Canto VI
Canto VI
Canto VI
Quedaron solos en la batalla horrenda teucros y aqueos, que se arrojaban unos a otros
broncíneas lanzas, y la pelea se extendía, acá y allá de la llanura, entre las corrientes del Símois
y del Janto.
Ayante Telemonio, antemural de los aqueos, rompió el primero la falange troyana e hizo
aparecer la aurora de la salvación entre los suyos, hiriendo de muerte al tracio más denodado,
al alto y valiente Acamante, hijo de Eusoro. Acertóle en la cimera del casco, guarnecido con
crines de caballo, la lanza se clavó en la frente, la broncínea punta atravesó el hueso y las
tinieblas cubrieron los ojos del guerrero.
Diomedes, valiente en el combate, mató a Axilo Teutránida, que, abastado de bienes, moraba
en la bien construida Arisbe; y era muy amigo de los hombres porque en su casa situada cerca
del camino, a todos les daba hospitalidad. Pero ninguno de ellos vino entonces a librarle de la
lúgubre muerte, y Diomedes le quitó la vida a él y a su escudero Calesio, que gobernaba los
caballos. Ambos penetraron en el seno de Gea.
Euríalo dio muerte a Dreso y Ofeltio, y fuese tras Esepo y Pedaso, a quienes la náyade
Abarbarea concibiera en otro tiempo del eximio Bucolión, hijo primogénito y bastardo del
ilustre Laomedonte (Bucolión apacentaba ovejas y tuvo amoroso consorcio con la Ninfa, la cual
quedó en cinta y dio a luz los dos mellizos): el Mecistíada acabó con el valor de ambos, privó
de vigor a sus bien formados miembros y les quitó la armadura de los hombros. El belígero
Polipetes dejó sin vida a Astíalo; Odiseo, con la broncínea lanza, a Pidites percosio; y Teucro, a
Aretaón divino.
Antíloco Nestórida mató con la pica reluciente a Ablero; Agamemnón, rey de hombres, a Elato,
que habitaba en la excelsa Pedaso, a orillas del Sátniois, y de hermosa corriente; el héroe Leito,
a Fílaco mientras huía; y Eurípilo, a Melantio.
Menelao, valiente en la pelea, cogió vivo a Adrasto, cuyos caballos, corriendo despavoridos por
la llanura, chocaron con las ramas de un tamarisco, rompieron el corvo carro por el extremo
del timón, y se fueron a la ciudad con los que huían espantados. El héroe cayó al suelo y dio de
boca en el polvo junto a la rueda; acercósele Menelao Atrida con la ingente lanza, y aquél,
abrazando sus rodillas, así le suplicaba:
—Hazme prisionero, Atrida, y recibirás digno rescate. Muchas cosas de valor tiene mi opulento
padre en casa: bronce, oro, hierro labrado; con ellas te pagaría inmenso rescate, si supiera que
estoy vivo en las naves aqueas.
Dijo Adrasto, y le conmovió el corazón. E iba Menelao a ponerle en manos del escudero, para
que lo llevara a las veleras naves aqueas, cuando Agamemnón corrió a su encuentro y le
increpó diciendo:
—¡Ah, bondadoso! ¡Ah Menelao! ¿Por qué así te apiadas de los hombres? ¡Excelentes cosas
hicieron los troyanos en tu palacio! Que ninguno de los que caigan en nuestras manos se libre
de tener nefanda muerte, ni siquiera el que la madre lleve en el vientre, ¡ni ése escape!
¡Perezcan todos los de Ilión, sin que sepultura alcancen ni memoria dejen!
Así diciendo, cambió la mente de su hermano con la oportuna exhortación. Repelió Menelao al
héroe Adrasto, que herido en el ijar por el rey Agamemnón, cayó de espaldas. El Atrida le puso
el pie en el pecho y le arrancó la lanza.
