Tom Andersen El "4,33 de La Terapia Sistémica

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Tom Andersen: el “4’33” de la terapia sistémica

Saúl I. Fuks
Introducción
En los años 80’, haber asistido a una entrevista terapéutica conducida por Tom fue –
para mí- como entrar en el ojo de la tormenta; ser lanzado a un espacio donde el silencio y la
calma surgían como una presencia sólida en medio de la vorágine, turbulencias y el caos del
sufrimiento. A pesar de estar relativamente familiarizado con la dimensión de lo “no verbal” en
la psicoterapia sistémica, mi primer impacto fue entrar en resonancia con el modo en que el
cuerpo de Tom “hablaba” con los cuerpos presentes en la entrevista.
Esa, fue una experiencia que me sorprendió y fue el (re)encuentro con la sutileza de un
“arte” no siempre priorizado: el de la conexión plena.
Sin embargo al compartir esa experiencia hubo algo que, lentamente, fue amplificando sus
efectos hasta llegar a cuestionarme mi “modo” de transitar por los procesos terapéuticos. En
ese evento, pude conectar con la importancia que Tom otorgaba al silencio en los intercambios
con otras personas. Su escucha -atenta y tierna- estaba enraizada en el modo de vivir los
silencios.
La cultura “modernista” en la que vivimos, ha naturalizado el hecho de que asignemos
un lugar privilegiado a la retórica1 y al “hablar bien” en detrimento de la capacidad de “escuchar
bien”. Valoramos en exceso la tendencia a “decir” -en lugar de preguntar- y lo hacemos en
sintonía con una cultura pragmática que privilegia la resolución de problemas y promueve el
mostrar lo que sabemos, para ser apreciados.
Richard Sennet, sociólogo que ha estudiado en profundidad las relaciones sociales de
producción basadas en la cooperación, en el segundo tomo de su trilogía: “Juntos. Rituales,
placeres y política de cooperación” (2012), sostiene que:
«Normalmente, cuando hablamos de habilidades de comunicación nos centramos en la manera
de realizar una exposición clara, de presentar lo que pensamos o sentimos. Es cierto que para
ello se requieren habilidades, pero son de naturaleza declarativa. Saber escuchar requiere otro
conjunto de habilidades, las de prestar cuidadosa atención a lo que dicen los demás e (intentar)
interpretarlo antes de responder, apreciando el sentido de los gestos y los silencios tanto como
el de los enunciados. Aunque para escuchar “bien” tengamos que contenernos, la conversación
que de ello resulte será un intercambio más rico, de naturaleza más cooperativa, más
dialógica”. (p 30)

En el mismo sentido, un estudioso de las organizaciones Edgar Schein (2013),


sostiene que: todos vivimos en una cultura en la que prima afirmar cosas, y nos cuesta
formular preguntas, sobre todo humildemente.

El valor del silencio


Un músico estadounidense -John Cage- en el año 1952 sorprendió con una obra
musical en tres movimientos, que podía ser interpretada por cualquier instrumento o
instrumentos, y a la que llamó 4’33’’2.
En la partitura musical de la obra, y como única palabra para guiar al ejecutante, aparecía la
palabra Tacet (significando que una voz o instrumento está en silencio) indicando que ha de
guardar silencio y no tocar su instrumento durante cuatro minutos y treinta y tres segundos.

1 Entendida como la disciplina que se ocupa de sistematizar los procedimientos y técnicas para “expresarse bien” a fin de
persuadir o de producir un discurso estéticamente valorado.
2 https://youtu.be/JTEFKFiXSx4
Las referencias habituales a la obra de Cage lo hacen como “cuatro minutos treinta y tres
segundos de silencio” y, sin embargo, variados analistas de las vanguardias musicales
consideran que esa descripción no es adecuada ya que el material sonoro de la obra está
producido por el conjunto de los sonidos que se escuchan mientras el ejecutante guarda
silencio. Los sonidos (devenidos en musicales) son producidos por los asistentes al concierto
para escuchar al ejecutante, invirtiendo la relación tradicional; las toses, los movimientos en
las butacas, los sonidos del papel del programa al ser consultados, etc. se convierten en el
centro de esa nueva obra.
Esta perturbadora propuesta (para ejecutantes y “escuchantes”) llegó a cuestionar la visión
establecida de lo que se consideraba un concierto. En la concepción tradicional, quién ejecuta
se encuentra ubicado en un espacio privilegiado -el escenario- y quienes asisten y escuchan
están en otro nivel y espacio.
Lo más importante de la revolución desatada por la obra de Cage fue proponer una relación
diferente entre “sonidos(ruido)/silencio posible”, dándole al silencio un valor central en la
producción musical, proponiendo dejar a los sonidos en libertad, “dejarles ser lo que son”.
Cage proponía que los sonidos son burbujas sobre la superficie del silencio donde la cuestión
era saber cuántas burbujas hay sobre el silencio, olvidando asimismo toda intencionalidad con
respecto a ellos… y al silencio.
Lo que habitualmente definimos como silencio -la ausencia de sonidos- está alejado
de la concepción propuesta por Cage, ya que él sostenía que el silencio no existe, afirmando
que en la más absoluta privación de ruidos escuchamos los sonidos de nuestro cuerpo,
nuestra respiración, nuestro corazón3.
Un notable músico brasilero actual, Hermeto Pascoal 4, ha experimentado incluyendo
los sonidos de su barba al ser rozada, los impactos de un cuerpo en el agua, conversaciones
cotidianas o (en un concierto) incluyendo el llanto de un bebe que asistía a su concierto y con
quién comenzó a construir un dueto.
Lo que trajeron estas “deconstrucciones” 5 de las partituras y de los conciertos fue el derrumbe
de fronteras entre ejecutantes y asistentes y entre los sonidos musicales y los sonidos de la
vida. Estas perspectivas, al expandir los límites de la creación, abrieron la puerta a la
presencia de lo azaroso, lo impredecible, lo incontrolable, ubicando a lo inesperado en el
centro.
Quién asistiera a una entrevista de Tom Andersen no podía sustraerse a la vivencia
de inmersión en un clima de “creación” en el cual era imposible deducir un script, guion o
partitura previa. La vivencia de que –esa- era una experiencia única, atravesaba por igual a
ejecutantes y oyentes y convertía a todos en participantes, ejecutantes o celebrantes de una
ceremonia creativa.
En sus modos de participar en las entrevistas, los “tempos” del hablar/preguntar/escuchar de
Tom, tenían la cualidad de producir resonancias en todos los que participaban6; resonancias
que inducían armonías/desarmonías con impactos inmediato o prolongado que perduraban
más allá de la desconexión física de los participantes.
Los decires propios del sufrimiento, que se instalan en una entrevista bajo la forma de
un hablar intenso, rápido y afirmativo -un “allegretto”- tienden a crear un clima que atraviesa
a todo aquel que participe; estos ritmos, catalizados por el vibrar del cuerpo, los ritmos de la

3 Tal como vivencian quienes hacen buceo con tanques e intentan “flotar” en silencio.
4 Hermeto Pascoal
5 Antes de que el término se volviera moda en la Academia, gracias a los trabajos de J. Derrida.
6 Sin importar si eran consultantes, asistentes, co-equipers, o traductores.
respiración, los vaivenes de la mirada y los tonos de voz, en el modo de conectarse de Tom,
derivaban hacia un ritmo7 largo en el cual las pausas se ubicaban en un lugar de relevancia.
¿Esa manera de conversar y conectarse, eran aspectos de una técnica usada con maestría,
a semejanza de aquellas que se proponían en los comienzos de la terapia familiar?
¿Eran, tal vez, un modo de “estar siendo”8 en una conversación en la que las cosas solo
ocurrían, tal como lo propusiera Shotter (2007)?
¡Cuáles pueden ser los ingredientes de esa manera tan particular de conversar?
Tom Andersen trajo un aire fresco y perturbador al mundo de la terapia sistémica, que
se debatía, en los 80’, entre métodos, protocolos y formalizaciones y la conciencia de la
responsabilidad relacional del terapeuta por el tipo de contexto que contribuía a crear.
Creo que la desafiante perturbación de su irrupción en la comunidad sistémica trascendió a
sus escritos y conceptos, desbordando el impacto producido por el “equipo reflexivo” como
creación de contexto, como concepción del encuentro terapéutico y como técnica. Para la
época, la toma de conciencia de que no existía forma de soslayar el hecho de que nuestra
interpretación es parte constitutiva del escuchar, amenazaba con debilitar algunos de los
supuestos fundadores de la terapia familiar y desplazaba a la terapia sistémica a una zona
que había sido evitada.
Casi desde los orígenes, los trabajos con la persona del terapeuta fue un ingrediente
de importancia en la terapia familiar, pero su lugar era –frecuentemente- el de la estilística. Se
consideraba que cada terapeuta podía desarrollar su estilo personal de hacer las cosas, su
manera de aplicar técnicas que eran standard pero que cada cual lo hacía a su modo. Esa fue
una perspectiva necesaria para que la TS pudiera escapar de las ilusiones generadas por el
modelo médico que aportaba el conductismo: el de un ejecutante neutro y prescindente.
En esa etapa de la evolución de la terapia sistémica, se abordó la cuestión de la subjetividad
del terapeuta y se hizo presente la importancia de la singularidad 9 y sus condicionantes; por
otro lado, de la mano del “estilo” y de la “persona del terapeuta” llegaron también, los recursos
y limitaciones producidos en la historia personal y social, así como los condicionantes que
cada uno portaba inherentes a su trayectoria.
En este período y no obstante esos aspectos, continuó prevaleciendo el supuesto de que
existían intervenciones o técnicas que podían ser independientes (o independizadas) de quién
las ejecutara. Para que las tensiones entre generalidades y singularidades impulsaran un
cambio de escenario todavía faltaba la irrupción de la crisis epistemológica detonada por el
constructivismo (y casi inmediatamente por el construccionismo social).
La emergencia de Tom Andersen en el panorama de la TS fue central de ese proceso
y, sus contribuciones, colaboraron a expandir y afectar territorios que nunca más fueron los
mismos después de su presencia. Visitaremos, en este escrito, algunos de los impactos que
sus aportes produjeron en la manera de concebir los encuentros terapéuticos, como un
reconocimiento a sus contribuciones, tanto como un intento de señalizar algunas sendas que
quedaron abiertas a partir de él.

Silencio, silencios

7 En la música renacentista casi toda la música se entendía que fluía a un ritmo definido por el tactus, aproximadamente como
el ritmo de los latidos del corazón humano.
8 A way of being.
9 En un mundo lleno de “patterns” y generalidades
Uno de los aspectos de las concepciones terapéuticas que se vieron profundamente
afectados por su forma de ser terapeuta10, fue el lugar del silencio en las conversaciones y,
especialmente, la posibilidad de concebir al silencio como “pausa reflexiva”.
“No hay un silencio, sino una multiplicidad de silencios muy diferentes”… “De las diferentes
modalidades del silencio… mencionaremos… dos de ellas: el silencio que resulta del callar y
aquel otro silencio, que llamaremos el silencio de lo inefable, que apunta a aquellas
experiencias fundamentales en todo ser humano, a través de las cuales comprobamos que el
lenguaje nos queda corto”. (Dauenhauer, 1980)

La escucha, la pausa y el silencio parecen aspectos ineludibles en los modos de navegar en


conversaciones 11 de los que Tom participaba con la naturalidad de quien tiene encarnadas
esas competencias,12 apropiadas al punto en que han dejado su condición de técnicas para
convertirse en modos de estar o posicionamientos13 emergentes de la conexión relacional.
En la tradición filosófica occidental, la cuestión del silencio, ha sido frecuentemente
asociada a la sabiduría y es posible rastrear su presencia tanto en los Pitagóricos como en
Sócrates y Nietzsche. Este, ha sido un tema que ha ocupado un lugar central en la filosofía
oriental y en la de los pueblos originarios de América, pero que -en Occidente- tal vez sea en
la obra de Heidegger, donde el tema adquirió su mayor radicalidad
“En Heidegger el silencio significa la máxima expresión de la palabra y la posibilidad máxima
de acercamiento al ser. … El ser y el silencio están (en él) íntimamente relacionados. De una
manera o de otra el silencio siempre se encuentra presente en la reflexión heideggeriana… y…
va adquiriendo progresivamente un papel preponderante en toda su obra”. (Muñoz Martínez,
p.12)

Esta lectura de la obra de Heidegger parece poner en evidencia un aspecto al cual


Tom asignaba suma importancia: las pausas en el hablar y su particular manera de indagar
los nombres y calificaciones con los que las personas hacen referencia a los aspectos
significativos de sus vidas. Asimismo, fue Heidegger quién en su confrontación con la
propuesta de Sartre acerca de un humanismo existencial, planteaba en su Carta sobre el
humanismo (1946):
“Pero si el hombre quiere volver a encontrarse alguna vez en la vecindad al ser, tiene que
aprender previamente a existir prescindiendo de nombres.” (p.20)

Las conversaciones en las que Tom participaba tenían su impronta dado que, con sus
indagaciones, desplegaba las polisemias y densidades que impregnan las definiciones de las
cosas, creadas a fin de tornar a nuestro mundo estable y manejable.
“Lo central de la escucha es la apertura al otro, y esto está en directa relación con nuestra
capacidad de reconocer nuestras propias dudas e incertidumbres, que se expresan en la
humildad, la valoración y el respeto al otro. Escuchar es uno de los indicadores de nuestra
capacidad de conexión con los otros”. (Echeverría, 2006)

Su perplejidad cuestionaba -sin amenazar- aquellas teorías producidas como intentos por
explicar el mundo, y que se transformaban en realidades de las que no se podía dudar.

