012-El Rebelde Josey Wales - Forrest Carter
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Forrest Carter
ePub r1.0
Titivillus 15.06.16
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Título original: Gone to Texas
Forrest Carter, 1973
Título original: The Vengeance Trail of Josey Wales
Forrest Carter, 1976
Traducción: Marta Lila Murillo
Ilustración de cubierta: 12TH Virginia Cavalry CSA © Don Troiani/Corbis
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PRESENTACIÓN
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cual, andando el tiempo, vendría a acumular otras leyendas a la suya propia. Parece
ser que Quantrill luchó con valor, como voluntario, en el ejército de la
Confederación, y que ya antes había jugado a dos barajas en los conflictos previos a
la guerra que tuvieron lugar entre Kansas y Misuri. No caben demasiadas dudas sobre
su habilidad como líder guerrillero y su intrepidez como combatiente, y estas virtudes
algo deben de tener que ver con que el proceso de mitificación en torno a su persona,
para bien y para mal, se iniciara pronto. La prensa de Kansas y la nordista en general
lo consideran un monstruo de crueldad indescriptible, capaz de todas las maldades.
Para los misurianos, Quantrill y sus jinetes eran los únicos capaces de responder,
pagando en la misma moneda, a la devastación sembrada por la guerrilla nordista. El
aura de Quantrill siguió creciendo y la descripción detallada de sus características
fisiognómicas se manejaba como si en estas fueran implícitas su crueldad o su
heroísmo. Según Paul I. Wellman en su libro sobre los «Fuera de la ley», el
comandante Edwards describe a Quantrill como un rubio Apolo, con ojos azules
suaves y atractivos; astuto, hábil, extremadamente cruel y de un valor sin igual. La
señora Roxey Troxel Roberts, que le conoció personalmente, refleja su acicalado
vestir, sus ojos azules, la intranquilizadora impasibilidad de la que hacía gala y su
mirar avieso; Connelly, tras volver a redundar en su acicalamiento y el azul de sus
ojos, hace de nuevo hincapié en su crueldad señalando que de niño gozaba torturando
pequeños animales. Bien es cierto que Connelly solo se guía por testimonios
indirectos y jamás llegó a conocer a Quantrill personalmente… Era una época donde
la hipérbole era continua y, como recoge Hans von Hentig en su estudio de la figura
del «desperado», refiriéndose a la fiabilidad de los periodistas: «Había manga ancha
para fechas y hechos. Por todas partes se nota la tendencia a inventar. Se gozaba con
historias noveladas y se añadían los chillones colores que faltaban». Quizá las
noticias no sean demasiado fiables… Pero un hecho cierto catapulta a Quantrill y sus
jinetes a la fama: la llamada «Masacre de Lawrence». El 21 de agosto de 1863
Quantrill, al mando de 448 jinetes, asaltó, incendió y desvalijó la población de
Lawrence, en Kansas. Alrededor de 200 habitantes varones de la población fueron
asesinados. Solo un guerrillero resultó muerto. A partir de aquí Quantrill es odiado
por todo nordista que se precie de serlo e incluso las autoridades militares del Sur,
horrorizadas, le repudian en vez de reconocerle grados militares tal y como él
esperaba. Consecuencia de todo ello es que las autoridades militares del Norte, el
general Ewing en concreto, promulgue la llamada orden n° 11, que servirá para que
una gran extensión de Misuri sea destruida por las tropas unionistas en un esfuerzo
por acabar con el apoyo local a los guerrilleros. Las casas incendiadas y la población
forzada a abandonar sus hogares son la consecuencia. Cuando, incluso hoy en día, se
toca el tema en un debate histórico, puede comprobarse que el resentimiento en estos
condados de Misuri hacia La Unión por esta orden n° 11 aún perdura en algunas de
sus gentes. Pero, historia bélica de los Estados Unidos aparte, lo atractivo
literariamente del asunto Quantrill es el influjo que esta partida de guerrilleros
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confederados va a tener para la historia del bandidaje y del pistolerismo
norteamericano. Buena parte del «modo de hacer» de las razzias de Quantrill sobre
los territorios enemigos se incorporará al «modus operandi» de los maleantes del
Oeste americano de la segunda mitad del siglo XIX. Lo pondrán en práctica Jesse
James, la banda de los Dalton y muchos otros célebres bandoleros. El «vitoreo», la
entrada de los jinetes disparando en las calles principales del pueblo para mantener a
los vecinos del mismo resguardados en sus casas y asaltar el banco de la localidad; la
toma de la estación de tren para asaltar el convoy cuando llega al andén y desvalijar a
los viajeros; el asalto a las diligencias… casi todo ello parece haber sido diseñado en
el ámbito Quantrill. A medida que el Sur va perdiendo la guerra, estas partidas se
deslizaban hacia el bandidaje y se atomizaban. Surge la banda de Bill «el
Sanguinario» Anderson; la de Fletch Taylor; la de George Todd; la de Cole
Younger… Frank y Jesse James comandan otra. Cuando muere Quantrill al final de la
Guerra parece que todo el bandidaje de buena parte de los Estados Unidos ha pasado
por la «Academia Quantrill». Frank y Jesse James se convierten en mitos. Sus
primos, los Younger, en compañía de los James o en solitario, mantienen una
frenética actividad. Los Dalton, emparentados con los James, asaltan intentando muy
conscientemente emular y superar las hazañas de los hermanos James, que para
entonces son verdaderos mitos, y en el Sur casi una gloria nacional. Cuando a Frank
James se le juzga tras un buen número de crímenes, el propio General confederado Jo
Shelby, todo un personaje inmensamente respetado, habla de su «querido compañero
de armas» Frank James y de la «Causa»… La Causa siempre está referida a la Causa
del Sur, la de los perdedores maltratados por los especuladores sin escrúpulos
procedentes del Norte. A todo este romántico bandidaje siguen uniéndose nombres
como el de Belle Starr, «la reina de los pistoleros», amante de Cole Younger, también
exguerrillero de Quantrill y, más tarde, emparejada con otro famoso bandido,
Cherokee Bill y luego con Bill Doolin, otro «fuera de la ley» de renombre. También
pasó por el refugio de Belle Starr, situado en territorio cheroqui, uno de los hermanos
James. Los propios Butch Cassiddy y Sundance Kid, dan comienzo a su carrera de
bandidaje con Bill, Tom y George McCarthy, el primero de los cuales había sido
miembro de la banda de Jesse James. Y la lista puede hacerse, con un poco de
dedicación a la tarea, bastante más larga. Tenemos pues aquí a lo más florido del
pistolerismo y bandidaje histórico del western en un árbol de relaciones personales en
cuya cúspide se asienta Quantrill. La teoría de Paul I. Wellman, expuesta en su libro
sobre los «fuera de la ley» es la de que se puede trazar una línea de continuidad, casi
una dinastía de bandoleros, que va desde Quantrill en 1860 hasta Frank Nash y la
matanza de la Estación de Kansas en 1933, debida a Pretty Boy Floyd.
La relación entre las guerrillas de la Guerra de Secesión y los inicios del
pistolerismo clásico en Estados Unidos —ese de sheriffs, atracos a diligencias, asalto
a trenes y bancos, «desperados», etc— es capítulo habitual en cualquier historia del
Oeste americano. Quantrill y los hermanos James, los Younger, los Dalton, Belle
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Starr… ellos y otros pueblan las novelas, películas y series de televisión. Todo ello
conforma ese ambiente histórico-legendario en el que se inscribe el personaje de
Josey Wales. Hans von Hentig en sus estudios de psicología criminal habla de que el
término inicial de raíz hispánica «desperado» —que acabará siendo sustituido por el
casi equivalente de «outlaw»— hace mención a seres que se apartan voluntariamente
de la sociedad, que la propia sociedad acaba alejando de sí y que no tienen nada que
perder. En cierto sentido gentes que tampoco dan un excesivo valor a la propia vida.
Las matizaciones del profesor de la universidad de Bonn inciden mucho en la
comparación de este término intrínsecamente norteamericano con otras figuras
criminales de otros ámbitos, anglosajones o no, y encuentra paralelismos en otras
culturas, pero esos «outlaws», y antes «desperados», necesitan ese alejamiento social
que solo permiten las grandes regiones aún no colonizadas o, cuanto menos,
escasamente pobladas. Señala el profesor alemán ese ámbito específico de euforia
social, desorganización y legalidad primarias, junto con la búsqueda de la notoriedad
a cualquier precio y la desmesura, como ambientes propicios para ese fenómeno
delictivo que se dio en la Frontera norteamericana durante el siglo XIX. Y también
constata la dificultad de recoger información para comprender este fenómeno:
«parece como si se hubieran juramentado todos para que jamás dos testigos
presenciales estuviesen de acuerdo sobre las circunstancias esenciales de algún
hecho» (Frank C. Loockwood – Pioneer Days in Arizona). En este universo donde
todo es posible, donde los forajidos buscan el dinero, pero no en menor medida que la
fama y la gloria, se desenvuelve Josey Wales.
Josey no es un personaje histórico, o al menos no es uno de los guerrilleros de
Quantrill conocidos por su propio nombre. Cuando su familia es asesinada en una
incursión de los polainas rojas, se une a la partida de Bill «el Sanguinario» Anderson.
Junto a él hará buena parte de la Guerra de Secesión, pero una vez perdida esta, Josey
no acepta el perdón del bando vencedor e inicia su carrera de «fuera de la ley». Ha
perdido a su familia y su hogar. Según el código montañés de sus ancestros, no puede
reanudar su vida como si tal cosa. Durante las doscientas y pico páginas de Huido a
Texas, Wales va a pasar por muchas de las vicisitudes que conocieron, durante la
Guerra y después de ella, estos irregulares que en buena parte abandonaron la lucha
pero que también, en no menguado número, siguieron una carrera de bandidaje. La
huida intentando llegar a territorio cheroqui es algo que ya hemos leído en biografías
de Quantrill o Jesse James; el refugio entre los indios, sobre todo entre los cheroquis,
muchos de los cuales lucharon por la Confederación, también es un tema presente en
las películas, novelas y biografías sobre Belle Starr o los Dalton. Los duelos, tiroteos,
huidas y asaltos de guerrilleros o exguerrilleros están presentes en películas como
Forajidos de leyenda (The Long Riders, 1980); El último forajido (The Last Outlaw,
1993); Sombra de horca (Woman They Almont Lynched 1953); Belle Starr, 1941… Y
en un buen número de escritores como Todhunter Ballard, Shirreffs y especialmente
en Frank Gruber —Fuera de la Ley (Outlaw, 1941), The Bushwhackersen 1959 y
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otras muchas—, para el cual el ambiente post guerra de Secesión fue un escenario
habitual. En el caso de Huido a Texas son el poder evocador, la prosa precisa y
escueta, la acumulación de hechos posibles y habilidades creíbles en la vida de un
outlaw, pero que raramente podrían tener lugar en la vida de uno solo de ellos, lo que
convierten a esta novela en un romance, en una memorable balada épica. El lenguaje
es, además, conscientemente tendente hacia la leyenda. Frases como: «Y los hombres
contarían su hazaña de esa noche alrededor de las hogueras de la ruta», o «Habían
sido acusados de muchas cosas y eran culpables de la mayoría de ellas», son
directamente apelaciones a la pervivencia en la memoria, a la eternidad de la
leyenda… Sin duda Huido a Texas es una gran novela. Tras su publicación en 1973 y
el renombre que le proporciona su conversión en película de la mano de Clint
Eastwood como El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales, 1976), una secuela viene
a sumarse a esta primera novela: La ruta de venganza de Josey Wales (The Vengeance
Trail of Josey Wales, 1976), otro excelente western donde continúan las andanzas del
exguerrillero, pero que queda un poco por debajo de los logros de su primera
novela… O quizá es que el factor sorpresa de la primera obra de Forrest Carter ya no
lo es tanto.
En opinión de Joe R. Lansdale, escritor y teórico del western, «aunque Forrest
Carter es solo autor de cuatro libros —y solo tres de ellos son western— su
consideración como un excepcional escritor de western estaría asegurada solo con
haber firmado Huido a Texas». Y finaliza su pequeño ensayo sobre el autor
afirmando que «con solo cuatro libros —murió poco después del cuarto— es muy
posiblemente el mejor escritor de western de todos los surgidos en la década de los
setenta. Todas sus obras son altamente recomendables».
FORREST CARTER
¿Quién es Forrest Carter? Bien, en esta presentación, hasta ahora se ha hablado
poco, o más bien nada, sobre el creador literario de Josey Wales. Según el propio
Forrest Carter afirmaba, había nacido en Tennessee en 1925, tenía parte de sangre
india —cheroqui en concreto—, y se había criado huérfano con sus abuelos. Su
formación era autodidacta y fue «Storyteller in Concil of Cherokee Nation», sea esto
lo que sea —aunque se intuye por dónde va el asunto—. En 1973, con su primera
novela The Rebel Outlaw, Josey Wales, aparecida un par de años más tarde como
Huido a Texas (Gone to Texas), logra el éxito al primer intento, aunque mucho tuvo
que ver en ello el que Clint Eastwood la vertiera a imágenes en su película El fuera
de la ley (The Outlaw Josey Wales, 1976). Ese mismo año de 1976, acompaña a la
versión fílmica una secuela de ese primer relato de las andanzas de Josey: La ruta de
venganza de Josey Wales (The Vengeance Trail of Josey Wales). Un año antes de
morir —fallece en 1979— publica un tercer gran western Watch for Me on the
Mountain (1978). En este caso un relato biográfico sobre el caudillo apache
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Gerónimo, en donde se mezclan la guerrilla, la aventura y una cierta visión mística de
la actividad bélica. Pero también en 1976 publica una corta historia titulada The
Education of Little Tree, que al principio tiene un éxito relativo, pero que al ser
reeditada por la Universidad de Nuevo México en los años ochenta se convierte en un
auténtico fenómeno literario y alcanza la cima de las listas de ventas en la categoría
de «no ficción». Es premiada por la Asociación americana de libreros, recomendada
por la influyente periodista Oprah Winfrey y vertida también al cine. Todo un
fenómeno editorial alabado como ejemplo de pluriculturalidad, indigenismo,
tolerancia, interracialidad positiva y amor a la Naturaleza. Casi una biblia para los
movimientos de espiritualidad y New Age. Se lee como recomendación en los
colegios y en ellos se fundan asociaciones «Little Tree». The Education of Little Tree
es presentada por su autor, Forrest Carter, como una autobiografía novelada de sus
años infantiles de orfandad, en la que es acogido por su abuelo cheroqui y recibe sus
enseñanzas de vida en armonía con la naturaleza. Como decíamos: el libro arrasa.
Hasta aquí la cuestión es relativamente normal. El escándalo tiene lugar cuando en un
artículo aparecido en 1991 en el New York Times, Dan T. Carter desvela que bajo el
nombre de Forrest Carter se esconde el activista político Asa Earl Carter. Ni medio
cheroqui, ni huérfano, ni educado con el abuelo. Todo falso. Asa Earl Carter es un
famoso segregacionista, miembro del Ku Klux Klan, supremacista blanco, que crea
su propia escisión del Klan, llamada «La Confederación», en la que hábitos y
capuchas son de tono gris. Aunque Asa no aparece implicado personalmente en ello,
a su grupo se le responsabiliza de proporcionar una paliza al cantante Nat King Cole,
e incluso de secuestrar y asesinar a un ciudadano negro. También hay un turbio
asunto con dos muertos de por medio, dentro de la propia organización. Hay que
añadir a lo anterior que Asa Earl Carter ha dirigido el periódico racista El Sureño y
que se le considera el autor en la sombra de los furibundos discursos segregacionistas
del gobernador de Alabama George Wallace. Se le atribuye también la autoría de la
famosa frase que este utilizaba como eslogan: «Segregación hoy, segregación
mañana, y segregación siempre». Ante sus excesos verbales y la petición por parte
del gobernador de que bajase el tono, Asa se desilusiona, se siente traicionado y se
presenta él mismo a las elecciones para gobernador. Desmoralizado, ya que apenas
recibe un 1,5% de los votos y queda el quinto de entre cinco candidatos, desaparece
de la vida pública y cambia de localidad. Y se reinventa como escritor. Adelgaza, se
broncea, deja sus ropas de ciudad y se viste con un sombrero texano y se dedica a
escribir. Además, tampoco era —ya se señaló que su autobiografía de huérfano
cheroqui es falsa— un hombre autodidacta y sin cultura. Se había licenciado en
periodismo en la Universidad de Colorado. Bien, parece ser que se autoinventa como
escritor, se divorcia, pasa a llamar «sobrinos» a sus hijos, y aquí tenemos a Asa Earl
Carter, segregacionista blanco y «negro» para los discursos de un gobernador
ultraderechista, convertido en escritor cowboy de ascendencia cheroqui. El resto de
su carrera de éxito en el western y su conversión en apóstol de la New Age
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progresista con The Education of Little Tree ya la conocemos. Y puestos a cargar las
tintas, sus detractores cuentan que murió borracho, ahogado en su propio vómito tras
mantener una pelea a golpes con uno de sus propios hijos. Para los interesados en el
tema comentar que existe un extenso reportaje televisivo The Reconstruction of Asa
Carter de casi una hora de duración que se puede rastrear y está colgado en Internet.
El caso de «Forrest Carter / Asa Earl Carter» provocó un escándalo tan considerable
que aún genera polémica. En principio, esta versión de la conversión de Asa en
Forrest aparece como bastante admitida pero sigue habiendo puntos oscuros. Ya en
vida de Forrest Carter, en 1976, durante su aparición en un programa televisivo,
empezó a llamar al programa gente que reconocía en él al activista de ultraderecha
Asa Carter. Pero Forrest negó ser la misma persona e incluso escribió un artículo en
el New York Times en el que clamaba que él no era Asa Carter. El gobernador George
Wallace negó sistemáticamente, hasta el día de su muerte, que Asa Earl Carter
hubiera escrito sus discursos. Hay al menos dos personas que se atribuyen como
propia la creación de la frase «Segregación hoy, segregación mañana y segregación
siempre». Cuando se relata esa muerte durante una pelea a puñetazos con su hijo,
borracho y ahogado en su propio vómito, otras fuentes hablan simplemente de que
murió de un infarto mientras comía. Pero, con matizaciones o sin ellas, parecen
sólidas las pruebas que apoyan la tesis de que Forrest Carter era Asa Earl Carter. Y
eso pone sobre el tapete multitud de cuestiones…
Por apuntar alguna, de momento trae hasta la mesa el debate sobre el viejo asunto
de la independencia de la obra respecto de su autor. Por otra parte, para los fascinados
por la filosofía New Age de Little Tree está pendiente la cuestión de que, toda su
perspicacia, toda su comunión sensible y vital con las enseñanzas del libro, no les
libró de ser seducidos por la prosa de un líder ultraderechista del Ku Klux Klan. Qué
decir ya de los que admiran el indigenismo en Little Tree y luego son conscientes de
que tanta integración cultural y tanto saber tradicional está en la inventiva de un
racista que de cheroqui no tiene más que una simpatía por esa tribu que apoyó a la
Confederación. También está presente la cuestión de ser conscientes, de asumir que
algunos valores universales, como la Naturaleza o la camaradería, son tan
susceptibles de ser apreciados por un hippie, un ecologista, o alguien de la New Age,
como por las propias «juventudes hitlerianas», que también hacían campamentos al
aire libre en armonía con la Naturaleza. El Bien y el Mal no vienen en lotes
uniformes. En la realidad vienen entremezclados. También puede sacarse a colación
el carácter peculiar del racismo anglosajón. Según un intelectual indio
norteamericano, del cual lamento ahora no recordar el nombre, para un racista
norteamericano anglosajón, enamorado de un pasado mítico de salvajes guerreros
celtas, no es particularmente problemático incorporar a su estirpe la sangre de
intrépidos y aristocráticos guerreros piel roja. Sobre todo si la sangre viene por parte
materna. Otra cuestión es la de asumir una ascendencia negra… Como se ve, un
entorno de valoración y discusión sobre Forrest Carter puede dar para mucho. Oprah
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Winfrey, por ejemplo, acabó sacando de su lista de recomendaciones para la juventud
The Education of Little Tree. Sin embargo el libro se sigue vendiendo, reeditando y
recomendando incasablemente en los Estados Unidos… Es ya un eterno clásico
juvenil y, generalmente, se sigue editando bajo la autoría de Forrest Carter y sin
explicaciones sobre un tal Asa Earl Carter en las solapas del libro. Para los devotos
de The Education of Little Tree o los amigos de Forrest Carter que ignoraban su
pasado y acabaron conociéndolo y apreciándolo, la solución suele ser, bien separar al
autor de la obra, o bien recordar a Saulo cayendo del caballo en el camino a Damasco
y viendo la Luz de la Verdad. Para ellos la espiritualidad, la tolerancia y el
pluriculturalismo que asoman en las páginas de The Education of Little Tree
demuestran que Carter había cambiado drásticamente y que ya no era el viejo Asa
Earl Carter, sino una persona totalmente diferente[*].
En cuanto a Huido a Texas y La ruta de venganza de Josey Wales, ciertamente la
crítica se ha esforzado en conciliar al autor con su obra. Aunque suele existir una
cierta perplejidad entre el canto a la libertad y a la individualidad que se enseñorea de
la novela, así como el trato a indígenas y mujeres, que se tiene por paradójico
respecto a una ideología ultraderechista, tampoco hay extrañezas insalvables. Para
algunos teóricos la lucha contra el Estado no es precisamente ajena al reaccionarismo.
Otros tratadistas han señalado que la simpatía por las tribus indias demostrada en sus
novelas por el creador de Josey Wales se basa en una identificación geográfica con la
tierra, con el país, lo que le lleva a confraternizar con sus primitivos habitantes; y en
que se hace una identificación solapada entre el exterminio por parte de la Unión de
estas culturas y el aplastamiento de la forma de vivir tradicional de los estados
sureños, que también realizó la Unión. Para quien se prepare a disfrutar de estas dos
novelas de Forrest Carter o Asa Earl Carter no tiene sentido ahora seguir pasando
revista a la peculiaridad de las mismas. Tampoco es el momento de seguir dando
vueltas en torno a la fascinante controversia montada en torno a su autor. Como dijo
Joe Lansdale, como creo que opinará cualquiera que lea este par de novelas y sea
aficionado al western, Forrest Carter es un narrador excepcional y Huido a Texas una
obra maestra del western épico. Recogiendo una frase que sobre él acuñó el crítico
francés Xavier Daverat, cerremos esta presentación con un: «No le perdonen.
Léanlo».
Alfredo Lara
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Para Diez Osos
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PRÓLOGO
Misuri es conocido como la «madre de los fuera de la ley». Ganó ese sobrenombre en
el periodo que siguió a la Guerra Civil, cuando hombres resentidos que habían
luchado sin el beneficio de las leyes en la Guerra de Fronteras (una guerra dentro de
una Guerra) no encontraban su lugar en una sociedad de viejas enemistades y un
gobierno de Reconstrucción[1]. Cabalgaban y vivían sin rumbo, en un círculo vicioso
de represalias, robos y tiroteos que no llevaban a ninguna parte. La Causa se esfumó
como el humo y lo único que quedaba eran rencillas personales, represalias… y
supervivencia. Muchos de ellos se marcharon a Texas.
Si Misuri era la Madre, entonces Texas era el Padre… el refugio, con un espacio
sin límites y una frontera sangrienta, donde un pistolero podía encontrar la razón de
su existencia y un lugar en el que esconderse. Las letras «HAT»[2], grabadas
apresuradamente en el poste de la puerta de una cabaña sureña eran suficientes para
que los familiares y amigos del morador supieran que tenía «problemas con la
justicia», y había Huido A Texas.
En aquellos tiempos no les llamaban «pistoleros»; eso empezó en la década de
1880 con las novelillas de diez centavos. Por aquel entonces, todavía se les conocía
como «guerrilleros armados», y se referían a su arma como «pistola», o por la
marca… un «Colt 44». El guerrillero del Misuri fue el primer pistolero experto.
Según los partes del Ejército Estadounidense, los guerrilleros usaban esta «nueva»
arma de guerra con resultados devastadores.
Esta es la historia de uno de esos fuera de la ley.
Los fuera de la ley… y los indios… todos son reales… todos existieron; vivieron
en una época en la que el significado de «bueno» o «malo» dependía principalmente
del prisma que aplicaba quien lo decía. Había demasiadas cosas malas mezcladas con
lo que creíamos que eran las cosas «buenas»; por ello, aquí intentaremos no
juzgarlos… simplemente, dentro de nuestras posibilidades, lo contaremos «tal como
es»… o fue.
Los hombres… blancos y rojos… y los tiempos que los marcaron… y cómo
sobrevivieron… hasta acabar su carrera.
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PARTE 1
Capítulo 1
DE: Distrito Militar de Misuri Central. Comandante Thomas Bacon del Octavo de
la Caballería de Kansas.
Parte presentado por: General Philip Sheridan, Distrito Militar del Suroeste, Nueva
Orleans, Luisiana.
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Hacía frío. El viento azotaba los pinos húmedos produciendo un lastimero suspiro e
imprimía velocidad a las gotas de lluvia que caían como balas. También hacía que las
llamas de las hogueras saltaran y parpadearan y que los soldados que estaban
alrededor del fuego maldijeran a los oficiales al mando y a las madres que los
parieron.
Las hogueras dibujaban una curiosa media luna, formando una cadena
parpadeante que se cerraba a los pies de los Montes Ozark. En la noche oscura y
cubierta de nubes los puntos brillantes parecían formar parte de una red desplegada
para detener el avance de las montañas hacia la cuenca del río Neosho y las Naciones
Indias en la otra orilla.
Josey Wales conocía el significado de esa red. Se agachó a unas doscientas yardas
en la hondonada del pinar y comenzó a vigilar… mientras masticaba en un momento
de pausada reflexión una hoja de tabaco. En casi ocho años cabalgando, ¿cuántas
veces había visto una red circular de Caballería Yanqui tendida a su alrededor?
Parecía que hubieran pasado cien años desde aquel día de 1858. Un joven
granjero, Josey Wales, empujaba el pesado arado a orillas de un riachuelo del
condado de Cass, Misuri. Ese año iba a lograr una cosecha de dos mulas, una
empresa enorme para un hombre de montaña, y Josey Wales era pura montaña. Desde
sus bisabuelos de los riscos azules de Virginia, pasando por los imponentes picos
envueltos en bancos de niebla de Tennessee, hasta la belleza rota de los Montes
Ozark: las montañas siempre habían estado presentes. Las montañas eran una forma
de vida; independencia y santuario, una filosofía que aportaba ese código peculiar del
hombre de montaña.
«Donde la capa de tierra es fina, la sangre es espesa», era el lema de su clan.
Rectificar una injusticia comportaba la misma obligación que deber a alguien un
favor. Era una religión que iba más allá del pensamiento, algo que estaba metido
hasta el tuétano de sus huesos y vivía y moría con el hombre.
Josey Wales, con su joven esposa y su pequeño, habían llegado al condado de
Cass. Ese primer año Josey se «comprometió» a cuarenta acres de tierra llana. Había
construido la casa con sus propias manos y obtenido una buena cosecha… y ahora se
había comprometido a cuarenta acres más a orillas del riachuelo. Josey Wales estaba
saliendo «p’alante». Enganchaba sus mulas al arado en la oscuridad de la mañana y
esperaba en los campos, apoyado en el arado, a que apareciera la primera luz tenue
que le permitiera arar.
Esto fue antes de que Josey viera el humo elevándose, esa mañana de la
primavera de 1858. El terreno junto al riachuelo era tierra virgen, el arado saltaba al
toparse con raíces y Josey tenía que maniobrar con las mulas bordeando los tocones.
No había levantado la mirada hasta que escuchó los disparos. Fue entonces cuando
vio el humo. Se alzaba negro y gris por encima del risco. Solo podía ser la casa. Dejó
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las mulas y corrió descalzo mientras los pantalones del peto aleteaban contra sus
delgadas piernas. Corrió frenéticamente, a través de zarzas y arbustos de zumaque,
cruzando las quebradas rocosas. Ya quedaba muy poco en pie cuando cayó exhausto
en el claro arrasado. Los tablones de la cabaña se habían desplomado. El fuego era
una humareda parpadeante que ya había saciado su apetito. Corrió, cayó, volvió a
correr… en círculos alrededor de las ruinas, gritando el nombre de su esposa y
llamando a su pequeño, hasta que se quedó afónico y su voz se transformó en un
susurro.
Los encontró en lo que había sido la cocina. Habían caído cerca de la puerta y los
brazos del esqueleto ennegrecido del bebé estaban aferrados al cuello de su madre.
Aturdido, Josey cogió mecánicamente dos sacos del granero y metió los cuerpos
chamuscados dentro. Cavó una sola fosa bajo el gran roble de agua junto al corral, y a
medida que caía la noche y la luz de luna plateaba las ruinas, intentó darles un
enterramiento cristiano.
Pero su memoria de las Escrituras solo le llegaba en retazos.
—Polvo eres y en polvo te convertirás —farfulló con el rostro ennegrecido—. El
Señor nos da la vida y el Señor nos la quita. O estás conmigo o contra mí, dijo
Jesucristo —y, finalmente—: Ojo por ojo… y diente por diente.
Unas enormes lágrimas cayeron por el rostro ahumado de Josey Wales allí a la luz
de la luna. Un temblor recorrió su cuerpo con una fiereza incontrolable que hizo que
sus dientes castañetearan y su cabeza se sacudiera. Sería la última vez que Josey
Wales llorara.
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Capítulo 2
Los revólveres eran sus armas. Fueron los primeros en perfeccionar el uso de la
pistola. Con las riendas entre los dientes y un Colt en cada mano, sus cargas eran una
furia de obsesión suicida. Los lugares donde atacaron se convirtieron en nombres de
la historia sangrienta. Lawrence, Centralia, Fayette y Pea Ridge. En 1862, el General
Halleck de la Unión dictó la Orden General Segunda: «Exterminad a las guerrillas de
Misuri; abatidles como animales, ahorcad a todos los prisioneros». Y en eso fue en lo
que se convirtieron, en animales acosados que se revolvían violentamente para
golpear a sus adversarios cuando les resultaba ventajoso. Los polainas rojas de
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Jennison saquearon y quemaron Dayton, Misuri, y los «chicos» se vengaron
quemando Aubry, Kansas, hasta los cimientos, y repeliendo a las patrullas unionistas
hasta las montañas de Misuri. Dormían en sus sillas de montar o inclinados sobre
ellas bajo matorrales con las riendas en las manos. Con los cascos de los caballos
amortiguados, se deslizaban a través de las líneas de la Unión para cruzar las
Naciones Indias de camino a Texas, lamerse las heridas y reagruparse. Pero siempre
regresaban.
A medida que la Confederación se precipitaba hacia la derrota, los uniformes
azules se multiplicaban a lo largo de la Frontera. Y las filas de los «chicos»
comenzaron a menguar. El 26 de octubre de 1864, Bill el Sanguinario murió con dos
revólveres humeantes en las manos. Hop Wood, George Todd, Noah Webster, Frank
Shepard, Bill Quantrill… la lista iba creciendo… las filas iban diezmándose. La paz
se firmó en Appomattox y empezó a filtrarse la noticia entre los rebeldes de que se
estaba concediendo la amnistía a las guerrillas. Fue el joven Dave Pool quien informó
del hecho a ochenta y dos de los jinetes curtidos en el combate. Alrededor de la
hoguera en una hondonada de los Montes Ozark se lo explicó aquella noche de
primavera.
—Lo único que uno tiene que hacer es cabalgar hasta el puesto de la Unión,
levantar la mano derecha y jurar por el demonio ser leal a los Estados Unidos. Y
luego —dijo Dave— puede montarse en su caballo… y marcharse a casa.
Algunos hombres removieron la tierra del suelo con las botas, pero ninguno dijo
nada. Josey Wales, con su sombrero encasquetado hasta la altura de los ojos, estaba
agachado de espaldas al fuego. Seguía sujetando las riendas del caballo… como si se
hubiera parado allí solo durante unos segundos. Dave Pool dio una patada a una piña
y la lanzó al fuego, esta reventó y resbaló humeante.
—Creo que voy a ir, chicos —dijo en voz baja, y se dirigió a su caballo.
Todos a una, los hombres se levantaron y se dirigieron a sus caballos. Eran una
tropa de apariencia salvaje. Pesadas pistolas colgaban enfundadas de las cinturas.
Algunos de ellos también llevaban pistolas de hombro y, aquí y allá, los largos
cuchillos en sus cinturones reflejaban algún destello de la hoguera. Habían sido
acusados de muchas cosas y eran culpables de la mayoría, pero la cobardía no era una
de ellas. Cuando montaron en los caballos echaron la vista atrás a la hoguera y vieron
una figura solitaria todavía agachada. Los caballos pateaban impacientemente el
suelo, pero los jinetes los retuvieron. Pool arrimó su caballo a la hoguera.
—¿Vas a venir, Josey? —preguntó.
Hubo un largo silencio. Josey Wales no levantó los ojos del fuego.
—Supongo que no —dijo.
Dave Pool giró su montura.
—Buena suerte, Josey —exclamó, y levantó la mano lanzando un medio saludo.
Otras manos se levantaron, y los deseos de «Suerte» se dispersaron… y todos los
jinetes desaparecieron.
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Todos excepto uno. Tras un largo rato, el jinete se aproximó lentamente con el
caballo al círculo de luz de la hoguera. El joven Jamie Burns desmontó y miró a
Josey al otro lado del fuego.
—¿Por qué, Josey? ¿Por qué no vas?
Josey miró al chico. Dieciocho años de edad, flaco como un palo, con las mejillas
hundidas y el pelo rubio que se derramaba sobre sus hombros bajo el sombrero
inclinado.
—Será mejor que te des prisa y alcances al resto, chico —dijo Josey, casi con
ternura—. Un jinete solitario jamás lo lograría.
El chico arrastró la punta de su pesada bota por la tierra.
—Llevo cabalgando contigo casi dos años, Josey… —hizo una pausa—, me…
me preguntaba por qué.
Josey se levantó y se acercó a la hoguera guiando a su caballo. Miró las llamas
fijamente.
—Bueno —dijo en voz baja—. Simplemente no puedo… de todas formas, no hay
ningún lugar adonde ir.
Si Josey Wales hubiera entendido todas las razones, lo cual no era el caso, aun así
no hubiera sido capaz de explicárselas al chico. En realidad no había ningún lugar al
que Josey Wales pudiera ir. El fiero código del clan de montaña hubiera considerado
un pecado comenzar una nueva vida. Su lealtad estaba allí, en la tumba de su esposa
y su bebé. Se debía a la venganza. Y a pesar de la fría astucia que había adquirido, la
rapidez animal y el arte madurado de asesinar con pistola y cuchillo, bajo todo
aquello todavía palpitaba la negra ira del hombre de montaña. Su familia había sido
destruida. Su esposa y su hijo asesinados. Ninguna persona, ningún gobierno ni
ningún rey podrían compensarle jamás. En realidad no tenía estos pensamientos. Tan
solo se dejaba llevar por el sentimiento de generaciones hacia el código heredado de
los clanes galeses y escoceses, grabado a fuego en su ser. Si no había adonde ir, eso
no significaba un vacío en la vida de Josey Wales. Ese vacío fue llenado por un frío
odio y una amargura que se mostraba cuando sus ojos negros se volvían mezquinos.
Jamie Burns se sentó en un tronco.
—Yo tampoco tengo adonde ir —dijo.
De repente, un sinsonte comenzó a trinar en una parra de madreselva. Un zorzal
cloqueó preparándose para anidar y pasar la noche.
—¿Tienes una mascada de tabaco? —preguntó Jamie.
Josey sacó una hebra negra verdosa del bolsillo y se la pasó por encima de la
hoguera. El hombre y el chico eran compañeros.
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Capítulo 3
Josey Wales y Jamie Burns «se echaron al campo». El mes siguiente Jesse James
intentó rendirse durante un alto el fuego, pero le dispararon en los pulmones y escapó
por los pelos. Cuando la noticia llegó a oídos de Josey, su opinión sobre la deslealtad
del enemigo se vio reforzada y sonrió fríamente cuando se la anunció a Jamie.
—Yo mismo podría habérselo dicho a Dingus[4] —dijo Josey.
Había otros como ellos. En el mes de febrero de 1866, Josey y Jamie se unieron a
Bud y Donnie Pence, a Jim Wilkerson, a Frank Gregg y a Oliver Shephard en un
atraco a plena luz del día de la Caja de Ahorros del Condado de Clay en Liberty. Los
forajidos asolaban Misuri. Un tren del Misuri Pacific fue asaltado en Otterville. Las
tropas federales fueron reforzadas y el gobernador envió milicia y caballería.
Pero ahora los viejos lugares de encuentro habían desaparecido. En dos ocasiones
estuvieron a punto de ser apresados o ajusticiados en emboscadas. Los caminos se
estaban volviendo más peligrosos. Comenzaron a hablar de Texas. Josey había
recorrido la ruta en cinco ocasiones, pero Jamie nunca lo había hecho. Cuando el
otoño trajo su bruma dorada de melancolía a los Ozark y el atisbo de viento frío del
norte, Josey dio la noticia al chico por encima de la hoguera que ardía en la mañana:
—Después de Lexington, nos vamos a Texas.
El banco de Lexington era un «objetivo» legítimo para los guerrilleros. «Un
banco repleto de dinero, las nóminas del Ejército Yanqui», dijo Josey. Pero lo
hicieron contraviniendo las normas, sin un tercer hombre fuera del banco.
Jamie, con sus ojos grises atentos, se ocupó de vigilar fríamente la puerta
mientras Josey recogía la nómina. Dieron el golpe, al estilo de los guerrilleros,
audaces y de frente, por la tarde. Cuando salieron, tiraron del nudo corredizo de sus
riendas para soltarlas del poste y Jamie fue el primero en montar en su pequeña
yegua. Mientras Josey tiraba de sus riendas, se le cayó la bolsa con las monedas y,
cuando se agachó para recogerla, las riendas se le resbalaron de la mano. En ese
momento se escuchó un disparo que provenía del interior del banco. El gran ruano
salió disparado y Josey, en lugar de salir corriendo tras el caballo, se agachó con la
bolsa y con un Colt del calibre 44 en cada mano escupió una ráfaga entrecortada de
disparos hacia el banco. Habría muerto allí mismo, porque su instinto no era el de un
delincuente, salir corriendo y salvar el botín, sino el de un guerrillero, y atacar a sus
odiados enemigos.
