El Marica Carmelo Di Fazio

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EL MARICA

Carmelo Di Fazio
A Dios, por bendecirme diariamente
Capítulo 1
El recuerdo de la sangre
Lisboa, primavera de 1984
En el fondo, mi abuelo tenía razón cuando decía tajantemente: Quien siembra odios, siem
pre cosechará sangre.
Aun cuando el poder esté en tus manos, jamás imaginas cuándo te salpicará por culpa de t
us actos . Ciertamente, no
me alegro de la veracidad de sus palabras, pero debo darle crédito a la sabiduría de
mi viejo cascarrabias, que los
años, además, se encargaron de certificar con asombrosa contundencia. Desde hace un
buen tiempo, él ya no me
acompaña en mi melancolía, en mi dura tarea de aceptar las verdades que pendonean a
mi alrededor, me abandonó
cuando más le necesité. Se marchó triste, solo, aborreciendo su desdicha como hombre,
como padre, lleno de odios
e insatisfacciones. Pero lo peor del caso es que jamás fue culpable; él simplemente
heredó un cargamento de odio
por los actos de mi padre durante la guerra entre nacionalistas y rojos.
Han transcurrido muchas primaveras, pero esta promete ser muy relajante, sobre t
odo luego de la llamada
recibida ayer desde Santa Catarina, al sureste de Brasil, desde el convento jesu
ita de Santo Jesús, en el corazón de
Florianópolis. No supe cómo interpretar el mensaje, por unos minutos el silencio fue
mi socio. Tengo sentimientos
mezclados, confusos por la noticia del asesinato sin piedad a manos de garimpeir
os traicionados en el pasado del
sacerdote Sebastián Iribarren. El corazón, de buenas a primeras, soltó una carcajada,
pero luego recapacitó, gracias
a un halo de humanidad que todavía se niega a morir en mi malsano espíritu ateo. Mi
mente razonó, tomó el control,
se detuvo a pensar con mesura. No soy amigo de la venganza, aun cuando confieso
que deseé matarlo con mis
propias manos el día que descubrí todo el dolor que el mensajero de Dios repartió en m
i familia. Debo reconocer
que una sublime exhalación, preñada de un delicado morbo, me arrancó irónicas miradas ha
cia el infinito. La tan
maltrecha justicia divina por fin nos visitó. No soy quién para juzgar ni mucho menos,
criticar. Pero descubrir que
la vida y acciones de este supuesto párroco fueron capaces de destruir tantas vida
s, derramando la sangre de sus
enemigos sin importar quiénes fuesen salpicados, no merecía piedad alguna. En el fon
do de mi corazón, me alegré de
la muerte de este cerdo. Un buen cava selló la celebración privada.
El pecado que más me dolió fue su despiadada venganza, que obligó a mi princesa encanta
da a esconderse en
la barca de Caronte. Nunca entendí por qué la luz hecha mujer, ella en especial, se
atrevió a esparcir su sangre sobre
todo mi futuro. Por más que lo intente, la lógica nunca encaja. Pero la vida sigue,
los que mueren ya no dejan de
hacer falta, así reza una canción.
Lo único que permanece vivo en mi corazón es un recuerdo triste, melancólico, nacido d
e una historia de amor
políticamente conveniente . Tal vez la muerte del presbítero Iribarren me ayude a desah
ogar este dolor. Tal vez
ahora sí pueda sonreír, pensando que la justicia tardía me invita a creer en ella. Es
tiempo de contar la verdad, es
tiempo de hacerle honor a mi princesa encantada , que un día se fue de mi vida sin de
cir adiós, sin un beso, sin una
caricia. Ella me regaló un pedazo de cielo al nacer, pero su muerte me arrancó la mi
tad de mi ser.
Contar su trágica historia no me resulta placentero porque ella merece respeto, o,
mejor dicho, admiración.
Trataré de ser fiel al pasado de sus amores, a ese remolino de vivencias, aun cuan
do los hechos, lugares o verdades
se atropellen unos a otros, me suenen algo difusos, por tantas versiones entrela
zadas: las mías, las noticias de la
prensa, las órdenes del ejército, los testamentos de abogados, las habladurías de mis
amigos o la insidia de la
corrompida sociedad madrileña de la posguerra. Pero quizás las notas humedecidas con
las lágrimas de mi abuelo
paterno me ayudarán a contarles la verdad del dolor vivido; tal vez compartiendo l
a tragedia de mi princesa
encantada logre dar muerte al dragón que carcome mi moral, y su entierro me regale
la paz espiritual.
Capítulo 2
El llanto del Marica
Galicia, último invierno de la Guerra Civil
La nevada cesó a eso de las cuatro de la madrugada. Las callejuelas del pueblo est
aban decoradas con una fina
capa blancuzca que al paso de las horas se convirtió en pista de hielo bastante re
sbaladiza. Un frío polar penetraba
los gruesos muros de las casas, tratando de intimidar a los moradores, pero el m
iedo combinado con la rabia eran la
mejor estufa del cuerpo. Los habitantes cotidianos, los vecinos de siempre, agua
rdaban atentos el dictamen de los
jueces del cuartel militar, ataviados de verdugo, en la causa contra siete reos
de la comunidad gallega. Dos eran
profesores de la Universidad de Madrid que se habían desplazado a Galicia antes de
la guerra para optar a plazas de
docentes en Santiago de Compostela. Tres eran dirigentes estudiantiles de Sevill
a capturados en un supuesto
complot anarquista. Los otros dos, simples campesinos, fueron acusados por sus p
ropios familiares de llevarle la
contraria al Generalísimo, algo catalogado también como deslealtad, con la patente i
ntención de arrebatarles sus
tierras ancestrales.
A poca distancia de la Iglesia de la Inmaculada, un pelotón del ejército al mando de
l odiado capitán Rafael
Aurelio Benítez Mondarín marchaba sobre las adoquinadas callejas de la ciudad ante l
os ojos atónitos de los
ciudadanos. Extrañamente, solo llevaban casi a rastras a tres de los prisioneros,
cuando se suponía que ejecutarían a
todos los detenidos. Alguien de los curiosos difundió el rumor sobre el posible aj
usticiamiento de los cuatro faltantes
en el interior del cuartel militar, tal vez fallecidos por el abuso en la tortur
a. A fin de cuentas, eso era muy común en
los calabozos; muchos infelices no llegaban con vida ante los pelotones de fusil
amiento. El débil caminar de los
acusados sin culpabilidad demostrable dejaba un fino hilo, rojo carmesí, que demor
aba en congelarse sobre la
empedrada superficie. Las miradas de los escasos transeúntes se rompían fácilmente en
llanto al ver el paupérrimo
estado de los presos. Los rostros de los tres invitados al cadalso delataban un
castigo excesivo, con moretones en
todos los rincones de la piel. La sangre que les brotaba entre párpados, labios o
nariz era mudo testigo de la
barbarie de los carceleros, que se jactaban de su valor bajo el amparo de las ar
mas; sin ellas no eran más que
simples mortales. Las manos mostraban traumatismos severos en las falanges, con
la mitad de los huesos
fracturados, las uñas moradas o desprendidas de cuajo en alguno de los dedos. Ulul
aban en silencio la desesperanza
vivida en la penitenciaría de Robledas, en las afueras de la comarca. El rojo sang
re predominaba, aun cuando era el
bando nacionalista el que fusilaba por estos lados, acabando con el asomo de sup
uestos comunistas.
Sobre su caballo azabache el capitán Benítez transpiraba euforia, ego desmedido. Se
pavoneaba ante un auditorio
que no podía reprocharle nada, pues era él casi emperador en tierras gallegas, graci
as al uniforme revestido de
condecoraciones que el mismísimo Franco le colgó en el pecho como reconocimiento por
su aguerrida o tal vez
sanguinaria actitud ante el enemigo. Su valentía a la hora de guerrear era compara
ble con la de las hordas salvajes de
los bárbaros teutones. Era despiadado a ultranza, se excitaba con la sangre, el do
lor ajeno en la batalla, el recuento
de cadáveres en el campo de guerra. Con un metro noventa de estatura, aunado a su
contextura espartana, le
resultaba sencillo derrotar a los contrincantes de turno.
Justo a la mitad de la plaza, el verdugo detuvo el andar de su cansada cabalgadu
ra; el equino agradeció la parada.
Miró en derredor para estimularse con el volumen de su audiencia; la adrenalina se
adueñaba de su alma, el público
aglomerado le excitaba, Benítez se creía el centro de atención, la fuente de odio más de
testada en la villa. Tenía la
mirada aguileña, rabiosa, con ojazos negros teñidos de muerte. Un simple gesto de ma
nos bastó para que el teniente
Martínez, su fiel y servil escudero, diese la orden de alistar a los prisioneros e
n formación frente al capitán que
apretaba su cayado de líder. Los reos obedecieron cual autómatas las exigencias de l
os soldados, guiados por la
capitulación de sus adoloridos cuerpos. Para ellos, la muerte podía significar un pr
emio, una liberación. La
resignación era el mejor aliado ante tanto sufrimiento, el veredicto no importaba,
si permitía cercenar el martirio. Los
tres sentenciados se ubicaron de espaldas a la tapia del antiguo Convento de las
Hermanas de la Virgen del Perpetuo
Socorro.
Estratégicamente, el coronel Benítez ordenó colocar a cada recluso según el rango social
, el riesgo político o su
personal juicio homofóbico, característico del alto mando. De izquierda a derecha, p
rimero estaba el humilde
campesino, don Javier Pardillo, original de la provincia de Lugo. Su único pecado
era ser dueño de tierras prósperas
que sus hermanos codiciaban y deseaban usurpar. La manera más fácil de expropiarle l
a finca, como sucedió en
muchas familias españolas de la época, era culparle de toda supuesta fechoría capaz de
socavar o contradecir el
poder de los nacionalistas. Don Javier defendió su inocencia hasta la saciedad, pe
ro las propinas bien dirigidas por
sus cuñados y hermana mayor, sobre quien recaía la complacencia sexual del esbirro d
e turno, lograron camuflar la
verdad vistiéndola de comunismo, delito altamente peligroso para la cofradía castren
se, dirigente de un país en
involución. Se decía en el pueblo que debido a la demora en el juicio la esposa de u
no de los consanguíneos de
Javier Pardillo le regaló una noche de calentura a cierto teniente, cercano a Beníte
z, para que catalogase el
expediente del cuñado bajo el código X , es decir, pena de muerte inmediata, inapelable
, sin derecho a réplica. El
pobre campesino vio descender del percherón al temido capitán, el miedo facilitó la tr
astada de sus esfínteres. Un
calorcillo momentáneo humedeció los muslos, quiso gritar por última vez la injusticia
vivida, pero, al igual que los
otros invitados al paredón, sus cuerdas vocales ya no tenían elasticidad luego de la
cirugía forzosa. Las muecas, los
gestos de dolor, lejos de ser útiles, engordaban el morbo de la tropa sedienta de
sangre.
El segundo detenido era un estudiante nacido en Murcia que cursaba la mitad de l
a carrera de letras en Madrid
cuando estalló el conflicto entre connacionales. Como fiel exponente de la rebeldía
estudiantil, se unió a grupos de
libre pensamiento. Encabezó alguna protesta casera entre compañeros de escuela, logr
ando asustar a más de un
militarucho de cuarta que veía en el acusado un cierto potencial de pensamiento li
bre sumado a la lógica, cualidades
no muy aplaudidas por los miembros del ejército. Se forjó un liderazgo medio y llegó a
ser dirigente reconocido entre
los oradores universitarios, sin percatarse de que esas credenciales le llevarían
a engrosar la lista de los héroes
anónimos de una revuelta perdida, héroes olvidados, tan pronto como Cronos recorra a
lgún trayecto moderado.
Después de su fallecimiento, solo familiares o amigos le dedicarían un altar al estu
diante en el cementerio del pueblo,
pero nadie más regalaría sus lágrimas por él. Triste final para el alumno convertido en
carne de cañón frente a la
intolerancia del poder. Conocía su final, era valiente, íntegro, y por ello se negó a
humillarse ante el soldado asesino.
Antes bien, le regaló una sonrisa burlesca, retadora, de esas que no cambian el de
stino pero hieren la pasajera
valentía del verdugo.
Entre la multitud, agolpada a lo largo de balcones y esquinas escurridizas que p
ermitían una visual discreta, el
Marica deslizaba su humanidad en total mesura, evitando ser descubierto. Disfraz
aba su pena con aires de
observador circunstancial, eludiendo ser identificado. Se ubicó a cierta distancia
del improvisado paredón de
fusilamiento. Trataba con dificultad de reconocer a su amigo, su verdadero mento
r, el amor de mil placeres. Pero la
muchedumbre de curiosos, junto a los fusileros, creaban una cortina humana, ondu
lante, que distorsionaba o alejaba
el objetivo. Había recorrido muchos kilómetros para acompañar y ayudar a su amigo íntimo
en estas horas de
sangre, pero el pánico abortaba todo intento de estúpida osadía, mucho menos apoyo al
caído, capaz de delatarle,
convirtiéndole en rebelde obligado. El tercer acusado, el profesor Armando Castell
anos Iturbe, fue un gran
catedrático de Letras, Filosofía y Ciencias Sociales antes de la fatídica guerra entre
hermanos. Ya en 1937 había
abandonado la universidad para dedicarse a su pasión oculta: el periodismo. Fue co
rresponsal de varios diarios
extranjeros, se concentró en las atrocidades de la guerra, tratando de llevar la v
erdad a un mundo carente de noticias
claras, donde la prensa oficial publicaba solo lo que era considerado políticamente
conveniente. En el fondo, más
allá de esta misión encubierta, organizó grupos de estudiantes, de verdaderos pensador
es, de semillas de humanistas,
que pudiesen en el futuro contribuir a un país más equilibrado, justo, pero sobre to
do intelectual, que tanta falta le
haría a la sociedad que surgiría después de la barbarie resultante de un choque pernic
ioso entre obreros, falangistas,
comunistas, nacionalistas, campesinos, sacerdotes, analfabetos armados y cuanto
bicharraco extraño con uñas
pululaba en la débil sociedad naciente.
Se le acusaba con la simplista marca o tilde de conspirador , común a la hora de sent
enciar humildes, sin crimen
aparente. En el fondo se le atribuía la creación de la mal llamada cofradía Los pensado
res de Gema , un supuesto
grupo, jamás demostrado, integrado por catedráticos, intelectuales, estudiantes, mas
ones, empresarios e inclusos
militares rebeldes infiltrados, cuyo único propósito era generar caos, anarquía o revu
eltas sociales contra la
concentración de los poderes del Estado en manos del caudillo. Se llegó a pensar que
eran dueños de textos e
información clasificada capaz de minar las fuentes del señorío en la élite militar de Es
paña. Durante años, las fuerzas
de inteligencia nacional o policía secreta trataron de desenmascarar la famosa soc
iedad oculta. Incluso se comentó
que era una fábula, inteligentemente fraguada por mentes brillantes con el único des
eo de robarles el sueño a los
nacionalistas. Otros menos creativos sospechaban que se trataba de un falso posi
tivo de la Iglesia para identificar a
intelectuales agresivos en sus ideales, capaces de interferir en la filosofía de v
ida, según las ordenanzas de la Santa
Sede. Persiguieron a todo sospechoso habitual, a profesores universitarios nervi
osos o de lenguaje confuso, a
empresarios demasiado afines con el régimen, pues podrían ser infiltrados, sospechos
os en procura de datos
importantes. Los masones, si es que existían en el clan, eran los más escurridizos,
pues la yerma inteligencia de los
títeres uniformados era inversamente proporcional a la sagacidad y circunspección de
la hermandad. Todo formó
parte de un enjambre de conjeturas y dudas donde Castellanos llevó la peor parte.
Daba igual. Los maléficos gendarmes siempre necesitaban un culpable para justifica
r su inoperancia; así son las
conquistas durante la guerra, en cualquiera de los bandos. Pues la mala suerte s
e le presentó a Castellanos Iturbe,
una cálida tarde de verano en Santiago de Compostela, en el café Viamontes, a escasa
s tres calles de la universidad.
Mientras el docente prestado al periodismo disfrutaba un buen café expreso salpica
do de espuma, sorbiéndolo a
medida que revisaba las páginas de su nuevo artículo para un diario francés, se presen
tó un trío de agentes de la
temida policía secreta. Sin confraternizar en el diálogo directo, sin pérdida de tiemp
o con las cortesías que antes
hubiesen sido de rigor, le conminaron a acompañarles a la comisaría central. No había
opciones, el acusado conocía
la sinopsis, el modus operandi, no era la primera vez que le detenían. Con parsimo
nia, trató de recoger sus papeles y
adminículos de escritura pero, de pronto, una forzuda mano le impidió continuar con
su intención, eso era trabajo de
los acusadores. Todo lo que estaba sobre la mesa fue amontonado en un saco de cu
ero negro, idéntico a los usados
por los empleados de correos, que traía uno de los oficiales. Castellanos Iturbe r
eprehendió la acción con mucha
diplomacia verbal, pero la callada fue la respuesta predominante. Era estúpido sol
icitar un lance de honor usando
como arma el poder de las palabras cuando los contrarios visten uniforme de guer
ra, de muerte. Le exigieron silencio
a cambio de evitar la fuerza bruta. Esto indicaba que esta vez la historieta podía
tener un final diferente. De espaldas
al paredón, hoy el profesor tristemente corroboraba su teoría, definitivamente no fu
e un simple arresto.
Los tres sentenciados observaron cómo se disponía el pelotón frente a ellos, fusil en
mano, en clara posición de
ataque. Benítez les dio la espalda para dirigirse al público. Con la mano derecha sa
có de su alforja un folio de papel
color crema, con membrete oficial, de los utilizados en las secretarías de los juz
gados. La multitud se mantuvo en
espera del veredicto. Todos imaginaban el dictamen; sin embargo, la fe les alent
aba a soñar con un milagro. Solo el
Marica sabía la verdad, solo él no creía en milagros, porque era ateo, porque él afirmab
a que los milagros se
forjaban, no se pedían. El Marica se acercó lo más que pudo para fijar su mirada venga
dora en el rostro de Benítez.
Le dedicó tiempo para memorizar cada detalle de su rostro, prácticamente le hizo una
fotografía en su cerebro.
Quería recordar por siempre la cara del asesino de su amigo íntimo, del hombre que m
otivó su despertar intelectual.
Con voz áspera, el capitán del ejército inició el recital, moviendo su cuerpo en dirección
al semicírculo humano
que ocupaba la plaza, frente a la tropa. Benítez buscó la manera de cubrir todos los
ángulos posibles, deseaba ser
visto por la totalidad de los invitados. Mientras mayor fuese el número de testigo
s presenciales de la actuación, más
voces resonarían en la historia.
A todos los presentes: como bien sabéis, mi función en esta provincia es velar por la
seguridad del Estado.
Nuestras tropas, al mando del Generalísimo, se enfrentan a tiempos difíciles, tiempo
s de angustia y zozobra. Pero
sabed que no nos tiembla el pulso a la hora de proteger a España de sus enemigos,
sean incluso de su propia tierra.
Todo aquel con pretensiones de desconocer el orden del Estado, o desobedecer las
leyes, en clara conspiración
contra la nación, tendrá como recompensa un castigo ejemplar.
La proclama no hacía mella en sus escuálidos oyentes. Estaban acostumbrados a la prédi
ca barata del régimen
militar cuando buscaba excusas para matar. Solo querían entender, aun cuando repro
chasen la acción, los cargos
contra las víctimas de turno, porque ninguno de los reos exhibía pinta de guerriller
o, asesino, conspirador, ni mucho
menos comunista. Benítez tragó saliva, retomó con más fuerza su palabrerío practicado con
antelación. Sus discursos
variaban de acuerdo con el tipo de criminal. Hoy, que eran casi prisioneros comu
nes, sobraban las exaltaciones
políticas, la ejecución iba a ser breve.
Luego de un análisis exhaustivo de cada uno de los cargos que pesan sobre los impli
cados, los jueces de la
comandancia han dictaminado la culpabilidad de tres acusados por anarquistas, re
volucionarios, comunistas y
asesinos dijo el capitán.
Se produjo el gruñido onomatopéyico, con voz tenue pero ligeramente audible, de la c
omunidad, en clara señal de
protesta. Los soldados interpretaron reproche ante el discurso del líder y, temero
sos de la diferencia numérica,
alistaron sus fusiles en manifiesta actitud de amedrentamiento. Ellos tenían el po
der, ellos vendían miedo gracias a su
licencia para ametrallar; si asomaban posibles agresores, serían repelidos a balaz
os. Solamente el campesino se
arrodilló en búsqueda de clemencia, juntó las manos deformadas por la flagelación, implo
rando perdón al cielo
infinito. El infeliz aún esperaba milagros en plena Guerra Civil. Los otros dos, m
uertos en vida, cruzaron miradas
retadoras, alegres, celebrando el triunfo, sudaban valentía, irreverencia a corazón
abierto, jamás se doblegaron,
mucho menos a la hora de morir. Si debían partir, que fuese con orgullo y valor, a
sí les recordarían los que vienen
detrás.
De improviso, Benítez tomo del hombro izquierdo al tercer condenado, el profesor C
astellanos Iturbe. Le apartó
del resto, llevándole hacia el costado derecho del pelotón, tomando distancia segura
de los fusileros y evadiendo el
posible contacto con alguna bala perdida. La repentina acción confundió a víctimas, ve
rdugos y espectadores
perplejos. El campesino se incorporó saboreando la efímera salvación. Su fe le ayudó a i
nterpretar que el prodigio
cobraba vida. Pero el aguerrido capitán alzó su bastón de mando en tácita señal de ejecución
y su teniente transmitió
la orden al resto de los bandoleros uniformados. Los soldados prepararon armas a
l compás de la voz del rango
superior. Al tercer mando sonó la metralla. Diez soldados dispararon indiscriminad
amente sobre dos cuerpos
endebles, flagelados, moribundos. Una bala era suficiente, pero el terror exige
dramatismo para continuar viviendo; el
trueno seco de las carabinas logró el amedrentamiento de la población a su máximo nive
l exponencial.
Por el impacto de las balas, escupidas con fuego de los mosquetes modernos, los
cautivos se transformaron en
cadáveres antes de reposar en el piso. Los proyectiles atravesaron la carne, rompi
eron huesos, robaron vidas,
ahogaron suspiros, regalaron silencio a las almas desdichadas. El muro del antig
uo convento se decoró con
abundantes trazos de sangre, un charco al lado de cada víctima advertía de consecuen
cias fatales a todo héroe
solitario con ánimo o intención de retar al destino. Hombres y mujeres apretaron los
labios, evitando proferir insultos
enmascarados de sublevación. No valía la pena. El ejército tenía las armas, era el dueño,
el amo de la vida o la
muerte.
El capitán nuevamente tomó el rol protagónico, rompiendo el marasmo producto del final
de la obra. Lleno de
odio, extrajo su Luger con cachas de marfil persa, regalo de un general nazi ami
go de su padre, el arma que siempre
reposaba en la cartuchera del uniforme de combate. Alzó el cañón hasta el infinito, ba
jó el brazo gradualmente hasta
colocar la punta de la pistola en la sien del último cadáver en pie. Quería burlarse d
el preso por última vez,
intimidarle, mofarse, humillarlo en público, pero Castellanos Iturbe esbozó una sonr
isa burlona, despreocupada, que
solo los valientes reservan paran los momentos inolvidables. No le importaba mor
ir dos veces.
La diestra del verdugo se aferró al mango de la pistola, el dedo índice acariciaba e
l gatillo con sadismo; solo
esperaba la orden cerebral, autómata, de quienes matan por placer, de correr el ta
mbor del arma hacia atrás, luego
de las últimas palabras del asesino. Benítez sentenció, antes de percutir la munición co
n el martillo de la Luger.
A este hijo de puta lo guardé para el final. Quiero que todos sepan que, además de tr
aidor a la patria,
conspirador y anarquista, le acuso de amoral, de sucio, le acuso de ser marica,
de no tener perdón de Dios por
ceder a los placeres impúdicos de la carne. Sí, de ser un simple y asqueroso marica.
Por eso vale menos que una
rata, razón suficiente para morir fue el cierre del patético discurso.
Con sincronía morbosa, el estruendo de la pistola retumbó después de la última vocal pro
nunciada por el cobarde
capitán. Todos vieron saltar los sesos del letrado, víctima inocente de la barbarie
del poder exacerbado. Los menos
escrupulosos en el anfiteatro vomitaron ante la asquerosa escena: el disparo rom
pió la cabeza de Castellanos por la
mitad. El Marica contuvo el llanto, apretó los dientes, se mordió la lengua, evitand
o ser delatado por los gritos de
odio, sus abultados ojos azules estaban por estallar de la rabia, las venas apri
sionaban la córnea, la cólera le
entumecía sus maxilares. No podía moverse, se había petrificado ante la decadencia hum
ana.
La multitud comenzó a despertar de la pesadilla cuando Benítez y sus amigos matonesc
os emprendieron la
retirada entre carcajadas burlescas. Resignados, los habitantes del pueblucho in
iciaron la dolorosa recogida de los
cadáveres, pues, como era habitual, no había dolientes en el sitio. Ello obedecía a do
s causas justificadas. La
primera, porque el ejército acostumbraba a mover en ocasiones a los sentenciados,
trasladándolos a prisiones
lejanas para evitar el contacto con familiares o conocidos, buscando así minimizar
el dolor. La segunda, que era
peor, porque en ocasiones los deudos temían por sus vidas y preferían el anonimato,
para que no fuese palpable la
crítica o el juicio adverso a los uniformados, y de esta forma originar posibles a
cusaciones diabólicas contra ellos.
El Marica se acercó al cuerpo sangrante de su consejero, le cogió del piso para limp
iarle la cara con sus lágrimas.
La muchedumbre pensó que era su hijo, por el dolor que le embargaba. Le ofrecieron
socorro para sepultarlo, pero
el forastero se negó; solo les pidió ayuda para transportarlo a Madrid junto a sus e
scasos familiares. Por mucho que
suplicó nadie se ofreció, pues transportar un cadáver a otro sitio que no fuese el cam
posanto se veía muy
sospechoso, era una carga altamente peligrosa a los ojos de militares o policías d
e caminos. Todos sugirieron
enterrarle en el cementerio del pueblo para evitar más problemas. Rendido por el l
lanto, el dolor, la tristeza, el
Marica aceptó, no sin antes aproximar sus labios al oído izquierdo del cadáver. Con la
esperanza de que el alma de
su amigo íntimo todavía estuviese cerca, le susurró al oído:
Querido maestro: tu muerte no será en vano. Yo mismo me encargaré de cobrar tu sangre
. Juro por lo más
sagrado de nuestra hermandad que tu grandiosa obra jamás tendrá fin, dalo por hecho.
Estos malditos militares la
pagarán, tarde o temprano. No vivirán para celebrarlo. Te amaré por siempre.
Capítulo 3
La princesa encantada se despide para siempre

Madrid, doce años después de terminar la Guerra Civil


La capital despertó sofocada. El verano más abrasador de los últimos lustros se divertía
jugueteando con los
macilentos cuerpos de los transeúntes. El sol estiró sus brazos con bravura, ya a me
dia mañana el mercurio
amenazaba con hacer erupción. Curiosamente, la siempre rebelde María Fernanda López de
Peña y Paz no estaba
feliz por la repentina llegada del calor típico de su estación favorita. La depresión
guiaba su locura, mi princesa
encantada secó sus lágrimas con rabia. Acto seguido, decoró su frágil humanidad con un ab
rigo de visón azabache
que le cubría hasta la rodilla, un atuendo fuera de lugar para el verano. Tocó su fi
na cabellera con un delicado
sombrero de estructura de carey finamente tapizado con sedas de la India, retoca
das con hilos de oro y plata, ideal
para la noche. Calzó botas altas, costosísimas, de charol, con tacón muy desproporcion
ado, trenzadas hasta unos
cuarenta centímetros por encima de los tobillos. Últimamente se había vuelto costumbre
en ella retar a propios y
extraños, romper los convencionalismos, las poses de una sociedad podrida desde la
s mismas bases familiares. Ella
solo quería transpirar su rebeldía absurda, frustración, vacío espiritual. Nadie, ni siq
uiera su padre, se había ocupado
del dolor afectivo que ella sentía en ese momento; en su familia jamás dieron crédito
al valor esquizofrénico de sus
verdades, nadie pensó que ella fuese capaz de atentar contra la lógica.
Se maquilló con delicados tonos pastel en pómulos y barbilla, un delineador más contun
dente le dio un matiz
azulado a los párpados. Las pestañas fueron vigorizadas con tintes franceses idénticos
a los usados por las bailarinas
del mejor show de burlesque. Vaporizó unas seis veces su Chanel número 5, perfume qu
e detestaba, entre la parte
posterior de su cuello, el nacimiento de sus notorios pechos y el puntiagudo men
tón, herencia materna. Se veía sucia,
destruida, traicionada, utilizada por un vengador insospechado, para colmo, abso
lutamente imposible de acusar so
pena de escarnio público e incredulidad. Era un intocable legal. Se miró por última ve
z en el espejo del fino armario
de caoba que completaba su juego de cuarto. Con detalle revisó cada centímetro de su
cuerpo, tratando de precisar
algún error en el patético disfraz. Estaba garantizado que acapararía todas las mirada
s, había decidido convertirse en
el hazmerreír de Madrid. Apoyó sus estilizadas manos sobre el marco del espejo; un s
uspiro preñado de venganza
antecedió su declaración de guerra.
Hoy es tu día, hijo de puta, hoy me las cobro todas. No tienes ni puta idea del mar
tirio que me has causado.
Antes de que anochezca, toda la capital sabrá la clase de porquería que eres, lo cob
arde y miserable de tu alma. Te
juro que el infierno te recibirá con los brazos abiertos muy pronto. Tus crímenes se
rán castigados, no podrás
esconderte.
Un reflujo sabor a bilis le cortó la inspiración, obligándola a tragar grueso. Algunas
lágrimas se deslizaron
inocentemente de sus celdas hasta detenerse en los hinchados y ojerosos párpados.
Llevaba semanas en pena,
desde el día que descubrió el precio de la traición, cuando al fin vislumbró el verdader
o rostro de su pecado mortal.
Emprendió la huida de la habitación, en casa de mi abuelo, sin secar el líquido desper
diciado por los ojos tristes.
Rauda atravesó el pasillo del segundo piso de la elegante casona, ubicada en pleno
centro de Madrid, en la calle de
Valverde, esquina de Antúnez, en uno de los barrios más opulentos de la gran capital
. Solo la mirada curiosa de su
ama de llaves, doña Lola Guevara, que le había cuidado desde su venida a este mundo,
impidió por momentos la
escapada. La mujer de servicio no daba crédito a la visión que corría delante de ella,
desesperada, en dirección al
portal principal.
Pero, mi niña, ¿a dónde va usted vestida así, con este calor infernal? Se me va a enferma
r. ¿Cómo se le ocurre
ponerse esa ropa de invierno? No es apropiada. ¿Qué dirá la gente cuando la vea en la
calle? Se van a burlar de
usted sin necesidad gritó con sorpresa la mucama.
La niña rica, adulada y mimada por todos, detuvo su caminar en pleno salón principal
, tragó aire, llenó sus
pulmones con enojo del bueno, giró noventa grados la cabeza para clavar la mirada
más triste de su pobre y vacía
humanidad en el rostro de la nana. Con voz entrecortada susurró un mensaje despect
ivo, contestación poco usual en
su refinado vocabulario elitista. Pero estaba harta de poses, falsedades y pudor
social cuestionable. No soportaba
más el cinismo de la sociedad.
¿Sabes qué, Lola? Me vestí así porque me siento sucia, porque quiero sentirme igual que u
na puta, porque,
aunque no lo creas, las putas son más sinceras, incluso valen más que yo. Al menos c
obran cuando follan a un cerdo
con piel de hombre, pero yo, la muy tonta, lo hice gratis pensando, soñando en el
maldito amor, la fábula mejor
contada, pero jamás alcanzada. ¡Qué triste ironía! ¿No te parece?
Doña Lola hizo la señal de la cruz en penitencia por las palabras desgarradas de su
rebelde patrona. La mucama
se aterró, la voz que retumbaba no era la misma que la de su niña mimada, la que le
pedía caricias en el pelo para
dormirse cuando apenas era una chiquilla mimosa.
Pero ¿qué dice mi niña? Usted no está bien, yo
No hubo tiempo para más conversación, María Fernanda la interrumpió de cuajo. Por primer
a vez, le alzó la voz,
espetándole un discurso lleno de autocuestionamiento, digno de una vida vacía de afe
cto sincero.
¡Déjame en paz, Lola! Toda mi maldita vida ha sido un engaño, una mentira, todo ha sido
impuesto,
absolutamente todo, incluso el amor. Nadie me preguntó qué quería, nadie me permitió esc
oger. Seguí el ritual del
bienestar y lo políticamente conveniente. Acá me tienes, hecha mierda, con la vida d
espedazada, víctima de la
mentira más asquerosa, pronunciada en el nombre de Dios como excusa. A partir de h
oy, hago lo que me dé la real
gana. Hoy quiero ser puta, me visto como tal. No me esperen para cenar, no me es
peren más, diles a todos que no
pienso volver a esta mierda de casa.
Atónita, la doméstica observó cómo se alejaba su querida mujercita malcriada en dirección
a la cochera. Sabía
que no era una dama fácil; desde pequeña fue algo problemática con su carácter, pero est
e ataque de histeria tenía
tintes de locura, de rabia, pero sobre todo resentimiento y frustración ante la vi
da. Lola tuvo un mal presentimiento.
Ya habían pasado casi tres semanas desde la última pelea entre la señora de la casa y
su marido, justo al final de la
primavera. Se había pasado una semana encerrada en la alcoba, llorando desconsolad
a, pero nunca perdió la
compostura ni el respeto hacia Lola. Y, por más que lo intentó, no logró descubrir la
causa oficial de tantas lágrimas,
siempre imaginó que el disgusto debió haber sido por algún lío de faldas del esposo, cau
sa común en hogares de
militares. ¿Por qué los mayores siempre tienen razón en sus presagios? Lola había acerta
do, el día no terminaría bien.
El destino de mi princesa encantada le había reservado una lápida de mármol rosa; esa mi
sma tarde su nombre
estaría escrito en la piedra.
María Fernanda subió al Mercedes Benz último modelo, regalo de su padre, y le pidió a Fe
rnando Matías, chófer
de confianza, que la llevase con premura al hotel Imperial, ubicado a escasos di
ez minutos de casa. El esplendoroso
albergue era un edificio del siglo XIX construido bajo el influjo de la arquitec
tura francesa, recubierto en mármol
crema. Era lugar frecuentado solo por personeros de gobierno, militares de alto
rango, empresarios o turistas muy
adinerados. El madrileño de a pie solo se podía satisfacer con admirar la edificación,
como una obra arquitectónica,
pieza de museo abierto, símbolo de la escueta opulencia del país.
El chófer detuvo el lujoso coche plateado en la entrada del recinto, dos mozos se
acercaron para abrir la puerta
trasera del auto y prestar ayuda a la singular visitante. La sorpresa fue mayúscul
a cuando vieron descender a una fina
dama de alcurnia, ataviada con atuendo esquimal en plena temporada estival. Cosas
de ricos excéntricos , pensaron
los mozos de guardia. La sospechosa dama se acercó a la entrada, y lo peor es que
venía sola, rompiendo ciertos
patrones de conducta social en la España de la posguerra, a menos que fuese turist
a francesa. Los empleados
inmediatamente supieron que era la esposa del general de brigada responsable de
la guarnición de Malqueseras a las
afueras de Madrid. El asombro de los trabajadores del hotel mutó en difamación. ¿Por q
ué la adinerada damisela
vestía como una simple mujer de la mala vida? ¿Por qué llegaba solitaria a un lugar ta
n famoso, frecuentado por
hombres, siendo además la esposa del general más importante del ejército? Todo el cuad
ro era un mar de
suspicacias.
Cortésmente, el botones le cerró el paso a María Fernanda, ofreciéndole información sobre
la localización del
restaurante o del salón de té, espacios permitidos a las féminas para tertulias banale
s, frecuentados en su mayoría por
hombres o parejas, era parte del protocolo gerencial del hotel Imperial.
Disculpe, señorita. ¿La acompaño al restaurante? preguntó educadamente el anfitrión.
No, muchas gracias, voy a alquilar una habitación.
Acto seguido, María Fernanda atravesó el largo pasillo central del lobby hacia la re
cepción. El recorrido estaba
decorado por columnas góticas revestidas de rocas de Carrara desde la base hasta e
l techo. Lámparas con formas
abstractas traídas de Murano iluminaban las cerámicas etruscas del grisáceo pavimento;
exquisitez decorativa que
masajeaba el sentido visual de los visitantes. La dama desigualmente ataviada es
peró su turno en la fila, ante las
miradas inquisidoras de los presentes. Llegado el turno, se acercó a la ventanilla
libre, la del numeral karmático: el
ocho.
Buenas tardes. Quisiera una habitación para una noche solamente dijo con cierto desg
ano la princesa polar,
mostrándose algo inquieta, nerviosa; era la primera vez que decidía por ella misma,
sin manuales, sin obligaciones.
Con mucho gusto, señorita. Permítame revisar la disponibilidad. ¿Me permite su pasaport
e o documento de
identidad? respondió la recepcionista mientras ganaba tiempo para otear la lista de
reservas o salidas.
Casualmente, faltaban dos horas para el acceso regular. Si no había habitaciones d
isponibles o estaban en proceso
de limpieza, la nueva inquilina debía esperar a la desocupación de alguna estancia.
Con mal disimulada soberbia, la clienta interrogó a la empleada del hotel. Le cost
aba asimilar semejante excusa
tan evasiva. María Fernanda era caprichosa, siempre imponía celeridad en todo servic
io, sobre todo si su padre era
uno de los socios del lujoso edificio de visitas transitorias.
¿Pasaporte? ¿Acaso no sabes quién soy? ¿Eres nueva en Madrid? No tienes ni puta idea de l
a nobleza
española. Pues vaya día que me espera. Mira, no quiero perder tiempo contigo, dame l
a habitación. Ah, y recuerda
que no la pagaré yo; se la cargas a la cuenta de mi marido, que seguro que debe ve
nir muchas veces a esta cueva
con sus amantes de turno.
El repudiable comentario trastocó la artificial quietud del lugar. Todas las mirad
as del salón de té, plagado de
militares, justo a la derecha de la recepción, y las de los empleados del hotel, a
postados en áreas cercanas a la pelea
verbal, al altercado entre dos damas con niveles sociales antagónicos, se concentr
aron en la ventanilla ocho.
Empezaron las conjeturas entre dientes; unos a otros se pasaban guiones de chism
es baratos. Tal vez la esposa del
general se había tomado alguna bebida espirituosa aderezada con terrones de celos,
suponían los compañeros de
uniforme. Eso le daba mayor hombría al soldado. ¿Qué habrá hecho el cabrón de Benítez? , pen
on los
conocidos cercanos al general.
La confundida operadora trataba de controlar sus emociones; un sudor frío le recor
ría los pechos, la saliva se
endureció. Empezó a construir su respuesta, aprendida en el manual de operaciones, pág
ina treinta, capítulo doce,
sobre cómo manejar a huéspedes groseros sin tener que recurrir a la violencia, aun c
uando a veces una tenga ganas
de romperles la cara de un buen puñetazo.
Entiendo su molestia, señorita, pero debo seguir ciertos trámites o
A la mierda con los trámites increpó bruscamente María Fernanda . Llevo toda una puta vida
escuchando
las mismas asquerosas palabras: trámites, procesos, órdenes, mandos, etc. Hoy me cag
o en el falso protocolo, estoy
harta. Quiero mi habitación ahora mismo. Ah, recuerda: cargársela a mi marido, el ge
neral
La suave voz del gerente del hotel trató de apaciguar los ánimos avinagrados de la o
radora. El hombre tenía que
evitar un escándalo en pleno salón principal, atiborrado de miembros del poder español
, pues todo llegaría a oídos
del alto mando, dando pie a la posibilidad de perjudicar el futuro de los emplea
dos. La dualidad de la situación le
exigía al señor gerente conducirse con sobrada mano izquierda y mucha política, pues l
a agresiva dama era además
hija del primer magnate de medios impresos del país, amigo personal del Generalísimo
. Menudo lío le esperaba al
representante hotelero si alguno de los bandos se sentía ofendido.
Perdone usted, señora, por el malentendido de nuestraparte. ¿Me permite un minuto? So
yAgustín Salcedo,
dirijo el hotel. ¿Me acompaña, si es tan amable, a mi oficina? Yo mismo atenderé su ca
so; no se preocupe,
enseguida le encontraremos una habitación desocupada solicitó con diplomacia británica
el apoderado del recinto
tratando, en lo posible, de enclaustrar las expresiones de locura de la descompu
esta consumidora. Bajo ningún
concepto podía darse el lujo de alebrestar el ánimo de alguno de los visitantes, tod
os ellos ligados de alguna forma a
la cotidianeidad del Generalísimo, el principal visitante del Imperial.
La oficina de donAgustín erabastante amplia, decorada con lujo monárquico, digno de
la corte de Luis XV,
bastante recargada, ostentosa, herencia fiel del antiguo complejo hotelero. Las
paredes estaban vestidas con tapices
que evocaban diversidad de motivos, como las grandes campañas napoleónicas, imágenes d
e la Revolución francesa
o simples días de caza de zorros en los campos del norte de Borgoña. La luz era tenu
e, que fácilmente permitía
resaltar los colores vivos de cada elemento ornamental.
Perdone usted el malentendido por parte de nuestros empleados. Es que ellos se de
ben apegar a un
procedimiento que solo puede obviarse con mi autorización. Por eso estamos acá mucho
más cómodos, en privado.
Yo personalmente haré los preparativos para su habitación dijo el gerente en son de p
az, logrando dominar a la
fierecilla malcriada.
Seamos francos, don Agustín. Yo estaba cómoda afuera, solo que usted tiene miedo de q
ue esta loca, vestida
como un oso polar en pleno verano, alce la voz más de la cuenta, que se le escape
alguna frase que hiera el amor
propio de los soldaditos. Usted es como todo el país, que se mea en los pantalones
si tan solo está cerca de alguien
que exprese sus comentarios adversos al régimen, salpicando a los asquerosos milit
ares. Sé que debe cuidar el
empleo, no le culpo. Pero el miedo de sus ojos es por su vida, ¿cierto? Tranquilo,
no haré nada contra usted, hoy es
mi día, no el suyo. Deme mi habitación, deseo estar sola un buen rato. Prometo no ac
tuar inapropiadamente, si usted
me ayuda ripostó María Fernanda ante la hipocresía social de su interlocutor.
Señora, deseo que pase una velada agradable en nuestro hotel. Usted es una invitada
de honor, alguien muy
especial y merece la mejor atención.
El hostelero intentaba ser cordial, pero no era tarea fácil. Completó el formulario
con los datos a medio llenar por
la huésped, abrió el cajón izquierdo de su escritorio para extraer la llave de la habi
tación disponible en el piso
ejecutivo, el más selectivo y preciado de todos. Le acercó el papel a la excéntrica mu
jer para obtener su firma. Ella
lo rechazó e insistió en cargar la cuenta a nombre del marido, el temido general Benít
ez. El encargado del hotel no
tuvo opción. Permitió el acceso de la nueva inquilina transitoria, asumiendo las pos
ibles consecuencias de su decisión
al darle puerta franca a María Fernanda.
Créame que disfrutaré como nunca de esta velada, es más, le juro que mi marido la vivirá
mejor. Será
inolvidable para él, se lo aseguro. Él se lo merece, por ser tan especial, tan bueno
, caballeroso, humano, sincero.
María Fernanda soltó una carcajada estridente, muy burlesca, capaz de confundir al m
ejor investigador. Había una
mezcla de ironía, sarcasmo y algo de sadismo entre la risa, las miradas, los gesto
s. Su actuar evidenciaba una
atmósfera peligrosamente turbia. Parecía un poco desencajada, fuera de sí. Don Agustín m
editó sobre la situación.
Sentía algo de miedo, no sabía si era necesario comunicarse con el marido. La duda l
e permitió recapacitar;
simplemente se limitó a hacer lo que mejor sabía, que era seguir órdenes. Le entregó un
fino llavero de cuero
repujado, hecho en Ubrique, con el número cuarenta tallado en ambas caras. María Fer
nanda se levantó de la
elegantísima silla de cuero verde, cogió la llave, le voló un beso chillón a su servidor
a la vez que giraba su cuerpo en
dirección a la puerta de salida. Ansiaba llegar a la habitación e iniciar su cuestio
nable festín justiciero.
Ah, también le agradeceré dos botellas de champagne Cristal que estén heladas; también, u
n abundante plato
de caviar, eso sí, del iraní, el que supongo degusta el Generalísimo cuando viene a es
te antro de putas y maricas finas
pidió jocosamente la esposa del general.
DonAgustín la escoltó con su mirada hasta elpasillo de los elevadores, tomó unpañuelo bl
anco de la solapa de
su finísimo traje italiano, y tembloroso secó las frías gotas de sudor que humedecían su
frente. Miró al techo, exhaló
fuertemente, rogándoles a todos los santos que ningún testigo hubiese oído semejante d
iscurso perturbador, las
críticas al caudillo podían ser malinterpretadas y llevarle al patíbulo.
A solas, frente al pórtico número cuarenta, una sensación de terror invadió el alma de M
aría Fernanda al momento
de abrir la puerta de la habitación. Dentro del cuarto ella sabía que el valor expre
sado hasta ahora solo era un
camuflaje ante su dolor. El arrojo la ayudaba a envalentonarse, a enfrentar el m
iedo de la muerte próxima. Varias
semanas atrás había tomado su decisión. Hoy era el gran día de la venganza, pero tenía mie
do de destruir vidas a su
alrededor, sobre todo la mía. Yo era el más perjudicado con la repentina partida. Se
ntía rabia por el egoísmo de su
corazón, que solo quería despedazar verdades a precio de sangre inocente. Miró en derr
edor, se vio sola, indefensa;
pensó en la retirada estoica como alternativa para detener el teatro del horror, h
acer cabeza, buscar otra solución
menos destructiva, cuando el repentino golpeteo de la puerta la alertó de la prese
ncia de visitantes inesperados.
Toc, toc. ¡Servicio! La voz del otro lado de la puerta despertó a la sentenciada.
Sí, claro, un momento respondió María Fernanda mientras abría.
Buenos días, señorita. Acá le traigo el champagne Cristal que pidió, bien frío, además, tene
os una ración de
caviar Beluga, traído especialmente de Irán. Acá le anexo la copia de la comanda para
su firma.
El camarero abrió una fina pieza de madera tailandesa en forma de caja de bambú que
contenía la factura del
consumo. La huésped firmó como pudo, sus ojos no atinaban a centrar la mirada. El si
rviente enmudeció de felicidad
al ver la grotesca cantidad de la propina, motivo de celebración familiar. Abandonó
la habitación gozoso, celebrando
la Navidad en verano.
Solitaria, la honorable dama trató de apaciguar su otro yo, el lado demoníaco que la
atormentaba y le usurpaba la
lógica. Mientras buscaba la excusa perfecta para cancelar su venganza, a su derech
a advirtió el antitóxico perfecto
contra el miedo. Una helada botella del espumante más caro, champagne Cristal, la
saludaba desde la hielera de
aluminio, colocada con sutil elegancia en el centro del carro de servicio. Sus l
abios esculpieron una sonrisa ganadora,
valiente, inquebrantable. María Fernanda conocía el poder de las burbujas. Se abalan
zó con desenfreno sobre la
botella, aún escarchada en su cresta, como vestida de novia, gracias al hielo adhe
rido. Sin mucho esfuerzo, el corcho
surcó los aires al compás de una explosión de efervescencia contenida. Acercó el pico de
cristal a sus labios para
beber el elíxir afrodisíaco, el antídoto ideal para vencer el cerote. Llenó la boca en t
oda su capacidad con el
espumoso anodino, tragó con valentía. El efecto sedativo fue casi inmediato: se sint
ió recompensada, mucho más
tranquila y convencida de su misión. El temor empezaba a exiliarse.
Luego de media botella de Cristal la vengadora sintió que el tiempo estaba por exp
irar. Se acercó a la cómoda
ubicada al costado de la cama. Apartó la silla para contemplar su cuerpo. Delicada
mente, retiró el sombrero que le
asfixiaba la cabeza. Una melena cobriza saltó furiosa, libre, cayendo en cascada y
recostándose sobre sus hombros,
en clara posición de descanso. Rozó el sedoso pelo con la yema de los dedos, trayend
o a la mente los recuerdos de
las caricias de su madre cuando en las noches de su niñez no tenía intención de dormir
. Siguió unos minutos
acariciando su delicada cabellera con ternura angelical, disfrutaba del roce de
los dedos con sus cabellos alisados.
Con mirada nostálgica observaba cómo iban soltando las amarras cada uno de los boton
es del abrigo de visón
negro. Eran cuatro en total y el último cedió con dificultad. La niña mujer abrió de par
en par el abrigo, y contempló
con tímida satisfacción su cuerpo semidesnudo. Se quitó el abrigo con resignación y empe
zó a acariciar sus brazos,
palpando cada centímetro de su piel, tersa, lozana, hermosa. Luego subió las manos h
asta toparse con el larguirucho
cuello, mimándolo con suaves toqueteos en círculo. Cerró los ojos en claro estado fant
asioso, se llevó las
extremidades superiores a la altura de sus pronunciados pechos. Los pezones desp
ertaron, aumentando de tamaño
luego del reposo obligado. Sin pena alguna, la palma de la mano derecha se rebeló
y descendió sigilosa más allá del
vientre hasta toparse con la puerta del placer. Su piel estaba recubierta solo c
on ropa interior, de la más fina y
costosa, tejida a mano con hilos de seda de la India, pigmentada con tonos rojiz
os y recargada con encaje negro en
los bordes. Era la típica vestimenta extremadamente sensual diseñada para excitar al
compañero de cama.
La mezcla de colores en la ropa íntima demarcaba con altivez la esbelta figura de
la emperatriz de cara triste que
se miraba en el frío espejo de un hotel de lujo. Su hermosura retaba a la imaginac
ión. A pesar de las afrodisíacas
piezas eróticas, el maniquí con corazón de niña tenía ganas de llorar por un vacío injusto,
por un desamor adquirido.
Cogió nuevamente la botella de champagne, sorbió confundida, intentó beber más del lujur
ioso brebaje, pero sus
labios no pudieron contener la presión de las burbujas. El licor empezó a manar de s
us labios, desparramándose por
sus pechos en caída libre. El frío líquido jugueteó sin vacilar con el menguado esplendo
r de unos senos antiguamente
macilentos por la soledad, la depresión y la mentira. El estímulo de la insistencia
térmica disparó la sensibilidad de la
dermis; poco a poco los pezones abandonaron el desinterés, se hincharon cual flor
abierta en primavera, y gritaron
desesperados en busca de caricias. Rebozaban de vicio, lujuria y excitación, querían
ser agredidos sin miramientos,
despiadadamente, con abuso. Ella se percató, habían crecido tanto que daba la impres
ión de que el sostén se
rompería. Suavemente apartó la parte baja del sujetador para facilitar la liberación d
e un pecho sediento, ansioso de
mimos. Con las manos intentó subirlo al infinito, buscando contacto eréctil con la p
unta de la lengua, que,
resbaladiza, logró humedecer la cúpula del pezón. María Fernanda empezó a sentir vapores d
e obscenidad nunca
vividos, siempre fantaseados, pero reprimidos por considerarlos pecaminosos. El
fuego de sus pechos se propagó
con rapidez; ya la entrepierna había sido invitada al festín y comenzaba a bañar sus p
liegues, la humedad advertía la
posible llegada del orgasmo, pero, de sopetón, el poder racional asesinó de cuajo el
sórdido deseo de ser ultrajada
por la autosatisfacción y domeñó con firmeza los impulsos de sus hormonas.
María Fernanda tomó la silla de la cómoda, la acercó para sentarse bruscamente, despidió a
l morboso
pensamiento y prorrumpió en sollozos. Recuperó la memoria y recordó el verdadero motiv
o de su visita al hotel.
Hincó la cabeza en los brazos que se habían arqueado sobre el mueble y apretó con rabi
a los ojos contra las palmas
de las manos. Un grito desolador fue el protagonista de su declamación.
¿Qué me hiciste, maldito? ululó sin calibrar el volumen en la garganta . Me hiciste pedazo
s, eres un maldito.
¿Por qué me mentiste de esa forma, tan vil, tan sucia? Te odio por siempre, Pachi, t
e odio, te aborrezco, eres un ser
despreciable, eres una mierda. Pero me las pagarás, acá o en el infierno, te prometo
que me las pagarás.
El sollozo desconsolado era fiel testigo del dolor que estremecía el hermoso cuerp
o de una mujer vacía, infeliz,
traicionada. Por última vez, la fina botella de alcohol espirituoso ahogó el llanto.
En esta ocasión no hubo inundación,
se bebió todo el resto que quedaba en el envase color ámbar, no dejó escapar ni una so
la gota del exquisito líquido.
Se levantó de la silla y lanzó la botella contra la pared a su espalda; el choque re
pentino pulverizó el cristal. Se
acercó al bolso que descansaba sobre la suntuosa cama de la habitación cuarenta del
hotel Imperial. Metió la mano
hasta el fondo de la prenda de vestir y extrajo primero una daga árabe de afilada
hoja, cortante por ambos costados.
El metal brillaba a la luz del sol que se filtraba por la ventana; los rayos se
reflejaban cual espejo en el puñal. La
empuñadura estaba hecha de acero, revestida de oro macizo, y coronada por una cabe
za de león, un arma muy
similar a las usadas por los capitanes de la Armada Invencible. Con la mano opue
sta, cogió otra arma de naturaleza
muy diferente, una Luger, negra como la noche, simple, con cachas de madera en t
onos de caoba intenso, típica de
los agentes de la temida SS. Tomó los utensilios de matar, armamento antiguo que f
ormaba parte de la colección
privada de su padre. Se volvió a sentar frente al espejo, acercó un pequeño recipiente
parecido a una vasija para
depositar anillos y lo colocó frente a ella de cara al espejo. Sin soltar vocablo
alguno, sumida en su propia e
interminable introspección, cogió la daga, la enterró con fuerza en la palma de su man
o izquierda, deslizó el cortante
filo y abrió una herida bastante profunda. Una mueca de dolor se escapó al infinito,
pero no hubo gritos ni reproches.
La sangre comenzó a manar sin obstáculos, un fino hilo constante de tejido líquido que
se acumulaba en la vasija.
Cuando María Fernanda consideró que había suficiente tinta corporal trató de bloquear la
herida con un rudimentario
torniquete, hecho con una toalla de algodón que descansaba al costado de la cómoda.
Apretó la palma herida contra
la tela de la toalla y logró disminuir considerablemente la hemorragia. Introdujo
el dedo índice de la mano derecha en
el improvisado tintero, lo escurrió un poco para evitar derrames innecesarios y em
pezó a escribir una corta oración
en el espejo frente a ella, teniendo cuidado de no chorrear la letra de molde. E
l mensaje debía ser claro, legible,
enfático. Luego se incorporó, repitió el escrito en las cuatro paredes de la habitación
como si se tratase de una plana
de castigo en el colegio. Lo estampó una y mil veces en lugares estratégicos donde t
odo simple observador pudiese
entender la acusación. Tuvo la frialdad de medir el secado de la sangre sobre cada
pared, el espejo, y el mobiliario
manchado, incluso cuidó el detalle de repasar una de las paredes donde la horrible
tinta roja se había corrido un
poco. Su maléfica venganza, o más bien autodestrucción, había empezado según el mapa estab
lecido.
La pérdida de sangre y las punzadas de la herida comenzaban a minar sus fuerzas. S
e dio cuenta y rauda inició la
segunda fase de su locura: la parte del clímax, la imponente, la desquiciadamente
morbosa y sádica. Se sentó por
tercera vez en la silla frente al espejo de la cómoda, respiró copiosamente en tres
ocasiones para recobrar energías.
Cada una de las inhalaciones la obligaba a cerrar los ojos en busca de descanso,
de alivio, de penitencia. Clavó la
mirada sobre la Luger que reposaba justo al lado. Empuñándola con la diestra, acercó e
l cañón a la boca. Antes de
introducirla, la admiró con delicadeza. Sabía de su poder mortal. Ver el orificio po
r donde saldría la bala la hizo
suspirar. El color del frío metal la sedujo, la excitó, le subió el morbo. Un pícaro hor
migueo se gestó en los labios,
introdujo el cañón del arma en la boca, fantaseó con un miembro erecto, muy sólido, duro
, castigador, de esos que
reparten orgasmos perpetuamente. Sus pezones volvieron a la vida, se saturaron d
e pasión. La entrepierna empezó a
drenar una fuente de placer confuso, desatado por el cañón que sus labios acariciaba
n de principio a fin. La
excitación combinaba ingredientes perversos, masoquistas, sádicos. Había dolor, placer
y muerte, rara combinación
para una venganza. Con sutileza, sacó la punta de la Luger de la boca, la fue baja
ndo por las laderas abultadas de
sus pechos, descendió rumbo a la fogosa vulva, hasta acariciar sus labios inferior
es. Un placer pervertido, malsano la
transportó al éxtasis supremo. Quería ser penetrada, quería ser amada antes de morir. Ju
gó con su entrepierna un
par de minutos y cuando sintió que el volcán podría esparcir lava, sus ojos se hinchar
on de muerte. Alzó la pistola
totalmente mojada, la posó sobre el parietal derecho, aferró el índice al gatillo y se
miró por última vez en el espejo
antes de despedirse para siempre.
Pachi, eres un maldito, te veré en el infierno. Francisco, perdóname por lo que voy a
hacer. Sé que me
entenderás cuando pase el tiempo. Recuerda que te amé por siempre, eres mi pequeño pri
ncipito de luz.
El disparador de la Luger cedió a la presión ejercida por el dedo, la bala detonó y un
a explosión seca determinó
el final de la obra. El telón descendió y con él se apagó la vida de María Fernanda. El fu
ego escupido por la pistola
germana atravesó el frágil cráneo de la niña mujer; en menos de un segundo el corazón se f
ragmentó en dos
universos. El impacto lanzó el cuerpo hacia el costado opuesto, las sábanas de seda
y el cubrecama bordado se
impregnaron de sangre, muerte, venganza e intolerancia. Ella lo había jurado, nadi
e le dio crédito a su desdicha.
Ahora había iniciado la peor, la más absurda de las venganzas. La habitación cuarenta
del hotel Imperial era la tumba
de la mujer triste. Su improvisada confesión rezaba en todas las paredes: Pachi, er
es un maldito marica .
Capítulo 4
La inocencia de Francisco. Abuelo, ¿qué es un marica?