10 Parafraseando la expresión de Shotter “Tom Andersen's way of being”


11 En otro trabajo, hacíamos uso de la metáfora del browser y la hypertextualidad, para intentar describir ciertos flujos de
conversaciones que parecen el “navegar en la web” y el abrir “ventanas”.
12 El tema de las “competencias” o “habilidades” conversacionales sigue siendo un campo lleno de tensiones, en las terapias
postmodernas.
13 La teoría del Posicionamiento se refiere a “how people use words (and discourse of all types) to locate themselves and
others”. Además, “it is with words that we ascribe rights and claim them for ourselves and place duties on others” Moghaddam
and Harré (2010)
Su hablar merodeante y su manera particular de conectarse, producían un clima
conversacional en el cual la pausa, la escucha y el silencio, hacían espacio para el
pensamiento reflexivo; un espacio simbólico que hacía posible disponer de condiciones
(tiempo, seguridad, contención) para proponer(se), preguntar(se) e imaginar(se)…
“Heidegger piensa desde las posibilidades que le ofrece un modo de pensamiento… que no se
aferra al enfrentamiento directo con las cosas, sino a un merodeo reflexivo que se acerca a las
cuestiones del pensamiento a tientas. …. Heidegger siempre merodea a tientas sobre la cosa,
ensaya vueltas y vueltas en torno al asunto del pensar en un acercamiento y alejamiento
permanente que le propicia una familiaridad con el ser que le posibilita una comunicación
privilegiada con el mismo.
El filósofo piensa merodeando alrededor de la cosa sin “abordarla” expresamente. Su modo de
abordarla (directamente) es pensar-la dando vueltas a su alrededor y acercándose
progresivamente a ella sin llegar a tocar-la… habla sugiriendo, insinuando”... “Todos ellos son
nombres-límite, nombres que no nombran sino que sólo invitan: invitan a dejarlos atrás a ellos
y a todo querer nombrar.” (op. cit.)

En la filosofía, frecuentemente, el silencio ha sido asociado al impacto generado por la


perplejidad14, como el que Sócrates se proponía crear en sus alumnos y de la cual Kierkegaard
sostenía que la perplejidad es una actitud sana, ella lleva al silencio y a la espera, invita a la
paciencia.
Por su parte, Yuval Noah Harari en su libro “21 lecciones para el siglo XXI” aporta una
diferenciación entre el pánico y la perplejidad que permite distinguir las sutilezas de responder
perplejamente en una conversación repleta de pánico.
“[…] pasar del modo de pánico al de perplejidad. El pánico es una forma de arrogancia.
Proviene de la sensación petulante de que uno sabe exactamente hacia dónde se dirige el
mundo: cuesta abajo. La perplejidad es más humilde y, por tanto, más perspicaz. Si el lector
tiene ganas de correr por la calle gritando: « ¡Se nos viene encima el apocalipsis!», pruebe a
decirse: «No, no es eso. Lo cierto es que no entiendo lo que está ocurriendo en el mundo” […].
(2018, p.29)

Perplejidad, curiosidad, asombro.


[…] “Hablar de “cosas” es doloroso, la fisioterapia aumenta la respiración creando dolor,
entonces la psicoterapia es dolorosa tanto para el cliente como para el terapeuta.
Acompaño al cliente en su búsqueda temerosa, esto es muy doloroso, ver a la gente sufrir,
sentir el dolor pero es necesario... Soy muy serio. Me centro en la “otredad”. El importante es
el otro, lo que siente, lo que piensa, lo que quiere, lo que dice”[…] (Andersen, 2005).

En publicaciones sobre la obra de Tom Andersen, con frecuencia se menciona la tierna


curiosidad que él desplegaba ante las infinitas formas de vivir que inventan las personas.
Asimismo, son habituales las referencias a cómo, esa posición de interés por los mundos de
los otros, conseguía habilitar a las personas a dejar de aferrarse a historias limitantes acerca
de sus vidas y poder arriesgarse a explorar alternativas liberadoras.
Sin embargo, no todas las formas de “curiosidad”, instrumentadas por los terapeutas, tienen
el mismo origen, la misma ética y generan el mismo tipo de relación con los otros.
“La palabra curiosidad proviene del latín curiusus (cuidadoso, diligente) y -como emoción- es
relacionada con una conducta de investigación, exploración y aprendizaje presentes tanto en
humanos como en los animales. No obstante, a pesar de encontrar la curiosidad en la mayoría
de los seres vivos, una de las características diferenciales -entre la curiosidad del ser humano
y la de los otros animales- es que el hombre parece ser el único que pudo desarrollar una meta-
curiosidad: una curiosidad acerca de la curiosidad”. (Fuks, 2011)

14 Como desconcierto asociado al asombro o sorpresa (Diccionario RAC)


En Tom Andersen, su curiosidad, formaba parte de una forma especial de conexión
que transcendía a las tecnologías terapéuticas dirigidas a potenciar la denominada relación
médico/paciente. Consideramos que estaba fundada en un tipo de conexión donde:
“La posición de curiosidad, de extrañeza, de extranjeridad, la disposición a la sorpresa y el
aventurarse a lo desconocido, genera un campo en el que lo obvio deviene, potencialmente, en
un espacio de exploración y descubrimiento” (Fuks, 2011)

Las singulares formas de conexión (en el marco del contexto terapéutico) a las que
Tom Andersen dejó su marca personal formaron parte de un movimiento que, desde mitad del
Siglo XX, cuestionó la forma instituida de concebir a la psicoterapia.
“... Esas fracturas fisuraron el nudo de las relaciones de poder/saber a partir de las cuales se
construyeron, habilitando a pensar al encuentro terapéutico como un entrecruzamiento de
conocimientos válidos, aunque diferentes entre sí. La relativización de la primacía del saber
profesional por sobre el saber de los consultantes abrió la posibilidad de imaginar el encuentro
terapéutico desde otros presupuestos: los saberes de consultantes y consultados, igualmente
legitimados, podían o no llegar a coincidir, sin que el consenso o el disenso llegaran a
cuestionar la naturaleza colaborativa de la relación.” (Fuks, 1998)

En contexto terapéuticos, en situaciones difíciles o críticas, construir y desarrollar procesos


de colaboración no es algo que suceda naturalmente, a punto tal que –cuando ocurre- nos
sorprende como si se tratara de un suceso excepcional o como algo logrado gracias a una
maestría profesional. Estos “momentos” -no obstante- parecieran acontecer con relativa
frecuencia en la vida cotidiana, aunque no siempre como consecuencia de una planificación
de los involucrados. John Shotter, se interroga:
“… ¿Qué es lo que hace posible para nosotros que vivamos “una situación‟ en común con los
demás, entre todos, y de manera semejante, para ser orientada hacia las mismas “cosas‟
dentro de esa situación que compartimos? En suma, ¿cómo puede darse una inconfundible
colaboración entre las personas –esto es- un tipo de colaboración en la que todos los
participantes involucrados renuevan de manera continua el terreno común que comparten entre
ellos?” (Shotter, 2009.p. 29.)

En los contextos –como los terapéuticos- en los que priman los esfuerzos por disminuir el
sufrimiento y facilitar la construcción de sentido para las experiencias críticas, esta meta,
demanda toda la cooperación con la que sea posible contar. En ese marco, no obstante, esa
colaboración no tendría como objetivo llegar a controlar el desorden o regular la incertidumbre
sino, por el contrario, contribuir a la exploración y apertura de “mundos alternativos” a los que
se encuentran en crisis.
Un aspecto de la complejidad de esos escenarios es que las relaciones de
colaboración parecieran ser el tipo de proceso que no es posible fabricar a la medida de
nuestras intenciones. Si bien existen formas de facilitar el surgimiento de ese tipo de conexión
(Fuks & Vidal Rosas. 2009) no parece factible poder planificar estrategias en la que un
operador mueva las piezas para producir colaboración y, por el contrario, los intentos de
manipular o forzar esa forma de relación supone el riesgo de producir el efecto contrario.
Dada su naturaleza compleja, la colaboración relacional se asemeja más a los procesos15 en
los que solo es posible producir condiciones de posibilidad para facilitar su emergencia:
generar condiciones para que si puede suceder… suceda.
¿De qué condiciones estamos hablando?
En los sistemas de creencias dominantes de nuestra cultura occidental, los procesos
de cambio producen perturbaciones que amenazan los sentimientos de seguridad, de
estabilidad, la identidad y la visión del mundo de quienes son afectados por esos procesos,

15 Que Edgar Morín llamó “cualidades emergentes”


alentando actitudes orientadas a proteger y resguardar la estructura mental y relacional que
sostiene el mundo tal como lo conocemos.
Cuanto más perturbador sea el proceso de cambio, tanta más inquietud y conductas
defensivas despertará y, en consecuencia, el acompañamiento profesional de esos
procesos críticos demandará de condiciones muy diferentes de las necesarias para
acompañar los cambios en el marco de procesos estables o regulados.
“P: ¿Los clichés? Sí – es lo mismo. Todos tenemos un montón de frases e ideas ya hechas, y
el impresor tiene cajas de letras preparadas, distribuidas en frases. Pero si el impresor quiere
imprimir algo nuevo… algo en un nuevo lenguaje, tendrá que separar todas esas viejas
composiciones de letras. De la misma manera, para pensar nuevo pensamientos, tenemos que
descomponer todas nuestras viejas ideas hechas y barajar las piezas”. (Bateson, 1953).

En aquellos escenarios en los que la “visión del mundo” se ve seriamente cuestionada


el sentido de la vida tambalea, las relaciones importantes entran en crisis y los modos de
actuar en la vida cotidiana parecen perder su potencia. Es entonces que se ponen en juego
las estrategias de supervivencia favoritas orientadas a proteger la realidad conocida. Esas
mismas estrategias, que crean sentimientos de control sobre la situación desbordada son –
también- las que dificultan la exploración de caminos alternativos, bloquean el
cuestionamiento de las certezas, impiden la flexibilización de verdades e impiden la puesta en
cuestión de las identidades dominantes.
Un aspecto que incrementa la solemnidad del sufrimiento y que se ve empobrecido
por el amurallamiento protector de LA REALIDAD conocida, es la disminución o perdida de
la dimensión lúdica de la vida.

Jugar seriamente?
“[…] Aceptar jugar el juego de varios sistemas interpretativos diferentes: científicos, filosóficos,
místicos, artísticos, teniendo mucho cuidado de no mezclar sus reglas. Esta sería la actitud
correcta en los caminos del conocimiento para quien quisiera a la vez obedecer a un deseo de
rigor y de racionalidad y no cerrar vías que han abierto, cada una por sí misma, formas
diferentes y específicas de racionalidad (o de irracionalidad reivindicada, lo cual es lo mismo,
pues implica no hacer trampas con el ejercicio, por lo demás reconocido, de la razón). Actitud
“correcta”, no en relación con una metarregla que no sabemos de dónde procede, sino en
relación con un deseo de fecundidad según el cual vemos que la mejor forma de dejar de jugar
consiste en transgredir las reglas de un juego imponiéndole las de otros. Pero, ¿se puede hablar
de juegos?-¿Estamos hablando en serio?” […] (Atlan. 1986. pag. 337)

Johan Huizinga -en 1938- publica “Homo ludens, ensayo sobre la función social del
juego” considerado el primer libro que se aproxima al juego desde una perspectiva
antropológica con un enfoque científico-académico.
En su propuesta, lo que llamamos cultura surgiría inicialmente bajo una forma lúdica; es decir:
al comienzo la cultura es algo que se juega. Esto no supone que el autor proponga una
concepción evolucionista que conduciría desde el juego –como etapa primaria- hasta llegar a
convertirse en cultura, en una forma avanzada. Su planteo es que ésta, en sus primeras
manifestaciones, se desarrolla en las formas y con el ánimo de un juego y que el elemento
competitivo, que puede expresarse de diversas maneras, se encuentra en los cimientos del
juego cultural.
[…] “El juego es una acción que se desarrolla dentro de ciertos límites de lugar, de tiempo, y
de voluntad, siguiendo ciertas reglas libremente consentidas, y por fuera de lo que podría
considerarse como de una utilidad o necesidad inmediata. Durante el juego reina el entusiasmo
y la emotividad, ya sea que se trate de una simple fiesta, de un momento de diversión, o de
una instancia más orientada a la competencia. La acción por momentos se acompaña de
tensión, aunque también conlleva alegría y distensión” […] (Huizinga. Op.cit. pág. 217).
Roger Caillois, veinte años después, en su obra “Los juegos y los hombres, la máscara
y el vértigo” considera que “Homo Ludens” no ofrece un estudio suficientemente profundo ya
que no propone distinciones entre diferentes tipos de juegos y –por lo tanto- no ofrece una
clasificación y descripción de estos. No obstante lo cual, considera a la obra de Huizinga como
un decisivo aporte sobre la importancia del espíritu del juego en la cultura y de la relevancia
de los juegos de competencia reglamentada. Asimismo reconoce que, gracias a su análisis
de las características del juego y la demostración de la importancia de su función en el
desarrollo mismo de la civilización, fue posible darle visibilidad al tema y permitir la
profundización de los conocimientos sobre el juego.
Caillois, ofrece una definición del juego que resulta lo suficientemente amplia para incluir sus
múltiples manifestaciones, y a la vez, lo necesariamente precisa para diferenciar sus
características esenciales, lo que le permite establecer una clasificación y desarrollar una
sociología de los juegos. Como punto de partida, define al juego como una actividad libre ya
que el jugador elige participar en ella; separada, porque se halla delimitada espacial y
temporalmente; incierta, dado que la duda sobre el resultado se prolonga hasta el final de la
partida; improductiva, porque no crea bienes ni riqueza -a lo sumo los desplaza-;
reglamentada, por estar sometida a convenciones y, ficticia, en relación a la consciencia que
acompaña el transcurrir de la vida cotidiana.
A partir de allí, establece dos grandes categorías polares que abarcan diferentes
formas de jugar:
Por un lado, distinguía a la Paidia como el juego de la infancia basado en la diversión, la libre
improvisación y la despreocupada plenitud con la que se manifiesta la fantasía liberada. Y,
por otro, el Ludus, en el cual prevalece la necesidad de adecuar a la paidia a los
convencionalismos, reglas, normas arbitrarias e imperativas, que se proponen regular los
intercambios y organizar las dificultades con el objetivo de llegar al resultado buscado.
Estas distinciones, sentaron las bases para su posterior clasificación de los juegos en cuatro
categorías, según que predomine la competencia (Agón), el azar (Alea), el simulacro (Mimicry)
o el vértigo (Ilinx) y, esta clasificación se transformó en el marco predominante en los estudios
sociales posteriores acerca del juego como aspecto de las relaciones sociales.
Para Caillois, cuando el juego se institucionaliza las reglas se vuelven parte de su
naturaleza, volviéndose un instrumento formateado y formateador de la cultura en la que
obtiene su sentido. De este modo, los juegos ejemplificarán los valores morales e intelectuales
de una cultura, al tiempo que contribuirán a delimitarlos, desarrollarlos y renovarlos. En los
juegos -reglados por convenciones culturales- se manifiestan las visiones de mundo que se
expresan mediante las constricciones y márgenes de libertad que se les otorgan a los
participantes. Estos sistemas regulatorios son producidos a fin de controlar y organizar la
energía lúdica, la que podría transgredir los atributos y lugares previamente asignados a los
participantes/jugadores16.
Este aspecto, es particularmente importante para lo que estamos desarrollando ya que
es posible considerar a las conversaciones terapéuticas como juegos institucionalizados en
los que cada cultura (o microcultura) profesional expresa, recrea y delimita valores y creencias
asociadas a una concepción particular del encuentro terapéutico.
Tom Andersen fue parte de un movimiento que intentó que los encuentros terapéuticos
-expresados en las conversaciones que emergían de ellos- dejaran de ser determinados por
formatos preexistentes repletos de estereotipos, para poder liberar la energía lúdica que
permitiría producir sus propias reglas y hacer lugar a la innovación/creatividad, tanto como a
la singularidad.
“[…] La conversación es lo más importante en el camino para encontrar nuevas formas de estar
involucrado. Me interesa la manera como se van haciendo las historias, me quedo en el

