Cuentos

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El concurso que no había forma de perder

En un antiguo reino debían elegir nuevos reyes siguiendo la tradición. Cada pareja de

jóvenes cultivaría durante un año el mayor jardín de amor a partir de una única semilla

mágica. No se trataba solo de un concurso, pues de aquel jardín surgirían toda la

magia y la fortuna de su reinado.

Hacer brotar una única flor ya era algo muy difícil; los jóvenes debían estar

verdaderamente enamorados y poner mucho tiempo y dedicación. Las flores de amor

crecían rápido, pero también podían perderse en un descuido. Sin embargo, en aquella

ocasión, desde el primer momento una pareja destacó por lo rápido que crecía

su jardín, y el aroma de sus mágicas flores inundó todo el valle.

Milo y Nika, a pesar de ser unos sencillos granjeros, eran el orgullo de todos. Guapos,

alegres, trabajadores y muy enamorados, nadie dudaba de que serían unos reyes

excelentes. Tanto, que comenzaron a tratarlos como si ya lo fueran.

Entonces Milo descubrió en los ojos de Nika que ese trato tan majestuoso no le gustaba

nada. Sabía que la joven no le pediría que renunciara a ser rey, pero él prefería la

felicidad de Nika, y resolvió salir cada noche en secreto para cortar algunas flores. Así

reduciría el tamaño del jardín y terminarían perdiendo el concurso. Lo hizo varias noches

pero, como apenas se notaba, cada noche tenía que comenzar más temprano y

cortar más rápido.


La noche antes de cumplirse el plazo Milo salió temprano, decidido a cortar todas las

flores. Pero no pudo hacerlo. Cuando llevaba poco más de la mitad descubrió que

alguien más estaba cortando sus flores. Al acercarse descubrió que era Nika, quien

llevaba días haciendo lo mismo, sabiendo que Milo sería más feliz con una vida más

sencilla. Se abrazaron largamente, y juntos terminaron de cortar las flores

restantes, renunciando a ser reyes para siempre. Con la última flor, Milo adornó el

pelo de Nika. Casi amanecía cuando, agotados pero felices, se quedaron

dormidos, abrazados en medio de su deshecho jardín.

Despertaron entre los gritos y aplausos de la gente, rodeados del jardín más grande que

habían visto jamás, surgido cuando aquella última flor rozó el suelo, porque nada hacía

florecer con más fuerza aquellas flores mágicas que el amor generoso y sacrificado.

Y, aunque no consiguieron renunciar al trono, sí pudieron llevar una vida sencilla y

tranquila, pues la abundancia de flores mágicas hizo del suyo el reinado más próspero y

feliz.
La joven del bello rostro

Había una vez una joven de origen humilde, pero increíblemente hermosa, famosa en

toda la comarca por su belleza. Ella, conociendo bien cuánto la querían los jóvenes del

reino, rechazaba a todos sus pretendientes, esperando la llegada de algún apuesto

príncipe. Este no tardó en aparecer, y nada más verla, se enamoró perdidamente de ella

y la colmó de halagos y regalos. La boda fue grandiosa, y todos comentaban que hacían

una pareja perfecta.

Pero cuando el brillo de los regalos y las fiestas se fueron apagando, la joven princesa

descubrió que su guapo marido no era tan maravilloso como ella esperaba: se

comportaba como un tirano con su pueblo, alardeaba de su esposa como de un trofeo de

caza y era egoísta y mezquino. Cuando comprobó que todo en su marido era una falsa

apariencia, no dudó en decírselo a la cara, pero él le respondió de forma similar,

recordándole que sólo la había elegido por su belleza, y que ella misma podía haber

elegido a otros muchos antes que a él, de no haberse dejado llevar por su ambición y

sus ganas de vivir en un palacio.


La princesa lloró durante días, comprendiendo la verdad de las palabras de su cruel

marido. Y se acordaba de tantos jóvenes honrados y bondadosos a quienes había

rechazado sólo por convertirse en una princesa. Dispuesta a enmendar su error, la

princesa trató de huir de palacio, pero el príncipe no lo consintió, pues a todos hablaba

de la extraordinaria belleza de su esposa, aumentando con ellos su fama de hombre

excepcional. Tantos intentos hicieron a la princesa por escapar, que acabó encerrada y

custodiada por guardias constantemente.

Uno de aquellos guardias sentía lástima por la princesa, y en sus encierros trataba de

animarle y darle conversación, de forma que con el paso del tiempo se fueron haciendo

buenos amigos. Tanta confianza llegaron a tener, que un día la princesa pidió a su

guardián que la dejara escapar. Pero el soldado, que debía lealtad y obediencia a su rey,

no accedió a la petición de la princesa. Sin embargo, le respondió diciendo:

- Si tanto queréis huir de aquí, yo sé la forma de hacerlo, pero requerirá de un gran

sacrificio por vuestra parte.

