La Caricia Perdida de Luciano Lutereau

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Luciano Lutereau

La caricia perdida
Cinco meditaciones
sobre la experiencia sensible
Lutereau, Luciano,
La caricia perdida: cinco meditaciones sobre la experiencia sensible
- 1a ed. - Adrogué : Ediciones La Cebra 2020.

ISBN 978-987-3621-76-5

1. Ensayo Argentino. I. Título.


CDD A864

© Ediciones La Cebra, 2020

Editorxs
Ana Asprea y Cristóbal Thayer

[email protected]
www.edicioneslacebra.com.ar

Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723.


…En el viento, al pasar,
la caricia que vaga sin destino ni objeto,
la caricia perdida…
A. Storni

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PREFACIO

Este libro contiene las “notas literarias” de un seminario


realizado en la Facultad de Psicología de la Universidad
de Buenos Aires, en el marco de la cátedra I de Psicología
Fenomenológica y Existencial, con el auspicio de la
Secretaría de Extensión, Cultura y Bienestar Universitario.
El seminario llevaba el título “Estética y fenomenología”,
y se concentraba en algunos autores destacados de la tra-
dición fenomenológica, con el propósito de relevar ciertas
nociones fundamentales con las que pensar la raíz sensible
de la subjetividad.
Curiosamente, a partir de la intervención de un público
eminentemente interesado en el psicoanálisis, el seminario
comenzó a cargarse de referencias cruzadas, secretamente
interferido por la incursión de autores que –en la experien-
cia lateral de la glosa– decantaron una variedad conside-
rable de signos, y establecieron entonces una interlocución
prolífica con algunas premisas psicoanalíticas. Después de
todo, si hubiera una manera sencilla de presentar al psi-
coanálisis no es sino como una teoría estética del sujeto,
dado que el arraigo de la sujeción al inconsciente también
se encuentra en la materia de la sensibilidad.
Sin embargo, como dije al comienzo, en este libro he de-
cidido presentar “notas” de mi trabajo. Realizar una recons-
trucción establecida del contenido de las clases del semina-
rio les conferiría un rigor expositivo que no suelen tener.

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La caricia perdida

Por otro lado, llevar al formato estrictamente académico los


argumentos en cuestión quitaría a este libro la intuición ori-
ginal que lo funda. En el recorrido de las cinco meditaciones
que componen este texto, el lector encontrará la prescinden-
cia de citas, quedando tan sólo un conjunto general de indi-
caciones bibliográficas para el final del trabajo. Considero
que muchas de esas referencias son harto conocidas y, por lo
tanto, para el lector avezado, dispensables. En cambio, en el
caso del lector que buscase una primera vía de acercamiento
a dos disciplinas que tienen en su núcleo íntimo el cuidado
de la experiencia, el encuentro con el aparato universitario
de transmisión (comillas, notas, voz impersonal, etc.) podría
disuadirlo de buscar en el texto algo más que el asombro
intelectual por el cual unos autores conversan (convergen,
dialogan, se refutan) con otros. He decidido, entonces, rea-
lizar un escrito desde el psicoanálisis y la fenomenología, en
lugar de una elaboración acerca del decurso teórico interno
de ambos campos de estudio.
Respecto de la elección de un procedimiento meditativo
en la construcción del escrito, podría suscribir, simplemen-
te, que entreveo en dicha forma discursiva una variedad
metódica de pensamiento, la más aceptable para acceder a
ese diletante que es el lector de ensayos (y que disfruta de
los rodeos, alusiones y escansiones que le permiten madu-
rar por su cuenta). Al mismo tiempo, es una particularidad
de la meditación el poner en acto la experiencia del pensar,
demostrando que la vida del hombre se encuentra siempre
enraizada en el mundo sensible. Finalmente, y en lo que de
mi práctica como analista responde, el recurso a la primera
persona ha sido el modo de introducir en el texto aspectos
de la clínica que, cotidianamente, atravieso junto con algu-

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Prefacio

nos analizantes. Paul Ricoeur afirmaba, en una célebre oca-


sión, que es en el relato que una vida encuentra su trama de
apoyo. El psicoanálisis se revela, hoy en día, como otra de
las pocas prácticas subversivas que se atreven a sostener el
designio de una palabra dirigida al Otro.

L. L.
Buenos Aires, octubre de 2011

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EL OTRO

El Otro puede hacerse presente –para mí– de diversas ma-


neras. No es para nada obvio que un signo ostensible a
mi lado sea la manifestación del Otro. Mucho menos que
ese otro sea un Otro, y no una reduplicación de mí mismo,
de este pensamiento, del cuerpo que imagino que tengo y,
eventualmente, olvido sentir.
De muchos modos puedo advertir una presencia relati-
va del Otro. Estiro la mano, tomo un libro, y en las páginas
que leo trazo un conocimiento compartido con el autor, lo
recibo como al Otro lado de mi lectura. Puedo acceder a la
dimensión de la alteridad a través de las palabras impre-
sas, pero también habladas, cuando el Otro se dirige a mí
en el momento de salir a la calle, en una conversación ha-
bitual, en una declaración amorosa. Sin embargo, ¿cuántas
veces he atisbado que el amor puede no ser más que una
convención ordinaria, una repetición abusiva de signos
formulados fastidiosamente, como un monólogo interior
con el que busco dormir por las noches?
La experiencia del arte es un modo privilegiado por el
cual me encuentro con el Otro. Contemplo el cuadro de
una silla con asiento de mimbre, presiento la presencia
subterránea del pintor que habitaba ese útil. Una tarde de
otoño, en un álbum familiar, pude ver una fotografía de la
banqueta desvencijada en que trabajaba mi abuelo, los ta-
biques descascarados en que el Otro apoyaba los zapatos.
Entiendo que el Otro puede estar en la presencia inmedia-

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La caricia perdida

ta del útil, pero también en el recuerdo del útil, como en


los objetos que poblaron mi infancia, en aquellos objetos
que, en el calor de la casa, me ponen frente a la ausencia
encarnada de un familiar que me ha abandonado.
Sin embargo, es importante que no confunda el manejo
del útil con la experiencia estética. En la mirada reposada
de una obra de arte me sumerjo en el mundo que el artista
abre para mí, con el que sale a mi encuentro en un des-
pliegue artificial de formas y significaciones. Contemplo
el cuadro de unos zapatones de labriego y advierto, en-
tonces, la pesadez del campesino. Poco me importa que
se trate de los zuecos de una mujer o de un hombre, o que
ambos pertenezcan a un pie izquierdo, porque los zapato-
nes han pasado a representar una entidad abstracta, una
metáfora de la función del trabajo en la segunda mitad del
Siglo XIX. ¿Cuántos cuadros de esa época llevan el nombre
“Picapedreros”? Millet, Daumier, Courbet. Los tres artistas
me hablan de la presencia del trabajo que encarna el Otro,
de sus sufrimientos, de la jornada digna y la recompensa
ingrata. Y, sin embargo, el Otro se aleja y pierdo su rastro.
Sólo resta de su presencia una significación impalpable.

***

El Otro puede proponerse a través del aspecto sensible de


ciertos objetos. Los llamo objetos culturales. El mundo del
arte, los útiles, los productos de la ciencia. La cultura se
encarna en el mundo sensible y abre un nuevo territorio a
mi percepción ordinaria. El martillo ya no designa simple-
mente una cosa entre las cosas, sino que se revela como un
objeto para golpear, y descubro su función al representar-
me el uso que el Otro habría podido hacer de ese objeto.

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El otro

De este modo, descubro que el Otro ya estaba allí, antes de


mi advenimiento. Y, a mi pesar, lo descubro en el mismo
momento en que lo doy por perdido, en una experiencia
de apartamiento.
¿Y qué ocurre cuando el Otro se presenta través de su
cuerpo? No presto atención entonces, solamente, a su pala-
bra hablada, sino que atisbo sus gestos, la expresión de su
semblante, la sonrisa que cuelga de su boca mientras me
indica un lugar a su lado, para que tome asiento y le haga
compañía. Pero, ¿qué clase de presencia es ésta? El cuerpo
del Otro se abre a mi visión como un mapa de signos. Mis
ojos recalan en la distancia de sus rasgos. La expresión de
su cuerpo me obliga a una elección forzada, a suponer que
el Otro habita en esos gestos, al convencimiento de que
el Otro está efectivamente en ese cuerpo como una patria
en una bandera –del mismo modo que algunas personas
queridas se refugian en ciertos objetos que conservo como
talismanes– aunque lo perciba siempre detrás, y lo ahu-
yente, como si del Otro no pudiera conservar más que una
huella anterior, el emblema de una fractura.
Miro por mi ventana, veo venir a unos hombres por la
vereda de enfrente. Si percibiese lo que ellos perciben que-
daría fundido en lo que ellos son, mi experiencia se sola-
paría con la suya, como un reguero de agua que cae en un
arroyo, y en el cual ya no cabe preguntarse qué pertenece a
quien. Si uno de ellos se encontrara con un pozo esperaría
que haga lo mismo que yo haría, al esquivarlo en caso de
advertirlo, o saltar precipitadamente si fuese tomado por
sorpresa. Así, una vez más, yo soy la común medida de un
Otro que me obstino en desconocer.

***

11
La caricia perdida

Anticipo el propósito de las acciones del Otro, cuando lo


veo correr frente a un peligro y conjeturo su escape como
una evasión; o bien cuando descubro que su cuerpo tiembla
porque tiene miedo, si una de sus creencias fundamentales
vacila. Todos estos aspectos en el Otro son comprensibles,
pero no en cuanto el Otro es Otro, sino porque tenemos
algo en común, y pertenecemos a un mismo mundo sensi-
ble, aunque podamos vivir de acuerdo a distintas varian-
tes, de una idéntica comunidad.
No obstante, en la distancia, el cuerpo del Otro no es
más que la indicación vacía de su presencia. En la aparien-
cia externa del cuerpo, la expresión de la interioridad me
distancia de un acceso originario al Otro. Podría barruntar
lo que el Otro puede estar pensando, imaginar lo que quiso
decir en alguna situación, ponerme en su lugar e intentar
ver el mundo desde su punto de vista. Pero, por esta vía, el
Otro no sería más que un desdoblamiento de mi fantasía,
la repetición de un doble, un alma exteriorizada, como la
que sospecho cuando me encuentro frente a los espejos o
en los reflejos de los vidrios. Podría adivinar muchas cosas
en el Otro, en cuanto es análogo a mí mismo, pero no su
condición de ser Otro.
¿Y que ocurriría si el Otro me mirase? Puedo decir que
la mirada del Otro es una presencia inexpugnable, una
compañía permanente. Sentado en el parque advierto la
mirada del Otro que viene caminando con un paraguas
bajo el brazo. Su mirada discurre entre el césped y el lugar
del asiento en que me hallo apoltronado; inesperadamen-
te, comienzo a sentir un desfiladero inquietante, algo en
el Otro me asalta, porque ese intervalo que me despierta
del sueño en que se fundía la tarde se afinca en el espanto

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El otro

de concluir que el Otro mira el césped, pero, ¿qué mira


cuando me mira?
Ante la mirada del Otro me reduzco, sin mayor simple-
za, a un puro cuerpo. La sudoración continua, una disnea
precipitada y el ritmo pródigo de mi corazón trasuntan un
derrame del mundo que ha perdido para mí su distancia.
Camino de noche por la calle, regresando a mi hogar
luego de una reunión en el centro de la ciudad. Al des-
cender del ómnibus me deslizo en la oscuridad como una
sombra sobre el reflejo nocturno de una pared. Podría
confundirme con el vaivén de las ramas de un árbol, o
cualquier punto de fuga en la declinación del viento sobre
los arbustos. Pero, repentinamente, escucho un crujido
detrás de mí. Me he convertido en un escalofrío rampan-
te. “¿Quién anda ahí?” murmuro, sin que importe el tono
quebrado de mi voz, su embarazo inaudible, porque el
Otro nunca me va a responder, porque no es más que una
perturbación de la compostura secuencial del tiempo.

