Hernan Ulm

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Aby Warburg y el ritual de las imágenes

Aby Warburg and the Ritual of Images

Dr. Hernán Ulm


Como citar:
ULM. H. Aby Warburg y el ritual de las imágenes. MODOS. Revista de
História da Arte. Campinas, v. 4, n.3, p.121-131, set. 2020. Disponível
em: ˂https://www.publionline.iar.unicamp.br/index.php/mod/article/
view/4666˃; DOI: https://doi.org/10.24978/mod.v4i3.4666.

Imagem: Laocoonte e seus filhos (detalhe), c.50 d.C., mármore.


Museu do Vaticano. Fonte: ˂https://en.wikipedia.org/˃ [Seleção dos
Editores].
Aby Warburg y el ritual de las imágenes
Aby Warburg and the Ritual of Images

Dr. Hernán Ulm*

Resumen
En este trabajo buscamos una aproximación entre la obra de Aby Warburg y concepto de ritual según la
perspectiva abierta por Van Gennep y Turner. Esta aproximación nos permitirá pensar las imágenes
(Pathosformel) como experiencias de “pasaje”. En este sentido, queremos mostrar que una imagen pone en
escena un “drama” como parte de un “proceso ritual” (Turner). Si, como dice Warburg, las imágenes sirven
para hacer frente a las angustias y conflictos a través de los que la humanidad se ha hecho posible, creemos
que podemos re-pensar nuestras relaciones con ellas como índices de tales “ritos de pasaje”. De esta forma
las imágenes pueden pensarse como marcas de la abertura a la “communitas” (Turner) y, al mismo tiempo,
como “restauración” del orden que garantiza un “espacio de pensamiento” (Denkraum) indispensable para
la configuración de la cultura.

Palabras clave
Imágenes. Ritual. Communitas. Memoria. Drama.

Abstract
In this paper we intend to associate the works of Aby Warburg and the concept of ritual according to the
perspective opened by Van Gennep and Turner. This approach will allow us to think the images
(Pathosformel) as experiences of "passage". In this sense, we want to show that an image stages a "drama"
as part of a "ritual process" (Turner). If, as Warburg says, images serve to deal with the anguishes and
conflicts through which humanity has become possible, we believe that we can rethink our relationships with
them as indexes of such "rites of passage". In this way, images can be thought of as marks of the opening to
the "communitas" (Turner) and, at the same time, as "restoration" of the order that guarantees an
indispensable "space of thought" (Denkraum) for the configuration of culture.

Keywords
Images. Ritual. Communitas. Memory. Drama.

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Definir el arte. Una heurística dispersa

Lo primero que hay que aceptar, si queremos jugar con esta idea, es que la intensidad de
una experiencia supera, coexiste y hasta excede al individuo que la vive. Una idea que no
es ajena a las investigaciones de Aby Warburg sobre lo que llamaba Pathosformel,
representaciones de estados extremos en los que intervienen la violencia y el éxtasis,
conectados entre sí gracias a una tensión extrema que los emparenta más allá de la
naturaleza misma de cada representación: la foto de un crimen en Sicilia, la representación
del estado de abandono de una escultura erótica o una pintura religiosa. Como Warburg,
Klossowsky ve en esa relación, independientemente de la naturaleza misma de la figura,
un acto de abolición del tiempo. De otra manera, y a propósito de otros problemas, R.
Sheldrake habla del ritual en estos términos: ‘A través de la celebración consciente de
actos rituales, y celebrándolos en lo posible del mismo modo en que otros los celebraron
antes, los participantes entran en “resonancia cósmica” con quienes ejecutaron los mismos
rituales en el pasado. Entonces el tiempo se desmorona y se hace presente,
inevitablemente, esa suerte de “comunidad transtemporal” formada por todos aquellos que
alguna vez celebraron ese mismo ritual” (Ruiz, 2013: 190-191, subrayado nuestro).

No hay, tal vez, nada más simple que evitar comprometernos con una definición de arte. Sin embargo,
por ello mismo, no hay, tal vez, tarea más urgente. Al fin y al cabo, la experiencia que bajo ese nombre
se recubre no deja, desde hace más de un siglo, de sobrevivir a los intentos por expulsarla de la
cartografía de nuestro pensamiento, como esos viejos fantasmas que habitan en las casas familiares y
que, evitando todo exorcismo, se aparecen de tanto en tanto para recordarnos que ellos están allí, en
el límite entre lo vivo y lo muerto, ni vivos ni muertos, casi vivos y casi muertos, para señalar el umbral,
el momento de un pasaje por el cual una cosa se transforma en otra (Gilles Deleuze [2003: 301], citando
a Malraux – ¿Qué es un acto de creación? –, decía que el arte es tal vez lo único que en verdad resiste
a la muerte, incluso, diríamos aquí, resiste a su propia muerte).

