012-El Rebelde Josey Wales - Forrest Carter

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Durante

la guerra civil norteamericana (1861-1865) entre los estados del


norte y la Confederación (el Sur) surgieron, como en todas las guerras,
grupos de soldados irregulares, bandas de guerrilleros que se dedicaban a
atacar las vidas y propiedades de los simpatizantes del bando contrario.
Entre los confederados alcanzó fama legendaria la unidad de caballería del
jefe Quantrill, junto al que cabalgaron rebeldes como Frank y Jesse James. A
medida que el Sur va perdiendo la guerra estas partidas van derivando hacia
el bandidaje, y acaban dando lugar a lo más florido del pistolerismo clásico
del western. Este ambiente histórico-legendario es el caldo de cultivo en el
que se desenvuelve el personaje de Josey Wales. Cuando su familia es
asesinada en una incursión de los «polainas rojas» (unionistas), Josey
decide unirse a la partida sudista de Bill «el Sanguinario» Anderson. Una vez
acabada la guerra, Josey no acepta el perdón del bando vencedor e inicia su
carrera como «fuera de la ley».
El rebelde Josey Wales —volumen que incluye las novelas Huido a Texas
(1972) y La ruta de venganza de Josey Wales (1976), de Forrest Carter—
recrea las hazañas y fechorías de este rebelde, bandido y fugitivo.
La obra de Forrest Carter (Alabama, 1925 – Texas, 1979) se reduce a cuatro
novelas: las dos mencionadas, otro western más titulado Watch for Me on the
Mountain (1978), y una supuesta autobiografía novelada convertida en best-
seller, The Education of Little Tree (1976), que narra la infancia huérfana del
autor y su educación india impartida por su abuelo cheroqui.
El fuera de la ley (1976), película dirigida y protagonizada por Clint
Eastwood, es una adaptación de la novela Huido a Texas, de Forrest Carter.

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Forrest Carter

El rebelde Josey Wales


Frontera - 12

ePub r1.0
Titivillus 15.06.16

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Título original: Gone to Texas
Forrest Carter, 1973
Título original: The Vengeance Trail of Josey Wales
Forrest Carter, 1976
Traducción: Marta Lila Murillo
Ilustración de cubierta: 12TH Virginia Cavalry CSA © Don Troiani/Corbis

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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PRESENTACIÓN

El duodécimo volumen de la colección Frontera agrupa dos novelas distintas: Huido


a Texas y La ruta de venganza de Josey Wales. Los dos títulos, distanciados tres años
en cuanto a fecha de publicación, figuran en la cubierta. Pero, debido al tono en el
que están escritas ambas, bien hubiera podido titularse unitariamente el volumen: el
Cantar de Gesta, el Romance o La balada de Josey Wales… Dependiendo, claro está,
de la centuria en que ambas obras hubieran sido compuestas.
Para los norteamericanos, como para cualquier pueblo, hay momentos de la
historia propia especialmente legendarios. No necesariamente son determinantes o
significativos para el devenir del país, pero calan hondo en la población y perviven en
la memoria colectiva a lo largo del tiempo. Esa pervivencia mítica y quizá
injustificada acaba haciendo que el hecho poco relevante adquiera a veces una
transcendencia mayor que la que cabía suponerle incluso en un principio. Un caso
paradigmático es quizá el de la «Guerrilla de Quantrill». Como en todas las guerras, y
muy particularmente en las guerras civiles, junto a los ejércitos que pudiéramos
llamar «oficiales», se crean multitud de guerrillas de irregulares alentadas y
consentidas, o no, por las autoridades de los bandos en conflicto. A veces, tras su
actividad durante la contienda, han mantenido la llama de las causas que defendían
una vez derrotado el bando propio. Corsarios, paramilitares, resistencia francesa,
maquis, chetniks, partisanos, chuanes… Distintos tipos, distintas épocas, distintas
ideologías… y siempre aplaudidos o disculpados por unos y odiados y aborrecidos
por los contrarios. Durante la Guerra de Secesión norteamericana, también actuaron
irregulares de uno y otro bando atacando las propiedades y vidas de los partidarios de
la Unión o de la Confederación. Uno de los escenarios donde esta lucha resultó más
intensa era el de las regiones fronterizas de los Estados de Kansas y Missouri. El
primero simpatizante e interviniente de la causa del Norte. El segundo inclinado, y
luego participando mayoritariamente, por la Confederación. Las unidades, o bandas,
llámeselas como se quiera, unionistas y confederadas eran de caballería ligera. De
entre los guerrilleros nordistas fueron los «polainas rojas» los más conocidos y
temidos. Recibieron este nombre cuando su jefe, Charles Jennison, asaltó una fábrica
de calzado en Misuri y se hicieron con una gran partida de badana roja utilizada para
adornar botas de montar. A partir de ese momento sus irregulares la utilizaron como
distintivo. Sin duda sus rivales más caracterizados en el bando confederado fueron
Quantrill y sus jinetes. Y William Clarke Quantrill entró en la leyenda.
Desde luego, Quantrill no fue el único líder guerrillero que conquistó la fama. Jim
Lane entre los unionistas o Bill «el Sanguinario» Anderson por la parte confederada
también adquirieron una notoria y terrible reputación, pero Quantrill fue el paradigma
de todos ellos, y además en su banda cabalgó gente como Frank y Jesse James, lo

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cual, andando el tiempo, vendría a acumular otras leyendas a la suya propia. Parece
ser que Quantrill luchó con valor, como voluntario, en el ejército de la
Confederación, y que ya antes había jugado a dos barajas en los conflictos previos a
la guerra que tuvieron lugar entre Kansas y Misuri. No caben demasiadas dudas sobre
su habilidad como líder guerrillero y su intrepidez como combatiente, y estas virtudes
algo deben de tener que ver con que el proceso de mitificación en torno a su persona,
para bien y para mal, se iniciara pronto. La prensa de Kansas y la nordista en general
lo consideran un monstruo de crueldad indescriptible, capaz de todas las maldades.
Para los misurianos, Quantrill y sus jinetes eran los únicos capaces de responder,
pagando en la misma moneda, a la devastación sembrada por la guerrilla nordista. El
aura de Quantrill siguió creciendo y la descripción detallada de sus características
fisiognómicas se manejaba como si en estas fueran implícitas su crueldad o su
heroísmo. Según Paul I. Wellman en su libro sobre los «Fuera de la ley», el
comandante Edwards describe a Quantrill como un rubio Apolo, con ojos azules
suaves y atractivos; astuto, hábil, extremadamente cruel y de un valor sin igual. La
señora Roxey Troxel Roberts, que le conoció personalmente, refleja su acicalado
vestir, sus ojos azules, la intranquilizadora impasibilidad de la que hacía gala y su
mirar avieso; Connelly, tras volver a redundar en su acicalamiento y el azul de sus
ojos, hace de nuevo hincapié en su crueldad señalando que de niño gozaba torturando
pequeños animales. Bien es cierto que Connelly solo se guía por testimonios
indirectos y jamás llegó a conocer a Quantrill personalmente… Era una época donde
la hipérbole era continua y, como recoge Hans von Hentig en su estudio de la figura
del «desperado», refiriéndose a la fiabilidad de los periodistas: «Había manga ancha
para fechas y hechos. Por todas partes se nota la tendencia a inventar. Se gozaba con
historias noveladas y se añadían los chillones colores que faltaban». Quizá las
noticias no sean demasiado fiables… Pero un hecho cierto catapulta a Quantrill y sus
jinetes a la fama: la llamada «Masacre de Lawrence». El 21 de agosto de 1863
Quantrill, al mando de 448 jinetes, asaltó, incendió y desvalijó la población de
Lawrence, en Kansas. Alrededor de 200 habitantes varones de la población fueron
asesinados. Solo un guerrillero resultó muerto. A partir de aquí Quantrill es odiado
por todo nordista que se precie de serlo e incluso las autoridades militares del Sur,
horrorizadas, le repudian en vez de reconocerle grados militares tal y como él
esperaba. Consecuencia de todo ello es que las autoridades militares del Norte, el
general Ewing en concreto, promulgue la llamada orden n° 11, que servirá para que
una gran extensión de Misuri sea destruida por las tropas unionistas en un esfuerzo
por acabar con el apoyo local a los guerrilleros. Las casas incendiadas y la población
forzada a abandonar sus hogares son la consecuencia. Cuando, incluso hoy en día, se
toca el tema en un debate histórico, puede comprobarse que el resentimiento en estos
condados de Misuri hacia La Unión por esta orden n° 11 aún perdura en algunas de
sus gentes. Pero, historia bélica de los Estados Unidos aparte, lo atractivo
literariamente del asunto Quantrill es el influjo que esta partida de guerrilleros

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confederados va a tener para la historia del bandidaje y del pistolerismo
norteamericano. Buena parte del «modo de hacer» de las razzias de Quantrill sobre
los territorios enemigos se incorporará al «modus operandi» de los maleantes del
Oeste americano de la segunda mitad del siglo XIX. Lo pondrán en práctica Jesse
James, la banda de los Dalton y muchos otros célebres bandoleros. El «vitoreo», la
entrada de los jinetes disparando en las calles principales del pueblo para mantener a
los vecinos del mismo resguardados en sus casas y asaltar el banco de la localidad; la
toma de la estación de tren para asaltar el convoy cuando llega al andén y desvalijar a
los viajeros; el asalto a las diligencias… casi todo ello parece haber sido diseñado en
el ámbito Quantrill. A medida que el Sur va perdiendo la guerra, estas partidas se
deslizaban hacia el bandidaje y se atomizaban. Surge la banda de Bill «el
Sanguinario» Anderson; la de Fletch Taylor; la de George Todd; la de Cole
Younger… Frank y Jesse James comandan otra. Cuando muere Quantrill al final de la
Guerra parece que todo el bandidaje de buena parte de los Estados Unidos ha pasado
por la «Academia Quantrill». Frank y Jesse James se convierten en mitos. Sus
primos, los Younger, en compañía de los James o en solitario, mantienen una
frenética actividad. Los Dalton, emparentados con los James, asaltan intentando muy
conscientemente emular y superar las hazañas de los hermanos James, que para
entonces son verdaderos mitos, y en el Sur casi una gloria nacional. Cuando a Frank
James se le juzga tras un buen número de crímenes, el propio General confederado Jo
Shelby, todo un personaje inmensamente respetado, habla de su «querido compañero
de armas» Frank James y de la «Causa»… La Causa siempre está referida a la Causa
del Sur, la de los perdedores maltratados por los especuladores sin escrúpulos
procedentes del Norte. A todo este romántico bandidaje siguen uniéndose nombres
como el de Belle Starr, «la reina de los pistoleros», amante de Cole Younger, también
exguerrillero de Quantrill y, más tarde, emparejada con otro famoso bandido,
Cherokee Bill y luego con Bill Doolin, otro «fuera de la ley» de renombre. También
pasó por el refugio de Belle Starr, situado en territorio cheroqui, uno de los hermanos
James. Los propios Butch Cassiddy y Sundance Kid, dan comienzo a su carrera de
bandidaje con Bill, Tom y George McCarthy, el primero de los cuales había sido
miembro de la banda de Jesse James. Y la lista puede hacerse, con un poco de
dedicación a la tarea, bastante más larga. Tenemos pues aquí a lo más florido del
pistolerismo y bandidaje histórico del western en un árbol de relaciones personales en
cuya cúspide se asienta Quantrill. La teoría de Paul I. Wellman, expuesta en su libro
sobre los «fuera de la ley» es la de que se puede trazar una línea de continuidad, casi
una dinastía de bandoleros, que va desde Quantrill en 1860 hasta Frank Nash y la
matanza de la Estación de Kansas en 1933, debida a Pretty Boy Floyd.
La relación entre las guerrillas de la Guerra de Secesión y los inicios del
pistolerismo clásico en Estados Unidos —ese de sheriffs, atracos a diligencias, asalto
a trenes y bancos, «desperados», etc— es capítulo habitual en cualquier historia del
Oeste americano. Quantrill y los hermanos James, los Younger, los Dalton, Belle

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Starr… ellos y otros pueblan las novelas, películas y series de televisión. Todo ello
conforma ese ambiente histórico-legendario en el que se inscribe el personaje de
Josey Wales. Hans von Hentig en sus estudios de psicología criminal habla de que el
término inicial de raíz hispánica «desperado» —que acabará siendo sustituido por el
casi equivalente de «outlaw»— hace mención a seres que se apartan voluntariamente
de la sociedad, que la propia sociedad acaba alejando de sí y que no tienen nada que
perder. En cierto sentido gentes que tampoco dan un excesivo valor a la propia vida.
Las matizaciones del profesor de la universidad de Bonn inciden mucho en la
comparación de este término intrínsecamente norteamericano con otras figuras
criminales de otros ámbitos, anglosajones o no, y encuentra paralelismos en otras
culturas, pero esos «outlaws», y antes «desperados», necesitan ese alejamiento social
que solo permiten las grandes regiones aún no colonizadas o, cuanto menos,
escasamente pobladas. Señala el profesor alemán ese ámbito específico de euforia
social, desorganización y legalidad primarias, junto con la búsqueda de la notoriedad
a cualquier precio y la desmesura, como ambientes propicios para ese fenómeno
delictivo que se dio en la Frontera norteamericana durante el siglo XIX. Y también
constata la dificultad de recoger información para comprender este fenómeno:
«parece como si se hubieran juramentado todos para que jamás dos testigos
presenciales estuviesen de acuerdo sobre las circunstancias esenciales de algún
hecho» (Frank C. Loockwood – Pioneer Days in Arizona). En este universo donde
todo es posible, donde los forajidos buscan el dinero, pero no en menor medida que la
fama y la gloria, se desenvuelve Josey Wales.
Josey no es un personaje histórico, o al menos no es uno de los guerrilleros de
Quantrill conocidos por su propio nombre. Cuando su familia es asesinada en una
incursión de los polainas rojas, se une a la partida de Bill «el Sanguinario» Anderson.
Junto a él hará buena parte de la Guerra de Secesión, pero una vez perdida esta, Josey
no acepta el perdón del bando vencedor e inicia su carrera de «fuera de la ley». Ha
perdido a su familia y su hogar. Según el código montañés de sus ancestros, no puede
reanudar su vida como si tal cosa. Durante las doscientas y pico páginas de Huido a
Texas, Wales va a pasar por muchas de las vicisitudes que conocieron, durante la
Guerra y después de ella, estos irregulares que en buena parte abandonaron la lucha
pero que también, en no menguado número, siguieron una carrera de bandidaje. La
huida intentando llegar a territorio cheroqui es algo que ya hemos leído en biografías
de Quantrill o Jesse James; el refugio entre los indios, sobre todo entre los cheroquis,
muchos de los cuales lucharon por la Confederación, también es un tema presente en
las películas, novelas y biografías sobre Belle Starr o los Dalton. Los duelos, tiroteos,
huidas y asaltos de guerrilleros o exguerrilleros están presentes en películas como
Forajidos de leyenda (The Long Riders, 1980); El último forajido (The Last Outlaw,
1993); Sombra de horca (Woman They Almont Lynched 1953); Belle Starr, 1941… Y
en un buen número de escritores como Todhunter Ballard, Shirreffs y especialmente
en Frank Gruber —Fuera de la Ley (Outlaw, 1941), The Bushwhackersen 1959 y

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otras muchas—, para el cual el ambiente post guerra de Secesión fue un escenario
habitual. En el caso de Huido a Texas son el poder evocador, la prosa precisa y
escueta, la acumulación de hechos posibles y habilidades creíbles en la vida de un
outlaw, pero que raramente podrían tener lugar en la vida de uno solo de ellos, lo que
convierten a esta novela en un romance, en una memorable balada épica. El lenguaje
es, además, conscientemente tendente hacia la leyenda. Frases como: «Y los hombres
contarían su hazaña de esa noche alrededor de las hogueras de la ruta», o «Habían
sido acusados de muchas cosas y eran culpables de la mayoría de ellas», son
directamente apelaciones a la pervivencia en la memoria, a la eternidad de la
leyenda… Sin duda Huido a Texas es una gran novela. Tras su publicación en 1973 y
el renombre que le proporciona su conversión en película de la mano de Clint
Eastwood como El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales, 1976), una secuela viene
a sumarse a esta primera novela: La ruta de venganza de Josey Wales (The Vengeance
Trail of Josey Wales, 1976), otro excelente western donde continúan las andanzas del
exguerrillero, pero que queda un poco por debajo de los logros de su primera
novela… O quizá es que el factor sorpresa de la primera obra de Forrest Carter ya no
lo es tanto.
En opinión de Joe R. Lansdale, escritor y teórico del western, «aunque Forrest
Carter es solo autor de cuatro libros —y solo tres de ellos son western— su
consideración como un excepcional escritor de western estaría asegurada solo con
haber firmado Huido a Texas». Y finaliza su pequeño ensayo sobre el autor
afirmando que «con solo cuatro libros —murió poco después del cuarto— es muy
posiblemente el mejor escritor de western de todos los surgidos en la década de los
setenta. Todas sus obras son altamente recomendables».

FORREST CARTER
¿Quién es Forrest Carter? Bien, en esta presentación, hasta ahora se ha hablado
poco, o más bien nada, sobre el creador literario de Josey Wales. Según el propio
Forrest Carter afirmaba, había nacido en Tennessee en 1925, tenía parte de sangre
india —cheroqui en concreto—, y se había criado huérfano con sus abuelos. Su
formación era autodidacta y fue «Storyteller in Concil of Cherokee Nation», sea esto
lo que sea —aunque se intuye por dónde va el asunto—. En 1973, con su primera
novela The Rebel Outlaw, Josey Wales, aparecida un par de años más tarde como
Huido a Texas (Gone to Texas), logra el éxito al primer intento, aunque mucho tuvo
que ver en ello el que Clint Eastwood la vertiera a imágenes en su película El fuera
de la ley (The Outlaw Josey Wales, 1976). Ese mismo año de 1976, acompaña a la
versión fílmica una secuela de ese primer relato de las andanzas de Josey: La ruta de
venganza de Josey Wales (The Vengeance Trail of Josey Wales). Un año antes de
morir —fallece en 1979— publica un tercer gran western Watch for Me on the
Mountain (1978). En este caso un relato biográfico sobre el caudillo apache

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Gerónimo, en donde se mezclan la guerrilla, la aventura y una cierta visión mística de
la actividad bélica. Pero también en 1976 publica una corta historia titulada The
Education of Little Tree, que al principio tiene un éxito relativo, pero que al ser
reeditada por la Universidad de Nuevo México en los años ochenta se convierte en un
auténtico fenómeno literario y alcanza la cima de las listas de ventas en la categoría
de «no ficción». Es premiada por la Asociación americana de libreros, recomendada
por la influyente periodista Oprah Winfrey y vertida también al cine. Todo un
fenómeno editorial alabado como ejemplo de pluriculturalidad, indigenismo,
tolerancia, interracialidad positiva y amor a la Naturaleza. Casi una biblia para los
movimientos de espiritualidad y New Age. Se lee como recomendación en los
colegios y en ellos se fundan asociaciones «Little Tree». The Education of Little Tree
es presentada por su autor, Forrest Carter, como una autobiografía novelada de sus
años infantiles de orfandad, en la que es acogido por su abuelo cheroqui y recibe sus
enseñanzas de vida en armonía con la naturaleza. Como decíamos: el libro arrasa.
Hasta aquí la cuestión es relativamente normal. El escándalo tiene lugar cuando en un
artículo aparecido en 1991 en el New York Times, Dan T. Carter desvela que bajo el
nombre de Forrest Carter se esconde el activista político Asa Earl Carter. Ni medio
cheroqui, ni huérfano, ni educado con el abuelo. Todo falso. Asa Earl Carter es un
famoso segregacionista, miembro del Ku Klux Klan, supremacista blanco, que crea
su propia escisión del Klan, llamada «La Confederación», en la que hábitos y
capuchas son de tono gris. Aunque Asa no aparece implicado personalmente en ello,
a su grupo se le responsabiliza de proporcionar una paliza al cantante Nat King Cole,
e incluso de secuestrar y asesinar a un ciudadano negro. También hay un turbio
asunto con dos muertos de por medio, dentro de la propia organización. Hay que
añadir a lo anterior que Asa Earl Carter ha dirigido el periódico racista El Sureño y
que se le considera el autor en la sombra de los furibundos discursos segregacionistas
del gobernador de Alabama George Wallace. Se le atribuye también la autoría de la
famosa frase que este utilizaba como eslogan: «Segregación hoy, segregación
mañana, y segregación siempre». Ante sus excesos verbales y la petición por parte
del gobernador de que bajase el tono, Asa se desilusiona, se siente traicionado y se
presenta él mismo a las elecciones para gobernador. Desmoralizado, ya que apenas
recibe un 1,5% de los votos y queda el quinto de entre cinco candidatos, desaparece
de la vida pública y cambia de localidad. Y se reinventa como escritor. Adelgaza, se
broncea, deja sus ropas de ciudad y se viste con un sombrero texano y se dedica a
escribir. Además, tampoco era —ya se señaló que su autobiografía de huérfano
cheroqui es falsa— un hombre autodidacta y sin cultura. Se había licenciado en
periodismo en la Universidad de Colorado. Bien, parece ser que se autoinventa como
escritor, se divorcia, pasa a llamar «sobrinos» a sus hijos, y aquí tenemos a Asa Earl
Carter, segregacionista blanco y «negro» para los discursos de un gobernador
ultraderechista, convertido en escritor cowboy de ascendencia cheroqui. El resto de
su carrera de éxito en el western y su conversión en apóstol de la New Age

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progresista con The Education of Little Tree ya la conocemos. Y puestos a cargar las
tintas, sus detractores cuentan que murió borracho, ahogado en su propio vómito tras
mantener una pelea a golpes con uno de sus propios hijos. Para los interesados en el
tema comentar que existe un extenso reportaje televisivo The Reconstruction of Asa
Carter de casi una hora de duración que se puede rastrear y está colgado en Internet.
El caso de «Forrest Carter / Asa Earl Carter» provocó un escándalo tan considerable
que aún genera polémica. En principio, esta versión de la conversión de Asa en
Forrest aparece como bastante admitida pero sigue habiendo puntos oscuros. Ya en
vida de Forrest Carter, en 1976, durante su aparición en un programa televisivo,
empezó a llamar al programa gente que reconocía en él al activista de ultraderecha
Asa Carter. Pero Forrest negó ser la misma persona e incluso escribió un artículo en
el New York Times en el que clamaba que él no era Asa Carter. El gobernador George
Wallace negó sistemáticamente, hasta el día de su muerte, que Asa Earl Carter
hubiera escrito sus discursos. Hay al menos dos personas que se atribuyen como
propia la creación de la frase «Segregación hoy, segregación mañana y segregación
siempre». Cuando se relata esa muerte durante una pelea a puñetazos con su hijo,
borracho y ahogado en su propio vómito, otras fuentes hablan simplemente de que
murió de un infarto mientras comía. Pero, con matizaciones o sin ellas, parecen
sólidas las pruebas que apoyan la tesis de que Forrest Carter era Asa Earl Carter. Y
eso pone sobre el tapete multitud de cuestiones…
Por apuntar alguna, de momento trae hasta la mesa el debate sobre el viejo asunto
de la independencia de la obra respecto de su autor. Por otra parte, para los fascinados
por la filosofía New Age de Little Tree está pendiente la cuestión de que, toda su
perspicacia, toda su comunión sensible y vital con las enseñanzas del libro, no les
libró de ser seducidos por la prosa de un líder ultraderechista del Ku Klux Klan. Qué
decir ya de los que admiran el indigenismo en Little Tree y luego son conscientes de
que tanta integración cultural y tanto saber tradicional está en la inventiva de un
racista que de cheroqui no tiene más que una simpatía por esa tribu que apoyó a la
Confederación. También está presente la cuestión de ser conscientes, de asumir que
algunos valores universales, como la Naturaleza o la camaradería, son tan
susceptibles de ser apreciados por un hippie, un ecologista, o alguien de la New Age,
como por las propias «juventudes hitlerianas», que también hacían campamentos al
aire libre en armonía con la Naturaleza. El Bien y el Mal no vienen en lotes
uniformes. En la realidad vienen entremezclados. También puede sacarse a colación
el carácter peculiar del racismo anglosajón. Según un intelectual indio
norteamericano, del cual lamento ahora no recordar el nombre, para un racista
norteamericano anglosajón, enamorado de un pasado mítico de salvajes guerreros
celtas, no es particularmente problemático incorporar a su estirpe la sangre de
intrépidos y aristocráticos guerreros piel roja. Sobre todo si la sangre viene por parte
materna. Otra cuestión es la de asumir una ascendencia negra… Como se ve, un
entorno de valoración y discusión sobre Forrest Carter puede dar para mucho. Oprah

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Winfrey, por ejemplo, acabó sacando de su lista de recomendaciones para la juventud
The Education of Little Tree. Sin embargo el libro se sigue vendiendo, reeditando y
recomendando incasablemente en los Estados Unidos… Es ya un eterno clásico
juvenil y, generalmente, se sigue editando bajo la autoría de Forrest Carter y sin
explicaciones sobre un tal Asa Earl Carter en las solapas del libro. Para los devotos
de The Education of Little Tree o los amigos de Forrest Carter que ignoraban su
pasado y acabaron conociéndolo y apreciándolo, la solución suele ser, bien separar al
autor de la obra, o bien recordar a Saulo cayendo del caballo en el camino a Damasco
y viendo la Luz de la Verdad. Para ellos la espiritualidad, la tolerancia y el
pluriculturalismo que asoman en las páginas de The Education of Little Tree
demuestran que Carter había cambiado drásticamente y que ya no era el viejo Asa
Earl Carter, sino una persona totalmente diferente[*].
En cuanto a Huido a Texas y La ruta de venganza de Josey Wales, ciertamente la
crítica se ha esforzado en conciliar al autor con su obra. Aunque suele existir una
cierta perplejidad entre el canto a la libertad y a la individualidad que se enseñorea de
la novela, así como el trato a indígenas y mujeres, que se tiene por paradójico
respecto a una ideología ultraderechista, tampoco hay extrañezas insalvables. Para
algunos teóricos la lucha contra el Estado no es precisamente ajena al reaccionarismo.
Otros tratadistas han señalado que la simpatía por las tribus indias demostrada en sus
novelas por el creador de Josey Wales se basa en una identificación geográfica con la
tierra, con el país, lo que le lleva a confraternizar con sus primitivos habitantes; y en
que se hace una identificación solapada entre el exterminio por parte de la Unión de
estas culturas y el aplastamiento de la forma de vivir tradicional de los estados
sureños, que también realizó la Unión. Para quien se prepare a disfrutar de estas dos
novelas de Forrest Carter o Asa Earl Carter no tiene sentido ahora seguir pasando
revista a la peculiaridad de las mismas. Tampoco es el momento de seguir dando
vueltas en torno a la fascinante controversia montada en torno a su autor. Como dijo
Joe Lansdale, como creo que opinará cualquiera que lea este par de novelas y sea
aficionado al western, Forrest Carter es un narrador excepcional y Huido a Texas una
obra maestra del western épico. Recogiendo una frase que sobre él acuñó el crítico
francés Xavier Daverat, cerremos esta presentación con un: «No le perdonen.
Léanlo».

Alfredo Lara

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Para Diez Osos

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PRÓLOGO

Misuri es conocido como la «madre de los fuera de la ley». Ganó ese sobrenombre en
el periodo que siguió a la Guerra Civil, cuando hombres resentidos que habían
luchado sin el beneficio de las leyes en la Guerra de Fronteras (una guerra dentro de
una Guerra) no encontraban su lugar en una sociedad de viejas enemistades y un
gobierno de Reconstrucción[1]. Cabalgaban y vivían sin rumbo, en un círculo vicioso
de represalias, robos y tiroteos que no llevaban a ninguna parte. La Causa se esfumó
como el humo y lo único que quedaba eran rencillas personales, represalias… y
supervivencia. Muchos de ellos se marcharon a Texas.
Si Misuri era la Madre, entonces Texas era el Padre… el refugio, con un espacio
sin límites y una frontera sangrienta, donde un pistolero podía encontrar la razón de
su existencia y un lugar en el que esconderse. Las letras «HAT»[2], grabadas
apresuradamente en el poste de la puerta de una cabaña sureña eran suficientes para
que los familiares y amigos del morador supieran que tenía «problemas con la
justicia», y había Huido A Texas.
En aquellos tiempos no les llamaban «pistoleros»; eso empezó en la década de
1880 con las novelillas de diez centavos. Por aquel entonces, todavía se les conocía
como «guerrilleros armados», y se referían a su arma como «pistola», o por la
marca… un «Colt 44». El guerrillero del Misuri fue el primer pistolero experto.
Según los partes del Ejército Estadounidense, los guerrilleros usaban esta «nueva»
arma de guerra con resultados devastadores.
Esta es la historia de uno de esos fuera de la ley.
Los fuera de la ley… y los indios… todos son reales… todos existieron; vivieron
en una época en la que el significado de «bueno» o «malo» dependía principalmente
del prisma que aplicaba quien lo decía. Había demasiadas cosas malas mezcladas con
lo que creíamos que eran las cosas «buenas»; por ello, aquí intentaremos no
juzgarlos… simplemente, dentro de nuestras posibilidades, lo contaremos «tal como
es»… o fue.
Los hombres… blancos y rojos… y los tiempos que los marcaron… y cómo
sobrevivieron… hasta acabar su carrera.

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PARTE 1

Capítulo 1

El parte estaba fechado el 8 de diciembre, 1866:

DE: Distrito Militar de Misuri Central. Comandante Thomas Bacon del Octavo de
la Caballería de Kansas.

PARA:Cuartel General, Distrito Militar de Texas, Galveston, Texas. Teniente General


Charles Griffin.

Parte presentado por: General Philip Sheridan, Distrito Militar del Suroeste, Nueva
Orleans, Luisiana.

ATRACO A PLENA LUZ DEL DÍA DEL BANCO MITCHELL, LEXINGTON,


CONDADO DE LAFAYETTE, MISURI, A 4 DE DICIEMBRE EN ESTE MISMO
INSTANTE. LOS BANDIDOS HAN ESCAPADO CON OCHO MIL DÓLARES DE
LA NÓMINA DEL EJÉRCITO DE LOS ESTADOS UNIDOS: MONEDAS DE ORO
DE VEINTE DÓLARES RECIÉN ACUÑADAS. PERSECUCIÓN HACIA EL
TERRITORIO DE LAS NACIONES INDIAS. SE CREE QUE SE DIRIGEN AL
SUR DE TEXAS. UN BANDIDO ESTÁ GRAVEMENTE HERIDO. OTRO HA
SIDO IDENTIFICADO. DESCRIPCIÓN:
JOSEY WALES, 32 AÑOS DE EDAD. UN METRO OCHENTA DE ALTURA.
PESO, 73 KILOS. OJOS NEGROS, CABELLO CASTAÑO, BIGOTE MEDIO.
CICATRIZ HORIZONTAL PROFUNDA DE BALA EN PÓMULO DERECHO,
CICATRIZ PROFUNDA DE CUCHILLO EN LA COMISURA IZQUIERDA DE LA
BOCA. ANTERIORMENTE EN BUSCA Y CAPTURA POR EL EJÉRCITO DE
LOS ESTADOS UNIDOS COMO TENIENTE GUERRILLERO A LAS ÓRDENES
DEL CAPITÁN WILLIAM «BILL EL SANGUINARIO» ANDERSON. WALES
RECHAZÓ LA AMNISTÍA DE 1865. ADEMÁS DE CIERTA ACTIVIDAD
DELICTIVA, DEBE SER CONSIDERADO UN REBELDE INSURRECTO.
ARMADO Y PELIGROSO. RECOMPENSA DE TRES MIL DÓLARES
OFRECIDA POR EL GOBIERNO MILITAR DE LOS ESTADOS UNIDOS EN EL
DISTRITO DE MISURI. VIVO O MUERTO.

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Hacía frío. El viento azotaba los pinos húmedos produciendo un lastimero suspiro e
imprimía velocidad a las gotas de lluvia que caían como balas. También hacía que las
llamas de las hogueras saltaran y parpadearan y que los soldados que estaban
alrededor del fuego maldijeran a los oficiales al mando y a las madres que los
parieron.
Las hogueras dibujaban una curiosa media luna, formando una cadena
parpadeante que se cerraba a los pies de los Montes Ozark. En la noche oscura y
cubierta de nubes los puntos brillantes parecían formar parte de una red desplegada
para detener el avance de las montañas hacia la cuenca del río Neosho y las Naciones
Indias en la otra orilla.
Josey Wales conocía el significado de esa red. Se agachó a unas doscientas yardas
en la hondonada del pinar y comenzó a vigilar… mientras masticaba en un momento
de pausada reflexión una hoja de tabaco. En casi ocho años cabalgando, ¿cuántas
veces había visto una red circular de Caballería Yanqui tendida a su alrededor?
Parecía que hubieran pasado cien años desde aquel día de 1858. Un joven
granjero, Josey Wales, empujaba el pesado arado a orillas de un riachuelo del
condado de Cass, Misuri. Ese año iba a lograr una cosecha de dos mulas, una
empresa enorme para un hombre de montaña, y Josey Wales era pura montaña. Desde
sus bisabuelos de los riscos azules de Virginia, pasando por los imponentes picos
envueltos en bancos de niebla de Tennessee, hasta la belleza rota de los Montes
Ozark: las montañas siempre habían estado presentes. Las montañas eran una forma
de vida; independencia y santuario, una filosofía que aportaba ese código peculiar del
hombre de montaña.
«Donde la capa de tierra es fina, la sangre es espesa», era el lema de su clan.
Rectificar una injusticia comportaba la misma obligación que deber a alguien un
favor. Era una religión que iba más allá del pensamiento, algo que estaba metido
hasta el tuétano de sus huesos y vivía y moría con el hombre.
Josey Wales, con su joven esposa y su pequeño, habían llegado al condado de
Cass. Ese primer año Josey se «comprometió» a cuarenta acres de tierra llana. Había
construido la casa con sus propias manos y obtenido una buena cosecha… y ahora se
había comprometido a cuarenta acres más a orillas del riachuelo. Josey Wales estaba
saliendo «p’alante». Enganchaba sus mulas al arado en la oscuridad de la mañana y
esperaba en los campos, apoyado en el arado, a que apareciera la primera luz tenue
que le permitiera arar.
Esto fue antes de que Josey viera el humo elevándose, esa mañana de la
primavera de 1858. El terreno junto al riachuelo era tierra virgen, el arado saltaba al
toparse con raíces y Josey tenía que maniobrar con las mulas bordeando los tocones.
No había levantado la mirada hasta que escuchó los disparos. Fue entonces cuando
vio el humo. Se alzaba negro y gris por encima del risco. Solo podía ser la casa. Dejó

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las mulas y corrió descalzo mientras los pantalones del peto aleteaban contra sus
delgadas piernas. Corrió frenéticamente, a través de zarzas y arbustos de zumaque,
cruzando las quebradas rocosas. Ya quedaba muy poco en pie cuando cayó exhausto
en el claro arrasado. Los tablones de la cabaña se habían desplomado. El fuego era
una humareda parpadeante que ya había saciado su apetito. Corrió, cayó, volvió a
correr… en círculos alrededor de las ruinas, gritando el nombre de su esposa y
llamando a su pequeño, hasta que se quedó afónico y su voz se transformó en un
susurro.
Los encontró en lo que había sido la cocina. Habían caído cerca de la puerta y los
brazos del esqueleto ennegrecido del bebé estaban aferrados al cuello de su madre.
Aturdido, Josey cogió mecánicamente dos sacos del granero y metió los cuerpos
chamuscados dentro. Cavó una sola fosa bajo el gran roble de agua junto al corral, y a
medida que caía la noche y la luz de luna plateaba las ruinas, intentó darles un
enterramiento cristiano.
Pero su memoria de las Escrituras solo le llegaba en retazos.
—Polvo eres y en polvo te convertirás —farfulló con el rostro ennegrecido—. El
Señor nos da la vida y el Señor nos la quita. O estás conmigo o contra mí, dijo
Jesucristo —y, finalmente—: Ojo por ojo… y diente por diente.
Unas enormes lágrimas cayeron por el rostro ahumado de Josey Wales allí a la luz
de la luna. Un temblor recorrió su cuerpo con una fiereza incontrolable que hizo que
sus dientes castañetearan y su cabeza se sacudiera. Sería la última vez que Josey
Wales llorara.

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Capítulo 2

Aunque los asaltos a granjas habían tenido lugar intermitentemente a lo largo de la


frontera entre Misuri y Kansas desde 1855, la quema de la cabaña de Josey Wales fue
el primer asalto de polainas rojas[3] de Kansas en el condado de Cass. Los nombres
de Jim Lane, Doc Jennison y James Montgomery ya habían ganado triste fama
cuando dirigieron hordas saqueadoras de ladrones a Misuri. Bajo la falsa bandera de
una débil «causa», incendiaron la Frontera.
Josey Wales se había «echado al campo», y allí encontró a otros. Esos jóvenes
granjeros ya eran guerrilleros veteranos cuando la Guerra entre los Estados se inició.
Las formalidades de los gobiernos en conflicto solo supusieron la llegada de un
ejército de ocupación que los obligó a adentrarse aún más profundamente en la
maleza. Ellos ya tenían su Guerra. No era un conflicto formal con reglas y cortesías,
no eran batallas que empezaban y acababan… ni había descanso tras las líneas de
fuego. No había líneas. No había reglas. La suya era una guerra a cuchillo, de
graneros incendiados y zonas rurales asaltadas, de hogares saqueados y mujeres
ultrajadas. Era una enemistad entre clanes. La Bandera Negra se convirtió en una
bandera de honorable advertencia: «No pedimos clemencia, ni la ofrecemos». Y,
ciertamente, no la ofrecían.
Cuando el General Ewing de la Unión dictó la Orden General Undécima que
permitía arrestar a mujeres, quemar hogares y despoblar los condados de Misuri a lo
largo de la Frontera de Kansas, las filas de los guerrilleros se llenaron de nuevos
jinetes. Quantrill, Bill Anderson el Sanguinario, cuya hermana fue asesinada en una
prisión de la Unión, George Todd, Dave Pool, Fletcher Taylor, Josey Wales; los
nombres adquirieron mala fama en Kansas y en el Territorio de la Unión, pero para
las gentes de Misuri eran los «chicos».
Los asaltantes unionistas que perpetraron la infame «Noche Sangrienta» en el
condado de Clay bombardearon una granja. La explosión arrancó de cuajo un brazo
de la madre, mataron a su hijo pequeño y enviaron a dos hijos más a las filas de los
guerrilleros. Estos dos hijos eran Frank y Jesse James.

Los revólveres eran sus armas. Fueron los primeros en perfeccionar el uso de la
pistola. Con las riendas entre los dientes y un Colt en cada mano, sus cargas eran una
furia de obsesión suicida. Los lugares donde atacaron se convirtieron en nombres de
la historia sangrienta. Lawrence, Centralia, Fayette y Pea Ridge. En 1862, el General
Halleck de la Unión dictó la Orden General Segunda: «Exterminad a las guerrillas de
Misuri; abatidles como animales, ahorcad a todos los prisioneros». Y en eso fue en lo
que se convirtieron, en animales acosados que se revolvían violentamente para
golpear a sus adversarios cuando les resultaba ventajoso. Los polainas rojas de

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Jennison saquearon y quemaron Dayton, Misuri, y los «chicos» se vengaron
quemando Aubry, Kansas, hasta los cimientos, y repeliendo a las patrullas unionistas
hasta las montañas de Misuri. Dormían en sus sillas de montar o inclinados sobre
ellas bajo matorrales con las riendas en las manos. Con los cascos de los caballos
amortiguados, se deslizaban a través de las líneas de la Unión para cruzar las
Naciones Indias de camino a Texas, lamerse las heridas y reagruparse. Pero siempre
regresaban.
A medida que la Confederación se precipitaba hacia la derrota, los uniformes
azules se multiplicaban a lo largo de la Frontera. Y las filas de los «chicos»
comenzaron a menguar. El 26 de octubre de 1864, Bill el Sanguinario murió con dos
revólveres humeantes en las manos. Hop Wood, George Todd, Noah Webster, Frank
Shepard, Bill Quantrill… la lista iba creciendo… las filas iban diezmándose. La paz
se firmó en Appomattox y empezó a filtrarse la noticia entre los rebeldes de que se
estaba concediendo la amnistía a las guerrillas. Fue el joven Dave Pool quien informó
del hecho a ochenta y dos de los jinetes curtidos en el combate. Alrededor de la
hoguera en una hondonada de los Montes Ozark se lo explicó aquella noche de
primavera.
—Lo único que uno tiene que hacer es cabalgar hasta el puesto de la Unión,
levantar la mano derecha y jurar por el demonio ser leal a los Estados Unidos. Y
luego —dijo Dave— puede montarse en su caballo… y marcharse a casa.
Algunos hombres removieron la tierra del suelo con las botas, pero ninguno dijo
nada. Josey Wales, con su sombrero encasquetado hasta la altura de los ojos, estaba
agachado de espaldas al fuego. Seguía sujetando las riendas del caballo… como si se
hubiera parado allí solo durante unos segundos. Dave Pool dio una patada a una piña
y la lanzó al fuego, esta reventó y resbaló humeante.
—Creo que voy a ir, chicos —dijo en voz baja, y se dirigió a su caballo.
Todos a una, los hombres se levantaron y se dirigieron a sus caballos. Eran una
tropa de apariencia salvaje. Pesadas pistolas colgaban enfundadas de las cinturas.
Algunos de ellos también llevaban pistolas de hombro y, aquí y allá, los largos
cuchillos en sus cinturones reflejaban algún destello de la hoguera. Habían sido
acusados de muchas cosas y eran culpables de la mayoría, pero la cobardía no era una
de ellas. Cuando montaron en los caballos echaron la vista atrás a la hoguera y vieron
una figura solitaria todavía agachada. Los caballos pateaban impacientemente el
suelo, pero los jinetes los retuvieron. Pool arrimó su caballo a la hoguera.
—¿Vas a venir, Josey? —preguntó.
Hubo un largo silencio. Josey Wales no levantó los ojos del fuego.
—Supongo que no —dijo.
Dave Pool giró su montura.
—Buena suerte, Josey —exclamó, y levantó la mano lanzando un medio saludo.
Otras manos se levantaron, y los deseos de «Suerte» se dispersaron… y todos los
jinetes desaparecieron.

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Todos excepto uno. Tras un largo rato, el jinete se aproximó lentamente con el
caballo al círculo de luz de la hoguera. El joven Jamie Burns desmontó y miró a
Josey al otro lado del fuego.
—¿Por qué, Josey? ¿Por qué no vas?
Josey miró al chico. Dieciocho años de edad, flaco como un palo, con las mejillas
hundidas y el pelo rubio que se derramaba sobre sus hombros bajo el sombrero
inclinado.
—Será mejor que te des prisa y alcances al resto, chico —dijo Josey, casi con
ternura—. Un jinete solitario jamás lo lograría.
El chico arrastró la punta de su pesada bota por la tierra.
—Llevo cabalgando contigo casi dos años, Josey… —hizo una pausa—, me…
me preguntaba por qué.
Josey se levantó y se acercó a la hoguera guiando a su caballo. Miró las llamas
fijamente.
—Bueno —dijo en voz baja—. Simplemente no puedo… de todas formas, no hay
ningún lugar adonde ir.
Si Josey Wales hubiera entendido todas las razones, lo cual no era el caso, aun así
no hubiera sido capaz de explicárselas al chico. En realidad no había ningún lugar al
que Josey Wales pudiera ir. El fiero código del clan de montaña hubiera considerado
un pecado comenzar una nueva vida. Su lealtad estaba allí, en la tumba de su esposa
y su bebé. Se debía a la venganza. Y a pesar de la fría astucia que había adquirido, la
rapidez animal y el arte madurado de asesinar con pistola y cuchillo, bajo todo
aquello todavía palpitaba la negra ira del hombre de montaña. Su familia había sido
destruida. Su esposa y su hijo asesinados. Ninguna persona, ningún gobierno ni
ningún rey podrían compensarle jamás. En realidad no tenía estos pensamientos. Tan
solo se dejaba llevar por el sentimiento de generaciones hacia el código heredado de
los clanes galeses y escoceses, grabado a fuego en su ser. Si no había adonde ir, eso
no significaba un vacío en la vida de Josey Wales. Ese vacío fue llenado por un frío
odio y una amargura que se mostraba cuando sus ojos negros se volvían mezquinos.
Jamie Burns se sentó en un tronco.
—Yo tampoco tengo adonde ir —dijo.
De repente, un sinsonte comenzó a trinar en una parra de madreselva. Un zorzal
cloqueó preparándose para anidar y pasar la noche.
—¿Tienes una mascada de tabaco? —preguntó Jamie.
Josey sacó una hebra negra verdosa del bolsillo y se la pasó por encima de la
hoguera. El hombre y el chico eran compañeros.

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Capítulo 3

Josey Wales y Jamie Burns «se echaron al campo». El mes siguiente Jesse James
intentó rendirse durante un alto el fuego, pero le dispararon en los pulmones y escapó
por los pelos. Cuando la noticia llegó a oídos de Josey, su opinión sobre la deslealtad
del enemigo se vio reforzada y sonrió fríamente cuando se la anunció a Jamie.
—Yo mismo podría habérselo dicho a Dingus[4] —dijo Josey.
Había otros como ellos. En el mes de febrero de 1866, Josey y Jamie se unieron a
Bud y Donnie Pence, a Jim Wilkerson, a Frank Gregg y a Oliver Shephard en un
atraco a plena luz del día de la Caja de Ahorros del Condado de Clay en Liberty. Los
forajidos asolaban Misuri. Un tren del Misuri Pacific fue asaltado en Otterville. Las
tropas federales fueron reforzadas y el gobernador envió milicia y caballería.
Pero ahora los viejos lugares de encuentro habían desaparecido. En dos ocasiones
estuvieron a punto de ser apresados o ajusticiados en emboscadas. Los caminos se
estaban volviendo más peligrosos. Comenzaron a hablar de Texas. Josey había
recorrido la ruta en cinco ocasiones, pero Jamie nunca lo había hecho. Cuando el
otoño trajo su bruma dorada de melancolía a los Ozark y el atisbo de viento frío del
norte, Josey dio la noticia al chico por encima de la hoguera que ardía en la mañana:
—Después de Lexington, nos vamos a Texas.
El banco de Lexington era un «objetivo» legítimo para los guerrilleros. «Un
banco repleto de dinero, las nóminas del Ejército Yanqui», dijo Josey. Pero lo
hicieron contraviniendo las normas, sin un tercer hombre fuera del banco.
Jamie, con sus ojos grises atentos, se ocupó de vigilar fríamente la puerta
mientras Josey recogía la nómina. Dieron el golpe, al estilo de los guerrilleros,
audaces y de frente, por la tarde. Cuando salieron, tiraron del nudo corredizo de sus
riendas para soltarlas del poste y Jamie fue el primero en montar en su pequeña
yegua. Mientras Josey tiraba de sus riendas, se le cayó la bolsa con las monedas y,
cuando se agachó para recogerla, las riendas se le resbalaron de la mano. En ese
momento se escuchó un disparo que provenía del interior del banco. El gran ruano
salió disparado y Josey, en lugar de salir corriendo tras el caballo, se agachó con la
bolsa y con un Colt del calibre 44 en cada mano escupió una ráfaga entrecortada de
disparos hacia el banco. Habría muerto allí mismo, porque su instinto no era el de un
delincuente, salir corriendo y salvar el botín, sino el de un guerrillero, y atacar a sus
odiados enemigos.
Mientras la gente se agolpaba fuera de las tiendas y los uniformes azules salían en
riada del juzgado, Jamie giró su montura y salió zumbando por la calle espoleando la
yegua al galope. Agarró las riendas que colgaban del ruano y, mientras Josey
apuntaba con el enorme revólver del 44 hacia la multitud que se dispersaba, condujo
con calma al ruano a medio galope hacia la figura solitaria en la calle.
Josey enfundó sus pistolas, cogió la bolsa y se montó en el caballo a la manera

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india al tiempo que este salía al galope. En el otro extremo de la calle, que recorrieron
uno al lado del otro, se dirigieron directamente hacia los uniformes azules. Los
soldados se dispersaron, pero cuando los caballos alcanzaron un grupo de árboles un
poco más allá, los soldados, arrodillados, abrieron fuego con sus carabinas. Josey
escuchó el duro chasquido de la bala y arrimó el gran ruano a Jamie… o el chico
habría caído de la silla.
Josey frenó los caballos sujetando el brazo de Jamie mientras bajaban hacia los
matorrales a orillas del Misuri. Tras girar hacia el noreste por el río, Josey puso los
caballos al paso entre los frondosos sauces y finalmente se detuvo. Lejos en la
distancia podía oír a hombres gritando a un lado y a otro mientras se abrían paso por
los matorrales.
Habían herido gravemente a Jamie Burns. Josey desmontó del caballo y levantó la
chaqueta del chico. El pesado proyectil de rifle había entrado por la espalda, pasó a
menos de una pulgada de la columna vertebral y salió por la parte baja del pecho.
Había sangre oscura coagulada sobre sus pantalones y la silla, y sangre un poco más
clara todavía manaba de la herida. Jamie agarró el cuerno de la silla con ambas
manos.
—Pinta muy mal, ¿verdad, Josey? —preguntó con una calma sorprendente.
La respuesta de Josey fue un rápido asentimiento con la cabeza mientras sacaba
dos camisas de las alforjas de Jamie y las rompía en tiras. Rápidamente juntó unas
cuantas a modo de vendas y las presionó contra las heridas abiertas, delante y detrás,
y luego ató las tiras fuertemente alrededor del cuerpo del chico. Cuando acabó el
trabajo, Jamie lo miró por debajo del sombrero ladeado.
—No pienso bajarme de este caballo, Josey. Puedo hacerlo. Tú y yo hemos visto
hacerlo a tipos en peores condiciones, ¿verdad, Josey?
Josey apoyó la mano sobre las manos crispadas del chico. Hizo el gesto de
manera brusca y descuidada… pero Jamie sintió el significado.
—Eso es cierto, Jamie —Josey le miró fijamente—, y vamos a hacerlo por más
de una milla.
El sonido de caballos rompiendo ramas de sauces hizo que Josey se montara en el
caballo de un salto. Se giró sobre la silla y dijo a Jamie en voz baja:
—Solo sujétate a las riendas y deja que la pequeña yegua me siga.
—¿Adónde? —susurró Jamie.
Una extraña sonrisa cruzó el rostro ajado del fuera de la ley.
—Pues adonde van todos los buenos guerrilleros… donde no se nos espera —dijo
arrastrando las palabras—. Vamos a dar la vuelta y regresar a Lexington,
naturalmente.

La penumbra de la noche dio paso rápidamente a la oscuridad cuando salieron de la


maleza. Josey mantuvo el rumbo hacia el norte durante unos cuantos cientos de

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yardas por la ruta que habían tomado al salir de la ciudad, pero torció de manera que
pareciera que se dirigían a Lexington, aunque el rumbo que tomaron realmente los
llevaría un poco más al norte del asentamiento. No dejó que los caballos se pusieran
al trote y los hizo avanzar a paso regular. Los sonidos de hombres gritando a orillas
del río fueron haciéndose más débiles hasta que finalmente se perdieron a sus
espaldas.
Josey sabía que la partida de milicia y caballería buscaba el punto por el que
habían cruzado el Misuri. Arrimó de nuevo el caballo a la yegua. La boca de Jamie
estaba cerrada en una adusta línea de dolor, pero parecía seguro en la silla.
—Esa partida piensa que nos dirigimos al condado de Clay —dijo Josey—, donde
el pequeño Dingus y Frank pisan fuerte.
Jamie intentó hablar, pero una repentina sacudida de dolor le cortó el aliento y lo
convirtió en un débil alarido. Asintió con la cabeza indicando que le entendía.
Mientras cabalgaban, Josey recargó los Colt y comprobó la carga de las dos
pistolas que llevaba en las pistoleras de su silla. Las rápidas miradas por encima del
hombro delataban su ansiedad por Jamie. En una ocasión, con la fría calma del
guerrillero experimentado, sujetó los caballos en un bosquecillo mientras una
veintena de hombres de la partida pasaban al galope de camino al río. Cuando los
cascos de los caballos sonaban atronadores a menos de cincuenta yardas de su
escondite, Josey bajó del caballo y comprobó el estado de las vendas bajo la camisa
de Jamie.
—Mírame a mí, chico —dijo—. Si les miras a ellos, podrían notar tu mirada.
Había sangre seca en las vendas apretadas y Josey gruñó satisfecho.
—Vamos bien, Jamie. Has dejado de sangrar.
Josey se montó en el ruano y chasqueó la lengua para que los caballos avanzaran.
Se giró en la silla hacia Jamie.
—Seguiremos avanzando hasta que salgamos de Misuri.
Las luces de Lexington se veían a su derecha y luego lentamente fueron
alejándose a sus espaldas. Al oeste de Lexington estaba Kansas City y Fort
Leavenworth, con un contingente grande de soldados; Richmond estaba al norte, con
un destacamento de caballería de la Milicia de Misuri; al este estaban Fayette y
Glasgow, con más caballería. Josey dirigió los caballos hacia el sur. En todo el
trayecto hasta el río Blackwater no había nada a excepción de algunas granjas
dispersas. Cierto, Warrensburg estaba en la otra orilla del río, pero primero tenían que
aumentar la distancia entre ellos y Lexington.
Josey giró bruscamente hacia la carretera de Warrensburg. Arrimó la yegua hacia
él porque sabía que Jamie estaba debilitándose y temía que el chico cayera del
caballo. Las horas y las millas iban quedando a sus espaldas. La carretera, aunque era
peligroso viajar por ella, no presentaba obstáculos a los caballos y los resistentes
animales estaban acostumbrados a largas marchas forzadas.
Cuando la primera luz grisácea golpeó las nubes del este, Josey tiró de las riendas

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y se detuvo. Durante unos segundos se quedó montado, escuchando.
—Jinetes —dijo lacónicamente—, se acercan por detrás.
Apartó los caballos de la carretera y apenas habían llegado a la zona más frondosa
cuando un grupo numeroso de jinetes vestidos de azul pasó junto a ellos. Jamie estaba
sentado erecto en la silla y los observó con los ojos ardiendo. Las arrugas marcadas y
tensas de su rostro revelaron que solo el dolor lo había mantenido consciente.
—Josey, esos tipos cabalgan como el Segundo de Colorado.
—Bueno —respondió Josey arrastrando las palabras—, tienes buena vista. Esos
chicos son unos soldaditos muy apuestos, pero no podrían ver el rastro de una piara
de cerdos en el suelo de una cocina —examinó el rostro del joven mientras hablaba y
fue recompensado con una sonrisa tensa—. Pero —añadió—, en caso de que puedan,
vamos a abandonar la carretera. Esa línea de árboles señala el curso del Blackwater y
vamos a descansar un rato.
Mientras hablaba, dirigió los caballos hacia el río. Con una broma ligera ocultó al
chico su alarmante situación. Una mirada a Jamie a la luz le mostró lo débil que se
encontraba. Necesitaba descansar, y algo más. Los caballos estaban demasiado
cansados para correr en caso de que fueran perseguidos, y la aparición de soldados
del norte significaba que la voz de alarma se extendería al sur. Creían que se dirigía a
las Naciones. Y en esta ocasión creían bien.

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Capítulo 4

Las riberas frondosas del Blackwater ofrecían un refugio que se agradecía después
del espacio abierto de la pradera ondulante por la que habían llegado. Josey encontró
un riachuelo poco profundo que discurría hacia el río y guio a los caballos por él con
el agua hasta las rodillas. A unas cincuenta yardas de las aguas mansas del
Blackwater, condujo a los caballos río arriba por la ribera del riachuelo y se abrió
paso por frondosas parras de zumaque hasta que encontró un pequeño claro hundido
entre las riberas flanqueadas de olmos y árboles del caucho. Ayudó a Jamie a
desmontar, pero las piernas del muchacho se doblaron bajo su peso. Josey lo llevó en
brazos a un lugar protegido por un saliente de la ribera. Allí extendió mantas y tumbó
a Jamie boca arriba. Retiró las sillas de los caballos y los sujetó con estacas y
ronzales sobre la mullida capa de hierba en la quebrada pantanosa. Cuando regresó,
Jamie estaba durmiendo y tenía el rostro sonrojado por el aumento de fiebre.
Ya era mediodía cuando Jamie se despertó. El dolor le inundó con fuertes
punzadas que le atravesaban el pecho. Vio a Josey en cuclillas junto a un fuego
diminuto, alimentándolo con una mano mientras sujetaba una pesada taza de metal
sobre la llama con la otra. Al ver a Jamie despierto, se acercó a él con la taza, sujetó
con sus brazos la cabeza del chico y le acercó la taza a los labios.
—Un poco de tónico de perdigones de Tennessee, Jamie —dijo.
Jamie sorbió un poco y tosió.
—Sabe como si realmente lo hubieras hecho con perdigones —y logró sonreír
débilmente.
Josey derramó un poco más del líquido caliente en su boca.
—Sasafrás y yuquilla con una pizca de cerdo en salazón… no tenemos ternera —
dijo, y apoyó la cabeza del chico sobre la manta—. Allá, en Tennessee, cada vez que
había un tiroteo, la Abuela se ponía a preparar su tónico. Me enviaba a mí a las
quebradas para recoger sasafrás y yuquilla. Creo que desenterré las suficientes raíces
como para remover y ventilar toda la tierra del condado de Carter. Recuerdo que en
una ocasión Pa llevaba ya un mes con unos ataques de tos de muerte. Todos decían
que sufría neumonía. La Abuela comenzó a suministrarle tónico cada mañana.
Entonces, una noche, Pa sufrió un ataque de tos y finalmente escupió un perdigón
sobre la almohada… a la mañana siguiente se sentía más fuerte que un verraco
persiguiendo a una puerca. La Abuela dijo que había sido gracias al tónico.
Jamie cerró los ojos y comenzó a respirar a un ritmo pesado e irregular. Josey
acomodó la cabeza rubia y enmarañada en la manta. Por primera vez se percató de las
pestañas largas, casi femeninas, y el rostro terso.
—Es todo polvo y arena, por Dios —susurró. Había ternura en el gesto cuando
acarició el pelo revuelto con su áspera mano. Josey se sentó sobre los talones y miró
pensativo la taza. Frunció el ceño. El líquido estaba rosa… sangre, sangre de los

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pulmones.
Josey miró hacia los caballos, que pastaban en la hierba, sin verlos en realidad.
Pensaba en Jamie. Demasiadas veces, en cien peleas distintas, había visto a hombres
ahogarse en su sangre por un pulmón reventado. La ayuda más cercana estaba en las
Naciones. Había atravesado tierra cheroqui en muchas ocasiones en su ruta de Texas.
En una de ellas conoció al general Stand Watie, el general cheroqui de la
Confederación. Llegó a conocer a muchos guerreros, y en una ocasión se unió a ellos
como avanzadilla de la caballería del general Jo Shelby cuando este realizó
incursiones por el norte, a lo largo de la Frontera de Kansas. El cuchillo de mango de
hueso que sobresalía de la bota izquierda era un regalo de los cheroquis. En el mango
estaba inscrita la marca codiciada que solo los valientes podían llevar. Se fiaba de los
cheroquis y se fiaba de su medicina.
Aunque había oído que los federales estaban adentrándose en tierra cheroqui
debido a su posicionamiento a favor de los confederados, sabía que los indios no iban
a ceder fácilmente y que todavía controlaban la mayor parte del territorio. Debía
llevar a Jamie hasta los cheroquis. No había otra alternativa. Mentalmente, Josey
dibujó el mapa del territorio que conocía tan bien. Había sesenta millas de pradera
ondulante e ininterrumpida entre ellos y el río Grand. En la orilla opuesta del río
Grand estaba el santuario de los montes Ozark que podía ser bordeado, pero siempre
quedaban a mano para proporcionarles seguridad… hasta la frontera de las Naciones.
Nubes cada vez más abundantes ocultaban el sol. Donde antes había hecho calor,
ahora se levantó un fuerte viento procedente del norte que traía el frío. Josey era
reacio a despertar al chico, que todavía dormía. Decidió esperar otra hora, lo cual los
acercó aún más al crepúsculo de la tarde. Se estaba bien en el claro. La constante
corriente del río se escuchaba en la distancia. Un pájaro carpintero cabecirrojo
comenzó a golpear un olmo y unos chochines parloteaban mientras reunían semillas
de hierba en la quebrada.
Josey se levantó y estiró los brazos. Se arrodilló para subir la manta y tapar el
cuerpo de Jamie y en esa fracción de segundo le recorrió el cuerpo la gélida
advertencia del silencio. Los chochines volaron en una nube marrón. El pájaro
carpintero desapareció tras el árbol. Josey movió la mano hacia la pistola derecha
enfundada mientras volvía la cabeza hacia la orilla opuesta y descubría los cañones
de los rifles que sujetaban dos hombres con barba.
—Haz lo que yo te diga, amigo —habló el más alto. Blandía el rifle apoyado en el
hombro y apuntaba por el cañón—. Desenfunda del todo esa vieja pistola.
Josey los miró fijamente, pero no se movió. No eran soldados. Ambos llevaban
petos sucios y chaquetas indefinidas. El alto tenía una mirada torva que ardía
mientras observaba a Josey por el cañón. El más bajo de los dos sostenía el rifle más
relajadamente.
—Ese de ahí es él, Abe —dijo el más bajo—. Es Josey Wales. Lo vi en Lone Jack
con Bill el Sanguinario. Es más malo que una serpiente de cascabel y el doble de

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rápido con esas pistolas.
—Así que es un tipo duro, ¿eh, Wales? —dijo Abe sarcásticamente—. ¿Qué le
ocurre a ese que está tumbado?
Josey no respondió y siguió mirando fijamente a los dos hombres. Observó el
pañuelo rojo ondeando al viento alrededor de la garganta de Abe.
—Haremos una cosa, señor Wales —dijo Abe—, ponga las manos encima de la
cabeza y colóquese mirándonos.
Josey pegó las manos a la copa de su sombrero, se levantó lentamente y se puso
firme para enfrentarse a los hombres. La rodilla derecha le temblaba ligeramente.
—Cuidado con él, Abe —exclamó el hombre bajito—, le he visto…
—Cállate, Lige —dijo Abe bruscamente—. Veamos, señor Wales, preferiría
dispararle ahora, pero será más difícil arrastrarle por la maleza hasta donde podamos
reclamar la recompensa por usted. Baje la mano izquierda y desátese esa pistolera.
Hágalo lo bastante lento como para que pueda contar los pelos de su mano.
Mientras Josey bajaba la mano lentamente hacia la hebilla del cinturón, su
hombro izquierdo se sacudió imperceptiblemente bajo la chaqueta de ante. El
movimiento hizo resbalar el Navy Colt del calibre 36 bajo el brazo. La pistolera cayó
al suelo. Josey vio a Jamie por el rabillo del ojo, seguía durmiendo bajo la manta.
Abe suspiró aliviado.
—¿Lo ves, Lige? Cuando le quitas las garras es tan inofensivo como un perrito
faldero. Siempre quise enfrentarme a uno de esos famosos pistoleros de los que tanto
hablan. Todo consiste en saber manejarlos. Ahora llama a Benny para que venga con
el caballo.
Lige se giró a medias y siguió lanzando miradas hacia atrás, a Josey. Con la mano
libre hizo bocina en la boca:
—¡Bennnny! Ven aquí… los tenemos.
En la distancia un caballo se abrió paso por la maleza y se dirigió hacia ellos.
Josey sintió que le invadía ese tipo de relajación que marca al pistolero nato.
Calculó fríamente la distancia mientras su cerebro examinaba las posibilidades que
tenía. Ya había superado el primer momento de tensión. Sus adversarios se habían
relajado y se acercaba un tercero. Esto provocó una ligera distracción, pero Josey
necesitaba otra antes de que llegase el tercer hombre. Y entonces habló por primera
vez… tan de repente que Abe dio un respingo.
—Escuche, señor —dijo, con un tono entre lastimero y apaciguador—, hay oro en
esas alforjas… —separó rápidamente la mano derecha de la cabeza para señalar las
sillas—, y ustedes pueden…
A media frase, giró su cuerpo con la agilidad de un gato. Su mano derecha ya
empuñaba la Navy cuando saltó y cayó por la ribera del río. El disparo del rifle
impactó en la tierra donde Josey había estado antes. Fue el único disparo que Abe
pudo hacer. La Navy ya escupía llamaradas desde un objetivo rodante y escurridizo.
Una vez, dos veces, tres veces… Josey acarició el percutor tan rápido que un hombre

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apenas sería capaz de contar los tiros. El claro se llenó de un sonido atronador. Abe
cayó hacia delante y se desplomó por la ribera. Lige se tropezó y cayó hacia atrás,
chocó con un árbol y se quedó sentado. La sangre manaba como una fuente de su
pecho. No disparó ni una sola bala.
Tras rodar, Josey volvió a ponerse en pie y corrió hacia la ribera del río y la
maleza, pero el jinete asustado había girado su montura y huido. Al regresar, Josey
hizo rodar el cuerpo de Abe sobre la espalda. Advirtió satisfecho los dos agujeros
limpios de la Navy, a menos de una pulgada de distancia en el centro del pecho. Lige
estaba sentado y apoyado contra un árbol, con el rostro congelado en una expresión
de asustada sorpresa. Con el ojo izquierdo miraba inexpresivo hacia las copas de los
árboles, y donde antes había estado el ojo derecho, ahora se abría una cavidad
redonda y sanguinolenta.
—Le pillé un poco alto —gruñó Josey, y luego advirtió el agujero en el pecho de
Lige. Se dio media vuelta. A medio camino de la ribera opuesta, Jamie estaba
tumbado boca abajo sobre su barriga, con un Colt 44 en la mano derecha. Sonrió
débilmente a Josey.
—Sabía que irías primero a por el alto, Josey. Me he adelantado a ti con ese por
un pelo.
Josey cruzó al claro y miró al chico.
—Si se te han abierto esos agujeros y estás sangrando otra vez, voy a darte un
azote con las riendas.
—No se han abierto, Josey, en serio. Me siento tan bien como un venado en celo.
Jamie intentó levantarse, pero las rodillas no le aguantaron. Se sentó. Josey se
acercó a las alforjas y sacó una bolsa pequeña. Se la pasó a Jamie.
—Mastica esa carne en salazón y descansa mientras ensillo los caballos —le
ordenó—. Tenemos que partir, chico. Ese tipo que salió huyendo a caballo no va a
dejar que se le pegue la camisa a la espalda hasta lograr que las tropas se nos echen
encima por todas partes.
Josey no paraba mientras hablaba, ajustando las correas de las sillas,
comprobando los caballos, recuperando sus pistolas enfundadas y finalmente
recargando la Navy 36.
—Nos quedan casi cincuenta millas hasta el sur del Grand. La mayor parte del
trayecto es terreno abierto sin nada más que algún que otro barranco cada diez millas
para esconder un caballo. Los chicos de Colorado cabalgaban hacia el sur… haciendo
correr la noticia y espoleando a todos los palurdos con el dinero de la recompensa.
Bueno —dijo con tono grave—, sabrán con seguridad que nos dirigimos al sur.
Mientras lo subía a la silla, al chico le dio un ataque de tos y Josey vio alarmado
que la sangre le tintaba los labios. Se arrimó al chico.
—¿Sabes, Jamie? —dijo—, conozco a un tipo que vive en una cabaña en la
bifurcación del Grand y el Osage. Estarás a salvo allí y podrás quedarte durante un
tiempo. Yo podría dejarme ver por el norte del territorio y…

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—Creo que no —le interrumpió Jamie. Su voz sonaba débil, pero sin duda se
adivinaba una obstinada tozudez.
—Maldito idiota —explotó Josey—, no voy a estar arrastrándote por todo este
territorio del infierno y tú sangrando por medio Misuri. Tengo mejores cosas que
hacer…
La voz de Josey se apagó. El tono de ansiedad en su voz se colaba por encima de
su fingida indignación.
Jamie lo sabía.
—Yo apechugo con mi parte —dijo débilmente—, y no voy a parar hasta llegar a
Texas.
Josey sacudió las riendas de la yegua y dirigió los caballos hacia el río. Cuando
pasaron junto a la figura desmadejada de Abe, Jamie dijo:
—Ojalá tuviéramos tiempo para enterrar a esos tipos.
—Al infierno con esos tipos —gruñó Josey, y escupió un chorro de jugo de
tabaco sobre el rostro de Abe—. Los gavilanes también tienen que comer, como los
gusanos.

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Capítulo 5

Siguieron la ribera río abajo, apartándose de Warrensburg, y cruzaron los bajos del
río con el agua hasta las panzas de los caballos. Al salir del río, avanzaron al paso a
través de media milla de espesa maleza antes de llegar a una dispersa arboleda.
Faltaban dos horas para la puesta de sol y ante ellos se abría la pradera tan solo
interrumpida por arbustos rodantes. A su derecha estaba Warrensburg y la carretera
de Clinton hacia el sur; una carretera por la que ellos ahora no podían transitar.
Josey arrimó los caballos al último refugio de árboles. Examinó el cielo. La lluvia
les vendría bien. Siempre ayudaba a que las partidas y grupos no disciplinados
buscaran un techo donde refugiarse.
Aunque el cielo estaba nublándose, no parecía que fuera a llover inmediatamente.
El viento arreciaba desde el norte, frío y punzante, tumbando los altos arbustos de la
pradera que les llegaban hasta la cintura.
Permanecieron sentados en silencio sobre sus caballos. Josey observó una nube
de polvo en la distancia y la siguió con la vista hasta que desapareció… era el viento.
Examinó los arbustos rodantes y volvió a examinarlos otra vez… dejando que pasara
un tiempo para poder descubrir a cualquier jinete que pudiera haber estado escondido.
A lo largo de todo el territorio hasta el horizonte… no había ningún jinete. Josey sacó
una manta de la parte trasera de su silla y la colocó alrededor de los hombros
encorvados de Jamie. Le bajó aún más el sombrero sobre los ojos.
—Cabalguemos —dijo rápidamente y espoleó al ruano. La pequeña yegua le
siguió. Los caballos estaban descansados y fuertes. Josey tuvo que frenar al ruano
hasta ponerlo al paso para evitar que la yegua de patas más cortas rompiera a trotar.
Jamie espoleó a la yegua hasta colocarse junto a Josey.
—No te retrases por mi culpa, Josey —le gritó débilmente contra el viento—.
Puedo cabalgar.
Josey detuvo los caballos.
—No estoy retrasándome por tu culpa, saltamontes cabeza dura —dijo sin
alterarse—. En primer lugar, si hacemos correr a los caballos, levantaremos polvo; en
segundo lugar, ya hay suficientes partidas en el sur de Misuri buscándonos como para
empezar otra guerra y, en tercer lugar, como intentes correr en lugar de pensar, nos
colgarán de la soga cuando llegue la noche. Tenemos que atravesar rápidamente el
territorio.
Una media hora a paso regular les llevó hasta un banco de arena junto al río,
donde la ruta se separaba de la ribera y se dirigía hacia el oeste. Invadida de densa
maleza y pequeños cedros, ofrecía un buen escondite, pero Josey guio los caballos a
través de la senda hasta volver a salir a la pradera.
—Peinarán esas orillas… en todo caso, esa no es nuestra dirección —comentó
secamente.

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Unas cien yardas más allá detuvo los caballos. Desmontó y cogió una rama de
arbusto del suelo y volvió sobre sus pasos hasta el banco de arena. Tan
cuidadosamente como un ama de casa, regresó marcha atrás al tiempo que limpiaba
las pisadas sobre la tierra suelta.
—Si encuentran nuestro rastro y son lo suficientemente idiotas… podrían perder
dos horas en ese banco de arena —le dijo a Jamie mientras espoleaba los caballos de
nuevo.
Pasó otra hora, con rumbo constante hacia el sur. Jamie ya no levantaba la cabeza
para examinar el horizonte. Un dolor punzante y abrasador llenaba su cuerpo. Podía
sentir la hinchazón de la carne bajo el vendaje fuertemente atado. Las nubes
descendían sobre ellos, más pesadas y oscuras, y el viento transportaba un
reconocible sabor a humedad. La penumbra del anochecer aportaba una inquietante
luz a la maleza de la pradera que hacía que el paisaje pareciera haber cobrado vida.
De repente, Josey detuvo los caballos.
—Jinetes —dijo lacónico—, se acercan por nuestra espalda.
Jamie escuchó, pero no oyó nada… luego, percibió un débil latido de cascos de
caballo. Delante de ellos, a lo lejos, quizás a cinco o seis millas, había una loma de
bosque frondoso. Demasiado lejos. No había ningún otro lugar a cubierto.
Josey desmontó.
—Una docena, tal vez más, pero no van dispersos sino apiñados y se dirigen a
aquel bosque de allá.
Con cuidado y sin prisas, bajó a Jamie de la silla de montar y lo sentó en tierra
con las piernas estiradas. Llevó al ruano cerca del chico, agarró al caballo por los
belfos con la mano izquierda y, lanzando el brazo derecho por encima de la cabeza
del animal, agarró la oreja del ruano. La retorció con fuerza. Las rodillas del ruano
temblaron y cedieron bajo su peso… y cayó rodando al suelo. Josey alargó una mano
hacia Jamie y lo arrastró hacia la cabeza del caballo.
—Túmbate sobre su cuello, Jamie, y sujétale los belfos.
Josey saltó sobre sus pies y agarró la cabeza de la yegua. Pero esta se le resistió,
reculando y dando coces y levantándolo del suelo. El animal le miraba con ojos
desorbitados y echaba espuma por la boca y a punto estuvo de soltarse. En un
momento dado, Josey echó mano del cuchillo de la bota, pero antes de agarrarlo tuvo
que sujetar a la yegua con más fuerza para evitar que se escapara. El golpeteo de los
cascos de la partida se escuchaba ahora claramente e iba aumentando de volumen.
Desesperadamente, Josey dio un salto. Aún con la cabeza de la yegua entre sus
manos, cerró las piernas alrededor del cuello del animal y empujó el peso de su
propio cuerpo hacia abajo sobre la cabeza de la yegua. Los belfos del animal se
arrastraron por la tierra. La yegua intentó saltar, pero resbaló y cayó con fuerza sobre
un costado.
Josey permaneció tumbado donde había caído, con las piernas enrolladas
alrededor del cuello de la yegua, sujetando con fuerza la cabeza contra su pecho.

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Había caído a menos de una yarda de Jamie. Miró al chico y pudo ver su blanco
rostro y sus ojos febriles mientras permanecía tumbado sobre el cuello del ruano. El
tamborileo de los caballos de la partida ahora hacía que el suelo vibrase.
—¿Puedes oírme, chico? —el susurro de Josey sonó ronco.
El pálido rostro de Jamie asintió.
—Escúchame ahora… escucha. Si me ves saltar, tú quédate tumbado. Me llevaré
a la yegua… pero tú quédate tumbado hasta que escuches los tiros y los caballos
corriendo hacia el río. Luego échate hacia atrás sobre el ruano. Él te levantará sobre
su grupa. Cabalga hacia el sur. ¿Me escuchas, chico?
Los ojos febriles le devolvieron la mirada. Un fino rostro marcado por arrugas
pertinaces. Josey maldijo para sus adentros.
Los jinetes se acercaban. Los caballos avanzaban a medio galope y los cascos
golpeaban rítmicamente el suelo. Ahora Josey podía oír el crujir de la piel de las
sillas y desde su posición en el suelo vio el cuerpo de jinetes cerniéndose sobre ellos.
Pasaron a menos de doce yardas de los caballos tumbados. Josey pudo ver los
sombreros… y los hombros recortados contra el horizonte más claro.
Jamie tosió. Josey miró al chico, desabrochó uno de los Colt y empuñó el
revólver sobre la cabeza de la yegua. Un hilillo de sangre caía de la boca de Jamie y
Josey lo vio sacudirse y toser otra vez. Luego vio que el chico bajaba la cabeza;
estaba mordiendo el cuello del ruano. Los jinetes seguían pasando durante una
enloquecedora eternidad. La sangre caía ahora de la nariz de Jamie mientras su
cuerpo se sacudía por falta de aire.
—Respira, Jamie —susurró Josey—, respira, maldito seas, o morirás.
Pero el chico siguió aguantando. Los últimos jinetes desaparecieron de vista y los
cascos de los caballos se apagaron. Josey se estiró y golpeó a Jamie con un puñetazo
brutal en la cabeza. El chico rodó sobre un costado y su pecho se expandió con aire.
Estaba inconsciente.
Josey se puso en pie y dejó que la yegua se levantara, con la cabeza gacha y
temblorosa. Apartó a Jamie del ruano y el enorme caballo se levantó, bufó y se
sacudió el cuerpo. Josey se inclinó sobre el chico y le limpió la sangre de la cara y el
cuello. Levantó la camisa y vio una masa de carne horriblemente descolorida e
inflamada bajo los vendajes. Aflojó las vendas y echó un poco de agua fría de su
cantimplora sobre el rostro de Jamie.
El chico abrió los ojos. Sonrió tensamente a Josey y con los dientes apretados
susurró:
—Les hemos vuelto a dar una paliza, ¿verdad, Josey?
—Sí —dijo Josey con coz suave—, les hemos vuelto a dar una paliza.
Enrolló una manta, la colocó bajo la cabeza de Jamie y se sentó mirando hacia el
sur. La partida había desaparecido en la noche cerrada. Sin embargo, siguió
observando. Tras un largo rato, fue recompensado al detectar el parpadeo de las
hogueras en los bosques al suroeste. La partida había acampado para pasar la noche.

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Si hubiera estado solo, Josey habría retrocedido de nuevo hacia el Blackwater y
por la mañana habría seguido a la partida hacia el sur. Pero Josey había visto el
sufrimiento en hombres heridos antes. Siempre mataba. Calculaba que estaban a unas
cien millas de la tienda medicina de los cheroquis.
Jamie estaba sentado y Josey lo subió a la silla de la yegua. Continuaron hacia el
sur, dejando las luces del campamento de la partida a su derecha.
Aunque el cielo se había nublado, calculó que debía de ser medianoche cuando
detuvo los caballos. Aunque estaba consciente, Jamie se balanceaba en la silla y
Josey le ató los pies a los estribos pasando la cuerda por debajo de la tripa del caballo
para asegurar al chico.
—Jamie —dijo—, la yegua va con un trote bastante suave. Casi tan suave como
si fuera al paso. Tenemos que ganar algo de tiempo. ¿Podrás con ello, chico?
—Podré con ello —la voz sonó débil, pero segura. Josey espoleó al ruano hasta
ponerlo en un lento medio galope y la pequeña yegua le siguió de cerca. La pradera
ondulante cambió lentamente de aspecto… una pequeña loma boscosa se veía aquí y
allá. Antes del amanecer, ya habían llegado al río Grand. Mientras examinaba las
orillas en busca de un vado, Josey tomó una ruta bastante transitada para cruzar y
luego continuó por terreno abierto hacia el Osage.
Pararon al mediodía en las orillas del río Osage. Josey alimentó a los caballos con
el grano de maíz que llevaba Jamie en las alforjas. Ahora, hacia el sur y el este,
podían ver las laderas de los salvajes Montes Ozark con quebradas enrevesadas e
innumerables riscos que habían servido durante mucho tiempo al fuera de la ley en su
huida. Estaban cerca, pero el Osage era demasiado profundo y demasiado ancho.
Sobre una llama diminuta, Josey calentó caldo para Jamie. Él mismo devoró un
poco de cerdo en salazón y tortitas de harina de maíz. Jamie descansaba sobre la
tierra; el caldo le había devuelto algo de color a sus mejillas.
—¿Cómo vamos a cruzar, Josey?
—Hay un ferry a unas cinco millas río abajo, en el cruce de Osceola —respondió
Josey mientras ajustaba las correas de las sillas en los caballos.
—¿Y cómo diantres vamos a cruzar en un ferry? —preguntó Jamie incrédulo.
Josey ayudó a Jamie a subirse a la silla.
—Bueno —dijo arrastrando las palabras—, solo hay que subirse en él y dejarse
llevar, supongo.

Una arboleda frondosa entremezclada con caquis y raquíticos arbustos de cedro les
separaba del claro. El ferry estaba atracado y amarrado a unos postes en la orilla. Un
poco apartados del río había dos edificios de madera, uno de los cuales parecía ser un
almacén. Josey pudo ver la carretera de Clinton serpenteando hacia el norte una
media milla hasta desaparecer tras una elevación y reaparecer en la lejanía.
Humo de madera manaba de las chimeneas tanto del almacén como de la

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vivienda, pero no se advertían signos de vida a excepción de un anciano sentado
sobre un tocón que tejía una trampa de alambre para peces. Levantaba la mirada
constantemente de la labor para mirar hacia la carretera de Clinton.
—El anciano parece nervioso —susurró Josey—, y ese podría ser el lugar.
—¿El lugar para qué? ¿No van bien las cosas?
—Daría un carromato rojo con ruedas amarillas por ver al otro lado de aquellas
cabañas —dijo Josey… y luego—. Vamos.
Con la consumada audacia del guerrillero, salió cabalgando lentamente de la
arboleda y se dirigió directamente hacia el anciano.

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Capítulo 6

Durante casi diez años, el anciano Carstairs había operado el ferry. Le pertenecía… el
almacén y la casa, los compró con sus propios ahorros reunidos con mucho esfuerzo,
bien sabe Dios. Durante todo ese tiempo el anciano Carstairs había estado andando
sobre la cuerda floja. En el ferry transportaba a polainas rojas de Kansas, a
guerrilleros de Misuri, a la caballería de la Unión… en una ocasión incluso transportó
un contingente de los famosos jinetes confederados de Jo Shelby. Sabía silbar «El
Himno de la Batalla de la República» o «Dixie» con el mismo entusiasmo,
dependiendo de la compañía. Mañana y noche, durante todos estos años, había estado
advirtiéndoselo a su señora: «Esos tipos del ejército regular no son tan malos. Pero
los polainas rojas y los guerrilleros son perros salvajes… ¡me oyes! ¡Perros salvajes!
Si les miras de reojo… nos matarán a todos… nos quemarán».
Había logrado sobrevivir con astucia. En una ocasión vio a Quantrill, a Joe
Hardin y a Frank James. A ellos y a setenta y cinco guerrilleros más vestidos con
uniformes yanquis. Le preguntaron sobre sus simpatías, pero los astutos ojos del viejo
detectaron a tiempo la «camisa de guerrillero» bajo la blusa azul abierta de uno de los
hombres… y entonces maldijo a la Unión. Nunca había visto a Bill el sanguinario ni
a Jesse James… ni a Josey Wales, ni a los hombres que cabalgaban con ellos, pero su
reputación sobrepasaba a la de Quantrill en Misuri.
Justo esa misma mañana había transportado en el ferry dos partidas distintas de
jinetes que buscaban a Wales y a otro fuera de la ley. Dijeron que estaba en la zona y
que todo el sur de Misuri se había levantado en armas. ¡Tres mil dólares! Un montón
de dinero… pero podían quedárselo todo ellos… por los guerrilleros asesinos como el
tal Wales. Es decir… a menos que…
La caballería llegaría por la carretera en cualquier momento. Carstairs echó un
vistazo a su alrededor. Fue entonces cuando vio a los jinetes acercándose. Habían
salido de la maleza de la orilla del río, un hecho ya de por sí alarmante. Pero el
aspecto del jinete que lideraba le resultó incluso más alarmante. Iba montado en un
enorme semental ruano que parecía medio salvaje. Se acercó hasta unas tres yardas y
luego paró. Botas altas, chaqueta de ante con flecos, el hombre estaba flaco y manaba
de él un aire de hambre voraz. Llevaba dos revólveres del 44 enfundados y las
escopetas estaban atadas en la silla. Llevaba la barba negra crecida de varios días por
debajo del bigote y un sombrero de caballería gris ladeado por encima de los ojos
negros más duros que Carstairs jamás hubiera visto. Un escalofrío recorrió al anciano
y se quedó sentado petrificado y con la trampa de peces suspendida hacia fuera en sus
manos… como si estuviera ofreciéndola a modo de regalo.
—Buenas —dijo el jinete cordialmente.
—Eh, bue… buenas —tartamudeó Carstairs. Se sentía aturdido. Miraba,
fascinado, mientras el jinete se sacaba un cuchillo largo de la bota, cortaba un trozo

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de tabaco y se lo metía en la boca.
—Me parece que le vamos a dar un poco de trabajo con ese ferry —dijo el jinete
lentamente después de masticar.
—Pues claro, claro…
El viejo Carstairs se puso de pie.
—Pero… —el jinete le pilló a medio camino, cuando estaba levantándose—, para
que no haya confusiones, soy Josey Wales… y este de aquí es mi compañero.
Andamos un poco cortos de tiempo y necesitamos unas cuantas cosas en primer
lugar.
—Pues claro, señor Wales.
Carstairs terminó de levantarse. Los labios le temblaban incontrolados, de manera
que la sonrisa forzada parecía intermitentemente una mueca de miedo y una risa. Por
dentro, maldecía sus temblores. Dejó caer la trampa de peces y logró acercarse al
caballo, con la mano extendida.
—Me llamo Carstairs, Sim Carstairs. He oído hablar de usted, señor Wales. Bill
Quantrill era un buen amigo mío… muy buen amigo, sí señor…
—Esto no es una visita de cortesía, señor Carstairs —le interrumpió Josey—.
¿Quién hay por aquí cerca?
—Pues nadie —Carstairs estaba nervioso—, a excepción de mi señora en la casa
y Lemuel, el trabajador que tengo contratado. No es que sea muy listo, señor Wales…
habla demasiado y esas cosas… Está allí, en el almacén.
—Le diré lo que haremos —dijo Josey al tiempo que lanzaba cinco brillantes
águilas dobles[5] a los pies de Carstairs—, usted y yo iremos a la casa y al almacén.
Tengo calambres en las piernas… así que le acompañaré a caballo. Cuando
lleguemos, no entre… Solo acérquese a la puerta y dígale a su señora que
necesitamos vendas LIMPIAS… muchas. Necesitamos una cataplasma para una herida
de bala… y rápido.
El anciano miró a Josey con recelo y, tras recibir una señal con la cabeza,
rápidamente recogió las monedas de oro de tierra y avanzó al trote hacia la casa.
Josey se volvió hacia Jamie.
—Quédate aquí y vigila las esquinas de esos edificios.
Espoleó al ruano hasta alcanzar al anciano. Cuando paró junto al porche de la
cabaña de madera, escuchó mientras Carstairs gritaba las instrucciones por la puerta
abierta de la cabaña. Luego, mientras el anciano se apartaba de la puerta, dijo:
—Vayamos ahora al almacén, señor Carstairs. Dígale a su chico que queremos
media falda de beicon, diez libras de tasajo de ternera y veinte libras de grano para
caballos.
Carstairs regresó con las bolsas y Josey acababa de colocar el grano detrás de su
silla cuando una mujer pequeña de pelo blanco salió por la puerta de la cabaña.
Llevaba una pipa en la boca y ofreció a Josey una funda de almohada llena de vendas.
Moviendo el caballo hasta el borde del porche, Josey inclinó el sombrero en

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agradecimiento.
—Muy buenas, señora —dijo en voz baja y, tras coger la funda de almohada, dejó
dos monedas de oro de veinte dólares en su pequeña mano—. Se lo agradezco de
corazón, señora —dijo.
Unos penetrantes ojos azules se movieron rápidamente en el rostro de la mujer. Se
sacó la pipa de la boca.
—Usted debe de ser Josey Wales, supongo.
—Sí, señora, soy Josey Wales.
—Bueno —la anciana le sostuvo la mirada—, esas cataplasmas son de musgo y
raíz de mostaza. Ojo, póngales agua de vez en cuando para mantenerlas húmedas —y
sin detenerse, continuó—: Supongo que ya sabe que van por usted y le apalearán
atado a una puerta de granero.
Una débil sonrisa elevó la cicatriz en el rostro de Josey.
—Ya he oído los rumores, señora.
Se tocó el sombrero… dio la vuelta al ruano y siguió al anciano que ya se dirigía
hacia el ferry. Mientras subían los caballos a bordo del transbordador, echó la mirada
atrás. La mujer seguía de pie en el porche… y le pareció que le lanzaba un saludo
secreto con la mano… aunque tal vez simplemente se apartó un mechón de pelo de la
cara.
El viejo Carstairs se sentía lo suficientemente confiado para gruñir mientras
pasaba el cable doble de proa a popa del ferry.
—Normalmente, tengo aquí a Lem para ayudarme. Este es un trabajo pesado para
un viejo.
Pero trasladó el ferry de un lado a otro del río. Al norte retumbó un nítido redoble
de trueno a través de las nubes oscuras. Cuando la corriente envolvió al ferry se
movieron más rápido en diagonal hacia la parte baja, y media hora más tarde Josey ya
estaba conduciendo los caballos por la ribera opuesta en dirección a los árboles.
Fue Jamie quien los vio primero. Su grito asustó a Carstairs, que estaba
descansando contra un poste, e hizo que Josey parara en seco y girara en redondo.
Jamie señalaba hacia la otra orilla del río. Allí, en la orilla que acababan de
abandonar, había un nutrido grupo de Caballería de la Unión, uniformes azules
recortándose contra el horizonte. Agitaban los brazos frenéticamente.
Josey sonrió.
—Bueno, estoy hecho un apestoso sabueso.
Jamie se rio… tosió y rio de nuevo.
—Los hemos vuelto a ganar, Josey —dijo con júbilo—… Los hemos ganado otra
vez.
Carstairs no compartía su entusiasmo. Subió por la ribera hacia Josey.
—Me están gritando para que regrese… tengo que irme… no puedo esperar más
—un destello brilló en sus ojos—… pero esperaré hasta que os hayáis marchado…
incluso más. Fingiré que se ha estropeado algo. Váyanse ya, rápido.

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Josey asintió y dirigió los caballos ribera arriba a través de los árboles. Tras
alejarse un poco, una loma les bloqueaba la visión del río. Allí Josey detuvo los
caballos.
—Ese tipo no va a esperarse a mover el ferry… va a traer a la caballería hasta
aquí —dijo Jamie.
Josey miró arriba hacia las nubes cada vez más cargadas y bajas.
—Lo sé —dijo—, quiere una parte de la recompensa.
Giró los caballos… y regresó al río.
Carstairs ya había sacado el ferry de la orilla. Manejando el cable al trote, llegó
rápidamente a la mitad de la corriente. En la otra orilla, un grupo de hombres de azul
tiraban del cable.
Josey desmontó. Sacó morrales para los caballos de las alforjas, los llenó de grano
y los ató en las bocas de los animales. El gran ruano pateó satisfecho. Jamie observó
el ferry mientras se aproximaba a la orilla opuesta… los gritos de los hombres les
llegaban débilmente mientras la mitad de la caballería montaba en el ferry.
—Ya vienen —anunció Jamie.
Josey estaba atareado comprobando los cascos de los caballos mientras
masticaban el maíz, levantando primero una pata y luego la otra.
—Por las pisadas que había en la otra orilla, calculo que esta mañana han cruzado
unos cuarenta o cincuenta caballos —dijo—, y van por delante de nosotros. Supongo
que necesitamos distancia entre ellos y nosotros.
Jamie observó el ferry que se movía hacia ellos. Los soldados tiraban del cable.
—Pues me parece que también vamos a necesitar distancia a nuestras espaldas —
dijo sombríamente.
Josey se irguió para mirar. El ferry estaba llegando casi a la mitad de la corriente;
mientras lo observaban, la corriente lo atrapó y tensó el cable formando una curva.
Josey sacó el Sharps del calibre 56 de la parte trasera de la silla.
—Sujeta a Big Red —dijo, mientras le ofrecía las riendas del caballo a Jamie.
Durante un largo rato miró por encima del cañón del rifle… y entonces… ¡BUM! El
pesado rifle resonó hasta la otra orilla del río. Toda actividad en el ferry cesó. Los
hombres se quedaron inmóviles, congelados a mitad de movimiento. El cable se soltó
de los pilones con un chasquido de cable de telégrafo. Durante unos instantes el ferry
en mitad del río flotó inmóvil, suspendido. Lentamente comenzó a girar río abajo.
Más y más rápido, a medida que la corriente arrastraba su carga de hombres y
caballos. Ahora se escuchaba el griterío… los hombres corrieron primero a un
extremo y luego al otro en un tremendo caos. Dos caballos saltaron al agua y nadaron
en círculos.
—¡Dios Todopoderoso! —susurró Jamie.
El confuso amasijo de hombres gritando y caballos saltando fue transportado a
velocidad de locomotora… más y más lejos… hasta que desaparecieron por detrás de
los árboles de la curva del río.

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—Eso de ahí —dijo Josey sonriente— se llama un paseo en barca de Misuri.
Siguieron esperando para dejar que los caballos se acabaran el grano. En la orilla
opuesta vieron un frenético borrón de soldados de caballería de azul cabalgando a
toda prisa hacia el sur siguiendo el curso del río.
Desde el Osage, Josey dirigió los caballos hacia el suroeste por las orillas del río
Sac. En la orilla derecha del Sac había más pradera abierta, pero a su izquierda se
hallaba la reconfortante exuberancia vegetal de los Ozark. En una ocasión, ya
avanzada la tarde, divisaron un grupo numeroso de jinetes que se dirigía hacia el sur
por la otra orilla del río, así que mantuvieron inmóviles sus monturas hasta que el
golpeteo de los cascos murió en la lejanía. Al norte de Stockton bordearon el Sac y el
anochecer los sorprendió a orillas del Horse Creek, al norte de los Manantiales de
Jericho.
Josey guio los caballos por uno de los manantiales poco profundos que
desaguaban al arroyo hasta una quebrada un tanto enrevesada. Avanzaron una o dos
millas y solo pararon cuando la quebrada se estrechó hasta convertirse en una angosta
grieta en la falda de la montaña. Allá en lo alto de los árboles soplaba un viento fiero,
pero abajo reinaba una calma tan solo rota por el borboteo del agua sobre las rocas.
La estrecha garganta estaba invadida por maleza y parras de muscadinia. Olmos,
robles, nogales y cedros crecían frondosos. Fue en un resguardado bosquecillo de
frondosos cedros donde Josey extendió las mantas y Jamie, tendido en el cálido
silencio, se quedó dormido. Josey retiró las sillas de los caballos, los alimentó con
grano y los ató con estacas junto al manantial. Luego, cerca de Jamie, cavó un «fogón
del forajido», es decir, un agujero de un pie de profundidad en la tierra con piedras
dispuestas alrededor. A una yarda no se veía la luz del fuego, pero las piedras
calientes y las llamas debajo calentaron rápidamente la sartén con el beicon y
cocieron el caldo de tasajo.
Mientras trabajaba aguzaba los oídos a los nuevos sonidos de la quebrada. Sin
necesidad de mirar, supo que sobre una rama había un nido de cardenales en los
arbustos de caqui; un carpintero dorado repiqueteaba en el tronco de un olmo y los
carrizos de matorral susurraban entre la maleza. A sus espaldas, en la hondonada, un
autillo había empezado su lamento angustiado de mujer a intervalos exactos. Esos
eran los ritmos que registró su subconsciente. El viento alto aullando sobre su
cabeza… los sedosos susurros de brisa a través de los cedros… esa era la melodía.
Pero si el ritmo se rompía… los pájaros serían sus centinelas.
Había comido y le había dado el caldo a Jamie. Ahora calentó agua y humedeció
las cataplasmas. Cuando retiró las viejas vendas del cuerpo de Jamie, la carne se
había amoratado en el gran agujero del pecho y estaba ennegreciéndose. Carne
protuberante moteaba la herida con una blanca hinchazón. El chico mantuvo la
mirada apartada de su pecho destrozado y clavó los ojos en el rostro de Josey.
—No está mal, ¿verdad, Josey? —preguntó en voz baja.
Josey estaba limpiando la herida con trapos calientes.

