2 Cuentos Cortos

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El perro perdido

Erase una vez un perro callejero que se llamaba Rudy. Por otro lado, en una casa
preciosa vivía un perro exactamente igual a Rudy (el callejero), sólo que era chica y se
llamaba Flor.
Un día Flor salió al jardín y vió a Rudy, se fué detrás de él y se perdió. Entonces Rudy
volvió a la casa de Flor y ocupó su sitio. Los dueños no se dieron cuenta de que Flor era
en realidad Rudy. Pero pronto se dieron cuenta de que ese perro tan mal educado no
podía ser su preciosa Flor, así que, una vez dejaron salir a Rudy al jardín y lo siguieron
por las calles hasta que encontraron a Flor. La alegría de la perrita al ver a sus dueños
fue infinita.
A los dueños les daba pena dejar a Rudy en su casa, pues era el vertedero de basura de
la ciudad, así que decidieron llevárselo a la casa y enseñarle buenos modales. Cuando
aprendió a comportarse, Flor se enamoró perdidamente de él,y como Rudy ya amaba a
Flor desde el primer día que la vió, se casaron y tuvieron cuatro cachorritos igualitos a
ellos. Todos fueron muy felices.
El mundo al reves

Habia una vez un bosque donde pasaban cosas muy raras:los pajaros maullaban,los lobos
cantaban,las vacas,gruñian y los toros hacian un sonido muy raro que se parecia a este:¡fre!,
¡fre!

Un buho se mudo ha ese mismo bosque y se quedo impresionado de lo desordenado que


estaba el lugar y empezo a investigar lo que pasaba.Le pregunto al pajaro:¿tu sabes lo que esta
pasando aqui??esto no es normal.

-¡¡¡¡Miaou!!!!¡¡¡Miaou!!!

Despues,le pregunto al lobo:


-¿¿¿Sabes que pasa aqui???
-¡Pio pio pio!

Luego le pregunto a la vaca:


-Y tu,¿sabes que pasa aqui?
-Grrrrr,Grrrrr.

Para acabar le pregunto al toro:


-¿¿¿Por lo menos tu sabras que pasa aqui no???
-¡Fre!,¡Fre!

-¡Ya estoy harto de esto voy a enseñar a estos raritos a hablar!

Primero enseño a hablar a los pajaros.


Despues les enseño a hablar a los lobos.
A continuacion les enseño a hablar a las vacas.
Por ultimo les enseño a hablar a los toros.

-Esto si esto ya es otra cosa.


El cuento del Patito Feo.
Como en cada verano, a la Señora Pata le dio por empollar y todas sus amigas del
corral estaban deseosas de ver a sus patitos, que siempre eran los más guapos de
todos. 
Llego el día en que los patitos comenzaron a abrir los huevos poco a poco y todos se
juntaron ante el nido para verles por primera vez.
Uno a uno fueron saliendo hasta seis preciosos patitos, cada uno acompañado por
los gritos de alegría de la Señora Pata y de sus amigas. Tan contentas estaban que
tardaron un poco en darse cuenta de que un huevo, el mas grande de los siete , aun no
se había abierto.
Todos concentraron su atención en el huevo que permanecía intacto, también los
patitos recién nacidos, esperando ver algún signo de movimiento.
Al poco, el huevo comenzó a romperse y de el salió un sonriente patito , mas grande
que sus hermanos , pero ¡oh , sorpresa! , muchísimo mas feo y desgarbado que los
otros seis...
La Señora Pata se moría de vergüenza por haber tenido un patito tan feo y le aparto de
ella con el a la mientras prestaba atención a los otros seis.
El patito se quedo tristísimo porque se empezó a dar cuenta de que allí no le querían...
Pasaron los días y su aspecto no mejoraba , al contrario , empeoraba , pues crecía muy
rápido y era flaco y desgarbado, además de bastante torpe el pobre..
Sus hermanos le jugaban pesadas bromas y se reían constantemente de el llamándole
feo y torpe.
El patito decidió que debía buscar un lugar donde pudiese encontrar amigos que de
verdad le quisieran a pesar de su desastroso aspecto y una mañana muy temprano ,
antes de que se levantase el granjero , huyo por un agujero del cercado.
Así llego a otra granja , donde una anciana le recogió y el patito feo creyó que había
encontrado un sitio donde por fin le querrían y cuidarían , pero se equivoco también ,
porque la vieja era mala y solo quería que el pobre patito le sirviera de primer plato. Y
también se fue de aquí corriendo.
Llego el invierno y el patito feo casi se muere de hambre pues tuvo que buscar comida
entre el hielo y la nieve y tuvo que huir de cazadores que querían dispararle.
Al fin llego la primavera y el patito paso por un estanque donde encontró las aves mas
bellas que jamás había visto hasta entonces. Eran elegantes , gráciles y se movían con
tanta distinción que se sintió totalmente acomplejado porque el era muy torpe. De
todas formas, como no tenia nada que perder se acerco a ellas y les pregunto si podía
bañarse también. Los cisnes, pues eran cisnes las aves que el patito vio en el estanque,
le respondieron:
- ¡Claro que si , eres uno de los nuestros!
A lo que el patito respondió:
-¡No os burléis de mi!. Ya se que soy feo y flaco , pero no deberíais reír por eso...
- Mira tu reflejo en el estanque -le dijeron ellos- y veras como no te mentimos.
El patito se introdujo incrédulo en el agua transparente y lo que vio le dejo
maravillado.
¡Durante el largo invierno se había transformado en un precioso cisne!. Aquel patito
feo y desgarbado era ahora el cisne mas blanco y elegante de todos cuantos habia en
el estanque.
Así fue como el patito feo se unió a los suyos y vivió feliz para siempre.