***

Me siento avergonzado por uno de mis actos, del mismo


modo que el primer hombre no podría haberse sentido
desnudo sino ante la mirada del Otro. Veo esa desnudez
porque la mirada del Otro indicó la presencia de un cuerpo
al que permanezco adosado. Ya no puedo extraerme del
mundo, como la ilusión de que soy una conciencia me em-
pujaba a creer.
Antes de toda reflexión, en la que podría verme ver, me
encuentro sometido al Otro como mirada. Pero no como
una imagen –o cualquier representación de una ausencia
a través de un sustituto– ni al estilo de una expresión que

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La caricia perdida

tendría que ser descifrada, como en los casos que ya consi-


deré a propósito de los objetos artísticos y culturales. En la
mirada me encuentro como parte de una tensión relativa,
como aquél que soy para el Otro en una orientación que
escapa de mí, debido a que para la mirada el cuerpo ha
perdido la capacidad de establecerse sólidamente en un
mundo circundante, en el marco de una espacialidad que
reconozca como propia.
La captación de uno de esos maniquíes que vienen ca-
minando por la calle –ese cuerpo en tanto que Otro– me
lleva a desbancar cualquier relación de superposición
entre él y el mundo. Ya no se trata de un objeto situado
delante, arriba, o bien al costado, de cualquier otro objeto,
sino de un escape a partir del cual el mundo cobra un sen-
tido diverso y, respecto del cual, yo me encuentro en una
escena. No sólo adquiero la certidumbre de que el mundo
no me pertenece íntegramente, sino de que puedo pasar a
quedar colgado de un sistema de orientación ajeno.
Pero también podría decir que todo esto es una conjetu-
ra mía y que, por cierto, el Otro no es más que una proyec-
ción de mi propia capacidad de concebir lo que, supongo,
subtiende la vida íntima de ese objeto que pasea con un
paraguas bajo el brazo. Porque lo seguro es que jamás po-
dría ver el mundo tal como el Otro lo ve. Y, a pesar de vivir
una profunda conmoción, por la cual me siento observado,
éste no deja de ser mi mundo, dentro del cual puedo tomar
la hospitalaria actitud de añadir perspectivas posibles.
Siempre puedo despejar mi angustia ante el Otro dicien-
do “No es más que el Otro el que se pasea con un paraguas
en la mano”, con la misma serenidad con que se restituye
el parche en una filtración, un emplasto en la sangría. De

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El otro

este modo, consigo poner una distancia protectora, una


suerte de parapeto, a partir del cual el Otro, un vez más,
persiste en un conjuro aliviante.
Es que invariablemente pienso en la presencia del Otro
como una forma feroz del acecho, que se presenta ahí
donde nunca lo esperaba, sorpresivamente, dispuesto a
servirse de mí como una mantis erguida, para la cual no
sería mucho menos que un reflejo nebuloso en su pupila.
El Otro no es aquél con quien estoy pronto a dispu-
tarme el mundo, sino la conmoción tácita de una mirada
inquietante. Sin embargo, esta presencia del Otro como
mirada no es una presencia sensible, sino una estructura
de mi conciencia, como si aprehender un objeto fuera algo
muy distinto a recibir la captura de la visión.
Los ojos del maniquí no son la mirada del Otro.
¿No me ha pasado, ocasionalmente, haberme sentido
mirado por un objeto enigmático? Mientras escribo en el
escritorio, aquella ballena de vidrio distrae mi atención. El
reflejo vibrante del sol atardecido, entrando por la ventana
como una estela pulsátil, detiene la marcha de mi traba-
jo a cada instante, aprisionándome en un encantamiento
iridiscente.

***

Mi conciencia se encuentra anudada al Otro, pero ¿cómo


anclar concretamente al Otro en la experiencia sensible?
Entiendo que mi conciencia no es un medio transparente,
a partir del momento en que la conciencia del Otro pue-
de ser un factor determinante de lo que soy; por ejemplo,
cuando me siento culpable, y presumo la trasgresión de
una Ley a la que habría faltado, en la escrupulosidad, o

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La caricia perdida

bien en el sentimiento de orgullo que me invade cuando


realizo actos moralmente encomiables. Pero la pregunta,
en última instancia, es la siguiente: “¿para quién?”. ¿Dónde
está el Otro respecto del cual me afirmo obligado?
He comenzado a aburrirme. El Otro ha partido y, desde
este costado del mundo, los objetos –entre los que no dudo
en incluirme– se equiparan con un mismo valor de indife-
rencia contenida. El mundo se ha vaciado por la ausencia
del Otro, perdiendo cierta familiaridad, el arrobamiento
cotidiano del cual me siento apartado. En un comienzo me
preguntaba por la presencia del Otro; ahora, dicha ausen-
cia me demuestra su participación subrepticia como sostén
de este adormecimiento periódico que llamo “vida diaria”.
Sin el Otro ya no tengo nada que temer; el mundo se ha
desplazado como por un embudo.

***

Me encuentro alegre ante el regreso del Otro. La felicidad


del mundo me invade. Y podríamos conversar acerca de
cualquier cosa, demorarnos en cualquier paseo que el Otro
quisiera realizar, porque todo tiene el mismo peso liviano
del regocijo. Pero, la versión del Otro a la que consiento a
través de mi afecto ¿constituye acaso una vía primigenia
de acceso al Otro? O, en todo caso, ¿no revela más bien un
espejismo ilustrado de mis relaciones con el mundo? No
debería confundir la alegría con el amor, en el que aún no
he pensado. Tampoco podría decir nada del dolor en este
momento.
Podría pensar, entonces, que todo esto me ocurre por
un excesivo afán de pensamiento. Que, desde un principio,
he planteado mis relaciones con el Otro desde el punto de

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El otro

vista de un conocimiento presunto, de acuerdo a un modo


de acceso viciado, queriendo alcanzar una demostración
de su existencia, y que, por lo tanto, sólo he logrado re-
sultados mezquinos, destinados a la incertidumbre de la
conjetura.
¿Qué ha ocurrido las veces que tuve que enfrentar la
muerte del Otro? Entre el mal humor y la tristeza, el duelo
siempre se me reveló como una garantía inequívoca de
la presencia del Otro. Me permite afirmar que el Otro ha
existido, y que yo ocupaba un lugar en él, que encarnaba
alguno de sus anhelos, que nuestra separación ha consoli-
dado una persistencia de su retirada en algún rasgo secre-
tamente vigilado.
Camino por la avenida, y vuelvo sobre mis pasos cuan-
do escucho, entre los ruidos abiertos de la mañana, una
voz que grita mi nombre. ¿De qué se trata si, al buscar con
la mirada el punto de partida de aquella apelación, no en-
cuentro a nadie en particular? Comienzo a pensar que mi
vida no es muy distinta a la de los alucinados, sólo que
yo podría –quizás es otra de mis medidas protectoras– no
escuchar la llamada del Otro.

***

En distintas ocasiones el Otro es aquel que pide mi


palabra. Me encuentro con un niño que me pone al tanto
de uno de sus padecimientos más recónditos, mientras su
voz tiembla, debatiéndose entre continuar su relato y la
precipitación estentórea en un sollozo. ¿Debería calmarlo?
¿Tomar su mano y darle palabras de aliento? Todas mis
preguntas se organizan de acuerdo con una disyuntiva:
qué hacer con él, o bien qué decirle. En el primer caso, el niño

17
La caricia perdida

establecería una serie con aquellos objetos que nunca sé


donde poner. En el dominio del decir, el dolor del niño es el
dolor del Otro, respecto del cual no tengo nada que hacer,
sino dar mi palabra.
¿Cómo se demuestra la presencia del Otro en la sensi-
bilidad? ¿Cuál es la relación del Otro con mi cuerpo? ¿Qué
temporalidad envuelve nuestra proximidad? ¿De qué
modo accedo a mi propio sentir?
¿Acaso la palabra –como acto de decir– se encuentra
enraizada en el mundo sensible?
Sin embargo, tendría que reconocer que mi verdadera
inquietud nunca fue la existencia del Otro, sino la diversi-
dad de su presencia. No tengo dudas respecto de que habi-
to un mundo con el Otro, de que el Otro está ahí, tan a mi
alcance como yo a su merced. Mi pregunta es otra. ¿Qué
ocurre cuando el Otro es su cuerpo? Pero no se trata aquí
de que el Otro tenga un cuerpo, o bien de que yo recoja los
signos de su presencia mediada. La pregunta es otra.
¿Qué ocurre cuando el Otro es su cuerpo? Ese cuerpo
que se acerca a mí y, por ejemplo, me toca. No el cuerpo
extraño que interpreto como un vehículo de intenciones
y pensamientos. Digo que no. Ya que me refiero al cuerpo
extraño que siento en mi cuerpo, una proximidad sin leja-
nía, y que se confunde conmigo en un abrazo sin distancia.
En un abrazo que puede ser su sola mano apoyada en mi
espalda una tarde verano. Y me acaricia.

18
EL SENTIR

La sensación es la más básica de mis percepciones.


Advierto este hecho como un punto de partida ineluctable
cuando corroboro que nunca se me presentan sensaciones
discretas, datos aislados de una significación. Siempre este
azul es el azul-de-la-mesa, el marrón-del-escritorio.
La mesa y el escritorio no son significaciones; no lo
son… al menos en un sentido indeterminado de la pala-
bra. Ya que la mesa siempre es esta mesa en la que apoyo
mis libros, este escritorio en que escribo. El sentido en que
transcurre mi vida es voluptuoso y próximo como el abra-
zo de una envoltura.
Me encuentro mirando por la ventana, los automóviles
que se deslizan con un zumbido rampante sobre la ave-
nida. Me pregunto si el mundo es una idea en mi mente,
como muchas veces he leído. Sin embargo, el ruido de los
motores me empuja a salir fuera de este pensamiento y
me devuelve al mundo tal como lo veo en este instante. El
mundo y mi vida se dan al mismo tiempo, en una simulta-
neidad irrecusable, al punto de que no poseo recuerdo en
que no me encuentre en sitio alguno, ni puedo pensar la
eternidad sino como una especie de lugar.
Pero no sólo desde el pasado y hacia el futuro vivo mi
ensambladura con el mundo. Cuando tomo un objeto y
practico un ejercicio cotidiano, como al lanzar este bollo
de papel hacia el cesto en el otro lado de la habitación,
compruebo que mi puntería puede fallar. Entonces, la pre-

19
La caricia perdida

sentación incompleta de los objetos que percibo despierta


mi inquietud por la identidad de las cosas en el espacio. En
el ejercicio de la puntería la manifestación escorzada del
objeto se complementa con la importancia que en el apun-
tar cobra la zona intermedia entre mi cuerpo y el blanco.
Si acierto me muestro sorprendido, lo que demuestra que
el acto se encontró subtendido por la incertidumbre y la
inminencia del extravío. Me pregunto ahora por el arraigo
de mi cuerpo en este lugar en que me encuentro, y corro-
boro que mis movimientos determinan la variación de los
perfiles que percibo. Una vez una mujer afirmó con entu-
siasmo “tu padre es la cabeza, pero yo soy el cuello; él mira
donde yo dirijo”. La rotación de mi cuello me permite des-
cubrir el carácter tridimensional de los objetos. Pienso que
si no pudiera moverme, apenas vería siempre un paisaje
bidimensional, como el hombre de mi recuerdo, como las
sombras reflejadas en la pared de una caverna. En el acto
de hacer puntería se me revela la realidad de los objetos
del mundo, entre los que se presenta ese desconocido ínti-
mo que llamo cuerpo propio.

***

Al prender la lámpara del escritorio, habiendo llegado la


noche, me siento herido por la fuerza repentina de la luz.
Es un breve instante el que demoro en el acostumbramien-
to, en el pasaje desde la luminosidad amarilla frente a mí al
comienzo de la visión a través de –y según– ella. Entiendo
la luz como una raíz sensible de este mundo. La ilumina-
ción es menos una cualidad del color que una norma de mi
capacidad de ver objetos, una asunción con la que desafío,

20
El sentir

como una distinción posterior, los colores, los tonos, y las


formas. La luz es el alma de este mundo.

***

No me encuentro en el mundo como frente a un paisaje


extraño. Mis propósitos se encadenan en ritmos familiares
y, ocasionalmente, predecibles. Jamás usaría un pantalón
como bufanda, ni quebraría el escritorio para hacer fuego.
Y si lo hiciera es porque, ya entonces, me habría deslizado
de una escena del mundo a otra, no menos imaginable,
que podría llamar mundo natural o salvaje. Sin embargo,
la naturaleza no es un misterio, sino algo de lo que he oído
hablar en algunas oportunidades, un relato que he recibi-
do del Otro. Y, cuando me acerqué al mundo natural, pude
ver lo que me habían enseñado. Mi vida transcurre en los
pliegues de las interpretaciones del Otro.
Vivo en un contacto directo e inmediato con el mundo.
Mis movimientos de girar las distintas caras de un objeto
dan lugar a nuevas caras que salen del ocultamiento, y son
siempre las distintas caras de un mismo todo. He desen-
mascarado la profundidad del mundo. Sonrío frente a un
salvajismo radical, este horizonte perpetuo de una totali-
dad abierta.