Ella estuvo de acuerdo, confirmando que estaba dispuesta a cualquier cosa, y el soldado

prosiguió:

- El príncipe sólo os quiere por vuestra belleza. Si os desfiguráis el rostro, os enviará

lejos de palacio, para que nadie pueda veros, y borrará cualquier rastro de vuestra

presencia. Él es así de ruin y miserable.


La princesa respondió diciendo:

- ¿Desfigurarme? ¿Y a dónde iré? ¿Qué será de mí, si mi belleza es lo único que tengo?

¿Quién querrá saber nada de una mujer horriblemente fea e inútil como yo?

- Yo lo haré - respondió seguro el soldado, que de su trato diario con la princesa había

terminado enamorándose de ella - Para mí sois aún más bella por dentro que por fuera.

Y entonces la princesa comprendió que también amaba a aquel sencillo y honrado

soldado. Con lágrimas en los ojos, tomó la mano de su guardián, y empuñando juntos

una daga, trazaron sobre su rostro dos largos y profundos cortes...

Cuando el príncipe contempló el rostro de su esposa, todo sucedió como el guardián

había previsto. La hizo enviar tan lejos como pudo, y se inventó una trágica historia

sobre la muerte de la princesa que le hizo aún más popular entre la gente.

Y así, desfigurada y libre, la joven del bello rostro pudo por fin ser feliz junto a aquel

sencillo y leal soldado, el único que al verla no apartaba la mirada, pues a través de

su rostro encontraba siempre el camino hacia su corazón.


La Isla de los Inventos

La primera vez que Luca oyó hablar de la Isla de los Inventos era todavía muy pequeño,

pero las maravillas que oyó le sonaron tan increíbles que quedaron marcadas para

siempre en su memoria. Así que desde que era un chaval, no dejó de buscar e investigar

cualquier pista que pudiera llevarle a aquel fantástico lugar. Leyó cientos de libros de

aventuras, de historia, de física y química e incluso música, y tomando un poco de aquí

y de allá llegó a tener una idea bastante clara de la Isla de los Inventos: era un lugar

secreto en que se reunían los grandes sabios del mundo para aprender e inventar

juntos, y su acceso estaba totalmente restringido.

Para poder pertenecer a aquel selecto club, era necesario haber realizado algún gran

invento para la humanidad, y sólo entonces se podía recibir una invitación única y

especial con instrucciones para llegar a la isla.

Luca pasó sus años de juventud estudiando e inventando por igual. Cada nueva idea la

convertía en un invento, y si algo no lo comprendía, buscaba quien le ayudara a

comprenderlo. Pronto conoció otros jóvenes, brillantes inventores también, a los que
contó los secretos y maravillas de la Isla de los Inventos. También ellos soñaban con

recibir "la carta", como ellos llamaban a la invitación. Con el paso del tiempo, la

decepción por no recibirla dio paso a una colaboración y ayuda todavía mayores, y sus

interesantes inventos individuales pasaron a convertirse en increíbles máquinas y

aparatos pensados entre todos.

Reunidos en casa de Luca, que acabó por convertirse en un gran almacén de aparatos y

máquinas, sus invenciones empezaron a ser conocidas por todo el mundo, alcanzando a

mejorar todos los ámbitos de la vida; pero ni siquiera así recibieron la invitación para

unirse al club.

No se desanimaron. Siguieron aprendiendo e inventando cada día, y para conseguir más

y mejores ideas, acudían a los jóvenes de más talento, ampliando el grupo cada vez

mayor de aspirantes a ingresar en la isla. Un día, mucho tiempo después, Luca, ya

anciano, hablaba con un joven brillantísimo a quien había escrito para tratar de que se

uniera a ellos. Le contó el gran secreto de la Isla de los Inventos, y de cómo estaba

seguro de que algún día recibirían la carta. Pero entonces el joven inventor le

interrumpió sorprendido:

- ¿cómo? ¿pero no es ésta la verdadera Isla de los Inventos? ¿no es su carta la auténtica

invitación?
Y anciano como era, Luca miró a su alrededor para darse cuenta de que su sueño se

había hecho realidad en su propia casa, y de que no existía más ni mejor Isla de los

Inventos que la que él mismo había creado con sus amigos. Y se sintió feliz al darse

cuenta de que siempre había estado en la isla, y de que su vida de inventos y estudio

había sido verdaderamente feliz.

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