La Historia Secreta de Los Jesuitas
La Historia Secreta de Los Jesuitas
La Historia Secreta de Los Jesuitas
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Edmond Paris
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Título original: L’histoire secrète des jésuites
Edmond Paris, 1970
Traducción: Eduardo Aparicio y Gladys Aparicio
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INDICE
Prólogo >>
—I—
La Fundación de la Orden Jesuita >>
—II—
Los Jesuitas en Europa en los Siglos XVI y XVII >>
—III—
Misiones en el extranjero >>
—IV—
Los Jesuitas en la Sociedad Europea >>
—V—
El Ciclo Infernal >>
Conclusion >>
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«El amor a la verdad es nuestra única salvación».
—Jean Guehenno - Academia Francesa
Prólogo
Según recordaba Adolphe Michel, escritor del siglo XIX, Voltaire calculó que a través
de los años se habían escrito alrededor de seis mil obras sobre los jesuitas. «¿Cuál
será el total un siglo después?», se preguntaba Michel, pero de inmediato concluyó:
«No importa. Mientras haya jesuitas, se tendrán que escribir libros contra ellos. No
queda nada nuevo que se pueda decir al respecto, pero cada día hay nuevas
generaciones de lectores… ¿Buscarán estos lectores los libros antiguos?»[1]
Bastaría esa razón para justificar que tratemos de este tema tan discutido. En
realidad, ya no existen muchos de los primeros libros que relataban la historia de los
jesuitas. Sólo se encuentran en algunas bibliotecas públicas, por lo que resultan
inaccesibles para la mayoría de los lectores. Siendo nuestro objetivo informar al
público en general, creímos necesario ofrecer un resumen de esas obras.
Hay otra razón, tan válida como la anterior. Así como surgen nuevas generaciones
de lectores, surgen también nuevas generaciones de jesuitas. Y éstos trabajan ahora
con los mismos métodos tortuosos y tenaces que, en el pasado, activaron los reflejos
de defensa de naciones y gobiernos. Los hijos de Loyola son hoy —y podríamos
decir, más que nunca— el ala principal de la Iglesia Romana. Tan bien disfrazados
como en el pasado, si no mejor, siguen siendo los más notables “ultramontanos”,
agentes discretos pero eficaces de la Santa Sede en todo el mundo, defensores
camuflados de su política y el “ejército secreto del papado”.
Por esta razón, el tema de los jesuitas nunca se agotará. Aunque abunde literatura
sobre ellos, cada época deberá añadir algunas páginas, marcando la continuidad del
sistema oculto que principió hace cuatro siglos “para la gran gloria de Dios”, pero
que existe realmente para la gloria del papa.
A pesar del movimiento general hacia una creciente laicización, y del inevitable
progreso del racionalismo que cada día reduce más el dominio del “dogma”, la
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Iglesia Romana no podía abandonar su gran objetivo inicial: reunir bajo su báculo a
todas las naciones del universo. Pase lo que pase, esta monumental “misión” debe
continuar entre los “infieles” y los “cristianos separados”. El clero secular tiene el
deber de mantener las posiciones adquiridas (un arduo trabajo en la actualidad),
mientras que de ciertas órdenes regulares depende el crecimiento del redil de fieles,
convirtiendo a los “herejes” e “infieles”, que es una tarea aún más ardua. El deber es
preservar o adquirir, defender o atacar, y en el frente de batalla está la fuerza móvil de
la Sociedad de Jesús: los jesuitas.
Hablando propiamente, la Sociedad no es secular ni regular en términos de su
Constitución. Es una compañía sutil que interviene donde y cuando sea conveniente,
en la iglesia y fuera de ella. En resumen, es “el agente más hábil, perseverante, audaz
y convencido de la autoridad papal”, como escribió uno de sus mejores historiadores.
[2]
Veremos cómo se formó este cuerpo de “jenízaros” y cuál era el servicio
invaluable que rendían al papado. Asimismo, veremos que su eficaz celo lo hizo
indispensable para la institución que servía, ejerciendo sobre ella tal influencia que a
su general se le llamó el “papa negro”, y con razón, porque en el gobierno de la
Iglesia cada vez era más difícil distinguir la autoridad del papa blanco de la de su
poderoso coadjutor.
Por tanto, este libro es una mirada retrospectiva y, a la vez, una actualización de
la historia del “jesuitismo”. La mayoría de las obras sobre los jesuitas no tratan de su
importante rol en los eventos que afectaron al mundo en los últimos 50 años. Por
tanto, creímos que era tiempo de llenar ese vacío, o, más precisamente, de iniciar con
nuestra modesta contribución un estudio más profundo del tema, sin ocultar los
obstáculos a los que se enfrentarán los autores no apologistas que deseen escribir
sobre este tema candente.
Entre todos los factores que fueron parte de la vida internacional en un siglo lleno
de confusión y agitación, uno de los más decisivos —y más reconocidos— es la
ambición de la Iglesia Romana. Su afán secular de extender su influencia hacia el
este, la convirtió en la aliada “espiritual” del pangermanismo y en su cómplice en el
intento de obtener supremo poder; esto causó muerte y destrucción a los pueblos de
Europa dos veces: en 1914 y en 1939.[2a]
La gente prácticamente desconoce la enorme responsabilidad del Vaticano y de
los jesuitas en el inicio de las dos guerras mundiales; esto, en parte, se debió a los
grandes recursos financieros que el Vaticano y los jesuitas tenían a su disposición,
dándoles poder en muchos ámbitos, especialmente después del último conflicto.
En realidad, su papel en aquellos trágicos eventos casi no se ha mencionado sino
hasta estos tiempos, excepto por apologistas deseosos de encubrirlo. A fin de
rectificar esto y dar a conocer los hechos, presentamos en este libro y en otros la
actividad política del Vaticano durante la época contemporánea, la cual tiene que ver
también con los jesuitas.
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Este estudio se basa en irrefutables documentos de archivo en publicaciones de
conocidos políticos, diplomáticos, embajadores y escritores eminentes —en su
mayoría, católicos—, legalizadas incluso por el imprimátur.
Estos documentos revelan las acciones secretas del Vaticano y sus hechos
malignos para originar conflictos entre naciones cuando esto beneficiaba sus propios
intereses. Con la ayuda de artículos concluyentes, mostramos el papel de la “iglesia”
en el surgimiento de regímenes totalitarios en Europa.
Estos testimonios y documentos constituyen una acusación devastadora y, hasta
ahora, ningún apologista ha intentado refutados. El lo de mayo de 1938, el Mercurio
de Francia nos hizo recordar lo que se había dicho cuatro años antes:
El Mercurio de Francia del 15 de enero de 1934 afirmó —y nadie lo contradijo—
que Pío XII hizo a Hitler. Éste subió al poder, no por medios legales, sino por la
influencia del papa sobre el Centro (partido católico alemán)… ¿Piensa el Vaticano
que cometió un error político al abrirle a Hitler el camino al poder? Al parecer, no…
Aparentemente no pensaban así cuando se escribieron esas palabras, un día
después del Anschluss cuando Austria se unió al tercer Reich ni después, cuando
aumentó la agresión nazi, ni durante la Segunda Guerra Mundial. De hecho, el 24 de
julio de 1959, Juan XXIII, sucesor de Pío XII, le otorgó a su amigo Franz Von Papen
el título honorario de chambelán privado. Éste había sido espía en los Estados Unidos
durante la Primera Guerra Mundial, y uno de los responsables de la dictadura de
Hitler y del Anschluss. Se tendría que sufrir de un tipo peculiar de ceguera para no
ver esos hechos tan evidentes.
Respecto al acuerdo diplomático entre el Vaticano y el Reich nazi el 8 de julio de
1933, el escritor católico Joseph Rovan dice:
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hacia el régimen nazi, inspirados por su “Cabeza” en Roma. Resulta una experiencia
increíble leer los pensamientos confusos y las acrobacias verbales de teólogos
oportunistas como Michael Schmaus. Pío XII lo nombró después “príncipe de la
iglesia” y, el 2 de septiembre de 1954, La Croix lo describió como el gran teólogo de
Munich, lo que hizo también el libro Katholisch Konservatives Erbgut, del cual
alguien escribió:
Los obispos, que debido al Concordato debían jurar lealtad a Hitler, procuraban
siempre superarse el uno al otro en su “devoción”:
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Munster, 1933).
Este documento prueba que la Iglesia Católica jugó un papel primordial para
elevar a Hitler al poder; en realidad fue un arreglo establecido de antemano. Muestra
el horrendo acuerdo entre el catolicismo y el nazismo. Se ve claramente el odio del
liberalismo, que es la clave en este asunto.
En su libro Católicos de Alemania, Robert d’Harcourt, de la Academia Francesa,
dice:
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sin precedentes y gritar: ¡No!?…
»Almas devotas buscarán en vano en las encíclicas, discursos y mensajes
del papa ya fallecido; no hay indicio de condenación de esta “religión de
sangre” instituida por Hitler, el anticristo… no encontrarán condenación del
racismo, que es una obvia contradicción del dogma católico». (Rome en
confidence, Grasset, París, 1962, pp. 91ss).
¡La situación es aún peor! El Vaticano ayudó a cometer esos crímenes al “prestar”
a dos de sus prelados para que actuaran como agentes pro nazis: monseñores Hlinka y
Tiso. También envió a Croacia a su legado, el R. P. Marcone, quien con la ayuda del
monseñor Stepinac debía vigilar el “trabajo” de Ante Pavelic y sus “ustashis”.
Dondequiera que miremos, vemos el mismo espectáculo.
Como hemos mostrado, no censuramos tan solo esa monstruosa parcialidad y
complacencia. El crimen imperdonable del Vaticano fue su participación decisiva
para causar las dos guerras mundiales.[3] Veamos lo que dice Alfred Grosser, profesor
del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de París:
«El conciso libro de Guenter Lewy, The Catholic Church and nazi
Germany (La Iglesia Católica y la Alemania nazi —Nueva York, McGrawhill,
1964), afirma que todos los documentos concuerdan al mostrar que la Iglesia
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Católica cooperó con el régimen de Hitler…
»En julio de 1933, cuando el Concordato obligó a los obispos a hacer un
juramento de lealtad al gobierno nazi, los campos de concentración ya estaban
operando… las citas compiladas por Guenter Lewy lo prueba
abrumadoramente. En ellas encontramos evidencias devastadoras sobre
personas importantes como el cardenal Faulhaber y el jesuita Gustav
Gundlach».[4]
Realmente no hay argumento que pueda refutar esta cantidad de pruebas sobre la
culpabilidad del Vaticano y de los jesuitas. Su ayuda fue la principal fuerza que
permitió el rápido ascenso de Hitler al poder, quien juntamente con Mussolini y
Franco —a pesar de las apariencias— eran sólo peones para la guerra que el Vaticano
y sus jesuitas manipulaban.
Los turiferario s del Vaticano deben bajar la cabeza avergonzados cuando un
miembro del parlamento italiano exclama: “Las manos del papa están bañadas de
sangre” (discurso que Laura Díaz, miembro del parlamento por Livourne, presentó en
Ortona el 15 de abril de 1946), o cuando los estudiantes de la Universidad de Cardiff
escogen este tema para una conferencia: “¿Se debería juzgar al papa como criminal
de guerra?” (La Croix, 2 de abril de 1946).
* * *
El papa Juan XXIII, refiriéndose a los jesuitas, dijo: “Perseveren, amados hijos,
en las actividades por cuyos méritos ya son conocidos… Así alegrarán a la iglesia y
crecerán con incansable ardor: el camino del justo es como la luz de la aurora… Que
esa luz crezca e ilumine la formación de los adolescentes… De ese modo ayudaran a
cumplir nuestros deseos e intereses espirituales… De todo corazón damos nuestra
bendición apostólica a vuestro Superior General, a ustedes y a sus coadjutores, ya
todos los miembros de la Sociedad de Jesús”.[5]
El papa Paulo VI dijo:
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»Declarado en Roma, cerca de San Pedro, el 20 de agosto de 1964,
durante su segundo año como papa».[6]
* * *
* * *
Nuestro deseo es que este libro le revele la verdadera naturaleza del amo romano,
cuyas palabras son tan “dulces” como feroces son sus hechos secretos.
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PARTE I
La Fundación de la Orden Jesuita
Ignacio de Loyola >>
Los «Ejercicios Espirituales» >>
La fundación de la Compañía >>
El espíritu de la Orden >>
Los privilegios de la Compañía >>
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Capítulo 1
Ignacio de Loyola
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causara un colapso nervioso. El “don de lágrimas” que se le concedió “en
abundancia”, y que sus biógrafos piadosos vieron como un favor de lo alto, quizá
sólo fue resultado de su naturaleza sumamente emocional, afectándolo cada vez más.
Mientras yacía herido y en dolor, sólo se entretenía leyendo La Vida de Cristo y
La Vida de los Santos, los únicos libros que halló en el castillo.
Puesto que prácticamente carecía de educación y sufría aún los efectos de su
tragedia, la angustia de la pasión de Cristo y el martirio de los santos dejaron en él un
impacto imborrable. Esta obsesión llevó al guerrero inválido hacia el camino del
apostolado.
«Él dejaba a un lado los libros y soñaba despierto. Era un caso claro de ese
juego imaginario de la niñez que continúa en los años de la edad adulta… Si
permitimos que esto invada el área de lo síquico, resulta en neurosis y
abandono de la voluntad; ¡lo real llega a ser secundario!».[4]
A primera vista, tal diagnóstico no parece aplicarse al fundador de esa Orden tan
activa, ni a otros “grandes místicos” y creadores de sociedades religiosas que, al
parecer, poseían una enorme capacidad organizativa. Sin embargo, vemos que
ninguno de ellos podía resistir su imaginación extremadamente activa y, para ellos, lo
imposible llega a ser posible.
Al respecto, el mismo autor dice: «Quisiera señalar el resultado obvio cuando
alguien, poseedor de una inteligencia brillante, practica el misticismo. La mente débil
que cede al misticismo está en terreno peligroso, pero el místico inteligente
constituye un peligro aún mayor porque su intelecto trabaja en forma más amplia y
profunda… Cuando en una inteligencia activa el mito toma control de la realidad, se
convierte en mero fanatismo, una infección de la voluntad que sufre de aumento
parcial o distorsión».[5]
Ignacio de Loyola fue un ejemplo perfecto del “misticismo activo” y la
“distorsión de la voluntad”. No obstante, la transformación del caballero-guerrero en
“general” de la Orden más militante de la Iglesia Romana, fue lenta. Antes de
encontrar su verdadera vocación, dio muchos pasos vacilantes.
Nuestro objetivo no es examinar cada etapa, sino recordar los puntos principales:
en la primavera de 1522 salió del castillo ancestral, decidido a ser un santo semejante
a aquellos de cuyas hazañas inspiradoras había leído en el gran volumen “gótico”.
Además, ¿no se le había aparecido la Virgen una noche, llevando en sus brazos al
Niño Jesús? Después de hacer una confesión total en el monasterio de Montserrat,
planeaba ir a Jerusalén. Pero, debido a la peste en Barcelona y el cierre del tráfico
marítimo, tuvo que permanecer en Manresa casi un año. Allí pasó mucho tiempo en
oración y súplica, en ayunos prolongados, flagelándose y practicando toda forma de
maceración, y presentándose ante el “tribunal de penitencias” aunque, al parecer, su
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confesión en Montserrat había durado tres días enteros. Una confesión tan exhaustiva
habría sido suficiente para un pecador menos concienzudo. Todo esto muestra el
estado mental y nervioso del hombre. Al fin, librándose de la obsesión con el pecado
al decidir que era una treta de Satanás, se dedicó por entero a las visiones variadas y
abundantes que acosaban su mente febril.
H. Boehmer dice: «Fue debido a una visión que él empezó a comer carne otra
vez. Una serie de visiones le revelaron los misterios del dogma católico y le ayudaron
a vivirlo en verdad. De esa manera, medita en la Trinidad considerando la forma de
un instrumento musical con tres cuerdas; en el misterio de la creación del mundo,
como “algo” nebuloso y una luz proveniente de un rayo solar; en el milagroso
descenso de Cristo en la eucaristía, como rayos de luz que entraban en el agua
consagrada cuando el sacerdote la sostenía mientras rezaba; en la naturaleza humana
de Cristo y la santa Virgen bajo la forma de un deslumbrante cuerpo blanco; y,
finalmente, en Satanás como una forma sinuosa y reluciente, similar a una multitud
de ojos misteriosos y centelleantes».[6] ¿No es éste el inicio de las conocidas
imágenes creadas por los jesuitas?
Boehmer añade que el profundo significado de los dogmas le fue revelado como
un favor especial de lo alto, mediante intuiciones transcendentales. «De pronto
comprendió con claridad muchos misterios de la fe y la ciencia; después aparentó
haber aprendido más en esos breves momentos que durante todos sus estudios. Sin
embargo, nunca pudo explicar cuáles eran los misterios que había comprendido
repentinamente. Sólo tenía un vago recuerdo, la sensación de algo milagroso, como si
en ese momento hubiera llegado a ser “otro hombre con otra inteligencia”».[7]
Todo eso pudo ser resultado de un trastorno nervioso, similar a la experiencia de
los que fuman opio y consumen hachís: incremento o extensión del ego, la ilusión de
estar elevándose por encima de lo real, una sensación brillante que deja sólo un
recuerdo confuso.
Las visiones e iluminaciones maravillosas fueron los compañeros constantes de
este místico durante toda su vida.
«Él jamás dudó de que esas revelaciones fueran reales. Perseguía a Satanás
con un palo como lo hubiera hecho con un perro bravo; le hablaba al Espíritu
Santo como se le habla a otra persona; pedía la aprobación de Dios, de la
Trinidad y de la Virgen en todos sus proyectos; y derramaba lágrimas de gozo
cuando ellos se le aparecían. En esas ocasiones experimentaba de antemano la
dicha celestial; los cielos se le abrían y la Deidad era visible y perceptible
para él».[8]
¿No es éste el caso perfecto de una persona alucinada? Esta Deidad perceptible y
visible es la misma que los hijos espirituales de Loyola ofrecerían constantemente al
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mundo, no sólo por razones políticas —apoyándose en la inclinación a la idolatría tan
arraigada en el corazón humano y elogiándola— sino también por convicción, por
haber sido muy bien adoctrinados. Desde el principio el misticismo medieval ha
predominado en la Sociedad de Jesús, y aún es lo que la motiva, a pesar de sus
evidentes aspectos mundanos, intelectuales y culturales. Su axioma básico es: “Todas
las cosas a todos los hombres”. Las artes, la literatura, la ciencia y aun la filosofía han
sido sólo medios o redes para atrapar almas, como las indulgencias fáciles otorgadas
por los casuistas, por cuyo relajamiento moral fueron reprobados con tanta
frecuencia. Para esta Orden, no existe ámbito alguno en el que sea imposible trabajar
en la debilidad humana, motivando al espíritu y a la voluntad a rendirse y retomar a
una devoción más tranquila y semejante a la de un niño. Por tanto, trabajan para
desarrollar el “reino de Dios” conforme a su ideal: un gran redil bajo el báculo del
Santo Padre. Parece extraño que hombres eruditos puedan tener un ideal tan
anacrónico, pero es innegable, y confirma una realidad que a menudo se pasa por
alto: la preeminencia de las emociones en la vida del espíritu. Además, Kant afirmó
que toda filosofía es tan solo la expresión del temperamento o carácter del filósofo.
Aparte de los métodos individuales, el “temperamento” jesuita parece ser más o
menos uniforme entre ellos. «Una combinación de piedad y diplomacia, ascetismo y
sabiduría del mundo, misticismo y cálculo frío; tal como era el carácter de Loyola, así
es la idiosincrasia de esta Orden».[9]
En primer lugar, todo jesuita eligió esta Orden debido a su propia disposición
natural; pero realmente llega a ser un “hijo” de Loyola después de pasar por pruebas
rigurosas y una educación sistemática que dura no menos de 14 años.
De esa forma, la paradoja de la Orden ha continuado por 400 años: una Orden que
se esfuerza por ser “intelectual”, pero que, a la vez, siempre ha defendido la
disposición más estricta dentro de la Iglesia Romana y la sociedad.
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Capítulo 2
Los Ejercicios Espirituales
«Ignacio comprendió, con más claridad que cualquier otro líder previo a él,
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que la mejor forma de elevar a un hombre a cierto ideal es convirtiéndose en
amo de su imaginación. ‹Inculcamos en él fuerzas espirituales que
difícilmente podrá eliminar después›, fuerzas más perdurables que todos los
principios y las doctrinas más sublimes. Estas fuerzas pueden salir a la
superficie nuevamente, a veces después de años en que ni siquiera se han
mencionado, y llegan a ser tan poderosas que la voluntad, incapaz de ponerles
obstáculos, tiene que seguir su irresistible impulso».[12]
Por tanto, el que se dedica a estos “Ejercicios”, no sólo tendrá que meditar en
todas las “verdades” del dogma católico, sino que deberá vivirlas y sentirlas con la
ayuda de un “director”. En otras palabras, deberá ver y revivir el misterio con la
mayor intensidad posible. La sensibilidad del candidato queda impregnada con estas
fuerzas, cuya persistencia en su memoria —y aun más en su subconsciente— será tan
poderosa como el esfuerzo que hizo para evocarlas y asimilarlas. Además de la vista,
los otros sentidos como el oído, el olfato, el gusto y el tacto desempeñarán su parte.
