Schaufler Tesis Doctoral

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RESUMEN

Esta tesis doctoral es resultado de una investigación en el campo de la


comunicación social que se propuso analizar la construcción del erotismo en
revistas femeninas argentinas de la década del ’60, época de renovación editorial
y, simultáneamente, de políticas de censura aplicadas en el mismo contexto
nacional. La indagación se centró en analizar las construcciones simbólicas con
las que revistas femeninas como Para Ti, Femirama, Vosotras, Maribel, Claudia,
entre otras y, complementariamente, revistas de actualidad como Gente y Life,
tematizaron las dimensiones de lo erótico, en un contexto de producción de
discursos signado por rupturas culturales de los tradicionales modelos femeninos
y masculinos, de pareja, de sexualidad y de figuraciones del cuerpo.
Para abordar la problemática del erotismo en sus distintas facetas fue necesaria
la construcción de dimensiones teóricas relativas a los géneros, las sexualidades,
el amor, los cuerpos, y los placeres y deseos. En una década de transformaciones
en las vidas eróticas de muchas mujeres, que parecían antagónicas con los
sentidos dominantes en las décadas anteriores, las revistas femeninas debieron
actualizarse e incluir entre sus páginas estas temáticas.
La renovación periodística se desarrolló en momentos de avance del
autoritarismo en el país, en medio de cruzadas moralistas y de políticas de censura
que alcanzaron su máxima expresión con el golpe de Estado del general Onganía
en 1966. A fines de la década, en medio de la radicalización cultural y política, el
avance del autoritarismo y el recrudecimiento de la censura frente al erotismo en
los medios de comunicación clausuraban una época de resignificaciones en los
discursos del erotismo que marcarían las décadas subsiguientes.

Palabras claves: erotismo, revistas femeninas, década 1960

1
RESUMEN EN INGLÉS

This dissertation is the result of a research in social communication, which has


the intent to analyze the construction of the eroticism in Argentine women's
magazines during the '60s, a time of publishing renewal and censorship’s policy in
the country. The inquiry was used to analyze the semiotic and discursive ways in
which women’s magazines such as Para Tí, Vosotras, Femirama, Maribel,
Claudia, and news magazines such as Gente and Life thematized the erotic’s
dimension in a context of elaboration of speeches marked by a cultural break
against the older female and male models, couples, sexuality and body
configurations.
To investigate eroticism was necessary to build its theoretical dimensions, such
as sexualities and genders, love, body, pleasures and desires. In a decade of
transformations of the erotic lives of many women, who seemed antagonistic to
the dominant senses in previous decades, women's magazines had to be updated to
include these issues in its pages.
This journalistic renewal took place during a period of authoritarianism
advance in the country, in the middle of moralistic crusades and censorship
policies that reached its peak with the coup of General Onganía in 1966. At the
end of the decade, amid the cultural and political radicalization, the advance of
authoritarianism and the resurgence of censorship against eroticism in the media
put an end to an era of new meanings in the speeches of eroticism that marked the
following decades.

Key words: eroticism, women's magazines, decade 1960

2
PREFACIO

De pequeña adoraba descender la escalera de madera que llevaba al sótano de


la antigua casa de campo donde viví hasta mis 16 años, para sumergirme en las
cajas de revistas viejas a las que mis bisabuelos y sus descendientes habían estado
suscriptos, acumuladas allí con el paso de las décadas.
Además, cada una de mis abuelas y tías abuelas contaba con una piecita en su
casa para los cachivaches, donde guardaban publicaciones llenas de polvo, que me
transportaban fácilmente a muchas décadas atrás al mismo tiempo que me hacían
estornudar frenéticamente. En esos espacios con olor a viejo, a humedad, podía
pasar horas entretenida pues me llevaban a viajar por el tiempo. Las revistas se
definían por lecturas de género: publicaciones de tejidos para ellas, revistas
rurales y de mecánica para ellos; y revistas de actualidad, como Caras y Caretas,
para ser compartidas.
Las inundaciones y la subida de las napas hicieron que estos materiales se
ahogaran durante mi adolescencia y terminaran flotando perdidos en aquel sótano.
La necesidad de abandonar el campo, tras la erosión económica de los ´90, y las
sucesivas mudanzas, no nos permitieron acarrear todos estos materiales tan
valiosos. Pero el recuerdo de esas lecturas y de los mundos pasados en los que me
sumergían, siguió presente.
Fue así que creo que me dediqué a analizar las revistas que leían mis abuelas,
mis tías y en alguna medida mi mamá, por entonces adolescente. Considero que es
ese uno de los principales motivos, de esos que nos dirigen desde atrás de la nuca,
es decir, inconscientemente. La elección de la década tampoco es casual. En mi
memoria quedaron grabadas esas imágenes de vestidos cortos de colores, o a
rayas, los moldes para hacer trajes de baño o minifaldas, los peinados batidos.
Esas revistas me hablaban de una época de nuevas libertades que se había
entrometido en mi retina desde aquellas exploraciones de mi niñez.
Pero entonces, ¿por qué investigar el erotismo?, ¿por qué esta clave de lectura
para abordar aquellas revistas? Por placer y por el placer. Ya en mi tesis de grado
había abordado otra dimensión hedonista: la construcción semiótica del deseo en
las publicidades audiovisuales de cervezas. Ya había ido por Dionisio –o Baco-,
ahora iría por Afrodita –Venus- y Eros –Cupido-.
3
El erotismo aparecía como una categoría que elevaba a un primer plano al
placer y al cuerpo; tan olvidados en nuestra experiencia académica cotidiana. Se
trataba entonces del placer de la investigación y del placer como objeto de
investigación, porque, como dice Dora Barrancos (2015a): “Conocer es estar en
estado de alegría. Eso no quiere decir que las ideas nos lleguen sino que hay que
trabajar, transpirar la camiseta pero hay que hacerlo con alegría” (Barrancos, “La
investigación como sentimiento”, UNLNoticias, 10/04/15). La autora sostiene que
la emoción juega un papel fundamental en el conocimiento y así es que, a veces,
nos enamoramos de nuestro objeto de conocimiento. Por el placer, entonces, de
escribir, de leer, de investigar, de conocer; deseo vital (Eros) que me ha llevado por
el camino de la investigación, deseo que me he dedicado a cultivar y cuidar para
que no se tornara mera costumbre u obligación.

Agradecimientos
Este trabajo de investigación, realizado en el marco del Doctorado en
Comunicación Social de la Facultad de Ciencias Políticas y Relaciones
Internacionales de la Universidad Nacional de Rosario, contó con el valioso apoyo
de CONICET, mediante el otorgamiento de becas Tipo 1 y Tipo 2, sin las cuales
hubiera sido mucho más arduo continuar esta carrera. Además, la investigación
fue albergada en el Centro de Investigaciones en Mediatizaciones asentado en
dicha facultad, como espacio de discusión y debate pero también de sostenimiento
de la labor investigativa.
En cuanto a la recopilación de los materiales que componen el referente
empírico de este trabajo, debo agradecer la colaboración de muchas personas que
me acercaron revistas femeninas de sus tías, madres o abuelas. He conversado el
tema de mi tesis con muchas personas que no podría aquí contabilizar, de diversas
proveniencias académicas y no académicas, y en cada intercambio logré
enriquecer el proceso de investigación.
Dejo aquí un especial agradecimiento a mis directoras, que me han bancado
con su alegría característica: a Sandra Valdettaro, por impulsar este deseo por la
investigación y a Florencia Rovetto por su gran acompañamiento y dedicación a la
lectura. Gran parte de esta tesis fue escrita en el marco de una estancia doctoral en
4
el Doctorado en Estudios de la Sociedad y la Cultura de la Universidad de Costa
Rica, con el apoyo del director del programa, el Dr. Alexander Jiménez Matarrita.
No quiero dejar de agradecer a mis viejos, quienes nunca saben bien qué hago
cuando investigo, a los docentes de la Universidad Nacional de Entre Ríos que me
han formado, especialmente a Rubén Sergio Caletti que instigó mi pasión por
investigar, por interrogar los sentidos sociales y cuestionar los sentidos comunes.
Junto a él aprendí que el trabajo de investigación era justamente un trabajo, de
hormiga, pero también de autocrítica constante, de puesta en discusión con los
otros, de marchas y retrocesos a contracorriente. A Juan Pablo Gauna por su
acompañamiento, a Luisina Zitelli por su ayuda, a Leandro Drivet por señalarme
algunos caminos, a mis compañeros de la cátedra Investigación en Comunicación,
Leila Passerino, Sebastián Rigotti y Carina Muñoz, con quienes aprendí a
investigar en equipo. A mis compañeros de doctorado, Mariana Busso, Irene
Gindin y Elías Fernández, con quienes tuve el agrado de transitar este derrotero,
festejando cada encuentro. Sin su compañerismo, este trabajo hubiera sido mucho
más dificultoso. Junto a todos ellos y siguiendo lo dicho por Barrancos, hemos
transpirado la camiseta pero sin olvidar la alegría y el placer por este trabajo.

5
ÍNDICE

Resumen…………………………………………………………………………..….2
Resumen en inglés…………………………………………………………………....2
Prefacio………………………………………………………………………………...3
Índice………………………………………………………………………...….6
Índice de ilustraciones………………………………………………………………….9

Introducción……………………………………………………………………..…..13

Capítulo I: Erotismo y revistas femeninas en los ’60 …………………………......21


1. El erotismo, una categoría silenciada………………………………………...…….21
1.1 Un erotismo de época……………………………………………………..……..22
2. Industria cultural sesentista…………………………………………………..……25
2.1 Boom editorial……………………………………………………………..……27
2.2 Una selección………………………………………………………………..…..30
3. Una época joven y rebelde……………………………………………………...….34
3.1 Ciencias sociales, revolución y juventud……………………………………..…40
3.2 La venta de juventud………………………………………………………….....41
4. Fin de la fiesta: represión y censura del erotismo………………………………....47
4.1 El potencial erótico de la censura………………………………………………..54

Capítulo II: Liberación erótica…………………………………………………..…56


1. Erotismo y sexualidad, una madeja……………………..…………………….…..56
2. El eros psicoanalítico y los teóricos de la liberación…………………………..….57
2.1 El desencanto……………………………………………………………….....…61
3. El jardín de las delicias o el sexo regulado………………………………………...63
3.1 La erótica como arte……………………………………………………………....66
4. La transgresión erótica…………………………………………………………..…67
4.1 Maldito eros: el pecado de la carne..………………………… …………….....…69
4.2 La transgresión organizada……………………………………………………....71
5. Culpa erótica y confesión en las revistas femeninas……………………………….73
5.1 La desculpabilización de los ’60…………………………………………..…......74
6. Liberación sexual mediatizada………………………………………………...…...77

Capítulo III: Sexualidades sesentistas……………………….……..……………....84


1. La sexualidad descarnada………………………………………..…………..……84
2. El placer y los discursos del sexo………………………………………..………..87
3. Peligros sexuales y educación…………………………………………..…...…….97
4. El sexo no reproductivo: la revolución anticonceptiva…………………………..103
5. La sexualidad bajo cuidado femenino……………………………………………114
6. La sexualidad de los jóvenes…………………….…………….……………...….117

Capítulo IV: Construcción de feminidades y feminismos………..…………...…120


1. Sexualidad degenerada…………………………………………….………….....120
2. Naturalidad femenina…………………………………………….…...…………124

6
3. Feminidades renovadas………………………………………...…..…………….127
4. Malestares femeninos……………………………………….……………………133
5. El feminismo de los ’60 en el país………………………………………..……...140
6. Un cuarto propio: una resignificación de la soltería……………………………..154

