La Historia Secreta de Los Jesuitas

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Edmond

Paris expone la existencia de un paralelismo entre el sector religioso


y el político. La intervención del Vaticano en la política y en las intrigas
mundiales, mediante la penetración e infiltración de los jesuitas en los
gobiernos y en las naciones del mundo, además de fomentar guerras, ha
manipulado el curso de la historia estableciendo dictaduras y debilitando
democracias y abriendo el camino para la anarquía social, política, moral,
militar, educativa y religiosa.

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Edmond Paris

La historia secreta de los jesuitas


ePub r1.0
Titivillus 20.02.16

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Título original: L’histoire secrète des jésuites
Edmond Paris, 1970
Traducción: Eduardo Aparicio y Gladys Aparicio

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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INDICE
Prólogo >>

—I—
La Fundación de la Orden Jesuita >>

—II—
Los Jesuitas en Europa en los Siglos XVI y XVII >>

—III—
Misiones en el extranjero >>

—IV—
Los Jesuitas en la Sociedad Europea >>

—V—
El Ciclo Infernal >>

Conclusion >>

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«El amor a la verdad es nuestra única salvación».
—Jean Guehenno - Academia Francesa

«Por lo cual, desechando la mentira,


hablad verdad cada uno con su prójimo».
—(Efesios 4:25)

Prólogo
Según recordaba Adolphe Michel, escritor del siglo XIX, Voltaire calculó que a través
de los años se habían escrito alrededor de seis mil obras sobre los jesuitas. «¿Cuál
será el total un siglo después?», se preguntaba Michel, pero de inmediato concluyó:
«No importa. Mientras haya jesuitas, se tendrán que escribir libros contra ellos. No
queda nada nuevo que se pueda decir al respecto, pero cada día hay nuevas
generaciones de lectores… ¿Buscarán estos lectores los libros antiguos?»[1]
Bastaría esa razón para justificar que tratemos de este tema tan discutido. En
realidad, ya no existen muchos de los primeros libros que relataban la historia de los
jesuitas. Sólo se encuentran en algunas bibliotecas públicas, por lo que resultan
inaccesibles para la mayoría de los lectores. Siendo nuestro objetivo informar al
público en general, creímos necesario ofrecer un resumen de esas obras.
Hay otra razón, tan válida como la anterior. Así como surgen nuevas generaciones
de lectores, surgen también nuevas generaciones de jesuitas. Y éstos trabajan ahora
con los mismos métodos tortuosos y tenaces que, en el pasado, activaron los reflejos
de defensa de naciones y gobiernos. Los hijos de Loyola son hoy —y podríamos
decir, más que nunca— el ala principal de la Iglesia Romana. Tan bien disfrazados
como en el pasado, si no mejor, siguen siendo los más notables “ultramontanos”,
agentes discretos pero eficaces de la Santa Sede en todo el mundo, defensores
camuflados de su política y el “ejército secreto del papado”.
Por esta razón, el tema de los jesuitas nunca se agotará. Aunque abunde literatura
sobre ellos, cada época deberá añadir algunas páginas, marcando la continuidad del
sistema oculto que principió hace cuatro siglos “para la gran gloria de Dios”, pero
que existe realmente para la gloria del papa.
A pesar del movimiento general hacia una creciente laicización, y del inevitable
progreso del racionalismo que cada día reduce más el dominio del “dogma”, la

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Iglesia Romana no podía abandonar su gran objetivo inicial: reunir bajo su báculo a
todas las naciones del universo. Pase lo que pase, esta monumental “misión” debe
continuar entre los “infieles” y los “cristianos separados”. El clero secular tiene el
deber de mantener las posiciones adquiridas (un arduo trabajo en la actualidad),
mientras que de ciertas órdenes regulares depende el crecimiento del redil de fieles,
convirtiendo a los “herejes” e “infieles”, que es una tarea aún más ardua. El deber es
preservar o adquirir, defender o atacar, y en el frente de batalla está la fuerza móvil de
la Sociedad de Jesús: los jesuitas.
Hablando propiamente, la Sociedad no es secular ni regular en términos de su
Constitución. Es una compañía sutil que interviene donde y cuando sea conveniente,
en la iglesia y fuera de ella. En resumen, es “el agente más hábil, perseverante, audaz
y convencido de la autoridad papal”, como escribió uno de sus mejores historiadores.
[2]
Veremos cómo se formó este cuerpo de “jenízaros” y cuál era el servicio
invaluable que rendían al papado. Asimismo, veremos que su eficaz celo lo hizo
indispensable para la institución que servía, ejerciendo sobre ella tal influencia que a
su general se le llamó el “papa negro”, y con razón, porque en el gobierno de la
Iglesia cada vez era más difícil distinguir la autoridad del papa blanco de la de su
poderoso coadjutor.
Por tanto, este libro es una mirada retrospectiva y, a la vez, una actualización de
la historia del “jesuitismo”. La mayoría de las obras sobre los jesuitas no tratan de su
importante rol en los eventos que afectaron al mundo en los últimos 50 años. Por
tanto, creímos que era tiempo de llenar ese vacío, o, más precisamente, de iniciar con
nuestra modesta contribución un estudio más profundo del tema, sin ocultar los
obstáculos a los que se enfrentarán los autores no apologistas que deseen escribir
sobre este tema candente.
Entre todos los factores que fueron parte de la vida internacional en un siglo lleno
de confusión y agitación, uno de los más decisivos —y más reconocidos— es la
ambición de la Iglesia Romana. Su afán secular de extender su influencia hacia el
este, la convirtió en la aliada “espiritual” del pangermanismo y en su cómplice en el
intento de obtener supremo poder; esto causó muerte y destrucción a los pueblos de
Europa dos veces: en 1914 y en 1939.[2a]
La gente prácticamente desconoce la enorme responsabilidad del Vaticano y de
los jesuitas en el inicio de las dos guerras mundiales; esto, en parte, se debió a los
grandes recursos financieros que el Vaticano y los jesuitas tenían a su disposición,
dándoles poder en muchos ámbitos, especialmente después del último conflicto.
En realidad, su papel en aquellos trágicos eventos casi no se ha mencionado sino
hasta estos tiempos, excepto por apologistas deseosos de encubrirlo. A fin de
rectificar esto y dar a conocer los hechos, presentamos en este libro y en otros la
actividad política del Vaticano durante la época contemporánea, la cual tiene que ver
también con los jesuitas.

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Este estudio se basa en irrefutables documentos de archivo en publicaciones de
conocidos políticos, diplomáticos, embajadores y escritores eminentes —en su
mayoría, católicos—, legalizadas incluso por el imprimátur.
Estos documentos revelan las acciones secretas del Vaticano y sus hechos
malignos para originar conflictos entre naciones cuando esto beneficiaba sus propios
intereses. Con la ayuda de artículos concluyentes, mostramos el papel de la “iglesia”
en el surgimiento de regímenes totalitarios en Europa.
Estos testimonios y documentos constituyen una acusación devastadora y, hasta
ahora, ningún apologista ha intentado refutados. El lo de mayo de 1938, el Mercurio
de Francia nos hizo recordar lo que se había dicho cuatro años antes:
El Mercurio de Francia del 15 de enero de 1934 afirmó —y nadie lo contradijo—
que Pío XII hizo a Hitler. Éste subió al poder, no por medios legales, sino por la
influencia del papa sobre el Centro (partido católico alemán)… ¿Piensa el Vaticano
que cometió un error político al abrirle a Hitler el camino al poder? Al parecer, no…
Aparentemente no pensaban así cuando se escribieron esas palabras, un día
después del Anschluss cuando Austria se unió al tercer Reich ni después, cuando
aumentó la agresión nazi, ni durante la Segunda Guerra Mundial. De hecho, el 24 de
julio de 1959, Juan XXIII, sucesor de Pío XII, le otorgó a su amigo Franz Von Papen
el título honorario de chambelán privado. Éste había sido espía en los Estados Unidos
durante la Primera Guerra Mundial, y uno de los responsables de la dictadura de
Hitler y del Anschluss. Se tendría que sufrir de un tipo peculiar de ceguera para no
ver esos hechos tan evidentes.
Respecto al acuerdo diplomático entre el Vaticano y el Reich nazi el 8 de julio de
1933, el escritor católico Joseph Rovan dice:

«El Concordato le dio al gobierno nacionalista-socialista —que en la opinión


de casi todos estaba formado por usurpadores, si no bandoleros— el sello de
un acuerdo con el poder internacional más antiguo (el Vaticano). En cierto
modo, equivalía a un diploma de honorabilidad internacional». (Le
catholicisme politique en Allemagne, París, 1956, p. 231, Ed. du Seuil).

El papa, no satisfecho con brindarle su apoyo “personal” a Hitler, le dio así el


apoyo moral del Vaticano al Reich nazi.
Al mismo tiempo que el terror empezaba a reinar en el otro lado del Rin, siendo
aceptado y aprobado tácitamente, los llamados “camisas negras” habían puesto ya a
40.000 personas en campos de concentración. Los pogromos aumentaban al paso de
esta marcha nazi: «Cuando la sangre judía corre por el cuchillo, nos sentimos bien
otra vez» (Horst-Wessel-Lied).
En los siguientes años, Pío XII vio cosas aún peores sin escandalizarse. No es de
sorprender que los líderes católicos de Alemania compitieran entre sí en su servilismo

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hacia el régimen nazi, inspirados por su “Cabeza” en Roma. Resulta una experiencia
increíble leer los pensamientos confusos y las acrobacias verbales de teólogos
oportunistas como Michael Schmaus. Pío XII lo nombró después “príncipe de la
iglesia” y, el 2 de septiembre de 1954, La Croix lo describió como el gran teólogo de
Munich, lo que hizo también el libro Katholisch Konservatives Erbgut, del cual
alguien escribió:

«Esta antología reúne textos de los principales teóricos de Alemania, desde


Görres hasta Vogelsang; nos hace creer que el nacionalsocialismo nació pura
y simplemente de ideas católicas» (Gunther Buxbaum, Mercure de France, 15
de enero de 1939).

Los obispos, que debido al Concordato debían jurar lealtad a Hitler, procuraban
siempre superarse el uno al otro en su “devoción”:

«Bajo el régimen nazi, constantemente hallamos el apoyo ferviente de los


obispos en toda la correspondencia y en las declaraciones de los dignatarios
eclesiásticos». (Joseph Rovan, op. cit., p. 214).

Según Franz Von Papen, a pesar de la obvia diferencia entre el universalismo


católico y el racismo hitleriano, estas dos doctrinas se habían “reconciliado
armoniosamente”; este escandaloso acuerdo se dio porque el “nazismo es una
reacción cristiana contra el espíritu de 1789”. Retornemos a Michael Schmaus,
profesor de la Facultad de Teología de Munich, quien escribió:

«Imperio e Iglesia es una serie de escritos que deberían contribuir al


desarrollo del tercer Reich porque une a un estado nacional-socialista con el
cristianismo católico…
»Estos escritos, totalmente alemanes y totalmente católicos, exploran y
favorecen las relaciones y reuniones entre la Iglesia Católica y el nacional-
socialismo; abren el camino para una cooperación fructífera, como se describe
en el Concordato… El movimiento nacional-socialista es la protesta más
fuerte y masiva contra el espíritu de los siglos XIX y XX… La idea de tener un
pueblo de una sola sangre es la idea central de sus enseñanzas, y todos los
católicos que obedecen las instrucciones de los obispos alemanes tienen que
admitir que es así… Las leyes del nacional-socialismo y las de la Iglesia
Católica tienen el mismo objetivo…». (Begegnungen zwischen Katholischem
Christentum und nazional-sozialistischer Weltanschauung Aschendorff,

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Munster, 1933).

Este documento prueba que la Iglesia Católica jugó un papel primordial para
elevar a Hitler al poder; en realidad fue un arreglo establecido de antemano. Muestra
el horrendo acuerdo entre el catolicismo y el nazismo. Se ve claramente el odio del
liberalismo, que es la clave en este asunto.
En su libro Católicos de Alemania, Robert d’Harcourt, de la Academia Francesa,
dice:

«De todas las declaraciones episcopales que siguieron a las elecciones


triunfales del 5 de marzo de 1933, el punto más vulnerable se halla en el
primer documento oficial de la iglesia que contiene las firmas de todos los
obispos alemanes. Nos referimos a la carta pastoral del 3 de junio de 1933,
que involucra a todo el episcopado alemán.
»¿Qué forma tiene este documento? ¿Cómo principia? Con una nota de
optimismo y una declaración alentadora: “Los hombres a la cabeza de este
nuevo gobierno, para alegría nuestra, nos han asegurado que ellos y su trabajo
tienen un fundamento cristiano. Una declaración de tan profunda sinceridad
merece la gratitud de todos los católicos”». (París, Plon, 1938, p. 108).

»Desde el principio de la Primera Guerra Mundial varios pastores han


llegado y se han ido, pero su actitud, sin variar, ha sido la misma hacia las dos
facciones que se enfrentaron en Europa.
»Muchos autores católicos no pudieron ocultar su sorpresa —y tristeza—
al escribir sobre la indiferencia inhumana de Pío XII ante las peores
atrocidades cometidas por aquellos que contaban con el favor del papa. De los
numerosos testimonios, citaré uno de los ataques más moderados contra el
Vaticano, presentado por Jean d’Hospital, corresponsal de Monde:
»El recuerdo de Pío XII está rodeado de dudas. En primer lugar,
observadores de cada nación, y aun dentro de los muros del Vaticano,
plantean esta pregunta candente: ¿Sabía él de ciertas atrocidades que se
cometieron durante esta guerra que Hitler inició y dirigió?
»Teniendo siempre a su disposición los informes regulares y trimestrales
de los obispos… ¿podía ignorar él lo que los líderes militares alemanes nunca
pudieron pretender que ignoraban: la tragedia de los campos de concentración
—civiles condenados a la deportación—, las masacres a sangre fría de los que
“estorbaban” —el terror de las cámaras de gas—, donde millones de judíos
fueron exterminados por razones administrativas? Y si lo sabía, como
fideicomisario y líder principal del evangelio, ¿por qué no salió vestido de
blanco, con los brazos extendidos formando la cruz, para denunciar un crimen

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sin precedentes y gritar: ¡No!?…
»Almas devotas buscarán en vano en las encíclicas, discursos y mensajes
del papa ya fallecido; no hay indicio de condenación de esta “religión de
sangre” instituida por Hitler, el anticristo… no encontrarán condenación del
racismo, que es una obvia contradicción del dogma católico». (Rome en
confidence, Grasset, París, 1962, pp. 91ss).

En su libro Le silence de Pie XII (publicado por Du Rocher, Mónaco, 1965), el


autor Cado Falconi escribe:

«La existencia de tales monstruosidades (exterminaciones masivas de


minorías étnicas, prisioneros y civiles deportados) destruye todo estándar de
bien y mal. Va contra su dignidad como individuos y como sociedad en
general, a tal grado que nos vemos obligados a denunciar a quienes hubieran
podido influir en la opinión pública, ya fueran civiles comunes o gobernantes.
»Permanecer callados ante tales atrocidades sería colaborar con ellos.
Estimularía la maldad de los criminales, fomentando su crueldad y vanidad.
Pero, si toda persona tiene el deber moral de reaccionar al enfrentar tales
crímenes, tal deber es aun doble para las sociedades religiosas y sus líderes, y
sobre todo para el líder de la Iglesia Católica.
»Pío XII nunca condenó directa y explícitamente la guerra de agresión,
mucho menos los inconcebibles crímenes que los alemanes o sus cómplices
cometieron durante esa guerra.
»Pío XII no permaneció callado por ignorar lo que sucedía; desde el
principio supo de la gravedad de la situación, quizá aún mejor que cualquier
otro jefe de estado del mundo…». (pp. 12ss).

¡La situación es aún peor! El Vaticano ayudó a cometer esos crímenes al “prestar”
a dos de sus prelados para que actuaran como agentes pro nazis: monseñores Hlinka y
Tiso. También envió a Croacia a su legado, el R. P. Marcone, quien con la ayuda del
monseñor Stepinac debía vigilar el “trabajo” de Ante Pavelic y sus “ustashis”.
Dondequiera que miremos, vemos el mismo espectáculo.
Como hemos mostrado, no censuramos tan solo esa monstruosa parcialidad y
complacencia. El crimen imperdonable del Vaticano fue su participación decisiva
para causar las dos guerras mundiales.[3] Veamos lo que dice Alfred Grosser, profesor
del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de París:

«El conciso libro de Guenter Lewy, The Catholic Church and nazi
Germany (La Iglesia Católica y la Alemania nazi —Nueva York, McGrawhill,
1964), afirma que todos los documentos concuerdan al mostrar que la Iglesia

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Católica cooperó con el régimen de Hitler…
»En julio de 1933, cuando el Concordato obligó a los obispos a hacer un
juramento de lealtad al gobierno nazi, los campos de concentración ya estaban
operando… las citas compiladas por Guenter Lewy lo prueba
abrumadoramente. En ellas encontramos evidencias devastadoras sobre
personas importantes como el cardenal Faulhaber y el jesuita Gustav
Gundlach».[4]

Realmente no hay argumento que pueda refutar esta cantidad de pruebas sobre la
culpabilidad del Vaticano y de los jesuitas. Su ayuda fue la principal fuerza que
permitió el rápido ascenso de Hitler al poder, quien juntamente con Mussolini y
Franco —a pesar de las apariencias— eran sólo peones para la guerra que el Vaticano
y sus jesuitas manipulaban.
Los turiferario s del Vaticano deben bajar la cabeza avergonzados cuando un
miembro del parlamento italiano exclama: “Las manos del papa están bañadas de
sangre” (discurso que Laura Díaz, miembro del parlamento por Livourne, presentó en
Ortona el 15 de abril de 1946), o cuando los estudiantes de la Universidad de Cardiff
escogen este tema para una conferencia: “¿Se debería juzgar al papa como criminal
de guerra?” (La Croix, 2 de abril de 1946).

* * *

El papa Juan XXIII, refiriéndose a los jesuitas, dijo: “Perseveren, amados hijos,
en las actividades por cuyos méritos ya son conocidos… Así alegrarán a la iglesia y
crecerán con incansable ardor: el camino del justo es como la luz de la aurora… Que
esa luz crezca e ilumine la formación de los adolescentes… De ese modo ayudaran a
cumplir nuestros deseos e intereses espirituales… De todo corazón damos nuestra
bendición apostólica a vuestro Superior General, a ustedes y a sus coadjutores, ya
todos los miembros de la Sociedad de Jesús”.[5]
El papa Paulo VI dijo:

«Desde el tiempo de su restauración, esta familia religiosa goza de la


dulce ayuda de Dios y se ha enriquecido rápidamente progresando en gran
manera… los miembros de la Sociedad han realizado muchas obras
importantes, todas para la gloria de Dios y el beneficio de la religión
católica… la iglesia necesita soldados de Cristo con valentía, armados de una
fe sin temor, listos para enfrentar dificultades… por esa razón tenemos una
enorme esperanza en la ayuda que brindarán sus actividades… que en la
nueva era la Sociedad marche por el mismo sendero honorable que recorrió en
el pasado…

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»Declarado en Roma, cerca de San Pedro, el 20 de agosto de 1964,
durante su segundo año como papa».[6]

* * *

El 29 de octubre de 1965, L’Osservatore Romano anunció: «El reverendísimo


padre Arrupe, general de los jesuitas, celebró la santa misa para el Concilio
Ecuménico el16 de octubre de 1965».
Vemos aquí la apoteosis de la “ética papal”, el anuncio simultáneo de un proyecto
para beatificar a Pío XII y a Juan XXIII: «A fin de fortalecernos en nuestro esfuerzo
por alcanzar una renovación espiritual, hemos decidido iniciar los procedimientos
canónicos para beatificar a estos dos grandes y piadosos pontífices a los que tanto
amamos». (Papa Paulo VI).[7]

* * *

Nuestro deseo es que este libro le revele la verdadera naturaleza del amo romano,
cuyas palabras son tan “dulces” como feroces son sus hechos secretos.

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PARTE I
La Fundación de la Orden Jesuita
Ignacio de Loyola >>
Los «Ejercicios Espirituales» >>
La fundación de la Compañía >>
El espíritu de la Orden >>
Los privilegios de la Compañía >>

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Capítulo 1
Ignacio de Loyola

El fundador de la Sociedad de Jesús, el español vasco don Iñigo López de Recalde,


nació en 1491 en el castillo de Loyola, provincia de Guipúzcoa. Fue uno de los tipos
más extraños de monje-soldado que haya engendrado el mundo católico. Entre los
fundadores de órdenes religiosas, su personalidad quizá sea la que ha dejado la marca
más fuerte en la mente y conducta de sus discípulos y sucesores.
Tal vez a ello se deba esa “apariencia conocida” o “sello característico”, que llega
aun a la semejanza física. Aunque Folliet lo rechaza[1] muchos documentos prueban
que se ha mantenido un tipo “jesuita” a través de las edades. El testimonio más
gracioso al respecto se encuentra en el museo de Guimet. Sobre el trasfondo dorado
de un biombo del siglo XVI, con todo el humor de su raza, un artista japonés pintó la
llegada de los portugueses, y de los hijos de Loyola en particular, a las islas
japonesas. El asombro de este amante de la naturaleza y de los colores brillantes es
obvio al ver la forma en que representó aquellas sombras, largas y negras, con rostros
tristes, expresando la arrogancia del fanático líder. Para todos es evidente la similitud
entre la obra del artista oriental del siglo XVI y la de Daumier en 1830.
Como muchos otros santos, Iñigo —que después romanizó su nombre
cambiándolo a Ignacio— no parecía ser el predestinado para iluminar a sus
contemporáneos.[2] Su juventud tormentosa estuvo llena de fallos y aun “crímenes
atroces”. Según un informe policial, él era «traicionero, violento y vengativo». Al
hablar de la violencia de los instintos —algo común en aquel tiempo—, sus biógrafos
reconocen que él no se rendía ante ninguno de sus compañeros cercanos. Uno de sus
confidentes dijo que Loyola fue «un soldado indisciplinado y presumido», y según su
secretario Polanco, «llevó una vida sin control en lo concerniente a mujeres, juegos
de azar y duelos»[3]. Esto lo relata uno de sus hijos espirituales, R. P. Rouquette,
quien trató de explicar y justificar de alguna manera ese temperamento vehemente,
que finalmente se tomó ad majorem Dei gloriam (a la mayor gloria de Dios).
Como en el caso de muchos héroes de la Iglesia Católica Romana, fue necesario
un severo problema físico para cambiar su personalidad. Él había sido paje del
tesorero de Castilla hasta que su amo cayó en deshonra. Después, sirvió como
caballero del virrey de Navarra. Habiendo sido cortesano hasta entonces, emprendió
la vida de soldado, defendiendo a Pamplona contra los franceses comandados por el
conde de Foix. Fue en esa lucha donde sufrió la herida que decidiría el futuro de su
vida.
Cuando una bala de cañón le quebró la pierna, los franceses victoriosos lo
enviaron al castillo de Loyola, el hogar de su hermano. Allí enfrentó el martirio de
una cirugía sin anestesia. Como ésta no se realizó de forma correcta, pasó por una
segunda operación en la que tuvieron que romperle la pierna para acomodarla. A
pesar de todo, Ignacio quedó cojo. Realmente es comprensible que esa experiencia le

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causara un colapso nervioso. El “don de lágrimas” que se le concedió “en
abundancia”, y que sus biógrafos piadosos vieron como un favor de lo alto, quizá
sólo fue resultado de su naturaleza sumamente emocional, afectándolo cada vez más.
Mientras yacía herido y en dolor, sólo se entretenía leyendo La Vida de Cristo y
La Vida de los Santos, los únicos libros que halló en el castillo.
Puesto que prácticamente carecía de educación y sufría aún los efectos de su
tragedia, la angustia de la pasión de Cristo y el martirio de los santos dejaron en él un
impacto imborrable. Esta obsesión llevó al guerrero inválido hacia el camino del
apostolado.

«Él dejaba a un lado los libros y soñaba despierto. Era un caso claro de ese
juego imaginario de la niñez que continúa en los años de la edad adulta… Si
permitimos que esto invada el área de lo síquico, resulta en neurosis y
abandono de la voluntad; ¡lo real llega a ser secundario!».[4]

A primera vista, tal diagnóstico no parece aplicarse al fundador de esa Orden tan
activa, ni a otros “grandes místicos” y creadores de sociedades religiosas que, al
parecer, poseían una enorme capacidad organizativa. Sin embargo, vemos que
ninguno de ellos podía resistir su imaginación extremadamente activa y, para ellos, lo
imposible llega a ser posible.
Al respecto, el mismo autor dice: «Quisiera señalar el resultado obvio cuando
alguien, poseedor de una inteligencia brillante, practica el misticismo. La mente débil
que cede al misticismo está en terreno peligroso, pero el místico inteligente
constituye un peligro aún mayor porque su intelecto trabaja en forma más amplia y
profunda… Cuando en una inteligencia activa el mito toma control de la realidad, se
convierte en mero fanatismo, una infección de la voluntad que sufre de aumento
parcial o distorsión».[5]
Ignacio de Loyola fue un ejemplo perfecto del “misticismo activo” y la
“distorsión de la voluntad”. No obstante, la transformación del caballero-guerrero en
“general” de la Orden más militante de la Iglesia Romana, fue lenta. Antes de
encontrar su verdadera vocación, dio muchos pasos vacilantes.
Nuestro objetivo no es examinar cada etapa, sino recordar los puntos principales:
en la primavera de 1522 salió del castillo ancestral, decidido a ser un santo semejante
a aquellos de cuyas hazañas inspiradoras había leído en el gran volumen “gótico”.
Además, ¿no se le había aparecido la Virgen una noche, llevando en sus brazos al
Niño Jesús? Después de hacer una confesión total en el monasterio de Montserrat,
planeaba ir a Jerusalén. Pero, debido a la peste en Barcelona y el cierre del tráfico
marítimo, tuvo que permanecer en Manresa casi un año. Allí pasó mucho tiempo en
oración y súplica, en ayunos prolongados, flagelándose y practicando toda forma de
maceración, y presentándose ante el “tribunal de penitencias” aunque, al parecer, su

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confesión en Montserrat había durado tres días enteros. Una confesión tan exhaustiva
habría sido suficiente para un pecador menos concienzudo. Todo esto muestra el
estado mental y nervioso del hombre. Al fin, librándose de la obsesión con el pecado
al decidir que era una treta de Satanás, se dedicó por entero a las visiones variadas y
abundantes que acosaban su mente febril.
H. Boehmer dice: «Fue debido a una visión que él empezó a comer carne otra
vez. Una serie de visiones le revelaron los misterios del dogma católico y le ayudaron
a vivirlo en verdad. De esa manera, medita en la Trinidad considerando la forma de
un instrumento musical con tres cuerdas; en el misterio de la creación del mundo,
como “algo” nebuloso y una luz proveniente de un rayo solar; en el milagroso
descenso de Cristo en la eucaristía, como rayos de luz que entraban en el agua
consagrada cuando el sacerdote la sostenía mientras rezaba; en la naturaleza humana
de Cristo y la santa Virgen bajo la forma de un deslumbrante cuerpo blanco; y,
finalmente, en Satanás como una forma sinuosa y reluciente, similar a una multitud
de ojos misteriosos y centelleantes».[6] ¿No es éste el inicio de las conocidas
imágenes creadas por los jesuitas?
Boehmer añade que el profundo significado de los dogmas le fue revelado como
un favor especial de lo alto, mediante intuiciones transcendentales. «De pronto
comprendió con claridad muchos misterios de la fe y la ciencia; después aparentó
haber aprendido más en esos breves momentos que durante todos sus estudios. Sin
embargo, nunca pudo explicar cuáles eran los misterios que había comprendido
repentinamente. Sólo tenía un vago recuerdo, la sensación de algo milagroso, como si
en ese momento hubiera llegado a ser “otro hombre con otra inteligencia”».[7]
Todo eso pudo ser resultado de un trastorno nervioso, similar a la experiencia de
los que fuman opio y consumen hachís: incremento o extensión del ego, la ilusión de
estar elevándose por encima de lo real, una sensación brillante que deja sólo un
recuerdo confuso.
Las visiones e iluminaciones maravillosas fueron los compañeros constantes de
este místico durante toda su vida.

«Él jamás dudó de que esas revelaciones fueran reales. Perseguía a Satanás
con un palo como lo hubiera hecho con un perro bravo; le hablaba al Espíritu
Santo como se le habla a otra persona; pedía la aprobación de Dios, de la
Trinidad y de la Virgen en todos sus proyectos; y derramaba lágrimas de gozo
cuando ellos se le aparecían. En esas ocasiones experimentaba de antemano la
dicha celestial; los cielos se le abrían y la Deidad era visible y perceptible
para él».[8]

¿No es éste el caso perfecto de una persona alucinada? Esta Deidad perceptible y
visible es la misma que los hijos espirituales de Loyola ofrecerían constantemente al

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mundo, no sólo por razones políticas —apoyándose en la inclinación a la idolatría tan
arraigada en el corazón humano y elogiándola— sino también por convicción, por
haber sido muy bien adoctrinados. Desde el principio el misticismo medieval ha
predominado en la Sociedad de Jesús, y aún es lo que la motiva, a pesar de sus
evidentes aspectos mundanos, intelectuales y culturales. Su axioma básico es: “Todas
las cosas a todos los hombres”. Las artes, la literatura, la ciencia y aun la filosofía han
sido sólo medios o redes para atrapar almas, como las indulgencias fáciles otorgadas
por los casuistas, por cuyo relajamiento moral fueron reprobados con tanta
frecuencia. Para esta Orden, no existe ámbito alguno en el que sea imposible trabajar
en la debilidad humana, motivando al espíritu y a la voluntad a rendirse y retomar a
una devoción más tranquila y semejante a la de un niño. Por tanto, trabajan para
desarrollar el “reino de Dios” conforme a su ideal: un gran redil bajo el báculo del
Santo Padre. Parece extraño que hombres eruditos puedan tener un ideal tan
anacrónico, pero es innegable, y confirma una realidad que a menudo se pasa por
alto: la preeminencia de las emociones en la vida del espíritu. Además, Kant afirmó
que toda filosofía es tan solo la expresión del temperamento o carácter del filósofo.
Aparte de los métodos individuales, el “temperamento” jesuita parece ser más o
menos uniforme entre ellos. «Una combinación de piedad y diplomacia, ascetismo y
sabiduría del mundo, misticismo y cálculo frío; tal como era el carácter de Loyola, así
es la idiosincrasia de esta Orden».[9]
En primer lugar, todo jesuita eligió esta Orden debido a su propia disposición
natural; pero realmente llega a ser un “hijo” de Loyola después de pasar por pruebas
rigurosas y una educación sistemática que dura no menos de 14 años.
De esa forma, la paradoja de la Orden ha continuado por 400 años: una Orden que
se esfuerza por ser “intelectual”, pero que, a la vez, siempre ha defendido la
disposición más estricta dentro de la Iglesia Romana y la sociedad.

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Capítulo 2
Los Ejercicios Espirituales

Cuando llegó el momento de que Ignacio partiera de Manresa, él no podía prever su


destino, pero la ansiedad respecto a su salvación ya no era su principal preocupación.
En marzo de 1523 partió hacia la Tierra Santa, ya no como simple peregrino, sino
como misionero. Después de muchas aventuras llegó a Jerusalén el 1 de septiembre,
pero pronto tuvo que salir de allí por orden del provincial de los franciscanos. Éste no
deseaba que un proselitismo prematuro pusiera en peligro la precaria paz entre
cristianos y turcos.
El frustrado misionero pasó por Venecia, Génova y Barcelona de camino a la
Universidad de Alcalá, donde inició estudios teológicos. Fue allí también donde
empezó su “cura de almas” entre los oyentes voluntarios.
«En estos conventículos, las manifestaciones más comunes de piedad entre el
bello sexo eran los desmayos; así vemos con cuánta severidad aplicaba sus métodos
religiosos, y por qué esa propaganda ferviente pronto despertaría la curiosidad y
luego las sospechas de los inquisidores… En abril de 1527, la Inquisición puso en la
prisión a Ignacio para juzgarlo por hereje. La investigación examinó esos peculiares
incidentes entre sus devotos, las extrañas aseveraciones del acusado respecto al poder
maravilloso que le confería su castidad, y sus raras teorías sobre la diferencia entre
los pecados mortales y los veniales. Estas teorías tenían semejanzas sorprendentes
con las de los casuistas jesuitas de la época subsecuente»)[10]
Puesto en libertad, pero bajo prohibición para celebrar reuniones, Ignacio se
dirigió a Salamanca donde pronto inició las mismas actividades. Allí, sospechas
similares entre los inquisidores lo llevaron a la cárcel nuevamente. Quedó libre sólo
con la condición de que abandonara tal conducta. Por tanto, viajó a París para
continuar sus estudios en la Universidad de Montaigu. Sus esfuerzos para adoctrinar a
los compañeros, conforme a sus métodos peculiares, le causaron problemas con la
Inquisición otra vez. Entonces, actuando con más prudencia, se reunía sólo con seis
de sus compañeros universitarios, dos de los cuales llegarían a ser seguidores muy
apreciados: Salmerón y Laínez.
¿Qué había en este estudiante de más edad que atraía tan poderosamente a los
jóvenes? Era su ideal, y algo especial que llevaba consigo: un librito. Éste, a pesar de
ser tan pequeño, es uno de los que han influido en el destino de la humanidad. Esta
obra se ha impreso tantas veces que se desconoce el número total de copias; además,
fue objeto de más de 400 comentarios. Se trata del libro texto de los jesuitas y, a la
vez, el resumen del extenso desarrollo interior de su maestro: Ejercicios Espirituales.
[11] Boehmer declaró después:

«Ignacio comprendió, con más claridad que cualquier otro líder previo a él,

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que la mejor forma de elevar a un hombre a cierto ideal es convirtiéndose en
amo de su imaginación. ‹Inculcamos en él fuerzas espirituales que
difícilmente podrá eliminar después›, fuerzas más perdurables que todos los
principios y las doctrinas más sublimes. Estas fuerzas pueden salir a la
superficie nuevamente, a veces después de años en que ni siquiera se han
mencionado, y llegan a ser tan poderosas que la voluntad, incapaz de ponerles
obstáculos, tiene que seguir su irresistible impulso».[12]

Por tanto, el que se dedica a estos “Ejercicios”, no sólo tendrá que meditar en
todas las “verdades” del dogma católico, sino que deberá vivirlas y sentirlas con la
ayuda de un “director”. En otras palabras, deberá ver y revivir el misterio con la
mayor intensidad posible. La sensibilidad del candidato queda impregnada con estas
fuerzas, cuya persistencia en su memoria —y aun más en su subconsciente— será tan
poderosa como el esfuerzo que hizo para evocarlas y asimilarlas. Además de la vista,
los otros sentidos como el oído, el olfato, el gusto y el tacto desempeñarán su parte.
En resumen, es simplemente una auto sugestión controlada. Puede decirse que, frente
al candidato, se reviven la rebelión de los ángeles, la expulsión de Adán y Eva del
paraíso, el tribunal de Dios, y las escenas y fases en los evangelios acerca de la
Pasión. Escenas tiernas y felices se alternan con otras más sombrías, a un ritmo
diestramente arreglado. El infierno, por supuesto, ocupa el lugar prominente en ese
“mágico espectáculo de luces”, con el lago de fuego al que son arrojados los que han
sido condenados, con el horrendo concierto de gritos y el hedor atroz de azufre y
carne quemada. Sin embargo, Cristo está siempre presente allí, para sostener al
visionario que no sabe cómo darle gracias por no haberlo lanzado ya al infierno para
que pague sus pecados pasados. Edgar Quinet escribió:

«No sólo las visiones están previamente estructuradas; también están anotados
los suspiros, las inhalaciones y la respiración; las pausas y los intervalos de
silencio se indican como en una partitura. Si no me cree lo citaré: ‹La tercera
forma de orar, midiendo las palabras y los períodos de silencio›. Esta manera
particular de orar consiste en dejar fuera algunas palabras entre cada
respiración; más adelante dice: ‹Asegúrese de mantener intervalos iguales
entre cada respiración, cada sollozo y cada palabra› (Et paria anhelituum ac
vocum interstitia observet). Esto quiere decir que el hombre, esté inspirado o
no, se convierte en una máquina que debe suspirar, sollozar, gemir, llorar,
gritar o respirar en el momento exacto y en el orden que, según ha demostrado
la experiencia, son los más beneficiosos».[12a]

Resulta comprensible que después de dedicarse a estos Ejercicios intensivos


durante cuatro semanas, acompañado únicamente por un director, el candidato esté

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listo para la instrucción y quebrantamiento subsecuentes.
Al referirse al creador de ese método tan alucinante, Quinet dice: «¿Sabe qué es
lo que lo distingue de todos los ascetas del pasado? El hecho de que podía observarse
y analizarse lógica y fríamente en ese estado de éxtasis, mientras que para los otros
aun la idea de reflexionar les era imposible.
»Imponiéndoles a sus discípulos acciones que para él eran espontáneas, con su
método necesitaba sólo 30 días para quebrantar la voluntad y el razonamiento, tal
como un jinete doma a su caballo. Él sólo requería de 30 días, triginta dies, para
someter un alma. Nótese que el jesuitismo se extendió junto con la Inquisición
moderna: mientras que la Inquisición dislocaba el cuerpo, los Ejercicios espirituales
quebrantaban los pensamientos bajo la máquina de Loyola».[12b]
En todo caso, uno no podría examinar su vida “espiritual” con mucha
profundidad, aun sin tener el honor de ser jesuita; los métodos de Loyola deben
recomendarse a los fieles y a los clérigos en particular, como nos lo recuerdan
comentaristas como el R. P. Pinard de la Boullaye, autor de Oración mental para
todos. Esta obra, inspirada por Ignacio y una ayuda valiosa para el alma, tendría —
pensamos nosotros— un título más explícito si dijera “alienación” en vez de
“oración”.

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Capítulo 3
La Fundación de la Compañía

La Sociedad de Jesús se constituyó como tal el día de la Asunción, en 1534, en la


capilla de Notre Dame de Montmartre.
Ignacio tenía entonces 44 años de edad. Después de comulgar, el originador de la
idea y sus compañeros prometieron que, tan pronto como finalizaran sus estudios,
irían a la Tierra Santa para convertir a los infieles. Sin embargo, al año siguiente se
encontraban en Roma. Allí, el papa —que con el emperador alemán y la república de
Venecia organizaba una cruzada contra los turcos— les mostró que debido a ésta les
sería imposible realizar su proyecto. Por tanto, Ignacio y sus compañeros se
dedicaron al trabajo misionero en territorios cristianos. En Venecia su apostolado
levantó una vez más las sospechas de la Inquisición. La Constitución de la Compañía
de Jesús fue al fin redactada y, en 1540, Pablo III la aprobó en Roma. Los jesuitas se
pusieron a la disposición del papa, prometiéndole obediencia incondicional. El campo
de acción de la nueva Orden eran la enseñanza, la confesión, la predicación y las
obras de caridad. No obstante, no excluían el trabajo misionero en otros países, ya
que en 1541 Francisco Javier y dos compañeros partieron de Lisboa para evangelizar
en el Lejano Oriente. En 1546 se inició el aspecto político de su carrera, cuando el
papa escogió a Laínez y a Salmerón para que lo representaran ante el Concilio de
Trento como “teólogos pontificios”.
Boehmer escribe lo siguiente:

«Luego, el Papa empleó a la Orden sólo en forma temporal. Pero ésta


desempeñó sus funciones con tanta prontitud y celo que, ya bajo Pablo III,
estaba firmemente establecida en toda clase de actividades selectas y se había
ganado la confianza de la Curia para siempre».[12c]

Esta confianza estaba totalmente justificada. Durante las tres sesiones del
concilio, que concluyó en 1562, los jesuitas —y Laínez en particular, con su devoto
amigo, el cardenal Morone— se convirtieron en hábiles e incansables defensores de
la autoridad pontificia y la intangibilidad del dogma. Mediante sus astutas maniobras
y dialéctica, vencieron a la oposición y todas las propuestas “herejes”, incluyendo el
matrimonio de los sacerdotes, la comunión con el uso de los dos elementos, el
empleo del idioma local en los servicios y, en especial, la reforma del papado. En la
agenda sólo se mantuvo la reforma de los conventos. Laínez mismo, con un poderoso
contraataque, defendió la infalibilidad papal que el Concilio Vaticano promulgó tres
siglos después.[13] Gracias a las acciones firmes de los jesuitas, la Santa Sede salió
fortalecida de la crisis en la que casi fue derrotada. Por tanto, los términos que Pablo
ni escogió para describir a esta nueva Orden, en su Bula de Autorización, se

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justificaban ampliamente: “Regimen Ecclesiae militantis”.
El espíritu de lucha continuó creciendo con el paso del tiempo, porque además de
las misiones en países extranjeros, las actividades de los hijos de Loyola empezaron a
enfocarse en las almas de los hombres, especialmente entre las clases gobernantes. La
política es su principal campo de acción, ya que todos los esfuerzos de estos
“directores” se concentran en un objetivo: la sujeción del mundo al papado y, para
lograrlo, primeramente las “cabezas” deben ser conquistadas. ¿Cómo se puede
alcanzar este ideal? Con dos armas importantes: ser los· confesores de los poderosos
y de aquellos que están en puestos elevados, y la educación de sus hijos. De este
modo, se asegura el presente mientras se prepara el futuro.
La Santa Sede pronto se dio cuenta de la fuerza que aportaría la nueva Orden. Al
principio, el número de miembros se había limitado a 60, pero esta restricción se
anuló de inmediato. Cuando falleció Ignacio, en 1556, sus hijos estaban trabajando
entre los paganos en la India, China, Japón y el Nuevo Mundo, pero también y
especialmente en Europa: Francia, Alemania del sur y occidental —donde lucharon
contra la “herejía”—, España, Portugal, Italia y aun Inglaterra, introduciéndose a
través de Irlanda. Su historia, llena de vicisitudes, trata de una red “romana” que
constantemente tratan de extender por el mundo, cuyos nexos siempre se rompen y se
restauran.

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Capítulo 4
El Espíritu de la Orden

«No olvidemos —escribe el jesuita Rouquette— que históricamente, el


“ultramontanismo” ha sido la afirmación práctica del “universalismo”… Este
universalismo necesario sería una palabra hueca si no resultara en una obediencia
práctica o cohesión del cristianismo; por ello Ignacio deseaba que su equipo estuviera
a disposición del papa… y que fuera el defensor de la unidad católica, la que sólo se
logra mediante una sujeción efectiva al vicario de Cristo».[13a]
Los jesuitas deseaban imponer este absolutismo monárquico en la Iglesia
Romana, y lo mantuvieron en la sociedad civil ya que debían ver a los soberanos
como representantes temporales del Santo Padre, la verdadera cabeza del
cristianismo. Mientras los monarcas fueran totalmente dóciles a su amo común, los
jesuitas eran sus más fieles partidarios. Pero si esos gobernantes se rebelaban, los
jesuitas eran sus peores enemigos.
En Europa, dondequiera que los intereses de Roma requerían que la gente se
sublevara contra su rey, o si los gobernantes temporales tomaban decisiones que
avergonzaban a la iglesia, la Curia sabía que fuera de la Sociedad de Jesús, no
encontraría gente más capaz, hábil y osada para intrigas, propaganda o incluso franca
rebelión.[14]
Hemos visto, en el espíritu de los Ejercicios, que el fundador de esta Compañía
estaba atrasado en su misticismo simplista, la disciplina eclesiástica y, en general, en
su concepto de subordinación. Las Constituciones y los Ejercicios, fundamentales en
ese sistema, no dejan duda alguna al respecto. No importa qué digan sus discípulos
—en especial ahora, cuando las ideas modernas sobre el tema son totalmente
diferentes—, la obediencia ocupa un lugar muy especial, sin duda el primero al
resumir las reglas de la Orden. Folliet quizá pretenda ver sólo “obediencia religiosa”,
necesaria en toda congregación. El R. P. Rouquette escribe desafiante: «Lejos de
constituir una disminución del hombre, esta obediencia inteligente y voluntaria es el
pináculo de la libertad… una liberación de la esclavitud a uno mismo». Sólo hay que
leer esos textos para percibir el carácter extremo, si no monstruoso, de la sujeción del
alma y del espíritu que se impone a los jesuitas, haciéndolos instrumentos dóciles en
las manos de sus superiores; y peor aún, convirtiéndolos desde el principio en
enemigos naturales de toda clase de libertad.
Según Folliet, la famosa frase perinde ac cadaver (como cadáver en manos del
sepulturero) se encuentra en toda la “literatura espiritual”, y en el oriente, en la
Constitución de los Haschichins. Los jesuitas deben estar en las manos de sus
superiores “como una vara que obedece cada impulso; como una bola de cera que
puede ser modelada y estirada en cualquier dirección; como un pequeño crucifijo que
uno levanta y mueve como desea”; sin embargo, estas agradables fórmulas son
reveladoras. Los comentarios y explicaciones del creador de esta Orden no nos

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permiten dudar de su verdadero significado. Además, entre los jesuitas no sólo la
voluntad, sino también el razonamiento y los escrúpulos morales deben sacrificarse
para dar lugar a la virtud primordial de la obediencia, que, según Borgia, es “la
muralla más fuerte de la Sociedad”.
Loyola escribió: «Estemos convencidos de que todo es bueno y correcto cuando
lo ordena el superior». También declaró: «Incluso si Dios les diera un animal sin
raciocinio como señor, no vacilarán en obedecerle como amo y guía, porque Dios
ordenó que así fuera».
Hay algo aún mejor: el jesuita debe ver en su superior no a un hombre falible,
sino a Cristo mismo. J. Huber, profesor de teología católica en Munich y autor de una
de las obras más importantes acerca de los jesuitas, escribió: «He aquí un hecho
comprobado: las Constituciones repiten 500 veces que uno debe ver a Cristo en la
persona del General».[15]
La disciplina de la Orden, equiparada tan a menudo con la del ejército, es nada
entonces cuando se compara con la realidad. «La obediencia militar no es el
equivalente de la obediencia jesuita; ésta es más amplia porque controla al hombre
total, y no queda satisfecha, como la otra, con un acto externo, sino que requiere que
se sacrifique la voluntad y se deje de lado el criterio propio».[16]
Ignacio mismo, en su carta a los jesuitas portugueses, escribió: «Si la iglesia lo
dice, debemos ver lo negro como blanco».
Tales son el “pináculo de la libertad” y la “liberación de la esclavitud a uno
mismo”, alabados antes por el R. P. Rouquette. El jesuita en verdad se libera de sí
mismo al sujetarse totalmente a sus amos; toda duda o escrúpulo le serían imputados
como pecado. Boehmer escribe:

«En las adiciones a las Constituciones se aconseja a los superiores que, tal
como hizo Dios con Abraham, ordenen a los novicios que hagan cosas
aparentemente criminales para probados. Sin embargo, esas tentaciones deben
estar en proporción a la fortaleza de cada uno. No es difícil imaginar cuáles
podrían ser los resultados de tal educación».[17]

La vida de altibajos de la Orden —no hay un solo país del cual no haya sido
expulsada— da testimonio de que todos los gobiernos, aun los más católicos, vieron
esos peligros. Al introducir a hombres tan ciegamente devotos a su causa para
enseñar entre las clases altas, a la Compañía —defensora del universalismo y, por
tanto, del ultramontanismo— se le consideraba inevitablemente como una amenaza
para la autoridad civil, ya que la actividad de la Orden, por el simple hecho de su
vocación, se volcó cada vez más hacia la política.
En forma paralela, entre sus miembros se estaba formando lo que llamamos el
espíritu jesuita. No obstante, el fundador no había descuidado la aptitud, siendo

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inspirado principalmente por las necesidades de las “misiones”, en el país y fuera de
él. En su Sententiae asceticae escribió: «Una cautela sagaz junto con una pureza
mediocre es mejor que una pureza mayor con una aptitud menos perfecta. Un buen
pastor de almas tiene que saber cómo ignorar muchas cosas y pretender que no las
entiende. Una vez que sea amo de las voluntades, podrá guiar sabiamente a sus
estudiantes a donde él elija. La gente está totalmente absorta por intereses pasajeros,
por lo que no debemos hablarles muy directamente acerca de sus almas: sería lanzar
el anzuelo sin la carnada».
Se declaraba enfáticamente aun la expresión que se deseaba en los hijos de
Loyola: «Deben mantener la cabeza ligeramente baja, sin girar a la izquierda ni a la
derecha; no deben mirar arriba, y cuando le hablen a alguien, no deben mirarlo
directo a los ojos sino sólo indirectamente»[18].
Los sucesores de Loyola retuvieron muy bien esta lección en su memoria,
aplicándola extensamente para lograr sus planes.

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Capítulo 5
Los Privilegios de la Compañía

Después de 1558, Laínez, el ingenioso táctico del Concilio de Trento, fue nombrado
general de la congregación con la facultad para organizar la Orden como fuera
inspirado. Las Declaraciones que redactó con Salmerón se agregaron a las
Constituciones, formando un comentario; ellos acentuaron aún más el despotismo del
general electo con carácter vitalicio. Un monitor, un procurador y asistentes, que
también residían en Roma, lo ayudaban generalmente a administrar la Orden,
dividida entonces en cinco congregaciones: Italia, Alemania, Francia, España, e
Inglaterra y Estados Unidos. Estas congregaciones, a su vez, se dividían en provincias
que agrupaban las diferentes instituciones de la Orden. Sólo el monitor (o supervisor)
y los asistentes eran nominados por la congregación. El general nombraba a los
demás oficiales, promulgaba ordenanzas que no debían modificar las Constituciones,
administraba las finanzas de la Orden conforme a sus propios deseos, y dirigía las
actividades de la misma respondiendo por ello únicamente ante el papa.
A esta milicia —tan firmemente unida en las manos de su líder, y que necesitaba
la mayor autonomía para que sus acciones fueran, eficaces—, el papa le concedió
privilegios que quizá les parecían exorbitantes a otras órdenes religiosas.
Debido a sus Constituciones, los jesuitas estaban exentos de la regla de
aislamiento que se aplicaba a la vida monástica en general. En realidad eran monjes
que vivían “en el mundo” y, en lo externo, nada los distinguía del clero secular. Pero,
a diferencia de éste y de otras congregaciones religiosas, no estaban sujetos a la
autoridad del obispo. Ya desde 1545, una bula de Pablo III les permitió predicar,
escuchar confesiones, dispensar los sacramentos y decir misa; es decir, podían ejercer
su ministerio sin tener que referirse al obispo. Lo único que no podían hacer era
oficiar matrimonios.
Tenían poder para dar la absolución, para cambiar los votos por otros que se
pudieran cumplir más fácilmente, o incluso cancelarlos.
Gastón Bally escribe:

«El poder del general respecto a la absolución y las dispensaciones es aun


mayor. Puede anular todo castigo infligido a los miembros de la Sociedad
antes o después que entraron en la Orden, absolver todos sus pecados
incluyendo el de herejía y cisma, la falsificación de escritos apostólicos, etc.
»El general absuelve, en persona o mediante un delegado, a todos los que
están bajo su obediencia, del desdichado estado que resulta de la excomunión,
suspensión o interdicto, siempre y cuando estas censuras no hayan sido
infligidas por excesos tan enormes que, además del tribunal papal, otros estén
enterados de ellos.
»También absuelve de irregularidades que resulten por bigamia, lesiones

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causadas a otras personas, crimen, asesinato… siempre y cuando estos hechos
malvados no se conozcan públicamente y sean causa de escándalo».[19]

Por último, Gregorio XIII otorgó a la Compañía el derecho de hacer negocios


comerciales y bancarios, un derecho que después usó extensamente.
Estas dispensaciones y poderes sin precedente les fueron totalmente garantizados.

«Los papas recurrían aun a príncipes y reyes para defender estos


privilegios; amenazaban con aplicar la excomunión automática a todo el que
intentara anularlos. En 1574, una bula de Pío V le dio al general el derecho de
restaurar estos privilegios a su magnitud; original, oponiéndose a rodo intento
de alterarlos o reducirlos, aunque tales reducciones estuvieran documentadas
con la autoridad de una revocación papal…
»Al otorgar a los jesuitas esos privilegios exorbitantes, contrarios a la
anticuada constitución de la iglesia, el papado deseaba, no sólo proveerles
armas poderosas para pelear contra los “infieles”, sino, en especial, usarlos
como guardaespaldas para que defendieran su propio poder ilimitado en la
iglesia y contra la iglesia". “Para preservar la supremacía espiritual y temporal
que usurparon durante la Edad Media, los papas vendieron la iglesia a la
Orden de Jesús, y, en consecuencia; se entregaron en sus manos… Si el
papado era apoyado por los jesuitas, la existencia total de éstos dependía de la
supremacía espiritual y temporal del papado. En esta forma, los intereses de
ambos partidos estaban íntimamente unidos”».[20]

No obstante, esta unión selecta necesitaba ayudantes secretos para dominar a la


sociedad civil: este papel recayó en aquellos que estaban afiliados a la Compañía
llamada Jesuitas. «Mucha gente importante estuvo conectada de esta manera con la
Sociedad: los emperadores Ferdinando II y Ferdinando III; Segismundo III, rey de
Polonia que había pertenecido oficialmente a la Compañía; el cardenal Infante, un
duque de Savoy. y éstos no fueron los menos útiles».[21]
Lo mismo sucede hoy. Los 33.000 miembros oficiales de la Sociedad trabajan en
todo el mundo como su personal; son oficiales de un ejército verdaderamente secreto,
que en sus tropas cuenta con líderes de partidos políticos, oficiales de alto rango,
generales, magistrados, médicos, catedráticos, etc… Todos ellos se esfuerzan por
llevar a cabo, en su propia esfera, el Opus Dei, la obra de Dios, que en realidad son
los planes del papado.

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PARTE II
Los Jesuitas en Europa
en los siglos XVI y XVII
Italia, Portugal y España >>
Alemania >>
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Polonia y Rusia >>
Suecia e Inglaterra >>
Francia >>

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Capítulo 1
Italia, Portugal y España

«Francia —escribió Boehmer— es la cuna de la Sociedad de Jesús, pero en Italia


recibió su programa y constitución. Por tanto, en Italia echó raíces primero y, de allí,
se extendió a otros países».[1]
El autor menciona el creciente número de universidades (128) y academias
jesuitas (1.680). «Pero —dice— la historia de la civilización italiana en los siglos XVI
y XVII muestra sus resultados en forma más sorprendente. Si un italiano instruido
abrazaba otra vez la fe y las ordenanzas de la iglesia, sentía nuevo celo por el
ascetismo y las misiones, componía poemas piadosos e himnos para la iglesia,
dedicaba concienzudamente los pinceles de pintor y los cinceles de escultor para
exaltar el ideal religioso, ¿no era acaso porque las clases educadas se instruían en
universidades y confesionarios jesuitas?».[2]
Desaparecieron la “sencillez del niño, la alegría, la vivacidad y el simple amor
por la naturaleza…”.

«Los alumnos de los jesuitas son demasiado clericales, devotos y absortos


como para preservar esas cualidades. Las visiones e iluminaciones extáticas
los dominan; literalmente, se embriagan con pinturas de las aterradoras
mortificaciones y los tormentos atroces de los mártires; necesitan la pompa, el
brillo y lo teatral. Desde fines del siglo XVI, la literatura y el arte italianos
reproducen fielmente esa transformación moral… El desasosiego, la
ostentación y la afirmación aterradora que caracterizan a las creaciones de
aquel período fomentan un sentimiento de repulsión —en vez de simpatía—
por las creencias que debían interpretar y glorificar».[3]

Es la característica sui generis de la Compañía. El amor por lo distorsionado,


afectado, brillante y teatral podría parecer extraño entre místicos formados por los
Ejercicios Espirituales, si no detectáramos el objetivo esencialmente jesuita de
impactar la mente. Es una aplicación de la máxima “el fin justifica los medios”, que
los jesuitas ponían en práctica en las artes, la literatura, la política y la moral.
La Reforma apenas había tocado a Italia. Sin embargo, los valdenses, que habían
sobrevivido desde la Edad Media a pesar de la persecución, y se habían establecido
en el norte y sur de la península, se unieron a la Iglesia Calvinista en 1532. Según un
informe del jesuita Possevino, Emmanuel Filiberto de Savoy lanzó otra persecución
sangrienta contra sus súbditos “herejes” en 1561. Lo mismo ocurrió en Calabria, en
Casal de San Sixto y la Guardia Fiscal. “Los jesuitas estaban implicados en esas
masacres; estuvieron ocupados convirtiendo a las víctimas…”».[4]
El padre Possevino, por su parte, «seguía al ejército católico como su capellán, y

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recomendaba la exterminación por fuego de los pastores herejes como un acto
necesario y santo».[5]
En los siglos XVI y XVII, los jesuitas eran poderosos en Parma, en la corte de los
Farnese, así como en Nápoles. Pero el 14 de mayo de 1606 los expulsaron de Venecia
—donde se les había colmado de favores—, por considerarlos como «los más fieles
siervos y portavoces del papa».
Sin embargo, en 1656 les permitieron volver, pero su influencia en la república
sólo fue una sombra de la que habían tenido en el pasado.
Portugal fue un país favorito de la Orden. «Estando bajo Juan III (1521-1559), era
ya la comunidad religiosa más poderosa en el reino».[6] Su influencia creció aún más
tras la revolución de 1640, que puso a los Braganza en el trono. «Bajo el primer rey
de la casa de Braganza, el padre Fernández fue miembro del gobierno; además, fue el
consejero, más escuchado por la reina regente Luisa mientras Alfonso VI era menor
de edad. El padre De Ville logró derrocar a Alfonso VI en 1667, y el nuevo rey, Pedro
II, ese mismo año nombró al padre Emmanuel Fernández como su representante en
las “Cortes”… Aunque los Padres no cumplían deberes públicos en el reino, eran más
poderosos en Portugal que en cualquier otra nación. No eran sólo consejeros
espirituales de la familia real, sino que el rey y sus ministros les consultaban en toda
situación importante. Por uno de sus testimonios sabemos que, sin su consentimiento,
nadie podía obtener cargo alguno en la administración del estado y de la iglesia; a tal
grado que el clero, las clases altas y la gente disputaban entre sí para ganarse el favor
y la aprobación de ellos. La política extranjera estaba también bajo su influencia.
Cualquier persona perspicaz podía darse cuenta de que esa situación no beneficiaba al
reino».[7]
Los resultados se ven en el estado de decadencia en el que cayó esa tierra
desafortunada. A mediados del siglo XVIII, se requirió de toda la energía y perspicacia
del marqués de Pombal para librar a Portugal del control mortal de la Orden.
En España la penetración de la Orden fue más lenta. Por mucho tiempo el clero
superior y los dominicos se opusieron a ella. Aun los reyes Carlos V y Felipe II,
aunque aceptaban los servicios de estos soldados del papa, desconfiaban de ellos y
temían que invadieran su autoridad. No obstante, con mucha astucia la Orden
finalmente venció la resistencia. «En el siglo XVII tenían todo poder entre las clases
altas y en la corte de España. El padre Neidhart, ex oficial de la caballería alemana,
incluso gobernó el reino como Consejero de Estado, Primer Ministro y Gran
Inquisidor… En España y en Portugal, la ruina del reino coincidió con el apogeo de
la Orden…»[8]
Edgar Quinet dijo lo siguiente:

«Dondequiera que muere una dinastía, puedo ver que se levanta y se para tras
ella una especie de genio malo, una de esas figuras sombrías que son los

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confesores, atrayéndola en forma gentil y paternal hacia la muerte».[9]

En realidad uno no puede imputar la decadencia de España únicamente a esta


Orden. «Sin embargo, es verdad que la Compañía de Jesús, junto con la Iglesia y
otras órdenes religiosas, aceleraron su caída; mientras más rica se hacía la Orden, más
pobre era España, tanto así que cuando Carlos II falleció, en las arcas del estado no
había suficiente dinero para pagar por las 10.000 misas que generalmente se decían
por la salvación del alma de un monarca fallecido»[10].

