La Iglesia Catolica en La Hispanoamerica Colonial Josep M Barnadas
La Iglesia Catolica en La Hispanoamerica Colonial Josep M Barnadas
La Iglesia Catolica en La Hispanoamerica Colonial Josep M Barnadas
LA IGLESIA CATÓLICA EN
LA HISPANOAMÉRICA
COLONIAL 1
JOSEP M. BARNADAS
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BARNADAS, J.M. (1990). La Iglesia católica en la Hispanoamérica colonial. En Bethell, L. (1990). Historia de
América Latina (Tomo 2, América latina colonial: Europa y América en los siglos XVI, XVII y XVIII). Barcelona: Crítica.
pp. 185-207
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El establecimiento de la Iglesia católica en el
Nuevo Mundo
"En 1492, los judíos españoles tuvieron que escoger entre el bautismo o la expulsión de los dominios
de Fernando e Isabel. Los moros se enfrentaron con la misma disyuntiva en Castilla en 1520, y en Aragón en
1526. Para entonces, ya se estaba bastante lejos de la actitud misionera defendida en el siglo XIII por
personas como Ramón Llull; el naciente estado moderno requería, al menos, la apariencia de una
uniformidad de creencias. Al mismo tiempo ganaban aceptación cada vez más las ideas propugnadas por
juristas italianos, desde el siglo XIV, acerca de la justificación civil de la comunidad política, por la cual la
autoridad estatal tenía que controlar todas las fuerzas de la sociedad, incluida la eclesiástica. Naturalmente,
tales modelos de sociedad no dejaban lugar para una teocracia, es decir, para el «agustinismo político»; no
dejaban lugar, particularmente, a la opinión de que el papa era dominus orbis." (p. 185)
y la Corona de Castilla
"En la época de la primera llegada de Colón a las Antillas, el papado había estado interviniendo
durante más de medio siglo en las expediciones de exploración y conquista tanto de Portugal como de
Castilla. En las bulas Romanus Pontifex del papa Nicolás V (1455) y Cum dudum affligebant de Calixto III
(1456), por ejemplo, el papado centraba su interés en los problemas humanos y religiosos de las poblaciones
conquistadas, al mismo tiempo que confería legitimidad a las conquistas. En el caso de las Indias españolas,
las bulas ínter caetera (1493) y Eximiae devotionis (1493 y 1501) de Alejandro VI, Universalis ecclesiae (1508)
de Julio II y Exponi novis (1523) de Adriano VI, otorgadas a la corona castellana, determinaron la estructura
esencial del trabajo de evangelización católica en América.
A cambio de la legitimación de los derechos que reivindicaban sobre un continente sólo conquistado
o explorado parcialmente, los Reyes Católicos estaban obligados a promover la conversión de los habitantes
de las tierras recién descubiertas y a proteger y mantener a la iglesia militante bajo el Patronato Real. La
corona de Castilla asumió el control de la vida de la Iglesia en un grado desconocido en Europa (excepto en
la recién conquistada Granada). La política eclesiástica se convirtió en un aspecto más de la política colonial,
coordinada a partir de 1524 por el Consejo de Indias. La corona se reservaba el derecho de presentar
candidatos para los nombramientos eclesiásticos en todos los niveles y se responsabilizaba de pagar los
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salarios y de construir y dotar catedrales, iglesias, monasterios y hospitales con los diezmos de la producción
agrícola y ganadera. La corona también se reservaba el derecho de autorizar el traslado del personal
eclesiástico a las Indias, y en 1538 ordenó explícitamente que todas las comunicaciones entre Roma y las
Indias tendrían que llevarse al Consejo para su aprobación (el pase regio o exequátur). Y, mientras, por un
lado en 1560, Felipe II fracasó en su intento de tener dos patriarcados, con poderes soberanos, creados para
América, en 1568 Pío V no consiguió su intento de enviar nuncios papales a las Indias. La Iglesia de América
tenía asignada una misión práctica: activar la sumisión y la europeización de los indios y predicar la lealtad a
la corona de Castilla. Cualquier resistencia por parte de la Iglesia al cumplimiento de esta función se
"El primer escenario de los conflictos de conciencia sufridos por las autoridades fueron las Antillas. En
1509 el rey Fernando había legalizado la encomienda, el sistema por el que los indios se repartían entre los
colonos, quienes podían ejercer derechos sobre ellos prácticamente de por vida, aunque no fuesen, de
hecho, oficialmente esclavos. En diciembre de 1511 el fraile dominico Antonio de Montesinos denunciaba a
los colonos desde el pulpito: «Estáis todos en pecado mortal», decía, «y en él vivís y morís por la crueldad y