***

Me duele la espalda, y entonces busco recostarme en el


sillón de la habitación para escribir de un modo menos es-
forzado. El tapizado verde me circunda y habilita un des-
canso para mi cuerpo, que se relaja y adormece, como si el
color y mi comportamiento estuvieran hechos de idéntica
vibración, una misma tela. Ya otras veces me recosté en

21
La caricia perdida

este sillón encontrando el mismo placer frugal; sin embar-


go, hoy es la primera vez que reflexiono sobre su color.
Nunca lo llamé “el sillón verde”, sino que tácitamente lo
comprendía como un refugio para la concentración. Pienso
en la solidaridad inversa con que rehuyo los objetos ama-
rillos, la estridencia que me acecha en la experiencia de
los colores brillantes. La textura de un color es una parte
integrante de mi cuerpo, que no puedo descomponer al
pensar, sino sentir con precisión en las anticipaciones de
esos movimientos que llamo emociones. No es que el sillón
verde me produzca sosiego, sino que mi cuerpo comunica
plácidamente con su cobertura, en un envolvimiento re-
cíproco y ocioso, como el de la flor que predice el adveni-
miento del día latente.
En la contemplación del cielo no me conmueve la vibra-
ción azul de la superficie ilimitada tal como podría hacerlo
el recuerdo de un día de verano en que me encontré miran-
do su reflejo espejado en el mar, o bien como si poseyera
una idea prescriptiva de lo que debe ser una órbita celeste.
El azul del cielo me propone un abandono sensible similar
al que encuentro todas las noches en el sueño.
Al finalizar el día de trabajo, de vez en cuando, me
sumerjo en la paz del atardecer. Esta expresión no tiene nin-
gún sentido indefinido para mí, tampoco podría alcanzar
su entendimiento a partir de la descomposición de sus
elementos significativos. “La paz del atardecer” no es un
“atardecer pacificado” ni una “pacificación a través de la
tarde”. En la paz del atardecer se formula un modo de ser,
una forma de vida, que, incidentalmente, sobreviene al
final de la jornada, nombrando un afecto íntimo (a veces

22
El sentir

rayano en la desesperación) con el título de un efecto que,


en ese momento, se confunde con mi existencia.
Las palabras, en este punto de mi meditación, también
se me revelan como acontecimientos corporales, antes que
vehículos de un sentido que descifro intelectualmente. Así,
por ejemplo, al escuchar determinados vocablos, descubro
una fisonomía corporal en la pronunciación de ciertas ex-
presiones; y puedo distinguir, para el caso, entre palabras
volátiles y pesadas, brillantes y opacas, suaves y ásperas,
etc. Y cuando escucho la palabra “cálido” mi cuerpo se
predispone para el calor, anticipando la presencia signifi-
cativa del término, como si estuviera ante una estufa o una
hornalla encendida. Además de un órgano de movimien-
to, mi cuerpo es una superficie sensible, que resuena ante
los sonidos del lenguaje del mismo modo que palpita con
los colores de las cosas.

***

Mi mujer me habla desde detrás de la puerta de vidrio de


la habitación, por lo que sólo veo su rostro y la mímica
ahuecada. Sin embargo, cuando abre la puerta y profiere,
una vez a mi lado, las mismas palabras que antes gesticu-
laba, la escena ha cambiado radicalmente, y no porque el
componente sonoro sea, en este momento, un mero adita-
mento de la pantomima visual. El efecto inverso se produ-
ce cuando, mirando una película, sea por algún desper-
fecto en la conexión, la pantalla enmudece. En este punto,
no sólo he perdido las voces de los personajes, el discurso
argumentativo, la música que acompañaba la escena, sino
que directamente se ha transformado el espectáculo: los
rostros se embotan, la pantalla se aletarga hasta confesar

23
La caricia perdida

un esfuerzo artificial, mi interés se dilapida inmediata-


mente, circunstancias que nunca ocurren con el cine mudo,
en el que la ausencia de sonido no es jamás silencio.

***

Cada color que percibo se encuentra incardinado en una


determinación precisa del objeto, del mismo modo que
una hoja revela la estructura del árbol entero. El azul es
siempre el azul de esta alfombra, el verde rugoso de mi
sweater, el amarillo estridente de esa pared. No descubro
cualidades aisladas, como si las cosas fuesen un ramillete
de tallos heterogéneos; sino la estructura íntima del obje-
to que percibo, en una diversidad de vertientes, como los
múltiples arroyos que nacen de una tierra interior.
Me acerco a la cocina corriendo porque escucho silbar la
pava. El vapor receloso me entorpece las manos mientras
advierto que el estrépito del chirrido intensifica el brillo
metálico de este objeto en mis manos. Ante mis ojos per-
manece suspendido como una furia bramante que tiembla.
Alzo la taza que tengo en mi escritorio, mientras la acer-
co y alejo, paulatinamente, viéndola aumentar su tamaño,
y luego decrecer. Estos cambios en la distancia afectan la
magnitud, como cuando en el horizonte veo un montículo
lejano y lo confundo, primero, con una piedra, luego con
un arbusto, y, en última instancia, habiéndome acercado
lo suficiente, con un ser humano. Pero, ¿estas variaciones
aparentes en el tamaño son cambios efectivos en la mag-
nitud? En todo caso, estoy seguro de que cualquier objeto,
por ejemplo, mi taza, puede variar su modo de presentarse
en un rango considerable… mientras siga conservando la
percepción articulada de dicho objeto, que, en este caso,

24
El sentir

puedo empuñar con tres dedos. El hombre en lontananza,


en cambio, ya no puede ser percibido como un interlocu-
tor, y por lo tanto degrada su existencia a la de un objeto
inanimado.
Parado frente al placard, un momento antes de salir a la
calle, noto que es el tipo de objeto al que le adjudicaría la
propiedad de ser “grande”, así como también podría decir
de la cuchara que es ostensivamente “pequeña”. Noto que
ambas atribuciones son dependientes de mi capacidad de
maniobra con los objetos respectivos, según pueda mane-
jarlos corporalmente. Una cuchara cabe en mi mano, pue-
do desplazarla entre mis dedos, mientras que el placard
me emplaza a una conducta tiesa, menos hábil y sumisa.
Reconozco la fórmula perceptiva de un objeto del mis-
mo modo que concluyo en la aprehensión del estilo de
un artista: he tenido que familiarizarme con varias de sus
obras, encontrarme concretamente con el rasgo singular
de dicho artista en la diversidad de sus manifestaciones
estéticas, para elevar ese aspecto específico al de una es-
tructura general. Asimismo el objeto me propone un estilo
de comportamiento, en la variedad de sus apariciones, por
el cual lo considero tal objeto, así como digo que esa obra
es de tal artista.

***

No estoy seguro de poder afirmar que mi cuerpo ocupe


un lugar. Que la lámpara se encuentre a mi derecha, que el
cuadro colgado de la pared esté detrás de mí, que la hoja en
que escribo se extienda bajo mi mano, parecen todas posi-
bilidades ordenadas de acuerdo a mi cuerpo como punto
único de referencia; y no podría decir nunca que mi cuerpo

25
La caricia perdida

está detrás, a la derecha o debajo de otro objeto sino por un


desplazamiento artificial de este punto primigenio de la
orientación que encuentro en mí. Del mismo modo, nunca
podría alejarme de mi cuerpo.
Pero también puedo percibir mi cuerpo como un objeto
más del mundo. En eventuales circunstancias, como al ras-
car una picazón, o en el juego rítmico de mis dedos en mi
barbilla –un gesto típico que concretiza el pesado intento
de pensar alguna cuestión– puedo recibir el correlato sen-
sible de un movimiento espontáneo que me pertenece. Mi
cuerpo se duplica en estos casos –“mis dedos en mi barbi-
lla”– demostrando su anclaje en el mundo con una misma
carne.
Soy un cuerpo que al tocar puede recaer en la aventu-
ra posible de resultar tocado. Como un guante de goma o
una cinta de un sólo borde, mi cuerpo es una superficie
reversible, apresado en la textura sensible del mundo. Ya
he pensado anteriormente que el Otro podía descubrírse-
me a través de una mirada, pero que ésta no tenía estatuto
sensible alguno. En este punto, me pregunto si el correlato
de mi visión no sería una cierta mirada de las cosas, de la
que tantos pintores han hablado, al punto de afirmar que
un bosque puede mirarnos, o bien que el mundo es una
suerte de omnivoyeur.
Al deslizar la mano sobre el escritorio percibo una
particular diplopía en el sentir: por un lado, la forma lisa
de la superficie, cansinamente franqueada por mis dedos;
pero también, por otro lado, la sensación de presión que
pertenece estrictamente a mi mano. Esta localización es la
que asocio con los sentimientos que suelo llamar “placer”

26
El sentir

y “dolor”, a partir de los cuales se consolida toda mi vida


afectiva.

***

Habiendo descubierto la profundidad de los objetos, en


cuanto a cada uno de sus perfiles corresponde la posibili-
dad de entrelazamiento con otros aspectos no presentes,
me pregunto si esta espesura no me confronta con una
nueva versión del Otro, esta vez inexpugnable. Porque si
cada objeto tiene múltiples aspectos, y puede ser afronta-
do desde diversas perspectivas, entonces esta variedad de
enfoques ya está haciendo presente lo que el Otro podría
haber visto, si no lo que podría percibir simultáneamente.
En este punto, pareciera que el Otro es condición de la ob-
jetividad de los objetos, en cuanto es condición estricta de
su aparición. Entiendo ahora aquella afirmación que con-
cluye que “vemos desde el lugar del Otro”. Sin embargo,
me desilusiona corroborar que, por esta vía, la objetividad
no es más que intersubjetividad y, por lo tanto, no me pro-
porciona la alteridad del Otro de un modo inquebrantable.
Si mi cuerpo supone los movimientos posibles del Otro,
entonces mi cuerpo devela una vertiente anónima que, en
principio, me sobrecoge. Mi cuerpo es un Otro, un don
otorgado en un tiempo secreto y al que sólo puedo acce-
der retrospectivamente, cuando advierto que mis hábitos
suponen una tradición de miles de cuerpos que realizaron
los mismos movimientos pesados.
Veo mi imagen en el espejo, como una forma pregnante
por la que siento una especial inclinación. “Yo soy ése”
digo, al mismo tiempo que dicha afirmación me resulta
una infatuación torpe.

27
La caricia perdida

Mi cuerpo no es más que una presunción, una apuesta


que realizo a partir de las sensaciones de mis movimientos,
porque el cuerpo que decanta en la visión es siempre una
superficie aledaña, reflejada en otro cuerpo, una creencia
afectada sobre las secciones fragmentarias que los ojos
recubren en una exploración parcial. Sin embargo, en el
tacto tengo la experiencia de la limitación, a través de sen-
saciones que localizo, una vez, aquí, o bien en otra parte
de… mi cuerpo. Por esta vía, entonces, he reencontrado
el cuerpo, como una forma de la sensibilidad, como una
envoltura de piel. Mi piel es una superficie de contacto;
entrelazado de modo permanente con lo que la rodea, con
aquello que se le impone o la acaricia. Por eso en el en-
volvimiento corporal, además de la restricción, encuentro
también una condición de máxima apertura, al punto de
poder sospechar la distinción entre lo que se encuentra
dentro y fuera de mi cuerpo.
Extiendo la mano hasta el florero y tomo una de las yer-
beras que mi mujer compró ayer antes de regresar a casa.
Aunque mi pregunta parezca un poco presuntuosa, en su
formulación traicionera subsiste una inquietud legítima:
¿cómo saber que este objeto es una flor y no un espejis-
mo de mis sentidos? Entonces, la acaricio con mis dedos y
siento la delicadeza aterciopelada de los pétalos, el aroma
aplacado de las flores de ciudad, la convergencia entre los
diversos accesos que tengo a su naturaleza dócil. Sospecho
que las veces que he tenido espejismos visuales, o bien ilu-
siones ópticas, éstas no se han prolongado más allá de un
instante; y que, en dichas oportunidades, el camino abierto
por un sentido no es proseguido en la perseverancia de
la inspección conjunta. Un charco de agua en el horizonte

