EL APRENDIZAJE DE LO NUEVO. Fdo B Rcena-1
EL APRENDIZAJE DE LO NUEVO. Fdo B Rcena-1
EL APRENDIZAJE DE LO NUEVO. Fdo B Rcena-1
Fernando Bárcena
Universidad Complutense de Madrid
Quiero plantear si podemos pensar la educación -lo que ocurre en las escuelas y lo
que encerramos en nuestras prácticas pedagógicas- al margen de lo que, un poco
atrevidamente, llamaré el “espíritu de la época”.
He pronunciado dos palabras: “podemos pensar”. Poder y pensamiento: posibilidad
y potencia del pensar. ¿Podemos pensar, de hecho? En un conjunto de reflexiones sobre
Maurice Blanchot, el filósofo lituano Levinas explicaba que el siglo XX tendría que aspirar
de algún modo a ser el siglo del final de la filosofía, o sea, del pensamiento. Porque a la
vista de lo ocurrido en él la aspiración –tradicionalmente asignada al filosofar- a
comprender el mundo no basta; al menos no les basta a quienes desean cambiarlo y no solo
comprenderlo. En esta brevísima reflexión se contiene una exigencia de lo nuevo.
Y sin embargo, ¿no pretendieron lo mismo aquellos que introdujeron en el mundo
el desastre que invita a pensar en el fin de la filosofía y del pensamiento? Lo que he dicho
también introduce otro elemento: la posibilidad de prestar atención al “espíritu de la
época”, aquél que impone el fin del pensar y el deber de cambiar lo que queda después del
terremoto.
Hay algo extraño en lo que se presenta como “nuevo”. Uno de sus límites, es que
una vez que tomamos contacto con la novedad, su primera repetición la envejece de
inmediato. La repetición envejece la nuevo. Hay una especie de magia trágica en la
novedad, en lo que aparece de repente y por sorpresa: tan pronto como aparece, tiene que
morir, para dejarle un sitio a una novedad distinta. Y es que la novedad es una palabra
hospitalaria en esencia: nace, y tan pronto como surge, si no se quiere convertir en algo
falso e inauténtico -en una simple moda- debe desaparecer para dejarle un sitio a una nueva
novedad.
Se podría pensar que esa cadena sucesiva de novedades, esa cadena de sorpresas y
nacimientos, es también una rutina, y en el fondo algo nada original: pues la novedad
generalizada deja de sorprendernos. Pienso, sin embargo, que quizá hay algo, a lo mejor
una dimensión de la novedad en la que lo nuevo que surge es por siempre nuevo, nunca
terminado o cancelado. Trataré de decir algo sobre esa novedad no envejecida en relación
con lo que, al menos para mí, es una forma de pensar la formación, una educación que no
se reduce a un mero sistema de fabricación de individuos útiles para una sociedad pensada
por otros.
3
Recuerdo aquí la tesis de Rosset, C. (2000) La fuerza mayor. Notas sobre Nietzsche y
Cioran, Madrid, Acuarela Libros, p. 12.
4
Rilke, R.M. (2000) Diarios de juventud, Valencia, Pre-Textos, p.36.
una vida que se vive libre mirando el mundo sin sentir la sujeción a un sentido dado de las
cosas y del mundo. Por eso la infancia es creación de sentido; la vida adulta solo puede
aspirar a re-crear el significado. Precisamente porque ha perdido la infancia, la libertad de
lo inocente, la posibilidad de la sorpresa. Claudio Magris, en un brillante comentario de la
poética de Rilke, da en la clave al señalar que el “oro de la infancia” consiste precisamente
en un uso del lenguaje en el que la vida y el sentido sigue latiendo, es decir, en un empleo
del lenguaje desnudo ya de la autoridad adulta, de la cultura organizada. Es aquí donde el
lenguaje hace su crisis, una que envía a Rilke en busca de una lengua en la que parecen
hablar las cosas mudas.5
A estas alturas, infancia y natalidad ya se han juntado, parecen ideas indistinguibles.
