Nicanoff

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 19

El Estado Moderno: apuntes para el estudio de sus características

Sergio Nicanoff
Introducción
Uno de los elementos conceptuales básicos sobre los que debemos reflexionar gira alrededor de las
implicancias que tiene la discusión acerca del Estado como categoría. Abordarlo en el marco de una
materia del CBC requiere poner en cuestión y revisar determinadas concepciones del Estado que
portamos desde un “sentido común”, que puede estar presente en nosotros de manera explícita o implícita
pero que ha sido socialmente construido, como trataremos de demostrar en el presente trabajo.
En la actualidad se desarrolla un intenso debate acerca de las funciones, atribuciones y
características del Estado tanto en nuestro país como en Latinoamérica y el mundo. Cotidianamente
vemos expresarse en el plano político, en medios masivos, a nivel educativo y en diversos espacios, este
debate que refleja concepciones diferentes acerca del Estado.
Una de ellas, articulada alrededor de la ideología neoliberal –tan predominante en los 80’, 90’, y que
dista de haber desaparecido– sostiene que el Estado tiene que tener menor cantidad de funciones,
particularmente de intervención en la economía. Según esta mirada el mayor peso del Estado conduce a la
ineficiencia, al burocratismo, al gasto excesivo que tiene que sostener el conjunto de la sociedad. Sus
sostenedores afirman que en una sociedad cada vez más globalizada, donde los mecanismos de
interinfluencia y relaciones entre los países se han multiplicado, las tareas llevadas adelante por los
Estados Nacionales se tornan cada vez menos necesarias. Postulan que lo determinante pasa por la
autorregulación de los mercados.
Desde otras perspectivas, por el contrario, se plantea que es imposible generar ciertos niveles de
igualdad social y expansión de derechos ciudadanos sin un aumento en la intervención del Estado. Que el
mercado librado a sí mismo sólo potencia la desigualdad y la polarización social. Aducen que es
fundamental la inversión estatal en obra pública, la gestión directa del Estado de ciertas áreas estratégicas
de la economía así como su función de regular y controlar a los capitales privados para aumentar el
consumo, evitar los aspectos más depredatorias del empresariado y permitir el acceso a bienes por parte
de mayor cantidad de personas. Estas miradas creen que es posible retomar los mecanismos de la etapa
Keynesiana del capitalismo, dominante en el período que se sitúa entre la segunda guerra mundial y
principios de los 70’, así como que el capitalismo puede ser reformado o al menos contenidos sus
aspectos más cuestionables.
Por otro lado, las perspectivas más críticas del sistema en sus diversas variables, que van desde
corrientes marxistas diversas pasando por el anarquismo o el autonomismo hasta el ecologismo más
radical, ponen el acento en la necesidad de derribar el Estado capitalista, considerado una instancia de
opresión social. Aunque algunas de estas tradiciones motorizan luchas populares por reformas, las ven tan
solo como espacios de acumulación de fuerzas para la transformación radical de la sociedad, sin ninguna
expectativa en la posibilidad de que el sistema pueda mejorarse. Aún así, la amplia gama de concepciones
vigentes en los pensamientos emancipadores discrepan radicalmente sobre el carácter del Estado, y si
éste puede o debe subsistir y asumir ciertas funciones o no en una sociedad sin explotadores ni
explotados.
Como sea, la importancia de este debate se acentúa si tomamos en cuenta que, tanto en nuestro
país como en la región, la centralidad del Estado ha crecido, aunque se pueda discrepar profundamente
sobre el sentido de ese peso mayor, y si se puede generalizar o hay que distinguir procesos muy
diferentes a nivel latinoamericano.
En todo caso lo que queremos señalar es que estas polémicas no son abstractas ni ajenas a la
cotidianeidad de nuestro pueblo y por ende de todos/as los que transitamos la educación universitaria.
Muy por el contrario, el desarrollo de estos debates y de otros íntimamente relacionados, las tensiones y
conflictos que estas discusiones expresan, determinarán aspectos celulares de nuestras vidas en los años
por venir. Desde qué tipo de educación existirá y quiénes y en qué condiciones tendrán acceso a ella,
pasando por la posibilidad o no de acceder a un empleo y en qué condiciones, de acceder o no a la salud,
de ampliar o restringir nuestros derechos individuales y colectivos, de la calidad o deficiencia del transporte
y un largo, etcétera, que atraviesa todos los planos de nuestra existencia social.
No pretendemos que el presente trabajo sostenga su valía desde una supuesta imparcialidad en
esos debates. Es decir, enunciado desde un lugar arbitral, ajeno a los conflictos y cargado de una verdad
pretendidamente científica y absoluta. Por el contrario, creemos que quienes sostienen una supuesta
imparcialidad en el campo del conocimiento en realidad plantean, de manera más o menos velada, todo un
sistema teórico e ideológico presentado como “neutro”. No es nuestro caso. Partimos de apoyarnos en una
serie de teorías críticas que cuestionan la realidad existente y evitan naturalizarla. Eso no significa caer en

1
estereotipos, dogmatismos o arbitrariedades analíticas. Es posible encarar nuestro análisis con toda
rigurosidad y sentido crítico, incluidos los y las pensadores y las corrientes de pensamiento más afines a
nuestras creencias, sin perder profundidad o caer en la falacia de la neutralidad.
Deberemos entonces abordar en un camino analítico la complejidad presente en la categoría Estado.
El texto está estructurado en dos partes. La primera, con un recorrido más conceptual, trabaja el
nacimiento del Estado Moderno; lo correlaciona con el nacimiento del sistema capitalista, trazando sus
relaciones; señala las diferentes dimensiones que configuran al Estado; analiza los momentos históricos
en que se cristaliza una crisis de la forma Estado y las implicancias de esta cuestión; y finalmente
reflexiona sobre las miradas acerca del Estado que, desde nuestra perspectiva, cuestionamos.
En la segunda parte trabajamos más detalladamente la dimensión histórica, deteniéndonos en las
condiciones y particularidades que dieron lugar al nacimiento y consolidación de los Estados Nacionales
en América Latina para finalmente, recorrer el proceso de génesis del Estado argentino y la constitución de
su forma oligárquica a fines del siglo XIX.
Primera parte
1. El Nacimiento del Estado Moderno
A partir del siglo XVI, aproximadamente, en Europa se comenzaron a sentar las bases del Estado
Moderno. La sociedad feudal se caracterizaba por la fragmentación del poder en múltiples señoríos. En
ellos cada señor tenía el poder de convocar a sus propias fuerzas militares, imponer leyes en su feudo,
cobrar derechos de circulación por su señorío y establecer diferentes cargas de tributo en trabajo,
especies o monetarias a sus siervos y una larga lista de atribuciones militares, judiciales y administrativas.
Al mismo tiempo el poder de la iglesia católica y de los diversos intentos de forjar imperios restringían la
posibilidad de autonomía de los diferentes reinos y su posible acción como incipientes Estados
autónomos. Las ciudades y distintas corporaciones también obtenían una serie de privilegios y exenciones
que aumentaban la dispersión del poder político. Así el rasgo básico de la estructura de dominación social
feudal era piramidal –una cadena jerárquica de señores feudales unidos entre sí por relaciones de
vasallaje– y fragmentada.
En un largo proceso, que incluyó retrocesos, ambigüedades y tensiones, con el surgimiento de las
monarquías absolutas se fue generando un proceso de centralización del poder político. En ese camino
comenzó a emerger una característica básica de los Estados Modernos: una instancia centralizada de
poder político que organiza la dominación social de una población en un territorio determinado
sobre el que ejerce soberanía. Ya volveremos sobre el significado de algunos de estos términos.
Anotemos aquí que en el absolutismo, alrededor de la figura de reyes con mayores atribuciones, se
consolidaron ejércitos centralizados que permitían que las monarquías no dependieran de las fuerzas
militares de los respectivos señores feudales. De esa manera, determinados reinos asumían –poco a
poco– el control monopólico de la violencia, es decir de la coerción –el uso de la fuerza– desde una
instancia única centralizada. En el mismo sentido se crearon impuestos con un sistema de recaudación
nacional, lo que permitió a las monarquías sostener sus ejércitos y su creciente aparato administrativo.
Poco a poco, la fragmentación del poder político en diferentes planos fue abandonando sus características
de separación y localismo para adquirir rasgos cada vez más centralizados. Los atributos militares,
judiciales, impositivos y administrativos dejaban de estar en manos – al menos en parte– de cada miembro
individual de la nobleza feudal para encarnar en una instancia política que por definición actuaba sobre la
totalidad del territorio. Si inicialmente ese proceso tenía características patrimoniales, donde esos poderes
estatales se consideraban de propiedad personal del soberano –Luis XIV, rey de Francia, llegaría a
sostener la célebre frase “el Estado soy yo” – pronto el Estado Moderno se edificaría sobre la base de la
propiedad pública y el carácter no personal ni basado en la voluntad del monarca, sino impersonal,
fundado en la ley.
Para que ese proceso se coronara sería necesaria una revolución que terminara con las relaciones
feudales. Los Estados Absolutistas recortaban el poder de la nobleza terrateniente, pero también
organizaban la dominación en defensa de esa nobleza aplastando las insurrecciones campesinas –
aquellos que con sus tributos sostenían toda la estructura de dominación– y mantenían a raya a la
naciente clase social capitalista burguesa. El Estado Absolutista seguía sosteniendo en lo esencial una
estructura feudal, más allá del proceso de centralización del poder político y la aparición, en su seno, de
relaciones sociales de producción basadas en el capital, es decir la relación capital-trabajo1
La revolución francesa y sus cambios socio-políticos y la revolución industrial inglesa con sus
cambios en las relaciones de producción y la economía, inaugurarían, a fines del Siglo XVIII, una nueva

1
Anderson, Perry, El Estado Absolutista, Barcelona, Siglo XXI, 1985.
2
era, la del despliegue pleno de la sociedad capitalista. Justamente la paulatina consolidación del Estado
Moderno va de la mano con el nacimiento del capitalismo constituyendo una unidad indisoluble.
2. El Estado Moderno Capitalista
Como se observa en el texto de capitalismo 2, la sociedad capitalista se estructura alrededor de la
división de clases entre la burguesía y el proletariado, los propietarios privados de los medios de
producción y quienes sólo poseen su fuerza de trabajo para venderla como mercancía. A diferencia de la
sociedad feudal, la relación entre empleadores y trabajadores se presenta bajo una relación contraída
entre hombres “libres” e “iguales” en términos jurídicos y de derechos formales. Bajo esa igualdad
aparente se articula un sistema de explotación basado en la plusvalía, es decir la apropiación por el
capitalista del valor generado por los trabajadores en el proceso de producción.
Desde la perspectiva que aquí queremos remarcar la sociedad no es un ente abstracto de personas
con intereses similares. Por el contrario, desde la aparición histórica de las clases sociales a partir de la
división del trabajo, las sociedades se dividen en clases que disputan entre sí la apropiación del excedente
económico. La clase dominante es aquella que a partir del control de determinados medios de producción
y del despliegue de su poder militar, político y cultural se garantiza la apropiación mayoritaria para su clase
de ese excedente. En el capitalismo ese proceso de apropiación adquiere formas específicas, algunas de
las cuales señalamos anteriormente. El punto nodal a tener en cuenta es que la burguesía tiene la
propiedad privada de los medios de producción pero ya no tiene –como sí tenían los señores feudales– el
poder militar, jurídico y administrativo de manera privada. Esa instancia de poder centralizado encarnada
en el Estado está separada, diferenciada de quienes controlan la economía. Esa separación conlleva
múltiples implicancias, señalemos solamente por ahora que el Estado Moderno no ha aparecido de la
nada, sino de la propia sociedad, que lo ha engendrado. De esa sociedad que se encuentra dividida en
clases antagónicas y donde quienes dominan tienen que mantener el sistema de clases vigente y
garantizarse la apropiación del excedente.3 Justamente el Estado Moderno es la forma política que
adquiere la dominación en la sociedad capitalista, la instancia que genera las condiciones necesarias para
mantener y reproducir esa dominación. De esa manera el conflicto en las sociedades no es una anomalía,
una desviación o un comportamiento social patológico, algo que está al margen de la sociedad y puede
superarse con gobernantes “buenos” o si la sociedad aprende a convivir sin contradicciones. El conflicto es
inherente al tipo de sociedad estructurada en clases diferentes que disputan por la riqueza social.