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—Está mal —dijo sin alterarse.
—¿Josey?
—Sí.
—Allá en el río Grand… fue el tiroteo más rápido que jamás haya visto. Nunca te
cubrí. Ni una sola vez.
Josey no respondió mientras colocaba las cataplasmas y envolvía el cuerpo del
chico con las vendas.
—Si no logro salir de esta, Josey —dijo Jamie vacilante—, quiero que sepas que
estoy más orgulloso que un gallo de pelea por haber cabalgado contigo.
—Eres un gallo de pelea, hijo —dijo Josey bruscamente—, y ahora cierra el pico.
Jamie sonrió. Cerró los ojos y las sombras pronto relajaron las mejillas hundidas.
Dormido era un niño pequeño.
Josey sintió entonces la pesada acumulación de cansancio. En tres días tan solo
había echado breves cabezadas en la silla de montar. Sus ojos y oídos habían
empezado a jugarle malas pasadas, haciéndole ver aquellos «lobos grises» que no
estaban allí… y escuchar sonidos que no podían sonar. Era hora de retirarse a
descansar. Conocía bien esa sensación. Cuando se envolvió en las mantas, de nuevo
entre la maleza, apartado de Jamie y de los caballos, pensó en el chico… y su mente
vagó hasta su propia juventud en las montañas de Tennessee.
Allí estaba Pa, delgado y conocedor de la montaña, sentado en un tocón.
—Aquellos que no luchan por los suyos, no valen ni el sudor que sudan —dijo.
—Eso creo —respondió el pequeño Josey.
Y allí estaba Pa, apoyando una mano en su hombro de mozalbete… y Pa no era
dado a mostrar sus sentimientos. Se había enfrentado a los McCabe en el
asentamiento… y eso que ellos tenían al sheriff de su parte. Pa lo miró, atentamente y
con orgullo.
—Para llegar a ser un hombre —dijo Pa—, recuerda siempre estar orgulloso de
tus amigos… pero lucha por estar aún más orgulloso de tus enemigos.
Orgulloso, por Dios Bendito.
Bueno, pensó Josey adormilado… los enemigos eran sin duda del tipo correcto, y
el amigo… el chico… todo arenilla y arrancamoños. Dormía.
Una leve llovizna lo despertó. Vio la fantasmal luz previa al amanecer atenuada
por las nubes oscuras que corrían azuzadas por el viento. Una ligera niebla atrapada
en la quebrada intensificó el aire fantasmagórico. Hacía más frío. Josey podía sentirlo
a través de las mantas. Por encima de ellos el viento aullaba y golpeaba las copas de
los árboles. Josey apartó la manta. Los caballos estaban bebiendo en el manantial.
Les dio grano y avivó una llama en el agujero del fuego. Arrodillado junto a Jamie
con caldo de tasajo caliente, sacudió al chico hasta despertarlo. Pero cuando abrió los
ojos, el joven no pareció reconocerlo.
—Se lo dije a Pa —dijo el chico débilmente—, que esa vaquilla rubia sería la
mejor vaca lechera en Arkansas. Cuatro galones cuando la ordeñan —hizo una pausa,

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escuchó atentamente… luego dejó escapar una risotada—. Supongo que ese mestizo
es un tramposo, Pa… sacrificó la manada y saltó por ese viejo sendero de zorros.
De repente, se incorporó violentamente y sus ojos miraron asustados. Josey lo
sujetó posando una mano sobre su hombro.
—Pa dijo que fue Jennison, Ma. ¡Jennison! ¡Cien hombres!
Y de forma igual de repentina volvió a derrumbarse sobre la manta. Los sollozos
le sacudían el cuerpo y unas enormes lágrimas cayeron por sus mejillas. «Ma», decía
con la voz rota. «Ma».
Y se quedó callado… con los ojos cerrados.
Josey bajó la mirada hacia el chico. Sabía que Jamie venía de Arkansas, pero
nunca habían hablado de las razones por las que se había unido a los guerrilleros.
Nadie lo hacía. ¡Doc Jennison! Josey sabía que había dirigido incursiones de polainas
rojas en Arkansas y asaltado y quemado tantas granjas que las chimeneas solitarias
que quedaron en pie fueron bautizadas como los «Monumentos de Jennison». El odio
volvió a crecer en su interior.
Cuando sujetó la cabeza de Jamie para hacerle beber el caldo, la pesadilla ya
había pasado, pero advirtió que el chico se encontraba más débil al subirlo a la silla
de montar. Una vez más, ató los pies de Jamie a los estribos. Calculó que había unas
sesenta millas hasta la frontera de las Naciones y sabía que tropas y partidas se
concentraban cada vez en mayor número para bloquear su temeraria cabalgada.
—Supongo que me creen un loco de remate —susurró Josey mientras cabalgaba
—, por no esconderme en las colinas.
Pero las colinas significaban la muerte segura para Jamie. Con los cheroquis al
menos había una remota posibilidad.
Su sencillo código de lealtad no le permitía albergar pensamientos sobre su propia
seguridad a expensas de un amigo. Podría haber virado hacia las montañas y ver si
por un casual encontraba ayuda para el chico… y él mismo habría estado a salvo en
el bosque. Para hombres de un código inferior habría bastado. Pero la cuestión jamás
cruzaba la mente de los fuera de la ley. A pesar de todas sus habilidades y experiencia
guerrilleras, los expertos en táctica considerarían este código de conducta la mayor
debilidad de tales hombres… pero, por otro lado, el código explicaba su fiereza como
guerreros, su entusiasmo por «cargar contra el infierno con un cubo de agua», como
fueron descritos en una ocasión en informes del Ejército de la Unión.
La debilidad táctica en el caso de Josey era evidente. El Ejército de la Unión y las
partidas sabían que su compañero estaba gravemente herido. Sabían que solo podía
conseguir ayuda médica en las Naciones. La destreza de Josey con las pistolas, su
astucia aprendida en cientos de refriegas, su audacia y temeridad de guerrillero, le
habían llevado a él y a Jamie a través de un territorio levantado en armas, pero
también conocían el código de esos pistoleros curtidos. Aunque no podían adivinar la
mente y los trucos del lobo, conocían su instinto. Y por ello los jinetes devoraban las
millas hacia la frontera de las Naciones, para converger allí y salir a su encuentro.

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Conocían a Josey Wales.

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Capítulo 7

La fría mañana los sorprendió cabalgando por el espacio abierto de pradera con las
montañas a su izquierda. Antes del mediodía vadearon el Horse Creek y continuaron
hacia el suroeste, permaneciendo cerca de los riscos boscosos, pero Josey mantenía
los caballos en peligroso terreno abierto. El tiempo era el enemigo de Jamie Burns.
Poco después del mediodía Josey dejó que los caballos descansaran en un espeso
bosquecillo. Mientras metía tasajo de ternera en la boca de Jamie, le daba
instrucciones bruscamente:
—Mastícalo, pero no te tragues nada más que el jugo.
El chico asintió pero no habló. Su rostro estaba empezando a hincharse y también
tenía el cuello inflamado. En una ocasión, a lo lejos a su derecha, observaron que se
levantaba polvo de muchos caballos, pero jamás vieron a los jinetes.
A última hora de la tarde ya habían vadeado el Dry Fork y estaban cruzando, a
buen paso, una larga pradera. Josey se detuvo y señaló a sus espaldas. Parecía ser un
pelotón entero de caballería. Aunque estaban a varias millas de distancia, los
soldados aparentemente habían detectado a los fugitivos, porque como Josey y Jamie
observaron, espoleaban sus monturas a todo galope. Josey podía haber buscado
refugio en la frondosidad de las montañas a poco menos de media milla a su
izquierda, pero eso significaría un camino duro… y lento, bastante más que las cinco
millas de pradera que tenían ante ellos. En la distancia, un alto espolón rocoso se
alzaba ante ellos al otro lado de la pradera.
—Nos dirigiremos a esa montaña justo enfrente —dijo Josey, y arrimó su caballo
a Jamie—. Ahora, presta atención. Esos tipos todavía no están seguros de quiénes
somos. Voy a dejárselo claro. Cuando les dispare… deja que esa pequeña yegua
avance a medio galope… pero frénala. Cuando me oigas disparar otra vez… la dejas
correr. ¿Me entiendes? —Jamie asintió—. Quiero que esos soldados dejen sin fuerzas
a sus caballos —añadió con tono grave mientras sacaba el enorme Sharps de la parte
trasera de su silla.
Disparó sin apuntar. El tiro resonó en la montaña. El efecto fue casi instantáneo
entre los soldados de caballería al galope. Levantaron los brazos y sus caballos se
estiraron en una carrera infernal. La yegua salió corriendo a un trote ligero que
rápidamente dejó a Josey atrás. El gran ruano sintió la excitación y quiso correr, pero
Josey lo frenó hasta avanzar a un trote alto que hacía crujir los huesos.
Se abrió una distancia de media milla… después tres cuartos… después una milla
que separaba a la yegua al galope de él. Detrás, Josey pudo oír los primeros golpeteos
de los caballos al galope. Aun así siguió avanzando al paso. El estruendo de los
cascos iba en aumento; ahora podía oír los débiles gritos de los hombres. Tras sacar el
cuchillo de la bota, cortó cuidadosamente un trozo de tabaco. Mientras masticaba el
tabaco, el sonido de los cascos fue haciéndose atronador.

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—Bueno, Red —dijo arrastrando las palabras—, has estado bufando por salir
corriendo… —desenfundó uno de los Colt y lo disparó al aire—… Ahora ¡CORRE!
El ruano saltó. Delante de él, Josey vio a la yegua cogiendo velocidad y
pegándose levemente al terreno mientras avanzada a todo galope. Era rápida, pero el
ruano ya la estaba alcanzando.
Este no dudaba en ningún momento. El enorme caballo botaba como un gato
sobre quiebras poco profundas y jamás perdía el paso. Josey se echó hacia delante
sobre la silla, sintiendo la gran potencia del ruano mientras volaba por encima del
terreno, acortando la distancia con la yegua. Estaba a menos de cien yardas cuando la
yegua llegó a la zona frondosa del risco. Cuando Josey frenó al ruano, se dio la vuelta
y observó a los soldados… Avanzaban al paso con sus caballos, a más de dos millas
de él. Habían «reventado» sus monturas.
Jamie ya se encontraba entre la maleza y cuando Josey lo alcanzó los nubarrones
comenzaron a descargar agua. Una lluvia cegadora y furiosa oscureció la pradera a
sus espaldas. Un rayo impactó en un risco boscoso, estalló con una luz blanca azulada
y el profundo estruendo que siguió se unió a los ecos y se mezcló con más rayos
punzantes provocando un estruendo continuo. Josey sacó unos chubasqueros del
arzón trasero de las sillas.
—Un verdadero diluvio de los que ahogan hasta a las ranas.
Y a continuación envolvió a Jamie en uno de los chubasqueros. El chico estaba
consciente, pero tenía el rostro retorcido y pálido y su cuerpo estaba rígido por el
esfuerzo de mantenerse en la silla.
Josey le agarró por el brazo.
—Quince, tal vez veinte millas, Jamie, y estaremos acostados en una acogedora
tienda en el Neosho —sacudió suavemente al chico—. Llegaremos a las Naciones
unas veinte millas más allá… allí nos ayudarán.
Jamie asintió pero no habló. Josey tomó las riendas de la yegua de las manos
crispadas del chico, que se sujetaba al cuerno, y encabezando la marcha avanzó al
paso hacia los riscos.
Los rayos habían cesado, pero la lluvia seguía cayendo en cortinas ondeando
contra el viento. La oscuridad cayó rápidamente, pero Josey guio al ruano con la
seguridad que le otorgaba la familiaridad con las montañas. Las rutas ahora en
penumbra que posibilitaban los atajos entre riscos, que se dirigían directamente hacia
una montaña y luego torcían y giraban y ofrecían una vía de escape oculta. Seguían
ahí… las rutas que había recorrido con Anderson, yendo y viniendo de las Naciones.
Las rutas le ayudarían a atravesar aquella esquina del condado de Newton y llegar a
la cuenca del río Neosho, fuera de Misuri.
La temperatura cayó. La lluvia amainó y de las bocas de los caballos salían
vaharadas de vapor mientras avanzaban. Fue después de medianoche cuando Josey
interrumpió el paso regular. Vio las hogueras a sus pies… el medio círculo que
colgaba como un collar… cerrándose por ambos extremos a los pies de esas

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montañas entre él… y Jamie… y la cuenca del Neosho a unas cuantas millas de
distancia.
Todavía se percibía movimiento alrededor de las hogueras. Mientras estaba
agachado en el bosque pudo ver alguna que otra figura recortada contra las llamas…
y esperó. A sus espaldas, el ruano pateaba el suelo impaciente, pero la yegua
permaneció con la cabeza gacha y cansada. No se atrevió a bajar a Jamie de la silla…
tan solo quedaban unas cuantas millas por las tierras bajas hasta las Naciones… y
unas cuantas millas más hasta la cuenca del Neosho. El viento ahora traía un frío
penetrante y la lluvia casi había parado del todo.
Pacientemente, siguió vigilando mientras movía la mandíbula despacio
machacando el tabaco. Pasó una hora, luego otra. La actividad había muerto
alrededor de las hogueras. Estarían los vigías. Josey se enderezó y se acercó a los
caballos. Jamie estaba derrumbado sobre la silla, con la barbilla apoyada sobre el
pecho. Josey agarró los brazos del chico.
—Jamie.
Pero en el mismo instante que su mano lo tocó, lo supo. Jamie Burns estaba
muerto.
La confirmación de la muerte del chico le cayó como un golpe físico, de manera
que las rodillas le temblaron y de hecho se tambaleó…
Estaba convencido de que iban a lograrlo. La cabalgada, la lucha contra todo
pronóstico… lo HABÍAN logrado.
Les habían ganado a todos. Y entonces, el destino le arrebató al chico… Josey
Wales maldijo amargamente y durante un largo rato. Estiró los brazos y rodeó con
ellos el cuerpo muerto de Jamie en la silla… como si quisiera calentarle y devolverle
a la vida… y maldijo a Dios hasta que se atragantó con su propia saliva.
La tos le hizo recobrar la cordura y permaneció durante un buen rato sin decir
nada. La amargura desapareció y dio paso a pensamientos sobre el chico que lo había
seguido testaruda y lealmente, que había muerto sin un solo susurro. Josey se quitó el
sombrero, se acercó a la yegua y pasó el brazo alrededor de la cintura de Jamie.
Entonces levantó la mirada hacia los árboles que se combaban contra el viento.
—Este chico —dijo con voz ronca— fue criado en tiempos de sangre y muerte.
Nunca protestó por nada. Nunca le dio la espalda a sus compañeros ni a su gente. Ha
cabalgado conmigo y no tengo ninguna queja… —hizo una breve pausa—. Amén.
Moviéndose con una repentina determinación, desató las alforjas de la yegua y las
ató a su propia silla. Soltó la pistolera de la cintura de Jamie y la colgó sobre el
cuerno de la silla del ruano. A continuación, montó en el ruano y condujo a la yegua
con el chico muerto todavía en la silla ladera abajo en dirección a las hogueras. A los
pies del risco atravesó un arroyo poco profundo, y al subir por la ribera se encontró a
tan solo cincuenta yardas de la hoguera más cercana. Había centinelas, pero estaban
desmontados y paseaban de una hoguera a otra a paso lento.
Josey tiró de la yegua hasta colocarla junto al ruano. Pasó las riendas por encima

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de la cabeza de la yegua y las ató con fuerza alrededor de las manos de Jamie, que
todavía estaban aferradas al cuerno de la silla. Entonces arrimó aún más el ruano
hasta que su pierna tocó la pierna del chico.
—Los panzas azules te darán un funeral más digno, hijo —dijo, con tristeza—, de
todas formas, dijimos que íbamos a las Naciones… y, por Dios Santo, juro que uno
de los dos llegará allí.
Apoyó un Colt sobre la grupa de la yegua, de manera que cuando lo disparara el
quemazo de la pólvora haría que la yegua saliera corriendo. Respiró profundamente,
se bajó el ala del sombrero y disparó el arma.
La yegua dio un salto por el dolor de la quemadura y salió disparada directamente
hacia la hoguera más cercana. La reacción fue casi instantánea.
Los hombres corrieron hacia las hogueras, quitándose las mantas de encima, y
gritos roncos y sorprendidos invadieron el aire. La yegua casi chocó contra la
hoguera mientras la grotesca figura sobre su grupa se hundía y se sacudía con el
movimiento… Luego la yegua viró, aún al galope, dirigiéndose hacia el sur por la
orilla del arroyo. Los hombres comenzaron a disparar, algunos arrodillados con rifles,
y luego se levantaron para correr a pie tras la yegua. Otros montaron en caballos y
bajaron a toda prisa hacia el arroyo.
Josey lo observó todo tras las sombras. Desde la orilla del arroyo escuchó unos
cuantos disparos más, seguidos de gritos de triunfo. Solo entonces sacó al ruano de
los árboles, pasó junto a las hogueras desiertas y volvió a meterse entre las sombras
que le sacarían del maldito Misuri.
Y los hombres contarían su hazaña de esa noche alrededor de las hogueras de la
ruta. Se la guardarían hasta el final cada vez que contaran historias sobre el fuera de
la ley Josey Wales… usando esta hazaña para confirmar la brutalidad de aquel
hombre. Los hombres de ciudad, que no poseen ningún conocimiento sobre tales
cosas y que tan solo buscan el confort y el beneficio, torcerían sus labios asqueados
para ocultar su miedo. Los vaqueros, conscientes de la cercanía de la muerte,
mirarían gravemente al fuego. Los guerrilleros sonreirían y asentirían aprobando la
audacia y testarudez que le ayudó a escapar. Y los indios lo entenderían.

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PARTE 2

Capítulo 8

El aire frío trajo consigo una densa niebla a la cuenca del Neosho. El amanecer era
una pálida luz que merodeaba fantasmagóricamente por las extrañas formas de
árboles y maleza, y parecía un resplandor sobrenatural entre la gris frondosidad. No
llegaba el sol.
Lone Watie podía oír el susurrante discurrir del río a su paso cerca de la parte
trasera de su cabaña. Los sonidos del río por la mañana eran lo habitual, y por lo tanto
eran buenos… los martines pescadores y los arrendajos azules que renegaban
incesantemente… los tempranos graznidos de un cuervo explorador… una vez…
todo eso estaba bien. Lone Watie, más que pensar, sentía esas cosas mientras se freía
su desayuno de pescado sobre una diminuta llama en la hoguera.
Como muchos de los cheroquis, era alto, más de un metro ochenta erguido, y
llevaba las botas mocasín y los pantalones de ante metidos por dentro. A primera
vista parecía consumido, tan enjuta era su constitución… la chaqueta de ante se
sacudía holgada alrededor de su cuerpo, su rostro era huesudo y delgado, de manera
que las mejillas hundidas añadían prominencia a los huesos y la nariz aguileña
separaba unos ojos negros intensos capaces de arrojar una mirada cruel. Estaba
cómodamente agachado ante el fuego, dando la vuelta al pescado empanado en la
sartén con un movimiento ágil mientras se echaba ocasionalmente hacia atrás una de
las trenzas negras de pelo que le colgaban por los hombros.
La nítida llamada de un chotacabras hizo que el indio se pusiera inmediatamente
en movimiento. Los chotacabras no llaman a plena luz del día. Se movió con
silencioso sigilo; tomó el rifle y se deslizó hacia la puerta trasera de la cabaña de una
sola habitación… se tumbó boca abajo y se arrastró hacia la maleza. De nuevo oyó la
llamada, alta y clara.
Como saben todos los hombres de montaña, un añapero jamás trina cuando se
escucha un chotacabras… y, por ello, desde la maleza, Lone respondió con el trino
machacón de un añapero.
Entonces se hizo el silencio. Desde su posición en la maleza Lone prestó atención
a quien se acercaba. Aunque solo estaba a unos pocos pasos de la cabaña, apenas
podía verla. Zumaque y parras muertas de madreselva habían escalado por la
chimenea y cubrían el tejado. Matorrales y maleza habían invadido casi totalmente
las paredes. Lo que en el pasado fue un sendero hacía ya mucho tiempo que había
quedado cubierto por la maleza. Sin duda, uno debía conocer bien aquel escondite
inaccesible para silbar su llegada.
El caballo irrumpió a través de la maleza sin previo aviso. Lone se asustó por la

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repentina aparición del enorme ruano. Parecía medio salvaje, con belfos palpitantes, y
clavó con fuerza las patas en el suelo cuando el jinete tiró de las riendas para frenar
frente a la puerta de la cabaña. Lone observó mientras el jinete desmontaba y daba
despreocupadamente la espalda a la cabaña mientras desataba la silla y la retiraba del
caballo.
Lone recorrió al hombre con la mirada; las enormes pistolas enfundadas, el
cuchillo en la bota, tampoco se le escapó el ligero bulto bajo el brazo izquierdo.
Cuando el hombre se dio la vuelta vio la cicatriz blanca que destacaba entre la negra
barba sin afeitar, y también advirtió el sombrero gris de caballería inclinado sobre los
ojos. Lone gruñó con satisfacción; un guerrillero que se comportaba como debía
comportarse un guerrero, con audacia y sin miedo.
La chaqueta abierta de ante revelaba algo más que hizo a Lone salir confiado de
la maleza y acercarse. Era la camisa; hecha de lino con ribete de algodón y cuello en
V rematado en el pecho con una escarapela. Era la «camisa del guerrillero», descrita
en los partes de guerra del Ejército de los Estados Unidos como la única forma
posible de identificar a un guerrillero de Misuri. Confeccionada por sus esposas,
novias y mujeres en las granjas, se había convertido en el uniforme de la guerrilla. Él
siempre la llevaba… en ocasiones escondida… pero siempre puesta. Muchos de ellos
lucían bordados decorativos y brillantes colores… Esta era de color avellana liso y
ribeteada en gris.
El hombre continuó cepillando al ruano, incluso mientras Lone se aproximaba a
él… y solo se dio la vuelta cuando el indio se paró en silencio, a una yarda de
distancia.
—Buenas —dijo en voz baja, y alargó la mano—, soy Josey Wales.
—He oído ese nombre —dijo Lone simplemente, estrechando la mano—, yo soy
Lone Watie.
Josey fijó la mirada en el indio.
—Ya recuerdo. Cabalgué contigo en una ocasión al otro lado del Osage hasta
Kansas… y somos familia, General Stand Watie.
—Lo recuerdo —respondió Lone—, fue una buena batalla —luego continuó—:
Meteré el caballo en el establo con el mío junto al río. Allí hay grano.
Mientras se apartaba con el ruano, Josey llevó su silla y el resto de sus cosas a la
cabaña. El suelo era de tierra prensada. El único mobiliario lo formaban unos
camastros de troncos de sauce arrimados a las paredes y cubiertos con mantas. Aparte
de los utensilios de cocina no había nada más, a excepción del cinturón que colgaba
de un gancho y del que pendían un Colt y un cuchillo largo. El inevitable sombrero
gris de la caballería estaba colocado sobre uno de los camastros.
Entonces recordó aquella cabaña. Tras pasar el invierno en el 63 en Mineral
Creek, Texas, cerca de Sherman, recorrió aquella ruta e hizo noche allí. Le habían
informado de que era la granja de Lone Watie, pero no encontraron a ningún hombre
allí… aunque había los suficientes indicios de que había sido una granja.

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Sabía algo acerca de la historia de los Watie. Habían vivido en las montañas del
norte de Georgia y Alabama. Stand Watie era un destacado Jefe. Lone era su primo.
Desposeídos de sus tierras por el gobierno de los Estados Unidos en los años treinta,
se unieron a la tribu de los cheroquis en la «Ruta de Lágrimas» hasta la nueva tierra
que les fue asignada en las Naciones. Casi un tercio de los cheroquis murieron en ese
largo éxodo y miles de tumbas todavía marcaban la ruta.
Josey había conocido a los cheroquis cuando aún era un niño en las montañas de
Tennessee. Su padre había sido amigo de muchos de los que se escondieron tras
negarse a recorrer la ruta.
El montañés no poseía el «hambre de tierras» del hombre de la meseta, que había
instigado tal acción del gobierno. Prefería las montañas para continuar siendo
salvaje… libre, sin las trabas de la ley y la irritante hipocresía de la sociedad
civilizada. Su sentimiento de pertenencia, por lo tanto, se hallaba más cerca de los
cheroquis que de sus hermanos de raza de las tierras bajas, quienes se empeñaban en
colgar el yugo de la sociedad sobre sus cuellos.
De los cheroquis aprendió cómo pescar a mano, introduciendo las suyas en las
pozas de los ríos de montaña y haciendo cosquillas en los costados a truchas y
lubinas, que el zorro gris corre haciendo ochos y el zorro rojo corre en círculos.
Aprendió cómo seguir a una abeja hasta el panal, dónde atrapaba más pájaros la
trampa de codornices y lo curioso que era el ciervo macho.
Había comido con ellos en sus tipis de troncos de pino y ellos habían regalado
carne a su propia familia. Su código era el de la lealtad del montañés con toda su
gente y por lo tanto Lone Watie merecía su confianza. Era uno de los suyos.
Cuando la Guerra entre los Estados se extendió a toda la nación, los cheroquis
naturalmente apoyaron a la Confederación contra el odiado gobierno que les habían
arrebatado su hogar en la montaña. Algunos se unieron al General Sam Cooper, unos
pocos estuvieron en la brigada de élite de Jo Shelby, pero la mayoría siguió a su líder,
el General Stand Watie, el único general indio de la Confederación.

Lone regresó a la cabaña y se agachó frente al fuego.


—Desayuno —gruñó mientras ofrecía la sartén de pescado a Josey.
Comieron con las manos mientras el indio miraba el fuego con aire taciturno.
—Se ha hablado mucho en los asentamientos. Se ve que has estado armando jaleo
en Misuri, o eso dicen.
—Supongo que así es —dijo Josey.
Lone espolvoreó harina sobre la parrilla en la hoguera y de una bolsa de arpillera
extrajo dos siluros limpios que enharinó y colocó sobre el fuego.
—¿Adónde te diriges? —preguntó.
—A ningún sitio… en concreto —dijo Josey, al tiempo que masticaba el
pescado… y luego, a modo de explicación—: Mi compañero ha muerto.

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Durante unos cuantos días angustiosos sintió la necesidad de ir a algún sitio. Se
había convertido en una obsesión: sacar a Jamie de Misuri y llevarlo allí. Tras la
muerte del chico, el vacío retornó. Mientras cabalgaba por la noche se sorprendió a sí
mismo mirando hacia atrás… para ver a Jamie. Aquella efímera meta había
desaparecido.
Lone Watie no hizo ninguna pregunta sobre el compañero, pero asintió mostrando
comprensión.
—Oí el año pasado que el general Jo Shelby y sus hombres se negaron a rendirse
—dijo Lone—… Oí que se fueron a México, a alguna clase de batalla que hay allá
abajo. No he oído nada desde entonces, pero algunos, creo, se marcharon para unirse
a ellos.
El indio habló con tono neutro, pero lanzó una rápida mirada de reojo a Josey
para comprobar el efecto de sus palabras.
Josey estaba sorprendido.
—No sabía que había otros que no se hubieran rendido. Nunca he estado más allá
del condado de Fannin, en Texas. México está muy lejos.
Lone empujó la sartén hacia Josey.
—Es algo a tener en cuenta… nuestra profesión… no es muy querida por estos
lares… o eso parece.
—Algo a tener en cuenta —repitió Josey, y sin mayor ceremonia se dirigió a un
bosquecillo de sauces y se quitó las pistolas por primera vez desde hacía muchos días.
Tras colocarse el sombrero sobre la cara, se estiró y se quedó profundamente dormido
en pocos segundos. Lone recibió esta silenciosa muestra de confianza con implacable
naturalidad.
Los días que siguieron se convirtieron en semanas. No se volvió a hablar de
México… pero Josey siguió dándole vueltas a la idea. No hizo ninguna pregunta a
Lone, ni el indio se ofreció a darle más información sobre sí mismo, pero era evidente
que estaba escondiéndose.
Cuando los días invernales pasaron, Josey se relajó e incluso disfrutó ayudando a
Lone a tejer trampas para peces, lo cual se le daba casi igual de bien que al indio.
Colocaron las trampas en el río con bolas de harina como cebo. La comida abundaba;
además del pescado, comían suculentas codornices de las trampas colocadas en las
rutas de paso de las codornices, conejos y pavos, todos aliñados con cebollas
silvestres, col de los prados, ajo y hierbas que Lone recolectaba en las zonas bajas.
Enero de 1867 trajo la nieve a las Naciones. Arrastró una gran tempestad blanca
de las llanuras cimarronas, hizo acopio de furia en la meseta central y dejó caer su
manto a los pies de las Ozark. Trajo la miseria a los indios de las Llanuras, los
kiowas, los comanches, los arapahoes y los pottawatomie… Al escasear alimentos
para el invierno se vieron obligados a dirigirse a los asentamientos. La nieve se posó
en bancos de cuatro pies de espesor a lo largo del Neosho, pero había suficiente
madera seca y en la cabaña se estaba muy calentito. El confinamiento hizo que Josey

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Wales se sintiera inquieto. Había advertido la frugalidad de las provisiones de Lone.
No había munición para su pistola y faltaba grano para los caballos.
Así pues, un anochecer sombrío, mientras estaban sentados en silencio alrededor
del fuego, Josey colocó un puñado de monedas de oro en la mano de Lone.
—Oro yanqui —dijo lacónicamente—, necesitaremos grano… munición y cosas
así.
Lone miró las brillantes monedas a la luz de la hoguera y una sonrisa lobuna se
dibujó en sus labios.
—El oro del enemigo, como su maíz, es siempre brillante. Provocará algunas
preguntas en el asentamiento, pero —añadió pensativamente—, si les digo que los
soldados azules se lo quitarán si hablan…
Unos días brillantes y de un azul nítido trajeron con los rayos de sol una calidez
poco habitual para esa estación del año, derritió la nieve en pocos días e hizo renacer
la vida en los arroyos y riachuelos. Lone acercó su castrado a la cabaña y se preparó
para partir. Josey llevó la silla de Lone a la puerta, pero el indio sacudió la cabeza.
—Nada de silla… ni sombrero… ni camisa. Solo llevaré una manta y un rifle.
Seré un indio palurdo con una manta, los soldados piensan que todos los indios con
manta son demasiado estúpidos para ser interrogados.
Se marchó cabalgando por la cuenca del río, donde los humedales cubrirían su
rastro… una triste figura encorvada bajo su manta.
Pasaron dos días y Josey se sorprendió aguzando el oído con la esperanza de
escuchar la llegada de Lone. La sensación del fuera de la ley a la fuga volvió a
invadirlo y la cabaña se convirtió en una trampa. Al tercer día llevó el saco de dormir
y las armas fuera entre la maleza y se dedicó a vigilar alternativamente la ribera del
río y la cabaña. Nunca le habrían podido convencer de que Lone fuera a traicionarle,
pero podían pasar muchas cosas.
Lone podría haber sido descubierto o rastreado por una patrulla… muchos de
ellos tenían rastreadores osage. Josey había sacado al ruano del establo y lo había
atado entre la maleza cuando a la tarde del cuarto día escuchó la clara llamada de un
chotacabras. Respondió y permaneció atento hasta que Lone se deslizó
silenciosamente por la ribera del río conduciendo al gris castrado. El indio parecía
aún más demacrado. Josey de repente se preguntó qué edad podría tener mientras
observaba las arrugas que colgaban de aquel rostro huesudo. Se le veía más viejo…
en un estado de abatimiento que había extinguido la savia de su cuerpo físico.
Mientras descargaban el grano y los suministros de la grupa del caballo el indio no
dijo nada… y Josey tampoco formuló ninguna pregunta.
Comieron en silencio alrededor del fuego mientras ambos miraban fijamente las
llamas, y luego Lone habló en voz baja.
—Se habla mucho de ti. Algunos dicen que has matado a treinta y cinco hombres,
otros dicen que a cuarenta. Los soldados afirman que no vivirás mucho tiempo
porque han subido el precio de tu cabeza. Ofrecen cinco mil en oro. Muchos te

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buscan y yo mismo he visto cinco patrullas diferentes. Me pararon dos veces mientras
regresaba. Escondí la munición dentro del grano.
Había una ligera amargura en la risa de Lone.
—Querían robarme el grano, pero les dije que lo había sacado de las sobras del
puesto militar… que lo habían tirado porque ponía enfermos a los hombres blancos…
y que se lo llevaba a mi mujer. Ellos se rieron… y dijeron que un maldito indio podía
comer cualquier cosa. Pensaron que era grano envenenado.
Lone se quedó callado mientras observaba las llamas bailando sobre los troncos.
Josey escupió hacia los troncos un largo chorro de jugo de tabaco y pasado un rato
Lone continuó.
—Están patrullando las rutas… mucho… cuando el tiempo mejore comenzarán a
hacer batidas por el campo. Saben que estás en las Naciones… y te encontrarán.
Josey cortó un trozo de tabaco.
—Eso parece —dijo tranquilamente, de la forma despreocupada de alguien que
ha vivido durante años en el punto de mira de patrullas enemigas. Observó la luz de
la hoguera bailando en el rostro del indio. Parecía viejo y mostraba una expresión
altiva y de abandono que le recordaba a algún dios caído en desgracia sentado en
sufrida dignidad y desilusión.
—Tengo sesenta años —dijo Lone—. Yo era un hombre joven con una bella
mujer y dos hijos. Murieron en la Ruta de las Lágrimas cuando abandonamos
Alabama. Antes de ser forzados a irnos, el hombre blanco habló de los indios
malos… se golpeó el pecho y dijo por qué los indios debíamos irnos. Ahora está
pasando otra vez. Ya se comenta por todas partes. Los golpes en el pecho para
justificar las desgracias que caerán sobre los indios. No tengo mujer… no tengo hijos.
Jamás firmaría un indulto. No voy a quedarme a ver cómo pasa otra vez. Me iré
contigo… si estás de acuerdo.
Lo dijo de manera muy simple, sin rencor y sin emociones. Pero Josey sabía de
qué estaba hablando el indio. Sabía del dolor que sentía en el corazón por su mujer y
sus hijos perdidos… por su hogar, que ya no lo era. Y comprendió que Lone Watie, el
cheroqui, al decir simplemente que iba a ir con él… estaba diciendo mucho más…
que había elegido a Josey como uno de los suyos… como un compañero guerrero con
una causa común, un voto unido… y mostraba respeto por su coraje. Y como siempre
ocurría con hombres como Josey Wales, este no pudo mostrar esas cosas que sentía.
En lugar de eso, dijo:
—Pagan por verme muerto. Te iría mucho mejor si bajaras al sur tú solo.
Ahora supo por qué Lone se había negado a firmar el indulto… por qué se había
convertido deliberadamente en un paria, con la esperanza de que la culpa recayera en
hombres como él mismo… y no en su gente. En este último viaje se había
convencido de que no había nada que pudiera salvar a la Nación de los cheroquis.
Lone apartó la mirada del fuego y la dirigió por encima de la hoguera a los ojos
de Josey. Habló lentamente.

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—Es bueno que los enemigos de uno quieran verle muerto, porque prueba que ha
vivido una vida digna. Soy viejo, pero cabalgaré libre hasta que muera. Yo de ti
cabalgaría con un hombre así.
Josey metió la mano en una bolsa de papel que contenía las provisiones y sacó
una bola roja de caramelo duro. Lo arrimó a la luz.
—Típico de un maldito indio —dijo—, siempre comprando cosas rojas para hacer
el tonto.
La sonrisa de Lone se abrió en una risotada gutural de alivio. Entonces supo que
cabalgaría con Josey Wales.

La crudeza de febrero se deslizó a marzo mientras hacían los preparativos para el


viaje. La hierba estaría reverdeciendo en el sur y las manadas de cuernilargos, que
subían desde Texas por la Ruta de los Shawnee hacia Sedalia, les servirían para
ocultar su propio avance hacia el sur.
¡México! La idea había estado rondando la mente de Josey. En una ocasión,
mientras pasaba el invierno en Mineral Creek, un viejo soldado de caballería
confederado del General McCulloch había visitado sus hogueras y les contó historias
de su servicio a las órdenes del general Zachary Taylor en Monterrey en 1847. Les
contó historias de fiestas y templadas noches fragantes, de bailes y señoritas[6]
españolas. También hizo un emocionante recuento de cuando el emisario del general
Santa Anna se presentó para informar a Taylor de que estaba rodeado por veinte mil
hombres y que debía rendirse. Cómo la banda militar mexicana con las primeras
luces de la mañana tocó «A degüello», el toque de no dar cuartel al enemigo, mientras
los miles de pendones ondeaban en la brisa de las colinas que rodeaban a los hombres
de Taylor. Y el Viejo Zack recorrió la formación montado en «Blanquito», aullando:
«Doble carga de pólvora en vuestras armas y que sufran, malditos sean».
Las historias cautivaron a los guerrilleros armados, chicos de granja que no
habían encontrado nada romántico en la sucia Guerra de Fronteras. Josey recordó
aquel paréntesis alrededor de aquella hoguera en Texas. Si un tipo no tiene ningún
lugar concreto adonde cabalgar… bueno, ¡por qué no México!

Ensillaron las monturas una cruda mañana de marzo. Un viento helado sacudía
ráfagas de escarcha de las ramas de los árboles y la tierra seguía helada antes del
amanecer. Los caballos, rumiando e impacientes, tragaron los granos que tenían en la
boca y corvetearon al notar las sillas. Josey dejó que Lone encabezara la marcha y el
indio se alejó de la cabaña siguiendo la ribera del Neosho. Ninguno de ellos echó la
mirada atrás.
Lone se había deshecho de la manta. El sombrero gris de caballería ensombrecía
sus ojos. Sujeto a la cintura llevaba el revólver Colt, que colgaba bajo. Si iba a

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cabalgar con Josey Wales… entonces lo haría mostrando con orgullo lo que
realmente era… un compañero rebelde. El rostro de halcón de bronce, el pelo
recogido en trenzas que colgaban hasta los hombros… las botas mocasín… le
identificaban como indio.
Avanzaban lentamente. Por sendas desdibujadas, a menudo por donde no se
distinguía senda alguna, siguieron los meandros y revueltas del río en dirección sur a
través de la Nación Cheroqui. El tercer día se encontraron al norte de Fort Gibson y
se vieron obligados a desviarse del río para bordear aquel puesto del ejército. Lo
hicieron de noche, tomaron la Ruta Shawnee y vadearon el Arkansas. Al amanecer
llegaron a una pradera ondulante y a la Nación India de los creek.
Ya era casi mediodía cuando el castrado comenzó a cojear. Lone desmontó y
palpó la pata hasta la pezuña. El caballo saltó cuando presionó un tendón.
—Un esguince —dijo—, ha pasado demasiado tiempo en el maldito establo.
Josey examinó el horizonte a su alrededor… no se veían jinetes, pero estaban
demasiado expuestos con un solo caballo, y los montículos de la pradera revelaban
repentinamente lo que no había estado en aquel lugar unos segundos antes. Josey
pasó una pierna por encima del cuerno de la silla y miró pensativamente al castrado.
—Ese caballo no podrá cabalgar hasta dentro de una semana.
Lone asintió apesadumbrado. Su rostro era impenetrable, pero su corazón se
encogió. Lo correcto era que él se quedara atrás… no podía poner en peligro a Josey
Wales.
Josey cortó un trozo de tabaco.
—¿A cuánto estamos de ese puesto comercial en el Canadian?
Lone se irguió.
—A cuatro millas… quizás seis. Es el puesto de Zukie Limmer… pero hay
patrullas que van de un lado a otro y también policía india de los creek.
Josey volvió a colocar el pie en el estribo.
—Todos van a caballo, y un caballo es lo que necesitamos. Espera aquí.
Espoleó al ruano al galope. Cuando coronó una elevación echó la mirada atrás.
Lone avanzaba a pie, corriendo detrás de él y tirando del castrado cojo.

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Capítulo 9

El puesto comercial estaba situado a una milla del Canadian en una llanura desolada
de esquisto y maleza. Era un edificio de madera de una sola planta que no mostraba
ninguna señal de vida humana a excepción de la fina columna de humo que salía por
una chimenea. Detrás del puesto había un granero medio en ruinas, obviamente ya en
desuso. Y a espaldas del granero había un corral vallado con caballos dentro.
Desde su posición elevada en la loma, Josey contó los caballos… había treinta…
pero no llevaban sillas de montar… ni arneses. Eso indicaba que se trataba de
caballos a la venta… alguien había hecho un trato. Vigiló durante varios minutos. El
poste de amarre de caballos frente al puesto estaba vacío y no advirtió ningún
movimiento dentro de su rango de visión. Bajó despacio con el ruano por la colina y
rodeó el corral. Antes de terminar de rodearlo vio el caballo que quería, un negro
grande con el pecho ancho y vientre redondeado… casi tan grande como su ruano. Se
acercó a la fachada del puesto y, tras sujetar las riendas del ruano al poste de amarre,
se dirigió a la pesada puerta.
Zukie Limmer estaba nervioso y asustado. Y tenía motivos para estarlo. Había
conseguido hacerse con el contrato de puesto comercial bajo los auspicios del ejército
de los Estados Unidos, que específicamente prohibía la venta de bebidas alcohólicas.
Zukie ganaba más dinero con el contrabando que con las mercancías que compraba a
los creek. Ahora estaba asustado. Los dos hombres le trajeron los caballos ayer y
estaban esperando, decían, al destacamento del ejército procedente de Fort Gibson
para inspeccionarlos y comprarlos. Habían guardado sus propios caballos en el corral
y, tras arrastrar las sillas y los arreos al puesto, durmieron sobre el suelo de tierra sin
tan siquiera pedir permiso para hacerlo. Solo los conocía por Yoke y Al, pero sabía
que eran peligrosos porque disimulaban mal su amenaza tras sonrisas burlonas
mientras tomaban todo lo que les apetecía con la frase: «Apunta eso en nuestra
cuenta». Después ambos explotaban en rugidos de risa por un chiste aparentemente
obvio. Afirmaban tener los documentos de los caballos, pero Zukie sospechaba que la
manada de caballos procedía de los comanches… y que era el botín de un asalto en
los ranchos del suroeste de Texas.
La noche anterior, el más grande de los dos, Yoke, pasó su enorme brazo por
encima de los enjutos hombros de Zukie y lo arrimó a su pecho de forma autoritaria,
como si fuera a hacerle una confidencia. Exhaló el pestilente aliento de sus dientes
podridos contra el rostro de Zukie mientras le aseguraba:
—Tenemos los documentos de los caballos… son documentos buenos. ¿Verdad,
Al?
Lanzó abiertamente un guiño a Al y ambos se rieron a carcajadas. Zukie se había
escabullido tras el pesado tablón apoyado sobre barriles que hacía las veces de barra
de bar. Durante la noche movió su caja de monedas de oro al cobertizo adosado

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donde dormía. Había estado todo el día tras el tablón, primero con la esperanza de
que llegara la patrulla del ejército… y ahora temiéndolo; porque los hombres habían
roto el barril de whisky y habían estado bebiendo desde media mañana.
En una ocasión, Zukie casi olvidó del todo su miedo. Cuando la mujer india sirvió
la comida del mediodía y colocó las raciones de ternera frente a ellos en la tosca
mesa, los hombres la retuvieron. La india se quedó quieta en actitud pasiva mientras
manoseaban sus muslos y su trasero y se hacían obscenas sugerencias el uno al otro.
—¿Cuánto quieres por esta squaw? —preguntó Al, el de aspecto de hurón,
mientras acariciaba el vientre de la mujer.
—No está a la venta —dijo Zukie cortante… a continuación, alarmado por su
brusquedad, introdujo cierto tono lastimero en su voz—… Es decir… no es mía…
solo trabaja aquí.
Yoke guiñó un ojo maliciosamente a Al.
—Podría apuntarla en nuestra cuenta, Al.
Y ambos se rieron ante el comentario hasta que Yoke se cayó del taburete. La
mujer se escabulló de nuevo hacia la cocina.
Zukie no se sentía escandalizado por el trato que le habían dado a la mujer, pero
había planeado quedársela para él. Ella había llegado al puesto hacía tan solo cuatro
días y, de acuerdo con su forma de ser, Zukie Limmer nunca abordaba las cosas de
una forma directa… avanzaba furtivamente y de lado, como un cangrejo. Y era
astuto; así lograba saborear más el premio.
Ella había llegado al puesto desde el oeste y quiso venderle una vieja manta.
Zukie la acogió de inmediato. Era una paria. La cicatriz profunda que recorría de
arriba abajo la parte derecha de su nariz era el castigo que practicaban algunas tribus
de las Llanura por infidelidad.
—Te han pillado con un indio de más —había dicho Zukie burlonamente, y lo
repitió.
Era una buena ocurrencia y Zukie se deleitó con su sentido del humor. No era fea.
Tal vez tuviera veinticinco o treinta años y todavía estaba delgada, con pechos
turgentes y muslos torneados que se marcaban contra el ante de gamo con flecos.
Tenía los mocasines desgastados y agujereados y le colgaban de sus pies hinchados y
destrozados. Su rostro de bronce, enmarcado por el cabello recogido en trenzas, era
estoico, pero sus ojos reflejaban la mirada desamparada de un animal herido.
Zukie sintió que se le llenaba la boca de saliva mientras la miraba. Había pasado
las manos sobre la firme redondez de sus senos y ella no se movió. Tenía hambre… y
estaba desesperada. Él la puso a trabajar… y sabía cómo domesticar a los indios…
especialmente a las mujeres indias. Esperó la ocasión, y cuando ella cayó y volcó un
barril casi vacío de salmuera él apretó el rostro de la india contra el suelo mientras la
golpeaba con una duela de barril hasta que se le cansó el brazo. Ella permaneció
inmóvil durante la paliza, pero él sintió la fuerza animal en el interior de aquella
mujer. Vigorosa, con el vientre plano y firme trasero y muslos… apropiadamente

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domesticada. A Zukie le encantó la idea. Cuando comía a la mesa abría la puerta
trasera del cobertizo y hacía que la mujer se acuclillara fuera, junto al perro famélico,
y le lanzaba trozos para que comiera. Estaba casi preparada para poder llevarla a la
cama, y entonces seguro que no se daría tantas ínfulas.
Ahora Yoke le pidió más comida y la india salió de la cocina con más ternera y
patatas. Cuando ella se acercó a la mesa, Yoke rodeó su cintura con un enorme brazo,
la levantó del suelo y la sentó con fuerza sobre la mesa. Presionó su enorme cuerpo
contra los pechos de la mujer y, tras agarrarla por el pelo, intentó sujetarle el rostro
levantado mientras le baboseaba la boca. Su voz sonó inflamada por la lujuria y el
licor.
—Vamos a comprarnos esta pequeña squaw… ¿verdad, Al?
Al estaba acariciando los muslos de la mujer y sus manos subieron por debajo de
la falda de piel de cabritillo. Ella pataleaba e intentaba girar la cara, sin gritar… pero
estaba totalmente indefensa. De repente, la pesada puerta se abrió y Josey Wales
irrumpió en el puesto. Todos se quedaron petrificados en mitad de la acción.
Zukie Limmer sabía que era Josey Wales. El rumor de la recompensa había
corrido por todas partes. La descripción del hombre era exacta: los dos revólveres del
calibre 44 enfundados bajos, la chaqueta de ante, el sombrero gris de caballería… la
profunda cicatriz blanca que le cruzaba las mejillas. ¡El hombre debía de estar loco!
No, probablemente le diera igual vivir o morir para ir por ahí sin ocultar su identidad.
Zukie había oído las historias sobre el fuera de la ley. Ningún hombre podía
sentirse seguro en su presencia y Zukie sintió la temeridad… la crueldad que
emanaba de aquel hombre. La amenaza de Yoke y Al se esfumó quedando
convertidos en dos colegiales traviesos. Zukie Limmer colocó las manos sobre el
tablón… a la vista… y un miedo frío y terrible le convenció de que su vida dependía
del capricho de ese asesino.
Josey Wales se apartó con una experimentada rapidez del vano de la puerta y con
el mismo movimiento fluido avanzó hasta el final de la barra, de manera que ahora
miraba hacia la puerta. No pareció advertir a la mujer india y sus torturadores. Estos
seguían sujetándola, pero miraron fascinados mientras Josey se apoyaba en la barra.
Zukie se giró hacia él… manteniendo las manos apretadas contra el tablón… y dirigió
la mirada a esos ojos negros fríos e impasibles… y entonces Zukie sintió que le
recorría un escalofrío por el cuerpo. Josey sonrió. Quizás pretendía mostrarse
amistoso, pero la sonrisa solo sirvió para hacer más profunda la gran cicatriz, de
manera que su rostro adoptó una expresión de inefable crueldad. Zukie se sintió como
un ratón frente a un enorme gato ronroneando, y por ello se sintió forzado a ofrecerle
algo.
—¿Quiere tomar un whisky, señor? —se oyó decir.
Josey esperó un buen rato.
—Creo que no —dijo secamente.
—También tengo cerveza fría… Una Choc bien destilada. Invita… invita la casa

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—tartamudeó Zukie.
Josey se echó el sombrero hacia atrás.
—Vaya, es muy considerado de su parte, amigo.
Zukie colocó una jarra de lata delante de él y escanció de un barril el oscuro
líquido en ella. Sintió cierto alivio por el hecho de que Josey Wales estuviera
bebiendo cerveza. Era, después de todo, un acto humano. Quizás el hombre tuviera
algunas cualidades. Sin duda era capaz de actuar como un humano…
Josey se limpió la cerveza del bigote con el dorso de la mano.
—De hecho —dijo—, quiero comprar un caballo.
—Un caballo… ah… ¿un caballo? —repitió Zukie estúpidamente.
Al se había acercado a la barra tambaleante.
—Dame una jarra de esa Choc —dijo con voz pastosa.
Zukie, todavía con la mirada puesta en Josey, hundió una jarra de lata en el barril,
la llenó y la colocó sobre la barra.
—Los caballos —dijo— pertenecen a estos caballeros. Sin duda ellos… es
decir… estoy seguro de que le venderán uno.
Al se giró lentamente para encarar a Josey, sujetando la jarra de cerveza a la
altura de la cintura, y bajo esta sostenía una pistola… el percutor ya estaba levantado.
Una sonrisa taimada y triunfal le arrugó el rostro.
—Josey Wales —susurró… y, a continuación, se rio—. ¡Josey Wales, por Dios!
Cinco mil pavos de oro acaban de entrar justo por esa puerta. El mismísimo don
Relámpago Azul que tanto temen todos. Vaya, vaya, señor Relámpago, como mueva
un solo pelo, un solo dedo… esparciré sus tripas por la pared. Ven aquí, Yoke —
llamó a su compañero.
Yoke se acercó arrastrando los pies tras soltar a la mujer india. Zukie estaba
aterrorizado mirando a Al y a Josey. El fuera de la ley observaba fijamente los ojos de
Al… no se había movido. Zukie volvió a recobrar la confianza.
—Escucha, Al —lloriqueó Zukie—, este hombre está en mi local. Lo he
reconocido y me corresponde una parte. Yo…
—Cierra el pico —dijo Al violentamente, sin apartar los ojos de Josey—, cierra el
pico, maldito viejo chivo. Yo soy el que lo ha atrapado.
Al se estaba poniendo nervioso por la tensión en aumento.
—Veamos —dijo irritado—, cuando le diga que se mueva, señor Relámpago,
muévase lentamente, como una cabra en invierno, o dejo caer el percutor. Baje
despacio las manos, saque las pistolas, con la culata por delante, y sujételas para que
Yoke pueda cogerlas. ¿Me entiende? Asienta, maldita sea.
Josey asintió.
—Ahora —ordenó Al—, saque las pistolas.
Con una lentitud dolorosa Josey desenfundó los Colts y se los ofreció a Yoke con
las culatas por delante. Tenía un dedo de cada mano sobre el seguro del gatillo. Yoke
dio un paso adelante y alargó las manos para agarrar las culatas que se le ofrecían.

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Tenía las manos casi en las culatas de los revólveres cuando estas giraron sobre los
dedos de Josey con una leve sacudida de sus muñecas. Como por arte de magia, las
pistolas se habían dado la vuelta y los cañones ahora apuntaban a Al y a Yoke… pero
Al nunca lo vio.
El enorme 44 de la mano derecha detonó con un estruendo ensordecedor
levantando a Al del suelo y arqueando su cuerpo hacia atrás. Yoke se quedó atónito.
Pasó un segundo completo antes de que echara mano a la pistola que colgaba de su
cadera. Sabía que era un esfuerzo inútil, pero leyó la muerte en los ojos negros de
Josey Wales. El Colt de la mano izquierda tronó y la parte superior del cráneo de
Yoke… y la mayoría de su cerebro… quedaron esparcidos sobre un poste.
—¡Dios mío! —gritó Zukie—. ¡Dios mío!
Y se derrumbó sollozando en el suelo. Había sido testigo del giro de las pistolas.
Unos años más tarde el pistolero texano John Wesley Hardin ejecutó el mismo truco
para desarmar a Bill «el Salvaje» Hickok en Abilene. Llegaría a ser conocido en el
Oeste como el «Giro de la Frontera», en honor a los pistoleros de la Frontera de
Misuri que lo inventaron… pero pocos se atrevían a practicarlo, se precisaba ser un
pistolero experto.
Un humo acre y azul llenó la habitación. La mujer india no se había movido, ni
tampoco lo hizo ahora, pero siguió con la mirada a Josey Wales.
—Póngase de pie, señor —Josey se inclinó sobre el tablón y bajó la mirada hacia
Zukie, que se puso de pie de un salto. Le temblaban las manos mientras observaba al
fuera de la ley cortando un trozo de tabaco y metiendo el resto de nuevo en la
chaqueta. Lo masticó durante unos segundos mirando pensativamente a Zukie.
—Bueno, veamos —dijo con cuidadosa reflexión—, usted dijo que esos caballos
pertenecen a estos peregrinos de aquí —señaló a los «peregrinos» lanzando un chorro
de jugo de tabaco hacia ellos.
—Sí… Sí —Zukie se mostró nerviosamente solícito—… y señor Wales, yo solo
intentaba echarlos… para ayudarle a usted… con todos esos rumores sobre la
recompensa.
—Se lo agradezco mucho —dijo Josey cortante—, pero volviendo al tema de los
caballos, parece ser que estos pobres peregrinos ya no van a necesitar esos caballos…
teniendo en cuenta que los dos han fallecido… así que supongo que los caballos son
más o menos de propiedad pública… ¿no cree?
Zukie asintió vigorosamente.
—Sí, diría que así es… estoy de acuerdo. Me parece lo justo y lo correcto.
—Más justo que justo y más claro que el agua —dijo Josey con satisfacción—.
Bueno, siendo yo un ciudadano público y demás —continuó Josey—, supongo que
me llevaré mi parte de la propiedad, ya que no tengo tiempo de esperar a que un
tribunal divida todo en partes.
—Yo creo que debería quedarse con todos los caballos —dijo Zukie
generosamente—. En realidad… es decir, en realidad le pertenecen.

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—No soy un buitre —dijo Josey—. Debemos pensar en los demás ciudadanos
públicos. Con un caballo me bastará. Coja esa cuerda colgada allá atrás, venga fuera
y echemos mano a mi propiedad.
Zukie se escabulló por la puerta trotando delante de Josey hacia el corral.
Enlazaron al enorme negro. Josey le colocó el ronzal y se montó en el ruano. Desde
la silla bajó la mirada hacia Zukie, que removía el suelo nerviosamente con los pies.
—Supongo que puede seguir con vida, señor —su voz sonó gélida—, pero una
mujer es una mujer. Tengo amigos en las Naciones y si me llegan noticias de que esa
mujer está siendo maltratada, me sentará realmente mal.
Zukie sacudió la cabeza.
—Se lo juro, señor Wales… Le doy mi palabra solemne, no será… otra vez. Yo…
—Le veré pronto —dijo Josey, tras lo cual hundió las espuelas en el ruano y salió
al galope dejando un remolino de polvo y tirando del caballo negro a sus espaldas. La
mujer india lo observó mientras estaba agachada tras el cobertizo.
Cuando Josey coronó la primera elevación, encontró a Lone esperándole con el
rifle apuntando al puesto comercial. Los ojos de Lone brillaron al contemplar el
enorme negro.
—Uno tendría que dormir con ese caballo para evitar que su abuela se lo robara
—dijo con admiración.
—Sí —dijo Josey con una sonrisa—. Y además me ha salido barato. Pero si no
nos largamos de aquí en menos de un minuto, nos pillará el Ejército. Se espera que
llegue una patrulla de Fort Gibson en cualquier momento.
Se movieron rápidamente mientras cambiaban el equipo de Lone del castrado gris
al negro. El castrado se apartó inmediatamente y comenzó a pastar.
—Estará curado en una semana… quizás corra libre el resto de su vida —dijo
Lone con nostalgia.
—Vayámonos —dijo Josey, y giró el ruano conduciéndolo colina abajo, seguido
por Lone a lomos del negro. Ahora contaban con espléndidas monturas; el ruano
apenas un palmo más alto que el robusto caballo negro. Tras vadear el Canadian, se
dirigieron hacia Seminole y las Naciones de los choctaw.
Menos de una hora más tarde, Zukie Limmer estaba relatando su historia a la
patrulla del ejército de Fort Gibson, y tres horas más tarde ya se habían enviado
partes alertando al estado de Texas. Adjuntas a estos partes, se leían las siguientes
instrucciones: DISPAREN EN EL ACTO. NO INTENTEN DESARMARLO, REPETIMOS: NO
INTENTEN DESARMARLO. RECOMPENSA DE CINCO MIL DÓLARES: MUERTO.
La historia del giro de pistola corrió como la pólvora hacia el sur, al mismo ritmo
que se enviaban los partes. La historia fue creciendo a medida que iba pasando de
boca en boca alrededor de las hogueras de los arrieros que subían por la ruta… y se
difundió por los asentamientos. La violenta Texas ya sabía y hablaba de Josey Wales
mucho antes de que este llegara a sus fronteras… el exteniente de Bill el Sanguinario,
el pistolero con las manos rápidas como relámpagos y los nervios de acero que

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dominaba el macabro arte de la muerte con los cañones de sus Colt del 44.

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Capítulo 10

Cabalgaron hasta altas horas de la noche. Josey dejó que Lone encabezara la marcha
y cabalgó a su zaga. El cheroqui era un experimentado rastreador y con la amenaza
de la persecución puso toda su experiencia en práctica.
En una ocasión, durante una milla, avanzaron con los caballos por en medio de un
arroyo poco profundo y los condujeron hacia la ribera cuando Lone encontró
guijarros sueltos que no dejaban rastro. Durante unas diez millas viajaron
temerariamente por la Ruta Shawnee claramente marcada, mezclando sus huellas con
las huellas en la ruta. Cada vez que paraban para dejar que descansaran los caballos,
Lone clavaba un palo en la tierra… lo sujetaba con los dientes y «escuchaba»
sintiendo las vibraciones de caballos. Y en todas las ocasiones, mientras volvía a
montar, sacudía perplejo la cabeza.
—Un sonido muy débil… quizás un caballo… pero nos sigue… no podemos
quitárnoslo de encima.
Josey frunció el ceño.
—No creo que sea un caballo… quizás sea un maldito búfalo… o un caballo
salvaje que anda siguiéndonos.
A la medianoche descansaron. Envueltos en mantas sobre la ribera de un arroyo
que serpenteaba hacia Pine Mountain, durmieron con las riendas enrolladas en las
muñecas. Dieron grano a los caballos, pero los dejaron ensillados y con las correas
flojas.
Se despertaron antes del amanecer y tomaron un desayuno frío de tasajo de
ternera y biscotes y dieron doble ración de grano a los caballos para que aguantaran
una larga marcha. Lone de repente colocó la mano sobre la tierra. Se arrodilló y
presionó la oreja contra el suelo.
—Es un caballo —dijo en voz baja—, viene al arroyo.
Ahora Josey pudo oírlo abriéndose camino entre la maleza. Ató los caballos
detrás de un arbusto de caquis y salió al pequeño claro.
—Yo seré el cebo —dijo con calma.
Lone asintió y sacó un enorme cuchillo de su funda. Se lo colocó entre los dientes
y se deslizó silenciosamente entre la maleza hacia el arroyo. Ahora Josey podía ver al
caballo. Era un pinto y el jinete estaba inclinado sobre la grupa, estudiando el suelo
mientras cabalgaba. Entonces el jinete vio a Josey, pero no se paró, sino que azuzó el
pinto al trote. El caballo estaba a unas veinte yardas de Josey y este pudo ver que el
jinete llevaba una pesada manta sobre la cabeza que caía por los hombros.
De repente, una figura saltó de la maleza, se puso a horcajadas sobre el pinto y
tiró al jinete del caballo. Era Lone. Se sentó encima del jinete sobre el suelo y levantó
el cuchillo para asestar el tajo mortal.
—¡Espera! —gritó Josey.

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La manta se había caído revelando al jinete. Era la mujer india. Lone se quedó
sentado sobre ella perplejo. Un perro de aspecto feroz atacaba uno de sus mocasines y
Lone le dio una patada al levantarse. La mujer india se sacudió la falda con calma y
permaneció de pie. Mientras Josey se acercaba, ella señaló hacia atrás en dirección al
arroyo.
—Soldados a caballo —dijo—, a dos horas.
Lone la miró fijamente.
—¿Cómo demonios…? —dijo.
—Estaba en el puesto comercial —explicó Josey, y luego se dirigió a la mujer—:
¿Cuántos soldados a caballo?
Ella negó con la cabeza y Josey se dirigió a Lone.
—Pregúntale sobre los soldados a caballo… prueba con algún dialecto.
—Signos —dijo Lone—. Todos los indios conocen el lenguaje de signos, incluso
las tribus que no pueden entender el habla de otras tribus.
Lone movió las manos y los dedos en el aire. La mujer asintió vigorosamente y
respondió con sus propias manos.
—Ella dice —Lone se volvió hacia Josey—, hay veinte soldados a caballo, a
dos… o tal vez tres horas de aquí… espera, está hablando otra vez.
Las manos de la mujer india se movieron rápidamente durante varios minutos
mientras Lone la observaba. Este soltó una risilla… se rio a carcajadas… y luego se
quedó callado.
—¿Qué dice? —preguntó Josey—. Demonios, amigo, ¿no puedes hacer que se
calle?
Lone extendió la palma de la mano hacia la mujer y miró con admiración a Josey.
—Me ha contado lo de la pelea en el puesto… y lo de tus pistolas mágicas. Dice
que eres un gran guerrero y un gran hombre. Ella es cheyene. Ese signo que hizo
cortándose la muñeca… es el signo de los cheyenes… todas las tribus de las Llanuras
poseen un signo que los identifica. El movimiento de su mano hacia delante,
meneándose, es el signo de la serpiente… el signo de los comanches. Dice que los
dos hombres que mataste negociaban con los comanches… se les llama
comancheros… los que comercian con comanches. Ha dicho que fue violada por un
piel roja de los arapahoes… su signo es el signo de la «nariz sucia»… cuando se
sujetó la nariz con los dedos… y que el jefe cheyene, Moke-to-ve-to, o Cazo Negro,
creyó que ella no se había resistido lo suficiente… debería haberse quitado la vida
ella misma… así que fue azotada, le cortaron la nariz y fue expulsada de la tribu para
que muriera sola —Lone hizo una pausa—. Su nombre, por cierto, es Taketoha…
significa «Pequeño rayo de luna».
—Y no hay ninguna duda de que sabe hablar —dijo Josey admirado. Escupió un
chorro de jugo de tabaco hacia el perro… y el sabueso gruñó. A continuación dijo—:
Dile que regrese al puesto. Ahora la tratarán mejor. Dile que muchos hombres quieren
matarnos… que debemos cabalgar rápido… que es demasiado peligroso para una

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mujer —Josey hizo una pausa—, y dile que le agradecemos lo que ha hecho por
nosotros.
Las manos de Lone se movieron con destreza. La observó solemnemente mientras
la mujer le contestaba. Finalmente, Lone miró a Josey y, cuando habló, se percibía
orgullo en su voz.
—Dice que no puede regresar. Que ha robado un rifle, provisiones y el caballo.
Dice que no regresaría incluso si pudiera… que seguirá nuestro rastro. Tú le salvaste
la vida. Dice que puede cocinar, rastrear y luchar. Nuestras costumbres son sus
costumbres. Dice que no tiene adonde ir —el rostro de Lone permanecía inexpresivo,
pero sus ojos miraban con recelo a Josey—. Sin duda es bonita —añadió a modo de
esperanzada recomendación.
Josey escupió.
—Maldita sea mi estampa. Aquí estamos, arrastrándonos en dirección a Texas
como un tren de mercancías. Bueno… —suspiró, y mientras giraba los caballos dijo
—: tendrá que rastrearnos si se retrasa, y cuando se canse puede irse.
Lone se montó en la silla y dijo:
—Ella piensa que soy un Jefe cheroqui.
—Me pregunto de dónde habrá sacado esa idea —apostilló Josey secamente.
Pequeño Rayo de Luna cogió su rifle y su manta y se montó en el pinto como una
experta amazona. Esperó modestamente, con los ojos clavados en el suelo, a que los
hombres retomaran la ruta.
—Me pregunto… —dijo Josey mientras sacaban sus monturas de la maleza.
—¿Qué te preguntas? —preguntó Lone.
—Solo me preguntaba… —dijo—. Supongo que ese redbone sarnoso tampoco
tiene adonde ir.
Lone se rio y encabezó la marcha con Josey a la zaga. A una distancia respetuosa,
Pequeño Rayo de Luna, envuelta en una manta les seguía sobre el pinto y a sus pies
el perro huesudo olisqueaba el rastro.
Viajaron hacia el sur, luego al suroeste y dejaron Pine Mountain a su izquierda
avanzando principalmente por la pradera abierta. La pradera se veía más verde. Lone
mantuvo al negro a un medio galope vigoroso y el gran ruano se mantenía al paso sin
dificultad, pero Pequeño Rayo de Luna fue quedándose cada vez más atrás. Hacia la
mitad de la tarde Josey solo veía su cabeza subiendo y bajando mientras espoleaba al
pinto a paso vivo a casi una milla a sus espaldas.
No habían visto soldados, pero a última hora de la tarde una partida de indios
medio desnudos y armados con rifles coronó una loma a su izquierda y situaron sus
caballos formando un ángulo para interceptarlos.
Lone frenó al negro.
—Cuento doce —dijo Josey tras adelantarse hasta alcanzar a su compañero.
Lone asintió.
—Son choctaws de camino a la ruta del ganado. Les pedirán un pago por

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atravesar sus tierras… luego se quedarán con parte del ganado… con permiso o sin
él.
Los indios se acercaron, pero, tras examinar a los dos hombres armados hasta los
dientes montados en sendos caballos grandes, viraron y aflojaron el paso.
Continuaron cabalgando durante un cuarto de milla, pero entonces Lone frenó al
negro en seco tan repentinamente que Josey estuvo a punto de chocarse con él.
—¡Taketoha! —gritó—. ¡Pequeño Rayo…!
Simultáneamente, giraron los caballos y regresaron al galope por la ruta. Al llegar
a una elevación, divisaron a los indios que galopaban a cierta distancia del caballo
pinto. Pequeño Rayo de Luna sostenía firmemente el rifle y apuntaba con él a la
cuadrilla. Entonces, los choctaws vieron a Lone y a Josey esperando en la loma y se
alejaron de la mujer india. Habían captado el mensaje; esa squaw era, de alguna
manera, un miembro de aquella extraña partida que incluía dos jinetes de aspecto
duro montados en caballos gigantescos y un chucho cadavérico con orejas largas y
ancas huesudas.
Era ya medianoche cuando acamparon a orillas del arroyo Clear Boggy, a menos
de un día a caballo del río Rojo y de Texas. Una hora más tarde Pequeño Rayo de
Luna llegó al campamento trotando sobre el pinto.
Josey escuchó cómo se deslizaba silenciosamente entre las mantas. Vio a Lone
levantarse y dar grano al pinto. Ella se envolvió en una manta a poca distancia de
ellos y no comió antes de dormirse.
Sus movimientos despertaron a Josey antes del amanecer y olió comida cocinada,
pero no vio ningún fuego. Pequeño Rayo de Luna había arrastrado un tronco hueco
cerca de ellos, talló un agujero en un lateral y colocó una cazuela negra sobre un
fuego cautivo y oculto.
Lone ya estaba comiendo.
—Creo que me voy a aficionar a la vida en un tipi… si siempre es así —dijo
sonriente. Y mientras Josey se levantaba para alimentar a los caballos añadió—: Ella
ya les ha dado grano… y agua… y los ha cepillado… y los ha ensillado. Será mejor
que aposentes tu trasero como un jefe indio y comas.
Josey tomó un cuenco que ella le ofreció y se sentó con las piernas cruzadas junto
al tronco.
—Veo que el Jefe cheroqui está comiendo ya —dijo.
—Los Jefes cherokee tienen gran apetito —Lone sonrió, eructó y luego se estiró.
El perro gruñó a algo que se movía… estaba masticando un conejo descuartizado.
Josey observó al perro mientras comía.
—Ya veo que el viejo chucho se ha conseguido su ración —dijo—. Recuerdo a
otro redbone que teníamos en mi casa de Tennessee. Fui con Pa a comprarlo. Tenían
hermosos cazadores de mapaches con pintas azules, july hounds y sabuesos similares,
pero Pa pagó cincuenta centavos y una jarra de blanco por un viejo redbone que tenía
la cola rota, le faltaba un ojo y tenía media oreja mordida. Le pregunté a Pa por qué, y

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me dijo que desde el primer momento en que vio a aquel viejo chucho, supo que tenía
madera… que conocía el terreno y sabía de lo que iba todo… llegó a ser el mejor
cazador de mapaches que tuvimos jamás.
Lone miró a Pequeño Rayo de Luna mientras guardaba su equipo sobre el pinto.
—Pasa algo tan parecido… y en tantas ocasiones… con las mujeres. Tu Pa era un
sabio montañés.
El viento trajo un aroma a húmedo abril mientras cabalgaban hacia el sur, todavía
en la Nación Choctaw. Al anochecer divisaron el río Rojo, y cuando ya era noche
cerrada los tres vadearon no muy lejos de la Ruta Shawnee. Y así pusieron pie en el
violento territorio de Texas.

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Capítulo 11

Texas en 1867 estaba sometido al férreo control del gobierno militar del general de la
Unión Phil Sheridan. Este había defenestrado al gobernador James W. Throckmorton
y nombró para el cargo a su propio gobernador, E. M. Pease. Pease, un hombre de
paja del Ejército del Norte a las órdenes de políticos radicales de Washington, pronto
sería sustituido por otro gobernador militar, E. J. Davis, pero las condiciones
siguieron siendo las mismas.
Solo aquellos que habían firmado el «Juramento Ironclad»[7] podían votar. Los
soldados de la Unión hacían largas colas frente a las urnas electorales. Todos los
simpatizantes de los sureños habían sido expulsados de sus cargos. Jueces, alcaldes,
sheriffs… fueron reemplazados por lo que los texanos llamaban «scalawags»[8], si los
chaqueteros eran del Sur, y «carpetbaggers»[9] si eran del Norte. Milicias armadas de
chaquetas azules llamados «Reguladores» impusieron, o intentaron imponer, la
voluntad del gobernador, y turbas de asediadores unionistas, medio controlados por
los políticos, se asentaron en el territorio como una plaga de langostas.
Los efectos de la avaricia carroñera y los tejemanejes de los políticos campaban a
sus anchas, afanados por confiscar propiedades y hogares y forrarse los bolsillos con
las tasas y los impuestos. El Ejército Regular, como era habitual, quedó atrapado en
medio y mayormente se quedaba al margen o se dedicaba a la inútil tarea de intentar
contener las incursiones de los sanguinarios comanches y kiowas que habían
penetrado hasta el territorio central de Texas. Esas Fieras de las Llanuras defendían
con uñas y dientes su último territorio libre, que se extendía desde el profundo
México hasta el río Cimarrón en el norte.
Los nombres de rebeldes salvajes iban adquiriendo sangrienta reputación; Cullen
Baker, el demonio de Luisiana, se estaba haciendo famoso. El capitán Bob Lee, que
había estado a las órdenes del incomparable Bedford Forrest en Tennessee, estaba
librando una pequeña guerra contra las Ligas de la Unión lideradas por Lewis
Peacock. Operando desde los condados de Fannin, Collins y Hunt, Lee estaba
incendiando el noreste de Texas. Ya le habían puesto precio a su cabeza. Bill Longley,
el frío asesino de Evergreen, se encontraba en búsqueda y captura, y más al sur, por
los condados de DeWitt y de Gonzales, estaba el clan de los Taylor. Liderados por el
excapitán confederado Creed Taylor, tenía bajo sus órdenes a sus hermanos Josiah,
Rufus, Pitkin, William y Charlie… y a sus hijos Buck y Jim, y a todo un ejército de
una segunda generación.
Procedentes de ambas Carolinas, Georgia y Alabama, los Taylor luchaban bajo el
siguiente lema familiar, grabado a fuego en su sangre desde el nacimiento:
«Quienquiera que derrame sangre de un Taylor, debe morir por la mano de un
Taylor». Y no era una metáfora. Ciudades enteras se vieron aterrorizadas por los

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tiroteos entre los Taylor, sus familiares y amigos… y los Reguladores liderados por
Bill Sutton y su séquito. Eran duros y malvados; empeñados en defender sus
«popriedades»; nunca habían sido derrotados y tenían la intención de dejarlo bien
claro.
Simp Dixon, un familiar de los Taylor, murió en Cotton Gin, Texas, con la
espalda apoyada en una pared… lo acribillaron a balazos y aun así siguió disparando
sus dos 44. Se llevó por delante a cinco reguladores con él. Los hermanos Clements
continuaron asaltando las ciudades controladas por carpetbaggers y periódicamente
subían al norte por la ruta cuando el calor de Texas se hacía demasiado nocivo. Los
ranchos desatendidos desde hacía cuatro años habían perdido miles de cuernilargos
asilvestrados por los montes. El noreste del país necesitaba ternera y los jinetes
sureños abarrotaban las distintas rutas reuniendo el ganado en manadas y
dirigiéndolas al norte.
Primero subían por la ruta de los Shawnee hacia Sedalia, Misuri… luego por la
ruta de Chisholm hacia Abilene, Kansas… Y por la Ruta Occidental hacia Dodge
City, a medida que las líneas ferroviarias se fueron extendiendo hacia el oeste. Cada
primavera y cada otoño convertían las pequeñas poblaciones ganaderas cabezas de
vía en «Pequeños Texas» e imprimieron en ellas una marca de lo salvaje que más
tarde otorgaría a esos pequeños pueblos un lugar en la historia por siempre jamás.
Era un año antes de que un joven, John Wesley Hardin, iniciara su carrera
monstruosamente sangrienta… pero él solo fue uno más entre muchos. El general
Sherman comentó sobre la época y el lugar: «Si fuera propietario de Texas y del
Infierno, alquilaría Texas y viviría en el Infierno». Bueno, Sherman sabía bien dónde
encontrar la compañía de su agrado. En cuanto a los texanos… los que no pudieron
hacerse con las riendas de un caballo desbocado decidieron marcharse,
preferiblemente en una caja de madera de pino.
Y ahora se corrió la noticia por la Ruta. El Rebelde de Misuri y guerrillero sin
parangón, Josey Wales, iba de camino a Texas. Era suficiente para que un texano
pateara el suelo con regocijo y escupiera al viento. A los políticos les produjo
pensamientos frenéticos y una actividad febril. Ambos bandos se prepararon para la
llegada.
Las hogueras parpadeaban hasta donde alcanzaba la vista. Manadas
madrugadoras, en busca de las mejores ofertas en los mercados tras un periodo
invernal sin ternera en el Norte, se amontonaban unos junto a otros casi de punta a
punta de la ruta. Los cuernilargos berreaban y se empujaban mientras los vaqueros
los rodeaban y los guardaban en un vallado para pasar la noche. Josey, Lone y
Pequeño Rayo de Luna… que ahora cabalgaban juntos… pasaron cerca de las
hogueras más avanzadas, entre las sombras. Los acordes de un banjo de cinco cuerdas
sonaban metálicos por encima de los sonidos del ganado y una voz lastimera se alzó
en un canto:

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Dicen que ya no puedo empuñar mi rifle,
que ya no puedo luchar contra ellos,
pero no voy a quererles jamás
ahora que ya no hay duda alguna.
Y no quiero ningún perdón
por lo que fui y por lo que soy,
y no seré reconstruido,
y me importa todo un comino

Acamparon en un barranco poco profundo sin agua, lejos de las manadas. Al no


poder atar con estacas a los caballos para que pacieran, y con el apetito añadido del
pinto, el grano se les estaba agotando.
Era la hora del café para los vaqueros de la manada de los hermanos Gatling.
Había tres hermanos Gatling y once jinetes que conducían tres mil cabezas de
cuernilargos. Había sido un día duro. Las manadas les seguían en hileras a sus
espaldas e inmediatamente después les seguían vaqueros mexicanos con una manada
más pequeña, quienes les empujaban y gritaban para que fueran más rápido. Se
habían producido varias refriegas durante el día y los jinetes estaban de un humor de
perros. Los cuernilargos todavía no estaban domados para recorrer la ruta y seguían
asilvestrados mientras eran conducidos por el campo; y algunos habían estado
embistiendo durante todo el día y alejándose de la manada principal, lo cual mantuvo
ocupados a los vaqueros. Ahora diez de ellos estaban agachados o sentados con las
piernas cruzadas alrededor del fuego, devorando habichuelas con ternera. La mitad de
ellos tendría que reemplazar a los jinetes que ahora cabalgaban en círculos alrededor
de la manada para encargarse de la primera guardia de la noche. Ninguno parecía
tener prisa por volverse a montar en la silla. Toscamente ataviados, la mayoría de
ellos llevaba chaparreras… los vaqueros las llamaban «chaps»… y pesadas pistolas
colgaban de cinturones caídos alrededor de sus cinturas.
La voz se escuchó claramente:
—Hooolaaa, campamento.
Todos los hombres se tensaron. Cuatro de ellos desaparecieron en la oscuridad
tras retroceder unos pasos del fuego. Tenían los «papeles», y aunque estaban
protegidos por el código de la ruta… todos los jinetes de la manada lucharían hasta
morir en su defensa… no tenía sentido preocupar y molestar a un agente del orden
metomentodo.
El jefe de ruta, durante un buen rato, continuó masticando ternera, haciéndoles
esperar el tiempo suficiente. Luego se levantó y berreó:
—¡Acérquense!
Escucharon las lentas pisadas del caballo… y luego lo vieron a la luz de la
hoguera. Era un enorme caballo negro que bufaba y reculaba cuando el jinete se
aproximó. Desmontó y no dejó las riendas del negro sueltas sino que las ató a la

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rueda del carromato de la comida. Sin mediar palabra, sacó un plato y una taza de
metal de las alforjas, se sirvió una buena cantidad de habichuelas y ternera de la olla,
se escanció calmadamente café en la taza y se agachó para comérselo en el círculo de
jinetes. Esa era la costumbre. La cantina estaba a disposición de cualquier jinete en la
ruta.
Era de mala educación hacer preguntas en Texas. Siempre que un hombre
formulaba una, la acompañaba invariablemente con un «sin acritud»… a menos, por
supuesto, que sí se quisiera mostrar acritud… en cuyo caso uno debía estar preparado
para desenfundar su pistola. De todas formas, las preguntas no eran necesarias. Todos
los vaqueros presentes podían «interpretar» las señales. El jinete calzaba botas
mocasín y el pelo negro largo y en trenzas. Era indio. El sombrero gris de caballería
significaba confederado. Un cheroqui confederado. Llevaba el 44 enfundado y un
cuchillo. Un guerrillero. Venía de las Naciones, en el Norte, y cabalgaba hacia el
sur… si no fuera así, si hubiera venido por el sur, habría parado a comer en el
extremo trasero del convoy. El caballo era demasiado bueno para un indio o un
vaquero normal, por lo tanto, debía de estar huyendo de algo, que es cuando uno
necesita el mejor ejemplar equino que pueda conseguirse. La «interpretación» tan
solo precisaba de un minuto. Todos dieron su aprobación… y mostraron su acuerdo
retomando la conversación.
—Solo podrán cazar a Wales por la espalda —opinó un vaquero barbudo mientras
rebañaba las habichuelas con un biscote.
Otro se levantó y volvió a llenarse el plato.
—Whit cabalgó con Bill Todd y Fletch Taylor en Misuri… dice que vio a Wales
en una ocasión en el 65, en Baxter Springs. Disparó a tres polainas rojas… Whit dice
que era imposible ver el movimiento de sus manos… y ninguno de los polainas logró
desenfundar.
—Unos panzas-azules lo rastrearon por las Naciones —dijo otro—. Dicen que va
con otro jinete… ahora quizás dos.
El jefe de ruta habló:
—Se sabe que tenía amigos entre los cheroquis.
Su voz se apagó… había hablado sin pensar en sus palabras… y ahora se hizo un
incómodo silencio. Los hombres lanzaron rápidas miradas de reojo hacia el indio, que
parecía no haberlo oído. Estaba concentrado en su plato de hojalata.
El jefe de ruta se aclaró la garganta y se dirigió al indio:
—Forastero, nos preguntábamos por las condiciones de la ruta allá en el norte. Es
decir, si es que viene de esa dirección, sin intención de molestar.
Lone levantó la mirada despreocupadamente y habló con un bocado de ternera en
la boca.
—No es molestia —dijo—. El pasto debería estar bien. A un día de distancia de la
otra orilla del Rojo os molestarán algunos choctaws… hay grupos pequeños armados
con viejos rifles de carga delantera. Las aguas del Canadian todavía no han subido, al

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menos, no lo habían hecho hace unos días. Si van a desviarse por la ruta Chisholm, se
toparán con el Arkansas al oeste del Neosho… tampoco debería ir muy crecido…
pero nunca he llegado tan al oeste. Al este, por la ruta Shawnee… está un poco
crecido —rebañó los restos de las habichuelas, limpió el plato con arena y apuró el
último trago de café—. Quiero comprar un poco de grano para animales… si les
sobra algo.
—Estamos tirando de nuestras reservas… no llevamos grano —dijo el jefe de ruta
—, pero solo para un caballo, tal vez…
—Tres caballos —dijo Lone.
El jefe de ruta se volvió hacia el cocinero.
—Dale la avena del carromato de la comida —y dirigiéndose a Lone—. No es
mucho… solo para un día o dos… pero nosotros podemos desayunar fritos de maíz…
¿verdad, chicos?
Los vaqueros asintieron moviendo sus enormes sombreros al unísono. Lo sabían.
—Me gustaría pagar —dijo Lone mientras tomaba el saco de avena del cocinero.
—Ni hablar —dijo un vaquero junto al fuego con voz alta y clara.
Cuando Lone se montó en el negro, el jefe de ruta sujetó la brida durante unos
segundos:
—Ligas de la Unión, unos veinticinco hombres… o treinta… registraron las
manadas a un día a caballo de aquí… se dirigían al oeste. Les oí decir que los
Reguladores estaban peinando todo el territorio en esta parte del condado.
Y entonces soltó la brida.
Lone bajó la mirada hacia el jefe de ruta y sus ojos brillaron.
—Se lo agradezco —dijo en voz baja, tiró del negro y desapareció.
—Buena suerte —las voces de los hombres flotaron hacia él desde la hoguera.
Josey y Pequeño Rayo de Luna le esperaban en la charca cercana. Josey se sentó
sujetando las riendas de los caballos y Pequeño Rayo de Luna permaneció de pie
detrás de él, en la parte alta de la ribera, atenta al regreso de Lone. Antes de que él
escuchara los pasos del indio, ella le tocó el brazo.
—Caballo —dijo secamente.
Josey sonrió en la oscuridad, una squaw cheyene que hablaba como un vaquero.
Escuchó el informe de Lone en silencio. Por alguna razón… había dado por sentado
que Texas seguiría siendo tal como era cuando pasó allí el invierno durante la Guerra;
todo parecía en paz tras las líneas confederadas… pero ahora, las mismas traiciones
que habían asolado Misuri durante tantos años estaban presentes en Texas.
Su rostro se endureció. No iba a resultar fácil llegar a México. Le sorprendía que
conocieran tan bien su nombre, y la palabra «Reguladores» le resultaba nueva. Lone
le observó y esperó pacientemente a que Josey hablara. Lone Watie era un rastreador
experto. Había sido un hombre de caballería de la más alta categoría, pero sabía por
instinto que ese clima de Texas requería el liderazgo del guerrillero experto.
—Cabalgaremos de noche —dijo Josey con tono grave—, descansaremos de día

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junto a los riachuelos y bajo los árboles. Cuanto más bajemos al sur, más seguros
estaremos. Sigamos cabalgando.
Dirigieron los cansados caballos hacia el sur, bordeando ampliamente las
hogueras de las manadas.
La mañana del cuarto día divisaron el Brazos y acamparon en un espeso bosque
de álamos a media milla de la carretera de Towash. Pequeño Rayo de Luna se hizo un
ovillo a los pies de un árbol y se quedó dormida. Ya no quedaba grano para los
caballos y Lone los ató a una estaca en un terreno con escasa hierba… y a
continuación se tumbó en el suelo con el sombrero sobre la cara.
Josey Wales observó la carretera de Towash. Desde donde estaba sentado,
apoyado en un álamo, podía ver los jinetes que pasaban a sus pies. Muchos jinetes,
solos y en grupos. Ocasionalmente pasaba un carro que levantaba el fino polvo gris…
y aquí y allá algún que otro precioso caballo. Hacia el oeste pudo ver la ciudad,
apenas visible tras la bruma polvorienta, y una pista de carreras en los límites de la
población. Era día de carreras; eso significaba mucha gente. En ocasiones uno podía
moverse entre mucha gente sin llamar la atención.
Josey masticó laboriosamente un trozo grande de tabaco y se puso a darle vueltas
a un plan. No veía jinetes azules en el camino. México, ese objetivo efímero para
hombres efímeros que no tenían mundo ni objetivo, estaba a un largo trecho.
Conseguirían provisiones en la ciudad y marcharían hacia el sur en dirección a San
Antonio y la frontera.
—De todas formas —reflexionó en voz alta—, si Pequeño Rayo de Luna no
consigue una silla nueva… o un caballo… se va a romper el trasero en ese pinto.
Despertaría a Lone a mediodía.
Josey ignoraba el nombre de la ciudad. Estaban allí por casualidad después de
avanzar por la vieja carretera de Dallas a Waco pasada la medianoche y abandonarla
cuando las primeras luces del día despuntaron por el este.
La ciudad era Towash, uno de tantos centros de carreras y apuestas en el corazón
de Texas. Al sureste estaba Bryan, que ganó cierta fama cuando Big King, propietario
del salón Blue Wing, perdió aquel establecimiento por una mala mano a las cartas. El
ganador y nuevo propietario era Ben Thompson, el jugador y demonio pistolero
exconfederado de Austin. Brenham, Texas, al sur del Brazos, era otro centro de
reunión de la curtida aristocracia de los naipes y las pistolas.
Towash era un lugar extraordinario. Pero ahora ha desaparecido y tan solo unas
cuantas chimeneas de piedra ruinosas marcan su previa existencia… al oeste de
Whitney. Pero en 1867 Towash se había hecho un gran nombre… al más puro estilo
texano. Se vanagloriaba del circuito de carreras de Boles, que atraía a los juerguistas
y jugadores desde lugares tan lejos como Hot Springs, Arkansas. Había un ferry
impulsado a mano que cruzaba el Brazos, y no muy lejos de allí se alzaba una
molienda movida por una enorme noria de agua. Dyer & Jenkins, se llamaba el
comercio. Había una barbería con escasos clientes y seis salones que tenían

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demasiados, donde se dispensaba whisky barato… sin rebajar. Como era típico en
muchas ciudades de Texas en 1867, no existía ninguna ley más allá de la que cada
hombre se quisiera dar. De vez en cuando los Reguladores de Austin aparecían…
siempre en grupos grandes… más por protección que por hacer cumplir la ley.
Cuando esto ocurría, era costumbre que el barman se moviera por la barra
limpiando con un trapo e informando en voz baja: «Panzas azules en la ciudad», por
el bien de todos los caballeros presentes en búsqueda y captura. Algunos
desaparecían y otros no. En tales casos, era frecuente que otro texano muriera con las
botas puestas… pero no sin haber mermado antes las filas de los Reguladores en la
feroz guerra no declarada de la Reconstrucción en Texas.
Un leve silbido puso a Lone de pie. Pequeño Rayo de Luna estaba agachada junto
a él mientras Josey hablaba y dibujaba con un palo la ruta futura en el suelo.
—¿Vas a entrar tú también? —preguntó Lone.
Josey asintió.
—Estamos bastante al sur y las últimas noticias que tienen de mí es en las
Naciones.
Lone sacudió la cabeza vacilante.
—Se habla por todas partes, y conocen tu aspecto.
Josey se levantó y se estiró.
—Conocen el aspecto de muchos tipos. No voy a pasar el resto de mi vida
vagando por el campo. De todas formas, no vamos a regresar por esta dirección.
Ensillaron a última hora de la tarde y bajaron la loma hacia Towash. Pequeño
Rayo de Luna y el redbone iban tras ellos.

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Capítulo 12

Josey no había visto jinetes azules en la carretera porque estos ya se encontraban en


Towash. Liderados por el «Teniente» Cann Tolly, veinticuatro de ellos se habían
acuartelado en dos destartaladas cabañas de madera que flanqueaban la carretera a las
afueras de Towash. Eran Reguladores y ahora paseaban por la calle en grupos de
cuatro o cinco, abriéndose paso a codazos con la arrogancia de la autoridad entre la
muchedumbre y en el interior de los salones. Eran de la misma calaña que su líder.
Anhelando el poder sobre otros hombres, Cann Tolly intentó en una ocasión ser
agente de la ley, aunque carecía de las cualidades naturales necesarias para ello.
Fracasó miserablemente. Cuando fue avisado por primera vez para restaurar el orden
en una pelea de salón, le embargó el miedo y adoptó una actitud tan bobalicona y de
compadreo que provocó la risa de todos los tipos duros del salón.
Cuando empezó la Guerra Civil, ninguna de las facciones atrajo a Cann Tolly.
Fingió una cojera, y mientras la guerra progresaba, él gorroneaba bebidas en los
salones contando historias de batallas que había escuchado contar a otros. Odiaba con
igual ferocidad a los veteranos confederados que regresaban y a los estirados
soldados de caballería de la Unión. Pero a quien más odiaba era a los testarudos
texanos curtidos que se rieron de su cobardía.
Al unirse a los Reguladores obtuvo su insignia de autoridad de manos del
gobernador y rápidamente trepó puestos en el estamento militar con el sadismo que
caracteriza a todos los hombres cobardes… haciéndolo pasar por la aplicación de la
«ley». Siempre parapetado tras hombres y pistolas, torturaba a las víctimas que
mostraban miedo ante los insultos y las amenazas, hasta que los torturados se
arrastraban aún más bajo de lo que se arrastraba Cann Tolly por dentro. Cuando no
veía miedo en sus ojos, los hacía matar de un disparo con fría ferocidad, y así
eliminaba a otro «alborotador». La suya era una falsa autoridad, mantenida por un
falso gobierno. Como carecía de la verdadera autoridad que otorga el respeto de sus
semejantes, la imponía con amenazas, terror y brutalidad… y, por lo tanto… debía
caer, inevitablemente.
El teniente Tolly había pasado la mañana visitando a sus conocidos despojos
humanos, esos que no tomaban partido en ningún tema pero que se deleitaban en
husmear y traicionar a aquellos que sí lo tomaban. Clay Allison, el pistolero tullido,
había protagonizado un tiroteo en Bryan hacía tres días y se creía que se dirigía a
Towash. King Fisher había pasado por la ciudad un día antes en su camino de regreso
al sur… pero no se quedó para la diversión… algo extraño en un demonio como
Fisher, a quien le encantaban los juegos y la acción. Pero habría suficiente para todos.
Las carreras acabaron a última hora de la tarde y la muchedumbre regresó a
Towash. Los «chicos», celebrándolo, dispararon sus armas y entraron en tropel en los
salones para continuar dando rienda suelta a su necesidad de apostar al «seven up» y

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al «five-card stud». Los reguladores comenzaron a inspeccionarlos.
Fue en medio de esta confusión cuando Josey, Lone y Pequeño Rayo de Luna
pararon montados, según lo planeado, frente al cartel que anunciaba «Almacén
Dyer & Jenkins». Josey cabalgó hasta el amarre de caballos frente al almacén,
desmontó y entró. A un lado, una tosca barra recorría el comercio hasta el fondo,
atestada de vaqueros risueños que bebían y charlaban. La sección de la tienda estaba
vacía a excepción de un dependiente.
Josey solicitó su pedido y el dependiente se escabulló para reunir las provisiones.
Prefería que aquel hombre se marchara lo antes posible. Un hombre con dos
pistoleras en la cintura o era un maleante o un fanfarrón… y no había muchos
fanfarrones en Texas. Josey miró despreocupadamente por el gran ventanal cuando
unos uniformes azules pasaron por delante. Cuatro de ellos se pararon al otro lado de
la calle y miraron con curiosidad al estoico Lone y luego se alejaron. Dos vaqueros
rodearon al enorme caballo negro y admiraron sus cualidades, y uno de ellos dijo algo
a Pequeño Rayo de Luna. Se rieron jovialmente y entraron en el salón.
Josey eligió una silla ligera para el pinto. Tomó los dos sacos de provisiones de
manos del dependiente y pagó con águilas dobles. Entonces se movió lentamente
hacia la puerta y se detuvo. Sujetaba la silla de montar con una mano y arrastraba los
dos sacos con la otra. Con el gesto relajado de un hombre que comprueba el tiempo,
miró a un lado y luego al otro… no había uniformes azules a la vista.
Se dirigió a la calle y vio que Lone se aproximaba al negro… Pequeño Rayo de
Luna le siguió… para cargar parte de las provisiones. Josey avanzó dos pasos en
dirección a su caballo y se encontró cara a cara con Cann Tolly… flanqueado por tres
reguladores. En el mismo instante en el que salió de la tienda, ellos salieron del salón
Iron Man. Tan solo les separaban quince pasos de Josey.
Los reguladores se quedaron petrificados y Josey, sin apenas perder tiempo,
hundió la cabeza y dio otro paso.
—¡Josey Wales! —gritó Cann Tolly para dar la voz de alarma a todos los
reguladores en Towash.
Josey Wales dejó caer la silla de montar y los sacos y clavó una mirada sombría
en el hombre que había gritado. La calle adquirió una clara nitidez ante sus ojos. De
reojo vio que Lone detenía el caballo. Algunos hombres comenzaron a salir de los
salones y luego se quedaron apoyados contra las paredes de los edificios. La pasarela
de tablones se vació, los vaqueros se escondieron tras los abrevaderos y algunos se
tiraron al suelo boca abajo.
Josey vio a una mujer joven con unos ojos de un color azul sorprendente que le
miraban desorbitados… tenía un pie apoyado en el cubo de una rueda de carro.
Estaba a punto de montarse en su asiento y una anciana le sujetaba una de las manos.
Ambas se quedaron inmóviles, como figuras de cera. El cabello trigueño de la joven
reflejaba los rayos del sol. La calle se quedó sumida en un silencio sepulcral durante
unos segundos.