En resumen, es simplemente una auto sugestión controlada. Puede decirse que, frente
al candidato, se reviven la rebelión de los ángeles, la expulsión de Adán y Eva del
paraíso, el tribunal de Dios, y las escenas y fases en los evangelios acerca de la
Pasión. Escenas tiernas y felices se alternan con otras más sombrías, a un ritmo
diestramente arreglado. El infierno, por supuesto, ocupa el lugar prominente en ese
“mágico espectáculo de luces”, con el lago de fuego al que son arrojados los que han
sido condenados, con el horrendo concierto de gritos y el hedor atroz de azufre y
carne quemada. Sin embargo, Cristo está siempre presente allí, para sostener al
visionario que no sabe cómo darle gracias por no haberlo lanzado ya al infierno para
que pague sus pecados pasados. Edgar Quinet escribió:
«No sólo las visiones están previamente estructuradas; también están anotados
los suspiros, las inhalaciones y la respiración; las pausas y los intervalos de
silencio se indican como en una partitura. Si no me cree lo citaré: ‹La tercera
forma de orar, midiendo las palabras y los períodos de silencio›. Esta manera
particular de orar consiste en dejar fuera algunas palabras entre cada
respiración; más adelante dice: ‹Asegúrese de mantener intervalos iguales
entre cada respiración, cada sollozo y cada palabra› (Et paria anhelituum ac
vocum interstitia observet). Esto quiere decir que el hombre, esté inspirado o
no, se convierte en una máquina que debe suspirar, sollozar, gemir, llorar,
gritar o respirar en el momento exacto y en el orden que, según ha demostrado
la experiencia, son los más beneficiosos».[12a]
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listo para la instrucción y quebrantamiento subsecuentes.
Al referirse al creador de ese método tan alucinante, Quinet dice: «¿Sabe qué es
lo que lo distingue de todos los ascetas del pasado? El hecho de que podía observarse
y analizarse lógica y fríamente en ese estado de éxtasis, mientras que para los otros
aun la idea de reflexionar les era imposible.
»Imponiéndoles a sus discípulos acciones que para él eran espontáneas, con su
método necesitaba sólo 30 días para quebrantar la voluntad y el razonamiento, tal
como un jinete doma a su caballo. Él sólo requería de 30 días, triginta dies, para
someter un alma. Nótese que el jesuitismo se extendió junto con la Inquisición
moderna: mientras que la Inquisición dislocaba el cuerpo, los Ejercicios espirituales
quebrantaban los pensamientos bajo la máquina de Loyola».[12b]
En todo caso, uno no podría examinar su vida “espiritual” con mucha
profundidad, aun sin tener el honor de ser jesuita; los métodos de Loyola deben
recomendarse a los fieles y a los clérigos en particular, como nos lo recuerdan
comentaristas como el R. P. Pinard de la Boullaye, autor de Oración mental para
todos. Esta obra, inspirada por Ignacio y una ayuda valiosa para el alma, tendría —
pensamos nosotros— un título más explícito si dijera “alienación” en vez de
“oración”.
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Capítulo 3
La Fundación de la Compañía
Esta confianza estaba totalmente justificada. Durante las tres sesiones del
concilio, que concluyó en 1562, los jesuitas —y Laínez en particular, con su devoto
amigo, el cardenal Morone— se convirtieron en hábiles e incansables defensores de
la autoridad pontificia y la intangibilidad del dogma. Mediante sus astutas maniobras
y dialéctica, vencieron a la oposición y todas las propuestas “herejes”, incluyendo el
matrimonio de los sacerdotes, la comunión con el uso de los dos elementos, el
empleo del idioma local en los servicios y, en especial, la reforma del papado. En la
agenda sólo se mantuvo la reforma de los conventos. Laínez mismo, con un poderoso
contraataque, defendió la infalibilidad papal que el Concilio Vaticano promulgó tres
siglos después.[13] Gracias a las acciones firmes de los jesuitas, la Santa Sede salió
fortalecida de la crisis en la que casi fue derrotada. Por tanto, los términos que Pablo
ni escogió para describir a esta nueva Orden, en su Bula de Autorización, se
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justificaban ampliamente: “Regimen Ecclesiae militantis”.
El espíritu de lucha continuó creciendo con el paso del tiempo, porque además de
las misiones en países extranjeros, las actividades de los hijos de Loyola empezaron a
enfocarse en las almas de los hombres, especialmente entre las clases gobernantes. La
política es su principal campo de acción, ya que todos los esfuerzos de estos
“directores” se concentran en un objetivo: la sujeción del mundo al papado y, para
lograrlo, primeramente las “cabezas” deben ser conquistadas. ¿Cómo se puede
alcanzar este ideal? Con dos armas importantes: ser los· confesores de los poderosos
y de aquellos que están en puestos elevados, y la educación de sus hijos. De este
modo, se asegura el presente mientras se prepara el futuro.
La Santa Sede pronto se dio cuenta de la fuerza que aportaría la nueva Orden. Al
principio, el número de miembros se había limitado a 60, pero esta restricción se
anuló de inmediato. Cuando falleció Ignacio, en 1556, sus hijos estaban trabajando
entre los paganos en la India, China, Japón y el Nuevo Mundo, pero también y
especialmente en Europa: Francia, Alemania del sur y occidental —donde lucharon
contra la “herejía”—, España, Portugal, Italia y aun Inglaterra, introduciéndose a
través de Irlanda. Su historia, llena de vicisitudes, trata de una red “romana” que
constantemente tratan de extender por el mundo, cuyos nexos siempre se rompen y se
restauran.
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Capítulo 4
El Espíritu de la Orden
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permiten dudar de su verdadero significado. Además, entre los jesuitas no sólo la
voluntad, sino también el razonamiento y los escrúpulos morales deben sacrificarse
para dar lugar a la virtud primordial de la obediencia, que, según Borgia, es “la
muralla más fuerte de la Sociedad”.
Loyola escribió: «Estemos convencidos de que todo es bueno y correcto cuando
lo ordena el superior». También declaró: «Incluso si Dios les diera un animal sin
raciocinio como señor, no vacilarán en obedecerle como amo y guía, porque Dios
ordenó que así fuera».
Hay algo aún mejor: el jesuita debe ver en su superior no a un hombre falible,
sino a Cristo mismo. J. Huber, profesor de teología católica en Munich y autor de una
de las obras más importantes acerca de los jesuitas, escribió: «He aquí un hecho
comprobado: las Constituciones repiten 500 veces que uno debe ver a Cristo en la
persona del General».[15]
La disciplina de la Orden, equiparada tan a menudo con la del ejército, es nada
entonces cuando se compara con la realidad. «La obediencia militar no es el
equivalente de la obediencia jesuita; ésta es más amplia porque controla al hombre
total, y no queda satisfecha, como la otra, con un acto externo, sino que requiere que
se sacrifique la voluntad y se deje de lado el criterio propio».[16]
Ignacio mismo, en su carta a los jesuitas portugueses, escribió: «Si la iglesia lo
dice, debemos ver lo negro como blanco».
Tales son el “pináculo de la libertad” y la “liberación de la esclavitud a uno
mismo”, alabados antes por el R. P. Rouquette. El jesuita en verdad se libera de sí
mismo al sujetarse totalmente a sus amos; toda duda o escrúpulo le serían imputados
como pecado. Boehmer escribe:
«En las adiciones a las Constituciones se aconseja a los superiores que, tal
como hizo Dios con Abraham, ordenen a los novicios que hagan cosas
aparentemente criminales para probados. Sin embargo, esas tentaciones deben
estar en proporción a la fortaleza de cada uno. No es difícil imaginar cuáles
podrían ser los resultados de tal educación».[17]
La vida de altibajos de la Orden —no hay un solo país del cual no haya sido
expulsada— da testimonio de que todos los gobiernos, aun los más católicos, vieron
esos peligros. Al introducir a hombres tan ciegamente devotos a su causa para
enseñar entre las clases altas, a la Compañía —defensora del universalismo y, por
tanto, del ultramontanismo— se le consideraba inevitablemente como una amenaza
para la autoridad civil, ya que la actividad de la Orden, por el simple hecho de su
vocación, se volcó cada vez más hacia la política.
En forma paralela, entre sus miembros se estaba formando lo que llamamos el
espíritu jesuita. No obstante, el fundador no había descuidado la aptitud, siendo
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inspirado principalmente por las necesidades de las “misiones”, en el país y fuera de
él. En su Sententiae asceticae escribió: «Una cautela sagaz junto con una pureza
mediocre es mejor que una pureza mayor con una aptitud menos perfecta. Un buen
pastor de almas tiene que saber cómo ignorar muchas cosas y pretender que no las
entiende. Una vez que sea amo de las voluntades, podrá guiar sabiamente a sus
estudiantes a donde él elija. La gente está totalmente absorta por intereses pasajeros,
por lo que no debemos hablarles muy directamente acerca de sus almas: sería lanzar
el anzuelo sin la carnada».
Se declaraba enfáticamente aun la expresión que se deseaba en los hijos de
Loyola: «Deben mantener la cabeza ligeramente baja, sin girar a la izquierda ni a la
derecha; no deben mirar arriba, y cuando le hablen a alguien, no deben mirarlo
directo a los ojos sino sólo indirectamente»[18].
Los sucesores de Loyola retuvieron muy bien esta lección en su memoria,
aplicándola extensamente para lograr sus planes.
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Capítulo 5
Los Privilegios de la Compañía
Después de 1558, Laínez, el ingenioso táctico del Concilio de Trento, fue nombrado
general de la congregación con la facultad para organizar la Orden como fuera
inspirado. Las Declaraciones que redactó con Salmerón se agregaron a las
Constituciones, formando un comentario; ellos acentuaron aún más el despotismo del
general electo con carácter vitalicio. Un monitor, un procurador y asistentes, que
también residían en Roma, lo ayudaban generalmente a administrar la Orden,
dividida entonces en cinco congregaciones: Italia, Alemania, Francia, España, e
Inglaterra y Estados Unidos. Estas congregaciones, a su vez, se dividían en provincias
que agrupaban las diferentes instituciones de la Orden. Sólo el monitor (o supervisor)
y los asistentes eran nominados por la congregación. El general nombraba a los
demás oficiales, promulgaba ordenanzas que no debían modificar las Constituciones,
administraba las finanzas de la Orden conforme a sus propios deseos, y dirigía las
actividades de la misma respondiendo por ello únicamente ante el papa.
A esta milicia —tan firmemente unida en las manos de su líder, y que necesitaba
la mayor autonomía para que sus acciones fueran, eficaces—, el papa le concedió
privilegios que quizá les parecían exorbitantes a otras órdenes religiosas.
Debido a sus Constituciones, los jesuitas estaban exentos de la regla de
aislamiento que se aplicaba a la vida monástica en general. En realidad eran monjes
que vivían “en el mundo” y, en lo externo, nada los distinguía del clero secular. Pero,
a diferencia de éste y de otras congregaciones religiosas, no estaban sujetos a la
autoridad del obispo. Ya desde 1545, una bula de Pablo III les permitió predicar,
escuchar confesiones, dispensar los sacramentos y decir misa; es decir, podían ejercer
su ministerio sin tener que referirse al obispo. Lo único que no podían hacer era
oficiar matrimonios.
Tenían poder para dar la absolución, para cambiar los votos por otros que se
pudieran cumplir más fácilmente, o incluso cancelarlos.
Gastón Bally escribe:
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causadas a otras personas, crimen, asesinato… siempre y cuando estos hechos
malvados no se conozcan públicamente y sean causa de escándalo».[19]
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PARTE II
Los Jesuitas en Europa
en los siglos XVI y XVII
Italia, Portugal y España >>
Alemania >>
Suiza >>
Polonia y Rusia >>
Suecia e Inglaterra >>
Francia >>
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Capítulo 1
Italia, Portugal y España
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recomendaba la exterminación por fuego de los pastores herejes como un acto
necesario y santo».[5]
En los siglos XVI y XVII, los jesuitas eran poderosos en Parma, en la corte de los
Farnese, así como en Nápoles. Pero el 14 de mayo de 1606 los expulsaron de Venecia
—donde se les había colmado de favores—, por considerarlos como «los más fieles
siervos y portavoces del papa».
Sin embargo, en 1656 les permitieron volver, pero su influencia en la república
sólo fue una sombra de la que habían tenido en el pasado.
Portugal fue un país favorito de la Orden. «Estando bajo Juan III (1521-1559), era
ya la comunidad religiosa más poderosa en el reino».[6] Su influencia creció aún más
tras la revolución de 1640, que puso a los Braganza en el trono. «Bajo el primer rey
de la casa de Braganza, el padre Fernández fue miembro del gobierno; además, fue el
consejero, más escuchado por la reina regente Luisa mientras Alfonso VI era menor
de edad. El padre De Ville logró derrocar a Alfonso VI en 1667, y el nuevo rey, Pedro
II, ese mismo año nombró al padre Emmanuel Fernández como su representante en
las “Cortes”… Aunque los Padres no cumplían deberes públicos en el reino, eran más
poderosos en Portugal que en cualquier otra nación. No eran sólo consejeros
espirituales de la familia real, sino que el rey y sus ministros les consultaban en toda
situación importante. Por uno de sus testimonios sabemos que, sin su consentimiento,
nadie podía obtener cargo alguno en la administración del estado y de la iglesia; a tal
grado que el clero, las clases altas y la gente disputaban entre sí para ganarse el favor
y la aprobación de ellos. La política extranjera estaba también bajo su influencia.
Cualquier persona perspicaz podía darse cuenta de que esa situación no beneficiaba al
reino».[7]
Los resultados se ven en el estado de decadencia en el que cayó esa tierra
desafortunada. A mediados del siglo XVIII, se requirió de toda la energía y perspicacia
del marqués de Pombal para librar a Portugal del control mortal de la Orden.
En España la penetración de la Orden fue más lenta. Por mucho tiempo el clero
superior y los dominicos se opusieron a ella. Aun los reyes Carlos V y Felipe II,
aunque aceptaban los servicios de estos soldados del papa, desconfiaban de ellos y
temían que invadieran su autoridad. No obstante, con mucha astucia la Orden
finalmente venció la resistencia. «En el siglo XVII tenían todo poder entre las clases
altas y en la corte de España. El padre Neidhart, ex oficial de la caballería alemana,
incluso gobernó el reino como Consejero de Estado, Primer Ministro y Gran
Inquisidor… En España y en Portugal, la ruina del reino coincidió con el apogeo de
la Orden…»[8]
Edgar Quinet dijo lo siguiente:
«Dondequiera que muere una dinastía, puedo ver que se levanta y se para tras
ella una especie de genio malo, una de esas figuras sombrías que son los
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confesores, atrayéndola en forma gentil y paternal hacia la muerte».[9]
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Capítulo 2
Alemania
Al leer lo siguiente, se puede juzgar el estado mental que los Padres introdujeron
a esta fortaleza de fe:
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«El jesuita Mayrhofer, de Ingolstadt, en su Espejo del Predicador enseñó:
“No se nos juzgará si demandamos la muerte de los protestantes, así como no
se nos juzgaría si pidiéramos la pena capital para ladrones, asesinos,
falsificadores y revolucionarios”».[15]
«Tan pronto como los Padres llegaron a Baviera, su actitud hacia los
protestantes y a quienes los apoyaban se tomó más severa. Desde 1563
expulsó sin piedad a los reincidentes, y no mostró misericordia hacia los
anabaptistas, que fueron ahogados, quemados, encarcelados y encadenados,
actos alabados por el jesuita Agricola… A pesar de esto, tuvo que desaparecer
toda una generación de hombres antes de que la persecución se considerara
totalmente exitosa. Aun en 1586, los anabaptistas moravos lograron esconder
del duque Guillaume a 600 víctimas. Este ejemplo prueba que no sólo cientos,
sino miles de personas se vieron forzadas a huir, siendo una terrible ruptura en
un país poco poblado.
»Pero —dijo Alberto V al concilio de la ciudad de Munich— debemos
poner el honor de Dios y la salvación de almas por encima de todo interés
temporal».[16]
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y, cuando estaba muriendo en 1590, hizo jurar a su hijo y sucesor, Ferdinando, que
continuaría el trabajo. En todo caso, Ferdinando estaba preparado para eso. «Durante
cinco años había sido discípulo de los jesuitas en Ingolstadt; además, tenía una
mentalidad tan estrecha que, para él, no existía tarea más noble que el
restablecimiento de la iglesia católica en los estados que había heredado. No le
interesaba si esta tarea beneficiaba o no a sus tierras. “Prefiero, —decía él—, reinar
sobre un país en ruinas que sobre uno que está condenado”».[18]
En 1617, el emperador coronó al archiduque Ferdinando como rey de Bohemia.
Influenciado por su confesor jesuita, Viller, Ferdinando de inmediato empezó a
combatir el protestantismo en su nuevo reino. Esto marcó el inicio de la sangrienta
guerra religiosa que, durante los siguientes 30 años, mantuvo en suspenso a Europa.
En 1618, cuando los trágicos sucesos en Praga dieron la señal para una franca
rebelión, el anciano emperador Matías primero trató de transigir, pero carecía del
poder suficiente como para que predominaran sus intenciones contra el rey
Ferdinando, quien estaba dominado por su confesor jesuita; por tanto, se perdió la
última esperanza de resolver el conflicto en forma amistosa. Al mismo tiempo, las
tierras de Bohemia habían tomado medidas especiales, decretando solemnemente que
se debía expulsar a todos los jesuitas, puesto que los veían como promotores de la
guerra civil».[19]
Pronto Moravia y Silesia siguieron ese ejemplo, y los protestantes de Hungría —
donde el jesuita Pazmany gobernaba con vara de hierro— también se rebelaron. Pero,
en la batalla de la montaña Blanca (1620) venció Ferdinando, a quien habían hecho
emperador otra vez tras la muerte de Matías.
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asegurándoles a los alemanes protestantes los mismos derechos políticos que
disfrutaban los católicos, los jesuitas hicieron lo posible para continuar la
pelea; fue en vano».[20]
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Capítulo 3
Suiza
En el siglo XVII, los jesuitas lograron al fin establecerse en Suiza, habiendo sido
llamados y luego expulsados por algunas ciudades de la Confederación en la segunda
mitad del siglo XVI.
El arzobispo de Milán, Carlos Borromee, que había aprobado que se establecieran
en Lucerna en 1578, pronto comprendió cuáles serían las consecuencias de sus actos,
como nos lo recuerda J. Huber: Carlos Borromee le escribió a su confesor que la
Compañía de Jesús, gobernada por líderes que eran más políticos que religiosos, se
estaba volviendo demasiado poderosa como para preservar la moderación y sujeción
necesarias… Domina a reyes y príncipes, y gobierna sobre asuntos temporales y
espirituales; la institución piadosa ha perdido el espíritu que la animaba
originalmente; nos veremos forzados a abolirla».[22]
Al mismo tiempo, en Francia, el famoso experto legal Etienne Pasquier escribió:
Introduzcan esta Orden en nuestro medio, y también introducirán disensión, caos y
confusión».[23]
¿No es ésa la queja que se escuchaba en todos los países, una y otra vez? Fue la
misma que hubo en Suiza cuando, a través de la halagadora apariencia con que la
Compañía se cubría tan bien, se vio la evidencia de sus obras malvadas.
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»En 1712, se discutía respecto a la paz en Aarau. Lucerna y Uri ya la
habían aceptado cuando, por orden de Roma, los jesuitas hicieron lo posible
para revertir la situación. Negaban la absolución a todos los que se negaban a
tomar las armas. Proclamaban a todo volumen, desde sus púlpitos, que uno no
estaba obligado a cumplir su palabra si se la había dado a un hereje; a los
concejales moderados los impulsaban a sospechar y trataban de quitados de
sus cargos; y, en Lucerna, provocaron un amenazante levantamiento del
pueblo contra el gobierno, al grado que la autoridad suprema se resignó a
violar la paz. En esa lucha los católicos fueron derrotados y firmaron un
gravoso acuerdo de paz.
»Desde entonces la influencia de la Orden en Suiza fue disminuyendo
gradualmente».[24]
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Capítulo 4
Polonia y Rusia
En ningún otro territorio fue tan mortal la dominación jesuita como lo fue en
Polonia. Esto lo prueba el historiador moderado H. Boehmer, quien no muestra una
hostilidad sistemática contra la Sociedad.
Esto se escribió a fines del siglo XVIII; es muy similar a lo que el coronel Beck, ex
ministro de Asuntos Exteriores de Polonia (1932-1939) dijo después de la guerra de
1939-1945:
Por tanto, con varios siglos de separación, la misma influencia desastrosa había
dejado su marca una vez más en esa desafortunada nación.
Ya en 1581 el padre Possevino, legado pontificio en Moscú, había procurado que
el zar Iván el Terrible se uniera a la Iglesia Romana. Iván no estaba totalmente contra
ésta. Lleno de esperanza, en 1584 Possevino actuó como mediador del tratado de paz
de Kirewora Gora entre Rusia y Polonia, un acuerdo que salvó a Iván de dificultades
inextricables. Esto era precisamente lo que deseaba el astuto soberano. Después no se
habló más de la conversión de los rusos. Possevino tuvo que salir de Rusia sin haber
logrado nada. Dos años después, los Padres tuvieron una oportunidad aún mejor de
controlar a Rusia: Grischka Ostrepjew, un monje a quien habían obligado a colgar los
hábitos, le reveló a un jesuita que él era Demetrio, hijo del zar Iván que había sido
asesinado; y declaró que si ocupaba el trono de los zares, él pondría a Moscú bajo el
control de Roma. Sin pensarlo, los jesuitas se encargaron de presentar a Ostrepjew al
gobernante de Sandomir, quien le dio a su hija en matrimonio. Ellos hablaron en su
favor al rey Segismundo III y al Papa respecto a sus expectativas, y lograron que el
ejército polaco se levantara contra el zar Boris Godunov. Como recompensa por estos
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servicios, el falso Demetrio renunció a la religión de sus padres en Cracovia, uno de
los centros jesuitas, y le prometió a la Orden que se establecería en Moscú, cerca del
Kremlin, después de derrotar a Boris.