Esta digresión no es en vano. El Estado Moderno tiene que garantizar la permanencia de las
relaciones de producción capitalistas y mantener la estructura básica del sistema de dominación, de
asimetría, de desigualdad social, por eso es una relación social de dominación que reproduce la
separación entre dominados y dominadores en una estructura social. Como vemos no es algo externo a la
sociedad –aunque aparezca instalado por sobre ella– ni mucho menos un árbitro neutral que se dedique a
satisfacer por igual los intereses de toda la sociedad. Si hay clases diferentes, hay intereses en lucha, en
puja y esa instancia de poder no puede satisfacer por igual a todas ellas. En ese sentido el Estado
Moderno capitalista es un instrumento de la clase dominante, que ésta utiliza para incrementar su poder
económico, social y cultural. Pero si nos quedáramos con esto caeríamos en una simplificación extrema
del carácter del Estado Moderno.
El punto es que el Estado es el garante de la relación global del capital y esa relación implica la
relación capitalistas-trabajadores. Debe garantizar el beneficio, la ganancia del capital pero también ciertos
derechos de los trabajadores para lograr que el sistema siga funcionando. De esa manera el Estado
capitalista tiene que asumir tareas que son contradictorias, la de reproducción del sistema y sostener los
mecanismos de coerción que aseguren el control y disciplinamiento de las clases subalternas pero, al
mismo tiempo, debe garantizar el consenso, la aceptación por parte de esas clases dominadas del sistema
vigente.4 La necesidad de construir la legitimidad estatal requiere una serie de acciones, de recursos
puestos en juego, de medidas materiales y simbólicas destinadas a las clases populares. Esa tensión
entre ambas funciones está cruzada por el conflicto en la sociedad. El Estado está atravesado por ese
conflicto, por las relaciones de fuerza existentes entre las clases sociales en pugna por el reparto del
excedente. El Estado no puede estar al margen porque es parte de esa dinámica social y de esa sociedad.
De esa manera, las políticas estatales, sus acciones y las medidas que toma reflejan la fuerza que cada
clase social tiene para lograr una parte de sus demandas. Desde ya en la sociedad capitalista el poder, la
capacidad de influencia y los recursos con que cuenta la clase dominante son profundamente superiores a
2
Lifszyc, Sara, El capitalismo, en Cuadernos de Introducción al Conocimiento de la Sociedad y el Estado, Buenos
Aires, Gran Aldea Editores, 2002.
3
Marx, Karl y Engels, Friedrich, El Manifiesto comunista, Buenos Aires, Anteo, 1972.
4
Thwaites Rey, Mabel, El Estado: notas sobre su(s) significado(s), FAUD Universidad Nacional de Mar del Plata,
1999.
3
los de las clases subalternas y esa asimetría se refleja necesariamente en la estructura del Estado. Como
lo recuerda Poulantzas, la burguesía, en tanto clase dominante, es la beneficiaria principal de las acciones
del Estado, pero las otras clases pueden influir en sus políticas. 5 Además esa relación de fuerzas no está
congelada, es dinámica, cambiante, se modifica. Cuando señalamos el carácter de relación social del
Estado estamos indicando que esa instancia de poder condensa en su seno esas relaciones de fuerza
existentes en la sociedad. Como señala la mexicana Rina Roux, es fruto de un proceso activo de
interacciones recíprocas entre seres humanos que se realiza en el conflicto. Por definición el Estado
expresa un proceso inestable y contradictorio en la medida que intenta unificar la sociedad, suspender el
conflicto, institucionalizar y domesticar la política pero ese proceso nunca queda fijo, congelado, porque
permanentemente se ve atravesado y desbordado por las demandas de las clases subalternas. 6 Si
visitamos los distintos planos de acción del Estado, seguramente estas cuestiones que aquí señalamos
nos quedarán más claras.
3. Las dimensiones del Estado
Una parte fundamental de todo Estado reside en la red de instituciones que éste genera para hacer
posible la implementación de sus políticas y funciones. Se podría denominar este plano como:
A) La dimensión material del Estado.7
Si, como indicamos arriba, todo Estado detenta el monopolio legítimo de la coerción, del uso de la
fuerza que hace posible el orden interno y externo, ese plano se materializa en instituciones determinadas,
es decir ejército, policía, cárceles, justicia penal. Si consideramos que todo Estado se sostiene a partir de
la extracción legítima de recursos –impuestos– obtenidos de la población, necesariamente existirá una
serie de instituciones de recaudación que lo hagan posible. Del mismo modo, si la cohesión entre
gobernantes y gobernados es clave, una de las funciones centrales del conjunto de instituciones
educativas consistirá en generar las condiciones de posibilidad de esa cohesión. Ese entramado de
instituciones, mucho más amplio que las que aquí mencionamos a modo de ejemplo, funciona gestionado
por una burocracia o tecno burocracia que las administra. Se trata de un cuerpo de funcionarios
especializados en diferentes cuestiones que ejercen tareas de coordinación y gestión que se multiplican y
crecen en la medida que las sociedades y el aparato estatal se tornan más complejos. El aumento de
tareas represivas, sociales, tributarias, de gestión estatal de una parte de la producción, de relaciones
diplomáticas externas, etc. requiere de un crecimiento de esa capa burocrática presente en el Estado, pero
también en el seno de las grandes corporaciones privadas que dominan el poder económico.8
Esas instituciones y las políticas desplegadas desde el Estado para ser posibles requieren de un
plano no sólo material sino simbólico, que podría denominarse como:
B) La dimensión ideal del Estado9
El poder estatal y el funcionamiento del conjunto del sistema requiere de una serie de creencias, de
percepciones, de concepciones, de ideas que se interiorizan en cada individuo por medio de complejos
procesos sociales –donde las instituciones del Estado, entre ellas la educativa, juegan un rol central– que
buscan lograr el acatamiento consensual de la población de determinadas acciones, políticas y
situaciones. La construcción de ese plano simbólico permite, entre otras cuestiones, legitimar
determinadas capacidades monopólicas del Estado. En principio aceptamos que sea un policía quien nos
multe por una infracción de tránsito o que sea un organismo del Estado quien nos cobre un impuesto
determinado. Esa legitimidad se construye con saberes, enseñanzas, determinadas expectativas que se
impulsan, entre otros lugares, desde el propio Estado, que crea las condiciones de posibilidad de
aceptación de su funcionamiento.
Ningún sistema ni relación de dominación puede descansar exclusivamente en el ejercicio de la
violencia. Para consolidarse necesita entonces crear consenso en la población. Esta dimensión del Estado
nos conduce a tener en cuenta un concepto clave: el de Hegemonía.
Un revolucionario italiano, Antonio Gramsci, fue quien acuñó el concepto. Por su combate contra el
régimen fascista de Mussolini pasó largos años en la cárcel reflexionando sobre las razones del triunfo del
fascismo y la derrota de los intentos revolucionarios en su país. Expresado en términos conceptuales, la
hegemonía consiste en una capacidad político cultural de una clase o grupo que permite, de ser ejercida,
convencer a la mayoría de la población que los intereses de esa clase son intereses del conjunto, de toda
5
Poulantzas, Nicos, Las clases sociales en el capitalismo actual, México DF, Siglo XXI, 1998.
6
Roux, Rina, El Príncipe Mexicano. Subalternidad, Historia y Estado, México, Ediciones Era, 2005.
7
García Linera, Álvaro, La construcción del Estado, Conferencia en la Facultad de Derecho de la Universidad
Nacional de Buenos Aires, 2010.
8
Bresser Pereira, Luis Carlos, Estado, aparelho do Estado e sociedade civil, Brasilia, Escola Nacional de
Administracao Pública (ENAP), 1995.
9
García Linera, Álvaro, Oportunamente citado.
4
la sociedad. La clase dominante se presenta como la que puede lograr la realización de los intereses de
toda la sociedad. Es un mecanismo central de la dominación ya que logra la aceptación activa –al menos
de una parte– de las clases dominadas del sistema que las mantiene explotadas. Respecto a la esfera
estatal un elemento central es convencer a la sociedad de que es un árbitro, una instancia de poder
neutral en el conflicto social, que el Estado se encuentra por sobre y por fuera de las luchas entre clases.
Nada más lejos de la realidad, tal como explicamos anteriormente, pero en su capacidad de proyectar
socialmente esa imagen reside una gran parte de la legitimidad estatal.
Esa capacidad de construir consenso para la totalidad del sistema no es una función exclusiva del
aparato estatal. Por el contrario, una clase dominante –que toma conciencia de sus intereses comunes en
el Estado– logra estabilizar su dominación si además de poseer el control de los principales medios de
producción es capaz de desarrollar hegemonía. Los medios de comunicación masivos privados, las
cámaras empresariales, el grueso de los partidos políticos, una amplia capa de sindicatos, iglesias; una
larga lista de lo que Gramsci denominaba sociedad civil, es decir, las instancias del plano de lo privado, de
las relaciones voluntarias y la construcción de consenso. Esta es diferenciada de la sociedad política que
es el ámbito de lo público, lo político-jurídico, la coerción, es decir el Estado en sentido estricto. 10 Desde
esas instancias situadas en el terreno de lo privado se actúa, en las sociedades con mayor grado de
desarrollo de occidente, como verdaderas líneas de defensa del sistema cuando el Estado entra en crisis.
Resultan fundamentales para defender al Estado en situaciones revolucionarias. Desde la sociedad civil se
construye un “sentido común” en las clases subalternas afín a las perspectivas de la clase dominante.
Para Gramsci había que distinguir el mero dominio de un grupo social –basado en mantener la coerción de
los dominados– de la capacidad de dirección. Una clase se torna dirigente cuando ejerce un predominio
intelectual y moral que le permite lograr la adhesión de las clases subalternas. Conduce y no sólo impone
o reprime.11
Confusiones típicas respecto al concepto de hegemonía lo reducen a una acotada forma de
consenso. La hegemonía incluye y combina elementos de consenso y de coerción para efectivizarse.
Además no se trata de un mero “engaño” ejercido por la clase dominante, de una capacidad plasmada en
el plano de lo discursivo o de la retórica. Por el contrario, una clase dominante se vuelve dirigente cuando
supera su mirada corporativa, es decir, reducida a su exclusivo interés o beneficio, para incorporar la
capacidad de otorgar concesiones materiales a las clases sobre las que ejerce la hegemonía. Debe ser
capaz de ceder, hasta cierto punto, parte de sus beneficios inmediatos para otorgar determinadas
demandas de las clases subalternas, por supuesto sólo en la medida que esas concesiones fortalezcan su
dominación y no la pongan en peligro. Como lo señalaba el propio Gramsci “…es indudable que tales
sacrificios y tal compromiso no pueden afectar lo esencial, porque si la hegemonía es ético-política, no
puede dejar de ser también económica…”12, es decir que no puede peligrar la propiedad privada de los
medios de producción por parte de la burguesía, que es el sostén determinante de su dominación.
Cuando se produce una crisis del sistema, se genera una situación de crisis de hegemonía que,
como veremos, en su máximo grado de intensidad se vuelve una crisis orgánica. Tanto la esfera estatal
como las funciones dirigentes presentes en la esfera privada de la clase dominante se ven desbordadas,
superadas por la movilización activa de las clases subalternas.
Antes de desarrollar esta cuestión expliquemos una tercera dimensión del Estado Moderno que
resulta central:
C) El Estado como Correlación de Fuerzas13
Tal como indicamos anteriormente, el Estado está surcado por el conflicto. Todo el entramado
institucional, la dimensión material que señalábamos y la dimensión ideal, las ideas y cosmovisiones
predominantes en la sociedad son fruto de las luchas entre clases, grupos, actores sociales diferentes. No
surgen de la nada o de los deseos individuales de cada protagonista. Por el contrario, son un producto de
10
En Gramsci el concepto de sociedad civil, como gran parte de su arsenal teórico construido en condiciones de
adversidad extrema en las cárceles fascistas, no tiene un único sentido. El predominante en sus escritos sitúa a la
sociedad civil como parte del Estado. Partía así de una definición amplia del Estado, que era concebido como la
suma de las funciones de dominio –sociedad política- y hegemonía –sociedad civil– que resumía en la fórmula:
Estado es = a sociedad política más sociedad civil, esto es hegemonía revestida de coerción. Esto implica que la
totalidad de actividades prácticas y teóricas, sean del plano de lo público o de lo privado, si sirven para que la clase
dominante mantenga su dominio en base al consenso activo de los dominados, forman parte del Estado en un
sentido amplio. Nosotros aquí estamos tomando un sentido más restringido de la sociedad civil y sus organismos,
que la diferencian del Estado. Creemos que en función de los objetivos del trabajo esta distinción resulta útil y
necesaria.