16 ¿Cómo un participante/jugador ocupando el lugar de “terapeuta” se puede permitir declarar su no-saber, como Goolishian?
proceso, en el momento de “estarlas formando” y no en el producto. No trato de buscar una
historia, la historia se forma, se encuentra a sí misma.[…]” Tom Andersen (Entrevista a Tom
Andersen. op. cit)

En los inicios de los estudios acerca del juego -dentro de una perspectiva relacional-
una tradición importante fueron los esfuerzos de la psicología por comprender el desarrollo
del niño y conocer el papel que tenía el “jugar” en las transformaciones de la infancia.
Karl Groos (1901) fue el primer filósofo y psicólogo en proponer que el papel del juego
en la infancia era el de una “anticipación funcional”. Sus concepciones estaban influenciadas
por las ideas de Darwin acerca del papel de la adaptación al medio como forma de
supervivencia y, en esa sintonía, Groos propuso que el juego del niño era una preparación
para la vida adulta y para la supervivencia personal en el mundo social adulto.
En su precepto: “el gato jugando con el ovillo de lana aprenderá a cazar ratones y el niño
jugando con sus manos aprenderá a controlar su cuerpo” está contenida la esencia de su
propuesta. En el desarrollo de su teoría propuso una teoría de la función simbólica ya que,
desde su punto de vista, a partir del pre-ejercicio que implica el juego nacerá el símbolo ligado
a la ficción. En consecuencia, existe la ficción simbólica porque el contenido de los símbolos
es inaccesible para el sujeto; “no pudiendo cuidar bebes verdaderos, hace el “como si” con
sus muñecos”.
Por su parte, Jean Piaget (1956), se centró en la cuestión del surgimiento y desarrollo
de la inteligencia17 y, en su teoría, el juego aparece como algo inherente a ese desarrollo
porque representa la asimilación funcional o reproductiva de la realidad según cada etapa
evolutiva del niño.
En su concepción, las capacidades sensorio-motrices, simbólicas o de razonamiento,
consideradas aspectos esenciales del desarrollo del individuo, son las que condicionan el
origen y la evolución del juego. Piaget asocia tres estructuras básicas del juego con las fases
evolutivas del pensamiento humano: el juego como simple ejercicio; el juego simbólico
(abstracto, ficticio); y el juego reglado (colectivo, resultado de un acuerdo de grupo).
El psicólogo ruso Lev Semyónovich Vigotsky (1924) también estudio la evolutiva
infantil, aportando una perspectiva diferente acerca de la función del juego en la infancia.
Según Vigotsky, el juego surge como parte de la necesidad del niño de reproducir el contacto
con los demás y, la naturaleza, el origen y el trasfondo del juego los considera como
fenómenos de tipo socio-relacional. Para este investigador, es a través del juego que se
construyen escenarios que trascienden a los instintos y pulsiones internas individuales. En su
teoría, existen dos líneas de cambio evolutivo que confluyen en el ser humano: por un lado la
que es dependiente de la biología y ligada a la preservación y reproducción de la especie, y
por otro lado, una línea sociocultural que está relacionada con la incorporación e integración
de la organización propia de una cultura y de un grupo social de pertenencia.
Vigotsky define al juego infantil como una actividad social en la cual en la cooperación con
otros niños, se incorporan roles que son complementarios al propio rol social. En ese marco
estudia al juego simbólico destacando que el niño –a través del juego- desarrollará la
capacidad de transformar objetos y mediante su imaginación podrá convertirlos asignándoles
un significado18 distinto y que, en este proceso, se construirá y desarrollará la capacidad
simbólica del niño.
El juego en la infancia -desde estas perspectivas- puede ser entendido como un
espacio asociado a la producción de la interioridad mediante la creación de situaciones
imaginarias (Vigotsky), así como para potenciar el pensamiento lógico y la racionalidad
(Piaget). En lo que todos estos autores confluyen es en la importancia del juego para el

17 Por lo tanto, dio poco lugar al desarrollo emocional o al lugar de las emociones en desarrollo social.
18 por ejemplo, cuando corre con la escoba como si ésta fuese un caballo
desarrollo y enriquecimiento de los aspectos psicológicos, pedagógicos y sociales del ser
humano.
Desde otra vertiente teórica el pediatra y psicoanalista de niños, D.W. Winnicott (1957),
puso en evidencia la diferencia (mejor expresada en inglés) entre dos tipos de juegos: el que
obedece a reglas precisas (el game) y el juego creativo que sólo obedece a la imaginación y
a la inspiración del momento (play). En sus trabajos profundizó la importancia del playing,
dado que lo consideraba un modo de jugar de los niños en el que estos descubren e inventan
universos a medida que van jugando y que, por esta vía crean, descubren y se apropian de
mundos en los que pueden sorprenderse a/de sí mismos manifestando sus capacidades
creativas. Esta distinción entre game y play fue un aspecto fundamental en su obra, ya que le
permitió explicar la función del segundo tipo de juego en la construcción de la personalidad
del niño, en la producción de su yo (self) como separado/diferente de, pero en relación con,
una realidad que no es él mismo.

Jugar con el lenguaje, explorar mundos posibles


La función creadora del juego –con su capacidad de construir mundos diversos,
interioridades complejas, posibilidades y alternativas, relaciones e interrelaciones, horizontes,
“modos de ser”, así como su trascendente papel en el desarrollo de las capacidades de
innovación, supone un tipo de proceso atravesado por la improvisación y la libre creación19.
Es, sin duda, un proceso diferente al de un juego fabricado a partir de reglas preexistentes
(game), el primero se asemeja más a un “play” en el que (a los ojos de un observador externo)
pareciera como si todo aconteciera azarosamente, sin sentido o sin finalidades a priori, un
juego en el que es difícil prever el curso de las cosas.
Las características de ese tipo de “juego” permiten realizar comparaciones entre el
“play” y ciertos tipos de conversaciones atravesadas por dinámicas y desafíos semejantes.
John Shotter, al describir las dificultades que implican el construir un proceso a medida que
se lo transita despliega las dinámicas a las que nos estamos refiriendo:
[…] “son dificultades relacionales u orientacionales que tienen que ver con cómo, como
profesionales, respondemos espontáneamente a las características de nuestro entorno con
anticipaciones apropiadas ‘en ristre’, por así decirlo, para así ‘continuar’ dentro de ellas sin
(des)caminarnos de manera inapropiada cuando tomamos cualquiera de los pasos siguientes.
Las dificultades de este segundo tipo no se solucionan (“solve”) sino que se resuelven
(“resolve”) en el trascurso de nuestro ‘desplazamiento’ dentro de nuestro entorno, en nuestra
exploración tentativa de los posibles siguientes pasos a nuestra disponibilidad. Por lo tanto, los
resultados de nuestras investigaciones no se miden en términos de sus puntos finales - en
términos de sus resultados objetivos – sino en términos de qué es lo que aprendemos en el
camino, durante el trascurso del despliegue de los movimientos que nos incitaron a hacer”. […]
(Shotter, 2012)

Los autores citados, en su intento por destacar el rol fundamental del jugar en el
desarrollo proponían una línea de continuidad entre el jugar del niño, por un lado, y las
actividades creadoras y de participación que son parte de la cultura del adulto por otro, todo
lo cual invita a interrogarnos acerca de las posibles vicisitudes de la dimensión lúdica en el
proceso de tornarse “adulto”.
En Occidente, uno de los andariveles -en el camino hacia la adaptación del niño a la
vida adulta- ha sido la primacía de la racionalidad en relación al cuerpo y a los sentimientos.
En el Occidente cartesiano, los juegos del pensar han ocupado el sitial de honor durante
cientos de años, relegando las emociones, sentimientos y a otras formas de conexión –cuanto
mucho- al terreno del arte. Es así que, durante mucho tiempo, la “reflexividad” ha sido
sinónimo del “pensar” y, este, entendido solo como actividad cognitiva; en este reinado de la

19 Ver: Stephen Nachmanovitch “Free Play, la improvisación en la vida y en el arte”. Paidós Ibérica. 2004.
racionalización otras formas de relacionarse y construir realidades han sido expulsadas de los
territorios de la ciencia.
Revisando críticamente la producción moderna de conocimientos, Henri Atlan (1986)
dedica un notable capítulo al tema del juego:
[…] ¿Es serio entonces hablar de juegos, cuando se trata de la investigación de algo serio en
materia de conocimiento? Ciertamente que no, si para nosotros la seriedad del conocimiento
es triste y excluye el humor y la apertura a lo imaginario. Pero ciertamente que sí, si
reconocemos –con algunos filósofos calificados sin razón de “irracionales” y de entre los cuales
el más famoso, cuando no el más conocido, es probablemente Nietzsche- que no hay nada
más serio en la actividad humana que el juego; si no confundimos el sentido de lo trágico con
la melancolía; si tomamos en serio –precisamente- lo trágico del conocimiento finito de una
realidad infinita, en donde la frustración y la limitación no impiden la alegría, el “canto” y la
“danza”, la exaltación del conocimiento a favor de sí mismo.” […] (op.cit. pag. 338)

El jugar libre, creativo y sorprendente cuando es moldeado por las reglas del “ser
adulto” -convirtiéndose en “game”- corre el riesgo de perder, olvidar o sepultar esa energía
lúdica y la alegría que la acompaña perdiendo, en ese camino, la conexión con las fuentes de
la invención-recreación que son imprescindibles en tiempos de crisis.
Al considerar la dimensión lúdica en la conversación y su papel en el “jugar-
conversando/conversar-jugando” un aspecto importante a tomar en cuenta en la transición del
jugar del niño al del adulto, es el sentimiento de realidad/irrealidad de lo que se está creando
y la importancia de lo ilusorio en estos procesos. Según Winnicott (1957) sucede algo
importante en esta transición: la desilusión respecto a la “omnipotencia” creadora; un
desencanto que acompaña el proceso de tornarse adulto y que contrasta con el sentimiento
de libertad ilimitada que impregna la creatividad de la imaginación infantil.
Esta libertad (ligada a la imaginación) es una condición necesaria para el desarrollo de una
actitud creadora ante la vida. Es una manera de sentir-se parte decisiva en la
creación/recreación de la vida y no un mero juguete del destino, de las fuerzas de la sociedad
o de fuerzas inmanejables que conducen a la pasividad y la pérdida del sentimiento de
“autoría”.
Lo que está en debate, en todo caso, es el papel (positivo o negativo) de las reglas en
el jugar y la discusión acerca de si los “juegos conversacionales” son un tipo de “Free Play”20
(Nachmanovitch, 2004) o si, por el contrario, esos juegos están sujetos a reglas y principios
preexistentes (game). Esta es una cuestión aún abierta en la que Tom Andersen y su “manera
de hacer” han abierto interesantes caminos que aún restan por explorar.
Según Peter Burke (1996) la temática genera controversia, en parte debido a que:
[…] “La cuestión de saber si las conversaciones siguen "reglas" o "principios" y en qué sentido
habrán de entenderse esas reglas o principios (de manera estricta o flexible, seguidos
conscientemente u observados desde afuera) constituye actualmente una cuestión
controvertida entre lingüistas y filósofos por igual. Los que participan en ella no siempre usan
el término "conversación" en el mismo sentido. A los pioneros de lo que se conoce como
"análisis de la conversación", Harvey Sacks y Emmanuel Schegloff, les interesaban los
intercambios verbales en general, pero otros estudiosos trataron la conversación (como los
autores de la primera parte de la Edad Moderna…) considerándola una clase particular de acto
de habla, de evento del habla o como una clase de genero del habla” […] (op. cit p.117)

El Construccionismo Social, como movimiento, ha realizado significativos aportes a


esta discusión, a través de las obras de John Shotter (1993ª, 1993b), Barnett Pearce (1980a,
1980b, 2001), Tomas Ibáñez (1994, 2003), Ron Harre (1979,2012), Harold Goolishian y
Harlene Anderson (1988), Tom Andersen (1987,1995, 2009) y Kenneth Gergen
(1985,1994.2009) entre otros.

