EL APRENDIZAJE DE LO NUEVO. Fdo B Rcena-1

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EL APRENDIZAJE DE LO NUEVO

Reflexiones sobre la tragedia del comienzo

Fernando Bárcena
Universidad Complutense de Madrid

Cada cual recrea el mundo con su propio nacimiento;


porque cada cual es el mundo.
R.M. Rilke, Diario Florentino

Me siento renacido a cada instante para la completa


novedad del mundo
F. Pessoa, Poemas inconjuntos, nº33

Quiero plantear si podemos pensar la educación -lo que ocurre en las escuelas y lo
que encerramos en nuestras prácticas pedagógicas- al margen de lo que, un poco
atrevidamente, llamaré el “espíritu de la época”.
He pronunciado dos palabras: “podemos pensar”. Poder y pensamiento: posibilidad
y potencia del pensar. ¿Podemos pensar, de hecho? En un conjunto de reflexiones sobre
Maurice Blanchot, el filósofo lituano Levinas explicaba que el siglo XX tendría que aspirar
de algún modo a ser el siglo del final de la filosofía, o sea, del pensamiento. Porque a la
vista de lo ocurrido en él la aspiración –tradicionalmente asignada al filosofar- a
comprender el mundo no basta; al menos no les basta a quienes desean cambiarlo y no solo
comprenderlo. En esta brevísima reflexión se contiene una exigencia de lo nuevo.
Y sin embargo, ¿no pretendieron lo mismo aquellos que introdujeron en el mundo
el desastre que invita a pensar en el fin de la filosofía y del pensamiento? Lo que he dicho
también introduce otro elemento: la posibilidad de prestar atención al “espíritu de la
época”, aquél que impone el fin del pensar y el deber de cambiar lo que queda después del
terremoto.
Hay algo extraño en lo que se presenta como “nuevo”. Uno de sus límites, es que
una vez que tomamos contacto con la novedad, su primera repetición la envejece de
inmediato. La repetición envejece la nuevo. Hay una especie de magia trágica en la
novedad, en lo que aparece de repente y por sorpresa: tan pronto como aparece, tiene que
morir, para dejarle un sitio a una novedad distinta. Y es que la novedad es una palabra
hospitalaria en esencia: nace, y tan pronto como surge, si no se quiere convertir en algo
falso e inauténtico -en una simple moda- debe desaparecer para dejarle un sitio a una nueva
novedad.
Se podría pensar que esa cadena sucesiva de novedades, esa cadena de sorpresas y
nacimientos, es también una rutina, y en el fondo algo nada original: pues la novedad
generalizada deja de sorprendernos. Pienso, sin embargo, que quizá hay algo, a lo mejor
una dimensión de la novedad en la que lo nuevo que surge es por siempre nuevo, nunca
terminado o cancelado. Trataré de decir algo sobre esa novedad no envejecida en relación
con lo que, al menos para mí, es una forma de pensar la formación, una educación que no
se reduce a un mero sistema de fabricación de individuos útiles para una sociedad pensada
por otros.