28
El sentir

sólo se presenta en una modalidad huidiza y volátil, no es


jamás una fuente en la que podría hundir las manos, re-
frescar mi rostro, oír el responso de una cascada naciente.
En más de una ocasión, en estado de duermevela, me ha
importunado el problema de la indistinción entre el sueño
y la vigilia. Muchas veces creí estar despierto cuando es-
taba dormido. Otras tantas dormí plácidamente apoyado
en el reaseguro de que mi vida no era más que un sueño.
Sospecho que el criterio más firme para distinguir un esta-
do de otro no es más que la continuidad de mi experiencia.
En los sueños ningún objeto presenta la variedad de aristas
que me oponen los objetos en la vida despierta. Al soñar
con mi abuela, ella no es más que un rostro coartado, una
cantidad limitada de movimientos que confundo con los
de alguna otra persona conocida, un rasgo empobrecido y
una frase persistente. En la vigilia ella no era muy distinta
o, al menos, eso me dice mi recuerdo, que también es una
forma de soñar. Puedo dormir abismalmente con las per-
sonas que me rodean. Estar despierto no me impide vivir,
algunas veces, con una experiencia tan empobrecida como
la de los sueños.
Tomo una fotografía del cajón y me avergüenzo de mi
rostro juvenil. Con un oscuro placer subrepticio me de-
tengo en la contemplación de aquel cuerpo extraño… No
obstante, noto que la imagen me ofrece cierta resistencia.
No puedo investigar ni distinguir determinados aspectos,
un matiz preciso de mi cabello –que el reflejo del papel no
me permite ver adecuadamente–, el detalle de esa remera
fluorescente con el cuello holgado, la insignia de la meda-
lla que llevo entre las manos. Aprecio que una imagen no
es sólo la intención de un referente a partir de un objeto

29
La caricia perdida

mediador, sino una preclusión del ritmo leve de mi per-


cepción ordinaria. Los recuerdos no son imágenes, ya que
al recordar me vuelco hacia el pasado sin mediaciones; sin
embargo, tanto mis recuerdos como las imágenes me pro-
ponen extravíos en el acceso a lo más propio del mundo,
su inacabamiento.
Sentado en el escritorio intento permanecer inmóvil un
momento. Me doy cuenta de que si quiero percibir debo
soltarme al mundo. Si invito al gato a subir a mis rodillas
y acaricio su pelaje, advierto que éste no es suave, liso y
amable sino en función de que mi modo de acariciarlo
transcurre con suavidad, alisándolo amablemente. Cuando
una luz incandescente arrebata mis ojos, ya no puedo ver
nada, mi percepción se atrofia, y vivo esa pasividad como
una ceguera dolorosa. Mi mano sólo es una mano cuando
puede moverse.
He descubierto el afincamiento sensible de mi percep-
ción, indisociable de una vida habitual que me abre al
mundo. Ya no pienso en la percepción, ni me extravío en
devaneos intelectuales, a condición de haberme manteni-
do en el suelo firme de la experiencia de mi cuerpo.

30
TOCAR/LA MANO

Podría comer a una mujer con mis ojos, aunque no podría


acariciarla sino con mis manos. A lo sumo podría decir que
puedo tocarla con la vista.
La mano es la más versátil de las extremidades de mi
cuerpo. A través suyo los árboles presentan aristas a par-
tir de las cuales podría desplazarme, y los desechos más
diversos encuentran una utilidad original bajo el título de
“herramientas”. La mano es la fuerza institutriz de la apro-
piación de este mundo circundante

***

Miro al pez disponer piedras con la boca. No me pregunto


si está tocando las piedras del fondo de la pecera. ¿Es su
boca la degradación de una mano?
¿Y el gato que conduce todo extremo opuesto de sus
uñas a la condición de juego, de objetos que puede gol-
pear, arañados pero nunca poseídos? Descubro entonces
que una mano sirve para agarrar, y que ni el gato ni el pez
pueden tomar objetos lejanos ni acercar objetos distantes a
su cuerpo. El gato apenas puede apropiarse de un ovillo,
una media, un ratón, cuando su cuerpo entero se dispone
sobre el objeto aprontado, sólo puede cazarlos. El pez tiene
la boca en el cuerpo, su cabeza es el remedo burdo de un
brazo tullido.
Una mano que agarra está siempre bajo la observación
del rostro. No de la vista, ya que puedo tomar objetos con

31
La caricia perdida

los ojos cerrados, como el elefante que acerca el mundo a


partir de esa extremidad que es su trompa, una especie de
mano que entorpece la visión a cada momento. La mano no
sigue las indicaciones del rostro, sino que apenas le avisa,
sugiere su movimiento tomando distancia, antes de saltar.
El rostro se entera cuando la mano ya esta ahí delante.
Me detengo en el retozo de la ardilla en el árbol. El arro-
jo travieso que la empuja hacia los frutos se resuelve, las
más de las veces, en una captura prensil. Me pregunto si
esta ardilla no será más sabia que cualquier primate, de los
que nunca he visto uno que pueda desplazarse un trecho y
llevar, al mismo tiempo, las manos ocupadas. ¡Cuánto de-
searía que esa ardilla pudiera levantarse y caminar! Lo que
me distingue de los animales no es el volumen de mi ce-
rebro. Que tenga uno es algo tan incierto como la vivencia
de mi propia muerte. Y, sin embargo, sé que un día moriré.
Pero nada sé acerca de que clase de objeto es mi cerebro.

***

Conozco con certeza que puedo caminar sin arrastrar las


manos por el suelo, despejar la vista y descubrir el mundo
en lontananza. Aquí, en la inmediatez, puedo tomar obje-
tos y utilizarlos, pero de toda lejanía puedo decir que no es
más que una anticipación de este mundo contiguo.
Al disponer de un objeto podría atribuirle un propó-
sito extraño a mi cuerpo. Recoger agua en un cuenco, o
bien golpear un clavo con un martillo. En estos casos, el
objeto encarna una acción por realizar, y encajando en la
mano como un instrumento me revela el mundo como un
espacio práctico en el que este útil remite significativa-
mente a aquel otro. En este punto, cada objeto se vuelve

32
Tocar/La mano

una prolongación anónima de mi cuerpo, si no es también


que mi cuerpo propio no queda arrojado en una intención
abstracta, menos mío que del mundo. Podría beber agua
con la concavidad de mis manos, y conjeturar que en dicho
hueco nace todo artefacto recipiente.
Utilizo mi mano para los más diversos fines: golpear,
empujar, en ellos mi mano apenas es un peso muerto, o
bien una palanca torpe. He realizado esas actividades mil
veces aun sin recurrir a mis manos. Así como también
puedo arrojar un objeto, y hacer puntería con los pies. Sin
embargo, ahora estoy sentado con una lapicera entre los
dedos. Juego con el cuerpo de este objeto, recorriéndolo
pausadamente, mientras imagino que mis dedos serían
como las patas de una araña, sino fuera porque no me
llevan a ningún lado, ya que mi manipulación tampoco se
propone desplazar la lapicera de sitio. Mi mano pierde
entonces una servidumbre utilitaria, para convertirse en el
soporte de mi pensamiento.
He recurrido oportunamente a las expresiones “apre-
hender una idea”, “apresar un motivo”, etc. La mano me
confronta con una capacidad de posesión que las otras
partes de mi cuerpo no ambicionan. Todo lo que muerdo se
disuelve entre mis dientes con una seguridad impostada.
No estoy de acuerdo con la opinión general que encuentra
en la mano una vía de acceso a la dureza del trabajo. La
mano –al menos la mía– es un miembro particularmente
holgazán. En las actividades más penosas suele perder
su condición de mano, comportándose como una pinza,
o una especie de pata animal. Entiendo ahora la imagen
ancestral de localización del trabajo en una espalda curva,
que lleva la carga del efecto en el peso de una metonimia.

33
La caricia perdida

El trabajo de las bordadoras ha sido el más intelectual de


toda la historia de la humanidad. Las he visto en mi infan-
cia dar puntadas, crear formas y modelar tejidos, con el
cuerpo enhiesto y el alma suspendida entre los dedos.

***

Tomo un objeto en mi mano y lo oculto. La llave del escri-


torio cabe en el hueco de mi mano como si fuera el primero
de todos los escondites. De niño jugué a las escondidas
innumerables veces. Sin embargo, no entiendo cómo po-
dría haber aprendido un juego semejante si no hubiera
sido capaz de ocultar objetos en la palma de mi mano. La
mirada no permite ocultar nada. Cuando cierro los ojos el
mundo deja de existir; o, como en el caso del sueño, los
ojos cerrados dejan aparecer una nueva versión del único
mundo que habito. Para la visión los objetos no se ocul-
tan, sino que desaparecen. Pero he pensado ya en el giro
de mi cuello, y en la dimensión de profundidad que me
sale al paso cuando soy capaz de realizar movimientos de
torsión. No obstante, en ese momento apenas pude conje-
turar la constancia de los objetos que me rodean. Cuando
advierto que un objeto tiene perfiles que se me escapan,
respecto de los cuales mi cuerpo precipita su desenvolvi-
miento, estoy en una situación distinta a la de ocultar un
objeto en el hueco de la palma de mi mano. En este caso, el
objeto ha desaparecido por completo para mi visión, y yo
siento su existencia, mucho más allá de su presencia táctil,
porque en ese vaivén también he comenzado a pensarlo
como ausente. Así pude representarme su falta. Es a través
de la mano que el vacío se cuela en el mundo.

***

34
Tocar/La mano

En el vaivén inquieto del gato con el ovillo se me revela


el plantón afligido del animal que no puede decir “esto
es mío”. Lo miro expectante, en una apropiación siempre
transitoria, que tiene que supervisar con la mirada o bien
con una presencia encubierta, como el perro que en su olor
reconoce el territorio que, alguna vez, hubo de pisar. La
mano me permite no sólo constituir una pertenencia, sino
llevarla conmigo cuando me traslado.
La mano que toca puede abrir, inspeccionar, disgregar,
hurgar con minucia, en un análisis sin reposo, constante,
aunque no menos apaciguado… Hoy he recibido una car-
ta muy importante, y al abalanzarme sobre el contenido,
estropeando el papel del sobre con un rasguño inclemen-
te, pensé en esa costumbre atávica que apenas puede in-
troducirse en el borde interior del mundo a través de un
golpe funesto, como una ardilla al cascar una nuez. Mis
manos pueden ser torpes como garras, ocasionalmente; y
si la ardilla, al partir la nuez, desconoce el ocultamiento,
no es sino porque –al igual que yo frente a la carta– ha
encontrado en el atropello menos un motivo que una excu-
sa, porque la cáscara era entonces sólo una superficie que
molestaba delante de otra, y no un envoltorio.
La utilización técnica del tacto es transformadora del
mundo. A través de la mano construyo prolongaciones de
mi cuerpo, convirtiendo la materia en cultura. Entiendo
a esta última como una forma de expulsión, de apresa-
miento y destitución, como la que he visto en la abeja que
regurgita la miel, pero también en mí mismo al elaborar
las distintas versiones de un relato. La cultura no es más
que el modo en que concibo la naturaleza, y sus objetos
el anclaje en una dimensión operativa del lenguaje, por la

35
La caricia perdida

que sospecho los nombres y propiedades de este mundo


concreto como si fuesen otras tantas determinaciones sen-
sibles junto al color, tamaño y brillo. Pero esta apreciación
acontece siempre en la esfera de alcance de mi mano, que
puede quemarse con el fuego, o bien rendir culto mante-
niéndose a una distancia física en la que se gesta cualquier
consideración que pueda tener acerca de mi espirituali-
dad. Las manos son la parte de mi cuerpo destinada a los
rituales, porque tienen la capacidad de alejar.