Madrid, tres años después


La capital se abrió de brazos para recibir el fresco aire de primavera. Los madril
eños se despedían del crudo
invierno, colgaban sus abrigos, bufandas y cuanto vestuario les recordase la est
ación más triste del año. Raudos los
citadinos se abalanzaron sobre parques y cafés de la urbe. La idea era simple: res
pirar aire fresco, restaurar las
energías, renovar el guardarropa y, ante todo, sentir el corazón alegre. En el fondo
, ese es el significado de la
primavera.
Como era costumbre, don Francisco Alfonso Benítez pasó a las cinco de la tarde por e
l portal del colegio
Ignaciano, a escasas calles de la capilla de Santa Cruz, para recoger a su nieto
Francisco Esteban. Don Paco, como
le llamaban sus colegas, amigos y clientes, había cambiado demasiado en el último lu
stro. De golpe se convirtió en un
hombre bastante taciturno, algo huraño, muy distante de su profesión de abogado, que
llevaba más de tres años sin
ejercer, todo a raíz del duelo por lapérdida de su amado y valiente hijo, el general
RafaelAurelio Benítez Mondarín,
tragedia que cumpliría el tercer aniversario al finalizar la próxima estación climática.

El día lo repartía metódicamente entre cuidar de su jardín al amanecer, sacar tres veces
de paseo a Pancho, su
pastor belga, único amigo, fiel e inseparable compañero de penurias, goces y juegos
amigables, y recoger a su nieto
en el cole, siempre puntual, a las cinco de la tarde, menos el primer lunes de c
ada mes, cuando salía dos horas más
temprano de lo acostumbrado. Don Francisco llevaba mucho tiempo sin reír. De hecho
, sus labios habían olvidado la
manera de contorsionarse al momento de expresar una flácida sonrisa irónica. Desde q
ue partió su primogénito, solo
llanto, rabia e impotencia anidaban en el corazón del viejo ermitaño; las ganas de v
ivir comenzaron a adelgazar
paulatinamente. Incluso su antigua fe, de la cual siempre se jactó de que era a pr
ueba de balas, terminó por
desvanecerse en la primera misa por el recordatorio de su vástago. En plena liturg
ia sus ojos sangraron de tanto
llorar, pero fue la última vez que lo hizo; así lo juró y cumplió su tozudo compromiso.
Ese día el corazón desterró
todo vestigio de fe alguna, ese día ni siquiera se despidió del Cristo Redentor, ant
iguo gran amigo, que esta vez le
miraba triste desde la base del altar mayor de la iglesia, sin poder darle una e
xplicación al nuevo crítico, movido por
el dolor de padre doliente. Ahora el viejo solo proclamaba que la fe vive hasta q
ue la tragedia triunfa .
Siempre que se reunía con el nieto a la salida de clases, don Paco recibía una liger
a caricia en el alma, un premio
del universo. El rapazuelo era el único capaz de darle la mínima razón de vivir, la vi
tamina perfecta contra la apatía.
Era, además, la viva imagen del hijo desdichado. En esta ocasión, para celebrar el n
acimiento de la primavera, el
abuelo decidió tomar un atajo para compartir una tarde diferente con el muchacho.
Juntos atravesaron el parque del
Retiro, con la firme idea de apartarse de la realidad. El niño andaba feliz, pues
no haría las tareas del día en el horario
habitual. El viejo, por su parte, tendría tiempo de charlar un poco más de la cuenta
. Quizás las aventuras escolares
del heredero les diesen un giro a sus emociones vacías. Comenzaron la tertulia a m
edida que caminaban por el lago
mayor deleitándose con la vista que ofrecía la naturaleza engalanada para recibir la
nueva estación. Patos, gansos y
cientos de aves se zambullían en las frías aguas del estanque. Los pájaros cantaban si
n cesar; habían comenzado a
regresar de las tierras cálidas de su última migración. Las flores se abrían con desmesu
rado placer ante las pinceladas
de un sol aún tímido, pero imponente. El pico de los pajarillos violentaba los pisti
los de las miles de flores
multicolores que convivían en el inmenso parque.
Mientras caminaban, el pequeño contaba las habituales peripecias de un escolar en
su afán por entender el
universo. Preguntas iban, respuestas básicas venían. El quehacer diario en las aulas
de estudio, los suspiros por el
primer retortijón del corazoncito al ver a la niña de sus sueños, compartir las traves
uras entre amigos, etc. El abuelo
disfrutaba fascinado de la conversación que le sacaba un poco de su tristeza, y ve
rtía un chorro de luz sobre su
funesta y perenne depresión. La catarsis fue tal que el abuelo disimuló una ligera s
onrisa ante el deseo de su querubín
de seguir la carrera militar como herencia paterna. Con una simple pregunta, Fra
ncisco Esteban se convirtió en el
globo de helio de su abuelo, le infló de tal manera el ego al amargado viejo que l
e transportó a su época más feliz de
catedrático en la Universidad de Madrid cuando impartía lecciones de derecho romano
cual erudito del senado de
Octavio Augusto.
La voz del diminuto interrogador le sonó a gloria al oído de don Paco, que empezó a fo
rmular su emotiva
respuesta.
Abuelo, ¿me podrías contar otra vez la historia de la batalla de la Cañada? Donde papá ma
tó a todos los
soldados malos y le dieron una medalla.
Don Paco saturó sus pulmones de un aire melancólico, haciendo acopio de las fuerzas
necesarias para volver a
contar su historia predilecta, que por instantes le regalaba un suspiro de vida.
El viejo empezó a declamar su novela
favorita.
Claro, Francisquín. Tu padre era un hombre de valor incalculable. Cuando apenas era
todavía capitán del
ejército de España, al mando del gran Generalísimo, se le dio la misión de custodiar la
fortaleza militar, digo, la
guarnición o el puesto, como también se le conoce, del paso de la Cañada en el frente
del este, a pocos kilómetros
de Madrid. Era un sitio estratégico que controlaba prácticamente la mayor parte de l
a región. Pues tu padre, al
mando de un pequeño batallón menguado, durante más de veinte días resistió el ataque despi
adado de los rojos,
esos malditos asesinos comunistas que intentaron quedarse con el país. Por cierto,
Francisco, recuerda siempre lo
que ya te he dicho varias veces sobre el comunismo, nunca lo olvides: Dios nos re
galó la vida, la luz, la esperanza, la
fe Entonces el demonio nos regaló el comunismo . Volviendo a la historia, tu padre, c
omo recordarás, era
inmenso, del tamaño de un oso salvaje, valiente a toda prueba, un hombre que infun
día miedo cerval en sus
enemigos. Pero enfrentó esta batalla en particular con escasez de municiones y sol
dados; estaban en desventaja de
seis a uno. El enemigo lo sabía y pensó que acabarían con ellos, pero tu padre jamás se
arredró, nunca dudó en
pelear hasta la última gota de sangre. No solo hizo frente al enemigo cual guerrer
o furioso, sino que los liquidó con
astucia e inteligencia de contrataque. Por sí solo dio cuenta de más de cuarenta mil
icianos, o sea, él solo con sus
propias manos mató a más de cuarenta enemigos de España. ¿Te imaginas, Francisquín, el hon
or de haber tenido un
padre tan valeroso? Por esta y por muchas otras razones de guerra, el propio Fra
ncisco Franco, el gran
Generalísimo, el caudillo de España, en persona le impuso la medalla al valor, la La
ureada de San Fernando, que tu
padre siempre exhibía con gran orgullo. Ten en cuenta, además, que tu padre fue heri
do en combate en el brazo
derecho. Pero aun con el brazo reventándole, enloqueciéndole de dolor, cubierto de s
angre, no solo ganó la batalla,
sino que capturó al capitán de los rojos y le fusiló, como debe ser, frente a toda la
tropa capturada, dándoles una
lección de valor que España entera recordará por siempre. Tu padre fue un héroe en esta
guerra estúpida, pero
necesaria. Era un gran tirador con rifles o pistolas, nadie tenía mejor puntería que
él, sabía dónde apuntar y parar en
seco al enemigo. Fue un verdadero héroe para España y para mí. Obviamente, es alguien
a quien debes siempre
admirar por haber sido tu padre.
El abuelo se inspiró al máximo en su exaltación del honor de la familia, encarnado en
la figura de su hijo muerto
trágicamente. No ahorró detalles sanguinarios y fatalistas, suavizados de vez en cua
ndo ante la mirada atónita del
nieto, quien disfrutaba con placer incalculable el pasado heroico de su progenit
or, de su valiente caballero de la corte
de España. Cada vez que podía, el pequeño les espetaba a todos los compañeros de aula la
hombría de su gran
general, del valiente guerrero, del gran emperador de casa. Mientras más veces el ab
uelo le contase la historia, más
sazón aparecía en la novela, más muertes, más valor, más sangre, más hombría. De ese modo, el
chico siempre
tendría suficiente trama para enaltecer la figura paterna ante su peculiar audienc
ia escolar.
Por minutos, el nieto quedó abstraído, sintiendo en cada palabra de la narración la om
nipresencia de su amado
padre, del soldado de sus sueños, del gladiador favorito. El cuento declamado por
el abuelo siempre terminaba
hipnotizándole. Pero esta vez unos minutos bastaron para romper el hechizo, ambos
reanudaron el trayecto en el
parque, que se estaba llenando con un volumen de visitantes fuera de lo habitual
. Tomados de la mano, avanzaron
unos metros; el pequeño, con voz engatusadora, sedujo al abuelo, logró convencerle d
e comprar un par de helados
de chocolate con vainilla, típicos de la estación. El viejo aceptó complacido luego de
haber revivido el pasado
heroico de su hijo, el general Benítez. Se detuvieron en el kiosco de la famosa he
ladería La Condesa, que bordeaba
la estatua del Ángel Caído, y compraron un par de barquillos antes de emprender el c
amino de regreso a casa, pues
el tiempo se cernía amenazante sobre los deberes escolares.
No habían dado ni un par de chupadas al semicongelado dulce en conos de galleta cu
ando de la nada el menor de
los Benítez ingenuamente soltó un trueno con su boca. Sin querer, hizo la pregunta más
peligrosa o quizás la más
temida y odiada por don Paco, la típica pregunta que siempre obviamos, a sabiendas
de que algún día nos
abofeteará el cachete y tendremos a la fuerza que poner la otra mejilla, casi que
por obligación o por simple capricho
de la historia.
Abuelo Paco, ¿qué es un marica? preguntó el angelito con mirada risueña, ausente de toda c
ulpa, inocente
ante el vendaval que le caería una vez interpretada la duda. Era la primera vez qu
e oía esa palabra y su más cercano
confidente, la persona a quien podía pedir ayuda para interpretar las curiosidades
de la edad, era su abuelo paterno.
El anciano detuvo intempestivamente su andar. Su cuerpo quedó paralizado. El Ángel C
aído miró de soslayo,
frunció el ceño y empezó a volar tan alto como pudo, no quería participar en la refriega
verbal que se avecinaba. El
aire se congeló, el tiempo se detuvo, el Palacio de Cristal estalló en mil pedazos;
todo el parque se convirtió en un
atónito bosque petrificado. Era obvio que la insólita pregunta había calado hondo en e
l abuelo, tanto que le
despedazó el alma. Sin medir fuerzas, el viejo apretó con furia la diminuta mano de
su descendiente mientras el
pequeño se retorcía de dolor. Colérico, el atormentado huraño le gritó:
¿De dónde coño has sacado esa sucia palabra? ¿Quién te ha enseñado a decir sandeces? Si fue
n la escuela,
inmediatamente voy a quejarme con el propio director, el padre Aristizábal me va a
oír reprochó con excesiva
furia ante los asustadizos ojazos del chaval.
El interrogatorio apenas comenzaba; el abuelo, bastante endemoniado, aguardaba l
a justificación. Como no había
respuesta, el verdugo tomó de los hombros a su víctima y la sacudió con fuerza mientra
s subía el tono de sus
amenazas. El viejo parecía un poseso, sus ojos se enrojecieron de ira, odio y la r
ancia sensación de impotencia ante
una simple pregunta que salió de la boca de su propio e indefenso nieto. El pecami
noso y arrabalero descalificativo
eclipsó por completo la tarde, los vientos de primavera alcanzaron fuerza de galer
na reproduciéndose con fervor.
¡Abuelo, me haces daño! chilló el acusado, tratando de aminorar el dolor.
Francisco, no estoy para juegos. Esa palabra es una gran ofensa, en mi casa está pr
ohibida. ¿De dónde coños
la has sacado? ¿Dónde la has escuchado? ¡Vamos, habla de una buena vez!
Insistió el viejo en espera de alguna respuesta ingenua que pudiera aclararse con
un par de nalgadas y listo. Pero
el destino le tenía jurada una mala pasada, de esas de las que es mejor a veces no
enterarse, o, como reza el refrán,
no aclares, que oscurece .
Perdona, abuelo, no sabía que era una palabra fea, pero es que escuché a la abuela en
casa llorando y oí
cuando le decía a doña Clemencia, la costurera, que a mi padre le había matado un mari
ca en París. Solo pude
escuchar eso detrás de la puerta. La abuela me regañó cuando me vio escondido. Perdóname
, no la volveré a
repetir, te lo juro, abuelito.
Concluyó el acusado su versión mientras se enjugaba las lágrimas con la manga de la ca
misa, e inmediatamente
abrazó al viejo buscando paz, o tal vez encontrando aliento para enfrentar el mied
o alborotado en su corazón, un
terror que casi le impedía respirar.
Don Paco se llevó las manos a la cabeza. Con la izquierda retiró su sombrero a cuadr
os de Burberry, que le
acompañaba en días especiales. Con la otra, se rascó la cabeza, como hurgando en su bl
ancuzca cabellera, un tanto
despoblada, alguna respuesta, alguna razón para no matar a su esposa por ser tan i
ndiscreta a la hora de abrir la
bocota. La respiración dejó de acelerarse, persiguiendo algo de calma, tragó un sorbo
de saliva con esencias de hiel.
La rabia le henchía el hígado, estaba por reventar. Giraba sobre sus talones en ángulo
s de ciento ochenta grados en
búsqueda de pistas en el horizonte, pero nada le devolvía el sosiego. Al verse descu
bierto, pateó el pavimento
levantando una cortinilla de polvo mezclado con polen primaveral. Se inclinó hasta
colocar su ojazos cejudos frente a
la mirada aterrada de su nieto, y con voz calmada a la fuerza pero no menos inqu
isidora le susurró al oído.
¿Dijo algo más la tonta de tu abuela? ¿Mencionó algún otro detalle, alguna otra palabra rar
a, algo que no
conozcas, que te cause curiosidad? Dime la verdad, bonito. ¿Pronunció algún nombre, di
jo algo sobre el maldito
marica? ¿Alguna otra historieta extraña, que no conozcas o te suene prohibida o peca
minosa?
No, abuelo, no escuché ninguna otra palabra rara. Solo pude oír eso, que me dio curio
sidad porque se trataba
de mi padre. Del resto, yo no sabía que París quedaba en España, así que menos me he ent
erado del significado de
esa sucia palabra, que no volveré a repetir jamás, te lo prometo.
El niño intentó seguir conversando, pero el abuelo, cansado, lo frenó en seco. Le puso
con delicadeza la palma de
su mano en la boca, aclaró la duda geográfica del chiquitín sobre la verdadera ubicación
de la Ciudad Luz y le pidió
silencio. La solicitud fue aceptada con inmediatez porque el miedo en ocasiones
nos recuerda el tiempo de actuar
acorde a las exigencias. Antes de terminar la absurda conversación, el mayor de lo
s Benítez le pidió al nieto que de
ahora en adelante no repitiese más esa horrible palabra, que envolvía muchas cosas m
alas, aborrecidas, cuestionadas
por Dios y la Iglesia en pleno. Le llegó a recalcar que el mismo demonio la había cr
eado y la usaba a su antojo y
conveniencia para destruir a seres puros. Le obligó a prometer que nunca le hablaría
a la abuela de esta
conversación. Es más, prácticamente le obligó a jurar ante el Ser supremo, aquel de cuya
existencia dudaba desde el
día que enterraron a su primogénito, que jamás hablaría con nadie de la conversación entre
ambos, que sería un
secreto entre dos amigos. El párvulo asintió con su cabecita, confirmando su aceptac
ión de los términos del acuerdo
y de inmediato le rezó a Dios un padrenuestro pidiendo perdón por haber dicho una pa
labra tan cochina.
El abuelo empezó a caminar con sus manos en los bolsillos de la chaqueta marrón de a
lgodón americano.
Caminaba con la vista perdida en el horizonte, concentrado en el discurso que ib
a a echar en casa. Es que Teresa
me va a oír , murmuraba con cada paso que daba, sin darse cuenta de que su nieto mar
chaba a dos pies de
distancia. El trayecto transcurrió sin que ambos cruzasen media palabra. El abuelo
solo pensaba en la pelea de casa;
el infante se concentró en implorar perdón por sus pecados, temía consecuencias mayore
s y por eso se refugió en los
brazos de su Cristo Salvador, que le colgaba del cuello por fuera del uniforme e
scolar. A pocas calles de la casa, el
abuelo quiso aclarar una de las posibles dudas.
Por cierto, Francisco, tu padre murió en un robo en Francia, es verdad. Unos asalta
ntes malnacidos le quitaron
la vida de un disparo por la espalda, a traición, sin darle oportunidad de defende
rse, por eso mi rabia le comentó
el abuelo al entrar en el portal de casa, para que el muchacho entendiera mejor
la versión oficial de cómo había
muerto su amado padre.
Capítulo 5
El triste entierro de Castellanos
Galicia, un día después del asesinato de Castellanos Iturbe
La plaza del pueblo empezó a vaciarse. Los vecinos, entre sollozos, empezaron a re
coger los cadáveres tendidos
en el pavimento, justo al pie del muro de la Iglesia del Perpetuo Socorro, testi
go silencioso, pasivo, casi efímero, por
haber visto tantos infelices ajusticiados por el salvajismo de una guerra cruel
entre hermanos. Los más atrevidos se
enfrascaron en la tarea de limpiar los recuerdos sanguinolentos, tatuados en los
muros de la iglesia, ya cristalizados
por el efecto de la ventisca invernal, mientras un grupo de amigos levantaban lo
s cuerpos de dos de los asesinados
para trasladarles a sus casas e iniciar los rezos velatorios. La tercera víctima,
el profesor madrileño, yacía boca
abajo, con la mirada al este. De su cabeza todavía manaba una fuente abundante de
sangre cálida que abrió un surco
sobre la fina capa de hielo que cubría los adoquines de la calle San Gregorio, ant
es de congelarse en diminutas
formas de témpanos rojizos. No tenía amigos ni familiares. El Marica era su único doli
ente que, como en los buenos
tiempos, le abrazaba con ternura, le limpiaba la cara con el sobrante acuoso de
sus propias lágrimas. Con llanto
desgarrador pero callado expresaba toda la ira de su corazón. Las venas del cuello
querían reventar para liberarse
de la tensión acumulada en los últimos días de un juicio a la intolerancia. Los maxila
res rechinaban con
desesperación, casi resquebrajando los molares, mitad por el viento helado, mitad
por el amor dolido. Por las
comisuras de los labios se filtraba un riachuelo de saliva áspera, preñada de impote
ncia. Sus párpados ennegrecían
los espacios de luz. El Marica se aferraba al cuerpo de su maestro y amigo que a
fin de cuentas se transformó en
amor imposible. Le habían arrancado parte de su esencia, su razón de vida.
Un par de buenos samaritanos, vestidos con indumentaria del campo, casi harapien
tos, se le acercaron para
brindarle ayuda en el traslado del masacrado cuerpo, bien a casa de sus familiar
es, o directo al velatorio. El Marica
paró de llorar para darles las gracias, pero con voz fragmentada, ronca, casi impe
rceptible, les recordó que el
profesor no era de Galicia, que no tenía familia en la zona, que él mismo le llevaría
a Madrid para su entierro junto a
amigos y algunos exfamiliares no homofóbicos. Los andrajosos campesinos se asustar
on ante el repetitivo
comentario del Marica. Le advirtieron de su locura, pues llegar a Madrid podría si
gnificar la muerte segura.
Conversaron un buen rato hasta que las recomendaciones fueron aceptadas. Total,
el catedrático había roto sus
relaciones con sus consanguíneos; además, su exesposa e hijos se habían trasladado a Méj
ico apenas se inició la
guerra. Daba igual cuál fuese el lugar para darle cristiana sepultura. La tierra e
ra solo tierra, en la guerra no
importaba la ubicación geográfica. Era mejor enterrarle en un sitio identificado que
dejarle en manos de los
nacionalistas, que lo echarían sin contemplaciones a una fosa común. Es lo mismo , pensó
el Marica. Total, su amor
ya está lejos de este podrido mundo, rumbo a la paz eterna, camino a la luz, a la
libertad.
Entre los tres cargaron el rígido cuerpo, que había duplicado el peso por la congela
ción. Lo colocaron en una
carreta usada para transporte de verduras y emprendieron el camino rumbo al viej
o cementerio del pueblucho. El
trayecto parecía infinito. La lentitud de la famélica mula que tiraba del carruaje h
acía más pesado el movimiento de
las manecillas del reloj. En la mirada extraviada de los hombres de campo se dib
ujaba una sombra de duda
pecaminosa sobre la relación de los pasajeros recostados en la plataforma trasera
de la carreta. Los labriegos
empezaban a dar crédito a las palabras finales de Benítez cuando sentenció los gustos
sexuales del ajusticiado. Era
evidente que el joven a cargo de la custodia del difunto no era familiar cercano
; algo les unía profundamente, pues la
manera de llorar, el dolor exageradamente conmovedor, el amor expresado muy inte
nsamente iban más allá de la
típica relación familiar. Evitando comentarios, abrumados por la carga moralista de
la misión, los campesinos
decidieron abstenerse de pronunciar frases inoportunas o palabras mal dichas. Y
solo se dedicaron a hacer el bien
ayudando al joven llorón.
El aire gélido cobraba mayor peso en el ambiente, intentando distraer las emocione
s del Marica, que se aferraba
ahora con menos dureza a la petrificada humanidad de Castellanos. Mientras la ca
rreta atravesaba la trocha
empantanada, el deudo empezó a revivir los momentos más especiales de una relación pro
hibida que nació de un
encuentro fugaz.
* * * * *
La primera imagen en aflorar fue la del día de inicio de clases en la universidad.
El Marica estaba sentado en su
pupitre de estudiante cuando, sin avisar, hizo su entrada triunfal el tutor de l
a cátedra de Filosofía y Letras, el
reconocido licenciado Castellanos. Solo bastó una mirada insidiosa del alumno para
entender que definitivamente sus
hormonas estaban en el lugar errado. Un sobrante de morbo aceleró las pulsaciones
de su corazón. Los globos
oculares se inflamaron ante tanta belleza corporal pavoneada por el profesor, dánd
ole vida a la típica relación soñada
por todo chaval que babea por su profesora, aunque en este caso los papeles fues
en peculiarmente distintos. Solo
había un tipo de sexo. En pleno éxtasis visual, el Marica recorría toda la hombruna se
mblanza del nuevo guía
académico y celebraba con alegría por haber escogido la cátedra, muy recomendada por l
a meritoria sapiencia de
Castellanos. El reconocido docente era considerado una especie de colirio para l
as féminas, quienes normalmente no
obtenían las mejores notas, pues su grado de concentración siempre estaba algo difus
o y distraído gracias a la
belleza masculina del tutor.
Rememorar las escenas vividas en la universidad se convirtió en analgésico transitor
io para el doliente de la
carreta, al punto de secar el río de lágrimas y ablandar sus labios, que dejaron de
babear. Continuó recordando que
a partir de la segunda clase con Castellanos se esmeró en usar mil pretextos para
poder acercársele; al menos el
profesor había logrado acapararle horas de deseo platónico al insistente alumno. Rev
isó el calendario rutinario de
clases, así como seminarios extracátedra o cursos especiales que dictaba Castellanos
, intentando siempre estar en
primera fila. Se volvió una obsesión moderada, hasta que ambos cruzaron miradas y un
simple guiño de ojos
encendió la mecha del deseo. Poco a poco, el Marica fue robándole atención a su maestr
o, usando miles de
estratagemas se ganó su confianza y atención hasta lograr que un simple apretón de man
os transmitiese una corriente
sensorial difícil de explicar, de esas que sacuden todos nuestros órganos del deseo
carnal. El persistente enamorado
sabía que Castellanos estaba casado, pero su sexto sentido muy desarrollado le ale
rtaba que detrás de esa imagen
masculina se escapaba una ligereza hormonal hacia el mismo sexo fuera de lo común
o, más bien, cuestionada por la
falsa moral de la sociedad española, que no admitía el concepto liberal de que mientr
as el amor sea puro, no
importa el sexo . Rápidamente entendió que en Castellanos convivía un deseo de libertad
sexual que esquivaba por
clichés culturales, académicos y religiosos. Por extraño sortilegio, ambos expresaron
cierta atracción pecaminosa
saturada de complicidad. Desde el primer flechazo, ambos quisieron fundir los co
razones en un mismo placer
lujurioso.
Finalizado el primer trimestre de clases, se dio el gran acontecimiento que marc
aría la vida de ambos para
siempre, sentenciándoles a vivir un amor bonito, bello, soñadamente imperecedero, el
que todos deseamos que
nunca desaparezca. En plena tarde de verano, cuando el calor se tornaba piromaníac
o en su máximo nivel, profesor
y alumno se refugiaron bajo la sombra de uno de los toldos del café Lorenzo, a esc
asas dos manzanas del
ayuntamiento. Coincidieron en el mismo gusto alcohólico, un buen tinto de verano p
ara acallar los vapores de la
estación. Hablaron de temas triviales por escasos minutos, buscando romper la frágil
malla de pena, tratando de
encontrar las palabras claves para hincar la daga del querer. El Marica fue más at
revido. Acometió con preguntas
incisivas, se abalanzó sobre la vida privada de su amor idílico, no estaba dispuesto
a despilfarrar tiempo. Castellanos
se franqueó, ripostó con claridad a cada inquietud acerca de su pasado, familia, gus
tos y colores preferidos. Le
habló de su matrimonio, una mezcla de amor, quizás algo de deseo al principio, pero
mucha presión social y familiar.
No se veía con buenos ojos que un catedrático tan prestigioso continuase en soltería p
rolongada. También comentó
de sus dos hijos, pero no abundó en detalles ni se esmeró en describir nada acerca d
e su mujer. Es más, explicó que
en ocasiones sufrió largos períodos de abstinencia por algo que él llamaba incompatibi
lidad emocional, que le
causaba insatisfacción en el sexo. La confesión se tornó amena, se oyeron las miles de
excusas de alguien que no
encuentra razones claras de evasión, ante una verdadera debilidad hormonal frente
a un interrogatorio casi policial
cuyo fin era simple, tácito e ineludible: liberar a Castellanos de un sentimiento
encarcelado en un cuerpo que le es
ajeno, que le produce incomodidad.
Unos cuantos tragos fueron la mejor alquimia, transmutando el miedo en libertad,
dándole brillo a una caricia
disimulada, sutil, sensible, aunque a la vez estruendosa, en la médula del más puro
deseo carnal. Ambos se
estremecieron, sus poros exhalaron lujuria. El Marica, más experimentado en la lib
ertad y creatividad de su cuerpo,
fue atrayendo a su víctima. El catedrático no daba crédito a las mariposas que zigzagu
eaban en su entrepierna con
alucinante rapidez, al compás del roce de la piel y los versos seductores, desenca
denando el despertar del miembro
viril, bastante incomprendido e insatisfecho en el pasado reciente. Para Castell
anos esta era la primera vez que su
corazón expresaba anarquía, libertad, pero, ante todo, el afán de romper cadenas moral
istas, protocolos o más bien
conformismos sociales. La física moderna hizo su aparición, recalcando las leyes de
acción y reacción, pues de un
roce de manos se aceleraron dos volcanes. Se estrellaron dos miradas, antecedien
do a un ósculo ahogado,
entusiasta, desenfrenado, simplemente mágico.
El discurso feneció. Fue enterrado con orquesta, pompa, fiesta, celebración de la bu
ena. Los gestos, las caricias,
los mimos tenían una misión clara: fusionar dos cuerpos en el crisol del amor puro,
hermoso, que achicharra,
indiferente a injustas barreras biológicas y equivocadas. La suerte estaba cantada
. Con disimulo pagaron la cuenta.
Dejaron una propina tan abultada que el camarero no paró de contar su tesoro a pro
pios y extraños durante décadas
el día que dos amantes prohibidos se juraron amor. El apartamento del Marica fue l
a guarida ideal para saciar un
deseo enfermizamente bello, pletórico de pureza, amor del bueno, de esos que no se
consiguen con ningún juramento
eclesiástico. Ambos se entregaron mutuamente, los dos premiaron su libertad. Pero
sin sospecharlo, también sellaron
un pacto nefasto con el destino en una nación donde la intolerancia se interpretab
a con lágrimas ornamentadas de
sangre. La noche fue tan larga como la pasión intercambiada. Juntos recibieron la
puesta del sol; con entusiasmo, el
nacimiento del nuevo día con un cansancio heroico, tras muchas batallas cuerpo a c
uerpo, sudorosos, entre sábanas
de seda, felices de ser libres.
* * * * *
La carreta detuvo su andar vacilante frente al cementerio del pueblo. El conduct
or y su inseparable copiloto se
identificaron ante el guardia del camposanto. Le explicaron que traían el cadáver de
un preso recién fusilado esa
misma mañana. Supuestamente, el difunto no tenía familiares cercanos en la zona, per
o deseaban darle cristiana
sepultura. El vigilante les indicó que sin un debido certificado de defunción, exped
ido por las autoridades militares,
solo podrían enterrarle en las fosas comunes, ubicadas en el lado oeste del cement
erio, el más alejado de las
bóvedas y los mausoleos familiares, reconocidos e históricos. El Marica aceptó sin tit
ubear. Después de todo, ¿qué
importaba el lugar del hueco donde descansaría su amor eterno si al final los gusa
nos harían festín con sus huesos?
Su única exigencia fue al menos tener un ataúd decente, pero en esos tiempos no abun
daban los lujos. Una simple
estructura de madera pobre fue el recinto final del ilustre profesor. Con amoros
o esmero, el Marica desnudó el
cuerpo del occiso. Un balde de agua fue suficiente para limpiarle los residuos s
anguinolentos, pegados a la cabeza.
Con delicadeza limpió la tierra acumulada en parte de sus extremidades. Todos se h
orrorizaron al ver los rastros de
una tortura inclemente, dibujada cual claroscuro en la humanidad de Castellanos.
Los moretones parecían islas
amontonadas en su pecho, piernas y brazos; no había lugar inmune al sadismo de sus
cobardes captores.
Con suavidad colocaron el difunto en el improvisado cajón de muerto. Lo sellaron c
on siete clavos facilitados por
los administradores del cementerio. Entre los tres lograron depositar el féretro e
n la fosa número sesenta y cinco. No
hubo rosas ni coronas de flores, nada de recordatorios ni deudos agolpados a los
laterales de la ceremonia. Solo le
despidieron dos campesinos desconocidos y el Marica. Poco a poco, la madera del
sarcófago se fue escondiendo,
cubierta por una mezcla mitad de tierra, mitad lodo y pequeñas rocas. Una simple c
ruz de madera roída simbolizó el
descanso de un alma noble, en una parcela común donde había más víctimas que realidades,
más inocentes que
culpas sensatas, merecedoras del peor de los castigos. La mayoría de los inquilino
s de esa área del camposanto
habían tenido expedientes X . En tiempo de guerra absurda, esta fatídica letra sangrant
e fue usada abundantemente
y sin razón.
Terminada la faena, el Marica les pagó a sus gentiles ayudantes con una buena bols
a repleta de pesetas y les pidió
que le esperasen unos minutos en la distancia, pues quería despedirse de su amigo.
Los humildes trabajadores del
campo aceptaron sin chistar; el pago les había traído un mar de esperanza en plena g
uerra. Esa propina inesperada
daría de comer a dos familias por un par de semanas; aguardar unos minutos era poc
o pedir, estaba más que
justificado. Aprovecharon el tiempo para llevar la mula a pastar y beber un poco
de agua fresca para sumar fuerzas
antes de emprender el trayecto de regreso a casa, dispuestos a celebrar en grand
e con esposas e hijos su productiva
jornada de trabajo. ¡Quién diría que una fría tarde de invierno cuando fusilaron a tres
inocentes saciaría el hambre a
dos familias campesinas de Galicia! Cosas de la vida. En tiempos de sangre unos
lloran, otros celebran.
A solas, el Marica derramó sus últimas lágrimas en la despedida de un amor truncado, i
mposible. Se arrodilló
frente a la cruz, extrajo una navaja de su abrigo, y con escasa pericia pudo gar
abatear el nombre del nuevo morador
del santo aposento. Acuñó la data del entierro, por si algún día se le permitía construir
una lápida decente que
suplantase la malformada cruz. Se sentó cruzando las rodillas, buscando comodidad
mientras repetía una oración que
el cura de su iglesia le había enseñado de niño. Fue el mismo rezo que pronunció cuando
murió su padre víctima de
la tuberculosis. Si bien el Marica era de esencia atea, le tenía mucho respeto al
lugar de la última morada de sus seres
queridos, y Castellanos era el más especial de todos. Luego recitó varias frases, ah
ogado por el llanto de su congoja.
No quería que el día muriese; por primera vez en mucho tiempo rogaba que el astro ma
yor fuese su cómplice,
llenando de luz el espacio a su alrededor. En sus tribulaciones, osó pedirle a un
Dios que no conocía, pero al que en
el fondo temía, que también se lo llevase a él para poder hacerle compañía a su amado prof
esor, para juntos disfrutar
de las mieles del amor real en algún lugar de luz, que nadie sabía si era cierta la
existencia del sitio o si más bien la
fábula engrosaba nuestras ilusiones creando un más allá que nunca llegaría, pero todos q
ueríamos vivir como
justificación de nuestra pobre existencia terrenal. Tal vez no era el momento de f
ilosofar, pero no había opción, era la
separación final, la que duele una sola vez, la de veras. Era el punto sin retorno
de una historia escrita en dos
cuerpos. Toda despedida era permitida, con lógica, o sin ella: sencilla, simple, s
in cuestionamientos.
No quería que el día muriese; por primera vez en mucho tiempo rogaba que el astro ma
yor fuese su cómplice,
llenando de luz el espacio a su alrededor. En sus tribulaciones, osó pedirle a un
Dios que no conocía, pero al que en
el fondo temía, que también se lo llevase a él para poder hacerle compañía a su amado prof
esor, para juntos disfrutar
de las mieles del amor real en algún lugar de luz, que nadie sabía si era cierta la
existencia del sitio o si más bien la
fábula engrosaba nuestras ilusiones creando un más allá que nunca llegaría, pero todos q
ueríamos vivir como
justificación de nuestra pobre existencia terrenal. Tal vez no era el momento de f
ilosofar, pero no había opción, era la
separación final, la que duele una sola vez, la de veras. Era el punto sin retorno
de una historia escrita en dos
cuerpos. Toda despedida era permitida, con lógica, o sin ella: sencilla, simple, s
in cuestionamientos.
El sol se preparaba para dormir, la luz comenzaba a menguar. El Marica entendió qu
e el monólogo no daba para
más. Se incorporó apesadumbrado, adolorido por el frío, la posición, las frustraciones.
Sus ojos estaban enrojecidos
de tristeza pero ausentes en el espacio, ya sin lágrimas, exhaustos por drenar tan
to sufrimiento. Su boca tenía los
labios cuarteados, heridos, algo sangrantes, sin saliva ronca, sin ganas de habl
ar. Prometió a su amado hacer de su
legado la razón de su existir. Alzó la mirada al infinito en busca de alguna excusa,
de alguna pírrica verdad, pero solo
sintió un aire gélido que le quemaba los párpados. Movió la cabeza en señal de aprobación, s
onrió y emprendió el
camino de regreso a casa. Descubrió tristemente que el para siempre siempre llega a
su final. Nada es eterno, todo
en esta vida es un préstamo con fecha de caducidad.
Capítulo 6
La habitación olía a pólvora y sesos quemados

Madrid, doce años más tarde


La explosión de la Luger negra aún retumbaba en los pasillos del hotel Imperial. El
estruendo fue tal que alarmó a
los huéspedes cercanos. También asustó a doña Encarnación, el ama de llaves encargada excl
usivamente del piso
ejecutivo donde se había alojado la esposa del general Benítez. Atónitos, los inquilin
os temporales del antiguo
edificio cruzaban miradas silenciosas con los empleados del lujoso recinto. Nadi
e se atrevía a certificar la
proveniencia ni la razón verdadera del atípico sonido. Todos sospecharon que había sid
o un disparo, detonación
poco común por aquellos tiempos en lugares públicos, luego de terminar la guerra.
La empleada del hotel fue la primera que advirtió la dirección exacta del trueno con
olor a pólvora quemada. Se
aproximó cautelosa a la habitación del piso cuarto identificada con el número cuarenta
. Por respeto hacia los
huéspedes, tocó a la puerta esperando el acostumbrado reproche hacia las camareras i
noportunas: Venga más
tarde, no moleste . Pero el silencio sepulcral era preámbulo perfecto de una obra trág
ica. Encarnación volvió a
golpear la puerta con sus robustos nudillos, esta vez con más rudeza en la madera.
Su voz se hizo presente, en tono
desafiante pidió permiso para entrar. Al no recibir respuesta, decidió hacer uso de
su llave maestra para facilitar el
acceso a la habitación. Cuando hacía girar el pomo de la fina puerta de madera noble
, tres guardias civiles, de
mediana graduación, subían a escape las escaleras en busca del origen del misterioso
sonido, perfectamente
reconocible para ellos gracias a su experta audición en prácticas de tiro y combate.

La puerta se abrió sin ofrecer resistencia y la empleada doméstica se adentró pausadam


ente, con cierta timidez, al
interior de la habitación. El pasillo central de la suntuosísima recámara no facilitab
a la labor de espía. Sin embargo, el
fuerte olor a pólvora quemada, combinado con el ligero pero inconfundible efluvio
de la carne chamuscada,
presagiaban un espectáculo funesto. Ya antes de pasar al dormitorio, a dos tercios
del túnel central, la empleada
comenzó a sudar frío y temblar a causa del ambiente espeluznante que aparecía pintado
frente a ella. Las paredes
lucían un collage de rojo intenso poco común, claro narrador omnisciente de una trag
edia. El ama de llaves solo
divisó parte de un cuerpo postrado, acariciado por un charco de sangre, totalmente
deforme, y una nota escrita con
tinta humana, multiplicada en todos los rincones del cuarto. El miedo y la subid
a del azúcar le impidieron leer el
decadente mensaje antes de despachar un alarido que despertó a todo Madrid. Sin pa
usa salió despavorida de la
habitación número cuarenta. Era la primera vez en su vida que se enfrentaba a una vi
sión tan espantosa, grotesca,
cadavérica. Como alma que lleva el diablo, surcó a toda velocidad la galería que separ
a a las habitaciones del piso,
rumbo a la escalera de servicio. Solo el nombre del gerente del hotel se oía clara
mente entre sus desesperados
gritos.
DonAgustín, donAgustínnnnnn exclamaba la dama de servidumbrebuscando consuelo, un amigo
que la
socorriese, que le ayudase a salir del infierno visual, alguien con la frialdad
necesaria para despertarla de tan horrible
pesadilla. El ulular de Encarnación avisó a los despistados guardias civiles que, co
mo siempre, estaban en el
escenario equivocado. La interceptaron en la escalera del tercer piso. Trataron
de detenerla, pero con fuerza salvaje
la mujer los despachó con un solo empujón. Apenas atinó a decirles el piso donde desca
nsaba la muerta. A paso
redoblado, los milicos llegaron con la lengua afuera a la cuarta planta. Como de
costumbre, desenfundaron sus armas
de reglamento. Trataron de calmar a los presentes, curiosos desprevenidos que as
omaban las narices en busca de
saciar el morbo visual. Dos de los soldados intentaron sellar el perímetro de la e
scena del crimen junto con tres
habitaciones equidistantes del número cuarenta, de norte a sur. El oficial de mayo
r graduación se acercó a la
habitación, deseoso de dilucidar el misterio de la histérica empleada. Con despropor
cionada cautela entró en el
aposento, siempre cubriéndose las espaldas con alguna pared que pudiese proteger s
u retaguardia. Una vez dentro,
hizo un reconocimiento rápido y luego recorrió con los ojos la sala principal. Se pe
rcató, desde luego, de la
presencia del cadáver, pero no estaba claro si aún había un tercero en discordia en la
habitación. Revisó cada
milímetro, cada ángulo, hasta cerciorarse de que no había otros invitados en la fiesta
.
Un minuto después llegó bufando don Agustín Salcedo, el gerente del hotel. El militar
le recibió de manera brusca
y ambos intercambiaron señas de identidad en busca de sosiego, los dos tenían respon
sabilidades diferentes en el
sitio. A vuelo de pájaro, la habitación parecía incólume; solo una botella de exquisito
champagne desentonaba en el
macabro retablo. El morbo socavó el ánimo de los testigos, robándoles la concentración a
bsoluta. María Fernanda,
muy a pesar suyo, no era el centro de atención. La nota escrita con sangre calient
e en las paredes absorbía, atraía las
miradas de ambos y de todo mortal cual pieza única de museo. El mensaje, más allá de l
o dantesco, era muy
particular; sonaba hasta curioso, como sacado de alguna revista amarillista. ¿Quién
coño era el tal Pachi?
Obviamente se trataba de algún marica importante, capaz de llevar al suicidio a un
a mujer de las familias más
acaudaladas de toda España. La mismísima hija de don Toribio López de Peña y esposa del
tan odiado general
Benítez, uno de los hombres de mayor graduación en la casa militar del caudillo, se
había quitado la vida. ¡Joder! ,
pensó el aterrado Agustín, ¿por qué coño tuvo que venir a suicidarse en mi hotel? ¿Por qué f
tan imbécil? Debí
haber respetado el manual . Menudo lío se iba a armar, y lo peor era que había sido el
propio gerente quien facilitó
la entrada de la descerebrada asesina en el lujoso hotel.
María Fernanda López de Peña era la única hija del dueño de dos de los más leídos e influyent
s diarios de la
nación. Su padre era, además, el mayor accionista de la banca, los seguros y la indu
stria naviera. Tenía empresas
muy rentables en la península y en Méjico, su segunda patria. De hecho, la niña María Fe
rnanda jamás vivió los
rigores de la Guerra Civil, pues fue trasladada a Monterrey, a una de las fincas
ganaderas de don Toribio, hasta que
terminó el conflicto. Su poder, aunado a un círculo social de políticos, militares y r
eligiosos, le convertían en el
individuo más acaudalado e importante de toda España, después del Generalísimo y del obi
spo Juan Vicente Ocaña.
Como buen hombre de negocios, López de Peña siempre se las ingenió para estar con Dios
y con el diablo, es decir,
a veces le daba un tiro al gobierno y otro a la revolución con tal de preservar su
privilegiada posición y su elevada
cuota de poder. Sobre todo esta última, porque el poder le producía orgasmos más inten
sos que el sexo mismo. El
éxito en los negocios estaba por encima incluso de la familia. Tal vez sea una con
dición tras bastidores, normal o
quizás patológica, en las grandes fortunas familiares de toda sociedad del mundo, y
en todas las épocas históricas de
la humanidad: el poder siempre termina anteponiéndose a los valores familiares.
En menos de quince minutos, todo el edificio estaba tomado por efectivos de la G
uardia Civil, el Ejército e incluso
la Policía Nacional. El alto mando delegó en el coronel Javier Merallo, jefe de la p
olicía secreta del Estado, el
esclarecimiento del suceso. Se le encargó resolver tamaño problema por ser uno de lo
s hombres más allegados al
Generalísimo para el manejo de situaciones extremas como esta. Era considerado pes
quisidor experto; su misión,
fuera de encontrar culpables y esclarecer los hechos, era sentar directrices, pa
utas de opinión políticamente
correctas, por aquello de la censura y el debido poder del mensaje en épocas de cr
isis. Dio la casualidad de que ese
día Merallo se encontraba cerca del lugar y le fue muy fácil trasladarse al epicentr
o del sangriento hecho que
sacudiría las bases del ejército.
El equipo de investigación oficial consistía en el propio Merallo, cuatro de sus ofi
ciales de mayor confianza, aparte
del director de prensa oficial. Los sabuesos llegaron al cuarto de hotel con esc
asos minutos de diferencia. La primera
orden que dio el líder del proceso investigativo fue aislar la habitación. Acto segu
ido exigió la presencia de los
primeros testigos, los únicos que tuvieron tiempo y ocasión para observar la escena
mortuoria. La lista no era difícil
de manejar. Hasta el momento, solo había tres curiosos oficiales: la camarera, el
gerente y el oficial de la Guardia
Civil que entró a la habitación; este último lo había hecho antes de sellarla para prese
rvar las pruebas y posibles
evidencias circunstanciales. Merallo los dispuso en semicírculo en los sofás de la s
ala principal de la estancia número
cuarenta. Con las manos a la espalda, el detective al cargo miraba fijamente a i
ntervalos constantes los rostros de los
asustadizos oyentes. Sus palabras taladraban los oídos con claras advertencias de
terror.
De más está decirles que estamos ante una situación delicada. Como saben, al parecer se
ha producido un
trágico suicidio. Digo, reitero, al parecer porque apenas hemos comenzado las invest
igaciones. Ustedes fueron los
primeros que vieron a la muerta; además, pudieron observar la escena completa. Com
o sabemos, es la hija de un
adinerado empresario. No quiero entrar en detalles estúpidos, pero todo lo que hab
lemos en esta recámara,
obviamente, formará parte del sumario, amén de ser parte primordial de mi propia inv
estigación. ¿Estamos claros? El
secreto será la mayor de las virtudes.
Demandó en tono recio, directo, fulminante. Los tres inocentes testigos temblaban
con tan solo ver las muecas
feroces en la cara del esbirro. Los hombres respondieron primero, asintiendo con
la cabeza. Encarnación, sofocada
por los sollozos, no lograba concretar frases coherentes, molestando e inquietan
do al coronel, que volvió a agudizar
el mensaje y recalcó sus palabras con tono sumamente ofensivo, intentando imponers
e a la histérica mucama.
Señora, deje de llorar, concéntrese y solo dígame si ha entendido lo que le he dicho. ¡Así
de simple!
Sí, le entendí. Pero yo quería decirle... Su tartamudez fue violentada por la voz groser
a e impetuosa de
Merallo.
¡Cállese! gritó a todo pulmón el soldado . Usted no está acá para preguntar nada, mucho men
ra
conjugar el verbo decir. Yo solo haré las preguntas, ustedes responden. Es muy sen
cillo, nada más hace falta, mucho
menos pensar. Está prohibido el libre albedrío. Así funciona la cosa, ¿estamos claros, p
or última puta vez, señora? O
se largará para siempre de este cochino mundo.
El ama de llaves movió la cabeza de arriba abajo aceptando sin chistar las exigenc
ias del investigador. No quería
sumar problemas; tenía dos hijas que alimentar y conocía muy bien los riesgos que se
corren cuando se reta a la
autoridad. Estaba decidida a colaborar, a guardar santo silencio.
Perfecto. Ahora sí nos entendemos. Antes de pasar al tema del interrogatorio, hay u
n solo detalle, muy
importante, que deben saber. Ustedes serán entrevistados a partir de hoy cuantas v
eces sea necesario. Lo único que
ustedes han visto es un cuerpo inerte, ¿cierto? Ninguno de los presentes vio nada
más, nadie sabe nada sobre el
caso. Está terminantemente prohibido divulgar comentarios superfluos, incluso a su
s familias, o nos veremos
obligados a hacer caer sobre ustedes y sus familias todo el peso de la ley espetó e
l coronel, clavando su mirada
aguileña en el ama de llaves, que reprimía el llanto, cuyo obvio acceso a información
comprometedora podría ser
perjudicial a la investigación, sobre todo si había intrusos al servicio de la prens
a. La mujer levantó la mirada llena de
terror, esperando el dictamen final. Estaba desesperada por terminar con la conv
ersación forzosa . Repito: ni sus
propias familias deben saber nada más que vieron ustedes un simple cadáver, sin nomb
re, sin sexo, sin edad, sin
rostro. ¿Estamos claros? finalizó el militar.
Sí, entendido respondieron los tres sin dudar.
Solo la ingenuidad de Encarnación, traicionada por sus agitadas neuronas, dio pie
nuevamente a la cólera de
Merallo cuando quiso aclarar cierta curiosidad mortal.
Disculpe usted, señor oficial, pero ¿esa nota en la pared, como escrita con san ? La muj
er no pudo
terminar la oración. Una andanada verbal retumbó en todo el pasillo. Los nervios jug
uetearon con su cuerpo.
¡Cállese! ¿Es imbécil o retrasada mental? ¿No entiende lo que digo o de verdad me quiere jo
der todo el día?
repuso con firmeza el interrogador.
Entienda de una puta vez que en esos muros no hay ninguna mancha de sangre, absol
utamente nada. Todas las
paredes están en blanco, acá no hay nada escrito, nunca hubo nada escrito. Le juro q
ue si repite algo de esta
conversación, aunque sea a su perro, no vivirá para contarlo dos veces. Yo mismo le
arrancaré el hígado. Sabe bien
que tengo el poder para hacerlo. No me desafíe, porque soy de pulso ligero cerró taja
nte Merallo.
Era evidente que el caso demandaba un grado elevado de análisis y censura especial
por parte del gobierno; la
difunta podía resquebrajar la solidez de la institución castrense. Los únicos testigos
rápidamente lo asimilaron: o se
convertían en almas discretas para siempre o de lo contrario tendrían asegurada una
cómoda estancia en el
cementerio. Sabían que eran ciertas las amenazas de Merallo. Del susto, Encarnación
sufrió una bajada de azúcar, se
mareó, perdió el conocimiento un par de minutos, precisando asistencia médica inmediat
a. El médico del hotel tuvo
que revivirla. Los observadores circunstanciales habían entendido claramente: sus
vidas serían largas dependiendo de
su discreción. Aclarada la confesión forzada, los tres abandonaron el recinto.
Merallo quedó solo en la habitación con los detectives que buscaban pistas. Su mente
se concentró en el grafiti
estampado en la pared, intentó entender esas palabras tragicómicas. Una carcajada bu
rlona le recordó su odio hacia
los del bando homosexual. Empezó a fabricar listas de sospechosos en su cerebro, p
ero el calificativo bastante
despectivo marica le distraía: no podía contener las ganas de reír. ¡Qué ironía! , pensó.
envidiada
de España se suicida por culpa de un simple y asqueroso marica . Esto no tiene sentid
o, es absurdo, ilógico, a
menos que alguien haya querido ocultar un asesinato . Por simple deducción, la perso
na capaz de dedicarle tiempo a
extraerse su propia sangre para convertirla en tinta solo podía tener dos cosas en
su mente: una prueba de amor
frustrado, o la venganza más dolorosa en aquellos tiempos, el escarnio público. La víc
tima sabía que la clave estaba
ahí, en la mezcla de tres sentimientos en pugna: amor, odio y desquite. La frase i
ncriminatoria era protagonista de una
misiva capaz de poner al descubierto a alguien que llevaba en sus venas el revol
tijo de muchos estigmas. La mujer
quería liberarse del dragón que la carcomía desde su esencia. La sangre en la pared in
tentaba delatar a un adversario
perverso, alguien dominante, mimético, malabarista entre el bien y el mal, alguien
tan poderoso que su nombre, por
extraña razón, debía permanecer oculto.
El problema de Merallo era mayúsculo: la improvisada escritora tenía a sus espaldas
un poder mediático
desproporcionado. Ello le obligaba a ser cauteloso, severo en sus juicios, extre
madamente calculador al momento de
soltar información o, mejor dicho, de construir la realidad a partir de la conveni
encia del entorno. El suicidio de la
hija de un acaudalado empresario, estrechamente vinculado con el régimen del caudi
llo, y esposa, además, del
renombrado general Benítez, héroe de la Guerra Civil, demandaba cierto maquillaje pe
riodístico; porque en tiempos
de dictadores, la verdad es directamente proporcional al beneficio del Estado, s
in importar conjeturas. El
investigador de turno tenía en sus manos un caso bastante atípico en el que convivían
un marica y una dama
presuntamente honorable, pero deshonrada; faltaban actores en esta obra. La opción
de escoger el lugar más
exclusivo de Madrid, frecuentado por la plana mayor del gobierno y las fuerzas a
rmadas, levantaba suspicacias en el
cerebro retorcido de Merallo. ¿Cuál podría ser el beneficio de la duda? ¿Por qué no lo hiz
o en casa? ¿Por qué el
exhibicionismo? ¿A quién intentaba delatar? ¿Acaso la raíz del problema convivía en casa d
e su padre? Si esta última
interrogante tenía asidero investigativo, de seguro el caso podía ser engavetado, pu
es nadie en el gobierno autorizaría
violentar la intimidad del rico empresario.
Como suele suceder, las malas noticias siempre viajan más rápido de lo habitual sin
que nadie pueda frenarlas,
sobre todo en un infierno chico como el hotel Imperial. Don Toribio López de Peña, c
onsocio del inmueble, era
huésped frecuente, ampliamente conocido por la generosidad de sus propinas. Apenas
el minutero del reloj Omega
colocado en la pared central del lobby del edificio Torrentes, sede del diario E
l Informador, propiedad del padre de
la infortunada suicida, marcó el minuto treinta después de la hora del fatídico dispar
o que segó la vida de mi
princesa encantada , sonó el teléfono directo de la secretaria privada del editor. La v
oz masculina, oculta detrás del
auricular, tenía un tono asustadizo, entrecortado; su timbre presagiaba noticias u
n tanto trágicas. El hombre pidió
desesperadamente hablar con don Toribio. La asistente gerencial se limitó a repeti
r la orden habitual para desviar
llamadas inoportunas.
Lo lamento, pero don Toribio está en una reunión del consejo de accionistas y no sald
rá hasta pasadas las
cuatro de la tarde. Deme su recado, por favor, en cuanto él se desocupe le transmi
to el mensaje.
El enigmático mensajero se limitó a soltar la verdad de los hechos, la trágica realida
d que convertiría asuntos
supuestamente importantes en tema de relevancia vacía.
Dígale a don Toribio que su hija está muerta, se ha suicidado en el hotel Imperial, e
stá en la habitación cuarenta
certificó la voz al otro lado del teléfono justo antes de cortar la furtiva llamada.
La empleada de confianza, grandilocuente por excelencia, quedó yerma de palabras.
Su mano derecha se negaba
a soltar el aparato. En fracciones de segundo, consideró la mínima probabilidad de q
ue fuese una broma pesada,
pero el sonido fantasmal de esa voz le machacaba en los tímpanos las dimensiones d
e la posible tragedia ya
consumada. Trastabillando, se incorporó de la silla, apoyándose en el vértice izquierd
o del escritorio para no caerse.
Su rostro se había desencajado y cobró palidez cadavérica. Temblorosa, mordiéndose los l
abios, sudorosa, se
dirigió hacia el salón de reuniones. Sin pedir permiso, abrió la pesada puerta de noga
l, finamente decorada por
artesanos florentinos. Los presentes se voltearon hacia el ofensivo e inoportuno
visitante que logró suspender
momentáneamente una junta tan importante. Para la humilde secretaria, sin embargo,
la terrible realidad superaba
posibles reproches. La humilde mensajera no soportó el peso de la información que tr
aía, y rompió en un lloro
notoriamente aciago, pronóstico claro de la rápida conclusión de todo otro asunto meno
s importante.
Don Toribio, que estaba de pie, exponiendo cifras, resultados y análisis de negoci
os a sus subalternos, se acercó
rápidamente a la estatua sollozante. La abrazó con ternura, suponiendo que alguna tr
agedia personal le había
arrancado la jovialidad a su empleada. La mujer humedeció con sus lágrimas, mezclada
s con secreciones nasales, la
hombrera derecha y la solapa del saco del buen samaritano. El jefe no se molestó p
or la repentina interrupción. Era
tiempo de consolar a su empleada de confianza, después de todo, llevaban cerca de
dieciséis años juntos. Pero por
más que intentó calmarla, el dolor de la mujer no admitía consuelo, se incrementaba si
n razón aparente. Le resultaba
casi imposible articular vocablo perfectamente audible. Solícitos, algunos de los
directores que presenciaban la
escena de dolor le prepararon a la secretaria una infusión de manzanilla, espléndida
en azúcar, en clara intención de
hacerla volver a la realidad y desenterrar la fuente del misterioso sufrimiento.