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Capítulo 5
Suecia e Inglaterra
«La Orden obtuvo otra gran victoria en Suecia 50 años después. La reina
Cristina —hija de Gustavo Adolfo, el último de los Vasas— se convirtió bajo
la enseñanza de dos profesores jesuitas, quienes habían llegado a Estocolmo
simulando ser nobles viajeros italianos. Pero, a fin de cambiar de religión sin
conflictos, ella tuvo que abdicar el 24 de junio de 1654».[29]
En Inglaterra, por otro lado, la situación parecía ser más favorable para la
Sociedad. Ésta podía abrigar la esperanza, al menos por un tiempo, de lograr que el
país volviera a estar bajo la jurisdicción de la Santa Sede.
Cuando la reina Isabel ascendió al trono en 1558, Irlanda aún era totalmente
católica, e Inglaterra en un 50 por ciento… En 1542, el Papa había enviado a
Salmerón y a Broet para evaluar la situación en Irlanda».[30]
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irlandés, provocado por Roma, había sido derrotado. Pero los jesuitas, que habían
llegado a Inglaterra en 1580, participaron en una gran asamblea católica en
Southwark.
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de Savoy estableció un colegio para los jesuitas, a donde llegaron de
inmediato 400 estudiantes en residencia. Una evidente camarilla de jesuitas
ocuparon el palacio…
»Todas estas circunstancias fueron la causa principal de la revolución de
1688. Los jesuitas tenían que actuar contra una corriente demasiado poderosa.
Para entonces, en Inglaterra había 20 protestantes por cada católico. El rey fue
derrocado; todos los miembros de la Compañía terminaron en prisión o fueron
ejecutados. Por algún tiempo, los jesuitas reiniciaron su trabajo de agentes
secretos, pero sólo fue una agitación fútil. Habían perdido la causa».[33]
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Capítulo 6
Francia
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Pero, este plan principal, que recibió tanta ayuda con la masacre de la noche del
24 de agosto de 1572, despertó un terrible odio fratricida.
Tres años después surgió la Liga, tras el asesinato del duque de Guise —llamado
“el rey de París”—, y la apelación a Su Muy Cristiana Majestad para que peleara
contra los protestantes.
«El astuto Enrique III hizo lo posible para evitar una guerra de religiones.
Poniéndose de acuerdo con Enrique de Navarra, reunieron a los protestantes y
a la mayoría de los católicos moderados para luchar contra París, la Liga y los
partidarios romanos fanáticos apoyados por España…».
«Los jesuitas, poderosos en París, protestaron que el rey de Francia se
había rendido a la herejía… El comité que dirigía a la Liga deliberó en la casa
de los jesuitas, en la calle San Antonio. ¿Estaba París bajo el dominio de
España? Era poco probable. ¿Lo controlaba la Liga? Ésta era sólo un
instrumento usado por manos capaces… La Compañía de Jesús que había
estado luchando en nombre de Roma por 30 años… era el amo secreto de
París».
«Enrique III fue asesinado. Puesto que el heredero era protestante, al
parecer el motivo no era político; pero ¿acaso quienes planearon el asesinato,
y persuadieron al jacobino Clement para que lo ejecutara, esperaban que la
Francia católica se levantara contra el heredero hugonote? Lo cierto es que el
jesuita Camelet llamó “ángel” a Clement; y el jesuita Guignard, que después
fue ejecutado en la horca, moldeaba la opinión de sus alumnos dándoles
textos tiranicidas como ejercicios de latín».[36]
Entre otras cosas, esos ejercicios decían: «Jacques Clement realizó un acto
meritorio inspirado por el Espíritu Santo… Si podemos librar guerra contra el rey,
hagámoslo; si no, matémoslo». También decían: «Cometimos un gran error en San
Bartolomé; deberíamos haber hecho que la vena real se desangrara».[37]
En 1592, Barriere —que intentó asesinar a Enrique IV— confesó que el padre
Varade, rector de los jesuitas en París, lo había persuadido para que lo hiciera. En
1594 lo intentó Jean Chatel, ex discípulo de los jesuitas, quienes escucharon su
confesión justo antes del atentado. Fue en esa ocasión cuando, en la casa del padre
Guignard, se encontraron los ejercicios escolares antes mencionados. «El sacerdote
fue ejecutado en la horca en Greve, mientras el rey confirmaba un edicto del
parlamento, desterrando del reino a los hijos de Loyola por “corromper a jóvenes,
perturbar la paz pública y ser enemigos del estado y la corona de Francia…”».
Sin embargo, el edicto no se cumplió totalmente. En 1603 el rey lo derogó,
actuando en contra del consejo del parlamento. Aquaviva, el general de los jesuitas,
actuó con astucia, haciendo creer a Enrique IV que la Orden, restablecida en Francia,
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serviría lealmente a los intereses nacionales. Siendo tan sutil, ¿cómo pudo creer el rey
que esos romanos fanáticos aceptarían el Edicto de Nantes (1498), que determinaba
los derechos de los protestantes en Francia, y peor aún, que apoyarían sus proyectos
contra España y el Emperador? La realidad es que Enrique IV escogió como confesor
y tutor de los Dauphin al padre Cotton, uno de los miembros más distinguidos de la
Compañía.[38] El 16 de mayo de 1610, en la víspera de su campaña contra Austria,
fue asesinado por Ravaillac, quien confesó haber recibido la inspiración de los
escritos de los padres Mariana y Suárez. Ambos aprobaban el asesinato de “tiranos”
herejes, o de quienes no eran suficientemente devotos a los intereses del papado. El
duque de Epernon, quien hizo que el rey leyera una carta mientras el asesino
esperaba, era amigo de los jesuitas, y Michelet probó que éstos sabían lo que se
planeaba hacer. «Momentos antes, Ravaillac se había confesado al jesuita d’Aubigny,
y cuando los jueces interrogaron al sacerdote, éste sólo respondió que Dios le había
dado el don de olvidar de inmediato lo que escuchaba en el confesionario».[38a]
El parlamento, persuadido de que Ravaillac había sido sólo el instrumento de la
Compañía, ordenó al verdugo que quemara el libro del padre Mariana.
«Afortunadamente Aquaviva aún estaba allí. Una vez más, este gran general
tramó todo bien; condenó con severidad la legitimidad del tiranicidio. La
Compañía siempre tenía autores que, en el silencio de sus estudios, exponían
la doctrina con toda su rectitud; también tenía grandes políticos que, cuando
era necesario, la cubrían con las máscaras apropiadas».[39]
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estaba cometiendo adulterio, el confesor cuidaba de no tocar el tema. Pronto toda la
familia real tenía sólo confesores jesuitas, y la influencia de éstos creció entre la alta
sociedad. Los sacerdotes de París atacaron en sus Escritos la moral disoluta de los
famosos casuistas de la Compañía, pero sin resultado. Pascal mismo, durante la gran
disputa teológica de aquel tiempo, intervino en vano a favor de los jansenistas.
En sus Cartas provinciales expuso al ridículo a los jesuitas, sus oponentes
extremadamente mundanos.
A pesar de eso, el lugar seguro que tenían en la corte les dio la victoria, mientras
que los de Puerto Real sucumbieron. La Orden obtuvo otra victoria para Roma, cuyas
consecuencias eran contrarias a los intereses nacionales. Por supuesto, aunque
tuvieron que aceptar la paz religiosa establecida por el Edicto de Nantes, continuaron
su guerra secreta contra los protestantes franceses. Al envejecer, Luis XIV se hizo
cada vez más intolerante, siguiendo la influencia de Madame de Maintenon y del
padre La Chaise, su confesor. En 1681, éstos lo persuadieron para reiniciar la
persecución contra los protestantes. Finalmente, el 17 de octubre de 1685, firmó la
Revocación del Edicto de Nantes, convirtiendo en criminales a los que rehusaban
aceptar la religión católica. Poco después, a fin de acelerar las conversiones,
surgieron los famosos “dragones”. Este nombre siniestro fue parte de todo intento
subsecuente para lograr conversiones por medio de fuego y cadenas. Mientras los
fanáticos vitoreaban, los protestantes huían en masa del reino. Según Marshal
Vauban, Francia perdió así a 400.000 habitantes y 60 millones de francos.
Fabricantes, comerciantes, dueños de barcos y diestros artesanos se fueron a otros
países, llevando el beneficio de sus habilidades.
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PARTE III
Misiones en el extranjero
India, Japón y China >>
Las Américas: El Estado jesuita de Paraguay >>
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Capítulo 1
India, Japón y China
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quien había convertido en Malaca. Los inicios no fueron muy promisorios. «Los
japoneses tienen su propio concepto de la muerte, son reservados y su pasado los ha
afirmado en el paganismo. Los adultos sonríen al mirar a esos hombres extraños, y
los niños los siguen para mofarse de ellos».[2]
Yagiro, siendo japonés, logró empezar una pequeña comunidad de 100
seguidores. Francisco Javier, en cambio, sin hablar bien el japonés, ni siquiera obtuvo
audiencia con el Mikado. Cuando él se fue del Japón, dos padres se quedaron allí y
tiempo después lograron la conversión de los daimios de Arima y Bungo. Cuando
este último hizo su decisión en 1578, lo había estado considerando por 27 años.
El siguiente año los Padres se establecieron en Nagasaki. Afirmaban haber
convertido a 100.000 japoneses. En 1587, la situación interna de la nación —
destruida por guerras entre clanes— cambió por completo. “Los jesuitas habían
sacado provecho de esa anarquía y de su estrecha relación con comerciantes
portugueses”.[3] Hideyoshi, que había nacido en la clase baja, usurpó el poder
atribuyéndose el título de Taikosarna. Él desconfió de la influencia política de los
jesuitas, de su asociación con los portugueses, y de su conexión con los grandes
vasallos guerreros, los samurai.
Por tanto, la joven iglesia católica japonesa fue perseguida violentamente. Seis
franciscanos y tres jesuitas fueron crucificados, muchos convertidos fueron
asesinados y la Orden fue expulsada del país.
Sin embargo, el decreto nunca se implementó y los jesuitas continuaron su
apostolado en secreto. Pero en 1614, al primer Shogún, Tokugawa Yagasu, le
inquietaron esas actividades ocultas y reinició la persecución. Además, los
holandeses habían ocupado el lugar de los portugueses en los negocios, por lo que el
gobierno los observaba muy de cerca. Una profunda desconfianza hacia los
extranjeros —eclesiásticos o laicos— inspiró desde entonces la conducta de los
líderes. En 1638, una rebelión de los cristianos de Nagasaki fue apagada con sangre.
Para los jesuitas, la aventura en el Japón había concluido, y así permaneció por
mucho tiempo.
En la notable obra de Lord Bertrand Russell, Ciencia y Religión, leemos lo
siguiente acerca de Francisco Javier, el hacedor de milagros: “Él y sus compañeros
escribieron muchas cartas extensas que se han conservado; en ellas relatan sus
labores, pero en ninguna de las que se escribieron durante su vida se mencionan
poderes milagrosos. José Acosta, el jesuita que se preocupó por los animales del
Perú, expresamente negó que esos misioneros hubieran contado con la ayuda de
milagros en su esfuerzo para convertir a los paganos. Pero, poco después de morir
Javier, empezaron a surgir numerosas historias de milagros. Se dijo que tenía don de
lenguas, aunque en sus cartas habló muchas veces de la dificultad para dominar el
idioma japonés o para encontrar buenos intérpretes.
»Se contaba que cuando sus amigos tuvieron sed en el mar, él había convertido el
agua salada en agua fresca. Cuando se le cayó el crucifijo al mar, un cangrejo se lo
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devolvió. Según una versión posterior, había lanzado el crucifijo al mar para calmar
una tempestad. Cuando fue canonizado en 1622, se había probado —para satisfacción
de las autoridades del Vaticano— que había hecho milagros, ya que sin éstos nadie
puede ser santo. El papa dio garantía oficial del don de lenguas; en especial, le
impresionó que Javier hubiera hecho arder las lámparas con agua bendita en vez de
aceite.
»Este papa, Urbano VIII, fue el mismo que rehusó creer las declaraciones de
Galileo. La leyenda siguió mejorando: una biografía escrita por el padre Bonhours,
publicada en 1682, dice que el santo resucitó a 14 personas a lo largo de su vida…
Autores católicos aún le atribuyen el don de milagros; en una biografía publicada en
1872, el padre Coleridge de la Sociedad de Jesús reiteró que Javier tenía el don de
lenguas».[4]
A juzgar por las hazañas mencionadas, san Francisco Javier bien merecía su
aureola.
En la China, los hijos de Loyola disfrutaron de una estadía prolongada y
favorable, con sólo algunas expulsiones; lograron esto con la condición de que
trabajarían principalmente como científicos, postrándose ante los milenarios ritos de
esta antigua civilización.
«El tema principal fue la meteorología. Francisco Javier ya sabía que los
japoneses ignoraban que la tierra era redonda, así que deseaban que les enseñara al
respecto y otros temas similares. En la China llegó a ser oficial y, puesto que los
chinos no eran fanáticos, la situación marchó pacíficamente». «Un italiano, el padre
Ricci, fue quien inició todo. Al llegar a Pekín, asumió el papel de astrónomo ante los
científicos chinos… La astronomía y las matemáticas eran importantes en las
instituciones chinas. Estas ciencias permitían al soberano establecer las fechas para
sus ceremonias religiosas y civiles… Ricci llevó información que lo hacía
indispensable, lo cual aprovechó para hablar del cristianismo… Mandó llamar a dos
Padres que enmendaron el calendario tradicional, estableciendo la armonía entre el
curso de las estrellas y los eventos terrenales. Ricci ayudó también en tareas menores;
por ejemplo, dibujó un mapa mural del imperio, en el que situó cuidadosamente a la
China en el centro del universo».[5]
Éste fue el trabajo principal de los jesuitas en el Imperio Celestial; en cuanto al
aspecto religioso de su misión, el interés de la gente en éste fue mínimo. Resulta
curioso que, en Pekín, los Padres se dedicaron a rectificar los errores astronómico s
de los chinos, mientras que en Roma, la Santa Sede persistió en condenar el sistema
de Copérnico hasta 1822. Aunque los chinos no mostraban inclinación por el
misticismo, en 1599 se abrió la primera iglesia católica en Pekín. Al morir Ricci, lo
remplazó un alemán, el padre Shall von Bell, un astrónomo que también publicó
tratados notables en el idioma chino. En 1644 recibió el título de “Presidente del
Tribunal de Matemáticas”, despertando celos entre los mandarines. Mientras tanto,
las comunidades cristianas se organizaron. En 1617 el emperador, previendo quizá los
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peligros de esta penetración pacífica, ordenó la salida de todos los extranjeros. Los
Padres fueron enviados en jaulas de madera a trabajar entre los portugueses de
Macao. Sin embargo, pronto les pidieron que volvieran por ser buenos astrónomos.
En realidad eran también buenos misioneros, con 41 residencias en la China, 159
iglesias y 257,000 miembros bautizados. Pero, una nueva reacción contra ellos causó
su expulsión, y el padre Shall fue condenado a muerte. No cabe duda de que él no
recibió esa sentencia únicamente por su trabajo de matemáticas. Un terremoto y el
incendio del palacio imperial, presentados astutamente como señal de la ira del cielo,
le salvó la vida; dos años después falleció en paz. No obstante, sus compañeros
tuvieron que salir de la China.
A pesar de todo, apreciaban tanto a los jesuitas que el emperador Kang-Hi se
sintió obligado a llamarlos otra vez en 1669, y ordenó que se celebrara un funeral
solemne para los restos de Iam Io Vam (Jean Adam Shall). Estos honores inusuales
fueron tan solo el principio de excepcionales favores.[6]
El padre belga Verbiest sucedió a Shall como director de misiones y del Instituto
Imperial de Matemáticas. Él le dio al Observatorio de Pekín los famosos
instrumentos, cuya precisión matemática fue ocultada con quimeras, dragones, etc.
Kang-Hi, “el déspota iluminado” que reinó por 61 años, apreció los servicios de aquel
científico que le dio sabios consejos, lo acompañó a la guerra e incluso administró
una fundición para cañones. Pero esta actividad profana y militar estaba dirigida “a la
mayor gloria de Dios”, como le recordó el Padre al emperador en una nota que le
envió antes de morir: «Señor, muero feliz porque usé casi cada momento de mi vida
para servir a Su Majestad. Pero oro a Él muy humildemente para que recuerde,
después de mi muerte, que mi objetivo en todo lo que hice fue conseguir un protector
para la religión más santa en el universo; y ese protector era usted, el más grande rey
en el oriente».[7]
Sin embargo, en la China así como en Malabar, esta religión no podía sobrevivir
sin alguna estratagema. Los jesuitas tuvieron que poner la doctrina romana al nivel de
los chinos, identificar a Dios con el cielo (“tien”) o con el “Chang-Ti” (emperador de
lo alto), mezclar los ritos católicos con los rituales chinos, aceptar las enseñanzas de
Confucio, la adoración a los ancestros, etc.
El papa Clemente XI, quien fue informado de todo esto por órdenes rivales,
condenó este “laxismo” doctrinal. Como resultado, quedó destruido todo el trabajo
misionero de los jesuitas en el Imperio Celestial.
Los sucesores de Kang-Hi prohibieron el cristianismo. Los últimos padres que
quedaron en la China murieron allí, y nunca los sustituyeron.
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Capítulo 2
Las Américas:
El Estado Jesuita de Paraguay
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guante de terciopelo”. Estas sociedades patriarcales deliberadamente ignoraban todas
las libertades.
«Todo lo que el cristiano posee y usa, la choza donde vive, los campos
que cultiva, el ganado que le provee alimento y vestimenta, las armas que
lleva, las herramientas con que trabaja, aun el único cuchillo de mesa que se
le da a cada pareja joven cuando establece su hogar, es “Tupambac”,
propiedad de Dios. Partiendo de este concepto, el “cristiano” no puede
disponer de su tiempo y de su persona libremente. El bebé que lacta está bajo
la protección de su madre. Tan pronto como puede caminar, está bajo el poder
del Padre o de sus agentes… Cuando la hija crece, aprende a hilar y usar el
telar. En el caso del hijo, aprende a leer y escribir, pero sólo en guaraní; el
español está prohibido para impedir el comercio con los criollos corruptos…
Tan pronto como una muchacha cumple 14 años y un muchacho cumple 16,
se les casa porque los Padres no desean vedas caer en algún pecado carnal…
Ninguno de ellos puede ser sacerdote, monje y menos aún jesuita…
Prácticamente no les queda ninguna libertad. Pero, respecto a lo material, es
obvio que están felices… En la mañana, después de misa, cada grupo de
trabajadores va cantando a los campos, uno tras otro, precedido por alguna
imagen sagrada. En la noche regresan a la villa de la misma manera, para
escuchar el catecismo o rezar el rosario. Los Padres también han pensado en
diversiones y recreaciones honestas para los “cristianos”…
«Los jesuitas los cuidan como padres; y, como padres también castigan los
más pequeños errores… El látigo, el ayuno, la prisión, exponerlos a la
vergüenza en la plaza principal, penitencia pública en la iglesia, éstos son los
castigos que usan… Así que, los hijos “rojos” de Paraguay no conocen otra
autoridad sino la de los buenos Padres. No tienen ni la vaga sospecha de que
el rey de España es su soberano».[8]
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mate allí mismo, encienda una fogata con la madera del arado y, con sus compañeros,
empiece a comerse la carne medio cocida hasta que no quede nada. Sabe que recibirá
25 latigazos por eso, pero sabe también que los Padres nunca lo dejarían morirse de
hambre».[9]
Un libro dice lo siguiente respecto a los castigos de los jesuitas: «El culpable,
vistiendo los atavíos de penitente, era escoltado a la iglesia donde confesaba su falta.
Luego era azotado en la plaza de acuerdo con el código penal… Los culpables
siempre recibían este castigo, no sólo sin murmuraciones, sino con gratitud … El
culpable, habiendo sido castigado y reconciliado, besaba la mano de aquel que lo
había golpeado, diciendo: “Que Dios te recompense por liberarme, mediante este leve
castigo, de los sufrimientos eternos que me amenazaban”».[10]
Después de leer esto, comprendemos la conclusión a la que llegó Boehmer: «Bajo
la disciplina de los Padres, muy poco se enriqueció la vida moral del guaraní. Éste se
convirtió en un católico devoto y supersticioso que veía milagros por doquier, y que
parecía disfrutar flagelándose hasta sangrar. Aprendió a obedecer y se apegó a los
Padres —que cuidaban muy bien de él— con una gratitud filial que, aunque no era
muy profunda, era tenaz. Este resultado deficiente prueba que existía un serio defecto
en los métodos educativos de los Padres. ¿Cuál fue? Que nunca trataron de
desarrollar en sus hijos indígenas las facultades inventivas, la necesidad de actividad
y el sentido de responsabilidad. Ellos mismos inventaban juegos y entretenimientos
para sus cristianos, y pensaban por ellos en vez de incentivarlos a pensar por sí
mismos. Simplemente sometieron a los que estaban bajo su cuidado a una
“instrucción” mecánica en vez de educarlos».[11]
¿Qué otra cosa podían hacer, si ellos mismos habían pasado por una “instrucción”
que duraba 14 años? ¿Podían enseñar a los guaraníes y a sus alumnos blancos a
“pensar por sí mismos”, cuando para ellos eso estaba terminantemente prohibido?