11
Campione, Daniel, Para leer a Gramsci, Buenos Aires, Ediciones del CCC, 2007.
12
Gramsci, Antonio, en Cuadernos de la Cárcel, Tomo V, México, Era-Universidad Autónoma del Pueblo, 2000.
13
García Linera, Álvaro, Oportunamente Citado.
5
esas disputas, enfrentamientos y desplazamientos a lo largo de complejos procesos históricos. De acuerdo
a la correlación de fuerzas resultante se condensan determinadas ideas fuerza e instituciones que reflejan
y refuerzan la desigualdad social existente entre los contendientes. El Estado, como ya indicamos, es una
relación social construida en esas luchas.
Luego de este recorrido recordemos que una definición acotada del Estado Moderno presente al
principio afirmaba que:
Es una instancia centralizada de poder político que organiza la dominación social de una población
en un territorio determinado sobre el que ejerce soberanía.
Un abordaje que profundice esa definición, a riesgo de ser descriptivo, debería tener en cuenta que
para organizar la dominación social esa instancia de poder:
Detenta el monopolio legítimo de la coerción; desarrolla una dimensión material visible en una red de
instituciones que posibilitan sus políticas y que son gestionadas por una tecnoburocracia; requiere de una
esfera ideal, un sistema de creencias desde el que se construye –en parte– hegemonía y se generan
condiciones para que la clase dominante se torne dirigente; colabora en reproducir la sociedad capitalista
en sus elementos celulares, tales como la relación del capital; es fruto de procesos de lucha sociales y
refleja la relación de fuerzas existente entre las clases en pugna, lo que implica entenderlo como una
relación social.
Como relación social inmersa en el conflicto, su capacidad de articular la dominación es interpelada y
puede entrar en crisis profunda.
Al mismo tiempo la posibilidad de una transformación de la sociedad requiere que las clases
dominadas, desde antes de su acceso a instancias de gobierno, construyan su visión del mundo, sus
concepciones y perspectivas en un proceso de contrahegemonía. El pensamiento gramsciano señala, de
esa manera, que una clase subalterna puede convertirse en hegemónica antes de acceder a gobernar.
La posibilidad de una transformación radical requiere de situaciones revolucionarias, de crisis de
dominación que pongan en jaque el ordenamiento social existente y las estructuras del Estado.
La Crisis orgánica
Cuando se habla de una crisis de hegemonía se hace referencia a una situación donde la clase
dominante no logra recrear las condiciones para lograr que su dominio se base en condiciones de
legitimidad y consenso mayoritario. Quienes detentan el poder económico dominan, pero no son
“dirigentes” en el sentido que explicamos anteriormente. Cuando las contradicciones sociales se aceleran,
se alcanza el máximo grado de crisis de hegemonía, una crisis orgánica donde, en palabras de Gramsci:
“la clase dominante ha perdido el consentimiento, o sea, ya no es dirigente, sino sólo dominante,
detentadora de la mera fuerza coactiva, ello significa que las grandes masas se han desprendido de las
ideologías tradicionales, no creen ya en aquello en lo cual antes creían, etc. La crisis consiste
precisamente en que muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo.”14
En una situación de crisis orgánica, las clases subalternas ya no asisten como espectadoras pasivas
o sólo como apoyo de las diferentes fracciones de la clase dominante en sus disputas internas. La
dinámica de la conflictividad se traslada a un enfrentamiento más explícito entre las clases dominadas, que
actúan con creciente autonomía, y los dominadores, que ven amenazada la totalidad del sistema de
dominación que han construido. Es una crisis de dominación que involucra todos los planos de la realidad
(político, social, cultural, económico) y es el trasfondo que posibilita el desarrollo de actores sociales que
impugnan el orden establecido.
El Estado, como instancia de poder que articula la dominación, se ve desbordado por demandas que
no puede absorber dentro de su lógica institucional. Las dimensiones y componentes del Estado
comienzan a fallar y resquebrajarse, no pudiendo cumplir las funciones que sostenían. Esa situación de
crisis orgánica no necesariamente desembocará en una revolución y un cambio de sistema. Por el
contrario, puede resolverse en una forma restauradora del sistema anterior, con más o menos cambios,
según los diferentes casos. Como procesos históricos, por cierto no tan abundantes en la historia, esas
crisis resultan verdaderos laboratorios sociales donde se engendran transformaciones y se tornan
evidentes, muy visibles, algunas de las cuestiones que aquí postulamos. Entre ellas el carácter inestable,
dinámico y cambiante de la forma Estado como fruto de procesos que condensan en su estructura
relaciones sociales.
Finalmente, retomar una reflexión sobre ciertas visiones del Estado que aquí cuestionamos, ayudaría
a reforzar lo que no es el Estado desde nuestra perspectiva.
4. Una crítica a ciertas miradas sobre el Estado
14
Gramsci, Antonio; “oleada de materialismo y crisis de autoridad”, en Mabel T. Rey (et alía), Gramsci Mirando al
Sur, Mimeo.
6
En primer lugar, como repetimos en más de una oportunidad, descartamos las perspectivas que
ubican al Estado como portador de una supuesta neutralidad y como instancia situada al margen y
por arriba de la sociedad. Esas creencias se basan en una perspectiva profundamente ahistórica y que
esconde de manera interesada el conflicto social inherente a las estructuras de la sociedad capitalista. El
Estado queda de esa manera desligado de la sociedad capitalista que en estas visiones, afines a una
perspectiva neoliberal, sólo se sustenta en la búsqueda del beneficio de cada individuo, las familias y la
autorregulación del mercado. La tarea central del Estado pasa, desde estas miradas, únicamente por
proteger la propiedad privada que es presentada como interés del conjunto de la sociedad y no de una
clase.
En segundo lugar, no hay que confundir Estado y Gobierno, elementos que suelen aparecer
como sinónimos en cierto “sentido común” reforzado desde los medios masivos de comunicación privados.
El gobierno es una parte del Estado, es su cúspide pero supone un ejercicio transitorio del poder. Habla en
nombre del conjunto del Estado, actuando como su vocero, pero está muy lejos de superponerse con él.
Por el contrario, la dinámica histórica nos marca una larga lista de gobiernos que no controlan el Estado o
determinados componentes de éste, sean las Fuerzas Armadas, el poder judicial, sectores de la
burocracia al interior del propio Estado, etc. No hay que perder de vista entonces que acceder al gobierno
no implica tener el control del poder estatal y que aún en el hipotético caso que se controlen sus resortes
mayoritarios, no se tiene el conjunto del poder. En una sociedad capitalista una parte decisiva del poder
descansa en la propiedad privada de los medios de producción por parte de la burguesía y la capacidad de
ésta de generar hegemonía desde un conjunto de instrumentos –medios de comunicación, partidos,
escuelas privadas, asociaciones, fundaciones, cámaras, etc.– presentes en la sociedad civil y que no
pertenecen al Estado.
En tercer lugar, quienes conciben al Estado solamente como un aparato de instituciones
dejan de lado su dimensión ideal, el régimen de creencias que se porta social e individualmente y es
construido históricamente. De la misma manera no entenderlo como relación social olvida la complejidad
de procesos de lucha social que se condensan en el Estado. De esa manera, tomamos distancia de
determinadas visiones que pueden incluso presentarse como críticas del capitalismo, pero que conciben el
cambio social como la mera apropiación de los aparatos estatales para realizar desde allí las
transformaciones sociales que terminen con el capitalismo. Entienden al Estado como una “cosa”
petrificada donde reside el poder político.
Por el contrario, desde otras perspectivas críticas, una transformación radical de la sociedad
existente requiere de un largo proceso de deconstrucción de la estatalidad presente en la sociedad. 15
Necesita de la combinación de un gobierno –y hasta cierto punto un Estado– que aliente esas
transformaciones, junto al empoderamiento de las clases populares y sus organizaciones, que deben
adquirir, paulatinamente, posibilidades de autogobierno. En definitiva, esas miradas no entienden al poder
como “una cosa” que reside sólo en el Estado, sino como una relación que recorre al conjunto de la
sociedad, por eso señalan que desde las clases populares y la sociedad civil también se construye poder.
Finalmente, un problema de abordaje se presenta con la dupla Estado-Nación tan característica
de la consolidación de los Estados Modernos. En la tradición anglosajona se habla tan sólo de gobierno no
haciendo mención al Estado, lo que fortalece la confusión que señalamos anteriormente. A su vez, en
buena parte de la tradición europea el Estado es identificado con el Estado Nación, es decir con el país.16
Cualquier recorrido histórico nos indica que los Estados y las Naciones han existido desde antes de
la aparición del capitalismo. Incluso sabemos que han existido –y existen– naciones que carecen de
Estado, es decir de esa instancia de poder centralizado que articula la dominación que venimos analizando
detenidamente. Esto es así porque la dimensión simbólica de la Nación, ese sentimiento de pertenencia
que forja una identidad común en un conjunto humano, se genera por mecanismos religiosos, culturales,
lingüísticos, históricos, que no necesariamente desembocan en un asentamiento territorial común con
gobierno, instituciones, etc. Un ejemplo posible es el de la nación gitana, los kurdos o decenas de
naciones que aún hoy no cuentan con un Estado. El problema radica en que los Estados Modernos
ejercen su soberanía sobre una población que habita un territorio. Esto significa que los Estados Nación
Modernos son una experiencia muy específica.
Para Aníbal Quijano, se trata de sociedades nacionalizadas, es decir políticamente organizadas
como Estado Nación. Esto requiere de instituciones tales como la ciudadanía y la democracia política –con
los límites estructurales que les impone el capitalismo– que permiten el acceso a la igualdad legal, civil y
política para gentes socialmente desiguales. Si todo Estado-Nación es una estructura de poder, una
instancia de dominación, para Quijano la identidad común que expresa la Nación no puede ser algo
15
García Linera, Álvaro, Oportunamente Citado.
16
Bresser Pereira, Luis Carlos, Oportunamente Citado.
7
meramente imaginario, ficcional, aunque tenga parte de eso. Sus miembros precisan tener algo real en
común, algo que compartir, y ese elemento necesariamente debe basarse en algún nivel de acceso a la
ciudadanía y la democracia política como elementos centrales.17
Para Oscar Oszlak, la estatidad, es decir los atributos que hacen que un Estado sea Estado,
requiere la capacidad de difundir e internalizar en la población una identidad colectiva, por medio de la
emisión de símbolos que refuerzan sentimientos de pertenencia. Así el Estado construye la identidad
nacional en una población que inicialmente se puede encontrar diferenciada por tradiciones, etnias,
lenguajes que la separan. La construcción de la identidad nacional –si ésta no existe o es débil– es un
elemento central de la acción del Estado, en este caso ubicada en el plano de lo ideal, de lo simbólico, en
la esfera de los sentimientos y percepciones colectivos.
A su vez la construcción de la Nación también requiere, para el autor, de un plano material vinculado
a la integración de la actividad económica dentro de un espacio territorialmente delimitado. En esencia se
trata de la formación de un mercado y una clase burguesa nacionales, es decir una clase dominante que
supera lo local y articula relaciones sociales capitalistas –propiedad privada, trabajo asalariado, predominio
de producción de bienes de cambio, plusvalor como fuente de ganancia, etc.– que se tornan dominantes
en el plano nacional.18 Es decir presupuestos imprescindibles para un sistema de dominación nacional
articulado desde el Estado.
De esa manera es necesario diferenciar las categorías Estado y Nación al mismo tiempo que es
clave entender sus elementos de unidad en la aparición de los Estados Modernos Nacionales. La instancia
de poder encarnada en el Estado genera las condiciones para que la población que habita ese territorio se
incorpore al sistema político como ciudadanos con derechos formalmente iguales, construya una identidad
común por medio de la difusión de símbolos y una esfera material de relaciones capitalistas integradas en
un espacio, que lo diferencian de otros Estados Nación existentes.
