El Marica Carmelo Di Fazio
El Marica Carmelo Di Fazio
El Marica Carmelo Di Fazio
Carmelo Di Fazio
A Dios, por bendecirme diariamente
Capítulo 1
El recuerdo de la sangre
Lisboa, primavera de 1984
En el fondo, mi abuelo tenía razón cuando decía tajantemente: Quien siembra odios, siem
pre cosechará sangre.
Aun cuando el poder esté en tus manos, jamás imaginas cuándo te salpicará por culpa de t
us actos . Ciertamente, no
me alegro de la veracidad de sus palabras, pero debo darle crédito a la sabiduría de
mi viejo cascarrabias, que los
años, además, se encargaron de certificar con asombrosa contundencia. Desde hace un
buen tiempo, él ya no me
acompaña en mi melancolía, en mi dura tarea de aceptar las verdades que pendonean a
mi alrededor, me abandonó
cuando más le necesité. Se marchó triste, solo, aborreciendo su desdicha como hombre,
como padre, lleno de odios
e insatisfacciones. Pero lo peor del caso es que jamás fue culpable; él simplemente
heredó un cargamento de odio
por los actos de mi padre durante la guerra entre nacionalistas y rojos.
Han transcurrido muchas primaveras, pero esta promete ser muy relajante, sobre t
odo luego de la llamada
recibida ayer desde Santa Catarina, al sureste de Brasil, desde el convento jesu
ita de Santo Jesús, en el corazón de
Florianópolis. No supe cómo interpretar el mensaje, por unos minutos el silencio fue
mi socio. Tengo sentimientos
mezclados, confusos por la noticia del asesinato sin piedad a manos de garimpeir
os traicionados en el pasado del
sacerdote Sebastián Iribarren. El corazón, de buenas a primeras, soltó una carcajada,
pero luego recapacitó, gracias
a un halo de humanidad que todavía se niega a morir en mi malsano espíritu ateo. Mi
mente razonó, tomó el control,
se detuvo a pensar con mesura. No soy amigo de la venganza, aun cuando confieso
que deseé matarlo con mis
propias manos el día que descubrí todo el dolor que el mensajero de Dios repartió en m
i familia. Debo reconocer
que una sublime exhalación, preñada de un delicado morbo, me arrancó irónicas miradas ha
cia el infinito. La tan
maltrecha justicia divina por fin nos visitó. No soy quién para juzgar ni mucho menos,
criticar. Pero descubrir que
la vida y acciones de este supuesto párroco fueron capaces de destruir tantas vida
s, derramando la sangre de sus
enemigos sin importar quiénes fuesen salpicados, no merecía piedad alguna. En el fon
do de mi corazón, me alegré de
la muerte de este cerdo. Un buen cava selló la celebración privada.
El pecado que más me dolió fue su despiadada venganza, que obligó a mi princesa encanta
da a esconderse en
la barca de Caronte. Nunca entendí por qué la luz hecha mujer, ella en especial, se
atrevió a esparcir su sangre sobre
todo mi futuro. Por más que lo intente, la lógica nunca encaja. Pero la vida sigue,
los que mueren ya no dejan de
hacer falta, así reza una canción.
Lo único que permanece vivo en mi corazón es un recuerdo triste, melancólico, nacido d
e una historia de amor
políticamente conveniente . Tal vez la muerte del presbítero Iribarren me ayude a desah
ogar este dolor. Tal vez
ahora sí pueda sonreír, pensando que la justicia tardía me invita a creer en ella. Es
tiempo de contar la verdad, es
tiempo de hacerle honor a mi princesa encantada , que un día se fue de mi vida sin de
cir adiós, sin un beso, sin una
caricia. Ella me regaló un pedazo de cielo al nacer, pero su muerte me arrancó la mi
tad de mi ser.
Contar su trágica historia no me resulta placentero porque ella merece respeto, o,
mejor dicho, admiración.
Trataré de ser fiel al pasado de sus amores, a ese remolino de vivencias, aun cuan
do los hechos, lugares o verdades
se atropellen unos a otros, me suenen algo difusos, por tantas versiones entrela
zadas: las mías, las noticias de la
prensa, las órdenes del ejército, los testamentos de abogados, las habladurías de mis
amigos o la insidia de la
corrompida sociedad madrileña de la posguerra. Pero quizás las notas humedecidas con
las lágrimas de mi abuelo
paterno me ayudarán a contarles la verdad del dolor vivido; tal vez compartiendo l
a tragedia de mi princesa
encantada logre dar muerte al dragón que carcome mi moral, y su entierro me regale
la paz espiritual.
Capítulo 2
El llanto del Marica
Galicia, último invierno de la Guerra Civil
La nevada cesó a eso de las cuatro de la madrugada. Las callejuelas del pueblo est
aban decoradas con una fina
capa blancuzca que al paso de las horas se convirtió en pista de hielo bastante re
sbaladiza. Un frío polar penetraba
los gruesos muros de las casas, tratando de intimidar a los moradores, pero el m
iedo combinado con la rabia eran la
mejor estufa del cuerpo. Los habitantes cotidianos, los vecinos de siempre, agua
rdaban atentos el dictamen de los
jueces del cuartel militar, ataviados de verdugo, en la causa contra siete reos
de la comunidad gallega. Dos eran
profesores de la Universidad de Madrid que se habían desplazado a Galicia antes de
la guerra para optar a plazas de
docentes en Santiago de Compostela. Tres eran dirigentes estudiantiles de Sevill
a capturados en un supuesto
complot anarquista. Los otros dos, simples campesinos, fueron acusados por sus p
ropios familiares de llevarle la
contraria al Generalísimo, algo catalogado también como deslealtad, con la patente i
ntención de arrebatarles sus
tierras ancestrales.
A poca distancia de la Iglesia de la Inmaculada, un pelotón del ejército al mando de
l odiado capitán Rafael
Aurelio Benítez Mondarín marchaba sobre las adoquinadas callejas de la ciudad ante l
os ojos atónitos de los
ciudadanos. Extrañamente, solo llevaban casi a rastras a tres de los prisioneros,
cuando se suponía que ejecutarían a
todos los detenidos. Alguien de los curiosos difundió el rumor sobre el posible aj
usticiamiento de los cuatro faltantes
en el interior del cuartel militar, tal vez fallecidos por el abuso en la tortur
a. A fin de cuentas, eso era muy común en
los calabozos; muchos infelices no llegaban con vida ante los pelotones de fusil
amiento. El débil caminar de los
acusados sin culpabilidad demostrable dejaba un fino hilo, rojo carmesí, que demor
aba en congelarse sobre la
empedrada superficie. Las miradas de los escasos transeúntes se rompían fácilmente en
llanto al ver el paupérrimo
estado de los presos. Los rostros de los tres invitados al cadalso delataban un
castigo excesivo, con moretones en
todos los rincones de la piel. La sangre que les brotaba entre párpados, labios o
nariz era mudo testigo de la
barbarie de los carceleros, que se jactaban de su valor bajo el amparo de las ar
mas; sin ellas no eran más que
simples mortales. Las manos mostraban traumatismos severos en las falanges, con
la mitad de los huesos
fracturados, las uñas moradas o desprendidas de cuajo en alguno de los dedos. Ulul
aban en silencio la desesperanza
vivida en la penitenciaría de Robledas, en las afueras de la comarca. El rojo sang
re predominaba, aun cuando era el
bando nacionalista el que fusilaba por estos lados, acabando con el asomo de sup
uestos comunistas.
Sobre su caballo azabache el capitán Benítez transpiraba euforia, ego desmedido. Se
pavoneaba ante un auditorio
que no podía reprocharle nada, pues era él casi emperador en tierras gallegas, graci
as al uniforme revestido de
condecoraciones que el mismísimo Franco le colgó en el pecho como reconocimiento por
su aguerrida o tal vez
sanguinaria actitud ante el enemigo. Su valentía a la hora de guerrear era compara
ble con la de las hordas salvajes de
los bárbaros teutones. Era despiadado a ultranza, se excitaba con la sangre, el do
lor ajeno en la batalla, el recuento
de cadáveres en el campo de guerra. Con un metro noventa de estatura, aunado a su
contextura espartana, le
resultaba sencillo derrotar a los contrincantes de turno.
Justo a la mitad de la plaza, el verdugo detuvo el andar de su cansada cabalgadu
ra; el equino agradeció la parada.
Miró en derredor para estimularse con el volumen de su audiencia; la adrenalina se
adueñaba de su alma, el público
aglomerado le excitaba, Benítez se creía el centro de atención, la fuente de odio más de
testada en la villa. Tenía la
mirada aguileña, rabiosa, con ojazos negros teñidos de muerte. Un simple gesto de ma
nos bastó para que el teniente
Martínez, su fiel y servil escudero, diese la orden de alistar a los prisioneros e
n formación frente al capitán que
apretaba su cayado de líder. Los reos obedecieron cual autómatas las exigencias de l
os soldados, guiados por la
capitulación de sus adoloridos cuerpos. Para ellos, la muerte podía significar un pr
emio, una liberación. La
resignación era el mejor aliado ante tanto sufrimiento, el veredicto no importaba,
si permitía cercenar el martirio. Los
tres sentenciados se ubicaron de espaldas a la tapia del antiguo Convento de las
Hermanas de la Virgen del Perpetuo
Socorro.
Estratégicamente, el coronel Benítez ordenó colocar a cada recluso según el rango social
, el riesgo político o su
personal juicio homofóbico, característico del alto mando. De izquierda a derecha, p
rimero estaba el humilde
campesino, don Javier Pardillo, original de la provincia de Lugo. Su único pecado
era ser dueño de tierras prósperas
que sus hermanos codiciaban y deseaban usurpar. La manera más fácil de expropiarle l
a finca, como sucedió en
muchas familias españolas de la época, era culparle de toda supuesta fechoría capaz de
socavar o contradecir el
poder de los nacionalistas. Don Javier defendió su inocencia hasta la saciedad, pe
ro las propinas bien dirigidas por
sus cuñados y hermana mayor, sobre quien recaía la complacencia sexual del esbirro d
e turno, lograron camuflar la
verdad vistiéndola de comunismo, delito altamente peligroso para la cofradía castren
se, dirigente de un país en
involución. Se decía en el pueblo que debido a la demora en el juicio la esposa de u
no de los consanguíneos de
Javier Pardillo le regaló una noche de calentura a cierto teniente, cercano a Beníte
z, para que catalogase el
expediente del cuñado bajo el código X , es decir, pena de muerte inmediata, inapelable
, sin derecho a réplica. El
pobre campesino vio descender del percherón al temido capitán, el miedo facilitó la tr
astada de sus esfínteres. Un
calorcillo momentáneo humedeció los muslos, quiso gritar por última vez la injusticia
vivida, pero, al igual que los
otros invitados al paredón, sus cuerdas vocales ya no tenían elasticidad luego de la
cirugía forzosa. Las muecas, los
gestos de dolor, lejos de ser útiles, engordaban el morbo de la tropa sedienta de
sangre.
El segundo detenido era un estudiante nacido en Murcia que cursaba la mitad de l
a carrera de letras en Madrid
cuando estalló el conflicto entre connacionales. Como fiel exponente de la rebeldía
estudiantil, se unió a grupos de
libre pensamiento. Encabezó alguna protesta casera entre compañeros de escuela, logr
ando asustar a más de un
militarucho de cuarta que veía en el acusado un cierto potencial de pensamiento li
bre sumado a la lógica, cualidades
no muy aplaudidas por los miembros del ejército. Se forjó un liderazgo medio y llegó a
ser dirigente reconocido entre
los oradores universitarios, sin percatarse de que esas credenciales le llevarían
a engrosar la lista de los héroes
anónimos de una revuelta perdida, héroes olvidados, tan pronto como Cronos recorra a
lgún trayecto moderado.
Después de su fallecimiento, solo familiares o amigos le dedicarían un altar al estu
diante en el cementerio del pueblo,
pero nadie más regalaría sus lágrimas por él. Triste final para el alumno convertido en
carne de cañón frente a la
intolerancia del poder. Conocía su final, era valiente, íntegro, y por ello se negó a
humillarse ante el soldado asesino.
Antes bien, le regaló una sonrisa burlesca, retadora, de esas que no cambian el de
stino pero hieren la pasajera
valentía del verdugo.
Entre la multitud, agolpada a lo largo de balcones y esquinas escurridizas que p
ermitían una visual discreta, el
Marica deslizaba su humanidad en total mesura, evitando ser descubierto. Disfraz
aba su pena con aires de
observador circunstancial, eludiendo ser identificado. Se ubicó a cierta distancia
del improvisado paredón de
fusilamiento. Trataba con dificultad de reconocer a su amigo, su verdadero mento
r, el amor de mil placeres. Pero la
muchedumbre de curiosos, junto a los fusileros, creaban una cortina humana, ondu
lante, que distorsionaba o alejaba
el objetivo. Había recorrido muchos kilómetros para acompañar y ayudar a su amigo íntimo
en estas horas de
sangre, pero el pánico abortaba todo intento de estúpida osadía, mucho menos apoyo al
caído, capaz de delatarle,
convirtiéndole en rebelde obligado. El tercer acusado, el profesor Armando Castell
anos Iturbe, fue un gran
catedrático de Letras, Filosofía y Ciencias Sociales antes de la fatídica guerra entre
hermanos. Ya en 1937 había
abandonado la universidad para dedicarse a su pasión oculta: el periodismo. Fue co
rresponsal de varios diarios
extranjeros, se concentró en las atrocidades de la guerra, tratando de llevar la v
erdad a un mundo carente de noticias
claras, donde la prensa oficial publicaba solo lo que era considerado políticamente
conveniente. En el fondo, más
allá de esta misión encubierta, organizó grupos de estudiantes, de verdaderos pensador
es, de semillas de humanistas,
que pudiesen en el futuro contribuir a un país más equilibrado, justo, pero sobre to
do intelectual, que tanta falta le
haría a la sociedad que surgiría después de la barbarie resultante de un choque pernic
ioso entre obreros, falangistas,
comunistas, nacionalistas, campesinos, sacerdotes, analfabetos armados y cuanto
bicharraco extraño con uñas
pululaba en la débil sociedad naciente.
Se le acusaba con la simplista marca o tilde de conspirador , común a la hora de sent
enciar humildes, sin crimen
aparente. En el fondo se le atribuía la creación de la mal llamada cofradía Los pensado
res de Gema , un supuesto
grupo, jamás demostrado, integrado por catedráticos, intelectuales, estudiantes, mas
ones, empresarios e inclusos
militares rebeldes infiltrados, cuyo único propósito era generar caos, anarquía o revu
eltas sociales contra la
concentración de los poderes del Estado en manos del caudillo. Se llegó a pensar que
eran dueños de textos e
información clasificada capaz de minar las fuentes del señorío en la élite militar de Es
paña. Durante años, las fuerzas
de inteligencia nacional o policía secreta trataron de desenmascarar la famosa soc
iedad oculta. Incluso se comentó
que era una fábula, inteligentemente fraguada por mentes brillantes con el único des
eo de robarles el sueño a los
nacionalistas. Otros menos creativos sospechaban que se trataba de un falso posi
tivo de la Iglesia para identificar a
intelectuales agresivos en sus ideales, capaces de interferir en la filosofía de v
ida, según las ordenanzas de la Santa
Sede. Persiguieron a todo sospechoso habitual, a profesores universitarios nervi
osos o de lenguaje confuso, a
empresarios demasiado afines con el régimen, pues podrían ser infiltrados, sospechos
os en procura de datos
importantes. Los masones, si es que existían en el clan, eran los más escurridizos,
pues la yerma inteligencia de los
títeres uniformados era inversamente proporcional a la sagacidad y circunspección de
la hermandad. Todo formó
parte de un enjambre de conjeturas y dudas donde Castellanos llevó la peor parte.
Daba igual. Los maléficos gendarmes siempre necesitaban un culpable para justifica
r su inoperancia; así son las
conquistas durante la guerra, en cualquiera de los bandos. Pues la mala suerte s
e le presentó a Castellanos Iturbe,
una cálida tarde de verano en Santiago de Compostela, en el café Viamontes, a escasa
s tres calles de la universidad.
Mientras el docente prestado al periodismo disfrutaba un buen café expreso salpica
do de espuma, sorbiéndolo a
medida que revisaba las páginas de su nuevo artículo para un diario francés, se presen
tó un trío de agentes de la
temida policía secreta. Sin confraternizar en el diálogo directo, sin pérdida de tiemp
o con las cortesías que antes
hubiesen sido de rigor, le conminaron a acompañarles a la comisaría central. No había
opciones, el acusado conocía
la sinopsis, el modus operandi, no era la primera vez que le detenían. Con parsimo
nia, trató de recoger sus papeles y
adminículos de escritura pero, de pronto, una forzuda mano le impidió continuar con
su intención, eso era trabajo de
los acusadores. Todo lo que estaba sobre la mesa fue amontonado en un saco de cu
ero negro, idéntico a los usados
por los empleados de correos, que traía uno de los oficiales. Castellanos Iturbe r
eprehendió la acción con mucha
diplomacia verbal, pero la callada fue la respuesta predominante. Era estúpido sol
icitar un lance de honor usando
como arma el poder de las palabras cuando los contrarios visten uniforme de guer
ra, de muerte. Le exigieron silencio
a cambio de evitar la fuerza bruta. Esto indicaba que esta vez la historieta podía
tener un final diferente. De espaldas
al paredón, hoy el profesor tristemente corroboraba su teoría, definitivamente no fu
e un simple arresto.
Los tres sentenciados observaron cómo se disponía el pelotón frente a ellos, fusil en
mano, en clara posición de
ataque. Benítez les dio la espalda para dirigirse al público. Con la mano derecha sa
có de su alforja un folio de papel
color crema, con membrete oficial, de los utilizados en las secretarías de los juz
gados. La multitud se mantuvo en
espera del veredicto. Todos imaginaban el dictamen; sin embargo, la fe les alent
aba a soñar con un milagro. Solo el
Marica sabía la verdad, solo él no creía en milagros, porque era ateo, porque él afirmab
a que los milagros se
forjaban, no se pedían. El Marica se acercó lo más que pudo para fijar su mirada venga
dora en el rostro de Benítez.
Le dedicó tiempo para memorizar cada detalle de su rostro, prácticamente le hizo una
fotografía en su cerebro.
Quería recordar por siempre la cara del asesino de su amigo íntimo, del hombre que m
otivó su despertar intelectual.
Con voz áspera, el capitán del ejército inició el recital, moviendo su cuerpo en dirección
al semicírculo humano
que ocupaba la plaza, frente a la tropa. Benítez buscó la manera de cubrir todos los
ángulos posibles, deseaba ser
visto por la totalidad de los invitados. Mientras mayor fuese el número de testigo
s presenciales de la actuación, más
voces resonarían en la historia.
A todos los presentes: como bien sabéis, mi función en esta provincia es velar por la
seguridad del Estado.
Nuestras tropas, al mando del Generalísimo, se enfrentan a tiempos difíciles, tiempo
s de angustia y zozobra. Pero
sabed que no nos tiembla el pulso a la hora de proteger a España de sus enemigos,
sean incluso de su propia tierra.
Todo aquel con pretensiones de desconocer el orden del Estado, o desobedecer las
leyes, en clara conspiración
contra la nación, tendrá como recompensa un castigo ejemplar.
La proclama no hacía mella en sus escuálidos oyentes. Estaban acostumbrados a la prédi
ca barata del régimen
militar cuando buscaba excusas para matar. Solo querían entender, aun cuando repro
chasen la acción, los cargos
contra las víctimas de turno, porque ninguno de los reos exhibía pinta de guerriller
o, asesino, conspirador, ni mucho
menos comunista. Benítez tragó saliva, retomó con más fuerza su palabrerío practicado con
antelación. Sus discursos
variaban de acuerdo con el tipo de criminal. Hoy, que eran casi prisioneros comu
nes, sobraban las exaltaciones
políticas, la ejecución iba a ser breve.
Luego de un análisis exhaustivo de cada uno de los cargos que pesan sobre los impli
cados, los jueces de la
comandancia han dictaminado la culpabilidad de tres acusados por anarquistas, re
volucionarios, comunistas y
asesinos dijo el capitán.
Se produjo el gruñido onomatopéyico, con voz tenue pero ligeramente audible, de la c
omunidad, en clara señal de
protesta. Los soldados interpretaron reproche ante el discurso del líder y, temero
sos de la diferencia numérica,
alistaron sus fusiles en manifiesta actitud de amedrentamiento. Ellos tenían el po
der, ellos vendían miedo gracias a su
licencia para ametrallar; si asomaban posibles agresores, serían repelidos a balaz
os. Solamente el campesino se
arrodilló en búsqueda de clemencia, juntó las manos deformadas por la flagelación, implo
rando perdón al cielo
infinito. El infeliz aún esperaba milagros en plena Guerra Civil. Los otros dos, m
uertos en vida, cruzaron miradas
retadoras, alegres, celebrando el triunfo, sudaban valentía, irreverencia a corazón
abierto, jamás se doblegaron,
mucho menos a la hora de morir. Si debían partir, que fuese con orgullo y valor, a
sí les recordarían los que vienen
detrás.
De improviso, Benítez tomo del hombro izquierdo al tercer condenado, el profesor C
astellanos Iturbe. Le apartó
del resto, llevándole hacia el costado derecho del pelotón, tomando distancia segura
de los fusileros y evadiendo el
posible contacto con alguna bala perdida. La repentina acción confundió a víctimas, ve
rdugos y espectadores
perplejos. El campesino se incorporó saboreando la efímera salvación. Su fe le ayudó a i
nterpretar que el prodigio
cobraba vida. Pero el aguerrido capitán alzó su bastón de mando en tácita señal de ejecución
y su teniente transmitió
la orden al resto de los bandoleros uniformados. Los soldados prepararon armas a
l compás de la voz del rango
superior. Al tercer mando sonó la metralla. Diez soldados dispararon indiscriminad
amente sobre dos cuerpos
endebles, flagelados, moribundos. Una bala era suficiente, pero el terror exige
dramatismo para continuar viviendo; el
trueno seco de las carabinas logró el amedrentamiento de la población a su máximo nive
l exponencial.
Por el impacto de las balas, escupidas con fuego de los mosquetes modernos, los
cautivos se transformaron en
cadáveres antes de reposar en el piso. Los proyectiles atravesaron la carne, rompi
eron huesos, robaron vidas,
ahogaron suspiros, regalaron silencio a las almas desdichadas. El muro del antig
uo convento se decoró con
abundantes trazos de sangre, un charco al lado de cada víctima advertía de consecuen
cias fatales a todo héroe
solitario con ánimo o intención de retar al destino. Hombres y mujeres apretaron los
labios, evitando proferir insultos
enmascarados de sublevación. No valía la pena. El ejército tenía las armas, era el dueño,
el amo de la vida o la
muerte.
El capitán nuevamente tomó el rol protagónico, rompiendo el marasmo producto del final
de la obra. Lleno de
odio, extrajo su Luger con cachas de marfil persa, regalo de un general nazi ami
go de su padre, el arma que siempre
reposaba en la cartuchera del uniforme de combate. Alzó el cañón hasta el infinito, ba
jó el brazo gradualmente hasta
colocar la punta de la pistola en la sien del último cadáver en pie. Quería burlarse d
el preso por última vez,
intimidarle, mofarse, humillarlo en público, pero Castellanos Iturbe esbozó una sonr
isa burlona, despreocupada, que
solo los valientes reservan paran los momentos inolvidables. No le importaba mor
ir dos veces.
La diestra del verdugo se aferró al mango de la pistola, el dedo índice acariciaba e
l gatillo con sadismo; solo
esperaba la orden cerebral, autómata, de quienes matan por placer, de correr el ta
mbor del arma hacia atrás, luego
de las últimas palabras del asesino. Benítez sentenció, antes de percutir la munición co
n el martillo de la Luger.
A este hijo de puta lo guardé para el final. Quiero que todos sepan que, además de tr
aidor a la patria,
conspirador y anarquista, le acuso de amoral, de sucio, le acuso de ser marica,
de no tener perdón de Dios por
ceder a los placeres impúdicos de la carne. Sí, de ser un simple y asqueroso marica.
Por eso vale menos que una
rata, razón suficiente para morir fue el cierre del patético discurso.
Con sincronía morbosa, el estruendo de la pistola retumbó después de la última vocal pro
nunciada por el cobarde
capitán. Todos vieron saltar los sesos del letrado, víctima inocente de la barbarie
del poder exacerbado. Los menos
escrupulosos en el anfiteatro vomitaron ante la asquerosa escena: el disparo rom
pió la cabeza de Castellanos por la
mitad. El Marica contuvo el llanto, apretó los dientes, se mordió la lengua, evitand
o ser delatado por los gritos de
odio, sus abultados ojos azules estaban por estallar de la rabia, las venas apri
sionaban la córnea, la cólera le
entumecía sus maxilares. No podía moverse, se había petrificado ante la decadencia hum
ana.
La multitud comenzó a despertar de la pesadilla cuando Benítez y sus amigos matonesc
os emprendieron la
retirada entre carcajadas burlescas. Resignados, los habitantes del pueblucho in
iciaron la dolorosa recogida de los
cadáveres, pues, como era habitual, no había dolientes en el sitio. Ello obedecía a do
s causas justificadas. La
primera, porque el ejército acostumbraba a mover en ocasiones a los sentenciados,
trasladándolos a prisiones
lejanas para evitar el contacto con familiares o conocidos, buscando así minimizar
el dolor. La segunda, que era
peor, porque en ocasiones los deudos temían por sus vidas y preferían el anonimato,
para que no fuese palpable la
crítica o el juicio adverso a los uniformados, y de esta forma originar posibles a
cusaciones diabólicas contra ellos.
El Marica se acercó al cuerpo sangrante de su consejero, le cogió del piso para limp
iarle la cara con sus lágrimas.
La muchedumbre pensó que era su hijo, por el dolor que le embargaba. Le ofrecieron
socorro para sepultarlo, pero
el forastero se negó; solo les pidió ayuda para transportarlo a Madrid junto a sus e
scasos familiares. Por mucho que
suplicó nadie se ofreció, pues transportar un cadáver a otro sitio que no fuese el cam
posanto se veía muy
sospechoso, era una carga altamente peligrosa a los ojos de militares o policías d
e caminos. Todos sugirieron
enterrarle en el cementerio del pueblo para evitar más problemas. Rendido por el l
lanto, el dolor, la tristeza, el
Marica aceptó, no sin antes aproximar sus labios al oído izquierdo del cadáver. Con la
esperanza de que el alma de
su amigo íntimo todavía estuviese cerca, le susurró al oído:
Querido maestro: tu muerte no será en vano. Yo mismo me encargaré de cobrar tu sangre
. Juro por lo más
sagrado de nuestra hermandad que tu grandiosa obra jamás tendrá fin, dalo por hecho.
Estos malditos militares la
pagarán, tarde o temprano. No vivirán para celebrarlo. Te amaré por siempre.
Capítulo 3
La princesa encantada se despide para siempre
El día lo repartía metódicamente entre cuidar de su jardín al amanecer, sacar tres veces
de paseo a Pancho, su
pastor belga, único amigo, fiel e inseparable compañero de penurias, goces y juegos
amigables, y recoger a su nieto
en el cole, siempre puntual, a las cinco de la tarde, menos el primer lunes de c
ada mes, cuando salía dos horas más
temprano de lo acostumbrado. Don Francisco llevaba mucho tiempo sin reír. De hecho
, sus labios habían olvidado la
manera de contorsionarse al momento de expresar una flácida sonrisa irónica. Desde q
ue partió su primogénito, solo
llanto, rabia e impotencia anidaban en el corazón del viejo ermitaño; las ganas de v
ivir comenzaron a adelgazar
paulatinamente. Incluso su antigua fe, de la cual siempre se jactó de que era a pr
ueba de balas, terminó por
desvanecerse en la primera misa por el recordatorio de su vástago. En plena liturg
ia sus ojos sangraron de tanto
llorar, pero fue la última vez que lo hizo; así lo juró y cumplió su tozudo compromiso.
Ese día el corazón desterró
todo vestigio de fe alguna, ese día ni siquiera se despidió del Cristo Redentor, ant
iguo gran amigo, que esta vez le
miraba triste desde la base del altar mayor de la iglesia, sin poder darle una e
xplicación al nuevo crítico, movido por
el dolor de padre doliente. Ahora el viejo solo proclamaba que la fe vive hasta q
ue la tragedia triunfa .
Siempre que se reunía con el nieto a la salida de clases, don Paco recibía una liger
a caricia en el alma, un premio
del universo. El rapazuelo era el único capaz de darle la mínima razón de vivir, la vi
tamina perfecta contra la apatía.
Era, además, la viva imagen del hijo desdichado. En esta ocasión, para celebrar el n
acimiento de la primavera, el
abuelo decidió tomar un atajo para compartir una tarde diferente con el muchacho.
Juntos atravesaron el parque del
Retiro, con la firme idea de apartarse de la realidad. El niño andaba feliz, pues
no haría las tareas del día en el horario
habitual. El viejo, por su parte, tendría tiempo de charlar un poco más de la cuenta
. Quizás las aventuras escolares
del heredero les diesen un giro a sus emociones vacías. Comenzaron la tertulia a m
edida que caminaban por el lago
mayor deleitándose con la vista que ofrecía la naturaleza engalanada para recibir la
nueva estación. Patos, gansos y
cientos de aves se zambullían en las frías aguas del estanque. Los pájaros cantaban si
n cesar; habían comenzado a
regresar de las tierras cálidas de su última migración. Las flores se abrían con desmesu
rado placer ante las pinceladas
de un sol aún tímido, pero imponente. El pico de los pajarillos violentaba los pisti
los de las miles de flores
multicolores que convivían en el inmenso parque.
Mientras caminaban, el pequeño contaba las habituales peripecias de un escolar en
su afán por entender el
universo. Preguntas iban, respuestas básicas venían. El quehacer diario en las aulas
de estudio, los suspiros por el
primer retortijón del corazoncito al ver a la niña de sus sueños, compartir las traves
uras entre amigos, etc. El abuelo
disfrutaba fascinado de la conversación que le sacaba un poco de su tristeza, y ve
rtía un chorro de luz sobre su
funesta y perenne depresión. La catarsis fue tal que el abuelo disimuló una ligera s
onrisa ante el deseo de su querubín
de seguir la carrera militar como herencia paterna. Con una simple pregunta, Fra
ncisco Esteban se convirtió en el
globo de helio de su abuelo, le infló de tal manera el ego al amargado viejo que l
e transportó a su época más feliz de
catedrático en la Universidad de Madrid cuando impartía lecciones de derecho romano
cual erudito del senado de
Octavio Augusto.
La voz del diminuto interrogador le sonó a gloria al oído de don Paco, que empezó a fo
rmular su emotiva
respuesta.
Abuelo, ¿me podrías contar otra vez la historia de la batalla de la Cañada? Donde papá ma
tó a todos los
soldados malos y le dieron una medalla.
Don Paco saturó sus pulmones de un aire melancólico, haciendo acopio de las fuerzas
necesarias para volver a
contar su historia predilecta, que por instantes le regalaba un suspiro de vida.
El viejo empezó a declamar su novela
favorita.