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Capítulo 2
Alemania

«La lucha histórica entre el catolicismo y el protestantismo no se libró en el sur de


Europa, sino en Europa central: Francia, Holanda, Alemania y Polonia. Por tanto,
estos países fueron el principal campo de batalla para la Sociedad de Jesús».[11]
La situación era particularmente grave en Alemania. «No sólo los pesimistas, sino
también católicos sabios y estudiosos consideraban que estaba casi perdida la causa
de la antigua iglesia en todo el territorio alemán. Aun en Austria y Bohemia, el
rompimiento con Roma estaba tan generalizado que, para los protestantes, era
razonable tener la esperanza de conquistar Austria en unas décadas. Entonces, ¿por
qué no ocurrió ese cambio, dividiéndose más bien el país en dos secciones? El partido
católico, a fines del siglo XVI, no titubeó en responder esta pregunta porque siempre
reconoció que los Witelsbach, los Habsburg y los jesuitas eran responsables por el
afortunado cambio de circunstancias».[12]
Rene Fulop-Miller escribió acerca del papel de los jesuitas en estos eventos: «La
causa católica sólo podía esperar verdadero éxito si los Padres eran capaces de influir
en los príncipes, guiándolos en todo tiempo y circunstancia. Los confesionarios les
brindaban a los jesuitas el medio para tener una influencia política duradera, y por
tanto, una acción efectiva».[13]
En Baviera, el joven duque Alberto V, hijo de un católico celoso y educado en
Ingolstadt, la antigua ciudad católica, llamó a los jesuitas para combatir la herejía:

«El 7 de julio de 1556, ocho padres y doce maestros jesuitas llegaron a


Ingolstadt. Fue el inicio de una nueva era para Baviera… el estado mismo
recibió un nuevo sello… los conceptos católicos romanos dirigieron la
política de los príncipes y el comportamiento de las clases altas. Pero, este
nuevo espíritu tomó control sólo de las clases más altas. No se ganó el
corazón de la gente común… No obstante, bajo la dura disciplina del estado y
la iglesia restaurada, otra vez se volvieron católicos devotos, dóciles, fanáticos
e intolerantes ante toda herejía…
»Quizá parezca excesivo atribuir virtudes y actos tan prodigiosos a un
simple grupo de extraños. Sin embargo, en esas circunstancias, la proporción
de su fuerza fue inversa a su número y, al no enfrentar obstáculos, fueron
efectivos de inmediato. Los emisarios de Loyola se ganaron el corazón y la
mente del país desde el principio… A partir de la siguiente generación,
Ingolstadt se convirtió en el modelo perfecto de la ciudad alemana jesuita».[14]

Al leer lo siguiente, se puede juzgar el estado mental que los Padres introdujeron
a esta fortaleza de fe:

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«El jesuita Mayrhofer, de Ingolstadt, en su Espejo del Predicador enseñó:
“No se nos juzgará si demandamos la muerte de los protestantes, así como no
se nos juzgaría si pidiéramos la pena capital para ladrones, asesinos,
falsificadores y revolucionarios”».[15]

Los sucesores de Alberto V —sobre todo Maximiliano I (1597-1651)—


completaron su obra. Pero Alberto Vera concienzudo en su “deber” de garantizar la
“salvación” para sus súbditos.

«Tan pronto como los Padres llegaron a Baviera, su actitud hacia los
protestantes y a quienes los apoyaban se tomó más severa. Desde 1563
expulsó sin piedad a los reincidentes, y no mostró misericordia hacia los
anabaptistas, que fueron ahogados, quemados, encarcelados y encadenados,
actos alabados por el jesuita Agricola… A pesar de esto, tuvo que desaparecer
toda una generación de hombres antes de que la persecución se considerara
totalmente exitosa. Aun en 1586, los anabaptistas moravos lograron esconder
del duque Guillaume a 600 víctimas. Este ejemplo prueba que no sólo cientos,
sino miles de personas se vieron forzadas a huir, siendo una terrible ruptura en
un país poco poblado.
»Pero —dijo Alberto V al concilio de la ciudad de Munich— debemos
poner el honor de Dios y la salvación de almas por encima de todo interés
temporal».[16]

Poco a poco toda la enseñanza en Baviera se dejó en manos de los jesuitas,


llegando a ser esa tierra la base para su penetración en el este, oeste y norte de
Alemania.

«Desde 1585, los Padres convirtieron la sección de Westfalia que


dependía de Colonia; en 1586, llegaron a Neuss y Bonn, una de las
residencias del arzobispo de Colonia; abrieron universidades en Hildesheim
en 1587 y en Munster en 1588. Ésta en particular tenía ya 1.300 estudiantes
en 1618… De ese modo, el catolicismo reconquistó gran parte de Alemania
occidental, gracias a los Wittelsbach y a los jesuitas.
»La alianza entre los Wittelsbach y los jesuitas quizá fue aún más
importante para las “tierras austríacas” que para Alemania occidental».[17]

El archiduque Carlos de Styrie, último hijo del emperador Ferdinando, se casó en


1571 con una princesa bávara, «que introdujo en el castillo de Gratz las estrechas
tendencias católicas y la amistad con los jesuitas, que prevalecían en la corte de
Munich». Bajo su influencia, Carlos se esforzó para «extirpar la herejía» de su reino

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y, cuando estaba muriendo en 1590, hizo jurar a su hijo y sucesor, Ferdinando, que
continuaría el trabajo. En todo caso, Ferdinando estaba preparado para eso. «Durante
cinco años había sido discípulo de los jesuitas en Ingolstadt; además, tenía una
mentalidad tan estrecha que, para él, no existía tarea más noble que el
restablecimiento de la iglesia católica en los estados que había heredado. No le
interesaba si esta tarea beneficiaba o no a sus tierras. “Prefiero, —decía él—, reinar
sobre un país en ruinas que sobre uno que está condenado”».[18]
En 1617, el emperador coronó al archiduque Ferdinando como rey de Bohemia.
Influenciado por su confesor jesuita, Viller, Ferdinando de inmediato empezó a
combatir el protestantismo en su nuevo reino. Esto marcó el inicio de la sangrienta
guerra religiosa que, durante los siguientes 30 años, mantuvo en suspenso a Europa.
En 1618, cuando los trágicos sucesos en Praga dieron la señal para una franca
rebelión, el anciano emperador Matías primero trató de transigir, pero carecía del
poder suficiente como para que predominaran sus intenciones contra el rey
Ferdinando, quien estaba dominado por su confesor jesuita; por tanto, se perdió la
última esperanza de resolver el conflicto en forma amistosa. Al mismo tiempo, las
tierras de Bohemia habían tomado medidas especiales, decretando solemnemente que
se debía expulsar a todos los jesuitas, puesto que los veían como promotores de la
guerra civil».[19]
Pronto Moravia y Silesia siguieron ese ejemplo, y los protestantes de Hungría —
donde el jesuita Pazmany gobernaba con vara de hierro— también se rebelaron. Pero,
en la batalla de la montaña Blanca (1620) venció Ferdinando, a quien habían hecho
emperador otra vez tras la muerte de Matías.

«Los jesuitas persuadieron a Ferdinando para que infligiera el castigo más


cruel a los rebeldes; el protestantismo fue expulsado de todo el país, usando
medios demasiado horrendos como para describirlos… Al finalizar la guerra,
la ruina material del país era total».
»El jesuita Balbinus, historiador de Bohemia, se preguntaba cómo
pudieron quedar aún algunos habitantes en ese país. No obstante, la ruina
moral fue aún peor… La floreciente cultura de los nobles y la clase media, la
rica literatura nacional que no podía remplazarse: todo fue destruido; incluso
se abolió la nacionalidad. Bohemia dio libertad a las actividades de los
jesuitas, y éstos quemaron la literatura checoeslovaca en forma masiva. Bajo
su influencia, aun el nombre del gran santo de la nación, Juan Huss,
gradualmente se fue apagando hasta extinguirse en los corazones de la
gente… El mayor grado de poder de los jesuitas —decía Tomek— coincidió
con la más grande decadencia del país en su cultura nacional; la influencia de
la Orden hizo que el despertamiento de esta tierra desdichada llegara casi un
siglo demasiado tarde…».
«Al concluir la Guerra de los Treinta Años, estableciéndose la paz y

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asegurándoles a los alemanes protestantes los mismos derechos políticos que
disfrutaban los católicos, los jesuitas hicieron lo posible para continuar la
pelea; fue en vano».[20]

Sin embargo, lograron que su discípulo Leopoldo I —el emperador reinante


entonces— prometiera que perseguiría a los protestantes en los territorios que le
pertenecían, y especialmente en Hungría. Escoltados por dragones imperiales, los
jesuitas iniciaron el trabajo de conversión en 1671. Los húngaros se levantaron y
comenzaron una guerra que duró casi toda una generación… Pero la insurrección fue
victoriosa bajo el liderazgo de Francis Kakoczy. El vencedor quiso expulsar a los
jesuitas de todos los países que cayeron bajo su poder; pero influyentes protectores de
la Orden consiguieron poner fin a esas medidas, y la expulsión no ocurrió sino hasta
1707…

«El príncipe Eugenio culpó, con dura franqueza, a la política de la casa


imperial y las intrigas de los jesuitas en Hungría. Escribió: “Austria casi
pierde a Hungría debido a su persecución contra los protestantes”. Un día
exclamó amargamente que la moral de los turcos era mucho más elevada que
la de los jesuitas, al menos en la práctica. Éstos no sólo desean dominar las
conciencias, sino tener el derecho sobre la vida y muerte de los hombres».
«Austria y Baviera cosecharon los frutos de la total dominación jesuita: la
reducción de toda tendencia progresista y la anulación sistemática de la
gente».
«La profunda miseria que siguió a la guerra religiosa, la política
impotente, la decadencia intelectual, la corrupción moral, la horrenda
disminución de la población y el empobrecimiento de Alemania: éstos fueron
los resultados de las acciones de la Orden».[21]

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Capítulo 3
Suiza

En el siglo XVII, los jesuitas lograron al fin establecerse en Suiza, habiendo sido
llamados y luego expulsados por algunas ciudades de la Confederación en la segunda
mitad del siglo XVI.
El arzobispo de Milán, Carlos Borromee, que había aprobado que se establecieran
en Lucerna en 1578, pronto comprendió cuáles serían las consecuencias de sus actos,
como nos lo recuerda J. Huber: Carlos Borromee le escribió a su confesor que la
Compañía de Jesús, gobernada por líderes que eran más políticos que religiosos, se
estaba volviendo demasiado poderosa como para preservar la moderación y sujeción
necesarias… Domina a reyes y príncipes, y gobierna sobre asuntos temporales y
espirituales; la institución piadosa ha perdido el espíritu que la animaba
originalmente; nos veremos forzados a abolirla».[22]
Al mismo tiempo, en Francia, el famoso experto legal Etienne Pasquier escribió:
Introduzcan esta Orden en nuestro medio, y también introducirán disensión, caos y
confusión».[23]
¿No es ésa la queja que se escuchaba en todos los países, una y otra vez? Fue la
misma que hubo en Suiza cuando, a través de la halagadora apariencia con que la
Compañía se cubría tan bien, se vio la evidencia de sus obras malvadas.

«Dondequiera que los jesuitas lograban echar raíces, seducían a grandes y


pequeños, a jóvenes y ancianos. Muy pronto las autoridades empezaban a
consultarles respecto a asuntos importantes; sus donaciones comenzaban a
llegar y, en poco tiempo, ocupaban todos los colegios y escuelas, los púlpitos
de la mayoría de las iglesias, los confesionarios de la gente más influyente y
de más alto nivel. Como confesores a cargo de la educación de todas las
clases de la sociedad, y consejeros y amigos íntimos de miembros del
concilio, su influencia crecía de día en día, y, no esperaron mucho para
ejercerla en asuntos públicos. Lucerna y Fribourg eran los centros principales;
desde allí manejaban la política exterior de la mayoría de los cantones
católicos…».
«Todo plan contra el protestantismo en Suiza, forjado en Roma o por otros
poderes extranjeros, contaba con el apoyo total de los jesuitas…».
«En 1620, lograron que la población católica de Veltlin se levantara contra
los protestantes y mataran a 600. El Papa otorgó la indulgencia a todos los que
participaron en ese terrible acto.
»En 1656, provocaron una guerra civil entre miembros de las distintas
confesiones… Tiempo después, los jesuitas iniciaron una nueva guerra
religiosa.

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»En 1712, se discutía respecto a la paz en Aarau. Lucerna y Uri ya la
habían aceptado cuando, por orden de Roma, los jesuitas hicieron lo posible
para revertir la situación. Negaban la absolución a todos los que se negaban a
tomar las armas. Proclamaban a todo volumen, desde sus púlpitos, que uno no
estaba obligado a cumplir su palabra si se la había dado a un hereje; a los
concejales moderados los impulsaban a sospechar y trataban de quitados de
sus cargos; y, en Lucerna, provocaron un amenazante levantamiento del
pueblo contra el gobierno, al grado que la autoridad suprema se resignó a
violar la paz. En esa lucha los católicos fueron derrotados y firmaron un
gravoso acuerdo de paz.
»Desde entonces la influencia de la Orden en Suiza fue disminuyendo
gradualmente».[24]

Hoy, el artículo 51 de la Constitución suiza prohíbe que la Sociedad de Jesús


celebre actividades culturales o educativas en el territorio de la Confederación, y todo
esfuerzo para abolir esa ley siempre se ha rechazado.

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Capítulo 4
Polonia y Rusia

En ningún otro territorio fue tan mortal la dominación jesuita como lo fue en
Polonia. Esto lo prueba el historiador moderado H. Boehmer, quien no muestra una
hostilidad sistemática contra la Sociedad.

«Los jesuitas fueron totalmente responsables por la aniquilación de Polonia.


La acusación expresada de ese modo resulta exagerada. La decadencia del
Estado polaco había principiado antes que ellos llegaran. Pero, sin duda
aceleraron la desintegración del reino. Entre todos los estados, Polonia, donde
había millones de cristianos ortodoxos, debería haber aplicado la tolerancia
religiosa como uno de los principios más esenciales de su política interior. Sin
embargo, los jesuitas no lo permitieron. Peor aún, pusieron la política exterior
de Polonia al servicio de los intereses católicos en una manera fatal».[25]

Esto se escribió a fines del siglo XVIII; es muy similar a lo que el coronel Beck, ex
ministro de Asuntos Exteriores de Polonia (1932-1939) dijo después de la guerra de
1939-1945:

«El Vaticano es una de las causas principales de la tragedia de mi país. Muy


tarde comprendí que habíamos trabajado en nuestra política exterior sólo para
servir a los intereses de la Iglesia Católica».[26]

Por tanto, con varios siglos de separación, la misma influencia desastrosa había
dejado su marca una vez más en esa desafortunada nación.
Ya en 1581 el padre Possevino, legado pontificio en Moscú, había procurado que
el zar Iván el Terrible se uniera a la Iglesia Romana. Iván no estaba totalmente contra
ésta. Lleno de esperanza, en 1584 Possevino actuó como mediador del tratado de paz
de Kirewora Gora entre Rusia y Polonia, un acuerdo que salvó a Iván de dificultades
inextricables. Esto era precisamente lo que deseaba el astuto soberano. Después no se
habló más de la conversión de los rusos. Possevino tuvo que salir de Rusia sin haber
logrado nada. Dos años después, los Padres tuvieron una oportunidad aún mejor de
controlar a Rusia: Grischka Ostrepjew, un monje a quien habían obligado a colgar los
hábitos, le reveló a un jesuita que él era Demetrio, hijo del zar Iván que había sido
asesinado; y declaró que si ocupaba el trono de los zares, él pondría a Moscú bajo el
control de Roma. Sin pensarlo, los jesuitas se encargaron de presentar a Ostrepjew al
gobernante de Sandomir, quien le dio a su hija en matrimonio. Ellos hablaron en su
favor al rey Segismundo III y al Papa respecto a sus expectativas, y lograron que el
ejército polaco se levantara contra el zar Boris Godunov. Como recompensa por estos

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servicios, el falso Demetrio renunció a la religión de sus padres en Cracovia, uno de
los centros jesuitas, y le prometió a la Orden que se establecería en Moscú, cerca del
Kremlin, después de derrotar a Boris.

«Sin embargo, estos favores de los católicos despertaron el odio de la


Iglesia Ortodoxa Rusa contra Demetrio. El 27 de mayo de 1606 fue
masacrado por cientos de seguidores polacos. Hasta entonces casi no se podía
hablar de un sentimiento nacional ruso; pero después, ese sentimiento era muy
fuerte, convirtiéndose de inmediato en odio fanático contra la Iglesia Romana
y Polonia.
»La alianza con Austria y la política de ataque de Segismundo III contra
los turcos, impulsadas fuertemente por la Orden, fueron también desastrosas
para Polonia. En resumen, ningún otro Estado sufrió tanto como Polonia bajo
la dominación jesuita. Y, aparte de Portugal, en ningún otro país fue tan
poderosa la Sociedad. Polonia no sólo tenía un “rey de los jesuitas”, sino
también un rey jesuita, Jean-Casimir, que había pertenecido a la Orden antes
de ascender al trono en 1649…
»Mientras Polonia se dirigía en forma acelerada a la ruina, el número de
establecimientos y colegios jesuitas estaba creciendo tan rápidamente que el
general convirtió a Polonia en una congregación especial en 1751».[27]

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Capítulo 5
Suecia e Inglaterra

«En los países escandinavos —escribió Pierre Dominique— el luteranismo


opacó todo lo demás y, cuando los jesuitas contraatacaron, no hallaron lo
mismo que en Alemania: un partido católico ya minoritario pero aún fuerte».
[28]

Su única esperanza era la conversión del soberano, quien apoyaba al catolicismo en


secreto. Además el rey Juan III, de la dinastía Vasa, en 1568 se había casado con
Catalina, una princesa polaca que era católica romana. En 1574, el padre Nicolás y
otros jesuitas fueron llevados a la escuela de teología recién establecida, donde se
despertó en ellos el fervor para convertir a la gente al catolicismo, aunque
oficialmente seguían el luteranismo. Después, el astuto negociador Possevino logró la
conversión de Juan III y recibió la responsabilidad de la educación de su hijo, el
futuro Segismundo III, rey de Polonia. Cuando llegó el tiempo de someter a Suecia a
la Santa Sede, las condiciones que presentó el rey —matrimonio de los sacerdotes,
uso del idioma vernáculo en los servicios, y la comunión con los dos elementos—, y
que la Curia romana ya había rechazado, hicieron que las negociaciones se
paralizaran. En todo caso, el rey, cuya primera esposa había fallecido, se había casado
con una luterana sueca. Los jesuitas tuvieron que salir del país.

«La Orden obtuvo otra gran victoria en Suecia 50 años después. La reina
Cristina —hija de Gustavo Adolfo, el último de los Vasas— se convirtió bajo
la enseñanza de dos profesores jesuitas, quienes habían llegado a Estocolmo
simulando ser nobles viajeros italianos. Pero, a fin de cambiar de religión sin
conflictos, ella tuvo que abdicar el 24 de junio de 1654».[29]

En Inglaterra, por otro lado, la situación parecía ser más favorable para la
Sociedad. Ésta podía abrigar la esperanza, al menos por un tiempo, de lograr que el
país volviera a estar bajo la jurisdicción de la Santa Sede.

Cuando la reina Isabel ascendió al trono en 1558, Irlanda aún era totalmente
católica, e Inglaterra en un 50 por ciento… En 1542, el Papa había enviado a
Salmerón y a Broet para evaluar la situación en Irlanda».[30]

Se habían establecido seminarios dirigidos por jesuitas en Douai, Pont-a-Mousson


y Roma, con la idea de capacitar a misioneros ingleses, irlandeses y escoceses.
Poniéndose de acuerdo con Felipe II de España, la Curia romana trabajó para
derrocar a Isabel y poner en su lugar a la católica María Estuardo. Un levantamiento

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irlandés, provocado por Roma, había sido derrotado. Pero los jesuitas, que habían
llegado a Inglaterra en 1580, participaron en una gran asamblea católica en
Southwark.

«Después, bajo distintos disfraces, fueron de condado en condado, de las


casas de campo a los castillos. En la noche escuchaban confesiones; en la
mañana predicaban y servían la comunión, y luego desaparecían en forma tan
misteriosa como habían llegado. La razón era que, a partir del 15 de julio,
Isabel los había proscrito».[31]

Por tanto, imprimieron y distribuyeron en secreto folletos mordaces contra la


reina y la Iglesia Anglicana. Uno de ellos, el padre Campion, fue apresado y
condenado a la horca por alta traición. En Edimburgo también tramaron ganarse al
rey Santiago de Escocia para su causa. El resultado de estos disturbios fue la
ejecución de María Estuardo en 1587.
Luego siguió la expedición española, la Armada Invencible que hizo temblar a
Inglaterra por un tiempo, produciendo la “unión sagrada” en torno al trono de Isabel.
Pero la Compañía continuó sus proyectos, capacitando a sacerdotes ingleses en
Valladolid, Sevilla, Madrid y Lisboa, a la vez que difundía su propaganda en
Inglaterra bajo la dirección del padre Garnett. Después del complot de Gunpowder
contra Santiago I, sucesor de Isabel, el padre Garnett fue condenado por complicidad
y terminó en la horca como el padre Campion.
Bajo Carlos I, que entonces estaba en la Mancomunidad de Cromwell, otros
jesuitas pagaron sus intrigas con la vida. La Orden había pensado que triunfaría bajo
Carlos II, quien había firmado un tratado secreto con Luis XIV en Dover,
prometiendo restaurar el catolicismo en el territorio.

«La nación no estaba totalmente informada al respecto, pero lo poco que se


supo bastó para crear una terrible conmoción. Inglaterra entera tembló ante la
sombra de Loyola y las conspiraciones de los jesuitas».[32]

La reunión que éstos celebraron en el palacio despertó la furia del pueblo.

«Carlos II, que disfrutaba la vida de rey y no quería embarcarse en otra


“travesía por los mares”, envió a la horca a cinco sacerdotes por alta traición
en Tyburn… Esto no desanimó a los jesuitas… Sin embargo, Carlos II era
demasiado prudente y escéptico para el gusto de ellos, dispuesto siempre a
abandonarlos. Cuando Santiago II subió al trono, pensaron que verían la
victoria. De hecho, el rey siguió el antiguo juego de María Tudor pero con
medios más suaves. Pretendiendo haber convertido a Inglaterra, en el palacio

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de Savoy estableció un colegio para los jesuitas, a donde llegaron de
inmediato 400 estudiantes en residencia. Una evidente camarilla de jesuitas
ocuparon el palacio…
»Todas estas circunstancias fueron la causa principal de la revolución de
1688. Los jesuitas tenían que actuar contra una corriente demasiado poderosa.
Para entonces, en Inglaterra había 20 protestantes por cada católico. El rey fue
derrocado; todos los miembros de la Compañía terminaron en prisión o fueron
ejecutados. Por algún tiempo, los jesuitas reiniciaron su trabajo de agentes
secretos, pero sólo fue una agitación fútil. Habían perdido la causa».[33]

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Capítulo 6
Francia

La Orden empezó a establecerse en Francia en 1551, es decir, 17 años después de


su fundación en la capilla de Saint-Denis en Montmartre.
Los jesuitas se presentaban como adversarios eficaces de la Reforma la cual había
ganado a una séptima parte de la población francesa; sin embargo, la gente
desconfiaba de estos soldados tan devotos a la Santa Sede. Por tanto, su penetración
en el territorio francés fue lenta. Como hicieron en otros países donde la opinión
general no les era favorable se introdujeron sutilmente entre la gente de la corte;
luego, por medio de ésta llegaron a las clases altas. En París, no obstante, el
parlamento, la universidad y aun el clero se mantuvieron hostiles. Esto fue evidente
cuando intentaron establecer allí un colegio.

«La Facultad de Teología, cuya misión es salvaguardar los principios


religiosos en Francia, el 1 de diciembre de 1554 decretó que “esta sociedad
parece ser extremadamente peligrosa respecto a la fe; es enemiga de la paz de
la iglesia, destructora del estado monástico, y parece haber nacido para causar
ruina en vez de edificar”».[34]

No obstante, a los Padres les permitieron establecerse en Billom en un extremo de


Auvergne. Desde allí, organizaron una gran actividad contra la Reforma en las
provincias del sur de Francia. El famoso Laínez, representante en el Concilio de
Trento, se distinguió en polémica, especialmente en el Coloquio de Poissy, en un
desafortunado intento de conciliar las dos doctrinas (1561).
Gracias a la reina madre Catalina de Médicis, la Orden abrió su primer
establecimiento parisino, el Colegio de Clermont, que competía con la universidad.
La oposición de parte de esta universidad, el clero y el parlamento fue más o menos
apaciguada mediante concesiones —al menos verbales— que hizo la Compañía,
prometiendo conformarse al derecho común. Pero la universidad peleó en forma
ardua y prolongada contra la introducción de “hombres sobornados a expensas de
Francia, para tomar armas contra el rey”. Esta declaración, hecha por Etienne
Pasquier, poco después resultó cierta.

«No es necesario preguntar si los jesuitas “consintieron” en que se realizara la


masacre de San Bartolomé (1572). ¿La “prepararon” ellos? Quién sabe… La
política de la Compañía, sutil y variable en sus procedimientos, tenía metas
muy claras. La política de los papas era “destruir la herejía”. Todo debía
subordinarse a este objetivo principal. “Catalina de Médicis trabajó para
lograr esta meta y la Compañía podía contar con los Guises”».[35]

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Pero, este plan principal, que recibió tanta ayuda con la masacre de la noche del
24 de agosto de 1572, despertó un terrible odio fratricida.
Tres años después surgió la Liga, tras el asesinato del duque de Guise —llamado
“el rey de París”—, y la apelación a Su Muy Cristiana Majestad para que peleara
contra los protestantes.

«El astuto Enrique III hizo lo posible para evitar una guerra de religiones.
Poniéndose de acuerdo con Enrique de Navarra, reunieron a los protestantes y
a la mayoría de los católicos moderados para luchar contra París, la Liga y los
partidarios romanos fanáticos apoyados por España…».
«Los jesuitas, poderosos en París, protestaron que el rey de Francia se
había rendido a la herejía… El comité que dirigía a la Liga deliberó en la casa
de los jesuitas, en la calle San Antonio. ¿Estaba París bajo el dominio de
España? Era poco probable. ¿Lo controlaba la Liga? Ésta era sólo un
instrumento usado por manos capaces… La Compañía de Jesús que había
estado luchando en nombre de Roma por 30 años… era el amo secreto de
París».
«Enrique III fue asesinado. Puesto que el heredero era protestante, al
parecer el motivo no era político; pero ¿acaso quienes planearon el asesinato,
y persuadieron al jacobino Clement para que lo ejecutara, esperaban que la
Francia católica se levantara contra el heredero hugonote? Lo cierto es que el
jesuita Camelet llamó “ángel” a Clement; y el jesuita Guignard, que después
fue ejecutado en la horca, moldeaba la opinión de sus alumnos dándoles
textos tiranicidas como ejercicios de latín».[36]

Entre otras cosas, esos ejercicios decían: «Jacques Clement realizó un acto
meritorio inspirado por el Espíritu Santo… Si podemos librar guerra contra el rey,
hagámoslo; si no, matémoslo». También decían: «Cometimos un gran error en San
Bartolomé; deberíamos haber hecho que la vena real se desangrara».[37]
En 1592, Barriere —que intentó asesinar a Enrique IV— confesó que el padre
Varade, rector de los jesuitas en París, lo había persuadido para que lo hiciera. En
1594 lo intentó Jean Chatel, ex discípulo de los jesuitas, quienes escucharon su
confesión justo antes del atentado. Fue en esa ocasión cuando, en la casa del padre
Guignard, se encontraron los ejercicios escolares antes mencionados. «El sacerdote
fue ejecutado en la horca en Greve, mientras el rey confirmaba un edicto del
parlamento, desterrando del reino a los hijos de Loyola por “corromper a jóvenes,
perturbar la paz pública y ser enemigos del estado y la corona de Francia…”».
Sin embargo, el edicto no se cumplió totalmente. En 1603 el rey lo derogó,
actuando en contra del consejo del parlamento. Aquaviva, el general de los jesuitas,
actuó con astucia, haciendo creer a Enrique IV que la Orden, restablecida en Francia,

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serviría lealmente a los intereses nacionales. Siendo tan sutil, ¿cómo pudo creer el rey
que esos romanos fanáticos aceptarían el Edicto de Nantes (1498), que determinaba
los derechos de los protestantes en Francia, y peor aún, que apoyarían sus proyectos
contra España y el Emperador? La realidad es que Enrique IV escogió como confesor
y tutor de los Dauphin al padre Cotton, uno de los miembros más distinguidos de la
Compañía.[38] El 16 de mayo de 1610, en la víspera de su campaña contra Austria,
fue asesinado por Ravaillac, quien confesó haber recibido la inspiración de los
escritos de los padres Mariana y Suárez. Ambos aprobaban el asesinato de “tiranos”
herejes, o de quienes no eran suficientemente devotos a los intereses del papado. El
duque de Epernon, quien hizo que el rey leyera una carta mientras el asesino
esperaba, era amigo de los jesuitas, y Michelet probó que éstos sabían lo que se
planeaba hacer. «Momentos antes, Ravaillac se había confesado al jesuita d’Aubigny,
y cuando los jueces interrogaron al sacerdote, éste sólo respondió que Dios le había
dado el don de olvidar de inmediato lo que escuchaba en el confesionario».[38a]
El parlamento, persuadido de que Ravaillac había sido sólo el instrumento de la
Compañía, ordenó al verdugo que quemara el libro del padre Mariana.

«Afortunadamente Aquaviva aún estaba allí. Una vez más, este gran general
tramó todo bien; condenó con severidad la legitimidad del tiranicidio. La
Compañía siempre tenía autores que, en el silencio de sus estudios, exponían
la doctrina con toda su rectitud; también tenía grandes políticos que, cuando
era necesario, la cubrían con las máscaras apropiadas».[39]

Gracias al padre Cotton, que se hizo cargo de la situación, la Sociedad de Jesús


salió ilesa de la tormenta. Rápidamente crecieron sus riquezas, el número de sus
establecimientos y de sus adherentes. Pero cuando Luis XIII ascendió al trono y
Richelieu tomó en sus manos los asuntos del estado, hubo un choque de voluntades.
El cardenal jamás permitía que alguien se opusiera a su política. El jesuita Caussin,
confesor del rey, descubrió esta realidad cuando lo enviaron a la prisión de Rennes
por orden de Richelieu, como criminal estatal. Esto dio buen resultado. A fin de
permanecer en Francia, la Orden incluso colaboró con el terrible ministro.
Al respecto, Boehmer escribió: «La falta de consideración que el gobierno francés
—desde Felipe el Bello— siempre mostró hacia la iglesia, en los conflictos entre los
intereses nacionales y los religiosos, una vez más fue la mejor política».[40]
El ascenso de Luis XIV al trono marcó el principio de la época más próspera para
la Orden. Los confesores jesuitas usaron extensamente su actitud “laxa” —la
tolerancia astuta con la que atraían a pecadores que no ansiaban hacer penitencia—
entre la gente común y en la corte, en especial con el rey, que era más dado a las
mujeres que a la devoción.
Su Majestad no tenía intención alguna de renunciar a sus amoríos y, aunque

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estaba cometiendo adulterio, el confesor cuidaba de no tocar el tema. Pronto toda la
familia real tenía sólo confesores jesuitas, y la influencia de éstos creció entre la alta
sociedad. Los sacerdotes de París atacaron en sus Escritos la moral disoluta de los
famosos casuistas de la Compañía, pero sin resultado. Pascal mismo, durante la gran
disputa teológica de aquel tiempo, intervino en vano a favor de los jansenistas.
En sus Cartas provinciales expuso al ridículo a los jesuitas, sus oponentes
extremadamente mundanos.
A pesar de eso, el lugar seguro que tenían en la corte les dio la victoria, mientras
que los de Puerto Real sucumbieron. La Orden obtuvo otra victoria para Roma, cuyas
consecuencias eran contrarias a los intereses nacionales. Por supuesto, aunque
tuvieron que aceptar la paz religiosa establecida por el Edicto de Nantes, continuaron
su guerra secreta contra los protestantes franceses. Al envejecer, Luis XIV se hizo
cada vez más intolerante, siguiendo la influencia de Madame de Maintenon y del
padre La Chaise, su confesor. En 1681, éstos lo persuadieron para reiniciar la
persecución contra los protestantes. Finalmente, el 17 de octubre de 1685, firmó la
Revocación del Edicto de Nantes, convirtiendo en criminales a los que rehusaban
aceptar la religión católica. Poco después, a fin de acelerar las conversiones,
surgieron los famosos “dragones”. Este nombre siniestro fue parte de todo intento
subsecuente para lograr conversiones por medio de fuego y cadenas. Mientras los
fanáticos vitoreaban, los protestantes huían en masa del reino. Según Marshal
Vauban, Francia perdió así a 400.000 habitantes y 60 millones de francos.
Fabricantes, comerciantes, dueños de barcos y diestros artesanos se fueron a otros
países, llevando el beneficio de sus habilidades.

«El 17 de octubre de 1685 fue un día de victoria para los jesuitas, la


recompensa final por una guerra que había continuado 125 años sin cesar.
Pero el estado pagó el precio de la victoria de los jesuitas.
»La despoblación y la reducción de la prosperidad nacional fueron las
graves consecuencias materiales de su triunfo, seguidas por un
empobrecimiento espiritual que ni el mejor colegio jesuita podía sanar. Esto
es lo que Francia sufrió y lo que la Sociedad de Jesús pagaría después».[41]

Durante el siglo siguiente, los hijos de Loyola no sólo fueron expulsados de


Francia, sino de todos los países europeos; pero, una vez más, fue sólo por un tiempo.
Estos fanáticos janisarios del papado no habían terminado de causar ruina en su afán
por alcanzar su sueño imposible.

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PARTE III
Misiones en el extranjero
India, Japón y China >>
Las Américas: El Estado jesuita de Paraguay >>

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Capítulo 1
India, Japón y China

La conversión de “paganos” fue el primer objetivo del fundador de la Sociedad de


Jesús. Aunque la necesidad de combatir al protestantismo en Europa ocupó cada vez
más la atención de sus discípulos, y esta acción política y religiosa —de la cual vimos
un breve resumen— se convirtió en su tarea principal, aún procuraban evangelizar las
tierras lejanas.
Su ideal teocrático —poner al mundo bajo la autoridad de la Santa Sede— les
demandaba ir a todas las regiones del mundo para conquistar almas.
Francisco Javier —uno de los primeros compañeros de Ignacio y canonizado
también por la iglesia— fue el gran promotor de la evangelización de Asia. En 1542
desembarcó en Goa; allí encontró a un obispo, una catedral y un convento de
franciscanos, que con algunos sacerdotes portugueses habían tratado ya de difundir la
religión de Cristo. Debido al impulso que dio Javier a ese primer intento, lo llamaron
“apóstol de la India”. En realidad, fue pionero y “motivador”, pero no logró
resultados duraderos. Siendo impetuoso y entusiasta, buscaba nuevos campos de
acción y señalaba el camino, pero no siempre despejaba el terreno. En el reino de
Travancore, Malaca, las islas de Banda, Macasar y Ceilán, su encanto personal y sus
discursos elocuentes maravillaron. Como resultado, se convirtieron 70.000
“idólatras”, especialmente de la casta baja. Para lograrlo, no menospreció el apoyo
político y aun militar de los portugueses. Estos resultados, espectaculares más que
sólidos, despertaron en Europa el interés en las misiones y dieron renombre a la
Sociedad de Jesús.
Este apóstol incansable, aunque no perseverante, pronto partió de la India para ir
al Japón y luego a la China, donde iba a trabajar, pero falleció en Cantón en 1552.
Su sucesor en la India, Roberto de Nobile, aplicó allí los mismos métodos que los
jesuitas usaban con éxito en Europa. Apeló a las clases más altas. Y, a los
“intocables”, sólo les alcanzaba la hostia consagrada en la punta de un palo.
Con la aprobación del Papa Gregorio XV, adoptó las vestiduras, costumbres y
estilo de vida de los brahmanes, mezclando los ritos cristianos con los de ellos.
Gracias a esta ambigüedad, afirmaba que había “convertido” a 250.000 hindúes. Pero,
«un siglo después de su muerte, cuando el intransigente papa Benedicto XIV prohibió
que se observaran esos ritos hindúes, todo colapsó y desaparecieron los 250.000
seudo católicos».[1]
En el norte de la India, en el territorio del gran mogol Akbar —un hombre
tolerante que incluso intentó introducir el sincretismo religioso en sus estados—, se
permitió a los jesuitas edificar un establecimiento en Lahore en 1575. Los sucesores
de Akbar les concedieron los mismos favores. Sin embargo, Aureng-Zeg (1666-
1707), un musulmán ortodoxo, puso fin a todo eso.
En 1549, Javier se embarcó al Japón con dos compañeros y un japonés, Yagiro, a

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quien había convertido en Malaca. Los inicios no fueron muy promisorios. «Los
japoneses tienen su propio concepto de la muerte, son reservados y su pasado los ha
afirmado en el paganismo. Los adultos sonríen al mirar a esos hombres extraños, y
los niños los siguen para mofarse de ellos».[2]
Yagiro, siendo japonés, logró empezar una pequeña comunidad de 100
seguidores. Francisco Javier, en cambio, sin hablar bien el japonés, ni siquiera obtuvo
audiencia con el Mikado. Cuando él se fue del Japón, dos padres se quedaron allí y
tiempo después lograron la conversión de los daimios de Arima y Bungo. Cuando
este último hizo su decisión en 1578, lo había estado considerando por 27 años.
El siguiente año los Padres se establecieron en Nagasaki. Afirmaban haber
convertido a 100.000 japoneses. En 1587, la situación interna de la nación —
destruida por guerras entre clanes— cambió por completo. “Los jesuitas habían
sacado provecho de esa anarquía y de su estrecha relación con comerciantes
portugueses”.[3] Hideyoshi, que había nacido en la clase baja, usurpó el poder
atribuyéndose el título de Taikosarna. Él desconfió de la influencia política de los
jesuitas, de su asociación con los portugueses, y de su conexión con los grandes
vasallos guerreros, los samurai.
Por tanto, la joven iglesia católica japonesa fue perseguida violentamente. Seis
franciscanos y tres jesuitas fueron crucificados, muchos convertidos fueron
asesinados y la Orden fue expulsada del país.
Sin embargo, el decreto nunca se implementó y los jesuitas continuaron su
apostolado en secreto. Pero en 1614, al primer Shogún, Tokugawa Yagasu, le
inquietaron esas actividades ocultas y reinició la persecución. Además, los
holandeses habían ocupado el lugar de los portugueses en los negocios, por lo que el
gobierno los observaba muy de cerca. Una profunda desconfianza hacia los
extranjeros —eclesiásticos o laicos— inspiró desde entonces la conducta de los
líderes. En 1638, una rebelión de los cristianos de Nagasaki fue apagada con sangre.
Para los jesuitas, la aventura en el Japón había concluido, y así permaneció por
mucho tiempo.
En la notable obra de Lord Bertrand Russell, Ciencia y Religión, leemos lo
siguiente acerca de Francisco Javier, el hacedor de milagros: “Él y sus compañeros
escribieron muchas cartas extensas que se han conservado; en ellas relatan sus
labores, pero en ninguna de las que se escribieron durante su vida se mencionan
poderes milagrosos. José Acosta, el jesuita que se preocupó por los animales del
Perú, expresamente negó que esos misioneros hubieran contado con la ayuda de
milagros en su esfuerzo para convertir a los paganos. Pero, poco después de morir
Javier, empezaron a surgir numerosas historias de milagros. Se dijo que tenía don de
lenguas, aunque en sus cartas habló muchas veces de la dificultad para dominar el
idioma japonés o para encontrar buenos intérpretes.
»Se contaba que cuando sus amigos tuvieron sed en el mar, él había convertido el
agua salada en agua fresca. Cuando se le cayó el crucifijo al mar, un cangrejo se lo

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devolvió. Según una versión posterior, había lanzado el crucifijo al mar para calmar
una tempestad. Cuando fue canonizado en 1622, se había probado —para satisfacción
de las autoridades del Vaticano— que había hecho milagros, ya que sin éstos nadie
puede ser santo. El papa dio garantía oficial del don de lenguas; en especial, le
impresionó que Javier hubiera hecho arder las lámparas con agua bendita en vez de
aceite.
»Este papa, Urbano VIII, fue el mismo que rehusó creer las declaraciones de
Galileo. La leyenda siguió mejorando: una biografía escrita por el padre Bonhours,
publicada en 1682, dice que el santo resucitó a 14 personas a lo largo de su vida…
Autores católicos aún le atribuyen el don de milagros; en una biografía publicada en
1872, el padre Coleridge de la Sociedad de Jesús reiteró que Javier tenía el don de
lenguas».[4]
A juzgar por las hazañas mencionadas, san Francisco Javier bien merecía su
aureola.
En la China, los hijos de Loyola disfrutaron de una estadía prolongada y
favorable, con sólo algunas expulsiones; lograron esto con la condición de que
trabajarían principalmente como científicos, postrándose ante los milenarios ritos de
esta antigua civilización.
«El tema principal fue la meteorología. Francisco Javier ya sabía que los
japoneses ignoraban que la tierra era redonda, así que deseaban que les enseñara al
respecto y otros temas similares. En la China llegó a ser oficial y, puesto que los
chinos no eran fanáticos, la situación marchó pacíficamente». «Un italiano, el padre
Ricci, fue quien inició todo. Al llegar a Pekín, asumió el papel de astrónomo ante los
científicos chinos… La astronomía y las matemáticas eran importantes en las
instituciones chinas. Estas ciencias permitían al soberano establecer las fechas para
sus ceremonias religiosas y civiles… Ricci llevó información que lo hacía
indispensable, lo cual aprovechó para hablar del cristianismo… Mandó llamar a dos
Padres que enmendaron el calendario tradicional, estableciendo la armonía entre el
curso de las estrellas y los eventos terrenales. Ricci ayudó también en tareas menores;
por ejemplo, dibujó un mapa mural del imperio, en el que situó cuidadosamente a la
China en el centro del universo».[5]
Éste fue el trabajo principal de los jesuitas en el Imperio Celestial; en cuanto al
aspecto religioso de su misión, el interés de la gente en éste fue mínimo. Resulta
curioso que, en Pekín, los Padres se dedicaron a rectificar los errores astronómico s
de los chinos, mientras que en Roma, la Santa Sede persistió en condenar el sistema
de Copérnico hasta 1822. Aunque los chinos no mostraban inclinación por el
misticismo, en 1599 se abrió la primera iglesia católica en Pekín. Al morir Ricci, lo
remplazó un alemán, el padre Shall von Bell, un astrónomo que también publicó
tratados notables en el idioma chino. En 1644 recibió el título de “Presidente del
Tribunal de Matemáticas”, despertando celos entre los mandarines. Mientras tanto,
las comunidades cristianas se organizaron. En 1617 el emperador, previendo quizá los

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peligros de esta penetración pacífica, ordenó la salida de todos los extranjeros. Los
Padres fueron enviados en jaulas de madera a trabajar entre los portugueses de
Macao. Sin embargo, pronto les pidieron que volvieran por ser buenos astrónomos.
En realidad eran también buenos misioneros, con 41 residencias en la China, 159
iglesias y 257,000 miembros bautizados. Pero, una nueva reacción contra ellos causó
su expulsión, y el padre Shall fue condenado a muerte. No cabe duda de que él no
recibió esa sentencia únicamente por su trabajo de matemáticas. Un terremoto y el
incendio del palacio imperial, presentados astutamente como señal de la ira del cielo,
le salvó la vida; dos años después falleció en paz. No obstante, sus compañeros
tuvieron que salir de la China.
A pesar de todo, apreciaban tanto a los jesuitas que el emperador Kang-Hi se
sintió obligado a llamarlos otra vez en 1669, y ordenó que se celebrara un funeral
solemne para los restos de Iam Io Vam (Jean Adam Shall). Estos honores inusuales
fueron tan solo el principio de excepcionales favores.[6]
El padre belga Verbiest sucedió a Shall como director de misiones y del Instituto
Imperial de Matemáticas. Él le dio al Observatorio de Pekín los famosos
instrumentos, cuya precisión matemática fue ocultada con quimeras, dragones, etc.
Kang-Hi, “el déspota iluminado” que reinó por 61 años, apreció los servicios de aquel
científico que le dio sabios consejos, lo acompañó a la guerra e incluso administró
una fundición para cañones. Pero esta actividad profana y militar estaba dirigida “a la
mayor gloria de Dios”, como le recordó el Padre al emperador en una nota que le
envió antes de morir: «Señor, muero feliz porque usé casi cada momento de mi vida
para servir a Su Majestad. Pero oro a Él muy humildemente para que recuerde,
después de mi muerte, que mi objetivo en todo lo que hice fue conseguir un protector
para la religión más santa en el universo; y ese protector era usted, el más grande rey
en el oriente».[7]
Sin embargo, en la China así como en Malabar, esta religión no podía sobrevivir
sin alguna estratagema. Los jesuitas tuvieron que poner la doctrina romana al nivel de
los chinos, identificar a Dios con el cielo (“tien”) o con el “Chang-Ti” (emperador de
lo alto), mezclar los ritos católicos con los rituales chinos, aceptar las enseñanzas de
Confucio, la adoración a los ancestros, etc.
El papa Clemente XI, quien fue informado de todo esto por órdenes rivales,
condenó este “laxismo” doctrinal. Como resultado, quedó destruido todo el trabajo
misionero de los jesuitas en el Imperio Celestial.
Los sucesores de Kang-Hi prohibieron el cristianismo. Los últimos padres que
quedaron en la China murieron allí, y nunca los sustituyeron.

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Capítulo 2
Las Américas:
El Estado Jesuita de Paraguay

Los misioneros de la Sociedad de Jesús descubrieron que el Nuevo Mundo era


mucho más favorable que Asia para realizar su proselitismo. Allí no existían
civilizaciones antiguas y conocidas, religiones firmemente establecidas ni tradiciones
filosóficas; sólo hallaron tribus pobres y bárbaras, indefensas en lo espiritual y
secular frente a los conquistadores blancos. Sólo México y Perú, que aún tenían
fresco en su mente el recuerdo de los dioses aztecas e incas, se opusieron por mucho
tiempo a esta religión importada. Además, los dominicos y franciscanos ya estaban
bien establecidos.
Por tanto, los hijos de Loyola realizaron su actividad agresiva entre las tribus
salvajes, los cazadores y pescadores nómades. Sus resultados variaban según la
fiereza y oposición de las distintas poblaciones.
En Canadá, los indios hurones —pacíficos y dóciles— aceptaron fácilmente el
catecismo; pero sus enemigos, los iroqueses, atacaron las estaciones creadas
alrededor del fuerte Santa María y masacraron a sus habitantes. Los indios hurones
prácticamente fueron exterminados en unos diez años. En 1649, los jesuitas tuvieron
que salir de allí con unos 300 sobrevivientes.
Al pasar por los territorios que ahora forman los Estados Unidos, los jesuitas no
causaron mayor impresión. Recién en el siglo XIX empezaron a echar algunas raíces
en esa parte del continente.
En Sudamérica el trabajo de los jesuitas enfrentó factores positivos y negativos.
En 1546, los portugueses los invitaron a trabajar en los territorios que poseían en el
Brasil. Mientras convertían a los nativos, experimentaron numerosos conflictos con
las autoridades civiles y otras órdenes religiosas. Lo mismo ocurrió en Nueva
Granada.
En Paraguay, por el contrario, se vivió la gran “experiencia” de la colonización
jesuítica. Este país se extendía desde el Atlántico hasta los Andes, abarcando
territorios que hoy pertenecen a Brasil, Uruguay y Argentina. El único medio de
acceso por la selva virgen eran los ríos Paraguay y Paraná. La población estaba
formada por indígenas nómades y dóciles, listos a postrarse ante cualquier
dominación mientras les proveyeran alimento y un poco de tabaco.
Los jesuitas no podrían haber hallado mejores condiciones para establecerse, lejos
de la corrupción de blancos y mestizos, el tipo perfecto de colonia, una ciudad de
Dios conforme al deseo de sus corazones. A principios del siglo XVII, el general de la
Orden, a quien la corte de España había otorgado todo poder, convirtió a Paraguay en
Provincia y el “Estado Jesuita” se desarrolló y floreció.
Los dóciles salvajes fueron catequizados e instruidos para vivir en forma
sedentaria, bajo una disciplina gentil y fuerte a la vez: “Como mano de hierro en

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guante de terciopelo”. Estas sociedades patriarcales deliberadamente ignoraban todas
las libertades.

«Todo lo que el cristiano posee y usa, la choza donde vive, los campos
que cultiva, el ganado que le provee alimento y vestimenta, las armas que
lleva, las herramientas con que trabaja, aun el único cuchillo de mesa que se
le da a cada pareja joven cuando establece su hogar, es “Tupambac”,
propiedad de Dios. Partiendo de este concepto, el “cristiano” no puede
disponer de su tiempo y de su persona libremente. El bebé que lacta está bajo
la protección de su madre. Tan pronto como puede caminar, está bajo el poder
del Padre o de sus agentes… Cuando la hija crece, aprende a hilar y usar el
telar. En el caso del hijo, aprende a leer y escribir, pero sólo en guaraní; el
español está prohibido para impedir el comercio con los criollos corruptos…
Tan pronto como una muchacha cumple 14 años y un muchacho cumple 16,
se les casa porque los Padres no desean vedas caer en algún pecado carnal…
Ninguno de ellos puede ser sacerdote, monje y menos aún jesuita…
Prácticamente no les queda ninguna libertad. Pero, respecto a lo material, es
obvio que están felices… En la mañana, después de misa, cada grupo de
trabajadores va cantando a los campos, uno tras otro, precedido por alguna
imagen sagrada. En la noche regresan a la villa de la misma manera, para
escuchar el catecismo o rezar el rosario. Los Padres también han pensado en
diversiones y recreaciones honestas para los “cristianos”…
«Los jesuitas los cuidan como padres; y, como padres también castigan los
más pequeños errores… El látigo, el ayuno, la prisión, exponerlos a la
vergüenza en la plaza principal, penitencia pública en la iglesia, éstos son los
castigos que usan… Así que, los hijos “rojos” de Paraguay no conocen otra
autoridad sino la de los buenos Padres. No tienen ni la vaga sospecha de que
el rey de España es su soberano».[8]

¿No es éste un cuadro perfecto, algo caricaturesco, de la sociedad teocrática


ideal?
Consideremos cómo afectó el avance intelectual y moral de los beneficiarios de
ese sistema, esos “pobres inocentes”, como los llamó el marqués de Loreto: «La alta
cultura de las misiones no es sino el producto artificial de un invernadero que lleva en
sí una semilla de muerte. Porque, a pesar de toda la instrucción y capacitación, el
guaraní continuó siendo en lo profundo lo que era: un salvaje perezoso, de
mentalidad estrecha, sensual, codicioso y sórdido. Como los Padres mismos dicen, él
sólo trabaja cuando siente detrás de él el aguijón del supervisor. Tan pronto como se
les deja solos, no les importa que la cosecha se esté pudriendo en el campo, que los
instrumentos se estén deteriorando y que los rebaños estén esparcidos. Si no se le
vigila mientras trabaja en los campos, tal vez hasta le quite el yugo a un buey y lo

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mate allí mismo, encienda una fogata con la madera del arado y, con sus compañeros,
empiece a comerse la carne medio cocida hasta que no quede nada. Sabe que recibirá
25 latigazos por eso, pero sabe también que los Padres nunca lo dejarían morirse de
hambre».[9]
Un libro dice lo siguiente respecto a los castigos de los jesuitas: «El culpable,
vistiendo los atavíos de penitente, era escoltado a la iglesia donde confesaba su falta.
Luego era azotado en la plaza de acuerdo con el código penal… Los culpables
siempre recibían este castigo, no sólo sin murmuraciones, sino con gratitud … El
culpable, habiendo sido castigado y reconciliado, besaba la mano de aquel que lo
había golpeado, diciendo: “Que Dios te recompense por liberarme, mediante este leve
castigo, de los sufrimientos eternos que me amenazaban”».[10]
Después de leer esto, comprendemos la conclusión a la que llegó Boehmer: «Bajo
la disciplina de los Padres, muy poco se enriqueció la vida moral del guaraní. Éste se
convirtió en un católico devoto y supersticioso que veía milagros por doquier, y que
parecía disfrutar flagelándose hasta sangrar. Aprendió a obedecer y se apegó a los
Padres —que cuidaban muy bien de él— con una gratitud filial que, aunque no era
muy profunda, era tenaz. Este resultado deficiente prueba que existía un serio defecto
en los métodos educativos de los Padres. ¿Cuál fue? Que nunca trataron de
desarrollar en sus hijos indígenas las facultades inventivas, la necesidad de actividad
y el sentido de responsabilidad. Ellos mismos inventaban juegos y entretenimientos
para sus cristianos, y pensaban por ellos en vez de incentivarlos a pensar por sí
mismos. Simplemente sometieron a los que estaban bajo su cuidado a una
“instrucción” mecánica en vez de educarlos».[11]
¿Qué otra cosa podían hacer, si ellos mismos habían pasado por una “instrucción”
que duraba 14 años? ¿Podían enseñar a los guaraníes y a sus alumnos blancos a
“pensar por sí mismos”, cuando para ellos eso estaba terminantemente prohibido?
Las siguientes palabras no fueron escritas por un jesuita antiguo, sino uno
contemporáneo: «Él (el jesuita) no olvidará que la virtud característica de la
Compañía es obediencia total de la acción, la voluntad y aun el criterio… Todos los
superiores estarán obligados de la misma forma a otros superiores a ellos, y el Padre
General lo estará al Santo Padre… Se organizó así para otorgar a la Santa Sede una
autoridad universalmente eficaz, y san Ignacio estaba seguro de que la enseñanza y
educación conducirían a la Europa dividida para retomar a la unidad católica».
El padre Bonhours escribió que con la esperanza de “reformar al mundo”, él
había “adoptado en particular este medio: la instrucción de la juventud”.[12]
La educación de los nativos de Paraguay se realizó con los mismos principios que
los Padres aplicaron en el pasado, aplican ahora, y aplicarán a todos y en todo lugar.
Su meta —deplorada por Boehmer, pero considerada ideal por esos fanáticos— es: la
renuncia a todo criterio personal y a toda iniciativa, y una sujeción ciega a los
superiores. ¿No es éste el “pináculo de la libertad” y la “liberación de la esclavitud a
uno mismo”, alabada por el R. P. Rouquette como ya se mencionó?

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Los guaraníes fueron “liberados” en forma tan eficaz por el método jesuítico,
durante más de 150 años, que cuando sus maestros se fueron en el siglo XVIII, ellos
retornaron a sus selvas y a sus antiguas costumbres, como si nada hubiera sucedido.

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PARTE IV
Los Jesuitas en la Sociedad Europea
La enseñanza de los jesuitas >>
La moral de los jesuitas >>
El eclipse de la Compañía >>
El renacimiento de la Sociedad de Jesús en el siglo XIX >>
El Segundo Imperio y la Ley de Falloux - La guerra de 1870 >>
Los Jesuitas en Roma - El Syllabus >>
Los Jesuitas en Francia desde 1870 hasta 1885 >>
Los Jesuitas, el general Boulanger y el caso Dreyfus >>
Los años previos a la guerra: 1900-1914 >>

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Capítulo 1
La Enseñanza de los Jesuitas

«El método pedagógico de la Compañía, escribió el R. P. Charmot, S. J., consiste


primeramente en rodear a los alumnos con una gran cadena de oraciones».
Después cita al jesuita Tacchini: «Que el Espíritu Santo los llene como se llenan
los alabastros con perfumes; que penetre tanto en ellos que, al pasar el tiempo,
¡puedan respirar más y más la fragancia celestial y el perfume de Cristo!».
El padre Gandier aporta lo siguiente: «No olvidemos que la educación, tal como
la ve la Compañía, es el ministerio más semejante al de los ángeles».[1]
El padre Charmot dice después: «¡No nos preocupemos de dónde y cómo se
inserta el misticismo en la educación!… No se hace por medio de un sistema o una
técnica artificial, sino mediante infiltración, por “endósmosis”. Las almas de los
niños son impregnadas al estar en estrecho “contacto con maestros que están
literalmente saturados con él”».[2]
El mismo autor da el siguiente “objetivo del profesor jesuita”: «Por medio de su
enseñanza se propone formar, no una élite cristiana intelectual, sino cristianos
elitistas».[3]
Estas pocas citas nos dicen suficiente acerca del objetivo principal de estos
educadores. Veamos ahora cómo forman a los cristianos elitistas, y qué clase de
misticismo se “inserta” (o inocula), “infiltra” o “bombea en” los niños sometidos a su
sistema educativo.
En primer lugar —algo característico de esta Orden— encontramos a la virgen
María. «Loyola consideró a la Virgen como lo más importante en su vida. La
adoración a María era la base de sus devociones religiosas y la traspasó a su Orden.
Esta adoración se desarrolló tanto que a menudo se decía, y con razón, que era la
verdadera religión de los jesuitas».[4]
Eso no lo escribió un protestante, sino J. Huber, profesor de teología católica.
Loyola estaba convencido de que la Virgen lo había inspirado cuando él formuló
sus Ejercicios. Un jesuita tuvo una visión de María cubriendo a la Sociedad con su
manto, como señal de su protección especial. Otro jesuita, Rodriga de Gois, quedó
tan cautivado con la indescriptible belleza de María que lo vieron elevarse en el aire.
Un novicio de la Orden, que murió en Roma en 1581, fue sostenido por la Virgen
cuando luchaba contra las tentaciones del diablo; a fin de fortalecerlo, de tiempo en
tiempo ella le daba a probar la sangre de su Hijo y “el consuelo de sus pechos”.[5]
La doctrina de la “inmaculada concepción”, creada por Duns Escoto, fue
adoptada con entusiasmo por la Orden, la que logró que Pío IX la convirtiera en
dogma en 1854.

«Erasmo describía satíricamente la adoración a María en su tiempo. En el

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cuarto siglo se había inventado la historia de la casa de Loreto, una casa que,
al parecer, los ángeles habían llevado desde Palestina. Los jesuitas aceptaron
esa leyenda y la defendieron. Canisio llegó al extremo de mostrar cartas
supuestamente escritas por María y, gracias a la Orden, comenzó a llegar
mucho dinero a Loreto (como en el caso de Lourdes, Fátima, etc.).
»Los jesuitas presentaron toda clase de reliquias de la Madre de Dios.
Cuando llegaron a la iglesia de San Miguel, en Munich, ofrecieron para
veneración de los fieles algunos trozos del velo de María, varios mechones de
su cabello y pedazos de su peine; se instituyó un culto especial para adorar
esos objetos…».
«Esta adoración degeneró en manifestaciones inmorales y sensuales,
especialmente en los himnos que el padre Jacques Pontanus dedicó a la
Virgen. El poeta expresaba que no había nada más hermoso que el seno de
María, nada más dulce que su leche, y nada más agradable que su abdomen».
[6]

Se podrían citar innumerables afirmaciones semejantes. Ignacio quería que sus


discípulos tuvieran una piedad “perceptible” y aun sensual, similar a la que él tenía, y
obviamente lo lograron. Con razón tuvieron tanto éxito con los guaraníes; este
fetichismo erótico era muy apropiado para ellos. Pero los Padres siempre pensaron
que también sería apropiado para los “blancos”. Puesto que el fundamento de su
doctrina era el menosprecio total a la gente como seres humanos, los “blancos” y los
“indígenas” eran iguales, y ambos debían ser tratados como niños.
Por tanto, trabajaban sin cesar propagando ese espíritu y las prácticas idólatras.
Debido a su influencia sobre la Santa Sede, la cual no puede funcionar sin ellos,
impusieron sus ideas y prácticas a la Iglesia Romana, a pesar de la oposición que ha
disminuido gradualmente.
"El padre Barri escribió un libro titulado El paraíso se abre por medio de 100
devociones a la Madre de Dios. En él expone la idea de que no es importante cómo
entremos en el paraíso; lo importante es entrar. Enumera ejercicios de piedad externa
a María que abren las puertas del cielo. Entre otras cosas, estos ejercicios consisten
en ofrecer a María salutaciones matutinas y vespertinas; dando con frecuencia a los
ángeles la tarea de saludarla; expresando el deseo de construirle más iglesias que
todas las que han construido los monarcas; llevando día y noche un rosario como
brazalete, o una imagen de María, etc.

«Estas prácticas son suficientes para proveemos salvación; y cuando estemos


a punto de morir, si el diablo reclama nuestras almas, sólo tenemos que
recordarle que María es responsable por nosotros y que debe tratar con ella».
[7]

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En su Pietas quotidiana erga S. D. Mariam, el padre Pemble recomienda:
«Golpearnos o flagelarnos, ofreciendo cada golpe como sacrificio a Dios por medio
de María; tallar con un cuchillo el sagrado nombre de María en nuestro pecho;
cubrimos decentemente en la noche para no ofender la casta mirada de María; decirle
a la Virgen que usted estaría dispuesto a ofrecerle su lugar en el cielo si ella no
tuviera uno propio; desear no haber nacido jamás o preferir el infierno si María no
hubiera nacido; no comer jamás una manzana, como María había sido guardada del
error de probarla».[8]
Eso se escribió en 1764; pero, al mirar numerosas obras similares que se publican
hoy, vemos que, durante más de 200 años, esa idolatría sin control creció. El papa
Pío XII se distinguió por el derecho de propiedad sobre María. Y, bajo su gobierno,
gran parte de la Iglesia Romana siguió su ejemplo.
Además, los hijos de Loyola, que siempre ansían conformarse al espíritu de la
época, trataron también de acomodar estos asuntos medievales pueriles. Existen
varios tratados publicados por algunos de estos Padres, bajo el gran auspicio del
Centre National de la Recherche Scientifique (C.N.R.S.).
Si a esto añadimos los escapulario s multicolores con sus virtudes apropiadas, la
adoración a los santos, las imágenes, las reliquias, la defensa de los “milagros”, la
adoración del Sagrado Corazón, tendremos una idea del “misticismo” con el que “las
almas de los niños son impregnadas” mediante su contacto con maestros “que están
saturados con él”, como escribió el R. P. Charmot en 1943.
No existe otra manera de formar “cristianos elitistas”.
No obstante, para vencer en la lucha contra las universidades, los colegios jesuitas
tenían que expandir su enseñanza e incluir cursos seculares, ya que el Renacimiento
había despertado la sed de aprender. Sabemos que así lo hicieron, tomando las
precauciones necesarias para que tal aprendizaje no contradijera el objetivo de su
enseñanza: mantener las mentes en completa obediencia a la iglesia.
Por esa razón, sus alumnos son “rodeados” primero por esa “gran cadena de
oraciones”, las cuales no bastarían si al enseñar no eliminaran cuidadosamente toda
idea y espíritu heterodoxos. Por tanto, el griego y el latín (muy apreciado en estos
colegios) se estudiaban por su valor literario; en cuanto al pensamiento ortodoxo
“antiguo”, explicaban sólo lo suficiente como para establecer la llamada filosofía
escolástica superior. Los “humanistas” a los que estaban instruyendo podían
componer discursos y versos en latín, pero el único amo de sus pensamientos era
Tomás de Aquino, un monje del siglo XIII.
Veamos el Ratio Studiorum, tratado fundamental de la pedagogía jesuita que cita
el R. P. Charmot: «Descartaremos con cuidado los temas seculares que no favorezcan
la buena moral y la piedad. Compondremos poemas; pero nuestros poetas serán
cristianos, no seguidores de paganos que invocan a las musas, las ninfas de la
montaña, las ninfas del mar, Calíope, Apolo… u otros dioses y diosas. Además, si a
éstos se les menciona, que sea con el fin de caricaturizarlos, porque son sólo

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demonios».[9]
Así, todas las ciencias —y en especial las ciencias naturales— son “interpretadas”
de manera similar.
El R. P. Charmot ni siquiera trató de ocultado cuando habló del profesor jesuita en
1943: «Él enseña ciencias, no por estas mismas, sino sólo con el propósito de dar la
mayor gloria a Dios. Es la regla que san Ignacio estableció en sus Constituciones».[10]
También dijo: «Cuando hablamos de toda una cultura, no queremos decir que
enseñamos todos los temas y ciencias, sino que damos una educación literaria y
científica que no es puramente secular e impermeable a las luces de la Revelación».
[11]
La instrucción que daban los jesuitas, pues, estaba destinada a ser más llamativa
que profunda, o “formalista” como se le llama a menudo. «No creían en la libertad, lo
que resultó fatal para la enseñanza», escribió Boehmer.