—¡Amigos, héroes dánaos, ministros de Ares! Que nadie se quede atrás para recoger despojos
y volver, cargado de ellos, a las naves; ahora matemos hombres y luego con más tranquilidad
despojaréis en la llanura los cadáveres de cuantos mueran!
Con tales palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Y los teucros hubieran vuelto a entrar
en Ilión, acosados por los belicosos aqueos y vencidos por su cobardía si Heleno Priámida, el
mejor de los augures, no se hubiese presentado a Eneas y a Héctor para decirles:
—¡Eneas y Héctor! Ya que el peso de la batalla gravita principalmente sobre vosotros entre los
troyanos y los licios, porque sois los primeros en toda empresa, ora se trate de combatir, ora
de razonar, quedaos aquí, recorred las filas, y detened a los guerreros antes que se encaminen
a las puertas, caigan huyendo en brazos de las mujeres y sea motivo de gozo para los
enemigos. Cuando hayáis reanimado todas las falanges, nosotros, aunque estamos abatidos,
pelearemos con los dánaos porque la necesidad nos apremia. Y tú, Héctor, ve a la ciudad y di a
nuestra madre que llame a las venerables matronas; vaya con ellas al templo dedicado a
Atenea, la de los brillantes ojos, en la acrópolis; abra la puerta del sacro recinto; ponga sobre
las rodillas de la deidad, de hermosa cabellera, el peplo que mayor sea, más lindo le parezca y
más aprecie de cuantos haya en el palacio, y le vote sacrificar en el templo doce vacas de un
año, no sujetas aún al yugo, si apiadándose de la ciudad y de las esposas y niños de los
troyanos, aparta de la sagrada Ilión al hijo de Tideo, feroz guerrero, cuya braveza causa nuestra
derrota y a quien tengo por el más esforzado de los aqueos todos. Nunca temimos tanto ni al
mismo Aquileo, príncipe de hombres que es, según dicen, hijo de una diosa. Con gran furia se
mueve el hijo de Tideo y en valentía nadie con él se iguala.
Dijo; y Héctor obedeció a su hermano. Saltó del carro al suelo sin dejar las armas, y blandiendo
dos puntiagudas lanzas, recorrió el ejército, animóle a combatir y promovió una terrible pelea.
Los teucros volvieron la cara y afrontaron a los argivos; y éstos retrocedieron y dejaron de
matar, figurándose que algún dios habría descendido del estrellado cielo para socorrer a
aquéllos; de tal modo se volvieron. Y Héctor exhortaba a los teucros diciendo en alta voz:
—¡Animosos troyanos, aliados de lejas tierras venidos! Sed hombres, amigos, y mostrad
vuestro impetuoso valor, mientras voy a Ilión y encargo a los respetables próceres y a nuestras
esposas que oren y ofrezcan hecatombes a los dioses.
Dicho esto, Héctor, de tremolante casco, partió; y la negra piel que orlaba el abollonado
escudo como última franja, le batía el cuello y los talones.
—¿Cuál eres tú, guerrero valentísimo, de los mortales hombres? Jamás te vi en las batallas,
donde los varones adquieren gloria, pero al presente a todos los vences en audacia cuando te
atreves a esperar mi fornida lanza. ¡Infelices de aquellos cuyos hijos se oponen a mi furor! Mas
si fueses inmortal y hubieses descendido del cielo, no quisiera yo luchar con dioses celestiales.
Poco vivió el fuerte Licurgo, hijo de Driante, que contendía con las celestes deidades: persiguió
en los sacros montes de Nisa a las nodrizas del furente Dióniso, las cuales tiraron al suelo los
tirsos al ver que el homicida Licurgo las acometía con la aguijada; el dios, espantado, se arrojó
al mar y Tetis le recibió en su regazo, despavorido y agitado por fuerte temblor que la amenaza
de aquel hombre le causara; pero los felices dioses se irritaron contra Licurgo, cególe el
Cronión, y su vida no fue larga, porque se había hecho odioso a los inmortales todos. Con los
bienaventurados dioses no quisiera combatir; pero si eres uno de los mortales que comen los
frutos de la tierra, acércate para que más pronto llegues de tu perdición al término.