Capítulo V: Una erótica del amor…………………………………………..…….159


1. Los discursos de la sexualidad o los discursos del amor…….…...……………...159
1.1 El arte amatorio………………………………………………………………...160
1.2 El corazón dictador………………………………………………………….....162
1.3 El amor como marca femenina………………………………………………...163
2. Romance para ellas: narrativas rosas o ficciones pedagógicas…………………...164
2.1 A primera vista………………………………………………………………...168
2.2 ‘Namorar’ …………………………………………………………………..…171
2.3 La sufriente obsesión amorosa………………………………………………....173
3. Pasión masculinizada…………………………………………………………..…180
4. Clase, raza y edad: las variables del amor………………………………………..183
5. Eros infiel…………………………………………..…………………………..…186

Capítulo VI: Nuevas reglas de juego amoroso………………………..………….199


1. La modernización y las problematizaciones del amor……………………….......199
2. La ‘prueba de amor’……………………………………………………..……….203
2.1 Recato o deseo sexual femenino constreñido………………………..………...204
2.2 Transgresiones y transformaciones………………………….………………....207
3. Sexo o amor……………………………………………………………………....213
4. Eros conyugal: vida afectiva bajo contrato…………………….………………....218
4.1 Bodas: la caza y el casamiento………………………………………………....219
4.2 Eros y Gamos: el placer en el matrimonio……………………………………..223
4.3 La felicidad conyugal y las evaluaciones del matrimonio………...…………...226
4.4 Divorcios y algo más………………………………………...………………...232
5. Las uniones libres………………………………………………………………...236
6. Erotismo e intimidad en la pareja………………………………………………...239

Capítulo VII: El erotismo en los cuerpos……………………….………………...242


1. La dimensión erótica del cuerpo…………………………….....………………...242
1.1 Norma erótica o transgresión normada en los cuerpos femeninos……………...244
2 El cuerpo fantaseado: la sensualidad y lo deseable……………...………………...245
2.1 Belleza erótica………………………………………………...………………...250
3. La moral de la exhibición……………………………………….………………...261
4. La moda en los cuerpos………………………………………………………...…264
4.1 La erotización de los detalles corporales……………………...……………..…269

Capítulo VIII: Figuraciones corporales eróticas………………………………....279


1. Erotismo doméstico……………………………………………………………...279
2. La femme fatale o la mujer como peligro………………………………………..283
3. Seducción masculina………………………………………….………………….292
3.1 Galanes románticos…………………………………………..………………...294
3.2 La conquista tecnificada……………………………………...………………...298
7
3.3 Galantería nacional…………………………………………...………………..309
4. Seducidas y abandonadas………………………………………..………………..311

Capítulo IX: Placer y deseo en escena………………………………………….....314


1. Placeres bajo presión…………………………………………….……………….314
2. Hedonismo pop: el imperativo del placer y el consumo……………...……….....316
2.1 Placeres eróticos o pornográficos……………………………………………...318
3. Sentidos del goce………………………………………………….……………...321
3.1 Fulguraciones del deseo………………………………………...……………...322
3.2 Alusión e ilusión: las fantasías………………………………………………....323
3.3 Escenas eróticas: el contacto corporal…………………………………….…...326
3.4 Lo prohibido……………………………………………………….…………..330
3.5 Goce o padecimiento del placer……………………………………………..…332
3.6 La muerte erótica………………………………………...………………….....336
3.7 Eros, clase y raza………………………………….……………………………341
4. Sujetos de deseo y objetas de deseo………………………………………..……..344
4.1 Encantada de ser sumisa…………………………………………..…………...346
4.2 Fantasías liberadoras …………………………………...……………………...351
4.3 Obsesiones de deseo…………………………………………………………...356

Conclusiones………………………………………………………………………..361

Referencias bibliográficas………………………………………………………....371

Artículos de revistas referenciados………………………………………………..376

Anexos -en CD-…………………………………………………………………..…385

8
ÍNDICE DE ILUSTRACIONES

Capítulo I
Figura 1: “La gran tentación o la gran ilusión”, Antonio Berni (1962).
Figura 2: Portada Vosotras Nº1244, 08/10/59.
Figura 3 “A todo color”, Gente Nº179, 26/12/68: portada.
Figura 4: “¿Adónde llegará esto?”, Gente Nº73, 15/12/66: 8-9.
Figura 5: “Qué hacen, qué piensan, qué hablan, qué comen”, Gente Nº 194, 10/04/69: 38-
39.
Figura 6: “Pasémonos al Suavegom”, Publicidad Suavegom, 1969.
Figura 7: “Para que Usted sea libre, cómodamente libre”, Publicidad Siambretta, 1960.
Figura 8: “Música en movimiento”, Publicidad Tonomac, 1969.
Figura 9: “Para un mundo joven, divertido, feliz”, Publicidad Renault, 1968.
Figura 10: “Un día, un auto”, Publicidad Citröen, 1968.
Figura 11: “Terriblemente frizzante”, Publicidad Moscatel Esmeralda, 1967.

Capítulo II
Figura 12: “Experimentos matrimoniales”, Life en español Vol. 34, Nº 7, 06/10/69: 38.
Figura 13: “Experimentos matrimoniales”, Life en español Vol. 34, Nº 7, 06/10/69: 47.
Figura 14: “Experimentos matrimoniales”, Life en español Vol. 34, Nº 7, 06/10/69: 40.

Capítulo III
Figura 15: “El que ríe con psicoanálisis, ríe mejor”, Gente Nº199, 15/05/69: 42.
Figura 16: “Conception Days Indicator”, Vosotras Nº 1324, 20/04/61: 60.

Capítulo IV
Figura 17: “Lo único más femenino que Warner’s es Usted!”, Publicidad Warner’s,
Femirama, Nº extraordinario, 06/69: 71.
Figura 18: “El perfume que dice cómo es Ud”, Publicidad Miss France, Femirama, Nº
extraordinario, 06/69: 16.
Figura 19: “Las intuitivas”, Publicidad Citröen 2CV, 1968.
Figura 20: “Margarita Palacios, cocinando a la criolla” Cristina, Nº 854, 08/65: portada.
Figura 21: “Platero y yo”, Publicidad Citroen 2 CV, 1968.
Figura 22: “Moderna, actual, muy femenina”, Publicidad Evanol, 1968.
Figura 23: “Moderna, activa, muy femenina”, Publicidad Evanol, Femirama Nº
extraordinario, 04/68: 221
Figura 24: “Naturalmente…”, Publicidad Evanol, Claudia Nº 87, 08/64: 10.
Figura 25: “El algodón femenino”, Publicidad Delsa, Maribel Nº 1640, 08/64: 21.
Figura 26: Sumario, Maribel N°1637, 21/07/64: 3.
Figura 27: “Marcela”, Publicidad Phillips, Para Ti Nº 2339, 08/05/67: 111.
Figura 28: “Qué sucede en lo más profundo de nuestro ser?”, Publicidad Karina, Gente
Nº 193, 03/04/69: 5.
Figura 29: “¿Te sientes culpable?”, Maribel Nº 1479, 20/06/61: 62.
Figura 30: “Mujeres en el poder”, Maribel Nº1681, 08/06/65: portada.
Figura 31: “La mujer toma las armas”, Maribel Nº 1640, 08/64: portada.

9
Figura 32: “La mujer decide?”, Publicidad Celulosa Argentina, 1967.
Figura 33: “Proceso a la soltería”, Maribel s/n, 1964: 18-19.

Capítulo V
Figura 34: “Como ella…”, Publicidad Pond’s, Claudia Nº 87, 08/64: 11.
Figura 35: Publicidad Torino, 1967.
Figura 36: Publicidad “Renault 4, te quiero”, Femirama, 06/69: 167.
Figura 37: “Si le escribe: te amo”, Maribel Nº 1521, 17/04/62: 30.
Figura 38: “Una heroica prueba de amor”, Femirama, 03/68: 34-35.
Figura 39: “Cuando el otoño es adiós…”, Maribel Nº 1627, 12/05/64: 31.
Figura 40: “¿Son felices las mujeres blancas casadas con hombres de color?, Maribel Nº
1637, 21/07/64: portada.
Figura 41: “Una mujer con pasado”, Maribel Nº1656, 08/12/64: 32.
Figura 42: “Los infieles” Publicidad Master 91, Gente Nº 158 19/08/68: contratapa.
Figura 43: “Los infieles” Publicidad Master 91, 1968.
Figura 44: “El salto”, Maribel Nº1656, 08/12/64: 26.

Capítulo VI
Figura 45: “…audaces”, Publicidad Le Mans, Gente Nº 282, 17/12/70: contratapa.
Figura 46: “La ginebra del que ‘sabe’”, Publicidad Ginebra Llave, Maribel s/n, 1962:
contratapa.
Figura 47: “Telón tras un largo acto”, Maribel Nº 1438, 30/08/60: 13.
Figura 48: “El primer casamiento ‘hippie’”, Femirama Nº extraordinario, 04/68: 206.
Figura 49: “¿Para esto me casé?”, Publicidad Palmolive, 1961.
Figura 50: “Crisis en la vida de dos”, Maribel s/n, 1964: 24.

Capítulo VII
Figura 51: Publicidad Vogue. Femirama, Nº extraordinario, 06/69: contratapa.
Figura 52: “Chicas Divito”, Gente Nº 208, 17/07/69: 17.
Figura 53: “Con un detalle de crochet”, Chabela Nº 384, 01/68: 23.
Figura 54: Publicidad Woolite, Para Ti Nº 2366, 13/11/67: 56.
Figura 55: “Yo soy una cámara”, Para Ti Nº 2339, 08/05/67: 109.
Figura 56: “En su rostro la natural audacia del maquillaje joven”, Publicidad Miss Ylang,
Femirama Nº extraordiario, 04/68: 259.
Figura 57: “¿Qué es una mujer bella?”, Maribel Nº 1640, 08/64: 50-51.
Figura 58: “Charme”, Maribel s/n, 1964: 58-59.
Figura 59: “Glamour de Verano”, Publicidad Angel Face, Maribel Nº 1415, 22/03/60: 21.
Figura 60: “Si lo que Ud. busca es la mejor calidad…”, Publicidad Parliament, Para Ti
Nº 2283, 11/04/66: contratapa.
Figura 61: “La mujer tiene además, una boca, dos ojos y una cara bonita”, Publicidad
Coty, Claudia Nº 87, 08/64: 34.
Figura 62: “El último secreto de Sarah Bernhardt”, Maribel 28/04/64: portada.
Figura 63: “El secreto de Olga”, Maribel Nº 1461, 14/02/61: 10-11.
Figura 64: “Misterio…Seducción…Tul…”, Publicidad Noveltex, Maribel Nº 1521,
17/04/62: 79.
Figura 65: “Así de fascinante…”, Publicidad Angel Face, Maribel Nº 1430, 05/07/60: 29.
Figura 66: “¡La mujer no quiere envejecer!”, Maribel Nº 1637, 21/07/64: 50-51.
10
Figura 67: “Moda: vidriera de ideas”, Femirama Nº extraordinario, 06/69: portada.
Figura 68: “Brava!” Publicidad Chevrolet, Gente Nº160, 15/08/68: 37.
Figura 69: “…la audacia de un guerrillero y la solvencia de un play-boy” Publicidad
“Sportline”, Gente Nº 205, 26/06/69: 73.
Figura 70: “…la última moda”, Publicidad Renault, 1968.
Figura 71: “Permanente juventud en sus cabellos” Publicidad Helene Curtis, Maribel Nº
1640, 08/64: 53.
Figura 72: Portada Vosotras Nº 1332, 15/06/61.
Figura 73: “¡Oh!...¡Es ella!”, Publicidad Tangee, Maribel s/n, 1964: 23.
Figura 74: “Sus ojos son… atractivos?”, Publicidad Elisabeth Arden, Para Ti Nº 2339,
08/05/67: 29.
Figura 75: “La belleza de su busto”, Publicidad Cremas Indígena Montenegro, Maribel
Nº 1627, 12/05/64: 63.
Figura 76: “Sta-up-top”, Publicidad Warner’s, Maribel Nº 1430, 05/07/60: 34.
Figura 77: “El pelo es el único vestido personal-natural de la mujer…”, Publicidad
Panten, Para Ti Nº2339, 08/05/67: 19.
Figura 78: “La verdad vestida…”, Publicidad Singer, Para Ti Nº 2452, 25/08/69: 71.
Figura 79: “Dan que hablar”, Publicidad Subell, Femirama Especial Navidad, 12/67: 43.
Figura 80: “Jabón de tocador”, Publicidad Prosan, Femirama, Tomo 8, 05/66: 4.
Figura 81: “Diviértase al sol sin temor…”, Publicidad Coppertone, Para Ti Nº 2375,
15/01/68: 51.
Figura 82: “Crema fluida y veraniega”, Publicidad Kareen Horn, Femirama Nº
extraordinario, 06/69: 125.
Figura 83: “Llaman la atención”, Publicidad Medias Evelina, Maribel Nº1521, 17/04/62:
33.
Figura 84: “Botas anchas”, Publicidad Good Year, 1968.

