía mejor lo que le estaba ocurriendo y su angustia
subía y se extendía por el espacio a media penum- bra como si escalara el aire.
Intentó sentarse, pero sus escasos movimientos fueron los de un pez
convulsionando sobre sus propios terrores. Ese último fracaso la obligó a
reconocer el patetismo de su cuerpo ahora agusanado y le provocó un ataque de
risa que fue incapaz de controlar.
–¿De qué te ríes? –preguntó, aunque sin verdadero interés, la sombra viva
mientras exprimía el trapeador para hobbits en la silueta de un cubo.
Pero esa no era la pregunta que más importaba: ¿por qué me ha secuestrado,
Miss Clara?, debió haber dicho, ¿por qué me
ha atado y sacado de la ciudad de los charcos de agua puerca, zorra-mal-
cogida-hija-de-la-gran-puta? ¿Eh, puta de mierda? En cambio aguantó el
silencio con la resignación de a quien se le cae el techo encima y empezó a llorar.
No porque estuvie- ra asustada, sino porque otra vez su cuerpo hacía cosas sin
sentido y ella no podía soportar tanto caos destruyéndole la conciencia. El
autoconocimiento se le había resquebrajado y ahora era una desconocida a la
que podía imaginar por fuera pero no por dentro. Temblando, observó con odio
el cuerpo de su profesora moverse como una rama sin hojas mientras fregaba el
suelo. Trozos de cabello negro le rozaban la man- díbula ancha –el único rasgo
de esa cara de diario que era poco común–. A veces, cuando sonreía, Miss Clara
parecía un tiburón o un lagarto. Una apariencia así, decía su psicoa- nalista, era
discreta en su agresividad.
–Quiero irme a casa.
Fernanda esperó alguna respuesta que aliviara su ansie- dad pero Miss Clara
López Valverde, de treinta años, 1,68 metros de estatura, 57 kilos, pelo a la
altura de las tetas, ojos de artrópodo y voz de pájaro a las seis de la mañana, la
ig- noró como cuando en clases le preguntaba cuánto faltaba para que sonara el
timbre y pudiera salir al recreo, sentarse en el suelo con las piernas abiertas,
decir palabras obscenas o mirar las cosas del mundo –que en el colegio eran
siempre más reducidas y miserables que en ninguna otra parte–. De- bió haber
preguntado: ¿hasta cuándo estaré aquí, estúpida perra
de orto sangrante? Pero las preguntas importantes no le salían de las entrañas
con la misma facilidad que el llanto y la ira pelándole las muelas tan distintas a
las de Miss Clara y a las que pintaba Francis Bacon, el único artista que
recordaba de su clase de Apreciación al Arte y que, además, le hacía pen- sar en
películas de terror viejas con la dentadura rabiosa de Jack Nicholson, Michael
Rooker y Christopher Lee. Dientes rechinando y mandíbulas: esa fuerza
guardada en los huesos no habitaba en su boca; llorar como lo hacía, con
vergüenza y odio, era igual que desnudarse en la nieve de la mente de Miss
Clara. O casi.
Paseó los ojos por el lugar que la encerraba y comprobó que la cabaña era
pequeña y lóbrega; el hogar ideal para el gusano que ahora era, la guarida donde
tendría que aprender a desvertebrarse para sobrevivir. De repente, el frío empe-
zó a temblarle las manos y comprendió que estar fuera de Guayaquil era flotar
dentro de un vacío suspendido en el que no podía proyectarse. Ese vacío,
además, se suspendía en la respiración de Miss Clara y carecía de futuro. ¿Y si la
muy zorra me sacó del país?, se preguntó aunque pronto desechó aquella
posibilidad –no podía ser tan fácil sacar a una adoles- cente sin documentos,
completamente dormida y maniatada, al extranjero–. Entonces intentó
reconocer aquella montaña o volcán que se veía por la ventana, pero su
conocimiento de las jorobas terrestres de su país-pulga-de-América-del-Sur se
reducía a unos cuantos nombres rimbombantes y a unas pe- queñas imágenes
incluidas en su libro de geografía. La costa de orillas ocres, el calor y un río
corriendo con el dramatis- mo del rímel sobre un rostro que llora, era lo único
que su cuerpo identificaba como hogar, aunque lo odiara más que a ningún otro
paisaje. “El puerto es una piel de elefante”, decía un poema que Miss Clara les
había hecho leer en clase y con el que todas hicieron aviones que impactaron
contra el pizarrón. Lo que veía a través de la ventana, sin embargo, era otro tipo
de bestia. Maldito trozo de tierra en las nubes, pensó endureciéndose como
una roca, y luego miró a su profesora con todo el desprecio que se había forzado
a ahogar bajo las pestañas.
–Usted va a joderse por esto.
La silueta dejó de fregar y, durante varios segundos, pare- ció una pieza de arte
contemporáneo en medio de la estancia. Fernanda esperó con paciencia alguna
reacción que inicia- ra un diálogo, una voz que desequilibrara el silencio, pero
ninguna palabra ocurrió. En cambio, Miss Clara atravesó la penumbra y salió
por una puerta que, al abrirse, se tragó toda la luz de la tarde e iluminó el
interior de la cabaña. Fernanda escuchó agua salpicando contra alguna firmeza,
el ruido del viento despeinando los árboles y pasos que se agrandaban, pero
antes de que la luz volviera a desaparecer vio un revól- ver brillando como un
cráneo en el centro de una mesa larga.
Y su rabia reculó.
–No –dijo Miss Clara cuando ya era de nuevo una som- bra–. Eres tú quien va a
tener que joderse ahora.
Fernanda la vio acercarse y cerró los ojos. Algo estaba ha- ciendo ese cuerpo de
rama detrás del suyo. Un aliento vapo- roso se derramó sobre su nuca y,
después, sintió las cuerdas aflojándose alrededor de sus muñecas. El dolor de la
libertad llegó con una tibieza que le recorrió los brazos en el preciso instante en
el que pudo dejarlos caer a ambos lados de sí misma. Intentó desatar la cuerda
que le amarraba los tobillos, pero sus manos respondieron con una rigidez y una
torpeza similares a la de una máquina oxidada. El exterior, mientras tanto, se
dilataba ensanchando sus ojos dolorosamente. ¿Por qué?, se preguntó cuando la
cuerda cedió y pudo separar sus piernas hasta que la falda del colegio se le abrió
como un abanico. ¿Por qué mierda estoy aquí?
Frente a ella, Miss Clara la miraba con la autoridad que le daba el revólver a sus
espaldas.
–Levántate.