20 entendido como juego creativo en el que las reglas son creadas a medida que el juego lo demanda.
Para quienes han considerado a “la conversación” desde su variante formalizada, (como
Grice, 1991) han supuesto que:
[…] Lo que distingue a este género es el relativo énfasis que pone en una serie de
características, especialmente en cuatro. En primer lugar está "el principio cooperativo"; un
segundo principio es la igual distribución de los "derechos del interlocutor", expresada en el
hincapié que se hace en hablar por turnos y… el "reciproco intercambio de ideas"; el tercer
principio es el de la espontaneidad e informalidad de los intercambios; y por ultimo está… su
"falta de semejanza con las conversaciones de negocios" […] Burke. Ídem

En cambio, para quienes sostienen una visión cercana al “play” la conversación:


[…] “Si reflexionamos sobre la evolución de la comunicación, resulta evidente que un
estadio muy importante de esta evolución tiene lugar cuando el organismo cesa
gradualmente de responder de manera enteramente "automática" a los estados
afectivos-signos de otro y se hace capaz de distinguir el signo en cuanto señal; es decir,
a reconocer que las señales de otro individuo y sus propias señales son solamente
señales, en las que se puede confiar o desconfiar, que pueden ser falsificadas,
negadas, ampliadas, corregidas, y así sucesivamente” […]. (Bateson, 1976b)

O, desde la perspectiva de John Shotter (1993b), para quién la conversación es la


construcción de una comunidad en la que se crean significados y las personas sienten que
pueden contribuir con algo y ser escuchadas, siendo parte de una comunidad donde lo central
es el proceso de conversar y no su contenido.
Uno de los fundadores del movimiento conocido como Construccionismo Social,
Barnett Pearce describe así esta concepción de la conversación:
[…] “Estamos inmersos en un proceso en curso, cuyos parámetros no están precisamente
definidos y que no actúa a la manera digital, en la que cada unidad sigue a otra y a otra. Las
conversaciones se desenvuelven más bien de manera serpentina: nos movemos en ida y vuelta
entre los relatos que contamos; es decir, cómo nosotros entendemos los aspectos mentales,
cognitivos o verbales de nuestras vidas y los relatos que vivimos los aspectos físicos de
nuestras vidas en que interactuamos con otra gente. El nexo de todo esto es una lógica deóntica
de la obligatoriedad cuyos operadores son el permiso, la prohibición, la obligación ("puedo
hacer esto", "no puedo hacer esto", "debo hacer esto"). Sostengo que esta lógica deóntica es
el nexo constitutivo de estos tipos de juegos que aprendemos a jugar” […] (Barnett Pearce
1998)
Este tipo de conversaciones, si las pensáramos como un “juego” se tratarían de un tipo
especial de juego.
[…] “Hay muchas variedades de juegos, desde los deportes hasta los que jugamos cuando nos
sentamos a cenar con otros o a conversar”. […] “El juego no es algo que está afuera, sino algo
de lo que ustedes son parte, y en cada momento sus acciones responden a un desarrollo y una
configuración de un diseño siempre cambiante de acontecimientos. Sus acciones devienen
parte de este proceso de estructuración de un diseño que, en la medida en que se configura,
establece el contexto para los próximos eventos. Sin embargo, no los fija, ya que es un proceso
que nunca se cristaliza porque los contextos se van configurando permanentemente” […] […]
“El significado de cualquier acto que se desarrolla dentro de un juego, reitero dentro de él no
está fijo o adscripto a un significante y no se adecua a cuadros de correspondencia uno a uno
entre comportamientos y señales. Más bien es definido en términos de su significación: sus
efectos derivan de su inserción dentro del diseño o patrón del propio juego que se despliega”[…]
(Barnett Pearce, op.cit.)

Una visita al mundo del juego.


El juego –como actividad personal y social- parece haber existido a lo largo de la
historia de la humanidad, y –en Occidente- se han encontrado numerosos indicios de que
esta actividad se remonta a los comienzos del Sapiens.
La civilización Maya, -que tuvo su esplendor cuando aún Occidente carecía de una cultura
unificada- ya había creado una variedad de juguetes para niños y adultos, entre los que se
encontraban un sonajero llamado Tuch para los bebes, “carritos” antropomorfos y silbatos que
imitaban cantos de pájaros. Tanto en la cultura Maya como en la Azteca se han encontrado
restos que hablan de la existencia de juegos reglados para niños y adultos. Los niños mayas
tenían un juego llamado lolomche, un baile en el cual se juntaban los participantes sujetándose
de los hombros formando un gran grupo y luego se lanzaban cañas y se perseguían entre sí.
Los niños aztecas, tenían un trompo llamado pepeteotl; también jugaban con muñecos
articulados; un juguete con forma de paloma llamado chichitli, que los niños usaban como
silbato y que ha llegado hasta nuestros días, asimismo existían juegos con barro y arena, y el
totoloque, un juego en el que se lanzaba pequeñas piedras sobre tejuelas apiladas, los
aztecas eran aficionados a los juegos de azar y por lo tanto a las apuestas. El Mapepena (de
pepena "recoger" y maitl "mano") literalmente "recoger con la mano era un juego en que los
jugadores apostaban cierta cantidad de esferas de barro o semillas, luego un jugador situaba
en el reverso de la mano las semillas apostadas y las arrojaba al aire, intentado atrapar el
mayor número de ellas antes de que cayeran al suelo; este también es un juego que ha
perdurado como la “payana” de nuestra infancia.
En el otro lado del mundo, en Irán (Imperio Persa) se encontraron sonajeros y muebles de
arcilla en miniatura que datan de 1.000 años a JC., lo que parece demostrar que ya entonces
se ofrecía a los niños objetos para jugar y elementos para imitar a los adultos.
Tanto en Grecia como en Roma, el juego infantil era una actividad muy presente en la
vida cotidiana no solo como diversión sino también como parte de la formación; Platón (1999)
fue uno de los primeros autores que escribió sobre el juego reconociendo su valor en el
proceso de educación; en su obra “Las leyes o de la legislación” comenta que, a partir de los
tres años, los niños deberían salir a jugar a la plaza vigilados por sus cuidadoras y a partir de
los seis deberían jugar en grupo con bolitas, pelotas de cuero, trompos o muñecas de hueso,
marfil o cerámica en los santuarios de las aldeas bajo la vigilancia de las nodrizas (Doc.1.5).
Aristóteles retoma el tema del juego en la línea de Platón, pero le agrega una función
terapéutica, ya que considera que el placer que produce contrapesa la fatiga generada por el
trabajo, permitiendo el descanso y la relajación.
A Quintiliano, a quién se le reconoce por su interés en la educación, el emperador
Domiciano le confía la educación de sus sobrinos siendo el primer autor – del que se tiene
referencia- que considera el juego como un elemento motivador para la educación. Decía que
es aconsejable evitar que el niño se canse rápido del estudio, por lo cual proponía que el
proceso educativo se plantee como “una cosa de juego”.
En la Edad Media, los niños pobres acostumbraban a jugar con elementos naturales y
los ricos con juguetes especialmente construidos para ellos. En 1283, el rey de Castilla,
Alfonso X el Sabio, recopiló en el “Libro de los Juegos” el primer tratado de juegos de la
literatura europea.
En el Renacimiento, el juego infantil toma otra dimensión con los juegos al aire libre
como el de la pelota o la cuerda y, en el ámbito doméstico, con muñecas o cajas de sorpresa.
La importancia del juego en la vida se refleja en las numerosísimas obras de arte que lo tratan
como tema principal, como en el óleo pintado por P. Bruegel titulado “Juegos de niños” (1560),
donde muestra más de ochenta juegos tradicionales de la época. A medida que trascurren los
años, las actividades lúdicas se fueron tornando más elaboradas, los campos de acción se
ampliaron y también las experiencias lúdicas a escala personal y grupal.
De todas formas, aunque los tipos de juegos y juguetes han variado, durante mucho
tiempo, el “clima cultural” para los más pequeños era difícil ya que, en la sociedad rural y
urbana de la época, las escuelas eran espacios de preparación para ser adultos y no se
consideraba la infancia como etapa diferenciada. Los niños llegaban al estado adulto sin
ningún tipo de intervención educativa y la mayoría de las actividades que realizaban, lejos de
ser lúdicas eran una preparación para futuros trabajos con fines de carácter productivo.
En el siglo XVII, es cuando surge formalmente el pensamiento pedagógico moderno
que propone al juego como un ingrediente facilitador del aprendizaje, en ese contexto surge
el “juego de la Oca” y otros juegos instructivos para enseñar historia o geografía entre otras
disciplinas. Todos estos juegos marcaban el surgimiento de una concepción que privilegiaba
una pedagogía basada en el placer y la ternura en contraste con métodos de enseñanza
basados en el rigor, la disciplina y la competición.
En el siglo XVIII, la concepción del juego como instrumento pedagógico se impone con
fuerza entre los pensadores. Desde que J. J. Rousseau escribió el “Emilio o de la Educación”
(1762), el sueño de todo ilustrado fue procurar que los individuos actuaran según el bien, lo
que se podía lograr mediante la educación y, la búsqueda de un sistema educativo útil y
agradable, se convirtió en una obsesión para los responsables de las políticas públicas.
En la Europa del siglo XIX – en plena revolución industrial- la educación de los niños
se tornó cada vez más utilitaria, con juguetes que “entrenaban” a través del juego como los
“juegos de construcción” y otros que expresaban la visión mecanicista de la modernidad, como
los autómatas de diferente tipo.
En el siglo XX, la filosofía hizo su aporte rupturista al tema con el impacto del
pensamiento dionisiaco de Nietzsche (en sintonía con la concepción acerca del juego de
Heráclito); con las tesis de Heidegger y su manera de entender al juego; con el puente que
establece Eugen Fink entre Heidegger y Husserl y con las propuestas del segundo
Wittgenstein de los “juegos de lenguaje”.
Estas perspectivas se vieron complementadas con los aportes de los pioneros de la
psicología del desarrollo y del psicoanálisis, como Piaget, Vigotsky, Freud/Winnicott entre
otros, quienes contribuyeron a la revisión del lugar del juego en la cultura humana. (Atlan,
1991)
El jugar, junto con la infancia como período importante en la formación del adulto se
instaló –como concepción- en la vida familiar y en las políticas públicas. Sin embargo, por el
contrario, en la medida en que el trabajo se separó del placer el juego adulto se tornó un
inconveniente para la productividad como ideal. La sociedad de consumo acabó organizando
el ocio como un producto de mercado, al ciudadano como un consumidor pasivo y, en ese
escenario el juego adulto quedó relegado a un lugar secundario de la vida.

La psicoterapia y sus juegos relacionales.


“Se juega cuando se atiende a lo que se hace en el momento en que se lo hace y, esto es lo
que nos niega nuestra cultura occidental llamándonos continuamente a poner nuestra
atención en las consecuencias de lo que hacemos y no en lo que hacemos”…”jugar es
atender al presente”… “para aprender a jugar debemos entrar en una situación en la cual no
podemos sino atender al presente” (Maturana & Verden-Zoller 2003.P.145)

La solemnidad que impregna los modos como tratamos al sufrimiento humano es


sintónica con la “seriedad” con la que se tratan los conocimientos y la producción de los
mismos en la ciencia tradicional.
En esos escenarios el “ponerse serio” es entendido como una actitud de respeto y de
valoración y, esta posición de solemne seriedad, ha saturado de tal modo la vida cotidiana del
ser humano moderno, que ha empobrecido su creatividad, ha bloqueado su curiosidad,
inhibiendo la celebración de lo inesperado y limitando la conexión con “lo vital” de nuestro
mundo.
Asimismo, el sufrimiento humano cuando se cierra –solemnemente- sobre sí mismo pareciera
construir un altar al dolor del cual se hace difícil salir (indemne). Acorde con lo anterior la
psicoterapia, en tanto espacio de investigación, exploración, dialogo y despliegue de las
dificultades y clausuras que producen sufrimiento, puede caer en una trampa parecida:
“homenajeando” al sufrimiento y creando un bucle recursivo que termina alimentándolo.
En sus versiones tradicionales, la psicoterapia ha sido considerada como un abordaje
curativo de trastornos psíquicos de diferente orden y origen y, en el marco de esta definición,
los “lugares” de los participantes han sido diseñados desde antes que se produzca el
encuentro entre ellos. Estos diseños contribuían a crear un “orden moral” (Barnett
Pearce,1980a) en el que las responsabilidades, las reglas, las libertades y restricciones han
sido producidas de antemano, siendo consideradas válidas para todos los actores y todas las
situaciones.
Con el propósito de poner orden en los flujos caóticos que se organizan en torno al sufrimiento,
esos diseños relacionales contribuyeron a construir un juego en el cual los lugares -
Curador/Curable- se estructuraron como rígidos “posicionamientos”. En este tipo de relación,
cada participante “sabe” (o debería saber) cuál es su lugar y cuáles son las reglas del juego:
lo que se puede y no se puede hacer y decir.
Sin embargo, a pesar de que estos diseños “experto/ignorante” pueden producir un relativo
ordenamiento en las turbulencias del sufrimiento, el esquema relacional tranquilizador también
genera un efecto que hará provisoria la calma.
Estas posiciones, progresivamente, derivarán hacia una complementariedad e
interdependencia que restringirá la libertad de todos los participantes, reduciendo sus
capacidades de aportar innovación a un escenario saturado de fracasos.
La psicoterapia tradicional surgió inmersa en un “mundo” occidental en el que los
ideales del paradigma modernista (objetividad, control, predictibilidad) sintonizaban con un
“humano” que intentaba ser y actuar coherentemente con esa perspectiva de la vida. Una
estabilidad ilusoria ya que como Edgar Morin (1977) propone –hablando de la complejidad
sistémica- un escenario en el que se ofrezcan respuestas simplificadoras a interrogantes
complejos, alimentará la amplificación de las incertidumbres y desatará recursividades
críticas.
Los movimientos socioculturales transformadores -emergentes en el clima de la
postguerra- no fueron acompañados por cambios equivalentes en los ideales terapéuticos y,
mucho menos, en las formas de concebir las relaciones consultante/consultado.
En ese escenario, en el que un clima cultural de cuestionamiento a los viejos supuestos
y ante la falta de propuestas por parte de los formatos dominantes de la psicoterapia que
fuesen acordes con los nuevos desafíos, fueron surgiendo alternativas que proponían una
mirada crítica sobre diferentes aspectos del diseño terapéutico tradicional. En ese proceso,
comenzaron a ser puestos en cuestión los pilares que sostenían los modelos
psicoterapéuticos dominantes: las relaciones de poder asimétricas y las jerarquías rígidas; la
colonización de los consultantes por parte de las visiones de mundo de los terapeutas; la
psicologización y medicalización de las problemáticas existenciales; la reproducción al infinito
de las relaciones sociales dominantes; el control de la desviación y de lo diferente; la
normatización de las relaciones y la patologización de lo que no encajara con los ideales
vigentes, entre otros aspectos.
[…] “El encuentro entre el /los psicoterapeutas con el/los pacientes, se consideraba como
una relación entre un profesional (poseedor de un conocimiento especial) y el/los
paciente/s (dispuestos a recibir e incorporar ese saber). Progresivamente (en virtud de estos
cuestionamientos) pasó a ser pensado como un entrecruzamiento de conocimientos diferentes
entre sí, pero igualmente válidos [...] Los participantes vieron así la transformación de su lugar,
de ser considerados como narradores de una historia objetivamente cierta o errada, pudieron
devenir autores de su propia vida"[...] (Fuks, 1995)