A lo largo de sus artículos, Aby Warburg fue desplegando diversos modos de aproximación a la cuestión
del arte. Sin embargo esos intentos, en sus múltiples sentidos, develan un esfuerzo que quedaría al fin
inconcluso, y parecen poder caracterizarse según una tendencia general: escapar de todas las
tentaciones esteticistas e historicistas que, desde Giorgio Vasari y Johann J. Winckelmann, definían los
contornos del arte (como si éste fuera un objeto especial, portador de los valores de belleza en los que
se transparentaban los ideales de una Cultura), para elaborar una modulación del tiempo que permitiera
arrancarnos de la economía regulada por la cronología. En este sentido, desde el comienzo de su
trabajo, Warburg establece claramente las condiciones de su rechazo. Así lo podemos leer en las notas
preparatorias de a la conferencia El ritual de la serpiente:

¿Por qué fui? ¿Qué me atrajo? Desde afuera, en la superficie de mi consciencia, diría que,
como yo experimentaba tal repugnancia hacia el vacío de la civilización del Este de
Norteamérica, decidí huir hacia las cosas reales y hacia el saber, a la aventura (…)
Además estaba asqueado de la historia del arte estetizante. La contemplación formal de
la imagen, no considerada como un producto biológicamente necesario entre la práctica
religiosa y artística (cosa que comprendí recién más adelante) me parecía que daba lugar
a parloteos tan estériles que después de mi viaje a Berlín, durante el verano de 1896, traté
de volver a mis estudios de medicina (Warburg apud Michaud, 2018: 213).

Se trata, desde aquel temprano y mítico viaje y desde el texto tardío con que se conoce la conferencia,
de “curarse”, de volverse prolífico, de huir de la repugnancia (de eso que re-pugna) y del vacío de la
civilización (estéril y decadente) hacia las cosas reales. De hacer de las imágenes una instancia de
“cura” y del arte una experiencia de “salud”. Casi treinta años pasan entre los dos acontecimientos (el

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acontecimiento del viaje y el acontecimiento de la escritura de la memoria del viaje). En el medio se
despliegan un abanico de textos (notas, diarios, artículos y conferencias) que instigan a una redefinición
integral de los principios de aproximación a un campo, todavía, en ese momento, incierto. Ese rechazo
inicial es, como sabemos, lo que da nacimiento a las varias dispersiones con que el teórico alemán irá
inventando esa cartografía que, desde entonces, conocemos como iconología, entendida como un
modo novedoso de establecer nuestras relaciones con aquello que seguiremos llamando arte, aún a
costa de tener que definir una y otra vez lo que entendemos por esta palabra (habría por ello que
explicitar que en el nacimiento de la iconología está contenido su rechazo, su asco y su repugnancia a
la historia del arte, y esto pese a las restauraciones que la disciplina conoció de la mano de Erwin
Panofsky o Ernst Gombrich: una iconología de las imágenes difícilmente pueda convertirse en Historia
del Arte). En este sentido, el esfuerzo warburguiano establecerá una doble estrategia: por un lado, nos
exigirá pensar la deriva del arte “más allá de las cuestiones de gusto” (Ulm, 2014) y, por otro lado, nos
animará a pensar una temporalidad que se aleja de las economías causales y acumulativas heredadas
(y reforzadas) de y por la propia disciplina. Las preguntas parecen sencillas: ¿qué son las obras de arte
cuando ya no la pensamos desde los principios idealistas de una ciencia que se configuró como
guardiana de las fronteras de las buenas formas de la cultura occidental? ¿y que pasa con la forma
histórica del tiempo cuándo renunciamos a la economía de la línea recta? Las respuestas
warburguianas a estas preguntas son ya bastante conocidas: las obras de arte, retiradas de ellas toda
pretensión y todo Juicio sobre su Belleza, se manifiestan como imágenes. Por ello deberemos
aproximarnos a ellas según un conjunto de cuestiones que nada tienen que ver con los principios que
organizaban una ciencia de lo bello. En vez de tales “estériles parloteos”, nos preguntaremos por la
exigencia que hizo nacer una imagen y por la fuerza que la hace sobrevivir, por la potencia de la que
ella la imagen es portadora y por la energía que en ella se dispara cuando entra en contacto con un
presente que la reclama. De la misma forma, una vez que la Historia es destituida de la soberanía del
Logos, aparecerá inscripta en las imágenes una Memoria transindiviudal y colectiva, fórmula de un
tiempo intensivo (como bien lo expone Raúl Ruiz en el epígrafe a este trabajo) que no cesa de
reelaborarse una y otra vez como aprehensión de un sentido que se debe siempre volver a inventar. De
tal manera, lejos de ser el Relato del Espíritu reconociéndose en sus obras, la iconología será un
diagnóstico de los conflictos, las tensiones irreconciliables (que pugnan y repugnan) en el espacio
siempre abierto de la Cultura. Quizás, una de las cuestiones más complejas del pensamiento
warburguiano sea su invitación explicita a renunciar a la línea recta, y esto porque el pensador alemán
no solo abandona la línea recta del tiempo (esa “vía de mano única” del positivismo decimonónico)
(Benjamim, 2014) en que se alojaba un destino seguro de la Historia, sino también porque deja de lado
la línea recta de la ortodoxia de una disciplina que marcaba de antemano los contornos de los objetos
con que debía trabajar:

Con la investigación completamente provisional de un tema concreto, pretendía salir en


defensa de una ampliación metodológica de las fronteras de nuestra Historia del Arte, tanto
por lo que se refiere a su ámbito material como al espacial. Hasta el momento, una serie
de categoría evolutivas generales, del todo insuficientes, han impedido a la Historia del
Arte disponer de su propio material para constituir una ‘psicología histórica de la expresión
humana’ que aún no ha sido escrita (…) Con el método que he utilizado en la interpretación
de los frescos del Palazzo Schifanoia de Ferrrara espero haber mostrado que sólo es
posible iluminar los grandes procesos evolutivos esforzándonos en aclarar detalladamente
un punto oscuro concreto, y esto a su vez sólo es posible con un análisis iconológico que,
rompiendo el control policial que se ejerce sobre nuestras fronteras metodológicas,
contemple la Antigüedad, el Medioevo y la Edad Moderna como épocas interrelacionadas,
e interrogue, tanto a la obras de arte autónomo como a las artes aplicadas considerándolas
como documentos expresivos de idéntica relevancia (Warburg, 2015: 434).

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No decimos nada nuevo: romper con un objeto es partir las aguas con el método que lo circunscribía.
Y, en el mismo sentido, romper con un método es abrirse a la experiencia de una objetividad que se
debe constituir. Pero esta hendidura, esta cesura que se traza es tal vez mucho más pregnante ya que
Warburg no busca establecer una “nueva ciencia” (con o sin nombre, poco importa) ni una disciplina: la
iconología no constituye un cuerpo, no es un método, no es un principio de investigación detectivesco.
Es si se quiere una operación que trabaja en el interior de sí misma intentando explorar el límite en el
que se reorganiza lo que previamente se ha desorganizado (yendo así de los “monstruos” a los “astra”,
es decir, de los terrores a los cielos, de la oscuridad de las tinieblas a la luz de las estrellas). La
iconología, podemos decir, es una “experimentación” con las imágenes (tal vez en el sentido en que
[Foucault, 1996] hablaba del libro como una “experimentación”): en ese sentido, no dice qué es una
imagen, no dice qué es el arte sino que hace la experiencia de la imagen, trabaja en la experiencia con
el arte. Algo cercano, en ese sentido, a la estructura de la transgresión analizada por Georges Bataille
(como lo muestra Georges Didi-Huberman, especialmente en La semejanza informe): en la medida en
que la iconología no es un cuerpo disciplinar, ella no deja de transgredirse a sí misma buscando unas
formas que se deshacen a cada instante. Por ello, se multiplican en los textos warburguianos los
esfuerzos por demarcar lo que, por mi parte, quisiera llamar una heurística de la disparidad, que nos
exige pensar una y otra vez las formas de construcción de objetividades que no están dadas (las obras
de arte, las imágenes, las Pathosformel no son cosas cuya evidencia se presente sin esfuerzo) sino que
se deben construir (cercano, en esto a Foucault quien afirmaría luego que no existen ni objetos ni sujetos
sino prácticas discursivas y no discursivas que construyen umbrales desde donde se delimitan
objetividades y subjetividades1). Arriesgando una anacronía conceptual (de esas que tanto nos ayudó
a imaginar Warburg mostrando que el tiempo no se deja gobernar por una sola economía) podríamos
decir que la heurística warburguiana es un esfuerzo de construcción interseccional, en la medida en
que va configurando un campo de trabajo que no se identifica con ningún objeto (y que va de la
antropología de James Frazer al pensamiento nietzscheano, de la biología darwinista a las teorías del
lenguaje decimonónicas). Como resultado de ese esfuerzo de construcción, el arte ya no puede ser
identificado con una “obra”, una “cosa” portadora de “valores” que transmite una identidad (cualquiera
esta fuera). En este sentido, tal vez sea esto lo primero que podamos decir: en el arco que recorremos
junto a las dispersiones warburguianas, el arte es un campo de exploración y de tensiones a través del
cual hombres y mujeres arrojados a una existencia improbable crean formas de mediación que les
permiten tomar distancia de sus propias angustias y hacerse un mundo vivible. El comienzo de la
Introducción al Atlas lo explicita:

El acto de interponer una distancia entre uno mismo y el mundo exterior puede calificarse
de acto fundacional de la civilización humana; cuando este espacio interpuesto se
convierte en sustrato de la creación artística, se cumplen las condiciones necesarias para
que la conciencia de la distancia pueda devenir en una función social duradera –que el
ritmo de puesta en vibración de la materia y el reposo de la misma en la sofrosyne presenta
como un ciclo entre la cosmológica de las imágenes y la de los signos –, la suficiencia o el
fracaso de la cual como instrumento espiritual orientador determina el destino de la cultura
humana. Al hombre que como artista se debate entre las concepciones religiosa y
matemática del mundo viene a ayudarle de forma característica la memoria tanto de la
personalidad colectiva como la del individuo: no creando sin más un espacio para el
pensamiento, pero sí fortaleciendo en los polos extremos del comportamiento psíquico la
tendencia a la contemplación serena o a la entrega orgiástica (Warburg, 2010: 3).

El arte resultaría así un campo de operaciones o, mejor, una zona de combate, en el que se dan cita
fuerzas antagonistas y en el que se crean las condiciones mínimas para que el existente humano se
cree su propio espacio de vida. No habría vida humana posible sin la persistencia de las imágenes como

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mediadores simbólicos entre nuestra existencia y la del mundo. Pero, como lo muestra bien Didi-
Huberman, el símbolo no unifica lo disperso: es la escena de la dispersión. El arte sería así un campo
de distribución en el que las imágenes que sobreviven a su propio presente operan como mediadores
entre fuerzas dispares y en conflicto que dan cuenta de las maneras diversas en que hombres y mujeres
han intentado aprehender las contrariedades de la existencia. Despojado de sus valores esteticistas el
arte se revela como el espacio en que se construye una ethesis, una lógica de lo sensible que permite
que se aparezca, en ese espacio que el mismo abre para pensar (Denkraum), los vestigios de una
memoria colectiva que no cesa de reapropiarse de sí misma. Un campo, que, en definitiva, presenta a
las imágenes como un ritual. Un ritual de imágenes.

Las imágenes como procesos rituales: drama, liminaridad y communitas

La communitas tiene también un aspecto de potencialidad, de ahí que se dé


frecuentemente en el modo subjuntivo. Las relaciones entre seres totales son generadoras
de símbolos, metáforas y comparaciones; sus productos son el arte y la religión más que
las estructuras políticas y legales. Bergson vio en las palabras y escritos de los profetas y
grandes artistas la creación de una ‘moralidad abierta’, que era a su vez expresión de lo
que él llamaba l’élan vital, o impulso vital evolutivo (Turner: 133, subrayado nuestro).

La teoría del ritual ha atravesado el siglo XX según diferentes formulaciones y alcanzando diversos
campos. Como lo han mostrado muchos teóricos, en la confluencia entre los estudios de la performance
(llegados desde el ámbito de las artes escénicas y del cuerpo) y los estudios sobre lo performativo (a
través de los aportes de la filosofía del lenguaje angloamericana de la segunda mitad del siglo XX), el
concepto de “ritual” ha sido releído y ampliado de modo tal que su extensión llega mucho más allá del
ámbito de la religión y de lo sagrado, recubriendo cualquier tipo de conducta o proceso social, sea de
tipo “ordinario” o “extraordinario”. Así lo afirma André Le Breton:

O homem participa do vínculo social não só por sua sagacidade e suas palavras, por seus
empreendimentos, mas também por uma série de gestos, de mímicas que concorrem à
comunicação, pela imersão no seio dos incontáveis rituais que escandem a cotidianidade
(Le Bretón, 2016: 12-13).

El trabajo inaugural de Arnold Van Gennep (1908) ya anticipaba que una teoría de los rituales de paso
podía extenderse mucho más allá del ámbito restringido de su propio campo de interés: “Creo, sin
embargo, que mi demostración será suficiente, y ruego al lector que lo compruebe aplicando el esquema
de los ritos de paso a los hechos de su ámbito personal de estudio” (Van Gennep, 2013: 18).

Como lo indicara Marcel Mauss (1979), un ritual es un conjunto de reglas prácticas, de carácter
colectivo, que tienen por fin la producción de una creencia intersubjetivamente compartida, y por el cual
se modifica un estado de cosas (una transformación en el estatuto de los agentes que lo practican que
supone también una mutación del mundo en que esa práctica tiene lugar). En este sentido, un ritual
tiene por fin asegurar la cohesión de los límites de una comunidad y de los individuos que la componen
en cada uno de las diferentes fases por las que atraviesa su vida. Ya Van Gennep, indicaba este aspecto
central de los rituales por los que estos se constituyen en reguladores de las conductas de una
comunidad y que acercan su teoría a algunas formulaciones warburguianas en relación a las imágenes:

La vida individual, cualquiera que sea el tipo de sociedad, consiste en pasar sucesivamente
de una edad a otra y de una ocupación a otra. Allí donde las edades como las ocupaciones
están separadas, este paso va acompañado de actos especiales, que por ejemplo en el
caso de nuestros oficios constituyen el aprendizaje, y que entre los semicivilizados
consisten en ceremonias. (…) Todo cambio en la situación de un individuo comporta

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acciones y reacciones entre lo profano y lo sagrado, acciones y reacciones que deben ser
reglamentadas y vigiladas a fin de que la sociedad general no experimente molestia ni
perjuicio. Es el hecho mismo de vivir el que necesita los pasos sucesivos de una sociedad
especial a otra y de una situación social a otra: de modo que la vida individual consiste en
una sucesión de etapas cuyos finales y comienzos forman conjuntos del mismo orden:
nacimiento, pubertad social, matrimonio, paternidad, progresión de clase, especialización
ocupacional, muerte. Y a cada uno de estos conjuntos se vinculan a ceremonias cuya
finalidad es idéntica: hacer que el individuo pase de una situación determinada a otra
situación igualmente determinada (Van Gennep, 2013: 20-21, subrayado nuestro).

En este sentido, un ritual tiene efectos de vigilancia, control y regulación sobre las conductas de aquellos
que los practican. Su fin es lograr un vínculo entre los agentes que componen la comunidad – y que se
reconocen formando parte de la misma como consecuencia de los actos rituales que comparten. En
este sentido, podríamos pensar que los rituales configuran prácticas de gobierno (Foucault, 1994), que
establecen un conjunto de procedimientos para dirigir las conductas de los otros. No deberemos
alejarnos mucho de Warburg para comprender que las imágenes cumplen funciones análogas a las de
los rituales: bien sabemos que las imágenes no son para él meras ilustraciones o representaciones sino
manifestaciones de un deseo que expresa la pertenencia a un vínculo social: “Las imágenes de los
arcones y de los tapices representan la vida social de una cultura satisfecha de sí misma que se da a
conocer, con todo lujo de detalles, en el tono coloquial propio de una canción popular cortesana”
(Warburg, 2005: 230). Es por y a través de las imágenes que los miembros de una comunidad se
reconocen y es por y a través de las imágenes que los miembros de una sociedad actúan: las imágenes
son portadoras de una fuerza (performance) que exige de nosotros un conjunto de acciones, de
respuestas, de interrogaciones sin los cuales el vínculo social sería imposible. Esa performance de las
imágenes es la que las iguala a los rituales: “Es claro que éste es el significado de todo el ceremonial.
Las sucesivas ceremonias demuestran que estas serpientes iniciadas y consagradas, en mágica
comunión con los indios, son las mediadoras solicitantes y provocadoras de la lluvia. Son entonces,
como santos de la lluvia vivientes y zoomórficos” (Warburg, 2004: 46). Así sucede como los Hopi y sus
complicados rituales de la serpiente, el largo viaje migratorio de los dioses olímpicos hasta el palacio
del duque de Ferrara no tiene otro fin que cubrir el vacío de una rueda (como lo dice Turner al respecto
de la metáfora de Lao-Tsé que veremos a continuación) que se revela como ausencia de sentido ante
la muerte. Tanto el duque de Ferrara como los hombres y mujeres Hopi buscan resistir, a través de sus
gestos y sus imágenes, tratan de poner distancia a aquello que los amenaza: el duque a la transitoriedad
de un tiempo que se le escapa, los Hopi a las inclemencias de un desierto que les prohíbe el agua: “La
danza de las serpientes en Walpi constriñe a la propia serpiente a fungir como elemento mediador (…)
No cabe duda de que este arrojamiento mágico tiene el objetivo de obligar a la serpiente a obrar como
propiciadora de los rayos y generadora de la lluvia” (Warburg, 2004: 46). Y en Ferrara, las imágenes no
están allí para ilustrar una Historia: ellas, desde un pasado que sobrevive a su presente, actúan sobre
nosotros estableciendo pautas de conducta que deberemos seguir si queremos obtener algún tipo de
resultado específico: “La astrología no es en el fondo sino un fetichismo onomástico proyectado al futuro:
por ejemplo, de acuerdo con las cualidades que el mito atribuye a la diosa venus, aquél nacido en el
mes de abril sería iluminado por su planeta y viviría para el amor y los placeres fáciles de la vida”
(Warburg, 2015: 417). Así, el duque de Ferrara hace pintar una cartografía del tiempo según la cual las
imágenes orientan su futuro y deciden por él las conductas que debe asumir para realizar su destino.
Las imágenes, como los objetos rituales, actúan. Y actúan orientándonos, ofreciéndonos seguridad:
diríamos que a través de ellas podemos domesticar la muerte y asegurarnos las fases de un paso hacia
otra vida. Las imágenes son una performance visual por la cual se transforma el estado de cosas en el
mundo y nuestro propio modo de existencia: nuestra subjetividad ante el mundo se ve alterada,
modificada, en la confrontación con las imágenes. Si como dice Didi-Huberman (2006) ante la imagen

