El Cordon de Plata
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un golpe. Se produjo un ruido apagado, seguido al mo-
mento por un crujido agudo y la cabeza del hombre saltó de
sus hombros seguida por una brillante gota de sangre que
saltó una y otra vez antes de escurrirse. Mientras el cuerpo
crispado y sin cabeza permanecía sobre el suelo
polvoriento, el Gobernador lo apartó de un puntapié y
exclamó: " ¡Así morirán todos los enemigos del pueblo! "
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volver, apuntó al tercer monje, CERRO LOS OJOS, y
apretó el gatillo. La bala rozó las mejillas del prisionero y fue a
herir a un espectador tibetano en el pie. "Trata de ' nuevo —
dijo el verdugo anterior— y mantén los ojos abier- , tos." A
estas alturas su mano temblaba tanto del susto y la
vergüenza que erró por completo, mientras el Gober- ,
nador lo observaba con desprecio. "Ponle la boca del -
revólver en la oreja y luego dispara" —ordenó el Goberna-
dor. Una vez más el joven soldado se colocó junto al
monje condenado, le introdujo salvajemente la boca del
arma en el oído y apretó el disparador. El monje cayó
muerto junto a sus compañeros.
La multitud había aumentado, y al mirar a mi alrededor
vi que el monje al que conociera había sido atado por una
pierna y brazo izquierdos al jeep, y su brazo y pierna k
derechos atados al camión. Un soldado chino de sonrisa
sarcástica entró en el jeep y lo puso en marcha. Lentamente,
tan lentamente como le fue posible, arrancó y se
movió hacia adelante. El brazo del monje le fue arrancado
de cuajo, rígido como una barra de hierro; se oyó un
crujido y se desprendió por completo del hombro. El jeep
continuó. Un ruido apagado indicó la rotura del hueso de la
cadera y la pierna derecha le fue arrancada del cuerpo. El
jeep se detuvo, y el Gobernador subió. Luego continuó su
camino con el ensangrentado cuerpo del moribundo
monje brincando y saltando sobre las piedras del camino.
Los soldados treparon al enorme camión y se alejaron
arrastrando consigo una pierna y un brazo ensangrentados.
Mientras me volvía, asqueado, oí un grito femenino
detrás de un edificio, seguido por una carcajada soez. Un
juramento en chino, de seguro porque la mujer mordiera a su
atacante, y un grito apagado al ser apuñalada en pago.
Encima de mí, el azul oscuro del cielo nocturno, despa-
rramaba libremente los diminutos puntos de luz de colores
donde había otros mundos. Muchos de ellos, como sabía,
estaban inhabitados. ¿Cuántos, me pregunté, serán tan salvajes
como esta Tierra? A mi alrededor había cuerpos. Cuer¡ pos
insepultos. Cuerpos conservados por el aire helado del - Tibet
hasta que los buitres o algún otro animal salvaje los
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guía, que estuviera conmigo, me dijo: "Vayamos a mi
cuarto, Lobsang. Podemos volver a las Escrituras con pro-
vecho." Me sonrió con su brillante y benevolente aura de
satisfacción mientras se volvía y caminaba junto a mí
hacia su cuarto, arriba, que daba al Potala.
—Debemos tomar un refrigerio, Lobsang; sí, té y dulces
indios, porque con el refrigerio podrás también digerir el
conocimiento.
El criado-monje que nos había visto entrar, apareció
espontáneamente con las golosinas que me gustaban y que
sólo podía conseguir por medio de los buenos oficios de
mi Guía.
Durante un rato nos sentamos a conversar de cosas
triviales, entretanto yo hablaba y comía. Luego, cuando
terminé, el erudito Lama dijo:
—Hay excepciones a las reglas, Lobsang, y cada moneda o
medalla tiene dos caras. Buda habló extensamente a Sus
amigos y discípulos y mucho de lo que El dijo fue escrito y
conservado. Hay una anécdota que puede aplicarse muy bien
al presente caso. Te la contaré.
Se concentró en sí mismo, aclaró su garganta y con -
tinuó:
—Este es el cuento de las Tres Carrozas. Llamadas así
porque las carrozas eran muy solicitadas entre los mucha -
chos de aquella época, como los zancos y las golosinas lo
son ahora. Buda le estaba hablando a uno de Sus acom-
pañantes llamado Sariputra'. Estaban sentados a la sombra
de uno de los grandes árboles indios discutiendo sobre lo
verdadero y lo falso y cómo los méritos del primero son
algunas veces superados por la benevolencia del último.