Capítulo VIII
Figura 85: “Claudia Cardinale: la mujer que no supo interpretar su mejor papel: el de
madre”, Para Ti Nº 2329, 08/05/67: 6.
Figura 86: “Brigitte Bardot: Pasarán más de mil hombres, muchos más”, Gente Nº 160,
15/08/68: 18.
Figura 87: “Catherine Deneuve, operación sonrisa en Hollywood”, Femirama Nº
extraordinario, 06/69: 40-41.
Figura 88: “La turbulenta vida de Jane Fonda”, Maribel, s/n, 1964: 42-43.
Figura 89: “Liz Taylor. Dominada y dichosa”, Maribel Nº 1681, 08/06/65: 4.
Figura 90: “Ellas sienten latir al hombre en el Playthompson”, Gente Nº217, 18/09/69:
23.
Figura 91: “Cuatro veces 007”, Gente Nº75, 29/12/66: 40-41.
Figura 92: “Bill Blass”, Femirama, Tomo 8, 05/66: 154.
Figura 93: “¡Delon… Delon… que lindo sos!”, Gente Nº217, 18/09/69: 86-87.
Figura 94: “Ventajas y desventajas de los 40 años”, Femirama, 06/69: 120.

Capítulo IX
Figura 95: Publicidad ‘Ann Dey’, Para Ti Nº 2339, 08/05/67: 34.
Figura 96: “El licor que se toma ‘juntos’” Publicidad Liquore Strega, Para Ti Nº 2329,
08/05/67: 3.
11
Figura 97: “El ‘Dr. Kildare’ teme al mal de amores”, Maribel s/n, 1964: 65.
Figura 98: “Remolino de pasiones”, Maribel Nº 1430, 05/07/60: 59.
Figura 99: “Encantador, sugestivo… y francés”, Publicidad Carven, Femirama, 03/67:
30.
Figura 100: “El beso prohibido”, Maribel Nº 1646, 22/09/64: 36.
Figura 101: “Historia prohibida”, Maribel Nº 1451, 06/12/60: 11.
Figura 102: “La turbulenta vida de Jane Fonda”, Maribel s/n, 1964: 45.
Figura 103: “La hiedra”, Vosotras Nº 1324, 20/04/61: 26-27.
Figura 104: “Otra vez…”, Publicidad Cremestick Coty, Femirama Nº extraordinario,
04/68: 223.
Figura 105: “Si usted quiere morir en sus brazos”, Publicidad Colonia Valet Gillette,
Femirama, Especial Navidad, 12/67: 185.
Figura 106: “Un momento…!” Publicidad Pond’s, Femirama Nº extraordinario, 04/68:
225.
Figura 107: “Castigame, maltratame, explotame, soy todo tuyo”, Publicidad Falcon,
1969.
Figura 108: “Ella y la muerte”, Maribel s/n, 1965: 28.
Figura 109: “Mi placer” Publicidad, Maribel Nº1438, 30/08/60: 12.
Figura 110: “¿A plena vida?”, Maribel Nº 1656, 08/12/64: 34.
Figura 111: “Ni diosa, ni monstruo...”, Maribel Nº 1415, 22/03/60: 4.
Figura 112: “Déjese tentar”, Publicidad Windsor, Para Ti Nº2366, 13/11/67: 31.
Figura 113: Publicidad Régé Dama, Claudia Nº 87, 08/64: 20-21.
Figura 114: “Casi Pecado”, Vosotras Nº1324, 20/04/61: 18-19.
Figura 115: “Lo más excitante de Brillantina Palmolive… es el hombre que la usa”,
Publicidad Brillantina Palmolive, 1964.

12
INTRODUCCIÓN

BAJO LOS CRISTALES DEL MITO

La presente investigación se inscribe en un área de problemas que ha caído


fácilmente bajo el cristal del mito. La operación del mito cristaliza las
significaciones, es decir, petrifica las relaciones que se establecen entre las
figuraciones y su pretendida referencia (Barthes, 2009 [1957]). Los mitos sólo
pueden ser contados o narrados cuando hay un distanciamiento de su credibilidad
(Gusdorf, 1960); dicho de otro modo, cuando se rastrean las huellas de su
producción semiótica y se cuestiona el valor de su presunta transparencia y de la
perfecta representacionalidad que los homologa a las cosas mismas o petrifica las
significaciones a través de la clausura semiótica.
La mitificación ha operado, al menos, en tres dimensiones que interesan a esta
investigación: la propia década del ‘60, los medios y la cultura de masas y la
llamada revolución sexual. Para analizar la densidad y las contradicciones de estos
procesos fue necesaria la tarea de recuperar analíticamente una historia para ser
contada.1
En el marco de la mitificada ‘revolución sexual’ de la época, este trabajo
indaga las significaciones y redefiniciones del erotismo y sus expresiones en la
prensa femenina argentina. Bajo la hipótesis de que las revistas femeninas
abonaron a una resignificación del placer y el deseo de las mujeres como uno de
los escenarios de la publicidad del derecho femenino a lo erótico, se analizan los
discursos relativos al erotismo en estos materiales.
En este sentido, la investigación ha llevado a cabo una tarea que recientemente
ha postulado la historiadora Dora Barrancos (2015b) al decir que, probablemente,
convenga hablar menos de sexualidad y pesquisar las derivas del deseo. En una
época que ha sido caracterizada por una liberación sexual, se indagan los sentidos

1
Cabe aquí comprender la historia a la manera que indica Michel Foucault (1992):
“Claro está que la historia desde hace mucho tiempo no busca ya comprender los
acontecimientos por un juego de causas y efectos en la unidad informe de un gran devenir,
anteriores, ajenas, hostiles al acontecimiento. Es para establecer series diversas,
entrecruzadas, a menudo divergentes, pero no autónomas, que permiten circunscribir el
«lugar» del acontecimiento, los márgenes de su azar, las condiciones de su aparición”
(Foucault, 1992: 47).
13
en que estos cambios en la sexualidad supusieron resignificaciones del erotismo,
bajo el presupuesto de que sexualidad y erotismo suponen diferentes
construcciones discursivas.
La investigación se inició traccionada por un presupuesto: en caso de haber
acontecido una liberación erótica en la década, ésta habría tenido sus ecos en la
prensa femenina de masas. Si bien las revistas femeninas en Argentina han sido
abordadas por investigaciones de géneros y sexualidades (Cosse, 2011; Ballent,
2011; Eidelman, 2015; Bontempo, 2011), esta tesis apuesta a analizarlas con la
clave de lectura de la construcción simbólica del erotismo, especialmente en la
dimensión nodal de este problema: la del placer y el deseo.
En una época signada también por políticas de censura en el país, las
transformaciones en las vidas eróticas de muchas mujeres se posicionaban como
antagónicas con los sentidos dominantes en décadas anteriores. Nuevas tramas de
sentido se tejían en torno al amor, las relaciones de género, las sexualidades, los
cuerpos, y los placeres y deseos feminizados, que en conjunto formaban parte de
una cultura erótica. De ahí que las revistas femeninas debieron actualizarse e
incluir entre sus páginas estas temáticas convocantes en medio de una renovación
periodística.
La indagación se centró en identificar los discursos y figuraciones acerca de los
placeres y deseos eróticos, como así también de las sexualidades y géneros, el
amor y los cuerpos eróticos. La reconstrucción del espectro de significaciones e
interrogantes de época en torno al erotismo en los elementos textuales y visuales
de las revistas permitió abordar las disputas simbólicas sobre la definición del
mismo. En sus diversas dimensiones, la categoría suscitaba debates que colmaban
las páginas de la prensa femenina.
En este contexto histórico de producción discursiva, lo instituido
ideológicamente como tácita normativa -la sexualidad como procreación, los roles
de género dentro del modelo familiar hegemónico, la maternidad y el cuidado del
hogar como mandatos femeninos y el matrimonio indisoluble- se veía amenazado
por nuevos discursos y prácticas de una cultura erótica asociada a las
posibilidades de disfrute del cuerpo (Barrancos, 2011; Traversa, 2007), junto a la
difusión de nuevos modelos de feminidad y masculinidad (Preciado, 2010), de