Pero voy a separarlas para poder dibujar con mayor claridad el perfil de lo poético y de lo
político. Para ello, tengo que enunciar una segunda propuesta: la infancia es el estado que
busca su forma fracturando la realidad como revolución.
Lo que busca su forma convoca la idea de una cierta formación y, por tanto, de un
aprendizaje. Este aprendizaje es, como he dicho, creación de sentido que altera los sentidos
ya dados: rompe el sentido establecido, agrietándolo. Esta ruptura es una suerte de
revolución: el inicio radical de algo. Por tanto, la infancia, como fractura de la realidad y
del sentido ya dado sobre ella, es una poética-política. Ni solo poética ni mera política. Es,
insisto, fractura de una realidad en la que se crea sentido ("infancia como poética") y en la
que algo nuevo comienza ("natalidad como política"). Según esto, la verdadera política es
como el acto revolucionario de la infancia: una incisión en el mundo ya interpretado que, al
hacer como si no tuviera ya asignado un sentido, lo inventa. La infancia es eso: invención
de un mundo en radical libertad, a la apacible luz de las acciones espontáneas, no a la
sombra de un mundo de reflejos condicionados. Por eso podemos decir que el ser humano
no contribuye al mundo fabricando, sino amando.6 No simplemente re-creándolo, sino
inventándolo.
Inventar el mundo es aprender a nombrarlo de nuevo a través de palabras que abren
fracturas en él. A través de esas grietas damos un nuevo sentido al mundo. Creo que es la
palabra poética el tipo de palabra que conserva el “oro de la infancia” del que hablé antes.
5
Magris, C. (1993) “¿Cuándo es el presente? Rilke ante y tras las palabras”, en El anillo de
Clarisse, Barcelona, Península, pp. 202 y ss.
6
Collin, F. (2000) “Nacer y tiempo. Agustín en el pensamiento arendtiano”, en Birulés, F.
(comp.) Hannah Arendt. El orgullo de pensar, Barcelona, Gedisa, p. 84.
Esta palabra poética rompe lo establecido por un lenguaje adulto que se presenta, como el
lengua del padre, como lenguaje organizado y autorizado. La palabra poética de la que
hablo es la palabra que, como dice Juarroz, abre la escala de lo real: “La poesía abre la
escala de lo real (espacio, tiempo, espíritu, ser, no ser) y cambia la vida, el lenguaje, la
visión o experiencia del mundo, la posibilidad de cada uno, su disponibilidad de creación”.7
Juarroz lo expresa bien en un poema suyo que comienza así:
Desbautizar el mundo,
sacrificar el nombre de las cosas
para garantizar su presencia.
7
Juarroz, R. (2000) Poesía y Realidad, Valencia, Pre-textos, p. 17
8
En lo que sigue me he basado en el excelente ensayo: Castro, F. (1993) El texto íntimo.
Rilke, Kafka, Pessoa, Madrid, Tecnos, pp. 15-57.
junto a ellos, y quiere aguardar a su tiempo.9
9
Rilke, R.M. (1998) Nuevos poemas, II, Madrid, Hiperión.
10
Poema perteneciente a El libro de las imágenes y recogido en: Cañete, B. (1984) Rilke,
Madrid, Júcar, pp. 144-147. Citado por: Castro, F. (1993) El texto íntimo. Rilke, Kafka,
Pessoa, ob. cit., p. 27.
Rilke contempla la infancia como lo ausente, como lo ya sido. El poeta indaga a base
de preguntas, de interrogaciones y de exclamaciones frecuentes que evocan un cierto pesar
y una cierta pesadumbre: nostalgia de lo perdido como pensado como infancia:
12
Rilke, R. M. (1996) Los apuntes de Malte Laurids Brigge, Madrid, Alianza, p.16.
13
Castro, F. (1993) El texto íntimo, ob. cit., p. 18.
14
Rilke, R.M. (1999) Elegías de Duino, Madrid, Hiperión, p. 15.
15
Pessoa, F. (2000) Poesías completas de Alberto Caeiro, Valencia, Pre-Textos, 2000, p.
115.