"El Buda dijo: Ahora, Sariputra, tomemos el caso de
un hombre riquísimo, tan, tan rico, que podía pagar todos
los caprichos de su familia. Es un hombre anciano con una
gran casa y muchos hijos. Desde que estos hijos nacieran
ha hecho todo lo posible por protegerlos evitándoles todo
peligro. Ellos no conocen el peligro ni han experimentado
el dolor. El hombre .deja su hacienda y su casa y va a un
pueblo vecino por sus negocios. Al volver de su viaje ve
columnas de humo que se alzan al cielo. Se mueve de
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puertas del lamasterio por tres días y sus noches —para ver
si tenía la entereza necesaria para convertirme en médico.
Que pasara la prueba fue más un tributo al miedo que
sentía por mi padre que producto de mi resistencia física.
La entrada a Chakpori fue el paso más sencillo. Nuestros
días eran largos; era en verdad difícil soportar un día que
comenzaba a medianoche y que nos obligaba a asistir a los
servicios nocturnos a intervalos periódicos, lo mismo que
durante el día. Aprendíamos el programa ordinario de la
academia, nuestros deberes religiosos, cuestiones del mun -
do metafísico, y ciencia médica, puesto que íbamos a
convertirnos en monjes médicos. Nuestras curas orientales
eran de tal índole que creo que los médicos occidentales
aún no las entenderían. Es más: empresas farmacéuticas
occidentales están tratando arduamente de sintetizar los
potentes ingredientes que poseen las hierbas que nosotros
usamos. Y entonces, los viejos remedios orientales, que se
producirán artificialmente en los laboratorios, llevarán un
nombre altisonante y serán aclamados como ejemplo de !a
realización occidental. Ese es el progreso.
Cuando cumplí mis ocho años, me hicieron una opera-
ción que abrió mi "Tercer ojo", ese órgano especial de
clarividencia que muere en mucha gente porque descono-
cen su existencia. Con este "ojo" en función, yo podía
percibir el aura humana y adivinar las intenciones de los
que me rodeaban. Era — ¡y es! — de lo más divertido
escuchar las palabras huecas de aquéllos que pretenden
amistad en beneficio propio, con ansias asesinas en sus
corazones. El aura puede revelarnos la historia clínica
completa de una persona. Determinando la PERDIDA del
aura, y reemplazando las deficiencias por radiaciones espe -
ciales, puede curarse a la gente de su enfermedad.
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rránea que cada vez se hacía más oscura, una oscuridad que
casi tenía sonido, que casi parecía vibrar.
Con la imaginación pude representarme el mundo en-
cima de mí, el mundo al que estaba volviendo ahora.
Pude visualizar la escena familiar oculta ahora por la
total oscuridad. Esperé, balanceándome en el aire como
una voluta de incienso en el templo.
Gradualmente, poco a poco, con tanta lentitud que
pasó algún tiempo antes de que pudiera darme cuenta,
llegó un sonido desde el corredor, sonido ligerísimo pero
que de manera insensible aumentó su intensidad. Un son-
sonete, de campanas de plata, y el apagado "tap-tap" de
pies calzados de cuero. Por último, una brillante luz on-
deante iluminó las paredes del túnel. El ruido se hizo
más fuerte. Esperé suspendido sobre una saliente de la
roca en la oscuridad. Esperé.
Poco a poco, ¡oh! con tanta lentitud, con tan dolo-
rosa lentitud, formas en movimiento se deslizaron con
cautela por el túnel hacia mí. Al acercarse vi que eran
monjes de túnicas amarillas sosteniendo en alto deslumbrantes
antorchas, preciadas antorchas del templo de arriba con raras
resinas y hachones de incienso mezcladas que producían un
fragante perfume cuya esencia alejaba los olores de muerte y
podredumbre, brillantes luces que disimulaban la fea
fosforescencia de la exuberante vegetación.