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Los reguladores volvieron a mirar a Josey… En sus rostros se dibujaba una
mezcla de sorpresa y horror. En un minuto los reguladores de toda la ciudad se
recuperarían del shock inicial y le rodearían.
Josey Wales se agachó lentamente. Su voz sonó fuerte e inexpresiva en el
silencio… y se percibía un desdén insultante.
—¿Vais a sacar esas pistolas o vais a poneros a silbar «Dixie»?
El regulador a su izquierda fue el primero en moverse; bajó la mano rápidamente;
Cann Tolly fue el siguiente. Solo se movió la mano derecha de Josey. La enorme 44
comenzó a escupir balas en cuanto salió de la funda de cuero con el movimiento
fluido de relámpagos encadenados al tiempo que golpeaba repetidas veces el percutor
con la palma izquierda.
El primer hombre que desenfundó saltó hacia atrás cuando el proyectil le penetró
el pecho. Cann Tolly giró de lado y dibujó un pequeño círculo, como un perro
buscándose la cola, y después se desplomó con media cabeza reventada. El tercero
recibió el balazo en la parte baja, el proyectil le lanzó hacia delante y se derrumbó
boca abajo. El cuarto hombre ya estaba muerto al ser alcanzado por la pistola
humeante que sostenía Lone Watie en la mano.
Fue un estruendo sincopado ensordecedor… tan rápido que fue imposible
distinguir un tiro de otro. Los reguladores jamás llegaron a desenfundar. La
asombrosa velocidad del letal forajido se expandió por la multitud como las ondas
expansivas de un terremoto. Se desató el caos absoluto. Figuras ataviadas de azul
corrían de un lado a otro de la calle; la gente saltaba y corría… de acá para allá…
como pollos escapando de un lobo al acecho.
Josey montó al ruano saltando por detrás y en un segundo el caballo se alejó al
galope, con la panza pegada al suelo, y a la altura de su silla de montar corría también
el negro con Lone tumbado sobre su cuello.
Marcharon hacia el oeste por la calle y luego giraron hacia el norte, en dirección
opuesta al Brazos. Debían ganar distancia y no tenían tiempo para cruzar el río.
Los reguladores corrieron a desatar los caballos del poste de amarre donde
esperaban todos juntos frente a unos cuantos salones. Mientras montaban, una squaw,
probablemente borracha, perdió el control de su caballo pinto y se lanzó hacia ellos,
dispersando a los hombres a derecha e izquierda y ahuyentando a los caballos que se
desbocaron y salieron corriendo por la calle con las riendas colgando. Finalmente, un
regulador le golpeó en la cabeza con la culata de un rifle y la tiró al suelo. Los jinetes
montaron, reunieron los caballos escapados y persiguieron a los asesinos a la fuga.
A sus espaldas, Pequeño Rayo de Luna permaneció inmóvil en tierra con un corte
en la frente por el que caía un hilo de sangre, pero con una mano todavía sujetaba las
riendas de un pinto cabizbajo… un redbone flacucho aulló y lamió las gotas de
sangre que caían de su cara. Cerca de ella, los cuatro reguladores quedaron olvidados,
tirados tras sufrir una muerte violenta mientras su sangre iba expandiéndose en un
círculo cada vez más grande… y de color negro al empapar la tierra gris de Texas.

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Los vaqueros montaron para regresar a los lejanos ranchos de donde venían. Los
jugadores se marcharon en sus caballos de zancada alta para regresar a los salones de
ciudades y pueblos más frecuentados. Con ellos se llevaban el relato de lo sucedido.
Un relato que olía a leyenda. El pistolero sin igual en velocidad y temple… aquella
fría manera de enfrentarse a cuatro reguladores armados avivaba la imaginación por
su audacia y temeridad. El guerrillero de Misuri, Josey Wales, había entrado en
Texas.
Cuando las noticias llegaron a Austin, el gobernador añadió dos mil quinientos
dólares a los cinco mil dólares federales por la muerte de Josey Wales, y mil
quinientos dólares por el anónimo indio rebelde «renegado» que se había cargado a
un regulador en Towash. Los políticos sintieron la amenaza cuando las ondas
expansivas de la historia se extendieron por todo el estado. Los duros rebeldes
texanos se sonreían con regocijo. Texas tenía otro hijo; lo suficientemente duro para
vencer… lo suficientemente malvado… ¡Suficiente para acabar con ellos, por Dios
bendito!

Dos carromatos cubiertos partieron de Towash esa tarde, cruzaron el Brazos en el


ferry y se dirigieron al suroeste en dirección al territorio escasamente poblado de los
comanches. El abuelo Samuel Turner manejaba las riendas de las mulas de Arkansas
que tiraban del carromato a la cabeza, y la abuela Sarah estaba sentada junto a él.
Detrás de ellos, su nieta Laura Lee iba en el segundo carromato con Daniel Turner,
hermano del abuelo. Dos viejos, una vieja y una joven, que no dejaban nada atrás en
Arkansas y solo contaban con la promesa de un rancho aislado heredado del hermano
de la abuela, muerto durante la Guerra. Habían sido advertidos sobre los peligros del
territorio y los comanches… pero se sentían afortunados… tenían adónde ir.
Era Laura Lee a quien Josey había visto, de pelo trigueño y delgada, vestido de
cuello alto, congelada a mitad de su subida al carromato. Ahora la joven se
estremeció al recordar los ardientes ojos negros del fuera de la ley… el mortífero
desdén en su voz… las pistolas disparando y tronando… y la sangre. ¡Josey Wales!
Jamás olvidaría su nombre o su imagen. ¡Maldito Texas sangriento! Nunca volvería a
hacer burla de las historias que se contaban. Laura Lee Turner se convertiría en una
texana… pero solo tras su bautismo con la sangre de otra de las turbulentas fronteras
de Texas… ¡la tierra de los comanches!

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PARTE 3

Capítulo 13

Josey y Lone dejaron que los caballos galoparan libres. Corriendo con los ollares
totalmente abiertos, los cascos retumbaban a su paso sobre la oscura ruta como un
trueno. Una milla, dos… tres millas a un ritmo que mataría caballos de menor
categoría. La espuma cubría las sillas de montar cuando redujeron la marcha a un
trote lento. Se habían dirigido al norte, pero el río Brazos se curvaba bruscamente
retrocediendo y los forzó a recorrer un semicírculo hacia el noreste. No se escuchaba
ningún ruido de sus perseguidores.
—Pero vendrán —dijo Josey gravemente mientras descansaban en un bosquecillo
de cedros y robles.
Tras desmontar, aflojaron las cinchas de las sillas para dejar respirar a los caballos
mientras los paseaban, de un lado a otro, bajo la sombra. Josey pasó las palmas de las
manos por las patas del ruano… no notó ni un solo temblor. Vio que Lone hacía el
mismo gesto con el negro, y el indio sonrió.
—Como una roca.
—Primero recorrerán a toda velocidad la ribera del Brazos —dijo Josey mientras
cortaba un pedazo de tabaco—, buscarán por dónde cruzar… calculo que estarán aquí
en una hora.
Rebuscó dentro de las alforjas, deslizó balas en las recámaras de los 44 y cargó la
pólvora y el fulminante.
Lone siguió su ejemplo.
—No tengo mucho que recargar —dijo—, estaba preparado para disparar a la
hilera de uniformes azules que tenía más cerca… pero, diantres, jamás antes había
visto a nadie disparar así. ¿Cómo sabías quién iba a disparar primero?
Había una admiración y curiosidad genuinas en la voz de Lone.
Josey enfundó el revólver y escupió.
—Bueno… el que estaba en tercer lugar a mi izquierda tenía puesta la lengüeta en
la funda y no parecía tener mucha prisa… el segundo a mi izquierda me miraba con
ojos asustados… supe que no sería capaz de hacer nada hasta que alguien lo hiciera.
El que tenía a mi izquierda me miraba con los ojos enloquecidos de alguien a punto
de actuar cuando dije aquellas palabras. Entonces supe por dónde empezar.
—¿Y qué me dices del que estaba más cerca de mí? —preguntó Lone con
curiosidad.
Josey dejó escapar un gruñido.
—No le presté ninguna atención. Te había visto a ti por ese lado.
Lone se quitó el sombrero y examinó las borlas doradas que colgaban de la banda.

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—Pero podría haber fallado —dijo en voz baja.
Josey comenzó a atar su silla de montar. El indio comprendió que por una
milésima mortal de segundo… Josey Wales había tomado la decisión de poner su
vida en manos de Lone Watie. Josey trasteó con las correas de cuero… pero no habló.
El lazo de hermandad se había fortalecido entre él y el cheroqui. Las palabras ya no
eran necesarias.

El sol se puso tras el Brazos envuelto en una bruma roja cuando Josey y Lone se
dirigían hacia el este. Cabalgaron durante una hora al paso a través de las zonas
boscosas y al trote por los espacios abiertos, y luego giraron al sur. Ya era de noche,
pero una media luna plateaba el campo. Al salir de un bosquecillo hacia un tramo
abierto, estuvieron a punto de darse de bruces con una partida grande de jinetes que
surgieron de detrás de una hilera de cedros. La partida los vio inmediatamente. Los
hombres gritaron y se escuchó el eco del disparo de un rifle. Josey espoleó al ruano y
corrió al galope hacia el norte, seguido por Lone. Cabalgaron a toda velocidad
durante una milla, tanteando el terreno irregular a media luz y abriéndose paso entre
las ramas de los árboles y la maleza. Josey entonces se detuvo. El jaleo a sus espaldas
se había desvanecido y en la lejanía los gritos de los hombres se oían débiles y
remotos.
—Estos caballos no nos sacarán de otra —dijo Josey gravemente—. Tienen que
descansar y pacer… tienen los ojos en blanco.
Giró hacia el oeste, de regreso hacia el Brazos. Se pararon junto a la orilla del río
y bajo la sombra de los árboles ataron a los caballos para que pacieran con las sillas
holgadas.
—Me podría comer una mula de Misuri de camino al norte —dijo Lone con
nostalgia mientras miraban a los caballos mordisqueando la hierba.
Josey masticaba relajadamente un pedazo de tabaco y derribó una chicharra que
pendía de un hierbajo con un chorro de tabaco.
—Me alegro de haberme metido este tabaco en el bolsillo… después de dejar
todas esas provisiones en tierra allí en el pueblo. Y la silla de Pequeño Rayo de
Luna…
La voz de Josey se apagó. Ninguno de ellos había mencionado a la mujer india…
ni sabían que se había lanzado contra los caballos de los unionistas retrasando así la
persecución. Lone se puso nervioso cuando viraron hacia el norte y se sintió aliviado
cuando bajaron de nuevo al sur. Pequeño Rayo de Luna recordaría la ruta que dibujó
Josey con un palo en la tierra, al suroeste de Towash. Ella tomaría esa ruta.
Como si se hiciera eco de los pensamientos del indio, Josey dijo en voz baja:
—Debemos dirigirnos al sur… de una forma u otra… y rápido. Lone sintió afecto
hacia aquel fuera de la ley con una cicatriz en la cara sentado junto a él… que ahora
se preocupaba por una squaw proscrita poniendo en riesgo su propia vida.

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Se turnaron para dormir un poco bajo los árboles. Dos horas antes del amanecer
cruzaron el Brazos y una hora más tarde se guarecieron en una quebrada tan invadida
por la maleza, parras y mezquite que el aire cerrado y el tardío sol de abril convertían
aquel escondite en un verdadero horno. Habían elegido aquella quebrada por el
terreno rocoso que la flanqueaba y que evitaba así dejar huellas al aproximarse.
A una media milla por la quebrada, donde se estrechaba hasta convertirse en una
grieta que se adentraba por la tierra, encontraron una cueva que se abría bajo un
espeso emparrado. Lone, a pie, regresó por donde habían llegado y colocó los
arbustos y parras en su lugar original. Regresó con una sonrisa triunfal y sosteniendo
en alto un faisán. Limpiaron el ave pero no encendieron fuego y se la comieron cruda.
—Nunca habría imaginado que un pollo crudo pudiera saber tan bien —dijo
Josey mientras se limpiaba las manos con un matojo de enredaderas. Lone partía los
huesos con los dientes y chupaba el tuétano.
—Deberías probar los huesos —dijo Lone—, tienes que comer TODO de cualquier
animal cuando estás hambriento… mira, los cheyenes… también se comen las
entrañas. Si Pequeño Rayo de Luna estuviera aquí…
Ambos dejaron la frase colgando… y sus pensamientos vagaron hasta provocarles
un sopor y un sueño ligero… mientras los caballos ramoneaban de las parras.
Casi al mediodía les despertó el golpeteo de cascos de caballos que se
aproximaban por el este. Los jinetes se detuvieron durante unos segundos sobre la
abertura de la quebrada por encima de ellos, y mientras Josey y Lone sujetaban a los
caballos por los ollares, oyeron que los jinetes se alejaban galopando hacia el sur.
La puesta de sol trajo el ansiado frescor de una brisa que comenzó a soplar sobre
los arbustos y sacó de sus madrigueras a los urogallos nocturnos. Josey y Lone
avanzaron con cuidado por la pradera. No había jinetes a la vista.
—Al este desde aquí —dijo Josey mientras examinaban el terreno—, está
demasiado poblado por asentamientos… debemos ir hacia el oeste… y luego girar
hacia el sur.
Dirigieron las monturas hacia el oeste en dirección a una elevación gradual de
tierra que les condujo a una pradera con menos vegetación, donde el paisaje y los
elementos eran más agrestes y salvajes.
En 1867, si se dibujaba una línea desde el río Rojo, al sur de la pequeña localidad
de Comanche… y se extendía la línea recta hasta el río Grande, al oeste de esa línea
uno encontraba muy pocos hombres. Algún que otro puesto avanzado, un ranchero
temerario o loco atraído por la inexplicable necesidad de establecerse donde ninguna
otra persona se atrevía a ir, y hombres desesperados que huían de la horca. Y es que
al oeste de esa línea los comanches eran los reyes.
Dos horas después de que se pusiera el sol, Josey y Lone divisaron los edificios
achaparrados de Comanche y giraron al suroeste… al otro lado de la línea. Pararon a
mediodía en el arroyo Redman, un riachuelo pequeño y de aguas mansas que
zigzagueaba sin rumbo fijo entre la maleza, y a media tarde retomaron la marcha. El

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calor era más intenso y minaba la fuerza de los caballos al levantarse en un terreno
cada vez más suelto y arenoso. Comenzaron a aparecer grandes rocas y cactus
raquíticos lanzaban sus brazos espinosos hacia arriba desde la llanura. Al caer la
noche dejaron que los caballos descansaran y comieron un conejo que Lone había
cazado desde la silla. En esta ocasión se arriesgaron a encender un fuego… pequeño
y sin humo, de ramitas de cholla seca. Matorrales secos se apiñaban en matojos
grandes que los caballos masticaron con ahínco.
Josey había vivido sobre la silla de montar durante años, pero sintió que le
invadía el cansancio, aumentado por la falta de comida, y vio que la vejez asomaba
en el rostro de Lone. Pero el delgado cheroqui tenía ganas de continuar; ensillaron en
la oscuridad y cabalgaron a paso regular hacia el suroeste.
Fue después de medianoche cuando Lone señaló un punto rojo en la distancia.
Estaba tan lejos que durante unos segundos les pareció una estrella. Pero saltaba y
parpadeaba.
—Una gran hoguera —dijo Lone—, puede que sean comanches celebrando una
fiesta, o alguien en aprietos, o algún estúpido que quiere que lo maten.
Tras una hora de camino, el fuego se hizo claramente visible y saltaba alto en el
aire con el crujido de ramitas secas. Parecía ser una señal, pero al acercarse no vieron
ningún rastro de vida en el círculo iluminado, y Josey sintió que se le erizaban los
pelos de la nuca por el misterio. Manteniéndose fuera de la luz, rodearon las llamas
aguzando la vista a la tenue luz de la pradera. Josey vio un punto blanco que reflejaba
la luz de la luna y cabalgaron con precaución hacia allí. Era el caballo pinto, atado a
un arbusto de mezquite pastando en la hierba.
Josey y Lone desmontaron y examinaron el terreno alrededor del caballo. Sin
previo aviso, una figura agachada salió de su escondite tras los matorrales y saltó
sobre la figura medio inclinada de Lone. El cheroqui cayó hacia atrás sobre el suelo y
su sombrero salió volando. Era Pequeño Rayo de Luna. Sujetaba el cuello de Lone
sentada a horcajadas sobre él en la tierra… riendo como una niña, rozando la cara en
la del indio y apoyando la cabeza en su pecho como un perrillo juguetón. Josey los
observó mientras rodaban por el suelo.
—Maldita india loca… he estado a punto de reventarte los sesos.
Pero se percibía alivio en su voz. Lone forcejeó hasta ponerse en pie y la levantó
a ella también del suelo… y después la besó furiosamente en la boca. Fueron hacia el
fuego, Josey y Lone lo apagaron con puñados de arena mientras Pequeño Rayo de
Luna parloteaba a su alrededor como una niña, y en una ocasión abrazó tímidamente
el brazo de Josey contra su cuerpo y rozó la cabeza sobre su hombro. Una fea y
profunda brecha recorría su frente de arriba a abajo y Lone la examinó con tiernos
dedos.
—No está infectada, pero le habría venido bien haberse dado unos puntos hace
uno o dos días… demasiado tarde ahora.
—Hasta que se borre la cicatriz —comentó Josey—, va a parecer que metió la

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cabeza en la madriguera de un gato montés… pregúntale cómo se lo hizo.
Pequeño Rayo de Luna le contó la historia con el movimiento de sus manos y,
cuando Lone se lo repitió a Josey, este le escuchó con la cabeza agachada. Ella se rio
de los reguladores confundidos, la muchedumbre corriendo, los rostros estupefactos.
Sus propias acciones, que causaron la escena de comedia hilarante, quedaron en
segundo término. Ella no veía nada extraordinario en lo que había hecho… era algo
natural, tan correcto como cocinar para su hombre. Cuando hubo acabado, Josey la
abrazó y la sostuvo durante un buen rato entre sus brazos mientras Pequeño Rayo de
Luna permanecía en silencio… y los ojos de Lone Watie se humedecieron.
—Será mejor que nos alejemos de esta hoguera —dijo Josey, y mientras se
dirigían a los caballos, Pequeño Rayo de Luna corrió excitada hacia unos matorrales
y sacó de detrás la nueva silla de montar que se le cayó a Josey en Towash.
—¡Las provisiones, Dios bendito! —exclamó Josey—. ¡Ha traído las provisiones!
Lone hizo un gesto a la india moviendo las manos como si estuviera comiendo.
—Comer —inquirió Lone esperanzado.
Pequeño Rayo de Luna corrió, cogió un saco flácido y sacó tres patatas mustias
de su interior… y sacudió la cabeza. Lone miró a Josey.
—Tres patatas, no parece que haya más.
Josey suspiró.
—Bueno… supongo que podemos comernos la maldita silla después de que
Pequeño Rayo de Luna la reblandezca… golpeándola otra vez con su trasero sobre el
pinto.
Solo tras una hora de galopada Josey se convenció de que estaban ya a suficiente
distancia del fuego… y acamparon. Al siguiente mediodía cruzaron el Colorado y
permanecieron por allí a la sombra de los álamos hasta la caída del sol. El calor del
sol se iba haciendo más intenso y no fue hasta que notaron el frescor de la noche
cuando ensillaron y continuaron hacia el suroeste.
La dirección suroeste que habían tomado no les llevaría a San Antonio; Josey
sabía que después de Towash debían evitar los asentamientos.

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Capítulo 14

El fuera de la ley del Oeste frecuentemente debía enfrentarse a situaciones poco


habituales. Además de su ejercitada destreza física con las pistolas y su coraje,
aquellos que «pensaban las cosas» eran los que duraban más años. Siempre
cultivaban algún tipo de «ventaja». Algunos, como Hardin, daban pasos laterales, y
hacia delante y atrás, en un tiroteo. Desenfundaban su arma a mitad de frase, pillando
desprevenidos a sus oponentes. La mayoría de ellos eran profundos conocedores de la
psicología humana y en general eran buenos jugadores de póquer. Se preocupaban en
ajustar la visión rápidamente a la luz… o en maniobrar para dejar el sol a sus
espaldas. El audaz, el temerario, el inesperado jugaba con la «ventaja», como lo
llamaban.
Para sus temerarios hombres, Bill Anderson el Sanguinario fue un excelente
maestro de la «ventaja». En una ocasión, dijo a Josey:
—Si tengo que enfrentarme y vencer a otro tipo bajo un sol de justicia… lo único
que pido es una escoba de paja sobre mi cabeza para tener sombra. Un pequeño borde
sobre mis ojos y gano a todos.
Había encontrado a su mejor alumno en el astuto montañés Josey Wales, que
poseía el mismo deseo de triunfar que el gato montes de su tierra natal.
Así pues, allí estaba Josey, preocupado por los caballos. Tenían buen aspecto,
aunque estaban delgados. Comían matojos de hierba y no mostraban desánimo. Pero
en demasiadas ocasiones durante los últimos años su supervivencia había dependido
de su caballo, y sabía que con dos caballos de la misma sangre, raza y constitución,
uno podía superar al otro en relación directa a la cantidad de grano más que de hierba
que se les hubiera suministrado. La resistencia es lo que marcaba la diferencia, lo
cual daba la ventaja al fuera de la ley que alimentaba con grano a su montura…
aunque solo fueran unos puñados al día. La «ventaja» obsesionaba a Josey Wales y
esta obsesión se extendía a su caballo.
Cuando cruzaron la ruta de los carromatos a última hora de la tarde del día
siguiente, Josey viró siguiendo su estela. Lone examinó las marcas de los carros.
—Dos carromatos. Hace ocho… o tal vez diez horas.
Las marcas se desviaban hacia el oeste de su ruta, pero Lone no se sorprendió
cuando Josey los condujo tras las huellas de los carromatos. Ya conocía las
preocupaciones y costumbres del fuera de la ley, de manera que cuando Josey farfulló
alguna explicación, «Necesitamos grano… tal vez podríamos cambiarlo por ese
pinto», Lone asintió sin hacer ningún comentario. Subieron el ritmo de los caballos
hasta avanzar a un trote lento que mecía a los jinetes y Pequeño Rayo de Luna
sucesivamente saltaba y hundía la nueva silla rebotando a sus espaldas sobre el
resistente y pequeño caballo.
Era casi la medianoche cuando Josey detuvo la marcha. Se enrollaron en las

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mantas para protegerse del frío y volvieron a montarse en las sillas antes de que los
primeros rayos rojizos colorearan el este. El desnivel del terreno se había hecho más
pronunciado desde que giraron hacia el oeste, y por la mañana ya estaban en las
Grandes Llanuras de Texas. Allá donde el viento había soltado y arrastrado la tierra,
se alzaban formaciones rocosas de una brutal desnudez. Arroyos, obstruidos por
rocas, surcaban la tierra, y en la lejanía una montaña proyectaba su pared yerma hacia
el cielo. Mientras el sol se elevaba, los lagartos se escabullían hacia las escasas
sombras de los cactus espinosos y una bandada de buitres subía a lo alto volando en
círculos, en su ronda mortífera.
Bocanadas de calor comenzaron a levantarse de la tierra cocida al sol, haciendo
que el paisaje lejano pareciera líquido e irreal. Josey buscó sombra.
Fue Lone el primero en detectar las huellas de caballo. Se dirigían hacia el sureste
hasta cruzarse con las marcas de los dos carromatos. Luego las siguieron.
Lone desmontó y recorrió a pie el rastro, examinando el suelo.
—Ocho caballos… sin herraduras, probablemente comanches —dijo a Josey por
encima del hombro—. Pero esas huellas de ruedas anchas y grandes… hay tres
grupos de estas huellas… y no son carromatos, son carretas de dos ruedas. Nunca he
visto a comanches viajando en carretas de dos ruedas.
—Y yo nunca he visto a nadie viajando en carretas de dos ruedas —dijo Josey
lacónicamente.
Pequeño Rayo de Luna se había aproximado al rastro y luego regresó a los
caballos corriendo.
—¡Coh-man-chei-rohs! —gritó, al tiempo que señalaba las huellas—. ¡Coh-man-
chei-rohs!
—¡Comancheros! —exclamaron Josey y Lone al unísono.
Pequeño Rayo de Luna movió las manos con tanta agitación que Lone le hizo una
señal para que fuera más despacio. Cuando la india hubo terminado, Lone miró con
expresión grave a Josey.
—Ella dice que roban… saquean. Matan… asesinan a los ancianos y a los niños.
Venden a las mujeres y a los hombres fuertes a los comanches a cambio de caballos
que los comanches roban en incursiones. Venden los palos de fuego… las armas a los
comanches. Tienen carretas de dos ruedas con ruedas más altas que un hombre.
Venden los caballos que les dan los comanches… como aquellos dos que mataste en
las Naciones. Algunos son anglos… otros mexicanos… algunos son indios mestizos
—Lone extendió las manos y bajó la mirada al suelo—. Eso es todo lo que sabe. Dice
que antes se quita la vida que dejarse coger por ellos… dice que los comanches pagan
mucho dinero solo por las mujeres intactas y… su nariz revela que ella no está
intacta… dice que los comancheros… la usarían… la violarían… muchas veces antes
de venderla. No importaría en su caso a la hora de negociar el precio.
La voz de Lone sonó grave.
La mandíbula de Josey se movió pausadamente al masticar el tabaco. Entornó los

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ojos hasta convertirse en dos líneas oscuras mientras aguzaba el oído y observaba la
ruta hacia el oeste.
—Basura fronteriza —escupió—, sabía que eso es lo que eran aquellos dos de las
Naciones en cuanto los vi. Será mejor que continuemos… aquellas pobres gentes de
los carromatos…
Lone y Pequeño Rayo de Luna montaron y, al pasar a su lado, la india tocó
levemente la pierna de Josey Wales; la piedra de toque de la fuerza; el guerrero de las
pistolas mágicas.

El sol se había deslizado bastante hacia el oeste tras una roja bruma polvorienta,
cuando las huellas que seguían de repente se desviaron a la izquierda y bajaron
abruptamente por detrás de una elevación de afloramientos rocosos. Lone señaló
hacia una fina columna de humo que se elevaba, impertérrita, a las alturas. Dejaron la
ruta y condujeron los caballos a pie, lentamente, hacia las rocas. Tras desmontar,
Josey hizo un gesto para que Pequeño Rayo de Luna permaneciera sujetando los
caballos mientras él y Lone se deslizaban con la cabeza agachada hasta la cumbre.
Cuando se acercaron a la cima, ambos se apoyaron sobre la barriga y se arrastraron
hasta el borde con el sombrero quitado. No estaban preparados para la escena que se
estaba desarrollando a unas cien yardas más abajo.
Tres grandes carretas de madera estaban alineadas una tras otra junto al arroyo.
Eran de dos ruedas… ruedas sólidas que sobresalían muy por encima del fondo de las
carretas, y cada una de ellas era arrastrada por un yugo de bueyes. Detrás de las
carretas había dos carromatos cubiertos tirados por mulas que seguían enganchadas a
estos. Era la escena que vieron a unas veinte yardas de los carromatos lo que provocó
las susurradas exclamaciones de Lone y Josey.
Dos ancianos estaban tumbados boca arriba con los brazos y las piernas sujetos
con estacas, totalmente estirados sobre la tierra. Estaban desnudos y la mayor parte de
sus cuerpos marchitos estaba cubierta de sangre reseca. El humo que se elevaba en el
aire procedía de unos fuegos encendidos entre sus piernas, y las entrepiernas, y sobre
sus barrigas. El nauseabundo olor dulzón de carne humana quemada invadía el aire.
Los ancianos estaban muertos. Un círculo de hombres de pie y en cuclillas rodeaban
los cuerpos. Llevaban sombreros, enormes sombreros redondos que les ocultaban el
rostro. La mayoría de ellos iban con pantalones de gamuza con las ondeantes polainas
charras por debajo de las rodillas y llamativos chalecos ribeteados con conchas de
plata que reflejaban los rayos de sol con destellos de luz. Todos llevaban pistolas
enfundadas y un hombre sujetaba relajadamente un rifle en la mano.
Mientras Josey y Lone observaban, uno de los hombres se salió del círculo y al
quitarse el sombrero de la cabeza reveló una mata de pelo y barba pelirrojas. Realizó
una exagerada reverencia hacia el cuerpo que yacía en el suelo. El círculo de hombres
explotó en una carcajada. Otro hombre dio un puntapié a la cabeza calva de uno de

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los cadáveres mientras otro, delgado y elegantemente vestido, saltaba sobre el pecho
de uno de los muertos y lo pateaba imitando los pasos de un baile, al ritmo de las
fuertes palmas de sus compañeros.
—Cuento ocho de esos animales —dijo Josey entre dientes apretados.
Lone asintió.
—Tendría que haber tres más… Hay ocho caballos y tres carretas.
Los comancheros ahora se alejaban de los cuerpos mutilados en el suelo y
avanzaban con determinación hacia los carromatos. Josey dirigió la mirada un poco
más adelante, hacia algo que le llamó la atención, y por primera vez vio a las mujeres
a la sombra del último carromato.
Había una anciana en tierra, apoyada sobre sus manos y sus rodillas, con el
cabello gris suelto que le caía sobre la cara. Estaba vomitando en el suelo. Una mujer
más joven la ayudaba, sujetándole la cabeza y la cintura. Estaba arrodillada y unos
mechones de cabello largo y trigueño le caían sobre los hombros. Josey la reconoció:
era la joven que vio en Towash, la joven de sorprendentes ojos azules que le había
mirado.
Los comancheros, a tan solo unos pies de las mujeres, echaron a correr y las
rodearon. Levantaron a la joven por los aires mientras un comanchero la agarraba por
el cabello y tiraba de la cabeza hacia atrás y hacia abajo. Después le arrancaron el
vestido y la levantaron y llevaron desnuda boca arriba. Brevemente, las grandes y
firmes redondeces de sus pechos se arquearon en el aire por encima de la
muchedumbre, apuntando hacia arriba como pirámides blancas aisladas por encima
de la melé, hasta que unas manos la asieron brutalmente y la volvieron a bajar. Varios
la sujetaban por la cintura e intentaban tumbarla en el suelo. Aullaban y luchaban
unos contra otros.
La anciana se levantó y se lanzó sobre los comancheros y fue derribada. Se volvió
a levantar, tambaleándose unos segundos, y a continuación agachó la cabeza como
una vaquilla pequeña y frágil y cargó contra la muchedumbre, lanzando puñetazos al
aire. La joven no había gritado, pero forcejeaba; sus piernas largas y desnudas se
agitaban en el aire dando patadas.
Josey levantó uno de los 44 y vaciló mientras buscaba un blanco claro. Lone le
tocó el brazo.
—Espera —dijo en voz baja, y señaló.
Un mexicano enorme había salido del primer carromato. Llevaba el sombrero
hacia atrás, revelando una frondosa mata de pelo gris. Llevaba conchas de plata en su
chaleco y por los laterales de los pantalones ajustados.
—¡Para! —gritó con un vozarrón mientras se aproximaba al grupo de
comancheros—. ¡Parad!
Y tras desenfundar la pistola, disparó al aire. Los comancheros se apartaron
inmediatamente de la joven y ella permaneció en pie, desnuda, con la cabeza
inclinada hacia abajo y los brazos cruzados sobre sus pechos. La anciana estaba de

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rodillas. El mexicano enorme golpeó con la pistola la cabeza de uno de los hombres
haciendo que perdiera el equilibrio y se tambaleara hacia atrás. Pisó con fuerza el
suelo y su voz tembló con furia al tiempo que señalaba a la joven y se giraba para
señalar a los caballos.
—Les está diciendo que perderán veinte caballos por violar a la chica —dijo Lone
—, y que tienen un montón de mujeres en el campamento al noroeste.
Una explosión de risas de los comancheros les llegó flotando.
—Les acaba de decir que la anciana vale… un burro… y que pueden quedársela,
si piensan que vale la pena —añadió Lone sombríamente.
—¡Por Dios! —susurró Josey—. Por Dios, no sabía que seres como esos
anduvieran por ahí sobre dos piernas.
El mexicano sacó una manta del carromato y se la lanzó a la joven. La anciana se
puso en pie, recogió la manta y envolvió con ella a la joven. Se gritaron unas órdenes
a un lado y a otro; los comancheros saltaron a los asientos de las carretas y
carromatos. Otros ataron a las mujeres por las muñecas con una correa de cuero y las
sujetaron al extremo del portón trasero del último carromato.
—Se están preparando para irse —dijo Josey. Luego miró el sol, que casi tocaba
ya el borde de la tierra al oeste—. Deben de tener prisa por llegar al campamento.
Van a viajar de noche.
Hizo una señal a Lone para retirarse del risco. Sacó la pistola y el cinto que
habían sido de Jamie de sus alforjas y se las lanzó a Lone.
—Necesitarás un arma extra —dijo, y a continuación se agachó delante de Lone y
Pequeño Rayo de Luna y marcó la tierra a sus pies mientras hablaba.
—Ponle ese sombrero tuyo a Pequeño Rayo de Luna, tu pelo de indio los
confundirá. Tú rodéalos a pie por detrás. Te daré tiempo… luego les atacaré, montado
y por el frente. Los que no me cargue yo, saldrán corriendo hacia ti. Tenemos que
matarlos a TODOS… si uno se nos escapa… nos echará encima a los comanches.
Lone encasquetó su sombrero sobre las orejas de Pequeño Rayo de Luna y ella
levantó la mirada, llena de preguntas, por debajo del ala.
—Reh-wan —dijo Lone… venganza… y se pasó un dedo por la garganta. Era el
signo de rebanar gargantas de los sioux… matar… no por sacar un beneficio… ni por
los caballos… sino por venganza… por principios; por lo tanto, todos los enemigos
debían morir.
Pequeño Rayo de Luna asintió vigorosamente, inclinando aún más el enorme
sombrero sobre los ojos. Sonrió, trotó hacia el pinto y sacó el viejo rifle de un fardo.
—No… No —Lone sujetó el viejo rifle y le hizo signos para que se quedara.
—Por todos los santos —suspiró Josey—, dile que se quede aquí y sujete los
caballos… y que sujete también a ese chucho para que no nos muerda las canillas.
Durante todo el tiempo, el redbone había estado gruñendo con sonidos roncos y
graves. Lone se ató la pistolera extra en la cintura.
—¿Y qué pasa si no corren? —preguntó con despreocupación.

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—Esa clase de tipos —dijo Josey con desdén— siempre corren… los que pueden.
Correrán… se replegarán atrás… y quedarán atrapados contra las paredes de esa
zanja.
Lone levantó la mano en un medio saludo, se agachó y avanzó silenciosamente
con sus mocasines hasta perderse de vista tras las rocas. Josey comprobó las cargas
de los 44 y el 36 Navy que llevaba bajo el brazo. Doce cargas en los 44… había ocho
jinetes… tres conductores de carretas… eso hacía un total de once hombres; entonces
se le iluminó la mente. Antes había contado solo nueve; el líder y ocho hombres más.
Se giró para detener a Lone, pero el indio ya había desaparecido.
¿Dónde estaban los otros dos hombres? La «ventaja» podría estar en el otro lado.
Josey maldijo su descuido; fue la visión aterradora de las mujeres… pero no había
excusas… Josey se culpó amargamente. Pequeño Rayo de Luna se sentó sujetando
las riendas de los caballos y el rifle en sus brazos. Josey regresó al risco y contó los
minutos. El sol se deslizó tras la montaña hacia el oeste y un polvoriento resplandor
rojizo iluminó el cielo.
Jinetes montados corrían arriba y abajo por la caravana de carretas y carromatos.
Un mestizo descorrió la lona de una de las carretas y Josey buscó con la mirada a las
mujeres. Estaban de pie tras el último carromato, muy juntas y con las manos atadas
por delante. Josey bajó del risco. Ya era la hora.
Un grito, más alto que los otros, hizo que se arrastrara de nuevo hacia el risco
para mirar. Vio a dos comancheros arrastrando una figura inerte entre ellos. Otros
hombres a caballo y a pie corrían hacia los que llevaban aquella carga, y durante unos
segundos obstruyeron su visión. Señalaban excitados hacia las rocas y algunos de los
jinetes partieron en esa dirección mientras otros arrastraban la carga hacia la parte
trasera del último carromato, donde estaban las dos mujeres.
Tiraron el cuerpo al suelo. El cabello largo y recogido en trenzas… el atuendo de
gamuza. Era Lone Watie. Josey maldijo para sus adentros. Los dos comancheros que
faltaban, lo debería haber previsto. Mientras miraba, Lone se incorporó sentado y
sacudió la cabeza. Miró a su alrededor mientras el líder de los comancheros se
acercaba. El mexicano enorme tiró del indio hasta ponerlo de pie y habló
rápidamente, luego le golpeó la cara. Lone se tambaleó hacia atrás, chocó contra el
carromato y se quedó de pie mirando estoicamente frente a él. Josey los apuntó con
los cañones de ambos 44. Si algún comanchero hubiera levantado una pistola o un
cuchillo… no habría podido usarlo.
Obviamente, el mexicano enorme tenía prisa. Gritó unas cuantas órdenes y dos
hombres saltaron hacia delante, ataron las manos de Lone y sujetaron la correa a la
portezuela trasera del carromato junto a las mujeres. Cuando lo ataron… Lone
levantó los brazos y comenzó a sacudir las manos adelante y atrás. No miró arriba
hacia las rocas donde sabía que Josey estaba observando. La señal de la mano era un
mensaje conocido de la Caballería Confederada: «¡Todo bien aquí, vigilad vuestros
flancos!». Josey interpretó el mensaje y se quedó aturdido por su significado:

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«¡vuestros flancos!… ¡los jinetes comancheros que habían corrido para ponerse a
cubierto bajo los carromatos!».
Josey bajó del risco a rastras y corrió hacia los caballos. Hizo un gesto a Pequeño
Rayo de Luna para que montara y sujetando al negro corrieron hacia el único refugio
cercano, dos enormes rocas a unas cincuenta yardas del arroyo. Apenas habían
rodeado las rocas cuando cuatro jinetes aparecieron arriba. Se pararon y examinaron
la pradera, pero no se acercaron lo suficiente para ver sus huellas. Se dieron la vuelta
y galoparon en la dirección por la que habían avanzado los carromatos y luego
desaparecieron por el arroyo.
Un chirrido horrendo rasgó el aire y los caballos saltaron. Eran los carromatos
poniéndose en marcha… sus pesadas ruedas de madera chirriaban al rozar los ejes
oxidados. Pequeño Rayo de Luna azuzó su caballo para ponerse junto a Josey.
—Lone —dijo.
Josey cruzó las muñecas formando el signo de cautivo y luego intentó calmar el
temor que se iluminó en los ojos de la india. El rostro marcado del guerrillero se
ensanchó en una media sonrisa. Se golpeó el pecho y las culatas de los revólveres
enfundados y movió las manos hacia delante, con las palmas hacia abajo: el signo de
que todo iría bien. Pequeño Rayo de Luna todavía llevaba puesto el sombrero de
Lone y ahora asintió, moviéndolo cómicamente sobre su cabeza. Ya no había temor
en su mirada; el guerrero de las pistolas mágicas liberaría a Lone. Mataría a los
enemigos. Haría que las cosas volvieran a ser como antes.
Josey escuchó los chirridos de las carretas perdiéndose en la distancia. Ya era de
noche, pero una luna creciente amarilla texana empezaba a asomar por detrás de unos
riscos irregulares en el este. Una suave bruma dorada reflejaba las sombras de las
rocas y una brisa fresca agitó los matorrales de artemisa. En algún lugar, en la lejanía,
un coyote llamaba con rápidos ladridos rematados con un largo aullido de tenor.
Pequeño Rayo de Luna sacó unas tiras finas de tasajo de ternera de su fardo y se
lo ofreció a Josey. Él sacudió la cabeza y le hizo un gesto para que se lo comiera ella.
A continuación, se cortó un trozo fresco de una hoja de tabaco, pasó una pierna por
encima del cuerno de su silla y masticó lentamente.
—Si no mato más que a la mitad de ellos, ellos matarán a Lone y a las mujeres —
dijo en voz alta—. Si llegan al campamento, sin duda torturarán a ese cheroqui con
cuchillos y brasas ardientes.
Josey interrumpió de pronto sus reflexiones. El perro había dejado escapar un
profundo y desconsolado aullido que finalizó con una sucesión de desgarradores
sollozos. El redbone saltó a un lado, escapando por los pelos del chorro de jugo de
tabaco.
—Maldito redbone de Tennessee… no estamos cazando comadrejas ni mapaches.
¡Calla!
El sabueso reculó y se escondió tras el pinto de Pequeño Rayo de Luna, y ella se
rio. Era una risa suave y melodiosa que hizo que Josey la mirara. Ella señaló a la

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luna… y luego al perro.
—Vámonos —dijo Josey bruscamente, y espoleó al ruano en dirección al arroyo.

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Capítulo 15

Laura Lee Turner se tropezó detrás del carromato a la tenue luz de la luna. Los
botines altos de botones no eran el calzado ideal para andar y ya se había torcido el
tobillo varias veces. La áspera manta atada alrededor de los hombros le irritaba la piel
escoriada, especialmente en la espalda y el vientre, donde las uñas de algunos
hombres la habían arañado. Sentía un dolor punzante en los pechos y su respiración
se hizo entrecortada y forzada. No había salido ni una sola palabra de sus labios
hinchados desde el ataque… pero eso no era algo extraño en Laura Lee.
«Demasiado callada», dijo en una ocasión la abuela Sarah cuando Laura fue a
vivir con ella y el abuelo Samuel, después de que su padre y su madre murieran de
neumonía.
«Veo, veo, y qué vi, que no es muy lista Laura Lee», le habían cantado los niños
en la escuela de madera, allá en los Montes Ozark… cuando tenía nueve años. Nunca
volvió al colegio. La abuela Sarah le corregía amablemente cuando decía cosas como
«La primavera nos ha traío esta tormenta», o «Las nubes es como sueños blanditos
flotando por una mente azul cielo».
El abuelo Samuel la miraba atónito y comentaba a sus espaldas: «Un poco rara…
pero es una buena chica».
A los quince años, tras su segunda cena de cajas[10] en el asentamiento, no regresó
nunca más. El abuelo Samuel tuvo que comprarla… en ambas ocasiones… ante la
vergüenza de la gente al ver que solo quedaba una caja solitaria que ningún joven
estaba dispuesto a comprar.
«Deberías hablar con ellos», le reñía la abuela Sarah. Pero ella no sabía; mientras
las otras jóvenes hablaban y reían con los grupos de chicos, ella se quedaba apartada,
muda y rígida como la sota de bastos. Tenía pechos grandes y espalda ancha. «No
tienes los huesos lo suficientemente delicados para atraer a estos mocosos idiotas», se
quejaba la abuela Sarah. Los huesos prominentes otorgaban una dureza a su rostro
que un predicador tal vez hubiera descrito caritativamente como «honesto y abierto».
Las pecas sobre la nariz tampoco ayudaban mucho. Tenía la cintura lo
suficientemente estrecha, pero sus pies eran demasiado grandes y, en una ocasión,
cuando un vendedor ambulante pasó por allí… el abuelo la llamó para que le midiera
la talla de los zapatos y el vendedor se rio: «Tengo un precioso par de botines de
hombre que se ajustarán a la talla de esta pequeña dama». Laura Lee se puso roja y
bajó la mirada hacia los dedos de sus pies.
La abuela Sarah era una mujer práctica, aunque desilusionada… y resignada.
Comenzó a preparar a Laura Lee para el deprimente destino de la soltería. Ahora, a
sus veintidós años de edad, ya estaba totalmente asumido: Laura Lee era una «vieja
solterona» y lo seguiría siendo el resto de su vida.
El hermano soltero de la abuela Sarah, Tom, le había enviado las escrituras de su

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rancho, situado en el territorio oeste de Texas, y cuando fueron informados de la
muerte de Tom en la batalla de Shiloh hicieron planes para abandonar la granja de
piedra en la colina y trasladarse al rancho. Laura Lee jamás cuestionó la idea de ir
allí. De todas formas, no había otro lugar adonde ir.
Ahora, mientras avanzaban tambaleándose detrás del carromato, no tenía ninguna
duda de lo que la esperaba. Aceptó su destino sin amargura. Lucharía… y luego
moriría. La fiereza de esa tierra llamada Texas la había sobrecogido con su
brutalidad. La imagen de Towash volvió a aparecer en su mente; la imagen del rostro
con la cicatriz, los ardientes ojos negros del asesino, Josey Wales. Le pareció
mortífero, escupiendo y gruñendo muerte… como un león de montaña que vio en una
ocasión… acorralado contra una pared de rocas mientras los hombres se acercaban.
Se preguntaba si él sería como esos hombres que ahora las tenían cautivas.
La abuela Sarah se tambaleaba a su lado. El largo vestido que llevaba la obligaba
a avanzar dando pequeños saltitos y en ocasiones tenía que trotar ligeramente. Junto a
la abuela Sarah el salvaje cautivo andaba relajadamente. Era muy alto y delgado, pero
se movía con una agilidad que contradecía la edad que se reflejaba en su rostro de
roble arrugado e invadido por una calma estoica. No había soltado palabra. Incluso
cuando el enorme mexicano le preguntó y le amenazó, él permaneció en silencio…
sonriente, y luego escupió en el rostro del mexicano… y le golpearon hasta que cayó
al suelo.
Laura Lee le observaba ahora. A unas treinta yardas a sus espaldas les seguían dos
jinetes a caballo, pero había visto al salvaje acercarse disimuladamente la correa de
cuero a la cara en dos ocasiones y estaba segura de que la había estado masticando.
El polvo que levantaban las carretas se les arremolinaba en la cara y a la abuela
Sarah le dio un ataque de tos. Se tropezó y cayó al suelo. Laura Lee se acercó para
ayudarla, pero antes de que pudiera llegar a la diminuta figura, el salvaje se inclinó
rápidamente y la levantó con sorprendente facilidad. Él continuó andando, sin perder
el paso en ningún momento, mientras sujetaba la cintura de la pequeña mujer con las
manos atadas. La posó en el suelo y la siguió sujetando con delicadeza hasta que la
abuela Sarah recobró el paso. La abuela Sarah lanzó hacia atrás la cabeza para
apartarse el largo cabello blanco por detrás de los hombros.
—Gracias —susurró.
—De nada —respondió el salvaje con una voz grave y agradable.
Laura Lee se quedó atónita. El salvaje hablaba inglés. Miró de soslayo a Lone.
—Tú… es decir… usted habla nuestro idioma —dijo titubeante y temerosa de
dirigirse a él directamente.
—Sí, señora —dijo—, supongo que lo parloteo un poco.
La abuela Sarah, a pesar de su paso saltarín, le miraba.
—Pero… —dijo Laura Lee—, usted es indio… ¿verdad?
Laura Lee vio los blancos dientes resplandecer a la luz de la luna cuando el
salvaje sonrió.

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—Sí, señora —dijo—, totalmente indio, supongo… o eso me dijo mi padre. No
veo por qué tendría que mentirme sobre ello.
La abuela Sarah ya no pudo mantenerse en silencio por más tiempo.
—Habla como… como… un montañés —estas últimas palabras las escupió
mientras brincaba a medio trote.
El indio sonó sorprendido.
—Caramba… pues supongo que eso es lo que soy, señora. Soy un cheroqui de las
montañas del norte de Alabama. Acabé en las Naciones… quiero decir, antes de
acabar atado al final de esta cuerda.
—Que el Señor nos salve a todos —dijo la abuela Sarah en tono lúgubre.
—Sí, señora —respondió Lone, pero Laura Lee advirtió que había girado la
cabeza mientras hablaba y ahora inspeccionaba la pradera, como si estuviera seguro
de recibir ayuda adicional además de la del Señor.
Se sumieron en el silencio; el carromato se movía rápidamente y hablar se hacía
difícil. La noche transcurrió y la luna ya había rebasado su cúspide en el cielo y
comenzaba a declinar hacia el oeste. Hacía frío y Laura Lee podía sentirlo cuando sus
piernas desnudas entreabrían la manta a cada paso que daba. En una ocasión notó que
el nudo que sujetaba la manta alrededor de sus hombros se estaba soltando y forcejeó
inútilmente para sujetarla con las manos atadas. Se sorprendió al ver que el indio se
acercaba de pronto a ella. Alargó las manos atadas y en silencio volvió a anudar la
manta.
La abuela Sarah ahora se tropezaba más a menudo y el indio, en cada ocasión, la
levantaba y le ayudaba a recobrar el paso. Le susurró palabras de ánimo al oído: «Ya
no queda mucho, señora, para que paremos a descansar». Y en otra ocasión, cuando
la anciana parecía demasiado débil para volver a ponerse en pie, él la regañó
suavemente:
—No puede rendirse, señora. La matarán… no puede rendirse.
La abuela Sarah habló con una nota de desesperación en la voz.
—Pa se ha ido. Si no fuera por Laura Lee, yo también estaría lista para irme.
Laura Lee se acercó más a la anciana y le sujetó el brazo.
La luna colgaba pálida suspendida sobre el horizonte al oeste cuando los primeros
rayos del amanecer atravesaron el ancho cielo sobre ellos. De repente, el carromato se
detuvo. Laura Lee pudo ver una hoguera frente a ellos y hombres que se reunían
alrededor del fuego. La abuela Sarah se sentó y Laura Lee, tras sentarse a su lado,
levantó los brazos atados, rodeó con ellos a la anciana y apoyó la cabeza de esta sobre
su regazo. No dijo nada, solo acariciaba torpemente el rostro arrugado y atusaba el
largo pelo blanco con los dedos. La abuela Sarah abrió los ojos.
—Gracias, Laura Lee —dijo débilmente.
Lone se quedó junto a ellas, pero no miraba hacia la hoguera. En lugar de eso, le
daba la espalda al carromato y echaba la vista a lo lejos, hacia el camino por el que
habían venido. Permaneció erguido como si estuviera hecho de piedra, paralizado en

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profunda concentración. Tras un buen rato, se vio recompensado al detectar el débil
parpadeo de una sombra, quizás un antílope… o un caballo, porque se dejó caer
rápidamente por una elevación en la llanura. Siguió mirando más atentamente y
detectó otra sombra, moviéndose más despacio y con curiosas motas blancas, que
seguía la ruta de la primera sombra. El rostro del indio se ensanchó en una sonrisa
lobuna mientras se llevaba la correa de cuero a los dientes.
El sol brillaba más alto, y más ardiente. Los comancheros ahora paseaban de un
lado a otro para estirar las piernas tras la cabalgada nocturna. El hombre de barba
pelirroja se acercó a la parte trasera del carromato. Unas enormes espuelas españolas
tintineaban a cada paso que daba. Llevaba una cantimplora en la mano, se arrodilló
junto a Laura Lee y la abuela Sarah y colocó la cantimplora sobre la mano de Laura
Lee.
—Voy a ganarle la puja al comanche y te criaré yo mismo —dijo lanzando una
mirada lasciva y una ancha sonrisa a la joven.
Regueros de saliva y escupitajos de tabaco se habían resecado en hilillos por su
sucia barba. Mientras se limpiaba la boca con el dorso de una de las manos,
disimuladamente metió la otra por debajo de la manta y la posó sobre el muslo de la
joven. Ella forcejeó para levantarse, pero él la presionó con su cuerpo, metió una
rodilla entre las piernas de la joven bajo la manta y le acarició los pechos. Lone
descargó la cabeza con tanta fuerza contra la del hombre que este quedó noqueado
bajo el carromato. Laura Lee dejó caer la cantimplora. El indio se levantó,
implacable, mientras el comanchero de barba roja maldecía y se revolvía para
ponerse en pie. Sin mirar a Laura Lee, Lone dijo en voz baja:
—Rápido… la cantimplora… da de beber a la abuela… puede que sea su última
oportunidad.
Laura cogió la cantimplora y la inclinó sobre los labios de la abuela, luego
escuchó el crujido seco de una pistola impactando contra hueso y el indio cayó junto
a ella en el suelo. El indio se quedó inmóvil mientras la sangre manaba y se esparcía
por su pelo color carbón.
Laura Lee estaba derramando el agua por el rostro de la abuela Sarah.
—Maldita sea, chiquilla, me vas a ahogar —la anciana se incorporó, escupiendo y
jadeando.
El comanchero le arrebató la cantimplora y Laura Lee forcejeó para no soltarla.
Se puso de pie, arrancándola de las manos del comanchero y logró salpicar con agua
la cara de Lone. El comanchero la tumbó de una patada y recuperó el agua. Jadeaba
con fuerza.
—Seguro que te mueves de maravilla cuando te meta en la cama —escupió.
La refriega había atraído a otros hombres al carromato… y el comanchero se alejó
a toda prisa.
Laura Lee se arrimó a la figura inconsciente de Lone. Lo puso boca arriba y con
un extremo de la manta taponó y detuvo el reguero de sangre. La abuela Sarah se

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había incorporado sobre las rodillas y tiró de un hilo que tenía colgado del cuello.
Sacó una pequeña bolsita de debajo del vestido.
—Ponle esta bolsa de asafétida bajo la nariz —ordenó a la joven al tiempo que le
daba la bolsa.
Lone inspiró una sola vez de la bolsa, giró la cabeza violentamente y abrió los
ojos.
—Mis disculpas, señora —dijo con calma—, pero nunca fue de mi agrado la
mofeta podrida.
La voz de la abuela Sarah sonó con un tono débil pero severo.
—Le dispararán si no puede andar —le advirtió, postrada sobre sus rodillas
temblorosas.
Lone rodó sobre su vientre y se apoyó sobre las manos y las rodillas. Permaneció
en esa postura durante unos segundos, balanceándose… luego se enderezó.
—Andaré entonces —sonrió bajo la sangre reseca—, aunque ya no hay mucho
que andar ahora, de todas formas.
Mientras hablaba, el carromato dio un tirón y Lone tuvo que sujetar a la abuela
Sarah por el fondillo de los calzones para enderezarle las piernas y ayudarla a ponerse
al paso.
No pararon a mediodía; la caravana siguió rodando a ritmo constante hacia el
oeste. El polvo de caliche blanco, mezclado con el sudor, se secó en sus rostros
dibujando sobre ellos una máscara y el calor solar drenó las fuerzas de sus piernas.
Ahora Lone sostenía firmemente a la abuela Sarah; las piernas temblorosas de la
anciana hacían el movimiento de andar, pero era Lone quien aguantaba su peso.
El carromato comenzó a descender cuando la caravana se dirigió a un cañón
profundo. Era estrecho, con paredes rectas a ambos lados y el terreno llano. Ahora se
dirigían directamente hacia el sol. Laura Lee sentía que le temblaban las piernas al
andar; se tropezó y cayó, pero logró erguirse de nuevo sin ayuda. De repente, los
carromatos se detuvieron. Laura miró a Lone.
—Me pregunto por qué hemos parado —se sorprendió al oír su propia voz rota y
ronca.
Se había dibujado una sonrisa de triunfo en el rostro del indio… Laura pensó que
se había vuelto loco por el golpe que había recibido en la cabeza. Por fin, Lone
respondió:
—Si no he calculado mal, estamos dirigiéndonos directamente hacia el sol. Estas
paredes nos rodean. Parece el lugar ideal para un tipo que conozco que sabe
aprovechar todas las ventajas. Aún no he mirado hacia arriba, pero me juego la
cabellera a que un caballero llamado Josey Wales es el que ha detenido esta caravana.
—¿Josey Wales? —Laura Lee repitió el nombre con voz ronca.
La abuela Sarah, aún arrodillada en el suelo, susurró débilmente.
—¿Josey Wales? ¿El asesino que vimos en Towash? ¡Que Dios nos coja
confesados!

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Lone se paseó por detrás del carromato. Laura Lee permaneció a su lado. A unas
cincuenta yardas frente a ellos, montado sobre el gigantesco ruano y totalmente
erguido cubriendo los rayos del sol, estaba Josey Wales. Lone se protegió los ojos con
la mano y pudo ver el movimiento lento y meditabundo de la mandíbula.
—Ahí está, mascando su tabaco, válgame el cielo —dijo Lone; vio que Josey
miraba a un lado con expresión pensativa—. Y ahora escupirá —susurró el indio.
Y a continuación Josey escupió un chorro de jugo de tabaco que impactó con
pericia contra una flor de artemisa. Los comancheros le miraban horrorizados,
clavados al suelo como estatuas ante aquella extraña figura que había aparecido y que
evidenciaba una actitud tan despreocupada… apuntando con un escupitajo a las flores
de artemisa.
Lone mordió vigorosamente las correas de cuero alrededor de sus muñecas.
—Prepárese, jovencita —susurró a Laura Lee—, se va a desatar el infierno antes
del desayuno.
Los jinetes que cabalgaban en la retaguardia pasaron a su lado y se unieron al
resto de hombres en la cabecera de la caravana. Laura Lee se cubrió los ojos para
protegerlos de la blanca luz del sol.
—Habla de él… de Josey Wales… como si fuera su amigo —dijo a Lone.
—Es más que mi amigo —se limitó a responder Lone.
La abuela Sarah, todavía sentada, se asomó estirándose por el borde de la rueda
del carromato y miró.
—Incluso para un hombre tan fiero como él, hay demasiados enemigos —susurró,
pero siguió sujetando la rueda del carromato y mirando.
Vieron que Josey se enderezaba en la silla y que lentamente… muy lentamente,
levantaba una rama rematada con una bandera blanca. La ondeaba de un lado a otro a
los comancheros, que estaban todos apiñados a la cabeza de la caravana.
—¡Es una bandera de rendición! —gimió Laura Lee.
Lone sonrió bajo la máscara que cubría su rostro moreno.
—No sé qué planea hacer, pero rendirse desde luego que no.
Los comancheros estaban nerviosos. Se escuchaban conversaciones agitadas y
surgió un debate entre ellos. El enorme líder mexicano, montado en un gris moteado,
se movía entre los hombres y señalaba con la mano. Seleccionó al hombre de la barba
roja, a otro anglo de apariencia particularmente feroz que llevaba cabelleras humanas
cosidas en la camisa, y a un mexicano de pelo largo con dos pistoleras en la cintura.
Los cuatro jinetes avanzaron en fila con cautela hacia Josey Wales. Cuando
comenzaron a moverse, Josey avanzó con el ruano al mismo paso lento para
encontrarse con ellos. El silencio, roto tan solo por el débil gemido del viento entre
las rocas del cañón, invadió la escena. A Laura Lee le parecía que los caballos
avanzaban con una lentitud dolorosa, pisando con cautela mientras los jinetes los
contenían tirando de las riendas. Entonces tuvo la impresión de que Josey Wales
movía su caballo ligeramente más rápido… aunque no lo suficiente para que se

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notara… pero aun así, cuando se encontraron frente a frente, el ruano se encontraba
mucho más cerca de los carromatos. Y entonces se detuvieron.
Laura veía ahora claramente el rostro marcado del fuera de la ley. Los mismos
ojos negros ardientes por debajo del ala del sombrero. Josey se irguió lentamente
apoyándose en los estribos como si estuviera estirando las piernas, pero el
movimiento sutil colocó las pistolas justo por debajo de sus manos.
De repente, la bandera cayó al suelo. Laura no advirtió que las manos de Josey se
movieran, pero vio el humo saliendo de sus caderas. Los ¡BUMS! de los ruidosos 44
retumbaron con un sonido nítido en las paredes del cañón. Dos sillas vacías… el
mexicano con las pistoleras en la cintura cayó hacia atrás por la grupa de su montura.
El hombre de barba roja se retorció, cayó al suelo y un pie se le quedó enganchado en
el estribo. El jinete de la camisa de cabelleras se dobló hacia delante y se derrumbó, y
mientras el enorme líder mexicano giraba su caballo en frenética retirada, una potente
detonación le arrancó de cuajo un lado de la cara.
La velocidad y el sonido de lo ocurrido fueron como los de un violento trueno,
dejando a su paso una escena de total confusión. El caballo gris del hombre de barba
roja salió en estampida y huyó pasando junto a los carromatos y arrastrando al
hombre muerto por un pie. El caballo enloquecido del líder mexicano saltó al notar el
peso muerto del jinete y se abalanzó sobre una de las yuntas de bueyes. Laura Lee vio
que el ruano se apartaba de aquel embrollo y cabalgaba directamente hacia ellos.
Josey Wales sostenía dos pistolas en las manos. Sujetaba las riendas del ruano con
los dientes y disparaba al tiempo que embestía contra los jinetes que se habían
agrupado junto al carromato… Los ensordecedores disparos resonaban y tronaban
alrededor de ellos. Un hombre gritó mientras caía de cabeza de un caballo que
corcoveaba; gritos y maldiciones, caballos aterrados corrían de un lado a otro. En
medio de todo aquel caos, Laura Lee escuchó un sonido que comenzó sonando grave
y luego fue aumentado de tono y volumen hasta alcanzar el clímax en un
espeluznante crescendo de gritos desgarrados que le pusieron los pelos de punta. El
sonido procedía de la garganta de Josey Wales… el grito Rebelde de júbilo que
celebraba la batalla y la sangre… y la muerte. El sonido del grito parecía tan
primitivo como el propio hombre. Pasó tan cerca del carromato que Laura Lee se
encogió ante los cascos del terrible ruano que se cernían sobre ella. Girando el
enorme caballo rojo prácticamente en el aire, Josey lo dejó caer junto a un conductor
de carreta, medio desnudo, que huía a la carrera y le disparó directamente entre los
omoplatos.
Un comanchero, con el sombrero colgando por la espalda, pasó cabalgando a toda
prisa al galope y desapareció por el cañón. Josey tiró del enorme ruano y los cascos
de los caballos del resto de comancheros resonaron por el cañón mientras se
desvanecían en la lejanía.
Un comanchero elegantemente vestido que yacía cerca de Laura Lee levantó la
cabeza. La sangre le cubría el pecho y la miró directamente a los ojos.

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—Agua —dijo débilmente, e intentó arrastrarse, pero sus brazos no aguantaban el
peso de su cuerpo—, por favor… agua.
Laura Lee miró horrorizada mientras el hombre intentaba arrastrarse hacia ella.
Un indio apareció por encima de las rocas del cañón. Cabello largo y recogido en
trenzas y vestido de ante con flecos, pero tocado con un enorme y lacio sombrero
gris. La figura trotó hasta el comanchero ensangrentado y paró a unos pocos pies de
él. Levantó la mano… el indio blandía un viejo rifle y le asestó un tiro limpio en la
cabeza. Era Pequeño Rayo de Luna, acompañada del canijo redbone que le pisaba los
talones. A continuación, la india dejó caer el rifle y se acercó a ellos al tiempo que
sacaba un amenazador cuchillo de su cinturón.
—¡Indios! —gritó la abuela Sarah sentada junto a la rueda del carromato—. Que
el Señor nos proteja.
Lone se rio. Él, como las mujeres, había estado observando con algo parecido a la
fascinación la orgía de muerte que se había desatado sobre el campamento… ahora,
al ver a Pequeño Rayo de Luna, pudo liberar esa tensión. La india cortó las correas de
sus muñecas, lo envolvió en sus brazos y apoyó la cabeza en el pecho del indio.
Un disparo en la lejanía produjo un rugiente eco que se elevó por el cañón. Les
rodeaban los restos de la vorágine. Había hombres que yacían en las posturas
grotescas de la muerte. Los caballos permanecían con la cabeza baja. El caballo gris,
que venía de la cabecera de la marcha, avanzaba y paraba arrastrando un cuerpo
inerte por el estribo. A excepción del gemido del viento, ese era el único sonido que
se escuchaba en el cañón.
Vieron a Josey reuniendo los caballos. Llevaba de las riendas un alazán con una
pistolera y un sombrero colgando del cuerno de la silla de montar vacía. Detrás del
alazán iba el enorme negro de Lone.
El ruano iba cubierto de sudor y le salía espuma de la boca. Josey detuvo los
caballos a la sombra del carromato y saludó educadamente a Laura tocándose el ala
del sombrero. Laura Lee asintió muda a su gesto. Se sentía incómoda con la manta, e
inquieta. ¿Cómo podía nadie actuar con tanta calma y mostrar buenas maneras, como
ese hombre, tras muertes tan violentas? Tan solo unos minutos antes había
disparado… y gritado… y matado. Laura le vio girarse en la silla y pasar una pierna
por encima del cuerno. No hizo amago de desmontar mientras cortaba
meticulosamente el tabaco con un cuchillo largo y se metía el trozo en la boca.
—Me alegra volver a verte, cheroqui —dijo a Lone arrastrando las palabras—,
me habría ido a México, pero tuve que venir a sacarte de aquí para que le enseñes a
esa squaw a comportarse.
Lone le sonrió.
—Sabía que eso terminaría por convencerte para regresar.
—Bueno —susurró Josey lacónicamente—, si eres capaz de hacérselo entender,
dile que con toda probabilidad estas dos damas estarían encantadas de que las liberase
y les diese un trago de agua… ropa y cosas así.

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Lone pareció avergonzarse.
—Lo siento, señora —murmuró a Laura Lee.
Pequeño Rayo de Luna sacó dos cantimploras de agua de los carromatos y
mientras Laura se echaba agua por la cara, Lone se arrodilló con una cantimplora
para la abuela Sarah.
Josey frunció el ceño.
—Me pregunto si habrá grano para los caballos.
—Sabía que lo preguntarías —dijo Lone secamente—. Mientras paseaba por aquí
detrás del carromato, silbando y cantando a la luz de la luna, me dije: tengo que
aprovechar algo de mi tiempo libre para comprobar si hay grano en esos carromatos.
Sé que el señor Wales sin duda vendrá cabalgando directamente y se levantará el
sombrero… y lo primero que hará será… preguntar si hay grano.
Laura Lee se sobresaltó cuando los dos hombres rompieron a reír. Estaban
rodeados de cadáveres sanguinolentos. Todos habían estado a punto de morir. Y ahora
se reían a mandíbula batiente… pero instintivamente, bajo esas risas, Laura percibió
cierto humor negro y un profundo lazo de unión entre el indio y el fuera de la ley.
Como si leyera los pensamientos de la joven, Josey desmontó, abrió la lona del
carromato y, tomándola del brazo, la ayudó a subir.
—Siéntese aquí, señora —dijo—. Buscaremos algo de ropa.
A continuación, se volvió hacia la abuela Sarah, la aupó en sus brazos y la colocó
con cuidado junto a Laura Lee.
—Ya está, señora —dijo.
La abuela Sarah le lanzó una mirada penetrante.
—No hay duda de que ha logrado quitarse de encima a todos… luchando o
haciéndoles huir.
—Sí, señora —respondió Josey cortésmente—. Pa siempre decía que uno debe
estar orgulloso de su profesión.
No le explicó que los comancheros que habían huido sin duda traerían con ellos a
más indios.
—¡Dios mío! —gritó la abuela Sarah.
Josey y Lone miraron en la dirección que la anciana señalaba.
Pequeño Rayo de Luna, con un cuchillo en una mano y dos cabelleras sangrientas
en la otra, estaba arrodillada junto a la cabeza de un tercer cadáver en el suelo. Laura
Lee se metió aún más adentro del carromato.
—No tiene intención de hacer nada… malo —dijo Lone—, Pequeño Rayo de
Luna es cheyene. Es parte de su religión. Mire, señora, los cheyenes creen que solo
hay dos maneras de evitar que uno vaya a las Tierras de los Espíritus: ser colgado, y
entonces el alma no puede salir por la boca, y la otra manera es perder la cabellera.
Pequeño Rayo de Luna se está asegurando de que sus enemigos no lleguen allí… y
así le resultará… bueno, más fácil, cuando llegue allí. Es parecido —Lone sonrió— a
un predicador de Arkansas que envía a sus enemigos al infierno. Los indios creen que

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solo hay dos pecados… ser un cobarde… y volverse contra los tuyos.
—Bueno —dijo la abuela Sarah vacilando—, supongo que es una forma de verlo.
Laura Lee miró a Josey.
—¿Se guarda… las cabelleras?
Josey pareció sorprendido.
—Bueno… creo que no, quiero decir, nunca la he visto llevando ninguna. Pero no
se preocupe por Pequeño Rayo de Luna, señora… es de la familia.
Lone y Josey montaron sus caballos, arrastraron con lazos los cuerpos de los
comancheros a las profundidades del cañón entre las rocas y los cubrieron de piedras.
Les habían quitado las armas y las habían apilado junto a las sillas de los caballos de
los carromatos.
Durante sus exploraciones, Josey había descubierto una estrecha grieta en la
pared contraria del cañón, y cerca de esta, en un estanque rodeado de rocas, había
agua limpia. Lone y Josey registraron las tres carretas grandes y encontraron barriles
de grano, cerdo salado, tasajo de ternera, judías secas y harina. Había rifles y
munición. Lo apilaron todo en los carromatos y con los ocho caballos atados detrás,
Lone y Pequeño Rayo de Luna condujeron los carromatos hacia la grieta en el cañón,
y Laura Lee y la abuela Sarah iban con ellos.
El terreno descendía cuando llegaron a la pared del cañón, ocultando casi
totalmente los carromatos desde la ruta. Se estaba fresco a la sombra y acamparon al
anochecer; la escarpada pared y la grieta a sus espaldas y los carromatos delante de
ellos.
Josey y Lone llevaron los caballos y mulas al estanque para que bebieran y, tras
atar las mulas cerca de la pared en un pedazo de hierba y dar grano a los caballos,
condujeron a los seis bueyes al agua para que bebieran. Laura Lee, en el carromato,
escuchó que Josey le decía a Lone:
—Sacrificaremos uno de los bueyes por la mañana y soltaremos al resto. También
será mejor que dejemos las carretas donde están… hay todo tipo de objetos ahí
dentro… viejos relojes… marcos de fotografías… he visto la cuna de un bebé… todo
robado de los ranchos, supongo.
Laura pensó en los terribles comancheros. ¿Cuántas cabañas solitarias habían
quemado? ¿A cuántos desgraciados habían torturado y asesinado? Los desgarrados y
desconsolados gritos del abuelo Samuel todavía resonaban en sus oídos, así como la
risa de sus torturadores. Sollozó y su cuerpo se sacudió. La abuela Sarah, sentada
junto a ella, le apretó la mano y unas enormes lágrimas cayeron silenciosamente por
su rostro arrugado.
Una mano le tocó el hombro. Era Josey Wales. La luna amarilla había asomado
por el borde del cañón, ensombreciendo el rostro del guerrillero mientras miraba
hacia el carromato. Solo la blanca cicatriz destacaba a la luz de la luna.
—Recoja su ropa, señora —dijo suavemente—, y la llevaré arriba, al estanque…
allí puede lavarse. Regresaré y subiré también a la abuela Sarah.

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La levantó en brazos y ella sintió su fuerza. Tímidamente, Laura deslizó el brazo
alrededor de su cuello, y mientras Josey subía al estanque, sintió que le invadía una
abrumadora debilidad. El horror de las anteriores horas, el terror; y ahora la
embriagadora calidez entre los brazos de aquel extraño al que debería temer… pero
que no temía. La manta se cayó al suelo, pero daba igual.
Él la posó sobre una roca ancha y lisa junto al estanque y en unos segundos
regresó con la frágil abuela Sarah. Se arrodilló junto a ellas.
—Tendré que cortar esos zapatos de tacón que llevan. Me temo que tendrán que
llevar mocasines, es lo único que tenemos.
Mientras rebanaba con el cuchillo el cuero, Laura Lee le preguntó:
—¿Dónde está… el indio?
—¿Lone? Él y Pequeño Rayo de Luna están allá abajo borrando nuestras huellas
—se rio para sí mismo con una secreta broma—, ya se han lavado en el estanque.
Los pies de las mujeres eran bultos hinchados, y unas feas heridas causadas por el
cuero habían inflamado sus brazos. Josey se puso de pie y las miró desde arriba.
—Hay un pequeño manantial en este estanque… que cae en el otro extremo. El
agua allí está limpia y fría… eso podría ayudar a bajar la hinchazón. El estanque solo
tiene unos tres pies de profundidad. Yo permaneceré cerca… —y a continuación
señaló—, allí arriba, en aquellas rocas.
Josey desapareció tras las sombras y en un segundo reapareció, su silueta se
recortaba contra la luna y fijó la mirada más allá de ellas, en dirección al cañón.
Laura Lee ayudó a la abuela Sarah a meterse en el estanque. El agua estaba fría y
la envolvió como un tónico refrescante.
—No pude evitar llorar —dijo la abuela Sarah cuando ya estaba sentada dentro
del agua—. No puedo dejar de pensar en Pa y en Daniel, allí tirados en la pradera.
La voz de Josey Wales flotó suavemente hasta ellas.
—Los dos fueron enterrados, señora… un enterramiento cristiano.
¿Es que sus oídos lo captaban todo? Se preguntó Laura Lee.
—Gracias, hijo —respondió la abuela Sarah con la misma suavidad… y su voz
entonces se quebró—, que Dios te bendiga.
Laura Lee levantó la mirada hacia la figura en las rocas. Josey mascaba tabaco
lentamente, con los ojos clavados en el cañón… y con un trapo limpiaba sus armas.

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Capítulo 16

La mañana rompió roja y calurosa y ahuyentó el aire fresco del cañón. Josey y Lone
sacrificaron un buey y extendieron trozos de carne sobre el fuego sin humo que
Pequeño Rayo de Luna había encendido en una chimenea de la grieta del cañón.
Laura Lee obligó a la abuela Sarah, que protestaba débilmente, a recostarse en sus
mantas y se dirigió al fuego con los pies hinchados.
—Puedo trabajar —anunció con firmeza a Josey.
Pequeño Rayo de Luna sonrió y le pasó un cuchillo para que descuartizara el
buey. Tras salar unas finas tiras, las colocaron sobre las rocas planas para curarlas al
sol. Era ya bien entrada la tarde cuando comieron.
Laura Lee advirtió que los dos hombres nunca trabajaban juntos. Si uno trabajaba,
el otro vigilaba el borde del cañón. Cuando le preguntó a Josey por qué lo hacían así,
él le contestó con una sola frase.
—Es territorio comanche, señora. Es su tierra… no la nuestra.
Laura observó que ambos hombres miraban con minuciosa preocupación la
espiral de buitres que volaban en lo alto sobre las rocas donde yacían los
comancheros muertos.
Descansaron, ahítos de carne de buey, a la sombra de la pared del cañón. Josey se
acercó a Laura Lee y la abuela Sarah. Llevaba una pequeña olla de hierro y se
arrodilló junto a ellas.
—Lone ha machacado unas hierbas y tallos. Ayudará a bajar la inflamación.
Lo untó por los pies y las piernas de la anciana y cuando Laura Lee se ruborizó y
extendió tímidamente la pierna, él la miró a los ojos durante unos segundos.
—No pasa nada, señora. Hacemos… lo que tenemos que hacer para sobrevivir.
No siempre es bonito… ni apropiado, supongo. La necesidad es lo principal.
Laura Lee se tumbó sobre las mantas y se quedó dormida. Soñó con un enorme
caballo rojo que la embestía y la aplastaba, cabalgado por un hombre terrible con
cicatrices en la cara que gritaba y escupía muerte por sus pistolas. El profundo aullido
de un lobo cerca del borde del cañón la despertó. La abuela Sarah estaba sentada,
peinándose el cabello. Cerca en las sombras y frente a ellas estaba Lone. Pequeño
Rayo de Luna estaba echada en la tierra, con la cabeza apoyada en el muslo de Lone.
No vio a Josey Wales. El dolor y la hinchazón habían desaparecido de sus pies.
—¿Está…? ¿Dónde está el señor Wales? —preguntó Laura Lee a Lone.
Lone miró hacia el valle del cañón que ahora estaba inundado por la suave luz de
una luna casi llena.
—Está aquí —respondió en voz baja—, en algún lugar entre las rocas. No duerme
mucho, supongo que por todos los años de cabalgar en el campo.
Laura Lee vaciló y su voz sonó tímida.
—Le escuché decir que era familia de Pequeño Rayo de Luna… ¿lo es?

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Lone dejó escapar una risa baja.
—No, señora. No de la forma que usted cree. De donde viene Josey… las
montañas… los ancianos usan esa palabra con un significado distinto. Si alguien le
dice a otra persona que es familia… quiere decir que lo entiende. Si le dice a su mujer
que es familia… lo cual no ocurre muy a menudo… quiere decir que la ama —se
hizo un momento de silencio antes de que Lone continuara—. Lo comprende, señora,
para el hombre de montaña es lo mismo… amar y entender… no se puede tener lo
uno sin lo otro. A Pequeño Rayo de Luna —dijo apoyando la mano sobre la cabeza
de la india—, Josey la entiende… se aprecian el uno al otro… son familia.
—¿Quiere decir…? —Laura Lee dejó la pregunta sin acabar.
Lone soltó una risotada.
—No, no me refiero a que sea su mujer… nada de eso. Supongo que no puedo
expresar lo que es, señora… pero tanto Josey como Pequeño Rayo de Luna morirían
sin pensárselo el uno por el otro.
—Y usted —dijo suavemente Laura Lee.
—Y yo —respondió Lone.
El viento nocturno gemía ahora con un suspiro grave entre la maleza y un coyote
les recordó con su largo aullido la vastedad y la soledad de aquella árida tierra. Laura
Lee se estremeció y la abuela Sarah le echó una manta sobre los hombros y la arropó.
Laura nunca había hecho preguntas tan directas a otra persona… pero la curiosidad…
y algo más, superó su timidez.
—¿Y por qué… cómo es que está en búsqueda y captura? —preguntó.
El silencio que se hizo fue tan largo que creyó que Lone no iba a contestar. Por
fin, su voz flotó suavemente en las sombras, intentando encontrar las palabras.
—Si le contara que una cabaña, un hogar, fue incendiado, usted se apenaría. Pero
si le dijera que era su propia casa la que fue incendiada… y usted amara ese hogar y a
aquellas personas que lo habitaban, se arrastraría si tuviera que… luchar contra ese
fuego… Usted odiaría ese fuego… pero solo en la medida que amó ese hogar… no
porque odie el fuego… sino porque amó su hogar. Cuanto más lo amara… más
odiaría —el tono del indio se hizo más grave—. Los matones no aman, señora. Matan
por miedo y torturan para ver a otros suplicar… para así poder probar que hay algo
mezquino en todos los hombres. Cuando deben enfrentarse a una pelea… salen
corriendo. Por eso Josey supo que vencería a los comancheros. Josey es un gran
guerrero. Ama profundamente… y odia con furia a todo el que mató lo que más
amaba. Todos los guerreros son de esa clase de hombres —la voz de Lone se suavizó
—. Así es… y así será siempre.
Cuando se hizo el silencio, la abuela Sarah le tocó la mano y le dio unas
palmaditas. Laura Lee no se había dado cuenta, pero estaba llorando. Sintió, en
palabras de Lone, la soledad del fuera de la ley; la amargura de los sueños rotos y las
esperanzas inútiles; el dolor por la pérdida de sus seres queridos. Y supo en ese
momento lo que el corazón de la implacable squaw india siempre había sabido, que

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los verdaderos guerreros son hombres fieros… y sensibles… y solitarios.

Era temprano cuando Laura se despertó. El sol ya rebasaba la parte superior del borde
del cañón, enrojeciéndolo y proyectando los rayos sobre la pared como un reloj de
sol. Pequeño Rayo de Luna enrollaba las mantas y guardaba los trastos en los
carromatos. La abuela Sarah, apoyada sobre manos y rodillas junto a un mapa de
papel desplegado en el suelo, señalaba distintas partes del mapa a Josey y a Lone,
ambos agachados junto a ella.
—Está en este valle, tiene un arroyo de agua clara. ¿Ven las montañas marcadas?
—decía la anciana.
Josey miró a Lone.
—¿Qué piensas?
Lone examinó el mapa.
—Yo diría que estamos por aquí —y a continuación colocó el dedo sobre el mapa
—. Aquí está el rancho del que habla la abuela y la montaña jorobada al norte.
—¿A qué distancia? —preguntó Josey.
Lone se encogió de hombros.
—Tal vez a unas sesenta millas… o tal vez cien. No sabría decir. Está al
suroeste… pero, de todas formas, nosotros también vamos en esa dirección… de
camino a la frontera.
Josey mascaba tabaco y Laura Lee advirtió que llevaba los pantalones de ante
limpios y que se había afeitado. Josey escupió.
—Supongo que las llevaremos a ustedes, y los carromatos, señora. Si no hay
nadie allí… tendremos que contratar algunos vaqueros… en algún lugar. No se
pueden quedar solas, dos mujeres, sin nadie más en este territorio.
—Miren —exclamó entusiasmada la abuela Sarah—, hay un pueblo llamado el
Paso del Águila… está junto a este río… Reio Grandi.
—Ese es el río Grande, señora —dijo Lone—, y Paso del Águila se encuentra
muy lejos de su rancho… en cambio, este pueblo de aquí, Santo Río, está más
cerca… quizás haya vaqueros allí.
Mientras hablaban, Laura Lee ayudó a Pequeño Rayo de Luna a cargar los
carromatos. Se sentía refrescada y fuerte y los mocasines se ajustaban bien a sus pies.
Pequeño Rayo de Luna estaba arrodillada recogiendo los cacharros y sonrió a Laura
Lee… la sonrisa se congeló en su rostro.
—Comanches —dijo en voz baja… y luego, más fuerte para que Josey y Lone lo
oyeran—. ¡Comanches!
Lone empujó bruscamente a la abuela Sarah al suelo y se tiró sobre ella. Josey dio
dos grandes zancadas, empujó a Laura Lee hacia atrás y se dejó caer, totalmente
estirado, sobre ella. Pequeño Rayo de Luna ya estaba tumbada en el suelo y con la
cabeza bajada.

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El comanche no hizo ningún intento de esconderse. Iba montado en un poni
blanco con la grácil postura medio hundida del jinete nato. Llevaba un rifle apoyado
sobre las rodillas y en su cabello negro y trenzado tan solo llevaba una pluma que
ondeaba al viento. Se encontraba a una media milla de ellos y su silueta se recortaba
contra el sol de la mañana, pero era obvio que los veía y los vigilaba.
Laura Lee sintió la respiración pesada y los latidos de Josey.
—Nos… ha visto —susurró ella.
—Lo sé —dijo Josey con tono sombrío—, pero tal vez no haya estado ahí el
tiempo suficiente para contar tres mujeres… y solo dos hombres.
De repente, el comanche tiró de las riendas, hizo girar el caballo sobre sus cuartos
traseros y desapareció por el borde del cañón.
Lone corrió hacia las mulas y las ató a los carromatos. Josey tiró de Laura Lee
para ponerla de pie.
—Hay ropa de los comancheros en los carromatos… tendrán que ponérsela…
para parecer hombres —dijo.
Las mujeres se pusieron las ropas, con enormes sombreros y chaparreras
acampanadas. Laura Lee se puso la camisa más grande que pudo encontrar; era de
cuello en uve, no llevaba botones y daba la impresión de que sus grandes pechos iban
a reventar la tela. Se le enrojecieron las mejillas y aún se le enrojecieron más cuando
vio que Pequeño Rayo de Luna se cambiaba la ropa sin ocultarse.
—Supongo —dijo Josey vacilante— que tendrán que valer.
Se percibía un atisbo de respeto en su voz. La abuela Sarah parecía un
duendecillo bajo un champiñón; el enorme sombrero que llevaba se meneaba
desesperadamente alrededor de sus hombros.
—Es como si una familia de puercos hubiera estado viviendo en el fondillo de
estos pantalones —se quejó la anciana.
A pesar de su situación, Josey no pudo contener la risa y en la distancia Lone se le
unió al ver aquellos pantalones demasiado holgados cubriendo la diminuta figura de
la anciana.
—Lo siento, señora —se disculpó Josey, y de nuevo rompió a carcajadas—, es
solo… que es usted tan pequeña.
La abuela Sarah levantó el sombrero con ambas manos para ver mejor a sus
torturadores.
—No es el tamaño del perro en la lucha lo que importa, sino la capacidad de
luchar del perro —dijo con fiereza.
—Supongo que eso es tan cierto como la lluvia, señora —dijo Josey en tono
serio… y luego añadió—: Pequeño Rayo de Luna puede conducir uno de los
carromatos.
—Yo conduciré el otro.
Laura Lee se sorprendió al oír su propio ofrecimiento… y la abuela Sarah la miró
fijamente; Laura nunca había manejado mulas ni había conducido un carromato, y la

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abuela Sarah se debatía entre el asombro y el placer de observar ese arrojo cada vez
mayor en lo que en otro tiempo fue una tímida Laura Lee.

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Capítulo 17

Condujeron los carromatos entre las paredes del cañón y salieron a la llanura; a
continuación se dirigieron al suroeste atravesando un horizonte infinito. Lone,
montado sobre el negro, lideraba la marcha a lo lejos. Pequeño Rayo de Luna y la
abuela Sarah estaban acomodadas en el asiento del carromato en cabeza, y Laura Lee
conducía el segundo, sola. Tras ella, los caballos de los comancheros, alineados en
una larga fila y atados unos con otros, la seguían sujetos a la portezuela trasera del
carromato. Unos grandes odres llenos de agua se balanceaban sobre sus lomos como
gibas de camello torcidas.
Lone avanzaba al paso rápido que le iba bien a las grandes mulas. Josey
cabalgaba por los laterales de los carromatos de un lado a otro de la caravana y
observaba el horizonte. Se dio cuenta enseguida de que Laura Lee jamás había
conducido mulas. Había comenzado acortando las riendas, e intermitentemente las
soltaba o las tensaba… pero aprendía rápido y Josey no le dijo nada… De todas
formas se adivinaba una determinación demasiado arraigada en el tenso rictus de
Laura Lee como para hablarle de ello.
En dos ocasiones Josey vio pequeñas nubes de polvo por encima de la superficie
de la llanura, pero estas se alejaron hasta desaparecer. Acamparon para pasar la noche
entre la bruma morada del anochecer; colocaron los carromatos formando una uve y
ataron las mulas y caballos cerca, en un prado de hierba de búfalo.
Lone sacudió apesadumbrado la cabeza cuando Josey habló sobre las nubes de
polvo.
—Es imposible saberlo. Sabemos que ese comanche no viaja solo… y que hay
apaches por los alrededores. No sé con cuáles preferiría enfrentarme… ambos son
más malos que la tiña.
Josey se encargó del primer turno, paseando en silencio entre los caballos.
Cualquier banda de guerreros nómadas iría en primer lugar a por los caballos… y en
segundo lugar a por las mujeres. La luna brillaba con intensidad provocando el agudo
aullido del coyote y la solitaria llamada de un lobo búfalo en la lejanía. La luna ya se
había inclinado hacia el oeste cuando Josey retiró la manta a Lone para despertarle…
y encontró que Pequeño Rayo de Luna estaba echada junto a él. Josey se agachó a su
lado.
—Me alegra ver que has formado un hogar —dijo, y fue recompensado con una
sonrisa bobalicona de Lone y un puntapié de Pequeño Rayo de Luna en la espinilla.
Mientras se estiraba entre sus mantas bajo el carromato, Josey sintió con alivio
que la preocupación que le había estado carcomiendo por dentro por el anciano
cheroqui y la mujer india se desvanecía. Lone y Pequeño Rayo de Luna habían
encontrado un hogar, aunque solo fuera bajo una manta india. Quizás… encontraran
un lugar… una vida… en el rancho de la abuela Sarah. Él cabalgaría a México solo.

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Recogieron el campamento antes del amanecer y cuando las primeras luces
rozaron el horizonte al este ya estaban listos para partir en los carromatos.
—Será mejor que os atéis esto…
Josey les ofreció unas pistoleras a las mujeres. Ayudó a la abuela Sarah a
ajustarse el cinturón alrededor de su fina cintura y sujetó la pistola frente a sus ojos.
—Supongo que usted tendrá que usar las dos manos, señora… pero recuerde,
dispare solo cuando el blanco esté lo suficientemente cerca… Esta arma tiene seis
disparos… solo tiene que bajar el percutor con el pulgar.
Cuando se dio la vuelta para ayudar a Laura Lee, vio que esta sujetaba el arma
por la culata y que la sacaba fácilmente de la funda; entonces dijo con admiración:
—Vaya, esas manos están hechas para llevar uno del cuarenta y cuatro.
Laura Lee se miró las manos como si le acabaran de crecer de sus brazos. Quizás
fueran demasiado grandes para las tazas de té y las fiestas. Quizás toda ella lo era…
pero parecía que encajaba bien en aquel lugar llamado Texas. Era un territorio duro…
peligroso incluso… pero era espacioso y honesto en su ferocidad, a diferencia de
aquellos otros lugares donde la crueldad se escondía tras la hipocresía de las formas
sociales. Entonces apoyó un pie en el pescante del carromato y saltó al asiento; al
coger las riendas de las mulas, exclamó:
—¡Levantad, puercos orejudos de Arkansas!
Y la abuela Sarah, asomada a lo lejos para ser testigo de ese repentino deseo por
la vida que ahora embargaba a Laura Lee, a punto estuvo de caer bajo una de las
ruedas del carromato.
Rumbo al suroeste. El sol brillaba a la derecha y el calor empañaba la distancia.
Esa noche acamparon en terreno seco, en la ladera de una pequeña mesa, y partieron
al alba azuzando a las mulas a paso rápido.
El quinto día después de haber abandonado el cañón, cruzaron un arroyo
estancado y medio invadido por el caliche. Llenaron los odres, se alejaron.
—El agua atrae a los jinetes —dijo Lone sombríamente.
El paisaje fue cambiando imperceptiblemente. La hierba de búfalo se hizo más
escasa. Aquí y allá algún pincho de yuca había eclosionado con una nube de bolas
blancas en la parte superior. Los arbustos de creosota y uña de gato estaban
salpicados de las flores amarillas de los higos chumbos y las flores salvajemente
bellas de los cactus. Todas las plantas tenían púas o espinas, pinchos o garras…
necesarias para vivir en una tierra agreste. Incluso los cerros que se alzaban en la
lejanía habían sido erosionados hasta perder cualquier suavidad en su contorno, y sus
siluetas rocosas se recortaban como enormes dientes expuestos para la batalla.
Fue durante la tarde de ese día cuando los jinetes indios aparecieron. De repente,
allí estaban, cabalgando en fila y avanzando abiertamente en paralelo a los
carromatos, a menos de cien yardas. Eran diez; ajustaron el paso de sus monturas a la
velocidad de los carromatos y miraban al frente al tiempo que cabalgaban.
Lone bajó la velocidad hasta avanzar a un paso ligero y se colocó junto a Josey.