Las siguientes palabras no fueron escritas por un jesuita antiguo, sino uno
contemporáneo: «Él (el jesuita) no olvidará que la virtud característica de la
Compañía es obediencia total de la acción, la voluntad y aun el criterio… Todos los
superiores estarán obligados de la misma forma a otros superiores a ellos, y el Padre
General lo estará al Santo Padre… Se organizó así para otorgar a la Santa Sede una
autoridad universalmente eficaz, y san Ignacio estaba seguro de que la enseñanza y
educación conducirían a la Europa dividida para retomar a la unidad católica».
El padre Bonhours escribió que con la esperanza de “reformar al mundo”, él
había “adoptado en particular este medio: la instrucción de la juventud”.[12]
La educación de los nativos de Paraguay se realizó con los mismos principios que
los Padres aplicaron en el pasado, aplican ahora, y aplicarán a todos y en todo lugar.
Su meta —deplorada por Boehmer, pero considerada ideal por esos fanáticos— es: la
renuncia a todo criterio personal y a toda iniciativa, y una sujeción ciega a los
superiores. ¿No es éste el “pináculo de la libertad” y la “liberación de la esclavitud a
uno mismo”, alabada por el R. P. Rouquette como ya se mencionó?
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Los guaraníes fueron “liberados” en forma tan eficaz por el método jesuítico,
durante más de 150 años, que cuando sus maestros se fueron en el siglo XVIII, ellos
retornaron a sus selvas y a sus antiguas costumbres, como si nada hubiera sucedido.
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PARTE IV
Los Jesuitas en la Sociedad Europea
La enseñanza de los jesuitas >>
La moral de los jesuitas >>
El eclipse de la Compañía >>
El renacimiento de la Sociedad de Jesús en el siglo XIX >>
El Segundo Imperio y la Ley de Falloux - La guerra de 1870 >>
Los Jesuitas en Roma - El Syllabus >>
Los Jesuitas en Francia desde 1870 hasta 1885 >>
Los Jesuitas, el general Boulanger y el caso Dreyfus >>
Los años previos a la guerra: 1900-1914 >>
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Capítulo 1
La Enseñanza de los Jesuitas
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cuarto siglo se había inventado la historia de la casa de Loreto, una casa que,
al parecer, los ángeles habían llevado desde Palestina. Los jesuitas aceptaron
esa leyenda y la defendieron. Canisio llegó al extremo de mostrar cartas
supuestamente escritas por María y, gracias a la Orden, comenzó a llegar
mucho dinero a Loreto (como en el caso de Lourdes, Fátima, etc.).
»Los jesuitas presentaron toda clase de reliquias de la Madre de Dios.
Cuando llegaron a la iglesia de San Miguel, en Munich, ofrecieron para
veneración de los fieles algunos trozos del velo de María, varios mechones de
su cabello y pedazos de su peine; se instituyó un culto especial para adorar
esos objetos…».
«Esta adoración degeneró en manifestaciones inmorales y sensuales,
especialmente en los himnos que el padre Jacques Pontanus dedicó a la
Virgen. El poeta expresaba que no había nada más hermoso que el seno de
María, nada más dulce que su leche, y nada más agradable que su abdomen».
[6]
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En su Pietas quotidiana erga S. D. Mariam, el padre Pemble recomienda:
«Golpearnos o flagelarnos, ofreciendo cada golpe como sacrificio a Dios por medio
de María; tallar con un cuchillo el sagrado nombre de María en nuestro pecho;
cubrimos decentemente en la noche para no ofender la casta mirada de María; decirle
a la Virgen que usted estaría dispuesto a ofrecerle su lugar en el cielo si ella no
tuviera uno propio; desear no haber nacido jamás o preferir el infierno si María no
hubiera nacido; no comer jamás una manzana, como María había sido guardada del
error de probarla».[8]
Eso se escribió en 1764; pero, al mirar numerosas obras similares que se publican
hoy, vemos que, durante más de 200 años, esa idolatría sin control creció. El papa
Pío XII se distinguió por el derecho de propiedad sobre María. Y, bajo su gobierno,
gran parte de la Iglesia Romana siguió su ejemplo.
Además, los hijos de Loyola, que siempre ansían conformarse al espíritu de la
época, trataron también de acomodar estos asuntos medievales pueriles. Existen
varios tratados publicados por algunos de estos Padres, bajo el gran auspicio del
Centre National de la Recherche Scientifique (C.N.R.S.).
Si a esto añadimos los escapulario s multicolores con sus virtudes apropiadas, la
adoración a los santos, las imágenes, las reliquias, la defensa de los “milagros”, la
adoración del Sagrado Corazón, tendremos una idea del “misticismo” con el que “las
almas de los niños son impregnadas” mediante su contacto con maestros “que están
saturados con él”, como escribió el R. P. Charmot en 1943.
No existe otra manera de formar “cristianos elitistas”.
No obstante, para vencer en la lucha contra las universidades, los colegios jesuitas
tenían que expandir su enseñanza e incluir cursos seculares, ya que el Renacimiento
había despertado la sed de aprender. Sabemos que así lo hicieron, tomando las
precauciones necesarias para que tal aprendizaje no contradijera el objetivo de su
enseñanza: mantener las mentes en completa obediencia a la iglesia.
Por esa razón, sus alumnos son “rodeados” primero por esa “gran cadena de
oraciones”, las cuales no bastarían si al enseñar no eliminaran cuidadosamente toda
idea y espíritu heterodoxos. Por tanto, el griego y el latín (muy apreciado en estos
colegios) se estudiaban por su valor literario; en cuanto al pensamiento ortodoxo
“antiguo”, explicaban sólo lo suficiente como para establecer la llamada filosofía
escolástica superior. Los “humanistas” a los que estaban instruyendo podían
componer discursos y versos en latín, pero el único amo de sus pensamientos era
Tomás de Aquino, un monje del siglo XIII.
Veamos el Ratio Studiorum, tratado fundamental de la pedagogía jesuita que cita
el R. P. Charmot: «Descartaremos con cuidado los temas seculares que no favorezcan
la buena moral y la piedad. Compondremos poemas; pero nuestros poetas serán
cristianos, no seguidores de paganos que invocan a las musas, las ninfas de la
montaña, las ninfas del mar, Calíope, Apolo… u otros dioses y diosas. Además, si a
éstos se les menciona, que sea con el fin de caricaturizarlos, porque son sólo
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demonios».[9]
Así, todas las ciencias —y en especial las ciencias naturales— son “interpretadas”
de manera similar.
El R. P. Charmot ni siquiera trató de ocultado cuando habló del profesor jesuita en
1943: «Él enseña ciencias, no por estas mismas, sino sólo con el propósito de dar la
mayor gloria a Dios. Es la regla que san Ignacio estableció en sus Constituciones».[10]
También dijo: «Cuando hablamos de toda una cultura, no queremos decir que
enseñamos todos los temas y ciencias, sino que damos una educación literaria y
científica que no es puramente secular e impermeable a las luces de la Revelación».
[11]
La instrucción que daban los jesuitas, pues, estaba destinada a ser más llamativa
que profunda, o “formalista” como se le llama a menudo. «No creían en la libertad, lo
que resultó fatal para la enseñanza», escribió Boehmer.
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Capítulo 2
La Moral de los Jesuitas
Boehmer, a quien pertenece la frase recién citada, nos recuerda que la confesión
rara vez se realizaba durante la Edad Media; los fieles recurrían a ella sólo en casos
muy graves. Sin embargo, debido al carácter dominante de la Iglesia Romana, la
práctica fue extendiéndose. En el siglo XVI, la confesión se había convertido ya en un
deber religioso que tenían que cumplir diligentemente. Puesto que Ignacio la
consideraba muy importante, recomendó a sus discípulos que el mayor número
posible de fieles la observara con regularidad.
Este método tuvo resultados extraordinarios. Los confesores jesuitas pronto
recibieron la misma consideración dada a los profesores jesuitas, y todos veían el
confesionario como el símbolo del poder y la actividad de la Orden, al igual que el
cargo de catedrático y la gramática latina…
Boehmer escribió:
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«En el siglo XVII, estos confesores no sólo obtuvieron considerable
influencia política por doquier, sino que aceptaron funciones o cargos
políticos. Fue entonces cuando el padre Neidhart asumió la dirección de la
política española como Primer Ministro y Gran Inquisidor; el padre Fernández
tenía derecho a voz y voto en el Concilio de Portugal; el padre La Chaise y su
sucesor fueron ministros de Asuntos Eclesiásticos en la corte de Francia.
»Recordemos también el papel que desempeñaron los Padres en la política
general, incluso fuera del confesionario: el padre Possevino fue legado
pontificio en Suecia, Polonia y Rusia; el padre Petre fue ministro en
Inglaterra; el padre Vota fue consejero íntimo de Jean Sobieski de Polonia,
“creador de reyes” en ese país, y mediador cuando Prusia llegó a ser reino.
Debemos reconocer que ninguna otra orden mostró tanto interés y talento para
la política, ni estuvo tan activa en ella como la Orden Jesuita».[15]
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comete pecado mortal si teme serias desventajas o maltrato en caso de que rehúse
hacerlo. Si una joven está embarazada, se puede inducir el aborto si su falta es causa
de deshonra para ella o para un miembro del clero”.[16]
El padre Benzi se hizo famoso al declarar: «Tocar el seno de una monja es sólo
una ofensa leve». Por esta razón, los jesuitas recibieron el apodo de “teólogos
mamilares”.
Sin embargo, el famoso casuista Tomás Lanchz merece el premio por su tratado
De Matrimonio. Allí, el piadoso autor estudia en detalle todas las variedades del
“pecado carnal”.
Estudiemos ahora las máximas acerca de la política, en especial la legitimidad de
asesinar a “tiranos”, culpables de mostrarse tibios ante los sagrados intereses de la
Santa Sede. Boehmer declara: «Como acabamos de ver, no es difícil guardarse del
pecado mortal. Dependiendo de las circunstancias, sólo tenemos que usar los
excelentes medios permitidos por los Padres: “equivocación, reserva mental, la sutil
teoría de la dirección de las intenciones”; entonces, sin pecar, podremos cometer
actos que las masas ignorantes consideran criminales, pero en los que ni el Padre más
severo podrá hallar ni un átomo de pecado mortal».[17]
Entre las reglas jesuitas más criminales, examinemos la que despertó la máxima
indignación pública: «Está permitido que un monje o sacerdote mate a los que estén
dispuestos a difamarlo a él o a su comunidad».
La Orden, pues, se atribuye el derecho de eliminar a sus adversarios y a miembros
de la misma que, habiendo salido de ella, hablen demasiado. Esto lo encontramos en
la Teología del Padre L’Amy.
Hay otro caso en el que se aplica ese principio, ya que el mismo jesuita escribió
cínicamente: «Si un Padre, cediendo a la tentación, viola a una mujer y ella hace
público lo ocurrido, deshonrándolo así a él, ¡este mismo Padre puede matarla para
evitar la vergüenza!».
Otro hijo de Loyola, citado por “Le grand flambeau” Caramuel, opinó que debían
mantener y defender dicha regla: «El Padre puede usarla como excusa para matar a la
mujer y preservar así su honor».
Esta monstruosa teoría se usó para cubrir muchos crímenes cometidos por
eclesiásticos. En 1956 tal vez fue la razón, si no la causa, del lamentable amorío del
sacerdote de Uruffe.
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Capítulo 3
El Eclipse de la Compañía
Como podemos ver, la evangelización de los “hijos indígenas” era una buena
fuente de ingresos. Y, para obtener aun mayor ganancia, los Padres no titubeaban en
defraudar el tesoro del estado. La prueba es la conocida historia de las supuestas cajas
de chocolate que descargaron en Cádiz, que realmente estaban llenas de polvo de oro.
El obispo Palafox, a quien el papa Inocencio VIII envió como visitador
apostólico, le escribió en 1647: «Toda la riqueza de Sudamérica está en manos de los
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jesuitas».
Los asuntos financieros eran igualmente ventajosos. «En Roma, las arcas de la
Orden hacía pagos a la embajada portuguesa en nombre del gobierno de Portugal.
Cuando Augusto Le Fort fue a Polonia, a este monarca necesitado los Padres de
Viena le abrieron una cuenta de crédito con los jesuitas de Varsovia. En la China, los
Padres prestaban dinero a los comerciantes con intereses del 25, 50 y hasta 100 por
ciento»[20]
La vergonzosa codicia de la Orden, su moralidad relajada, sus incesantes intrigas
políticas y usurpación de las prerrogativas del clero secular y regular, provocaron por
doquier enemistad mortal y odio. La Sociedad se había desprestigiado totalmente
entre las clases más altas. En Francia, sus esfuerzos para mantener a la gente bajo una
piedad formalista y supersticiosa dio paso a la inevitable emancipación de las mentes.
No obstante, la prosperidad material de la Sociedad, sus cargos en las cortes y, en
especial, el apoyo de la Santa Sede a la cual consideraban inamovible, hicieron que
los jesuitas se sintieran seguros, aun en vísperas de su ruina. ¿No habían atravesado
ya otras tormentas? ¿No los habían expulsado unas 30 veces, desde el tiempo de su
fundación hasta mediados del siglo XVIII? Casi todas las veces, tarde o temprano,
recuperaron las posiciones que habían perdido.
Sin embargo, el nuevo eclipse que los amenazaba sería casi total, y esta vez
duraría más de 40 años.
Lo extraño es que el primer ataque contra la poderosa Sociedad provino de la
Portugal católica, uno de sus principales bastiones en Europa. Quizá una de las causas
de tal sublevación fue la influencia que ejerció Inglaterra sobre esa nación desde los
inicios del siglo.
Un tratado firmado entre España y Portugal en 1750 —para establecer los límites
en América— dio a los portugueses un vasto territorio al este del río Uruguay, donde
los jesuitas estaban trabajando. Como resultado, los Padres debían retirarse con sus
convertidos, dejando ese lado de la nueva frontera para dirigirse al territorio español.
Por tanto, armando a sus seguidores guaraníes, libraron una prolongada guerrilla y,
finalmente, quedaron como amos del territorio que le fue devuelto a España.
El marqués de Pombal, primer ministro de Portugal, se sintió insultado. Además,
este ex discípulo de los jesuitas no había conservado la “marca” característica de
ellos, inspirándose en filósofos franceses e ingleses, más que en sus antiguos
educadores. En 1757, expulsó a los confesores jesuitas de la familia real y prohibió
que los miembros de la Sociedad predicaran. Después de varias disputas, distribuyó
folletos al público —uno de los cuales fue Breve relato del reino de los jesuitas en el
Paraguay, del cual se habló mucho—, logró que el papa Benedicto XIV investigara
la conducta de ellos, y finalmente expulsó a la Sociedad de todos sus territorios.
Esto causó conmoción en Europa, sobre todo en Francia, donde poco después se
supo de la bancarrota del padre La Valette. Este “hombre de negocios”, que
administraba enormes transacciones de azúcar y café para la Compañía, se negó a
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pagar las deudas de los Padres. Esta decisión tuvo terribles consecuencias. El
Parlamento, no satisfecho con una condena civil, examinó las constituciones de la
Orden, declaró ilegal su establecimiento en Francia y condenó 24 obras de sus
autores principales.
El 6 de abril de 1762 se publicó una “declaración de arresto” (acusación) que
declaraba: «El mencionado Instituto es inadmisible en todo estado civilizado, ya que
su naturaleza es hostil a todas las autoridades espirituales y temporales. Bajo el
pretexto plausible de ser un instituto religioso, procura introducir en la iglesia y en los
estados, no una Orden deseosa de difundir la perfección evangélica, sino un cuerpo
político que trabaja incansablemente para usurpar toda autoridad, usando toda clase
de medios indirectos, secretos y deshonestos».
En conclusión, se describió la doctrina jesuita como «perversa; destructora de
todos los principios honestos y religiosos; ofensiva a la moral cristiana; perniciosa
para la sociedad civil; hostil a los derechos de la nación, al poder real, y aun a la
seguridad de los soberanos y la obediencia de sus súbditos; apropiada para provocar
los mayores disturbios en los estados, y para concebir y mantener la peor clase de
corrupción en los corazones humanos».
En Francia se confiscaron las propiedades de la Sociedad para beneficio de la
Corona. Además, a ninguno de sus miembros se le permitió permanecer en el reino, a
menos que renunciara a sus votos y jurara sujetarse a las reglas generales del clero
francés.
En Roma, el general de los jesuitas, Ricci, obtuvo del papa Clemente XIII una
bula que confirmaba los privilegios de la Orden y proclamaba su inocencia. Pero, era
demasiado tarde. En España, los Borbones prohibieron todos los establecimientos de
la Sociedad, tanto los metropolitanos como los de las colonias. Así terminó el estado
jesuita de Paraguay. Los gobiernos de Nápoles, Parma y aun el Gran Maestro de
Malta desterraron a los hijos de Loyola de sus territorios. Los 6.000 jesuitas que
estaban en España tuvieron una experiencia extraña después de haber sido llevados a
la prisión: «El rey Carlos III envió a todos los prisioneros al papa con una carta, en la
que decía que “los ponía bajo el sabio e inmediato control de Su Santidad”. Pero,
cuando iban a desembarcar en Civita Vecchia, los recibió el estruendo de un
cañonazo por orden de su propio general, quien ya debía cuidar de los jesuitas
portugueses y ni siquiera podía alimentarlos. Simplemente les encontraron un asilo en
malas condiciones en Córcega».[21]
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exclamó: “Me muero… ¡Es muy peligroso atacar a los jesuitas!”»[22]
«Los jesuitas sólo aparentaron sujetarse a este veredicto que los condenaba…
Escribieron innumerables folletos contra el papa, incitando a la rebelión;
difundieron mentiras y difamaron respecto a las supuestas atrocidades
cometidas cuando se les confiscaron sus propiedades de Roma».[23]
Ganganelli tenía razón. Pronto aparecieron letreros en las paredes del palacio, con
estas cinco letras: I.S.S.S.V. Todos se preguntaban qué significaban. Clement lo
comprendió de inmediato y declaró valientemente: «Significa: In Settembre, Sara
Sede Vacante (en septiembre la sede estará vacante, es decir, el Papa habrá muerto)».
[25]
Veamos otro testimonio. «“El papa Ganganelli no sobrevivió por mucho tiempo
después de la supresión de los jesuitas”, dijo Escipión de Ricci. “El informe de su
enfermedad y muerte, enviado a la corte de Madrid por el Ministro para España en
Roma, demostró que había sido envenenado. Hasta donde se sabe, ni los cardenales
ni el nuevo Papa investigaron el suceso. El culpable de tal acto abominable escapó así
del juicio del mundo, ¡pero no escapará de la justicia divina!”».[26]
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Mientras, la emperatriz de Austria, María Teresa, también había desterrado a los
jesuitas de todos sus estados. Sólo Federico de Prusia y Catalina II, emperatriz de
Rusia, los recibieron en sus países como educadores. Pero, en Prusia, sólo lograron
permanecer diez años, hasta 1786. Rusia les permitió quedarse más tiempo, pero
finalmente, por la misma razón, provocaron la animosidad del gobierno.
«La supresión del cisma y la unión de Rusia con el Papa los atrajeron como la
luz atrae a la polilla. Allí iniciaron un activo programa de propaganda en el
ejército y la aristocracia, y lucharon contra la Sociedad Bíblica creada por el
zar. Tuvieron algunos éxitos y lograron la conversión del príncipe Galitzine,
sobrino del Ministro de Religión. Por tanto, el zar intervino promulgando el
decreto del 20 de diciembre de 1815».[28]
Por supuesto, las causas del decreto, que expulsó a los jesuitas de San Petersburgo
y Moscú, fueron las mismas que en los otros países. «Nos dimos cuenta de que no
cumplían los deberes que se esperaba de ellos… En vez de vivir como habitantes
pacíficos en un país extranjero, perturbaban la religión griega que ha existido desde la
antigüedad, la religión predominante en nuestro imperio y sobre la cual descansa la
paz y felicidad de las naciones bajo nuestro cetro. Abusaron de la confianza que
lograron, alejando de nuestra religión a la juventud que se les había confiado y a las
mujeres inconstantes… No nos sorprende que hayan expulsado a esta Orden religiosa
de todos los países y que sus actos no sean tolerados en ningún lugar».[29]
En 1820, al fin se tomaron medidas generales para desterrarlos de todo Rusia.
Pero, por sucesos políticos que los favorecieron, una vez más se encontraban en
Europa occidental cuando el papa Pío VII restableció solemnemente su Orden en
1814.
Daniel-Rops, gran amigo de los jesuitas, expresa con claridad la importancia
política de esta decisión. Respecto a la “reaparición de los hijos de Loyola”, escribió:
«Era imposible no ver en ella un acto obvio de contrarrevolución».[30]
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Capítulo 4
El Renacimiento de la Sociedad de Jesús en el siglo XIX
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plantando cruces conmemorativas dondequiera que iba; muchas de éstas todavía
permanecen hoy. Incitaba a los creyentes a pelear contra los infieles y, llegó a hacerse
tan aborrecible que aun Montlosier, un legitimista muy católico, exclamó:
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«En los Estados Unidos, —escribió Fulop-Miller—, la Compañía ha
desplegado una actividad sistemática y fructífera por mucho tiempo, porque
ninguna ley la restringe. “No estoy contento con el renacimiento de los
jesuitas”, —escribió el ex presidente de la Unión, John Adams, a su sucesor,
Tomás Jefferson, en 1816—. “Muchos de ellos se presentarán bajo más
disfraces de los que haya usado jamás un jefe de los bohemios: como
impresores, escritores, editores, maestros de escuela, etc. Si alguna asociación
de personas ha merecido condenación eterna en esta tierra y en el infierno, es
esta Sociedad de Loyola. Sin embargo, debido a nuestro sistema de libertad
religiosa, sólo podemos ofrecerles refugio”. Jefferson respondió a su
predecesor: “Como usted, me opongo al restablecimiento de los jesuitas, que
hace que la luz dé paso a las tinieblas”».[33]
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Capítulo 5
El Segundo Imperio y la Ley de Falloux
—La Guerra de 1870
También dijo: «El clero dejará de ser ultramontano tan pronto como se le obligue
a educarse como en el pasado, manteniéndose al día y mezclándose con la gente,
obteniendo su educación de las mismas fuentes que el público en general».