Mientras la gente se agolpaba fuera de las tiendas y los uniformes azules salían en
riada del juzgado, Jamie giró su montura y salió zumbando por la calle espoleando la
yegua al galope. Agarró las riendas que colgaban del ruano y, mientras Josey
apuntaba con el enorme revólver del 44 hacia la multitud que se dispersaba, condujo
con calma al ruano a medio galope hacia la figura solitaria en la calle.
Josey enfundó sus pistolas, cogió la bolsa y se montó en el caballo a la manera
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india al tiempo que este salía al galope. En el otro extremo de la calle, que recorrieron
uno al lado del otro, se dirigieron directamente hacia los uniformes azules. Los
soldados se dispersaron, pero cuando los caballos alcanzaron un grupo de árboles un
poco más allá, los soldados, arrodillados, abrieron fuego con sus carabinas. Josey
escuchó el duro chasquido de la bala y arrimó el gran ruano a Jamie… o el chico
habría caído de la silla.
Josey frenó los caballos sujetando el brazo de Jamie mientras bajaban hacia los
matorrales a orillas del Misuri. Tras girar hacia el noreste por el río, Josey puso los
caballos al paso entre los frondosos sauces y finalmente se detuvo. Lejos en la
distancia podía oír a hombres gritando a un lado y a otro mientras se abrían paso por
los matorrales.
Habían herido gravemente a Jamie Burns. Josey desmontó del caballo y levantó la
chaqueta del chico. El pesado proyectil de rifle había entrado por la espalda, pasó a
menos de una pulgada de la columna vertebral y salió por la parte baja del pecho.
Había sangre oscura coagulada sobre sus pantalones y la silla, y sangre un poco más
clara todavía manaba de la herida. Jamie agarró el cuerno de la silla con ambas
manos.
—Pinta muy mal, ¿verdad, Josey? —preguntó con una calma sorprendente.
La respuesta de Josey fue un rápido asentimiento con la cabeza mientras sacaba
dos camisas de las alforjas de Jamie y las rompía en tiras. Rápidamente juntó unas
cuantas a modo de vendas y las presionó contra las heridas abiertas, delante y detrás,
y luego ató las tiras fuertemente alrededor del cuerpo del chico. Cuando acabó el
trabajo, Jamie lo miró por debajo del sombrero ladeado.
—No pienso bajarme de este caballo, Josey. Puedo hacerlo. Tú y yo hemos visto
hacerlo a tipos en peores condiciones, ¿verdad, Josey?
Josey apoyó la mano sobre las manos crispadas del chico. Hizo el gesto de
manera brusca y descuidada… pero Jamie sintió el significado.
—Eso es cierto, Jamie —Josey le miró fijamente—, y vamos a hacerlo por más
de una milla.
El sonido de caballos rompiendo ramas de sauces hizo que Josey se montara en el
caballo de un salto. Se giró sobre la silla y dijo a Jamie en voz baja:
—Solo sujétate a las riendas y deja que la pequeña yegua me siga.
—¿Adónde? —susurró Jamie.
Una extraña sonrisa cruzó el rostro ajado del fuera de la ley.
—Pues adonde van todos los buenos guerrilleros… donde no se nos espera —dijo
arrastrando las palabras—. Vamos a dar la vuelta y regresar a Lexington,
naturalmente.
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yardas por la ruta que habían tomado al salir de la ciudad, pero torció de manera que
pareciera que se dirigían a Lexington, aunque el rumbo que tomaron realmente los
llevaría un poco más al norte del asentamiento. No dejó que los caballos se pusieran
al trote y los hizo avanzar a paso regular. Los sonidos de hombres gritando a orillas
del río fueron haciéndose más débiles hasta que finalmente se perdieron a sus
espaldas.
Josey sabía que la partida de milicia y caballería buscaba el punto por el que
habían cruzado el Misuri. Arrimó de nuevo el caballo a la yegua. La boca de Jamie
estaba cerrada en una adusta línea de dolor, pero parecía seguro en la silla.
—Esa partida piensa que nos dirigimos al condado de Clay —dijo Josey—, donde
el pequeño Dingus y Frank pisan fuerte.
Jamie intentó hablar, pero una repentina sacudida de dolor le cortó el aliento y lo
convirtió en un débil alarido. Asintió con la cabeza indicando que le entendía.
Mientras cabalgaban, Josey recargó los Colt y comprobó la carga de las dos
pistolas que llevaba en las pistoleras de su silla. Las rápidas miradas por encima del
hombro delataban su ansiedad por Jamie. En una ocasión, con la fría calma del
guerrillero experimentado, sujetó los caballos en un bosquecillo mientras una
veintena de hombres de la partida pasaban al galope de camino al río. Cuando los
cascos de los caballos sonaban atronadores a menos de cincuenta yardas de su
escondite, Josey bajó del caballo y comprobó el estado de las vendas bajo la camisa
de Jamie.
—Mírame a mí, chico —dijo—. Si les miras a ellos, podrían notar tu mirada.
Había sangre seca en las vendas apretadas y Josey gruñó satisfecho.
—Vamos bien, Jamie. Has dejado de sangrar.
Josey se montó en el ruano y chasqueó la lengua para que los caballos avanzaran.
Se giró en la silla hacia Jamie.
—Seguiremos avanzando hasta que salgamos de Misuri.
Las luces de Lexington se veían a su derecha y luego lentamente fueron
alejándose a sus espaldas. Al oeste de Lexington estaba Kansas City y Fort
Leavenworth, con un contingente grande de soldados; Richmond estaba al norte, con
un destacamento de caballería de la Milicia de Misuri; al este estaban Fayette y
Glasgow, con más caballería. Josey dirigió los caballos hacia el sur. En todo el
trayecto hasta el río Blackwater no había nada a excepción de algunas granjas
dispersas. Cierto, Warrensburg estaba en la otra orilla del río, pero primero tenían que
aumentar la distancia entre ellos y Lexington.
Josey giró bruscamente hacia la carretera de Warrensburg. Arrimó la yegua hacia
él porque sabía que Jamie estaba debilitándose y temía que el chico cayera del
caballo. Las horas y las millas iban quedando a sus espaldas. La carretera, aunque era
peligroso viajar por ella, no presentaba obstáculos a los caballos y los resistentes
animales estaban acostumbrados a largas marchas forzadas.
Cuando la primera luz grisácea golpeó las nubes del este, Josey tiró de las riendas
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y se detuvo. Durante unos segundos se quedó montado, escuchando.
—Jinetes —dijo lacónicamente—, se acercan por detrás.
Apartó los caballos de la carretera y apenas habían llegado a la zona más frondosa
cuando un grupo numeroso de jinetes vestidos de azul pasó junto a ellos. Jamie estaba
sentado erecto en la silla y los observó con los ojos ardiendo. Las arrugas marcadas y
tensas de su rostro revelaron que solo el dolor lo había mantenido consciente.
—Josey, esos tipos cabalgan como el Segundo de Colorado.
—Bueno —respondió Josey arrastrando las palabras—, tienes buena vista. Esos
chicos son unos soldaditos muy apuestos, pero no podrían ver el rastro de una piara
de cerdos en el suelo de una cocina —examinó el rostro del joven mientras hablaba y
fue recompensado con una sonrisa tensa—. Pero —añadió—, en caso de que puedan,
vamos a abandonar la carretera. Esa línea de árboles señala el curso del Blackwater y
vamos a descansar un rato.
Mientras hablaba, dirigió los caballos hacia el río. Con una broma ligera ocultó al
chico su alarmante situación. Una mirada a Jamie a la luz le mostró lo débil que se
encontraba. Necesitaba descansar, y algo más. Los caballos estaban demasiado
cansados para correr en caso de que fueran perseguidos, y la aparición de soldados
del norte significaba que la voz de alarma se extendería al sur. Creían que se dirigía a
las Naciones. Y en esta ocasión creían bien.
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Capítulo 4
Las riberas frondosas del Blackwater ofrecían un refugio que se agradecía después
del espacio abierto de la pradera ondulante por la que habían llegado. Josey encontró
un riachuelo poco profundo que discurría hacia el río y guio a los caballos por él con
el agua hasta las rodillas. A unas cincuenta yardas de las aguas mansas del
Blackwater, condujo a los caballos río arriba por la ribera del riachuelo y se abrió
paso por frondosas parras de zumaque hasta que encontró un pequeño claro hundido
entre las riberas flanqueadas de olmos y árboles del caucho. Ayudó a Jamie a
desmontar, pero las piernas del muchacho se doblaron bajo su peso. Josey lo llevó en
brazos a un lugar protegido por un saliente de la ribera. Allí extendió mantas y tumbó
a Jamie boca arriba. Retiró las sillas de los caballos y los sujetó con estacas y
ronzales sobre la mullida capa de hierba en la quebrada pantanosa. Cuando regresó,
Jamie estaba durmiendo y tenía el rostro sonrojado por el aumento de fiebre.
Ya era mediodía cuando Jamie se despertó. El dolor le inundó con fuertes
punzadas que le atravesaban el pecho. Vio a Josey en cuclillas junto a un fuego
diminuto, alimentándolo con una mano mientras sujetaba una pesada taza de metal
sobre la llama con la otra. Al ver a Jamie despierto, se acercó a él con la taza, sujetó
con sus brazos la cabeza del chico y le acercó la taza a los labios.
—Un poco de tónico de perdigones de Tennessee, Jamie —dijo.
Jamie sorbió un poco y tosió.
—Sabe como si realmente lo hubieras hecho con perdigones —y logró sonreír
débilmente.
Josey derramó un poco más del líquido caliente en su boca.
—Sasafrás y yuquilla con una pizca de cerdo en salazón… no tenemos ternera —
dijo, y apoyó la cabeza del chico sobre la manta—. Allá, en Tennessee, cada vez que
había un tiroteo, la Abuela se ponía a preparar su tónico. Me enviaba a mí a las
quebradas para recoger sasafrás y yuquilla. Creo que desenterré las suficientes raíces
como para remover y ventilar toda la tierra del condado de Carter. Recuerdo que en
una ocasión Pa llevaba ya un mes con unos ataques de tos de muerte. Todos decían
que sufría neumonía. La Abuela comenzó a suministrarle tónico cada mañana.
Entonces, una noche, Pa sufrió un ataque de tos y finalmente escupió un perdigón
sobre la almohada… a la mañana siguiente se sentía más fuerte que un verraco
persiguiendo a una puerca. La Abuela dijo que había sido gracias al tónico.
Jamie cerró los ojos y comenzó a respirar a un ritmo pesado e irregular. Josey
acomodó la cabeza rubia y enmarañada en la manta. Por primera vez se percató de las
pestañas largas, casi femeninas, y el rostro terso.
—Es todo polvo y arena, por Dios —susurró. Había ternura en el gesto cuando
acarició el pelo revuelto con su áspera mano. Josey se sentó sobre los talones y miró
pensativo la taza. Frunció el ceño. El líquido estaba rosa… sangre, sangre de los
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pulmones.
Josey miró hacia los caballos, que pastaban en la hierba, sin verlos en realidad.
Pensaba en Jamie. Demasiadas veces, en cien peleas distintas, había visto a hombres
ahogarse en su sangre por un pulmón reventado. La ayuda más cercana estaba en las
Naciones. Había atravesado tierra cheroqui en muchas ocasiones en su ruta de Texas.
En una de ellas conoció al general Stand Watie, el general cheroqui de la
Confederación. Llegó a conocer a muchos guerreros, y en una ocasión se unió a ellos
como avanzadilla de la caballería del general Jo Shelby cuando este realizó
incursiones por el norte, a lo largo de la Frontera de Kansas. El cuchillo de mango de
hueso que sobresalía de la bota izquierda era un regalo de los cheroquis. En el mango
estaba inscrita la marca codiciada que solo los valientes podían llevar. Se fiaba de los
cheroquis y se fiaba de su medicina.
Aunque había oído que los federales estaban adentrándose en tierra cheroqui
debido a su posicionamiento a favor de los confederados, sabía que los indios no iban
a ceder fácilmente y que todavía controlaban la mayor parte del territorio. Debía
llevar a Jamie hasta los cheroquis. No había otra alternativa. Mentalmente, Josey
dibujó el mapa del territorio que conocía tan bien. Había sesenta millas de pradera
ondulante e ininterrumpida entre ellos y el río Grand. En la orilla opuesta del río
Grand estaba el santuario de los montes Ozark que podía ser bordeado, pero siempre
quedaban a mano para proporcionarles seguridad… hasta la frontera de las Naciones.
Nubes cada vez más abundantes ocultaban el sol. Donde antes había hecho calor,
ahora se levantó un fuerte viento procedente del norte que traía el frío. Josey era
reacio a despertar al chico, que todavía dormía. Decidió esperar otra hora, lo cual los
acercó aún más al crepúsculo de la tarde. Se estaba bien en el claro. La constante
corriente del río se escuchaba en la distancia. Un pájaro carpintero cabecirrojo
comenzó a golpear un olmo y unos chochines parloteaban mientras reunían semillas
de hierba en la quebrada.
Josey se levantó y estiró los brazos. Se arrodilló para subir la manta y tapar el
cuerpo de Jamie y en esa fracción de segundo le recorrió el cuerpo la gélida
advertencia del silencio. Los chochines volaron en una nube marrón. El pájaro
carpintero desapareció tras el árbol. Josey movió la mano hacia la pistola derecha
enfundada mientras volvía la cabeza hacia la orilla opuesta y descubría los cañones
de los rifles que sujetaban dos hombres con barba.
—Haz lo que yo te diga, amigo —habló el más alto. Blandía el rifle apoyado en el
hombro y apuntaba por el cañón—. Desenfunda del todo esa vieja pistola.
Josey los miró fijamente, pero no se movió. No eran soldados. Ambos llevaban
petos sucios y chaquetas indefinidas. El alto tenía una mirada torva que ardía
mientras observaba a Josey por el cañón. El más bajo de los dos sostenía el rifle más
relajadamente.
—Ese de ahí es él, Abe —dijo el más bajo—. Es Josey Wales. Lo vi en Lone Jack
con Bill el Sanguinario. Es más malo que una serpiente de cascabel y el doble de
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rápido con esas pistolas.
—Así que es un tipo duro, ¿eh, Wales? —dijo Abe sarcásticamente—. ¿Qué le
ocurre a ese que está tumbado?
Josey no respondió y siguió mirando fijamente a los dos hombres. Observó el
pañuelo rojo ondeando al viento alrededor de la garganta de Abe.
—Haremos una cosa, señor Wales —dijo Abe—, ponga las manos encima de la
cabeza y colóquese mirándonos.
Josey pegó las manos a la copa de su sombrero, se levantó lentamente y se puso
firme para enfrentarse a los hombres. La rodilla derecha le temblaba ligeramente.
—Cuidado con él, Abe —exclamó el hombre bajito—, le he visto…
—Cállate, Lige —dijo Abe bruscamente—. Veamos, señor Wales, preferiría
dispararle ahora, pero será más difícil arrastrarle por la maleza hasta donde podamos
reclamar la recompensa por usted. Baje la mano izquierda y desátese esa pistolera.
Hágalo lo bastante lento como para que pueda contar los pelos de su mano.
Mientras Josey bajaba la mano lentamente hacia la hebilla del cinturón, su
hombro izquierdo se sacudió imperceptiblemente bajo la chaqueta de ante. El
movimiento hizo resbalar el Navy Colt del calibre 36 bajo el brazo. La pistolera cayó
al suelo. Josey vio a Jamie por el rabillo del ojo, seguía durmiendo bajo la manta.
Abe suspiró aliviado.
—¿Lo ves, Lige? Cuando le quitas las garras es tan inofensivo como un perrito
faldero. Siempre quise enfrentarme a uno de esos famosos pistoleros de los que tanto
hablan. Todo consiste en saber manejarlos. Ahora llama a Benny para que venga con
el caballo.
Lige se giró a medias y siguió lanzando miradas hacia atrás, a Josey. Con la mano
libre hizo bocina en la boca:
—¡Bennnny! Ven aquí… los tenemos.
En la distancia un caballo se abrió paso por la maleza y se dirigió hacia ellos.
Josey sintió que le invadía ese tipo de relajación que marca al pistolero nato.
Calculó fríamente la distancia mientras su cerebro examinaba las posibilidades que
tenía. Ya había superado el primer momento de tensión. Sus adversarios se habían
relajado y se acercaba un tercero. Esto provocó una ligera distracción, pero Josey
necesitaba otra antes de que llegase el tercer hombre. Y entonces habló por primera
vez… tan de repente que Abe dio un respingo.
—Escuche, señor —dijo, con un tono entre lastimero y apaciguador—, hay oro en
esas alforjas… —separó rápidamente la mano derecha de la cabeza para señalar las
sillas—, y ustedes pueden…
A media frase, giró su cuerpo con la agilidad de un gato. Su mano derecha ya
empuñaba la Navy cuando saltó y cayó por la ribera del río. El disparo del rifle
impactó en la tierra donde Josey había estado antes. Fue el único disparo que Abe
pudo hacer. La Navy ya escupía llamaradas desde un objetivo rodante y escurridizo.
Una vez, dos veces, tres veces… Josey acarició el percutor tan rápido que un hombre
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apenas sería capaz de contar los tiros. El claro se llenó de un sonido atronador. Abe
cayó hacia delante y se desplomó por la ribera. Lige se tropezó y cayó hacia atrás,
chocó con un árbol y se quedó sentado. La sangre manaba como una fuente de su
pecho. No disparó ni una sola bala.
Tras rodar, Josey volvió a ponerse en pie y corrió hacia la ribera del río y la
maleza, pero el jinete asustado había girado su montura y huido. Al regresar, Josey
hizo rodar el cuerpo de Abe sobre la espalda. Advirtió satisfecho los dos agujeros
limpios de la Navy, a menos de una pulgada de distancia en el centro del pecho. Lige
estaba sentado y apoyado contra un árbol, con el rostro congelado en una expresión
de asustada sorpresa. Con el ojo izquierdo miraba inexpresivo hacia las copas de los
árboles, y donde antes había estado el ojo derecho, ahora se abría una cavidad
redonda y sanguinolenta.
—Le pillé un poco alto —gruñó Josey, y luego advirtió el agujero en el pecho de
Lige. Se dio media vuelta. A medio camino de la ribera opuesta, Jamie estaba
tumbado boca abajo sobre su barriga, con un Colt 44 en la mano derecha. Sonrió
débilmente a Josey.
—Sabía que irías primero a por el alto, Josey. Me he adelantado a ti con ese por
un pelo.
Josey cruzó al claro y miró al chico.
—Si se te han abierto esos agujeros y estás sangrando otra vez, voy a darte un
azote con las riendas.
—No se han abierto, Josey, en serio. Me siento tan bien como un venado en celo.
Jamie intentó levantarse, pero las rodillas no le aguantaron. Se sentó. Josey se
acercó a las alforjas y sacó una bolsa pequeña. Se la pasó a Jamie.
—Mastica esa carne en salazón y descansa mientras ensillo los caballos —le
ordenó—. Tenemos que partir, chico. Ese tipo que salió huyendo a caballo no va a
dejar que se le pegue la camisa a la espalda hasta lograr que las tropas se nos echen
encima por todas partes.
Josey no paraba mientras hablaba, ajustando las correas de las sillas,
comprobando los caballos, recuperando sus pistolas enfundadas y finalmente
recargando la Navy 36.
—Nos quedan casi cincuenta millas hasta el sur del Grand. La mayor parte del
trayecto es terreno abierto sin nada más que algún que otro barranco cada diez millas
para esconder un caballo. Los chicos de Colorado cabalgaban hacia el sur… haciendo
correr la noticia y espoleando a todos los palurdos con el dinero de la recompensa.
Bueno —dijo con tono grave—, sabrán con seguridad que nos dirigimos al sur.
Mientras lo subía a la silla, al chico le dio un ataque de tos y Josey vio alarmado
que la sangre le tintaba los labios. Se arrimó al chico.
—¿Sabes, Jamie? —dijo—, conozco a un tipo que vive en una cabaña en la
bifurcación del Grand y el Osage. Estarás a salvo allí y podrás quedarte durante un
tiempo. Yo podría dejarme ver por el norte del territorio y…
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—Creo que no —le interrumpió Jamie. Su voz sonaba débil, pero sin duda se
adivinaba una obstinada tozudez.
—Maldito idiota —explotó Josey—, no voy a estar arrastrándote por todo este
territorio del infierno y tú sangrando por medio Misuri. Tengo mejores cosas que
hacer…
La voz de Josey se apagó. El tono de ansiedad en su voz se colaba por encima de
su fingida indignación.
Jamie lo sabía.
—Yo apechugo con mi parte —dijo débilmente—, y no voy a parar hasta llegar a
Texas.
Josey sacudió las riendas de la yegua y dirigió los caballos hacia el río. Cuando
pasaron junto a la figura desmadejada de Abe, Jamie dijo:
—Ojalá tuviéramos tiempo para enterrar a esos tipos.
—Al infierno con esos tipos —gruñó Josey, y escupió un chorro de jugo de
tabaco sobre el rostro de Abe—. Los gavilanes también tienen que comer, como los
gusanos.
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Capítulo 5
Siguieron la ribera río abajo, apartándose de Warrensburg, y cruzaron los bajos del
río con el agua hasta las panzas de los caballos. Al salir del río, avanzaron al paso a
través de media milla de espesa maleza antes de llegar a una dispersa arboleda.
Faltaban dos horas para la puesta de sol y ante ellos se abría la pradera tan solo
interrumpida por arbustos rodantes. A su derecha estaba Warrensburg y la carretera
de Clinton hacia el sur; una carretera por la que ellos ahora no podían transitar.
Josey arrimó los caballos al último refugio de árboles. Examinó el cielo. La lluvia
les vendría bien. Siempre ayudaba a que las partidas y grupos no disciplinados
buscaran un techo donde refugiarse.
Aunque el cielo estaba nublándose, no parecía que fuera a llover inmediatamente.
El viento arreciaba desde el norte, frío y punzante, tumbando los altos arbustos de la
pradera que les llegaban hasta la cintura.
Permanecieron sentados en silencio sobre sus caballos. Josey observó una nube
de polvo en la distancia y la siguió con la vista hasta que desapareció… era el viento.
Examinó los arbustos rodantes y volvió a examinarlos otra vez… dejando que pasara
un tiempo para poder descubrir a cualquier jinete que pudiera haber estado escondido.
A lo largo de todo el territorio hasta el horizonte… no había ningún jinete. Josey sacó
una manta de la parte trasera de su silla y la colocó alrededor de los hombros
encorvados de Jamie. Le bajó aún más el sombrero sobre los ojos.
—Cabalguemos —dijo rápidamente y espoleó al ruano. La pequeña yegua le
siguió. Los caballos estaban descansados y fuertes. Josey tuvo que frenar al ruano
hasta ponerlo al paso para evitar que la yegua de patas más cortas rompiera a trotar.
Jamie espoleó a la yegua hasta colocarse junto a Josey.
—No te retrases por mi culpa, Josey —le gritó débilmente contra el viento—.
Puedo cabalgar.
Josey detuvo los caballos.
—No estoy retrasándome por tu culpa, saltamontes cabeza dura —dijo sin
alterarse—. En primer lugar, si hacemos correr a los caballos, levantaremos polvo; en
segundo lugar, ya hay suficientes partidas en el sur de Misuri buscándonos como para
empezar otra guerra y, en tercer lugar, como intentes correr en lugar de pensar, nos
colgarán de la soga cuando llegue la noche. Tenemos que atravesar rápidamente el
territorio.
Una media hora a paso regular les llevó hasta un banco de arena junto al río,
donde la ruta se separaba de la ribera y se dirigía hacia el oeste. Invadida de densa
maleza y pequeños cedros, ofrecía un buen escondite, pero Josey guio los caballos a
través de la senda hasta volver a salir a la pradera.
—Peinarán esas orillas… en todo caso, esa no es nuestra dirección —comentó
secamente.
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Unas cien yardas más allá detuvo los caballos. Desmontó y cogió una rama de
arbusto del suelo y volvió sobre sus pasos hasta el banco de arena. Tan
cuidadosamente como un ama de casa, regresó marcha atrás al tiempo que limpiaba
las pisadas sobre la tierra suelta.
—Si encuentran nuestro rastro y son lo suficientemente idiotas… podrían perder
dos horas en ese banco de arena —le dijo a Jamie mientras espoleaba los caballos de
nuevo.
Pasó otra hora, con rumbo constante hacia el sur. Jamie ya no levantaba la cabeza
para examinar el horizonte. Un dolor punzante y abrasador llenaba su cuerpo. Podía
sentir la hinchazón de la carne bajo el vendaje fuertemente atado. Las nubes
descendían sobre ellos, más pesadas y oscuras, y el viento transportaba un
reconocible sabor a humedad. La penumbra del anochecer aportaba una inquietante
luz a la maleza de la pradera que hacía que el paisaje pareciera haber cobrado vida.
De repente, Josey detuvo los caballos.
—Jinetes —dijo lacónico—, se acercan por nuestra espalda.
Jamie escuchó, pero no oyó nada… luego, percibió un débil latido de cascos de
caballo. Delante de ellos, a lo lejos, quizás a cinco o seis millas, había una loma de
bosque frondoso. Demasiado lejos. No había ningún otro lugar a cubierto.
Josey desmontó.
—Una docena, tal vez más, pero no van dispersos sino apiñados y se dirigen a
aquel bosque de allá.
Con cuidado y sin prisas, bajó a Jamie de la silla de montar y lo sentó en tierra
con las piernas estiradas. Llevó al ruano cerca del chico, agarró al caballo por los
belfos con la mano izquierda y, lanzando el brazo derecho por encima de la cabeza
del animal, agarró la oreja del ruano. La retorció con fuerza. Las rodillas del ruano
temblaron y cedieron bajo su peso… y cayó rodando al suelo. Josey alargó una mano
hacia Jamie y lo arrastró hacia la cabeza del caballo.
—Túmbate sobre su cuello, Jamie, y sujétale los belfos.
Josey saltó sobre sus pies y agarró la cabeza de la yegua. Pero esta se le resistió,
reculando y dando coces y levantándolo del suelo. El animal le miraba con ojos
desorbitados y echaba espuma por la boca y a punto estuvo de soltarse. En un
momento dado, Josey echó mano del cuchillo de la bota, pero antes de agarrarlo tuvo
que sujetar a la yegua con más fuerza para evitar que se escapara. El golpeteo de los
cascos de la partida se escuchaba ahora claramente e iba aumentando de volumen.
Desesperadamente, Josey dio un salto. Aún con la cabeza de la yegua entre sus
manos, cerró las piernas alrededor del cuello del animal y empujó el peso de su
propio cuerpo hacia abajo sobre la cabeza de la yegua. Los belfos del animal se
arrastraron por la tierra. La yegua intentó saltar, pero resbaló y cayó con fuerza sobre
un costado.
Josey permaneció tumbado donde había caído, con las piernas enrolladas
alrededor del cuello de la yegua, sujetando con fuerza la cabeza contra su pecho.
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Había caído a menos de una yarda de Jamie. Miró al chico y pudo ver su blanco
rostro y sus ojos febriles mientras permanecía tumbado sobre el cuello del ruano. El
tamborileo de los caballos de la partida ahora hacía que el suelo vibrase.
—¿Puedes oírme, chico? —el susurro de Josey sonó ronco.
El pálido rostro de Jamie asintió.
—Escúchame ahora… escucha. Si me ves saltar, tú quédate tumbado. Me llevaré
a la yegua… pero tú quédate tumbado hasta que escuches los tiros y los caballos
corriendo hacia el río. Luego échate hacia atrás sobre el ruano. Él te levantará sobre
su grupa. Cabalga hacia el sur. ¿Me escuchas, chico?
Los ojos febriles le devolvieron la mirada. Un fino rostro marcado por arrugas
pertinaces. Josey maldijo para sus adentros.
Los jinetes se acercaban. Los caballos avanzaban a medio galope y los cascos
golpeaban rítmicamente el suelo. Ahora Josey podía oír el crujir de la piel de las
sillas y desde su posición en el suelo vio el cuerpo de jinetes cerniéndose sobre ellos.
Pasaron a menos de doce yardas de los caballos tumbados. Josey pudo ver los
sombreros… y los hombros recortados contra el horizonte más claro.
Jamie tosió. Josey miró al chico, desabrochó uno de los Colt y empuñó el
revólver sobre la cabeza de la yegua. Un hilillo de sangre caía de la boca de Jamie y
Josey lo vio sacudirse y toser otra vez. Luego vio que el chico bajaba la cabeza;
estaba mordiendo el cuello del ruano. Los jinetes seguían pasando durante una
enloquecedora eternidad. La sangre caía ahora de la nariz de Jamie mientras su
cuerpo se sacudía por falta de aire.
—Respira, Jamie —susurró Josey—, respira, maldito seas, o morirás.
Pero el chico siguió aguantando. Los últimos jinetes desaparecieron de vista y los
cascos de los caballos se apagaron. Josey se estiró y golpeó a Jamie con un puñetazo
brutal en la cabeza. El chico rodó sobre un costado y su pecho se expandió con aire.
Estaba inconsciente.
Josey se puso en pie y dejó que la yegua se levantara, con la cabeza gacha y
temblorosa. Apartó a Jamie del ruano y el enorme caballo se levantó, bufó y se
sacudió el cuerpo. Josey se inclinó sobre el chico y le limpió la sangre de la cara y el
cuello. Levantó la camisa y vio una masa de carne horriblemente descolorida e
inflamada bajo los vendajes. Aflojó las vendas y echó un poco de agua fría de su
cantimplora sobre el rostro de Jamie.
El chico abrió los ojos. Sonrió tensamente a Josey y con los dientes apretados
susurró:
—Les hemos vuelto a dar una paliza, ¿verdad, Josey?
—Sí —dijo Josey con coz suave—, les hemos vuelto a dar una paliza.
Enrolló una manta, la colocó bajo la cabeza de Jamie y se sentó mirando hacia el
sur. La partida había desaparecido en la noche cerrada. Sin embargo, siguió
observando. Tras un largo rato, fue recompensado al detectar el parpadeo de las
hogueras en los bosques al suroeste. La partida había acampado para pasar la noche.
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Si hubiera estado solo, Josey habría retrocedido de nuevo hacia el Blackwater y
por la mañana habría seguido a la partida hacia el sur. Pero Josey había visto el
sufrimiento en hombres heridos antes. Siempre mataba. Calculaba que estaban a unas
cien millas de la tienda medicina de los cheroquis.
Jamie estaba sentado y Josey lo subió a la silla de la yegua. Continuaron hacia el
sur, dejando las luces del campamento de la partida a su derecha.
Aunque el cielo se había nublado, calculó que debía de ser medianoche cuando
detuvo los caballos. Aunque estaba consciente, Jamie se balanceaba en la silla y
Josey le ató los pies a los estribos pasando la cuerda por debajo de la tripa del caballo
para asegurar al chico.
—Jamie —dijo—, la yegua va con un trote bastante suave. Casi tan suave como
si fuera al paso. Tenemos que ganar algo de tiempo. ¿Podrás con ello, chico?
—Podré con ello —la voz sonó débil, pero segura. Josey espoleó al ruano hasta
ponerlo en un lento medio galope y la pequeña yegua le siguió de cerca. La pradera
ondulante cambió lentamente de aspecto… una pequeña loma boscosa se veía aquí y
allá. Antes del amanecer, ya habían llegado al río Grand. Mientras examinaba las
orillas en busca de un vado, Josey tomó una ruta bastante transitada para cruzar y
luego continuó por terreno abierto hacia el Osage.
Pararon al mediodía en las orillas del río Osage. Josey alimentó a los caballos con
el grano de maíz que llevaba Jamie en las alforjas. Ahora, hacia el sur y el este,
podían ver las laderas de los salvajes Montes Ozark con quebradas enrevesadas e
innumerables riscos que habían servido durante mucho tiempo al fuera de la ley en su
huida. Estaban cerca, pero el Osage era demasiado profundo y demasiado ancho.
Sobre una llama diminuta, Josey calentó caldo para Jamie. Él mismo devoró un
poco de cerdo en salazón y tortitas de harina de maíz. Jamie descansaba sobre la
tierra; el caldo le había devuelto algo de color a sus mejillas.
—¿Cómo vamos a cruzar, Josey?
—Hay un ferry a unas cinco millas río abajo, en el cruce de Osceola —respondió
Josey mientras ajustaba las correas de las sillas en los caballos.
—¿Y cómo diantres vamos a cruzar en un ferry? —preguntó Jamie incrédulo.
Josey ayudó a Jamie a subirse a la silla.
—Bueno —dijo arrastrando las palabras—, solo hay que subirse en él y dejarse
llevar, supongo.
Una arboleda frondosa entremezclada con caquis y raquíticos arbustos de cedro les
separaba del claro. El ferry estaba atracado y amarrado a unos postes en la orilla. Un
poco apartados del río había dos edificios de madera, uno de los cuales parecía ser un
almacén. Josey pudo ver la carretera de Clinton serpenteando hacia el norte una
media milla hasta desaparecer tras una elevación y reaparecer en la lejanía.
Humo de madera manaba de las chimeneas tanto del almacén como de la
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vivienda, pero no se advertían signos de vida a excepción de un anciano sentado
sobre un tocón que tejía una trampa de alambre para peces. Levantaba la mirada
constantemente de la labor para mirar hacia la carretera de Clinton.
—El anciano parece nervioso —susurró Josey—, y ese podría ser el lugar.
—¿El lugar para qué? ¿No van bien las cosas?
—Daría un carromato rojo con ruedas amarillas por ver al otro lado de aquellas
cabañas —dijo Josey… y luego—. Vamos.
Con la consumada audacia del guerrillero, salió cabalgando lentamente de la
arboleda y se dirigió directamente hacia el anciano.
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Capítulo 6
Durante casi diez años, el anciano Carstairs había operado el ferry. Le pertenecía… el
almacén y la casa, los compró con sus propios ahorros reunidos con mucho esfuerzo,
bien sabe Dios. Durante todo ese tiempo el anciano Carstairs había estado andando
sobre la cuerda floja. En el ferry transportaba a polainas rojas de Kansas, a
guerrilleros de Misuri, a la caballería de la Unión… en una ocasión incluso transportó
un contingente de los famosos jinetes confederados de Jo Shelby. Sabía silbar «El
Himno de la Batalla de la República» o «Dixie» con el mismo entusiasmo,
dependiendo de la compañía. Mañana y noche, durante todos estos años, había estado
advirtiéndoselo a su señora: «Esos tipos del ejército regular no son tan malos. Pero
los polainas rojas y los guerrilleros son perros salvajes… ¡me oyes! ¡Perros salvajes!
Si les miras de reojo… nos matarán a todos… nos quemarán».
Había logrado sobrevivir con astucia. En una ocasión vio a Quantrill, a Joe
Hardin y a Frank James. A ellos y a setenta y cinco guerrilleros más vestidos con
uniformes yanquis. Le preguntaron sobre sus simpatías, pero los astutos ojos del viejo
detectaron a tiempo la «camisa de guerrillero» bajo la blusa azul abierta de uno de los
hombres… y entonces maldijo a la Unión. Nunca había visto a Bill el sanguinario ni
a Jesse James… ni a Josey Wales, ni a los hombres que cabalgaban con ellos, pero su
reputación sobrepasaba a la de Quantrill en Misuri.
Justo esa misma mañana había transportado en el ferry dos partidas distintas de
jinetes que buscaban a Wales y a otro fuera de la ley. Dijeron que estaba en la zona y
que todo el sur de Misuri se había levantado en armas. ¡Tres mil dólares! Un montón
de dinero… pero podían quedárselo todo ellos… por los guerrilleros asesinos como el
tal Wales. Es decir… a menos que…
La caballería llegaría por la carretera en cualquier momento. Carstairs echó un
vistazo a su alrededor. Fue entonces cuando vio a los jinetes acercándose. Habían
salido de la maleza de la orilla del río, un hecho ya de por sí alarmante. Pero el
aspecto del jinete que lideraba le resultó incluso más alarmante. Iba montado en un
enorme semental ruano que parecía medio salvaje. Se acercó hasta unas tres yardas y
luego paró. Botas altas, chaqueta de ante con flecos, el hombre estaba flaco y manaba
de él un aire de hambre voraz. Llevaba dos revólveres del 44 enfundados y las
escopetas estaban atadas en la silla. Llevaba la barba negra crecida de varios días por
debajo del bigote y un sombrero de caballería gris ladeado por encima de los ojos
negros más duros que Carstairs jamás hubiera visto. Un escalofrío recorrió al anciano
y se quedó sentado petrificado y con la trampa de peces suspendida hacia fuera en sus
manos… como si estuviera ofreciéndola a modo de regalo.
—Buenas —dijo el jinete cordialmente.
—Eh, bue… buenas —tartamudeó Carstairs. Se sentía aturdido. Miraba,
fascinado, mientras el jinete se sacaba un cuchillo largo de la bota, cortaba un trozo
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de tabaco y se lo metía en la boca.
—Me parece que le vamos a dar un poco de trabajo con ese ferry —dijo el jinete
lentamente después de masticar.
—Pues claro, claro…
El viejo Carstairs se puso de pie.
—Pero… —el jinete le pilló a medio camino, cuando estaba levantándose—, para
que no haya confusiones, soy Josey Wales… y este de aquí es mi compañero.
Andamos un poco cortos de tiempo y necesitamos unas cuantas cosas en primer
lugar.
—Pues claro, señor Wales.
Carstairs terminó de levantarse. Los labios le temblaban incontrolados, de manera
que la sonrisa forzada parecía intermitentemente una mueca de miedo y una risa. Por
dentro, maldecía sus temblores. Dejó caer la trampa de peces y logró acercarse al
caballo, con la mano extendida.
—Me llamo Carstairs, Sim Carstairs. He oído hablar de usted, señor Wales. Bill
Quantrill era un buen amigo mío… muy buen amigo, sí señor…
—Esto no es una visita de cortesía, señor Carstairs —le interrumpió Josey—.
¿Quién hay por aquí cerca?
—Pues nadie —Carstairs estaba nervioso—, a excepción de mi señora en la casa
y Lemuel, el trabajador que tengo contratado. No es que sea muy listo, señor Wales…
habla demasiado y esas cosas… Está allí, en el almacén.
—Le diré lo que haremos —dijo Josey al tiempo que lanzaba cinco brillantes
águilas dobles[5] a los pies de Carstairs—, usted y yo iremos a la casa y al almacén.
Tengo calambres en las piernas… así que le acompañaré a caballo. Cuando
lleguemos, no entre… Solo acérquese a la puerta y dígale a su señora que
necesitamos vendas LIMPIAS… muchas. Necesitamos una cataplasma para una herida
de bala… y rápido.