1. La educación y el espíritu de la época

Existe una convicción relativamente extendida según la cual la práctica de la


educación se lleva a cabo dentro de un medio -el lenguaje- que nunca puede pretenderse
neutral. Porque al decir algo siempre intentamos enunciar algo al otro o a los otros.
Dentro de este espacio lingüístico, parece imponérsenos de forma constante un
punto de vista sobre el mundo y sobre el uso de la mente con respecto a este mundo. O
dicho en otros términos: el medio dentro del cual educamos o nos educamos impone
necesariamente una perspectiva o un punto de vista dentro de la cual se ven las cosas, así
como una actitud hacia lo que miramos o percibimos.
Desde este punto de vista, nuestros encuentros con el mundo no son encuentros
directos, sino encuentros mediados por formas. Leemos, escribimos, enseñamos,
aprendemos, trabajamos dentro de un espacio cultural que impone sus reglas de juego, sus
restricciones y sus posibilidades. Estos encuentros son caminos o sendas que llevan al
mundo y a nosotros mismos a través siempre de los textos en que consisten los productos
culturales que nosotros mismos creamos. Educamos y vivimos dentro de una cultura y esa
misma cultura nos permite crear o producir más cultura o distintas formas culturales. De
este modo, educarse es tratar con esas formas culturales, es hacer experiencia constante en
el trato con un mundo que adopta la forma de un texto que se nos da a leer, a interpretar y
que puede llegar a conmovernos o, en el peor de los casos, a dejarnos como estábamos.
La educación, por tanto, depende de la cultura, entendida como texto que se da a
leer y que se nos propone como algo que nos da a pensar, para inquietarnos y abrir nuestro
horizonte de experiencias. La educación depende de la cultura, de una filosofía de la
cultura, del mismo modo que depende de un punto de vista interpretativo sobre la historia y
sobre nuestra relación con el pasado. Vivimos en un mundo interpretado, decía el poeta
Rilke. Pero esta cultura es susceptible -en realidad, debe serlo- de poderse continuamente
interpretar, o por decirlo de algún modo, quizá inapropiado, "renegociar" en su significado.
La cultura, de la que depende la educación para permitirnos llegar a ser, es un
estado de la mente, en su sentido más amplio y a la vez profundo, un estado mental que,
históricamente, se traduce en los distintos puntos de vista en que puede definirse el mundo,
la relación del yo con el mundo y del sí mismo con los otros. 1 Los diferentes movimientos
intelectuales y culturales resumen los diversos aspectos en que se pueden captar dichos
estados de la mente según el espíritu de cada época. No es posible hablar, razonar o pensar
la idea de la formación sin tener presente esos diversos estados de la mente, esos espacios
de pensamiento o esos movimientos del espíritu. Por ejemplo, si planteamos, como he
tratado de hacer recientemente en un ensayo, la idea de la educación en la estela de lo que
simbólicamente expresa la figura de Auschwitz, lo que en realidad hacemos es responder a
lo que, al menos yo, entiendo que es un imperativo básico para un modo correcto de pensar
educativamente: instalar e integrar el saber de la educación en el espíritu de la época, en los
estados mentales, en este caso, de nuestro controvertido siglo XX recién finalizado. Por
ejemplo: planteamos la posibilidad de que la educación la pensemos desde la experiencia
del sufrimiento personal y social que las sociedades civilizadas son capaces de causar.
En cierto modo, el espíritu de nuestra época es, pese a todo lo que pudiese pensarse,
el de la alianza entre la razón y la barbarie. Como ha escrito Imre Kertész, superviviente de
varios campos de concentración, "da la impresión de que los dos grandes principios que
constituyeron el motor de la creatividad europea, al libertad y el individuo, ya no son unos
1
Esta idea la tomo prestada de una reflexión de Mosse, G. L. (1997) La cultura
europea del siglo XX, Barcelona, Ariel, p. 3
valores inamovibles. Auschwitz demostró que debemos cambiar de forma radical la visión
del hombre creada por el humanismo de los siglos XVIII y XIX; la dinámica productiva de
nuestro mundo, que ha barrido todo, y los correspondientes métodos e instrumentos de
dirección de masas parecen arrasar, a su vez, con los restos de la libertad individual".2
El espíritu de nuestra época, definitivamente, impone a nuestras prácticas culturales
y a nuestros discursos pedagógicos un estado de la mente en virtud del cual ya no es posible
seguir manteniendo la inocencia, lo que no significa que tengamos que perder la fe y la
esperanza en el cultivo de la humanidad y de lo verdaderamente humano. Porque si
recordamos lo que aconteció en los campos de exterminio es, quizá, porque con ese
ejercicio de memoria a lo mejor somos capaces de detectar las condiciones que hoy hacen
posible que nuestro mundo se pueble de otros espacios de abandono. Miramos el pasado
para comprender mejor el presente y así, quizá, aprendemos, a través de la educación, a
construir utopías enlazadas con un cierto desencanto. Con ese ejercicio tenemos la
posibilidad de detectar las consecuencias que se generan cuando a los nacidos se les impide
la continuidad en el mundo, o cuando la vida humana se convierte en algo superfluo, o
cuando a través de la educación, y al amparo de una idea de la educación muy humanista y
excelente, se logra que la gente sea, en el fondo, sumamente infeliz.
Es cierto que el recuerdo del pasado se puede pervertir. También lo es que,
formados es una memoria vengativa y obsesiva, incurrimos en el riesgo de inocular el
recuerdo del horror ejerciendo sobre él un control pedagógico, transformando los
acontecimientos en temas académicos de estudio.

2. La infancia y fractura poética de la realidad

La infancia es un estado en el que algo va tomando su propia forma; la natalidad es


el momento en el que algo nuevo se inicia. Forma e inicio, por tanto. Ambas cosas tienen
relación. Pues todo lo que se inicia, lo que comienza, va tomando su propia forma, o mejor
dicho, adopta una forma. Y sin embargo, puede existir una infancia sin natalidad -sin la
posibilidad de un inicio o de un comienzo- y una natalidad sin infancia, esto es: un
comienzo que nace en la ausencia de toda forma, en una especie de vacío. En la infancia sin
2
Kertész, I. (1999) Un instante de silencio en el paredón. El holocausto como cultura,
ob.cit., p. 27
natalidad no hay creación; en la natalidad sin infancia no hay aprendizaje ni preparación: lo
que nace como comienzo es una abrupta irrupción.
En este escenario lo primero que quiero proponer a discusión es una idea relacionada
con la experiencia totalitaria del tiempo. Todo totalitarismo se basa en una noción del
tiempo infinito, de un tiempo que se impone con una extrema duración. El totalitarismo
tiene detrás a quienes desean perdurar en su estrategia, en su posición, en su instinto de
dominación total. Y los que lo padecen viven sus efectos, en términos de sufrimiento, como
lo que dura bajo la sensación de un instante permanente sin posibilidad de percibir, en el
horizonte, un término, un final a sus padecimientos. El totalitarismo busca lo infinito, aspira
a una cierta eternidad, a una especie de todo: es, por eso, ambicioso. (La alegría, por
ejemplo, tiene algo de "estado" totalitario. El que está alegre, alegre de verdad, se siente
todo él feliz. Nada en especial es la causa de su alegría pero todo le hace feliz. En ese
estado, es difícil mirar el rostro del dolor y del sufrimiento: simplemente se huye de él).3
Pero en el arco de lo que se inicia y se termina, de lo que comienza y se acaba, se
puede perfilar otra experiencia del tiempo que se aleja del tiempo totalitario e infinito. Es el
tiempo finito: la conciencia de un inicio y de un término, pero la convicción de que es
posible un constante renacimiento, una cadena de inicios y de comienzos. Esta experiencia
del tiempo finito, es una experiencia humana del tiempo basada en la libertad. Entiendo
aquí la libertad como poder de creación, como posibilidad de crear otras realidades de las
existentes, como esperanza de ruptura de realidades anteriores.
La experiencia del tiempo finito es una vivencia de la temporalidad nada totalitaria,
porque nada de lo iniciado se llega a percibir como permanentemente duradero, es decir,
como eterno e infinito. Más que un eterno retorno, lo que hay es la posibilidad de un nuevo
comienzo, de un nuevo inicio, la creación de algo nuevo y sorprendente basado en lo que es
espontáneo, quizá en lo que es inocente, tal vez en lo que es, precisamente, niño.
La infancia encarna, me parece, esa idea del tiempo finito, un aprendizaje, en cierto
modo, de la finitud. En el terreno de la infancia, la vida no está en otro lugar que en la
experiencia libre de la misma vida. Como escribió Rilke en su Diario florentino: "Cada
cual recrea el mundo con su propio nacimiento; porque cada cual es el mundo".4 Se trata de