Refiriéndose a la forma en que los sacerdotes alemanes se capacitaban, el autor
aclara sus ideas diciendo: «En vez de aislarlos del resto del mundo desde la niñez,
inculcándoles en los seminarios el odio hacia la sociedad en la que deben vivir,
aprenderían desde temprano a ser ciudadanos antes que sacerdotes».[34]
Esto no fortaleció el clericalismo político del futuro soberano, que era entonces
un “Carbonari”. Pero, la ambición de ascender al trono pronto lo hizo más dócil hacia
Roma. ¿No había sido Roma la que lo había ayudado a subir el primer peldaño?
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gran reforma legislativa de la educación primaria y secundaria”… Durante la
discusión, Cousin se toma la libertad de declarar que quizá la Iglesia esté
errada al unir su destino con los jesuitas. El monseñor Dupanloup defiende
firmemente a la Sociedad… Se estaba preparando una ley sobre la enseñanza
que “compensaría” a los jesuitas. En el pasado se protegió al Estado y a la
Universidad de las invasiones jesuitas. Estábamos equivocados y fuimos
injustos. Demandábamos que el Gobierno aplicara sus leyes contra estos
agentes de un gobierno extranjero y les pedimos perdón por eso. Ellos son
buenos ciudadanos a quienes se difamó y juzgó mal; ¿qué podemos hacer para
mostrarles el respeto y aprecio que merecen?
»Poner en sus manos la enseñanza de las generaciones jóvenes».
«De hecho, ése es el objetivo de la ley del 15 de marzo de 1850. Esta ley
nombra un concilio superior para la Instrucción Pública en el que domina el
clero (art. 1); convierte a los miembros del clero en maestros de escuelas (art.
44); le da a las asociaciones religiosas el derecho de crear escuelas libres, sin
dar explicaciones sobre congregaciones no autorizadas (jesuitas) (art. 17, 2);
las cartas de obediencia serían sus diplomas (art. 49). Barthelemy Saint-
Rilaire trata, en vano, de mostrar que el propósito de los autores del proyecto
es darle al clero el monopolio, y que esta ley sería fatal para la Universidad…
Victor Ruga exclama también en vano: “Esta leyes un monopolio en las
manos de los que tratan que la enseñanza salga de la sacristía y que el
gobierno salga del confesionario”».[35]
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paradoja, la república francesa, de común acuerdo con los austríacos y el rey de
Nápoles, pusieron en el trono otra vez al soberano no deseado.
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de Crimea se consideró como complemento a la expedición romana… El clero la
elogió, admirado por el fervor religioso de las tropas que sitiaron Sebastopol. Saint
Beuve relató en forma conmovedora cómo Napoleón III había enviado una imagen de
la Virgen a la flota francesa»[39]
¿Cuál fue la expedición que despertó el entusiasmo del clero? Pablo Leon,
miembro del Instituto, explica: «Una disputa entre monjes revivió el problema del
oriente. Surgió por rivalidades entre la iglesia latina y la ortodoxa respecto a la
protección de los lugares sagrados (en Palestina). ¿Quiénes cuidarían de las iglesias
de Belén, quiénes tendrían las llaves y dirigirían el trabajo? ¿Por qué asuntos tan
pequeños causaron pugnas entre dos grandes imperios?… Sin embargo, detrás de los
monjes latinos estaba el partido católico francés, que contaba con antiguos privilegios
y apoyaba al nuevo régimen; y detrás de las crecientes demandas de la Iglesia
Ortodoxa, que había crecido numéricamente, estaba la influencia rusa».[40]
El zar pidió protección de la Iglesia Ortodoxa, a la que él debía brindar seguridad;
para ponerla en efecto, pidió autorización para que su flota usara el paso de
Dardanelos. Inglaterra, apoyada por Francia, negó el permiso y estalló la guerra.
«Francia e Inglaterra sólo podían llegar al zar por el mar Negro y la alianza
turca… Desde ese momento, la guerra de Rusia se convirtió en la guerra de
Crimea, centrándose por completo en sitiar a Sebastopol un episodio costoso
sin resultados positivos. Batallas sangrientas, epidemias mortales y
sufrimientos inhumanos le costaron a Francia 100.000 muertos».[41]
Debemos indicar que esos 100.000 muertos fueron soldados de Cristo y gloriosos
“mártires de la fe”, según el monseñor Sibour, arzobispo de París, quien declaró en
ese tiempo: «La guerra de Crimea entre Francia y Rusia no es política, sino una
guerra santa. No se trata de un estado que lucha contra otro estado; personas que
pelean contra otras personas, sino una guerra religiosa, una Cruzada».[42]
Tal admisión no es ambigua. ¿No se oyó lo mismo durante la ocupación alemana,
explicada en términos idénticos por los prelados de Su Santidad Pío XII y por Pierre
Laval mismo, presidente del Concilio de Vichy?
En 1863 se realizó la expedición a México. ¿Cuál era el objetivo? Transformar
una república seglar en Imperio, y ofrecérsela a Maximiliano, archiduque de Austria.
Siendo Austria el principal pilar del papado, el objetivo era también levantar una
barrera para detener la influencia de los Estados Unidos —un país protestante—
sobre los países sudamericanos, baluartes de la Iglesia Romana.
Alberto Bayet escribió sagazmente: «El propósito de la guerra es establecer un
imperio católico en México y acortar el derecho del pueblo a gobernarse; como en la
campaña sitia y las dos campañas en la China, sirve especialmente a los intereses
católicos».[43]
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Como sabemos, en 1867, después que el ejército francés se embarcó otra vez,
Maximiliano —desafortunado defensor de la Santa Sede— fue tomado prisionero
cuando Querétaro se rindió y lo mataron de un tiro. Eso abrió el camino para una
república, con el victorioso Juárez como presidente.
No obstante, Francia pagaría otra vez, y mucho más caro, por el apoyo político
del Vaticano para lograr el trono imperial. Mientras el ejército francés derramaba su
sangre en las cuatro esquinas del mundo, debilitándose cada vez más al defender
intereses ajenos, Prusia, bajo la pesada mano del futuro “canciller de hierro”,
expandía su poderío militar para unir a los estados germanos en un solo bloque.
Austria fue la primera víctima de su voluntad y poder. Después de llegar a un acuerdo
con Prusia, que capturaría a la duquesa danesa de Schleswig y Holstein, Austria fue
engañada por su cómplice. La guerra que estalló fue ganada por Prusia en Sadowa, el
3 de julio de 1866. Fue un golpe terrible para la antigua monarquía de los Hapsburg
que estaba decayendo. El golpe fue igualmente duro para el Vaticano, ya que por
mucho tiempo Austria había sido su fiel baluarte en las tierras germánicas. A partir de
ese momento, la Prusia protestante ejercería su hegemonía sobre ellos, a menos que la
Iglesia Romana encontrara un “brazo secular” capaz de detener por completo la
expansión del poder “hereje”.
Pero ¿quién podía desempeñar ese papel en Europa, aparte del imperio francés?
Napoleón III, “el hombre enviado por la Providencia”, tendría el honor de vengar a
Sadowa. El ejército francés no estaba listo. «La artillería es anticuada. Nuestros
cañones aún hay que cargarlos por la boca», escribió Rothan, el ministro francés en
Francfort que veía el inminente desastre. «Prusia sabe que es superior y que no
estamos preparados», agregó como muchos otros observadores. Los instigadores de
la guerra no estaban preocupados. La candidatura de un príncipe de la dinastía
Hohenzollern, para ocupar el trono vacante de España, fue la excusa para esa guerra;
además, Bismark la deseaba. Cuando falsificó el despacho de Ems, los defensores de
la guerra tuvieron la situación bajo control y provocaron una reacción pública.
Francia misma declaró la guerra. Gaston Bally escribió que esa «guerra de 1870,
como la historia demostró, fue obra de los jesuitas».
Adrien Dansette, eminente historiador católico, describe así la composición del
gobierno que envió a Francia al desastre: «Napoleón III empezó sacrificando a Victor
Duruy, luego decidió nombrar en su gobierno a hombres del partido del pueblo (enero
de 1870). Casi todos los nuevos ministros eran católicos sinceros, o eclesiásticos que
creían en el conservadurismo social».[44]
Es fácil comprender ahora lo que era inexplicable: la prisa de este gobierno para
encontrar una causa de guerra de ese despacho falsificado, aun antes de recibir una
confirmación.
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la cabeza, cayeron en el mismo barro, a pesar de la Inmaculada Concepción y
la infalibilidad papal; pero, cayeron sobre las cenizas de Francia».[45]
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Capítulo 6
Los Jesuitas en Roma.
—El Syllabus
En un libro del abad Brugerette, en el capítulo titulado «El clero bajo el segundo
imperio», leemos:
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Lourdes. Esto ocurrió dos años después de que Pío IX, inducido por la Compañía de
Jesús, promulgara el dogma de la Inmaculada Concepción (1854). Los principales
actos en este pontificado fueron victorias para los jesuitas, cuya poderosa influencia
sobre la Curia romana se afirmó cada vez más.
En 1864, Pío IX publicó la encíclica Quanta Cura, acompañada por el Syllabus
que condenó los mejores principios políticos de las sociedades de ese tiempo.
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dejaron a Francia en duelo, con el resplandor de una gran esperanza cristiana».
Luego agregó: «Se puede decir que durante la primera mitad de 1870, la iglesia
francesa no estaba en Francia. Se hallaba en Roma, apasionadamente ocupada en el
Concilio General que Pío IX había convocado en el Vaticano». Según el monseñor
Pie, este clero francés había «abandonado sus hábitos, sus máximas y sus libertades
francesas o gálicas». Este obispo de Poitiers añadió que el clero hizo eso sacrificando
el principio de autoridad, la sana doctrina y el derecho común; colocó todo bajo los
pies del soberano pontífice, hizo con ello un trono para él y tocó la trompeta,
diciendo: «El Papa es nuestro rey; no sólo su voluntad es nuestro mandato, sino que
sus deseos son nuestras reglas».[49a]
El clero “nacional” se entregó en manos de la Curia romana; por lo mismo, los
católicos franceses se sometieron a la voluntad de un déspota extranjero que, con el
pretexto del dogma o la moral, iba a imponerles su tendencia política sin oposición
alguna. Los católicos liberales protestaron en vano contra la pretensión de la Santa
Sede de dictar sus leyes en nombre del Espíritu Santo. Montalembert, superior del
abad Brugerette, publicó un artículo en la Gazette de Francia; en él protestó contra
los que «sacrifican la justicia, la verdad, la razón y la historia al ídolo que ponen en el
Vaticano».[50]
Varios obispos notables —como los padres Hyacinthe Loyson y Gratry—
adoptaron la misma posición. Éste dijo con vehemencia: «Él publicó sucesivamente
sus cuatro Cartas al Monseñor Deschamps. En ellas no sólo discutía eventos
históricos —como la condenación del papa Honorio, que, según él, se opuso a la
proclamación de la infalibilidad papal—, sino que de manera clara y severa denunció
que católicos de autoridad estaban menospreciando la verdad y la integridad
científica. Uno de ellos, candidato eclesiástico al doctorado en teología se atrevió a
justificar decretos falsos ante la facultad de París, declarando que «no se trataba de un
fraude despreciable». Gratry agregó: “Aun hoy se afirma que la condenación contra
Galileo fue oportuna”.
Está por demás decir que los jesuitas —que inspiraron a Pío IX y teman todo
poder sobre el Concilio— no estaban ansiosos de confesar ni hacer penitencia,
contrición o reparación, especialmente cuando casi alcanzaban la meta fijada en el
Concilio de Trento, a mediados del siglo XVI. Laínez ya apoyaba entonces la idea de
la infalibilidad papal.
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Sólo significaba consagrar como dogma una pretensión casi tan antigua como el
papado mismo. Hasta entonces, ningún otro concilio estuvo dispuesto a ratificarlo,
pero el momento parecía apropiado. Además, el trabajo paciente de los jesuitas había
preparado al clero nacional para renunciar a sus últimas libertades. Según los
ultramontanos, el colapso inminente del poder temporal del papa —sucedió antes que
votara el Concilio— demandaba un refuerzo de su autoridad espiritual. El argumento
prevaleció y el dictatus papae de Gregorio VII —principios de la teocracia medieval
— triunfó a mediados del siglo XIX.
Lo que el nuevo dogma consagró especialmente fue la omnipotencia de la
Compañía de Jesús en la Iglesia Romana.
A los que, contra todas las probabilidades, insistan en considerar las citas
anteriores como exageraciones y menosprecios, sólo podemos presentarles la
confirmación misma de esos hechos de la pluma ortodoxa de Daniel-Rops. Esta
confirmación tiene aún más peso porque se imprimió en 1959 en la publicación de los
jesuitas, Etudes, bajo este título: El Restablecimiento de la Compañía de Jesús. Por
tanto, en un verdadero mensaje de defensa, leemos:
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importancia histórica. La Santa Sede redescubrió al grupo fiel y devoto a su
causa, al cual pronto necesitaría. Muchos Padres ejercieron en ese siglo —
como lo hacen ahora— una influencia discreta pero profunda en ciertas
disposiciones adoptadas por el Vaticano. Incluso se escuchaba en Roma un
proverbio: ‹Los que controlan la pluma del Papa son jesuitas›. Su influencia
fue obvia en el desarrollo de la adoración al Sagrado Corazón, en la
proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, en la redacción del
Syllabus y en la definición de “infalibilidad”. Se esperaba que la Civilta
Cattolica, fundada por el jesuita napolitano Carlo Curci, reflejara el
pensamiento de Pío IX durante la mayor parte de su pontificado».[53]
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Capítulo 7
Los Jesuitas en Francia
desde 1870 hasta 1885
El colapso del Imperio debería haber causado una reacción contra el espíritu
ultramontano en Francia. Pero no fue así, como lo muestra Adolphe Michel:
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«Para comprender el peligro, —escribió Gastón Bally—, «tenemos que mirar tras
la fachada, y observar la manipulación de las almas y el objetivo de sus diversas
asociaciones: la Fraternidad de la Adoración Perpetua, la Hermandad de la Guardia
de Honor, el Apostolado de la Oración, la Comunión Reparativa, etc. Tal como lo
expresó la invitación de la señorita Alacoque, el propósito exclusivo de las
hermandades, los asociados, apóstoles, misioneros, adoradores, defensores, guardias
de honor, restauradores, mediadores y otros federados del Sagrado Corazón es unir su
homenaje al de los nueve coros de ángeles».
Por tanto, está lejos de ser inocente. «Las hermandades declararon sus objetivos
muchas veces. No pueden acusarme de difamados; sólo citaré algunos pasajes de sus
declaraciones más claras y reuniré sus confesiones.
«La opinión pública mostró indignación por los comentarios del padre
Olivier cuando sepultaron a las víctimas del Bazar de Caridad. En esa
catástrofe, el monje había visto sólo otra prueba de la clemencia divina. Dios,
sintiéndose triste por nuestros “errores”, nos invitaba tiernamente a
corregidos.
»Parecía monstruoso. La construcción de la basílica en Montmartre fue
resultado del mismo “razonamiento”, pero había quedado en el olvido».[56]
Y, ¿cuál era el terrible pecado que Francia debía confesar? El autor antes
mencionado responde: «“LA REVOLUCION”.
Sin embargo, parecía que el “cielo”, airado con la Francia de los derechos
humanos, no estaba lo suficientemente “apaciguado” con la edificación de la famosa
basílica y los tres famosos apagavelas como “restauración del orden”, o la
restauración monárquica estaba ocurriendo en forma muy lenta. El mismo autor
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explica:
«Para ellos, los peregrinajes eran empresas organizadas por el clero para
restaurar la monarquía en Francia y el poder pontifical en Roma. Y, la actitud
del clero respecto a esos dos objetivos parecía justificar tal acusación de la
prensa no religiosa; como veremos después, eso impulsó poderosamente el
anticlericalismo. Sin alejarse de sus hábitos religiosos, reavivados después de
la guerra, la sociedad francesa se rebeló contra ese “gobierno de sacerdotes”,
como lo estigmatizó Gambetta. En lo profundo, el pueblo francés mantuvo un
invencible instinto de resistencia contra todo lo que se asemejara, aun
vagamente, al dominio político de la iglesia. En general la nación amaba la
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religión, pero el fantasma de la “teocracia”, revivido por la prensa de
oposición, la atemorizaba. La hija mayor de la iglesia no quería olvidar que
también era la madre de la Revolución».[60]
«El clero aún ignora el inmenso progreso del laicado; no ha comprendido que,
por su oposición a los principios de 1789, ha perdido toda influencia profunda
sobre la dirección del espíritu público en Francia».[62]
El senado rechazó el artículo 7, pero Jules Ferry invocó las leyes existentes
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respecto a las congregaciones.
En consecuencia, el 29 de marzo de 1880, el Journal Officiel contiene dos
decretos obligando a los jesuitas a separarse, y a todas las congregaciones no
autorizadas, de hombres y mujeres, a obtener reconocimiento y aprobación para sus
regulaciones y estado legal dentro de tres meses…
Sin demora se organizó un movimiento de oposición. Según Debidour, «la iglesia,
profundamente herida, se levantó». Después del 11 de marzo, León XIII y su nuncio
expresaron una protesta…
«Ahora les toca a todos los obispos defender enérgicamente a las órdenes
religiosas».[63]
No obstante, los hijos de Loyola fueron expulsados. Veamos lo que dice el abad
Brugerette al respecto: «A pesar de todo, los jesuitas, “expertos en volver a entrar por
las ventanas cuando son lanzados por la puerta, ya habían dejado sus colegios bajo el
control de laicos o religiosos seculares. Aunque no residían en esos ‘colegios’, a
ciertas horas del día se les veía llegar para desempeñar responsabilidades de dirección
y supervisión”».[64]
Sin embargo, se descubrió el engaño y finalmente se cerraron los colegios
jesuitas.
Los decretos de 1879 se hicieron cumplir en 32 congregaciones que rehusaban
someterse a las disposiciones legales. En muchos lugares los militares realizaron la
expulsión mediante la fuerza de las armas, ante la oposición de feligreses incitados
por los Padres. Éstos no sólo se negaron a solicitar la autorización legal, sino que
rehusaron firmar una declaración negando toda oposición al régimen republicano.
Esto habría bastado para que Freycinet —entonces presidente del Concilio y que los
apoyaba— pudiera “tolerarlos” aún. Cuando las órdenes decidieron firmar esta
declaración formal de lealtad, la maniobra ya había sido anulada y Freycinet se vio
forzado a renunciar, por haber intentado negociar este acuerdo contra los deseos del
parlamento y de sus colegas del gabinete.
Respecto a la declaración que las órdenes religiosas debían firmar y que
consideraron tan repulsivas, el abad Brugerette comenta:
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»Ante Dios y sobre las Sagradas Escrituras, juro y prometo, como un
obispo debe hacerla, lealtad al Reich alemán y al Estado. Juro y prometo
respetar, y hacer que mi clero respete, el gobierno establecido según las leyes
constitucionales. Como es mi deber, trabajaré por el bien y los intereses del
Estado alemán; en el ejercicio del santo ministerio que se me ha confiado,
trataré de detener todo lo que sea perjudicial para él». (Concordato entre la
Santa Sede y el Reich alemán).[65]
Sin embargo, la tregua no duró mucho tiempo. El objetivo del estado de cobrar
impuestos, y el derecho de sucesión sobre la riqueza de las comunidades
eclesiásticas, provocaron una protesta general entre ellas ya que no tenían intención
alguna de sujetarse a la ley común. «La organización de la resistencia fue obra de un
comité dirigido por el padre Bailly, asuncionista; Stanislas, capuchino; y Le Dore,
superior de los eudistas… El padre Bailly estaba reavivando el enorme celo del clero
al escribir: “Como San Laurencio, los monjes y monjas deben retomar al potro o a las
empulgueras antes que rendirse”».[67]
Como por accidente, Bailly, principal motivador de ese “gran celo”, era
asuncionista o, en realidad, un jesuita camuflado. Respecto al potro y las
empulgueras, podríamos haberle recordado al Padre que esos instrumentos de tortura
son parte de la tradición de la Santa Sede, no del estado republicano.
Finalmente, las congregaciones pagaron —aproximadamente la mitad de lo que
debían— y el mencionado abad admite que «nada impidió que prosperara el trabajo
que hacían», como bien podemos imaginar.
No podemos explicar en detalle las leyes de 1880 y 1886 que aseguraban la
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neutralidad confesional de los colegios estatales. Esa “secularización”,[67a] natural
para toda mente tolerante, fue rechazada por la Iglesia Romana, por ser un intento
abominable de forzar las conciencias —algo que ella ha hecho siempre. Sólo se podía
esperar que luchara por ese llamado “derecho” con la misma violencia con que
defendía sus privilegios financieros.