«La verdad es que los méritos relativos de la enseñanza de los jesuitas


disminuyeron, mientras que la ciencia y los métodos de educación e
instrucción progresaban y se desarrollaban, basados en un concepto más
amplio y más profundo acerca de la humanidad. Buckle dijo: ‹Mientras más
avanzaba la civilización, más terreno perdían los jesuitas, no sólo por su
propia decadencia, sino debido a todas las modificaciones y los cambios en la
mente de los que los rodeaban… Durante el siglo XVI, los jesuitas estuvieron
adelante, pero durante el siglo XVIII, quedaron atrás de su tiempo›».[12]

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Capítulo 2
La Moral de los Jesuitas

El espíritu conquistador de la Sociedad, y el ardiente deseo de atraer conciencias y


mantenerlas bajo su influencia exclusiva, sólo podía impulsar a los jesuitas a ser más
indulgentes con los penitentes que los confesores de otras órdenes o que el clero
secular. Como bien dice el proverbio: «Con vinagre no se atrapan moscas».
Como vimos, Ignacio expresó esa misma idea en diferentes términos y sus hijos
se inspiraron en ella.

«La extraordinaria actividad de la Orden en el campo de la teología moral


muestra que, para él, esta intrincada ciencia tenía mayor importancia práctica
que las otras ciencias».[13]

Boehmer, a quien pertenece la frase recién citada, nos recuerda que la confesión
rara vez se realizaba durante la Edad Media; los fieles recurrían a ella sólo en casos
muy graves. Sin embargo, debido al carácter dominante de la Iglesia Romana, la
práctica fue extendiéndose. En el siglo XVI, la confesión se había convertido ya en un
deber religioso que tenían que cumplir diligentemente. Puesto que Ignacio la
consideraba muy importante, recomendó a sus discípulos que el mayor número
posible de fieles la observara con regularidad.
Este método tuvo resultados extraordinarios. Los confesores jesuitas pronto
recibieron la misma consideración dada a los profesores jesuitas, y todos veían el
confesionario como el símbolo del poder y la actividad de la Orden, al igual que el
cargo de catedrático y la gramática latina…

«Si leemos las Instrucciones de Ignacio respecto a la confesión y la


teología moral, debemos admitir que desde el principio la Orden estuvo
preparada para tratar amablemente al pecador. Al pasar el tiempo, mostró cada
vez más indulgencia, hasta que esta amabilidad degeneró en relajación…
»Es fácil ver por qué esta astuta indulgencia les permitió tener tanto éxito
como confesores. Así se ganaron el favor de los nobles y las clases altas de
este mundo, que siempre necesitaban más condescendencia de sus confesores
que las masas de pecadores comunes.
»Las cortes de la Edad Media nunca tuvieron confesores con poder total.
Esta figura característica apareció en la vida de las cortes sólo en la época
moderna, y la Orden Jesuita la implantó en todas partes».[14]

Boehmer escribió:

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«En el siglo XVII, estos confesores no sólo obtuvieron considerable
influencia política por doquier, sino que aceptaron funciones o cargos
políticos. Fue entonces cuando el padre Neidhart asumió la dirección de la
política española como Primer Ministro y Gran Inquisidor; el padre Fernández
tenía derecho a voz y voto en el Concilio de Portugal; el padre La Chaise y su
sucesor fueron ministros de Asuntos Eclesiásticos en la corte de Francia.
»Recordemos también el papel que desempeñaron los Padres en la política
general, incluso fuera del confesionario: el padre Possevino fue legado
pontificio en Suecia, Polonia y Rusia; el padre Petre fue ministro en
Inglaterra; el padre Vota fue consejero íntimo de Jean Sobieski de Polonia,
“creador de reyes” en ese país, y mediador cuando Prusia llegó a ser reino.
Debemos reconocer que ninguna otra orden mostró tanto interés y talento para
la política, ni estuvo tan activa en ella como la Orden Jesuita».[15]

"Si la “indulgencia” de estos confesores hacia sus augustos penitentes ayudó


grandemente a los intereses de la Orden y de la Curia romana, lo mismo ocurrió en
las esferas más modestas, donde los Padres usaron métodos convenientes muy
similares. Con el espíritu meticuloso y aun entrometido que heredaron de su
fundador, los famosos “casuistas” —como Escobar, Mariana, Sánchez, Busenbaum y
otros— se dedicaron a estudiar cada regla y sus aplicaciones a todos los casos que
pudieran presentarse ante el tribunal de penitencia. Sus tratados de “teología moral”
le dieron a la Compañía una reputación universal, siendo evidente su sutileza para
tergiversar y pervertir los deberes morales más obvios.
He aquí algunos ejemplos de tales maniobras: «La Ley divina prescribe: “No
dirás falso testimonio”. “Existe falso testimonio sólo si el que prestó juramento usa
palabras sabiendo que engañarán al juez. Por tanto, está permitido usar términos
ambiguos, y aun la excusa de reserva mental en ciertas circunstancias”. “Si un esposo
le pregunta a su esposa adúltera si ha roto el contrato conyugal, ella puede decir ‘no’
sin titubear, puesto que ese contrato aún existe. Una vez que haya obtenido la
absolución en el confesionario, ella puede decir: ‘Estoy sin pecado’, si, mientras lo
dice, piensa en la absolución que le quitó la carga de su pecado. Si el esposo aún
permanece incrédulo, puede tranquilizarlo diciendo que no ha cometido adulterio, y si
ella agrega (en voz baja) adulterio, está obligada a confesar”».
¡No es difícil imaginar el éxito que tuvo esa teoría entre las bellas damas
penitentes!
De hecho, a los galantes acompañantes también los trataban bien: “La Ley de
Dios ordena: ‘No matarás’. Pero, eso no significa que todo hombre que mata, comete
pecado contra este precepto. Por ejemplo, si a un noble lo amenazan con golpes o una
paliza, él puede matar a su agresor; por supuesto, este derecho es sólo para los nobles,
no para los plebeyos, porque para el hombre común no es deshonroso recibir una
paliza… Asimismo, un criado que ayuda a su amo a seducir a una muchacha, no

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comete pecado mortal si teme serias desventajas o maltrato en caso de que rehúse
hacerlo. Si una joven está embarazada, se puede inducir el aborto si su falta es causa
de deshonra para ella o para un miembro del clero”.[16]
El padre Benzi se hizo famoso al declarar: «Tocar el seno de una monja es sólo
una ofensa leve». Por esta razón, los jesuitas recibieron el apodo de “teólogos
mamilares”.
Sin embargo, el famoso casuista Tomás Lanchz merece el premio por su tratado
De Matrimonio. Allí, el piadoso autor estudia en detalle todas las variedades del
“pecado carnal”.
Estudiemos ahora las máximas acerca de la política, en especial la legitimidad de
asesinar a “tiranos”, culpables de mostrarse tibios ante los sagrados intereses de la
Santa Sede. Boehmer declara: «Como acabamos de ver, no es difícil guardarse del
pecado mortal. Dependiendo de las circunstancias, sólo tenemos que usar los
excelentes medios permitidos por los Padres: “equivocación, reserva mental, la sutil
teoría de la dirección de las intenciones”; entonces, sin pecar, podremos cometer
actos que las masas ignorantes consideran criminales, pero en los que ni el Padre más
severo podrá hallar ni un átomo de pecado mortal».[17]
Entre las reglas jesuitas más criminales, examinemos la que despertó la máxima
indignación pública: «Está permitido que un monje o sacerdote mate a los que estén
dispuestos a difamarlo a él o a su comunidad».
La Orden, pues, se atribuye el derecho de eliminar a sus adversarios y a miembros
de la misma que, habiendo salido de ella, hablen demasiado. Esto lo encontramos en
la Teología del Padre L’Amy.
Hay otro caso en el que se aplica ese principio, ya que el mismo jesuita escribió
cínicamente: «Si un Padre, cediendo a la tentación, viola a una mujer y ella hace
público lo ocurrido, deshonrándolo así a él, ¡este mismo Padre puede matarla para
evitar la vergüenza!».
Otro hijo de Loyola, citado por “Le grand flambeau” Caramuel, opinó que debían
mantener y defender dicha regla: «El Padre puede usarla como excusa para matar a la
mujer y preservar así su honor».
Esta monstruosa teoría se usó para cubrir muchos crímenes cometidos por
eclesiásticos. En 1956 tal vez fue la razón, si no la causa, del lamentable amorío del
sacerdote de Uruffe.

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Capítulo 3
El Eclipse de la Compañía

Los éxitos de la Sociedad de Jesús en Europa y en tierras más lejanas, aunque


intercalados con infortunios, le permitieron mantener una posición preponderante por
mucho tiempo. Pero, como ya se ha dicho, el tiempo no le favoreció. A medida que
evolucionaban las ideas y el progreso de las ciencias liberaba las mentes, a la gente
común y a los monarcas les resultaba más difícil aceptar el control de los defensores
de la “teocracia”.
Además, debido a sus éxitos, éstos cometieron abusos que dañaron internamente a
la Sociedad. Como vimos, se involucraron profundamente en la política en
detrimento de los intereses de la nación. Y, pronto su actividad devoradora se hizo
sentir también en la economía.

«Los Padres participaban demasiado en asuntos ajenos a la religión: comercio,


bolsa de valores y liquidación de bancarrotas. El Colegio Romano, que debía
ser el modelo intelectual y moral de todos los colegios jesuitas, mandaba
hacer grandes cantidades de telas en Macerata y las vendía a bajo precio en
ferias. Sus centros en la India, las Antillas, México y Brasil empezaron a
comerciar productos de las colonias. En Martinica, un procurador creó vastas
plantaciones que eran cultivadas por esclavos negros».[18]

Este aspecto comercial de las Misiones Extranjeras se mantiene igual ahora. La


Iglesia Romana nunca ha despreciado la oportunidad de sacar una ganancia temporal
de sus conquistas “espirituales”. En esta área, los jesuitas actuaron como las otras
órdenes religiosas, y aún peor. En todo caso, sabemos que los Padres blancos se
encontraban entre los más ricos terratenientes del norte de áfrica.
Los hijos de Loyola trabajaban con la misma intensidad, ya fuera para aprovechar
al máximo la fuerza laboral de los “paganos” o para ganar sus almas.

«En México, poseían minas de plata y refinerías de azúcar; en Paraguay,


plantaciones de té y cacao, y fábricas de alfombras; además, criaban ganado y
exportaban 80.000 mulas cada año».[19]

Como podemos ver, la evangelización de los “hijos indígenas” era una buena
fuente de ingresos. Y, para obtener aun mayor ganancia, los Padres no titubeaban en
defraudar el tesoro del estado. La prueba es la conocida historia de las supuestas cajas
de chocolate que descargaron en Cádiz, que realmente estaban llenas de polvo de oro.
El obispo Palafox, a quien el papa Inocencio VIII envió como visitador
apostólico, le escribió en 1647: «Toda la riqueza de Sudamérica está en manos de los

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jesuitas».
Los asuntos financieros eran igualmente ventajosos. «En Roma, las arcas de la
Orden hacía pagos a la embajada portuguesa en nombre del gobierno de Portugal.
Cuando Augusto Le Fort fue a Polonia, a este monarca necesitado los Padres de
Viena le abrieron una cuenta de crédito con los jesuitas de Varsovia. En la China, los
Padres prestaban dinero a los comerciantes con intereses del 25, 50 y hasta 100 por
ciento»[20]
La vergonzosa codicia de la Orden, su moralidad relajada, sus incesantes intrigas
políticas y usurpación de las prerrogativas del clero secular y regular, provocaron por
doquier enemistad mortal y odio. La Sociedad se había desprestigiado totalmente
entre las clases más altas. En Francia, sus esfuerzos para mantener a la gente bajo una
piedad formalista y supersticiosa dio paso a la inevitable emancipación de las mentes.
No obstante, la prosperidad material de la Sociedad, sus cargos en las cortes y, en
especial, el apoyo de la Santa Sede a la cual consideraban inamovible, hicieron que
los jesuitas se sintieran seguros, aun en vísperas de su ruina. ¿No habían atravesado
ya otras tormentas? ¿No los habían expulsado unas 30 veces, desde el tiempo de su
fundación hasta mediados del siglo XVIII? Casi todas las veces, tarde o temprano,
recuperaron las posiciones que habían perdido.
Sin embargo, el nuevo eclipse que los amenazaba sería casi total, y esta vez
duraría más de 40 años.
Lo extraño es que el primer ataque contra la poderosa Sociedad provino de la
Portugal católica, uno de sus principales bastiones en Europa. Quizá una de las causas
de tal sublevación fue la influencia que ejerció Inglaterra sobre esa nación desde los
inicios del siglo.
Un tratado firmado entre España y Portugal en 1750 —para establecer los límites
en América— dio a los portugueses un vasto territorio al este del río Uruguay, donde
los jesuitas estaban trabajando. Como resultado, los Padres debían retirarse con sus
convertidos, dejando ese lado de la nueva frontera para dirigirse al territorio español.
Por tanto, armando a sus seguidores guaraníes, libraron una prolongada guerrilla y,
finalmente, quedaron como amos del territorio que le fue devuelto a España.
El marqués de Pombal, primer ministro de Portugal, se sintió insultado. Además,
este ex discípulo de los jesuitas no había conservado la “marca” característica de
ellos, inspirándose en filósofos franceses e ingleses, más que en sus antiguos
educadores. En 1757, expulsó a los confesores jesuitas de la familia real y prohibió
que los miembros de la Sociedad predicaran. Después de varias disputas, distribuyó
folletos al público —uno de los cuales fue Breve relato del reino de los jesuitas en el
Paraguay, del cual se habló mucho—, logró que el papa Benedicto XIV investigara
la conducta de ellos, y finalmente expulsó a la Sociedad de todos sus territorios.
Esto causó conmoción en Europa, sobre todo en Francia, donde poco después se
supo de la bancarrota del padre La Valette. Este “hombre de negocios”, que
administraba enormes transacciones de azúcar y café para la Compañía, se negó a

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pagar las deudas de los Padres. Esta decisión tuvo terribles consecuencias. El
Parlamento, no satisfecho con una condena civil, examinó las constituciones de la
Orden, declaró ilegal su establecimiento en Francia y condenó 24 obras de sus
autores principales.
El 6 de abril de 1762 se publicó una “declaración de arresto” (acusación) que
declaraba: «El mencionado Instituto es inadmisible en todo estado civilizado, ya que
su naturaleza es hostil a todas las autoridades espirituales y temporales. Bajo el
pretexto plausible de ser un instituto religioso, procura introducir en la iglesia y en los
estados, no una Orden deseosa de difundir la perfección evangélica, sino un cuerpo
político que trabaja incansablemente para usurpar toda autoridad, usando toda clase
de medios indirectos, secretos y deshonestos».
En conclusión, se describió la doctrina jesuita como «perversa; destructora de
todos los principios honestos y religiosos; ofensiva a la moral cristiana; perniciosa
para la sociedad civil; hostil a los derechos de la nación, al poder real, y aun a la
seguridad de los soberanos y la obediencia de sus súbditos; apropiada para provocar
los mayores disturbios en los estados, y para concebir y mantener la peor clase de
corrupción en los corazones humanos».
En Francia se confiscaron las propiedades de la Sociedad para beneficio de la
Corona. Además, a ninguno de sus miembros se le permitió permanecer en el reino, a
menos que renunciara a sus votos y jurara sujetarse a las reglas generales del clero
francés.
En Roma, el general de los jesuitas, Ricci, obtuvo del papa Clemente XIII una
bula que confirmaba los privilegios de la Orden y proclamaba su inocencia. Pero, era
demasiado tarde. En España, los Borbones prohibieron todos los establecimientos de
la Sociedad, tanto los metropolitanos como los de las colonias. Así terminó el estado
jesuita de Paraguay. Los gobiernos de Nápoles, Parma y aun el Gran Maestro de
Malta desterraron a los hijos de Loyola de sus territorios. Los 6.000 jesuitas que
estaban en España tuvieron una experiencia extraña después de haber sido llevados a
la prisión: «El rey Carlos III envió a todos los prisioneros al papa con una carta, en la
que decía que “los ponía bajo el sabio e inmediato control de Su Santidad”. Pero,
cuando iban a desembarcar en Civita Vecchia, los recibió el estruendo de un
cañonazo por orden de su propio general, quien ya debía cuidar de los jesuitas
portugueses y ni siquiera podía alimentarlos. Simplemente les encontraron un asilo en
malas condiciones en Córcega».[21]

«Clemente XIII, electo el 6 de julio de 1758, se había resistido por mucho


tiempo a las peticiones apremiantes de varias naciones que demandaban la
supresión de los jesuitas. Pero, estaba a punto de ceder. Había convocado a un
consistorio para el 3 de febrero de 1769, donde anunciaría a los cardenales su
decisión de acceder a los deseos de esas cortes. En la víspera de ese día,
cuando se preparaba para dormir, repentinamente se sintió enfermo y

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exclamó: “Me muero… ¡Es muy peligroso atacar a los jesuitas!”»[22]

Un cónclave se reunió y estuvo en sesión por tres meses. Al fin, el cardenal


Ganganelli se puso la mitra y adoptó el nombre de Clemente XIV. Las Cortes que
habían desterrado a los jesuitas continuaron pidiendo la supresión total de la
Sociedad. Pero, el papado no tenía prisa para abolir el instrumento primordial en la
implementación de su política. Cuatro años después, en 1773, forzado por la firme
actitud de sus oponentes que habían ocupado algunos estados pontificios, Clemente
XIV finalmente firmó el Breve de Disolución Dominus ac Redemptor. Aun el general
de la Orden, Ricci, fue encarcelado en el castillo de San Ángelo, donde murió unos
años después.

«Los jesuitas sólo aparentaron sujetarse a este veredicto que los condenaba…
Escribieron innumerables folletos contra el papa, incitando a la rebelión;
difundieron mentiras y difamaron respecto a las supuestas atrocidades
cometidas cuando se les confiscaron sus propiedades de Roma».[23]

Un sector de la opinión europea les atribuyó incluso la muerte de Clemente XIV,


catorce meses después.

«Los jesuitas, al menos en principio, ya no existían; pero Clemente XIV sabía


muy bien que, al firmar la sentencia de muerte de ellos, estaba firmando
también la propia. “Esta supresión se llevó a cabo al fin —exclamó— y no lo
lamento… Lo haría otra vez si no se hubiera hecho ya; pero esta supresión me
matará”».[24]

Ganganelli tenía razón. Pronto aparecieron letreros en las paredes del palacio, con
estas cinco letras: I.S.S.S.V. Todos se preguntaban qué significaban. Clement lo
comprendió de inmediato y declaró valientemente: «Significa: In Settembre, Sara
Sede Vacante (en septiembre la sede estará vacante, es decir, el Papa habrá muerto)».
[25]
Veamos otro testimonio. «“El papa Ganganelli no sobrevivió por mucho tiempo
después de la supresión de los jesuitas”, dijo Escipión de Ricci. “El informe de su
enfermedad y muerte, enviado a la corte de Madrid por el Ministro para España en
Roma, demostró que había sido envenenado. Hasta donde se sabe, ni los cardenales
ni el nuevo Papa investigaron el suceso. El culpable de tal acto abominable escapó así
del juicio del mundo, ¡pero no escapará de la justicia divina!”».[26]

«Podemos afirmar, con toda seguridad, que el 22 de septiembre de 1774, el


papa Clemente XIV murió envenenado».[27]

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Mientras, la emperatriz de Austria, María Teresa, también había desterrado a los
jesuitas de todos sus estados. Sólo Federico de Prusia y Catalina II, emperatriz de
Rusia, los recibieron en sus países como educadores. Pero, en Prusia, sólo lograron
permanecer diez años, hasta 1786. Rusia les permitió quedarse más tiempo, pero
finalmente, por la misma razón, provocaron la animosidad del gobierno.

«La supresión del cisma y la unión de Rusia con el Papa los atrajeron como la
luz atrae a la polilla. Allí iniciaron un activo programa de propaganda en el
ejército y la aristocracia, y lucharon contra la Sociedad Bíblica creada por el
zar. Tuvieron algunos éxitos y lograron la conversión del príncipe Galitzine,
sobrino del Ministro de Religión. Por tanto, el zar intervino promulgando el
decreto del 20 de diciembre de 1815».[28]

Por supuesto, las causas del decreto, que expulsó a los jesuitas de San Petersburgo
y Moscú, fueron las mismas que en los otros países. «Nos dimos cuenta de que no
cumplían los deberes que se esperaba de ellos… En vez de vivir como habitantes
pacíficos en un país extranjero, perturbaban la religión griega que ha existido desde la
antigüedad, la religión predominante en nuestro imperio y sobre la cual descansa la
paz y felicidad de las naciones bajo nuestro cetro. Abusaron de la confianza que
lograron, alejando de nuestra religión a la juventud que se les había confiado y a las
mujeres inconstantes… No nos sorprende que hayan expulsado a esta Orden religiosa
de todos los países y que sus actos no sean tolerados en ningún lugar».[29]
En 1820, al fin se tomaron medidas generales para desterrarlos de todo Rusia.
Pero, por sucesos políticos que los favorecieron, una vez más se encontraban en
Europa occidental cuando el papa Pío VII restableció solemnemente su Orden en
1814.
Daniel-Rops, gran amigo de los jesuitas, expresa con claridad la importancia
política de esta decisión. Respecto a la “reaparición de los hijos de Loyola”, escribió:
«Era imposible no ver en ella un acto obvio de contrarrevolución».[30]

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Capítulo 4
El Renacimiento de la Sociedad de Jesús en el siglo XIX

Cuando a Clemente XIV se le obligó a ordenar la supresión de la Orden Jesuita, al


parecer declaró: «Me he cortado la mano derecha».
La frase parece válida. Debió ser difícil para la Santa Sede separarse de su
instrumento más importante para dominar al mundo. Sin embargo, la deshonra de la
Orden —una medida política impuesta por las circunstancias— fue atenuada
gradualmente por Pío VI y Pío VII, sucesores de Clemente XIV. Y, si el eclipse
oficial de los jesuitas se prolongó por 40 años, se debió a la conmoción que la
Revolución Francesa causó en Europa. En todo caso, tal eclipse nunca fue total.

«La mayoría de los jesuitas permanecieron en Austria, Francia, España e


Italia, mezclados con el clero. Se mantenían en contacto o celebraban grandes
reuniones cuando les era posible. En 1794, Jean de Tournely fundó en Bélgica
la Sociedad del Sagrado Corazón, como un cuerpo docente. Muchos jesuitas
se unieron a éste. Tres años después, el tirolés Paccanari —que se consideraba
otro Ignacio— fundó la Sociedad de los Hermanos de la Fe. En 1799, las dos
sociedades se fusionaron, quedando el padre Clariviere como líder; era el
único jesuita francés que aún vivía. En 1803 se unieron a los jesuitas rusos.
Así, cierta cohesión estaba retornando vida, pero las masas, y la mayoría de
los políticos, no se dieron cuenta al principio».[31]

La Revolución Francesa, y luego el Imperio, le dieron nuevamente a la Compañía


una credibilidad inesperada. Fue una reacción defensiva contra las ideas nuevas que
estaban surgiendo en las antiguas monarquías.
Napoleón I describió a la Sociedad como «muy peligrosa; nunca se permitirá su
existencia en el Imperio». Pero, cuando triunfó la Santa Alianza, los nuevos
“monarcas” no despreciaron la ayuda de los absolutistas para conseguir otra vez la
estricta obediencia del pueblo.
No obstante, los tiempos habían cambiado. Los Padres lograron retardar la
propagación de las ideas liberales, pero no la pudieron detener; sus esfuerzos fueron
más perjudiciales que útiles. En Francia, la Restauración lo experimentó en forma
amarga. Luis XVIII, político astuto y no creyente, procuró reprimir el creciente poder
de los “ultras”. Pero, bajo Carlos X —de criterio estrecho y muy devoto—, los
jesuitas no tuvieron problema. La ley que los había expulsado en 1764 aún estaba
vigente. Eso no importaba. Dieron vida a la famosa Congregación, el primer tipo de
Opus Dei. Esta hermandad religiosa, formada por eclesiásticos y laicos, se encontraba
por doquier, pretendiendo que “limpiaba” el ejército, la magistratura, la
administración, la profesión docente. Realizaba “misiones” por todo el país,

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plantando cruces conmemorativas dondequiera que iba; muchas de éstas todavía
permanecen hoy. Incitaba a los creyentes a pelear contra los infieles y, llegó a hacerse
tan aborrecible que aun Montlosier, un legitimista muy católico, exclamó:

«Nuestros misioneros han provocado incendios en todas partes. Si algo se nos


tuviera que enviar, preferiríamos la plaga de Marsella que más misioneros».

En 1828, Carlos X le retiró a la Orden el derecho de enseñar, pero era demasiado


tarde. La dinastía cayó en 1830.
Odiados y en deshonra, los hijos de Loyola permanecieron en Francia, pero se
mantuvieron ocultos puesto que la Orden aún estaba oficialmente abolida. Luis Felipe
y Napoleón III los toleraron. La República los dispersó en 1880, bajo la
administración de Jules Ferry. El cierre de sus establecimientos se puso en efecto sólo
en 1901, bajo la ley de separación.
Durante el siglo XIX, la historia de la Compañía en América y en la mitad de
Europa estuvo igualmente llena de altibajos, como en el pasado, mientras peleaba
contra las nuevas ideas.

«Dondequiera que ganaban los de mentalidad liberal, los jesuitas eran


expulsados. Pero si triunfaba el grupo contrario, volvían a establecerse para
defender el trono y el altar. Así, fueron expulsados de Portugal en 1834; de
España en 1820, 1835 y 1868; de Suiza en 1848; de Alemania en 1872; y de
Francia en 1880 y 1901.
»En Italia, desde 1859 los despojaron gradualmente de todos sus colegios
y establecimientos, viéndose obligados a interrumpir las actividades prescritas
en sus leyes. Lo mismo ocurrió en los países latinoamericanos. La Orden
enfrentó supresión en Guatemala en 1872; en México en 1873; en Brasil en
1874; en Ecuador y Colombia en 1875; y en Costa Rica en 1884.
»Los jesuitas únicamente vivieron en paz en países donde el
protestantismo constituía la mayoría: Inglaterra, Suecia, Dinamarca y Estados
Unidos de América. Esto quizá parezca extraño, pero se debió a que los
Padres nunca pudieron ejercer influencia política en esos países. Sin duda,
aceptaban esa realidad por necesidad más que por inclinación. De otra
manera, habrían aprovechado toda oportunidad para influir en la legislación y
administración en forma directa, controlando a las clases gobernantes, o en
forma indirecta, agitando constantemente a las masas católicas».[32]

En realidad, los países protestantes no estuvieron totalmente inmunes a la acción


de los jesuitas.

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«En los Estados Unidos, —escribió Fulop-Miller—, la Compañía ha
desplegado una actividad sistemática y fructífera por mucho tiempo, porque
ninguna ley la restringe. “No estoy contento con el renacimiento de los
jesuitas”, —escribió el ex presidente de la Unión, John Adams, a su sucesor,
Tomás Jefferson, en 1816—. “Muchos de ellos se presentarán bajo más
disfraces de los que haya usado jamás un jefe de los bohemios: como
impresores, escritores, editores, maestros de escuela, etc. Si alguna asociación
de personas ha merecido condenación eterna en esta tierra y en el infierno, es
esta Sociedad de Loyola. Sin embargo, debido a nuestro sistema de libertad
religiosa, sólo podemos ofrecerles refugio”. Jefferson respondió a su
predecesor: “Como usted, me opongo al restablecimiento de los jesuitas, que
hace que la luz dé paso a las tinieblas”».[33]

Como veremos, un siglo después se comprobó que estos temores estaban


justificados.

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Capítulo 5
El Segundo Imperio y la Ley de Falloux
—La Guerra de 1870

En el capítulo previo se mencionó la amplia tolerancia que disfrutó la Sociedad de


Jesús en Francia, bajo Napoleón III, aunque estaba prohibida oficialmente. Tenía que
ser así, ya que ese régimen le debía su existencia —al menos en gran parte— a la
Iglesia Romana, cuyo apoyo nunca faltó mientras duró el régimen. No obstante,
resultaría costoso para Francia.
Los lectores de Progres du Pas-de-Calais —publicación para la que el futuro
emperador escribió varios artículos en 1843 y 1844— no podían sospechar que él se
inclinaba al “ultramontanismo” al leer lo siguiente:

«Bajo el pretexto de la libertad para enseñar, el clero demanda el derecho de


instruir a la juventud. El estado, por otro lado, también demanda el derecho de
dirigir la educación pública favoreciendo sus intereses. Esta lucha es el
resultado de opiniones, ideas y sentimientos divergentes entre el gobierno y la
iglesia. Ambos desean influenciar a las nuevas generaciones, yendo en
direcciones opuestas y buscando su propio beneficio. No creemos, como dice
un conocido orador, que todos los vínculos entre el clero y la autoridad civil
deban romperse para poner fin a esa separación. Desafortunadamente, los
ministros de religión de Francia por lo general se oponen a los intereses
democráticos. Permitirles construir escuelas sin control es animados a enseñar
a la gente que odien la revolución y la libertad».

También dijo: «El clero dejará de ser ultramontano tan pronto como se le obligue
a educarse como en el pasado, manteniéndose al día y mezclándose con la gente,
obteniendo su educación de las mismas fuentes que el público en general».
Refiriéndose a la forma en que los sacerdotes alemanes se capacitaban, el autor
aclara sus ideas diciendo: «En vez de aislarlos del resto del mundo desde la niñez,
inculcándoles en los seminarios el odio hacia la sociedad en la que deben vivir,
aprenderían desde temprano a ser ciudadanos antes que sacerdotes».[34]
Esto no fortaleció el clericalismo político del futuro soberano, que era entonces
un “Carbonari”. Pero, la ambición de ascender al trono pronto lo hizo más dócil hacia
Roma. ¿No había sido Roma la que lo había ayudado a subir el primer peldaño?

«Después de ser nombrado presidente de la República el 10 de diciembre


de 1848, Luis Napoleón Bonaparte reúne a varios ministros alrededor de él;
uno de ellos es Falloux. ¿Quién es Falloux? Un instrumento de los jesuitas…
El 4 de enero de 1849 instituye una comisión, cuya tarea es “preparar una

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gran reforma legislativa de la educación primaria y secundaria”… Durante la
discusión, Cousin se toma la libertad de declarar que quizá la Iglesia esté
errada al unir su destino con los jesuitas. El monseñor Dupanloup defiende
firmemente a la Sociedad… Se estaba preparando una ley sobre la enseñanza
que “compensaría” a los jesuitas. En el pasado se protegió al Estado y a la
Universidad de las invasiones jesuitas. Estábamos equivocados y fuimos
injustos. Demandábamos que el Gobierno aplicara sus leyes contra estos
agentes de un gobierno extranjero y les pedimos perdón por eso. Ellos son
buenos ciudadanos a quienes se difamó y juzgó mal; ¿qué podemos hacer para
mostrarles el respeto y aprecio que merecen?
»Poner en sus manos la enseñanza de las generaciones jóvenes».
«De hecho, ése es el objetivo de la ley del 15 de marzo de 1850. Esta ley
nombra un concilio superior para la Instrucción Pública en el que domina el
clero (art. 1); convierte a los miembros del clero en maestros de escuelas (art.
44); le da a las asociaciones religiosas el derecho de crear escuelas libres, sin
dar explicaciones sobre congregaciones no autorizadas (jesuitas) (art. 17, 2);
las cartas de obediencia serían sus diplomas (art. 49). Barthelemy Saint-
Rilaire trata, en vano, de mostrar que el propósito de los autores del proyecto
es darle al clero el monopolio, y que esta ley sería fatal para la Universidad…
Victor Ruga exclama también en vano: “Esta leyes un monopolio en las
manos de los que tratan que la enseñanza salga de la sacristía y que el
gobierno salga del confesionario”».[35]

Sin embargo, la Asamblea ignora las protestas. Prefiere escuchar a Montalembert,


que declara: «Nos ahogarán si no paramos de inmediato la corriente actual de
racionalismo y demagogia; es más, sólo puede pararse con ayuda de la iglesia».
Montalembert agrega estas palabras para que la importancia de esta ley se
describa muy bien: «Al desmoralizador y anárquico ejército de maestros, debemos
confrontado con el ejército del clero». La ley fue aprobada. Nunca antes los jesuitas
habían obtenido una victoria tan completa en Francia.
Montalembert lo admitió con orgullo… Dijo: «Defiendo la justicia apoyando lo
mejor posible al gobierno de la República, que ha hecho tanto para resguardar el
orden y mantener la unión del pueblo francés. En especial, rindió más servicios a la
Iglesia Católica que todos los demás gobiernos en el poder durante los últimos dos
siglos».[36]
Todo esto sucedió hace más de 100 años, pero aún suena familiar ahora. Sin
embargo, veamos cómo la “República”, presidida por el príncipe Luis Napoleón,
actuó en el ámbito internacional.
Entre otras repercusiones en Europa, la revolución de 1848 había provocado el
levantamiento de los romanos contra el papa Pío IX, el soberano temporal que había
huido a Gaete. La república romana había sido proclamada. Pero, en una deshonrosa

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paradoja, la república francesa, de común acuerdo con los austríacos y el rey de
Nápoles, pusieron en el trono otra vez al soberano no deseado.

«Un régimen francés sitió a Roma, tomó el control el 2 de junio de 1849 y


restauró el poder pontificio. Permaneció allí con ayuda de una división
francesa de ocupación, la que salió de Roma después de las primeras derrotas
en la guerra franco alemana de 1870».[37]

Este principio se veía muy prometedor.


El golpe de estado del 2 de diciembre de 1851 resultó en la proclamación del
Emperador. Luis Napoleón, presidente de la República, había favorecido a los
jesuitas en toda forma. Siendo ahora el Emperador, no les negó nada a sus cómplices
y aliados. El clero ofreció sus bendiciones y abundantes “tedeums” por las masacres
y proscripciones del 2 de diciembre. Al responsable de esta abominable emboscada se
le trataba como salvador providencial. El arzobispo de París, monseñor Sibour, que
contempló las masacres en el bulevar, exclamó: «Ha llegado el hombre que Dios
preparó; el dedo divino nunca estuvo más visible que en los eventos que produjeron
estos grandes resultados».
El obispo de Saint-Flour dijo desde el púlpito: «Dios señaló a Luis Napoleón. Él
ya lo había elegido para que fuera emperador. Sí, mis amados hermanos, Dios lo
consagró de antemano mediante la bendición de Sus pontífices y sacerdotes. Él
mismo lo aclamó, ¿no podemos reconocer al elegido de Dios?».
El obispo de Nevers saludó falsamente al “instrumento visible de la Providencia”.
«Estas múltiples adulaciones lastimeras merecían una recompensa. Ésta era la
libertad total para los jesuitas mientras perdurara el emperador. La Sociedad de Jesús
fue, literalmente, dueña de Francia durante 18 años… Se enriqueció, multiplicó sus
establecimientos y extendió su influencia. Sus acciones se sintieron en todos los
eventos importantes de esa época, sobre todo en la expedición a México y la
declaración de guerra en 1870».[38]
“El Imperio significa paz”, declaró el nuevo soberano. Pero, apenas dos años
después de ascender al trono, empezó la primera de las guerras que libraron en forma
sucesiva durante su reinado. La historia podría decir que las causas de esas guerras no
estaban relacionadas, a menos que veamos lo que las unió: la defensa de los intereses
de la Iglesia Romana. Un ejemplo es la guerra de Crimea, la primera de esas
empresas absurdas que nos debilitaron y no produjo beneficio alguno para la nación.
No fue un opositor del clero, sino el abad Brugerette quien escribió: «Uno tiene
que leer los discursos que el famoso teatino (padre Ventura) dio en la capilla de Las
Tullerías durante Cuaresma en 1857. Habló de la restauración del emperador como
obra de Dios… Alabó a Napoleón III por defender la religión en Crimea y hacer que
los grandes días de las Cruzadas brillaran en el oriente por segunda vez… La guerra

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de Crimea se consideró como complemento a la expedición romana… El clero la
elogió, admirado por el fervor religioso de las tropas que sitiaron Sebastopol. Saint
Beuve relató en forma conmovedora cómo Napoleón III había enviado una imagen de
la Virgen a la flota francesa»[39]
¿Cuál fue la expedición que despertó el entusiasmo del clero? Pablo Leon,
miembro del Instituto, explica: «Una disputa entre monjes revivió el problema del
oriente. Surgió por rivalidades entre la iglesia latina y la ortodoxa respecto a la
protección de los lugares sagrados (en Palestina). ¿Quiénes cuidarían de las iglesias
de Belén, quiénes tendrían las llaves y dirigirían el trabajo? ¿Por qué asuntos tan
pequeños causaron pugnas entre dos grandes imperios?… Sin embargo, detrás de los
monjes latinos estaba el partido católico francés, que contaba con antiguos privilegios
y apoyaba al nuevo régimen; y detrás de las crecientes demandas de la Iglesia
Ortodoxa, que había crecido numéricamente, estaba la influencia rusa».[40]
El zar pidió protección de la Iglesia Ortodoxa, a la que él debía brindar seguridad;
para ponerla en efecto, pidió autorización para que su flota usara el paso de
Dardanelos. Inglaterra, apoyada por Francia, negó el permiso y estalló la guerra.

«Francia e Inglaterra sólo podían llegar al zar por el mar Negro y la alianza
turca… Desde ese momento, la guerra de Rusia se convirtió en la guerra de
Crimea, centrándose por completo en sitiar a Sebastopol un episodio costoso
sin resultados positivos. Batallas sangrientas, epidemias mortales y
sufrimientos inhumanos le costaron a Francia 100.000 muertos».[41]

Debemos indicar que esos 100.000 muertos fueron soldados de Cristo y gloriosos
“mártires de la fe”, según el monseñor Sibour, arzobispo de París, quien declaró en
ese tiempo: «La guerra de Crimea entre Francia y Rusia no es política, sino una
guerra santa. No se trata de un estado que lucha contra otro estado; personas que
pelean contra otras personas, sino una guerra religiosa, una Cruzada».[42]
Tal admisión no es ambigua. ¿No se oyó lo mismo durante la ocupación alemana,
explicada en términos idénticos por los prelados de Su Santidad Pío XII y por Pierre
Laval mismo, presidente del Concilio de Vichy?
En 1863 se realizó la expedición a México. ¿Cuál era el objetivo? Transformar
una república seglar en Imperio, y ofrecérsela a Maximiliano, archiduque de Austria.
Siendo Austria el principal pilar del papado, el objetivo era también levantar una
barrera para detener la influencia de los Estados Unidos —un país protestante—
sobre los países sudamericanos, baluartes de la Iglesia Romana.
Alberto Bayet escribió sagazmente: «El propósito de la guerra es establecer un
imperio católico en México y acortar el derecho del pueblo a gobernarse; como en la
campaña sitia y las dos campañas en la China, sirve especialmente a los intereses
católicos».[43]

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Como sabemos, en 1867, después que el ejército francés se embarcó otra vez,
Maximiliano —desafortunado defensor de la Santa Sede— fue tomado prisionero
cuando Querétaro se rindió y lo mataron de un tiro. Eso abrió el camino para una
república, con el victorioso Juárez como presidente.
No obstante, Francia pagaría otra vez, y mucho más caro, por el apoyo político
del Vaticano para lograr el trono imperial. Mientras el ejército francés derramaba su
sangre en las cuatro esquinas del mundo, debilitándose cada vez más al defender
intereses ajenos, Prusia, bajo la pesada mano del futuro “canciller de hierro”,
expandía su poderío militar para unir a los estados germanos en un solo bloque.
Austria fue la primera víctima de su voluntad y poder. Después de llegar a un acuerdo
con Prusia, que capturaría a la duquesa danesa de Schleswig y Holstein, Austria fue
engañada por su cómplice. La guerra que estalló fue ganada por Prusia en Sadowa, el
3 de julio de 1866. Fue un golpe terrible para la antigua monarquía de los Hapsburg
que estaba decayendo. El golpe fue igualmente duro para el Vaticano, ya que por
mucho tiempo Austria había sido su fiel baluarte en las tierras germánicas. A partir de
ese momento, la Prusia protestante ejercería su hegemonía sobre ellos, a menos que la
Iglesia Romana encontrara un “brazo secular” capaz de detener por completo la
expansión del poder “hereje”.
Pero ¿quién podía desempeñar ese papel en Europa, aparte del imperio francés?
Napoleón III, “el hombre enviado por la Providencia”, tendría el honor de vengar a
Sadowa. El ejército francés no estaba listo. «La artillería es anticuada. Nuestros
cañones aún hay que cargarlos por la boca», escribió Rothan, el ministro francés en
Francfort que veía el inminente desastre. «Prusia sabe que es superior y que no
estamos preparados», agregó como muchos otros observadores. Los instigadores de
la guerra no estaban preocupados. La candidatura de un príncipe de la dinastía
Hohenzollern, para ocupar el trono vacante de España, fue la excusa para esa guerra;
además, Bismark la deseaba. Cuando falsificó el despacho de Ems, los defensores de
la guerra tuvieron la situación bajo control y provocaron una reacción pública.
Francia misma declaró la guerra. Gaston Bally escribió que esa «guerra de 1870,
como la historia demostró, fue obra de los jesuitas».
Adrien Dansette, eminente historiador católico, describe así la composición del
gobierno que envió a Francia al desastre: «Napoleón III empezó sacrificando a Victor
Duruy, luego decidió nombrar en su gobierno a hombres del partido del pueblo (enero
de 1870). Casi todos los nuevos ministros eran católicos sinceros, o eclesiásticos que
creían en el conservadurismo social».[44]
Es fácil comprender ahora lo que era inexplicable: la prisa de este gobierno para
encontrar una causa de guerra de ese despacho falsificado, aun antes de recibir una
confirmación.

«Las consecuencias fueron: el colapso del Imperio y, luego, el contragolpe por


el trono papal… La estructura imperial y la estructura papal, con los jesuitas a

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la cabeza, cayeron en el mismo barro, a pesar de la Inmaculada Concepción y
la infalibilidad papal; pero, cayeron sobre las cenizas de Francia».[45]

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Capítulo 6
Los Jesuitas en Roma.
—El Syllabus

En un libro del abad Brugerette, en el capítulo titulado «El clero bajo el segundo
imperio», leemos:

«Devociones particulares, antiguas o nuevas, se celebraban más y más en


un tiempo cuando el romanticismo aún exaltaba los sentidos, en detrimento de
la razón austera. La adoración de santos y reliquias —que el frío racionalismo
había restringido por mucho tiempo— adquirió nuevo vigor. La adoración de
la Santa Virgen, por apariciones en La Salette y Lourdes, obtuvo
extraordinaria popularidad. Los peregrinajes a esos lugares favorecidos por
milagros se multiplicaron.
»El episcopado francés… favorecía nuevas devociones. En 1854, con
aprecio y gratitud, recibió la encíclica de Pío IX que proclamó el dogma de la
Inmaculada Concepción… Ese episcopado, convocado en París en 1856 para
el bautismo del príncipe imperial, pidió también a Pío IX que la festividad del
Sagrado Corazón… se instituyera como fiesta solemne de la iglesia
universal».[46]

Esas declaraciones muestran la influencia preponderante que ejercieron los


jesuitas bajo el Segundo Imperio, tanto en Francia como en la Santa Sede. Como
vimos, habían sido y aún eran los propagadores de esas “devociones particulares,
antiguas o nuevas”. Esta piedad “perceptible” —casi sensual— tomó a la gente
excesivamente recelosa en los asuntos religiosos, en especial a las mujeres. En ese
aspecto, debemos admitir que eran realistas. Había pasado el tiempo —ya bajo
Napoleón III— cuando el pueblo, tanto los letrados como los ignorantes, mostraban
profundo interés en temas teológicos. Intelectualmente, el catolicismo había
finalizado su carrera.
Así, por necesidad, más que por su formación, en los siglos XIX y XX los hijos de
Loyola procuraron despertar una religiosidad supersticiosa, sobre todo entre las
mujeres que conforman la mayor parte del redil. El objetivo era contrarrestar el
“racionalismo”.
Para la educación secundaria de las jóvenes, la Orden promovió la fundación de
varias congregaciones de mujeres. «La más famosa y activa fue la Congregación de
Damas del Sagrado Corazón. En 1830 contaba con 105 casas y 4.700 maestras, y
tenía gran influencia sobre las clases altas».[47]
La adoración a María, tan valorada por los jesuitas, bajo el Segundo Imperio
recibió gran ayuda con las “apariciones” oportunas de la Virgen a una pastorcita de

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Lourdes. Esto ocurrió dos años después de que Pío IX, inducido por la Compañía de
Jesús, promulgara el dogma de la Inmaculada Concepción (1854). Los principales
actos en este pontificado fueron victorias para los jesuitas, cuya poderosa influencia
sobre la Curia romana se afirmó cada vez más.
En 1864, Pío IX publicó la encíclica Quanta Cura, acompañada por el Syllabus
que condenó los mejores principios políticos de las sociedades de ese tiempo.

«‹¡Sea anatema todo lo que la Francia moderna aprecia! La Francia


moderna desea la independencia del estado; el Syllabus enseña que el poder
eclesiástico debe ejercer autoridad sin el consentimiento y permiso del poder
civil. La Francia moderna quiere libertad de conciencia y de culto; el Syllabus
enseña que la Iglesia Romana tiene derecho de usar la fuerza y reinstalar la
Inquisición. La Francia moderna reconoce la existencia de varios tipos de
adoración; el Syllabus declara que se debe considerar al catolicismo como la
única religión del Estado, excluyendo a todas las demás. La Francia moderna
proclama que el pueblo es soberano; el Syllabus condena el sufragio
universal. La Francia moderna profesa que todos los franceses son iguales
ante la ley; el Syllabus afirma que los clérigos están exentos de los tribunales
civiles y criminales›.
»Éstas son las doctrinas que los jesuitas enseñan en sus colegios. Ellos
están al frente del ejército de la contrarrevolución … Su misión consiste en
instruir a la juventud que está bajo su cuidado, para que odie los principios en
los que está fundamentada la sociedad francesa —principios establecidos a un
alto costo por generaciones previas. Mediante sus enseñanzas tratan de dividir
a Francia, cuestionando todo lo que se ha hecho desde 1789. Nosotros
queremos armonía; ellos, discordia. Deseamos paz; ellos, guerra. Queremos
que Francia sea libre; ellos quieren que esté esclavizada. Son una sociedad
combatiente que recibe órdenes del exterior. Pelean contra nosotros; debemos
defendemos. Nos amenazan; debemos desarmarlos».[48]

La permanente pretensión de la Santa Sede, de dominar a la sociedad civil, se


reafirmó como Renan declaró en 1848, en el artículo «Liberalismo clerical»:
«Demostró que la Iglesia condenaba la soberanía del pueblo, la libertad de conciencia
y todas las libertades modernas. Presentó a la Inquisición como “la consecuencia
lógica de todo el sistema ortodoxo”, como “el sumario del espíritu de la iglesia”».
Añadió: «Cuando pueda, la Iglesia restablecerá la Inquisición; si no lo hace, es
porque no puede».[49]
El poder de los jesuitas sobre el Vaticano se manifestó con más fuerza unos años
después del Syllabus, cuando se promulgó el dogma de la infalibilidad papal. El abad
Brugerette escribió que este dogma «cubriría los trágicos años de 1870-1871, que

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dejaron a Francia en duelo, con el resplandor de una gran esperanza cristiana».
Luego agregó: «Se puede decir que durante la primera mitad de 1870, la iglesia
francesa no estaba en Francia. Se hallaba en Roma, apasionadamente ocupada en el
Concilio General que Pío IX había convocado en el Vaticano». Según el monseñor
Pie, este clero francés había «abandonado sus hábitos, sus máximas y sus libertades
francesas o gálicas». Este obispo de Poitiers añadió que el clero hizo eso sacrificando
el principio de autoridad, la sana doctrina y el derecho común; colocó todo bajo los
pies del soberano pontífice, hizo con ello un trono para él y tocó la trompeta,
diciendo: «El Papa es nuestro rey; no sólo su voluntad es nuestro mandato, sino que
sus deseos son nuestras reglas».[49a]
El clero “nacional” se entregó en manos de la Curia romana; por lo mismo, los
católicos franceses se sometieron a la voluntad de un déspota extranjero que, con el
pretexto del dogma o la moral, iba a imponerles su tendencia política sin oposición
alguna. Los católicos liberales protestaron en vano contra la pretensión de la Santa
Sede de dictar sus leyes en nombre del Espíritu Santo. Montalembert, superior del
abad Brugerette, publicó un artículo en la Gazette de Francia; en él protestó contra
los que «sacrifican la justicia, la verdad, la razón y la historia al ídolo que ponen en el
Vaticano».[50]
Varios obispos notables —como los padres Hyacinthe Loyson y Gratry—
adoptaron la misma posición. Éste dijo con vehemencia: «Él publicó sucesivamente
sus cuatro Cartas al Monseñor Deschamps. En ellas no sólo discutía eventos
históricos —como la condenación del papa Honorio, que, según él, se opuso a la
proclamación de la infalibilidad papal—, sino que de manera clara y severa denunció
que católicos de autoridad estaban menospreciando la verdad y la integridad
científica. Uno de ellos, candidato eclesiástico al doctorado en teología se atrevió a
justificar decretos falsos ante la facultad de París, declarando que «no se trataba de un
fraude despreciable». Gratry agregó: “Aun hoy se afirma que la condenación contra
Galileo fue oportuna”.

«¡Ustedes, hombres de poca fe, de corazones miserables y almas sórdidas!


Sus artimañas son vergonzosas. El día en que la gran ciencia de la naturaleza
se elevó sobre el mundo, ustedes la condenaron».
«No se sorprendan si los hombres, antes de perdonarlos a ustedes, esperan
confesión, penitencia, profunda contrición y enmiendas por sus faltas».[51]

Está por demás decir que los jesuitas —que inspiraron a Pío IX y teman todo
poder sobre el Concilio— no estaban ansiosos de confesar ni hacer penitencia,
contrición o reparación, especialmente cuando casi alcanzaban la meta fijada en el
Concilio de Trento, a mediados del siglo XVI. Laínez ya apoyaba entonces la idea de
la infalibilidad papal.

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Sólo significaba consagrar como dogma una pretensión casi tan antigua como el
papado mismo. Hasta entonces, ningún otro concilio estuvo dispuesto a ratificarlo,
pero el momento parecía apropiado. Además, el trabajo paciente de los jesuitas había
preparado al clero nacional para renunciar a sus últimas libertades. Según los
ultramontanos, el colapso inminente del poder temporal del papa —sucedió antes que
votara el Concilio— demandaba un refuerzo de su autoridad espiritual. El argumento
prevaleció y el dictatus papae de Gregorio VII —principios de la teocracia medieval
— triunfó a mediados del siglo XIX.
Lo que el nuevo dogma consagró especialmente fue la omnipotencia de la
Compañía de Jesús en la Iglesia Romana.

«El papado ha tenido nuevas ambiciones bajo la cobertura de los jesuitas,


quienes se establecieron en el Vaticano cuando los poderes seculares los
rechazaron en todos los países libres, considerándolos una sociedad de
malhechores. Estos hombres malvados —que han convertido el evangelio en
un espectáculo de lágrimas y sangre, y continúan siendo los peores enemigos
de la democracia y la libertad de pensamiento— dominan a la Curia romana.
Todos sus esfuerzos se concentran en mantener en la iglesia su perniciosa
preponderancia y sus doctrinas vergonzosas.
»Dedicados a la causa de la centralización extrema, apóstoles de la
teocracia, son los maestros reconocidos del catolicismo contemporáneo y
estampan su sello en la teología, en su piedad oficial y en sus políticas
fraudulentas.
»Como verdaderos jansenistas del Vaticano, inspiran todo, gobiernan
todo, penetran en todo lugar, establecen la “información” como sistema de
gobierno, y son fieles a una casuística cuya profunda inmoralidad la historia
ha revelado, inspirando las inmortales páginas de Pascal con sus burlas
sublimes. Mediante el Syllabus de 1864, que ellos mismos formularon, Pío IX
declaró la guerra a todo pensamiento libre; años después, reforzó el dogma de
la infalibilidad, un verdadero anacronismo histórico al que la ciencia moderna
no dio importancia».[52]

A los que, contra todas las probabilidades, insistan en considerar las citas
anteriores como exageraciones y menosprecios, sólo podemos presentarles la
confirmación misma de esos hechos de la pluma ortodoxa de Daniel-Rops. Esta
confirmación tiene aún más peso porque se imprimió en 1959 en la publicación de los
jesuitas, Etudes, bajo este título: El Restablecimiento de la Compañía de Jesús. Por
tanto, en un verdadero mensaje de defensa, leemos:

«Por muchas razones la reorganización de la Compañía de Jesús tuvo gran

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importancia histórica. La Santa Sede redescubrió al grupo fiel y devoto a su
causa, al cual pronto necesitaría. Muchos Padres ejercieron en ese siglo —
como lo hacen ahora— una influencia discreta pero profunda en ciertas
disposiciones adoptadas por el Vaticano. Incluso se escuchaba en Roma un
proverbio: ‹Los que controlan la pluma del Papa son jesuitas›. Su influencia
fue obvia en el desarrollo de la adoración al Sagrado Corazón, en la
proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, en la redacción del
Syllabus y en la definición de “infalibilidad”. Se esperaba que la Civilta
Cattolica, fundada por el jesuita napolitano Carlo Curci, reflejara el
pensamiento de Pío IX durante la mayor parte de su pontificado».[53]

Esta confesión es clara. Sólo le recordaríamos al espíritu de este académico


piadoso que, lógicamente, ya juzgar por el contexto previo, más bien el pensamiento
del papa reflejaba las opiniones de la Civilta Cattolica.
Los jesuitas, que gozaban de poder total en Roma por su espíritu y organización,
procuraron una creciente intervención del papado en la política internacional. Louis
Roguelin escribió: «Puesto que la Iglesia de Roma perdió su poder temporal,
aprovechaba toda oportunidad para recuperar el terreno que fue forzada a abandonar;
para ello, aumentaba sus actividades diplomáticas. Ya que su estrategia astutamente
encubierta era dividir a fin de reinar, procuraba tomar cada conflicto a su favor».
Según el plan de los súbditos de Loyola, el dogma de la infalibilidad papal
favoreció mucho esta acción de la Santa Sede. Su importancia es evidente puesto que
la mayoría de los estados tienen un representante acreditado ante ella. Con el pretexto
del dogma y la moral —temas que en principio limitan el término “infalible”—, el
papa dispone hoy de una autoridad ilimitada sobre la conciencia de los fieles.
Así, durante el siglo XX, el Vaticano participó activamente en la política interior y
exterior de los países; incluso los gobernó por medio de los partidos católicos.
Además, apoyó a hombres “providenciales” como Mussolini y Hitler que, con su
ayuda, originaron las catástrofes más terribles.
El vicario de Cristo agradeció los servicios de la famosa Sociedad que trabajó
eficaz y arduamente en su favor. La reputación de estos “hijos de Satanás” —como
los calificaron algunos religiosos valientes— está empañada; pero ellos, por su parte,
pueden alardear por el testimonio de aprobación del fallecido papa Pío XII, cuyo
confesor era un jesuita alemán.
El 9 de agosto de 1955 La Croix publicó lo siguiente: «La Iglesia no desea otros
ayudantes sino los de esta Compañía… Esperamos que los hijos de Loyola se
esfuercen por seguir los pasos de los anteriores…».
Hoy, al igual que en el pasado, están haciendo justamente eso, para el mal de las
naciones.

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Capítulo 7
Los Jesuitas en Francia
desde 1870 hasta 1885

El colapso del Imperio debería haber causado una reacción contra el espíritu
ultramontano en Francia. Pero no fue así, como lo muestra Adolphe Michel:

«Cuando el trono cayó en el lodo de Sedán el 2 de diciembre, Francia quedó


definitivamente derrotada, y la asamblea de 1871 se reunió en Bordeaux
mientras esperaba ir a Versalles, el partido clerical fue mas audaz que nunca.
En todos los desastres que acontecían a la nación, hablaba como amo. ¿Quién
puede olvidar las presuntuosas manifestaciones de los jesuitas y sus amenazas
insolentes en los años previos? Está el caso del padre Marquigny, que anunció
el entierro civil de los principios de 1789; Belcastel, que por decisión propia
dedicó a Francia al Sagrado Corazón; los jesuitas, que construyeron una
iglesia en la colina de Montmartre en París, actuando contra la Revolución;
los obispos, que incitaron a Francia a declarar la guerra a Italia y restablecer el
poder temporal del papa…».[54]

Gaston Bally explica muy bien la razón de esa situación aparentemente


paradójica: «Durante ese cataclismo, los jesuitas como siempre se ocultaron
rápidamente en su agujero, dejando que la República luchara sola para salir del
problema. Pero, cuando la mayor parte del trabajo estaba hecho y nuestro territorio se
liberó de la invasión de Prusia, ellos empezaron otra vez la invasión negra después de
librarse de un desastre. El país estaba saliendo nuevamente de una pesadilla, de un
sueño terrible, y era el tiempo oportuno para tomar el control de las masas dominadas
por el pánico».[55]
Pero ¿no sucede lo mismo después de cada guerra? Es indiscutible que la Iglesia
Romana siempre se ha beneficiado de los grandes desastres públicos; y que la muerte,
la miseria y toda clase de sufrimiento incitan a las masas a buscar el consuelo ilusorio
en prácticas piadosas. Así, las mismas víctimas fortalecen —o aumentan— el poder
de quienes causan esos desastres. Al respecto, las dos guerras mundiales tuvieron las
mismas consecuencias que la de 1870.
Francia, pues, fue conquistada. Y la Compañía de Jesús obtuvo una gran victoria
en 1873, cuando se aprobó una ley autorizando construir la basílica del Sagrado
Corazón en la colina de Montmartre. Esta iglesia, declarada un “deseo nacional”, por
una cruel ironía materializaría en piedra el triunfo del jesuitismo en el lugar donde se
había originado.
La invocación al Sagrado Corazón de Jesús, ensalzada por los jesuitas, a primera
vista puede parecer inocente aunque es fundamentalmente idólatra.

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«Para comprender el peligro, —escribió Gastón Bally—, «tenemos que mirar tras
la fachada, y observar la manipulación de las almas y el objetivo de sus diversas
asociaciones: la Fraternidad de la Adoración Perpetua, la Hermandad de la Guardia
de Honor, el Apostolado de la Oración, la Comunión Reparativa, etc. Tal como lo
expresó la invitación de la señorita Alacoque, el propósito exclusivo de las
hermandades, los asociados, apóstoles, misioneros, adoradores, defensores, guardias
de honor, restauradores, mediadores y otros federados del Sagrado Corazón es unir su
homenaje al de los nueve coros de ángeles».
Por tanto, está lejos de ser inocente. «Las hermandades declararon sus objetivos
muchas veces. No pueden acusarme de difamados; sólo citaré algunos pasajes de sus
declaraciones más claras y reuniré sus confesiones.

«La opinión pública mostró indignación por los comentarios del padre
Olivier cuando sepultaron a las víctimas del Bazar de Caridad. En esa
catástrofe, el monje había visto sólo otra prueba de la clemencia divina. Dios,
sintiéndose triste por nuestros “errores”, nos invitaba tiernamente a
corregidos.
»Parecía monstruoso. La construcción de la basílica en Montmartre fue
resultado del mismo “razonamiento”, pero había quedado en el olvido».[56]

Y, ¿cuál era el terrible pecado que Francia debía confesar? El autor antes
mencionado responde: «“LA REVOLUCION”.

«Ése es el crimen abominable que debemos “expiar”.