14
modos de interpretar las sexualidades (Barrancos, 2001, 2007, 2008; Felitti, 2010)
y las relaciones de pareja (Cosse, 2010, Torrado, 2003).
Radicada en el área de conocimientos de los estudios culturales y de
comunicación; la indagación tuvo como punto de partida la construcción de un
enfoque transdisciplinario con la intención de echar luz sobre las transformaciones
culturales del erotismo a través del análisis de sus configuraciones simbólicas en
revistas femeninas.
El enfoque teórico involucra conceptos y categorías provenientes de distintas
áreas de estudios como la filosofía, la historia, la sociología, la teoría crítica, la
historia de las ideas, el psicoanálisis, los estudios de géneros y sexualidades, los
estudios de la comunicación y la cultura, las teorías del análisis del discurso y la
semiótica. De esta manera, el informe de esta investigación cuenta con una trama
de teorizaciones de distintos niveles y alcances, a partir de la cual se tejen los
argumentos conceptuales junto con el análisis empírico.
El tejido teórico fue articulado con una perspectiva metodológica destinada a
interpretar al fenómeno cultural de los cambios en torno al erotismo como un
proceso de producción de sentido. Desde un análisis crítico-interpretativo, este
abordaje teórico y metodológico integra una trama conceptual en torno a la
categoría de erotismo con teorías del discurso y la semiótica (Foucault, 1992;
Verón, 1984, 2004; Barthes, 1986, 2001, 2009; Arnoux, 2010; Traversa, 1997,
2007). Bajo esta lupa no se trata de analizar enunciaciones individuales sino de
realizar un análisis de la discursividad social; es decir, no interesa indagar sobre la
autoría de los enunciados sino abordar el carácter social, anónimo y colectivo de
las significaciones puestas en juego en las publicaciones analizadas. Sin pensar
que existe una simple relación determinista entre los textos y lo social, se
considera que todo discurso es un objeto históricamente producido, situado en el
tiempo y el espacio, entretejido con otros; que no refleja simplemente la realidad
que enuncia sino que participa en su construcción.
En este sentido, si bien no se desconocen las diferencias entre las teorías del
análisis de los discursos y de la semiótica-semiología utilizadas, en conjunto éstas
abonan a la construcción de una mirada acerca de la producción de sentidos
sociales del erotismo en la época para abordar los materiales propuestos. Cabe
destacar aquí que no se trata de una tesis de análisis del discurso ni de semiótica, sino que
15
las teorías provenientes de estas áreas de estudios organizan la perspectiva metodológica
de la presente investigación.
El erotismo se define como un proceso de producción de sentido, cuyas
simbolizaciones en las revistas femeninas de la época pueden ser recuperadas
mediante su análisis. El abordaje de las discursividades acerca de los placeres en
relación a los cuerpos, la sexualidad y las relaciones amorosas comprende tanto
textos como imágenes, entendiendo a estas últimas como figuraciones (Traversa,
1997, 2007), resultados de procesos de semiotización de una cultura y una época
determinada. Sin caer en una idea de transparencia semiótica, donde una
representación aparecería como un signo que se instaura como el doble de una
presunta realidad, lo que importa es su carácter estratégico y político, en el marco
de un régimen perceptivo (Caletti, 2009) y en la lucha simbólica por la definición
de un erotismo propio de la especificidad cultural de la época.
A través del análisis se reconstruye la variabilidad de significaciones del
erotismo, junto a la indagación de las condiciones de producción de los discursos
mediante su contextualización histórica. También se recuperan los interrogantes
de época acerca de la temática, reconociendo las posiciones discursivas, de saber
y poder, que se erigían como voces autorizadas para emitir un discurso público
acerca del erotismo. Los discursos recuperados para el análisis involucran
diversos géneros: narrativas, notas periodísticas, correos de lectoras, publicidades.
Sin desconocer las diferencias formales entre ellos, en su conjunto y en tanto
producciones de sentido, permiten arribar al análisis e interpretaciones del mismo
objeto: la construcción del erotismo en las revistas femeninas de los ‘60.
En este marco, las revistas -en tanto artefactos culturales- son concebidas
como parte del escenario de disputa por los sentidos del erotismo de la época,
con su productividad política en torno a la construcción performativa de géneros
y sexualidades, y los modos de comprender el amor, los cuerpos, la sensualidad,
los placeres y deseos.
El extenso corpus está conformado por diferentes revistas. La mayoría de ellas
no han sido de las más trabajadas en estudios provenientes del campo de la
comunicación: Femirama de Editorial Codex, Maribel y Chabela de Editorial
Sopena; Vosotras, de Editorial Korn. También se incluyen las más reconocidas,
Para Ti de Editorial Atlántida, y Claudia, de Editorial Abril, abordadas por otras
16
investigaciones de corte histórico y desde un enfoque de géneros y sexualidades
(Cosse, 2010, 2011; Ballent, 2011; Bontempo, 2011). Como fuentes
complementarias se toman las revistas de actualidad Gente, de Editorial Atlántida
y la internacional Life en español, que abonan a la construcción de un panorama
de sentidos de época acerca de la problemática del erotismo. Este tipo de revistas
decían tomarle el pulso a la actualidad –de hecho, la primera se llamaba Gente y
la actualidad-, sosteniendo que lo más contemporáneo entonces pasaba por sus
páginas, vislumbrando las mutaciones sociales, culturales y políticas que hicieron
de los ‘60 una época.
El auge de las revistas femeninas formaba parte del desenvolvimiento de los
medios de comunicación en los ’60, como fenómeno especialmente relevante en
el plano cultural (Cosse, 2006). El lugar de los medios masivos de comunicación
llegó a concebirse como parte de los cambios que se estaban produciendo. El
crecimiento de la industria editorial tuvo una importancia notoria en las
innovaciones del campo cultural. La lectura de revistas estaba integrada a las
prácticas culturales de amplios sectores sociales, en especial de la clase media y
trabajadora (Cosse, 2010).
La década puede comprenderse como un momento de fuerte reconfiguración de
la cultura erótica cuyas construcciones simbólicas marcaron las décadas
subsiguientes hasta nuestros días. Pero entonces, para abordar un objeto tan
escurridizo y turbio como el erotismo fue preciso construir dimensiones de
análisis que albergaran conceptos capaces de asir e indagar los materiales. A partir
de las mismas se organizan los capítulos la presente tesis, a saber: el erotismo y su
relación con los problemas de géneros y sexualidades, el amor, los cuerpos y
especialmente, los placeres y deseos eróticos puestos en escena. Cada capítulo,
además, se asienta en una hipótesis interpretativa que dirige el recorrido por los
diversos conceptos analizados.
De modo introductorio, el capítulo I indaga las condiciones de producción de
los discursos a través de la contextualización histórico-cultural, lo cual permite
situar el problema del erotismo en la época y en la prensa femenina en el país. El
segundo capítulo aborda el erotismo en cuanto objeto teórico y los debates
suscitados frente a la problemática de la liberación sexual, en el contexto mundial.
En este sentido, se deslinda el erotismo del problema de la sexualidad y por tanto
17
se cuestiona la homologación entre liberación sexual y liberación erótica. El
capítulo recorre debates teóricos suscitados por Freud, Marcuse, Foucault en torno
a la problemática de la revolúción sexual y algunas publicaciones de la prensa de
actualidad de la época que abordaron dicho tópico. En este punto, un autor de
cabecera ha sido Georges Bataille (2010 [1957]), que comprende al erotismo
como transgresión. La pregunta que sobrevuela los análisis posteriores es: ¿cómo
se resignificaba el erotismo una vez liberado tras la supuesta ‘revolución sexual’?
El capítulo III responde a la búsqueda de diferenciación entre los discursos del
erotismo y los de la sexualidad que se hallaban en boga durante la década. El
tópico del sexo se difundía junto a la promoción de la anticoncepción femenina y
la educación sexual. Aquí, interesó especialmente apartar estos discursos de
pretensión científica y neutralidad valorativa de los discursos eróticos que ponían
en la superficie al lenguaje de las fantasías y el placer.
El cuarto capítulo está destinado a abordar los mandatos sexuales para el
género femenino divulgados en la época, en torno a la feminidad ‘natural’ y la
imposición del recato, cuestionados por nuevos modelos de feminidad más
erotizada, el derecho a la soltería y la autonomía sexual que se propagaba desde
unas prácticas que podrían ser consideradas más feministas.
El capítulo V analiza los discursos amorosos tan presentes en las revistas a
través de las narrativas ficcionales, con sus tópicos y figuras a modo de clichés y
las construcciones eróticas de sentido acerca del amor romántico y la pasión.
El capítulo siguiente deslinda los discursos amorosos de los que
problematizaban al amor en tiempos en que se resignificaba la pareja, los
noviazgos y la sexualidad. Así como los discursos de la sexualidad, este tipo de
textos no respondían a un registro erótico sino más bien a uno informativo,
argumentativo o polémico, destinado a cubrir los debates acerca de la crisis de la
conyugalidad, la cultura divorcista, con la resignificación y revalorización de los
vínculos amorosos, las uniones libres y una reconfiguración pública de lo íntimo.
El séptimo capítulo aborda la erotización del cuerpo durante la década, de la
mano con los discursos de la moda, la publicidad y la salud, en torno a las
significaciones de la belleza, la sensualidad, la desnudez, la exhibición y los
imperativos de juventud y cuidado del cuerpo.

18
El capítulo VIII analiza la construcción de figuraciones corporales seductoras
tanto femeninas como masculinas. Responde a la hipótesis acerca del mandato a
la erotización del género femenino en la época -o su construcción como objeto de
deseo que teorías feministas han criticado (De Beauvoir, 2007 [1957]; Bourdieu,
1999)- pero también de lo masculino que se realizaba a través de los íconos
sexuales en boga durante la década. Se analizan aquí las construcciones de la
sensualidad corporal, en medio de una reconfiguración de las feminidades y
masculinidades y su relación con el feminismo de la época (Preciado, 2010).
Tras deslindar las categorías de géneros y sexualidades, amor y cuerpos, el
último capítulo aborda la dimensión crucial: la del deseo y del placer erótico en
las revistas femeninas. Lo femenino no se construía sólo como objeto de deseo –
relacionado a la opresión de género- sino también como sujeto deseante y esto
hablaba del derecho al placer de las mujeres. Lo masculino se postulaba como
objeto de deseo al tiempo que se alimentaba discursivamente un deseo por
constituirse como objeto de deseo erótico o amoroso, tanto para uno como para
otro género. Este capítulo analiza además las escenas eróticas, las narraciones o
figuraciones de los placeres y deseos, los discursos del goce femenino y el
contacto corporal, las relaciones entre erotismo y muerte, placer y sufrimiento, la
liberación de las fantasías y la opresión del deseo obsesivo o los imperativos
hedonistas.
Al tratarse de una época de grandes cambios y tensiones culturales se ha hecho
hincapié en los debates que dirimieron la lucha simbólica en torno a lo erótico. En
este sentido, no se trata de un análisis contrastivo de discursos en torno a las
temáticas, aunque pueden distinguirse algunas posiciones ideológicas. Muchas
veces los discursos religiosos, científicos, amorosos, publicitarios se atravesaban
los unos a los otros, desdibujando sus fronteras. Esta es la razón por la cual la
escritura de esta tesis se ordena mediante tópicos de análisis y no por posiciones
ideológicas contrastivas de discurso ni por tipos de discursos. Las clasificaciones
esgrimidas sobre cada una de las revistas de acuerdo a sus perfiles editoriales
tampoco resultan demasiado útiles para pensar un movimiento cultural histórico,
pleno de paradojas, ya que la mayoría de estos medios de prensa fueron
introduciendo, de manera desordenada y contradictoria, ideas que cuestionaban

19
ciertos conservadurismos morales en materia de sexualidad y de relaciones
amorosas.
Los textos e imágenes funcionan como ejemplos ilustrativos para poner en
discusión la categoría de erotismo, y las de sexualidad, liberación sexual, géneros,
amor, cuerpos, placer y deseo. De esta manera, el corpus de análisis seleccionado
dentro de una multitud de ejemplares de revistas femeninas, no sólo soportó la
interrogación teórica sino que aporta nuevas miradas y respuestas que superan,
por mucho, las hipótesis iniciales. El camino de la investigación supone así la
apertura de nuevas sendas para interrogar el problema de la construcción del
erotismo en una época específica y abre las puertas para indagar las huellas
culturales de tal resignificación erótica en discursividades más contemporáneas.

20
CAPÍTULO I
EROTISMO Y REVISTAS FEMENINAS EN LOS ‘60
“El orden de los prejuicios no es sólo una
consecuencia del sentido común acrítico, sino que ha
sido una larga construcción científica”
(Barrancos, 2008: 21).

“En una época caótica como esta, ¿cómo se


convence a los adolescentes de que ‘se porten bien’
o de que es su deber hacerlo?”
(“Desafío al Milagro de la Vida”,
Life en español, Vol. 34, 28/07/69: 51).