En 1883, la congregación romana del índice —inspirada por el jesuitismo— entra
en la lucha, condenando ciertos textos escolares sobre moral y enseñanza cívica. Por
supuesto, el asunto es grave: uno de los autores, Paul Bert, se atrevió a escribir que
aun la idea de los milagros “debe desaparecer de la mente crítica”. Por tanto, más de
50 obispos promulgaron el decreto del índice con comentarios explosivos. Uno de
ellos, el monseñor Isoard, declaró en su carta pastoral del 27 de febrero de 1883 que a
los maestros, padres e hijos que rehúsen destruir estos libros se les prohibirá
participar de los sacramentos.[67b]
Las leyes de 1886, 1901 Y 1904, al declarar que ningún puesto de enseñanza
podía ser ocupado por miembros de congregaciones religiosas, también iniciaron una
corriente de protestas del Vaticano y del clero “francés”. En realidad, los monjes y
monjas que eran maestros sólo tenían que “secularizarse”. Con esas disposiciones
legales, el único resultado positivo fue que los profesores de las escuelas llamadas
“libres” debían estar bien cualificados pedagógicamente. Esto fue favorable ya que,
antes de la última guerra, en Francia había 11.655 escuelas católicas de primaria, con
824.595 alumnos.
Respecto a los colegios “libres”, en especial los de jesuitas, si el número está
disminuyendo se debe a diversos factores que nada tienen que ver con los problemas
legales. La superioridad de la enseñanza universitaria, reconocida por la mayoría de
los padres de familia, y el hecho de que no cambia, son las causas principales de su
creciente popularidad. Además, la Sociedad de Jesús voluntariamente ha reducido el
número de sus escuelas.
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Capítulo 8
Los Jesuitas, el General Boulanger
y el Caso Dreyfus
La hostilidad de la que el partido religioso pretendía ser víctima a fines del siglo XIX,
de parte del estado republicano, no habría carecido de justificación; aunque esa
hostilidad, o más bien desconfianza, había sido aun más evidente. Según el abad
Brugerette, la oposición clerical al régimen que Francia misma se impuso, se
manifestó en toda oportunidad. En 1873, a pesar del fuerte apoyo del clero, fracasó el
intento de restaurar la monarquía con el conde de Chambord, porque quien pretendía
el trono rehusó adoptar la bandera tricolor que, según él, era emblema de la
Revolución.
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culpables de pecado mortal. Alguien declara que una adúltera será perdonada
más fácilmente que los que envían a sus hijos a escuelas laicas; otro dice que
es mejor estrangular a un niño que apoyar al régimen; un tercero dice que no
administrará los últimos sacramentos a quienes voten por los partidarios del
régimen. Las amenazas se cumplen: los negociantes republicanos y
anticlericales son boicoteados; se niega toda ayuda a la gente necesitada; y los
trabajadores son despedidos».[69]
Estos excesos, cometidos por un clero cada vez más dominado por el
ultramontanismo jesuita, resultan aun menos aceptables por provenir de religiosos
pagados por el gobierno, puesto que el concordato aún está vigente.
La mayoría de la gente no está feliz con esta presión sobre las conciencias, como
lo expresa el mencionado autor:
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»Constans, el flemático Ministro del Interior, amenazó arrestarlo y, el 1 de
abril, el candidato a dictador escapó a Bruselas con su amante.
»Desde ese momento, el boulangismo decayó rápidamente. Francia no
había sido tomada y se recuperó… El boulangismo fue derrotado en las
elecciones el 22 de septiembre y el 6 de octubre de 1889…».[71]
El mismo historiador describe la actitud del papa de aquel tiempo respecto a ese
aventurero. El papa era León XIII, quien en 1878 había sucedido a Pío IX, el papa del
Syllabus, y que pretendió aconsejar a los fieles de Francia para que se unieran al
régimen republicano:
«En agosto (1889), el embajador alemán ante el Vaticano quiso que el papa
viera en el general (Boulanger) al hombre que derrocaría a la República de
Francia y restablecería el trono. En un artículo, el Monitor de Roma imaginó
que el candidato dictatorial tomaría el poder y la iglesia podría beneficiarse
grandemente… El general Boulanger envió a uno de sus ex oficiales a Roma
con una carta para León XIII, prometiéndole “que el día en que él sostuviera
en sus manos la espada de Francia, haría todo lo posible para que se
reconociera los derechos del papado”».[72]
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declarado culpable de traición y condenado a ser deportado, para ser dado de
baja y recibir cadena perpetua. Tres meses antes, nuestro Servicio de
Inteligencia había descubierto en la embajada alemana una lista de
documentos referentes a la defensa nacional; había cierta similitud entre la
letra del capitán Dreyfus y la de la lista. De inmediato el Estado Mayor
exclamó: “Es él; es el judío”. Ésta era sólo una suposición, ya que la traición
no tenía explicación sicológica (Dreyfus tenía buena reputación, riqueza y una
vida ordenada). El desafortunado hombre fue encarcelado. Un tribunal militar
lo condenó tras una investigación tan rápida y parcial que el juicio tuvo que
haber sido preconcebido. Peor aún, después se supo que a los jueces se les
había entregado un documento sin que lo supiera el abogado del acusado…
»Pero, se filtró más información en el Estado Mayor después del arresto
de Dreyfus. El comandante Picquart, director del Servicio de Inteligencia
después de julio de 1895, supo de un proyecto llamado petit bleu (cartas
urgentes) entre el agregado militar alemán y el comandante francés Esterhazy
(de origen húngaro). Este hombre de mala reputación sólo expresaba odio y
desprecio hacia su país de adopción. Pero el comandante Henry, oficial del
Servicio de Inteligencia, agregó al expediente de Dreyfus —como veremos—
un documento falso que, de ser genuino, sería devastador para el oficial judío;
también borró y volvió a escribir el nombre de Esterhazy en las “cartas
urgentes”, para dar la impresión de que el documento era falso. Por tanto,
Picquart cayó en desgracia en noviembre de 1896».[74]
«Un tiempo antes, en julio, Picquart pensó que era tiempo de advertir por
carta al jefe del Estado Mayor, que estaba entonces en Vichy, respecto a sus
sospechas acerca de Esterhazy. La primera reunión ocurrió el 5 de agosto de
1896. El general Boisdeffre aprobó todo lo que Picquart había hecho hasta ese
momento acerca de este caso, y le dio permiso para llevar a cabo su
investigación.
»Al Ministro de Guerra, el general Billot, también se le informaron desde
agosto las sospechas de Picquart; y él aprobó las medidas tomadas por éste.
Esterhazy, a quien yo había dado de baja, usando sus conexiones con el
diputado Jules Roche, intentó que lo asignaran al Ministerio de Guerra para
tratar de estar en contacto conmigo otra vez, y había escrito cartas al Ministro
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de Guerra ya su edecán. A Picquart le entregaron una de esas cartas y, por
primera vez, vio que su letra era igual a la de la “lista”. Le mostró una foto de
esa carta a Du Paty y a Bertillon, por supuesto, sin decirles quién la había
escrito… Bertillon dijo: “¡Es la misma letra de la lista!”.[75]
»Al no estar tan convencido ya de la culpabilidad de Dreyfus, Picquart
decidió consultar el “pequeño archivo” que se había dado sólo a los jueces. El
archivero Gribelin se lo entregó. Era de noche. Al quedarse solo en su oficina,
Picquart tomó el sobre abierto de Henry, donde estaba la firma de éste escrita
con lápiz azul… Grande fue su asombro al darse cuenta de que esos
documentos carecían de validez e importancia; ninguno podía aplicarse a
Dreyfus. Por primera vez supo que el hombre que estaba cumpliendo una
condena en la Isla del Diablo, era inocente. Al día siguiente, Picquart escribió
una carta al general Boisdeffre, exponiendo todos los cargos contra Esterhazy
y lo que había descubierto recientemente. Cuando leyó acerca del “archivo
secreto”, el general exclamó: “¿Por qué no lo quemaron como se acordó?”».
[76]
Aún parece increíble que usaran tal argumento para justificar —si osamos
expresarlo así— una condenación tan inicua. Yeso ocurrió durante todo el caso, que
recién empezaba. Por supuesto, nos encontrábamos entonces en una fiebre antisemita.
Las disertaciones violentas de Eduardo Drumont, en Libre Parole, cada día
presentaba a los hijos de Israel como agentes de la corrupción y disolución
nacionales. El prejuicio desfavorable que creaba, incitaba a un gran sector de la
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opinión pública a creer, a priori, que Dreyfus era culpable. Pero después, cuando la
inocencia del acusado fue evidente, aún se mantenía el terrible argumento de la
"infalibilidad" del tribunal militar, y desde ese momento lo hicieron con un cinismo
declarado.
¿Estaba inspirando el Espíritu Santo a esos jueces uniformados que no podían
cometer ningún error? Sería tentador creer en esa intervención celestial —tan similar
a la que garantiza la infalibilidad papal— al leer acerca del padre jesuita Du Lac, que
tuvo mucho que ver con el caso:
«Él dirigió el colegio de Rue des Postes, donde los jesuitas preparaban a los
candidatos para las escuelas más grandes. Era un hombre muy inteligente que
tenía conexiones importantes. A Drumont, confesor de Boisdeffre y De Mun,
lo convirtió en jefe del Estado Mayor del ejército, y lo veía todos los días».[79]
El abad Brugerette también menciona los hechos que cita Joseph Reinach: «¿No
es este padre Du Lac —que convirtió a Drumont y lo instó a escribir La Francia
Judía— quien proporcionó los medios para crear la Libre Parole? ¿No ve el general
Boisdeffre al famoso jesuita todos los días? El jefe del Estado Mayor no toma
ninguna decisión sin antes consultar a su director».[80]
Allí, en la Isla del Diablo, merecedora de su nombre en ese clima mortal, la
víctima del atroz complot fue tratado con extrema crueldad, ya que la prensa
antisemita había difundido la noticia de que había intentado escapar. El Ministro para
las Colonias, Andre Lebon, dio órdenes tomando en cuenta ese informe.
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honesto con el valor suficiente para buscar y descubrir la verdad».[82]
De hecho, la verdad ya no estaba en duda. Lo que faltaba era la voluntad para
dejar que saliera a la luz. El abad Brugerette da testimonio al respecto:
Debemos mencionar que, unos meses después, cuando el coronel Henry fue
declarado culpable de falsificación, Esterhazy huyó a Inglaterra; finalmente confesó
ser el autor de la famosa “lista” atribuida a Dreyfus.
No es posible mencionar aquí todo lo sucedido en este drama; los numerosos
documentos falsos que se presentaron para tratar de encubrir una verdad obvia; la
destitución del jefe del Estado Mayor; la caída de ministros; el suicidio de Henry que,
estando preso en el monte Valerien, se cortó la garganta, firmando así con su sangre
la confesión de su culpabilidad.
En diciembre de 1898, la prensa alemana publicó esta nota semioficial: «Las
declaraciones del gobierno imperial han mostrado que ningún personaje alemán, de
alto o bajo rango, tuvo asociación alguna con Dreyfus. Por tanto, desde el punto de
vista de Alemania, no vemos inconveniente en que se publique el archivo secreto
completo».[84]
Finalmente, la corte decidió que se reabriera el caso. Dreyfus compareció otra vez
ante el consejo de guerra en Rennes, el 3 de junio de 1899, marcando el inicio de otra
tortura. «Él no pudo haber imaginado que enfrentaría mayor odio que cuando se fue,
y que sus ex jefes, conspirando para enviarlo otra vez a la Isla del Diablo, no tendrían
compasión de ese pobre ser desafortunado que creía haber sufrido todo lo que se
puede soportar».[85]
«Por tanto, escribió el abad Brugerette, el consejo de guerra en Rennes sólo
agregó otra injusticia al juicio inicuo de 1894. Lo ilegal del juicio, la culpabilidad de
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Esterhazy, y las maniobras criminales de Henry fueron evidentes durante las 29
sesiones del juicio en Rennes. Pero el consejo de guerra… juzgó a Dreyfus por cargos
de espionaje de los cuales jamás se le había acusado ni se había informado. Le
atribuyeron todas las filtraciones previas de información, presentando documentos
totalmente ajenos a él… Al final, y contra nuestras tradiciones legales, se le demandó
a Dreyfus mismo que probara que él no había entregado tal documento o papel, como
si no fuera responsabilidad del fiscal presentar las pruebas del crimen».[86]
La parcialidad de los acusadores de Dreyfus era tan obvia que se levantó la
opinión pública fuera de Francia. En Alemania, el diario semi oficial Cologne
Gazette publicó dos artículos durante el juicio —16 y 29 de agosto—, en los que
leemos: «Después de las declaraciones del gobierno alemán y los debates de la corte
suprema de apelaciones en Francia, si alguien aún cree que Dreyfus es culpable, sólo
podemos decir que esa persona debe estar mentalmente enferma o que, en forma
deliberada, quiere que un inocente sea condenado».[87]
Sin embargo, el odio, lo absurdo y el fanatismo no perdieron fuerza por ello.
Incluso usaron otros documentos falsos para remplazar los que habían perdido
credibilidad. Es decir, fue una burla siniestra. Dreyfus fue condenado a 10 años de
prisión, ¡con circunstancias atenuantes!
«Este juicio lamentable provocó asombro e indignación en todo el mundo, y el
desprecio contra Francia. ¿Quién podría haber imaginado tan terrible dolor?»,[88]
exclamó Clemenceau al leer los diarios de Inglaterra y Alemania. Se necesitaba
misericordia. Dreyfus la aceptó para “continuar”, dijo él, “procurando que se
revocara el terrible error militar del que era víctima”. «Para tal revocación, de nada
valía esperar la justicia de los concilios de guerra. ¡Ya se había visto esa justicia en
acción! Una vez más tuvo que actuar la corte suprema de apelaciones que, después de
una cuidadosa investigación y prolongados debates, anuló definitivamente el
veredicto de Reunes. Unos días después, por voto solemne, la asamblea y el senado re
admitieron a Dreyfus en el ejército, condecorándolo después con la Legión de
Honor».[89]
La revocación, lograda con tanto esfuerzo, se debió a hombres “honestos y
valientes”, como los que esperaba ver en acción el prisionero inocente en la Isla del
Diablo. El número de esos hombres fue aumentando a medida que la verdad salía a la
luz. Cuando el consejo de guerra absolvió tan rápidamente al traidor Esterhazy, en
enero de 1898, Emilio Zola publicó en Aurore, el diario de Clemenceau, su famosa
carta abierta titulada «Yo Acuso». Allí escribió: «Acuso al primer consejo de guerra
de haber violado la ley, condenando a un acusado en base a un documento secreto, y
acuso al segundo consejo de guerra de haber encubierto esa ilegalidad, cometiendo
también un crimen jurídico al absolver conscientemente a un culpable».
Sin embargo, los “caballeros” de la famosa Compañía estaban atentos para acallar
todo lo que pudiera instruir al público. El diputado católico De Mun llevó a Zola ante
la corte de casos criminales de Seine. Allí, el valiente escritor fue condenado a un año
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de prisión —la sentencia máxima— tras ese juicio injusto.
La opinión pública fue engañada tan astutamente por las protestas de los
“nacionalistas clericales”, que las elecciones en mayo de 1898 favorecieron a éstos.
No obstante, la revelación pública de los documentos falsos, la destitución del
jefe de Estado Mayor y la evidente parcialidad criminal de los jueces, les abrieron los
ojos a los que sinceramente buscaban la verdad. Éstos, en forma casi exclusiva, eran
protestantes, judíos o laicos.
El elocuente monje dijo: «¿Debemos permitir que el malvado quede libre? ¡Por
supuesto que no! El enemigo es el intelectualismo que pretende menospreciar la
fuerza, y los civiles que desean subordinar a, los militares. Cuando falla la
persuasión, cuando el “amor” no es eficaz, debemos blandir la espada, difundir el
terror, cortar cabezas, declarar la guerra, atacar…».
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«Este discurso se lanzó como un desafío a los que simpatizaban con el
desafortunado convicto».[92]
«¿No era tiempo de que el clero y los católicos franceses repudiaran un error
que se había prolongado demasiado?… Los sacerdotes y feligreses hubieran
podido ir juntos, y en la última hora, como los obreros mencionados en los
evangelios, hubieran aumentado las filas de los defensores de la justicia y la
verdad… Pero, los hechos más evidentes no siempre iluminan las mentes
dominadas por prejuicios, porque éstos se oponen al examen y, por su
naturaleza, se rebelan contra las evidencias».[93]
Al frente de esa prensa estaban La Libre Parole, creada con ayuda del padre
jesuita Du Lac, y La Croix, del padre asuncionista Bailly. Siendo la orden de la
Asunción una rama camuflada de la Compañía de Jesús, tenemos que atribuirle el
inicio y el desarrollo de la campaña contra Dreyfus.
El padre Lecanuet, un testigo no muy suspicaz, escribió osadamente: «Los
historiadores del Caso denuncian a las congregaciones, en especial a los jesuitas. Y,
debemos admitir que éstos recibieron los primeros ataques con una temeridad
imprudente».[95]
Como vemos, el padre Bailly, fundador de La Croix, cumplió todos los requisitos
para ser santo: persiguió a los inocentes, maldijo a sus defensores, los entregó para
que fueran asesinados, apoyó con todas sus fuerzas la mentira y la iniquidad, provocó
discordias y odio. Ante los ojos de la Iglesia Romana, esas características eran títulos
firmes para recibir la gloria; por tanto, debemos entender por qué deseaba ponerle el
halo al autor de esos actos piadosos.
Sin embargo, surge la pregunta: “¿Es también este ‘siervo de Dios’ un hacedor de
maravillas? Pues, sabemos que para merecer tal promoción, uno debe haber realizado
milagros que se hayan comprobado”.
¿Qué milagros realizó el fundador y director de La Croix? ¿Fue acaso la
transmutación, ante sus lectores, de lo negro a blanco y de lo blanco a negro? ¿Haber
dicho una mentira como si fuera la verdad, y la verdad como si fuera mentira? Por
supuesto. Pero, un milagro mayor fue que persuadió a miembros del Estado Mayor (y
luego al público) de que, después de haber cometido un error, y habiéndose
descubierto éste, era para ellos un “honor” negar la evidencia; es decir, ¡transformó el
error en abuso de poder! Errare humanum est, perseverare diabolicum. El “siervo de
Cuando la opinión pública estaba bien informada, la reacción era fatal. Ranc
había aprendido la lección en el caso Dreyfus cuando exclamó: «La República
destruirá el poder de las congregaciones o será estrangulada». En 1899 se formó un
ministerio de “defensa republicana”. El padre Picard —superior de los asuncionistas
—, el padre Bailly —director de La Croix— y otros diez miembros de esa orden
fueron llevados a juicio ante el tribunal de Seine, por violar la ley de las asociaciones.
La congregación de los asuncionistas fue disuelta.
El 28 de octubre de 1900 Waldek-Rousseau, presidente del Consejo, declaró en
un discurso en Toulouse: «Las órdenes religiosas, dispersas pero no reprimidas, se
formaron otra vez más numerosas y más militantes; cubren el territorio con la red de
una organización política, cuyos vínculos son innumerables y muy unidos como
vimos en un juicio reciente».
Al fin, en 1901, se aprobó una ley ordenando que ninguna congregación podía
formarse sin autorización, y las que no presentaran su solicitud dentro del tiempo
legal, serían disueltas automáticamente.
Estas regulaciones —tan naturales de parte de autoridades públicas que deben
controlar toda asociación establecida en su territorio— se presentaron ante los
católicos como un abuso intolerable. Un dicho afirma: «La casa de un hombre es su
castillo», pero la iglesia no lo acepta; la ley común no es para ella.
La oposición de los clérigos a que se aplicara la ley sería suficiente prueba de
cuánto se necesitaba. Esa resistencia llevó al gobierno a reforzar su actitud, sobre
todo bajo el ministro Combes. La intransigencia de Roma, en especial cuando Pío I
sucedió a León XIII, dio origen a la ley de 1904 que abolió a las órdenes dedicadas a
la educación.
A partir de entonces, la fricción entre el gobierno francés y la Santa Sede fue
constante. Además, se eligió al nuevo papa en circunstancias significativas.
Pronto las relaciones entre la Santa Sede y Francia sintieron los efectos de tal
elección. El primer conflicto surgió por la nominación de obispos de parte del poder
civil.
«Antes de la guerra de 1870, la Santa Sede conocía los nombres de los nuevos
obispos sólo después que éstos eran nominados. Si el papa no aprobaba a
alguno, se reservaba el derecho de impedir que fuera obispo reteniendo la
institución canónica. Existían enormes dificultades ya que los gobiernos, bajo
Tan pronto como Pío X asumió el papado, Roma rechazó la mayoría de las
nominaciones para nuevos obispos. Además, según relata Dansette, el nuncio en
París, Lorenzelli, era «un teólogo que no seguía la diplomacia en forma apropiada y
era totalmente hostil hacia Francia». Algunos dirán: “¡Sólo fue uno más que se sumó
a los otros!” Pero su elección para ese cargo mostró claramente las intenciones de la
Curia romana en relación a Francia.
Esa hostilidad sistemática fue aún más evidente en 1904, cuando el presidente
Loubet fue a Roma, correspondiendo a la visita que Víctor Emmanuel III, rey de
Italia, le había hecho en París hacía un tiempo.
Loubet deseaba que también el Papa lo recibiera. Pero la Curia romana presentó
un supuesto “protocolo invencible”: «El papa no podía recibir a un jefe de estado que,
al visitar al rey de Italia en Roma, pareciera reconocer como legal la “usurpación” de
ese antiguo estado pontificio. Sin embargo, había precedentes: dos veces, en 1888 y
1903, un jefe de estado —y no de los menos importantes— había sido recibido en
Roma por el rey de Italia y el Papa. Por supuesto, no había sido el presidente de una
república, sino el emperador alemán Guillermo II… El mismo honor se le había
otorgado a Eduardo VII, rey de Inglaterra, y al zar.