***

Ciudadana de dos territorios de un mundo, la mano sir-


ve al propósito práctico de utilizar objetos, pero también
se demora, rezagada, en el tacto acompasado de objetos
inútiles. Entonces, luego de abandonarlos como si produ-
jeran alguna reacción desencajada, los deja aparecer ante
los ojos. Pero, de un modo menos esforzado, me parece
asimismo que la experiencia estética comienza en ciertos
detalles que pueden adosarse a los útiles, y que llaman
indirectamente mi atención como, por ejemplo, cuando
al llevar una encomienda le pido al envío que porte algu-
na insignia atractiva, o bien en el caso de la navaja que
traslada una efigie emblemática en el lomo. El aura de la
belleza debería encontrar su raíz en la figura del talismán.
Ante ella la mano renuncia al cometido primero de actuar
sobre el mundo, para encomendarse y salir fortalecida.
El acto contemplativo nace en un endoso de la manipu-
lación. Expresiones habituales como “pedir la mano” de
una novia, “dar una mano” a un amigo, demuestran cierto
valor afectivo que la mano puede tener en el encuentro
con el Otro. A aquél que se encuentra afligido lo consuelo

36
Tocar/La mano

poniendo mi mano en su hombro, al niño que no puede


dormir, debido a algún pavor nocturno, le hago compañía
sentándome a su lado, pero también apoyando mi mano
sobre su espalda para espantar su temor, como si estuviera
despejando con un plumero las tinieblas de polvo de una
habitación.
En la parte superior de la alacena de la cocina busco un
tarro al que no alcanzo sino a través de la asistencia del
palo de la escoba. Subido a una silla, la extensión de mis
brazos se muestra ineficiente para atraer el cuerpo del ob-
jeto, al que no alcanzo siquiera con la punta de los dedos.
Entonces, con un extremo del palo en la mano, tanteo la
distancia con la punta opuesta. No es sino en ese momento
que advierto que mi mano puede tocar a través de otro
objeto, prolongando mi sensibilidad hacia el palo de la
escoba, animándolo de un tacto que, en principio, no le
reconocía.
Si hubiera de tropezarme me serviría de mis manos
para evitar la caída. En las situaciones en que no dispongo
de estas extremidades me siento un ser mutilado, al punto
de preguntarme si la percepción táctil no es mucho más
que una manera de recibir información pasivamente, ya
sea una suerte de entrelazamiento, o bien un sistema de
exploración del mundo. En la oscuridad deslizo una mano
en el cajón y sondeo inquietamente la variedad de objetos
que se escurre entre mis dedos, hasta que alcanzo alguna
concavidad, una punta que me obliga a detener la marcha
apresurada, tranquilizando mi pulso en una investigación
acompasada y minuciosa del perfil. He encontrado mis
anteojos, mucho antes de encender la luz y de realizar una
búsqueda visual. Cuando inspecciono un cajón exclusi-

37
La caricia perdida

vamente con los ojos nunca encuentro aquello que busco,


como si los espacios interiores sólo existieran para el mun-
do de la mano.

***

Sentado en la oscuridad, o al buscar un escondite, podría


oír sin ser oído. Pero nunca podría tocar al Otro sin resul-
tar, simultáneamente, tocado. El contacto tiene la forma del
pliegue, no hay manera de que descubra su envoltura sin
quedar a merced de una potencia, como cada vez que miro
mis manos y encuentro los surcos de una vida. El acto de
tomar redunda en la condición de ser tomado, en algún tipo
de encastre, transferido hacia una resistencia, o un présta-
mo de disipación. La ausencia de contacto no es una mane-
ra de faltar a la sensibilidad, del mismo modo que cuando
retiro la mano de una superficie erizada no es sino para
calibrar mejor una manera precisa de tocarla. En la mano
sólo tengo la experiencia de diversos accesos al tacto, a una
continuidad irremisible del acto de tocar.
En la mano radica también el órgano de expresión de
la amistad. No sólo por el saludo, que puede abocarse al
choque, el apretón, el signo lejano, sino por la confianza
que atisbo en aquél al que llamo “mi mano derecha”.
Cada uno de mis dedos tiene una vocación saliente, una
extraña afición en la que no podría distinguir los aspectos
naturales de las convenciones de la cultura (el dedo anular
lleva la carga de portar los anillos, mientras que el auricu-
lar prestaría una asistencia solícita a la oreja). Sin embargo,
de todos ellos, el pulgar se destaca de una manera privile-
giada. Al tocar un instrumento musical el pulgar cumple la
función de soporte. Mis dedos pueden recorrer los trastes

38
Tocar/La mano

de la guitarra y, más o menos virtuosamente, declamar una


melodía rasgada; pero todo el encanto de los acordes se en-
contraría subtendido por el respaldo inclemente del pul-
gar. Lo mismo ocurre cuando tomo una herramienta, en
la cual el pulgar demuestra cierta capacidad de liderazgo
para el razonamiento práctico. Pero la situación cambiaría
por completo si quisiera acariciar al Otro. Creo que nunca
realicé una caricia con el pulgar, reservando ese don a los
dedos inútiles, entre ellos a aquél que importa para señalar
y designar una presencia.
En un documental televisivo pude ver la recreación de
una situación paradigmática: el emperador decide la vida
o la muerte de un condenado a partir de alzar o dejar caer
su pulgar. Sólo con una mano se podría matar a otro hom-
bre. Las piernas cumplen el propósito de la huida, mien-
tras que los brazos descansan el esmero de la carga.
Recuerdo también las veces que he acompañado una
canción con el chasquido de mis dedos mayor y pulgar,
realizando un sonido ahuecado, inespecífico, opaco. Dos
actividades me parecen un desafío para todo hombre, en
una travesía que comienza en la infancia: silbar y chas-
quear los dedos. La música de los labios se presta al desen-
volvimiento de la melodía, mientras que los dedos juegan
a la disposición de un ritmo. Esta naturaleza rítmica de
las manos se me presenta como un rasgo crucial: sentado
en un café esperando a un amigo golpeteo la mesa con los
dedos; luego de una obra que he admirado conmovido
aplaudo enfáticamente, y si mis pies pueden desarrollar
algún sentido de la pulsación no es sino por acompaña-
miento de un vaivén que nace en mis brazos, mis únicas
extremidades con que podría acunar a un niño.

39
La caricia perdida

***

Esta tarde leía fragmentos de un libro sagrado, deslum-


brado ante una tipología –inicialmente– insospechada:
las manos del santo se describen con alegría, milagrosas y
bellas, mientras que en las manos mundanas se entrevé no
sólo el arraigo en la materia y el trabajo, sino el umbral del
pecado y la sensualidad, porque una mano puede esconder
a la otra su designio, porque la forma propia de limpiar el
alma se encuentra en lavarse las manos. Pero un episodio
llamó mi atención más que otros: el hombre resucitado se
paraba frente a uno de sus amigos y le pedía que tocara sus
heridas, como un modo de comprobar su presencia, como
si los ojos no fueran suficientes para acceder al Otro, y por
lo tanto fuera ineludible recurrir a un devaneo destrozado
de la mano, la caricia.
Pero, junto a su actividad, la mano me somete a una pa-
sividad inmediata: la vulnerabilidad de la exposición del
Otro. ¿Podría decir, en este caso, que se trata de una varie-
dad de mi experiencia? Esta exhibición pareciera tener otro
modelo, distinto al de las apariciones ordinarias; en todo
caso, me implicaría en una especie de afección recóndita,
como una suerte de gestación del Otro en mí, o una exte-
rioridad íntima que sobreviene cuando la mano se entrega
y repercute, por ejemplo, al tentar una cicatriz, respecto de
la cual decir que la mano “toca” es un propósito impropio,
de la misma manera que también llamo “derrota” a una
rendición.
Deslizo una pluma sobre mi antebrazo. El hormigueo
inicial se deslíe gradualmente, y la sensación desdibujada
de un modo inespecífico se confunde con un golpe sua-
ve de aire, la corriente que entra por la ventana. Pero si

40
La caricia

usara mis manos para realizar cosquillas, sin duda que el


escozor no concluiría sino cuando el Otro dijera “¡basta!”.
Los dedos de mi pie se revelan completamente inválidos
para contagiar esa risotada sensible que el Otro sólo puede
detener replegándose sobre sí mismo.

***

Entre todas las actividades de mi mano, empiezo a con-


cluir, su inactividad es un resultado logrado, una suerte
de más allá de la actividad, en lugar de un déficit o un
menoscabo. La ociosidad de mi mano es una forma de
encantamiento al que sólo accedo por desprendimiento.
Pero si la mano útil tiene como correlato la herramienta,
¿cómo no advertir que el desinterés cansino de la mano
ociosa, de la mano que pone en suspenso el mundo, puede
ser un acceso original al Otro, encontrando en la caricia un
plegamiento predilecto?
¿No es la proximidad del Otro, antes que una manifes-
tación grandiosa, un ligero indicio, una llamada intensa-
mente débil? ¿No reconozco el amor del Otro –que, en lu-
gar de dirigirse a mí a través de hinchadas declamaciones,
profiriendo una declaración ensalmadora, para no conse-
guir más que una sostenida incertidumbre de mi parte,
porque a su pantomima le falta un asidero carnal– en la
presión de su mano prolongada ostensiblemente sobre mi
hombro, en la huella sobre mi cuerpo de un movimiento
fugitivo?
En la inmediatez de la piel se me presenta el acto de
acariciar como un modo de exposición respecto del Otro,
en el cual la proximidad cobra un sentido renovado, ya
sea en relación con una noción propia de su lugar –para el

41
La caricia perdida

que cabría interrogar si toma la forma de la contigüidad–,


y en una consideración específica del tiempo que, por el
momento, apenas puedo presentir.

42
LA CARICIA

Sentado en el escritorio, al escribir, tengo la seguridad de


no estar acariciando la mesa en que trabajo. Mi mano no
acaricia la lapicera con que escribo.
Mi cuerpo descansa apaciblemente en el sillón de cuero
forrado, del que siento en la espalda el ritmo lento y sua-
ve. Pero no llamaría nunca “caricia” a esa sensación tác-
til, por más caliente y confortable que me pareciese. Una
certidumbre física me lleva a esa conclusión: si estuviera
intranquilo o asustado el sillón no podría calmarme.
Cuando estoy inquieto, puedo sentarme. Eso me tran-
quiliza, pero no me calma. Puedo pensar caminando, pero
si quiero escribir tengo que sentarme. Me hago parte del
suelo, convirtiéndome en un sólido al que mi pensamiento
se aferra para conseguir un resultado concreto, un dibujo
exterior que llamo “pensamiento”.

***

Al levantarme pienso en la dificultad de la marcha.


Siempre hay algo esforzado en el acto de caminar. No
puedo sentirme completamente a gusto estando de pie. Es
un deseo humano el querer volar como los pájaros o los
aviones, el imaginar otros modos de locomoción que no
sean estrictamente pedestres. La voluntad en el hombre es
un poder infinito. Sonreír, por el contrario, parece la más
natural de mis expresiones. Me encuentro sonriendo en las
situaciones más disímiles, incluso sin advertirlo, como si

43
La caricia perdida

cada gesto fuera una coloración exterior de mi estado aní-


mico. Si alguna vez he intentado sonreír a mi antojo, éste
no ha sido sino un arrumaco trunco. Mis emociones dejan
en la estacada a mi capacidad de querer.
La sonrisa no es un gesto unívoco. Cuando el Otro son-
ríe encuentro una variación continua de sentidos para su
mueca, entiendo que podemos comunicarnos a través de
ese rastro sensible, y lo decodifico como si se tratase de un
idioma extranjero, como si no supiera aún qué quiere decir
en aquello que me dice con su rostro. Puede estar invitán-
dome a su compañía, o ser irónico respecto de la persona
que acaba de marcharse, develando un significado ocul-
to en alguna de las inflexiones de nuestra conversación
reciente. No lo sé con certeza, apenas imagino cada uno
de estos aspectos, ya que su sonrisa no es independiente
del movimiento de las cejas, ostensivamente alzadas, o de
los ojos entornados en una hendidura torva. Los diversos
tipos de sonrisa hacen del rostro del Otro un mapa a des-
cifrar, un acceso estorbado al sentido de su alteridad. Así
el Otro es reducido, una vez más, a la ausencia de todo
símbolo, a un signo incorpóreo.
Pero la sonrisa del Otro tiene una flexión inconfundi-
ble, y quizás cierta, cuando el Otro se ríe delante de mí.
He pronunciado una broma, o bien equivoqué un nombre
propio en una comunicación anodina, cuando, repentina-
mente, comencé a sentir la carcajada del Otro a mi lado.
Antes de que yo advirtiese la confusión –esa eventualidad
que llamamos “toma de conciencia”– el Otro ya estaba ahí,
cerca de mí, haciéndome presente su presencia estentórea.
Notifico entonces su inmediatez y me pregunto si éste es,

44
La caricia

acaso, un baluarte inexpugnable de la manifestación del


Otro.
En el chiste me arremete la evidencia de un efecto extra-
ño que, sin embargo, no puedo llevar hacia la condición de
la certidumbre. ¿De qué se ríe el Otro? Desde un comienzo
sé que no tengo inconvenientes para demostrar la existen-
cia del Otro, ya que tal empresa no sería sino una tarea
intelectual que puedo realizar en cualquier momento.
Antes que una demostración yo buscaba una certeza física
o sensible, y creí que la risa podía ser un asidero incólume.
Pero en la risa, que sigue al chiste, el Otro permanece en
un estado indeterminado, no sé quién es, desconozco sus
intenciones. Podría consentir en su presencia pero, en últi-
ma instancia, ésta no hace más que perturbarme. En la risa
el Otro es tan amplio como el mundo, cuando la utilidad
de este último desfallece y decanta en una forma vacía,
como una boca voraz. En este punto, la risa del Otro llega
a solaparse, ocasionalmente, con mi angustia, y entonces
su presencia precipita un abismo que nos aleja.