El anciano miró a Josey con recelo y, tras recibir una señal con la cabeza,
rápidamente recogió las monedas de oro de tierra y avanzó al trote hacia la casa.
Josey se volvió hacia Jamie.
—Quédate aquí y vigila las esquinas de esos edificios.
Espoleó al ruano hasta alcanzar al anciano. Cuando paró junto al porche de la
cabaña de madera, escuchó mientras Carstairs gritaba las instrucciones por la puerta
abierta de la cabaña. Luego, mientras el anciano se apartaba de la puerta, dijo:
—Vayamos ahora al almacén, señor Carstairs. Dígale a su chico que queremos
media falda de beicon, diez libras de tasajo de ternera y veinte libras de grano para
caballos.
Carstairs regresó con las bolsas y Josey acababa de colocar el grano detrás de su
silla cuando una mujer pequeña de pelo blanco salió por la puerta de la cabaña.
Llevaba una pipa en la boca y ofreció a Josey una funda de almohada llena de vendas.
Moviendo el caballo hasta el borde del porche, Josey inclinó el sombrero en
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agradecimiento.
—Muy buenas, señora —dijo en voz baja y, tras coger la funda de almohada, dejó
dos monedas de oro de veinte dólares en su pequeña mano—. Se lo agradezco de
corazón, señora —dijo.
Unos penetrantes ojos azules se movieron rápidamente en el rostro de la mujer. Se
sacó la pipa de la boca.
—Usted debe de ser Josey Wales, supongo.
—Sí, señora, soy Josey Wales.
—Bueno —la anciana le sostuvo la mirada—, esas cataplasmas son de musgo y
raíz de mostaza. Ojo, póngales agua de vez en cuando para mantenerlas húmedas —y
sin detenerse, continuó—: Supongo que ya sabe que van por usted y le apalearán
atado a una puerta de granero.
Una débil sonrisa elevó la cicatriz en el rostro de Josey.
—Ya he oído los rumores, señora.
Se tocó el sombrero… dio la vuelta al ruano y siguió al anciano que ya se dirigía
hacia el ferry. Mientras subían los caballos a bordo del transbordador, echó la mirada
atrás. La mujer seguía de pie en el porche… y le pareció que le lanzaba un saludo
secreto con la mano… aunque tal vez simplemente se apartó un mechón de pelo de la
cara.
El viejo Carstairs se sentía lo suficientemente confiado para gruñir mientras
pasaba el cable doble de proa a popa del ferry.
—Normalmente, tengo aquí a Lem para ayudarme. Este es un trabajo pesado para
un viejo.
Pero trasladó el ferry de un lado a otro del río. Al norte retumbó un nítido redoble
de trueno a través de las nubes oscuras. Cuando la corriente envolvió al ferry se
movieron más rápido en diagonal hacia la parte baja, y media hora más tarde Josey ya
estaba conduciendo los caballos por la ribera opuesta en dirección a los árboles.
Fue Jamie quien los vio primero. Su grito asustó a Carstairs, que estaba
descansando contra un poste, e hizo que Josey parara en seco y girara en redondo.
Jamie señalaba hacia la otra orilla del río. Allí, en la orilla que acababan de
abandonar, había un nutrido grupo de Caballería de la Unión, uniformes azules
recortándose contra el horizonte. Agitaban los brazos frenéticamente.
Josey sonrió.
—Bueno, estoy hecho un apestoso sabueso.
Jamie se rio… tosió y rio de nuevo.
—Los hemos vuelto a ganar, Josey —dijo con júbilo—… Los hemos ganado otra
vez.
Carstairs no compartía su entusiasmo. Subió por la ribera hacia Josey.
—Me están gritando para que regrese… tengo que irme… no puedo esperar más
—un destello brilló en sus ojos—… pero esperaré hasta que os hayáis marchado…
incluso más. Fingiré que se ha estropeado algo. Váyanse ya, rápido.
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Josey asintió y dirigió los caballos ribera arriba a través de los árboles. Tras
alejarse un poco, una loma les bloqueaba la visión del río. Allí Josey detuvo los
caballos.
—Ese tipo no va a esperarse a mover el ferry… va a traer a la caballería hasta
aquí —dijo Jamie.
Josey miró arriba hacia las nubes cada vez más cargadas y bajas.
—Lo sé —dijo—, quiere una parte de la recompensa.
Giró los caballos… y regresó al río.
Carstairs ya había sacado el ferry de la orilla. Manejando el cable al trote, llegó
rápidamente a la mitad de la corriente. En la otra orilla, un grupo de hombres de azul
tiraban del cable.
Josey desmontó. Sacó morrales para los caballos de las alforjas, los llenó de grano
y los ató en las bocas de los animales. El gran ruano pateó satisfecho. Jamie observó
el ferry mientras se aproximaba a la orilla opuesta… los gritos de los hombres les
llegaban débilmente mientras la mitad de la caballería montaba en el ferry.
—Ya vienen —anunció Jamie.
Josey estaba atareado comprobando los cascos de los caballos mientras
masticaban el maíz, levantando primero una pata y luego la otra.
—Por las pisadas que había en la otra orilla, calculo que esta mañana han cruzado
unos cuarenta o cincuenta caballos —dijo—, y van por delante de nosotros. Supongo
que necesitamos distancia entre ellos y nosotros.
Jamie observó el ferry que se movía hacia ellos. Los soldados tiraban del cable.
—Pues me parece que también vamos a necesitar distancia a nuestras espaldas —
dijo sombríamente.
Josey se irguió para mirar. El ferry estaba llegando casi a la mitad de la corriente;
mientras lo observaban, la corriente lo atrapó y tensó el cable formando una curva.
Josey sacó el Sharps del calibre 56 de la parte trasera de la silla.
—Sujeta a Big Red —dijo, mientras le ofrecía las riendas del caballo a Jamie.
Durante un largo rato miró por encima del cañón del rifle… y entonces… ¡BUM! El
pesado rifle resonó hasta la otra orilla del río. Toda actividad en el ferry cesó. Los
hombres se quedaron inmóviles, congelados a mitad de movimiento. El cable se soltó
de los pilones con un chasquido de cable de telégrafo. Durante unos instantes el ferry
en mitad del río flotó inmóvil, suspendido. Lentamente comenzó a girar río abajo.
Más y más rápido, a medida que la corriente arrastraba su carga de hombres y
caballos. Ahora se escuchaba el griterío… los hombres corrieron primero a un
extremo y luego al otro en un tremendo caos. Dos caballos saltaron al agua y nadaron
en círculos.
—¡Dios Todopoderoso! —susurró Jamie.
El confuso amasijo de hombres gritando y caballos saltando fue transportado a
velocidad de locomotora… más y más lejos… hasta que desaparecieron por detrás de
los árboles de la curva del río.
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—Eso de ahí —dijo Josey sonriente— se llama un paseo en barca de Misuri.
Siguieron esperando para dejar que los caballos se acabaran el grano. En la orilla
opuesta vieron un frenético borrón de soldados de caballería de azul cabalgando a
toda prisa hacia el sur siguiendo el curso del río.
Desde el Osage, Josey dirigió los caballos hacia el suroeste por las orillas del río
Sac. En la orilla derecha del Sac había más pradera abierta, pero a su izquierda se
hallaba la reconfortante exuberancia vegetal de los Ozark. En una ocasión, ya
avanzada la tarde, divisaron un grupo numeroso de jinetes que se dirigía hacia el sur
por la otra orilla del río, así que mantuvieron inmóviles sus monturas hasta que el
golpeteo de los cascos murió en la lejanía. Al norte de Stockton bordearon el Sac y el
anochecer los sorprendió a orillas del Horse Creek, al norte de los Manantiales de
Jericho.
Josey guio los caballos por uno de los manantiales poco profundos que
desaguaban al arroyo hasta una quebrada un tanto enrevesada. Avanzaron una o dos
millas y solo pararon cuando la quebrada se estrechó hasta convertirse en una angosta
grieta en la falda de la montaña. Allá en lo alto de los árboles soplaba un viento fiero,
pero abajo reinaba una calma tan solo rota por el borboteo del agua sobre las rocas.
La estrecha garganta estaba invadida por maleza y parras de muscadinia. Olmos,
robles, nogales y cedros crecían frondosos. Fue en un resguardado bosquecillo de
frondosos cedros donde Josey extendió las mantas y Jamie, tendido en el cálido
silencio, se quedó dormido. Josey retiró las sillas de los caballos, los alimentó con
grano y los ató con estacas junto al manantial. Luego, cerca de Jamie, cavó un «fogón
del forajido», es decir, un agujero de un pie de profundidad en la tierra con piedras
dispuestas alrededor. A una yarda no se veía la luz del fuego, pero las piedras
calientes y las llamas debajo calentaron rápidamente la sartén con el beicon y
cocieron el caldo de tasajo.
Mientras trabajaba aguzaba los oídos a los nuevos sonidos de la quebrada. Sin
necesidad de mirar, supo que sobre una rama había un nido de cardenales en los
arbustos de caqui; un carpintero dorado repiqueteaba en el tronco de un olmo y los
carrizos de matorral susurraban entre la maleza. A sus espaldas, en la hondonada, un
autillo había empezado su lamento angustiado de mujer a intervalos exactos. Esos
eran los ritmos que registró su subconsciente. El viento alto aullando sobre su
cabeza… los sedosos susurros de brisa a través de los cedros… esa era la melodía.
Pero si el ritmo se rompía… los pájaros serían sus centinelas.
Había comido y le había dado el caldo a Jamie. Ahora calentó agua y humedeció
las cataplasmas. Cuando retiró las viejas vendas del cuerpo de Jamie, la carne se
había amoratado en el gran agujero del pecho y estaba ennegreciéndose. Carne
protuberante moteaba la herida con una blanca hinchazón. El chico mantuvo la
mirada apartada de su pecho destrozado y clavó los ojos en el rostro de Josey.
—No está mal, ¿verdad, Josey? —preguntó en voz baja.
Josey estaba limpiando la herida con trapos calientes.
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—Está mal —dijo sin alterarse.
—¿Josey?
—Sí.
—Allá en el río Grand… fue el tiroteo más rápido que jamás haya visto. Nunca te
cubrí. Ni una sola vez.
Josey no respondió mientras colocaba las cataplasmas y envolvía el cuerpo del
chico con las vendas.
—Si no logro salir de esta, Josey —dijo Jamie vacilante—, quiero que sepas que
estoy más orgulloso que un gallo de pelea por haber cabalgado contigo.
—Eres un gallo de pelea, hijo —dijo Josey bruscamente—, y ahora cierra el pico.
Jamie sonrió. Cerró los ojos y las sombras pronto relajaron las mejillas hundidas.
Dormido era un niño pequeño.
Josey sintió entonces la pesada acumulación de cansancio. En tres días tan solo
había echado breves cabezadas en la silla de montar. Sus ojos y oídos habían
empezado a jugarle malas pasadas, haciéndole ver aquellos «lobos grises» que no
estaban allí… y escuchar sonidos que no podían sonar. Era hora de retirarse a
descansar. Conocía bien esa sensación. Cuando se envolvió en las mantas, de nuevo
entre la maleza, apartado de Jamie y de los caballos, pensó en el chico… y su mente
vagó hasta su propia juventud en las montañas de Tennessee.
Allí estaba Pa, delgado y conocedor de la montaña, sentado en un tocón.
—Aquellos que no luchan por los suyos, no valen ni el sudor que sudan —dijo.
—Eso creo —respondió el pequeño Josey.
Y allí estaba Pa, apoyando una mano en su hombro de mozalbete… y Pa no era
dado a mostrar sus sentimientos. Se había enfrentado a los McCabe en el
asentamiento… y eso que ellos tenían al sheriff de su parte. Pa lo miró, atentamente y
con orgullo.
—Para llegar a ser un hombre —dijo Pa—, recuerda siempre estar orgulloso de
tus amigos… pero lucha por estar aún más orgulloso de tus enemigos.
Orgulloso, por Dios Bendito.
Bueno, pensó Josey adormilado… los enemigos eran sin duda del tipo correcto, y
el amigo… el chico… todo arenilla y arrancamoños. Dormía.
Una leve llovizna lo despertó. Vio la fantasmal luz previa al amanecer atenuada
por las nubes oscuras que corrían azuzadas por el viento. Una ligera niebla atrapada
en la quebrada intensificó el aire fantasmagórico. Hacía más frío. Josey podía sentirlo
a través de las mantas. Por encima de ellos el viento aullaba y golpeaba las copas de
los árboles. Josey apartó la manta. Los caballos estaban bebiendo en el manantial.
Les dio grano y avivó una llama en el agujero del fuego. Arrodillado junto a Jamie
con caldo de tasajo caliente, sacudió al chico hasta despertarlo. Pero cuando abrió los
ojos, el joven no pareció reconocerlo.
—Se lo dije a Pa —dijo el chico débilmente—, que esa vaquilla rubia sería la
mejor vaca lechera en Arkansas. Cuatro galones cuando la ordeñan —hizo una pausa,
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escuchó atentamente… luego dejó escapar una risotada—. Supongo que ese mestizo
es un tramposo, Pa… sacrificó la manada y saltó por ese viejo sendero de zorros.
De repente, se incorporó violentamente y sus ojos miraron asustados. Josey lo
sujetó posando una mano sobre su hombro.
—Pa dijo que fue Jennison, Ma. ¡Jennison! ¡Cien hombres!
Y de forma igual de repentina volvió a derrumbarse sobre la manta. Los sollozos
le sacudían el cuerpo y unas enormes lágrimas cayeron por sus mejillas. «Ma», decía
con la voz rota. «Ma».
Y se quedó callado… con los ojos cerrados.
Josey bajó la mirada hacia el chico. Sabía que Jamie venía de Arkansas, pero
nunca habían hablado de las razones por las que se había unido a los guerrilleros.
Nadie lo hacía. ¡Doc Jennison! Josey sabía que había dirigido incursiones de polainas
rojas en Arkansas y asaltado y quemado tantas granjas que las chimeneas solitarias
que quedaron en pie fueron bautizadas como los «Monumentos de Jennison». El odio
volvió a crecer en su interior.
Cuando sujetó la cabeza de Jamie para hacerle beber el caldo, la pesadilla ya
había pasado, pero advirtió que el chico se encontraba más débil al subirlo a la silla
de montar. Una vez más, ató los pies de Jamie a los estribos. Calculó que había unas
sesenta millas hasta la frontera de las Naciones y sabía que tropas y partidas se
concentraban cada vez en mayor número para bloquear su temeraria cabalgada.
—Supongo que me creen un loco de remate —susurró Josey mientras cabalgaba
—, por no esconderme en las colinas.
Pero las colinas significaban la muerte segura para Jamie. Con los cheroquis al
menos había una remota posibilidad.
Su sencillo código de lealtad no le permitía albergar pensamientos sobre su propia
seguridad a expensas de un amigo. Podría haber virado hacia las montañas y ver si
por un casual encontraba ayuda para el chico… y él mismo habría estado a salvo en
el bosque. Para hombres de un código inferior habría bastado. Pero la cuestión jamás
cruzaba la mente de los fuera de la ley. A pesar de todas sus habilidades y experiencia
guerrilleras, los expertos en táctica considerarían este código de conducta la mayor
debilidad de tales hombres… pero, por otro lado, el código explicaba su fiereza como
guerreros, su entusiasmo por «cargar contra el infierno con un cubo de agua», como
fueron descritos en una ocasión en informes del Ejército de la Unión.
La debilidad táctica en el caso de Josey era evidente. El Ejército de la Unión y las
partidas sabían que su compañero estaba gravemente herido. Sabían que solo podía
conseguir ayuda médica en las Naciones. La destreza de Josey con las pistolas, su
astucia aprendida en cientos de refriegas, su audacia y temeridad de guerrillero, le
habían llevado a él y a Jamie a través de un territorio levantado en armas, pero
también conocían el código de esos pistoleros curtidos. Aunque no podían adivinar la
mente y los trucos del lobo, conocían su instinto. Y por ello los jinetes devoraban las
millas hacia la frontera de las Naciones, para converger allí y salir a su encuentro.
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Conocían a Josey Wales.
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Capítulo 7
La fría mañana los sorprendió cabalgando por el espacio abierto de pradera con las
montañas a su izquierda. Antes del mediodía vadearon el Horse Creek y continuaron
hacia el suroeste, permaneciendo cerca de los riscos boscosos, pero Josey mantenía
los caballos en peligroso terreno abierto. El tiempo era el enemigo de Jamie Burns.
Poco después del mediodía Josey dejó que los caballos descansaran en un espeso
bosquecillo. Mientras metía tasajo de ternera en la boca de Jamie, le daba
instrucciones bruscamente:
—Mastícalo, pero no te tragues nada más que el jugo.
El chico asintió pero no habló. Su rostro estaba empezando a hincharse y también
tenía el cuello inflamado. En una ocasión, a lo lejos a su derecha, observaron que se
levantaba polvo de muchos caballos, pero jamás vieron a los jinetes.
A última hora de la tarde ya habían vadeado el Dry Fork y estaban cruzando, a
buen paso, una larga pradera. Josey se detuvo y señaló a sus espaldas. Parecía ser un
pelotón entero de caballería. Aunque estaban a varias millas de distancia, los
soldados aparentemente habían detectado a los fugitivos, porque como Josey y Jamie
observaron, espoleaban sus monturas a todo galope. Josey podía haber buscado
refugio en la frondosidad de las montañas a poco menos de media milla a su
izquierda, pero eso significaría un camino duro… y lento, bastante más que las cinco
millas de pradera que tenían ante ellos. En la distancia, un alto espolón rocoso se
alzaba ante ellos al otro lado de la pradera.
—Nos dirigiremos a esa montaña justo enfrente —dijo Josey, y arrimó su caballo
a Jamie—. Ahora, presta atención. Esos tipos todavía no están seguros de quiénes
somos. Voy a dejárselo claro. Cuando les dispare… deja que esa pequeña yegua
avance a medio galope… pero frénala. Cuando me oigas disparar otra vez… la dejas
correr. ¿Me entiendes? —Jamie asintió—. Quiero que esos soldados dejen sin fuerzas
a sus caballos —añadió con tono grave mientras sacaba el enorme Sharps de la parte
trasera de su silla.
Disparó sin apuntar. El tiro resonó en la montaña. El efecto fue casi instantáneo
entre los soldados de caballería al galope. Levantaron los brazos y sus caballos se
estiraron en una carrera infernal. La yegua salió corriendo a un trote ligero que
rápidamente dejó a Josey atrás. El gran ruano sintió la excitación y quiso correr, pero
Josey lo frenó hasta avanzar a un trote alto que hacía crujir los huesos.
Se abrió una distancia de media milla… después tres cuartos… después una milla
que separaba a la yegua al galope de él. Detrás, Josey pudo oír los primeros golpeteos
de los caballos al galope. Aun así siguió avanzando al paso. El estruendo de los
cascos iba en aumento; ahora podía oír los débiles gritos de los hombres. Tras sacar el
cuchillo de la bota, cortó cuidadosamente un trozo de tabaco. Mientras masticaba el
tabaco, el sonido de los cascos fue haciéndose atronador.
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—Bueno, Red —dijo arrastrando las palabras—, has estado bufando por salir
corriendo… —desenfundó uno de los Colt y lo disparó al aire—… Ahora ¡CORRE!
El ruano saltó. Delante de él, Josey vio a la yegua cogiendo velocidad y
pegándose levemente al terreno mientras avanzada a todo galope. Era rápida, pero el
ruano ya la estaba alcanzando.
Este no dudaba en ningún momento. El enorme caballo botaba como un gato
sobre quiebras poco profundas y jamás perdía el paso. Josey se echó hacia delante
sobre la silla, sintiendo la gran potencia del ruano mientras volaba por encima del
terreno, acortando la distancia con la yegua. Estaba a menos de cien yardas cuando la
yegua llegó a la zona frondosa del risco. Cuando Josey frenó al ruano, se dio la vuelta
y observó a los soldados… Avanzaban al paso con sus caballos, a más de dos millas
de él. Habían «reventado» sus monturas.
Jamie ya se encontraba entre la maleza y cuando Josey lo alcanzó los nubarrones
comenzaron a descargar agua. Una lluvia cegadora y furiosa oscureció la pradera a
sus espaldas. Un rayo impactó en un risco boscoso, estalló con una luz blanca azulada
y el profundo estruendo que siguió se unió a los ecos y se mezcló con más rayos
punzantes provocando un estruendo continuo. Josey sacó unos chubasqueros del
arzón trasero de las sillas.
—Un verdadero diluvio de los que ahogan hasta a las ranas.
Y a continuación envolvió a Jamie en uno de los chubasqueros. El chico estaba
consciente, pero tenía el rostro retorcido y pálido y su cuerpo estaba rígido por el
esfuerzo de mantenerse en la silla.
Josey le agarró por el brazo.
—Quince, tal vez veinte millas, Jamie, y estaremos acostados en una acogedora
tienda en el Neosho —sacudió suavemente al chico—. Llegaremos a las Naciones
unas veinte millas más allá… allí nos ayudarán.
Jamie asintió pero no habló. Josey tomó las riendas de la yegua de las manos
crispadas del chico, que se sujetaba al cuerno, y encabezando la marcha avanzó al
paso hacia los riscos.
Los rayos habían cesado, pero la lluvia seguía cayendo en cortinas ondeando
contra el viento. La oscuridad cayó rápidamente, pero Josey guio al ruano con la
seguridad que le otorgaba la familiaridad con las montañas. Las rutas ahora en
penumbra que posibilitaban los atajos entre riscos, que se dirigían directamente hacia
una montaña y luego torcían y giraban y ofrecían una vía de escape oculta. Seguían
ahí… las rutas que había recorrido con Anderson, yendo y viniendo de las Naciones.
Las rutas le ayudarían a atravesar aquella esquina del condado de Newton y llegar a
la cuenca del río Neosho, fuera de Misuri.
La temperatura cayó. La lluvia amainó y de las bocas de los caballos salían
vaharadas de vapor mientras avanzaban. Fue después de medianoche cuando Josey
interrumpió el paso regular. Vio las hogueras a sus pies… el medio círculo que
colgaba como un collar… cerrándose por ambos extremos a los pies de esas
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montañas entre él… y Jamie… y la cuenca del Neosho a unas cuantas millas de
distancia.
Todavía se percibía movimiento alrededor de las hogueras. Mientras estaba
agachado en el bosque pudo ver alguna que otra figura recortada contra las llamas…
y esperó. A sus espaldas, el ruano pateaba el suelo impaciente, pero la yegua
permaneció con la cabeza gacha y cansada. No se atrevió a bajar a Jamie de la silla…
tan solo quedaban unas cuantas millas por las tierras bajas hasta las Naciones… y
unas cuantas millas más hasta la cuenca del Neosho. El viento ahora traía un frío
penetrante y la lluvia casi había parado del todo.
Pacientemente, siguió vigilando mientras movía la mandíbula despacio
machacando el tabaco. Pasó una hora, luego otra. La actividad había muerto
alrededor de las hogueras. Estarían los vigías. Josey se enderezó y se acercó a los
caballos. Jamie estaba derrumbado sobre la silla, con la barbilla apoyada sobre el
pecho. Josey agarró los brazos del chico.
—Jamie.
Pero en el mismo instante que su mano lo tocó, lo supo. Jamie Burns estaba
muerto.
La confirmación de la muerte del chico le cayó como un golpe físico, de manera
que las rodillas le temblaron y de hecho se tambaleó…
Estaba convencido de que iban a lograrlo. La cabalgada, la lucha contra todo
pronóstico… lo HABÍAN logrado.
Les habían ganado a todos. Y entonces, el destino le arrebató al chico… Josey
Wales maldijo amargamente y durante un largo rato. Estiró los brazos y rodeó con
ellos el cuerpo muerto de Jamie en la silla… como si quisiera calentarle y devolverle
a la vida… y maldijo a Dios hasta que se atragantó con su propia saliva.
La tos le hizo recobrar la cordura y permaneció durante un buen rato sin decir
nada. La amargura desapareció y dio paso a pensamientos sobre el chico que lo había
seguido testaruda y lealmente, que había muerto sin un solo susurro. Josey se quitó el
sombrero, se acercó a la yegua y pasó el brazo alrededor de la cintura de Jamie.
Entonces levantó la mirada hacia los árboles que se combaban contra el viento.
—Este chico —dijo con voz ronca— fue criado en tiempos de sangre y muerte.
Nunca protestó por nada. Nunca le dio la espalda a sus compañeros ni a su gente. Ha
cabalgado conmigo y no tengo ninguna queja… —hizo una breve pausa—. Amén.
Moviéndose con una repentina determinación, desató las alforjas de la yegua y las
ató a su propia silla. Soltó la pistolera de la cintura de Jamie y la colgó sobre el
cuerno de la silla del ruano. A continuación, montó en el ruano y condujo a la yegua
con el chico muerto todavía en la silla ladera abajo en dirección a las hogueras. A los
pies del risco atravesó un arroyo poco profundo, y al subir por la ribera se encontró a
tan solo cincuenta yardas de la hoguera más cercana. Había centinelas, pero estaban
desmontados y paseaban de una hoguera a otra a paso lento.
Josey tiró de la yegua hasta colocarla junto al ruano. Pasó las riendas por encima
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de la cabeza de la yegua y las ató con fuerza alrededor de las manos de Jamie, que
todavía estaban aferradas al cuerno de la silla. Entonces arrimó aún más el ruano
hasta que su pierna tocó la pierna del chico.
—Los panzas azules te darán un funeral más digno, hijo —dijo, con tristeza—, de
todas formas, dijimos que íbamos a las Naciones… y, por Dios Santo, juro que uno
de los dos llegará allí.
Apoyó un Colt sobre la grupa de la yegua, de manera que cuando lo disparara el
quemazo de la pólvora haría que la yegua saliera corriendo. Respiró profundamente,
se bajó el ala del sombrero y disparó el arma.
La yegua dio un salto por el dolor de la quemadura y salió disparada directamente
hacia la hoguera más cercana. La reacción fue casi instantánea.
Los hombres corrieron hacia las hogueras, quitándose las mantas de encima, y
gritos roncos y sorprendidos invadieron el aire. La yegua casi chocó contra la
hoguera mientras la grotesca figura sobre su grupa se hundía y se sacudía con el
movimiento… Luego la yegua viró, aún al galope, dirigiéndose hacia el sur por la
orilla del arroyo. Los hombres comenzaron a disparar, algunos arrodillados con rifles,
y luego se levantaron para correr a pie tras la yegua. Otros montaron en caballos y
bajaron a toda prisa hacia el arroyo.
Josey lo observó todo tras las sombras. Desde la orilla del arroyo escuchó unos
cuantos disparos más, seguidos de gritos de triunfo. Solo entonces sacó al ruano de
los árboles, pasó junto a las hogueras desiertas y volvió a meterse entre las sombras
que le sacarían del maldito Misuri.
Y los hombres contarían su hazaña de esa noche alrededor de las hogueras de la
ruta. Se la guardarían hasta el final cada vez que contaran historias sobre el fuera de
la ley Josey Wales… usando esta hazaña para confirmar la brutalidad de aquel
hombre. Los hombres de ciudad, que no poseen ningún conocimiento sobre tales
cosas y que tan solo buscan el confort y el beneficio, torcerían sus labios asqueados
para ocultar su miedo. Los vaqueros, conscientes de la cercanía de la muerte,
mirarían gravemente al fuego. Los guerrilleros sonreirían y asentirían aprobando la
audacia y testarudez que le ayudó a escapar. Y los indios lo entenderían.
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PARTE 2
Capítulo 8
El aire frío trajo consigo una densa niebla a la cuenca del Neosho. El amanecer era
una pálida luz que merodeaba fantasmagóricamente por las extrañas formas de
árboles y maleza, y parecía un resplandor sobrenatural entre la gris frondosidad. No
llegaba el sol.
Lone Watie podía oír el susurrante discurrir del río a su paso cerca de la parte
trasera de su cabaña. Los sonidos del río por la mañana eran lo habitual, y por lo tanto
eran buenos… los martines pescadores y los arrendajos azules que renegaban
incesantemente… los tempranos graznidos de un cuervo explorador… una vez…
todo eso estaba bien. Lone Watie, más que pensar, sentía esas cosas mientras se freía
su desayuno de pescado sobre una diminuta llama en la hoguera.
Como muchos de los cheroquis, era alto, más de un metro ochenta erguido, y
llevaba las botas mocasín y los pantalones de ante metidos por dentro. A primera
vista parecía consumido, tan enjuta era su constitución… la chaqueta de ante se
sacudía holgada alrededor de su cuerpo, su rostro era huesudo y delgado, de manera
que las mejillas hundidas añadían prominencia a los huesos y la nariz aguileña
separaba unos ojos negros intensos capaces de arrojar una mirada cruel. Estaba
cómodamente agachado ante el fuego, dando la vuelta al pescado empanado en la
sartén con un movimiento ágil mientras se echaba ocasionalmente hacia atrás una de
las trenzas negras de pelo que le colgaban por los hombros.
La nítida llamada de un chotacabras hizo que el indio se pusiera inmediatamente
en movimiento. Los chotacabras no llaman a plena luz del día. Se movió con
silencioso sigilo; tomó el rifle y se deslizó hacia la puerta trasera de la cabaña de una
sola habitación… se tumbó boca abajo y se arrastró hacia la maleza. De nuevo oyó la
llamada, alta y clara.
Como saben todos los hombres de montaña, un añapero jamás trina cuando se
escucha un chotacabras… y, por ello, desde la maleza, Lone respondió con el trino
machacón de un añapero.
Entonces se hizo el silencio. Desde su posición en la maleza Lone prestó atención
a quien se acercaba. Aunque solo estaba a unos pocos pasos de la cabaña, apenas
podía verla. Zumaque y parras muertas de madreselva habían escalado por la
chimenea y cubrían el tejado. Matorrales y maleza habían invadido casi totalmente
las paredes. Lo que en el pasado fue un sendero hacía ya mucho tiempo que había
quedado cubierto por la maleza. Sin duda, uno debía conocer bien aquel escondite
inaccesible para silbar su llegada.
El caballo irrumpió a través de la maleza sin previo aviso. Lone se asustó por la
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repentina aparición del enorme ruano. Parecía medio salvaje, con belfos palpitantes, y
clavó con fuerza las patas en el suelo cuando el jinete tiró de las riendas para frenar
frente a la puerta de la cabaña. Lone observó mientras el jinete desmontaba y daba
despreocupadamente la espalda a la cabaña mientras desataba la silla y la retiraba del
caballo.
Lone recorrió al hombre con la mirada; las enormes pistolas enfundadas, el
cuchillo en la bota, tampoco se le escapó el ligero bulto bajo el brazo izquierdo.
Cuando el hombre se dio la vuelta vio la cicatriz blanca que destacaba entre la negra
barba sin afeitar, y también advirtió el sombrero gris de caballería inclinado sobre los
ojos. Lone gruñó con satisfacción; un guerrillero que se comportaba como debía
comportarse un guerrero, con audacia y sin miedo.
La chaqueta abierta de ante revelaba algo más que hizo a Lone salir confiado de
la maleza y acercarse. Era la camisa; hecha de lino con ribete de algodón y cuello en
V rematado en el pecho con una escarapela. Era la «camisa del guerrillero», descrita
en los partes de guerra del Ejército de los Estados Unidos como la única forma
posible de identificar a un guerrillero de Misuri. Confeccionada por sus esposas,
novias y mujeres en las granjas, se había convertido en el uniforme de la guerrilla. Él
siempre la llevaba… en ocasiones escondida… pero siempre puesta. Muchos de ellos
lucían bordados decorativos y brillantes colores… Esta era de color avellana liso y
ribeteada en gris.
El hombre continuó cepillando al ruano, incluso mientras Lone se aproximaba a
él… y solo se dio la vuelta cuando el indio se paró en silencio, a una yarda de
distancia.
—Buenas —dijo en voz baja, y alargó la mano—, soy Josey Wales.
—He oído ese nombre —dijo Lone simplemente, estrechando la mano—, yo soy
Lone Watie.
Josey fijó la mirada en el indio.
—Ya recuerdo. Cabalgué contigo en una ocasión al otro lado del Osage hasta
Kansas… y somos familia, General Stand Watie.
—Lo recuerdo —respondió Lone—, fue una buena batalla —luego continuó—:
Meteré el caballo en el establo con el mío junto al río. Allí hay grano.
Mientras se apartaba con el ruano, Josey llevó su silla y el resto de sus cosas a la
cabaña. El suelo era de tierra prensada. El único mobiliario lo formaban unos
camastros de troncos de sauce arrimados a las paredes y cubiertos con mantas. Aparte
de los utensilios de cocina no había nada más, a excepción del cinturón que colgaba
de un gancho y del que pendían un Colt y un cuchillo largo. El inevitable sombrero
gris de la caballería estaba colocado sobre uno de los camastros.
Entonces recordó aquella cabaña. Tras pasar el invierno en el 63 en Mineral
Creek, Texas, cerca de Sherman, recorrió aquella ruta e hizo noche allí. Le habían
informado de que era la granja de Lone Watie, pero no encontraron a ningún hombre
allí… aunque había los suficientes indicios de que había sido una granja.
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Sabía algo acerca de la historia de los Watie. Habían vivido en las montañas del
norte de Georgia y Alabama. Stand Watie era un destacado Jefe. Lone era su primo.
Desposeídos de sus tierras por el gobierno de los Estados Unidos en los años treinta,
se unieron a la tribu de los cheroquis en la «Ruta de Lágrimas» hasta la nueva tierra
que les fue asignada en las Naciones. Casi un tercio de los cheroquis murieron en ese
largo éxodo y miles de tumbas todavía marcaban la ruta.
Josey había conocido a los cheroquis cuando aún era un niño en las montañas de
Tennessee. Su padre había sido amigo de muchos de los que se escondieron tras
negarse a recorrer la ruta.
El montañés no poseía el «hambre de tierras» del hombre de la meseta, que había
instigado tal acción del gobierno. Prefería las montañas para continuar siendo
salvaje… libre, sin las trabas de la ley y la irritante hipocresía de la sociedad
civilizada. Su sentimiento de pertenencia, por lo tanto, se hallaba más cerca de los
cheroquis que de sus hermanos de raza de las tierras bajas, quienes se empeñaban en
colgar el yugo de la sociedad sobre sus cuellos.
De los cheroquis aprendió cómo pescar a mano, introduciendo las suyas en las
pozas de los ríos de montaña y haciendo cosquillas en los costados a truchas y
lubinas, que el zorro gris corre haciendo ochos y el zorro rojo corre en círculos.
Aprendió cómo seguir a una abeja hasta el panal, dónde atrapaba más pájaros la
trampa de codornices y lo curioso que era el ciervo macho.
Había comido con ellos en sus tipis de troncos de pino y ellos habían regalado
carne a su propia familia. Su código era el de la lealtad del montañés con toda su
gente y por lo tanto Lone Watie merecía su confianza. Era uno de los suyos.
Cuando la Guerra entre los Estados se extendió a toda la nación, los cheroquis
naturalmente apoyaron a la Confederación contra el odiado gobierno que les habían
arrebatado su hogar en la montaña. Algunos se unieron al General Sam Cooper, unos
pocos estuvieron en la brigada de élite de Jo Shelby, pero la mayoría siguió a su líder,
el General Stand Watie, el único general indio de la Confederación.
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Durante unos cuantos días angustiosos sintió la necesidad de ir a algún sitio. Se
había convertido en una obsesión: sacar a Jamie de Misuri y llevarlo allí. Tras la
muerte del chico, el vacío retornó. Mientras cabalgaba por la noche se sorprendió a sí
mismo mirando hacia atrás… para ver a Jamie. Aquella efímera meta había
desaparecido.
Lone Watie no hizo ninguna pregunta sobre el compañero, pero asintió mostrando
comprensión.
—Oí el año pasado que el general Jo Shelby y sus hombres se negaron a rendirse
—dijo Lone—… Oí que se fueron a México, a alguna clase de batalla que hay allá
abajo. No he oído nada desde entonces, pero algunos, creo, se marcharon para unirse
a ellos.
El indio habló con tono neutro, pero lanzó una rápida mirada de reojo a Josey
para comprobar el efecto de sus palabras.
Josey estaba sorprendido.
—No sabía que había otros que no se hubieran rendido. Nunca he estado más allá
del condado de Fannin, en Texas. México está muy lejos.
Lone empujó la sartén hacia Josey.
—Es algo a tener en cuenta… nuestra profesión… no es muy querida por estos
lares… o eso parece.
—Algo a tener en cuenta —repitió Josey, y sin mayor ceremonia se dirigió a un
bosquecillo de sauces y se quitó las pistolas por primera vez desde hacía muchos días.
Tras colocarse el sombrero sobre la cara, se estiró y se quedó profundamente dormido
en pocos segundos. Lone recibió esta silenciosa muestra de confianza con implacable
naturalidad.
Los días que siguieron se convirtieron en semanas. No se volvió a hablar de
México… pero Josey siguió dándole vueltas a la idea. No hizo ninguna pregunta a
Lone, ni el indio se ofreció a darle más información sobre sí mismo, pero era evidente
que estaba escondiéndose.
Cuando los días invernales pasaron, Josey se relajó e incluso disfrutó ayudando a
Lone a tejer trampas para peces, lo cual se le daba casi igual de bien que al indio.
Colocaron las trampas en el río con bolas de harina como cebo. La comida abundaba;
además del pescado, comían suculentas codornices de las trampas colocadas en las
rutas de paso de las codornices, conejos y pavos, todos aliñados con cebollas
silvestres, col de los prados, ajo y hierbas que Lone recolectaba en las zonas bajas.
Enero de 1867 trajo la nieve a las Naciones. Arrastró una gran tempestad blanca
de las llanuras cimarronas, hizo acopio de furia en la meseta central y dejó caer su
manto a los pies de las Ozark. Trajo la miseria a los indios de las Llanuras, los
kiowas, los comanches, los arapahoes y los pottawatomie… Al escasear alimentos
para el invierno se vieron obligados a dirigirse a los asentamientos. La nieve se posó
en bancos de cuatro pies de espesor a lo largo del Neosho, pero había suficiente
madera seca y en la cabaña se estaba muy calentito. El confinamiento hizo que Josey
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Wales se sintiera inquieto. Había advertido la frugalidad de las provisiones de Lone.
No había munición para su pistola y faltaba grano para los caballos.
Así pues, un anochecer sombrío, mientras estaban sentados en silencio alrededor
del fuego, Josey colocó un puñado de monedas de oro en la mano de Lone.
—Oro yanqui —dijo lacónicamente—, necesitaremos grano… munición y cosas
así.