3
Recuerdo aquí la tesis de Rosset, C. (2000) La fuerza mayor. Notas sobre Nietzsche y
Cioran, Madrid, Acuarela Libros, p. 12.
4
Rilke, R.M. (2000) Diarios de juventud, Valencia, Pre-Textos, p.36.
una vida que se vive libre mirando el mundo sin sentir la sujeción a un sentido dado de las
cosas y del mundo. Por eso la infancia es creación de sentido; la vida adulta solo puede
aspirar a re-crear el significado. Precisamente porque ha perdido la infancia, la libertad de
lo inocente, la posibilidad de la sorpresa. Claudio Magris, en un brillante comentario de la
poética de Rilke, da en la clave al señalar que el “oro de la infancia” consiste precisamente
en un uso del lenguaje en el que la vida y el sentido sigue latiendo, es decir, en un empleo
del lenguaje desnudo ya de la autoridad adulta, de la cultura organizada. Es aquí donde el
lenguaje hace su crisis, una que envía a Rilke en busca de una lengua en la que parecen
hablar las cosas mudas.5
A estas alturas, infancia y natalidad ya se han juntado, parecen ideas indistinguibles.
Pero voy a separarlas para poder dibujar con mayor claridad el perfil de lo poético y de lo
político. Para ello, tengo que enunciar una segunda propuesta: la infancia es el estado que
busca su forma fracturando la realidad como revolución.
Lo que busca su forma convoca la idea de una cierta formación y, por tanto, de un
aprendizaje. Este aprendizaje es, como he dicho, creación de sentido que altera los sentidos
ya dados: rompe el sentido establecido, agrietándolo. Esta ruptura es una suerte de
revolución: el inicio radical de algo. Por tanto, la infancia, como fractura de la realidad y
del sentido ya dado sobre ella, es una poética-política. Ni solo poética ni mera política. Es,
insisto, fractura de una realidad en la que se crea sentido ("infancia como poética") y en la
que algo nuevo comienza ("natalidad como política"). Según esto, la verdadera política es
como el acto revolucionario de la infancia: una incisión en el mundo ya interpretado que, al
hacer como si no tuviera ya asignado un sentido, lo inventa. La infancia es eso: invención
de un mundo en radical libertad, a la apacible luz de las acciones espontáneas, no a la
sombra de un mundo de reflejos condicionados. Por eso podemos decir que el ser humano
no contribuye al mundo fabricando, sino amando.6 No simplemente re-creándolo, sino
inventándolo.
Inventar el mundo es aprender a nombrarlo de nuevo a través de palabras que abren
fracturas en él. A través de esas grietas damos un nuevo sentido al mundo. Creo que es la
palabra poética el tipo de palabra que conserva el “oro de la infancia” del que hablé antes.
5
Magris, C. (1993) “¿Cuándo es el presente? Rilke ante y tras las palabras”, en El anillo de
Clarisse, Barcelona, Península, pp. 202 y ss.
6
Collin, F. (2000) “Nacer y tiempo. Agustín en el pensamiento arendtiano”, en Birulés, F.
(comp.) Hannah Arendt. El orgullo de pensar, Barcelona, Gedisa, p. 84.
Esta palabra poética rompe lo establecido por un lenguaje adulto que se presenta, como el
lengua del padre, como lenguaje organizado y autorizado. La palabra poética de la que
hablo es la palabra que, como dice Juarroz, abre la escala de lo real: “La poesía abre la
escala de lo real (espacio, tiempo, espíritu, ser, no ser) y cambia la vida, el lenguaje, la
visión o experiencia del mundo, la posibilidad de cada uno, su disponibilidad de creación”.7
Juarroz lo expresa bien en un poema suyo que comienza así:

Desbautizar el mundo,
sacrificar el nombre de las cosas
para garantizar su presencia.

El mundo es un llamado desnudo,


una voz y no un nombre,
una voz con su propio eco a cuestas.

En Rilke encontramos, creo, un enlace entre la infancia, experimentada como tiempo


fugitivo, y la memoria del poeta.8 Rilke subraya sobre todo el desamparo y la autenticidad
existencial de la infancia. Del “corazón de la infancia” surge, renovada, la tarea del poeta.
Es interesante capturar el tono rilkeano al referirse a la infancia. Leamos los poemas
siguientes. Captemos el tono del registro del poeta. Por ejemplo, su poema “Niño”:
Contemplan, sin querer, su juego
durante largo rato; de vez en cuando, sale
del perfil el redondo, el existente rostro,
claro y entero, igual que una hora en punto,

Que comienza y que toca hasta el final.


Mas los otros no cuentan aquellas campanadas,
turbios por la fatiga, y por la vida apáticos;
y no se dan ni cuenta de cómo él lo lleva...