Claro, Francisquín. Tu padre era un hombre de valor incalculable. Cuando apenas era
todavía capitán del
ejército de España, al mando del gran Generalísimo, se le dio la misión de custodiar la
fortaleza militar, digo, la
guarnición o el puesto, como también se le conoce, del paso de la Cañada en el frente
del este, a pocos kilómetros
de Madrid. Era un sitio estratégico que controlaba prácticamente la mayor parte de l
a región. Pues tu padre, al
mando de un pequeño batallón menguado, durante más de veinte días resistió el ataque despi
adado de los rojos,
esos malditos asesinos comunistas que intentaron quedarse con el país. Por cierto,
Francisco, recuerda siempre lo
que ya te he dicho varias veces sobre el comunismo, nunca lo olvides: Dios nos re
galó la vida, la luz, la esperanza, la
fe Entonces el demonio nos regaló el comunismo . Volviendo a la historia, tu padre, c
omo recordarás, era
inmenso, del tamaño de un oso salvaje, valiente a toda prueba, un hombre que infun
día miedo cerval en sus
enemigos. Pero enfrentó esta batalla en particular con escasez de municiones y sol
dados; estaban en desventaja de
seis a uno. El enemigo lo sabía y pensó que acabarían con ellos, pero tu padre jamás se
arredró, nunca dudó en
pelear hasta la última gota de sangre. No solo hizo frente al enemigo cual guerrer
o furioso, sino que los liquidó con
astucia e inteligencia de contrataque. Por sí solo dio cuenta de más de cuarenta mil
icianos, o sea, él solo con sus
propias manos mató a más de cuarenta enemigos de España. ¿Te imaginas, Francisquín, el hon
or de haber tenido un
padre tan valeroso? Por esta y por muchas otras razones de guerra, el propio Fra
ncisco Franco, el gran
Generalísimo, el caudillo de España, en persona le impuso la medalla al valor, la La
ureada de San Fernando, que tu
padre siempre exhibía con gran orgullo. Ten en cuenta, además, que tu padre fue heri
do en combate en el brazo
derecho. Pero aun con el brazo reventándole, enloqueciéndole de dolor, cubierto de s
angre, no solo ganó la batalla,
sino que capturó al capitán de los rojos y le fusiló, como debe ser, frente a toda la
tropa capturada, dándoles una
lección de valor que España entera recordará por siempre. Tu padre fue un héroe en esta
guerra estúpida, pero
necesaria. Era un gran tirador con rifles o pistolas, nadie tenía mejor puntería que
él, sabía dónde apuntar y parar en
seco al enemigo. Fue un verdadero héroe para España y para mí. Obviamente, es alguien
a quien debes siempre
admirar por haber sido tu padre.
El abuelo se inspiró al máximo en su exaltación del honor de la familia, encarnado en
la figura de su hijo muerto
trágicamente. No ahorró detalles sanguinarios y fatalistas, suavizados de vez en cua
ndo ante la mirada atónita del
nieto, quien disfrutaba con placer incalculable el pasado heroico de su progenit
or, de su valiente caballero de la corte
de España. Cada vez que podía, el pequeño les espetaba a todos los compañeros de aula la
hombría de su gran
general, del valiente guerrero, del gran emperador de casa. Mientras más veces el ab
uelo le contase la historia, más
sazón aparecía en la novela, más muertes, más valor, más sangre, más hombría. De ese modo, el
chico siempre
tendría suficiente trama para enaltecer la figura paterna ante su peculiar audienc
ia escolar.
Por minutos, el nieto quedó abstraído, sintiendo en cada palabra de la narración la om
nipresencia de su amado
padre, del soldado de sus sueños, del gladiador favorito. El cuento declamado por
el abuelo siempre terminaba
hipnotizándole. Pero esta vez unos minutos bastaron para romper el hechizo, ambos
reanudaron el trayecto en el
parque, que se estaba llenando con un volumen de visitantes fuera de lo habitual
. Tomados de la mano, avanzaron
unos metros; el pequeño, con voz engatusadora, sedujo al abuelo, logró convencerle d
e comprar un par de helados
de chocolate con vainilla, típicos de la estación. El viejo aceptó complacido luego de
haber revivido el pasado
heroico de su hijo, el general Benítez. Se detuvieron en el kiosco de la famosa he
ladería La Condesa, que bordeaba
la estatua del Ángel Caído, y compraron un par de barquillos antes de emprender el c
amino de regreso a casa, pues
el tiempo se cernía amenazante sobre los deberes escolares.
No habían dado ni un par de chupadas al semicongelado dulce en conos de galleta cu
ando de la nada el menor de
los Benítez ingenuamente soltó un trueno con su boca. Sin querer, hizo la pregunta más
peligrosa o quizás la más
temida y odiada por don Paco, la típica pregunta que siempre obviamos, a sabiendas
de que algún día nos
abofeteará el cachete y tendremos a la fuerza que poner la otra mejilla, casi que
por obligación o por simple capricho
de la historia.
Abuelo Paco, ¿qué es un marica? preguntó el angelito con mirada risueña, ausente de toda c
ulpa, inocente
ante el vendaval que le caería una vez interpretada la duda. Era la primera vez qu
e oía esa palabra y su más cercano
confidente, la persona a quien podía pedir ayuda para interpretar las curiosidades
de la edad, era su abuelo paterno.
El anciano detuvo intempestivamente su andar. Su cuerpo quedó paralizado. El Ángel C
aído miró de soslayo,
frunció el ceño y empezó a volar tan alto como pudo, no quería participar en la refriega
verbal que se avecinaba. El
aire se congeló, el tiempo se detuvo, el Palacio de Cristal estalló en mil pedazos;
todo el parque se convirtió en un
atónito bosque petrificado. Era obvio que la insólita pregunta había calado hondo en e
l abuelo, tanto que le
despedazó el alma. Sin medir fuerzas, el viejo apretó con furia la diminuta mano de
su descendiente mientras el
pequeño se retorcía de dolor. Colérico, el atormentado huraño le gritó:
¿De dónde coño has sacado esa sucia palabra? ¿Quién te ha enseñado a decir sandeces? Si fue
n la escuela,
inmediatamente voy a quejarme con el propio director, el padre Aristizábal me va a
oír reprochó con excesiva
furia ante los asustadizos ojazos del chaval.
El interrogatorio apenas comenzaba; el abuelo, bastante endemoniado, aguardaba l
a justificación. Como no había
respuesta, el verdugo tomó de los hombros a su víctima y la sacudió con fuerza mientra
s subía el tono de sus
amenazas. El viejo parecía un poseso, sus ojos se enrojecieron de ira, odio y la r
ancia sensación de impotencia ante
una simple pregunta que salió de la boca de su propio e indefenso nieto. El pecami
noso y arrabalero descalificativo
eclipsó por completo la tarde, los vientos de primavera alcanzaron fuerza de galer
na reproduciéndose con fervor.
¡Abuelo, me haces daño! chilló el acusado, tratando de aminorar el dolor.
Francisco, no estoy para juegos. Esa palabra es una gran ofensa, en mi casa está pr
ohibida. ¿De dónde coños
la has sacado? ¿Dónde la has escuchado? ¡Vamos, habla de una buena vez!
Insistió el viejo en espera de alguna respuesta ingenua que pudiera aclararse con
un par de nalgadas y listo. Pero
el destino le tenía jurada una mala pasada, de esas de las que es mejor a veces no
enterarse, o, como reza el refrán,
no aclares, que oscurece .
Perdona, abuelo, no sabía que era una palabra fea, pero es que escuché a la abuela en
casa llorando y oí
cuando le decía a doña Clemencia, la costurera, que a mi padre le había matado un mari
ca en París. Solo pude
escuchar eso detrás de la puerta. La abuela me regañó cuando me vio escondido. Perdóname
, no la volveré a
repetir, te lo juro, abuelito.
Concluyó el acusado su versión mientras se enjugaba las lágrimas con la manga de la ca
misa, e inmediatamente
abrazó al viejo buscando paz, o tal vez encontrando aliento para enfrentar el mied
o alborotado en su corazón, un
terror que casi le impedía respirar.
Don Paco se llevó las manos a la cabeza. Con la izquierda retiró su sombrero a cuadr
os de Burberry, que le
acompañaba en días especiales. Con la otra, se rascó la cabeza, como hurgando en su bl
ancuzca cabellera, un tanto
despoblada, alguna respuesta, alguna razón para no matar a su esposa por ser tan i
ndiscreta a la hora de abrir la
bocota. La respiración dejó de acelerarse, persiguiendo algo de calma, tragó un sorbo
de saliva con esencias de hiel.
La rabia le henchía el hígado, estaba por reventar. Giraba sobre sus talones en ángulo
s de ciento ochenta grados en
búsqueda de pistas en el horizonte, pero nada le devolvía el sosiego. Al verse descu
bierto, pateó el pavimento
levantando una cortinilla de polvo mezclado con polen primaveral. Se inclinó hasta
colocar su ojazos cejudos frente a
la mirada aterrada de su nieto, y con voz calmada a la fuerza pero no menos inqu
isidora le susurró al oído.
¿Dijo algo más la tonta de tu abuela? ¿Mencionó algún otro detalle, alguna otra palabra rar
a, algo que no
conozcas, que te cause curiosidad? Dime la verdad, bonito. ¿Pronunció algún nombre, di
jo algo sobre el maldito
marica? ¿Alguna otra historieta extraña, que no conozcas o te suene prohibida o peca
minosa?
No, abuelo, no escuché ninguna otra palabra rara. Solo pude oír eso, que me dio curio
sidad porque se trataba
de mi padre. Del resto, yo no sabía que París quedaba en España, así que menos me he ent
erado del significado de
esa sucia palabra, que no volveré a repetir jamás, te lo prometo.
El niño intentó seguir conversando, pero el abuelo, cansado, lo frenó en seco. Le puso
con delicadeza la palma de
su mano en la boca, aclaró la duda geográfica del chiquitín sobre la verdadera ubicación
de la Ciudad Luz y le pidió
silencio. La solicitud fue aceptada con inmediatez porque el miedo en ocasiones
nos recuerda el tiempo de actuar
acorde a las exigencias. Antes de terminar la absurda conversación, el mayor de lo
s Benítez le pidió al nieto que de
ahora en adelante no repitiese más esa horrible palabra, que envolvía muchas cosas m
alas, aborrecidas, cuestionadas
por Dios y la Iglesia en pleno. Le llegó a recalcar que el mismo demonio la había cr
eado y la usaba a su antojo y
conveniencia para destruir a seres puros. Le obligó a prometer que nunca le hablaría
a la abuela de esta
conversación. Es más, prácticamente le obligó a jurar ante el Ser supremo, aquel de cuya
existencia dudaba desde el
día que enterraron a su primogénito, que jamás hablaría con nadie de la conversación entre
ambos, que sería un
secreto entre dos amigos. El párvulo asintió con su cabecita, confirmando su aceptac
ión de los términos del acuerdo
y de inmediato le rezó a Dios un padrenuestro pidiendo perdón por haber dicho una pa
labra tan cochina.
El abuelo empezó a caminar con sus manos en los bolsillos de la chaqueta marrón de a
lgodón americano.
Caminaba con la vista perdida en el horizonte, concentrado en el discurso que ib
a a echar en casa. Es que Teresa
me va a oír , murmuraba con cada paso que daba, sin darse cuenta de que su nieto mar
chaba a dos pies de
distancia. El trayecto transcurrió sin que ambos cruzasen media palabra. El abuelo
solo pensaba en la pelea de casa;
el infante se concentró en implorar perdón por sus pecados, temía consecuencias mayore
s y por eso se refugió en los
brazos de su Cristo Salvador, que le colgaba del cuello por fuera del uniforme e
scolar. A pocas calles de la casa, el
abuelo quiso aclarar una de las posibles dudas.
Por cierto, Francisco, tu padre murió en un robo en Francia, es verdad. Unos asalta
ntes malnacidos le quitaron
la vida de un disparo por la espalda, a traición, sin darle oportunidad de defende
rse, por eso mi rabia le comentó
el abuelo al entrar en el portal de casa, para que el muchacho entendiera mejor
la versión oficial de cómo había
muerto su amado padre.
Capítulo 5
El triste entierro de Castellanos
Galicia, un día después del asesinato de Castellanos Iturbe
La plaza del pueblo empezó a vaciarse. Los vecinos, entre sollozos, empezaron a re
coger los cadáveres tendidos
en el pavimento, justo al pie del muro de la Iglesia del Perpetuo Socorro, testi
go silencioso, pasivo, casi efímero, por
haber visto tantos infelices ajusticiados por el salvajismo de una guerra cruel
entre hermanos. Los más atrevidos se
enfrascaron en la tarea de limpiar los recuerdos sanguinolentos, tatuados en los
muros de la iglesia, ya cristalizados
por el efecto de la ventisca invernal, mientras un grupo de amigos levantaban lo
s cuerpos de dos de los asesinados
para trasladarles a sus casas e iniciar los rezos velatorios. La tercera víctima,
el profesor madrileño, yacía boca
abajo, con la mirada al este. De su cabeza todavía manaba una fuente abundante de
sangre cálida que abrió un surco
sobre la fina capa de hielo que cubría los adoquines de la calle San Gregorio, ant
es de congelarse en diminutas
formas de témpanos rojizos. No tenía amigos ni familiares. El Marica era su único doli
ente que, como en los buenos
tiempos, le abrazaba con ternura, le limpiaba la cara con el sobrante acuoso de
sus propias lágrimas. Con llanto
desgarrador pero callado expresaba toda la ira de su corazón. Las venas del cuello
querían reventar para liberarse
de la tensión acumulada en los últimos días de un juicio a la intolerancia. Los maxila
res rechinaban con
desesperación, casi resquebrajando los molares, mitad por el viento helado, mitad
por el amor dolido. Por las
comisuras de los labios se filtraba un riachuelo de saliva áspera, preñada de impote
ncia. Sus párpados ennegrecían
los espacios de luz. El Marica se aferraba al cuerpo de su maestro y amigo que a
fin de cuentas se transformó en
amor imposible. Le habían arrancado parte de su esencia, su razón de vida.
Un par de buenos samaritanos, vestidos con indumentaria del campo, casi harapien
tos, se le acercaron para
brindarle ayuda en el traslado del masacrado cuerpo, bien a casa de sus familiar
es, o directo al velatorio. El Marica
paró de llorar para darles las gracias, pero con voz fragmentada, ronca, casi impe
rceptible, les recordó que el
profesor no era de Galicia, que no tenía familia en la zona, que él mismo le llevaría
a Madrid para su entierro junto a
amigos y algunos exfamiliares no homofóbicos. Los andrajosos campesinos se asustar
on ante el repetitivo
comentario del Marica. Le advirtieron de su locura, pues llegar a Madrid podría si
gnificar la muerte segura.
Conversaron un buen rato hasta que las recomendaciones fueron aceptadas. Total,
el catedrático había roto sus
relaciones con sus consanguíneos; además, su exesposa e hijos se habían trasladado a Méj
ico apenas se inició la
guerra. Daba igual cuál fuese el lugar para darle cristiana sepultura. La tierra e
ra solo tierra, en la guerra no
importaba la ubicación geográfica. Era mejor enterrarle en un sitio identificado que
dejarle en manos de los
nacionalistas, que lo echarían sin contemplaciones a una fosa común. Es lo mismo , pensó
el Marica. Total, su amor
ya está lejos de este podrido mundo, rumbo a la paz eterna, camino a la luz, a la
libertad.
Entre los tres cargaron el rígido cuerpo, que había duplicado el peso por la congela
ción. Lo colocaron en una
carreta usada para transporte de verduras y emprendieron el camino rumbo al viej
o cementerio del pueblucho. El
trayecto parecía infinito. La lentitud de la famélica mula que tiraba del carruaje h
acía más pesado el movimiento de
las manecillas del reloj. En la mirada extraviada de los hombres de campo se dib
ujaba una sombra de duda
pecaminosa sobre la relación de los pasajeros recostados en la plataforma trasera
de la carreta. Los labriegos
empezaban a dar crédito a las palabras finales de Benítez cuando sentenció los gustos
sexuales del ajusticiado. Era
evidente que el joven a cargo de la custodia del difunto no era familiar cercano
; algo les unía profundamente, pues la
manera de llorar, el dolor exageradamente conmovedor, el amor expresado muy inte
nsamente iban más allá de la
típica relación familiar. Evitando comentarios, abrumados por la carga moralista de
la misión, los campesinos
decidieron abstenerse de pronunciar frases inoportunas o palabras mal dichas. Y
solo se dedicaron a hacer el bien
ayudando al joven llorón.
El aire gélido cobraba mayor peso en el ambiente, intentando distraer las emocione
s del Marica, que se aferraba
ahora con menos dureza a la petrificada humanidad de Castellanos. Mientras la ca
rreta atravesaba la trocha
empantanada, el deudo empezó a revivir los momentos más especiales de una relación pro
hibida que nació de un
encuentro fugaz.
* * * * *
La primera imagen en aflorar fue la del día de inicio de clases en la universidad.
El Marica estaba sentado en su
pupitre de estudiante cuando, sin avisar, hizo su entrada triunfal el tutor de l
a cátedra de Filosofía y Letras, el
reconocido licenciado Castellanos. Solo bastó una mirada insidiosa del alumno para
entender que definitivamente sus
hormonas estaban en el lugar errado. Un sobrante de morbo aceleró las pulsaciones
de su corazón. Los globos
oculares se inflamaron ante tanta belleza corporal pavoneada por el profesor, dánd
ole vida a la típica relación soñada
por todo chaval que babea por su profesora, aunque en este caso los papeles fues
en peculiarmente distintos. Solo
había un tipo de sexo. En pleno éxtasis visual, el Marica recorría toda la hombruna se
mblanza del nuevo guía
académico y celebraba con alegría por haber escogido la cátedra, muy recomendada por l
a meritoria sapiencia de
Castellanos. El reconocido docente era considerado una especie de colirio para l
as féminas, quienes normalmente no
obtenían las mejores notas, pues su grado de concentración siempre estaba algo difus
o y distraído gracias a la
belleza masculina del tutor.
Rememorar las escenas vividas en la universidad se convirtió en analgésico transitor
io para el doliente de la
carreta, al punto de secar el río de lágrimas y ablandar sus labios, que dejaron de
babear. Continuó recordando que
a partir de la segunda clase con Castellanos se esmeró en usar mil pretextos para
poder acercársele; al menos el
profesor había logrado acapararle horas de deseo platónico al insistente alumno. Rev
isó el calendario rutinario de
clases, así como seminarios extracátedra o cursos especiales que dictaba Castellanos
, intentando siempre estar en
primera fila. Se volvió una obsesión moderada, hasta que ambos cruzaron miradas y un
simple guiño de ojos
encendió la mecha del deseo. Poco a poco, el Marica fue robándole atención a su maestr
o, usando miles de
estratagemas se ganó su confianza y atención hasta lograr que un simple apretón de man
os transmitiese una corriente
sensorial difícil de explicar, de esas que sacuden todos nuestros órganos del deseo
carnal. El persistente enamorado
sabía que Castellanos estaba casado, pero su sexto sentido muy desarrollado le ale
rtaba que detrás de esa imagen
masculina se escapaba una ligereza hormonal hacia el mismo sexo fuera de lo común
o, más bien, cuestionada por la
falsa moral de la sociedad española, que no admitía el concepto liberal de que mientr
as el amor sea puro, no
importa el sexo . Rápidamente entendió que en Castellanos convivía un deseo de libertad
sexual que esquivaba por
clichés culturales, académicos y religiosos. Por extraño sortilegio, ambos expresaron
cierta atracción pecaminosa
saturada de complicidad. Desde el primer flechazo, ambos quisieron fundir los co
razones en un mismo placer
lujurioso.
Finalizado el primer trimestre de clases, se dio el gran acontecimiento que marc
aría la vida de ambos para
siempre, sentenciándoles a vivir un amor bonito, bello, soñadamente imperecedero, el
que todos deseamos que
nunca desaparezca. En plena tarde de verano, cuando el calor se tornaba piromaníac
o en su máximo nivel, profesor
y alumno se refugiaron bajo la sombra de uno de los toldos del café Lorenzo, a esc
asas dos manzanas del
ayuntamiento. Coincidieron en el mismo gusto alcohólico, un buen tinto de verano p
ara acallar los vapores de la
estación. Hablaron de temas triviales por escasos minutos, buscando romper la frágil
malla de pena, tratando de
encontrar las palabras claves para hincar la daga del querer. El Marica fue más at
revido. Acometió con preguntas
incisivas, se abalanzó sobre la vida privada de su amor idílico, no estaba dispuesto
a despilfarrar tiempo. Castellanos
se franqueó, ripostó con claridad a cada inquietud acerca de su pasado, familia, gus
tos y colores preferidos. Le
habló de su matrimonio, una mezcla de amor, quizás algo de deseo al principio, pero
mucha presión social y familiar.
No se veía con buenos ojos que un catedrático tan prestigioso continuase en soltería p
rolongada. También comentó
de sus dos hijos, pero no abundó en detalles ni se esmeró en describir nada acerca d
e su mujer. Es más, explicó que
en ocasiones sufrió largos períodos de abstinencia por algo que él llamaba incompatibi
lidad emocional, que le
causaba insatisfacción en el sexo. La confesión se tornó amena, se oyeron las miles de
excusas de alguien que no
encuentra razones claras de evasión, ante una verdadera debilidad hormonal frente
a un interrogatorio casi policial
cuyo fin era simple, tácito e ineludible: liberar a Castellanos de un sentimiento
encarcelado en un cuerpo que le es
ajeno, que le produce incomodidad.
Unos cuantos tragos fueron la mejor alquimia, transmutando el miedo en libertad,
dándole brillo a una caricia
disimulada, sutil, sensible, aunque a la vez estruendosa, en la médula del más puro
deseo carnal. Ambos se
estremecieron, sus poros exhalaron lujuria. El Marica, más experimentado en la lib
ertad y creatividad de su cuerpo,
fue atrayendo a su víctima. El catedrático no daba crédito a las mariposas que zigzagu
eaban en su entrepierna con
alucinante rapidez, al compás del roce de la piel y los versos seductores, desenca
denando el despertar del miembro
viril, bastante incomprendido e insatisfecho en el pasado reciente. Para Castell
anos esta era la primera vez que su
corazón expresaba anarquía, libertad, pero, ante todo, el afán de romper cadenas moral
istas, protocolos o más bien
conformismos sociales. La física moderna hizo su aparición, recalcando las leyes de
acción y reacción, pues de un
roce de manos se aceleraron dos volcanes. Se estrellaron dos miradas, antecedien
do a un ósculo ahogado,
entusiasta, desenfrenado, simplemente mágico.
El discurso feneció. Fue enterrado con orquesta, pompa, fiesta, celebración de la bu
ena. Los gestos, las caricias,
los mimos tenían una misión clara: fusionar dos cuerpos en el crisol del amor puro,
hermoso, que achicharra,
indiferente a injustas barreras biológicas y equivocadas. La suerte estaba cantada
. Con disimulo pagaron la cuenta.
Dejaron una propina tan abultada que el camarero no paró de contar su tesoro a pro
pios y extraños durante décadas
el día que dos amantes prohibidos se juraron amor. El apartamento del Marica fue l
a guarida ideal para saciar un
deseo enfermizamente bello, pletórico de pureza, amor del bueno, de esos que no se
consiguen con ningún juramento
eclesiástico. Ambos se entregaron mutuamente, los dos premiaron su libertad. Pero
sin sospecharlo, también sellaron
un pacto nefasto con el destino en una nación donde la intolerancia se interpretab
a con lágrimas ornamentadas de
sangre. La noche fue tan larga como la pasión intercambiada. Juntos recibieron la
puesta del sol; con entusiasmo, el
nacimiento del nuevo día con un cansancio heroico, tras muchas batallas cuerpo a c
uerpo, sudorosos, entre sábanas
de seda, felices de ser libres.
* * * * *
La carreta detuvo su andar vacilante frente al cementerio del pueblo. El conduct
or y su inseparable copiloto se
identificaron ante el guardia del camposanto. Le explicaron que traían el cadáver de
un preso recién fusilado esa
misma mañana. Supuestamente, el difunto no tenía familiares cercanos en la zona, per
o deseaban darle cristiana
sepultura. El vigilante les indicó que sin un debido certificado de defunción, exped
ido por las autoridades militares,
solo podrían enterrarle en las fosas comunes, ubicadas en el lado oeste del cement
erio, el más alejado de las
bóvedas y los mausoleos familiares, reconocidos e históricos. El Marica aceptó sin tit
ubear. Después de todo, ¿qué
importaba el lugar del hueco donde descansaría su amor eterno si al final los gusa
nos harían festín con sus huesos?
Su única exigencia fue al menos tener un ataúd decente, pero en esos tiempos no abun
daban los lujos. Una simple
estructura de madera pobre fue el recinto final del ilustre profesor. Con amoros
o esmero, el Marica desnudó el
cuerpo del occiso. Un balde de agua fue suficiente para limpiarle los residuos s
anguinolentos, pegados a la cabeza.
Con delicadeza limpió la tierra acumulada en parte de sus extremidades. Todos se h
orrorizaron al ver los rastros de
una tortura inclemente, dibujada cual claroscuro en la humanidad de Castellanos.
Los moretones parecían islas
amontonadas en su pecho, piernas y brazos; no había lugar inmune al sadismo de sus
cobardes captores.
Con suavidad colocaron el difunto en el improvisado cajón de muerto. Lo sellaron c
on siete clavos facilitados por
los administradores del cementerio. Entre los tres lograron depositar el féretro e
n la fosa número sesenta y cinco. No
hubo rosas ni coronas de flores, nada de recordatorios ni deudos agolpados a los
laterales de la ceremonia. Solo le
despidieron dos campesinos desconocidos y el Marica. Poco a poco, la madera del
sarcófago se fue escondiendo,
cubierta por una mezcla mitad de tierra, mitad lodo y pequeñas rocas. Una simple c
ruz de madera roída simbolizó el
descanso de un alma noble, en una parcela común donde había más víctimas que realidades,
más inocentes que
culpas sensatas, merecedoras del peor de los castigos. La mayoría de los inquilino
s de esa área del camposanto
habían tenido expedientes X . En tiempo de guerra absurda, esta fatídica letra sangrant
e fue usada abundantemente
y sin razón.
Terminada la faena, el Marica les pagó a sus gentiles ayudantes con una buena bols
a repleta de pesetas y les pidió
que le esperasen unos minutos en la distancia, pues quería despedirse de su amigo.
Los humildes trabajadores del
campo aceptaron sin chistar; el pago les había traído un mar de esperanza en plena g
uerra. Esa propina inesperada
daría de comer a dos familias por un par de semanas; aguardar unos minutos era poc
o pedir, estaba más que
justificado. Aprovecharon el tiempo para llevar la mula a pastar y beber un poco
de agua fresca para sumar fuerzas
antes de emprender el trayecto de regreso a casa, dispuestos a celebrar en grand
e con esposas e hijos su productiva
jornada de trabajo. ¡Quién diría que una fría tarde de invierno cuando fusilaron a tres
inocentes saciaría el hambre a
dos familias campesinas de Galicia! Cosas de la vida. En tiempos de sangre unos
lloran, otros celebran.
A solas, el Marica derramó sus últimas lágrimas en la despedida de un amor truncado, i
mposible. Se arrodilló
frente a la cruz, extrajo una navaja de su abrigo, y con escasa pericia pudo gar
abatear el nombre del nuevo morador
del santo aposento. Acuñó la data del entierro, por si algún día se le permitía construir
una lápida decente que
suplantase la malformada cruz. Se sentó cruzando las rodillas, buscando comodidad
mientras repetía una oración que
el cura de su iglesia le había enseñado de niño. Fue el mismo rezo que pronunció cuando
murió su padre víctima de
la tuberculosis. Si bien el Marica era de esencia atea, le tenía mucho respeto al
lugar de la última morada de sus seres
queridos, y Castellanos era el más especial de todos. Luego recitó varias frases, ah
ogado por el llanto de su congoja.
No quería que el día muriese; por primera vez en mucho tiempo rogaba que el astro ma
yor fuese su cómplice,
llenando de luz el espacio a su alrededor. En sus tribulaciones, osó pedirle a un
Dios que no conocía, pero al que en
el fondo temía, que también se lo llevase a él para poder hacerle compañía a su amado prof
esor, para juntos disfrutar
de las mieles del amor real en algún lugar de luz, que nadie sabía si era cierta la
existencia del sitio o si más bien la
fábula engrosaba nuestras ilusiones creando un más allá que nunca llegaría, pero todos q
ueríamos vivir como
justificación de nuestra pobre existencia terrenal. Tal vez no era el momento de f
ilosofar, pero no había opción, era la
separación final, la que duele una sola vez, la de veras. Era el punto sin retorno
de una historia escrita en dos
cuerpos. Toda despedida era permitida, con lógica, o sin ella: sencilla, simple, s
in cuestionamientos.
No quería que el día muriese; por primera vez en mucho tiempo rogaba que el astro ma
yor fuese su cómplice,
llenando de luz el espacio a su alrededor. En sus tribulaciones, osó pedirle a un
Dios que no conocía, pero al que en
el fondo temía, que también se lo llevase a él para poder hacerle compañía a su amado prof
esor, para juntos disfrutar
de las mieles del amor real en algún lugar de luz, que nadie sabía si era cierta la
existencia del sitio o si más bien la
fábula engrosaba nuestras ilusiones creando un más allá que nunca llegaría, pero todos q
ueríamos vivir como
justificación de nuestra pobre existencia terrenal. Tal vez no era el momento de f
ilosofar, pero no había opción, era la
separación final, la que duele una sola vez, la de veras. Era el punto sin retorno
de una historia escrita en dos
cuerpos. Toda despedida era permitida, con lógica, o sin ella: sencilla, simple, s
in cuestionamientos.
El sol se preparaba para dormir, la luz comenzaba a menguar. El Marica entendió qu
e el monólogo no daba para
más. Se incorporó apesadumbrado, adolorido por el frío, la posición, las frustraciones.
Sus ojos estaban enrojecidos
de tristeza pero ausentes en el espacio, ya sin lágrimas, exhaustos por drenar tan
to sufrimiento. Su boca tenía los
labios cuarteados, heridos, algo sangrantes, sin saliva ronca, sin ganas de habl
ar. Prometió a su amado hacer de su
legado la razón de su existir. Alzó la mirada al infinito en busca de alguna excusa,
de alguna pírrica verdad, pero solo
sintió un aire gélido que le quemaba los párpados. Movió la cabeza en señal de aprobación, s
onrió y emprendió el
camino de regreso a casa. Descubrió tristemente que el para siempre siempre llega a
su final. Nada es eterno, todo
en esta vida es un préstamo con fecha de caducidad.
Capítulo 6
La habitación olía a pólvora y sesos quemados
Sebastián Iribarren nació en Zamora varios lustros antes de que el Generalísimo fuese
famoso. Vino al mundo en
el seno de una familia leonesa de clase media, común, sin mayor éxito político, económic
o o social que resaltar. Su
padre era el sastre de la comarca, hombre de carácter férreo, que educó a sus tres hij
os con mano dura y dosis
elevadas de catolicismo casi enfermizo. La moral era el estandarte de la casa, s
iempre se rezaba a la hora de cada
comida. Todos los domingos era sagrado ir a misa sin dejar de visitar el confesi
onario, aun cuando las culpas fuesen
repetidas y el bostezo una conducta adquirida por el sacerdote de turno cada vez
que veía aproximarse a los
miembros de la familia Iribarren en fila. La madre, dedicada a los oficios del h
ogar por orden del marido, machista a
ultranza, sobre quien recaía la manutención de la familia. De pequeña soñó con acudir a la
escuela para formarse
como enfermera titulada, pero la falta de recursos económicos, sumada a un embaraz
o repentino, le seccionaron su
quimera. Siempre fue la cómplice perfecta de sus hijos, en quienes infundió el espírit
u de libertad usando sus penas
como espejo para demostrarles que el peor error del ser humano vive en la sumisión
, en dejar morir los sueños.