1. El erotismo, una categoría silenciada


El erotismo ha sido un tema bastante resguardado en el silencio dentro de las
ciencias sociales. Como tópico se ha mantenido en los márgenes (Barrancos, 2011;
Vance, 1989) quizás por el peso de la herencia de la cultura religiosa que lo ha
definido como un tema prohibido, maldito. Neutralizada, la categoría a menudo ha
estado solapada tras la de sexualidad -y ésta última asociada estrechamente a la
dualidad sexual o de los sexos.
Eminentemente asociado a los sentidos del placer y del deseo sexual, el
erotismo como discurso se constituye a sí mismo como objeto de deseo, busca
interpelar al placer y habilita el disfrute, sin pretensiones de neutralidad, jugando
con la transgresión de una experiencia juzgada como maldita o culpable (Bataille,
2010 [1957]).
En el plano discursivo, constituyó un tópico de disputa simbólica en la década
del ’60. Lo decible y lo visible en relación con el erotismo sufrió mutaciones
durante esos años, hilvanándose una cesura que resignificó la problemática,
redefiniendo lo decible y lo indecible, dentro de la configuración de una época
(Gilman, 2003):
“Podría decirse que, en términos de una historia de las ideas, una época se
define como un campo de lo que es públicamente decible y aceptable –y
goza de la más amplia legitimidad y escucha- en cierto momento de la
historia, más que como un lapso temporal fechado por puros
acontecimientos, determinado como mero recurso ad eventa” (:36).

21
Los regímenes semióticos-discursivos indicaban no sólo qué podía y qué debía
ver la sociedad acerca de lo erótico sino también cómo debía verlo. Las
construcciones discursivas y semióticas en la prensa femenina configuraban una
visibilización moderada de este aspecto de la vida social.
Ahora bien, a diferencia del amor o de la sexualidad que han sido abordados
por investigaciones empíricas en torno a la prensa femenina de la década del ‘60,
especialmente desde los estudios de género (Cosse, 2011; Bontempo, 2011;
Ballent, 2011; Carrascal, 2010; Trebisacce, 2010), el problema del erotismo ha
quedado marginado de los estudios de las revistas femeninas. Específicamente, el
tópico se ha analizado en las publicaciones relacionadas al porno y su censura en
Argentina (Eidelman, 2015) y, de manera paradigmática, en Estados Unidos con
la producción del modelo semiótico de la revista Playboy (Preciado, 2010).
Frente a la escasez de argumentaciones teóricas que describan sus componentes
y permitan definir dimensiones, esta investigación requirió plantear categorías de
análisis a fin de indagar la construcción simbólica del erotismo en la prensa
femenina de la época. A través de la definición de conceptos, tras el rastreo de
antecedentes provenientes de la psicología, la filosofía, la historia de las ideas, los
estudios de géneros y sexualidades, se elaboraron dimensiones para abordar el
erotismo. Éstas son: la de los géneros y sexualidades, la del amor, la de los
cuerpos y, por último, la de los placeres y deseos en las escenificaciones eróticas.
Interrelacionadas, permiten responder al interrogante acerca de cómo se construía
el erotismo en las revistas femeninas de la época. Cada una de ellas compone un
capítulo de la presente tesis y se relaciona, en el marco de un contexto de análisis
de época, con una serie de tópicos y temáticas presentes en la prensa femenina,
susceptibles de indagación desde una mirada semiótica-discursiva.

1.1 Un erotismo de época


El presente capítulo supone una contextualización histórico-cultural destinada a
situar el problema del erotismo en la época y en la prensa femenina en el país.
Definida como una década frenética (Pujol, 2002), los ’60 conformaron un
período de corte cultural, que “…mostraba una suerte de volcanes en ebullición,
estampidas que sacudían no sólo lo público” (Barrancos, 2010: 212). Durante esos
años de desbordes, se manifestaba la certeza de la existencia de los cambios
22
culturales asociados a la modernización y a los aconteceres internacionales junto a
la incertidumbre sobre el sentido que éstos asumirían.
La época de cambios trajo aparejada una sensibilidad emergente, o lo que Claudia
Gilman (2003) denominó como “estructura de sentimientos que atravesó el mundo” (:
41), que puso en discusión temas relacionados al erotismo, como el amor, la
sexualidad, las relaciones de género. La nueva sensibilidad, con que soñara
Herbert Marcuse (2010 [1953]), se relacionaba con “…una cultura de las
emociones y también una ‘cultura afectiva’” (Lenarduzzi, 2012: 221).
La década fue prontamente mitificada, de manera prolífica, como años de
cambios, transgresiones y censuras, irrupciones y disrupciones, experimentación y
sensación de estar construyendo la historia (Kozak, 2006). Años que remiten a un
arsenal de imágenes globales, como la píldora anticonceptiva, las comunidades
hippies o el Mayo del ‘68, asociadas a las ideas de juventud y rebelión frente a los
mandatos familiares tradicionales y la moral sexual instituida (Cosse, 2010). El
proceso de mitificación que llevó a estos signos a transformarse en emblemas con
valor universal (Preciado, 2010) atravesó la construcción de un imaginario erótico
que perduraría con el tiempo.
Los cambios en la construcción semiótico-discursiva del erotismo en la época
conformaron un motor simbólico que seguiría funcionando y transformándose
durante las décadas siguientes, construyendo varios mitos que aún hoy se
consumen. Fue, por ejemplo, la era dorada de Playboy, de la imagen de Marilyn
Monroe, como uno de los mitos sexuales más significativos del siglo XX y
también de la imagen de muchos galanes masculinos como Alain Delon a nivel
internacional o Sandro a nivel local.

23
Figura 1: “La gran tentación o la gran ilusión” Antonio Berni, 1962.

La década constituyó un corte cultural que en sus múltiples expresiones hoy


resulta viejo y joven a la vez (Pujol, 2002). No coincide tanto con una década
cronológica sino que señala la simultaneidad de una serie de dinámicas culturales,
políticas y sociales que la configuraron y que seguirían signando la historia
cultural argentina.
En el plano político, el país navegó entre períodos democráticos inestables y
dictaduras, signados por la deslegitimación de las instituciones republicanas y la
creciente presencia de las Fuerzas Armadas con su rol tutelar. Durante la década
se sucedió la presidencia de Arturo Frondizi (1958-1962), el gobierno de facto de
José María Guido (1962-1963), la presidencia de Arturo Illia, desde 1963,
depuesta por las Fuerzas Armadas en 1966 bajo el mando del Gral. Juan Carlos
Onganía, quien ejercería el poder hasta el fin de la década.
El año 1969 supuso un corte, no sólo cronológico, ya que ese año la represión y
la censura del Onganiato se ensañó aún más con las expresiones eróticas en los
medios de comunicación. El año marcado por la radicalización política tras el
Cordobazo y el Rosariazo en mayo de 1969, signaba la clausura de una época, ya
que:
“… si una época se define por el campo de los objetos que pueden ser
dichos en un momento dado, la clausura de ese período está vinculada a una
24
fuerte redistribución de los discursos y a una transformación del campo de
los objetos de los que se puede o no se puede hablar” (Gilman, 2003: 53).

A fines de la década, mientras la coerción dictatorial imponía por la fuerza


objetos de discurso y silenciaba otros, la configuración de lo erótico mutaba a la
par de los cambios sociales y políticos que se avecinaban con la llegada de la
década del ’70.

2. Industria cultural sesentista


El desenvolvimiento de los medios de comunicación en los ‘60 fue un
fenómeno especialmente relevante en el plano cultural (Cosse, 2006) al tiempo
que se desarrollaba un mercado trasnacional de productos culturales que favorecía
la circulación de ideas, modas y tendencias.
Dentro del auge de la industria cultural, la televisión se consolidó como
industria (Varela, 2005). El lugar de los medios masivos de comunicación llegó a
concebirse como parte indisociable de los cambios que se estaban produciendo,
debido no sólo a su creciente expansión sino también a la idea generalizada de que
lo más contemporáneo pasaba en gran medida por ellos. En el campo periodístico
y académico esto implicó una autorreflexividad respecto del espacio que los
medios ocupaban y también una crítica respecto de cuál era la dirección
dominante que adquirían. El interés por los medios masivos aumentó y sus
productos pasaron a ser estudiados en sí mismos como activos constructores de la
vida social (Kozak, 2006).
La convergencia del proceso de modernización y renovación cultural, la
aparición de un núcleo nuevo de intelectuales de izquierda y la radicalización
política constituyeron las condiciones de emergencia de un incipiente campo de
estudios de la comunicación (Diviani, 2010).2

2
En momentos de la formación de los estudios de comunicación en Argentina y con un campo
intelectual atravesado por una dimensión fuertemente política (Gilman, 2003), se gestaron líneas
de investigación ligadas al problema de lo ideológico y lo político. Héctor Schmucler, Armand
Mattelart, Aníbal Ford, Heriberto Muraro, Oscar Masotta, Oscar Steimberg, Jorge Rivera fueron
exponentes de este desplazamiento de las inquietudes literarias o psicosociológicas de la conducta
hacia el interés por ciertos artefactos culturales relacionados a los medios masivos y los productos
simbólicos denominados populares y de masas. La ideología fue una preocupación central de los
estudios de esa época. Los estudios semiológicos de entonces, en vinculación con la filosofía, el
25
Con la renovación y expansión de las ciencias sociales, las críticas desde la
academia al sistema de medios no demoraron en llegar. En torno a la
comunicación de masas se desarrolló una perspectiva bastante apocalíptica que la
asociaba a la cultura norteamericana y opuesta a la cultura nacional, más
relacionada al arte o a una cultura popular auténtica. Juzgada como mediocre, la
cultura de masas parecía exigir una toma de posición por parte de los intelectuales
del campo cultural, “…así como la búsqueda de caminos alternativos o
directamente oposicionales a los medios de comunicación” (Varela, 2005: 212).
El proceso de trasnacionalización de la industria cultural fue criticado como
expresión de la dependencia de los países no desarrollados. No obstante, estos
movimientos también generaron relaciones complejas y nada lineales entre, por
ejemplo, las estrategias de mercado mundiales y los movimientos culturales
locales (Cosse, 2006; Varela, 2005).
La tendencia a pensar la comunicación de modo instrumental, en términos de
gestión y marketing, se remonta a esta década, cuando el concepto se extendió por
el mundo de los negocios, después de la Segunda Guerra Mundial. Una
concepción teleológica, apoyada en la concepción ‘ingenua’ de que ‘todo se
comunica’, implicó el auge de un enfoque instrumental que apostaba al dominio
de las herramientas como única garantía de la eficacia de la comunicación
(Mattelart, 1991). En este marco, el poder de los medios de comunicación también
fue mitificado. Las reflexiones se caracterizaron por interpretarlos desde una
concepción representacional, es decir, los medios eran entendidos como
instrumentos orientados a la comunicación que funcionaban como espejos, más o
menos deformantes, de un real exterior a ellos. Frente a esta interpretación, con la
década siguiente se afianzarían perspectivas semióticas como la de Eliseo Verón
(1984) que propondrían una visión de los medios como dispositivos de
producción de sentido. La comprensión veroniana de los medios de comunicación
como concepto sociológico y no tecnológico implicó entonces:

estructuralismo y el marxismo, daban un lugar central a la política, con las recepciones teóricas de
Althusser pero también de Gramsci (Verón, 1984). También había cobrado un fuerte valor el
trabajo empírico ligado a la expansión de las Ciencias Sociales y se habían incorporado lecturas de
la Mass Communication Research, también de Marshall McLuhan, donde los medios pasaban a ser
percibidos como ambientación antes que instrumento de información o difusión (Varela, 2005). En
décadas posteriores, una mirada reduccionista tendió a asociar los estudios de comunicación de los
’60 con la hipótesis de la manipulación. Devenida sentido común académico y con una perspectiva
evolucionista, criticó la inocencia e infantilidad de aquellas teorías.
26
“… distinguir definitivamente los soportes tecnológicos (que interesan a los
ingenieros de telecomunicaciones) de los medios que la sociedad construye
a partir de ellos, y de los dispositivos propiamente dichos, que sólo se
pueden definir por su modo de inserción en la semiosis social generalizada
por el medio” (Verón, 2004: 14).