Lone miró las brillantes monedas a la luz de la hoguera y una sonrisa lobuna se
dibujó en sus labios.
—El oro del enemigo, como su maíz, es siempre brillante. Provocará algunas
preguntas en el asentamiento, pero —añadió pensativamente—, si les digo que los
soldados azules se lo quitarán si hablan…
Unos días brillantes y de un azul nítido trajeron con los rayos de sol una calidez
poco habitual para esa estación del año, derritió la nieve en pocos días e hizo renacer
la vida en los arroyos y riachuelos. Lone acercó su castrado a la cabaña y se preparó
para partir. Josey llevó la silla de Lone a la puerta, pero el indio sacudió la cabeza.
—Nada de silla… ni sombrero… ni camisa. Solo llevaré una manta y un rifle.
Seré un indio palurdo con una manta, los soldados piensan que todos los indios con
manta son demasiado estúpidos para ser interrogados.
Se marchó cabalgando por la cuenca del río, donde los humedales cubrirían su
rastro… una triste figura encorvada bajo su manta.
Pasaron dos días y Josey se sorprendió aguzando el oído con la esperanza de
escuchar la llegada de Lone. La sensación del fuera de la ley a la fuga volvió a
invadirlo y la cabaña se convirtió en una trampa. Al tercer día llevó el saco de dormir
y las armas fuera entre la maleza y se dedicó a vigilar alternativamente la ribera del
río y la cabaña. Nunca le habrían podido convencer de que Lone fuera a traicionarle,
pero podían pasar muchas cosas.
Lone podría haber sido descubierto o rastreado por una patrulla… muchos de
ellos tenían rastreadores osage. Josey había sacado al ruano del establo y lo había
atado entre la maleza cuando a la tarde del cuarto día escuchó la clara llamada de un
chotacabras. Respondió y permaneció atento hasta que Lone se deslizó
silenciosamente por la ribera del río conduciendo al gris castrado. El indio parecía
aún más demacrado. Josey de repente se preguntó qué edad podría tener mientras
observaba las arrugas que colgaban de aquel rostro huesudo. Se le veía más viejo…
en un estado de abatimiento que había extinguido la savia de su cuerpo físico.
Mientras descargaban el grano y los suministros de la grupa del caballo el indio no
dijo nada… y Josey tampoco formuló ninguna pregunta.
Comieron en silencio alrededor del fuego mientras ambos miraban fijamente las
llamas, y luego Lone habló en voz baja.
—Se habla mucho de ti. Algunos dicen que has matado a treinta y cinco hombres,
otros dicen que a cuarenta. Los soldados afirman que no vivirás mucho tiempo
porque han subido el precio de tu cabeza. Ofrecen cinco mil en oro. Muchos te
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buscan y yo mismo he visto cinco patrullas diferentes. Me pararon dos veces mientras
regresaba. Escondí la munición dentro del grano.
Había una ligera amargura en la risa de Lone.
—Querían robarme el grano, pero les dije que lo había sacado de las sobras del
puesto militar… que lo habían tirado porque ponía enfermos a los hombres blancos…
y que se lo llevaba a mi mujer. Ellos se rieron… y dijeron que un maldito indio podía
comer cualquier cosa. Pensaron que era grano envenenado.
Lone se quedó callado mientras observaba las llamas bailando sobre los troncos.
Josey escupió hacia los troncos un largo chorro de jugo de tabaco y pasado un rato
Lone continuó.
—Están patrullando las rutas… mucho… cuando el tiempo mejore comenzarán a
hacer batidas por el campo. Saben que estás en las Naciones… y te encontrarán.
Josey cortó un trozo de tabaco.
—Eso parece —dijo tranquilamente, de la forma despreocupada de alguien que
ha vivido durante años en el punto de mira de patrullas enemigas. Observó la luz de
la hoguera bailando en el rostro del indio. Parecía viejo y mostraba una expresión
altiva y de abandono que le recordaba a algún dios caído en desgracia sentado en
sufrida dignidad y desilusión.
—Tengo sesenta años —dijo Lone—. Yo era un hombre joven con una bella
mujer y dos hijos. Murieron en la Ruta de las Lágrimas cuando abandonamos
Alabama. Antes de ser forzados a irnos, el hombre blanco habló de los indios
malos… se golpeó el pecho y dijo por qué los indios debíamos irnos. Ahora está
pasando otra vez. Ya se comenta por todas partes. Los golpes en el pecho para
justificar las desgracias que caerán sobre los indios. No tengo mujer… no tengo hijos.
Jamás firmaría un indulto. No voy a quedarme a ver cómo pasa otra vez. Me iré
contigo… si estás de acuerdo.
Lo dijo de manera muy simple, sin rencor y sin emociones. Pero Josey sabía de
qué estaba hablando el indio. Sabía del dolor que sentía en el corazón por su mujer y
sus hijos perdidos… por su hogar, que ya no lo era. Y comprendió que Lone Watie, el
cheroqui, al decir simplemente que iba a ir con él… estaba diciendo mucho más…
que había elegido a Josey como uno de los suyos… como un compañero guerrero con
una causa común, un voto unido… y mostraba respeto por su coraje. Y como siempre
ocurría con hombres como Josey Wales, este no pudo mostrar esas cosas que sentía.
En lugar de eso, dijo:
—Pagan por verme muerto. Te iría mucho mejor si bajaras al sur tú solo.
Ahora supo por qué Lone se había negado a firmar el indulto… por qué se había
convertido deliberadamente en un paria, con la esperanza de que la culpa recayera en
hombres como él mismo… y no en su gente. En este último viaje se había
convencido de que no había nada que pudiera salvar a la Nación de los cheroquis.
Lone apartó la mirada del fuego y la dirigió por encima de la hoguera a los ojos
de Josey. Habló lentamente.
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—Es bueno que los enemigos de uno quieran verle muerto, porque prueba que ha
vivido una vida digna. Soy viejo, pero cabalgaré libre hasta que muera. Yo de ti
cabalgaría con un hombre así.
Josey metió la mano en una bolsa de papel que contenía las provisiones y sacó
una bola roja de caramelo duro. Lo arrimó a la luz.
—Típico de un maldito indio —dijo—, siempre comprando cosas rojas para hacer
el tonto.
La sonrisa de Lone se abrió en una risotada gutural de alivio. Entonces supo que
cabalgaría con Josey Wales.
Ensillaron las monturas una cruda mañana de marzo. Un viento helado sacudía
ráfagas de escarcha de las ramas de los árboles y la tierra seguía helada antes del
amanecer. Los caballos, rumiando e impacientes, tragaron los granos que tenían en la
boca y corvetearon al notar las sillas. Josey dejó que Lone encabezara la marcha y el
indio se alejó de la cabaña siguiendo la ribera del Neosho. Ninguno de ellos echó la
mirada atrás.
Lone se había deshecho de la manta. El sombrero gris de caballería ensombrecía
sus ojos. Sujeto a la cintura llevaba el revólver Colt, que colgaba bajo. Si iba a
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cabalgar con Josey Wales… entonces lo haría mostrando con orgullo lo que
realmente era… un compañero rebelde. El rostro de halcón de bronce, el pelo
recogido en trenzas que colgaban hasta los hombros… las botas mocasín… le
identificaban como indio.
Avanzaban lentamente. Por sendas desdibujadas, a menudo por donde no se
distinguía senda alguna, siguieron los meandros y revueltas del río en dirección sur a
través de la Nación Cheroqui. El tercer día se encontraron al norte de Fort Gibson y
se vieron obligados a desviarse del río para bordear aquel puesto del ejército. Lo
hicieron de noche, tomaron la Ruta Shawnee y vadearon el Arkansas. Al amanecer
llegaron a una pradera ondulante y a la Nación India de los creek.
Ya era casi mediodía cuando el castrado comenzó a cojear. Lone desmontó y
palpó la pata hasta la pezuña. El caballo saltó cuando presionó un tendón.
—Un esguince —dijo—, ha pasado demasiado tiempo en el maldito establo.
Josey examinó el horizonte a su alrededor… no se veían jinetes, pero estaban
demasiado expuestos con un solo caballo, y los montículos de la pradera revelaban
repentinamente lo que no había estado en aquel lugar unos segundos antes. Josey
pasó una pierna por encima del cuerno de la silla y miró pensativamente al castrado.
—Ese caballo no podrá cabalgar hasta dentro de una semana.
Lone asintió apesadumbrado. Su rostro era impenetrable, pero su corazón se
encogió. Lo correcto era que él se quedara atrás… no podía poner en peligro a Josey
Wales.
Josey cortó un trozo de tabaco.
—¿A cuánto estamos de ese puesto comercial en el Canadian?
Lone se irguió.
—A cuatro millas… quizás seis. Es el puesto de Zukie Limmer… pero hay
patrullas que van de un lado a otro y también policía india de los creek.
Josey volvió a colocar el pie en el estribo.
—Todos van a caballo, y un caballo es lo que necesitamos. Espera aquí.
Espoleó al ruano al galope. Cuando coronó una elevación echó la mirada atrás.
Lone avanzaba a pie, corriendo detrás de él y tirando del castrado cojo.
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Capítulo 9
El puesto comercial estaba situado a una milla del Canadian en una llanura desolada
de esquisto y maleza. Era un edificio de madera de una sola planta que no mostraba
ninguna señal de vida humana a excepción de la fina columna de humo que salía por
una chimenea. Detrás del puesto había un granero medio en ruinas, obviamente ya en
desuso. Y a espaldas del granero había un corral vallado con caballos dentro.
Desde su posición elevada en la loma, Josey contó los caballos… había treinta…
pero no llevaban sillas de montar… ni arneses. Eso indicaba que se trataba de
caballos a la venta… alguien había hecho un trato. Vigiló durante varios minutos. El
poste de amarre de caballos frente al puesto estaba vacío y no advirtió ningún
movimiento dentro de su rango de visión. Bajó despacio con el ruano por la colina y
rodeó el corral. Antes de terminar de rodearlo vio el caballo que quería, un negro
grande con el pecho ancho y vientre redondeado… casi tan grande como su ruano. Se
acercó a la fachada del puesto y, tras sujetar las riendas del ruano al poste de amarre,
se dirigió a la pesada puerta.
Zukie Limmer estaba nervioso y asustado. Y tenía motivos para estarlo. Había
conseguido hacerse con el contrato de puesto comercial bajo los auspicios del ejército
de los Estados Unidos, que específicamente prohibía la venta de bebidas alcohólicas.
Zukie ganaba más dinero con el contrabando que con las mercancías que compraba a
los creek. Ahora estaba asustado. Los dos hombres le trajeron los caballos ayer y
estaban esperando, decían, al destacamento del ejército procedente de Fort Gibson
para inspeccionarlos y comprarlos. Habían guardado sus propios caballos en el corral
y, tras arrastrar las sillas y los arreos al puesto, durmieron sobre el suelo de tierra sin
tan siquiera pedir permiso para hacerlo. Solo los conocía por Yoke y Al, pero sabía
que eran peligrosos porque disimulaban mal su amenaza tras sonrisas burlonas
mientras tomaban todo lo que les apetecía con la frase: «Apunta eso en nuestra
cuenta». Después ambos explotaban en rugidos de risa por un chiste aparentemente
obvio. Afirmaban tener los documentos de los caballos, pero Zukie sospechaba que la
manada de caballos procedía de los comanches… y que era el botín de un asalto en
los ranchos del suroeste de Texas.
La noche anterior, el más grande de los dos, Yoke, pasó su enorme brazo por
encima de los enjutos hombros de Zukie y lo arrimó a su pecho de forma autoritaria,
como si fuera a hacerle una confidencia. Exhaló el pestilente aliento de sus dientes
podridos contra el rostro de Zukie mientras le aseguraba:
—Tenemos los documentos de los caballos… son documentos buenos. ¿Verdad,
Al?
Lanzó abiertamente un guiño a Al y ambos se rieron a carcajadas. Zukie se había
escabullido tras el pesado tablón apoyado sobre barriles que hacía las veces de barra
de bar. Durante la noche movió su caja de monedas de oro al cobertizo adosado
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donde dormía. Había estado todo el día tras el tablón, primero con la esperanza de
que llegara la patrulla del ejército… y ahora temiéndolo; porque los hombres habían
roto el barril de whisky y habían estado bebiendo desde media mañana.
En una ocasión, Zukie casi olvidó del todo su miedo. Cuando la mujer india sirvió
la comida del mediodía y colocó las raciones de ternera frente a ellos en la tosca
mesa, los hombres la retuvieron. La india se quedó quieta en actitud pasiva mientras
manoseaban sus muslos y su trasero y se hacían obscenas sugerencias el uno al otro.
—¿Cuánto quieres por esta squaw? —preguntó Al, el de aspecto de hurón,
mientras acariciaba el vientre de la mujer.
—No está a la venta —dijo Zukie cortante… a continuación, alarmado por su
brusquedad, introdujo cierto tono lastimero en su voz—… Es decir… no es mía…
solo trabaja aquí.
Yoke guiñó un ojo maliciosamente a Al.
—Podría apuntarla en nuestra cuenta, Al.
Y ambos se rieron ante el comentario hasta que Yoke se cayó del taburete. La
mujer se escabulló de nuevo hacia la cocina.
Zukie no se sentía escandalizado por el trato que le habían dado a la mujer, pero
había planeado quedársela para él. Ella había llegado al puesto hacía tan solo cuatro
días y, de acuerdo con su forma de ser, Zukie Limmer nunca abordaba las cosas de
una forma directa… avanzaba furtivamente y de lado, como un cangrejo. Y era
astuto; así lograba saborear más el premio.
Ella había llegado al puesto desde el oeste y quiso venderle una vieja manta.
Zukie la acogió de inmediato. Era una paria. La cicatriz profunda que recorría de
arriba abajo la parte derecha de su nariz era el castigo que practicaban algunas tribus
de las Llanura por infidelidad.
—Te han pillado con un indio de más —había dicho Zukie burlonamente, y lo
repitió.
Era una buena ocurrencia y Zukie se deleitó con su sentido del humor. No era fea.
Tal vez tuviera veinticinco o treinta años y todavía estaba delgada, con pechos
turgentes y muslos torneados que se marcaban contra el ante de gamo con flecos.
Tenía los mocasines desgastados y agujereados y le colgaban de sus pies hinchados y
destrozados. Su rostro de bronce, enmarcado por el cabello recogido en trenzas, era
estoico, pero sus ojos reflejaban la mirada desamparada de un animal herido.
Zukie sintió que se le llenaba la boca de saliva mientras la miraba. Había pasado
las manos sobre la firme redondez de sus senos y ella no se movió. Tenía hambre… y
estaba desesperada. Él la puso a trabajar… y sabía cómo domesticar a los indios…
especialmente a las mujeres indias. Esperó la ocasión, y cuando ella cayó y volcó un
barril casi vacío de salmuera él apretó el rostro de la india contra el suelo mientras la
golpeaba con una duela de barril hasta que se le cansó el brazo. Ella permaneció
inmóvil durante la paliza, pero él sintió la fuerza animal en el interior de aquella
mujer. Vigorosa, con el vientre plano y firme trasero y muslos… apropiadamente
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domesticada. A Zukie le encantó la idea. Cuando comía a la mesa abría la puerta
trasera del cobertizo y hacía que la mujer se acuclillara fuera, junto al perro famélico,
y le lanzaba trozos para que comiera. Estaba casi preparada para poder llevarla a la
cama, y entonces seguro que no se daría tantas ínfulas.
Ahora Yoke le pidió más comida y la india salió de la cocina con más ternera y
patatas. Cuando ella se acercó a la mesa, Yoke rodeó su cintura con un enorme brazo,
la levantó del suelo y la sentó con fuerza sobre la mesa. Presionó su enorme cuerpo
contra los pechos de la mujer y, tras agarrarla por el pelo, intentó sujetarle el rostro
levantado mientras le baboseaba la boca. Su voz sonó inflamada por la lujuria y el
licor.
—Vamos a comprarnos esta pequeña squaw… ¿verdad, Al?
Al estaba acariciando los muslos de la mujer y sus manos subieron por debajo de
la falda de piel de cabritillo. Ella pataleaba e intentaba girar la cara, sin gritar… pero
estaba totalmente indefensa. De repente, la pesada puerta se abrió y Josey Wales
irrumpió en el puesto. Todos se quedaron petrificados en mitad de la acción.
Zukie Limmer sabía que era Josey Wales. El rumor de la recompensa había
corrido por todas partes. La descripción del hombre era exacta: los dos revólveres del
calibre 44 enfundados bajos, la chaqueta de ante, el sombrero gris de caballería… la
profunda cicatriz blanca que le cruzaba las mejillas. ¡El hombre debía de estar loco!
No, probablemente le diera igual vivir o morir para ir por ahí sin ocultar su identidad.
Zukie había oído las historias sobre el fuera de la ley. Ningún hombre podía
sentirse seguro en su presencia y Zukie sintió la temeridad… la crueldad que
emanaba de aquel hombre. La amenaza de Yoke y Al se esfumó quedando
convertidos en dos colegiales traviesos. Zukie Limmer colocó las manos sobre el
tablón… a la vista… y un miedo frío y terrible le convenció de que su vida dependía
del capricho de ese asesino.
Josey Wales se apartó con una experimentada rapidez del vano de la puerta y con
el mismo movimiento fluido avanzó hasta el final de la barra, de manera que ahora
miraba hacia la puerta. No pareció advertir a la mujer india y sus torturadores. Estos
seguían sujetándola, pero miraron fascinados mientras Josey se apoyaba en la barra.
Zukie se giró hacia él… manteniendo las manos apretadas contra el tablón… y dirigió
la mirada a esos ojos negros fríos e impasibles… y entonces Zukie sintió que le
recorría un escalofrío por el cuerpo. Josey sonrió. Quizás pretendía mostrarse
amistoso, pero la sonrisa solo sirvió para hacer más profunda la gran cicatriz, de
manera que su rostro adoptó una expresión de inefable crueldad. Zukie se sintió como
un ratón frente a un enorme gato ronroneando, y por ello se sintió forzado a ofrecerle
algo.
—¿Quiere tomar un whisky, señor? —se oyó decir.
Josey esperó un buen rato.
—Creo que no —dijo secamente.
—También tengo cerveza fría… Una Choc bien destilada. Invita… invita la casa
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—tartamudeó Zukie.
Josey se echó el sombrero hacia atrás.
—Vaya, es muy considerado de su parte, amigo.
Zukie colocó una jarra de lata delante de él y escanció de un barril el oscuro
líquido en ella. Sintió cierto alivio por el hecho de que Josey Wales estuviera
bebiendo cerveza. Era, después de todo, un acto humano. Quizás el hombre tuviera
algunas cualidades. Sin duda era capaz de actuar como un humano…
Josey se limpió la cerveza del bigote con el dorso de la mano.
—De hecho —dijo—, quiero comprar un caballo.
—Un caballo… ah… ¿un caballo? —repitió Zukie estúpidamente.
Al se había acercado a la barra tambaleante.
—Dame una jarra de esa Choc —dijo con voz pastosa.
Zukie, todavía con la mirada puesta en Josey, hundió una jarra de lata en el barril,
la llenó y la colocó sobre la barra.
—Los caballos —dijo— pertenecen a estos caballeros. Sin duda ellos… es
decir… estoy seguro de que le venderán uno.
Al se giró lentamente para encarar a Josey, sujetando la jarra de cerveza a la
altura de la cintura, y bajo esta sostenía una pistola… el percutor ya estaba levantado.
Una sonrisa taimada y triunfal le arrugó el rostro.
—Josey Wales —susurró… y, a continuación, se rio—. ¡Josey Wales, por Dios!
Cinco mil pavos de oro acaban de entrar justo por esa puerta. El mismísimo don
Relámpago Azul que tanto temen todos. Vaya, vaya, señor Relámpago, como mueva
un solo pelo, un solo dedo… esparciré sus tripas por la pared. Ven aquí, Yoke —
llamó a su compañero.
Yoke se acercó arrastrando los pies tras soltar a la mujer india. Zukie estaba
aterrorizado mirando a Al y a Josey. El fuera de la ley observaba fijamente los ojos de
Al… no se había movido. Zukie volvió a recobrar la confianza.
—Escucha, Al —lloriqueó Zukie—, este hombre está en mi local. Lo he
reconocido y me corresponde una parte. Yo…
—Cierra el pico —dijo Al violentamente, sin apartar los ojos de Josey—, cierra el
pico, maldito viejo chivo. Yo soy el que lo ha atrapado.
Al se estaba poniendo nervioso por la tensión en aumento.
—Veamos —dijo irritado—, cuando le diga que se mueva, señor Relámpago,
muévase lentamente, como una cabra en invierno, o dejo caer el percutor. Baje
despacio las manos, saque las pistolas, con la culata por delante, y sujételas para que
Yoke pueda cogerlas. ¿Me entiende? Asienta, maldita sea.
Josey asintió.
—Ahora —ordenó Al—, saque las pistolas.
Con una lentitud dolorosa Josey desenfundó los Colts y se los ofreció a Yoke con
las culatas por delante. Tenía un dedo de cada mano sobre el seguro del gatillo. Yoke
dio un paso adelante y alargó las manos para agarrar las culatas que se le ofrecían.
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Tenía las manos casi en las culatas de los revólveres cuando estas giraron sobre los
dedos de Josey con una leve sacudida de sus muñecas. Como por arte de magia, las
pistolas se habían dado la vuelta y los cañones ahora apuntaban a Al y a Yoke… pero
Al nunca lo vio.
El enorme 44 de la mano derecha detonó con un estruendo ensordecedor
levantando a Al del suelo y arqueando su cuerpo hacia atrás. Yoke se quedó atónito.
Pasó un segundo completo antes de que echara mano a la pistola que colgaba de su
cadera. Sabía que era un esfuerzo inútil, pero leyó la muerte en los ojos negros de
Josey Wales. El Colt de la mano izquierda tronó y la parte superior del cráneo de
Yoke… y la mayoría de su cerebro… quedaron esparcidos sobre un poste.
—¡Dios mío! —gritó Zukie—. ¡Dios mío!
Y se derrumbó sollozando en el suelo. Había sido testigo del giro de las pistolas.
Unos años más tarde el pistolero texano John Wesley Hardin ejecutó el mismo truco
para desarmar a Bill «el Salvaje» Hickok en Abilene. Llegaría a ser conocido en el
Oeste como el «Giro de la Frontera», en honor a los pistoleros de la Frontera de
Misuri que lo inventaron… pero pocos se atrevían a practicarlo, se precisaba ser un
pistolero experto.
Un humo acre y azul llenó la habitación. La mujer india no se había movido, ni
tampoco lo hizo ahora, pero siguió con la mirada a Josey Wales.
—Póngase de pie, señor —Josey se inclinó sobre el tablón y bajó la mirada hacia
Zukie, que se puso de pie de un salto. Le temblaban las manos mientras observaba al
fuera de la ley cortando un trozo de tabaco y metiendo el resto de nuevo en la
chaqueta. Lo masticó durante unos segundos mirando pensativamente a Zukie.
—Bueno, veamos —dijo con cuidadosa reflexión—, usted dijo que esos caballos
pertenecen a estos peregrinos de aquí —señaló a los «peregrinos» lanzando un chorro
de jugo de tabaco hacia ellos.
—Sí… Sí —Zukie se mostró nerviosamente solícito—… y señor Wales, yo solo
intentaba echarlos… para ayudarle a usted… con todos esos rumores sobre la
recompensa.
—Se lo agradezco mucho —dijo Josey cortante—, pero volviendo al tema de los
caballos, parece ser que estos pobres peregrinos ya no van a necesitar esos caballos…
teniendo en cuenta que los dos han fallecido… así que supongo que los caballos son
más o menos de propiedad pública… ¿no cree?
Zukie asintió vigorosamente.
—Sí, diría que así es… estoy de acuerdo. Me parece lo justo y lo correcto.
—Más justo que justo y más claro que el agua —dijo Josey con satisfacción—.
Bueno, siendo yo un ciudadano público y demás —continuó Josey—, supongo que
me llevaré mi parte de la propiedad, ya que no tengo tiempo de esperar a que un
tribunal divida todo en partes.
—Yo creo que debería quedarse con todos los caballos —dijo Zukie
generosamente—. En realidad… es decir, en realidad le pertenecen.
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—No soy un buitre —dijo Josey—. Debemos pensar en los demás ciudadanos
públicos. Con un caballo me bastará. Coja esa cuerda colgada allá atrás, venga fuera
y echemos mano a mi propiedad.
Zukie se escabulló por la puerta trotando delante de Josey hacia el corral.
Enlazaron al enorme negro. Josey le colocó el ronzal y se montó en el ruano. Desde
la silla bajó la mirada hacia Zukie, que removía el suelo nerviosamente con los pies.
—Supongo que puede seguir con vida, señor —su voz sonó gélida—, pero una
mujer es una mujer. Tengo amigos en las Naciones y si me llegan noticias de que esa
mujer está siendo maltratada, me sentará realmente mal.
Zukie sacudió la cabeza.
—Se lo juro, señor Wales… Le doy mi palabra solemne, no será… otra vez. Yo…
—Le veré pronto —dijo Josey, tras lo cual hundió las espuelas en el ruano y salió
al galope dejando un remolino de polvo y tirando del caballo negro a sus espaldas. La
mujer india lo observó mientras estaba agachada tras el cobertizo.
Cuando Josey coronó la primera elevación, encontró a Lone esperándole con el
rifle apuntando al puesto comercial. Los ojos de Lone brillaron al contemplar el
enorme negro.
—Uno tendría que dormir con ese caballo para evitar que su abuela se lo robara
—dijo con admiración.
—Sí —dijo Josey con una sonrisa—. Y además me ha salido barato. Pero si no
nos largamos de aquí en menos de un minuto, nos pillará el Ejército. Se espera que
llegue una patrulla de Fort Gibson en cualquier momento.
Se movieron rápidamente mientras cambiaban el equipo de Lone del castrado gris
al negro. El castrado se apartó inmediatamente y comenzó a pastar.
—Estará curado en una semana… quizás corra libre el resto de su vida —dijo
Lone con nostalgia.
—Vayámonos —dijo Josey, y giró el ruano conduciéndolo colina abajo, seguido
por Lone a lomos del negro. Ahora contaban con espléndidas monturas; el ruano
apenas un palmo más alto que el robusto caballo negro. Tras vadear el Canadian, se
dirigieron hacia Seminole y las Naciones de los choctaw.
Menos de una hora más tarde, Zukie Limmer estaba relatando su historia a la
patrulla del ejército de Fort Gibson, y tres horas más tarde ya se habían enviado
partes alertando al estado de Texas. Adjuntas a estos partes, se leían las siguientes
instrucciones: DISPAREN EN EL ACTO. NO INTENTEN DESARMARLO, REPETIMOS: NO
INTENTEN DESARMARLO. RECOMPENSA DE CINCO MIL DÓLARES: MUERTO.
La historia del giro de pistola corrió como la pólvora hacia el sur, al mismo ritmo
que se enviaban los partes. La historia fue creciendo a medida que iba pasando de
boca en boca alrededor de las hogueras de los arrieros que subían por la ruta… y se
difundió por los asentamientos. La violenta Texas ya sabía y hablaba de Josey Wales
mucho antes de que este llegara a sus fronteras… el exteniente de Bill el Sanguinario,
el pistolero con las manos rápidas como relámpagos y los nervios de acero que
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dominaba el macabro arte de la muerte con los cañones de sus Colt del 44.
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Capítulo 10
Cabalgaron hasta altas horas de la noche. Josey dejó que Lone encabezara la marcha
y cabalgó a su zaga. El cheroqui era un experimentado rastreador y con la amenaza
de la persecución puso toda su experiencia en práctica.
En una ocasión, durante una milla, avanzaron con los caballos por en medio de un
arroyo poco profundo y los condujeron hacia la ribera cuando Lone encontró
guijarros sueltos que no dejaban rastro. Durante unas diez millas viajaron
temerariamente por la Ruta Shawnee claramente marcada, mezclando sus huellas con
las huellas en la ruta. Cada vez que paraban para dejar que descansaran los caballos,
Lone clavaba un palo en la tierra… lo sujetaba con los dientes y «escuchaba»
sintiendo las vibraciones de caballos. Y en todas las ocasiones, mientras volvía a
montar, sacudía perplejo la cabeza.
—Un sonido muy débil… quizás un caballo… pero nos sigue… no podemos
quitárnoslo de encima.
Josey frunció el ceño.
—No creo que sea un caballo… quizás sea un maldito búfalo… o un caballo
salvaje que anda siguiéndonos.
A la medianoche descansaron. Envueltos en mantas sobre la ribera de un arroyo
que serpenteaba hacia Pine Mountain, durmieron con las riendas enrolladas en las
muñecas. Dieron grano a los caballos, pero los dejaron ensillados y con las correas
flojas.
Se despertaron antes del amanecer y tomaron un desayuno frío de tasajo de
ternera y biscotes y dieron doble ración de grano a los caballos para que aguantaran
una larga marcha. Lone de repente colocó la mano sobre la tierra. Se arrodilló y
presionó la oreja contra el suelo.
—Es un caballo —dijo en voz baja—, viene al arroyo.
Ahora Josey pudo oírlo abriéndose camino entre la maleza. Ató los caballos
detrás de un arbusto de caquis y salió al pequeño claro.
—Yo seré el cebo —dijo con calma.
Lone asintió y sacó un enorme cuchillo de su funda. Se lo colocó entre los dientes
y se deslizó silenciosamente entre la maleza hacia el arroyo. Ahora Josey podía ver al
caballo. Era un pinto y el jinete estaba inclinado sobre la grupa, estudiando el suelo
mientras cabalgaba. Entonces el jinete vio a Josey, pero no se paró, sino que azuzó el
pinto al trote. El caballo estaba a unas veinte yardas de Josey y este pudo ver que el
jinete llevaba una pesada manta sobre la cabeza que caía por los hombros.
De repente, una figura saltó de la maleza, se puso a horcajadas sobre el pinto y
tiró al jinete del caballo. Era Lone. Se sentó encima del jinete sobre el suelo y levantó
el cuchillo para asestar el tajo mortal.
—¡Espera! —gritó Josey.
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La manta se había caído revelando al jinete. Era la mujer india. Lone se quedó
sentado sobre ella perplejo. Un perro de aspecto feroz atacaba uno de sus mocasines y
Lone le dio una patada al levantarse. La mujer india se sacudió la falda con calma y
permaneció de pie. Mientras Josey se acercaba, ella señaló hacia atrás en dirección al
arroyo.
—Soldados a caballo —dijo—, a dos horas.
Lone la miró fijamente.
—¿Cómo demonios…? —dijo.
—Estaba en el puesto comercial —explicó Josey, y luego se dirigió a la mujer—:
¿Cuántos soldados a caballo?
Ella negó con la cabeza y Josey se dirigió a Lone.
—Pregúntale sobre los soldados a caballo… prueba con algún dialecto.
—Signos —dijo Lone—. Todos los indios conocen el lenguaje de signos, incluso
las tribus que no pueden entender el habla de otras tribus.
Lone movió las manos y los dedos en el aire. La mujer asintió vigorosamente y
respondió con sus propias manos.
—Ella dice —Lone se volvió hacia Josey—, hay veinte soldados a caballo, a
dos… o tal vez tres horas de aquí… espera, está hablando otra vez.
Las manos de la mujer india se movieron rápidamente durante varios minutos
mientras Lone la observaba. Este soltó una risilla… se rio a carcajadas… y luego se
quedó callado.
—¿Qué dice? —preguntó Josey—. Demonios, amigo, ¿no puedes hacer que se
calle?
Lone extendió la palma de la mano hacia la mujer y miró con admiración a Josey.
—Me ha contado lo de la pelea en el puesto… y lo de tus pistolas mágicas. Dice
que eres un gran guerrero y un gran hombre. Ella es cheyene. Ese signo que hizo
cortándose la muñeca… es el signo de los cheyenes… todas las tribus de las Llanuras
poseen un signo que los identifica. El movimiento de su mano hacia delante,
meneándose, es el signo de la serpiente… el signo de los comanches. Dice que los
dos hombres que mataste negociaban con los comanches… se les llama
comancheros… los que comercian con comanches. Ha dicho que fue violada por un
piel roja de los arapahoes… su signo es el signo de la «nariz sucia»… cuando se
sujetó la nariz con los dedos… y que el jefe cheyene, Moke-to-ve-to, o Cazo Negro,
creyó que ella no se había resistido lo suficiente… debería haberse quitado la vida
ella misma… así que fue azotada, le cortaron la nariz y fue expulsada de la tribu para
que muriera sola —Lone hizo una pausa—. Su nombre, por cierto, es Taketoha…
significa «Pequeño rayo de luna».
—Y no hay ninguna duda de que sabe hablar —dijo Josey admirado. Escupió un
chorro de jugo de tabaco hacia el perro… y el sabueso gruñó. A continuación dijo—:
Dile que regrese al puesto. Ahora la tratarán mejor. Dile que muchos hombres quieren
matarnos… que debemos cabalgar rápido… que es demasiado peligroso para una
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mujer —Josey hizo una pausa—, y dile que le agradecemos lo que ha hecho por
nosotros.
Las manos de Lone se movieron con destreza. La observó solemnemente mientras
la mujer le contestaba. Finalmente, Lone miró a Josey y, cuando habló, se percibía
orgullo en su voz.
—Dice que no puede regresar. Que ha robado un rifle, provisiones y el caballo.
Dice que no regresaría incluso si pudiera… que seguirá nuestro rastro. Tú le salvaste
la vida. Dice que puede cocinar, rastrear y luchar. Nuestras costumbres son sus
costumbres. Dice que no tiene adonde ir —el rostro de Lone permanecía inexpresivo,
pero sus ojos miraban con recelo a Josey—. Sin duda es bonita —añadió a modo de
esperanzada recomendación.
Josey escupió.
—Maldita sea mi estampa. Aquí estamos, arrastrándonos en dirección a Texas
como un tren de mercancías. Bueno… —suspiró, y mientras giraba los caballos dijo
—: tendrá que rastrearnos si se retrasa, y cuando se canse puede irse.
Lone se montó en la silla y dijo:
—Ella piensa que soy un Jefe cheroqui.
—Me pregunto de dónde habrá sacado esa idea —apostilló Josey secamente.
Pequeño Rayo de Luna cogió su rifle y su manta y se montó en el pinto como una
experta amazona. Esperó modestamente, con los ojos clavados en el suelo, a que los
hombres retomaran la ruta.
—Me pregunto… —dijo Josey mientras sacaban sus monturas de la maleza.
—¿Qué te preguntas? —preguntó Lone.
—Solo me preguntaba… —dijo—. Supongo que ese redbone sarnoso tampoco
tiene adonde ir.
Lone se rio y encabezó la marcha con Josey a la zaga. A una distancia respetuosa,
Pequeño Rayo de Luna, envuelta en una manta les seguía sobre el pinto y a sus pies
el perro huesudo olisqueaba el rastro.
Viajaron hacia el sur, luego al suroeste y dejaron Pine Mountain a su izquierda
avanzando principalmente por la pradera abierta. La pradera se veía más verde. Lone
mantuvo al negro a un medio galope vigoroso y el gran ruano se mantenía al paso sin
dificultad, pero Pequeño Rayo de Luna fue quedándose cada vez más atrás. Hacia la
mitad de la tarde Josey solo veía su cabeza subiendo y bajando mientras espoleaba al
pinto a paso vivo a casi una milla a sus espaldas.
No habían visto soldados, pero a última hora de la tarde una partida de indios
medio desnudos y armados con rifles coronó una loma a su izquierda y situaron sus
caballos formando un ángulo para interceptarlos.
Lone frenó al negro.
—Cuento doce —dijo Josey tras adelantarse hasta alcanzar a su compañero.
Lone asintió.
—Son choctaws de camino a la ruta del ganado. Les pedirán un pago por
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atravesar sus tierras… luego se quedarán con parte del ganado… con permiso o sin
él.
Los indios se acercaron, pero, tras examinar a los dos hombres armados hasta los
dientes montados en sendos caballos grandes, viraron y aflojaron el paso.
Continuaron cabalgando durante un cuarto de milla, pero entonces Lone frenó al
negro en seco tan repentinamente que Josey estuvo a punto de chocarse con él.
—¡Taketoha! —gritó—. ¡Pequeño Rayo…!
Simultáneamente, giraron los caballos y regresaron al galope por la ruta. Al llegar
a una elevación, divisaron a los indios que galopaban a cierta distancia del caballo
pinto. Pequeño Rayo de Luna sostenía firmemente el rifle y apuntaba con él a la
cuadrilla. Entonces, los choctaws vieron a Lone y a Josey esperando en la loma y se
alejaron de la mujer india. Habían captado el mensaje; esa squaw era, de alguna
manera, un miembro de aquella extraña partida que incluía dos jinetes de aspecto
duro montados en caballos gigantescos y un chucho cadavérico con orejas largas y
ancas huesudas.
Era ya medianoche cuando acamparon a orillas del arroyo Clear Boggy, a menos
de un día a caballo del río Rojo y de Texas. Una hora más tarde Pequeño Rayo de
Luna llegó al campamento trotando sobre el pinto.
Josey escuchó cómo se deslizaba silenciosamente entre las mantas. Vio a Lone
levantarse y dar grano al pinto. Ella se envolvió en una manta a poca distancia de
ellos y no comió antes de dormirse.
Sus movimientos despertaron a Josey antes del amanecer y olió comida cocinada,
pero no vio ningún fuego. Pequeño Rayo de Luna había arrastrado un tronco hueco
cerca de ellos, talló un agujero en un lateral y colocó una cazuela negra sobre un
fuego cautivo y oculto.
Lone ya estaba comiendo.
—Creo que me voy a aficionar a la vida en un tipi… si siempre es así —dijo
sonriente. Y mientras Josey se levantaba para alimentar a los caballos añadió—: Ella
ya les ha dado grano… y agua… y los ha cepillado… y los ha ensillado. Será mejor
que aposentes tu trasero como un jefe indio y comas.
Josey tomó un cuenco que ella le ofreció y se sentó con las piernas cruzadas junto
al tronco.
—Veo que el Jefe cheroqui está comiendo ya —dijo.
—Los Jefes cherokee tienen gran apetito —Lone sonrió, eructó y luego se estiró.
El perro gruñó a algo que se movía… estaba masticando un conejo descuartizado.
Josey observó al perro mientras comía.