Estos cuestionamientos permitieron la emergencia de propuestas innovadoras que


estaban en sintonía con el surgimiento de nuevas visiones del mundo en la ciencia, la
cultura y la vida cotidiana.
No obstante, la aparición de alternativas (a la manera de concebir la psicoterapia) no supuso
que –estas- pudieran amenazar el control y la hegemonía que ejercían los modelos
dominantes sobre el campo de la salud mental. La estabilidad de esos modelos residía –en
parte- en que su diseño relacional, sus presupuestos, sus métodos y la ética que los
sustentaban eran –a comienzos de siglo- sintónicas con los paradigmas vigentes en la ciencia
y la cultura de la época.
En suma, dado que esos modelos reproducían y fortalecían formas relacionales
acordes con las concepciones dominantes, solamente cuando los basamentos de esas
concepciones fueron fisurados y se produjeron brechas en los sistemas de creencias y
concepciones hegemónicas, es que pudieron tener visibilidad otros modos de concebir las
relaciones entre consultante y consultado.
Como frecuentemente acontece con los cambios culturales, las anomalías pueden volverse
“tendencia” en los bordes y periferias territoriales (culturales, profesionales y académicos) de
los poderes dominantes.
La obra de los fundadores del movimiento de la “Terapia Familiar” –en parte por su
ADN interdisciplinario- introdujo una perspectiva novedosa en un territorio repleto de
explicaciones autorreferentes. En la obra pionera de Bateson podemos encontrar las semillas
de una poderosa transformación en los modos de aproximarse a las relaciones y conexiones
humanas y, especialmente, en los modos de construir los juegos terapéuticos.
[…] “Las características formales del proceso terapéutico pueden ilustrarse mediante la
construcción de un modelo en etapas. Imaginemos en primer término dos jugadores que
emprenden un partido de canasta de acuerdo con un juego de reglas convencional. Mientras
estas reglas gobiernan el juego y no son cuestionadas por ninguno de los dos jugadores, el
juego no cambia; es decir, no se producirá cambio terapéutico. (De hecho, muchos intentos de
psicoterapia fracasan por esta razón.) Podemos imaginar, empero, que en cierto momento los
dos jugadores de canasta dejan de jugar a ese juego e inician una discusión de las reglas de
la canasta. Su discurso es ahora de un tipo lógico distinto del discurso referido a su juego.
Supongamos que, terminada esa discusión, vuelven a jugar, pero con reglas modificadas”. […]
“Nuestros jugadores imaginarios evitaron la paradoja separando su discusión de las reglas de
su actividad de juego, y esta separación es precisamente la que resulta "posible en la
psicoterapia. Tal como nosotros lo vemos, el proceso de la psicoterapia es una interacción,
estructurada por un marco de referencia, entre dos personas, en la cual las reglas son implícitas
pero están sujetas al cambio. Tal cambio sólo puede ser propuesto mediante la acción
experimental, pero aun tal acción experimental, en la cual está implícita la propuesta de cambiar
las reglas, es también ella parte del juego en curso. Es esta combinación de tipos lógicos dentro
del acto significativo único lo que da a la terapia el carácter no de un juego rígido como la
canasta sino de un sistema evolutivo de interacción” […] (Bateson,1976b).

En la primera mitad del siglo XX, los territorios profesionales y académicos estaban
controlados por dos modelos dominantes; el conductismo (cuyo campo privilegiado era el
entorno “medico”) y el psicoanálisis (cuyo territorio era el “medio cultural”). Estos modelos,
enfrentados entre sí, controlaban y definían la legitimidad de “los modos” posibles de hacer
psicoterapia, marginando aquellas visiones que no encontraban lugar bajo sus paraguas
conceptuales.
En ese escenario político/cultural/académico/profesional hace irrupción “la sistémica”
impulsada por transgresores provenientes de diferentes campos que confluían tanto en una
mirada “sociorelacional” como en el cuestionamiento del reduccionismo cartesiano. Estas
confluencias fundarían el movimiento de la “terapia familiar” entendida como marco,
concepción, estrategia y ética del abordaje de las micropolíticas relacionales. Carlos Sluzki,
referente de la terapia familiar sistémica a partir de los años 70’, plantea en una publicación
del año 2014:
[…] “La terapia familiar, parte del territorio conceptual de las ciencias sociales y del
comportamiento, tuvo sus orígenes no muy remotos nutrida (y, en cierta forma, generada) por
la eclosión de lentes cualitativamente novedosas tales como la teoría de la comunicación y de
la información, la cibernética, la lingüística, la antropología estructural, a veces en combinación
y a veces in oposición con el paradigma psicoanalítico. Con todo, una vez dados sus primeros
pasos, y más aún al llegar a su adolescencia –y comportándose como tal--, este hibrido extraño
entre las humanidades y ciencia que es la terapia familiar continuó su evolución no solo como
si fuera un territorio independiente –cosa razonablemente necesaria por un periodo dado de su
crecimiento para el desarrollo de su identidad profesional-- sino auto-alimentado, desplegando
una arrogancia insular que asegura batallas entre enfoques y escuelas --pequeños territorios
suelen generar batallas campales-- así como el empobrecimiento que resulta de su alienación
del rico vecindario multidisciplinario”[…] (Sluzki, 2014)

Un rasgo de identidad de este movimiento fue su efervescencia conceptual, su


porosidad con las temáticas “de época” y las crisis frecuentes que ponían en cuestión los
fundamentos mismos de su existencia. A esta inestabilidad puede deberse, tanto su
capacidad de renovación como a sus dificultades políticas para institucionalizarse como
“tendencia” hegemónica.
La más reciente de sus crisis epistemológicas que sacudió, tanto los fundamentos
como las identidades, fue el impacto del constructivismo/ construccionismo en la manera de
entender la participación del “observador”, su papel en la construcción de lo observado y las
responsabilidades que esto implica.
La década de los 80’ asistió tanto a la pujanza del movimiento de la Terapia Familiar
(sus variantes y derivaciones) como a las turbulencias del impacto de esta crisis.
[…] "La psicoterapia necesitó reconsiderar su función de “control social“, para poder
así comenzar a explorar la diversidad de modos de existir y de los contextos que los
sostienen...De considerarse a sí mismo como un diagnosticador de patologías ya pre-
existentes en su sistema de creencias teórico, necesitó poder transformarse en un
explorador/viajero de los diversos territorios del existir" […]. (Fuks, 1995, p. 8)

Actualmente, un espectro importante del panorama de las psicoterapias se orientan a


impulsar “procesos deconstructivos” de relatos (historias, narrativas) que contribuyan a la
pérdida de la capacidad de apropiarse de la vida. Una gama importante de ellas, se proponen
(re)conectar con la dimensión creadora/recreadora de quién sufre, revitalizar su energía lúdica
y contribuir a hacer espacio para estas dimensiones en la vida actual, aunque difieran en sus
explicaciones, métodos y técnicas.
En un artículo producido en esa época, proponíamos que:
[…] “La relación terapéutica puede ser considerada como un “encuentro
conversacional” en el que confluyen diferentes construcciones complejas (teorías,
programas de acción, estrategias, mundos posibles, modos de existencia, escenarios
deseados y temidos, etc.). Conversación que navega en las dificultades por las que la
gente atraviesa, explorando posibilidades y modos de resolución de las mismas.
Una psicoterapia que intente dar cuenta de la complejidad, considerará a esta
discordancia entre marcos de comprensión e interpretación, no como un obstáculo sino
como una fuente de posibilidades. Las alternativas que se abren – a partir de allí- son
las de co-construir una descripción/explicación que dé cuenta de las múltiples
dimensiones, contextos y conversaciones puestas en juego en la situación.
Esto requiere de un contexto conversacional dialógico, en el que sea posible (para
todos los participantes) poner en cuestión sus certezas y verdades, y arriesgarse a
explorar otros modos de aproximación a las realidades.
También implica para el psicoterapeuta, el desplazamiento del lugar central que,
tradicionalmente ha ocupado y que ha devenido en espacios de poder. Si se intentara
la habilitación del consultante a fin de que recupere el lugar de “autor” de su vida,
entonces, se vuelve imprescindible el desplazamiento del terapeuta de ese espacio de
poder asignado (y frecuentemente asumido).” […] (Fuks, 1996)
La perspectiva llamada “psicoterapia postmoderna” contiene –dentro de ese nombre-
una notable variedad de posiciones que, más allá de sus diferencias, confluyen en sus críticas
a las psicoterapias modernistas y los supuestos que les dan fundamentos.
Un aspecto relevante en el que confluyen es en la importancia que asignan a la potencialidad
creativa e innovadora de los contextos participativos y “democráticos” y, en el seno de esa
mirada, la trascendencia de la dimensión lúdica como matriz para el surgimiento de opciones,
alternativas e innovaciones.
H: Pero, ¿es un juego, Daddy? ¿Estás jugando en contra mía?
P: No, lo pienso como si estuviéramos jugando los dos juntos en contra de los bloques de
construcción – las ideas. Algunas veces compitiendo un poco – pero compitiendo para ver quién
es el primero que coloca la siguiente idea en su sitio. Y algunas veces atacamos la parte de
construcción del otro, o yo intento defender las ideas que he construido de tus críticas. Pero
siempre al final estamos trabajando juntos para construir las ideas de forma que se puedan
mantener en pie” […] Bateson 1953 (ibid)

En la historia de la terapia sistémica, la transición que partió desde los estudios de la


comunicación humana, pasando por la relevancia del lenguaje y las narrativas hasta la
emergencia del campo de lo “conversacional”, posibilitó un salto de nivel que supuso una
revisión tanto epistemológica como técnica. Pero, a pesar de las turbulencias críticas de estas
transiciones, el pasaje del foco en la observación de la interacción al interés puesto en las
conversaciones –en suma- continuó y expandió la utopía fundadora de “la sistémica”:
considerar al universo relacional como marco, producto y productor del mundo en el que
vivimos. Asimismo, ese proceso (re)instaló una pregunta que –hoy- alimenta muchos de las
producciones en el campo de las psicoterapias:
¿Que tienen de distintivo aquellas conversaciones que producen (detonan, alimentan,
reinventan, amplifican, etc.) efectos transformadores en quienes participan de ellas?
Las conversaciones transformadoras parecen configurar una forma especial de “juego”
en el que no solo el “propósito”, sino especialmente la “forma”, diseñan sistemas relacionales
singulares en los cuales, los cambios, son cualidades emergentes de la experiencia de
participar en ellas. Enseñanza/aprendizaje; psicoterapia; manejo positivo de conflictos; diseño
de procesos reflexivos; generación de procesos participativos; empoderamiento de la
inteligencia emocional; emergencia de la inteligencia colectiva; etc. son algunos de los
territorios en los que las conversaciones transformadoras han mostrado su capacidad de
generación de transformaciones e innovación.