Lentamente entraron los sacerdotes en la cámara subte-
rránea. Dos se dirigieron hacia las paredes de la entrada y
tantearon los bordes rocosos. Luego, uno después de otro
balancearon las lámparas de manteca- dándoles vida. La
cámara se había ahora iluminado y pude mirar a mi alrede
dor y ver lo que no había podido ver por tres días.
Los sacerdotes se pararon a mi alrededor pero no me
vieron, permanecieron alrededor de una tumba de piedra
que descansaba en el centro de la cámara. Los salmos
aumentaron como asimismo el sonido de las campanitas de
plata. Por último a una señal dada por un anciano, seis
monjes se agacharon, jadearon y gruñeron levantando la
piedra que cubría el féretro. Al mirar hacia adentro vi mi
propio cuerpo, un cuerpo vestido con el hábito de un
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debes ser leal para que Serge haga esto. Vamos hacia
nuestra base de Kraskino. Ya que estás en la columna,
¿quieres ir hasta ahí, con cinco cuerpos muertos?
—Sí, Camarada Cabo, estaría muy agradecido —repliqué.
Indicándome el camino, con los perros tras mis talones
agitando sus colas, me condujo hasta una especie de ca-
mioneta con un remolque enganchado. De una esquina del
remolque corría un delgado hilo de sangre que caía sobre
el piso. Al mirar de casualidad hacia los cuerpos que allí
se apilaban, el soldado observó con mayor atención la
débil lucha de un hombre agonizante. Sacó su revólver y
le pegó un tiro en la cabeza, volvió a enfundarlo y caminó,
hacia la camioneta sin dirigir una sola mirada hacia atrás.
Me asignaron un asiento en la parte de atrás del vehículo.
Los soldados estaban de buen humor, jactándose de que
NINGUN extranjero había cruzado jamás los límites
cuando ELLOS estaban de servicio, contándome que su
pelotón llevaba la Estrella Roja concedida a su competen-
cia. Les dije que iba camino de Vladivostok para conocer
la gran ciudad por primera vez.
— ¡Ah! —el cabo largó una risotada—, tenemos un ca-
mión de suministros que parte para allí mañana y que
llevará a estos perros para que descansen, ya que el exceso
de sangre humana los pone demasiado salvajes e incluso
nosotros no podemos manejarlos. Llevas el mismo camino
que ellos. Cuídalos por nosotros y te llevaremos a Vladi
mañana.
Así fue como un anticomunista declarado como yo,
pasó la noche como huésped de los soldados que controla-
ban la frontera rusa. Me ofrecieron vino, mujeres y cancio-
nes, pero me excusé aduciendo mi edad y mi salud resenti -
da. Con una buena comida dentro de mi estómago, la
mejor que obtuviera desde hacía mucho, muchísimo tiem-
po, me acosté sobre el piso y dormí con la conciencia
tranquila.
Por la mañana salimos hacia Vladivostok el cabo, unos
soldados, los tres perros y yo. Y así, por intermedio de mi
amistad con los fieros animales partí a Vladivostok sin
molestias, sin caminar, y con el estómago lleno.
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Me reí y le dije:
-La gente sólo piensa en el sexo, piensan que
un hombre que viaja solo es un extravagante, alguien de
quien debe sospecharse. Yo soy un turista, estoy viendo el
espectáculo del país. Las mujeres las puedo ver en
cualquier lado.
Me miró con cierta comprensión en sus ojos, y le dije: -
-Le contaré una historia que sé es verídica. Es otra
versión del Jardín del Edén.
− "A través de la historia, en todos los grandes trabajos
religiosos del mundo ha habido historias que algunos han
creído, pero que otros, con una percepción tal vez mayor,
han considerado como leyendas, leyendas destinadas a
ocultar ciertos conocimientos que no deben caer en cual-
quier persona, porque ciertos conocimientos pueden ser
peligrosos en ciertas manos.
"Tal es la historia o leyenda de Adán y Eva en el
Paraíso, en el cual Eva fue tentada por una serpiente y en
el que comió la fruta del Arbol del Saber, y donde
habiendo sido tentados por la serpiente y comido la fruta
del -Arbol del Saber, ambos se contemplaron mutuamente
y vieron que estaban desnudos. Al obtener este conoci-
miento prohibido no se les permitió permanecer más en el
Paraíso.
"El Paraíso, naturalmente, es esa bienaventurada tierra
de la ignorancia, donde no se teme nada, porque no se
conoce nada, en la que se es, en realidad, un repollo. Pero
aquí, entonces, está la versión más reservada de la historia.