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estamos ante el tiempo, también podemos decir que ante la imagen estamos ante una performance que
nos obliga, que nos orienta, que le da sentido y organiza nuestra existencia: esa es, (lo vimos más
arriba) la función primordial de las imágenes: ser mediadoras y hacernos pasar, organizar un pasaje a
través del cual transitamos entre la vida y la muerte; de allí su apariencia de fantasmas que sobreviven
al tiempo. Por ello, ante la imagen estamos ante un umbral, un pasaje, un rito de paso, como decíamos
con Van Gennep: pensemos, por ejemplo, en las ascensiones a través de las escaleras en la que se
regula el paso de uno a otro mundo y al estudio del surgimiento del retrato como mediación entre dos
mundos al que se consagra Warburg en El arte del retrato y la burguesía florentina. Del sótano de la
iglesia emergen las figuras de los hijos del comitente llevados a la luz por la mano segura de su maestro,
tanto como en los indios Hopi las escaleras señalan un sistema de ascensos y descensos que señalan
el paso de y hacia lo doméstico:

El ser humano, que ha dejado de caminar en cuatro patas para hacerlo en posición erecta,
y que por lo tanto necesita de un instrumento para vencer la fuerza de gravedad cuando
mira hacia arriba, ha inventado la escalera para ennoblecer sus deficiencias con respecto
al animal. El hombre que a la edad de dos años aprende a caminar, percibe la felicidad del
escalón porque, como criatura que tiene que aprender a andar, recibe al mismo tiempo la
gracia de poder elevar la cabeza (Warburg, 2004: 25).

A través de las acciones y de las palabras que los expresan, los rituales y las imágenes (como los
calendarios germánicos que organizan la tensión del naciente protestantismo analizado por Warburg)
no son verdaderos o falsos (por relación a un objeto que ellos deberían alcanzar y describir) sino
eficaces o ineficaces en la producción de creencias colectivas (de las que dependerá, en este caso, el
porvenir de la religión fundada por Martin Lutero). No otro sentido tiene la larga cita final (tomada de
Johann W. Goethe) con que acaba el artículo (y en el que parece resonar la divisa benjaminiana
[Benjamin, 1989], “la diferencia entre magia y técnica es una variable histórica”):

En realidad, la superstición recurre únicamente a medios falsos para satisfacer una


necesidad verdadera y, por ello, ni esta digna de condena como a veces se piensa, ni
resulta extraña a los así llamados siglos ilustrados, ni a los hombres ilustrados.
Pues quien puede decir que satisface siempre sus necesidades fundamentales de manera
pura, correcta, completa y sin tacha: o que junto con la actividad y los logros más serios,
como la fe y la esperanza, no busca consuelo también en la superstición, y la ilusión, la
frivolidad y el prejuicio (Warburg, 2015: 490).

Como el ritual, una imagen tiene por fin producir una creencia (creer que la vida es posible): “La
representación (performance) puede ser o bien “hacer-creencia” o bien “hacer-creer”” (Schechner, 2012:
60)2. Un ritual (una imagen) que no es capaz de producir una tal creencia, un conjunto de reglas
(imágenes) que no sirve ni para modificar un estado de cosas ni para transformar el estatuto de los
agentes involucrados en él, se mostrará ineficaz y será así tenido por inútil y no asegurará ningún control
social sobre los agentes involucrados. En este sentido, la economía de la Pathosformel, implica que la
imagen, a través de las sucesivas trasformaciones, inversiones de sentido y actualizaciones, sea
portadora de un acto de creencia: una imagen que no produce tal creencia será una mera ilustración,
no será parte del acto fundamental por el cual se abre una distancia interponiéndose entre nosotros y
el mundo y, finalmente, será olvidada y descartada del suelo de la cultura. En este sentido, el orden de
la veridicción (Foucault, 1994) impuesto por la economía de los rituales y de las imágenes no se centra
en la distinción entre verdadero/falso sino en torno al par eficaz/ineficaz. Por ello la imagen no traduce
una experiencia original que desde el pasado debería permanecer, retener y conservar: ella hace
presente una memoria intensiva (Ruiz, 2013) que nos exige actuar. La ausencia de imagen hace
aparecer el vacío del que nos debemos distanciar:

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En este punto puede resultar oportuna la historia de la rueda de la carreta de Lao-tsé: los
radios de la rueda y el cubo (esto es, el bloque central de la rueda que sujeta el eje y los
radios) al que van unidos no valdrían para nada dijo Lao-tsé, si no fuera por el agujero, el
hueco, el vacío del centro. La communitas, con su carácter desestructurado, que
representa lo “inmediato” de la interacción humana (…) podría muy bien compararse con
‘el vacío del centro’, que es indispensable, sin embargo, para el funcionamiento de la rueda
(Turner, 1988: 133).