En este recorrido, si hasta aquí abordamos conceptualmente la génesis y dimensiones del Estado
moderno, debemos pensar ahora esos planos en la dinámica de los procesos históricos de nuestra región
y de nuestro país. En ese sentido es importante reflexionar sobre la especificidad de los Estados
Latinoamericanos, sus particularidades, sus diferencias respecto a los Estados centrales, particularmente
de Europa Occidental –donde como vimos nacieron los Estados Modernos– y también respecto al caso de
Estados Unidos. A partir de allí, podemos pensar el caso argentino y problematizar las condiciones que
posibilitaron su consolidación del poder estatal, bajo su forma oligárquica. Esos ejes son abordados en la
segunda parte de este trabajo.
Segunda Parte
1. Los Estados Latinoamericanos: colonialidad del poder, eurocentrismo y dependencia
La constitución de los Estados Latinoamericanos siguió caminos radicalmente diferentes de los que
reseñamos anteriormente en Europa. No sólo por ser mucho más tardía su consolidación definitiva,
fundamentalmente en la segunda mitad del siglo XIX, sino porque la conquista de América y la constitución
de un Sistema Mundo19, desde el siglo XVI en adelante, determinaron radicalmente su destino.
En el planteo de Aníbal Quijano,20 la conquista de América, inicialmente española y portuguesa, se
basó en el genocidio de indios, atados a los grandes latifundios y minas por medio de la servidumbre, así
como de la población negra africana. Esta última, sobre todo a partir del siglo XVII, fue esclavizada para
ser usada como mano de obra gratuita en las grandes plantaciones productoras de azúcar, tabaco,

17
Quijano, Aníbal, Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina, en: Lander, Edgardo (compilador), La
colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales, Buenos Aires, Clacso, 2003.
18
Oszlak, Oscar, La formación del Estado Argentino, Buenos Aires, Ediciones de Belgrano, 1985.
19
El concepto de Sistema Mundo ha sido desarrollado por diversos intelectuales: uno de los que más tuvo que ver en
su elaboración y difusión ha sido el estadounidense Immanuel Wallerstein. El argumento central reside en que la
conquista de América, la de África y el dominio europeo de las rutas comerciales hacia Asia, posibilitaron la aparición,
por primera vez en la historia de la humanidad, de una economía de características globales, que se erigió de manera
definitiva durante el siglo XVI. Esa economía mundo se caracteriza, entre otras cuestiones, por el desarrollo de un
sistema capitalista que implica la existencia de países centrales que explotan al resto de los países, países
semiperiféricos –son explotados pero a su vez explotan a otros- y países periféricos –son dominados sin explotar a
otros-. Esta perspectiva se enfrenta a la idea de progreso y a las tesis liberales de que el desarrollo del comercio
genera bienestar entre las naciones y afirma que la economía mundo es desigual, jerárquica y fruto de relaciones de
fuerza diferentes entre países, lo que implica desarrollos y beneficios totalmente asimétricos. Esa economía se
articula y se sostiene conectada con relaciones sociales, políticas y culturales que constituyen la estructura de un
sistema mundo. Ver: Wallerstein, Immanuel, Capitalismo histórico y movimientos antisistémicos: un análisis de
sistemas- mundo, Madrid, Akal, 2004.
20
Quijano, Aníbal, Oportunamente citado.
8
algodón y café, bienes destinados al consumo de las sociedades europeas. De esa manera las masacres
y la desarticulación de todos los planos –económicos, políticos, culturales, simbólicos, reproductivos– de la
vida cotidiana de esos pueblos, se tornaron un elemento imprescindible para conformar la base material
del sistema capitalista. El saqueo del oro y la plata de nuestro subcontinente generaron las condiciones de
mayor control monetario y comercial de Europa, lo que a su vez le permitió el dominio de las rutas
atlánticas y su superioridad sobre otros imperios y civilizaciones –árabe, china, etc. –.
La explotación gratuita de mano de obra fue pieza determinante de la acumulación originaria21 de
las sociedades centrales. A su vez, la economía de plantaciones en las que se usó parte de esa mano de
obra negra e indígena, permitió la producción masiva de mercancías. La construcción de la modernidad se
basó en ocultar su relación íntima con ese proceso de genocidio y de despojo que resultó clave para su
desarrollo en el espacio europeo. Obsérvese que esta historia entrelaza profundamente la parábola de tres
continentes –África, América, Europa– aunque aún hoy el estudio de ese momento histórico en nuestros
espacios educativos nos presenta esos procesos como compartimientos estancos y son abordados de
manera paralela, sin articular sus profundas conexiones, lo que no resulta para nada casual.
Pero la comprensión profunda de las implicancias de la conquista reside, para Quijano, en la
aparición de un patrón de poder mundial que tiene como soportes decisivos la colonialidad del poder y el
eurocentrismo. En el primer caso, no se trata tan sólo de la relación colonial de dominación entre las
metrópolis europeas y nuestra región. La colonialidad del poder se funda en la etapa de dominación
colonial pero aún permanece vigente. Tiene como epicentro la consolidación del racismo como
herramienta de clasificación jerárquica de la dominación. Se trata de la justificación de la dominación
europea a partir de las diferencias con otros pueblos, tomando el color de la piel como la más
emblemática, a la que luego un cientificismo colonial pretenderá agregarle bases de supuesta
diferenciación biológica. De esa manera las clases dominantes europeas justificarán –y justifican– su
dominación en la pretendida inferioridad cultural, biológica y social, de los pueblos conquistados. Aún más,
esa conquista será presentada con ribetes “humanistas”, dado que era una tarea de los pueblos más
avanzados llevar su civilización a los pueblos “atrasados”, aunque éstos se resistieran.
De los rasgos fenotípicos se deducía la inferioridad de los pueblos dominados en todos los niveles.
Las diferencias sociales y culturales, aparecían como diferencias raciales.
Complementario con ese mecanismo de colonialidad del poder el eurocentrismo erigió un nuevo
patrón intersubjetivo que configuró percepciones, valores, cosmovisiones en todo el mundo, incluyendo las
mentalidades de muchas franjas sociales de los propios pueblos dominados. En esa perspectiva Europa
era –y es– ubicada como el punto máximo de la civilización humana, su lugar de llegada y de evolución
más acabada. El centro por excelencia del desarrollo de la modernidad y del despliegue de sus valores. Se
postula el mito del progreso y del desarrollo unidireccional de la historia de la humanidad, con Europa
como paradigma. Los procesos regionales y locales de esa zona del mundo son presentados como
universales. De esa manera, las diversas experiencias culturales, las formas de subjetividad y de sociedad
diferentes de cientos de pueblos resultan invisibilizadas y reducidas a formas del pasado y por ende, del
atraso. Según estas perspectivas, sólo copiando los paradigmas europeos y asumiendo sus formas de
civilización esos pueblos podrían salir de su condición de inferioridad, es decir que debían negar y dejar
atrás todas sus formas de construcción social y cultura para poder integrarse al progreso. 22 El verdadero
21
El concepto de acumulación originaria o primitiva, remite a un momento fundante del capitalismo donde se produce
el despojo de millones de productores directos del control de sus medios de producción, los que se ven empujados
hacía la única alternativa de vender su fuerza de trabajo para poder sobrevivir. Ese proceso fue analizado por Karl
Marx a partir del estudio del caso de Inglaterra y la génesis del capitalismo en ese país, particularmente en el
capítulo XXIV de su obra El Capital, Tomo I. Ver: Marx, Karl y Engels, Friederich, Obras Escogidas, XII Tomos,
Buenos aires, Editorial Ciencias del Hombre, 1973.
22
Con todas las ambigüedades, diferencias y matices que se puedan señalar, es evidente que el predominio de los
patrones eurocéntricos se derramó también sobre los pensamientos emancipadores opuestos a las burguesías
europeas, que surgieron en la Europa del siglo XIX de la mano del crecimiento de la clase obrera. En el caso del
anarquismo, el rechazo de muchas de sus vertientes al mundo cultural y simbólico de las clases populares no
obreras, especialmente del campesinado, tuvo episodios tremendos en Latinoamérica como los tristemente célebres
batallones rojos de la revolución mexicana de 1910 a 1920. Allí, trabajadores anarquistas combatieron armas en
mano, junto a grandes propietarios como Venustiano Carranza, contra los ejércitos campesinos de Villa y Zapata. En
el caso de la tradición marxista, los escritos de Federico Engels –avalando la anexión de gran parte de México por
parte de EEUU, a mediados del siglo XIX –o los del propio Carlos Marx sobre la India–, señalando el supuesto
impulso progresista que los capitales ingleses traerían a ese país, son muy claros en mostrar la presencia en sus
fundadores de una lógica positivista y eurocéntrica. Es cierto también que en ambas tradiciones se desarrollaron
elementos antagónicos con el eurocentrismo. Particularmente en el pensamiento de Marx la mayoría de sus
postulados se encuentran en abierta contradicción con sus afirmaciones más cercanas al patrón eurocentrista. Para
una mirada profunda sobre las tensiones presentes en el pensamiento marxista ver: Lander, Edgardo, Marxismo,
9
sujeto del conocimiento del paradigma eurocéntrico no es enunciado explícitamente pero se trata de un
europeo, propietario, blanco, varón, de clase alta, preferentemente de religión protestante. Ese sujeto de la
historia es el opuesto de quienes son considerados meros objetos de conocimiento y que nunca pueden
erigirse como sujetos constructores de su propio saber, que por definición son los indios, negros, mestizos,
mujeres, etc. ubicados en el escalón inferior de la humanidad.
La importancia de estos mecanismos que, como dijimos, perduran fuertemente hasta nuestros días,
se visualiza en cómo determinan las formas de explotación del trabajo de las sociedades coloniales. Las
formas de explotación no salariales eran destinadas a los pueblos dominados, como el trabajo esclavo
para los pueblos negros africanos o la servidumbre indígena –que la colonia española monta ante la
preocupación por el brutal descenso de la población indígena–. Por el contrario, las relaciones salariales
fueron reservadas a la población blanca o a aquellos miembros de las clases populares cuyo color de piel,
vía el mestizaje, se encontrara lo suficientemente emblanquecida para ser parte de las formas de
explotación “libres” de la fuerza de trabajo. Esto evidencia como las construcciones ideológicas y
simbólicas “superestructurales” no pueden ser separadas, esquemáticamente, de las relaciones sociales
que conforman la propiedad de los medios de producción y explotación, pertenecientes a la
“infraestructura”.
En definitiva , desde la mirada de Quijano, el despliegue del nuevo patrón de poder se desarrolla
sobre todas las esferas y dimensiones de la vida social, abarcando la empresa capitalista a nivel de la
organización de la producción y el trabajo; la familia patriarcal y burguesa a nivel del sexo y la
reproducción; el Estado Moderno como eje de la autoridad; el eurocentrismo a nivel de la subjetividad: la
colonialidad del poder estructurando en base al racismo los mecanismos de dominación sociales en
nuestros espacios nacionales.23
Justamente en la persistencia de ese patrón de poder reside uno de los elementos centrales de
continuidad de la dominación en Latinoamérica. El triunfo del ciclo de revoluciones independentistas de
principios del siglo XIX, que hirió de muerte sobre todo a la metrópoli colonial española –aunque mantuvo
sus colonias en Cuba y Puerto Rico hasta fines de ese siglo– rompió con el colonialismo pero para nada
con la colonialidad del poder.24
Las clases criollas, que terminaron por dominar esas revoluciones, mantuvieron la sociedad colonial
heredada prácticamente sin modificaciones, y el eje del racismo perduró para mantener fuera de cualquier
derecho social y político a los pueblos indios, negros y mestizos que eran –y son– las mayorías populares
de nuestro continente. La colonialidad del poder se mantuvo plenamente viva como sostén de la
desigualdad social de nuestras sociedades. Toda mirada que se pretenda crítica debe tomar en cuenta
esa permanencia. La dependencia no se reduce a un problema de dominación externa de unas naciones
sobre otras, algo que como veremos es inherente al despliegue del mercado mundial capitalista, sino que
tiene sus bases en la estructura de dominación y explotación interna de cada espacio nacional,
constituidas históricamente desde los tiempos de la colonia y mantenidas por las nuevas repúblicas
independizadas25. Si el proceso de independencia, que paulatinamente derivó en la aparición de los
eurocentrismo y colonialismo, en: Borón, Atilio (compilador), La Teoría Marxista hoy, Buenos Aires, Clacso, 2006.