Cómo sigue llevando todo, incluso


cuando, cansado, está sentado,
con aquel vestidito, como en la sala de espera,

7
Juarroz, R. (2000) Poesía y Realidad, Valencia, Pre-textos, p. 17
8
En lo que sigue me he basado en el excelente ensayo: Castro, F. (1993) El texto íntimo.
Rilke, Kafka, Pessoa, Madrid, Tecnos, pp. 15-57.
junto a ellos, y quiere aguardar a su tiempo.9

Mucho más largo e interesante es, sin embargo, su poema “Infancia”:

Va el largo tiempo y miedo de la escuela


con su esperar, con sólo sordas cosas.
Oh soledad, oh duro pasar el tiempo...
Fuera las calles brillan y resuenan
y saltan surtidores en las plazas
y en los parques se ensancha tanto el mundo...
y pasar por aquello, con este trajecito,
tan diferente de cómo otros iban...
Oh tiempo de asomarse, oh gastar el tiempo,
oh soledad.

Y mirar, a lo lejos, todo aquello;


hombres, mujeres: hombres y mujeres
y niños, tan distintos, de colores;
y allí una casa, y un perro, a veces,
y el miedo tan callado cambiando a confianza...
Oh pena sin sentido, oh sueño, oh espanto,
oh qué profundidad sin asideros.

Y así jugar: pelota y corro y aro


en un parque que, suave, palidece,
y a veces tropezar con los mayores,
ciego y salvaje ala perseguido jugando,
pero en la tarde, en calma, con pasitos
tiesos, volver a casa, bien sujetos.
Oh comprensión cada vez más huidiza,
oh miedo, oh pesadumbre.

Y horas y horas, junto al estanque gris


arrodillarse, con un velerillo;
olvidarlo, porque otros parecidos,
más bonitos, navegan por el círculo;
y tener que pensar en la pequeña y pálida
casa que, en el estanque hundida, aparecía...
Oh infancia, oh fugitiva semejanza,
¿A dónde fue, a dónde?10

9
Rilke, R.M. (1998) Nuevos poemas, II, Madrid, Hiperión.
10
Poema perteneciente a El libro de las imágenes y recogido en: Cañete, B. (1984) Rilke,
Madrid, Júcar, pp. 144-147. Citado por: Castro, F. (1993) El texto íntimo. Rilke, Kafka,
Pessoa, ob. cit., p. 27.
Rilke contempla la infancia como lo ausente, como lo ya sido. El poeta indaga a base
de preguntas, de interrogaciones y de exclamaciones frecuentes que evocan un cierto pesar
y una cierta pesadumbre: nostalgia de lo perdido como pensado como infancia:

Sería bueno meditar mucho, para


expresar algo de lo así perdido,
de aquellas largas tardes de la infancia
que así nunca volvieron...¿y por qué?11

El poeta, desasistido y en brazos de la soledad y del dolor –dos situaciones muy


conocidas por el propio Rilke- se vive a sí mismo atrapado por la indigencia y como
sostenido por el abrazo de lo que se encuentra olvidado y perdido en el abismo de la
memoria: el recuerdo mismo del tiempo de la vida en su plena intensidad.

Aún nos acordamos...quizás en una lluvia,


pero ya no sabemos lo que eso significa;
nunca más estuvo la vida tan llena
de encuentros, de volverse a ver, de seguir avanzando

como entonces, cuando no nos sucedía más


que lo que sucede a una cosa y a un animal:
vivíamos entonces lo suyo como humano
y nos llenábamos hasta el borde de figuras.

La infancia surge, entonces, como lo dormido en la memoria, lo oculto. La infancia,


como lo recién nacido, despierta a la vida con un grito dormido que busca articular su
propia palabra y expresar su propia voz mientras aprende a nombrar el mundo. Y la tarea
poética, al tratar de evocar la infancia de nuevo, resurge como nacimiento de lo ausente. El
poeta, desamparado, contempla la infancia como posibilidad de un renacer, de un resurgir a
partir de la conciencia de una distancia: la que va del poeta en su situación actual a la
evocación del yo de la niñez libre y espontánea.
En Los apuntes de Malte Laurids Brigge, la escritura surge como algo que lucha
contra el miedo, como narración que procura, ante la vivencia despersonalizante de una
11
Rilke, R.M. (1998) "Infancia", en Nuevos poemas, I, Madrid, Hiperión, p. 109.
ciudad en la que uno ya no se reconoce, el logro de una muerte propia. Aquí, encontramos
la pregunta inquieta cuyo corazón es, de nuevo, el recuerdo imposible de la infancia: “¿Qué
vida es esta? Sin casa, sin objetos heredados, sin perros. ¡Si al menos tuviera recuerdos!
Pero ¿quién los tiene? Si la infancia estuviese aquí: pero está como enterrada”.12 No hay
nada; nada nos sostiene; el recuerdo se ha evaporado. Por eso el poeta tiene como misión
dar forma a esa nada. Su aprendizaje es la formación de la conciencia de ese vacío: el
resultado es un aprendizaje del ver, del contemplar, del mirar. Un aprendizaje al hilo de la
escritura del ser propio del poeta que se experimenta como relamiéndose a sí mismo en la
difícil memoria. Comentando estas ideas, Fernando Castro dice en El texto íntimo: “La
poesía es esa capacidad de nombrar que da espacio a acontecimientos que suceden en ese
instante irrepetible”.13
Al comienzo de sus Elegías de Duino, Rilke dice que "no nos sentimos a gusto, ni
seguros, en este mundo interpretado".14 Cabe pensar que ese mundo es –en ausencia de un
grado mínimo de conciencia de serlo así- el mundo al que la infancia se enfrenta. Nuestro
mundo de adultos está ya interpretado, y vivimos con la compulsión a la simbolización
perpetua. Hemos dejado de mirar, como los niños, el mundo en su esplendor y belleza.
Hemos huido de la tentación de la inocencia. No somos de contemplar el mismo árbol cada
mañana de nuevo. Hay un poema de Alberto Caeiro, un heterónimo de Pessoa, que expresa
muy bien esta idea:

Lo que vemos de las cosas son las cosas.