La intención ofensiva del rechazo era evidente, y aun lo enfatizaron con un
mensaje que el secretario de estado, Merry del Val, envió a todas las cancillerías. Al
respecto, el autor católico Charles Ledre escribió:
Por supuesto, el Vaticano conocía el plan para separar a Italia de sus socios de la
Triple Alianza: Alemania y Austria-Hungría, dos poderes germánicos que la Iglesia
de Roma consideraba como sus mejores armas seculares. Éste era el punto crucial y,
de hecho, la razón de los frecuentes arranques de ira del Vaticano.
Hubo también otros conflictos respecto a los obispos franceses, a los que Roma
consideraba demasiado republicanos. Al fin, cansados de los constantes problemas
por las violaciones del Vaticano a los términos del Concordato, el 29 de julio de 1904
el gobierno francés puso fin a las “relaciones que la Santa Sede había invalidado”.
El rompimiento de las relaciones diplomáticas llevó después a la separación de
iglesia y estado.
Dansette escribió: «Nos parece normal ahora que Francia mantenga relaciones
diplomáticas con la Santa Sede, y que el estado y la iglesia sigan el régimen de
separación. Las relaciones diplomáticas son necesarias porque, aparte de toda
«¿Qué debían hacer los Hapsburgo? Castigar a Serbia, una nación ortodoxa.
Eso hubiera incrementado el prestigio de Austria-Hungría y de la dinastía
Hapsburgo que, con los Borbones de España, eran los últimos partidarios de
los jesuitas. Sobre todo, hubiera aumentado el prestigio del heredero,
«El conde Sforza sostiene que el principal problema fue persuadir a Francisco
José de que la guerra era necesaria. El consejo del papa y su ministro fue lo
que más influyó en él».[3]
Este consejo, claro está, le fue dado al emperador; y fue el tipo de consejo que se
hubiera esperado de ese papa y su ministro, “discípulo favorito de los jesuitas”.
Mientras Serbia procuraba mantener la paz, cediendo a los deseos del gobierno
austríaco —que había enviado un mensaje amenazador a Belgrado—, el 29 de julio el
conde Palffy, representante austríaco ante el Vaticano, le entregó al ministro
Berchtold un resumen de su conversación del día 27 con el cardenal Secretario de
Estado, Merry del Val. Este diálogo trató de asuntos que perturbaban a Europa en
aquel tiempo.
El diplomático negó con desdén los rumores “imaginarios” sobre la supuesta
intervención del Papa, quien, al parecer, “había suplicado al emperador que librara a
las naciones cristianas de los horrores de la guerra”. Habiendo enfrentado esas
“absurdas” suposiciones, expresó la “verdadera opinión de la Curia” que le transmitió
el Secretario de Estado:
«El papa está de acuerdo con Austria en tratar severamente a Serbia. No cree
que los ejércitos ruso y francés sean tan poderosos, y opina que no podrían
lograr mucho en una guerra contra Alemania. El cardenal Secretario de
Estado no sabe cuándo Austria podría declarar la guerra si no se decide
ahora».[5]
Por tanto, la Santa Sede estaba consciente de los “grandes riesgos” que
representaba una guerra entre Austria y Serbia, pero hizo todo lo posible por incitarla.
Al Santo Padre y a sus consejeros jesuitas no les importaba que las “naciones
cristianas” sufrieran. No era la primera vez que éstas eran usadas para beneficiar la
política de Roma. Al fin tenían la oportunidad anhelada de usar el arma secular
germánica contra la Rusia ortodoxa, contra la Francia “atea” que necesitaba una
“depuración radical”, y, como un beneficio adicional, contra la Inglaterra “hereje”.
Todo parecía prometer una guerra “emocionante y feliz”.
Pío X no vio el desarrollo ni el resultado de la guerra como esperaba. Murió
cuando ésta se iniciaba, el 20 de agosto de 1914. Pero 40 años después, Pío XII
canonizó a este augusto pontífice, y el Resumen de la Historia Santa, usado como
catecismo parroquial, le dedicó estas edificantes palabras:
«Pío X hizo todo lo posible para impedir que estallara la guerra de 1914, y
murió de angustia al prever los sufrimientos que causaría».
«Si estalla la guerra, escuchen, ustedes que creen que la Iglesia Romana es el
símbolo de orden y paz, y no busquen al culpable fuera del Vaticano: éste será
el instigador astuto, como en la guerra de 1870».[6]
«El escándalo de esa muerte fue tal que no se pudo evitar una investigación.
Éste fue el resultado: En la oficina se había roto un frasco. Así se explicó la
presencia de vidrio pulverizado en el azucarero que usaba el cardenal. ¡El
azúcar granulada puede ser útil! Allí se detuvo la investigación…».[9]
El abad Daniel agrega que, días después, la salida repentina del criado del
cardenal fallecido provocó muchos comentarios, sobre todo porque él,
aparentemente, había trabajado para el Monseñor von Gerlach antes que su amo
ingresara a las Santas órdenes. Este prelado germánico y espía notorio huyó de Roma
en 1916. Luego fue arrestado y acusado de sabotear el barco de guerra italiano
Leonardo de Vinci, que explotó en la bahía de Tarente, causando la muerte de 21
oficiales y 221 marineros. Su juicio continuó en 1919. Von Gerlach no compareció y
fue condenado a 20 años de trabajo forzado.[10]
Con el caso de este “chambelán participante”, editor del Osservatore Romano,
tenemos una idea clara del estado de ánimo en las altas esferas del Vaticano.
Una vez más, el abad Brugerette describe el “ambiente de la Santa Sede”:
«Ningún obstáculo detiene a los profesores y clérigos en su esfuerzo para que el clero
italiano y el mundo católico de Roma respeten y admiren al ejército alemán, y
desprecien y aborrezcan a Francia».[11]
Ferrata, que prefería la neutralidad, había fallecido en el momento oportuno, y el
cardenal Gasparri pasó a ser secretario de estado. Éste, en perfecta armonía con
Benedicto XV, se esforzó para apoyar los intereses de los imperios centrales.
En 1919, los hijos de Loyola cosecharon los frutos amargos de su política criminal.
Francia no había sucumbido a la “depuración radical”. El imperio apostólico de los
Hapsburgo —a los que incitaron para “castigar a los serbios”— se había
desintegrado, librando a los eslavos ortodoxos del yugo de Roma. Rusia, en vez de
volver al redil romano, se tornó marxista, anticlerical y oficialmente atea. Y, en el
caos, la invencible Alemania colapsó.
Sin embargo, por el orgullo característico de la Compañía, ésta jamás iba a
confesar un pecado. Cuando Benedicto XV falleció en 1922, estaba lista para
empezar otra vez con nuevas fuerzas. ¿Acaso no era todopoderosa en Roma?
Pierre Dominique declara:
«El nuevo papa, Pío XI, que según algunos es jesuita, intenta arreglar la
situación. Le pide al jesuita D’Herbigny que vaya a Rusia para reunir lo que
queda del catolicismo y, en especial, para ver qué se puede hacer. Es una
esperanza grande y vaga: reunir alrededor del pontífice al mundo ortodoxo
perseguido.
»En Roma hay 39 colegios eclesiásticos, cuya fundación marca la fecha
de importantes contraofensivas. De éstas, muchas fueron dirigidas y
realizadas por jesuitas: el colegio germánico (1552), inglés (1578), irlandés
(1628, restablecido en 1826), escocés (1600), estadounidense (1859),
canadiense (1888), etíope (1919, reconstituido en 1930).
»Pío XI crea el colegio ruso (Colegio Pontificio Ruso de Santa Teresa del
Niño Jesús) y lo pone bajo el cuidado de los jesuitas. Éstos controlan también
el Instituto Oriental, el Instituto de San Juan Damasceno, el colegio polaco y
después el colegio lituano. ¿No nos recuerda esto al padre Possevino, a Iván el
Terrible y al falso Demetrio? Se cumple así el segundo de los tres objetivos
principales del tiempo de Ignacio. Una vez más los jesuitas son los agentes
que inspiran y llevan a cabo tal operación».[19]
Esto resume perfectamente la actividad de los jesuitas entre las dos guerras
mundiales. El “cuartel secreto” de los hijos de Loyola era el cerebro político del
Vaticano. Los confesores de Pío XI eran jesuitas; los de su sucesor, Pío XII, también
fueron jesuitas y, además, alemanes. No importaba si el complot resultaba evidente:
al parecer, todo estaba listo para la venganza.
Pero, bajo el pontificado de Pío XI hubo un período de preparación. El “brazo
secular” germano, al ser derrotado, soltó la espada. Mientras esperaba tomarla otra
vez en sus manos, se preparaba en Europa un campo digno de sus futuras hazañas, y
antes debían detener el auge de la democracia.
Italia sería el primer campo de acción. Allí había un jefe socialista alborotador,
reuniendo a ex militares alrededor de él. Éste proclamaba una doctrina aparentemente
intransigente, pero, a pesar de sus alardes irracionales, poseía suficiente ambición y
lucidez para ver su situación precaria,
La diplomacia jesuita pronto lo ganaría para sus filas.
François Charles-Roux, del Instituto, y que era entonces embajador de Francia
ante el Vaticano, dijo: «Cuando el futuro Duce era sólo un simple diputado, el
cardenal Gasparri, secretario de estado, tuvo una entrevista secreta con él. El líder
fascista estuvo de acuerdo en que el papa debía ejercer soberanía temporal sobre una
Diez años después, la misma maniobra tuvo un resultado similar en. Alemania.
Mediante sus votos, el Centro Católico del monseñor Kass aseguró la dictadura del
nazismo.
En 1922, Italia fue el terreno de prueba para la nueva fórmula del
conservadorismo autoritario: el fascismo, con un disfraz más elegante si las
circunstancias locales lo exigían, y algo de seudo socialismo. Desde ese momento,
todos los esfuerzos de los jesuitas del Vaticano procuraban difundir esta “doctrina” en
Europa, con una ambigüedad típica de ellos.
Ni la caída del régimen de Mussolini, ni la derrota ni la ruina fueron suficientes
para desacreditar, ante los demócratas cristianos italianos, al dictador con delirio de
grandeza que el Vaticano impuso en su país. Aunque lo repudiaron externamente, su
prestigio siguió intacto en el corazón de los clérigos. La prensa publicó lo siguiente:
«Es fácil imaginar el cuidado especial del Vaticano por Baviera, donde el
nacionalsocialismo de Hitler recluta a sus más fuertes contingentes».[28]
Pero ¿era sólo un sueño de juventud? La Europa central que Hitler trató de
organizar se asemejaba mucho a este plan, sin la presencia de la Prusia luterana en
ese bloque —una minoría no peligrosa— y las zonas reconocidas de influencia que
—quizá temporalmente pertenecían a Italia. En realidad, era el plan de Ledochowski,
adaptado a las necesidades de ese tiempo; el Führer estaba tratando de realizarlo bajo
«El régimen nazi es como el retorno al gobierno del sur de Alemania. Los
nombres y el origen de sus líderes lo muestran: Hitler es austríaco, Goreing es
bávaro, Goebbels es de la región del Rin, y así sucesivamente».[32]
Los prelados de Su Santidad aceptaban sin problema los horrores de esta guerra
fratricida. El monseñor Gomara, obispo de Cartagena, interpretó muy bien los
sentimientos apostólicos de aquéllos al decir: «Benditos son los cañones si, en los
agujeros que éstos hacen, ¡el evangelio crece!».
El Vaticano incluso reconoció al gobierno de Franco el 3 de agosto de 1937 20
meses antes que finalizara la guerra civil.
Bélgica también estaba protegida por la Acción Católica, una organización
eminentemente ultramontana y jesuítica… ¡Tenían que preparar el terreno para la
venidera invasión de los ejércitos del Führer! Simulando una “renovación espiritual”,
el monseñor Picard (jesuita), el padre Arendt (jesuita), el padre Foucart (jesuita) y
otros predicaban diligentemente el evangelio fascista hitleriano. Un joven belga, que
cayó víctima de ellos como muchos otros, testificó: «En ese tiempo todos estábamos
obsesionados ya con cierto tipo de fascismo… La Acción Católica, a la que yo
pertenecía, simpatizaba con el fascismo italiano… Monseñor Picard proclamaba
abiertamente que Mussolini era un genio y deseaba con fervor un dictador… Se
organizaron peregrinajes para favorecer los contactos con Italia y el fascismo.
Cuando fui a Italia con 300 estudiantes, al retornar a casa todos nos saludaban al
estilo romano y cantaban Giovinezza».[43]
Otro testigo declara: «Después de 1928, el grupo de Leon Degrelle colaboró
regularmente con el monseñor Picard… [Éste] consiguió ayuda de Leon Degrelle
para una misión muy importante: administrar una nueva casa de publicaciones en el
centro de la Acción Católica. A esta casa editora se le puso un nombre que pronto se
hizo famoso: Rex…
Por supuesto, al igual que Mussolini con el fascismo, Hitler había traído al nuevo
nacionalsocialismo mucho más que talento para la publicidad; ¡trajo el apoyo del
papado!
Siendo tan solo una pálida sombra de aquellos dos, Leon Degrelle —líder del
Christus Rex— recibió también el mismo apoyo, pero con un propósito muy distinto,
ya que su trabajo fue abrirle las puertas de su país al invasor.
Raymond de Becker dice: «Yo colaboré con el Avant-Garde… Esta publicación
(del monseñor Picard) procuraba romper los lazos que unían a Bélgica, Francia e
Inglaterra».[45]
Sabemos cuán rápidamente el ejército alemán derrotó a la defensa belga,
traicionada por la quinta columna clerical. Tal vez recordemos también que el apóstol
de “Christus Rex”, vistiendo el uniforme alemán y acompañado de mucha publicidad,
“peleó en el frente del este” a la cabeza de sus Waffen SS, reclutados principalmente
entre la juventud de Acción Católica; luego, una retirada oportuna le permitió llegar a
España. Pero, antes expresó con libertad sus sentimientos “patriotas” por última vez.
Maurice de Behaut escribió: «Hace diez años (en 1944) el puerto de Anvers,
tercero en importancia en el mundo, cayó casi intacto en manos de las tropas
británicas… Cuando parecía que terminarían los sufrimientos y privaciones de la
población, cayó sobre ella el invento nazi más diabólico: las bombas voladoras V1 y
V2. Este bombardeo, el más prolongado en la historia —día y noche durante seis
meses—, se mantuvo oculto por orden del cuartel de los aliados. Por eso, aún hoy, la
mayoría de la gente ignora el martirio que sufrieron las ciudades de Anvers y Liege.
Así se despidió de su tierra natal aquel producto cruel de Acción Católica. Siendo
un discípulo obediente del monseñor jesuita Picard; del padre jesuita Arendt; etc., el
Algo muy similar ocurría en nuestro país (Francia), donde constantemente se nos
recordaba que “la derrota es más fructífera que la victoria”, como antes de 1914,
cuando se deseaba para Francia un purificador “sangrado profundo”.
En 1942, el papa Pío XII le pidió a su nunciatura en Berlín que trasmitiera sus
condolencias a París por la muerte del cardenal Baudrillart; así mostró que, para él,
era un hecho la anexión del norte de Francia por parte de Alemania. Confirmó una
vez más el “apoyo tácito” que la Santa Sede, y él en particular, dieron siempre a la
expansión alemana.
Ahora sólo podemos sonreír burlonamente al ver a los jesuitas de Su Santidad
criticando algo tan obvio, y rechazando toda complicidad con la quinta columna que
ellos mismos organizaron, en especial con Degrelle. Éste, encerrado en su refugio por
saber demasiado, recordaba los famosos versos de Ovidio: «Mientras seas feliz,
tendrás muchos amigos. Cuando aparezcan las nubes, solo estarás».[55]
Las siguientes declaraciones del jesuita Fessard nos hacen sonreír:
Al parecer, el Santo Padre observó “con tristeza” los resultados que sus hermanos
jesuitas habían logrado en los Estados Unidos. La razón era que —y este es un hecho
histórico— el Frente Cristiano, un movimiento católico que se oponía a la
intervención norteamericana, era dirigido por el jesuita Coughlin, conocido por su
apoyo a Hitler.
«Por tanto, se comprende por qué autores ingleses como F. A. Ridley, Secker
y Warburg objetaban la política de Pío XI, que favoreció a los movimientos
fascistas en todo lugar».[66]
Obviamente no hay nada nuevo bajo el sol, sobre todo en el Vaticano. En 1939 no
fue necesario cambiar ni una palabra en esa cínica declaración, aparte del “provecho
espiritual de la iglesia”, que consistía entonces de varios millones de católicos
polacos que se unieron al Gran Reich.
Esto explica fácilmente la parsimonia de las condolencias papales en Summi
Pontificatus.
En Checoslovaquia, el Vaticano hizo un trabajo aún mejor: a Hitler le proveyó
uno de sus prelados, un chambelán privado que sería la cabeza de ese estado satélite
del Reich.
El Anschluss había causado gran conmoción en Europa. Desde entonces, la
amenaza hitleriana se cernía sobre Checoslovaquia y se hablaba de una posible
guerra. Pero, en el Vaticano a nadie parecía preocuparle. Veamos lo que relata
Charles-Roux:
«Todo lo que hacemos contra los judíos, se debe al amor por nuestra nación.
El amor a nuestro prójimo y a nuestro país se ha convertido en una lucha
fructífera contra los enemigos del nazismo».[78]
«Ese mismo día, Pío XII concedió una audiencia privada a Pavelic y sus
“amigos”; uno de ellos era el monseñor Salis-Seis, vicario general del
monseñor Stepinac.
»La Santa Sede no temía dar la mano a un criminal comprobado y
sentenciado a muerte, en ausencia, por la muerte del rey Alejandro I y Louis
Barthou, ¡un líder terrorista que tenía en su conciencia los crímenes más
horrendos! De hecho, el 18 de mayo de 1941, cuando Pío XII recibió a
Pavelic y a su banda de criminales, la masacre de croatas ortodoxos estaba en
su apogeo, a la vez que lograban conversiones forzadas al catolicismo».[79a]
Como vimos, la Acción Católica, con Leon Degrelle y sus asociados a la cabeza,
prepararon el camino para Hitler en la Bélgica del “Christus Rex”. En Francia se
realizó el mismo trabajo oculto. Empezó cuando Mussolini subió al poder y concluyó
en 1940, con el colapso de la defensa nacional. En Bélgica, se dijo que los “valores
espirituales” debían ser restaurados por el bien del país. Por tanto, se formó la
Federación Católica Nacional (FCN) bajo la presidencia del General Castelnau, y
unos tres millones de seguidores se unieron a ella. La elección del líder se hizo
astutamente. El general, de 78 años de edad, era un militar de gran prestigio personal.
Por supuesto, él desconocía el intenso programa de propaganda clerical fascista.
Es obvio que la FCN y la Acción Católica en general eran jesuitas. Pero, sabemos
también que a los Padres, cuyo mayor pecado es el orgullo, les agrada poner su firma
en todas sus creaciones. Y, eso hicieron en la FCN al consagrar a este ejército católico
al Sagrado Corazón de Jesús, una adoración establecida por la Compañía. Fue desde
su basílica, ubicada en la colina de Montmartre, de donde Ignacio de Loyola y sus
compañeros partieron para conquistar el mundo.
Un libro sobre la FCN, cuyo prólogo escribió el R. P. Janvier, ha preservado para
la posteridad el acto de consagración que el antiguo general leyó “en el altar”.
Citaremos sólo algunas frases:
Estaba claro y explícito. Uno sabía qué esperar al leer las palabras de Pío XI: «La
Acción Católica es el apostolado de los fieles…». (Carta al cardenal Van Roey, 15 de
agosto de 1929).
Realmente era un apostolado extraño, pues consistía en rechazar todas las
libertades que las naciones civilizadas valoraban, y en ser los patronos del evangelio
totalitario. ¿Es este “el derecho de comunicar a otras mentes los tesoros de la
redención”? (Pío XI, “Non abbiamo bisogno”).
En Bélgica, Leon Degrelle y sus amigos —héroes de Acción Católica—
difundieron estos “tesoros de la redención”… revisados y actualizados por el jesuita
Staempfle, el discreto autor de Mein Kampf.
Lo mismo sucedió en Francia, donde apóstoles laicos, «uniéndose a la actividad
del apostolado jerárquico». (Pío XI, “Dixit”), se dedicaron a organizar otra
“colaboración”. Leamos lo que escribió al respecto Franz van Papen, chambelán
privado del papa y mano derecha del Führer:
Más adelante, el apóstol agrega que por momentos «esta conferencia de católicos
alcanzó niveles sobrehumanos de grandeza».
Esa “grandeza” llegó a su apogeo el 14 de junio de 1940, el día en que la bandera
adornada con la esvástica flameó victoriosamente sobre París. Sabemos que
Goebbels, jefe de la propaganda hitleriana, señaló esa fecha tres meses antes, el 14 de
marzo, y que la ofensiva alemana empezó el 10 de mayo.
«Éste es el informe secreto del agente 654 J.56 que trabaja para el
Servicio Secreto alemán, quien envió estos datos a Himmler: ‹París, 5 de julio
de 1939. Puedo declarar que en Francia, la situación está ahora en nuestras
manos. Todo está listo para el día J y todos nuestros agentes están en sus
puestos. Dentro de unas semanas, la fuerza policial y el sistema militar caerán
como un juego de naipes›.
»Muchos documentos secretos relatan que los traidores habían sido
escogidos mucho tiempo antes. Hombres como Luchaire, Bucard, Deat,
Doriot… y Abel Bonnard (de la Academia Francesa)».[97]
«La guerra de Hitler es una empresa noble, llevada a cabo para defender a la
cultura europea».[102]
Así, en ambos lados del Atlántico y en todo el mundo, las voces de los clérigos
«En 1944, el periódico La Croix fue juzgado en la corte de París por ayudar al
enemigo, pero el juez Raoult lo absolvió. El caso se discutió en la Cámara el
13 de marzo de 1946 (J. O. Debates Parlamentarios, pp. 713-714). Y se supo
que el Ministro de Justicia Menthon, deseoso de exonerar a la prensa francesa,
había hablado en favor de La Croix».