—Ya veo que el viejo chucho se ha conseguido su ración —dijo—. Recuerdo a
otro redbone que teníamos en mi casa de Tennessee. Fui con Pa a comprarlo. Tenían
hermosos cazadores de mapaches con pintas azules, july hounds y sabuesos similares,
pero Pa pagó cincuenta centavos y una jarra de blanco por un viejo redbone que tenía
la cola rota, le faltaba un ojo y tenía media oreja mordida. Le pregunté a Pa por qué, y
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me dijo que desde el primer momento en que vio a aquel viejo chucho, supo que tenía
madera… que conocía el terreno y sabía de lo que iba todo… llegó a ser el mejor
cazador de mapaches que tuvimos jamás.
Lone miró a Pequeño Rayo de Luna mientras guardaba su equipo sobre el pinto.
—Pasa algo tan parecido… y en tantas ocasiones… con las mujeres. Tu Pa era un
sabio montañés.
El viento trajo un aroma a húmedo abril mientras cabalgaban hacia el sur, todavía
en la Nación Choctaw. Al anochecer divisaron el río Rojo, y cuando ya era noche
cerrada los tres vadearon no muy lejos de la Ruta Shawnee. Y así pusieron pie en el
violento territorio de Texas.
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Capítulo 11
Texas en 1867 estaba sometido al férreo control del gobierno militar del general de la
Unión Phil Sheridan. Este había defenestrado al gobernador James W. Throckmorton
y nombró para el cargo a su propio gobernador, E. M. Pease. Pease, un hombre de
paja del Ejército del Norte a las órdenes de políticos radicales de Washington, pronto
sería sustituido por otro gobernador militar, E. J. Davis, pero las condiciones
siguieron siendo las mismas.
Solo aquellos que habían firmado el «Juramento Ironclad»[7] podían votar. Los
soldados de la Unión hacían largas colas frente a las urnas electorales. Todos los
simpatizantes de los sureños habían sido expulsados de sus cargos. Jueces, alcaldes,
sheriffs… fueron reemplazados por lo que los texanos llamaban «scalawags»[8], si los
chaqueteros eran del Sur, y «carpetbaggers»[9] si eran del Norte. Milicias armadas de
chaquetas azules llamados «Reguladores» impusieron, o intentaron imponer, la
voluntad del gobernador, y turbas de asediadores unionistas, medio controlados por
los políticos, se asentaron en el territorio como una plaga de langostas.
Los efectos de la avaricia carroñera y los tejemanejes de los políticos campaban a
sus anchas, afanados por confiscar propiedades y hogares y forrarse los bolsillos con
las tasas y los impuestos. El Ejército Regular, como era habitual, quedó atrapado en
medio y mayormente se quedaba al margen o se dedicaba a la inútil tarea de intentar
contener las incursiones de los sanguinarios comanches y kiowas que habían
penetrado hasta el territorio central de Texas. Esas Fieras de las Llanuras defendían
con uñas y dientes su último territorio libre, que se extendía desde el profundo
México hasta el río Cimarrón en el norte.
Los nombres de rebeldes salvajes iban adquiriendo sangrienta reputación; Cullen
Baker, el demonio de Luisiana, se estaba haciendo famoso. El capitán Bob Lee, que
había estado a las órdenes del incomparable Bedford Forrest en Tennessee, estaba
librando una pequeña guerra contra las Ligas de la Unión lideradas por Lewis
Peacock. Operando desde los condados de Fannin, Collins y Hunt, Lee estaba
incendiando el noreste de Texas. Ya le habían puesto precio a su cabeza. Bill Longley,
el frío asesino de Evergreen, se encontraba en búsqueda y captura, y más al sur, por
los condados de DeWitt y de Gonzales, estaba el clan de los Taylor. Liderados por el
excapitán confederado Creed Taylor, tenía bajo sus órdenes a sus hermanos Josiah,
Rufus, Pitkin, William y Charlie… y a sus hijos Buck y Jim, y a todo un ejército de
una segunda generación.
Procedentes de ambas Carolinas, Georgia y Alabama, los Taylor luchaban bajo el
siguiente lema familiar, grabado a fuego en su sangre desde el nacimiento:
«Quienquiera que derrame sangre de un Taylor, debe morir por la mano de un
Taylor». Y no era una metáfora. Ciudades enteras se vieron aterrorizadas por los
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tiroteos entre los Taylor, sus familiares y amigos… y los Reguladores liderados por
Bill Sutton y su séquito. Eran duros y malvados; empeñados en defender sus
«popriedades»; nunca habían sido derrotados y tenían la intención de dejarlo bien
claro.
Simp Dixon, un familiar de los Taylor, murió en Cotton Gin, Texas, con la
espalda apoyada en una pared… lo acribillaron a balazos y aun así siguió disparando
sus dos 44. Se llevó por delante a cinco reguladores con él. Los hermanos Clements
continuaron asaltando las ciudades controladas por carpetbaggers y periódicamente
subían al norte por la ruta cuando el calor de Texas se hacía demasiado nocivo. Los
ranchos desatendidos desde hacía cuatro años habían perdido miles de cuernilargos
asilvestrados por los montes. El noreste del país necesitaba ternera y los jinetes
sureños abarrotaban las distintas rutas reuniendo el ganado en manadas y
dirigiéndolas al norte.
Primero subían por la ruta de los Shawnee hacia Sedalia, Misuri… luego por la
ruta de Chisholm hacia Abilene, Kansas… Y por la Ruta Occidental hacia Dodge
City, a medida que las líneas ferroviarias se fueron extendiendo hacia el oeste. Cada
primavera y cada otoño convertían las pequeñas poblaciones ganaderas cabezas de
vía en «Pequeños Texas» e imprimieron en ellas una marca de lo salvaje que más
tarde otorgaría a esos pequeños pueblos un lugar en la historia por siempre jamás.
Era un año antes de que un joven, John Wesley Hardin, iniciara su carrera
monstruosamente sangrienta… pero él solo fue uno más entre muchos. El general
Sherman comentó sobre la época y el lugar: «Si fuera propietario de Texas y del
Infierno, alquilaría Texas y viviría en el Infierno». Bueno, Sherman sabía bien dónde
encontrar la compañía de su agrado. En cuanto a los texanos… los que no pudieron
hacerse con las riendas de un caballo desbocado decidieron marcharse,
preferiblemente en una caja de madera de pino.
Y ahora se corrió la noticia por la Ruta. El Rebelde de Misuri y guerrillero sin
parangón, Josey Wales, iba de camino a Texas. Era suficiente para que un texano
pateara el suelo con regocijo y escupiera al viento. A los políticos les produjo
pensamientos frenéticos y una actividad febril. Ambos bandos se prepararon para la
llegada.
Las hogueras parpadeaban hasta donde alcanzaba la vista. Manadas
madrugadoras, en busca de las mejores ofertas en los mercados tras un periodo
invernal sin ternera en el Norte, se amontonaban unos junto a otros casi de punta a
punta de la ruta. Los cuernilargos berreaban y se empujaban mientras los vaqueros
los rodeaban y los guardaban en un vallado para pasar la noche. Josey, Lone y
Pequeño Rayo de Luna… que ahora cabalgaban juntos… pasaron cerca de las
hogueras más avanzadas, entre las sombras. Los acordes de un banjo de cinco cuerdas
sonaban metálicos por encima de los sonidos del ganado y una voz lastimera se alzó
en un canto:
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Dicen que ya no puedo empuñar mi rifle,
que ya no puedo luchar contra ellos,
pero no voy a quererles jamás
ahora que ya no hay duda alguna.
Y no quiero ningún perdón
por lo que fui y por lo que soy,
y no seré reconstruido,
y me importa todo un comino
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rueda del carromato de la comida. Sin mediar palabra, sacó un plato y una taza de
metal de las alforjas, se sirvió una buena cantidad de habichuelas y ternera de la olla,
se escanció calmadamente café en la taza y se agachó para comérselo en el círculo de
jinetes. Esa era la costumbre. La cantina estaba a disposición de cualquier jinete en la
ruta.
Era de mala educación hacer preguntas en Texas. Siempre que un hombre
formulaba una, la acompañaba invariablemente con un «sin acritud»… a menos, por
supuesto, que sí se quisiera mostrar acritud… en cuyo caso uno debía estar preparado
para desenfundar su pistola. De todas formas, las preguntas no eran necesarias. Todos
los vaqueros presentes podían «interpretar» las señales. El jinete calzaba botas
mocasín y el pelo negro largo y en trenzas. Era indio. El sombrero gris de caballería
significaba confederado. Un cheroqui confederado. Llevaba el 44 enfundado y un
cuchillo. Un guerrillero. Venía de las Naciones, en el Norte, y cabalgaba hacia el
sur… si no fuera así, si hubiera venido por el sur, habría parado a comer en el
extremo trasero del convoy. El caballo era demasiado bueno para un indio o un
vaquero normal, por lo tanto, debía de estar huyendo de algo, que es cuando uno
necesita el mejor ejemplar equino que pueda conseguirse. La «interpretación» tan
solo precisaba de un minuto. Todos dieron su aprobación… y mostraron su acuerdo
retomando la conversación.
—Solo podrán cazar a Wales por la espalda —opinó un vaquero barbudo mientras
rebañaba las habichuelas con un biscote.
Otro se levantó y volvió a llenarse el plato.
—Whit cabalgó con Bill Todd y Fletch Taylor en Misuri… dice que vio a Wales
en una ocasión en el 65, en Baxter Springs. Disparó a tres polainas rojas… Whit dice
que era imposible ver el movimiento de sus manos… y ninguno de los polainas logró
desenfundar.
—Unos panzas-azules lo rastrearon por las Naciones —dijo otro—. Dicen que va
con otro jinete… ahora quizás dos.
El jefe de ruta habló:
—Se sabe que tenía amigos entre los cheroquis.
Su voz se apagó… había hablado sin pensar en sus palabras… y ahora se hizo un
incómodo silencio. Los hombres lanzaron rápidas miradas de reojo hacia el indio, que
parecía no haberlo oído. Estaba concentrado en su plato de hojalata.
El jefe de ruta se aclaró la garganta y se dirigió al indio:
—Forastero, nos preguntábamos por las condiciones de la ruta allá en el norte. Es
decir, si es que viene de esa dirección, sin intención de molestar.
Lone levantó la mirada despreocupadamente y habló con un bocado de ternera en
la boca.
—No es molestia —dijo—. El pasto debería estar bien. A un día de distancia de la
otra orilla del Rojo os molestarán algunos choctaws… hay grupos pequeños armados
con viejos rifles de carga delantera. Las aguas del Canadian todavía no han subido, al
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menos, no lo habían hecho hace unos días. Si van a desviarse por la ruta Chisholm, se
toparán con el Arkansas al oeste del Neosho… tampoco debería ir muy crecido…
pero nunca he llegado tan al oeste. Al este, por la ruta Shawnee… está un poco
crecido —rebañó los restos de las habichuelas, limpió el plato con arena y apuró el
último trago de café—. Quiero comprar un poco de grano para animales… si les
sobra algo.
—Estamos tirando de nuestras reservas… no llevamos grano —dijo el jefe de ruta
—, pero solo para un caballo, tal vez…
—Tres caballos —dijo Lone.
El jefe de ruta se volvió hacia el cocinero.
—Dale la avena del carromato de la comida —y dirigiéndose a Lone—. No es
mucho… solo para un día o dos… pero nosotros podemos desayunar fritos de maíz…
¿verdad, chicos?
Los vaqueros asintieron moviendo sus enormes sombreros al unísono. Lo sabían.
—Me gustaría pagar —dijo Lone mientras tomaba el saco de avena del cocinero.
—Ni hablar —dijo un vaquero junto al fuego con voz alta y clara.
Cuando Lone se montó en el negro, el jefe de ruta sujetó la brida durante unos
segundos:
—Ligas de la Unión, unos veinticinco hombres… o treinta… registraron las
manadas a un día a caballo de aquí… se dirigían al oeste. Les oí decir que los
Reguladores estaban peinando todo el territorio en esta parte del condado.
Y entonces soltó la brida.
Lone bajó la mirada hacia el jefe de ruta y sus ojos brillaron.
—Se lo agradezco —dijo en voz baja, tiró del negro y desapareció.
—Buena suerte —las voces de los hombres flotaron hacia él desde la hoguera.
Josey y Pequeño Rayo de Luna le esperaban en la charca cercana. Josey se sentó
sujetando las riendas de los caballos y Pequeño Rayo de Luna permaneció de pie
detrás de él, en la parte alta de la ribera, atenta al regreso de Lone. Antes de que él
escuchara los pasos del indio, ella le tocó el brazo.
—Caballo —dijo secamente.
Josey sonrió en la oscuridad, una squaw cheyene que hablaba como un vaquero.
Escuchó el informe de Lone en silencio. Por alguna razón… había dado por sentado
que Texas seguiría siendo tal como era cuando pasó allí el invierno durante la Guerra;
todo parecía en paz tras las líneas confederadas… pero ahora, las mismas traiciones
que habían asolado Misuri durante tantos años estaban presentes en Texas.
Su rostro se endureció. No iba a resultar fácil llegar a México. Le sorprendía que
conocieran tan bien su nombre, y la palabra «Reguladores» le resultaba nueva. Lone
le observó y esperó pacientemente a que Josey hablara. Lone Watie era un rastreador
experto. Había sido un hombre de caballería de la más alta categoría, pero sabía por
instinto que ese clima de Texas requería el liderazgo del guerrillero experto.
—Cabalgaremos de noche —dijo Josey con tono grave—, descansaremos de día
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junto a los riachuelos y bajo los árboles. Cuanto más bajemos al sur, más seguros
estaremos. Sigamos cabalgando.
Dirigieron los cansados caballos hacia el sur, bordeando ampliamente las
hogueras de las manadas.
La mañana del cuarto día divisaron el Brazos y acamparon en un espeso bosque
de álamos a media milla de la carretera de Towash. Pequeño Rayo de Luna se hizo un
ovillo a los pies de un árbol y se quedó dormida. Ya no quedaba grano para los
caballos y Lone los ató a una estaca en un terreno con escasa hierba… y a
continuación se tumbó en el suelo con el sombrero sobre la cara.
Josey Wales observó la carretera de Towash. Desde donde estaba sentado,
apoyado en un álamo, podía ver los jinetes que pasaban a sus pies. Muchos jinetes,
solos y en grupos. Ocasionalmente pasaba un carro que levantaba el fino polvo gris…
y aquí y allá algún que otro precioso caballo. Hacia el oeste pudo ver la ciudad,
apenas visible tras la bruma polvorienta, y una pista de carreras en los límites de la
población. Era día de carreras; eso significaba mucha gente. En ocasiones uno podía
moverse entre mucha gente sin llamar la atención.
Josey masticó laboriosamente un trozo grande de tabaco y se puso a darle vueltas
a un plan. No veía jinetes azules en el camino. México, ese objetivo efímero para
hombres efímeros que no tenían mundo ni objetivo, estaba a un largo trecho.
Conseguirían provisiones en la ciudad y marcharían hacia el sur en dirección a San
Antonio y la frontera.
—De todas formas —reflexionó en voz alta—, si Pequeño Rayo de Luna no
consigue una silla nueva… o un caballo… se va a romper el trasero en ese pinto.
Despertaría a Lone a mediodía.
Josey ignoraba el nombre de la ciudad. Estaban allí por casualidad después de
avanzar por la vieja carretera de Dallas a Waco pasada la medianoche y abandonarla
cuando las primeras luces del día despuntaron por el este.
La ciudad era Towash, uno de tantos centros de carreras y apuestas en el corazón
de Texas. Al sureste estaba Bryan, que ganó cierta fama cuando Big King, propietario
del salón Blue Wing, perdió aquel establecimiento por una mala mano a las cartas. El
ganador y nuevo propietario era Ben Thompson, el jugador y demonio pistolero
exconfederado de Austin. Brenham, Texas, al sur del Brazos, era otro centro de
reunión de la curtida aristocracia de los naipes y las pistolas.
Towash era un lugar extraordinario. Pero ahora ha desaparecido y tan solo unas
cuantas chimeneas de piedra ruinosas marcan su previa existencia… al oeste de
Whitney. Pero en 1867 Towash se había hecho un gran nombre… al más puro estilo
texano. Se vanagloriaba del circuito de carreras de Boles, que atraía a los juerguistas
y jugadores desde lugares tan lejos como Hot Springs, Arkansas. Había un ferry
impulsado a mano que cruzaba el Brazos, y no muy lejos de allí se alzaba una
molienda movida por una enorme noria de agua. Dyer & Jenkins, se llamaba el
comercio. Había una barbería con escasos clientes y seis salones que tenían
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demasiados, donde se dispensaba whisky barato… sin rebajar. Como era típico en
muchas ciudades de Texas en 1867, no existía ninguna ley más allá de la que cada
hombre se quisiera dar. De vez en cuando los Reguladores de Austin aparecían…
siempre en grupos grandes… más por protección que por hacer cumplir la ley.
Cuando esto ocurría, era costumbre que el barman se moviera por la barra
limpiando con un trapo e informando en voz baja: «Panzas azules en la ciudad», por
el bien de todos los caballeros presentes en búsqueda y captura. Algunos
desaparecían y otros no. En tales casos, era frecuente que otro texano muriera con las
botas puestas… pero no sin haber mermado antes las filas de los Reguladores en la
feroz guerra no declarada de la Reconstrucción en Texas.
Un leve silbido puso a Lone de pie. Pequeño Rayo de Luna estaba agachada junto
a él mientras Josey hablaba y dibujaba con un palo la ruta futura en el suelo.
—¿Vas a entrar tú también? —preguntó Lone.
Josey asintió.
—Estamos bastante al sur y las últimas noticias que tienen de mí es en las
Naciones.
Lone sacudió la cabeza vacilante.
—Se habla por todas partes, y conocen tu aspecto.
Josey se levantó y se estiró.
—Conocen el aspecto de muchos tipos. No voy a pasar el resto de mi vida
vagando por el campo. De todas formas, no vamos a regresar por esta dirección.
Ensillaron a última hora de la tarde y bajaron la loma hacia Towash. Pequeño
Rayo de Luna y el redbone iban tras ellos.
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Capítulo 12
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al «five-card stud». Los reguladores comenzaron a inspeccionarlos.
Fue en medio de esta confusión cuando Josey, Lone y Pequeño Rayo de Luna
pararon montados, según lo planeado, frente al cartel que anunciaba «Almacén
Dyer & Jenkins». Josey cabalgó hasta el amarre de caballos frente al almacén,
desmontó y entró. A un lado, una tosca barra recorría el comercio hasta el fondo,
atestada de vaqueros risueños que bebían y charlaban. La sección de la tienda estaba
vacía a excepción de un dependiente.
Josey solicitó su pedido y el dependiente se escabulló para reunir las provisiones.
Prefería que aquel hombre se marchara lo antes posible. Un hombre con dos
pistoleras en la cintura o era un maleante o un fanfarrón… y no había muchos
fanfarrones en Texas. Josey miró despreocupadamente por el gran ventanal cuando
unos uniformes azules pasaron por delante. Cuatro de ellos se pararon al otro lado de
la calle y miraron con curiosidad al estoico Lone y luego se alejaron. Dos vaqueros
rodearon al enorme caballo negro y admiraron sus cualidades, y uno de ellos dijo algo
a Pequeño Rayo de Luna. Se rieron jovialmente y entraron en el salón.
Josey eligió una silla ligera para el pinto. Tomó los dos sacos de provisiones de
manos del dependiente y pagó con águilas dobles. Entonces se movió lentamente
hacia la puerta y se detuvo. Sujetaba la silla de montar con una mano y arrastraba los
dos sacos con la otra. Con el gesto relajado de un hombre que comprueba el tiempo,
miró a un lado y luego al otro… no había uniformes azules a la vista.
Se dirigió a la calle y vio que Lone se aproximaba al negro… Pequeño Rayo de
Luna le siguió… para cargar parte de las provisiones. Josey avanzó dos pasos en
dirección a su caballo y se encontró cara a cara con Cann Tolly… flanqueado por tres
reguladores. En el mismo instante en el que salió de la tienda, ellos salieron del salón
Iron Man. Tan solo les separaban quince pasos de Josey.
Los reguladores se quedaron petrificados y Josey, sin apenas perder tiempo,
hundió la cabeza y dio otro paso.
—¡Josey Wales! —gritó Cann Tolly para dar la voz de alarma a todos los
reguladores en Towash.
Josey Wales dejó caer la silla de montar y los sacos y clavó una mirada sombría
en el hombre que había gritado. La calle adquirió una clara nitidez ante sus ojos. De
reojo vio que Lone detenía el caballo. Algunos hombres comenzaron a salir de los
salones y luego se quedaron apoyados contra las paredes de los edificios. La pasarela
de tablones se vació, los vaqueros se escondieron tras los abrevaderos y algunos se
tiraron al suelo boca abajo.
Josey vio a una mujer joven con unos ojos de un color azul sorprendente que le
miraban desorbitados… tenía un pie apoyado en el cubo de una rueda de carro.
Estaba a punto de montarse en su asiento y una anciana le sujetaba una de las manos.
Ambas se quedaron inmóviles, como figuras de cera. El cabello trigueño de la joven
reflejaba los rayos del sol. La calle se quedó sumida en un silencio sepulcral durante
unos segundos.
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Los reguladores volvieron a mirar a Josey… En sus rostros se dibujaba una
mezcla de sorpresa y horror. En un minuto los reguladores de toda la ciudad se
recuperarían del shock inicial y le rodearían.
Josey Wales se agachó lentamente. Su voz sonó fuerte e inexpresiva en el
silencio… y se percibía un desdén insultante.
—¿Vais a sacar esas pistolas o vais a poneros a silbar «Dixie»?
El regulador a su izquierda fue el primero en moverse; bajó la mano rápidamente;
Cann Tolly fue el siguiente. Solo se movió la mano derecha de Josey. La enorme 44
comenzó a escupir balas en cuanto salió de la funda de cuero con el movimiento
fluido de relámpagos encadenados al tiempo que golpeaba repetidas veces el percutor
con la palma izquierda.
El primer hombre que desenfundó saltó hacia atrás cuando el proyectil le penetró
el pecho. Cann Tolly giró de lado y dibujó un pequeño círculo, como un perro
buscándose la cola, y después se desplomó con media cabeza reventada. El tercero
recibió el balazo en la parte baja, el proyectil le lanzó hacia delante y se derrumbó
boca abajo. El cuarto hombre ya estaba muerto al ser alcanzado por la pistola
humeante que sostenía Lone Watie en la mano.
Fue un estruendo sincopado ensordecedor… tan rápido que fue imposible
distinguir un tiro de otro. Los reguladores jamás llegaron a desenfundar. La
asombrosa velocidad del letal forajido se expandió por la multitud como las ondas
expansivas de un terremoto. Se desató el caos absoluto. Figuras ataviadas de azul
corrían de un lado a otro de la calle; la gente saltaba y corría… de acá para allá…
como pollos escapando de un lobo al acecho.
Josey montó al ruano saltando por detrás y en un segundo el caballo se alejó al
galope, con la panza pegada al suelo, y a la altura de su silla de montar corría también
el negro con Lone tumbado sobre su cuello.
Marcharon hacia el oeste por la calle y luego giraron hacia el norte, en dirección
opuesta al Brazos. Debían ganar distancia y no tenían tiempo para cruzar el río.
Los reguladores corrieron a desatar los caballos del poste de amarre donde
esperaban todos juntos frente a unos cuantos salones. Mientras montaban, una squaw,
probablemente borracha, perdió el control de su caballo pinto y se lanzó hacia ellos,
dispersando a los hombres a derecha e izquierda y ahuyentando a los caballos que se
desbocaron y salieron corriendo por la calle con las riendas colgando. Finalmente, un
regulador le golpeó en la cabeza con la culata de un rifle y la tiró al suelo. Los jinetes
montaron, reunieron los caballos escapados y persiguieron a los asesinos a la fuga.
A sus espaldas, Pequeño Rayo de Luna permaneció inmóvil en tierra con un corte
en la frente por el que caía un hilo de sangre, pero con una mano todavía sujetaba las
riendas de un pinto cabizbajo… un redbone flacucho aulló y lamió las gotas de
sangre que caían de su cara. Cerca de ella, los cuatro reguladores quedaron olvidados,
tirados tras sufrir una muerte violenta mientras su sangre iba expandiéndose en un
círculo cada vez más grande… y de color negro al empapar la tierra gris de Texas.
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Los vaqueros montaron para regresar a los lejanos ranchos de donde venían. Los
jugadores se marcharon en sus caballos de zancada alta para regresar a los salones de
ciudades y pueblos más frecuentados. Con ellos se llevaban el relato de lo sucedido.
Un relato que olía a leyenda. El pistolero sin igual en velocidad y temple… aquella
fría manera de enfrentarse a cuatro reguladores armados avivaba la imaginación por
su audacia y temeridad. El guerrillero de Misuri, Josey Wales, había entrado en
Texas.
Cuando las noticias llegaron a Austin, el gobernador añadió dos mil quinientos
dólares a los cinco mil dólares federales por la muerte de Josey Wales, y mil
quinientos dólares por el anónimo indio rebelde «renegado» que se había cargado a
un regulador en Towash. Los políticos sintieron la amenaza cuando las ondas
expansivas de la historia se extendieron por todo el estado. Los duros rebeldes
texanos se sonreían con regocijo. Texas tenía otro hijo; lo suficientemente duro para
vencer… lo suficientemente malvado… ¡Suficiente para acabar con ellos, por Dios
bendito!
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PARTE 3
Capítulo 13
Josey y Lone dejaron que los caballos galoparan libres. Corriendo con los ollares
totalmente abiertos, los cascos retumbaban a su paso sobre la oscura ruta como un
trueno. Una milla, dos… tres millas a un ritmo que mataría caballos de menor
categoría. La espuma cubría las sillas de montar cuando redujeron la marcha a un
trote lento. Se habían dirigido al norte, pero el río Brazos se curvaba bruscamente
retrocediendo y los forzó a recorrer un semicírculo hacia el noreste. No se escuchaba
ningún ruido de sus perseguidores.
—Pero vendrán —dijo Josey gravemente mientras descansaban en un bosquecillo
de cedros y robles.
Tras desmontar, aflojaron las cinchas de las sillas para dejar respirar a los caballos
mientras los paseaban, de un lado a otro, bajo la sombra. Josey pasó las palmas de las
manos por las patas del ruano… no notó ni un solo temblor. Vio que Lone hacía el
mismo gesto con el negro, y el indio sonrió.
—Como una roca.
—Primero recorrerán a toda velocidad la ribera del Brazos —dijo Josey mientras
cortaba un pedazo de tabaco—, buscarán por dónde cruzar… calculo que estarán aquí
en una hora.
Rebuscó dentro de las alforjas, deslizó balas en las recámaras de los 44 y cargó la
pólvora y el fulminante.
Lone siguió su ejemplo.
—No tengo mucho que recargar —dijo—, estaba preparado para disparar a la
hilera de uniformes azules que tenía más cerca… pero, diantres, jamás antes había
visto a nadie disparar así. ¿Cómo sabías quién iba a disparar primero?
Había una admiración y curiosidad genuinas en la voz de Lone.
Josey enfundó el revólver y escupió.
—Bueno… el que estaba en tercer lugar a mi izquierda tenía puesta la lengüeta en
la funda y no parecía tener mucha prisa… el segundo a mi izquierda me miraba con
ojos asustados… supe que no sería capaz de hacer nada hasta que alguien lo hiciera.
El que tenía a mi izquierda me miraba con los ojos enloquecidos de alguien a punto
de actuar cuando dije aquellas palabras. Entonces supe por dónde empezar.
—¿Y qué me dices del que estaba más cerca de mí? —preguntó Lone con
curiosidad.
Josey dejó escapar un gruñido.
—No le presté ninguna atención. Te había visto a ti por ese lado.
Lone se quitó el sombrero y examinó las borlas doradas que colgaban de la banda.
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—Pero podría haber fallado —dijo en voz baja.
Josey comenzó a atar su silla de montar. El indio comprendió que por una
milésima mortal de segundo… Josey Wales había tomado la decisión de poner su
vida en manos de Lone Watie. Josey trasteó con las correas de cuero… pero no habló.
El lazo de hermandad se había fortalecido entre él y el cheroqui. Las palabras ya no
eran necesarias.
El sol se puso tras el Brazos envuelto en una bruma roja cuando Josey y Lone se
dirigían hacia el este. Cabalgaron durante una hora al paso a través de las zonas
boscosas y al trote por los espacios abiertos, y luego giraron al sur. Ya era de noche,
pero una media luna plateaba el campo. Al salir de un bosquecillo hacia un tramo
abierto, estuvieron a punto de darse de bruces con una partida grande de jinetes que
surgieron de detrás de una hilera de cedros. La partida los vio inmediatamente. Los
hombres gritaron y se escuchó el eco del disparo de un rifle. Josey espoleó al ruano y
corrió al galope hacia el norte, seguido por Lone. Cabalgaron a toda velocidad
durante una milla, tanteando el terreno irregular a media luz y abriéndose paso entre
las ramas de los árboles y la maleza. Josey entonces se detuvo. El jaleo a sus espaldas
se había desvanecido y en la lejanía los gritos de los hombres se oían débiles y
remotos.
—Estos caballos no nos sacarán de otra —dijo Josey gravemente—. Tienen que
descansar y pacer… tienen los ojos en blanco.
Giró hacia el oeste, de regreso hacia el Brazos. Se pararon junto a la orilla del río
y bajo la sombra de los árboles ataron a los caballos para que pacieran con las sillas
holgadas.
—Me podría comer una mula de Misuri de camino al norte —dijo Lone con
nostalgia mientras miraban a los caballos mordisqueando la hierba.
Josey masticaba relajadamente un pedazo de tabaco y derribó una chicharra que
pendía de un hierbajo con un chorro de tabaco.
—Me alegro de haberme metido este tabaco en el bolsillo… después de dejar
todas esas provisiones en tierra allí en el pueblo. Y la silla de Pequeño Rayo de
Luna…
La voz de Josey se apagó. Ninguno de ellos había mencionado a la mujer india…
ni sabían que se había lanzado contra los caballos de los unionistas retrasando así la
persecución. Lone se puso nervioso cuando viraron hacia el norte y se sintió aliviado
cuando bajaron de nuevo al sur. Pequeño Rayo de Luna recordaría la ruta que dibujó
Josey con un palo en la tierra, al suroeste de Towash. Ella tomaría esa ruta.
Como si se hiciera eco de los pensamientos del indio, Josey dijo en voz baja:
—Debemos dirigirnos al sur… de una forma u otra… y rápido. Lone sintió afecto
hacia aquel fuera de la ley con una cicatriz en la cara sentado junto a él… que ahora
se preocupaba por una squaw proscrita poniendo en riesgo su propia vida.
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Se turnaron para dormir un poco bajo los árboles. Dos horas antes del amanecer
cruzaron el Brazos y una hora más tarde se guarecieron en una quebrada tan invadida
por la maleza, parras y mezquite que el aire cerrado y el tardío sol de abril convertían
aquel escondite en un verdadero horno. Habían elegido aquella quebrada por el
terreno rocoso que la flanqueaba y que evitaba así dejar huellas al aproximarse.
A una media milla por la quebrada, donde se estrechaba hasta convertirse en una
grieta que se adentraba por la tierra, encontraron una cueva que se abría bajo un
espeso emparrado. Lone, a pie, regresó por donde habían llegado y colocó los
arbustos y parras en su lugar original. Regresó con una sonrisa triunfal y sosteniendo
en alto un faisán. Limpiaron el ave pero no encendieron fuego y se la comieron cruda.
—Nunca habría imaginado que un pollo crudo pudiera saber tan bien —dijo
Josey mientras se limpiaba las manos con un matojo de enredaderas. Lone partía los
huesos con los dientes y chupaba el tuétano.
—Deberías probar los huesos —dijo Lone—, tienes que comer TODO de cualquier
animal cuando estás hambriento… mira, los cheyenes… también se comen las
entrañas. Si Pequeño Rayo de Luna estuviera aquí…
Ambos dejaron la frase colgando… y sus pensamientos vagaron hasta provocarles
un sopor y un sueño ligero… mientras los caballos ramoneaban de las parras.
Casi al mediodía les despertó el golpeteo de cascos de caballos que se
aproximaban por el este. Los jinetes se detuvieron durante unos segundos sobre la
abertura de la quebrada por encima de ellos, y mientras Josey y Lone sujetaban a los
caballos por los ollares, oyeron que los jinetes se alejaban galopando hacia el sur.
La puesta de sol trajo el ansiado frescor de una brisa que comenzó a soplar sobre
los arbustos y sacó de sus madrigueras a los urogallos nocturnos. Josey y Lone
avanzaron con cuidado por la pradera. No había jinetes a la vista.
—Al este desde aquí —dijo Josey mientras examinaban el terreno—, está
demasiado poblado por asentamientos… debemos ir hacia el oeste… y luego girar
hacia el sur.
Dirigieron las monturas hacia el oeste en dirección a una elevación gradual de
tierra que les condujo a una pradera con menos vegetación, donde el paisaje y los
elementos eran más agrestes y salvajes.
En 1867, si se dibujaba una línea desde el río Rojo, al sur de la pequeña localidad
de Comanche… y se extendía la línea recta hasta el río Grande, al oeste de esa línea
uno encontraba muy pocos hombres. Algún que otro puesto avanzado, un ranchero
temerario o loco atraído por la inexplicable necesidad de establecerse donde ninguna
otra persona se atrevía a ir, y hombres desesperados que huían de la horca. Y es que
al oeste de esa línea los comanches eran los reyes.
Dos horas después de que se pusiera el sol, Josey y Lone divisaron los edificios
achaparrados de Comanche y giraron al suroeste… al otro lado de la línea. Pararon a
mediodía en el arroyo Redman, un riachuelo pequeño y de aguas mansas que
zigzagueaba sin rumbo fijo entre la maleza, y a media tarde retomaron la marcha. El
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calor era más intenso y minaba la fuerza de los caballos al levantarse en un terreno
cada vez más suelto y arenoso. Comenzaron a aparecer grandes rocas y cactus
raquíticos lanzaban sus brazos espinosos hacia arriba desde la llanura. Al caer la
noche dejaron que los caballos descansaran y comieron un conejo que Lone había
cazado desde la silla. En esta ocasión se arriesgaron a encender un fuego… pequeño
y sin humo, de ramitas de cholla seca. Matorrales secos se apiñaban en matojos
grandes que los caballos masticaron con ahínco.
Josey había vivido sobre la silla de montar durante años, pero sintió que le
invadía el cansancio, aumentado por la falta de comida, y vio que la vejez asomaba
en el rostro de Lone. Pero el delgado cheroqui tenía ganas de continuar; ensillaron en
la oscuridad y cabalgaron a paso regular hacia el suroeste.
Fue después de medianoche cuando Lone señaló un punto rojo en la distancia.
Estaba tan lejos que durante unos segundos les pareció una estrella. Pero saltaba y
parpadeaba.
—Una gran hoguera —dijo Lone—, puede que sean comanches celebrando una
fiesta, o alguien en aprietos, o algún estúpido que quiere que lo maten.
Tras una hora de camino, el fuego se hizo claramente visible y saltaba alto en el
aire con el crujido de ramitas secas. Parecía ser una señal, pero al acercarse no vieron
ningún rastro de vida en el círculo iluminado, y Josey sintió que se le erizaban los
pelos de la nuca por el misterio. Manteniéndose fuera de la luz, rodearon las llamas
aguzando la vista a la tenue luz de la pradera. Josey vio un punto blanco que reflejaba
la luz de la luna y cabalgaron con precaución hacia allí. Era el caballo pinto, atado a
un arbusto de mezquite pastando en la hierba.
Josey y Lone desmontaron y examinaron el terreno alrededor del caballo. Sin
previo aviso, una figura agachada salió de su escondite tras los matorrales y saltó
sobre la figura medio inclinada de Lone. El cheroqui cayó hacia atrás sobre el suelo y
su sombrero salió volando. Era Pequeño Rayo de Luna. Sujetaba el cuello de Lone
sentada a horcajadas sobre él en la tierra… riendo como una niña, rozando la cara en
la del indio y apoyando la cabeza en su pecho como un perrillo juguetón. Josey los
observó mientras rodaban por el suelo.
—Maldita india loca… he estado a punto de reventarte los sesos.
Pero se percibía alivio en su voz. Lone forcejeó hasta ponerse en pie y la levantó
a ella también del suelo… y después la besó furiosamente en la boca. Fueron hacia el
fuego, Josey y Lone lo apagaron con puñados de arena mientras Pequeño Rayo de
Luna parloteaba a su alrededor como una niña, y en una ocasión abrazó tímidamente
el brazo de Josey contra su cuerpo y rozó la cabeza sobre su hombro. Una fea y
profunda brecha recorría su frente de arriba a abajo y Lone la examinó con tiernos
dedos.
—No está infectada, pero le habría venido bien haberse dado unos puntos hace
uno o dos días… demasiado tarde ahora.
—Hasta que se borre la cicatriz —comentó Josey—, va a parecer que metió la
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cabeza en la madriguera de un gato montés… pregúntale cómo se lo hizo.
Pequeño Rayo de Luna le contó la historia con el movimiento de sus manos y,
cuando Lone se lo repitió a Josey, este le escuchó con la cabeza agachada. Ella se rio
de los reguladores confundidos, la muchedumbre corriendo, los rostros estupefactos.
Sus propias acciones, que causaron la escena de comedia hilarante, quedaron en
segundo término. Ella no veía nada extraordinario en lo que había hecho… era algo
natural, tan correcto como cocinar para su hombre. Cuando hubo acabado, Josey la
abrazó y la sostuvo durante un buen rato entre sus brazos mientras Pequeño Rayo de
Luna permanecía en silencio… y los ojos de Lone Watie se humedecieron.
—Será mejor que nos alejemos de esta hoguera —dijo Josey, y mientras se
dirigían a los caballos, Pequeño Rayo de Luna corrió excitada hacia unos matorrales
y sacó de detrás la nueva silla de montar que se le cayó a Josey en Towash.
—¡Las provisiones, Dios bendito! —exclamó Josey—. ¡Ha traído las provisiones!
Lone hizo un gesto a la india moviendo las manos como si estuviera comiendo.
—Comer —inquirió Lone esperanzado.
Pequeño Rayo de Luna corrió, cogió un saco flácido y sacó tres patatas mustias
de su interior… y sacudió la cabeza. Lone miró a Josey.
—Tres patatas, no parece que haya más.
Josey suspiró.
—Bueno… supongo que podemos comernos la maldita silla después de que
Pequeño Rayo de Luna la reblandezca… golpeándola otra vez con su trasero sobre el
pinto.