Gracias a su oficio de sastre, el padre de Sebastián les pudo brindar una educación
privilegiada para la época en
el famoso Colegio Jesuita. Todos los miembros de la congregación vestían prendas con
feccionadas con esmero por
el alfayate del pueblo; a cambio sus hijos recibían la dispensa de una educación res
ervada solo a ciertos estratos
socioeconómicos, militares de cuna o descendientes de algún familiar de peso en la c
ongregación. Por lo demás, la
enseñanza pública era el destino de las masas cuya fe permitía el crecimiento del pode
r desmedido ostentado por la
sacra institución, un poder que era económico además de político.
De niño, Sebastián mostró una belleza especial en lo físico e incluso en lo espiritual.
Siempre tuvo el don de
mando, el arte de la manipulación, con cierta agilidad insólita en los pequeños de su
edad. Desarrolló ágiles dotes
verbales, capaces de convencer a los más escépticos. Su cabello castaño intenso con ra
yos de luz formaba el marco
perfecto para exhibir sus facciones muy agraciadas. Grandes ojos azules, heredad
os de los genes maternos, cejas
pronunciadas, mirada penetrante, capaz de seducir a los maniquíes de las tiendas d
e lujo; todos se volteaban para
admirarle. Desde su alumbramiento, fue un chico precoz, cuya inteligencia llegó a
asustar a la madre, que sabía del
poder de interpretación del pequeño. Su análisis era metódico, crítico, punzante. Todo lo
que imaginaba lo podía
lograr sin importar precio, sin escatimar el daño a terceros. Se formó en la cuna de
los jesuitas, que contribuyeron a
solidificarle su talento intelectual, y a la par explotaron, sin saberlo, su mej
or perfil maquiavélico, difícil de apreciar
por simples mortales. Era algo innato, propio de futuros líderes de masas.
La excelencia de su oratoria le abrió puertas en las mejores universidades de España
. Y, por si hiciese falta,
siempre llevaba debajo del brazo su llave maestra, una carta de recomendación escr
ita de puño y letra por el obispo
de Zamora, amigo personal del padre de Sebastián. Esa simple epístola garantizaba qu
e ninguna puerta tuviese
cerrojo para el joven. Inició sus estudios de Filosofía y Letras para luego poder as
pirar a perfeccionarse en el área
de la Sociología Moderna. Pero el destino sacó de su manga un naipe para el que no t
enía apuesta. Una mala pasada
le recordó que por mucho que busquemos el norte según nuestros anhelos, jamás se crist
alizará si no está escrito en
nuestra hoja de vida; que el destino ya fue determinado, y que todos tenemos una
misión que ejecutar en este cínico
mundo. Su entereza y capacidad de reinvención le dieron las armas perfectas para r
eponerse de los sinsabores de la
vida. La adversidad le abrió una herida profusa en el alma. El infortunio le enseñó qu
e la felicidad es básicamente un
estado de ánimo, cambiante de acuerdo a las circunstancias. Lo perfecto es inaprop
iado; lo eterno, algún día muere.
El dolor convivió en su mente, le ayudó a ser fuerte, más perseverante, infinitamente
revanchista. Ese era el mayor de
los pecados que desayunaban en su corazón todos los días. Para él no existía el perdón. So
lo la venganza permitía
limpiar las heridas, pero jamás las cicatrizaría.
La tragedia le obligó a amar el poder como razón de supervivencia. Tardó muy poco tiem
po en descifrar que la
España de su juventud tenía dos surtidores absolutos de tiranía. De hecho, el uno temía
y respetaba al otro, pero
ambos convivían en armonía materialista. Analizó las posibles opciones. La primera con
tradecía su esencia ateniense:
entrar en la milicia equivalía a involucionar, realidad catastrófica para su exagera
do saber. Ni por todo el influjo del
Generalísimo se rebajaría a vestir un uniforme verde olivo, destinado a seres inferi
ores sin raciocinio, carentes de
valor más allá de un adminículo que escupe muerte. Por último, el trabajo corporal no er
a su virtud más emblemática,
sobre todo porque tendía a marchitar el intelecto, secaba las ideas y las posibili
dades de superarse como persona.
Optó entonces por el segundo dominio, tal vez peligrosamente sutil, homólogo de sus
utópicos principios,
reservado solo a ilustres personas con potestad de mando, incapaces de accionar
un fusil pero responsables de
muchos genocidios en nombre de una cruz por la cual derriten almas, corazones y
esperanzas a cambio de un diezmo
exponencial en procura del siempre bien ponderado perdón celestial. La decisión era
simple: lograr amalgamar un
señorío con infinidad de tentáculos, capaz de manipular o dominar a entes, con fe cieg
a delante de una simple sotana,
un artístico rosario o el nombre del Supremo Creador. Este disfraz le facilitaría ac
ercarse a los miembros de la tropa
del Generalísimo sin despertar sospechas. Antes bien, ganaría pleitesía y respeto a ca
mbio de la purificación de los
perversos actos cometidos en el pasado reciente por los asesinos nacionalistas.
La apuesta era tácita. La única
manera que poseía Sebastián Iribarren de cobrar venganza sin ser encarcelado era ves
tir los hábitos, hacerse cura.
Conocía el poder ejercido por la cruz de madera en todas las fuerzas armadas de la
nación; era el armamento sin
pólvora que obligaba a los valientes militares a arrodillarse e incluso a elevarle
sus plegarias al cielo. Iribarren
entendía la autoridad social de la Iglesia, estaba clarísimo que el potencial de su
verbo le abriría todos los caminos
para saldar cuentas, para cobrar sus sueños robados. Apenas diez meses después de fi
nalizada la cruenta Guerra
Civil, el hijo del modista se hizo seminarista, llenando de orgullo a sus humild
es padres, que jamás sospecharon las
verdaderas intenciones asesinas de su vástago porque contradecían todas las enseñanzas
maternas.
La agilidad en la lectura e interpretación de las Sagradas Escrituras le permitió as
cender a posiciones en la
jerarquía del seminario de San Francisco Javier en Valladolid; rápido se alzó con el tít
ulo del mejor alumno. Pasaba
largas jornadas de estudio, penitencia o ayuno, labrándose una imagen sólida del hum
ilde siervo de Dios capaz de
divulgar el Evangelio entre las almas más débiles. Todos creían en su actuación; todos s
entían el latir de su corazón
ávido de luz, siempre dispuesto a inundar la ciudad con un mensaje preñado de espera
nza, del buen ideal católico,
aprendido e inculcado en las paredes de su modesta vivienda familiar.
Su mente tenía la capacidad de repartir el tiempo de ejercicio cerebral entre la a
ctuación de fe y la creación de su
plan supremo de infiltrarse en la casa de sus enemigos. Transcurrieron cinco años
antes de que fuese aceptado como
capellán del ejército en la Iglesia de San Jerónimo, en la región de Valencia, uno de lo
s bastiones más importantes
del ejército. Su presencia en la capilla del cuartel fue celebrada por todo lo alt
o. Los oficiales de más alta graduación
prepararon una fiesta en honor del ilustre nuevo sacerdote, graduado con honores
. Con suma rapidez, los
prolongados sermones del domingo pasaron a ser tema de conversación obligada en la
s tertulias comunes de la
ciudad. Cada misa tenía un dinamismo característico y atraía a más fieles cada siete días.
En las ceremonias
especiales, el templo se saturaba de tal manera que había gente de pie en todos lo
s rincones; no cabía un alfiler. Su
fama se regó por todo el Levante español; nadie pudo advertir que el cordero con alm
a demoníaca aceleraba su
plan, inventando charlas, cursos especiales para monaguillos, matrimonios, bauti
zos y cuanta parafernalia religiosa
fuese habitual. El objetivo era impulsar su imagen, mercadear su nombre, convert
irlo en muletilla, necesitaba que el
ruido de su discurso acariciase los oídos de sus enemigos. Sebastián estaba desesper
ado por llegar a su campo de
batalla. Su plan no tendría éxito hasta convertirse en el capellán del ejército en Madri
d. La sangrienta venganza
estaba germinando, su consolidación era solo menudencias de Cronos.
Capítulo 8
Dolor de mi abuelo por la partida de mi princesa encantada
El lobby del hotel Imperial era un completo caos. Una treintena de guardias civi
les recorría cada palmo de la
recepción, fiscalizaban salidas de huéspedes nerviosos, acallaban las miradas de cur
iosos comensales que departían
en el restaurante o en el lujoso café Napoleón. La simple presencia de los uniformad
os transmitía espanto en toda
boca, aniquilando todo dejo de sonido gutural. Nadie podía entrar al recinto, en e
special los medios de
comunicación amontonados a las puertas de vidrio, que eran repelidos con el micros
cópico nivel de elocuencia de
los castrenses, que se limitaban a reproducir una orden superior básica: Está prohibi
da la entrada . No importaba el
relinche de la gente, los reclutas estaban allí para obstaculizar el paso, labor q
ue sabían cumplir a rajatabla luego de
mucho entrenamiento.
El Mercedes Benz blanco último modelo frenó de golpe, casi atropellando a la multitu
d que se agolpaba en la
acera de la entrada principal del hotel. Sin respetar modales ni normas de educa
ción, el rico empresario se abrió
paso a trompicones, empujó a cuanto curioso se atravesó en su desesperada carrera ha
cia el portal. En menos de un
minuto estaba cara a cara con el primer gendarme, un soldado que ejecutó el mandat
o principal de no dejar pasar a
nadie, desatando con ello la mayor de las cóleras en el empresario.
¡Óigame bien! Soy Toribio López de Peña, necesito entrar gritó con desenfreno tratando de h
cer entender
la importancia de su presencia.
Pero el neófito guardia no conocía de apellidos, ni de alcurnia, ni mucho menos de e
ducación. Él solo servía bajo
el edicto de un superior jerárquico, igual de tonto pero un poco más hábil, apadrinado
o afortunado que él. Su
respuesta incrementó el arrebato del demandante.
Lo siento, señor, pero nadie puede pasar, son disposiciones superiores. Hay una inv
estigación
El guardia novato no finalizó la idea. De improviso, sintió que la pesada mano de do
n Toribio le apretujaba la
guerrera del impecable uniforme con la furia de un oso salvaje. El desespero ena
rdeció los ánimos del señor
empresario, no estaba de humor para discutir menudencias, era tiempo de ejercer
el poder del apellido.
¡Pedazo de imbécil! Soy el padre de la muerta. También soy el dueño de esta mierda de hot
el. Tus superiores
son mis mejores amigos. Y te juro que si no me dejas pasar ahora mismo, le pediré
al propio Generalísimo que te
mande fusilar. ¿Entendido, cretino?
La embestida del valeroso adversario rápidamente alertó al resto de los colegas de a
rmas del agredido. Un
grupito de cuatro soldados intervino para separar a don Toribio de su presa. Asu
stadizo, el guardia civil mostró su
arma de reglamento, alardeando de su cobarde valentía. Levantó la mano apuntando la
pistola directamente a la cara
del osado rebelde. La desesperada acción alertó al capitán Hernández, que estaba a cargo
de la custodia del salón
principal del hotel y sus accesos. Al percatarse del alboroto en la entrada, pre
suroso gritó una contraorden que frenó
la insolencia del novato. Hizo un gesto con el índice derecho y en segundos estaba
detenido el agreste soldaducho.
Pidió que alzaran la cadena de seguridad para darle puerta franca al ilustre invit
ado. Le ofreció excusas de mil
maneras, siguiendo al trote al desesperado millonario, que se dirigía a toda veloc
idad hacia el área de las escaleras.
El oficial de alta graduación insistió en que debía acompañarle hasta la habitación número c
uarenta porque había
suficiente tropa encargada de frenar la inesperada intromisión de civiles; incluso
, todo el piso había sido evacuado en
búsqueda de pistas y cada habitación albergaba a no menos de tres soldados, todos co
n órdenes de arrestar a los
intrusos. Don Toribio aceptó la propuesta, redoblando el paso. Cada vez que aparecía
un obstáculo ataviado de
verde olivo, el capitán Hernández gritaba la clave secreta y de ese modo, en efecto,
nadie ofreció resistencia.
Con aliento menguado, presa del pánico ante una escena incierta, aterradora, don T
oribio llegó finalmente a la
puerta identificada con el número cuarenta. El dígito estaba labrado en molde de met
al dorado, indicador de una de
las suites más importantes del hotel predilecto de la nobleza de España. Era la mism
a edificación que durante años
sirvió de espacio para juntas de negocios, grandes fiestas de las empresas del imp
ortante hombre de negocios, así
como aventuras de amores y desamores de un hombre acostumbrado a pernoctar siemp
re en la cima del éxito. Hoy
el lugar cambiaba de decorado, de esencia. Hoy se vestía de luto, de tragedia; hoy
las lágrimas suplantaban la
sonrisa y las alegrías vividas en su recinto favorito para celebrar.
Merallo recibió sin emoción alguna, actitud normal de los sabuesos, al padre de la m
ujer ensangrentada con una
bala que le había atravesado la sien de derecha a izquierda. Poca verborrea admitió
el deudo. El silencio era
necesario, las palabras estaban de paseo, fuera de contexto. El cadáver de su hija
, todavía cálido, le absorbió toda la
atención de forma inmediata. Se abalanzó sobre ella, se sentó en el piso. Tomó el rígido c
uello de María Fernanda,
lo apoyó sobre su brazo derecho, sin importarle la cantidad de sangre que bañó su cost
oso traje de lino persa que
con tanto esmero solía cuidar. El deudo rompió a llorar, ahogado, sin palabras, sin
conciencia, fuera de sí; un pedazo
de su vida comenzaba a desprendérsele. Sostenía en sus brazos el maltrecho cuerpo de
la heredera, de su única hija,
la razón de luchar, de vivir, cuando convenía , o al menos eso vociferaba en reuniones
sociales. La hija que se
empachó de todo lo material, que siempre le idolatró, le amó sin mesura, la hija que n
o fue correspondida en cariño,
en credibilidad, afectos o simples mentiras blancas dichas por no dejar, por tra
tar de complacer a un corazón
solitario, ávido de calor, de valoración más allá de la belleza física. Ya era tarde, las
palabras nunca dichas se habían
pulverizado en el infinito. No más reproches, no más promesas incumplidas. Las dudas
, los aciertos y los fracasos
antiguos emigraron rumbo al olvido. El tiempo sentenció el último acto de una vida a
caudaladamente vacía. El
progenitor se aferraba al rígido cuerpo, lo estrujaba intentando darle aliento, cl
amaba a gritos, en su propia alma, que
el pasado volviese. Miles de imágenes de la hermosa doncella, mi princesa encantada ,
se repetían en la cabeza del
ahora deudo, rememorando los limitados pasajes tiernos cuando era niña, adolescent
e, mujer y madre. El refrán reza
que cuando estamos cerca de morir nos aferramos más a la vida, quizás esa era la vit
amina que buscaba don Toribio
para no perecer en el acto; quería vivir, pero junto a ella.
Merallo respetó el dolor del familiar de la difunta. Apostó a sus hombres en el túnel
del pasillo de la habitación,
justo al pie de la puerta, sin traspasarla, porque había temor por alguna reacción v
iolenta del atormentado huésped, y
tal vez requeriría ayuda de sus compañeros de armas para contener los derrames de ad
renalina. El investigador se
puso de espaldas a don Toribio, presenciando toda la dosis de frustración ante sí; l
os temblores corporales del
visitante eran un poema melancólico, una queja desesperada, sin voz. Encendió un cig
arrillo para elevar los niveles de
concentración y agudizar el pensamiento. No deseaba interrumpir, después de todo, ya
los peritos forenses se habían
retirado con las pistas. No precisaba mayor experticia sobre el cuerpo, se trata
ba claramente de un típico suicidio.
Considerando la forma en que había caído el cadáver, la trayectoria de la bala y las s
ecuelas de su rastro, era
impensable que otra persona hubiese participado. Lo triste del suceso, pensaba e
l investigador, era el modo tan
absurdo de ejecutar una venganza, sacrificando una vida plena en todos los senti
dos y aspiraciones materiales de
todo mortal. Resultaba inconcebible imaginar que una dama de sociedad se entrega
se de tal forma a la muerte,
dejando en la orfandad a su propio hijo, de cortos años de edad. El dolor moral er
a obvio, pero el método del
rancio desquite era totalmente cuestionable, inaceptable.
justo al pie de la puerta, sin traspasarla, porque había temor por alguna reacción v
iolenta del atormentado huésped, y
tal vez requeriría ayuda de sus compañeros de armas para contener los derrames de ad
renalina. El investigador se
puso de espaldas a don Toribio, presenciando toda la dosis de frustración ante sí; l
os temblores corporales del
visitante eran un poema melancólico, una queja desesperada, sin voz. Encendió un cig
arrillo para elevar los niveles de
concentración y agudizar el pensamiento. No deseaba interrumpir, después de todo, ya
los peritos forenses se habían
retirado con las pistas. No precisaba mayor experticia sobre el cuerpo, se trata
ba claramente de un típico suicidio.
Considerando la forma en que había caído el cadáver, la trayectoria de la bala y las s
ecuelas de su rastro, era
impensable que otra persona hubiese participado. Lo triste del suceso, pensaba e
l investigador, era el modo tan
absurdo de ejecutar una venganza, sacrificando una vida plena en todos los senti
dos y aspiraciones materiales de
todo mortal. Resultaba inconcebible imaginar que una dama de sociedad se entrega
se de tal forma a la muerte,
dejando en la orfandad a su propio hijo, de cortos años de edad. El dolor moral er
a obvio, pero el método del
rancio desquite era totalmente cuestionable, inaceptable.
Finalizado el tiempo prudencial, Merallo decidió continuar con su trabajo. Le tenía
sin cuidado el dolor ajeno; ya
estaba acostumbrado a ello, era su labor cotidiana. Acorde al proceso, debía hacer
el levantamiento oficial del
cadáver para poder finalizar el respectivo informe forense e investigativo, en búsqu
eda de razones necesarias para
cerrar el caso de manera políticamente silenciosa. Con respeto sacramental se apro
ximó a don Toribio y,
flanqueando su lado derecho, le tomó del hombro que estaba menos expuesto al cadáver
. Se apoyó en él y casi se
arrodilló para estar a la altura de su oreja y poder hablarle con suavidad. La act
itud del militar despertó de su estado
transitorio al padre de la víctima, le trajo a la realidad, le hizo aterrizar, le
recordó que, lamentablemente, a pesar de
la tragedia, la vida continúa y todo vuelve a su sitio, a la normalidad, por mucho
que el dolor aprisione nuestras
entrañas. Don Toribio entendió. Malhumorado, aceptó la invitación, dejó a un lado los recu
erdos repetitivos de su
mente. Debía ponerle un toque de racionalidad a los acontecimientos; debía entender
un poco lo sucedido, aun
cuando sus sospechas iniciales no estarían divorciadas de la autenticidad de una a
menaza previa.
Respiró con profundidad. Atiborró sus pulmones de oxígeno fresco y exhaló con mesura, al
tiempo que
depositaba el cuerpo de su infortunada hija en la misma posición en que la había enc
ontrado. Aceptó que los
detectives debían seguir con las averiguaciones de rutina. Se levantó del piso con l
a ayuda del único testigo de su
llanto, sacudió la chaqueta de su traje de lino impregnado de sangre en varias par
tes de la costosa tela. Como buen
periodista, su instinto le obligó a otear el lugar de los hechos: la escena del ho
rrendo crimen, de piso a techo y en
cada punto cardinal que delimitaba el espacio tridimensional de la habitación. Por
la posición del cadáver, sumada a
su desdicha, don Toribio tardó más de lo normal en dirigir su mirada a la funesta pa
red pintada de rojo y entender el
escrito. Merallo quería ver su reacción, tal vez allí se encontrase buena parte del cu
rioso acertijo sexual.
El padre de la mujer ensangrentada se puso nervioso cuando divisó el mensaje estam
pado en la pared. La letra
era reconocible a pesar de los goteos de la tinta humana. Su hija había dado vida
a las amenazas; eran ciertos los
reproches, su verdad siempre existió. Un alarido fue vomitado con rabia por la boc
a de don Toribio, que volvió a
hincarse de rodillas golpeando el piso desenfrenadamente con sus manos mojadas c
on la sangre de María Fernanda.
¡Nooo! ¡Tenías razón, hija! ¡Perdóname, nooo ! vociferaba con ira desmedida el dolido padre
entando
saciar su sed de desahogo. Merallo agudizó el sentido de análisis ante la reacción gen
erada por las sangrientas
palabras. Extrajo su libreta de cuero negro con emblema de la armada, regalo del
almirante Lizardo Martínez, para
anotar con detalle milimétrico todas las palabras emitidas por el acusador arrodil
lado frente al patético mural.
¡Era verdad! Ese maldito te jodió la vida; ese marica de mierda nos destruyó a todos. H
ija, perdóname,
perdóname por haber dudado de ti. Perdóname, pero te juro que lo voy a matar, te lo
prometo. Yo mismo le
arrancaré el corazón a ese malnacido, yo mismo voy a matar a ese maldito marica.
El investigador no actuó. Sus hombres, al oír el escándalo, intentaron hacer acto de p
resencia, pero el jefe les hizo
señas con el puño cerrado, pidiéndoles silencio, discreción total; necesitaba más tiempo c
on el testigo, era preciso
que soltase todo su discurso envenenado, avinagrado, destructivo para ir atando
cabos en la investigación. Resultaba
obvio que la muerta, el padre y el victimario se conocían; en pocas palabras, era
un triángulo peligroso en el seno de
una familia demasiado poderosa. El caso empezaba a lucir un par de nudos de dond
e especular, de donde extraer
más tela por donde cortar. La tarea complicada era detener la avalancha mediática ca
paz de suscitarse en torno a los
acontecimientos. Primeramente, el riesgo informativo recaía en las posibles decisi
ones alocadas de don Toribio,
presa fácil de la frustración.
El atribulado padre se cargó toda la responsabilidad por las acciones de su hija.
Una y otra vez se desdobló en
excusas ante el rígido cuerpo que decoraba la habitación. Con precisión quirúrgica, el a
caudalado empresario
recordó cada una de las veces que su hija le justificó el deseo enfermizo de liberta
d en su vida, la verdadera razón de
su frustración, su dolor, el nombre del causante de tan grande deshonra en la fami
lia en una mujer que solo deseaba
ser amada de verdad. También compiló las miles de justificaciones o razones que él, co
mo padre, había tenido para
dudar de la veracidad de las súplicas de la frágil niña depresiva, sus amenazas y sus
caprichos de mujer, como
siempre decía don Toribio, frente a las alocadas palabras de mi princesa encantada .
Hoy le tocaba recoger los
despojos de su hija, hoy entendió que el dolor tiene en ocasiones la triste función
de juez ante nuestros actos más
cobardes.
Merallo interrumpió el soliloquio espiritual que estaba viviendo su compañero de est
ancia. Convenció al testigo de
intercambiar palabras sobre el suceso, era una simple rutina, que ayudaría a escla
recerlo. El viejo empecinado le
salió al trote, anticipándose a preguntas rebuscadas o protocolares.
Créame que entiendo su función acá, pero no se preocupe. Sé con exactitud lo que ha suced
ido en esta
habitación.
El interrogador aceleraba su taquigrafía para no perder detalle de una posible con
fesión que liquidase el proceso.
Conozco de sobra la razón por la cual mi hija apretó el gatillo, incluso puedo deduci
r por qué uso la Luger. Sé
que la culpa en gran parte fue mía, por rechazar sus pedidos e ignorar su llanto.
Pero entienda usted que pronto
habrá otros cadáveres para lavar el honor de mi hija. Y usted sabe de quién se trata.
La respuesta fue tajante. El testigo principal en la escena del crimen, el de ma
yor valor que el propio cadáver,
intentó huir del lugar, pero su oyente volvió a frenarle, más para advertirle que para
inculparle, dando así inicio a una
charla inquisidora. Don Toribio deseaba escapar, pero Merallo precisaba mucha in
formación, más pistas para
establecer conclusiones claras.
Cálmese, don Toribio, sé que es un momento duro
Duro, dice usted, ¿qué coño sabe del dolor de un padre por la pérdida de un hijo? Y sobre
todo por culpa de
un maldito que en mala hora llegó a nuestras vidas.
En la guerra vi muchos cadáveres, don Toribio; yo mismo maté a mucha gente dijo el ofic
ial en busca de
equilibrio, o quizás intentando compartir experiencias dolorosas para amortiguar l
a carga de su interlocutor, pero sus
comentarios recibían interrupciones necesarias; el viejo, herido en el corazón, solo
pretendía venganza, honor y
sangre.
Ninguna muerte se compara con la pérdida de un hijo; no sea imbécil ni trate de conso
larme, que eso no le
queda bien gruñó el veterano periodista dándose la vuelta para tratar de abandonar el i
nterrogatorio; pero el
investigador, fiel a su lógica indomable, trató de frenar la escapada del actor clav
e.
Solo hago mi trabajo, señor. Y como investigador sé que no es fácil conversar con los i
nvolucrados, sobre todo
cuando son deudos. Pero, lamentablemente, le guste o no, debo hacerle algunas pr
eguntas de rigor sobre el crimen
para resolverlo de la mejor manera, su colaboración es vital.
Don Toribio frenó en seco; giró su rostro con expresión burlesca. Miró fijamente al ofic
ial encargado del proceso,
le intimidó. Sus ojos irradiaban un dejo de ironía difícil de interpretar. Pero realme
nte incongruente, peligrosa,
inestable y confusa fue la respuesta:
No pierda tiempo, ambos conocemos al culpable, ambos sabemos quién mató a mi hija, er
a solo cuestión de
horas. Si desea, le advierte que voy por él. No importa dónde se esconda. Ni el prop
io Franco podrá salvarle de mi
venganza. Él indirectamente asesinó a mi niña, y lo pagará con su sangre. Tenga por segu
ra mi amenaza, nadie me
detendrá.
El mensaje de despedida desencajó a un sabueso acostumbrado a oír las justificacione
s y las verdades más
inverosímiles del planeta, pero esta sentencia era totalmente enigmática. Merallo qu
edó petrificado ante las
aseveraciones oídas, arrugó la frente y bajó la mirada en busca de sosiego. Los únicos m
aricas que él recordaba en
toda su existencia estaban varios metros bajo tierra, pisoteados por el odio de
la discriminación durante la Guerra
Civil. No entendió cómo el simple suicidio de una mujer frustrada podía involucrarlo a
él, sobre todo ligándolo con
personas de gustos afectivos y sexuales cuestionables por la sociedad. Era el pr
imer caso que aturdía al experto
investigador del gobierno. Este mensaje se convirtió en la piedra angular de todo
el informe que elevó a sus
superiores. Pronto la sospecha de lo improbable, materializado en realidad, come
nzó a recorrer un estrecho
pasadizo en los recuerdos de Merallo, remembranzas de la época de combates en el b
ando nacionalista. El déjà vu
se basaba en antiguas habladurías de cuartel. Si esos retazos de chismes tenían base
s sólidas, entrelazadas con el
suicidio de la afamada mujer, podría gestarse una crisis de gobierno. El militar a
hora entendía la onda expansiva del
problema que se avecinaba si no actuaba con sapiencia.
Capítulo 9
Marica: palabra prohibida en casa del abuelo Paco
Madrid, primera noche de primavera seis años después
El abuelo, en compañía del nieto, entró en la casa luego de un paseo primaveral por el
parque del Retiro. El niño,
aún tembloroso por la amonestación, subió a cambiarse de ropa para ir a casa de su ami
go Manuel Rivarola a
terminar los deberes escolares que había asignado ese día la maestra de Historia. To
do estaba en aparente calma. El
mayordomo se acercó a don Paco con la intención habitual de ofrecerle su ayuda a la
hora de quitarse la chaqueta,
pero este, de manera sorpresiva, arisca, grosera, en el mismo instante en que el
nieto se perdió de vista en las
escaleras del segundo piso, le apartó la mano con cierta violencia, buscando con l
a mirada a doña Rebeca Gonzaga,
su esposa, la abuela de Francisco. Primero intentó en la sala de estar, pensando q
ue tal vez estuviese jugando
canasta con sus amigas, pero el resultado fue negativo. Dedujo entonces que la m
ejor opción era revisar la cocina.
Detrás de su figura le seguía cual sombra el mayordomo de toda la vida, que buscó la m
anera de ser cortés,
ofreciendo asistirle por segunda ocasión.
Perdone usted, pero la señora Rebeca está en el jardín cuidando de las flores.
El indómito visitante ni se volteó para dar las gracias, simplemente movió la mano der
echa advirtiéndole a su
hombre de servicio que se mantuviese a distancia. Don Paco saltó los dos escalones
que separaban la elegante
vivienda del jardín en el traspatio, finamente decorado con un arcoíris de flores mu
lticolores, y preservado con
esmero por las habilidosas manos de la abuela.
Sin mediar palabra, sin responder al afectuoso saludo de su esposa, don Paco abu
só de su fuerza tirando de la
bata de doña Rebeca y obligándola a levantarse del engramado suelo, que estaba cuida
ndo en ese momento. Su
actitud salvaje alertó al resto del personal de servicio, que se agolpó en el ventan
al de la cocina para observar la
bochornosa pelea entre esposos.
¡Joder, Paco, me haces daño! exclamó doña Rebeca intentando zafarse de su agresor, que la
apretaba con
más contundencia, zarandeando a su esposa por ambos brazos. La furia dominaba la m
ente del viejo, nadie podía
reducirle la violencia.
Mujer, ¿me puedes explicar por qué coño debes estar diciendo tonterías con tus amigotas? ¿P
or qué carajo no
dejas en paz a nuestro hijo? ¿Qué coño tienes que contarle a la cacatúa de tu amiga Clem
encia sobre nuestro hijo?
¿No puedes guardar silencio? gritó a quemarropa don Paco, saturado de cólera.
¿De dónde sacas esa barbaridad? dijo Rebeca tratando de apaciguar a su opresor.
Me lo ha dicho tu nieto. Nuestro nieto, porque te oyó, en mala hora, conversar con
una de tus amigas en la sala
y claramente le dijiste que a nuestro amado hijo lo habían matado en París, que ese
marica lo mató. Entonces, ahora,
explícame qué historia le debo contar a Francisco, sin que dañe sus emociones, su orgu
llo por el padre, ¿no ves que
es un churumbel? ¡Te he repetido millones de veces que al gran general Benítez, nues
tro desdichado hijo, lo mataron
a traición en París! Y ¡puntooooo! No tienes ninguna otra versión que ofrecer a nadieee.