El concepto de medios pasó a designar, desde entonces, desde una mirada


sociosemiótica, un conjunto constituido por una tecnología sumada a las prácticas
sociales de producción y apropiación de esta tecnología, cuando hay acceso
público a los mensajes (Cingolani, 2008).

2.1 Boom editorial


En Argentina, la esfera cultural asociada al proceso de modernización tuvo sus
manifestaciones en el crecimiento de agencias de marketing y publicidad, el
posicionamiento de la televisión como medio y en el boom editorial.
El crecimiento de la industria editorial tuvo una importancia notoria en las
innovaciones del campo cultural: “Conscientes de su nuevo poder, los medios
gráficos comentaron y promovieron su auge” (Pujol, 2002: 81). El mercado de
revistas se dinamizó con la renovación del estilo periodístico, la diversificación de
la oferta y las dinámicas competitivas que apuntaban a captar un público en
expansión. Su lectura estaba ya integrada a las prácticas culturales de amplios
sectores sociales, en especial de la clase media y trabajadora (Cosse, 2010).
El periodismo gráfico supuso una nueva concepción estética de los medios:
“…la prensa fue un objeto de consumo en sí misma” (Pujol, 2002: 79). La
fotografía iría tomando cada vez mayor importancia en detrimento de la
ilustración que abandonó las portadas a principios de la década.

27
Figura 2: Portada Vosotras, 1959.

Las fotos en la tapa, un nuevo tipo de diagramación y el uso de papel


ilustración eran los nuevos recursos de diseño de la comunicación. Comenzaron a
utilizarse imágenes inclinadas, con foco en detalles, intervenidas o recortadas con
formas geométricas que potenciaban el movimiento y la apariencia moderna,
junto al patchwork o montaje de fragmentos distintos.

Figura 3: “A todo color”, Gente, 1968.


28
La renovación periodística se dirigía al público con un estilo de escritura
supuestamente imparcial y cómplice. La experiencia narrada del periodista se
posicionaba como el mejor material de una nota:
“… se volcó a la subjetividad más desenfadada: la objetividad informativa
era un engaño que había que desenmascarar. Esto no llevaba a una ausencia
de datos verificados, sino a un enfoque diferente. Era la mirada (una
cuestión de perspectiva) lo que había cambiado. Un zoom barría el campo
visual de una realidad escurridiza, siempre dada a la interpretación, el guiño
de la semiótica. Para el lector, el efecto era gratamente literario, en un
tiempo en el que la literatura gozaba de gran prestigio” (Pujol, 2002: 84).

Los redactores muchas veces eran profesionales o escritores reconocidos. El


estilo periodístico era directo, ágil y fresco, con títulos atractivos que buscaban
interpelar a los lectores desde un tono coloquial, intimista, incluso algo
irreverente.
La actualidad pasaba por las revistas, con las mutaciones sociales, culturales y
políticas que hicieron de los ‘60 una época. Se hicieron habituales las notas sobre
temas controvertidos como el divorcio, la educación sexual, las píldoras
anticonceptivas, las relaciones amorosas, desde los discursos de la sexualidad en
boga, influidos por el psicoanálisis y la sociología.
En el plano cultural, la renovación periodística impulsó las vanguardias –los
happenings del Di Tella, el cine de autor y la literatura latinoamericana. Las
revistas parecían asumir el objetivo de educar y moldear los gustos culturales. Lo
nacional se articulaba con lo internacional, la noticia local con el acontecimiento
mundial; las innovaciones culturales solían legitimarse mediante referencias a
figuras o realidades extranjeras. El horizonte de referencia era Europa y Estados
Unidos.
Por entonces también se produjo un importante acercamiento de mujeres a las
redacciones. Las periodistas eran la avanzada femenina (y en muchos casos,
feminista) sobre un terreno tradicionalmente copado por varones. No obstante,
como relata Carlos Ulanovsky (1997), ninguna publicación femenina era dirigida
por mujeres. La periodista Norma Osnajanski que trabajó para la editorial Abril ha
sostenido que se daba un fenómeno que llamó como “vampirismo: los hombres
conservaban la formalidad de los cargos y las mujeres se hacían cargo de todo el
29
trabajo” (:129). Las redacciones, como la de la revista Claudia, dejaban a los
varones la responsabilidad de críticas literarias y cinematográficas, los grandes
reportajes, las investigaciones o notas de gran despliegue.

2.2 Una selección


Destinadas al consumo individual, las revistas femeninas se consideraban como
un objeto personal. Por años, Para Ti, El Hogar y Vosotras habían sido las típicas
revistas de la mujer argentina junto a aquellas publicaciones destinadas
mayoritariamente a la costura, el tejido, las manualidades y la cocina, como
Chabela, Labores, Cosas Útiles o la revista alemana Burda Moden, ícono de las
revistas destinadas a la confección.
Para Ti había sido la primera publicación argentina para la mujer. Fundada por
editorial Atlántida en 1922, estaba destinada a un público lector de madres y amas
de casa a las que ofrecía un diseño, una estructura y un estilo periodístico
inalterado durante décadas. Desde sus comienzos definió a sus lectoras como
mujeres modernas, reconociendo que las mujeres circulaban por diversos ámbitos
extradomésticos, aunque comprendía que su experticia y su profesión debían ser
el hogar y la maternidad (Bontempo, 2011). Se dirigía a un público al que podía
interesarle cierto barniz cultural tradicional, con novelas románticas, notas sobre
buenos modales y la decoración del hogar. Con una tirada semanal y un precio
económico, su posicionamiento le otorgaba una parte significativa del mercado,
que compartía con Vosotras, revista femenina de editorial Korn que circulaba
entre un público de mujeres más humildes.
Llegados los ’60, las revistas femeninas dieron un giro. Los magazines
norteamericanos habían identificado, y a la vez construido, la emergencia de un
nuevo tipo de mujer que combinaba el interés por el trabajo, el estudio y la
belleza. Las europeas como Marie Clarie y Elle habían reconfigurado el estilo
periodístico. En esta línea, la editorial Abril lanzó Claudia en 1957, que se
posicionó como una revista de carácter moderno dirigida a mujeres con cierto
estatus social. Rápidamente alcanzó tiradas de 120.000 ejemplares mensuales,
como Vosotras y Para Ti que se publicaban semanalmente (ADCP, Estadísticas
de Revistas, 1963, en Cosse, 2011). Con un mayor precio por unidad, un papel de

30
mayor calidad, buscaba distinguirse de sus competidoras del mercado al
destinarse a lectoras de la clase media en ascenso.
Bajo este rango también se posicionaba Femirama, Enciclopedia Femenina de
editorial Codex, surgida en 1963 que alcanzaría los 140.000 ejemplares mensuales
en 1968 (ADCP, estadísticas - revistas de 1968, en Cosse, 2011). Autoproclamada
como un lugar de saber enciclopédico, científico, técnico, ilustrado, la revista
también se dirigía a ‘mujeres modernas’ ya no restringidas al ámbito del hogar
familiar. Mediante la promoción de un estilo de mujer sofisticadas, innovadoras,
descontracturadas; “… un desafío antes creado por la revista norteamericana
Cosmopolitan, artífice de la figura de la mujer hermosa y liberada, culta y frívola
y competidora de los hombres” (Ulanovsky, 1997: 274), Claudia y Femirama
buscaban distinguirse en función de criterios estéticos, culturales y actitudinales.
Ofrecían a las lectoras la posibilidad de sofisticarse en el consumo, los gustos y
las costumbres. Las editoriales apuntaban a un público de mujeres inquietas y,
simultáneamente, se proponían educar a ese público, ofreciéndole vías para
conocer y sumarse a las nuevas tendencias:
“Esto evidenciaba el prestigio adquirido por el argot cultural e intelectual,
así como el desconcierto que generaba en un público interesado en manejar
esos símbolos de estatus que le eran ajenos. De modo que las innovaciones
de las vanguardias culturales y políticas funcionaban como índices de
distinción que otros sectores sociales podían querer emular” (Cosse, 2010:
49).

En este espectro también se ubicaba Karina, un intento de aggiornamiento de


editorial Atlántida, tras los pasos de la francesa Elle (Pujol, 2002), que, con
calidad gráfica y material literario, ofrecía índices temáticos como:
“‘La seducción’, un artículo que toda mujer debe leer; ‘La alta moda italiana’
vistiendo a la novia de mayo; y la segunda entrega de ‘Nosotras, las desconocidas’,
sensacional enciclopedia dedicada a la mujer” (Publicidad Karina, Gente Nº199,
15/05/69: 24).

Esta modernización temática de la prensa femenina intentaba demarcarse del


modelo doméstico, sin transgredirlo, con notas que daban por supuesta una
sociabilidad desenfadada con la que se identificaba a la mujer moderna. Apuntaba
a mujeres adultas y jóvenes, con disposiciones culturales para la apertura al
cambio, la actualización, al refinamiento y el cosmopolitismo.