»La Basílica del Sagrado Corazón simboliza el arrepentimiento de Francia
(Sacratissimo cordi Jesu Gallioe poenitens et devoter); asimismo, expresa
nuestra firme intención de reparar los errores. Es un monumento de expiación
y reparación».[57]

«“Salva a Roma y a Francia en el nombre del Sagrado Corazón”» llegó a ser el


himno del Orden Moral.

«“Así, pudimos esperar contra toda esperanza, —escribió el abad Brugerette


—, a la expectativa de que, en algún momento, viniera del ‘cielo apaciguado’
el gran evento de la restauración del orden y la salvación de la patria”».[58]

Sin embargo, parecía que el “cielo”, airado con la Francia de los derechos
humanos, no estaba lo suficientemente “apaciguado” con la edificación de la famosa
basílica y los tres famosos apagavelas como “restauración del orden”, o la
restauración monárquica estaba ocurriendo en forma muy lenta. El mismo autor

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explica:

«Aunque las manifestaciones gloriosas de la fe católica en los años


posteriores a la guerra de 1870 parezcan impresionantes, se carecería de
percepción si se juzgara a la sociedad francesa de esa época sólo por la piedad
exterior; faltaría también el espíritu sicológico y estaríamos lejos de la verdad.
Debemos preguntamos, entonces, si el sentimiento religioso fue una respuesta
directa —para toda esa sociedad— a la expresión de fe que revelaban los
impresionantes peregrinajes organizados por los obispos y la sinceridad de las
masas en las iglesias…».
«Sin el deseo de atenuar la importancia del movimiento religioso en
Francia, originado por las guerras de 1870 y 1914 que despertaron altas
esperanzas, debemos admitir que ese avivamiento de la fe no tuvo la
profundidad ni el alcance de una verdadera renovación religiosa…».
«Porque, aun entonces, la iglesia francesa no sólo estaba formada por
miles de incrédulos y adversarios, sino por un gran número de católicos
nominales y sin convicción. Las prácticas religiosas se celebraban por hábito
más que por convicción…».
«Francia, en un acto desesperado, envió a una mayoría católica a la
Asamblea Nacional; pero al parecer, pronto lo lamentó, porque cinco meses
después cambió su posición en las elecciones complementarias del 2 de julio.
Ese día el país debía elegir a 113 diputados. Fue una total derrota para los
católicos y la victoria para unos 80 a 90 republicanos.
»En todas las elecciones que siguieron a dicha consulta de sufragio
universal, se vio la misma oposición republicana y anticlerical. Sería infantil
pretender que no expresaban el sentimiento y los deseos de la sociedad».[59]

El abad Brugerette, al hablar de los grandes peregrinajes organizados en ese


tiempo para “animar al país”, admite que causaron “algunos errores y excesos”,
despertando sospechas de los “adversarios de la iglesia”.

«Para ellos, los peregrinajes eran empresas organizadas por el clero para
restaurar la monarquía en Francia y el poder pontifical en Roma. Y, la actitud
del clero respecto a esos dos objetivos parecía justificar tal acusación de la
prensa no religiosa; como veremos después, eso impulsó poderosamente el
anticlericalismo. Sin alejarse de sus hábitos religiosos, reavivados después de
la guerra, la sociedad francesa se rebeló contra ese “gobierno de sacerdotes”,
como lo estigmatizó Gambetta. En lo profundo, el pueblo francés mantuvo un
invencible instinto de resistencia contra todo lo que se asemejara, aun
vagamente, al dominio político de la iglesia. En general la nación amaba la

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religión, pero el fantasma de la “teocracia”, revivido por la prensa de
oposición, la atemorizaba. La hija mayor de la iglesia no quería olvidar que
también era la madre de la Revolución».[60]

No obstante, el clero —con los jesuitas a la cabeza— procuró persuadir al pueblo


francés para que abjurara del espíritu republicano.

«Con la ley de Falloux en vigencia, los jesuitas expandieron libremente


sus colegios, donde educaban a los hijos de las clases medias que tenían el
poder, y, por supuesto, no les inculcaban mucho amor a la república…».
«Los “asuncionistas”, creados en 1845 por el intransigente padre D’Alzan,
deseaban devolverle a la gente la fe que había perdido…».[61]

Sin embargo, otras congregaciones celosas y dedicadas a la educación estaban


prosperando: los oratorianos, los eudistas, la Tercera Orden de dominicos, los
marianistas, los maristas —a los que Jules Simon llamaba “el segundo volumen” de
jesuitas cubiertos con piel de asno—, y los famosos “Hermanos de las Escuelas
Cristianas”, más conocidos como “ignorantes”, que enseñaban la “buena doctrina” a
los hijos de las clases medias y a más de un millón y medio de niños de la gente
común.
No es de sorprender que esa situación pusiera al régimen republicano a la
defensiva. En 1879, Jules Ferry propuso una ley para eliminar al clero de los
Concilios para la Educación Pública, en los que fue incluido por las leyes de 1850 y
1873. De ese modo, el estado recuperaría el derecho exclusivo para evaluar los títulos
de los maestros. El artículo 7 de esa ley también especificaba: «A nadie se le
permitirá participar en la enseñanza pública o libre si pertenece a una congregación
religiosa no autorizada».
Ese famoso artículo 7 apunta a los jesuitas antes que a ninguna otra persona. Los
sacerdotes del decanato de Moret (Seine-et-Marne) declararon entonces que “estaban
de parte de todas las comunidades religiosas, incluyendo a los venerables Padres de la
Compañía de Jesús”. «Atacarlos —escribieron— «es atacamos a nosotros mismos».
La confesión es clara.
El abad Brugerette, que escribió ese pasaje, describe la resistencia que ofrecieron
los católicos contra lo que él llama “un ataque traicionero”, pero agrega:

«El clero aún ignora el inmenso progreso del laicado; no ha comprendido que,
por su oposición a los principios de 1789, ha perdido toda influencia profunda
sobre la dirección del espíritu público en Francia».[62]

El senado rechazó el artículo 7, pero Jules Ferry invocó las leyes existentes

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respecto a las congregaciones.
En consecuencia, el 29 de marzo de 1880, el Journal Officiel contiene dos
decretos obligando a los jesuitas a separarse, y a todas las congregaciones no
autorizadas, de hombres y mujeres, a obtener reconocimiento y aprobación para sus
regulaciones y estado legal dentro de tres meses…
Sin demora se organizó un movimiento de oposición. Según Debidour, «la iglesia,
profundamente herida, se levantó». Después del 11 de marzo, León XIII y su nuncio
expresaron una protesta…

«Ahora les toca a todos los obispos defender enérgicamente a las órdenes
religiosas».[63]

No obstante, los hijos de Loyola fueron expulsados. Veamos lo que dice el abad
Brugerette al respecto: «A pesar de todo, los jesuitas, “expertos en volver a entrar por
las ventanas cuando son lanzados por la puerta, ya habían dejado sus colegios bajo el
control de laicos o religiosos seculares. Aunque no residían en esos ‘colegios’, a
ciertas horas del día se les veía llegar para desempeñar responsabilidades de dirección
y supervisión”».[64]
Sin embargo, se descubrió el engaño y finalmente se cerraron los colegios
jesuitas.
Los decretos de 1879 se hicieron cumplir en 32 congregaciones que rehusaban
someterse a las disposiciones legales. En muchos lugares los militares realizaron la
expulsión mediante la fuerza de las armas, ante la oposición de feligreses incitados
por los Padres. Éstos no sólo se negaron a solicitar la autorización legal, sino que
rehusaron firmar una declaración negando toda oposición al régimen republicano.
Esto habría bastado para que Freycinet —entonces presidente del Concilio y que los
apoyaba— pudiera “tolerarlos” aún. Cuando las órdenes decidieron firmar esta
declaración formal de lealtad, la maniobra ya había sido anulada y Freycinet se vio
forzado a renunciar, por haber intentado negociar este acuerdo contra los deseos del
parlamento y de sus colegas del gabinete.
Respecto a la declaración que las órdenes religiosas debían firmar y que
consideraron tan repulsivas, el abad Brugerette comenta:

«Esta declaración de respeto por las instituciones que Francia se concedió


a sí misma… quizá parezca benigna e inofensiva hoy, al compararla con el
solemne juramento de lealtad demandado a los obispos alemanes por el
concordato del 20 de julio de 1933, entre la Santa Sede y el Reich».
«Artículo 16: Antes de tomar posesión de su diócesis, los obispos jurarán
lealtad ante el presidente del Reich o un Reichsstatthalter en los siguientes
términos:

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»Ante Dios y sobre las Sagradas Escrituras, juro y prometo, como un
obispo debe hacerla, lealtad al Reich alemán y al Estado. Juro y prometo
respetar, y hacer que mi clero respete, el gobierno establecido según las leyes
constitucionales. Como es mi deber, trabajaré por el bien y los intereses del
Estado alemán; en el ejercicio del santo ministerio que se me ha confiado,
trataré de detener todo lo que sea perjudicial para él». (Concordato entre la
Santa Sede y el Reich alemán).[65]

Existe una gran diferencia entre la mera promesa de no oponerse al régimen de


Francia, este juramento solemne de apoyar al estado nazi. La diferencia es tan grande
como la que existía entre los dos regímenes: uno democrático y liberal, odiado por la
Iglesia Romana; y el otro totalitario y brutalmente intolerante, deseado y establecido
por los esfuerzos unidos de Franz von Papen, camarlengo secreto del papa, y del
monseñor Pacelli, nuncio en Berlín y futuro Pío XII.
Brugerette, tras declarar que se había logrado el objetivo del gobierno en cuanto a
la Compañía de Jesús, admite:

«No podríamos decir que se destruyó la institución de las congregaciones. No


se les hizo nada a las congregaciones de mujeres; y las autorizadas, “tan
peligrosas como las otras por el espíritu laico”, aún estaban firmes. Sabíamos
también que casi todas las congregaciones de varones, expulsadas de sus
casas por los decretos de 1880, silenciosamente habían retornado a sus
monasterios».[66]

Sin embargo, la tregua no duró mucho tiempo. El objetivo del estado de cobrar
impuestos, y el derecho de sucesión sobre la riqueza de las comunidades
eclesiásticas, provocaron una protesta general entre ellas ya que no tenían intención
alguna de sujetarse a la ley común. «La organización de la resistencia fue obra de un
comité dirigido por el padre Bailly, asuncionista; Stanislas, capuchino; y Le Dore,
superior de los eudistas… El padre Bailly estaba reavivando el enorme celo del clero
al escribir: “Como San Laurencio, los monjes y monjas deben retomar al potro o a las
empulgueras antes que rendirse”».[67]
Como por accidente, Bailly, principal motivador de ese “gran celo”, era
asuncionista o, en realidad, un jesuita camuflado. Respecto al potro y las
empulgueras, podríamos haberle recordado al Padre que esos instrumentos de tortura
son parte de la tradición de la Santa Sede, no del estado republicano.
Finalmente, las congregaciones pagaron —aproximadamente la mitad de lo que
debían— y el mencionado abad admite que «nada impidió que prosperara el trabajo
que hacían», como bien podemos imaginar.
No podemos explicar en detalle las leyes de 1880 y 1886 que aseguraban la

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neutralidad confesional de los colegios estatales. Esa “secularización”,[67a] natural
para toda mente tolerante, fue rechazada por la Iglesia Romana, por ser un intento
abominable de forzar las conciencias —algo que ella ha hecho siempre. Sólo se podía
esperar que luchara por ese llamado “derecho” con la misma violencia con que
defendía sus privilegios financieros.
En 1883, la congregación romana del índice —inspirada por el jesuitismo— entra
en la lucha, condenando ciertos textos escolares sobre moral y enseñanza cívica. Por
supuesto, el asunto es grave: uno de los autores, Paul Bert, se atrevió a escribir que
aun la idea de los milagros “debe desaparecer de la mente crítica”. Por tanto, más de
50 obispos promulgaron el decreto del índice con comentarios explosivos. Uno de
ellos, el monseñor Isoard, declaró en su carta pastoral del 27 de febrero de 1883 que a
los maestros, padres e hijos que rehúsen destruir estos libros se les prohibirá
participar de los sacramentos.[67b]
Las leyes de 1886, 1901 Y 1904, al declarar que ningún puesto de enseñanza
podía ser ocupado por miembros de congregaciones religiosas, también iniciaron una
corriente de protestas del Vaticano y del clero “francés”. En realidad, los monjes y
monjas que eran maestros sólo tenían que “secularizarse”. Con esas disposiciones
legales, el único resultado positivo fue que los profesores de las escuelas llamadas
“libres” debían estar bien cualificados pedagógicamente. Esto fue favorable ya que,
antes de la última guerra, en Francia había 11.655 escuelas católicas de primaria, con
824.595 alumnos.
Respecto a los colegios “libres”, en especial los de jesuitas, si el número está
disminuyendo se debe a diversos factores que nada tienen que ver con los problemas
legales. La superioridad de la enseñanza universitaria, reconocida por la mayoría de
los padres de familia, y el hecho de que no cambia, son las causas principales de su
creciente popularidad. Además, la Sociedad de Jesús voluntariamente ha reducido el
número de sus escuelas.

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Capítulo 8
Los Jesuitas, el General Boulanger
y el Caso Dreyfus

La hostilidad de la que el partido religioso pretendía ser víctima a fines del siglo XIX,
de parte del estado republicano, no habría carecido de justificación; aunque esa
hostilidad, o más bien desconfianza, había sido aun más evidente. Según el abad
Brugerette, la oposición clerical al régimen que Francia misma se impuso, se
manifestó en toda oportunidad. En 1873, a pesar del fuerte apoyo del clero, fracasó el
intento de restaurar la monarquía con el conde de Chambord, porque quien pretendía
el trono rehusó adoptar la bandera tricolor que, según él, era emblema de la
Revolución.

«Tal como se ve, el catolicismo parece estar ligado a la política, o a cierta


clase de política… En las regiones católicas del oeste y del sur, la lealtad a la
monarquía se transmitió de generación a generación en las antiguas familias
de la nobleza, así como en las clases medias y el pueblo común. Su nostalgia
por un antiguo régimen idealizado, y visualizado en una Edad Media épica, se
combinaba con los deseos de católicos fervientes, cuya principal
preocupación era salvar la religión. Éstos apoyaron a Veuillot, con la legítima
y devota familia real de Chambord, considerando que era la forma de
gobierno más favorable para la iglesia. En la difícil situación después de la
guerra, de la unión de estas fuerzas políticas y religiosas nació una forma de
misticismo reaccionario, ejemplificado perfectamente por el monseñor Pie,
obispo de Poitiers, y su mejor encarnación en el mundo eclesiástico: “Francia,
que espera otro líder y pide un gobernante… recibirá de Dios otra vez ‘el
cetro del universo, que cayó de sus manos por un tiempo’, en aquel día
cuando aprenda nuevamente a ponerse de rodillas”».[68]

Este cuadro, descrito por un historiador católico, es significativo. Ayuda a


comprender los sucesos que, años después, siguieron al fallido intento de restauración
en 1873.
El mismo historiador católico describe así la actitud política del clero en aquel
tiempo:

«En el período de elecciones, los presbiterio s se convierten en centros para


los candidatos reaccionarios; los sacerdotes y ministros llaman a los hogares
para hacer propaganda electoral, difamando a la República y sus nuevas leyes
pedagógicas. Declaran que quienes votan por los librepensadores, el gobierno
actual o los masones, descritos como “bandidos”, “gentuza” y “ladrones”, son

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culpables de pecado mortal. Alguien declara que una adúltera será perdonada
más fácilmente que los que envían a sus hijos a escuelas laicas; otro dice que
es mejor estrangular a un niño que apoyar al régimen; un tercero dice que no
administrará los últimos sacramentos a quienes voten por los partidarios del
régimen. Las amenazas se cumplen: los negociantes republicanos y
anticlericales son boicoteados; se niega toda ayuda a la gente necesitada; y los
trabajadores son despedidos».[69]

Estos excesos, cometidos por un clero cada vez más dominado por el
ultramontanismo jesuita, resultan aun menos aceptables por provenir de religiosos
pagados por el gobierno, puesto que el concordato aún está vigente.
La mayoría de la gente no está feliz con esta presión sobre las conciencias, como
lo expresa el mencionado autor:

«Como vimos, el pueblo francés en general es indiferente a los asuntos


religiosos, y no podemos confundir la observancia heredada de prácticas
religiosas con una fe verdadera… La realidad es que el mapa político de
Francia es idéntico a su mapa religioso… podemos decir que en las regiones
donde es fuerte la fe, el pueblo francés vota por candidatos católicos; en otras
partes, eligen deliberadamente a diputados y senadores anticlericales… No
desean el clericalismo, que es el ejercicio de autoridad eclesiástica en asuntos
políticos, llamado comúnmente “gobierno de los sacerdotes”.
»Muchos católicos consideran suficiente que el sacerdote —un hombre
problemático”—, mediante sus sermones y las prescripciones del
confesionario, interfiera en la conducta de los fieles, examinando
pensamientos, sentimientos, actos, alimentos y bebidas, y aun las intimidades
de la vida matrimonial. Quieren limitar su imperio, preservando al menos la
independencia que tienen como ciudadanos».[70]

Nos gustaría ver tan vivo hoy ese espíritu de independencia.


Pero, a pesar de la opinión de los “muchos católicos”, los ultramontanos no
depusieron las armas; en cada oportunidad continuaron luchando contra el odiado
régimen. Por un tiempo pensaron que habían hallado al “hombre providencial” en la
persona del general Boulanger, el Ministro de Guerra en 1886. Éste, que había
organizado muy bien su propaganda personal, parecía ser un futuro dictador.

«Había un acuerdo tácito —escribió Adrien Dansette— entre el general y


los católicos, y fue evidente en el verano… También concluyó un acuerdo
secreto con miembros realistas del parlamento, como el barón de Mackau y el
conde de Mun, fieles defensores de la iglesia en la asamblea…

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»Constans, el flemático Ministro del Interior, amenazó arrestarlo y, el 1 de
abril, el candidato a dictador escapó a Bruselas con su amante.
»Desde ese momento, el boulangismo decayó rápidamente. Francia no
había sido tomada y se recuperó… El boulangismo fue derrotado en las
elecciones el 22 de septiembre y el 6 de octubre de 1889…».[71]

El mismo historiador describe la actitud del papa de aquel tiempo respecto a ese
aventurero. El papa era León XIII, quien en 1878 había sucedido a Pío IX, el papa del
Syllabus, y que pretendió aconsejar a los fieles de Francia para que se unieran al
régimen republicano:

«En agosto (1889), el embajador alemán ante el Vaticano quiso que el papa
viera en el general (Boulanger) al hombre que derrocaría a la República de
Francia y restablecería el trono. En un artículo, el Monitor de Roma imaginó
que el candidato dictatorial tomaría el poder y la iglesia podría beneficiarse
grandemente… El general Boulanger envió a uno de sus ex oficiales a Roma
con una carta para León XIII, prometiéndole “que el día en que él sostuviera
en sus manos la espada de Francia, haría todo lo posible para que se
reconociera los derechos del papado”».[72]

Así era este pontífice jesuita. ¡Los clérigos intransigentes se oponían a su


supuesto “liberalismo” excesivo!
La crisis boulangista reveló lo que el partido religioso había hecho contra la
República laica bajo el disfraz del nacionalismo. Pero, a pesar de todo, por la falta de
carisma del personaje principal y la oposición de la mayoría en el país, el intento
fracasó. Aún así, las tácticas chauvinistas habían demostrado ser efectivas, sobre todo
en París, y las usarían otra vez en una mejor oportunidad. Ésta se presentó —¿o fue
provocada?— y, por supuesto, los discípulos de Loyola encabezaron el movimiento.
«Sus amigos están aquí, —escribió Pierre Dominique—, una nobleza intolerante, una
clase media que rechaza a Voltaire, y muchos militares. Trabajarán especialmente en
el ejército, y el resultado será la famosa alianza de “la espada y el rociador de agua
bendita”».

«En 1890 ya no gobernaban la conciencia del rey de Francia, sino al Estado


Mayor o por lo menos a su jefe; luego, estalló el caso Dreyfus, una guerra
civil que dividió a Francia».[73]

El historiador católico Dansette resume así el inicio del problema:

«El 22 de diciembre de 1894, el capitán de artillería Alfredo Dreyfus es

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declarado culpable de traición y condenado a ser deportado, para ser dado de
baja y recibir cadena perpetua. Tres meses antes, nuestro Servicio de
Inteligencia había descubierto en la embajada alemana una lista de
documentos referentes a la defensa nacional; había cierta similitud entre la
letra del capitán Dreyfus y la de la lista. De inmediato el Estado Mayor
exclamó: “Es él; es el judío”. Ésta era sólo una suposición, ya que la traición
no tenía explicación sicológica (Dreyfus tenía buena reputación, riqueza y una
vida ordenada). El desafortunado hombre fue encarcelado. Un tribunal militar
lo condenó tras una investigación tan rápida y parcial que el juicio tuvo que
haber sido preconcebido. Peor aún, después se supo que a los jueces se les
había entregado un documento sin que lo supiera el abogado del acusado…
»Pero, se filtró más información en el Estado Mayor después del arresto
de Dreyfus. El comandante Picquart, director del Servicio de Inteligencia
después de julio de 1895, supo de un proyecto llamado petit bleu (cartas
urgentes) entre el agregado militar alemán y el comandante francés Esterhazy
(de origen húngaro). Este hombre de mala reputación sólo expresaba odio y
desprecio hacia su país de adopción. Pero el comandante Henry, oficial del
Servicio de Inteligencia, agregó al expediente de Dreyfus —como veremos—
un documento falso que, de ser genuino, sería devastador para el oficial judío;
también borró y volvió a escribir el nombre de Esterhazy en las “cartas
urgentes”, para dar la impresión de que el documento era falso. Por tanto,
Picquart cayó en desgracia en noviembre de 1896».[74]

La desgracia del director del Servicio de Inteligencia se comprende fácilmente: su


celo por disipar las tinieblas acumuladas fue excesivo.
El testimonio más confiable se encuentra en Carnets de Schwartzkoppen,
publicado después de su muerte en 1930. El autor —entonces, primer agregado
militar de la embajada alemana en París— no recibió de Dreyfus los documentos
secretos sobre la defensa nacional francesa, sino de Esterhazy.

«Un tiempo antes, en julio, Picquart pensó que era tiempo de advertir por
carta al jefe del Estado Mayor, que estaba entonces en Vichy, respecto a sus
sospechas acerca de Esterhazy. La primera reunión ocurrió el 5 de agosto de
1896. El general Boisdeffre aprobó todo lo que Picquart había hecho hasta ese
momento acerca de este caso, y le dio permiso para llevar a cabo su
investigación.
»Al Ministro de Guerra, el general Billot, también se le informaron desde
agosto las sospechas de Picquart; y él aprobó las medidas tomadas por éste.
Esterhazy, a quien yo había dado de baja, usando sus conexiones con el
diputado Jules Roche, intentó que lo asignaran al Ministerio de Guerra para
tratar de estar en contacto conmigo otra vez, y había escrito cartas al Ministro

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de Guerra ya su edecán. A Picquart le entregaron una de esas cartas y, por
primera vez, vio que su letra era igual a la de la “lista”. Le mostró una foto de
esa carta a Du Paty y a Bertillon, por supuesto, sin decirles quién la había
escrito… Bertillon dijo: “¡Es la misma letra de la lista!”.[75]
»Al no estar tan convencido ya de la culpabilidad de Dreyfus, Picquart
decidió consultar el “pequeño archivo” que se había dado sólo a los jueces. El
archivero Gribelin se lo entregó. Era de noche. Al quedarse solo en su oficina,
Picquart tomó el sobre abierto de Henry, donde estaba la firma de éste escrita
con lápiz azul… Grande fue su asombro al darse cuenta de que esos
documentos carecían de validez e importancia; ninguno podía aplicarse a
Dreyfus. Por primera vez supo que el hombre que estaba cumpliendo una
condena en la Isla del Diablo, era inocente. Al día siguiente, Picquart escribió
una carta al general Boisdeffre, exponiendo todos los cargos contra Esterhazy
y lo que había descubierto recientemente. Cuando leyó acerca del “archivo
secreto”, el general exclamó: “¿Por qué no lo quemaron como se acordó?”».
[76]

Von Schwartzkoppen escribió también:

«Mi posición se volvió extremadamente incómoda. El dilema era: ¿Debo


decir la verdad y reparar así el horrible error, liberando al pobre hombre
inocente? Si hubiera podido hacer lo que deseaba, ¡ciertamente habría hecho
eso!
»Examinando el asunto en detalle, llegué a la conclusión de que no debía
involucrarme, porque, en esas circunstancias, nadie me hubiera creído;
además, las consideraciones diplomáticas impedían tal acción. Tomando en
cuenta que el gobierno francés podía tomar las medidas necesarias para
aclarar el asunto y reparar la injusticia, decidí no hacer nada».[77]
«“Podemos ver en acción las tácticas del Estado Mayor”, dice Dansette.
“Si Esterhazy es culpable, los oficiales que causaron la condena ilegal de
Dreyfus, y sobre todo el general Marcier —Ministro de Guerra en aquel
tiempo— son también culpables. Los intereses del ejército requieren el
sacrificio de Dreyfus; no debemos interferir con la sentencia de 1894”».[78]

Aún parece increíble que usaran tal argumento para justificar —si osamos
expresarlo así— una condenación tan inicua. Yeso ocurrió durante todo el caso, que
recién empezaba. Por supuesto, nos encontrábamos entonces en una fiebre antisemita.
Las disertaciones violentas de Eduardo Drumont, en Libre Parole, cada día
presentaba a los hijos de Israel como agentes de la corrupción y disolución
nacionales. El prejuicio desfavorable que creaba, incitaba a un gran sector de la

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opinión pública a creer, a priori, que Dreyfus era culpable. Pero después, cuando la
inocencia del acusado fue evidente, aún se mantenía el terrible argumento de la
"infalibilidad" del tribunal militar, y desde ese momento lo hicieron con un cinismo
declarado.
¿Estaba inspirando el Espíritu Santo a esos jueces uniformados que no podían
cometer ningún error? Sería tentador creer en esa intervención celestial —tan similar
a la que garantiza la infalibilidad papal— al leer acerca del padre jesuita Du Lac, que
tuvo mucho que ver con el caso:

«Él dirigió el colegio de Rue des Postes, donde los jesuitas preparaban a los
candidatos para las escuelas más grandes. Era un hombre muy inteligente que
tenía conexiones importantes. A Drumont, confesor de Boisdeffre y De Mun,
lo convirtió en jefe del Estado Mayor del ejército, y lo veía todos los días».[79]

El abad Brugerette también menciona los hechos que cita Joseph Reinach: «¿No
es este padre Du Lac —que convirtió a Drumont y lo instó a escribir La Francia
Judía— quien proporcionó los medios para crear la Libre Parole? ¿No ve el general
Boisdeffre al famoso jesuita todos los días? El jefe del Estado Mayor no toma
ninguna decisión sin antes consultar a su director».[80]
Allí, en la Isla del Diablo, merecedora de su nombre en ese clima mortal, la
víctima del atroz complot fue tratado con extrema crueldad, ya que la prensa
antisemita había difundido la noticia de que había intentado escapar. El Ministro para
las Colonias, Andre Lebon, dio órdenes tomando en cuenta ese informe.

«El domingo 6 de septiembre por la mañana, el carcelero principal, Lebar,


informó al prisionero que desde ese momento no podría caminar por el área
de la isla que estaba reservada para él, quedando confinado a su cabaña. Al
anochecer le informaron que permanecería encadenado toda la noche. Al pie
de su cama, hecha con tres tablas, colocaron dos cadenas dobles de fierro que
rodeaban los pies del convicto. Era un castigo doloroso, especialmente en las
noches tórridas».
«Al amanecer, los guardias le quitaban las cadenas al prisionero, quien
temblaba al ponerse de pie. Puesto que tenía prohibido salir de la cabaña, allí
debía permanecer día y noche. Al anochecer lo encadenaban otra vez. Esto se
repitió durante 40 noches. Después de un tiempo, sus tobillos estaban
cubiertos de sangre y tuvieron que vendárselos. Sus guardias, por compasión,
secretamente le cubrían los pies con telas antes de ponerle las cadenas».[81]

Sin embargo, el convicto aún proclamaba su inocencia. A su esposa le escribió:


«En algún lugar, en esta hermosa y generosa tierra de Francia, debe haber un hombre

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honesto con el valor suficiente para buscar y descubrir la verdad».[82]
De hecho, la verdad ya no estaba en duda. Lo que faltaba era la voluntad para
dejar que saliera a la luz. El abad Brugerette da testimonio al respecto:

«Las presunciones de inocencia en favor del convicto que está en la Isla


del Diablo se multiplican en vano. Las declaraciones de Bulow en la Cámara
Baja del Parlamento, y las que transmitió su embajador Munster al gobierno
francés, también afirman en vano la inocencia de Dreyfus. Esta inocencia fue
proclamada también por el emperador Guillaume, y se confirmó cuando
Schwarzkippen (el agregado militar alemán) fue llamado a Berlín tan pronto
como Esterhazy fue acusado por Mathieu Dreyfus (hermano del convicto). El
Estado Mayor aún se opone a reexaminar el juicio… Alguien está haciendo
todo lo posible para encubrir a Esterhazy. Se le transmiten documentos
secretos para su defensa, y no se permite comparar su letra con la de la
“lista”…
»Al estar protegido de ese modo, el villano Esterhazy tiene la audacia de
solicitar un juicio ante el consejo de guerra. Allí, el 17 de enero de 1898, se le
absuelve unánimemente después de una deliberación que duró tres minutos».
[83]

Debemos mencionar que, unos meses después, cuando el coronel Henry fue
declarado culpable de falsificación, Esterhazy huyó a Inglaterra; finalmente confesó
ser el autor de la famosa “lista” atribuida a Dreyfus.
No es posible mencionar aquí todo lo sucedido en este drama; los numerosos
documentos falsos que se presentaron para tratar de encubrir una verdad obvia; la
destitución del jefe del Estado Mayor; la caída de ministros; el suicidio de Henry que,
estando preso en el monte Valerien, se cortó la garganta, firmando así con su sangre
la confesión de su culpabilidad.
En diciembre de 1898, la prensa alemana publicó esta nota semioficial: «Las
declaraciones del gobierno imperial han mostrado que ningún personaje alemán, de
alto o bajo rango, tuvo asociación alguna con Dreyfus. Por tanto, desde el punto de
vista de Alemania, no vemos inconveniente en que se publique el archivo secreto
completo».[84]
Finalmente, la corte decidió que se reabriera el caso. Dreyfus compareció otra vez
ante el consejo de guerra en Rennes, el 3 de junio de 1899, marcando el inicio de otra
tortura. «Él no pudo haber imaginado que enfrentaría mayor odio que cuando se fue,
y que sus ex jefes, conspirando para enviarlo otra vez a la Isla del Diablo, no tendrían
compasión de ese pobre ser desafortunado que creía haber sufrido todo lo que se
puede soportar».[85]
«Por tanto, escribió el abad Brugerette, el consejo de guerra en Rennes sólo
agregó otra injusticia al juicio inicuo de 1894. Lo ilegal del juicio, la culpabilidad de

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Esterhazy, y las maniobras criminales de Henry fueron evidentes durante las 29
sesiones del juicio en Rennes. Pero el consejo de guerra… juzgó a Dreyfus por cargos
de espionaje de los cuales jamás se le había acusado ni se había informado. Le
atribuyeron todas las filtraciones previas de información, presentando documentos
totalmente ajenos a él… Al final, y contra nuestras tradiciones legales, se le demandó
a Dreyfus mismo que probara que él no había entregado tal documento o papel, como
si no fuera responsabilidad del fiscal presentar las pruebas del crimen».[86]
La parcialidad de los acusadores de Dreyfus era tan obvia que se levantó la
opinión pública fuera de Francia. En Alemania, el diario semi oficial Cologne
Gazette publicó dos artículos durante el juicio —16 y 29 de agosto—, en los que
leemos: «Después de las declaraciones del gobierno alemán y los debates de la corte
suprema de apelaciones en Francia, si alguien aún cree que Dreyfus es culpable, sólo
podemos decir que esa persona debe estar mentalmente enferma o que, en forma
deliberada, quiere que un inocente sea condenado».[87]
Sin embargo, el odio, lo absurdo y el fanatismo no perdieron fuerza por ello.
Incluso usaron otros documentos falsos para remplazar los que habían perdido
credibilidad. Es decir, fue una burla siniestra. Dreyfus fue condenado a 10 años de
prisión, ¡con circunstancias atenuantes!
«Este juicio lamentable provocó asombro e indignación en todo el mundo, y el
desprecio contra Francia. ¿Quién podría haber imaginado tan terrible dolor?»,[88]
exclamó Clemenceau al leer los diarios de Inglaterra y Alemania. Se necesitaba
misericordia. Dreyfus la aceptó para “continuar”, dijo él, “procurando que se
revocara el terrible error militar del que era víctima”. «Para tal revocación, de nada
valía esperar la justicia de los concilios de guerra. ¡Ya se había visto esa justicia en
acción! Una vez más tuvo que actuar la corte suprema de apelaciones que, después de
una cuidadosa investigación y prolongados debates, anuló definitivamente el
veredicto de Reunes. Unos días después, por voto solemne, la asamblea y el senado re
admitieron a Dreyfus en el ejército, condecorándolo después con la Legión de
Honor».[89]
La revocación, lograda con tanto esfuerzo, se debió a hombres “honestos y
valientes”, como los que esperaba ver en acción el prisionero inocente en la Isla del
Diablo. El número de esos hombres fue aumentando a medida que la verdad salía a la
luz. Cuando el consejo de guerra absolvió tan rápidamente al traidor Esterhazy, en
enero de 1898, Emilio Zola publicó en Aurore, el diario de Clemenceau, su famosa
carta abierta titulada «Yo Acuso». Allí escribió: «Acuso al primer consejo de guerra
de haber violado la ley, condenando a un acusado en base a un documento secreto, y
acuso al segundo consejo de guerra de haber encubierto esa ilegalidad, cometiendo
también un crimen jurídico al absolver conscientemente a un culpable».
Sin embargo, los “caballeros” de la famosa Compañía estaban atentos para acallar
todo lo que pudiera instruir al público. El diputado católico De Mun llevó a Zola ante
la corte de casos criminales de Seine. Allí, el valiente escritor fue condenado a un año

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de prisión —la sentencia máxima— tras ese juicio injusto.
La opinión pública fue engañada tan astutamente por las protestas de los
“nacionalistas clericales”, que las elecciones en mayo de 1898 favorecieron a éstos.
No obstante, la revelación pública de los documentos falsos, la destitución del
jefe de Estado Mayor y la evidente parcialidad criminal de los jueces, les abrieron los
ojos a los que sinceramente buscaban la verdad. Éstos, en forma casi exclusiva, eran
protestantes, judíos o laicos.

«En Francia, pocos católicos estuvieron de parte de Dreyfus, y de ellos, pocos


eran prominentes… La acción de ese pequeño grupo no tuvo mayor
repercusión. La conspiración de silencio lo rodeaba…».[90]

«La mayoría de los sacerdotes y obispos aún están convencidos de la culpabilidad


de Dreyfus», escribió el abad Brugerette. Georges Sorel declaró: «Mientras que el
caso Dreyfus causó una división entre todos los grupos sociales, el mundo católico
estuvo absolutamente unido para oponerse a que se reexaminara el juicio». Peguy
admitió: «Todas las fuerzas políticas de la iglesia han estado siempre contra
Dreyfus».
¿Necesitamos recordar las listas de suscripciones que abrieron La Libre Parole y
La Croix, en favor de la viuda del falsificador Henry que se suicidó? Los nombres de
muchos sacerdotes suscritos iban acompañados de “comentarios no muy cristianos”,
como muestra Dansette al citar los siguientes:
«El abad Cras pide una alfombra hecha con piel de judío, para ponerla al lado de
la cama y pisarla por la mañana y por la noche; un joven sacerdote quiere destruir la
nariz de Reinach con el tacón de su zapato; tres sacerdotes desearían golpear la
inmunda cara del judío Reinach».[91] El clero secular mantenía cierta reserva, pero el
ambiente en las congregaciones era más ponzoñoso:

«El 15 de julio de 1898, en la entrega de premios del Colegio de Arcueil,


presidida por el generalísimo Jamont (vicepresidente del Consejo Superior de
Guerra), el padre Didon, rector de la Escuela Albert-le-Grand, dio un discurso
impetuoso. En él defendió el uso de la violencia contra aquellos que
cometieran el crimen de denunciar valientemente algún error militar…».

El elocuente monje dijo: «¿Debemos permitir que el malvado quede libre? ¡Por
supuesto que no! El enemigo es el intelectualismo que pretende menospreciar la
fuerza, y los civiles que desean subordinar a, los militares. Cuando falla la
persuasión, cuando el “amor” no es eficaz, debemos blandir la espada, difundir el
terror, cortar cabezas, declarar la guerra, atacar…».

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«Este discurso se lanzó como un desafío a los que simpatizaban con el
desafortunado convicto».[92]

Pero ¿cuántos de estos discursos hemos escuchado desde entonces? Estos


llamados a la represión sangrienta provenían de clérigos gentiles, ¡especialmente
durante la ocupación alemana! En cuanto a la declaración de odio contra el
intelectualismo, encontramos el eco perfecto en la afirmación de cierto general:
«Cuando alguien habla de inteligencia, saco mi revólver».
Destruir los pensamientos por la fuerza es un principio de la Iglesia Romana que
nunca ha cambiado.
Sin embargo, el abad Brugerette se asombra al ver que el clero continuó creyendo
en la culpabilidad de Dreyfus: «Un evento tan importante y dramático, que llegó
como un trueno en el cielo azul e iluminó al Departamento respecto a las
falsificaciones hechas en el Estado Mayor, debió abrirles los ojos, aun a los que no
querían descubrir la verdad. Nos referimos a las falsificaciones hechas por Henry…».

«¿No era tiempo de que el clero y los católicos franceses repudiaran un error
que se había prolongado demasiado?… Los sacerdotes y feligreses hubieran
podido ir juntos, y en la última hora, como los obreros mencionados en los
evangelios, hubieran aumentado las filas de los defensores de la justicia y la
verdad… Pero, los hechos más evidentes no siempre iluminan las mentes
dominadas por prejuicios, porque éstos se oponen al examen y, por su
naturaleza, se rebelan contra las evidencias».[93]

¡Cuánto se esfuerzan para mantener en el error a los católicos!

«¿Podían ellos imaginar que la prensa los estaba engañando


vergonzosamente, encubriendo todas las pruebas de inocencia, los testimonios
en favor del convicto de la Isla del Diablo, y que estaba decidida a impedir el
curso de la justicia por todos los medios?».[94]

Al frente de esa prensa estaban La Libre Parole, creada con ayuda del padre
jesuita Du Lac, y La Croix, del padre asuncionista Bailly. Siendo la orden de la
Asunción una rama camuflada de la Compañía de Jesús, tenemos que atribuirle el
inicio y el desarrollo de la campaña contra Dreyfus.
El padre Lecanuet, un testigo no muy suspicaz, escribió osadamente: «Los
historiadores del Caso denuncian a las congregaciones, en especial a los jesuitas. Y,
debemos admitir que éstos recibieron los primeros ataques con una temeridad
imprudente».[95]

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«Casi todos los periódicos católicos provinciales, como Nouvelliste de Lyon,
que son informativos y muy leídos, participan en ese oscuro complot contra la
verdad y la justicia. Al parecer, la consigna era impedir que llegara la luz para
mantener al público en oscuridad».[96]

En realidad, se necesitaría una ceguera peculiar para no discernir, tras el furor


demostrado por La Croix en París y en las provincias, la “consigna” que mencionó el
abad Brugerette. Y uno tendría que ser también muy ingenuo para no darse cuenta del
origen.[96a]
Dansette dice: «La Orden Asuncionista en general, y con ella la iglesia, quedan
expuestas por la campaña de La Croix… El padre Bailly se jacta de que el “Santo
Padre” lo aprueba».[97]
¡Realmente no hay duda alguna respecto a esa aprobación! ¿No fueron los
jesuitas —a quienes los asuncionistas prestan su nombre— los instrumentos políticos
del papa desde que se fundó la Orden? Tenemos que sonreír frente a la historia
astutamente difundida —y repetida por los historiadores apologistas— de que
León XIII, al parecer, había “aconsejado moderación” a los directores de La Croix. Es
una treta clásica, pero aún eficaz. ¡Algunas personas todavía creen que la voz oficial
de la Santa Sede tiene cierta independencia!
Veamos lo que publicó en Roma la Civilta Cattolica, publicación oficial de los
jesuitas, bajo el título «El caso Dreyfus»:

«La emancipación de los judíos fue resultado de los llamados principios de


1789, cuyo yugo pesa fuertemente sobre los franceses… Los judíos tienen en
sus manos a la República, que es más hebrea que francesa… El judío fue
creado por Dios para ser usado como espía dondequiera que se planea una
traición… Los judíos no sólo deben ser eliminados de Francia, sino también
de Alemania, Austria e Italia. Luego, al restablecerse la gran armonía de
tiempos pasados, las naciones otra vez hallarán la felicidad que perdieron».[98]

En capítulos previos, dimos un breve resumen de la “gran armonía” y “felicidad”


que disfrutaban las naciones cuando los hijos de Loyola escuchaban confesiones e
inspiraban a los reyes. Como acabamos de ver, también reinaba la “armonía” cuando
ellos eran confesores y consejeros de los jefes del Estado Mayor.
Según el abad Brugerette, el general Boisdeffre, penitente del jesuita Du Lac,
experimentó el sabor amargo como otros antes de él, al ser engañados por estos
“directores de conciencias”. Las confesiones del falsificador Henry lo obligaron a
renunciar. «Siendo un hombre honesto, declaró que había sido “vergonzosamente
engañado”, y quienes lo conocían estaban conscientes de su amargura por el complot
del que había sido víctima».[99]

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Brugerette agrega que Boisdeffre cesó toda comunicación con su ex confesor;
“incluso cuando estaba muriendo, rehusó verla otra vez”.
Después de leer esto, escrito y publicado en la Civilta Cattolica, no es necesario
seguir hablando de la culpabilidad de la Orden. Concordamos con lo que Reinach
escribió entonces: «Como ven, los jesuitas planearon este caso siniestro. Y, para ellos,
Dreyfus es sólo un pretexto. Lo que quieren, y ellos lo admiten, es reprimir al laicado
y controlar la Revolución Francesa… abolir a los dioses extranjeros y los dogmas de
1789».
Está muy claro. Pero, como algunos insisten —contra todas las evidencias— que
quizá hubo un desacuerdo entre el papa y su ejército secreto, entre las intenciones de
uno y las acciones del otro, es fácil probar que eso no tiene fundamento. El caso de
Bailly revela mucho al respecto.
¿Qué leemos en La Croix del 29 de mayo de 1956? Nada menos que esto: «Como
anunciamos, Su Eminencia cardenal Feltin ordenó que se investigaran los escritos del
padre Bailly. Éste fundó nuestra publicación y la Maison de la Bonne Press. El texto
de tal ordenanza, fechada el 15 de mayo de 1956, dice»:

«Yo, Maurice Feltin, por la gracia de Dios y de la Santa Sede apostólica,


cardenal-sacerdote de la Santa Iglesia de Roma cuyo título es Santa María de
la Paz, arzobispo de París.
»En vista del plan que presentó la Congregación de los Agustinos de la
Asunción, y aprobado por nosotros, para introducir en Roma la causa del
siervo de Dios, Vincent-de-Paul Bailly, fundador de La Croix y Bonne Press.
»En vista de las disposiciones… e instrucciones de la Santa Sede respecto
al acto de beatificación e investigación de los escritos de siervos de Dios:
»“Hemos ordenado y ordenamos lo siguiente: Todo el que conoció a este
siervo de Dios o que pueda decimos algo especial acerca de su vida, debe
hacérnoslo saber… Todo el que posea escritos de este siervo de Dios debe
entregárnoslos antes del 30 de septiembre de 1956, ya sean libros impresos,
notas escritas a mano, cartas, memorandos aun instrucciones o consejos no
escritos por él, pero que él dictó Para todas estas comunicaciones designamos
al canónigo Dubois, secretario de nuestro arzobispado y promotor de fe para
esta causa”».[100]

He aquí un “siervo de Dios” que recibiría, en forma de halo, la justa recompensa


por sus servicios leales. Nos atrevemos a decir que respecto a sus “escritos”,
buscados tan cuidadosamente, el “promotor de fe” tendría mucho de qué escoger. En
cuanto al material “impreso”, la colección de La Croix —sobre todo entre 1895 y
1899— proporcionaría escritos muy edificantes.
Su actitud (la de los diarios católicos), y especialmente la de La Croix, constituye
para todas “las mentes instruidas y rectas” lo que Paul Violet, miembro católico del

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Instituto, llama un “escándalo indescriptible”. En el caso Dreyfus, este escándalo
apoya los errores más sorprendentes, el engaño y el crimen contra la verdad, la
rectitud y la justicia. Añade: «La corte de Roma y todas las cortes de Europa lo
saben».[101]
En realidad, la corte de Roma sabía más que ninguna otra. Como vimos, en 1956
no había olvidado las hazañas piadosas de este “siervo de Dios” mientras preparaba
su beatificación.
Sin duda, el promotor de fe le acreditó al futuro “santo” las famosas listas de
suscripciones en favor de la viuda del falsificador Henry, de las cuales Brugerette
dice: «Hoy, al considerar esos pedidos para restablecer la Inquisición, para perseguir
a los judíos y para asesinar a los defensores de Dreyfus, nos parece oír las ideas
delirantes de fanáticos salvajes y grotescos. No obstante, La Croix los presenta como
un gran espectáculo que consuela y anima».[102]
En vida, el padre Bailly no tuvo el gozo de ver cumplidos sus deseos para los
judíos, en manos de esos fanáticos sin control que seguían la esvástica. Sólo “desde el
cielo” pudo disfrutar de ese “gran espectáculo que consuela y anima”; aunque, allá
arriba, los espectáculos de esa clase son muy comunes, según afirman los
“instruidos”, y especialmente Santo Tomás de Aquino, el ángel de la Escuela:

«Para que los santos disfruten más de su bienaventuranza, y aumente su


gratitud a Dios, se les permite contemplar lo espantoso de la tortura de los
impíos… Los santos se regocijarán con los tormentos de los impíos».(Sancti
de poenis impiorum gaudebunt).[103]

Como vemos, el padre Bailly, fundador de La Croix, cumplió todos los requisitos
para ser santo: persiguió a los inocentes, maldijo a sus defensores, los entregó para
que fueran asesinados, apoyó con todas sus fuerzas la mentira y la iniquidad, provocó
discordias y odio. Ante los ojos de la Iglesia Romana, esas características eran títulos
firmes para recibir la gloria; por tanto, debemos entender por qué deseaba ponerle el
halo al autor de esos actos piadosos.
Sin embargo, surge la pregunta: “¿Es también este ‘siervo de Dios’ un hacedor de
maravillas? Pues, sabemos que para merecer tal promoción, uno debe haber realizado
milagros que se hayan comprobado”.
¿Qué milagros realizó el fundador y director de La Croix? ¿Fue acaso la
transmutación, ante sus lectores, de lo negro a blanco y de lo blanco a negro? ¿Haber
dicho una mentira como si fuera la verdad, y la verdad como si fuera mentira? Por
supuesto. Pero, un milagro mayor fue que persuadió a miembros del Estado Mayor (y
luego al público) de que, después de haber cometido un error, y habiéndose
descubierto éste, era para ellos un “honor” negar la evidencia; es decir, ¡transformó el
error en abuso de poder! Errare humanum est, perseverare diabolicum. El “siervo de

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Dios” no prestaba mucha atención a ese proverbio. En vez de permitir que lo
inspirara, lo escondió bajo su sotana. En realidad, la “mea culpa” era para los
feligreses comunes, no para los clérigos, y como vimos, tampoco para los jefes
militares que tienen confesores jesuitas.
El resultado deseado era exaltar las emociones partidistas y dividir al pueblo
francés.
El eminente historiador Pierre Gaxotte lo declara: «El caso Dreyfus fue el factor
decisivo… Al ser juzgado por oficiales, involucró a la institución militar… El
problema creció, se convirtió en conflicto político, dividió a familias y partió a
Francia en dos. Tuvo el efecto de una guerra religiosa… Creó odio contra los cuerpos
de oficiales… Inició el antimilitarismo».[104]
Cuando pensamos en la Europa de aquel tiempo, con Alemania excesivamente
armada y rodeada por sus dos aliados; cuando recordamos la responsabilidad del
Vaticano en los inicios de la guerra de 1941, no podemos creer que la disminución de
fuerzas en nuestro potencial militar no haya sido premeditado.
¿Cómo no nos dimos cuenta de que el caso Dreyfus comenzó en 1894, el año
cuando se realizó la alianza franco-rusa? Luego, los voceros del Vaticano hablaron
abiertamente del acuerdo con un poder “cismático” que, en su opinión, era un
escándalo. Incluso el monseñor Cristiani, “prelado de Su Santidad”, se atrevió a
escribir:

«Mediante políticas que no se consideraron sabiamente, nuestro país parecía


complacerse en provocar inclinaciones bélicas en su poderoso vecino
(Alemania)… De hecho, la alianza franco-rusa parecía amenazar con rodear a
Alemania».[105]

Para el respetable prelado, la triple alianza (Alemania, Italia, Austria-Hungría) no


era una amenaza para nadie y Francia estaba equivocada al no permanecer aislada
ante tal bloque. Siendo tres contra uno, el “golpe” hubiera sido más fácil y el Santo
Padre no habría tenido que lamentar en 19181a derrota de sus defensores.

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Capítulo 9
Los años previos a la Guerra: 1900-1914

El abad Brugerette escribió: «Bajo la imagen de Jesús crucificado, símbolo divino de


la idea de justicia, La Croix había cooperado apasionadamente con el trabajo de
engaño y crimen contra la verdad, la rectitud y la justicia».[106]
No obstante, al final la justicia triunfó. El abad Fremont, quien, al referirse al caso
Dreyfus, no temió mencionar la siniestra cruzada dirigida por Inocencio III contra los
albigenses, parecía ser un verdadero profeta cuando dijo:

«Los católicos están ganando y piensan que derrocarán a la República debido


alodio hacia los judíos. Pero, me temo que sólo se derrotarán a sí mismos».
[107]

Cuando la opinión pública estaba bien informada, la reacción era fatal. Ranc
había aprendido la lección en el caso Dreyfus cuando exclamó: «La República
destruirá el poder de las congregaciones o será estrangulada». En 1899 se formó un
ministerio de “defensa republicana”. El padre Picard —superior de los asuncionistas
—, el padre Bailly —director de La Croix— y otros diez miembros de esa orden
fueron llevados a juicio ante el tribunal de Seine, por violar la ley de las asociaciones.
La congregación de los asuncionistas fue disuelta.
El 28 de octubre de 1900 Waldek-Rousseau, presidente del Consejo, declaró en
un discurso en Toulouse: «Las órdenes religiosas, dispersas pero no reprimidas, se
formaron otra vez más numerosas y más militantes; cubren el territorio con la red de
una organización política, cuyos vínculos son innumerables y muy unidos como
vimos en un juicio reciente».
Al fin, en 1901, se aprobó una ley ordenando que ninguna congregación podía
formarse sin autorización, y las que no presentaran su solicitud dentro del tiempo
legal, serían disueltas automáticamente.
Estas regulaciones —tan naturales de parte de autoridades públicas que deben
controlar toda asociación establecida en su territorio— se presentaron ante los
católicos como un abuso intolerable. Un dicho afirma: «La casa de un hombre es su
castillo», pero la iglesia no lo acepta; la ley común no es para ella.
La oposición de los clérigos a que se aplicara la ley sería suficiente prueba de
cuánto se necesitaba. Esa resistencia llevó al gobierno a reforzar su actitud, sobre
todo bajo el ministro Combes. La intransigencia de Roma, en especial cuando Pío I
sucedió a León XIII, dio origen a la ley de 1904 que abolió a las órdenes dedicadas a
la educación.
A partir de entonces, la fricción entre el gobierno francés y la Santa Sede fue
constante. Además, se eligió al nuevo papa en circunstancias significativas.

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«León XIII murió el 20 de julio de 1903. Después de varias votaciones, el
cónclave reunido para nombrar a su sucesor le dio 29 votos al cardenal
Rampolla (se necesitan 42 para elegir a un papa). Entonces el cardenal
austríaco Puzyna se paró y declaró que Su Apostólica Majestad, el emperador
de Austria y rey de Hungría, estaba inspirado oficialmente para excluir al
secretario de estado de León XIII. Sabemos que el cardenal Rampolla
favorecía a Francia».[108]

Finalmente el cardenal Sarto fue elegido. Mediante la maniobra de Austria, que


tomó el lugar del Espíritu Santo para “inspirar” a los cardenales del cónclave, esa
elección fue una victoria para los jesuitas. El nuevo pontífice, descrito como una
mezcla de “sacerdote de pueblo y arcángel con una espada feroz”, era el perfecto tipo
de hombre que deseaba la Orden. Al respecto, Dansette declaró:

«Cuando amamos al papa, no limitamos el área en que puede y debe ejercer


su voluntad».[109]

En su primer discurso consistorial dijo: «Sabemos que muchos se asombrarán


cuando declaremos que necesariamente participaremos en la política. Pero, todo el
que desee ser justo puede entender que el Soberano Pontífice, investido por Dios con
autoridad suprema, no tiene el derecho de separar la política del campo de la fe y la
moral».[110]
Por tanto, tan pronto como Pío X subió al trono de San Pedro, públicamente
declaró que, en su opinión, la autoridad del papa debía sentirse en todas las áreas, y
que el clericalismo político no era sólo un derecho sino un deber. Como secretario de
estado escogió también a un prelado español, monseñor Merry del Val. Éste tenía 38
años de edad y, como él, apoyaba a Alemania y se oponía a Francia. Esto no nos
sorprende cuando leemos estas palabras del abad Fremont:

«Merry del Val, a quien conocí en el Colegio Romano, era el “discípulo


favorito de los jesuitas”».[111]

Pronto las relaciones entre la Santa Sede y Francia sintieron los efectos de tal
elección. El primer conflicto surgió por la nominación de obispos de parte del poder
civil.

«Antes de la guerra de 1870, la Santa Sede conocía los nombres de los nuevos
obispos sólo después que éstos eran nominados. Si el papa no aprobaba a
alguno, se reservaba el derecho de impedir que fuera obispo reteniendo la
institución canónica. Existían enormes dificultades ya que los gobiernos, bajo

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toda clase de régimen, eran cuidadosos para elegir a candidatos dignos del
oficio episcopal».[112]

Tan pronto como Pío X asumió el papado, Roma rechazó la mayoría de las
nominaciones para nuevos obispos. Además, según relata Dansette, el nuncio en
París, Lorenzelli, era «un teólogo que no seguía la diplomacia en forma apropiada y
era totalmente hostil hacia Francia». Algunos dirán: “¡Sólo fue uno más que se sumó
a los otros!” Pero su elección para ese cargo mostró claramente las intenciones de la
Curia romana en relación a Francia.
Esa hostilidad sistemática fue aún más evidente en 1904, cuando el presidente
Loubet fue a Roma, correspondiendo a la visita que Víctor Emmanuel III, rey de
Italia, le había hecho en París hacía un tiempo.
Loubet deseaba que también el Papa lo recibiera. Pero la Curia romana presentó
un supuesto “protocolo invencible”: «El papa no podía recibir a un jefe de estado que,
al visitar al rey de Italia en Roma, pareciera reconocer como legal la “usurpación” de
ese antiguo estado pontificio. Sin embargo, había precedentes: dos veces, en 1888 y
1903, un jefe de estado —y no de los menos importantes— había sido recibido en
Roma por el rey de Italia y el Papa. Por supuesto, no había sido el presidente de una
república, sino el emperador alemán Guillermo II… El mismo honor se le había
otorgado a Eduardo VII, rey de Inglaterra, y al zar.
La intención ofensiva del rechazo era evidente, y aun lo enfatizaron con un
mensaje que el secretario de estado, Merry del Val, envió a todas las cancillerías. Al
respecto, el autor católico Charles Ledre escribió:

«¿Podía la diplomacia pontificia ignorar el objetivo tan importante que había


tras la visita del presidente Loubet a Roma?».[113]

Por supuesto, el Vaticano conocía el plan para separar a Italia de sus socios de la
Triple Alianza: Alemania y Austria-Hungría, dos poderes germánicos que la Iglesia
de Roma consideraba como sus mejores armas seculares. Éste era el punto crucial y,
de hecho, la razón de los frecuentes arranques de ira del Vaticano.
Hubo también otros conflictos respecto a los obispos franceses, a los que Roma
consideraba demasiado republicanos. Al fin, cansados de los constantes problemas
por las violaciones del Vaticano a los términos del Concordato, el 29 de julio de 1904
el gobierno francés puso fin a las “relaciones que la Santa Sede había invalidado”.
El rompimiento de las relaciones diplomáticas llevó después a la separación de
iglesia y estado.
Dansette escribió: «Nos parece normal ahora que Francia mantenga relaciones
diplomáticas con la Santa Sede, y que el estado y la iglesia sigan el régimen de
separación. Las relaciones diplomáticas son necesarias porque, aparte de toda

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consideración doctrinal, Francia debe estar representada dondequiera que tenga
intereses que defender. Pero también se necesita la separación porque, en una
democracia fundada en la soberanía de un pueblo dividido por diversas creencias, el
estado sólo le debe libertad a la iglesia».[114] Luego el autor agrega: «Ésta es, al
menos, la opinión general».
Estamos de acuerdo con esta opinión razonable, sin olvidar, claro está, que el
papado nunca la aceptaría. En el transcurso de su historia, la Iglesia Romana nunca
dejó de proclamar su preeminencia sobre la historia civil, y al no poder imponerla
abiertamente, hizo todo lo posible para implantarla con ayuda de su ejército secreto:
la Compañía de Jesús.
Fue en esa época cuando el padre Wernz, general de la Orden, escribió: «El
estado está bajo la jurisdicción de la iglesia; por tanto, la autoridad secular está en
sujeción a la autoridad eclesiástica y tiene que obedecerla».[115]
Ésa es la doctrina de los intransigentes defensores de la teocracia, de los
consejeros y los que ejecutan sus órdenes. Éstos han llegado a ser tan indispensables
en el Vaticano que es imposible distinguir aun la más leve diferencia entre el “papa
negro” y el “papa blanco”; ambos son el mismo. Y, cuando nos referimos a la política
del Vaticano, simplemente nos referimos a la política de los jesuitas.
Junto con muchos otros observadores calificados, el abad Fremont admite esto
diciendo: «Los jesuitas dominan el Vaticano».[116]
Frente a la enorme oposición de los jesuitas —todopoderosos en la iglesia— a la
República, desde 1905 a 1908 el estado se vio forzado a aplicar la ley de la
separación con varias enmiendas. El objetivo de esta ley no era disminuir la riqueza
de la iglesia ni sus templos. Los fieles podían organizarse en asociaciones locales,
bajo la dirección del sacerdote para que los dirigiera. ¿Qué haría Roma?
«En la encíclica Vehementer (11 de febrero de 1906), Pío X condenó el principio
de separación y el de las asociaciones locales. Pero ¿fue más allá de los principios?».
[117] Pronto lo sabremos. A pesar del consejo del episcopado francés, el 10 de agosto

de 1906 rechazó todo el acuerdo mediante la encíclica Gravissimo.


Esto causó otra decepción a los católicos liberales. Brunetiere exclamó: «Cuando
pienso que lo que se les niega a los católicos franceses —sabiendo que tal negativa
desatará una guerra religiosa en nuestro pobre país que tanto necesita la paz—, se les
concede a los católicos alemanes, y que las “asociaciones locales” han estado
operando allí por 30 años para satisfacción de todos, no puedo evitar, como patriota y
como católico, sentirme muy indignado».[118]
Es cierto que hubo algunos problemas al hacer inventario de las propiedades de la
iglesia, pero no fue una guerra religiosa… Aunque los ultramontanos querían causar
conflicto, la población en general permaneció calmada cuando la iglesia prefirió
devolver al estado algunas de sus propiedades, en vez de someterse a las medidas
conciliatorias establecidas por la ley.
¿Entendió totalmente el escritor Brunetiere por qué la Santa Sede trataba en

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forma diferente a los católicos franceses y a los alemanes?
La Primera Guerra Mundial revelaría sus significación.
Aunque, con el Caso Dreyfus, los jesuitas habían trabajado eficazmente para
dividir al pueblo francés y debilitar el prestigio de su ejército, en Alemania estaban
haciendo lo opuesto.
Bismark, que en el pasado había promovido la Lucha Cultural contra la Iglesia
Católica, estaba recibiendo innumerables favores de ésta. El escritor católico Joseph
Rovan lo explica así:

«Bismark será el primer protestante que recibirá la “Orden de Cristo” con


joyas, uno de los más altos honores de la iglesia. El gobierno alemán permite
que diarios dedicados a ese fin, publiquen que el canciller estaría dispuesto a
defender las pretensiones del papa a una restauración parcial de su autoridad
temporal».[119]

«En 1886, el Centro —partido católico alemán— se mostró hostil a los


proyectos militares que presentó Bismark. León XIII intervino en los asuntos
internos de Alemania para apoyar al canciller. Su secretario de estado le
escribió al Nuncio de Munich: “En vista de la inminente revisión de la
legislación religiosa que, por buenas razones, creemos que se realizará de
manera conciliatoria, el Santo Padre desea que el Centro promueva los
proyectos de los militares en toda forma posible”».[120]

Joseph Rovan declara: «La diplomacia alemana interviene —es ya un antiguo


hábito— en el Vaticano para hacer que el papa ejerza su influencia sobre el Centro (el
partido católico), a fin de que apoye los proyectos militares… Los católicos alemanes
hablarán de la gran “misión política” de Alemania, que es a la vez una misión moral
universal… El Centro también se hace responsable de la prolongación de un reinado
débil que, con discursos de tono bélico sobre armamentos navales y otras arengas
bélicas, llevó a Alemania a una catástrofe… El Centro fue a la guerra (de 1914)
convencido de la rectitud, pureza e integridad moral de los líderes de su país, y de la
armonía de sus planes y programas con los planes de la justicia eterna».[121]
Como vemos, el papado había logrado implantar esa convicción. Además, como
el monseñor Fruhwirth dijo en 1914:

«Alemania es la base sobre la cual el Santo Padre puede y debe establecer


grandes esperanzas».