"¡Tristes de nosotros -se lamenta el Guardador de rebaños- que llevamos el alma
vestida!". Sí: ese mundo interpretado viste nuestra adulta alma, y la encadena a una
conciencia cuya única posibilidad es re-crear el significado, pero no inventar de nuevo el
mundo. Estamos condenados a no renacer. En su correspondencia con Benvenuta, podemos
leer: “Antaño lo vivíamos todo puesto que éramos menores de edad, creo que vivíamos el
pavor en su totalidad sin saber que era pavor, la alegría en su totalidad sin intuir que existía
una alegría demasiado rica para nuestros corazones (...) y tal vez experimentábamos el
amor total”.16 El olvido de ese vivir todo, la experiencia de una totalidad intensa parece la
condición de quien habita un mundo interpretado. Un mundo cuyo sentido original ya no
podemos crear...salvo que se de una condición, una muy simple y elemental. Como decía
Borges recordando un pensamiento del obispo Berkeley, el sabor de la manzana no está ni
en la boca que la muerde ni en la carnosidad de la manzana, sino en el encuentro entre
ambas. Y es que un beso necesita dos labios, el amor erótico dos cuerpos y sus silencios
extasiados. Y la creación de la lectura un libro y el lector apropiado. Por eso, el mundo se
inventa de nuevo cuando, con mirada de niño y lenguaje quizá torpe, miramos el mundo
como por primera vez hincándole nuestra imaginación en su corazón dormido.
El tiempo de la infancia, para el poeta, es entonces el tiempo ya ido, el tiempo
fugitivo, aquél por el que sólo cabe preguntar, como hace Rilke, “¿A dónde fue?” Mirar ese
tiempo es contemplar un abismo en penumbra que convoca la nostalgia. Contrasta con ese
tiempo de la infancia fugitiva la contemplación de los objetos de la infancia en la que esta
queda capturada y extrañamente perdurable. ¿Está verdaderamente la infancia en el “alma
de las muñecas”? “El tiempo congelado de la muñeca –comenta Fernando Castro- inicia a
la soledad y a la intransitividad del deseo”.17
La muñeca o el osito, el juguete acariciado y conversado de la infancia, ya no pueden
comunicar sino su propio silencio, nos transmiten una ausencia. Han perdido su voz, su
palabra ya no es audible, sus besos y caricias ya no se sienten. Es, sí, el recuerdo de un
afecto, la memoria de un deseo que ya no podemos sentir sino recordándolo con la
imaginación, la imagen de una pasión, pero es el tiempo fugitivo que transmite mudo ese
afecto, ese deseo, esa pasión, esa intensidad de vida. Y lo transmite con la fuerza de lo
perdido, de la mano de la nostalgia y de la angustia. Esa angustia que se parece, como decía
16
Rilke, R.M. (1989) Cartas a Benvenuta, Barcelona, Grijalbo, p. 77.
17
Castro, F. (1993) El texto íntimo, ob. cit., p. 25.
Proust a propósito de su rival Swann -que le robaba el viático del beso materno- a lo que
padecemos cuando sentimos al ser amado en un lugar de placer donde nosotros no estamos.
Se trata, por tanto, de pensar la infancia como tiempo originario y primordial; el
tiempo en el que se intentaba, sin conciencia adulta, construir un mundo a base de crear de
nuevo cada sentido de un mundo interpretado. Un mundo construido al margen del mundo
ya creado e interpretado. Una posibilidad de mundo. Otro mundo posible.
Las ideas de Arendt sobre la natalidad, que no expone sistemáticamente, sino que
están repartidas a lo largo de toda su obra, las hereda de su tesis doctoral sobre El concepto
de amor en San Agustín. Lo que Arendt recoge de él es una idea muy simple, que podemos
formular como advertencia: no hay que habitar tanto en lo realizado como en el principio
de la realización, no en el término, sino en lo que da comienzo a todo origen. Por eso
Arendt insistía que aunque hemos de morir, hemos venido a este mundo a iniciar algo
nuevo, y a propósito de la educación señaló: “La esencia de la educación es la natalidad, el
hecho de que en el mundo hayan nacido seres humanos”18.