23
Seoane, José, De la crítica al desarrollo al debate sobre las alternativas, en: Taddei, Emilio, Algranati, Clara y
Seoane, José, Extractivismo, despojo y crisis climática, Buenos Aires, Herramienta y Editorial el Colectivo, 2013.
24
Un caso emblemático de la colonialidad del poder y de demostración de cómo se mantiene vigente hoy, es la
revolución haitiana. Fue la primer revolución independentista –1804– y la más radical, ya que fue llevada adelante por
negros esclavos. En la reciente realización del bicentenario de las independencias, los Estados latinoamericanos y
sus clases gobernantes excluyeron a la revolución haitiana de esos festejos. Semejante “olvido” sólo puede
explicarse porque la revolución negra, como lo afirma Eduardo Gruner, fue el primer discurso de la contramodernidad
que puso en evidencia las tensiones y contradicciones de la modernidad, especialmente encarnados en la revolución
francesa: un universal abstracto de igualdad frente a la desigualdad social concreta; el principio de la fraternidad
contrapuesto a la existencia del genocidio de los pueblos colonizados; el de libertad enfrentado a la realidad de la
esclavitud; la pretendida universalidad de los derechos de ciudadanía enfrentados a la realidad de que para acceder
a esos derechos se debía ser propietario, hombre y blanco. Haber puesto en evidencia esas cuestiones es algo que
el pensamiento eurocéntrico y el poder imperial nunca perdonaron a la revolución haitiana y su pueblo sigue pagando
hasta hoy ese “pecado”. Ver: Gruner, Eduardo, La oscuridad y las luces. Capitalismo, cultura y revolución,
Buenos Aires, Edhasa, 2010.
25
Esa continuidad también se sostuvo en la derrota de los proyectos, dentro de esas revoluciones independentistas, que pretendían
transformaciones de fondo. Por mencionar algunos, el ciclo que se extendió de 1810 a 1820, liderado por José Gervasio Artigas.
El caudillo de la Banda Oriental –hoy Uruguay– llevo adelante un proceso de redistribución de la propiedad de la tierra que
atravesó con su impronta todo el litoral y la cuenca rioplatense, atemorizando a las clases dominantes de ambas márgenes del Río
de la Plata. En el caso mexicano la revolución indígena y popular desarrollada de 1810 a 1815, encabezada sucesivamente por los
sacerdotes Miguel Hidalgo y José María Morelos, decretó la abolición del tributo indígena y comenzó expropiaciones por las que
retornaban a las comunidades la propiedad de sus tierras. En ambos casos, las clases pudientes criollas terminaron enfrentando y
10
Estados latinoamericanos, fue tan sólo una rearticulación de la colonialidad del poder sobre nuevas bases
institucionales, las trayectorias de los diversos países y la constitución de sus Estados Nación siguieron
caminos diferenciados.26 En el caso de países como Argentina, Uruguay o Chile, una población negra más
reducida, la masacre de buena parte de su población indígena y la llegada de millones de inmigrantes
europeos posibilitaron un limitado proceso de homogeneización. De esa manera, se construyó una
identidad, supuestamente blanca y “europea”, de sus habitantes por lo que aún hoy se invisibiliza, margina
y discrimina a quienes no se acomodan a ese parámetro; en el caso de Perú, Bolivia, México y
Centroamérica se llevó adelante un intento de homogeneización cultural basado en la destrucción de la
cultura de indígenas, negros y mestizos, particularmente de los primeros, mayorías sociales de esos
países. Ese intento fracasó y la lucha contra la colonialidad del poder está en la base de todas las
rebeliones populares de esos países; en el caso de Brasil, Colombia o Venezuela se articuló un discurso
de supuesta democracia racial y de festejo del mestizaje que enmascaraba la discriminación que sufría la
población no blanca, sobre todo la negra.27
En las últimas décadas del siglo XIX, la dependencia estructural y la colonialidad del poder tuvieron
una nueva reestructuración en nuestra región. El avance de la primer y segunda revolución industrial en
Europa, sobre todo inicialmente en Inglaterra; los procesos de concentración del capital y la generación de
nuevos excedentes que necesitaban ser invertidos en otros mercados; la búsqueda de materias primas
para sus fábricas y de alimentos para poblaciones crecientemente urbanizadas, y la transformación del
sistema capitalista, que ingresaba en su fase imperialista28, terminaron por configurar la denominada
división internacional del trabajo. Desde las visiones eurocéntricas se postuló, a partir de la teoría de las
ventajas comparativas, que cada país debía especializarse en producir aquello que hacía mejor y más
barato para venderlo en el mercado mundial y adquirir el resto. Para esto se pregonaban las bondades del
libre comercio, recomendando el abandono de todos los proteccionismos aduaneros.
El conjunto de Latinoamérica, de la mano de sus clases dominantes locales, ingresó al nuevo
esquema vigente como productora de alimentos y materias primas, e importadora de bienes industriales
manufacturados. De esa manera, se consolidaba un mercado mundial complementario –unos producían lo
que otros no– pero profundamente asimétrico. La hegemonía mundial de Inglaterra se profundizaba a
partir de contar con el acceso a materias primas y alimentos más baratos que los que podía producir
localmente; se abrían nuevos mercados para colocar su producción fabril y exportar sus capitales
excedentes, para consolidar en los países periféricos una infraestructura funcional a la división productiva

venciendo esos procesos, prefiriendo incluso aliarse con el colonialismo español o portugués, antes que permitir que se modificara
la situación de explotación de las clases populares de esos países. Para el estudio del movimiento artiguista Ver: Azcuy
Ameghino, Eduardo, Historia de Artigas y la independencia Argentina, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1993 y para
el caso de la revolución anticolonialista en México Ver: Lynch, John. Las revoluciones hispanoamericanas. (1808-1826).
Barcelona, Ariel, 1976.
26
Quijano, Aníbal, oportunamente citado.
27
El caso de EEUU siguió caminos específicos. Sin duda pasó a simbolizar plenamente los valores eurocéntricos
dominantes, una suerte de Europa de nuestro continente. Desde ya, estuvo presente en su historia la masacre de los
pueblos indígenas, aunque una parte de esas tierras –a diferencia del caso Argentino, por ejemplo- fue apropiada por
una capa de medianos y pequeños propietarios, los famosos farmers del oeste norteamericano, y no terminó
absorbida en su totalidad por la gran concentración latifundista de la tierra. Al mismo tiempo se hizo presente –y aún
pervive– la colonialidad del poder del blanco sobre el negro, que lejos estuvo de culminar con la guerra de secesión
del Norte frente al Sur, desarrollada en la década del 60 del siglo XIX. Digamos además que la victoria del Norte
industrializado –y por ende más proteccionista– sobre el Sur esclavista y proveedor de algodón para las fábricas
textiles inglesas, tuvo mucho que ver con la posterior hegemonía planetaria de EEUU. De haber triunfado el Sur en la
guerra civil, algo que pudo ocurrir en los primeros años del enfrentamiento, el patrón dominante de su economía
habría pasado por la provisión de materias primas y alimentos para Europa, al igual que lo que ocurrió con
Latinoamérica. Para un abordaje de la historia de EEUU Ver: Adams, Willi Paúl, Los Estados Unidos de América,
México DF, Siglo XXI, 1979.
28
Desde perspectivas no marxistas la categoría de imperialismo refiere a procesos expansivos, de ocupación y de
control de algunos Estados sobre otros. Por el contrario, desde la mirada del líder de la revolución rusa de 1917
Vladimir Lenin, elaborada durante la primer guerra mundial, el concepto remite a las transformaciones del capitalismo
desarrolladas a fines del siglo XIX. Ese proceso implicó la fusión del capital industrial y del financiero, el fin del
capitalismo de libre competencia y el paso a una economía dominada por los monopolios y la reproducción del
capital, donde las potencias imperialistas se reparten el mundo, a través del dominio de los Estados de Asia, África y
América Latina –sólo formalmente independiente–. El imperialismo es una etapa superior del capitalismo que se
caracteriza, además, por la exportación de valor a las regiones dominadas del mundo para crear plusvalía. Ver:
Lenin, Vladimir Ilich, El imperialismo, fase superior del capitalismo, Buenos Aires, Quadrata, 2006. Para el debate
actualizado de las diferentes teorías del imperialismo Ver: Katz, Claudio, Bajo el imperio del capital, Buenos Aires,
Ediciones Luxemburg, 2011.
11
planteada; se impedía la aparición de países industrializados que compitieran con Inglaterra, dada la
estricta especialización primaria de las economías latinoamericanas. Esos países periféricos organizaban
la totalidad de sus economías alrededor de unos pocos bienes primarios, tornándose aún más
dependientes de los bienes industriales y la tecnología de los escasos países industrializados.
Un efecto, aún más determinante, del aumento de la oferta de alimentos y materias primas
producidas por Latinoamérica, fue que posibilitó el incremento en los países industrializados, de la
población urbana en general y de la clase obrera industrial en particular. Aún más, el acceso a alimentos
más baratos les permitió a los capitalistas de los países centrales el abaratamiento de la mano de obra,
porque se reducían precios de bienes fundamentales para la reproducción de la fuerza de trabajo. El
efecto de esa mayor oferta fue el de reducir el valor real de la fuerza de trabajo en los países industriales,
aumentando la captación de plusvalía para las burguesías de los países centrales.29
Ese comercio implicó además la existencia de un intercambio desigual, presente en el hecho de
que, en el tiempo, el precio de los alimentos y materias primas tendió a valer menos que el precio de los
bienes industriales, lo que conllevó una transferencia de riqueza de los países especializados en bienes
primarios hacía los países centrales industrializados.30
Para muchos de los autores latinoamericanos, que elaboraron una visión crítica de estos
mecanismos en la década del 60 del Siglo XX, que se conoce como Teoría de la Dependencia,31 fue en el
marco de la constitución de ese nuevo orden mundial de mediados del siglo XIX que se articuló la
dependencia. Se trata de una relación de subordinación entre naciones formalmente independientes, en
cuyo marco las relaciones de producción de las naciones subordinadas son modificadas o recreadas para
asegurar la reproducción ampliada de la dependencia.32
Como ya hemos señalado, este proceso será en todo caso una reformulación, una reelaboración de
la dependencia, porque desde la conquista de América nuestros países han sido incorporados a un patrón
de dominación mundial, que incluyó –e incluye– la colonialidad del poder y el predominio del
eurocentrismo como elementos articuladores de su dependencia histórico-estructural. De esa manera esa
relación de dominio no pasa sólo por las clases dominantes metropolitanas, sino por la alianza con las
potencias centrales de las clases dominantes locales, que se beneficiaran con el nuevo orden mundial que
emergió a mediados del siglo XIX.
Una vez más, las economías de nuestros países no tendrán como centro organizador sus mercados
internos sino el mercado mundial, estructurado por las necesidades de las potencias dominantes.
En este contexto de fines del siglo XIX, se dio la consolidación definitiva de los Estados Nación de
nuestro subcontinente. Estos se formaron vinculados estructuralmente al mercado mundial a través de
todos los mecanismos que acabamos de reseñar; reforzaron las clasificaciones raciales como eje de las
divisiones de clase; sostuvieron todos los paradigmas del eurocentrismo, incluido el culto a la democracia
liberal parlamentaria europea o estadounidense; surgieron henchidos de positivismo y de la ideología del
progreso –lo que implicó la llegada de capitales para ferrocarriles e infraestructura, pero también la
búsqueda del ingreso de inmigrantes blancos para construir un mercado laboral que reemplazara a la
población local, a la que las clases propietarias de la región, despreciaban y temían–; se constituyeron
como defensores a ultranza de la propiedad privada burguesa y de la relación subordinada con Inglaterra.
La creación del Estado Nacional argentino no fue la excepción sino que, por el contrario, encajó
plenamente en esos parámetros.  

29
Marini, Ruy Mauro, Dialéctica de la dependencia, México DF, Ediciones Era, 1991.
30
La existencia de ese deterioro de los términos del intercambio fue señalada por primera vez por la Comisión
Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), a mediados del siglo XX, particularmente por el argentino Raúl
Prebisch.