"El hombre y la mujer no son simplemente una masa
de protoplasma, de carne pegada a un armazón de huesos.
El hombre es, o puede ser, algo más que eso. Aquí sobre
la tierra somos simples muñecos de nuestro Espíritu, ese
espíritu que reside temporariamente en lo astral y que
junta experiencia a través de su cuerpo de carne que es el
muñeco, el Instrumento del astral.
"Los fisiólogos y otros han analizado el cuerpo del
hombre, y lo han reducido todo a una masa de carne y
huesos. Pueden discutir sobre este o aquel hueso, sobre los
diferentes órganos, pero éstas son todas cosas materiales.
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historia puede decirse que ella comió del Arbol del Saber, o
de su fruto. Ella tuvo este conocimiento y con él pudo
ver el aura, la fuerza que rodea al cuerpo humano. Pudo
ver el aura de Adán, sus pensamientos e intenciones, y
Adán siendo también tentado por Eva, despertó su Kunda-
lini y pudo ver a Eva tal cual era.
"La verdad es que ambos observaron mutuamente sus
auras, viendo sus otras formas astrales desnudas, la forma
desvestida por el cuerpo humano, y así pudieron ver todos
sus pensamientos, sus deseos, su conocimiento, y que no
1F- debían estar en el grado de evolución de Adán y Eva.
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—No, jefe —le contesté—, quiero dar una vuelta por ahí
para tener un poco más de experiencia.
—La experiencia es algo maravilloso. ¡Buena Suerte!
Bajé por la planchada llevando mis dos valijas. Caminé
por el muelle junto a los barcos anclados. Otra vida se
abría delante de mí; cómo ODIABA todo ese alboroto
que me rodeaba, la incertidumbre, nadie a quien poder
llamar "amigo".
¿Dónde nació usted? —preguntó el aduanero. —
Pasadena —repliqué pensando en los papeles que tenía en
la mano.
¿Qué trae? —demandó.
—Nada —le repliqué. Me miró con fijeza y observando mis
valijas, dijo:
-- Okay, ábralas —gruñó.
Puse mis valijas delante de él y las abrí. Revolvió y
revolvió, luego sacó todo afuera y examinó los forros.
Empaque —dijo dándose vuelta y dejándome ahí.
Volví a meter mis cosas y me dirigí hacia la salida.
Afuera, en medio del intenso ruido del tránsito, me detuve un
momento para reponer mis fuerzas y respirar.
—¿QUEESLOQUELEPASA? ¡ESTOESNUEVAYORK!
—dijo una voz áspera detrás de mí. Al volverme, vi a un
policía que me miraba fijamente.
—¿Detenerse es algún crimen? —le contesté.
— ¡MUEVASE! —rugió.
Alcé mis valijas con tranquilidad y eché a caminar,
maravillándome frente a las montañas de metal de Manha -
ttan hechas por el hombre, nunca me había sentido tan
solo, tan por completo ajeno a esta parte del mundo.
Detrás de mí el rugiente polizonte gritaba a otro desdicha-
do "NOSOT R OSNOLOHACEMOSASIESTOESNUEVA -
YORK. ¡MUEVASE! ". La gente parecía atormentada,
tensa. Los motores de los vehículos aceleraban a velocida-
des locas. Había un continuo chirrido de llantas y de olor
a goma quemada.
Proseguí caminando. Por fin distinguí un letrero delante
de mí "Hotel para Marinos"; agradecido me dirigí hacia la
puerta.
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el ruido de un viejo motor sacudió al buque y comenzó la
actividad. Oí el ruido de pesados pasos sobre mi cabeza y por el
movimiento de cubierta me di cuenta que navegaba, mos en
mar agitado. No me pusieron en libertad hasta que a estribor
quedó Portland Bill.
Adelante camarada —dijo el fogonero, alcanzándome una
pala golpeada y un rastrillo—. Saca la escoria de las
calderas. Llévala a cubierta y vuélcala. ¡Y ahora empieza a
moverte!
-- ¡Eh! ¡Mira aquí! —me gritó un hombre corpulento poco
después, cuando volví—. ¡Eh, tú! —dijo abofeteándome—,
¿recuerdas Pearl'Arber?