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PARTE V
El Ciclo Infernal
La Primera Guerra Mundial >>
Preparativos para la Segunda Guerra Mundial >>
La agresión alemana y los jesuitas: Austria, Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia
>>
El movimiento jesuita en Francia antes de la Guerra de 1939-1945 y durante ella >>
La Gestapo y la Compañía de Jesús >>
Los campos de la muerte y la cruzada antisemita >>
Los jesuitas y el Collegium Russicum >>
El Papa Juan XXIII se quita la máscara >>

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Capítulo 1
La Primera Guerra Mundial

A la furia que despertó en el Vaticano la alianza franco-rusa, tan evidente en el Caso


Dreyfus, y a la ira incitada por la unión francoitaliana, demostrada en el incidente de
Loubet, se añadió un amargo resentimiento por el “Entente Cordiale” [acuerdo de
amistad] con Inglaterra. Francia había decidido no oponerse sola a su “poderoso
vecino” ni a Austria y Hungría. Según el monseñor Cristiani, los líderes máximos de
la Iglesia Católica no vieron con agrado esa política tan “irracional e insensata”.
Porque, además de poner en peligro la “depuración radical” que necesitaba la Francia
atea, esa política apoyaba a la cismática Rusia, una oveja perdida cuyo retorno la
Iglesia Católica aún esperaba, aunque se necesitara una guerra para lograrlo.
Sin embargo, la Iglesia Ortodoxa permaneció firme en los Balcanes,
especialmente en Serbia. Ésta, por el tratado de Bucarest que puso fin a la guerra en
los Balcanes, se había convertido en centro de atracción para los eslavos del sur,
sobre todo a los que estaban bajo el yugo austríaco. Los ambiciosos planes del
Vaticano y el imperialismo apostólico de la dinastía Hapsburgo concordaban
perfectamente, tal como en el pasado. Debido a su creciente poder, Serbia empezó a
ser vista por Roma y Viena como el enemigo que debían derrotar.
Esto está registrado en un documento diplomático que se halló en los archivos
austríacos-húngaros. Respecto a los diálogos que el príncipe Schonburg tuvo en el
Vaticano en octubre y noviembre de 1913, al ministro austríaco Berchtold se le
informó lo siguiente:

«Entre los temas discutidos la semana pasada con el cardenal Secretario de


Estado (Merry del Val), como era de esperarse, surgió el asunto de Serbia.
Ante todo, el cardenal se alegró por nuestra actitud firme y oportuna en los
últimos meses. Durante la audiencia que tuve ese día con Su Santidad, el
Santo Padre, que inició la conversación mencionando los pasos enérgicos que
tomamos en Belgrado, él hizo algunos comentarios característicos. “Por
cierto, habría sido mejor —dijo Su Santidad— si Austria-Hungría hubieran
castigado a los serbios por todas las maldades que hicieron”».[1]

Por tanto, ya en 1913 se manifestaron claramente los sentimientos bélicos de


Pío X. Eso no nos sorprende si consideramos quiénes inspiraban la política romana.

«¿Qué debían hacer los Hapsburgo? Castigar a Serbia, una nación ortodoxa.
Eso hubiera incrementado el prestigio de Austria-Hungría y de la dinastía
Hapsburgo que, con los Borbones de España, eran los últimos partidarios de
los jesuitas. Sobre todo, hubiera aumentado el prestigio del heredero,

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Francisco Ferdinando. Para Roma, este asunto adquirió importancia casi
religiosa; la victoria de la monarquía apostólica sobre el zarismo se podría
considerar como una victoria de Roma sobre el cisma del este».[2]

La situación continuó en 1913. Sin embargo, el 28 de junio de 1914 el archiduque


Francisco Ferdinando fue asesinado en Sarajevo. El gobierno serbio no participó en el
crimen, cometido por un estudiante macedonio, pero fue la excusa perfecta para que
el esperador Francisco José atacara.

«El conde Sforza sostiene que el principal problema fue persuadir a Francisco
José de que la guerra era necesaria. El consejo del papa y su ministro fue lo
que más influyó en él».[3]

Este consejo, claro está, le fue dado al emperador; y fue el tipo de consejo que se
hubiera esperado de ese papa y su ministro, “discípulo favorito de los jesuitas”.
Mientras Serbia procuraba mantener la paz, cediendo a los deseos del gobierno
austríaco —que había enviado un mensaje amenazador a Belgrado—, el 29 de julio el
conde Palffy, representante austríaco ante el Vaticano, le entregó al ministro
Berchtold un resumen de su conversación del día 27 con el cardenal Secretario de
Estado, Merry del Val. Este diálogo trató de asuntos que perturbaban a Europa en
aquel tiempo.
El diplomático negó con desdén los rumores “imaginarios” sobre la supuesta
intervención del Papa, quien, al parecer, “había suplicado al emperador que librara a
las naciones cristianas de los horrores de la guerra”. Habiendo enfrentado esas
“absurdas” suposiciones, expresó la “verdadera opinión de la Curia” que le transmitió
el Secretario de Estado:

«Hubiera sido imposible detectar un espíritu de indulgencia y conciliación en


las palabras de Su Eminencia. Es cierto que calificó de severo el mensaje a
Serbia, pero lo aprobó totalmente y, en forma indirecta, expresó el deseo de
que la monarquía finalizara el trabajo. En verdad, agregó el cardenal, era una
lástima que no se hubiera humillado a Serbia mucho antes, porque entonces se
habría hecho sin grandes riesgos. Esta declaración concuerda con los deseos
del papa, que en los últimos años a menudo lamentó que Austria-Hungría no
hubiera “castigado” a su peligroso vecino del Danubio».[4]

Esto era lo opuesto a los rumores “imaginarios” sobre la intervención pontificia


en favor de la paz.
En realidad, el diplomático austríaco no fue el único que informó la “verdadera
opinión” del pontífice romano y su ministro.

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Un día antes, el 26 de julio, el barón Ritter, encargado de negocios ante el
Vaticano, había escrito a su gobierno:

«El papa está de acuerdo con Austria en tratar severamente a Serbia. No cree
que los ejércitos ruso y francés sean tan poderosos, y opina que no podrían
lograr mucho en una guerra contra Alemania. El cardenal Secretario de
Estado no sabe cuándo Austria podría declarar la guerra si no se decide
ahora».[5]

Por tanto, la Santa Sede estaba consciente de los “grandes riesgos” que
representaba una guerra entre Austria y Serbia, pero hizo todo lo posible por incitarla.
Al Santo Padre y a sus consejeros jesuitas no les importaba que las “naciones
cristianas” sufrieran. No era la primera vez que éstas eran usadas para beneficiar la
política de Roma. Al fin tenían la oportunidad anhelada de usar el arma secular
germánica contra la Rusia ortodoxa, contra la Francia “atea” que necesitaba una
“depuración radical”, y, como un beneficio adicional, contra la Inglaterra “hereje”.
Todo parecía prometer una guerra “emocionante y feliz”.
Pío X no vio el desarrollo ni el resultado de la guerra como esperaba. Murió
cuando ésta se iniciaba, el 20 de agosto de 1914. Pero 40 años después, Pío XII
canonizó a este augusto pontífice, y el Resumen de la Historia Santa, usado como
catecismo parroquial, le dedicó estas edificantes palabras:

«Pío X hizo todo lo posible para impedir que estallara la guerra de 1914, y
murió de angustia al prever los sufrimientos que causaría».

Si fuera una sátira, ¡nadie la habría planeado mejor!


Unos años antes de 1914, Yves Guyot, un verdadero profeta, declaró:

«Si estalla la guerra, escuchen, ustedes que creen que la Iglesia Romana es el
símbolo de orden y paz, y no busquen al culpable fuera del Vaticano: éste será
el instigador astuto, como en la guerra de 1870».[6]

Habiendo instigado la matanza, el Vaticano apoyó también con astucia a sus


defensores austríacos y alemanes durante la guerra. La incursión militar en Francia,
anunciada por el Káiser, fue detenida en el Mame y el agresor se vio forzado a
defenderse tras sus feroces ataques. Pero, al menos la diplomacia pontificia le
proveyó toda la ayuda posible. No debe sorprendemos ya que, al parecer, la Divina
Providencia se complacía en favorecer a los imperios centrales.
El cardenal Rampolla, considerado defensor de Francia —ya quien, por lo mismo,
un veto de Austria le impidió subir al trono pontificio—, falleció unos meses antes

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que Pío X. Fue, aparentemente, una muerte muy oportuna.
Pero ésta no fue la intervención total “de Dios”: Como había prometido antes de
la votación, el nuevo papa, Benedicto XV, nombró al cardenal Ferrata como
secretario de estado.
No obstante, el cardenal[7] ni siquiera tuvo tiempo de asumir totalmente su nuevo
cargo. Después de ocupar el puesto de secretario a fines de septiembre de 1914,
MURIÓ REPENTINAMENTE el 20 de octubre, víctima de una terrible indisposición luego
de un “REFRIGERIO LIGERO”.
«Estaba sentado frente a su escritorio y de pronto se sintió mal, desplomándose
como si le hubiera caído un rayo. Los sirvientes acudieron rápidamente para
atenderlo. El doctor, a quien llamaron de inmediato, se dio cuenta al instante de la
gravedad de la situación y solicitó una consulta rápida. Ferrata había comprendido lo
que estaba sucediendo y sabía que no tenía esperanza… Suplicó que no lo dejaran
morir en el Vaticano… La consulta médica se realizó en su hotel, con seis doctores…
Éstos rehusaron escribir un informe médico; el que se publicó no estaba firmado».[8]
Él no padecía de ningún tipo de malo enfermedad.

«El escándalo de esa muerte fue tal que no se pudo evitar una investigación.
Éste fue el resultado: En la oficina se había roto un frasco. Así se explicó la
presencia de vidrio pulverizado en el azucarero que usaba el cardenal. ¡El
azúcar granulada puede ser útil! Allí se detuvo la investigación…».[9]

El abad Daniel agrega que, días después, la salida repentina del criado del
cardenal fallecido provocó muchos comentarios, sobre todo porque él,
aparentemente, había trabajado para el Monseñor von Gerlach antes que su amo
ingresara a las Santas órdenes. Este prelado germánico y espía notorio huyó de Roma
en 1916. Luego fue arrestado y acusado de sabotear el barco de guerra italiano
Leonardo de Vinci, que explotó en la bahía de Tarente, causando la muerte de 21
oficiales y 221 marineros. Su juicio continuó en 1919. Von Gerlach no compareció y
fue condenado a 20 años de trabajo forzado.[10]
Con el caso de este “chambelán participante”, editor del Osservatore Romano,
tenemos una idea clara del estado de ánimo en las altas esferas del Vaticano.
Una vez más, el abad Brugerette describe el “ambiente de la Santa Sede”:
«Ningún obstáculo detiene a los profesores y clérigos en su esfuerzo para que el clero
italiano y el mundo católico de Roma respeten y admiren al ejército alemán, y
desprecien y aborrezcan a Francia».[11]
Ferrata, que prefería la neutralidad, había fallecido en el momento oportuno, y el
cardenal Gasparri pasó a ser secretario de estado. Éste, en perfecta armonía con
Benedicto XV, se esforzó para apoyar los intereses de los imperios centrales.

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«Considerando esto, no nos sorprende que el papa Benedicto XV, en los
meses siguientes, trabajara arduamente para mantener a Italia en el camino de
la intervención, lo que beneficiaría más a los jesuitas, amigos de los
Hapsburgo…».[12]

Al mismo tiempo, los aliados se habían desmoralizado grandemente, aunque no lo


expresaban.

«El 10 de enero de 1915, un decreto firmado por el cardenal Gasparri,


secretario de estado de Benedicto XV, ordenó que se observara un día de
oración para que reinara la paz… Uno de los ejercicios de piedad obligatorios
era rezar la oración que Benedicto XV había escrito… El gobierno francés
ordenó que se incautara el documento pontificio. Pensaban que esa oración
por la paz era una manifestación debilitante y destructiva, capaz de aminorar
el esfuerzo de los ejércitos en una época cuando las hordas alemanas estaban
siendo presionadas a abandonar el territorio, y el Káiser podía ver el
inminente castigo por sus crímenes imperdonables… El papa —se decía—
deseaba la paz de cualquier manera, aunque en ese tiempo sólo podía
favorecer a los imperios centrales. Al papa no le agradaba Francia; él era
“alemán”».[13]

Charles Ledre, otro escritor católico, lo confirma: «En dos ocasiones,


mencionadas en artículos famosos de La Revue de Paris, la Santa Sede, al pedir a
Italia y luego a los Estados Unidos que se mantuvieran alejados de la guerra, no sólo
deseaba que la guerra concluyera más rápidamente… Según el abad Brugerette,
apoyaba los intereses de nuestros enemigos y actuaba contra nosotros».[14]
Sin embargo, las acciones de los jesuitas y, por tanto, las acciones del Vaticano,
no sólo afectaron a Italia y a los Estados Unidos. Todo medio y todo lugar era bueno
para ellos.

«No nos sorprende, pues, que la diplomacia pontificia procurara desde el


principio que no recibiéramos alimentos, disuadiendo a los neutrales para que
no se pusieran de nuestro lado y destruir la unión del “Entente”… Nada era
insignificante si podía ayudar en esta tarea, y si producía paz al provocar
debilidad entre los aliados.
»Hubo algo peor: peticiones de una paz separada. Entre el 2 y el 10 de
enero de 1916, algunos católicos alemanes fueron a Bélgica —en nombre del
papa, dijeron— a predicar una paz separada. Los obispos belgas los acusaron
de mentir, pero el nuncio y el papa permanecieron callados…
»Entonces, la Santa Sede pensó unir a Francia y Austria, esperando así

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hacer que Francia firmara un acuerdo de paz separada, o demandarle que
negociara la paz general con sus aliados… Unas semanas después, el 31 de
marzo de 1917, el príncipe Sixto de Borbón entregó la famosa carta del
emperador Carlos al presidente de la República.
»Puesto que la maniobra falló en este lado de los Alpes, se tenía que
intentar nuevamente en otros lugares, en Inglaterra, en los Estados Unidos y
sobre todo en Italia…
»Destruir los poderes temporales del “Entente” para detener sus ataques, y
arruinar su prestigio moral a fin de debilitar su valentía y obligarlo a
negociar… Estas dos acciones conforman la política de Benedicto XV, y
todos sus esfuerzos han tenido y tienen el objetivo de destruirnos».[15]

Louis Canet, un conocido católico, escribió esas palabras. Y el abad Brugerette


escribió:

«Sólo cuatro años después, por las declaraciones de Erzberger publicadas en


Germania el 22 de abril de 1921, supimos que la propuesta de paz que el papa
proclamó, en agosto de 1917 fue precedida por un acuerdo secreto entre la
Santa Sede y Alemania».[16]

Otro dato interesante es que el diplomático eclesiástico que negoció el “acuerdo


secreto” fue el nuncio de Munich, monseñor Pacelli, futuro Pío XII.
Uno de sus apologistas, el jesuita Fernesolle, escribió: «El 28 de mayo (1917),
monseñor Pacelli presentó sus cartas de nombramiento al rey de Baviera… Procuró
arduamente obtener la cooperación de Guillermo II y del canciller Bethmann-Holveg.
El 29 de junio, el emperador Guillermo II recibió al monseñor Pacelli en su sede de
Kreuznach».[17]
Así, el futuro papa inició sus 12 años como nuncio en Munich y luego en Berlín,
tal como pensó realizar su trabajo. Durante esos años multiplicó las intrigas para
derrocar a la república alemana que se estableció después de la Primera Guerra
Mundial, y preparar la venganza de 1939 colocando a Hitler en el poder.
No obstante, cuando los aliados firmaron el tratado de Versalles en julio de 1919,
conocían tan bien el papel que había desempeñado el Vaticano en el conflicto, que
con cuidado lo mantuvieron alejado de la mesa de la conferencia. Lo más
sorprendente es que Italia, el estado más católico, fue el que insistió en tal exclusión.
«Mediante el artículo XV del pacto de Londres (26 de abril de 1915), que definía
la participación de Italia en la guerra, el barón Sonnino logró que los otros aliados
prometieran oponerse a toda intervención del papado en los arreglos para lograr la
paz».[18] Esta medida fue sabia pero insuficiente. En vez de aplicar las sanciones
contra la Santa Sede, que ésta merecía por haber provocado la Primera Guerra

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Mundial, los vencedores no hicieron nada para prevenir las futuras intrigas de los
jesuitas y del Vaticano. Veinte años después, tales intrigas condujeron a una catástrofe
aún peor, quizá la peor que el mundo haya conocido.

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Capítulo 2
Preparativos para la Segunda Guerra Mundial

En 1919, los hijos de Loyola cosecharon los frutos amargos de su política criminal.
Francia no había sucumbido a la “depuración radical”. El imperio apostólico de los
Hapsburgo —a los que incitaron para “castigar a los serbios”— se había
desintegrado, librando a los eslavos ortodoxos del yugo de Roma. Rusia, en vez de
volver al redil romano, se tornó marxista, anticlerical y oficialmente atea. Y, en el
caos, la invencible Alemania colapsó.
Sin embargo, por el orgullo característico de la Compañía, ésta jamás iba a
confesar un pecado. Cuando Benedicto XV falleció en 1922, estaba lista para
empezar otra vez con nuevas fuerzas. ¿Acaso no era todopoderosa en Roma?
Pierre Dominique declara:

«El nuevo papa, Pío XI, que según algunos es jesuita, intenta arreglar la
situación. Le pide al jesuita D’Herbigny que vaya a Rusia para reunir lo que
queda del catolicismo y, en especial, para ver qué se puede hacer. Es una
esperanza grande y vaga: reunir alrededor del pontífice al mundo ortodoxo
perseguido.
»En Roma hay 39 colegios eclesiásticos, cuya fundación marca la fecha
de importantes contraofensivas. De éstas, muchas fueron dirigidas y
realizadas por jesuitas: el colegio germánico (1552), inglés (1578), irlandés
(1628, restablecido en 1826), escocés (1600), estadounidense (1859),
canadiense (1888), etíope (1919, reconstituido en 1930).
»Pío XI crea el colegio ruso (Colegio Pontificio Ruso de Santa Teresa del
Niño Jesús) y lo pone bajo el cuidado de los jesuitas. Éstos controlan también
el Instituto Oriental, el Instituto de San Juan Damasceno, el colegio polaco y
después el colegio lituano. ¿No nos recuerda esto al padre Possevino, a Iván el
Terrible y al falso Demetrio? Se cumple así el segundo de los tres objetivos
principales del tiempo de Ignacio. Una vez más los jesuitas son los agentes
que inspiran y llevan a cabo tal operación».[19]

En la derrota sufrida, los hijos de Loyola vislumbran una esperanza. Al eliminar


la revolución rusa al zar, protector de la Iglesia Ortodoxa, ¿no ha decapitado al gran
rival, ayudando a que entre la Iglesia Romana? ¡Deben atacar mientras haya
oportunidad! Se crea entonces el famoso “Russicum” [colegio pontificio ruso] y sus
misioneros clandestinos llevan las Buenas Nuevas a ese país cismático.[19a] Un siglo
después de ser expulsados por el zar Alejandro I, los jesuitas emprenden otra vez la
conquista del mundo eslavo. Desde 1915 su general es Nalke van Ledochowski.
Dominique dice: «¡Algunos pensarán que veo jesuitas en todas partes! Pero me

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siento obligado a señalar su presencia y sus actos; a declarar que apoyaban la
monarquía de Alfonso XIII, cuyo confesor era el padre López; que, cuando se puso
fin a la monarquía española y quemaron sus monasterios y colegios, ellos estaban
ayudando a Gil Robles; después, cuando estalló la guerra civil, estaban con Franco.
En Portugal apoyaron a Salazar. En Austria y Hungría, donde el emperador Carlos
fue destronado tres veces (¿qué papel jugaron ellos en esos intentos de recuperar el
trono de Hungría? ¡Nadie lo sabe!), ellos mantenían el asiento listo, sin saber para
quién o para qué. Monseñor Seipel, Dolfuss y Schussnigg pertenecen a sus filas. Por
un tiempo soñaban con una gran Alemania, y una mayoría católica a la que los
austríacos tendrían que pertenecer necesariamente: una versión moderna de la antigua
alianza del siglo XVI, entre los Wittelsbach y los Hapsburgo. En Italia, apoyan
primero a Don Sturzo, fundador del partido popular, y luego a Mussolini… El jesuita
Tacchi Venturi, secretario general de la Compañía, actuó como intermediario entre
Pío XI —cuyos confesores eran los jesuitas Alissiardi y Celebrano— y Mussolini.

«En febrero de 1929, en el período del Tratado Laterano, el papa llamó a


Mussolini “el hombre que la Providencia nos permitió conocer”. Roma no
condenó lo que se conoce como la “agresión etíope” y, en 1940, el Vaticano
aún es el amigo sincero de Mussolini.
»Los jesuitas tienen en él un cuartel secreto. Desde allí observan a la
Iglesia Universal con el ojo frío y calculador del político».[20]

Esto resume perfectamente la actividad de los jesuitas entre las dos guerras
mundiales. El “cuartel secreto” de los hijos de Loyola era el cerebro político del
Vaticano. Los confesores de Pío XI eran jesuitas; los de su sucesor, Pío XII, también
fueron jesuitas y, además, alemanes. No importaba si el complot resultaba evidente:
al parecer, todo estaba listo para la venganza.
Pero, bajo el pontificado de Pío XI hubo un período de preparación. El “brazo
secular” germano, al ser derrotado, soltó la espada. Mientras esperaba tomarla otra
vez en sus manos, se preparaba en Europa un campo digno de sus futuras hazañas, y
antes debían detener el auge de la democracia.
Italia sería el primer campo de acción. Allí había un jefe socialista alborotador,
reuniendo a ex militares alrededor de él. Éste proclamaba una doctrina aparentemente
intransigente, pero, a pesar de sus alardes irracionales, poseía suficiente ambición y
lucidez para ver su situación precaria,
La diplomacia jesuita pronto lo ganaría para sus filas.
François Charles-Roux, del Instituto, y que era entonces embajador de Francia
ante el Vaticano, dijo: «Cuando el futuro Duce era sólo un simple diputado, el
cardenal Gasparri, secretario de estado, tuvo una entrevista secreta con él. El líder
fascista estuvo de acuerdo en que el papa debía ejercer soberanía temporal sobre una

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parte de Roma…

«Cuando el cardenal Gasparri me informó de la entrevista, concluyó


diciendo: “Con tal promesa, estuve seguro de que si este hombre subía al
poder, tendríamos éxito”.
»No mencionaré su relato sobre las negociaciones entre los agentes
secretos de Pío XI y Mussolini…».[21]

Estos agentes secretos —siendo el principal el jesuita Tacchi Venturi—


cumplieron muy bien su misión. No nos sorprende, sabiendo que dicho padre era
secretario de la Compañía de Jesús y confesor de Mussolini. Según el relato de
Gaston Gaillard, Halke von Ledochowski, general de su Orden, fue quien lo “dirigió”
a ganarse la simpatía del líder fascista.[22]

«El 16 de noviembre de 1922 el parlamento eligió a Mussolini con 306 votos


a favor y 116 en contra. Allí el grupo católico de Don Sturzo, que
supuestamente era demócrata cristiano, votó unánimemente por el primer
gobierno fascista».[23]

Diez años después, la misma maniobra tuvo un resultado similar en. Alemania.
Mediante sus votos, el Centro Católico del monseñor Kass aseguró la dictadura del
nazismo.
En 1922, Italia fue el terreno de prueba para la nueva fórmula del
conservadorismo autoritario: el fascismo, con un disfraz más elegante si las
circunstancias locales lo exigían, y algo de seudo socialismo. Desde ese momento,
todos los esfuerzos de los jesuitas del Vaticano procuraban difundir esta “doctrina” en
Europa, con una ambigüedad típica de ellos.
Ni la caída del régimen de Mussolini, ni la derrota ni la ruina fueron suficientes
para desacreditar, ante los demócratas cristianos italianos, al dictador con delirio de
grandeza que el Vaticano impuso en su país. Aunque lo repudiaron externamente, su
prestigio siguió intacto en el corazón de los clérigos. La prensa publicó lo siguiente:

«Esto hemos decidido: Los visitantes, al llegar a Roma para las


Olimpíadas de 1960, verán el obelisco de mármol que Benito Mussolini erigió
en su honor, porque domina el estadio olímpico desde las orillas del Tíber. El
monumento, de 33 metros de alto, lleva la inscripción ‹Mussolini-Dux›, y lo
adornan mosaicos e inscripciones que alaban al fascismo. La frase ‹Larga
vida al Duce› aparece más de 100 veces; y el lema, ‹Muchos enemigos
significan mucho ‘honor’›, se repite varias veces también. A cada lado del
monumento hay bloques de mármol, conmemorando los eventos principales

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del fascismo, desde la fundación de la publicación Popolo d’Italia por
Mussolini, hasta el establecimiento del imperio fascista —de muy corta
duración—, incluyendo la guerra en Etiopía. El plan era coronar el obelisco
con una estatua gigante de Mussolini —representado como un atleta desnudo
de casi 100 metros de alto. Pero el régimen cayó antes que este extraño,
proyecto se llevara a cabo.
»Después de un año de controversias, el gobierno de Segni ha decidido
que el obelisco del Duce debe permanecer».[24]

No importaban la guerra, la sangre que corría profusamente, las lágrimas y las


ruinas. Eran detalles sin importancia, pequeñas manchas en el monumento erigido
para la gloria del “hombre que la Providencia nos permitió conocer”, como lo
describió Pío XI.
Ningún defecto, error o crimen podía borrar su principal mérito: él restableció el
poder temporal del papa, proclamó al catolicismo romano como la religión del
estado, y, mediante leyes que aún están vigentes, le dio al clero poder total sobre la
vida de la nación.
El obelisco de Mussolini debía estar en el corazón de Roma para dar testimonio
de eso, para beneficio de turistas extranjeros que lo miraran con admiración, o burla;
y con la esperanza de que llegaran mejores tiempos y se erigiera al “atleta desnudo”
de 100 metros de alto, defensor simbólico del Vaticano.
El Tratado Laterano, con el que Mussolini le demostró su gratitud al papado, le
dio a la Santa Sede —aparte del pago de 1.750 millones de liras— la soberanía
temporal sobre el territorio de la ciudad del Vaticano. Monseñor Cristiani, prelado de
Su Santidad, explicó la importancia del evento:

«Ciertamente la Constitución de la ciudad del Vaticano era de primordial


importancia para establecer al papado como poder político».[25]

No perderemos tiempo intentando conciliar esta confesión con la frase tan


escuchada: “La Iglesia Romana no participa en política”. Sólo señalaremos la
posición singular que tiene en el mundo un estado que es secular y sagrado, y de
naturaleza ambigua, y las consecuencias de tal posición.
¿Cuáles son las astutas artimañas jesuíticas que emplea este poder; que, según las
circunstancias, usa su carácter temporal o el espiritual para estar exenta de las reglas
establecidas por las leyes internacionales?
Las naciones mismas han dado lugar a esos engaños y, al hacerla, ayudaron a que
el caballo de Troya del clericalismo penetrara en medio de ellas.
«El papa se identificaba demasiado con los dictadores»,[26] escribió François
Charles-Roux, embajador francés ante el Vaticano. Pero ¿podía esperarse algo

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distinto cuando la Santa Sede misma había elevado a esos hombres al poder?
Mussolini, el prototipo, inauguró esa serie de hombres “providenciales”,
individuos armados con espada que prepararían la venganza para 1918. Desde Italia,
donde el fascismo prosperó bajo el cuidado del jesuita Tacchi Venturi y sus acólitos,
se exportaría pronto a Alemania. «Hitler recibe su ímpetu de Mussolini; el ideal de
los nazis es el mismo que existía en Italia… Puesto que Mussolini está a la cabeza,
todos simpatizaban con Berlín… En 1923, su fascismo se une con el
nacionalsocialismo; él establece amistad con Hitler, proveyéndole armas y dinero».
[27]
En aquel tiempo, el monseñor Pacelli —futuro Pío XII y el mejor diplomático de
la Curia entonces— era Nuncio en Munich, capital de la Baviera católica. Allí
comenzó a elevarse la estrella del futuro dictador alemán; él también era católico,
como sus asociados más importantes. Respecto al país, cuna del nazismo, Maurice
Laporte nos dice: «Sus dos enemigos se llaman protestantismo y democracia».
Por tanto era comprensible la ansiedad que vivía Prusia.

«Es fácil imaginar el cuidado especial del Vaticano por Baviera, donde el
nacionalsocialismo de Hitler recluta a sus más fuertes contingentes».[28]

Quitarle a la Prusia “hereje” el control del “brazo secular” alemán, y transferirlo a


la Baviera católica, ¡qué hermoso sueño! El monseñor Pacelli hizo todo lo posible
para realizarlo, actuando en convenio con el líder de la Compañía de Jesús.

«Después de la otra guerra (1914-1918), el general de los jesuitas, Halke


von Ledochowski, concibió un vasto plan… crear, con o sin el emperador
Hapsburgo, una federación de las naciones católicas del centro y este de
Europa: Austria, Eslovaquia, Bohemia, Polonia, Hungría, Croacia y, por
supuesto, Baviera.
»Este nuevo imperio central debía pelear en dos frentes: por el este, contra
la Unión Soviética; por el oeste, contra Prusia, la Gran Bretaña protestante, y
la Francia republicana y rebelde. En esa época el monseñor Pacelli era nuncio
en Munich —entonces Berlín— y amigo íntimo del cardenal Faulhaber,
principal colaborador de Von Ledochowski. El plan de éste era el sueño de
juventud de Pío XII».[29]

Pero ¿era sólo un sueño de juventud? La Europa central que Hitler trató de
organizar se asemejaba mucho a este plan, sin la presencia de la Prusia luterana en
ese bloque —una minoría no peligrosa— y las zonas reconocidas de influencia que
—quizá temporalmente pertenecían a Italia. En realidad, era el plan de Ledochowski,
adaptado a las necesidades de ese tiempo; el Führer estaba tratando de realizarlo bajo

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el patrocinio de la Santa Sede, con ayuda de Franz von Papen, chambelán privado del
papa, y el nuncio de Munich, monseñor Pacelli.
Charles-Roux escribió: «En la época contemporánea, la política mundial nunca
sintió tanto la intervención católica como durante el ministerio del monseñor
Pacelli».[30]
«Ahora la Baviera católica, dijo Joseph Rovan, dará la bienvenida y protegerá a
todos los que siembran problemas, a los confederados y asesinos de la Santa Vehm».
[31]
Entre esos agitadores, los “regeneradores” de Alemania escogieron a Hitler, el
destinado a superar los “errores de la democracia” bajo el estándar del Santo Padre.
Por supuesto, él era católico como sus principales colaboradores.

«El régimen nazi es como el retorno al gobierno del sur de Alemania. Los
nombres y el origen de sus líderes lo muestran: Hitler es austríaco, Goreing es
bávaro, Goebbels es de la región del Rin, y así sucesivamente».[32]

En 1924, la Santa Sede firmó un Concordato con Baviera. En 1927, la Gaceta de


Colonia afirmó: «Pío XI es el papa más alemán que se haya sentado en el trono de
San Pedro».
Su sucesor, Pío XII, le quitó ese título. Pero, por el momento él estaba atendiendo
su carrera diplomática —o su carrera política— en esta Alemania por la cual, como le
dijo a Ribbentrop, “siempre sentiría un afecto especial”.
Al nombrársele nuncio en Berlín, trabajó con Franz von Papen para destruir a la
república de Weimar. El 20 de julio de 1932 se declaró estado de sitio en Berlín y los
ministros fueron expulsados por la fuerza de las armas. Ése fue el primer paso hacia
la dictadura hitleriana. Luego, se planearon nuevas elecciones que determinaron el
triunfo de los nazis.

«Goering y Strasser, con la aprobación de Hitler, contactaron al monseñor


Kass, jefe del partido Centro Católico».[33]

El cardenal Bertram, arzobispo de Breslau y primado de Alemania, declaró:


«Nosotros, cristianos y católicos, no reconocemos a ninguna religión o raza…».
Como muchos otros obispos, intentó advertir a los fieles acerca del “ideal pagano de
los nazis”. Obviamente este prelado no había entendido la política del Papa, pero
pronto se la enseñarían.
En 1934, el Mercurio de Francia publicó un estudio excelente:

«A principios de 1932, los católicos alemanes no creían haber perdido la


causa; pero, en la primavera, sus líderes no sabían qué pensar: les habían

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dicho que personalmente, el papa estaba a favor de Hitler.
»No debe sorprendemos que Pío XI simpatizara con Hitler… Según él,
Europa experimentaría estabilidad sólo por medio de la hegemonía de
Alemania… El Vaticano por mucho tiempo había pensado cambiar el centro
alrededor del cual giraba el Reich, mediante la unificación (Anschluss), y la
Compañía de Jesús trabajaba abiertamente con ese objetivo (plan de
Ledochowski), sobre todo en Austria. Sabemos ya que Pío XI dependía de
Austria para lograr lo que él llamaba su triunfo político. Tenía que evitar la
hegemonía de la Prusia protestante y, puesto que el Reich debía dominar a
Europa… tenía que reconstruir un Reich donde los católicos fueran los
amos…
»En marzo de 1933, los obispos de Alemania, reunidos en Fulda,
aprovecharon el discurso de Hitler en Potsdam para declarar: “Debemos
reconocer que el máximo representante del gobierno del Reich, que es a la vez
líder del movimiento nacionalsocialista, presentó declaraciones públicas y
solemnes por las cuales se reconoce la inviolabilidad de la doctrina católica, el
trabajo y los derechos inmutables de la iglesia… Von Papen se dirigió a
Roma. Este hombre, con un pasado maligno, llega a ser un peregrino piadoso
con la misión de concluir un Concordato con el papa (para Alemania entera).
También tendría que imitar la conducta de Mussolini hacia el Vaticano”».[34]

En ambos países sucedió lo mismo: en Italia, el partido católico de Don Sturzo


aseguró el ascenso de Mussolini al poder; en Alemania, el Centro de monseñor Kaas
hizo lo mismo por Hitler. Y, en ambos casos, un Concordato selló el pacto.
Rovan lo admite diciendo: «Gracias a Von Papen, el representante ante el Centro
desde 1920 y dueño de la publicación oficial del partido, Germania, Hitler subió al
poder el 30 de enero de 1933… El catolicismo político alemán, en vez de volverse
demócrata cristiano, tuvo que otorgarle poder total a Hitler el 26 de marzo de 1933…
Para votar a favor de poderes totales, se requería una mayoría de dos terceras partes,
y se necesitaban los votos del Centro para alcanzada».[35] El mismo autor agrega:
«Bajo el régimen nazi, en la correspondencia y declaraciones de dignatarios
eclesiásticos siempre hallaremos la ferviente aprobación de los obispos».[36]
Este fervor se explica fácilmente al leer lo que escribió Von Papen: «Los términos
generales del Concordato fueron más favorables que todos los demás acuerdos
similares que firmó el Vaticano», … «el canciller Hitler me pidió que le asegurara al
secretario de estado papal cardenal Pacelli que de inmediato callaría al clan
anticlerical»[37]
Esta promesa no se hizo en vano. En 1933, aparte de la masacre de judíos y los
asesinatos perpetrados por nazis, existían ya 45 campos de concentración en
Alemania, con 40.000 prisioneros de diversas opiniones políticas, pero mayormente
liberales. Von Papen, chambelán privado del Papa, definió perfectamente el

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significado del pacto entre el Vaticano y Hitler con esta frase, digna de grabarse: «El
nazismo es una reacción cristiana contra el espíritu de 1789».
En 1937, presionado por la opinión mundial, Pío XI “condenó” las teorías raciales
por ser incompatibles con la doctrina y los principios católicos. Lo hizo mediante lo
que sus apologistas, en forma divertida, llaman la “terrible” encíclica Mit brennender
Sorge. Allí se condena el racismo nazi, pero no a Hitler, su promotor: “Distinguio”. Y
el Vaticano se cuida de no denunciar el “ventajoso” Concordato que cuatro años antes
había concluido con el Reich nazi.
Mientras la cruz de Cristo y la esvástica cooperaban en Alemania, Benito
Mussolini emprendió la fácil conquista de Etiopía con la bendición del Santo Padre.

«El soberano pontífice no había condenado la política de Mussolini,


dejando al clero italiano en total libertad para colaborar con el gobierno
fascista… Los clérigos, desde los sacerdotes de parroquias humildes hasta los
cardenales, hablaban en favor de la guerra…
»Uno de los ejemplos más asombrosos fue el del cardenal arzobispo de
Milán, Alfredo Ildefonso Schuster (jesuita), quien llegó al extremo de
describir esta campaña como una cruzada católica».[38] Pío XI aclaró:
»“Italia considera que esta guerra se justifica por la apremiante necesidad
de expansión…”».
«Diez días después, cuando hablaba a una audiencia de ex militares,
Pío XI expresó el deseo de que se cumpliera el anhelo legítimo de una nación
grande y noble, de la cual —les recordó— descendía él».[39]

La agresión fascista contra Albania el Viernes Santo de 1939, se basó en el mismo


“razonamiento”, como relata Camille Cianfarra: «La ocupación italiana de Albania
fue de gran provecho para la iglesia… De una población de un millón de albaneses
que se convirtieron en súbditos de Italia, el 68% eran musulmanes, el 20% eran
griegos ortodoxos, y sólo el 12% eran católicos romanos… Desde el punto de vista
político, la anexión del país por un poder católico mejoraría la posición de la iglesia y
agradaría al Vaticano».[40]
En España, la Curia romana aún consideraba el establecimiento de la República
como una ofensa personal. «Nunca me atreví a mencionar el asunto de España a
Pío XI», escribió Charles-Roux. «Probablemente me hubiera recordado que los
intereses de la Iglesia en esa gran tierra histórica de España, eran tan solo asunto del
papado».[41]
Por tanto, a este “protegido territorio de cacería” se le dio un dictador, similar a
los que habían tenido éxito en Italia y Alemania. La aventura del general Franco
principió a mediados de julio de 1936. Pero, el 21 de marzo de 1934 ya se había
sellado el Pacto de Roma entre Mussolini y los jefes de los partidos reaccionarios de

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España; uno de ellos era Goicoechea, líder de Renovación Española. Con este pacto,
el partido italiano fascista se encargó de proveer a los rebeldes el dinero, equipo de
guerra, armas y municiones. Sabemos que hicieron aún más de lo prometido, y que
Mussolini y Hitler constantemente abastecían a la rebelión española con equipo,
aviones y “voluntarios”.
El Vaticano, pasando por alto su propio principio —los fieles deben respetar al
gobierno establecido—, oprimía a España con amenazas.

«El Papa excomulgó a los líderes de la república española y declaró guerra


espiritual entre la Santa Sede y Madrid. Luego, publicó la encíclica
Dilectissimi Nobis… El arzobispo Gomá, nuevo primado de España, declaró
la guerra civil».[42]

Los prelados de Su Santidad aceptaban sin problema los horrores de esta guerra
fratricida. El monseñor Gomara, obispo de Cartagena, interpretó muy bien los
sentimientos apostólicos de aquéllos al decir: «Benditos son los cañones si, en los
agujeros que éstos hacen, ¡el evangelio crece!».
El Vaticano incluso reconoció al gobierno de Franco el 3 de agosto de 1937 20
meses antes que finalizara la guerra civil.
Bélgica también estaba protegida por la Acción Católica, una organización
eminentemente ultramontana y jesuítica… ¡Tenían que preparar el terreno para la
venidera invasión de los ejércitos del Führer! Simulando una “renovación espiritual”,
el monseñor Picard (jesuita), el padre Arendt (jesuita), el padre Foucart (jesuita) y
otros predicaban diligentemente el evangelio fascista hitleriano. Un joven belga, que
cayó víctima de ellos como muchos otros, testificó: «En ese tiempo todos estábamos
obsesionados ya con cierto tipo de fascismo… La Acción Católica, a la que yo
pertenecía, simpatizaba con el fascismo italiano… Monseñor Picard proclamaba
abiertamente que Mussolini era un genio y deseaba con fervor un dictador… Se
organizaron peregrinajes para favorecer los contactos con Italia y el fascismo.
Cuando fui a Italia con 300 estudiantes, al retornar a casa todos nos saludaban al
estilo romano y cantaban Giovinezza».[43]
Otro testigo declara: «Después de 1928, el grupo de Leon Degrelle colaboró
regularmente con el monseñor Picard… [Éste] consiguió ayuda de Leon Degrelle
para una misión muy importante: administrar una nueva casa de publicaciones en el
centro de la Acción Católica. A esta casa editora se le puso un nombre que pronto se
hizo famoso: Rex…

«El clamor por un nuevo régimen se multiplicó… Los resultados de esta


propaganda en Alemania eran observados con mucho interés. En octubre de
1933, un artículo en el Vlan nos recordó que en 1919 sólo había siete nazis, y

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que Hitler los trajo años después, sin otro recurso sino su talento para la
publicidad… Habiéndose fundado con principios similares, el equipo rexista
inició un activo programa de propaganda en el país. Sus reuniones pronto
atrajeron a centenares, y luego a miles de personas».[44]

Por supuesto, al igual que Mussolini con el fascismo, Hitler había traído al nuevo
nacionalsocialismo mucho más que talento para la publicidad; ¡trajo el apoyo del
papado!
Siendo tan solo una pálida sombra de aquellos dos, Leon Degrelle —líder del
Christus Rex— recibió también el mismo apoyo, pero con un propósito muy distinto,
ya que su trabajo fue abrirle las puertas de su país al invasor.
Raymond de Becker dice: «Yo colaboré con el Avant-Garde… Esta publicación
(del monseñor Picard) procuraba romper los lazos que unían a Bélgica, Francia e
Inglaterra».[45]
Sabemos cuán rápidamente el ejército alemán derrotó a la defensa belga,
traicionada por la quinta columna clerical. Tal vez recordemos también que el apóstol
de “Christus Rex”, vistiendo el uniforme alemán y acompañado de mucha publicidad,
“peleó en el frente del este” a la cabeza de sus Waffen SS, reclutados principalmente
entre la juventud de Acción Católica; luego, una retirada oportuna le permitió llegar a
España. Pero, antes expresó con libertad sus sentimientos “patriotas” por última vez.
Maurice de Behaut escribió: «Hace diez años (en 1944) el puerto de Anvers,
tercero en importancia en el mundo, cayó casi intacto en manos de las tropas
británicas… Cuando parecía que terminarían los sufrimientos y privaciones de la
población, cayó sobre ella el invento nazi más diabólico: las bombas voladoras V1 y
V2. Este bombardeo, el más prolongado en la historia —día y noche durante seis
meses—, se mantuvo oculto por orden del cuartel de los aliados. Por eso, aún hoy, la
mayoría de la gente ignora el martirio que sufrieron las ciudades de Anvers y Liege.

«En la víspera del primer bombardeo (12 de octubre), algunas personas


habían oído por Radio Berlin las alarmantes declaraciones del traidor rexista,
Leon Degrelle: “Le pedí a mi Führer —exclamó— 20.000 bombas voladoras.
Éstas castigarán a un pueblo necio. Les prometo que convertirán a Anvers en
una ciudad sin puerto, o en un puerto sin ciudad».

«Desde ese día los bombardeos aumentaron, causando catástrofes y


destrucción, mientras el traidor Degrelle gritaba por Radio Berlin,
prometiendo cataclismos aún más terribles».[46]

Así se despidió de su tierra natal aquel producto cruel de Acción Católica. Siendo
un discípulo obediente del monseñor jesuita Picard; del padre jesuita Arendt; etc., el

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líder de “Christus Rex” siguió estrictamente las reglas papales.
«Los hombres de la Acción Católica —escribió Pío XI— no cumplirían su deber
si, al presentárseles la oportunidad, no intentaran dirigir la política de su provincia y
de su país».[47]
Leon Degrelle cumplió su deber, y el resultado —como vimos— fue proporcional
a su celo.
En el libro de Raymond de Becker leemos: «Acción Católica halló en Bélgica a
hombres excepcionales para dirigir sus asuntos, tales como el monseñor Picard (el
más importante)… el canónigo Cardijn, fundador del movimiento “jocista”, un
hombre visionario y de muy mal carácter…»[48]
Éste juró que nunca había “visto ni oído” a su compañero Leon Degrelle. Por
tanto, los dos líderes de la Acción Católica belga, que trabajaban bajo el báculo del
cardenal Van Roey, ¡al parecer nunca se habían conocido! ¿Cómo ocurrió ese
milagro? Por supuesto, el ex canónigo no lo explica. Luego, Pío XII lo nombró
monseñor y director de los movimientos “jocistas” para el mundo entero.
Otro milagro: El monseñor Cardijn nunca conoció al reprensible líder de Rex
durante el gran congreso descrito por Degrelle:

«Recuerdo el gran congreso de la Juventud Católica en Bruselas en 1930. Yo


estaba detrás del monseñor Picard, que estaba al lado del cardenal Van Roey.
Unos 100.000 jóvenes marcharon frente a nosotros durante dos horas,
vitoreando a las autoridades religiosas reunidas sobre la plataforma…».[49]

¿Dónde estaba escondido el líder de la Juventud Obrera Católica, cuyas tropas


estaban participando en esa marcha gigantesca? ¿Hubo un decreto especial de la
Providencia, condenando a esos dos hombres a estar juntos sin verse, tanto en
plataformas oficiales como en el centro de la Acción Católica al que ambos iban
constantemente?
El monseñor Cardijn, que era jesuita, va más lejos. Pretende también haber
peleado “verbalmente” con el rexismo.
En realidad, Acción Católica era una organización peculiar. Los líderes de sus dos
“movimientos” principales, J.O.C. y Rex, no sólo jugaban a las escondidas en los
pasillos, sino que uno podía “pelear” contra lo que el otro hacía, con la total
aprobación de la jerarquía.
Esto es indisputable: El monseñor Picard mismo puso a Degrelle como líder de
Rex, bajo la autoridad del cardenal Van Roey y del nuncio apostólico, monseñor
Micara. Así, según Cardijn, «él desaprobaba lo que hacían sus colegas de la Acción
Católica, bajo el patrocinio —al igual que él— del primado de Bélgica y sin ninguna
consideración por el nuncio, su “protector y respetado amigo”, de acuerdo con
Pío XII».[50]

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La afirmación es severa. Es más evidente aún al ver, después que Hitler invadió
Bélgica, la actitud de personas como el monseñor Cardijn y sus colegas, que luego
repudiaron a Degrelle y el rexismo. En un libro que quedó “oculto” tras ser publicado,
el líder mismo del Rex nos refrescó la memoria —como veremos después— y hasta
donde sabemos, nunca se refutó lo que él dijo.

«Siendo un cristiano ferviente, conocedor de la interacción entre lo


espiritual y lo temporal, no habría considerado colaborar (con Hitler) sin
consultar con las autoridades religiosas de mi país… Solicité una entrevista
con Su Eminencia, el cardenal Van Roey… Una mañana el cardenal me
recibió en forma amigable en el palacio obispal de Malines… A él lo
impulsaba un fanatismo agresivo y total… Si hubiera vivido unos siglos antes,
habría cantado el Magnificat al dar cuenta de los infieles con su espada, o a
las ovejas desobedientes de su redil las hubiera quemado o arrojado a los
calabozos del convento. Puesto que era el siglo XX, sólo contaba con el
báculo, pero con él hacía un gran trabajo. Para él, todo era importante si
contribuía a los intereses de la iglesia: si algo era bueno, lo apoyábamos, pero
destruíamos lo malo. La iglesia tenía muchos medios de “servicio”: obras,
partidos, periódicos, cooperativas agrícolas (Boerenbond), instituciones
bancarias que aseguraban el poder temporal de la institución divina…
»Ahora puedo decir sinceramente lo que quiso decir el cardenal: “La
colaboración era lo correcto; en realidad, lo único que toda persona sensible
haría”. Durante la entrevista, ni siquiera consideró que pudiera existir otra
actitud. Para el cardenal, la guerra había concluido en el otoño de 1940. No
mencionó la palabra “inglés” ni expresó la suposición de una posible
recuperación aliada… El cardenal no pensaba que, políticamente, fuera
posible algo aparte de la colaboración… No objetó ninguno de mis conceptos
y proyectos… Él podría haberme advertido —o debería haberlo hecho— si
consideraba que mis ideas políticas se estaban desviando, ya que fui a él en
busca de consejo… Antes de irme, el cardenal me dio su bendición paternal…
»En el otoño de 1940, otros católicos dirigieron la mirada hacia la torre de
San Rombaut… Muchos fueron al palacio obispal para pedir consejo al
monseñor Van Roey, o a sus allegados, respecto a la moralidad, utilidad o
necesidad de la colaboración…
»Más de mil burgomaestres católicos, todos los secretarios generales,
aunque fueron escogidos cuidadosamente, se adaptaron de inmediato a la
nueva Orden… Todas esas personas buenas que fueron encarceladas o
atacadas en 1944, quizá en 1940 se preguntaban: ¿Qué piensa Malines? Pero,
quién hubiera imaginado que ni Malines, ni sus obispos ni sus sacerdotes
habían podido aquietar sus mentes.
»De cada diez colaboracionistas belgas, ocho eran católicos…

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»Durante esas semanas cruciales por la decisión que debía hacerse,
Malines y los otros obispados nunca nos enviaron, a mí y a los otros
colaboracionistas, ningún consejo escrito o verbal en contra.
»Aunque no sea agradable, ésa es la verdad. La actitud del alto clero
católico, en general, fortalecía la convicción de los feligreses de que la
colaboración era perfectamente compatible con la fe… En Vichy, tras la
entrevista de Hitler con Marshal Petain, los prelados franceses más
importantes se tomaron fotografías con éste y Pierre Laval. En París, el
cardenal Baudrillart declaró públicamente que era colaboracionista.
»En Bélgica, el cardenal Van Roey permitió que uno de los sacerdotes más
famosos de Flandes —su principal intelectual católico—, el abad Verschaeve,
durante una sesión solemne del senado el 7 de noviembre de 1940, declarara
en presencia de un general alemán, el presidente Raeder: “El deber del
Concilio Cultural es edificar el puente que una a Flandes y Alemania…”.
»El 29 de mayo de 1940, un día después de la rendición, el cardenal Van
Roey describió la invasión como un regalo del cielo:
»“Pueden estar seguros —escribió a los feligreses— de que presenciamos
en este momento una intervención excepcional de la divina Providencia, que
está mostrando su poder por medio de grandes eventos”.
»Así, Hitler parecía ser un instrumento purificador que castigaba
providencial mente al pueblo belga».[51]

Algo muy similar ocurría en nuestro país (Francia), donde constantemente se nos
recordaba que “la derrota es más fructífera que la victoria”, como antes de 1914,
cuando se deseaba para Francia un purificador “sangrado profundo”.

«En estas memorias que fueron olvidadas —o desechadas— encontramos


también detalles muy interesantes acerca del Boerenbond, la gran maquinaria
católica, política y financiera del cardenal Van Roey, que financió
extensamente al sector flamenco de la Universidad de Louvain…».[52]

«La casa publicadora Standaard mantenía ocupadas sus prensas,


imprimiendo los llamados más colaboracionistas del V.N.V. (Vlaamsch
Nationalist Verbond). Muy pronto el negocio estaba ganando mucho dinero…
Siendo profundamente católicos y pilares de la iglesia de Flandes, los líderes
de Standaard no se hubieran animado a colaborar a menos que el cardenal les
hubiera dado primero su bendición clara y directa.
»Lo mismo ocurrió con toda la prensa católica…».[53]

El objetivo de esos esfuerzos era dividir a Bélgica, como nos lo recuerda el

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escritor católico Gaston Gaillard:

«Los católicos de habla flamenca y los católicos autonomistas de Alsacia


justificaban su actitud, por el apoyo tácito que la Santa Sede daba siempre a la
propaganda alemana. Al referirse a la memorable carta de Pío XI a su
secretario de estado, el cardenal Gaspari, el 26 de junio de 1923, quedaron
convencidos de que Roma aprobaba la política que ellos seguían, y, por
supuesto, Roma no trató de contradecirlos. ¿No había apoyado hábilmente el
nuncio Pacelli a los nacionalistas alemanes, y fomentado la población
“oprimida” de la Alta Silesia? ¿No había aprobado la iglesia las
conspiraciones autonomistas de Alsacia, Eupen, Malmedy y Silesia, y no
siempre en forma discreta? Por tanto, los flamencos fácilmente podían ocultar
sus acciones contra la unidad de Bélgica tras las directivas romanas…».[54]

En 1942, el papa Pío XII le pidió a su nunciatura en Berlín que trasmitiera sus
condolencias a París por la muerte del cardenal Baudrillart; así mostró que, para él,
era un hecho la anexión del norte de Francia por parte de Alemania. Confirmó una
vez más el “apoyo tácito” que la Santa Sede, y él en particular, dieron siempre a la
expansión alemana.
Ahora sólo podemos sonreír burlonamente al ver a los jesuitas de Su Santidad
criticando algo tan obvio, y rechazando toda complicidad con la quinta columna que
ellos mismos organizaron, en especial con Degrelle. Éste, encerrado en su refugio por
saber demasiado, recordaba los famosos versos de Ovidio: «Mientras seas feliz,
tendrás muchos amigos. Cuando aparezcan las nubes, solo estarás».[55]
Las siguientes declaraciones del jesuita Fessard nos hacen sonreír:

«En 1916 y 1917 esperamos impacientemente los refuerzos de Estados


Unidos. En 1939 vimos con tristeza que, aun después de declararse la guerra,
muchos estadounidenses tenían un concepto favorable de Hitler, en especial
los católicos. En 1941 y 1942, nos preguntábamos otra vez si Estados Unidos
intervendría o no».[56]

Al parecer, el Santo Padre observó “con tristeza” los resultados que sus hermanos
jesuitas habían logrado en los Estados Unidos. La razón era que —y este es un hecho
histórico— el Frente Cristiano, un movimiento católico que se oponía a la
intervención norteamericana, era dirigido por el jesuita Coughlin, conocido por su
apoyo a Hitler.

«A esta organización religiosa no le faltaba nada y, desde Berlín, recibía


abundante material de propaganda preparado por la oficina de Goebbel.

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»A través de su publicación Justicia Social y programas radiales, el padre
Coughlin —apóstol de la esvástica— alcanzaba a un vasto público. También
supervisaba “células de comando” secretas en los principales centros urbanos,
dirigidos conforme a los métodos de los hijos de Loyola y capacitados por
agentes nazis».[57]

Un documento secreto del juicio de Wilhelmstrasse aclara el siguiente punto: «Al


estudiar la evolución del antisemitismo en los Estados Unidos, notamos que el
número de oyentes de los programas radiales del Padre Coughlin, conocido por su
antisemitismo, supera los 20 millones».[58]
¿Debemos recordar las acciones del jesuita Walsh, agente del papa, decano de la
facultad de ciencias políticas en la Universidad de Georgetown, criadero político de
la diplomacia estadounidense, y celoso propagandista de la política alemana?
En aquel tiempo, el general de la Sociedad de Jesús era, casualmente, Halke von
Ledochowski, ex general del ejército austríaco. Sucedió al prusiano Wernz en 1915.
¿Acaso el R. P. Fessard olvidó también lo que La Croix escribió durante la guerra,
diciendo en especial: «Nada se ganará con la intervención de tropas del otro lado del
canal y del Atlántico?».[59]
¿No recuerda él el siguiente telegrama de Su Santidad Pío XII: «El papa envía su
bendición a La Croix, la voz del pensamiento pontifical?».[60]
Ante tanto olvido, ¿debemos concluir que los miembros de la Sociedad de Jesús
tienen mala memoria? Sin embargo, ni de sus enemigos recibieron este tipo de
censura. Notemos que el R. P. Fessard sólo en 1957expresó sus temores patrióticos
respecto a los años 1941-1942. Sus “meditaciones libres” durante 15 años tuvieron
cierto resultado, volviendo a leer un pasaje de los Ejercicios Espirituales. Éste dice
que «si la Iglesia declara que lo que ve negro es blanco, el jesuita debe estar dispuesto
a concordar con ella, aunque sus sentidos le indiquen lo contrario».[61]
En ese aspecto, el R. P. Fessard parece haber sido un jesuita excelente.
El 7 de marzo de 1936, Hitler llevó al ejército conocido como Wehrmacht a la
región desmilitarizada del Rín, violando así el pacto de Locarno. El 11 de marzo de
1938 se llevó a cabo la unión de Austria y Alemania, y, por medio del Reich en
Munich, el 29 de septiembre del mismo año Francia e Inglaterra impusieron la
anexión de Sudetenland en Checoeslovaquia.
El Fuhrer había subido al poder gracias a los votos del Centro Católico sólo cinco
años antes, pero la mayoría de los objetivos revelados cínicamente en Mein Kampf
(Mi lucha) ya se habían realizado. Este libro, un desafío insolente a las democracias
occidentales, fue escrito por el jesuita Staempfle y firmado por Hitler. Aunque
muchos lo ignoran, la Sociedad de Jesús fue la que perfeccionó el famoso programa
pangermanista que se presentó en esa obra, y el Fuhrer lo apoyó.

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Capítulo 3
La agresión alemana y los Jesuitas:
Austria, Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia

Veamos cómo se preparó la unión o Anschluss:


Primero, gracias a la sincronía “providencial”, cuando Mussolini tomó el poder en
Italia con ayuda de Don Sturzo —jesuita y líder del partido católico—, el monseñor
jesuita Seipel llegó a ser Canciller de Austria. Ocupó ese cargo hasta 1929, con una
interrupción de dos años, conduciendo la política interna de Austria por un camino
reaccionario y clerical. Al ser imitado por sus sucesores, el país fue absorbido por el
bloque alemán. Debido a su represión sangrienta en los levantamientos de la clase
obrera, se ganó el apodo de Keine Milde Kardinal o “Cardenal Inmisericorde”. «En
los primeros días de mayo de 1936, Von Papen inició negociaciones secretas con el
canciller austríaco Schussnigg. Aprovechando el punto débil de éste, le mostró lo
ventajoso que la reconciliación con Hitler resultaría para el Vaticano. El argumento
quizá parezca extraño, pero Schussnigg era muy devoto y Von Papen era el
chambelán del papa».[62] Así, el chambelán privado dirigió la operación que, el 11 de
marzo de 1938 terminó con la renuncia del devoto Schussnigg (discípulo de los
jesuitas), siendo sustituido por Seyss-Inquart, líder de los nazis austríacos. El
siguiente día, después de la llegada de las tropas alemanas, el gobierno títere de
Seyss-Inquart proclamó que Austria se unía al Reich. El arzobispo de Viena, el
cardenal jesuita Innitzer, recibió con entusiasmo ese acontecimiento. «El 15 de marzo
la prensa alemana publicó esta declaración del cardenal Innitzer: “Los sacerdotes y
feligreses deben apoyar sin titubear al gran Estado alemán y al Führer, cuya lucha
para establecer el poder, honor y prosperidad de Alemania armonizan con los deseos
de la Providencia”.

»Los periódicos imprimieron una copia de la declaración para disipar toda


duda sobre su autenticidad. En Viena y otras ciudades austríacas, también
pusieron copias en las paredes. Sobre su firma, el cardenal Innitzer había
escrito con su puño y letra: Und Heil Hitler.
»Tres días después, el episcopado austríaco dirigió una carta pastoral a sus
diocesanos. Esa carta, publicada por los diarios italianos el 28 de marzo, era
una adhesión directa al régimen nazi, ensalzando grandemente sus virtudes».
[63]

El cardenal Innitzer, máximo representante de la Iglesia Romana en Austria,


escribió en su declaración: «Invito a los líderes de organizaciones juveniles, a que se
preparen para unirse a la organización del Reich alemán».[64]
Por tanto, el cardenal y arzobispo de Viena, seguido por su episcopado, no sólo se

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unió a Hitler sino que le entregó a la juventud “cristiana” para que la capacitara con
los métodos nazis. Estos métodos habían sido “condenados oficialmente” en la
“terrible” encíclica Mit brennender Sorge.
El Mercurio de Francia con justa razón comentó: «Estos obispos no hicieron
solos una decisión que afecta a la Iglesia en su totalidad; la Santa Sede les dio
instrucciones que ellos simplemente obedecieron».[65]
Era obvio. ¿Qué otras “instrucciones” podían esperarse de la Santa Sede que puso
en el poder a Mussolini, Hitler y Franco y que en Bélgica creó el “Christus-Rex” de
Leon Degrelle?