31
Como corriente de reflexión nace en la década del 60` en América Latina, influenciada por un contexto radicalizado,
tanto a nivel mundial como regional, dado el impacto de la revolución cubana y los procesos de descolonización de
Asia y África. A su vez, sus miembros confrontan con las concepciones desarrollistas y de la Cepal, quienes
sostenían que la industrialización, de la mano de burguesías nacionales con ciertos niveles de alianza con los
capitales extranjeros industriales, generaba modernización y la consiguiente autonomía de los países periféricos.
Para los integrantes de esta corriente crítica, por el contrario, no se puede disociar desarrollo de subdesarrollo, sino
que la acción de los países centrales genera el atraso de los países dependientes. El problema de América Latina no
es la falta de capitalismo sino su presencia, dado que sus regiones más subdesarrolladas son las que tuvieron mayor
contacto con las metrópolis capitalistas. Entre sus integrantes podemos mencionar a André Gunder Frank, Fernando
Henrique Cardoso, Ruy Mauro Marini y Theotonio Dos Santos. Como lo señala Atilio Borón, lo más correcto es hablar
de teoría(s) de la dependencia, porque aunque comparten un campo común de reflexión al mismo tiempo, entre sus
integrantes, existen diferencias de enfoque considerables. Ver: Borón, Atilio A., Teoría(s) de la dependencia, en:
Realidad Económica Nº238, 16 de Agosto/30 de Septiembre, 2008.
32
Marini, Ruy Mauro, Oportunamente Citado.
12
2. La constitución del Estado Argentino y el Estado oligárquico
En América Latina en general y en la Argentina en particular, como ya señalamos, la consolidación
de los Estados Nación fue tardía y muy posterior a las revoluciones independentistas de principios del siglo
XIX. Por supuesto nos referimos al Estado como instancia centralizada de poder político, que organiza la
dominación social de una población en un territorio determinado sobre el que ejerce soberanía y del que
describimos sus características y dimensiones en la primer parte de este trabajo. Es importante señalarlo
porque diversas formas de autoridad política y ciertos niveles de centralización se dieron en la región y en
Argentina antes de fines del siglo XIX, pero fueron débiles, efímeras y no lograron cuajar en una instancia
de poder del tipo de la que describimos para el Estado Moderno. Las razones de ese hiato, esa separación
entre la ruptura de la dominación de las metrópolis coloniales y la efectiva consolidación del Estado son
diversas. Para autores como Oscar Oszlak,33 las causas remiten a que la mayoría de los movimientos
revolucionarios triunfantes tenían su base de apoyo y su impulso original centrados en las ciudades donde
residían las principales autoridades coloniales, es decir, que tenían características municipales. La guerra
revolucionaria trajo la destrucción del aparato burocrático colonial pero no generó un poder centralizado en
su reemplazo, sino que se fortalecieron las tendencias locales, regionales. Esa tendencia se acentuó
cuando la antigua economía colonial articulada alrededor de los grandes centros productores de metales
preciosos –como lo era Potosí para el Virreinato del Río de la Plata– colapsa por la dinámica de la
revolución, aunque ya había entrado en decadencia antes de su estallido. Predominaba el peso de
intereses locales sobre la posibilidad de centralización y nacionalización del poder político. Si a esto se le
suma la perdurabilidad de las guerras civiles, –producto justamente de intereses regionales liderados por
grandes propietarios de tierra y de ganado, enfrentados entre sí–, la existencia de un territorio muy amplio
en el marco de escasas posibilidades de transporte y comunicación, economías regionales desarticuladas
y con más vinculación con mercados externos que con el resto del país y el pobre crecimiento
demográfico, lo que se reflejaba en la debilidad del mercado laboral; allí tenemos las coordenadas que
explican el fracaso de los intentos de consolidación de una instancia de poder político nacional.
El largo período de predominio de Juan Manuel de Rosas en nuestro país expresaba el peso de los
grandes propietarios de tierra bonaerenses, es decir, los ganaderos saladeristas. Estos tenían como
preocupación central asegurar la salida de sus bienes exportables –sebo, cuero, tasajo– y mantener el
control de los recursos aduaneros y el puerto, mucho más que lograr una unificación nacional definitiva,
que podía obligarlos a ceder una parte de su poder. La caída de Rosas, tras la batalla de Caseros en
1852, estuvo muy lejos de generar las condiciones para la centralización. Por el contrario, se reeditó el
conflicto entre una Buenos Aires que pretendía continuar siendo hegemónica –sólo que ahora más
centrada en la burguesía comercial porteña– frente a una Confederación del resto de las provincias del
interior, lideradas por Justo José de Urquiza, un gran propietario ganadero entrerriano. La discusión no era
sobre el modelo de país, ya que las distintas fracciones de la clase dominante anhelaban un modelo
agroexportador lo más dinámico posible, sino sobre el peso que tendría cada una de ellas en el estado
nacional y el reclamo de los grandes latifundistas ganaderos del litoral para que se les asegurara la libre
navegación de los ríos, que les permitiera comerciar directamente con el mercado mundial sin depender
del puerto de Buenos Aires. Como lo señala Milcíades Peña, 34 ninguna de las fracciones en pugna tenían
un horizonte que se centrara en el mercado interno y en la posibilidad de un ciclo de desarrollo capitalista
independiente: sus intereses estaban fijos en el mercado mundial.
Los cambios en el mundo, con la aparición de la división internacional del trabajo que explicamos
anteriormente, cambiaron profundamente el escenario: la mayor demanda de materias primas y alimentos
aseguraba un mercado externo en expansión; la existencia de excedentes financieros en los países
centrales garantizaban capitales dispuestos a invertir en la periferia en transporte y obras de
infraestructura, ya que les permitían asegurarse más rápido la provisión de materias primas y la colocación
de su producción fabril; los procesos de expulsión de mano de obra –particularmente en determinadas
regiones de Europa y sobre todo en el campo– posibilitaban las grandes corrientes migratorias que, a su
vez, proporcionaban la fuerza de trabajo que demandaban las clases dominantes de determinados países
periféricos. Todas esas transformaciones, aceleraron la preocupación de las clases dominantes locales
respecto a la necesidad de consolidar una instancia centralizada de poder para estabilizar su dominación y
vincularse al mercado mundial. Quienes controlaron la producción de los bienes primarios para la
exportación y se aliaron con los capitales ingleses fueron los que obtuvieron los mayores beneficios de ese
esquema. De la mano de la burguesía agraria, exportadora inicialmente de lana y luego de trigo, maíz y
carne vacuna, se sentaron las bases del Estado Nacional en Argentina.

33
Oszlak, Oscar, Oportunamente citado.
34
Peña, Milcíades, El paraíso terrateniente, Buenos Aires, Ediciones Fichas, 1969.
13
El proceso principal de esa constitución se dará durante los gobiernos de Bartolomé Mitre (1862-
1868); Domingo F. Sarmiento (1868-1874); Nicolás Avellaneda (1874-1880) y el primer gobierno de Julio
A. Roca (1880-1886). Impelidos por las transformaciones en curso, contaron con los recursos provenientes
de los préstamos financieros ingleses y con el escenario abierto tras la victoria de la batalla de Pavón. Con
la anuencia tácita de Urquiza, que se plegó a las tendencias en curso con el único requisito de mantener
su hegemonía en Entre Ríos, el proyecto de la Confederación fue derrotado y los sectores dominantes
porteños, con el apoyo de los terratenientes bonaerenses, se lanzaron a un intento de organización estatal
que resultaría definitivo.
Para lograrlo pusieron en marcha un conjunto de mecanismos represivos pero también consensuales
que impidieran el fracaso que otros intentos hegemónicos habían tenido en el pasado. Junto a la
modalidad represiva se impulsaron mecanismos cooptativos, materiales e ideológicos que permitieran la
construcción de un proyecto hegemónico.35
Por medio de la modalidad represiva se consolidó un ejército nacional permanente, con una
cadena de mando profesionalizada y la mejora de su armamento, que pasó a estar dotado de moderna
artillería y fusiles Rémington a repetición. Para garantizarse esa superioridad, durante los gobiernos antes
mencionados, el 50% del presupuesto nacional se invirtió en el equipamiento del ejército. Aprovechando la
velocidad de despliegue que les daba la creciente expansión de las líneas ferroviarias, las fuerzas militares
sofocaron a sangre y fuego diversos levantamientos populares en el interior liderados por caudillos locales
(Ángel Vicente “el Chacho” Peñaloza, Felipe Varela, Ricardo López Jordán, entre otros). En paralelo
libraron una guerra internacional, aliados con Brasil y Uruguay, contra el Paraguay, único país del cono sur
que se resistía a ingresar en la naciente división internacional del trabajo. 36 Finalmente fue el ejército
nacional quien llevó adelante la tristemente famosa Campaña del Desierto, terminología que encubre que
no había ningún desierto, sino decenas de pueblos indígenas que fueron despejados de sus territorios,
cultura y hábitat. La esclavitud, supuestamente abolida en la Asamblea del año XIII, fue restaurada en
esos días, donde los diarios de Buenos Aires anunciaban la subasta de mujeres y niños indígenas, traídos
como esclavos para las familias “ilustres” de la ciudad puerto. En una demostración histórica de la
pervivencia de la colonialidad del poder, todas esas masacres, realizadas sobre los actores sociales que
no encajaban en el nuevo modelo –tales como gauchos e indígenas– fueron realizadas en nombre del
progreso y de la civilización contra la barbarie. El Estado Argentino se estructuró sobre la base de un
genocidio cuyos perpetradores, como el propio Roca, continúan siendo festejados como héroes de la
patria hasta la actualidad. Las tierras resultantes de la expulsión indígena engrosaron rápidamente, por
diversos mecanismos, el patrimonio de la burguesía agraria, terminando por instaurar el dominio del
latifundio. La gran concentración de tierras en pocas manos –que se había iniciado en la etapa colonial y
reforzada con la ley de enfiteusis de Rivadavia y las campañas militares de Rosas– se erigió
definitivamente como el rasgo principal de la estructura agraria de la argentina.
Fue a través de esos pasos que el Estado consolidó el monopolio legítimo de la coerción, aspecto
que terminó de concretarse cuando las provincias perdieron la posibilidad legal de convocar a sus propias
Fuerzas Armadas, para pasar a ser atributo exclusivo del Estado Nacional.
La modalidad cooptativa se basó en un pacto político de dominación nacional pensado para no
volver a repetir la experiencia de enfrentamientos intraoligárquicos anteriores. De la mano de esa lógica
consensual, se buscó negociar e integrar a las oligarquías provinciales, ofreciéndoles participación en el
nuevo esquema de poder, –sea por medio del acceso a subsidios otorgados por el gobierno nacional a las
provincias del interior, por el acceso al empleo público para los seguidores de las élites del interior o bajo
la amenaza de aplicar la intervención federal, tal como la Constitución Nacional permitía al Poder
Ejecutivo, en el caso de que los gobernantes locales tuvieran actitudes díscolas–. El mecanismo
35
Oszlak, Oscar, Oportunamente citado.
36
El Paraguay siguió un camino alternativo en el contexto de las revoluciones independentistas de principios del siglo
XIX. Separado tempranamente de las Provincias Unidas del Río de la Plata, de la mano de la férrea dictadura de
Francia, construyó una economía proteccionista donde el Estado tenía el monopolio del comercio exterior,
particularmente del tabaco, la madera y la yerba mate. Al mismo tiempo, el Estado confiscó gran parte de las tierras,
que eran arrendadas a bajo precio a los campesinos pobres, quienes eran dotados gratuitamente de útiles de
labranza y ganado. La capitalización del Estado le permitió contar con capital suficiente para acometer obras de
infraestructura. Para los observadores de la época, el Paraguay era una potencia en muchos aspectos más
desarrollada que la Argentina o Brasil. Esa economía cerrada, refractaria a la naciente división internacional del
trabajo, fue considerada un mal ejemplo por Inglaterra y las clases dominantes de los países vecinos. De la mano de
una guerra brutal desarrollada entre 1865 y 1870, que se conocerá como de la Triple Alianza por la convergencia de
Brasil, Argentina y Uruguay, tras una larga resistencia el Paraguay será vencido, su economía destruida y en su
población casi no quedaran hombres vivos sino niños, mujeres y ancianos. Ver: Pomer, León, La Guerra del
Paraguay, Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1987.