A partir de los diálogos compartidos con Richard Schechner, Víctor Turner elabora un concepto de
proceso ritual que, a través de la noción de drama, le permite descomponerlos según fases que definen
diferentes momentos de pasaje (Van Gennep, 2013). En tanto que dramas, los procesos rituales se
inician siempre por una ruptura – una brecha – en el orden de las creencias establecidas; a esta primera
fase le seguirán otras tendientes a restablecer la unidad estructurada de la sociedad (en este sentido,
la función del ritual es restaurar un orden perdido). En estas fases, la liminaridad será esencial porque
muestra que, por detrás de aquellas reglas – en la brecha que inaugura el drama – se aparece una
communitas que señala hacia una indiferenciación con relación a toda norma o jerarquización social
(finalmente, el drama será resuelto por la asunción de nuevas reglas que restablecen el orden perdido)3.

Esta abertura hacia un estado de indiferenciación tiene, en Turner, diversas explicaciones y se aplica a
diversos niveles: desde uno estrictamente ontológico (en que la communitas sería, en última instancia,
indiferenciación de lo existente) hasta una de grado más bien “sociológico” (en que la communitas es
un estadio en que, temporalmente, se han suspendido las pautas de organización social). En todo caso,
la liminaridad impone una temporalidad que excede la forma lineal de las narraciones habituales: “La
communitas pertenece al ahora, mientras que la estructura se haya enraizada en el pasado y se
proyecta al futuro a través de la ley y la costumbre” (Turner, 1988:119, subrayado nuestro). El carácter
especial de esta abertura al ahora vacío de la communitas resulta para nuestros intereses fundamental,
ya que implica una puesta en suspenso de los elementos que jerarquizan las relaciones sociales y
muestran la presencia entre nosotros de un vínculo que la comunidad no puede dejar de expulsar fuera
de sí:

La communitas se introduce por los intersticios de la estructura en el caso de la liminaridad;


por los márgenes en el caso de la marginalidad; y por debajo suyo, si se trata de la
inferioridad. No existe prácticamente lugar alguno en que no se considere sagrada o
‘santa’, y ello quizá, porque transgrede o elimina las normas que rigen las relaciones
estructuradas e institucionalizadas, al tiempo que va acompañada de una fuerza sin
precedentes (Turner,1988: 134 subrayado nuestro).

Esta fuerza de la communitas le hace pensar a Turner en una posible apertura de lo social a través de
la moral abierta, la religión y el arte, en el mismo sentido que ya lo hiciera Bergson en Las dos fuentes
de la moral y la religión:

La communitas tiene también un aspecto de potencialidad, de ahí que se dé


frecuentemente en el modo subjuntivo. Las relaciones entre seres totales son generadoras
de símbolos, metáforas y comparaciones; sus productos son el arte y la religión más que
las estructuras políticas y legales. Bergson vio en las palabras y escritos de los profetas y
grandes artistas la creación de una “moralidad abierta”, que era a su vez expresión de lo
que él llamaba l’élan vital, o impulso vital evolutivo (Turner, 1988:133 subrayado nuestro).

Como vemos, a través del vacío que se abre con la fuerza de la liminaridad, se inaugura un umbral por
el que la comunidad se descubre a sí misma condicionada por una serie de normas y reglas que la

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experiencia del arte viene a revelar. Las imágenes, así, restauran la existencia y, sin embargo, ellas
también nos hacen mirar el vacío (la rueda de Lao Tsé, según lo explicara Turner) sin la cual nada
podría funcionar: es la existencia liminar que la imagen a la vez indica y oculta. Es en el mismo sentido
que Warburg hace de las imágenes una experiencia liminar: ellas no vienen a restaurar un orden
perdido. Más bien mantienen la tensión liminar por la que el espacio del pensamiento se abre a su
propia posibilidad trayendo la memoria de aquel vacío que la propia imagen viene a ocutlar. De hecho,
cancelar ese espacio, cerrar la liminaridad que la imagen presenta, supone un cierre del espacio del
pensar (sea por un exceso de la magia – teocracia – o por un exceso de la técnica – tecnocracia – que
conduce en ambos casos a formas del autoritarismo. Así lo expone en el famoso final de El ritual de la
serpiente:

El telégrafo y el teléfono destruyen el cosmos. El pensamiento mítico y simbólico, en su


esfuerzo por espiritualizar la conexión entre el ser humano y el mundo circundante, hace
del espacio la zona de contemplación o de pensamiento que la electricidad hace
desaparecer mediante una conexión fugaz (Warburg, 2004: 66).