—Déjalo, Butch —dijo otro hombre—, los polizontes andan
tras él.
— ¡ Fuera, fuera! —rugió Butch. Le daremos un escar-
miento. Vamos a vengarnos por lo de Pearl'Arber. —Se volvió
hacia mí; sus puños parecían pistones, y empezó a
enfurecerse más y más al no poder alcanzarme con sus
golpes—. ¡Zorro evasivo, eh! —gruñó, acercándose para
tratar de tomarme por el cuello. El viejo Tzu, y otros en el
lejano Tibet me habían preparado muy bien para estas
eventualidades. Me dejé caer y el impulso de Butch lo arrojó
hacia adelante. Pasó por encima de mí y dio con la cara
contra el borde de una mesa, rompiéndose la mandíbula y
cortándose casi una oreja contra el cubilete que destrozó en
su caída; no tuve más problemas con la tripulación.
Lentamente afloró a nuestra vista el panorama de Nueva
York. Avanzamos, dejando en el cielo una negra estela de
humo debido a la mala calidad del carbón que usábamos.
Un fogonero de Lascar, se dirigió a mí observando con
cuidado a su alrededor.
—Los polizontes vendrán por ti pronto —dijo—, eres un
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máquina se detuvo; el aeroplano se vino a pique y explotó justo sobre
la tierra.
—Ese era el avión a control remoto alemán— expliqué al viejo
lama—. La V. 1 y la V. 2 parece que no dieron resultado.
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—María —le dije—, te enseñaré un truquito que demues-
tra la telepatía o la Mente sobre la Materia. Yo seré la
Mente y tú la Materia.
Me miró dubitativa, incluso por un momento,
desconcertada; luego decidió:
—Muy bien, por divertirse cualquier cosa.
Concentré mis pensamientos en su nuca, imaginándome
que un mosquito la picaba. Visualicé el insecto picándola.
De repente, María se golpeó la nuca emitiendo un epíteto
irreproducible para denominar al insecto ofensor. Visualicé
una mordedura fuerte; luego, ella me miró risueña.
— ¡Cáspita! —dijo—, si yo pudiera hacer eso con los
tipos que me visitan le aseguro que me divertiría bastante.
Noche tras noche cumplía mi trabajo en la sucia casa de
esa oscura calle suburbana. Con frecuencia, cuando María
no estaba ocupada, venía a traerme una taza de té para
conversar y aprender. Gradualmente me di cuenta que
detrás de su hosquedad exterior y a pesar de la vida que
llevaba era muy generosa con los necesitados. Me habló de
mi patrón y me recomendó que el último día del mes
fuera lo más temprano posible.
Así trabajaba toda la noche, procurando tener todo
listo para la temprana entrega matutina. Durante todo un
mes no vi más que a María; por fin, el último día del mes,
me quedé hasta tarde. Alrededor de las nueve en punto un
individuo de aspecto agresivo bajó taconeando la desnuda
escalera. Se detuvo en el rellano y me miró con abierta
hostilidad.
¿Piensa que va a cobrar primero, eh? —gritó—,
usted trabaja de noche, váyase de aquí.
Me iré cuando haya terminado, no antes —le
respondí. --Usted ¡ ! —chilló—, le enseñaré a no contestarme.
Levantó una botella, le rompió el cuello contra la pared y
se me acercó con ella apuntando el borde filoso hacia mi
cara. Yo estaba cansado e incluso malhumorado. Había
aprendido lucha con algunos de los más grandes maestros de
este arte en Oriente. Desarmé al despreciable individuo
1 -- tarea simple— y lo puse sobre mis rodillas propinándole
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Poco tiempo después, es decir, varios meses después, llegó a
casa Lady Ku'ei. Era una gatita siamesa de increíble belle - za
e inteligencia. Criada por nosotros como si fuera un ser
humano, obedecía tan BIEN como si lo fuera. En verdad,'
logró disminuir nuestra tristeza y aliviar el peso de la perfi -
dia humana.