«Por tanto, se comprende por qué autores ingleses como F. A. Ridley, Secker
y Warburg objetaban la política de Pío XI, que favoreció a los movimientos
fascistas en todo lugar».[66]

Respecto a la unión (Anschluss), Charles-Roux explica por qué la iglesia la


apoyaba: «Ocho millones de católicos austríacos, unidos a los católicos del Reich,
harían que el cuerpo de católicos alemanes hiciera sentir su importancia».[67]
Polonia estaba en la misma situación que Austria cuando Hitler, tras invadirla,
anexó parte de ella en el nombre de la madre patria. A la Santa Sede tenía que
agradarle la idea de tener unos millones más de católicos para reforzar al contingente
alemán bajo el dominio romano, a pesar de su amor por el “querido pueblo polaco”.
En realidad, no protestó por el cruel reagrupamiento de los católicos en Europa
central según el plan de Halke von Ledechowski, general de los jesuitas.
Los turiferarios con licencia del Vaticano les recuerdan a sus lectores que en la
encíclica Summi Pontificatus, Pío XII “protestó” contra la agresión. Pero ese
documento absurdo —como todos los de su clase—, de no menos de 45 páginas, sólo
contiene una frase al final en relación a Polonia y la dominación de Hitler. Y, esa
breve mención es un consejo al pueblo polaco para que rece mucho a la virgen María.
Hay un marcado contraste entre las pocas y trilladas palabras de condolencia, y las
páginas de elogio dedicadas a la Italia fascista y a la exaltación del Tratado Laterano.
Este tratado fue firmado por la Santa Sede y Mussolini, colaborador de Hitler que, en
el tiempo cuando el Papa escribía su encíclica, dio un mensaje vergonzoso desafiando
al mundo, comenzando con estas palabras: «¡Liquidata la Polonia!».
Pero ¿qué riesgos se corren al usar esas palabras sin sentido al predicar a los
convertidos? ¿Y cuántos querrían examinar tales referencias?
No obstante, al estudiar el comportamiento del Vaticano al respecto; ¿qué vemos?
En primer lugar, el nuncio en Varsovia, monseñor Cortesi, insta al gobierno polaco a
cederle todo a Hitler: Danzig, el corredor, los territorios donde viven las minorías
alemanas.[68] Luego, el Santo Padre ayuda al agresor cuando intenta que París y
Londres ratifiquen la separación de una parte extensa de su “amada Polonia”.[69]

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Para los que se sorprenden por esa conducta hacia un país católico,
mencionaremos un precedente famoso: después de la primera división de Polonia en
1772 —una catástrofe en la que las intrigas de los jesuitas tuvieron parte importante
—, el papa Clemente XIV, al escribirle a la emperatriz María Teresa de Austria,
expresó su satisfacción diciendo:

«La invasión y división de Polonia no se llevaron a cabo sólo por razones


políticas; fue por el bien de la religión y porque, para el provecho espiritual de
la iglesia, era necesario que la corte de Viena extendiera su dominio sobre
Polonia tanto como fuera posible».

Obviamente no hay nada nuevo bajo el sol, sobre todo en el Vaticano. En 1939 no
fue necesario cambiar ni una palabra en esa cínica declaración, aparte del “provecho
espiritual de la iglesia”, que consistía entonces de varios millones de católicos
polacos que se unieron al Gran Reich.
Esto explica fácilmente la parsimonia de las condolencias papales en Summi
Pontificatus.
En Checoslovaquia, el Vaticano hizo un trabajo aún mejor: a Hitler le proveyó
uno de sus prelados, un chambelán privado que sería la cabeza de ese estado satélite
del Reich.
El Anschluss había causado gran conmoción en Europa. Desde entonces, la
amenaza hitleriana se cernía sobre Checoslovaquia y se hablaba de una posible
guerra. Pero, en el Vaticano a nadie parecía preocuparle. Veamos lo que relata
Charles-Roux:

«A mediados de agosto yo había intentado persuadir al Papa para que hablara


en favor de la paz —una paz justa, por supuesto… Mis primeros intentos
fueron infructuosos. Pero desde principios de septiembre de 1938, cuando la
crisis internacional alcanzó su peor nivel, en el Vaticano empecé a recibir
impresiones tranquilizadoras que, en forma misteriosa, diferían con la
situación que empeoraba rápidamente».[70]

«Todos mis intentos —agrega el ex embajador francés— recibían la misma


respuesta de Pío XII: “Sería inútil, innecesario e inoportuno”. No podía
comprender su obstinación en permanecer callado».[71]

Los acontecimientos pronto explicarían su silencio. En primer lugar, el Reich, con


el apoyo del Partido Social Cristiano, anexó el Sudetenland; el acuerdo de Munich
ratificó la anexión y Checoslovaquia se dividió. Pero Hitler, que había decidido
respetar la integridad territorial, en realidad deseaba anexar los países checos

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independientes de Eslovaquia, y reinar sobre ellos mediante la persona que él
nombrara.
Era fácil para él lograr este objetivo, ya que la mayoría de los líderes políticos
eslovacos eran eclesiásticos católicos, según afirma Walter Hagen.[72] Entre éstos, el
jesuita Hlinka tenía a su disposición una “guardia” entrenada bajo los principios nazis
S.A. de los grupos de asalto.
Sabemos que, según la ley canónica, ningún sacerdote puede aceptar un cargo
público o poder político sin consentimiento de la Santa Sede.
El jesuita De Soras lo confirma y explica: «¿Cómo podía ser de otra manera? Ya
lo dijimos: un sacerdote, por el “carácter” que le confiere la ordenación, por las
funciones oficiales que ejerce en la iglesia y por la sotana que usa, está obligado a
actuar como católico, al menos cuando se trata de un acto público. Donde está el
sacerdote, está la iglesia».[73]
Por tanto, en el parlamento checoslovaco había miembros del clero con el
consentimiento del Vaticano. Además, uno de esos sacerdotes tuvo que recibir
aprobación de la Santa Sede cuando el Führer lo invistió como cabeza del estado, y
luego le confirmó las más altas distinciones hitlerianas: la Cruz de Hierro y la
condecoración Águila Negra.
Como se esperaba, el 15 de marzo de 1939 Hitler anexó el resto de Bohemia y
Moravia, y puso “bajo su protección” a Eslovaquia, la república que había creado con
un trazo de su pluma. A la cabeza puso al monseñor jesuita Tiso, “que soñaba con
combinar el catolicismo con el nazismo”. Esta noble ambición se realizó fácilmente,
puesto que los episcopados alemanes y austríacos ya lo habían hecho. El monseñor
Tiso proclamó: «El catolicismo y el nazismo tienen mucho en común: trabajan lado a
lado para reformar al mundo».[74]
Ésa debió ser también la opinión del Vaticano, porque a pesar de la “terrible”
encíclica Mit Brennender Sorge, no discutió para aprobar al sacerdote dictatorial.

«En junio de 1940, Radio Vaticano anunció: “La declaración de monseñor


Tiso, jefe del estado eslovaco, proclamando su intención de formar a
Eslovaquia de acuerdo a un plan cristiano, tiene la total aprobación de la
Santa Sede”».[75]

«El régimen de Tiso en Eslovaquia afectó especialmente a la Iglesia


Protestante de ese país, que constituía la quinta parte de la población.
Monseñor Tiso trató de reducir al mínimo la influencia protestante, y aun
eliminarla… Los miembros influyentes de la Iglesia Protestante fueron
enviados a campos de concentración».[76]

Éstos podían considerarse afortunados al considerar la declaración de Wernz,

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general prusiano de los jesuitas (1906-1915): «La iglesia puede condenar a los
herejes a la muerte, porque los derechos que tienen se deben sólo a nuestra
tolerancia».
Veamos cuál fue la bondad apostólica que el prelado dictatorial Tiso mostró a los
judíos: «En 1941, el primer contingente de judíos de Eslovaquia y del norte de Silesia
llegó a Auschwitz; desde el principio, los que no podían trabajar eran enviados a la
cámara de gas, en un cuarto del edificio donde estaban los hornos crematorios».[77]
¿Quién escribió esto? Un testigo que no podría ser refutado, Lord Russell, de
Liverpool, abogado judicial que estuvo en los juicios de los criminales de guerra.
Por tanto, la Santa Sede no le “prestó” uno de sus prelados a Hitler en vano. El
jefe de estado jesuita estaba realizando un buen trabajo, y por eso Radio Vaticano
expresó su satisfacción. Ser el primero en proveer prisioneros a Auschwitz constituía
una gran gloria para este hombre santo y para toda la Compañía de Jesús.
En realidad, ese triunfo fue total. Al realizarse la Liberación, los estadounidenses
entregaron al prelado a Checoslovaquia. Allí, en 1946, lo condenaron a la pena
capital y fue ejecutado en la horca, ¡la gloria para un mártir!

«Todo lo que hacemos contra los judíos, se debe al amor por nuestra nación.
El amor a nuestro prójimo y a nuestro país se ha convertido en una lucha
fructífera contra los enemigos del nazismo».[78]

En un país vecino, otro alto dignatario de la Iglesia Romana podría haberse


apropiado de esta declaración de monseñor Tiso. Porque, si los fundamentos de la
“Ciudad de Dios” eslovaca eran el odio y la persecución, según la inquebrantable
tradición de la Iglesia, ¡qué podría decirse del estado eminentemente católico de
Croacia, producto de la colaboración entre el asesino Pavelic y monseñor Stepinac,
con la ayuda del legado pontifical Marcone!
Retrocediendo a la conquista del Nuevo Mundo, tendríamos que unir los actos de
los aventureros de Cortés y de los monjes, igualmente violentos al procurar la
conversión de los nativos. Esos hechos podrían compararse a las atrocidades que
cometieron los ustashis, a quienes los clérigos fanáticos apoyaban, impulsaban y
daban órdenes. Lo que estos “asesinos en el nombre de Dios” —nombre muy
apropiado que les dio Herve Lauriere— hicieron, por más de cuatro años, sobrepasa
nuestra imaginación. Aunque los anales de la Iglesia de Roma contienen gran
cantidad de material al respecto, no pueden proporcionar el equivalente de lo que
ocurrió en Europa. ¿Es necesario agregar que el gran amigo de Ante Pavelic, un
hombre sediento de sangre, era el monseñor Stepinac, otro jesuita?
El pueblo francés supo de la organización terrorista de Croacia, los ustashis
dirigidos por Pavelic, debido al asesinato en Marsella del rey Alejandro I de
Yugoslavia y nuestro ministro de Asuntos Extranjeros, Louis Barthou, en 1934.

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«Puesto que el gobierno de Mussolini obviamente estaba involucrado en el crimen»,
[79] el gobierno francés demandó la extradición de Pavelic, que se había refugiado en

Italia. Por supuesto, el Duce no aceptó; la corte de Assize en Aix-en-Provence le


impuso la sentencia de muerte al líder de los ustashis estando él ausente.
Este líder de terroristas, contratado por Mussolini, “trabajó” para lograr la
expansión de Italia en la costa del Adriático. En 1941, cuando Hitler y Mussolini
invadieron Yugoslavia y la dividieron, colocaron a este supuesto patriota croata como
gobernante del estado satélite que crearon con el nombre de “Estado Independiente
de Croacia”. El 18 de mayo de ese año, en Roma, Pavelic le dio la corona de ese
estado al duque de Spoleto, que adoptó el nombre de Tomislav II. Éste nunca pisó el
territorio de su reino falso y manchado de sangre.

«Ese mismo día, Pío XII concedió una audiencia privada a Pavelic y sus
“amigos”; uno de ellos era el monseñor Salis-Seis, vicario general del
monseñor Stepinac.
»La Santa Sede no temía dar la mano a un criminal comprobado y
sentenciado a muerte, en ausencia, por la muerte del rey Alejandro I y Louis
Barthou, ¡un líder terrorista que tenía en su conciencia los crímenes más
horrendos! De hecho, el 18 de mayo de 1941, cuando Pío XII recibió a
Pavelic y a su banda de criminales, la masacre de croatas ortodoxos estaba en
su apogeo, a la vez que lograban conversiones forzadas al catolicismo».[79a]

El sector de la población que perseguían era la minoría serbia, como explica el


autor Walter Hagen: «Gracias a los ustashis, el país pronto se transformó en un caos
sangriento… El odio mortal de los nuevos amos estaba dirigido hacia los judíos y
serbios, considerados oficialmente como criminales… Pueblos y aun regiones eran
totalmente asolados en forma sistemática… Puesto que la antigua tradición quería
que Croacia y la fe católica, y Serbia y la Iglesia Ortodoxa fueran sinónimos, a los
creyentes ortodoxos se les obligaba a unirse a la Iglesia Católica. Con esas
conversiones forzadas se completó la “croatización”».[80]
El Ministro del Interior Andrija Artukovic fue el principal organizador de las
masacres y conversiones forzadas. Sin embargo, según un testigo que ocupaba un alto
cargo, él se defendía “moralmente”.
Cuando el gobierno yugoslavo solicitó su extradición de los Estados Unidos,
donde se había refugiado, alguien habló en su favor: el jesuita Lackovic, que también
residía en los Estados Unidos y era secretario del monseñor Stepinac, arzobispo de
Zagreb durante la última guerra.
«Artukovic —declara el jesuita— era el vocero laico del monseñor Stepinac.
Entre 1941 y 1945, no pasó ni un día sin que él viniera a mi oficina o sin que yo fuera
a la suya. Él pedía consejo del arzobispo respecto a todas sus acciones, en lo

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concerniente al aspecto moral».[81]
Al conocer cuáles eran las “acciones” de este verdugo, nos damos cuenta de la
clase de consejo “moral” que le daba monseñor Stepinac.
Las masacres y “conversiones” continuaron hasta que se realizó la Liberación, y
la buena voluntad del Santo Padre hacia los asesinos jamás cambió.
Sería interesante leer, en los diarios católicos de Croacia de aquel tiempo, el
intercambio de halagos entre Pío XII y Pavelic, el Poglavnik a quien monseñor Saris,
arzobispo jesuita de Sarajevo y poeta en su tiempo libre, dedicó versos impregnados
de gozosa adoración.
Pero, eran sólo una muestra de cortesía: «Monseñor Stepinac llegó a ser miembro
del parlamento ustashi.[82] Usaba las decoraciones de los ustashis, asistía a las
manifestaciones ustashis oficiales en las que incluso daba discursos… «¿Cómo puede
sorprendemos, entonces, que el estado satélite de Croacia tratara al monseñor
Stepinac con tanto respeto, o que la prensa ustashi lo alabara? Es obvio que sin el
apoyo del monseñor Stepinac en lo religioso y político, Ante Pavelic jamás hubiera
recibido ese grado de colaboración de los croatas católicos».[83]
Para comprender el alcance total de esa colaboración, tenemos que leer la prensa
católica croata: Katolicki Tjednik, Katolick List, Hrvatski Narod y muchas otras
publicaciones que parecían competir en su afán por adular al sangriento Poglavnik.
Pío XII, complacido de que fuera “católico practicante”, trataba bien aun a sus
cómplices.
El Osservatore Romano informa que el 22 de julio de 1941, el papa recibió a 100
miembros de la Policía de Seguridad Croata, dirigida por Eugen Kvaternik-Dido, jefe
de la policía de Zagreb. Este grupo de la S.S. croata, principales verdugos y
torturadores en los campos de concentración, fueron presentados al Santo Padre por
el autor de crímenes tan monstruosos que, su propia madre, dominada por la
desesperación, se suicidó.
La buena voluntad de Su Santidad Pío XII se explica fácilmente mediante el celo
apostólico de estos asesinos. En agosto de 1941, Mile Budak, otro “católico
practicante” y Ministro de Culto, dijo en Karlovac: «El movimiento ustashi está
basado en la religión. Todo nuestro trabajo se fundamenta en nuestra lealtad a la
religión y a la Iglesia Católica».[84]
El 22 de julio, en Gospic, el mismo Ministro de Culto definió muy bien el trabajo:
«Mataremos a algunos serbios, deportaremos a otros y obligaremos al resto a aceptar
la religión católica romana».[85]
Este programa perfecto se realizó al pie de la letra. Cuando la Liberación puso fin
a esa tragedia, 300.000 serbios y judíos habían sido deportados, y más de 500.000
habían sido masacrados. Además, usando este medio la Iglesia Romana había forzado
a 240.000 creyentes ortodoxos a unirse a ella… Éstos, al recuperar la libertad,
retornaron a la religión de sus ancestros.
Pero, para lograr esos terribles resultados, ¡qué horrores sufrió el infortunado

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país! La obra de Herve Lauriere, Assasins in the Name of God (Asesinos en el
nombre de Dios), describe las horrendas torturas que los ustashis —católicos
practicantes— infligían a sus pobres víctimas.
El periodista inglés J. A. Voigt escribió: «La política croata consistía en masacres,
deportaciones o conversiones. Cientos de miles de personas fueron asesinadas,
acompañando esas masacres con las torturas más crueles. Los ustashis arrancaban los
ojos a sus víctimas; luego, con ellos hacían guirnaldas para usarlas o regalarlas como
recuerdo».[86]

«En Croacia los jesuitas implantaron el clericalismo político».[87]

Éste es siempre el regalo que la famosa Compañía da a las naciones que la


reciben. El mismo autor agrega: «Con la muerte del tribuna croata Radic, Croacia
perdió a su principal oponente al clericalismo político, el cual adoptó la misión de la
acción católica definida por Friedrich Muckermann. En 1928, este jesuita alemán
conocido antes que llegara Hitler, en un libro —cuyo prólogo fue escrito por el
monseñor Pacelli— anunció lo que sucedería. Muckermann afirmó: «El papa apela
en favor de la nueva cruzada de la Acción Católica. Él es el guía que lleva el estándar
del reino de Cristo… La Acción Católica significa la unión del catolicismo mundial.
Debe vivir su edad heroica… La nueva época puede ser lograda por Cristo
únicamente mediante el precio de sangre».[88]
Diez años después, el que escribió el prólogo del libro de Muckermann estaba
sentado en el trono de San Pedro. Durante su pontificado, “la sangre por Cristo”
literalmente corrió en Europa, pero Croacia sufrió los hechos más atroces de esa
“nueva época”.
Algunos sacerdotes no sólo abogaban desde el púlpito en favor de las matanzas,
sino que marchaban al frente de los asesinos. Otros, además del ministerio sagrado,
ocupaban cargos como prefectos o jefes de la policía ustashi, y aun como jefes de
campos de concentración, donde los horrores cometidos no fueron superados ni por
los de Dachau o Auschwitz.
A la sangrienta lista de honor debemos añadir al abad Bozidar Bralo, el sacerdote
Dragutin Kamber, el jesuita Lackovic y el abad Ivan Salic, secretarios del monseñor
Stepinac, el sacerdote Nicolas Bilogrivic y numerosos franciscanos. De éstos, uno de
los peores fue el fraile Miroslav Filipovic, organizador de las masacres, y jefe y
verdugo en el campo de concentración de Jasenovac, el más maligno de esos
infiernos terrenales.
Filipovic sufrió el mismo fin que el monseñor Tiso en Eslovaquia.
Cuando llegó la Liberación, lo colgaron en la horca vistiendo la sotana. Muchos
de sus rivales, sin ansias de recibir la gloria como mártires, huyeron a Austria con los
asesinos a los que habían ayudado.

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¿Qué hizo la “jerarquía” ante la sed de sangre de muchos de sus subordinados?
La “jerarquía” —el obispado y su líder, monseñor Stepinac— votó en el
parlamento ustashi en favor de decretos sobre la conversión de los ortodoxos al
catolicismo, envió “misioneros” a los aterrorizados campesinos, convirtió a pueblos
enteros a la fuerza[89], confiscó propiedades de la Iglesia Ortodoxa serbia y, siguiendo
el ejemplo del papa Pío XII, sin cesar alabó y bendijo al Poglavnik.
En Zagreb, el representante personal de Pío XII era un monje eminente, el R. P.
Marcone. Este “Sancti Sedis Legatus” ocupaba el lugar de honor en las ceremonias
del régimen ustashi; además, se tomó fotografías con Pavelic —jefe de los asesinos—
y su familia en la casa de ellos, donde lo recibían como amigo. «Dime con quién
andas, y te diré quién eres».
Por tanto, siempre reinó la más sincera cordialidad entre los asesinos y los
clérigos. Por supuesto, muchos de éstos ocupaban ambos cargos y nunca se les
condenó por ello. «El fin justifica los medios».
Cuando Pavelic y sus 4.000 ustashis —incluyendo al arzobispo jesuita Saric, al
obispo Garic y 400 clérigos— abandonaron la escena de sus hazañas, huyendo a
Austria y luego a Italia, dejaron parte de sus “tesoros”: películas, fotografías,
mensajes grabados de Pavelic, cofres llenos de joyas, monedas de oro, platino y oro
de dentaduras, brazaletes y aros de matrimonio. Este botín, tomado de las pobres
víctimas que fueron asesinadas, estaba oculto en el palacio arzobispal, donde
posteriormente fue hallado.
Los fugitivos, por su parte, aprovecharon los servicios de la Comisión Pontifical
de Asistencia, creada para salvar a criminales de guerra. Esta institución de caridad
los ocultaba en conventos, principalmente en Austria e Italia; además, proporcionaba
pasaportes falsos a los jefes para que huyeran a naciones “amistosas”, donde pudieran
disfrutar en paz del fruto de sus robos. Esto hicieron en favor de Ante Pavelic, cuya
presencia en Argentina se descubrió en 1957, cuando fue herido en un atentado
contra su vida.
Tras ese incidente, el régimen dictatorial en Buenos Aires colapsó. Al igual que el
ex presidente Perón, su protegido tuvo que salir de Argentina. Pasando primero por
Paraguay, se dirigió a España, donde falleció el 28 de diciembre de 1959 en el
hospital alemán de Madrid. En esa ocasión, la prensa francesa recordó la carrera
sangrienta de Pavelic y —de modo más discreto— a los “cómplices poderosos” que
lo ayudaron a escapar del castigo.
Bajo el título «Belgrado demandó su extradición en vano», en Le Monde leemos:
«La escasa información publicada por la prensa esta mañana, revivió, en el pueblo
yugoslavo, recuerdos de un pasado lleno de sufrimiento, y amargura contra aquellos
que al esconder a Ante Pavelic por casi 15 años, obstruyeron el curso de la justicia».
[90]
Paris-Presse menciona el último refugio que se le brindó al terrorista, usando esta
frase breve pero significativa: «Terminó en un monasterio franciscano de Madrid».

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[91]
De allí, Pavelic fue llevado a un hospital donde pagó su deuda a la naturaleza,
pero no a la justicia, menospreciado por sus “cómplices poderosos” a quienes es fácil
identificar.
Monseñor Stepinac, que, según declaró, tenía la “conciencia limpia”, permaneció
en Zagreb, donde se le juzgó en 1946. Tras ser condenado a trabajo forzado, en
realidad sólo se le obligó a residir en su pueblo natal. El castigo era fácil de cumplir,
como se puede ver, pero la Iglesia necesita mártires. Pío XII incluyó al arzobispo de
Zagreb como miembro de su corte sagrada, confiriéndole el título de Cardenal en
reconocimiento por “su apostolado, que muestra la más pura nobleza”.
Conocemos ya el significado simbólico de la púrpura cardenalicia: quien la recibe
debe estar dispuesto a confesar su fe usque ad sanguinis effusionem, es decir, hasta
derramar sangre. No se puede negar que en Croacia hubo abundante derramamiento
de sangre durante el apostolado de este religioso, pero no fue la de él, sino la de
judíos y creyentes ortodoxos. Debe verse allí una “inversión de méritos”.

«En ese caso, no se puede cuestionar el derecho del monseñor Stepinac al


cardenalato. En la diócesis de Gornji Karlovac, que forma parte de su
arzobispado, de los 460 mil ortodoxos que vivían allí, 50 mil lograron
esconderse en las montañas; 50 mil fueron enviados a Serbia; 40 mil fueron
forzados a convertirse al catolicismo bajo el régimen de terror, y 280 mil
fueron masacrados».[92]

En Catholic France, del 19 de diciembre de 1958, leemos: «Para exaltar la


grandeza y el heroísmo de Su Eminencia cardenal Stepinac, el 21 de diciembre de
1958, a las 4:00 p.m., se llevará a cabo una gran reunión en la cripta de Sainte
Odile, 2, Avenida Stephane Mallarme, París 17. La presidirá Su Eminencia cardenal
Feltin, arzobispo de París. Tomarán parte el senador Emest Pezet y el R. P. Dragoun,
rector nacional de la Misión Croata de Francia. Su Excelencia monseñor Rupp
celebrará la misa y comunión».
De esta manera el cardenal Stepinac, un personaje nuevo e importante, enriqueció
la galería de los Grandes Jesuitas.
Otro objetivo de la reunión del 21 de diciembre de 1958 en la cripta de Sainte
Odile, fue el “lanzamiento” de un libro en defensa del arzobispo de Zagreb, escrito
por el R. P. Dragoun. Monseñor Rupp, coadjutor del cardenal Feltin, escribió el
prólogo. No podemos ofrecer aquí un análisis completo, pero diremos lo siguiente:
El libro, titulado El Expediente del Cardenal Stepinac, parecía prometer al lector
una exposición objetiva del juicio en Zagreb. En realidad, esta obra de 285 páginas
contiene discursos completos de los dos consejeros del arzobispo, acompañados por
extensas declaraciones del autor. No se mencionan, ni siquiera brevemente, los cargos
ni el discurso del fiscal.

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El R. P. Dragoun parecía ignorar el proverbio francés: Qui n’entend qu’une
cloche n’entend qu’un son (hay dos lados en toda historia). ¡A menos que él la
conociera muy bien!
En todo caso, la forma sistemática de ignorar el otro lado de la historia bastaría
para cerrar el debate.
Sin embargo, veamos las razones que dieron para retirarle los cargos al arzobispo
de Zagreb. Pero, consideremos antes esta pregunta: ¿Era el monseñor Stepinac el
metropolitano de Croacia y Eslovenia? El libro del R. P. Dragoun no nos da la
respuesta. En la página 142 de esa obra, leemos lo siguiente respecto a la copia de un
informe del monseñor Stepinac, cuya autenticidad cuestionó el abogado defensor:

«En el texto de la copia se describe al arzobispo como Metropolita Croatiae et


Slavoniae, pero el arzobispo no es metropolitano y nunca se presentó como
tal».

Eso aclararía el asunto si en la página 114 no aparecieran estas declaraciones de


Stepinac ante el tribunal:
«La Santa Sede a menudo recalcó que las naciones pequeñas y las minorías
nacionales tienen el derecho de ser libres. ¿No debería yo, como “arzobispo y
metropolitano”, tener el derecho de discutirlo?». Mientras más leemos, ¡menos
entendemos!
Pero, no tiene importancia. Como se nos recuerda una y otra vez, monseñor
Stepinac no podía influir en el comportamiento de su redil y su clero.
Para quienes mencionan los artículos de la prensa católica, alabando los logros de
Pavelic y de sus asesinos contratados, la respuesta es:

«Simplemente es absurdo responsabilizar al monseñor Stepinac por lo que


escribió un periódico».

¡Aunque ese periódico fuera el Katolicki List, la publicación católica más


importante de Zagreb, diócesis del monseñor Stepinac!
Por tanto, ni siquiera nos molestaremos en mencionar el Andjeo Cuvar (ángel de
la guarda) de los franciscanos; Glasnik Sv. Ante (La voz de San Antonio) de los
conventuales; Katolicki Tjednik (El semanario católico) de Sarajevo, del obispo Saric;
ni Vjesnik Pocasne Straze Srca Isusova (Publicación de la guardia de honor del
Corazón de Jesús) de los jesuitas.
Se afirma, pues, que monseñor Stepinac —“metropolitano en disputa”— no
influyó en esas publicaciones de las cuales era presidente, y que constantemente
competían entre sí para adular a Pavelic y su régimen sangriento.
Tampoco tenía autoridad —dicen ellos— sobre obispos ustashis como Saric,

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Garic, Aksamovic, Simrak, etc, que abundaban en alabanzas al Poglavnik y aplaudían
sus crímenes, ni sobre los Cruzados de Acción Católica —ayudantes de los ustashis
que forzaban las conversiones—, ni sobre los asesinos franciscanos, ni sobre las
monjas de Zagreb que marchaban con la mano alzada, haciendo el saludo a Hitler.
¡Qué jerarquía tan extraña, sin autoridad alguna sobre nada ni nadie!
Aunque el arzobispo se sentaba con 10 sacerdotes católicos en el parlamento
ustashi, eso no lo comprometía; o eso debemos suponer ya que se pasa por alto ese
dato.
Tampoco debemos censurarlo por presidir conferencias obispales o el comité para
aplicar el decreto acerca de la conversión de ortodoxos. En su apología explica
hábilmente el pretexto “humanitario” por el que muchas personas entraron a la Iglesia
Católica a la fuerza. Respecto a ese “terrible dilema” que enfrentó el monseñor
Stepinac, leemos: «Su deber pastoral era mantener intactos los principios canónicos;
pero, por otro lado, los disidentes que rehusaban aceptar el catolicismo eran
masacrados; por tanto, él aminoró la severidad de las reglas».
Quedamos aún más desconcertados al seguir leyendo: «Él trató de resolver este
dramático dilema en la circular del 2 de marzo de 1942, en la que ordenó a los
sacerdotes que examinaran bien los motivos para la conversión».
Realmente éste es un método extraño de “aminorar la severidad de las reglas” y
resolver el “dramático dilema”.
¿Estaba el monseñor Stepinac abriendo o cerrando las puertas de la Iglesia de
Roma a los falsos convertidos? Es imposible saberlo si sólo se consideran estos
argumentos de la defensa. Sin embargo, los abogados del arzobispo parecen indicar
que las estaba “cerrando” al declarar: «Los casos de re-bautismos eran escasos en el
territorio de la archidiócesis de Zagreb».[92a]
Lamentablemente, como dijimos, las estadísticas dicen lo contrario. Tan solo en
la diócesis de Gornji Karlovac, que forma parte del arzobispado de Zagreb, 40 mil
personas fueron bautizadas otra vez.
Es evidente que esos resultados sólo pueden obtenerse en conversiones masivas
de pueblos enteros, tales como Kamensko, en la misma archidiócesis del monseñor
Stepinac, donde 400 ovejas perdidas volvieron al redil romano en un día, “en forma
espontánea y sin presión alguna de las autoridades civiles y eclesiásticas”.
Entonces, ¿por qué ocultan esas cifras? Si se debían a los “sentimientos
caritativos” del clero católico de Croacia —no a la cínica explotación de terror—,
debían enorgullecerse… La verdad es que, el velo con que tratan de ocultar esas
infamias, es transparente y no lo suficientemente ancho. Para encubrir a Stepinac, hay
que poner a otros al descubierto: los obispos Saric, Garic y Simrak; los sacerdotes
Bilogrivic, Kamber, Bralo y sus asociados, los franciscanos y jesuitas, y finalmente la
Santa Sede.
Quizá debamos permitir que este extraño arzobispo disfrute de su “conciencia
limpia”; este primado de Croacia, supuestamente despojado de toda autoridad, que se

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atribuyó el título de “metropolitano” aunque no lo era, y que, para colmo, estaba
abriendo puertas cuando las estaba cerrando. Pero, a su lado había otro prelado firme
y corpulento, el R. P. Marcone, representante personal de Pío XII.
¿Estaba este “Sancti Sedis legatus” despojado también de autoridad sobre el clero
croata? ¡Nadie lo sabe! El expediente, tan hábilmente expurgado, no menciona a esta
gran persona. En verdad, podríamos ignorar por completo su existencia si no
contáramos con otra información, como fotografías que lo muestran oficiando en la
catedral de Zagreb, sentado entre los líderes ustashis y, sobre todo, comiendo con la
familia de Pavelic, el católico “practicante” que organizó las masacres.
Al ser confrontados por ese documento, no nos sorprende que encubrieran al
representante del Papa. ¡Los místicos lo llamarían “oscuridad iluminadora”! Pero, las
siguientes líneas del expediente revelan aún más:

«El procurador mismo, en su acta de acusación, menciona al secretario de


estado de la Santa Sede, cardenal Maglione, que en 1942 había aconsejado al
arzobispo Stepinac que entablara relaciones más cordiales y sinceras con las
autoridades ustashis».[92b]

Bastan esas palabras para poner fin a todo subterfugio.


La confabulación entre el Vaticano y los asesinos ustashis se ve claramente. La
Santa Sede instó al monseñor Stepinac a colaborar con aquéllos, y el representante
personal de Pío XII, al sentarse a la mesa de Pavelic, estaba poniendo en práctica la
orden pontifical: entablar relaciones sinceras y cordiales con los asesinos de judíos y
creyentes ortodoxos.
¡No nos sorprende!
Pero ¿qué opinan los jesuitas, quienes insisten que la cooperación constante de los
prelados de Su Santidad con los dictadores era una “opción” totalmente personal, no
dictada por el Vaticano?
Cuando el cardenal Maglione envió las recomendaciones antes mencionadas al
arzobispo de Zagreb, ¿estaba expresando su “opción personal” con el sello de su
cargo como secretario de estado?
La prueba —antes mencionada— de la confabulación entre la Santa Sede y los
ustashis, provista por Dragoun, pone fin a este capítulo.
Pero, veamos otra prueba de los sentimientos vehementes que se propagaban, y
aún se propagan, entre los seguidores de la Iglesia Católica Croata hacia los serbios
ortodoxos.
La Federación de Obreros Croatas de Francia envió una invitación a la solemne
reunión a celebrarse el domingo, 19 de abril de 1959,en el centro de la Confederación
General de Obreros Cristianos en París, para celebrar el décimo octavo aniversario de
la fundación del estado ustashi croata.
La invitación decía: “La ceremonia se iniciará con una santa misa en la Iglesia de

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Nuestra Señora de Loreto”. Sin embargo, después de esas palabras piadosas, el lector
quedaba desconcertado al leer esta exhortación directa: “¡MUERAN LOS
SERBIOS!”.[93]
Por tanto, el documento —de considerable importancia— expresaba pesar de que
no se hubiera matado a un número mayor de estos “hermanos en Cristo”.
El libro del R. P. Dragoun, rector de la Misión Croata en Francia, da a entender
que la recepción de los católicos franceses a los refugiados croatas no fue muy cálida.
En las páginas 59, 60, 280 Y 281, el autor menciona la “decepción dolorosa” de los
refugiados cuando “sus hermanos en la fe no mostraron comprensión al recibidos”.
Al considerar tal documento, es fácil entender esa falta de comprensión. Nos
complace que nuestros compatriotas, a pesar de esas invitaciones grandiosas, no
simpatizaron con esa piedad en la que el llamado a matar iba de la mano con la “santa
misa”, según la tradición romana y ustashi. Nos habría alegrado aún más si no
hubieran permitido imprimir y distribuir en París esos tratados violentos.
El 10 de febrero de 1960, el infame arzobispo de Zagreb, Alois Stepinac, falleció
en su pueblo natal, Karlovice, donde se le había ordenado residir. Su muerte le dio al
Vaticano la oportunidad de organizar una de esas manifestaciones espectaculares por
las que es conocido.
Puesto que muchos católicos no sabían del “caso” Stepinac, la Santa Sede se
esforzó para darle toda la pompa posible a esa apoteosis. El Osservatore Romano y
toda la prensa católica dedicaron muchas columnas para alabar al “mártir” y su
“testamento espiritual”, y para presentar los discursos de Su Santidad Juan XXIII,
proclamando “su respeto y afecto sobrenatural”. Estas razones —aunque el cardenal
no era parte de la Curia— motivaron al Papa a rendirle los honores de un servicio
solemne en San Pedro, Roma, donde le concedió también la absolución general. Para
completar la glorificación, la prensa anunció que pronto se iniciaría el proceso de
beatificación de esa persona ilustre.
Vale reconocer que merecía toda esa alabanza y aun la aureola por su “santa
obediencia”; él cumplió al pie de la letra la orden de la Santa Sede respecto a las
“relaciones sinceras y cordiales” que debía haber entre él y los ustashis
No obstante, esperamos que, aun entre los católicos, algunos disciernan que tras
la exaltación de este futuro santo, y su entierro bajo flores con los recuerdos
sangrientos de su “apostolado”, se encuentra el deseo del Vaticano de encubrir su
propio crimen.

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Capítulo 4
El movimiento Jesuita en Francia antes
de la Guerra de 1939-1945 y durante ella

Como vimos, la Acción Católica, con Leon Degrelle y sus asociados a la cabeza,
prepararon el camino para Hitler en la Bélgica del “Christus Rex”. En Francia se
realizó el mismo trabajo oculto. Empezó cuando Mussolini subió al poder y concluyó
en 1940, con el colapso de la defensa nacional. En Bélgica, se dijo que los “valores
espirituales” debían ser restaurados por el bien del país. Por tanto, se formó la
Federación Católica Nacional (FCN) bajo la presidencia del General Castelnau, y
unos tres millones de seguidores se unieron a ella. La elección del líder se hizo
astutamente. El general, de 78 años de edad, era un militar de gran prestigio personal.
Por supuesto, él desconocía el intenso programa de propaganda clerical fascista.
Es obvio que la FCN y la Acción Católica en general eran jesuitas. Pero, sabemos
también que a los Padres, cuyo mayor pecado es el orgullo, les agrada poner su firma
en todas sus creaciones. Y, eso hicieron en la FCN al consagrar a este ejército católico
al Sagrado Corazón de Jesús, una adoración establecida por la Compañía. Fue desde
su basílica, ubicada en la colina de Montmartre, de donde Ignacio de Loyola y sus
compañeros partieron para conquistar el mundo.
Un libro sobre la FCN, cuyo prólogo escribió el R. P. Janvier, ha preservado para
la posteridad el acto de consagración que el antiguo general leyó “en el altar”.
Citaremos sólo algunas frases:

«Sagrado Corazón de Jesús: Los líderes y representantes de los católicos


franceses, postrados ahora ante ti, han reunido y organizado la Federación
Católica Nacional para restablecer tu reino en esta tierra… Todos nosotros,
los presentes y los ausentes, no siempre hemos sido irreprensibles…
Llevamos la carga de los crímenes que la nación francesa cometió contra ti…
Es, pues, con el objetivo de reparar y expiar, que hoy presentamos ante ti
nuestros deseos y propósitos, y la resolución unánime de restablecer en toda
Francia tu soberanía sagrada y real, y liberar las almas de sus hijos de una
enseñanza sacrílega… No retrocederemos ante esta lucha para la cual te has
dignado armamos.
»Deseamos dirigir y dedicar todo a tu servicio…
»Sagrado Corazón de Jesús: Te imploramos, por medio de la virgen
María, que recibas el homenaje…»[94]

El mismo autor católico enumera los “crímenes de la nación francesa”:


Palabras y directrices fatídicas: el socialismo es condenado… el liberalismo es
condenado… León XIII mostró que la libertad de culto es injustificable. El papa

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también mostró que no se puede otorgar justificadamente la libertad de palabra y
expresión… Por tanto, no se puede conceder la libertad de pensamiento, prensa,
enseñanza y culto que algunos consideran como derechos naturales del ser humano…
«Debemos —dijo Pío XI— restablecer estas enseñanzas y reglas de la iglesia».
Ése era el principal objetivo de la FCN bajo el control de la jerarquía, garantizado
por la descentralización de los comités diocesanos.

«En Acción Católica, como en la guerra, la famosa palabra del General


Castelnau es aún legítima: “Adelante”».[95]

Estaba claro y explícito. Uno sabía qué esperar al leer las palabras de Pío XI: «La
Acción Católica es el apostolado de los fieles…». (Carta al cardenal Van Roey, 15 de
agosto de 1929).
Realmente era un apostolado extraño, pues consistía en rechazar todas las
libertades que las naciones civilizadas valoraban, y en ser los patronos del evangelio
totalitario. ¿Es este “el derecho de comunicar a otras mentes los tesoros de la
redención”? (Pío XI, “Non abbiamo bisogno”).
En Bélgica, Leon Degrelle y sus amigos —héroes de Acción Católica—
difundieron estos “tesoros de la redención”… revisados y actualizados por el jesuita
Staempfle, el discreto autor de Mein Kampf.
Lo mismo sucedió en Francia, donde apóstoles laicos, «uniéndose a la actividad
del apostolado jerárquico». (Pío XI, “Dixit”), se dedicaron a organizar otra
“colaboración”. Leamos lo que escribió al respecto Franz van Papen, chambelán
privado del papa y mano derecha del Führer:

«Nuestra primera reunión se celebró en 1927, cuando una delegación


alemana —a la que tuve el honor de pertenecer— llegó a París para la
“Semana Social del Instituto Católico” bajo la presidencia del monseñor
Baudrillart. Ese primer contacto fue fructífero, marcando el inicio de un
prolongado intercambio de visitas entre personajes importantes de Francia y
Alemania.
»De parte de Francia, en esas conferencias estuvieron los jesuitas Delattre,
de la Briere y Denset».[96]

Más adelante, el apóstol agrega que por momentos «esta conferencia de católicos
alcanzó niveles sobrehumanos de grandeza».
Esa “grandeza” llegó a su apogeo el 14 de junio de 1940, el día en que la bandera
adornada con la esvástica flameó victoriosamente sobre París. Sabemos que
Goebbels, jefe de la propaganda hitleriana, señaló esa fecha tres meses antes, el 14 de
marzo, y que la ofensiva alemana empezó el 10 de mayo.

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La precisión del anuncio no es tan asombroso como pudiera parecer.

«Éste es el informe secreto del agente 654 J.56 que trabaja para el
Servicio Secreto alemán, quien envió estos datos a Himmler: ‹París, 5 de julio
de 1939. Puedo declarar que en Francia, la situación está ahora en nuestras
manos. Todo está listo para el día J y todos nuestros agentes están en sus
puestos. Dentro de unas semanas, la fuerza policial y el sistema militar caerán
como un juego de naipes›.
»Muchos documentos secretos relatan que los traidores habían sido
escogidos mucho tiempo antes. Hombres como Luchaire, Bucard, Deat,
Doriot… y Abel Bonnard (de la Academia Francesa)».[97]

(Éste huyó a España durante la Liberación. El 1 de julio de 1958 volvió a Francia


y se entregó a las autoridades, pero el presidente del Tribunal Supremo de Justicia de
inmediato lo dejó en libertad en forma temporal).
El libro de Andre Guerber —una obra muy bien documentada detalla los pagos
que el S.R. alemán dio a esos traidores. Éstos en verdad se ganaron ese dinero porque
realizaron un trabajo muy eficaz.
Además, el ambiente se había preparado por mucho tiempo. A fin de “regenerar”
la Tierra, como deseaba Acción Católica, habían producido toda una generación de
dictadores aprendices bajo el modelo de Leon Degrelle; hombres como Deat, Bucard
y Doriot que —según Guerber— era el “agente 56 BK del Servicio Secreto alemán”.
De este grupo heterogéneo, él era también el más apreciado por el arzobispado y
quienes los apoyaban… y por supuesto, por Hitler, que después le otorgó poder total
en Sigmaringen.
Doriot era la gran estrella. Pero, para el futuro inmediato, y para manejar
cautelosamente la transición —tras la derrota prevista y deseada—, se necesitaba a
otro hombre: un líder militar respetado, que pudiera encubrir el desastre y presentarlo
como la “recuperación nacional”.
En 1936 el canónigo Coube escribió: «El Señor que levantó a Carlomagno y a los
héroes de las Cruzadas, aún puede levantar salvadores… Entre nosotros debe haber
hombres que Él ha marcado con Su sello y que serán revelados cuando llegue su
tiempo… Entre nosotros debe haber clérigos que trabajarán en las grandes
restauraciones nacionales. Pero ¿qué necesitan para cumplir esta misión? Cualidades
naturales como inteligencia y carácter; también cualidades sobrenaturales, es decir, la
obediencia a Dios y a Su Leyes indispensable, porque esta labor política es, ante todo,
moral y religiosa. Estos salvadores son hombres con corazones generosos que
trabajan sólo para la gloria de Dios».[98]
Cuando el discípulo de Loyola expuso estas ideas políticas y religiosas, sabía
quién sería ese “salvador” piadoso. Como dice François Ternand, su nombre no era

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un secreto entre los clérigos y fascistas.

«Se inició una campaña astuta y persistente en favor de “la dictadura de


Petain”.
«En 1935, Gustavo Herve publicó un folleto que examinaremos … Se
titula “Necesitamos a Petain”… El prólogo es una apología entusiasta de la
“recuperación italiana” y “la aún más asombrosa recuperación de Alemania”,
que exalta a los maravillosos líderes que las realizaron. ¿Y qué de la gente de
Francia?… Hay un hombre a quien podríamos apoyar… Nosotros también
tenemos a un hombre providencial… ¿Desea saber su nombre? Petain.
»“Necesitamos a Petain” porque la patria está en una situación peligrosa;
y no sólo la patria, sino el catolicismo: “La civilización cristiana está
condenada a morir si no se establece un régimen dictatorial en todos los
países”…
»Escuchen: En tiempo de paz, un régimen sólo puede ser derrocado con
golpe de estado si existe la disposición, o si no tiene el apoyo del ejército y la
administración. La operación sólo puede resultar mediante la guerra y, en
especial, la derrota».[99]

Por tanto, el camino a seguir se indicó claramente en 1935. Para “recristianizar” a


Francia, debían derrocar al régimen. Y el mejor método para logrado era sufrir una
derrota militar que colocara al país bajo el yugo alemán. En 1943, Pierre Laval —
conde del Papa y presidente del gobierno de Vichy— lo confirmó diciendo:

«Espero que Alemania obtenga la victoria. Quizá suene extraño que el


derrotado desee el triunfo del vencedor. Es porque esta guerra no es como las
previas. ¡Ésta es en verdad una guerra religiosa! Sí una guerra religiosa».[100]

Esto era lo que deseaba la Iglesia, aunque no le agrade al olvidadizo jesuita


Fessard —antes mencionado—, que no desea saber lo que el padre Coughlin, su
compañero loyolista, dijo en los Estados Unidos a los 20 millones de radioescuchas
del programa Christian Front (Frente cristiano): «La guerra alemana es una batalla
por el cristianismo».[101]
Pero, por ese tiempo, durante la ocupación en Francia, el cardenal Baudrillart —
rector del Instituto Católico de París— hizo una declaración similar:

«La guerra de Hitler es una empresa noble, llevada a cabo para defender a la
cultura europea».[102]

Así, en ambos lados del Atlántico y en todo el mundo, las voces de los clérigos

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alababan al nazismo victorioso.
En Francia, el cardenal Suhard, arzobispo de París, dio el ejemplo a todo el
obispado mediante su “colaboración” total; lo mismo hizo el nuncio jesuita,
monseñor Valerio Valeri.
Después de la Liberación, el gobierno solicitó al Vaticano que retirara por lo
menos a 30 obispos y arzobispos que estaban profundamente comprometidos. Al
final aceptaron retirar a tres de ellos.
«Francia se ha olvidado…, escribió Maurice Nadeau. La Croix, el vocero más
peligroso al servicio de la colaboración, ocupa su lugar entre las publicaciones de la
Francia liberada; los prelados que instaban a la juventud francesa a trabajar por la
victoria de Alemania, aún no han sido juzgados».[103]
El 13 de diciembre de 1957 Artaban publicó lo siguiente:

«En 1944, el periódico La Croix fue juzgado en la corte de París por ayudar al
enemigo, pero el juez Raoult lo absolvió. El caso se discutió en la Cámara el
13 de marzo de 1946 (J. O. Debates Parlamentarios, pp. 713-714). Y se supo
que el Ministro de Justicia Menthon, deseoso de exonerar a la prensa francesa,
había hablado en favor de La Croix».

«La voz del pensamiento pontifical» —como la llamó Pío XII al enviarle su
bendición en 1942— fue la única eximida de las medidas de represión aplicadas a los
diarios durante la ocupación. Sin embargo, Artaban nos recuerda:

«La Croix recibía órdenes del teniente alemán Sahm y, en Vichy, de Pierre
Laval».

Por supuesto, el “pensamiento pontifical” y las órdenes hitlerianas coincidían.


Esto se comprueba al estudiar las ediciones del periódico publicadas durante la
guerra.
Una de las atribuciones de los jesuitas, entre las más importantes, era supervisar a
la prensa católica. En los diversos escritos, adaptados a las necesidades de sus
lectores, presentaban los distintos matices del “pensamiento pontifical” que, bajo sus
variados aspectos, cumplía siempre sus propósitos. No existía una sola revista o
diario “cristiano” que no recibiera la colaboración de jesuitas discretos.
Estos Padres, que son “de todo para todos los hombres”, son los mejores si se
trata de actuar como camaleones. Sabemos que eso es lo que hicieron. Pero, después
de la Liberación, era sorprendente ver por doquier a Padres que “habían pertenecido a
la resistencia” (¡se unieron a ella después que los otros!), y testificaban que la iglesia
NUNCA, NUNCA había participado en la “colaboración”.
Los artículos de La Croix y otros diarios católicos, las órdenes obispales, las

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cartas pastorales, los comunicados oficiales de la Asamblea de Cardenales y
Arzobispos, y las exhortaciones del cardenal Baudrillart a los jóvenes franceses —
para que vistieran el uniforme nazi y sirvieran en el L.Y.F. tras jurar lealtad a Hitler—
quedaron en el olvido, se eliminaron y evaporaron. ¡Todo quedó en el pasado y se
olvidó!
«La historia es una novela», dijo un pensador decepcionado. La nuestra cumplirá
esa definición; la novela se está escribiendo ante nuestros ojos. Muchos
“historiadores” —clérigos y laicos bienintencionados— están contribuyendo en ella,
y podemos estar seguros de que el resultado será edificante: una novela católica, por
supuesto. La contribución de los jesuitas es extensa, como dignos herederos del padre
Loriguet, cuya Historia de Francia pintó un cuadro tan fantasioso de Napoleón.
Comparándolo con este trabajo tan hábil, sólo fue necesario camuflar la
colaboración entre los clérigos y el ocupador alemán desde 1940 hasta 1944, y hacer
que desapareciera. Esto continúa hoy. A lo largo de los años se han escrito muchos
artículos en diarios, revistas y libros patrocinados por el Imprimatur, alabando a super
patriotas que fueron juzgados erróneamente, como Suhard, Baudrillart, Duthoit,
Auvity, Du Bois de Villerabel, Mayol de Luppe y otros. Cuántas páginas se han usado
para exaltar la actitud —tan heroica— del obispado durante la guerra, cuando Francia
enfrentó «una situación que llevó a los obispos franceses a convertirse en “defensores
de la ciudad”», como escribió alguien en forma irónica.[104]
“¡Calumnien y calumnien otra vez! Seguramente algo debe quedar”, aconsejó
Basilio, un jesuita perfecto. “Encubran y encubran otra vez”, dicen sus sucesores,
grandes escritores de las “novelas históricas”, y el encubrimiento continúa de manera
extensa.
Las futuras generaciones, sumergidas bajo un torrente de exageraciones, pensarán
con gratitud —al menos, esperamos que lo hagan— en estos “defensores” de la
ciudad, héroes de la Iglesia Romana y la patria, “vestidos con el lino blanco de la
honestidad inocente” gracias al trabajo de sus defensores. ¡Algunos de ellos incluso
fueron canonizados!
El 25 de agosto de 1944, el cardenal jesuita Suhard, arzobispo de París (desde el
11 de mayo de 1940) y líder de los colaboradores clericales, sin perturbarse decidió
celebrar el Te Deum de la victoria en Notre Dame. Sólo “la firme protesta del
capellán general de las FFI” nos libraron de esa farsa.
En el France-Dimanche del 26 de diciembre de 1948, leemos: «Su eminencia,
cardenal Suhard, arzobispo de París, en el aniversario de su ingreso al sacerdocio,
recibió una carta firmada por Su Santidad Pío XII felicitándolo, entre otras cosas, por
el papel que desempeñó durante la ocupación. Sabemos que, después de la
Liberación, se criticó severamente la conducta del cardenal durante el período de
ocupación. Cuando el general De Gaulle retornó a París en agosto de 1944, rehusó
reunirse con el cardenal durante el Te Deum en Notre Dame. En ese tiempo al prelado
se le acusó abiertamente por sus “tendencias colaboracionistas”».

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Por tanto, son comprensibles las congratulaciones del Santo Padre. Pero, hay otra
historia aún más edificante acerca del Te Deum:
Después que desembarcaron los aliados, la ciudad de Rennes sufrió mucho
durante la lucha que siguió. El oficial que comandaba la guarnición alemana se negó
a evacuar a los civiles y muchos fallecieron. Cuando la ciudad fue tomada, se iba a
celebrar el tradicional Te Deum, pero el arzobispo y primado de Britania, monseñor
Roques, rehusó oficiarlo y tampoco permitió que se realizara en su catedral. Dar
gracias a Dios por la liberación de su ciudad era un escándalo intolerable para este
prelado. Por su actitud, las autoridades francesas lo confinaron a la residencia
arzobispal.
Tal lealtad al “pensamiento pontifical” le valió una recompensa. Poco después
recibió de Roma el sombrero de cardenal.
A Pío XII se le puede acusar de muchas faltas, pero debemos admitir que siempre
“reconoció a los suyos”. Envió una carta halagadora al cardenal Suhard, distinguido
colaborador; y concedió la púrpura de cardenal al monseñor Roques, héroe de la
resistencia alemana. Este “gran papa” practicaba una estricta justicia distributiva.
Por supuesto, estaba rodeado de personas que le daban sabios consejos: dos
jesuitas alemanes, Leiber y Hentrich, eran los “secretarios privados y sus favoritos”.
[105] Su confesor era el jesuita alemán Bea. La monja alemana Pascualina supervisaba

los asuntos de su casa y, sobre todo, cocinaba para él. Aun el canario, con su dulce
nombre Dumpfaf, había sido importado de la tierra más allá del Rin.
Después que Hitler invadió a Polonia, ¿no le dijo el Soberano Pontífice a
Ribbentrop que “siempre tendría un afecto especial por Alemania?”.[106]

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Capítulo 5
La Gestapo y la Compañía de Jesús

Si Pío XI y Pío XII nunca dejaron de mostrar buena voluntad y amistad hacia el
Führer —a quien habían llevado al poder—, debemos reconocer que éste cumplió
todas las condiciones del pacto que lo ligaba al Vaticano. Puesto que había prometido
“estrangular” a los enemigos del clero, los envió a los campos de concentración como
había hecho con los liberales y los judíos. Y, sabemos cuál era el destino que el líder
del Tercer Reich había elegido para los judíos: simplemente los masacraba o, cuando
le resultaba más ventajoso, los obligaba a trabajar hasta que quedaban exhaustos y
luego los liquidaba. En este caso, sólo se retrasaba la “solución final”.
Pero, veamos primero cómo Franco, líder “autorizado” y Caballero de la Orden
de Cristo, confirmó la confabulación entre el Vaticano y los nazis. Según Reforme, la
prensa del dictador español (Franco) publicó lo siguiente el 3 de mayo de 1945, el día
en que Hitler murió:

«Adolfo Hitler, hijo de la Iglesia Católica, falleció mientras defendía al


cristianismo. Es, pues, comprensible que no se hallen palabras para lamentar
su muerte, cuando se hallaron tantas para exaltar su vida. Sobre los restos
mortales se yergue su victoriosa imagen moral. Con la palma del mártir, Dios
le da a Hitler los laureles de la victoria».[107]

Esta oración fúnebre en honor del líder nazi —y un desafío a los aliados
vencedores— la expresó la Santa Sede misma, encubierta bajo el disfraz de la prensa
de Franco. Fue un comunicado del Vaticano proclamado vía Madrid.
Por supuesto, el héroe desaparecido merecía la gratitud de la Iglesia Romaná y
ella no trataba de ocultado. Él le había servido fielmente: todos los que la iglesia
señalaba como sus adversarios, experimentaban las consecuencias. Y este buen “hijo”
admitía prontamente lo que le debía a su Santísima Madre, y en especial a los
soldados de ésta en el mundo.
«Aprendí mucho de la Orden de los Jesuitas», dijo Hitler. «Hasta ahora no ha
existido en la Tierra nada más grandioso que la organización jerárquica de la Iglesia
Católica. Yo transferí a mi partido mucho de esta organización… Les diré un
secreto… Fundaré una Orden… En la “fortaleza” de mi Orden, formaremos una
juventud que hará temblar al mundo… Hitler luego se detuvo, explicando que no
podía decir más».[108]
Walter Schellenberg, otro hitleriano importante y ex jefe del contraespionaje
alemán, completó esta confidencia del Führer después de la guerra:

«Himmler constituyó la organización de la S.S. [cuerpo de protección] según

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los principios de la orden jesuita. Sus reglas, y los Ejercicios Espirituales
prescritos por Ignacio de Loyola, fueron el modelo que Himmler trató de
copiar exactamente… El “SS del Reichsfuhrer” —título de Himmler como
jefe supremo de la SS— debía ser el equivalente del General de los jesuitas, y
la estructura total de la dirección era una imitación cercana del orden
jerárquico de la Iglesia Católica. Restauraron un castillo medieval cerca de
Paderbom, en Westfalia, y lo llamaron Webelsbourg. Éste llegó a ser lo que
podría llamarse un monasterio de la SS».[109]

Los mejores autores teológicos, por su parte, trataban de mostrar la similitud entre
las doctrinas católicas y nazis. Y los hijos de Loyola eran los más dedicados a ese
objetivo. Por ejemplo, el teólogo jesuita Michaele Schmaus presentó al público una
serie de estudios sobre el tema:

«Imperio e Iglesia es una serie de escritos que debían ayudar a formar el


Tercer Reich, ya que unen un estado nacionalsocialista al cristianismo
católico… El movimiento nacionalsocialista es la protesta más fuerte y
masiva contra el espíritu de los siglos XIX y XX… Es imposible lograr un
compromiso entre la fe católica y el pensamiento liberal… Nada es más
opuesto al catolicismo que la democracia… El significado renovado de
“autoridad estricta” abre el camino otra vez a la verdadera interpretación de la
autoridad eclesiástica… La desconfianza en la libertad se basa en la doctrina
católica del pecado original. Los mandamientos nacionalsocialistas y los de la
Iglesia Católica tienen el mismo objetivo…»[110]

Este objetivo era la “nueva Edad Media" que Hitler le prometió a Europa. Es
obvia la similitud entre el apasionado antiliberalismo de este jesuita de Munich, y el
fanatismo expresado durante el “acto de consagración de la F.C.N. en la basílica de
Montmartre”. Durante la ocupación, el R. P. Merklen escribió: «En estos días, la
libertad ya no parece merecer aprecio alguno».[111]
Podríamos citar miles de declaraciones similares. ¿No era ese odio a la libertad —
en todas sus formas— el carácter mismo del Amo romano? Es fácil también
comprender por qué armonizaban tan bien la “doctrinas” católica y nazi. El jesuita
Michaele Schmaus mostró hábilmente esa armonía, y, diez años después de la guerra,
La Croix lo llamó “el gran teólogo de Munich”.[112] A nadie puede sorprenderle que
Pío XII lo hiciera “Príncipe de la iglesia”.
Bajo tales circunstancias, ¿qué sucedió con la “terrible” encíclica Mit brennender
Sorge de Pío XI, que supuestamente condenó al nazismo? Por supuesto, ningún
casuista ha tratado de explicarlo.
El “gran teólogo” Schmaus tuvo muchos rivales, según explica un autor alemán

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que señala el Katolisch Konservatives Erbgut como el libro más extraño impreso por
Publicaciones Católicas Alemanas:

«Esta antología, que reúne textos de los principales teóricos católicos de


Alemania, desde Görres hasta Vogelsang, nos hace creer que el
nacionalsocialismo nació de ideas católicas».[113]

Al escribir esas palabras, el autor no sabía que lo estaba describiendo


perfectamente. Franz von Papen —otra persona bien informada, que fue la causa
principal del pacto entre la Santa Sede y Berlín, y chambelán privado del papa— fue
aún más explícito:

«El Tercer Reich es la primera potencia mundial que no sólo reconoce, sino
que pone en práctica los elevados principios del papado».[114]

A esto agregaremos lo que resultó al “poner en práctica” esos principios: 25


millones de víctimas en campos de concentración, la cifra oficial publicada por la
Organización de las Naciones Unidas.
Aquí debemos añadir algo, especialmente para quienes no creen que las masacres
organizadas fueron uno de los “elevados principios” del papado. Por supuesto, tal
incredulidad es alimentada por los que afirman: “¡Esos hechos crueles pertenecen al
pasado!”.
Eso dicen algunos apóstoles a los simples, mientras se encogen de hombros ante
los no católicos, “para quienes aún arden las hogueras de la Santa Inquisición”.[115]
Pero, dejemos de lado los innumerables testimonios sobre la crueldad clerical del
pasado lejano, y consideremos el siglo XX.
Sin mencionar lo que hicieron hombres como Stepinac y Marcone en Croacia, y
Tiso en Eslovaquia, sólo examinaremos la ortodoxia de algunos “elevados principios”
que pusieron en práctica.
¿Han pasado de moda esos principios? ¿Han sido repudiados para seguir una
“doctrina mejor informada”? ¿Los ha rechazado oficialmente la Santa Sede, junto con
otros errores de un pasado sombrío? Es fácil descubrirlo.
Veamos, por ejemplo, Great Apologetics (Gran apologética) del abad Jean
Vieujan, que no puede considerarse medieval porque data de 1937. ¿Qué leemos allí?