No fue necesario el brebaje. La acongojada dama al final pudo espetar la triste


noticia a viva voz, con frases
biorrítmicas pero claramente descifrables. De cirineo, don Toribio pasó a crucificad
o. Mensajera y destinatario se
hundieron bajo el peso del dolor, ambos intercambiaron las cargas de pena. Un ci
erzo helado azotó la humanidad del
empresario; miles de emociones se agitaban en su corazón y le cubrían el alma con un
a manta de pensamientos
difusos. Perdió el norte, se desencajó por completo, no podía ser cierto, él se creía inve
ncible. Por mucho que
intentó evitarlo, las fuerzas se alejaron de su cuerpo, se sintió desfallecer. Famélic
o de esperanza, un agudo dolor en
el pecho le obligó a recostarse en un diván estilo Luis XV que adornaba una de las e
squinas del inmenso salón de
reuniones. Su médico de cabecera fue avisado de inmediato, pero tardaría aproximadam
ente dos horas en llegar
porque estaba en las afueras de la ciudad, atendiendo de guardia en un hospital
rural, supervisando a un grupo de
estudiantes del último año de Medicina.
Una fuerte dosis de agua bien azucarada le devolvió la luz a los ojazos de don Tor
ibio. A regañadientes, obligó a
sus subalternos a dejarle en paz. Él era el jefe y quien pagaba sus sueldos. Los e
mpleados se ofrecían para brindarle
calma; él se empecinó, quería salir inmediatamente para corroborar la noticia, ver qué s
ucedía en el Imperial. No
sobraba ánimo para esperar por el doctor, su salud no era la prioridad. Haciendo u
n esfuerzo sobrehumano, se
ajustó la corbata, sacudió su elegante chaqueta de vestir y salió corriendo de la sala
de reuniones, no sin antes pedir
que el chófer estuviese listo para partir inmediatamente. A grandes zancadas bajó lo
s seis pisos que separaban su
despacho de la planta baja. Tenía la respiración acelerada, con valores por encima d
e ciento cincuenta pulsaciones,
niveles desproporcionados para su edad, pero la fuente de tanta energía era su pro
pia hija. El conductor intentó abrir
la puerta del lujoso Mercedes blanco con asientos de cuero tapizados en rojo púrpu
ra, pero no hizo falta: don
Toribio le hizo señas de no perder tiempo. Una vez dentro del automóvil pronunció una
orden clara. Al hotel
Imperial, ya . El chófer hincó el pie en el acelerador, las llantas del pesado vehículo
chillaron con nitidez y
emprendieron la veloz carrera contrarreloj.
Postrado cual emperador caído en el asiento trasero del lujoso carruaje moderno, d
on Toribio trataba de entender
su tragedia. Por primera vez en muchas décadas de éxitos en la vida, las lamentacion
es se imponían a su entereza.
Sus lagrimales, desajustados por falta de uso en el tiempo, empezaron a expulsar
cantidades de líquido acumulado, y
en breve lograron despedazar a un hombre duro como el pedernal y valiente ante t
oda adversidad. Jamás había
tragado una baba tan rancia y pegajosa como hoy; jamás había sentido miedo ante la v
erdad, ni siquiera en las
ocasiones en que estuvo a punto de morir en férreas disputas de negocios. Empezó a r
epasar los momentos felices
de su única hija, la niña que había sacrificado en el altar del éxito, el dinero y el po
der, que siempre había antepuesto
a las frívolas necesidades de la pequeña. Le resultaba muy fácil comprar la felicidad
de sus seres queridos con
abundantes dádivas: bienes, lujos, viajes, en fin, todo artilugio materialista que
le diese libertad y tiempo para
concentrarse en sus negocios personales, en la expansión de su imperio materialist
a.
Ahora la culpa le señalaba con el índice acusador, el viejo zorro se sentía perseguido
por su propio afán de poder.
Se sentía culpable. Su hija llevaba dos meses en un estado de profunda depresión. Él c
onocía la causa, pero
tristemente nunca quiso darle crédito a las palabras de una mujer frustrada , como él m
ismo la había tildado. Ahora
ya era demasiado tarde, mi princesa encantada había partido sin despedirse. Don Tori
bio sospechaba la verdadera
razón de la justicia salvaje hecha por su propia hija. Quiso disfrazar su tristeza
, su frustración, la traición, la rabia.
Contrató a expertos psicólogos, médicos y curas del alma, pero el dolor de la hija pud
o con todos ellos, hoy lo
acababa de demostrar contundentemente. Ya era tarde, su hija apretó el gatillo de
la venganza. Su hija había
demandado atención y él se la negó, fue incrédulo. Ahora no solo había certeza en sus pala
bras, ahora el dolor sería
eterno.
Capítulo 7
Iribarren, el cordero con alma demoníaca

Sebastián Iribarren nació en Zamora varios lustros antes de que el Generalísimo fuese
famoso. Vino al mundo en
el seno de una familia leonesa de clase media, común, sin mayor éxito político, económic
o o social que resaltar. Su
padre era el sastre de la comarca, hombre de carácter férreo, que educó a sus tres hij
os con mano dura y dosis
elevadas de catolicismo casi enfermizo. La moral era el estandarte de la casa, s
iempre se rezaba a la hora de cada
comida. Todos los domingos era sagrado ir a misa sin dejar de visitar el confesi
onario, aun cuando las culpas fuesen
repetidas y el bostezo una conducta adquirida por el sacerdote de turno cada vez
que veía aproximarse a los
miembros de la familia Iribarren en fila. La madre, dedicada a los oficios del h
ogar por orden del marido, machista a
ultranza, sobre quien recaía la manutención de la familia. De pequeña soñó con acudir a la
escuela para formarse
como enfermera titulada, pero la falta de recursos económicos, sumada a un embaraz
o repentino, le seccionaron su
quimera. Siempre fue la cómplice perfecta de sus hijos, en quienes infundió el espírit
u de libertad usando sus penas
como espejo para demostrarles que el peor error del ser humano vive en la sumisión
, en dejar morir los sueños.
Gracias a su oficio de sastre, el padre de Sebastián les pudo brindar una educación
privilegiada para la época en
el famoso Colegio Jesuita. Todos los miembros de la congregación vestían prendas con
feccionadas con esmero por
el alfayate del pueblo; a cambio sus hijos recibían la dispensa de una educación res
ervada solo a ciertos estratos
socioeconómicos, militares de cuna o descendientes de algún familiar de peso en la c
ongregación. Por lo demás, la
enseñanza pública era el destino de las masas cuya fe permitía el crecimiento del pode
r desmedido ostentado por la
sacra institución, un poder que era económico además de político.
De niño, Sebastián mostró una belleza especial en lo físico e incluso en lo espiritual.
Siempre tuvo el don de
mando, el arte de la manipulación, con cierta agilidad insólita en los pequeños de su
edad. Desarrolló ágiles dotes
verbales, capaces de convencer a los más escépticos. Su cabello castaño intenso con ra
yos de luz formaba el marco
perfecto para exhibir sus facciones muy agraciadas. Grandes ojos azules, heredad
os de los genes maternos, cejas
pronunciadas, mirada penetrante, capaz de seducir a los maniquíes de las tiendas d
e lujo; todos se volteaban para
admirarle. Desde su alumbramiento, fue un chico precoz, cuya inteligencia llegó a
asustar a la madre, que sabía del
poder de interpretación del pequeño. Su análisis era metódico, crítico, punzante. Todo lo
que imaginaba lo podía
lograr sin importar precio, sin escatimar el daño a terceros. Se formó en la cuna de
los jesuitas, que contribuyeron a
solidificarle su talento intelectual, y a la par explotaron, sin saberlo, su mej
or perfil maquiavélico, difícil de apreciar
por simples mortales. Era algo innato, propio de futuros líderes de masas.
La excelencia de su oratoria le abrió puertas en las mejores universidades de España
. Y, por si hiciese falta,
siempre llevaba debajo del brazo su llave maestra, una carta de recomendación escr
ita de puño y letra por el obispo
de Zamora, amigo personal del padre de Sebastián. Esa simple epístola garantizaba qu
e ninguna puerta tuviese
cerrojo para el joven. Inició sus estudios de Filosofía y Letras para luego poder as
pirar a perfeccionarse en el área
de la Sociología Moderna. Pero el destino sacó de su manga un naipe para el que no t
enía apuesta. Una mala pasada
le recordó que por mucho que busquemos el norte según nuestros anhelos, jamás se crist
alizará si no está escrito en
nuestra hoja de vida; que el destino ya fue determinado, y que todos tenemos una
misión que ejecutar en este cínico
mundo. Su entereza y capacidad de reinvención le dieron las armas perfectas para r
eponerse de los sinsabores de la
vida. La adversidad le abrió una herida profusa en el alma. El infortunio le enseñó qu
e la felicidad es básicamente un
estado de ánimo, cambiante de acuerdo a las circunstancias. Lo perfecto es inaprop
iado; lo eterno, algún día muere.
El dolor convivió en su mente, le ayudó a ser fuerte, más perseverante, infinitamente
revanchista. Ese era el mayor de
los pecados que desayunaban en su corazón todos los días. Para él no existía el perdón. So
lo la venganza permitía
limpiar las heridas, pero jamás las cicatrizaría.
La tragedia le obligó a amar el poder como razón de supervivencia. Tardó muy poco tiem
po en descifrar que la
España de su juventud tenía dos surtidores absolutos de tiranía. De hecho, el uno temía
y respetaba al otro, pero
ambos convivían en armonía materialista. Analizó las posibles opciones. La primera con
tradecía su esencia ateniense:
entrar en la milicia equivalía a involucionar, realidad catastrófica para su exagera
do saber. Ni por todo el influjo del
Generalísimo se rebajaría a vestir un uniforme verde olivo, destinado a seres inferi
ores sin raciocinio, carentes de
valor más allá de un adminículo que escupe muerte. Por último, el trabajo corporal no er
a su virtud más emblemática,
sobre todo porque tendía a marchitar el intelecto, secaba las ideas y las posibili
dades de superarse como persona.
Optó entonces por el segundo dominio, tal vez peligrosamente sutil, homólogo de sus
utópicos principios,
reservado solo a ilustres personas con potestad de mando, incapaces de accionar
un fusil pero responsables de
muchos genocidios en nombre de una cruz por la cual derriten almas, corazones y
esperanzas a cambio de un diezmo
exponencial en procura del siempre bien ponderado perdón celestial. La decisión era
simple: lograr amalgamar un
señorío con infinidad de tentáculos, capaz de manipular o dominar a entes, con fe cieg
a delante de una simple sotana,
un artístico rosario o el nombre del Supremo Creador. Este disfraz le facilitaría ac
ercarse a los miembros de la tropa
del Generalísimo sin despertar sospechas. Antes bien, ganaría pleitesía y respeto a ca
mbio de la purificación de los
perversos actos cometidos en el pasado reciente por los asesinos nacionalistas.
La apuesta era tácita. La única
manera que poseía Sebastián Iribarren de cobrar venganza sin ser encarcelado era ves
tir los hábitos, hacerse cura.
Conocía el poder ejercido por la cruz de madera en todas las fuerzas armadas de la
nación; era el armamento sin
pólvora que obligaba a los valientes militares a arrodillarse e incluso a elevarle
sus plegarias al cielo. Iribarren
entendía la autoridad social de la Iglesia, estaba clarísimo que el potencial de su
verbo le abriría todos los caminos
para saldar cuentas, para cobrar sus sueños robados. Apenas diez meses después de fi
nalizada la cruenta Guerra
Civil, el hijo del modista se hizo seminarista, llenando de orgullo a sus humild
es padres, que jamás sospecharon las
verdaderas intenciones asesinas de su vástago porque contradecían todas las enseñanzas
maternas.
La agilidad en la lectura e interpretación de las Sagradas Escrituras le permitió as
cender a posiciones en la
jerarquía del seminario de San Francisco Javier en Valladolid; rápido se alzó con el tít
ulo del mejor alumno. Pasaba
largas jornadas de estudio, penitencia o ayuno, labrándose una imagen sólida del hum
ilde siervo de Dios capaz de
divulgar el Evangelio entre las almas más débiles. Todos creían en su actuación; todos s
entían el latir de su corazón
ávido de luz, siempre dispuesto a inundar la ciudad con un mensaje preñado de espera
nza, del buen ideal católico,
aprendido e inculcado en las paredes de su modesta vivienda familiar.
Su mente tenía la capacidad de repartir el tiempo de ejercicio cerebral entre la a
ctuación de fe y la creación de su
plan supremo de infiltrarse en la casa de sus enemigos. Transcurrieron cinco años
antes de que fuese aceptado como
capellán del ejército en la Iglesia de San Jerónimo, en la región de Valencia, uno de lo
s bastiones más importantes
del ejército. Su presencia en la capilla del cuartel fue celebrada por todo lo alt
o. Los oficiales de más alta graduación
prepararon una fiesta en honor del ilustre nuevo sacerdote, graduado con honores
. Con suma rapidez, los
prolongados sermones del domingo pasaron a ser tema de conversación obligada en la
s tertulias comunes de la
ciudad. Cada misa tenía un dinamismo característico y atraía a más fieles cada siete días.
En las ceremonias
especiales, el templo se saturaba de tal manera que había gente de pie en todos lo
s rincones; no cabía un alfiler. Su
fama se regó por todo el Levante español; nadie pudo advertir que el cordero con alm
a demoníaca aceleraba su
plan, inventando charlas, cursos especiales para monaguillos, matrimonios, bauti
zos y cuanta parafernalia religiosa
fuese habitual. El objetivo era impulsar su imagen, mercadear su nombre, convert
irlo en muletilla, necesitaba que el
ruido de su discurso acariciase los oídos de sus enemigos. Sebastián estaba desesper
ado por llegar a su campo de
batalla. Su plan no tendría éxito hasta convertirse en el capellán del ejército en Madri
d. La sangrienta venganza
estaba germinando, su consolidación era solo menudencias de Cronos.
Capítulo 8
Dolor de mi abuelo por la partida de mi princesa encantada

El lobby del hotel Imperial era un completo caos. Una treintena de guardias civi
les recorría cada palmo de la
recepción, fiscalizaban salidas de huéspedes nerviosos, acallaban las miradas de cur
iosos comensales que departían
en el restaurante o en el lujoso café Napoleón. La simple presencia de los uniformad
os transmitía espanto en toda
boca, aniquilando todo dejo de sonido gutural. Nadie podía entrar al recinto, en e
special los medios de
comunicación amontonados a las puertas de vidrio, que eran repelidos con el micros
cópico nivel de elocuencia de
los castrenses, que se limitaban a reproducir una orden superior básica: Está prohibi
da la entrada . No importaba el
relinche de la gente, los reclutas estaban allí para obstaculizar el paso, labor q
ue sabían cumplir a rajatabla luego de
mucho entrenamiento.
El Mercedes Benz blanco último modelo frenó de golpe, casi atropellando a la multitu
d que se agolpaba en la
acera de la entrada principal del hotel. Sin respetar modales ni normas de educa
ción, el rico empresario se abrió
paso a trompicones, empujó a cuanto curioso se atravesó en su desesperada carrera ha
cia el portal. En menos de un
minuto estaba cara a cara con el primer gendarme, un soldado que ejecutó el mandat
o principal de no dejar pasar a
nadie, desatando con ello la mayor de las cóleras en el empresario.
¡Óigame bien! Soy Toribio López de Peña, necesito entrar gritó con desenfreno tratando de h
cer entender
la importancia de su presencia.
Pero el neófito guardia no conocía de apellidos, ni de alcurnia, ni mucho menos de e
ducación. Él solo servía bajo
el edicto de un superior jerárquico, igual de tonto pero un poco más hábil, apadrinado
o afortunado que él. Su
respuesta incrementó el arrebato del demandante.
Lo siento, señor, pero nadie puede pasar, son disposiciones superiores. Hay una inv
estigación
El guardia novato no finalizó la idea. De improviso, sintió que la pesada mano de do
n Toribio le apretujaba la
guerrera del impecable uniforme con la furia de un oso salvaje. El desespero ena
rdeció los ánimos del señor
empresario, no estaba de humor para discutir menudencias, era tiempo de ejercer
el poder del apellido.
¡Pedazo de imbécil! Soy el padre de la muerta. También soy el dueño de esta mierda de hot
el. Tus superiores
son mis mejores amigos. Y te juro que si no me dejas pasar ahora mismo, le pediré
al propio Generalísimo que te
mande fusilar. ¿Entendido, cretino?
La embestida del valeroso adversario rápidamente alertó al resto de los colegas de a
rmas del agredido. Un
grupito de cuatro soldados intervino para separar a don Toribio de su presa. Asu
stadizo, el guardia civil mostró su
arma de reglamento, alardeando de su cobarde valentía. Levantó la mano apuntando la
pistola directamente a la cara
del osado rebelde. La desesperada acción alertó al capitán Hernández, que estaba a cargo
de la custodia del salón
principal del hotel y sus accesos. Al percatarse del alboroto en la entrada, pre
suroso gritó una contraorden que frenó
la insolencia del novato. Hizo un gesto con el índice derecho y en segundos estaba
detenido el agreste soldaducho.
Pidió que alzaran la cadena de seguridad para darle puerta franca al ilustre invit
ado. Le ofreció excusas de mil
maneras, siguiendo al trote al desesperado millonario, que se dirigía a toda veloc
idad hacia el área de las escaleras.
El oficial de alta graduación insistió en que debía acompañarle hasta la habitación número c
uarenta porque había
suficiente tropa encargada de frenar la inesperada intromisión de civiles; incluso
, todo el piso había sido evacuado en
búsqueda de pistas y cada habitación albergaba a no menos de tres soldados, todos co
n órdenes de arrestar a los
intrusos. Don Toribio aceptó la propuesta, redoblando el paso. Cada vez que aparecía
un obstáculo ataviado de
verde olivo, el capitán Hernández gritaba la clave secreta y de ese modo, en efecto,
nadie ofreció resistencia.
Con aliento menguado, presa del pánico ante una escena incierta, aterradora, don T
oribio llegó finalmente a la
puerta identificada con el número cuarenta. El dígito estaba labrado en molde de met
al dorado, indicador de una de
las suites más importantes del hotel predilecto de la nobleza de España. Era la mism
a edificación que durante años
sirvió de espacio para juntas de negocios, grandes fiestas de las empresas del imp
ortante hombre de negocios, así
como aventuras de amores y desamores de un hombre acostumbrado a pernoctar siemp
re en la cima del éxito. Hoy
el lugar cambiaba de decorado, de esencia. Hoy se vestía de luto, de tragedia; hoy
las lágrimas suplantaban la
sonrisa y las alegrías vividas en su recinto favorito para celebrar.
Merallo recibió sin emoción alguna, actitud normal de los sabuesos, al padre de la m
ujer ensangrentada con una
bala que le había atravesado la sien de derecha a izquierda. Poca verborrea admitió
el deudo. El silencio era
necesario, las palabras estaban de paseo, fuera de contexto. El cadáver de su hija
, todavía cálido, le absorbió toda la
atención de forma inmediata. Se abalanzó sobre ella, se sentó en el piso. Tomó el rígido c
uello de María Fernanda,
lo apoyó sobre su brazo derecho, sin importarle la cantidad de sangre que bañó su cost
oso traje de lino persa que
con tanto esmero solía cuidar. El deudo rompió a llorar, ahogado, sin palabras, sin
conciencia, fuera de sí; un pedazo
de su vida comenzaba a desprendérsele. Sostenía en sus brazos el maltrecho cuerpo de
la heredera, de su única hija,
la razón de luchar, de vivir, cuando convenía , o al menos eso vociferaba en reuniones
sociales. La hija que se
empachó de todo lo material, que siempre le idolatró, le amó sin mesura, la hija que n
o fue correspondida en cariño,
en credibilidad, afectos o simples mentiras blancas dichas por no dejar, por tra
tar de complacer a un corazón
solitario, ávido de calor, de valoración más allá de la belleza física. Ya era tarde, las
palabras nunca dichas se habían
pulverizado en el infinito. No más reproches, no más promesas incumplidas. Las dudas
, los aciertos y los fracasos
antiguos emigraron rumbo al olvido. El tiempo sentenció el último acto de una vida a
caudaladamente vacía. El
progenitor se aferraba al rígido cuerpo, lo estrujaba intentando darle aliento, cl
amaba a gritos, en su propia alma, que
el pasado volviese. Miles de imágenes de la hermosa doncella, mi princesa encantada ,
se repetían en la cabeza del
ahora deudo, rememorando los limitados pasajes tiernos cuando era niña, adolescent
e, mujer y madre. El refrán reza
que cuando estamos cerca de morir nos aferramos más a la vida, quizás esa era la vit
amina que buscaba don Toribio
para no perecer en el acto; quería vivir, pero junto a ella.
Merallo respetó el dolor del familiar de la difunta. Apostó a sus hombres en el túnel
del pasillo de la habitación,
justo al pie de la puerta, sin traspasarla, porque había temor por alguna reacción v
iolenta del atormentado huésped, y
tal vez requeriría ayuda de sus compañeros de armas para contener los derrames de ad
renalina. El investigador se
puso de espaldas a don Toribio, presenciando toda la dosis de frustración ante sí; l
os temblores corporales del
visitante eran un poema melancólico, una queja desesperada, sin voz. Encendió un cig
arrillo para elevar los niveles de
concentración y agudizar el pensamiento. No deseaba interrumpir, después de todo, ya
los peritos forenses se habían
retirado con las pistas. No precisaba mayor experticia sobre el cuerpo, se trata
ba claramente de un típico suicidio.
Considerando la forma en que había caído el cadáver, la trayectoria de la bala y las s
ecuelas de su rastro, era
impensable que otra persona hubiese participado. Lo triste del suceso, pensaba e
l investigador, era el modo tan
absurdo de ejecutar una venganza, sacrificando una vida plena en todos los senti
dos y aspiraciones materiales de
todo mortal. Resultaba inconcebible imaginar que una dama de sociedad se entrega
se de tal forma a la muerte,
dejando en la orfandad a su propio hijo, de cortos años de edad. El dolor moral er
a obvio, pero el método del
rancio desquite era totalmente cuestionable, inaceptable.
justo al pie de la puerta, sin traspasarla, porque había temor por alguna reacción v
iolenta del atormentado huésped, y
tal vez requeriría ayuda de sus compañeros de armas para contener los derrames de ad
renalina. El investigador se
puso de espaldas a don Toribio, presenciando toda la dosis de frustración ante sí; l
os temblores corporales del
visitante eran un poema melancólico, una queja desesperada, sin voz. Encendió un cig
arrillo para elevar los niveles de
concentración y agudizar el pensamiento. No deseaba interrumpir, después de todo, ya
los peritos forenses se habían
retirado con las pistas. No precisaba mayor experticia sobre el cuerpo, se trata
ba claramente de un típico suicidio.
Considerando la forma en que había caído el cadáver, la trayectoria de la bala y las s
ecuelas de su rastro, era
impensable que otra persona hubiese participado. Lo triste del suceso, pensaba e
l investigador, era el modo tan
absurdo de ejecutar una venganza, sacrificando una vida plena en todos los senti
dos y aspiraciones materiales de
todo mortal. Resultaba inconcebible imaginar que una dama de sociedad se entrega
se de tal forma a la muerte,
dejando en la orfandad a su propio hijo, de cortos años de edad. El dolor moral er
a obvio, pero el método del
rancio desquite era totalmente cuestionable, inaceptable.
Finalizado el tiempo prudencial, Merallo decidió continuar con su trabajo. Le tenía
sin cuidado el dolor ajeno; ya
estaba acostumbrado a ello, era su labor cotidiana. Acorde al proceso, debía hacer
el levantamiento oficial del
cadáver para poder finalizar el respectivo informe forense e investigativo, en búsqu
eda de razones necesarias para
cerrar el caso de manera políticamente silenciosa. Con respeto sacramental se apro
ximó a don Toribio y,
flanqueando su lado derecho, le tomó del hombro que estaba menos expuesto al cadáver
. Se apoyó en él y casi se
arrodilló para estar a la altura de su oreja y poder hablarle con suavidad. La act
itud del militar despertó de su estado
transitorio al padre de la víctima, le trajo a la realidad, le hizo aterrizar, le
recordó que, lamentablemente, a pesar de
la tragedia, la vida continúa y todo vuelve a su sitio, a la normalidad, por mucho
que el dolor aprisione nuestras
entrañas. Don Toribio entendió. Malhumorado, aceptó la invitación, dejó a un lado los recu
erdos repetitivos de su
mente. Debía ponerle un toque de racionalidad a los acontecimientos; debía entender
un poco lo sucedido, aun
cuando sus sospechas iniciales no estarían divorciadas de la autenticidad de una a
menaza previa.
Respiró con profundidad. Atiborró sus pulmones de oxígeno fresco y exhaló con mesura, al
tiempo que
depositaba el cuerpo de su infortunada hija en la misma posición en que la había enc
ontrado. Aceptó que los
detectives debían seguir con las averiguaciones de rutina. Se levantó del piso con l
a ayuda del único testigo de su
llanto, sacudió la chaqueta de su traje de lino impregnado de sangre en varias par
tes de la costosa tela. Como buen
periodista, su instinto le obligó a otear el lugar de los hechos: la escena del ho
rrendo crimen, de piso a techo y en
cada punto cardinal que delimitaba el espacio tridimensional de la habitación. Por
la posición del cadáver, sumada a
su desdicha, don Toribio tardó más de lo normal en dirigir su mirada a la funesta pa
red pintada de rojo y entender el
escrito. Merallo quería ver su reacción, tal vez allí se encontrase buena parte del cu
rioso acertijo sexual.
El padre de la mujer ensangrentada se puso nervioso cuando divisó el mensaje estam
pado en la pared. La letra
era reconocible a pesar de los goteos de la tinta humana. Su hija había dado vida
a las amenazas; eran ciertos los
reproches, su verdad siempre existió. Un alarido fue vomitado con rabia por la boc
a de don Toribio, que volvió a
hincarse de rodillas golpeando el piso desenfrenadamente con sus manos mojadas c
on la sangre de María Fernanda.
¡Nooo! ¡Tenías razón, hija! ¡Perdóname, nooo ! vociferaba con ira desmedida el dolido padre
entando
saciar su sed de desahogo. Merallo agudizó el sentido de análisis ante la reacción gen
erada por las sangrientas
palabras. Extrajo su libreta de cuero negro con emblema de la armada, regalo del
almirante Lizardo Martínez, para
anotar con detalle milimétrico todas las palabras emitidas por el acusador arrodil
lado frente al patético mural.
¡Era verdad! Ese maldito te jodió la vida; ese marica de mierda nos destruyó a todos. H
ija, perdóname,
perdóname por haber dudado de ti. Perdóname, pero te juro que lo voy a matar, te lo
prometo. Yo mismo le
arrancaré el corazón a ese malnacido, yo mismo voy a matar a ese maldito marica.
El investigador no actuó. Sus hombres, al oír el escándalo, intentaron hacer acto de p
resencia, pero el jefe les hizo
señas con el puño cerrado, pidiéndoles silencio, discreción total; necesitaba más tiempo c
on el testigo, era preciso
que soltase todo su discurso envenenado, avinagrado, destructivo para ir atando
cabos en la investigación. Resultaba
obvio que la muerta, el padre y el victimario se conocían; en pocas palabras, era
un triángulo peligroso en el seno de
una familia demasiado poderosa. El caso empezaba a lucir un par de nudos de dond
e especular, de donde extraer
más tela por donde cortar. La tarea complicada era detener la avalancha mediática ca
paz de suscitarse en torno a los
acontecimientos. Primeramente, el riesgo informativo recaía en las posibles decisi
ones alocadas de don Toribio,
presa fácil de la frustración.
El atribulado padre se cargó toda la responsabilidad por las acciones de su hija.
Una y otra vez se desdobló en
excusas ante el rígido cuerpo que decoraba la habitación. Con precisión quirúrgica, el a
caudalado empresario
recordó cada una de las veces que su hija le justificó el deseo enfermizo de liberta
d en su vida, la verdadera razón de
su frustración, su dolor, el nombre del causante de tan grande deshonra en la fami
lia en una mujer que solo deseaba
ser amada de verdad. También compiló las miles de justificaciones o razones que él, co
mo padre, había tenido para
dudar de la veracidad de las súplicas de la frágil niña depresiva, sus amenazas y sus
caprichos de mujer, como
siempre decía don Toribio, frente a las alocadas palabras de mi princesa encantada .
Hoy le tocaba recoger los
despojos de su hija, hoy entendió que el dolor tiene en ocasiones la triste función
de juez ante nuestros actos más
cobardes.
Merallo interrumpió el soliloquio espiritual que estaba viviendo su compañero de est
ancia. Convenció al testigo de
intercambiar palabras sobre el suceso, era una simple rutina, que ayudaría a escla
recerlo. El viejo empecinado le
salió al trote, anticipándose a preguntas rebuscadas o protocolares.
Créame que entiendo su función acá, pero no se preocupe. Sé con exactitud lo que ha suced
ido en esta
habitación.
El interrogador aceleraba su taquigrafía para no perder detalle de una posible con
fesión que liquidase el proceso.
Conozco de sobra la razón por la cual mi hija apretó el gatillo, incluso puedo deduci
r por qué uso la Luger. Sé
que la culpa en gran parte fue mía, por rechazar sus pedidos e ignorar su llanto.
Pero entienda usted que pronto
habrá otros cadáveres para lavar el honor de mi hija. Y usted sabe de quién se trata.
La respuesta fue tajante. El testigo principal en la escena del crimen, el de ma
yor valor que el propio cadáver,
intentó huir del lugar, pero su oyente volvió a frenarle, más para advertirle que para
inculparle, dando así inicio a una
charla inquisidora. Don Toribio deseaba escapar, pero Merallo precisaba mucha in
formación, más pistas para
establecer conclusiones claras.
Cálmese, don Toribio, sé que es un momento duro
Duro, dice usted, ¿qué coño sabe del dolor de un padre por la pérdida de un hijo? Y sobre
todo por culpa de
un maldito que en mala hora llegó a nuestras vidas.
En la guerra vi muchos cadáveres, don Toribio; yo mismo maté a mucha gente dijo el ofic
ial en busca de
equilibrio, o quizás intentando compartir experiencias dolorosas para amortiguar l
a carga de su interlocutor, pero sus
comentarios recibían interrupciones necesarias; el viejo, herido en el corazón, solo
pretendía venganza, honor y
sangre.
Ninguna muerte se compara con la pérdida de un hijo; no sea imbécil ni trate de conso
larme, que eso no le
queda bien gruñó el veterano periodista dándose la vuelta para tratar de abandonar el i
nterrogatorio; pero el
investigador, fiel a su lógica indomable, trató de frenar la escapada del actor clav
e.
Solo hago mi trabajo, señor. Y como investigador sé que no es fácil conversar con los i
nvolucrados, sobre todo
cuando son deudos. Pero, lamentablemente, le guste o no, debo hacerle algunas pr
eguntas de rigor sobre el crimen
para resolverlo de la mejor manera, su colaboración es vital.
Don Toribio frenó en seco; giró su rostro con expresión burlesca. Miró fijamente al ofic
ial encargado del proceso,
le intimidó. Sus ojos irradiaban un dejo de ironía difícil de interpretar. Pero realme
nte incongruente, peligrosa,
inestable y confusa fue la respuesta:
No pierda tiempo, ambos conocemos al culpable, ambos sabemos quién mató a mi hija, er
a solo cuestión de
horas. Si desea, le advierte que voy por él. No importa dónde se esconda. Ni el prop
io Franco podrá salvarle de mi
venganza. Él indirectamente asesinó a mi niña, y lo pagará con su sangre. Tenga por segu
ra mi amenaza, nadie me
detendrá.
El mensaje de despedida desencajó a un sabueso acostumbrado a oír las justificacione
s y las verdades más
inverosímiles del planeta, pero esta sentencia era totalmente enigmática. Merallo qu
edó petrificado ante las
aseveraciones oídas, arrugó la frente y bajó la mirada en busca de sosiego. Los únicos m
aricas que él recordaba en
toda su existencia estaban varios metros bajo tierra, pisoteados por el odio de
la discriminación durante la Guerra
Civil. No entendió cómo el simple suicidio de una mujer frustrada podía involucrarlo a
él, sobre todo ligándolo con
personas de gustos afectivos y sexuales cuestionables por la sociedad. Era el pr
imer caso que aturdía al experto
investigador del gobierno. Este mensaje se convirtió en la piedra angular de todo
el informe que elevó a sus
superiores. Pronto la sospecha de lo improbable, materializado en realidad, come
nzó a recorrer un estrecho
pasadizo en los recuerdos de Merallo, remembranzas de la época de combates en el b
ando nacionalista. El déjà vu
se basaba en antiguas habladurías de cuartel. Si esos retazos de chismes tenían base
s sólidas, entrelazadas con el
suicidio de la afamada mujer, podría gestarse una crisis de gobierno. El militar a
hora entendía la onda expansiva del
problema que se avecinaba si no actuaba con sapiencia.
Capítulo 9
Marica: palabra prohibida en casa del abuelo Paco
Madrid, primera noche de primavera seis años después
El abuelo, en compañía del nieto, entró en la casa luego de un paseo primaveral por el
parque del Retiro. El niño,
aún tembloroso por la amonestación, subió a cambiarse de ropa para ir a casa de su ami
go Manuel Rivarola a
terminar los deberes escolares que había asignado ese día la maestra de Historia. To
do estaba en aparente calma. El
mayordomo se acercó a don Paco con la intención habitual de ofrecerle su ayuda a la
hora de quitarse la chaqueta,
pero este, de manera sorpresiva, arisca, grosera, en el mismo instante en que el
nieto se perdió de vista en las
escaleras del segundo piso, le apartó la mano con cierta violencia, buscando con l
a mirada a doña Rebeca Gonzaga,
su esposa, la abuela de Francisco. Primero intentó en la sala de estar, pensando q
ue tal vez estuviese jugando
canasta con sus amigas, pero el resultado fue negativo. Dedujo entonces que la m
ejor opción era revisar la cocina.
Detrás de su figura le seguía cual sombra el mayordomo de toda la vida, que buscó la m
anera de ser cortés,
ofreciendo asistirle por segunda ocasión.
Perdone usted, pero la señora Rebeca está en el jardín cuidando de las flores.
El indómito visitante ni se volteó para dar las gracias, simplemente movió la mano der
echa advirtiéndole a su
hombre de servicio que se mantuviese a distancia. Don Paco saltó los dos escalones
que separaban la elegante
vivienda del jardín en el traspatio, finamente decorado con un arcoíris de flores mu
lticolores, y preservado con
esmero por las habilidosas manos de la abuela.
Sin mediar palabra, sin responder al afectuoso saludo de su esposa, don Paco abu
só de su fuerza tirando de la
bata de doña Rebeca y obligándola a levantarse del engramado suelo, que estaba cuida
ndo en ese momento. Su
actitud salvaje alertó al resto del personal de servicio, que se agolpó en el ventan
al de la cocina para observar la
bochornosa pelea entre esposos.
¡Joder, Paco, me haces daño! exclamó doña Rebeca intentando zafarse de su agresor, que la
apretaba con
más contundencia, zarandeando a su esposa por ambos brazos. La furia dominaba la m
ente del viejo, nadie podía
reducirle la violencia.
Mujer, ¿me puedes explicar por qué coño debes estar diciendo tonterías con tus amigotas? ¿P
or qué carajo no
dejas en paz a nuestro hijo? ¿Qué coño tienes que contarle a la cacatúa de tu amiga Clem
encia sobre nuestro hijo?
¿No puedes guardar silencio? gritó a quemarropa don Paco, saturado de cólera.
¿De dónde sacas esa barbaridad? dijo Rebeca tratando de apaciguar a su opresor.
Me lo ha dicho tu nieto. Nuestro nieto, porque te oyó, en mala hora, conversar con
una de tus amigas en la sala
y claramente le dijiste que a nuestro amado hijo lo habían matado en París, que ese
marica lo mató. Entonces, ahora,
explícame qué historia le debo contar a Francisco, sin que dañe sus emociones, su orgu
llo por el padre, ¿no ves que
es un churumbel? ¡Te he repetido millones de veces que al gran general Benítez, nues
tro desdichado hijo, lo mataron
a traición en París! Y ¡puntooooo! No tienes ninguna otra versión que ofrecer a nadieee.

Perdona, Paco, yo solo le comenté a Cle


Su verdugo le cortó el habla en seco. Por primera vez en cincuenta años de matrimoni
o don Paco abofeteó a su
mujer con una fuerza desproporcionada y delante de la servidumbre. Nunca antes h
abía perdido su compostura; ni
siquiera en las peleas más subidas de tono jamás le había levantado la mano a ninguna
mujer; siempre mostró dotes
de caballero en la guerra y en la cordura. Pero todo lo relacionado con la trágica
muerte de su hijo le cambiaba el
humor repentinamente, transportándole al más bajo de los inframundos. La historia fa
tal de su hijo era tema sagrado,
apócrifo, nadie podía mencionarle desde el día en que fue sepultado falto de honores d
e Estado, sin merecer alguna
queja o reproche agrio por parte de don Paco.
El cachete izquierdo de doña Rebeca se pigmentó de un rosado fuerte, demarcando la s
ilueta de la palma de la
mano de su antiguo gran amor, pero el dolor le subió rápido a los ojos y su llanto n
o se hizo esperar. Don Paco
prosiguió con su tortura, esta vez emocional. Tiró de la cabellera a su mujer obligánd
ola a mirarle fijamente a los ojos
para cantarle las últimas advertencias.
Escúchame bien, te repito: que sea la última vez en tu puta vida que menciones algo s
obre la muerte de nuestro
hijo. Él ya está enterrado, hace seis malditos años que se nos fue y punto final en la
tragicómica historieta. No me
importa quién lo haya matado. No me interesa si fue el marica aquel, si fue un ejérc
ito de moros, o si algún amante
del mismísimo Generalísimo de la mierda que lo parió fue el asesino, el que le pegó los
tres tiros. Lo único que sé es
que esa historia murió con él. La única versión oficial es la mía, que debe ser la tuya ha
sta que te mueras. Nuestro
hijo murió en un asalto en Francia cuando estaba a cargo de la agregaduría militar d
e nuestro país. ¿Estamos claros,
Rebeca?
La interrogante final venía salpicada de mares de resentimiento, frustración y desdi
cha. Los ojos de don Paco casi
se salían de sus órbitas, su rostro era un poema satánico; estaba poseído por almas oscu
ras. No había huecos para
la duda. La mujer que contenía el llanto para no ser abofeteada por segunda vez de
bía calmar a su fiera. El único
antídoto era la sumisión, otro reproche o palabra mal utilizada podría desencadenar un
a tragedia mayúscula.
Entiendo, Paco, perdona. Te juro que no volverá a pasar respondió casi sin respirar.
Muy bien, espero que así sea, Rebeca, porque la próxima vez que me entere de que anda
s hablando mierda de
nuestro hijo te juro que te mato.
Certificada la amenaza, don Paco dio media vuelta, giró sobre el pie izquierdo y l
e dio la espalda a la sufrida
mujer, que cayó de rodillas, liberando su dolor a través de un lloriqueo envuelto en
mantos de nostalgia, rabia,
tristeza y soledad. Las empleadas domésticas que con horror presenciaron la transf
ormación del doctor Jekyll
madrileño salieron en tropel a socorrer a la señora de la casa. El único que siguió a do
n Paco hasta el portal de la
entrada fue el fiel mayordomo, sorprendido por la actitud salvaje de su casero.
Todos en la casona abrieron la puerta
del miedo en sus corazones, descubrieron que convivían con un ser atormentado, con
instinto asesino si vulneraban
un secreto callado por resignación u obligación.
El atento mayordomo buscó la manera de proteger su trabajo brindándole apoyo a su em
pleador por si había
cambiado de parecer y deseaba despojarse de su blazer de vestir, darse una ducha
relajante, en fin, si deseaba
volver a la cordura. Sus ofertas cayeron en saco roto. El ogro se volteó hacia su
fiel empleado, le regaló una sonrisa
falsa, dio media vuelta en dirección a la calle decidido a emigrar de un lugar don
de le habían perdido el respeto,
reverencia que ya no importaba. Bajó los escalones de la entrada, caminó hasta el po
rtal exterior, hizo girar el pomo,
que liberó la pesada puerta metálica cual preso en su primer día de libertad, se detuv
o en la calzada mirando a
ambos lados de la calle, buscando un rumbo, un destino perfecto para saciar sus
bajos instintos. Una voz desde
dentro de casa le robó parte de la concentración.
Disculpe, señor, ¿le esperamos para la cena? Hoy tenemos estofado con alubias y puré de
patatas, su cena
favorita preguntó tímidamente el mayordomo ejerciendo la labor de consejero pacificad
or. Pensó que tal vez esa
excusa podría generar algún sosiego en el corazón de don Paco, pero la respuesta que r
ecibió fue peor que un puñal
al corazón, la contestación estuvo a la altura del bochornoso espectáculo que se había v
ivido en el jardín trasero de
la mansión. Era el final de todo vestigio de moral familiar.
Muchas gracias, pero hoy no tengo hambre. Es más, no sé si regresaré temprano. Dile a m
i mujer que me voy
al burdel a ver si una puta me calma la rabieta. No me esperen.
Acto seguido, don Paco surcó la calle camino delAngelus Club, sitio de moda en la
España franquista, un sótano
que entre sus paredes cobijaba un submundo de doble moral, destinado solo a las
minorías pudientes de la sociedad,
sus políticos, militares y empresarios, aunque de vez en cuando la bondad de los c
orruptos permitía a sus chóferes
seguirles al lugar como premio por su discreción. Era el burdel de los ricos. Todo
s sabían de su existencia, pero
todos evadían su verdad, convirtiéndolo en un mito en la mente del madrileño de a pie.
Los clientes frecuentes le
llamaban la catarsis matrimonial, el lugar ideal para desahogar las frustracione
s hogareñas.
Capítulo 10
La capitulación de don Toribio