¿Por qué habíamos de ver una cosa si hubiese otra?
¿Por qué ver y oír sería engañarnos
si ver y oír son ver y oír?

Lo esencial es saber ver,


saber ver sin estar pensando,
saber ver cuando se ve,
y no pensar cuando se ve
ni ver cuando se piensa.15

12
Rilke, R. M. (1996) Los apuntes de Malte Laurids Brigge, Madrid, Alianza, p.16.
13
Castro, F. (1993) El texto íntimo, ob. cit., p. 18.
14
Rilke, R.M. (1999) Elegías de Duino, Madrid, Hiperión, p. 15.
15
Pessoa, F. (2000) Poesías completas de Alberto Caeiro, Valencia, Pre-Textos, 2000, p.
115.
"¡Tristes de nosotros -se lamenta el Guardador de rebaños- que llevamos el alma
vestida!". Sí: ese mundo interpretado viste nuestra adulta alma, y la encadena a una
conciencia cuya única posibilidad es re-crear el significado, pero no inventar de nuevo el
mundo. Estamos condenados a no renacer. En su correspondencia con Benvenuta, podemos
leer: “Antaño lo vivíamos todo puesto que éramos menores de edad, creo que vivíamos el
pavor en su totalidad sin saber que era pavor, la alegría en su totalidad sin intuir que existía
una alegría demasiado rica para nuestros corazones (...) y tal vez experimentábamos el
amor total”.16 El olvido de ese vivir todo, la experiencia de una totalidad intensa parece la
condición de quien habita un mundo interpretado. Un mundo cuyo sentido original ya no
podemos crear...salvo que se de una condición, una muy simple y elemental. Como decía
Borges recordando un pensamiento del obispo Berkeley, el sabor de la manzana no está ni
en la boca que la muerde ni en la carnosidad de la manzana, sino en el encuentro entre
ambas. Y es que un beso necesita dos labios, el amor erótico dos cuerpos y sus silencios
extasiados. Y la creación de la lectura un libro y el lector apropiado. Por eso, el mundo se
inventa de nuevo cuando, con mirada de niño y lenguaje quizá torpe, miramos el mundo
como por primera vez hincándole nuestra imaginación en su corazón dormido.
El tiempo de la infancia, para el poeta, es entonces el tiempo ya ido, el tiempo
fugitivo, aquél por el que sólo cabe preguntar, como hace Rilke, “¿A dónde fue?” Mirar ese
tiempo es contemplar un abismo en penumbra que convoca la nostalgia. Contrasta con ese
tiempo de la infancia fugitiva la contemplación de los objetos de la infancia en la que esta
queda capturada y extrañamente perdurable. ¿Está verdaderamente la infancia en el “alma
de las muñecas”? “El tiempo congelado de la muñeca –comenta Fernando Castro- inicia a
la soledad y a la intransitividad del deseo”.17
La muñeca o el osito, el juguete acariciado y conversado de la infancia, ya no pueden
comunicar sino su propio silencio, nos transmiten una ausencia. Han perdido su voz, su
palabra ya no es audible, sus besos y caricias ya no se sienten. Es, sí, el recuerdo de un
afecto, la memoria de un deseo que ya no podemos sentir sino recordándolo con la
imaginación, la imagen de una pasión, pero es el tiempo fugitivo que transmite mudo ese
afecto, ese deseo, esa pasión, esa intensidad de vida. Y lo transmite con la fuerza de lo
perdido, de la mano de la nostalgia y de la angustia. Esa angustia que se parece, como decía
16
Rilke, R.M. (1989) Cartas a Benvenuta, Barcelona, Grijalbo, p. 77.
17
Castro, F. (1993) El texto íntimo, ob. cit., p. 25.
Proust a propósito de su rival Swann -que le robaba el viático del beso materno- a lo que
padecemos cuando sentimos al ser amado en un lugar de placer donde nosotros no estamos.
Se trata, por tanto, de pensar la infancia como tiempo originario y primordial; el
tiempo en el que se intentaba, sin conciencia adulta, construir un mundo a base de crear de
nuevo cada sentido de un mundo interpretado. Un mundo construido al margen del mundo
ya creado e interpretado. Una posibilidad de mundo. Otro mundo posible.