tiranía que usáis con estas inocentes víctimas». Con estos dicterios se preparaba el terreno para la primera
batalla entre el Evangelio y el colonialismo, una lucha que iba a ser la piedra de toque de la vida de la Iglesia
en América. La primera reacción del Estado fue aprobar las Leyes de Burgos en 1512, que inauguraron una
serie de intentos por parte de las autoridades para mediar entre estos dos intereses incompatibles. Dos años
más tarde, Bartolomé de las Casas, fraile dominico, párroco y encomendero en Cuba, empezó su gran
defensa de los indios que duraría hasta su muerte en 1566. Este primer escenario (caribeño) del colonialismo
castellano en América sirvió para poner de relieve una contradicción esencial: si las bulas papales hacían de
la conversión de los nativos la justificación de la soberanía española, justamente las personas encargadas de
esta tarea se veían obligadas a censurar los fines económicos y sociales de la empresa colonial." (p. 187)
"En el ámbito de la actividad misionera en América, las ideas reformistas de la península ya habían
confluido con las corrientes del milenarismo y del utopismo. Para muchos, el Nuevo Mundo era la
oportunidad ofrecida por la Providencia para establecer el verdadero «reino evangélico» o «pura
cristiandad». Marcel Bataillon ha detectado evidentes signos de joaquinismo (del místico del siglo xn Joaquín
de Fiore) entre los primeros franciscanos de México. John Leddy Phelan ha destacado las influencias
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milenaristas en los trabajos del franciscano Jerónimo de Mendieta, por ejemplo. Hombres como fray Juan de
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Zu-márraga, primer obispo y arzobispo de México, don Vasco de Quiroga, fray Julián Garcés y el mismo fray
Bartolomé de las Casas estaban profundamente influidos por el espíritu humanístico de Erasmo y por la
Utopía de Tomás Moro." (p. 188)
"La Iglesia del Nuevo Mundo fue el producto de la fusión de dos corrientes. Una fue el traslado de las
características de la Iglesia de la península Ibérica en la era de los descubrimientos; la otra fue la ratificación
de estas características por parte del Concilio de Trento. Siguiendo las líneas maestras establecidas por el
Concilio de Trento, un decreto real, la «Ordenanza del Patronazgo» (1574), reafirmó la autoridad episcopal. El
obispo se convirtió en pieza esencial de la vida eclesiástica de cada diócesis. No sólo el clero secular, sino
también el regular, a través de la parroquia o de la doctrina, fueron gradualmente sometidos a la autoridad
conscientes de sus deberes y poco inclinados a dejarse impresionar por el poder civil. No es casual que las
circunstancias coloniales hicieran mostrarse a la mayoría de ellos como defensores de los indios: Antonio de
Valdivieso en Nicaragua, Juan del Valle en Popayán, Pedro de la Pena en Quito, Alfonso Toribio de
Mogrovejo en Lima y Domingo de Santo Tomás en La Plata son sólo algunos de los muchos nombres que
administrativo autónomo: sacramentalización, nombramientos, función judicial de la Iglesia, etc. También era
responsable del trabajo misionero, de la legislación sinodal y de la formación de los seminaristas. En relación
con la autoridad civil, presentaba candidatos para los nombramientos, actuaba junto con la estructura
administrativa civil en todos los niveles y estaba encargado de ejecutar las leyes que emanaban de las
autoridades políticas —el Consejo de Indias, el virrey y la Audiencia—. Respecto a esto, la multiplicación de
las diócesis representó la proliferación de centros de actividad e iniciativa eclesiásticas y de responsabilidad
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• La política de evangelización de los Reyes Católicos en América
"Desde la primera década del siglo XVI los Reyes Católicos tenían una política clara respecto a
América. Decidieron tratar con los monjes como tales: los monjes eran medievales por naturaleza y poco
aptos para servir como pastores de congregaciones. También resolvieron arreglárselas sin los servicios de las
órdenes militares, que predominaban en los territorios peninsulares que habían sido reconquistados a los
moros. En su lugar, recurrieron a los servicios de las órdenes mendicantes, producto acabado de la nueva
civilización urbana de finales de la Edad Media y del Renacimiento. Y entre los frailes prefirieron aquellos que
fuesen «reformados» u «observantes»: no sólo se disponía de ellos para la aventura de predicar el evangelio,
sino que carecían de pretensiones señoriales, tenían el voto de pobreza y se mostraban deseosos de obtener
conversiones.