Eran pasadas las cinco de la tarde cuando don Toribio salió de la habitación número cu
arenta del hotel Imperial
después de identificar el cadáver de su hija María Fernanda. Con actitud seca, sin ímpet
u, escaso de coordinación,
sudoroso, el gran señor de los negocios recorría los pasillos del hostal en busca de
la puerta principal para evacuar el
recinto donde su única heredera había decidido despedirse para siempre de este podri
do infierno, preñado de
cinismo, falsedad e interés. En su cabeza convergían ideas difusas, una vorágine de re
cuerdos alegres,
remordimientos del pasado, culpas adquiridas o deseos frustrados, junto a la ent
ereza de un vengador que no era
capaz de encontrar la manera adecuada de ordenar el torbellino vivencial de su c
erebro. La concentración no era la
virtud más plausible en esas infinitas horas de muerte, odio, desquite, justicia.
De algo estaba convencido: su
descendiente había escrito con sangre la orden de venganza más inclemente sobre la f
az de la tierra. Su lenguaje
escueto, impreso en sangre, le exigía de una vez por todas no solo aceptar la verd
ad siempre cuestionada, sino
también el cobro recíproco del perjuicio recibido por mi princesa encantada .
La figura casi fantasmal de don Toribio traspasó el portal de cristal al frente de
l hotel. Un nutrido grupo de
fotógrafos, reporteros y curiosos se agolpó hacia él en búsqueda de respuestas, pues el
rumor tenía miles de
mensajeros. Ya todo Madrid hablaba de la supuesta muerte de la hija del acaudala
do magnate, incluso se tejían no
menos de una decena de versiones sobre las causas del extraño deceso. Don Toribio
les pidió respeto a los
presentes. Su chófer, junto a un grupito de guardias civiles, le abrieron paso ent
re la muchedumbre ansiosa de
noticias, pero el silencio fue el único actor. El regio empresario entró en su coche
sin pronunciar palabra, pero sus
ojos hinchados, deformes gracias al llanto sin consuelo, expelieron un fuerte de
stello de tragedia oculta.
El Mercedes Benz blanco aceleró sin control. Los transeúntes se apartaron por obliga
ción, a menos que deseasen
aparecer en las páginas rojas de los diarios. Desde el balcón del cuarto piso, Meral
lo vigilaba la fuga del padre del
cadáver que empezaban a levantar para su traslado a la morgue del cuartel central
del ejército. El detective
encargado del caso tomó el teléfono y nervioso solicitó hablar con sus superiores para
alertarles sobre la
conversación sostenida con el deudo. Los requerimientos fueron complacidos a la ve
locidad de la luz; en segundos,
la llamada había recorrido tres auxiliares de grado, hasta llegar a manos del gene
ralAlonso Remigio Domínguez,
encargado directo de la policía secreta del gobierno, el jefe inmediato de Merallo
. Pocas palabras le dieron luz a su
temor sobre los hechos, papel en mano resumió los puntos más sutiles del breve inter
rogatorio entre su oficial y el
padre de la fallecida. Colgó el auricular sin darle las gracias a su mensajero. Er
a normal, la arrogancia de los
comandantes solo sirve para justificar su jerarquía. Sobre el investigador recayó la
orden esencial de limpiar la
habitación con esmero, esforzándose por borrar toda evidencia capaz de confundir el
manejo de la información.
Ante todo, el mensaje de las paredes debía eliminarse. Si era necesario, incluso l
a estancia completa sería demolida
para sepultar las posibles huellas. El cadáver no era el tema, pues todos debemos
morir. El miedo del alto mando
estaba en las causas del acontecimiento, pero sobre todo en las consecuencias fa
tales para el régimen militar si se
filtraba algún goteo de noticias verdaderas, ocultadas por décadas. El experimentado
general entendía la dimensión
del problema: era una situación de Estado que debía ser discutida incluso con el Gen
eralísimo o, de lo contrario, el
padre de la muerta podría abrir la caja de Pandora en el régimen dictatorial.
Sinpausa, el generalAlonso telefoneó alpropio caudillo. El mensaje fue directo: es
imperativo detener a don
Toribio por precaución de Estado. Las razones eran obvias: estaba en juego la imag
en del futuro ministro de
Defensa. Como era habitual, nadie podía llevarle al Generalísimo un problema sin ten
er al menos una solución, por
muy descabellada que fuese. Alonso lo sabía, y él mismo ideó la excusa adecuada, el pl
an perfecto para frenar al
combativo empresario. El jefe del gobierno vio con buenos ojos el plan, lo aprobó
sin mayor discusión, obligando así combativo empresario. El jefe del gobierno vio co
n buenos ojos el plan, lo aprobó sin mayor discusión, obligando así
al creativo general a tomar cartas en el asunto de manera inmediata.
La carrera contrarreloj había empezado: Merallo debía destruir todas las pruebas y A
lonso fabricar una verdad
que, por muy irracional que pareciese, debía ser respetada por todos a la fuerza,
incluso por don Toribio, o de lo
contrario el gobierno se podría afectar en proporciones desconocidas. La primera p
arte del descabellado argumento
era tomar las oficinas emblemáticas del empresario. Un contingente de agentes de l
a policía secreta debía intervenir
las oficinas de la directiva del banco del acaudalado hombre de negocios. Otro c
omando de soldados del ejército
tenía la orden de tomar las instalaciones del periódico para evitar cierta publicación
indeseada. Las rotativas eran el
blanco más apetecible. En minutos, cerca de cuarenta soldados detenían las labores h
abituales del informativo
matinal. Ninguna noticia cobraría vida hasta nuevas órdenes.
El generalAlonso entró en la sede del diario alardeando de suspoderes. Sin espera
de autorización se enfiló hacia
las oficinas privadas del dueño ante la mirada asustadiza de los empleados. Le seg
uían seis oficiales de mediana
graduación, fuertemente armados, por si algún valiente deseaba retar a la autoridad.
Irrumpieron en el espacio de
trabajo de don Toribio, sorprendiéndole en plena faena junto a su director prepara
ndo la nota editorial del próximo
ejemplar que iba a ser distribuido al salir el sol del nuevo día. El propietario d
el periódico no esbozó mayor
curiosidad. Entendía la presencia no deseada de los militares; era parte del traba
jo sucio que siempre realizaban.
Hoy le daba igual, pues no tenía nada que perder. Por primera vez en su vida, deja
ría de hacer o escribir lo
políticamente correcto, lo complaciente al régimen de censura. Por primera vez, defe
ndería a sangre y fuego el honor
de la familia.
Alonso caminó en círculos alrededor del escritorio de madera donde descansaba la máqui
na de escribir, todavía
excitada por el elocuente artículo, mecanografiado por el editor en jefe del matut
ino bajo la guía del atormentado
padre. El general pidió leer las cuartillas, y el escribano miró de reojo a su jefe
en demanda de instrucciones que
seguir. Don Toribio aseveró con la cabeza. Las líneas escritas con dolor no dejaban
espacios vacíos para la duda.
Una epístola de cinco páginas enfatizaba la vida trágica de toda la familia del empres
ario, haciendo hincapié en su
bella hija. El texto negaba todo ápice de manipulación, todas las verdades, por muy
dolorosas que fuesen, estaban
grabadas a corazón partido. Casi la mitad del contenido revelaba datos complejos s
obre las relaciones entre el
empresario y el franquismo, información susceptible de ser manejada, excepto la mu
erte de su hija, descrita con
tanto detalle que haría temblar al Ministerio de Defensa. La lista de culpables o
más bien acusados por el suicidio de
mi princesa encantada no era demasiado extensa, pero solo dos nombres hacían resqueb
rajar la credibilidad de
una supuesta heroica fuerza libertadora.
El generalAlonso giró a sus subalternos la orden deprivacidad. Todos salieron del
despacho, no sin antes
advertirle al editor que estaría detenido en carácter de testigo, acusado posiblemen
te de instigador. La incriminación
bañó de sorpresa al empleado. ¿Qué clase de testigo era? Simplemente se dedicó a redactar
una nota editorial,
como lo venía haciendo por los anteriores veinte años, esa era su función. Los soldado
s obedecieron sin chistar.
Alonso alzó el tono de voz con intención de amedrentar al escribano. Le recordó que en
el gobierno cualquiera que
atente contra la estabilidad del país puede ser fichado como traidor, sinónimo de mu
erte rápida. Ejercer el rol de juez
y verdugo producía sensaciones casi orgásmicas a los militares. Esa mescolanza perni
ciosa de poder absoluto,
autoridad y don de mando era más que una razón de vida para ellos: era la recompensa
auténtica por la fidelidad
mostrada al dictador. Alonso cerró la puerta con suavidad, mientras observaba el t
raslado del prisionero culpable de
oír los lamentos de un padre aturdido por la tragedia que solo deseaba un imposibl
e en esos tiempos: decir la
verdad.
Don Toribio estaba de pie frente al gran ventanal de su oficina imperial. Apoyó am
bos brazos sobre la baranda
dorada que soportaba la mitad del peso del cristal. Desde allí podía divisar la maje
stuosidad de un Madrid presa del
miedo, esquivo a lo que no fuese complaciente con el régimen. Alonso se acercó lenta
mente hacia el acusado para
dar inicio a su descabellada idea de cómo maquillar una muerte y convertirla en un
a victoria o, mejor dicho, de evitar
un escándalo mayúsculo a cambio de una jugosa cuota de poder. A escasos metros de di
stancia, le sugirió al
empresario tomar asiento para discutir temas relevantes sobre su nuevo editorial
. El empresario cambió la dirección
de su visión; giró de medio lado y de modo complaciente, poco habitual en él, aceptó sen
tarse en su sillón de piel de
cebra, justo frente a la silla donde se había repantigado el aprendiz de juez.
Sepa usted que me da mucho pesar la muerte de su hija comentó educadamente el genera
lAlonso
intentando romper el hielo.
Ahórrese sus palabras hipócritas, no me importan. Deje en paz mi duelo. Respete, pues
ustedes son parte de
mi desdicha. Sepa que no le temo refunfuñó un Toribio despojado de política y buenos mo
dales.
Bien, vayamos al grano. Más allá de la tragedia de su hija, que tampoco me importa, y
se lo digo para
sincerarnos y ahorrarnos tiempo y lisonjas dudosas, era predecible que usted act
uase de esta forma alocada, sin
medir consecuencias. Por eso estoy acá, para ayudarle a entrar en razón, a manejar l
as cosas de una manera, más
conveniente para todos.
Las palabras de Alonso se convirtieron en afiladas dagas que se clavaron en el c
orazón del ofendido padre. Él
siempre había sospechado que algún día sus relaciones con la milicia le traerían problem
as. El ejército, por
necesidad, termina olvidando los favores recibidos cuando debe cuidar sus cuotas
de poder. Los militares son
capaces de vender su alma con tal de defender el peso de sus charreteras, pues s
in ellas dejan de ser gente. A
diferencia de otras conversaciones con entes de alto mando donde circulaba un ai
re de complacencia en busca de
repartición de beneficios, Toribio no tenía las fuerzas para seguir con la farsa. Ap
arentemente, no había nada que
perder; su verbo pasó a ser irreverente, agresivo, nada ortodoxo para un rey del p
rotocolo.
¡Vaya, vaya! Así que usted ha venido a ayudarme, ¡a entrar en razón! Joder, gracias por e
l apoyo
desinteresado. Es que debemos oír cada porquería que, sinceramente, mi capacidad de
asombro ante ustedes jamás
se satura respondió el viejo con sarcasmo . ¿Sabe una cosa, general? Todo en la vida ti
ene un límite. Acabo de
pagar por mi soberbia, mi ego y vanidad con la sangre de mi hija, el ser que más a
mé, aunque le cueste creerme.
Ustedes, en cierta forma, son culpables de su muerte. Les juro que no me temblará
el pulso a la hora de ejercer
justicia porque su asesino anda suelto, ambos le conocemos. Deberá pagar por su cr
imen. Esta vez no habrá tratos
de ningún tipo, esta vez quiero lavar la ofensa pero con sangre, o soltaré miles de
verdades con tal de lograr mi
objetivo.
A pesar de su contundencia, la amenaza no socavó el ánimo de Alonso; este era un zor
ro viejo, un asesino sin
piedad. La guerra le había curtido de tal manera que solo perdía la compostura ante
el caudillo.
Don Toribio, todo en la vida es negociable, incluso la muerte ripostó el militar.
Eso pensaba antes, maldito hijo de las mil putas, hasta que mi María Fernanda se qu
itó la vida. Me arrepiento
de todos mis actos, ella no merecía este final. El tono cada vez era más acusador, ag
resivo, retador.
Quizás tenga usted razón en cuanto al dolor de un ser querido, pero igual es una muer
te trágica. Como todas,
es parte de la vida. Recuerde que para morir solo debemos estar vivos. Pero tene
mos que sobreponernos a las
adversidades, que además nos forjan el carácter. Tiene razón en pedir justicia, y me c
omprometo a dársela. Pero le
recomiendo que recapacite, revise sus notas, busquemos juntos una excusa creíble,
no sin antes saciar su deseo de
venganza, perdón, quise decir de justicia. De esa forma, todos quedaremos felices
y tranquilos.
Don Toribio no aguantó el sutil desparpajo de su invitado. Se levantó del sillón y se
abalanzó sobre el ofensivo
militar, le cogió de ambas solapas del traje de gala, y le retó a un duelo de palabr
as, acusaciones, improperios y
amenazas compartidas. Alonso se zafó con destreza y logró dominar a su agresor. Con
un giro violento de manos
redujo al desesperado padre. Le absorbió todas sus fuerzas, colocando la cabeza co
ntra la fría madera del escritorio
exigiéndole cordura. Mientras duplicaba la presión sobre la cabeza del agresor, desc
argó su última amenaza.
Escúcheme bien, cretino. Todos en el gobierno sabemos de su poder, de su dinero, de
sus empresas acá o
fuera del país, pero, lamentablemente, la muerte de su hija es un tema de Estado,
gústele o no. Usted no es tonto.
Sabe que sus manos están manchadas de sangre a cambio de ciertos privilegios, y qu
e por esa razón se ha
convertido en lo que es hoy en día. Todo lo que le vine a decir ya fue discutido c
on el Generalísimo, su amigo
personal. Tengo la autorización de ejecutar toda acción en su contra, incluso suicida
rle si lo amerita la situación, a
menos que coopere con nosotros. ¿Me ha entendido?
Alonso estrujó nuevamente la sien de su compañero de charla, aguardando una respuest
a afirmativa. Toribio no
tenía escapatoria: o reducía su ímpetu al máximo o simplemente se convertiría en el compañer
o de cuarto de su hija
en la morgue esa misma noche. Con un simple sonido gutural, apretado, casi imper
ceptible, el acusado aceptó la
rendición forzosa, logrando además bajar la presión sobre su rostro. Alonso descubrió qu
e tenía bajo control la
situación y empezó a soltar a su presa de forma gradual hasta que ambos quedaron de
pie uno al lado del otro,
vigilantes de sus acciones.
Muy bien. Me alegra que me haya entendido. Ahora procederé a exponerle la forma en
que llevaremos las
cosas. En primer lugar, no se preocupe por el posible implicado o causante de la
tragedia, ya estamos girando
instrucciones precisas. El alto mando tomará cartas en el asunto de manera expedit
a. A ese que usted llama el
asesino, le daremos un suicidio perfecto, se lo garantizo; es más, usted puede esc
oger el arma, por si desea darle un
toque personalizado. Pero, a cambio, nosotros seremos los voceros oficiales de l
as condiciones de la muerte de su
hija. Ninguna noticia saldrá publicada en su periódico sin que nuestros asesores de
comunicación la aprueben. Esa
será la única versión oficial del deceso. Ni usted, ni mucho menos su esposa o sus fam
iliares, deben pronunciar
comentarios sobre el tema. De esta forma sencilla todos quedamos cubiertos y la
sociedad no tendrá motivos de
duda: fue un simple acto de suicidio. El velatorio y el entierro serán en la estri
cta intimidad, alejados de los medios de
comunicación. Como ve, es muy simple y fácil de manejar. Solo déjenos la noticia bajo
nuestra responsabilidad, a
cambio recibirá la cabeza del malaventurado responsable de su tragedia familiar.
El sagaz empresario estaba anonadado con la simpleza de la orden. ¿Cómo era posible
que su propia hija fuese
catalogada como trofeo de guerra? Él conocía de cerca la manera de pensar de los esb
irros del dictador, reconocía
que no se andaban con cuentos, pero deseaba someterlos a prueba, así que retó a su a
dversario, buscando calcular
el radio de acción que le quedaba.
Supongamos que no acepto y que publico mi editorial y saco a la luz pública todo lo
que hemos hecho juntos.
Además, desenmascaro al hijo de puta que jodió la vida de mi pequeña.
Las conjeturas de Toribio arrancaron una sonrisa plena de befa del rostro de Alo
nso. La ingenua pregunta le
reforzaba el ego militar, la hombría, le gritaba al horizonte que en el fondo él había
ganado la guerra con el hombre
de negocios de mayor importancia en toda España. Su plan maestro, por muy tonto qu
e pareciera, había calado,
alcanzado el objetivo. Toribio entendía que estaba acorralado. Para formalizar el
pacto con notoriedad excitante, el
general abrió el compartimiento de su cartuchera, tomó la fina pistola con mango de
marfil, bañada en oro, la alzó al
nivel de su pectoral y empezó a acariciarla con sus manos mientras garantizaba sus
dictámenes.
Es muy fácil. En el supuesto, negado, de que usted logre publicar el editorial, uto
pía absoluta, pues el diario está
controlado por mis hombres. De ahora en adelante, nada saldrá impreso sin nuestro
consentimiento. Acá le muestro
la pistola con la que usted se suicidará por el dolor de la muerte de su hija. Además,
piense un poco, no sea tan
gilipollas. El ruido ocasionado por su confesión impresa se disolverá pronto, la soc
iedad al cabo de unos meses lo
olvidará todo. Nadie se asocia con muertos o derrotados, es ley de vida, usted lo
conoce de sobra. Por otro lado,
responderemos a sus críticas acusándole de traición a la patria o simplemente de otro
cargo horrible; le inventaremos
un expediente larguísimo y su familia se verá involucrada, perderán el honor que ambos
ostentan y que es muy
importante en la alta sociedad española de estos tiempos. Luego pondremos a todos
los miembros de la familia
López de Peña tras las rejas. Recibirán una muerte decente en nuestras cárceles, pues no s
oportarán su tragedia
personal. Todas sus empresas serán intervenidas en la investigación, y todos sus des
cendientes menores quedarán en
la absoluta ruina, el apellido será execrado en la sociedad, es decir, nosotros, e
l ejército, sus antiguos amigos, somos
dueños de su pasado, su presente, pero, sobre todo, de su frágil futuro. En lo perso
nal, no creo que sea usted tan
estúpido de arriesgar todo lo que ha logrado con el paso de los años solo porque su
hija no fue correspondida, o tal
vez se equivocó en sus decisiones sentimentales, o lo que haya sido. Me importa un
bledo, está muerta y punto.
Usted debe elegir qué hacer con lo que aún le queda en pie. Don Toribio, piense un p
oco, no nos subestime ni a mí
ni mucho menos al ejército. Podremos parecer toscos, escasos de cultura, ruines, a
sesinos, pero sabemos muy bien
controlar el mando. Mucha sangre se derramó para llegar a donde estamos, no crea q
ue usted es intocable. Todo su
dinero no vale nada ante nuestra jurisdicción. Por último, si no coopera, el verdade
ro asesino de su queridísima hija
quizás permanezca libre, y esa puede resultar la peor bofetada para usted: tanto l
uchar para perderlo todo y dejar
impune el suicidio. Entonces, ¿tenemos un trato?
controlado por mis hombres. De ahora en adelante, nada saldrá impreso sin nuestro
consentimiento. Acá le muestro
la pistola con la que usted se suicidará por el dolor de la muerte de su hija. Además,
piense un poco, no sea tan
gilipollas. El ruido ocasionado por su confesión impresa se disolverá pronto, la soc
iedad al cabo de unos meses lo
olvidará todo. Nadie se asocia con muertos o derrotados, es ley de vida, usted lo
conoce de sobra. Por otro lado,
responderemos a sus críticas acusándole de traición a la patria o simplemente de otro
cargo horrible; le inventaremos
un expediente larguísimo y su familia se verá involucrada, perderán el honor que ambos
ostentan y que es muy
importante en la alta sociedad española de estos tiempos. Luego pondremos a todos
los miembros de la familia
López de Peña tras las rejas. Recibirán una muerte decente en nuestras cárceles, pues no s
oportarán su tragedia
personal. Todas sus empresas serán intervenidas en la investigación, y todos sus des
cendientes menores quedarán en
la absoluta ruina, el apellido será execrado en la sociedad, es decir, nosotros, e
l ejército, sus antiguos amigos, somos
dueños de su pasado, su presente, pero, sobre todo, de su frágil futuro. En lo perso
nal, no creo que sea usted tan
estúpido de arriesgar todo lo que ha logrado con el paso de los años solo porque su
hija no fue correspondida, o tal
vez se equivocó en sus decisiones sentimentales, o lo que haya sido. Me importa un
bledo, está muerta y punto.
Usted debe elegir qué hacer con lo que aún le queda en pie. Don Toribio, piense un p
oco, no nos subestime ni a mí
ni mucho menos al ejército. Podremos parecer toscos, escasos de cultura, ruines, a
sesinos, pero sabemos muy bien
controlar el mando. Mucha sangre se derramó para llegar a donde estamos, no crea q
ue usted es intocable. Todo su
dinero no vale nada ante nuestra jurisdicción. Por último, si no coopera, el verdade
ro asesino de su queridísima hija
quizás permanezca libre, y esa puede resultar la peor bofetada para usted: tanto l
uchar para perderlo todo y dejar
impune el suicidio. Entonces, ¿tenemos un trato?
Cual caballero, el soberbio generalAlonso extendió la mano derecha en espera de un
fuerte apretón que sellase el
acuerdo entre las partes. La palabra de don Toribio estaría avalada por su propia
vida. Tal como se exhibían los
naipes sobre la mesa, quedaban pocas opciones. La verdad del editor podía ser cont
rarrestada por el aparato
mediático del gobierno, sería una cortina de humo que duraría lo mismo que un ciclo lu
nar y que luego pasaría al
mayor de los olvidos, sin la certeza de haber obtenido la justicia anhelada. Ant
es de apretar la mano de su verdugo,
de capitular sin exigencias, el sentenciado pidió conocer el escrito de la noticia
, cómo debían manejar el caso para
preparar a su familia. Quería además la certificación del ajusticiamiento del causante
de su tormento emocional, de su
desdicha.
No se preocupe por el comunicado, nuestro personal está trabajando en ello, pero se
rá algo simple. Tal vez el
tradicional suicidio producto de la depresión, acaso mezclado con la relación de par
eja, un poco no correspondida,
sumada a la crianza de su nieto, en fin, una combinación de factores creíbles que de
bilitan la psique de las mujeres.
¿Usted sabe? Trastornos hormonales o temas sensibles del sexo débil. Noticia que ele
va el morbo del lector. Pero
para esas menudencias están nuestros expertos en la materia, que en cuestión de hora
s me traerán la nota fúnebre
que será repartida a todos los medios de comunicación, es más, será publicada, pues vend
rá firmada por el actual
Ministerio de Defensa. No se preocupe por los detalles, solo limítese a obedecer o
lo pierde todo. ¿Ve usted qué
sencillo resulta cuando las partes están de acuerdo? Ah, en cuanto al causante de
su tragedia, confíe en mí, pronto le
enviaremos a una misión de esas cuyo retorno es poco predecible.
Alonso volvió a extender la mano en busca de aprobación. Don Toribio titubeó, pero las
amenazas del personero
del gobierno eran muy elocuentes. Su mente debía ser ágil. O aceptaba el trato o per
dería toda opción de revancha
en un futuro cercano. Era cuestión de sobrevivir con tristeza o morir sin esperanz
as. El viejo empresario era
consciente de que estaba frente a la peor negociación de toda su existencia, una d
e esas que presenta dos caminos,
dos opciones disímiles: éxito paupérrimo o fracaso absoluto. Por el momento, el dolido
padre quedó sin armas bajo
la manga, abatido, vencido y extendió su mano derecha en franca intención de cerrar
el trato. Las palmas se
juntaron. Uno celebró el triunfo, el otro lloró en silencio su rendición obligada pero
necesaria. Con la sonrisa del
conquistador, el militar convidó a su víctima a tomar asiento, llamó a sus colegas de
armas para celebrar el macabro
contrato. Pidió a los guardias custodiar las instalaciones del periódico y apostó vari
os batallones que velarían por las
noticias durante los próximos tres meses, solo por precaución. Cortésmente solicitó un té
doble para él mientras
esperaba la llegada del comunicado oficial en compañía del deudo. Dicho artículo de pr
ensa estaba en fase de
elaboración y arribaría en las próximas dos horas, tiempo suficiente para agilizar los
trámites del velorio, entierro y
captura del asesino. El Ministerio de Defensa estaba a salvo frente a potenciale
s rumores malsanos.
Capítulo 11
El nacimiento del amor bonito, el que duele
Madrid, siete meses antes del suicidio de María Fernanda
Como todos los lunes, la Iglesia de SanAgustín abrió suspuertas a las siete de la maña
napara ofrecer la primera
misa del día. El sacerdote Sebastián Iribarren, encargado de la santa capilla, pronu
nció un sermón magistral. La sala,
llena a reventar, le escuchó con atención por casi hora y media. Sus discursos siemp
re se extendían más de lo
establecido, siempre abusaba de la capacidad de su verborragia. Llevaba cerca de
dos años al frente de la capilla, se
había convertido en una celebridad para los creyentes habituales, pero nadie sospe
chaba sus verdaderas intenciones,
muy bien disimuladas bajo el amparo de su vestimenta sacerdotal. Ese día le tocó ofi
ciar la homilía con un atuendo
sobrio, color púrpura y dorado, casualmente el que más le agradaba, muy acorde a los
tonos del Nazareno flagelado
en el calvario, llevando a cuestas la pesada cruz. Los cirios despedían rayos de l
uz que iluminaban el altar a todas sus
anchas. Era tradición del sacerdote triplicar el número de velones para darle un sim
bolismo ancestral al recinto, una
imagen difícil de olvidar.
En el altar mayor se veneraba la imagen del Cristo Redentor, flanqueado en semicír
culo por ángeles y querubines,
intercalados. En los planos superiores del altar se divisaban las figuras en rel
ieve, talladas en madera noble, de San
Antonio, San Pancracio, San MiguelArcángel y San José, colocados cualprotectores del
patrono del santuario. La
figura de San Agustín poseía una expresión un tanto tristona que generaba una brizna d
e melancolía en los corazones
de sus devotos. La pequeña estatua, tallada por seminaristas de la Catedral de Lim
a a finales de 1897, fue un regalo
de la familia Ignaciana del Perú, traída por el obispo Mantilla, que durante quince
años estuvo al frente de la
congregación, repartido entre Lima y Cuzco.
La bendición de despedida, cuando los asistentes se apoyan sobre sus rodillas para
recibir el abrazo de la
Santísima Trinidad, indicaba la culminación de la misa mayor. Cada uno de los presen
tes inició la retirada del santo
recinto para enfocarse en sus obligaciones del día. Cierta cantidad de asiduos vis
itantes aguardó al párroco para
despedirse en persona e intercambiar las típicas palabras de felicitación por el men
saje y las lecturas bíblicas o tal vez
alguna que otra adulación nada graciosa para Iribarren. La monotonía le causaba sofo
cación, llevaba mucho tiempo
repitiendo la misma cantaleta cada lunes, pero siempre algún oyente desubicado se
apersonaba par dar opiniones
innecesarias, comentarios fastidiosos de viejos sin oficio, como solía pensar el r
everendo. Eran creyentes en el influjo
celestial gracias a la cercanía del representante de Dios en la tierra como imán par
a obtener bendiciones adicionales
a las ya previstas en el libro de vida de cada ser terrenal.
Usando la expresión facial políticamente adecuada, Iribarren fue despidiendo a los más
rezagados del sermón. No
tenía ganas de pláticas estériles. La excusa perfecta era la necesidad de organizar la
iglesia para la siguiente misa, la
del mediodía, e iniciar además el servicio de confesiones con la ayuda de tres jóvenes
sacerdotes. Aprovechó para
colocar las biblias en cada cubículo donde los curas recién ordenados podrían escuchar
las lamentaciones de sus
fieles en pena. En la España de la época, la confesión era un mal necesario. A cada ra
to los temerosos cristianos
dedicaban buena parte de su tiempo a compartir sus culpas y pecados con los repr
esentantes de la Iglesia en busca
del perdón divino con la firme creencia de limpiar sus almas sin importar la dimen
sión de la culpabilidad.
Luego de revisar cada confesionario y dar su bendición a cada uno de los tres comp
añeros de trabajo, Sebastián
Iribarren se dirigió al altar para recoger uno de sus misales favoritos, que le ha
ría compañía en la tarea de perdonar
errores de sus súbditos. De espaldas a la entrada principal, dedicó un padrenuestro
al Cristo Redentor en señal de
reverencia, pero no finalizó la última estrofa de la santa oración universal que herma
na a todos los cristianos. De
improviso, un claroscuro multiforme cubrió parte del altar principal, generando la
mayor de las distracciones, casi la
mitad del cuerpo del cura quedó en la penumbra, a pleno amanecer. El sacerdote dio
media vuelta, colocándose a
cierta distancia del inesperado visitante. Los poderosos rayos del astro matinal
le causaron una ligera ceguera,
impidiéndole descifrar la identidad del invitado. Decidió entonces bajar del altar e
n dirección al nacimiento del
contorno corporal que le robaba la atención. Intentó socavar el poder de la luz sola
r, colocando su mano derecha
como escudo, de esa forma podía obtener una idea un tanto más clara de la persona qu
e se acercaba a su
encuentro; parecía alguien confundido.
Iribarren dio unos cuantos pasos a media zancada, aproximándose paulatinamente a l
a figura humana. A menos de
dos metros de distancia logró descifrar el misterio: una hermosa mujer, alta, esbe
lta, que transpiraba lujo, decorada
con vestiduras notoriamente exquisitas de una dama de alta sociedad, con peinado
finamente protegido por un
sombrero francés, de corte bajo, de esos que resaltan la sensualidad de la modelo.
Con facilidad el sacerdote la
reconoció; sin lisonja, con indiferencia le dio la bienvenida, como si se tratase
de otro feligrés de paso.
¡Hija mía, eres tú! ¡Qué grata sorpresa! ¡Qué bueno verte! Por fin tengo el honor de recibir
en mi humilde
iglesia, ¿cómo has estado?... exclamó con emoción teatral el sacerdote mientras abría sus b
razos en busca de un
saludo caluroso, con intención de envolver la humanidad de la sorpresiva amiga. Al
go le indicaba al maligno
sacerdote que la monotonía estaba por fallecer, que sus planes empezaban a dar cos
echa, los últimos cuatro años no
se habían invertido en vano. La expresión facial de la hermosa dama le transmitía a Ir
ibarren una pizca de victoria.
Suavemente el llanto brotó de los ojos de la enigmática víctima, un quejido infantil e
scapó de sus labios y luego se
convirtió en suspiro en busca de libertad.
Tiene razón, padre, es hora de confesar mis pecados, ayúdeme, se lo ruego.
Cada sílaba se entrecortaba con partículas de baba, pero el astuto sacerdote ya imag
inaba de qué trataba la
sorpresiva visita. Para evitar que la risa producto de los nervios le traicionas
e, develando parte de su satisfacción por
el sufrimiento ajeno, Iribarren la invitó a compartir sus penas en el despacho pri
vado del párroco, que así, con
absoluta discreción, sirvió de digno confesionario para una dama de tan noble famili
a. Ambos se dirigieron al lugar,
entre llantos y sonrisas ocultas.
* * * * *
El párroco Sebastián Iribarren conoció a la hija de don Toribio en la ciudad de Sevill
a con motivo del bautizo de
su primogénito, de nombre Francisco, concebido en su primer año de matrimonio con el
general Benítez. Incluso se
rumoreaba que el matrimonio se había adelantado por el embarazo de María Fernanda. D
esde ese primer contacto
habían transcurrido casi seis años, pues el cumpleaños del pequeño Francisco Esteban sería
en siete meses exactos.
En aquella ocasión la misa fue oficiada por el obispo, y el actual párroco de la Igl
esia de San Agustín fue uno de sus
acólitos. En ese primer encuentro, por más que lo intentó, Iribarren no pudo ser el ce
ntro de atención;
aproximadamente cerca de mil invitados asistieron entre amigos directos del empr
esario mediático y la plana mayor
del alto mando, empezando por el invitado de honor, el propio Generalísimo, amigo
personal del padre de la
criatura, a quien le debía parte de la conquista de Andalucía, importante reducto re
publicano.
Las celebraciones del bautizo del primer hijo del general Benítez duraron tres días,
coincidiendo con las
festividades de la Virgen del Rocío. La mayor parte de los asistentes al sacrament
o se hartaron de comer y beber en
los diferentes cortijos ubicados en los alrededores de la imponente catedral. Po
r causa de las fiestas en honor a la
virgen, que ameritaban un mayor número de actos protocolares, el padre Iribarren d
esperdició la ocasión de
penetrar en el círculo familiar de la hermosa heredera, su hora aún no había sonado. S
in embargo, el nombre del
sacerdote resonó con fuerza entre los presentes, generando siempre buenos comentar
ios a su favor. Las notorias
conversaciones con linajes de abolengo o relevancia social de Madrid le ayudaron
a crear una especie de listado de
familias propensas a ayudar a su causa, bien con donativos, o con recomendacione
s profesionales a la hora de pedir
traslado hacia la gran capital, el epicentro de su macabro plan.
Corrieron cerca de cuatro años antes de que Iribarren volviese a toparse cara a ca
ra con su misteriosa visitante.
Fue en la boda de una de las mejores amigas de María Fernanda. Esta vez la celebra
ción ocurrió en Madrid, en la
propia Iglesia de San Agustín, bajo el manto del párroco del buen hablar. Fue la oca
sión perfecta. La misa estuvo a
cargo de Iribarren. Hubo pocos invitados, fue más bien una celebración sencilla, con
escasa presencia de políticos o
militares. El sermón ocasionó lágrimas de felicidad, alabanzas sobre el amor verdadero
, ese que nunca muere, ese
que todas las novias sueñan con alcanzar. La capilla a medio llenar fue testigo de
una actuación soberbia, seductora,
manipuladora, a cargo del polifacético regente de la casa de Dios. Luego de la ben
dición de los esposos ya no había
necesidad de mayores credenciales: todos querían compartir unas palabras con el sa
cerdote, que aceptó con
humildad la invitación al banquete en honor a los recién casados.
En plena fiesta, Iribarren no dio libertades. Debía atacar con la velocidad del tr
ueno, quizás no tuviera otra
oportunidad tan clara para infiltrarse en la familia de su peor enemigo. Sabía que
la venganza debía iniciarse de
manera casual e inofensiva. Por momentos evitó el contacto directo con sus víctimas,
con disimulo, casi las
esquivaba, las ignoraba. Era parte de la estrategia; la idea era generar un nive
l demencial de indiferencia, obligando a
la presa a romper el cerco, a perseguir al cazador. La mayoría de los amigos de Ma
ría Fernanda atizaban el fuego de
la curiosidad en ella siempre que salía a relucir el nombre del sacerdote que casó a
su amiga.
Midiendo el grado de ímpetu, Iribarren supo el instante perfecto para intervenir,
para conquistar espacios en el
hogar de Benítez. Se acercó a la mesa del general mientras su esposa buscaba algo de
comer. Le saludó con
respeto, honrando el uniforme de gala, propio del ejército. Eso le agradaba a todo
oficial, aún más si la reverencia
era ofrecida por un hombre de la Iglesia, homólogos en rango socioeconómico pero no
en oficio. El militar brindó
asiento a su cortés e inesperado invitado. Este aceptó no sin antes presentar discul
pas por si invadía la privacidad de
los comensales. Benítez insistió y en segundos ambos departían con ligereza fraternal.
Al poco tiempo llegó la esposa
del general con una abundante bandeja de bocadillos para compartirlos en la mesa
. Despistada se unió a los
presentes, y cuando descubrió el semblante del exitoso representante de la Iglesia
, María Fernanda quedó
impresionada por la belleza física de Iribarren. Poseía el sacerdote el porte de un
modelo de revista: esbelto, atlético,
bien dotado físicamente. Su nivel de seducción era poco habitual entre los curas de
la ciudad, que en su mayoría eran
hombres entrados en edad, con exceso de equipaje alrededor de la cintura, algo g
lotones de la buena vida gracias a
la prédica de la fe. Por eso las féminas hacían largas filas para ver al joven y buen
mozo párroco en confesión; se
desvivían por oír su voz, por sentir la respiración acelerada al pedir perdón por los pe
cados cometidos y ser
absueltas por tan hermoso macho.
Después del protocolo de salutación, Iribarren les recordó la vez que fue ayudante del
obispo en el bautizo de
Francisco. Los padres de la criatura mostraron sorpresa, pues no les era familia
r el rostro del invitado. Como
prueba, detalló cada uno de los acontecimientos acaecidos en la liturgia del bauti
zo, las lecturas, las palabras del
obispo, la decoración del lugar, los invitados de honor, el número de niños que formar
on alharaca en la fiesta, los
días de juerga entre manzanillas, tintos y jamones. La descripción parecía fotográfica:
no se escapaba un mínimo
recuerdo importante. Con este alarde de memoria, Iribarren fue conquistando la c
onfianza de sus futuras presas. La
primera en sucumbir ante las bellas frases fue la esposa del militar. Este, por
el contrario, se mantenía receloso ante el
siervo de Dios. Parecía dudar de él o tal vez temerle, un no sé qué le molestaba a prior
i. Benítez era hombre de
guerra, nada le podía atraer a primera vista, ni siquiera el embrujo de una mujer.
La duda siempre era su premisa,
por eso no hacía migas con facilidad con nadie, menos con un competidor en nivel d
e poder, un simple sacerdote,
hábil con el verbo, además de exagerado con su belleza física, que no cuadraba como ex
ponente de la Iglesia.
Iribarren preguntó por el pequeño Francisco, que no había asistido a la ceremonia por
estar un poco agripado y
se había quedado con sus abuelos paternos. Las alabanzas hacia el infante terminar
on de conquistar la confianza de
María Fernanda, que miraba de manera profunda, abstraída, a su honorable compañero de
mesa. Pasaron las horas
en diálogo amigable. Curiosamente, las pasiones académicas de la esposa del arisco m
ilitar eran muy similares a los
gustos culturales del sacerdote. Ambos se sentían atraídos por la filosofía, la teología
y el latín, cátedras que de
alguna manera la respetable dama de sociedad alcanzó a iniciar en la universidad,
aunque el nacimiento de su bebé la
había obligado a dejarlas a un lado provisionalmente. El ladino hombre de fe encon
tró en ese detalle personal de la
estudiante frustrada la posible puerta de entrada al búnker de la familia Benítez Lópe
z de Peña. Debía construir
rápidamente un abanico de opciones para estar cerca de sus víctimas sin ser detectad
o, sin atraer pensamientos
sospechosos, evitando la desconfianza. La excusa perfecta estaba servida frente
a sus ojos. Ella no podía dedicarse
a la universidad a tiempo completo por las responsabilidades de casa, en especia
l las horas que demandaba el
pequeño Francisco. Pues, entonces, la mejor manera de ayudarla era que alguien le
impartiese lecciones privadas de
cada una de las cátedras en su propia casa. Esto ayudaría a cumplir con todos los co
mpromisos de ama de casa,
madre, esposa y quizás amante frustrada.
Sin miedo y a quemarropa, Iribarren se ofreció sin compromisos para ser el profeso
r privado de María Fernanda.
Propuso incluso un horario flexible de cuatro horas a la semana. Para él le result
aría fácil cuadrar los horarios fuera
de los servicios religiosos. De ese modo, ambos estarían satisfechos en la adminis
tración de sus tiempos. Para darle
abultado realismo a la ingenua propuesta, establecieron un pago honorífico en form
a de donación a favor de la
congregación de los jesuitas. La mujer celebró con austeridad la oferta porque, a pe
sar de lo mucho que le
encantaba la posibilidad de retomar los estudios, su marido siempre tendría la últim
a palabra. Se sintió honrada de
poder ser instruida por uno de los sacerdotes más intelectuales del momento, cuyas
calificaciones en el seminario
opacaron al mejor erudito, con índices aprobatorios sobresalientes, en especial en
las materias de latín y teología, las
favoritas de su potencial alumna.
La respetuosa mujer pensó en usar la complicidad del sacerdote para obtener la apr
obación de su marido, pero,
para sorpresa de ambos, el general no ofreció resistencia al pedido de su esposa.
Por el contrario, la indiferencia fue
la conducta más notoria. Iribarren pudo leer entre líneas la fragilidad del amor exp
resado por el esposo. Parecía que
la compañera sentimental del oficial en jefe no era más que una decoración, un estorbo
, tal vez un artilugio facilitador
de objetivos en sus aspiraciones políticas y sociales, el amor se apreciaba forzad
o.
Alcanzado el propósito inicial, Iribarren festejó la sabia decisión de Benítez al autori
zar las clases privadas de su
esposa. La simple posibilidad de ejecutar su venganza le producía una excitación mal
sana al sacerdote. No podía
entender lo fácil que había resultado penetrar en la vida hogareña del general. Parecía
que el disfraz de clérigo había
demostrado su poder de inocuidad, capaz de esconder los más bajos sentimientos, lo
s oscuros instintos, y la
podredumbre de un alma negra, vestida de sotana, cegada por el odio de la guerra
. Su plan maestro, ideado
meticulosamente varios años antes, había generado la primera victoria, la primera ca
beza de playa se alcanzó esa
misma noche. Era tiempo de celebración, de fiesta en el alma del vengador, los mes
es venideros prometían mucho
esfuerzo pero también muchas satisfacciones. El camino estaba trazado, el tiempo d
eterminaría la consecución del
objetivo.
Capítulo 12
El verdadero legado de Benítez

El general Rafael Benítez fue el primogénito de la familia, el único varón de los cuatro
descendientes de don Paco.
Recibió su nombre en honor al arcángel, de quien todos, por el lado materno, eran de
votos en su hogar. Sobre todo
la mamá; ella fue quien escogió el nombre del pequeño, en franca disputa con su marido
, que apreciaba un tanto más
al arcángel mayor, pero la insistencia de la esposa, sumada al poder económico de lo
s suegros, doblegaron el deseo
del progenitor en la selección de la firma de su hijo. Da igual , pensó el abogado, si y
a vendrán otros hijos,
entonces alguno se llamará Miguel . Pero el destino juguetón solo le regaló tres hermosa
s hijas, cortando así la saga
del apellido paterno y eliminando toda posibilidad de honrar al príncipe de la cor
te celestial con alguno de sus
herederos. Poco le importó al novato abogado dar su brazo a torcer, él no buscaría un
conflicto con sus adinerados
padres políticos, que desde la misma ceremonia nupcial le abrieron mil puertas en
su carrera como leguleyo.
Además, cuando se despidieran de este mundo, la tajada de la herencia que recibir
por su mujer bien valía el
esfuerzo de sabia negociación matrimonial. Su bandera era la complacencia a cambio
de un futuro pletórico de
éxitos, viajes, lujos, dinero, poder.
Desde muy niño, Rafael Benítez demostró dotes de mando, era algo que tenía muy marcado e
n sus genes,
especialmente del lado materno. Su progenitora, Rebeca Mondarín, era la tercera de
las hijas de Esteban Gabriel
Mondarín, poderoso hacendado de la región de Jerez, dueño de interminables tierras don
de pastaban miles de
cabezas de ganado vacuno, porcino y caballar. Además de la ganadería, era accionista
de dos viñedos importantes
en la comarca. Su fortuna era desproporcionada en comparación con su humildad. Hom
bre de campo, rudo,
machista a ultranza, con una fuerza de diez hombres, había sacrificado su juventud
al frente de la hacienda La
Esperanza, heredada de sus antepasados. A pesar de su tosca humanidad, poca form
ación académica y escueto
discurso, se le consideraba gran emprendedor en los negocios. Durante la guerra
tuvo la habilidad de apoyar al
caudillo, brindarles alimento a sus tropas y varios donativos importantes en metál
ico para adquirir armas que le
diesen oxígeno a la revuelta contra los comunistas, casualmente dirigida por su ni
eto, sobre quien había recaído la
conquista de la región. Siempre les tuvo miedo a los rojos, les catalogaba de ente
s satánicos capaces de erosionar
naciones enteras. No les tenía un ápice de fe, y por eso jamás dudó en ser aliado incond
icional del Generalísimo.
Don Esteban solía repetir a viva voz a todos los miembros del clan: Dios nos regaló l
a vida, la fe, la esperanza, el
futuro Entonces el diablo nos regaló el comunismo . El gesto de apoyo a los nacionali
stas le fue muy bien
retribuido luego de la victoria en Madrid, incrementando en muchos ceros las arc
as del padre. Parecía que la fuerza,
agresividad y valentía del abuelo por parte de madre, sin dudarlo, fueron a parar
al cuerpo del joven general Rafael
Benítez.
Durante la adolescencia el chico adquirió un cuerpo atlético. Siempre se ejercitaba
en deportes o pruebas físicas
de alto impacto, esculpiendo, sin darse cuenta, una masa muscular perfectamente
definida, sólida cual la de un
gladiador romano. Siempre que se enfrentaba a compañeros de clase, incluso de grad
os superiores o edades más
evolucionadas que la propia, él llevaba la victoria con poco esfuerzo pero mucha s
angre del adversario. Para él la
victoria en el combate era algo tácito, disfrutaba quebrando huesos de sus retador
es, desprendiendo dientes o
dejando ojos sangrantes. Eran como trofeos, pruebas irrefutables de su valor, de
mostración de su hombría, que en
repetidas veces le mereció fuertes sanciones, quejas y expulsiones de los colegios
de turno por esa actitud
demasiado pendenciera.
Con dieciocho años decidió hacerse militar con el beneplácito de su padre y abuelo, qu
e hicieron fiestas
patronales en el pueblo ante tan magno evento, mientras Rebeca, resignada, le en
comendaba la vida de su hijo a san
Rafael. Entre llantos y novenas ofrecía su vida a cambio de protección para su queru
bín. Apenas iniciado en la
milicia, Benítez demostró capacidades de combate muy por encima de sus compañeros de p
romoción. Además,
sabía combinar la mezcla perfecta: agresividad con altas dosis de análisis, era estr
atégico, metódico, interpretaba con
rapidez tácticas de ataque, estrategias de acciones bélicas, de defensa o retaguardi
a. Sus calificaciones eran
sobresalientes a todo nivel, augurándole una carrera rápida, exitosa, en toda arma d
el ejército.
El único problema evidente, denunciado por dos de los sargentos a cargo del progra
ma de formación de cadetes,
era el nivel hiperbólico de su agresividad, un sumatorio de sadismo con barbarie.
La acusación no prosperó porque,
además de su talento innato, el cadete ostentaba el amparo de su apellido y abolen
go, credenciales que en todo
campo profesional pueden, en ciertos momentos, opacar el lado oscuro o falta de
nivel profesional, incluso en la
propia familia real.
Su celebridad se propagó como el fuego. En cada ascenso de graduación militar siempr
e era el encargado de
pronunciar el discurso ante la multitud de nuevos oficiales. Era ejemplo, modelo
de referencia obligada que seguir,
razón por la cual, al inicio de la fatídica guerra de 1936, no demoró en ser parte ese
ncial del círculo combatiente
preferido por el Generalísimo. Muchos al principio pensaron que ello se debía en par
te a las relaciones de su abuelo
con el máximo jefe de tropa, pero la gran cantidad de bajas cobradas ante el enemi
go en cada lucha cuerpo a
cuerpo despejó la presencia de dudas. Su ferocidad en batalla le valió el remoquete
del Carnicero de Andalucía. No
le gustaba dejar prisioneros a su cargo, era más fácil ajusticiarles con el fin de i
ncrementar el terror en las tropas
republicanas y a la vez obtener respeto entre los pobladores conquistados, no fu
ese a pasarles por la cabeza la idea
de cambiar de bando. Siempre afirmaba que mientras más miedo infundes, menos resist
encia cosechas .
Su anillo de seguridad estaba formado por militares de poca monta que habían ascen
dido por valentía y
agresividad más que por talento, inteligencia o aspiraciones. De ese modo, era fácil
evitar traiciones que afloran
cuando el subalterno puede superar al jefe en el plano estratégico. Benítez cuidaba
al máximo cada detalle que se
interpusiese en su afán de escalar posiciones. Aspiraba a una carrera militar llen
a de medallas, que algún día colgaría
del cuello de su admirado padre, su gran mentor, su mejor amigo, el que le había e
nseñado el uso perfecto de los
principios maquiavélicos a la hora de alcanzar una meta sin importar el daño a terce
ros, cuartos o quintos. El único
guerrero de peso a quien en contadas ocasiones llegó a respetar fue la muerte, ese
oponente que en algún momento
nos puede robar el don de la presencia. Pero el sadismo de retarla era la mejor
vitamina para sobrevivir, llevándole a
un duelo cotidiano donde por ahora Benítez alzaba la bandera de una victoria que l
legó a pensar que sería eterna.
Basaba esta pregonada inmortalidad en las balas que recibió en el frente de batall
a en tres ocasiones, en combates
cuerpo a cuerpo. Una de ellas incluso le rozó el corazón, pero sin peligro mortal, c
on tan solo una corta estancia
forzada en el hospital que le obligó a un descanso aniquilador.
Si el éxito le sonreía en la conquista enemiga, no menos macabra era su imagen de ca
rcelero, que opacaba sus
virtudes castrenses. En muchas ocasiones fue criticado por sus métodos inquisidore
s a la hora de interrogar a
militares del otro bando o a simples ciudadanos tachados de espías, rojos, anarqui
stas, o lo que fuese pecaminoso a
los ojos de los desconfiados nacionalistas. El propio Torquemada se habría horrori
zado ante las técnicas para
obtener información utilizadas por Benítez. Para él no existía el papel del militar buen
o o el militar malo. Cuando se
pedía cierta confesión, datos de guerra en manos del enemigo o alguna acusación por te
rceros, solo existía la figura
del verdugo, el ser siniestro, que suponía de forma unilateral la culpabilidad del
acusado en primera instancia, aunque
si este sobrevivía o demostraba su poco frecuente exculpación podría contar con la lib
ertad como premio.
Les tenía fobia a los detestables comunistas, a los cobardes, a los intelectuales,
pero, sobre todo, a los
homosexuales, que consideraba excremento del ángel de la oscuridad. No podía entende
r la presencia de estos
últimos sobre la faz de la tierra. Se autoproclamaba homofóbico a ultranza. A los pr
isioneros los separaba según las
fobias anidadas en su corazón. El castigo, o, mejor dicho, el interrogatorio, depe
ndía del tipo de prisionero. El abuso
en los interrogatorios fue motivo de especulación entre la tropa, que no entendía po
r qué se ensañaba tanto con los
presos, en especial, con los amantes del mismo sexo, a quienes siempre interroga
ba desprovistos de vestimenta
alguna, en su mayoría con claras señas de tortura en todas las partes del cuerpo, ll
enos de quemaduras, de heridas
punzopenetrantes en áreas de concentración de nervios como axilas, entrepiernas, pla
ntas de los pies, tetillas, labios,
ojos, pero, en ocasiones, con énfasis en la castración total. Consideraba los miembr
os viriles, en el caso de los
maricas, como solía llamarles, un trofeo, muestra de exorcismo corporal, de extirp
ación del pecado malsano de la
carne. Algunas veces los tajaba con un solo golpe, antes de introducirlos en la
boca del penitente.
No le importaban las acusaciones. Él estaba para defender a España de las plagas que
consideraba endémicas
durante esos años de sangre. Era su forma macabra de divertirse, de ganarse un nom
bre en la batalla, de ser
recordado. Insistía en que el tiempo le juzgaría, seguro de tener la razón, de haber p
rotegido a la nación del enemigo
rojo, de los vicios y la perversión de la débil sociedad.
Uno de los casos, ciertamente notorio en su demencial limpieza moral, fue el de
un soldado desertor del otro
bando, capturado en los bajos de un edificio abandonado. Lloraba el hombre presa
del miedo, se entregó
enarbolando una bandera blanca muy rudimentaria, confeccionada con partes del ma
ltrecho vendaje que le cubría
una herida en la cabeza, quizás ocasionada en alguna escaramuza previa a la toma d
el lugar. Ostentaba galones de
teniente, pero por su aspecto físico parecía ocupar un escalafón más bajo en la jefatura
militar. Le trasladaron al
frente de batalla en presencia de Benítez, quien no soportó ver a un soldado con ojo
s de mujer, arrasados en
lágrimas, que temblaba como niño, un soldado que había empuñado el fusil con ademanes fe
meninos, según sus
captores. Rápidamente, las pruebas visuales le tildaron de homosexual. Fue llevado
al cuartel general, le colgaron de
ambos brazos y fue flagelado por más de una hora. Benítez pidió entonces que todos sal
ieran del recinto, que él se
encargaría de concluir el interrogatorio y ver qué dato de interés, aparte de su escas
a hombría, podía sacarle al
prisionero.
La rudimentaria portezuela del calabozo se cerró, sellando así el destino del infeli
z. En pocos minutos los gritos
desesperados se transformaron en alaridos hasta que Benítez tapó la boca del acusado
con un trozo de tela de un
mugriento uniforme enemigo. El desenfrenado ulular del torturado se redujo a un
ronco murmullo, un simple sonido
onomatopéyico. Poco a poco, el volumen fue cediendo, ahogándose en el aparente vacío i
nfinito de la muerte física.
Transcurrieron unos quince minutos, solo el golpeteo de un hacha crujiendo sobre
un tablón de madera delataba la
presencia de alguien en el interior de la mazmorra. El sonido era seco, como de
un tallador en plena faena.
Finalmente, Benítez abrió la puerta. Su uniforme exhibía pruebas irrefutables de su lo
cura homofóbica hacia el
desdichado reo. La ropa del castigador estaba impregnada de manchones rojizos, d
e sangre todavía caliente que
rezumaba de la tela verde olivo. Los guardias apenas observaron el cuarto de cas
tigo, quedaron atónitos al descubrir
un cuerpo desmembrado, con las extremidades superiores esparcidas a ambos lados
de la mesa de interrogación, el
tronco sentado en la silla y la cabeza descansando a su lado derecho. Nadie se a
trevió a desperdiciar una simple
palabra, todos se miraron espantados, llenos de horror. Todos le temían al verdugo
que exhalaba odio por sus
pupilas al punto de la excitación máxima, de un orgasmo frenético, jadeante de extraño p
lacer, de un goce insano,
digno de un retorcido caso clínico de la psiquiatría moderna.
Benítez hizo un alto en su retirada, dio media vuelta, les ordenó a sus soldados que
recogiesen el cadáver y lo
colocasen en cuatro cajas de madera, cada una marcada con un rótulo más amenazador q
ue el otro, y que hiciesen
llegar el horrendo presente a las líneas enemigas para que los rojos entendiesen d
e una vez por todas el futuro que les
aguardaba.
La justificación pretendida por Benítez ante semejante atrocidad podía ser asimilada c
on facilidad por los burdos
partisanos, u oficiales sin estudios, sin valores humanos, como el grueso de la
tropa. Pero el teniente Fermín
Andueza, de reconocida trayectoria académica, no comulgaba con el resultado de la
salvaje ejecución.
Andueza era un mocetón navarro, de recia estirpe carlista. Su abuelo había peleado e
n el sitio de Bilbao y
acompañado a Carlos VII hasta el Bidasoa. Su padre luchaba en el Requeté de Pamplona
y había gozado de la
confianza del general Mola. El nieto tomó las armas en julio de 1936, pero pronto
cambió la boina roja de la
comunión tradicionalista por el uniforme del ejército. Su denuedo le había llevado pro
nto de alférez provisional a
teniente. Respetaba la jefatura de Benítez, a quien consideraba un gran oficial, p
ero estos exabruptos carecían de la
mínima intención de aprobación. El teniente fue el único en detallar cada una de las mar
cas tatuadas en el cadáver, y
revisó el corte de la carne. El instrumento usado fue un hacha de leñador con mucho
filo, parte del armamento
personal de Benítez. Mientras revisaba el escenario de la desmembración, Andueza se
percató de un peculiar detalle
algo confuso: el pene del prisionero había sido cercenado en estado de erección, pue
s el glande todavía vomitaba
diminutas porciones de semen. También el charco de sangre en torno del órgano mascul
ino era muestra obvia de un
volumen anormal en el miembro en relajación. La duda irrigó la mente del astuto e in
teligente militar. Todo
aparentaba excesivamente confuso, el tajo no era el mismo del resto de los tejid
os, la distancia del cuerpo tampoco
coincidía. Era, en fin, un crimen horrendo, imposible de digerir, salpicado de inc
ongruencias y sin justificación
posible.
Capítulo 13
Amores benditos. Amores de sangre
Iribarren abrió las puertas de su oficina privada para oír la confesión de tan ilustre
visitante, María Fernanda, la
hija de don Toribio, el empresario de medios impresos más importante de España. La d
iscreción era necesaria, el
protocolo siempre debía ser obligatorio en este tipo de ocasiones. Además, la mujer
lo deseaba, lo disfrutaba con
locura: poder estar a solas con el sacerdote que despertaba malos pensamientos e
n las cortesanas del reino. Por otro
lado, la Iglesia habitualmente tiene la tendencia de desdoblarse en atenciones y
privilegios hacia los poderosos
cuando estos lo requieren, muy en contraposición a la humildad impartida por Jesús;
en fin, curiosidades del poder
celestial en la tierra. Para citar un simple ejemplo descriptivo, el sermón o quizás
llamémosle discurso social en una
misa, en pleno velorio de un conciudadano común, de a pie, del populacho, dura lo
que un suspiro en una pastelería,
pero si el deudo tiene las alforjas llenas, la misa se convierte casi en un conc
ilio, sin importar que ante los ojos de
Dios todos somos iguales.
Ambos entraron algo nerviosos al recinto. El sacerdote le pidió a María Fernanda sen
tarse con bastante
proximidad para oír sus faltas con voz mesurada, sin testigos, sin interrupciones.
Le brindó un vaso de agua fresca
para calmar la ansiedad, suavizar la tristeza dibujada en la mirada alicaída. Mi pr
incesa encantada aceptó la oferta
sin rechistar, mientras secaba las últimas lágrimas antes de iniciar la conversación.
Iribarren estaba muy deseoso de
escuchar el discurso; tenía sus sospechas, lo cual aumentaba el grado de excitación,
de morbo. El sacerdote llevaba
meses impartiendo lecciones de filosofía en la casa de la familia Benítez. Había hecho
un análisis detallado de los
conflictos presentes en la vida cotidiana de la pareja, conocía las debilidades de
ambos personajes: la esposa sufrida,
con constantes demandas del marido egoísta, aislado, indiferente. Dejó que su huésped
sorbiera un poco de líquido
incoloro. La epidermis de la dama comenzó a normalizar su coloración, la respiración r
eposó, la lucidez permitió que
la confesión se iniciase.
Verá, padre, tengo mucho miedo o tal vez vergüenza en esta visita, padre, pero siento
que es necesaria o me
volveré loca. Necesito hablarle a usted, a mi confidente. Lejos de casa, usted es
el único que me puede ayudar a
salir de mis dudas, a poder acabar con los demonios que me carcomen dijo María Fern
anda con voz nerviosa.
Hija mía, soy tu sacerdote, tu confesor, pero antes que eso soy tu amigo, puedes co
nfiar en mí sin problemas.
Si está en mis manos ayudarte, sabes que lo haré sin vacilar, para eso somos amigos.