Este punto es importante. Para Heidegger, el ser humano es el “ser para la muerte” y
el mundo sólo adviene con el despliegue del ser; para Arendt, en cambio, se trata del “ser
para el nacimiento”. Ella habla, en términos que recuerdan a Rilke, de innovar el mundo
con cada nacimiento. Por eso, con el nacimiento el recién llegado toma una iniciativa y
rompe la continuidad del tiempo.
Nacer es estar en proceso de llegar a ser, en proceso de un devenir en el que el
nacido articula su identidad en una cadena de inicios, de acciones y novedades. Es capaz de
acción y por tanto se muestra ante los otros: hay una presencia más allá de las palabras. El
nacimiento sitúa la vida, pues, no en el “ya-no” de la muerte, sino en el “aún-no” de lo
recién nacido, de lo que se inicia. El nacimiento no marca, entonces, un simple arché
(literalmente, un “comienzo”), sino un principium, es decir: principio y comienzo.19 Y eso
18
Arendt, H. (1996) “La crisis en la educación”, en Entre el pasado y el futuro, Barcelona,
Península, p. 186
19
Como dice Arendt en Sobre la revolución (Madrid, Alianza, 1988): "Lo que salva al acto
del origen de su propia arbitrariedad es que lleva consigo su propio principio, o, para ser
más precisos, que origen y principio, principium y principio, no sólo son términos
relacionados, sino que son coetáneos" (p. 220).
implica tanto ruptura –iniciar de nuevo tras lo que se ha roto- como camino a lo por-venir.
Todo nacimiento es, así, un re-nacimiento. De hecho, se puede renacer a partir de las
propias cenizas. Sólo si hay cenizas hay renacimiento, sólo si hay dolor existe un parto.
En el arco delimitado por el "aún-no" (vida) y el "ya-no" (muerte), la existencia dada
por el nacimiento es una interrogación y va más allá del mundo natural. El nacimiento
constituye ese tipo de acontecimiento que reclama de quienes ya estaban en el mundo antes
de la llegada de los nuevos la facultad de acogerlos e introducirlos en el mundo. Por eso,
escribe Arendt:
Antes de haber nacido, todo ser humano es nombrado, es llamado de algún modo.
Es llamado como se llaman o se mandan venir las palabras con las que nombramos el
mundo. Antes de cada nacimiento biológico, el nacido es esperado, imaginado, y en esa
espera, es ya sobrevenido. El principio del cambio se encuentra en el nacimiento,
entendido como lo originario. Más que lo fundado, es lo que funda. No es sólo "poder de
comienzo", sino el comienzo mismo, y en ese sentido tiene algo de milagroso: el milagro
que "salva" al mundo de la ruina que le es natural. Es en este sentido que la vida humana,
como nacida, es "incuestionable". El recién nacido no puede tener una vida que precise ser
justificada ante otro. La pregunta que al recién nacido, como al recién llegado, se le
formula no es ¿qué haces tú aquí?, o ¿por qué has venido?, sino esta otra: ¿quién eres tú?.
Aquí se contiene tanto una teoría de la identidad como una cuestión política.
Una teoría de la identidad, en primer lugar. O lo que es igual, una meditación sobre
los que son un “quién” y un “alguien”. El portador de identidad es el portador de iniciativas
y de sentido, el que no cabe reducir, sin alterarlo, a una definición substancial, a un qué.
Como portador de iniciativas y de un quién, el nacido comienza su andadura a partir de un
fondo dado, a partir de una relación anterior que supera y ante la cual mantiene una
relación de discontinuidad. Impensable sin sus padres, el hijo, como nacido, les trasciende
20
Arendt, H. (1996) “La crisis en la educación”, ob. cit., p. 208
sin negarlos ni ser atrapado en ellos. Entre el padre y el hijo, como entre el educador y el
educando o el maestro y el discípulo, constituyen formas de relación que se fundan en la
discontinuidad del quién. Como dice Claudio Magris, deben profesar una fe distinta.