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Cabalgaron juntos durante un tramo en silencio. Josey sabía que Laura Lee había
visto a los indios, pero ella también miraba al frente, chasqueando las riendas como
un arriero veterano.
—Comanches —dijo Lone, y vio que Josey cortaba una mascada de tabaco.
Masticó y escupió.
—¿Has visto alguno más en algún lugar?
—No —dijo Lone—, esos son todos los que hay. Verás que llevan tres mulos de
carga con pieles de berrendo. No llevan pinturas… son soldados perro… así es como
los comanches y los cheyenes llaman a sus cazadores… son los que proveen de carne.
Se ve que les ha ido bien y no son una partida de guerra… pero un comanche nunca
desaprovecha la ocasión de pasar un buen rato. Estos caballos que llevamos les
gustan… pero están calculando cuánto les costará obtenerlos.
Cabalgaron durante un rato sin hablar.
—Quédate cerca de los carromatos —dijo Josey, y a continuación acertó a dar a la
flor de un cactus con un chorro de jugo.
Giró la montura hacia los indios y Lone vio los cuatro revólveres del 44 atados en
la silla de montar, al estilo de los guerrilleros de Misuri. Avanzó con el ruano en
diagonal hacia ellos, aumentando tan solo levemente el paso del caballo.
Durante el siguiente cuarto de milla fue acercándose lateralmente a los
comanches. Al principio, los guerreros parecieron no advertirlo, pero cuando fue
acercándose, algún que otro jinete giraba ocasionalmente la cabeza para echar un
vistazo a aquel jinete armado que se acercaba sobre el gran caballo y que le devolvía
abiertamente la mirada, aparentemente con la intención de presentar batalla.
De repente, el líder levantó el rifle en el aire con una mano… dejó escapar un
ensordecedor grito y viró su montura alejándose de Josey y los carromatos a la
carrera. Los otros guerreros le siguieron. Aullando con fuerza y agitando sus rifles,
desaparecieron tan rápido como habían aparecido.
Cuando se dio la vuelta con el ruano de regreso a los carromatos, la abuela Sarah
levantó su sombrero paraguas con ambas manos a modo de saludo… y Laura Lee
sonrió… con la sonrisa más amplia que jamás hubiera visto.
Lone se limpió el sudor de la frente.
—Ese jefe comanche se acercó mucho antes de levantar el rifle.
—Supongo —dijo Josey—. ¿Volverán?
—No… —dijo Lone, aunque un tanto vacilante—, iban muy cargados… lo que
significa que están muy alejados del grupo principal… y no viajan en nuestra
dirección. La única razón por la que no lo harán… es solo porque no les resulta
conveniente… pero hay muchos más comanches por la zona.
Ya acababa la tarde cuando divisaron la montaña jorobada, que era parte de una
accidentada cadena de elevaciones y cerros que se alzaban en el territorio con
amplios desiertos entre ellos. La abuela Sarah levantó la vista hacia aquellas
elevaciones y, cuando acamparon a la luz rojiza de la puesta de sol, contempló la

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montaña durante un buen rato. Al día siguiente, a las doce del mediodía, podían ver
claramente la montaña. De cerca se veía que eran en realidad dos montañas que
culminaban en cumbres separadas y cuyas crestas se desplomaban paralelas la una a
la otra, dando la impresión en la lejanía de que era una sola montaña hendida por el
centro. Lone dirigió los carromatos hacia los pies de la elevación más cercana, allá
donde se perdía en el desierto.
Todavía no se había puesto el sol cuando bordearon la elevación, y ante ellos se
abrió un amplio panorama. Había un valle entre las montañas y, brillando con los
reflejos de la luz del sol tardío, un arroyo poco profundo de aguas cristalinas
descendía sinuoso por en medio y se alejaba hacia el desierto. Se dirigieron hacia el
valle, un oasis que contrastaba con el desierto que lo rodeaba. La hierba crecía hasta
las rodillas de los caballos; álamos y robles flanqueaban las orillas del arroyo. Flores
silvestres moteaban la hierba y su colorido se extendía hasta los pies de los cerros
desnudos que se cernían a ambos lados.
Los berrendos que pastaban en la orilla opuesta levantaron la cabeza cuando pasó
la caravana y nidadas de codornices se dispersaron de sus madrigueras. El valle se
ensanchaba y estrechaba entre las montañas; en ocasiones se ensanchaba hasta una
milla para luego estrecharse de nuevo a una anchura de tan solo cincuenta yardas,
creando así cámaras semicirculares que atravesaron sin problemas.
Cuernilargos, grandes y bien alimentados, pastaban en la hierba alta, y Josey, tras
un par de horas de ruta, calculó que debía de haber unos mil… y más tarde, al ver
más y más de aquellas enormes bestias se vio obligado a desechar su cálculo. Eran
salvajes y huían por los estrechos riachuelos que separan las montañas al ver los
carromatos.
Josey vio perdices, grévoles engolados y urogallos de las praderas en los sauces
junto al riachuelo y un pequeño oso negro comiendo bayas verdes de unos
matorrales, el cual les gruñó y se alejó trotando por el arroyo espantando a una
manada de magníficos ejemplares de ciervos de cola negra.
Avanzaron lentamente por el valle: los exhaustos, acalorados y polvorientos
viajeros del desierto disfrutaban con la refrescante exuberancia. La puesta de sol
incendió el cielo tras la montaña tiñéndolo de un rojo ardiente que se tornó en
morado, como pinturas derramadas y colores mezclados.
El frescor del valle envolvía sus rostros; no era el frío hiriente y penetrante del
desierto, sino el reconfortante y húmedo frescor de árboles y agua que mitigaba el
calor y saciaba la sed del cansancio. La luna asomó un rostro casi lleno por encima
del cañón y arrojó sombras bajo los sauces del arroyo y contra las paredes del
desfiladero. Las aves nocturnas volaban y parloteaban y lanzaban largos y vibrantes
trinos que invadieron la brisa nocturna del valle.
Lone detuvo los carromatos y los caballos pacieron en la hierba alta.
—Quizás —dijo el indio entre susurros— deberíamos acampar.
La abuela Sarah se puso de pie en el carromato. Había dejado el sombrero a un

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lado y su cabello blanco brillaba como si fuera de plata.
—Es justo como Tom lo describió en su carta —dijo en voz baja—, la casa debe
de estar un poco más arriba —y señaló a lo lejos en el valle—, donde las montañas se
juntan. ¿No podemos… no podemos continuar?
Lone y Josey se miraron y asintieron, y continuaron la marcha.
La luna se encontraba dos horas más alta cuando divisaron la casa, baja y
alargada, casi invisible por la similitud del color del adobe de sus paredes con el de
los cerros que se alzaban por detrás. Estaba arropado por un bosquecillo de álamos, y
cuando se acercaron pudieron ver un establo, un barracón bajo y en un lateral un
cobertizo de cocina. A espaldas del establo había un corral cercado que se abría por
detrás. Este daba a lo que parecía ser un prado para el pasto de los caballos que
rodeaba un estanque de agua alimentado por una cascada procedente del riachuelo.
Era el final del valle.
Inspeccionaron la casa; la habitación principal era alargada y de techo bajo, con
sillas de cuero y suelo de pizarra. La cocina no tenía fogón, tan solo una enorme
chimenea para cocinar con una olla grande de hierro colgada en un lateral. En la casa
se percibía un tosco bienestar; las camas estaban hechas con postes de madera, pero
habían sido recubiertas con tiras elásticas de cuero y unas hamacas de ese mismo
material colgaban bajas junto a las paredes.
Mientras descargaban los carromatos en el patio, a la sombra de los álamos, Laura
Lee apretó impulsivamente el brazo de Josey y susurró:
—Es como… un sueño.
—Es exactamente eso —afirmó Josey solemnemente… y entonces se preguntó
cómo debió de sentirse Tom Turner al tropezar con aquella fina línea de verde
exuberancia en medio de mil millas cuadradas de territorio semiárido. Calculaba que
el valle debía de medir unas diez… o tal vez doce millas de largo. Con hierba fresca,
agua y las circundantes paredes de las montañas, dos, o tal vez tres jinetes, podían
ocuparse de todo, a excepción del momento del marcado y del acarreo, cuando se
podían reunir cabezas extra.
Salió de este ensueño cuando vio a Lone y Pequeño Rayo de Luna andando juntos
hacia la pequeña casa situada en un bosquecillo de cedros rojos y álamos. El lugar le
había atrapado… demonios, durante unos segundos se imaginó que era su hogar.
Laura Lee y la abuela Sarah estaban atareadas dentro de la casa. Nadie dormiría
esa noche. Desenganchó las mulas y las condujo con los caballos al corral y el prado.
Apoyado sobre el cercado del corral, los observó correr en círculos, dar coces con sus
cuartos traseros y dirigirse hacia el agua del estanque. Las mulas grandes se tumbaron
sobre la hierba alta. Por último, llevó allí al ruano, lo desensilló y le frotó el pelaje
cariñosamente. Lo soltó junto a los otros caballos… pero primero le dio grano.
Laura Lee desmenuzó unos panecillos para el desayuno y frió el tasajo con
alubias en sebo de buey. Las mujeres quitaron el polvo y limpiaron las ventanas y las
puertas y se entretuvieron con todas esas tareas misteriosas que hacen las mujeres en

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las casas nuevas. Pequeño Rayo de Luna reivindicó claramente su lugar en la casa de
adobe entre cedros y se dedicó a organizar las mantas, cacharros y ollas que cogió del
montón de cachivaches que había en el patio. Lone y Josey llevaron agua desde la
cascada y llenaron los cubos de cedro dentro de la casa. Repararon los postes del
cercado del corral y limpiaron las armas, las enfundaron y las colgaron en las
habitaciones para tenerlas a mano. Lone colocó trampas en la orilla del arroyo y
cenaron lubina.
Tras la cena, Josey y Lone se acuclillaron a la sombra de los árboles y
contemplaron la salida de la luna por encima del borde del desfiladero. El murmullo
de la charla les llegaba desde la cocina, donde Laura Lee y la abuela Sarah lavaban
los platos de la cena, y a través de la ventana el cálido parpadeo del fuego restó
fuerza al leve frío primaveral. Pequeño Rayo de Luna estaba sentada frente a la
puerta de la casa de adobe rodeada de cedros y tarareaba suavemente con voz de
contralto la evocadora y sinuosa melodía de los cheyenes.
—Es su hogar —dijo Lone—. Ella me dijo que era la primera vez que tenía un
hogar propio.
—Supongo que es suyo y tuyo —dijo Josey en voz baja.
Lone se movió inquieto en el asiento.
—La mujer… nunca pensé, con lo viejo que soy… este lugar es como cuando yo
era un joven… un hombre joven… allá en otras tierras… —su voz se apagó en un
tono de desesperada disculpa.
—Lo entiendo —dijo Josey.
Entendía lo que el indio no era capaz de decir. Allá en otras tierras, más allá de la
Ruta de las Lágrimas… allá en las montañas era donde estaba aquel lugar similar; el
hogar… la mujer. Y ahora lo había recuperado; pero se preocupaba por lo que sentía,
que era en cierta manera… una deslealtad hacia el fuera de la ley. Josey habló y su
voz sonó despreocupada y sin ningún tipo de emoción.
—No te conocen… por tu nombre. Traeremos vaqueros, pero no podría dejar a
Laura Lee… quiero decir, a las mujeres, sin asegurarme de que se quedara alguien de
confianza… que se hiciera cargo de todo y las cuidara. Tú debes quedarte aquí… tú y
Pequeño Rayo de Luna… tu mujer es casi tan fuerte como un hombre… y mejor que
la mayoría de ellos. No hay otra alternativa. Además, volveré a pasar por aquí y lo
más probable es que necesite un lugar donde esconderme.
Lone tocó el hombro de Josey.
—Quizás —dijo—, quizás se olviden de ti, y…
Josey cortó una mascada de tabaco y contempló el valle a sus pies. No hacía falta
decirlo… ambos sabían que no habría olvido.

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Capítulo 18

Diez Osos viajaba hacia el norte escapando del invierno para llegar a la tierra de los
mexicanos, al sur del río misterioso que los soldados a caballo se negaban a cruzar.
Junto a él cabalgaban cinco jefes indios a sus órdenes, doscientos cincuenta guerreros
curtidos en el combate y más de cuatrocientos niños y squaws. Cargados con el botín
y las cabelleras fruto de las incursiones en los pueblos y ranchos del sur, habían
cruzado el Río Grande hacía dos días. Regresaban en primavera como siempre habían
hecho… y como siempre seguirían haciéndolo. Las costumbres de los comanches no
iban a ser alteradas por los soldados a caballo, porque los comanches eran los mejores
jinetes de las Llanuras y cada uno de sus guerreros equivalían a cien chaquetas
azules.
Diez Osos era el jefe de guerra más importante de los poderosos comanches.
Incluso el gran Nube Roja de los sioux oglala, en el norte, le llamaba Jefe Hermano.
No existía rivalidad entre los jefes a su mando, porque su poder, su fama, era toda
una leyenda. Había liderado a sus guerreros en cientos de incursiones y batallas y
había probado su sabiduría y coraje en mil ocasiones sin duda alguna. Hablaba
fluidamente la lengua del hombre blanco y el último otoño, cuando la hierba de
búfalo ya se volvía parda, conoció al general Sherman en el Llano Estacado y le dijo
que las costumbres de los comanches no iban a cambiar. Diez Osos siempre mantenía
su palabra.
Cuando recibió el mensaje de que el general de los chaquetas azules deseaba
conocerle, se negó en un principio. Habían tenido lugar cuatro reuniones en cinco
años y en todas las ocasiones el hombre blanco le ofrecía una mano en señal de
amistad, al tiempo que sujetaba una serpiente en su otra mano. En todas las reuniones
había un chaqueta azul nuevo, pero las palabras siempre eran las mismas.
Por fin, accedió a reunirse y eligió el Llano Estacado como el punto de
encuentro… porque esa era la llanura de estacas que el hombre blanco temía cruzar;
donde los comanches cabalgaban con total impunidad. Era el lugar apropiado a ojos
de Diez Osos.
Se negó a sentarse y, mientras el líder de los chaquetas azules hablaba, él
permaneció erguido con los brazos cruzados y en pétreo silencio. Fue como había
sospechado; mucha cháchara de amistad y buena voluntad hacia los comanches… y
órdenes para que los comanches se trasladaran a los límites de la llanura, donde el sol
moría todos los días.
Cuando el chaqueta azul terminó de hablar, Diez Osos habló con una voz
embargada por la ira.
—Nos hemos reunido muchas veces antes, y todas las veces he estrechado tu
mano, pero cuando la sombra se acortó sobre la tierra, las promesas se rompieron
como ramas secas pisoteadas bajo tus botas. Tus palabras se las lleva el viento y

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mueren vacías en el desierto de tu pecho. Si no hubiéramos renunciado a las tierras
que ahora poseéis, entonces tendríamos algo que daros por vuestras palabras
retorcidas. Conozco cada uno de los pozos, cada matorral y cada berrendo, desde la
tierra de los mexicanos hasta la tierra de los sioux. Cabalgo, libre como el viento, y
ahora cabalgaré hasta que el aliento que sopla en esta tierra sople mis cenizas en ella.
Solo volveremos a encontrarnos en la batalla, porque solo hay hierro en mi corazón.
Se marchó de la reunión, y él y sus guerreros quemaron y saquearon los ranchos
en su camino al sur a través de Texas y hacia México. Ahora regresaban y el odio
ardía en sus ojos… y en los ojos de los orgullosos guerreros que cabalgaban con él.
Anochecía ya una tarde de domingo cuando Diez Osos bordeó la cresta de las
montañas para hacer medicina en el frescor del valle… y vio las roderas de los
carromatos.
Esa misma mañana de domingo tuvo lugar el servicio religioso a la sombra de los
álamos que rodeaban el rancho. La abuela Sarah lo anunció con determinación
durante el desayuno.
—Es domingo y todos debemos honrar el día del Señor.
Josey y Lone estaban de pie, con gesto incómodo y la cabeza descubierta;
Pequeño Rayo de Luna estaba entre ellos. Laura Lee, todavía con los mocasines pero
ataviada con un vestido blanco como la nieve que acentuaba las curvas de su figura,
abrió la Biblia y leyó. Fue un proceso lento. Movía el dedo por las palabras con su
rostro moreno concentrado en las páginas.
—Sí, aunque camine por el valle de sombras de la muerte, no temeré ningún mal,
porque Tú estás conmigo. Tu guía y Tu cayado me confortan…
Le llevó un buen rato y Pequeño Rayo de Luna se entretuvo en observar un
chochín que construía su nido en una grieta de la pared de adobe.
Con un suspiro de triunfo, Laura Lee terminó de leer el salmo y la abuela Sarah
miró severamente a su pequeña congregación, deteniendo la mirada un poco más en
Pequeño Rayo de Luna.
—Ahora rezaremos —dijo la abuela—, y todos tenemos que cogernos de la
mano.
Lone cogió la mano de la abuela Sarah y de Pequeño Rayo de Luna; Josey cogió
la mano derecha de Pequeño Rayo de Luna y alargó la mano derecha para sujetar la
mano de Laura Lee. Le pareció que la joven temblaba… y creyó sentir una suave
presión en su mano. Pequeño Rayo de Luna se animó… por lo visto, había algo
interesante en esa ceremonia del hombre blanco.
—Inclinen las cabezas —dijo la abuela Sarah, y Lone empujó la cabeza de
Pequeño Rayo de Luna hacia abajo.
—Señor —comenzó a orar la abuela Sarah con tono rimbombante—, estamos
muy apenados por no haber podido cumplir con nuestros deberes cristianos y todo
eso, pero ya ves en qué situación estamos. Te pedimos que cuides de Pa y de Daniel,
ellos eran… si quitamos el poco licor que tomaban ocasionalmente… hombres

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buenos, mejor que la mayoría, y se enfrentaron lo mejor que pudieron a aquella
basura sucia y asesina del infierno que los asesinó. Murieron tolerablemente bien,
teniendo en cuenta las circunstancias, y —su voz se rompió y se calló durante unos
segundos—… y Te agradecemos que enviaras a alguien para que les diera un
enterramiento apropiado. Te damos las gracias por este lugar y Te pedimos que
bendigas los huesos de Tom en Shiloh. No Te pedimos mucho, Señor… no como esos
sapos cornudos del Este, que retozan bien vestidos cometiendo el pecado de Sodoma.
Ahora somos texanos y estamos preparados para levantarnos y luchar por lo que es
nuestro… con Tu ocasional ayuda… si lo tienes a bien. Te damos las gracias por
estos hombres… por la mujer india… —en ese momento, la abuela Sarah abrió un
ojo y miró taimadamente la cabeza inclinada de Josey Wales—… y te damos las
gracias por bendecirnos con una joven buena, fuerte y casta como Laura Lee… lista
para criar robustos hijos e hijas y así poblar esta tierra… en cuanto se le dé la
oportunidad. Te damos las gracias por permitir que Josey Wales nos libere de los
filisteos. Amén.
La abuela Sarah levantó la cabeza y con mirada severa examinó los rostros del
círculo.
—Ahora —dijo—, finalizaremos el servicio con la canción «El dulce porvenir».
Lone y Josey conocían la canción y, vacilantes al principio y luego uniendo sus
voces a las de Laura Lee y la abuela, cantaron:

En el dulce porvenir,
nos encontraremos en esa bella orilla
en el dulce porvenir,
nos encontraremos en esa bella orilla

Cantaron juntos el estribillo… y titubearon un poco en las estrofas. Pequeño Rayo


de Luna disfrutó más de esta parte de la ceremonia del hombre blanco. Comenzó a
mover los pies al ritmo mientras bailaba alrededor del círculo y, aunque no sabía la
letra, añadió una encantadora y peculiar armonía con un gemido de contralto. El
redbone se apoyó sobre los cuartos traseros y comenzó a emitir un aullido que se
añadió a la escena, aumentando el ruido aunque no la melodía. Josey echó hacia atrás
la puntera de su bota para delicadamente, pero con fuerza, propinarle una patada en
las costillas. El chucho gruñó.
En general, había sido una mañana satisfactoria, como aseguró la abuela Sarah
mientras se disponían a devorar una abundante comida de domingo; un momento que
deseaban que llegase todas y cada una de las mañanas de domingo.

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Capítulo 19

Los exploradores le informaron de que solo dos de los caballos llevaban jinete y Diez
Osos captó el significado de los carromatos… squaws blancas. Ordenó que se
montara el campamento en terreno abierto a los pies del valle. Diez Osos se
enorgullecía del cuidado orden de los círculos perfectos y apiñados de tipis que
marcaban las costumbres estrictas y disciplinadas de los comanches. No eran
descuidados como lo fueron los tonkaways, y los tonkaways ya no existían; los
comanches los mataron a todos.
Diez Osos odiaba y sentía asco por los tonkaways. Se había rumoreado por toda
la Nación Comanche, así como por la Kiowa y la Apache, que los tonkaways eran
caníbales. Diez Osos tenía la certeza de que lo eran. Cuando era un joven guerrero,
tras pasar su rito de madurez y todavía inexperto en las artes del rastreo, fue
capturado por ellos; él y Caballo Moteado, otro joven guerrero.
Los ataron, y esa noche, cuando los tonkaways estaban sentados alrededor del
fuego, uno de ellos se levantó y se acercó a los jóvenes. Llevaba un largo cuchillo en
la mano, rebanó una tajada de carne del muslo de Caballo Moteado y se lo llevó y lo
asó sobre las llamas. Otros se acercaron y cortaron más carne de Caballo Moteado, de
las piernas y la entrepierna, y con tono amistoso le felicitaron personalmente por lo
bien que sabía su carne.
Cuando abrían algún flujo de sangre, lo marcaban con un hierro candente para
detener el flujo… y así mantener a Caballo Moteado vivo durante más tiempo. Diez
Osos y Caballo Moteado los maldijeron… pero Caballo Moteado no lloró por miedo
o por el dolor, y cuando empezó a sentirse débil se puso a entonar su canción de
muerte.
Cuando los tonkaways dormían, Diez Osos se soltó las ataduras, pero en lugar de
salir corriendo, usó las armas de los propios tonkaways para matarlos. Con los
caballos capturados cargados con el esqueleto amputado de Caballo Moteado y una
docena de cabelleras, cabalgó cubierto de la sangre de sus enemigos de regreso con
los comanches. No se lavó la sangre del cuerpo durante una semana y la balada sobre
la historia de Caballo Moteado y el coraje de Diez Osos se cantaba en todas las
tiendas de los comanches. Fue el comienzo de la ascensión de Diez Osos al poder y el
inicio del fin de los tonkaways.
Ahora, en la espesa oscuridad del anochecer, los jefes habían ordenado a sus
squaws que encendieran hogueras separadas a lo largo del frío arroyo. Sus tipis
bloqueaban la entrada… o la salida… al valle.
Diez Osos conocía la cabaña del hombre blanco al fondo del valle, donde las
paredes del cañón se juntaban. Se asentó allí durante el periodo de paz, después de
uno de los encuentros entre los comanches y los chaquetas azules, y tras promesas
que jamás se cumplirían. En una ocasión, Diez Osos fue a matar al hombre blanco y a

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sus braceros mexicanos… pero cuando él y sus guerreros cabalgaron hasta la casa, no
encontraron a nadie.
Todo seguía en orden en la cabaña del hombre blanco; las hojas duras sobre las
que comía el hombre blanco todavía estaban sobre su mesa ceremonial; había comida
en la cabaña, así como mantas. Es cierto que los caballos del hombre y de sus jinetes
mexicanos habían desaparecido, pero los comanches sabían que ningún hombre
abandonaría su casa sin coger sus mantas y sus alimentos… y por ello supieron con
total certeza que el hombre y sus jinetes habían sido borrados de la tierra porque no
eran del agrado de Diez Osos. Los comanches no tocaron nada de la cabaña… temían
que les trajera mala medicina.
Más tarde, en los asentamientos, Diez Osos supo que el hombre blanco se había
marchado para unirse a los Jinetes Grises, que luchaban contra los Chaquetas
Azules… pero no se lo dijo a sus guerreros; le habrían escuchado y aceptado sus
palabras… pero ellos mismos habían visto con sus propios ojos las pruebas de aquella
misteriosa desaparición. Además… la historia aportaba una mayor estatura a la
leyenda de Diez Osos. Mejor dejar que creyeran lo que quisieran.
Diez Osos estaba de pie frente a sus tipis mientras sus mujeres preparaban la
comida. El hombre miraba con desprecio a los hombres medicina cuando
comenzaron sus cantos. Él había dejado de hacer las danzas medicina cuando
descubrió que los hombres medicina aceptaban sobornos en forma de caballos de los
bravos que no querían danzar la agotadora rutina, la prueba de resistencia que
determinaba si la medicina era buena o mala. Como los líderes religiosos de todas
partes, buscaban poder y riquezas, y por ello hablaban con dos lenguas, como los
políticos. Diez Osos los miraba con el desprecio innato del guerrero. Les permitía sus
cantos y sus chácharas sobre los augurios y las señales, la pompa y la ceremonia…
pero no prestaba ninguna atención a sus consejos ni a sus supersticiones.
Entonces, con unas pocas palabras y un movimiento del brazo, envió a algunos
jinetes al borde del cañón para posicionarse y vigilar la cabaña de los blancos. No
tendrían por dónde escapar por la mañana.

Josey dormía con sueño ligero en su dormitorio frente al de Laura Lee. No se acababa
de acostumbrar a las paredes ni al tejado… ni a aquel silencio alejado de los sonidos
nocturnos de las caravanas. Todas las noches Laura Lee le oía levantarse varias veces
y andar sigilosamente por el pasillo de adoquines de piedra y luego regresar.
Sabía que ya era tarde cuando un silbido grave la despertó. Provenía de la
estrecha ventana con una rendija para el rifle de la habitación de Josey y le escuchó
andar, rápidamente y con sigilo, por el pasillo. Laura le siguió descalza con una
manta echada sobre el camisón y permaneció escondida en las sombras y evitando el
cuadrado de luz lunar que brillaba sobre el suelo de la cocina. Fue Lone el que se
encontró con Josey en el porche trasero… y Laura los escuchó.

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—Comanches —dijo Lone—, por los bordes del cañón.
Lone tenía la ropa mojada y goteaba formando pequeños charcos sobre los
tablones del suelo.
—¿Dónde has estado? —preguntó Josey en voz baja.
—En el arroyo, me fui hasta allí. Hay un ejército de comanches allá abajo…
quizás doscientos o trescientos guerreros… y muchas squaws. Desde luego, no es una
partida de guerra pequeña. Están haciendo medicina… así que me quedé en el arroyo
y me acerqué para leer las señales. Y escuché esto… —Lone hizo una pausa para
darle mayor énfasis a su información—: ¿Conoces la señal del tipi del Jefe?… ¡Es la
de Diez Osos! ¡Diez Osos, por Dios! El más malvado demente vivo al sur de los
territorios de Nube Roja.
Laura Lee tembló en la oscuridad y escuchó a Josey hablar.
—¿Por qué no nos han atacado aún?
—Bueno —dijo Lone—, esa luna es una luna comanche, sin duda… lo que quiere
decir que hay suficiente luz para una incursión… suficiente luz para encontrar la
Feliz Tierra de los Espíritus si uno de ellos muere… pero estaban haciendo medicina
para algo grande, probablemente cabalgarán hacia el norte. Nos atacarán por la
mañana… y eso será todo. Son demasiados.
Se hizo un largo silencio antes de que Josey preguntara.
—¿No hay ninguna salida?
—Ninguna —respondió Lone—, supongamos que pudiéramos escabullirnos entre
los que están en el borde… aún tendríamos que escalar a pie esas paredes y nos
rastrearían por la mañana, en campo abierto y sin caballos.
De nuevo, se hizo una larga pausa. Laura Lee creyó que se habían alejado del
porche y, cuando estaba a punto de echar un vistazo por la puerta, escuchó a Josey.
—Ni hablar —dijo, y luego le ordenó con dureza—: Trae a Pequeño Rayo de
Luna.
Josey entró de nuevo en la cocina. Se tropezó de lleno con Laura Lee, que estaba
allí de pie, e impulsivamente le lanzó los brazos alrededor del cuello.
Lentamente, él la abrazó y sintió el deseo del cuerpo de la mujer contra el suyo.
Ella temblaba y, sin pensarlo, de forma natural, sus labios se juntaron. Lone y
Pequeño Rayo de Luna los encontraron de esa guisa cuando regresaron, de pie y
alumbrados por suaves rayos de luna que se filtraban por la puerta de la cocina. El
sombrero de Josey había caído al suelo y fue Pequeño Rayo de Luna quien lo recogió
y se lo dio.
—Trae a la abuela —dijo Josey a Laura Lee.
En la tenue luz de la cocina, Josey habló con el frío tono neutro del jefe
guerrillero. El rostro de la abuela Sarah se puso lívido cuando fue consciente de la
situación en la que se encontraban, pero apretó los labios y permaneció en silencio.
Pequeño Rayo de Luna, con el rifle en una mano y un cuchillo en la otra, ya se
encontraba junto a la puerta de la cocina, mirando hacia el borde del cañón.

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—Si estuviera buscando un fortín que defender en una lucha —dijo—, elegiría
este lugar. Las paredes y el techo tienen más de dos pies de espesor, todo adobe, y no
hay nada que quemar. Solo dos puertas, la de delante y la de atrás, y a la vista una de
la otra. Estas cruces estrechas que llamamos aspilleras son para disparar con rifle…
arriba y abajo… a un lado y a otro, y nadie puede atravesarlos. El tipo… Tom… que
construyó esta casa, como verás, puso estas aspilleras por todas partes y no dejó
ningún punto ciego; tenemos aspilleras junto a cada puerta. Pequeño Rayo de Luna
disparará a través de esa… —y señaló hacia la pesada puerta que se abría en la parte
delantera de la casa—, y Laura Lee disparará a través de esta, junto a la puerta
trasera.
Josey dio un paso largo y permaneció erguido en el amplio espacio que separaba
la cocina del salón.
—La abuela se colocará aquí —dijo—, con los cubos de pólvora, fulminante y
balas, y se ocupará de cargar las armas… ¿puede apañárselas, abuela?
—Puedo apañármelas —dijo lacónicamente la abuela Sarah.
—Veamos, Lone —continuó Josey—, él servirá de apoyo por donde venga el
ataque y hacia el final se colocará vigilando el pasillo y correrá por las habitaciones
disparando en esa dirección.
—¿Por qué? —preguntó Laura Lee rápidamente—, ¿por qué tiene que disparar
Lone por el pasillo?
—Porque —respondió Josey— el único punto ciego es el techo. Al final, lograrán
atravesarlo. No podemos disparar a través del techo. Demasiado ancho. Ellos cavarán
una docena de agujeros para meterse por los dormitorios. Y por eso vamos a apilar
postes de madera aquí en la puerta que da al pasillo. Lo único que defenderemos
serán estas dos puertas y el espacio entre ellas. Cuando lleguemos a esa parte —
añadió con voz lúgubre—, la lucha ya casi habrá acabado, de una u otra manera. Será
la última arremetida que hagan. Recordad esto… cuando las cosas se pongan mucho
peor… cuando parezca que no podéis lograrlo… eso significará que el fin está
cerca… no puede durar mucho. Entonces no debéis tener piedad… ninguna… quiero
decir que tenéis que poneros furiosos… como demonios… y saldréis adelante. Si
perdéis la cabeza y os rendís… estaréis acabados y no mereceréis ganar ni vivir. Así
son las cosas.
Ahora se dirigió a Lone, que estaba apoyado en la pared de la cocina.
—Dispara a corta distancia… menos carga y más potencia en el disparo.
Encenderemos un fuego en la chimenea al amanecer y pondremos hierros allí…
mantendremos los hierros candentes. Si alguien recibe un disparo… que grite… Lone
le pondrá un hierro en la herida… no tenemos tiempo para detener la sangre de otra
manera.
Josey les miró a la cara. Estaban tensos, agotados… pero no vio ni una lágrima ni
escuchó un solo quejido de ninguno de ellos. Eran fuertes, hasta la médula.
Se movieron en la oscuridad, llenando los cubos y apilando las pistolas y rifles de

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los comancheros sobre la mesa de la cocina. Había veintidós Colts 44 y catorce rifles.
Lone comprobó las cargas de las pistolas. Colocaron un barril de pólvora, fulminante
y balas en medio de la habitación y apilaron pesados postes de madera por encima de
sus cabezas dejando tan solo espacio para el cañón de una pistola entre ellos, en
dirección a la puerta del pasillo.
Todavía era de noche cuando se tomaron un descanso… pero los trinos tempranos
de los pájaros ya habían comenzado a sonar. La abuela Sarah sacó unos panecillos
fríos y algo de ternera y todos comieron en silencio. Cuando hubieron acabado, Josey
se quitó la chaqueta de ante. La camisa de guerrillero de color nuez le quedaba
holgada, casi como una blusa de mujer. El Colt Navy del calibre 36 sobresalía por
debajo de su hombro izquierdo.
Le pasó la chaqueta a Laura Lee.
—Supongo que no voy a necesitar esto —dijo—, te agradecería que me la
guardaras tú.
Ella cogió la chaqueta y asintió en silencio. Josey se dirigió a Lone y le dijo
arrastrando las palabras:
—Será mejor que ensille ahora.
Lone asintió y Josey salió por la puerta y atravesó el corral antes de que Laura
Lee o la abuela Sarah fueran conscientes de lo que acababa de decir.
—¿Qué…? —exclamó la abuela Sarah, asustada—. ¿Pero qué va a hacer?
Laura Lee salió corriendo hacia la puerta, pero Lone la agarró por los hombros y
la sujetó con mano firme.
—No le conviene ahora que le hable una mujer —dijo Lone.
—¿Adónde va…? ¿Qué ocurre? —preguntó Laura desesperada.
Lone la empujó alejándola de la puerta y miró a las mujeres.
—Él sabe que lo mejor que puede hacer ahora lo debe hacer montado a caballo.
Es un guerrillero… y los guerrilleros siempre intentan llevar la lucha al enemigo, y
ahora se va para hacerlo otra vez —Lone hablaba lentamente y con cautela—. Va al
valle a matar a Diez Osos y a muchos de sus jefes y guerreros. Cuando los comanches
vengan a nosotros… la cabeza de los comanches estará destruida… y su espalda
destrozada. Josey Wales lo logrará, y si hacemos lo que ha dicho que hagamos…
viviremos.
—¡Dios Todopoderoso! —susurró la abuela Sarah.
—Va al valle… para morir —susurró Laura Lee.
Los dientes de Lone brillaron en una débil sonrisa.
—Va al valle para luchar. La muerte ha estado cerca de él durante muchos años.
Él no piensa en ella —la voz firme de Lone se rompió y vibró con emoción—, Diez
Osos es un gran guerrero. Pero hoy conocerá a otro gran guerrero, un privilegio solo
al alcance de pocos. Ambos lo sabrán… cuando estén cara a cara, Diez Osos y Josey
Wales… y entenderán sus odios y sus amores… pero también sabrán de su
hermandad en el coraje, algo que un hombre insignificante jamás comprenderá.

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La voz de Lone se había alzado con una emoción exultante que resultaba
primitiva y salvaje a pesar de sus palabras cuidadosamente seleccionadas.
Un fino rayo de luz asomó por el borde este del cañón y recortó las figuras de los
guerreros comanches, apoltronados en sus monturas y ensombreciendo el haz de luz
sobre el rancho. Fue con esa luz cuando Josey Wales llevó el gran ruano, trotando y
brincando, a la parte trasera de la casa.
Un gemido escapó de la garganta de Laura Lee y la joven se apresuró a ir hacia la
puerta. Lone la sujetó unos segundos.
—No le gustará que llores —le susurró.
Laura se secó los ojos y solo se tropezó una vez cuando avanzó hacia el caballo.
Colocó la mano en la pierna de Josey, sin atreverse a hablar, y levantó la mirada hacia
él.
Lentamente, Josey colocó su mano sobre la de ella y un atisbo de sonrisa suavizó
la dura negrura de sus ojos.
—Eres la chica más bonita de todo Texas, Laura Lee —dijo suavemente—. Si
Texas tiene una reina, esa serás tú… porque estás hecha para este territorio… tanto
como una buena culata en una mano… o un caballo que ha sido bien criado.
Recuerda lo que te digo ahora y tenlo en cuenta… porque es verdad.
Las lágrimas brotaron en los ojos de Laura y enmudeció, así que bajó la cabeza y
volvió tambaleándose al porche. Lone se acercó a la silla y alargó la mano para
estrechar la de Josey. Se las estrecharon con fuerza… como hermanos. El viejo indio
iba con el torso desnudo y en el rostro arrugado y de bronce dos líneas de barro
blanco atravesaban las mejillas y otra la frente. Era el rostro de la muerte de los
cheroquis… ni dan ni piden tregua al enemigo.
—Lo lograremos —le dijo Lone a Josey—, pero si no es así… ninguna mujer
quedará viva.
Josey asintió pero no habló. Giró el caballo y se alejó hacia la ruta. Cuando pasó a
su lado, Pequeño Rayo de Luna tocó su bota con el cuchillo de rasurar cabelleras… el
tributo que la squaw cheyene solo rendía a los guerreros más poderosos que se
dirigen a la muerte.
Cuando Josey se alejaba del patio, la abuela Sarah gritó… y su voz sonó clara y
sonora.
—¡El Señor cabalgará contigo, Josey Wales!
Pero si la oyó, no dio muestras de ello… porque ni volvió la cabeza ni alzó la
mano a modo de despedida. Las lágrimas caían inadvertidas por las mejillas ajadas de
la abuela Sarah.
—Me da igual lo que digan sobre él… para mí ese hombre tiene una estatura de
más de doce pies.
La anciana se cubrió la cara con el delantal y se volvió hacia la cocina.
Laura Lee corrió hasta el borde del patio y lo miró mientras se alejaba… El
ruano, contenido, avanzaba con paso alto y nervioso mientras Josey lo conducía

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lentamente por el valle hacia el arroyo hasta que desapareció tras la hendidura de un
cerro prominente.

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Capítulo 20

Diez Osos se despertó en su tipi al amanecer y propinó un puntapié a la joven y


voluptuosa squaw que yacía desnuda bajo sus mantas. Era perezosa. Sus otras cinco
mujeres ya habían encendido el fuego bajo la olla. Tres de ellas estaban preñadas.
Diez Osos esperaba que las nuevas criaturas fueran varones… pero, secretamente,
sabía que nacerían demasiado tarde para poder seguir y aprender de Diez Osos.
Crecerían y cabalgarían y lucharían conociendo la leyenda de Diez Osos, pero Diez
Osos estaría muerto… caído en la batalla. Estaba seguro de ello.
Sus dos únicos hijos habían muerto a manos de los chaquetas azules; a uno de
ellos le dispararon cobardemente bajo la bandera blanca que los chaquetas azules
usaban. Diez Osos pensaba en ello cada mañana. Rumiaba sobre ello y de esa manera
reavivaba el odio y la venganza que la droga del sueño adormecía en su mente… y en
su corazón.
La amargura ascendía por su garganta y podía saborearla en la boca. Todo lo que
había amado… la tierra libre… sus hijos… sus mujeres… todo había sido profanado
por el hombre blanco… especialmente por los chaquetas azules. Arrancó
salvajemente la carne con sus dientes y tragó grandes trozos con furia. Incluso los
búfalos: en una ocasión desde lo alto de una llanura y hasta donde le alcanzaba la
vista, contempló los cuerpos putrefactos de búfalos, sacrificados por el hombre
blanco, pero no por su carne, ni por sus pieles, sino por alguna clase de ceremonia
salvaje que el hombre blanco llama «deporte».
Diez Osos se levantó y se limpió la grasa de las manos en los pantalones de ante.
Metió dos dedos dentro de una olla y se dibujó una línea azul vertical en las mejillas
y una horizontal en la frente; el rostro de muerte de los comanches.
Ahora irían a la cabaña del hombre blanco. Los quería vivos, si era posible, para
quemar lentamente el color de sus ojos y hacerlos gritar cobardemente, para poder
arrancar la piel de sus cuerpos y sus genitales, donde nacía la vida del macho. Las
mujeres serían entregadas a los guerreros… todas ellas… para que las violaran, y si
sobrevivían serían entregadas a los guerreros que las hubieran capturado. Y los
niños… conocerían la ira de Diez Osos.
Se armó un griterío entre sus guerreros. Habían saltado sobre sus caballos y
señalaban hacia el valle. Diez Osos hizo una señal para que le llevaran su caballo
blanco y, cuando una squaw se lo acercó, saltó con agilidad sobre su lomo y lo
condujo hacia el centro del valle, ante la congregación de jefes y bravos. El sol ya
despuntaba por encima del borde este del cañón y Diez Osos se protegió los ojos con
la mano. La figura en movimiento era un jinete a una milla de distancia.
Se acercaba lentamente y Diez Osos se adelantó para encontrarse con él. Los jefes
siguieron a Diez Osos, sus grandes tocados de guerra les obligaban a cabalgar
separados, y tras los jefes, en una hilera que casi cruzaba el valle, cabalgaban más de

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doscientos guerreros.
Diez Osos no llevaba ningún tocado… solo una pluma. Despreciaba los tocados
demasiado llamativos. Pero era imposible no reconocerlo; con el torso desnudo, el
rifle apoyado sobre el lomo de su gran caballo blanco, cabalgaba diez pasos por
delante de sus jefes y su porte era el de alguien nacido para gobernar.
El gran número de caballos comanches producían un siseo amenazador mientras
avanzaban por la hierba alta, transportando a los jinetes medio desnudos con esas
señales terribles pintadas en sus rostros. A sus espaldas, desde los tipis, un tambor de
guerra grave y de mal agüero inició su toque de muerte. Diez Osos examinó los
bordes del cañón mientras avanzaba y vio que sus exploradores regresaban
flanqueando al jinete solitario. Le hicieron señas… solo un jinete se encontraría con
él.
Ahora el feroz odio de Diez Osos se suavizó a causa del desconcierto. El hombre
no llevaba la odiada bandera blanca, y sin embargo continuaba avanzando
despreocupadamente, como si nada le turbara… pero Diez Osos advirtió que el jinete
mantenía el rumbo de su enorme caballo directamente hacia su caballo blanco.
Estaban ahora a menos de cien yardas… ¡Y qué caballo! Digno de un Gran Jefe…
más alto y más poderoso que su corcel blanco; casi se empinaba a cada paso alto que
daba lleno de poder, con los ollares abiertos por la excitación. Ahora podía ver al
hombre. No llevaba rifle, pero Diez Osos vio las culatas de muchas pistolas
enfundadas sobre la silla, más tres revólveres que el hombre llevaba enfundados. Era
un guerrillero.
Llevaba el sombrero de los Jinetes Grises, y cuando se acercó Diez Osos vio que
lo que en un principio pensó… sorprendido… que eran pinturas de guerra, en
realidad era una cicatriz en la mejilla. Casi a punto de colisionar, el jinete se acercó
tanto que Diez Osos fue el primero en parar y el enorme ruano se empinó… un
murmullo de admiración por el caballo recorrió las filas de los bravos comanches.
Diez Osos miró aquellos ojos negros tan duros y despiadados como los suyos. Un
escalofrío de expectación atravesó el cuerpo del Jefe indio… ¡tenía la posibilidad de
combatir contra un gran guerrero que igualaba su temple! El jinete sacó un cuchillo
largo de su bota y los jefes detrás de Diez Osos se adelantaron con un murmullo
grave. El jinete no pareció prestar atención mientras cortaba meticulosamente un
enorme trozo de tabaco de una de las hojas y se lo metía en la boca. Diez Osos no
había pestañeado ni una sola vez, pero brillaba un leve destello de admiración en sus
ojos por la audacia de aquel guerrero atrevido.
—Tú debes de ser Diez Osos —dijo Josey arrastrando las palabras, y a
continuación lanzó un chorro de jugo de tabaco entre los cascos delanteros del
caballo blanco. No le había llamado «Jefe»… ni le había llamado «gran», como
hacían los chaquetas azules con los que Diez Osos había hablado. Se percibía un tono
levemente insultante en su voz… pero Diez Osos lo comprendió. Era la manera de
hablar del guerrero, sin dos lenguas.

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—Yo soy Diez Osos —respondió lentamente.
—Yo soy Josey Wales —dijo Josey.
Diez Osos rebuscó en su mente intentando recordar aquel nombre… y lo
encontró.
—Eres de los Jinetes Grises, y no firmaste la paz con los chaquetas azules. Eso oí.
Diez Osos se giró sobre el caballo y movió el brazo. Los jefes y los bravos tras él
se apartaron dejando un pasillo abierto.
—Puedes irte en paz —dijo.
Era un gesto muy generoso acorde con un Gran Jefe y Diez Osos se enorgullecía
de la majestuosidad que le otorgaba. Pero Josey Wales no hizo señal de aceptar ese
perdón.
—Creo que no —dijo lentamente—, no tengo intención de irme a ningún sitio.
No tengo adonde ir.
Los caballos de los bravos comanches se acercaron al escuchar su negativa. La
voz de Diez Osos resonó con ira.
—Entonces morirás.
—Supongo que sí —dijo Josey—, he venido aquí para morir contigo, o para vivir
contigo. Morir no es difícil para los hombres como tú y como yo, para nosotros lo
difícil es vivir —hizo una pausa para dejar que las palabras hicieran mella en Diez
Osos… y luego continuó—: Lo que a ti y a mí nos importaba ha sido descuartizado…
violado. Y fue hecho por esas serpientes mentirosas de dos lenguas que controlan los
gobiernos. Los gobiernos mienten… prometen… dan puñaladas traperas… comen en
tu cabaña y violan a tus mujeres y matan cuando te confías al creer en sus promesas.
Los gobiernos no conviven… son los hombres los que conviven. No obtendrás ni una
sola palabra verdadera de los gobiernos… ni una lucha justa. Yo vengo a ofreceros
ambas cosas… o a aceptar vuestra elección por una u otra.
Diez Osos se irguió en el caballo. El profundo odio en Josey Wales igualaba al
suyo propio… odio por aquellos que habían matado a los que amaban. Esperó en
silencio a que el fuera de la ley continuara.
—Allá en la cabaña —prosiguió Josey, y señaló con el pulgar por encima del
hombro— está mi hermano, un indio que cabalgó con los Jinetes Grises, y una squaw
cheyene, que también es familia. Hay una vieja squaw y una joven squaw que me
pertenecen. Eso es todo… pero aprecio a esas personas… y si vale la pena luchar por
ello, también vale la pena morir por ello… o no luchar. Ellos lucharán y morirán. No
vine aquí bajo ninguna falsa bandera blanca para evitar que me mates. Vine aquí de
esta manera, para que sepas que mi palabra de muerte es verdadera, y que mi palabra
de vida… entonces, es verdadera.
Josey movió la mano lentamente hacia el valle.
—El oso vive aquí… con los comanches; el lobo, los pájaros, el berrendo… el
coyote. Y así queremos vivir nosotros. El palo de hierro no surcará la tierra… te doy
mi palabra. No mataremos animales por deporte… solo lo que podamos comer…

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como hacen los comanches. Cada primavera, cuando crezca la hierba y los
comanches cabalguen al norte, pueden descansar aquí en paz, y coger todo el ganado
y el tasajo de ternera que quieran para viajar al norte… y cuando la hierba del norte
se vuelva marrón, los comanches pueden hacer lo mismo de camino a la tierra de los
mexicanos. La señal de los comanches —Josey movió la mano en el aire, haciendo la
sinuosa señal de la serpiente— será marcada en todo el ganado. También la pondré en
mi cabaña y marcaré con ella los árboles y los caballos. Esa es mi palabra de vida.
—¿Y tu palabra de muerte? —preguntó Diez Osos con voz baja y amenazadora.
—Está en mis pistolas —respondió Josey—, y en tus rifles… yo estoy aquí para
una u otra cosa —y encogió los hombros.
—Esas cosas que dices que tendremos —dijo Diez Osos—, ya las tenemos.
—Tienes razón —dijo Josey—, no te estoy prometiendo ningún extra… solo te
estoy dando vida y tú me estás dando vida. Estoy diciendo que los hombres pueden
vivir sin matarse los unos a los otros y sin tomar más de lo necesario para vivir… dar
y recibir de igual manera. Supongo que no es mucho… pero no soy hombre de
grandes palabras… ni de hacer grandes promesas.
Diez Osos miró fijamente los ardientes ojos de Josey Wales. Los caballos
pateaban y resoplaban impacientes, y por las filas de guerreros una oleada de
expectación marcaba sus movimientos al sentir el final del parlamento.
Josey levantó lentamente las riendas del caballo y se las colocó en los dientes.
Diez Osos observó el gesto con expresión impenetrable, pero la admiración inundó su
corazón. Era la costumbre de un guerrero comanche… verdadero y firme. Josey
Wales no iba a hablar más.
—Es una pena que los gobiernos estén liderados por los de dos lenguas —dijo
Diez Osos—. Hay un hierro en tu palabra de muerte que todos los comanches pueden
ver… y también hay hierro en tu palabra de vida. Ningún papel firmado puede
ofrecer hierro, este debe venir de los hombres. La palabra de Diez Osos, como todos
saben, lleva el mismo hierro de muerte… y de vida. Es bueno que guerreros como
nosotros se encuentren en la lucha de la muerte… o de la vida. Y será vida.
Diez Osos sacó un cuchillo de arrancar cabelleras del cinto y se cortó la palma de
la mano derecha. La sostuvo en alto para que la vieran todos los jefes y guerreros
mientras la sangre se derramaba por su brazo desnudo. Josey se sacó el cuchillo de la
bota y se cortó la mano. Se acercaron y con las manos extendidas juntaron las palmas
y las sostuvieron en alto.
—Pues así será —dijo Diez Osos.
—Entonces, supongo que somos familia —dijo Josey Wales.
Diez Osos dio media vuelta y atravesó la hilera de bravos y estos le siguieron por
el valle en dirección a los tipis. Y los tambores de muerte cesaron, y del silencio que
siguió brotó por el valle la reverberante llamada de vida de un tordo macho.
Fue Lone quien le vio regresar cuando dobló el cerro y avanzó al paso sobre el
ruano por la senda a casi una milla de distancia. Pero fue Laura Lee la que no pudo

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contenerse. Corrió por el patio hacia el camino, con el cabello ondeando al viento. La
abuela Sarah, Pequeño Rayo de Luna y Lone permanecieron bajo el álamo y los
miraron mientras Josey abría los brazos y levantaba a Laura Lee sobre su silla frente
a él. Cuando se acercaron, la abuela Sarah pudo ver, a través de unos ojos llorosos,
que Josey sostenía a Laura Lee en sus brazos y que ambos brazos de Laura rodeaban
el cuello del hombre y tenía la cabeza recostada sobre su pecho.
La emoción de la abuela Sarah se desbordó y entonces se volvió hacia Lone y le
espetó:
—Ahora ya puedes lavarte esas pinturas paganas de la cara.
Recogiéndola con los brazos, Lone levantó a la abuela Sarah del suelo y la lanzó
al aire… y se rio y gritó mientras Pequeño Rayo de Luna bailaba alrededor de ellos y
chillaba. La abuela Sarah gritaba y armaba un verdadero revuelo… pero estaba
contenta, porque cuando Lone la bajó por fin, ella le propinó un bofetón de broma, se
estiró la falda y se puso a trastear en la cocina. Cuando Josey y Laura Lee cabalgaron
hasta el patio, todos podían oírla por la ventana de la cocina; la abuela Sarah estaba
preparando la comida… y con voz rota, cantaba: «En el dulce porvenir…».
Alrededor de la mesa hablaron sobre lo ocurrido. La marca sería la Marca del Río
Torcido; Lone haría los hierros con la forma de la señal comanche.
—Te costará unas cien cabezas de terneros cada primavera —dijo Josey a la
abuela Sarah—, y otros cien cada otoño, para los comanches de Diez Osos… y así
cumpliremos nuestra palabra. Pero calculo que debe de haber unas tres mil o cuatro
mil cabezas en el valle… puedes incluso enviar un par de miles de cabezas por la ruta
cada año, para mantener el pasto en buenas condiciones.
—Me parecería justo —dijo la abuela Sarah—, incluso si fueran quinientos al
año… lo que es justo, es justo. Una promesa de compartir es una promesa de
cuidarse.
—Tendré que contratar vaqueros para el marcado —dijo Josey.
Lone examinó el viejo mapa.
—Santo Río, al sur, es la ciudad más cercana.
—Entonces marcharé hacia allí por la mañana —dijo Josey.
Laura Lee acudió al dormitorio de Josey aquella noche, pálida a la luz de la luna
que arrojaba cruces de luz sobre el suelo a través de las ventanas. Lo contempló allí
echado durante un buen rato y al verle despierto, le susurró:
—¿Decías… decías en serio lo que dijiste?… acerca de que yo era… ¿cómo
dijiste?
—Lo dije en serio, Laura Lee —respondió Josey.
Ella volvió a su cama y al cabo de un rato se durmió… Pero Josey Wales no se
durmió. En lo más profundo de su ser se había encendido una débil esperanza.
Persistía con una promesa de vida… un renacimiento que Josey jamás creyó que
pudiera ser posible. La fría luz del amanecer le devolvió a la realidad de su situación,
pero aun así, el vínculo era real… y antes de partir a Santo Río besó a Laura Lee, un

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beso furtivo y largo.
Cabalgó por el valle; los comanches ya se habían marchado, pero clavada en la
entrada del valle había una lanza y de ella colgaban las tres plumas de la paz… la
palabra de hierro de Diez Osos. Mientras salía del valle y se dirigía al sur, pensó que
si finalmente fuera posible la vida en ese valle con Laura Lee… con Lone… con su
familia… sería la sanguinaria mano de Diez Osos quien lo habría hecho posible; el
brutal y salvaje Diez Osos. Pero ¿quién sabía con certeza qué era un salvaje?…
Después de todo, tal vez fueran los hombres de dos lenguas, con sus suaves gestos y
taimadas maneras, los verdaderos salvajes.

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PARTE 4

Capítulo 21

Kelly, el camarero, mataba moscas verdes en el salón Lost Lady. Le corría el sudor
por la punta de la nariz y por el rostro picado por la viruela. Maldijo el asfixiante
calor del mediodía; el sol abrasador que cegaba la visión en cuanto uno salía por las
puertas batientes… y la monotonía que lo invadía todo.
Ten Spot[11], con puños desgastados y un bigote fino de dandi, repartía manos de
cinco cartas a sus dos únicos clientes: un cowboy venido a menos y un vaquero
mexicano mal encarado.
—Posible escalera —anunció Ten Spot con voz monótona mientras descubría las
cartas.
—Veo cinco centavos —siseó Kelly en voz baja, tras lo cual aplastó una mosca
verde posada en la barra.
—Maldito farolero —susurró lo suficientemente alto para que Ten Spot le
oyera… pero el jugador no levantó la mirada. Kelly había visto a jugadores DE
VERDAD en Nueva Orleans… antes de que tuviera que salir huyendo de allí.
Rose salió de un dormitorio de la parte trasera, bostezando y pasándose el peine
por la melena despeinada.
—A la porra —dijo, y lanzó el peine sobre la mesa. Dio unos golpecitos en la
barra y Kelly deslizó hábilmente un vaso y una botella de Red Dog frente a ella.
—¿Cuánto le pudiste sacar? —preguntó Kelly.
Rose descartó el vaso y pegó un enorme trago directamente de la botella. Luego,
la recorrió un escalofrío.
—Dos dólares y veinte centavos —y, a continuación, dejó de un golpetazo el
dinero sobre la barra.
En sus ojos se adivinaba ese brillo de la mujer que acaba de salir del lecho de
amor y llevaba el carmín corrido y los labios agrietados.
—Mierda —exclamó Kelly, al tiempo que recogía el dinero y escupía en el suelo.
Rose sirvió una copa de tres dedos en el vaso para beber más cómodamente.
—Bueno —farfulló filosóficamente—, ya no soy una jovencita. Debería haberle
pagado yo a él.
La mujer se quedó mirando con ojos soñadores las botellas que había tras la barra.
Ya no era joven. Se suponía que su cabello era pelirrojo; la etiqueta de la botella de
tinte garantizaba ese resultado… pero era naranja donde no despuntaban mechones
grises. Su rostro se había marchitado por los años y los pecados y sus grandes pechos
colgaban peligrosamente de un corsé extra-grande. No tenía competencia en Santo
Río. La última parada para Rose.

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Rose era como Santo Río, abrasándose al sol; usada solo por hombres
desesperados o viajeros perdidos que enseguida pasaban de largo; fugitivos de
lugares a los que no podían regresar y que miraban cómo pasaba el tiempo en las
manecillas del reloj. La última parada; una última escala para un buen caballo con
rumbo a Río Grande.
Josey pasó con el ruano frente al Hotel Majestic, un nombre presuntuoso
anunciado en un cartel desvaído, un edificio de adobe de una planta con un porche
hundido de madera. Había un caballo atado frente a la entrada y recorrió con la
mirada su contorno y sus arreos. El alazán era demasiado bueno para un cowboy, con
unas líneas muy rectas… y unas patas demasiado largas. Los arreos eran ligeros. Solo
había otros dos caballos en el pueblo, que azotaban con las colas agitadas por el
viento sus patas traseras, también atados frente al salón Lost Lady.
Pasó frente al almacén de provisiones y ató las riendas del ruano en el poste junto
a los otros dos caballos. Eran monturas de vaqueros equipadas con sillas de doma
vaquera. La calle estaba desierta. Santo Río era una población nocturna; una ciudad
fronteriza donde sus habitantes se movían de noche.
Cuando Josey Wales entró en el Lost Lady, Rose retrocedió instintivamente por la
barra. Había visto a Bill Longley y a Jim Taylor, en una ocasión, en Bryan, Texas…
pero aquellos dos parecían civilizados al lado de este. Este era un lobo. Llevaba dos
44 enfundados y además se apartó muy rápido del sol que tenía a la espalda, examinó
la habitación y luego pasó directamente junto a Rose para sentarse en el extremo más
alejado de la barra, de manera que la habitación entera y la puerta quedaron dentro de
su rango de visión.
Con el ala del sombrero bajada al pasar, unos duros y negros ojos inexpresivos
brevemente se cruzaron con los de Rose… ¡y un relámpago!… esa cicatriz, brutal y
profunda en la mejilla. Rose sintió que se le erizaba el pelo en la nuca y le
cosquilleaba. El cowboy y el vaquero se giraron sobre sus asientos para observar al
hombre y a continuación volvieron a concentrarse apresuradamente en sus cartas
mientras Josey se sentaba.
Kelly hizo patente su tolerancia a todo ser humano colocando ambas manos sobre
la barra. Ten Spot no pareció advertir su presencia… estaba repartiendo cartas.
—¿Whisky? —preguntó Kelly.
—Cerveza, supongo —dijo Josey con gesto despreocupado, y Kelly tiró la
cerveza, oscura y espumosa, y colocó la jarra delante de él. Josey puso un águila
doble sobre la barra y Kelly la cogió y la giró entre los dedos.
—La cerveza solo son cinco centavos —dijo, disculpándose.
—Bueno —respondió Josey arrastrando las palabras—, supongo que puede darle
a esos muchachos en la mesa un par de botellas de ese brebaje… la dama tal vez
quiera algo, y tómese usted una también.
—Vaya, vaya —el rostro de Kelly se iluminó—, es muy considerado por su parte,
señor.

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El tipo era un derrochón… le daba cierta clase; lo que fácil viene fácil se va… eso
es lo que pasaba con esa clase de tipos.
—Gracias, señor —susurró Rose.
Y desde la mesa de cartas el cowboy se giró para enviar una señal de
agradecimiento, y el vaquero se tocó el sombrero.
—Gracias, señor.
Ten Spot dirigió la mirada hacia Josey y asintió con la cabeza.
Josey sorbió la cerveza templada.
—Busco vaqueros. Tengo una manada dispersa de unas cien cabezas al norte y…
El vaquero se levantó de la silla y se acercó a la barra.
—Señor —dijo amablemente—, mi compadre —dijo señalando al cowboy que se
había levantado— y yo somos buenos manejando ganado y nosotros… —se rio
melodiosamente mostrando unos dientes blancos bajo el negro bigote rizado—,
bueno, como se dice, no estamos en nuestro mejor momento —el vaquero ofreció la
mano a Josey—. Mi nombre, señor, es Chato Olivares, y este —dijo señalando al
flaco cowboy, que se adelantó un paso— es el señor Travis Cobb.
Josey estrechó la mano del vaquero y luego la del cowboy.
—Me alegro de haberles encontrado —dijo.
Calculó que ambos debían de tener unos cuarenta y tantos años, las canas se
entremezclaban con el pelo negro del mexicano y se fundían con el escaso pelo rubio
del cowboy. Sus ropas habían sufrido un duro uso y las botas tenían los tacones
desgastados y rozados. Los ojos grises desvaídos de Travis Cobb eran inescrutables,
como lo era el brillo centelleante medio burlón en los ojos negros de Chato.
Ambos llevaban una sola pistola que les colgaba de la cintura, pero sus manos
estaban cubiertas de callos por quemaduras de cuerda; manos trabajadas de cowboys.
Josey no se lo pensó dos veces.
—Cincuenta dólares al mes y fonda —dijo.
—Hecho —dijo Travis arrastrando la palabra, y su rostro curtido se arrugó en una
sonrisa—. Podrías habernos contratado a Chato y a mí solo por la fonda. Me muero
por probar un poco de manduca con fundamento.
Se frotó las manos imaginándose el momento.
Josey contó cinco águilas dobles y las puso en la barra.
—Primer mes por adelantado —dijo.
Chato y Travis miraron incrédulos las monedas de oro.
—¡Hola! —susurró Chato.
—Vaya, vaya —dijo Travis Cobb lentamente—, antes de que me gaste todo lo
mío en idioteces como botas y pantalones, voy a jugar a Faro otra vez.
Chato siguió al cowboy de regreso a la mesa del rincón… y Ten Spot barajó las
cartas.
Kelly estaba eufórico. Deslizó otra jarra de cerveza, sin que se la pidiera, frente a
Josey, y Rose se acercó a él en la barra.

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Kelly había advertido que el desconocido de la cicatriz en la cara no había
mencionado su nombre cuando le estrechó la mano, pero esto no era algo extraño en
Texas. Se consideraba, como mínimo, de muy mala educación preguntar el nombre a
un caballero.
—Bueno —dijo Kelly efusivamente—, así que ranchero, ¿eh?, jamás lo hubiera
pensado…
Se paró en mitad de la frase. Su mirada se dirigió hacia un trozo de papel sobre el
estante bajo la barra. Se atragantó y su rostro se puso rojo. Le temblaban las manos
cuando cogió el papel y lo colocó sobre la barra.
—No es… no es asunto mío, forastero. Jamás he colgado ni uno solo de estos
carteles. Un cazarrecompensas… que se presentó como ayudante especial del
sheriff… lo dejó aquí hace menos de una hora.
Josey miró el papel y se vio a sí mismo mirándose desde un dibujo. Era un retrato
bastante exacto realizado por la mano de un artista. El sombrero confederado… los
ojos negros y el bigote… la profunda cicatriz; todos esos rasgos lo hacían
inconfundible. El texto impreso bajo el dibujo contaba su historia y terminaba con:
EXTREMADAMENTE RÁPIDO Y CERTERO CON LOS REVÓLVERES. JAMÁS SE RINDE. NO
INTENTEN DESARMARLO. SE BUSCA. MUERTO: $7.500 DE RECOMPENSA. El nombre JOSEY
WALES resaltaba en negrita.
Rose se había acercado para leer. Y ahora se alejó de la barra. Josey levantó la
mirada. El hombre que había atravesado las puertas era inconfundible. Iba ataviado
con elegante cuero; alto y de caderas estrechas; y su pistolera estaba atada baja en su
pierna derecha. Josey lo recorrió con la mirada y luego lo miró fijamente a los ojos,
manteniendo un pulso con aquellos ojos pálidos y casi transparentes. Era un pistolero
profesional… y obviamente conocía su oficio.
Josey se apartó medio paso de la barra y encogió el cuerpo ligeramente. Rose se
había tropezado contra una mesa y permanecía medio inclinada, petrificada en esa
postura. Kelly había apoyado la espalda contra las botellas y Ten Spot, Chato y Travis
Cobb se giraron, inmóviles, en sus asientos. El viejo reloj Seth Thomas, orgullo de
Santo Río, sonaba alto en la habitación. El viento aullaba por las esquinas del edificio
y formó un torbellino de polvo en miniatura bajo las puertas batientes de la entrada.
La voz del cazarrecompensas sonó inexpresiva.
—Tú debes de ser Josey Wales.
—Supongo que sí —el tono de Josey sonó decepcionantemente despreocupado.
—Estás en búsqueda y captura, Wales —dijo.
—Supongo que soy bastante popular —los labios de Josey se torcieron en una
sonrisa burlona.
Volvió a reinar el silencio. El zumbido de una mosca sonó exagerado en la
habitación. Los ojos del cazarrecompensas temblaron antes que los de Josey Wales, y
Josey casi susurró:
—No es necesario, hijo, puedes marcharte… y seguir tu camino.

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Los ojos del cazarrecompensas temblaron más agitados y, de repente, se giró
sobre sus talones y salió como un rayo por las puertas batientes a la calle.
Todos recobraron vida al mismo tiempo… excepto Josey Wales. Él permaneció
en la misma postura, mientras Kelly vitoreaba y Rose se desplomaba sobre una silla y
se limpiaba la cara con las faldas. Pero el momento de alivio se desvaneció
rápidamente. El cazarrecompensas volvió a entrar en el salón. Tenía el rostro
ceniciento y los ojos desorbitados con amargura.
—Tenía que regresar —dijo con una calma sorprendente.
—Lo sé —dijo Josey.
Lo sabía, cuando un pistolero fallaba, se convertía en un muerto viviente; sin
fuerza y con la reputación destrozada. No se sobrepondría a los rumores sobre su
fracaso, que siempre irían por delante de él allá donde fuera.
Ahora el cazarrecompensas lanzó la mano hacia la pistolera, decidido y con un
movimiento fluido. Era rápido. Aún estaba desenfundando cuando una bala del
calibre 44 le impactó en la parte baja del pecho, y descerrajó dos disparos en el suelo
del salón. Su cuerpo se encogió, como una flor cerrando los pétalos para pasar la
noche, y lentamente se deslizó sobre el suelo.
Josey Wales permaneció inmóvil, con los pies separados y el cañón humeante del
revólver en su mano derecha. Y en ese humo vio con amarga resignación… que no
habría una nueva vida para Josey Wales.
Se marchó del salón, con la mirada clavada en el suelo, tras organizar con Ten
Spot y Kelly el entierro… y el reparto de la escasa riqueza del hombre muerto en
pago por la tarea. Era la tosca decencia y justicia texana.
—Leeré algo sobre su tumba —prometió Ten Spot con su frío tono de voz, y
Josey, Chato y Travis Cobb dirigieron sus broncos al norte, hacia el Rancho del Río
Torcido; más allá del lugar donde el cazarrecompensas sería enterrado, en una tumba
anónima; pero con la cruz simple para marcar otra muerte violenta en las agrestes y
ventosas llanuras del Oeste de Texas.

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Capítulo 22

Chato Olivares y Travis Cobb se adaptaron a la vida del Rancho del Río Torcido,
como decía Lone, «como jabalís a un barrizal». Eran buenos con la cuerda y jinetes
osados… y entusiastas comensales a la mesa de la abuela Sarah. Los dos jinetes
vivían en el confortable barracón, pero comían en la cocina de la casa principal con
todos los demás. Las maneras del Viejo Mundo de Chato Olivares al principio ponían
nerviosa a la abuela Sarah, pero luego comenzaron a agradarle. La anciana dio
gracias al Señor en uno de sus sermones dominicales y añadió que «tales maneras nos
traen algo de civilización, maneras que algunos otros de por aquí podrían intentar
imitar».
Josey y Lone cabalgaban con los cowboys en busca de reses en arroyos
bloqueados por matorrales y también en el valle. Era un trabajo duro y agotador y
suponía levantarse antes del amanecer y acarrear ganado hasta el anochecer.
Construyeron un corral en forma de abanico en uno de los arroyos y estrecharon la
alta cerca hasta que solo una res podía atravesar el pasadizo. Allí, en el pasadizo,
estampaban en la res la marca del Río Torcido de los comanches en los lomos y los
soltaban, bufando y relinchando, de vuelta al valle.
Solo los añojos y los terneros tenían que ser enlazados y tumbados, y Chato y
Travis eran expertos con los lazos largos. Desdeñaban la costumbre de dar la vuelta a
la cuerda en el cuerno de la silla; la técnica que empleaban para derribar a la res era
sacudir la cuerda interceptando las patas del animal para hacerlo caer. Eran dos
trabajadores expertos y orgullosos de su oficio.

Josey permaneció allí durante los largos meses de verano. Sabía que debería haberse
marchado ya… antes de que llegaran hombres buscándolo; antes de que aquellos a
quienes amaba se vieran metidos en una guerra por su lealtad hacia él. En silencio,
maldijo su propia debilidad al quedarse… pero retrasó su marcha… saboreando el
trabajo duro, los momentos con los cowboys tras finalizar el trabajo del día, e incluso
los «servicios» de los domingos; también la paz de las tardes de verano, cuando
paseaba con Laura Lee por las orillas del arroyo y junto a la cascada. Se besaron y
acariciaron e hicieron el amor a las sombras de los sauces, y el rostro de Laura Lee
brillaba con una felicidad que burbujeaba en sus ojos, y como todas las mujeres…
hizo planes. Josey Wales fue enmudeciendo por la culpa que sentía; por su pecado al
quedarse donde no debería quedarse. No podía decírselo a ella.
Josey poco a poco fue instruyendo a Lone para que asumiera la vara de mando del
rancho y comenzó a cabalgar a solas durante más tiempo, dejando a Lone que
dirigiera el trabajo. Envió a Travis Cobb al este, a una semana de viaje, en busca de
ranchos para recabar noticias sobre el acarreo de reses y dónde debían agrupar su

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ganado con el de los otros… en primavera… para llevarlo al norte. Travis regresó y
trajo consigo buenas noticias de la Ruta Buenas Noches Amor a través del territorio
de México, que bordeaba Kansas y terminaba en Denver.
En una ocasión, durante la cena, Josey estuvo a punto de decirlo, cuando la abuela
Sarah propuso, ante todo el mundo, que Josey aceptara ser propietario de un cuarto
del rancho.
—Es lo justo —dijo.
Josey miró a los comensales alrededor de la mesa y sacudió la cabeza.
—Preferiría ceder a Lone cualquier parte que me corresponda… se está haciendo
viejo… y tal vez el viejo cheroqui necesite un lugar para vivir bajo el sol.
Pequeño Rayo de Luna se rio… le había entendido… se levantó junto a la mesa y
descaradamente se pasó la mano por un vientre sospechosamente abultado.
—Viejo… Ja.
Todos rompieron a reír, excepto la abuela Sarah.
—Parece que va a haber que casar a unos cuantos por aquí… con algunos que
conozco bien.
Laura Lee se había ruborizado y miraba tímidamente a Josey… y todos volvieron
a reír.

El final del verano se desvanecía suavemente y los primeros fríos llegaron con el
viento, encendiendo los tempranos rayos dorados sobre los álamos del arroyo. Josey
Wales sabía que se habían extendido las noticias desde la frontera… desde Santo
Río… y sabía que había permanecido allí demasiado tiempo.
Fue la abuela Sarah quien le dio la oportunidad. Durante la cena se quejó por la
falta de suministros y Josey, demasiado rápidamente, se ofreció:
—Yo iré.
Y a través del brillo de las velas de sebo sus ojos se encontraron con los de Lone.
El cheroqui lo supo… pero no dijo nada.
Ensilló la montura con la primera luz de la mañana y olió el otoño en el viento. Se
iba a llevar a Chato con él y dos caballos de carga… pero solo Chato y los caballos
regresarían. Lone apareció en el corral y le observó ajustando las cinchas de la silla y
colocando el petate… un petate para un largo viaje… detrás del arzón.
Josey se volvió hacia el indio y colocó una bolsa de monedas de oro en su mano.
Le quitó importancia.
—Esto no es mío… tengo lo mío aquí mismo —y al decirlo, dio unos golpecitos a
las alforjas—. Eso de ahí es tuyo, era… la parte de Jamie, así que… ahora es tuya. Él
habría querido que la usaras con… la familia.
Se estrecharon las manos en la tenue luz y el alto cheroqui no habló.
—Dile a Pequeño Rayo de Luna —comenzó a decir Josey—… ah, demonios,
regresaré aquí y apadrinaré a ese pequeño que está de camino.

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Ambos sabían que no regresaría y Lone se retiró. Se tropezó de regreso al edificio
de adobe entre cedros.
Chato estaba ya montado y sacaba los caballos de carga del patio cuando Josey
vio a Laura Lee. Salió de la cocina, tímida en su camisón, y todavía más tímidamente,
levantó el rostro hacia él. Él la besó un largo rato.
—Esta vez —le susurró ella al oído—, diles en la ciudad que envíen aquí al
primer sacerdote que pase por allí.
Josey bajó la mirada a sus ojos.
—Se lo diré, Laura Lee.
Ya se había alejado del patio cuando se detuvo y se volvió sobre la silla. Ella
seguía de pie tal como la había dejado, y el largo cabello le caía por los hombros.
—Laura Lee —gritó Josey—, no te olvides de lo que te dije… esa vez… acerca
de que eres la chica más bonita de todo Texas.
—No lo olvidaré —dijo ella en voz baja.
A lo lejos por el camino del valle, Josey volvió a mirar hacia atrás y la vio todavía
allí, al borde del patio, y la diminuta figura de la abuela Sarah ahora estaba cerca de
ella. En una loma, a un lado, vio a Lone observándole… llevaba el viejo sombrero de
caballería puesto… y Josey creyó ver a Pequeño Rayo de Luna junto a él levantando
la mano y despidiéndose… pero no podía estar seguro… el viento le irritaba los ojos
y le empañaba la vista de manera que ya no podía ver a ninguno de ellos.

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Capítulo 23

Josey y Chato pasaron la noche acampados a unas diez millas de Santo Río y entraron
en el pueblo a última hora de la mañana del día siguiente. Chato había estado
apagado durante todo el viaje y su habitual buen humor había dado paso a largos
periodos de silencio similares a los de Josey. No habían hablado de la marcha de
Josey, pero Chato conocía la reputación del fuera de la ley y sabía cuáles eran las
costumbres de la frontera. Las noticias del asesinato en Santo Río no pudieron
mantenerse en secreto… y un pistolero no tenía más opción que seguir en
movimiento. Chato le tenía pavor al momento de la despedida.
Compraron y cargaron los suministros en los caballos frente al almacén Mercantil
General. Avena y harina, azúcar y café, beicon y alubias… y sacos de chucherías.
Cuando terminaron de atar el último fardo en el caballo, Josey colocó encima un
sombrero amarillo de paja de mujer con una cinta en la corona. Miró a Chato por
encima del lomo del caballo.
—Es para Laura Lee. Dile… —dejó la frase inacabada.
Chato miró al suelo.
—Le entiendo, señor —farfulló—, se lo diré.
—Bien —dijo Josey con aire decidido—, tomemos una copa.
Dejaron los caballos frente al almacén y se dirigieron andando al Lost Lady. Se
tomaría una copa con Chato, y este se dirigiría al norte con los caballos de carga, de
regreso al rancho. Josey Wales cruzaría el Río Grande.
Ten Spot estaba jugando un solitario en la mesa del rincón cuando entraron. Josey
y Chato pasaron junto a dos hombres que bebían en la barra y se colocaron al final.
Rose estaba sentada a una de las mesas, sola, y lanzó una mirada de advertencia a
Josey cuando este le lanzó un saludo.
—Buenos días, señorita Rose —e inmediatamente se puso en guardia.
La atmósfera era sofocante y tensa. Kelly les llevó las cervezas, pero tenía el
rostro blanco y demacrado. Limpió vigorosamente la barra delante de Chato y Josey
y en voz baja, les susurró:
—Un hombre de Pinkerton, y alguien que se hace llamar ranger de Texas… te
buscan.
Chato se enderezó y su sonrisa se evaporó. Josey acercó la jarra de cerveza a sus
labios y por encima del borde examinó a ambos hombres.
Hablaban en voz baja. Ambos eran corpulentos, pero mientras que uno llevaba un
bombín y un traje del Este, el otro llevaba un polvoriento sombrero de cowboy que
probaba la excelente calidad de las manufacturas del señor Stetson. Tenía el rostro
quemado por el viento y llevaba el atuendo de un cowboy cualquiera. Ambos
llevaban pistolas en las caderas y delante de ellos, sobre la barra, había una escopeta
recortada. Eran policías profesionales, aunque de dos mundos distintos.

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Kelly seguía puliendo la barra, encontrando manchas nunca antes vistas y
frotándolas concienzudamente con el trapo. Estaba situado entre el fuera de la ley en
un extremo de la barra y los hombres de la ley en el otro. A Kelly no le gustaba su
posición. Entonces frunció el ceño y, tras lanzar la mirada a un lugar cercano a Josey,
lo atacó con el paño.
—El hombre de Pinkerton es federal —susurró a Josey—, el cowboy es de
Texas… ¡Maldita sea, amigo!
A continuación se alejó y le quitó el polvo a las botellas. Chato lanzó una rápida
mirada a Josey mientras sorbía cerveza. Los hombres dejaron de susurrar y ahora
miraron al otro lado del bar, abiertamente, hacia Josey y a Chato.
El ranger rompió el pesado silencio y su tono sonó calmado y pausado.
—Somos agentes de la ley y buscamos a Josey Wales.
No se apreciaba el más mínimo miedo en ninguno de los rostros de los hombres
de la ley.
Chato, a la izquierda de Josey, se separó lentamente de la barra y su tono de voz
sonó fino y educado.
—La escopeta, señores, se queda en la barra.
Josey no apartó los ojos de los hombres, pero dirigiéndose a Chato con una voz
que resonó en la habitación, dijo:
—No es tu turno, Chato. Se te paga para cabalgar… y supongo que eso es lo
mejor que puedes hacer ahora.
La educada voz de Chato le respondió.
—No comprendo. Yo cabalgo… y peleo, por la marca. Es mi honor, señor.
No se escuchó ni un solo respiro, no se movió ni una sola mano, excepto las de
Ten Spot, que descubría las cartas de su solitario, aparentemente ajeno a todo lo que
sucedía. Ten Spot colocó un ocho negro sobre un nueve negro… era la única manera
de ganar la mano. Desde la mesa del rincón, su voz sonó suave y despreocupada,
como si hablara del tiempo.
—Yo he visto como disparaban a Josey Wales en Monterrey, hace unas siete…
quizás ocho semanas. Yo y Rose estábamos dando un pequeño paseo por aquel
lugar… le vimos enfrentarse a cinco pistoleros. Logró abatir a cinco de ellos antes de
caer. Pregunten a Rose.
Por primera vez desde que había comenzado a hablar Ten Spot levantó la mirada
y se dirigió a Josey.
—Estaba intentando decírselo, señor Wells… la próxima vez que le viera por
aquí. Era un verdadero vándalo… —y luego, continuó dirigiéndose a los hombres de
la ley—. Este es el señor Wells, propietario de un rancho al norte de aquí.
Ten Spot partió la baraja y comenzó a repartirse cartas de nuevo.
La voz de Rose sonó aguda y chillona.
—Se lo iba a comentar, señor Wells, se acuerda, la última vez que estuvo aquí,
nosotros estábamos… eh, hablando sobre ese fuera de la ley.

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Detrás de la barra Kelly asentía vigorosamente animando a los que hablaban. Ni
Josey ni Chato hablaron… ni se movieron. Los hombres de la ley hablaron en voz
baja. El ranger miró a Ten Spot.
—¿Está dispuesto a firmar una declaración jurada de ese testimonio? —preguntó.
—Sí —dijo Ten Spot, y colocó un dos rojo sobre un tres rojo.
—¿Y usted, señorita… eh… Rose? —dijo el ranger mirando a Rose.
—Pues claro —dijo Rose—, lo que haga falta —tras lo cual dio un buen trago a la
botella de Red Dog.
El hombre de Pinkerton sacó papel y lápiz del abrigo y escribió enérgicamente
apoyado en la barra.
—Tenga —dijo, y le pasó el lápiz a Ten Spot, quien se acercó y estampó su firma.
El hombre de Pinkerton examinó la firma y frunció el ceño.
—¿Y su nombre es… Wilbur Beauregard Francis Willingham? —preguntó con
expresión incrédula.
Ten Spot se irguió todo lo alto que era, ataviado con una levita raída.
—Lo es, sí señor.
—Oh, no se lo tome a mal —dijo rápidamente el hombre de Pinkerton.
Ten Spot, con gesto formal y estirado, inclinó el cuerpo en una ligera reverencia.
Rose cogió el lápiz y sacudió polvo imaginario del papel, vaciló y volvió a limpiar la
hoja mientras su rostro se sonrojaba.
—La dama —dijo bruscamente Ten Spot— desafortunadamente se rompió las
gafas de leer mientras nos encontrábamos en Monterrey. Bajo tales circunstancias, si
tiene a bien aceptar una simple marca de ella, yo actuaré de testigo de su firma.
—Lo aceptamos —dijo el ranger secamente.
Rose, laboriosamente, hizo su marca y regresó a su mesa con la dignidad del
whisky.
El hombre de Pinkerton miró el papel, lo plegó y se lo metió en el bolsillo interior
de la chaqueta.
—Bueno… —dijo con aire vacilante al ranger—, supongo que eso es todo.
El ranger de Texas miró al techo con ojos calculadores, como si estuviera
contando las vigas del techo.
—Supongo —dijo—, hay alrededor de cinco mil hombres en búsqueda y captura
este año aquí en Texas. No podemos atraparlos a todos… ni tampoco querríamos
hacerlo. Acabamos de salir de una Guerra… y es normal que el territorio esté hecho
trizas… y los hombres… después de la estampida de ganado. Yo creo que lo que es
BUENO depende de quien lo diga. Lo que es bueno allá en el este donde están los
políticos… podría no ser bueno para Texas. Texas saldrá de esta… y para conseguirlo
harán falta buenos hombres… buenos al estilo de Texas… que quiere decir hombres
duros y rectos. Hace falta hierro para combatir al hierro.
Suspiró al tiempo que se giraba hacia la puerta, pensando en la larga y polvorienta
cabalgada que tenían por delante.

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—Si pasan por aquí otra vez, visítennos —les invitó Kelly.
El ranger miró de manera elocuente, no a Kelly, sino a Josey Wales.
—Imagino que no regresaremos —dijo, y tras despedirse con un gesto se marchó.
Por primera vez en nueve años Josey Wales estaba atónito. Unos segundos antes,
su futuro había sido la tediosa y sombría vida del fuera de la ley… abandonar a
aquellos que había llegado a querer y el valle que tan amargamente había dejado
atrás; ahora era la vida, una nueva vida, lo que hizo tambalear sus pensamientos y
emociones. Vencido, allí en un salón, en un local destartalado y apestoso y por
personas a las que nadie prestaría la más mínima atención en las calles de una gran
ciudad; por verdaderos hombres entre hombres… como había dicho Diez Osos.
Chato se rio y le dio una palmada en la espalda. Kelly, contrariamente a lo que era
habitual en él, invitó a una ronda. Ten Spot, con una fina sonrisa y ojos inexpresivos,
estrechó su mano y Rose apoyó un pesado pecho sobre su hombro y le besó con
entusiasmo.
Josey se dirigió a la puerta, seguido por las tintineantes espuelas de Chato…
como si estuviera en un sueño. Se paró y miró hacia atrás, a aquellos que serían
considerados vagabundos por personas acostumbradas a juzgar.
—Amigos —dijo—, cuando encontréis un sacerdote, traedlo al rancho. Señorita
Rose, tú serás la madrina y Ten Spot, tú y Kelly seréis los padrinos. Vendréis o Chato
y yo vendremos a buscaros.
Desde las puertas del salón, Ten Spot, Rose y Kelly vieron a los dos jinetes partir
al norte. De repente, vieron que los jinetes espoleaban sus monturas. Desenfundaron
los revólveres y dispararon al aire… y flotando les llegaron los salvajes gritos de los
exuberantes texanos… exuberancia… y deseo de vivir.
—Traeremos al padre de la otra orilla del río —gritó Kelly.
Pero el fuera de la ley y el vaquero se encontraban ya muy lejos… y hacían
demasiado ruido para poder oírle.
Ten Spot deslizó una mirada de reojo a Rose.
—Te invito a una copa, Rose —dijo… y al ver la ceja levantada de Rose, sonrió
—: Sin compromisos… esta va por Texas.

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Capítulo 24

Aparecieron una semana más tarde; Ten Spot, Rose y Kelly. Llevaron con ellos al
padre, a un violinista, dos vaqueros extra, uno de ellos con su guitarra, y tres señoritas
de ojos de azabache que habían llegado «justo a tiempo» del otro lado del río.
Llegaron cargados con regalos de Texas, como un par de botas para Laura Lee,
botellas de whisky barato, barriles de cerveza y un lazo para el pelo de la abuela
Sarah. Llegaron vitoreando y armando jaleo, al estilo de Texas… preparados para una
boda, y se encontraron con dos; Josey con Laura Lee y Lone con Pequeño Rayo de
Luna.
Rose estaba resplandeciente como dama de honor ataviada con un vestido dorado
con lentejuelas que reflejaban la luz cuando andaba. El padre frunció el ceño
ligeramente al ver la barriga de Pequeño Rayo de Luna, pero suspiró y se resignó; así
eran las cosas en Texas. Pequeño Rayo de Luna disfrutaba inmensamente la
ceremonia del hombre blanco y, como le habían dicho, gritó «¡Claro!» cuando le
preguntaron si quería ser la esposa de Lone.
La celebración duró varios días, siguiendo la tradición texana, hasta que las
manos del violinista se pusieron demasiado rígidas para poder sujetar el arco… y el
licor se agotó.
Aún no había transcurrido un periodo de tiempo decente desde la boda cuando
llegó al mundo la pequeña de ojos almendrados concebida por Pequeño Rayo de
Luna… y por Lone. La abuela Sarah mimaba al bebé y dedicaba sermones y
oraciones a Laura Lee y Josey para que tal circunstancia contara con la aprobación
del Señor.
Los otoños y las primaveras llegaron y marcharon y Diez Osos descansaba y
hacía medicina con su gente de camino a su destino. Hasta el otoño en el que Diez
Osos y los comanches dejaron de aparecer. Su palabra de hierro había sido verdadera.
Y Josey pensó en ello… lo que podría haber ocurrido… si hombres como el ranger
hubieran parlamentado con Diez Osos… como él lo había hecho. Aquel pensamiento
le asaltaba principalmente durante la calima turbadora y humeante del veranillo de
septiembre… cada otoño, cuando el oro y el rojo coloreaban el valle, en recuerdo de
los comanches.
El primogénito de Josey y Laura Lee fue un niño; de ojos azules y rubio, y ahora
la abuela Sarah se relajó para envejecer con la satisfacción de que la semilla había
sido sembrada en la tierra. No le pusieron al bebé el nombre del padre de Josey, por
insistencia de Josey Wales. Y, así pues, le llamaron Jamie.

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Para los Apaches

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Capítulo 1

Pablo Gonzales sintió el cambio. Esa mañana de invierno de 1868 se encontraba


acuclillado y apoyado contra la pared de adobe del Salón Lost Lady, contemplándose
los pies descalzos, apostado allí durante horas hasta la puesta de sol.
Con el ocaso, la ciudad de Santo Río bullía ebria de vida y los hombres llegaban y
bebían y manoseaban a las prostitutas. Al marcharse, en ocasiones lanzaban monedas
al peón de un solo brazo que inclinaba la cabeza y sonreía y arrastraba su sombrero
de paja por el suelo. En ocasiones le propinaban patadas y se reían cuando se
acurrucaba en el suelo.
Pablo no sentía amargura. Había nacido para ser un peón y, estando ahora
incapacitado para manejar la azada o el arado, aceptaba su posición de carroñero sin
protestar.
Pero un marcado instinto de supervivencia persistía en Pablo Gonzales… una
concesión de la naturaleza para compensar al peón desterrado.
Así pues, fue el primero que sintió, más que escuchó, el sonido. Alzó la mirada y
la dirigió más allá de los niños mexicanos que jugaban en la calle, más allá del Hotel
Majestic y siguió la carretera llena de baches hasta donde esta se hundía en el Río
Grande y se disipaba en el territorio agrietado y yermo de México en la otra orilla.
Y ahora lo escuchó claramente, el rítmico golpeteo de numerosos caballos, y el
sonido de sillas de montar crujiendo, y el funesto tintineo de espuelas que siempre
acompañaba la llegaba de los rurales[1].
El sol brillaba todavía, pero los rayos inclinados se volvieron metálicos destellos
sobre acero para Pablo Gonzales. Siempre brillaban así en presencia de los rurales.
Las fosas nasales de Pablo Gonzales temblaron al detectar el mohoso olor de la
muerte. Una corta carcajada de mujer sonó en el interior del salón. Pablo no la
escuchó. Ya se había esfumado.
No buscó refugio en los edificios de adobe, sino que corrió campo a través entre
el mezquite y los matorrales de cholla. A su paso, silbó un tenue aviso y los niños, ya
resabiados por las circunstancias de sus vidas, desaparecieron. Un perro se alejó con
el rabo entre las patas y gimiendo a su escondrijo.
La ciudad fronteriza texana de Santo Río yacía desprevenida aquella mañana de
estupor cuando recibió al capitán Jesús Escobedo y a unos cincuenta de sus rurales.
Unos vaqueros borrachos habían hecho trasnochar a Kelly, el encargado del salón
Lost Lady. Se movía en agrio silencio, limpiando los charcos apestosos de las mesas
y enderezando las sillas volcadas.
Fue Rose, la anfitriona, la que se había reído, alentada por la primera copa del día
y recordando a los vaqueros derrochadores.
Los rurales estaban atando los caballos cuando Kelly los vio. El color
desapareció de su rostro y dejó tan solo las picadas de viruela oscureciendo su

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blancura.
—¡Rurales! —susurró con voz ronca. Se volvió hacia Rose en la barra—.
¡Rurales! —repitió estúpidamente.
Ahora podían escucharlos, gritando y riendo, bajando de un salto de sus caballos
con la peculiar y salvaje despreocupación que caracterizaba sus hábitos.
—¡Dios! ¡Oh, Dios! —susurró Rose.
Kelly se quedó mirándola con expresión estúpida.
—¿Dónde está Ten Spot?
—Está en el hotel —susurró Rose.
—Ve —susurró Kelly con voz ronca—, ve a la trastienda. Escóndete y dile a
Melina que se esconda también. Por lo que más queráis, quedaos escondidas.
Rose ya se alejaba de puntillas y cerró la pesada puerta de la trastienda al salir.
Los hombres entraron empujándose por las puertas batientes del Lost Lady y sus
risas se apagaron al entrar. Kelly se situó tras la barra y sonrió; una mueca forzada en
unos labios tensos.
Siguieron entrando y se colocaron en círculo alrededor de las paredes. Entonces
arrancaron las puertas batientes de la entrada y se rieron como niños histéricos
cuando las lanzaron por el salón.
Algunos llevaban sombreros caídos sobre los ojos; otros los llevaban echados
hacia atrás, colgando de cordeles detrás de sus cuellos peludos. Sonreían mirando
atentamente a Kelly, como si callaran una broma privada que tenían intención de
revelar pronto; sonrisas bestiales y colmillos asomando bajo espesos bigotes y barbas
enmarañadas.
Sus chaquetas cortas y chaparreras acampanadas estaban cubiertas de polvo del
camino. Kelly sintió un latigazo de horror al ver la sangre reseca sobre sus ropas.
Llevaban enfundadas enormes pistolas en sus cinturones; largos cuchillos colgaban
de sus caderas y en algunos casos de sus cuellos. Entraron los rifles en el salón.
Permanecieron de pie en dos hileras junto a las paredes y se apiñaron en la barra.
Luego se apartaron para dejar paso a su capitán. La aparición de este provocó una
repentina sensación de calidez en Kelly, como la que podría sentir alguien encerrado
en un cuarto rodeado de dementes al ver que una figura de autoridad tranquilizadora
aparecía para aclarar las cosas.
El capitán Jesús Escobedo llevaba la gorra oficial del ejército, la cual en sí misma
representaba el orden. Iba perfectamente afeitado, con un fino bigote y elegantes
patillas, y llevaba un sable colgado de una estilizada cintura.
—Buenos días, señor —sonrió educadamente a Kelly en la barra y le ofreció la
mano. Kelly se la estrechó con entusiasmo.
—Baenos Díiess —exclamó Kelly casi a voz en grito y sintió entonces que se
apoderaba de él una leve duda al contemplar el brillo en los ojos del capitán. Pero
entonces Kelly aún no conocía al capitán Jesús Escobedo. La duda fue en aumento
con el murmullo de risas que recorrió el salón.