Hablar de los mendicantes en la evangelización de América es hablar de las cuatro grandes órdenes —
franciscanos, los primeros en llegar a México (1524) y Perú (1534), dominicos, agustinos y mercedarios—,
cuya labor era visible en la estructura de cualquier ciudad de la Hispanoamérica colonial. Cada orden tejía
rápidamente gran cantidad de lazos a todos los niveles de la sociedad local —órdenes terceras, cofradías,
legados testamentarios, arriendos del patrimonio conventual, capellanías, escuelas, familias cuyos hijos
profesaban en la orden, culto en el templo, festividades patronales. A estas cuatro órdenes se les sumaron
pronto los jesuitas (1568-1572): habían sido fundados recientemente en Europa, pero tenían una enorme
movilidad. Sin exagerar, puede decirse que la mayor parte de la carga que suponía el cristianizar América
recayó en estas cinco órdenes religiosas. Constituyeron la reserva estratégica de la Iglesia, facilitando
hombres para el trabajo misionero en la frontera cada vez que se abrían nuevas zonas de colonización. En el
caso de los jesuitas, a la evangelización se unía su importante contribución en el campo de la educación."
(pp. 191-192)
"La necesidad de un clero reclutado localmente se reconoció desde fecha temprana. Sin embargo,
aunque los criollos se sumaban cada vez más a los peninsulares, la Iglesia siguió contando con una presencia
blanca abrumadora durante el período colonial. Algunos intentos iniciales de crear un clero nativo (indio)
para Nueva España —por ejemplo, el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, fundado en 1536, y dirigido por
los franciscanos para educar a los hijos de la aristocracia indígena— produjeron tan magros resultados que
parecían justificar cualquier opinión derrotista al respecto. La mayoría de los frailes misioneros y de los
prelados diocesanos, profundamente etnocéntricos, adoptaron una posición absolutamente negativa acerca
de la cuestión de la aptitud de los indios para el sacerdocio católico.