14
cooptativo puso en marcha un proceso fundamental, dado que un Estado nacional capitalista requiere de
una clase dominante nacional que se piense a sí misma en términos no locales. Ese proceso no fue lineal,
sino que contó con variados momentos de crisis. El más evidente fue cuando Avellaneda federalizó la
ciudad de Buenos Aires en 1880, separando la ciudad puerto de la provincia de Buenos aires. El
gobernador bonaerense Carlos Tejedor se levantó en armas, pero fue vencido por el ejército nacional
encabezado por Roca. El conflicto evidenció una de las paradojas del proceso de organización estatal.
Iniciado el proceso de centralización por las fracciones dominantes porteñas y bonaerenses, estas se
vieron obligadas en determinado momento a recortar una porción de su poder local, para poder constituir
una dominación nacional estable. La figura que simbolizó ese paso fue el propio Roca, quien en su primer
presidencia, fundó un partido que actúo como representante de los intereses de todas las oligarquías
provinciales, el Partido Autonomista Nacional (PAN). Al mismo tiempo, montó un régimen político que se
caracterizó por la apelación al fraude, el voto cantado y no obligatorio y la rotación de los cargos políticos
dentro de la propia clase dirigente37. Esa arquitectura política tenía como objetivo resguardar a las clases
dominantes para que éstas mantuvieran el control estricto del gobierno y del Estado. Se convocaba a
millones de inmigrantes como mano de obra pero no como sujetos de derechos políticos y de ciudadanía,
cuestión que se pretendía reducir al mínimo posible.
La modalidad material ubicó al Estado como articulador de la llegada de inmigrantes, de la
atracción de capitales extranjeros y de garantizar la transferencia de tierras a manos de la burguesía
agraria y de inversionistas foráneos, si era necesario. Por eso, el Estado propagandizó en Europa las
supuestas oportunidades de ascenso social que daba la Argentina, así como subsidió pasajes de barcos o
financió la estadía en un hotel, en los primeros días de la llegada de algunos inmigrantes. La acción estatal
fue clave para que se generara un mercado laboral que abaratara la mano de obra que requería el capital.
De la misma manera, les garantizó jugosas ganancias a los inversionistas extranjeros para que se
instalaran en el país. En el caso de los ferrocarriles les reservaba las vías férreas que daban segura
ganancia, como las de la pampa húmeda, a la vez que mantuvo para sí mismo la explotación de los
ramales deficitarios. En la esfera material podemos ver como el Estado jugó un rol activo en la formación
de las empresas privadas.38 Lejos de limitarse a su rol de guardián del orden público, para dejar actuar a
las fuerzas del mercado, tal como sugería la doctrina liberal, el Estado generaba las condiciones
monopólicas y desiguales de esos mercados, para una vez garantizado esto “retirarse” y dejar el escenario
para el libre juego de la oferta y la demanda.
Sin dudas, esa instancia de concentración del poder era gestionada por la burguesía agraria; pero
más que la idea de un Estado montado a imagen y semejanza de la oligarquía preferimos la idea de un
proceso constitutivo simultáneo e interdependiente entre la clase dominante –con sus fracciones más
fuertes ubicadas en la burguesía agraria pampeana– y el Estado. Este era a la vez creador y resultante del
modelo planteado por la economía agroexportadora. Era creado por la burguesía agraria al mismo tiempo
que, garantizándole acceso preferencial a la tierra pública, fortalecía, constituía y configuraba a esa
burguesía agraria. Ese proceso de interrelación presente en el momento de la consolidación del Estado
generaría una lógica de la clase dominante que, por un lado, asumió un discurso liberal, contrario a la
intervención del Estado, pero al mismo tiempo recurrió –y recurre– permanentemente a él para asegurarse
jugosas ganancias. El Estado fue –y es– concebido como refugio para cubrir las debilidades políticas y
económicas de la clase dominante.39 Es materia discutible cuánto de esa interdependencia no es algo
presente en cualquier Estado capitalista o cuánto de ese tipo de interrelación configura un comportamiento
más específico, presente en la vinculación Estado-clase dominante del caso argentino. Lo cierto es que en
el proceso que nos ocupa, el Estado ayudó en la constitución de esa clase dominante y al mismo tiempo
fue constituido por ella.
Finalmente, la modalidad ideológica le permitió a la clase dominante generar los instrumentos para
una construcción hegemónica sobre la población. Esa tarea se tornaba más acuciante si tenemos en
cuenta la transformación profunda que implicó la llegada de casi 6 millones de inmigrantes, solamente
entre 1874 y 1914, de los cuales alrededor de tres millones se quedaron para siempre en el país. La
escuela pública tuvo un rol primordial en la elaboración de una currícula educativa que construyera un
pasado común e incorporara un sistema de creencias, valores y conductas afines a las perspectivas del
mundo esbozadas desde el poder económico y social. La Ley 1420 de 1884, que establecía la educación
pública, gratuita, laica y obligatoria –lo que le posibilitó al Estado desplazar a la iglesia católica de esa
esfera de poder– fue central para conseguir la nacionalización de los hijos de los inmigrantes. De la misma
manera el servicio militar obligatorio, establecido por la ley impulsada por el general Pablo Riccheri en
37
Botana, Natalio, El orden conservador, Buenos Aires, Sudamericana, 1985.
38
Quiroga, Hugo, Estado, crisis económica y poder militar, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1985.
39
Quiroga, Hugo, Oportunamente citado.
15
1901, se tornó un dispositivo esencial en el disciplinamiento de los varones jóvenes de las clases
populares, dado que los provenientes de las clases pudientes eludían con facilidad su cumplimiento.40
Combinando represión con mecanismos consensuales, la burguesía agraria logró un Estado que
detentara el monopolio de la coerción, que organizara una red de instituciones públicas que le permitiera la
organización jurídica y administrativa del territorio, que fuera capaz de difundir la idea de nación en su
población, que reprodujera la sociedad capitalista en todos sus planos y articulara un sistema de
dominación viable: todos elementos imprescindibles del Estado Moderno, tal como lo describimos en la
primer parte de este trabajo. Fue por medio de ese Estado que la burguesía agraria se tornó clase
dirigente, es decir, que tomó conciencia de sus intereses comunes como clase, se constituyó como clase
dominante nacional y desplegó un proyecto hegemónico, que perduró como tal, al menos hasta fines de la
tercer década del siglo XX, donde las fisuras de esa hegemonía se hicieron evidentes.
Aún así, el recorrido de la hegemonía oligárquica no estuvo exento de desafíos y resistencias que la
pusieron a prueba y marcaron sus límites. Derrotados quienes resistieron la implantación de ese proyecto
de país, –montoneras de gauchos, pueblos originarios– el propio modelo agroexportador plasmó las
condiciones sociales necesarias para la aparición de nuevas clases que desarrollaron nuevos tipos de
conflictos. La emergencia de fracciones de clase media urbana y rural generó la base social necesaria
para la aparición de determinados partidos. El más importante de ellos, la Unión Cívica Radical (UCR),
criticó la exclusión política del régimen político oligárquico y la instrumentación del fraude y exigió
determinadas reformas que posibilitaran un acceso de las clases medias a la educación y al empleo
público. Su presión fue decisiva para la sanción de la Ley Sáenz Peña de 1912, que estableció el voto
secreto, obligatorio y “universal” masculino. Fue la existencia de esa ley, la que permitió el triunfo de
Hipólito Yrigoyen en 1916, iniciando un ciclo de gobiernos radicales que se extenderían hasta el golpe de
Estado de 1930. Si el ascenso radical expresó el anhelo de determinados actores sociales de lograr
modificaciones en la arquitectura de poder elaborada por la clase dominante, al mismo tiempo demostró la
fuerza de la hegemonía oligárquica. Los gobiernos radicales mantuvieron sin cambios los elementos
celulares y determinantes del modelo empezando por la especialización primaria de la economía
argentina, el control de los capitales ingleses del comercio, el transporte, las finanzas y actividades
industriales como los frigoríficos, así como la propiedad latifundista de la tierra permaneció en manos de la
burguesía agraria. Si por un lado, el ascenso social de las clases medias incomodó e importunó a las
fracciones principales de la clase dominante, ninguna de las acciones de los gobiernos radicales significó
una alteración sustancial de las bases de su poder económico y social. Las clases medias y sectores
minoritarios de grandes propietarios que apoyaban al radicalismo, pugnaban por ser parte del modelo pero
no por modificarlo sustancialmente, ni mucho menos por erradicarlo.41
Diferente fue el caso de la constitución del movimiento obrero en el país. De la mano de inmigrantes
que tenían una experiencia de organización sindical en Europa y enfrentados a condiciones laborales de
aguda explotación, se formaron los sindicatos por oficio. Alrededor de la huelga, la movilización y los
piquetes en puerta de fábrica se fue construyendo un nuevo repertorio de lucha de las clases populares.
Las ideologías anarquista, socialista –y algo más tarde el sindicalismo revolucionario– desarrollaron una
intensa organización del heterogéneo mundo de la clase trabajadora de la época. Particularmente el
anarquismo, con su estrategia insurreccional revolucionaria, se tornó un desafío evidente para el poder. La
respuesta desde el Estado combinó la represión más brutal con la profundización de las estrategias de
nacionalización de la población. En un verdadero giro ideológico –lo que muestra que el núcleo
fundamental de la cosmovisión de la clase dominante reside en la defensa de sus intereses directos, más
que en perspectivas dogmáticas– en las primeras décadas del siglo XX se desarrolló un discurso,
proveniente de determinadas franjas de la clase dominante, que comenzó a ver en los trabajadores
extranjeros un peligro para el sistema. Ese cambio se aceleró a partir del impacto mundial de la revolución
rusa de 1917, parida en el medio de un mundo convulsionado por la primera guerra mundial (1914-1918).
La perspectiva del “peligro rojo” y la conspiración revolucionaria, a la que supuestamente se enfrentaba el
país, llevaba a que cualquier demanda obrera, por elemental que fuera, se reprimiera.42
40
Marcaida, Elena, Rodríguez, Alejandra y Scaltritti, Mabel, Los cambios en el Estado y la sociedad Argentina
(1880-1930), en: Marcaida, Elena (compiladora) Historia Argentina Contemporánea, Buenos Aires, Dialektik, 2008.
41
Rock, David, El radicalismo argentino, Buenos Aires, Amorrortu, 1977.
42
En las movilizaciones del primero de Mayo de principios del siglo XX, fue habitual que personajes tristemente
célebres, como el jefe de policía Ramón Falcón, dieran la orden de represiones que se cobraban la vida de muchos
trabajadores. La oligarquía aprobó leyes como la Ley de Residencia de 1902 o la de Defensa Social de 1910, que
dieron mano libre al Estado para detener, deportar y en el segundo caso imponer la pena de muerte o la prisión por el
“delito” de difundir ideas contrarias al orden social vigente. Con la llegada de los gobiernos radicales, la tibia
estrategia inicial de acercamiento a las protestas lideradas por el sindicalismo revolucionario, se trocó en carta blanca
y apoyo para la represión del ejército y de grupos parapoliciales como la Liga Patriótica, tanto en la denominada
16
En el mismo giro ideológico el gaucho, que anteriormente era la personificación de la barbarie, pasó
a ser considerado como el portador de los valores de la nación que había que mantener. Claro que eso
sucedía una vez que los gauchos reales habían sido masacrados y disciplinados, así como la perspectiva
estigmatizadora de los trabajadores extranjeros aparecía sólo una vez que éstos se organizaban y hacían
sentir sus reclamos.
De todos modos, los límites estructurales del modelo se manifestaron cuando el comienzo de una
crisis mundial del sistema capitalista, iniciada con la quiebra de la bolsa de valores de Nueva York en
Octubre de 1929, puso en evidencia su fragilidad. El derrumbe de los precios de los alimentos y las
materias primas, ante la menor demanda de los países centrales, la detención del flujo de llegada de
capitales extranjeros, –e incluso la inversión de ese flujo, ya que una parte de esos capitales retornaban a
sus países de origen–, las dificultades en sostener las importaciones de bienes industriales ante la caída
de las exportaciones primarias y los límites en la incorporación de nuevas tierras fértiles en la Argentina –
lo que marcaba el fin de la expansión de la frontera agrícola– provocaron el derrumbe de la economía y
evidenciaron cuánto dependía de factores externos que no controlaba. La primera respuesta de la clase
dominante consistió en apoyarse en las fuerzas armadas, para derribar al segundo gobierno de Yrigoyen,
inaugurando el ciclo de golpes de Estado de la historia Argentina. El nuevo escenario internacional, la
disminución de su tasa de ganancia y la creciente presión de las clases populares llevarían a la clase
dominante a ensayar otros tipos de cambios en la Argentina de la etapa 1930-1943, pero ese recorrido
excede los alcances de este trabajo.