***

En el erotismo descubro que el Otro es una parte in-


disoluble de mí mismo. Cuando experimento un deseo
siempre estoy en la proximidad del Otro. No tengo mane-
ra concebir un acto erótico en soledad. Asimismo, en una
actividad aparentemente solitaria como la masturbación,
la fantasía traza un puente que repone inmediatamente la
presencia imaginaria del Otro.
Masturbarse no es acariciarse, porque el onanismo
tiende a un fin, la consecución del descanso posterior a la
excitación. La caricia, en cambio, siempre es con un Otro

45
La caricia perdida

concreto (por lo tanto, me resulta algo artificial aquella fór-


mula, “masturbarse”; no hay un tal acariciarse), y al mismo
tiempo es sin fin, sin finalidad, porque no hay tiempo pre-
determinado de detención. Pero lo que me interesa es que
en la caricia, a diferencia de la masturbación, necesito que
el Otro esté presente, a mi lado, y no en un pensamiento.
Podría acariciar con mi boca, en un beso. Pienso tam-
bién en unos labios que se besan a sí mismos. Sí, pero en
este caso dudo de que se trate de un a mí mismo. En un
acto semejante, mi cuerpo es un Otro para mí, aunque
haya reversibilidad en el sentir, según ya he pensado. La
vuelta de mi cuerpo sobre sí mismo encubre la presencia
tácita del Otro que alguna vez tocó mi cuerpo. Entonces,
me convierto en un fantasma, en el recuerdo de la ausencia
del Otro, en el eco de sus caricias, del mismo modo que el
niño que juega a imitar el vuelo de un avión con un broche
de madera declara el nacimiento de la ficción.
Recuerdo una expresión oída en mi infancia: “si te hace
caricias el que no las acostumbra…”; y pienso, luego, en
las caricias del Otro. Advierto así la distinción entre recor-
dar una palabra y una caricia efectiva. Sólo con desespera-
ción quise, alguna vez, retener en la memoria el vacío, el
paso del tiempo, la caricia inequívoca del Otro que ya no
está. El lenguaje, en cambio, es una herramienta hostil a
esta memoria, ya que deja pendiente, a lo sumo, el nombre
de las palabras –porque las palabras son sólo nombres–,
de las que a veces no dispongo en ciertas conversaciones.
Jamás desespero, en esos momentos, cuando la vergüenza
o el temor al ridículo me devuelven una concepción del
lenguaje como una suerte de tejido quebrado.

***

46
La caricia

Se puede acariciar con cualquier cosa, pero la caricia es


una función específica de la mano. Mi codo al acariciar es
una mano deficiente. La mano de una niña puede ser una
boca, como ocurre, por ejemplo, en ese juego de “comer
con las manos” en el tablero de damas; pero la figuración
sería más lograda si la boca pretendiese acceder al don de
la caricia.
Como ejercicio sensible, de tocar con tibieza, pausada-
mente y de acuerdo a una complexión precisa que sólo co-
rresponde a una mano humana, mi caricia supone el sentir
tanto del que soy acariciador como acariciado, volcándome
hacia una condición básicamente amorosa, que se toma el
tiempo de la búsqueda del Otro, más allá de todo negocio
y de todo interés personal. La caricia es un acto desintere-
sado que, si bien tiene una condición material, trasciende
la esfera de lo propio. Pero, ¿cómo se constituye esta tras-
cendencia? Porque, en todo caso, en el acto de acariciar se
presenta una coexistencia, antes que un reconocimiento;
una convivencia en el cariño, por la intimación con el Otro,
en lugar de un descubrimiento perspicaz como el que
obtengo en el pensamiento. Nadie acariciaría una cosa; y
cuando se acaricia un pantalón es porque bajo esa prenda
está la pierna, la mía o de otra persona, a cuyo encuentro
se deslizó suavemente mi brazo.
Muchas veces me han dicho siendo niño “no pongas
las manos detrás de la espalda para hablar”, “no lleves las
manos a los bolsillos cuando estás frente al Otro”, frases
en las que entiendo la condición expresiva de mis manos,
y el valor moral y educativo de ciertos preceptos. Hay un
idioma de las manos, un código comunicativo del que, a
veces, puedo tomar conocimiento, como cuando se me dijo

47
La caricia perdida

“no apoyes los codos en la mesa”, “no te metas los dedos


en la nariz frente al Otro”. Pero este código se demuestra
establecido principalmente en base a proscripciones, olvi-
dando que las manos no son garras, o bien, por el contra-
rio, recordándolo muy bien, ya que busca consolidar esa
diferencia.

***

Mi mujer habla con las manos. Puedo reconocer en el


temblor de sus dedos la certeza anticipada de una mala
noticia, en el golpeteo melodioso de la mesa el estado de
ánimo que la inunda esta mañana. Pero ella no es el Otro
que me acaricia, si bien puede encarnarlo la mayor parte
de las veces. Sólo entonces esta vida rítmica, el temblor y el
golpeteo, dejan de ser signos que descifro –a través de los
cuales me lanzo en busca de un sentido diferido, aunque
inmediato– para manifestarse con una presencia ubicua.
En la caricia la mano renuncia a su más noble desig-
nio –la posesión– para condescender al abismo de la piel,
propia y del Otro –de la piel propia en tanto que piel del
Otro–, de la que puede sentirse rechazo o sumisión. Por
eso la caricia no busca nada en el cuerpo del Otro, y sólo
por una degradación apresurada podría confundirse el
acto amoroso con la intención de comer al Otro (a besos,
la boca, etc.), porque la caricia es, singularmente, deseo de
nada o, mejor dicho, la nada del deseo que busca al Otro más
allá de cualquier determinación parcial.
Puedo distinguir la caricia del mero tocar porque en
ella tengo la experiencia de una carne que se deja invadir,
sin ofrecer resistencia, haciéndome un lugar. Si el Otro no
permitiese ese espacio para mi cuerpo, se me opondría

48
La caricia

como un objeto físico. Pero, en la caricia, el Otro no sólo se


abre a mi sentir, sino que me permite tener la experiencia
del suyo, porque al hacerme un lugar, yo también le hago
un lugar a su carne, y siento que soy sentido, además de
sentir que siento al Otro. En la caricia el sentir se entre-
laza reversiblemente, y a la anticipación de mi carne que
va en busca de un cuerpo le sucede encontrarse con una
carne que surge donde, en principio, no había más que un
cuerpo.

***

“Vivo en el Otro” es la certidumbre que me ofrece la cari-


cia; porque en el acto sensible de acariciar me descubro en
la fuente de un sentir que nace en mí aunque se consoli-
da en la carne del Otro. Inaccesible para mí, en principio,
puedo convidarlo porque yo mismo no vivo la experiencia
de esa carne y, por lo tanto, afirmar que la caricia es un
acto que me permite dar lo que no tengo. El placer que ad-
viene comienza siempre en el cuerpo del Otro, y su modo
de aparición excede lo que puedo anticipar, en cuanto soy
afectado en Otra parte que en mi cuerpo propio.
Cuando acaricio una superficie cubierta siento la frus-
tración extemporánea de mi gesto, como si esa caricia se
desgastase inútilmente, como cuando raspo un fósforo
contra una piedra. En este último caso, la incapacidad de
producir alguna chispa me desalienta y disuade de con-
tinuar el intento vano. Así descubro que la caricia busca
siempre la desnudez, dirigiéndose hacia esos fragmentos
del cuerpo que no se encuentran velados por la ropa. En
el cuello –pero también en la nuca, la oreja, el brazo, la
muñeca, el mentón– la caricia se propone como un acto sin

49
La caricia perdida

vestimenta, desenmascarado y solícito, arrojado sobre una


extensión sensible. En invierno, suelo quitarme los guan-
tes para darle la mano a un amigo; hacer las cosas de otro
modo me parecería tan artificial como besar a una mujer
que lleva puesto un casco.
La mano tendida hacia la fruta percibe la irresolución
de la reciprocidad. No es que el acto amoroso encuentre
mucho más que la experiencia de la realización de un sitio
en el Otro; pero si algún tipo de proporción cabe reclamar
para el erotismo, no puede ser otra que la de una concor-
dancia discordante.
En la caricia el Otro ha renunciado a ser un espectáculo
para mi cuerpo. Ya no es aquel Otro que veo desde una
ventana, ni al que me acerco a través de otra mediación
expresiva, ya sea un útil, o bien una obra de arte. Por eso
nunca podría afirmar que la caricia, como acontecimien-
to, ocurre en el mundo, ya que esta forma de contacto me
exige pensar en una exterioridad radical, en una epifanía
antes que en un fenómeno, ya que en el acto de la ternura
mi cuerpo también ha abandonado la condición de ser un
objeto mundano.
La pérdida de resistencia del cuerpo que acaricio, el
descubrimiento de que el Otro que siento es, a su vez, un
Otro que siente, revelan que en la caricia me hago objeto
para el Otro y que, sin embargo, lejos de sentirme aturdido
o desconcertado, puedo dejarme envolver placenteramen-
te por ese pliegue incorpóreo, ya sea porque el Otro goza
de sí mismo a través de mí, por la carne que le otorgo a su
cuerpo; y porque si me atraviesa, requiere, a su vez, de mi
revestimiento como de un latido íntimo.

50
La caricia

¿Quién es el Otro al que acaricio? Siempre un Otro es-


pecífico, y no una idea genérica, ni un principio universal.
Podría pensar que en el acto erótico, tal como lo entiendo
afincado en la carne, me fundo en el abrazo del Otro per-
diéndome como en la corriente de un arroyo, en un apasio-
namiento sin fronteras, en la coexistencia recíproca de mil
fuegos. Pero me inclino a creer, con mayor firmeza, que en
la caricia el Otro no sólo me ofrece la carne, sino una con-
sistencia de mi cuerpo que, de otro modo, nunca hubiera
podido alcanzar. Cuando acaricio, la inversión del sentir
me introduce en el campo de la limitación, en el borde
realizado de una finitud padecida; por eso cuando estoy
inquieto las caricias del Otro pueden calmarme y obtener
cierta avenencia de mi cuerpo embravecido. La caricia es
una forma de alianza carnal, el más básico de los pactos
que puedo imaginar.

***

¿Cuál es el tiempo de la caricia? Fuera del mundo, la ca-


ricia no tiene un futuro al que se dirija –lo cual me parece
una consecuencia de que no tenga un propósito–, aunque
tampoco se desarrolla en la temporalidad de un despliegue
de aquello que en el Otro es posible, dado que no busca un
cuerpo latente, ni el desciframiento de lo que en el Otro
se entrega a mi primera vista. Al encontrar un lugar en el
cuerpo que deja de resistir, la caricia permanece suspen-
dida, como aquellos peces de un río que, cuando bajó la
creciente, iniciaron una nueva forma de vida, una inédita
pulsación, engarzados en el limo hasta el regreso de las
aguas y de la corriente vital que los apartó de ese instante
perpetuo.

51
La caricia perdida

Doy al Otro lo que no tengo, y espero un retorno con


creces en la incandescencia de mi carne. La caricia es una
transacción desafortunada, porque en ella el convenio
equitativo cede el paso a la disimetría del esfuerzo, a la
iniciativa que puede frustrarse de modo inminente, a la
falta de garantía. Y si algo me es dado, soy absolutamente
responsable de esa entrega; pero no podría decir que es lo
que merezco, lo que correspondía que se me retribuyese,
porque la resolución pacífica de la caricia es el resultado de
una ofrenda antes que de un intercambio. Y si bien no po-
dría negar que en la caricia encuentro cierta reciprocidad,
estoy seguro de que no se trata de una compensación de lo
idéntico a través de lo semejante.
La lentitud de la caricia es condición de su suavidad,
del mismo modo que ésta se encuentra entrelazada con la
fugacidad, con el culto de la brevedad, aunque la caricia
tienda a la repetición y la insistencia. La obstinación de
una caricia, que sucede a la anterior con el relanzamiento
del pulso táctil, se anima en un deseo de trasgresión, de
participación en la intimidad extraña por la búsqueda de
una profundidad que rebasa la materia del tacto ordinario.
La repetición morosa de la caricia es una forma de ahon-
damiento de la carne, a excepción de sus degradaciones
habituales –la cosquilla, el rascado, etc.– en las que se ma-
nifiesta una reacción de distancia que ofrece nuevamente
la piel a una sensibilidad burda y responsiva.
La erótica de la caricia se adquiere en la ternura. Nunca
me he aproximado a la caricia sin alguna forma de pudor,
en la que compruebo no sólo el nacimiento de la carne del
Otro bajo mis dedos, sino también el designio sagrado de
una ceremonia originaria. Pero, ¿qué ocurriría si en la cari-

52
La caricia

cia del Otro descubriese una cicatriz? Sospecho, entonces,


que habría alcanzado un punto de retraso intempestivo, en
el que se yergue una decisión irreversible: la de continuar
en la proximidad del Otro, acusando recibo de su herida,
acontecida en un tiempo que nunca podré recuperar, como
el de las caricias decantadas en arrugas, en una vida ajena.
Nunca podría confundir la insistencia de la caricia con
la repetición del aburrimiento. En este último el decurso
es idéntico a sí mismo, me daría igual salir a un paseo
que quedarme en mi casa, permanecer trabajando que
descansar un momento antes de continuar. Porque en el
aburrimiento el tiempo no discurre; pero, sin embargo, se
prolonga. La temporalidad de la caricia, en cambio, impli-
ca una repetición lograda, porque envuelve un desgaste,
una suerte de extracción transferida en el roce. Por eso en
la caricia se encuentra la cifra de la vulnerabilidad, porque
en ella el Otro se presenta indefenso, con la huella de un
pasado remoto a flor de piel, aunque también abierto a un
encuentro contingente, a un porvenir que podría no ser.