Las palabras del apuesto representante de la Iglesia aturdieron por completo a l


a desconsolada amiga. El timbre
de voz era melodioso, seductor, cautivador. Iribarren aprovechó el momento y clavó s
u mirada angelical en el alma
de su víctima. Sentía la necesidad de confundirla, de sacar provecho de su pena, sus
debilidades, su miedo a la hora
de enfrentar a Dios. Quería hacerla pedazos poco a poco, claramente el cura sospec
haba cuál era el motivo real de
la visita.
Lo sé, padre, gracias por su apoyo. El tema es mi matrimonio.
¿Qué pasa con tu matrimonio, hija mía? Sois una pareja joven, feliz, dichosa, tenéis la b
endición de un hermoso
hijo, Francisco, y unos padres divinos. ¿Qué pasa? ¿Cuál es el problema? preguntó el cura h
aciéndose el
sorprendido.
Bueno, sí, en parte tiene razón: soy feliz por las bendiciones de Dios. Tengo un buen
hogar, y claro que mi hijo
es el corazón de mi existencia, sí. Pero en mi vida personal, digo, con mi marido, l
a cosa no anda bien exhaló
con tristeza la mujer.
¿A qué te refieres, hija mía? ¿Qué te falta? insistió Iribarren.
Es que no sé cómo me va a interpretar, pero no me siento del todo satisfecha con mi m
arido. Él viaja mucho
por sus compromisos en el ejército, siempre anda en misiones secretas, o tácticas de
entrenamiento, todo viene
primero que el hogar. Además, hace ya bastante tiempo, desde que nació nuestro hijo,
que casi no le provoco
deseo. No sé si usted entiende, me da pena, pero no me siento deseada. Es decir, e
stoy confundida, no sé qué
la timidez secó la voz a María Fernanda.
No tenéis buena relación conyugal. Entonces debo suponer que no te hace el amor como
tú quisieras o, mejor
dicho, con la frecuencia esperada por ti. Digamos que mi amigo Rafael no está cump
liendo con su compromiso de
esposo amoroso, ¿cierto, hija mía? el confesor la ayudó a soltar la pena, a concentrars
e en el pecado.
Pues sí, es eso. Me da pena contárselo a usted, pero casi , casi no hacemos el amor. No
me dedica tiempo,
siempre tiene excusas. Está obsesionado con su carrera, con ascender, con la bendi
ta promoción de llegar a ser
ministro de Defensa, y yo me siento muy sola. Iribarren la interrumpió de golpe.
Pero, hija mía, eso no es pecado, querer ser deseada es absolutamente lógico. Que com
o mujer necesites
recibir amor, el complemento en la relación, es normal. No veo pecado alguno; creo
que debéis hablar, pedir ayuda
de un asesor matrimonial, quizás un psicólogo. Yo mismo te puedo recomendar uno de m
anera de encontrar un
equilibrio. Pero, por otra parte, debes también entender, y no lo estoy justifican
do, que tu marido hace bien en tener
aspiraciones. Es muy bueno, debes apoyarle, pues su triunfo es de toda la famili
a. Creo que debes comprenderle esa
parte laboral. Juntos debéis hablar por el bien de vuestro hijo; la ayuda externa
profesional nunca está de sobra.
Todos los cónyuges al principio pasan por momentos difíciles, pero luego las reconci
liaciones son benditas
sentenció el sádico sacerdote, hurgando en la débil mujer que estaba a punto de revent
ar.
María Fernanda necesitaba una respuesta más pecaminosa que un simple consejero de ho
gar. Ella tenía el deseo a
flor de piel, necesitaba sentirse llena, amada, no quería ser un títere, quería tener
orgasmos de felicidad, anhelaba
calmar su fuego sexual. La mujer quería abrirse de cuerpo y alma, pero la respuest
a la intimidó, le cohibió la
inesperada reacción. Iribarren percibió el súbito cambio de ánimo en ella, y de repente
jugó su mejor carta, el flirteo
ingenuo. Extendió la mano derecha, tomó los dedos resecos de la hermosa hembra a su
lado, los acarició con
sensual toqueteo. María Fernanda sintió un remolino de sensaciones que le recorrían el
epicentro de su deseo,
llevaba años sin degustar de ese roce calenturiento. Apretó los ojos en franca excit
ación que intentó disimular por
respeto a la casa de Dios. Saboreó sus labios mientras chocaba las rodillas, evita
ndo los excesos de la lujuria
retenida que empezaba a sudar en los pliegues de la ingle. La extraña sensación ulti
mó al miedo y sin contemplación
le sepultó en el infinito. Valiente, abrió los ojos, miró fijamente a su fuente de pla
cer momentáneo, que también la
observaba con pícara seducción poco respetable, dando a entender la reciprocidad en
el sentimiento. Y con tono
serio, ella cantó su pena:
Padre, mi pecado es gigante, tanto que usted quizás se asustaría. Créame, me siento suc
ia. Me siento peor que
María Magdalena antes de ser tocada por la bondad de Jesús. Estoy deseosa de un amor
puro, intenso, de esos que
queman la piel. Mi verdadero pecado es desear con fervor obsesivo a otro hombre,
deseo ser amada tierna y
salvajemente por un ser especial, diferente de lo conocido. El problema es que él
también en cierto modo está
casado. Le deseo tanto que en las noches, sola en mi cama, me masturbo con la si
mple imagen de su rostro, de su
voz, su perfume. Ese es mi pecado, padre, la lujuria desenfrenada, el deseo mals
ano que me carcome. Pero lo peor
del caso es que se trata de un amor imposible ante los ojos de Dios. La confesión a
celeró la malicia del oyente.
Ahora entiendo, hija mía. Pues sí, desear a la mujer o esposo de tu prójimo, sí, en ciert
o modo, es pecado,
tienes razón. Pero veo que tu corazón lo que grita con desenfreno es solo un deseo c
arnal. ¿Qué tal si no encuentras
amor? ¿Qué pasaría si en realidad solo estás viviendo un capricho? ¿No has pensado en esa
posibilidad? asintió el
cura, disfrazando sus malévolas intenciones.
No, padre, siento en lo profundo de mi alma que puede ser un amor bonito, al meno
s mi corazón así lo siente y
él esta vez no se equivoca. Quisiera soñar que ese amor algún día será correspondido recalcó
María Fernanda.
¿Puedo saber quién es el afortunado? Digo, porque debes tener mucho cuidado con el de
seo alocado. Porque
si llega a enterarse tu marido, habrá un velorio en puertas.
Iribarren sonrió con sarcasmo, echando más leña a un fuego existencial peligroso. Quería
saber hasta dónde era
capaz de llegar su futura conquista de guerra a la hora de desnudar el alma. Que
ría jugar al gato y al ratón;
necesitaba más argumentos para orquestar la solemne venganza, para golpear donde d
uele, aniquilando escapatoria
alguna. De improviso la frustrada esposa se quebró producto de las emociones, romp
ió a llorar, la calma se fue de
paseo, sus nervios estallaron en mil pedazos con tan solo imaginar la escena de
posibles represalias por parte de su
marido contra ese amor bonito, acurrucado en el corazón, un amor que deseaba prote
ger incluso con su propia vida.
María Fernanda se inclinó sobre el confesor y lloró sobre su hombro mientras le balbuc
eaba el final de su verdad.
Padre, no puedo decirle el nombre, sería un pecado, una blasfemia muy grande. Créame
que es un ser
maravilloso, bendito. Créame que es un deseo bonito, pero imposible. Es un hombre
prohibido, por eso necesito el
perdón divino. Se lo ruego, acabemos con este martirio. Haré mi mayor esfuerzo por s
acarle de mi mente, pero
ayúdeme, deme su perdón exigió con fuerza la atribulada mujer.
El sacerdote había llevado la conversación al límite. María Fernanda no tenía aliento para
seguir; era presa fácil del
sensual ataque. Respetando la tradición, Iribarren le pidió rezar lo de siempre: tre
s padrenuestros y tres avemarías. Y
le prometió rezar por su alma en busca de paz, sosiego y unión familiar. Era su trab
ajo. Abrazó a la desdichada
esposa y la acompañó a la salida de la capilla, no sin antes reiterarle el compromis
o de ayudarle en este pesado
trance matrimonial. Insistió en el diálogo entre los esposos como vía de solución, dando
la impresión del buen pastor
que reparte tiernos consejos a sus ovejas cuando quieren descarriarse. En la pue
rta se dieron un abrazo
rompecostillas, de esos que insinúan placeres ocultos entre dos seres atraídos por u
n sentimiento carnal. María
Fernanda volvió a sentir mariposas en el estómago cuando recibió el apretón de pechos. S
intió que el deseo volvía a
seducirla, a sacudirla de pies a cabeza, que en la noche rozaría apasionadamente s
u entrepierna con la almohada
para saciar el deseo carnal en pleno apogeo.
El párroco la observó alejarse, más aturdida que cuando llegó. Estaba débil, entregada, li
sta para sucumbir en la
próxima batalla. Iribarren tenía las facciones hinchadas de alegría. El arte de la man
ipulación, la seducción, florecía
abundante en la humanidad del verdugo, que empezó a trotar en dirección a su despach
o, el mismo lugar donde
momentáneamente convivieron en armonía lágrimas, deseo y pecado. Entró tarareando el ari
a de Turandot, Al alba
vinciro, vincirooooo , dando inicio a una celebración personal. Recorrió la oficina a
todo su ancho, sin rumbo fijo,
repitió con selectiva pericia los momentos trascendentales de la conversación, los a
notó en su agenda personal a
modo de frases puntuales que podrían ayudarle a orquestar el discurso idóneo para la
próxima cita. La cabeza le
trabajaba a marchas forzadas, uniendo diferentes estratagemas. De pronto, se per
cató de un cabo suelto sumamente
delicado: el posible nombramiento de Benítez como ministro de Defensa, aunque le p
arecía poco probable, debido a
su juventud. O, quizás, por tratarse de un cargo político que no cuadraba con el espír
itu guerrero del ahora general.
Sin embargo, no podía subestimar al enemigo. Los lazos de amistad entre el esposo
de María Fernanda y el
Generalísimo podrían ser los padrinos del nuevo grado militar, y eso obligaba a acel
erar los movimientos. El plan
debía ejecutarse antes del inminente ascenso, sería la estocada perfecta. Benítez debía
ser destruido antes de que
pudiera alcanzar una posición más encumbrada.
Iribarren se sentó en el cómodo sillón de su lujosa oficina. Cogió en sus manos el calen
dario de cartón que
reposaba en su escritorio para calcular las fechas de los ascensos en el ejército.
Le quedaban exactamente ocho
meses para alcanzar su meta; para ganar la guerra. Debía ser hábil en cubrir las eta
pas de su plan en ese corto
período de tiempo. Revisó las notas de su resumen sobre la confesión de la esposa soli
taria. Pensó por unos minutos
mientras subrayaba un par de líneas importantes que le dieron luz verde a la segun
da fase de la estratagema. Tomó el
auricular de su teléfono, marcó el número del cuartel general del ejército de Madrid y p
idió hablar con Benítez en
persona. La cita se fijó para dentro de cuatro días, en el despacho de Iribarren, do
nde unos minutos antes la
hermosa dama había descubierto el lado débil del general. Iribarren confirmó la hora e
xacta del encuentro, colgó el
teléfono, abrió uno de los cajones de su escritorio, extrajo una botella de costosísim
o brandy y se sirvió una copa
que saboreó con placer infinito. Una frase disparada al aire se le había escapado de
sus pensamientos.
¡Touché! La batalla comienza, lo logré, le queda poco tiempo al cerdo de Benítez.
Los recuerdos se alborotaban en la mente del párroco. No podía creer que después de un
a década por fin tendría
de rodillas a su peor enemigo; tendría la posibilidad de arrancarle el corazón a la
persona que acribilló su esperanza.
Capítulo 14
Los errores de Cupido o las causalidades funestas
La fiesta de celebración de otro aniversario del triunfo del caudillo fue el marco
perfecto para que Cupido volviese
a errar en sus acciones. Corría el segundo año de la posguerra europea, el conflicto
bélico en que Alemania se rindió
sin condiciones. La plana mayor de las fuerzas armadas de España se concentró en el
salón de fiestas del alto mando
general para honrar la épica victoria alcanzada ocho primaveras atrás. Se dieron cit
a más de novecientos invitados,
de los cuales una buena porción eran representantes o dignatarios de diversos países
, empresarios, políticos y mucha
prensa, encargada de perpetuar el recuerdo de aquella noche. Abundaba el caracte
rístico ambiente de aduladores
del régimen en busca de beneficios. Los militares, por su lado, repetían el cansón dis
curso sobre la grandeza de sus
acciones en defensa de la patria contra el avance de los rojos, mientras las muj
eres se ahogaban en banalidades
acordes a la época. Las solteras exhibían los atuendos de modistas famosos, siempre
a la caza de un buen partido
que les asegurase el futuro material, sin importar el goce del alma.
Esa peculiar noche, don Toribio asistió a la ceremonia en compañía de su hermosa hija
María Fernanda, avanzada
veinteañera, poco afín a los desmanes de la alta sociedad madrileña. La chica realment
e prefería actividades mucho
más intelectuales que una fiesta plagada de hipocresía, cinismo, interés y frivolidad
absoluta. Detestaba en particular
los discursos vacíos sobre trajes, diseñadores, viajes u otra parafernalia femenina
de sus amigas de turno. También
sentía rechazo, asco, hacia el tema de la Guerra Civil; le parecía una página tragicómic
a del país en la que habían
muerto tantas almas inocentes. Trató de inventar mil excusas para no asistir a la
conmemoración de las fuerzas
armadas, pero su madre estaba enferma y el empresario necesitaba compañía femenina.
Era casi una orden del
Generalísimo, así que la responsabilidad de acompañante, muy a su pesar, recayó sobre el
la. No había alternativa.
Por otro lado, su padre, por ser el presidente de la cámara de prensa, debía asistir
de manera obligatoria por haber
sido el socio perfecto de los nacionalistas.
Cuando más nos empecinamos en escapar de nuestro destino, este nos hechiza casi fo
rzosamente. La noche de la
famosa fiesta, sin la menor sospecha, se convertiría en el principio del triste fi
nal de mi princesa encantada . Desde
la entrada principal del salón, María Fernanda acompañó a su progenitor; no se le despeg
aba ni un instante. Quería
desperdiciar el tiempo obligado a su lado; de ese modo, podría evadir las tertulia
s insípidas del resto de los
asistentes. Pero el embrujo de su desdichada fortuna, en franco complot con el m
ismísimo demonio, la llevó de la
mano del Generalísimo a conocer al hombre con los atributos soñados por toda mujer:
alto, fornido, varonil, de
buenos modales, con unos ojos de mirada penetrante, de esas que seducen a la dis
tancia y, por si fuera poco, con
todo el poder, dinero y un futuro lleno de luz. Pero el amor es ciego, sordo y a
veces tonto. Francisco Franco quizás
sirvió de celestina a dos seres disímiles en todo sentido. La fortuna oscura aprovec
hó el descuido, se coló en el lugar
equivocado, donde no debía, y decidió en contra de ambos. Esa noche María Fernanda est
rechó por primera vez la
mano del famosísimo general Benítez, uno de los hombres de confianza del dictador. E
l simple roce de la piel fue el
chispazo que encendió el fuego de la curiosidad, del deseo involuntario, en la dam
a de sociedad. El uso del léxico
recatado, educado, con matices de disimulada humanidad, astutamente manejado y m
anipulado por Benítez, fue el
arma perfecta para embaucar a la exigente mujer que asistía a la romería sin deseo.
El encuentro fortuito fue ideal para ambos. Ella anhelaba conocer a un hombre co
n cultura, educación, valores, de
buen porte, sobre todo marcadamente varonil. Quería escapar de las necedades de su
padre, que sentía especial
predilección por cierto pretendiente casi impuesto, un empresario textilero francés
a nivel mundial, muy adinerado
obviamente. La holgada posición económica del francés alegraba a don Toribio y convertía
al ilustre aspirante a
yerno en la mejor opción para la hija rebelde, que solo quería actuar movida por el
intelecto, sueño poco alcanzable
para las mujeres de España en una colectividad bastante apocada y forzosamente con
servadora.
En el caso de Benítez, la posibilidad de desposar a una dama de abolengo, amiga de
l caudillo, le venía como anillo
al dedo, pues además de la buena dote que recibir, le permitiría acallar rumores sob
re su prolongada soltería. Benítez
era un general joven, pero solitario en los avatares del corazón. Todos los colega
s ya habían extendido la dinastía de
sus apellidos. Solo él evadía la paternidad por considerarla un estorbo en su carrer
a. El destello sirvió de excusa
para entrar en conversación. María Fernanda cortó las amarras del brazo de su padre y
emprendió la retirada con
dirección a la pista de baile, muy bien acompañada por el apuesto general y envidiad
a por el remanente de féminas.
Empezaron a seguir la melodía de un vals. Gracias a su formación de ballet, la joven
pudo guiar a su acartonado
seductor, que solo conocía los movimientos al compás de la marcha militar. Pronto la
s miradas indiscretas de cientos
de Evas, tanto solteras como casadas, se convirtieron en lanzas de guerra. Mi pri
ncesa encantada sentía como se
clavaban en su esbelta figura. De la nada se había convertido en la molesta pelusa
de todos los presentes; sin
quererlo, se apoderó del protagonismo absoluto de la noche. Era la mujer que logró s
onsacar al duro soldado, el
más sanguinario de la guerra.
Bailaron un par de piezas hasta que él se cansó del vaivén de los pies. Gentilmente co
nvidó a su compañera a
degustar unas copas del mejor champagne. Trago en mano, se trasladaron a los jar
dines del recinto, donde se podía
apreciar la espléndida luz de un cielo estrellado y con luna llena, perfecto decor
ado para una velada que prometía
mucho. Charlaron de lo más amenos por espacio de dos horas, tiempo suficiente para
indagar detalles suficientes de
la vida de cada uno. María Fernanda estaba fascinada con los modales del hombre qu
e vestía el uniforme de la
milicia. Jamás se imaginó que existiesen personas con tanta cultura y modales en el
seno del ejército. Siempre les
había tildado de patanes, hombres sin futuro más allá de recibir e impartir órdenes por
el resto de sus vidas. El
sortilegio de la noche apenas comenzaba. Pronto las mariposas rasgaban su estómago
. Era, como ella había oído en
alguna ocasión decir a su madre, esa sensación, esa emoción llamada amor, amor del bue
no, del que nace del
corazón a primera vista, del que se confía ciegamente.
Cuando la ceremonia llegó a su fin, los nuevos amigos sentimentales se despidieron
con la firme promesa de
volverse a ver lo antes posible. Y así sucedió, en efecto, de una manera acelerada y
fuera de lo esperado. Los
encuentros semanales se fueron multiplicando. María Fernanda incluso llegó a comenta
rles a sus padres que tenía una
amistad bastante seria con Benítez. La noticia confundió y molestó a don Toribio, porq
ue este conocía las
debilidades y pecados de los hombres que visten ropas militares. El viejo insistía
en su francés predilecto como
futuro hijo político, muy refinado tal vez, pero con muchas cualidades materiales.
Si mi princesa encantada hubiese
hecho caso a las recomendaciones de su padre, quizás la vida le habría regalado meno
s lágrimas, menos dolor,
menos sangre injustificada.
Siete meses de noviazgo fueron suficientes para que los tórtolos decidieran contra
er nupcias y legalizar sus deseos
carnales. El tiempo para conocerse fue muy breve. El padre se opuso cada día con más
vehemencia, pero la típica
actitud cómplice, alcahueta, de madre e hija, logró reducir al dragón de la desconfian
za. Si bien no era el mejor
candidato, según el viejo cascarrabias, él entendía que no podía amargarle el deseo a su
propia hija. De lo contrario,
cargaría siempre con la culpa si algo salía mal y, de ser el caso, siempre habría tiem
po para corregir.
La aceptación final del suegro llegó un mes antes de la fecha escogida por los futur
os esposos para unirse en
sacramento matrimonial. La iglesia predestinada fue la majestuosa Catedral de Se
villa, usada habitualmente por las
novias de mayor alcurnia de la sociedad española. La ceremonia religiosa fue senci
lla, por petición de la novia, pues
criticaba las zalamerías de la Iglesia en las celebraciones de los ricos. La litur
gia estuvo a cargo del obispo, que contó
con el apoyo de un grupo de cuatro seminaristas que hicieron de monaguillos. Iri
barren simplemente fue uno de los
acólitos.
El banquete fue responsabilidad entera de don Toribio. El feliz padre de la novi
a derrochó una fortuna en la
decoración, comida, bebidas y entretenimiento; todos los detalles fueron cubiertos
con exquisitez faraónica. Era
predecible, pues se casaba la niña mimada, la reina de su vida. La lista de invita
dos era interminable,toda España
comentó la boda, por lo menos hasta un mes después. El propio Generalísimo les dio la
bendición a los novios,
impartiéndole mayor notoriedad al acontecimiento, que llegó a trascender fronteras.
En los dos primeros meses de matrimonio apareció la primera gran noticia: María Fern
anda estaba embarazada.
La anunciación dejó sin habla a los futuros abuelos. Todos en ambas familias lo fest
ejaron con saraos, mucho vino y
rezos por la salud del angelito que estaba por nacer en los meses venideros. La
familia Benítez López de Peña
irradiaba felicidad. La futura madre sentía los cambios en su vientre, disfrutaba
de la bendición de ser madre, del
privilegio único de ser portadora de vida. En sus ratos libres solía dedicarle oraci
ones de agradecimiento a la Virgen
del Carmen, también a la del Rocío, la patrona de su corazón. Estaba en total plenitud
, llena de júbilo por tener un
marido perfecto, su primer hijo por llegar y un norte saturado de alegrías. La fel
icidad opacaba la insospechada
tragedia que le tocaría vivir y que pronto comenzaría y la convertiría en un alma en p
ena.
Capítulo 15
El dulce sabor de la venganza
El general Benítez acudió a la citapautada con elpárroco de la Iglesia de SanAgustín. El
reloj marcaba las tres de
la tarde, pero la entrada de la capilla estaba cerrada. El visitante se extrañó; est
aba seguro de la hora acordada, pero
nadie le esperaba. Golpeó la vieja puerta de madera sin éxito en la respuesta. Como
buen militar, no soportaba la
irresponsabilidad de las personas con el manejo del tiempo, pero por tratarse de
una cita con el confesor de su
esposa pensó que valdría la pena desperdiciar unos minutos de su apretada agenda. Ir
ibarren miraba a la confundida
liebre desde un pequeño ventanal, estratégicamente ubicado en el costado del pasillo
del seminario adjunto a la
estructura de la antigua iglesia. Con su estrategia, el cura buscaba desconcentr
ar al general. Estaba informado del
carácter agresivo del oficial, era tarea fácil sacarle de sus casillas. Si empezaban
la reunión con una dosis de molestia,
tal vez se generase un nivel de respuesta impulsiva, rápida, sin mucho pensar, que
jugaría a favor de Iribarren, que
había cuidado todos los detalles.
Diez minutos de tardanza fueron suficientes. El crujido de la oxidada manija ind
icaba que el lugar sería abierto al
público. Benítez suspiró y ambos se encontraron frente a frente. El cura ofreció un cálido
abrazo en señal de disculpa
y obsequió un par de frases en justificación de su demora. Aclarado el percance, los
dos sirvientes de ejércitos
disímiles aunque altamente compenetrados en la repartición del poder se adentraron e
n los salones privados del
lugar. Una vez en su despacho, el párroco sirvió dos tazas de aromático café, endulzado
con toques de vainilla, en
perfecta armonía con buenos chorros de exquisito brandy para triplicar el carácter d
el negruzco elíxir. Intentando
romper el hielo, Iribarren comenzó a describir con lujo de detalles parte de la hi
storia de la sagrada capilla, los
frescos, las obras de arte que formaban la decoración barroca del recinto. A conti
nuación, preguntó por los
miembros de la familia de su oyente en actitud bastante sociable, pero nada moti
vó a Benítez, quien, nervioso por el
recorrido del minutero, le pidió a su compañero de tertulia forzada apurar el paso y
entrar en materia.
Tiene razón, general; disculpe usted mis palabras, pero ya sabe cómo somos los miembr
os de la Iglesia: nos
encanta charlar, a veces más de la cuenta.
No hay problema, padre. El tema es que tengo algo de prisa. Me gustaría saber por q
ué me pidió con sobrada
insistencia venir a esta cita. Le ruego mil disculpas si le ofendo, pero prefier
o que ahorre sus desvaríos. Le agradezco
de todo corazón la buena voluntad, pero vayamos al grano. Y si es por un donativo,
no hacía falta tanto protocolo,
dígame cuál es la urgencia demandó el general en tono recio.
No, hijo, no se trata de un diezmo. Bueno, verá usted, mi querido don Rafael: como
bien sabe, soy el confesor
de su amada esposa. Además, hemos establecido una bonita amistad, ella y yo. Obvia
mente quiero mucho a su
familia, especialmente a vuestro hijo y, bueno, estoy un poco preocupado por el
matrimonio, digo, por la relación
conyugal que ustedes tienen hoy en día.
Iribarren finalizó la confusa introducción con voz tímida, apenado, disminuido, como q
ueriendo opinar en un tema
privado, entrometerse en asuntos de pareja sin haber tenido la autorización del ca
so. El general arrugó la frente; no
entendía la razón de semejante conversación insípida, disparatada, digna de viejas comad
res. Alzó la voz con el tono
altivo de tropa y pasó a ser el interrogador.
Dígame algo, padre, ¿acaso mi esposa le ha comentado algo en su confesión? ¿Usted me está r
evelando ese
secreto tan sagrado o es una broma de mal gusto? En el supuesto, negado, de que
así hubiese sido tal revelación,
usted está muy errado, ya que mi matrimonio sigue siendo perfecto. Disculpe usted,
pero esta charla me aburre. No
sé de qué carajos hablan usted y mi esposa en las clases de teología, creo que ambos p
ierden el tiempo y las
neuronas. Lo más sano es que suspendan las ridículas tertulias ripostó groseramente Benít
ez.
Hijo mío, yo jamás revelaría una confesión, así fuese la de un asesino desalmado, aun a cos
ta de mi vida; sabe
que es pecado mortal hacerlo. Tranquilízate, tu esposa no me ha confesado problema
alguno. Para ser franco, no
con detalles, es decir, no hubo acción verbal recriminatoria; son intuiciones de f
e comentó el astuto expositor
vestido de santo.
¿Qué me quiere decir, padre, con eso de bueno, no con detalle , intuiciones de fe ? ¿Qué c
es eso?
Vayamos al grano, joder; o ha dicho algo, se ha quejado, o no. Es imposible esta
r medio preñado, ¿no cree usted?
O es blanco o es negro; así de simple es la verdad. Iribarren sonrió en tono burlesco
dándole motivos de rabia a
su oyente.
Llevas razón, hijo mío; suena confuso el mensaje. Pues, entonces, déjame tratar de ser
más explícito. Como has
de comprender, en nuestra profesión más allá de representar a Dios en la Tierra, de se
rvir de pastores, guías y
guardianes del mensaje divino, también somos seres de carne y hueso, somos persona
s con ciertas dotes y con
sólida formación académica fuera de la Iglesia. Muchas veces, gracias a nuestro unifor
me, nos convertimos en
psiquiatras de nuestros fieles, que tratan de obtener alivio de sus pesares, fal
tas de fe o actitudes familiares complejas
aclaró el sabio sacerdote ganándose la atención del soldado.
Perfecto, padre, todo eso lo acepto, pero sigo sin entender. ¿Qué carajo tiene eso qu
e ver con mi matrimonio,
con mi vida privada? De verdad, perdone mi sinceridad, es que no le entiendo ni
un poquito.
Hijo mío, por conversaciones aisladas con tu esposa, su mirada perdida, ausente, ci
ertos ademanes, algunas
frases demostrativas de seres infelices, infiero la posibilidad, repito, solo la
posibilidad, de cierta frustración en la vida
matrimonial de mi querida hija María Fernanda. Es normal, las mujeres son seres ho
rmonales, difíciles de entender,
cosa nada fuera de lugar en los tiempos actuales. Pero como bien sabes, vosotros
sois mis devotos favoritos, me
preocupa vuestra felicidad total, por eso te hice llamar. Agradezco tu confianza
en venir, de veras solo pretendo ser
el drenaje de vuestras tristezas. Mi único interés es ayudaros, veros siempre felice
s.
Las frases del sacerdote, medidas con sutileza quirúrgica, comenzaban a enrarecer
el entorno de Benítez,
comenzaban a sacarle de sus casillas, a perturbarle. Ese era precisamente el pla
n trazado por el malévolo hombre de
sotana. Podía salir victorioso en la contienda si lograba la confianza del insegur
o oficial. El encuadre perfecto estaba
en la relación matrimonial, su talón de Aquiles. El militar había procurado siempre tr
ansmitir una imagen impecable en
el aspecto social, los rumores a flor de piel le aterraban.
Padre, agradezco su preocupación, pero creo que se ha equivocado de matrimonio. Som
os muy felices. Entre
usted y yo: deseamos buscarle un hermanito a Francisco, para completar la pareja
. Gracias por su tiempo, pero esta
conversación no lleva a ningún lado. Por último, le ruego que no se meta en mis asunto
s familiares. El hecho de que
usted sea el maestro y confesor de mi esposa no le da la autoridad moral para op
inar.
Benítez certificó con vehemencia su maravillosa realidad familiar, se levantó del diván,
tomó la gorra que
complementaba su uniforme de gala e intentó despedirse. Para él la conversación había te
rminado. Pero su verdugo
tenía más pólvora en el cañón y decidió actuar con agilidad felina. Soltando el peor de los
venenos, liberó el demonio
más mortífero para el alma de los condenados: explotó el ego de su inocente víctima a ni
veles inusuales.
Bien, puede que sea cierto lo que usted dice. Le ruego sepa disculpar mi atrevimi
ento. Yo solo quería advertirle
de los peligros que implica una mujer frustrada, recelosa e insatisfecha para la
carrera de todo hombre exitoso como
usted, sobre todo ahora cuando todo indica que usted será ascendido a ministro de
Defensa. En estos momentos es
cuando necesita evitar síntomas de ruido en su imagen intachable, exitosa, profesi
onal a toda prueba. Mi querido
Benítez, usted debe ser más astuto que su mujer, precavido, no sea que María Fernanda
en algún vahído emocional
suelte rumores inapropiados para su carrera, hijo mío.
El alcaloide verbal retumbó en los oídos del militar como un trueno en pleno huracán.
La conversación empezaba
a inquietarle. Ahora la agreste advertencia le despertaba la duda, el miedo, ant
e el único interés de su vida: la carrera
profesional. Benítez miró con respeto al ingenioso pastor de hombres en busca de otr
as verdades. Volteó la mirada,
apretó el mentón, concentró el sentido auditivo y decidió proseguir con la charla, que d
e manera repentina había
cobrado un matiz mucho más interesante; la flaqueza del soldado era el trofeo del
cura. La camaradería fingida
apareció de lleno.
¿Quién te ha hablado de mi candidatura al ministerio? interrogó con interés.
Vamos, hijo, habría que ser tonto, ciego o estúpido para no darse cuenta de que eres
el mejor de tu
promoción, eres el candidato ideal, con las mejores calificaciones. Tú, el hombre de
confianza del Generalísimo.
¡Joder, qué más quieres que diga! No me subestimes, coño. El discurso adulador excitaba e
l ego del general.
¿María Fernanda te lo dijo?
¿Vas a seguir con el tema, coño? Te he dicho que no, hijo; la pobre solo tiene el alm
a en el piso por tu carrera,
entiéndelo, tiene miedo de tu éxito. La noticia se comenta en los pasillos del cuart
el. ¿O es que se te olvida que soy
el capellán de la guarnición del ejército en pleno centro de Madrid, que conozco a tod
a la tropa? Además, no te
hagas el ingenuo, lo de tu nombramiento es comentario habitual de pasillo, ya to
dos lo celebran, es noticia vieja.
¿En serio? ¿Eso se comenta, padre?
Benítez estaba al borde del clímax, con el ego hinchado, cual globo de helio. Los pi
es no tocaban el suelo, su alma
flotaba de dicha en el aire. Estaba impresionado porque supuestamente el rumor h
abía traspasado los muros del
cuartel y hasta llegado a oídos de un simple sacerdote. El sorprendido militar no
cabía en su uniforme. El vivaz sayón
lo entendió rápidamente. Ya el toro estaba herido de muerte, solo faltaba la estocad
a final, la espada que partiría el
corazón de la bestia. El embiste final sonó con fanfarria, la adulación por venir prod
uciría orgasmos a granel en el
vanidoso hombre de armas.
Hijo mío, ¿quieres que te sea absolutamente sincero? Que conste que lo hago por el ca
riño que os tengo, pero
júrame que jamás divulgarás que yo te lo comenté. Es un secreto entre nosotros dos, casi
de confesión. El propio
Francisco Franco me adelantó lo del nombramiento en una charla rutinaria. El único t
emor es tu edad, consideran
que te falta un poco de antigüedad, pero la mayoría en el alto mando aceptará tu nuevo
cargo, no temas.
Con semejante ficción la liebre cayó en la jaula. Benítez casi sufrió un paro del miocar
dio cuando la confesión del
sacerdote le violentó los oídos. El máximo líder del país tenía la decisión tomada. El sueño
mayor aspiración por
militar alguno estaba a punto de coronarse en su favor. Inmediatamente se paseó po
r los posibles escenarios, una vez
que fuese nombrado para ese máximo honor. Ya se sentía el hombre más fuerte de España de
spués del
Generalísimo. ¿Quién quita? Si el viejo Franco muriese antes de lo previsto, él estaría al
mando de todas las fuerzas
armadas, él dirigiría al país. Disfrutaba fantaseando con todos los privilegios que re
cibiría nacional e
internacionalmente. Su nombre decoraría las primeras planas de los diarios famosos
, dentro y fuera de España,
convirtiéndose en un semidiós, un auténtico emperador. Su ego aumentaba de volumen, a
niveles casi orgásmicos
cuando Iribarren le obligó a aterrizar despavorido otra vez por sus aseveraciones
sobre la crisis hogareña, el
principal problema por resolver. Ese que le podía traer problemas.
Ahora entiendes el porqué de mis preocupaciones. ¿Te imaginas qué pasaría si tu mujer com
entase entre su
círculo de amigas algún pensamiento, acción u omisión de tu parte, que pudiera abrir una
caja de Pandora en las
retorcidas mentes de tus adversarios? Tú más que nadie sabes el riesgo del chisme en
los altos cargos del gabinete
ministerial, en el cinismo de palacio, donde las palabras mal comentadas pueden
asesinar sueños. Tienes una hoja de
vida intachable; créeme que no es el momento de empezar a ennegrecerla. Por eso te
mandé llamar, para advertirte
de mis percepciones. Solo de eso se trata, del potencial riesgo que afrontas al
lidiar con una supuesta mujer infeliz,
muy expuesta a cometer locuras de lengua ligera. No me interesan tus intimidades
, ni si la has traicionado o no. Solo
quiero ayudarte. Tú me importas mucho, pero debes aprender a usar mejor el lado po
lítico o tendrás muchos
problemas por causa de tu mujer.
Las falsas verdades, orquestadas por la brillante sapiencia de Iribarren, permit
ieron germinar destellos de alarma
en el subconsciente del aspirante a ministro. El macabro plan estaba dando sus f
rutos a velocidades insospechadas.
En menos de una semana, el sacerdote se había adueñado de dos almas en pena. Marido
y mujer estaban bajo el
dominio del camaleónico prelado. Era cuestión de días iniciar la seducción final, el gol
pe maestro, el dominio de
cuerpo y alma, las acciones que le ayudarían a cobrar revancha por la sangre derra
mada. Tristemente los
acontecimientos funestos estaban escritos en el futuro de mi princesa encantada . B
enítez analizaba el código,
descifraba cada palabra implícita para evitar posibles adversidades. Bajó la cabeza,
suspiró con aliento entrecortado;
aceptó sus debilidades buscando clemencia, intentando pedir ayuda para lograr sus
objetivos. Sentía la necesidad de
neutralizar los sentimientos negativos de la solitaria esposa.
Ahora le entiendo, padre. Reconozco que llevo tiempo muy concentrado en mi carrer
a, le he dado prioridad.
Es cierto, tal vez no he dedicado mucho esfuerzo a mi labor de padre de familia
o de marido ejemplar. Pero entienda
usted mi posición: todo el esfuerzo por superarme al final es en beneficio de la f
amilia.
Iribarren estaba de pie, detrás del respaldar donde descansaba el tronco de su nue
vo mejor amigo. Se le acercó
lentamente, midiendo sus próximos pasos y colocó las manos sobre los hombros del gen
eral y los apretó con fuerza
bruta, varonil. Una corriente peculiar transitó en el cuerpo de Benítez. Una sensación
casi imperceptible de placer, un
silente jadeo, muestra indudable de cierto metalenguaje sensorial, se filtró en el
soldado. Decidió entregarse
ciegamente a las recomendaciones que compartiría su futuro confesor para garantiza
rle paz y amor en el descuidado
hogar.
Está bien, hijo, eso es normal. El hombre de la casa dedica la mayor parte de su tr
abajo al sustento de la
familia. Pero debes recordar que las mujeres son como niños, ingenuas, que jamás mad
uran. También suelen ser
enemigos peligrosos, vengativos. Vienen al mundo con el don de la manipulación, sa
ben usar todas las armas
posibles a la hora de reaccionar frente a un sentimiento que consideran negativo
. De entrada, simplemente, te sugiero
que cambies un poco tu ritmo cotidiano, hazte amigo de ella, al menos hasta alca
nzar tu nuevo cargo. Por ahora,
sedúcela; inténtalo, dedícale más tiempo del normal, trata de borrar los residuos de tri
steza, justificada o no. Debes
ser actor, haz el esfuerzo. Trata de convertirte en múltiples personalidades. Vuel
ve a ser el novio romántico,
detallista. Debes acallar las razones de llanto. Recuerda que está en juego tu car
rera, tu prestigio, tu esfuerzo de toda
la vida. Por último, pero no menos relevante, debes evitar a toda costa molestias
o intentonas de separación
conyugal, eso mancharía tu imagen. Resultaría nefasto para tus aspiraciones. No pued
es estar soltero. Dale otro hijo
si es posible, tal vez eso la calme.
Benítez lucubraba estrategias que seguir. En definitiva, su inesperado reto era co
nvertirse por segunda vez en el
teatrero que sedujo a la doncella en una fiesta por puro interés materialista, polít
ico y social. Debía desbordar su
hombría en el cuerpo de la esposa desatendida. Satisfacerla, a pesar de excusa alg
una, además, era un trabajo de
poco tiempo. Una vez consumado el ascenso, todo volvería a ser normal en la retorc
ida vida del general. También
necesitaba desperdiciar más horas con los suegros. No era buena idea que María Ferna
nda hubiese comentado algo
con sus padres que pudiera resquebrajar la imagen del esposo abnegado que alguna
vez esculpió por beneficio
propio. La estratagema parecía lógica a simple vista; un poco de roce, algo de sudor
en la cama, y luego, a celebrar
la conquista profesional.
Aclarado el motivo real de la cita, Benítez agradeció el gesto de su nuevo asesor de
imagen familiar. Aprovechó la
visita a la capilla para dar un donativo bastante atractivo, se comprometió, bajo
juramento, a visitar al párroco una
vez por semana para confesar sus faltas, hacer penitencia en busca de paz espiri
tual, y ante todo seguir las
recomendaciones. Se despidieron con un afectuoso abrazo, muy diferente al protoc
olar de la entrada. Esta vez los
cuerpos se fusionaron en perfecta armonía, con un toque de rara atracción.
Iribarren cerró la puerta de su despacho, feliz por la conquista. La fiera resultó b
astante asténica; fuera de lo
esperado. El argumento marchaba con viento a favor. Pronto el odio cosecharía sang
re, tal como estaba escrito en el
corazón del sádico hombre disfrazado de santo.
* * * * *
A solas en su habitación Iribarren repasaba las notas que había almacenado durante l
os años de investigación
sobre la carrera militar de su detestable enemigo, ahora expuesto en demasía. Ya h
abía logrado trasponer su entorno
de seguridad, se había ganado la confianza de la esposa del general. Adicionalment
e y sin mayor resistencia, el
destino había facilitado la camaradería entre ambos, y de improviso había logrado conv
ertirse en el nuevo manejador
y confesor del posible candidato a ocupar el ministerio más importante del régimen.
A partir de ahora, en teoría, los
sabios consejos del sacerdote decretarían acciones en la conducta de Benítez para ay
udarle a conquistar la más alta
graduación en la milicia. Definitivamente, las almas débiles siempre son los mejores
socios para alcanzar todo
propósito.
Con pericia detectivesca, el párroco volvió a leer los documentos que recopiló durante
los últimos diez años de
proceso investigativo. La única forma de derrotar al poderoso contrincante era dem
ostrar su lado putrefacto, llevarle
al nivel de la humillación, la degradación, el peor de los tóxicos en la moral de los
hombres con carrera militar.
Porque toda tentativa legal, por muy transparente que pareciese, escudada en los
abusos o crímenes de guerra
cometidos en sus tiempos de capitán o coronel, sería inequívocamente desechada, porque
la justicia generalmente es
mimética, alcahueteando al líder de turno. El que ostenta el poder siempre tiene una
carta bajo la manga, una
coartada, que casualmente a todas luces le exime de culpas o castigos. Era parte d
e la barbarie que se comete en
tiempos de confrontación bélica, estaba políticamente aceptado como excusa ante la vic
toria inminente, porque,
básicamente, el fin justifica los medios . En otro caso, la reputación de Benítez daba la
impresión de ser a prueba de
balas, de argumentos existenciales o de envidias profesionales; poseía cierto efec
to teflón que le ayudaba a repeler
las malas noticias en su contra. Pero la retorcida mente de Iribarren estaba con
vencida de que su enemigo disimulaba
o protegía un lado humano débil, un talón de Aquiles maquillado pero no invisible, cap
az de destruir su carrera, de
convertir su existencia en una pesadilla, en la que la muerte se convertiría en un
merecido trofeo.
Una y otra vez leyó los cinco casos de abusos atribuidos a Benítez. Comparó las escuet
as notas de los
expedientes archivados en el baúl de los acertijos sin resolver de la comandancia
general con los escritos de los
militares que había entrevistado en los cuarteles donde ejerció como capellán antes de
ser trasladado a Madrid.
También incorporó las frases, ideas o chácharas divulgadas por antiguos subalternos de
l ahora general cuando, bajo
el amparo del secreto de confesión, les pudo arrancar ciertas inferencias basadas
en pecados convertidos en dudas,
gracias a las habladurías de cuartel, chismes que siempre nacen de una verdad ocul
ta. Con detenimiento aglutinó
todas las fichas del rompecabezas hasta formar un patrón psicológico, o más bien patológ
ico, de su futura víctima.
Los cinco expedientes, los conocidos hasta la fecha, tenían en común varios elemento
s. Especial consideración
merecían la tendencia homosexual de los ajusticiados; las marcas corporales, lacer
aciones o heridas cutáneas casi
siempre eran en las mismas zonas; en repetidas ocasiones los cuerpos estaban des
nudos, colgados del techo con los
brazos dislocados; todos menos uno indicaban cercenamiento del miembro masculino
, y al único prisionero que no
había sufrido tal amputación le sodomizaron con un cilindro de madera antes de morir
.
Este ajusticiamiento era el último eslabón en la cadena de crímenes, específicamente cua
tro meses antes del
asesinato del teniente Andueza, vilmente emboscado en Oviedo, junto a dos soldad
os de confianza, mientras
cumplían una misión absurda, injustificada, ilógica. La operación secreta la ordenó su ami
go y superior, el coronel
Benítez. Ninguno de los reos era militar. Todos fueron sentenciados sin juicio públi
co. Tres de los casos habían sido
denunciados por el pundonoroso militar carlista, dando pie al rumor entre los re
clutas de una posible represalia por
parte del sanguinario Benítez. Se especuló sobre la existencia de algún secreto bastan
te turbio como justificación de
un desquite. El murmullo en los pasillos se convirtió en enigma y sembró la duda ent
re los compañeros de armas.
Pero la cobardía acalló las voces conspirativas y terminó por archivar otro caso sin s
olución. De nada valieron las
súplicas, los reclamos y las pruebas de la viuda y la madre de Andueza. Las averig
uaciones no arrojaron evidencia
clara, determinante y sólida contra Benítez.
Iribarren no tenía dudas. El rompecabezas de la personalidad del futuro ministro d
e Defensa estaba prácticamente
definido. Los hechos eran concluyentes. El hallazgo del sacerdote era prácticament
e el mismo que sentenció la
muerte de tres oficiales en Oviedo. El secreto, oculto bajo el manto de un unifo
rme de combate, estaba próximo a
ser revelado. Solo había un problema mayúsculo: lograr la confesión del acusado bajo l
a presión de su núcleo social
y profesional, que la deshonra se convirtiese en el dedo acusador, en la verdad
lapidaria, la única aseveración
irrefutable para expeler de las fuerzas armadas al insigne verdugo, dejándole como
única opción la muerte
deshonrosa. El sacerdote meditaba. Entendía que el plan era un poco peculiar, tal
vez descabellado, pero con altas
posibilidades de éxito. De todos modos, si por alguna razón llegase a fallar, el man
to eclesiástico sería su
salvoconducto para evadir la muerte. Iribarren estaba decidido, y en menos de do
s semanas empezaría la fiesta.
Capítulo 16
Amor forzado, orgasmos desperdiciados
Acatando las recomendaciones impartidas por su nuevo mejor amigo, el general Benít
ez reservó la suite
presidencial del hotel Imperial. La selecta habitación era un espacio de aproximad
amente ochenta metros cuadrados,
ocupada la mayor parte del tiempo por diplomáticos. Su coste por noche bien equiva
lía al salario anual de un
empleado básico en Madrid, pero la ocasión ameritaba el exceso. La morada transitori
a estaba distribuida en tres
áreas principales: una sala central bastante espaciosa, decorada con sofisticada s
elección de sofás de cuero
capitoneado, estilo inglés de principios de siglo. El de mayor tamaño estaba tapizad
o con pieles de tonalidad marrón
oscuro, muy semejante a una gota de vino tinto; tenía capacidad para cuatro person
as sentadas con comodidad e
independencia. En ambos extremos del mueble emergían dos mesas redondas de caoba o
scura, rojiza intensa,
talladas a mano. Lucían en toda la circunferencia superior variados formatos de ho
jas de árboles, predominando la
enredadera, que hacía las veces de cuerda anudada. Sobre las elegantes mesillas de
scansaban dos lámparas
metálicas color ocre, oxidado, corroído, de cuyo mástil colgaban ocho cuerdas con incr
ustaciones de lágrimas de
cristal que proyectaban cientos de formas multicolores que lograban inundar el e
spacioso salón. Formando un ángulo
recto con el tronco de la fuente de luz que servía de vértice, se apreciaban dos but
acas en cada extremo del
posamanos del gigantesco sofá. Eran dos sillas extremadamente disímiles, dispuestas
con la intención de crear un
collage multiforme y de estilo ecléctico a lo ancho del salón de estar. Una de las b
utacas, tapizada en tela, recreaba
una escena en los campos de caza en la temporada del zorro. Hombres a caballo, g
uiados por perros, perseguían su
presa. El segundo sillón auxiliar coincidía con el estilo del mueble principal, dife
renciándose de este por el color, un
verde olivo joven que rompía la mínima intención de equilibrio cromático o decorativo. E
n total había asientos para
ocho invitados, ideal para reuniones de trabajo, atender a la prensa o simplemen
te para disfrutar del tiempo muerto
cómodamente. Las paredes de esa área estaban tapizadas con un papel especial, corrug
ado, silueteado de forma
casi imperceptible en la distancia con elementos romanos tradicionales, compuest
os por la emblemática loba
capitolina, columnas, edificios del Senado, el tradicional foro, carruajes del e
mperador, etc., de color blanco ostra,
suavemente opaco, que resaltaba la presencia del variado tipo de mobiliario, pro
duciendo una sensación de mayor
amplitud. Las cortinas de seda persa respetaban los mismos tonos de las paredes,
con un grado extra de oscuridad
en el tinte, y hacían las veces de filtro solar.
El dormitorio principal rompía radicalmente con la simpleza de la entrada. Toda la
decoración era absoluta
imitación del barroco francés. La cama, un cuadrado perfecto de dos metros por lado,
fuera de lugar en los hogares
de la posguerra europea, parecía extraída de los aposentos de algún castillo, reservad
a solo para reyes o
emperadores. La estancia estaba saturada de muebles, decorada con exceso en todo
s los sentidos. Tan solo la
peinadora contenía cerca de mil figuras decorativas, desde los pies en forma de pa
tas de león hasta la cúspide del
espejo oval, que servía como ayudante de los huéspedes en sus retoques faciales, o m
ultiplicaba el reflejo morboso
de los placeres de la carne en noches de efervescente lujuria.
Benítez se esmeró en preparar el campo de batalla. Ordenó tres botellas de champagne C
ristal. Una fue
depositada en la mesa de la sala principal; las otras dos reposaban sudorosas en
la recámara principal a ambos lados
de la cama. Además, encargó un ramo de rosas, combinando blancas con azules, los col
ores preferidos de su
amada. También se tomó la molestia de comprar una bolsa saturada de pétalos rojos que
fue esparciendo en todo el
recinto. Se sentía extraño organizando minuciosamente una cita íntima. Contrastaba en
exceso con su personalidad
egoísta, agreste, pero la misión así lo exigía. Debía cuidar de todos los detalles que a l
as mujeres les alimentan la
esperanza. Como guindilla, impregnó el aire de la habitación con el perfume de jazmín,
el aroma predilecto de su
invitada de honor.
A las siete de la noche, el general pasó por casa en busca de su esposa. La sorpre
ndió con la chistosa e
incongruente propuesta, pues desde que María Fernanda superó la cuarentena del parto
, el calor hormonal había ido
menguando gradualmente en su cuerpo. La necesidad de compartir momentos juntos, ín
timos y privados, se había
marchitado. Los encuentros sociales de la pareja se limitaban prácticamente a las
escasas celebraciones
conmemorativas de actos en los salones de fiesta del cuartel, en que por mandato
del Generalísimo la presencia de
todas las esposas era obligatoria. El grado de apatía entre la pareja le hizo pens
ar a María Fernanda que el niño
había sembrado la falta de deseo en su marido. Por mucho que se esforzó en seducir a
l general usando las típicas
artimañas de embrujo, siempre hubo un pretexto, una negativa al roce carnal o soci
al.
Esa noche, al recibir la tamaña sorpresa de la invitación a cenar, María Fernanda por
un instante pensó que su
marido estaba bromeando, o que alguna bebida espirituosa le había mudado el ánimo. L
a insistencia de Benítez
demostró que sus intenciones eran ciertas; la celebración estaba en puertas, su comp
añero la estaba secuestrando
para darle alguna noticia. Pensó que tal vez se trataba de algún aviso militar, otra
misión fuera de casa, en fin, cosas
de trabajo, lo único que motivaba a su aburrido amigacho sentimental. Casi obligad
a, a regañadientes, se vistió de
estilo casual, nada formal y cero sensualidad, no cabía propósito alguno. Un conjunt
o de falda y blusa color oscuro,
zapatos y bolso que combinasen, lo demás era superfluo. Por su lado, Benítez mostrab
a su mejor faceta histriónica.
Intentaba emular los detalles de la época en que pudo seducir y conquistar el cora
zón de su antiguamente amada
esposa, cuando el noviazgo interesado germinó entre los dos. Ni él mismo daba crédito
a su manera de posar, pero,
como le recomendó el párroco, debía reconquistar la confianza de su esposa, tratar de
que no hubiese dudas en la
relación. El ruido de rumores negativos o habladurías en los pasillos del cuartel po
dría destruirle el ascenso con que
tanto soñaba. Su carrera militar bien valía un encuentro amoroso obligado.
El general solicitó permiso en la comandancia para tomar uno de los vehículos de luj
o que eran usados para
transportar a los presidentes de otros países en visita oficial. También le asignaro
n un chófer que los recogería en
casa a las ocho de la noche para llevarles a los sitios deseados, estaba a su di
sposición por toda la noche. Benítez
pensó que algo de lujo y poder refinado ayudaría un poco en la conquista. Salieron d
el hogar con estrecho respeto a
los tiempos fijados. La esposa, confundida por la nieve de verano, ni se inmutó po
r la presencia del automóvil de
protocolo. El truco pasó sin pena ni gloria, y molestó al frustrado comediante. El t
ráfico era noble y en pocos
minutos llegaron a su destino. El hotel más lujoso de España les daba la bienvenida
sin mayor aspaviento. Un par de
elegantes porteros con guantes blancos que disfrazaban sus manos les abrieron la
s puertas del carruaje diplomático.
Los nuevos huéspedes atravesaron el salón de espera rumbo al restaurante La Provence
, icono gastronómico de la
época, suculentos platos y sobre todo en precios. El maître les saludó por separado, p
ronunciando sus nombres con
resonante acento francés. Después de darles el afectuoso recibimiento, les condujo a
la mesa reservada con tres días
de antelación. Todas las mesitas estaban ocupadas por elegantes comensales. En el
bar había filas de personas
deseosas de conseguir un espacio en la próxima hora para disfrutar de una cena esp
ecial. Los recién llegados fueron
sentados al final del comedor, bastante cerca de un gran ventanal que facilitaba
la visión del jardín principal del hotel,
colindante con el área de la piscina. María Fernanda no salía de su asombro. Al ver el
gentío aglomerado en el local
pensó que, en efecto, se trataba de una reunión de amigos del ejército, pero la diminu
ta mesa afrancesada que les
permitía la mínima distancia entre los cuerpos le corroboró que la puesta en escena se
regía por otro libreto.
La sofisticada y especial carta se había ordenado con antelación; el vino y los plat
illos fueron combinados según
recomendación del chef, en total complicidad con el sommelier mayor. Las entradas
incluían caviar iraní sobre setas
salteadas al tomillo y eneldo, una porción decente de foie-gras natural, decorado
con frescos escargot horneados
sobre hojaldre de mantequilla, con pizcas de salvia. Las entradas conjugaban los
sabores con tres diferentes vinos
franceses: Chablis, para las negras huevas de pescado; Pouilly Fumé fue el socio d
el hígado de ave; mientras la
babosa gelatina del caracol era suavizada con un Chardonnay magistral. De plato
principal, una fuente que simulaba
un verdadero ecosistema marino, formado por toda clase de productos con concha,
mariscos de diversos tamaños y
colores, separados por diminutos bocadillos de salmón, arenque, mero en salsa verd
e, y otras glorias del buen
comer. La dosis de afrodisíaco natural estaba cubierta. Para complementar la fiest
a, una botella del mejor
champagne sirvió de confidente perfecto.
La cena transcurrió sin sobresaltos. Benítez se esforzaba por alabar la belleza de s
u mujer en todo sentido. Le
agradeció ser parte importante de su vida, comprender la difícil función que él desempeñab
a en las fuerzas armadas.
La tildó de complemento perfecto. Le juró que sin ella no tendría razón para luchar por
nada en la vida. Dio excusas
por sus prolongadas ausencias del seno familiar; el trabajo de un militar siempr
e absorbe más de lo normal. Prometió
cambios en el hogar para iniciar una nueva etapa de vida: unidos, felices, entre
gados. El discurso empalagaba el
corazón de la esposa frustrada, las excusas sonaban a lugar común, repetidas, anticu
adas. María Fernanda no
apreciaba lógica en el repentino cambio de ritmo de su apático compañero de cama. Por
instantes, la mujer perdía la
concentración, estaba aburrida; luego miraba fijamente a su expositor sin entender
una sola de las frases rebuscadas
que salpicaban su sentido auditivo, ya las había escuchado en el pasado.
A mitad de la fábula sentimental, el amante arrepentido intentó otro recurso para ca
ptar la atención de su fría
compañera. Introdujo la mano derecha en el bolsillo del lado contrario del traje d
e gala. Una pequeña caja envuelta
en pergamino amarillento, sellado con finos hilos de oro, asomó por el vértice del s
aco rectangular incrustado en la
guerrera del soldado, cosido con hilo blanco pespunteado, encima de las medallas
y recuerdos honoríficos de una
época de barbarie. Una sonrisa obligada sirvió de encuadre fotográfico para la entrega
del presente. María Fernanda
cogió el regalo, desató el nudo principal del lazo confeccionado con el hilo de oro;
el pergamino decorativo se abrió
en cuatro puntas, cual rosa en primavera, y una caja de terciopelo púrpura quedó des
nuda ante la hermosa dama.
Abrió la tapa. Una luz penetrante se reflejó en el fondo de la caja. La afortunada m
ujer abrió los ojos en su máxima
extensión. Un anillo de brillantes se pavoneaba entre los delicados dedos de la es
posa del general. El detalle
materialista incrementó la curiosidad de la inquieta esposa. No había celebración, ani
versario ni recuerdo pendiente
por festejar. Cuestionó a su marido por tanta glotonería emocional sin fundamento. B
enítez se molestó, pero
encontró la forma elegante, sutil, de disimular la rabia. Reiteró sus palabras de ar
repentimiento, hincó el puñal de la
compasión en el corazón de su esposa, busco limosnas de fe, pidió perdón de muchas maner
as. Reclamaba
confianza, suplicaba reconciliación.
Un aire sutil con intención de absolución infló el alma de María Fernanda. Si bien no es
taba del todo convencida,
el esfuerzo al menos valía unas pocas muestras de afecto hacia el padre de su hijo
. Las burbujas del fino licor francés
fueron el catalizador que aceleró el dejo de alegría en el rostro de la homenajeada.
Un par de lágrimas tímidas,
dudosas, eliminaron la resequedad en los ojazos de la apenada esposa, casi en ac
titud de rendición. Benítez percibió
la debilidad de su romántica admiradora. Adelantándose a los acontecimientos, soltó la
s amarras del deseo, la
abrazo robándole un ósculo apasionado que fue humedeciendo la dureza del corazón desat
endido de mi princesa
encantada .
La fragilidad sentimental de las esposas tradicionales, que en aquella época solían
darle vuelta a la página con
suma facilidad al descubrir traiciones o desamores, comenzó a surtir el mismo efec
to en la señora de Benítez. Porque
en ese minuto de gloria, ese instante cuando la mujer siente la fuerza del unive
rso a través de una simple caricia, un
beso, una muestra de amor que le devuelve el sentido a la vida, que le demuestra
la errada visión de su merecimiento
a ser amada, deseada por un hombre, María Fernanda empezó a flaquear, a ser consider
ada parte importante en el
corazón del esposo. Sintió brevemente la tentación de eliminar las hostilidades, consi
deraba el perdón como
alternativa; no estaba segura del todo, pero quería intentarlo.
Conquistado parte del territorio complejo de un corazón herido, Benítez lanzó la artil
lería al frente de batalla,
pretendiendo colonizar el resto del reino. Toda la cuenta estaba cancelada; no h
abía tiempo que perder. No debía
permitir que la razón asomara sus locas ideas de emancipación. Ahora solo debía vivir
el sentimiento a flor de piel.
Nada de intelecto, el perdón no merecía recuerdos sombríos ni admitía comparaciones con
el pasado; abolido
estaba el pensamiento por el resto del día. Abrazó con fuerza a su esposa, un susurr
o en el oído izquierdo, justo
encima del corazón, para que el mensaje llegase nítido y con más rapidez, le reforzó a M
aría Fernanda la idea de su
papel en la vida de la familia, del esposo, del hijo. Fue una declaración plena de
ego femenino a la desdichada mujer,
que nuevamente se dejó embaucar. Por primera vez, se sintió importante, capaz de abl
andar las penas y bendecir las
culpas en aras de un futuro feliz, en familia.
Los recién enamorados subieron hasta el piso siete y caminaron con muchas imperfec
ciones mientras atravesaban
el pasillo. Los besos apasionados se hacían intermitentes, frenando su recorrido.
La puerta de la suite presidencial se
abrió a todo dar. Los chicuelos felices traspasaron el umbral. La sequía sexual logró
multiplicar el deseo y las ganas
de la heredera del imperio López de Peña. Su piel era un volcán, sus hormonas danzaban
alocadas. La exclusiva
habitación, finamente acondicionada para la ocasión, expresó un dejo de tristeza, desáni
mo, pues los amantes no se
deleitaron con el lujo ni los detalles; hasta las flores suspiraron en busca de
admiración, pero ninguno las tomó en
cuenta.
Benítez levantó en vilo a su esposa. La frágil humanidad de la mujer cayó sobre el edredón
de plumas de faisán,
doblado con esmero sobre el tope de la cama. Su esposo le arrancó la ropa con ansi
edad. Una lluvia de besos
humedeció sus labios y su lengua. Las caricias alimentaron el fuego de la pasión que
estaba por desbordarse. La
lengua del general empezó a escudriñar el cuello, los pechos y pezones de su amante
de turno. La piel se erizaba,
pedía guerra, pasión sin titubeo, sin respeto, yerma de pudor. Quería ser azotada desd
e adentro por un fuste
inclemente, creador de ese calor único, dosificado en el centro del universo femen
ino, en el pedazo de nube que toda
mujer aspira a que sea devorado lujuriosamente en una entrepierna fogosa, siempr
e difícil de satisfacer, pero deseosa
de ser violentada a cada minuto por la fuerza de la pasión, del amor bonito.
Los jadeos duplicaban el eco. Los cuerpos empezaban a sudar copiosamente. La muj
er amaba de verdad, con
entrega real, se sentía plena. El hombre fingía, actuaba, era mecánico en sus embestid
as, pensaba que el control
estaba en su miembro viril. María Fernanda estaba pronta al éxtasis demencial, pero
un relámpago de confusión
distorsionó la celebración del orgasmo no consumado. Su mente se transportó, se alejó co
n rumbo desconocido
fuera del hotel. Un rostro le guiñó el ojo, una figura fantasmal disimuló la pasión y el
miedo ahogó la felicidad de la
noche. Su cuerpo era penetrado por un hombre, pero su corazón anhelaba ser amado p
or otro que jamás la había
tocado, pero ella se estremecía solo con verle y le regalaba calenturas sin haberl
a tocado. El macho en clara posición
de ataque descubrió la interrupción de fluidos, pidió explicaciones y ofreció soluciones
. La mujer fue más hábil. Su
mágica excusa provenía de la sumisión. Prorrumpió en llanto, la estrategia perfecta que
siempre desequilibra al
amante masculino. Dijo que lo amaba, le mintió a él junto a su propia autoestima. El
hombre celebró la rendición final
de su víctima. Vanidoso, pensó que las lágrimas eran un tributo a su don de mando. La
guerra había terminado, la
batalla fue corta, la conquista era inminente. Pronto la normalidad en casa brin
daría cobijo a los planes del general.
Benítez siguió penetrando con aburrida pericia aunque su esposa había dejado de regala
rle ilusiones y se aferraba
al sueño que estaba viviendo. María Fernanda sentía que su cuerpo se entregaba al verd
adero amor, al de su amante
platónico, al hombre que le robaba el descanso diariamente, que le preñaba el alma d
e ilusiones verdaderas. Aun
cuando era improbable que llegase a tocarlo, él era su pasión prohibida. La imagen d
e su amante, sin ropas,
acostado a su lado, regalándole caricias, fue la historieta perfecta. Las fotos co
braron vida y la mujer se elevó al
éxtasis. Mientras amaba a su hombre ofrecía a Dios disculpas por el pecado carnal qu
e estaba cometiendo. Fue el
orgasmo más extraño, intenso, el más difícil de explicar, que había sentido en todo este t
iempo, pero estaba feliz.
La batalla terminó, los cuerpos quedaron tendidos en la cama con la mirada desperd
iciada al techo. Celebrando
las conquistas del día, ambos se anotaban victorias sin trofeos. Todo volvió a la no
rmalidad. El teatro corrió el telón,
la sala quedó vacía, la triste monotonía volvería a casa. Benítez dio media vuelta, se arr
opó con las sábanas de seda.
Estaba agotado. Los efectos del alcohol adormecían los músculos, pero sentía que el co
ntrol había regresado a su
hogar. Un simple orgasmo valdría un largo silencio familiar. Su esposa ocupó el lado
contrario de la cama, dejando
un abismo entre ambos. Disfrutaba de las últimas gotas de un placer rancio, mezcla
de tristeza, resignación y
frustración. Lloraba en silencio. Su soledad impulsaba la ira, la razón empezó a ejerc
itarse, el pensamiento se fugó de
su jaula y dominó la situación. ¿Valía la pena seguir con una relación tan desquiciada, do
nde los orgasmos se
dedicaban a la persona ausente, mientras un cuerpo era profanado por la conformi
dad, la monotonía, el compromiso
social? ¡Con un peor es nada! Era absurdo desperdiciar placer en solitario, excita
r el cerebro para sentirse amada.
¿Por qué la farsa? ¿Por qué pecar en nombre de un amor caduco? Miles de interrogantes sa
turaban sus emociones,
pero su temor a Dios era mayor. Pensó en acabar con sus sueños húmedos, en desechar al
amante sin piel,
desterrarlo para siempre de su vida y empezar de cero. Pero el amor verdadero, e
l que funde, alzó su voz
silenciando a todos, incluso al pecado divino, porque el amor viene del Creador.
¿Por qué negarse a intentarlo? Si
está escrito con el lenguaje del corazón, debe ser bendito. ¿Por qué negarse a ser libre
, a ser amada tierna y
salvajemente como tanto deseaba? Su matrimonio era una farsa. Había llegado el mom
ento de emancipar el
sentimiento, de darle felicidad a la vida, de pelear por el amor bonito.
Capítulo 17
Los sinsabores de María Fernanda