De esta forma se excluyó virtualmente a los indios de las sagradas órdenes, aunque los cánones
otorgados por los concilios provinciales y los sínodos diocesanos nunca llegaron, gracias a la influencia del
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Concilio de Trento, a una negativa total y explícita de su ordenación. Los mestizos (mitad españoles, mitad
indios) estaban, de cualquier modo, en la mayoría de los casos excluidos de la ordenación, por causa del
impedimento que representaba su nacimiento ilegítimo. En 1576, el papa Gregorio XIII otorgó a los
candidatos mestizos una dispensa de este impedimento, teniendo en cuenta «la gran carencia de sacerdotes
que sepan la lengua indígena»; sin embargo, en la práctica, persistió la exclusión y la vía que había abierto el
papa siguió sin usarse. Ni la política general de la Congregación para la Propagación de la Fe en Roma, a
partir de 1622, ni la condena de la continua exclusión de los indios y mestizos pronunciada por el Colegio de
Cardenales en 1631, lograron nada para cambiar la situación. Sólo en la segunda mitad del siglo xvm,
siguiendo una serie de directrices reales, podemos identificar cantidades significativas de sacerdotes indios o
mestizos en muchos obispados, siendo algunos, incluso, canónigos de las catedrales. Con más frecuencia, sin
embargo, constituían una especie de clero de «segunda clase», relegado a remotas parroquias rurales y que
contaba con escasas perspectivas de promoción." (pp. 194-195)
"Bartolomé de las Casas, fraile dominico (1484-1566), fue obispo de Chiapas de modo efectivo durante
sólo un año (1545-1546); su obra fue otra: tomar conciencia de la realidad de América en 1514. Desde
entonces dedicó el medio siglo restante de su vida a la defensa de los indios, luchando contra la forma que
estaba adquiriendo el sistema colonial. Lo combatió como sacerdote, como fraile, como obispo, como
consejero en la corte, como polemista, como historiador y como representante de los indios. Se alió con la
corona para anular los privilegios de los colonos; influyó sobre la conciencia de los frailes para que no
absolvieran a Jos encomenderos; propagó por escrito su propia visión de cómo debían ser las Indias;
profetizó la destrucción de España como castigo de las crueldades que había infligido a los inocentes indios.
Es cierto que condescendió con la importación de africanos como esclavos para evitar la esclavitud de los
nativos americanos. Algunos asertos de sus panfletos e historias eran, sin duda, exagerados. Sin embargo, su
grandeza —que permanece intacta incluso para sus detractores— radica en la forma en que denunció y se
disoció a sí mismo del proceso histórico del que formaba parte. En la medida en que la acción de Las Casas
se fundó en sus convicciones de cristiano, fraile y obispo, su figura pertenece a la corriente liberadora de la
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• Domingo de Santo Tomás y su labor en Perú
"Domingo de Santo Tomás, fraile dominico (1499-1570), es un ejemplo típico de teólogo y misionero
mendicante. Tenía una dilatada experiencia en Perú, a donde llegó en 1540. En Lima se convirtió en profesor
de teología, especialista en cuestiones relativas a los indígenas, y en corresponsal e informante de Las Casas.
Fue a España en 1555 como delegado de los indios y permaneció allí hasta 1561, durante las interminables y
tortuosas negociaciones entre los colonos, los indios y la corona sobre la perpetuidad de las encomiendas.
Antes había recorrido la sierra peruana y partes de Charcas, buscando votos favorables y recogiendo fondos
para que los indios pudieran «comprar» su libertad de la encomienda, en una atmósfera cargada de
tensiones. Durante su período de residencia en España publicó la primera gramática en lengua quechua
(1560). Causó una profunda impresión en la corte y en 1562 fue nombrado para ocupar la sede de La Plata,
sucediendo a Tomás de San Martín, su hermano de religión y en la defensa de los derechos de los indios.
Como tal prelado asistió al Segundo Concilio Peruano de 1567." (p. 197)
Consolidación de la Iglesia
1. Fundación de universidades
"Hacia la primera mitad del siglo XVII, la Iglesia en todos sus aspectos (secular y regular, clerical y laico)
se había trasplantado de la península a las colonias americanas. Después de 1620, por ejemplo, no se crearon
nuevos obispados hasta 1777. Las consignas en todos los sentidos eran estabilización y consolidación. La
Iglesia, en efecto, vivía entonces de las rentas procedentes del esfuerzo que había hecho en el siglo XVI.
(...)