Eran pasadas las cinco de la tarde cuando don Toribio salió de la habitación número cu
arenta del hotel Imperial
después de identificar el cadáver de su hija María Fernanda. Con actitud seca, sin ímpet
u, escaso de coordinación,
sudoroso, el gran señor de los negocios recorría los pasillos del hostal en busca de
la puerta principal para evacuar el
recinto donde su única heredera había decidido despedirse para siempre de este podri
do infierno, preñado de
cinismo, falsedad e interés. En su cabeza convergían ideas difusas, una vorágine de re
cuerdos alegres,
remordimientos del pasado, culpas adquiridas o deseos frustrados, junto a la ent
ereza de un vengador que no era
capaz de encontrar la manera adecuada de ordenar el torbellino vivencial de su c
erebro. La concentración no era la
virtud más plausible en esas infinitas horas de muerte, odio, desquite, justicia.
De algo estaba convencido: su
descendiente había escrito con sangre la orden de venganza más inclemente sobre la f
az de la tierra. Su lenguaje
escueto, impreso en sangre, le exigía de una vez por todas no solo aceptar la verd
ad siempre cuestionada, sino
también el cobro recíproco del perjuicio recibido por mi princesa encantada .
La figura casi fantasmal de don Toribio traspasó el portal de cristal al frente de
l hotel. Un nutrido grupo de
fotógrafos, reporteros y curiosos se agolpó hacia él en búsqueda de respuestas, pues el
rumor tenía miles de
mensajeros. Ya todo Madrid hablaba de la supuesta muerte de la hija del acaudala
do magnate, incluso se tejían no
menos de una decena de versiones sobre las causas del extraño deceso. Don Toribio
les pidió respeto a los
presentes. Su chófer, junto a un grupito de guardias civiles, le abrieron paso ent
re la muchedumbre ansiosa de
noticias, pero el silencio fue el único actor. El regio empresario entró en su coche
sin pronunciar palabra, pero sus
ojos hinchados, deformes gracias al llanto sin consuelo, expelieron un fuerte de
stello de tragedia oculta.
El Mercedes Benz blanco aceleró sin control. Los transeúntes se apartaron por obliga
ción, a menos que deseasen
aparecer en las páginas rojas de los diarios. Desde el balcón del cuarto piso, Meral
lo vigilaba la fuga del padre del
cadáver que empezaban a levantar para su traslado a la morgue del cuartel central
del ejército. El detective
encargado del caso tomó el teléfono y nervioso solicitó hablar con sus superiores para
alertarles sobre la
conversación sostenida con el deudo. Los requerimientos fueron complacidos a la ve
locidad de la luz; en segundos,
la llamada había recorrido tres auxiliares de grado, hasta llegar a manos del gene
ralAlonso Remigio Domínguez,
encargado directo de la policía secreta del gobierno, el jefe inmediato de Merallo
. Pocas palabras le dieron luz a su
temor sobre los hechos, papel en mano resumió los puntos más sutiles del breve inter
rogatorio entre su oficial y el
padre de la fallecida. Colgó el auricular sin darle las gracias a su mensajero. Er
a normal, la arrogancia de los
comandantes solo sirve para justificar su jerarquía. Sobre el investigador recayó la
orden esencial de limpiar la
habitación con esmero, esforzándose por borrar toda evidencia capaz de confundir el
manejo de la información.
Ante todo, el mensaje de las paredes debía eliminarse. Si era necesario, incluso l
a estancia completa sería demolida
para sepultar las posibles huellas. El cadáver no era el tema, pues todos debemos
morir. El miedo del alto mando
estaba en las causas del acontecimiento, pero sobre todo en las consecuencias fa
tales para el régimen militar si se
filtraba algún goteo de noticias verdaderas, ocultadas por décadas. El experimentado
general entendía la dimensión
del problema: era una situación de Estado que debía ser discutida incluso con el Gen
eralísimo o, de lo contrario, el
padre de la muerta podría abrir la caja de Pandora en el régimen dictatorial.
Sinpausa, el generalAlonso telefoneó alpropio caudillo. El mensaje fue directo: es
imperativo detener a don
Toribio por precaución de Estado. Las razones eran obvias: estaba en juego la imag
en del futuro ministro de
Defensa. Como era habitual, nadie podía llevarle al Generalísimo un problema sin ten
er al menos una solución, por
muy descabellada que fuese. Alonso lo sabía, y él mismo ideó la excusa adecuada, el pl
an perfecto para frenar al
combativo empresario. El jefe del gobierno vio con buenos ojos el plan, lo aprobó
sin mayor discusión, obligando así combativo empresario. El jefe del gobierno vio co
n buenos ojos el plan, lo aprobó sin mayor discusión, obligando así
al creativo general a tomar cartas en el asunto de manera inmediata.
La carrera contrarreloj había empezado: Merallo debía destruir todas las pruebas y A
lonso fabricar una verdad
que, por muy irracional que pareciese, debía ser respetada por todos a la fuerza,
incluso por don Toribio, o de lo
contrario el gobierno se podría afectar en proporciones desconocidas. La primera p
arte del descabellado argumento
era tomar las oficinas emblemáticas del empresario. Un contingente de agentes de l
a policía secreta debía intervenir
las oficinas de la directiva del banco del acaudalado hombre de negocios. Otro c
omando de soldados del ejército
tenía la orden de tomar las instalaciones del periódico para evitar cierta publicación
indeseada. Las rotativas eran el
blanco más apetecible. En minutos, cerca de cuarenta soldados detenían las labores h
abituales del informativo
matinal. Ninguna noticia cobraría vida hasta nuevas órdenes.
El generalAlonso entró en la sede del diario alardeando de suspoderes. Sin espera
de autorización se enfiló hacia
las oficinas privadas del dueño ante la mirada asustadiza de los empleados. Le seg
uían seis oficiales de mediana
graduación, fuertemente armados, por si algún valiente deseaba retar a la autoridad.
Irrumpieron en el espacio de
trabajo de don Toribio, sorprendiéndole en plena faena junto a su director prepara
ndo la nota editorial del próximo
ejemplar que iba a ser distribuido al salir el sol del nuevo día. El propietario d
el periódico no esbozó mayor
curiosidad. Entendía la presencia no deseada de los militares; era parte del traba
jo sucio que siempre realizaban.
Hoy le daba igual, pues no tenía nada que perder. Por primera vez en su vida, deja
ría de hacer o escribir lo
políticamente correcto, lo complaciente al régimen de censura. Por primera vez, defe
ndería a sangre y fuego el honor
de la familia.
Alonso caminó en círculos alrededor del escritorio de madera donde descansaba la máqui
na de escribir, todavía
excitada por el elocuente artículo, mecanografiado por el editor en jefe del matut
ino bajo la guía del atormentado
padre. El general pidió leer las cuartillas, y el escribano miró de reojo a su jefe
en demanda de instrucciones que
seguir. Don Toribio aseveró con la cabeza. Las líneas escritas con dolor no dejaban
espacios vacíos para la duda.
Una epístola de cinco páginas enfatizaba la vida trágica de toda la familia del empres
ario, haciendo hincapié en su
bella hija. El texto negaba todo ápice de manipulación, todas las verdades, por muy
dolorosas que fuesen, estaban
grabadas a corazón partido. Casi la mitad del contenido revelaba datos complejos s
obre las relaciones entre el
empresario y el franquismo, información susceptible de ser manejada, excepto la mu
erte de su hija, descrita con
tanto detalle que haría temblar al Ministerio de Defensa. La lista de culpables o
más bien acusados por el suicidio de
mi princesa encantada no era demasiado extensa, pero solo dos nombres hacían resqueb
rajar la credibilidad de
una supuesta heroica fuerza libertadora.
El generalAlonso giró a sus subalternos la orden deprivacidad. Todos salieron del
despacho, no sin antes
advertirle al editor que estaría detenido en carácter de testigo, acusado posiblemen
te de instigador. La incriminación
bañó de sorpresa al empleado. ¿Qué clase de testigo era? Simplemente se dedicó a redactar
una nota editorial,
como lo venía haciendo por los anteriores veinte años, esa era su función. Los soldado
s obedecieron sin chistar.
Alonso alzó el tono de voz con intención de amedrentar al escribano. Le recordó que en
el gobierno cualquiera que
atente contra la estabilidad del país puede ser fichado como traidor, sinónimo de mu
erte rápida. Ejercer el rol de juez
y verdugo producía sensaciones casi orgásmicas a los militares. Esa mescolanza perni
ciosa de poder absoluto,
autoridad y don de mando era más que una razón de vida para ellos: era la recompensa
auténtica por la fidelidad
mostrada al dictador. Alonso cerró la puerta con suavidad, mientras observaba el t
raslado del prisionero culpable de
oír los lamentos de un padre aturdido por la tragedia que solo deseaba un imposibl
e en esos tiempos: decir la
verdad.
Don Toribio estaba de pie frente al gran ventanal de su oficina imperial. Apoyó am
bos brazos sobre la baranda
dorada que soportaba la mitad del peso del cristal. Desde allí podía divisar la maje
stuosidad de un Madrid presa del
miedo, esquivo a lo que no fuese complaciente con el régimen. Alonso se acercó lenta
mente hacia el acusado para
dar inicio a su descabellada idea de cómo maquillar una muerte y convertirla en un
a victoria o, mejor dicho, de evitar
un escándalo mayúsculo a cambio de una jugosa cuota de poder. A escasos metros de di
stancia, le sugirió al
empresario tomar asiento para discutir temas relevantes sobre su nuevo editorial
. El empresario cambió la dirección
de su visión; giró de medio lado y de modo complaciente, poco habitual en él, aceptó sen
tarse en su sillón de piel de
cebra, justo frente a la silla donde se había repantigado el aprendiz de juez.
Sepa usted que me da mucho pesar la muerte de su hija comentó educadamente el genera
lAlonso
intentando romper el hielo.
Ahórrese sus palabras hipócritas, no me importan. Deje en paz mi duelo. Respete, pues
ustedes son parte de
mi desdicha. Sepa que no le temo refunfuñó un Toribio despojado de política y buenos mo
dales.
Bien, vayamos al grano. Más allá de la tragedia de su hija, que tampoco me importa, y
se lo digo para
sincerarnos y ahorrarnos tiempo y lisonjas dudosas, era predecible que usted act
uase de esta forma alocada, sin
medir consecuencias. Por eso estoy acá, para ayudarle a entrar en razón, a manejar l
as cosas de una manera, más
conveniente para todos.
Las palabras de Alonso se convirtieron en afiladas dagas que se clavaron en el c
orazón del ofendido padre. Él
siempre había sospechado que algún día sus relaciones con la milicia le traerían problem
as. El ejército, por
necesidad, termina olvidando los favores recibidos cuando debe cuidar sus cuotas
de poder. Los militares son
capaces de vender su alma con tal de defender el peso de sus charreteras, pues s
in ellas dejan de ser gente. A
diferencia de otras conversaciones con entes de alto mando donde circulaba un ai
re de complacencia en busca de
repartición de beneficios, Toribio no tenía las fuerzas para seguir con la farsa. Ap
arentemente, no había nada que
perder; su verbo pasó a ser irreverente, agresivo, nada ortodoxo para un rey del p
rotocolo.
¡Vaya, vaya! Así que usted ha venido a ayudarme, ¡a entrar en razón! Joder, gracias por e
l apoyo
desinteresado. Es que debemos oír cada porquería que, sinceramente, mi capacidad de
asombro ante ustedes jamás
se satura respondió el viejo con sarcasmo . ¿Sabe una cosa, general? Todo en la vida ti
ene un límite. Acabo de
pagar por mi soberbia, mi ego y vanidad con la sangre de mi hija, el ser que más a
mé, aunque le cueste creerme.
Ustedes, en cierta forma, son culpables de su muerte. Les juro que no me temblará
el pulso a la hora de ejercer
justicia porque su asesino anda suelto, ambos le conocemos. Deberá pagar por su cr
imen. Esta vez no habrá tratos
de ningún tipo, esta vez quiero lavar la ofensa pero con sangre, o soltaré miles de
verdades con tal de lograr mi
objetivo.
A pesar de su contundencia, la amenaza no socavó el ánimo de Alonso; este era un zor
ro viejo, un asesino sin
piedad. La guerra le había curtido de tal manera que solo perdía la compostura ante
el caudillo.
Don Toribio, todo en la vida es negociable, incluso la muerte ripostó el militar.
Eso pensaba antes, maldito hijo de las mil putas, hasta que mi María Fernanda se qu
itó la vida. Me arrepiento
de todos mis actos, ella no merecía este final. El tono cada vez era más acusador, ag
resivo, retador.
Quizás tenga usted razón en cuanto al dolor de un ser querido, pero igual es una muer
te trágica. Como todas,
es parte de la vida. Recuerde que para morir solo debemos estar vivos. Pero tene
mos que sobreponernos a las
adversidades, que además nos forjan el carácter. Tiene razón en pedir justicia, y me c
omprometo a dársela. Pero le
recomiendo que recapacite, revise sus notas, busquemos juntos una excusa creíble,
no sin antes saciar su deseo de
venganza, perdón, quise decir de justicia. De esa forma, todos quedaremos felices
y tranquilos.
Don Toribio no aguantó el sutil desparpajo de su invitado. Se levantó del sillón y se
abalanzó sobre el ofensivo
militar, le cogió de ambas solapas del traje de gala, y le retó a un duelo de palabr
as, acusaciones, improperios y
amenazas compartidas. Alonso se zafó con destreza y logró dominar a su agresor. Con
un giro violento de manos
redujo al desesperado padre. Le absorbió todas sus fuerzas, colocando la cabeza co
ntra la fría madera del escritorio
exigiéndole cordura. Mientras duplicaba la presión sobre la cabeza del agresor, desc
argó su última amenaza.
Escúcheme bien, cretino. Todos en el gobierno sabemos de su poder, de su dinero, de
sus empresas acá o
fuera del país, pero, lamentablemente, la muerte de su hija es un tema de Estado,
gústele o no. Usted no es tonto.
Sabe que sus manos están manchadas de sangre a cambio de ciertos privilegios, y qu
e por esa razón se ha
convertido en lo que es hoy en día. Todo lo que le vine a decir ya fue discutido c
on el Generalísimo, su amigo
personal. Tengo la autorización de ejecutar toda acción en su contra, incluso suicida
rle si lo amerita la situación, a
menos que coopere con nosotros. ¿Me ha entendido?
Alonso estrujó nuevamente la sien de su compañero de charla, aguardando una respuest
a afirmativa. Toribio no
tenía escapatoria: o reducía su ímpetu al máximo o simplemente se convertiría en el compañer
o de cuarto de su hija
en la morgue esa misma noche. Con un simple sonido gutural, apretado, casi imper
ceptible, el acusado aceptó la
rendición forzosa, logrando además bajar la presión sobre su rostro. Alonso descubrió qu
e tenía bajo control la
situación y empezó a soltar a su presa de forma gradual hasta que ambos quedaron de
pie uno al lado del otro,
vigilantes de sus acciones.
Muy bien. Me alegra que me haya entendido. Ahora procederé a exponerle la forma en
que llevaremos las
cosas. En primer lugar, no se preocupe por el posible implicado o causante de la
tragedia, ya estamos girando
instrucciones precisas. El alto mando tomará cartas en el asunto de manera expedit
a. A ese que usted llama el
asesino, le daremos un suicidio perfecto, se lo garantizo; es más, usted puede esc
oger el arma, por si desea darle un
toque personalizado. Pero, a cambio, nosotros seremos los voceros oficiales de l
as condiciones de la muerte de su
hija. Ninguna noticia saldrá publicada en su periódico sin que nuestros asesores de
comunicación la aprueben. Esa
será la única versión oficial del deceso. Ni usted, ni mucho menos su esposa o sus fam
iliares, deben pronunciar
comentarios sobre el tema. De esta forma sencilla todos quedamos cubiertos y la
sociedad no tendrá motivos de
duda: fue un simple acto de suicidio. El velatorio y el entierro serán en la estri
cta intimidad, alejados de los medios de
comunicación. Como ve, es muy simple y fácil de manejar. Solo déjenos la noticia bajo
nuestra responsabilidad, a
cambio recibirá la cabeza del malaventurado responsable de su tragedia familiar.
El sagaz empresario estaba anonadado con la simpleza de la orden. ¿Cómo era posible
que su propia hija fuese
catalogada como trofeo de guerra? Él conocía de cerca la manera de pensar de los esb
irros del dictador, reconocía
que no se andaban con cuentos, pero deseaba someterlos a prueba, así que retó a su a
dversario, buscando calcular
el radio de acción que le quedaba.
Supongamos que no acepto y que publico mi editorial y saco a la luz pública todo lo
que hemos hecho juntos.
Además, desenmascaro al hijo de puta que jodió la vida de mi pequeña.
Las conjeturas de Toribio arrancaron una sonrisa plena de befa del rostro de Alo
nso. La ingenua pregunta le
reforzaba el ego militar, la hombría, le gritaba al horizonte que en el fondo él había
ganado la guerra con el hombre
de negocios de mayor importancia en toda España. Su plan maestro, por muy tonto qu
e pareciera, había calado,
alcanzado el objetivo. Toribio entendía que estaba acorralado. Para formalizar el
pacto con notoriedad excitante, el
general abrió el compartimiento de su cartuchera, tomó la fina pistola con mango de
marfil, bañada en oro, la alzó al
nivel de su pectoral y empezó a acariciarla con sus manos mientras garantizaba sus
dictámenes.
Es muy fácil. En el supuesto, negado, de que usted logre publicar el editorial, uto
pía absoluta, pues el diario está
controlado por mis hombres. De ahora en adelante, nada saldrá impreso sin nuestro
consentimiento. Acá le muestro
la pistola con la que usted se suicidará por el dolor de la muerte de su hija. Además,
piense un poco, no sea tan
gilipollas. El ruido ocasionado por su confesión impresa se disolverá pronto, la soc
iedad al cabo de unos meses lo
olvidará todo. Nadie se asocia con muertos o derrotados, es ley de vida, usted lo
conoce de sobra. Por otro lado,
responderemos a sus críticas acusándole de traición a la patria o simplemente de otro
cargo horrible; le inventaremos
un expediente larguísimo y su familia se verá involucrada, perderán el honor que ambos
ostentan y que es muy
importante en la alta sociedad española de estos tiempos. Luego pondremos a todos
los miembros de la familia
López de Peña tras las rejas. Recibirán una muerte decente en nuestras cárceles, pues no s
oportarán su tragedia
personal. Todas sus empresas serán intervenidas en la investigación, y todos sus des
cendientes menores quedarán en
la absoluta ruina, el apellido será execrado en la sociedad, es decir, nosotros, e
l ejército, sus antiguos amigos, somos
dueños de su pasado, su presente, pero, sobre todo, de su frágil futuro. En lo perso
nal, no creo que sea usted tan
estúpido de arriesgar todo lo que ha logrado con el paso de los años solo porque su
hija no fue correspondida, o tal
vez se equivocó en sus decisiones sentimentales, o lo que haya sido. Me importa un
bledo, está muerta y punto.
Usted debe elegir qué hacer con lo que aún le queda en pie. Don Toribio, piense un p
oco, no nos subestime ni a mí
ni mucho menos al ejército. Podremos parecer toscos, escasos de cultura, ruines, a
sesinos, pero sabemos muy bien
controlar el mando. Mucha sangre se derramó para llegar a donde estamos, no crea q
ue usted es intocable. Todo su
dinero no vale nada ante nuestra jurisdicción. Por último, si no coopera, el verdade
ro asesino de su queridísima hija
quizás permanezca libre, y esa puede resultar la peor bofetada para usted: tanto l
uchar para perderlo todo y dejar
impune el suicidio. Entonces, ¿tenemos un trato?
controlado por mis hombres. De ahora en adelante, nada saldrá impreso sin nuestro
consentimiento. Acá le muestro
la pistola con la que usted se suicidará por el dolor de la muerte de su hija. Además,
piense un poco, no sea tan
gilipollas. El ruido ocasionado por su confesión impresa se disolverá pronto, la soc
iedad al cabo de unos meses lo
olvidará todo. Nadie se asocia con muertos o derrotados, es ley de vida, usted lo
conoce de sobra. Por otro lado,
responderemos a sus críticas acusándole de traición a la patria o simplemente de otro
cargo horrible; le inventaremos
un expediente larguísimo y su familia se verá involucrada, perderán el honor que ambos
ostentan y que es muy
importante en la alta sociedad española de estos tiempos. Luego pondremos a todos
los miembros de la familia
López de Peña tras las rejas. Recibirán una muerte decente en nuestras cárceles, pues no s
oportarán su tragedia
personal. Todas sus empresas serán intervenidas en la investigación, y todos sus des
cendientes menores quedarán en
la absoluta ruina, el apellido será execrado en la sociedad, es decir, nosotros, e
l ejército, sus antiguos amigos, somos
dueños de su pasado, su presente, pero, sobre todo, de su frágil futuro. En lo perso
nal, no creo que sea usted tan
estúpido de arriesgar todo lo que ha logrado con el paso de los años solo porque su
hija no fue correspondida, o tal
vez se equivocó en sus decisiones sentimentales, o lo que haya sido. Me importa un
bledo, está muerta y punto.
Usted debe elegir qué hacer con lo que aún le queda en pie. Don Toribio, piense un p
oco, no nos subestime ni a mí
ni mucho menos al ejército. Podremos parecer toscos, escasos de cultura, ruines, a
sesinos, pero sabemos muy bien
controlar el mando. Mucha sangre se derramó para llegar a donde estamos, no crea q
ue usted es intocable. Todo su
dinero no vale nada ante nuestra jurisdicción. Por último, si no coopera, el verdade
ro asesino de su queridísima hija
quizás permanezca libre, y esa puede resultar la peor bofetada para usted: tanto l
uchar para perderlo todo y dejar
impune el suicidio. Entonces, ¿tenemos un trato?
Cual caballero, el soberbio generalAlonso extendió la mano derecha en espera de un
fuerte apretón que sellase el
acuerdo entre las partes. La palabra de don Toribio estaría avalada por su propia
vida. Tal como se exhibían los
naipes sobre la mesa, quedaban pocas opciones. La verdad del editor podía ser cont
rarrestada por el aparato
mediático del gobierno, sería una cortina de humo que duraría lo mismo que un ciclo lu
nar y que luego pasaría al
mayor de los olvidos, sin la certeza de haber obtenido la justicia anhelada. Ant
es de apretar la mano de su verdugo,
de capitular sin exigencias, el sentenciado pidió conocer el escrito de la noticia
, cómo debían manejar el caso para
preparar a su familia. Quería además la certificación del ajusticiamiento del causante
de su tormento emocional, de su
desdicha.
No se preocupe por el comunicado, nuestro personal está trabajando en ello, pero se
rá algo simple. Tal vez el
tradicional suicidio producto de la depresión, acaso mezclado con la relación de par
eja, un poco no correspondida,
sumada a la crianza de su nieto, en fin, una combinación de factores creíbles que de
bilitan la psique de las mujeres.
¿Usted sabe? Trastornos hormonales o temas sensibles del sexo débil. Noticia que ele
va el morbo del lector. Pero
para esas menudencias están nuestros expertos en la materia, que en cuestión de hora
s me traerán la nota fúnebre
que será repartida a todos los medios de comunicación, es más, será publicada, pues vend
rá firmada por el actual
Ministerio de Defensa. No se preocupe por los detalles, solo limítese a obedecer o
lo pierde todo. ¿Ve usted qué
sencillo resulta cuando las partes están de acuerdo? Ah, en cuanto al causante de
su tragedia, confíe en mí, pronto le
enviaremos a una misión de esas cuyo retorno es poco predecible.
Alonso volvió a extender la mano en busca de aprobación. Don Toribio titubeó, pero las
amenazas del personero
del gobierno eran muy elocuentes. Su mente debía ser ágil. O aceptaba el trato o per
dería toda opción de revancha
en un futuro cercano. Era cuestión de sobrevivir con tristeza o morir sin esperanz
as. El viejo empresario era
consciente de que estaba frente a la peor negociación de toda su existencia, una d
e esas que presenta dos caminos,
dos opciones disímiles: éxito paupérrimo o fracaso absoluto. Por el momento, el dolido
padre quedó sin armas bajo
la manga, abatido, vencido y extendió su mano derecha en franca intención de cerrar
el trato. Las palmas se
juntaron. Uno celebró el triunfo, el otro lloró en silencio su rendición obligada pero
necesaria. Con la sonrisa del
conquistador, el militar convidó a su víctima a tomar asiento, llamó a sus colegas de
armas para celebrar el macabro
contrato. Pidió a los guardias custodiar las instalaciones del periódico y apostó vari
os batallones que velarían por las
noticias durante los próximos tres meses, solo por precaución. Cortésmente solicitó un té
doble para él mientras
esperaba la llegada del comunicado oficial en compañía del deudo. Dicho artículo de pr
ensa estaba en fase de
elaboración y arribaría en las próximas dos horas, tiempo suficiente para agilizar los
trámites del velorio, entierro y
captura del asesino. El Ministerio de Defensa estaba a salvo frente a potenciale
s rumores malsanos.
Capítulo 11
El nacimiento del amor bonito, el que duele
Madrid, siete meses antes del suicidio de María Fernanda
Como todos los lunes, la Iglesia de SanAgustín abrió suspuertas a las siete de la maña
napara ofrecer la primera
misa del día. El sacerdote Sebastián Iribarren, encargado de la santa capilla, pronu
nció un sermón magistral. La sala,
llena a reventar, le escuchó con atención por casi hora y media. Sus discursos siemp
re se extendían más de lo
establecido, siempre abusaba de la capacidad de su verborragia. Llevaba cerca de
dos años al frente de la capilla, se
había convertido en una celebridad para los creyentes habituales, pero nadie sospe
chaba sus verdaderas intenciones,
muy bien disimuladas bajo el amparo de su vestimenta sacerdotal. Ese día le tocó ofi
ciar la homilía con un atuendo
sobrio, color púrpura y dorado, casualmente el que más le agradaba, muy acorde a los
tonos del Nazareno flagelado
en el calvario, llevando a cuestas la pesada cruz. Los cirios despedían rayos de l
uz que iluminaban el altar a todas sus
anchas. Era tradición del sacerdote triplicar el número de velones para darle un sim
bolismo ancestral al recinto, una
imagen difícil de olvidar.
En el altar mayor se veneraba la imagen del Cristo Redentor, flanqueado en semicír
culo por ángeles y querubines,
intercalados. En los planos superiores del altar se divisaban las figuras en rel
ieve, talladas en madera noble, de San
Antonio, San Pancracio, San MiguelArcángel y San José, colocados cualprotectores del
patrono del santuario. La
figura de San Agustín poseía una expresión un tanto tristona que generaba una brizna d
e melancolía en los corazones
de sus devotos. La pequeña estatua, tallada por seminaristas de la Catedral de Lim
a a finales de 1897, fue un regalo
de la familia Ignaciana del Perú, traída por el obispo Mantilla, que durante quince
años estuvo al frente de la
congregación, repartido entre Lima y Cuzco.
La bendición de despedida, cuando los asistentes se apoyan sobre sus rodillas para
recibir el abrazo de la
Santísima Trinidad, indicaba la culminación de la misa mayor. Cada uno de los presen
tes inició la retirada del santo
recinto para enfocarse en sus obligaciones del día. Cierta cantidad de asiduos vis
itantes aguardó al párroco para
despedirse en persona e intercambiar las típicas palabras de felicitación por el men
saje y las lecturas bíblicas o tal vez
alguna que otra adulación nada graciosa para Iribarren. La monotonía le causaba sofo
cación, llevaba mucho tiempo
repitiendo la misma cantaleta cada lunes, pero siempre algún oyente desubicado se
apersonaba par dar opiniones
innecesarias, comentarios fastidiosos de viejos sin oficio, como solía pensar el r
everendo. Eran creyentes en el influjo
celestial gracias a la cercanía del representante de Dios en la tierra como imán par
a obtener bendiciones adicionales
a las ya previstas en el libro de vida de cada ser terrenal.
Usando la expresión facial políticamente adecuada, Iribarren fue despidiendo a los más
rezagados del sermón. No
tenía ganas de pláticas estériles. La excusa perfecta era la necesidad de organizar la
iglesia para la siguiente misa, la
del mediodía, e iniciar además el servicio de confesiones con la ayuda de tres jóvenes
sacerdotes. Aprovechó para
colocar las biblias en cada cubículo donde los curas recién ordenados podrían escuchar
las lamentaciones de sus
fieles en pena. En la España de la época, la confesión era un mal necesario. A cada ra
to los temerosos cristianos
dedicaban buena parte de su tiempo a compartir sus culpas y pecados con los repr
esentantes de la Iglesia en busca
del perdón divino con la firme creencia de limpiar sus almas sin importar la dimen
sión de la culpabilidad.
Luego de revisar cada confesionario y dar su bendición a cada uno de los tres comp
añeros de trabajo, Sebastián
Iribarren se dirigió al altar para recoger uno de sus misales favoritos, que le ha
ría compañía en la tarea de perdonar
errores de sus súbditos. De espaldas a la entrada principal, dedicó un padrenuestro
al Cristo Redentor en señal de
reverencia, pero no finalizó la última estrofa de la santa oración universal que herma
na a todos los cristianos. De
improviso, un claroscuro multiforme cubrió parte del altar principal, generando la
mayor de las distracciones, casi la
mitad del cuerpo del cura quedó en la penumbra, a pleno amanecer. El sacerdote dio
media vuelta, colocándose a
cierta distancia del inesperado visitante. Los poderosos rayos del astro matinal
le causaron una ligera ceguera,
impidiéndole descifrar la identidad del invitado. Decidió entonces bajar del altar e
n dirección al nacimiento del
contorno corporal que le robaba la atención. Intentó socavar el poder de la luz sola
r, colocando su mano derecha
como escudo, de esa forma podía obtener una idea un tanto más clara de la persona qu
e se acercaba a su
encuentro; parecía alguien confundido.
Iribarren dio unos cuantos pasos a media zancada, aproximándose paulatinamente a l
a figura humana. A menos de
dos metros de distancia logró descifrar el misterio: una hermosa mujer, alta, esbe
lta, que transpiraba lujo, decorada
con vestiduras notoriamente exquisitas de una dama de alta sociedad, con peinado
finamente protegido por un
sombrero francés, de corte bajo, de esos que resaltan la sensualidad de la modelo.
Con facilidad el sacerdote la
reconoció; sin lisonja, con indiferencia le dio la bienvenida, como si se tratase
de otro feligrés de paso.
¡Hija mía, eres tú! ¡Qué grata sorpresa! ¡Qué bueno verte! Por fin tengo el honor de recibir
en mi humilde
iglesia, ¿cómo has estado?... exclamó con emoción teatral el sacerdote mientras abría sus b
razos en busca de un
saludo caluroso, con intención de envolver la humanidad de la sorpresiva amiga. Al
go le indicaba al maligno
sacerdote que la monotonía estaba por fallecer, que sus planes empezaban a dar cos
echa, los últimos cuatro años no
se habían invertido en vano. La expresión facial de la hermosa dama le transmitía a Ir
ibarren una pizca de victoria.
Suavemente el llanto brotó de los ojos de la enigmática víctima, un quejido infantil e
scapó de sus labios y luego se
convirtió en suspiro en busca de libertad.
Tiene razón, padre, es hora de confesar mis pecados, ayúdeme, se lo ruego.
Cada sílaba se entrecortaba con partículas de baba, pero el astuto sacerdote ya imag
inaba de qué trataba la
sorpresiva visita. Para evitar que la risa producto de los nervios le traicionas
e, develando parte de su satisfacción por
el sufrimiento ajeno, Iribarren la invitó a compartir sus penas en el despacho pri
vado del párroco, que así, con
absoluta discreción, sirvió de digno confesionario para una dama de tan noble famili
a. Ambos se dirigieron al lugar,
entre llantos y sonrisas ocultas.