Solo tras una hora de galopada Josey se convenció de que estaban ya a suficiente
distancia del fuego… y acamparon. Al siguiente mediodía cruzaron el Colorado y
permanecieron por allí a la sombra de los álamos hasta la caída del sol. El calor del
sol se iba haciendo más intenso y no fue hasta que notaron el frescor de la noche
cuando ensillaron y continuaron hacia el suroeste.
La dirección suroeste que habían tomado no les llevaría a San Antonio; Josey
sabía que después de Towash debían evitar los asentamientos.
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Capítulo 14
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mantas para protegerse del frío y volvieron a montarse en las sillas antes de que los
primeros rayos rojizos colorearan el este. El desnivel del terreno se había hecho más
pronunciado desde que giraron hacia el oeste, y por la mañana ya estaban en las
Grandes Llanuras de Texas. Allá donde el viento había soltado y arrastrado la tierra,
se alzaban formaciones rocosas de una brutal desnudez. Arroyos, obstruidos por
rocas, surcaban la tierra, y en la lejanía una montaña proyectaba su pared yerma hacia
el cielo. Mientras el sol se elevaba, los lagartos se escabullían hacia las escasas
sombras de los cactus espinosos y una bandada de buitres subía a lo alto volando en
círculos, en su ronda mortífera.
Bocanadas de calor comenzaron a levantarse de la tierra cocida al sol, haciendo
que el paisaje lejano pareciera líquido e irreal. Josey buscó sombra.
Fue Lone el primero en detectar las huellas de caballo. Se dirigían hacia el sureste
hasta cruzarse con las marcas de los dos carromatos. Luego las siguieron.
Lone desmontó y recorrió a pie el rastro, examinando el suelo.
—Ocho caballos… sin herraduras, probablemente comanches —dijo a Josey por
encima del hombro—. Pero esas huellas de ruedas anchas y grandes… hay tres
grupos de estas huellas… y no son carromatos, son carretas de dos ruedas. Nunca he
visto a comanches viajando en carretas de dos ruedas.
—Y yo nunca he visto a nadie viajando en carretas de dos ruedas —dijo Josey
lacónicamente.
Pequeño Rayo de Luna se había aproximado al rastro y luego regresó a los
caballos corriendo.
—¡Coh-man-chei-rohs! —gritó, al tiempo que señalaba las huellas—. ¡Coh-man-
chei-rohs!
—¡Comancheros! —exclamaron Josey y Lone al unísono.
Pequeño Rayo de Luna movió las manos con tanta agitación que Lone le hizo una
señal para que fuera más despacio. Cuando la india hubo terminado, Lone miró con
expresión grave a Josey.
—Ella dice que roban… saquean. Matan… asesinan a los ancianos y a los niños.
Venden a las mujeres y a los hombres fuertes a los comanches a cambio de caballos
que los comanches roban en incursiones. Venden los palos de fuego… las armas a los
comanches. Tienen carretas de dos ruedas con ruedas más altas que un hombre.
Venden los caballos que les dan los comanches… como aquellos dos que mataste en
las Naciones. Algunos son anglos… otros mexicanos… algunos son indios mestizos
—Lone extendió las manos y bajó la mirada al suelo—. Eso es todo lo que sabe. Dice
que antes se quita la vida que dejarse coger por ellos… dice que los comanches pagan
mucho dinero solo por las mujeres intactas y… su nariz revela que ella no está
intacta… dice que los comancheros… la usarían… la violarían… muchas veces antes
de venderla. No importaría en su caso a la hora de negociar el precio.
La voz de Lone sonó grave.
La mandíbula de Josey se movió pausadamente al masticar el tabaco. Entornó los
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ojos hasta convertirse en dos líneas oscuras mientras aguzaba el oído y observaba la
ruta hacia el oeste.
—Basura fronteriza —escupió—, sabía que eso es lo que eran aquellos dos de las
Naciones en cuanto los vi. Será mejor que continuemos… aquellas pobres gentes de
los carromatos…
Lone y Pequeño Rayo de Luna montaron y, al pasar a su lado, la india tocó
levemente la pierna de Josey Wales; la piedra de toque de la fuerza; el guerrero de las
pistolas mágicas.
El sol se había deslizado bastante hacia el oeste tras una roja bruma polvorienta,
cuando las huellas que seguían de repente se desviaron a la izquierda y bajaron
abruptamente por detrás de una elevación de afloramientos rocosos. Lone señaló
hacia una fina columna de humo que se elevaba, impertérrita, a las alturas. Dejaron la
ruta y condujeron los caballos a pie, lentamente, hacia las rocas. Tras desmontar,
Josey hizo un gesto para que Pequeño Rayo de Luna permaneciera sujetando los
caballos mientras él y Lone se deslizaban con la cabeza agachada hasta la cumbre.
Cuando se acercaron a la cima, ambos se apoyaron sobre la barriga y se arrastraron
hasta el borde con el sombrero quitado. No estaban preparados para la escena que se
estaba desarrollando a unas cien yardas más abajo.
Tres grandes carretas de madera estaban alineadas una tras otra junto al arroyo.
Eran de dos ruedas… ruedas sólidas que sobresalían muy por encima del fondo de las
carretas, y cada una de ellas era arrastrada por un yugo de bueyes. Detrás de las
carretas había dos carromatos cubiertos tirados por mulas que seguían enganchadas a
estos. Era la escena que vieron a unas veinte yardas de los carromatos lo que provocó
las susurradas exclamaciones de Lone y Josey.
Dos ancianos estaban tumbados boca arriba con los brazos y las piernas sujetos
con estacas, totalmente estirados sobre la tierra. Estaban desnudos y la mayor parte de
sus cuerpos marchitos estaba cubierta de sangre reseca. El humo que se elevaba en el
aire procedía de unos fuegos encendidos entre sus piernas, y las entrepiernas, y sobre
sus barrigas. El nauseabundo olor dulzón de carne humana quemada invadía el aire.
Los ancianos estaban muertos. Un círculo de hombres de pie y en cuclillas rodeaban
los cuerpos. Llevaban sombreros, enormes sombreros redondos que les ocultaban el
rostro. La mayoría de ellos iban con pantalones de gamuza con las ondeantes polainas
charras por debajo de las rodillas y llamativos chalecos ribeteados con conchas de
plata que reflejaban los rayos de sol con destellos de luz. Todos llevaban pistolas
enfundadas y un hombre sujetaba relajadamente un rifle en la mano.
Mientras Josey y Lone observaban, uno de los hombres se salió del círculo y al
quitarse el sombrero de la cabeza reveló una mata de pelo y barba pelirrojas. Realizó
una exagerada reverencia hacia el cuerpo que yacía en el suelo. El círculo de hombres
explotó en una carcajada. Otro hombre dio un puntapié a la cabeza calva de uno de
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los cadáveres mientras otro, delgado y elegantemente vestido, saltaba sobre el pecho
de uno de los muertos y lo pateaba imitando los pasos de un baile, al ritmo de las
fuertes palmas de sus compañeros.
—Cuento ocho de esos animales —dijo Josey entre dientes apretados.
Lone asintió.
—Tendría que haber tres más… Hay ocho caballos y tres carretas.
Los comancheros ahora se alejaban de los cuerpos mutilados en el suelo y
avanzaban con determinación hacia los carromatos. Josey dirigió la mirada un poco
más adelante, hacia algo que le llamó la atención, y por primera vez vio a las mujeres
a la sombra del último carromato.
Había una anciana en tierra, apoyada sobre sus manos y sus rodillas, con el
cabello gris suelto que le caía sobre la cara. Estaba vomitando en el suelo. Una mujer
más joven la ayudaba, sujetándole la cabeza y la cintura. Estaba arrodillada y unos
mechones de cabello largo y trigueño le caían sobre los hombros. Josey la reconoció:
era la joven que vio en Towash, la joven de sorprendentes ojos azules que le había
mirado.
Los comancheros, a tan solo unos pies de las mujeres, echaron a correr y las
rodearon. Levantaron a la joven por los aires mientras un comanchero la agarraba por
el cabello y tiraba de la cabeza hacia atrás y hacia abajo. Después le arrancaron el
vestido y la levantaron y llevaron desnuda boca arriba. Brevemente, las grandes y
firmes redondeces de sus pechos se arquearon en el aire por encima de la
muchedumbre, apuntando hacia arriba como pirámides blancas aisladas por encima
de la melé, hasta que unas manos la asieron brutalmente y la volvieron a bajar. Varios
la sujetaban por la cintura e intentaban tumbarla en el suelo. Aullaban y luchaban
unos contra otros.
La anciana se levantó y se lanzó sobre los comancheros y fue derribada. Se volvió
a levantar, tambaleándose unos segundos, y a continuación agachó la cabeza como
una vaquilla pequeña y frágil y cargó contra la muchedumbre, lanzando puñetazos al
aire. La joven no había gritado, pero forcejeaba; sus piernas largas y desnudas se
agitaban en el aire dando patadas.
Josey levantó uno de los 44 y vaciló mientras buscaba un blanco claro. Lone le
tocó el brazo.
—Espera —dijo en voz baja, y señaló.
Un mexicano enorme había salido del primer carromato. Llevaba el sombrero
hacia atrás, revelando una frondosa mata de pelo gris. Llevaba conchas de plata en su
chaleco y por los laterales de los pantalones ajustados.
—¡Para! —gritó con un vozarrón mientras se aproximaba al grupo de
comancheros—. ¡Parad!
Y tras desenfundar la pistola, disparó al aire. Los comancheros se apartaron
inmediatamente de la joven y ella permaneció en pie, desnuda, con la cabeza
inclinada hacia abajo y los brazos cruzados sobre sus pechos. La anciana estaba de
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rodillas. El mexicano enorme golpeó con la pistola la cabeza de uno de los hombres
haciendo que perdiera el equilibrio y se tambaleara hacia atrás. Pisó con fuerza el
suelo y su voz tembló con furia al tiempo que señalaba a la joven y se giraba para
señalar a los caballos.
—Les está diciendo que perderán veinte caballos por violar a la chica —dijo Lone
—, y que tienen un montón de mujeres en el campamento al noroeste.
Una explosión de risas de los comancheros les llegó flotando.
—Les acaba de decir que la anciana vale… un burro… y que pueden quedársela,
si piensan que vale la pena —añadió Lone sombríamente.
—¡Por Dios! —susurró Josey—. Por Dios, no sabía que seres como esos
anduvieran por ahí sobre dos piernas.
El mexicano sacó una manta del carromato y se la lanzó a la joven. La anciana se
puso en pie, recogió la manta y envolvió con ella a la joven. Se gritaron unas órdenes
a un lado y a otro; los comancheros saltaron a los asientos de las carretas y
carromatos. Otros ataron a las mujeres por las muñecas con una correa de cuero y las
sujetaron al extremo del portón trasero del último carromato.
—Se están preparando para irse —dijo Josey. Luego miró el sol, que casi tocaba
ya el borde de la tierra al oeste—. Deben de tener prisa por llegar al campamento.
Van a viajar de noche.
Hizo una señal a Lone para retirarse del risco. Sacó la pistola y el cinto que
habían sido de Jamie de sus alforjas y se las lanzó a Lone.
—Necesitarás un arma extra —dijo, y a continuación se agachó delante de Lone y
Pequeño Rayo de Luna y marcó la tierra a sus pies mientras hablaba.
—Ponle ese sombrero tuyo a Pequeño Rayo de Luna, tu pelo de indio los
confundirá. Tú rodéalos a pie por detrás. Te daré tiempo… luego les atacaré, montado
y por el frente. Los que no me cargue yo, saldrán corriendo hacia ti. Tenemos que
matarlos a TODOS… si uno se nos escapa… nos echará encima a los comanches.
Lone encasquetó su sombrero sobre las orejas de Pequeño Rayo de Luna y ella
levantó la mirada, llena de preguntas, por debajo del ala.
—Reh-wan —dijo Lone… venganza… y se pasó un dedo por la garganta. Era el
signo de rebanar gargantas de los sioux… matar… no por sacar un beneficio… ni por
los caballos… sino por venganza… por principios; por lo tanto, todos los enemigos
debían morir.
Pequeño Rayo de Luna asintió vigorosamente, inclinando aún más el enorme
sombrero sobre los ojos. Sonrió, trotó hacia el pinto y sacó el viejo rifle de un fardo.
—No… No —Lone sujetó el viejo rifle y le hizo signos para que se quedara.
—Por todos los santos —suspiró Josey—, dile que se quede aquí y sujete los
caballos… y que sujete también a ese chucho para que no nos muerda las canillas.
Durante todo el tiempo, el redbone había estado gruñendo con sonidos roncos y
graves. Lone se ató la pistolera extra en la cintura.
—¿Y qué pasa si no corren? —preguntó con despreocupación.
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—Esa clase de tipos —dijo Josey con desdén— siempre corren… los que pueden.
Correrán… se replegarán atrás… y quedarán atrapados contra las paredes de esa
zanja.
Lone levantó la mano en un medio saludo, se agachó y avanzó silenciosamente
con sus mocasines hasta perderse de vista tras las rocas. Josey comprobó las cargas
de los 44 y el 36 Navy que llevaba bajo el brazo. Doce cargas en los 44… había ocho
jinetes… tres conductores de carretas… eso hacía un total de once hombres; entonces
se le iluminó la mente. Antes había contado solo nueve; el líder y ocho hombres más.
Se giró para detener a Lone, pero el indio ya había desaparecido.
¿Dónde estaban los otros dos hombres? La «ventaja» podría estar en el otro lado.
Josey maldijo su descuido; fue la visión aterradora de las mujeres… pero no había
excusas… Josey se culpó amargamente. Pequeño Rayo de Luna se sentó sujetando
las riendas de los caballos y el rifle en sus brazos. Josey regresó al risco y contó los
minutos. El sol se deslizó tras la montaña hacia el oeste y un polvoriento resplandor
rojizo iluminó el cielo.
Jinetes montados corrían arriba y abajo por la caravana de carretas y carromatos.
Un mestizo descorrió la lona de una de las carretas y Josey buscó con la mirada a las
mujeres. Estaban de pie tras el último carromato, muy juntas y con las manos atadas
por delante. Josey bajó del risco. Ya era la hora.
Un grito, más alto que los otros, hizo que se arrastrara de nuevo hacia el risco
para mirar. Vio a dos comancheros arrastrando una figura inerte entre ellos. Otros
hombres a caballo y a pie corrían hacia los que llevaban aquella carga, y durante unos
segundos obstruyeron su visión. Señalaban excitados hacia las rocas y algunos de los
jinetes partieron en esa dirección mientras otros arrastraban la carga hacia la parte
trasera del último carromato, donde estaban las dos mujeres.
Tiraron el cuerpo al suelo. El cabello largo y recogido en trenzas… el atuendo de
gamuza. Era Lone Watie. Josey maldijo para sus adentros. Los dos comancheros que
faltaban, lo debería haber previsto. Mientras miraba, Lone se incorporó sentado y
sacudió la cabeza. Miró a su alrededor mientras el líder de los comancheros se
acercaba. El mexicano enorme tiró del indio hasta ponerlo de pie y habló
rápidamente, luego le golpeó la cara. Lone se tambaleó hacia atrás, chocó contra el
carromato y se quedó de pie mirando estoicamente frente a él. Josey los apuntó con
los cañones de ambos 44. Si algún comanchero hubiera levantado una pistola o un
cuchillo… no habría podido usarlo.
Obviamente, el mexicano enorme tenía prisa. Gritó unas cuantas órdenes y dos
hombres saltaron hacia delante, ataron las manos de Lone y sujetaron la correa a la
portezuela trasera del carromato junto a las mujeres. Cuando lo ataron… Lone
levantó los brazos y comenzó a sacudir las manos adelante y atrás. No miró arriba
hacia las rocas donde sabía que Josey estaba observando. La señal de la mano era un
mensaje conocido de la Caballería Confederada: «¡Todo bien aquí, vigilad vuestros
flancos!». Josey interpretó el mensaje y se quedó aturdido por su significado:
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«¡vuestros flancos!… ¡los jinetes comancheros que habían corrido para ponerse a
cubierto bajo los carromatos!».
Josey bajó del risco a rastras y corrió hacia los caballos. Hizo un gesto a Pequeño
Rayo de Luna para que montara y sujetando al negro corrieron hacia el único refugio
cercano, dos enormes rocas a unas cincuenta yardas del arroyo. Apenas habían
rodeado las rocas cuando cuatro jinetes aparecieron arriba. Se pararon y examinaron
la pradera, pero no se acercaron lo suficiente para ver sus huellas. Se dieron la vuelta
y galoparon en la dirección por la que habían avanzado los carromatos y luego
desaparecieron por el arroyo.
Un chirrido horrendo rasgó el aire y los caballos saltaron. Eran los carromatos
poniéndose en marcha… sus pesadas ruedas de madera chirriaban al rozar los ejes
oxidados. Pequeño Rayo de Luna azuzó su caballo para ponerse junto a Josey.
—Lone —dijo.
Josey cruzó las muñecas formando el signo de cautivo y luego intentó calmar el
temor que se iluminó en los ojos de la india. El rostro marcado del guerrillero se
ensanchó en una media sonrisa. Se golpeó el pecho y las culatas de los revólveres
enfundados y movió las manos hacia delante, con las palmas hacia abajo: el signo de
que todo iría bien. Pequeño Rayo de Luna todavía llevaba puesto el sombrero de
Lone y ahora asintió, moviéndolo cómicamente sobre su cabeza. Ya no había temor
en su mirada; el guerrero de las pistolas mágicas liberaría a Lone. Mataría a los
enemigos. Haría que las cosas volvieran a ser como antes.
Josey escuchó los chirridos de las carretas perdiéndose en la distancia. Ya era de
noche, pero una luna creciente amarilla texana empezaba a asomar por detrás de unos
riscos irregulares en el este. Una suave bruma dorada reflejaba las sombras de las
rocas y una brisa fresca agitó los matorrales de artemisa. En algún lugar, en la lejanía,
un coyote llamaba con rápidos ladridos rematados con un largo aullido de tenor.
Pequeño Rayo de Luna sacó unas tiras finas de tasajo de ternera de su fardo y se
lo ofreció a Josey. Él sacudió la cabeza y le hizo un gesto para que se lo comiera ella.
A continuación, se cortó un trozo fresco de una hoja de tabaco, pasó una pierna por
encima del cuerno de su silla y masticó lentamente.
—Si no mato más que a la mitad de ellos, ellos matarán a Lone y a las mujeres —
dijo en voz alta—. Si llegan al campamento, sin duda torturarán a ese cheroqui con
cuchillos y brasas ardientes.
Josey interrumpió de pronto sus reflexiones. El perro había dejado escapar un
profundo y desconsolado aullido que finalizó con una sucesión de desgarradores
sollozos. El redbone saltó a un lado, escapando por los pelos del chorro de jugo de
tabaco.
—Maldito redbone de Tennessee… no estamos cazando comadrejas ni mapaches.
¡Calla!
El sabueso reculó y se escondió tras el pinto de Pequeño Rayo de Luna, y ella se
rio. Era una risa suave y melodiosa que hizo que Josey la mirara. Ella señaló a la
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luna… y luego al perro.
—Vámonos —dijo Josey bruscamente, y espoleó al ruano en dirección al arroyo.
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Capítulo 15
Laura Lee Turner se tropezó detrás del carromato a la tenue luz de la luna. Los
botines altos de botones no eran el calzado ideal para andar y ya se había torcido el
tobillo varias veces. La áspera manta atada alrededor de los hombros le irritaba la piel
escoriada, especialmente en la espalda y el vientre, donde las uñas de algunos
hombres la habían arañado. Sentía un dolor punzante en los pechos y su respiración
se hizo entrecortada y forzada. No había salido ni una sola palabra de sus labios
hinchados desde el ataque… pero eso no era algo extraño en Laura Lee.
«Demasiado callada», dijo en una ocasión la abuela Sarah cuando Laura fue a
vivir con ella y el abuelo Samuel, después de que su padre y su madre murieran de
neumonía.
«Veo, veo, y qué vi, que no es muy lista Laura Lee», le habían cantado los niños
en la escuela de madera, allá en los Montes Ozark… cuando tenía nueve años. Nunca
volvió al colegio. La abuela Sarah le corregía amablemente cuando decía cosas como
«La primavera nos ha traío esta tormenta», o «Las nubes es como sueños blanditos
flotando por una mente azul cielo».
El abuelo Samuel la miraba atónito y comentaba a sus espaldas: «Un poco rara…
pero es una buena chica».
A los quince años, tras su segunda cena de cajas[10] en el asentamiento, no regresó
nunca más. El abuelo Samuel tuvo que comprarla… en ambas ocasiones… ante la
vergüenza de la gente al ver que solo quedaba una caja solitaria que ningún joven
estaba dispuesto a comprar.
«Deberías hablar con ellos», le reñía la abuela Sarah. Pero ella no sabía; mientras
las otras jóvenes hablaban y reían con los grupos de chicos, ella se quedaba apartada,
muda y rígida como la sota de bastos. Tenía pechos grandes y espalda ancha. «No
tienes los huesos lo suficientemente delicados para atraer a estos mocosos idiotas», se
quejaba la abuela Sarah. Los huesos prominentes otorgaban una dureza a su rostro
que un predicador tal vez hubiera descrito caritativamente como «honesto y abierto».
Las pecas sobre la nariz tampoco ayudaban mucho. Tenía la cintura lo
suficientemente estrecha, pero sus pies eran demasiado grandes y, en una ocasión,
cuando un vendedor ambulante pasó por allí… el abuelo la llamó para que le midiera
la talla de los zapatos y el vendedor se rio: «Tengo un precioso par de botines de
hombre que se ajustarán a la talla de esta pequeña dama». Laura Lee se puso roja y
bajó la mirada hacia los dedos de sus pies.
La abuela Sarah era una mujer práctica, aunque desilusionada… y resignada.
Comenzó a preparar a Laura Lee para el deprimente destino de la soltería. Ahora, a
sus veintidós años de edad, ya estaba totalmente asumido: Laura Lee era una «vieja
solterona» y lo seguiría siendo el resto de su vida.
El hermano soltero de la abuela Sarah, Tom, le había enviado las escrituras de su
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rancho, situado en el territorio oeste de Texas, y cuando fueron informados de la
muerte de Tom en la batalla de Shiloh hicieron planes para abandonar la granja de
piedra en la colina y trasladarse al rancho. Laura Lee jamás cuestionó la idea de ir
allí. De todas formas, no había otro lugar adonde ir.
Ahora, mientras avanzaban tambaleándose detrás del carromato, no tenía ninguna
duda de lo que la esperaba. Aceptó su destino sin amargura. Lucharía… y luego
moriría. La fiereza de esa tierra llamada Texas la había sobrecogido con su
brutalidad. La imagen de Towash volvió a aparecer en su mente; la imagen del rostro
con la cicatriz, los ardientes ojos negros del asesino, Josey Wales. Le pareció
mortífero, escupiendo y gruñendo muerte… como un león de montaña que vio en una
ocasión… acorralado contra una pared de rocas mientras los hombres se acercaban.
Se preguntaba si él sería como esos hombres que ahora las tenían cautivas.
La abuela Sarah se tambaleaba a su lado. El largo vestido que llevaba la obligaba
a avanzar dando pequeños saltitos y en ocasiones tenía que trotar ligeramente. Junto a
la abuela Sarah el salvaje cautivo andaba relajadamente. Era muy alto y delgado, pero
se movía con una agilidad que contradecía la edad que se reflejaba en su rostro de
roble arrugado e invadido por una calma estoica. No había soltado palabra. Incluso
cuando el enorme mexicano le preguntó y le amenazó, él permaneció en silencio…
sonriente, y luego escupió en el rostro del mexicano… y le golpearon hasta que cayó
al suelo.
Laura Lee le observaba ahora. A unas treinta yardas a sus espaldas les seguían dos
jinetes a caballo, pero había visto al salvaje acercarse disimuladamente la correa de
cuero a la cara en dos ocasiones y estaba segura de que la había estado masticando.
El polvo que levantaban las carretas se les arremolinaba en la cara y a la abuela
Sarah le dio un ataque de tos. Se tropezó y cayó al suelo. Laura Lee se acercó para
ayudarla, pero antes de que pudiera llegar a la diminuta figura, el salvaje se inclinó
rápidamente y la levantó con sorprendente facilidad. Él continuó andando, sin perder
el paso en ningún momento, mientras sujetaba la cintura de la pequeña mujer con las
manos atadas. La posó en el suelo y la siguió sujetando con delicadeza hasta que la
abuela Sarah recobró el paso. La abuela Sarah lanzó hacia atrás la cabeza para
apartarse el largo cabello blanco por detrás de los hombros.
—Gracias —susurró.
—De nada —respondió el salvaje con una voz grave y agradable.
Laura Lee se quedó atónita. El salvaje hablaba inglés. Miró de soslayo a Lone.
—Tú… es decir… usted habla nuestro idioma —dijo titubeante y temerosa de
dirigirse a él directamente.
—Sí, señora —dijo—, supongo que lo parloteo un poco.
La abuela Sarah, a pesar de su paso saltarín, le miraba.
—Pero… —dijo Laura Lee—, usted es indio… ¿verdad?
Laura Lee vio los blancos dientes resplandecer a la luz de la luna cuando el
salvaje sonrió.
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—Sí, señora —dijo—, totalmente indio, supongo… o eso me dijo mi padre. No
veo por qué tendría que mentirme sobre ello.
La abuela Sarah ya no pudo mantenerse en silencio por más tiempo.
—Habla como… como… un montañés —estas últimas palabras las escupió
mientras brincaba a medio trote.
El indio sonó sorprendido.
—Caramba… pues supongo que eso es lo que soy, señora. Soy un cheroqui de las
montañas del norte de Alabama. Acabé en las Naciones… quiero decir, antes de
acabar atado al final de esta cuerda.
—Que el Señor nos salve a todos —dijo la abuela Sarah en tono lúgubre.
—Sí, señora —respondió Lone, pero Laura Lee advirtió que había girado la
cabeza mientras hablaba y ahora inspeccionaba la pradera, como si estuviera seguro
de recibir ayuda adicional además de la del Señor.
Se sumieron en el silencio; el carromato se movía rápidamente y hablar se hacía
difícil. La noche transcurrió y la luna ya había rebasado su cúspide en el cielo y
comenzaba a declinar hacia el oeste. Hacía frío y Laura Lee podía sentirlo cuando sus
piernas desnudas entreabrían la manta a cada paso que daba. En una ocasión notó que
el nudo que sujetaba la manta alrededor de sus hombros se estaba soltando y forcejeó
inútilmente para sujetarla con las manos atadas. Se sorprendió al ver que el indio se
acercaba de pronto a ella. Alargó las manos atadas y en silencio volvió a anudar la
manta.
La abuela Sarah ahora se tropezaba más a menudo y el indio, en cada ocasión, la
levantaba y le ayudaba a recobrar el paso. Le susurró palabras de ánimo al oído: «Ya
no queda mucho, señora, para que paremos a descansar». Y en otra ocasión, cuando
la anciana parecía demasiado débil para volver a ponerse en pie, él la regañó
suavemente:
—No puede rendirse, señora. La matarán… no puede rendirse.
La abuela Sarah habló con una nota de desesperación en la voz.
—Pa se ha ido. Si no fuera por Laura Lee, yo también estaría lista para irme.
Laura Lee se acercó más a la anciana y le sujetó el brazo.
La luna colgaba pálida suspendida sobre el horizonte al oeste cuando los primeros
rayos del amanecer atravesaron el ancho cielo sobre ellos. De repente, el carromato se
detuvo. Laura Lee pudo ver una hoguera frente a ellos y hombres que se reunían
alrededor del fuego. La abuela Sarah se sentó y Laura Lee, tras sentarse a su lado,
levantó los brazos atados, rodeó con ellos a la anciana y apoyó la cabeza de esta sobre
su regazo. No dijo nada, solo acariciaba torpemente el rostro arrugado y atusaba el
largo pelo blanco con los dedos. La abuela Sarah abrió los ojos.
—Gracias, Laura Lee —dijo débilmente.
Lone se quedó junto a ellas, pero no miraba hacia la hoguera. En lugar de eso, le
daba la espalda al carromato y echaba la vista a lo lejos, hacia el camino por el que
habían venido. Permaneció erguido como si estuviera hecho de piedra, paralizado en
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profunda concentración. Tras un buen rato, se vio recompensado al detectar el débil
parpadeo de una sombra, quizás un antílope… o un caballo, porque se dejó caer
rápidamente por una elevación en la llanura. Siguió mirando más atentamente y
detectó otra sombra, moviéndose más despacio y con curiosas motas blancas, que
seguía la ruta de la primera sombra. El rostro del indio se ensanchó en una sonrisa
lobuna mientras se llevaba la correa de cuero a los dientes.
El sol brillaba más alto, y más ardiente. Los comancheros ahora paseaban de un
lado a otro para estirar las piernas tras la cabalgada nocturna. El hombre de barba
pelirroja se acercó a la parte trasera del carromato. Unas enormes espuelas españolas
tintineaban a cada paso que daba. Llevaba una cantimplora en la mano, se arrodilló
junto a Laura Lee y la abuela Sarah y colocó la cantimplora sobre la mano de Laura
Lee.
—Voy a ganarle la puja al comanche y te criaré yo mismo —dijo lanzando una
mirada lasciva y una ancha sonrisa a la joven.
Regueros de saliva y escupitajos de tabaco se habían resecado en hilillos por su
sucia barba. Mientras se limpiaba la boca con el dorso de una de las manos,
disimuladamente metió la otra por debajo de la manta y la posó sobre el muslo de la
joven. Ella forcejeó para levantarse, pero él la presionó con su cuerpo, metió una
rodilla entre las piernas de la joven bajo la manta y le acarició los pechos. Lone
descargó la cabeza con tanta fuerza contra la del hombre que este quedó noqueado
bajo el carromato. Laura Lee dejó caer la cantimplora. El indio se levantó,
implacable, mientras el comanchero de barba roja maldecía y se revolvía para
ponerse en pie. Sin mirar a Laura Lee, Lone dijo en voz baja:
—Rápido… la cantimplora… da de beber a la abuela… puede que sea su última
oportunidad.
Laura cogió la cantimplora y la inclinó sobre los labios de la abuela, luego
escuchó el crujido seco de una pistola impactando contra hueso y el indio cayó junto
a ella en el suelo. El indio se quedó inmóvil mientras la sangre manaba y se esparcía
por su pelo color carbón.
Laura Lee estaba derramando el agua por el rostro de la abuela Sarah.
—Maldita sea, chiquilla, me vas a ahogar —la anciana se incorporó, escupiendo y
jadeando.
El comanchero le arrebató la cantimplora y Laura Lee forcejeó para no soltarla.
Se puso de pie, arrancándola de las manos del comanchero y logró salpicar con agua
la cara de Lone. El comanchero la tumbó de una patada y recuperó el agua. Jadeaba
con fuerza.
—Seguro que te mueves de maravilla cuando te meta en la cama —escupió.
La refriega había atraído a otros hombres al carromato… y el comanchero se alejó
a toda prisa.
Laura Lee se arrimó a la figura inconsciente de Lone. Lo puso boca arriba y con
un extremo de la manta taponó y detuvo el reguero de sangre. La abuela Sarah se
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había incorporado sobre las rodillas y tiró de un hilo que tenía colgado del cuello.
Sacó una pequeña bolsita de debajo del vestido.
—Ponle esta bolsa de asafétida bajo la nariz —ordenó a la joven al tiempo que le
daba la bolsa.
Lone inspiró una sola vez de la bolsa, giró la cabeza violentamente y abrió los
ojos.
—Mis disculpas, señora —dijo con calma—, pero nunca fue de mi agrado la
mofeta podrida.
La voz de la abuela Sarah sonó con un tono débil pero severo.
—Le dispararán si no puede andar —le advirtió, postrada sobre sus rodillas
temblorosas.
Lone rodó sobre su vientre y se apoyó sobre las manos y las rodillas. Permaneció
en esa postura durante unos segundos, balanceándose… luego se enderezó.
—Andaré entonces —sonrió bajo la sangre reseca—, aunque ya no hay mucho
que andar ahora, de todas formas.
Mientras hablaba, el carromato dio un tirón y Lone tuvo que sujetar a la abuela
Sarah por el fondillo de los calzones para enderezarle las piernas y ayudarla a ponerse
al paso.
No pararon a mediodía; la caravana siguió rodando a ritmo constante hacia el
oeste. El polvo de caliche blanco, mezclado con el sudor, se secó en sus rostros
dibujando sobre ellos una máscara y el calor solar drenó las fuerzas de sus piernas.
Ahora Lone sostenía firmemente a la abuela Sarah; las piernas temblorosas de la
anciana hacían el movimiento de andar, pero era Lone quien aguantaba su peso.
El carromato comenzó a descender cuando la caravana se dirigió a un cañón
profundo. Era estrecho, con paredes rectas a ambos lados y el terreno llano. Ahora se
dirigían directamente hacia el sol. Laura Lee sentía que le temblaban las piernas al
andar; se tropezó y cayó, pero logró erguirse de nuevo sin ayuda. De repente, los
carromatos se detuvieron. Laura miró a Lone.
—Me pregunto por qué hemos parado —se sorprendió al oír su propia voz rota y
ronca.
Se había dibujado una sonrisa de triunfo en el rostro del indio… Laura pensó que
se había vuelto loco por el golpe que había recibido en la cabeza. Por fin, Lone
respondió:
—Si no he calculado mal, estamos dirigiéndonos directamente hacia el sol. Estas
paredes nos rodean. Parece el lugar ideal para un tipo que conozco que sabe
aprovechar todas las ventajas. Aún no he mirado hacia arriba, pero me juego la
cabellera a que un caballero llamado Josey Wales es el que ha detenido esta caravana.
—¿Josey Wales? —Laura Lee repitió el nombre con voz ronca.
La abuela Sarah, aún arrodillada en el suelo, susurró débilmente.
—¿Josey Wales? ¿El asesino que vimos en Towash? ¡Que Dios nos coja
confesados!
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Lone se paseó por detrás del carromato. Laura Lee permaneció a su lado. A unas
cincuenta yardas frente a ellos, montado sobre el gigantesco ruano y totalmente
erguido cubriendo los rayos del sol, estaba Josey Wales. Lone se protegió los ojos con
la mano y pudo ver el movimiento lento y meditabundo de la mandíbula.
—Ahí está, mascando su tabaco, válgame el cielo —dijo Lone; vio que Josey
miraba a un lado con expresión pensativa—. Y ahora escupirá —susurró el indio.
Y a continuación Josey escupió un chorro de jugo de tabaco que impactó con
pericia contra una flor de artemisa. Los comancheros le miraban horrorizados,
clavados al suelo como estatuas ante aquella extraña figura que había aparecido y que
evidenciaba una actitud tan despreocupada… apuntando con un escupitajo a las flores
de artemisa.
Lone mordió vigorosamente las correas de cuero alrededor de sus muñecas.
—Prepárese, jovencita —susurró a Laura Lee—, se va a desatar el infierno antes
del desayuno.
Los jinetes que cabalgaban en la retaguardia pasaron a su lado y se unieron al
resto de hombres en la cabecera de la caravana. Laura Lee se cubrió los ojos para
protegerlos de la blanca luz del sol.
—Habla de él… de Josey Wales… como si fuera su amigo —dijo a Lone.
—Es más que mi amigo —se limitó a responder Lone.
La abuela Sarah, todavía sentada, se asomó estirándose por el borde de la rueda
del carromato y miró.
—Incluso para un hombre tan fiero como él, hay demasiados enemigos —susurró,
pero siguió sujetando la rueda del carromato y mirando.
Vieron que Josey se enderezaba en la silla y que lentamente… muy lentamente,
levantaba una rama rematada con una bandera blanca. La ondeaba de un lado a otro a
los comancheros, que estaban todos apiñados a la cabeza de la caravana.
—¡Es una bandera de rendición! —gimió Laura Lee.
Lone sonrió bajo la máscara que cubría su rostro moreno.
—No sé qué planea hacer, pero rendirse desde luego que no.
Los comancheros estaban nerviosos. Se escuchaban conversaciones agitadas y
surgió un debate entre ellos. El enorme líder mexicano, montado en un gris moteado,
se movía entre los hombres y señalaba con la mano. Seleccionó al hombre de la barba
roja, a otro anglo de apariencia particularmente feroz que llevaba cabelleras humanas
cosidas en la camisa, y a un mexicano de pelo largo con dos pistoleras en la cintura.
Los cuatro jinetes avanzaron en fila con cautela hacia Josey Wales. Cuando
comenzaron a moverse, Josey avanzó con el ruano al mismo paso lento para
encontrarse con ellos. El silencio, roto tan solo por el débil gemido del viento entre
las rocas del cañón, invadió la escena. A Laura Lee le parecía que los caballos
avanzaban con una lentitud dolorosa, pisando con cautela mientras los jinetes los
contenían tirando de las riendas. Entonces tuvo la impresión de que Josey Wales
movía su caballo ligeramente más rápido… aunque no lo suficiente para que se
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notara… pero aun así, cuando se encontraron frente a frente, el ruano se encontraba
mucho más cerca de los carromatos. Y entonces se detuvieron.
Laura veía ahora claramente el rostro marcado del fuera de la ley. Los mismos
ojos negros ardientes por debajo del ala del sombrero. Josey se irguió lentamente
apoyándose en los estribos como si estuviera estirando las piernas, pero el
movimiento sutil colocó las pistolas justo por debajo de sus manos.
De repente, la bandera cayó al suelo. Laura no advirtió que las manos de Josey se
movieran, pero vio el humo saliendo de sus caderas. Los ¡BUMS! de los ruidosos 44
retumbaron con un sonido nítido en las paredes del cañón. Dos sillas vacías… el
mexicano con las pistoleras en la cintura cayó hacia atrás por la grupa de su montura.
El hombre de barba roja se retorció, cayó al suelo y un pie se le quedó enganchado en
el estribo. El jinete de la camisa de cabelleras se dobló hacia delante y se derrumbó, y
mientras el enorme líder mexicano giraba su caballo en frenética retirada, una potente
detonación le arrancó de cuajo un lado de la cara.
La velocidad y el sonido de lo ocurrido fueron como los de un violento trueno,
dejando a su paso una escena de total confusión. El caballo gris del hombre de barba
roja salió en estampida y huyó pasando junto a los carromatos y arrastrando al
hombre muerto por un pie. El caballo enloquecido del líder mexicano saltó al notar el
peso muerto del jinete y se abalanzó sobre una de las yuntas de bueyes. Laura Lee vio
que el ruano se apartaba de aquel embrollo y cabalgaba directamente hacia ellos.