Desde luego, una parte significativa de estas llamadas universidades no eran, en realidad, más que
instituciones para la formación del clero; la mayor parte proporcionaban instrucción únicamente en filosofía y
teología; sólo unas pocas poseían cátedras de cánones o derecho civil; menos aún tenían cátedras de
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lenguas clásicas o indígenas; y las universidades que ofrecían instrucción en el campo de la medicina o de las
ciencias naturales fueron pocas, incluso hasta bien entrado el siglo XVIII. (...)
aprendizaje y la investigación originales y contribuyeron poco al debate crítico sobre los problemas de la
sociedad. Como la Iglesia que las respaldaba, su función social fue la de conferir legitimidad al sistema
colonial. Sin embargo, cada uno de estos centros académicos fomentó una relativa actividad intelectual en su
respectiva zona y sentó las bases para cierto tipo de tradición local de pensamiento." (pp. 197-198)
"Otro fenómeno del siglo XVII fue el endurecimiento de las actitudes adoptadas respecto a las
prácticas religiosas indígenas en las zonas centrales del dominio colonial. Hasta cierto punto se podría decir
que si en el siglo anterior había dominado el ideal de la Iglesia local y el cultivo de cierto diálogo intercultural
y la prédica del evangelio, en el siglo XVII se vio con preocupación que las religiones paganas habían
sobrevivido y que seguían afectando las vidas de los nativos de mil formas distintas. (...)
Esta concepción se hizo especialmente evidente en las diversas campañas para extirpar la idolatría en
los Andes durante la primera mitad del siglo XVII. El descubrimiento, aparentemente casual, de que persistían
ciertas prácticas paganas desató una lucha a muerte, concebida según el método inquisitorial: se predicaba
sistemáticamente contra la idolatría en todos los pueblos; los sospechosos de ella eran denunciados a las
autoridades, y bien se «reconciliaban» o se les condenaba como contumaces. La consecuencia era el
encarcelamiento, la destrucción física de cualquier símbolo considerado idolátrico y el severo castigo de los
llamados hechiceros. Los indios quedaron aterrorizados y se impuso una dualidad esquizofrénica en sus
vidas. Exteriormente eran cristianos, mientras que en su interior seguían observando las creencias religiosas
indígenas, cada vez más devaluadas y desorganizadas. Es difícil exagerar el impacto de esta revolución
misionera. Desde luego parece cierto que la alienación indígena respecto al mundo de los colonos, tan a
menudo destacada como una de las principales características de su actitud en relación con los blancos,
"El proceso de consolidación de las instituciones eclesiásticas coloniales, que, como se ha apuntado,
caracterizó el siglo XVII, se correspondió a su vez con un importante cambio material: esta fue la época en
que se formaron los patrimonios de las órdenes religiosas y de las parroquias seculares. En su origen, había
dos formas básicas de propiedad: dinero y bienes inmuebles. El origen más frecuente de esta riqueza de la
Iglesia ya desde el siglo XVI eran los legados de colonos. Al morir, un colono legaba una suma de dinero a un
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convento determinado a cambio de servicios espirituales que éste le prestaría. (...) El carácter institucional de
las órdenes religiosas explica el proceso acumulativo de su patrimonio, que casi siempre crecía y raramente
disminuía. En tales circunstancias, no es de extrañar que todas las órdenes religiosas, e incluso cada
convento, llegaran a convertirse en un considerable poder financiero y económico. El caso de los jesuitas es
bien conocido a raíz de su expulsión de las Indias en 1767 y de la incautación de sus bienes temporales por
el estado. Modernos estudios sobre las haciendas de los jesuitas esclarecen su gestión de negocios (que
incluían la mano de obra esclava), y han contribuido a dar la impresión de que la Compañía de Jesús era una
institución inmensamente poderosa. Pero en este sentido no constituía una excepción entre las órdenes
castellanizante
"Las reducciones jesuíticas, que datan de la primera década del siglo XVII, representaban una clara
alternativa a los métodos existentes de evangelización pastoral, y marcaron una ruptura de los conceptos
que habían prevalecido desde el período de experimentación misionera en la primera mitad del siglo xvi y
una vuelta al mundo de Las Casas y Quiroga.20 Los jesuitas tienen el mérito histórico de haber puesto en
intransigencia la necesidad de construir una sociedad paralela a la de los colonos, sin intervención de éstos ni
del sistema administrativo que tutelaba sus intereses. Al negarse a servir de instrumento para abastecer de
mano de obra a los colonos, podía plantear la evangelización en términos integrales: no sólo en doctrina,
sino reforzar la práctica social india en sus componentes económico, urbano, lúdico y ecológico. (...)