Pero también una cuestión política. Porque la natalidad es, en el fondo, la categoría
política por excelencia: el nacido, como recién llegado, es el ser que se convierte en un
“tener que ser” siempre incierto cuya actuación en el mundo sólo se garantiza como acción
espontánea ante los otros que ven y son vistos, es decir, en condiciones de pluralidad.
Como comenta Arendt en La condición humana la expresión del totalitarismo es el
asesinado de los recién nacidos y su rostro el de Herodes. Cada nacimiento es una novedad,
sí, pero recuerda al mismo tiempo a los que no pudieron continuar. La historia comienza
con lo que nace, no con lo que termina. La violencia no engendra historia, sino el
surgimiento del mal, y por eso hay que sospechar contra todas las legitimaciones de un
sacrificio en el altar de la historia, como dice Collin: “El crimen desnuda el mundo,
extingue la palabra. Incluso la muerte, inscrita en el centro de toda existencia, queda
callada”.21 Matar lo nacido es matar el tiempo y asesinar la palabra que puede
pronunciarse, como palabra nueva que nombra de nuevo el mundo ya existido.
Programada o no, cada nacimiento es, así, un hiato en la cadena, un initium y un
radical comienzo de todo: un momento de pura libertad. El nacimiento entraña una
secuencia natural (la simple reproducción de la vida, como zoé) y una secuencia humana
de carácter poiético-simbólica: lo nacido como aparición ante los otros. En este segundo
sentido, el nacimiento es superación de un proceso natural, interrupción y superación de lo
que decae. Nacer es tiempo22. Es necesitar disponer de tiempo. Tiempo que contar para
poder vivir, tiempo que vivir, para poder contar. Nacer es tener que vivir una vida
relatada.
Nacer a una vida no es sólo biología, sino biografía. Es emergencia ante la presencia
de los otros con la propia presencia con rostro: “Sed sólo vuestro rostro, dice Agamben. Id
al umbral. No sigáis siendo los sujetos de vuestras facultades o propiedades, no
permanezcáis por debajo de ellas, sino id con ellas, en ellas, más allá de ellas”. 23 En el
nacer se confirma la fecunda fertilidad de unas vidas anteriores, pero convoca también la
21
Collin, F. (2000) “Nacer y tiempo. Agustín en el pensamiento arendtiano”, en ob. cit., p.
92.
22
Collin, F. (1999) L'Homme est-il devenu superflue?, Paris, Odile Jacob, p.201
23
Agamben, G. (2001) “El rostro”, en Medios sin fin, valencia, Pre-Textos, p. 86.
fertilidad de una biografía o vida narrable en el porvenir. Es continuidad de una vida y su
ruptura, una revolución en la vida y en el mundo ya constituido. Continuidad y novedad, y
por eso es alteridad.
En el nacimiento, el nacido altera a la madre, y al mismo tiempo el nacido es señal de
donación. La prueba de la maternidad, entonces, es la presencia real del recién nacido, al
que la mujer delega su ser. Pero lejos de completarla, acaso la altera y la vuelve vulnerable,
como el otro que, irrumpiendo en el yo, nos mira pidiendo solicitud y se retira silencioso si
no se la concedemos. Esta prueba de la alteridad del recién nacido, vincula a una madre
con su hijo por un lazo excepcional: pues no se trata de un deseo por un objeto o por un
sujeto, sino de un amor por el otro.24
El nacimiento, la natalidad como metáfora expresiva de lo que llega, tiene una ética
particular: la ética del don. Lo que se da no vuelve al donante, sino que continua, prosigue
su propio camino.25 Es lo que se da después de haber sido acogido en el propio seno; es lo
que emerge tras el acogimiento, un acogimiento que implica una ruptura y una cierta
deconstrucción del que acoge lo nuevo por-venir. Es lo que abre un espacio para que el
otro pueda nacer. Esta ética es, entonces, una ética de la pérdida del tiempo propio en el
tiempo del otro. En el nacer, por tanto, hay transgresión de lo ya dado y su continuidad,
pero no simple reproducción de lo ya habido. Por eso lo nuevo o la novedad del nacimiento
no es una creación ex nihilo, sino una donación fértil, es decir: lo que se da.
4. La tragedia de la educación