3. El aprendizaje de lo nuevo: el milagro del comienzo

Las ideas de Arendt sobre la natalidad, que no expone sistemáticamente, sino que
están repartidas a lo largo de toda su obra, las hereda de su tesis doctoral sobre El concepto
de amor en San Agustín. Lo que Arendt recoge de él es una idea muy simple, que podemos
formular como advertencia: no hay que habitar tanto en lo realizado como en el principio
de la realización, no en el término, sino en lo que da comienzo a todo origen. Por eso
Arendt insistía que aunque hemos de morir, hemos venido a este mundo a iniciar algo
nuevo, y a propósito de la educación señaló: “La esencia de la educación es la natalidad, el
hecho de que en el mundo hayan nacido seres humanos”18.
Este punto es importante. Para Heidegger, el ser humano es el “ser para la muerte” y
el mundo sólo adviene con el despliegue del ser; para Arendt, en cambio, se trata del “ser
para el nacimiento”. Ella habla, en términos que recuerdan a Rilke, de innovar el mundo
con cada nacimiento. Por eso, con el nacimiento el recién llegado toma una iniciativa y
rompe la continuidad del tiempo.
Nacer es estar en proceso de llegar a ser, en proceso de un devenir en el que el
nacido articula su identidad en una cadena de inicios, de acciones y novedades. Es capaz de
acción y por tanto se muestra ante los otros: hay una presencia más allá de las palabras. El
nacimiento sitúa la vida, pues, no en el “ya-no” de la muerte, sino en el “aún-no” de lo
recién nacido, de lo que se inicia. El nacimiento no marca, entonces, un simple arché
(literalmente, un “comienzo”), sino un principium, es decir: principio y comienzo.19 Y eso
18
Arendt, H. (1996) “La crisis en la educación”, en Entre el pasado y el futuro, Barcelona,
Península, p. 186
19
Como dice Arendt en Sobre la revolución (Madrid, Alianza, 1988): "Lo que salva al acto
del origen de su propia arbitrariedad es que lleva consigo su propio principio, o, para ser
más precisos, que origen y principio, principium y principio, no sólo son términos
relacionados, sino que son coetáneos" (p. 220).
implica tanto ruptura –iniciar de nuevo tras lo que se ha roto- como camino a lo por-venir.
Todo nacimiento es, así, un re-nacimiento. De hecho, se puede renacer a partir de las
propias cenizas. Sólo si hay cenizas hay renacimiento, sólo si hay dolor existe un parto.
En el arco delimitado por el "aún-no" (vida) y el "ya-no" (muerte), la existencia dada
por el nacimiento es una interrogación y va más allá del mundo natural. El nacimiento
constituye ese tipo de acontecimiento que reclama de quienes ya estaban en el mundo antes
de la llegada de los nuevos la facultad de acogerlos e introducirlos en el mundo. Por eso,
escribe Arendt:

La educación es el punto en el que decidimos si amamos al mundo lo bastante como


para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la
renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable.20

Antes de haber nacido, todo ser humano es nombrado, es llamado de algún modo.
Es llamado como se llaman o se mandan venir las palabras con las que nombramos el
mundo. Antes de cada nacimiento biológico, el nacido es esperado, imaginado, y en esa
espera, es ya sobrevenido. El principio del cambio se encuentra en el nacimiento,
entendido como lo originario. Más que lo fundado, es lo que funda. No es sólo "poder de
comienzo", sino el comienzo mismo, y en ese sentido tiene algo de milagroso: el milagro
que "salva" al mundo de la ruina que le es natural. Es en este sentido que la vida humana,
como nacida, es "incuestionable". El recién nacido no puede tener una vida que precise ser
justificada ante otro. La pregunta que al recién nacido, como al recién llegado, se le
formula no es ¿qué haces tú aquí?, o ¿por qué has venido?, sino esta otra: ¿quién eres tú?.
Aquí se contiene tanto una teoría de la identidad como una cuestión política.
Una teoría de la identidad, en primer lugar. O lo que es igual, una meditación sobre
los que son un “quién” y un “alguien”. El portador de identidad es el portador de iniciativas
y de sentido, el que no cabe reducir, sin alterarlo, a una definición substancial, a un qué.
Como portador de iniciativas y de un quién, el nacido comienza su andadura a partir de un
fondo dado, a partir de una relación anterior que supera y ante la cual mantiene una
relación de discontinuidad. Impensable sin sus padres, el hijo, como nacido, les trasciende