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El capitán Jesús Escobedo era un hombre educado. Además, estaba bastante
seguro de su consanguinidad con la aristocracia real. Tal vez por eso se alió con
Maximiliano, el tragicómico «Emperador de México», nombrado por Napoleón III.
El capitán Escobedo había servido a las órdenes del increíblemente cruel coronel
François Achille Dupin, quien se deleitaba machacando a los indefensos y
concibiendo distintos métodos para satisfacer su apetito. «Cuando matas a un
mexicano, ahí se acabó todo para el muerto —informaba Dupin a sus oficiales—,
pero cuando le cortas un brazo, o una pierna, o ciegas sus ojos con hierros candentes,
entonces está abocado a depender de la caridad de sus amigos. Esto precisa más
mexicanos para alimentarle. Aquellos que cultivan maíz no son buenos soldados.
Dejen lisiados o ciegos a todos los prisioneros».
Y eso es lo que hacían, dejando a su paso un monumento de carnicerías vivientes
por todo el norte de México.
Hacía tan solo un año que Maximiliano fue llevado con expresión estúpida frente
al pelotón de fusilamiento en el Cerro de las Campanas, terminando así con las
aspiraciones de Napoleón el Pequeño; pero no con las del capitán Jesús Escobedo.
Su tío, el general Mariano Escobedo, había servido a las órdenes del indio Benito
Juárez, y de hecho aceptó la rendición del estúpido austriaco. Y así la promoción de
Jesús Escobedo no supuso más que un encogimiento de hombros: fue nombrado jefe
de distrito; después de todo, los que formaban parte de la aristocracia debían ayudarse
unos a otros. Lo que el diminuto indio en una lejana Ciudad de México no supiera,
por supuesto, no le causaría ningún daño.
En realidad, el capitán Escobedo odiaba a Benito Juárez, como odiaba a todos los
indios. Detestaba a los peones y consideraba que se iba a producir un caos
inimaginable como resultado del plan anunciado por Juárez de otorgarles tierras.
A lo largo de los años a las órdenes de Dupin, se despertó en él un sadismo latente
mientras practicaba el arte del desmembramiento con víctimas aullantes. Ese sadismo
se agudizó a medida que se volvía más imaginativo. El capitán Jesús Escobedo estaba
loco, pero era astuto y poseía una pátina de sadismo exquisito que le permitía dotar a
sus actos de racionalidad, como ocurre con todos los hombres de autoridad.
Sus jinetes rurales medio salvajes le otorgaban el poder absoluto en el distrito, y
para controlar tal poder —se estremecía al pensarlo— era necesario «aflojar la
cuerda… de vez en cuando».
Ahora sacó un pañuelo del bolsillo y delicadamente se secó la frente. Kelly le
observó con avidez.
—Mis soldados —dijo— han cabalgado desde muy lejos, señor. Quizás… —hizo
una pausa y miró a su alrededor—, quizás podría ofrecer una bebida a cada uno de
ellos antes de que prosigamos nuestro viaje —sonrió rápidamente mostrando una
hilera de dientes brillantes—. Le pagaremos… en oro, por supuesto.
—¡Pues claro… claro! —contestó Kelly efusivamente.
Comenzó a colocar botellas de Red Dog sobre la barra. Manos ansiosas iban

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pasando las botellas al resto de hombres en el salón. Kelly colocó más botellas y
luego, vacilante, volvió a poner más. Seguían alargándose manos pidiendo más. Kelly
miró al capitán. Este seguía sonriendo.
—Me temo, señor —ronroneó suavemente—, que mis jinetes son como niños. Le
pido que les muestre algo de benevolencia. ¡Por favor!
Kelly vació los estantes de botellas, pero ahora le temblaban las manos. Observó
los rostros bestiales levantados mientras bebían el licor a palo seco, y se estremeció
mientras su mente giraba como un torbellino. Kelly ya se había encontrado en
situaciones peliagudas en otras ocasiones. El capitán se estaba sirviendo una bebida.
—¡Bien! ¡Bien! —exclamó Kelly con falsa jovialidad—. Chicos, bebéis como las
patrullas de caballería de los Estados Unidos que pasan por aquí. Les gustará saber
que vinisteis a visitar los Estados Unidos —Kelly enfatizó las últimas palabras—: Es-
ta-dos U-ni-dos.
El capitán levantó una ceja mientras se servía otra copa. Su rostro se había
arrugado desconcertado.
—¿Patrullas de caballería? —preguntó con amabilidad—. Pero, mi amigo, no hay
patrullas de caballería en la frontera y… —recuperó una sonrisa que le atravesó el
rostro—, en realidad, Texas no es Estados Unidos… o así se nos ha informado. Sois
de… ¿no se llama Confederación? —preguntó educadamente.
—Oh, no —se rio Kelly—. ¿Es que no lo ha oído? La guerra ya ha acabado.
Texas vuelve a formar parte de los Estados Unidos… sí, señor, los Estados Unidos.
El capitán apuró la copa y se sirvió otra. Una silla se rompió en el salón y se
escucharon maldiciones en voz alta.
—¡Hola! —gritó uno de los rurales—. ¡Música!
Un jinete saltó sobre una mesa y rasgueó una guitarra. Los hombres pateaban el
suelo con las botas y estallaron una botella contra la pared. El capitán no parecía oír
nada. Una expresión de incredulidad burlona le cruzó el rostro mientras miraba a
Kelly.
—Es impensable, señor. No, no puedo creerle, está burlándose de mí, señor —la
lengua se le trataba y meneaba la cabeza con remordimiento—. Cómo puede tomar el
pelo a unos pobres soldados que han estado luchando contra los apaches.
El capitán sacudió apenado la cabeza.
—¡No! —dijo Kelly con rostro serio. Elevó la voz por encima del murmullo
creciente—. No, realmente…
Se escucharon ruidos de una fuerte pelea e insultos por encima del barullo. El
capitán Escobedo vio que un rural con barba rompía una botella en la cabeza de otro,
el cual quedó tendido en el suelo. Los demás rompieron a reír escandalosamente.
Entonces se volvió hacia Kelly.
—¿Tú comprendes, señor? Mis hombres están inquietos y decepcionados. En el
campamento de los apaches solo quedaban las perras indias, las mujeres… y los
bastardos, los niños. Ni rastro de los hombres. Y mientras que nuestros superiores

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nos pagan cien pesos por cabellera de apache, solo nos pagan cincuenta por las de las
perras y veinticinco por las de los bastardos —el capitán señaló hacia los rurales
apiñados que pateaban el suelo—. Vea, señor, los pelos de poca monta que llevan en
sus cintos, es suficiente para desanimar hasta al mejor soldado.
Se inclinó hacia el rostro de Kelly y sus ojos brillaron con malicia.
—Quizás usted pueda ofrecer algún divertimento, señor, para saciar el
temperamento de mis pobres soldados.
Kelly no era un hombre valiente. Vio los manojos de cabello negro que colgaban
de los cinturones de los rurales, los coágulos secos de las puntas ensangrentadas por
donde habían cortado el cuero cabelludo. Eran de cabezas pequeñas… cabezas de
niños.
Kelly sintió que le abandonaban las fuerzas y que sus piernas se debilitaban y se
volvían incontrolables. Supo súbitamente que el capitán estaba jugando con él y en
breve le pediría aún más, mucho más entretenimiento que la simple visión de Kelly
arrugándose de miedo. Si algún otro pudiera ser el centro de atención… ¡pero no él!
Su mente se movió con rapidez; después de todo, eran prostitutas, Rose y Melina.
Con los ojos buscó la puerta a la trastienda.
El capitán captó el movimiento de los ojos de Kelly.
—¡Ah! Amigo, usted es un hombre compasivo.
Dio unas palmadas y gritó señalando la puerta a la trastienda.
Kelly se sintió superado por su vileza. Sacó rápidamente unas cuantas botellas de
debajo de la barra y se las ofreció al capitán.
—¡MIRE! —gritó, y luego se agachó y volvió a erguirse con más botellas—. ¡MIRE!
¡MIRE ESTO!
Entonces dirigió la mirada hacia la docena de rurales que corrían hacia la puerta
trasera. Ninguno le prestó atención. Estaban ya casi en la puerta cuando, lentamente,
esta se abrió.
Era Rose. Se había vestido para la ocasión, un vestido escarlata con pequeñas
lentejuelas de cristal bordadas que reflejaban la luz con destellos. Le quedaba
ajustado y acentuaba las amplias caderas y el redondo vientre; unos pesados pechos
que se apiñaban formando una enorme y nívea grieta se asomaban por el bajo escote
del corpiño. Este desviaba la atención de los mechones grises en su cabello naranja
teñido y las mejillas caídas bajo el espeso maquillaje.
El silencio se adueñó del salón. Rose cerró la puerta con parsimonia. Su rostro
parecía artificialmente blanco, pero sonrió con coquetería, movió los brazos con un
gesto amplio y avanzó sobre sus tacones hacia el capitán. Sus pechos enormes
rebotaban con una temblorosa expectación al andar y sus nalgas presionaban con
fuerza el ajustado traje de raso. Kelly gimió.
—¡Bien, chicos! —exclamó Rose, y dejó escapar una risilla—. Ya que yo soy lo
único que podréis encontrar por aquí, tomemos una copa y divirtámonos.
En el rugido de los rurales se adivinaba una expectación salvaje. Kelly vio que un

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músculo se tensaba en el rostro de Rose, pero la sonrisa permaneció en sus labios y
no vaciló al acercarse a la barra.
El capitán empujó una botella hacia ella. Rose la empinó en alto para dar un buen
trago. Los rurales se apiñaron a su alrededor, casi encima de ella. Uno alargó la mano
y acarició la piel desnuda de sus pechos y recorrió con sus dedos el profundo
canalillo agarrando los senos con brutalidad.
—¡Grandes! —gritó—. ¡Muy grandes!
Rose escupió un chorro de Red Dog sobre su cara. Los rurales rugieron.
—Un momento… —el capitán miró a Rose enarcando las cejas—. ¿Y qué más
podemos encontrar detrás de esa puerta, señorita?
Rose levantó otra vez la botella y escupió whisky en la brillante sonrisa del
capitán. Él le propinó una fuerte bofetada y un hilo de sangre cayó por la comisura de
su boca.
—¡La puerta! —gritó el capitán.
Un grupo de rurales derribó la puerta.
La chica no debía de tener más de dieciséis años. Una campesina cruce de
mexicano e india, cabello largo y negro que enmarcaba el pequeño y ovalado rostro y
caía sobre el barato vestido blanco. Avanzaba a trompicones sobre tacones altos,
gimiendo mientras las manos de los hombres tiraban y empujaban, se enredaban en
su pelo y arqueaban su cuerpo hacia atrás. Un bajo «¡Ahhhh!» inundó la habitación.
—¡Solo paró a pasar la noche! —gritó Rose.
El capitán echó la cabeza hacia atrás y se rio.
—¡Es la hija de un patrón! —gritó Rose, pero le faltaba convicción a su voz.
—¡Música! —gritó el capitán y levantó la botella. Se estaba emborrachando. Los
rurales pateaban el suelo con un ritmo lento mientras la guitarra tocaba una melodía.
Rose se alejó de la barra, pero el capitán hizo una señal y dos sonrientes rurales la
rodearon con los brazos, apretándola entre ambos. Sacaron sus enormes pechos del
vestido y se rieron haciéndolos rebotar con las manos, retorciéndolos y pellizcándolos
mientras observaban a Melina.
La delgada muchacha hizo un valiente esfuerzo. Primero un rural y luego otro la
agarraron, haciéndola saltar en un baile salvaje en círculos, rodeados por los otros
rurales. Las patadas en el suelo tronaron más y más rápidas.
La chica mantenía el paso del baile frenético moviendo rápidamente sus pequeños
pies, incluso después de que le hubieran arrancado la parte de atrás del vestido, y la
delantera… y ahora bailaba desnuda, a excepción de las medias y los refinados
zapatos de tacón alto.
Su cuerpo, con pechos rematados en pequeños pezones respingones, era ágil y
moreno. Se movía más rápido a medida que las botas aumentaban el ritmo. El círculo
fue haciéndose más pequeño. Los movimientos de la joven eran un mero reflejo
físico en respuesta al sonido. Sus ojos brillaban y miraban histéricos.
El delgado cuerpo se mecía sensualmente y el sudor humedecía las curvas. El

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ruido de las patadas en el suelo se hizo insoportable y las respiraciones profundas
revivieron el aire con lujuria.
Las rodillas de la muchacha comenzaron a doblarse. Un rural enorme se la
arrebató a otro y la sacudió bailando furiosamente en círculo con ella una vez, dos
veces, levantándola en el aire, apretándola contra su cuerpo y presionándola contra su
dureza. Las rodillas de la joven vencieron bajo su peso.
El enorme rural descendió sobre ella, aplastándola contra el suelo.
Un «ahhhh» se alzó entre las fuertes respiraciones. El círculo se cerró alrededor
de ellos.
El hombre metió el cuerpo entre las piernas de la muchacha. Aprisionándole las
manos sobre el suelo, bajó su rostro barbudo y le mordió los labios.
Ella giró sus delgadas caderas hacia la izquierda cuando él la buscó con los
pantalones bajados. Con un rápido empujón, el rural estuvo a punto de lograrlo, pero
entonces ella giró las caderas a la derecha. Con cada movimiento un grito de «¡Ole!»
lo jaleaba. Una… y otra vez.
La chica subió las rodillas, colocó el peso de su cuerpo sobre sus delicados pies y
arqueó las caderas en el aire. Sus ojos revelaron la desesperación al ser consciente de
su error y sentirlo debajo de ella. Sus delgadas piernas comenzaron a temblar cuando
intentó levantarse, pero lentamente, muy lentamente, se fue derrumbando.
De repente, las enormes caderas del rural se abalanzaron sobre las suyas. Ella
gritó, con un grito agudo que desgarró el aire, levantó la cabeza y luego volvió a
echarla atrás, como un animal herido. Gritó otra vez… y una vez más; su cuerpo se
movía furiosamente en un frenesí de dolor, retorciéndose… levantándose…
bajando… arqueándose… sin control alguno mientras el rural embestía de nuevo,
más rápidamente en esta ocasión.
Seguía gritando cuando el primer rural rodó a un lado y otro se lanzó a ocupar su
lugar… y otro más. El calor de la pasión enloqueció a los rurales que esperaban. Se
peleaban y luchaban por ocupar el siguiente turno.
Ahora ella yacía inerte, inconsciente. Al principio, le retorcieron los brazos para
devolverle el movimiento a su cuerpo; después de eso, la quemaron con cigarrillos
encendidos para producir convulsiones violentas en los momentos de clímax… hasta
que el cuerpo dejó de convulsionarse, mientras la sostenían en posturas grotescas. El
olor a carne quemada flotaba en el aire.
El capitán lo observaba todo, fascinado. Perlas de sudor empañaban su rostro. Las
lágrimas dejaron gruesos rastros sobre el espeso maquillaje de Rose. No sollozó. Ella
misma no sabía que estaba llorando. Kelly cerró los ojos y se derrumbó en el suelo
tras la barra.
El sordo disparo de una pistola pequeña rompió la intimidad de la sala y los
rurales se apartaron de un hombre que se tambaleó y cayó al suelo.
Ten Spot estaba de pie en la entrada con una derringer en la mano. No llevaba
sombrero e iba impecablemente vestido con un abrigo negro y la camisa con volantes

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de un jugador. Vio al capitán y levantó con frialdad la pequeña y fea pistola; pero no
llegó a disparar. Un rifle disparó a manos de uno de los rurales e impactó en Ten Spot
empujándolo hacia atrás en un medio giro. Se quedó tendido en la entrada, las piernas
se sacudieron y a continuación se quedó inerte.
Rose gritó. Se lanzó hacia una botella y la rompió en la cara del rural que tenía
más cerca. Su boca se torció en una mueca violenta.
—¡Malditos hijos de puta! —gritó, y a continuación se abalanzó hacia el capitán
lanzándole las uñas a la cara.
Los hombres se tiraron sobre ella como perros rabiosos, enloquecidos por algo
más que la lujuria. Pero ella luchó. La arrastraron al medio del salón y le arrancaron
el brillante traje de raso. Ella ya no gritaba, pero sí mordía y pegaba patadas y
puñetazos… y cuando le inmovilizaron las manos contra el suelo, siguió forcejeando
con los pies. Ya no se oía ninguna risa.
Con sus enormes piernas abiertas a la fuerza, la poseyeron, uno a uno, mientras le
mordían los pechos y su cuerpo se debilitaba. Le patearon la cara, le aplastaron el
cuerpo hasta que se quedó inconsciente. Su carne había dejado de temblar.
El capitán lo observó todo con mirada intensa y los labios entreabiertos. Ordenó
que sacaran a Kelly de detrás de la barra y lo lanzaron sobre el cuerpo de Rose.
—¡Actúa para nosotros, gringo! —le espetó el capitán.
Kelly lloró. Las lágrimas cayeron por los surcos de sus mejillas mientras
permanecía echado sobre el cuerpo desnudo de Rose, con el rostro a tan solo unas
pulgadas del de ella. Su cuerpo se sacudía con sollozos rotos.
El brazo izquierdo de Rose estaba torcido hacia atrás, casi desencajado del
hombro. Abrió los ojos y miró a Kelly. Su rostro estaba horriblemente salpicado de
sangre, y sus labios abultados, con los dientes rotos, se movieron en un esfuerzo por
hablar.
—Rose… Rose… —susurró Kelly destrozado—, lo siento, Rose… por favor…
perdóname, Rose —y a continuación enterró la cabeza entre sus pechos.
Rose levantó el pesado brazo derecho y rodeó con él el cuello de Kelly.
—Pobre Kelly —susurró Rose—… tú no tuviste la culpa, socio… simplemente
ocurrió… no salió la escalera de color… —sus ojos se apagaron y exhaló un suspiro.
Los rurales ya habían saciado toda su pasión. Y ahora comenzaron a pensar
supersticiosamente en la muerte que les rodeaba. Unos cuantos se persignaron.
Gruñían e iban de un lado a otro, buscando whisky y preparados para largarse.
El capitán puso la bota sobre el pecho de Ten Spot.
—Este de aquí respira —dijo—. Ponedlo sobre un caballo. Si sobrevive, debe ser
ejecutado.
Kelly permaneció idiotizado en medio de ellos y los observó mientras arrastraban
a Ten Spot hacia los caballos.
—Y ahora… —el capitán se giró hacia Kelly; de nuevo era el eficiente oficial del
ejército—, debemos encargarnos de ti, mi amigo.

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Levantó la mano con la palma hacia arriba y la extendió hacia uno de los rurales,
quien colocó una enorme pistola sobre esta. El capitán sonrió y disparó a Kelly en el
pecho con total indiferencia.
Kelly se tambaleó hacia atrás y cayó sentado con la espalda apoyada contra la
barra. La sangre se extendió por la camisa y pequeñas burbujas rojas salían de sus
labios. Entonces, Kelly hizo algo extraño. Se rio. Se rio con una risa gutural que
culminó en un ataque de tos, escupiendo bruma de rocío rosa, y volvió a reírse.
El capitán lo miró atónito y se inclinó hacia delante.
—La Muerte… ¿es divertida?
Kelly sacudió la cabeza y se rio entre dientes.
—No —tosió—, no es divertida —volvió a sacudir la cabeza balanceándola de
atrás adelante sobre el cuello inerte, y se rio de su broma secreta; un reguero rojo le
caía ahora por la barbilla—. No —repitió ahora más débilmente; el capitán se arrimó
aún más para escucharle—. Pero me haces gracia, amigo. Lo sé… mira… tienes los
días contados. Yo no soy nada, pero… —Kelly tosió—, pero yo que tú… preferiría
mucho más ser yo aquí tirado… que tú. Ten Spot y Rose… son amigos de Josey
Wales… ¡JOSEY WALES! —Kelly levantó la mirada a los ojos del capitán y sonrió con
una horrible mueca—. Nos vemos en el infierno.
Y entonces, por una vez en su vida, Kelly estuvo a la altura de la ocasión. Escupió
sangre sobre las botas del capitán antes de ahogarse.
—¿Josey Wales? —repitió el capitán.
Entonces observó a sus rurales mientras desfilaban hacia sus monturas. Media
docena de ellos hurgaban tras la barra en busca de whisky. Sacaron de allí una caja y
la volcaron sobre la barra, derramando el contenido. Eran papeles, y los papeles eran
carteles; y los carteles eran todos idénticos, referidos todos a un mismo hombre.
El capitán Escobedo examinó aquel rostro que le miraba desde el cartel y sintió el
impacto de aquellos violentos ojos negros, bañados en odio, bajo el ala de un
sombrero confederado de caballería. Una cicatriz que le atravesaba la carne hasta el
hueso surcaba la mejilla por encima de un bigote negro. Bajo el dibujo, se leía:

JOSEY WALES, 32 AÑOS DE EDAD. 1 METRO 80 DE ALTURA. PESO, 73 KILOS. CICATRIZ


HORIZONTAL PROFUNDA DE BALA EN PÓMULO DERECHO, CICATRIZ PROFUNDA DE CUCHILLO
EN LA COMISURA IZQUIERDA DE LA BOCA.

ANTERIORMENTE EN BUSCA Y CAPTURA POR EL EJÉRCITO DE LOS ESTADOS UNIDOS COMO


TENIENTE GUERRILLERO A LAS ÓRDENES DEL CAPITÁN WILLIAM «BILL EL SANGUINARIO»
ANDERSON EN MISURI.

WALES RECHAZÓ LA AMNISTÍA DE 1865. CONSIDERADO UN REBELDE INSURRECTO,


ATRACADOR DE BANCOS Y ASESINO PROBADO DE AL MENOS 35 HOMBRES.

ARMADO Y PELIGROSO. EXTREMADAMENTE RÁPIDO Y EXPERTO CON LAS ARMAS. NO


INTENTEN DESARMARLO. REPETIMOS: NO INTENTEN DESARMARLO.

SE BUSCA MUERTO. REPETIMOS: SE BUSCA MUERTO. RECOMPENSA: $7.500 DÓLARES.

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DISTRITO MILITAR DE LOS ESTADOS UNIDOS: SUROESTE,

GENERAL PHILIP SHERIDAN AL MANDO.

El capitán examinó los carteles durante un buen rato. Sus rurales ya estaban
montados, esperándole.
Los guerrilleros de Misuri eran conocidos por todos los militares, incluso en
México; los James, los Younger, el Sanguinario Bill Anderson, Josey Wales, Fletcher
Taylor, Quantrill; nombres legendarios de feroz y sangrienta reputación… pero
irreales.
El capitán enrolló los carteles, los dobló y se los guardó en el interior de su
abrigo, tomó un último trago de la botella y condujo a sus jinetes hacia el Río Grande
dejando una columna de polvo tras de sí.
Se encogió de hombros. Podía colgar los carteles en los pueblos por los que
pasara de camino al sur. Así alertaría a los consabidos pistoleros; esa recompensa era
dinero, mucho dinero.
Sin embargo, mientras cruzaba el Río Grande, no pudo evitar echar la mirada
atrás por encima del hombro. Curiosamente, el sol brillaba con destellos de acero.
Sobre la tierra agrietada que quedaba a sus espaldas, al norte, se cernían sombras,
oscuras y funestas.
El capitán Jesús Escobedo tembló inesperadamente y sintió frío.

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Capítulo 2

El sol se puso por el oeste y se reflejó en rojas ondas sobre el Río Grande,
enrojeciendo también los cactus y el mezquite y poco a poco oscureciendo todo hasta
un tono morado en la penumbra. El primer coyote aulló a lo lejos. El viento soplaba
remolinos de polvo que bajaban por la calle de Santo Río. Nadie caminaba por ella.
Dentro del Lost Lady, Kelly estaba plácidamente muerto y sentado con las manos
cruzadas frente a él. Sus ojos se dirigían hacia la retorcida silueta de Melina. Incluso
muerta, la joven poseía una elegancia delicada, como una bailarina con la sangre
congelada y con la cabeza inclinada sumisamente.
Pablo Gonzales regresó. Como el perro que regresa donde en alguna ocasión le
dieron de comer, Pablo regresó al Lost Lady. Vaciló en el umbral de aquella
sobrecogedora escena de muerte y se quitó el sombrero de paja para persignarse.
Estuvo a punto de salir corriendo.
Pero se sintió empujado a adentrarse de puntillas pasando junto a Kelly y Melina,
en dirección a Rose.
Rose jamás puso precio a la bondad que le había mostrado, deslizando
descuidadamente las monedas en su mano con un guiño, o una maldición, para
disimular la limosna. Y, por ello, Pablo se quedó de pie junto a ella, para suplicar a
Nuestra Señora de Guadalupe que intercediera por ella. No poseía ningún otro regalo.
Había sentido miedo. Debería haberla advertido y ahora estaba avergonzado. Por
segunda vez en su vida, Rose, la prostituta, recibió unas disculpas.
Pablo rezó, y a través de las oscuras sombras observó el rostro de Rose. Sus ojos
estaban cerrados… un par de rendijas hinchadas y amoratadas.
Los ojos se abrieron. Pablo trastabilló hacia atrás, pero los ojos seguían clavados
en él, febriles e hipnóticos, paralizándolo. El rostro de la mujer se torció; luego,
claramente y con voz ronca, se escuchó un susurro.
—He estado aguantando… Pablo. Ven aquí… acércate.
Pablo se arrodilló junto a su cabeza.
—Señorita…
—¡Cállate! —le ordenó Rose—. Escucha… ya no voy a aguantar… mucho más.
Ve al Rancho de Río Torcido… busca a Josey Wales… ¿me escuchas?… Josey
Wales.
Pablo asintió.
—Sí, la escucho, señorita Rose.
Rose tragó saliva y cerró los ojos durante un rato tan largo que Pabló pensó que
se había muerto. El enorme cuerpo inspiró. Los ojos se volvieron a abrir.
—Dile a Josey Wales… que Ten Spot está vivo… a Ten Spot se lo llevó el capitán
Jesús Escobedo… Escobedo… Ten Spot… ¿me escuchas? —no esperó la respuesta
—. Dile a Josey que te dije… que te dé doscientos oros… te los dará… ¿me oyes?

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—Sí, pero…
Ella pareció no oírle.
—Júrame por todos esos santos tuyos… que irás… ¡deprisa! —Pablo vaciló; los
ojos de Rose temblaron, clavados fieramente en los de Pablo—. ¡Júralo, maldita sea!
—Por san Pedro… por san Juan… iré —susurró Pablo apresuradamente.
Rose suspiró.
—Dile a Josey… —sus ojos se cerraron—, dile a Josey… que en esta ocasión…
no nos salió la escalera de color.
Sus enormes pechos temblaron con un espasmo que endureció los pezones. El
espasmo se desplazó por su cuerpo en una onda, apretando y liberando su vientre y
sacudiendo sus piernas sangrientas.
Pablo buscó la pequeña cruz de madera que llevaba colgada de un cordel
alrededor del cuello y la sostuvo frente a ella. Los ojos de Rose se abrieron. Miró la
cruz durante un rato. Y volvió a recobrar el sentido. Unos labios hinchados intentaron
sonreír.
—Gracias, hijo… pero creo… que un trago de Red Dog… con toda probabilidad
me vendría… muchísimo mejor.
En esta ocasión, sus ojos no se cerraron.
Pablo vio cómo la abandonaba la vida, pequeños destellos que fueron apagándose
a medida que la vida se esfumaba de sus ojos y dejaba dos canicas inexpresivas
mirándole. Sintió que el alma de la mujer pasaba rozándolo por su lado, con prisa,
desatada por su tozuda voluntad. Escuchó su queja en el bajo gemido del viento que
azotaba el edificio y empujaba tierra por debajo de la puerta. Corrió.
Escondió la mula en los establos, en la parte trasera detrás de las pilas de
excrementos. Por la noche, escuchó jinetes y mucha charla, pero no se movió.
Pablo conocía la relación de Rose y Ten Spot con Josey Wales. Le había visto,
con sus enormes pistolas enfundadas en los muslos y el gigantesco caballo rojo.
Agachado bajo las puertas batientes del Lost Lady, había escuchado a Ten Spot el
jugador y a Rose la prostituta jurar a rastreadores del gobierno que habían visto cómo
mataban a Josey Wales en México. Habían firmado un papel. Esa mentira fue su
regalo a Josey Wales, y como las monedas que le daban a Pablo… lo hicieron sin
motivo alguno. Era un gran regalo.
¡Bandido! Las personas sabias y educadas chasqueaban la lengua y sacudían la
cabeza indignadas. Los estúpidos y esforzados peones y sus héroes bandidos. Les
resultaba incomprensible.
Pero no existían héroes nacionales para el peón. Nacional significaba gobierno y
el gobierno suponía guerras cambiantes y continuas de políticos y generales. Era el
peón el que moría. El peón era el que se llevaba a su mujer y sus hijos con él a los
campos de batalla; no tenían otro lugar adonde ir. Era el peón el que moría, o
regresaba al yugo y vivía de míseras raciones para pagar por la guerra.
Estaban los hacendados, los patrones, propietarios de la tierra. Pero, como ocurre

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con todos los hombres de riqueza y poder, los hacendados remontaron las mareas
intactos como peces saltando por encima de las aguas revueltas. El hacendado pagó
su diezmo al vencedor.
Los soldados que surcaban sus posesiones tenían apetitos más imperiosos que
saciar. Ofreció las mujeres de los peones para los fandangos. Las jóvenes indias
ingenuas y sin desflorar para el soldado que buscaba provocar dolor en otros con su
lujuria. Los cuerpos ya maduros y florecidos de las chicas mayores con sus pechos
prominentes y voluptuosas caderas para el entendido en el placer puro. Así el
hacendado logró conservar su tierra.
También estaba la Iglesia. Pero los curas y los obispos de la burocracia
eclesiástica comían y bebían con los hacendados y los generales… y eran propietarios
de incontables millas de tierra, trabajadas por el peón como tributo a la Iglesia.
La Iglesia había apoyado a Maximiliano oponiéndose al pequeño indio, Benito
Juárez, y la Iglesia le decía al peón que esperara su recompensa en el cielo.
El peón asistía a los rituales. Quería la extremaunción a la hora de su muerte y las
bendiciones a su nacimiento; pero ahora rezaba a los Santos, no a los curas, para que
intercedieran por su alma ante el Señor.
La fuerza del peón era engañosa. No poseía la tierra, pero la trabajaba y por ello
la amaba más. No con un amor posesivo, ni por amor al dinero, sino por lo que era:
su vida.
Así pues, la fuerza y la obstinación del peón eran la fuerza y la obstinación de la
tierra. Se sometía sin someterse. Arada y erosionada, azotada por vendavales, pero
siempre allí. Persistiendo en espíritu.
El peón había demostrado su coraje bajo el mando de Benito Juárez. Calzado con
sandalias y tocado con un sombrero de paja, con un viejo mosquetón y un machete,
había derrotado a los hombres del Emperador, y a los franceses que aún permanecían
allí. En verdad, había derrotado a los hacendados y a la burocracia eclesiástica; pero
los peces gordos permanecieron en su sitio. Ahora ataban las manos de Benito en
Ciudad de México y encadenaban al peón a la tierra y a las minas de plata. Pablo lo
sabía. Él mismo había llevado un mosquetón para luchar por Benito. Perdió el brazo
por la cercenadora hacha de Dupin.
Y, por ello, solo les quedaban Dios y los Santos; la tierra y el bandido.
El bandido era más osado que el vaquero y más salvaje que los rurales. Asaltaba
al hacendado y al gobierno y había sido condenado por la Iglesia, y por lo tanto no
poseía alma. Retaba a los peces gordos, vivía brevemente y moría rápido. Y con la
muerte de cada bandido, siempre estaba el peón obstinado y estoico que pedía a los
Santos que intercedieran y le devolvieran su alma. Y el peón persistía en esto, y la
Iglesia no podía detenerlo ni disuadirlo.
Pancho Morino, Ernesto «El Diablo» Chávez, Chico «Jungla» Patino, en otro
tiempo fueron peones. Como lo fue el bandido gringo Josey Wales.
Josey Wales. Pablo conocía su vida, como un aficionado a los toros conoce la

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vida de un gran torero. Josey Wales había sido un peón, un granjero, en una tierra
llamada Misuri. Unos hombres llamados «Polainas Rojas de Kansas», sin duda a las
órdenes del gobierno, habían asesinado a su mujer y su niño, y Josey Wales se unió a
los guerrilleros para combatirlos.
Cuando la revolución fracasó, Josey Wales no se rindió, como ocurre con todos
los grandes bandidos. Cabalgó hasta Texas con un compadre bandido, Lone Watie, de
sangre cheroqui.
Mataron a muchos hombres del gobierno con sus rápidas pistolas y se casaron y
ahora vivían en un rancho en el valle secreto al noroeste.
Pablo escuchó voces. El amanecer había llegado, gris y rosado por el este. Salió
de detrás de las pilas de excrementos y, a través de la puerta del establo, observó a
unos hombres que cavaban tumbas a espaldas del Hotel Majestic. Estaban enterrando
a Kelly, a Melina y a Rose. La visión le recordó su juramento. Pablo volvió a meterse
en su escondite. No había nadie ahora de quien esconderse, solo el juramento.
Hacía frío en el establo de las mulas, pero tenía el cuerpo empapado de sudor. ¿A
qué distancia estaba? ¿Cien millas? Había apaches, los «Enemigos», siempre
presentes, y jamás dejaban de rondar las llanuras como fantasmas, su horror. Estaban
los comanches, que jamás mostraban piedad. Era imposible.
Pasó la mañana y llegó la tarde y Pablo seguía agachado en el establo. En dos
ocasiones se acercó a la puerta y regresó a su escondrijo. Se lo había jurado a los
Santos. Al ocaso, robó una mula.
Sabía vagamente que el Rancho Río Torcido se encontraba al noroeste. Dirigió la
mula, vieja y lenta, hacia el horizonte de cactus y ocotillo.
El desierto se oscurece como la muerte, rápidamente y sin previo aviso. No había
luna, pero las estrellas brillaban en la bóveda negra. Pablo eligió la estrella más
brillante a la derecha del ocaso del sol y la encaró entre las orejas de la mula.
A pesar del frío nocturno del desierto, al final se quedó adormilado y meciéndose
con el paso lento. Se despertaba a ratos: cuando un lobo aullaba, cerca y amenazador,
respondido por otro; o cuando la mula paraba cuestionándose la locura de llevar en
sus lomos a un peón dormido hacia ningún sitio en plena noche. Cada vez que se
despertaba, Pablo azuzaba a la mula y situaba la estrella entre sus orejas.
La luz despuntaba en el este cuando llegó a la quebrada. Era profunda y estrecha
y fluía un lento riachuelo al fondo. Desmontó y descendió tirando de la mula. Ambos
bebieron. Pablo se agachó y observó a la mula sorber del arroyo poco profundo y
embarrado. Apoyó la cabeza sobre el brazo y se quedó dormido.
No fue el sol lo que le despertó. Fue el sonido de un caballo impaciente que no
avanzaba, solo pateaba el suelo. Antes de abrir los ojos, supo que estaba muerto.
Iban montados en ponis moteados sobre el borde del barranco, quizás una docena.
Algunas cabelleras colgaban de las riendas aquí y allá, con los cueros cabelludos
rosas y aún frescos que indicaban una incursión reciente. También explicaba la
presencia de dos ponis sin jinetes.

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Pablo los observó sin pestañear, no podía moverse. Sin pronunciar una sola
palabra, bajaron por la quebrada y desmontaron. La pintura blanca y azul
distorsionaba horriblemente sus rostros, desplazando la boca, la barbilla y la
mejilla… pero no los ojos. Con un odio cruel y crudo, aquellos ojos miraron a Pablo.
Llevaban taparrabos y mocasines y una sola pluma en el pelo. No llevaban el pelo
suelto como los apaches, sino largo y en trenzas. ¡Comanches!
Cerraron un estrecho círculo alrededor de Pablo y le arrebataron bruscamente la
soga de la mula. Un guerrero agarró a Pablo del pelo y tiró de él hasta ponerlo en pie,
casi levantándolo del suelo.
Sostuvo el pelo en alto:
—¡Bon-do-she!
Y con un cuchillo largo dibujó suavemente un círculo alrededor de la cabeza de
Pablo con el movimiento de arrancar cabelleras. Se escucharon unas risas bajas. No
era una risa feliz.
El guerrero seguía sujetándole el pelo, tirándole del cuello cabelludo.
—¿Hablar español? —preguntó Pablo débilmente.
Un bravo enjuto arrimó la cara a la de Pablo y le sonrió malvadamente.
—Sí… ¿mexicano? —susurró.
—Sí, señores… —comenzó Pablo.
El guerrero le dio una patada en la entrepierna. Pablo se dobló hacia delante y
vomitó en el suelo. La culata de un rifle impactó en su nuca y se cayó, aturdido pero
no inconsciente. Le ardía la entrepierna y lacerantes dardos de dolor le hicieron
vomitar otra vez.
Los guerreros le dejaron. Arrastraron unos matorrales, rompieron unas ramas y
encendieron una hoguera. La mitad de ellos se congregó alrededor de la mula y,
mientras dos sujetaban la cabeza del animal, un tercero se subió sobre el cuello de la
mula y la degolló limpia y profundamente con su cuchillo. La mula se sacudió y dio
coces, pero lograron tumbarla en el suelo.
Mientras las patas seguían moviéndose, los cuchillos de los comanches cortaron
alrededor de la columna vertebral y retiraron la piel, según la costumbre comanche.
Descuartizaron con habilidad al animal y colgaron la carne atada con correas de cuero
sobre el lomo de un caballo.
Cortaron y asaron el hígado y los riñones al fuego. Mientras comían, en cuclillas,
no prestaron ninguna atención a Pablo. Cuando acabaron, se lamieron la grasa de las
manos y la sangre de la mula de los brazos y hablaron en voz baja. Hablaban lengua
comanche. Pablo no podía entenderlos.
El sol se inclinó penetrando por la quebrada y se levantó en el aire la peste de los
intestinos de la mula. Pablo contó primero uno… luego tres… y ahora diez buitres,
volando en círculos en lo alto con la lánguida paciencia de los carroñeros. Pronto él
se uniría a los intestinos.
Dos guerreros se acercaron; lo sujetaron por los tobillos y lo arrastraron junto al

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fuego, mientras unos mocasines presionaban sus hombros contra el suelo. Todos le
miraban mientras le bajaban los pantalones hasta las rodillas. Pablo vio que un
guerrero alto giraba lentamente la hoja de un cuchillo sobre las llamas. El terror le
invadió.
—¡Violador! —le gritó un guerrero y a continuación le escupió en la cara.
—¡NO! ¡No soy un violador! —gritó Pablo—. No. No, señores…
El guerrero alto ya se cernía sobre él y la hoja del cuchillo brillaba incandescente.
Torció el rostro malvadamente al inclinarse, arrodillado entre las piernas de Pablo.
Los ojos se dirigieron a él, a la espera de los gritos, el miedo y el dolor.
Pablo dejó de forcejear. Comenzó a rezar con una voz alta y sorprendentemente
nítida en la quietud de la quebrada.
—San Pedro, San Juan, llevadme rápidamente. He intentado… mi juramento…
llegar hasta el señor Josey Wales. Pero no va a poder ser.
Las lágrimas llenaban sus ojos emborronando las figuras de los guerreros, que
parecían petrificadas como estatuas. Pablo esperó. No ocurrió nada. Ningún dolor.
Los Santos se habían llevado el dolor.
Sus ojos se aclararon. El guerrero con el cuchillo seguía inclinado con expresión
de curiosidad sobre él.
—¿Joh-seh Wales? —preguntó el guerrero alto.
Pablo estaba desconcertado.
—Sí —dijo—, Josey Wales.
Retiraron los pies de sus hombros.
—¡Joh-seh Wales! —los guerreros susurraron el nombre.
La excitación y la histeria embargaron a Pablo. Se puso de pie de un salto y los
pantalones se cayeron al suelo.
—¡Joh-seh Wales! —gritó, saltando al tiempo que sus genitales bamboleaban—.
¡Joh-seh Wales!
Los guerreros se unieron a los gritos y los saltos, agarrando a Pablo y
sacudiéndolo.
—¡Joh-seh Wales!
Pablo se golpeó el pecho con el puño y agitó la mano en todas direcciones.
—¡Mi amigo! ¡Joh-seh Wales! ¡Caramba! ¡Vamos Joh-seh Wales! —recogió los
pantalones del suelo y se los subió hasta la cintura, y bailó en círculos con los ojos
desorbitados.
Los guerreros lo levantaron sobre sus hombros y lo montaron en un poni. Luego
saltaron a sus caballos y condujeron a Pablo entre ellos a medio galope en dirección
al noroeste.
El viento golpeaba el pelo de la nuca de Pablo. Estaba eufórico. ¡Un milagro!
¡Los Santos habían hecho un milagro! ¡Ahora sentía que tenía un objetivo! ¡Un
destino! ¡Una misión de los Santos! Estaba predestinado.
A través del calor del mediodía y durante la tarde, los incansables ponis indios

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avanzaban a medio galope y al trote según le indicaban los comanches, sin detenerse
jamás. Los indios no hablaban y mantenían los ojos fijos en los horizontes que les
rodeaban.
La tierra se hizo más árida. Unos cerros picudos se elevaron en la línea del
horizonte. El sol se puso por el oeste y murió tras una montaña desnuda en la lejanía.
De repente, los comanches detuvieron la marcha. Tiraron del poni de Pablo hasta
colocarlo junto al líder guerrero. Este colocó las riendas en las manos de Pablo y
señaló hacia la montaña.
—¡Joh-seh Wales! —anunció, y golpeó con fuerza la grupa del poni de Pablo con
una correa de cuero. El poni saltó, salió a galope tendido y a punto estuvo de tirar a
Pablo de la silla.
Pablo sujetó las riendas con fuerza. Tras un buen rato logró que el poni avanzara a
un trote irregular. Miró a su alrededor en busca de los comanches. Estaban lejos,
trotando hacia el sur. No miraron hacia atrás.

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Capítulo 3

De un color negro aún más oscuro que el cielo, la montaña parecía alejarse, pero al
momento empezó a crecer: se elevaba desnuda con los dientes irregulares de los
cerros y, entonces, se convirtió en dos montañas, una paralela a la otra, deslizándose
hasta el desierto.
Ya amanecía cuando Pablo rodeó la ladera del monte más cercano. Un arroyo
claro discurría por el valle entre las montañas. A la entrada se veían signos
comanches, y cuando avanzó por el valle la marca de los árboles llevaba la señal, la
marca del Rancho Río Torcido… pero también la señal de la serpiente sinuosa de los
comanches.
La hierba llegaba hasta las rodillas del poni y el arroyo de aguas claras y poco
profundas siempre corría por el centro. Había álamos y robles a ambas orillas del
arroyo. Pablo vio berrendos, ciervos de cola negra, codornices y grévoles engolados.
El dulce y enérgico olor a vida del agua, la hierba, los árboles, encerrado entre las
montañas impactaba los sentidos de un jinete procedente del desierto.
Enormes y tenues siluetas de cuernilargos alzaban sus magníficas cabezas a su
paso y se alejaban al trote con bufidos de advertencia. El valle parecía intacto, a
excepción de la marca sinuosa.
Pablo continuó cabalgando y las paredes se alzaron más altas a ambos lados, y
casi se juntaban en algunos lugares formando una estrecha quebrada cubierta de
hierba para luego abrirse hasta media milla de anchura. Ahora la luz disipó las
penumbras de las primeras luces del alba.
Instintivamente, Pablo miró hacia atrás. Le seguía un jinete. Llevaba un sombrero
mexicano y una chaquetilla, con las chaparreras acampanadas del vaquero. Pablo
tenía miedo de hablar o de pararse. Le saludó con la mano, pero el vaquero no hizo
ningún movimiento visible. Pablo azuzó al poni hasta ponerlo al trote y escuchó que
el otro caballo le seguía al paso a sus espaldas.
Trotaron a un ritmo constante durante una o dos horas entre las serpenteantes y
altas paredes de las montañas. Los cuernilargos y las aves ahora abundaban más y,
cuando se giró sobre el poni para mirar a su alrededor, Pablo vio que el vaquero le
seguía en silencio.
Al frente, las montañas se juntaban cerrando el valle. Pablo vio el bajo edificio
principal de adobe del rancho, rodeado de álamos y cedros. Alrededor de la casa
había construcciones de adobe más pequeñas y detrás una cascada de agua cristalina
que caía desde una estrecha grieta.
Estaba casi entrando en el patio de la casa cuando escuchó un fuerte silbido,
«¡SKIIIIiiiii!», procedente del vaquero a sus espaldas. Era el trino del chotacabras
montañés de Tennessee y fue respondido por un peculiar silbido corto y rápido, el
trino de un añapero. Ambos sonidos eran desconocidos para Pablo.

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Pero sí reconoció la figura que apareció despreocupadamente ante él
bloqueándole el paso. Alto, ataviado con una camisa de ante que caía holgada sobre
su enjuto esqueleto y ceñida con un cinturón del que colgaba una pistola. Su rostro de
bronce era huesudo y arrugado, enmarcado por unas trenzas que colgaban como
látigos negros sobre los hombros. Iba calzado con mocasines altos y se movía con
una grácil agilidad que no dejaba traslucir su verdadera edad. Pablo lo había visto en
una ocasión en Santo Río. Era Lone Watie.
Sujetando las riendas del poni de Pablo, lo miró con unos fríos ojos negros bajo el
sombrero gris de caballería de la Confederación.
—Qué tal —dijo despreocupadamente.
—Buenos días, señor —respondió Pablo—, yo…
—Espera —Lone levantó una mano—. Si vas a hablar mexicano, habla con
Chato, este de aquí —y lanzó un pulgar hacia el vaquero, que se había colocado junto
a Pablo.
—No, señor —dijo Pablo apresuradamente—, hablo inglés. He venido
urgentemente y necesito ver al Señor Josey Wales.
Lone Watie entrecerró los ojos hasta quedar reducidos a dos líneas negras y el
vaquero movió su caballo más cerca de Pablo.
—Josey Wales está muerto —dijo Lone con brusquedad.
—Lo sé… —respondió Pablo inquieto—. Es decir, conozco al Señor Ten Spot, y
a la Señorita Rose. Vengo de parte de la Señorita Rose.
Pasó un minuto entero mientras Lone examinaba el rostro de Pablo. Unos
chochines trinaron en un árbol y a lo lejos una vaca mugió llamando a su ternero.
Pablo sintió que se le tensaba el cuero cabelludo.
Chato se inclinó sobre la silla arrimándose a Pablo y colocó una mano en su
hombro.
—Comprenda, señor… —su voz sonó suave—, si viera a Josey Wales, tendría
que morir, mi amigo, a menos que él lo acepte… y sea una necesidad —sus dientes
blancos brillaron con una sonrisa maliciosa.
—Debo… debo verle —respondió Pablo con obstinación.
Chato Olivares se encogió de hombros y miró a Lone. El cheroqui se dio la vuelta
sin mediar palabra y condujo el poni de Pablo al poste de amarre en la parte trasera de
la casa. Atravesaron la puerta de la cocina con Lone a la cabeza y Chato, con
tintineantes espuelas, cerrando la marcha.
Pablo no sabía lo que iba a encontrar al otro lado de la puerta, pero desde luego
no estaba preparado para lo que vio.
Había una larga mesa que ocupaba gran parte de la habitación; sobre esta había
bandejas con ternera, tiras de beicon, bandejas de alubias y panecillos. El denso
aroma a comida cocinada hizo que Pablo empezara a salivar.
A un lado de la mesa, una bonita india comía mientras amamantaba a un bebé
indio con su terso pecho. Junto a ella, un curtido cowboy blanco comía con la cabeza

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agachada y totalmente concentrado. Al otro lado de la mesa, una mujer joven y rubia,
de abundante pecho, tenía sobre su regazo un bebé también rubio y, junto a ella, un
vaquero mexicano atacaba un plato repleto de comida.
En el otro extremo de la mesa, Pablo lo vio e instintivamente se persignó por el
bandido sin alma… ¡Josey Wales!
Este levantó la mirada cuando entraron los hombres, y Pablo vio su rostro de
cabello y bigote negros, y una cicatriz brutal que le surcaba el pómulo. Sus ojos se
posaron en los de Pablo, y eran tan negros como los del cheroqui, y tan duros y
capaces de irradiar una luz de crueldad. Una anciana, diminuta y de cabellos blancos,
colocaba más comida en la mesa.
Lone y Chato lanzaron los sombreros al suelo y se sentaron a la mesa, Lone junto
a la mujer india. Ella dejó de comer, le pasó el brazo por la cintura y le besó en la
mejilla.
Pablo permaneció de pie, con la cabeza baja y moviendo los pies indeciso. Chato,
mientras se llenaba hasta arriba su plato, señaló con el pulgar a Pablo.
—Este es…
—Pablo Gonzales, señoras y señores —dijo Pablo con educación.
—… dice que tiene que verte —terminó Chato, y continuó llenándose el plato.
La dura mirada de Josey Wales se dirigió a Pablo.
—¿Y bien?
Antes de que Pablo pudiera responderle, la anciana señaló un sitio a la mesa y
miró a Pablo.
—Rata[2] ahí —dijo.
Pablo miró nerviosamente hacia el punto que señalaba la anciana, pero no vio
ninguna rata.
La mujer rubia le sonrió amablemente.
—Quiere decir que te sientes ahí —dijo, y señaló el lugar.
—Eso es lo que he dicho —replicó la anciana indignada.
—¿Señor? —preguntó Pablo mirando a Josey Wales.
—¡SIÉNTATE! —exclamó la anciana.
Pablo se sentó.
Chato le pasó las bandejas de alubias, panecillos y carne sin levantar la vista del
plato.
Su entrada aparentemente había interrumpido a la anciana de cabello blanco
mientras hablaba, porque siguió hablando a mitad de frase.
—… y si no hacemos alguna maldita cosa sobre esto, solo el Señor sabe en qué se
va a convertir este lugar. Rayo de Luna… —señaló dramáticamente a la mujer india,
que cortaba carne de una de las bandejas con un cuchillo de aspecto amenazante— te
tiene la mitad del tiempo intentando que hables cheyene porque ella no tiene
suficientes sesos para aprender a hablar. Bueno, ¡yo no voy a aprenderlo! Y otra
cosa… ¿estás escuchando, Josey?

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Pablo le lanzó una mirada al forajido. Josey estaba mascando un trozo de tasajo
de ternera mientras acariciaba la rubia cabeza del bebé.
—Sí señora, abuela —dijo sin levantar la mirada—, estoy escuchando.
Todos continuaron comiendo. Chato levantó un plato vacío y la abuela lo cogió,
volvió a llenarlo y lo colocó en la mesa. Y mientras ponía la comida, hablaba.
—Y otra cosa… ¡PAGANISMO! Rayo de Luna está continuamente enroscándose y
aliviándose con Lone cada vez que se le viene en gana, y a cielo abierto. Y Lone, que
fue educado para diferenciar el bien del mal, se presta a ello como un maldito verraco
en celo… ¿me oyes, Lone?
—Sí señora, abuela —respondió Lone humildemente.
Cogió dos panecillos de una de las bandejas que pasaban por delante y los cubrió
de salsa de carne.
—Por Dios —dijo la abuela mientras colocaba un plato de beicon junto al plato
de Pablo—, no sé qué sería de la crianza de estos dos pobres niños si no fuera por mí
—de repente le dio un codazo a Pablo en el hombro—. ¿Estás salvado, hijo?
Pablo la miró atónito.
—Religión —farfulló Chato al tiempo que devoraba un bocado de carne.
—Oh, sí, señora. He sido bautizado, yo…
—¡Lo ves! —dijo la abuela—, ¡y solo tiene un brazo! —la abuela resopló, miró
fijamente a Pablo y volvió a resoplar—. Pero te diré una cosa, hijo, en cuanto acabes
de comer, te daré un poco de jabón suave. Puedes meterte en el arroyo… que me
aspen si no apestas a puerco… sin ánimo de ofender.
—Sí, lo haré, señora —dijo Pablo—. Los comanches me capturaron y…
Todos levantaron la mirada de la comida.
Pablo les contó lo ocurrido con los comanches, cómo le capturaron y
descuartizaron su mula y lo que hicieron cuando pronunció el nombre de Josey
Wales.
—Josey conoció a Diez Osos, un jefe de guerra —explicó la abuela en voz baja
—, en el valle. Le dijo cómo podían vivir o morir. Que no echaría a perder la tierra…
ellos podían usarla… nosotros podíamos usarla. Cuando ellos pasan por aquí, hacen
medicina, comen un poco de ternera, allá en el valle. Es un trato de palabra, cumplido
por ambas partes. Esa es la razón de que te soltaran, hijo. Josey Wales cumple su
palabra. Nunca lo olvides.
—Sí, sí, señora, no lo olvidaré —dijo Pablo—, yo…
Iba a contarles lo de la Señorita Rose, pero la abuela lo interrumpió y continuó
con el recuento de la depravada moralidad que la rodeaba.
La abuela miró fijamente a Josey, que estaba en ese momento rebañando salsa de
carne con un panecillo.
—Chato —dijo la abuela señalando al vaquero—, ha recaído. Blasfema por esa
boca casi peor que Lone. ¿Me oyes, Chato?
—Sí señora, abuela —farfulló Chato mientras remojaba la comida con café

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ardiendo.
Ella no esperó su respuesta.
—Y Travis, y Miguel, han comenzado a mascar tabaco y a escupirlo por todos
lados, y eso lo han sacado de ti, Josey. Y ayer —dijo señalando triunfal a Rayo de
Luna—, ayer la vi a ella mascando y escupiendo. ¡Por Dios Santo, una tiene ahora
que ir dando botes como un saltamontes por esta casa para evitar que le echen un
escupitajo!
La anciana se inclinó y examinó de cerca al bebé que sujetaba la mujer rubia.
—Laura Lee, ese pequeño tuyo está muy pálido. Te dije que le dieras una
cucharada de raíz de cálamo. Ven aquí, Jamie.
Levantó al bebé del regazo de Laura Lee.
—La Señorita Rose… está muerta —dijo Pablo cuando se hizo el silencio.
La abuela se quedó petrificada con el bebé en el aire. Los cuchillos cayeron sobre
la mesa. Todas las cabezas se giraron hacia Pablo.
—¡Dios mío! —susurró la abuela.

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Capítulo 4

Pablo les contó toda la historia. Vaciló al hablar sobre lo que les sucedió a Rose y
Melina.
—Cuéntalo todo.
Era la voz suave y cortante como el acero de Josey Wales. Y Pablo lo contó todo.
Nadie dijo nada cuando acabó.
El bebé indio gimoteó en medio del silencio al soltarse del pecho e
instintivamente Rayo de Luna lo abrazó más fuerte.
El silencio esperaba a Josey Wales, a que el calor, la negra ira, se desvaneciera y
muriera en sus ojos. Lentamente, estos se inundaron con la sobria luz de la calmada
deliberación. Fue algo casi físico.
—Maldita sea —susurró la abuela.
Josey señaló a Pablo.
—Miguel, llévalo al arroyo y dale algo de ropa que ponerse.
Miguel se levantó en silencio y se apresuró a salir con Pablo de la habitación. Los
hombres se levantaron, separando las sillas al mismo tiempo que Josey Wales. Le
siguieron al patio.
Bajo los álamos, se sentaron en cuclillas formando un círculo compacto,
encogidos de hombros para protegerse del viento que aullaba en el cañón: Chato
Olivares, Lone Watie, Travis Cobb y Josey Wales.
Con un palo, Chato dibujó el mapa de México en la tierra.
—Estamos aquí —dijo marcando el suelo—. Debajo de nosotros, al otro lado del
Río Grande, está el estado de Chihuahua; al oeste, Sonora; al sur, Durango. El capitán
Escobedo probablemente esté en Chihuahua. Es un lugar… grande, Josey.
Josey Wales desenvainó un largo cuchillo de su bota de caballería, cortó un trozo
de tabaco y se lo metió en la mejilla. Lo masticó despacio y no habló.
—No lo entiendo —dijo Travis Cobb arrastrando las palabras—, le volaron los
sesos a Kelly y ensillaron a Ten Spot… ¿Por qué no mataron a Ten Spot?
La sonrisa de Chato brilló bajo su bigote.
—Comprende al capitán Escobedo. Se divierte un poco por la frontera; solo
putas. Mata a los testigos y se lleva a un criminal a quien, según él, estaba
persiguiendo. Esto lo justifica en caso de que se hagan preguntas. Además, Ten Spot
les servirá a los rurales… como ejemplo para asustar a los peones. El capitán
Escobedo no solo es soldado, también es político. Está uno bueno —Chato acabó y se
encogió de hombros por la simpleza de todo aquello.
Los hombres se levantaron y observaron a Miguel, que regresaba con Pablo. El
peón llevaba chaparreras acampanadas sobre botas de tacón alto de vaquero, una
chaqueta ajustada con una manga enganchada de su hombro y un sombrero de cuero.
Miguel sonrió.

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—¡Vaya! ¡El vaquero!
Se percibía una cierta condescendencia en su risa. Pablo arrastró los pies,
avergonzado.
Josey Wales le clavó una mirada contemplativa y escupió con destreza en el mapa
de Chihuahua.
—¿A qué te dedicas, hijo? ¿Cuál es tu profesión? —farfulló.
Pablo levantó la mirada.
—Soy… mendigo, señor.
—¿Y antes de ser mendigo?
—Luchaba por el general Benito Juárez hasta que… —levantó el muñón—.
Antes… fui granjero, señor.
Una luz parpadeó, y murió, en los ojos de Josey Wales.
—Yo fui granjero… hace tiempo —dijo; se quedó abstraído durante unos
segundos, escuchando el aullido del viento. Los hombres se movieron incómodos y,
de repente, volvió a dirigirse a Pablo—. ¿Cuánto dinero te prometió Rose por venir
aquí? —al ver la mirada sorprendida de Pablo, dejó escapar una risa corta—.
Conozco a Rose.
—Doscientos pesos de oro, señor —dijo Pablo—, pero no los cogeré.
—¿Por qué no? —el tono de Josey era seco.
—Porque… no los cogeré —repitió Pablo.
Josey observó el testarudo rictus en la mandíbula de Pablo.
—Entonces, ¿por qué has venido? —y su voz sonó más suave.
Pablo movió los pies intranquilo. Se sentía como si estuviera en un juicio.
¿Mataba el bandido a todos aquellos que no respondían a sus preguntas?
Se encogió de hombros desesperadamente.
—Porque la Señorita Rose fue… buena conmigo.
Esperando risas, miró disimuladamente a los hombres. No escuchó ninguna.
—¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Tienes familia?
—No tengo familia, señor. No lo sé.
Lone Watie vio en los ojos de Josey cómo tomaba la decisión. Había estado al
lado del fuera de la ley en tiroteos, había huido junto a él de partidas perseguidoras,
había dormido con él en la ruta. Conocía a Josey Wales bajo toda aquella dureza.
Ahora se acercó a Josey y apoyó una mano en su hombro.
—No estarás pensando en llevarte a ese peón manco contigo. Necesitas un buen
pistolero que te cubra las espaldas, Josey, un verdadero pistolero.
—He cabalgado por todo Chihuahua —comentó Travis Cobb en todo
despreocupado—. Conozco esa parte de México. Yo…
—¡Diantre! ¡Demonios! —aulló Miguel—. Soy yo el que conoce Chihuahua,
maldito gringo. Tú no conoces nada. Es…
—Maldito frijolero —le espetó Travis—, Chato y yo hemos pisado cada montón
de mierda de vaca de Chihuahua. Acarreábamos ganado…

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Chato lanzó una fría mirada condescendiente a Miguel.
—¡Yo nací en Chihuahua, idiota! La conozco como la palma de mi mano… cada
pueblo, cada hacienda, puedo encontrar a Escobedo tan fácilmente como mi polla.
Yo…
—Cerrad la boca —dijo Josey con calma. Mascó durante unos segundos en
pausada reflexión—. En primer lugar, no podemos llevarnos muchos hombres con
nosotros y dejar desprotegidas a las mujeres. Y los que se queden tienen que ser
buenos tiradores. Lone, tú te quedas, con Miguel y Travis.
Nadie protestó. Los hombres clavaron la mirada en el suelo… excepto Chato, que
cogía su pistolera y observaba expectante el rostro de Josey.
—Me llevaré a Chato —dijo Josey, y movió la cabeza hacia Pablo—, y a este
granjero. En cuanto aprenda que no es un chucho de corral, lo cual no llevará mucho
tiempo, servirá —y volviéndose hacia Pablo, dijo—: Y yo no soy ningún maldito
si-nor. Llámame Josey, ¿entiendes?
—Sí sen… Josey —dijo Pablo apresuradamente—, y sí que iré.
Chato miró disgustado a Pablo.
—Nadie te lo ha preguntado… ¿comprendes?
—Ya sabéis lo que tenéis que hacer —dijo Josey—. Traed caballos para Chato y
para Pablo que puedan seguir el paso del mío. Dadle una pistolera a Pablo con un
revólver del 44, podrá manejarse mejor que con un rifle. ¡Vamosss!
Josey se alejó y entró en la casa.
No resultaba fácil encontrar caballos capaces de seguir el paso del enorme ruano
de Josey Wales. Cada hombre entró con un ronzal de lazo rígido en el corral de los
caballos e hizo su propia selección. Discutieron señalando las debilidades de las
elecciones de los otros, pero finalmente se decidieron por un Morgan gris para Chato
y para Pablo un tordo con pinta de violento.
Detrás de las sillas, colocaron mantas enrolladas, comida y grano para los
caballos.
Josey salió de la casa con Jamie en un brazo y rodeando a Laura Lee con el otro.
Cuando ella cogió al bebé, él le dio un beso largo, en los labios, y ella le susurró:
—Cuídate, Josey.
—Lo haré —dijo.
Abrazó a Rayo de Luna y ella le pasó los brazos por el cuello y le apretó con
fuerza, y abrazó a la abuela cuando esta le besó la mejilla de la cicatriz.
Chato levantó a la abuela en volandas cuando le abrazó.
—Bájame, mexicano loco —protestó la anciana. Chato se rio y le dio una
palmada en su pequeño trasero—. ¡Por Dios Santo! —dijo la abuela, pero en realidad
estaba complacida y las lágrimas hicieron que sus ojos brillaran.
Los hombres se estrecharon las manos en silencio, sin olvidar a Pablo. Lone
Watie estrechó la mano de Josey con la fuerza de hierro de un hermano.
—Si no vuelves pronto, iré a buscarte.

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—Regresaré —dijo Josey, y saltó a la silla. Sobre el gigantesco ruano parecía una
figura letal. Con un par de 44 enfundados y atados a los muslos; un Navy 36 bajo el
brazo izquierdo oculto bajo la chaqueta de flecos; delante de él en la silla había dos
revólveres del 44 enfundados y dos más iban sujetos detrás.
Era la clase de acorazado de un solo hombre del guerrillero de Misuri.
Chato y Josey estaban ya montados y sus monturas se encabritaban levemente por
el viento. Pablo se volvió para montar el tordo. No pisaba bien con las botas de tacón
y se resbaló del estribo. El tordo se desplazó a un lado, bufando. La abuela y Travis
se acercaron para ayudarle.
—¡Dejadle! —la voz de Josey sonó dura.
Todos se pararon. Pablo cogió el caballo y lo examinó durante unos segundos.
Sujetó las riendas en la mano y alargó esta hacia el cuerno de la silla. Tras apoyar el
pie en el estribo, se levantó y pasó la pierna por encima, y estuvo a punto de caerse de
los lomos del animal. Se sujetó, tambaleándose, mientras el tordo lomeaba y
finalmente se acomodó en la silla con el sombrero ladeado.
Josey gruñó; con gesto felino giró el ruano sobre sus poderosas ancas y los
condujo a toda prisa fuera del patio, hacia el valle.
Echó la vista atrás y los vio apiñados bajo los álamos: Laura Lee y Rayo de Luna,
la abuela Sarah y Miguel, Travis Cobb y Lone Watie. Ellos eran su vida, encontrada
tras su muerte en Misuri.
Los vio agitando las manos, como un código de señales, hacia delante y hacia
atrás, lentamente, y él levantó el sombrero gris para despedirse antes de desaparecer
tras un cerro prominente.
Tras él, Chato ondeó su sombrero antes de que también él desapareciera. Pablo
miró atrás. Ellos seguían agitando las manos. Tímidamente, levantó su sombrero y
luego, con un amplio arco en el aire, se lo colocó en la cabeza. Pablo nunca se había
despedido de nadie.
La pregunta jamás se planteó: ¿deberían arriesgar sus vidas por un jugador
fanfarrón llamado Ten Spot? Todos ellos estaban imbuidos del código de lealtad de
Josey Wales. El Código de la Montaña.
El Código era necesario para sobrevivir en las quebradizas tierras de las
montañas, como lo fue en las tierras rocosas de Escocia y Gales. Eran gentes
cerradas. Fuera de allí, los gobiernos erigidos por gentes de territorios más amables,
de riqueza y poder, no eran indulgentes con los desheredados.
Cuando un hombre no tenía dinero, su dinero eran sus palabras. Y su vínculo, la
lealtad. Nacido en este entorno, era un rebelde de los poderes establecidos. Dañar a
alguien con el que se tenía una obligación de lealtad era una afrenta personal; mucho
más, era una blasfemia. Era el Código: una religión sin catecismo y sin cronista que
explicara u ofreciera una apología.
El resultado eran enemistades enconadas hasta la médula. Guerra a cuchillo.
Raras veces era por tierras, o dinero o posesiones. Pero quebrar el Código

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significaba… ¡LA GUERRA!
Grabado en los huesos, mezclado en la sangre, el Código fue trasladado a las
montañas de Virginia y Tennessee y los montes Ozark de Misuri. El Código era capaz
de transformar instantáneamente a un tímido chico de granja en un violento asesino,
como un halcón al vuelo, replegando las alas en un picado mortal. Era el Código de
los «Chicos», los guerrilleros de Misuri que habían sacudido a toda una nación.
Josey Wales fue concebido con el Código de las Highlands, nacido en el feudo de
las montañas de Tennessee y bañado en la sangre de Misuri.
Todo ello resultaba desconcertante para aquellos que vivían bajo un gobierno
hecho a medida y a su propia conveniencia. Solo aquellos expulsados del palio
podían entenderlo. Los indios… los cheroquis, los comanches, los apaches. Los
judíos.
La naturaleza silenciosa de Josey Wales era la del código del clan. Ni negocios en
común, ni política, ni tierra o beneficios le unían a su gente. Era algo invisible y por
ello mismo más fuerte que cualquiera de esas cosas. Algo enraizado en el instinto
más poderoso del ser humano: la supervivencia. El lazo de unión implacable era la
lealtad. El detonante era el compromiso.
Kelly el barman, instruido en la naturaleza humana que el whisky desvela tras la
barra, reconocía el Código, y así murió satisfecho y seguro de la promesa que le había
hecho al capitán Jesús Escobedo.
Cabalgaron. Josey encabezaba la marcha avanzando con su poderoso ruano por el
desierto a un trote lento. No les condujo hacia el sureste, a Santo Río, sino
directamente hacia el sur, al Río Grande.
El cactus y el mezquite se enmarañaban con los matorrales de artemisa. Las hojas
punzantes de la yuca y el espinoso ocotillo recubrían de fiereza aquella tierra yerma.
El viento rasgueaba una monótona y grave nota.
No se pararon cuando llegó el fugaz ocaso y la oscuridad tras la puesta de sol,
pero Josey relajó el ritmo bajo la irregular luz de las estrellas.
A medianoche, con el agua hasta los estribos de los caballos, cruzaron el Río
Grande y entraron en la herida cargada de ira que era México.
México, 1868. Sangraba. Desde Moctezuma, Cuauahtom… Cortés. La herida
jamás se había cerrado. Ahora, la contraguerrilla, recién liberada de sus señores
franceses, deambulaba por el campo. Ejércitos de bandidos. Rurales que arrancaban
cabelleras, saqueaban y violaban en un descabellado orgasmo de torturas.
A un hombre le costaba la vida apartar los ojos del horizonte para coger una flor.
El gachupín, nacido en España, miraba celosamente y por encima del hombro al
criollo, de sangre española, pero nacido en México. Estos eran los hacendados, los
hidalgos, que conspiraban unos contra otros, y contra los peones, y que retenían sus
baronías con las maliciosas garras de tributos y muerte.
El criollo miraba por encima del hombro al mestizo, de sangre mezclada india y
española, pero le contrataba para que le acarreara el ganado. En el escalón más bajo,

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el peón indio recolectaba su maíz.
Y ahora. ¡Por Dios! ¡Un peón indio en la silla del Presidente! El inescrutable
zapoteco, Benito Juárez. La sospecha se extendió como una sombra inquietante sobre
México. El estamento eclesiástico hizo más oscuras las sombras.
Juárez tenía intención de confiscar los millones de acres propiedad de la Iglesia
para repartirlos entre los peones. Juárez era pagano. Los obispos sobornaban a
generales para lanzar acusaciones contra Juárez.
Los hacendados compraban cabelleras, como también lo hacían los gobernadores
del estado, a los rurales y a los bandidos. Cualquier cabellera. Siempre que no fuera
la suya propia. La muerte acallaba el malestar. La gente no piensa en la tierra cuando
siente terror.
Los comanches atacaban en incursiones de estación en estación como torbellinos.
Luego estaba el sigiloso y continuo terror de los apaches. México sangraba.
Desmontaron en una estrecha quebrada. Ocultos a los ojos de la pradera,
cepillaron a los cansados caballos y les dieron grano. Pablo, torpemente, retiró la silla
y se ocupó del tordo. Nadie le ayudó.
Se estiraron y se envolvieron en las mantas sobre la tierra con las riendas atadas a
las muñecas. No comieron. Una partida de guerra… venganza, rescate, a la manera de
los guerrilleros.
Hacía frío con los primeros albores del día. Josey sacó a Pablo de debajo de sus
mantas con un suave puntapié. Chato ya estaba ensillando. En esta ocasión, fue Chato
quien encabezó la marcha; giró al sureste describiendo un semicírculo con la
intención de interceptar un rastro de hacía unos cuatro días, un rastro de cincuenta
caballos. Comían tasajo de ternera y panecillos fríos mientras cabalgaban.
Cortés describió México al rey de España arrugando una hoja de papel y
lanzándosela a sus pies. Era una buena descripción. Un terreno irregular. Las rocas se
alzaban desnudas. Cañones profundos surcaban abruptamente las extensiones de
praderas. Cerros recortados. Grandes rocas entremezcladas, más grandes que casas,
colgadas en las paredes inclinadas de las quebradas.
La mañana pasó y el calor se desprendía en oleadas de las rocas, aumentando así
la temperatura del viento incesante que soplaba como ráfagas procedentes de un
horno. No se detuvieron a mediodía.
En ocasiones Chato se veía forzado a desviarse del rumbo al sureste, entrando y
saliendo de cañones y bordeando paredes inexpugnables de cerros desnudos.
Ya anochecía cuando se detuvieron al borde de un cañón que se hundía en la
pradera a unos trescientos pies de profundidad. Chato señaló el estrecho paso en la
distancia a sus pies.
—Un rastro, Josey —dijo—, se dirige hacia el sur.
Josey apoyó una pierna sobre el cuerno de la silla y cortó un trozo de tabaco.
Mascó lentamente mientras examinaba la pradera. No había nada. Ningún sonido a
esas horas de la tarde. Incluso el viento había amainado a un silbido persistente.

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Escupió por el borde del cañón.
—Bajemos y veamos.
Giraron al sur, una milla o dos, y encontraron una ladera en la pared del cañón.
Hacía calor en el asfixiante cañón mientras conducían con cautela los caballos ladera
abajo. Descansaron a la sombra cuando llegaron al fondo.
Chato fue el primero en desmontar; retrocedió primero por el rastro y luego hacia
delante.
—Está aquí, Josey —dijo—, las marcas. Cuarenta, tal vez cincuenta caballos,
todos con herraduras. Estas huellas tienen unos tres… o tal vez cinco días. Mirad ese
excremento; se deshace.
Josey no desmontó, alzó la mirada hacia el borde del cañón sobre sus cabezas.
—Supongo que es Escobedo —dijo en voz baja—, y se dirige al sur.
Chato estaba arrodillado, examinando las huellas. Luego regresó y no se veía ni
una pizca de su habitual humor despreocupado en el rostro. Miró con expresión seria
a Josey.
—Hay otras huellas, que siguen a Escobedo. Tal vez a un día de camino de aquí.
—¿De qué clase? —preguntó Josey.
—No son huellas de caballos. Son mocasines. Muchos —dijo Chato—. Son
huellas de apaches.

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Capítulo 5

Era una vieja ruta. Estrecha y erosionada hasta las rojas rocas del lecho. Siglos de
indios habían transitado por ella, ya que era una de las arterias principales hacia el
sur.
El instinto de guerrillero de Josey Wales le dictó que convenía cabalgar
manteniendo cierta distancia entre ellos. Él encabezaba, Chato le seguía a unas
cincuenta yardas y Pablo cerraba la marcha. No se debe agrupar a los hombres en
lugares estrechos.
Observó el filo de las montañas sobre sus cabezas. La luz se apagó. Sin la luz que
se reflejaba en la pradera, el cañón quedó a oscuras y Josey silbó para que Chato y
Pablo se acercaran. La seguridad ahora dependía del sentido del oído. Al distinguir
los ecos resonantes de los cascos de los caballos y asignar mentalmente ese sonido a
la rutina y a un segundo plano… tan solo quedaba el silencio para que los sentidos
estuvieran alerta.
Fue el sonido del agua lo que hizo que Josey se detuviera. Un tenue gorgoteo en
algún lugar entre rocas. Lo encontraron en una grieta que surcaba la pared del cañón,
un arroyo no más ancho que el dedo de un hombre se derramaba por las rocas. Allí
Pablo aprendió que los caballos iban primero.
Llenaron los sombreros, dieron de beber a los caballos, desmontaron y los
frotaron con mantas. Mientras los caballos comían grano de los morrales, Josey
levantó con cuidado los cascos y los palpó en busca de guijarros que pudieran
lesionarlos.
Solo entonces comieron los hombres, frugalmente, algo de beicon en salazón y
tasajo de ternera, y durmieron como antes, con las riendas atadas a las muñecas.
El lecho del cañón se elevaba a medida que cabalgaban a la luz previa al
amanecer. Cuando el sol tintó de rojo las superficies de las rocas, se encontraban en
una meseta sin árboles. Las huellas de los rurales estaban muy apiñadas,
serpenteando entre chaparrales y mezquite; junto a estas, las marcas implacables de
mocasines.
A pesar del calor creciente, recorrieron la meseta a un trote lento. El sudor
empapaba el borde de las mantas de la silla y dejaba hilillos en el polvo acumulado
sobre las patas del caballo.
Pararon en una ocasión, a mediodía, para que descansaran los caballos.
—Estamos avanzando al doble de velocidad que ellos —dijo Chato señalando las
huellas—. Mira, las huellas de sus caballos son planas, no están hendidas. Van
andando. Los apaches… —señaló la marca del mocasín—, siguen corriendo… los
dedos de los pies están bastante hundidos en la tierra. Pueden aguantar más que un
caballo… son diablos tras un rastro.
Sopesando lentamente la situación, Josey examinó el rastro.

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—Me preguntó por qué esos apaches están persiguiendo a Escobedo.
Chato se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Les encanta matar.
Era media tarde cuando el rastro se adentró en la meseta y los condujo a un valle
poco profundo. Lo surcaba un río que serpenteaba hacia las profundidades del valle, y
junto a este había un pueblo.
No era un simple poblado indio; tenía un chapitel de catedral y estaba dispuesto
en forma de plaza y rodeado de edificios de adobe. Las huellas de los apaches se
apartaron del rastro.
Desmontaron y se acuclillaron en la ladera mientras examinaban el poblado.
Josey señaló.
—En el corral detrás de aquel edificio hay unos quince, tal vez veinte caballos y
mulas. Escobedo no está ahí, porque no veo más caballos por los alrededores.
—El pueblo se llama Saucillo —dijo Chato—. He estado allí muchas veces. El
edificio es el de la policía. Debería haber unos quince rurales estacionados allí.
Josey se irguió.
—Rodearemos la ciudad, hasta situarnos en la parte trasera de un establo. Los
caballos necesitan enfriarse y que los cepillemos, necesitan beber y comer grano. Nos
quedaremos con los caballos hasta que se recuperen. Luego veremos lo que podemos
averiguar sobre el señor Escobedo.
Bajaron al paso con los caballos en dirección a la ciudad, y Pablo acababa de
escuchar de nuevo al guerrillero, que siempre busca la mayor ventaja: lo primero son
los caballos.
El amplio pasillo del establo estaba fresco y en penumbra, y enfriaba tanto a
hombres como a bestias. El viejo vaquero se deshizo en gracias y esmeradas
reverencias al aceptar la doble águila de oro que le ofreció Josey. Ordenó a los
ayudantes del establo que se ocuparan de los caballos y luego, nervioso, se unió a
ellos.
¡Qué caballos! ¡El ruano era magnífico! Caballos como esos solo podían
pertenecer a patrones, o a políticos, o a bandidos. Esos hombres no eran ni políticos
ni patrones.
Uno, vestido elegantemente de negro con una pistola de culata de marfil, esperaba
en cuclillas junto a la puerta de la calle, fumando un cigarrillo. Vigilaba la calle y al
vaquero con sospechosos ojos de felino.
En la otra puerta, el indio de un solo brazo, moreno —probablemente un
zapoteco, o un yaqui, de los violentos— le seguía con una mirada inexpresiva que no
revelaba nada.
Y el anglo, con el sombrero de los gringos rebeldes y la cruel cara cortada
paseaba por el pasillo, unas pistolas grandes colgaban de sus piernas y revoloteaba
alrededor de los caballos, ordenando a los chicos que humedecieran las mantas y
frotaran las patas, los pechos y los lomos de los caballos. ¡Cuánto cuidado y cuánta

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preparación!
El vaquero estaba llenando sacos de grano mientras acariciaba la moneda de oro
en el bolsillo, cuando la idea de repente se iluminó en su mediocre mente. Se
persignó. Luego la avaricia comenzó a corroerle.
Josey no le vio hacer señas al harapiento chico del establo para que se acercara ni
que le susurraba; tampoco vio al chico escabullirse por la ventana.
Así pues, esperaron, perdiendo unos minutos preciosos y dejando que los caballos
se refrescaran y descansaran. Por fin los condujeron al empedrado de la plaza
caminando los tres juntos.
Ya era avanzada la tarde y las señoritas salieron a pasear por la plaza bajo los
vigilantes ojos de las dueñas, que cotilleaban en los bancos.
Atravesaron la plaza, andando, y los cascos de los caballos resonaban en las
piedras. Bajaron por una calle de comercios y cantinas. Las cantinas empezaban a
animarse en la suave penumbra del anochecer.
No los esperaban y por ello no vieron los carteles clavados en las esquinas de la
plaza: la cara cortada por una cicatriz de Josey Wales. $7.500 DE RECOMPENSA.
MUERTO. Ni tampoco tenían manera de saber que el capitán Jesús Escobedo había
dejado atrás a diez de sus rurales de Santo Río, llevándose a los diez militares de
Saucillo con él.
Buscaron información sobre Escobedo, y unos acordes fluidos y embelesadores
de guitarra que flotaban a través de las puertas batientes les hicieron atar sus caballos
y entrar en la Cantina de Música sin echar apenas una mirada a sus espaldas.
Una sola ventana daba a la calle y proporcionaba un poco de luz a la estancia de
techo bajo. Una entrada en un lateral quedaba oculta tras unas cortinas de cuentas de
colores. Había otra entrada en la parte trasera, tras la que se podía ver una mula
paciendo en la hierba. Los únicos sonidos eran el zumbido de las moscas sobre una
docena de mesas pringosas de pulque y las notas de la guitarra.
El cantinero se acercó a la barra arrastrando las sandalias para recibirles. De
rostro grueso y huraño, limpiaba la barra con el saludo universal de todos los
bármanes.
No levantó la mirada.
—¡Tequila, mi amigo! —gritó Chato de buen humor y pegó una palmada en la
barra mientras se echaba el sombrero hacia atrás y lo dejaba colgando de la correa
alrededor del cuello.
Tres botellas y tres vasos aparecieron frente a ellos. El cantinero no levantó la
mirada y el instinto de forajido de Josey Wales hizo que se le pusieran de punta los
pelillos de la nuca. Miró fijamente el rostro regordete mientras lanzaba un águila
doble sobre la barra.
—¿Escobedo? —preguntó en voz baja.
El cantinero le miró inexpresivamente y no hizo ningún esfuerzo por contestarle.
Chato dio un buen trago de la botella.

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—Capitán de rurales, Escobedo… ¿sabes?
—No… sé… de Escobedo.
El cantinero estaba colocando el cambio en monedas de plata sobre la barra y no
miró a Chato. Los acordes de la guitarra murieron.
Una mujer salió de detrás de la cortina de cuentas y apoyó una guitarra sobre la
barra, junto a Chato. Era toda una mujer. Los pechos, morenos y maduros, colgaban
pesadamente. El pelo negro azabache le rozaba los hombros desnudos y unas marcas
de viruela en la cara le otorgaban una sugerente sensualidad.
Conocía bien su oficio y se arrimó a Chato sin dudarlo. Josey se estaba sirviendo
tequila en un vaso. La mujer deslizó una mano por debajo de la camisa de Chato y le
acarició la espalda.
—¿Tequila? —le ofreció Chato educadamente, empujando la botella hacia ella.
—¡Sí, caballero, sí!
Cogió la botella por el cuello, la volcó en su boca y luego se limpió los labios,
húmedos y carnosos, sobre la mejilla de Chato.
La raja de la falda revelaba un muslo fuerte y unas caderas color aceituna. Chato
deslizó una mano por debajo de la raja y la acarició para apreciar las curvas. Firme y
musculosa. Ella se rio. Chato se volvió hacia Josey con estudiada seriedad.
—¿Lo comprendes, Josey? Los rurales podrían haber estado aquí. Si es así,
podrían haberle dicho a esta mujer adonde se dirigían. Tal vez, si le preguntara, a
solas, durante un rato, podría descubrir…
Josey se bebió de un trago la copa y chasqueó la lengua al sentir el fiero líquido.
—Sí —dijo pausadamente—, estoy seguro de que podrías. Pero no te quites las
espuelas… no tenemos tiempo.
Pablo se sonrojó profundamente y miró el tequila que se había servido en el vaso.
Chato dio otro tiento a la botella y pareció filosofar.
—Es difícil razonar —dijo—. He estado siguiendo vacas tanto tiempo… uno
siempre las sigue, y las de trasero flaco son las de descarte… no bueno. Las vacas de
trasero grande y pesado son las buenas… quizás sea eso lo que me ha hecho ser lo
que soy, definitivamente, un hombre de traseros.
—Sí —dijo Josey secamente mientras observaba al cantinero alejarse hacia el
final de la barra—. Ya os lo he notado, a ti y a Travis, además también oléis un poco a
vaca. Yo te guardo este tequila. Adelante con tu interrogatorio.
Pablo apuró la bebida, como Josey, de un solo trago. Silbó, escupió, tosió y se
dobló hacia delante. Josey le dio unas palmadas en la espalda.
—Vamos, querida —Chato apoyó el brazo en los hombros de la mujer y
tambaleándose solo un poco atravesaron los dos la cortina de cuentas.
Pablo estaba jadeando. Apoyó un codo tembloroso en la barra y las lágrimas
corrían por su rostro.
—Lo… lo siento, Josey —dijo, y Josey entonces observó el ligero respingo del
cantinero al escuchar el nombre.

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—No pasa nada, hijo —rezongó—. Beber es la última cosa que debes aprender.
No mostró la alarma que le invadía la mente. El barman lo conocía… ¡conocía el
nombre de Josey Wales!
Un chirrido constante de muelles de colchón se oyó a través de la cortina de
cuentas y a continuación cortos gemidos de mujer.
—Dios mío —dijo Josey—, me alegro de que la abuela no esté aquí.
—Yo también —susurró Pablo. Y lo decía en serio.
Entraron sin previo aviso. Cuatro hombres por la puerta principal y tres por la de
atrás. Grandes pistolas colgaban de sus caderas. Algunos de ellos aún no habían
vendido las cabelleras y el pelo todavía colgaba de sus cinturones y chalecos.
Rurales.
—Apártate de mí —susurró Josey con vehemencia a Pablo—. Coge la botella.
Siéntate en la mesa ahí al lado.
Pablo cogió la botella y se quitó rápidamente de en medio.
Los hombres se apoyaron en la barra a ambos lados de Josey. El cantinero, sin
hablar, colocó unas botellas delante de ellos. Un hedor invadió la cantina, un olor
acre en las fosas de Josey: sangre seca, cuerpos hediondos, sudor de caballo.
Sin aspavientos, casi perezosamente, cogió una botella con una mano y el vaso
con la otra, y con gesto despreocupado se apartó de la barra y avanzó a zancadas al
centro de la habitación.
Los rurales bebieron con gusto, relamiéndose los labios, y observaban a Josey
con astutas miradas de triunfo, limpiándose los bigotes y barbas con los dorsos de las
manos.
No advirtieron que estaban colocándose a la luz de ambas entradas mientras el
bandido con la cicatriz en la cara se situaba en medio de las sombras; una ventaja
muy pequeña, pero una ventaja al fin y al cabo, para un pistolero profesional.
Los chirridos de muelles cesaron. Pablo se sentó a su mesa.
Los hombres se giraron, todos al unísono, y miraron a Josey. Sonrientes. Unas
sonrisas taimadas con doble significado, intentando en todo momento amedrentar a
sus víctimas y convertirlos en temblorosos cobardes. El líder, de pie en medio de sus
hombres, se quitó el sombrero con un gesto de falsa amabilidad y lo sostuvo frente a
él. Su sonrisa se ensanchó y unos dientes blancos sobresalieron por encima de su
labio inferior.
—¡Señor! Le damos la bienvenida a nuestro país. Nosotros…
Josey Wales les devolvió las sonrisas con una sonrisa… o eso pretendía ser. No
podían ver sus ojos, ocultos bajo el ala ancha del sombrero; pero la sonrisa marcó aún
más la cicatriz, profunda y lívida, dándole una apariencia felina de endiablada
crueldad. Los rurales se tensaron ante la visión de aquel hombre.
Josey estiró los brazos aún con la botella y el vaso en las manos.
—Sii-nors… —su voz sonó con el inconfundible gimoteo de la víctima asustada,
los rurales se relajaron—. No busco problemas. Solo estaba…

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La botella y el vaso cayeron de sus manos. Mucho antes de que tocaran el suelo,
un enorme Colt apareció como por arte de magia. Josey Wales comenzó a escupir
balas.
Disparó al líder atravesando el sombrero, en todo el centro, y el proyectil del
calibre 44 lo derrumbó de espaldas hacia la barra. El bronco revólver disparaba a un
ritmo entrecortado, tan rápidamente que producía un sonido casi compacto. La cara
de un rural reventó y comenzó a sangrar a chorro. Otro se retorció, boca abajo,
dándose dementes cabezazos contra el suelo.
Josey se movió rápido hacia la izquierda, dio una patada contra la pared de adobe,
como un bailarín de ballet, y saltó de nuevo hacia el centro de la habitación,
escupiendo balas del cañón de una segunda Colt en la mano izquierda al tiempo que
se movía.
Un rural logró desenfundar, pero cayó hacia delante mientras lo hacía, abatido
por un tiro bajo.
Desde detrás de la cortina de cuentas, otro revólver comenzó a disparar, un fuego
rápido. La habitación retumbaba con el estruendo. El humo nubló el aire. Pablo había
desenfundado el revólver de su pistolera y estaba disparando.
Su primer tiro mató a la poco sospechosa mula que pacía al otro lado de la puerta
trasera; esta se derrumbó y comenzó a agitar las patas sobre la hierba. Su segundo tiro
hizo añicos unas botellas tras la barra. Después de comprobar la trayectoria de la
bala, su tercer disparo impactó en la pierna de uno de los rurales.
Durante todo ese tiempo se escuchó un grito salvaje cada vez más agudo, hasta
llegar a tonos más allá del rango de la voz humana, que luego cayó en gritos rotos de
un gozo inhumano. Era el grito rebelde de Josey Wales.
Dos rurales salieron corriendo hacia la puerta trasera. Uno lo logró, huyendo del
estruendo y del sanguinario asesino. El segundo cayó con la espalda reventada entre
los omoplatos.
Todo ocurrió en unos treinta segundos. Chato estaba de pie, desnudo de cintura
para abajo, con la cortina de cuentas a sus espaldas y la pistola en la mano. La sangre
corría desapercibida por uno de sus costados. Pablo, con el revólver colgado de la
mano, miraba anonadado la carnicería de cuerpos.
Josey Wales saltó por encima de la barra, rápido como un gato, y tiró del
cantinero hasta ponerlo de rodillas. Hundió el cañón de un Colt en su grueso cuello.
—¡Escobedo! —gruñó, y amartilló el percutor.
El obeso rostro del hombre se deshizo en sollozos.
—¡Por Dios! ¡Por favor! ¡Cabalga hacia Escalón! ¡Escalón! ¡Escalón!
—Dice la verdad —dijo Chato en voz baja, totalmente sobrio—. La mujer dijo lo
mismo.
Josey golpeó la cabeza del cantinero con la culata del revólver. Este cayó inerte
sobre la sangre de su propio cráneo.
Josey examinó la herida de Chato.

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—No es nada —fue todo lo que dijo, y a continuación cortó un trozo de tabaco—.
Supongo que será mejor que nos vayamos.
Chato se subió los pantalones y se puso las botas a toda prisa.
Josey dio la vuelta a algunos de los cuerpos de los rurales con la punta del pie.
—Pablo —dijo—, registra los bolsillos. Pon todo sobre la barra.
Pablo enfundó el revólver y se inclinó, un tanto reacio, para cumplir con las
órdenes. Había seis de ellos, con los miembros extendidos, ensangrentados y
reventados por los pesados proyectiles del calibre 44.
—Este de aquí —dijo Pablo señalando a un rural que yacía con los brazos
extendidos y boca arriba— está vivo.
Josey se acercó y bajó la mirada. El rural estaba consciente. Había sido alcanzado
en el estómago. El hedor a intestinos se mezcló con el olor dulzón de la sangre.
—¿Estuviste en Santo Río? —preguntó Josey en voz baja.
El rural sonrió débilmente.
—¡Sí! —se jactó con una voz sorprendentemente fuerte. La sonrisa se torció en
una mueca de maldad. Extendió una mano hacia el bolsillo de su chaqueta de cuero y
sacó un objeto brillante. Pendía de su mano, balanceándose—. ¡Sí… puta! —y se rio,
tosiendo.
Era un pendiente… de Rose. Josey deslizó despacio la mano izquierda hacia el
colt, amartillándolo mientras desenfundaba. Disparó al rural entre ceja y ceja y lo
observó mientras se sacudía con el repentino impacto. Después escupió jugo de
tabaco al rostro inexpresivo.
Pablo ya había vaciado los bolsillos de todos. Había un pequeño montón de
monedas de oro y plata sobre la barra.
—Divídelo en dos partes —dijo Josey—, para ti y para Chato.
—Pero… —protestó Pablo.
—Es la ley de la pistola, hijo; la única por la que nos podemos guiar —dijo Josey
sin alterarse—, y tú lo has hecho muy bien.
El vaquero y el peón se repartieron las monedas. Josey seleccionó un águila doble
del montón y se la lanzó a la mujer desnuda que estaba de pie junto a la cortina de
cuentas. El rostro de ella era imperturbable, estoico.
—Esto por el… el asunto —dijo—, y diles que Josey Wales y sus amigos han
hecho esto… por lo de Santo Río, ¿entiendes?
—Sí, gracias —respondió ella sin sonreír.
La mujer cogió la moneda y se persignó rápidamente por el bandido que no tenía
alma.
Atravesaron al galope la plaza adoquinada de Saucillo. Todas las puertas estaban
cerradas y las contraventanas echadas. Dirigieron los caballos hacia el sur al galope y
a un ritmo pausado.
En algún lugar delante de ellos, unos jinetes asustados espoleaban sus monturas
hasta reventarlas. ¡Josey Wales! ¡El bandido sanguinario andaba suelto por México!

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Capítulo 6

En el crepúsculo, ya anocheciendo, atravesaron al galope el valle del río hacia la


vasta llanura de Chihuahua. La ruta sur hacia Escalón discurría a través de cactus y
mezquite.
Aquí la hierba crecía en matojos tan ralos que hacían falta cuarenta acres para
alimentar a una sola vaca, y muchos de los rancheros eran propietarios de decenas de
miles de cabezas de ganado; aquí, un Don no medía sus tierras por acres, sino por los
días que se necesitaban para atravesarlas.
La hacienda del vecino podía estar a cien millas de distancia o más, y el ganado
corría libre como los pumas y solo ocasionalmente era agrupado por los vaqueros,
más salvajes incluso que el ganado.
Era la tierra de Chato Olivares, desenfrenada y temeraria, que empapaba de su
existencia errante el alma de los hombres como un incienso, hasta que lo hacía suyo y
lo moldeaba y lo presentaba a las ciudades como su espíritu: el vaquero.
No había luna. La noche desplegó su velo y el viento se enfrió. Chato dirigía la
marcha, aflojando el paso, y fue él quien silbó suavemente al tiempo que detenía su
caballo.
—No hay tantas huellas, Josey —dijo mientras Pablo y Josey movían las riendas
para colocarse a su lado—. Está oscuro, pero en algún lugar se han desviado. No se
ven sus huellas en la ruta a Escalón.
La silla de Josey crujió cuando cambió el peso de sitio.
—¿Adónde? ¿Adónde podría haber ido?
Chato se encogió de hombros en la oscuridad.
—Tal vez hacia Coyamo al oeste, tal vez hacia Casa Grande al noroeste. Quizás
esté haciendo una ronda por su territorio; pero no va por la ruta a Escalón. ¿Quién
sabe? Está demasiado oscuro para averiguarlo.
La voz de Pablo sonó ligeramente temblorosa.
—Pero los jinetes, los rurales que escaparon, lo sabrán. Cabalgan por delante. El
capitán Escobedo descubrirá entonces que le seguimos.
—Sí, lo sé —dijo Josey; había un ligero toque de amargura en sus palabras.
Lo sabía. Como ocurrió en Misuri y en Kansas; siempre, la tierra alzada en armas.
Donde un hombre cabalgaba con los nervios a flor de piel. Donde disparaba al
matorral que no se agitaba como debería agitarse por el viento.
Ahora lo sabrían. Apretó el estómago y reprimió la sensación de náusea por lo de
Misuri, y después tensó los nervios, como preparándolos para la locura del juego
mortal que estaba por venir.
Permanecieron sentados en sus caballos, que pateaban impacientemente al viento.
Chato se sentía desconsolado porque, de alguna manera, había fallado; pero nadie
podía luchar contra la oscuridad.

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Fue Josey quien rompió el silencio.
—Supongo —dijo— que aquellos dos que salieron corriendo le irán con toda
clase de cuentos a Escobedo. Tal vez eso lo mantenga corriendo de un lado a otro y, si
como tú dices, Chato, Escobedo quiere presentarse con una buena coartada, tal vez le
dé un poco más de tiempo de vida a Ten Spot… —su voz se apagó y entrecerró los
ojos mientras contemplaba una estrella que se filtraba por el manto de nubes—.
Retrocederemos una o dos millas, nos apartaremos del rastro. Esperaremos a que
haya luz.
Tratando de insuflar esperanza a su desesperanza, los condujo de regreso por la
ruta y se separó de esta, hacia la maleza. Desensilló el ruano a cierta distancia de
Chato y Pablo, lo llevó hacia una zona de hierba y ató el extremo de la rienda al
cuerno de la silla.
Tras estirarse en el suelo con la cabeza apoyada en la silla y el sombrero inclinado
sobre los ojos, desenfundó un Colt y lo sostuvo sobre la barriga. Ahora los ojos no
servían de nada, solo el oído y el tacto del suelo. El ruano bufaría si notaba alguna
presencia inesperada. El repentino tirón de su cabeza tiraría de la silla.
Josey no había mencionado que ahora Escobedo estaría planeando tenderles
emboscadas. Chato ya lo sabía, y Pablo… no era necesario que él lo supiera.
Ahora veía de nuevo al rural herido agitando el pendiente de Rose
provocadoramente frente a él y, al momento, la imagen retrocedió hasta Misuri,
mucho tiempo atrás… su cabaña humeando y los esqueletos chamuscados de su
esposa y su niño… eso es lo que vio cuando disparó al rural entre los ojos.
Se tragó la amargura y se dejó envolver suavemente por el sueño inquieto del
fuera de la ley.
Chato y Pablo ataron sus caballos de la misma manera y, como Josey les había
indicado, se tumbaron a cierta distancia, mirando en direcciones opuestas. El viento
nocturno comenzó a soplar y las espinas de los cactus aullaban delicadamente con el
roce del viento, como espíritus lejanos agonizando en un coro etéreo.
Pablo se arrastró cerca de Chato.
—Chato —dijo.
El vaquero no levantó el sombrero de su cara, pero susurró:
—Si tienes que hablar, niño, susurra, como el viento. El sonido viaja muy lejos de
noche por las llanuras.
Pablo se acercó aún más adonde estaba tumbado Chato. A lo lejos, un lobo gimió,
con un aullido largo y vibrante.
—¿El lobo? —susurró Pablo.
—Sí —respondió Chato—, pero también es el grito que usan los apaches, y los
apaches atraviesan las llanuras solo por la noche.
Un coyote ladró una respuesta burlona.
—¿Chato?
—¿Sí?