Josey Wales sostenía dos pistolas en las manos. Sujetaba las riendas del ruano con
los dientes y disparaba al tiempo que embestía contra los jinetes que se habían
agrupado junto al carromato… Los ensordecedores disparos resonaban y tronaban
alrededor de ellos. Un hombre gritó mientras caía de cabeza de un caballo que
corcoveaba; gritos y maldiciones, caballos aterrados corrían de un lado a otro. En
medio de todo aquel caos, Laura Lee escuchó un sonido que comenzó sonando grave
y luego fue aumentado de tono y volumen hasta alcanzar el clímax en un
espeluznante crescendo de gritos desgarrados que le pusieron los pelos de punta. El
sonido procedía de la garganta de Josey Wales… el grito Rebelde de júbilo que
celebraba la batalla y la sangre… y la muerte. El sonido del grito parecía tan
primitivo como el propio hombre. Pasó tan cerca del carromato que Laura Lee se
encogió ante los cascos del terrible ruano que se cernían sobre ella. Girando el
enorme caballo rojo prácticamente en el aire, Josey lo dejó caer junto a un conductor
de carreta, medio desnudo, que huía a la carrera y le disparó directamente entre los
omoplatos.
Un comanchero, con el sombrero colgando por la espalda, pasó cabalgando a toda
prisa al galope y desapareció por el cañón. Josey tiró del enorme ruano y los cascos
de los caballos del resto de comancheros resonaron por el cañón mientras se
desvanecían en la lejanía.
Un comanchero elegantemente vestido que yacía cerca de Laura Lee levantó la
cabeza. La sangre le cubría el pecho y la miró directamente a los ojos.
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—Agua —dijo débilmente, e intentó arrastrarse, pero sus brazos no aguantaban el
peso de su cuerpo—, por favor… agua.
Laura Lee miró horrorizada mientras el hombre intentaba arrastrarse hacia ella.
Un indio apareció por encima de las rocas del cañón. Cabello largo y recogido en
trenzas y vestido de ante con flecos, pero tocado con un enorme y lacio sombrero
gris. La figura trotó hasta el comanchero ensangrentado y paró a unos pocos pies de
él. Levantó la mano… el indio blandía un viejo rifle y le asestó un tiro limpio en la
cabeza. Era Pequeño Rayo de Luna, acompañada del canijo redbone que le pisaba los
talones. A continuación, la india dejó caer el rifle y se acercó a ellos al tiempo que
sacaba un amenazador cuchillo de su cinturón.
—¡Indios! —gritó la abuela Sarah sentada junto a la rueda del carromato—. Que
el Señor nos proteja.
Lone se rio. Él, como las mujeres, había estado observando con algo parecido a la
fascinación la orgía de muerte que se había desatado sobre el campamento… ahora,
al ver a Pequeño Rayo de Luna, pudo liberar esa tensión. La india cortó las correas de
sus muñecas, lo envolvió en sus brazos y apoyó la cabeza en el pecho del indio.
Un disparo en la lejanía produjo un rugiente eco que se elevó por el cañón. Les
rodeaban los restos de la vorágine. Había hombres que yacían en las posturas
grotescas de la muerte. Los caballos permanecían con la cabeza baja. El caballo gris,
que venía de la cabecera de la marcha, avanzaba y paraba arrastrando un cuerpo
inerte por el estribo. A excepción del gemido del viento, ese era el único sonido que
se escuchaba en el cañón.
Vieron a Josey reuniendo los caballos. Llevaba de las riendas un alazán con una
pistolera y un sombrero colgando del cuerno de la silla de montar vacía. Detrás del
alazán iba el enorme negro de Lone.
El ruano iba cubierto de sudor y le salía espuma de la boca. Josey detuvo los
caballos a la sombra del carromato y saludó educadamente a Laura tocándose el ala
del sombrero. Laura Lee asintió muda a su gesto. Se sentía incómoda con la manta, e
inquieta. ¿Cómo podía nadie actuar con tanta calma y mostrar buenas maneras, como
ese hombre, tras muertes tan violentas? Tan solo unos minutos antes había
disparado… y gritado… y matado. Laura le vio girarse en la silla y pasar una pierna
por encima del cuerno. No hizo amago de desmontar mientras cortaba
meticulosamente el tabaco con un cuchillo largo y se metía el trozo en la boca.
—Me alegra volver a verte, cheroqui —dijo a Lone arrastrando las palabras—,
me habría ido a México, pero tuve que venir a sacarte de aquí para que le enseñes a
esa squaw a comportarse.
Lone le sonrió.
—Sabía que eso terminaría por convencerte para regresar.
—Bueno —susurró Josey lacónicamente—, si eres capaz de hacérselo entender,
dile que con toda probabilidad estas dos damas estarían encantadas de que las liberase
y les diese un trago de agua… ropa y cosas así.
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Lone pareció avergonzarse.
—Lo siento, señora —murmuró a Laura Lee.
Pequeño Rayo de Luna sacó dos cantimploras de agua de los carromatos y
mientras Laura se echaba agua por la cara, Lone se arrodilló con una cantimplora
para la abuela Sarah.
Josey frunció el ceño.
—Me pregunto si habrá grano para los caballos.
—Sabía que lo preguntarías —dijo Lone secamente—. Mientras paseaba por aquí
detrás del carromato, silbando y cantando a la luz de la luna, me dije: tengo que
aprovechar algo de mi tiempo libre para comprobar si hay grano en esos carromatos.
Sé que el señor Wales sin duda vendrá cabalgando directamente y se levantará el
sombrero… y lo primero que hará será… preguntar si hay grano.
Laura Lee se sobresaltó cuando los dos hombres rompieron a reír. Estaban
rodeados de cadáveres sanguinolentos. Todos habían estado a punto de morir. Y ahora
se reían a mandíbula batiente… pero instintivamente, bajo esas risas, Laura percibió
cierto humor negro y un profundo lazo de unión entre el indio y el fuera de la ley.
Como si leyera los pensamientos de la joven, Josey desmontó, abrió la lona del
carromato y, tomándola del brazo, la ayudó a subir.
—Siéntese aquí, señora —dijo—. Buscaremos algo de ropa.
A continuación, se volvió hacia la abuela Sarah, la aupó en sus brazos y la colocó
con cuidado junto a Laura Lee.
—Ya está, señora —dijo.
La abuela Sarah le lanzó una mirada penetrante.
—No hay duda de que ha logrado quitarse de encima a todos… luchando o
haciéndoles huir.
—Sí, señora —respondió Josey cortésmente—. Pa siempre decía que uno debe
estar orgulloso de su profesión.
No le explicó que los comancheros que habían huido sin duda traerían con ellos a
más indios.
—¡Dios mío! —gritó la abuela Sarah.
Josey y Lone miraron en la dirección que la anciana señalaba.
Pequeño Rayo de Luna, con un cuchillo en una mano y dos cabelleras sangrientas
en la otra, estaba arrodillada junto a la cabeza de un tercer cadáver en el suelo. Laura
Lee se metió aún más adentro del carromato.
—No tiene intención de hacer nada… malo —dijo Lone—, Pequeño Rayo de
Luna es cheyene. Es parte de su religión. Mire, señora, los cheyenes creen que solo
hay dos maneras de evitar que uno vaya a las Tierras de los Espíritus: ser colgado, y
entonces el alma no puede salir por la boca, y la otra manera es perder la cabellera.
Pequeño Rayo de Luna se está asegurando de que sus enemigos no lleguen allí… y
así le resultará… bueno, más fácil, cuando llegue allí. Es parecido —Lone sonrió— a
un predicador de Arkansas que envía a sus enemigos al infierno. Los indios creen que
La mañana rompió roja y calurosa y ahuyentó el aire fresco del cañón. Josey y Lone
sacrificaron un buey y extendieron trozos de carne sobre el fuego sin humo que
Pequeño Rayo de Luna había encendido en una chimenea de la grieta del cañón.
Laura Lee obligó a la abuela Sarah, que protestaba débilmente, a recostarse en sus
mantas y se dirigió al fuego con los pies hinchados.
—Puedo trabajar —anunció con firmeza a Josey.
Pequeño Rayo de Luna sonrió y le pasó un cuchillo para que descuartizara el
buey. Tras salar unas finas tiras, las colocaron sobre las rocas planas para curarlas al
sol. Era ya bien entrada la tarde cuando comieron.
Laura Lee advirtió que los dos hombres nunca trabajaban juntos. Si uno trabajaba,
el otro vigilaba el borde del cañón. Cuando le preguntó a Josey por qué lo hacían así,
él le contestó con una sola frase.
—Es territorio comanche, señora. Es su tierra… no la nuestra.
Laura observó que ambos hombres miraban con minuciosa preocupación la
espiral de buitres que volaban en lo alto sobre las rocas donde yacían los
comancheros muertos.
Descansaron, ahítos de carne de buey, a la sombra de la pared del cañón. Josey se
acercó a Laura Lee y la abuela Sarah. Llevaba una pequeña olla de hierro y se
arrodilló junto a ellas.
—Lone ha machacado unas hierbas y tallos. Ayudará a bajar la inflamación.
Lo untó por los pies y las piernas de la anciana y cuando Laura Lee se ruborizó y
extendió tímidamente la pierna, él la miró a los ojos durante unos segundos.
—No pasa nada, señora. Hacemos… lo que tenemos que hacer para sobrevivir.
No siempre es bonito… ni apropiado, supongo. La necesidad es lo principal.
Laura Lee se tumbó sobre las mantas y se quedó dormida. Soñó con un enorme
caballo rojo que la embestía y la aplastaba, cabalgado por un hombre terrible con
cicatrices en la cara que gritaba y escupía muerte por sus pistolas. El profundo aullido
de un lobo cerca del borde del cañón la despertó. La abuela Sarah estaba sentada,
peinándose el cabello. Cerca en las sombras y frente a ellas estaba Lone. Pequeño
Rayo de Luna estaba echada en la tierra, con la cabeza apoyada en el muslo de Lone.
No vio a Josey Wales. El dolor y la hinchazón habían desaparecido de sus pies.
—¿Está…? ¿Dónde está el señor Wales? —preguntó Laura Lee a Lone.
Lone miró hacia el valle del cañón que ahora estaba inundado por la suave luz de
una luna casi llena.
—Está aquí —respondió en voz baja—, en algún lugar entre las rocas. No duerme
mucho, supongo que por todos los años de cabalgar en el campo.
Laura Lee vaciló y su voz sonó tímida.
—Le escuché decir que era familia de Pequeño Rayo de Luna… ¿lo es?
Era temprano cuando Laura se despertó. El sol ya rebasaba la parte superior del borde
del cañón, enrojeciéndolo y proyectando los rayos sobre la pared como un reloj de
sol. Pequeño Rayo de Luna enrollaba las mantas y guardaba los trastos en los
carromatos. La abuela Sarah, apoyada sobre manos y rodillas junto a un mapa de
papel desplegado en el suelo, señalaba distintas partes del mapa a Josey y a Lone,
ambos agachados junto a ella.
—Está en este valle, tiene un arroyo de agua clara. ¿Ven las montañas marcadas?
—decía la anciana.
Josey miró a Lone.
—¿Qué piensas?
Lone examinó el mapa.
—Yo diría que estamos por aquí —y a continuación colocó el dedo sobre el mapa
—. Aquí está el rancho del que habla la abuela y la montaña jorobada al norte.
—¿A qué distancia? —preguntó Josey.
Lone se encogió de hombros.
—Tal vez a unas sesenta millas… o tal vez cien. No sabría decir. Está al
suroeste… pero, de todas formas, nosotros también vamos en esa dirección… de
camino a la frontera.
Josey mascaba tabaco y Laura Lee advirtió que llevaba los pantalones de ante
limpios y que se había afeitado. Josey escupió.
—Supongo que las llevaremos a ustedes, y los carromatos, señora. Si no hay
nadie allí… tendremos que contratar algunos vaqueros… en algún lugar. No se
pueden quedar solas, dos mujeres, sin nadie más en este territorio.
—Miren —exclamó entusiasmada la abuela Sarah—, hay un pueblo llamado el
Paso del Águila… está junto a este río… Reio Grandi.
—Ese es el río Grande, señora —dijo Lone—, y Paso del Águila se encuentra
muy lejos de su rancho… en cambio, este pueblo de aquí, Santo Río, está más
cerca… quizás haya vaqueros allí.
Mientras hablaban, Laura Lee ayudó a Pequeño Rayo de Luna a cargar los
carromatos. Se sentía refrescada y fuerte y los mocasines se ajustaban bien a sus pies.
Pequeño Rayo de Luna estaba arrodillada recogiendo los cacharros y sonrió a Laura
Lee… la sonrisa se congeló en su rostro.
—Comanches —dijo en voz baja… y luego, más fuerte para que Josey y Lone lo
oyeran—. ¡Comanches!
Lone empujó bruscamente a la abuela Sarah al suelo y se tiró sobre ella. Josey dio
dos grandes zancadas, empujó a Laura Lee hacia atrás y se dejó caer, totalmente
estirado, sobre ella. Pequeño Rayo de Luna ya estaba tumbada en el suelo y con la
cabeza bajada.
Condujeron los carromatos entre las paredes del cañón y salieron a la llanura; a
continuación se dirigieron al suroeste atravesando un horizonte infinito. Lone,
montado sobre el negro, lideraba la marcha a lo lejos. Pequeño Rayo de Luna y la
abuela Sarah estaban acomodadas en el asiento del carromato en cabeza, y Laura Lee
conducía el segundo, sola. Tras ella, los caballos de los comancheros, alineados en
una larga fila y atados unos con otros, la seguían sujetos a la portezuela trasera del
carromato. Unos grandes odres llenos de agua se balanceaban sobre sus lomos como
gibas de camello torcidas.
Lone avanzaba al paso rápido que le iba bien a las grandes mulas. Josey
cabalgaba por los laterales de los carromatos de un lado a otro de la caravana y
observaba el horizonte. Se dio cuenta enseguida de que Laura Lee jamás había
conducido mulas. Había comenzado acortando las riendas, e intermitentemente las
soltaba o las tensaba… pero aprendía rápido y Josey no le dijo nada… De todas
formas se adivinaba una determinación demasiado arraigada en el tenso rictus de
Laura Lee como para hablarle de ello.
En dos ocasiones Josey vio pequeñas nubes de polvo por encima de la superficie
de la llanura, pero estas se alejaron hasta desaparecer. Acamparon para pasar la noche
entre la bruma morada del anochecer; colocaron los carromatos formando una uve y
ataron las mulas y caballos cerca, en un prado de hierba de búfalo.
Lone sacudió apesadumbrado la cabeza cuando Josey habló sobre las nubes de
polvo.
—Es imposible saberlo. Sabemos que ese comanche no viaja solo… y que hay
apaches por los alrededores. No sé con cuáles preferiría enfrentarme… ambos son
más malos que la tiña.
Josey se encargó del primer turno, paseando en silencio entre los caballos.
Cualquier banda de guerreros nómadas iría en primer lugar a por los caballos… y en
segundo lugar a por las mujeres. La luna brillaba con intensidad provocando el agudo
aullido del coyote y la solitaria llamada de un lobo búfalo en la lejanía. La luna ya se
había inclinado hacia el oeste cuando Josey retiró la manta a Lone para despertarle…
y encontró que Pequeño Rayo de Luna estaba echada junto a él. Josey se agachó a su
lado.
—Me alegra ver que has formado un hogar —dijo, y fue recompensado con una
sonrisa bobalicona de Lone y un puntapié de Pequeño Rayo de Luna en la espinilla.
Mientras se estiraba entre sus mantas bajo el carromato, Josey sintió con alivio
que la preocupación que le había estado carcomiendo por dentro por el anciano
cheroqui y la mujer india se desvanecía. Lone y Pequeño Rayo de Luna habían
encontrado un hogar, aunque solo fuera bajo una manta india. Quizás… encontraran
un lugar… una vida… en el rancho de la abuela Sarah. Él cabalgaría a México solo.
Diez Osos viajaba hacia el norte escapando del invierno para llegar a la tierra de los
mexicanos, al sur del río misterioso que los soldados a caballo se negaban a cruzar.
Junto a él cabalgaban cinco jefes indios a sus órdenes, doscientos cincuenta guerreros
curtidos en el combate y más de cuatrocientos niños y squaws. Cargados con el botín
y las cabelleras fruto de las incursiones en los pueblos y ranchos del sur, habían
cruzado el Río Grande hacía dos días. Regresaban en primavera como siempre habían
hecho… y como siempre seguirían haciéndolo. Las costumbres de los comanches no
iban a ser alteradas por los soldados a caballo, porque los comanches eran los mejores
jinetes de las Llanuras y cada uno de sus guerreros equivalían a cien chaquetas
azules.
Diez Osos era el jefe de guerra más importante de los poderosos comanches.
Incluso el gran Nube Roja de los sioux oglala, en el norte, le llamaba Jefe Hermano.
No existía rivalidad entre los jefes a su mando, porque su poder, su fama, era toda
una leyenda. Había liderado a sus guerreros en cientos de incursiones y batallas y
había probado su sabiduría y coraje en mil ocasiones sin duda alguna. Hablaba
fluidamente la lengua del hombre blanco y el último otoño, cuando la hierba de
búfalo ya se volvía parda, conoció al general Sherman en el Llano Estacado y le dijo
que las costumbres de los comanches no iban a cambiar. Diez Osos siempre mantenía
su palabra.
Cuando recibió el mensaje de que el general de los chaquetas azules deseaba
conocerle, se negó en un principio. Habían tenido lugar cuatro reuniones en cinco
años y en todas las ocasiones el hombre blanco le ofrecía una mano en señal de
amistad, al tiempo que sujetaba una serpiente en su otra mano. En todas las reuniones
había un chaqueta azul nuevo, pero las palabras siempre eran las mismas.
Por fin, accedió a reunirse y eligió el Llano Estacado como el punto de
encuentro… porque esa era la llanura de estacas que el hombre blanco temía cruzar;
donde los comanches cabalgaban con total impunidad. Era el lugar apropiado a ojos
de Diez Osos.
Se negó a sentarse y, mientras el líder de los chaquetas azules hablaba, él
permaneció erguido con los brazos cruzados y en pétreo silencio. Fue como había
sospechado; mucha cháchara de amistad y buena voluntad hacia los comanches… y
órdenes para que los comanches se trasladaran a los límites de la llanura, donde el sol
moría todos los días.
Cuando el chaqueta azul terminó de hablar, Diez Osos habló con una voz
embargada por la ira.
—Nos hemos reunido muchas veces antes, y todas las veces he estrechado tu
mano, pero cuando la sombra se acortó sobre la tierra, las promesas se rompieron
como ramas secas pisoteadas bajo tus botas. Tus palabras se las lleva el viento y
En el dulce porvenir,
nos encontraremos en esa bella orilla
en el dulce porvenir,
nos encontraremos en esa bella orilla
Los exploradores le informaron de que solo dos de los caballos llevaban jinete y Diez
Osos captó el significado de los carromatos… squaws blancas. Ordenó que se
montara el campamento en terreno abierto a los pies del valle. Diez Osos se
enorgullecía del cuidado orden de los círculos perfectos y apiñados de tipis que
marcaban las costumbres estrictas y disciplinadas de los comanches. No eran
descuidados como lo fueron los tonkaways, y los tonkaways ya no existían; los
comanches los mataron a todos.
Diez Osos odiaba y sentía asco por los tonkaways. Se había rumoreado por toda
la Nación Comanche, así como por la Kiowa y la Apache, que los tonkaways eran
caníbales. Diez Osos tenía la certeza de que lo eran. Cuando era un joven guerrero,
tras pasar su rito de madurez y todavía inexperto en las artes del rastreo, fue
capturado por ellos; él y Caballo Moteado, otro joven guerrero.
Los ataron, y esa noche, cuando los tonkaways estaban sentados alrededor del
fuego, uno de ellos se levantó y se acercó a los jóvenes. Llevaba un largo cuchillo en
la mano, rebanó una tajada de carne del muslo de Caballo Moteado y se lo llevó y lo
asó sobre las llamas. Otros se acercaron y cortaron más carne de Caballo Moteado, de
las piernas y la entrepierna, y con tono amistoso le felicitaron personalmente por lo
bien que sabía su carne.
Cuando abrían algún flujo de sangre, lo marcaban con un hierro candente para
detener el flujo… y así mantener a Caballo Moteado vivo durante más tiempo. Diez
Osos y Caballo Moteado los maldijeron… pero Caballo Moteado no lloró por miedo
o por el dolor, y cuando empezó a sentirse débil se puso a entonar su canción de
muerte.
Cuando los tonkaways dormían, Diez Osos se soltó las ataduras, pero en lugar de
salir corriendo, usó las armas de los propios tonkaways para matarlos. Con los
caballos capturados cargados con el esqueleto amputado de Caballo Moteado y una
docena de cabelleras, cabalgó cubierto de la sangre de sus enemigos de regreso con
los comanches. No se lavó la sangre del cuerpo durante una semana y la balada sobre
la historia de Caballo Moteado y el coraje de Diez Osos se cantaba en todas las
tiendas de los comanches. Fue el comienzo de la ascensión de Diez Osos al poder y el
inicio del fin de los tonkaways.
Ahora, en la espesa oscuridad del anochecer, los jefes habían ordenado a sus
squaws que encendieran hogueras separadas a lo largo del frío arroyo. Sus tipis
bloqueaban la entrada… o la salida… al valle.
Diez Osos conocía la cabaña del hombre blanco al fondo del valle, donde las
paredes del cañón se juntaban. Se asentó allí durante el periodo de paz, después de
uno de los encuentros entre los comanches y los chaquetas azules, y tras promesas
que jamás se cumplirían. En una ocasión, Diez Osos fue a matar al hombre blanco y a
Josey dormía con sueño ligero en su dormitorio frente al de Laura Lee. No se acababa
de acostumbrar a las paredes ni al tejado… ni a aquel silencio alejado de los sonidos
nocturnos de las caravanas. Todas las noches Laura Lee le oía levantarse varias veces
y andar sigilosamente por el pasillo de adoquines de piedra y luego regresar.
Sabía que ya era tarde cuando un silbido grave la despertó. Provenía de la
estrecha ventana con una rendija para el rifle de la habitación de Josey y le escuchó
andar, rápidamente y con sigilo, por el pasillo. Laura le siguió descalza con una
manta echada sobre el camisón y permaneció escondida en las sombras y evitando el
cuadrado de luz lunar que brillaba sobre el suelo de la cocina. Fue Lone el que se
encontró con Josey en el porche trasero… y Laura los escuchó.
Capítulo 21
Kelly, el camarero, mataba moscas verdes en el salón Lost Lady. Le corría el sudor
por la punta de la nariz y por el rostro picado por la viruela. Maldijo el asfixiante
calor del mediodía; el sol abrasador que cegaba la visión en cuanto uno salía por las
puertas batientes… y la monotonía que lo invadía todo.
Ten Spot[11], con puños desgastados y un bigote fino de dandi, repartía manos de
cinco cartas a sus dos únicos clientes: un cowboy venido a menos y un vaquero
mexicano mal encarado.
—Posible escalera —anunció Ten Spot con voz monótona mientras descubría las
cartas.
—Veo cinco centavos —siseó Kelly en voz baja, tras lo cual aplastó una mosca
verde posada en la barra.
—Maldito farolero —susurró lo suficientemente alto para que Ten Spot le
oyera… pero el jugador no levantó la mirada. Kelly había visto a jugadores DE
VERDAD en Nueva Orleans… antes de que tuviera que salir huyendo de allí.
Rose salió de un dormitorio de la parte trasera, bostezando y pasándose el peine
por la melena despeinada.
—A la porra —dijo, y lanzó el peine sobre la mesa. Dio unos golpecitos en la
barra y Kelly deslizó hábilmente un vaso y una botella de Red Dog frente a ella.
—¿Cuánto le pudiste sacar? —preguntó Kelly.
Rose descartó el vaso y pegó un enorme trago directamente de la botella. Luego,
la recorrió un escalofrío.
—Dos dólares y veinte centavos —y, a continuación, dejó de un golpetazo el
dinero sobre la barra.
En sus ojos se adivinaba ese brillo de la mujer que acaba de salir del lecho de
amor y llevaba el carmín corrido y los labios agrietados.
—Mierda —exclamó Kelly, al tiempo que recogía el dinero y escupía en el suelo.
Rose sirvió una copa de tres dedos en el vaso para beber más cómodamente.
—Bueno —farfulló filosóficamente—, ya no soy una jovencita. Debería haberle
pagado yo a él.
La mujer se quedó mirando con ojos soñadores las botellas que había tras la barra.
Ya no era joven. Se suponía que su cabello era pelirrojo; la etiqueta de la botella de
tinte garantizaba ese resultado… pero era naranja donde no despuntaban mechones
grises. Su rostro se había marchitado por los años y los pecados y sus grandes pechos
colgaban peligrosamente de un corsé extra-grande. No tenía competencia en Santo
Río. La última parada para Rose.
Chato Olivares y Travis Cobb se adaptaron a la vida del Rancho del Río Torcido,
como decía Lone, «como jabalís a un barrizal». Eran buenos con la cuerda y jinetes
osados… y entusiastas comensales a la mesa de la abuela Sarah. Los dos jinetes
vivían en el confortable barracón, pero comían en la cocina de la casa principal con
todos los demás. Las maneras del Viejo Mundo de Chato Olivares al principio ponían
nerviosa a la abuela Sarah, pero luego comenzaron a agradarle. La anciana dio
gracias al Señor en uno de sus sermones dominicales y añadió que «tales maneras nos
traen algo de civilización, maneras que algunos otros de por aquí podrían intentar
imitar».
Josey y Lone cabalgaban con los cowboys en busca de reses en arroyos
bloqueados por matorrales y también en el valle. Era un trabajo duro y agotador y
suponía levantarse antes del amanecer y acarrear ganado hasta el anochecer.
Construyeron un corral en forma de abanico en uno de los arroyos y estrecharon la
alta cerca hasta que solo una res podía atravesar el pasadizo. Allí, en el pasadizo,
estampaban en la res la marca del Río Torcido de los comanches en los lomos y los
soltaban, bufando y relinchando, de vuelta al valle.
Solo los añojos y los terneros tenían que ser enlazados y tumbados, y Chato y
Travis eran expertos con los lazos largos. Desdeñaban la costumbre de dar la vuelta a
la cuerda en el cuerno de la silla; la técnica que empleaban para derribar a la res era
sacudir la cuerda interceptando las patas del animal para hacerlo caer. Eran dos
trabajadores expertos y orgullosos de su oficio.
Josey permaneció allí durante los largos meses de verano. Sabía que debería haberse
marchado ya… antes de que llegaran hombres buscándolo; antes de que aquellos a
quienes amaba se vieran metidos en una guerra por su lealtad hacia él. En silencio,
maldijo su propia debilidad al quedarse… pero retrasó su marcha… saboreando el
trabajo duro, los momentos con los cowboys tras finalizar el trabajo del día, e incluso
los «servicios» de los domingos; también la paz de las tardes de verano, cuando
paseaba con Laura Lee por las orillas del arroyo y junto a la cascada. Se besaron y
acariciaron e hicieron el amor a las sombras de los sauces, y el rostro de Laura Lee
brillaba con una felicidad que burbujeaba en sus ojos, y como todas las mujeres…
hizo planes. Josey Wales fue enmudeciendo por la culpa que sentía; por su pecado al
quedarse donde no debería quedarse. No podía decírselo a ella.
Josey poco a poco fue instruyendo a Lone para que asumiera la vara de mando del
rancho y comenzó a cabalgar a solas durante más tiempo, dejando a Lone que
dirigiera el trabajo. Envió a Travis Cobb al este, a una semana de viaje, en busca de
ranchos para recabar noticias sobre el acarreo de reses y dónde debían agrupar su
El final del verano se desvanecía suavemente y los primeros fríos llegaron con el
viento, encendiendo los tempranos rayos dorados sobre los álamos del arroyo. Josey
Wales sabía que se habían extendido las noticias desde la frontera… desde Santo
Río… y sabía que había permanecido allí demasiado tiempo.
Fue la abuela Sarah quien le dio la oportunidad. Durante la cena se quejó por la
falta de suministros y Josey, demasiado rápidamente, se ofreció:
—Yo iré.
Y a través del brillo de las velas de sebo sus ojos se encontraron con los de Lone.
El cheroqui lo supo… pero no dijo nada.
Ensilló la montura con la primera luz de la mañana y olió el otoño en el viento. Se
iba a llevar a Chato con él y dos caballos de carga… pero solo Chato y los caballos
regresarían. Lone apareció en el corral y le observó ajustando las cinchas de la silla y
colocando el petate… un petate para un largo viaje… detrás del arzón.
Josey se volvió hacia el indio y colocó una bolsa de monedas de oro en su mano.
Le quitó importancia.
—Esto no es mío… tengo lo mío aquí mismo —y al decirlo, dio unos golpecitos a
las alforjas—. Eso de ahí es tuyo, era… la parte de Jamie, así que… ahora es tuya. Él
habría querido que la usaras con… la familia.
Se estrecharon las manos en la tenue luz y el alto cheroqui no habló.
—Dile a Pequeño Rayo de Luna —comenzó a decir Josey—… ah, demonios,
regresaré aquí y apadrinaré a ese pequeño que está de camino.
Josey y Chato pasaron la noche acampados a unas diez millas de Santo Río y entraron
en el pueblo a última hora de la mañana del día siguiente. Chato había estado
apagado durante todo el viaje y su habitual buen humor había dado paso a largos
periodos de silencio similares a los de Josey. No habían hablado de la marcha de
Josey, pero Chato conocía la reputación del fuera de la ley y sabía cuáles eran las
costumbres de la frontera. Las noticias del asesinato en Santo Río no pudieron
mantenerse en secreto… y un pistolero no tenía más opción que seguir en
movimiento. Chato le tenía pavor al momento de la despedida.
Compraron y cargaron los suministros en los caballos frente al almacén Mercantil
General. Avena y harina, azúcar y café, beicon y alubias… y sacos de chucherías.
Cuando terminaron de atar el último fardo en el caballo, Josey colocó encima un
sombrero amarillo de paja de mujer con una cinta en la corona. Miró a Chato por
encima del lomo del caballo.
—Es para Laura Lee. Dile… —dejó la frase inacabada.
Chato miró al suelo.
—Le entiendo, señor —farfulló—, se lo diré.
—Bien —dijo Josey con aire decidido—, tomemos una copa.
Dejaron los caballos frente al almacén y se dirigieron andando al Lost Lady. Se
tomaría una copa con Chato, y este se dirigiría al norte con los caballos de carga, de
regreso al rancho. Josey Wales cruzaría el Río Grande.
Ten Spot estaba jugando un solitario en la mesa del rincón cuando entraron. Josey
y Chato pasaron junto a dos hombres que bebían en la barra y se colocaron al final.
Rose estaba sentada a una de las mesas, sola, y lanzó una mirada de advertencia a
Josey cuando este le lanzó un saludo.
—Buenos días, señorita Rose —e inmediatamente se puso en guardia.
La atmósfera era sofocante y tensa. Kelly les llevó las cervezas, pero tenía el
rostro blanco y demacrado. Limpió vigorosamente la barra delante de Chato y Josey
y en voz baja, les susurró:
—Un hombre de Pinkerton, y alguien que se hace llamar ranger de Texas… te
buscan.
Chato se enderezó y su sonrisa se evaporó. Josey acercó la jarra de cerveza a sus
labios y por encima del borde examinó a ambos hombres.
Hablaban en voz baja. Ambos eran corpulentos, pero mientras que uno llevaba un
bombín y un traje del Este, el otro llevaba un polvoriento sombrero de cowboy que
probaba la excelente calidad de las manufacturas del señor Stetson. Tenía el rostro
quemado por el viento y llevaba el atuendo de un cowboy cualquiera. Ambos
llevaban pistolas en las caderas y delante de ellos, sobre la barra, había una escopeta
recortada. Eran policías profesionales, aunque de dos mundos distintos.
Aparecieron una semana más tarde; Ten Spot, Rose y Kelly. Llevaron con ellos al
padre, a un violinista, dos vaqueros extra, uno de ellos con su guitarra, y tres señoritas
de ojos de azabache que habían llegado «justo a tiempo» del otro lado del río.
Llegaron cargados con regalos de Texas, como un par de botas para Laura Lee,
botellas de whisky barato, barriles de cerveza y un lazo para el pelo de la abuela
Sarah. Llegaron vitoreando y armando jaleo, al estilo de Texas… preparados para una
boda, y se encontraron con dos; Josey con Laura Lee y Lone con Pequeño Rayo de
Luna.
Rose estaba resplandeciente como dama de honor ataviada con un vestido dorado
con lentejuelas que reflejaban la luz cuando andaba. El padre frunció el ceño
ligeramente al ver la barriga de Pequeño Rayo de Luna, pero suspiró y se resignó; así
eran las cosas en Texas. Pequeño Rayo de Luna disfrutaba inmensamente la
ceremonia del hombre blanco y, como le habían dicho, gritó «¡Claro!» cuando le
preguntaron si quería ser la esposa de Lone.
La celebración duró varios días, siguiendo la tradición texana, hasta que las
manos del violinista se pusieron demasiado rígidas para poder sujetar el arco… y el
licor se agotó.
Aún no había transcurrido un periodo de tiempo decente desde la boda cuando
llegó al mundo la pequeña de ojos almendrados concebida por Pequeño Rayo de
Luna… y por Lone. La abuela Sarah mimaba al bebé y dedicaba sermones y
oraciones a Laura Lee y Josey para que tal circunstancia contara con la aprobación
del Señor.
Los otoños y las primaveras llegaron y marcharon y Diez Osos descansaba y
hacía medicina con su gente de camino a su destino. Hasta el otoño en el que Diez
Osos y los comanches dejaron de aparecer. Su palabra de hierro había sido verdadera.
Y Josey pensó en ello… lo que podría haber ocurrido… si hombres como el ranger
hubieran parlamentado con Diez Osos… como él lo había hecho. Aquel pensamiento
le asaltaba principalmente durante la calima turbadora y humeante del veranillo de
septiembre… cada otoño, cuando el oro y el rojo coloreaban el valle, en recuerdo de
los comanches.
El primogénito de Josey y Laura Lee fue un niño; de ojos azules y rubio, y ahora
la abuela Sarah se relajó para envejecer con la satisfacción de que la semilla había
sido sembrada en la tierra. No le pusieron al bebé el nombre del padre de Josey, por
insistencia de Josey Wales. Y, así pues, le llamaron Jamie.
El capitán examinó los carteles durante un buen rato. Sus rurales ya estaban
montados, esperándole.
Los guerrilleros de Misuri eran conocidos por todos los militares, incluso en
México; los James, los Younger, el Sanguinario Bill Anderson, Josey Wales, Fletcher
Taylor, Quantrill; nombres legendarios de feroz y sangrienta reputación… pero
irreales.
El capitán enrolló los carteles, los dobló y se los guardó en el interior de su
abrigo, tomó un último trago de la botella y condujo a sus jinetes hacia el Río Grande
dejando una columna de polvo tras de sí.
Se encogió de hombros. Podía colgar los carteles en los pueblos por los que
pasara de camino al sur. Así alertaría a los consabidos pistoleros; esa recompensa era
dinero, mucho dinero.
Sin embargo, mientras cruzaba el Río Grande, no pudo evitar echar la mirada
atrás por encima del hombro. Curiosamente, el sol brillaba con destellos de acero.
Sobre la tierra agrietada que quedaba a sus espaldas, al norte, se cernían sombras,
oscuras y funestas.
El capitán Jesús Escobedo tembló inesperadamente y sintió frío.
El sol se puso por el oeste y se reflejó en rojas ondas sobre el Río Grande,
enrojeciendo también los cactus y el mezquite y poco a poco oscureciendo todo hasta
un tono morado en la penumbra. El primer coyote aulló a lo lejos. El viento soplaba
remolinos de polvo que bajaban por la calle de Santo Río. Nadie caminaba por ella.
Dentro del Lost Lady, Kelly estaba plácidamente muerto y sentado con las manos
cruzadas frente a él. Sus ojos se dirigían hacia la retorcida silueta de Melina. Incluso
muerta, la joven poseía una elegancia delicada, como una bailarina con la sangre
congelada y con la cabeza inclinada sumisamente.
Pablo Gonzales regresó. Como el perro que regresa donde en alguna ocasión le
dieron de comer, Pablo regresó al Lost Lady. Vaciló en el umbral de aquella
sobrecogedora escena de muerte y se quitó el sombrero de paja para persignarse.
Estuvo a punto de salir corriendo.
Pero se sintió empujado a adentrarse de puntillas pasando junto a Kelly y Melina,
en dirección a Rose.
Rose jamás puso precio a la bondad que le había mostrado, deslizando
descuidadamente las monedas en su mano con un guiño, o una maldición, para
disimular la limosna. Y, por ello, Pablo se quedó de pie junto a ella, para suplicar a
Nuestra Señora de Guadalupe que intercediera por ella. No poseía ningún otro regalo.
Había sentido miedo. Debería haberla advertido y ahora estaba avergonzado. Por
segunda vez en su vida, Rose, la prostituta, recibió unas disculpas.
Pablo rezó, y a través de las oscuras sombras observó el rostro de Rose. Sus ojos
estaban cerrados… un par de rendijas hinchadas y amoratadas.
Los ojos se abrieron. Pablo trastabilló hacia atrás, pero los ojos seguían clavados
en él, febriles e hipnóticos, paralizándolo. El rostro de la mujer se torció; luego,
claramente y con voz ronca, se escuchó un susurro.
—He estado aguantando… Pablo. Ven aquí… acércate.
Pablo se arrodilló junto a su cabeza.
—Señorita…
—¡Cállate! —le ordenó Rose—. Escucha… ya no voy a aguantar… mucho más.
Ve al Rancho de Río Torcido… busca a Josey Wales… ¿me escuchas?… Josey
Wales.
Pablo asintió.
—Sí, la escucho, señorita Rose.
Rose tragó saliva y cerró los ojos durante un rato tan largo que Pabló pensó que
se había muerto. El enorme cuerpo inspiró. Los ojos se volvieron a abrir.
—Dile a Josey Wales… que Ten Spot está vivo… a Ten Spot se lo llevó el capitán
Jesús Escobedo… Escobedo… Ten Spot… ¿me escuchas? —no esperó la respuesta
—. Dile a Josey que te dije… que te dé doscientos oros… te los dará… ¿me oyes?
De un color negro aún más oscuro que el cielo, la montaña parecía alejarse, pero al
momento empezó a crecer: se elevaba desnuda con los dientes irregulares de los
cerros y, entonces, se convirtió en dos montañas, una paralela a la otra, deslizándose
hasta el desierto.