20
Arendt, H. (1996) “La crisis en la educación”, ob. cit., p. 208
sin negarlos ni ser atrapado en ellos. Entre el padre y el hijo, como entre el educador y el
educando o el maestro y el discípulo, constituyen formas de relación que se fundan en la
discontinuidad del quién. Como dice Claudio Magris, deben profesar una fe distinta.
Pero también una cuestión política. Porque la natalidad es, en el fondo, la categoría
política por excelencia: el nacido, como recién llegado, es el ser que se convierte en un
“tener que ser” siempre incierto cuya actuación en el mundo sólo se garantiza como acción
espontánea ante los otros que ven y son vistos, es decir, en condiciones de pluralidad.
Como comenta Arendt en La condición humana la expresión del totalitarismo es el
asesinado de los recién nacidos y su rostro el de Herodes. Cada nacimiento es una novedad,
sí, pero recuerda al mismo tiempo a los que no pudieron continuar. La historia comienza
con lo que nace, no con lo que termina. La violencia no engendra historia, sino el
surgimiento del mal, y por eso hay que sospechar contra todas las legitimaciones de un
sacrificio en el altar de la historia, como dice Collin: “El crimen desnuda el mundo,
extingue la palabra. Incluso la muerte, inscrita en el centro de toda existencia, queda
callada”.21 Matar lo nacido es matar el tiempo y asesinar la palabra que puede
pronunciarse, como palabra nueva que nombra de nuevo el mundo ya existido.
Programada o no, cada nacimiento es, así, un hiato en la cadena, un initium y un
radical comienzo de todo: un momento de pura libertad. El nacimiento entraña una
secuencia natural (la simple reproducción de la vida, como zoé) y una secuencia humana
de carácter poiético-simbólica: lo nacido como aparición ante los otros. En este segundo
sentido, el nacimiento es superación de un proceso natural, interrupción y superación de lo
que decae. Nacer es tiempo22. Es necesitar disponer de tiempo. Tiempo que contar para
poder vivir, tiempo que vivir, para poder contar. Nacer es tener que vivir una vida
relatada.
Nacer a una vida no es sólo biología, sino biografía. Es emergencia ante la presencia
de los otros con la propia presencia con rostro: “Sed sólo vuestro rostro, dice Agamben. Id
al umbral. No sigáis siendo los sujetos de vuestras facultades o propiedades, no
permanezcáis por debajo de ellas, sino id con ellas, en ellas, más allá de ellas”. 23 En el
nacer se confirma la fecunda fertilidad de unas vidas anteriores, pero convoca también la
21
Collin, F. (2000) “Nacer y tiempo. Agustín en el pensamiento arendtiano”, en ob. cit., p.
92.
22
Collin, F. (1999) L'Homme est-il devenu superflue?, Paris, Odile Jacob, p.201
23
Agamben, G. (2001) “El rostro”, en Medios sin fin, valencia, Pre-Textos, p. 86.
fertilidad de una biografía o vida narrable en el porvenir. Es continuidad de una vida y su
ruptura, una revolución en la vida y en el mundo ya constituido. Continuidad y novedad, y
por eso es alteridad.
En el nacimiento, el nacido altera a la madre, y al mismo tiempo el nacido es señal de
donación. La prueba de la maternidad, entonces, es la presencia real del recién nacido, al
que la mujer delega su ser. Pero lejos de completarla, acaso la altera y la vuelve vulnerable,
como el otro que, irrumpiendo en el yo, nos mira pidiendo solicitud y se retira silencioso si
no se la concedemos. Esta prueba de la alteridad del recién nacido, vincula a una madre
con su hijo por un lazo excepcional: pues no se trata de un deseo por un objeto o por un
sujeto, sino de un amor por el otro.24
El nacimiento, la natalidad como metáfora expresiva de lo que llega, tiene una ética
particular: la ética del don. Lo que se da no vuelve al donante, sino que continua, prosigue
su propio camino.25 Es lo que se da después de haber sido acogido en el propio seno; es lo
que emerge tras el acogimiento, un acogimiento que implica una ruptura y una cierta
deconstrucción del que acoge lo nuevo por-venir. Es lo que abre un espacio para que el
otro pueda nacer. Esta ética es, entonces, una ética de la pérdida del tiempo propio en el
tiempo del otro. En el nacer, por tanto, hay transgresión de lo ya dado y su continuidad,
pero no simple reproducción de lo ya habido. Por eso lo nuevo o la novedad del nacimiento
no es una creación ex nihilo, sino una donación fértil, es decir: lo que se da.

4. La tragedia de la educación

La posibilidad de una novedad no envejecida y, por reiterada, convertida en moda,