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—¿Era necesario… quiero decir, que el señor Josey le disparara al rural herido y
que les vaciáramos los bolsillos? —preguntó Pablo.
Chato se rio suavemente.
—Nunca comprendes, niño. Ese rural era un torturador. Le encantaba ver el dolor
en los demás. Josey le dio una muerte rápida. ¿Y sus bolsillos? Todos son
saqueadores de los indefensos. La justicia es que uno debe recibir lo que merece, esa
es la única justicia… buena, o mala. Es el código del bandido Josey Wales. ¿O es que
querías que la puta y el cantinero se llevasen lo que tenían en los bolsillos?
—No —susurró Pablo vacilante.
—No le des más vueltas, Pablo —susurró Chato—. Las monedas que suenan en
tu bolsillo son justicia, y el botín de guerra. Si Josey Wales hubiera podido llevar a
los rurales ante un juez, el juez se habría quedado el botín y lo repartiría con sus
políticos, y estos se comprarían carruajes nuevos con elegantes molduras en el techo,
y sus putas llevarían anillos nuevos. Y Josey Wales y Pablo y Chato Olivares estarían
ahora mismo colgando de una soga. Esa es la justicia de ellos. ¿La de Josey Wales?
Él solo tiene su arma.
Se hizo un largo silencio y Pablo reflexionó sobre aquellas palabras. Comenzó a
arrastrarse de regreso a su silla de montar, porque era obvio que Chato se había
quedado dormido.
—¿Pablo? —susurró el vaquero.
Pablo paró en seco.
—¿Sí?
—Desde niño cultivaste maíz, cada primavera lo cosechabas. ¿Verdad?
—Verdad —susurró Pablo.
—Y lo veías crecer, brotando con las lluvias del vientre de la Madre Tierra… y tú
ayudabas, y pasabas la azada, y recolectabas, y saboreabas los granos de las
mazorcas. Año tras año. ¿Verdad?
—Verdad —susurró Pablo.
—Tú produces un efecto en el crecimiento del maíz, pero aquello en lo que tú
produces un efecto, todo lo que haces, también tiene un efecto en ti. El crecimiento
del maíz y la Madre Tierra poseen un mayor efecto en ti, de forma que tú eres
Pablo… una parte de Su progenie y de Su crecimiento y de Sus frutos, de Su
delicadeza, de Su vida eterna. Tú vivirás para siempre, Pablo. Alégrate de que no
comprendes las tormentas que se mueven por encima de Madre Tierra; porque las
tormentas vienen fieras, con una ferocidad grande, pero mueren rápido. Ellas
también son necesarias, pero no duran mucho. Y eso es lo que pasa con Josey Wales.
—¿Y tú? —susurró Pablo tras una larga pausa—. ¿Qué eres tú, Chato?
El vaquero se rio suavemente.
—¿Yo? Yo soy el rastrojo rodante que va con el viento. Y, niño…
—¿Sí?
—Si no duermes y mañana te caes dormido de la silla cuando te necesitemos,

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Josey te va a meter una bala. Cuando pueda ver y contar las espinas de aquel cactus
de allá, partiremos.
Pablo regresó a su silla. Se quedó durante un rato contemplando las estrellas que
parpadeaban entre las nubes en movimiento. Por primera vez en su vida se alegraba
de ser Pablo. Las palabras del vaquero despertaron algo del pasado, de antes de que
sus gentes fueran sometidas por los españoles. Se sintió indio.
Notaba contra su espalda a la Madre Tierra viva. Sus lluvias eran más sagradas
que el agua de una pila bautismal salpicada en su cabeza por un sacerdote español.
Vagamente, deslizándose en el sueño, se preguntó si el vaquero era un sacerdote
pagano de la antigüedad. Se durmió profundamente y nada le turbó.

Chato había tenido parte de razón acerca del destino de Escobedo. Coyamo, al oeste.
Tras abandonar Saucillo con cincuenta jinetes, Escobedo se sacudió la extraña y
persistente gelidez que le habían dejado las palabras de Kelly. Josey Wales… unas
palabras e imágenes dementes balbuceadas por un cantinero borracho de tequila. Una
superstición propia de un peón, tal vez, pero no del capitán Jesús Escobedo.
No había elegido la plaza de Coyamo al azar. Había cálculo, eficiencia y
ambición en los planes de Escobedo.
Las ricas minas de plata salpicaban el territorio de aquella zona, con sus tesoros
enterrados en las profundidades, pero los peones huían de noche; las mejores familias
no fueron capaces de desarrollar pueblos. Y ni sacerdote, ni oración, ni espada alguna
lograba aumentar la escasa población. Y todo por una sola razón. Los apaches. La
muerte sigilosa que asaltaba, asesinaba y usaba las artimañas del Diablo en el
desempeño de su insaciable terror.
Los apaches eran como humo en la mano; no se enfrentaban ni luchaban, sino que
corrían hacia Sierra Madre, pero siempre, siempre, regresaban para volver a golpear.
Eran motivo de gran dolor y vergüenza para el gobernador de Chihuahua, así
como para el resto de gobernadores de todos los estados del norte. Eran un gran
problema en la propia Ciudad de México. La civilización no solo había sido detenida
por un puñado de animales asesinos, además estaba retrocediendo.
El hombre de ingenio y previsor, de acción y cuidadosa planificación, tiene
posibilidades de llegar a ser coronel, o incluso general. Detentando tal poder, podría
sacar tajada de una parte de la plata de las minas, jugar la baza de la reforma del
territorio en Ciudad de México con Benito Juárez, y con la otra mano devolver la
tierra a los Dones y compartir algo con ellos también. De general a Don no era un
paso imposible. ¡Don General Jesús Escobedo! Una justa restitución de su nombre a
la aristocracia a la que pertenecía.
Tan solo había dos machos en el campamento apache que él y sus rurales habían
atacado por sorpresa. Uno de ellos había escapado. El otro fue hecho prisionero.
¡Treinta y cinco perras y bastardos pasados a cuchillo! Tenía otro apache cautivo, una

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perra de unos trece o catorce años de edad. Y también tenía al gringo asesino.
Su plan poseía la genialidad de la simpleza. En primer lugar, ahorcaría al apache
en la ciudad de Coyamo, para asustar al alcalde y ganarse las alabanzas de este y del
sacerdote por sus exitosas incursiones, alabanzas que llegarían a oídos del gobernador
y los obispos. Por otro lado, demostraría a los peones el poder de sus rurales sobre
los apaches.
Desde Coyamo viajaría hacia el oeste, a Aldamano, y allí, tras su propio
«interrogatorio» privado a la perra apache, la ahorcarían a las afueras de la ciudad
para que la vieran todos. Las alabanzas se propagarían desde Aldamano.
Luego, tras dejar parte de sus hombres en Coyamo y otra parte en Aldamano,
viajaría con solo diez rurales a Escalón. Allí, ante los militares y más cerca de
Ciudad de México y las personas de influencia, relataría la persecución del gringo
que había matado a un agente de la ley mexicano, cómo lo había perseguido hasta el
refugio de los criminales, Santo Río, y había librado allí una batalla campal con los
bandidos y regresado con el criminal.
¡México! Así demostraría a los odiados gringos del norte que el largo brazo de la
justicia mexicana llegaba incluso hasta Río Grande, gracias, por supuesto, a la
dedicación del capitán Escobedo. Les hablaría del ajusticiamiento de los treinta y
cinco apaches. Los periódicos de la capital alabarían sus esfuerzos. Los obispos, que
incluso ahora andaban inquietos por los menguantes tributos que recibían de los
peones, presionarían para que le otorgaran a él más autoridad, y a los propietarios de
las minas y los Dones.
Quizás de capitán pasaría a general… ya había ocurrido antes. Y con el poder
después de eso… ¿por qué no?… ¡Presidente!
¿Una locura? No en un México turbulento. Incluso sueños más fantásticos se
habían cumplido. El objetivo de Escobedo era posible, e incluso probable, porque él
no era solo un soñador. Era un hombre con los atributos necesarios para cumplir sus
sueños: no tenía ningún reparo moral en llevar a cabo sus acciones. El plan sería un
éxito.
Coyamo había sido reconstruido por los españoles a partir de un antiguo ejido, un
antiguo poblado indio comunal. Unas cuantas chozas de adobe se apiñaban en la
parte trasera de la única calle principal de tiendas y cantinas. Habían construido una
iglesia para cristianizar a los indios y un muro bajo de adobe rodeaba el pueblo, uno
de los inútiles gestos de protección contra los apaches.
Escobedo reunió a sus rurales a la puesta del sol, en columnas de a dos, al estilo
militar. Ahora eran soldados, sujetos a padecer dolores letales si no se comportaban
como tales.
Dos pasos más atrás, a su lado, cabalgaba el teniente Valdez; Escobedo a duras
penas disimulaba su desprecio por la sangre mestiza de Valdez.
Tras encargar a Valdez que alojara a los rurales cerca de los establos y corrales,
que colocara guardias alrededor de la población y metiera al gringo y al apache en

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prisión, se retiró a sus aposentos privados reservados al capitán de la policía. Había
dejado a la joven apache maniatada en su habitación mientras presentaba sus respetos
al alcalde y al sacerdote.
La hacienda del alcalde estaba respetablemente retirada de la calle, con un
agradable patio delantero tras rejas de hierro. Fue en el patio donde comieron; el
alcalde, su esposa regordeta y el sacerdote eran los anfitriones del capitán. Unas
mujeres indias servían los platos, arrastrando los pies cuando entraban y salían de la
cocina obedeciendo las severas órdenes de la matrona.
Para ser mestizo, pensó Escobedo, el alcalde mostraba cierta familiaridad con las
buenas maneras. Cierto, engullía la comida demasiado rápido y no perdía demasiado
tiempo en cortesías.
¿Qué tal había ido la ronda del capitán? ¿Y la salud de su familia? Si necesitaba
algo para sus tropas, solo tenía que pedirlo. Los gruesos belfos del alcalde temblaron
a la luz de las velas. Esperó impacientemente a los puros y el vino, a que se retirara
su esposa, para presentarle su caso… las excusas por su falta de progreso, el cual
amenazaba con destrozar su carrera política y enviarlo de vuelta al trabajo de trepa
chupatintas.
Su voz se alzó en un chillido: los peones que había traído no querían quedarse.
Incluso habían intentado acorralarlos, como caballos en un cercado, pero se
escapaban y huían de noche. No eran rebeldes. Solo tenían miedo. De los apaches.
Algunas de las minas habían sido parcialmente horadadas. Algunas estaban
cerradas. Si el capitán pudiera transmitir su mensaje al sur; si pudiera estacionar más
hombres… si… si…
Escobedo lo había oído todo ya antes. ¿Cuándo fue? En 1760, el gobernador de
Chihuahua, respondiendo a la consulta del Rey de España acerca de cuál era la razón
de que no avanzara el asentamiento y el progreso en su territorio, ofreció la misma
excusa, como la que dieron los otros gobernadores de Sonora y otros estados al norte.
Los apaches. En 1680, la misma respuesta. Los apaches.
¿Hasta cuándo se remontaba? ¿Cuántas carreras políticas se habían arruinado? ¿A
cuántos generales se les habían formado consejos de guerra? ¿Cuántas familias de la
aristocracia habían caído en desgracia y quedaron exiliadas al olvido? Los apaches.
Escobedo asintió compasivamente entre el humo del puro. Murmuró su acuerdo
con las manos gesticulantes del alcalde. Esperó a que hablara el sacerdote.
El sacerdote era un hombre flaco y vestía el hábito con dignidad. Su rostro era de
piel blanca, agraciado, obviamente había abandonado hacía poco la corte de España.
Era de una familia que hubiera preferido que se mantuviera en los altos círculos de la
diplomacia, o tal vez del estamento militar, pero que eligió el sacerdocio. Sin duda
alguna, era un hombre de Dios.
Aunque había bebido tanto vino como Escobedo y el alcalde, su lengua no se
trababa y sus palabras estaban llenas de paciencia. Hablaba con voz suave y beatífica
gracia.

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—El peón indio es bueno. La Iglesia ha hecho un gran progreso en la
cristianización. Es consciente de sus pecados y de su única redención. Asiste a las
misas y los ritos. Es simple, pero tiene alma.
El sacerdote hizo una pausa y echó la mirada al cielo en busca de sus
pensamientos.
—Que me perdonen, por Dios, si me equivoco —se persignó lentamente y con
gesto majestuoso—, pero he llegado a creer en lo más hondo de mi corazón que el
apache es un animal. No tiene alma. O bien es eso, o bien representa al Diablo en la
tierra. Asalta hasta las iglesias de Dios, profana las imágenes sagradas y mancilla los
altares —bajó la voz—. En dos ocasiones he pedido entrevistarme con cautivos
apaches para hablarles de amor, de la palabra de Dios, para tocar sus almas. En sus
ojos solo encuentro un odio que quema mi alma —el sacerdote se estremeció al
imaginárselo—. ¡Tanto odio! —su voz tembló—. Me han escupido en la cara y han
mancillado el hábito y la Cruz con su saliva.
Inclinó la cabeza con gesto de desesperación por tanta indignidad.
El sacerdote, por supuesto, no hizo una revisión de la historia en su discurso. La
historia de los obispos, testigos del robo a mano de los políticos y los Dones de la
riqueza de México y la esclavitud de los indios, al tiempo que a la Iglesia tan solo se
le permitía tomar las limosnas de esas riquezas. Los obispos usaron su influencia
sobre el Rey para «acabar con la esclavitud de los indios».
El Rey respondió. Su proclamación dictaba que todos los indios debían percibir
un «salario digno» y dejó en manos de la Iglesia y los políticos decidir cuál debía ser
ese salario digno. Los políticos controlaban los precios del maíz y el frijol y el
«salario digno» fluctuaba según estos.
El sacerdote tampoco mencionó al peón que trabajaba en las minas, transportando
trescientas y cuatrocientas libras de mena sobre su espalda, por unas escaleras que
subían cientos de pies hasta la superficie, durante catorce o dieciséis horas al día por
el «salario digno» de un peso diario.
Ni tampoco mencionó que la Iglesia cobraba al peón trescientos pesos para
celebrar la ceremonia de su casamiento, cien pesos para bautizar a su recién nacido,
pesos para el cepillo de las fiestas y las confesiones, así que el peón indio trabajaba
sin parar endeudado con la Iglesia… y con el vendedor de maíz, convirtiéndose así en
el esclavo no de un señor, sino de dos, y enriqueciendo a dones con la riqueza de
reyes. Y la Iglesia ahora era propietaria de millones de acres de tierra, tierras que el
peón debía trabajar sin cobrar nada para así pagar sus tributos con la Iglesia. La
Iglesia, tan rica que incluso el gobierno federal de Ciudad de México tomaba
prestado frecuentemente de sus sagrados cofres para poder hacer frente a sus propios
presupuestos cambiantes, previo pago de intereses, por supuesto.
No mencionó que el periodo de supervivencia de un minero indio era de cinco
años, que la Iglesia le exhortaba a «tener hijos y poblar la tierra». Se esperaba de él
que criara, al menos, a cinco niños antes de morir.

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El indio de México estaba muriendo. Moría en esa lenta trituradora que no
revelaba violencia alguna envuelta en la negra vestidura de la Iglesia. El pie de hierro
de la avaricia le empujaba hacia su premio celestial.
El sacerdote no hablaba de estas cosas. Eran cosas del mundo material que nada
tenían que ver con lo espiritual y, por encima de todas las cosas, el sacerdote estaba
principalmente preocupado por el alma del peón indio.
La calidez del vino y las palabras y maneras del sacerdote inclinaron el corazón
del capitán Jesús Escobedo hacia aquel hombre de Dios.
Él, Escobedo, después de todo, estaba allí para traer la esperanza, la seguridad
para la Iglesia, el progreso para México y la civilización. Su ambición personal estaba
indudablemente alentada por esas causas sagradas y nacionales. Podía ver el destino,
el «destino manifiesto» que recaía sobre sus hombros.
Habló en voz baja, sin grandes aspavientos, de como él y sus cincuenta rurales
habían atacado a cien apaches, que les doblaban en número; habían ajusticiado a
treinta y cinco y los demás huyeron en desbandada.
Ahorcaría a un cautivo en el límite occidental de Coyamo al amanecer a modo de
advertencia para los apaches, y para dar alientos al peón cristiano. El otro cautivo
sería ahorcado en Aldamano, sesenta millas al oeste.
Relató su lucha en la batalla campal en la mismísima frontera del Río Grande, y
cómo ganó y se trajo con él al gringo criminal para llevarlo ante la justicia en
Escalón. ¡Si al menos tuviera la autoridad para hacerlo!
Podría expulsar a los apaches hasta Sierra Madre, perseguirlos hasta donde jamás
habían sido perseguidos antes, borrarlos de la faz de tierra.
Sentía que Dios lo apoyaba, dijo, como servidor de la santa fe y el avance de la
civilización.
Cuando Escobedo acabó de hablar, el alcalde se había puesto en pie.
—¡Apoyo totalmente a hombres como usted, capitán! Usted es la vida a la que
debemos aspirar en el norte. Esta noche (no voy a esperar hasta mañana), esta misma
noche presentaré su petición de autoridad para poner en marcha ese plan. La enviaré a
la capital del estado ¡sí, señor! ¡A la mismísima Ciudad de México!
El alcalde estaba exultante y casi bailaba sobre la piedra del patio.
El sacerdote extendió las manos hacia delante y se las examinó.
—No soy un hombre a favor de la violencia. Siempre me he opuesto a ella —dijo
—, pero si se debe alzar la espada en defensa de la Cruz, ¡entonces que sea alzada,
como en las Cruzadas, capitán! Haré llegar mi apoyo por su causa al Obispo de
inmediato.
Escobedo mantuvo el gesto digno, aunque la alegría le invadía todo el cuerpo,
llenándolo de excitación. Se levantó dando las gracias por la hospitalidad de la
hacienda del alcalde y se arrodilló con gesto humilde ante el sacerdote para obtener
su bendición.
Mientras avanzaba por la polvorienta calle hacia sus aposentos, se sentía de lo

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más exultante. Pasó junto a la prisión donde estaban encerrados los prisioneros y
sorprendió a los guardias de turno con un cordial «¡Buenas noches!».
Todavía no era medianoche. La joven apache le esperaba para darle placer en sus
aposentos.
En algún lugar leyó en una ocasión acerca de las fortunas de guerra, cómo se
creaban. Sin duda, esas historias eran ciertas. ¡El nombre de Jesús Escobedo pronto
estaría en los labios de todo México!

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Capítulo 7

Al principio, todo le daba igual. Tumbado perpendicular sobre el lomo del caballo,
con la cabeza hacia abajo, viendo tan solo el suelo y escuchando a los rurales
mientras hablaban y maldecían al cabalgar junto a él, a Ten Spot ya todo le daba
igual.
Como le había pasado desde Shenandoah. ¡Bella y verde Shenandoah acunada
por las montañas! Tras la muerte de sus padres, vivió allí solo. Un escolar con sus
libros y su huerto. Sus manzanos que estallaban en primavera con delicados colores
rosas en contraste con sus ramas blancas, su fragancia que endulzaba las hojas que
olían a tierra de los robles de montaña y el olor penetrante del pino. ¡Sus manzanos!
Los manzanos mostraban sin pudor el feto de vida que estaban gestando,
diminutos brotes verdes que tomaban forma y se redondeaban y crecían casi hasta
explotar exuberantes. Con frecuencia paseaba por su huerto y se inclinaba para
sentirlos, para tocar, para palpar con su mano la vida que bullía. Podía sentir su pulso
y oír su respiración.
¡Y el otoño! El otoño con su luz melancólica dorada de Shenandoah. Cómo
enrojecían entonces las manzanas; primero con un tenue rubor y luego un rojo más y
más oscuro, señalando así a los dioses su sazón para servir de alimentos; gordas y
rojas y en paz al ser sabedoras de que estaban sirviendo a la causa para la que habían
sido concebidas. Él no las había amado por el provecho. Simplemente las amaba.
La Guerra pasó por su lado sin afectarle. Tenía su mundo, separado del de los
imbéciles que corrían de un lado a otro del valle, degollándose unos a otros,
peleándose, mancillando la tierra con su sangre.
Su mundo estaba separado de las locuras de los hombres y sus mediocres
turbulencias políticas que soplaban sobre la tierra. Él podía vivir sin ellas, y así hizo.
¡Hasta que llegó Sheridan! Sheridan y sus salvajes con antorchas. Como Atila,
quemaron Shenandoah. Todo, cada campo, cada hogar, cada brizna de hierba u hoja
de árbol murió abrasado en las llamas de Shenandoah.
Al principio intentó detenerlos con palabras, amonestándolos como si fueran
niños. Con paciencia les explicó que él no había participado en la Guerra, que estaba
por encima de sus peleas. Que él no tenía lugar en su violencia. Ellos se rieron y
pasaron a caballo junto a él. Él les siguió andando y luego corriendo, primero furioso
cuando las antorchas lamieron su hogar y luego suplicante cuando las llamas
devoraron sus libros. Corrió entre las llamas, pisándolas, lanzando sus valiosos libros
al patio hasta que ya no pudo soportar más el calor.
Corrió tras ellos hasta el huerto, pero ya se le habían agotado las súplicas.
Contempló cómo el huerto, los árboles, los bellos árboles que creaban vida, se
convertían todos ellos en antorchas muertas. Lo miró atentamente. Mientras la hierba
del suelo prendía los árboles, William Beauregard Francis Willingham murió.

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Como todos los hombres que se proponen distanciarse del mundo, no pensó en
ningún momento en reconstruir su hogar. Siendo una persona poco dada a las
cuestiones prácticas en su mundo apartado, también lo fue cuando tuvo lugar su
destrucción. Ni tan siquiera dio una patada a las cenizas. Giró sobre sus talones y se
marchó tambaleante hacia el oeste atravesando las miserables Tierras del Sur.
Ninguna descripción sería fiel a su amargura. Deseaba la muerte, pero no era
capaz de dedicar el tiempo suficiente a los tecnicismos que la hicieran posible.
Fue mozo en salones, barriendo suelos y vaciando las escupideras para pagarse
los whiskies. Descubrió su destreza con las cartas y de Nueva Orleans vagó rumbo al
oeste.
Había comenzado a sentir cierto alivio de aquella amargura. Buscaba
deliberadamente la compañía de la escoria de frontera. Cuando los hombres se
referían a él burlonamente como «farolero», se regocijaba en secreto de su desprecio,
como cuando le llamaban «chulo», o cuando se despertaba por la mañana junto al
cuerpo de la prostituta más vulgar. Él era esas cosas… todas esas cosas… y muchas
más. ¡Esto es lo que realmente había sido siempre!
La dorada Shenandoah había sido una moneda brillante que encontró en la calle y
que luego volvió a perder. Jamás fue suya desde un principio… ¡Jamás mereció
Shenandoah! Sintió que la amargura lo abandonaba.
Y así lo probaba día a día, ganándose el desprecio de los más mezquinos en las
mesas de juego. Lo probaba cada noche persiguiendo prostitutas y regodeándose en
sus entretenimientos etílicos. Ese era su mundo. Ya no pensaba en Shenandoah. Sí, la
amargura había desaparecido. Estaba vacío. Vacío de sentimientos, a excepción del
pequeño rincón donde creció la extraña camaradería con Rose… una prostituta
analfabeta sin aspiraciones en la vida, vacía como Ten Spot.
Todo le había dado igual mientras notaba latigazos de dolor en la herida
superficial de bala en la cabeza cada vez que se golpeaba contra el caballo. Le había
dado todo igual hasta que lo enderezaron para que cabalgara a horcajadas y le
pusieron una correa de cuero alrededor del cuello atada al cuerno de la silla de un
rural.
¡Le estaban acarreando atado por el cuello como un animal! El resentimiento
embargó a Ten Spot. Junto a él cabalgaba el apache, ensangrentado y destrozado, sin
cruzar la mirada con él, pero sin apartarla.
Delante, la joven apache cabalgaba de la misma manera, con la correa alrededor
del cuello y atada a la muñeca del capitán, que encabezaba la marcha.
Cuando acamparon, Ten Spot y los dos apaches fueron obligados a acuclillarse
con las manos atadas por detrás mientras miraban a los rurales comiendo. Cuando
terminaban de comer, se levantaban y se acercaban, y echaban las sobras de sus
platos de lata en la tierra delante de los prisioneros.
Ten Spot se negó a comer. Los apaches se inclinaron hacia delante y apoyaron las
frentes en el suelo; comían como perros mientras los rurales los miraban y rugían con

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risas, señalando primero a uno y luego a la otra.
—¡Animales! ¡Bestias! ¡Brutos! —gritaban.
Los apaches, paciente y estoicamente, continuaron devorando las sobras. No
parecían oírles.
Ahora Ten Spot se encontraba sentado con la espalda apoyada en la pared de la
prisión de Coyamo. Estaba atado con los pies juntos y las manos atadas por detrás. El
lugar era más una mazmorra que una prisión.
Una sola ventana con barrotes, en lo alto de la pared de adobe, se abría a nivel del
suelo por el exterior, y unos pesados escalones de piedra subían a la única puerta por
la que los rurales les habían lanzado a él y al apache guerrero.
Luego los rurales se metieron dentro con ellos y patearon repetidamente al
apache, torciendo sus cuellos en poses grotescas y burlonas mientras sostenían
imaginarias sogas colgando sobre sus cabezas.
—¡Muerte, apache, por la mañana!
Y así supo Ten Spot que ahorcarían al apache por la mañana.
Cuando se fueron los rurales, miró a los ojos al guerrero, que le devolvió la
mirada sin pestañear.
Las ratas comenzaron a moverse por la paja, chillando, y Ten Spot observó con
un terror creciente cómo dos de los enormes roedores se subían descaradamente al
pecho del apache, lamían la sangre y comenzaban a mordisquear el extremo expuesto
de una costilla rota que sobresalía.
El guerrero las observó impasible. De repente, rodó sobre sí mismo y las acorraló
bajo su cuerpo. Ten Spot escuchó sus chillidos agónicos. Se estremeció.
Notaba las manos hinchadas y entumecidas por las correas de cuero fuertemente
atadas, pero ahora empezó a moverlas, torció las muñecas, las giró y metió un dedo
por la manga del abrigo en busca de la fina puntilla de tahúr.
Lo notó. Muy, muy lentamente la bajó hasta agarrarla con tres dedos. Cortó el
cuero como mantequilla. Se soltó las manos y se sentó frotándoselas para
reanimarlas. Cortó las correas de los pies. Luego se arrastró hasta el apache.
El guerrero lo miró, luego miró el filo de la puntilla y otra vez a los ojos de Ten
Spot. Esperaba la muerte. Sus ojos no mostraban ninguna emoción, solo el extraño
brillo vidrioso del odio.
Ten Spot cortó el cuero de sus muñecas y tobillos. El apache se incorporó
rápidamente, todavía inseguro.
—¿Hablo español? —preguntó Ten Spot.
—Sí —respondió el apache en voz baja.
Ten Spot se encogió de hombros y se señaló a sí mismo.
—Bueno, yo no hablo español. Menuda situación más complicada, ¿eh?
Ten Spot se rio débilmente. El apache le sonrió. Le entendía. Le habían arrancado
de una patada los dos dientes frontales, dejando unos huecos irregulares en las encías.
Tenía los labios inflamados y vueltos hacia fuera. Por uno de sus costados asomaba

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una punta irregular de la costilla rota, y el estómago y el taparrabos estaban cubiertos
de sangre coagulada.
Se levantó tambaleante y no hizo ningún ruido cuando paseó por la celda
arrimado a las paredes. A pesar de su terrible condición física, sus movimientos eran
suaves como los de una pantera y con un grácil dominio de sus miembros.
Se arrodilló y escavó en un rincón. Ten Spot le siguió y le observó con curiosidad.
Escavó en la tierra un pie de profundidad, o tal vez dieciocho pulgadas. ¡Piedra! El
suelo era de piedra maciza bajo la tierra prensada y la paja.
El guerrero se levantó y, tras acercarse a la ventana, saltó y agarró los barrotes.
Empujó la cabeza y apenas le cabía entre los barrotes; conseguir pasar el cuerpo
entero por la estrecha abertura iba a resultarle imposible. Con soltura, se dejó caer al
suelo. A pesar de la sangre que había perdido, la fuerza del apache asombraba al
debilitado Ten Spot. Ahora supo por qué los apaches habían apurado las sobras.
Ten Spot no pudo soportar la visión por más tiempo. Se quitó el abrigo y se
arrancó la camisa. Hizo una seña al apache para que se acercara, le presionó la
costilla rota colocándola de nuevo hacia dentro y le ató tiras de tela alrededor del
pecho.
Cuando terminó, el apache se miró el vendaje y luego a Ten Spot. Se señaló a sí
mismo.
—Na-ko-la —dijo simplemente, y luego—: Gracias.
—De nada —murmuró Ten Spot—, pero de poco te va a servir, amigo mío. Te
van a ahorcar en unas horas.
Na-ko-la sonrió. Se giró y sus mocasines se deslizaron apenas rozando la paja
mientras se abalanzaba hacia la pared justo debajo de la ventana de barrotes.
Ten Spot creyó que se había vuelto loco, porque de repente el apache se golpeó en
la boca, con fuerza, violentamente. Después se llevó las manos bajo la boca y recogió
la sangre que manaba de ella. Cuando llenó las palmas, saltó y lanzó la sangre por
encima de él, hacia los barrotes de la ventana en la pared de adobe. Repitió los golpes
en la boca; en esta ocasión, al saltar, agarró un barrote de hierro con una mano,
impulsó su cuerpo hacia arriba y lanzó la sangre fuera de la ventana.
—¡Qué demonios! —susurró Ten Spot incrédulo. Na-ko-la se acercó y se paró
delante de él. Alargó la mano y señaló el cuchillo. Ten Spot se lo pasó.
El apache se dirigió al rincón más apartado de la celda y se arrodilló. Hundió con
cuidado el cuchillo en la tierra, cortándola en cuadrados. Lentamente, con un cuidado
meticuloso, levantó los terrones y los mantuvo separados colocándolos a un lado. A
medida que sacaba tierra, siempre en cuadrados, hasta llegar al suelo de piedra,
avanzaba más rápido.
—Dios mío —Ten Spot le miraba boquiabierto—, que me aspen si no se ha
escavado su propia tumba.
Y así era, una tumba con las dimensiones casi exactas de su cuerpo. Devolvió el
cuchillo a Ten Spot y volvió a sonreír.

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Entonces, tras desatarse el taparrabos, se puso en cuclillas y defecó una pequeña
montaña de excrementos allí mismo, luego se movió y repitió la acción cerca de la
cabecera de la fosa.
Se tumbó sobre la superficie expuesta de piedra, se acomodó y luego se sentó.
Con las piernas abiertas y los pies planos, fue cogiendo cuidadosamente los pequeños
terrones. Tras dejar a un lado el taparrabos, retiró con el trapo el exceso de tierra de la
parte interior de los terrones y los colocó sobre sus pies. Encajaban perfectamente.
No se apreciaba ningún montículo ni tan siquiera un bulto que delatara el punto de
apoyo de los pies. Subió a las piernas y repitió la acción; a continuación, recogiendo
parte de sus propios excrementos, los lanzó sobre la tierra que cubría la parte inferior
de su cuerpo.
Se cubrió totalmente hasta el cuello, luego rompió una pajita hueca, se la colocó
en la boca y miró a Ten Spot. Ten Spot se dio un puñetazo en el pecho por el milagro
que acababa de presenciar.
—¡Caramba, seré hijo de perra! —dijo.
Na-ko-la le hizo una señal para que le colocara la tierra sobre los brazos y la
cabeza y susurró.
—¡Gracias, Hijo de Perra!
—No, soy Ten… ¡qué demonios!
Ten Spot se arrodilló y aplanó la tierra con el taparrabos y colocó cuidadosamente
los terrones.
El último terrón debía ser colocado sobre el rostro de Na-ko-la. Se miraron un
buen rato y Ten Spot ya no vio odio en los ojos del apache, solo calidez.
Colocó el terrón con cuidado para no romper la pajita que sobresalía a ras de
suelo. Luego pasó ligeramente el pie por la tumba, presionando y uniendo los
pequeños cortes y esparció la paja por donde había estado antes.
Cogió el taparrabos y con un cuidado infinito retiró la tierra restregándolo por las
paredes de la celda. Después dejó caer sus pantalones para atarse el taparrabos.
Mientras lo hacía, tuvo una idea.
—Demonios —se dijo, despreocupadamente—, he tenido calambres en el
estómago durante tres días. Me apuesto lo que sea a que puedo cagar lo suficiente
como para evitar que entre ni una sola rata a esta celda, mucho menos uno de los
rurales.
Y así hizo.
Se sentó al otro lado de la celda, con la espalda hacia la pared y se rio para sí
mismo.
—Valdrá la pena la paliza… e incluso el ahorcamiento, vaya que sí, solo por ver
las caras de esos rurales cuando entren.
Quizás fue el hecho de ver cómo el apache, en medio de aquel desastre, de
aquellas circunstancias desesperadas, de muerte, cambiaba esa desesperanza por
esperanza, e incluso aspiraba a la victoria frente a una muerte segura.

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Sí, eso era, porque, en medio de la muerte, la vida volvía a fluir en Ten Spot. En
su cerebro.
Guardó con cuidado el estoque en su bolsillo secreto. Recogió los trozos cortados
de correas de cuero y comenzó a morder los extremos para disimular el corte limpio
del cuchillo.
Ten Spot reflexionaba. A pesar de su precaria situación, maldita sea, se sentía
mucho mejor.

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Capítulo 8

Tres rurales escaparon de Saucillo. Uno salió corriendo de la cantina gritando y avisó
del desastre a los dos que estaban en el cuartel de policía. Los tres saltaron sobre sus
monturas y partieron de Coyamo hacia el oeste.
La oscuridad los atrapó cuando aún no habían avanzado ni diez millas, pero no
aflojaron la marcha. Todavía podían oír los gritos salvajes del sanguinario pistolero
Josey Wales tras ellos. Creían oír cascos de caballo persiguiéndoles.
A medio camino de Coyamo, dos de ellos, que desafortunadamente montaban en
caballos de inferior categoría, acabaron sin montura y a pie en medio de las llanuras.
Uno de los caballos, exhausto, cayó y se rompió una pata. Una milla más allá, el otro
simplemente murió bajo el jinete con el corazón reventado.
Los dos hombres, en medio de la nada, al escuchar el aullido del lobo y luego la
respuesta, una y otra vez, en todas direcciones, no dudaron. Sacaron las pistolas de
los cintos y se volaron los sesos.
Los apaches se acercaron en silencio a ellos y despojaron los cuerpos de armas y
munición. En el cinto de uno encontraron la cabellera de un niño apache. Con sus
cuchillos, descuartizaron el cuerpo en trozos. El caballo con la pata rota todavía vivía.
Se apiñaron a su alrededor.
Habían estado corriendo durante siete días y ya no les quedaba comida. El líder se
arrodilló junto al caballo y sujetó la vena yugular como si estuviera sujetando una
manguera de agua. Por encima de la mano con la que presionaba, cortó la arteria y
colocó la boca en la abertura. Relajó la presión solo unos segundos para recibir su
ración de sangre e hizo una señal al siguiente guerrero para presionar la vena. Cada
uno de ellos bebió frugalmente de su ración de vida, dejando vida al siguiente
hermano guerrero en la fila.
No tenían tiempo para descuartizar al caballo. Cortaron trozos de carne y,
mientras sus mocasines retomaban la carrera silenciosa y funesta, sorbían la sangre de
la carne y masticaban su correosa crudeza.
El rural que consiguió escapar y que cabalgaba por delante, llegó con el caballo
moribundo a la calle de Coyamo.
El capitán Escobedo, que acababa de regresar de su cena con el alcalde y el
sacerdote, se sentó en el camastro de sus aposentos privados. A sus pies yacía la
joven apache. Tenía los ojos cerrados.
Se encontraba de excelente humor, alargó el brazo y, tras recorrer con la mano el
liso y musculado vientre de la joven, acarició la aterciopelada tersura de los pequeños
pechos.
—Quizás, querida —murmuró—, a pesar de estar cansado de alma y cuerpo, te
interrogue esta noche. ¿Pues y qué? ¿Qué te parece?
Comenzó a quitarse las botas y le complació que la joven hubiera abierto los ojos

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y estuviera mirándole. ¿Era miedo?
Alguien aporreó la puerta… ¡golpes fuertes y toscos!
—¡Capitán! —era la voz del teniente Valdez—. ¡Es urgente!
Escobedo maldijo.
—¡Un momento! —gritó, mirando a la puerta.
Se puso las botas y abrió la puerta de par en par, luego dio un paso atrás al
contemplar los ojos dementes del rural que sujetaban los fuertes brazos del teniente
Valdez y el sargento Martínez.
Irrumpieron sin recato alguno. Escobedo les dio la espalda. Se dirigió a su
escritorio y encendió dos velas más.
—Traedlo a la luz —dijo, resueltamente.
El teniente y el sargento arrastraron la figura encorvada.
El rural levantó el rostro y sus ojos estaban desorbitados y en blanco. Un hilo de
saliva le caía de la boca. Su lacio bigote temblaba violentamente.
—¡Saucillo! —gimió penosamente el rural con voz débil, ignorando la obligación
de dirigirse a El Capitán—. ¡Saucillo! ¡Muerte! ¡Todos muertos!
Escobedo dio un paso adelante y le abofeteó la cara, primero con la palma abierta,
luego con el dorso, hasta que la cabeza del rural cayó hacia delante. Su sombrero
rodó por el suelo.
El teniente Valdez le cogió por el pelo y tiró de la cabeza hacia atrás para que
mirara a su capitán. Escobedo volvió a abofetearle. Poco a poco, el blanco
desapareció y las pupilas bajaron. El rural miró a su capitán.
—Josey Wales… —susurró débilmente. Su voz sonó temblorosa y se distinguía
un pavor inquietante de incredulidad.
Al escuchar el nombre, Escobedo sintió que le recorría un escalofrío, el mismo
escalofrío que sintió cuando cruzó el Río Grande. Su rostro palideció y agarró al
rural por el gaznate.
—¿Qué? ¿Qué pasa con Josey Wales? ¡Habla, hombre!
La historia salió a retazos: ¡Los gritos de un loco mientras mataba! ¡Enloquecido
por la sangre! Sí, había más hombres. Dos, además de Josey Wales; un bandido indio
con un solo brazo, al otro no pudo verlo, ¡disparó emboscado!
Ahora el rural se puso a llorar. Las lágrimas formaban chorros que le mojaban la
chaqueta. De la nariz le colgaba un moco líquido que cayó en la boca y le hizo toser.
Escobedo le propinó una patada en la entrepierna. El rural vomitó, lanzando un
apestoso revoltijo en el suelo y sobre las botas de Escobedo.
—Llevaos a este perro. Atadlo y escondedlo. ¡No debe ser visto en Coyamo!
¿Comprendes? —escupió las órdenes a Valdez.
El teniente se cuadró.
—Sí, capitán —dijo resueltamente.
Se llevaron a rastras al rural hasta la puerta.
—¡Cuando lo haya hecho —exclamó el capitán Escobedo—, regrese aquí,

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teniente! ¡Rápido!
—¡Sí, capitán!
Cuando se cerró la puerta, Escobedo corrió a su escritorio. Sacó una botella de
tequila de un cajón y la mano le temblaba incontrolablemente cuando se sirvió medio
vaso. Lo apuró de un solo trago. Rebuscó entre los papeles del escritorio y desplegó
un mapa de la zona. Le seguían temblando las manos. Volvió a empinar la botella y
dio otro trago de tequila.
Cuando Valdez regresó, ya se había calmado. Extendió el mapa entre ellos y
señaló.
—Aquí, al noroeste de aquí, a diez millas como máximo, está la guarida de
Pancho Morino, el bandido. ¿Comprende?
—Sí —respondió Valdez. En su rostro había una expresión de perplejidad. Nunca
era capaz de seguir los pensamientos del capitán. Se encogió de hombros.
—Morino —continuó Escobedo elevando la voz, enfebrecido a medida que el
plan iba tomando forma en su mente—. Morino tiene quince o veinte bandidos. Tiene
hambre y está acorralado. Esto… —Escobedo se levantó y señaló con un dedo el
rostro impasible de Valdez—, debes hacer esto. ¡Debes partir, al instante, pronto!
Cuando te acerques a su guarida, dispara tres tiros para indicar que vas en son de paz.
Dile esto a Morino: que deseo firmar una tregua con él. Una tregua que le beneficiará
a él, mucho. Para probar mi lealtad, me reuniré con él una hora después de que tú
hables con él, en la carretera oeste de Coyamo. Estaré solo. Él puede enviar a sus
centinelas para que lo comprueben. ¿Comprendes?
—Sí, capitán, pero…
—¡VAMOS!
Valdez salió corriendo hacia la puerta.
—Y, teniente, no cuente nada a nadie sobre su misión. Dígale al sargento
Martínez que ensille mi caballo.
—Sí, capitán.
Valdez corrió hacia los establos y salió al galope del durmiente Coyamo.
Escobedo recorrió la estancia de un lado a otro, a la luz parpadeante de las velas.
El pánico le había abandonado. Sacaba lo mejor de sí mismo en momentos de crisis.
Lo sabía y se enorgullecía de su astucia.
Había llevado cincuenta rurales a Coyamo con él y ya había diez apostados allí.
Sesenta hombres. Josey Wales jamás se enfrentaría a sesenta soldados. Conocía a esa
clase de hombres. Se movían como coyotes. Como los apaches. Wales golpearía
cuando encontrara algún punto débil… Saldría de la oscuridad, cuando Escobedo
estuviera a solas, quizás por la espalda. El capitán tenía su plan.
Se sentó en el borde del escritorio, balanceando la pierna con soltura en pequeños
círculos. Recorrió con el dedo el fino bigote y se frotó la delicada barbilla mientras
reflexionaba. Dio otro trago de tequila, sonrió a la joven apache, con una sonrisa
benevolente, casi paternal.

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—Quizás mañana por la noche, querida. Los negocios antes que el placer, ¿eh?
Los ojos de la india estaban cerrados. Con suavidad, le presionó el vientre con la
bota, pero ella no abrió los ojos.
Él sabía que fingía. ¡Estos apaches! ¡Realmente eran como niños cuando los
manejaba alguien con inteligencia!
Se dirigió a los establos y se montó en el caballo que sujetaba el sargento
Martínez. Lentamente, salió al trote por la puerta oeste. Escobedo cumpliría su
palabra. Cabalgaría solo. En esta ocasión.
Durante casi una hora trotó perezosamente sobre su montura. Entonces comenzó
a escuchar escoltas entre la maleza. ¡Estos bandidos! No se fiaban de nadie.
En la tenue luz, pudo distinguir a Pancho Morino; la plata ribeteaba el sombrero y
su silla. Escobedo cabalgaba con el teniente Valdez y detuvieron los caballos dejando
unas yardas de distancia.
—Puede regresar a sus aposentos, teniente —dijo Escobedo despreocupadamente
a Valdez. El teniente se alejó al galope, aliviado de dejar atrás a los jinetes que les
rodeaban.
Escobedo esperó hasta que se apagaron los cascos del caballo en la distancia.
Luego, habló.
—Señor Morino, he cumplido mi palabra. Estoy solo.
El rostro impasible del bandido no revelaba nada.
—Sí —dijo secamente y permaneció sentado en el caballo, a la espera.
Se estaba levantando viento y Escobedo arrimó lentamente su caballo. Se detuvo
a tan solo unos pies de Morino cuando el bandido echó mano hacia la pistolera.
—Lo que tengo que decirle es confidencial. ¿Comprendes?
—Sí.
Escobedo inspiró profundamente. ¿Cómo explicar nada a ese peón indio
subhumano que se había vuelto loco?
—Un gringo pistolero que se hace llamar Josey Wales se ha convertido en una
molestia en mi camino. Mata a los indefensos, pero huye en cuanto detecta a mis
tropas. Solo tiene dos compadres. Sería beneficioso que lo mataran… muy
beneficioso para mí.
El caballo de Morino pateó y se encabritó con el viento. El jinete lo controló.
—¿Y bien? —dijo en voz baja.
—Mañana —continuó Escobedo pacientemente—, él llegará a Coyamo, pero solo
si yo no estoy allí. Al amanecer, yo y mis sesenta rurales abandonaremos Coyamo.
Cabalgaremos unas sesenta millas hacia el oeste, a Aldamano. Puedes colocar
centinelas en la carretera para asegurarte de mi lealtad. Eres un bandido. Sabrás cómo
preparar la emboscada. Es tu terreno.
Escobedo advirtió la ligera elevación de las cejas de Pancho Morino.
—¿Y mi beneficio? —preguntó Morino en voz baja.
—Tu beneficio será este —Escobedo hizo una pausa para darle mayor efecto al

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beneficio… grande—. La ciudad será tuya durante dos días. Puedes recoger tu…
tributo… durante ese tiempo. Yo no regresaré hasta dos días después de que un
mensajero enviado por ti a Aldamano nos informe de que Josey Wales y sus
compadres están muertos —esperó, pero el impasible bandido indio no dijo nada—.
Puedes colocar centinelas en la carretera en todo momento, por supuesto, para
asegurarte de que cumplo mi palabra —añadió, y la urgencia asomó en su voz.
—¿Y cómo reconoceré al tal Joh-seh Wales? —preguntó Morino.
Escobedo entonces le pasó un cartel.
—Lo reconocerás en cuanto lo veas. Lleva un sombrero gris de gringo rebelde.
Tiene una cicatriz profunda en la cara. Uno de sus compadres solo tiene un brazo.
Pancho Morino dobló el cartel.
—Hecho —dijo.
Escobedo le ofreció la mano. El bandido escupió en el suelo. Giró el caballo,
silbó a su escolta y se marchó.
Mientras Morino desaparecía tras la negrura, Escobedo resolló violentamente
entre los dientes apretados.
—¡Pagarás por este insulto, peón bastardo!
Quedaba ya poco tiempo para que amaneciera. De regreso en Coyamo, Escobedo
ordenó a Valdez que montara a toda la tropa para partir al amanecer hacia Aldamano.
Tras acudir apresuradamente a la hacienda del alcalde, despertó a los sirvientes para
que abrieran la puerta. Se reunió con el alcalde, todavía amodorrado, en el patio.
—Mis exploradores —informó sin rodeos— han avistado apaches a unas cuarenta
millas al oeste. Vamos a partir de inmediato para rodearlos y aniquilarlos.
Regresaremos pronto.
El alcalde se despertó del todo.
—¡Bravo! ¡Y a estas horas! Sin duda, informaré de su diligencia al gobernador.
¡Vaya con Dios!
Esto último lo gritó porque el capitán había hecho una rígida reverencia y se
había marchado a toda prisa como un agente de la ley que sale a cumplir un deber
urgente.
El alcalde corrió hasta la verja de hierro y volvió a gritar a espaldas del aguerrido
capitán que ya se alejaba.
—¡El sacerdote intercederá por usted con bendiciones especiales, capitán, para
usted y para sus valientes hombres!
El capitán levantó la mano a modo de saludo final indicando que le había oído,
pero no se dio la vuelta.
Las tropas ya estaban montadas. El capitán Escobedo se colocó a la cabeza con la
joven apache atada con la correa a su lado. Luego ordenó que llevaran a los
prisioneros.
Cuatro rurales abrieron de par en par la pesada puerta de la celda y bajaron por
los escalones de piedra. Se detuvieron al ver a Ten Spot sentado y apoyado contra la

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pared. Con expresión estúpida miraron a su alrededor.
—¿Dónde está el apache? —preguntó estúpidamente uno de ellos a los otros.
Ten Spot se rio y señaló a la ventana.
—Se ha marchado, estúpido gilipollas. ¡A través de los barrotes!
Los hombres corrieron hacia la ventana, saltaron para mirar fuera y corrieron de
un lado a otro de la celda. Ten Spot, a estas alturas bastante débil, se cayó al suelo,
riéndose. Se sujetó la tripa.
—¡Venga, bastardos! —boqueó para coger aire entre los hipidos de risa histérica.
Uno de los rurales pisó el montículo de excrementos humanos que habían dejado
Ten Spot y Na-ko-la. El hombre olisqueó al aire y levantó la bota.
—¡Excrementos! —gritó asqueado.
Ten Spot soltó el aire de golpe. Rodó por el suelo, riéndose a mandíbula batiente.
Los hombres le patearon la cabeza, el estómago, la cara, pero no pudieron callarle.
Lo arrastraron por las escaleras, lo lanzaron fuera atado y lo sentaron a horcajadas
en un caballo. Todavía se oía la risa, resonando dementemente hueca en la
fantasmagórica luz del amanecer.
Escobedo estaba furioso, pero tuvo que soportar su furia en silencio. El alcalde y
el sacerdote se olvidarían del apache huido cuando regresara y salvara a la ciudad del
bandido asesino Pancho Morino. Sí. Morino colgaría igual de alto de una soga.
Levantó la mano y la lanzó hacia delante, en columnas de a dos, en dirección
oeste hacia Aldamano.
Y mientras cabalgaban, los susurros se propagaron entre las líneas de rurales.
Ningún humano habría podido pasar a través de aquellos barrotes. ¡Solo un siervo del
Diablo! ¡Era cierto! ¡El apache había sido diabólicamente bendecido por el
mismísimo Diablo!

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Capítulo 9

A esas mismas horas tempranas del amanecer, los ojos de rastreador de Chato
Olivares dieron con el rastro. Habían retrocedido hacía menos de media hora cuando
vio las huellas. No había duda.
—Coyamo, Josey —dijo—, han ido a Coyamo. Las huellas no son antiguas. ¡Nos
estamos acercando!
¡Acercarse! Allí, a la luz fantasmal del amanecer del desierto, se quedaron
montados en sus caballos. Acercarse. Y luego, ¿qué?
Josey Wales cortó un trozo de tabaco, se lo metió en la mejilla y mascó pensativo.
Escupió sobre la pala de un cactus y advirtió, con fugaz satisfacción, que había
acertado de pleno.
—Bien —dijo lentamente al tiempo que espoleaba al ruano—, pongámonos a
ello.
Tomaron el sendero a Coyamo a un galope veloz. El sol se levantó a sus espaldas,
tintando de rosa la hierba y reflejándose en las espinas de los cactus como agujas de
plata. Siguieron espoleando a los caballos incluso cuando el sol se elevó a lo más alto
e hizo brotar el calor del suelo del desierto.
Se detuvieron junto a los restos descuartizados del primer rural y su caballo. Los
buitres ya se estaban alimentando y con todo descaro apenas se apartaron dando unos
saltitos, pues estaban demasiado llenos para levantar el vuelo.
—Apaches —dijo Chato.
—Parece que estos tipos se quieren asegurar de hacer bien su trabajo —dijo Josey
con rotundidad.
Pablo cerró los ojos.
Continuaron cabalgando y ni siquiera se detuvieron para ver lo que quedaba del
segundo rural. Pero se vieron forzados a aflojar la marcha de los caballos. Los
condujeron al paso durante una milla.
—Me pregunto —dijo Josey— si fueron los únicos en escapar, o si había algún
otro más.
—Imposible saberlo, Josey —dijo Chato—, hay demasiadas pisadas.
—¿Por qué te lo preguntas? —dijo Pablo.
—Bueno —respondió Josey secamente—, la cosa cambia si Escobedo sabe que
va a tener compañía, o si no…
—Siendo nosotros, por supuesto, la compañía —explicó Chato amablemente a
Pablo.
El sol ya había rebasado su cénit cuando avistaron Coyamo, brillante,
achaparrado y blanco, como un espejismo en el calor del desierto.
Josey se detuvo.
—Supongo que es ese —dijo.

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—Sí —confirmó Chato con una solemnidad funesta—. Es ese.
Se quedaron quietos durante un rato, dejando que los caballos descansaran. Josey
echó la mano a la alforja y sacó un pequeño catalejo. Se lo pasó a Chato.
—Te diré lo que harás, Chato —dijo—, coge este catalejo, bordea la población
por la izquierda y sube a esa loma que está al otro lado —movió la cabeza para
indicar el lugar. Luego continuó—: Desde allí, echa un vistazo al pueblo todo lo que
te alcance la vista. Cuando despliegues el catalejo te permitirá ver unas doce o quince
millas del territorio. No pueden esconder los caballos. Comprueba cada rincón.
—Sí —dijo Chato, y a continuación cogió el catalejo.
—Y Pablo —dijo Josey—, tú bordea la población por la derecha. Dad un amplio
rodeo y buscad caballos. Si veis más de cinco o seis, agitad el sombrero. Si no, entrad
en la ciudad por el otro extremo. Nos encontraremos en los establos. Los caballos
primero.
—¿Y qué vas a hacer tú, Josey? —preguntó Chato.
Josey Wales le miró sorprendido.
—¿Yo? Pues seguir cabalgando hasta llegar a la ciudad. La única manera que un
jinete de Misuri conoce. ¡En marcha!
Pusieron los caballos al galope, Chato y Pablo avanzaron trazando amplios arcos
y bordeando la población. Cuando ya habían partido, Josey Wales azuzó al enorme
ruano, primero a paso ligero y luego a un suave trote de domingo, como si estuviera
dirigiéndose a misa o a una reunión social con alguna señorita. Era el estilo de Josey
Wales.
Mientras avanzaba observó a Pablo, que cabalgaba a distancia del poblado, bajaba
por una hondonada poco profunda en la pradera y volvía a subir. A su izquierda vio
que Chato llegaba a la loma y permanecía sobre el caballo un buen rato, moviendo el
catalejo y examinando las casas.
Comenzó a hablar despreocupadamente consigo mismo y con el caballo.
—Hemos cabalgado con algunos buenos hombres en Misuri, Big Red. Pero esos
dos no están mal.
Se aproximó y vio que Chato bajaba de la loma y se desviaba aún más hacia el
oeste. Pablo se acercaba por la derecha.
Cuando Josey llegó al arco de entrada a la calle del poblado, no se detuvo, sino
que lo atravesó al trote… como haría cualquier peregrino confiado, pensó.
Pero Josey Wales no podía ser confundido con un peregrino, ni tan siquiera por el
tonto del pueblo. El caballo era esa clase de animal del que dependía la vida de un
hombre, y los peregrinos no cabalgan por el campo armados con revólveres Colt del
44 enfundados sobre sus piernas, ni con cuatro Colts adicionales que asomaban por
debajo de la silla de montar. Los peregrinos no poseían el adusto semblante surcado
de cicatrices de Josey Wales.
Cuando estaba pasando por debajo del arco, un indio con poncho apoyado en la
pared corrió a la parte trasera de los edificios. A dos peones con sombreros y en

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cuclillas junto a la esquina de una cantina solo les bastó una fugaz mirada para
desaparecer. El paso regular del poderoso caballo era el único sonido.
—Por lo visto es un pueblo muy tranquilo, Big Red —continuó Josey arrastrando
las palabras y dirigiéndose al caballo—, como algunas de esas poblaciones de Kansas
que solíamos visitar. En cualquier caso, no veo ningún banco por aquí.
Lo que decía era lo que sentía. No había nadie en la calle. Todo estaba en calma.
Pasó por delante de una cantina donde había atados tres caballos, descansando
sobre tres patas bajo el sol abrasador. El caballo de en medio era un gran pinto negro
con refuerzos de plata en la silla y las espuelas.
—Mira ese de ahí —susurró Josey a su caballo—, ese de ahí podría ganarte en
una carrera, Big Red.
El ruano aguzó las orejas y bufó indignado. Tres caballos, nada más. La ciudad
estaba vacía. Un tendero escondido tras las sombras le vio pasar.
Vio el establo, con amplios pasillos, y entró montado en el ruano. Chato y Pablo
ya estaban allí.
—Por el catalejo —dijo Chato— no hay nada, vacío hasta donde alcanza la vista.
—Sí —confirmó Pablo—, nada.
No había nadie en el espacioso establo. Los cubículos contenían una mula y un
asno viejo que dormitaba.
—Supongo que podemos refrescar y dar grano a los caballos —dijo Josey.
Quitaron las sillas. Frotaron el pelaje de los caballos y les dieron solo un poco de
agua. Luego, de una lata llena de grano, llenaron los morrales y los engancharon en
los caballos. Llenaron también sus propias bolsas de grano para colgarlas detrás de
las sillas, y cuando por fin se dieron la vuelta, vieron que un hombre entraba en la
penumbra del ancho pasillo.
Josey señaló rápidamente a Pablo hacia la puerta trasera. El hombre llevaba botas
y espuelas de vaquero, pero iba vestido con humilde arpillera de peón.
Se detuvo y se levantó el sombrero de paja con educación y mantuvo los brazos
bien abiertos para mostrar que no llevaba armas. Tenía la piel oscura y un orgulloso
bigote que caía por debajo de la mandíbula.
Sonrió e hizo una reverencia.
—Buenas tardes, señores —dijo con voz suave.
—Buenas tardes —respondió Chato.
—Supongo… —dijo Josey pausadamente, y se acuclilló sobre los talones.
—Muy… —comenzó a decir el extraño.
Josey se dirigió a Chato.
—Dile que te hable a ti. Tú me lo traduces y así sabremos qué demonios tiene en
mente.
Chato habló en español. El hombre sonrió y asintió mostrando conformidad.
Al principio vacilante, y después más decidido, habló sonriendo continuamente.
Josey supuso que se estaba disculpando por algo. Cuando hubo acabado, Chato se

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volvió hacia Josey. Su rostro estaba pálido, sus labios lívidos.
—Dice —comenzó a explicar Chato— que su líder es Pancho Morino. Dice que
Pancho Morino es un gran pistolero… y lo es, Josey, muy grande. Ha matado a
muchos hombres. Dice que Pancho Morino está en esta calle en la cantina, y que ha
oído que eres Josey Wales, un gran pistolero. Dice que para Pancho sería un honor
batirse contigo en la calle para comprobar cuál de los dos es más grande —Chato
clavó la mirada en el suelo, y luego dijo—: Eso es todo lo que ha dicho… ah, y que si
tú ganas, podremos irnos libres sin ser atacados por sus veinte bandidos, si pierdes,
entonces, nosotros… Pablo y yo… nosotros también moriremos.
—¿Por dónde se va a la cantina? —preguntó Josey.
Chato lo preguntó y el hombre respondió. Este señaló hacia el este, donde estaban
atados los tres caballos.
Josey cortó un trozo de tabaco y lo mascó pensativo. Escupió, haciendo que un
escarabajo pelotero saliera rodando por el estiércol del pasillo.
—Dile a este tipo —dijo despacio— que he oído hablar de lo buen pistolero que
es, aunque nunca antes escuché su nombre, pero hazle creer esa mentira de alguna
manera. Dile que sé que es un hombre de caballos y que entenderá que primero debo
atender a mi caballo. Dile que enviaré un mensajero a la cantina en unos minutos, sin
armas, para hacerle saber lo que es más conveniente, para todos… Supongo que eso
es todo.
Chato tradujo el mensaje en español fluido, dando gran énfasis a la palabra
«grande» al hablar de Pancho Morino. Cuando hubo acabado, el hombre inclinó la
cabeza educadamente, dio media vuelta y se marchó del establo.
—Josey —dijo Chato—, el tal Pancho Morino es muy, muy rápido. Es temido en
todo el territorio. Él…
—Cierra el pico —farfulló Josey—, estoy pensando.
Mascó durante una eternidad, o eso le pareció a Pablo.
—¿Sabes?, ese de ahí es un caballo precioso, ese pinto negro suyo. Te diré lo que
haremos… cuando vayas tú allí…
—¿Yo? —preguntó Chato alarmado.
—Sí —respondió Josey—, cuando tú vayas allí, cuéntale toda la historia acerca
de que, ya que somos pistoleros, me imagino que es una propuesta justa que el
ganador se quede con el caballo del otro. Él ha visto el mío, cuando pasé por la
cantina.
—¡Por Dios, Josey! —le suplicó Chato—. ¿Es que solo piensas en caballos?
—Noooo —dijo Josey abstraído—, estoy pensando en otra cosa. Cuando vayas,
dile que tardaré una hora en preparar mi caballo y dejarlo en buenas condiciones —
Josey entornó los ojos frente al sol—. Sí —dijo con confianza—, una hora bastará. Y
Chato, cuando vayas, comprueba cómo cuelga su pistola. Dónde la lleva, cosas así…
Supongo que eso es todo. Quítate la pistolera, yo te la guardo.
Con reacia lentitud, Chato se desató la pistolera. La miró con nostalgia durante

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unos segundos y, con el fatalista encogimiento de hombros del vaquero, salió del
establo hacia la cantina mientras sus tintineantes espuelas se arrastraban por el polvo.
Josey se volvió hacia Pablo, que estaba sentado junto a la puerta trasera del
establo.
—Pablo —le llamó con un tono de voz reposado.
—¿Sí?
—Te diré lo que harás; desenfunda ese revólver y sujétalo en tu regazo. Te llevará
solo un segundo apuntar con él. Si dejas que alguien se escabulla y nos mate por la
espalda… te mataré.
—Sí, vigilaré atentamente, Josey.
Sacó el enorme revólver y lo apoyó sobre las piernas. No se movía nada.
Los minutos se arrastraron; media hora. Chato reapareció, lanzó su sombrero al
suelo y se dejó caer apoyando la espalda contra un cubículo. Se limpió el sudor de la
cara. Josey se agachó pacientemente. Pasó a Chato su pistola y pistolera.
Chato comenzó a hablar.
—En primer lugar, Josey, jamás haría algo así por nadie más. Recuerda, la
próxima vez quiero cobrar antes el jornal. En segundo lugar, ese hombre es un
asesino nato. No le importa nada morir. No tiene miedo. Dice que ha matado a
dieciocho hombres que él sepa. Dice que la hora le parece bien.
Chato hizo una pausa y se secó la frente.
—¿Estaba bebiendo? —preguntó Josey con indiferencia.
—Sí —respondió Chato—, una botella de tequila —miró de reojo a Josey—. Yo
tomé dos, tal vez tres tragos, un poco, para averiguar más cosas, ya sabes…
—Sí, ya sé —gruñó Josey—. ¿Cómo lleva la pistola?
Chato señaló a Josey.
—Solo en otra ocasión vi una funda como esa… es rápido. Lleva una funda con
rótula.
—¿Una funda con rótula? Nunca oí nada parecido —dijo Josey.
—Algunos pistoleros de la frontera las usan —explicó Chato—. La pistolera
cuelga de una pequeña rótula metálica, la funda oscila colgando de la rótula. La
pistola nunca sale de la funda. Está atada a ella. El fondo de la funda tiene una
abertura. Lo único que hace, Josey… —Chato bajó la voz hasta un tono tétrico— es
bajar la mano a la culata y apretar el gatillo, levantando al mismo tiempo el fondo de
la pistolera y ¡BAM! Dispara. Desde la cadera, muy rápido… Entiendes, la funda no
está fija…
—Sí —Josey le interrumpió—, lo entiendo —se rascó la barba crecida de la
mandíbula—. ¿Está la pistolera pegada a su cadera o cuelga suelta?
Chato frunció el ceño, intentando recordar.
—Está pegada a la cadera. Es necesario, ¿comprendes?, debe tener la sujeción
suficiente para tirar hacia abajo… no puede estar suelta.
—Supongo… —reflexionó Josey Wales.

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Chato estaba nervioso.
—¿Cómo sabremos cuándo ha pasado la hora? No tenemos reloj. Ni tampoco
sabría la hora si tuviéramos uno.
Josey miró al sol a través de la puerta con los ojos entornados. Donde la sombra
retrocedía en el rincón del pasillo del establo, marcó una línea en la tierra con el
dedo.
—Cuando el sol llegue aquí —dijo—, creo que habrá pasado una hora del buen
Misuri. Puedes despertarme entonces.
—¿Despertarte? —exclamó Chato casi gritando—. ¿Pero vas a dormir?
—Bueno —dijo disculpándose—, si uno de vosotros tiene sueño, me repartiré la
guardia con él. Solo hay que vigilar dos puertas… a medias. ¿Qué os parece?
—¿Dormir? —exclamó Chato—. ¡No podría dormir ni aunque estuviera muerto!
—Ni tampoco yo podría dormir, Josey —añadió Pablo.
Con la cabeza apoyada en la silla, el sombrero echado sobre la cara, Josey se
tumbó en el pasillo del establo. El sueño inquieto de la ruta del forajido era diferente.
Ahora descansaría entre dos amigos.
En un segundo, Chato le dijo con vehemencia a Pablo:
—¡Qué hijo de perra! ¡Cuando Josey duerme de verdad, ronca!
Y eso es lo que estaba haciendo.
A Chato le daba la impresión de que la sombra se movía muy rápidamente. La
observó, fascinado por la velocidad con la que pasaba una hora. Cuando tocó la línea
del suelo, sacudió a Josey.
—Ya es la hora —dijo en voz baja.
Josey se puso de pie, bostezó y estiró el cuerpo. Flexionó los brazos, las manos,
desenfundó los enormes revólveres e inspeccionó las cargas, luego los volteó y los
volvió a enfundar.
Llamó a Pablo y Chato para que se acercaran cuando se dirigió a la puerta del
establo.
—Os diré lo que haréis. Chato, avanzarás otra vez por los edificios a mi derecha,
a unos cuatro o cinco pasos por detrás, y vigilarás la parte superior de los edificios, y
los callejones al otro lado de la calle desde tu lado. Pablo, tú avanzarás igual, otra vez
por detrás de los edificios a mi izquierda. Pero tú vigila las plantas superiores del otro
lado de la calle, y los callejones. Si ves a alguien sospechoso, dispárale.
—Ese hombre —dijo Chato con firmeza— quiere un duelo a pistolas. No está
pensando en ninguna emboscada.
—Sí, claro —dijo Josey arrastrando las palabras—. Recuerdo a varios tipos que
murieron de dolor de espalda por creer eso mismo. Los dos vigilaréis los edificios. Yo
me encargaré de conocer al señor Pancho.
Salieron a la calle. Josey andaba por en medio de la polvorienta carretera, antes
de girar hacia el este. Tenía el sol de las tres de la tarde a su espalda, ardiendo.
Con un paso insoportablemente lento, se dirigió hacia la cantina. Había avanzado

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diez pasos cuando Pancho Morino salió por las puertas batientes y se colocó en
medio de la calle.
Al girarse hacia Josey, Morino se bajó el sombrero para protegerse mejor los ojos.
Detrás de él, sus dos hombres le guardaban las espaldas.
Iba vestido totalmente de negro. El sombrero ribeteado de plata reflejaba flores
brillantes sobre el ajustado chaleco y hacía que corrieran en círculos brillantes por los
pantalones ajustados por la cintura y acampanados, al estilo vaquero, por encima de
la botas. La única pistola la llevaba alta. Tenía culata de marfil.
Josey calculó la distancia mientras se aproximaban el uno al otro. Paró cuando
quedaban unos veinte pasos entre ellos. Morino pareció decepcionado. Dio otro paso,
pero Josey no se movió. Morino se detuvo.
Su rostro era delgado, angular, oscuro, con un fino bigote pulcramente recortado.
Sus ojos eran ojos temerarios, negros y desorbitados con una provocadora mirada a la
muerte. Estaba fumando un puro.
Durante unos treinta segundos, permanecieron así. Pancho Morino rompió el
silencio. Sonrió, afable, y enseñó sus dientes blancos al sol.
—Buenas tardes, señor Josey Wales.
Aunque afable, su voz sonaba ligeramente burlona.
—Las mismas que tenga usted, señor Pancho Morino —dijo Josey pausadamente.
Morino estaba perplejo ante aquel hombre. Cierto, parecía ser un hombre malo,
con una cicatriz en la cara y dos pistolas. Pero, para ser un gran pistolero, no
esperaba erguido como todos los hombres con coraje; sus pies no estaban separados.
No parecía preparado para el funesto momento; sus pies estaban casi juntos, como si
estuviera a punto de bailar. Parecía estar holgazaneando allí en medio de la calle.
Ahora Josey volvió a hablar, muy lentamente.
—Chato —le llamó en voz baja, sin apartar la mirada de Morino.
—Sí —respondió Chato desde la sombra de los edificios.
—Dile al señor Pancho Morino que, viendo que es tan buen tipo, le cedo a él el
honor de dar la salida. Puede lanzar el sombrero al aire cuando le plazca. Cuando el
sombrero toque el suelo, descargaremos. En todo caso, recuérdale nuestro trato sobre
el caballo.
El español fluido de Chato era el único sonido; en algún lugar, alguien hizo crujir
una puerta para mirar. Morino no apartó los ojos de Josey mientras Chato hablaba,
pero por sus labios cruzó una rápida sonrisa. Tras hacer una reverencia burlona, dijo:
—Gracias, señor Wales. Lo acepto.
Ahora estaban ambos erguidos, Morino seguía fumando el puro. Un minuto pasó
y se convirtió en dos. Morino solía retrasar sus matanzas. Tensaba los nervios de su
oponente, haciéndole sentir inseguro y obligándole a pensar en la muerte a la que se
enfrentaba. Pero no detectó ningún gesto en el lánguido semblante del hombre que
tenía frente a él; estaba ligeramente encorvado, cierto, pero no apreció ningún
movimiento de los ojos malvados y negros clavados en los suyos, ni ningún arrastrar

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de pies; solo una mascada lenta y calculadora de la mandíbula, medida, con la
lentitud deliberada de aquel que, profundamente experimentado como verdugo
profesional, puede perder el tiempo abstraídamente, esperando a que comience la
función. Por primera vez en su carrera de pistolero, Pancho Morino sintió que un
escalofrío le recorría la espalda. Un temblor agitaba la mano que levantó con el puro.
Su mente comenzó a volar en busca de alguna ventaja de último minuto, porque
ahora ya sabía que si alguna vez necesitaba la ventaja, iba ser contra aquel hombre.
Mientras fumaba, calculaba. El gringo espera que lance el sombrero al aire, y así
darme ventaja para empuñar la pistola. El hombre es un loco, o un pistolero
extremadamente confiado. Pero veamos, si le lanzo el sombrero a él, a la altura de la
cintura, le confundirá. ¿Quién sabe? Se encogió de hombros para soltar la inusual
tirantez de nervios que le atenazaba. En medio de la confusión, la mano del gringo
podría saltar. Quizás no viera la mano de Pancho Morino. Dejó caer el puro.
Sin embargo, el pistolero de la cicatriz en la cara no se movió, ni siquiera detuvo
el irritante ritmo de la mandíbula mascando. Lentamente, Pancho Morino se echó la
mano izquierda al sombrero. Con los dedos, agarró el ala. De repente, lo lanzó
lateralmente hacia Josey.
Pero cuando lo hizo, el sol impactó directamente en sus ojos. La figura ante él se
emborronó y el bandido vaciló intentando recuperar la visión. Había perdido la
ventaja. El sombrero salió volando, se ladeó y se desplomó en el suelo.
Cuando levantó el polvo del suelo, la mano de Pancho Morino culebreó para
empuñar la pistola; inclinó la funda y disparó, ¡pero el gringo se había desplazado un
paso a la derecha de Pancho!
Se movía como si fuera líquido. Las bocanadas de humo manaban del cañón.
Pancho Morino sintió los golpes del percutor, tan rápidos uno tras otro que casi
parecían uno solo. Le lanzaron hacia atrás sobre la tierra. Supo que había perdido. Se
quedó allí tirado, consciente, mirando el cálido cielo azul. ¡Qué azul era! No sentía
dolor.
Una sombra le cubrió el cuerpo. Era la sombra de Josey Wales. Había enfundado
el revólver. Lo había disparado dos veces. Josey Wales sabía dónde habían impactado
las balas.
Ni Pablo, ni Chato, ni los hombres de Morino movieron un músculo.
Permanecieron en silencio. Josey bajó la mirada a los ojos del pistolero.
—¿Dónde está Escobedo? —le preguntó suavemente.
—Aldamano… sesenta rurales miserables… bestias —susurró Morino—.
Esperan a mi mensajero… para informar de que estás muerto. Te lo ruego… ¡mátalo!
La vida lo abandonaba y el polvo se tornaba negro en un círculo de barro bajo su
cuerpo.
—¿Lleva prisioneros? —preguntó Josey.
—Sí, uno gringo… uno apache…
Levantó una mano sorprendentemente pequeña y delicada y rebuscó en su

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chaqueta. Josey se arrodilló, sacó el puro negro y unas cerillas. Rasgó una en la
hebilla de plata de Morino y encendió el puro. Despacio, lo colocó entre los labios del
bandido y se puso de pie.
—Gracias —susurró Morino—. Mi caballo… es tuyo… mis armas…
—Me llevaré el caballo; ese era el trato —dijo Josey—, pero no voy a coger nada
del cuerpo de alguien como tú.
—Entonces compartimos… algo… incluso en esta… somos compadres —el
susurro de Morino se debilitaba—. Mis hombres vendrán. Cuando te vean con el
caballo… sabrán que ganaste la lucha a muerte. Os dejarán pasar… es… es… un
honor.
—Supongo —dijo Josey— que eso es lo único que hombres como tú o como yo
tenemos, eso sí podemos llevárnoslo a la tumba. Adiós.
Se dio la vuelta para marcharse y su sombra se apartó del cuerpo de Pancho
Morino.
—Fui rápido… ¿eh? —el susurro de Morino le alcanzó.
—Fuiste rápido —dijo Josey Wales, y se alejó.
Pancho Morino intentó fumarse el puro, le sabía bien; pero la vida le abandonó
rápidamente. Se cayó de sus labios y le quemó perforándole la chaqueta con adornos
de plata.
Cogieron el gran caballo pinto. Chato cabalgaba en él detrás de Josey en
dirección oeste y pasaron junto a la iglesia. Detrás de ellos, los dos bandidos se
arrodillaron, descubriéndose las cabezas, junto a su líder abatido.
El sacerdote estaba de pie en las escaleras de la iglesia. Su delgado rostro les
siguió, mirándolos inexpresivamente cuando pasaron. Se persignó y pareció
sorprenderse cuando el bandido que seguía al de la cicatriz en la cara levantó el
sombrero educadamente, y también cuando el bandido indio de un solo brazo se
persignó con devota expresión, logrando incluso levantarse el sombrero al pasar.
El bandido de la cicatriz en la cara no pareció advertir la presencia del sacerdote.
Escupió un chorro de asqueroso tabaco en la calle y miró hacia arriba, al tejado de la
iglesia. Quizás esté mirando a los cielos, pensó el sacerdote, temeroso por su alma
perdida.
Pero, por supuesto, el sacerdote no conocía a Josey Wales.

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Capítulo 10

Galoparon hacia el oeste en dirección al sol. Los ahorcamientos normalmente tienen


lugar al amanecer, eso pensaba Josey Wales, que había visto muchos. Había oído que
Ten Spot llegaría a Aldamano por la mañana.
Avanzaron durante diez millas a paso rápido, levantando el fino polvo a sus
espaldas, hasta que vieron a los dos primeros centinelas.
Estaban apostados a ambos lados de la carretera; luego, más adelante, otros dos.
Josey frenó los caballos hasta que avanzaron a un trote lento y, sin mirar a derecha o
a izquierda, cabalgó a paso regular entre ellos.
Chato, montado en el poderoso caballo de Pancho Morino, le seguía. Pablo
cerraba la marcha. Era como el pasillo de un castigo de baquetas. No se pronunció
una sola palabra. Pero a su paso, cada par de bandidos se quitaban sus sombreros y
los sujetaban sobre sus pechos.
Pancho Morino estaba muerto. Había muerto en combate de honor; si no fuera
así, su asesino no habría sobrevivido a las armas de los escoltas de Morino en
Coyamo.
Pablo inclinaba tímidamente el sombrero hacia ellos al pasar. Chato cabalgaba
con el orgullo intrépido de un vaquero, espoleando el caballo y frenándolo con las
riendas, para que se encabritara e hiciera cabriolas y avanzara a paso alto entre los
bandidos. Josey Wales cabalgaba despreocupadamente, casi del todo echado a un
lado de la silla, con el peso apoyado en un estribo, medio girado como si estuviera
descansando sobre la silla… pero con el rabillo del ojo atento a la parte trasera.
El viento que gemía en la salvia y el lento golpeteo de los cascos de los caballos
eran los únicos sonidos. Dos, cuatro, seis, una docena, dieciséis, veinte bandidos
permanecieron montados en silencio a su paso.
A unas cien yardas de los últimos centinelas, Josey se detuvo. Se giraron todos
para mirar. Los bandidos cabalgaban al galope hacia Coyamo. Una diminuta gota de
sudor cayó rodando por la nariz de Josey Wales. Cortó de un tirón un trozo de tabaco
y lo mascó mientras los veía desaparecer tras una nube de polvo.
—En esta —comentó— hemos estado cerca… y tú, loco mexicano —señaló con
un dedo a Chato— no es que hayas sido de mucha ayuda, pavoneándote y haciendo
cabriolas todo el maldito rato.
Chato se rio ruidosamente.
—Tú no comprendes, Josey. Es el derecho del vencedor de un combate de honor.
Sería el orgullo de mi jefe bandido. ¡Los bandidos lo comprenden!
Pablo sacudió la cabeza mientras contemplaba la nube de polvo menguante.
—No me gustaría estar en Coyamo esta noche —dijo.
—Ni a mí —respondió Chato—. Si estuviera en Coyamo saldría corriendo de allí.
La ruta se extendía ante ellos, plana y recta, perdiéndose infinita a través de la

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llanura. Bajaron las alas de sus sombreros para protegerse los ojos del sol.
Chato se puso al trote junto al ruano de Josey.
—Te he observado, Josey —dijo con tono de orgulloso asombro—. Nunca antes
vi a nadie tan rápido.
Josey escupió sobre un lagarto cornudo, aunque sin mucha metralla, de manera
que solo le manchó la cola. Frunció el ceño.
—El Señor es sabio y nos da de manera que cada uno es bueno en lo suyo. Pablo
en hacer que las cosas crezcan y vivan; yo, supongo, en matarlas.
Si había un atisbo de amargura en su voz era porque pensaba en Pancho Morino.
Aquel hombre… con un poco más del Código en sus venas, podría haber sido grande.
Además, Josey detestaba pensar en Coyamo.
—¿Por qué te moviste a la izquierda como una gota de mercurio cuando
desenfundaste? —preguntó Chato con curiosidad.
Los caballos al trote cubrieron un cuarto de milla antes de que Josey respondiera.
—Bueno —farfulló—, esa pistola con rótula estaba muy pegada a su cadera… y
debía estarlo para poder tirar de ella hacia arriba y disparar, lo cual viene bien en un
recinto cerrado, un salón o algo similar, pero no podía girar lo suficiente a su derecha
en mi dirección; o eso supuse. Y acerté.
Cabalgaron en silencio durante un rato, y entonces continuó:
—Por supuesto, el sol ayudó un poco.
—¿El sol? —preguntó Chato sorprendido.
—Pues claro —dijo Josey— esa fue la razón de que pidiera una hora extra… para
tener el sol a mis espaldas; para eso y para que Pancho tomara más tequila.
—¡Hola! —exclamó Chato.
—No es nada del otro mundo —dijo Josey—. Todos los marshals del oeste que
hayan vivido lo suficiente lo saben. Seguro que lo has oído alguna vez. Cuando
alguna mala bestia llega a la ciudad montando bronca, emborrachándose, disparando
y demás, el marshal le envía un aviso para que abandone la ciudad a la puesta de sol,
o de lo contrario deberá encontrarse con él en la calle. Por supuesto, el marshal se
asegura de estar situado en la parte oeste y con el sol a sus espaldas… y el maleante
ya va bastante cargado de alcohol. Eso es lo que acostumbran a hacer los marshals
que viven más años. Asegurarse una pequeña ventaja frecuentemente alarga la vida
de uno casi uno o dos años.
—Para ser un pistolero —dijo Chato con tono solemne— hace falta algo más que
ser de gatillo rápido.
—Bien puedes decirlo para los que viven más tiempo. Aunque eso en ningún caso
significa que lleguen a morir plácidamente sentados en una mecedora —añadió Josey
secamente—. Lo mires por donde lo mires, esta profesión no vale la pena si uno
puede elegir hacer otra cosa.
—¿Por qué el caballo? —la pregunta vino de Pablo, que se había acercado a
Josey por la derecha—. ¿Por qué debíamos quedarnos con el caballo del señor

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Morino?
—Ese caballo —respondió Josey— es el único que puede mantener el paso de los
nuestros en una persecución.
—¿En una persecución? —preguntó Pablo perplejo.
—Sí, ese es el caballo de Ten Spot. Vamos a hacernos muy populares cuando
saquemos a Ten Spot de la trena esta noche.
Ese pensamiento provocó el silencio entre los hombres mientras cabalgaban hacia
la roja esfera del sol poniente, en dirección a Aldamano, hacia el capitán Jesús
Escobedo y sus sesenta rurales.
A Pablo ese pensamiento le producía una estoica resignación al suicidio. Así era
como moriría.
A Chato le provocaba un escalofrío de temeraria excitación que le recorrió todo el
cuerpo, y se regocijaba ante la idea, salvaje como los vientos de las llanuras. En el
caso de Josey Wales eran pensamientos de guerrillero los que le asaltaban, de un
veterano curtido en doscientas peleas en la frontera entre Misuri y Kansas. Y los
pensamientos del guerrillero son de doble dirección: ¿Cómo pensaba el otro tipo?
¿Cuál era su plan? ¿Y su carácter? ¿A qué aspiraba? Pensamientos necesarios para un
guerrillero; porque la suya era la vida del contragolpe, flexible, heterodoxa, sin la
fuerza suficiente para iniciar campañas y, por ello, para él, la guerra era la guerra de
la mente. Debía hacer lo inesperado (inesperado para su enemigo) o estaba muerto.
La noche barrió la penumbra violeta de la llanura y encendió las estrellas, y entre
ellas brillaba el gajo con forma de arco indio de la luna nueva; el inicio de la luna
comanche, la llamaban.
En invierno, los comanches atacaban como relámpagos a caballo por el territorio
de México, pero en primavera se marchaban al norte, unas mil o dos mil millas, como
el viento que soplaba con fuerza por las llanuras. Y a su paso dejaban la quietud del
caos desatado y finalizado. Pero, al menos, los comanches les daban un respiro en
primavera y en verano. Los apaches nunca se iban.
Los apaches siempre estaban allí. Cada amanecer, cada anochecer violeta, cada
negra noche. Los apaches.
Ya hacía una hora que había anochecido cuando divisaron Aldamano. Al
principio, tan solo detectaron unos diminutos puntos parpadeantes de luz. A medida
que se acercaban, las luces iban haciéndose más brillantes e iluminaban el cielo. La
población de Aldamano mantenía las antorchas encendidas toda la noche, cada noche
del año, porque, cerniéndose sobre ella, alta, oscura y funesta, en los límites
occidentales de la civilización española, se alzaba la Sierra Madre.
Cuando se acercaron a la población, Josey bajó la velocidad hasta marchar al
paso. Avanzaron en fila de a uno por el borde del camino, donde el blando polvo
batido amortiguaba el sonido y el mezquite ondeaba al viento sobre sus cabezas,
incorporándolos así al paisaje ondulante.
Se detuvieron a dos millas de Aldamano; permanecieron montados durante

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quince, treinta minutos, y Josey no pronunció ni una sola palabra. Se acercó el
catalejo a un ojo y barrió el paisaje, primero a un lado y luego a otro del pueblo.
Chasqueó al ruano para que se pusiera en marcha.
—No hay centinelas —fue su único comentario.
Avanzaron a paso regular hacia el pueblo. Ya más cerca, la población iluminada
parecía aún más grande.
Cerrando la marcha, Pablo se preparaba para enfrentarse a la muerte. ¡Por todos
los santos! ¿Iban a entrar en el pueblo cabalgando por la calle principal? ¡Sesenta
rurales salvajes!
A una media milla del pueblo, Josey los apartó del camino y se adentró por
densos matorrales.
—Dad grano a los caballos con los morrales —dijo en voz baja.
—Pero les dimos grano no hace mucho, Josey… —comenzó a decir Chato.
—Lo sé —dijo Josey, su voz era un gruñido susurrante—, pero con los morrales
evitaremos que los caballos bufen y relinchen cuando huelan a otros caballos. ¡Lo
cual ocurrirá en medio minuto si no os movéis pronto!
Los morrales estuvieron colocados en las monturas… ¡pronto!
Se quedaron montados en un pequeño círculo de oscuridad. El viento azotaba el
mezquite y la salvia y traía sonidos de música, risas y voces altas que llegaban del
pueblo.
—Una fiesta —dijo Chato con tono melancólico.
Josey mascó meditabundo, intentando escuchar otros sonidos más peligrosos.
—Me imagino —dijo finalmente— que Escobedo eligió al hombre equivocado,
para él, cuando eligió a Pancho Morino. Podría equivocarme, pero no lo creo. Esa
clase de tipos, Escobedo, cree que los hombres como Morino no siguen ningún
código de conducta, ni tienen orgullo, ni nada similar. Creyó que Morino
simplemente nos emboscaría con veinte pistoleros y nos machacaría.
—Estoy de acuerdo —dijo Chato—. Escobedo puede haber conocido a un
montón de esos hombres, pero cree que un peón, un peón bandido, es solo una bestia.
Pancho Morino se enorgullece… se enorgullecía de su reputación de pistolero… era
un gran hombre.
—Yo también lo creo —dijo Pablo, aunque no tenía ni idea a dónde llevaban esas
suposiciones.
—Si damos esto por cierto —dijo Josey—, que lo es porque el señor Escobedo
jamás pensaría que se equivoca sobre los peones e indios, porque le removería las
entrañas, entonces, creerá todo lo que le cuente el mensajero de Morino acerca de la
muerte de Josey Wales. Es incapaz de pensar de otra manera. Le confirma que tenía
razón.
—¿El mensajero? —preguntó Chato sorprendido.
—Sí —dijo Josey despreocupadamente—. Morino me dijo que Escobedo
esperaba a que le enviara un mensajero para anunciarle mi muerte.

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—¡Hola! —exclamó Chato, y luego—: ¿Pero a quién podemos enviar para…? —
su voz se apagó en el viento.
—Ahora bien, pensemos algo más —reflexionó Josey ignorando la pregunta de
Chato—, si Escobedo, como tú dices, es un político, estará intentando convertirse en
el gallo del gallinero. Aplastará a los hombres de Morino, los destrozará. Quiere
llegar a ser el pez gordo de esta parte de México. Tiene sentido —mascó más
lentamente—. Me pregunto cuántos rurales saldrán de Aldamano. Tiene que actuar
con cautela. Morino tiene veinte pistoleros…
Esto último casi se lo susurró a sí mismo, así que Chato y Pablo se inclinaron para
escuchar.
—¡Yo soy el mensajero! —exclamó Chato poniéndose de pie de un salto.
—Más claro que el agua; así será —farfulló Josey Wales—. Ninguno de ellos te
ha visto. Lo único que me preocupa es tu cerebro.
—¿A qué te refieres con mi cerebro? —preguntó Chato, indignado. Se irguió,
cogió la pistolera y se acercó a su caballo.
—¿Ves a lo que me refiero? —dijo Josey—. Estás dispuesto a meter la cabeza en
un nido de serpientes y ni tan siquiera te has parado a pensar cómo contar las
serpientes. Siéntate.
Chato se acuclilló con la excitación bailando en sus ojos.
—En primer lugar, tú cabalgas el caballo de Morino; esa será la prueba de que
vienes de parte de Morino. Tú eres su teniente… o algún otro cargo mexicano… usa
el que más te guste. En segundo lugar, intenta actuar como si estuvieras un poco
asustado por toda la situación. En tercer lugar, comprueba dónde está la cárcel y
cuántos centinelas la rodean; cómo es el edificio y cosas así. En cuarto lugar, cuando
salgas de la reunión con Escobedo ¡cabalga rápido y sal del pueblo pronto! —Josey
mascó meditabundo durante un rato. Chato movió los pies irritado y ansioso por
partir—. ¿Crees que puedes meterte todas esas cosas en la cabeza sin que se te
escapen por las orejas?
—¡Sí, sí! —respondió Chato algo impaciente.
Saltó sobre el gran pinto de Morino y acarició con los dedos la silla chapada en
plata.
—¡Esto sí es una silla de verdad! —exclamó—. Cuando regresemos a casa, Josey,
venderé la silla…
—¡Por todos los santos! —ladró Josey disgustado; se arrimó a Chato, que ya
estaba montado, alargó la mano y le agarró el brazo con fuerza—. No hay muchos
hombres capaces de hacer esto, compadre —dijo con una suavidad de acero—. Ten
cuidado… Escobedo es una serpiente que puede ver…
Las palabras del fuera de la ley empañaron los ojos del emotivo Chato; bajo la
dureza de Josey Wales, Chato sabía que había alguien que se preocupaba por todos
ellos. Significaba mucho para Chato ser hermano de un hombre como él.
—¡Vaya con Dios! —susurró Pablo.

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Chato tiró de las riendas, giró el caballo sobre sus patas traseras ocultando así sus
emociones repentinas y galopó por el camino hacia las luces y el ruido, hacia las
calles de Aldamano. En la distancia, se levantó el sombrero despidiéndose
despreocupadamente. No miró hacia atrás.
Apoyado sobre los codos, Josey se tendió sobre el camino con el catalejo en el
ojo. Pablo se tendió a su lado.
Observó que Chato galopaba con el caballo casi hasta las puertas abiertas del
pueblo y luego aminoró a un trote lento. Josey gruñó satisfecho… Chato les estaba
haciendo creer que estaba un poco asustado.
Las enormes antorchas lanzaban su luz parpadeante sobre Chato mientras
avanzaba al paso por la calle principal. Josey lo vio levantar una mano y saludar a
alguien. Una mujer corrió a la calle y Chato se paró.
—¡Por Dios! —suspiró Josey—, mexicano loco… ahora se pone… ¡será posible!
Y ahora la abraza… ¡hijo de perra!
Pablo comenzó a rezar en silencio por Chato Olivares: para que los santos le
hicieran entrar en razón y para que Dios interviniera en su mente, que…
Cuando Chato llegó a las puertas de Aldamano, sin duda se estaba celebrando una
fiesta; una fiesta no oficial, tal vez, pero sin lugar a dudas una celebración de algún
tipo.
Aldamano tenía poco que celebrar; en tres ocasiones durante el último mes los
apaches les habían atacado de noche, les habían robado muchos caballos y mulas y
asesinado a una docena de guardias.
El pueblo de Aldamano vivía tenso en sus momentos de agonía, aferrándose a la
vida como un anciano que se marchita más allá del tiempo que le corresponde.
¡Sesenta rurales en Aldamano! El pueblo se había soltado la melena.
Las mejores familias, si es que había alguna, no se encontraban en la calle. Los
peones se habían guarecido en sus chozas. Los rurales salían a trompicones de las
cantinas agitando botellas en el aire y amasando las tetas de las chicas de cantina. O
montándolas a cielo abierto en los callejones.
Cierto, había guardias repartidos por el lugar para controlar sus acciones; nada de
tiros, nada de violaciones, órdenes estrictas del capitán Escobedo… ¡pero Aldamano
estaba disfrutando una fiesta!
La excitación brilló en los ojos de Chato Olivares. ¡Ah, qué buenos tiempos!
Saludó a una chica de cantina y ella corrió ebriamente hacia aquel atractivo bandido
con la silla de plata y el caballo grande.
Chato se paró y ella le acarició la pierna. ¡Menuda tentación! Las palabras de
Josey resonaron en su cabeza… mantén la cabeza fría, ¿eh? Le preguntó a la chica
dónde estaba el cuartel de la policía. Ella señaló torpemente hacia el final de la calle,
donde se alzaba un edificio bajo de adobe con ramada.
—¿La cárcel? —preguntó cortésmente. Ella señaló hacia un edificio largo
hundido en la tierra. Estaba unido al cuartel de la policía.

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—¡Gracias, señorita!
Chato le lanzó una sonrisa fugaz. No pudo evitar inclinarse sobre la silla y dar
una palmadita al redondeado trasero de la chica. Josey lo vio. ¡Ah!, pensaba Chato,
¡cuánta disciplina era necesaria para ser un bandido! ¡Podía romperle el corazón a un
hombre! ¡Tal vez por eso los bandidos eran tan mezquinos, tan malos!
Azuzó el caballo hacia delante. La chica de cantina corrió tras él suplicándole, y
luego maldiciéndole cuando la dejó atrás. Viró el caballo y esquivó a dos rurales que
pasaban tambaleándose por la calle. Pelos enmarañados, ropas sucias. Apestaban
como animales. Era una calle larga.
Al llegar al edificio, desmontó lentamente y pasó las riendas por el amarradero.
Al hacerlo, echó una mirada atrás. ¡Sí, era una calle muy larga!
Entró con aire desenvuelto bajo el techado de la ramada y subió al porche. El
teniente Valdez estaba apostado junto a la puerta, y con él un sargento barbudo. Chato
no esperó a que le abordaran. Con un frívolo tono de grandeza, afirmó de forma
arrogante:
—Vengo de parte de mi capitán, Pancho Morino.
El teniente Valdez se irguió rápidamente prestando toda su atención. Tras un
ligero golpecito en la puerta y sin esperar respuesta, la abrió de par en par, e indicó a
Chato que entrara. Se le esperaba con urgencia, de eso no había duda.
Chato entró en la estancia y se encontró cara a cara con el capitán Jesús
Escobedo. Escobedo se había levantado y su fino rostro estaba tenso y demacrado.
Chato no necesitó hacer ningún papel al enfrentarse a Escobedo. Sintió y vio la
crueldad; olía, apestaba, emanaba de aquel hombre como el olor de los
excrementos… pero envueltos en seda.
Dos velas iluminaban la habitación de techo bajo y arrojaban sombras sobre la
cara de Chato. No se quitó el sombrero. Entornó los ojos con crueldad y arrogancia.
Él era la encarnación viva del bandido loco que flirtea con La Muerte.
—¡Bien! —exclamó Escobedo con nerviosismo, y luego forzó una débil sonrisa
—. ¡Bienvenido, amigo! ¿Y las noticias?
Chato se tomó su tiempo. Valdez estaba detrás de él y Chato miró hacia atrás por
encima de su hombro. Impaciente, Escobedo hizo una seña a Valdez para que
abandonara la habitación.
Al cerrarse la puerta, Chato miró fríamente a los ojos de Escobedo.
—Soy el teniente Olivares —informó orgulloso—. Mi capitán Pancho Morino me
envía en su caballo como prueba de su palabra. ¿Comprendes?
—¡Sí, sí…! —la voz de Escobedo se quebró intentando mantener la compostura
delante de aquel bandido arrogante.
—Ya está hecho —dijo Chato con aire despreocupado y sacudiéndose el polvo de
la chaqueta.
—¿Hecho? ¿Ha dicho que está hecho? ¿Josey Wales está muerto? ¿Es eso lo que
quiere decir? Explíquese, hombre… eh, teniente.