«Para aceptar el principio de la Inquisición sólo se necesita una mentalidad


cristiana, y de esto carecen muchos cristianos… La iglesia no tiene ese
temor».[116]

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No podríamos haberlo expresado mejor.
¿Se necesita otra prueba, no menos ortodoxa y moderna? Veamos lo que declaró
el R. P. Janvier, famoso orador de Notre Dame:

«En virtud de su poder indirecto sobre los asuntos temporales, ¿no debería
la Iglesia tener el derecho de esperar que los estados católicos opriman a los
herejes, aun hasta la muerte, a fin de reprimirlos?
ȃsta es mi respuesta:
»Yo abogo por esto, ¡aun hasta la muerte!… apoyados primeramente en la
práctica, luego en la enseñanza de la Iglesia misma; y estoy convencido de
que ningún católico diría lo contrario sin errar gravemente».[117]

No se puede acusar a este teólogo de hablar en acertijos. Su declaración es clara y


concisa. Es imposible decir más con menos palabras. Todo está allí, respecto al
derecho que se atribuye la Iglesia para exterminar a los que tienen creencias
diferentes a las de ella: la “enseñanza” que la compele, la “práctica” autenticada por
la tradición, e incluso el “llamado a los estados católicos”, de lo cual la cruzada
hitleriana fue un ejemplo perfecto.
Las siguientes palabras tampoco son ambiguas ni se pronunciaron en la oscuridad
de la Edad Media:

«La Iglesia puede condenar a los herejes a la muerte, porque los derechos que
tienen se deben sólo a nuestra tolerancia, y, al parecer, esos derechos no son
reales».

El autor de esas palabras fue el General de los Jesuitas, Franz Wernz (1906-1915).
Siendo él alemán, su declaración adquiere aún más importancia.
También en el siglo XX, el cardenal Lepicier, conocido príncipe de la Iglesia,
escribió: «Si alguien confiesa públicamente que es hereje, o trata de pervertir a otros
con sus palabras o ejemplo, no sólo se le puede excomulgar sino que con justicia se le
puede ejecutar…».[118] Nadie puede negar que ése es un llamado a matar.
¿Deseamos conocer también la contribución del Soberano Pontífice? El papa
jesuita moderno León XIII, cuyo “liberalismo” fue criticado por los clérigos
intransigentes, dijo: «Sea anatema el que diga: el Espíritu Santo no quiere que
matemos a los herejes».
¿Qué autoridad superior a ésta podría invocarse, aparte de la del Espíritu Santo?
Aunque desagrade a los que manipulan la cortina de humo (los que hacen las
señales de humo cuando se elige a un papa) —apaciguadores de conciencias
preocupadas—, los “elevados principios” del papado no han cambiado. Entre otras
cosas, la exterminación a causa de la fe es tan válida y canónica hoy como lo fue en

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el pasado. Esta conclusión es muy “iluminadora” —término favorito de los místicos
— al considerar lo que ocurrió en Europa entre 1939 y 1945.
«Hitler, Goebbels, Himmler y la mayoría de los miembros de la “vieja guardia”
del partido eran católicos», escribió Frederic Hoffet. «No fue accidente que, por la
religión de sus líderes, el gobierno nacionalsocialista haya sido el más católico que ha
tenido Alemania… La afinidad entre el nacionalsocialismo y el catolicismo
impresiona más aún al estudiar los métodos de propaganda y la organización interna
del partido. Las obras de Joseph Goebbels son las que más información nos dan al
respecto. Él estudió en un colegio jesuita y fue seminarista, antes de dedicarse a la
literatura y la política… En cada página y cada línea de sus escritos recuerda la
enseñanza de sus maestros. Por tanto, recalca la obediencia… el desprecio de la
verdad… ‹¡Algunas mentiras son tan útiles como el pan!›, proclamó debido al
relativismo moral que extrajo de los escritos de Ignacio de Loyola».[119]
Hitler no le otorgó los laureles del jesuitismo a su jefe de propaganda; sin
embargo, respecto al jefe de la Gestapo comentó con sus amigos: «Puedo ver a
Himmler como a nuestro Ignacio de Loyola».[120]
El Führer debió tener buenas razones para decirlo. Primero, notamos que Kurt
Heinrich Himmler —Reichsführer de la SS, la Gestapo y la fuerza policial alemana—
parecía estar más impregnado de clericalismo que los otros miembros católicos del
grupo de Hitler. Su padre había sido director de una escuela católica en Munich, y
luego, tutor del príncipe Ruprecht de Baviera. Su hermano, monje benedictino, vivía
en el monasterio de Maria Laach, uno de los lugares importantes del pangermanismo.
Además, tenía un tío que ocupó el alto cargo de canónigo en la corte de Baviera, el
jesuita Himmler.
El autor alemán Walter Hagen proporciona esta información discreta:

«El general de los jesuitas, conde Halke von Ledochowski, estaba listo para
organizar —sobre la base común del anticomunismo— cierta colaboración
entre el Servicio Secreto alemán y la Orden Jesuita».[121]

Como resultado, se creó una organización dentro del Servicio de Seguridad


Central de la SS, y la mayoría de los cargos fueron ocupados por sacerdotes católicos
que vestían el uniforme negro de la SS. El padre jesuita Himmler fue uno de los
oficiales superiores.
Después de la capitulación del Tercer Reich, el padre Himmler fue arrestado y
llevado a la prisión de Nuremberg. Su audiencia ante el tribunal internacional hubiera
sido muy interesante, pero la “providencia” estaba muy atenta: el tío de Heinrich
Himmler nunca compareció ante esa corte. Una mañana LO HALLARON MUERTO EN SU
CELDA, y el público nunca supo la causa de su muerte.
No deshonraremos la memoria de este clérigo suponiendo que él se quitó la vida,

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contra las reglas solemnes de la Iglesia Romana.
Su muerte, sin embargo, fue tan repentina y oportuna como la de otro jesuita, el
padre Staempfle, el autor no reconocido de Mein Kampf (Mi lucha). Fue una extraña
coincidencia.
Pero, volvamos a Kurt Heinrich Himmler, jefe de la Gestapo, que, como tal, tenía
en sus manos las riendas del poder del régimen. ¿Fue por sus méritos personales que
obtuvo ese alto cargo? ¿Vio Hitler en él un genio superior cuando lo comparó con el
creador de la Orden Jesuita? Realmente los que lo conocían no decían eso, ya que
sólo veían mediocridad en él.
¿Acaso esa estrella brillaba con resplandor ajeno? ¿Era Kurt Heinrich Himmler, el
jefe visible, quien reinaba sobre la Gestapo y los servicios secretos? ¿Quién estaba
deportando a millones de personas por motivos políticos y enviando a los judíos a la
muerte? ¿Era el sobrino o el tío, ex canónigo de la corte de Baviera, uno de los
favoritos de von Ledochowski, padre jesuita y oficial superior de la SS?
Quizá parezca irresponsable, aun presuntuoso, echar una mirada indiscreta tras el
escenario de la historia. El drama se desarrolla en el escenario, bajo el brillo
combinado de candilejas y reflectores. Es lo normal en todo espectáculo. Si alguien
intentara mirar detrás de la escenografía, dirían que quiere causar problemas y que
carece de educación.
Sin embargo, los actores en quienes el público hechizado fija la mirada salen de
detrás del escenario. Esto es evidente al estudiar a estos “monstruos sagrados”, y
comprobar que están lejos de ser como los individuos que deben representar.
Ese parece ser el caso de Himmler. Y, ¿no podría decirse lo mismo de Hitler, a
quien ayudaba como su mano derecha?
Cuando vemos a Hitler gesticulando en las pantallas, o lo escuchamos
vociferando histéricamente sus discursos, ¿no parece un autómata con resortes que
requieren ajuste? Aun sus movimientos más simples y calmados nos hacen pensar en
una marioneta mecánica. ¿Y qué podríamos decir de los ojos saltones e inexpresivos,
la nariz informe y esa fisonomía hinchada, cuya vulgaridad no podía disimularse con
aquel famoso mechón de pelo y el ridículo bigote, que parecía estar pegado bajo su
nariz?
¿Era realmente un líder ese individuo que gruñía en las reuniones públicas? ¿Era
el “verdadero” amo de Alemania y un gobernante “auténtico”, cuyo genio cambiaría
totalmente al mundo?
¿O era tan solo un mal sustituto? ¿Era acaso un fantasma bajo una piel inflada
para usarlo ante las masas, alguien que podía agitar al populacho?
Él mismo lo admitió al declarar: «Soy sólo un clarín». François Poncet, para
entonces embajador de Francia en Berlín, confirmó que Hitler trabajaba poco, no leía
mucho y permitía a sus colaboradores hacer lo que querían.
Sus ayudantes también parecían faltos de vida e irreales. El primero, Rudolf Hess
—que voló a Inglaterra en 1941— parecía una persona extraña en su juicio en

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Nuremberg. Nunca se supo si estaba demente o si era sólo excéntrico. El segundo,
Goering, era grotesco, vanidoso y obeso. Usaba los uniformes más espectaculares,
como los de una ópera cómica; era ladrón de pinturas famosas y, para colmo, estaba
adicto a la morfina.
Otros personajes importantes del partido eran semejantes a éstos. Durante los
juicios en Nuremberg, un periodista expresó su asombro al informar que aparte de los
defectos particulares de cada uno, esos héroes nazis carecían de intelecto y de
carácter, y que eran más o menos insignificantes.
El único que sobresalía —no por su valía moral sino por su astucia— era Franz
von Papen, chambelán de Su Santidad, “el hombre que lo hacía todo”… y que luego
sería absuelto.
Si el Führer parecía títere, ¿era su modelo mejor que él? Recordemos las
demostraciones ridículas de aquel “César apropiado para un carnaval”, moviendo sus
grandes ojos negros bajo el extraño sombrero, decorado con borlas para cortina. Y,
recordemos esas fotografías para hacer propaganda, tomadas desde abajo, mostrando
sólo su mandíbula sobresaliente contra el trasfondo del cielo. Era el hombre
maravilla, una roca inamovible —¡símbolo de una voluntad para la cual no había
obstáculos!
¡Qué voluntad! Sin embargo, las confidencias de algunos de sus compañeros nos
muestran a un hombre indeciso. Este “hombre formidable” que “invadiría todo” con
fuerza elemental (como dijo el cardenal Ratti, futuro Pío XI), no pudo rechazar lo que
el cardenal jesuita Gasparri, Secretario de Estado, le propuso en nombre del Vaticano.
Unas cuantas reuniones secretas persuadieron al revolucionario a alistarse bajo las
normas del Santo Padre, para desarrollar la brillante carrera que todos conocemos. El
conocido ex ministro Carlo Sforza escribió:

«Algún día, cuando el tiempo haya atenuado la amargura y el odio, se


reconocerá —esperamos— que la orgía de crueldades sangrientas que
convirtieron a Italia en prisión por 20 años, y en ruinas durante la guerra de
1940-1945, se originó en un caso histórico casi único: la desproporción
absoluta entre la leyenda artificial mente creada alrededor de un nombre, y las
verdaderas capacidades del hombre insignificante que poseía ese nombre, un
individuo a quien la cultura no le puso obstáculos».[122]

Esta fórmula perfecta se aplica tanto a Hitler como a Mussolini: la misma


desproporción entre la leyenda y las capacidades; la misma carencia de “cultura” en
los dos aventureros mediocres con pasados casi idénticos. La única explicación de sus
carreras relámpago es su habilidad para arengar a las masas, un talento que los lanzó
a la publicidad.
Hoy la imagen del Führer en las pantallas de Alemania causa risa, demostrando
que esa leyenda se creó artificialmente.

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Pero ¿no fue por su obvia inferioridad que esos “hombres providenciales” fueron
escogidos para elevarlos al poder? En realidad, esa misma carencia de cualidades
personales se ve en todos los que el papado escogió como sus defensores.
En Italia y Alemania había verdaderos gobernantes, líderes auténticos, capaces de
empuñar el timón y gobernar, sin recurrir al “místico” delirante. Pero, eran demasiado
brillantes en lo intelectual y no muy maleables. El Vaticano —en especial el “papa
negro”, van Ledochowski— no hubiera podido sujetarlos “como bastón de mando en
su mano”, de acuerdo con la apasionada fórmula, obligándolos a servir para sus
propósitos a todo costo, hasta enfrentar la catástrofe.
Ya vimos que los emisarios de la Santa Sede, prometiéndole poder al
revolucionario Mussolini, lo manejaron a su gusto como cuando se da vuelta a un
guante.
El inflexible Hitler resultó igual de maleable. El plan original de Ledochowski era
crear una federación de naciones católicas en el centro y este de Europa, con el
predominio de Baviera y Austria (gobernadas por el jesuita Seipel). A Baviera se le
separó de la república alemana de Weimar —y, como por casualidad, el agitador
Hitler, de origen austríaco, fue entonces un separatista bávaro.
Sin embargo, la posibilidad de organizar la federación y colocar a un Hapsburgo a
la cabeza fue disminuyendo. Mientras, el monseñor Pacelli, el nuncio que fue de
Munich a Berlín, cada vez estaba más consciente de la debilidad de la república
alemana por el escaso apoyo de los aliados. Entonces, nació en el Vaticano la
esperanza de tomar el control de Alemania en general, modificándose el plan de
acuerdo a la necesidad:

«Tenía que impedirse la hegemonía de la Prusia protestante y, puesto que el


Reich debía dominar a Europa —para eliminar el federalismo de los alemanes
—, debían reconstituir un Reich en el que los católicos fueran los amos».[123]

Eso fue suficiente. Cambiando por completo junto con sus “camisas marrones”,
Hitler —que hasta entonces había sido separatista bávaro—, de la noche a la mañana
se convirtió en el inspirado Apóstol del Gran Reich.

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Capítulo 6
Los Campos de la Muerte y la Cruzada Antisemita

Hasta qué grado los católicos eran amos de la Alemania nazi, y la severidad con que
habían aplicado los “elevados principios del papado”, pronto resultó evidente.
Los liberales y los judíos tuvieron tiempo para comprobar que esos principios no
habían pasado de moda; y esto lo confirmaron las voces más ortodoxas. En
Auschwitz, Dachau, Belsen, Buchenwald y otros campos de muerte, la Iglesia “puso
en práctica” el derecho que se atribuye de exterminar —lenta o rápidamente— a los
que la estorban.
La Gestapo de Himmler —“nuestro Ignacio de Loyola”— realizó diligentemente
esas obras caritativas. La Alemania civil y militar tuvo que someterse “como un
cadáver” (perinde ac cadaver) a esa organización todopoderosa.
El Vaticano, por supuesto, se lavó las manos en relación a esos actos horrendos.
Cuando Pío XII le concedió audiencia al Dr. Nerin F. Gun —periodista suizo que fue
deportado y se preguntaba por qué el papa no intervino, proveyendo al menos alguna
ayuda a tantas personas infortunadas—, Su Santidad tuvo el descaro de responder:

«Sabíamos que había persecuciones violentas en Alemania por razones


políticas, pero nunca se nos informó de la naturaleza inhumana de la represión
nazi».[124]

Dijo eso precisamente cuando el locutor de Radio Vaticano, el R. P. Mistiaen,


declaraba que «habían recibido evidencias abrumadoras respecto a la crueldad de los
nazis».[125]
Sin duda al Santo Padre tampoco le informaron lo que ocurría en los campos de
concentración ustashis, aunque su propio legado estuvo en Zagreb.
Sin embargo, en una ocasión la Santa Sede se interesó en el destino de un grupo
de personas condenadas a la deportación. Eran 528 misioneros protestantes,
sobrevivientes entre los que fueron tomados prisioneros por los japoneses en las islas
del Pacífico, e internados en campos de concentración en las Filipinas. Andre Ribard,
en su excelente obra 1960 y el Secreto del Vaticano, revela la intervención pontifical
en el caso de esas personas desafortunadas.
El texto lleva el número 1591, y se escribió en Tokio el 6 de abril de 1943, en un
informe del Departamento de Asuntos Religiosos en territorios ocupados. De él
citamos el siguiente extracto: «Expresaba el deseo de la Iglesia Romana de que los
japoneses siguieran su política, impidiendo que ciertos propagadores de errores
religiosos recuperaran la libertad a la cual no tenían derecho».[126]
Desde la perspectiva “cristiana”, ese paso caritativo no requiere comentario; pero
¿no es significativo en el aspecto político? En Eslovaquia, el monseñor Tiso —líder

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jesuita dictatorial— tenía libertad para perseguir a los “hermanos separados”, aunque
su estado era satélite de Alemania, una nación primordialmente protestante. ¡Eso
muestra la influencia que la Iglesia Romana tenía en el Reich de Hitler!
Hemos visto también el papel de los representantes de esa iglesia en Croacia, en
cuanto a la exterminación de los creyentes ortodoxos.
Respecto a la cruzada antijudía, obra maestra de la Gestapo, quizá no sea
necesario mencionar otra vez el papel que tuvo Roma. Ya hemos descrito los hechos
de monseñor Tiso, el primer proveedor para las cámaras de gas y los hornos
crematorios de Auschwitz. Sin embargo, agregaremos algunos documentos
característicos a su expediente.
Primero, veamos la carta de León Berard, embajador del gobierno de Vichy ante
la Santa Sede:

Señor Marshall Petain:


En su carta del 7 de agosto de 1941, me honró solicitando
información respecto a preguntas y dificultades que
pudieran surgir, desde el punto de vista católico romano,
por las medidas que su gobierno adoptó en cuanto a los
judíos. Tengo el honor de responderle que, en el Vaticano,
nada se me ha dicho que pudiera interpretarse como crítica o
desaprobación de las leyes o hechos directivos en cuestión…
[127]

El periódico L’Arche, al mencionar esta carta en un artículo titulado «El silencio


de Pío XII», habla de un informe subsecuente y complementario que Berard envió a
Vichy el 12 de septiembre de 1941:

«¿Existe contradicción entre el estado de los judíos y la doctrina católica?


Sólo una, y Leon Berard respetuosamente se la señala al jefe de estado.
Radica en que la ley del 2 de junio de 1941 define a los judíos como raza…
La iglesia —escribió el embajador de Vichy— nunca profesó que se deba dar
los mismos derechos a todos los ciudadanos… Como me dijo una autoridad
en el Vaticano, ustedes no enfrentarán dificultades por el estado de los
judíos».[128]

Allí se ve, “traducida a la práctica”, la “terrible" encíclica Mit brennender Sorge


contra el racismo, a la cual se refieren ampliamente los apologistas.
Pero, en la obra de Leon Poliakov vemos algo aún mejor:

«La propuesta de la Iglesia Protestante de Francia, en el verano de 1942, para

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tomar medidas junto con la Iglesia Romana contra la persecución de judíos,
fue rechazada por los dignatarios católicos».[129]

Muchos parisinos aún recuerdan cómo los niños judíos eran separados de sus
madres, para enviarlos en trenes especiales a los hornos crematorios de Auschwitz.
La deportación de niños está confirmada, entre varios documentos oficiales, en una
nota del SS Haupsturmführer Danneker, fechada el 21 de julio de 1942.
La terrible insensibilidad de la Iglesia Romana —y de su líder en especial—
inspiró estas palabras llenas de rencor del periódico L’Arche:

«Por más de cinco años el nazismo fue autor de ataques, profanación,


blasfemia y crimen. Por más de cinco años masacró a seis millones de judíos.
De esos seis millones, 1.800.000 fueron niños. ¿Quién dijo una vez: ‹Dejad a
los niños venir a mí›? ¿Y por qué debían dejarlos “venir a mí”? ¿Para
matarlos? Tras el papa militante, siguió un papa diplomático».

Del París bajo la ocupación, vayamos a Roma, ocupada también por los alemanes
después del colapso de los italianos. He aquí un mensaje dirigido a Von Ribbentrop,
ministro nazi de Relaciones Exteriores:

Embajada Alemana en la Santa Sede.


Roma, 28 de octubre de 1943.
Aunque lo han instado de todas partes, el Papa no ha
expresado ninguna censura clara por la deportación de
judíos desde Roma. Él sabe que nuestros enemigos lo
reprocharán por esa actitud, y que los protestantes de países
anglosajones la explotarán en su propaganda contra el
catolicismo. Al considerar este delicado asunto, el peligro
que podían correr nuestras relaciones con el gobierno
alemán fue el factor decisivo…
Firmado:
Ernst van Weiszaeker.[130]

El 27 de julio de 1947, describiendo la carrera del barón Van Weiszaeker —


enjuiciado como criminal de guerra “por haber preparado las listas de
exterminación”—, Le Monde escribió:

«Percibiendo la derrota de Alemania, arregló para que lo asignaran al


Vaticano, aprovechando la oportunidad para trabajar de cerca con la

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Gestapo».

Para beneficio de los lectores que aún no estén totalmente convencidos, citaremos
un documento alemán oficial que establece las disposiciones del Vaticano, y de los
jesuitas, hacia los judíos antes de la guerra:

«Estudiando la evolución del antisemitismo en los Estados Unidos, notamos


con interés que el número de radioescuchas del padre Coughlin (jesuita),
conocido por su antisemitismo, sobrepasa los 20 millones».[131]

El antisemitismo de los jesuitas en los Estados Unidos, y en todo lugar, no puede


sorprender al provenir de estos ultramontanos, ya que concuerda perfectamente con la
“doctrina”. Veamos lo que dice Daniel Rops, de la Academia Francesa. Este autor se
especializa en literatura religiosa y publica sólo con el patrocinio del Imprimatur. En
una de sus obras más conocidas, Jesús y Sus Tiempos, publicada en 1944 durante la
ocupación alemana, leemos:

«Sin embargo, en el transcurso de los siglos, dondequiera que la raza judía era
dispersada, corría sangre, y el clamor de muerte expresado en la corte de
Pilato siempre apagó el clamor desesperado que se repetía miles de veces. El
rostro de una nación judía perseguida llena la historia; pero no puede borrar
este otro rostro, manchado de sangre y escupitajos, por quien la muchedumbre
judía no tuvo compasión. Sin duda, Israel no tuvo alternativa en el asunto y
tuvo que matar a su Dios después de repudiarlo; y así como, misteriosamente,
la sangre pide sangre, quizá la caridad cristiana tampoco tenga alternativa.
¿No debe la voluntad divina compensar el insoportable horror (la crucifixión)
con los horrores de la violencia masiva?».[132]

¡Muy bien expresado! O, dicho más claramente: Si millones de judíos tuvieron


que pasar por las cámaras de gas y los hornos crematorios de Auschwitz, Dachau y
otros lugares, ése era el castigo que merecían. Esta adversidad fue deseada por la
“voluntad divina”, y la “caridad cristiana” habría errado si hubiera actuado en favor
de los judíos.
El eminente profesor Jules Isaac, presidente del "Amitie judeochretienne", al
referirse a esas palabras, exclamó:
«Estas frases terribles y blasfemas provocan un horror insoportable». Éste es
agravado por una nota que dice: «Entre los judíos hoy… algunos… tratan de eludir
esta grave responsabilidad… En verdad, son sentimientos honorables, pero no
podemos ir contra la evidencia de la historia… El terrible peso (de la muerte de
Jesús) que Israel debe llevar es algo que los hombres no pueden rechazar»[133]

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Jules Isaac nos dice que la casa editora alteró las frases en cuestión “en las
ediciones más recientes” de este libro edificante, es decir, después de la Liberación.
Hay “tiempo” para todo: los hornos crematorios eran anticuados.
Por tanto, desde la declaración doctrinal de los elevados principios del papado,
hasta su implementación por parte de Himmler —“nuestro Ignacio de Loyola”—, el
círculo se cierra. Podemos añadir que así, el antisemitismo irracional del Führer
pierde mucho de su misterio.
Pero ¿no nos permite también conocer mejor a ese individuo desconcertante?
¡Es increíble todo lo que inventaron, antes de la guerra, para explicar la evidente
desproporción entre el hombre y el papel que debía desempeñar! Había un vacío y
todos podían percibirlo. Para llenar esa brecha, hubo numerosas leyendas; se
difundieron historias para engañar a la gente; se recurrió al ocultismo y a magos
orientales; y se dice que unos astrólogos inspiraron al ermitaño sonámbulo de
Berchtesgaden. La decisión de usar la esvástica —originaria de la India— como
insignia del partido nazi, parece corroborarlo.
Maxime Mourin refutó esa aseveración:

«Adolf Hitler había estudiado en la escuela de Lambach y cantó en el coro de


niños en la abadía del mismo nombre. Allí descubrió la esvástica, que era el
símbolo heráldico del padre Hagen, administrador de la abadía».[134]

Las “inspiraciones” del Führer también pueden explicarse fácilmente, sin recurrir
a filosofías misteriosas o exóticas. Es obvio que este “hijo de la Iglesia Católica”,
como lo describió Franco, estaba sujeto a los impulsos de líderes misteriosos. Y
sabemos que éstos no tenían asociación alguna con la magia oriental.
Los infiernos terrenales, que devoraron a 25 millones de víctimas, llevan otra
marca que se reconoce fácilmente: la de aquellos que pasaron por una capacitación
prolongada y meticulosa, como se ordena en los Ejercicios Espirituales (de los
jesuitas).

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Capítulo 7
Los Jesuitas y el Collegium Russicum

Entre las diversas causas por las que el Vaticano decidió iniciar la Primera Guerra
Mundial —convenciendo al emperador Francisco José de Austria para que "castigara
a los serbios"—, la principal, como vimos, fue asestar un golpe decisivo a la Iglesia
Ortodoxa, su odiada rival por siglos.
Más allá de la pequeña nación serbia, el objetivo del Vaticano era Rusia,
tradicional protectora de los creyentes ortodoxos en los Balcanes y en el oriente.
Pierre Dominique escribió:

«Para Roma esto fue muy importante: la victoria de la monarquía apostólica


sobre el zarismo podría considerarse como la victoria de Roma sobre el cisma
del oriente».[135]

A la Curia de Roma no le importaba que esa victoria sólo pudiera lograrse


mediante un enorme holocausto. Aceptó el riesgo o, más bien, la certeza de éste,
siendo inevitable debido a las alianzas. Compelido por su secretario de estado, el
jesuita Merry del Val, Pío X no lo guardó en secreto y, en la víspera de la batalla, el
encargado de negocios de Baviera escribió a su gobierno: "Él (el papa) no cree que el
ejército francés y el ruso puedan ganarle a Alemania en una guerra".[136]
Este terrible cálculo resultó erróneo. La Primera Guerra Mundial, que arrasó con
el norte de Francia y causó la muerte de millones, no satisfizo las ambiciones de
Roma. Más bien, dividió a Austria y Hungría, privando al Vaticano de su principal
fortaleza en Europa y liberando a los eslavos, que eran parte de la doble monarquía
del yugo apostólico de Viena.
Además, la revolución rusa liberó del control del Vaticano a aquellos católicos
romanos, mayormente de origen polaco, que vivían en el ex imperio de los zares.
La derrota fue total. Sin embargo, la Iglesia Romana, con paciencia eterna,
seguiría intentando establecer su política de la Drang nach Osten —marcha hacia el
este—, que se combinaba tan bien con las ambiciones pangermánicas.
A eso se debieron, como vimos antes, la formación de dictadores y el inicio de la
Segunda Guerra Mundial, con los horrores que le siguieron. Dos ejemplos crueles de
éstos fueron la "purificación" de Wartheland en Polonia y la "catolización forzada" de
Croacia.
No importaba que 25 millones de personas habían muerto en campos de
concentración, que 32 millones de soldados habían muerto en los campos de batalla,
y que otros 29 millones habían quedado heridos y mutilados. Éstas son las
estadísticas oficiales de la Organización de las Naciones Unidas,[137] mostrando la
magnitud de la matanza. Esta vez, la Curia Romana pensó que había logrado sus

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objetivos. El Basler Nachrichten de Basilea declaró:

«La acción alemana en Rusia plantea el asunto de la evangelización de ese


país; el Vaticano está sumamente interesado en ello».[138]

Un libro dedicado a glorificar a Pío XII dijo:

«El Vaticano y Berlín firmaron un pacto, permitiendo que los misioneros


católicos del Colegio Russicum fueran a los territorios ocupados, y que los
territorios bálticos fueran puestos bajo la nunciatura de Berlín».[139]

La "catolización" de Rusia se iniciaría bajo la protección del Wehrmacht y la SS,


tal como Pavelic y sus asociados lo estaban haciendo en Croacia, pero en una escala
mucho mayor. ¡Realmente era un triunfo para Roma!
Qué gran decepción sufrieron, entonces, cuando el avance hitleriano fue detenido
en Moscú, y Van Paulus y su ejército quedaron atrapados en Stalingrado. Era la época
de Navidad de 1942, pero el siguiente fue el increíble Mensaje —o el enérgico
llamado a las armas— que el Santo Padre dirigió a las "naciones cristianas":

«No es tiempo de lamentar sino de actuar. Que el entusiasmo de las Cruzadas


domine al cristianismo y se escuche el llamado ‹¡Dios lo quiere!›; que
estemos preparados para servir y sacrificamos, como los cruzados del
pasado… Los exhortamos y les imploramos que comprendan la terrible
gravedad de la situación presente… En cuanto a los voluntarios que participan
en esta Santa Cruzada de los tiempos modernos, eleven alto el estandarte,
declaren la guerra a las tinieblas de un mundo apartado de Dios».[140]

Ese día de Navidad estábamos lejos de la “paz de Cristo”.


Este discurso de tono bélico no expresaba la "estricta neutralidad" que el Vaticano
decía adoptar en asuntos internacionales. Resultaba aún más inapropiado porque
Rusia era aliada de Inglaterra, Estados Unidos y la Francia libre. Sonreímos al leer la
vehemente respuesta de los turiferario s de Pío XII, que afirman que la guerra de
Hitler no fue una verdadera "cruzada", aunque el Santo Padre haya mencionado ese
término en su mensaje.
Los "voluntarios" que el papa llamó a las armas fueron los de la División Azul y
los que reclutó el cardenal Baudrillart en París.
«La guerra de Hitler es una empresa noble en defensa de la cultura europea»,
exclamó él el 30 de julio de 1941.
Sin embargo, notamos que al Vaticano ya no le interesaba defender esa cultura
cuando vio que procuraba impulsar a las naciones africanas a rebelarse contra

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Francia. Pío XII dijo: «La Iglesia Católica no se identifica con la cultura occidental».
[141]
Fueron interminables las mentiras y las crasas contradicciones de aquellos que
acusaban a Satanás de ser el "padre de todas las mentiras".
La derrota que sufrieron en Rusia los ejércitos de Hitler, «estos nobles defensores
de la cultura europea», incluyó también a los jesuitas que procuraban la conversión
de la gente. ¡Tendríamos que preguntamos qué estaba haciendo Santa Teresa antes de
ese desastre! Pío XI la había proclamado "santa patrona de la infortunada Rusia", y el
canónigo Coube la representó parada, "sonriente, pero tan terrible como un ejército
listo para luchar contra el gigante bolchevique"[142]
¿Acaso la santa de Lisieux —que la iglesia usaba para toda clase de trabajos—
sucumbió ante la tarea nueva y gigantesca que le asignó el Santo Padre? No nos
sorprendería.
Pero, no fue la pequeña santa sino la Reina del cielo la que se propuso en 1917,
bajo ciertas condiciones, hacer que la cismática Rusia retornara al redil de la Iglesia
Romana. Veamos lo que La Croix dijo al respecto:

«Les recordaremos a nuestros lectores que la Virgen de Fátima prometió la


conversión de los rusos si todos los cristianos, sincera y gozosamente,
practicaban todos los mandamientos de la ley evangélica».[143]

Según los Padres jesuitas, especialistas en asuntos milagrosos, la Mediadora


celestial recomendó que era especialmente efectivo el uso diario del rosario.
Esta promesa de la Virgen incluso había sido sellada con una "danza del sol", lo
que ocurrió otra vez en 1951 en los jardines del Vaticano, para beneficio de Su
Santidad Pío XII.
No obstante, los rusos entraron en Berlín a pesar del llamado papal a la cruzada.
Y, los compatriotas de Kruschev no mostraban intención alguna de ir al Vaticano a
mostrar su arrepentimiento.
¿Qué falló? ¿Quizá los cristianos no "rezaron" todas las cuentas de sus rosarios?
¿O no cumplieron el número de "décadas" que requiere Dios?
Se podría pensar que ésa fue la causa, si no fuera por un detalle difícil de explicar
en la historia de Fátima. La promesa de la conversión de Rusia, dada a la clarividente
Lucía en 1917, no fue "revelada" por ella sino hasta 1941, cuando ya era monja; y
recién en 1942 fue dada a conocer al público por el cardenal Schuster, entusiasta
partidario del Eje Roma-Berlín. Se hizo público a petición, o quizá por orden, de
Pío XII, el mismo que tres meses después hizo el mencionado llamado a una
Cruzada.
En verdad es muy “iluminador”. Uno de los apologistas de Fátima admite que,
por ese detalle, el asunto «evidentemente pierde algo de su valor profético…»[144] ¡Es
lo más leve que se puede decir al respecto! Un canónigo, especialista en el tema del

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"milagro portugués", nos dice en forma confidencial: «Debo confesar que, en lo
personal, con mucha renuencia añadí a mis primeras ediciones el texto que Su
Eminencia cardenal Schuster reveló al público…»[145]
Comprendemos lo que siente dicho canónigo:
En 1917 la Santa Virgen le dijo a la pastora Lucía: «Si mis deseos se cumplen,
Rusia se convertirá», pero al mismo tiempo le encargó que los mantuviera en
“secreto”. Entonces, ¿cómo podían los cristianos conocer esos “deseos” y
cumplirlos? —«Credibile quia ineptum».
Pareciera que desde 1917 hasta 1942, la "infortunada Rusia" no necesitaba
oraciones en su favor. Las necesitó con urgencia sólo después que los nazis fueron
derrotados en Moscú y cuando Von Paulus quedó atrapado en Stalingrado.
Al menos, ésa es la única conclusión que permite esta revelación tardía. Lo
sobrenatural —como dijimos— es algo poderoso, pero debe tratarse con cuidado.
Después de una conversación en Montoire, el general de los jesuitas, Halke von
Ledochowski, hablaba altivamente de una reunión general que la Compañía realizaría
en Roma cuando Inglaterra capitulara, indicando que la importancia y grandeza de
ese evento no tendría igual en toda su historia.
Pero, la Providencia había determinado algo distinto a pesar de Santa Teresa y la
Virgen de Fátima. Gran Bretaña se mantuvo firme contra el enemigo; Estados Unidos
decidió participar en la guerra (a pesar de los esfuerzos del padre Coughlin para
evitarlo); los aliados desembarcaron en el norte de áfrica; y la campaña rusa significó
la derrota de los nazis.
Para Ledochowski, significó el colapso de su gran sueño. El Wehrmacht, la SS,
los que "limpiaban" ciudades y los convertidores jesuitas se unieron en la retirada. La
salud del general no resistió el desastre y falleció.
Sin embargo, conozcamos el "Russicum" que Pío XI y Von Ledochowski
agregaron, en 1929, a la organización romana que era ya tan amplia y variada.

«Con la constitución apostólica Quam Curam, Pío XI creó este seminario ruso
en Roma, donde jóvenes apóstoles de todas las nacionalidades recibirían
capacitación, "con la condición de que adoptaran, antes que nada, el rito
bizantino-eslavo, y que determinaran consagrarse totalmente a la tarea de
hacer que Rusia volviera al redil de Cristo».[146]

Ése era el objetivo del Colegio Pontifical Ruso, conocido como "Russicum", el
Instituto Pontifical del Este y el Colegio Romano, tres centros administrados también
por la Compañía de Jesús.
En el Colegio Romano —45, Piazza del Gesu— se encontraba el noviciado de los
jesuitas. Entre los novicios, algunos eran llamados "russipetes", porque su destino era
"petere Russiam" o "ir a Rusia".

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Los creyentes ortodoxos debían estar vigilantes porque muchos paladines
valerosos estaban decididos a derrotados. Veamos, no obstante, una afirmación del
"Homme nouveau":

«El destino de todos estos sacerdotes es ir a Rusia. Pero, por el momento este
proyecto no puede realizarse».[147]

Según esta publicación, la prensa soviética llamaba a esos apóstoles


"paracaidistas del Vaticano". Y, por el testimonio de alguien muy bien informado
sobre el tema, concluimos que el nombre era muy apropiado.
Esa persona era el jesuita Alighiero Tondi, profesor de la Universidad Pontificia
Gregoriana, que rechazó los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola —
provocando considerable escándalo— y renunció a la Compañía, con todo su boato y
sus acciones.
Entre otras declaraciones, en la entrevista para un diario italiano, dijo lo siguiente:

«Las actividades del Collegium Russicum y de otras organizaciones


asociadas con él son numerosas y diversas. Por ejemplo, con fascistas
italianos y los que quedan del nazismo alemán, los jesuitas organizan y
coordinan varios grupos antirrusos por orden de las autoridades eclesiásticas.
El objetivo fundamental es estar preparados, en cualquier momento, para
derrocar a los gobiernos del este. Las organizaciones eclesiásticas dominantes
proveen las finanzas. A este trabajo se dedican los líderes del clero. Pero estos
mismos, llevados por el dolor, rasgarían sus sotanas si se les acusara de
intervenir en la política y de instar a los obispos y sacerdotes del este a
conspirar contra sus gobiernos.
»Conversando con el jesuita Andrei Ouroussof, le dije que era una
vergüenza que se afirmara, en el Osservatore Romano —voz oficial del
Vaticano— y en otras publicaciones eclesiásticas, que los espías
desenmascarados eran “mártires de la fe”. Ouroussof se rió.
—Padre, ¿qué escribiría usted? —me preguntó— ¿Los llamaría espías o
algo peor? Hoy la política del Vaticano necesita mártires, pero por el
momento es difícil hallarlos. Así que hay que inventarlos.
—¡Pero eso es deshonesto! Con una expresión irónica y moviendo la
cabeza, dijo:
—Padre, usted es ingenuo. Por su trabajo, usted, mejor que nadie, debería
saber que los líderes de la iglesia siempre se han inspirado en las mismas
reglas.
—¿Y qué de Jesucristo? —le pregunté. Riendo me dijo:
—Uno no debe pensar en Jesucristo. Si pensáramos en Él, terminaríamos

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en la cruz. Y es tiempo de colgar a otros en la cruz en vez de que nos
cuelguen a nosotros».[148]

Como bien dijo el jesuita Ouroussof, la política del Vaticano necesita mártires,
sean éstos voluntarios o no. Por tanto, “creó” millones de ellos en dos guerras
mundiales.

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Capítulo 8
El Papa Juan XXIII se quita la máscara

De todas las fantasías aceptadas en este mundo, quizá una de las más difíciles de
desarraigar sea el espíritu de paz y armonía que se le atribuye a la Santa Sede, porque
parece ser el espíritu inherente a la naturaleza del magisterio apostólico.
A pesar de lo que nos enseña la historia —que no se conoce bien o se olvida muy
pronto—, el que dice ser el "vicario de Cristo" necesariamente debe encarnar, ante los
ojos de mucha gente, el ideal de amor y fraternidad que enseña el evangelio. ¿No es
eso lo que esperan la lógica y los sentimientos?
Pero, los hechos nos muestran que tal suposición debe desaparecer; hemos visto
suficientes evidencias. Sin embargo, la iglesia es prudente —como se nos recuerda a
menudo— y rara vez actúa sin tomar precauciones para cuidar las apariencias. Bonne
renommee vaut mieux que ceinture doree (una buena reputación es mejor que un cinto
de oro), dice el proverbio. Pero, es mejor aún poseer ambos. El Vaticano, que es
inmensamente rico, se guía por esta máxima. Su codicia política de poder siempre
adopta pretextos "espirituales" y humanitarios, proclamados “urbi et orbi” (en ciudad
y mundo) mediante una intensa propaganda financiada por el cinto dorado; y la
"buena reputación", preservada de ese modo, mantiene el ingreso del oro a ese cinto.
El Vaticano no se aparta de esa línea de conducta; y, cuando la actitud de su
jerarquía revela su verdadera posición en asuntos internacionales, mantiene viva la
leyenda de su imparcialidad absoluta publicando encíclicas solemnes y ambiguas y
otros documentos pontificales. La era hitleriana incrementó esos ejemplos. ¿Podría
esperarse algo distinto de un poder autoritativo que, supuestamente, es transcendente
y universal a la vez?
Rara vez se ha visto caer esa máscara. Para que el mundo sea testigo de tal
espectáculo, tiene que ocurrir una contingencia que, a los ojos de la Santa Sede,
ponga en peligro sus intereses vitales. Sólo entonces deja de lado las ambigüedades y
revela su verdadera intención.
Eso ocurrió en Roma el 7 de enero de 1960, cuando se hablaba de una
conferencia "cumbre" que reuniría a líderes gubernamentales del oriente y del
occidente. El objetivo era establecer las condiciones para una coexistencia pacífica
entre los defensores de dos ideologías opuestas.
Por supuesto, no cabía duda respecto a la posición del Vaticano antes del
proyecto. En los Estados Unidos, el cardenal Spellman la mostró claramente,
incitando a los católicos a una conducta hostil hacia Kruschev cuando éste fue
invitado por el presidente norteamericano. Su Santidad Juan XXIII por su parte, sin
decir nada específico, en su mensaje navideño mostró poco entusiasmo respecto a la
idea de reducir la tensión política. Su “esperanza” de que se estableciera la paz en el
mundo —un deseo que tal documento “debía” incluir— sonó débil, y varias veces
instó a los líderes occidentales a que fueran prudentes. Hasta ese momento, sin

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embargo, el Vaticano había mantenido las apariencias.
Pero ¿qué ocurrió en menos de dos semanas? ¿Falló otra “esperanza”, es decir, el
deseo oculto de que no hubiera paz? ¿Fue la decisión del presidente italiano Gronchi,
de ir a Moscú, lo que rebalsó la copa de la amargura en Roma?
Cualquiera que haya sido la causa, la tormenta estalló el 7 de enero. Los truenos
eclesiásticos resonaron (con una furia sin precedentes) sobre los gobernantes
“cristianos”, culpables de anhelar el fin de la guerra fría. El 8 de enero Le Monde
publicó lo siguiente:

«El día en que el presidente de la república de Italia partiría para realizar


una visita oficial, y detalladamente preparada, a los líderes de Moscú, el
cardenal Ottaviani —sucesor del cardenal Pizzardo como secretario de la
congregación del Santo Oficio, o prefecto del tribunal supremo de la iglesia—
presentó el discurso más desconcertante en la basílica de Saint Marie
Majeure, durante un servicio matutino de propiciación por la “Iglesia del
Silencio”.
»Nunca antes un príncipe de la iglesia, en uno de los cargos más
importantes del Vaticano, había atacado con tal furia a las autoridades
soviéticas, ni reprendido con tanta severidad a las potencias occidentales que
trataban con ellas».

Le Monde publicó partes del violento discurso, que justificaban calificarlo como
el «más desconcertante». «Los tiempos de Tamerlane han retornado», afirmó el
cardenal Ottaviani, describiendo a los líderes rusos como «nuevos anticristos», que
«condenan a la gente a la deportación, prisión y masacre, dejando sólo desolación tras
ellos». Al orador le asombraba que a nadie más «le asustara darles la mano», y que,
«por el contrario, se prepare una carrera para ver quién será el primero en hacerlo y
en intercambiar sonrisas con ellos». Luego, les recordó a sus oyentes que Pío XII se
retiró a Castelgandolfo cuando Hitler fue a Roma, olvidando que el pontífice había
firmado con Hitler un concordato muy ventajoso para la iglesia.
Los viajes espaciales también fueron condenados: «El nuevo hombre… cree que
puede violar el cielo realizando proezas en el espacio, demostrando una vez más que
Dios no existe».
Los «políticos y gobernantes» occidentales que, según el cardenal, «se vuelven
tontos por el temor», fueron criticados ásperamente, al igual que los cristianos que
«ya no reaccionan ni actúan con ira…».
Finalmente llegó a esta conclusión mordaz y significativa:

«¿Podemos estar satisfechos con cualquier disminución de la tensión, cuando,


en primer lugar, no puede haber calma en la humanidad si no hay respeto

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fundamental por la conciencia, nuestra fe, el rostro de Cristo cubierto otra vez
con escupitajos, con la corona de espinas y azotado? ¿Podemos extenderles la
mano a los que hacen esto?».

A pesar de esas palabras dramáticas, no podemos olvidar que el Vaticano no


puede hablar de “respeto por las conciencias”, puesto que con descaro las oprime en
los países donde domina. Un ejemplo fue la España de Franco, donde los protestantes
eran perseguidos. Es una desvergüenza, sobre todo de parte del secretario del Santo
Oficio, demandar que otros observen el “respeto fundamental”, cuando la Iglesia
Romana lo rechaza por completo.
La encíclica Quanta cura y el Syllabus son explícitos:

«Anatema al que diga: ‹todo hombre es libre para abrazar o profesar la


religión que su juicio considere ser el correcto›. (Syllabus, artículo XV)».
»“Es una locura pensar que la libertad de conciencia y culto sean derechos
de todo ser humano”. (Quanta cura)».

Juzgando por la forma en que trata a los "herejes", no nos sorprende que el
Vaticano condene sistemáticamente todo intento de lograr un acuerdo entre naciones
"cristianas" y las que son oficialmente ateas. Non est pax impilis —¡no hay paz para
los impíos!
El jesuita Cavelli, como muchos otros antes que él, proclama que esa
"intransigencia" es la "ley más imperativa" de la Iglesia Romana.
Para contrarrestar la explosión de furia del cardenal, citaremos otro artículo que
apareció en la misma edición de Le Monde, el 9 de enero de 1960:

«“La humanidad se acerca a una situación en la que es posible la aniquilación


mutua. En el mundo hoy, no hay otro evento comparable a éste en
importancia… Por tanto, debemos procurar incesantemente una paz justa”.
Eso afirmó el presidente Eisenhower ayer, jueves, ante el Congreso de los
Estados Unidos, al mismo tiempo que el cardenal Ottaviani, en Roma,
condenaba la coexistencia como si se tratara de participar en el crimen de
Caín».

El contraste entre dos formas de pensamiento no podía ser mayor: la humana y la


teocrática —y no podía ser más obvio el peligro mortal que se cernía sobre el mundo
por ese núcleo de fanatismo ciego que llamamos Vaticano. Su egoísmo "sagrado" era
tal que no le importaban las circunstancias, ni la necesidad urgente de un acuerdo
internacional para evitar la exterminación casi total que amenazaba a la humanidad.
El secretario del Santo Oficio —tribunal supremo cuyo pasado se conoce muy

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bien— no tomaba en cuenta esas contingencias insignificantes. ¿Iban los rusos a
misa? Eso era lo importante; y si el presidente Eisenhower no lo comprendía, era
porque «parecía haberse vuelto tonto por el terror», usando las palabras del fiero
"Porporato".
El discurso frenético del cardenal Ottaviani nos hace sonreír y también nos
desconcierta. Muchos piensan que ese agitador no podía persuadir a los "cristianos"
de que debían aceptar la bomba atómica con una actitud de gracia. ¡Pero debemos
estar vigilantes! Tras este vocero de la Santa Sede se halla toda la organización
pontifical y, en especial, el ejército secreto de jesuitas que no está formado por
soldados comunes. Todos los miembros de la famosa Compañía trabajan desde
posiciones de poder, y sus actos, sin hacer mucho ruido, pueden ser muy efectivos, es
decir, malignos.
Se difundió el rumor de que la posición cruel del cardenal Ottaviani no reflejaba
el pensamiento de la Santa Sede, sino el de un clan "integrista". La prensa católica, al
menos en Francia, trató de minimizar la importancia de ese discurso violento. La
Croix imprimió sólo un resumen, omitiendo todas las expresiones violentas. Fue un
oportunismo astuto, pero no engañó a nadie. Era imposible que el secretario del Santo
Oficio lanzara desde el púlpito de Sainte Marie Majeure una crítica tan aguda, de
suma importancia política, sin tener la aprobación del líder de esa congregación, su
"prefecto", el Soberano Pontífice en persona. Y, hasta donde sabemos, éste nunca
desautorizó a su elocuente subordinado. El papa Juan XXIII no podía lanzar esa
bomba, pero al hacer que uno de los dignatario s más importantes de la Curia tomara
su lugar, quería que su confabulación resultara obvia ante todos.
Además, por una extraña "coincidencia", ocurrió una explosión más leve al
mismo tiempo mediante un artículo del Osservatore Romano, condenando otra vez al
socialismo —aun al no marxista— por ser «contrario a la verdad cristiana». Sin
embargo, los que practicaban ese "error" político no eran excomulgados ipso facto
como los comunistas. Tenían la esperanza de escapar del infierno, pero se mantenía la
amenaza del purgatorio.
Al mostrar tan vehementemente su oposición a los intentos de unir el oriente y el
occidente, ¿esperaba el Vaticano tener resultados positivos? ¿Esperaba intimidar a los
gobernantes que procuraban la política de paz? ¿O esperaba provocar entre los fieles
un movimiento contra la reducción de la tensión política?
Por irrazonable que parezca tal esperanza, es probable que haya obsesionado a
esas mentes clericales. Sus extraños puntos de vista generalmente producen esas
ilusiones. Además, no podían haber olvidado la fantasía que usaron por tanto tiempo
para engañar a los que creían en ellos, y que al parecer compartían. Nos referimos a
la "conversión de Rusia" que, aparentemente, la Santa Virgen anunció en Fátima en
1917 a la pastora Lucía; luego, ésta llegó a ser monja y testificó de ello mucho
después, en 1942, en las memorias que escribió a pedido de sus superiores.
Este cuento de hadas quizá nos haga sonreír, pero el Vaticano —bajo el

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pontificado de Pío XII— lo propagó por el mundo en innumerables discursos,
sermones, declaraciones solemnes, libros y folletos. Lo propagó también con las
peregrinaciones de la estatua de la Virgen —una “Notre Dame” nueva y muy política
— en todos los continentes, donde —según se nos dijo— aun los animales llegaban a
honrarla. Los fieles recordaban la propaganda llamativa y las afirmaciones insensatas,
como la siguiente que publicó La Croix el 1 de noviembre de 1952:

«Fátima se ha convertido en una encrucijada… El destino de las naciones


puede decidirse mejor allí que alrededor de las mesas».

Sus turiferarios ya no podían refugiarse en ambigüedades. La alternativa era


clara: «disminución de la tensión o la guerra fría». El Vaticano escogió la guerra y no
lo ocultó.
Esa decisión no podía sorprender a nadie después de haber visto las experiencias
pasadas, aun las recientes. Y, si alguien se sorprendió, quizá se debía a que la
proclamación se hizo en forma directa, sin el usual disfraz.
Para comprender la razón de la violencia, hay que considerar lo que estaba en
juego para el pontífice romano. Erraríamos al pensar que el Vaticano podía renunciar
a una esperanza tan antigua como el cisma mismo: lograr, por medio de una victoria
militar, que los creyentes ortodoxos volvieran a obedecerle. El surgimiento de Hitler
se debió a esa obstinada esperanza. Pero, la derrota final de su Cruzada no le abrió los
ojos a la Curia Romana para ver lo absurdo de tal ambición.
Existe otro anhelo aún más urgente: liberar a la Iglesia del Silencio en Polonia,
Hungría y Checoslovaquia, cuya situación se debió a sucesos inesperados para la
Santa Sede en la Cruzada nazi. Qui trop embrasse mal etreint (quien mucho abarca,
poco aprieta) es un proverbio sabio que nunca ha inspirado a fanáticos.
Para reanudar la marcha hacia el este —el Drang nach Osten clerical— y
recuperar las plazas perdidas, el Vaticano aún confiaba en el "brazo secular"
germánico, su principal defensor europeo, que necesitaba ya nuevas fuerzas y vigor.
A la cabeza de la Alemania Federal —sector occidental del gran Reich— puso a un
hombre de confianza, el canciller Konrad Adenauer, chambelán privado del papa. En
su política, por más de 15 años, se vio claramente el sello de la Santa Sede.
Mostrando al principio gran cautela y una mentalidad "liberal" oportuna, "el Viejo
Zorro" —como lo llamaban sus compatriotas— trabajó en el rearme de su país. Por
supuesto, el rearme "moral" de la población, y en especial de la juventud alemana, era
un complemento indispensable para el primero.
Por eso, en los cargos importantes de los ministerios y oficinas administrativas de
Alemania occidental había personas con un conocido pasado hitleriano —la lista es
extensa— y líderes industriales como Van Krupp y Flick. Éstos, que fueron
condenados como criminales de guerra, pronto estaban al frente de las gigantescas
empresas que les fueron devueltas. El fin justifica los medios. Y el fin era muy claro:

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forjar la nueva espada de Siegfried, el arma que necesitaban para la venganza en la
que participaría también el Vaticano.
Así, en perfecta sincronía, en una entrevista con un periódico holandés, el
canciller-chambelán se hizo eco del discurso violento del cardenal Ottaviani:

«La coexistencia pacífica de naciones cuyos puntos de vista son totalmente


opuestos, es tan solo una ilusión que, lamentablemente, aún muchos apoyan».
[149]

El sermón "incendiario" del 7 de enero en Sainte Marie Majeure ocurrió —como


por coincidencia— unos días antes de que Adenauer visitara Roma. Los reportes de
la prensa recalcaron unánimemente el ambiente de amistad y simpatía de la audiencia
privada que, Su Santidad Juan XXIII, concedió al canciller alemán y a Von Brentano,
su Ministro de Asuntos Exteriores.
L’Aurore incluso informó lo siguiente:

«Esta reunión provocó una declaración inesperada del canciller,


respondiendo a las palabras del pontífice que alabó el valor y la fe del jefe de
gobierno alemán:
‹Creo que Dios le ha dado al pueblo alemán un papel especial que
desempeñar en estos tiempos difíciles: ser el protector del occidente contra las
influencias poderosas del oriente que nos amenazan›».[150]

Combat muy bien comentó:


«Habíamos oído esto antes, pero en forma más condensada: Gott mit uns, o sea,
“Dios con nosotros”». (El lema que aparecía en la hebilla de las correas de los
soldados alemanes en la guerra de 1914-1918).
Y ese diario añadió:

«La evocación del Dr. Adenauer acerca de la tarea atribuida a la nación


alemana se inspiró en una declaración similar del pontífice previo. Por tanto,
podemos suponer que si el Dr. Adenauer pronunció esta frase en las
circunstancias presentes, pensaba que sus oyentes estaban preparados para
oída».[151]

En realidad, uno tiene que ser muy ingenuo y desconocer la diplomacia


fundamental para pensar que esa declaración "inesperada" no era parte del programa.
Además, estamos seguros de que no afectó «la prolongada conversación que
Adenauer tuvo con el cardenal Tardini, secretario de estado de la Santa Sede, a quien
invitó a almorzar en la embajada alemana».[152]

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La espectacular intromisión del Santo Oficio en la política internacional,
expresada por el cardenal Ottaviani, desconcertó aun a católicos que estaban
acostumbrados a los abusos de la Iglesia Romana en asuntos del estado. Roma estaba
consciente de ello. Pero, perpetuar la guerra fría era tan importante para el poder
político del Vaticano, y aun para su prosperidad financiera, que no titubeó en repetir
esas ideas políticas, a pesar de no haber sido bien recibidas.
El viaje de Kruschev a Francia, en marzo de 1960, le dio otra oportunidad. Dijon
era una de las ciudades que el líder soviético visitaría. Al igual que todos sus colegas,
en tal situación el alcalde de Dijon debía recibir cortésmente a quien estaba visitando
la república francesa. En Burgandy, una ciudad principal, el teniente de alcalde era un
religioso, el canónigo Kir.
Según la ley canónica, la Santa Sede había autorizado al sacerdote para aceptar
ese mandato doble, con todas las funciones y deberes que implicaba. Sin embargo, su
obispo le prohibió al canónigo-alcalde que recibiera a Kruschev. En esa ocasión, la
banda municipal tuvo que ceder el paso a la sotana.
El visitante fue recibido por un asistente que sustituyó al teniente de alcalde
ausente. No obstante, la forma en que la "jerarquía" menospreció a la autoridad civil
en esa ocasión provocó comentarios mordaces. El 30 de marzo Le Monde escribió:

«¿Realmente quién ejerce autoridad sobre el alcalde de Dijon: el obispo o el


prefecto? Y, por encima de estos representantes del poder central: ¿el papa o
el gobierno francés? Ésta es la pregunta que todos se hacen…».

Sin duda la respuesta era: primero, la teocracia. ¿Significaba eso que, a los que
visitaban Francia, tenían que darles boletos para la confesión si deseaban ser
recibidos por el alcalde vestido de sotana? En el artículo mencionado, el editor de Le
Monde muy bien dice:

«Más allá de este asunto interno de Francia, la conducta de Kir nos lleva a
considerar un problema mayor. La acción del Vaticano no tiene que ver tan
solo con la relación entre un alcalde y su gobierno. Por la forma en que
ocurrió, constituye una intervención directa y espectacular en la diplomacia
internacional».

Esto es verdad, y las reacciones que provocó, casi en todas partes, muestran que
la opinión mundial comprendió claramente su importancia. En los Estados Unidos,
donde la gente había presenciado las demostraciones hostiles organizadas por los
cardenales Spellman y Cushing durante la visita de Kruschev, empezaron a cuestionar
si un presidente católico romano realmente podría mantenerse independiente de la
Santa Sede.

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Muchos temían que, en ese caso, la política extranjera del país se inclinaría en
favor de los intereses de la Iglesia Romana, perjudicando los de la nación —eso es
peligroso en toda circunstancia, pero más aún en la situación de aquel tiempo.
Después de la "bomba" lanzada por el cardenal Ottaviani, se organizó
"abiertamente" la oposición a que se redujera la tensión entre el oriente y el
occidente.
Algunos dirían que fue un instrumento absurdo, en comparación con la amenaza
de dejar en ruinas —tarde o temprano— a las naciones que se atrevieran a
permanecer en el punto muerto de un antagonismo complejo. Pero, vemos que el
Vaticano, forzado a usar armas "espirituales", se propuso sacar el mayor provecho de
ellas. Los jesuitas, que dirigían su diplomacia, hacían lo posible para evitar la peor
"calamidad" que se había cernido sobre la Santa Sede: un acuerdo internacional que
excluía el recurrir a la guerra.
¿Qué sucedería con el prestigio del Vaticano, con su importancia política, con las
ventajas económicas y de otro tipo que recibían de ella si, por ese acuerdo, ya no
podían confabular, usar su influencia, regatear respecto a su cooperación con los
gobiernos, favorecer a algunos y amenazar a otros, oponerse a naciones, crear
conflictos para lograr sus propios intereses, y si no podía encontrar más soldados para
luchar por sus ambiciones sin control?
No podían engañar a nadie, y menos aún a los jesuitas. Un desarme general
hubiera anunciado el fin de la Iglesia Romana como poder mundial. Y la cabeza
"espiritual" tambalearía.[*]
Por tanto, era de esperarse que los hijos de Loyola se opusieran, con todo su
arsenal de tretas, al deseo de lograr la paz entre las naciones y los gobiernos. Para
derrumbar el edificio, cuyos fundamentos apenas se estaban colocando
tentativamente, ellos no repararían en usar sus minas y contraminas. Era una guerra
sin misericordia, una guerra santa, motivada por el discurso violento del cardenal
Ottaviani. Y, la Compañía de Jesús la llevaría adelante con la obstinación ciega del
insecto —ad majorem papae gloriam—, sin ansiedad alguna por las catástrofes que
resultarían. El mundo debe perecer, ¡no la supremacía del Pontífice romano!

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Conclusión
En este libro, hemos resumido las principales manifestaciones de la multiforme
actividad que la Compañía de Jesús ha desplegado durante cuatro siglos. Asimismo,
hemos establecido que el carácter militante, incluso militar, de la famosa institución
ultramontana justifica el título que a menudo se le atribuye: "ejército secreto del
papado".
Al frente de la acción, para la gloria de Dios, y de la Santa Sede en especial. Tal
es la orden a la que se dedicaron estos soldados religiosos y de la cual se
enorgullecen. Al mismo tiempo, por medio de libros y la prensa religiosa que
supervisan, en lo posible procuran encubrir como empresas "apostólicas" lo que
hacen en su campo favorito: la política de las naciones.
Los jesuitas contaban con un camuflaje astuto, declaraban su inocencia y se
mofaban de las "intrigas siniestras" que, según ellos, les atribuía sin fundamento la
imaginación trastornada de sus enemigos. Sin embargo, tuvieron más validez la
hostilidad unánime de la opinión pública hacia ellos, en todas partes y en todas las
épocas, y la inevitable reacción a sus intrigas, que causaron su expulsión de todos los
países, aun de los más católicos.
Las 56 expulsiones, contando sólo las principales, constituyen un argumento
incuestionable. Es suficiente para demostrar la naturaleza maligna de la Orden.
¿Cómo no iba a ser perjudicial para las sociedades civiles, siendo el instrumento
más eficaz del papado para imponer su ley en los gobiernos temporales, sabiendo que
esta ley, por naturaleza, no considera los intereses nacionales? La Santa Sede, siendo
esencialmente oportunista, apoya éstos cuando coinciden con los suyos —sucedió en
1914 y 1939—, pero si ella ayuda en esos casos, el resultado final no beneficia a esas
naciones. Vimos esto en 1918 y 1945.
Si el Vaticano —una organización anfibia: clerical y política— es terrible con sus
enemigos, o con los que se oponen a él, es aún más mortal para sus amigos. Si uno se
mantiene vigilante, puede prever sus ataques secretos, pero sus abrazos son
mortíferos.
Al respecto, en 1874, T. Jung escribió las siguientes palabras que no han perdido
relevancia: «El poder de Francia está en proporción inversa a la intensidad de su
obediencia a la Curia Romana».[1]
Un testigo de años posteriores, Joseph Hours, al estudiar los efectos de nuestra
“desobediencia” tan relativa, escribió:

«No cabe duda; a través del continente (y hoy quizá en todo el mundo),
dondequiera que el catolicismo es tentado a volverse político, también es
tentado a volverse antifrancés».[2]

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El comentario es correcto, aunque el término “tentado” sea débil. No obstante,
concluimos que “obedecer” sería más apropiado.
Realmente es mejor exponerse a esta hostilidad, en vez de llegar a la conclusión a
la que llegó el coronel Beck, ex Ministro de Asuntos Exteriores de la Polonia
católica:

«El Vaticano es uno de los principales responsables de la tragedia de mi país.