* * * * *
El párroco Sebastián Iribarren conoció a la hija de don Toribio en la ciudad de Sevill
a con motivo del bautizo de
su primogénito, de nombre Francisco, concebido en su primer año de matrimonio con el
general Benítez. Incluso se
rumoreaba que el matrimonio se había adelantado por el embarazo de María Fernanda. D
esde ese primer contacto
habían transcurrido casi seis años, pues el cumpleaños del pequeño Francisco Esteban sería
en siete meses exactos.
En aquella ocasión la misa fue oficiada por el obispo, y el actual párroco de la Igl
esia de San Agustín fue uno de sus
acólitos. En ese primer encuentro, por más que lo intentó, Iribarren no pudo ser el ce
ntro de atención;
aproximadamente cerca de mil invitados asistieron entre amigos directos del empr
esario mediático y la plana mayor
del alto mando, empezando por el invitado de honor, el propio Generalísimo, amigo
personal del padre de la
criatura, a quien le debía parte de la conquista de Andalucía, importante reducto re
publicano.
Las celebraciones del bautizo del primer hijo del general Benítez duraron tres días,
coincidiendo con las
festividades de la Virgen del Rocío. La mayor parte de los asistentes al sacrament
o se hartaron de comer y beber en
los diferentes cortijos ubicados en los alrededores de la imponente catedral. Po
r causa de las fiestas en honor a la
virgen, que ameritaban un mayor número de actos protocolares, el padre Iribarren d
esperdició la ocasión de
penetrar en el círculo familiar de la hermosa heredera, su hora aún no había sonado. S
in embargo, el nombre del
sacerdote resonó con fuerza entre los presentes, generando siempre buenos comentar
ios a su favor. Las notorias
conversaciones con linajes de abolengo o relevancia social de Madrid le ayudaron
a crear una especie de listado de
familias propensas a ayudar a su causa, bien con donativos, o con recomendacione
s profesionales a la hora de pedir
traslado hacia la gran capital, el epicentro de su macabro plan.
Corrieron cerca de cuatro años antes de que Iribarren volviese a toparse cara a ca
ra con su misteriosa visitante.
Fue en la boda de una de las mejores amigas de María Fernanda. Esta vez la celebra
ción ocurrió en Madrid, en la
propia Iglesia de San Agustín, bajo el manto del párroco del buen hablar. Fue la oca
sión perfecta. La misa estuvo a
cargo de Iribarren. Hubo pocos invitados, fue más bien una celebración sencilla, con
escasa presencia de políticos o
militares. El sermón ocasionó lágrimas de felicidad, alabanzas sobre el amor verdadero
, ese que nunca muere, ese
que todas las novias sueñan con alcanzar. La capilla a medio llenar fue testigo de
una actuación soberbia, seductora,
manipuladora, a cargo del polifacético regente de la casa de Dios. Luego de la ben
dición de los esposos ya no había
necesidad de mayores credenciales: todos querían compartir unas palabras con el sa
cerdote, que aceptó con
humildad la invitación al banquete en honor a los recién casados.
En plena fiesta, Iribarren no dio libertades. Debía atacar con la velocidad del tr
ueno, quizás no tuviera otra
oportunidad tan clara para infiltrarse en la familia de su peor enemigo. Sabía que
la venganza debía iniciarse de
manera casual e inofensiva. Por momentos evitó el contacto directo con sus víctimas,
con disimulo, casi las
esquivaba, las ignoraba. Era parte de la estrategia; la idea era generar un nive
l demencial de indiferencia, obligando a
la presa a romper el cerco, a perseguir al cazador. La mayoría de los amigos de Ma
ría Fernanda atizaban el fuego de
la curiosidad en ella siempre que salía a relucir el nombre del sacerdote que casó a
su amiga.
Midiendo el grado de ímpetu, Iribarren supo el instante perfecto para intervenir,
para conquistar espacios en el
hogar de Benítez. Se acercó a la mesa del general mientras su esposa buscaba algo de
comer. Le saludó con
respeto, honrando el uniforme de gala, propio del ejército. Eso le agradaba a todo
oficial, aún más si la reverencia
era ofrecida por un hombre de la Iglesia, homólogos en rango socioeconómico pero no
en oficio. El militar brindó
asiento a su cortés e inesperado invitado. Este aceptó no sin antes presentar discul
pas por si invadía la privacidad de
los comensales. Benítez insistió y en segundos ambos departían con ligereza fraternal.
Al poco tiempo llegó la esposa
del general con una abundante bandeja de bocadillos para compartirlos en la mesa
. Despistada se unió a los
presentes, y cuando descubrió el semblante del exitoso representante de la Iglesia
, María Fernanda quedó
impresionada por la belleza física de Iribarren. Poseía el sacerdote el porte de un
modelo de revista: esbelto, atlético,
bien dotado físicamente. Su nivel de seducción era poco habitual entre los curas de
la ciudad, que en su mayoría eran
hombres entrados en edad, con exceso de equipaje alrededor de la cintura, algo g
lotones de la buena vida gracias a
la prédica de la fe. Por eso las féminas hacían largas filas para ver al joven y buen
mozo párroco en confesión; se
desvivían por oír su voz, por sentir la respiración acelerada al pedir perdón por los pe
cados cometidos y ser
absueltas por tan hermoso macho.
Después del protocolo de salutación, Iribarren les recordó la vez que fue ayudante del
obispo en el bautizo de
Francisco. Los padres de la criatura mostraron sorpresa, pues no les era familia
r el rostro del invitado. Como
prueba, detalló cada uno de los acontecimientos acaecidos en la liturgia del bauti
zo, las lecturas, las palabras del
obispo, la decoración del lugar, los invitados de honor, el número de niños que formar
on alharaca en la fiesta, los
días de juerga entre manzanillas, tintos y jamones. La descripción parecía fotográfica:
no se escapaba un mínimo
recuerdo importante. Con este alarde de memoria, Iribarren fue conquistando la c
onfianza de sus futuras presas. La
primera en sucumbir ante las bellas frases fue la esposa del militar. Este, por
el contrario, se mantenía receloso ante el
siervo de Dios. Parecía dudar de él o tal vez temerle, un no sé qué le molestaba a prior
i. Benítez era hombre de
guerra, nada le podía atraer a primera vista, ni siquiera el embrujo de una mujer.
La duda siempre era su premisa,
por eso no hacía migas con facilidad con nadie, menos con un competidor en nivel d
e poder, un simple sacerdote,
hábil con el verbo, además de exagerado con su belleza física, que no cuadraba como ex
ponente de la Iglesia.
Iribarren preguntó por el pequeño Francisco, que no había asistido a la ceremonia por
estar un poco agripado y
se había quedado con sus abuelos paternos. Las alabanzas hacia el infante terminar
on de conquistar la confianza de
María Fernanda, que miraba de manera profunda, abstraída, a su honorable compañero de
mesa. Pasaron las horas
en diálogo amigable. Curiosamente, las pasiones académicas de la esposa del arisco m
ilitar eran muy similares a los
gustos culturales del sacerdote. Ambos se sentían atraídos por la filosofía, la teología
y el latín, cátedras que de
alguna manera la respetable dama de sociedad alcanzó a iniciar en la universidad,
aunque el nacimiento de su bebé la
había obligado a dejarlas a un lado provisionalmente. El ladino hombre de fe encon
tró en ese detalle personal de la
estudiante frustrada la posible puerta de entrada al búnker de la familia Benítez Lópe
z de Peña. Debía construir
rápidamente un abanico de opciones para estar cerca de sus víctimas sin ser detectad
o, sin atraer pensamientos
sospechosos, evitando la desconfianza. La excusa perfecta estaba servida frente
a sus ojos. Ella no podía dedicarse
a la universidad a tiempo completo por las responsabilidades de casa, en especia
l las horas que demandaba el
pequeño Francisco. Pues, entonces, la mejor manera de ayudarla era que alguien le
impartiese lecciones privadas de
cada una de las cátedras en su propia casa. Esto ayudaría a cumplir con todos los co
mpromisos de ama de casa,
madre, esposa y quizás amante frustrada.
Sin miedo y a quemarropa, Iribarren se ofreció sin compromisos para ser el profeso
r privado de María Fernanda.
Propuso incluso un horario flexible de cuatro horas a la semana. Para él le result
aría fácil cuadrar los horarios fuera
de los servicios religiosos. De ese modo, ambos estarían satisfechos en la adminis
tración de sus tiempos. Para darle
abultado realismo a la ingenua propuesta, establecieron un pago honorífico en form
a de donación a favor de la
congregación de los jesuitas. La mujer celebró con austeridad la oferta porque, a pe
sar de lo mucho que le
encantaba la posibilidad de retomar los estudios, su marido siempre tendría la últim
a palabra. Se sintió honrada de
poder ser instruida por uno de los sacerdotes más intelectuales del momento, cuyas
calificaciones en el seminario
opacaron al mejor erudito, con índices aprobatorios sobresalientes, en especial en
las materias de latín y teología, las
favoritas de su potencial alumna.
La respetuosa mujer pensó en usar la complicidad del sacerdote para obtener la apr
obación de su marido, pero,
para sorpresa de ambos, el general no ofreció resistencia al pedido de su esposa.
Por el contrario, la indiferencia fue
la conducta más notoria. Iribarren pudo leer entre líneas la fragilidad del amor exp
resado por el esposo. Parecía que
la compañera sentimental del oficial en jefe no era más que una decoración, un estorbo
, tal vez un artilugio facilitador
de objetivos en sus aspiraciones políticas y sociales, el amor se apreciaba forzad
o.
Alcanzado el propósito inicial, Iribarren festejó la sabia decisión de Benítez al autori
zar las clases privadas de su
esposa. La simple posibilidad de ejecutar su venganza le producía una excitación mal
sana al sacerdote. No podía
entender lo fácil que había resultado penetrar en la vida hogareña del general. Parecía
que el disfraz de clérigo había
demostrado su poder de inocuidad, capaz de esconder los más bajos sentimientos, lo
s oscuros instintos, y la
podredumbre de un alma negra, vestida de sotana, cegada por el odio de la guerra
. Su plan maestro, ideado
meticulosamente varios años antes, había generado la primera victoria, la primera ca
beza de playa se alcanzó esa
misma noche. Era tiempo de celebración, de fiesta en el alma del vengador, los mes
es venideros prometían mucho
esfuerzo pero también muchas satisfacciones. El camino estaba trazado, el tiempo d
eterminaría la consecución del
objetivo.
Capítulo 12
El verdadero legado de Benítez
El general Rafael Benítez fue el primogénito de la familia, el único varón de los cuatro
descendientes de don Paco.
Recibió su nombre en honor al arcángel, de quien todos, por el lado materno, eran de
votos en su hogar. Sobre todo
la mamá; ella fue quien escogió el nombre del pequeño, en franca disputa con su marido
, que apreciaba un tanto más
al arcángel mayor, pero la insistencia de la esposa, sumada al poder económico de lo
s suegros, doblegaron el deseo
del progenitor en la selección de la firma de su hijo. Da igual , pensó el abogado, si y
a vendrán otros hijos,
entonces alguno se llamará Miguel . Pero el destino juguetón solo le regaló tres hermosa
s hijas, cortando así la saga
del apellido paterno y eliminando toda posibilidad de honrar al príncipe de la cor
te celestial con alguno de sus
herederos. Poco le importó al novato abogado dar su brazo a torcer, él no buscaría un
conflicto con sus adinerados
padres políticos, que desde la misma ceremonia nupcial le abrieron mil puertas en
su carrera como leguleyo.
Además, cuando se despidieran de este mundo, la tajada de la herencia que recibir
por su mujer bien valía el
esfuerzo de sabia negociación matrimonial. Su bandera era la complacencia a cambio
de un futuro pletórico de
éxitos, viajes, lujos, dinero, poder.
Desde muy niño, Rafael Benítez demostró dotes de mando, era algo que tenía muy marcado e
n sus genes,
especialmente del lado materno. Su progenitora, Rebeca Mondarín, era la tercera de
las hijas de Esteban Gabriel
Mondarín, poderoso hacendado de la región de Jerez, dueño de interminables tierras don
de pastaban miles de
cabezas de ganado vacuno, porcino y caballar. Además de la ganadería, era accionista
de dos viñedos importantes
en la comarca. Su fortuna era desproporcionada en comparación con su humildad. Hom
bre de campo, rudo,
machista a ultranza, con una fuerza de diez hombres, había sacrificado su juventud
al frente de la hacienda La
Esperanza, heredada de sus antepasados. A pesar de su tosca humanidad, poca form
ación académica y escueto
discurso, se le consideraba gran emprendedor en los negocios. Durante la guerra
tuvo la habilidad de apoyar al
caudillo, brindarles alimento a sus tropas y varios donativos importantes en metál
ico para adquirir armas que le
diesen oxígeno a la revuelta contra los comunistas, casualmente dirigida por su ni
eto, sobre quien había recaído la
conquista de la región. Siempre les tuvo miedo a los rojos, les catalogaba de ente
s satánicos capaces de erosionar
naciones enteras. No les tenía un ápice de fe, y por eso jamás dudó en ser aliado incond
icional del Generalísimo.
Don Esteban solía repetir a viva voz a todos los miembros del clan: Dios nos regaló l
a vida, la fe, la esperanza, el
futuro Entonces el diablo nos regaló el comunismo . El gesto de apoyo a los nacionali
stas le fue muy bien
retribuido luego de la victoria en Madrid, incrementando en muchos ceros las arc
as del padre. Parecía que la fuerza,
agresividad y valentía del abuelo por parte de madre, sin dudarlo, fueron a parar
al cuerpo del joven general Rafael
Benítez.
Durante la adolescencia el chico adquirió un cuerpo atlético. Siempre se ejercitaba
en deportes o pruebas físicas
de alto impacto, esculpiendo, sin darse cuenta, una masa muscular perfectamente
definida, sólida cual la de un
gladiador romano. Siempre que se enfrentaba a compañeros de clase, incluso de grad
os superiores o edades más
evolucionadas que la propia, él llevaba la victoria con poco esfuerzo pero mucha s
angre del adversario. Para él la
victoria en el combate era algo tácito, disfrutaba quebrando huesos de sus retador
es, desprendiendo dientes o
dejando ojos sangrantes. Eran como trofeos, pruebas irrefutables de su valor, de
mostración de su hombría, que en
repetidas veces le mereció fuertes sanciones, quejas y expulsiones de los colegios
de turno por esa actitud
demasiado pendenciera.
Con dieciocho años decidió hacerse militar con el beneplácito de su padre y abuelo, qu
e hicieron fiestas
patronales en el pueblo ante tan magno evento, mientras Rebeca, resignada, le en
comendaba la vida de su hijo a san
Rafael. Entre llantos y novenas ofrecía su vida a cambio de protección para su queru
bín. Apenas iniciado en la
milicia, Benítez demostró capacidades de combate muy por encima de sus compañeros de p
romoción. Además,
sabía combinar la mezcla perfecta: agresividad con altas dosis de análisis, era estr
atégico, metódico, interpretaba con
rapidez tácticas de ataque, estrategias de acciones bélicas, de defensa o retaguardi
a. Sus calificaciones eran
sobresalientes a todo nivel, augurándole una carrera rápida, exitosa, en toda arma d
el ejército.
El único problema evidente, denunciado por dos de los sargentos a cargo del progra
ma de formación de cadetes,
era el nivel hiperbólico de su agresividad, un sumatorio de sadismo con barbarie.
La acusación no prosperó porque,
además de su talento innato, el cadete ostentaba el amparo de su apellido y abolen
go, credenciales que en todo
campo profesional pueden, en ciertos momentos, opacar el lado oscuro o falta de
nivel profesional, incluso en la
propia familia real.
Su celebridad se propagó como el fuego. En cada ascenso de graduación militar siempr
e era el encargado de
pronunciar el discurso ante la multitud de nuevos oficiales. Era ejemplo, modelo
de referencia obligada que seguir,
razón por la cual, al inicio de la fatídica guerra de 1936, no demoró en ser parte ese
ncial del círculo combatiente
preferido por el Generalísimo. Muchos al principio pensaron que ello se debía en par
te a las relaciones de su abuelo
con el máximo jefe de tropa, pero la gran cantidad de bajas cobradas ante el enemi
go en cada lucha cuerpo a
cuerpo despejó la presencia de dudas. Su ferocidad en batalla le valió el remoquete
del Carnicero de Andalucía. No
le gustaba dejar prisioneros a su cargo, era más fácil ajusticiarles con el fin de i
ncrementar el terror en las tropas
republicanas y a la vez obtener respeto entre los pobladores conquistados, no fu
ese a pasarles por la cabeza la idea
de cambiar de bando. Siempre afirmaba que mientras más miedo infundes, menos resist
encia cosechas .
Su anillo de seguridad estaba formado por militares de poca monta que habían ascen
dido por valentía y
agresividad más que por talento, inteligencia o aspiraciones. De ese modo, era fácil
evitar traiciones que afloran
cuando el subalterno puede superar al jefe en el plano estratégico. Benítez cuidaba
al máximo cada detalle que se
interpusiese en su afán de escalar posiciones. Aspiraba a una carrera militar llen
a de medallas, que algún día colgaría
del cuello de su admirado padre, su gran mentor, su mejor amigo, el que le había e
nseñado el uso perfecto de los
principios maquiavélicos a la hora de alcanzar una meta sin importar el daño a terce
ros, cuartos o quintos. El único
guerrero de peso a quien en contadas ocasiones llegó a respetar fue la muerte, ese
oponente que en algún momento
nos puede robar el don de la presencia. Pero el sadismo de retarla era la mejor
vitamina para sobrevivir, llevándole a
un duelo cotidiano donde por ahora Benítez alzaba la bandera de una victoria que l
legó a pensar que sería eterna.
Basaba esta pregonada inmortalidad en las balas que recibió en el frente de batall
a en tres ocasiones, en combates
cuerpo a cuerpo. Una de ellas incluso le rozó el corazón, pero sin peligro mortal, c
on tan solo una corta estancia
forzada en el hospital que le obligó a un descanso aniquilador.
Si el éxito le sonreía en la conquista enemiga, no menos macabra era su imagen de ca
rcelero, que opacaba sus
virtudes castrenses. En muchas ocasiones fue criticado por sus métodos inquisidore
s a la hora de interrogar a
militares del otro bando o a simples ciudadanos tachados de espías, rojos, anarqui
stas, o lo que fuese pecaminoso a
los ojos de los desconfiados nacionalistas. El propio Torquemada se habría horrori
zado ante las técnicas para
obtener información utilizadas por Benítez. Para él no existía el papel del militar buen
o o el militar malo. Cuando se
pedía cierta confesión, datos de guerra en manos del enemigo o alguna acusación por te
rceros, solo existía la figura
del verdugo, el ser siniestro, que suponía de forma unilateral la culpabilidad del
acusado en primera instancia, aunque
si este sobrevivía o demostraba su poco frecuente exculpación podría contar con la lib
ertad como premio.
Les tenía fobia a los detestables comunistas, a los cobardes, a los intelectuales,
pero, sobre todo, a los
homosexuales, que consideraba excremento del ángel de la oscuridad. No podía entende
r la presencia de estos
últimos sobre la faz de la tierra. Se autoproclamaba homofóbico a ultranza. A los pr
isioneros los separaba según las
fobias anidadas en su corazón. El castigo, o, mejor dicho, el interrogatorio, depe
ndía del tipo de prisionero. El abuso
en los interrogatorios fue motivo de especulación entre la tropa, que no entendía po
r qué se ensañaba tanto con los
presos, en especial, con los amantes del mismo sexo, a quienes siempre interroga
ba desprovistos de vestimenta
alguna, en su mayoría con claras señas de tortura en todas las partes del cuerpo, ll
enos de quemaduras, de heridas
punzopenetrantes en áreas de concentración de nervios como axilas, entrepiernas, pla
ntas de los pies, tetillas, labios,
ojos, pero, en ocasiones, con énfasis en la castración total. Consideraba los miembr
os viriles, en el caso de los
maricas, como solía llamarles, un trofeo, muestra de exorcismo corporal, de extirp
ación del pecado malsano de la
carne. Algunas veces los tajaba con un solo golpe, antes de introducirlos en la
boca del penitente.
No le importaban las acusaciones. Él estaba para defender a España de las plagas que
consideraba endémicas
durante esos años de sangre. Era su forma macabra de divertirse, de ganarse un nom
bre en la batalla, de ser
recordado. Insistía en que el tiempo le juzgaría, seguro de tener la razón, de haber p
rotegido a la nación del enemigo
rojo, de los vicios y la perversión de la débil sociedad.
Uno de los casos, ciertamente notorio en su demencial limpieza moral, fue el de
un soldado desertor del otro
bando, capturado en los bajos de un edificio abandonado. Lloraba el hombre presa
del miedo, se entregó
enarbolando una bandera blanca muy rudimentaria, confeccionada con partes del ma
ltrecho vendaje que le cubría
una herida en la cabeza, quizás ocasionada en alguna escaramuza previa a la toma d
el lugar. Ostentaba galones de
teniente, pero por su aspecto físico parecía ocupar un escalafón más bajo en la jefatura
militar. Le trasladaron al
frente de batalla en presencia de Benítez, quien no soportó ver a un soldado con ojo
s de mujer, arrasados en
lágrimas, que temblaba como niño, un soldado que había empuñado el fusil con ademanes fe
meninos, según sus
captores. Rápidamente, las pruebas visuales le tildaron de homosexual. Fue llevado
al cuartel general, le colgaron de
ambos brazos y fue flagelado por más de una hora. Benítez pidió entonces que todos sal
ieran del recinto, que él se
encargaría de concluir el interrogatorio y ver qué dato de interés, aparte de su escas
a hombría, podía sacarle al
prisionero.
La rudimentaria portezuela del calabozo se cerró, sellando así el destino del infeli
z. En pocos minutos los gritos
desesperados se transformaron en alaridos hasta que Benítez tapó la boca del acusado
con un trozo de tela de un
mugriento uniforme enemigo. El desenfrenado ulular del torturado se redujo a un
ronco murmullo, un simple sonido
onomatopéyico. Poco a poco, el volumen fue cediendo, ahogándose en el aparente vacío i
nfinito de la muerte física.
Transcurrieron unos quince minutos, solo el golpeteo de un hacha crujiendo sobre
un tablón de madera delataba la
presencia de alguien en el interior de la mazmorra. El sonido era seco, como de
un tallador en plena faena.
Finalmente, Benítez abrió la puerta. Su uniforme exhibía pruebas irrefutables de su lo
cura homofóbica hacia el
desdichado reo. La ropa del castigador estaba impregnada de manchones rojizos, d
e sangre todavía caliente que
rezumaba de la tela verde olivo. Los guardias apenas observaron el cuarto de cas
tigo, quedaron atónitos al descubrir
un cuerpo desmembrado, con las extremidades superiores esparcidas a ambos lados
de la mesa de interrogación, el
tronco sentado en la silla y la cabeza descansando a su lado derecho. Nadie se a
trevió a desperdiciar una simple
palabra, todos se miraron espantados, llenos de horror. Todos le temían al verdugo
que exhalaba odio por sus
pupilas al punto de la excitación máxima, de un orgasmo frenético, jadeante de extraño p
lacer, de un goce insano,
digno de un retorcido caso clínico de la psiquiatría moderna.
Benítez hizo un alto en su retirada, dio media vuelta, les ordenó a sus soldados que
recogiesen el cadáver y lo
colocasen en cuatro cajas de madera, cada una marcada con un rótulo más amenazador q
ue el otro, y que hiciesen
llegar el horrendo presente a las líneas enemigas para que los rojos entendiesen d
e una vez por todas el futuro que les
aguardaba.
La justificación pretendida por Benítez ante semejante atrocidad podía ser asimilada c
on facilidad por los burdos
partisanos, u oficiales sin estudios, sin valores humanos, como el grueso de la
tropa. Pero el teniente Fermín
Andueza, de reconocida trayectoria académica, no comulgaba con el resultado de la
salvaje ejecución.
Andueza era un mocetón navarro, de recia estirpe carlista. Su abuelo había peleado e
n el sitio de Bilbao y
acompañado a Carlos VII hasta el Bidasoa. Su padre luchaba en el Requeté de Pamplona
y había gozado de la
confianza del general Mola. El nieto tomó las armas en julio de 1936, pero pronto
cambió la boina roja de la
comunión tradicionalista por el uniforme del ejército. Su denuedo le había llevado pro
nto de alférez provisional a
teniente. Respetaba la jefatura de Benítez, a quien consideraba un gran oficial, p
ero estos exabruptos carecían de la
mínima intención de aprobación. El teniente fue el único en detallar cada una de las mar
cas tatuadas en el cadáver, y
revisó el corte de la carne. El instrumento usado fue un hacha de leñador con mucho
filo, parte del armamento
personal de Benítez. Mientras revisaba el escenario de la desmembración, Andueza se
percató de un peculiar detalle
algo confuso: el pene del prisionero había sido cercenado en estado de erección, pue
s el glande todavía vomitaba
diminutas porciones de semen. También el charco de sangre en torno del órgano mascul
ino era muestra obvia de un
volumen anormal en el miembro en relajación. La duda irrigó la mente del astuto e in
teligente militar. Todo
aparentaba excesivamente confuso, el tajo no era el mismo del resto de los tejid
os, la distancia del cuerpo tampoco
coincidía. Era, en fin, un crimen horrendo, imposible de digerir, salpicado de inc
ongruencias y sin justificación
posible.
Capítulo 13
Amores benditos. Amores de sangre
Iribarren abrió las puertas de su oficina privada para oír la confesión de tan ilustre
visitante, María Fernanda, la
hija de don Toribio, el empresario de medios impresos más importante de España. La d
iscreción era necesaria, el
protocolo siempre debía ser obligatorio en este tipo de ocasiones. Además, la mujer
lo deseaba, lo disfrutaba con
locura: poder estar a solas con el sacerdote que despertaba malos pensamientos e
n las cortesanas del reino. Por otro
lado, la Iglesia habitualmente tiene la tendencia de desdoblarse en atenciones y
privilegios hacia los poderosos
cuando estos lo requieren, muy en contraposición a la humildad impartida por Jesús;
en fin, curiosidades del poder
celestial en la tierra. Para citar un simple ejemplo descriptivo, el sermón o quizás
llamémosle discurso social en una
misa, en pleno velorio de un conciudadano común, de a pie, del populacho, dura lo
que un suspiro en una pastelería,
pero si el deudo tiene las alforjas llenas, la misa se convierte casi en un conc
ilio, sin importar que ante los ojos de
Dios todos somos iguales.
Ambos entraron algo nerviosos al recinto. El sacerdote le pidió a María Fernanda sen
tarse con bastante
proximidad para oír sus faltas con voz mesurada, sin testigos, sin interrupciones.
Le brindó un vaso de agua fresca
para calmar la ansiedad, suavizar la tristeza dibujada en la mirada alicaída. Mi pr
incesa encantada aceptó la oferta
sin rechistar, mientras secaba las últimas lágrimas antes de iniciar la conversación.
Iribarren estaba muy deseoso de
escuchar el discurso; tenía sus sospechas, lo cual aumentaba el grado de excitación,
de morbo. El sacerdote llevaba
meses impartiendo lecciones de filosofía en la casa de la familia Benítez. Había hecho
un análisis detallado de los
conflictos presentes en la vida cotidiana de la pareja, conocía las debilidades de
ambos personajes: la esposa sufrida,
con constantes demandas del marido egoísta, aislado, indiferente. Dejó que su huésped
sorbiera un poco de líquido
incoloro. La epidermis de la dama comenzó a normalizar su coloración, la respiración r
eposó, la lucidez permitió que
la confesión se iniciase.
Verá, padre, tengo mucho miedo o tal vez vergüenza en esta visita, padre, pero siento
que es necesaria o me
volveré loca. Necesito hablarle a usted, a mi confidente. Lejos de casa, usted es
el único que me puede ayudar a
salir de mis dudas, a poder acabar con los demonios que me carcomen dijo María Fern
anda con voz nerviosa.
Hija mía, soy tu sacerdote, tu confesor, pero antes que eso soy tu amigo, puedes co
nfiar en mí sin problemas.
Si está en mis manos ayudarte, sabes que lo haré sin vacilar, para eso somos amigos.
empezaba una nueva vida para ella; hoy volvía a nacer la esperanza, la fe en el am
or verdadero.
Permanecieron un par de horas en la capilla privada. El sudor se acurrucó en las e
squinas del recinto, compañero
mudo del placer descomunal destilado por dos cuerpos en efervescencia. Hicieron
el amor cuatro veces más. Los
orgasmos fueron compartidos, las alegrías celebradas sin pudor. Era el principio d
e una relación que llenaba a la niña
mimada y, a la vez, sin la menor sospecha, servía el plan macabro de un ser despia
dado, regente de la casa de Dios
en Madrid.
Este encuentro se convertiría en rito cotidiano durante los cinco meses siguientes
. El párroco logró convencerla.
Le demostró la reciprocidad de un amor eterno que ella siempre había anhelado. Solo
exigió a cambio discreción
absoluta, que no cambiase su modo de vida en los próximos tiempos ni en familia ni
socialmente, pues él necesitaba
algo de tiempo para separarse de la Iglesia, para romper sus votos sacerdotales,
un trámite fastidioso pero
necesario. Le rogó que tuviese paciencia, pero que jamás dejase de atender a su mari
do, porque juntos debían ser
actores consumados, creíbles, para evitar conflictos con el general y que nada se
interpusiera al sueño de ambos, el
anhelo de darle vida al amor más puro, que luego buscarían donde vivir juntos fuera
de España, lejos de las críticas y
acusaciones infundadas de la sociedad envidiosa. María Fernanda aceptó sin chistar y
se abrazó ciegamente al lobo
vestido de sotana. Creyó en las hermosas mentiras de su nuevo amor, en palabras qu
e le ayudaban a tocar el cielo.
El velo de santidad aniquiló toda raíz de duda. Confió ciegamente en quien se converti
ría en su homicida
circunstancial. En plena capilla se había sellado la capitulación y muerte de mi prin
cesa encantada . Ya nadie podía
detener los acontecimientos por venir.
Capítulo 19
Benítez es descubierto
Los amores clandestinos entre Iribarren y María Fernanda fueron truncados a los se
is meses en una tarde que
prometía ser especialmente bella, pero que se tiñó de asco y horror. La felicidad de m
i princesa encantada duró
poco tiempo, insuficiente para ser bendita. En esos cortos meses, el verdadero a
mor se confundió con los intereses
malsanos de un juez poco ortodoxo. Durante ese período de noviazgo efímero y secreto
, en las numerosas reuniones
carnales entre sábanas mojadas de pasión, el sacerdote usó el poder del amor para sati
sfacer todas sus inquietudes
acerca de Benítez. La amante compartía dos cuerpos sin conjeturar sobre el oscuro de
senlace de un triángulo
fundado por el odio y nutrido por la rancia apetencia de una sanguinaria venganz
a. Tres tardes por semana hacían el
amor religiosamente, entre pausas reconstituyentes. El párroco obtenía, gracias a la
incauta damisela, toda la
información necesaria para diversificar sus ataques y dirigirlos al punto más débil de
l general.