31
En relación a las tematizaciones, puede pensarse que especialmente el rol de
Claudia ha sido sobreestimado por los estudios de historia de los medios
(Ulanovksly, 1997) y también por los estudios de géneros y sexualidades (Cosse,
2011). Las otras revistas femeninas, en distintos momentos, también iniciaron una
estrategia de recambio del estilo periodístico. Publicaciones menos prestigiosas como
Maribel, de editorial Sopena, surgida en la década del ’30 y destinada a un público de
menores recursos económicos, también se dirigía a la mujer moderna y publicaba
notas sobre temas controvertidos relativos a la sexualidad y las relaciones de
pareja, como la anticoncepción, el prototipo de mujer liberada, las nuevas pautas
de organización familiar, la extensión de las relaciones sexuales prematrimoniales
y los métodos anticonceptivos modernos, especialmente la píldora.
Revistas de corte más tradicionalista, como Para Ti, Vosotras o Cristina
podían dar batalla o silenciar los temas referidos a la sexualidad, pero no por ello
dejaban de estar plagadas de discursos con contenido erótico. Las narrativas rosas,
una sección que no podía faltar entre sus páginas, estaban inundadas de discursos
acerca del placer y el amor erótico. Y, en este sentido, asentadas en un ‘imperio de
los sentimientos’ (Sarlo, 2011 [1985]), estas publicaciones no eran más pacatas
que aquellas surgidas durante la renovación periodística.
El imperio de los sentimientos también era un área por donde se conducían
algunas revistas de actualidad como Gente, editorial Atlántida. Surgida en 1964,
se dedicaba a cubrir, de manera colorida y vivaz, la vida amorosa de los
personajes del espectáculo y de la farándula. Era una publicación de lectura ligera,
menos comprometida con la modernización cultural como Confirmado o Primera
Plana, dirigida a un público vasto y muy heterogéneo (Pujol, 2002)3. Si bien no
lideró la opinión periodística de los ‘60, contaba con un importante público
lector.4
En torno a la construcción semiótica y discursiva del erotismo, las editoriales
no marcaban una gran diferencia que justificara realizar un análisis contrastivo de
éstas. Este último quizás podría caber en el tratamiento de temas referidos a los
géneros y sexualidades. No obstante, por un lado, todas las revistas femeninas se

3
Así se exponía la revista en una editorial del 3 de abril de 1969, a cuatro años de su aparición:
“Nos entusiasmó la idea de mirar hacia adentro, ponernos en nuestro lugar, dejar de hacer la
‘crítica destructiva’ porque ‘es de inteligentes’” (“Editorial”, Gente, Nº193, 03/04/69: 7).
4
En 1969, vendía 196.000 ejemplares (Pujol, 2002).
32
dirigían a mujeres con intereses que excedían los del ámbito doméstico y que
pensaban en su realización personal, laboral o cultural. Por otro, las distinciones
dicotómicas entre publicaciones con discursos tradicionalistas y modernizados
tampoco eran tales; estas posiciones se enfrentaban pero también se entrelazaban
dentro de un mismo ejemplar de revista de cualquier marca. Con el auge porteño
del psicoanálisis y la ciencia sexual ninguna revista dejaba al margen las
discusiones sobre aspectos que hacían a la vida íntima asociada con lo femenino,
como la infidelidad o el divorcio.
Las revistas continuaban publicando los tradicionales tópicos asociados a las
preocupaciones propias de una ‘mística de la feminidad’ (Friedan, 2009 [1963]),
como la cocina, la moda, la astrología, la belleza, el hogar, la decoración y las
manualidades, pero ampliaban su registro hacia los respectivos a la sexualidad, la
psicología, las nuevas costumbres y el trabajo fuera del espacio doméstico. En
pequeña medida aparecían las notas de espectáculo y la cultura (música, libros,
cine, etc.), y algunas relativas a la política como las atinentes al sufragio
femenino. No obstante, la mayor parte de las páginas se las llevaban las narrativas
rosas que disputaban el espacio a las notas de modas.
Las revistas femeninas fueron un escenario central de la contienda por los
sentidos y los alcances de las transformaciones en el plano de las sexualidades y
las relaciones de género. Actuaban, de alguna manera, como mediación
pedagógica de una serie de cambios que resultaban desconocidos e
incomprensibles para muchas lectoras, educadas con principios menos liberales,
miedos y tabúes (Felitti, 2010). La puesta en debate informaba de temas silenciados
en otros espacios, mostraba también las cavilaciones, sentimientos y experiencias
por parte de sus lectoras a través de las cartas publicadas, las encuestas y las
opiniones de actores, profesionales, expertos o religiosos:
“La puesta en discusión, como efecto buscado o impensado, de temas
controvertidos como el aborto o el uso de las píldoras anticonceptivas,
colocó en la arena pública temas que habían estado resguardados a la
privacidad de las alcobas, los confesionarios y los consultorios médicos. En
las páginas de las revistas y en las pantallas, el público encontró la
posibilidad de ampliar la mirada, multiplicar los debates y dar lugar a
nuevas prácticas” (Felitti, 2010: 243).

33
La prensa femenina y de actualidad difundió la información sexual. En esta
área una publicación de actualidad distinguida internacionalmente como la revista
Life, reafirmaba su prestigio. Con notas que daban el tono de la época y creaban la
ilusión de estar al día con las tendencias de avanzada en el mundo, al que los
nuevos sectores medios deseaban pertenecer (Cosse, 2006), difundía modas
actuales y modernas de escala internacional que rara vez eran adjetivadas
negativamente y que podían ser entendidas, en todo caso, como excentricidades
de las sociedades avanzadas. La revista permitía a los lectores argentinos
enterarse, por ejemplo, de la educación sexual entre los niños y niñas daneses, la
tendencia unisex de los adolescentes en Estados Unidos, las bandas juveniles en
Alemania e Inglaterra, la moda nudista en Europa o la noche bohemia neoyorkina.
Pero, más acá de la revista Life, que estaba ubicada a la vanguardia en estos
temas, los debates en torno a la sexualidad y el amor en la prensa femenina
argentina se hallaban imbricados con viejos valores que al mismo tiempo se
actualizaban. En este punto, es posible pensar la productividad política de estos
discursos, si bien no eran catalogados como discursos políticos. Estas temáticas
conformaban la dimensión de lo político, es decir, formaban parte de la dimensión
conflictual de la vida social (Mouffe, 2009); y por esta misma politicidad fueron
focos de la censura o mesura periodística.
Al final de la década el avance del autoritarismo y la radicalización política
introdujeron una fisura en el programa de modernización editorial junto a una
censura más encarnizada frente a las expresiones del erotismo. Por otra parte, la
característica exclusión de la información expresamente política en las revistas
femeninas había hecho que, también a fines de la década, muchas mujeres
comprometidas con las movilizaciones políticas despreciaran estas publicaciones,
catalogadas como una lectura de peluquería, o las criticaran desde un punto de
vista feminista (Trebisacce, 2010).

3. Una época joven y rebelde


Las disputas en torno al erotismo, en sus distintas dimensiones, se inscribieron
en el marco de diversas polémicas que marcaron la década. Una de ellas fue la

34
pretensión de modernización enfrentada al tradicionalismo, que recorrió la
superficie de los discursos de los sesenta:
“Las polémicas imperaron en los 60 porque el valor máximo de la época fue
la negación crítica. Todo impulso creador se hizo a partir de la negación de
lo inmediatamente anterior o de lo contemporáneo diferente” (Gilman,
2003: 20).

Las posiciones modernizadoras se difundían al tiempo en que se fortalecían las


acciones represivas del Estado y los discursos tradicionalistas en lucha contra la
llamada disolución moral. En el marco de estas discusiones, la juventud se
asociaba a la rebelión cultural y política enfrentada al mundo de los adultos, al
que se reprochaba su inhibición, su hipocresía y falta de naturalidad.
La rebelión aparecía como marca epocal. Lejos de tratarse de una revolución
caracterizada como un acontecimiento excepcional, la rebeldía era parte de la
cotidianeidad. La juventud pasó a ocupar el centro de la escena mediática, con un
protagonismo para muchos inquietante, mientras la vida cultural entraba en
ebullición con la renovación estética propuesta por las vanguardias artísticas y el
crecimiento de la industria cultural.
A principios de la década, las agendas periodísticas comenzaron a difundir, por
ejemplo, notas sobre el comportamiento de los jóvenes rebeldes urbanos de
Estados Unidos. Pero en el país, la juventud era todavía un concepto débil:
“… no había hippies, ni discos de Los Beatles, ni demasiados rockeros –salvo
los pioneros de la década anterior-, ni grandes diferencias entre la indumentaria
de un padre cincuentón y su hijo de veinte años” (Pujol, 2002: 43).

Con el tiempo, las interrogaciones sobre el estilo de vida y la escala de valores


con los que se regía la juventud argentina se convirtió en una moda periodística.
Algunas especialistas tranquilizaban a las madres preocupadas, afirmándoles que
la rebelión era una etapa pasajera en la vida de sus hijos (“Los adolescentes
acelerados”, Femirama, Tomo 8, 05/66: 150-151, 192; Giberti, Eva. “Adolescencia
liberal”, Maribel Nº 1637, 21/07/64: 24).
Las revistas femeninas oscilaban entre establecer una distancia crítica de las
nuevas costumbres y cederles la palabra. Los discursos hablaban de madres
preocupadas por sus hijas adolescentes. Para Ti, desde sus tintes conservadores,
publicaba en 1968, “cartas de una madre”, acerca de “Los límites de la libertad”
35
(Nº 2420, 21/11/68: 28): “¿Cuáles son los peligros de la libertad para las
adolescentes? ¿Cuáles son sus límites? ¿Y quién debe imponer esos límites?”, se
interrogaba (:28).
En una epístola destinada a educar a la hija, la revista presentaba un texto
ejemplar, con tono pedagógico y amistoso, donde se enseñaba a las madres acerca
de cómo actuar con sus jóvenes hijas, en los intentos por construir un nuevo tipo
de relación materna:
“Ya sabes que en mí tienes una amiga […] Me gusta que seas más libre que
generaciones anteriores (la mía inclusive) [...] Me gusta, sobre todo, que hagas de
tu conducta algo valioso en sí mismo, no por tradición o convencionalismos sino
por franqueza, por lealtad, por honestidad propias” (: 28).

Los nuevos mandatos traducían algunos impuestos por la tradición a una ética
de sí asentada en la autovigilancia: “…es necesario que mandes en tus
sentimientos y en tus actos a fin de ser una mujer cabal cuando dejes de ser una
adolescente. La mujer que yo quiero que seas” (: 28), decía la madre.
Por su parte, desde la psicología, Giberti instaba a los padres a comprender que
las melenas y los ritmos frenéticos eran expresiones de la vida instintiva de los
jóvenes que estaban creando un mundo propio, con gustos y demandas
particulares (Cosse, 2006). Afirmaba que los adolescentes estaban sufriendo una
aceleración, “…un adelanto en la maduración biológica” (“Los adolescentes
acelerados”, Femirama, Tomo 8, 05/66: 150), referida a sus vidas sexuales y sus
cuerpos:
“… los científicos y los técnicos de diversos países han probado que, comparados
con los de hace años, son más grandes, más precoces en el desarrollo sexual,
maduran más temprano que hace treinta años” (: 151).

Asentada en la certeza científico-técnica, Giberti sostenía que los jóvenes eran


“…hijos de la técnica y del asombro. Y, sin embargo, se asustan ante su propia
aceleración” (:150). Otorgaba a las madres lectoras algunas ‘claves para la
comprensión de los adolescentes’, instando a ‘tomar conciencia’ de lo que esta
aceleración significaba: “…habituarse a ella en lugar de juzgarla y, sobre todo,
comprender que para los adolescentes tampoco resulta fácil hacerse cargo de sus
cambios y sus desconciertos” (:192).
Los años ´60 también quedaron signados internacionalmente como el decenio
de la experimentación, la invención de nuevas posibilidades de vida, a través de la

36
sexualidad, pero también la música o las drogas (Bruckner, 2011). Las
transformaciones tuvieron su epicentro en la ciudad de Buenos Aires y en el área
metropolitana, dentro de los círculos más dinámicos, como los intelectuales,
artísticos, del rock y del hipismo. Aunque especialmente trasvasaron a la clase
media, las mutaciones fueron transversales a toda la sociedad. A diferencia de lo
sucedido en otros períodos históricos, los impulsos de cambio no se restringieron
a determinados círculos sociales ni se acotaron sólo a las vanguardias.
En el plano de la experimentación artística, emergió el ‘happening’, un tipo de
performance que, según la revista Gente, nadie entendía: “¿Adónde llegará esto?”,
se preguntaba:
“Podemos asegurar que tiene un destino: la locura. Aunque a ellos esto quizás les
atraiga aún más. El último se llevó a cabo en el instituto Di Tella y el público,
azorado, vio peces, ‘amor’ y pintura. Júzguelos” (Gente Nº73, 15/12/66: 9).

Figura 4: “¿Adónde llegará esto?”, Gente, 1966.