La cultura vive y sobrevive en y a través de un ritual de imágenes. Nuestro devenir tecno informático
exige que podamos, para evitar sus excesos autoritarios del presente, encontrar las imágenes que
devuelvan el equilibrio indispensable para la existencia. No sabemos si esas imágenes nos llegarán
desde los restos de los demonios astrales de la Antigüedad. O si nos llegarán de nuevas formas que
las serpientes puedan ofrecernos (enrolladas como estaban en los proyectores del cine). O si
deberemos inventarnos imágenes que vuelvan a abrir el espacio liminar indispensable para un
Denkraum. Pero sí sabemos que sin esos rituales de imágenes (que nos hacen comunidad) nos
asomaremos, de forma inevitable al vacío de la rueda, al espanto de la muerte que ninguna fórmula
algorítmica puede explicar. Por ello, a riesgo de tener que luego rectificarnos podríamos decir que el
arte es una forma ritual de las imágenes. Y que la iconología intenta determinar los pasajes, los ritos de
pasajes, a través de los que las imágenes organizan y orientan nuestras vidas. Esas vidas que hoy se
encuentras técnicamente vaciadas por los cálculos infinitos de una máquina digital que no nos deja
imaginar.

Referencias

BENJAMIN, Walter. Pequeña historia de la FOUCAULT, Michel. Les mots et les images. In:
fotografía. In: Discursos interrumpidos I. Dits et Ecrits I. Paris: Gallimard, 1994.
España: Taurus. 1989.
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_____. Calle de mano única. Buenos Aires, El yo minimalista y otras conversaciones. Buenos
cuenco de plata, 2014. Aires: Biblioteca de la Mirada, 1996.
DELEUZE, Gilles, Qu’est-ce que l’acte de LE BRETÓN, David. Antropologia dos sentidos.
création. In Deux régimes de fous. France: Petrópolis: Editora Vozes, 2016.
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MAUSS, Marcel, Sociología y antropología.
DIDI-HUBERMAN, Georges. Ante el tiempo. Madrid: Tecnos, 1979.
Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2006.
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_____. A semelhança informe ou o gaio saber Chile: Universidad Diego Portales, 2013.
visual segundo Georges Bataille. Rio de
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Hernán Ulm
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TURNER, Víctor. El proceso ritual. Estructura y Ciudad de México: Sexto Piso, 2004.
antiestructura. Madrid: Taurus, 1988.
_____. Atlas, Madrid: Akal, 2010.
ULM, H. La curación infinta: el arte y la estética
_____. El renacimiento del paganismo.
más allá de las cuestiones del gusto; en
Aportaciones a la historia cultural del
AAVV, Ese Nietzsche. Salta: Ediciones de la
Renacimiento europeo. Madrid: Alianza, 2015.
galeria Fedro, 2014, p. 113-142.

Notas

* Professor de Estética e Historia del Arte en la Universidad Nacional de Salta, Argentina. E-mail: ˂[email protected]˃. ORCID:
˂ https://orcid.org/0000-0003-0387-6270˃.
1 Resulta extraño leer la reseña de Foucault a la traducción de Ensayos de iconología y de Arquitectura gótica y pensamiento medieval.

Al leer ese artículo, parece que el filósofo francés adivina en el discípulo de Warburg la presencia de un pensador que Panofsky se ha
esmerado en borrar: “El discurso no es el fondo interpretativo común a todos los fenómenos de una cultura. Hacer aparecer una forma,
no es una manera desviada (más sutil o más ingenua, como se quiera) de decir algo. Todo lo que hacen los hombres no es, al fin de
cuenta, un murmullo indescifrable. El discurso y la figura tienen cada uno su modo de ser; pero mantienen relaciones complejas y
encabalgadas. Es su funcionamiento recíproco lo que se trata de describir” (Foucault, 1994: 622, traducción nuestra).
2 El título en inglés del libro de Richard Schechner es Performance Studies. An introduction. Los traductores de la versión española han

optado por la palabra “representación” en vez de “performance” lo que lleva, a nuestro parecer, a ciertos equívocos, ya que
“performance” supone elementos que están ausentes de “representación” y, en primer lugar, el aspecto ritual de las acciones que se
producen (por no mencionar que, en español, el vocablo sugiere una “representación mental” que está ausente de la cuestión planteada
por Schechner). El vocablo “performance”, además, es lo suficientemente difundido en nuestro idioma como para exigir una traducción.
Finalmente, como se verá enseguida, Schechner, en diálogo estrecho con Turner, establece un lazo indisoluble entre la experiencia
ritual y la performance.
3 Turner (1988) diferencia la comunidad (como organización social jerarquizada) de la “communitas” en la que todas las jerarquías son

puestas, al menos transitoriamente, en suspenso para abrir el juego del vacío social en el que aparece una indiferencia ontológica.

Artigo recebido em maio de 2020. Aprovado em julho de 2020.

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