Reflexividad, reflexividades, reflexividad relacional


[…] “Llegamos aquí al punto de transición. Ya no mira uno hacia afuera para obtener imágenes
más o menos restringidas o confusas, sino que la contemplación la dirige sobre sí mismo para
obtener una orientación con respecto a sus decisiones. Esta contemplación adentrada
constituye precisamente el modo de superación del ingenuo egotismo en alguien que todo lo
contempla únicamente desde su propio punto de vista. Así llega a la reflexión y con ello a la
objetividad. El autoconocimiento, empero, no consiste en ocuparse de los propios
pensamientos, sino de los efectos que emanan de uno. Únicamente los efectos producidos por
la vida ofrecen una imagen que nos autoriza a decidir qué es progreso o retroceso” […] (Kuan.
La contemplación. I Ching. 2003. P 164)

La reflexividad ha despertado un especial interés en las psicoterapias “postmodernas”


donde ha sido entendida como un proceso que excede a las nociones de “cognición” e
“introspección”. Las “psicoterapias postmodernas”, en este tema, es un campo heterogéneo
donde confluyen desde concepciones “subjetivistas” hasta otras embanderadas contra el
supuesto de una “interioridad” individual; en esta diversidad conceptual encontraremos
diferentes posiciones respecto a “que” y “como” se entiende la reflexividad.
Tom Andersen (…) ha sido reconocido por su original posición acerca de la reflexividad
entendiéndola como “marco” y “proceso” del encuentro terapéutico; Anderson consideraba al
“contexto reflexivo” como una precondición para la emergencia de conversaciones
transformadoras, así como, el eje de un proceso radical de deconstrucción de las relaciones
terapéuticas.
[…] “Yo entiendo que hay cuatro clases de saber, de las que dependemos.
1) Hay un saber racional. Es el pensar, o sea, la memoria y el razonamiento. 2) Hay un saber
práctico, que abarca el repertorio de todo lo que me permite hablar y actuar; por ejemplo, mi
lengua emite palabras y mis manos pueden construir casas. 3) Hay un saber relacional, que
nos sensibiliza ante el modo en que otra persona se relaciona con otras en el tiempo y en el
espacio. Este saber nos hace aprender cuándo debemos hablar y cuándo debemos hacer
silencio. También nos hace aprender a qué distancia debemos mantenernos de los demás.
Distintas personas tienen distintos tiempos. Hay distintos momentos para destruir y construir.
Hay distintos momentos para llorar y para reír. Hay distintos momentos para arrojar piedras y
para reunirlas en un montón. 4) Por último, hay un saber corporal, que nos ayuda a aprender
cuál es nuestra posición con respecto a los demás. En esto nos ayudan las sutiles alteraciones
de nuestra respiración; si atendemos a ellas, podemos saber cuándo estamos demasiado lejos
o demasiado cerca, cuándo nos mantenemos demasiado callados o nos entrometemos
demasiado. Por ejemplo, existe una conexión entre la decepción que puedo ver en el rostro del
otro y los sutiles cambios en nuestra respiración” [...] (Andersen, 2005)

Poner foco en la(s) noción(es) de reflexividad implica “abrir” sus múltiples usos y
sentidos, ya que se trata de…
[…] "esas nociones, esos conceptos son nómades, tienen relaciones entre ellos y viajan de una
ciencia a la otra. Al interior de la comunidad de científicos, los investigadores... deben
expresarse en un lenguaje creíble a los ojos de los miembros del grupo. Ese lenguaje, sin
embargo, con frecuencia se encuentra subvertido por la llegada de nuevos conceptos o la
reaparición de otros antiguos que han sido tratados de manera diferente o, aún más, por el
desplazamiento de conceptos provenientes de un campo científico para instalarse en los otros.
Los deslizamientos de sentido, los préstamos, las analogías, son para ser seguidas de cerca"
[…] (Stengers 1999)

“Reflexividad” es un término que ha migrado y polinizado diversos campos científicos


y de las ciencias sociales. A partir de su apropiación y pesar de que en una comunidad
heterogénea como la de los terapeutas, cuando se habla de reflexividad pareciera que es en
referencia de algo sobre lo cual todos entienden lo mismo, el término no solo tiene una
variedad de significados, sino que su genealogía habla de “usos” diferentes dependiendo del
territorio conceptual en el cual aparezca. Tal como propone Barnhart (1963):
[…] “En el lenguaje común, reflexión significa varias cosas, entre ellas: (1) una superficie que
puede reflejar la luz, el sonido o el calor; (2) una imagen en una superficie brillante como un
espejo o un lago; (3) algo que ocurre como consecuencia de otra cosa (como el tiempo de
carrera de un atleta, que refleja su entrenamiento diario), y (4) un pensamiento que surge
después de cierta consideración” […].

Sin pretender abarcar la “historia” del término21 necesitamos hacer un (breve) recorrido
para mostrar cómo, en las migraciones del término, se ha preservado cierto “sentido” en las
particularidades de su presencia en las psicoterapias.

21 Que excedería los límites de este escrito.


En las últimas décadas el debate antropológico internacional ha estado dominado por
el tema de la reflexividad, entendida como aquella postura que critica la “autoridad etnográfica”
frente a los riesgos de mistificación y de dominación cultural implícitos en la práctica de la
antropología, dada la naturaleza no recíproca de la interpretación etnográfica. Este debate ha
tenido lugar sobre todo en Estados Unidos, a partir del auge de la antropología interpretativa
de Geertz i (1997,1994) y de su impacto en los “posmodernos” En este camino crítico, se ha
llegado hasta posiciones extremas, como la llamada “antropología dialógica”, que descree de
la posibilidad de una escritura autónoma del texto antropológico —y con ella la legitimidad
misma del antropólogo como autor individual— y propugna una escritura a cuatro manos,
donde el texto es el resultado de un proceso de participación que se quiere “no autoritario”
entre el antropólogo y su informante.
Antecedentes de las preocupaciones reflexivas se encuentran en los teóricos de la
interpretación, especialmente en H. G. Gadamer, aunque sin duda de estas contribuciones la
más trabajada pertenece a Pierre Bourdieu, quien escribió sobre la reflexividad desde sus
primeros trabajos hasta sus últimas clases al College de France, pocos meses antes de su
muerte (Bourdieu, 2003).
Pierre Bourdieu otorgó suma importancia a la 'reflexividad' en la elaboración de su
proyecto sociológico. Sus concepciones acerca de la reflexividad se encuentran condensadas
en su último curso del College de France, titulado “Science de la science et reflexivité”. En
esos trabajos acaba por definir su posición acerca de la “postura reflexiva” como ligada con
una “mirada relacional” sobre los fenómenos que, por un lado, transparente las conexiones
entre los objetos y sus contextos (los campos), y por el otro, relacionando el trabajo científico
con su propio campo de producción que, de esa manera, lo objetiva como producto histórico
(2003).
En su obra, hubo dos maneras de entender la reflexividad: por un lado, la 'reflexión' asociada
al 'socioanálisis' u 'objetivación participante', vista como una exigencia epistemológica que el
sociólogo debe incorporar a su propio trabajo. Por otro lado, la la reflexividad ubicada en el
campo de la ética, entendiéndola no como códigos o deontología profesional, sino como el
camino para construirse –al mismo tiempo- como sujeto del conocimiento involucrado en
acciones políticas y morales. En la concepción de Bordieu la introducción de una “revolución
simbólica” necesita de un continuo trabajo ético sobre sí mismo y sobre los demás, a fin de
transformar a la reflexividad en un “reflejo” profesional.
La “reflexividad” y (en su derivado, “práctica reflexiva”) es un concepto surgido como
reacción a la concepción representacionista y positivista prevalente en ciencias sociales, y se
convirtió en una noción que ocupó la escena académica en la década de los 80 (Woolgar,
1988) especialmente por su efecto perturbador sobre las perspectivas dominantes.
El propósito de este cuestionamiento fue la revisión del papel (y la responsabilidad) del
científico/a y/o profesional22 en la construcción del conocimiento. En esa deconstrucción, se
intentó poner en evidencia que –lejos del ideal positivista- el científico y/o profesional tenía un
activo papel en sus construcciones y producciones.
El supuesto que sostenía esos intentos era que -como efecto de la “reflexión”- el
científico/profesional podría y debería transparentar su participación o (usando el término de
la época) “intentar objetivarse” haciendo evidentes los caminos que lo han conducido hacia
su producción, conclusión o teoría. Estas perspectivas consideraban que, a partir de esta

22 Si bien es posible reconocer diferencias en los procesos de producción de los “científicos” y de los “profesionales”, en este
punto son más las confluencias que las diferencias, por lo que utilizaremos indistintamente uno u otro término (salvo que hagamos
expresa mención a una especificidad)
“toma de conciencia” el científico/a-profesional podría operar cambios sobre sí, y transformar
su práctica.
En su inicio, el escenario donde se jugaban estos intentos era la vida académica y, por
tanto, la mirada se centraba en los científicxs e investigadorxs pero, en desarrollos posteriores,
la reflexividad –como concepción- también ocupó un importante lugar en los esfuerzos por
comprender las prácticas profesionales, sus procesos de transmisión y los principios teóricos-
ideológicos que las sustentan.
En esa expansión de la noción a otros campos, se hicieron visibles las sintonías entre
la “reflexividad”, como abordaje para la comprensión de la emergencia y procesamiento del
conocimiento, y la perspectiva teórico-metodológica denominada Investigación-Acción-
Participativa (IAP)23. Las posibles semejanzas se hacen evidentes cuando se consideran los
modos en que una y otra perspectiva concibe al flujo del proceso de producción de
conocimientos. En la concepción que estamos describiendo, tanto como en las IAP, dicho flujo
presupone que el investigador/a es –activamente- participe de un proceso de reflexión
permanente tanto en la acción como sobre la acción (Schön, 1992; Montero, 2003).
El científico/a o profesional utilizaría su capacidad reflexiva en la revisión del proceso de
construcción y utilización de los conocimientos teórico-prácticos para –de este modo-
transparentar las múltiples dimensiones del conocimiento adquirido, así como las implicancias
de las prácticas asociadas con él.
Este proceso es lo que le permitiría (re)plantearse la orientación (el “uso”) de ese conocimiento
y revisar las consecuencias de su utilización, sea para las personas implicadas como para la
definición y conceptualización de los hechos en el terreno profesional. Tal como sostiene Tomás
Ibáñez (1994), formamos parte de la realidad sobre la que operamos y no solo “no debemos”
situarnos en una posición de exterioridad en relación a las prácticas en las que participamos,
sino que “no podemos” hacerlo.
Esta perspectiva, supone la toma de conciencia de que, a pesar de los esfuerzos por ser
rigurosos en nuestras tareas científicas o profesionales, inevitable y constantemente, estamos
interpretando y construyendo de una manera particular las realidades con las que nos
encontramos y las descripciones que hacemos de ellas.
Desde esta mirada la reflexividad es considerada “crítica”, “deconstructiva” y “contextualizada”.
Es “crítica” porque toma como marco para el análisis y comprensión del proceso una especial
atención a las relaciones de poder (Foucault, 1988; Ibáñez, 1994) establecidas entre los
discursos sociales y las posiciones de los agentes involucrados y lo hace de forma tal que hace
visibles las formaciones discursivas dominantes en contextos de acción-intervención; esto le
permite analizar los impactos que (estos discursos) producen en la construcción y definición de
las prácticas sociales y sus actores.
También se puede considerar a la reflexividad como “de-constructiva” porque remite a las
condiciones sociohistóricas en que fueron construidos los discursos de las prácticas científicas
y profesionales. Su efecto deconstructivo “socava”24 (Potter, 1998) dichos discursos,
diseccionando los momentos en los que se han ido construyendo los significados de las prácticas
que el científico/a o profesional ha utilizado para pensar y diseñar sus intervenciones. De este
modo también se cuestionan las prácticas utilizadas a la vez que se abren posibilidades para
redefinir esas prácticas o construir alternativas.
Así entendida, la reflexividad además de crítica y de-constructiva es “contextualizada”, lo que

23 Y, en América Latina, esto se emparenta con la presencia del pensamiento de Paolo Freire y su concepción de la educación
como práctica social transformadora.
24 Potter define “socavar” como la doble propiedad de explicar una historia y al mismo tiempo cuestionar la base del que la explica
quiere decir que se referencia en situaciones concretas vividas en los microcontextos en los que
científicos/as o profesionales ocupan sus posiciones.
Estas concepciones provienen del ámbito académico, donde la cuestión de la fiabilidad
de las producciones científicas está en el centro de la consideración metodológica y ética, y se
apoyan en supuestos impregnados de racionalismo. Hammersley y Atkinson (1994) consideran
que la reflexión acerca de nuestros preconceptos, de nuestro lugar en la investigación, nuestra
presencia en el campo, nuestro modo de construir datos, etc., es central para objetivar nuestra
posición en el campo y así poder producir conocimiento científico. El investigador debe
reflexionar sobre sus acciones y construcciones, lo que implica la capacidad del pensamiento de
volverse sobre sí mismo, es decir, de constituirse un objeto para sí mismo.
En una visión diferente, la reflexividad ha sido analizada y trabajada en profundidad por
la Etnometodología (Heritage, 1998), que consideró a la reflexividad como una propiedad de las
prácticas sociales, como una dimensión inscripta en todas las acciones de la vida cotidiana. Este
es un aspecto considerado fundamental para poder hacer de esas prácticas algo comprensible
y explicable; por lo que se sostiene la posición de que la reflexividad es una propiedad de las
prácticas sociales y no de la conciencia o de los sujetos.
A diferencia de los postulados anteriores, la reflexividad, no se asimila a la reflexión
subjetiva donde el pensamiento se piensa a sí mismo sino en la práctica con otros, es decir, en
la práctica social. Uno de los cimientos de la etnometodología ha sido que la realidad objetiva de
los hechos sociales es una producción de las acciones consensuadas de la vida diaria, cuyas
formas son usadas, conocidas y asumidas por sus miembros (Garfinkel, 2006). Así, las acciones
por las cuales los participantes producen y manejan sus asuntos cotidianos, resultan idénticos a
los procedimientos por los cuales, ellos, hacen explicables y organizables sus prácticas sociales;
aquí radica el carácter reflexivo de dichas prácticas.
En suma, la reflexividad es considerada una propiedad de las prácticas sociales y como una
dimensión que permite que esas mismas prácticas tengan sentido. La práctica de la reflexión
personal del investigador o practicante no es ya considerada como un aspecto de la dimensión
subjetiva de los actores, sino como ligada a la participación en determinados contextos sociales,
ya que es allí donde las prácticas se hacen reflexivas, es decir, se hacen explicables.
El planteo etnometodológico -así descrito- es una perspectiva radical acerca de la
reflexividad, ya que reconoce que toda acción social descansa en un sustrato reflexivo sobre el
cual se apoya para desarrollar esa misma acción y, por lo tanto, toda observación es una
operación que se enmarca necesariamente en un contexto reflexivo.
Esta perspectiva, que ubica en el centro de la reflexividad a los contextos y su papel
organizador también destaca la importancia de la ecología de presupuestos y prácticas
heredadas y ha influenciado fuertemente la mayoría de las posiciones postmodernas en
psicoterapia.
Heredero del proyecto etnometodológico, el construccionismo social incorporó sus
presupuestos y, en algunos casos, los radicalizó. Desde una perspectiva construccionista la
reflexividad es vista como la capacidad de los seres humanos de “romper la disyunción
objeto/sujeto” (Ibañez, 1994) y es esta capacidad lo que permitiría que las personas sean
capaces de verse a sí mismas como objeto de análisis, (“tratarse como un otro”) abriendo las
posibilidades de construir la intersubjetividad y mundos de significados compartidos,
precondiciones necesarias para la constitución de “lo social”.
Lash (1997) propone no focalizar en la dimensión cognitiva, sino en la dimensión estética
de la reflexividad, entendiendo como “estético” una dimensión que no queda reducida al "gran
arte", sino más bien a la cultura popular y la estética de la vida cotidiana.
En sus trabajos, Lash pone el foco en dos aspectos: por un lado, el reconocimiento de quiénes
son los “agentes” de la reflexividad y, por otro, establecer las diferentes formas de reflexividad
existentes y destaca la importancia de la reflexividad estética o expresiva por sobre la reflexividad
cognitiva, dada la resonancia que él encuentra entre la “modernidad tardía” y la reflexividad
estética.
Lash considera que la reflexividad cognitiva, tal como Beck y Giddens desarrollan, anticipa la
apropiación reflexiva del saber así como los roles sociales, los modos y modelos para actuar que
ya están establecidos por la estructura social. Sin embargo, sostiene que la reflexividad cognitiva
estará siempre controlada por el conocimiento, a diferencia de la reflexividad estética o expresiva
que no es conceptual sino mimética y trae consigo una comprensión de sí, y la comprensión de
prácticas sociales implícitas.
Dentro de las ciencias sociales, la psicología (especialmente la psicología clínica y la
psicología social) ha sido la disciplina que más consecuentemente ha continuado la tradición
filosófica de interrogarse a sí mismo y, en general, lo ha hecho tomando como punto de partida
categorías construidas a partir de sus teorizaciones, una intención expresa, de estas propuestas,
ha sido reconfigurar sus “personalidades” guiados por los principios de sus teorías;
probablemente el auto-análisis de Freud y la autobiografía de Skinner sean los casos más
destacados de este formato.
La psicología, que ha delimitado su campo en torno al estudio del pensamiento, las emociones
y las acciones de las personas, se ha propuesto (por medio de diversas tecnologías) generar y
promover formas particulares de reflexividad en la población no científica. Mediante diversas
técnicas y vocabularios ha impulsado la adopción de pautas reflexivas sobre los factores
personales que los regulan o determinan, así como formas de aceptación de lo que las personas
mismas son y cómo ser mejores personas.