«La voz del pensamiento pontifical» —como la llamó Pío XII al enviarle su
bendición en 1942— fue la única eximida de las medidas de represión aplicadas a los
diarios durante la ocupación. Sin embargo, Artaban nos recuerda:
«La Croix recibía órdenes del teniente alemán Sahm y, en Vichy, de Pierre
Laval».
los asuntos de su casa y, sobre todo, cocinaba para él. Aun el canario, con su dulce
nombre Dumpfaf, había sido importado de la tierra más allá del Rin.
Después que Hitler invadió a Polonia, ¿no le dijo el Soberano Pontífice a
Ribbentrop que “siempre tendría un afecto especial por Alemania?”.[106]
Si Pío XI y Pío XII nunca dejaron de mostrar buena voluntad y amistad hacia el
Führer —a quien habían llevado al poder—, debemos reconocer que éste cumplió
todas las condiciones del pacto que lo ligaba al Vaticano. Puesto que había prometido
“estrangular” a los enemigos del clero, los envió a los campos de concentración como
había hecho con los liberales y los judíos. Y, sabemos cuál era el destino que el líder
del Tercer Reich había elegido para los judíos: simplemente los masacraba o, cuando
le resultaba más ventajoso, los obligaba a trabajar hasta que quedaban exhaustos y
luego los liquidaba. En este caso, sólo se retrasaba la “solución final”.
Pero, veamos primero cómo Franco, líder “autorizado” y Caballero de la Orden
de Cristo, confirmó la confabulación entre el Vaticano y los nazis. Según Reforme, la
prensa del dictador español (Franco) publicó lo siguiente el 3 de mayo de 1945, el día
en que Hitler murió:
Esta oración fúnebre en honor del líder nazi —y un desafío a los aliados
vencedores— la expresó la Santa Sede misma, encubierta bajo el disfraz de la prensa
de Franco. Fue un comunicado del Vaticano proclamado vía Madrid.
Por supuesto, el héroe desaparecido merecía la gratitud de la Iglesia Romaná y
ella no trataba de ocultado. Él le había servido fielmente: todos los que la iglesia
señalaba como sus adversarios, experimentaban las consecuencias. Y este buen “hijo”
admitía prontamente lo que le debía a su Santísima Madre, y en especial a los
soldados de ésta en el mundo.
«Aprendí mucho de la Orden de los Jesuitas», dijo Hitler. «Hasta ahora no ha
existido en la Tierra nada más grandioso que la organización jerárquica de la Iglesia
Católica. Yo transferí a mi partido mucho de esta organización… Les diré un
secreto… Fundaré una Orden… En la “fortaleza” de mi Orden, formaremos una
juventud que hará temblar al mundo… Hitler luego se detuvo, explicando que no
podía decir más».[108]
Walter Schellenberg, otro hitleriano importante y ex jefe del contraespionaje
alemán, completó esta confidencia del Führer después de la guerra:
Los mejores autores teológicos, por su parte, trataban de mostrar la similitud entre
las doctrinas católicas y nazis. Y los hijos de Loyola eran los más dedicados a ese
objetivo. Por ejemplo, el teólogo jesuita Michaele Schmaus presentó al público una
serie de estudios sobre el tema:
Este objetivo era la “nueva Edad Media" que Hitler le prometió a Europa. Es
obvia la similitud entre el apasionado antiliberalismo de este jesuita de Munich, y el
fanatismo expresado durante el “acto de consagración de la F.C.N. en la basílica de
Montmartre”. Durante la ocupación, el R. P. Merklen escribió: «En estos días, la
libertad ya no parece merecer aprecio alguno».[111]
Podríamos citar miles de declaraciones similares. ¿No era ese odio a la libertad —
en todas sus formas— el carácter mismo del Amo romano? Es fácil también
comprender por qué armonizaban tan bien la “doctrinas” católica y nazi. El jesuita
Michaele Schmaus mostró hábilmente esa armonía, y, diez años después de la guerra,
La Croix lo llamó “el gran teólogo de Munich”.[112] A nadie puede sorprenderle que
Pío XII lo hiciera “Príncipe de la iglesia”.
Bajo tales circunstancias, ¿qué sucedió con la “terrible” encíclica Mit brennender
Sorge de Pío XI, que supuestamente condenó al nazismo? Por supuesto, ningún
casuista ha tratado de explicarlo.
El “gran teólogo” Schmaus tuvo muchos rivales, según explica un autor alemán
«El Tercer Reich es la primera potencia mundial que no sólo reconoce, sino
que pone en práctica los elevados principios del papado».[114]
«En virtud de su poder indirecto sobre los asuntos temporales, ¿no debería
la Iglesia tener el derecho de esperar que los estados católicos opriman a los
herejes, aun hasta la muerte, a fin de reprimirlos?
ȃsta es mi respuesta:
»Yo abogo por esto, ¡aun hasta la muerte!… apoyados primeramente en la
práctica, luego en la enseñanza de la Iglesia misma; y estoy convencido de
que ningún católico diría lo contrario sin errar gravemente».[117]
«La Iglesia puede condenar a los herejes a la muerte, porque los derechos que
tienen se deben sólo a nuestra tolerancia, y, al parecer, esos derechos no son
reales».
El autor de esas palabras fue el General de los Jesuitas, Franz Wernz (1906-1915).
Siendo él alemán, su declaración adquiere aún más importancia.
También en el siglo XX, el cardenal Lepicier, conocido príncipe de la Iglesia,
escribió: «Si alguien confiesa públicamente que es hereje, o trata de pervertir a otros
con sus palabras o ejemplo, no sólo se le puede excomulgar sino que con justicia se le
puede ejecutar…».[118] Nadie puede negar que ése es un llamado a matar.
¿Deseamos conocer también la contribución del Soberano Pontífice? El papa
jesuita moderno León XIII, cuyo “liberalismo” fue criticado por los clérigos
intransigentes, dijo: «Sea anatema el que diga: el Espíritu Santo no quiere que
matemos a los herejes».
¿Qué autoridad superior a ésta podría invocarse, aparte de la del Espíritu Santo?
Aunque desagrade a los que manipulan la cortina de humo (los que hacen las
señales de humo cuando se elige a un papa) —apaciguadores de conciencias
preocupadas—, los “elevados principios” del papado no han cambiado. Entre otras
cosas, la exterminación a causa de la fe es tan válida y canónica hoy como lo fue en
«El general de los jesuitas, conde Halke von Ledochowski, estaba listo para
organizar —sobre la base común del anticomunismo— cierta colaboración
entre el Servicio Secreto alemán y la Orden Jesuita».[121]
Eso fue suficiente. Cambiando por completo junto con sus “camisas marrones”,
Hitler —que hasta entonces había sido separatista bávaro—, de la noche a la mañana
se convirtió en el inspirado Apóstol del Gran Reich.
Hasta qué grado los católicos eran amos de la Alemania nazi, y la severidad con que
habían aplicado los “elevados principios del papado”, pronto resultó evidente.
Los liberales y los judíos tuvieron tiempo para comprobar que esos principios no
habían pasado de moda; y esto lo confirmaron las voces más ortodoxas. En
Auschwitz, Dachau, Belsen, Buchenwald y otros campos de muerte, la Iglesia “puso
en práctica” el derecho que se atribuye de exterminar —lenta o rápidamente— a los
que la estorban.
La Gestapo de Himmler —“nuestro Ignacio de Loyola”— realizó diligentemente
esas obras caritativas. La Alemania civil y militar tuvo que someterse “como un
cadáver” (perinde ac cadaver) a esa organización todopoderosa.
El Vaticano, por supuesto, se lavó las manos en relación a esos actos horrendos.
Cuando Pío XII le concedió audiencia al Dr. Nerin F. Gun —periodista suizo que fue
deportado y se preguntaba por qué el papa no intervino, proveyendo al menos alguna
ayuda a tantas personas infortunadas—, Su Santidad tuvo el descaro de responder:
Muchos parisinos aún recuerdan cómo los niños judíos eran separados de sus
madres, para enviarlos en trenes especiales a los hornos crematorios de Auschwitz.
La deportación de niños está confirmada, entre varios documentos oficiales, en una
nota del SS Haupsturmführer Danneker, fechada el 21 de julio de 1942.
La terrible insensibilidad de la Iglesia Romana —y de su líder en especial—
inspiró estas palabras llenas de rencor del periódico L’Arche:
Del París bajo la ocupación, vayamos a Roma, ocupada también por los alemanes
después del colapso de los italianos. He aquí un mensaje dirigido a Von Ribbentrop,
ministro nazi de Relaciones Exteriores:
Para beneficio de los lectores que aún no estén totalmente convencidos, citaremos
un documento alemán oficial que establece las disposiciones del Vaticano, y de los
jesuitas, hacia los judíos antes de la guerra:
«Sin embargo, en el transcurso de los siglos, dondequiera que la raza judía era
dispersada, corría sangre, y el clamor de muerte expresado en la corte de
Pilato siempre apagó el clamor desesperado que se repetía miles de veces. El
rostro de una nación judía perseguida llena la historia; pero no puede borrar
este otro rostro, manchado de sangre y escupitajos, por quien la muchedumbre
judía no tuvo compasión. Sin duda, Israel no tuvo alternativa en el asunto y
tuvo que matar a su Dios después de repudiarlo; y así como, misteriosamente,
la sangre pide sangre, quizá la caridad cristiana tampoco tenga alternativa.
¿No debe la voluntad divina compensar el insoportable horror (la crucifixión)
con los horrores de la violencia masiva?».[132]
Las “inspiraciones” del Führer también pueden explicarse fácilmente, sin recurrir
a filosofías misteriosas o exóticas. Es obvio que este “hijo de la Iglesia Católica”,
como lo describió Franco, estaba sujeto a los impulsos de líderes misteriosos. Y
sabemos que éstos no tenían asociación alguna con la magia oriental.
Los infiernos terrenales, que devoraron a 25 millones de víctimas, llevan otra
marca que se reconoce fácilmente: la de aquellos que pasaron por una capacitación
prolongada y meticulosa, como se ordena en los Ejercicios Espirituales (de los
jesuitas).
Entre las diversas causas por las que el Vaticano decidió iniciar la Primera Guerra
Mundial —convenciendo al emperador Francisco José de Austria para que "castigara
a los serbios"—, la principal, como vimos, fue asestar un golpe decisivo a la Iglesia
Ortodoxa, su odiada rival por siglos.
Más allá de la pequeña nación serbia, el objetivo del Vaticano era Rusia,
tradicional protectora de los creyentes ortodoxos en los Balcanes y en el oriente.
Pierre Dominique escribió:
«Con la constitución apostólica Quam Curam, Pío XI creó este seminario ruso
en Roma, donde jóvenes apóstoles de todas las nacionalidades recibirían
capacitación, "con la condición de que adoptaran, antes que nada, el rito
bizantino-eslavo, y que determinaran consagrarse totalmente a la tarea de
hacer que Rusia volviera al redil de Cristo».[146]
Ése era el objetivo del Colegio Pontifical Ruso, conocido como "Russicum", el
Instituto Pontifical del Este y el Colegio Romano, tres centros administrados también
por la Compañía de Jesús.
En el Colegio Romano —45, Piazza del Gesu— se encontraba el noviciado de los
jesuitas. Entre los novicios, algunos eran llamados "russipetes", porque su destino era
"petere Russiam" o "ir a Rusia".
«El destino de todos estos sacerdotes es ir a Rusia. Pero, por el momento este
proyecto no puede realizarse».[147]
Como bien dijo el jesuita Ouroussof, la política del Vaticano necesita mártires,
sean éstos voluntarios o no. Por tanto, “creó” millones de ellos en dos guerras
mundiales.
De todas las fantasías aceptadas en este mundo, quizá una de las más difíciles de
desarraigar sea el espíritu de paz y armonía que se le atribuye a la Santa Sede, porque
parece ser el espíritu inherente a la naturaleza del magisterio apostólico.
A pesar de lo que nos enseña la historia —que no se conoce bien o se olvida muy
pronto—, el que dice ser el "vicario de Cristo" necesariamente debe encarnar, ante los
ojos de mucha gente, el ideal de amor y fraternidad que enseña el evangelio. ¿No es
eso lo que esperan la lógica y los sentimientos?
Pero, los hechos nos muestran que tal suposición debe desaparecer; hemos visto
suficientes evidencias. Sin embargo, la iglesia es prudente —como se nos recuerda a
menudo— y rara vez actúa sin tomar precauciones para cuidar las apariencias. Bonne
renommee vaut mieux que ceinture doree (una buena reputación es mejor que un cinto
de oro), dice el proverbio. Pero, es mejor aún poseer ambos. El Vaticano, que es
inmensamente rico, se guía por esta máxima. Su codicia política de poder siempre
adopta pretextos "espirituales" y humanitarios, proclamados “urbi et orbi” (en ciudad
y mundo) mediante una intensa propaganda financiada por el cinto dorado; y la
"buena reputación", preservada de ese modo, mantiene el ingreso del oro a ese cinto.
El Vaticano no se aparta de esa línea de conducta; y, cuando la actitud de su
jerarquía revela su verdadera posición en asuntos internacionales, mantiene viva la
leyenda de su imparcialidad absoluta publicando encíclicas solemnes y ambiguas y
otros documentos pontificales. La era hitleriana incrementó esos ejemplos. ¿Podría
esperarse algo distinto de un poder autoritativo que, supuestamente, es transcendente
y universal a la vez?
Rara vez se ha visto caer esa máscara. Para que el mundo sea testigo de tal
espectáculo, tiene que ocurrir una contingencia que, a los ojos de la Santa Sede,
ponga en peligro sus intereses vitales. Sólo entonces deja de lado las ambigüedades y
revela su verdadera intención.
Eso ocurrió en Roma el 7 de enero de 1960, cuando se hablaba de una
conferencia "cumbre" que reuniría a líderes gubernamentales del oriente y del
occidente. El objetivo era establecer las condiciones para una coexistencia pacífica
entre los defensores de dos ideologías opuestas.
Por supuesto, no cabía duda respecto a la posición del Vaticano antes del
proyecto. En los Estados Unidos, el cardenal Spellman la mostró claramente,
incitando a los católicos a una conducta hostil hacia Kruschev cuando éste fue
invitado por el presidente norteamericano. Su Santidad Juan XXIII por su parte, sin
decir nada específico, en su mensaje navideño mostró poco entusiasmo respecto a la
idea de reducir la tensión política. Su “esperanza” de que se estableciera la paz en el
mundo —un deseo que tal documento “debía” incluir— sonó débil, y varias veces
instó a los líderes occidentales a que fueran prudentes. Hasta ese momento, sin
Le Monde publicó partes del violento discurso, que justificaban calificarlo como
el «más desconcertante». «Los tiempos de Tamerlane han retornado», afirmó el
cardenal Ottaviani, describiendo a los líderes rusos como «nuevos anticristos», que
«condenan a la gente a la deportación, prisión y masacre, dejando sólo desolación tras
ellos». Al orador le asombraba que a nadie más «le asustara darles la mano», y que,
«por el contrario, se prepare una carrera para ver quién será el primero en hacerlo y
en intercambiar sonrisas con ellos». Luego, les recordó a sus oyentes que Pío XII se
retiró a Castelgandolfo cuando Hitler fue a Roma, olvidando que el pontífice había
firmado con Hitler un concordato muy ventajoso para la iglesia.
Los viajes espaciales también fueron condenados: «El nuevo hombre… cree que
puede violar el cielo realizando proezas en el espacio, demostrando una vez más que
Dios no existe».
Los «políticos y gobernantes» occidentales que, según el cardenal, «se vuelven
tontos por el temor», fueron criticados ásperamente, al igual que los cristianos que
«ya no reaccionan ni actúan con ira…».
Finalmente llegó a esta conclusión mordaz y significativa:
Juzgando por la forma en que trata a los "herejes", no nos sorprende que el
Vaticano condene sistemáticamente todo intento de lograr un acuerdo entre naciones
"cristianas" y las que son oficialmente ateas. Non est pax impilis —¡no hay paz para
los impíos!
El jesuita Cavelli, como muchos otros antes que él, proclama que esa
"intransigencia" es la "ley más imperativa" de la Iglesia Romana.
Para contrarrestar la explosión de furia del cardenal, citaremos otro artículo que
apareció en la misma edición de Le Monde, el 9 de enero de 1960:
Sin duda la respuesta era: primero, la teocracia. ¿Significaba eso que, a los que
visitaban Francia, tenían que darles boletos para la confesión si deseaban ser
recibidos por el alcalde vestido de sotana? En el artículo mencionado, el editor de Le
Monde muy bien dice:
«Más allá de este asunto interno de Francia, la conducta de Kir nos lleva a
considerar un problema mayor. La acción del Vaticano no tiene que ver tan
solo con la relación entre un alcalde y su gobierno. Por la forma en que
ocurrió, constituye una intervención directa y espectacular en la diplomacia
internacional».
Esto es verdad, y las reacciones que provocó, casi en todas partes, muestran que
la opinión mundial comprendió claramente su importancia. En los Estados Unidos,
donde la gente había presenciado las demostraciones hostiles organizadas por los
cardenales Spellman y Cushing durante la visita de Kruschev, empezaron a cuestionar
si un presidente católico romano realmente podría mantenerse independiente de la
Santa Sede.
«No cabe duda; a través del continente (y hoy quizá en todo el mundo),
dondequiera que el catolicismo es tentado a volverse político, también es
tentado a volverse antifrancés».[2]
Otro escritor católico describió los efectos de esa concentración de poder en las
manos del pontífice:
El eminente François Mauriac pudo haber planteado esa pregunta —que quizá no
sea tan cándida como asegura— a gente que él conocía muy bien: escritores, editores,
libreros, científicos, oradores, gente de teatro y cine, a menos que prefiriera indagar
personalmente en los centros de publicación.
Respecto a la oposición de ciertos jesuitas contra el Opus Dei, se trataba tan solo
de rivalidad de grupos. La Compañía —como hemos afirmado y probado— es
"modernista" e "integrista" según la oportunidad, porque está decidida a tener un pie
en cada lado. De hecho, Le Monde imprimió un artículo escrito por Jean Creach,
irónicamente, invitándonos a admirar un "Auto de fe de los jesuitas españoles", que
por suerte se limitaba a las obras de la literatura francesa. Realmente este censor
jesuita no parece ser "modernista" a juzgar por lo que dice Jean Creach:
«Si el padre Garmendia tuviera el poder del cardenal Tavera, cuya mirada fue
resucitada por el Greco como rayo en una máscara verdosa, sobre lo morado,
España conocería nuestra literatura sólo por medio de autores débiles… o aun
decapitados».
Después de citar varios ejemplos divertidos del celo purificador del Reverendo
Padre, el autor ofrece esta pertinente reflexión:
«“¿Acaso son tan débiles los cerebros formados por nuestros jesuitas que no
pueden enfrentar ni los peligros más pequeños para vencerlos por sí
mismos?”, susurró una lengua maliciosa. “Dime, querido amigo, si son
incapaces de ello, ¿qué valor tiene la enseñanza que los hace tan débiles?”».[8]
PERIÓDICOS
L’Arche (Novembre 1958).
Archives Austro-Hongroises, Document PA XI/291.
Archives Secrètes de la Wilhelmslrasse, Doc. 83 - 26 191 I (25-1-39).
Artaban, 13-12-57.
Bayerische Dokumente zur Kriegsausbruch III, p. 206.
Tous ces livres (et environ 2.000 volumes) sont a la disposition des historiens et
des chercheurs à la «Fondation Edmond Paris», Foyer Philosophique, 16, rue Cadet,
Paris 9e.
Un SUPPLEMENT à l’ouvrage rédigé par Edmond Paris est envoyé
GRATUITEMENT sur demande (accompagnée d’une enveloppe timbrée) par la
librairie FISCHBACHER, 33, rue de Seine, París 6e.
1944), p. 6. <<
<<
muerte de Paccanari, fundador de los Padres de la Fe: «Fue llevado ante la Santa
Sede, luego lo encarcelaron en el castillo de San Ángelo y finalmente fue
“asesinado”» (Etudes, septiembre de 1959). <<
<<
<<
p. 205. <<
<<
<<
<<
146. <<
de 1959. <<
32. <<
Jesús había enfrentado en Abisinia la misma situación que en los países europeos.
Con la ayuda del usurpador Segud, a quien habían convertido y puesto en el trono, los
hijos de Loyola trataron de imponer el catolicismo en toda la nación, provocando
levantamientos y represiones sangrientas. Finalmente el Negus Basílides los expulsó.
<<
et action temporelle (Paris: Ed. Spes, 1938), p. 105. Imprimatur: 1938. <<
215. <<
<<
de 1939). <<
itidem quod nigrum sit pronuntiare”. “Institutum Societatis Jesus” (edición romana
de 1869), TI, p. 417. <<
<<
40 ss). <<
Irgolis, Lonacir, Pavunic, Mikán, Palie, Severovic, Sipic, Skrinjar, Vuceti. <<
p. 101. <<
amada nación alemana, seguiremos el ejemplo que nos dio nuestro predecesor (Pío
XII), firmado, Juan XXIII. El espíritu de continuidad es uno de los atributos del
Vaticano. <<
m’a dit (París: Ed. Cooperation, 1939), pp. 266-267, 273ss. <<
ss. <<
<<
351. <<
351. <<
<<