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—Sí —dijo Chato—, Josey Wales está muerto, él y sus dos compadres. Cuando
venga a Coyamo, dentro de cuarenta y ocho horas desde este momento, usted dio su
palabra, ¿verdad?, cuando venga los encontrará tirados en los establos.
—¡Ahhhhhhh!
Escobedo no pudo contenerse. Salió corriendo de detrás del escritorio y,
colocando las manos sobre los hombros de Chato, lo sujetó orgullosamente.
—¿Y cómo? —preguntó—, ¿cómo ocurrió?
Chato se alejó de las manos y echó un vistazo a la habitación. Chasqueó los dedos
y dijo:
—No fue nada. Veinte rifles desde la maleza. Fue cuestión de un momento —
afirmó mirando a Escobedo fijamente—. Se ha levantado mucha polvareda en el
camino de Coyamo.
—¡Sí, sí! —Escobedo corrió de nuevo detrás del escritorio, sacó dos botellas de
tequila del cajón y las colocó frente a Chato—. Perdón, por favor —dijo en tono más
suave con su mirada felina clavada en los ojos de Chato y perdiendo el rojo de sus
mejillas por la excitación—. Una bebida para sellar nuestra promesa; lleve el tequila
a su capitán como muestra de mi lealtad.
Abrió una de las botellas.
Chato la empinó y dio un largo trago. Se la quitó de la boca y se limpió los labios.
—¡Hola! —exclamó con sincera admiración—, ¡es tequila buena!
—Sí —dijo Escobedo, ahora su voz era más suave, más condescendiente—, viene
de la mismísima Ciudad de México.
Chato volvió a tapar la botella y se lamió los labios con deleite. Avariciosamente,
agarró las dos botellas.
—Para mi capitán —explicó.
Cuando se dirigía a la puerta, se volvió y sus ojos brillaron.
—Son cuarenta y ocho horas, ¿verdad?
—Verdad. Cuarenta y ocho —respondió Escobedo—. Le doy mi palabra de
honor.
Su mente ya maquinaba el siguiente paso.
Con una botella en cada mano, Chato abrió la puerta con el pie. Se abrió de golpe
y saltó sobre su caballo. A continuación, colocó con cuidado una botella de tequila en
cada alforja.
—¡Buenas noches! —canturreó, pero el capitán ya había ordenado a Valdez y al
sargento que entraran. Chato se encogió de hombros.
No le vieron girar despreocupadamente el caballo trazando un semicírculo delante
de la prisión. Un guardia de ronda se paró para apoyarse en el edificio bajo. Otro en
el extremo, junto a la puerta, entre sombras. Un muro bajo de unos cuatro pies corría
paralelo a la parte trasera de la prisión.
Mientras cabalgaba, Chato silbaba. Era un silbido peculiar que repetía una y otra
vez. El rural apoyado en la pared saludó desganadamente con la mano. El jinete loco

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silbaba un saludo, sin duda iba borracho. Jamás antes había oído ese silbido.
Pero en las profundidades de las mazmorras, atado de pies y manos, Ten Spot lo
oyó, el peculiar trino entrecortado del chotacabras. Lo conocía bien de sus montañas
de Virginia, y de Tennessee.
El último lugar en el que lo había oído era un lugar llamado el Rancho de Río
Torcido, el hogar de Josey Wales. Se tensó y aguzó el oído escuchando ávidamente el
sonido que se iba apagando. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. En la oscuridad
reflexionaba perplejo e incrédulo. Luego sonrió.
Chato recorrió la calle al trote. El tequila le había calentado y había hinchado su
optimismo. ¡Había sido pan comido! Incluso estuvo sopesando la idea de darle otro
tiento a la botella, pero no, podría llevarlo a perder el buen juicio y a visitar la
cantina. Ya había recorrido media calle, tres cuartos de calle.
No vio que la puerta del cuartel de la policía se abría a sus espaldas. Escobedo,
Valdez y el sargento salieron. Escobedo hizo una seña y el sargento levantó el rifle, lo
apoyó en un poste de la ramada. Apuntó un tiro muy, muy largo… ¡CRACK! El
proyectil surcó el aire con un relámpago.
Le alcanzó con fuerza en la espalda y Chato se tambaleó sobre la silla. Su
excelente manejo del caballo, después de toda una vida sobre una silla de montar,
evitó que cayera. Sin pensarlo, solo con el instinto para guiarle, aflojó las riendas al
tiempo que clavaba las espuelas dentadas en los flancos del caballo. Con ambas
manos se agarró al cuerno de la silla.
El enorme caballo saltó inmediatamente y comenzó a correr a galope tendido.
Detonaron más rifles. Pero Chato Olivares, dando dementes tumbos sobre la silla,
corría en una carrera a muerte. Fallaron.
Josey Wales lo estaba observando. Vio que Chato se agachaba repentinamente, y
luego que el caballo saltaba, antes de que el sonido del disparo de rifle le alcanzara.
Se puso de pie de un salto.
—Trae los caballos —gritó a Pablo.
Tras arrancar el morral del gran ruano, saltó sobre la silla, al estilo indio, y partió
a la carrera.
No dirigió el ruano hacia Chato, sino en la dirección opuesta, por el camino a
Coyamo. El ruano debía igualar la velocidad del pinto para poder detenerlo.
—¡Arre, Big Red! —gruñó violentamente y el enorme caballo echó las orejas
hacia atrás. Saltó como un puma y se hinchó, mientras las poderosas ancas lo
impulsaban a una fulgurante velocidad en solo diez segundos.
El ruano podía oír los cascos detrás de él. Los había oído muchas veces antes;
debía distanciarse de ellos. Estiró el cuello como un ciervo. Dio todo lo que tenía en
su pecho, y en su corazón.
Los caballos competían en una carrera… pero el ruano la ganó. Alcanzó al pinto y
luego lo adelantó, y Josey se vio obligado a tirar de las riendas, mientras el ruano
bufaba y protestaba, hasta que el pinto le dio alcance. Cuando el tambaleante Chato

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se puso a su lado, Josey se inclinó y agarró las riendas, tirando de ambos caballos,
que se encabritaron, resoplaron y se empinaron sobre los cuartos traseros. Cabalgó así
durante cincuenta yardas hasta una zona de denso mezquite y los ató a las ramas
mientras aún pateaban el suelo.
Chato tenía la cabeza echada hacia delante y su sombrero descansaba sobre el
cuello del caballo. La sangre manaba del pecho y se derramaba sobre la silla. El
corazón de Josey Wales se heló e hizo que contuviera la respiración. Bajó a Chato del
caballo tirando de las manos fuertemente cerradas alrededor del cuerno del vaquero y
lo tumbó boca arriba.
Le quitó rápidamente la camisa. El agujero estaba en el bajo vientre. Lo volvió
sobre el estómago y encendió una cerilla. La bala le había pasado a pocos milímetros
de la columna vertebral.
Pablo se aproximó con los caballos. Vio la sangre y corrió a los matorrales.
Regresó en un segundo con su único brazo repleto de hojas.
—Esto —jadeó— hará que deje de sangrar. Curarán la herida.
Mientras Pablo amontonaba las hojas en la herida de la espalda, Josey sacaba una
camisa de la alforja. La rompió en tiras y él y Pablo dieron la vuelta a Chato,
amontonando ahora las hojas sobre el pecho y apretándolas hasta que lentamente la
sangre coaguló y dejó de manar.
Josey vendó a Chato con las tiras de la camisa, haciéndolo rodar suavemente
sobre el suelo, y ató el ancho vendaje con unos nudos bien apretados.
Chato abrió los ojos. Sonrió débilmente en la penumbra.
—Es malo… ¿eh? —preguntó con calma.
—Es malo —respondió Josey y, a continuación, encendió otra cerilla—. Tose y
escupe en mi mano.
Chato hizo un débil esfuerzo.
—Me duele si toso, Josey —protestó.
—Tose, maldita sea, y escupe en la mano —le ordenó Josey.
Chato tosió y escupió. A la luz parpadeante, Josey examinó la saliva.
—No hay sangre, no creo que te hayan dado en el pulmón.
—Ah… —Chato suspiró—, es bueno. Siempre he dicho que mi suerte…
—Tu suerte —gruñó Josey— no vale un pimiento. Podría ser la barriga o las
tripas; en cualquier caso —reflexionó—, no te ha dado en la columna.
—Dios te salvará, Chato —susurró Pablo con voz reconfortante—, Dios no dejará
que mueras.
Entonces lo escucharon, al principio sonó como un trueno en la distancia. Josey
conocía el sonido.
—Voy al camino —dijo en voz baja—. Si escuchas disparos, Pablo, sube a Chato
a ese caballo de una forma u otra y cabalgad hacia el norte.
—No cabalgaré —dijo Chato tozudamente—. Puedo disparar igual de bien desde
aquí.

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—Yo me quedaré con Chato —susurró Pablo.
Josey Wales se alejó de ellos, silencioso como un puma entre la maleza, y hasta
ellos les llegó flotando su susurro.
—¡Estúpidos idiotas!
Se tumbó junto al camino bajo un arbusto y los vio pasar, galopando en columnas
de a dos. Cinco, diez, quince, veinte, cabalgaban hacia Coyamo. Veinte veces dos,
calculó que debían ser ¡cuarenta rurales!
Silenciosamente, regresó deslizándose e informó de las noticias a Pablo, en
cuclillas junto a Chato. Chato sonrió al escuchar el número. ¡Cuarenta rurales salen
de Aldamano!
—He hecho un buen trabajo, ¿eh, Josey? —preguntó, con voz débil pero
orgullosa.
—Eso creo —respondió Josey—, es decir, si sobrevives.
—Vivir o morir, ¡por Dios! —renegó Chato entre susurros—, he hecho bien mi
trabajo… Recuerda, Josey, la próxima vez debo pedirte un adelanto del salario, ¿eh?
—¡DE ACUERDO! —gruñó Josey Wales—, siempre me tienes que estar recordando
tu maldito adelanto de salario.
Chato intentó reírse, pero el entumecimiento estaba disminuyendo y el dolor le
cortó la respiración.
El gajo de luna cayó hacia el oeste. Un coyote alzó su voz de tenor que se
escuchaba a largas distancias llevada por el viento. Josey se sentó junto a Chato y
Pablo. Cortó un trozo de tabaco y lo mascó mirando abstraídamente al mezquite que
ondeaba azotado por el viento.
—¿Y bien? —jadeó Chato; el dolor le pasaba factura—. ¿No es ahora el momento
de sacar a Ten Spot… mientras los rurales están fuera?
El dolor y las mascadas despreocupadas y metódicas de Josey pusieron a Chato
de mal humor. Después de todo eso, ¿iban a quedarse allí sentados como vacas?
Tras un buen rato, Josey respondió.
—Poniéndonos en lo mejor, es decir, suponiendo que fuerzan los caballos hasta
dejarlos muertos, esos rurales tardarán como mínimo cinco horas hasta llegar a
Coyamo.
—Pero —sugirió Pablo en voz baja—, si sacamos al señor Ten Spot ahora,
tendríamos muchas horas de ventaja.
—Creo que no —dijo Josey, y a continuación levantó la mirada a la luna—.
Escucha, esos tipos militares nunca aprenden. Siempre hacen el cambio de guardia a
medianoche. Si vamos ahora a por Ten Spot… los soldados encontrarían a los
guardias muertos en tan solo treinta minutos cuando vinieran a hacer el cambio de
guardia. No —mascó pensativamente—, esperaremos hasta después de la
medianoche; así sacaremos una ventaja de cuatro, o tal vez, seis horas; todo depende
de cuánto tiempo dura cada turno de guardia, a menos que tengamos mala suerte y
alguien encuentre a los guardias muertos accidentalmente.

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—¿Guardias muertos? —preguntó Pablo, abrumado por el razonamiento.
—Bueno —dijo Josey—, lo podemos hacer de una manera o de otra. Podría
simplemente presentarme allí, inclinar el sombrero y decirle al guardia que hemos ido
a por el señor Ten Spot y que por favor lo dejen marchar. Pero lo más probable es que
tengamos que degollarlos. O nosotros los degollamos, o nos degüellan ellos, elige.
—¿Cómo calcularás… la hora? —preguntó Chato con voz débil.
—La sabré —respondió Josey.
A continuación, se echó hacia atrás sobre la tierra y observó el gajo de luna
bajando por el cielo. Tras unos segundos, llamó perezosamente.
—Pablo.
—¿Sí?
—Saca un poco de tasajo de ternera de la bolsa y dáselo a ese bocazas babeante
de Chato para que lo mastique. Cuando lo trague, sabremos si le han disparado en el
estómago.
Pablo sacó la ternera y se la pasó a Chato, luego se colocó una manta enrollada
bajo la cabeza y se maravilló ante los misterios de la mente de Josey Wales y su
forma de hacer las cosas.

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Capítulo 11

Cuando Chato cayó hacia delante al recibir el impacto del rifle, Escobedo aplaudió
encantado. Justo en el centro. No cabía duda. No, no era necesario perseguir al jinete.
Coyamo no era el hogar del caballo. Correría dos o tres millas y luego pararía para
vagar y pastar algo de hierba.
Los disparos sacaron a los rurales de las cantinas a toda prisa. Cuando obtuvo la
atención de los hombres, Escobedo gritó:
—¡A los establos! ¡Alerta!
Mientras se daba media vuelta para dirigirse a su habitación, hizo una señal a
Valdez y al sargento para que le siguieran.
—¡Ahora! Deben hacer esto. Primero usted, teniente; elija a sus cuarenta mejores
tiradores de rifle. Cabalgue hasta Coyamo tan rápido como puedan aguantar las
monturas. Envíe a veinte de ellos a la ciudad para que disparen a todos los bandidos
que se les pongan a tiro. Con los otros veinte hombres, rodee el pueblo. Disparen a
todo aquel que huya y también a aquellos que se rindan. Ninguno, repito, ¡NINGUNO!
de ellos debe quedar con vida. ¿Comprendes?
—Sí, Capitán —respondió rápidamente Valdez.
—Y, en especial, ¡Pancho Morino debe morir! Asigne cinco de sus mejores
tiradores para que se centren en él. Ya sabe cómo viste. ¡Acaben con Morino!
—¡Sí! ¡Eso está hecho! —respondió Valdez con vehemencia.
—Y cuando encuentre al alcalde, que sin duda estará escondido bajo la cama —
dijo Escobedo con sorna—, dígale que nuestros exploradores siempre vigilantes nos
informaron del avance de bandidos hacia el pueblo. Que le envío la mayor parte de
mis tropas para rescatar Coyamo, dejando un pequeño número conmigo para luchar
contra los apaches. ¿Comprende?
—¡Sí, capitán!
—Esto —Escobedo posó las manos sobre los hombros de Valdez con mucha
ceremonia— te reportará mucha gloria. ¡Quizás incluso un ascenso a capitán!
Los ojos de Valdez brillaron con la avidez de un lobo pardo. ¡Capitán Valdez!
Desgranó las palabras para sus adentros. Su pecho se hinchó de orgullo. Se cuadró e
hizo el saludo.
—¡VAMOS! —dijo Escobedo y luego, más suavemente—: Vaya con Dios.
—Gracias, capitán —dijo Valdez.
Estaba en una misión divina y, por supuesto, con ello le llegaría la gloria, como
así debía ser. Salió corriendo por la puerta.
Escobedo había usado su ingenio para manipular a Valdez; en primer lugar, la
promesa de gloria y ascenso profesional; en segundo lugar, suavemente, la sensación
de que le encomendaba una misión sagrada. No le fallaría.
Ya podía oír fuera a Valdez lanzando órdenes fuertes y claras, pisadas

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apresuradas, los hombres montando los caballos, el estruendo de los cascos de los
caballos alejándose por la calle de Aldamano que se perdía hacia el este.
Ahora se volvió al sargento. Le costó bastante, pero permitió que asomara un
atisbo de sonrisa benevolente en sus labios. Estudió los rasgos bestiales y barbudos
del sargento, el pelo enmarañado que sobresalía bajo el sombrero. Una bestia.
—Sargento, vamos a restaurar el orden en nuestro distrito. ¡Seremos felicitados
hasta por el mismísimo gobernador! Cuando el teniente Valdez se convierta en
capitán, dejará un puesto libre. Y será para usted, sargento… ¡Teniente!
El ceño bajo del sargento se elevó. Su sonrisa reveló unos dientes amarillos.
—¡Sí! ¡Mi capitán!
—Veamos —continuó Escobedo—, usted se queda aquí con un contingente
pequeño: contándole a usted, solo diecinueve hombres. Dejo la seguridad de
Aldamano en sus manos. Solo cinco podrán dormir en cada turno. Los otros deben
hacer guardias de cuatro horas. ¿Comprende?
—Comprendo, capitán. ¡Está hecho! —saludó y se dirigió a la puerta.
—Y sargento —dijo Escobedo mientras consultaba su reloj—, ya son más de las
nueve. Vaya a la hacienda del alcalde. Infórmele sobre la misión de Valdez y sus
tropas. Asegúrele nuestra vigilancia. Dígale que cenaré con él y su familia a las once.
¿Comprende?
—Sí, capitán. ¿Y el padre? ¿Se lo digo también a él?
Escobedo frunció el ceño.
—Noooo, dejemos al padre que descanse tranquilo.
El sargento salió rápidamente, henchido de la importancia de su responsabilidad.
Escobedo abrió la puerta y observó cómo se alejaba a la luz de las antorchas,
corriendo a la casa del alcalde, lanzando órdenes a sus hombres al tiempo que andaba
a zancadas con el aire arrogante de un general desfilando.
¡Ah! Uno solo debía conocerlos. Por eso el capitán Escobedo sacaba el máximo
de sus hombres. ¡Sus pobres y simples rurales!
No, pensó mientras cerraba la puerta y se sentaba al escritorio, no quería que el
padre interfiriera en esta ocasión durante sus conversaciones con el alcalde.
Cuando llegó a Aldamano, conoció al alcalde y al sacerdote. El alcalde, un
político bravucón y rechoncho, estaba incluso más angustiado que el alcalde de
Coyamo.
¡Su pueblo desaparecía ante sus ojos! No era su culpa; después de todo, estando
tan cerca de la Sierra Madre. ¿Qué esperaba el gobernador? Pronto, lloriqueó, no
quedaría nada allí. Se convertiría en un posadero, un peón de establo, con la única
misión de proporcionar servicios al viajero que pasara por allí. Todas las minas
estaban cerradas. No había ninguna actividad. Alargó las manos con las palmas hacia
arriba suplicándole al capitán.
Escobedo le había escuchado con la misma silenciosa simpatía, asintiendo y
mostrando su acuerdo y chasqueando la lengua compasivamente.

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Cuando el sacerdote habló, la ira se concentró en la garganta de Escobedo. Ya
había visto a los de su calaña antes, repartidos por todo México.
Era un hombrecillo arrugado con el rostro moreno por el sol, sin duda echado a
perder entre sus peones. Era viejo y su pelo blanco estaba hirsuto y enmarañado.
Comenzó a hablar con un tono suave.
—En una ocasión el gobernador de Chihuahua firmó un tratado con los apaches.
En ese tratado se establecía que nuestro estado pagaría unas cuantas cabezas de
ganado y unas cuantas mulas cada año como tributo a los apaches. Los apaches
entraban en nuestras ciudades. Venían a comerciar. Ellos cumplieron su palabra, hasta
que… —aquí el sacerdote se paró y sus ojos brillaron acusadores hacia la cabeza
agachada del alcalde—, políticos avariciosos y ambiciosos que deseaban aplastar a
los apaches los emborracharon con mescal, y mientras estaban borrachos los
asesinaron a traición. ¡Los masacraron, capitán! ¡Como a cerdos!
Su voz se había elevado y ahora hizo una pausa y miró al suelo de piedra del
patio. Con un gesto de patética desesperanza, sacudió la cabeza.
—Los apaches ya no se fían de nosotros. Han sido entrenados como guerrilleros
durante siglos. Pueden superar nuestra propia traición, y lo harán. ¡Y nos lo habremos
ganado a pulso!
Escobedo estaba indignado.
—Pero, padre… yo —comenzó a decir.
—¡Escúcheme! —el pequeño sacerdote se puso en pie.
Escobedo advirtió disgustado que su sotana era de poca calidad y estaba raída.
¡Por Dios! ¡Incluso llevaba las sandalias abiertas de los peones!
—Pero, un momento —le interrumpió Escobedo—, ¿por qué debería nuestro
gobierno pagar un tributo a un pequeño grupo de salvajes asesinos? ¿Qué sentido
tiene?
—¿Qué sentido tiene? —repitió el sacerdote—; el sentido, capitán, es este: que
esta es, o era, su tierra, y nosotros se la arrebatamos. Hemos exigido tributos en oro y
sangre de todos y cada uno de los indios, desde Perú hasta nuestra frontera norte, a
excepción de los apaches. Solo los apaches han revertido el proceso y recogen
tributos de nosotros. Lo he visto, capitán… los sacerdotes que exigen que un peón le
entregue un cierto número de pollos a la semana, un peso, una fanega de maíz; que el
peón trabaje sin peonada en los campos de la Iglesia determinados días a la semana a
modo de tributo. He visto a los hijos de los peones trabajar para pagar ese tributo. ¡He
visto los postes de azote que hay junto a la Iglesia del Señor, donde los peones han
sido azotados hasta la muerte por no entregar su tributo de un pollo! ¡También he
visto los cepos en los que se enyuntan a los peones hasta que mueren de sed!
La voz del pequeño sacerdote se alzó febril. Sus ojos ardían.
—Creo —continuó con voz enfervorecida—, al igual que lo cree nuestro nuevo
presidente, Benito Juárez, que la Iglesia no debería poseer ninguna tierra, ni minas ni
empresas. ¡Solo la Iglesia! ¡No debería imponer tributos, excepto aquellos que recibe

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por amor!
—¡Sí, sí! —dijo Escobedo intentando calmarle—, tiene mucho sentido lo que
dice el presidente, pero… —Escobedo se escabulló de la respuesta, no podía
argumentar contra El Presidente—, soy militar, padre; tales asuntos están más allá de
mi autoridad, de mi influencia. Mi juramento y mi deber son para con México. Estoy
seguro de que lo comprende.
El sacerdote obviamente estaba loco. Escobedo no tenía ningún deseo de
enfrentarse a él, aunque estaba seguro de que no poseía ninguna influencia sobre los
obispos y los altos estamentos eclesiásticos. Se sabía que no recogía ningún tributo de
los peones. No contribuía con ninguna riqueza. Su pobreza lo convertía en nada. A
Escobedo le preocupaban poco sus locuras.
El sacerdote era un hombre que obviamente se había apartado de Dios y se había
comprometido no con lo espiritual, sino con las cosas materiales, medio paganizado
por los peones indios con los que se mezclaba.
El pequeño sacerdote paseaba de un lado a otro de la habitación. Unió las manos
por la espalda. Con la cabeza baja, andaba lentamente mientras meditaba. Se sentó a
la mesa enfrente de Escobedo. El alcalde estaba sujetándose la cabeza con las manos
y no miraba a ningún sitio.
El sacerdote miró a través de la luz de la vela a Escobedo y sus ojos se
suavizaron.
—Sí, capitán, usted es un militar. Con su permiso, mientras sus rurales están
aquí, me gustaría hablar con ellos, en masa.
La petición y la suave voz sorprendieron a Escobedo.
—Vaya, cómo no, padre. Le concedo el permiso.
—Me gustaría hablarles —continuó el sacerdote, como si Escobedo no hubiera
hablado— de amor. Sé… —sacudió la mano ante el asentimiento de Escobedo— que
el amor solo es una palabra para ellos, y… —miró con expresión desgarradora a
Escobedo— para otros. Pero quiero mostrarles que no es solo una palabra. Es una ley
que, cuando se quebranta, se debe pagar el mayor de los castigos.
»Dios —dijo—, dio al hombre el sexo y con él, como con todos los regalos del
Señor, le dio capacidad de decidir cómo usarlo. La pasión del sexo es solo la entrada
que debe usarse para abrir el gran misterio del amor. Solo los lazos de unión
intangibles, capitán. Los lazos de amor, no los físicos. Y así pues, cada hombre puede
elegir. Puede reírse y bromear por ese instrumento. Puede convertirse en lo que
denominan un “sofisticado”. Puede animar y hacer de sus mujeres (sus mujeres, que
se le unirían gustosas en el misterio del amor) objetos para ser exhibidos como
animales. Puede simplificar el sexo y considerarlo un simple movimiento de tripas,
pero… —el sacerdote señaló con un dedo a Escobedo—, cuando se aparta de la luz
del amor, entra en el crepúsculo de lo material y el crepúsculo no dura mucho. Pronto
descubre que su pasión ya no se despierta con la vulgaridad. Se siente insatisfecho.
No se sacia con la sexualidad de nada que no sea un objeto sexual. No puede

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permanecer en ese crepúsculo y por lo tanto debe pasar a la noche del sadismo, de la
violación, del terror infligido en otros. Aquí recobra la potencia física que había
perdido. Pero en esta ocasión procede del terror y el dolor que causa, no del amor
compartido. Ha elegido lo contrario… la elección diabólica siempre a disposición del
hombre, sin satisfacción, solo el vacío, nunca saciado, sin fin. La violación, capitán,
no es un delito sexual, al igual que el cuchillo no es un delito de asesinato. El cuchillo
puede ser usado para cortar pan en la amorosa intimidad de la familia, o puede ser
usado para escupir terror y muerte por el alma sádica del que lo usa. El cuchillo solo
es un instrumento, como ocurre con el órgano del sexo.
»Dios, al dar al hombre el alma, también le da el libre albedrío para que se eleve
por encima de los animales con su amor; pero si el hombre lo rechaza, entonces no
puede permanecer en el nivel material del animal. No puede detener la degeneración
una vez que esta ha comenzado. Inevitablemente, abrazará el sadismo de El Diablo, y
así se convierte en algo inferior incluso a un animal. La rapacidad y la violencia
campan a sus anchas por nuestra tierra, mientras nosotros nos volvemos más
“sofisticados” y más “civilizados”, con esa dureza que consideramos “adulta”. Lo
intangible del sadismo es la respuesta de El Diablo a lo intangible del amor de Dios.
El violador no tiene demasiada potencia sexual, sino demasiado poca. La suya es un
alma perdida. Al perder el amor, lo ha perdido todo. ¡Por cada bendición que Dios
ofrece al hombre, también le ofrece la elección de transformar esa bendición en una
maldición!
La voz del padre se endureció. Sus ojos miraban acusadoramente a Escobedo, de
manera que Escobedo se vio forzado a bajar la mirada y examinar la punta de sus
botas.
—Las violaciones deben parar, capitán —dijo el sacerdote—, la violencia del
terror sobre esta gente debe cesar. El alma del hombre no puede vivir en un vacío sin
amor. Debe llenar ese vacío. Y por eso abraza la pasión del terror. Eso… —el
sacerdote se levantó con determinación—, es lo que les diría a sus rurales, y les
advertiría del peligro de sus devaneos con leyes que no comprenden al romperlas.
Se alejó del patio a zancadas, y parecía más alto de lo que era, más majestuoso
que lo que se esperaría de su sotana raída.
Durante el fugaz parpadeo de un segundo, el miedo invadió el corazón del
capitán Escobedo, pero solo durante un segundo. Era el vino.
El alcalde había levantado la cabeza y ahora miraba suplicante a Escobedo.
—Ya ve, capitán, la cooperación que tengo del padre. Mi autoridad es imposible
en esta tesitura, como ya ha visto.
—Comprendo —murmuró Escobedo, y con tono más jovial, animó al alcalde—.
Si coopera para que aumente mi autoridad, haré todo lo que esté en mis manos para
que el padre sea trasladado, quizás a un pueblo, donde puede enseñar a los indios a
hacer canastos. ¡Tal vez, juntos, podamos levantar este pueblo de sus cenizas!
Escobedo se marchó. Se sentía incómodo. De alguna manera, se sentía desnudo,

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desvestido por el padre. Advirtió que el padre no le bendijo al marcharse. Ni
tampoco él se lo pidió.
Ahora, mientras cerraba la puerta tras el sargento, se sacudió de la mente el
recuerdo del padre. Podría lidiar con el padre tal como lo hacía con todos los tipos
ingenuos como él.
Una vela solitaria iluminaba el cuarto, sacudiendo diminutas sombras que se
hacían enormes al danzar sobre las paredes.
Las dos mujeres indias papago (había elegido a esas sirvientas porque los papagos
odiaban a los apaches) habían bañado a la joven apache, la habían alimentado,
limpiado y perfumado. Ella había perdido casi totalmente el olor a animal apache.
Estaba echada en una esquina, atada y con el rostro vuelto hacia la pared.
Escobedo consultó el reloj. Le temblaba la mano: nueve y media. Quedaba
muchísimo tiempo para las once.
Tras sentarse en su camastro, se quitó las botas, la camisa, los pantalones y la
ropa interior. Y así se quedó de pie, totalmente desnudo, controlando los temblores
que le recorrían el cuerpo.
Sabía que la joven era virgen. Lo sabía porque no llevaba ninguna cinta en la
cabeza. Era la marca de los apaches. No entendía nada más, ya que no daba ningún
crédito a la posibilidad de que los apaches siguieran un código.
En realidad, el apache era muy estricto y su simple razonamiento era que la joven
que se deshonraba a sí misma jugando con el gran regalo de Usen no honraba al
hombre con el que se casaba. Era una norma que raras veces se quebrantaba, porque
las jóvenes apaches sabían lo que significaba una vida sin marido. Sería alimentada
por la tribu a la que perteneciera. Podía trabajar, sí. Podía continuar siendo el juguete
de hombres solteros, pero jamás encontraría un marido. Una viuda… sí, una viuda
podía volver a casarse con honor.
Escobedo no detectaba tal código en los animales llamados apaches. Ahora se
dirigió descalzo al rincón donde la joven yacía. En una mano llevaba el cuchillo largo
que había sacado del cinto. Cortó las correas que sujetaban los pies de la india y la
puso de pie tirando de la correa que le rodeaba el cuello. Ella lo miró con unos ojos
negros que ardían con odio. No había miedo en ellos.
—¿No tienes miedo, querida?, —susurró Escobedo con voz ronca en español—.
Veamos, entonces.
La condujo a la luz de la vela con las manos atadas a la espalda.
Lentamente, comenzó a deslizar el cuchillo entre sus pechos, cortando hacia
abajo, moviendo suavemente el filo y separando el ante. Siguió más abajo, hasta que
la falda también cayó abierta.
Salvajemente, tiró de la correa del cuello y bajó el cuchillo por la parte trasera de
su ropa. El vestido cayó y ella permaneció ante él, desnuda.
Era pequeña, apenas llegaba al metro y medio de altura; sus pequeñas y duras
tetas apuntaban hacia arriba; el vientre liso y firme y el trasero recio. Brillaba como

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el bronce a la luz de la luna y el cabello negro le caía por los hombros.
Una ligera tensión tiraba de los músculos del rostro ovalado de la india. Su mente
era incapaz de controlar ese músculo. Escobedo advirtió la tensión.
—¡Ahhhhhh! ¿Dudas, querida? Veamos.
Apoyó el cuchillo en el escritorio y echó a la joven hacia atrás sobre este. Con las
rodillas mantuvo bajadas las piernas de ella, con los dedos de los pies tocando el
suelo, y la tumbó hacia atrás empujándole la cara hasta que se dobló y arqueó la
espalda separándola de la superficie del escritorio. Solo su cabeza y hombros estaban
apoyados en un borde del escritorio y su pequeño trasero presionaba el borde
contrario.
Con una mano, Escobedo sujetaba la correa del cuello, y con la otra acarició el
vientre arqueado hasta rozar el vello púbico. Apenas había comenzado a crecer. La
respiración de Escobedo se hizo más profunda al confirmar la ternura de la joven
inmaculada.
Esta tenía las piernas cerradas con fuerza. Con una rodilla, las separó y sintió que
los músculos de las piernas de la india temblaban. Se colocó cuidadosamente frente a
su orificio virgen y entró en ella, lentamente, sintiendo la presión, las fuertes
contracciones, desconocidas, nuevas en el acto.
La miraba fijamente a los ojos, pero estos no cambiaron, ni un solo pestañeo. De
repente empujó penetrándola con tanta fuerza que gruñó con el esfuerzo.
El cuerpo de ella se arqueó aún más alto; su vientre estaba estirado y tenso,
arqueado sobre el espacio bajo su espalda. Sus piernas se sacudían descontroladas.
Sacó el miembro y el cuerpo de la joven cayó. Y luego volvió a empujar, con saña, y
observó el delgado cuerpo elevarse en un éxtasis de dolor; abajo… arriba… y aun así
ella no dejó escapar ni un solo grito, aunque las piernas se agitaban violentamente en
el aire. Y, sin embargo, sus ojos no cambiaron. Solo el cuerpo se sacudía,
levantándose y golpeando la superficie del escritorio. La sangre chorreaba de su
cuerpo. La suficiente para saciar hasta al más despiadado terrorista; pero Escobedo ya
se había adentrado más profundamente en la pasión por el terror. El sacerdote había
sentido (olido, como Chato) el sadismo de aquel hombre.
Se detuvo, jadeando con fuerza; el sudor brillaba sobre su cuerpo huesudo.
Inclinó la cara cerca de aquellos pequeños ojos estoicos. Todavía estaba muy
dentro de ella, y en un español muy lento y claro para que le entendiera, le dijo
suavemente:
—Me han dicho, querida, que hay una sensación, una experiencia que solo es
dada a unos pocos hombres. ¿Sabes cuál es, eh? Es la experiencia de estar dentro de
una virgen, como lo estoy yo ahora. Mientras ella muere, los estertores de muerte, las
contracciones, son inimaginables. ¿Te apetece que probemos esta experiencia,
pequeña querida? —la locura hizo que su susurro sonara más ronco.
Comenzó a apretar la correa alrededor de su garganta. Febrilmente, observó con
atención a la joven al tiempo que apretaba más y más fuerte. Los ojos comenzaron a

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salirse de sus órbitas. Él se sentía en su interior como un hierro retorciéndose entre
terciopelo. El rostro de la joven se puso azul. La lengua salió de la boca y perdió el
conocimiento.
La pasión finalmente había abandonado a Escobedo. El vientre de la india se
había soltado y le había llenado a él y al escritorio de excrementos. Escobedo dio un
paso atrás, exhausto y asqueado. Se sentía débil cuando se la quitó de encima y la
dejó caer al suelo, y solo durante unos segundos pudo resistir la visión de los restos.
Corrió al baño que había detrás de la oficina. Se limpió aún tembloroso. Se vistió
con el uniforme completo, teniendo cuidado de sacar brillo a las botas y de sacudirse
el polvo de las mangas.
Sentía debilidad en las piernas y no quiso mirar a la figura que yacía en el suelo
cuando pasó a su lado. Levanto la botella de tequila y bebió con avidez. Cuando abrió
la puerta, consultó el reloj: las diez cuarenta y cinco. Sería puntual a su cita con el
alcalde. Cuando caminó por la calle se sintió relajado y reconfortado por el tequila.
Al ver al sargento se paró junto a él.
—Vaya a mi oficina, limpie la carnicería… de la bestia. Envuélvala en unas
mantas. Puede colgarla fuera en la puerta oeste de Aldamano, mirando hacia la Sierra
Madre.
—Sí, capitán —respondió el sargento con gesto impasible.
Sabía lo que le esperaba. Había realizado esa labor en muchas ocasiones. Encogió
sus hombros bestiales y se preparó para aguantar la peste del trabajo.
Escobedo, a pesar de la brillantez de sus maniobras, a pesar de su ingenio para
planear, poseía un defecto que minaba la férrea solidez de sus ambiciones. Siempre
veía a aquellos que estaban por «debajo» de él como seres estúpidos, sin capacidad de
raciocinio, ni personalidad, ni honor. Y como le ocurría a ese tipo de hombres, jamás
era consciente de ese defecto; solo maldecía las crisis que se desarrollaban primero
aquí, luego allá, y que por supuesto finalmente lo destruirían.
Como el propio sargento reflexionó, el capitán había realizado un acto similar
muchas veces, pero jamás con una apache.
Que un apache adivine los pensamientos de uno por adelantado es malo… para
ese uno. Contarle a un apache tus pensamientos es algo muy, muy malo. Simplifica el
arte del doble pensamiento, que tan bien emplean los guerrilleros.
Escobedo se lo dijo a la joven en un español que podía entender. Le dijo que iba a
morir. Le dijo cómo iba a morir. Le dijo lo que esperaba sacar de ella con su muerte.
Durante generaciones, los apaches, criados como guerrilleros desde la niñez,
aceptaron vivir cabalgando sobre la delgada línea entre la vida y la muerte.
Automáticamente, la joven se movió en esa línea. No demasiado pronto.
Revelaría la farsa. Cinco segundos antes de que sus ojos se abrieran desorbitados por
la muerte, ella los desorbitó a voluntad. Tensó el cuello, y a tan solo tres segundos de
su muerte, la lengua salió disparada. En su vientre, ella le daba lo que él le pedía. El
dolor no importaba. Movió el músculo a pesar del dolor, cada vez con más fuerza,

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contrayéndolo en un sanguinolento abrazo, deslizando los músculos tensos… y de esa
manera drenó la pasión en él.
Todo apache estaba familiarizado con la muerte y la descarga del vientre que se
producía, y por eso ella la forzó, asqueando a Escobedo. Pero cuando él la lanzó al
suelo, su mano escondida tras la espalda sostenía el mango del cuchillo con tanta
fuerza que hubiera sido imposible arrebatárselo.
Mientras Escobedo se lavaba y vestía, ella inhaló pequeñas bocanadas de aire,
solo el suficiente para sobrevivir, lo mismo que cuando comió las sobras en el
camino. Disciplina incluso cuando boqueaba para sobrevivir; solo la suficiente para
apartarse de la oscura línea de la muerte.
Ahora, con la habitación vacía, el cuchillo cortó sin dificultad las correas de sus
muñecas. Se llevó una mano a la garganta y aflojó la correa. Una enorme franja, azul
y gruesa como una soga, le rodeaba el cuello. No pensaba en ello. Todos sus
pensamientos estaban centrados en la supervivencia y el doble pensamiento del
guerrillero. Escobedo enviaría enseguida a alguien para llevársela. Se tumbó boca
arriba como estaba antes, con las manos detrás de la espalda.
El sargento abrió la puerta de par en par y la cerró. Atravesó la estancia y bordeó
el escritorio. Al ver la escena, maldijo en voz baja.
—¡Excrementos! ¡Siempre excrementos! Preferiría limpiar las porquerizas —
gruñó para sí mismo mientras le daba la espalda a la india. Cogió una manta, la
extendió en el suelo y se acercó a ella para arrastrarla.
Se inclinó para agarrarla del pelo acercándose a la cara de la joven. La mano de
esta salió disparada como la cabeza de una serpiente. La punta del cuchillo penetró
por la garganta, tan violentamente que fracturó la cervical en la base del cráneo del
sargento. Su cerebro no tuvo tiempo de registrar la acción mortal. Solo la miró
inexpresivamente mientras caía sobre ella.
Con las pocas fuerzas que le quedaban, se quitó de encima el cuerpo del hombre.
A gatas, lo hizo rodar y lo escondió bajo el camastro de Escobedo.
Intentó levantarse, pero se le doblaron las piernas. Se arrastró haciendo fuerza con
los brazos hasta el borde del escritorio; sopló la vela y gateó hasta la puerta trasera de
los aposentos de Escobedo.
Ahora, sus rodillas se combaron. Se estiró desesperadamente hacia arriba y
levantó el pasador de la puerta, lo sujetó mientras se deslizaba a través de ella y la
cerró.
Sus rodillas ya no aguantaban más su peso. Con los codos se arrastró hasta la
pared, pasó por la parte trasera del cuartel y avanzó por el muro de la cárcel. Fue ahí
cuando la oscuridad se apoderó de la tenaz voluntad de la apache. Se quedó
inconsciente tirada junto al muro de la cárcel. El cuchillo, fuertemente apretado,
seguía en su mano.

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Capítulo 12

Josey se levantó tras estudiar la luna tumbado y se dirigió a la maleza. Inspeccionó


aquí y allá cortando con el cuchillo algunas ramas en las zonas más frondosas del
mezquite. En pocos minutos regresó y se sentó, afilando las ramas y los maderos.
Cuando hubo acabado, tenía cuatro palos, cada uno de ellos de un metro y medio
de largo.
—Un poco blandos. Aquí no crece nada recio como en el condado montañoso de
Tennessee.
—¿Para qué son? —preguntó Pablo.
—Pensé que me vendrían bien unos bastones para cuando pasee por los
alrededores de Aldamano —dijo.
Pablo le miró perplejo, pero no le preguntó. ¿Bastones?
Chato había estado durmiendo respirando agitadamente y moviendo el pecho
espasmódicamente. Había masticado el tasajo todo lo que pudo y se durmió. Ahora el
dolor y la charla lo despertaron.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó Josey, arrodillándose junto a su cabeza—.
¿Notas dolor en el estómago?
—No lo sé, Josey —dijo Chato de todo corazón—, me duele todo el cuerpo, el
pecho, la barriga; me duelen incluso las uñas de los dedos de los pies —puso los ojos
en blanco—. Josey, antes de dejar a Escobedo, como muestra de la bondad de su
corazón, me dio dos botellas de tequila. Una para mí y otra para Pancho. Están en las
alforjas. Quizás, usadas como medicina, serían de ayuda.
Josey se dirigió al caballo y llevó las botellas. Una la colocó en la alforja del
Morgan gris de Chato; la otra la destapó y se la pasó al vaquero.
—Bebe un poco de agua de fuego, por Dios. Sabremos muy rápido si tienes algo
en el estómago; es decir, si no te deja insensible desde la cabeza hacia abajo.
Chato levantó la botella y bebió. Se lamió los labios débilmente y sonrió.
—Es bueno, buena medicina; ya me siento mejor —volvió a empinar la botella y
la sostuvo en alto un buen rato antes de bajarla—. ¡Por Dios! Es asombroso. Me
siento como si pudiera comerme un caballo. Estoy listo para Aldamano —el
entusiasmo embargó el corazón de Chato—. ¿Sabes, Josey?, mientras salía
cabalgando del pueblo, vi a la señorita más bonita que jamás haya visto… cuando
esto acabe… tenemos que volver a Aldamano —apoyó la cabeza en la manta y miró
al cielo con una sonrisa lasciva—. ¡Sí! ¡Debemos regresar!
—Regresaremos —le aseguró Josey en voz baja.
—Sí —susurró Pablo, que estaba arrodillado junto a la cabeza de Chato—,
regresaremos.
—Bueno —susurró Chato.
Su rostro se veía blanco en la penumbra y las líneas de dolor tiraban de su

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mandíbula. Parecía viejo.
Josey se desabrochó el cinturón y soltó el pesado revólver del 44. Lo colgó del
cuerno de la silla de su caballo. Se agachó, recogió los palos y tomó las riendas del
ruano y el pinto.
—Supongo —comentó despreocupadamente—, que será mejor que me vaya.
—Yo también voy —dijo Chato.
Intentó levantarse y forcejeó para apoyarse sobre los codos, pero se derrumbó
sobre un costado.
—Túmbalo sobre una manta, Pablo —dijo Josey con tono grave. Pablo, tirando y
empujando los hombros de Chato, lo tumbó—. Regresaré directamente, con Ten Spot
—dijo Josey—, pero si escucháis disparos, y no me refiero a un disparo de algún
rural borracho, me refiero a todo un tiroteo, fuego rápido, tú Pablo sube a ese
mexicano loco a su caballo como puedas y dirigios directamente hacia el norte. ¿Me
oyes?
—Sí, te oigo, Josey.
Débilmente desde la manta, Chato habló.
—No saldremos corriendo, Josey… si te persiguen, condúcelos hacia aquí. Les
tenderemos una emboscada… les dispararemos desde la maleza… les dispararemos
como a perros…
—Yo tampoco —dijo Pablo.
Josey se volvió hacia ellos con una mirada malévola.
—Escuchadme, malditos seáis; si me meto en una pelea, yo solo saldré de ella.
¡No pienso andar preocupándome por un vaquero babeante y un granjero con un solo
brazo! Podéis quedaros aquí tumbados y pudriros, no me importa un pimiento.
¿Entendéis?
—Sí… entiendo —susurró Chato.
Josey se adentró por los arbustos tirando de los caballos y desapareció en la
oscuridad.
—¿En realidad piensa lo que ha dicho? —preguntó Pablo a Chato.
Chato sonrió.
—Josey Wales piensa lo que hace, no lo que dice. Josey Wales —continuó con
una nota de orgullo en su susurro— se enfrentaría de pie ante una estampida de
ganado si nosotros estuviéramos tumbados en medio. Le gusta decir que no se
preocupa.
—¿Y tú… también tú te enfrentarías? —preguntó Pablo.
—Yo me enfrentaría —dijo Chato y, a continuación, cayó en una dichosa
oscuridad.
No resultaba ningún misterio para Chato y Pablo el porqué de las asombrosas
dotes de Josey Wales para saber la hora de noche. Durante más de ocho años en la
Guerra de la frontera de Misuri, la mayor parte del tiempo cabalgaba y desempeñaba
su «trabajo» de noche.

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Y, así como el granjero trabaja de día y mira al sol y sabe la hora en pocos
minutos, Josey Wales podía hacer lo mismo con las estrellas y la luna. Conocía los
cielos nocturnos tan bien como cualquier marinero, y mejor que ellos para sus
propósitos. Conocía el ritmo de los movimientos allá arriba.
Le sobraba algo de tiempo, así que paseó un rato, unas dos millas según sus
cálculos. El paseo le serviría para estirar las piernas y aún le sobraría tiempo; así
podría contar con la ventaja de no revelar su silueta a caballo por encima de las copas
de los arbustos de mezquite.
Ató la cuerda del pinto al cuerno de la silla del ruano. Los caballos avanzaron en
fila de uno, en lugar de los dos juntos. Era mejor para moverse por la maleza
frondosa, disminuía la anchura del espacio y reducía el blanco a una fina línea negra
para cualquiera que viniera de frente.
Tanto cuidado hasta en los detalles más pequeños era un acto reflejo, un instinto
en Josey Wales. Al principio, había aprendido mucho de su capitán, el audaz
guerrillero Bill Anderson el Sanguinario. Pero el ingenio propio de los habitantes de
las montañas de Tennessee había añadido el refinamiento que Bill el Sanguinario
hubiera deseado poseer.
El viento nocturno disminuyó hasta convertirse en un susurro entre el mezquite y
la salvia, aullando débilmente sobre las espinas de los cactus y las piteras de las
yucas. Aquí y allá una serpiente, de caza nocturna, se deslizaba por la arena.
Josey se acercó a Aldamano, atento a los sonidos, a su ritmo, y memorizando el
camino de regreso.
Dio un amplio rodeo por el norte, siguiendo el muro de Aldamano. La cárcel
estaba en el extremo oeste del pueblo y mientras bordeaba el muro prestó atención a
todos los sonidos. No escuchó ninguno. Bien, si estaban durmiendo una borrachera.
Mal, si no era así.
Se encogió de hombros. Después de medianoche era un buen momento para casi
cualquier cosa. Todos estarían o bien borrachos, o adormilados, o dormidos. Y eso
era una ventaja.
En una ocasión, recordaba ahora, había mencionado en broma a Bill el
Sanguinario que ojalá los bancos donde se guardaban las nóminas del ejército yanqui
estuvieran abiertos hasta la medianoche. Lo haría todo muchísimo más fácil, en lugar
de tener que enfrentarse a pleno sol a todos los tipos que hubiera por el lugar, bien
despiertos y preparados. Bill respondió que cuando ganaran, se nombraría a sí mismo
gobernador y aprobaría una ley especial para que los bancos permanecieran abiertos
hasta la medianoche. Solo para Josey Wales. Josey se rio al recordarlo.
Debía de estar haciéndose viejo para empezar a recordar esa clase de cosas. De
todas formas, Bill cayó con una pistola humeante en cada mano antes de que la
contienda se decidiera a favor de uno u otro bando… así que daba igual.
Ahora se encontraba al noroeste del pueblo. Había examinado el muro mientras
avanzaba. Ningún guardia en el muro; probablemente, temían las flechas apaches.

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Comenzó a desviar sus pasos hacia el pueblo.
Parecía que las antorchas brillaban un poco menos, había más sombras. No podía
ver la calle. Ahora se encontraba en el extremo oeste. Respiró profundamente y se
aproximó a los edificios. Estaba a unas cincuenta yardas del muro, divisó el edificio
bajo y alargado de la prisión, tal como Chato se lo había descrito. Ató los caballos
firmemente a un mezquite. Colgó el sombrero en el cuerno de la silla y, tras
agacharse, avanzó a una media carrera y se acuclilló brevemente en el suelo, se
levantó de nuevo y volvió a correr agachado. Y así alcanzó el muro.
Ni siquiera los ojos penetrantes de Josey Wales los detectaron. En varias
ocasiones pasó a tan solo tres pies de distancia de los apaches. Estos le dejaron pasar.
Cualquier hombre que se moviera como él en el pueblo de Aldamano no podía tener
en mente nada bueno para Aldamano, y eso era bueno para los apaches.
El muro tan solo medía cuatro pies de alto, de adobe blanco. Levantó la cabeza
con precaución. Estaba a medio camino de la prisión. Se agachó y corrió más allá.
Lentamente, volvió a levantarse. Estaba al final. Vio la pesada puerta de roble y al
guardia apoyado en la pared con el sombrero inclinado sobre el rostro. Josey se sentó
y colocó los palos a un lado. Aún no era medianoche. Esperaría, paciente como un
indio.
En algún lugar del pueblo podía oír débiles conversaciones, pero estaban muy
lejos y no llegaba a entenderlas.
Tras un largo rato, escuchó algo.
—Buenas noches, compadre.
Debía de ser el nuevo guardia, cargado de vinagre. El que le respondió farfulló
con voz cansada.
—Nada.
Eso es todo lo que Josey escuchó. Eso, según Chato, significaba «nada». Josey
los observó por encima del muro; el guardia fuera de servicio se alejó arrastrando los
pies y desapareció. Aun así, esperó.
Cuando un guardia empezaba su turno, normalmente empezaba alerta y se movía
de un lado a otro vigilando atentamente, pero poco después, solo un poco, la
monotonía era la ventaja. Josey Wales observó al guardia haciendo la ronda y dando
puntapiés al suelo. En una ocasión caminó hacia el muro, en dirección a Josey, pero
se giró y volvió sobre sus pasos de regreso a la puerta de la prisión. Ahora Josey lo
vigiló atentamente, como un científico observando un bicho.
El guardia bostezó, se apoyó en la pared y dejó el rifle apoyado junto a él. Josey
cogió los palos y, silencioso como una sombra, rodó pegado al muro; permaneció allí
tumbado y siguió observando. Estuvo vigilando cinco minutos, diez. El guardia no se
movió.
Sigilosamente, Josey cogió dos palos y sacó el cuchillo cheroqui que llevaba en la
bota. Avanzó con los palos bajo las axilas, con la cabeza agachada y la mirada hacia
arriba y dirigida al guardia. Avanzó un poco más. Estaba a tan solo cinco yardas

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cuando el guardia levantó la mirada, alarmado.
—¿Qué es esto? —miró curiosamente al hombre tambaleante, desarmado, que se
apoyaba en dos palos, obviamente herido.
Se adelantó unos pasos dejando su rifle atrás, para echar un vistazo a aquella
víctima cabizbaja y desamparada, a una yarda de distancia, y entonces Josey Wales
saltó. El cuchillo se deslizó hacia arriba por debajo de las costillas y la hoja hundida
hasta la empuñadura. Al tiempo que hundía el cuchillo, tapó la boca sorprendida del
guardia con la mano abierta. Permanecieron así durante unos segundos, como
estatuas silenciosas.
El terror asomaba a los ojos del rural, que devolvía la mirada a los despiadados
ojos de Josey Wales. Murió derrumbándose sobre Josey sin emitir ni un solo sonido.
Gruñendo ligeramente, Josey lo empujó hacia la pared, junto a la puerta. Colocó
los palos bajo las axilas y apoyó al guardia contra la pared.
Entonces regresó a las sombras de la prisión. Desde la esquina podía ver la calle
principal. No había nadie a la vista. Los rurales habían apostado la mayor parte de la
vigilancia alrededor de los caballos y las mulas, presas muy codiciadas por los
ladrones apaches.
A mitad de camino por la pared de la prisión, vio al otro guardia apoyado en la
pared. Cuando estaba a punto de acercarse a él de la misma guisa, su mirada errante
detectó la figura y se quedó petrificado.
Había un rural apostado en uno de los tejados, quieto como un poste, vigilante.
Josey examinó los tejados y vio otro más en otro de los tejados de la calle. Se sentó
de nuevo entre las sombras. Cuando sacara a Ten Spot iba a necesitar tiempo… debía
tenerlo. El guardia apoyado en la pared se movería en cualquier momento y daría la
voz de alarma. Ese guardia debía ser eliminado… pero ¿cómo? Cortó un trozo de
tabaco con el cuchillo ensangrentado y lo masticó lentamente, agachado entre las
sombras, y reflexionó sobre la maldita situación.
—Bien —murmuró tras mascar el tabaco el tiempo correspondiente—. Parece
que se me han agotado los trucos y que la única manera va a ser la más simple.
Se irguió. Cogió el sombrero de la cabeza del guardia muerto, se lo encasquetó
sobre la frente y asomó la cabeza por la esquina.
A continuación, se dijo a sí mismo: qué, o cómo, voy a atraer la atención del hijo
de perra. No puedo decir simplemente: «eh, ven aquí, hijo de perra». Recordó
entonces las despreocupadas y osadas maneras de Chato, y a continuación, asomando
de nuevo la cabeza por la esquina, dijo en voz baja: «Eh», y perezosamente agitó el
brazo haciendo señas al guardia para que se acercara.
El «eh» era tan despreocupado y el brazo tan perezoso que obviamente no se
trataba de una emergencia. El guardia ni siquiera cogió su rifle. Se acercó a la pared.
Cuando llegó a la esquina, Josey Wales simplemente le agarró por detrás y con el
cuchillo lo degolló con un corte tan profundo y brutal que a punto estuvo de separar
la cabeza del cuello.

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Lo arrastró junto a la puerta, con el otro rural muerto. Rápidamente les registró
los bolsillos. No había llave. Los cacheó; en la espalda del guardia apoyado en la
pared encontró la llave colgada del cinturón. De un tirón soltó la llave.
Era una llave grande, oxidada, y cuando giró el cerrojo este chirrió al abrir la
puerta.
El olor mohoso a tierra húmeda y paja putrefacta le golpeó en la cara. Bajó los
escalones de piedra. No se escuchaba ningún sonido. Probó con un susurro.
—¡Ten Spot! ¿Estás ahí?
Desde la oscuridad en el rincón más apartado, le respondió una débil risotada.
—Estoy aquí mismo, Josey.
Josey corrió sobre la paja y lo encontró con las manos atadas a la espalda y los
pies atados.
Cortó las correas con el cuchillo.
—¿Cómo supiste que era yo? —preguntó al tahúr.
Ten Spot respondió irónicamente.
—Bueno, cuando hiciste la pregunta, me dije: vaya, Ten Spot, esa es una manera
de hablar demasiado típica de las montañas de Tennessee como para que la pronuncie
un rural, y me dije, solo conozco a un hombre lo suficientemente loco para venir…
—Cierra el pico —gruñó Josey—. Tenemos que irnos.
Cuando Josey le ayudó a ponerse de pie, Ten Spot se tambaleó y cayó. Josey lo
arrastró a la pared y lo llevó hasta la puerta. Se detuvo y miró fuera con cautela.
—Creo que puedo mantenerme en pie —susurró Ten Spot.
Con sumo cuidado, Josey lo apoyó contra la pared. Lo sostuvo un momento y
luego lo soltó. Ten Spot permaneció de pie. Miró a Josey mientras este traía dos palos
más y apoyaba al segundo guardia muerto en la pared. Josey se movía rápidamente,
sin hacer ningún ruido, excepto el gruñido que lanzó a Ten Spot:
—Haz algo útil y coge las pistolas de los guardias. Lo más probable es que las
necesitemos.
Ten Spot avanzó tambaleante hacia los guardias. Se estremeció ante la visión; el
cuello degollado del guarda parecía una boca monstruosa. Una sonrisa amplia
babeando sangre. Se forzó a desatar el pesado cinturón del que colgaba la pistola
enfundada.
Josey desató el cinturón del segundo guardia.
—Vámonos —dijo, y sujetando a Ten Spot por el brazo, se movieron por la
pared. Fue entonces cuando vieron a la joven apache.
Josey se arrodilló. Estaba desnuda, cubierta de sangre. Le palpó el corazón.
—Está viva.
Ten Spot bajó la mirada.
—También era prisionera. Escobedo le ha hecho esto. No sé cómo ha llegado
hasta aquí.
Josey Wales vaciló durante unos segundos; se inclinó, levantó a la joven y se la

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echó sobre el hombro. Empujó a Ten Spot hacia el muro bajo. Tuvo que ayudar al
tahúr a llegar hasta allí, y le sorprendió la debilidad y cuerpo esquelético de este.
Luego recogió a la joven.
Corrieron hacia la maleza. Josey tumbó a la joven sobre su silla de montar y
luego empujó a Ten Spot sobre la grupa del pinto. Saltó a horcajadas sobre el ruano,
pero no partieron a la carrera. Avanzaron lentamente al paso hacia las sombras del
ondulante mezquite y así se alejaron de Aldamano.
Josey los guio sin aumentar el ritmo a través de los arbustos enrevesados. Ten
Spot se tambaleaba sobre la silla; una barba negra y enmarañada le cubría el rostro,
un rostro casi cadavérico. Todavía llevaba puesta la levita negra, pero no llevaba
camisa.
Josey silbó y Pablo le respondió. Mientras cabalgaban hacia el pequeño claro,
Josey hizo una seña a Pablo para que sujetara a la chica.
—Los desechos del capitán Escobedo —fue su única explicación.
La bajó al suelo. Con su único brazo, Pablo la colocó con delicadeza sobre una
sábana. Cubrió el cuerpo desnudo con otra manta. Josey ayudó a Ten Spot a bajarse
de la silla y el tahúr se sentó. Miró a Chato, que todavía dormía.
—¿Qué le ocurre a Chato? —preguntó.
—Escobedo le disparó por la espalda —dijo Josey.
Permaneció de pie durante un buen rato, con el sombrero echado hacia atrás y
apartado de su rostro marcado.
—Maldita sea, hemos montado un hospital aquí en medio de ninguna parte.
Era la reacción típica de Josey Wales ante el desastre.
No era un idiota. Sabía que la situación no se prestaba al humor. En lo más hondo
de territorio enemigo, los jinetes vendrían tras ellos, buenos jinetes procedentes del
este y del oeste. Jinetes que conocían el territorio. Jinetes que matarían.
La banda de Josey Wales estaba formada por el granjero Pablo, el tahúr Ten Spot,
Chato gravemente herido y la joven apache. No era una banda muy apropiada para
ganar distancia de sus perseguidores. Las posibilidades que tenían en una apuesta no
atraería ni a los jugadores más arriesgados.
Pero Josey Wales había aprendido las tácticas de la guerrilla en la Guerra de la
Frontera; las situaciones desastrosas eran el pan nuestro de cada día; no se pedía
piedad, ni se ofrecía piedad. También había aprendido que el líder levantaba los
ánimos de aquellos que le seguían, les levantaba la moral con mentiras optimistas, o
inventando planes en medio del desastre, o con un sarcasmo avinagrado en un valle
de desesperanza. Era un luchador visceral, simple y llanamente. Y luchaba para
sacárselo de dentro. Sabía que el luchador progresaba gracias a la cantidad de lucha y
espíritu que hubiera en él, no por los lamentos de su difícil situación, ni por lo mucho
que pensara en su funesto destino. Así era Josey Wales.
Se quedó de pie junto a ellos durante unos segundos, observando aquel
campamento de débiles y heridos. Se acercó a zancadas a las alforjas de los caballos,

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les colocó morrales de grano y regresó con cantimploras y comida.
Tras lanzar un redondo de tasajo y dos panecillos ácimos a los pies de Ten Spot,
dijo:
—Comienza a masticar y a tragar. Te dará retortijones, pero sigue comiendo.
Tienes que ponerte fuerte. Necesitamos todo lo que nos puedas dar.
Ten Spot comenzó a masticar. Al principio le entraron arcadas y estuvo a punto de
vomitar, pero la dura mirada de Josey Wales estaba clavada en él. Ten Spot se lo
tragó.
Lanzó una cantimplora a los pies de Pablo, y junto a esta una camisa que había
cogido del petate.
—Límpiala —le ordenó, señalando a la joven.
—¿Toda entera? —preguntó Pablo tímidamente.
—Toda entera, desde los dedos de las uñas de los pies hasta la cabeza —dijo
Josey sombríamente.
Con tímido nerviosismo, Pablo retiró la sábana que cubría a la joven inconsciente.
Humedeció la camisa con el agua de la cantimplora y limpió la sangre. Mientras lo
hacía le hablaba en voz baja en español con el tono de un amable plantador de maíz,
compasivo, tranquilizador, como disculpándose, mientras le limpiaba entre y a lo
largo de las piernas.
Ella recobró la consciencia, pero como era la costumbre de los apaches, mantuvo
los ojos entornados, primero para averiguar en manos de quién había caído y, si fuera
necesario, sacar ventaja de haber recobrado la consciencia sin conocimiento de sus
enemigos. En la mano seguía sujetando el largo cuchillo.
Vio al hombre de ojos claros Ten Spot, que también había estado prisionero.
Ahora estaba libre y comía. Escuchó las palabras suaves y tranquilizadoras de Pablo
mientras limpiaba su cuerpo con una ternura que jamás antes había sentido. Miró y
escuchó durante un largo rato.
De repente, levantó el cuchillo, lo lanzó hacia arriba con gesto experto haciendo
que diera una vuelta en el aire y se lo ofreció con el mango por delante al sorprendido
Pablo. Este no sabía, y seguía sin saber, lo cerca que había estado de la muerte.
Pablo sacudió la cabeza.
—No —susurró, y sonrió.
Ella debía guardarse el cuchillo.
De pie, Josey Wales observaba Aldamano. No se detectaba actividad que pudiera
ver por el catalejo. Se la jugó. En cualquier momento, los guardias podrían ser
descubiertos, pero debía conseguir que su banda estuviera en el mejor estado posible
para cabalgar.
Cavó un «horno de forajido» en el suelo, rompió unas cuantas ramitas secas y
encendió un fuego. Vertió agua de la cantimplora en una taza de latón, metió dentro
unos trozos de tasajo y lo puso a hervir. Preparó otra taza. Cuando hubo hervido y
sacado la sustancia de la ternera en ambas tazas, las tocó ligeramente con tequila y

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luego pasó una a Ten Spot. La otra se la llevó a Chato, que dormía.
Arrodillado, levantó con ternura la cabeza del vaquero y lo sacudió para
despertarle. Mientras Chato protestaba débilmente por el caliente líquido, él se lo dio
a beber.
—¡Traga! ¡O te meto un golpe en la cabeza con la culata de mi revólver!
Estaban perdiendo unos minutos valiosos, quince, treinta, pero no serviría de nada
salir corriendo alocadamente a caballo. Su gente se derrumbaría a tan solo quince
millas.
Le hizo una seña a Pablo para que cogiera las tazas y el tasajo de ternera y se
preparara un caldo para él y para la joven india. Pero ella ya estaba arrastrándose con
los codos hacia las cantimploras; vertió agua en las tazas y añadió unos trozos de
ternera. No podía andar, ni gatear. La enorme hinchazón en su entrepierna hacía que
sus piernas se quedaran abiertas y rígidas como unas muletas. No daba señales de
sentir ningún dolor.
Josey la miró fugazmente.
—¡Dios Santo! —dijo en voz baja.
—Su nombre —dijo Pablo—, me lo ha dicho, es En-lo-e. Sabe que Escobedo
vendrá. Dice que ella ayudará, y cuando no pueda más se esconderá en la maleza para
no retrasarnos —Pablo miró con expresión suplicante a Josey—. Ella no nos
retrasará.
—No —respondió Josey en voz baja—, no nos retrasará. Aguantará.
Josey había enderezado a Chato hasta sentarlo, destapó las vendas ensangrentadas
y examinó los agujeros descarnados en su pecho y espalda. Ten Spot estaba sentado,
masticando, sintiendo arcadas y tragando.
Josey estaba agachado entre ellos.
—¡Mirad! —dijo—, y escuchad, en especial tú, Chato, que eras el que ibas
pavoneándote diciendo que conoces este territorio como la palma de tu mano.
Dibujó un círculo. Colocó un palo perpendicular al suelo en el lado este del
círculo, otro al oeste. Trazó una línea de uno a otro.
Señalando el palo del este, dijo:
—Eso de ahí es Coyamo, sesenta millas al este. Esto de aquí —dijo, y señaló el
palo al oeste—, es Aldamano. Nosotros estamos justo aquí, en este punto al oeste.
Se levantó durante unos segundos, echó una mirada por el catalejo a Aldamano.
Sin hacer ningún comentario sobre lo que había visto, volvió a agacharse.
—Esos cuarenta rurales todavía no han llegado a Coyamo —dijo, mascando un
trozo de tabaco lentamente—. Tenemos una hora antes de que lleguen allí, eso si
cabalgan a marchas forzadas; luego tienen una batalla de cuatro horas, tal vez dos…
esos bandidos son duros de pelar. Antes de que se enteren de que maté a Pancho
Morino —hizo una pausa, escuchó a Pablo susurrando en español a En-lo-e lo que
estaba diciendo—, eso nos da dos, tal vez tres horas antes de que descubran de qué va
todo.

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—¡Espera! —Chato se rio débilmente—, espera a que Valdez descubra quién era
el mensajero. ¡Por Dios! Me gustaría ver su cara.
—Pues acabarás viéndola si no te callas —dijo Josey secamente; con una
estudiada concentración, empezó a hablar de nuevo—: Luego está Valdez, que tardará
unas cinco horas desde allí. Cabalgará como un demonio hacia aquí para informar a
Escobedo. Con eso calculo… que son unas siete, tal vez ocho horas por lo que
respecta a Valdez… haciendo ese cálculo…
—Suena a que les sacamos mucha ventaja, entonces —interrumpió Ten Spot
entre arcada y mascada.
—No les sacamos mucha ventaja —dijo Josey—. El primer problema no vendrá
de Valdez. Como mucho, tenemos… —hizo una pausa mirando al cielo— tres horas
hasta que alguien encuentre a esos guardias muertos. Nuestro primer problema
vendrá de aquí mismo, justo donde tenemos sentadas nuestras posaderas.
Escupió a las brasas calientes. Estas crepitaron e inundaron el aire con un olor
rancio a tabaco.
—Digamos —dijo, contemplando otra vez el cielo— que Escobedo tarda treinta
minutos en averiguar todo el engaño, teniendo en cuenta que es un astuto hijo de
perra. Entonces enviará rastreadores para que peinen los alrededores en busca de
nuestro rastro. Eso les llevará una hora. Encontrarán el rastro. Eso son ya cuatro
horas, descontando los treinta minutos. Escobedo enviará a todos los hombres de los
que disponga a encontrar nuestro rastro. Enviará a un hombre para que vaya al
encuentro de Valdez y le informe de que debe dirigirse al noroeste para interceptar
nuestra huida y que luego se unirá a él en la persecución… es decir… —Josey hizo
una pausa que no presagiaba nada bueno—, si es que no nos han atrapado ya para
entonces.
—¿Y si cabalgamos hacia el norte? —preguntó Ten Spot.
—Bueno —dijo Josey—. Lo que sí está claro es que no podemos viajar hacia el
este, o al oeste, a menos que queráis ir al sur a conocer Ciudad de México arrastrando
detrás de nosotros a un par de miles de rurales de camino. Debemos dirigirnos al
norte.
Chato se inclinó hacia delante, gruñó dolorido y con el dedo dibujó una línea
inclinada en el polvo.
—Si vamos directos hacia el norte —dijo—, por ahí baja el Río Grande del
norte… hacia el sureste. Directos al norte… permaneceremos eternamente en
México. En algún lugar debemos girar hacia el noreste, de manera que nos toparemos
con la curva del río cuando este se adentra en México. Nos ahorraremos unas
sesenta… setenta millas hasta la frontera.
Josey examinó la línea.
—Es la primera vez —dijo en voz baja— que he escuchado algo con sentido de
esa cabezota de vaquero que tienes. Nos dirigimos al norte, unas cuarenta o cincuenta
millas; encontramos un buen lugar con suficientes rocas, un terreno irregular;

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entonces, viramos hacia el noreste.
—Recuerda, Josey —dijo Chato débilmente—, cuando llegue el momento…
—Lo recuerdo, recuerdo todo sobre tu maldito adelanto salarial —gruñó Josey.
Chato se rio y gruñó dolorido.
—Una vez más, antes de que partamos, Josey… un poco de la… medicina sería
de ayuda.
Josey destapó la botella de tequila. Chato tragó el ardiente licor. Cuando bajó la
botella, Ten Spot alargó la mano y se la quitó.
—Necesito un trago de eso. Tengo un nudo en el estómago.
Empinó la botella y bebió.
—Recuerda —dijo Chato ávidamente, se le trababa la lengua—, esa botella de la
que bebemos es la de Pancho; la mía es para mí, la de la alforja.
—Todos nos aseguraremos de acordarnos de eso —dijo Josey secamente—,
mientras estamos aquí y bebemos. Cuando el señor Escobedo aparezca, le
recordaremos también a él que no debe tocar la botella de Chato.
Volvió a ponerse de pie con el catalejo y vigiló Aldamano.
—Es hora de partir —dijo rápidamente.
Ayudó al vacilante Chato a subir a su Morgan gris y le metió los pies en los
estribos. Ten Spot montó en el pinto sin necesitar ayuda. El color había vuelto a su
cara y se sentía más fuerte.
Mientras hablaban, Josey miró con curiosidad a En-lo-e cuando esta se arrastró
hasta un arbusto de mezquite. Lo cortó por la base con el cuchillo. Luego habló con
Pablo y él le llevó la cuerda que colgaba del cuerno de su silla.
Ató un extremo de la cuerda al arbusto. Pablo, con torpeza pero también con
ternura, la sentó en su caballo, no a horcajadas sino de lado. Él montó detrás de ella
sobre el grullo y, sujetándola con la parte interior del codo al tiempo que tiraba de las
riendas, mantuvo el caballo quieto esperando a que Josey montara.
Josey echó una última mirada a Aldamano. Todo parecía tranquilo. Saltó sobre el
ruano y encabezó la marcha, tirando de las riendas del caballo de Chato, que se
bamboleaba sobre la silla. Detrás le seguía Ten Spot y cerrando la marcha iba Pablo
con la joven apache. Pablo la había vestido con su camisa de peón. Esta colgaba de su
pequeño cuerpo como un poncho vaporoso hasta las rodillas.
Josey echó la vista atrás. La joven había cogido las riendas del caballo de Pablo.
Con su único brazo, Pablo la sujetaba. Josey advirtió que ella no había dejado caer al
suelo el arbusto que había cortado para cubrir las huellas. Sabía lo que ella iba a
hacer. Esperaría hasta que hubieran cabalgado lo suficiente hacia el norte, donde se
desviarían al noreste, quizás en algún barranco rocoso, una quebrada con paredes de
pizarra. Josey Wales encontraría el lugar donde desviarse.
Porque la india sabía que Escobedo encontraría ese campamento. Escobedo sabía
que no podían salir de allí volando, así que seguiría el rastro; pero en cuanto giraran
hacia las rocas, si es que podían llegar allí, en dirección noreste, ella dejaría caer el

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matorral tras ellos.
Los jinetes de Escobedo tardarían una hora, tal vez dos, en cabalgar hacia el
norte, dando rodeos para seguir el rastro, antes de advertir que el arbusto había
borrado la ruta.
Josey Wales sintió ternura por aquella joven apache. Una guerrillera nata. Había
dado con la ventaja.
Y a través de la oscuridad previa al amanecer, cabalgaron lentamente al paso. Un
ritmo penoso que descontaba minutos de su huida. Ahora los minutos contaban, como
gotas de sangre, para una banda tullida, debilitada y herida, cuyas posibilidades de
llegar al Río Grande eran mínimas.
Josey Wales podría haberlo hecho solo fácilmente, Pablo quizás. El pensamiento
ni se les pasó por la mente. El lazo de lealtad era más fuerte que la vida. Y que la
muerte.

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Capítulo 13

¡Cuántas veces la vida de un hombre se halla determinada por decisiones


insignificantes!
Cuando Josey Wales rescató a Ten Spot y a la joven apache En-lo-e, empujó a
Ten Spot por encima del muro de Aldamano en primer lugar antes de saltar él y, al
hacerlo, salvó su propia vida.
Cuando se arrimó al muro con En-lo-e, los guerreros apaches, que le vigilaban,
habían decidido matarlo y llevarse a la chica. Pero Na-ko-la tocó el brazo de su líder.
—Ese al que ha rescatado es el señor Hijo de Perra, y también va a salvar a
nuestra hermana.
Así pues, retrocedieron en la oscuridad de la maleza y observaron.
Cuando los rurales salieron al galope de Coyamo, Na-ko-la lo había escuchado
desde su tumba en la mazmorra. Todo estaba en silencio y levantó la cabeza. La
puerta estaba abierta. Solo tenía que levantarse y escabullirse por la puerta hacia el
desierto.
Desnudo, corrió trazando un semicírculo y, tras descubrir las pisadas de su banda,
se encontró con ellos a mitad de camino de Aldamano. Él les habló de Hijo de Perra y
cómo le había ayudado a salvarse, incluso cuando los mexicanos lo apalearon y le
patearon; cómo se reía y guardó silencio acerca del escondite de Na-ko-la a sus pies.
Amigo o enemigo, el apache nunca se olvidaba. El líder hizo una seña a dos
guerreros para que siguieran a Josey Wales. Una hora más tarde, regresaron con
noticias: el tierno cuidado de En-lo-e a manos de Pablo, los planes de la pequeña
banda liderada por Josey Wales, la dirección norte que habían tomado. El líder gruñó.
No dijo nada.
Eran una partida grande, para ser apaches. Una partida de apaches, la mayoría de
las veces, estaba compuesta por cinco hombres. Incluso dos guerreros apaches eran
capaces de sembrar el terror por el territorio. Esa partida contaba con veintidós
guerreros.
No eran una partida de asalto, ni una partida de caza. Una partida de asalto
buscaba caballos, mulas, ganado y solo mataba cuando era necesario. Esta era una
partida de sangre. Estos eran los esposos, padres, hijos y hermanos de las mujeres y
niños asesinados, masacrados y despojados de sus cabelleras por los rurales de
Escobedo. Su misión no era cazar. Sangre por sangre. Ese era el código de los
apaches.
El código había sido heredado (cien, doscientos años, en un tiempo tan distante en
el oscuro pasado que no lo sabían) de padre a hijo, de madre a hija.
La gran Nación Española se trasladó a las Américas con sus Conquistadores,
maestros en el arte de la guerra, nacidos, criados y curtidos en doscientos años de
guerra. Destruyeron el poderoso Imperio Inca en cuestión de meses. Los incas, que

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poseían un sistema económico y judicial comparable al de Roma, con un comercio y
una economía saneada, con carreteras pavimentadas en las que podían cabalgar diez
caballos juntos durante miles de millas.
Los conquistadores lo machacaron todo con su acero en pocos meses y
convirtieron a los incas en peones, peones que murieron a miles, a cientos de miles.
Los soldados y sacerdotes españoles apilaron valiosísimos documentos y obras de
arte en montones tan grandes como ciudades y los quemaron, convirtiendo en un
misterio el nacimiento del Imperio Inca, destruyendo el conocimiento, los templos,
los orígenes, todo.
Con ellos se trajeron el avanzado estado de barbarie que nuestros historiadores
llaman «civilización». Forzaron a los peones a pagar un tributo al dios colgado de una
cruz que representaba al dolor y la muerte, y el peón obedeció, sintiendo lástima por
aquel dios, pero secretamente aferrándose a su pasado, a los dioses que no
amenazaban con el fuego y la tortura eterna.
En el norte, el pie de acero llegó y destruyó a los mayas, los zapotecos y,
finalmente (como irrefutable prueba definitiva de que el conquistador era
inconquistable), al majestuoso Imperio Azteca.
Violaciones, pillajes para sacar oro y plata, torturas para sonsacar información de
las víctimas y hacerse con el metal escondido; esclavitud, la instauración del sistema
del político-sacerdote para crear una burocracia gigantesca del Estado y la Iglesia.
Y los indios murieron.
Murieron en las minas de plata, esclavizados en los campos, en las mazmorras, en
los cepos. Los indios pasaban hambre con míseras raciones de comida y murieron
miles de ellos cuando las enfermedades, que atacaban los cuerpos débiles como
gusanos, segaron sus vidas, como la guadaña siega innumerables tallos de trigo.
Aprendieron la lección. Para sobrevivir, aprendieron a recluirse en sí mismos, a
tocarse la frente para mostrar obediencia a sus amos, a doblar la rodilla en humilde
sumisión, a convertirse en un peón silencioso y «estúpido». Fueron cristianizados,
conquistados. Su herencia y su cultura, su historia y religión, sus logros y creatividad,
habían quedado destruidos para siempre, aplastados hasta el punto de no poder ser
resucitados.
Los señores de la guerra y la barbarie civilizada avanzaron al norte. Ni el Imperio
Azteca, ni el Inca, ni ninguna otra civilización les paró los pies. Incluso conquistaron
la jungla, y aquí no había jungla. Pero sus planes quedaron tan solo en el papel. El pie
de acero tropezó, y luego se paró. Los señores de la guerra encontraron a los apaches.
Ya no podían avanzar más por el norte.
Los apaches inventaron una nueva forma de guerra, una guerra que convertía en
torpes y frustrados novatos a los grandes conquistadores y sus descendientes. La
guerrilla.
Al principio, los apaches acogieron a los españoles con los brazos abiertos, como
habían hecho todos los indios de México. Iban a las pequeñas poblaciones que se

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estaban formando por el norte. Comerciaban. Los sacerdotes les hablaban de su dios,
y de que debían pagar un tributo. Los políticos les dieron mescal, y mientras estaban
borrachos, los masacraron a ellos, a sus mujeres y a sus niños. Los capturados fueron
torturados y esclavizados. Los apaches retrocedieron.
Dejaron de atender sus campos de maíz. Regresar a ellos para cosecharlos
significaba acabar emboscados por los soldados españoles. Se alejaron aún más
encerrándose en la mística de sus padres, en Usen y la Madre Tierra, y alejaron a sus
gentes, llevándolas de regreso a las Montañas Madre, la Sierra Madre.
Esta extendía su cordillera adentrándose profundamente en Nuevo México y
Arizona. Se hundía en México unas dos mil millas, con cien millas de anchura y
miles de millas de Sus hijos. Las rutas de los apaches transitaban por pasajes secretos
por los que no podían pasar caballos. Se decía que en lo alto y más profundo de Su
seno albergaba unos bellos y fértiles valles secretos con agua y hierba, pero ningún
español los había visto. Entrar en la Sierra Madre del oeste era la muerte. Nadie la
había atravesado jamás. Solo los apaches.
Los historiadores blancos intentaron clasificar las tribus apaches: los chiricahuas,
los mescaleros, los tontos, los membrenos. Pero se confundían, porque los apaches
eran los creadores de la primera regla de la guerra de guerrilla, más tarde estudiada en
las escuelas militares «civilizadas» sin otorgar ningún mérito a los apaches. Se
dividían en pequeñas bandas dentro de las tribus principales: los apaches nedni, los
bedonkohes, los warm springs… tantos. La confusión pervive hoy en día.
Pequeñas bandas se unían para guerrear y cazar y luego se separaban tras la
operación y se reagrupaban en pequeñas rancherías o poblados indios.
Si eran atacados por una fuerza superior, huían en todas direcciones,
confundiendo así al atacante, pero siempre sabían el lugar designado para
reagruparse, así como un segundo punto de encuentro, o incluso un tercero.
Jamás acometían un asalto frontal. Nunca empleaban los heroicos gestos de
enfrentarse a la muerte; huye… corre… escóndete. Piensa como el atacante;
paciencia, espera, golpea cuando esté adormecido, en desventaja. Golpea sus flancos,
la retaguardia… corre.
El doble pensamiento: primero tus pensamientos, luego los pensamientos del
enemigo: lo que está pensando, sus hábitos, su manera de vivir, sus traiciones; luego
regresa a tus propios planes teniendo en cuenta la mentalidad y los planes del
enemigo.
Muévete. Cambia siempre la ubicación de las rancherías. Es difícil planear
campañas contra un blanco en constante movimiento, y casi imposible de atrapar.
Seguían recolectando las bayas de enebro en las cimas de las montañas, las
machacaban y amasaban rollos dulces; recolectaban bellotas, las pelaban y las
preparaban en guisos. Pero ahora la comida principal provenía de los asaltos. Ya no
podían cultivar. Un campo de cultivo era algo estable, que no podía ser movido. Era
una trampa mortal.

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Solo los apaches obtuvieron tributos de los españoles, que habían forzado a
millones de indios a exprimir sus vidas para pagar los tributos a la burocracia
española y la Iglesia. Solo los apaches.
Y así las generaciones fueron criadas desde el primer paso de cada niño; la forma
de vida era la guerrilla.
El guerrero apache podía correr setenta millas al día y aguantar cinco días sin
comer. Cuando bebía de un pozo y saciaba su sed, se llenaba la boca con agua y tras
horas de correr, la tragaba.
Y así podía aguantar otras cincuenta millas más sin que se le hinchara la lengua.
Nunca acampaba junto a un pozo, lo hacía alejado de ellos; los enemigos siempre
se acercaban a los pozos. Nunca buscaba la sombra de un árbol en las llanuras, o un
arbusto lo suficientemente grande para ocultar a un hombre. Elige el arbusto que sea
solo lo suficientemente grande para un conejo, habla con el arbusto, ama al arbusto;
forma parte del arbusto, y él formará parte de ti. Los mexicanos y los ojos azules
entonces no te verán. Y así era.
Cuando divisaban soldados patrullando las llanuras, enviaban guerreros de
avanzadilla. En una hora, un apache asustado saltaba y corría trescientas yardas por
delante de los soldados; y ellos, a caballo, le daban alcance, zigzagueando, en la
llanura abierta donde no podía haber ninguna emboscada. Pero cuando casi le habían
dado alcance con sus lanzas, los apaches se levantaban de sus tumbas vivientes en la
tierra, tiraban a los soldados de sus caballos y los mataban. Emboscaban donde no
podía haber una emboscada.
Así pues, las vastas tierras del norte permanecían desocupadas: Texas, Arizona,
Nuevo México, Nevada. En California solo pudieron establecerse asentamientos por
la costa, donde los barcos podían evitar a los apaches. Y ese vasto territorio caería
como fruta madura en manos de los Estados Unidos, los ojos azules que se
trasladaron allí.
A los apaches no se les atribuye ningún mérito en los libros de historia de los
Estados Unidos por detener el avance de los españoles hacia el norte. No se le da
ninguna relevancia al escribir sobre ello.
Recibieron a los ojos azules con amistad. Estos los invitaron a una fiesta y
envenenaron la comida con estricnina, ocasionando la muerte agónica de los apaches.
El viejo Mangas Coloradas, Jefe de la banda de Warm Springs, buscaba la paz y fue
capturado bajo la bandera blanca, torturado con hierros candentes por soldados de los
Estados Unidos y asesinado con las manos atadas en la espalda. El oficial al mando
recibió un ascenso.
Ahora los apaches luchaban en dos frentes. Los gobiernos de los Estados Unidos
y México se pusieron de acuerdo: «eliminar» al apache, ya fuera hombre, mujer o
niño, como postulaban los Sheridan y los Sherman. Pero ahora, uno de esos frentes
avanzaba sobre los apaches. El ejército de los Estados Unidos.
El ejército de los Estados Unidos, tan traicionero como los oficiales ambiciosos

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sedientos de victorias y ascensos, o los políticos ávidos por embellecer sus historiales
ayudando al avance de la «civilización». Tan traicionero como los editores de
periódicos que clamaban por más tropas a instancias de hombres ávidos por el oro
amarillo. Tan traicionero como los hombres que vendían munición y suministros al
ejército, y por ello necesitaban perpetuar la «guerra». Los apaches habían
experimentado todo ese tipo de traiciones antes.
Aunque resonaban las palabras de oradores en las salas civilizadas de sus
parlamentos esgrimiendo la sagrada causa de la «libertad»; aunque los plumillas, con
frases profundas y emotivas, escribían acerca de esta causa de toda la humanidad…
eran los apaches, durante generaciones, los que habían vivido en la fina línea de la
muerte, corriendo, escondiéndose, luchando, asaltando, moviéndose; los que habían
luchado solo, tan solo, por «libertad». ¡La libertad de no estar sometido al gobierno!
La libertad de no pagar tributos, ni impuestos, ni estar sometido a regulaciones, a los
burócratas parásitos… la burocracia inevitable que vaciaba al hombre de su yo
espiritual y lo ataba, pudriendo su alma con la ambición por el dinero, el prestigio, el
poder; todas las corrientes turbulentas e infiernos que el hombre mueve por encima
de la Madre Tierra.
Los apaches, años después, no merecerían ni un solo pie de página en los libros
de historia por esta causa. Quedarían marcados como los «renegados asesinos». Los
apaches no tendrían voz en las páginas de la historia.
Ahora la banda de apaches que estaba en las afueras de Aldamano se acercó a su
líder. No le preguntaron nada. Simplemente esperaron a que él tomara una decisión.
Su esposa e hijo habían escapado de la carnicería, pero aun así había decidido ser el
líder.
Durante casi diez años, había sido el principal líder de guerra. Hace diez años,
regresó a la ranchería de su banda y se encontró una carnicería. Allí encontró a su
primera esposa, su esbelta, bella y frágil Alope, violada tantas veces que su órgano
femenino estaba irreconocible; un enorme bulto que sobresalía hacia fuera. Le habían
cortado sus diminutos pechos y se los habían metido en la boca. También encontró a
sus tres hijos que, con las barrigas rebanadas con sables de soldados españoles, se
habían arrastrado por la tierra y habían esparcido sus entrañas por las rocas. Murieron
al llegar junto al cuerpo de su madre.
Él los amaba profundamente, como amaba un apache, sin reproches. Quemó todo
lo que había pertenecido a ellos. Se dirigió al río y se hundió en sus aguas y el
misticismo que había sentido en su niñez creció en su interior.
Vagó por el desierto y creció con los espíritus, hacia las montañas, y se dice que
se le vio bailando con los «gans» de las montañas, los espíritus.
Su amor sin tacha se convirtió en un diamante sin tacha de puro odio, tan puro
como el amor que lo engendró.
Se sabía que podía hablar con el lobo y el coyote. Que el mezquite le susurraba
sus secretos en el viento. En más de una ocasión había salvado a partidas enteras de

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guerra de los soldados.
En una ocasión, atrapados en la llanura abierta, él y diez guerreros se vieron
rodeados por doscientos soldados. Él se volvió hacia la ligera brisa que cantaba entre
los matorrales. En voz baja, comenzó a cantar su canción de viento. La brisa aumentó
a una ráfaga de viento; cuanto más cantaba, más fuerte se hacía el viento; hasta que el
viento enfurecido sacudió el desierto con una ventisca, cegando a los soldados. Todos
los apaches escaparon con vida. Lo hizo en más de una ocasión. Ellos lo sabían. Lo
habían visto. Su palabra nunca era cuestionada en el sendero de sangre.
Ahora se apartó de sus guerreros. Sabía que sus hombres querían atacar
Aldamano. Era como una baya de enebro ante ellos, lista para ser comida. Regresó a
la maleza y se sentó a solas.
Primero se sentó mirando al este y cantó en voz baja, luego al sur, al oeste y al
norte. Estuvo sentado durante un buen rato. Después se levantó lentamente y regresó
con sus hombres.
No iban a atacar Aldamano. Había visto más allá, dos o tres días. Los llevaría a
ese lugar de encuentro. Bostezó una vez, y otra y otra vez más.
Los hombres blancos siempre deletrearían mal su nombre. No serían capaces de
captar la suave y fluida habla de los apaches. Algunos escribirían que se llamaba Go-
Klah-ye, otros, Go-yak-la. El nombre significaba «El que Bosteza». Lo había
aprendido hacía mucho tiempo: el bostezo le ayudaba a poner su mente alerta, a
prepararla para las visiones.
Hizo una seña a tres guerreros para que se acercaran y les dio instrucciones. Se
marcharon sigilosamente. Él se quedó agachado a solas y esperó, un hombre de baja
estatura y fuerte osamenta, con ojos negros ardientes.
La historia no sabría cómo «clasificar» su estatus apache. Él no era un jefe. No
detentaba ninguna posición oficial. No era un chamán medicina. Pero la historia del
hombre blanco no permite ninguna distinción para lo místico, lo espiritual. Lo
tacharían simplemente de renegado asesino. Se maravillarían ante su poder y se
mostrarían confusos. Pero nunca errarían al deletrear el nombre que le otorgaron los
mexicanos. Él era Gerónimo.
En silencio, los apaches se acuclillaron. Se les había acabado la comida y
esperaron a los tres guerreros. Estos regresaron tirando de una mula.
Como fantasmas, se habían escabullido entre los rurales. Con tiras de cuero,
ataron las patas de la mula dejándola avanzar a un paso corto. Con otra tira, le
bajaron la cabeza.
Una mula avanzando lentamente y con la cabeza agachada está obviamente
pastando. Mientras avanza torpemente, parándose aquí y allá, no atrae la atención.
Pacientemente, la movieron en las sombras y la alejaron de los rurales con tanta
facilidad como un tahúr de embarcación fluvial esconde una carta debajo de la baraja.
Condujeron la mula una milla hacia el norte y allí la descuartizaron. Cada uno
cortó los trozos que deseaba en tiras para guardárselos en el morral. Comieron. Luego

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se levantaron sin mediar palabra y siguieron a su líder, Gerónimo, con la misma
carrera arrastrada y rítmica, hacia el noreste, la misma dirección en la que avanzaba
la pequeña banda de Josey Wales.
El suave roce de sus mocasines, el leve gruñido de sus gargantas, producían una
vibración en el viento. Algunos rancheros habrían reconocido el sonido. En ocasiones
se escuchaba y se le llamaba el viento de muerte.