Cuento de navidad

El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco,
para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo
mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de
mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga
permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las
legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba
armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su
maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno
entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía
brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba,
como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del
canto llano. Su eminencia el cardenal —que había visitado el convento en un día
inolvidable— había bendecido al hermano, primero, abrazádole enseguida, y por último
díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano
Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y por la más inocente
alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus
hermanos los pájaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas,
taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor
de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole,
llamándole hacia ellos: "¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen
vaso..." Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente
noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua
expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las
sonrisas.

Avino, pues, que un día de navidad, Longinos fuese a la próxima aldea...; pero ¿no os
he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no
muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación del monasterio,
había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y de silfos, y otras tantas cosas que
favorece el poder del Bajísimo, de quien Dios nos guarde. Los vientos del cielo
llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches o en los serenos
crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores sonoros..., era el órgano de Longinos
que acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos.
Fue, pues, en un día de navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dio una
palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería paciente y
filosófica:

—¡Desgraciado de mí! ¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la viada a
pan y agua! ¡Cómo estarán aguardándome en el monasterio!

Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se encaminó por la vía


de su convento. Las sombras invadieron la Tierra. No se veía ya el villorrio; y la
montaña, negra en medio de la noche, se veía semejante a una titánica fortaleza en que
habitasen gigantes y demonios.

Y fue el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras pater y ave, advirtió con
sorpresa que la senda que seguía la pollina, no era la misma de siempre. Con lágrimas
en los ojos alzó éstos al cielo, pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando
percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa estrella de
color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un delicado chorro de luz
que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco
trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir
adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: 'Considérate feliz, hermano
Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso.' No bien
había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitos aromas. Y
vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de
admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias
reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre
sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba
entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un
manto en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del
zodiaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera
negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se
ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía
vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él, con sólo
mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia.
Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de
fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de
Oriente. El tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad;
formábanle un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio
príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el
rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no
usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia,
desgranaba las cuentas de su largo rosario.

Y sucedió que —tal como en los días del cruel Herodes— los tres coronados magos,
guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los
pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la
mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche.
Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de
polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo
su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes...

Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al


niño que sonreía:

—Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su covento te sirve como puede. ¿Qué te
voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué
diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo
ofrendarte.

Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de
sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos
copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la
superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de
pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre.

Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La
nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su
sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban
con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano?

¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto,
menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista... ¿Quién se
atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el
don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin
música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza... De
repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar... resonó, resonó
como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas voces; sus tubos
todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes
cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los
campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual,
de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de
la gloriosa Cecilia...

El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después;
murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro
de la capilla, en una tumba especial, labrada en mármol.

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