A menudo las personas tienden a envidiar la fachada existencial de amigos o cono


cidos. Es fácil pensar que otra
familia cercana a nuestro entorno social tiene más bendiciones, privilegios, éxito o
felicidad que la propia. Ese
fenómeno incluso sucede entre hermanos. Y ahí está Abel. Nos concentramos en observar
las ramas del árbol
frondoso frente a nuestros ojos que nos impiden divisar el bosque en su infinita
dimensión real. A simple vuelo de
pájaro, la existencia de mi princesa encantada proyectaba el esplendor de una vida c
ompleta, envidiable por mortal
alguno. Era la única hija de un matrimonio católico, modelo en la España de mediados d
e siglo. Mi abuelo era uno de
los hombres más ricos del país, empresario de amplia reputación directamente proporcio
nal a sus cuentas de banco,
dinero engordado a veces por ventajismo político y no por méritos gerenciales. La ho
nradez no fue siempre la mejor
bandera enarbolada en sus negocios, sobre todo en el caso del periódico, donde las
verdades destilaban volúmenes
de tinta según la conveniencia del caso. Pero ese posible lado oscuro no sobresalía
con facilidad de la fachada de un
hogar apetecible, casi perfecto.
La fortuna de don Toribio le permitió a su hija toda clase de lujos, caprichos y e
xcesos. La negación casi estaba
desterrada en casa de María Fernanda, salvo cuando discutía con su madre sobre temas
de fe. Desde niña conoció
el placer de recorrer el mundo con holgura. Descubrió culturas, sociedades, gustos
diferentes de los suyos; su mente
se expandió y superó con creces las cátedras de geografía e historia. En Madrid tuvo la
posibilidad de codearse en
reuniones sociales con las personalidades más famosas del globo terráqueo: desde músic
os, escritores y poetas hasta
dictadores, presidentes y ladrones de cuello blanco. Adquirió un nivel de interpre
tación y análisis bastante peligroso
para una chica de clase privilegiada. Se atrevió a pensar, a ser tan diferente que
asumió una postura agnóstica
durante un buen tiempo en su adolescencia, mientras sus amigas se entregaban des
esperadas a las banalidades que
exigía su casta social. Todas sus compañeras la envidiaban. Era sumamente hermosa, r
ica, libre y aparentemente
feliz. Fue modelo que comparar en el colegio, ganó premios, reconocimientos a camb
io de soledad, de exclusión por
la forma de ser. En el hogar imperaba el matriarcado forzado, porque don Toribio
no aportaba mayor presencia en
casa. Sus negocios eran de mayor interés que educar a una hija mimada y mantener a
una esposa sumisa, temerosa
de Dios, que en su opinión solo ameritaban una buena dosis de pesetas para acallar
toda responsabilidad o exigencia
familiar. Las frecuentes visitas a eventos sociales, cual familia perfecta, solo
eran un disfraz, un parapeto
perfectamente necesario para el empresario, donde el único interés era hacer negocio
s, adular al régimen y sumar

poder. Según el viejo, las mujeres solo servían para criticar.

María Fernanda excedía en lo material mientras su felicidad era hipotecada. Amaba a


su padre con locura, le
idolatraba, le valoraba al máximo como gerente, pero le reprobaba todo como padre
y hombre de familia. Según las
lenguas reptilianas, el flirteo era un arte sofisticado en el acontecer diario d
el viejo empresario. Nunca aceptó las
imputaciones de dos descendientes suyos concebidos fuera del honorable matrimoni
o. Se escudó alegando intereses
perversos de las supuestas madres utilizadas, extorsionadoras de oficio que solo
deseaban lucro a cambio de
silencio, muy buen argumento en casos de personalidades famosas o adineradas. La
defensa sonaba creíble, pero la
piel de la esposa e hija preferían ahogar las dudas con buenas porciones de calman
tes, antidepresivos o claustros
depuradores de almas tristes. Las mujeres de la casa a cada rato terminaban baja
ndo la cabeza, aceptando una
convivencia políticamente necesaria. Una se escudaba en la fe; la otra ejercitaba
la razón, el pensamiento crítico en
busca de libertad. Fue un sueño que llegó a medias, y con alto precio en sangre.
Los sinsabores de mi madre fueron marcados en el tiempo. Lo poco que supe de ell
a después de que me
abandonara sin despedirse lo descubrí gracias a las historias que me contaron mis
dos abuelos, separados por el
odio, al diario que ella dejó olvidado en su caja de muñecas, y la imagen del álbum de
recuerdos, cuidadosamente
preservado por su madrina. Uniendo las tres versiones, me di cuenta de que la ex
presión de sus ojos en todas las
fotografías de las diferentes etapas de su vida transmitía un océano de tristeza. La r
isa era escueta, apagada, llena de
soledad. Solamente dos acontecimientos fueron celebrados por su mirada: el día de
su tragicómica boda y la noche
en que yo nací. Del resto puedo afirmar sin temor a perder la apuesta que su corta
vida fue una gran penitencia
bastante disimulada.
Los supuestos amigos de mi madre siempre cometieron el mismo error de percepción h
asta que la tragedia
sacudió nuestras vidas, y puso de manifiesto el verdadero rostro de dos familias a
squerosamente desdichadas.
Siempre nos envidiaron la alegría que proyectábamos porque no conocían nuestros pecado
s. Todavía guardo en mi
mente el recuerdo del velorio de mi madre, dentro de la urna cerrada, en el alta
r de la capilla de San José en pleno
centro de Madrid. Fue una cita macabra donde muchos celebraron nuestra derrota p
or ese morboso sentimiento
humano que algunos tildan de justicia divina cuando alegres y sin saber dicen a
tus espaldas: Siempre dije que esa
familia era tal cosa , Dios les castigó por su vida licenciosa , Bien les está, por abusad
res . Frases tristemente
célebres, recalcadas por antiguos amigos , confidentes en el pasado reciente. Cómplices
perfectos de
celebraciones, pero extraños habituales cuando el viento está en contra, desconocido
s recalcitrantes a la hora de
evadir responsabilidades. Es parte de la ley de vida: cuando alguien está en las a
lturas, todos aplauden, y uno tiene
amigos para regalar. Pero cuando caes, solo el ruido de las críticas destructivas
te acompaña en la travesía.
Han pasado más de cuarenta años desde que mi princesa encantada apagó su luz para siempr
e, pero la imagen
de su velorio todavía sigue viva en mi mente. La presencia de su verdugo en plena
ceremonia de despedida jamás
será borrada. Su mirada despiadada, su rastro de sangre, aún está presente en mi ser.
Su venganza enfermiza en
nombre del amor permitió sepultar para siempre mi fe.
Capítulo 18
Orgasmos celestiales, felicidad efímera
Una semana después del encuentro amoroso en el hotel Imperial, María Fernanda estaba
más perturbada que
nunca. Su esposo realizó esfuerzos sobrehumanos por demostrar cambios en su actitu
d. Pasaba buen tiempo en casa
junto a ella y el pequeño Francisco; con intervalos fingían hacer el amor. Él, satisfe
cho por supuestamente complacer
el deseo de su mujer y cumplir su responsabilidad conyugal. Ella, frustrada y de
seando ser poseída por otro cuerpo.
El insomnio abrazaba todas las noches a la esposa incompleta, las noches de vigi
lia nutrían su carácter esquivo. La
omnipresencia del amante soñado se estaba convirtiendo en obsesión. Mi princesa encan
tada buscaba la excusa
perfecta para justificar sus pecados mentales, pero tenía miedo de ver a su confes
or, la pena cortaba su ímpetu.
junto a ella y el pequeño Francisco; con intervalos fingían hacer el amor. Él, satisfe
cho por supuestamente complacer
el deseo de su mujer y cumplir su responsabilidad conyugal. Ella, frustrada y de
seando ser poseída por otro cuerpo.
El insomnio abrazaba todas las noches a la esposa incompleta, las noches de vigi
lia nutrían su carácter esquivo. La
omnipresencia del amante soñado se estaba convirtiendo en obsesión. Mi princesa encan
tada buscaba la excusa
perfecta para justificar sus pecados mentales, pero tenía miedo de ver a su confes
or, la pena cortaba su ímpetu.
Al séptimo día, María Fernanda estaba ya al borde del precipicio, no aguantaba el fueg
o del deseo sexual que la
consumía lentamente. Envalentonada, se dirigió a la capilla de San Agustín para pedir
perdón a través del mensajero
del Señor o terminar de hundirse en el infierno; solo tenía esas dos opciones. Apena
s una calle la separaba del portal
principal del lugar santo. La taquicardia subía de acuerdo a la mengua de la dista
ncia de su objetivo. Por más que
deseaba entrar en el centro de confesión, el terror divino la sometía. Sentía la mano
acusadora de un ser supremo,
del que había dudado en su época de adolescente. Pero ahora quería hacer las paces, ob
tener el beneplácito
celestial para seguir pecando, para consumar el roce de la piel. Las manos sudor
osas le advertían de los peligros del
deseo enfermizo. Temblaba, no podía explicar y aplacar sus emociones; quería entrar,
enfrentar el diabólico
monstruo de una vez, verle vomitar fuego, luchar contra él sin respeto alguno, der
rotarlo o morir en el intento de
alcanzar la plenitud. Tal vez si ocurriese lo segundo, la vida le devolvería la pa
z. Andaba cuatro pasos y desandaba
ocho. Cambiaba de rumbo, siempre en círculo, tratando de reducir el radio que la s
eparaba de la iglesia; su actitud
asemejaba a un turista desorientado. Percibía miles de ojos acusadores siguiéndole l
os pasos y trataba de ubicarlos,
por si necesitaba duplicar las dosis de excusas. Con la mirada perdida se dejó con
vencer por la cruz del campanario.
Empezó a rezar en voz baja, tratando de obtener aprobación a sus actos. Sus lamentac
iones recibieron pronto
socorro. Una voz amiga retumbó a su espalda, rompiéndole la concentración, impidiéndole
agradecer el maravilloso
favor que estaba recibiendo.
¿Cómo estás, hija mía? ¿Qué te trae por acá?
Iribarren saludó amablemente a su oveja confundida. La nerviosa mujer giró en direcc
ión del melodioso sonido de
las palabras del cura. Su rostro palideció, por pena o por miedo, difícil de entende
r en ese preciso momento. Los
labios perdieron su humedad. La garganta secó su caudal; una voz ronca, asustadiza
, buscó justificar su presencia
allí.
Buenos días, padre, ¿cómo está? Pues pasaba por acá por casualidad. Es que yo iba a un siti
o, pero como está
cerca de aquí, y me quedé pensando y me dije que tal vez tenía tiempo de rezar un poco
la respuesta demostraba
evasión total.
Qué maravilloso, hija mía. Siempre es bueno dedicarle tiempo a la oración, que es alime
nto del alma. Además,
siempre eres bienvenida. ¿Por qué no charlamos un poco? Hace una semana que no nos v
emos repuso el
sacerdote.
Sí, claro. Por cierto, padre, quería preguntarle algo, pero no sé; me da un poco de pen
a. No quiero que me
interprete usted mal dijo con soltura María Fernanda, iniciando la caminata alreded
or de la iglesia.
Claro, hija. Dime, ¿cuál es tu pregunta tan penosa?
Padre, ¿habló usted con mi esposo algo sobre nuestra conversación de la semana pasada?
La pregunta fue el pretexto ideal que necesitaba Iribarren para entablar el conf
licto y de ese modo someter a su
presa. Detuvo el andar en forma brusca, y la miró con sorpresa absolutamente creíble
. Tenía el rostro comprimido, y
logró intimidar fuertemente a su oyente. Tragó saliva con dificultad y ripostó exagera
ndo el nivel de ofensa para
buscar compasión, doblegando algún vestigio de dureza en la depresiva mujer.
Me ofendes, hija. ¿Cómo se te ocurre pensar que un secreto de confesión pueda ser compa
rtido? ¿De dónde
sacas semejante blasfemia?
El tono acusador desconcentró a María Fernanda y la obligó a inventar una excusa proba
ble, medianamente
creíble. Hizo la señal de la cruz invocando su manto protector. Estaba apenadísima por
dudar de su amigo, temerosa
por la futura reacción del párroco; no podía permitirse la distancia definitiva con Ir
ibarren. Trató de evitar la
fragilidad del llanto de niña mimada, regañada por su maestro, confesor y en especia
l su amor platónico.
Perdone, padre. Jamás dudaría de usted, pero mi esposo ha tenido muchos cambios últimam
ente que me
confunden, y como usted es la única persona que sabe de mi situación, me entró la duda
. Pensé que tal vez algún
comentario se le pudiera haber escapado sin intención. Padre, de todo corazón le rue
go perdón si le ofendí, pero,
entiéndame, póngase en mi lugar, se lo ruego. ¿No ve que estoy hecha pedazos? Llevo va
rios días sin dormir, el
pecado me mata. Ayúdeme, sálveme, por lo que más quiera. No sé qué me está pasando.
La sincera confesión alegró al sacerdote, pues coincidía con sus predicciones. Entre lág
rimas, ahora le tocaba a
ella pedir perdón por tener la desvergüenza de dudar ante un hombre de sotana. La do
ncella tomó la mano de
Iribarren para besarla. No sabía qué hacer, qué postura tomar, estaba a su merced. Sen
tía al dragón del deseo cada
vez más poderoso, vivo, retador, dueño de su alma en pena. Se abrazaron con intensid
ad. El cura tomó un pañuelo
blanco con bordados en rojo que simbolizan el fuego del Espíritu Santo. María Fernan
da se alegró al ver la imagen
en el pañuelo porque le brindó una tenue llamarada de paz. Él secó las lágrimas de la temb
lorosa mujer hecha
pedazos y le ofreció excusas por la dureza de sus palabras. La convenció de entrar a
la iglesia, que estaba casi vacía;
el próximo servicio litúrgico se iniciaba en tres horas, tiempo suficiente para oír su
s pecados, darle perdón, apaciguar
sus miedos.
Una vez dentro del templo, Iribarren la condujo a la capilla del Sagrado Corazón,
también llamada el
confesionario de la reina, una antiquísima sala privada, donde las reinas e infant
as de España habían rezado durante
siglos a puertas cerradas, sin ser molestadas por la plebe. Hasta en la supuesta
casa de Dios en la Tierra sobraban
los privilegios para los poderosos. La diminuta capilla estaba localizada al cos
tado derecho de la iglesia, al fondo,
detrás de la sacristía. El acceso estaba prácticamente reservado al párroco oficial, el ún
ico que guardaba las llaves
de la puerta de seguridad que evitaba narices curiosas. La decoración del minúsculo
oratorio, con una capacidad de
diez sillas para el rezo, era bastante simple. Un cristo de madera colgaba del t
echo de triple altura, resguardado a
ambos lados, por la imagen del arcángel san Gabriel a la izquierda y el arcángel san
Miguel a la derecha. La parte
superior de las cuatro paredes del recinto estaba totalmente ornamentada con fre
scos que resumían las etapas del
viacrucis. En el centro, frente al altar, una imagen de la virgen María con el niño
en brazos asomaba cual oyente fiel
de los visitantes. El resto del espacio permanecía totalmente libre para orar con
comodidad.
Ya dentro de la capilla de la reina ambos iniciaron la ceremonia privada con un
padrenuestro como saludo
reverencial. María Fernanda volvió a repetir su discurso pasado. De improviso saltó al
tema de un amor imposible
que se había convertido casi en demonio, que le arrancaba el aliento, le robaba la
vida. La mujer quería destruir para
siempre esa visión, pero su frágil corazón insistía en confundirla. No hallaba forma de
argumentar con claridad sus
emociones. La aburrida explicación desató la alarma en el cerebro del cura: era el m
omento preciso para disparar a
matar. Iribarren no ahorró tiempo: acercó la mano temblorosa de la mujer a su boca,
besó suavemente el dorso de la
palma, dejando sutilmente que su lengua de macho seductor acariciara con propied
ad la separación entre el índice y
el dedo medio. María Fernanda se ruborizó, sintió espasmos en toda su humanidad ante e
l acoso de ese punto
erógeno. Quedó petrificada, en silencio, tratando de disimular el entusiasmo de su e
ntrepierna. La suerte estaba
echada, el demonio cobró vida en los huesos del cura y la dama se dejó llevar por el
placer. Habló entonces el
confesor mientras seguía besando dócilmente la mano de mi princesa encantada .
Querida hija, ¿cuál es el pecado? ¿Amas a otro hombre? Eso no es la muerte. Vinimos a e
ste mundo a ser
felices, eso quiere Dios.
Padre, ¿qué hace? ¿Me está diciendo que no es pecado desear a un hombre que no es mi mari
do? Eso no lo
dicen las Sagradas Escrituras. Lo estoy deshonrando con mi actitud, con mis pens
amientos impúdicos, que a veces
creo son obra del demonio refutó la mujer un tanto confusa y ligeramente excitada.
¿Sabes qué es pecado? Rechazar la felicidad, tenerle miedo infundado al amor verdader
o. Hemos venido a
este mundo para ser felices. No podemos limitar nuestra dicha ni mucho menos esc
udarnos en el conformismo, en la
comodidad material que al final termina secando nuestra felicidad. El amor es pu
ro, es esencia de luz. Por él se vive,
se muere, se gestan guerras, se conquistan imperios; porque es majestuoso, subli
me, es energía de la buena. Si no
disfrutamos de él, morimos de tristeza, de insatisfacción forzada, sobre todo cuando
dejamos ir al sentir verdadero,
al amor bonito, y su recuerdo melancólico solo nos demuestra lo miserable que es n
uestra existencia por haber sido
cobardes. ¿Tienes idea de cuántos pecados mal interpretados enfrento a diario? El de
la carne es el más común.
Personas como tú, que, por atesorar un ventajismo social, ser cómplices de lo que ha
ce la multitud cuando conjuga
el verbo respetar , se atan con cadenas morales y humillan sus propios sentimientos
, el verdadero deseo sofocante,
el que realmente complementa la esencia humana para luego mendigar los recuerdos
de un amor caduco, de una
pasión sublime fallecida por inanición sexual verdadera. Si ese es tu concepto de pe
cado, no te preocupes: siempre
estaré dispuesto a perdonarlo en nombre del Señor. Pero jamás me reproches por no habe
rte ayudado a romper tus
ataduras. Porque lo que sientes en este momento también quema mis entrañas, ambos le
tememos al mismo dragón.
El discurso envolvió a la hipocondriaca pecadora en un estado alucinógeno moralista
que dio pie a miles de
interpretaciones. Por momentos, María Fernanda suplantó el rol del párroco con el de s
u padre. Siempre había
soñado con una conversación abierta entre amigos, que don Toribio dedicase tiempo a
sus atormentados vapores
hormonales cuando el amor tocaba su débil corazón. De repente, la metamorfosis del d
eseo prohibido combatió a la
realidad. Mi princesa encantada ahora sentía ardor puro en sus penitentes pensamient
os. Su expositor se convirtió
en el más suculento pecado, incluso correspondido, no podía creer las sensaciones qu
e estallaban en su alma. Ahora
temía entregarse. Las ganas de besarlo se reprimían, su cabeza era una olla de presión
a punto de estallar. ¿Cómo
era posible que el soldado de Cristo también la amase en secreto, incitándola al lib
ertinaje, aun cuando ella se
consideraba la causante? Era un milagro oscuro, una situación impensable, nada res
petada en la conservadora doble
moral de la sociedad madrileña de la época. Si antes había tenido miedo de expresar su
s fantasías, ahora las deseaba
enterrar para siempre, la mano de Dios la acusaba. No sabía si correr y escapar de
l lugar o entregarse de cuerpo y
alma a las recomendaciones de su amor apócrifo. Iribarren esperaba que el efecto s
ubliminal de su confesión
permitiese el desenfreno de su amada.
Hija, no te estoy pidiendo que te conviertas en pecadora. Solo quiero ayudarte a
que te sientas libre, a que
pelees por lo que dicta tu corazón, más allá del conformismo. Eso es una bendición. Eres
un ser de luz. Necesitas
derrocharla, vivirla, dejar de actuar para los demás. Te mereces sonreírle a la vida
, ser feliz. Es una decisión, no un
compromiso.
Tengo miedo, padre imploró aturdida, desesperada.
Créeme, yo tengo más terror que tú.
María Fernanda encogió los párpados. La frente se surcó de pliegues en señal de desconcier
to total. Un abismo
de ilusiones se apoderó de su corazón. El alma saltaba de felicidad por el simple he
cho de imaginar reciprocidad en
los insospechados deseos. No era posible, no daba crédito: las plegarias quizás habían
traspasado el umbral de lo
prohibido. Pensó que tal vez era un espejismo. Cuestionó su fe, sintió miedo de soñar, p
or haber intentado seducir al
hombre de sotana, pero al menos la sensación valía la pena, por mucho que al final a
rdiese en el infierno.
El hábil charlatán volvió a retar la lujuria reprimida de mi princesa encantada y la obl
igó a desenmascarar los
demonios del placer. Con sobrada destreza acercó el dedo índice de la pecadora y lo
arropó con sus gruesos labios
masculinos sedientos de pasión. La experta lengua del sacerdote empapó toda la dimen
sión del dedo, succionándolo
en repetidas ocasiones, luego apretó la yema entre sus dientes con fuerza, dejando
marcas. Un ligero dolor
incrementó el placer entre los amantes secretos. María Fernanda cerró los ojos presa d
e la mayor fantasía erótica
jamás vivida. La carne se le puso de gallina en todo su cuerpo mientras el amor idíl
ico ya disfrutaba excitándole toda
la palma de la mano a la doncella en fuga. Luego ella incorporó al pulgar en comba
te. Quería acariciar la lengua de
su macho, brindarle placer, lujuria. Absolutamente sumisa, entregada, rendida a
la pasión sin reproches, comenzó a
jadear, el placer subía a un ritmo desesperado. Su amante lo notó inmediatamente. Ne
cesitaba diseminar el fuego en
todas las zonas erógenas de la víctima. Iribarren acercó la mano que todavía tenía libre,
la colocó en el pecho de la
fiera en celo. La blusa trataba de frenar el ataque, se interponía cual muro de co
ntención. María Fernanda se arrancó
los botones del claustro fabricado con exquisito lino traído de Pakistán y dos abult
ados pechos, hermosos,
rebosantes, calientes, fueron la mejor bendición. Iribarren inclinó la cabeza para b
esar los pezones en máxima
rebeldía. Los jadeos fueron in crescendo. Agarró los senos, apretándolos fuertemente m
ientras los palpaba con
labios y lengua. El placer ahogaba, el deseo puro reprimido en el corazón de la mu
jer estaba a punto de estallar. El
cura tomó en sus brazos a su cómplice pecadora, la recostó suavemente sobre el banco más
cercano sin dejar de
besarla, de estimular la pasión. Cuando ambos cuerpos reposaban ya sobre la madera
del asiento, una mano
calenturienta, desinhibida, habilidosa en el arte de la concupiscencia, atravesó t
ierras inhóspitas hasta llegar a la
puerta que conduce al placer infinito en el sublime universo femenino, acarician
do con esmero la sedienta entrepierna.
María Fernanda disfrutaba de convulsiones cada vez que la mano atrevida rozaba sus
labios ocultos tratando de
fatigar al pequeño órgano eréctil. Estaba al borde de la locura, era la primera vez en
toda su existencia que le daba
rienda suelta a su verdadera esencia de mujer, sin complejos, sin poses. Sentía qu
e podía dar placer, que merecía ser
consentida con toneladas de lujuria. Con movimientos circulares, los dedos que s
onsacaban al voluminoso clítoris en
declarado estado de ataque se empapaban de felicidad, de pasión. Con actitud triun
fal lograron correr a un lado la
ropa íntima, bañada en fuentes de satisfacción, goce y abundante morbo. El índice, secun
dado por el medio, inició la
conquista del tesoro sagrado. Ambos dedos acariciaron las paredes del santuario.
El cuerpo se retorcía de placer.
Los gruesos dedos, invasores, aventureros, entraban y salían en busca del maravill
oso trofeo. El fragor duró poco.
Un grito agudo, desenfrenado en alegría, delató la presencia del orgasmo verdadero,
más exquisito e inolvidable en
la vida de mi princesa encantada .
Los amantes se abrazaron saturados de culpa, aunque ninguno sentía la presencia de
l pecado porque reinaba el
amor y esa es la esencia del Creador. Ni siquiera el sacro recinto era capaz de
cuestionar la entrega. María
Fernanda lloraba de alegría, de felicidad extrema. Por primera vez había experimenta
do un orgasmo vivo, puro,
sincero, fecundado en el milagro de una pasión real, de un amor bonito, como ella
solía llamarlo. Estaba saboreando
su locura, quería dar las gracias a alguien, a sus santos, vírgenes y ángeles protecto
res, por lo que estaba viviendo,
por el milagro de sentirse viva, amada, realmente mujer. No importaba si había cas
tigo, si el infierno era el destino
después de semejante blasfemia, de hacer el amor en plena casa del Señor. Pero la os
adía bien valió la pena. Quiso
hablar, pero su enamorado le apagó el discurso. Volvió a acariciarla, a llenarla de
versos lujuriosos, capaces de
pervertir el sano placer. Regó palabras mojadas de suciedad, voces que inspiran ba
jas pasiones, y motorizan la
libido en estado de esplendor. Ella celebró la nueva seducción. Lo quería todo, y entr
egó su cuerpo a las exigencias
divinas de su verdadero amor, del hombre que hacía resplandecer su corazón. Ya no ha
bía dragones, los monstruos
habían perecido o emigrado, y el miedo se decidió a tomarse unas largas vacaciones,
desterrado por siempre. Hoy

empezaba una nueva vida para ella; hoy volvía a nacer la esperanza, la fe en el am
or verdadero.
Permanecieron un par de horas en la capilla privada. El sudor se acurrucó en las e
squinas del recinto, compañero
mudo del placer descomunal destilado por dos cuerpos en efervescencia. Hicieron
el amor cuatro veces más. Los
orgasmos fueron compartidos, las alegrías celebradas sin pudor. Era el principio d
e una relación que llenaba a la niña
mimada y, a la vez, sin la menor sospecha, servía el plan macabro de un ser despia
dado, regente de la casa de Dios
en Madrid.
Este encuentro se convertiría en rito cotidiano durante los cinco meses siguientes
. El párroco logró convencerla.
Le demostró la reciprocidad de un amor eterno que ella siempre había anhelado. Solo
exigió a cambio discreción
absoluta, que no cambiase su modo de vida en los próximos tiempos ni en familia ni
socialmente, pues él necesitaba
algo de tiempo para separarse de la Iglesia, para romper sus votos sacerdotales,
un trámite fastidioso pero
necesario. Le rogó que tuviese paciencia, pero que jamás dejase de atender a su mari
do, porque juntos debían ser
actores consumados, creíbles, para evitar conflictos con el general y que nada se
interpusiera al sueño de ambos, el
anhelo de darle vida al amor más puro, que luego buscarían donde vivir juntos fuera
de España, lejos de las críticas y
acusaciones infundadas de la sociedad envidiosa. María Fernanda aceptó sin chistar y
se abrazó ciegamente al lobo
vestido de sotana. Creyó en las hermosas mentiras de su nuevo amor, en palabras qu
e le ayudaban a tocar el cielo.
El velo de santidad aniquiló toda raíz de duda. Confió ciegamente en quien se converti
ría en su homicida
circunstancial. En plena capilla se había sellado la capitulación y muerte de mi prin
cesa encantada . Ya nadie podía
detener los acontecimientos por venir.
Capítulo 19
Benítez es descubierto

A pocos días de consumada la fusión de dos cuerpos en un solo sentimiento, Iribarren


inició la tercera fase de su
bombardeo aniquilador. Invitó al general Benítez a su despecho privado en la mítica Ig
lesia de SanAgustín. No
ofreció excusa aparente; todo pintaba como una simple charla de amigos para interc
ambiar pensamientos sobre las
últimas situaciones en casa o tal vez oírle algún secreto de confesión al militar, en fi
n, ningún tema relevante asomaba
en la cita. No obstante, el sacerdote tenía un objetivo claro: confirmar sus sospe
chas sobre las acusaciones que en el
pasado intentaron salpicar el exitoso historial del ahora general y potencial as
pirante a dirigir todas las fuerzas
armadas de España. Era bien sabido que el carácter explosivo del oficial era su peor
enemigo, era la punta en el
iceberg capaz de exponerlo a situaciones fuera de lo común. Su confesor sabía al ded
illo las debilidades del invitado.
Llevaba muchos años investigando la vida privada, social y profesional de su odiad
o enemigo. Solo necesitaba
someterle a pruebas simples para obtener la respuesta necesaria que desenmascara
se al asesino. Un simple gesto,
una frase mal dicha, corroboraría las sospechas.
Arreglado con sapiencia médica, maquiavélica al máximo nivel, el escritorio del párroco
parecía un desorden
absoluto, aparentemente inocuo, lleno de cartas a medio abrir, papeles escritos
con tinta casi ilegible, artículos de
prensa esparcidos por las cuatro esquinas del mueble, resaltando siempre el titu
lar importante de la primera página
de los matutinos de antaño. La muerte del teniente Andueza se podía leer desde todo
punto cardinal del rectángulo
que hacía las veces de mueble de oficina. El telón de fondo, como excusa piadosa, er
an algunas cajas apiladas al
fondo, repletas de cuadernos y libros: una que otra biblia bastante corroída por e
l tiempo daba la sensación de una
posible mudanza. El testigo tendría la opción de analizar las conjeturas de la conve
rsación sin sentirse involucrado a
priori.
La puntualidad era norma adquirida en la milicia y Benítez se apersonó en las oficin
as a la hora convenida. El cura
le recibió con un abrazo fraternal. Dentro del despacho, se sentaron en el sofá de v
isitantes dispuesto al costado del
escritorio. Tomaron un delicioso café sin azúcar, para darle mayor fuerza al amargor
característico del oscuro
brebaje. La conversación espontánea, sin norte fijo, transcurrió de lo más normal, franc
a y amigable. El confesor
preguntó por la esposa de Benítez. Este, sin la menor sospecha, le explicó que las sab
ias sugerencias del cura habían
dado buenos resultados. Ya la mujer no estaba arisca, tenía una sonrisa plena, e i
rradiaba la sensación de estabilidad
dentro del hogar. Las aguas se habían calmado y esto era el mejor indicativo de qu
e no habría ruidos molestos en el
futuro inmediato de cara a la promoción militar, tan secreteada a voces. Iribarren
celebró eufórico el éxito de la
aplicación del remedio familiar, pero volvió a insistirle en que cuidase los detalle
s, que se esmerara en darle pequeñas
sorpresas a su mujer todos los días; esa era la mejor de las vitaminas a la hora d
e domar a las esposas frustradas. Al
cabo de unos diez minutos de conversación estéril, el siempre ocupado hombre del ejérc
ito planteó la necesidad de
mayor celeridad en el parloteo, pues tenía otra reunión en media hora fuera de los lím
ites de la ciudad.
Me imagino que no me ha llamado solo para este tema, padre. Según entendí, usted quería
pedirme un favor,
¿cierto? preguntó Benítez notablemente aburrido.
Claro, hijo, tienes razón; perdona tanta conversadera, pero es que siempre soy así. M
e encanta poder
compartir con mis fieles y más con vosotros, que sois como mis hijos adoptivos. Pu
es, en efecto, quería molestarte
con un pequeño favor, y perdona la confianza. Verás dijo Iribarren, mientras se levan
taba del cómodo sillón,
invitando a su huésped a seguirle en dirección hacia el antiguo escritorio. El despi
stado compañero de tertulia sorbió
el resto del café que le quedaba en la taza, saboreándolo con gusto. Ya de pie, esti
ró las solapas de su uniforme de
gala, alisando habituales arrugas al sentarse que desmejorasen la apariencia. Se
acercó sin sospechar al pesado
mueble. Tan solo le pasó por la mente una pregunta simplista, provocada por el des
barajuste patente en el despacho
privado del sermoneador.
¡Padre, no me diga que se muda! Se lo digo por el caos que tiene de cajas y papeles
, todos dispersos. Debería
ordenarse mejor; digo, es una simple sugerencia de alguien que le admira. Este c
hiquero le da mala imagen.
No, hijo mío, nada de eso. Es que precisamente estoy haciendo limpieza en mi biblio
teca. Necesito deshacerme
de muchas cosas obsoletas que ya no hacen falta. Estoy tirando de todo, miles de
tonterías acumuladas en mis
últimos quince años. Te podrás imaginar el desastre que tengo.
Iribarren se justificó mientras buscaba un papel entre el reguero de cajas apilada
s en el respaldar de la mesa de
trabajo. El general suspiró ante el anuncio del padre. No habría mudanza, le tendría c
erca. Eso era buen indicio,
podría disfrutar del apoyo de su nuevo mejor amigo por tiempo indefinido.
De repente, los ojazos de Benítez se transfiguraron cuando enfocó su mirada sobre el
collage de pergaminos
distraídos en el tablón. Sus ojos se inflaron de sorpresa perturbadora, de dudas jus
tificadas; el miedo golpeó con
furia su retorcida mente. Alzó la vista con repudio y clavó la inquietante mirada en
la silueta del ahora incómodo
sacerdote. Luego volvió a sumergirse en las noticias acusadoras de los viejos diar
ios. El apellido Andueza resaltaba
en los grandes titulares de la prensa de la última década. El papel amarillento por
las huellas de Cronos no impedía la
exaltación del mensaje, que resumía el cobarde asesinato de un valeroso soldado y pa
rte de su escasa tropa en la
ciudad de Oviedo. Los interrogantes sobre la emboscada habían permanecido en el se
pulcro por años; ¿por qué el
sacerdote escudriñaba esos escabrosos recuerdos que aturdían la mente del general?
Su nerviosismo enfermizo despertó el interés de Iribarren. La culpabilidad se dibuja
ba tácitamente en el rostro de
Benítez. La frente empezó a gotear diminutas muestras de sudor que secó con su pañuelo,
sin el menor disimulo, los
nervios le exponían a simple vista. El cura ya no tenía dudas, el victimario de Andu
eza estaba de pie frente a él,
resultaba demasiado evidente.
¡Por fin! Acá está el papel que quería mostrarte señaló el párroco a la vez que mostraba un
ta escrita a
mano por un sacerdote amigo de él que residía en Salamanca. En la misiva, su corresp
onsal le pedía a Iribarren que
le ayudase a conseguir la capellanía del mando militar de la región. Pero el nervios
o general no le prestaba atención a
la supuesta escritura, el mundo se había detenido en su mente. Tenía la mente fija e
n las noticias que gritaban los
periódicos. Quiso suponer que se trataba de alguna confusión, de un hecho aislado o
una broma de mal gusto. No
había lógica, ¿por qué el sacerdote tenía en sus manos esos testimonios de un pasado sangr
iento, cobarde? ¿Por qué
hacían acto de presencia en una reunión privada? La ingenuidad quiso mediar entre el
pecado del asesino y la
improbabilidad de alguna intención premeditada en el uso de las noticias. Pero ¿cuál e
ra la razón para que Andueza
estuviese de vuelta, vivo, en la oficina del sacerdote? No hay lógica, se decía una
y otra vez el aterrado Benítez, que
debía salir de las dudas. Cogió uno de los periódicos y lo alzó en dirección al párroco para
acallar la paranoia del
momento.
¿Me quiere explicar qué hace esto acá? increpó el militar con voz nerviosa.
¿Qué cosa?, ¿el periódico? respondió Iribarren con indiferencia provocadora.
Sí, un periódico de hace décadas, sobre la muerte de uno de mis mejores hombres. Y no e
s un solo periódico:
hay más de siete versiones noticiosas sobre el mismo asunto. ¿Me puede explicar qué coño
tiene que ver eso con
usted? ¿Por qué el interés? gritó Benítez mientras hurgaba en el desorden de papeles. Inten
tando juntar los diarios
con la misma nota, los apretó en la mano derecha, los organizó por orden de extensión
de la noticia, y se los entregó
al cura. Exigió con vehemencia una aclaración sincera y contundente por parte de Iri
barren.
¡Ah!, ya veo. Te refieres a la noticia del crimen. Joder, hijo mío, perdona el desast
re, pero es que entre los
papeles que tengo en mi hemeroteca privada está el caso de Andueza. Porque yo fui
confesor de uno de los
soldados, del cabo Matías, para ser exactos, cuando estaba al frente de la capilla
del cuartel. Casualmente, yo era
bastante cercano y amigo de la familia del soldado. Fue muy triste lo sucedido,
yo mismo oficié la eucaristía en el
velorio y posterior entierro. Le quería mucho. Son recuerdos tristes que quiero ti
rar a la basura, por eso están
dispuestos aquí en la mesa. Después los quemaré en la chimenea del convento.
Iribarren le arrebató los matutinos a su interlocutor. Con desapego los lanzó al fon
do de la papelera debajo del
escritorio. Benítez redujo sus niveles de nerviosismo; las pulsaciones intentaban
bajar los índices de agitación. La
respuesta le pareció algo creíble, aun cuando seguía chispeando destellos de incongrue
ncia, la sorpresa había sido
muy grande. La sapiencia del militar hizo brotar la duda tradicional de lo impro
bable. Era parte de su formación, del
entrenamiento en la milicia. No se puede confiar en nadie, pero el sacerdote y s
u bondad le daban algo de crédito a
la excusa.
¿Por qué tanto alboroto, hijo mío? Tú conocías del caso respondió el cura.
Sí, lo recuerdo muy bien repuso el general con menos rabia en su mirada.
Fue una tragedia horrible, hijo mío.
Claro que sí, padre. Andueza estaba bajo mi mando.
¡Ah, no sabía! Bueno, de hecho jamás le conocí. Según mis escasos recuerdos, creo que era e
l teniente a cargo
de la operación. Por cierto, fue todo un misterio; nunca se supo por qué los mataron L
a intervención fue
cortada en seco por el militar.
Sí, fue uno de los tantos casos no resueltos en el ejército, cosas de la guerra. Fue
una emboscada tendida por
unos malditos rojos. Realmente, es un tema que me trae malos recuerdos, fue un g
ran soldado, un amigo de los
buenos. Así que olvidemos el caso. Volvamos al tema de la cita, ¿para qué demonios me
hizo venir, padre? Mire
usted que estoy ocupado preguntó molesto Benítez con su rudeza habitual. El escenario
no le agradaba, muchas
líneas impresas le traían a la mente uno de sus peores recuerdos de la guerra; la pe
sadilla que a veces le
atormentaba, un crimen que no pudo evitar. Más bien lo ideó para esconder las debili
dades de su alma. De golpe
sintió la necesidad de acabar con la plática, cumplir los pedidos del cura por muy t
ontos que fuesen, huir del
empedrado recinto, y tratar de cerrar para siempre la cripta del teniente Anduez
a.
Oh, sí, claro, hijo mío. Acá esta la carta que me envía mi paisano, el padre Javier Monto
ro, el cura de la Iglesia
de San José, allá en Zamora. Me pidió una recomendación porque aspira a ser capellán del c
uartel general de la
armada. Y pensé que una simple carta firmada por ti, dirigida al militar encargado
de la guarnición, resultaría de
mucha ayuda para alcanzar esa designación. Ya sabes, siempre un padrino hace falta
para Benítez le
interrumpió, le desterró la inspiración, no estaba interesado en tanto palabrerío estéril.
Era una solicitud muy básica
que bien se podía haber resuelto por teléfono.
Despreocúpese, padre, le entiendo. Terminemos con el parloteo, la cháchara me aturde.
Hoy no estoy de
ánimos. No hay problema, cuente con ello. Es más, si usted desea, redáctela según la con
veniencia del caso; usted
conoce mejor el discurso necesario. Me la envía a mi despacho y con mucho gusto se
la firmo lo antes posible. Le
ruego que la próxima vez estos temas los podamos resolver por teléfono, no me haga p
erder tiempo concluyó
Benítez con desespero.
Muchas gracias, hijo mío, que Dios te pague. Oye, por cierto, y cambiando de tema, ¿cóm
o va lo del
ascenso?, ¿hay noticias?
No, padre. El proceso está aún en su fase de evaluación.
Pero no pierdas la fe, hijo. Estoy seguro de que ese cargo es tuyo, ya verás.
Benítez le regaló una sonrisa fingida, casi obligada. La entrevista no había resultado
placentera para él. Los
demonios de su aberrante pasado se habían escapado de las mazmorras de su alma neg
ra. Los recuerdos del
asesinato de Andueza revolucionaron la mente del general. Quedó de pie frente a su
confesor, con la mirada perdida
en el infinito, clamando respuestas, ofreciendo disculpas al Creador por sus des
dichadas acciones pasadas. Recordó
todo el proceso de la funesta orden, la misión inventada que degeneró en el triste a
sesinato forzado de su gran amigo
como pago al silencio criminal que protegería su ascendente carrera militar. Se re
pitió paso a paso, en su cabeza, la
verdadera causa de la innecesaria muerte de un compañero clave. Recordó cómo, por un d
escuido involuntario,
había dejado que sus debilidades carnales fueran advertidas por un grupo de subalt
ernos en pleno interrogatorio de
un miliciano enemigo. Por un fisgoneo imperdonable, Andueza había sido testigo ins
olente de sus placeres
endemoniados. Razón de sobra para que el novel teniente obtuviese de recompensa la
muerte, un crimen justificado
solo para garantizar la protección de la imagen intachable de quien hoy podría ser n
ombrado ministro de Defensa.
Muchos crímenes dejaron huellas de sangre en las manos del general, pero el de And
ueza fue el que más le dolió,
porque, en el fondo, el teniente carlista fue uno de los pocos amigos que Benítez
pensó que tenía en las armas.
¿Estás bien, hijo mío? Estás muy pálido. ¿Quieres un poco de agua? preguntó el cínico sacer
etiendo
el dedo en la llaga moral. Benítez le observó con recelo, el pasado continuaba carco
miendo sus pensamientos
impidiéndole concentrarse.
Sí, padre, todo bien, muchas gracias. Ya es hora de retirarme. Nos vemos la semana
próxima.
Seguro, hijo, cuando quieras. Esta es tu casa. Por cierto, hace unas semanas que
no visitas el confesionario.
El general dio media vuelta y emprendió la huida con un caminar pausado, meditabun
do. El peso de las culpas
mermaba su agilidad. Quizás el párroco tenía razón, tal vez debiera confesar sus pecados
, sus verdaderas
atrocidades. Quizás consiguiera el perdón divino y pudiera menguar la carga. Iribarr
en quedó pensativo en su
despacho. Recogió el estratégico desorden de su escritorio que había servido de suero
de la verdad para confirmar
sus sospechas. Ahora estaba completamente seguro de la responsabilidad de Benítez
en la muerte del teniente y sus
hombres. Había colocado otra pieza en el rompecabezas de su venganza, un poderoso
elemento a la hora de
levantar el dedo acusador. Otra justificación válida, lapidaria, para acabar con la
vida del general.
Capítulo 20
Amor demencial
La esposa del general se alistaba para su encuentro amoroso de los jueves. Lleva
ba más de cinco meses viviendo
una pasión desenfrenada en los brazos de su amante, que le había prometido colgar lo
s hábitos al finalizar el sexto
mes de la relación. Desde la primera vez que sus cuerpos descubrieron el significa
do del querer bajo la mirada de los
santos, en la diminuta capilla de la reina, los tórtolos se encontraban al menos t
res veces por semana para saciar su
apetito sexual, sustentando lapureza del cariño agraciado. El hotelArboleda, situa
do al oeste de Madrid, no muy
lejos de la ciudad universitaria, en pleno barrio de Pedraza, era el nido secret
o, el hábitat de un sentir bonito que día
tras día aumentaba las esperanzas de una mujer realmente entregada a la fe del sup
uesto amor verdadero, el único
capaz de hacerle saborear un pedazo de cielo en cada éxtasis. Siempre reservaban l
a habitación número cuarenta y
tres, al final del pasillo del cuarto piso, la más alejada, la estancia casi secre
ta del lugar transitorio. Era un hotelucho
de tercera categoría, pero mi princesa encantada lo comparaba con el palacio del far
aón. En ese simple cuartucho
la vivacidad del placer sexual le incendiaba la vida, le llenaba el alma.
Curiosamente, la cita había cambiado para una hora más tarde, concretándose a las seis
de la tarde, pues
Iribarren debía resolver unos asuntos de última hora. María Fernanda no se incomodó. La
demora le aumentaba el
margen de tiempo a la hermosa heredera para maquillarse con calma y poder escoge
r las prendas adecuadas para
seducir al volcánico enamorado. Ella, para evitar sospechas, siempre se cambiaba d
e vestimenta en casa de su
entrañable amiga Matilde Gonzaga, estudiante de Filosofía en la Complutense, mujer l
iberal, rebelde, que prefirió
abandonar el cobijo del seno familiar cansada del abuso infligido por el asfixia
nte padre, médico cirujano
medianamente famoso que ejercía en el hospital Reina Isabel. En el guardarropa sec
reto le hizo espacio para
esconder infinidad de prendas íntimas que excitaban a su amante perfecto.
El momento era especial, pues se suponía que era una fecha de celebración total. Era
el día escogido por Iribarren
para enviar la esperada carta y anunciar su deseo de abandonar la Iglesia, de co
lgar los hábitos para siempre, de
cambiar de esposa. Evidentemente, la ocasión ameritaba una sorpresa mayúscula. María F
ernanda se esmeró en
conjugar las prendas ideales, empezando por unas finas medias de nylon color neg
ro, bastante opacas, que
resaltaban la solidez de las piernas, idóneas para aumentar la fantasía visual. Esta
ban terminadas con la costura en
relieve bordado a lo largo de la parte posterior, desde el muslo hasta los tobil
los, en forma de línea pespunteada,
finamente decoradas con un lazo de tonos púrpura en la parte superior. Luego conti
nuaba un liguero de encaje que
hacía juego perfecto con las sugerentes medias. Los pantis representaban un exceso
de equipaje, pero prescindir de
ellos le habría impedido dedicar tiempo a los voluptuosos escarceos preliminares q
ue encienden la pólvora. El torso
estaba cubierto por un finísimo corsé, fuertemente ceñido, capaz de ensanchar el busto
, sobre el cual reposaba un
sostén del mismo color que las medias, bastante sutil en el grado de oscuridad; más
bien claro, casi imitando la
transparencia, para no dejar mucho terreno a la imaginación, y facilitar el desper
tar fálico. Zapatos de tacón alto,
pigmentados en fuertes tonos rojizos, intensos, abrillantados, el decorado predi
lecto de los futuros esposos, muy
utilizado por las prostitutas finas.
Matilde la ayudó a arremolinar el peinado, dándole un acusado aire de femme fatale,
imposible de esconder por
su amiga. María Fernanda no llevaría ropa alguna, aparte de la íntima. Luciría un abrigo
de visón morado; solo unos
pocos botones, junto al cinturón disimularían el deseo de la piel. El maquillaje bas
tante retador, un labial rojo fuego,
sintetizaba el volumen del deseo, las ganas de coquetear, de ser seducida, la an
tesala perfecta para ser penetrada
hasta las entrañas, como tantas veces disfrutó y gozó en cada encuentro fugaz con Irib
arren en que el espacio y el
tiempo no tenían sentido, solo la carne hablaba con voz jadeante.
Por su parte, el sacerdote solía disimular el típico atuendo de trabajo con un sobre
todo beige, bastante común, de
esos usados por el madrileño de clase media baja, que solo se enfundaba a la entra
da o salida del albergue
transitorio, después de la descarga eufórica, para pasar inadvertido ante la mirada
de los transeúntes. Difícilmente se
le podía identificar. En el hotel no había mayor problema de privacidad o de identid
ad, ya que el encargado era de
extrema confianza. Era un chico de los arrabales a quien el presbítero había rescata
do de la miseria humana. El fiel
empleado le debía la piel, el silencio era parte del compromiso. Nadie imaginaba l
os bajos instintos que transpiraban
en la habitación, los gustos alternativos en cada fecha de la semana. Para que la
sorpresa fuese mayúscula, el
párroco, en rápida escapada, acudió al hotel una hora antes que su amada. Necesitaba d
arle la embestida final, era
el gran día para los dos. Para ella era la consagración del amor bonito. Para el rep
resentante de la Iglesia, la prueba
viviente de la existencia del poder maléfico en todo su apogeo. En esa cita, mi pri
ncesa encantada moriría en vida.
La mujer ataviada con lujuria tomó un taxi para ir hasta el lugar reservado con ba
stante antelación. Estaba a buen
tiempo; eran las cinco y treinta de la tarde, la hora perfecta para no perder ti
empo en interminables filas de
automóviles atascados. Estaba rebosante de felicidad, pletórica, empachada de alegría.
Se sentía bendecida por la
plenitud de los sentimientos correspondidos. Pensó que había descubierto el signific
ado verdadero del cariño a
corazón abierto, de conjugar el verbo amar en todos los tiempos. Mientras el coche
se acercaba al destino, empezó
a fantasear, recordando todas las muestras de afecto y pasión recibidas en estos c
asi seis meses de increíble relación
amorosa. Disfrutaba de la lengua de su amado, acariciándole el pensamiento; la dos
is de entrega carnal con que
hacían el amor era de otro planeta. Retrocedió en el tiempo para revivir cada uno de
los explosivos orgasmos,
disfrutados con plenitud, que había sentido en los brazos de su hombre. La creativ
idad activó al órgano de mayor
intención sexual en el cuerpo. El cerebro empezó a emanar descomunales sensaciones d
e placer, fantasías que
reventaban en los labios que recubrían la estrechez de su vagina. El clítoris con so
brada facilidad duplicó su tamaño,
la imaginación superaba a la realidad. Una vez abortada la pusilanimidad, sus dedo
s comprobaron el resultado de la
ligereza mental, estaba totalmente empapada, preparada en todo su esplendor para
brindar lujuria.
El taxi se detuvo frente al hostal. El reloj de su mano derecha marcaba desesper
ado las cinco de la tarde con
cincuenta minutos. La enigmática mujer descendió del coche cual emperatriz de los se
ntidos, llevaba un orgasmo a
cuestas antes de tener sexo con el soñado futuro esposo. Atravesó el portal del hote
lucho de mala muerte, del que
dos amantes huían tras saciar pasiones contenidas. Quemó un poco de tiempo en el peq
ueño lobby porque las
instrucciones eran precisas, obligatorias. Habría un reconocimiento a la paciencia
, a la espera desgastante. A las seis
en punto, ni antes ni después, debía abrir la puerta del cuarto que estaría sin cerroj
o. Todo estaba morbosamente
calculado. Efusiva, enfiló por las escaleras, trepando de dos en dos los peldaños; l
a hora pautada estaba por llegar.
Los pasos se aceleraron en el descanso de la escalinata en el cuarto piso. Respi
ró profundo, volvió a experimentar
una paz húmeda en la entrepierna, que no lograba domar. Estaba ansiosa por ser vio
lentada tierna y salvajemente a
la vez por el macho juguetón. Finalmente llegó a la puerta de la habitación. Cerró los o
jos e hizo girar el pomo, que
no opuso resistencia alguna. Tiró con cuidado de la puerta, abrió de golpe los ojos,
en toda su inmensidad, buscando
a su enamorado para violarlo con pasión desmedida.
El impacto fue brutalmente increíble, horrendo, macabro, sucio. María Fernanda emuló a
Medusa cuando reflejó
sus ojos en el espejo y, mirando la cabellera de serpientes, se convirtió en estat
ua rocosa. De golpe, el placer mutó
en asco. La imagen que estaba frente a ella la desencajó por completo, sumiéndola en
un torbellino satánico,
imposible de creer. Las piernas se le quebraban, sentía una presión salvaje en el cu
ello, las náuseas la ahogaban, no
podía aguantar por mucho tiempo las ganas de vomitar. Quiso salir corriendo pero e
staba totalmente petrificada, no
podía reaccionar ante semejante atrocidad. Los tobillos no le respondían, no daba créd
ito al horripilante y asqueroso
espectáculo. Con la mano derecha contuvo parte de la bilis que salía por su boca; er
a la peor de las pesadillas en
toda su triste existencia mortal.
Supuso que este era el máximo de los castigos. Vio en él su culpabilidad por haber d
esafiado a Dios, por haber
profanado la Santa Iglesia para saciar la lujuria añejada. Se sentía la mujer más desd
ichada sobre la faz de la tierra,
triste merecedora del fuego infernal. Con esfuerzo sobrehumano giró a su derecha p
ara escapar del asco escondido
en la habitación número cuarenta y tres. La rodilla izquierda tropezó contra el marco
de la puerta, rasgando parte de
la epidermis que recubre la rótula. Perdió el equilibrio, y cayó sobre la cerámica sucia
del pasillo. Los olores se
tornaron nauseabundos. El abrigo se abrió a la mitad, dejando ver una parte de la
sensual ropa interior. El costoso
bolso se enredó en el sobrante de la cerradura. Con desaciertos, logró levantarse, z
afó la cartera, que aún estaba
atrapada por el pomo de la desgastada puerta. Miró por última vez en el interior de
la pieza. Nuevas oleadas de
vómito salieron expelidas. No sabía qué hacer, el sentido de la orientación se extravió, n
o coordinaba sus
movimientos. Dando golpetazos desesperados, emprendió la retirada con lágrimas en lo
s ojos. Miró al cielo,
imploraba justicia. Con furia salvaje, gritó a todo dar en pleno pasillo.
¡Nooooo, malditoooos, nooo! ¿Qué me habéis hecho? ¡Malditosssss!
El eco retumbó en el recinto alertando a los demás huéspedes, que ni por curiosidad se
asomaron a descubrir la
fuente del alarido. Nadie quería ser expuesto en la Catedral del pecado. El día del
Juicio Final había llegado. El
macabro plan de Iribarren pronto empezaría a dispersar cadáveres vivientes, almas en
pena, dolor y muerte.
Tristemente, la primera pecadora que sufrió la maldición de una venganza atroz fue m
i princesa encantada .
A partir de ese momento, los acontecimientos nefastos se repetirían con precisión en
fermiza. En pocas semanas,
según el cálculo metódicamente analizado por el verdugo, se disiparían las dudas. Los cu
lpables serían señalados con
el dedo inquisidor y la justicia tendría la obligación de asomar sus narices. No había
posibilidad de obviar las
aberraciones pasadas; eran tiempos en que florecían las verdades y se acallaban lo
s fantasmas. No importaría el nivel
social ni las cuotas de poder. El escarnio público pasaría a ser el mejor carcelero,
obligando a los posibles
implicados a escudarse en el mejor amigo para salvar su propio pellejo. Muchos pro
tectores se transformarían en
vengadores obligados, solo para custodiar sus espacios, sus cuotas de privilegio
s. La traición se transformaría en la
bandera izada en todo el perímetro social de Benítez. La caída era inminente.
La exaltada mujer cruzó a toda prisa el diminuto espacio de la recepción del albergu
e transitorio, actuaba
totalmente descompuesta. El encargado le ofreció ayuda, pero ella la rechazó apartándo
le bruscamente con un gesto
de sus manos. Ni siquiera podía enfocar la mirada, vestigios de vómito manchaban el
costoso abrigo. El tacón del
zapato izquierdo se había quebrado cuando bajaba las escaleras. Estaba despavorida
, quería salir de aquel antro a
toda costa, necesitaba tomar aire fresco, purificar los pulmones, santificar la
mente. María Fernanda no podía creer
la espantosa visión que acababa de descubrir desde la entrada de la habitación. Se d
etuvo a una manzana del hotel.
Le resultaba imposible saber dónde se encontraba ni qué hacía en el sitio, estaba abso
lutamente desorientada. Pidió
ayuda al primer transeúnte que divisó, pero este huyó despavorido porque supuso que se
trataba de alguna demente,
una pecaminosa mujerzuela en profundo estado de ebriedad.
Necesitaba un taxi, un coche que la llevase muy lejos de ese espantoso barrio. V
olvió a recordar partes de la
horrible película otra vez. Los jugos gástricos hicieron efervescencia. Se apoyó sobre
uno de los frondosos árboles
que decoraban los laterales de la avenida. Una copiosa lluvia de líquido malolient
e se escapó de la boca. Quería
tomar un sorbo de agua, pero no había una fuente cercana. Se abalanzó sobre la vía aut
omotriz, pero un buen
samaritano la ayudó a retroceder y evitar una tragedia peor. En la acera se calmó. L
e recomendaron que esperase
tranquila, que los transportes públicos pasaban con cierta frecuencia. En efecto,
tres minutos después se apareció el
primero. María Fernanda se subió al coche y el chófer preguntó direcciones, algún destino
para establecer la ruta. La
mujer le gritó con furia que se pusiera en marcha sin demora, luego le diría dónde ir.
El vehículo se alejó del
pandemónium y mi princesa encantada empezó a recuperar la cordura, pero la morbosa apa
rición volvió a asaltar
su ingenuidad. Se encolerizó y comenzó a golpear el cristal de la ventanilla de la p
uerta, gritando cientos de
improperios. El taxista le rogó que se calmase o tendría que pedirle que se bajase d
el auto. Despertando
momentáneamente de su pesadilla, la dama atinó a pedirle que la trasladase a su casa
, que la esperara unos minutos
porque irían a dos direcciones diferentes. Le prometió que la demora tendría una excel
ente remuneración, pero que
no detuviese el coche por ningún motivo, era imperativo escapar del infierno.
Capítulo 21
María Fernanda, la ingenua delatora