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Capítulo 14

El ritmo era lento. En la oscuridad, Josey volvió la cabeza para observar el paso del
caballo gris que montaba Chato. Su paso era largo y suave. Y sobrepasaba la
velocidad, ligeramente, del paso largo y suave de su ruano. Casi al trote. Un trote
traqueteante desgarraría la descarnada herida que atravesaba el cuerpo de Chato. Se
desangraría por dentro. Y moriría.
Josey calculó que avanzaban a un paso de cuatro o tal vez cinco millas por hora.
Observó el cielo y calculó el tiempo. Una hora, dos, tres horas, y el viento arreció en
la oscuridad, un viento de mañana que soplaba con más fuerza antes de que naciera el
día. Pronto amanecería.
La luz se hizo a su derecha, borrando las estrellas, y el sol explotó, ardiendo sobre
el borde de la llanura. Frente a él, Josey pudo ver olas de bajo e interminable
mezquite. La llanura.
Se giró sin detenerse e intentó mirar atrás hacia Aldamano, pero no pudo verlo en
la superficie plana. Como mucho, tenían una hora antes de que los rurales de
Escobedo circundaran el pueblo y encontraran su rastro. Escobedo enviaría al
mensajero al encuentro de Valdez para que informara a Valdez de que debía dirigirse
al noroeste y encontrarse con él de camino al norte.
Cortó un trozo de tabaco y mascó lentamente. Calculando por lo alto, esto les
daría unas veinticinco millas de ventaja antes de que Escobedo siguiera su rastro.
Estaría hecho una furia por haberle desbaratado sus planes. Pondría a sus rurales a
cabalgar como si les persiguiera el mismísimo demonio. Josey Wales mascó y
reflexionó. Estaban en una situación difícil. Escupió y dio de pleno en la cabeza de un
lagarto que descansaba bajo la sombra de un cactus.
En una ocasión giró la cabeza y gruñó a Chato:
—Por Dios, qué agradable es cabalgar sin escuchar tu gran bocaza parloteando.
Chato, con la cabeza agachada y el sombrero colgando sobre el cuello del caballo,
alzó la mirada. Le supuso un esfuerzo. La cabeza se tambaleaba, pero unos dientes
blancos brillaron tras una débil sonrisa.
—Sí —susurró—, no te preocupes por mí, Josey. Puedo cabalgar.
El sombrero volvió a caer y también su cabeza.
—No me preocupo por ti —dijo Josey—. Es que tu maldito disparo en la barriga
está mejorando tus maneras, es lo único que digo.
El sol subió más alto, y más ardiente. Ten Spot se tambaleaba levemente en la
silla. Sus ojos grises permanecían clavados en la espalda de Chato.
Tres horas, calculó Josey. Tres horas y Escobedo estaría sobre ellos. Examinó la
llanura que se extendía frente a él… plana, ni un solo lugar donde esconderse. Sin
aflojar el paso, sacó el catalejo de la bolsa y buscó ahora cualquier cosa, un cerro, o
incluso una roca de buen tamaño, por Dios. No había nada. El mezquite ondeaba al

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viento, los cactus, el ocotillo y la hierba.
El sol ya había sobrepasado el mediodía. Cada quince minutos, Josey levantaba el
catalejo y examinaba la pradera. Durante una hora. Y luego lo divisó… una fina y
temblorosa línea a la derecha, una quebrada poco profunda que se abría desde el norte
y moría en la llanura. Dirigió los caballos hacia la quebrada.
Entonces, miró atrás con el catalejo. Al principio no vio nada, pero luego apareció
una nube de polvo, una enorme nube que se hacía más grande y se movía rápido.
—Escobedo —susurró para sus adentros.
El sol avanzó otra hora hacia el oeste cuando llegaron a la quebrada. Detuvo los
caballos. Era decepcionante.
Estrecha, sus paredes hechas de gravilla y rocas pequeñas, tan poco profunda que
apenas cubría la cabeza de un hombre montado a caballo en el lecho arenoso.
Serpenteaba y giraba hacia el norte, una escorrentía de la escasa agua que caía en
chaparrones. Josey les condujo a la zanja, porque eso es lo que realmente era, una
zanja que surcaba la pradera.
—Podemos atrincherarnos aquí, Josey —dijo Chato.
—Atrincherarnos, demonios —respondió Josey—. Ellos se replegarán y
dispararán al blanco, nos rodearán y esperarán a Valdez. Con sesenta rurales, nos
reventarán aquí sobre estas rocas.
Pablo y la joven hicieron ademán de desmontar.
—Todo el mundo que se quede en el caballo —dijo Josey—. Sacad el tasajo y
comed mientras os digo…
—Y la botella de Pancho —interrumpió Chato—. Todavía está medio llena. Mi
botella…
—Lo sé —le cortó Josey—, tú y tu reserva.
Ten Spot sacó la botella, la de Pancho, de su alforja. Estaba medio llena. La
levantó y dio un buen trago, tras lo cual se la pasó a Chato. El vaquero dio unos
buenos tragos, bajó la botella y se lamió los labios.
—Bueno.
Pablo sacudió la cabeza. Había probado el tequila antes y no encontró nada bueno
en él. Comieron tasajo.
—Por lo que se ve —dijo Josey mascando lentamente— las cosas están de la
siguiente manera: los caballos necesitan agua, y grano.
Chato, revivió brevemente por el tequila y señaló al noreste.
—A unas veinte, o tal vez treinta millas, hay una hacienda grande. Nosotros…
—De acuerdo —dijo Josey—, esto es lo que haréis. Pablo, dame tu sombrero —
Pablo se quitó el sombrero y se lo pasó a Josey—. Quiero todas las mantas, y
necesitaré tu abrigo, Ten Spot.
El tahúr no hizo ninguna pregunta. Se quitó el abrigo y se quedó medio desnudo
bajo el sol.
—Veamos —dijo Josey, y a continuación desmontó y enrolló las mantas detrás de

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su silla—, todos vosotros esperaréis aquí mismo. Cuando oigáis a Escobedo y sus
hombres cabalgando, esperad quince o veinte minutos, y luego dirigios al noreste.
Pablo, tú dile a la india todo lo que estoy diciendo. Que ella os guíe; los apaches
saben cómo hacerlo. Ten Spot, tú cuida a Chato; sujeta su caballo y no avances al
trote o Chato morirá.
—Ni un solo trote, Josey —le aseguró Ten Spot rotundamente—, aunque nos
pisen los talones.
—Veamos —Josey cortó tabaco y mascó—, ata la cuerda al caballo de Chato.
Déjalo que arrastre el matorral detrás de ti, tal vez sea de ayuda; pero arrástralo
lentamente, sin levantar polvo. Cuando lleguéis a la haisienda —entornó los ojos
para protegerse del sol—, ya será de noche. Esperad en la maleza, unas tres horas. Si
no he llegado allí en cuatro horas, lo más probable es que no llegue nunca. Entrad y
aprovechad las posibilidades que tengáis.
Se dirigió a un lado de la quebrada y con el cuchillo largo cortó tres ramas
pesadas de mezquite. Se acercó al ruano y cogió la cuerda del cuerno de la silla. Ató
un extremo al montón de mezquite que había cortado; el otro lo ató con fuerza
alrededor del cuerno de su silla. Cuando hubo terminado, se acercó a Chato, levantó
su camisa e inspeccionó las vendas y las heridas. Estaban sangrando.
—¿Qué haces, Josey? —preguntó Chato.
Josey escupió sobre una roca.
—Big Red y yo vamos a dar una vuelta —miró al sol—. Cabalgaremos una hora,
dos horas, directamente al norte. Big Red y yo cabalgaremos tan rápido que la nube
de polvo les hará creer que estamos muertos de miedo y hemos salido a la carrera en
una última huida. El señor Escobedo creerá que nos tiene localizados. Después de eso
—suspiró Josey—, bueno, se hará de noche. Ellos no pueden seguir el rastro en la
oscuridad. Big Red y yo os encontraremos en algún momento esta noche en la
haisienda.
No mencionó lo que todos sabían. Al tirar del pesado mezquite, ¿podría aguantar
el ruano una hora? ¿Dos horas? Si pisaba un agujero, o se rompía una pata, o
tropezaba, Josey Wales estaría acabado.
Era una huida a todo galope. Todos y cada uno de ellos lo sabían. Incluso la joven
india; porque, en voz baja, Pablo se lo había dicho en español.
Iban a recibir una vida nueva, una noche de ventaja. Una oportunidad para aquella
pequeña banda de débiles y heridos cuando ya estaba todo perdido.
Josey estrechó la mano de Chato. El tequila y el temperamento emotivo del
vaquero hicieron que las lágrimas corrieran sin vergüenza por su rostro.
—Esto —susurró con la voz rota—, esto… Josey… no debería pasar, no
deberíamos separarnos, nosotros…
—Cállate, vaquero borracho. Me alegro de no tener que verte la cara.
Ten Spot no dijo nada. Tomó con fuerza la mano de Josey. Pablo sujetó su mano
un buen rato y rezó en silencio. En-lo-e se inclinó desde la silla de montar para

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tocarle cuando pasó a su lado.
Josey saltó en el ruano y partió de la quebrada. En la parte alta, sacó el catalejo y
ahora pudo ver claramente a los rurales. Calculó que eran unos treinta, tal vez a unos
veinte minutos de camino.
Volvió a guardar el catalejo en la alforja, cortó un trozo de tabaco y se lo metió en
la boca.
—¡Vaya con Dios! —la voz de Pablo flotó desde el fondo de la quebrada.
—Lo mismo os digo —respondió Josey Wales. Se bajó el sombrero—. De
acuerdo, Big Red —gruñó—. ¡Veamos si todavía tienes lo que hay que tener!
El gran ruano saltó tirando de la enorme bola de mezquite. Se estiró partiendo a la
carrera y echó las orejas hacia atrás hasta pegarlas totalmente. Y es que a Big Red,
como a Josey Wales, no le gustaba que le creyeran débil.
Ten Spot se había arrastrado hasta la parte alta de la quebrada.
—¡Por Dios! —exclamó—, esa nube de polvo parece de un ejército corriendo
hacia la frontera.
Miró hacia atrás y pudo ver a los rurales acercándose y ahora gritando triunfales;
¡por fin habían saltado como conejos en campo abierto!
Mientras cabalgaba, Josey guio al ruano con sus rodillas, intentando mantenerse
en campo abierto. Acortó la cuerda y acercó el mezquite casi hasta los talones del
caballo; así podía controlarlo mejor y evitar que se enredara con la maleza.
Ahora, a intervalos, levantaba el mezquite del suelo, creando volutas de polvo en
lugar de una columna recta. Cada vez que levantaba el mezquite, este daba unos
segundos de descanso al ruano… una ventaja mínima.
Los caballos de los rurales retumbaban cada vez más cerca de la quebrada y
tronaron al pasar donde la pequeña banda se escondía tumbada sobre los caballos.
Algunos de los soldados habían desenfundado los rifles y disparaban a Josey. Luego,
como un trueno retumbando por encima de la pradera y desapareciendo con un tenue
tamborileo, el sonido de los caballos se apagó.
Pablo y la joven india encabezaron la marcha; Ten Spot, tirando del caballo de
Chato, les siguió; salieron de la quebrada en dirección noreste alejándose de la
persecución, avanzando lentamente y en silencio contra el viento. Sus pensamientos
estaban puestos en la desesperada persecución hacia el norte. Todos sabían que esa
galopada les estaba salvando la vida.
Pablo rezaba por el bandido de la cicatriz en la cara, Josey Wales. Incluso aunque
fuera cierto, como decían los sacerdotes, que el bandido no tenía alma, les pidió a los
Santos y a Dios que guiaran los pies del ruano para que no se tropezara y no cayera.
Con los ojos entornados de cara al sol, Josey Wales conducía al gran caballo por
el terreno presionando primero la rodilla izquierda y luego la derecha. El ruano
respondió como un felino.
Fue una carrera de treinta minutos y el ruano iba perdiendo terreno lentamente.
Los rurales, excitados por saltar sobre su presa, cargaban a muerte. Poco a poco

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fueron acortando distancia. Pero no pudieron aguantarlo. Big Red había estado
andando todo el día. Los caballos de los rurales y Escobedo ya habían cabalgado a
todo galope. También estaba la cuestión del enorme corazón y la férrea voluntad del
ruano. Los rurales comenzaron a perderse en la lejanía.
Una hora más tarde se habían quedado muy atrás, forzados a aflojar la marcha
para no reventar sus monturas. Josey aminoró también la marcha y avanzó a un
galope lento. No quería separarse mucho de ellos, ni tampoco quería agotar al caballo
bajo sus piernas. Ya salía espuma del bocado y el sudor empapaba la manta de la
silla. Redujo la marcha aún más. Siempre mantuvo la quebrada a su derecha
siguiendo el serpenteo de esta hacia el norte.
El sol bajó en el cielo y perdió ardor, al tiempo que coloreaba la pradera de un
rojo sangriento a través de la polvorienta bruma, y luego desapareció tras los picos
irregulares de la Sierra Madre. El crepúsculo llegó. Y con él el viento nocturno. Josey
detuvo al ruano.
Muy lejos a sus espaldas, seguían persiguiéndole a un paso lento; pero Escobedo,
Josey estaba seguro, los obligaría a seguir. Enganchó una pierna relajadamente sobre
el cuerno de la silla. Estaba cubierto de polvo. Cortó tabaco y comenzó a mascar
lentamente.
—Veamos, Big Red —dijo al caballo jadeante—, pensarán que estamos
desfondados, porque ellos lo están. Tienen que pensar que intentaremos parar y
escondernos en la oscuridad… que es lo único que podemos hacer con nuestros
caballos destrozados. Para cuando lleguen donde se supone que vamos a acampar,
será noche cerrada.
Pisando el estribo con el pie, condujo al caballo hacia la quebrada poco profunda
y subió por el otro lado. A unas diez yardas, ató el caballo a un mezquite, llenó un
morral con grano y lo colgó de la boca del animal.
—Será mejor que te llenes del todo, es lo último que nos queda —recordó al
caballo.
Josey se movió rápidamente, sacó las mantas, el sombrero, el abrigo de Ten Spot
que había guardado detrás de su silla. Bajó a la quebrada. Envolvió un arbusto de
mezquite con el abrigo y le colocó el sombrero encima. Dio un paso atrás y admiró su
obra.
—Perfecto —opinó en voz baja.
Cogió las mantas, cortó pequeños mezquites y los enrolló en ellas: eran figuras
embozadas y llenas de bultos que dormían en el suelo. Cortó un palo largo y, tras
apoyarlo en el mezquite que sujetaba el sombrero y el abrigo, se echó hacia atrás
admirado.
—Que me aspen si no pareces haber estado haciendo la guardia, aunque al final te
has desplomado en tierra dormido, pobre diablo.
Se agachó y encendió una hoguera y lanzó algunos trozos de tasajo en esta
invadiendo el aire con el olor a carne quemada. Apagó el fuego a pisotones.

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—El olor los atraerá, pero si hay una hoguera encendida pensarán que es una
trampa…
Hablaba animadamente consigo mismo mientras trabajaba.
El crepúsculo se cerró. La estrella más brillante apareció en el cielo. Corrió a su
caballo. Recogió la cuerda, desató el mezquite y la enrolló alrededor del cuerno.
Montó en el ruano, volvió a cruzar la quebrada y cabalgó en dirección a las tropas de
Escobedo, giró a unas cien yardas y regresó, bajó por el campamento que había
improvisado; y así hizo una y otra vez, marcando la tierra, y luego por el lado opuesto
desapareció entre la maleza.
Para cualquier fuera de la ley esto hubiera bastado. Lo más probable es que los
rurales, incapaces de seguir el rastro en la oscuridad, simplemente montaran
campamento para pasar la noche, esperando a retomar el rastro. Pero Josey Wales no
era un fuera de la ley cualquiera, era un guerrillero-guerrero. Existía la remota
posibilidad de que rodearan el campamento y lo examinaran detenidamente; tal vez
llevaran con ellos un indio que descubriera las huellas del ruano dirigiéndose al este.
Josey Wales tenía intención de eliminar todas estas pistas.
Caminó tirando del caballo unas cien yardas hacia el sur, en la dirección por la
que vendrían los rurales, pero en la orilla opuesta de la quebrada.
Tras atar al ruano al amparo de la maleza, sacó los dos 44 de las fundas de la silla
de montar y regresó a la quebrada. Eligió un lugar en el mismo borde bajo un arbusto
y se tumbó boca abajo apoyado en los codos y con los dos 44 amartillados.
Uno podía imaginar lo que harían los estúpidos militares. Cuando descubrieran el
campamento, enviarían soldados a los flancos para rodearlo. Cruzarían la quebrada
hasta unas cien yardas al norte del campamento y, calculándolo desde donde él
estaba, unas cien yardas hacia el sur. Si Josey se hubiera tumbado justo enfrente del
campamento, se habría quedado atrapado dentro del círculo, algo elemental para un
forajido experimentado como Josey Wales.
Permaneció atento. El gajo lunar se había ensanchado y arrojaba una luz
fantasmal sobre la pradera, transformando la arena del lecho de la quebrada en una
tenue cinta blanca. El viento trajo consigo el distante aullido del lobo y el gañido del
coyote.
Ahora los oía. Caballos cansados que arrastraban los cascos en el polvo, el crujido
del cuero. Cabalgaban ahora por el borde de la quebrada. Pensarían que, siendo el
único lugar donde esconderse, había alguna posibilidad de que su presa intentara
volver sobre sus pasos. Se acercaban y el sonido pesado de los cascos de los caballos
iba en aumento.
Casi enfrente de él, al otro lado de la quebrada, escuchó una suave exclamación
en español. Sonrió maliciosamente. No era coincidencia que se hubiera tumbado en el
mismo límite del olor a ternera quemada. Todos los sonidos cesaron.
Aguzó el oído y prestó atención a los susurros mientras los hombres desmontaban
para avanzar sigilosamente por la quebrada. Pasaron diez minutos, un caballo pateó el

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suelo, quince minutos. Los exploradores regresaron.
Hablaban en susurros. Detectó que un gran número de ellos avanzaban
sigilosamente por un lateral de la quebrada, esos serían los hombres que se iban a
apostar al otro lado del campamento, por encima de la quebrada, y los que iban a
atacar por ese lado.
Estos que seguían frente a él les dieron tiempo antes de moverse. Otros quince
minutos, veinte, y Josey aguzó la vista. Una figura bajaba por la ribera contraria,
inclinado, avanzando con cautela, seguido por otro y otro más.
Venían casi directamente hacia él. Sin embargo, esperó y los contó. El primero ya
estaba escalando por la ribera de la quebrada delante de él. No podía esperar mucho
más, el hijo de perra estaba a punto de pisarle la cabeza. Seis en fila, contó.
La primera figura se alzó ante él a menos de cinco pies de distancia. ¡BUM! La
garganta profunda del 44 resonó y tumbó al rural hacia atrás. Antes de que su cuerpo
tocara el suelo, el percutor del Colt cayó en el revólver de la derecha y mató al
segundo. El Colt de la mano izquierda volvió a tronar; el tercero cayó como un saco
en la tierra del lecho. Las figuras tras ellos se giraron y escalaron a toda prisa la
ribera; de forma metódica, Josey golpeó los percutores con el pulgar, uno, dos, entre
los omoplatos, y cayeron boca abajo sobre las rocas. El último llegó a la maleza del
otro lado.
—¡Maldita sea! —escupió Josey disgustado.
Se puso de rodillas, metió los Colts descargados en su cinto y sacó los otros dos
de sus pistoleras. Disparó, disparos rápidos, espaciándolos a lo largo del borde de la
quebrada, hasta que vació los revólveres. Corrió agachado, cogió las riendas del
ruano y caminó lentamente hacia el este.
A su espalda se había desatado el caos. Los rifles y las pistolas detonaban y
retumbaban, resonando en la quebrada y escupiendo fuego primero hacia un lado y
luego hacia otro. Tras andar unas cien yardas, Josey se montó en el ruano y se dirigió
al este.
El tiroteo moría en la distancia; ahora solo se escuchaba algún que otro disparo.
Escuchó órdenes a voz en grito en español que le llegaban débilmente con el viento.
Y luego todo se quedó en silencio.
Mantuvo al ruano en dirección este. Después de treinta minutos de trote ligero, se
giró en la silla de montar; unos fuegos enormes iluminaban el cielo nocturno a su
espalda.
—Veamos —conjeturó con el ruano—, esa debe ser la señal para avisar al señor
Valdez de que se dé prisa.
A la luz plateada de la luna volvió a cargar los revólveres y se permitió soltar una
risotada satisfecha.
—Diantres, Big Red —dijo despacio—, ese tal Escobedo no llegaría vivo al
desayuno en Misuri.
Calculó el camino. Había cabalgado hacia el norte. Chato dijo que cabalgarían

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hacia el noreste. Trotó calculando que podía doblar el paso lento de ellos si viajaba
directamente al este. Aunque seguía todavía en pleno corazón de territorio enemigo, y
que sin duda le perseguirían al amanecer, Josey Wales empezaba a sentirse mejor. Se
dio el gusto de un momento de esparcimiento.

Tengo una chica en Flywood Mountain


La chica más bonita de todo Tennessee
Creo que el domingo iré a cortejarla
Subiremos la montaña, mi chucho y yo.

El ruano dejó escapar un bufido desdeñoso. Había una cosa que Josey Wales no
sabía hacer. Era incapaz de entonar una canción.

Los apaches, tras abandonar Aldamano, también corrieron hacia el noreste, pero la
tangente de su trayectoria los llevó más al norte. Raras veces los apaches cruzaban las
llanuras a la luz del día, así que descansaron durante el día, agazapados bajo los
pequeños matorrales cerca de la quebrada a la que llegó cabalgando Josey Wales.
Observaron las nubes de polvo acercándose con gran interés y se retiraron un
poco más tras la maleza. Entonces reconocieron al ojos azules con la cicatriz en la
cara que había rescatado a su hermana.
En la bruma púrpura del crepúsculo del desierto, se acercaron y observaron
curiosos cómo montaba el falso campamento. Retrocedieron y permanecieron a
espaldas de Josey, para observarlo. Ahora se mostraban más osados. Usen había
traído la noche y había oscurecido la visión del enemigo.
Lo vieron todo. El tiroteo entrecortado de Josey Wales, la confusión y los
disparos de los rurales cuando se dispusieron a atacar el falso campamento. Luego
desaparecieron entre la maleza.
La admiración por el hombre de la cicatriz en la cara creció en el corazón de
Gerónimo. Cuántas veces los apaches habían amarrado las patas de los ponis
rebeldes, cuántas veces habían montado un falso campamento y habían esparcido los
utensilios de cocina.
Cuando los soldados rodeaban el campamento para emboscarlos, los apaches los
emboscaban a ellos. El hombre de la cicatriz en la cara pensaba como un apache.
Gerónimo no podía saberlo, pero las incursiones como guerrillero de Josey Wales
igualaban en número a las del propio Gerónimo.
Ahora los apaches no siguieron a Josey Wales. Partieron hacia el este, pero
ligeramente escorados hacia el norte. Gerónimo había tenido una visión de los
eventos que estaban por venir. Una ventaja sobre la cual Josey Wales no sabía nada.

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Capítulo 15

Durante dos horas trotó perezosamente sobre el gran ruano. Chato dijo que había
agua fresca en la hacienda. El ruano necesitaba agua, y mucho. Josey soltó las
riendas y dejó que el ruano lo guiara. El caballo mantuvo la misma dirección durante
un rato, luego levantó la nariz y las orejas. Había olido agua y alteró su rumbo
girando ligeramente hacia el norte. Pasó otra hora. El ruano aumentó la velocidad y
se puso al trote.
Josey examinó el paisaje. Un edificio de adobe blanco de una gran hacienda se
distinguiría nítidamente a la luz de la luna. Al no verlo, incrementó el paso del ruano
y lanzó un desgarrador silbido: ¡SKIIIiiii! Era el trino del chotacabras de Tennessee.
Detuvo el ruano y escuchó. Solo oyó el viento. Durante treinta minutos dejó que
el ruano le guiara, y se detuvo y silbó el mismo silbido desgarrador, una y otra vez.
Débilmente, desde muy lejos, escuchó el trino saltarín de un añapero,
directamente delante de él.
La pequeña banda no estaba lejos; el trino saltarín provenía de Chato, y la
debilidad en su voz le daba esa sensación de lejanía.
Estaban acampados entre espesos arbustos de mezquite cuando se encontró a
caballo entre ellos. No es que tuviera mucho de campamento. No había comida, ni
sábanas, ni fuego para calentarse. Chato estaba echado en el suelo y a su alrededor
estaban sentados Pablo, En-lo-e y Ten Spot.
Sus caballos estaban atados muy juntos y los firmes puños de Pablo y En-lo-e
impedían que salieran corriendo al olor del agua. Pateaban el suelo y piafaban. Ten
Spot tenía la piel abrasada; su rostro, hombros, pecho y espalda estaban rojos, incluso
a la luz de la luna.
Cuando Josey bajó del ruano, Ten Spot dijo agriamente:
—Dios mío, prefiero morirme a volver a dejar mi abrigo en medio del maldito
desierto. Y a ese loco idiota —lanzó un pulgar en dirección a donde Chato estaba
despatarrado—, le resulta gracioso darme una palmadita en la espalda.
Pablo y la chica no dijeron nada. No era necesario decir nada. Una milla más y
caerían muertos en el desierto, para ser pasto de los buitres.
Excepto Chato. Este se había colocado el sombrero debajo de la cabeza, en lugar
de la manta, y sus dientes brillaban blancos.
—Fue un accidente, te lo juro, Josey… en ambas ocasiones. El señor Ten Spot
¡cómo salta! —el vaquero se rio débilmente y tosió.
Josey cortó un trozo de tabaco. Con una lentitud metódica y enervante, mascó.
Ten Spot esperó con gesto impaciente, tocándose el pecho y la barriga. Josey escupió
y asintió hacia el gigantesco montículo blanco que se alzaba a unas doscientas yardas
al norte.
—Esa es la haisienda… ¿habéis visto a alguien por los alrededores, saliendo o

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entrando? —preguntó.
—No, Josey —dijo Pablo—. He vigilado. Nadie. Ningún guardia en los muros.
Pero hay una luz en la parte trasera, una vela. Parte del tejado de atrás está quemado y
hundido… —se encogió de hombros—. La Guerra.
Josey vigiló la hacienda durante un buen rato. Era un edificio de adobe blanco de
dos plantas con una muralla alta que rodeaba un patio. Se acuclilló sobre los tacones
de sus botas y miró a Pablo.
—¿Tienes todavía las sandalias y pantalones de peón en tu alforja?
—Sí —dijo Pablo.
—Te diré lo que vas a hacer —dijo Josey—, quítate esos pantalones y botas de
vaquero y ponte esas sandalias y pantalones de peón. Deja que la chica te guarde la
camisa, se te verá más harapiento sin la camisa.
—¿Eso haré? —preguntó Pablo.
Pero se levantó, se metió entre los arbustos y se cambió la ropa.
—¿Qué estás tramando, Josey?
Ten Spot empezaba a interesarse. Josey no respondió. Estaba observando la
hacienda. Pablo salió de los arbustos, con sandalias en los pies y los pantalones
blancos y raídos que había llevado cuando era mendigo en Santo Río. Sin camisa, el
muñón del brazo colgaba patéticamente. Tenía una apariencia lastimera.
—¡Bien! —exclamó Josey entusiasmado—, tienes la pinta adecuada. Ve por
detrás de la haisienda. Llama educadamente a la puerta, como si estuvieras
asustado…
—Estoy asustado, Josey —dijo Pablo con gesto humilde.
—Bien —continuó Josey—, solo sigue llamando a la puerta, educadamente, pero
insistente… probablemente evitarás que te disparen si evitas aporrear fuerte la puerta
—Josey hizo una pausa, ordenando las ideas—. Luego —dijo arrastrando las palabras
—, cuando alguien abra la puerta, o la ventana, ponte bajo la luz para que puedan ver
la pinta de miserable que llevas. Esto —añadió Josey enfáticamente— probablemente
vuelva a evitar que te metan un tiro.
Pablo removió nervioso los pies y asintió.
—Diles que estabais con una recua de mulas saliendo de Coyamo, que los
apaches os atacaron, y que tú eres el único que ha salido con vida. Diles que quieres
advertir del peligro al mandamás del lugar.
—El Don —interrumpió Chato.
—De acuerdo, al señor Don —dijo Josey—, para que despierte a sus hombres y
demás, ya que al parecer los apaches vienen en esta dirección —Josey se quedó en
silencio un rato, luego, prosiguió—: Esto hará que salgan todos los que están en las
habitaciones y los reúna para mí. Yo estaré cerca.
Pablo se persignó y un escalofrío le recorrió el cuerpo.
—¿Lo tienes todo en la cabeza? ¿Cómo llamar, quedarte bajo la luz y la historia
que has de contar? —Josey miró fijamente a Pablo.

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—Sí —dijo Pablo en voz baja—, pero…
—Y diles que tienes hambre y demás. Sonará natural —añadió Josey.
—Tengo hambre —dijo Pablo simplemente.
—Bien —dijo Josey—, entonces eres casi todo lo que debes fingir ser. No tendrás
ningún problema.
—Pero… —dijo Pablo.
—Venga —le cortó secamente Josey—, ¡vamoos!
La joven apache se levantó y cayó, intentando seguir a Pablo. Este se volvió, le
sujetó la mano y se lo explicó rápidamente en español. Aun así, ella intentó seguirlo a
rastras.
Josey le agarró el brazo brutalmente.
—¡SIÉNTATE! —gruñó.
Ella se sentó.
Cuando Pablo se alejaba vacilante, Chato le llamó.
—Ahora eres oficial en el servicio de mensajería de Josey Wales —dijo en voz
baja—. ¡Vaya con Dios!
Las palabras medio en broma de Chato añadieron mayor gravedad al funesto
presentimiento que abrumaba a Pablo. ¡Así que esta era la forma en la que iba a
morir! Titubeó, pero entonces, tozudamente, continuó avanzando despacio,
bordeando la hacienda para llegar a la puerta trasera. Josey se arrodilló y observó
atentamente la espalda de Pablo. Contaba los pasos hasta la hacienda.
—¿Josey? —dijo Chato.
—¿Sí?
—¿Cómo lo hiciste… cómo lograste escapar de Escobedo?
—Solo pude alcanzar a cinco de ellos —escupió Josey—. Y a punto estuve de
derribar a otro más, pero…
—¡Que solo lograste matar a cinco! —exclamó Ten Spot, que se puso de pie de
un salto—. ¿Cómo demonios lograste matar…?
—Cállate —gruñó Josey—, estoy contando la distancia hasta la haisienda.
En-lo-e observó a Pablo atentamente hasta que desapareció al doblar la esquina
de la pared blanca.
Josey se sentó.
—Escobedo no puede seguir nuestro rastro ahora. Ha encendido unas hogueras
para guiar a Valdez hacia ellos. Cuando amanezca, que será… —miró las estrellas—,
en seis horas, calculo que vendrán unos sesenta o cincuenta y cinco rurales.
Escobedo, seguramente estará rabioso como un perro de presa tras el rastro de un
zorro.
—¿Podremos enfrentarnos a ellos aquí, Josey? —preguntó Chato suavemente—.
Son tantos…
—No tengo intención de hacerlo —dijo Josey. Se incorporó ligeramente medio
agachado—. Enviaré aquí a Pablo a por vosotros. Si no lo hago, dispararé a

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cualquiera que venga desde esta dirección.
Con este rápido consejo, partió corriendo agachado, luego se acuclilló en el suelo,
se levantó y volvió a correr otra vez. Chato se irguió apoyándose sobre los codos; Ten
Spot se levantó para observar. Podían ver vagamente en la oscuridad la cabeza
subiendo y luego bajando, como si fuera un arbusto que rueda por el suelo y luego se
empina empujado por el viento. Desapareció entre las sombras del alto muro.
Josey se tumbó allí. No escuchó ningún sonido, solo el viento de la pradera y el
aullido de tenor del coyote. Totalmente tumbado sobre el suelo, se arrastró
lentamente sobre los brazos hasta la enorme verja abierta y miró dentro con cautela.
Un balcón en la segunda planta, a la que se accedía por unas escaleras que partían
del patio, recorría todo el edificio. El patio era de piedra, estaba descuidado y la mala
hierba crecía entre las losas del suelo. Unas puertas gruesas daban a habitaciones en
la planta baja y en la segunda planta.
Josey permaneció pegado a la pared y se deslizó sigilosamente bajo las sombras
del balcón. Avanzando pulgada a pulgada pegado a la pared, llegó a la parte trasera.
La puerta estaba abierta y dentro escuchó voces… español; no podía entenderlo.
Avanzó despacio arrimado a la pared y se apartó de la puerta donde la luz de una
vela iluminaba el suelo del patio. Ahora una voz se alzó con airada furia y Josey
escuchó el duro golpeteo de carne contra carne. Volvió a moverse y vio entonces a un
hombrecillo de pelo blanco, viejo y vestido con una bata de seda. Estaba de pie, con
expresión impasible, observando algo frente a él.
Josey se movió ágilmente a su derecha. Un hombre grande, de espaldas bovinas y
con el pelo negro y largo, estaba de espaldas a Josey. Iba vestido como un vaquero,
con botas de tacón alto y una pistola con culata blanca colgada en su cinto. Era él
quien gritaba. Sujetaba a Pablo por el cuello con una mano y mientras Josey
observaba, descargó un puñetazo brutal en la cara de este, derribándolo sobre sus
rodillas.
Pablo estaba intentando contestar a alguna pregunta. Tenía el rostro hinchado por
los puñetazos. Y un ojo casi totalmente cerrado.
Entonces, el vaquero sintió una leve presión en su espalda; el clic del percutor de
un 44 era inconfundible. Se quedó congelado con el puño en el aire.
Josey Wales ni tan siquiera le miró. Con el revólver amartillado en la espalda del
vaquero, examinó el lugar con la mirada. El anciano estaba de pie, como aturdido por
la repentina aparición. Sus ojos se agrandaron. Pegadas a la pared, dos indias
regordetas, las sirvientas, cubrieron sus rostros.
Como si estuviera hablando sobre el tiempo, Josey se dirigió despreocupadamente
a Pablo, que luchaba por ponerse de pie.
—¿Qué dicen, Pablo?
Pablo habló desgranando las palabras por sus labios hinchados; caía sangre de su
boca.
—Dicen, Josey, que sus mujeres están en Ciudad de México, por seguridad.

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Dicen que sus jinetes están en los terrenos, recogiendo el ganado dispersado por
los… el hijo de perro indio, Juárez. Ellos son los únicos que hay aquí.
Pablo se limpió la sangre de la boca. Ahora tenía uno de los ojos totalmente
cerrado.
Josey apartó el cañón del revólver de la espalda del vaquero; cuando lo hizo, el
hombretón bajó el brazo y se giró para encararse a Josey.
La mano de Josey se movió tan rápidamente que el vaquero no tuvo tiempo de
levantar el brazo para protegerse. El cañón del pesado Colt brilló al descender con
fuerza. El vaquero se derrumbó como un tronco. El corte entre el pelo mostraba la
calavera blanca y la sangre se derramó sobre el suelo.
—Así aprenderás —farfulló Josey— lo que es un puñetazo de Misuri.
Las dos sirvientas gritaron y se quedaron acurrucadas y temblando en la pared.
Josey se giró hacia el anciano, que no había movido un solo músculo.
—¿Habla inglés? —preguntó cortésmente.
El anciano se recompuso orgullosamente.
—¡Mucho mejor que tú, bandido! Y francés, y español, y ale…
—De acuerdo —farfulló Josey—, así que es un hombre educado. Siéntese en esa
silla.
El anciano permaneció de pie. Con una bota, Josey lo empujó y lo sentó
espatarrado sobre la silla.
—¡SIÉNTATE!
—Lo has hecho muy bien, Pablo —le animó Josey, enfundando los Colts—. Te
diré lo que harás. Dile a las dos mujeres que preparen un buen fuego en ese bonito
fogón que tienen ahí; llenad tres cubas de agua caliente. Diles que saquen muchos
víveres y cosas para comer. Diles que lo hagan pronto, o que les dispararé en la
cabeza.
Pablo habló con las mujeres suavemente y, al finalizar, cuando llegó a la parte de
«la cabeza», estas se pusieron de pie de un salto y se apresuraron a abrir el fogón y a
encender el fuego. Y se persignaban todo el tiempo por el bandido sin alma.
—Pablo —dijo Josey en voz baja—, supongo que puedes traer a los demás. Ten
cuidado con Chato; demasiados trotes le reventarán por dentro.
—Sí —Pablo salió a hurtadillas por la puerta y cruzó el patio.
Estuvieron todos allí en cuestión de minutos. Chato estaba inconsciente a causa
de los dolores de aquel trasiego. Josey hizo que lo tumbaran sobre la mesa y En-lo-e
destapó los sucios vendajes. Las feas heridas no cicatrizaban, pero no se detectaba
pus ni infección.
Cuando apareció En-lo-e, las sirvientas se echaron hacia atrás.
—¡Apaches! —susurraron, pero Pablo les informó y las tranquilizó.
Las mujeres llenaron las cubas con agua caliente y llevaron vendas limpias y
ungüentos para las heridas.
Pablo y Ten Spot guardaron los caballos en el establo situado en la parte trasera,

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les dieron agua y grano y los cepillaron. Solo encontraron otros dos caballos en el
establo.
Pablo habló con En-lo-e. Se quitó la camisa larga y se metió desnuda en la cuba
de agua caliente. Se sentó disfrutando de la calidez y lentamente echó la cabeza hacia
atrás y la apoyó en el borde de la cuba. Se durmió. La calidez del agua la despojó del
agotamiento, de las punzadas, del dolor y la sangre.
Josey se sentó en una silla, frente al Don, mientras las mujeres bañaban a Chato y
le vendaban las heridas.
Ten Spot se lavó, se afeitó la barba y se echó hacia atrás frente al espejo.
—¡Dios mío! ¡Parezco humano otra vez!
—Ya que te sientes humano —replicó Josey—, podrías mover tu lindo trasero e
inspeccionar las habitaciones del señor Don y reunir todas las armas y munición que
encuentres.
—Una buena idea para un ser humano —respondió Ten Spot sonriente e hizo una
reverencia al Don al pasar por su lado.
Se le podía oír revisando las habitaciones, dando portazos y abriendo los
armarios.
El Don no pudo soportarlo por más tiempo. Se puso de pie.
—Esto… están mancillando mi hacienda… saqueando mis pertenencias… es…
es… —no era capaz de encontrar las palabras para expresar su indignación.
Se volvió a sentar con la cabeza entre las manos.
Pablo estaba cortando ternera y enrollándola en enormes trozos de pan. Pasó uno
de los rollos a Josey. Mientras masticaba, Josey observaba atentamente al Don.
—Señor Don —farfulló.
La cabeza del Don se elevó como por algún resorte.
—El nombre, bandido, es Don Francisco de García. ¡Don es un título, no un
nombre!
—No hace falta que se ponga tan quisquilloso por eso —dijo Josey con voz
tranquilizadora—. Como iba a decirle antes —pegó un mordisco grande al pan con
ternera y masticó durante unos segundos—, ¿qué le tiene tan endemoniadamente en
contra del tal Juárez?
El fuego inundó los ojos del Don.
—Juárez —dijo— es un pagano. Un indio zapoteco… ¡El Presidente, nada más y
nada menos! Arrebatará las tierras a todas las parroquias, las minas; dice que
impondrá la reforma de la tierra, como la llama, lo que significa que va a robarme
una parte de mis tierras para dárselas a los indios. ¡Mis tierras!
Josey aceptó otro enorme sándwich que le ofrecía Pablo y se puso a masticar de
nuevo.
—¿Cuántas tierras tiene?
—Para atravesar mis tierras —contestó el Don con orgullo— hacen falta cinco
días a caballo para un jinete rápido.

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Josey se echó hacia atrás, verdaderamente asombrado.
—Dios Todopoderoso, está de broma… ¿y dice usted que es todo suyo?
—Es todo mío —declaró el Don.
Tras un largo silencio, Josey dijo:
—Supongo que con tanta tierra, usted no la habrá visto toda nunca.
—No, no la he visto —replicó el Don—, pero está allí.
—¿Y cómo logró hacerse con tanta tierra? —preguntó Josey con curiosidad.
—La tierra, bandido —respondió el Don—, la heredé de mi padre, y él la heredó
de su padre, y su padre de su padre.
—¿Y de dónde la sacó? Me refiero al primero de todos —preguntó Josey.
El Don le miró perplejo.
—Vaya, él las conquistó, por supuesto —afirmó.
—Jamás oí nada sobre conquistar tierras —dijo Josey mientras masticaba la
ternera—. Solo de arar la tierra, cultivarla, esas cosas…
—A los indios —explicó el Don impacientemente, pasando una mano delgada por
su pelo blanco—, la conquistó y se la arrebató a los indios.
—Oh —dijo Josey Wales—. Ya veo: él reformó la ley y le quitó la tierra a los
indios, y este tal Juárez ahora lo que se propone es reformar la ley y devolverles la
tierra. Suena razonable.
El Don miró fijamente a aquel ignorante, aquel idiota asesino.
—Por lo que se ve, usted parece ignorarlo todo sobre cualquier procedimiento
civilizado. Es inútil discutir nada más.
Y volvió a hundir la cabeza entre las manos.
—Bueno, supongo que sí soy un ignorante, ya que no recibí educación en la
escuela, pero no me parece tan mal, señor Don —dijo con voz reconfortante—. Usted
tiene la suficiente tierra para cabalgar y disfrutar de las vistas, para apreciarla y
hacerse a ella. Entonces, usted y los indios casi con toda seguridad se llevarán bien,
no todo está tan mal. Mi lema es —dijo poniendo el tacón de una bota sobre la
barriga del bestia tirado delante de él y apoyando la otra bota sobre esta— vive y deja
vivir.
El Don, tras bajar la mirada a la figura que yacía en el suelo, dijo con sarcasmo:
—Sí, ya veo que es su lema.
Ten Spot entró en la habitación con expresión de total indiferencia. Llevaba las
botas limpias, una camisa con volantes, y un abrigo negro con el cuello aterciopelado.
—Casi —dijo— la talla perfecta. Cuando me encuentre, ah, en mejores
circunstancias, Don Francisco, tenga por seguro que le reembolsaré por su
generosidad.
Josey miró fríamente al tahúr.
—Tienes toda la pinta de un chulo de Kansas City. ¿Y qué pasa con las armas?
Ten Spot alargó el brazo por detrás de la puerta y sacó una carabina.
—Es el último modelo —dijo—. Con cartuchos… —le pasó una larga cartuchera.

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Josey acarició el arma, pasando las palmas sobre la culata. Un excelente rifle.
—Toma esto —dijo—, ponlo en la parte trasera de la silla de Chato y cuelga la
cartuchera allí. Él es el mejor tirador de rifle.
Chato se había despertado. Estaba tumbado sobre la mesa y se incorporó apoyado
sobre los codos.
—Nunca antes lo habías reconocido, Josey… siempre decías que yo no lo era…
¿recuerdas?
—Lo sé —gruñó Josey—, solo lo he dicho para evitar que Pablo se dispare en un
pie con el maldito rifle —dirigiéndose a Ten Spot, añadió—: Mira a ver si le puedes
meter algo más en esa bocaza aparte de tequila. Como ternera y pan, por ejemplo.
Tengo la sospecha de que no puede ponerse en pie porque sus piernas están llenas de
licor.
Josey asignó la primera guardia a Pablo en el muro exterior. El indio estoico, tras
abrocharse la pistolera, miró durante un largo rato a En-lo-e, que todavía dormía en la
cuba.
—Se está curando, hijo, y descansa tranquila —dijo Josey, casi con ternura. Pablo
asintió—. Ten Spot te relevará dentro de dos horas. Ten cuidado y vigila con
atención.
—Vigilaré atentamente —dijo Pablo, y a continuación desapareció en la
oscuridad.
La luz de la vela bajó de intensidad. Ten Spot se tumbó en el suelo, Chato sobre la
mesa. Las dos sirvientas indias dormían acurrucadas contra la pared de la cocina.
Lentamente, el anciano levantó la cabeza. Miró astutamente al bandido sentado
frente a él. Había un derringer en el piso de arriba… si pudiera hacerse con él.
Durante un largo rato examinó a Josey Wales: con la silla apoyada contra la pared, los
pies cruzados sobre la barriga del capataz tirado en el suelo. El sombrero gris
ensombrecía los ojos del bandido. ¿Estaban abiertos o cerrados? Bajo el ala, la
profunda cicatriz surcaba la barba negra crecida. Parecía respirar relajadamente, de
manera regular.
Con una dolorosa lentitud, el anciano se levantó de la silla. Tras levantarse,
permaneció un buen rato quieto, cada vez más convencido de que el bandido dormía.
Lentamente, dio el primer paso hacia la puerta. Simplemente pestañeó una vez y el
enorme agujero ya le apuntaba de frente; el 44 se había desplazado como por arte de
magia y el percutor chasqueó al amartillarse. El anciano se quedó petrificado. ¡Cómo
había logrado moverse tan rápido!
El bandido no dijo nada, pero el agujero del cañón siguió al Don de regreso a su
asiento, y de forma igualmente mágica, desapareció cuando se sentó. El anciano se
quedó allí resignado.
En voz baja, se dirigió al bandido.
—¿Es que nunca duerme? —dijo con desdén—. ¿O se baña?
Las palabras arrastradas brotaron despacio de debajo del ala del sombrero.

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—Supongo que duermo prácticamente la mayor parte del tiempo que estoy
despierto, por decirlo de alguna manera. En cuanto a lavarme, bueno, jamás podría
apetecerme un baño en una cuba, siendo oriundo de Tennessee. Allí lo habitual es
bañarse en los arroyos y, por lo visto, aún no me he acostumbrado a otra cosa.
Habló con voz suave y fluida. ¡Un extraño bandido!
La luz de la vela se hizo más tenue. El anciano cayó dormido y se hundió en la
silla. Josey Wales levantó los pies, desabrochó la pistolera del capataz del rancho
tumbado a sus pies y la colocó en la mesa junto a Chato. Se dirigió a la puerta y
examinó el cielo.
Unos segundos más tarde, volvió y sacudió a Ten Spot.
—Es la hora de relevar a Pablo —dijo.
El tahúr se levantó, se abrochó la pistolera y salió por la puerta sin decir una sola
palabra. Pablo entró poco después. Se acercó a En-lo-e y, arrodillado junto a ella, le
acarició el pelo y escuchó su respiración. Luego también él se tumbó en el suelo y se
durmió.
En las horas más oscuras de la noche siempre arrecia el viento, cambia, indicando
la cercanía del nacimiento de la madrugada, como las punzadas rítmicas que anuncian
a la mujer la llegada de su hijo. Josey Wales conocía ese viento de su tierra en Misuri.
Lo sintió y, levantándose de su curioso duermevela, se acercó a Chato sobre la
mesa. Sacudió suavemente al vaquero.
—Chato —susurró.
—Sí, Josey.
—¿A qué distancia al norte calculas que está ese gran cañón profundo por el que
pasamos de camino al sur?
Chato se sacudió la modorra de la cabeza.
—Debe de estar a unas veinticinco o treinta millas, Josey. ¿Por qué?
—Solo estoy calculando —respondió el fuera de la ley. Se dirigió a la puerta y
silbó para que Ten Spot entrara. Tras despertar a Pablo con un suave puntapié y luego
a En-lo-e, dijo:
—Vamos a partir. Coged las armas y comida, llenad los sacos de grano para los
caballos. Chato, tú quédate ahí tumbado hasta que estemos listos. Puedes quedarte esa
pistola de culata blanca que tienes ahí.
—Gracias, Josey —dijo Chato, sorprendido por ese gesto de generosidad tan
poco habitual en Josey Wales.
—Es más bien un préstamo —dijo Josey secamente—. Solo tienes una pistola.
Necesitarás dos en un rato.
Ya estaban todos montados, Chato con los pies atados en los estribos. Cogieron
los dos caballos de la hacienda. En-lo-e se sentó a horcajadas en uno de ellos y Ten
Spot tiraba del otro.
El anciano estaba de pie a la luz de la vela en la puerta de la cocina.
—Así que —dijo indignado— también son ladrones de caballos. Eso se paga con

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la horca, se lo advierto.
Desde los lomos del ruano, Josey bajó la mirada hacia el anciano.
—Solo estamos tomándolos prestados, por así decirlo. No tenemos intención de
dejar ningún caballo fresco para Escobedo.
—¡Escobedo! —exclamó el anciano—. Así que es el capitán Escobedo quien les
está persiguiendo. Es mi amigo. Se lo advierto, cuando llegue aquí le informaré de la
dirección por la que han huido —sacó hacia fuera su diminuto pecho—. A menos, por
supuesto, que me mate ahora mismo.
—Hágalo, anciano —farfulló Josey—, y si Escobedo es su amigo, cuídese las
espaldas mientras lo tenga cerca.
Chasqueó la lengua para poner el ruano en movimiento; este tiraba del caballo de
Chato; En-lo-e le seguía y luego Pablo. Ten Spot cerraba la marcha. Partieron hacia la
negrura previa al amanecer, lentamente, en dirección norte. A un paso penosamente
lento. Les quedaba un largo camino hasta el Río Grande.

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Capítulo 16

El aire refrescó. Era el aire nuevo que precedía el amanecer. Más tarde, se agotaría y
se volvería parco y caluroso.
La fila avanzó hacia el norte; el paso de los caballos, que marcaba Josey a la
cabeza, era una zancada larga que en ocasiones obligaba al caballo de patas cortas de
En-lo-e a romper en breves trotes, pero no al de Chato.
El paisaje estaba gris al este y las dagas de luz surcaron el cielo infinito. El sol
asomó por el borde de la pradera a la derecha y cambió los colores de los arbustos,
los cactus y los espinos. Soplaba un viento frío.
El terreno se iba elevando gradualmente. Cuando ya había pasado una hora desde
el amanecer, Josey detuvo el caballo y tiró del de Chato para colocarlo a su lado. El
vaquero seguía tirado sobre la silla, pero estaba consciente. Al mirar las vendas,
Josey vio sangre fresca, solo un poco, pero era fresca y mojaba las vendas. Josey
gruñó desilusionado.
Ten Spot se acercó por detrás y junto a él, Pablo y En-lo-e. Ten Spot volvió su
rostro quemado por el sol hacia atrás, y luego hacia el sol.
—¿Cómo lo ves, Josey? ¿Qué posibilidades tenemos?
Josey cortó tabaco y mascó. Movía lentamente la mandíbula mientras estudiaba el
sol. Colgó una pierna relajada sobre el cuerno de la silla, mientras los caballos
recuperaban el aliento y descansaban.
—Calculo que Escobedo está a casi una hora de venir hacia aquí —dijo.
—Pero le llevará más tiempo encontrar tu rastro, ¿no? —preguntó Pablo.
—No. No le costará nada —dijo Josey con voz grave—. Vosotros hicisteis el
camino a la haisienda en seis horas, al paso. Yo lo hice en cuatro, a un trote lento.
Mascó un poco más con el ceño fruncido mientras hacía los cálculos. Un lagarto
cornudo, bajo la sombra oeste de la roca, recibió el escupitajo en toda la cabeza y se
escondió tambaleante bajo la piedra.
—Escobedo… sus jinetes, encontrarán mi rastro quince minutos después de las
primeras luces del día. Lo seguirán durante un rato hasta que se den cuenta de que las
pisadas se dirigen hacia el este. Escobedo conoce el territorio. Y sabe que hay agua
en la haisienda. Cuando lo haga, dejará de rastrear. Se lanzará al galope directamente
hacia aquí. Calculo que pasarán unas tres horas hasta que Escobedo llegue a la
haisienda.
—¡Tres horas! —el impacto del anuncio hizo que Chato casi gritara.
—Pero, a nuestro paso, Josey, en tres horas tan solo habremos recorrido la mitad
del camino hacia el cañón. Nos atraparán tres horas después de que lleguen a la
hacienda. Nos atraparán en el cañón. ¡Y el cañón es una trampa mortal!
—Hay trampas mortales esparcidas por toda la creación —farfulló Josey—. El
Buen Dios creó más zarzas que flores.

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Chasqueó para que el ruano se pusiera en marcha y los guio. Pero Chato no estaba
convencido. La noticia le había dejado alarmado, febril.
—Escucha —llamó a Josey—, ¡escúchame, idiota! ¡Pon los caballos al trote,
avanza más rápido, puedo aguantar! ¡Te lo juro por mi padre!
Las palabras de Josey Wales le llegaron flotando en el aire.
—No tienes ningún padre, maldito idiota, ¡cállate!
—De acuerdo —dijo Chato indignado—, entonces déjame que me separe y me
esconda en la maleza. No seguirán el rastro de un caballo solo. Conozco el territorio.
Puedo lograrlo. Y así vosotros podéis sacarles delantera y atravesar la frontera.
¡Permíteme este honor!
Chato observó la espalda impasible de Josey frente a él. No hubo respuesta, solo
la espalda balanceándose en la silla. Maldijo a Josey Wales, le llamó obscenidades
que hubieran provocado su muerte de haber sido otro hombre; le maldijo con el
apasionado abandono que solo podía surgir de compartir el roce de la muerte con un
hermano querido. La espalda impasible siguió balanceándose. Chato agotó sus
fuerzas y volvió a derrumbarse hacia delante sobre la silla.
Desde atrás, la fría voz de Ten Spot flotó hasta sus oídos.
—Después de que cabalgarais hasta allí, después de que tú y Josey viajarais
doscientas millas para sacar el culo de un miserable tahúr de salón de las
mazmorras… Chato, prefiero meterte un tiro en la espalda que verte marchar por la
maleza.
Pablo estaba perplejo ante aquellos hombres, que se maldecían unos a otros.
Arriesgaban sus vidas, unos por otros, y luego se amenazaban. Y Ten Spot decía en
serio lo que expresaba con su voz gélida, al amenazarle con dispararle por la espalda.
Era una maravilla incomprensible.
La pradera dio paso a un terreno más pedregoso. Y el terreno se hizo más
inclinado. Débilmente, Chato dijo:
—Cuando entremos en el cañón, Josey, Escobedo enviará jinetes por los bordes.
Nos dispararán como a cerdos en una porqueriza. Tú comprendes esto, por supuesto
—añadió con amargura.
Josey escupió de lado a un arbusto.
—Supongo que es lo que hará si no logramos recorrer el primer cuarto de milla
del cañón.
—¿El primer cuarto de milla? —preguntó Chato perplejo.
—El primer cuarto de milla —repitió Josey—. Aproximadamente a un cuarto de
milla, el cañón se bifurca en quebradas que van hacia el este y el oeste, siete, tal vez
diez millas que se separan hacia los lados del cañón principal. Son cañones con
precipicios desde los que no pueden saltar ni tampoco pueden remontar. Si envía a
sus jinetes para que los bordeen, tardarán tres o tal vez cuatro horas.
—No lo vi cuando pasamos por aquí —dijo Chato.
—No te corresponde a ti verlo —farfulló Josey—. Tú eres un vaquero sin oficio

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ni beneficio que falla la mitad de las veces cuando lanza el lazo a un novillo. El que
baja de una montaña y no presta atención a las zarzas y árboles que podría necesitar
si por un casual tuviera que escalar deprisa esa montaña, es un idiota. Mi padre no
crio a ningún idiota.
Por la posición del sol, Josey calculó tres horas. Se detuvieron en la subida,
mientras él sacaba el catalejo y examinaba el territorio a sus espaldas. Calculaba que
habían recorrido unas quince millas desde que abandonaron la hacienda. Desde el
punto elevado donde se encontraba, barrió con el catalejo toda la pradera a sus pies.
El catalejo no era lo suficientemente potente para mostrar los detalles, pero pudo
distinguir el bulto en la pradera… la hacienda. Y aproximándose, tal vez a una milla
al este, se veía una gran nube de polvo… muchos caballos al galope.
Josey gruñó.
—Casi lo he clavado —dijo satisfecho. Llamó entonces a los que estaban detrás
de él—. Escobedo está muy cerca de la haisienda. He visto el polvo.
Chasqueó la lengua para mover al caballo, pero rehusó tozudamente aumentar el
ritmo del paso.
El anciano informaría a Escobedo sobre el vaquero gravemente herido y la chica
apache. Le informaría de que la banda de Josey Wales no era capaz de cabalgar a
mucha velocidad. Se lo diría.
Toda la explicación le llevaría a Escobedo otros treinta minutos, mientras dejaban
que los caballos descansaran y les daban agua. Treinta minutos.
Josey sabía que la mala bestia del capataz no estaba muerto. Al apoyar las botas
sobre la barriga del capataz, sintió la tensión en los músculos cuando este intentaba
contener la respiración. Le había observado por debajo del sombrero; tenía los ojos
entreabiertos y miraba. Y por eso se llevó su pistolera. También se llevó los dos
caballos… no por los motivos que le dio al anciano. Dos caballos, frescos, no
significaban nada para Escobedo. Él traería toda su caballería. Pero si hubieran
dejado esos dos caballos, el capataz podría haber cabalgado al encuentro de los
jinetes y unirse a ellos en la persecución. O el anciano podría haber cabalgado para
interceptar a Escobedo y hacerle girar al noreste.
Josey había mentido al anciano acerca de por qué se llevaba los caballos. No tenía
sentido dejarle más pistas. Les daría cierta ventaja.
Los caballos resollaban ahora que la subida se hacía más empinada y el sol
calentaba más. Pero la mente de Josey Wales no estaba puesta en el sol. Valdez habría
informado a Escobedo de que no encontró el cadáver de Josey Wales en Coyamo.
Escobedo habría deducido que la emboscada de la quebrada fue obra de Josey Wales.
El anciano lo confirmaría: Josey Wales estaba vivo.
¡Josey Wales! ¡Con un vaquero mestizo, y un peón estúpido de un solo brazo!
Josey se lo imaginaba mientras avanzaba. Aquel tipo con ínfulas debía de estar hecho
una furia al pensar que él valía mucho más que toda aquella chusma, y probablemente
perdiera totalmente el sentido de lo razonable. Sonaba razonable.

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Al leer los pensamientos de Escobedo, Josey llegaba a ponerse en su piel. Y unos
cuantos años más tarde, el ingenioso Toro Sentado adivinaría el pensamiento del
egocéntrico Custer, y alimentaría ese egocentrismo y lo masacraría, y de igual modo
funcionaba la mente de Josey Wales con la personalidad del líder que lo perseguía.
Otra idea, una vaga imagen comenzó a tomar forma en su cabeza. En todos los
lugares por los que habían transitado siguiendo el rastro de Escobedo… ¡las huellas
apaches! Siempre. Ahora, entornando los ojos con suma atención, vigiló el lateral de
la ruta.
Otra hora pasó y entonces detuvo la marcha. Con el catalejo echó un vistazo a sus
espaldas y vio la nube de polvo acercándose al norte.
—Ya vienen —informó lacónicamente y reanudó la marcha.
Bajó la mirada y observó el borde de la ruta. Débilmente distinguió las huellas,
pero frunció el ceño, perplejo. Estas huellas se apartaban de la ruta hacia el suroeste.
Hizo una seña a Pablo para que se adelantara.
—Pregúntale a En-lo-e por esas huellas —y las señaló.
Pablo habló con la joven. Ella bajó de un salto del caballo y se arrodilló sobre la
tierra. Se puso a cuatro patas, examinándolas. Se arrastró junto a ellas, unas veinte o
treinta yardas hacia el suroeste. Luego se levantó y regresó. Habló en voz baja con
Pablo y señaló hacia el norte.
—Dice —tradujo Pablo— que las huellas apuntan hacia el suroeste, pero que no
van en esa dirección. En ocasiones los apaches corren hacia atrás durante diez o
veinte millas. La parte profunda de la pisada está en los dedos, no en el talón. La
tierra que sobresale hacia fuera es de los dedos, hacia delante, no de los talones. Estos
apaches (sí, son hombres de su banda) están corriendo hacia atrás, en dirección al
cañón.
La revelación provocó un gruñido de sorpresa en Josey Wales. El viento era
caliente y abrasaba la tierra roja y amarilla, que se hacía más fina en la pendiente
superior. Josey tiró de los caballos, que escupían espuma por los bocados y
resollaban. Una hora a esa marcha los condujo hasta la cima, la meseta. Allí se
detuvieron y todas las cabezas se volvieron para mirar. A lo lejos, allá abajo en la
larga pendiente rocosa pudieron verlos. Avanzaban en una larga fila que comenzaba a
escalar desde el lecho del desierto.
—Por lo visto, somos importantes —farfulló Josey, mascando y observando las
tropas.
—Parece que se haya reunido todo el ejército de México —dijo Ten Spot—. El tal
Escobedo debe de estar loco.
—Supongo —asintió Josey satisfecho— que con que esté la mitad de loco nos
valdrá.
Dejaron descansar a los caballos durante un cuarto de hora. Pablo observaba
nervioso a los jinetes que se aproximaban. Estaban empezando a coronar la
pendiente.

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—Vamos —dijo Josey.
No le habría hecho falta decirlo dos veces.
Todos se apiñaron detrás de él. Chato no dijo nada. Aunque estaba consciente, la
cabeza le colgaba hacia delante y se sujetaba en el cuerno de la silla.
Era más sencillo cabalgar por la meseta, una altiplanicie salpicada con matojos de
hierba, cactus saguaros y arbustos raquíticos de mezquite. El paso de los caballos era
más fluido y firme.
Aunque todavía era por la mañana, el sol se encontraba alto cuando divisaron la
boca del cañón; lo que parecía en un principio una caverna poco profunda flanqueada
por rocas desnudas. En menos de una hora entraron y casi inmediatamente la ruta
descendió y las paredes a ambos lados se elevaron más altas.
El camino se estrechó; bajo los cascos de los caballos se escuchaba casi piedra
sólida, de manera que en ocasiones se resbalaban por la superficie pulida. Se
adentraron aún más por el camino, que siempre descendía, y cuando ya parecía que
aquel descenso no tenía fin, de repente el terreno se niveló. A trescientos pies sobre
sus cabezas podían ver el borde de la meseta. Josey aceleró el paso de los caballos y,
aunque ninguno de ellos expresó su alivio, todos se sentían exultantes cuando pasaron
la bifurcación de los cañones que se dividían hacia el este y el oeste, de los cuales
Josey les había hablado.
Cañones profundos. Los jinetes de Escobedo al menos no cabalgarían por los
bordes sobre sus cabezas.
Josey los guio por el camino. Josey Wales no compartía la visión mística de
Gerónimo, pero sus mentes eran las mentes de guerrilleros, y por ello sus canales de
pensamiento corrían paralelos en cuanto a la elección del momento y del terreno. Y
así era, mientras Josey cabalgaba.
Observó las paredes cada vez más juntas del cañón. Sus ojos reconocieron el
lugar por el que habían cabalgado antes. Apenas había espacio para dos caballos; las
paredes eran demasiado empinadas para que un caballo pudiera escalarlas, y eran
rocosas y escarpadas. Ese terreno continuaba al menos unas cien yardas antes de que
la ruta se ensanchara ligeramente y las paredes no fueran tan escarpadas. Josey
condujo a su pequeña banda a través de las cien yardas de estrecho cañón y los cascos
de los caballos resonaban sobre la dura piedra. Cualquier susurro se expandía por
todo el cañón.
Al final de ese tramo estrecho, Josey detuvo la marcha y desmontó. Tiró de la
cuerda enrollada en el cuerno de su silla y ató las riendas de todos los caballos,
excepto las del ruano. Los condujo a un estrecho bosquecillo de mezquite y los ató a
los matorrales.
Chato se derrumbó y lo sostuvieron entre Ten Spot y Pablo. En-lo-e observaba a
Josey con ojos extrañamente brillantes.
Josey mascaba y observaba el sol que se encontraba casi directamente sobre sus
cabezas. No había ni una brizna de aire en el cañón. En lo alto, el viento, como si

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tocara una flauta sobre el estrecho cañón, sonaba distante, una nota aguda y
agonizante de monotonía. Aguzaron el oído. A lo lejos, se escuchaba el rápido
repiqueteo de caballos.
—¡Ya vienen, Josey! —exclamó Ten Spot. Josey escupió sobre una piedra
caliente.
—No —dijo en voz baja—. Eso son solo dos caballos. Escobedo los ha enviado
de avanzadilla para ver si hemos pasado la bifurcación de los cañones. ¡Escuchad!
Los cascos de los caballos se detuvieron unos segundos y luego resonaron de
nuevo, alejándose cada vez más.
—Ahora regresan para informar —dijo Josey despreocupadamente—. Ten Spot,
tú sube cerca del borde sobre aquella roca en el lado oeste, no te asomes demasiado
como para que sobresalga tu figura por la cima, pero sube alto. Pablo, tú y En-lo-e
subid por la misma pared, a unos veinte pies por debajo de Ten Spot. Encontrad una
buena roca en la que podáis esconderos. Yo me encargaré de poner a Chato a cierta
altura en las rocas para apostarlo allí. Él usará el rifle. Pásale a En-lo-e una de las
pistolas de los rurales. Reparte munición. Recordad, nadie dispara hasta que yo lo
haga.
Ten Spot se acercó a Josey.
—Si vamos a emboscarlos, Josey, me parece que uno de nosotros debería
apostarse en la pared este. Los pillaríamos en un fuego cruzado.
Josey lo miró pacientemente, como el que mira a un niño inocente.
—En primer lugar, no hay ningún lugar adónde ir, nadie puede subir por esa
pared. En segundo lugar —miró al sol—, en un minuto o dos el sol dejará en sombra
nuestro flanco oeste; ellos estarán al sol, mirando a través de él, y nuestros disparos
llegarán desde las sombras. ¿Lo entiendes?
—Jamás se me hubiera ocurrido —murmuró Ten Spot.
Se pasaron las armas, las cartucheras, la munición, y escalaron las rocas casi
perpendiculares. Con suavidad, Josey colocó un brazo de Chato alrededor de su
cuello y con cuidadosos pasos escalaron por la pared. A medio camino encontró la
roca y tumbó a Chato tras ella.
Junto a él colocó la carabina y la cartuchera. El vaquero se tumbó boca abajo
sobre la barriga y con la cabeza hacia el cañón. Tuvo que hacer un esfuerzo para
apoyarse sobre los codos y levantar la carabina.
—Es de siete disparos, Chato —dijo Josey—. Cuento contigo para que derribes a
todos los hombres que rodeen a Escobedo y así sea yo el primero en dispararle.
Recuerda, Escobedo es mío.
Chato levantó la mirada a Josey.
—Y tú, Josey… —las lágrimas caían por el rostro de Chato—. Tú… —se ahogó
—, tú tienes la intención de morir ahí abajo… en el cañón.
Josey Wales miró con dureza al vaquero.
—No tengo intención de morir en ningún lado. Tengo la intención de matar a

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Escobedo, lo cual me siento obligado a hacer en primer lugar —sus ojos se
ablandaron, y también su voz, cuando se giró—. Lo harás bien, Chato; recuerda que
eres mejor hombre de lo que piensas.
Chato lo miró con los ojos empañados mientras bajaba cuidadosamente por la
pared.
Todos le observaban desde la pared del cañón. El sol se inclinó aún más y las
sombras reptaron sobre Ten Spot. Josey Wales estaba en el lecho del cañón. Estaba
cepillando las patas del ruano y levantándole los cascos para quitarle los guijarros.
Todos le vieron deslizar sus enormes revólveres arriba y abajo en las pistoleras; solo
entonces se montó. No movió el caballo. El ruano parecía saber lo que se avecinaba.
Se quedó erguido, quieto como una roca. Josey pasó perezosamente una pierna sobre
el cuerno de la silla y desenvainó su enorme cuchillo.
Ten Spot, mientras lo observaba, suspiró para sus adentros.
—¡Se está cortando tabaco, por todos los santos!
Y así era, y lo mascó lentamente, muy lentamente, observando cómo reptaba la
sombra centímetro a centímetro por el borde oeste, y escuchando.
Al principio, les llegó el sonido de muy lejos, como el distante golpeteo de la
lluvia. Luego fue acercándose. Ahora el ruido de los cascos de los caballos se oía
claramente, resonando cada vez más hasta que invadió el cañón. El sonido pasó de un
redoble bajo a un estruendo ensordecedor. ¡Qué cantidad de caballos! ¡Atronador!
Entonces aparecieron. El oficial del ejército a la cabeza, blandiendo el sable; tras él,
en columnas de a dos, los rurales. Y seguían llegando, en una interminable riada. Era
una visión sobrecogedora.
La sombra se desplazó aún más por la pared oeste, pero Josey Wales, ahora con
ambos pies en los estribos, permaneció sentado e imperturbable en el camino,
brillando a la luz del sol cuando este se reflejó sobre el manto de pelo rojizo del
magnífico ruano bajo sus piernas.
El oficial del ejército estaba a unas cincuenta yardas de Josey cuando lo vio. El
jinete inmóvil e impasible le había pasado desapercibido. Levantó la mano para
detener la marcha. Observó bajo el ala de la gorra a la figura, inmóvil como una
piedra.
Josey Wales juntó las riendas y las dejó colgando alrededor del cuerno de la silla.
No necesitaba el control de las riendas con el ruano; Big Red había cargado en
muchas ocasiones, se había enfrentado a muchos de esos hombres a caballo. Lo sabía,
y sus músculos temblaban excitados bajo las piernas de Josey.
Permanecieron quietos durante un buen rato. Un susurro corrió por las filas de
rurales. De repente, se escuchó un grito; estaba lleno de rabia, demente como el de
un loco, y salió de la garganta de Josey Wales.
«¡ESCOBEDO! ¡ESCObedo! ¡Escobedo! ¡Escobedo!», lejos por el cañón, el eco
repitió el nombre y la rabia.
El oficial desenvainó el sable y lo levantó, reflejando la luz del sol.

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—¡Yo soy el capitán Jesús Escobedo!
«¡JESÚS Escobedo! ¡Jesús Escobedo!», el eco repitió el tono de arrogancia de las
palabras.
El eco murió y durante todo un minuto se hizo el silencio, y la voz se escuchó
monótona, áspera, provocadora, burlona: «¡Yo soy JOSEY WALES!». «¡JOSEY Wales!
¡Josey Wales!». El eco se apagó y un temblor recorrió las filas de rurales, el susurro
de sus voces también resonó en el cañón, «¡Josey Wales!».
Cuando Josey volvió a gritar, la voz no era fuerte, sino monótona y letalmente
fiera.
—Elige algún arma, babosa rastrera y cobarde. ¡Voy a matarte!
Y el eco repitió: «matarte… matarte…».
El teniente Valdez se adelantó junto a su capitán. Chato se limpió el sudor de los
ojos. Ni siquiera se aseguró con un disparo en el pecho; era un buen tirador. Reventó
un lado de la cabeza de Valdez. El teniente se dobló hacia delante y cayó de la silla.
La explosión del rifle provocó murmullos de alarma entre los rurales. Desenfundaron
los rifles.
El sargento adelantó su montura y el rifle volvió a detonar, derribándolo casi sin
cabeza.
Escobedo permaneció sentado a solas.
—¡Te enfrentarás a él a solas! —jadeó Chato para sus adentros—, te enfrentarás a
él a solas… mientras yo viva.
Escobedo dejó caer el sable. Tenía el rostro lívido, embargado bien por la locura o
por el miedo. Alargó el brazo y sacó el rifle de la funda.
Al hacerlo, Josey Wales se inclinó hacia delante:
—¡ADELANTE, BIG RED!
El ruano saltó tomando impulso, despegando las patas delanteras del suelo. El
caballo que tenía frente a él era su enemigo, lo sabía por las experiencias anteriores.
Los 44 ya estaban en ambas manos de Josey Wales.
Escobedo iba lento con su rifle, clavó las espuelas en el caballo, pero ya había
perdido la ventaja.
El ruano iba ya a galope tendido. Josey levantó los revólveres. La detonación del
primero retumbó como un cañón en las paredes, luego, la segunda. Escobedo cayó
hacia atrás del caballo con el pecho reventado. Aun así, el ruano siguió cargando,
derribó al caballo de Escobedo y lo dejó tirado al borde del camino.
Josey lo hizo virar presionando las rodillas con un giro hacia atrás y con un
movimiento metódico y decidido, disparó al cuerpo en el suelo: una vez, dos veces,
tres veces. No prestó ninguna atención a las filas de rurales tan cerca de él.
Finalmente, escupió al capitán Jesús Escobedo.
Los rurales se quedaron congelados en ese instante de acción brutal, y a
continuación cargaron. Si esperaban que el jinete solitario saliera huyendo, fueron
desagradablemente sorprendidos. Con las rodillas, Josey volvió a girar al ruano para

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encararlos y cargó contra ellos amartillando los revólveres y disparándoles con ambas
manos.
Desde la pared oeste sonó el estallido del rifle, una y otra vez. Las pistolas
comenzaron a disparar desde las rocas. Y por encima de todo ello comenzó (primero
un gruñido en voz baja y luego en aumento hasta convertirse en un grito de júbilo
inhumano) el grito del ansia sanguinaria de guerra del rebelde Josey Wales. Un
escalofrío recorrió la espalda de Chato. Pablo tembló al oír el sonido. Los rurales
dejaron de gritar maldiciones. El grito se rompió en ecos que retumbaron una y otra
vez por el cañón.
Ten Spot no era un pistolero. Realmente, no existía la violencia en Ten Spot, el
derringer que llevaba era solo de adorno. Había jugado a las cartas, pero antes de eso,
tan solo había tenido sus manzanos y sus libros.
Y de sus libros, lo único que conocía era la galante figura del duelista del siglo
XVI. Se levantó irguiéndose y, con una mano apoyada en la cadera, alzó la pistola y la
amartilló; tras apuntar cuidadosamente, disparó y derribó del caballo a un rural. Su
camisa de volantes ondeaba al viento. La elegante levita negra imprimía una imagen
de sí mismo en su mente. De nuevo, levantó la pistola. Ya no era Ten Spot. Era
William Francis Beauregard Willingham.
Los rurales que vieron la figura erguida apuntaron con sus rifles y dispararon.
Dos de ellos acertaron y derribaron a Ten Spot. Fue muy patético. Luchó por ponerse
de nuevo de pie, tambaleándose mientras la sangre manaba de su pecho. Apuntó de
nuevo el arma, sin olvidarse de apoyar la mano izquierda en la cadera. Cinco balas de
rifle lo acribillaron. Su pistola, ya amartillada, disparó. Permaneció en pie,
tambaleándose y se lanzó con el cuerpo rígido por el aire, como la estatua de un
hombre de estado defenestrada por unos vándalos. Cayó, giró en el aire y aterrizó
sobre las rocas a los pies de la pared. Por fin. William Francis Beauregard
Willingham estaba muerto.
Los rurales, al comprender que solo podían cargar de dos en dos contra el
demente que tenían en frente y temiendo el fuego asesino proveniente de la pared,
giraron para huir. Al hacerlo, unas figuras brotaron de las rocas a ambos lados. ¡LOS
APACHES!
Con arcos y flechas, lanzas y armas, cayeron sobre los rurales. El primer jinete
que escapó galopaba precipitadamente cuando una figura agachada saltó a sus
espaldas sobre el caballo y le reventó el cráneo como un melón con un hacha. El
poderoso apache entonces giró el caballo y, blandiendo la lanza, retrocedió por el
camino. ¡Si el hombre de la cicatriz en la cara cerraba el cuello de la botella,
Gerónimo cerraría el fondo!
Los gritos de los moribundos cesaban de golpe tras el húmedo sonido de las
lanzas al penetrar en el blanco. Los caballos heridos relinchaban e intentaban
levantarse. Los apaches se movían entre ellos. Cuando encontraban a hombres con
cabelleras de sus mujeres o sus hijos, descuartizaban sus cuerpos.

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Josey Wales había desmontado. El sudor cubría la sangre que manaba de un lado;
un corte de sable en el hombro.
Lentamente, se dirigió al cuerpo destrozado de Ten Spot, que yacía casi al borde
de la ruta. Pablo y En-lo-e bajaron a tumbos por las rocas, sujetando a Chato entre
ellos. Todos permanecieron en un pequeño círculo, exhaustos, y miraron a Ten Spot.
Su cuerpo estaba roto, ensangrentado e irreconocible.
Con gesto cansado, Josey Wales se inclinó y comenzó a apartar rocas y abrir un
espacio lo suficientemente grande y profundo para enterrar a Ten Spot. Se movió
despacio e hizo rodar el cuerpo en el agujero. Chato permaneció de pie, tambaleante,
mientras Pablo y En-lo-e ayudaban a Josey a apilar las rocas y formar el túmulo. No
prestaron atención a los guerreros apaches a unas cincuenta yardas de ellos en el
cañón, que ahora despojaban a los cuerpos de pistolas y munición y agrupaban a los
caballos. Ahora la ruta estaba totalmente en sombra.
Josey se quitó el sombrero. Su rostro se mostraba inexpresivo. Pablo y Chato se
quitaron los sombreros y los sujetaron sobre sus pechos.
—Bueno —dijo Josey, y su voz sonó hueca—, supongo que debemos decir algo.
—Sí —dijo Pablo—, debemos dar enterramiento al señor Ten Spot.
—Señor… —comenzó Josey.
—Sí —interrumpió Pablo.
—¡Cierra el pico! —gruñó Josey—, ¿es que no ves que estoy rezando?… Señor
—comenzó otra vez—, Ten Spot no era su nombre, pero no recuerdo de buenas a
primeras cuál era. Era un nombre largo y Tú lo conocerás, supongo —Josey hizo una
pausa y frunció el ceño—. Ten Spot nunca le dio importancia a marcar una baraja, o a
deslizar una carta al fondo de la baraja. Es solo que no significaba mucho para él. Él
me fue fiel, Señor, y por eso yo me siento en deuda con él. Supongo que murió sin
temor. Te agradeceríamos que tuvieras a bien aceptar a Ten Spot —Josey volvió a
hacer una pausa—. Cenizas a las cenizas, polvo al polvo, lo que el Señor nos da, el
Señor nos lo quita… y demás. ¡Amén! —concluyó, y se puso el sombrero en la
cabeza.
—¡Amén! —dijo Chato—. Adiós, Ten Spot.
—Amén —dijo Pablo, y se persignó. Jamás había oído una oración semejante—.
¿No deberíamos… marcar la tumba del señor Ten Spot… con algo? —preguntó en
voz baja.
Josey cortó un trozo de tabaco y mascó meditando la pregunta durante un largo
minuto.
—Nooooo —dijo—, recuerdo que en una ocasión Rose me dijo que Ten Spot,
cuando se emborrachaba, hablaba continuamente de un lugar llamado Shenandoah,
un valle verde donde tenía sus manzanos —hizo una pausa—. No, supongo que es
allí adonde ha ido Ten Spot, no está aquí. Tal vez —y su rostro marcado se iluminó
—, tal vez se haya llevado a Rose con él. No —parecía convencido—, Ten Spot no
está aquí.

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Pablo y Josey, sujetando entre los dos al tambaleante Chato, se dirigieron al lugar
donde estaban atados los caballos y montaron. Josey tiraba de la montura de Chato, y
Pablo le seguía. En-lo-e dudó. Miró hacia atrás. Los apaches estaban de pie, en
silencio, observándolos. Ella saludó con la mano, saltó sobre el caballo y siguió a
Pablo por la ruta en sombra.
Los apaches regresaron a su trabajo, colgando las armas y munición de los
caballos y atando los caballos extra: sus premios de guerra. «Botín», lo llamaba el
hombre blanco… a menos que fuera él el que los tomara.
Cabalgaron en una larga fila con Gerónimo a la cabeza por la misma ruta que
Josey Wales. Pasaron junto a la tumba de Ten Spot. No pararon ni miraron al pequeño
apache vendado que estaba de pie junto al túmulo.
Era indecoroso mostrar cualquier emoción. Cualquier sentimiento del apache
podía ser, y era, traducido en acción, pero en ocasiones no había manera de ocultar la
pena. Y por ello no miraron, para no avergonzar a su hermano Na-ko-la.
Na-ko-la estaba de pie junto a la tumba mientras las sombras se alargaban. Estaba
en cuclillas y cantó la canción de muerte del héroe, que suena a canto salvaje y
sinsentido a los oídos del hombre blanco, pero que dice:

Tú has ayudado a los indefensos que no podían ayudarte


Has cultivado la amistad de los que no tenían amigos y que no podían ser amigos
tuyos
Has muerto la muerte del valor y el coraje
Regresarás al gran círculo
Nacerás otra vez, Hermano, más alto en el gran círculo, por tus hazañas te has
ganado este sitio
Yo, Na-ko-la, te canto para que los espíritus del círculo de vida escuchen mi
humilde canción por ti.

Na-ko-la permaneció allí. La canción había acabado. Las lágrimas inundaron sus
ojos. Los apaches sentían profundamente. Na-ko-la lloró. Se alejó a trompicones por
la ruta. Se giró y dijo:
—¡Adiós, Hijo de Perra!
A unas cincuenta yardas por la ruta, encontró al caballo atado a un arbusto, dejado
ahí por sus camaradas. Montó y siguió sus huellas. Ellos le esperarían.

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Capítulo 17

A lo lejos, por la ruta, la pared del cañón se elevaba en una suave pendiente hacia la
meseta. Fue allí adonde Josey los condujo, hasta que llegaron de nuevo a las llanuras.
El sol estaba bajo e incendiaba la pradera con una bruma carmesí, salpicando con
la roja pintura del crepúsculo el aire y los cactus y la maleza. Continuaron hacia el
norte remontando una leve ondulación del terreno y sintieron que llegaba el aliento
frío de la noche, extendiendo la mortaja sobre el día.
Pablo relajó el paso del caballo para ponerse junto a Chato.
—Chato, ¿qué se ha sacado de todo esto? La matanza… la muerte del señor Ten
Spot.
Chato se encogió de hombros.
—¿Y es que debe de sacarse algo, niño? Era un deber. Ya está cumplido —Chato
suavizó la voz—. Quizás se saque algo de todo esto en algún momento. ¿Quién sabe?
Tal vez, que hayan muerto los rurales de Escobedo haga que el Presidente Juárez
viaje al norte para investigar. Yo sé que él ama a su gente y viaja en un carromato
sencillo y no llevará ni un solo guardia. Quizás —Chato volvió a encogerse de
hombros— los zapotas, los políticos buitres que vuelan a su alrededor le confundan.
¿Quién sabe? —entonces, Chato dijo en voz baja—: ¿Josey?
—¿Sí?
—Mira allá, a nuestras espaldas.
Josey detuvo la marcha. Alineados sobre la ondulación que habían remontado
estaban los apaches. Estaban sentados en sus caballos en silencio y no se movían.
Observaban a Josey Wales y su pequeña banda. A los pies de la loma, entre los
apaches y Josey Wales, había una mula atada a un arbusto. Sobre los lomos de esta se
veían pesados sacos, sacos cargados de algo.
En-lo-e azuzó su montura al galope y se dirigió a la loma. Habló con el poderoso
y achaparrado líder montado en el centro de la hilera. Luego regresó, pero solo hasta
la mula. Ella le hizo una señal a Pablo. Pablo se acercó. Desmontó y él y En-lo-e
hablaron, y hablaron.
Josey dobló una pierna por encima del cuerno de la silla y se echó el sombrero
hacia atrás descubriendo su rostro curtido.
—Espero que no tengamos que pelear más. Estoy hecho polvo.
—Yo también —dijo Chato—, estoy hecho papilla.
Pablo regresó. Bajó del caballo. Todavía llevaba las sandalias y los pantalones
raídos de peón. Miró al suelo y finalmente levantó la mirada a Josey.
—Ella dice —comenzó Pablo vacilante—, ella dice que hay un valle en lo alto de
las Montañas Madre, donde los soldados no pueden llegar, ni los políticos pueden
gobernar. Dice que hay un arroyo que… —Pablo hizo una pausa—. Los sacos tienen
mazorcas de maíz, con granos más grandes que el dedo gordo, Josey —su voz se

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elevó excitada—, y alubias, calabazas, ella dice…
—Ya sé lo que dice —dijo Josey con voz cansada.
Pablo bajó la cabeza. Luego miró a Josey con la humilde pero tozuda voluntad
que detectó en él la primera vez que lo vio. Pablo cogió la mano de Josey.
—Lo siento, Josey. No puedo ser un vaquero, un bandido. Yo… yo no puedo.
—¿Y qué te hace pensar —le preguntó Josey Wales con aspereza— que me
importa un comino lo que seas? —pero, entonces, con algo parecido a bondad en sus
ojos, Josey Wales dijo con voz suave—: No te preocupes, hijo, llévate a tu mujer al
valle. Cultiva tu maíz, siéntete bien al notar el sudor honesto en tu frente, yace junto a
tu mujer por las noches sin tener que andar atento a unas pisadas o unos caballos.
Duerme el sueño de los buenos. ¡Sé feliz, Pablo!
Si se detectaba tristeza en la voz de Josey Wales (y, quizás, la hubiera), era
lástima por una pequeña granja de montaña muy lejos de allí, y hace mucho tiempo
atrás, por el hombre que ahora se veía obligado a recordar.
Las lágrimas anegaron los ojos de Pablo. Estrechó la mano de Chato y entregó las
riendas de su caballo al vaquero. Se dirigió a la mula. Ayudó a En-lo-e a subirse a
horcajadas en la mula. Pablo montó en su caballo. Sintió que debía decir algo para
despedirse, así que sacudió el muñón y dijo:
—¡El primer niño —gritó— se llamará Chato Josey!
Chato se rio y gritó.
—¡Gracias!
—Vete al infierno —dijo Josey Wales.
Pablo sonrió, porque le entendía. Josey Wales muy pocas veces pronunciaba las
palabras que sentía. Pablo cabalgó tirando de la mula y En-lo-e, y los sacos de maíz.
Frente a él los apaches enfilaron sus monturas hacia la montaña, y le guiaron
hacia las Montañas Madre. Solo uno se quedó en la loma. Observó cómo se alejaban
Chato y el hombre de la cicatriz en la cara hacia el norte durante un buen rato.
Lucharía durante casi veinte años más. Golpearía y huiría y golpearía otra vez. En
un año, con solo diecinueve guerreros, y con los soldados mexicanos acosando sus
flancos y retaguardia, luchó contra un general de los Estados Unidos con cinco mil
soldados; luchó contra él hasta llegar a un punto muerto. Durante todo ese tiempo, él
tan solo perdió un guerrero.
Si es cierto lo que afirman los expertos militares, que la guerra de guerrilla es una
guerra de la mente, entonces la mente más brillante de la historia de la acción
guerrillera debe pertenecer a Gerónimo. Pero la historia lo catalogaría de renegado
asesino. A él nada le importaban las hojas escritas de los hombres blancos. Las hojas
de papel se enmohecen y se pudren y se marchitan.
Solo el espíritu crece y vive… vive para siempre.
Gerónimo dio la vuelta con su caballo y siguió a los guerreros, a En-lo-e y a
Pablo.
Pero primero, como Josey Wales, examinó el horizonte, percibió el viento que

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agitaba la maleza, escuchó los sonidos y leyó las huellas en la tierra.

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Capítulo 18

Cabalgaron una larga distancia hacia la noche, en dirección al Río Grande, tan lejos
como Josey se atrevió, hasta que Chato comenzó a tambalearse tan violentamente
sobre su silla que el caballo tropezó. Solo entonces Josey detuvo la marcha y se
adentró entre la espesa maleza. Bajó a Chato de su caballo. Derramó un poco de agua
de las cantimploras en su sombrero, dio de beber a los caballos y colgó los morrales
de grano a sus bridas.
Arrastró la silla de Chato, apoyó la cabeza del vaquero sobre ella y lo tapó con
una manta para resguardarlo del viento gélido. Solo entonces se abrió la camisa y
examinó el feo desgarro de bala que tenía en un costado. Rompió una camisa y se la
ató con fuerza alrededor del cuerpo. Tras quitarse la chaqueta de flecos, examinó el
corte del sable. No era profundo y usando sus propios dientes se anudó otra venda
alrededor de la herida.
Chato estaba despierto cuando acabó.
—¿Es malo, Josey?
—No es malo —respondió Josey en voz baja.
Cavó un agujero poco profundo y encendió un fuego, donde colgó la lata para
cocer agua y tasajo.
Chato metió la mano en su alforja y sacó la botella de tequila. La sujetó en alto.
—¡Mía! —anunció con orgullo—, y está llena.
Destapó la botella y dio un buen trago. A continuación, se limpió la boca con el
dorso de la mano y dijo:
—Josey, una cosa he de decir a favor del señor Escobedo: tiene el mejor tequila
que he probado antes en ningún sitio.
Y para dar prueba de esta verdad, volvió a echar un largo trago a la botella.
Josey contemplaba el fuego.
—Adelante —farfulló—, emborráchate. Así serás el cebo perfecto junto al fuego
para cualquier rebanapescuezos al que se le ocurra pasar por aquí, mientras yo
duermo en la maleza.
Chato estaba empezando a sentir la calidez del tequila.
—¿Sabes una cosa, Josey? —dijo filosóficamente—, si yo no fuera Chato
Olivares, ¿sabes quién querría ser?
—Déjame que lo adivine —respondió Josey secamente mientras golpeaba una
llama diminuta—. ¿Te gustaría regentar un prostíbulo en San Antonio?
Chato no se ofendió por el comentario. Simplemente sonrió. Ebriamente, pero
con cuidado, tapó la botella y la apoyó a su lado dándole una reconfortante palmadita.
—No, Josey —dijo con ojos soñadores—, si yo no fuera Chato Olivares, querría
ser Pablo.
Cerró los ojos, sonriendo, y se durmió.

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Josey retiró la lata de las llamas y tragó el caldo. Se llevó su silla y la sábana a la
oscuridad de los matorrales, se tumbó cubriéndose con la manta para protegerse del
viento, pero primero apoyó el 44 sobre la barriga.
Chato se quedó tumbado cerca del fuego, como le había prometido.
Se despertaron antes del amanecer; Josey hizo beber caldo a Chato y le ató los
pies a los estribos. El sol brotó por el horizonte al este cuando sus caballos
chapoteaban cruzando el Río Grande en Santo Río. La ciudad estaba dormida.
No cabalgaron por la calle, sino que pasaron por detrás del salón Lost Lady, por
detrás del hotel, cerca del establo donde Pablo se había escondido. Josey detuvo los
caballos junto a los tres tablones, ya inclinados y envejecidos. Las palabras en cada
una de ellas eran simples: MELINA – ASESINADA 1868; KELLY – ASESINADO 1868; ROSE –
ASESINADA 1868. Tan escuetas como tal vez lo fueron sus vidas.
Josey detuvo los caballos cerca de las tumbas. Soplaba un viento frío y el ruano
se agitaba al notarlo. Se bajó el sombrero para protegerse del polvo suspendido en el
aire, sacó un objeto del bolsillo y lo lanzó sobre la tumba de Rose. Era el pendiente
de cristal. El viento lo hizo rodar, empujándolo contra el tablón y la tierra comenzó a
cubrir su brillo.
—Ya está hecho, Rose —dijo Josey en voz baja.
El ruano pateó el suelo y se echó a un lado. Josey lo puso de cara al viento.
—Sí —dijo Chato, mientras pasaba junto al tablón inclinado—. Ya está hecho.
Cabalgaron hacia el noroeste, orientando los caballos hacia el viento azul del
norte. No pararon a mediodía y, ya tarde, cuando el sol tocó los dientes irregulares de
los cerros al oeste, vieron las montañas de Río Torcido.
Una hilera de jinetes se alineaban al oeste, sus siluetas se recortaban contra el sol
en lo alto de la cima.
—Comanches —dijo Josey.
Sacó el catalejo y los observó. Una enorme y gruesa nube de humo se alzó en el
aire, seguida de una nube más pequeña, y luego una tercera que fue soplada hacia el
Río Torcido.
Josey dirigió el catalejo hacia las montañas del rancho. Allí se elevó una fina
voluta de humo ceniciento, seguida de otra, otra y otra más. Era el fino humo del
cheroqui.
—Bien —dijo sonriendo a Chato—, los comanches le han enviado el mensaje.
Nube grande, jefe grande, refiriéndose a mí… nube pequeña, que significa hombre
que no vale nada, ese eres tú… nube soplada al norte, significa que estamos
aproximándonos. El otro humo —añadió con aire de satisfacción—, era Lone,
agradeciéndoles el mensaje.
Chato levantó la botella de tequila. Le dolía la herida.
—Al infierno —dijo, refiriéndose a lo de nube pequeña.
Se hizo la oscuridad cuando bordeaban la montaña y penetraban en la calidez y la
pradera de hierba del Rancho de Río Torcido.

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—Por Dios —dijo Josey—, incluso desde aquí puedo oler la comida de la abuela.
Seguro que ha preparado algo bueno para nosotros.
Aceleró el paso de los caballos, que ahora se inclinaban y mordisqueaban la
hierba alta mientras avanzaban.
—Josey —dijo Chato.
—¿Sí?
—No le dirás nada a la abuela de la puta y yo en Saucillo, ¿verdad?
Continuaron cabalgando y Josey Wales no le respondió.
—¿Josey?
—Sí, te he oído —dijo Josey.
—¿Sabes ese cinturón que tengo, el que lleva una hebilla con forma de concha de
plata? Siempre te ha gustado. En una ocasión intentaste comprármelo, ¿recuerdas? Si
no le dices a la abuela lo de la puta, el cinturón es tuyo. ¿Qué te parece, Josey? —
Chato sonaba preocupado.
Cabalgaron un rato más en silencio. Josey mascaba y sopesaba la oferta. Un
cuernilargo bufó y trotó alejándose. Tras un buen rato, las palabras flotaron hasta los
oídos de Chato.
—De acuerdo —dijo Josey.
El alma de Chato Olivares estaba ahora totalmente en paz. La abuela le dejaría
descansar, quizás un mes entero, mientras él se quedaba sentado bajo el enorme
álamo y miraba a los otros trabajar. El cinturón no era nada. Siempre podía pedir un
adelanto de su salario para comprarse otro. Por fin, la paz… porque incluso los
comanches lo sabían: la palabra de Josey Wales era verdadera.

F I N

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Notas

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[*] Hay edición española de The Education of Little Tree titulada: Montañas como

islas. (Duomo editorial, 2009) <<

www.lectulandia.com - Página 287


[1] En este contexto, el término gobierno de Reconstrucción o Época de
Reconstrucción hace referencia al periodo de transformación del Sur de los EE UU
desde 1863 hasta 1877 por directivas del Congreso de reconstrucción de los estados y
la sociedad. (N. de la T.) <<

www.lectulandia.com - Página 288


[2] HAT: GTT en el original, acrónimo de Gone To Texas. (N. de la T.) <<

www.lectulandia.com - Página 289


[3] Redlegs en el original: Guerrilleros unionistas acuartelados en Lawrence, Kansas,

durante la Guerra Civil Norteamericana. Toman su nombre del color de las polainas
del uniforme. Un periodista que viajaba por Kansas en 1863 proporcionó una
definición de Redleg y otros términos asociados: «Jayhawkers, Red Legs y
Bushwhackers son términos habituales en Kansas y al oeste de Misuri. Un Jayhawker
es un unionista dedicado a robar, quemar y asesinar solo rebeldes levantados en
armas contra el gobierno. Un Red Leg es un Jayhawker originalmente distinguido con
el uniforme de polainas rojas. Sin embargo, el Red Leg es considerado más
genuinamente un ladrón y asesino indiscriminado que el Jayhawker o el
Bushwhacker. Un Bushwhacker es un Jayhawker rebelde, o un rebelde que se agrupa
con otros para atacar las vidas y las propiedades de los ciudadanos de la Unión. Son
todos descontrolados e indiscriminados en sus fechorías». [Connelly, William E.,
Quantrill and the Border Wars. Cedar Rapids, Iowa: The Torch Press.] (N. de la T.)
<<

www.lectulandia.com - Página 290


[4] «Dingus» era el apodo con el que llamaban a Jesse James sus compañeros. (N. de

la T.) <<

www.lectulandia.com - Página 291


[5] Águilas dobles: moneda de oro de veinte dólares. (N. de la T.) <<

www.lectulandia.com - Página 292


[6] En español en el original, así como las demás cursivas a lo largo del texto. (N. de

la T.) <<

www.lectulandia.com - Página 293


[7] Juramento promovido por Republicanos radicales. El propio presidente Abraham

Lincoln se oponía a dicho juramento, mediante el cual se exigía a funcionarios y


votantes que juraran no haber apoyado jamás a la Confederación, limitando así la
actividad política de los soldados y ciudadanos de la Confederación. Permitió que una
coalición Republicana llegara al poder en diez estados sureños durante los años de la
Reconstrucción y provocó las iras de parte de los líderes civiles locales a los que se
les negó el derecho a votar o ejercer un cargo público. (N. de la T.) <<

www.lectulandia.com - Página 294


[8] Pillo, pícaro. (N. de la T.) <<

www.lectulandia.com - Página 295


[9] Político oportunista que logra o pretende representar a una localidad que no es la

suya. (N. de la T.) <<

www.lectulandia.com - Página 296


[10] Box supper en inglés: reunión social en la que las muchachas preparaban cajas

con comida y dulces. Estas eran subastadas para recolectar dinero destinado a obras
sociales y compradas por los hombres solteros. El comprador tenía derecho a cenar
con la dueña de la caja elegida. (N. de la T.) <<

www.lectulandia.com - Página 297


[11] Ten Spot es, en la jerga de los jugadores de cartas, cualquier naipe con valor de

10. (N. de la T.) <<

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[1] En español en el original, así como las demás cursivas a lo largo del texto. (N. de

la T.) <<

www.lectulandia.com - Página 299


[2] La anciana pronuncia «rat cheer» («right here», «aquí mismo») en jerga rural, de

ahí la confusión de Pablo con «rat» (rata). (N. de la T.) <<

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