En un principio la esposa frustrada no entendía por qué el interés enfermizo en la per
sonalidad, el pasado y el
futuro del militar era tan relevante a los ojos de este verdadero enamorado cele
stial, el ser que le llenaba la vida de
cosas bonitas. La excusa esgrimida por Iribarren poseía visos de credibilidad y er
a digna de lógica sustentable.
Según el sacerdote, ambos románticos discretos debían estar preparados para enfrentar
el momento de proclamar
sus sentimientos verdaderos a los cuatro vientos. Obviamente, el poder del gener
al podía truncar todos sus anhelos.
Por eso era necesario conocer todos los aspectos débiles de la mente del próximo exe
sposo resentido. Lo que
buscaba era crear opciones en defensa ante ataques o represalia por parte del mi
litar burlado. Ella insistía en que no
habría problemas; su padre, don Toribio, era tan poderoso como el general, si no más
. El viejo negociaría una salida
conveniente para todos. Una de las tantas opciones válidas, conformista, podía ser r
adicarse en otro país, como
Méjico, lugar que le fascinaba a mi princesa encantada , para así acallar lenguas y cor
azones desacreditados. Al
final ella siempre se dejaba seducir por las caricias verbales del romántico adula
dor, siempre contestaba con lujo de
detalles las preguntas sobre las debilidades de su futuro excompañero de cama. Ade
más, el recordar las críticas y las
facetas adversas de Benítez le ayudaba a subir la autoestima y sumaba cada vez más r
azones o justificaciones para
tener el valor de pedir una separación irrevocable.
El sacerdote logró desenterrar las obsesiones del odiado verdugo. Descubrió la fragi
lidad de su carácter
explosivo, razón de notables problemas en el ejército. Alcanzó a conocer los miedos, l
as fobias comunes que había
heredado el hombre ataviado de soldado. Pudo certificar que Benítez no era un aman
te de primera, deficiencia ya
manifestada en plena luna de miel en Marruecos, donde casi no tuvo contacto físico
con su flamante esposa, debido
en parte a supuestas dolencias gastrointestinales que le afectaron durante casi
toda la semana posterior a la boda. No
era efusivo, expresivo, ni intenso cuando amaba a su pareja. Practicaba el sexo
de forma mecánica, ensayada,
monótona. Su mayor motivación no era el frágil hogar. Pasaba largas temporadas fuera d
e casa, en supuestas
misiones o cursos especiales de formación en apartadas bases militares en la región
del Bierzo, sobre todo en
Ponferrada, cerca del castillo de la Encina. Siempre buscaba la manera de evitar
compromisos en pareja, como si se
avergonzase de exhibirse con su esposa en celebraciones banales. El nacimiento d
el primogénito, el pequeño
Francisco, fue motivo de cambios mínimos en el seno de la familia. Hubo una mayor
presencia paterna. Se
compartieron tímidos momentos de alegría, avalados por la sonrisa del pequeñín. El gener
al se esforzaba en demasía
por el cuidado de su apariencia física. Solía dedicar horas a afeitarse, evitando de
jar el más mínimo rastro de bozo.
Se humedecía la piel con cremas hidratantes especiales, importadas de la India. Su
pulcritud era enfermiza. El
uniforme debía ser estirado al máximo, la plancha estaba obligada a desarrugar minuc
iosamente cada pliegue, la tela
debía mostrarse perfectamente lisa, acendrada, inmaculada. El aspecto físico era su
marca social, siempre impecable.
Era tan reservado en el tema militar que su esposa llegó a pensar que manejaba pes
ados secretos de Estado, lo que
pudiera explicar, en parte, su conducta apática. María Fernanda recordaba las pesadi
llas que le despertaban
violentamente a ciertas horas de la madrugada, tal vez motivadas por recuerdos c
rueles de batallas libradas, de
muertos que le saludaban desde el más allá, por reproches o clamando justicia divina
. En casa era un tanto callado,
obsesionado con el orden de las cosas, meticuloso, conflictivo, los argumentos r
acionales chocaban en su conducta.
Poco a poco Iribarren desnudó, gracias a esta información privilegiada, la verdadera
personalidad misteriosa del
próximo e indefenso difunto. También indagó con profundidad sobre sus gustos por la músi
ca clásica, las óperas de
Verdi eran sus predilectas. El vino tinto era el compañero perfecto de toda comida
, no le agradaba probar nuevos
taninos, aparte del Rioja; no aceptaba propuestas foráneas. Se enteró, además, de sus
preferencias gastronómicas:
qué platillos le agradaban según la estación del año, la forma de tomar el café, sin azúcar,
recio, amargo, rudo como
el hombre guerrero. Escudriñó cuáles postres degustaba con placer. Pocos detalles le f
altaban por conocer. Con la
ayuda recibida de manos de la peligrosa e ingenua sinceridad de María Fernanda, el
sacerdote podía con suma
facilidad construir historias creíbles para desarticular, dominar y confundir la i
nteligencia del general, convirtiéndole en
débil oveja, lista para enfilarse en el matadero. Cada secreto, cada pista, cada d
ato sensible o actitud expuesta era
un triunfo, otra maravillosa pieza en el mosaico sangriento necesario para aviva
r la justicia divina en nombre de la
oscuridad.
El trabajo investigativo llevó a Iribarren a seguir a su presa en reiteradas ocasi
ones y a descubrir la sospechosa
probabilidad de algún amor secreto. Benítez frecuentaba una casa bastante elegante,
a simple vista costosa, en el
barrio del Conde de los Andes. Acudía al palacete todos los miércoles, pasadas las c
inco de la tarde. Era evidente
que existía puerta franca para el general en la lujosa mansión. La visita duraba una
s dos horas y media. Luego salía
con el mayor disimulo; siempre vestía con sobretodo y sombrero de paisano. La vivi
enda, un tanto clásica, lucía dos
ventanales frontales, decorados con llamativos rosetones que impedían la visual ha
cia el interior. La intriga era
plausible porque no se podía clasificar el lugar de manera oficial. Lo mismo podía s
er un nido de amor, como tal vez
alguna casa de citas o un prostíbulo de lujo. Pero la localización del inmueble no p
ermitía darle credibilidad a la
segunda opción, de acuerdo a los códigos de construcción de la capital.
Iribarren estaba complacido. Los esfuerzos por destruir al contrincante más odiado
habían madurado. La
paciencia, ese preciado don en la mente del hombre de fe, estaba a punto de devo
lverle un gran favor. La constancia
tenía un solo sello: el cobro por la sangre derramada sin razón. La meta estaba cerc
a, no había motivos para
desesperarse. Pronto la imagen del general dejaría el manto de privilegios, la met
amorfosis sería total. El infierno que
le estaba deparado no era más que el precio justo de la venganza.
Capítulo 22
El aniquilamiento del amor bonito. La demencia de mi princesa encantada
María Fernanda aterrizó en el hogar del matrimonio Benítez López de Peña y descendió del tax
i. No le canceló el
montante preliminar al chófer, exigiéndole como condición que la esperase un rato, pue
s debía hacer algo rápido en
esa casa, y después saldrían hacia otra dirección no muy alejada. El chófer no objetó a la
orden de la extraña señora;
simplemente aclaró que el precio subiría un poco, según los minutos de espera. La muje
r con olor a vómito fresco no
reparó ante el insignificante reclamo, había problemas mucho más graves en el horizont
e. Por su parte, el taxista se
alegró porque ganaría unas pesetas adicionales; incluso se aferró a la ilusión de obtene
r alguna propina, a juzgar por
la apariencia de la suntuosa mansión donde supuso vivía la pasajera.
Mi princesa encantada corrió escaleras arriba, entró en la recámara matrimonial y fue di
recta al voluminoso
armario. Los sirvientes, viéndola tan deteriorada, sucia y ajada, se preocuparon m
ucho y de inmediato trataron de
ayudarla. Ella los rechazó de pleno y evadió la cercanía con persona alguna. Llena de
cólera, les gritó con furia
descomunal que quería estar sola, que nadie la molestase por razón ninguna, que ella
no existía. Cerró con cerrojo la
puerta de la habitación y se puso de pie frente al espejo del antiguo escaparate d
onde reposaba parte de su
abundante lencería. El cristal reflector le recordó la pobre imagen que proyectaba:
el rostro sucio, desencajado, con
la mirada perdida, los ojos rojos e hinchados de tanto llorar, el abrigo salpica
do de vómito, el cabello desaliñado.
Volvió a gritar de rabia, se arrancó el costoso abrigo, regalo de su padre en uno de
los tantos viajes a París, soltó la
costosísima pieza de piel de visón en el piso y lo pisoteó una y otra vez, lo pateó sin
respeto alguno, quería hacerlo
pedazos, pulverizarlo. Arrojó los zapatos incompletos hacia la cabecera de la cama
, el santuario de su maltrecha
moral. Intentó quitarse el corsé, las medias, el liguero, las antiguas prendas erótica
s, armas de atracción pasional
transmutadas en obsoletos adminículos de reproche, pero los nervios le obstruían el
camino, impidiéndole actuar con
claridad. Una uña se quebró en tres pedazos cuando se golpeó con el cajón central del vi
ejo armario artesanal en su
vano intento de sacar la mayor cantidad de prendas de vestir. El dolor le produj
o un quejido revestido de
improperios mientras ahora abría el cajón de su peinadora imperial. Tomó unas tijeras
muy afiladas para cortar las
cuerdas de toda su ropa interior, esas prendas íntimas que había soñado lucir en un día
supuestamente tan especial y
que transmitían el deseo de una puta en celo deseosa de complacer a su amante, al
dueño de su fe en el amor.
Volvió a mirarse en el espejo. Escupió sobre el disfraz de mujer sensual y lo tiró en
el cesto de la basura.
Contempló su humanidad desnuda, totalmente libre de fantasías, tal y como vino al mu
ndo. Se llevó las manos a los
labios y empezó a llorar, a maldecir su pasado, a cuestionar el amor, a dudar de l
a validez de un ser superior.
Temblaba de miedo, sudaba vulnerabilidad. Corrió a la ducha y dejó caer un torrente
de agua caliente sobre la
melena que cedió dócil a la fuerza del agua. Resolvió limpiar las impurezas de la piel
, borrar los recuerdos de jugos
gástricos putrefactos, de vómitos malolientes. Sus lágrimas se confundían con el líquido t
ransparente que trataba de
exorcizar, de purificar el pecaminoso cuerpo de mujer ultrajada. Impregnó la espon
ja de baño con un jabón cremoso
con esencia de vainilla, su predilecto. Frotó con tal rudeza esquizofrénica que la p
iel se cuarteó. Necesitaba arrancar
el pecado, desterrar el tiempo pasado reciente. La epidermis se enrojecía con exce
lsa libertad a punto de sangrar.
María Fernanda lagrimaba. Pateó la pared, la bañera y se golpeó los dedos del pie izquie
rdo. El impacto hizo que la
sangre comenzara a manar de la uña del dedo gordo, pero el dolor competía con la fru
stración, la ira dominaba toda
otra aflicción corporal. Se sentó bajo la fuente de agua, apretó el rostro sobre las r
odillas y empezó a autoflagelarse
con millones de cuestionamientos, acusaciones y complejos.
Pasó media hora bajo los chorros de la ducha cromada; el agua tibia amilanó sus nive
les de agresividad,
frustración y abandono. María Fernanda escapó del baño envuelta en una toalla amarilla d
e algodón mejicano que la
abuela paterna había bordado con sus iniciales de bautizo. Se desplazó hasta el ampl
io escaparate lateral, cogió una
de las maletas, la de mayor tamaño, de piel con monogramas de una exquisita marca
francesa. De los otros cajones
aventaba las cosas que encontraba cercanas: ropa interior, medias, blusas..., en
fin, todo cuanto cabía, lo necesario
para vestirse durante dos semanas. Las piezas de tela se apretujaban en el inter
ior de la valija, sin orden, sin
combinación. Se vistió con un pantalón, el primero que encontró en su recorrido por las
perchas del depósito; una
blusa deportiva complementó el torso. Calzó zapatillas de tela, sin combinar estilos
ni tonos, y salió disparada del
cuarto. El pelo goteaba en todas las direcciones, no había tiempo que perder, no p
odía permanecer un segundo más
en su propia casa o moriría en segundos. Antes de salir, vio de soslayo la cama de
corada con un cubrecamas
robusto, relleno de plumas de pavo real, hecho a mano en Pakistán; las almohadas c
ombinaban con el repujado de
los bordes, todo en perfecto orden femenino. La cama se transformó en su mente, se
vistió de satanismo puro. El
diablo la miraba desde el copete, se burlaba de la ingenuidad de la rica hereder
a. El asco revoloteó en el ambiente,
perfumándolo con aromas de muerte. Ella se rio con burla, presa de los nervios. No
contuvo las ganas y volvió a
escupir hacia el centro del mueble, pero las náuseas le advirtieron que era tiempo
de correr, de abandonar el infierno.
Cual gacela perseguida, María Fernanda salió disparada de su antiguo hogar. Los atónit
os servidores, el
mayordomo, la nana de su hijo Francisco y el ama de llaves se miraron a los ojos
en búsqueda de respuestas. La
dueña de casa huyó de la cárcel de oro, nadie pudo detenerla, nadie sospechaba su dolo
r ni el triste final que pronto
resaltaría en las noticias trágicas en los periódicos. Era la última vez que disfrutarían
de su presencia: la heredera del
imperio había comenzado su viaje al otro mundo. Entró al taxi por segunda vez. Le di
o la nueva dirección al
conductor y le recalcó que tenía suma prisa. El hombre aceptó sin chistar, presentía el
conflicto familiar. Ojeó la ruta
seleccionada, estaban a unos quince minutos sin tráfico; era otra urbanización de ri
cachones madrileños, la zona más
costosa de toda España. El profesional del volante dio rienda suelta a su imaginac
ión sobre los posibles conflictos de
la clienta. Quiso entablar conversación con la alucinada pasajera, pero el silenci
o fue la única vocal. Entonces asumió
su puesto y pisó el acelerador, no fuese a darle otro ataque de ira a su pasajera
en plena avenida.
La casa de don Toribio fue el destino final de la extraña fugitiva. Se apeó del auto
móvil, pagó con un billete de alta
denominación, sin escuchar el precio de la carrera. El dueño del taxi no se esforzó en
recordarle el valor del
sobrante; para él, ese saldo a favor representaba casi un día de trabajo. Sonrió con a
legría reprimida, no estaba
interesado en alertar a su contratante sobre el dinero que reintegrar. María Ferna
nda cargó las piezas de equipaje y
se adentró en la mansión de su padre. El chófer le dio la bendición alejándose con premura
del sitio, había que
celebrar la propina de una tarde bastante extraña.
La hija del empresario cruzó el salón de visitas. Posó las maletas en el suelo para qu
e el mayordomo las subiera a
la habitación. Preguntó por sus padres. Ambos habían ido a una cena de empresarios de
la Cámara de Comercio de
Madrid y el discurso de bienvenida estaba a cargo de don Toribio. Mi princesa enc
antada subió desesperada
hacia su antigua habitación de adolescente. Se detuvo en el descanso de la escaler
a del segundo piso. Aterrada,
recordó que el pequeño Francisco estaba en casa de los abuelos paternos. El frío le he
ló la sangre, debía sacarlo
inmediatamente de ese infierno, pero la necesidad de pisar ese catastrófico lugar
le revolvió las tripas. Cogió el
teléfono al pie de la escalera y optó por comunicarse directamente con el suegro y r
ogarle que trajese a Francisco a
casa, pues ella estaba indispuesta y esa noche dormiría con sus padres. Los suegro
s no objetaron a la solicitud y
acordaron enviar de vuelta al nieto en la próxima hora. La madre del chicuelo susp
iró, no tendría que pasar el mal
rato de visitar a los padres de su repudiable esposo. Entró en la estancia y cerró l
a puerta con llave; no quería ser
molestada por razón alguna. Se tendió a lo largo de la cama, el refugio de niña mimada
. Se echó a llorar como alma
en pena, se abrazó a un oso de peluche, el compañero de muchas locuras de juventud.
Poco faltó para que le
arrancase la cabeza con la presión que ejercía cada vez que daba sollozos desahuciad
os. Pronto las lágrimas
desbordaron las sábanas, el colchón, las almohadas y todo el recinto. No paraba de l
lorar, la experiencia vivida le
secaba la energía. Guardaba en el subconsciente la tétrica visión encerrada en el cuar
tucho número cuarenta y tres
del hotelArboleda. Se resignó, deseaba la muerte como edredón.
Así transcurrieron los primeros cuatro días de mi princesa encantada después del desastr
ado encuentro final con
su futuro gran querer. Apenas comía, todo el líquido que bebía lo sudaba a través de las
interminables lágrimas. Los
ojos casi se desprendían de sus órbitas; pensó en desfallecer, en dejarse morir, ser c
arbonizada en la hoguera. Por
momentos asumía la responsabilidad de ser madre y entonces la vida cobraba otra op
ortunidad de existir, pero el
asco vivido le enturbiaba los pensamientos. Quería evaporarse, teletransportarse a
l pasado de sus vidas anteriores;
tal vez en ellas hubiese sido más feliz que en el infierno que hoy le había tocado d
isfrutar en nombre de un amor
profano. Con el pensamiento babélico, abochornada, no atinaba qué hacer. No aceptaba
ayuda de nadie. Su madre
se disfrazó de estorbo, incluso llegó a suponer que parte de su infortunio era culpa
de su progenitora. Ahora, tal vez,
si las recomendaciones de su padre sobre el afeminado modista hubiesen sido escu
chadas, el llanto no sería hoy su
ventrílocuo inseparable.
Fue casi una semana completa en que la melancolía le arrebató todo vestigio de felic
idad. Finalmente decidió
conversar con su padre. El único tema que debatir era sencillo, claro, necesario.
Le rogó a don Toribio que
acelerase los trámites de la anulación de su matrimonio, sin excusas, sin razón lógica.
No deseaba seguir siendo la
esposa de un farsante asesino. El padre entendió el problema, pero dedujo que la f
uente de todos los males no era
más que una simple pelea entre esposos, una malcriadez de su hija. Se alegró porque él
interpretó que las sospechas
aparentes parecían estar bien encaminadas. Ahora podría tomar la situación con calma;
no era el fin del mundo, solo
una pataleta de la incomprendida hija mimada que se podía solucionar con una simpl
e intervención de él. Don
Toribio le garantizó que hablaría con su yerno para interceder en la relación. María Fer
nanda reaccionó colérica. A
quemarropa le chilló con sangre en la garganta que solo se limitara a pedirle al a
bogado de confianza el inicio
inmediato de los trámites de anulación. La disputa familiar se extendió por dos días. Al
viejo cascarrabias no le hacía
gracia que su hija se separase del marido. Eso no era bien visto en la sociedad,
la tildarían de rebelde, libertina y
cuanto comentario banal abundaba en el léxico de la casta dominante del país. Pensándo
lo bien, quizás hasta era
contraproducente como estrategia de negocios, pues el actual hijo político pronto
se convertiría en el comandante en
jefe del ejército, pasando a ser un socio apetecible para expandir todavía más los neg
ocios del empresario, gracias a
las influencias políticas del nuevo cargo.
El padre no se mostraba dispuesto a acoger con ligereza la petición de su hija. In
cluso llegó a pensar que tal vez
ella tuviese amoríos con un tercero, habida cuenta de las constantes escapadas de
los últimos meses que tanto habían
cambiado su actitud. Esa suposición machista irritó con fervor la desdichada valorac
ión de María Fernanda. Sin
medir palabras le aclaró que ambos tenían sendos amantes, pero que eran amores impos
ibles. El padre volvió a
ejercer el rol de conciliador; el problema se había duplicado o, mejor dicho, comp
licado en su interpretación, pero
las conclusiones resultaron altamente mortíferas, fuera de lo esperado por la hija
. En cierto modo, no cuestionaba los
deslices amorosos de su yerno, que, después de todo, era hombre, militar y machist
a. Tener una amante estaba casi
que permitido por la doble moral de la sociedad. El auténtico problemón era que su h
ija tuviese otros brazos en que
refugiar su vacío corporal, eso no era aceptable.
María Fernanda se valoró con inferioridad, incluso su propio padre la recriminaba po
r los supuestos pecados, sin
sospechar que la falta de apoyo familiar la llevaría al cementerio. El verdadero d
esacierto era que mi princesa
encantada no podía hacer una confesión absoluta. En primer lugar, porque nadie le cre
ería tan descabellada novela
y, colateralmente, los intereses del viejo empresario se verían afectados. En poca
s palabras, estaba apresada en un
laberinto tan escabroso como el mismo purgatorio; no había escapatoria fácil. Su hij
o se convertiría a fin de cuentas
en la verdadera víctima afectada por las decisiones que ella tomase. Momentáneamente
optó por encerrarse en la
locura interior, tratando de ganar tiempo, de encontrar respuestas, salidas limp
ias o una esperanza de enmendar
semejante bajeza, que ni el perdón divino podría absolver en su memoria.
Capítulo 23
Iribarren se confiesa. La sangre empieza a fluir
La sórdida venganza de Iribarren estaba garantizando sus primeros despojos humanos
: mi princesa encantada
estaba totalmente destruida y mi padre pretendía huir de un destino fatal, tragicómi
co, humillante, esquivando los
obstáculos moralistas a su alrededor y tratando de camuflar sus aberrantes debilid
ades para no perder el poder. Dos
familias acaudaladas, poderosas, pronto estarían en pie de guerra, a las puertas d
e una repartición equitativa de
sangre. El mismo día que María Fernanda vio el rostro del demonio en la habitación cua
renta y tres del albergue de
mala muerte, el párroco, amparado en las sombras de la noche, se refugió precipitada
mente en el Monasterio de San
Antonio en las afueras de Segovia. Había solicitado un retiro espiritual con tres
semanas de antelación como parte su
magistral estrategia. Basó el extemporáneo pedido en la necesidad de hacer penitenci
a, de orar en santa paz
rodeado de jardines, en compañía de decenas de seminaristas que convivían en el lugar
para prepararse para su
próxima ordenación como representantes de Dios acá en la Tierra.
Iribarren sabía que después de iniciados sus actos vengativos, su cabeza pronto luci
ría un precio elevado. En
cualquier momento su acérrimo enemigo, ahora descubierto, le visitaría con pocas int
enciones de diálogo amistoso.
Benítez difícilmente se quedaría de brazos cruzados ante tamaña ofensa; jamás perdonaría tre
menda burla moral.
Pero el párroco era astuto, precavido. En el monasterio siempre caminaba junto a u
n grupo de aspirantes al
sacerdocio. Dormía en habitaciones compartidas por una veintena de novicios, fiele
s estudiantes de teología que, sin
la menor sospecha, cumplían la función de escudo humano; eran sus guardaespaldas sec
retos, parte del ejército
privado, eran los testigos necesarios a la hora de frenar los arrebatos comunes
del temido general Benítez.
En efecto, al tercer día, el general, luego de mucho indagar, dio con su presa. No
era difícil obtener información
con el nivel jerárquico que ostentaba. Se presentó a las once de la mañana en el conve
nto donde se escondía el
retorcido justiciero. Pidió hablar con Iribarren, pero el acceso le fue negado de
forma transitoria, no se permitían
visitas; se trataba de un lugar de retiro espiritual, reservado exclusivamente a
miembros del clero. Sin embargo, el
uniforme verde olivo poseía ciertos privilegios. El propio sacerdote, con piel de
cordero, aprobó la entrada del
predecible e inoportuno huésped. Accedió a verle con la condición de que la entrevista
fuese en el patio central de la
institución, ante la mirada de decenas de seminaristas que rezaban, estudiaban teo
logía o leían las Sagradas
Escrituras. De ese modo, la probable agresión física era responsabilidad absoluta de
l militar, se vería como sinónimo
de locura y podría constituir otro cargo contra Benítez.
Los repentinos enemigos se cruzaron la mirada por primera vez desde el arrebato
de la esposa del general, en la
puerta de la habitación cuarenta y tres del hotelArboleda, el centro deplacer dond
e el cura había compartido
sudores, fluidos y orgasmos con la esposa desatendida. La mirada aguileña de Benítez
exudaba odio, sangre,
venganza e impotencia. En cambio, el camaleónico adversario irradiaba alegría por la
consumación del hecho, por
haber logrado parte de un reto insano, inclemente. Abusando de la suerte provisi
onal y con todo el cinismo del
universo, el hombre de fe hizo ademán de abrazar al deslucido milico en claro tono
de burla, de provocación
innecesaria. Desesperado, Benítez le quitó las ganas con un sólido puñetazo en la boca.
Los estudiantes se
percataron de la desproporcionada agresión y trataron de intervenir; la escaramuza
les parecía sospechosa,
inapropiada, pero el guía espiritual les hizo señas de paz. No obstante, los seminar
istas estaban alerta ante los
posibles acontecimientos, los estudiantes de religión deberían velar por el jefe.
Benítez quebró el silencio. Su boca escupía fuego y veneno. Mientras, el aturdido sace
rdote hacía esfuerzos para
contener el dolor en los labios goteantes de líquido rosado. El labio superior tenía
una herida bastante profusa.
¿Quién eres?, maldita rata del infierno. ¿Por qué has hecho esto? ¿Con qué propósito has des
ido mi vida y la
de mi familia? Yo creí ciegamente en ti, y me has traicionado de la peor manera. D
ame una razón, solo una, para no
arrancarte las entrañas.
Las acusaciones, sazonadas con improperios, excitaban al cura, eran prueba irref
utable del dolor ajeno. Era
precisamente lo que esperaba. El sadismo aumentaba salvajemente en la mente de I
ribarren. Una sonrisa plena se
dibujó en su rostro. La gloriosa sensación de tener a su peor enemigo, derrotado, ar
rodillado, acabado, a punto de
morir, le engordaba el morbo, le empalagaba el ego, le aceleraba las pulsaciones
al punto del placer sublime de un
orgasmo desenfrenado. El cobro de justicia al cabo de largos años de espera era la
culminación de un trabajo
personal, era la celebración del siglo en su esencia sádica. Le miró fijamente, tomándos
e el tiempo necesario para
responder a cada una de las preguntas. Quería humillar todavía más al enclenque soldad
o venido a menos, alicaído
de pies a cabeza, cuyo futuro pintaba más oscuro que el forro de una urna.
Vamos por partes, hijo mío respondió con sorna.
No me llames hijo, maldito enfermo Benítez alzó la voz, marcando distancia.
De verdad me sorprendes, no te entiendo. Hace apenas unos pocos meses me consider
abas parte importante
de tu vida, pero ahora me llamas rata, ser despreciable, en fin, ¡cómo cambia el ser
humano ante las pruebas de la
vida! ¿No te parece gracioso esto que estamos viviendo? Bien dice el refrán que del a
mor al odio hay solo un
paso .
Benítez no soportaba el discurso, siempre supo que al perseguir a su verdugo se ex
ponía sobremanera ante un
enemigo muy poderoso en el uso de la palabra, con altísimo poder de persuasión, pero
la rabia le quemaba los
huesos. Se llevó la mano a la cintura con la intención de coger la Luger del cinto,
pero la respuesta del cura fue una
tajante invitación a la cordura para evitar la ruptura brusca del libreto que ya h
abía escrito con mucha antelación.
Anda, sácala. Usa tu amuleto, tu protectora, tu cobarde escudo. Hazlo, dame un bala
zo justo en la frente, acá,
delante de todo el mundo, y comprueba que el infierno existe, porque el mismísimo
Franco te hará fusilar. Bien lo
sabes, no puedes tocar al confesor predilecto del alto mando, al guía espiritual d
e tus jefes actuales, a quienes debes
rendirles pleitesía para poder seguir subiendo en las fuerzas castrenses. Total, p
ara eso es para lo único que sirves:
para matar por cobardía porque no tienes cojones, eres un vil disfraz. ¿Te has dado
cuenta de qué diferente se siente
ser cazado, verse acorralado por todos los frentes? Es duro, ¿verdad? Benítez dejó a un
lado la osadía,
claramente tenía las de perder.
Quizás tengas algo de razón. Por ahora solo he venido porque necesito entender. Tengo
que saber la verdadera
intención de destruir a mi familia. O me lo dices ahora mismo o te juro que te vol
aré los sesos por todo lo que nos
has hecho. Maldito hijo de puta. No me importa morir, a fin de cuentas, ya mi ca
beza debe tener precio, puesto, o
bien por mi suegro, o bien por el ejército, pero no quiero irme de este mundo sin
saber la verdad. Me mata la
curiosidad.
Verás, en el fondo, tú y yo somos iguales, solo que de diferente materia. Yo no hice
nada distinto de lo que tú
una vez hiciste con mi vida, cuando me la destrozaste para siempre. Pues, sí, no t
e hagas el gilipollas. ¿Te sorprende
la dura verdad? No me mires así, haciéndote el confundido, no te hagas el tontorrón. H
ace mucho tiempo tú
acabaste con mi esperanza, con mi amor hermoso, con el deseo puro de libertad. Y
o solo me las estoy cobrando, y
con creces.
La cruda confesión de Iribarren desarmó por completo el instinto asesino del general
. ¿A qué se refería este
misterioso justiciero, este enemigo e insospechado vengador? ¿Acaso él le conocía? ¿De dón
de sacaba esa carta el
cura? Benítez pensó que se trataba de alguna excusa barata para confundirle, para ga
nar tiempo. Nuevamente el
cazador habitual vestía de presa, su confusión era total. El soldado dudó por tercera
vez. En desesperado intento de
obtener pistas certeras, volvió al interrogatorio.
¿A qué juegas, asqueroso hijo de perra? ¿Qué te pude haber hecho yo? No trates de confund
irme, tu perverso
juego se acabó insistió el militar.
¿Te dice algo el nombre del profesor Castellanos Iturbe? ¿Te recuerda algo en tus abu
ndantes memorias de
crímenes injustos en Galicia?
Benítez frunció las cejas, arrugó la expresión y repasó su archivo mental en busca de algu
na pista referente a esos
apellidos. Pensó que tal vez fuese uno de los maestros en la escuela, en la academ
ia militar, en el posgrado, en
aquellos cursos especiales de formación táctica. Pero nada le traía al presente ese pe
rsonaje mencionado por el
sacerdote, no podía relacionarlo con memorias vividas. En la carrera de armas, muc
hos cadáveres tenían su sello,
pero no recordaba nada, absolutamente nada que tuviese que ver con el inquietant
e apellido, con el personaje
aparentemente inventado, con el tal profesor.
No sé de quién me hablas, ni qué carajos tiene que ver conmigo o contigo. Déjate de rodeo
s. No quiero más
tretas de las tuyas, que la paciencia tiene límites. Ya me has jodido demasiado, a
sí que vayamos al grano.
Caminemos un poco, general. Tal vez eso te refresque la memoria y entiendas el po
rqué de mis acciones.
Juntos caminaron hacia el estanque al fondo del jardín.
En aquel entonces eras un simple capitán, unos pocos meses antes de finalizar la ab
surda Guerra Civil. Te hablo
de uno de los tantos cadáveres que reposan en tu tragicómico honor o mal llamado exp
ediente bélico. Cierto día de
invierno, el último de la guerra para ser preciso en mi recuento, tú, al mando de un
grupito de malnacidos
combatientes, asesinaste a un pobre e inocente catedrático. Quizás por error, tal ve
z por cobardía o simplemente por
el placer homofóbico de acabar con un desdichado homosexual, según tus propias palab
ras, pronunciadas en la
mañana del juicio y posterior fusilamiento de Castellanos Iturbe. El motivo, te lo
aseguro, me tiene sin cuidado. El
problema es que ese hombre, de quien dices no acordarte, era parte de mi vida, e
ra mi gran amor. Sí, el profesor y
yo habíamos iniciado una hermosa relación amorosa, secreta, sublime, pura, perfecta.