conflictividad (con potencias coloniales competidoras de Castilla, con la autoridad civil, con los colonos, con
Como principio básico, la evangelización por el sistema de reducciones adoptó la creencia de que «hay
que hacer antes hombres que cristianos»; pero debe reconocerse también que el sistema estaba condenado
a la contradicción de quedarse corto, cuando se exige del mundo colonial cristiano que le permita «al indio
ser hombre, hombre libre, sin injusticia y sin explotación», según formula Bartomeu Meliá. La aludida
conflictividad culminará en la expulsión de sus responsables durante la escalada regalista del siglo XVIII." (pp.
202-203)
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Los efectos del nuevo regalismo en la Iglesia a
fines del siglo XVIIII
• Finales del siglo XVIII. La posición de la Iglesia ante las rebeliones locales: al servicio
"Durante las dos últimas décadas de gobierno colonial español, la Iglesia (especialmente el alto clero,
predominantemente español) se mostró más dependiente y subordinada respecto al estado de lo que pudo
haberlo sido antes. En la rebelión de los comuneros contra los impuestos en las provincias de El Socorro,
Tunja, Sogamoso, Pamplona y Los Llanos de Nueva Granada en marzo de 1780, los protagonistas fueron los
criollos (aunque, como en otros lugares, utilizaron a mestizos e indios para defender sus intereses). El
representante de la autoridad colonial que tuvo que enfrentarse a la crisis fue el arzobispo Caballero y
Góngora, de Bogotá. Su estrategia constituyó una obra maestra de maquiavelismo: aparentó aceptar las
demandas de los insurgentes, cuando éstos llevaban las de ganar; denunció los acuerdos firmados y
descargó la represión cuando contó con la fuerza militar suficiente para ello.24 Al mismo tiempo, Perú estaba
sacudida por la más profunda conmoción jamás registrada en la sociedad andina: miles de indios y mestizos
se rebelaron contra los abusos coloniales, antiguos y recientes. En agosto de 1780, la zona central de la
Audiencia de Charcas (Alto Perú) —Chayanta, Yampara, Purqu y Aullagas— se levantó en armas
abiertamente; en noviembre de 1780 lo hicieron las regiones de Cuzco, Arequipa, Huamanga y Puno; y en
marzo de 1781, las de La Paz, Oruro, Cocha-bamba y Chuquisaca. ¿De qué lado estaba la Iglesia? Los pocos
sacerdotes que lucharon o simpatizaron con los rebeldes lo hicieron por necesidad. En cambio, del lado
contrario el aparato clerical identifica su destino intuitivamente con el de la minoría blanca y se deja
manipular por el poder civil como instrumento de «pacificación» (es decir, sometimiento) de los no blancos.
La tajante división entre los dos bandos aporta una nueva evidencia de que la Iglesia estaba allí para servir al
estado colonial más que a los indios. Se ha especulado con las supuestas simpatías tupamaristas del obispo
criollo de Cuzco, Juan Manuel de Moscoso y Peralta; sin embargo, nunca las tuvo, tan sólo existió una
conspiración entre un canónigo local y dos funcionarios reales, Benito de la Mata Linares y Jorge de
Escobedo. Si tales simpatías existieron entre el bajo clero o entre los misioneros, la indoctrinación del aparato
eclesiástico habría bastado para ocultar con éxito tales sentimientos." (p. 206)
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Índice
• La legitimación de los derechos de conquista y colonización y la relación entre Iglesia y la Corona de Castilla ................... 3
• La Iglesia del Nuevo Mundo: entre la iglesia ibérica y el Concilio de Trento ...................................................................................... 5
Los efectos del nuevo regalismo en la Iglesia a fines del siglo XVIIII ...................................................... 11
• Finales del siglo XVIII. La posición de la Iglesia ante las rebeliones locales: al servicio del estado colonial ...........................11
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