El trabajo independiente, sin sostenes legales era en ver-
dad difícil. Los pacientes contribuyeron a sustentarme este
punto de vista: si estaban enfermos, el monje podía curar-
los, si estaban más o menos bien, se curaban solos. Las histo-
rias que los pacientes contaban para justificar su falta de pa -
go llenarían muchos libros y haría que los críticos trabaja-
sen horas extras. Renové mi búsqueda de trabajo efectivo..-
— ¡Oh! —me dijo un amigo—, podrías dedicarte a escri-
bir,
tal vez libros de "fantasmas". ¿Has pensado en eso?
Tengo un amigo que ha escrito muchos libros, te daré una
tarjeta de presentación.
Fui a ver a su amigo a uno de los grandes museos de
Londres. Allí me hicieron pasar a una oficina donde por un
momento ¡pensé que me hallaba en el depósito del
Museo! Tenía temor hasta de moverme por no voltear
nada, así que me senté y también me cansé de estar
sentado. Por fin apareció "el amigo".
—¿Libros? —me preguntó—. ¿Escritor independiente? Lo
pondré en contacto con mi agente. Puede ser que él lo
coloque.
Revolvió minuciosamente sus papeles y me tendió un
papel con una dirección escrita. En menos tiempo del que
tarda en contarse me encontré fuera de la oficina. Bueno,
pensé, ¿estará por volver a empezar la caza del pato
silvestre?
Miré el pedazo de papel que tenía en la mano. ¿Calle
Regent? Bien, pero ¿en qué extremo de la calle estaría?
Salí del tren en Oxford Circus, y con mi suerte de cos-
tumbre ¡fui a dar en la salida equivocada! La calle
Regent estaba atestada, la gente giraba en molinetes a la
entrada de los grandes almacenes. Una Patrulla de Mucha -
chos o la Banda del Ejército de Salvación, no sabía cuál
era, se dirigía ruidosamente hacia la calle Conduit. Pro-
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inglés poseía la dignidad y cortesía de un chino mayor
educado, de los que no abundan en Occidente.
El señor Brooks me saludó y estrechó mi mano invitán dome
a pasar a un pequeño cuarto que trajo a mi memo-
ria la celda de una prisión sin barrotes.
-- Bien, ¿qué puedo hacer por usted? —me preguntó. --Busco trabajo.
Comenzó a interrogarme sobre mi persona, pero por su
aura yo podía ver que no tenía trabajo que ofrecerme, su
amabilidad sólo se debía al hombre que me enviara. Le
mostré mis documentos chinos y su aura chispeó con
interés. Los examinó cuidadosamente y dijo: 41'
—Usted debería escribir un libro. Creo que puedo conse-
guirle algún interesado.
La sorpresa me dejó mudo; ¿YO escribir un libro?
¿YO? ¿SOBRE MI? Observé su aura con atención para ver
si hablaba en serio o si se trataba sólo de una gentileza.
Su aura confirmó que eso era en realidad lo que
pensaba, pero que tenía sus dudas sobre mis condiciones
de escritor. Al retirarme, sus últimas palabras fueron:
- Verdaderamente, debería escribir un libro.
—Eh, ¡aterrice! —exclamó el ascensorista— que el sol
brilla afuera. ¿No quiso aceptarle su libro?
—Ese es el problema --le respondí al salir— ¡aceptó!
Caminé por la calle Regent pensando que todos estaban
locos. ¿Qué YO escribiera un libro? ¡Locuras! Lo único
que quería era un empleo que me proporcionara el dinero
suficiente para mantenerme vivo y algo más para poder
continuar con mi investigación; y lo único que me ofrecie-
ran había sido escribir un libro tonto sobre mí mismo.
Tiempo atrás había contestado un aviso que pedía un
escritor técnico para libros de texto sobre aviación. Por el
correo de la tarde recibí una carta citándome a una
entrevista por la mañana. ¡Ah! , pensé puede que a pesar
de todo consiga ese trabajo en Crawley.
Al día siguiente, mientras tomaba el desayuno antes de ir
a Crawley, arrojaron una carta en el buzón. Era del señor
Brooks. "Usted debiera escribir un libro", decía la carta.
"Piénselo bien y vuelva a verme."
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CAPITULO X
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Prólogo del Autor ............................................................... 9
CAPITULO I ..........................................................................
................................................................................................. 11
CAPITULO II............................................................................
................................................................................................. 31
CAPITULO III...........................................................................
................................................................................................. 57
CAPITULO IV ..........................................................................
................................................................................................. 81
'CAPITULO V ................................................................ 109