Claro, yo no era sacerdote, ni
mucho menos. Jamás me había pasado por la cabeza vestir los hábitos, pues siempre he s
ido ateo. Tú me forzaste al
cambio de uniforme.
¿Vosotros erais amantes? ¿Yo le fusilé? No entiendo nada. Esta historia es ridícula. Es u
n maldito invento de tu
desquiciada mente. Juro que no sé de qué me hablas, estás loco de atar. Deja de invent
ar sandeces, eso no te
salvará de una muerte segura atinó a responder el ofuscado general.
Mucho más que eso, pedazo de cretino. Tú jamás entenderías nada porque nunca has conocido
el sentido del
verdadero amor. Eres un burdo asesino, un matón de pueblo, un barriobajero. Entérate
: Castellanos para mí era la
consagración real del amor puro, sin condiciones, sin miedos. Era el hombre que más
he amado en la vida. Era un
amor tormentoso, que me llenaba el alma. Nos íbamos a ir de este país de mierda, esc
apar de una guerra absurda,
pero el puñetero destino decidió en mala hora que tú te atravesaras en nuestras vidas.
Esa tarde mataste una parte de
mí. Y después del entierro juré por mi sangre que me vengaría de ti, que debía cobrarte la
sangre derramada sin
razón. Y eso es, simplemente, lo que acabo de hacer.
Benítez tragó amargo. Nada estaba en su lugar. Toda la historia parecía increíble, aseme
jaba a una patraña
concebida por una mente perversa, sádica, enfermiza, diabólica. ¿Cómo era posible que un
sacerdote ejecutase un
plan tan oscuro en nombre de un amor explícitamente prohibido ante los ojos de Dio
s y la Santa Madre Iglesia? La
sotana continuaba produciendo alucinaciones en la cabeza del general. No asimila
ba, no entendía que estaba frente a
un ángel nefasto, un actor extremadamente histriónico. ¿Cómo se podía digerir semejante pe
cado, infamia o
blasfemia? Todas las muertes en las guerras son ilógicas, pero hablar de represali
as bajo el amparo de la cruz era
demasiado escabroso para ser creído, debía existir alguna macabra confusión. Pero no i
mportaba. Ya el agravio
estaba consumado. Para ese entonces, su vida familiar estaba condenada a la dest
rucción, la familia entera estaba
por ser aniquilada.
Pero no entiendo. Tú eres un sacerdote de la Santa Madre Iglesia, un cura ordenado,
certificado. ¿De qué
venganza hablas? ¿Cómo es posible amar a Dios pero destruir al prójimo? ¿Qué locura es est
a? Todo es insano.
Benítez no salía del laberinto informativo.
Pero ¡qué estúpido eres! Entiéndelo de una maldita vez. Esta sotana no es más que un burdo
disfraz, es la
excusa perfecta para mi plan. Este uniforme me permitió acercarme a ti, a tu entor
no. Me llenó de credibilidad, de
respeto. Me otorgó más poder que el que tienes tú. Franqueó las puertas del propio Gener
alísimo, del alto mando, la
tropa de élite, de tu hogar. Fue mi aliado para seduciros a María Fernanda y a ti, p
ar de idiotas. Este atuendo se
convirtió en la credencial inocua. Reconócelo, tengo mis méritos, debes darme crédito. A
cepta que el plan tiene
visos de genialidad, aunque sea un poco descabellado. Maquiavelo debe estarse re
volcando en la tumba: el alumno
ha superado al maestro. Y todo en nombre del amor, qué hermoso. Fueron muchos años d
e sacrificios, de
amoldarme a creencias que no comparto, de cinismo podrido, de interminables ment
iras, justificadas bajo un manto
eclesiástico que solo busca intereses económicos o políticos. Pero valió la pena el esfu
erzo, porque juré vengar la
muerte de mi gran amor y lo estoy logrando con muchas satisfacciones. Verte caer
, desmoronarte, despedazarte en
vida, es el mejor reconocimiento a la perseverancia. Como dice el refrán, El tiempo
de Dios es perfecto . Hoy no
eres ni la sombra del aguerrido macho , siempre falso, que desenfundaba su Luger co
n destreza para aterrorizar a
los humildes campesinos y moradores de pueblos conquistados, para acabar con vícti
mas inocentes solo por el
placer de matar en tus desquiciados interrogatorios. Hoy realmente eres un don n
adie. Lo más doloroso para ti es
que ya no tienes el valor para enfrentarte con mi ejército de fe. Si decides ataca
rme, te caerán encima el caudillo y su
banda de matones, la sociedad, el clero. Por otro lado, debes correr y evitar qu
e tu frustrada esposa suelte la lengua.
Eso sí es realmente un peligro inminente. ¿Te imaginas que se conozcan las debilidad
es del futuro ministro de
Defensa? Créeme que no estaría en tu lugar ni por todo el oro del Vaticano, estar en
tus zapatos es sinónimo de
muerte. Estás solo, sin municiones ni tropas, rodeado por todos los flancos. Creo
que esta vez no lo tienes fácil
confesó Iribarren, refocilándose en la desdicha de Benítez.
Puedo entender tu deseo de acabar con mi vida; ahora no te culpo si es cierto lo
que me has dicho. Pero solo
me remuerde una duda: ¿por qué destruir a mi esposa, a mi hijo, a toda la familia?
Lamentablemente, ellos formaron parte del listado de víctimas inocentes. Ante la ve
nganza, todas las personas
cerca de ti están expuestas de alguna manera, algo les puede salpicar, gracias a t
us acciones, porque al final tú eras el
blanco. Todo elemento relevante en tu entorno me ayudó a consumar el plan. Me valí d
e tu esposa, tu hijo, tus
suegros. Lamento que sucediera de esa manera, pero eran piezas necesarias para l
legar al gran general. Tú eras el
problema; ellos, las aristas. Es parte de la vida: unos ganan, otros pierden. Mu
chas veces los inocentes son soldados
inocuos, carne de cañón necesaria, muertos por balas perdidas, por efecto rebote o p
or acciones secundarias. Pero
no sé de qué te quejas si en realidad no amabas a tu esposa. La pobre vivió un calvari
o de soledad a tu lado. Por
esa razón se abrió a mis brazos con pasión, se entregó ciegamente al primer romanticón, as
pirando tocar el cielo.
Las mujeres son así de básicas, débiles e idealistas. Míralo desde este punto de vista:
si sobrevives, ya no tendrás la
modorra de tu relación matrimonial, no tendrás que amar obligado, es decir, serás un h
ombre libre, ¡mira qué bien!
sonrió el sacerdote.
Eres un degenerado asqueroso; estás enfermo, eres un maldito y asqueroso demente.
No menos que tú, mi querido Pachi.
Benítez montó en cólera rancia. Ese apodo solo lo conocía su esposa. Mi princesa encantad
a le había bautizado
con ese cariñoso sobrenombre el día que se besaron por primera vez. La duda razonabl
e mostraba claramente que
la relación de María Fernanda con el cura había ido más allá de una simple confesión, de una
conversación
académica entre profesor y alumno. El afecto era clarísimo entre dos enamorados, a e
spaldas del esposo ausente.
Pero las sorpresas de Benítez apenas comenzaban. Tenía frente a sí a un verdugo meticu
loso, sádico, que había
estudiado todos los aspectos y movimientos de la vida íntima del general mientras
se revolcaba en la cama con su
compañera de alcoba.
Sí, conozco tu vida y milagros y un poco más todavía. Llevo años indagando sobre tu perso
nalidad, tus gustos,
acciones, crímenes, bajas pasiones, apodos, inclinaciones sexuales. Te conozco a f
ondo. Tu remoquete me lo
confesó tu amorosa esposa en una noche de lujuria y pasión salvaje, entre sábanas moja
das, que compartíamos
como mínimo tres vecespor semana en el hotelArboleda, ¿te suena familiar, teparece c
onocido el sitio?, ¡Menuda
casualidad morbosa! Mi amigo, el conserje, siempre se burlaba, me decía que yo era
un granuja, el perfecto truhán,
porque me los follaba a todos a la vez. ¡Qué divertida obra de teatro surrealista! ¿No
te parece increíble?
Benítez sentía retortijones de estómago, no podía dar crédito a la embrujadora historia. E
l cura también era
amante de su esposa, se había infiltrado por completo en su hogar. No podía hablar,
el asco le disolvía las palabras
entre charcos de saliva. Necesitaba descubrirlo todo de su enemigo para buscar a
lgún antídoto contra su ponzoña.
Contuvo las ganas de matarle frente a todos, pero necesitaba argumentos para def
enderse en el inevitable juicio. Por
otro lado, María Fernanda era ahora parte importantísima del bando enemigo y eso le
ponía entre la espada y la
pared. A cada rato se aparecían nuevos flancos abiertos en el combate. Iribarren r
ealmente era peligroso, necesitaba
sacarle la verdad. Por eso optó por contenerse y continuar la averiguación.
Entonces también eras amante de mi esposa. ¡Qué cerdo!
Claro, ella fue la primera pieza clave en el camino de mi venganza. Fue ella quie
n me abrió el portón de tu
guarida, del círculo protector del que alardeabas. Ella me contó todo sobre ti, clar
o, con mucho sudor en la cama.
También mi laborioso proceso de investigación desenmarañó la mayoría de tus debilidades. S
upe que mataste a
mucha gente inocente, incluso en tus filas. Eres intensamente paranoico y cobard
e, razones suficientes para eliminar a
posibles competidores o enemigos potenciales, porque dudas hasta de las sombras
que te cubren. Pero nunca
dudaste del hombre con sotana; craso error, amigo. Sé que mataste a Andueza o, mej
or dicho, lo emboscaste en
Oviedo, porque conocía tus oscuros secretos, esos de los que todos hablan, que se
han rumoreado en los pasillos
durante años sin que nadie los pudiese demostrar; nadie, excepto yo. El teniente A
ndueza descubrió tus bajas
pasiones cuando disfrutabas aniquilando prisioneros. Su pecado fue espiar por el
ojo de la cerradura durante uno de
tus salvajes interrogatorios y ver cómo abusabas de un detenido. Sí, pensaste que el
rumor había sido atajado y
disimulado con solapadas amenazas de muerte. Pero lamentablemente para ti, llegó a
mis oídos. Te confiaste
demasiado, debiste haber matado a todo el batallón. Recuerda que la verdad nunca m
uere; casualmente tarda en
asomar, pero todo lo cambia cuando estalla. Andueza, el pobrecito carlista y catól
ico a machamartillo, lo observó
todo. Al pobre desdichado que se había rendido le colgaste del techo, estaba medio
muerto, flagelado, humillado.
Pero tus hormonas empezaron a hervir cuando viste el exuberante y frondoso miemb
ro de tu prisionero, alebrestado
por el dolor, duro, erecto, apetecible, tal como te encantan, esos que te hacen
agua la boca. Y como era costumbre
tuya, a solas, encerrado con la presa en la sala de castigo, aprovechaste y en s
acrílega comunión consumiste su carne
enhiesta. Fue tanto tu desenfreno, tu alocada pasión, que le arrancaste el pene co
n la boca. Luego, para disimular, lo
tajaste en pedazos, buscando esconder las pruebas, torcer la evidencia y de ese
modo poder ocultar tu secreta
verdad homosexual reprimida. Mataste al pobre infeliz porque decías odiar a los ma
ricas; descubriste que Andueza,
espantado por lo que había visto, intentó denunciarte y tú le callaste la boca para si
empre, junto con varios inocentes
soldados de confianza. ¡Joder, la felación del preso valía más que tus soldados! Ese cri
men es solo la punta de la
colina. Tengo un expediente en tu contra que hará temblar a todos tus jefes de pac
otilla.
Padre, o, mejor dicho, marica de mierda; ¿no crees que tengo suficientes motivos pa
ra matarte de una cabrona
vez? Recuerda quién soy, todavía tengo el poder de hacerlo; no me retes. ¿Crees que sa
ldrás vivo de esta? Lo dudo
mucho. Es tu palabra contra la mía. Ya veremos a quién le creen más: si a un loco disf
razado de sacerdote o al
ministro de Defensa. No te dejes llevar por una victoria pírrica. Puedo usar mi je
rarquía para suicidarte , y destruir
todo el cochino expediente que tanto mencionas dijo Benítez tratando de intimidar.
Pachi, me confunde tu ingenuidad, tu puerilidad. Claro que tienes motivos, es cie
rto, pero el miedo a esta guerra
desconocida, sin enemigo probable, eso te frena. Sabes que si lo haces, solo ace
lerarías las etapas de mi venganza.
La muerte no significa nada para este humilde servidor de la fe. Yo me fui ya de
este mundo junto con Castellanos;
mi misión pronto toca a su fin. La humillación será tu peor enemigo en el trayecto de
vida que te falta. Mancharás tu
historial para siempre, tus padres se verán deshonrados, tu propio suegro te hará tr
izas, te destrozará como a una
rata. ¿O es que te olvidas de la poderosísima verdad que tiene María Fernanda en sus m
anos? ¿Recuerdas su
pataleta en elArboleda? Espara llorar, ¿no te parece? No me quiero imaginar la rea
cción tuya cuando se conozca el
triángulo amoroso con tu esposa y un hombre de Dios, cuando todo sea del domino públ
ico. ¡Joder! ¡Menudo
centimetraje que acapararías! Es más, te apuesto lo que sea a que el mismísimo Generalís
imo firmaría tu ejecución, te
lo puedo apostar. No me subestimes, todo está planeado. De hecho, todos nuestros s
ecretos de alcoba, toda mi
historia, está escrita en un diario que alguien insospechado por ti va a utilizar
en contra del devaluado y
desacreditado general Benítez si algo llegara a sucederme. ¡Dime que no soy un genio
! Me lo he pensado bien. Se
exhibirían pruebas muy dramáticas en tu contra. Verte morir solitario, deshonrosamen
te, sin uniforme, sin privilegios,
cual cobarde en decadencia, será una recompensa increíble para mí. Te lo ruego, no me
des ese placer antes de
tiempo. Corre, porque esa es tu única salvación. No creo que seas tan cretino como p
ara ajusticiarme . Así les
decías a tus víctimas, ¿cierto? Piensa un poco, tontín. Debes buscar la manera de salir
rápido de este infierno que
apenas comienza. Ahora tienes al enemigo en tu casa, en tu misma sangre. Yo solo
fui el acelerador de tus verdades
o, mejor dicho, de las asquerosas mentiras hasta ayer ocultas.
Eres un maldito perro asqueroso. ¡Me las vas a pagar, te lo juro! ululó Benítez.
No menos que tú, mi querido general, somos exactamente iguales. Soldados de dos ejérc
itos diferentes. Tú
matas con balas y yo con la fe, pero al final somos lo mismo. Mercenarios enriqu
ecidos y poderosos gracias a los
débiles, con quienes jugamos cual gacelas indefensas certificó Iribarren.
No va a quedar lugar donde esconderte. Ahora me toca a mí.
No, hijo mío, no pierdas tu tiempo, no seas impulsivo. Créeme, yo no valgo nada. Ve y
trata de esconder tu
asquerosa verdad, por cierto, muy repudiada en la mili. Tal como te sugerí antes,
no pierdas tiempo conmigo. Sabes
que en el fondo, con todos los acontecimientos que han pasado entre nosotros, mi
sotana tiene más influencia que tu
Luger. Nadie osaría desconfiar del clero, pero en tu ejército no toleran a los miemb
ros débiles y marcadamente
ambiguos. Esa fue tu bandera criminal, cuidado ahora con flaquear. A mí se me cree
rá siempre, soy sacerdote.
¡Válgame Dios! ¡Quién diría que mi palabra es verdad eterna, joder! Si muero, seré mártir, mi
ntras que tú serás un
cobarde, y te enterrarán sin honores, sin la bandera nacional cubriendo tu féretro,
como habría soñado tu padre. Mi
pasado negro no existe, nadie puede probar nada contra los curas. Somos seres es
peciales, intachables. Y cuando
pecamos, simplemente se nos traslada de país hasta que llegue el olvido. Pero tu p
asado pronto estará en los diarios,
a menos que actúes con rapidez y sapiencia y logres hablar con don Toribio, tu fut
uro exsuegro.
Debo reconocer que tu mente es brillante, sacerdote, o vengador, o lo que coño sea
tu verdadero apodo. Pero
cuenta con que mi venganza también será implacable, te lo aseguro. Tú me las vas a pag
ar, esto no termina acá.
Administra bien tus carcajadas, pronto se pueden transformar en llanto, cuando t
e mate.
Desde luego que no termina acá, Pachi, si la fiesta apenas empieza. Según mis cálculos,
tus próximas semanas
serán un verdadero calvario. A menos que hagas lo que te pida.
Benítez se inquietó por la solicitud. Escuchó atento.
¿A qué te refieres? ¿Qué esperas de mí, pedazo de degenerado, enfermo?
Está bien, no hay problema. Ahórrate tus bravuconadas verbales. Óyeme bien, es fácil. Si
renuncias al ejército
en las próximas cuarenta y ocho horas, tal vez interceda por ti. Pero, claro, perd
er el poder que te da un uniforme es
delicado, ¿cierto? Te hace vulnerable. Sin las charreteras, sin tropas a tu mando,
pasas a ser un don nadie. Pero si
me haces caso, tal vez me apiade y vivas para contarlo, quizás te regale el antídoto
para mi perverso plan. Como
ves, no soy tan fatalista, te puedo ofrecer una segunda oportunidad, eso sí, fuera
del ejército. Tal vez puedas
matarme sin que te enjuicien. Pues, sí: acaba con mi vida, así te vengas de este cer
do marica; hasta podría tratarse
como un crimen pasional. Pero si vistes el uniforme, otros prejuicios estarían en
tu contra, piénsalo bien. Despójate
de tu poder y yo me despojaré del mío, así nos enfrentaremos como simples mortales asev
eró Iribarren con tono
irónico.
Definitivamente estás loco. Nos veremos pronto en el cementerio. Tú me acompañarás a la t
umba, de esta no
te salvan ni todos los santos de la Iglesia.
Cierto, Pachi, nos veremos en el infierno. ¡Ah! Una sola duda me queda. ¿También violas
te a Castellanos antes
de matarle? Si quieres, me lo cuentas en la próxima visita, en la próxima confesión en
mi iglesia. Estaré ansioso por
verte de paisano. Como en los viejos tiempos, siempre amado Pachi.
Benítez estaba asqueado. Dio por terminada la visita. La cabeza estaba a punto de
estallarle con tantas verdades a
flor de piel, recuerdos malsanos de una época lujuriosa, aberrante que le perseguía.
En efecto, el satánico enemigo
había cosechado muchas pruebas en contra del militar, pero el argumento que más le p
reocupaba al general era otro.
Un secreto que ahora estaba expuesto ante su esposa. Necesitaba a toda costa cal
mar las verdades, tratar de
disimular un poco, negociar silencio, acallar conciencias por las buenas o por l
as malas. Tal vez el próximo paso
fuera acercarse a su suegro, tratando de prevenir alguna ligereza de María Fernand
a. Las depresiones habituales en
ella tal vez le ayudarían a ganar tiempo. Su esposa solía encerrarse en sí misma por v
arios días sin soltar prenda.
Resultaba interesante la coincidencia de que ella también había quebrantado la hones
tidad del matrimonio perfecto.
Ella escondía una relación fuera del sacramento matrimonial, ella también tenía un amant
e absolutamente prohibido
ante los ojos de la recatada sociedad madrileña. Ese posible desliz en el deseo se
xual de la mujer pudiera ser su
única defensa, la tabla de salvación, la llave del silencio.
Salió del convento con la mente fija en un plan que amortiguase las realidades y d
ecidido a visitar a su suegro.
Albergaba la esperanza de que este aún desconociera el verdadero motivo del llanto
de su infantil hija. Le quedaba
poco tiempo antes de que María Fernanda soltara un gigantesco mar de dudas en la c
abeza del editor, dando pie a
una guerra entre ambos.
Por otro lado, Benítez intentaba encontrar la forma de sacar del camino a Iribarre
n. El problema era conseguir el
diario del cura o el informe de sus investigaciones, si es que existían. De pronto
, sus recuerdos le advirtieron que no
podía dudar de su existencia. Claro , pensó en voz alta. Con razón el cura tenía tantos pap
les en su escritorio
hace unos meses. El muy hijo de puta me estaba tanteando, midiendo mis reaccione
s . El enemigo resultó ser
especialmente planificador, satánico, pero sobre todo apasionado con sus hechos. B
enítez debía superarlo o, de lo
contrario, su carrera y tal vez su propia vida corrían grave peligro. Otro escenar
io factible era silenciar a María
Fernanda. El problema estaba en sacarla de casa de los suegros y acabar con su v
ida de manera que pareciese un
accidente, esa era una opción interesante y creíble. Porque Iribarren quizás no había co
ntado con esa reacción
intempestiva. En ese caso, tendría que ocultar las pruebas, pues era él el verdadero
amante, el causante de la
deshonra del militar, razón más que suficiente para quitarle todo crédito en un posibl
e juicio público cuando el marido
burlado acabe con la desdichada mujer de doble vida. Extraño tal vez, pero ciertam
ente no imposible de asimilar.
Capítulo 24
Mi princesa encantada claudica y decide morir
María Fernanda se refugió en casa de sus padres durante varias semanas luego de enfr
entar la visión más
asquerosa y aterradorapara cualquier mujer esa fatídica tarde en el hotelArboleda.
Losprimeros días estuvo
encerrada en la habitación en que había transcurrido buena parte de su infancia, jun
to a cientos de muñecas de trapo.
Las horas se deslizaban entre lágrimas, gritos y pesadillas. El recuerdo espantoso
, fantasmal, no la abandonaba ni un
solo instante; era un repetitivo y trágico mensaje. Dejó de comer por lo menos duran
te los primeros cuatro días,
hasta que su padre, asustado, decidió intervenir y llamó al médico de cabecera, el doc
tor Martín Iriarte, famoso
cirujano, amigo de la infancia de don Toribio. El primer encuentro entre el facu
ltativo y mi princesa encantada no
arrojó resultados favorables. El diagnóstico fue simple: una severa depresión agudizad
a por una visión aterradora,
imposible de revelar, por razones insospechadas y difusas. El galeno recomendó la
intervención de algún profesional
experto en temas emocionales y sugirió los servicios de otro colega altamente esti
mado, versado en psicología y
psiquiatría, porque el daño estaba latente en el subconsciente de la enferma.
Gracias a las súplicas maternas, María Fernanda canceló la huelga de hambre. A regañadie
ntes, y solo para
complacer a su madre, ingirió algunos bocadillos con una taza de sopa de pollo mez
clada con vegetales que le
produjeron fuertes y prolongados cólicos durante tres días como resultado de la desc
ompensación de los jugos
gástricos durante la dieta emocional forzada. El médico de las emociones visitó a la d
epresiva solitaria, que no quiso
aportar muchos datos sobre su cuadro angustioso, autodestructivo y patéticamente s
uicida. La sapiencia del nuevo
doctor ayudó a drenar parte de las lagunas mentales enquistadas en el subconscient
e de la hija del hombre más rico
de España. Después de la tercera cita con el psicólogo, la frustrada mujer pudo finalm
ente conciliar el sueño sin la
ayuda de sedantes. Pero las pesadillas revoloteaban sobre el copete de la cama.
En las madrugadas se despertaba
alterada, aullando desesperada, gritando incoherencias, empapada de sudor. Tenía u
n sueño repetido, noche tras
noche, que no le permitía paz espiritual. La paranoia se centraba en el recuerdo d
e una particular visión que la había
sacado de su centro estructurado mental. La imagen la atacaba con claridad en el
preciso instante que lograba
conciliar el sueño. Allí, a solas, su mente le recordaba el día más desdichado de toda s
u existencia. El momento en
que ella, toda radiante de felicidad, vestida cual ramera sofisticada, abría la pu
erta de la habitación cuarenta y tres del
albergue transitorio Arboleda, su reciente nido de amor secreto, para entregarse
desesperada en los brazos de su
amante bendito. De pronto, al abrir la puerta, se enfrentaba con la sorpresa de
su vida, con la imagen asquerosa que
se asomaba para arrancarle el aliento, aniquilarle todos sus valores morales y r
ecordarle sus pecados.
que ella, toda radiante de felicidad, vestida cual ramera sofisticada, abría la pu
erta de la habitación cuarenta y tres del
albergue transitorio Arboleda, su reciente nido de amor secreto, para entregarse
desesperada en los brazos de su
amante bendito. De pronto, al abrir la puerta, se enfrentaba con la sorpresa de
su vida, con la imagen asquerosa que
se asomaba para arrancarle el aliento, aniquilarle todos sus valores morales y r
ecordarle sus pecados.
Cuando la visión cobraba vida, la señalaba con el índice acusador. María Fernanda se cue
stionaba por haber
pecado, por haber amado a un hombre de la Iglesia. Llegó a justificar su cercana a
niquilación como castigo de Dios
por haberle dado placer a la carne, en vez de honrar al alma. Por haber traicion
ado a su marido, por dejarse llevar
por las garras del ángel del infierno. Y ahora ese ángel caído, demoníaco, despreciable,
la invitaba a convivir en el
inframundo junto a otras almas pecadoras. Realizó toda clase de esfuerzos y siguió t
odo tipo de sugerencias o
recomendaciones médicas para controlar el terror al momento de caer rendida. Anhel
aba desterrar para siempre esa
visión, ese dragón maléfico, pero no podía lograrlo, era algo superior a ella.
La familia estaba deshecha. Conversaron con el esposo, pero Benítez daba excusas v
acías, como tratando de
evadir responsabilidades. María Fernanda exigió no verle nunca. El suegro volvió a sup
oner que la frustración de su
hija obedecía a algún lío de faldas por parte del general, aunque este le garantizaba
que no era así. Don Toribio
intentó entonces comunicarse con el confesor, pero Iribarren estaba fuera de la ci
udad. El sacerdote le aseguró que
le resultaba imposible verla hasta dentro de un mes debido al retiro espiritual
que había iniciado por flaquezas en su
vida religiosa. La negativa desencajó al viejo empresario. ¿Cómo era posible que un mi
embro de la Iglesia se negase
a ayudarle? Pero su yerno le convenció de no involucrar al clero en temas de famil
ia, que le dieran un tiempo a la
enferma para recuperar la cordura; tal vez el mal que la aquejaba fuese una simp
le depresión producto de alguna
descompensación hormonal. Don Toribio aceptó a medias, algo le decía que el problema e
ra mayúsculo porque su
hija nunca había mostrado una conducta tan conflictiva como ahora. Finalmente, pre
sa de la angustia por el
sufrimiento desmedido de su hija, decidió intervenir con toda la autoridad del hom
bre de la casa. Violentando la
privacidad de la habitación de la niña, exigió explicaciones.
La charla preliminar transcurrió con docilidad por ambas partes. La hija se abrazó c
on intensidad de los hombros
del padre. Por primera vez, María Fernanda sintió que le importaba a alguien en la v
ida. Las caricias ablandaron los
ánimos. El padre le preparó un té de tilo y manzanilla para adormecer la rabia. Le ofr
eció ayuda, apoyo
incondicional, le garantizó la aprobación de toda decisión, incluso la separación que ta
nto imploraba ella; pero a
cambio exigió una explicación, una justificación sólida, verdadera. María Fernanda se aleg
ró un poquitín, pero la
tristeza opacó la celebración. El viejo mandón volvió a preguntar por enésima vez cuál era l
a causa de la desdicha.
La enferma no podía articular palabras. El pasado acusador le apretaba el cuello,
le silenciaba el alma, cada vez que
recordaba las escenas pecaminosas vividas en el motel de mala muerte. Aferrándose
a los brazos de su padre, pedía
perdón por sentirse tan vacía, pecadora, humillada como mujer, en nombre del amor. S
uplicó que la perdonara pero
que no le pidiera hablar sobre el tema. Don Toribio cambió de tono. El tono dictat
orial, recio, obró con la típica
errática y justiciera actitud de padre desesperado ante el silencio.
Hija, o me dices qué está pasando, o no podré ayudarte. Nos tienes con los nervios de p
unta. Tu madre está
hecha una piltrafa, hace días que no come. Yo no duermo bien. ¡Coño, ten un poco de co
mpasión con nosotros!
Sea cual sea la culpa, no te preocupes, sabes de sobra que te apoyaremos. Dime s
implemente qué debo hacer;
confía en nosotros, no te fallaremos expuso el padre desesperado.
Papá, quiero una anulación del matrimonio ya, inmediatamente, no puedo volver a mi pr
opia casa respondió
enfática la hija.
Está bien, pero al menos ten la decencia de aclararme qué diablos pasa. No puedo apoy
arte si solo se trata de
un capricho, de una malacrianza. Tienes apenas pocos años de matrimonio, tienes un
hijo bendito. Entiendo que
algún problema conyugal tendréis, pero, antes de apresurarte a tomar una decisión tan
drástica, ¿no crees que
debemos hablar sobre las causas? Tu madre y yo queremos resolver esto lo antes p
osible, solo dinos la causa de tus
penas. Si Benítez se ha portado mal contigo, mira que le mato, ¿eh? Solo dime qué coños
ha pasado, por el amor de
Dios. Pero te digo, de antemano, que si es un lío de faldas, tampoco es el apocali
psis. Cuando te casaste, bien
sabías que los militares eran mujeriegos, y como esposa debes entenderle un poco.
No metas a Dios en esto. Es mi culpa por haber cometido un pecado carnal. Soy una
basura, él solo me está
reprendiendo por mis faltas. Me he convertido en una sucia puta pecadora de mier
da, una fornicadora insana.
Don Toribio se asombró ante la escueta y sucia aseveración. Su propia hija estaba co
metiendo ¿un pecado
carnal? O sea, ¿tenía un amante secreto? ¿Aceptaba la promiscuidad fuera del matrimoni
o? ¿Era ella la causante de
su propia desgracia porque se sentía culpable de haber traicionado al marido? Y, p
or lógica, quizás el problema
radicaba en cómo decirle la pura verdad al esposo ofendido. El viejo respiró aliviad
o, aunque le molestaba que su
única hija tuviese un amante, algo que no era bien visto entre las mujeres de su c
asta; incluso tal vez la tildaran de
mujer fácil. Pero ¡al carajo! Ella era de su misma sangre y merecía todo el perdón en ca
sa. El problema empezaba a
tener solución. Don Toribio interpretaba que la vergüenza por la noticia era el moti
vo de la depresión, que tal vez la
niña de papá no sabía cómo afrontar semejante ofensa familiar. Utilizando sus dotes de o
rador y buen negociante, el
viejo empresario ofreció un plan de salvación bastante tonto.