— ¡Magnánimo Tidida! Por qué me interrogas sobre el abolengo? Cual la generación de las
hojas, así la de los hombres. Esparce el viento las hojas por el suelo y la selva, reverdeciendo,
produce otras al llegar la primavera: de igual suerte, una generación humana nace y otra
perece. Pero ya que deseas saberlo, te diré cuál es mi linaje, de muchos conocido. Hay una
ciudad llamada Efira en el riñón de la Argólide, criadora de caballos, y en ella vivía Sísifo Eólida,
que fue el más ladino de los hombres. Sísifo engendró a Glauco, y éste al eximio Belerofonte, a
quien los dioses concedieron gentileza y envidiable valor. Mas Preto, que era muy poderoso
entre los argivos, pues a su cetro los había sometido Zeus, hízole blanco de sus maquinaciones
y le echó de la ciudad. La divina Antea, mujer de Preto, había deseado con locura juntarse
clandestinamente con Belerofonte; pero no pudo persuadir al prudente héroe, que sólo
pensaba en cosas honestas, y mintiendo dijo al rey Preto:
—¡Preto! Muérete o mata a Belerofonte, que ha querido juntarse conmigo sin que yo lo
deseara.
—Así habló. El rey se encendió en ira al oírla; y si bien se abstuvo de matar a aquél por el
religioso temor que sintió su corazón, le envió a la Licia, y haciendo en un díptico pequeño
mortíferas señales, entrególe los perniciosos signos con orden de que los mostrase a su suegro
para que éste le hiciera perecer. Belerofonte, poniéndose en camino debajo del fausto
patrocinio de los dioses, llegó a la vasta Licia y a la corriente del Janto: el rey recibióle con
afabilidad, hospedóle durante nueve días y mandó matar otros tantos bueyes pero al aparecer
por décima vez Eos de rosados dedos, le interrogó y quiso ver la nota que de su yerno Preto le
traía. Y así que tuvo la funesta nota ordenó a Belerofonte que lo primero de todo matara a la
ineluctable Quimera, ser de naturaleza no humana, sino divina, con cabeza de león, cola de
dragón y cuerpo de cabra, que respiraba encendidas y horribles llamas; y aquél le dio muerte,
alentado por divinales indicaciones. Luego tuvo que luchar con los afamados Solimos, y decía
que éste fue el más recio combate que con hombres sostuviera. Más tarde quitó la vida a las
varoniles Amazonas. Y cuando regresaba a la ciudad, el rey, urdiendo otra dolosa trama,
armóle una celada con los varones más fuertes que halló en la espaciosa Licia; y ninguno de
éstos volvió a su casa, porque a todos les dio muerte el eximio Belerofonte. Comprendió el rey
que el héroe era vástago ilustre de alguna deidad y le retuvo allí, le casó con su hija y
compartió con él la realeza, los licios, a su vez, acotáronle un hermoso campo de frutales y
sembradío que a los demás aventajaba, para que pudiese cultivarlo. Tres hijos dio a luz la
esposa del aguerrido Belerofonte: Isandro, Hipóloco y Laodamia; y ésta, amada por el próvido
Zeus, parió al deiforme Sarpedón, que lleva armadura de bronce. Cuando Belerofonte se atrajo
el odio de todas las deidades, vagaba solo por los campos de Ale, royendo su ánimo y
apartándose de los hombres; Ares, insaciable de pelea, hizo morir a Isandro en un combate
con los afamados Solimos, y Artemis, la que usa riendas de oro, irritada, mató a su hija. A mí
me engendró Hipóloco —de éste, pues, soy hijo— y envióme a Troya, recomendándome muy
mucho que descollara y sobresaliera entre todos y no deshonrase el linaje de mis antepasados,
que fueron los hombres más valientes de Efira y la extensa Licia. Tal alcurnia y tal sangre me
glorío de tener.