Ya amanecía cuando Pablo rodeó la ladera del monte más cercano. Un arroyo
claro discurría por el valle entre las montañas. A la entrada se veían signos
comanches, y cuando avanzó por el valle la marca de los árboles llevaba la señal, la
marca del Rancho Río Torcido… pero también la señal de la serpiente sinuosa de los
comanches.
La hierba llegaba hasta las rodillas del poni y el arroyo de aguas claras y poco
profundas siempre corría por el centro. Había álamos y robles a ambas orillas del
arroyo. Pablo vio berrendos, ciervos de cola negra, codornices y grévoles engolados.
El dulce y enérgico olor a vida del agua, la hierba, los árboles, encerrado entre las
montañas impactaba los sentidos de un jinete procedente del desierto.
Enormes y tenues siluetas de cuernilargos alzaban sus magníficas cabezas a su
paso y se alejaban al trote con bufidos de advertencia. El valle parecía intacto, a
excepción de la marca sinuosa.
Pablo continuó cabalgando y las paredes se alzaron más altas a ambos lados, y
casi se juntaban en algunos lugares formando una estrecha quebrada cubierta de
hierba para luego abrirse hasta media milla de anchura. Ahora la luz disipó las
penumbras de las primeras luces del alba.
Instintivamente, Pablo miró hacia atrás. Le seguía un jinete. Llevaba un sombrero
mexicano y una chaquetilla, con las chaparreras acampanadas del vaquero. Pablo
tenía miedo de hablar o de pararse. Le saludó con la mano, pero el vaquero no hizo
ningún movimiento visible. Pablo azuzó al poni hasta ponerlo al trote y escuchó que
el otro caballo le seguía al paso a sus espaldas.
Trotaron a un ritmo constante durante una o dos horas entre las serpenteantes y
altas paredes de las montañas. Los cuernilargos y las aves ahora abundaban más y,
cuando se giró sobre el poni para mirar a su alrededor, Pablo vio que el vaquero le
seguía en silencio.
Al frente, las montañas se juntaban cerrando el valle. Pablo vio el bajo edificio
principal de adobe del rancho, rodeado de álamos y cedros. Alrededor de la casa
había construcciones de adobe más pequeñas y detrás una cascada de agua cristalina
que caía desde una estrecha grieta.
Estaba casi entrando en el patio de la casa cuando escuchó un fuerte silbido,
«¡SKIIIIiiiii!», procedente del vaquero a sus espaldas. Era el trino del chotacabras
montañés de Tennessee y fue respondido por un peculiar silbido corto y rápido, el
trino de un añapero. Ambos sonidos eran desconocidos para Pablo.
Pablo les contó toda la historia. Vaciló al hablar sobre lo que les sucedió a Rose y
Melina.
—Cuéntalo todo.
Era la voz suave y cortante como el acero de Josey Wales. Y Pablo lo contó todo.
Nadie dijo nada cuando acabó.
El bebé indio gimoteó en medio del silencio al soltarse del pecho e
instintivamente Rayo de Luna lo abrazó más fuerte.
El silencio esperaba a Josey Wales, a que el calor, la negra ira, se desvaneciera y
muriera en sus ojos. Lentamente, estos se inundaron con la sobria luz de la calmada
deliberación. Fue algo casi físico.
—Maldita sea —susurró la abuela.
Josey señaló a Pablo.
—Miguel, llévalo al arroyo y dale algo de ropa que ponerse.
Miguel se levantó en silencio y se apresuró a salir con Pablo de la habitación. Los
hombres se levantaron, separando las sillas al mismo tiempo que Josey Wales. Le
siguieron al patio.
Bajo los álamos, se sentaron en cuclillas formando un círculo compacto,
encogidos de hombros para protegerse del viento que aullaba en el cañón: Chato
Olivares, Lone Watie, Travis Cobb y Josey Wales.
Con un palo, Chato dibujó el mapa de México en la tierra.
—Estamos aquí —dijo marcando el suelo—. Debajo de nosotros, al otro lado del
Río Grande, está el estado de Chihuahua; al oeste, Sonora; al sur, Durango. El capitán
Escobedo probablemente esté en Chihuahua. Es un lugar… grande, Josey.
Josey Wales desenvainó un largo cuchillo de su bota de caballería, cortó un trozo
de tabaco y se lo metió en la mejilla. Lo masticó despacio y no habló.
—No lo entiendo —dijo Travis Cobb arrastrando las palabras—, le volaron los
sesos a Kelly y ensillaron a Ten Spot… ¿Por qué no mataron a Ten Spot?
La sonrisa de Chato brilló bajo su bigote.
—Comprende al capitán Escobedo. Se divierte un poco por la frontera; solo
putas. Mata a los testigos y se lleva a un criminal a quien, según él, estaba
persiguiendo. Esto lo justifica en caso de que se hagan preguntas. Además, Ten Spot
les servirá a los rurales… como ejemplo para asustar a los peones. El capitán
Escobedo no solo es soldado, también es político. Está uno bueno —Chato acabó y se
encogió de hombros por la simpleza de todo aquello.
Los hombres se levantaron y observaron a Miguel, que regresaba con Pablo. El
peón llevaba chaparreras acampanadas sobre botas de tacón alto de vaquero, una
chaqueta ajustada con una manga enganchada de su hombro y un sombrero de cuero.
Miguel sonrió.
Era una vieja ruta. Estrecha y erosionada hasta las rojas rocas del lecho. Siglos de
indios habían transitado por ella, ya que era una de las arterias principales hacia el
sur.
El instinto de guerrillero de Josey Wales le dictó que convenía cabalgar
manteniendo cierta distancia entre ellos. Él encabezaba, Chato le seguía a unas
cincuenta yardas y Pablo cerraba la marcha. No se debe agrupar a los hombres en
lugares estrechos.
Observó el filo de las montañas sobre sus cabezas. La luz se apagó. Sin la luz que
se reflejaba en la pradera, el cañón quedó a oscuras y Josey silbó para que Chato y
Pablo se acercaran. La seguridad ahora dependía del sentido del oído. Al distinguir
los ecos resonantes de los cascos de los caballos y asignar mentalmente ese sonido a
la rutina y a un segundo plano… tan solo quedaba el silencio para que los sentidos
estuvieran alerta.
Fue el sonido del agua lo que hizo que Josey se detuviera. Un tenue gorgoteo en
algún lugar entre rocas. Lo encontraron en una grieta que surcaba la pared del cañón,
un arroyo no más ancho que el dedo de un hombre se derramaba por las rocas. Allí
Pablo aprendió que los caballos iban primero.
Llenaron los sombreros, dieron de beber a los caballos, desmontaron y los
frotaron con mantas. Mientras los caballos comían grano de los morrales, Josey
levantó con cuidado los cascos y los palpó en busca de guijarros que pudieran
lesionarlos.
Solo entonces comieron los hombres, frugalmente, algo de beicon en salazón y
tasajo de ternera, y durmieron como antes, con las riendas atadas a las muñecas.
El lecho del cañón se elevaba a medida que cabalgaban a la luz previa al
amanecer. Cuando el sol tintó de rojo las superficies de las rocas, se encontraban en
una meseta sin árboles. Las huellas de los rurales estaban muy apiñadas,
serpenteando entre chaparrales y mezquite; junto a estas, las marcas implacables de
mocasines.
A pesar del calor creciente, recorrieron la meseta a un trote lento. El sudor
empapaba el borde de las mantas de la silla y dejaba hilillos en el polvo acumulado
sobre las patas del caballo.
Pararon en una ocasión, a mediodía, para que descansaran los caballos.
—Estamos avanzando al doble de velocidad que ellos —dijo Chato señalando las
huellas—. Mira, las huellas de sus caballos son planas, no están hendidas. Van
andando. Los apaches… —señaló la marca del mocasín—, siguen corriendo… los
dedos de los pies están bastante hundidos en la tierra. Pueden aguantar más que un
caballo… son diablos tras un rastro.
Sopesando lentamente la situación, Josey examinó el rastro.
Chato había tenido parte de razón acerca del destino de Escobedo. Coyamo, al oeste.
Tras abandonar Saucillo con cincuenta jinetes, Escobedo se sacudió la extraña y
persistente gelidez que le habían dejado las palabras de Kelly. Josey Wales… unas
palabras e imágenes dementes balbuceadas por un cantinero borracho de tequila. Una
superstición propia de un peón, tal vez, pero no del capitán Jesús Escobedo.
No había elegido la plaza de Coyamo al azar. Había cálculo, eficiencia y
ambición en los planes de Escobedo.
Las ricas minas de plata salpicaban el territorio de aquella zona, con sus tesoros
enterrados en las profundidades, pero los peones huían de noche; las mejores familias
no fueron capaces de desarrollar pueblos. Y ni sacerdote, ni oración, ni espada alguna
lograba aumentar la escasa población. Y todo por una sola razón. Los apaches. La
muerte sigilosa que asaltaba, asesinaba y usaba las artimañas del Diablo en el
desempeño de su insaciable terror.
Los apaches eran como humo en la mano; no se enfrentaban ni luchaban, sino que
corrían hacia Sierra Madre, pero siempre, siempre, regresaban para volver a golpear.
Eran motivo de gran dolor y vergüenza para el gobernador de Chihuahua, así
como para el resto de gobernadores de todos los estados del norte. Eran un gran
problema en la propia Ciudad de México. La civilización no solo había sido detenida
por un puñado de animales asesinos, además estaba retrocediendo.
El hombre de ingenio y previsor, de acción y cuidadosa planificación, tiene
posibilidades de llegar a ser coronel, o incluso general. Detentando tal poder, podría
sacar tajada de una parte de la plata de las minas, jugar la baza de la reforma del
territorio en Ciudad de México con Benito Juárez, y con la otra mano devolver la
tierra a los Dones y compartir algo con ellos también. De general a Don no era un
paso imposible. ¡Don General Jesús Escobedo! Una justa restitución de su nombre a
la aristocracia a la que pertenecía.
Tan solo había dos machos en el campamento apache que él y sus rurales habían
atacado por sorpresa. Uno de ellos había escapado. El otro fue hecho prisionero.
¡Treinta y cinco perras y bastardos pasados a cuchillo! Tenía otro apache cautivo, una
Al principio, todo le daba igual. Tumbado perpendicular sobre el lomo del caballo,
con la cabeza hacia abajo, viendo tan solo el suelo y escuchando a los rurales
mientras hablaban y maldecían al cabalgar junto a él, a Ten Spot ya todo le daba
igual.
Como le había pasado desde Shenandoah. ¡Bella y verde Shenandoah acunada
por las montañas! Tras la muerte de sus padres, vivió allí solo. Un escolar con sus
libros y su huerto. Sus manzanos que estallaban en primavera con delicados colores
rosas en contraste con sus ramas blancas, su fragancia que endulzaba las hojas que
olían a tierra de los robles de montaña y el olor penetrante del pino. ¡Sus manzanos!
Los manzanos mostraban sin pudor el feto de vida que estaban gestando,
diminutos brotes verdes que tomaban forma y se redondeaban y crecían casi hasta
explotar exuberantes. Con frecuencia paseaba por su huerto y se inclinaba para
sentirlos, para tocar, para palpar con su mano la vida que bullía. Podía sentir su pulso
y oír su respiración.
¡Y el otoño! El otoño con su luz melancólica dorada de Shenandoah. Cómo
enrojecían entonces las manzanas; primero con un tenue rubor y luego un rojo más y
más oscuro, señalando así a los dioses su sazón para servir de alimentos; gordas y
rojas y en paz al ser sabedoras de que estaban sirviendo a la causa para la que habían
sido concebidas. Él no las había amado por el provecho. Simplemente las amaba.
La Guerra pasó por su lado sin afectarle. Tenía su mundo, separado del de los
imbéciles que corrían de un lado a otro del valle, degollándose unos a otros,
peleándose, mancillando la tierra con su sangre.
Su mundo estaba separado de las locuras de los hombres y sus mediocres
turbulencias políticas que soplaban sobre la tierra. Él podía vivir sin ellas, y así hizo.
¡Hasta que llegó Sheridan! Sheridan y sus salvajes con antorchas. Como Atila,
quemaron Shenandoah. Todo, cada campo, cada hogar, cada brizna de hierba u hoja
de árbol murió abrasado en las llamas de Shenandoah.
Al principio intentó detenerlos con palabras, amonestándolos como si fueran
niños. Con paciencia les explicó que él no había participado en la Guerra, que estaba
por encima de sus peleas. Que él no tenía lugar en su violencia. Ellos se rieron y
pasaron a caballo junto a él. Él les siguió andando y luego corriendo, primero furioso
cuando las antorchas lamieron su hogar y luego suplicante cuando las llamas
devoraron sus libros. Corrió entre las llamas, pisándolas, lanzando sus valiosos libros
al patio hasta que ya no pudo soportar más el calor.
Corrió tras ellos hasta el huerto, pero ya se le habían agotado las súplicas.
Contempló cómo el huerto, los árboles, los bellos árboles que creaban vida, se
convertían todos ellos en antorchas muertas. Lo miró atentamente. Mientras la hierba
del suelo prendía los árboles, William Beauregard Francis Willingham murió.
Tres rurales escaparon de Saucillo. Uno salió corriendo de la cantina gritando y avisó
del desastre a los dos que estaban en el cuartel de policía. Los tres saltaron sobre sus
monturas y partieron de Coyamo hacia el oeste.
La oscuridad los atrapó cuando aún no habían avanzado ni diez millas, pero no
aflojaron la marcha. Todavía podían oír los gritos salvajes del sanguinario pistolero
Josey Wales tras ellos. Creían oír cascos de caballo persiguiéndoles.
A medio camino de Coyamo, dos de ellos, que desafortunadamente montaban en
caballos de inferior categoría, acabaron sin montura y a pie en medio de las llanuras.
Uno de los caballos, exhausto, cayó y se rompió una pata. Una milla más allá, el otro
simplemente murió bajo el jinete con el corazón reventado.
Los dos hombres, en medio de la nada, al escuchar el aullido del lobo y luego la
respuesta, una y otra vez, en todas direcciones, no dudaron. Sacaron las pistolas de
los cintos y se volaron los sesos.
Los apaches se acercaron en silencio a ellos y despojaron los cuerpos de armas y
munición. En el cinto de uno encontraron la cabellera de un niño apache. Con sus
cuchillos, descuartizaron el cuerpo en trozos. El caballo con la pata rota todavía vivía.
Se apiñaron a su alrededor.
Habían estado corriendo durante siete días y ya no les quedaba comida. El líder se
arrodilló junto al caballo y sujetó la vena yugular como si estuviera sujetando una
manguera de agua. Por encima de la mano con la que presionaba, cortó la arteria y
colocó la boca en la abertura. Relajó la presión solo unos segundos para recibir su
ración de sangre e hizo una señal al siguiente guerrero para presionar la vena. Cada
uno de ellos bebió frugalmente de su ración de vida, dejando vida al siguiente
hermano guerrero en la fila.
No tenían tiempo para descuartizar al caballo. Cortaron trozos de carne y,
mientras sus mocasines retomaban la carrera silenciosa y funesta, sorbían la sangre de
la carne y masticaban su correosa crudeza.
El rural que consiguió escapar y que cabalgaba por delante, llegó con el caballo
moribundo a la calle de Coyamo.
El capitán Escobedo, que acababa de regresar de su cena con el alcalde y el
sacerdote, se sentó en el camastro de sus aposentos privados. A sus pies yacía la
joven apache. Tenía los ojos cerrados.
Se encontraba de excelente humor, alargó el brazo y, tras recorrer con la mano el
liso y musculado vientre de la joven, acarició la aterciopelada tersura de los pequeños
pechos.
—Quizás, querida —murmuró—, a pesar de estar cansado de alma y cuerpo, te
interrogue esta noche. ¿Pues y qué? ¿Qué te parece?
Comenzó a quitarse las botas y le complació que la joven hubiera abierto los ojos
A esas mismas horas tempranas del amanecer, los ojos de rastreador de Chato
Olivares dieron con el rastro. Habían retrocedido hacía menos de media hora cuando
vio las huellas. No había duda.
—Coyamo, Josey —dijo—, han ido a Coyamo. Las huellas no son antiguas. ¡Nos
estamos acercando!
¡Acercarse! Allí, a la luz fantasmal del amanecer del desierto, se quedaron
montados en sus caballos. Acercarse. Y luego, ¿qué?
Josey Wales cortó un trozo de tabaco, se lo metió en la mejilla y mascó pensativo.
Escupió sobre la pala de un cactus y advirtió, con fugaz satisfacción, que había
acertado de pleno.
—Bien —dijo lentamente al tiempo que espoleaba al ruano—, pongámonos a
ello.
Tomaron el sendero a Coyamo a un galope veloz. El sol se levantó a sus espaldas,
tintando de rosa la hierba y reflejándose en las espinas de los cactus como agujas de
plata. Siguieron espoleando a los caballos incluso cuando el sol se elevó a lo más alto
e hizo brotar el calor del suelo del desierto.
Se detuvieron junto a los restos descuartizados del primer rural y su caballo. Los
buitres ya se estaban alimentando y con todo descaro apenas se apartaron dando unos
saltitos, pues estaban demasiado llenos para levantar el vuelo.
—Apaches —dijo Chato.
—Parece que estos tipos se quieren asegurar de hacer bien su trabajo —dijo Josey
con rotundidad.
Pablo cerró los ojos.
Continuaron cabalgando y ni siquiera se detuvieron para ver lo que quedaba del
segundo rural. Pero se vieron forzados a aflojar la marcha de los caballos. Los
condujeron al paso durante una milla.
—Me pregunto —dijo Josey— si fueron los únicos en escapar, o si había algún
otro más.
—Imposible saberlo, Josey —dijo Chato—, hay demasiadas pisadas.
—¿Por qué te lo preguntas? —dijo Pablo.
—Bueno —respondió Josey secamente—, la cosa cambia si Escobedo sabe que
va a tener compañía, o si no…
—Siendo nosotros, por supuesto, la compañía —explicó Chato amablemente a
Pablo.
El sol ya había rebasado su cénit cuando avistaron Coyamo, brillante,
achaparrado y blanco, como un espejismo en el calor del desierto.
Josey se detuvo.
—Supongo que es ese —dijo.
Cuando Chato cayó hacia delante al recibir el impacto del rifle, Escobedo aplaudió
encantado. Justo en el centro. No cabía duda. No, no era necesario perseguir al jinete.
Coyamo no era el hogar del caballo. Correría dos o tres millas y luego pararía para
vagar y pastar algo de hierba.
Los disparos sacaron a los rurales de las cantinas a toda prisa. Cuando obtuvo la
atención de los hombres, Escobedo gritó:
—¡A los establos! ¡Alerta!
Mientras se daba media vuelta para dirigirse a su habitación, hizo una señal a
Valdez y al sargento para que le siguieran.
—¡Ahora! Deben hacer esto. Primero usted, teniente; elija a sus cuarenta mejores
tiradores de rifle. Cabalgue hasta Coyamo tan rápido como puedan aguantar las
monturas. Envíe a veinte de ellos a la ciudad para que disparen a todos los bandidos
que se les pongan a tiro. Con los otros veinte hombres, rodee el pueblo. Disparen a
todo aquel que huya y también a aquellos que se rindan. Ninguno, repito, ¡NINGUNO!
de ellos debe quedar con vida. ¿Comprendes?
—Sí, Capitán —respondió rápidamente Valdez.
—Y, en especial, ¡Pancho Morino debe morir! Asigne cinco de sus mejores
tiradores para que se centren en él. Ya sabe cómo viste. ¡Acaben con Morino!
—¡Sí! ¡Eso está hecho! —respondió Valdez con vehemencia.
—Y cuando encuentre al alcalde, que sin duda estará escondido bajo la cama —
dijo Escobedo con sorna—, dígale que nuestros exploradores siempre vigilantes nos
informaron del avance de bandidos hacia el pueblo. Que le envío la mayor parte de
mis tropas para rescatar Coyamo, dejando un pequeño número conmigo para luchar
contra los apaches. ¿Comprende?
—¡Sí, capitán!
—Esto —Escobedo posó las manos sobre los hombros de Valdez con mucha
ceremonia— te reportará mucha gloria. ¡Quizás incluso un ascenso a capitán!
Los ojos de Valdez brillaron con la avidez de un lobo pardo. ¡Capitán Valdez!
Desgranó las palabras para sus adentros. Su pecho se hinchó de orgullo. Se cuadró e
hizo el saludo.
—¡VAMOS! —dijo Escobedo y luego, más suavemente—: Vaya con Dios.
—Gracias, capitán —dijo Valdez.
Estaba en una misión divina y, por supuesto, con ello le llegaría la gloria, como
así debía ser. Salió corriendo por la puerta.
Escobedo había usado su ingenio para manipular a Valdez; en primer lugar, la
promesa de gloria y ascenso profesional; en segundo lugar, suavemente, la sensación
de que le encomendaba una misión sagrada. No le fallaría.
Ya podía oír fuera a Valdez lanzando órdenes fuertes y claras, pisadas
El ritmo era lento. En la oscuridad, Josey volvió la cabeza para observar el paso del
caballo gris que montaba Chato. Su paso era largo y suave. Y sobrepasaba la
velocidad, ligeramente, del paso largo y suave de su ruano. Casi al trote. Un trote
traqueteante desgarraría la descarnada herida que atravesaba el cuerpo de Chato. Se
desangraría por dentro. Y moriría.
Josey calculó que avanzaban a un paso de cuatro o tal vez cinco millas por hora.
Observó el cielo y calculó el tiempo. Una hora, dos, tres horas, y el viento arreció en
la oscuridad, un viento de mañana que soplaba con más fuerza antes de que naciera el
día. Pronto amanecería.
La luz se hizo a su derecha, borrando las estrellas, y el sol explotó, ardiendo sobre
el borde de la llanura. Frente a él, Josey pudo ver olas de bajo e interminable
mezquite. La llanura.
Se giró sin detenerse e intentó mirar atrás hacia Aldamano, pero no pudo verlo en
la superficie plana. Como mucho, tenían una hora antes de que los rurales de
Escobedo circundaran el pueblo y encontraran su rastro. Escobedo enviaría al
mensajero al encuentro de Valdez para que informara a Valdez de que debía dirigirse
al noroeste y encontrarse con él de camino al norte.
Cortó un trozo de tabaco y mascó lentamente. Calculando por lo alto, esto les
daría unas veinticinco millas de ventaja antes de que Escobedo siguiera su rastro.
Estaría hecho una furia por haberle desbaratado sus planes. Pondría a sus rurales a
cabalgar como si les persiguiera el mismísimo demonio. Josey Wales mascó y
reflexionó. Estaban en una situación difícil. Escupió y dio de pleno en la cabeza de un
lagarto que descansaba bajo la sombra de un cactus.
En una ocasión giró la cabeza y gruñó a Chato:
—Por Dios, qué agradable es cabalgar sin escuchar tu gran bocaza parloteando.
Chato, con la cabeza agachada y el sombrero colgando sobre el cuello del caballo,
alzó la mirada. Le supuso un esfuerzo. La cabeza se tambaleaba, pero unos dientes
blancos brillaron tras una débil sonrisa.
—Sí —susurró—, no te preocupes por mí, Josey. Puedo cabalgar.
El sombrero volvió a caer y también su cabeza.
—No me preocupo por ti —dijo Josey—. Es que tu maldito disparo en la barriga
está mejorando tus maneras, es lo único que digo.
El sol subió más alto, y más ardiente. Ten Spot se tambaleaba levemente en la
silla. Sus ojos grises permanecían clavados en la espalda de Chato.
Tres horas, calculó Josey. Tres horas y Escobedo estaría sobre ellos. Examinó la
llanura que se extendía frente a él… plana, ni un solo lugar donde esconderse. Sin
aflojar el paso, sacó el catalejo de la bolsa y buscó ahora cualquier cosa, un cerro, o
incluso una roca de buen tamaño, por Dios. No había nada. El mezquite ondeaba al
El ruano dejó escapar un bufido desdeñoso. Había una cosa que Josey Wales no
sabía hacer. Era incapaz de entonar una canción.
Los apaches, tras abandonar Aldamano, también corrieron hacia el noreste, pero la
tangente de su trayectoria los llevó más al norte. Raras veces los apaches cruzaban las
llanuras a la luz del día, así que descansaron durante el día, agazapados bajo los
pequeños matorrales cerca de la quebrada a la que llegó cabalgando Josey Wales.
Observaron las nubes de polvo acercándose con gran interés y se retiraron un
poco más tras la maleza. Entonces reconocieron al ojos azules con la cicatriz en la
cara que había rescatado a su hermana.
En la bruma púrpura del crepúsculo del desierto, se acercaron y observaron
curiosos cómo montaba el falso campamento. Retrocedieron y permanecieron a
espaldas de Josey, para observarlo. Ahora se mostraban más osados. Usen había
traído la noche y había oscurecido la visión del enemigo.
Lo vieron todo. El tiroteo entrecortado de Josey Wales, la confusión y los
disparos de los rurales cuando se dispusieron a atacar el falso campamento. Luego
desaparecieron entre la maleza.
La admiración por el hombre de la cicatriz en la cara creció en el corazón de
Gerónimo. Cuántas veces los apaches habían amarrado las patas de los ponis
rebeldes, cuántas veces habían montado un falso campamento y habían esparcido los
utensilios de cocina.
Cuando los soldados rodeaban el campamento para emboscarlos, los apaches los
emboscaban a ellos. El hombre de la cicatriz en la cara pensaba como un apache.
Gerónimo no podía saberlo, pero las incursiones como guerrillero de Josey Wales
igualaban en número a las del propio Gerónimo.
Ahora los apaches no siguieron a Josey Wales. Partieron hacia el este, pero
ligeramente escorados hacia el norte. Gerónimo había tenido una visión de los
eventos que estaban por venir. Una ventaja sobre la cual Josey Wales no sabía nada.
Durante dos horas trotó perezosamente sobre el gran ruano. Chato dijo que había
agua fresca en la hacienda. El ruano necesitaba agua, y mucho. Josey soltó las
riendas y dejó que el ruano lo guiara. El caballo mantuvo la misma dirección durante
un rato, luego levantó la nariz y las orejas. Había olido agua y alteró su rumbo
girando ligeramente hacia el norte. Pasó otra hora. El ruano aumentó la velocidad y
se puso al trote.
Josey examinó el paisaje. Un edificio de adobe blanco de una gran hacienda se
distinguiría nítidamente a la luz de la luna. Al no verlo, incrementó el paso del ruano
y lanzó un desgarrador silbido: ¡SKIIIiiii! Era el trino del chotacabras de Tennessee.
Detuvo el ruano y escuchó. Solo oyó el viento. Durante treinta minutos dejó que
el ruano le guiara, y se detuvo y silbó el mismo silbido desgarrador, una y otra vez.
Débilmente, desde muy lejos, escuchó el trino saltarín de un añapero,
directamente delante de él.
La pequeña banda no estaba lejos; el trino saltarín provenía de Chato, y la
debilidad en su voz le daba esa sensación de lejanía.
Estaban acampados entre espesos arbustos de mezquite cuando se encontró a
caballo entre ellos. No es que tuviera mucho de campamento. No había comida, ni
sábanas, ni fuego para calentarse. Chato estaba echado en el suelo y a su alrededor
estaban sentados Pablo, En-lo-e y Ten Spot.
Sus caballos estaban atados muy juntos y los firmes puños de Pablo y En-lo-e
impedían que salieran corriendo al olor del agua. Pateaban el suelo y piafaban. Ten
Spot tenía la piel abrasada; su rostro, hombros, pecho y espalda estaban rojos, incluso
a la luz de la luna.
Cuando Josey bajó del ruano, Ten Spot dijo agriamente:
—Dios mío, prefiero morirme a volver a dejar mi abrigo en medio del maldito
desierto. Y a ese loco idiota —lanzó un pulgar en dirección a donde Chato estaba
despatarrado—, le resulta gracioso darme una palmadita en la espalda.
Pablo y la chica no dijeron nada. No era necesario decir nada. Una milla más y
caerían muertos en el desierto, para ser pasto de los buitres.
Excepto Chato. Este se había colocado el sombrero debajo de la cabeza, en lugar
de la manta, y sus dientes brillaban blancos.
—Fue un accidente, te lo juro, Josey… en ambas ocasiones. El señor Ten Spot
¡cómo salta! —el vaquero se rio débilmente y tosió.
Josey cortó un trozo de tabaco. Con una lentitud metódica y enervante, mascó.
Ten Spot esperó con gesto impaciente, tocándose el pecho y la barriga. Josey escupió
y asintió hacia el gigantesco montículo blanco que se alzaba a unas doscientas yardas
al norte.
—Esa es la haisienda… ¿habéis visto a alguien por los alrededores, saliendo o
El aire refrescó. Era el aire nuevo que precedía el amanecer. Más tarde, se agotaría y
se volvería parco y caluroso.
La fila avanzó hacia el norte; el paso de los caballos, que marcaba Josey a la
cabeza, era una zancada larga que en ocasiones obligaba al caballo de patas cortas de
En-lo-e a romper en breves trotes, pero no al de Chato.
El paisaje estaba gris al este y las dagas de luz surcaron el cielo infinito. El sol
asomó por el borde de la pradera a la derecha y cambió los colores de los arbustos,
los cactus y los espinos. Soplaba un viento frío.
El terreno se iba elevando gradualmente. Cuando ya había pasado una hora desde
el amanecer, Josey detuvo el caballo y tiró del de Chato para colocarlo a su lado. El
vaquero seguía tirado sobre la silla, pero estaba consciente. Al mirar las vendas,
Josey vio sangre fresca, solo un poco, pero era fresca y mojaba las vendas. Josey
gruñó desilusionado.
Ten Spot se acercó por detrás y junto a él, Pablo y En-lo-e. Ten Spot volvió su
rostro quemado por el sol hacia atrás, y luego hacia el sol.
—¿Cómo lo ves, Josey? ¿Qué posibilidades tenemos?
Josey cortó tabaco y mascó. Movía lentamente la mandíbula mientras estudiaba el
sol. Colgó una pierna relajada sobre el cuerno de la silla, mientras los caballos
recuperaban el aliento y descansaban.
—Calculo que Escobedo está a casi una hora de venir hacia aquí —dijo.
—Pero le llevará más tiempo encontrar tu rastro, ¿no? —preguntó Pablo.
—No. No le costará nada —dijo Josey con voz grave—. Vosotros hicisteis el
camino a la haisienda en seis horas, al paso. Yo lo hice en cuatro, a un trote lento.
Mascó un poco más con el ceño fruncido mientras hacía los cálculos. Un lagarto
cornudo, bajo la sombra oeste de la roca, recibió el escupitajo en toda la cabeza y se
escondió tambaleante bajo la piedra.
—Escobedo… sus jinetes, encontrarán mi rastro quince minutos después de las
primeras luces del día. Lo seguirán durante un rato hasta que se den cuenta de que las
pisadas se dirigen hacia el este. Escobedo conoce el territorio. Y sabe que hay agua
en la haisienda. Cuando lo haga, dejará de rastrear. Se lanzará al galope directamente
hacia aquí. Calculo que pasarán unas tres horas hasta que Escobedo llegue a la
haisienda.
—¡Tres horas! —el impacto del anuncio hizo que Chato casi gritara.
—Pero, a nuestro paso, Josey, en tres horas tan solo habremos recorrido la mitad
del camino hacia el cañón. Nos atraparán tres horas después de que lleguen a la
hacienda. Nos atraparán en el cañón. ¡Y el cañón es una trampa mortal!
—Hay trampas mortales esparcidas por toda la creación —farfulló Josey—. El
Buen Dios creó más zarzas que flores.
Na-ko-la permaneció allí. La canción había acabado. Las lágrimas inundaron sus
ojos. Los apaches sentían profundamente. Na-ko-la lloró. Se alejó a trompicones por
la ruta. Se giró y dijo:
—¡Adiós, Hijo de Perra!
A unas cincuenta yardas por la ruta, encontró al caballo atado a un arbusto, dejado
ahí por sus camaradas. Montó y siguió sus huellas. Ellos le esperarían.
A lo lejos, por la ruta, la pared del cañón se elevaba en una suave pendiente hacia la
meseta. Fue allí adonde Josey los condujo, hasta que llegaron de nuevo a las llanuras.
El sol estaba bajo e incendiaba la pradera con una bruma carmesí, salpicando con
la roja pintura del crepúsculo el aire y los cactus y la maleza. Continuaron hacia el
norte remontando una leve ondulación del terreno y sintieron que llegaba el aliento
frío de la noche, extendiendo la mortaja sobre el día.
Pablo relajó el paso del caballo para ponerse junto a Chato.
—Chato, ¿qué se ha sacado de todo esto? La matanza… la muerte del señor Ten
Spot.
Chato se encogió de hombros.
—¿Y es que debe de sacarse algo, niño? Era un deber. Ya está cumplido —Chato
suavizó la voz—. Quizás se saque algo de todo esto en algún momento. ¿Quién sabe?
Tal vez, que hayan muerto los rurales de Escobedo haga que el Presidente Juárez
viaje al norte para investigar. Yo sé que él ama a su gente y viaja en un carromato
sencillo y no llevará ni un solo guardia. Quizás —Chato volvió a encogerse de
hombros— los zapotas, los políticos buitres que vuelan a su alrededor le confundan.
¿Quién sabe? —entonces, Chato dijo en voz baja—: ¿Josey?
—¿Sí?
—Mira allá, a nuestras espaldas.
Josey detuvo la marcha. Alineados sobre la ondulación que habían remontado
estaban los apaches. Estaban sentados en sus caballos en silencio y no se movían.
Observaban a Josey Wales y su pequeña banda. A los pies de la loma, entre los
apaches y Josey Wales, había una mula atada a un arbusto. Sobre los lomos de esta se
veían pesados sacos, sacos cargados de algo.
En-lo-e azuzó su montura al galope y se dirigió a la loma. Habló con el poderoso
y achaparrado líder montado en el centro de la hilera. Luego regresó, pero solo hasta
la mula. Ella le hizo una señal a Pablo. Pablo se acercó. Desmontó y él y En-lo-e
hablaron, y hablaron.
Josey dobló una pierna por encima del cuerno de la silla y se echó el sombrero
hacia atrás descubriendo su rostro curtido.
—Espero que no tengamos que pelear más. Estoy hecho polvo.
—Yo también —dijo Chato—, estoy hecho papilla.
Pablo regresó. Bajó del caballo. Todavía llevaba las sandalias y los pantalones
raídos de peón. Miró al suelo y finalmente levantó la mirada a Josey.
—Ella dice —comenzó Pablo vacilante—, ella dice que hay un valle en lo alto de
las Montañas Madre, donde los soldados no pueden llegar, ni los políticos pueden
gobernar. Dice que hay un arroyo que… —Pablo hizo una pausa—. Los sacos tienen
mazorcas de maíz, con granos más grandes que el dedo gordo, Josey —su voz se
Cabalgaron una larga distancia hacia la noche, en dirección al Río Grande, tan lejos
como Josey se atrevió, hasta que Chato comenzó a tambalearse tan violentamente
sobre su silla que el caballo tropezó. Solo entonces Josey detuvo la marcha y se
adentró entre la espesa maleza. Bajó a Chato de su caballo. Derramó un poco de agua
de las cantimploras en su sombrero, dio de beber a los caballos y colgó los morrales
de grano a sus bridas.
Arrastró la silla de Chato, apoyó la cabeza del vaquero sobre ella y lo tapó con
una manta para resguardarlo del viento gélido. Solo entonces se abrió la camisa y
examinó el feo desgarro de bala que tenía en un costado. Rompió una camisa y se la
ató con fuerza alrededor del cuerpo. Tras quitarse la chaqueta de flecos, examinó el
corte del sable. No era profundo y usando sus propios dientes se anudó otra venda
alrededor de la herida.
Chato estaba despierto cuando acabó.
—¿Es malo, Josey?
—No es malo —respondió Josey en voz baja.
Cavó un agujero poco profundo y encendió un fuego, donde colgó la lata para
cocer agua y tasajo.
Chato metió la mano en su alforja y sacó la botella de tequila. La sujetó en alto.
—¡Mía! —anunció con orgullo—, y está llena.
Destapó la botella y dio un buen trago. A continuación, se limpió la boca con el
dorso de la mano y dijo:
—Josey, una cosa he de decir a favor del señor Escobedo: tiene el mejor tequila
que he probado antes en ningún sitio.
Y para dar prueba de esta verdad, volvió a echar un largo trago a la botella.
Josey contemplaba el fuego.
—Adelante —farfulló—, emborráchate. Así serás el cebo perfecto junto al fuego
para cualquier rebanapescuezos al que se le ocurra pasar por aquí, mientras yo
duermo en la maleza.
Chato estaba empezando a sentir la calidez del tequila.
—¿Sabes una cosa, Josey? —dijo filosóficamente—, si yo no fuera Chato
Olivares, ¿sabes quién querría ser?
—Déjame que lo adivine —respondió Josey secamente mientras golpeaba una
llama diminuta—. ¿Te gustaría regentar un prostíbulo en San Antonio?
Chato no se ofendió por el comentario. Simplemente sonrió. Ebriamente, pero
con cuidado, tapó la botella y la apoyó a su lado dándole una reconfortante palmadita.
—No, Josey —dijo con ojos soñadores—, si yo no fuera Chato Olivares, querría
ser Pablo.
Cerró los ojos, sonriendo, y se durmió.
F I N
durante la Guerra Civil Norteamericana. Toman su nombre del color de las polainas
del uniforme. Un periodista que viajaba por Kansas en 1863 proporcionó una
definición de Redleg y otros términos asociados: «Jayhawkers, Red Legs y
Bushwhackers son términos habituales en Kansas y al oeste de Misuri. Un Jayhawker
es un unionista dedicado a robar, quemar y asesinar solo rebeldes levantados en
armas contra el gobierno. Un Red Leg es un Jayhawker originalmente distinguido con
el uniforme de polainas rojas. Sin embargo, el Red Leg es considerado más
genuinamente un ladrón y asesino indiscriminado que el Jayhawker o el
Bushwhacker. Un Bushwhacker es un Jayhawker rebelde, o un rebelde que se agrupa
con otros para atacar las vidas y las propiedades de los ciudadanos de la Unión. Son
todos descontrolados e indiscriminados en sus fechorías». [Connelly, William E.,
Quantrill and the Border Wars. Cedar Rapids, Iowa: The Torch Press.] (N. de la T.)
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la T.) <<
la T.) <<
con comida y dulces. Estas eran subastadas para recolectar dinero destinado a obras
sociales y compradas por los hombres solteros. El comprador tenía derecho a cenar
con la dueña de la caja elegida. (N. de la T.) <<
la T.) <<