Vamos, hija, que no es el fin del mundo. El hecho de que te hayas acostado con ot
ro hombre no es muy
correcto que digamos, al menos nosotros no te educamos para que actuases de esa
manera, un poco libertina. Pero
¡qué carajo, a la mierda! Somos humanos, sé que la carne tienta, nos seduce, convirtiénd
onos en pecadores. Eres
demasiado hermosa, ingenua, sentimental; ¡joder! Y alguien te sedujo. También el ton
torrón de Benítez debería estar
más pendiente, es un gilipollas, siempre te lo dije. Pero no te preocupes. Si la v
ergüenza de confesarte era lo que te
atormentaba, ya está, listo, santo remedio. Personalmente aclararé el tema con el ye
rno y él aceptará mis
condiciones. Todo es negociable en la vida y especialmente con ese cretino mater
ialista. ¿Ves que al hablar te
liberaste de la culpa? ¡Joder! Te estabas ahogando en un vaso de agua. Estamos lis
tos. Hoy mismo tomo cartas en el
asunto, hablaré con tu marido y juntos llegaremos a un buen término. Pero insisto en
que la anulación matrimonial es
una salida extrema, me parece que por el pequeño Francisco debéis pensarlo mejor. Ad
emás, con lo que le gusta a
tu marido nuestro linaje, no creo que se ponga bruto, te perdonará sin chistar. Yo
lo conseguiré, te lo prometo. A él
solo le mueve el interés le aseguró su padre, creyéndose el salvador de la familia.
Tú no entiendes nada, papá. Jamás lo comprenderás, ni después de muerta. Yo quiero la anula
ción, no por
haber pecado al acostarme con otro hombre. No, eso no me atormenta, no me import
a que me llamen puta. Quiero
la separación, porque me casé con un maldito marica oculto. ¿Ahora me entiendes? Por e
sa verdad necesito estar
sola, porque él es un cerdo desgraciado que me mintió desde el primer día, porque ha a
cabado con mi esperanza.
Luego veré qué hago con mi vida, con mi amante o con lo que sea. Ayúdame si puedes. So
lo quiero alejarme para
siempre de ese asqueroso enfermo respondió María Fernanda iracunda.
El viejo se petrificó, tragó amargo, y de sopetón se estrelló contra el piso. La justifi
cación enfermiza de su hija
sacó de sus cabales al aturdido padre. Ahora sí que no comprendía absolutamente nada.
Los pensamientos se le
alborotaron. Intuía que la crisis de mi princesa encantada tenía otros fundamentos, qu
izás severamente clínicos. Su
frustración la había convertido en mitómana compulsiva, deseosa de hacer daño a terceros
. Con semejante
argumento en contra del marido, no había dudas: algo le afectaba la mente a la pob
re mujer. ¿De dónde carajo había
sacado tan descabellada excusa? Llamar homosexual al general más sanguinario del e
jército, a la mano derecha del
caudillo, futuro ministro de Defensa. Resultaba imposible imaginarse al yerno co
n otro hombre. ¡Qué asquerosidad!
Sonaba hasta aberrante, tan solo pensarlo producía risa. El viejo se enardeció y rep
rendió a su hija por semejante
reniego.
Pero ¿te has vuelto loca, mujer? ¿En qué cabeza cabe semejante estupidez? Oye, si tu ma
rido te ha montado
los cuernos, puedo entender tu rabia. Pero, joder, inventar semejante fábula para
atacarle sin justificación es
abominable, detestable. Niña, ¿no ves que me puedes hasta meter en líos si repites tal
comentario? Que ni se te
ocurra hacerlo o tendremos un lío en casa. No quiero hablar contigo hasta que deje
s de decir incongruencias e
idioteces o tendremos que internarte en el sanatorio. Si quieres vengarte de una
traición, pues ve y fóllate a quien te
dé la gana, incluso frente a tu marido si quieres, pero no levantes falso testimon
io, todo por un despecho de mujer.
Eso no está bien respondió acalorado don Toribio e intentando irse del sitio.
Te lo juro, papá. Yo lo vi teniendo sexo con otro hombre. Créemelo, por el amor de Di
os, ese es el motivo de
mi desdicha. ¡Joder! Te juro que no es un capricho. Eres el único a quien puedo cont
arle. Te lo juro por lo más
sagrado del universo gritó María Fernanda, buscando apoyo y salvación.
El solo hecho de mencionar su asquerosa verdad le alborotó la psique. El pútrido rec
uerdo deambuló nuevamente
frente a sus ojos, apoderándose de ella, robándole la iniciativa. Quedó tiesa recordan
do cada detalle cuando hizo
girar elpomo de lapuerta de la habitación cuarenta y tres del hotelArboleda. Había l
legado al lugar, toda excitada,
húmeda de pasión, dispuesta a entregarse como nunca a su fogoso amante. La sonrisa l
e rompía los labios. Se
detuvo frente a la puerta, decidida, dispuesta a fundirse de placer, desabotonándo
se parte del abrigo que cubría su
delicada vestimenta de combate, liguero con medias de bordados, sujetador remata
do con encajes. Quería entrar en
batalla libidinosa desde el pasillo. Abrió la portezuela e inmediatamente el espas
mo había sido bestial. La antigua
sonrisa se desfiguró, se borró para siempre, las órbitas de los ojos estallaron cuando
su mirada recayó sobre el
centro de la cama. Dos cuerpos en pleno fragor sexual la saludaban, regalándole la
peor de las verdades. El temido
general Benítez estaba inclinado hacia adelante, justo frente a la puerta, en guar
dia, listo para ser divisado por
intrusos esperados. Detrás de su esposo asomaba la figura de Iribarren, el amante
justiciero, el llamado amor bonito,
el de los ojazos azules, disfrutando en plena penetración, sodomizando, desbordand
o pasiones en el cuerpo del
atlético militar. Los amantes estaban empapados de sudor, y obviamente ya llevaban
unas cuantas satisfacciones a
cuestas. Dos barbas juntas, dos malditos maricas, en pleno goce frenético, dos men
tirosos inclementes.
Los rostros de los machos descubiertos expresaban mensajes opuestos, contradicto
rios. El marido, asombrado,
dudoso, delatado en plena acción desviada. El cura, feliz, pleno, regalándole una so
nrisa satánica a mi princesa
encantada , burlándose con perversión descomunal, destruyéndole por siempre el alma, la
vida, la luz. María
Fernanda no pudo reaccionar ante el repulsivo acto, se descompensó y salió como pudo
del lugar, hecha pedazos.
Los machitos querendones se enfrentaron. Benítez increpó al cura, no entendía el porqué de
la presencia de la
mujer en la alcoba, quería matar a Iribarren. El sacerdote se defendió alegando que
tal vez ella le había seguido. Pero
no era tiempo de discutir, era necesario aplacar el dolor de la esposa traiciona
da. El general se vistió rápidamente,
aturdido, incrédulo. Corrió detrás de la mujer que había vomitado en los pasillos, pero
no logró alcanzarla, ya se
había esfumado cual fantasma, sin rumbo fijo.
Irónicamente, ya habían transcurrido casi dos semanas del sucio descubrimiento de un
a verdad a la que nadie
daba crédito, ni siquiera el propio padre de la verdadera víctima, que dudaba de la
historia porque rompía con las
normas de lo políticamente lógico y aceptable en la sociedad. Menos mal que María Fern
anda en su confesión no se
aventuró a mencionar el nombre del sádico párroco y lo disimuló para evitar perturbar a
su padre. Decir que un
militar era creativo con su cuerpo resultaba insano desde el propio fundamento d
e pensarlo, pero implicar a un cura
era el colmo de la locura, la blasfemia hecha mujer. Don Toribio, de pie en la p
uerta del cuarto de su hija, la miró
afligido y sentenció con dolor.
Tienes serios problemas, hija. Creo que precisas atención médica. No puedes seguir in
ventando historias
absurdas como esta. Pudiera ser peligroso. Hablaré con el psiquiatra e iniciaremos
el tratamiento cuanto antes. No
quiero que te dé otra crisis depresiva severa. Buenas noches. Trata de dormir.
El viejo estaba hecho polvo. Abandonó a la niña mujer, dejándola sola, inmersa en un m
ar de frustración. Ni su
padre le daba crédito al dolor vivido. Con una verdad del tamaño de la Catedral de S
evilla, pero imposible de
certificarla. Ser amante de un prelado era cosa complicada en aquellos tiempos,
un pecado repudiado por todos.
Los posibles abusos del clero eran acallados; los diabólicos rumores, silenciados
al precio que fuese. Pero demostrar
que el futuro ministro de Defensa tenía gustos por personas de su mismo sexo era l
a falacia perfecta para ser llevado
al patíbulo, peor aún si la fuente de placer corporal provenía de un hombre que predic
aba la palabra de Dios en los
sermones dominicales, con sotana y cirios. María Fernanda se había entregado a estos
dos bribones. Llevaba en sus
entrañas el veneno de dos dragones asesinos. Uno la había utilizado por interés, para
escalar posiciones, para acallar
su debilidad sexual, tratando de disimular la verdad oculta bajo ese odio homofóbi
co que tanto pregonaba. El otro,
para ejecutar una venganza, para cobrar una deuda de sangre derramada por la mue
rte de un profesor también con
gustos peculiares a la hora de hacer el amor.
María Fernanda claudicó, no pudo con el peso de la indiferencia de su padre. Quedó sol
a, tendida en la cama.
Lloró toda la noche hasta inundar la casona entera. Definitivamente no tenía en quie
n confiar, nadie le creía. Estaba
sola frente al mundo acusador, no existía escapatoria. La vida le obsequiaba la bo
fetada perfecta, reservada a los
inocentes casuales. Mientras la madre oraba por la salvación de la hija, esta quería
desaparecer del planeta porque
los recuerdos la azotaban donde quiera que fuese. Refugiarse en otro país no era más
que un sedante momentáneo,
un paño tibio, un calmapenas de corta duración. Los recuerdos vividos, presenciados
en primera fila, los
pensamientos acusadores, eran el peor enemigo de su maltrecha humanidad. Aturdid
a, confusa, desilusionada del
querer, buscaba alternativas para minimizar la desdicha. Nada le satisfacía, toda
salida encontraba un obstáculo
moral. El suicidio fue la opción menos adversa. A fin de cuentas, ella no le impor
taba a nadie, nadie la echaría de
menos. Por otro lado, ese argumento podría en cierta forma servir de venganza ante
el cobarde esposo y el
inhumano sacerdote. Tal vez la muerte de mi princesa encantada desenmascarase las
bajas pasiones de ambos
seres del averno.
Capítulo 25
Iribarren despeja las dudas. Finaliza su obra de sangre
La hija de don Toribio ejecutó su venganza siguiendo las recomendaciones de su con
fesor. Transcurrieron
cuarenta y ocho horas exactas después de la inquisidora conversación en que María Fern
anda confesó con detalle
milimétrico a su progenitor toda la verdad de su locura. Ante la incredulidad del
padre, el abatimiento de la solitaria
mujer se exacerbó a niveles demenciales. Pero el detonante final, el que agilizó la
reacción aniquiladora, fue la carta
que Iribarren logró hacerle llegar a la esposa del general a la mañana siguiente, va
liéndose de la empleada doméstica
que atendía a la familia del empresario, porque el sacerdote no podría acercarse a m
i princesa encantada sin que
ella explotase en alaridos; el cura simbolizaba la esencia del mal.
A simple vista, el sobre no despertaba sospecha alguna. La letra era desconocida
, el trazo un poco tosco, rudo,
característico de personas de poco nivel académico. Ingenua, María Fernanda lo abrió sin
sospechar que encontraría
la confesión del causante de todas sus lágrimas. Inteligentemente, el recurso del ve
rbo fue usado de tal manera que, a
pesar de poder ser considerada como prueba contundente en cuanto a la denuncia,
el sacerdote parecería ajeno a
toda acusación. Cualquiera podía haberla escrito para incriminar al hombre de la Igl
esia por deseos de venganza.
Hasta la misma mujer en su trastorno delirante de doble personalidad era capaz d
e haber inventado dicha epístola.
Iribarren cuidó todos los detalles, la sapiencia del meticuloso asesino era una vi
rtud envidiable. La mujer comenzó a
llorar tan pronto como leyó las líneas escritas en tinta verde, el color favorito de
l sacerdote a la hora de escribir. El
texto rezaba así:
Querida hija o, mejor dicho, inocente víctima:
Espero sepas perdonar mis duras palabras, pero es mi deber, ante ti y el propio
Ser supremo. Debo
narrarte la verdad absoluta antes de partir de este cínico mundo. Cuando termines
de leer el último párrafo,
tal vez me acompañes en el próximo tren al inframundo.
Ante todo, debo aclararte que nuestro amor nunca existió. Fuiste parte de una ejec
ución, o mejor
llamémosla acción de guerra, en represalia por la conducta impropia del hombre que l
astimosamente cautivó
tu corazón antes que este humilde prelado. Fuiste una simple pieza en el rompecabe
zas de mi venganza. Esas
cosas pasan, no siempre escogemos el mejor partido. Lamentablemente, te tocó estar
al lado de un hombre
equivocado, un hombre que se jactaba de su masculinidad pero que en el fondo se
divertía a tus espaldas con
placeres perversos más allá de lo imaginable. Al menos dame las gracias por ayudarte
a descubrir la verdad
del padre de tu hijo.
Sé que es sumamente duro abrir la caja de Pandora, sobre todo en la forma que acon
teció. Te juro que no
fue mi intención, pero llevo años tratando de hacerle justicia al general Benítez, ese
ser despreciable que
acabó con la vida de tantos inocentes, entre ellos mi gran amor, un profesor de la
universidad de apellido
Castellanos. Tu actual esposo lo asesinó vilmente, sin razón, tan solo porque descub
rió que era homosexual.
Decidió segarle la vida por su supuesto gusto homofóbico e intolerante. El problema
fue que Benítez nunca
sospechó de mi existencia porque era un amor reservado, feliz, secreto, bendito. B
ien sabes que en nuestra
sociedad el deseo pasional entre dos hombres es fuertemente repudiado. Yo presen
cié su innecesario
asesinato detrás de las columnas en aquel pueblo gallego de mierda, de cuyo nombre
ni deseo acordarme. Le
enterré en una fosa común, igual que a miles de españoles inocentes, y jamás volví a visit
arle porque la
muerte es el principio del fin. Para mí la vida terminó ese cabrón día de invierno, just
o después del entierro.
Lloré al difunto en soledad, me entregué al alcohol tratando de evadir mi dolor, de
encontrar la forma de
despedirme de este sucio y asqueroso mundo. Pero las ganas de revancha pudieron
más. No dormía
pensando en el día en que pudiese acabar con la vida de tu marido. Pero la muerte
como simple castigo no
era suficiente para hacerle pagar por el dolor recibido.
Me tracé una estrategia para humillarlo en público, para exhibir todos los pecados y
debilidades del mítico
soldado, el salvador de la patria al servicio del Generalísimo. El plan era compli
cado, pero al final los
resultados eran medibles. Eso es bueno en toda venganza porque alimenta la esper
anza de cosechar sangre
paso a paso. Puedes llamarme lo que más te plazca; no te cuestionaré si piensas que
estoy enfermo, pero bien
sabes que en el nombre del amor todo es aceptable, incluso la muerte. Lo primero
que hice fue enrolarme en
el ejército de Jesús, en las filas de la congregación de los jesuitas, la cofradía más pod
erosa del Vaticano. El
uniforme de la sotana no solo me sentaba bien sino que, además, me regalaba la pos
ibilidad de pasar
inadvertido en mi búsqueda de sangre. Recuerda que la Iglesia está de la mano de los
nacionalistas, de los
reyes, los poderosos. Como ellos mismos dijeron en el treinta y seis: Esta guerra
es una nueva cruzada .
Pues les tomé la palabra e inicié mi captura de Jerusalén en Madrid . A medida que aprendía
el aburrido
oficio de cura me fui involucrando con las altas esferas del poder político y mili
tar de España. Como bien
entenderás, la Iglesia tiene un ejército de fe tan poderoso que asustaba al propio F
ranco. O sea, que, en tu
caso, tristemente, aunque intentes involucrarme en la trama, algo por cierto bas
tante difícil de creer en una
sociedad doblemente moralista y reprimida como esta, no tendrás resultados positiv
os. Nadie te va a creer;
pensarán que se trata de una buena novela policial. Incluso tu propio padre, que t
anto se aferra y respeta a
los militares por el simple hecho de amasar fortunas, dudará de tu cordura, de tu
verdad que solo Benítez y
yo conocemos.
paso a paso. Puedes llamarme lo que más te plazca; no te cuestionaré si piensas que
estoy enfermo, pero bien
sabes que en el nombre del amor todo es aceptable, incluso la muerte. Lo primero
que hice fue enrolarme en
el ejército de Jesús, en las filas de la congregación de los jesuitas, la cofradía más pod
erosa del Vaticano. El
uniforme de la sotana no solo me sentaba bien sino que, además, me regalaba la pos
ibilidad de pasar
inadvertido en mi búsqueda de sangre. Recuerda que la Iglesia está de la mano de los
nacionalistas, de los
reyes, los poderosos. Como ellos mismos dijeron en el treinta y seis: Esta guerra
es una nueva cruzada .
Pues les tomé la palabra e inicié mi captura de Jerusalén en Madrid . A medida que aprendía
el aburrido
oficio de cura me fui involucrando con las altas esferas del poder político y mili
tar de España. Como bien
entenderás, la Iglesia tiene un ejército de fe tan poderoso que asustaba al propio F
ranco. O sea, que, en tu
caso, tristemente, aunque intentes involucrarme en la trama, algo por cierto bas
tante difícil de creer en una
sociedad doblemente moralista y reprimida como esta, no tendrás resultados positiv
os. Nadie te va a creer;
pensarán que se trata de una buena novela policial. Incluso tu propio padre, que t
anto se aferra y respeta a
los militares por el simple hecho de amasar fortunas, dudará de tu cordura, de tu
verdad que solo Benítez y
yo conocemos.
Lamento el sufrimiento que te he causado, pero créeme que el mío fue mucho mayor en
ese último invierno
de la guerra. Sé que me odiarás, sobre todo por haberme convertido en un actor basta
nte consumado,
incluso en la forma de disimular mi real preferencia sexual. Porque supongo que
ahora, en tu soledad
desquiciada, tengas dudas. ¿Cómo alguien que te besaba, te acariciaba, mientras te a
rrancaba orgasmos
intensos, pueda sentir lo mismo por personas de su propio sexo? Sé que es difícil de
asimilar, pero así es.
Aprendí a descubrir las veleidades emocionales del sexo débil gracias a la psicología
y, en especial, a las
maestras de la ciencia del amor. Las prostitutas de Tánger, Sevilla y Madrid me in
struyeron en el oficio de
conocer el cuerpo de las mujeres, de tocar donde nace la lujuria, donde se anida
el deseo morboso, la
exaltación del placer femenino. Gracias a ellas logré parte de mi propósito sin levant
ar sospechas, hasta
aprendí a sudar amándote sin quererte. Tú abriste el corazón, te entregaste por amor, y
eso es hermoso.
Lástima que mi camino haya sido diferente al tuyo. Gracias a ti descubrí todos los p
untos débiles de tu
marido: jamás te percataste de mis intereses porque estabas realmente enamorada de
este loco asesino.
Menos mal, porque tal vez el plan hubiese sufrido modificaciones. Pero tarde o t
emprano iba a matarle, de
alguna forma acabaría con su vida, te lo puedo jurar.
Siendo franco, debo decirte que tu marido me decepcionó. La imagen aguerrida, salv
aje que él proyectaba
me daba miedo, me llevó a pensar en que la única forma de acabar con su vida era de
un balazo. Esa fue la
primera alternativa que consideré. Traté de armarme de valor pero no pude asesinarle
. Me enfoqué entonces
en repasar con detenimiento todo su historial de crímenes y vejaciones. Algo me de
cía que esa imagen de
soldado bárbaro no era más que un simple camuflaje, su piel escondía otras curiosidade
s. Con la cercanía fui
descubriendo sus debilidades. Siempre sospeché que el odio enfermizo hacia los hom
osexuales era un posible
deseo reprimido. Y lo corroboré cuando logré entrar en la lujosa casa que él frecuenta
ba en el barrio de
Conde de los Andes. Quizás nunca te enteraste, pero ese era un antro de perdición, u
na casa de citas a la que
solo tenían acceso hombres de gustos particulares; una casa de citas donde se amab
an personas del mismo
sexo. Ese detalle tan importante me obligó a seducir a tu honorable general. Mi be
lleza física, aunada al
buen uso de la palabra, allanó el camino. Unos meses después de empezar tú y yo nuestr
a relación, tu marido
se hizo muy amigo mío. En reuniones privadas donde supuestamente le brindaba sabio
s consejos para llegar
al Palacio de Bellavista, entre copa y copa, logré que el muy cerdo me robase cari
cias y besos. Mi primera
reacción fue de rechazo, pero rápidamente me di cuenta de que el propio Benítez me est
aba dictando el
último capítulo de mi venganza. Aunque te cueste creerlo, pude seduciros a ambos sin
que ninguno lo
sospechase jamás. En el mismo hotelucho, los tres compartíamos la misma habitación. ¡Qué i
ronías tiene la
vida! Pero a diferencia de lo que sucedió contigo, el general no se enamoró, ¡no, qué va
! Yo solo le servía de
confesor, perdón, de paño de lágrimas, de drenaje emocional y sexual. Él confiaba en mi
jerarquía
eclesiástica, en nuestro secreto de confesión; ¡qué iluso! Logré dominar tanto su mente qu
e nuestra cita
semanal se hizo necesaria para que lo flagelase, y luego le brindara sexo perver
so. Mira qué intenso y puro
era el amor que yo sentí por Castellanos que para vengar su muerte me acosté en vari
as ocasiones con su
verdugo. Gracias a Dios que esta locura ya se acabó porque no soporto verle la car
a el maricón de tu
marido. Es un ser morboso, patético.
Ahora que todas las cartas están lanzadas sobre la mesa, ahora que no hay escapato
ria para ninguno de
los tres, solo espero que entiendas el rol importante que tú has desempeñado en este
triángulo diabólico de
sexo, fe, amor y locura. Quiero que te concentres en algo muy delicado. Si lo an
alizas en frío, el cerdo de
Benítez nos destruyó a ambos. Me explicaré mejor: en el pasado, te enamoraste de él, inc
luso antes de
imaginar que yo existía, antes de sospechar que alguien quería destruirlo. Le amaste
perdidamente, pero él te
mintió desde el primer día, porque fuiste usada de la manera más vil y asquerosa. En s
u fuero interno, tu
marido aceptaba su condición, su deseo desenfrenado por los del mismo bando corpor
al. Mis acciones, pues,
fueron producto del destino. Realmente, yo no te destruí; él fue tu perdición, que te
arrastró al infierno. Pero
eres valiente. Debes buscar la manera de reponerte, aun cuando el método sea difícil
o peligroso. Lo que te
aconsejo es que proclames tu verdad a los cuatro vientos. Benítez debe ser acusado
por sus crímenes. Al final
de esta carta te anexo la lista de sus ejecuciones más notorias por la crueldad de
splegada. Estas son pruebas
que van camino al cuartel general, pero tu testimonio de la homosexualidad del v
erdugo que, repito, nos
acabó a los dos, ha de ser crucial para humillarle, para pagarle con la moneda del
desprecio eterno. Eso lo
matará, le llevará directo al suicidio, porque la cobardía de los militares al verse d
escubiertos es muy
normal.
Sé que estás pasando por un momento difícil porque nadie dará crédito a tus palabras. Pero
, sumadas a
las de un sacerdote enfermo como yo, créeme que darán mucho de que hablar. Solo te rue
go que no
menciones mi apetencia sexual porque eso te restaría credibilidad y anularía la posi
bilidad de que tu
testimonio sea oído, en perjuicio del militar maricón. Puedes, al principio, alegar
que lo viste con otro
hombre, sin entrar en mayores detalles. Luego vendrá mi confesión para apoyarte. Lo
importante es
desenmascararle a todas luces. Por tus padres no te preocupes, ellos tienen inte
reses especiales y tú no entras
en esa lista. No te van a creer un solo punto, a menos que te arranques la vida
en público y logres darle vida
a tus argumentos. Incluso, tal vez se arrepientan de haber dudado de tu palabra;
eso es típico en los padres
castradores o dictatoriales. No te estoy pidiendo que te inmoles, pero no espere
s ayuda en tu hogar, porque
tu pecado es mayúsculo. Si saben que te follabas a un cura, que también era amante d
e tu marido, te tildarán
o acusarán de pertenecer a alguna secta satánica, de ser rebelde contumaz contra la
Iglesia o hereje
consumada. Eso es inaceptable para la fe del pueblo y va contra las aspiraciones
sociales de don Toribio.
Pero recuerda que si en el fondo deseas acabar rápidamente con el dolor moral, una
bala de la Luger de tu
padre, ¡joder!, terminaría con esta pesadilla. Sería, además, el mejor epitafio para tu
queridísimo Pachi, el
marica del ejército, un buen cierre para un teatro del horror. ¿Te imaginas: tú y yo n
os suicidamos para
destruir a un futuro ministro de la Defensa en España? Vamos, que es broma lo del
suicidio, pero es una
solución posible, nada descartable. Piénsalo bien. Total, ya no vales nada como ser
humano.
Ya aclaradas las situaciones acerca de la persona que nos mintió, pienso que no me
queda más que decirte.
Pido perdón, si es que deseas concedérmelo. Y si no, me da igual, tú solo fuiste una víc
tima accidental. Tal
vez nos veamos en la mansión del mismísimo purgatorio, a ver si es que tenemos salva
ción.
El texto desnudó el lado perverso de mi princesa encantada . La sugerente carta revol
vió todas las sensaciones
avinagradas de un alma en pena. La última apuesta del sacerdote alcanzó su cometido.
María Fernanda comenzó a
planificar la forma de retribuir su desdicha en la imagen del hombre que, en efe
cto, mintió primero. Las palabras del
vengador poseían el sello de la verdad, dolorosa pero real. Luego de repasar la ca
rta línea por línea en repetidas
ocasiones, María Fernanda diseñó un plan macabro con la intención de lograr dos objetivo
s. El primero,
desenmascarar al fementido general; el segundo, demostrarle a su padre que ella
tenía razón, haciendo así de don
Toribio cómplice involuntario de su muerte. Solo la sangre derramada podía ser el te
stigo de mayor crédito en esta
absurda contienda. Esa noche, la niña mimada decidió acabar con sus penas, sincerars
e con el Creador, y destruir a
su asesino.
Capítulo 26
Mi triste orfandad antes de lo previsto
Consumada la acción suicida de mi princesa encantada , los acontecimientos se desenca
denaron en forma
esquizofrénica. Don Toribio pactó con el gobierno a cambio de no perder sus bienes.
Aceptó manejar la muerte de
su hija en forma políticamente aceptable, con la garantía de que Benítez sería ajusticia
do. El nombre de Iribarren se
asomó ligeramente como parte del triángulo, pero no se pudo establecer vínculo alguno
con la homosexualidad del
general. Los jerarcas de la Iglesia en Madrid buscaron la forma de aplacar el te
nue ruido en su contra porque era el
prelado con mayor número de fieles en toda la comunidad. Unos días, luego del velori
o y entierro de la dama
depresiva, el párroco fue trasladado a Argentina, encargado de la congregación en la
ciudad de Rosario. La
despedida se tornó estruendosa porque los miles de seguidores que asistían constante
mente a los sermones lloraron
desconsolados su partida. Por otra parte, al general Benítez, mi padre, le fue neg
ado el ascenso a ministro de
Defensa. Para disimular su desgracia le trasladaron a París, con el cargo de agreg
ado militar en la cuidad. Era una
posición encargada de asuntos sin relevancia, una degradación disimulada. Todo Madri
d chismoteaba sobre el caso.
Las conjeturas iban y venían, se colaron mensajes algo clasificados sobre los crímen
es sexuales del general, no
probados, pero lo suficientemente escandalosos como para mancillar las credencia
les del antiguo hombre fuerte del
ejército español.
Pasadas cuatro semanas en el cargo, y amoldándonos todavía al frío social de la Ciudad
Luz, una tarde mi padre
salió en comitiva para visitar unas instalaciones responsabilidad del mando español.
Tomaron un atajo por sugerencia
del guía, algo nada usual en el recorrido. Se adentraron por unas oscuras callejue
las, cerca de un barrio árabe.
Cuatro asaltantes irrumpieron en el pasillo, camuflados en la penumbra de la noc
he. A punta de pistola conminaron a
los despistados oficiales a entregar sus pertenencias. Incluso papá les entregó la b
illetera con todas las fotos de mi
nacimiento, junto a mamá, la siempre amada, eterna y única princesa encantada . Mi padr
e quería preservar la vida,
anhelaba dedicarla a mi cuidado y compensar así en cierto modo el daño que le había he
cho mi madre. Pero el
destino quiso otra partitura para la ópera. Tres detonaciones retumbaron entre los
muros de ladrillos amarillentos,
tres balas atravesaron la espalda de mi padre. Una le partió el corazón en dos pedaz
os, matándole en el acto y
segándole el aliento para siempre. Los otros dos oficiales a su lado trataron de i
ntervenir, pero fue tarde, no hubo
tiempo para nada.
En menos de dos meses quedé solo en este conflictivo mundo, con apenas seis añines , co
mo acostumbraba
decir mi abuela paterna. Me quedé primero sin mi princesa encantada , como la había lla
mado desde que empecé a
hablar. Le regalé ese bello apodo porque para mí ella era perfecta, hermosa, sublime
, bella, siempre dispuesta a
cobijarme con sus caricias y mimos. De niño nunca entendí por qué se fue de mi lado, s
i para ella yo representaba el
rey de su corte. Pasaron los años. Los recuerdos, plasmados en escuetas notas de p
rensa, reseñaban el suicidio por
depresión de María Fernanda, la mujer de alta sociedad que todo lo tuvo, menos el am
or bonito. Al poco tiempo,
papá cayó muerto en París en un extraño robo, difícil de creer. El tiempo me demostró que do
s posibles culpables
actuaron en complicidad. No se pudo comprobar si las balas criminales fueron dis
paradas por soldados franquistas
para acallar verdades sobre las acciones desviadas de mi padre, o si, por el con
trario, mi abuelo materno lavó con
sangre la ofensa contra su apellido.
A fin de cuentas, yo me convertí sin pedirlo en el testigo de un destino perverso
que nunca quise vivir. Tristemente,
con el paso de los años, descubrí la maldición que pesaba sobre mi familia. Lo irónico e
s que a estas alturas, con la
muerte de Iribarren, todavía no sé a quién culpar: si a mi padre por haber mentido y v
iolentado la inocencia de mi
madre ocultándole su pecado carnal, o si al bastardo, engañoso sacerdote, que por ve
ngar un amor bonito destruyó
la vida de todos. Lo que sí sé es que mi abuelo paterno siempre tuvo razón de sobra cu
ando decía: Quien siembra
odio, cosecha sangre .
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Información sobre el autor
Carmelo Di Fazio
Carmelo Di Fazio, nació en Puerto Ordaz (Venezuela), el 12 de enero de 1968. Se gr
aduó en la carrera de
publicidad y mercadeo de Caracas en el IUNP, y además cursó dos años de finanzas mención
gerencia empresarial
en la Universidad de Vargas. Carrera que no culminó, pues fue seducido por la publ
icidad y la televisión, labores que
ha desenpeñado con éxito en los últimos veinte años. ¿Quién inventó la crisis ? es su primer
a, y ha significado
para el autor un renacer de sus sueños juveniles, cuando ansiaba ser escritor.
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