la encuentro yo en una breve cita del filósofo Emmanuel Levinas que dice así: Una vida
capaz de una vida distinta de la suya es una vida fecunda. Como sugería Jorge Larrosa en
un texto sobre la esencia de las transmisiones esa palabra "vida" la podemos sustituir por
otras e intentar ciertas variaciones. Podemos decir: Una palabra capaz de una palabra
distinta de la suya es una palabra fecunda; o bien: Un tiempo capaz de un tiempo distinto
del suyo es un tiempo fecundo. También podemos decir esto otro: Un educador capaz de
24
Kristeva, J. (1999) Le génie féminin, I. Hannah Arendt, Paris, Fayard, p. 83
25
Escribe Derrida que el don, lo que se da, es lo que interrumpe la economía, lo que ya no
da lugar al intercambio: "Si hay don, lo dado del don (...) no debe volver al donante".
Derrida, J. (1995) Dar (el) tiempo, Barcelona, Paidós, p. 17.
una educación distinta de la suya es un educador fecundo.26
Lo que acabo de decir, si se piensa con detenimiento, es bastante trágico para todo
educador. Porque parece lógico que nuestros mejores empeños por educar den
precisamente esos frutos que, a modo de propósitos y aspiraciones prefigurados, parecen
contenidos de alguna forma en el mismo trabajo de la educación y en nuestros propios
pensamientos educativos. Y la frase con la que he estado jugando dice justo lo contrario:
que una educación es fecunda si es capaz de no repetirse, si acepta, con todas sus
consecuencias, que aquello que se da no se devuelva idéntico, sino como lo radicalmente
distinto.
Esta es la inevitable tragedia de la educación, la tragedia que contiene la verdadera
educación y, por extensión, la genuina vida humana: que si son fértiles, vida y educación
serán capaces de crear, más que producir o fabricar, no lo idéntico, sino lo diferente. Por
eso la primera prueba de que la vida y la educación son verdaderamente humanas es, en el
fondo, la rebeldía; la "rebeldía" entendida como esa revolución de la que somos capaces
las mujeres y los hombres que poblamos esta Tierra cuando aceptamos lo diferente y
hacemos de la diferencia una deferencia hacia el otro. Se trata de la revolución en la que
consiste la capacidad de iniciar algo nuevo de la que hablé antes citando a Arendt en un
espacio de pluralidad humana, de romper la cadena de la continuidad, cuando, en vez de
dejarnos manejar como figuras de un "teatro de marionetas", somos capaces de renovar el
mundo común con la espontaneidad, con la acción y con la palabra.
Ser capaz de dar algo para crear lo distinto es justo lo que ocurre con ese milagro
del puro inicio en que consiste el fenómeno de la natalidad. Frente a una educación en la
que el “Hombre” es pensado como el producto de un proceso de fabricación, la ejecución
de una idea y de un plan previo –se trate de un plan diseñado o muy por debajo de los
hombres o muy por encima de ellos-, la natalidad, según vimos, es la metáfora que expresa
la posibilidad de pensar, no ya al Hombre, sino a los “hombres”, como el milagro del puro
inicio.
Pero si la esencia de la educación es la natalidad, entonces lo que conforma la
conciencia pedagógica del educador es un acto de amor, una especie de erótica
pedagógica. La conciencia del educador es mucho menos una conciencia formada por lo
26
Larrosa, J. (1999) Dar a leer...quizá. Notas para una dialógica de la transmisión, Relea. Revista
latinoamericana de Estudios Avanzados, nº 9, pp. 97-110
racional y lo funcional que por la sensibilidad y las emociones, o sea, por su capacidad de
dejarse afectar por el otro y de padecer con él. Por eso la relación educativa es, sobre todo,
un encuentro entre singularidades -la del educador y la del educando-, un encuentro que
comparte con la experiencia del encuentro con el arte la producción y creación de lo
singular y lo nuevo.
Esta conciencia pedagógica conformada por la sensibilidad y la solicitud, es lo más
alejado a esa otra conciencia tecno-científica según la cual el educador tiene ya previsto en
sus saberes, en sus discursos y en sus poderes la figura formativa que deberá adoptar el
educando según un modelo que previamente se ha prefigurado. Por eso frente a todo el
poder que nos prometen las tecnologías educativas, y frente a toda la seguridad con que
alardea la ciencia pedagógica dominante en su poder de representación exacta del
educando a través de sus abstracciones, esta conciencia educativa conformada de acuerdo
con una erótica pedagógica de lo único que está segura es de la necesidad de dejarse
interpelar y afectar por las resistencias que opone el educando a cualquier intento de influir
en él para darle forma como si se tratase de un material perfectamente apto para nuestras
manos, para nuestras mentes o para nuestras intenciones.
Precisamente de eso se trata: de aceptar el hecho de que, lo mismo que nos ocurre
ante los radicalmente recién llegados –los niños recién nacidos- la entrada del educando en
la conciencia del educador es como la entrada de un extraño que pide ser acogido. Un
amante quiere a su amado por lo que es, y seguramente un padre y una madre quieren a su
hijo, no por lo que debe ser, sino por lo que puede llegar a ser. Llegar a saber el contenido
de este “poder llegar a ser” es el resultado de una conciencia amorosamente formada, de
una conciencia erotizada pedagógicamente, y el fruto de una voluntad de fecundidad en la
que la experiencia de la entrada del otro en nuestro mundo es, en parte, la rotura del
silencio de un mundo centrado en el Yo. Porque la voz del otro descentra mi universo.
En la "natalidad" se expresa la idea de que lo que comienza interrumpe y a la vez
anuncia lo que todavía no es. En su esencia misma, la educación, pensada como aquello
que se da y se procura para permitir algo distinto de lo que se dio, es una modalidad de
pluralidad humana y por ello mismo es lo radicalmente contrario al pensamiento único y
totalitario. Una educación que no procure lo mismo, sino lo distinto, es una educación,
entonces, que piensa la humanidad del hombre como aquello que está compuesto por los
que fueron, por los que son y por los que vendrán. Esta atravesada de tiempo humano, de
un tiempo que narra y recuerda las vidas de los que se fueron, de un tiempo que cuida de
las vidas de los contemporáneos, de un tiempo que se responsabiliza de dejar un mundo
grato para los que aún no son y sin duda vendrán. Es una educación llena del tiempo de la
memoria, del tiempo del porvenir y del tiempo de lo actual. Pero justo por estar llena de
pasado, de presente y de porvenir, en esta modalidad de educación el educador acaba
aceptando el hecho de que, al tratar de educar para permitir que el otro comience en radical
origen y novedad, en el mismo comienzo nunca se sabe lo que se comienza, nunca se sabe
lo que será, y siempre se ignora lo que resultará. Como todo nacimiento, una educación
fascinada por la novedad es capaz entonces fundar el porvenir. No es lo fundado, sino lo
que funda. Carece de principio, porque es el principio mismo, y por eso, a pesar de todo, es
an-arquica.
Decía el poeta romántico Friedrich Hölderlin que el niño es un ser divino hasta que
no se disfraza con los colores de camaleón del adulto. Una frase así puede ser objeto de
toda clase de interpretaciones y de malentendidos, pues está caro que nuestro destino es
crecer y, quizá, incluso madurar. Lo que sí está claro es que aquello que comienza -lo que
nace- está destinado a desaparecer. Por eso los hombres, que hemos nacido de lo que no
éramos, moriremos un día, y con un poco de suerte dejaremos una huella en la memoria de
los otros. Si esto es así, lo mejor, quizá, es pensar que, aunque hemos de irnos, no hemos
venido a este mundo simplemente a morir, sino a comenzar algo nuevo. Mientras tanto, y
en el transcurso de este comienzo y renovación, a lo mejor llega un día en el que logremos
convencernos de la profundidad de aquello que un día escribió el poeta René Char: Es
preciso instalarse al exterior de uno mismo, al borde de las lágrimas y en la órbita de los
hombres, si queremos que algo fuera de lo común se produzca, algo que sólo era para
nosotros.
El poder de comenzar algo nuevo que se expresa en la idea del nacimiento, es el
milagro del que los hombres somos siempre capaces. Pero somos capaces de este milagro
siempre que es posible actuar y hablar de cara a y junto a otros hombres. Siempre, en
suma, que hay un espacio fecundo de alteridad, la posibilidad de un encuentro libre, la
oportunidad de una experiencia, las condiciones para narrar la propia vida. El dramático
siglo XX que acaba de terminar nos ha dejado muestras terribles de las diversas maneras en
que los hombres, en nombre de una idea o de un absoluto, de una ambición, de un deseo o
de poder, pueden llegar a suprimir aquello que permite que los humanos hagan sus propios
milagros: la acción y la palabra.

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