***

El Otro permanece en mí como una memoria física, aspec-


to de su alteridad que descubro cuando el Otro me falta.
Entonces ya no se trata del Otro que, en la caricia, se en-
cuentra con la carne, sino de la afectación que persevera en
mi cuerpo como una marca del tacto. La caricia no es una
forma de modelación, como demuestra esa corporalidad
remanente. Que el Otro me dio un cuerpo es lo que debería
concluir, en lugar de creer que mi cuerpo era un punto de
partida. Del mismo modo, el abrazo es una forma de proxi-
midad que implica la complexión de un volumen, de un

53
La caricia perdida

vacío que podré habitar cuando el Otro y yo nos hayamos


separado. Tanto la caricia como el abrazo son versiones de
mi llegada al mundo.
En el rodeo de la caricia tengo la experiencia de un acto
en que la satisfacción convive con una especie de hendidu-
ra, en la medida en que no se encuentra orientada a propó-
sito alguno –y por eso podría hablar de una experiencia en
lugar de una acción– sino al testimonio insólito de la carne
del Otro. En dicha grieta se trasunta una pérdida irrecupe-
rable, un sacrificio y el placer negativo que produce en la
carne algo más que la presunción de una materialidad. La
carne no es el cuerpo de mis hábitos, como ya he pensado,
ni una certidumbre física, como ahora puedo concluir. En
este punto, la caricia me indica un nuevo estatuto de mi
corporalidad. ¿Qué relación tiene este estrato novedoso de
mi carne con el Otro que puedo ser para mí mismo?

54
EL TIEMPO

Entro en la habitación a oscuras. Cuando ya terminó la


hora de trabajo, unos minutos antes de dormir me acerco
en busca de un libro que, en la cama, me acompañe hasta
la espiración que precede al sueño. No enciendo las luces,
camino con resguardo, como a través de una memoria or-
dinaria. Y, entonces, tropiezo. Sorpresivamente, comienzo
a temer que la habitación se haya vuelto hostil a mi pre-
sencia. Y, luego, lo compruebo taxativamente, porque la
habitación me rechaza como si la oscuridad sólo sirviera
a un tránsito de fantasmas, porque desconoce mis hábitos
perceptivos más simples, obligándome a inventar una pal-
pación irritada y temerosa como la de un náufrago.
Hay una malestar permanente en la percepción, toda
vez que descubro que el objeto al que me dirijo ya estaba
allí, fuera de mí, precediéndome. El mundo se compone,
las más de las veces, de espectáculos que nadie contem-
pla; escenas para los cuales soy un huésped extraño. En
la puerta alta del armario, en una caja de cartón sin tapas,
dormita un saco cruzado que, alguna vez, perteneció a mi
abuelo. El otro día, realizando ese ejercicio mecánico de
cambiar las cosas de lugar que llamo “poner orden”, me
encontré con el saco entre las manos, preguntándome qué
clase de objeto era ése. Había olvidado su ascendencia, no
es una prenda familiar –en relación con la ropa que ocupa
la parte baja del armario y que utilizo todos los días–. Una
mera cosa entre los objetos cotidianos planteaba un enig-

55
La caricia perdida

ma, como el silbido lejano del tren en la noche, o un teatro


vacío, que apenas pude resolver, luego de una vacilación
inquietante, con el recurso a la memoria, cuando mi cuer-
po no la reconocía, con una respiración entrecortada.

***

Detenido frente a un objeto ordinario –esta cuchara a mi


lado–, me pregunto qué impediría que fuera un objeto
artístico. ¿Acaso los objetos del arte tienen propiedades
diferentes a las de los objetos de la vida cotidiana? Ya he
pensado que aún en el caso de pensarlos como indiscer-
nibles, el objeto estético posee ciertas cualidades sólo en
función del sentido que el Otro le imprime –el artista–. No
todas las propiedades de la taza contarían en una evalua-
ción de la misma como objeto del mundo del arte. Sin em-
bargo, me preocupa pensar que, aún considerando dicha
circunstancia, el objeto estético resguarda, a su pesar, cierta
dimensión de extrañeza resistente a cualquier análisis de
sus cualidades formales o semánticas.
Reconozco en todo objeto un trasfondo inhumano, en el
que lo familiar cede el paso a la experiencia de lo extraño.
Cuando encuentro una taza cascada, exorcizada de su fun-
ción de útil, porque ya no puede servir como recipiente,
me encuentro con un objeto que rechaza la actividad co-
tidiana de mi cuerpo, frente al cual permanezco perplejo.
En este punto, en la inutilidad, comienza la experiencia
estética, porque incluso en el caso de que una obra de arte
contenga una taza de la cual, como espectador, debiera ser-
virme utilitariamente, este no sería sino un propósito sub-
sidiario al de la representación de una idea (tal vez, la taza
como metáfora del acto de beber determinados brebajes

56
El tiempo

en algunas culturas); aunque también, en dicho momento


de fracaso de la familiaridad, puede surgir una especie de
experiencia sensible diferente, esta vez, no relacionada con
los objetos culturales del mundo del arte.
Antes de preguntarme qué es lo extraño, o bien para qué
sirve, me encuentro con la inquietud de su provocación,
con el llamado de un extrañamiento de mí mismo –que
proviene de fuera de mí– antes que con el desenlace de un
proceso aprehensivo. Algunas obras de arte me interpelan
de ese modo inquietante, exigiéndome en una respuesta,
desbaratando la tregua de la contemplación, devolvién-
dome a la carne. Pero, ¿es que dicha experiencia estética
es algo que descubro sólo en el campo del arte? ¿Por qué
me precipité tan rápidamente en la afirmación de que lo
extraño proviene de fuera de mí?

***

Me he referido, anteriormente, a la naturaleza como un


hábito que aprendí de niño. Sin embargo, en esta oportuni-
dad puedo enunciar también que hay cierto estrato natural
en todo objeto. Cuando esta lapicera pierda su utilidad se
transformará en un desecho, en un pedazo de naturaleza,
del mismo modo que si tiro una piedra contra el piso, y
ésta se rompe en varios fragmentos, cada una de sus partes
seguirá siendo una piedra. La naturaleza es lo que vuelve
siempre al mismo sitio, perseverando en alguna determi-
nación caduca, y por eso el mundo natural se revela como
el soporte intrínseco del mundo de la cultura, un Otro
encubierto.
Cuando el reloj se haya roto, y ya no pueda cumplir
la finalidad de darme la medida del tiempo, podría servir

57
La caricia perdida

para una cantidad enorme de otros propósitos. Al mismo


tiempo sospecho que esta polivalencia funcional es idén-
tica a que no sirva para nada, así como la profusión de
sentido se confunde con el sin-sentido.

***

En el mar puedo nadar, y descubrir una versión imprevista


de mi cuerpo en cada brazada, componiendo con las olas
esa única potencia que me permite atravesar la corriente.
Extraigo del esfuerzo del mar un atrevimiento suficiente
como para plegarlo a mi antojo, de acuerdo con un ejerci-
cio sentencioso de la torsión –por el cual puedo dirigir mi
fuerza sirviéndome de la suya–. Pero también la corrien-
te me contrapone cierta tenacidad y se sobrepone a mis
aspiraciones. Una embestida espontánea desautoriza mis
brazos, un fondo de agua me absorbe como una bocana-
da hambrienta y, entonces, el cuerpo se convierte en una
carga, en el anhelo de un alma con plumas. Incluso en la
actividad más inocente, como la de flotar en una laguna,
mi cuerpo se dispone a una inercia invulnerable del sentir,
en una conmoción de la vida práctica por el órgano del
silencio: la salud de la receptividad.
Al bailar tengo la experiencia de mi cuerpo en un nivel
distinto al de los meros hábitos. Mi cuerpo ya no se orienta
de acuerdo un propósito funcional, sino que se abando-
na al ritmo de la música como a una celebración ignota.
Descubro que la temporalidad del hábito tiene una forma
contable, siempre que podría realizarse una vez más. La ce-
lebración, en cambio, tiene una estructura diferente, sopor-
tada en la repetición, en una suerte de otra vez lo ya hecho, en
la que se precipita un retorno antes que una acumulación.

58
El tiempo

Y, sin embargo, el retorno inscribe una diferencia, porque


si el acto de bailar repitiera idénticamente los movimientos
que realicé aquella vez que bailé primeramente (primor-
dialmente), no podría decir que fuesen dos movimientos
distintos. En el baile, mi cuerpo como útil cede su lugar a
una exploración de la carne en una formación inédita de
tiempo, acorde con un regreso a lo mismo pero de otra mane-
ra, en una experiencia de satisfacción similar a la del juego
y los rituales que recrean los mitos.

***

Ya sé que en la caricia la mano no cumple ningún propó-


sito funcional, abandonándose simplemente al decurso
sensible de la presencia del Otro. Puedo pensar ahora que
la caricia es la producción constante de un resto no redu-
cible, destinado a perderse continuamente en la duración
del acto de acariciar, como al cavar un pozo en la arena
húmeda cada una de las paladas es devuelta al fondo indi-
ferenciado del que fuera extraída, agrandando el agujero,
sin llegar jamás a una mayor profundidad.
Mi mano se lastima, y no sólo pierde cualquier proyecto
sino que también queda sustraída al placer, como una rui-
na, como un fragmento de materia inerte. La admiración
que siento por los edificios derruidos suele ser superior al
despertar incitante que me provocan muchas obras con-
temporáneas. La fuerza de la erosión progresiva, el adelan-
to indomeñable de la vegetación entrometida en los surcos
de los hundimientos y las grietas que ella misma produce.
Lo contrario del dolor no es el placer –como, por ejemplo,
podría oponer lo agradable a lo desagradable– sino su dis-

59
La caricia perdida

minución, y el regreso al mundo de la duración temporal.


En las ruinas me percato de un padecimiento inaplazable.
Hay en el dolor un aspecto específico que lo hace incon-
mensurable al cuerpo. Todas mis otras afecciones se dejan
cruzar por el tiempo; en el dolor, en cambio, hay un matiz
irreductible y exterior, que me arroja en el llanto, la ira, la
impaciencia. Descubro también indicios del dolor en el en-
vejecimiento, en lo que ocurre a mi pesar, dejando residuos
que se encuentran más allá de la temporalidad, cicatrices.
Está en el tiempo todo lo que puede ser modificado por un
ritmo, establecer una secuencia, desarrollar un pasaje. El
enamoramiento suele estar en fuga, la tristeza tiene el pul-
so de lo momentáneo. Si creyera que mi tristeza no tiene
un horizonte dudaría en declararme un hombre “triste”,
viviría mi estado afectivo como un abismo insensible. En
la tristeza también tengo la experiencia de un abismo, pero
localizado en la pobreza de mi sensibilidad fijada a deter-
minados residuos iterativos.
La soledad es una forma de huida del tiempo. Cuando
me encuentro solo mi palabra no encuentra respuesta, mi
pensamiento se embota y persiste inexpresado. Es por eso
que en la meditación busco permanentemente la presencia
del Otro, a la que me confío a través de la escritura. Pero
esta palabra de la meditación, sostenida en la confianza en
el Otro, no es el devaneo del solitario. El hombre que se
aleja del mundo –ya sea que llame “naturaleza” a su extra-
vío, o bien “actitud reflexiva”– desconoce la imposibilidad
de su empresa. ¿Cómo podría pensar si no es a partir de la
interpelación del Otro, de un Otro que escucha mi palabra
y le devuelve una aplicación extraordinaria del tiempo,
iluminando un sentido extranjero?