Los amores clandestinos entre Iribarren y María Fernanda fueron truncados a los se
is meses en una tarde que
prometía ser especialmente bella, pero que se tiñó de asco y horror. La felicidad de m
i princesa encantada duró
poco tiempo, insuficiente para ser bendita. En esos cortos meses, el verdadero a
mor se confundió con los intereses
malsanos de un juez poco ortodoxo. Durante ese período de noviazgo efímero y secreto
, en las numerosas reuniones
carnales entre sábanas mojadas de pasión, el sacerdote usó el poder del amor para sati
sfacer todas sus inquietudes
acerca de Benítez. La amante compartía dos cuerpos sin conjeturar sobre el oscuro de
senlace de un triángulo
fundado por el odio y nutrido por la rancia apetencia de una sanguinaria venganz
a. Tres tardes por semana hacían el
amor religiosamente, entre pausas reconstituyentes. El párroco obtenía, gracias a la
incauta damisela, toda la
información necesaria para diversificar sus ataques y dirigirlos al punto más débil de
l general.
En un principio la esposa frustrada no entendía por qué el interés enfermizo en la per
sonalidad, el pasado y el
futuro del militar era tan relevante a los ojos de este verdadero enamorado cele
stial, el ser que le llenaba la vida de
cosas bonitas. La excusa esgrimida por Iribarren poseía visos de credibilidad y er
a digna de lógica sustentable.
Según el sacerdote, ambos románticos discretos debían estar preparados para enfrentar
el momento de proclamar
sus sentimientos verdaderos a los cuatro vientos. Obviamente, el poder del gener
al podía truncar todos sus anhelos.
Por eso era necesario conocer todos los aspectos débiles de la mente del próximo exe
sposo resentido. Lo que
buscaba era crear opciones en defensa ante ataques o represalia por parte del mi
litar burlado. Ella insistía en que no
habría problemas; su padre, don Toribio, era tan poderoso como el general, si no más
. El viejo negociaría una salida
conveniente para todos. Una de las tantas opciones válidas, conformista, podía ser r
adicarse en otro país, como
Méjico, lugar que le fascinaba a mi princesa encantada , para así acallar lenguas y cor
azones desacreditados. Al
final ella siempre se dejaba seducir por las caricias verbales del romántico adula
dor, siempre contestaba con lujo de
detalles las preguntas sobre las debilidades de su futuro excompañero de cama. Ade
más, el recordar las críticas y las
facetas adversas de Benítez le ayudaba a subir la autoestima y sumaba cada vez más r
azones o justificaciones para
tener el valor de pedir una separación irrevocable.
El sacerdote logró desenterrar las obsesiones del odiado verdugo. Descubrió la fragi
lidad de su carácter
explosivo, razón de notables problemas en el ejército. Alcanzó a conocer los miedos, l
as fobias comunes que había
heredado el hombre ataviado de soldado. Pudo certificar que Benítez no era un aman
te de primera, deficiencia ya
manifestada en plena luna de miel en Marruecos, donde casi no tuvo contacto físico
con su flamante esposa, debido
en parte a supuestas dolencias gastrointestinales que le afectaron durante casi
toda la semana posterior a la boda. No
era efusivo, expresivo, ni intenso cuando amaba a su pareja. Practicaba el sexo
de forma mecánica, ensayada,
monótona. Su mayor motivación no era el frágil hogar. Pasaba largas temporadas fuera d
e casa, en supuestas
misiones o cursos especiales de formación en apartadas bases militares en la región
del Bierzo, sobre todo en
Ponferrada, cerca del castillo de la Encina. Siempre buscaba la manera de evitar
compromisos en pareja, como si se
avergonzase de exhibirse con su esposa en celebraciones banales. El nacimiento d
el primogénito, el pequeño
Francisco, fue motivo de cambios mínimos en el seno de la familia. Hubo una mayor
presencia paterna. Se
compartieron tímidos momentos de alegría, avalados por la sonrisa del pequeñín. El gener
al se esforzaba en demasía
por el cuidado de su apariencia física. Solía dedicar horas a afeitarse, evitando de
jar el más mínimo rastro de bozo.
Se humedecía la piel con cremas hidratantes especiales, importadas de la India. Su
pulcritud era enfermiza. El
uniforme debía ser estirado al máximo, la plancha estaba obligada a desarrugar minuc
iosamente cada pliegue, la tela
debía mostrarse perfectamente lisa, acendrada, inmaculada. El aspecto físico era su
marca social, siempre impecable.
Era tan reservado en el tema militar que su esposa llegó a pensar que manejaba pes
ados secretos de Estado, lo que
pudiera explicar, en parte, su conducta apática. María Fernanda recordaba las pesadi
llas que le despertaban
violentamente a ciertas horas de la madrugada, tal vez motivadas por recuerdos c
rueles de batallas libradas, de
muertos que le saludaban desde el más allá, por reproches o clamando justicia divina
. En casa era un tanto callado,
obsesionado con el orden de las cosas, meticuloso, conflictivo, los argumentos r
acionales chocaban en su conducta.
Poco a poco Iribarren desnudó, gracias a esta información privilegiada, la verdadera
personalidad misteriosa del
próximo e indefenso difunto. También indagó con profundidad sobre sus gustos por la músi
ca clásica, las óperas de
Verdi eran sus predilectas. El vino tinto era el compañero perfecto de toda comida
, no le agradaba probar nuevos
taninos, aparte del Rioja; no aceptaba propuestas foráneas. Se enteró, además, de sus
preferencias gastronómicas:
qué platillos le agradaban según la estación del año, la forma de tomar el café, sin azúcar,
recio, amargo, rudo como
el hombre guerrero. Escudriñó cuáles postres degustaba con placer. Pocos detalles le f
altaban por conocer. Con la
ayuda recibida de manos de la peligrosa e ingenua sinceridad de María Fernanda, el
sacerdote podía con suma
facilidad construir historias creíbles para desarticular, dominar y confundir la i
nteligencia del general, convirtiéndole en
débil oveja, lista para enfilarse en el matadero. Cada secreto, cada pista, cada d
ato sensible o actitud expuesta era
un triunfo, otra maravillosa pieza en el mosaico sangriento necesario para aviva
r la justicia divina en nombre de la
oscuridad.
El trabajo investigativo llevó a Iribarren a seguir a su presa en reiteradas ocasi
ones y a descubrir la sospechosa
probabilidad de algún amor secreto. Benítez frecuentaba una casa bastante elegante,
a simple vista costosa, en el
barrio del Conde de los Andes. Acudía al palacete todos los miércoles, pasadas las c
inco de la tarde. Era evidente
que existía puerta franca para el general en la lujosa mansión. La visita duraba una
s dos horas y media. Luego salía
con el mayor disimulo; siempre vestía con sobretodo y sombrero de paisano. La vivi
enda, un tanto clásica, lucía dos
ventanales frontales, decorados con llamativos rosetones que impedían la visual ha
cia el interior. La intriga era
plausible porque no se podía clasificar el lugar de manera oficial. Lo mismo podía s
er un nido de amor, como tal vez
alguna casa de citas o un prostíbulo de lujo. Pero la localización del inmueble no p
ermitía darle credibilidad a la
segunda opción, de acuerdo a los códigos de construcción de la capital.
Iribarren estaba complacido. Los esfuerzos por destruir al contrincante más odiado
habían madurado. La
paciencia, ese preciado don en la mente del hombre de fe, estaba a punto de devo
lverle un gran favor. La constancia
tenía un solo sello: el cobro por la sangre derramada sin razón. La meta estaba cerc
a, no había motivos para
desesperarse. Pronto la imagen del general dejaría el manto de privilegios, la met
amorfosis sería total. El infierno que
le estaba deparado no era más que el precio justo de la venganza.
Capítulo 22
El aniquilamiento del amor bonito. La demencia de mi princesa encantada

María Fernanda aterrizó en el hogar del matrimonio Benítez López de Peña y descendió del tax
i. No le canceló el
montante preliminar al chófer, exigiéndole como condición que la esperase un rato, pue
s debía hacer algo rápido en
esa casa, y después saldrían hacia otra dirección no muy alejada. El chófer no objetó a la
orden de la extraña señora;
simplemente aclaró que el precio subiría un poco, según los minutos de espera. La muje
r con olor a vómito fresco no
reparó ante el insignificante reclamo, había problemas mucho más graves en el horizont
e. Por su parte, el taxista se
alegró porque ganaría unas pesetas adicionales; incluso se aferró a la ilusión de obtene
r alguna propina, a juzgar por
la apariencia de la suntuosa mansión donde supuso vivía la pasajera.
Mi princesa encantada corrió escaleras arriba, entró en la recámara matrimonial y fue di
recta al voluminoso
armario. Los sirvientes, viéndola tan deteriorada, sucia y ajada, se preocuparon m
ucho y de inmediato trataron de
ayudarla. Ella los rechazó de pleno y evadió la cercanía con persona alguna. Llena de
cólera, les gritó con furia
descomunal que quería estar sola, que nadie la molestase por razón ninguna, que ella
no existía. Cerró con cerrojo la
puerta de la habitación y se puso de pie frente al espejo del antiguo escaparate d
onde reposaba parte de su
abundante lencería. El cristal reflector le recordó la pobre imagen que proyectaba:
el rostro sucio, desencajado, con
la mirada perdida, los ojos rojos e hinchados de tanto llorar, el abrigo salpica
do de vómito, el cabello desaliñado.
Volvió a gritar de rabia, se arrancó el costoso abrigo, regalo de su padre en uno de
los tantos viajes a París, soltó la
costosísima pieza de piel de visón en el piso y lo pisoteó una y otra vez, lo pateó sin
respeto alguno, quería hacerlo
pedazos, pulverizarlo. Arrojó los zapatos incompletos hacia la cabecera de la cama
, el santuario de su maltrecha
moral. Intentó quitarse el corsé, las medias, el liguero, las antiguas prendas erótica
s, armas de atracción pasional
transmutadas en obsoletos adminículos de reproche, pero los nervios le obstruían el
camino, impidiéndole actuar con
claridad. Una uña se quebró en tres pedazos cuando se golpeó con el cajón central del vi
ejo armario artesanal en su
vano intento de sacar la mayor cantidad de prendas de vestir. El dolor le produj
o un quejido revestido de
improperios mientras ahora abría el cajón de su peinadora imperial. Tomó unas tijeras
muy afiladas para cortar las
cuerdas de toda su ropa interior, esas prendas íntimas que había soñado lucir en un día
supuestamente tan especial y
que transmitían el deseo de una puta en celo deseosa de complacer a su amante, al
dueño de su fe en el amor.
Volvió a mirarse en el espejo. Escupió sobre el disfraz de mujer sensual y lo tiró en
el cesto de la basura.
Contempló su humanidad desnuda, totalmente libre de fantasías, tal y como vino al mu
ndo. Se llevó las manos a los
labios y empezó a llorar, a maldecir su pasado, a cuestionar el amor, a dudar de l
a validez de un ser superior.
Temblaba de miedo, sudaba vulnerabilidad. Corrió a la ducha y dejó caer un torrente
de agua caliente sobre la
melena que cedió dócil a la fuerza del agua. Resolvió limpiar las impurezas de la piel
, borrar los recuerdos de jugos
gástricos putrefactos, de vómitos malolientes. Sus lágrimas se confundían con el líquido t
ransparente que trataba de
exorcizar, de purificar el pecaminoso cuerpo de mujer ultrajada. Impregnó la espon
ja de baño con un jabón cremoso
con esencia de vainilla, su predilecto. Frotó con tal rudeza esquizofrénica que la p
iel se cuarteó. Necesitaba arrancar
el pecado, desterrar el tiempo pasado reciente. La epidermis se enrojecía con exce
lsa libertad a punto de sangrar.
María Fernanda lagrimaba. Pateó la pared, la bañera y se golpeó los dedos del pie izquie
rdo. El impacto hizo que la
sangre comenzara a manar de la uña del dedo gordo, pero el dolor competía con la fru
stración, la ira dominaba toda
otra aflicción corporal. Se sentó bajo la fuente de agua, apretó el rostro sobre las r
odillas y empezó a autoflagelarse
con millones de cuestionamientos, acusaciones y complejos.
Pasó media hora bajo los chorros de la ducha cromada; el agua tibia amilanó sus nive
les de agresividad,
frustración y abandono. María Fernanda escapó del baño envuelta en una toalla amarilla d
e algodón mejicano que la
abuela paterna había bordado con sus iniciales de bautizo. Se desplazó hasta el ampl
io escaparate lateral, cogió una
de las maletas, la de mayor tamaño, de piel con monogramas de una exquisita marca
francesa. De los otros cajones
aventaba las cosas que encontraba cercanas: ropa interior, medias, blusas..., en
fin, todo cuanto cabía, lo necesario
para vestirse durante dos semanas. Las piezas de tela se apretujaban en el inter
ior de la valija, sin orden, sin
combinación. Se vistió con un pantalón, el primero que encontró en su recorrido por las
perchas del depósito; una
blusa deportiva complementó el torso. Calzó zapatillas de tela, sin combinar estilos
ni tonos, y salió disparada del
cuarto. El pelo goteaba en todas las direcciones, no había tiempo que perder, no p
odía permanecer un segundo más
en su propia casa o moriría en segundos. Antes de salir, vio de soslayo la cama de
corada con un cubrecamas
robusto, relleno de plumas de pavo real, hecho a mano en Pakistán; las almohadas c
ombinaban con el repujado de
los bordes, todo en perfecto orden femenino. La cama se transformó en su mente, se
vistió de satanismo puro. El
diablo la miraba desde el copete, se burlaba de la ingenuidad de la rica hereder
a. El asco revoloteó en el ambiente,
perfumándolo con aromas de muerte. Ella se rio con burla, presa de los nervios. No
contuvo las ganas y volvió a
escupir hacia el centro del mueble, pero las náuseas le advirtieron que era tiempo
de correr, de abandonar el infierno.
Cual gacela perseguida, María Fernanda salió disparada de su antiguo hogar. Los atónit
os servidores, el
mayordomo, la nana de su hijo Francisco y el ama de llaves se miraron a los ojos
en búsqueda de respuestas. La
dueña de casa huyó de la cárcel de oro, nadie pudo detenerla, nadie sospechaba su dolo
r ni el triste final que pronto
resaltaría en las noticias trágicas en los periódicos. Era la última vez que disfrutarían
de su presencia: la heredera del
imperio había comenzado su viaje al otro mundo. Entró al taxi por segunda vez. Le di
o la nueva dirección al
conductor y le recalcó que tenía suma prisa. El hombre aceptó sin chistar, presentía el
conflicto familiar. Ojeó la ruta
seleccionada, estaban a unos quince minutos sin tráfico; era otra urbanización de ri
cachones madrileños, la zona más
costosa de toda España. El profesional del volante dio rienda suelta a su imaginac
ión sobre los posibles conflictos de
la clienta. Quiso entablar conversación con la alucinada pasajera, pero el silenci
o fue la única vocal. Entonces asumió
su puesto y pisó el acelerador, no fuese a darle otro ataque de ira a su pasajera
en plena avenida.
La casa de don Toribio fue el destino final de la extraña fugitiva. Se apeó del auto
móvil, pagó con un billete de alta
denominación, sin escuchar el precio de la carrera. El dueño del taxi no se esforzó en
recordarle el valor del
sobrante; para él, ese saldo a favor representaba casi un día de trabajo. Sonrió con a
legría reprimida, no estaba
interesado en alertar a su contratante sobre el dinero que reintegrar. María Ferna
nda cargó las piezas de equipaje y
se adentró en la mansión de su padre. El chófer le dio la bendición alejándose con premura
del sitio, había que
celebrar la propina de una tarde bastante extraña.
La hija del empresario cruzó el salón de visitas. Posó las maletas en el suelo para qu
e el mayordomo las subiera a
la habitación. Preguntó por sus padres. Ambos habían ido a una cena de empresarios de
la Cámara de Comercio de
Madrid y el discurso de bienvenida estaba a cargo de don Toribio. Mi princesa enc
antada subió desesperada
hacia su antigua habitación de adolescente. Se detuvo en el descanso de la escaler
a del segundo piso. Aterrada,
recordó que el pequeño Francisco estaba en casa de los abuelos paternos. El frío le he
ló la sangre, debía sacarlo
inmediatamente de ese infierno, pero la necesidad de pisar ese catastrófico lugar
le revolvió las tripas. Cogió el
teléfono al pie de la escalera y optó por comunicarse directamente con el suegro y r
ogarle que trajese a Francisco a
casa, pues ella estaba indispuesta y esa noche dormiría con sus padres. Los suegro
s no objetaron a la solicitud y
acordaron enviar de vuelta al nieto en la próxima hora. La madre del chicuelo susp
iró, no tendría que pasar el mal
rato de visitar a los padres de su repudiable esposo. Entró en la estancia y cerró l
a puerta con llave; no quería ser
molestada por razón alguna. Se tendió a lo largo de la cama, el refugio de niña mimada
. Se echó a llorar como alma
en pena, se abrazó a un oso de peluche, el compañero de muchas locuras de juventud.
Poco faltó para que le
arrancase la cabeza con la presión que ejercía cada vez que daba sollozos desahuciad
os. Pronto las lágrimas
desbordaron las sábanas, el colchón, las almohadas y todo el recinto. No paraba de l
lorar, la experiencia vivida le
secaba la energía. Guardaba en el subconsciente la tétrica visión encerrada en el cuar
tucho número cuarenta y tres
del hotelArboleda. Se resignó, deseaba la muerte como edredón.
Así transcurrieron los primeros cuatro días de mi princesa encantada después del desastr
ado encuentro final con
su futuro gran querer. Apenas comía, todo el líquido que bebía lo sudaba a través de las
interminables lágrimas. Los
ojos casi se desprendían de sus órbitas; pensó en desfallecer, en dejarse morir, ser c
arbonizada en la hoguera. Por
momentos asumía la responsabilidad de ser madre y entonces la vida cobraba otra op
ortunidad de existir, pero el
asco vivido le enturbiaba los pensamientos. Quería evaporarse, teletransportarse a
l pasado de sus vidas anteriores;
tal vez en ellas hubiese sido más feliz que en el infierno que hoy le había tocado d
isfrutar en nombre de un amor
profano. Con el pensamiento babélico, abochornada, no atinaba qué hacer. No aceptaba
ayuda de nadie. Su madre
se disfrazó de estorbo, incluso llegó a suponer que parte de su infortunio era culpa
de su progenitora. Ahora, tal vez,
si las recomendaciones de su padre sobre el afeminado modista hubiesen sido escu
chadas, el llanto no sería hoy su
ventrílocuo inseparable.
Fue casi una semana completa en que la melancolía le arrebató todo vestigio de felic
idad. Finalmente decidió
conversar con su padre. El único tema que debatir era sencillo, claro, necesario.
Le rogó a don Toribio que
acelerase los trámites de la anulación de su matrimonio, sin excusas, sin razón lógica.
No deseaba seguir siendo la
esposa de un farsante asesino. El padre entendió el problema, pero dedujo que la f
uente de todos los males no era
más que una simple pelea entre esposos, una malcriadez de su hija. Se alegró porque él
interpretó que las sospechas
aparentes parecían estar bien encaminadas. Ahora podría tomar la situación con calma;
no era el fin del mundo, solo
una pataleta de la incomprendida hija mimada que se podía solucionar con una simpl
e intervención de él. Don
Toribio le garantizó que hablaría con su yerno para interceder en la relación. María Fer
nanda reaccionó colérica. A
quemarropa le chilló con sangre en la garganta que solo se limitara a pedirle al a
bogado de confianza el inicio
inmediato de los trámites de anulación. La disputa familiar se extendió por dos días. Al
viejo cascarrabias no le hacía
gracia que su hija se separase del marido. Eso no era bien visto en la sociedad,
la tildarían de rebelde, libertina y
cuanto comentario banal abundaba en el léxico de la casta dominante del país. Pensándo
lo bien, quizás hasta era
contraproducente como estrategia de negocios, pues el actual hijo político pronto
se convertiría en el comandante en
jefe del ejército, pasando a ser un socio apetecible para expandir todavía más los neg
ocios del empresario, gracias a
las influencias políticas del nuevo cargo.
El padre no se mostraba dispuesto a acoger con ligereza la petición de su hija. In
cluso llegó a pensar que tal vez
ella tuviese amoríos con un tercero, habida cuenta de las constantes escapadas de
los últimos meses que tanto habían
cambiado su actitud. Esa suposición machista irritó con fervor la desdichada valorac
ión de María Fernanda. Sin
medir palabras le aclaró que ambos tenían sendos amantes, pero que eran amores impos
ibles. El padre volvió a
ejercer el rol de conciliador; el problema se había duplicado o, mejor dicho, comp
licado en su interpretación, pero
las conclusiones resultaron altamente mortíferas, fuera de lo esperado por la hija
. En cierto modo, no cuestionaba los
deslices amorosos de su yerno, que, después de todo, era hombre, militar y machist
a. Tener una amante estaba casi
que permitido por la doble moral de la sociedad. El auténtico problemón era que su h
ija tuviese otros brazos en que
refugiar su vacío corporal, eso no era aceptable.
María Fernanda se valoró con inferioridad, incluso su propio padre la recriminaba po
r los supuestos pecados, sin
sospechar que la falta de apoyo familiar la llevaría al cementerio. El verdadero d
esacierto era que mi princesa
encantada no podía hacer una confesión absoluta. En primer lugar, porque nadie le cre
ería tan descabellada novela
y, colateralmente, los intereses del viejo empresario se verían afectados. En poca
s palabras, estaba apresada en un
laberinto tan escabroso como el mismo purgatorio; no había escapatoria fácil. Su hij
o se convertiría a fin de cuentas
en la verdadera víctima afectada por las decisiones que ella tomase. Momentáneamente
optó por encerrarse en la
locura interior, tratando de ganar tiempo, de encontrar respuestas, salidas limp
ias o una esperanza de enmendar
semejante bajeza, que ni el perdón divino podría absolver en su memoria.
Capítulo 23
Iribarren se confiesa. La sangre empieza a fluir
La sórdida venganza de Iribarren estaba garantizando sus primeros despojos humanos
: mi princesa encantada
estaba totalmente destruida y mi padre pretendía huir de un destino fatal, tragicómi
co, humillante, esquivando los
obstáculos moralistas a su alrededor y tratando de camuflar sus aberrantes debilid
ades para no perder el poder. Dos
familias acaudaladas, poderosas, pronto estarían en pie de guerra, a las puertas d
e una repartición equitativa de
sangre. El mismo día que María Fernanda vio el rostro del demonio en la habitación cua
renta y tres del albergue de
mala muerte, el párroco, amparado en las sombras de la noche, se refugió precipitada
mente en el Monasterio de San
Antonio en las afueras de Segovia. Había solicitado un retiro espiritual con tres
semanas de antelación como parte su
magistral estrategia. Basó el extemporáneo pedido en la necesidad de hacer penitenci
a, de orar en santa paz
rodeado de jardines, en compañía de decenas de seminaristas que convivían en el lugar
para prepararse para su
próxima ordenación como representantes de Dios acá en la Tierra.
Iribarren sabía que después de iniciados sus actos vengativos, su cabeza pronto luci
ría un precio elevado. En
cualquier momento su acérrimo enemigo, ahora descubierto, le visitaría con pocas int
enciones de diálogo amistoso.
Benítez difícilmente se quedaría de brazos cruzados ante tamaña ofensa; jamás perdonaría tre
menda burla moral.
Pero el párroco era astuto, precavido. En el monasterio siempre caminaba junto a u
n grupo de aspirantes al
sacerdocio. Dormía en habitaciones compartidas por una veintena de novicios, fiele
s estudiantes de teología que, sin
la menor sospecha, cumplían la función de escudo humano; eran sus guardaespaldas sec
retos, parte del ejército
privado, eran los testigos necesarios a la hora de frenar los arrebatos comunes
del temido general Benítez.
En efecto, al tercer día, el general, luego de mucho indagar, dio con su presa. No
era difícil obtener información
con el nivel jerárquico que ostentaba. Se presentó a las once de la mañana en el conve
nto donde se escondía el
retorcido justiciero. Pidió hablar con Iribarren, pero el acceso le fue negado de
forma transitoria, no se permitían
visitas; se trataba de un lugar de retiro espiritual, reservado exclusivamente a
miembros del clero. Sin embargo, el
uniforme verde olivo poseía ciertos privilegios. El propio sacerdote, con piel de
cordero, aprobó la entrada del
predecible e inoportuno huésped. Accedió a verle con la condición de que la entrevista
fuese en el patio central de la
institución, ante la mirada de decenas de seminaristas que rezaban, estudiaban teo
logía o leían las Sagradas
Escrituras. De ese modo, la probable agresión física era responsabilidad absoluta de
l militar, se vería como sinónimo
de locura y podría constituir otro cargo contra Benítez.
Los repentinos enemigos se cruzaron la mirada por primera vez desde el arrebato
de la esposa del general, en la
puerta de la habitación cuarenta y tres del hotelArboleda, el centro deplacer dond
e el cura había compartido
sudores, fluidos y orgasmos con la esposa desatendida. La mirada aguileña de Benítez
exudaba odio, sangre,
venganza e impotencia. En cambio, el camaleónico adversario irradiaba alegría por la
consumación del hecho, por
haber logrado parte de un reto insano, inclemente. Abusando de la suerte provisi
onal y con todo el cinismo del
universo, el hombre de fe hizo ademán de abrazar al deslucido milico en claro tono
de burla, de provocación
innecesaria. Desesperado, Benítez le quitó las ganas con un sólido puñetazo en la boca.
Los estudiantes se
percataron de la desproporcionada agresión y trataron de intervenir; la escaramuza
les parecía sospechosa,
inapropiada, pero el guía espiritual les hizo señas de paz. No obstante, los seminar
istas estaban alerta ante los
posibles acontecimientos, los estudiantes de religión deberían velar por el jefe.
Benítez quebró el silencio. Su boca escupía fuego y veneno. Mientras, el aturdido sace
rdote hacía esfuerzos para
contener el dolor en los labios goteantes de líquido rosado. El labio superior tenía
una herida bastante profusa.
¿Quién eres?, maldita rata del infierno. ¿Por qué has hecho esto? ¿Con qué propósito has des
ido mi vida y la
de mi familia? Yo creí ciegamente en ti, y me has traicionado de la peor manera. D
ame una razón, solo una, para no
arrancarte las entrañas.
Las acusaciones, sazonadas con improperios, excitaban al cura, eran prueba irref
utable del dolor ajeno. Era
precisamente lo que esperaba. El sadismo aumentaba salvajemente en la mente de I
ribarren. Una sonrisa plena se
dibujó en su rostro. La gloriosa sensación de tener a su peor enemigo, derrotado, ar
rodillado, acabado, a punto de
morir, le engordaba el morbo, le empalagaba el ego, le aceleraba las pulsaciones
al punto del placer sublime de un
orgasmo desenfrenado. El cobro de justicia al cabo de largos años de espera era la
culminación de un trabajo
personal, era la celebración del siglo en su esencia sádica. Le miró fijamente, tomándos
e el tiempo necesario para
responder a cada una de las preguntas. Quería humillar todavía más al enclenque soldad
o venido a menos, alicaído
de pies a cabeza, cuyo futuro pintaba más oscuro que el forro de una urna.
Vamos por partes, hijo mío respondió con sorna.
No me llames hijo, maldito enfermo Benítez alzó la voz, marcando distancia.
De verdad me sorprendes, no te entiendo. Hace apenas unos pocos meses me consider
abas parte importante
de tu vida, pero ahora me llamas rata, ser despreciable, en fin, ¡cómo cambia el ser
humano ante las pruebas de la
vida! ¿No te parece gracioso esto que estamos viviendo? Bien dice el refrán que del a
mor al odio hay solo un
paso .
Benítez no soportaba el discurso, siempre supo que al perseguir a su verdugo se ex
ponía sobremanera ante un
enemigo muy poderoso en el uso de la palabra, con altísimo poder de persuasión, pero
la rabia le quemaba los
huesos. Se llevó la mano a la cintura con la intención de coger la Luger del cinto,
pero la respuesta del cura fue una
tajante invitación a la cordura para evitar la ruptura brusca del libreto que ya h
abía escrito con mucha antelación.
Anda, sácala. Usa tu amuleto, tu protectora, tu cobarde escudo. Hazlo, dame un bala
zo justo en la frente, acá,
delante de todo el mundo, y comprueba que el infierno existe, porque el mismísimo
Franco te hará fusilar. Bien lo
sabes, no puedes tocar al confesor predilecto del alto mando, al guía espiritual d
e tus jefes actuales, a quienes debes
rendirles pleitesía para poder seguir subiendo en las fuerzas castrenses. Total, p
ara eso es para lo único que sirves:
para matar por cobardía porque no tienes cojones, eres un vil disfraz. ¿Te has dado
cuenta de qué diferente se siente
ser cazado, verse acorralado por todos los frentes? Es duro, ¿verdad? Benítez dejó a un
lado la osadía,
claramente tenía las de perder.
Quizás tengas algo de razón. Por ahora solo he venido porque necesito entender. Tengo
que saber la verdadera
intención de destruir a mi familia. O me lo dices ahora mismo o te juro que te vol
aré los sesos por todo lo que nos
has hecho. Maldito hijo de puta. No me importa morir, a fin de cuentas, ya mi ca
beza debe tener precio, puesto, o
bien por mi suegro, o bien por el ejército, pero no quiero irme de este mundo sin
saber la verdad. Me mata la
curiosidad.
Verás, en el fondo, tú y yo somos iguales, solo que de diferente materia. Yo no hice
nada distinto de lo que tú
una vez hiciste con mi vida, cuando me la destrozaste para siempre. Pues, sí, no t
e hagas el gilipollas. ¿Te sorprende
la dura verdad? No me mires así, haciéndote el confundido, no te hagas el tontorrón. H
ace mucho tiempo tú
acabaste con mi esperanza, con mi amor hermoso, con el deseo puro de libertad. Y
o solo me las estoy cobrando, y
con creces.
La cruda confesión de Iribarren desarmó por completo el instinto asesino del general
. ¿A qué se refería este
misterioso justiciero, este enemigo e insospechado vengador? ¿Acaso él le conocía? ¿De dón
de sacaba esa carta el
cura? Benítez pensó que se trataba de alguna excusa barata para confundirle, para ga
nar tiempo. Nuevamente el
cazador habitual vestía de presa, su confusión era total. El soldado dudó por tercera
vez. En desesperado intento de
obtener pistas certeras, volvió al interrogatorio.
¿A qué juegas, asqueroso hijo de perra? ¿Qué te pude haber hecho yo? No trates de confund
irme, tu perverso
juego se acabó insistió el militar.
¿Te dice algo el nombre del profesor Castellanos Iturbe? ¿Te recuerda algo en tus abu
ndantes memorias de
crímenes injustos en Galicia?
Benítez frunció las cejas, arrugó la expresión y repasó su archivo mental en busca de algu
na pista referente a esos
apellidos. Pensó que tal vez fuese uno de los maestros en la escuela, en la academ
ia militar, en el posgrado, en
aquellos cursos especiales de formación táctica. Pero nada le traía al presente ese pe
rsonaje mencionado por el
sacerdote, no podía relacionarlo con memorias vividas. En la carrera de armas, muc
hos cadáveres tenían su sello,
pero no recordaba nada, absolutamente nada que tuviese que ver con el inquietant
e apellido, con el personaje
aparentemente inventado, con el tal profesor.
No sé de quién me hablas, ni qué carajos tiene que ver conmigo o contigo. Déjate de rodeo
s. No quiero más
tretas de las tuyas, que la paciencia tiene límites. Ya me has jodido demasiado, a
sí que vayamos al grano.
Caminemos un poco, general. Tal vez eso te refresque la memoria y entiendas el po
rqué de mis acciones.
Juntos caminaron hacia el estanque al fondo del jardín.
En aquel entonces eras un simple capitán, unos pocos meses antes de finalizar la ab
surda Guerra Civil. Te hablo
de uno de los tantos cadáveres que reposan en tu tragicómico honor o mal llamado exp
ediente bélico. Cierto día de
invierno, el último de la guerra para ser preciso en mi recuento, tú, al mando de un
grupito de malnacidos
combatientes, asesinaste a un pobre e inocente catedrático. Quizás por error, tal ve
z por cobardía o simplemente por
el placer homofóbico de acabar con un desdichado homosexual, según tus propias palab
ras, pronunciadas en la
mañana del juicio y posterior fusilamiento de Castellanos Iturbe. El motivo, te lo
aseguro, me tiene sin cuidado. El
problema es que ese hombre, de quien dices no acordarte, era parte de mi vida, e
ra mi gran amor. Sí, el profesor y
yo habíamos iniciado una hermosa relación amorosa, secreta, sublime, pura, perfecta.
Claro, yo no era sacerdote, ni
mucho menos. Jamás me había pasado por la cabeza vestir los hábitos, pues siempre he s
ido ateo. Tú me forzaste al
cambio de uniforme.
¿Vosotros erais amantes? ¿Yo le fusilé? No entiendo nada. Esta historia es ridícula. Es u
n maldito invento de tu
desquiciada mente. Juro que no sé de qué me hablas, estás loco de atar. Deja de invent
ar sandeces, eso no te
salvará de una muerte segura atinó a responder el ofuscado general.
Mucho más que eso, pedazo de cretino. Tú jamás entenderías nada porque nunca has conocido
el sentido del
verdadero amor. Eres un burdo asesino, un matón de pueblo, un barriobajero. Entérate
: Castellanos para mí era la
consagración real del amor puro, sin condiciones, sin miedos. Era el hombre que más
he amado en la vida. Era un
amor tormentoso, que me llenaba el alma. Nos íbamos a ir de este país de mierda, esc
apar de una guerra absurda,
pero el puñetero destino decidió en mala hora que tú te atravesaras en nuestras vidas.
Esa tarde mataste una parte de
mí. Y después del entierro juré por mi sangre que me vengaría de ti, que debía cobrarte la
sangre derramada sin
razón. Y eso es, simplemente, lo que acabo de hacer.
Benítez tragó amargo. Nada estaba en su lugar. Toda la historia parecía increíble, aseme
jaba a una patraña
concebida por una mente perversa, sádica, enfermiza, diabólica. ¿Cómo era posible que un
sacerdote ejecutase un
plan tan oscuro en nombre de un amor explícitamente prohibido ante los ojos de Dio
s y la Santa Madre Iglesia? La
sotana continuaba produciendo alucinaciones en la cabeza del general. No asimila
ba, no entendía que estaba frente a
un ángel nefasto, un actor extremadamente histriónico. ¿Cómo se podía digerir semejante pe
cado, infamia o
blasfemia? Todas las muertes en las guerras son ilógicas, pero hablar de represali
as bajo el amparo de la cruz era
demasiado escabroso para ser creído, debía existir alguna macabra confusión. Pero no i
mportaba. Ya el agravio
estaba consumado. Para ese entonces, su vida familiar estaba condenada a la dest
rucción, la familia entera estaba
por ser aniquilada.
Pero no entiendo. Tú eres un sacerdote de la Santa Madre Iglesia, un cura ordenado,
certificado. ¿De qué
venganza hablas? ¿Cómo es posible amar a Dios pero destruir al prójimo? ¿Qué locura es est
a? Todo es insano.
Benítez no salía del laberinto informativo.
Pero ¡qué estúpido eres! Entiéndelo de una maldita vez. Esta sotana no es más que un burdo
disfraz, es la
excusa perfecta para mi plan. Este uniforme me permitió acercarme a ti, a tu entor
no. Me llenó de credibilidad, de
respeto. Me otorgó más poder que el que tienes tú. Franqueó las puertas del propio Gener
alísimo, del alto mando, la
tropa de élite, de tu hogar. Fue mi aliado para seduciros a María Fernanda y a ti, p
ar de idiotas. Este atuendo se
convirtió en la credencial inocua. Reconócelo, tengo mis méritos, debes darme crédito. A
cepta que el plan tiene
visos de genialidad, aunque sea un poco descabellado. Maquiavelo debe estarse re
volcando en la tumba: el alumno
ha superado al maestro. Y todo en nombre del amor, qué hermoso. Fueron muchos años d
e sacrificios, de
amoldarme a creencias que no comparto, de cinismo podrido, de interminables ment
iras, justificadas bajo un manto
eclesiástico que solo busca intereses económicos o políticos. Pero valió la pena el esfu
erzo, porque juré vengar la
muerte de mi gran amor y lo estoy logrando con muchas satisfacciones. Verte caer
, desmoronarte, despedazarte en
vida, es el mejor reconocimiento a la perseverancia. Como dice el refrán, El tiempo
de Dios es perfecto . Hoy no
eres ni la sombra del aguerrido macho , siempre falso, que desenfundaba su Luger co
n destreza para aterrorizar a
los humildes campesinos y moradores de pueblos conquistados, para acabar con vícti
mas inocentes solo por el
placer de matar en tus desquiciados interrogatorios. Hoy realmente eres un don n
adie. Lo más doloroso para ti es
que ya no tienes el valor para enfrentarte con mi ejército de fe. Si decides ataca
rme, te caerán encima el caudillo y su
banda de matones, la sociedad, el clero. Por otro lado, debes correr y evitar qu
e tu frustrada esposa suelte la lengua.
Eso sí es realmente un peligro inminente. ¿Te imaginas que se conozcan las debilidad
es del futuro ministro de
Defensa? Créeme que no estaría en tu lugar ni por todo el oro del Vaticano, estar en
tus zapatos es sinónimo de
muerte. Estás solo, sin municiones ni tropas, rodeado por todos los flancos. Creo
que esta vez no lo tienes fácil
confesó Iribarren, refocilándose en la desdicha de Benítez.
Puedo entender tu deseo de acabar con mi vida; ahora no te culpo si es cierto lo
que me has dicho. Pero solo
me remuerde una duda: ¿por qué destruir a mi esposa, a mi hijo, a toda la familia?
Lamentablemente, ellos formaron parte del listado de víctimas inocentes. Ante la ve
nganza, todas las personas
cerca de ti están expuestas de alguna manera, algo les puede salpicar, gracias a t
us acciones, porque al final tú eras el
blanco. Todo elemento relevante en tu entorno me ayudó a consumar el plan. Me valí d
e tu esposa, tu hijo, tus
suegros. Lamento que sucediera de esa manera, pero eran piezas necesarias para l
legar al gran general. Tú eras el
problema; ellos, las aristas. Es parte de la vida: unos ganan, otros pierden. Mu
chas veces los inocentes son soldados
inocuos, carne de cañón necesaria, muertos por balas perdidas, por efecto rebote o p
or acciones secundarias. Pero
no sé de qué te quejas si en realidad no amabas a tu esposa. La pobre vivió un calvari
o de soledad a tu lado. Por
esa razón se abrió a mis brazos con pasión, se entregó ciegamente al primer romanticón, as
pirando tocar el cielo.
Las mujeres son así de básicas, débiles e idealistas. Míralo desde este punto de vista:
si sobrevives, ya no tendrás la
modorra de tu relación matrimonial, no tendrás que amar obligado, es decir, serás un h
ombre libre, ¡mira qué bien!
sonrió el sacerdote.
Eres un degenerado asqueroso; estás enfermo, eres un maldito y asqueroso demente.
No menos que tú, mi querido Pachi.
Benítez montó en cólera rancia. Ese apodo solo lo conocía su esposa. Mi princesa encantad
a le había bautizado
con ese cariñoso sobrenombre el día que se besaron por primera vez. La duda razonabl
e mostraba claramente que
la relación de María Fernanda con el cura había ido más allá de una simple confesión, de una
conversación
académica entre profesor y alumno. El afecto era clarísimo entre dos enamorados, a e
spaldas del esposo ausente.
Pero las sorpresas de Benítez apenas comenzaban. Tenía frente a sí a un verdugo meticu
loso, sádico, que había
estudiado todos los aspectos y movimientos de la vida íntima del general mientras
se revolcaba en la cama con su
compañera de alcoba.
Sí, conozco tu vida y milagros y un poco más todavía. Llevo años indagando sobre tu perso
nalidad, tus gustos,
acciones, crímenes, bajas pasiones, apodos, inclinaciones sexuales. Te conozco a f
ondo. Tu remoquete me lo
confesó tu amorosa esposa en una noche de lujuria y pasión salvaje, entre sábanas moja
das, que compartíamos
como mínimo tres vecespor semana en el hotelArboleda, ¿te suena familiar, teparece c
onocido el sitio?, ¡Menuda
casualidad morbosa! Mi amigo, el conserje, siempre se burlaba, me decía que yo era
un granuja, el perfecto truhán,
porque me los follaba a todos a la vez. ¡Qué divertida obra de teatro surrealista! ¿No
te parece increíble?
Benítez sentía retortijones de estómago, no podía dar crédito a la embrujadora historia. E
l cura también era
amante de su esposa, se había infiltrado por completo en su hogar. No podía hablar,
el asco le disolvía las palabras
entre charcos de saliva. Necesitaba descubrirlo todo de su enemigo para buscar a
lgún antídoto contra su ponzoña.
Contuvo las ganas de matarle frente a todos, pero necesitaba argumentos para def
enderse en el inevitable juicio. Por
otro lado, María Fernanda era ahora parte importantísima del bando enemigo y eso le
ponía entre la espada y la
pared. A cada rato se aparecían nuevos flancos abiertos en el combate. Iribarren r
ealmente era peligroso, necesitaba
sacarle la verdad. Por eso optó por contenerse y continuar la averiguación.
Entonces también eras amante de mi esposa. ¡Qué cerdo!
Claro, ella fue la primera pieza clave en el camino de mi venganza. Fue ella quie
n me abrió el portón de tu
guarida, del círculo protector del que alardeabas. Ella me contó todo sobre ti, clar
o, con mucho sudor en la cama.
También mi laborioso proceso de investigación desenmarañó la mayoría de tus debilidades. S
upe que mataste a
mucha gente inocente, incluso en tus filas. Eres intensamente paranoico y cobard
e, razones suficientes para eliminar a
posibles competidores o enemigos potenciales, porque dudas hasta de las sombras
que te cubren. Pero nunca
dudaste del hombre con sotana; craso error, amigo. Sé que mataste a Andueza o, mej
or dicho, lo emboscaste en
Oviedo, porque conocía tus oscuros secretos, esos de los que todos hablan, que se
han rumoreado en los pasillos
durante años sin que nadie los pudiese demostrar; nadie, excepto yo. El teniente A
ndueza descubrió tus bajas
pasiones cuando disfrutabas aniquilando prisioneros. Su pecado fue espiar por el
ojo de la cerradura durante uno de
tus salvajes interrogatorios y ver cómo abusabas de un detenido. Sí, pensaste que el
rumor había sido atajado y
disimulado con solapadas amenazas de muerte. Pero lamentablemente para ti, llegó a
mis oídos. Te confiaste
demasiado, debiste haber matado a todo el batallón. Recuerda que la verdad nunca m
uere; casualmente tarda en
asomar, pero todo lo cambia cuando estalla. Andueza, el pobrecito carlista y catól
ico a machamartillo, lo observó
todo. Al pobre desdichado que se había rendido le colgaste del techo, estaba medio
muerto, flagelado, humillado.
Pero tus hormonas empezaron a hervir cuando viste el exuberante y frondoso miemb
ro de tu prisionero, alebrestado
por el dolor, duro, erecto, apetecible, tal como te encantan, esos que te hacen
agua la boca. Y como era costumbre
tuya, a solas, encerrado con la presa en la sala de castigo, aprovechaste y en s
acrílega comunión consumiste su carne
enhiesta. Fue tanto tu desenfreno, tu alocada pasión, que le arrancaste el pene co
n la boca. Luego, para disimular, lo
tajaste en pedazos, buscando esconder las pruebas, torcer la evidencia y de ese
modo poder ocultar tu secreta
verdad homosexual reprimida. Mataste al pobre infeliz porque decías odiar a los ma
ricas; descubriste que Andueza,
espantado por lo que había visto, intentó denunciarte y tú le callaste la boca para si
empre, junto con varios inocentes
soldados de confianza. ¡Joder, la felación del preso valía más que tus soldados! Ese cri
men es solo la punta de la
colina. Tengo un expediente en tu contra que hará temblar a todos tus jefes de pac
otilla.
Padre, o, mejor dicho, marica de mierda; ¿no crees que tengo suficientes motivos pa
ra matarte de una cabrona
vez? Recuerda quién soy, todavía tengo el poder de hacerlo; no me retes. ¿Crees que sa
ldrás vivo de esta? Lo dudo
mucho. Es tu palabra contra la mía. Ya veremos a quién le creen más: si a un loco disf
razado de sacerdote o al
ministro de Defensa. No te dejes llevar por una victoria pírrica. Puedo usar mi je
rarquía para suicidarte , y destruir
todo el cochino expediente que tanto mencionas dijo Benítez tratando de intimidar.
Pachi, me confunde tu ingenuidad, tu puerilidad. Claro que tienes motivos, es cie
rto, pero el miedo a esta guerra
desconocida, sin enemigo probable, eso te frena. Sabes que si lo haces, solo ace
lerarías las etapas de mi venganza.
La muerte no significa nada para este humilde servidor de la fe. Yo me fui ya de
este mundo junto con Castellanos;
mi misión pronto toca a su fin. La humillación será tu peor enemigo en el trayecto de
vida que te falta. Mancharás tu
historial para siempre, tus padres se verán deshonrados, tu propio suegro te hará tr
izas, te destrozará como a una
rata. ¿O es que te olvidas de la poderosísima verdad que tiene María Fernanda en sus m
anos? ¿Recuerdas su
pataleta en elArboleda? Espara llorar, ¿no te parece? No me quiero imaginar la rea
cción tuya cuando se conozca el
triángulo amoroso con tu esposa y un hombre de Dios, cuando todo sea del domino públ
ico. ¡Joder! ¡Menudo
centimetraje que acapararías! Es más, te apuesto lo que sea a que el mismísimo Generalís
imo firmaría tu ejecución, te
lo puedo apostar. No me subestimes, todo está planeado. De hecho, todos nuestros s
ecretos de alcoba, toda mi
historia, está escrita en un diario que alguien insospechado por ti va a utilizar
en contra del devaluado y
desacreditado general Benítez si algo llegara a sucederme. ¡Dime que no soy un genio
! Me lo he pensado bien. Se
exhibirían pruebas muy dramáticas en tu contra. Verte morir solitario, deshonrosamen
te, sin uniforme, sin privilegios,
cual cobarde en decadencia, será una recompensa increíble para mí. Te lo ruego, no me
des ese placer antes de
tiempo. Corre, porque esa es tu única salvación. No creo que seas tan cretino como p
ara ajusticiarme . Así les
decías a tus víctimas, ¿cierto? Piensa un poco, tontín. Debes buscar la manera de salir
rápido de este infierno que
apenas comienza. Ahora tienes al enemigo en tu casa, en tu misma sangre. Yo solo
fui el acelerador de tus verdades
o, mejor dicho, de las asquerosas mentiras hasta ayer ocultas.
Eres un maldito perro asqueroso. ¡Me las vas a pagar, te lo juro! ululó Benítez.
No menos que tú, mi querido general, somos exactamente iguales. Soldados de dos ejérc
itos diferentes. Tú
matas con balas y yo con la fe, pero al final somos lo mismo. Mercenarios enriqu
ecidos y poderosos gracias a los
débiles, con quienes jugamos cual gacelas indefensas certificó Iribarren.
No va a quedar lugar donde esconderte. Ahora me toca a mí.
No, hijo mío, no pierdas tu tiempo, no seas impulsivo. Créeme, yo no valgo nada. Ve y
trata de esconder tu
asquerosa verdad, por cierto, muy repudiada en la mili. Tal como te sugerí antes,
no pierdas tiempo conmigo. Sabes
que en el fondo, con todos los acontecimientos que han pasado entre nosotros, mi
sotana tiene más influencia que tu
Luger. Nadie osaría desconfiar del clero, pero en tu ejército no toleran a los miemb
ros débiles y marcadamente
ambiguos. Esa fue tu bandera criminal, cuidado ahora con flaquear. A mí se me cree
rá siempre, soy sacerdote.
¡Válgame Dios! ¡Quién diría que mi palabra es verdad eterna, joder! Si muero, seré mártir, mi
ntras que tú serás un
cobarde, y te enterrarán sin honores, sin la bandera nacional cubriendo tu féretro,
como habría soñado tu padre. Mi
pasado negro no existe, nadie puede probar nada contra los curas. Somos seres es
peciales, intachables. Y cuando
pecamos, simplemente se nos traslada de país hasta que llegue el olvido. Pero tu p
asado pronto estará en los diarios,
a menos que actúes con rapidez y sapiencia y logres hablar con don Toribio, tu fut
uro exsuegro.
Debo reconocer que tu mente es brillante, sacerdote, o vengador, o lo que coño sea
tu verdadero apodo. Pero
cuenta con que mi venganza también será implacable, te lo aseguro. Tú me las vas a pag
ar, esto no termina acá.
Administra bien tus carcajadas, pronto se pueden transformar en llanto, cuando t
e mate.
Desde luego que no termina acá, Pachi, si la fiesta apenas empieza. Según mis cálculos,
tus próximas semanas
serán un verdadero calvario. A menos que hagas lo que te pida.
Benítez se inquietó por la solicitud. Escuchó atento.
¿A qué te refieres? ¿Qué esperas de mí, pedazo de degenerado, enfermo?
Está bien, no hay problema. Ahórrate tus bravuconadas verbales. Óyeme bien, es fácil. Si
renuncias al ejército
en las próximas cuarenta y ocho horas, tal vez interceda por ti. Pero, claro, perd
er el poder que te da un uniforme es
delicado, ¿cierto? Te hace vulnerable. Sin las charreteras, sin tropas a tu mando,
pasas a ser un don nadie. Pero si
me haces caso, tal vez me apiade y vivas para contarlo, quizás te regale el antídoto
para mi perverso plan. Como
ves, no soy tan fatalista, te puedo ofrecer una segunda oportunidad, eso sí, fuera
del ejército. Tal vez puedas
matarme sin que te enjuicien. Pues, sí: acaba con mi vida, así te vengas de este cer
do marica; hasta podría tratarse
como un crimen pasional. Pero si vistes el uniforme, otros prejuicios estarían en
tu contra, piénsalo bien. Despójate
de tu poder y yo me despojaré del mío, así nos enfrentaremos como simples mortales asev
eró Iribarren con tono
irónico.
Definitivamente estás loco. Nos veremos pronto en el cementerio. Tú me acompañarás a la t
umba, de esta no
te salvan ni todos los santos de la Iglesia.
Cierto, Pachi, nos veremos en el infierno. ¡Ah! Una sola duda me queda. ¿También violas
te a Castellanos antes
de matarle? Si quieres, me lo cuentas en la próxima visita, en la próxima confesión en
mi iglesia. Estaré ansioso por
verte de paisano. Como en los viejos tiempos, siempre amado Pachi.
Benítez estaba asqueado. Dio por terminada la visita. La cabeza estaba a punto de
estallarle con tantas verdades a
flor de piel, recuerdos malsanos de una época lujuriosa, aberrante que le perseguía.
En efecto, el satánico enemigo
había cosechado muchas pruebas en contra del militar, pero el argumento que más le p
reocupaba al general era otro.
Un secreto que ahora estaba expuesto ante su esposa. Necesitaba a toda costa cal
mar las verdades, tratar de
disimular un poco, negociar silencio, acallar conciencias por las buenas o por l
as malas. Tal vez el próximo paso
fuera acercarse a su suegro, tratando de prevenir alguna ligereza de María Fernand
a. Las depresiones habituales en
ella tal vez le ayudarían a ganar tiempo. Su esposa solía encerrarse en sí misma por v
arios días sin soltar prenda.
Resultaba interesante la coincidencia de que ella también había quebrantado la hones
tidad del matrimonio perfecto.
Ella escondía una relación fuera del sacramento matrimonial, ella también tenía un amant
e absolutamente prohibido
ante los ojos de la recatada sociedad madrileña. Ese posible desliz en el deseo se
xual de la mujer pudiera ser su
única defensa, la tabla de salvación, la llave del silencio.
Salió del convento con la mente fija en un plan que amortiguase las realidades y d
ecidido a visitar a su suegro.
Albergaba la esperanza de que este aún desconociera el verdadero motivo del llanto
de su infantil hija. Le quedaba
poco tiempo antes de que María Fernanda soltara un gigantesco mar de dudas en la c
abeza del editor, dando pie a
una guerra entre ambos.
Por otro lado, Benítez intentaba encontrar la forma de sacar del camino a Iribarre
n. El problema era conseguir el
diario del cura o el informe de sus investigaciones, si es que existían. De pronto
, sus recuerdos le advirtieron que no
podía dudar de su existencia. Claro , pensó en voz alta. Con razón el cura tenía tantos pap
les en su escritorio
hace unos meses. El muy hijo de puta me estaba tanteando, midiendo mis reaccione
s . El enemigo resultó ser
especialmente planificador, satánico, pero sobre todo apasionado con sus hechos. B
enítez debía superarlo o, de lo
contrario, su carrera y tal vez su propia vida corrían grave peligro. Otro escenar
io factible era silenciar a María
Fernanda. El problema estaba en sacarla de casa de los suegros y acabar con su v
ida de manera que pareciese un
accidente, esa era una opción interesante y creíble. Porque Iribarren quizás no había co
ntado con esa reacción
intempestiva. En ese caso, tendría que ocultar las pruebas, pues era él el verdadero
amante, el causante de la
deshonra del militar, razón más que suficiente para quitarle todo crédito en un posibl
e juicio público cuando el marido
burlado acabe con la desdichada mujer de doble vida. Extraño tal vez, pero ciertam
ente no imposible de asimilar.
Capítulo 24
Mi princesa encantada claudica y decide morir