Las prácticas reflexivas.


El término “práctica reflexiva” fue creado por Donald Schõn (1992,1998) basándose en
las ideas de John Dewey (1993) sobre el pensamiento reflexivo y cómo este se relaciona con la
práctica o con la experiencia; asimismo, recupera la perspectiva de Dewey de que el “hábito
de inteligencia o acción reflexiva” se opone a “la acción o hábito rutinario”.
La acción rutinaria está orientada por la tradición, el hábito y la autoridad tanto como por las
definiciones y expectativas institucionales; en cambio, la práctica reflexiva, supone una
apertura para comprometerse en una autovaloración; lo que entre otras cosas implica
flexibilidad, análisis riguroso y conciencia social.
Según Dewey (1933) en la práctica reflexiva se requiere, además de responsabilidad y el
entusiasmo, una mente abierta que es
“un deseo activo de escuchar a más de uno de los lados; prestar atención a los hechos de
cualquier lado que vengan; dar toda atención a todas las alternativas posibles, reconocer la
posibilidad de error aún en las creencias más queridas por nosotros” (Dewey J., 1933, p. 29).

La práctica reflexiva, en esta concepción, permite revisar autocríticamente actitudes,


creencias, valores y prácticas, posibilitando el reconocimiento de aquello que necesita ser
modificado, reformulado, mejorado o renovado, lo que contribuye a mejorar el desempeño
profesional.
El origen de una práctica reflexiva es un momento de sorpresa, duda, confusión o
perplejidad, es decir, no es producto de ciertos ‘principios generales’ o protocolo que guían la
acción sino que es un proceso en el que existe algo que invita, provoca y desafía y que –
frecuentemente- toma la forma de una (o varias) preguntas. En consecuencia, se puede
despertar y profundizar un proceso reflexivo sólo cuando se está dispuesto a sostener y
extender los interrogantes y sustentar el sentimiento de incertidumbre, que son las energías
de una verdadera indagación.
[…] “La experiencia sorprendente irrumpe como incertidumbre, inestabilidad, desconcierto y -
cuando es muy intensa y de larga duración –puede convertirse en un impacto transformador
que, con su energía perturbadora, podrá surgir como una poderosa generadora de cambios en
nuestros sistemas de creencias. Este impacto, no necesariamente seguirá la senda
transformadora, también lo sorprendente puede restringirse a un sobresalto ocasional que -al
no estar alimentado por la curiosidad- será controlado mediante los pre-conceptos y rutinas
naturalizadoras” [...] (Fuks, 2011)

En sus trabajos Schõn (op. cit.) destacará el papel que tienen el “conocimiento-en-la-
acción” y el “saber-desde-la-acción” en el entendimiento de las acciones intuitivas y
espontáneas que son propias de la vida cotidiana; lo que hace referencia a un conocimiento
tácito que, aunque habitualmente no puede ser expresado en palabras o como razonamiento,
está presente en los juicios, decisiones y acciones.
[…] “La reflexión puede centrarse intencionalmente en los resultados de la acción, la acción
misma, y/o el saber intuitivo implicado en la acción” […] (Schõn, 1998, p. 62)

Este conocimiento “intuitivo” o “tácito” permite llevar a cabo acciones de manera espontánea
sin ser conscientes de haberlas aprendido, un proceso que sucede en dos momentos: el de
la “reflexión-desde-la-acción” (que se da sobre la práctica mientras está sucediendo) y el de
la “reflexión-sobre-la-acción” que necesita de la construcción de un contexto, un espacio y un
tiempo destinado a reflexionar sobre lo actuado. De acuerdo con Schõn,
“cuando alguien reflexiona desde la acción se convierte en un investigador en el contexto
práctico; no es dependiente de las categorías de la teoría y la técnica establecidas, sino que
construye una nueva teoría de un caso único" (op. cit)

A partir de los trabajos de Schön y de quienes continuaron sus investigaciones, la


reflexión sobre el propio hacer, sus condicionantes y limitaciones, encontraron un terreno fértil
en el campo de la educación y en el de la psicología social, tal como la sociología y la
antropología se enriquecieron con las propuestas de Bordieu y Garfinquel.

La reflexión/reflexividad en las psicoterapias postmodernas

En las psicoterapias “postmodernas” la temática de la reflexión y la reflexividad adquirió


densidad a partir de asumir que la(s) realidad(es) es una construcción social conjunta, y que
–esta premisa- cuestiona las “reglas de juego” al ser pensada como marco, como proceso y
como escenario de las consultas.
El crítico tránsito desde la dominancia de las metáforas comunicacionales hasta la instalación
de los modelos conversacionales (Barnett Pearce, 1998) el terapeuta fue impulsado a
moverse desde la posición de “promotor de soluciones” a la de “co-explorador de alternativas”.

[…] “El progresivo interés por los procesos de creación de “marcos” de sentido y por las
condiciones necesarias para la producción de acuerdos, dio lugar a un creciente interés en los
estudios sobre la discursividad, la textualidad, la hermenéutica y la narrativa… Este fue un
desarrollo en el que, al comenzar a destacar la dimensión interpretativa (en la producción de
sentido), expandió también la noción de comunicación, entendida originariamente como un
instrumento/herramienta. Esta complejización permitió también trascender el énfasis en el
intercambio de información, desplegando así otras dimensiones del encuentro humano, en los
cuales los otros devienen “mundos a ser descubiertos" […] (Fuks, 1998)
En este movimiento, se desplazó también la poderosa propuesta de “hablar el lenguaje del
paciente” (Watzlawick, 1992) como estrategia promotora de empatía y sintonía, emergiendo -
en cambio- un creciente interés por el diseño “artesanal” (Fuks,1994) de conversaciones
transformadoras que ubica a la “cooperación” en el centro.

[…] “Un “posicionamiento” que trate a las palabras como “juguetes” y no como objetos reales,
se conecta con la "densidad semiótica" de nuestro mundo de sentidos. Las palabras
“claves/llaves”, densas como “agujeros negros” que absorben toda la energía que circula
próxima a ellas, son expresiones poderosas… que contienen más significados que los que un
diccionario puede explicar. Ellas convocan tanto a la curiosidad y a la exploración, como al
dogma, a la aventura del desconocimiento, tanto como a las verdades incuestionables. En su
dimensión lúdica, aventurera, invitan a construir conversaciones que permitan explorar sentidos
complejos, locales, y relacionales y para lo cual necesitan (como en toda aventura) de la
cooperación de todos los participantes” […] (Fuks, 2004) op.cit.

En su trabajo “El Arte de la Reflexión: convertir lo distante en algo familiar” Kaethe


Weingarten (2016) realiza un recorrido por diferentes significados atribuidos a la
“reflexión/reflexividad” en las terapias sistémicas. En su escrito, la autora, se detiene también
en un aspecto poco desarrollado en la literatura: las características distintivas de una “buena
reflexión”,
[…] “Las buenas reflexiones estarán basadas en la “escucha radical”. La escucha radical es,
sobre todo, una bienvenida. Es el tipo de escucha que no juzga ni prejuzga, que escucha lo que
esté ausente tanto como lo presente, que hace una pausa cuando faltan las palabras, y que
distingue cuando el hablante esté fuera de su centro, cuando es incapaz de compartir su historia
en forma auténtica” [...] (Weingarten, op.cit)

Como exponíamos en nuestro recorrido, los primeros estudios sobre la “reflexividad” en


ciencias sociales, en su mayoría, han restringido su enfoque a la revisión de las
consideraciones teóricas y al dialogo/debate de esta noción con otros conceptos relevantes
en cada campo especifico. Esas perspectivas, al encontrarse impregnadas de presupuestos
individualistas y subjetivistas, raramente han prestado atención a las tramas relacionales en
la cual la reflexividad emerge; asimismo, en estos desarrollos su tendencia a la teorización
académica ha dejado de lado -o minimizado- la importancia del “cómo se hace” así como del
microanálisis de las interacciones que posibilitan la emergencia de la reflexividad relacional.
Las psicoterapias postmodernas, herederas del proyecto etnometodológico25, han
hecho de las nociones de “reflexión” y “reflexividad” pilares importantes de sus fundamentos
éticos, conceptuales y técnicos y -en este escenario- la obra de Tom Andersen se ha
transformado en una referencia ineludible ya que, sus concepciones, han ocupado el espacio
vacío que han dejado los otros aportes académicos.

[…] “El primer artículo sobre equipos reflexivos publicado por Tom Andersen en 1987 no provee
información que permita comprender que quiere decir con reflexión per se […] Weingarten (op.cit)

En sus intercambios con otros terapeutas interesados por su propuesta, Tom Andersen fue
construyendo descripciones cada vez más claras de sus concepciones y, en particular, del
tipo de escucha que proponía: los miembros del equipo debían hablar sobre lo que
escuchaban y no sobre lo que pensaban acerca de lo que escuchaban.
[…] “Shotter y Katz (2007) estudiaron en detalle a Tom Andersen y observaron que no sólo
escuchaba los significados de lo que la gente decía, sino también su “expresión corporal de las
palabras mientras las iban diciendo”; el creaba un “habla reflexiva sensible”, un “estilo íntimo de
conversación”. El efecto de su callada concentración en el cliente era lo que Hoffman (2007)
llama “estar con” (withness)” [...] Weingarten (op.cit)

25 Y, en consecuencia, de una perspectiva relacional


La relación recursiva entre “reflexión” y “escucha”26 solo puede hacerse visible si se
considera a la reflexión no como el producto de una subjetividad individualista, sino en el
marco de concepciones en las que la conversación es considerada como un proceso co-
construído y co-constructor.
Desde el inicio de las psicoterapias como profesión socialmente validada y regulada el
“escuchar” ha estado, en la mayoría de las corrientes, en el centro de las consideraciones
teóricas y técnicas aunque el significado y la forma en que la “escucha” es relacionada con
las teorías de base de cada modelo puedan llegar a ser muy diferentes entre sí.
En las corrientes terapéuticas dominantes27, la “escucha” ha sido siempre formateada
por la teoría; son los presupuestos teóricos los que indicarán a que elementos hay que prestar
atención y que es lo que debe ser considerado irrelevante. Tomando en cuenta estas posturas,
desde el llamado “pensamiento crítico” y el de-constructivismo, estas formas de "escucha”
han sido cuestionadas como modos de “colonizar” los relatos de quién habla, como estrategias
de poder en un sistema de dominación/sumisión naturalizado.
En un encuentro terapéutico, quién consulta, ofrece un relato acerca de su vida, su visión de
mundo, sus teorías acerca de sus problemas, sus teorías acerca de las posibles soluciones,
sus interrogantes y lo hace desde su necesidad de ayuda por parte quien aparece –
socialmente- en el lugar de un saber privilegiado. Quién escucha (como terapeuta) lo hará
desde el rol social de quién debería aportar explicaciones (y soluciones) a los sinsentidos del
sufrimiento y –frecuentemente- lo hace apoyado en sus teorías preferidas ya que estas le
permitirán “explicar” aquello que aparece confuso, lleno de contradicciones o misterioso.
En consecuencia, cuando quien “escucha” (de este modo) ofrece una traducción, explicación,
significación de lo dicho, el primer efecto es el apaciguamiento –momentáneo- de la tensión
que acompaña a ese tipo de interrogantes: por esa vía se ha conseguido dar sentido al
sinsentido, se ha confirmado que quién consulta “no sabe” y quién es consultado es quién
tiene las respuestas, creando juntos un sistema relacional complementario (provisoriamente)
tranquilizador.
En la historia de las psicoterapias occidentales y como reacción a ese tipo de
posiciones normalizadoras, fueron surgiendo formas alternativas de entender el encuentro
terapéutico. Algunas de esas opciones basaban sus propuestas en argumentos políticos que
cuestionaban las relaciones de poder naturalizadas en las psicoterapias mientras que otras
propuestas ponían el foco en consideraciones éticas.
[…] “Originalmente esta ponencia se intituló: "Si opresión es lo contrario de libertad, ¿qué
significa libertad en psicoterapia?” Al transferirse este título al programa de este congreso, por
error se cambió a: "¿si opresión es lo contrario de libertad en psicoterapia...?” Y me gustó el
cambio, pues me permitió hablar de algo que no había tenido en mente” […] (Andersen, 1995)