60
El tiempo

***

Tengo que tomar una decisión. Exploro los motivos que


podrían llevarme hacia una vertiente de la alternativa,
mientras me debato en la consideración de los aspectos
que indican que elija la opción contraria. Recaigo en la
duda, y entonces me pregunto acerca de una inclinación
posible por la libertad, el sentido de la voluntad, el deseo.
Sin embargo, advierto igualmente que no tengo razones
que justifiquen las razones que me inclinarían hacia cual-
quiera de los extremos de la disyuntiva. Frente a una elec-
ción descubro el ejercicio de mi voluntad una vez que la
decisión ya fue tomada, del mismo modo que alguien se
confía a la asistencia reparadora del sueño para resolver
una contrariedad. Si tuviera un órgano de la voluntad no
dudaría en localizarlo en mi almohada.

***

Las veces que he temido la muerte no fueron sino un modo


de desconocer la pasividad del sufrimiento. El temor habla
de mí; el sufrimiento del Otro, incluso del que puedo al-
bergar en mi cuerpo como un visitante, como un huésped
extraño. Por eso la muerte me sumerge en una irrespon-
sabilidad despiadada, en un futuro que jamás podrá ser
presente. Podría incrustar en la muerte una posibilidad
que nunca sería realizable, la más especiosa de las emer-
gencias, un hecho incomprensible.

***

Los episodios de mi vida se suceden en una configura-


ción refractaria, pocos sucesos se dejan amontonar en una

61
La caricia perdida

secuencia acumulativa. Hoy me encontré en la boca del


subte con una amiga de la infancia. Mientras subíamos
la escalera tropezamos con el mismo escalón y entonces
fue que un mismo modo de caer nos permitió reconocer-
nos e inscribir un acontecimiento fortuito en la trama de
nuestras vidas pasadas. Al despedirnos disponía de un
fragmento distante de mi recuerdo, menos por lo que hu-
biéramos hablado que por haber compartido un tropiezo.
Mi vida no se desenvuelve como un carretel, desovillando
una cola de eventos que se alejan en el pasado como barcos
en el horizonte, sino que el tiempo reordena las casualida-
des pasadas con el sentido de las necesidades por venir,
esto es, convirtiéndolas en necesarias, de acuerdo con una
conformidad disconforme.
Alcanzo retrospectivamente el sopesamiento de re-
membranzas de cosas pasadas. Descubro que puedo situar
ciertos acontecimientos sólo en un tiempo anterior, en una
apropiación tardía y equívoca, abierta a resignificaciones.
El intento de unidad no hace más que desesperarme, por-
que el tiempo del aprendizaje no es el mismo que el de asi-
milación de la experiencia. Y, sin embargo, no pude dispo-
ner de algún fragmento de mí mismo sino cuando lo di por
perdido, como si la única vía de recuperación se resolviera
a partir del despojo, o bien sólo pudiera conservar lo que
no he intentado entorpecer con alguna detención artificial.
En la espera el tiempo cae sobre mí. Cuando me en-
cuentro expectante, aguardando el aprontamiento de una
circunstancia, sobrevivo en la apertura de un futuro al que
concibo como un instante quebrado de duración. Porque
no puedo lanzarme a ninguna actividad siquiera, envuelto
como me encuentro en la dilación de aquello que se de-

62
El tiempo

mora. Por eso la espera puede encarnar una variación del


dolor, aunque también la expectación pueda ser vivida por
mí como una desventura privilegiada para dar forma al
sentimiento amoroso. El amor como espera provisional:
nada cuenta para mí, cuando me encuentro enamorado,
me reduzco a un cuerpo replegado, perseverando en una
captura. Sólo la ausencia de la caricia –en cuanto aloja-
miento irresistible en la carne del Otro– puede enloquecer
el amor de un modo tan funesto.

***

Esta tarde mantuve una conversación con un niño que


teme a la oscuridad. Me contó que todas las noches, antes
de acostarse le sobreviene una sensación corporal amena-
zante, que se manifiesta en la respiración, en el latido de
su corazón, en un estado de alerta inquebrantable que lo
obliga a recurrir a los más diversos métodos de protección
para mantenerse a salvo. Le pregunté desde hace cuánto
tiempo le ocurría esta desdicha. “Hace más de un año”
me respondió. Y antes de volver a interrogarlo acerca de
su padecer, me sorprendí pensando en la inutilidad de la
consecución del tiempo en esta ocasión. El síntoma de este
niño resiste a la universalización, porque la tranquilidad
que encuentra cada mañana, cuando vuelve a respirar
nuevamente a partir de la disolución de sus temores con
el alba, no le permite afirmar ninguna regla empírica al
respecto. Cada noche sobreviene un apremio intacto, la
repetición de la intemperie. Ningún sentido tendría que
yo le pidiese un razonamiento: “si hasta ahora nunca ha
ocurrido eso espantoso que tú temes… podrías calmarte
pensando que tampoco habría de pasar hoy”. El niño me

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La caricia perdida

respondería, con una certidumbre inapelable: “Es cierto,


podrías tener razón respecto de lo ocurrido hasta ayer,
pero nada sabes de esta noche”.

***

Nada más enloquecedor que el conocimiento y la certeza


encauzada a través de un saber que se propone como guía
del tiempo. Porque no es loco aquél que se sueña un héroe,
no siendo más que un simple engreído, sino el héroe que
se cree héroe y, por lo tanto, no admite la sedición de la
experiencia, destinado a la seguridad de un plan dirigido
a desconocer la dependencia de su heroísmo respecto de la
existencia del Otro como víctima.
Acabo de regresar de la calle, preocupado por la actitud
con que la vida cotidiana ordena el traspaso de mis com-
portamientos. Allí sólo accedo al Otro mediante un presu-
puesto fundamental: “yo lo sé todo sobre ti”. Esperando
el colectivo pude mirar al chofer desde aquella premisa;
y a cada uno de mis coetáneos en el transcurso, al hombre
de portafolio, como a la mujer con la bolsa de mandados
y al niño con guardapolvos. Desde aquél punto de vista
ninguno es capaz de encarnar un enigma para mí. Jamás
podría encontrarme con el Otro sin una escansión del tiem-
po ordinario, y un acto que desmienta ese conocimiento
artificial y encubridor de la proximidad sensible del Otro
para la caricia.

***

Hay momentos de mi vida que no admiten la pregunta


por el antes ni el después, instantes respecto de los cuales
apenas resulta pertinente evaluar la trasformación que he

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El tiempo

adquirido una vez abandonado ese tiempo estrangulado.


Y si hay sucesión en dichos momentos, no se trata de la
continuidad infinita del presente que se ensancha, espe-
ciosamente, cobrándose la dimensión del aplazamiento.
Podría demorar la eternidad aquel instante, sino hubiera
algo más propio de aquella que ese particular fuera del
tiempo que caracteriza a lo instantáneo.
En la caricia del Otro se me ha revelado una dimen-
sión extraña de la corporalidad propia, así como una vía
prístina al sentir del Otro. No obstante, advierto que dicho
acceso no se cumple sino en un segundo tiempo, cuando lo
descubro como algo que ha devenido. La historia de toda
caricia es la de esa única caricia perdida. Antes que una
acción diferida, la repetición redescubre algo obvio: el por-
venir es la trascripción de una memoria que no preexiste
de manera simple.
En diversas oportunidades, al meditar, me he confiado
a las anticipaciones de mi pensamiento. Sin embargo, no
sólo puedo volcarme al adelanto específico del tiempo a
través de la expectativa, de la cual mi pensamiento obtiene
la intuición sensible de lo que aún no ha ocurrido, sino que
consigo aprehender un tiempo que, por no tener elabora-
ción, no es sino una forma encubierta del destino, de lo
vuelto a encontrar irremisiblemente. Por eso, si bien era
previsible que mis meditaciones, en vista anticipada de su
conclusión, volvieran sobre sí mismas, intentando aferrar
su decurso, como el artesano se aferra a un método de tra-
bajo, es inaplazable que este pensamiento se rinda ante el
espacio que ha realizado en acto, en vez de debilitarse en
una elucubración que relance la carrera de lo posible sin

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La caricia perdida

fatiga. ¿Qué modo de acceso al Otro se desprende de mi


cuerpo, de la caricia implantada en el tiempo?
Además de los objetos de que tuve experiencia, he inte-
rrogado también a la fantasía. A través de ella conseguí un
acceso privilegiado a ciertas opciones de mi cuerpo, a los
movimientos de mi mano, o el uso de los dedos, como si la
imaginación fuera una capacidad que poseo estrictamente
porque tengo este cuerpo. Pero, al entregarme dichos obje-
tos como si estuvieran en el tiempo, la fantasía encubre un
aspecto elemental de mi meditación: la apertura al futuro,
al que no concibo como una ausencia, o bien bajo el modo
de un abismo delante de mí, sino como una apertura ina-
pelable. El futuro no se mueve, a pesar de mis empeños
por imaginar un transcurso a través del cambio, del mo-
vimiento, de acuerdo a lo inmediato y la cercanía, numéri-
camente o espacialmente. La apertura al futuro representa
en mí una disposición, un estado de ánimo enlazado a la
alegría, un empeño en permanecer abrazado a la vida y no
dejarme caer.
He pensado anteriormente en ese acto por el que doy
lo que no tengo y, subrepticiamente, advierto que aquello
que sí tengo es algo que me fuera dado, sin que –y esto
es lo que más llama mi atención– yo pudiera reconocer el
momento presente en que el don se hubo de realizar. Por
eso la generosidad del Otro escapa al tiempo, lo desgarra,
porque su acogimiento no discurre ni condesciende a la
reciprocidad, otorgándose como una presencia imposible,
un estigma real del Otro en mí. El tiempo que pasamos
juntos no pertenece a un tiempo encadenado, fluyente,
sino a un tiempo vertical, sin medida y que, sin embargo,

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El tiempo

se mide temporalmente, con el mismo afán torpe con que


valuamos el precio de los objetos maravillosos.

***

En el cumplimiento de mi palabra se revela el sentido de


una apelación, en la que descubro que la amistad del Otro
no cuenta como establecida en el presente, sino en la ex-
periencia de la espera, como una promesa. Cuando hablo
a mis amigos, siempre me dirijo a un Otro que propongo
como soporte de la palabra que enuncio; porque la palabra
no tiene el estatuto de un medio, sino que su misma con-
dición comunicativa se encuentra asentada en un empleo
fundamental por el cual la palabra promueve la función de
la verdad para mí –en relación al Otro–, antes que un vehí-
culo de intenciones. En la palabra verifico la autenticidad
de mi experiencia y, quizá, no es sino aquélla el modo pri-
mero en que la caricia hizo cuerpo de mi carne, a través de
las palabras que del Otro me fueron proferidas. Si alguna
vez he creído que el origen de la fraternidad se encontraba
en la segregación, dicha creencia no me impide concluir,
en este punto, que hay también un modo radical de acceso
a la alteridad en la amistad cuando, desinteresadamente,
me inclino hacia el Otro con la caricia como palabra. Ya no
temo el encantamiento en un doble clandestino de mí mis-
mo, ni la debilidad temerosa en una identidad cercenada.

***

Pero hay un modo de la espera que no me resulta doloroso,


cuando soy capaz de hallarme en la esperanza. Esta capa-
cidad me orienta hacia la apertura del futuro, sin indicar
ninguna peripecia que la imaginación pueda convertir en

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La caricia perdida

un deseo frustrado, en fantasías que me subyuguen, sino


la posibilidad misma del tiempo. La esperanza conjura el
tormento de la espera a partir de la tolerancia. Sin embar-
go, esta forma de aceptar no se debilita como resignación,
sino que extrae su fuente del acto de confianza. Y sólo pue-
do confiar en el Otro, siendo la confianza el más propio
de mis actos, ya que implica la posibilidad de que el Otro
sostenga la verdad de la palabra (que no confundiría nun-
ca con la pretensión de una palabra verdadera). Por eso mi
apertura al tiempo es también un acceso originario al Otro;
pero, esta vez, no a un Otro que podría imaginar idéntico
a mí mismo, ni a cualquier sustituto compensatorio, sino
al Otro que motiva el acto de enunciarme desde su lugar,
así como en la caricia encontrara la cesión de este cuerpo a
partir de su carne.
En un tiempo que reconozco como ya acontecido,
pensaría que he concluido demasiado pronto. Pero esta
inquietud no debiera ocultarme que siempre se finaliza
precipitadamente, y que no es sino para evitar concluir
demasiado tarde.

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