María Fernanda se refugió en casa de sus padres durante varias semanas luego de enfr
entar la visión más
asquerosa y aterradorapara cualquier mujer esa fatídica tarde en el hotelArboleda.
Losprimeros días estuvo
encerrada en la habitación en que había transcurrido buena parte de su infancia, jun
to a cientos de muñecas de trapo.
Las horas se deslizaban entre lágrimas, gritos y pesadillas. El recuerdo espantoso
, fantasmal, no la abandonaba ni un
solo instante; era un repetitivo y trágico mensaje. Dejó de comer por lo menos duran
te los primeros cuatro días,
hasta que su padre, asustado, decidió intervenir y llamó al médico de cabecera, el doc
tor Martín Iriarte, famoso
cirujano, amigo de la infancia de don Toribio. El primer encuentro entre el facu
ltativo y mi princesa encantada no
arrojó resultados favorables. El diagnóstico fue simple: una severa depresión agudizad
a por una visión aterradora,
imposible de revelar, por razones insospechadas y difusas. El galeno recomendó la
intervención de algún profesional
experto en temas emocionales y sugirió los servicios de otro colega altamente esti
mado, versado en psicología y
psiquiatría, porque el daño estaba latente en el subconsciente de la enferma.
Gracias a las súplicas maternas, María Fernanda canceló la huelga de hambre. A regañadie
ntes, y solo para
complacer a su madre, ingirió algunos bocadillos con una taza de sopa de pollo mez
clada con vegetales que le
produjeron fuertes y prolongados cólicos durante tres días como resultado de la desc
ompensación de los jugos
gástricos durante la dieta emocional forzada. El médico de las emociones visitó a la d
epresiva solitaria, que no quiso
aportar muchos datos sobre su cuadro angustioso, autodestructivo y patéticamente s
uicida. La sapiencia del nuevo
doctor ayudó a drenar parte de las lagunas mentales enquistadas en el subconscient
e de la hija del hombre más rico
de España. Después de la tercera cita con el psicólogo, la frustrada mujer pudo finalm
ente conciliar el sueño sin la
ayuda de sedantes. Pero las pesadillas revoloteaban sobre el copete de la cama.
En las madrugadas se despertaba
alterada, aullando desesperada, gritando incoherencias, empapada de sudor. Tenía u
n sueño repetido, noche tras
noche, que no le permitía paz espiritual. La paranoia se centraba en el recuerdo d
e una particular visión que la había
sacado de su centro estructurado mental. La imagen la atacaba con claridad en el
preciso instante que lograba
conciliar el sueño. Allí, a solas, su mente le recordaba el día más desdichado de toda s
u existencia. El momento en
que ella, toda radiante de felicidad, vestida cual ramera sofisticada, abría la pu
erta de la habitación cuarenta y tres del
albergue transitorio Arboleda, su reciente nido de amor secreto, para entregarse
desesperada en los brazos de su
amante bendito. De pronto, al abrir la puerta, se enfrentaba con la sorpresa de
su vida, con la imagen asquerosa que
se asomaba para arrancarle el aliento, aniquilarle todos sus valores morales y r
ecordarle sus pecados.
que ella, toda radiante de felicidad, vestida cual ramera sofisticada, abría la pu
erta de la habitación cuarenta y tres del
albergue transitorio Arboleda, su reciente nido de amor secreto, para entregarse
desesperada en los brazos de su
amante bendito. De pronto, al abrir la puerta, se enfrentaba con la sorpresa de
su vida, con la imagen asquerosa que
se asomaba para arrancarle el aliento, aniquilarle todos sus valores morales y r
ecordarle sus pecados.
Cuando la visión cobraba vida, la señalaba con el índice acusador. María Fernanda se cue
stionaba por haber
pecado, por haber amado a un hombre de la Iglesia. Llegó a justificar su cercana a
niquilación como castigo de Dios
por haberle dado placer a la carne, en vez de honrar al alma. Por haber traicion
ado a su marido, por dejarse llevar
por las garras del ángel del infierno. Y ahora ese ángel caído, demoníaco, despreciable,
la invitaba a convivir en el
inframundo junto a otras almas pecadoras. Realizó toda clase de esfuerzos y siguió t
odo tipo de sugerencias o
recomendaciones médicas para controlar el terror al momento de caer rendida. Anhel
aba desterrar para siempre esa
visión, ese dragón maléfico, pero no podía lograrlo, era algo superior a ella.
La familia estaba deshecha. Conversaron con el esposo, pero Benítez daba excusas v
acías, como tratando de
evadir responsabilidades. María Fernanda exigió no verle nunca. El suegro volvió a sup
oner que la frustración de su
hija obedecía a algún lío de faldas por parte del general, aunque este le garantizaba
que no era así. Don Toribio
intentó entonces comunicarse con el confesor, pero Iribarren estaba fuera de la ci
udad. El sacerdote le aseguró que
le resultaba imposible verla hasta dentro de un mes debido al retiro espiritual
que había iniciado por flaquezas en su
vida religiosa. La negativa desencajó al viejo empresario. ¿Cómo era posible que un mi
embro de la Iglesia se negase
a ayudarle? Pero su yerno le convenció de no involucrar al clero en temas de famil
ia, que le dieran un tiempo a la
enferma para recuperar la cordura; tal vez el mal que la aquejaba fuese una simp
le depresión producto de alguna
descompensación hormonal. Don Toribio aceptó a medias, algo le decía que el problema e
ra mayúsculo porque su
hija nunca había mostrado una conducta tan conflictiva como ahora. Finalmente, pre
sa de la angustia por el
sufrimiento desmedido de su hija, decidió intervenir con toda la autoridad del hom
bre de la casa. Violentando la
privacidad de la habitación de la niña, exigió explicaciones.
La charla preliminar transcurrió con docilidad por ambas partes. La hija se abrazó c
on intensidad de los hombros
del padre. Por primera vez, María Fernanda sintió que le importaba a alguien en la v
ida. Las caricias ablandaron los
ánimos. El padre le preparó un té de tilo y manzanilla para adormecer la rabia. Le ofr
eció ayuda, apoyo
incondicional, le garantizó la aprobación de toda decisión, incluso la separación que ta
nto imploraba ella; pero a
cambio exigió una explicación, una justificación sólida, verdadera. María Fernanda se aleg
ró un poquitín, pero la
tristeza opacó la celebración. El viejo mandón volvió a preguntar por enésima vez cuál era l
a causa de la desdicha.
La enferma no podía articular palabras. El pasado acusador le apretaba el cuello,
le silenciaba el alma, cada vez que
recordaba las escenas pecaminosas vividas en el motel de mala muerte. Aferrándose
a los brazos de su padre, pedía
perdón por sentirse tan vacía, pecadora, humillada como mujer, en nombre del amor. S
uplicó que la perdonara pero
que no le pidiera hablar sobre el tema. Don Toribio cambió de tono. El tono dictat
orial, recio, obró con la típica
errática y justiciera actitud de padre desesperado ante el silencio.
Hija, o me dices qué está pasando, o no podré ayudarte. Nos tienes con los nervios de p
unta. Tu madre está
hecha una piltrafa, hace días que no come. Yo no duermo bien. ¡Coño, ten un poco de co
mpasión con nosotros!
Sea cual sea la culpa, no te preocupes, sabes de sobra que te apoyaremos. Dime s
implemente qué debo hacer;
confía en nosotros, no te fallaremos expuso el padre desesperado.
Papá, quiero una anulación del matrimonio ya, inmediatamente, no puedo volver a mi pr
opia casa respondió
enfática la hija.
Está bien, pero al menos ten la decencia de aclararme qué diablos pasa. No puedo apoy
arte si solo se trata de
un capricho, de una malacrianza. Tienes apenas pocos años de matrimonio, tienes un
hijo bendito. Entiendo que
algún problema conyugal tendréis, pero, antes de apresurarte a tomar una decisión tan
drástica, ¿no crees que
debemos hablar sobre las causas? Tu madre y yo queremos resolver esto lo antes p
osible, solo dinos la causa de tus
penas. Si Benítez se ha portado mal contigo, mira que le mato, ¿eh? Solo dime qué coños
ha pasado, por el amor de
Dios. Pero te digo, de antemano, que si es un lío de faldas, tampoco es el apocali
psis. Cuando te casaste, bien
sabías que los militares eran mujeriegos, y como esposa debes entenderle un poco.
No metas a Dios en esto. Es mi culpa por haber cometido un pecado carnal. Soy una
basura, él solo me está
reprendiendo por mis faltas. Me he convertido en una sucia puta pecadora de mier
da, una fornicadora insana.
Don Toribio se asombró ante la escueta y sucia aseveración. Su propia hija estaba co
metiendo ¿un pecado
carnal? O sea, ¿tenía un amante secreto? ¿Aceptaba la promiscuidad fuera del matrimoni
o? ¿Era ella la causante de
su propia desgracia porque se sentía culpable de haber traicionado al marido? Y, p
or lógica, quizás el problema
radicaba en cómo decirle la pura verdad al esposo ofendido. El viejo respiró aliviad
o, aunque le molestaba que su
única hija tuviese un amante, algo que no era bien visto entre las mujeres de su c
asta; incluso tal vez la tildaran de
mujer fácil. Pero ¡al carajo! Ella era de su misma sangre y merecía todo el perdón en ca
sa. El problema empezaba a
tener solución. Don Toribio interpretaba que la vergüenza por la noticia era el moti
vo de la depresión, que tal vez la
niña de papá no sabía cómo afrontar semejante ofensa familiar. Utilizando sus dotes de o
rador y buen negociante, el
viejo empresario ofreció un plan de salvación bastante tonto.
Vamos, hija, que no es el fin del mundo. El hecho de que te hayas acostado con ot
ro hombre no es muy
correcto que digamos, al menos nosotros no te educamos para que actuases de esa
manera, un poco libertina. Pero
¡qué carajo, a la mierda! Somos humanos, sé que la carne tienta, nos seduce, convirtiénd
onos en pecadores. Eres
demasiado hermosa, ingenua, sentimental; ¡joder! Y alguien te sedujo. También el ton
torrón de Benítez debería estar
más pendiente, es un gilipollas, siempre te lo dije. Pero no te preocupes. Si la v
ergüenza de confesarte era lo que te
atormentaba, ya está, listo, santo remedio. Personalmente aclararé el tema con el ye
rno y él aceptará mis
condiciones. Todo es negociable en la vida y especialmente con ese cretino mater
ialista. ¿Ves que al hablar te
liberaste de la culpa? ¡Joder! Te estabas ahogando en un vaso de agua. Estamos lis
tos. Hoy mismo tomo cartas en el
asunto, hablaré con tu marido y juntos llegaremos a un buen término. Pero insisto en
que la anulación matrimonial es
una salida extrema, me parece que por el pequeño Francisco debéis pensarlo mejor. Ad
emás, con lo que le gusta a
tu marido nuestro linaje, no creo que se ponga bruto, te perdonará sin chistar. Yo
lo conseguiré, te lo prometo. A él
solo le mueve el interés le aseguró su padre, creyéndose el salvador de la familia.
Tú no entiendes nada, papá. Jamás lo comprenderás, ni después de muerta. Yo quiero la anula
ción, no por
haber pecado al acostarme con otro hombre. No, eso no me atormenta, no me import
a que me llamen puta. Quiero
la separación, porque me casé con un maldito marica oculto. ¿Ahora me entiendes? Por e
sa verdad necesito estar
sola, porque él es un cerdo desgraciado que me mintió desde el primer día, porque ha a
cabado con mi esperanza.
Luego veré qué hago con mi vida, con mi amante o con lo que sea. Ayúdame si puedes. So
lo quiero alejarme para
siempre de ese asqueroso enfermo respondió María Fernanda iracunda.
El viejo se petrificó, tragó amargo, y de sopetón se estrelló contra el piso. La justifi
cación enfermiza de su hija
sacó de sus cabales al aturdido padre. Ahora sí que no comprendía absolutamente nada.
Los pensamientos se le
alborotaron. Intuía que la crisis de mi princesa encantada tenía otros fundamentos, qu
izás severamente clínicos. Su
frustración la había convertido en mitómana compulsiva, deseosa de hacer daño a terceros
. Con semejante
argumento en contra del marido, no había dudas: algo le afectaba la mente a la pob
re mujer. ¿De dónde carajo había
sacado tan descabellada excusa? Llamar homosexual al general más sanguinario del e
jército, a la mano derecha del
caudillo, futuro ministro de Defensa. Resultaba imposible imaginarse al yerno co
n otro hombre. ¡Qué asquerosidad!
Sonaba hasta aberrante, tan solo pensarlo producía risa. El viejo se enardeció y rep
rendió a su hija por semejante
reniego.
Pero ¿te has vuelto loca, mujer? ¿En qué cabeza cabe semejante estupidez? Oye, si tu ma
rido te ha montado
los cuernos, puedo entender tu rabia. Pero, joder, inventar semejante fábula para
atacarle sin justificación es
abominable, detestable. Niña, ¿no ves que me puedes hasta meter en líos si repites tal
comentario? Que ni se te
ocurra hacerlo o tendremos un lío en casa. No quiero hablar contigo hasta que deje
s de decir incongruencias e
idioteces o tendremos que internarte en el sanatorio. Si quieres vengarte de una
traición, pues ve y fóllate a quien te
dé la gana, incluso frente a tu marido si quieres, pero no levantes falso testimon
io, todo por un despecho de mujer.
Eso no está bien respondió acalorado don Toribio e intentando irse del sitio.
Te lo juro, papá. Yo lo vi teniendo sexo con otro hombre. Créemelo, por el amor de Di
os, ese es el motivo de
mi desdicha. ¡Joder! Te juro que no es un capricho. Eres el único a quien puedo cont
arle. Te lo juro por lo más
sagrado del universo gritó María Fernanda, buscando apoyo y salvación.
El solo hecho de mencionar su asquerosa verdad le alborotó la psique. El pútrido rec
uerdo deambuló nuevamente
frente a sus ojos, apoderándose de ella, robándole la iniciativa. Quedó tiesa recordan
do cada detalle cuando hizo
girar elpomo de lapuerta de la habitación cuarenta y tres del hotelArboleda. Había l
legado al lugar, toda excitada,
húmeda de pasión, dispuesta a entregarse como nunca a su fogoso amante. La sonrisa l
e rompía los labios. Se
detuvo frente a la puerta, decidida, dispuesta a fundirse de placer, desabotonándo
se parte del abrigo que cubría su
delicada vestimenta de combate, liguero con medias de bordados, sujetador remata
do con encajes. Quería entrar en
batalla libidinosa desde el pasillo. Abrió la portezuela e inmediatamente el espas
mo había sido bestial. La antigua
sonrisa se desfiguró, se borró para siempre, las órbitas de los ojos estallaron cuando
su mirada recayó sobre el
centro de la cama. Dos cuerpos en pleno fragor sexual la saludaban, regalándole la
peor de las verdades. El temido
general Benítez estaba inclinado hacia adelante, justo frente a la puerta, en guar
dia, listo para ser divisado por
intrusos esperados. Detrás de su esposo asomaba la figura de Iribarren, el amante
justiciero, el llamado amor bonito,
el de los ojazos azules, disfrutando en plena penetración, sodomizando, desbordand
o pasiones en el cuerpo del
atlético militar. Los amantes estaban empapados de sudor, y obviamente ya llevaban
unas cuantas satisfacciones a
cuestas. Dos barbas juntas, dos malditos maricas, en pleno goce frenético, dos men
tirosos inclementes.
Los rostros de los machos descubiertos expresaban mensajes opuestos, contradicto
rios. El marido, asombrado,
dudoso, delatado en plena acción desviada. El cura, feliz, pleno, regalándole una so
nrisa satánica a mi princesa
encantada , burlándose con perversión descomunal, destruyéndole por siempre el alma, la
vida, la luz. María
Fernanda no pudo reaccionar ante el repulsivo acto, se descompensó y salió como pudo
del lugar, hecha pedazos.
Los machitos querendones se enfrentaron. Benítez increpó al cura, no entendía el porqué de
la presencia de la
mujer en la alcoba, quería matar a Iribarren. El sacerdote se defendió alegando que
tal vez ella le había seguido. Pero
no era tiempo de discutir, era necesario aplacar el dolor de la esposa traiciona
da. El general se vistió rápidamente,
aturdido, incrédulo. Corrió detrás de la mujer que había vomitado en los pasillos, pero
no logró alcanzarla, ya se
había esfumado cual fantasma, sin rumbo fijo.
Irónicamente, ya habían transcurrido casi dos semanas del sucio descubrimiento de un
a verdad a la que nadie
daba crédito, ni siquiera el propio padre de la verdadera víctima, que dudaba de la
historia porque rompía con las
normas de lo políticamente lógico y aceptable en la sociedad. Menos mal que María Fern
anda en su confesión no se
aventuró a mencionar el nombre del sádico párroco y lo disimuló para evitar perturbar a
su padre. Decir que un
militar era creativo con su cuerpo resultaba insano desde el propio fundamento d
e pensarlo, pero implicar a un cura
era el colmo de la locura, la blasfemia hecha mujer. Don Toribio, de pie en la p
uerta del cuarto de su hija, la miró
afligido y sentenció con dolor.
Tienes serios problemas, hija. Creo que precisas atención médica. No puedes seguir in
ventando historias
absurdas como esta. Pudiera ser peligroso. Hablaré con el psiquiatra e iniciaremos
el tratamiento cuanto antes. No
quiero que te dé otra crisis depresiva severa. Buenas noches. Trata de dormir.
El viejo estaba hecho polvo. Abandonó a la niña mujer, dejándola sola, inmersa en un m
ar de frustración. Ni su
padre le daba crédito al dolor vivido. Con una verdad del tamaño de la Catedral de S
evilla, pero imposible de
certificarla. Ser amante de un prelado era cosa complicada en aquellos tiempos,
un pecado repudiado por todos.
Los posibles abusos del clero eran acallados; los diabólicos rumores, silenciados
al precio que fuese. Pero demostrar
que el futuro ministro de Defensa tenía gustos por personas de su mismo sexo era l
a falacia perfecta para ser llevado
al patíbulo, peor aún si la fuente de placer corporal provenía de un hombre que predic
aba la palabra de Dios en los
sermones dominicales, con sotana y cirios. María Fernanda se había entregado a estos
dos bribones. Llevaba en sus
entrañas el veneno de dos dragones asesinos. Uno la había utilizado por interés, para
escalar posiciones, para acallar
su debilidad sexual, tratando de disimular la verdad oculta bajo ese odio homofóbi
co que tanto pregonaba. El otro,
para ejecutar una venganza, para cobrar una deuda de sangre derramada por la mue
rte de un profesor también con
gustos peculiares a la hora de hacer el amor.
María Fernanda claudicó, no pudo con el peso de la indiferencia de su padre. Quedó sol
a, tendida en la cama.
Lloró toda la noche hasta inundar la casona entera. Definitivamente no tenía en quie
n confiar, nadie le creía. Estaba
sola frente al mundo acusador, no existía escapatoria. La vida le obsequiaba la bo
fetada perfecta, reservada a los
inocentes casuales. Mientras la madre oraba por la salvación de la hija, esta quería
desaparecer del planeta porque
los recuerdos la azotaban donde quiera que fuese. Refugiarse en otro país no era más
que un sedante momentáneo,
un paño tibio, un calmapenas de corta duración. Los recuerdos vividos, presenciados
en primera fila, los
pensamientos acusadores, eran el peor enemigo de su maltrecha humanidad. Aturdid
a, confusa, desilusionada del
querer, buscaba alternativas para minimizar la desdicha. Nada le satisfacía, toda
salida encontraba un obstáculo
moral. El suicidio fue la opción menos adversa. A fin de cuentas, ella no le impor
taba a nadie, nadie la echaría de
menos. Por otro lado, ese argumento podría en cierta forma servir de venganza ante
el cobarde esposo y el
inhumano sacerdote. Tal vez la muerte de mi princesa encantada desenmascarase las
bajas pasiones de ambos
seres del averno.
Capítulo 25
Iribarren despeja las dudas. Finaliza su obra de sangre
La hija de don Toribio ejecutó su venganza siguiendo las recomendaciones de su con
fesor. Transcurrieron
cuarenta y ocho horas exactas después de la inquisidora conversación en que María Fern
anda confesó con detalle
milimétrico a su progenitor toda la verdad de su locura. Ante la incredulidad del
padre, el abatimiento de la solitaria
mujer se exacerbó a niveles demenciales. Pero el detonante final, el que agilizó la
reacción aniquiladora, fue la carta
que Iribarren logró hacerle llegar a la esposa del general a la mañana siguiente, va
liéndose de la empleada doméstica
que atendía a la familia del empresario, porque el sacerdote no podría acercarse a m
i princesa encantada sin que
ella explotase en alaridos; el cura simbolizaba la esencia del mal.
A simple vista, el sobre no despertaba sospecha alguna. La letra era desconocida
, el trazo un poco tosco, rudo,
característico de personas de poco nivel académico. Ingenua, María Fernanda lo abrió sin
sospechar que encontraría
la confesión del causante de todas sus lágrimas. Inteligentemente, el recurso del ve
rbo fue usado de tal manera que, a
pesar de poder ser considerada como prueba contundente en cuanto a la denuncia,
el sacerdote parecería ajeno a
toda acusación. Cualquiera podía haberla escrito para incriminar al hombre de la Igl
esia por deseos de venganza.
Hasta la misma mujer en su trastorno delirante de doble personalidad era capaz d
e haber inventado dicha epístola.
Iribarren cuidó todos los detalles, la sapiencia del meticuloso asesino era una vi
rtud envidiable. La mujer comenzó a
llorar tan pronto como leyó las líneas escritas en tinta verde, el color favorito de
l sacerdote a la hora de escribir. El
texto rezaba así:
Querida hija o, mejor dicho, inocente víctima:
Espero sepas perdonar mis duras palabras, pero es mi deber, ante ti y el propio
Ser supremo. Debo
narrarte la verdad absoluta antes de partir de este cínico mundo. Cuando termines
de leer el último párrafo,
tal vez me acompañes en el próximo tren al inframundo.
Ante todo, debo aclararte que nuestro amor nunca existió. Fuiste parte de una ejec
ución, o mejor
llamémosla acción de guerra, en represalia por la conducta impropia del hombre que l
astimosamente cautivó
tu corazón antes que este humilde prelado. Fuiste una simple pieza en el rompecabe
zas de mi venganza. Esas
cosas pasan, no siempre escogemos el mejor partido. Lamentablemente, te tocó estar
al lado de un hombre
equivocado, un hombre que se jactaba de su masculinidad pero que en el fondo se
divertía a tus espaldas con
placeres perversos más allá de lo imaginable. Al menos dame las gracias por ayudarte
a descubrir la verdad
del padre de tu hijo.
Sé que es sumamente duro abrir la caja de Pandora, sobre todo en la forma que acon
teció. Te juro que no
fue mi intención, pero llevo años tratando de hacerle justicia al general Benítez, ese
ser despreciable que
acabó con la vida de tantos inocentes, entre ellos mi gran amor, un profesor de la
universidad de apellido
Castellanos. Tu actual esposo lo asesinó vilmente, sin razón, tan solo porque descub
rió que era homosexual.
Decidió segarle la vida por su supuesto gusto homofóbico e intolerante. El problema
fue que Benítez nunca
sospechó de mi existencia porque era un amor reservado, feliz, secreto, bendito. B
ien sabes que en nuestra
sociedad el deseo pasional entre dos hombres es fuertemente repudiado. Yo presen
cié su innecesario
asesinato detrás de las columnas en aquel pueblo gallego de mierda, de cuyo nombre
ni deseo acordarme. Le
enterré en una fosa común, igual que a miles de españoles inocentes, y jamás volví a visit
arle porque la
muerte es el principio del fin. Para mí la vida terminó ese cabrón día de invierno, just
o después del entierro.
Lloré al difunto en soledad, me entregué al alcohol tratando de evadir mi dolor, de
encontrar la forma de
despedirme de este sucio y asqueroso mundo. Pero las ganas de revancha pudieron
más. No dormía
pensando en el día en que pudiese acabar con la vida de tu marido. Pero la muerte
como simple castigo no
era suficiente para hacerle pagar por el dolor recibido.
Me tracé una estrategia para humillarlo en público, para exhibir todos los pecados y
debilidades del mítico
soldado, el salvador de la patria al servicio del Generalísimo. El plan era compli
cado, pero al final los
resultados eran medibles. Eso es bueno en toda venganza porque alimenta la esper
anza de cosechar sangre
paso a paso. Puedes llamarme lo que más te plazca; no te cuestionaré si piensas que
estoy enfermo, pero bien
sabes que en el nombre del amor todo es aceptable, incluso la muerte. Lo primero
que hice fue enrolarme en
el ejército de Jesús, en las filas de la congregación de los jesuitas, la cofradía más pod
erosa del Vaticano. El
uniforme de la sotana no solo me sentaba bien sino que, además, me regalaba la pos
ibilidad de pasar
inadvertido en mi búsqueda de sangre. Recuerda que la Iglesia está de la mano de los
nacionalistas, de los
reyes, los poderosos. Como ellos mismos dijeron en el treinta y seis: Esta guerra
es una nueva cruzada .
Pues les tomé la palabra e inicié mi captura de Jerusalén en Madrid . A medida que aprendía
el aburrido
oficio de cura me fui involucrando con las altas esferas del poder político y mili
tar de España. Como bien
entenderás, la Iglesia tiene un ejército de fe tan poderoso que asustaba al propio F
ranco. O sea, que, en tu
caso, tristemente, aunque intentes involucrarme en la trama, algo por cierto bas
tante difícil de creer en una
sociedad doblemente moralista y reprimida como esta, no tendrás resultados positiv
os. Nadie te va a creer;
pensarán que se trata de una buena novela policial. Incluso tu propio padre, que t
anto se aferra y respeta a
los militares por el simple hecho de amasar fortunas, dudará de tu cordura, de tu
verdad que solo Benítez y
yo conocemos.
paso a paso. Puedes llamarme lo que más te plazca; no te cuestionaré si piensas que
estoy enfermo, pero bien
sabes que en el nombre del amor todo es aceptable, incluso la muerte. Lo primero
que hice fue enrolarme en
el ejército de Jesús, en las filas de la congregación de los jesuitas, la cofradía más pod
erosa del Vaticano. El
uniforme de la sotana no solo me sentaba bien sino que, además, me regalaba la pos
ibilidad de pasar
inadvertido en mi búsqueda de sangre. Recuerda que la Iglesia está de la mano de los
nacionalistas, de los
reyes, los poderosos. Como ellos mismos dijeron en el treinta y seis: Esta guerra
es una nueva cruzada .
Pues les tomé la palabra e inicié mi captura de Jerusalén en Madrid . A medida que aprendía
el aburrido
oficio de cura me fui involucrando con las altas esferas del poder político y mili
tar de España. Como bien
entenderás, la Iglesia tiene un ejército de fe tan poderoso que asustaba al propio F
ranco. O sea, que, en tu
caso, tristemente, aunque intentes involucrarme en la trama, algo por cierto bas
tante difícil de creer en una
sociedad doblemente moralista y reprimida como esta, no tendrás resultados positiv
os. Nadie te va a creer;
pensarán que se trata de una buena novela policial. Incluso tu propio padre, que t
anto se aferra y respeta a
los militares por el simple hecho de amasar fortunas, dudará de tu cordura, de tu
verdad que solo Benítez y
yo conocemos.
Lamento el sufrimiento que te he causado, pero créeme que el mío fue mucho mayor en
ese último invierno
de la guerra. Sé que me odiarás, sobre todo por haberme convertido en un actor basta
nte consumado,
incluso en la forma de disimular mi real preferencia sexual. Porque supongo que
ahora, en tu soledad
desquiciada, tengas dudas. ¿Cómo alguien que te besaba, te acariciaba, mientras te a
rrancaba orgasmos
intensos, pueda sentir lo mismo por personas de su propio sexo? Sé que es difícil de
asimilar, pero así es.
Aprendí a descubrir las veleidades emocionales del sexo débil gracias a la psicología
y, en especial, a las
maestras de la ciencia del amor. Las prostitutas de Tánger, Sevilla y Madrid me in
struyeron en el oficio de
conocer el cuerpo de las mujeres, de tocar donde nace la lujuria, donde se anida
el deseo morboso, la
exaltación del placer femenino. Gracias a ellas logré parte de mi propósito sin levant
ar sospechas, hasta
aprendí a sudar amándote sin quererte. Tú abriste el corazón, te entregaste por amor, y
eso es hermoso.
Lástima que mi camino haya sido diferente al tuyo. Gracias a ti descubrí todos los p
untos débiles de tu
marido: jamás te percataste de mis intereses porque estabas realmente enamorada de
este loco asesino.
Menos mal, porque tal vez el plan hubiese sufrido modificaciones. Pero tarde o t
emprano iba a matarle, de
alguna forma acabaría con su vida, te lo puedo jurar.
Siendo franco, debo decirte que tu marido me decepcionó. La imagen aguerrida, salv
aje que él proyectaba
me daba miedo, me llevó a pensar en que la única forma de acabar con su vida era de
un balazo. Esa fue la
primera alternativa que consideré. Traté de armarme de valor pero no pude asesinarle
. Me enfoqué entonces
en repasar con detenimiento todo su historial de crímenes y vejaciones. Algo me de
cía que esa imagen de
soldado bárbaro no era más que un simple camuflaje, su piel escondía otras curiosidade
s. Con la cercanía fui
descubriendo sus debilidades. Siempre sospeché que el odio enfermizo hacia los hom
osexuales era un posible
deseo reprimido. Y lo corroboré cuando logré entrar en la lujosa casa que él frecuenta
ba en el barrio de
Conde de los Andes. Quizás nunca te enteraste, pero ese era un antro de perdición, u
na casa de citas a la que
solo tenían acceso hombres de gustos particulares; una casa de citas donde se amab
an personas del mismo
sexo. Ese detalle tan importante me obligó a seducir a tu honorable general. Mi be
lleza física, aunada al
buen uso de la palabra, allanó el camino. Unos meses después de empezar tú y yo nuestr
a relación, tu marido
se hizo muy amigo mío. En reuniones privadas donde supuestamente le brindaba sabio
s consejos para llegar
al Palacio de Bellavista, entre copa y copa, logré que el muy cerdo me robase cari
cias y besos. Mi primera
reacción fue de rechazo, pero rápidamente me di cuenta de que el propio Benítez me est
aba dictando el
último capítulo de mi venganza. Aunque te cueste creerlo, pude seduciros a ambos sin
que ninguno lo
sospechase jamás. En el mismo hotelucho, los tres compartíamos la misma habitación. ¡Qué i
ronías tiene la
vida! Pero a diferencia de lo que sucedió contigo, el general no se enamoró, ¡no, qué va
! Yo solo le servía de
confesor, perdón, de paño de lágrimas, de drenaje emocional y sexual. Él confiaba en mi
jerarquía
eclesiástica, en nuestro secreto de confesión; ¡qué iluso! Logré dominar tanto su mente qu
e nuestra cita
semanal se hizo necesaria para que lo flagelase, y luego le brindara sexo perver
so. Mira qué intenso y puro
era el amor que yo sentí por Castellanos que para vengar su muerte me acosté en vari
as ocasiones con su
verdugo. Gracias a Dios que esta locura ya se acabó porque no soporto verle la car
a el maricón de tu
marido. Es un ser morboso, patético.
Ahora que todas las cartas están lanzadas sobre la mesa, ahora que no hay escapato
ria para ninguno de
los tres, solo espero que entiendas el rol importante que tú has desempeñado en este
triángulo diabólico de
sexo, fe, amor y locura. Quiero que te concentres en algo muy delicado. Si lo an
alizas en frío, el cerdo de
Benítez nos destruyó a ambos. Me explicaré mejor: en el pasado, te enamoraste de él, inc
luso antes de
imaginar que yo existía, antes de sospechar que alguien quería destruirlo. Le amaste
perdidamente, pero él te
mintió desde el primer día, porque fuiste usada de la manera más vil y asquerosa. En s
u fuero interno, tu
marido aceptaba su condición, su deseo desenfrenado por los del mismo bando corpor
al. Mis acciones, pues,
fueron producto del destino. Realmente, yo no te destruí; él fue tu perdición, que te
arrastró al infierno. Pero
eres valiente. Debes buscar la manera de reponerte, aun cuando el método sea difícil
o peligroso. Lo que te
aconsejo es que proclames tu verdad a los cuatro vientos. Benítez debe ser acusado
por sus crímenes. Al final
de esta carta te anexo la lista de sus ejecuciones más notorias por la crueldad de
splegada. Estas son pruebas
que van camino al cuartel general, pero tu testimonio de la homosexualidad del v
erdugo que, repito, nos
acabó a los dos, ha de ser crucial para humillarle, para pagarle con la moneda del
desprecio eterno. Eso lo
matará, le llevará directo al suicidio, porque la cobardía de los militares al verse d
escubiertos es muy
normal.
Sé que estás pasando por un momento difícil porque nadie dará crédito a tus palabras. Pero
, sumadas a
las de un sacerdote enfermo como yo, créeme que darán mucho de que hablar. Solo te rue
go que no
menciones mi apetencia sexual porque eso te restaría credibilidad y anularía la posi
bilidad de que tu
testimonio sea oído, en perjuicio del militar maricón. Puedes, al principio, alegar
que lo viste con otro
hombre, sin entrar en mayores detalles. Luego vendrá mi confesión para apoyarte. Lo
importante es
desenmascararle a todas luces. Por tus padres no te preocupes, ellos tienen inte
reses especiales y tú no entras
en esa lista. No te van a creer un solo punto, a menos que te arranques la vida
en público y logres darle vida
a tus argumentos. Incluso, tal vez se arrepientan de haber dudado de tu palabra;
eso es típico en los padres
castradores o dictatoriales. No te estoy pidiendo que te inmoles, pero no espere
s ayuda en tu hogar, porque
tu pecado es mayúsculo. Si saben que te follabas a un cura, que también era amante d
e tu marido, te tildarán
o acusarán de pertenecer a alguna secta satánica, de ser rebelde contumaz contra la
Iglesia o hereje
consumada. Eso es inaceptable para la fe del pueblo y va contra las aspiraciones
sociales de don Toribio.
Pero recuerda que si en el fondo deseas acabar rápidamente con el dolor moral, una
bala de la Luger de tu
padre, ¡joder!, terminaría con esta pesadilla. Sería, además, el mejor epitafio para tu
queridísimo Pachi, el
marica del ejército, un buen cierre para un teatro del horror. ¿Te imaginas: tú y yo n
os suicidamos para
destruir a un futuro ministro de la Defensa en España? Vamos, que es broma lo del
suicidio, pero es una
solución posible, nada descartable. Piénsalo bien. Total, ya no vales nada como ser
humano.
Ya aclaradas las situaciones acerca de la persona que nos mintió, pienso que no me
queda más que decirte.
Pido perdón, si es que deseas concedérmelo. Y si no, me da igual, tú solo fuiste una víc
tima accidental. Tal
vez nos veamos en la mansión del mismísimo purgatorio, a ver si es que tenemos salva
ción.
El texto desnudó el lado perverso de mi princesa encantada . La sugerente carta revol
vió todas las sensaciones
avinagradas de un alma en pena. La última apuesta del sacerdote alcanzó su cometido.
María Fernanda comenzó a
planificar la forma de retribuir su desdicha en la imagen del hombre que, en efe
cto, mintió primero. Las palabras del
vengador poseían el sello de la verdad, dolorosa pero real. Luego de repasar la ca
rta línea por línea en repetidas
ocasiones, María Fernanda diseñó un plan macabro con la intención de lograr dos objetivo
s. El primero,
desenmascarar al fementido general; el segundo, demostrarle a su padre que ella
tenía razón, haciendo así de don
Toribio cómplice involuntario de su muerte. Solo la sangre derramada podía ser el te
stigo de mayor crédito en esta
absurda contienda. Esa noche, la niña mimada decidió acabar con sus penas, sincerars
e con el Creador, y destruir a
su asesino.
Capítulo 26
Mi triste orfandad antes de lo previsto
Consumada la acción suicida de mi princesa encantada , los acontecimientos se desenca
denaron en forma
esquizofrénica. Don Toribio pactó con el gobierno a cambio de no perder sus bienes.
Aceptó manejar la muerte de
su hija en forma políticamente aceptable, con la garantía de que Benítez sería ajusticia
do. El nombre de Iribarren se
asomó ligeramente como parte del triángulo, pero no se pudo establecer vínculo alguno
con la homosexualidad del
general. Los jerarcas de la Iglesia en Madrid buscaron la forma de aplacar el te
nue ruido en su contra porque era el
prelado con mayor número de fieles en toda la comunidad. Unos días, luego del velori
o y entierro de la dama
depresiva, el párroco fue trasladado a Argentina, encargado de la congregación en la
ciudad de Rosario. La
despedida se tornó estruendosa porque los miles de seguidores que asistían constante
mente a los sermones lloraron
desconsolados su partida. Por otra parte, al general Benítez, mi padre, le fue neg
ado el ascenso a ministro de
Defensa. Para disimular su desgracia le trasladaron a París, con el cargo de agreg
ado militar en la cuidad. Era una
posición encargada de asuntos sin relevancia, una degradación disimulada. Todo Madri
d chismoteaba sobre el caso.
Las conjeturas iban y venían, se colaron mensajes algo clasificados sobre los crímen
es sexuales del general, no
probados, pero lo suficientemente escandalosos como para mancillar las credencia
les del antiguo hombre fuerte del
ejército español.
Pasadas cuatro semanas en el cargo, y amoldándonos todavía al frío social de la Ciudad
Luz, una tarde mi padre
salió en comitiva para visitar unas instalaciones responsabilidad del mando español.
Tomaron un atajo por sugerencia
del guía, algo nada usual en el recorrido. Se adentraron por unas oscuras callejue
las, cerca de un barrio árabe.
Cuatro asaltantes irrumpieron en el pasillo, camuflados en la penumbra de la noc
he. A punta de pistola conminaron a
los despistados oficiales a entregar sus pertenencias. Incluso papá les entregó la b
illetera con todas las fotos de mi
nacimiento, junto a mamá, la siempre amada, eterna y única princesa encantada . Mi padr
e quería preservar la vida,
anhelaba dedicarla a mi cuidado y compensar así en cierto modo el daño que le había he
cho mi madre. Pero el
destino quiso otra partitura para la ópera. Tres detonaciones retumbaron entre los
muros de ladrillos amarillentos,
tres balas atravesaron la espalda de mi padre. Una le partió el corazón en dos pedaz
os, matándole en el acto y
segándole el aliento para siempre. Los otros dos oficiales a su lado trataron de i
ntervenir, pero fue tarde, no hubo
tiempo para nada.
En menos de dos meses quedé solo en este conflictivo mundo, con apenas seis añines , co
mo acostumbraba
decir mi abuela paterna. Me quedé primero sin mi princesa encantada , como la había lla
mado desde que empecé a
hablar. Le regalé ese bello apodo porque para mí ella era perfecta, hermosa, sublime
, bella, siempre dispuesta a
cobijarme con sus caricias y mimos. De niño nunca entendí por qué se fue de mi lado, s
i para ella yo representaba el
rey de su corte. Pasaron los años. Los recuerdos, plasmados en escuetas notas de p
rensa, reseñaban el suicidio por
depresión de María Fernanda, la mujer de alta sociedad que todo lo tuvo, menos el am
or bonito. Al poco tiempo,
papá cayó muerto en París en un extraño robo, difícil de creer. El tiempo me demostró que do
s posibles culpables
actuaron en complicidad. No se pudo comprobar si las balas criminales fueron dis
paradas por soldados franquistas
para acallar verdades sobre las acciones desviadas de mi padre, o si, por el con
trario, mi abuelo materno lavó con
sangre la ofensa contra su apellido.
A fin de cuentas, yo me convertí sin pedirlo en el testigo de un destino perverso
que nunca quise vivir. Tristemente,
con el paso de los años, descubrí la maldición que pesaba sobre mi familia. Lo irónico e
s que a estas alturas, con la
muerte de Iribarren, todavía no sé a quién culpar: si a mi padre por haber mentido y v
iolentado la inocencia de mi
madre ocultándole su pecado carnal, o si al bastardo, engañoso sacerdote, que por ve
ngar un amor bonito destruyó
la vida de todos. Lo que sí sé es que mi abuelo paterno siempre tuvo razón de sobra cu
ando decía: Quien siembra
odio, cosecha sangre .
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Información sobre el autor
Carmelo Di Fazio
Carmelo Di Fazio, nació en Puerto Ordaz (Venezuela), el 12 de enero de 1968. Se gr
aduó en la carrera de
publicidad y mercadeo de Caracas en el IUNP, y además cursó dos años de finanzas mención
gerencia empresarial
en la Universidad de Vargas. Carrera que no culminó, pues fue seducido por la publ
icidad y la televisión, labores que
ha desenpeñado con éxito en los últimos veinte años. ¿Quién inventó la crisis ? es su primer
a, y ha significado
para el autor un renacer de sus sueños juveniles, cuando ansiaba ser escritor.
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