En los inicios de la psicoterapia como profesión nos encontramos con los trabajos
pioneros de Martin Buber (1878 - 1965) y Carl Rogers (1902-1987) quienes lograron instalar
(en un ambiente saturado de “certezas” profesionales) cuestiones que aun hoy siguen
vigentes; tales como: la calidad de la conexión con “el otro”, la escucha empática, el encuentro
respetuoso, la cooperación y la importancia fundamental de la relación consultado/consultante
en un proceso terapéutico.
Martin Buber (1923) en su “filosofía del diálogo” expuso su concepción acerca de las
relaciones entre el hombre y el mundo describiéndolas como abiertas y en dialogo. El

26 En la que una forma de escucha alimenta la reflexividad de quien escucha y de quien habla y, ese proceso reflexivo alimenta
una escucha atenta, curiosa, apreciativa… que alimenta nuevas reflexiones compartidas.
27 Como el psicoanálisis y el comportamentalismo
surgimiento de la obra de Buber en el mundo posterior a la primera guerra mundial anunció el
surgimiento de un nuevo humanismo que proponía resaltar valores fundamentales de la vida
humana: la solidaridad, el respeto del otro, la tolerancia, la no discriminación y el amor al
prójimo.
En su filosofía y en su manera de entender la psicoterapia, Buber dio importancia a ciertos
aspectos que fueron centrales en su trabajo: “ver al otro”, “experimentar el otro lado”,
“inclusión” y “hacer al otro presente”; en este marco surge una poderosa noción que trascendió
su teoría; estamos haciendo referencia al “entre”, concepto que anticipa desarrollos
posteriores acerca de la intersubjetividad y la “acción conjunta” (Shotter, 1993a). En su
concepción de la “terapia dialógica”, el “entre”, es el espacio donde se reconoce la dimensión
ontológica del encuentro entre las personas, donde nos relacionamos con el “otro” en su
unicidad y otredad. Uno de los seguidores de la obra de Buber comentaba:
“Aquel que entienda la esencia del hombre en términos de relación dialógica entre hombres
deberá caminar en un camino muy angosto entre la psicología individualista quien plantea la
realidad en el individuo aislado y la psicología social que plantea la realidad en el grupo orgánico
y la interacción de las fuerzas sociales”. (Fridman, M. 1959)

La obra de Buber ejerció una fuerte influencia sobre Carl Rogers polinizando su
“terapia no-directiva”; un modelo de terapia que consideraba al papel de quien asesora o
facilita como sostenido en una aceptación activa de quién consulta a partir de una posición de
respeto radical por el otro.
Tanto para Buber como para Rogers, esta “ética de la aceptación” hacía a un lado las
preocupaciones por cuestiones como el diagnóstico y la evaluación, ubicando en primer plano
a la aceptación y comprensión de quien consulta mediante actitudes de verdadero respeto,
genuinamente sentidos por el terapeuta.
En la década de los 40’, Carl Rogers se distanció tanto del psicoanálisis tradicional
como de las propuestas del conductismo dominante con su concepto de “escucha empática”.
El enfoque “centrado en la persona” (1981) fue fundador de la Psicología Humanista,
movimiento que instaló “la aceptación radical del otro” como forma de conexión en la terapia
y en la vida.
Las terapias centradas en el terapeuta se apoyan en la capacidad de interpretación del
profesional mientras que, en la terapia centrada en la persona de Rogers, el marco de
referencia deja de ser el conocimiento teórico del terapeuta y se focaliza en cómo vive el
consultante aquello que le está sucediendo28. En la misma dirección, este enfoque deja de ser
una terapia orientada a resolver problemas y se focaliza en empatizar con el cliente en lo que
está viviendo, se preocupa por cómo está viviendo la situación que le toca vivir.
En este recorrido podemos visualizar como, desde los inicios de la psicoterapia dos
caminos se bifurcaron, uno que priorizaba los resultados y la solución de problemas y otro que
ponía el énfasis en el encuentro, el acompañamiento y la búsqueda de sentido.

Siguiendo huellas, rastros y pistas…


Tal como veníamos describiendo, el tema de la “escucha” empática y reflexiva estuvo
presente desde los inicios de la psicoterapia despertando el interés de una comunidad de
voces alternativas a los modelos dominantes; desarrollos que intentaron ser acallados por el
paradigma de la “profesionalización” y el “eficientismo”, aunque siguieron creciendo y
desarrollándose en los márgenes.

28 Dicho en palabras de Rogers "Qué pasa con lo que le pasa".


En la comunidad sistémica, estas tensiones fueron parte de los inicios de la terapia
familiar y, aún hoy, la distancia entre quienes priorizan la eficacia terapéutica y quienes
priorizan el acompañamiento empático es algo evidente. El debate ético o filosófico, a
menudo, se confronta con la creciente demanda de “evidencias” por parte de las instituciones
ligadas a la salud y, tal como señala Weingarten en su artículo, los estudios sobre impacto y
eficacia de los modelos dialógicos y reflexivos, se han convertido en una tarea pendiente.
[…] “A pesar de la gran cantidad de usuarios de esta modalidad, los muchos libros sobre el
tema (por ej., Andersen, 1995; Anderson y Jensen, 2007; Friedman, 1995) y las revisiones de
la literatura (Brownlee, Vis y McKenna, 2009), es sorprendente lo escasa que es la investigación
que documenta su efectividad (Griffith et al., 1992; Hoger, Temme, Reiter y Steiner, 1994;
Kleist, 1999; Willott, Hatton y Oyebode, 2012). En una época en que los terapeutas deben
demostrar cada vez más su eficacia, es sorprendente que no se haya hecho más para dar
sustento empírico a lo que muchos de nosotros creemos que es cierto a partir de décadas de
observar nuestro propio trabajo clínico y de supervisión, y el de otros terapeutas” [...] (op. cit)

Otro tema pendiente –en esta comunidad- son los desafíos que proponen las formas de
transmisión de fundamentos tales como: la escucha activa, empática, apreciativa, y reflexiva;
la curiosidad por el mundo de lxs otrxs; el fluir y navegar en conversaciones transformadoras;
la deconstrucción de tramas de poder; la reflexividad relacional; los 4 saberes a los que hacía
referencia Tom; la artesanía de contextos lúdicos; la creación de contextos de cooperación en
escenarios críticos; así como la relación recursiva entre escucha-reflexividad-preguntas.
El debate abierto es acerca de si esos posicionamientos en los encuentros
terapéuticos pueden ser considerados como “habilidades” y “competencias” conversacionales
que pueden ser transmitidas/enseñadas a otras personas y, si fuera así, cómo se enseñan o
transmiten. Esta es una zona controvertida en el movimiento del construccionismo que, tal
vez, merezca ser tratado en profundidad a fin de desplegar las contradicciones, dilemas y
paradojas que se organizan en torno a estas cuestiones.
Los movimientos (culturales, políticos, científicos) que surgen como alternativa a lo
existente tienden a pasar por un periodo inicial de fuerte diferenciación: “nosotros no somos
eso que cuestionamos”. En ese camino de construcción identitaria se maximizan las
diferencias, se resalta lo novedoso y se diluyen (o niegan) las zonas grises; este es un proceso
que ocupa el centro de la escena hasta que el movimiento que irrumpe consigue ocupar un
lugar estable en la ecología de ideas de ese territorio. A partir del momento en que logra su
reconocimiento como “alternativa oficializada”, comienza un período de enraizamiento y
negociación de alianzas para conseguir legitimación que le permita consolidar su posición en
el campo.
En esta etapa -de estabilización- los territorios ya están “alambrados”, las fronteras
delimitadas y las “aduanas” diseñadas; asimismo los conceptos innovadores consiguen
“representantes” dentro del movimiento: que imponen “la marca” del sector de ese movimiento
que lo expandido e instalado en la comunidad.
En esta etapa de consolidación en la que se fortalecen los trabajos intrateoria y se gasta
menos energía en la “lucha por la diferenciación” (ya todos saben que somos diferentes!), es
cuando aparecen los interrogantes acerca de cómo transmitir –coherentemente- lo nodal del
movimiento a lxs continuadorxs: su ética, fundamentos, instrumentos y aquellos territorios
inexplorados donde es posible expandir las propuestas iniciales.
En el movimiento de las terapias postmodernas, en su etapa de diferenciación se
formularon fuertes cuestionamientos a los modelos de transmisión tradicionales de la terapia
sistémica; en particular se cuestionó la idea de “entrenamiento”; se criticaron los modelos
clásicos desde la denuncia de las dinámicas de poder que los sostenían: modelos jerárquicos,
con algunos actores portando saberes y experiencias que ubicaban a los otros en el lugar de
ignorantes o la transmisión acrítica de modelos considerados como “verdaderos”, etc.
No existe movimiento que –luego de la conformación del grupo primario que instala la
novedad- no organice sistemas de transmisión de su herencia, consecuentemente el
movimiento postmoderno (en sus diferentes grupos) intentó organizar formas de transmisión
novedosas que escaparan a lo criticado en la tradición sistémica.
Actualmente, la mayoría de los grupos afiliados al movimiento de las terapias
postmoderna tienen “formaciones” en las que se proponen transmitir su modo de entender la
terapia, entonces el interrogante que se plantea es ¿cómo se enseña el “know how”, como se
transmite el saber práctico del hacer terapéutico?
Uno de los riesgos que ha encarado el movimiento de las terapias postmodernas –en
mi criterio- es que, al forzar el alejamiento de modelos de “entrenamiento” “training” de la
sistémica más tradicional, se arriesgó a un deslizamiento hacia formaciones “moralistas” en
las que se transmite un “deber ser” (o deber no ser) pero que, al no habilitar la enseñanza del
“como se hace” ese mensaje queda como ideal o pura moral (es malo ser directivo, es
colonialista interpretar, es autoritario dar tareas, etc.) dejando demasiado abierta la cuestión
de cómo alguien en proceso de aprendizaje puede incorporar un “nuevo hacer”.
La otra consecuencia –además de las formaciones moralizantes- es que, después de
un largo viaje podríamos terminar retornando a los inicios de las formaciones sistémicas. Al
no tener formas claras de transmitir el saber-hacer lo que quedaría (más allá de las teorías
proclamadas) es observar al/la maestra/maestro e intentar copiar sus conductas (su modo de
hablar, su modo de mover el cuerpo, sus inflexiones de voz, etc.)… pero, no era eso lo que
proponían –como modelo de formación- los fundadores de la terapia familiar?: “observa como
lo hago, intenta copiarlo hasta que te salga parecido y recién allí podrás introducir tus propios
estilos…”
En este escrito, más que pretender sintetizar la presencia de Tom en el campo de la
terapia (tarea ya realizada suficientemente por otrxs autorxs) hemos intentando mantener
abierta una conversación con aquellas huellas, rastros y pistas que creímos encontrar en su
obra y sus presentaciones. Intentar revisar caminos trazados por otras personas es una
empresa audaz, ya que permanentemente se confronta con el desafío de prestar atención a
no forzar la lectura y hacerle decir cosas que son de nuestra cosecha.
Acaso, no es ese uno de los desafíos de la reflexividad? Cuando dialogamos -
conectados con otra(s) persona(s)- no navegamos en flujos distintos, algunas veces paralelos,
otras entrecruzados e intentamos mantener abierto un doble intercambio, por un lado con
quién dialogamos y por otro con nuestra “asamblea interna”?
Hay temáticas en esta historia en las cuales Tom, con sus aportes, fue el protagonista
central y, otras, que lo atravesaron como a muchos de nosotros y que –afortunadamente-
continúan abiertas.
Interrogantes, incertidumbres, oscilaciones que nos mantienen en movimiento y alertas acerca
de la tentación de ir hacia la creación de nuevos dogmas que ocupen el lugar de los que
vinimos a cuestionar.

Como se conversa con alguien que ya no está?

Este libro es, en algún sentido, una conversación grupal con Tom. Un modo de decirle
“así me tocaron tus palabras y tu modo de relacionarte con la gente y mira como eso afecto
mi práctica y mi vida”.
Cada uno de los escritos testimonia como nuestra vida fue rozada, perturbada,
conmovida y mejorada por sus palabras, sus actos y su vida. Algunos de nosotros tuvimos la
oportunidad de haber tenido un contacto personal con él, otras personas han sido impactadas
por sus escritos pero más allá de eso, confluimos en la vivencia de que su manera de “estar
siendo” no dejaba a nadie indiferente.
Él decía que había 4 tipos de saberes: el saber racional (el de la memoria y el
razonamiento); un saber práctico. (que permite hablar y hacer cosas); un saber relacional.
(que abre la posibilidad de conexión y estar con otros, que permite desplegar vidas en las
conversaciones con otros); y un saber corporal. (que es de donde sacamos las pistas para
poder hablar y callar, manejar las distancias, regular los tiempos relacionales como una danza
de cuerpos que hablan un lenguaje casi invisible). Su vida ha sido un permanente
enriquecimiento de esos saberes y una transmisión personal de la importancia que tiene la
integración de esos saberes en nuestras prácticas profesionales y en nuestras vidas.
En cada uno de los capítulos de este libro –como en un holograma- encontraremos un
aspecto, una dimensión, una resonancia, un testimonio de la obra/vida de Tom que –por
supuesto- excede a la ilusión de pretender guardar en un libro esa vida, esa coherencia, esa
trayectoria pero que deja flotando las resonancias producidas. Las palabras escritas en este
libro han surgido como testimonio, como homenaje, como recuerdo, como diálogos con él.
Como diría Tom: las palabras no son inocentes, son muy materiales, muy corporales y las de
este libro tampoco lo son; materializan un intento colectivo por mantener abierta una
conversación con él.
En sus citas de Wittgenstein hacía suya la convicción de que las palabras nos ayudan a “saber
cómo seguir adelante” por lo que este libro podría llamarse:
“COMO SEGUIR ADELANTE SIN TOM ANDERSEN”.

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