3. Estado y modelo agroexportador: un debate sobre sus consecuencias en la historia
Es el momento de recapitular y reflexionar sobre las consecuencias del tipo de Estado y de
economía agroexportadora que se elaboró en ese largo proceso. Las visiones de las ciencias sociales que
realizan un panegírico de las bondades del modelo y de las virtudes de la burguesía agraria 43 exaltan el
crecimiento de ciertos indicadores de la economía Argentina, tales como el crecimiento del PBI, la renta
Per Cápita, la expansión del comercio exterior –haciéndose eco del mito de la Argentina como granero del
mundo– así como de indicadores de consumo como la alta compra de automóviles en el mercado interno.
De la misma manera, festejan la modernización económica y el progreso que, según estas miradas, serían
el corolario de este proceso. El deterioro de la Argentina fue posterior y fruto del abandono de esta senda
de desarrollo, dada por la integración al mercado mundial y su apertura comercial. Además, el conflicto
social es enfocado, desde estas perspectivas, como una problemática a lo sumo secundaria. Según estos
autores, el modelo permitió amplias posibilidades de ascenso social para buena parte de las clases
populares, así como el Estado se mostró eficaz en la resolución de las demandas de apertura política,
como lo evidenció la sanción de la Ley Sáenz Peña.
Una visión que se pretenda crítica de la historia, enfoque que aquí reivindicamos, debería señalar de
manera contrapuesta algunas cuestiones, parte de las cuales –aunque sea parcialmente– hemos
mencionado.
En primer lugar, el Estado resultante de estos procesos y la nueva estructura económica y social
que éste contribuyó a crear, se edificaron sobre la base de genocidios, cuyas consecuencias se mantienen
presentes hasta hoy. Las justificaciones más o menos veladas de éstos, sobre la base discursiva de lo
inevitable de los procesos históricos y del progreso, no son más que manifestaciones del eurocentrismo y
la colonialidad del poder que describimos anteriormente, apenas revestidas de un barniz pretendidamente
objetivo. Es decir que son elaboraciones funcionales al poder dominante. El Estado y la sociedad
emergente de esa etapa está surcado por esos mecanismos de colonización del patrón de poder y sus
efectos continúan vivos en múltiples sentidos.
Lo mismo se puede afirmar para el tratamiento del conflicto social entre los trabajadores, el capital y
el Estado, que tienen estas concepciones. Notemos que la persistencia de la conflictividad social, por más
esfuerzos que se hagan para minimizarla, pone en evidencia que el famoso “granero del mundo” no
garantizaba ni siquiera un plato de comida diario para muchos de los que habitaban su territorio. Eso hace
ostensible que la discusión a dar no es sólo sobre cómo se genera riqueza sino alrededor de cómo se
distribuye esa riqueza y que clases resultan realmente favorecidas en estos procesos.
En segundo lugar, la economía agroexportadora sometió el país a variables externas como la
demanda de materias primas y alimentos o la inversión de capitales extranjeros y construyó un mercado
interno y una industria totalmente subordinados al sector exportador. Eso aumentó la dependencia de
Argentina y mostró sus efectos devastadores cuando la coyuntura mundial se modificó. Al mismo tiempo,
Semana Trágica de 1919, como en la Patagonia en 1921- 22. Ver: Godio, Julio, La Semana Trágica, Buenos Aires,
Hyspamerica, 1985 y Bayer, Osvaldo, La Patagonia Rebelde, Buenos Aires, Hyspamerica, 1986.
43
Como ejemplo acabado de estas perspectivas ver: Waisman, Carlos, La inversión del desarrollo en la Argentina, Buenos Aires,
Eudeba, 2006 y Díaz Alejandro, Carlos, Ensayos sobre la historia económica argentina, Buenos Aires, Amorrurtu, 1983.
17
el control de áreas estratégicas por parte del capital extranjero marcó un proceso de modernización que se
realizó siguiendo los intereses externos y no los de un desarrollo propio. Por ejemplo, los ferrocarriles que
se tendieron aquí siguieron una lógica radial teniendo como eje el puerto, sin integrar las regiones entre sí
–a diferencia del trazado europeo– lo que tuvo consecuencias enormes en el desarrollo de una economía
deformada y capitalista dependiente, que fue la que se consolidó en esta etapa.
Una demostración de esto que afirmamos es el desarrollo desigual del interior frente a la más
dinámica región pampeana. Esta desigualdad sustentó –y sustenta– que la mayoría de la población sea
urbana y resida en Buenos Aires y el conurbano bonaerense, mientras que muchas regiones del interior
expulsan permanentemente mano de obra y gran parte de sus habitantes se ven obligados a vivir del
empleo público o se encuentran desempleados o subocupados. Si esa estructura deformada se siguió
consolidando con las sucesivas fases de desarrollo del capitalismo dependiente, las bases de esa
deformación se profundizaron en la etapa que aquí abordamos.
En tercer lugar, la concentración de la tierra en pocas manos bajo la gran propiedad latifundista y el
consiguiente control de una minoría social sobre la producción y distribución de alimentos, se terminó de
edificar en el período que aquí reseñamos. La implicancia de esto en la dinámica posterior de la historia
Argentina –plena de crisis económicas cíclicas, agudos procesos inflacionarios y disputa alrededor de la
renta agraria– salta a la vista.
Finalmente señalemos que, si todo Estado articula la dominación y genera las condiciones para
hacerla posible, al ser la Argentina un país capitalista dependiente de desarrollo desigual y combinado,
eso se manifiesta e interioriza en el tipo de estructura estatal que emerge a fines del siglo XIX. Es un tipo
de Estado cuyas acciones se encuentran sobredeterminadas por su inserción dependiente en el mercado
mundial y la naturaleza desigual del sistema mundo.
El recorrido que hemos realizado hasta aquí denota la complejidad de los procesos históricos
abordados y de categorías como el Estado. Como vemos, las implicancias de esos procesos continúan en
debate y las posturas diferentes existentes en las ciencias sociales remiten a visiones contrapuestas,
presentes en la sociedad y en el debate político actual. Ninguna de estas cuestiones es ajena a nuestras
vidas cotidianas y su presencia, explícita o velada, se proyecta sobre cada uno de nosotros/as. Cómo
poder pensar los procesos sociales de los que formamos parte, de qué manera usar ciertas categorías
para el análisis de la realidad y cómo construir una mirada que no naturalice lo existente y nos permita
pensar críticamente, son algunas de las preocupaciones que recorren este trabajo y el conjunto de la
materia.
Bibliografía General
Adams, Willi Paúl, Los Estados Unidos de América, México DF, Siglo XXI, 1979.
Anderson, Perry, El Estado Absolutista, Barcelona, Siglo XXI, 1985.
Azcuy Ameghino, Eduardo, Historia de Artigas y la independencia Argentina, Montevideo,
Ediciones de la Banda Oriental, 1993.
Bayer, Osvaldo, La Patagonia Rebelde, Buenos Aires, Hyspamerica, 1986.
Borón, Atilio A., Teoría(s) de la dependencia, en: Realidad Económica Nº238, 16 de Agosto/30 de
Septiembre, 2008.
Botana, Natalio, El orden conservador, Buenos Aires, Sudamericana, 1985.
Bresser Pereira, Luis Carlos, Estado, aparelho do Estado e sociedade civil, Brasilia, Escola
Nacional de Administracao Pública (ENAP), 1995.
Campione, Daniel, Para leer a Gramsci, Buenos Aires, Ediciones del CCC, 2007.
De Luque, Susana y Mazzeo, Miguel, Estado y sociedad, régimen político y régimen de
acumulación, en: Marcaida, Elena (compiladora) Historia Argentina Contemporánea, Buenos Aires,
Dialektik, 2008.
Díaz Alejandro, Carlos, Ensayos sobre la historia económica argentina, Buenos Aires, Amorrurtu,
1983.
García Linera, Álvaro, La construcción del Estado, Conferencia en la Facultad de Derecho de la
Universidad Nacional de Buenos Aires, 2010.
Godio, Julio, La Semana Trágica, Buenos Aires, Hyspamerica, 1985.
Gramsci, Antonio, en Cuadernos de la Cárcel, Tomo V, México, Era-Universidad Autónoma del
Pueblo, 2000.
Gruner, Eduardo, La oscuridad y las luces. Capitalismo, cultura y revolución, Buenos Aires,
Edhasa, 2010.
Katz, Claudio, Bajo el imperio del capital, Buenos Aires, Ediciones Luxemburg, 2011.
Lander, Edgardo, Marxismo, eurocentrismo y colonialismo, en: Borón, Atilio (compilador), La
Teoría Marxista hoy, Buenos Aires, Clacso, 2006.
18
Lenin, Vladimir Ilich, El imperialismo, fase superior del capitalismo, Buenos Aires, Quadrata,
2006.
Lifszyc, Sara, El capitalismo, en: Cuadernos de Introducción al Conocimiento de la Sociedad y el
Estado, Buenos Aires, Gran Aldea Editores, 2002.
Lynch, John. Las revoluciones hispanoamericanas 1808-1826. Barcelona, Ariel, 1976.
Marcaida, Elena, Rodríguez, Alejandra y Scaltritti, Mabel, Los cambios en el Estado y la sociedad
Argentina (1880-1930), en: Marcaida, Elena (compiladora) Historia Argentina Contemporánea, Buenos
Aires, Dialektik, 2008.
Marini, Ruy Mauro, Dialéctica de la dependencia, México DF, Ediciones Era, 1991
Marx, Carlos y Engels, Friedrich, El Manifiesto comunista, Buenos Aires, Anteo, 1972.
Marx, Karl y Engels, Federico, Obras Escogidas, XII Tomos, Buenos aires, Editorial Ciencias del
Hombre, 1973.
Oszlak, Oscar, La formación del Estado Argentino, Buenos Aires, Ediciones de Belgrano, 1985.
Ouviña, Hernán, El Estado: su abordaje desde una perspectiva teórica e histórica, en:
Cuadernos de Introducción al Conocimiento de la Sociedad y el Estado, Buenos Aires, Gran Aldea
Editores, 2002.
Peña, Milciades, El paraíso terrateniente, Buenos Aires, Ediciones Fichas, 1969.
Pomer, León, La Guerra del Paraguay, Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1987.
Poulantzas, Nicos, las clases sociales en el capitalismo actual, México DF, Siglo XXI, 1998.
Quijano, Aníbal, Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina, en: Lander, Edgardo
(compilador), La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales, Buenos Aires, Clacso, 2003.
Quiroga, Hugo, Estado, crisis económica y poder militar, Buenos Aires, Centro Editor de América
Latina, 1985.
Rock, David, El radicalismo argentino, Buenos Aires, Amorrortu, 1977.
Roux, Rina, El Príncipe Mexicano. Subalternidad, Historia y Estado, México, Ediciones Era, 2005.
Seoane, José, De la crítica al desarrollo al debate sobre las alternativas, en: Taddei, Emilio,
Algranati, Clara y Seoane, José, Extractivismo, despojo y crisis climática, Buenos Aires, Herramienta y
Editorial el Colectivo, 2013.
Stavenhagen, Rodolfo, Siete tesis equivocadas sobre América Latina, en: América Latina,
ensayos de interpretación sociológica-política, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1965.
Thwaites Rey, Mabel, El Estado: notas sobre su(s) significado(s), FAUD, Universidad Nacional de
Mar del Plata, 1999.
Waisman, Carlos, La inversión del desarrollo en la Argentina, Buenos Aires, Eudeba, 2006.
Wallerstein, Immanuel, Capitalismo histórico y movimientos antisistémicos: un análisis de
sistemas- mundo, Madrid, Akal, 2004.

19

También podría gustarte