Me di cuenta muy tarde de que nuestra política extranjera había servido sólo
para los intereses de la Iglesia Católica».[2a]

Además, el destino del imperio apostólico de los Hapsburgo no era alentador.


Alemania, tan amada por los papas y especialmente por Pío XII, finalmente no pudo
ser complacida con los costosos favores que le brindaba Su Santidad.
Nos preguntamos si la Iglesia Romana obtuvo alguna ganancia de esta aspiración
insensata de gobernar el mundo, una pretensión que especialmente los jesuitas
mantuvieron viva. Durante los cuatro siglos en que estos agitadores propagaron
disensión, odio, muerte y destrucción en Europa —desde la guerra de los Treinta
Años hasta la Cruzada de Hitler—, ¿ganó algo la iglesia o sólo sufrió pérdidas?
Es fácil responder: el resultado más claro e incuestionable es la continua
disminución de la "herencia de San Pedro", un fin triste para tantos crímenes.
¿Acaso la influencia de los jesuitas tuvo mejores resultados en el Vaticano? Es
muy dudoso. Un autor católico escribió:

«Siempre procuran concentrar el poder eclesiástico que controlan. La


infalibilidad papal exaspera a obispos y gobiernos; no obstante, la piden en el
Concilio de Trento y la obtienen en el Concilio Vaticano (1870)… Dentro de
la iglesia, el prestigio de la Compañía fascina tanto a sus adversarios como a
sus amigos. La respetamos o, al menos, le tememos; creemos que es capaz de
hacer cualquier cosa, y actuamos como corresponde».[3]

Otro escritor católico describió los efectos de esa concentración de poder en las
manos del pontífice:

«La Sociedad de Jesús sospechaba de la vida, la fuente de herejías, y se


opuso con autoridad a ella.
»El Concilio de Trento parece ser ya el testamento del catolicismo. Es el
último concilio genuino.
»Después de él, sólo habría el Concilio Vaticano, que consagra la
abdicación de los concilios.
»Todos conocemos la ganancia de los papas al final de los concilios.

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»Qué simplificación —¡y qué empobrecimiento!
»El cristianismo romano toma posesión de su carácter de monarquía
absoluta, basada ahora y siempre en la infalibilidad papal.
»El cuadro es hermoso, pero la vida tiene un costo.
»Todo viene de Roma, y a Roma se le permite apoyarse sólo en Roma».[4]

Más adelante, el autor resume lo que se le debe atribuir a la famosa Compañía:


«Tal vez retardó la muerte de la iglesia, pero mediante una especie de pacto con la
muerte».[5]
Bajo esa influencia moral, una forma de esclerosis, si no necrosis, se está
extendiendo y corrompiendo a la iglesia. Los jesuitas son guardianes del dogma —
cuyo carácter anticuado acentúan con su aberrante adoración a la virgen María—, y
maestros de la Universidad Pontifical Gregoriana que fundó Ignacio de Loyola.
Como tales, controlan la enseñanza de los seminarios, supervisan las misiones, reinan
en el Santo Oficio, alientan a la Acción Católica, censuran y dirigen a la prensa
religiosa en todos los países, y patrocinan con mucho amor los centros importantes de
peregrinaje: Lourdes, Lisieux, Fátima, etc. En resumen, están en todas partes.
Asimismo, es significativo que cuando el papa ministra en la misa, necesariamente lo
asiste un jesuita; también su confesor es siempre un jesuita.
La Compañía, al perfeccionar la concentración de poder en las manos del
Soberano Pontífice, en realidad trabaja para sí misma. El papa, aparente beneficiario
de ese trabajo, podría repetir las palabras famosas: «Yo soy su jefe; por tanto, los
sigo».
Así, cada vez resulta más difícil distinguir entre las acciones de la Santa Sede y
las de la Compañía. Pero esta Orden, pilar de la iglesia, tiende a dominarla
totalmente. Por mucho tiempo los obispos han sido sólo “siervos civiles”, ejecutores
dóciles de las órdenes provenientes de Roma, o más bien del Gesú.
Sin duda alguna, ante los fieles, los discípulos de Loyola procuran ocultar la
dureza de un sistema cada vez más totalitario. La prensa católica, bajo el control
directo de ellos, presenta una inspiración variada para dar a sus lectores la impresión
de ser independiente, de estar abierta a ideas “nuevas”. Los Padres, que se adaptan a
todo según les convenga, de buena gana utilizan esas artimañas que engañan sólo a
los soñadores. Pero, detrás de todo esto, el eterno jesuita observa atentamente.
Respecto a éste, un autor escribió: «La intransigencia es innata en él. Puede cambiar
rápidamente, gracias a su astucia, pero sólo sobresale en su obstinación».[6]
Hallamos ejemplos excelentes de esa obstinación y tendencia insidiosa en el
trabajo paciente de los miembros de la Compañía, conciliando —para bien o para mal
— el espíritu “moderno” y científico al cual dan atención, con las demandas de la
“doctrina” en general y, en especial con las formas idolátricas de devoción —
adoración a María y prodigios—, de las cuales son aún los más celosos propagadores.
Afirmar que esos esfuerzos tienen éxito sería una exageración: cuando se mezcla

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agua y fuego, mayormente se obtiene vapor. Pero incluso la inconsistencia de esas
nubes complace a ciertas mentes perspicaces, aun sabiendo que la obsesión por las
ideas precisas presenta peligros para una piedad sincera. Vade retro, Satanas.
En ese aspecto, los metafísicos alemanes son de gran ayuda. En ellos
encontramos lo que necesitamos, e incluso lo contrario. Toda superstición pueril, si se
maneja con pedantería, adquiere cierta apariencia de seriedad y aun profundidad.
Resulta entretenido seguir ese juego en los boletines y revistas de diversos grupos
culturales.
Allí, el que busca, halla el material que necesita —sobre todo el individuo que,
por una tendencia anormal, disfruta al leer entre líneas.
Sin embargo, esos hombres llenos de amargura no viven sólo en el ámbito de lo
especulativo. Los Padres se aseguraban de dar una sólida base temporal a su
apostolado entre los “intelectuales”. A los dones del Espíritu que otorgan
generosamente a sus discípulos, añaden grandes ventajas. Además, se trata de una
tradición antigua. En el tiempo de Carlomagno, los sajones convertidos recibían una
camisa blanca. Ahora, los beneficiarios de una fe recién descubierta o renovada,
disfrutan de otros favores, en especial en el mundo académico y científico: el
estudiante que no es muy brillante, pasa los exámenes sin dificultad; al profesor se le
concede la cátedra que elige; el médico “creyente”, además de tener pacientes
adinerados, recibe trato preferencial si desea afiliarse a una sociedad importante, etc.
Como es natural, estos reclutas selectos llevarán a otros y, puesto que la unión hace la
fuerza, su trabajo unido será más eficaz en las altas esferas.
Se dice que esto puede verse en España y en otros lugares.
En Le Monde, el 7 de mayo de 1956, Henri Fesquet dedicó un artículo importante
al Opus Dei español. Definiendo las acciones de esta organización religiosa y
ocultista, escribió: «Sus miembros… tienen el objetivo de ayudar a los intelectuales a
alcanzar un estado religioso de perfección mediante el ejercicio de sus profesiones y
santificar el trabajo profesional».
Esto no es nuevo, y Fesquet lo sabe, porque luego dice: «Se les acusa —y la
realidad parece innegable— de querer ocupar los cargos clave en el país, y de estar en
el centro de la administración y gobierno de la universidad, para impedir que ingresen
en ella los no creyentes y los liberales, o aun expulsarlos de allí».
El Opus, al parecer, entró a Francia clandestinamente en noviembre de 1954,
gracias a la labor de dos sacerdotes y cinco laicos, doctores o estudiantes de
medicina. Es posible. Pero, dudamos que ese refuerzo de "Tras los Montes" fuera
necesario, puesto que habían estado trabajando ya por mucho tiempo en Francia,
especialmente en el campo médico y académico, como lo revelaron algunos
escándalos en relación a exámenes y competencias.
En todo caso, la rama francesa de esta Acción, que debía ser "obra de Dios", no
parecía ser clandestina a juzgar por lo que François Mauriac escribió:

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«Recibí una extraña confidencia. En verdad era tan extraña que, si no hubiera
tenido la firma de un escritor católico que es amigo mío, y en quien confío,
habría pensado que era broma. Él había ofrecido un artículo a un periódico;
éste lo aceptó pero nunca acusó recibo del mismo. Al pasar los meses, mi
amigo se preocupó e hizo preguntas. Después de un tiempo recibió esta
respuesta del director del periódico: ‹Como usted probablemente sepa, en los
últimos meses el Opus Dei ha estado revisando lo que publicamos. Y el Opus
Dei rehusó absolutamente autorizar que se imprimiera ese texto›. Este amigo
me preguntó: ‹¿Qué es el Opus Dei?› Y yo, franca y cándidamente hago la
misma pregunta…».[7]

El eminente François Mauriac pudo haber planteado esa pregunta —que quizá no
sea tan cándida como asegura— a gente que él conocía muy bien: escritores, editores,
libreros, científicos, oradores, gente de teatro y cine, a menos que prefiriera indagar
personalmente en los centros de publicación.
Respecto a la oposición de ciertos jesuitas contra el Opus Dei, se trataba tan solo
de rivalidad de grupos. La Compañía —como hemos afirmado y probado— es
"modernista" e "integrista" según la oportunidad, porque está decidida a tener un pie
en cada lado. De hecho, Le Monde imprimió un artículo escrito por Jean Creach,
irónicamente, invitándonos a admirar un "Auto de fe de los jesuitas españoles", que
por suerte se limitaba a las obras de la literatura francesa. Realmente este censor
jesuita no parece ser "modernista" a juzgar por lo que dice Jean Creach:

«Si el padre Garmendia tuviera el poder del cardenal Tavera, cuya mirada fue
resucitada por el Greco como rayo en una máscara verdosa, sobre lo morado,
España conocería nuestra literatura sólo por medio de autores débiles… o aun
decapitados».

Después de citar varios ejemplos divertidos del celo purificador del Reverendo
Padre, el autor ofrece esta pertinente reflexión:

«“¿Acaso son tan débiles los cerebros formados por nuestros jesuitas que no
pueden enfrentar ni los peligros más pequeños para vencerlos por sí
mismos?”, susurró una lengua maliciosa. “Dime, querido amigo, si son
incapaces de ello, ¿qué valor tiene la enseñanza que los hace tan débiles?”».[8]

A este crítico humorístico podemos responderle que, la debilidad de los cerebros


moldeados por los jesuitas es, en realidad, el principal valor de su enseñanza —así
como su peligro.
Siempre volvemos a este punto. Por una vocación especial —y a pesar de algunas

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excepciones honorables y famosas—, son los enemigos declarados de la libertad de la
mente: ¡Lavadores de cerebros a los que les han lavado el cerebro!
Ésa es su fuerza, así como su debilidad y su poder destructivo. Andre Mater
describió muy bien el totalitarismo de la Orden al escribir: «Mediante la disciplina
que lo une en espíritu con todos sus colegas miembros, cada uno de ellos actúa y
piensa con la intensidad de otros 30.000. Esto es fanatismo jesuítico».[9]
Siendo más terrible ahora que nunca antes, ese fanatismo jesuítico, amo absoluto
de la Iglesia Romana, la ha enredado profundamente en la competencia de la política
mundial, en la que se deleita el espíritu militante y militar que distingue a la
Compañía. Bajo su cuidado, la organización papal y la esvástica lanzaron un ataque
mortal contra el odiado liberalismo, tratando de establecer la "nueva Edad Media"
que Hitler había prometido a Europa.[10]
A pesar de los planes prodigiosos de Von Ledochowski, de Himmler —"nuestro
Ignacio de Loyola"—, de los campos de muerte lenta, de la corrupción de las mentes
realizada por la Acción Católica y la propaganda libre de los jesuitas en los Estados
Unidos, el esfuerzo del "hombre providencial" fracasó, y la "herencia de San Pedro",
en vez de crecer en el oriente, se redujo.
Una realidad innegable permanece: el gobierno nacionalsocialista, "el más
católico que Alemania haya tenido",10 fue también el más despreciable y cruel, sin
excluir de la comparación las épocas de los bárbaros. Ésta es una afirmación dolorosa
para muchos creyentes, pero sería sabio meditar en ella. En los burgos de la Orden,
donde el entrenamiento era copia del método jesuítico, el amo del Tercer Reich —al
menos en apariencia— formó la "élite de la SS". Ante ésta, conforme a los deseos de
él, el mundo "temblaba", pero también expresaba su desaprobación. Las mismas
causas producen los mismos resultados. "Hay disciplinas tan intensas que el alma
humana no puede soportar y que destruirían totalmente la conciencia… Crimen de
alienación de uno mismo, disfrazado como heroísmo… Ningún mandamiento puede
ser bueno si, en primer lugar, corrompe el alma. Cuando uno se ha comprometido por
completo en una sociedad, otros seres pierden mucho de su importancia"[11]
En realidad, los líderes nazis no tenían consideración alguna por los "otros seres".
¡Lo mismo se puede decir de los jesuitas!

«La obediencia llegó a ser su ídolo».[12]

Y aquellos que fueron acusados en Nuremberg, invocaron esta obediencia total


como excusa de sus terribles crímenes.
Del mismo autor que analizó tan bien el fanatismo jesuítico, citamos este juicio
final:

«Censuramos a la Compañía con su habilidad, su política y engaño; le

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atribuimos todos sus cálculos, motivos ocultos y ataques secretos; la
censuramos aun con la inteligencia de sus miembros. Sin embargo, no hay un
solo país donde la Sociedad no haya experimentado gran decepción, donde no
haya actuado en forma vergonzosa y provocado ira justa contra ella.
»Si su maquiavelismo tenía la profundidad que generalmente se le
atribuye, ¿se lanzarían constantemente estos hombres graves y pensativos en
abismos que la sabiduría humana puede prever, en catástrofes que se podrían
esperar porque la Orden había experimentado otras similares en todos los
estados civilizados?
»La explicación es simple: un genio poderoso gobierna a la Sociedad, un
genio tan poderoso que la arroja a veces contra obstáculos, como si pudiera
destruidos ad majorem Dei Gloriam.
»Este genio no es el del general, de su consejo, de los provinciales ni de
las cabezas de cada hogar…
»Es el genio viviente de este vasto cuerpo; es la fuerza inevitable que
resulta de la unión de conciencias sacrificadas, de inteligencias esclavizadas;
es la fuerza explosiva y la furia dominante de la Orden, producto de su
naturaleza misma.
»Cuando se acumulan muchas nubes, hay rayos poderosos y empieza la
tormenta».[13]

Entre 1939 y 1945, la tormenta mató a 57 millones de personas, destruyendo y


arruinando a Europa.
Debemos estar vigilantes. Otra catástrofe, y aun peor, puede estar oculta en esas
mismas nubes. Los rayos quizá caigan otra vez, lanzando al mundo a "abismos que la
sabiduría humana puede prever", pero de los cuales, si permite que lo arrojen a ellos,
ningún poder lo podrá rescatar.
A pesar de lo que los voceros de Roma puedan decir, no fue el "anticlericalismo"
lo que nos motivó a estudiar con diligencia la política del Vaticano, o la de los
jesuitas, y denunciar sus motivos y métodos de trabajo. Más bien, vimos la necesidad
de revelar a la gente las artimañas de fanáticos que no se detienen ante nada para
lograr sus objetivos —el pasado lo ha demostrado muchas veces.
Hemos visto que, en el siglo XVIII, las monarquías europeas se unieron para
demandar la represión de esta Orden malvada. En la actualidad, ella puede tramar en
paz sus intrigas, ya los gobiernos democráticos no parece preocuparles.
El peligro al que se expone el mundo, debido a esta Compañía, es mucho mayor
hoy que en la época del "pacto de familia", y peor aun que cuando estallaron las dos
guerras mundiales.
Nadie puede imaginar las consecuencias fatales que tendría otra guerra.

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La Revue de Paris, 1-11-18.
La Tribune des Nations, 30-6-50,
Veröffentlichungen Kommission fur Neuere Geschichte Osterreichs 26 Wien,
Leipzig 1930.

Tous ces livres (et environ 2.000 volumes) sont a la disposition des historiens et
des chercheurs à la «Fondation Edmond Paris», Foyer Philosophique, 16, rue Cadet,
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EDMOND PARIS (1894-1970) ensayista y filósofo francés, autor de diversas obras
polémicas y fuertemente anticatólicas, como El Vaticano contra Europa (1959) y La
historia secreta de los jesuitas (1970).

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Notas

ebookelo.com - Página 198


[1] Adolphe Michel, Les Jesuites (Sandoz et Fischbacher, París, 1879). <<

ebookelo.com - Página 199


[2] O. Michel, op. cit. <<

ebookelo.com - Página 200


[2a]
Véase Edmond Paris, Le Vatican contre l’Europe (Fischbacher, París; PT.S.,
Londres); y L. Duca, L’Or du Vatican (Laffront, París). <<

ebookelo.com - Página 201


[3] E. Paris, The Vatican against Europe (P.T.S., Londres). <<

ebookelo.com - Página 202


[4] Saul Friedlander, Pie XII et le IIIe Reich (Ed. du Seuil, Paris, 1964). <<

ebookelo.com - Página 203


[5] L’Osservatore Romano, 20 de octubre de 1961. <<

ebookelo.com - Página 204


[6] L’Osservatore Romano, 18 de septiembre de 1964. <<

ebookelo.com - Página 205


[7] L’Osservatore Romano, 26 de noviembre de 1965. <<

ebookelo.com - Página 206


[1] La Croix, 31 de julio de 1956. <<

ebookelo.com - Página 207


[2] Como San Agustín, San Francisco de Asís y muchos otros. <<

ebookelo.com - Página 208


[3] R. P. jesuita Robert Rouquette, Saint Ignace de Loyola (Paris: Ed. Albin Michel,

1944), p. 6. <<

ebookelo.com - Página 209


[4] Ibid., p. 9. <<

ebookelo.com - Página 210


[5] Dr. Legrain, Le Mysticisme et la folie (Herblay: Ed. de l’Idee Libre, [S. et O.],

1931), pp. 14-16. <<

ebookelo.com - Página 211


[6] H. Boehmer, profesor, Universidad de Bonn, Les Jesuites (Paris: Armand Colin,

1910), pp. 12-13. <<

ebookelo.com - Página 212


[7] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 213


[8] Ibid., p. 14. <<

ebookelo.com - Página 214


[9] J. Huber, profesor de teología católica en Munich, Les Jesuites (París: Sandoz et

Fischbacher, 1875), p. 127. <<

ebookelo.com - Página 215


[10] H. Boehmer, op. cit., pp. 20-21, 25. <<

ebookelo.com - Página 216


[11] Ibid., p. 25, <<

ebookelo.com - Página 217


[12] Ibid., pp. 34-35, <<

ebookelo.com - Página 218


[12a] Michelet et Quinet, Des Jesuites (Paris: Hachette, Paulin, 1845), pp. 185-187. <<

ebookelo.com - Página 219


[12b] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 220


[12c] H. Boehmer, op. cit., pp. 47-48. <<

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[13] Concilio Vaticano (1870). <<

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[13a] R. P. jesuita Rouquette, op. cit., p. 44. <<

ebookelo.com - Página 223


[14] Rene Fulop-Miller, Les Jesuites et le secret de leur puissance (París: Librería

Plon, 1933), p. 61. <<

ebookelo.com - Página 224


[15] J. Huber, Les Jesuites (Paris: Sandoz et Fischbacher, 1875), pp. 71, 73. <<

ebookelo.com - Página 225


[16] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 226


[17] Gabriel Monod, en Introduction aux Jesuites, de H. Boehmer (París: Armand

Colin), p. XVI <<

ebookelo.com - Página 227


[18] Pierre Dominique, La politique des Jesuites (Paris: Grasset, 1995), p. 37 <<

ebookelo.com - Página 228


[19] Gaston Bally, Les Jesuites (Chambery: Imprimerie Nouvelle, 1902), pp. 11-13.

<<

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[20] Ibid., pp. 9-10; 16-17. <<

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[21] Pierre Dominique, op. cit., p. 37. <<

ebookelo.com - Página 231


[1] H. Boehmer, op. cit., p. 82. <<

ebookelo.com - Página 232


[2] Ibid., pp. 82-83. <<

ebookelo.com - Página 233


[3] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 234


[4] J. Huber, op. cit., p. 165. <<

ebookelo.com - Página 235


[5] H. Boehmer, op. cit., p. 89. <<

ebookelo.com - Página 236


[6] Ibid., pp. 85-86. <<

ebookelo.com - Página 237


[7] H. Boehmer, op. cit., pp. 85-88. <<

ebookelo.com - Página 238


[8] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 239


[9] Michelet et Quinet, op. cit., p. 259. <<

ebookelo.com - Página 240


[10] H. Boehmer, op. cit., pp. 85-88. <<

ebookelo.com - Página 241


[11] H. Boehmer, op. cit., pp. 89,104,112,114. <<

ebookelo.com - Página 242


[12] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 243


[13] Rene Fulop-Miller, op. cit., 11, pp. 98, 102. <<

ebookelo.com - Página 244


[14] H. Boehmer, ibid. <<

ebookelo.com - Página 245


[15] Rene Fulop-Miller, ibid. <<

ebookelo.com - Página 246


[16] H. Boehmer, ibid. <<

ebookelo.com - Página 247


[17] H. Boehmer, op. cit., pp. 117,120. <<

ebookelo.com - Página 248


[18] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 249


[19] J. Huber, op. cit., pp. 180-183. <<

ebookelo.com - Página 250


[20] Rene Fulop-Miller, op. cit., 11,pp. 104-105. <<

ebookelo.com - Página 251


[21] J. Huber, op. cit., pp. 183-186. <<

ebookelo.com - Página 252


[22] J. Huber, op. cit., p. 131 <<

ebookelo.com - Página 253


[23] Citado por H. Fulop-Miller, Les Jesuites et le secret de leur puissance (Paris:

Plon, 1933), p. 57. <<

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[24] J. Huber, op. cit., pp. 188ss. <<

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[25] H. Boehmer, op. cit., p. 135. <<

ebookelo.com - Página 256


[26] Declaración del 6 de febrero de 1940. <<

ebookelo.com - Página 257


[27] H. Boehmer, op. cit., pp. 135 ss. <<

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[28] Pierre Dominique, op. cit., p. 76. <<

ebookelo.com - Página 259


[29] H. Boehmer, op. cit., pp. 137-139. <<

ebookelo.com - Página 260


[30] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 261


[31] Ibid., pp. 140-142. <<

ebookelo.com - Página 262


[32] Ibid., pp. 140, 142. <<

ebookelo.com - Página 263


[33] Pierre Dominique, op. cit., pp. 101-102. <<

ebookelo.com - Página 264


[34] Gaston Bally, op. cit., p. 69. <<

ebookelo.com - Página 265


[35] Pierre Dominique, op. cit., p. 84. <<

ebookelo.com - Página 266


[36] Ibid., pp. 85-86. <<

ebookelo.com - Página 267


[37] Ibid., pp. 89. <<

ebookelo.com - Página 268


[38]
Siendo Cotton la palabra en inglés para «algodón», los adversarios de este
sacerdote solían decir que él tenía «algodón» en los oídos. <<

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[38a] Henri Fulop-Miller, op. cit., p. 113. <<

ebookelo.com - Página 270


[39] Pierre Dominique, op. cit., p. 95. <<

ebookelo.com - Página 271


[40] H. Boehmer, op. cit., p. 100. <<

ebookelo.com - Página 272


[41] Ibid., p. 103. <<

ebookelo.com - Página 273


[1] "Les Jesuites","Le Crapouillot", Nº 24, 1954, p. 42. <<

ebookelo.com - Página 274


[2] Ibid., p. 43. <<

ebookelo.com - Página 275


[3] H. Boehmer, op. cit., p. 162. <<

ebookelo.com - Página 276


[4] Bertrand Russell, Science and Religion (Paris: Ed. Gallimard, 1957), pp. 84-85. <<

ebookelo.com - Página 277


[5] "Le Crapouillot", op. cit., p. 44. <<

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[6] H. Boehmer, op. cit., p. 168. <<

ebookelo.com - Página 279


[7] Correspondence de Verbiest (Bruselas, 1931), p. 551. <<

ebookelo.com - Página 280


[8] H. Boehmer, op. cit., pp. 197ss. <<

ebookelo.com - Página 281


[9] H. Boehmer, op. cit., pp. 197ss. <<

ebookelo.com - Página 282


[10] Clovis Lugon, La Republique communiste chretienne des Guaranis, p. 197. <<

ebookelo.com - Página 283


[11] H. Boehmer, op. cit., pp. 204-205. <<

ebookelo.com - Página 284


[12] F. Charmot, s.j., La Pedagogie des Jesuites (Paris: Edit. Spes, 1943), p. 39. <<

ebookelo.com - Página 285


[1] F. Charmot, S.J., op. cit., pp. 413, 415, 417. <<

ebookelo.com - Página 286


[2] Ibid., pp. 442. <<

ebookelo.com - Página 287


[3] Ibid., pp. 493. <<

ebookelo.com - Página 288


[4] J. Huber, op. cit., pp. 98-99. <<

ebookelo.com - Página 289


[5] J. Huber, op. cit., pp. 98-99. <<

ebookelo.com - Página 290


[6] Oeuvres completes de Bucher (Munich, 1819,11), pp. 477 ss. <<

ebookelo.com - Página 291


[7] J. Huber, op. cit., pp. 106-108. <<

ebookelo.com - Página 292


[8] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 293


[9] F. Charmot, SJ., op. cit., pp. 318-319. <<

ebookelo.com - Página 294


[10] Ibid., pp. 508-509. <<

ebookelo.com - Página 295


[11] Ibíd., p. 494. <<

ebookelo.com - Página 296


[12] J. Huber, op. cit., II, p. 177. <<

ebookelo.com - Página 297


[13] H. Boehmer, op. cit., pp. 244-246. <<

ebookelo.com - Página 298


[14] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 299


[15] Ibid., pp. 247-248, 238 ss. <<

ebookelo.com - Página 300


[16] Ibid., pp. 238. <<

ebookelo.com - Página 301


[17] Ibid., p. 241. <<

ebookelo.com - Página 302


[18] Pierre Dominique, op. cit., pp. 190-191. <<

ebookelo.com - Página 303


[19] Andre Mater, citado por Pierre Dominique, op. cit., p. 191. <<

ebookelo.com - Página 304


[20] Pierre Dominique, op. cit., p. 191. <<

ebookelo.com - Página 305


[21] Ibid., p. 209. <<

ebookelo.com - Página 306


[22]
Barón de Pormat, Histoire des variations et des contradictions de l’Eglise
romaine (París: Charpentier, 1882), Parte4, p. 215. <<

ebookelo.com - Página 307


[23] J. Huber, op. cit., p. 365. <<

ebookelo.com - Página 308


[24] Caraccioli, Vie du Pape Clement XIV (París: Desant, 1776), p. 313. <<

ebookelo.com - Página 309


[25] Barón de Ponnat, op. cit., p. 223. <<

ebookelo.com - Página 310


[26] Potter, Vie de Scipion de Ricci (Bruselas, 1825),1, p. 18. <<

ebookelo.com - Página 311


[27] Barón de Ponnat, op. cit., 224. <<

ebookelo.com - Página 312


[28] Pierre Dominique, op. cit., p. 220. <<

ebookelo.com - Página 313


[29] Pierre Dominique, op. cit., p. 220. <<

ebookelo.com - Página 314


[30] Daniel-Rops, de la Academia Francesa, Le retablissement de la Compagnie de

Jesus (Etudes, septiembre de 1959). <<

ebookelo.com - Página 315


[31] Pierre Dominique, op. cit., p. 219. Según Daniel-Rops, así ocurrió la extraña

muerte de Paccanari, fundador de los Padres de la Fe: «Fue llevado ante la Santa
Sede, luego lo encarcelaron en el castillo de San Ángelo y finalmente fue
“asesinado”» (Etudes, septiembre de 1959). <<

ebookelo.com - Página 316


[32] H. Boehmer, op. cit., p. 285. <<

ebookelo.com - Página 317


[33] Rene Fulop-Miller, op. cit., pp. 149-150. <<

ebookelo.com - Página 318


[34] Oeuvres de Napoleon III (París: Arnyot et Plon, 1865), II, pp. 31, 33. <<

ebookelo.com - Página 319


[35] Adolphe Michel, op. cit., pp. 66ss. <<

ebookelo.com - Página 320


[36] Ibid., pp. 55, 66. <<

ebookelo.com - Página 321


[37] Larousse, VII, p. 371. <<

ebookelo.com - Página 322


[38] Adolphe Michel, op. cit., pp. 71-72. <<

ebookelo.com - Página 323


[39]
Abad J. Brugerette, Le Pretre francais et la societe contemporaine (París:
Lethielleux, 1933), l, pp. 168, 180. <<

ebookelo.com - Página 324


[40] Paul Leon, Institute La guerre pour la Paix (Paris: Ed. Fayard, 1950), p. 321-323.

<<

ebookelo.com - Página 325


[41] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 326


[42] Citado por monseñor Journet, Exigences chretiennes en politique (París: Ed. L. V.

F., 1945),p. 274. <<

ebookelo.com - Página 327


[43] Albert Bayet, Histoire de France (París: Ed. du Sagittaire, 1938),p. 282. <<

ebookelo.com - Página 328


[44]
Adrien Dansette, Histoire religieuse de la France contemporaine (París:
Flammarion, 1948), p. 432. <<

ebookelo.com - Página 329


[45] Gaston Bally, op. cit., pp. 100-101. <<

ebookelo.com - Página 330


[46] Abad J. Brugerette, op. cit., pp. 183-184. <<

ebookelo.com - Página 331


[47] H. Boehmer, op. cit., p. 290. <<

ebookelo.com - Página 332


[48] Adolphe Michel, Les Jesuites (París: Sandoz et Fischbacher, 1879, pp. 77ss). <<

ebookelo.com - Página 333


[49] Abad J. Brugerette, op. cit., p. 221. <<

ebookelo.com - Página 334


[49a] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 335


[50] Ibid., p. 223 <<

ebookelo.com - Página 336


[51] Padre Gratry, citado por Brugerette, op. cit., p. 229. <<

ebookelo.com - Página 337


[52] Louis Roguelin, L’Eglise chretienne primitive et le catholicisme (Paris: Maurice

Boivent, 1927), pp. 79-81. <<

ebookelo.com - Página 338


[53] Daniel-Rops, op. cit. <<

ebookelo.com - Página 339


[54] Adolphe Michel, op. cit., pp. 72-73. <<

ebookelo.com - Página 340


[55] Gaston Bally, op. cit., pp. 101,107-109. <<

ebookelo.com - Página 341


[56] Gaston Bally, op. cit., pp. 101, 107-109. <<

ebookelo.com - Página 342


[57] Gaston Bally, op. cit., pp. 101, 107-109. <<

ebookelo.com - Página 343


[58] Abad Brugerette, op. cit., Parte4, pp. 10-14. <<

ebookelo.com - Página 344


[59] Abad Brugerette, op. cit., n, pp. 10-14. <<

ebookelo.com - Página 345


[60] Ibid., pp. 164-165. <<

ebookelo.com - Página 346


[61] Adrien Dansette, op. cit., p. 29. <<

ebookelo.com - Página 347


[62] Abad Brugerette, op. cit., II, pp. 164-167,176, 185. <<

ebookelo.com - Página 348


[63] Abad Brugerette, op. cit., II, pp. 176, 185. <<

ebookelo.com - Página 349


[64] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 350


[65] Ibid <<

ebookelo.com - Página 351


[66] Ibid., pp. 185,196, 191. <<

ebookelo.com - Página 352


[67] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 353


[67a] Véase Jan Cotereau, Anthologie des grands textes laiques (Paris: Fischbacher).

<<

ebookelo.com - Página 354


[67b] Véase Jean Cornec, Laicite (París: Sudel). <<

ebookelo.com - Página 355


[68] Adrien Dansette, op. cit., II, pp. 37-38. <<

ebookelo.com - Página 356


[69] Ibid., II, pp. 46-48. <<

ebookelo.com - Página 357


[70] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 358


[71] Ibid., II, pp. 114 ss. <<

ebookelo.com - Página 359


[72] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 360


[73] Pierre Dominique, op. cit., p. 239. <<

ebookelo.com - Página 361


[74] Adrien Dansette, ibid., pp. 263-264. <<

ebookelo.com - Página 362


[75] Les Carnets de Schwartzkoppen (París: Rieder, 1933), pp. 147-148, 162. <<

ebookelo.com - Página 363


[76] Armand Charpentier, Histoire de l’affaire Dreyfus (Fasquelle, 1933), p. 73. <<

ebookelo.com - Página 364


[77] Les Carnets de Schwartzkoppen (París: Rieder, 1933),pp. 147-148, 162. <<

ebookelo.com - Página 365


[78] Adrien Dansette, ibid., pp. 263-264. <<

ebookelo.com - Página 366


[79] Pierre Dominique, op. cit., p. 240. <<

ebookelo.com - Página 367


[80] Abad Brugerette, op. cit., I1, pp. 454,432,467. <<

ebookelo.com - Página 368


[81] Armand Charpentier, op. cit., p. 75. <<

ebookelo.com - Página 369


[82] Lettres d’un innocent (enero y febrero de 1895). <<

ebookelo.com - Página 370


[83] Abad Brugerette, op. cit., n, pp. 454, 432, 467. <<

ebookelo.com - Página 371


[84] Maurice Paleologue, Journal de l’Affaire Dreyfus (Paris: Plon, 1955), p. 149. <<

ebookelo.com - Página 372


[85] Abad Burgerette, ibid. <<

ebookelo.com - Página 373


[86] Ibid., II, pp. 469, 471-472. <<

ebookelo.com - Página 374


[87] Maurice Paleologue, op. cit., p. 237. <<

ebookelo.com - Página 375


[88] L’Aurore (14 de septiembre de 1899). <<

ebookelo.com - Página 376


[89] Abad Brugerette, ibid. <<

ebookelo.com - Página 377


[90] Adrien Dansette, op. cit., Parte4, pp. 275-276. <<

ebookelo.com - Página 378


[91] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 379


[92] Abad Brugerette, op. cit., Parte4, p. 451. <<

ebookelo.com - Página 380


[93] Ibid., pp. 443-444. <<

ebookelo.com - Página 381


[94] Ibid., p. 448. <<

ebookelo.com - Página 382


[95] Padre Lecanuet, Les Signes avant-coureurs de la Separation, p. 179. <<

ebookelo.com - Página 383


[96] Ibid., pp. 443-444, 448. <<

ebookelo.com - Página 384


[96a] El diario La Croix se publicaba entonces ampliamente. (Nota del autor). <<

ebookelo.com - Página 385


[97] Adrien Dansette, op. cit., p. 277. <<

ebookelo.com - Página 386


[98] Civilta Cattolica (5 de febrero de 1898). <<

ebookelo.com - Página 387


[99] Abad Brugerette, op. cit., Parte4, pp. 435, 454. <<

ebookelo.com - Página 388


[100] La Croix (29 de mayo de 1956). <<

ebookelo.com - Página 389


[101] Abad Brugerette, op. cit., Parte4, p. 443. <<

ebookelo.com - Página 390


[102] Ibid., p. 450. <<

ebookelo.com - Página 391


[103] Somme theologique, Supple, XCIV, I, 3. <<

ebookelo.com - Página 392


[104]
Pierre Gacotte, de l’Academie Francaise, Histoire de Francais (Paris:
Flammarion, 1951), II, pp. 516-517. <<

ebookelo.com - Página 393


[105] Mgr. Cristiani, Le Vatican politique (Paris: Ed. du Centurion, 1957), p. 102. <<

ebookelo.com - Página 394


[106] Abad Brugerette, op. cit., 11,p. 478. <<

ebookelo.com - Página 395


[107] Agnes Siegfried, L’Abbe Fremont (Paris: F. Alcan, 1932),11, p. 163. <<

ebookelo.com - Página 396


[108] Adrien Dansette, op. cit., pp. 317-319. <<

ebookelo.com - Página 397


[109] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 398


[110] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 399


[111] Agnes Siegfried, op. cit., p. 342. <<

ebookelo.com - Página 400


[112] Adrien Dansette, op. cit., p. 323. <<

ebookelo.com - Página 401


[113] Charles Ledre, Un siecle sous la tiare (Paris: Bibliotheque catholique Amiot-

Dumont, 1955),p. 125 <<

ebookelo.com - Página 402


[114] Adrien Dansette, op. cit., pp. 333,361 <<

ebookelo.com - Página 403


[115] Pierre Dominique, op. cit., p. 241. <<

ebookelo.com - Página 404


[116] Agnes Siegfried, op. cit., p. 421. <<

ebookelo.com - Página 405


[117] Adrien Dansette, op. cit., pp. 333,361 <<

ebookelo.com - Página 406


[118] Adrien Dansette, op. cit., p. 363. <<

ebookelo.com - Página 407


[119] Joseph Rovan, op. cit., pp. 121, 150ss <<

ebookelo.com - Página 408


[120] Jean Bruhat, Le Vatican contre les peuples, (Paralleles, 21 de diciembre de
1950). <<

ebookelo.com - Página 409


[121] Joseph Rovan, op. cit., pp. 121, 150ss. <<

ebookelo.com - Página 410


[1] Documento P.A., XI/291. <<

ebookelo.com - Página 411


[2] Pierre Dominique, op. cit., pp. 245-246. <<

ebookelo.com - Página 412


[3] Pierre Dominique, op. cit., p. 250. <<

ebookelo.com - Página 413


[4] Veroffentlichungen der Kornmission für Neuere Geschichte Osterreichs (26 Wien-

Leipzig, 1930), pp. 893-894. <<

ebookelo.com - Página 414


[5] Este comunicado apareció en Bayerische Dokumenten zum Kriegssausbruch, III,

p. 205. <<

ebookelo.com - Página 415


[6] Yves Guyot, Bilan politique de l’Eglise, p. 139. <<

ebookelo.com - Página 416


[7] Él no simpatizaba mucho con los jesuitas. <<

ebookelo.com - Página 417


[8] Abbe Daniel, Le Bapteme de sang (Herblay: Ed. de l’Idee Libre, 1935), pp. 28-30.

<<

ebookelo.com - Página 418


[9] Abbe Daniel, Le Bapteme de sang (Herblay: Ed. de l’Idee Libre, 1935), pp. 28-30.

<<

ebookelo.com - Página 419


[10] Abad Brugerette, op. cit., III, p. 553. <<

ebookelo.com - Página 420


[11] Abad Brugerette, op. cit., III, pp. 528-529. <<

ebookelo.com - Página 421


[12] Pierre Dominique, op. cit., p. 252. <<

ebookelo.com - Página 422


[13] Abad Brugerette, op. cit., TII, pp. 553,528-529. <<

ebookelo.com - Página 423


[14] Charles Ledre, op. cit., p. 154. <<

ebookelo.com - Página 424


[15] Louis Canet, Le Politique de Benoit XV (Paris: Revue, 15 de octubre y 1 de

noviembre de 1918). <<

ebookelo.com - Página 425


[16] Abad Brugerette, op. cit., III, p. 543. <<

ebookelo.com - Página 426


[17] R. P. Femesolle, S.J., Pro pontifice, Imprimatur 26 de junio de 1947 (Paris:
Beauchesne, 1947), p. 15. <<

ebookelo.com - Página 427


[18] Charles Pichon, Histoire de Vatican (Paris: Sefi, 1946), p. 143. <<

ebookelo.com - Página 428


[19] Pierre Dominique, op. cit., pp. 253-254. <<

ebookelo.com - Página 429


[19a] Véase también Frederic Hoffet, L’Equivoque catholique et le nouveau
clericalisme (Paris: Fischbacher) <<

ebookelo.com - Página 430


[20] Pierre Dominique, op. cit., pp. 253-254. <<

ebookelo.com - Página 431


[21] François Charles-Roux, Huit ans an Vatican (Paris: Flammarion, 1947), pp. 47 ss.

<<

ebookelo.com - Página 432


[22] Gaston Gaillard, La fin d’un temps (Paris: Ed. A1bert, 1933), p. 353. <<

ebookelo.com - Página 433


[23] Pietro Nenni, Six ans de guerre civile en Italie (Paris: Librairie Valois, 1930), p.

146. <<

ebookelo.com - Página 434


[24] Press Italienne, New York Herald Tribune, Time y Paris Presse, 3 de noviembre

de 1959. <<

ebookelo.com - Página 435


[25] Monseñor Cristiani, Le Vatican politique, Imprimatur: 15 de junio de 1956 (Paris:

Ed. du Centurion, 1957), p. 136. <<

ebookelo.com - Página 436


[26] François Charles-Roux, op. cit., p. 231. <<

ebookelo.com - Página 437


[27] Antonio Aniante, Mussolini (Paris: Grasset, 1932), pp. 123ss. <<

ebookelo.com - Página 438


[28] 28. Maurice Laporte, Sous le casque d’acier (Paris: A. Redier, 1931), p. 105. <<

ebookelo.com - Página 439


[29] La Tribune des Nations, 30 de junio de 1950. <<

ebookelo.com - Página 440


[30] François Charles-Roux, op. cit., p. 93. <<

ebookelo.com - Página 441


[31] Joseph Rovan, op. cit., p. 195. <<

ebookelo.com - Página 442


[32] Gonzague de Reynold, D’ou vient l’Allemagne (Paris: Plon, 1939), p. 185. <<

ebookelo.com - Página 443


[33] Walter Gorlitz y Herbert A. Quint, Adolf Hitler (Paris: Amiot, Dumont, 1953), p.

32. <<

ebookelo.com - Página 444


[34] Mercure de France, «Pius XI and Hitler» (15 de enero de 1934). <<

ebookelo.com - Página 445


[35] Joseph Rovan, op. cit., pp. 197,209,214. <<

ebookelo.com - Página 446


[36] Joseph Rovan, op. cit., pp. 197,209,214. <<

ebookelo.com - Página 447


[37] Franz von Papen, op. cit., p. 207. <<

ebookelo.com - Página 448


[38] Es comprensible el entusiasmo del cardenal Schuster, ya que la Compañía de

Jesús había enfrentado en Abisinia la misma situación que en los países europeos.
Con la ayuda del usurpador Segud, a quien habían convertido y puesto en el trono, los
hijos de Loyola trataron de imponer el catolicismo en toda la nación, provocando
levantamientos y represiones sangrientas. Finalmente el Negus Basílides los expulsó.
<<

ebookelo.com - Página 449


[39] Camille Cianfarra, La Guerre et le Vatican (Paris: Le Portulan, 1946), pp. 46-48.

El cardenal Schuster era también rector de esta extraña institución, L’Ecole de


mystique fasciste (Escuela de misticismo fascista). <<

ebookelo.com - Página 450


[40] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 451


[41] Francois Charles-Roux, op. cit., p. 181. <<

ebookelo.com - Página 452


[42] Andre Ribard, 1960 et le secret du Vatican (Paris: Libr. Robin, 1954), p. 45. <<

ebookelo.com - Página 453


[43] Raymond de Becker, Livre des vivants et des morts (Bruselas: Ed. de la Toison

d’Or, 1942), pp. 72-73, 175. <<

ebookelo.com - Página 454


[44] Jacques Saint-Germain, La Bataille de Rex (Paris: Les oeuvres francaises, 1937),

pp. 67,69. <<

ebookelo.com - Página 455


[45] Raymond de Becker, Livre des vivants et des morts (Bruselas: Ed. de la Toison

d’Or, 1942), pp. 72-73, 175. <<

ebookelo.com - Página 456


[46] Historia, diciembre de 1954. <<

ebookelo.com - Página 457


[47] Pío XI, Peculari Quadam, citado por R. P. jesuita de Soras, en Action catholique

et action temporelle (Paris: Ed. Spes, 1938), p. 105. Imprimatur: 1938. <<

ebookelo.com - Página 458


[48] Raymond de Becker, op. cit., p. 66. <<

ebookelo.com - Página 459


[49] Leon Degrelle, La cohue de 1940 (Lausanne: Robert Crausaz, 1949), pp. 214-

215. <<

ebookelo.com - Página 460


[50] La Croix, 24 de mayo de 1946. <<

ebookelo.com - Página 461


[51] Leon Degrelle, op. cit.,pp. 213. <<

ebookelo.com - Página 462


[52] Leon Degrelle, op. cit.,pp. 216 ss. <<

ebookelo.com - Página 463


[53] Leon Degrelle, op. cit.,pp. 219 ss. <<

ebookelo.com - Página 464


[54] Gaston Gaillard, La fin d’un temps (París: Ed. Albert, 1933), II, p. 141. <<

ebookelo.com - Página 465


[55] Donec eris felix, multos numerabis amicos. Tempora si fuerint nubila, solus eris.

<<

ebookelo.com - Página 466


[56] R. P. Fessard S. J., Libre meditation sur un message de Pie XII (Paris: Plon,

1957), p. 202. <<

ebookelo.com - Página 467


[57] Edmond Paris, The Vatican against Europe (Londres: P.T.S., 1959), p. 141. <<

ebookelo.com - Página 468


[58] Archivos secretos del Wilhelmstrasse, documento 83-2619/1 (Berlín, 25 de enero

de 1939). <<

ebookelo.com - Página 469


[59] La Croix, 10 de agosto de 1943. <<

ebookelo.com - Página 470


[60] Ibid., 28 de enero de 1942. <<

ebookelo.com - Página 471


[61] “… siquid quod oculis nostris apparet album, nigrum illaesse definierit debemus

itidem quod nigrum sit pronuntiare”. “Institutum Societatis Jesus” (edición romana
de 1869), TI, p. 417. <<

ebookelo.com - Página 472


[62] GER. Gedye, Suicide de l’Autriche (Paris: Union latine d’editions, 1940), p. 188.

<<

ebookelo.com - Página 473


[63] François Charles-Roux, op. cit., pp. lIS, 122. <<

ebookelo.com - Página 474


[64]
Emest Pezet, ex vicepresidente de la Comisión de Asuntos Extranjeros,
L’Autriche et la paix (Paris: Ed. Self, 1945), p. 149. <<

ebookelo.com - Página 475


[65] Austria y Hitler, Mercure de France, 1 de mayo de 1935,p. 720. <<

ebookelo.com - Página 476


[66] J. Tchernoff, Les Demagogies contre les democracies (Paris: R. Pichon y Durand-

Auzias, 1947), p. 80. <<

ebookelo.com - Página 477


[67] Charles-Roux, op. cit., p. 114. <<

ebookelo.com - Página 478


[68] Véase Journal (1933-1939), Count Szembeck (Paris: Plon, 1952), pp. 499. <<

ebookelo.com - Página 479


[69] Véase Camille Cianfarra, op. cit., pp. 259-260. <<

ebookelo.com - Página 480


[70] Charles-Roux, op. cit., pp. 127-128. <<

ebookelo.com - Página 481


[71] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 482


[72] Cf. Walter Hagen, Le Front Secret (París: Les Iles d’Or, 1950). <<

ebookelo.com - Página 483


[73] R. P. de Soras, op. cit., p. 96. <<

ebookelo.com - Página 484


[74] Hemiette Feuillet, France Nouvelle, 25 de junio de 1949. <<

ebookelo.com - Página 485


[75] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 486


[76] Reforme, 17 de agosto de 1947. <<

ebookelo.com - Página 487


[77] Lord Russell de Liverpool, Sous le signe de la croix gammes (Génova: L’Ami du

livre, 1955), p. 217. <<

ebookelo.com - Página 488


[78] Feuillet, ibid. <<

ebookelo.com - Página 489


[79] Charles-Roux, op. cit., p. 132 <<

ebookelo.com - Página 490


[79a] Cf. Herve Lauriere, Assassins in the Name of God (París: Ed. Dufour, 1951), pp.

40 ss). <<

ebookelo.com - Página 491


[80] Walter Hagen, op. cit., pp. 168, 176, 198-199. <<

ebookelo.com - Página 492


[81] Mirror News, Los ángeles, 24 de enero de 1958. <<

ebookelo.com - Página 493


[82] Con otros eclesiásticos católicos, tales como monseñor Aksamovic, los jesuitas

Irgolis, Lonacir, Pavunic, Mikán, Palie, Severovic, Sipic, Skrinjar, Vuceti. <<

ebookelo.com - Página 494


[83] Le Monde, 27 de mayo de 1953. <<

ebookelo.com - Página 495


[84] Cf. Herve Lauriere, Assassins in the Name of God, p. 97. <<

ebookelo.com - Página 496


[85] L’Ordre de París, 8 de febrero de 1947. <<

ebookelo.com - Página 497


[86] Nineteenth Century and After, agosto de 1943. <<

ebookelo.com - Página 498


[87] Herve Lauriere, op. cit., p. 82. <<

ebookelo.com - Página 499


[88] Ibid., pp. 84-85. <<

ebookelo.com - Página 500


[89] En la diócesis del monseñor Stepinac, Kamensko, 400 volvieron al catolicismo

romano en un día. El 12 de junio de 1942. Radio Vaticano anunció estas conversiones


masivas, declarando que habían ocurrido «en forma espontánea y sin presión alguna
de parte de autoridades civiles y eclesiásticas». <<

ebookelo.com - Página 501


[90] Le Monde, 31 de diciembre de 1959. <<

ebookelo.com - Página 502


[91] Paris-Presse, 31 de diciembre de 1959. <<

ebookelo.com - Página 503


[92] Cf. Jean Hussard, Vu en Yougoslavie (Lausanne, 1947), p. 216. <<

ebookelo.com - Página 504


[92a] R. P. Dragoun, The Dossier of Cardinal Stepinac (París: Nouvelles Editions

Latines, 1958), pp. 46,163. <<

ebookelo.com - Página 505


[92b] Ibid., p. 32. <<

ebookelo.com - Página 506


[93] Cf. Le Monde, 19 de abril de 1959. <<

ebookelo.com - Página 507


[94] Georges Viance, La Federation nationale catholique; prólogo escrito por el R. P.

Janvier (París: Flammarion, 1930), pp. 186-188. <<

ebookelo.com - Página 508


[95] Ibid, p, 78.. <<

ebookelo.com - Página 509


[96] Franz von Papen, Memoires (París: Flammarion, 1953), p. 91. <<

ebookelo.com - Página 510


[97] Andre Guerber, Himmler et ses crimes (París: Les Documents Nuitet Jour, 1946),

p. 101. <<

ebookelo.com - Página 511


[98] Canónigo Coube, Sainte Therese de l’Enfant Jesus et les crises du temps present

(París: Flammarion, 1936), pp. 165ss. Imprimatur: 11 de enero de 1936. <<

ebookelo.com - Página 512


[99] Francois Tenand, L’Ascension politique du Marechal Petain (París: Ed. du livre

francais, 1946), pp. 40ss. <<

ebookelo.com - Página 513


[100] Radio Nacional, 2 de enero de 1943. <<

ebookelo.com - Página 514


[101] 7 de julio de 1941. <<

ebookelo.com - Página 515


[102] 30 de julio de 1941. <<

ebookelo.com - Página 516


[103] Prólogo de L’Eglise a-t-elle collabore?, por Jean Cotereau (París: Spartacus,

mayo de 1946). <<

ebookelo.com - Página 517


[104] R. P. Deroo, L’Episcopat français dans la melee de son temps (París: Bonne

Presse, 1955), p. 103. Imprimatur: 1955. <<

ebookelo.com - Página 518


[105] La Croix, 10 de octubre de 1958. <<

ebookelo.com - Página 519


[106] En Documentation catholique del 15 de marzo de 1959, leemos: "Respecto a la

amada nación alemana, seguiremos el ejemplo que nos dio nuestro predecesor (Pío
XII), firmado, Juan XXIII. El espíritu de continuidad es uno de los atributos del
Vaticano. <<

ebookelo.com - Página 520


[107] Reforme, 21 de julio de 1945. <<

ebookelo.com - Página 521


[108] Hermann Rauschning, ex líder nacionalsocialista del gobierno de Dantzig, Hitler

m’a dit (París: Ed. Cooperation, 1939), pp. 266-267, 273ss. <<

ebookelo.com - Página 522


[109] Walter Schellenberg, Le Chef du contre-espionnage nazi vous parle (París:
Julliard, 1957), pp. 23-24. <<

ebookelo.com - Página 523


[110]
Begegnungen zwichen Katholischen Christentum und nazionalsozialitischer
Weltanchaunung, por Michaele Schmaus, profesor de la Facultad de Teología de
Munich (Aschendorf, Munster, 1933). <<

ebookelo.com - Página 524


[111] La Croix, 2 de septiembre de 1951. <<

ebookelo.com - Página 525


[112] Ibid., 2 de septiembre de 1954. <<

ebookelo.com - Página 526


[113] Gunter Buxbaum, Les Catholiques en Europe centrale (Mercure de France, 15

de enero de 1939). <<

ebookelo.com - Página 527


[114] Robert d’Harcourt, Academia Francesa, Franz von Papen, l’homme a tout faire

(L’Aube, 3 de octubre de 1946). <<

ebookelo.com - Página 528


[115] Temoignage chretien, 6 de diciembre de 1957. <<

ebookelo.com - Página 529


[116] Abad Jean Vieujan, Grande Apologetique (París: Bloudet Gay, 1937), p. 1316 <<

ebookelo.com - Página 530


[117] Conferencia del 25 de marzo de 1912. <<

ebookelo.com - Página 531


[118]
De stabilitate et progressu dogmatis, primera parte, art. VI 9 1 (Roma:
Typographia editrix romana, 1909). Véase también Sol Ferrer y Francisco Ferrer, Un
Martyr au XXe siecle (París: Fischbacher). <<

ebookelo.com - Página 532


[119] Frederic Hoffet, L’Imperialisme protestant (París: Flammarion, 1948), pp. 172

ss. <<

ebookelo.com - Página 533


[120] Adolf Hitler, Libres propos (París: Flammarion, 1952), p. 164. <<

ebookelo.com - Página 534


[121] Walter Hagen, op. cit., p. 358. <<

ebookelo.com - Página 535


[122] Conde Carlo Sforza, L’Italie telle que je l’ai vue (París: Grasset, 1946), p. 158.

<<

ebookelo.com - Página 536


[123] Pius XI y Hitler, en Mercure de France (15 de enero de 1934). <<

ebookelo.com - Página 537


[124] Gazette of Lausanne, 15 de noviembre de 1945. <<

ebookelo.com - Página 538


[125] R. P. Duclos, Le Vatican et la seconde guerre mondiale (París: Ed. Pedone,

1955), p. 255. Imprimatur: 1955. <<

ebookelo.com - Página 539


[126] Andre Ribard, 1960 et le secret du Vatican (París: Librairie Robin, 38, rue de

Vaugirard, 1954), p. 80; Frederic Hoffet, Politique romaine et demission des


Protestants (demission des laiques) (París: Fischbacher). <<

ebookelo.com - Página 540


[127] Leon Poliakov, Breviaire de la haine (París: Calmann-Levy, 1951), pp. 345, 350-

351. <<

ebookelo.com - Página 541


[128] L’Arche, noviembre de 1958. <<

ebookelo.com - Página 542


[129] Leon Poliakov, Breviaire de la haine (París: Calmann-Levy, 1951), pp. 345,350-

351. <<

ebookelo.com - Página 543


[130] Secret archives of the Wilhelmstrasse. <<

ebookelo.com - Página 544


[131] Ibid. (Berlín: Documento 83-2619/1,25 de enero de 1939). <<

ebookelo.com - Página 545


[132] Daniel-Rops, Jesus en son temps (París: Artheme Fayard, 1944), pp. 526-527.

Imprimatur: 17 de abril de 1944. <<

ebookelo.com - Página 546


[133] Jules Isaac, Jesus et Israel (París: A1bin Miche1, 1948), p. 382. <<

ebookelo.com - Página 547


[134] Maxime Mourin, Histoire des Grandes Puissances (París: Payot, 1958), p. 134

<<

ebookelo.com - Página 548


[135] Pierre Dominique, op. cit., p. 246. <<

ebookelo.com - Página 549


[136] Bayerische Dokumente zum Kriegsausbruch, III, p. 206. <<

ebookelo.com - Página 550


[137] La Croix, 7 de septiembre de 1951. <<

ebookelo.com - Página 551


[138] Basler Nachrichten, 27 de marzo de 1942. <<

ebookelo.com - Página 552


[139] Pío XII, War messages to the world (París: Ed. Spes, 1945),pp. 34, 257 ss. <<

ebookelo.com - Página 553


[140] Pío XII, War messages to the world (París: Ed. Spes, 1945), pp. 34, 257 ss. <<

ebookelo.com - Página 554


[141] Le Monde, 13 de abril de 1956 (Congreso de estudiantes católicos de África).

Véase también François Mejan, Le Vatican contre la France d’OutreMer


(Fischbacher). <<

ebookelo.com - Página 555


[142] Canónigo Coube, Sainte Therese de l’Enfant Jesus et les crises du temps present

(París: Flammarion, 1936), pp. 6ss. Imprimatur: 11 de enero de 1936. <<

ebookelo.com - Página 556


[143] La Croix, 11 de junio de 1947. <<

ebookelo.com - Página 557


[144]
Michel Agnellet, Mirades a Fatima (París: Ed. de Trevise, 1958), p. 54.
Imprimatur: 1958. <<

ebookelo.com - Página 558


[145] Canónigo Barthas, Fatima, merveille du XXe siecle (Toulouse: Fatima Editions,

1957), p. 81. Imprimatur: 1957. <<

ebookelo.com - Página 559


[146] L’homme nouveau (L’Avenir catholique), 7 de diciembre de 1958. <<

ebookelo.com - Página 560


[147] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 561


[148] Entrevista publicada en Il Paese, 2 de octubre de 1954. <<

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[149] Elseviers weekblatt, citado en Combat el 11 de enero de 1960. <<

ebookelo.com - Página 563


[151] L’Aurore, 23 de enero de 1960. <<

ebookelo.com - Página 564


[152] Combat, 23 de enero de 1960. <<

ebookelo.com - Página 565


[153] Le Figaro, 23 de enero de 1960. <<

ebookelo.com - Página 566


[*] Edmond Paris estaba en desventaja al no saber que habría un cambio en la
“ramera” del Apocalipsis para que se cumpliera la profecía bíblica. Ella está
preparada para toda eventualidad. Los jesuitas hicieron cálculos respecto a una
Tercera Guerra Mundial y concluyeron que E.U.A. perdería, y el Vaticano siempre se
une al ganador. Desde entonces ha brindado su entusiasta apoyo a Moscú e incluso
tuvo un papa comunista de Polonia. En secreto prepara un concordato con Rusia,
impulsando un evangelio marxista a nivel mundial. Los jesuitas están actualmente
detrás del movimiento de desarme para restringir a E.U.A. Moscú servirá al Vaticano
como el músculo para conquistar a naciones donde el catolicismo romano será la
única religión que se tolerará en el mundo. Se incitará a Rusia para que ataque a
Israel, cumpliendo las profecías de la Biblia (Ezequiel 38-39) y el anticristo del
Vaticano esperará su condenación en la segunda venida de Cristo. (Nota del editor).
<<

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Notas

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[1] T. Jung, La France et Rome (París: Charpentier, 1874), p. 369. <<

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[2] L’Annee politique et economique (19, quai Bdurbon, París 4e, enero-marzo 1953),

pp. 2ss. <<

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[2a] Declaración hecha el 6 de febrero de 1940. <<

ebookelo.com - Página 571


[3] Andre Mater, Les Jesuites (París: Reider, 1932), p. 118. <<

ebookelo.com - Página 572


[4] Henri Petit, L’Honneur de Dieu (Paris: Grasset, 1958), p. 88. <<

ebookelo.com - Página 573


[5] Ibid. <<

ebookelo.com - Página 574


[6] Andre Mater, op. cit., p. 192. <<

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[7] «Le Bloc-notes de M. François Mauriac», Express, 29 de octubre de 1959. <<

ebookelo.com - Página 576


[8] Le Monde, 31 de agosto de 1950. <<

ebookelo.com - Página 577


[9] Andre Mater, op. cit., p. 193. <<

ebookelo.com - Página 578


[10] Frederic Hoffet, op. cit., p. 172. <<

ebookelo.com - Página 579


[11] Henri Petit, op. cit., p. 25. <<

ebookelo.com - Página 580


[12] Henri Petit, op. cit., pp. 72-73. <<

ebookelo.com - Página 581


[13] Ibid., pp. 152-153. <<

ebookelo.com - Página 582


[*] Los títulos marcados * son referenciados en las notas de la obra. <<

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