Grandes imágenes a color mostraban jóvenes de cuerpos semidesnudos


entrelazados y mucha espuma. La crónica narraba la escena de la rebeldía asociada
a lo artístico:
“Era éste un mundo extraño de pelos largos, caras aburridas, esperando que algo
sucediera […] entre los aullidos de los Beatles. […] En el escenario Chela Barbosa
se había quitado los zapatos y ahora se arrancaba la falda. Una señora, muy

37
nerviosa, se aferró a la cartera y musitó: ‘Oh, se está desnudando’. […] se quitaban
los pantalones. Todos quedaron en bikinis y se fueron contra la pared.
Un viejito indignado me dijo: ‘¿No sería oportuno fusilarlos?’
Los Beatles seguían bramando […] muchachos y chicas comenzaron a arrojarse pintura.
Y después, todos embadurnados comenzaron una extraña danza del amor” (: 9).

Aunque juzgándolas, una revista de actualidad como Gente no dejaba de dar


prensa a este tipo de manifestaciones. La propia editorial se jactaba, a fines de la
década, de haber “…logrado enlazar en las páginas de nuestra revista notas sobre
jubilados simultáneamente con expresiones juveniles de última onda […] El público
nos entendió porque nadie es totalmente serio o puramente alegre” (Gente Nº 193,
03/04/69: 7). La revista proclamaba estar destinada a: “Gente joven sin tener en
cuenta la edad, inquieta, unida e interesada en todo el quehacer nacional, gente que
no quiere quedarse atrás, que no quiere nada híbrido, soso o envasado” (: 7).
En la época también había florecido el hipismo, especialmente, en Europa y
Norteamérica. Rebeldes, pacifistas y defensores del amor libre, en oposición al
hombre unidimensional que denunciaba Herbert Marcuse (1993 [1954]), se
proponían, entre otras cosas, alterar la vida privada y retar las costumbres
públicas, promover el amor y experimentar el erotismo. Arremetieron contra la
pareja, la familia, el trabajo industrial en serie, el Estado y la vida urbana. En ese
sentido, “Su radicalidad, en relación con el orden íntimo, anclaba en una
transformación de las costumbres domésticas, por lo que se retomaban muchos
signos libertarios” (Barrancos, 2010: 212). Y, en apariencia, el hipismo exhibía
relaciones menos jerarquizadas entre los sexos. Habituados a la marihuana y al
LSD, predicaban hacer el amor y no la guerra. El flower power se fusionó con la
cultura pop, difundiéndose con la música y la imagen de Los Beatles a partir del
’66. Las revistas de actualidad como Life o Gente dedicaban artículos que
interpretaban este movimiento. A fines de la década, Gente prometía exponer en
una nota: “Qué hacen, qué piensan, qué hablan, qué comen” Yoko Ono y John
Lennon, tal como si se tratara de extraterrestres (Gente Nº 194, 10/04/69: 38-39).

38
Figura 5: “Qué hacen, qué piensan, qué hablan, qué comen”, Gente, 1969.

En Argentina, el hipismo conformó un estilo. Asociado a la música beat –aún


no había prendido la expresión ‘rock nacional’- el hippie argentino no podía
oponerse a la abundancia como hacía su par norteamericano, pero sí a un clima
social y moral bastante asfixiante. Poco interesado por la política, rechazaba al
conformista y al pragmático, la vida de oficina, el matrimonio, la disciplina del
trabajo y la moral sexual de los mayores.
La experimentación con las drogas cobraba relevancia junto a las noticias
sobre los hippies y la contracultura, siguiendo las huellas de la generación
beatnik norteamericana. Se creía que las drogas más poderosas, como el ácido
lisérgico, expandían los límites de la conciencia, favoreciendo así una
percepción más rica y compleja de la realidad:
“En un mundo urgido por el deseo de cambios profundos, las drogas –
especialmente aquellas de tipo alucinógeno- prometían la revolución de los
sentidos y de la mente, una revolución interior que facilitaría otras maneras
de conexión entre las personas” (Pujol, 2002: 53).

39
Figura 6: “Pasémonos al Suavegom”, Publicidad Suavegom, 1969.

La experimentación con estupefacientes tenía sus figuraciones en los discursos


publicitarios, imponiendo una estética psicodélica. Pero ya hacia 1970, las
informaciones sobre su tráfico y consumo trasvasaron la curiosidad de las
prácticas rebeldes para instalarse definitivamente en las secciones policiales de los
diarios, tras la consolidación de lo que Beatriz Preciado (2010) denominó como
un capitalismo farmacopornográfico, con un mercado capaz de gestionar
tecnológicamente la vida íntima, sexual asociada al consumo de drogas legales e
ilegales.

3.1 Ciencias sociales, revolución y juventud


Las investigaciones sociales también pusieron su lupa en la juventud, imbuidas
también por el lenguaje de la revolución, como otro tópico de época. Teóricos
tales como Herbert Marcuse (1986 [1967]) estaban convencidos que esta
revolución vendría con y por los jóvenes.
La prensa de actualidad divulgaba los avances de las ciencias. En una nota de
revista Gente titulada “El futuro es ahora”, Eva Giberti entrevistaba a la por
entonces, “… antropóloga más importante del mundo” (Gente Nº 282, 17/12/70:
100), Margaret Mead, quien lanzaba su libro “Cultura y Compromiso. Estudio

40
sobre la ruptura generacional”. Mead apostaba al poder de la juventud, pero se
encargaba de diferenciar su postura de las ideas de Marcuse:
“… no tengo nada que ver con Marcuse ni puede haber ninguna coincidencia entre
él y yo. Estoy en completo desacuerdo con él. Es un nihilista. La imaginación irá al
poder gracias a las preguntas imaginativas de los jóvenes. Es a base de imaginación
que los jóvenes proponen preguntas que los adultos no entienden, porque viven con
los viejos esquemas. En ese sentido me refiero al poder que tienen los jóvenes”
(:102).

Giberti, como divulgadora autorizada, oficiaba de mediadora entre el público


nacional, entrevistando a esta investigadora internacional acerca del conflicto
generacional que aunaba a los movimientos guerrilleros y los movimientos
estudiantiles frente al orden instituido. Pero Mead se oponía a hablar de guerrillas:
“No son guerrilleros, sino que todos copian a todos; en mi país los blancos imitan a
los negros en los movimientos de protesta. Cuando se trata de reivindicación todos
buscan modelos para copiar; así los guerrilleros son modelos para los estudiantes y
viceversa. Por ejemplo, el Che Guevara fue considerado un héroe después de su
muerte, no antes. Recién entonces fue un modelo. Y no sólo para los
latinoamericanos. Lo grave de los jóvenes es que no tienen líderes […] Tendrán
que hacer la revolución cada uno, con sus propias culturas, sin copiar” (:102).

La entrevista demostraba el desconocimiento de la antropóloga ante el


crecimiento de los movimientos políticos juveniles en América Latina:
“Pienso que los jóvenes de América Latina se sienten con menos poder que en los
Estados Unidos y tienen menos esperanza. En América Latina los estudiantes
tienen poca esperanza en el cambio: ellos conocen bien el hambre. En los Estados
Unidos empiezan a perder la esperanza […] Es una generación joven que se está
haciendo adulta para cuestionar el sistema (Establishment)” (:102).

No obstante, Mead remarcaba también la esperanza en los cambios de la mano


de la juventud. El mito juvenilista se desarrollaba por todos los frentes. La ciencia
pero, sobre todo, el mercado capitalista en plena mutación harían un uso intensivo
de él y lo afianzarían como herencia sesentista para las décadas subsiguientes.

3.2 La venta de juventud


Con la estética juvenil una auténtica mítica del ser joven había brotado con
fuerza (Terán, 2008, Pujol, 2002). El ámbito publicitario en su apogeo cooptó
rápidamente estas tendencias, poniendo profusamente en imágenes estos valores
relativos a una sociabilidad juvenil relajada y flexible. Los avisos publicitarios en

41
las diferentes revistas5 mostraban el avance de la informalidad y de la implicación
afectiva. Hasta las marcas más tradicionales agregaban un tinte juvenil a sus
imágenes.
Un anuncio de motos Siambretta, presentaba jóvenes danzando, tocando la
guitarra, de picnic, cerca del río, con atuendos coloridos, bajo el slogan: “Para que
Usted sea libre… cómodamente libre” (Publicidad Siambretta, 1960).

Figura 7: “Para que Usted sea libre, cómodamente libre”, Publicidad Siambretta, 1960

El valor de la libertad se asociaba a la comodidad y movilidad que una moto


podía ofrecer. En esta escena la música no podía faltar. Tonomac vendía un
tragadiscos portátil para cargar en la moto, diseñado con ‘colores a tono con la
juventud’. La imagen mostraba a una pareja en moto, mediante el lema “música
en movimiento” (Publicidad Tonomac, 1969).

5
Estos anuncios como parte de las campañas publicitarias aparecían en diferentes revistas. No
interesa tanto aquí todas las editoriales que los publicaban sino la construcción de sentidos de estos
anuncios como partes de un contexto cultural de época.
42
Figura 8: “Música en movimiento”, Publicidad Tonomac, 1969.

Lo juvenil se constituía como consumo cultural. Los jóvenes fueron


valorizados por el naciente marketing no sólo como sujetos de consumo (Pujol,
2002) sino como objetos de consumo. El mercado ofreció toda una moda que
oficiaba de símbolo de distinción respecto del mundo adulto.6
Lo joven se asociaba a lo alegre y colorido. Con estos valores, Renault vendía
un coche que prometía ‘agilidad y algo más…para un mundo joven, divertido,
feliz’. Ofrecía ‘vivir las sensaciones’, tras un ‘volante ágil, sensible, obediente’,
bajo algunos imperativos:
“Hay que vivir los nuevos colores […] metalizados exteriores, cálidos, abundantes,
orgullosos. Y los nuevos colores interiores, inteligentes, dóciles, sedantes. […] Hay
que habitar el nuevo Renault 4, con ganas, con espíritu joven, divertido, feliz”
(Publicidad Renault, 1968).

Con la imagen de un coche aparcado en la arena de una playa, mientras una


pareja de jóvenes caminaba hacia el mar en el atardecer, el anuncio remataba:
‘¡dan ganas de vivirlo!’.

6
La noción de teenager, acuñada en los años ’40, describía un nuevo segmento demográfico del
mercado de consumo. Beatriz Preciado (2010) sostiene que desde este enfoque, lo importante de la
adolescencia no era la edad sino su capacidad de consumir sin restricciones morales.
43
Figura 9: “Para un mundo joven, divertido, feliz”, Publicidad Renault, 1968

En las revistas femeninas, el protagonismo publicitario que tenía antaño la


figura de la madre había dado paso a la imagen de la mujer joven e independiente
con sus ansias de libertad y placer individual.
Esta figura femenina era utilizada en 1968 por Citroën, que presentaba una
publicidad con un escenario también de playa, y dos chicas de pantalones blancos,
camisas de colores y cabellos largos. Una llevaba su camisa atada de manera tal
que su abdomen quedaba al descubierto. La espontaneidad se construía de modo
que las muchachas parecían relajadas: una atándose el cabello, la otra sentada en
una postura nada rígida como en otras típicas poses femeninas. El coche estaba
estacionado en la arena, sus puertas abiertas, el mar se vislumbraba detrás. El
texto expresaba:
“Todo se conjuró favorablemente. El sol, tibio y alegre. El mar, azul y calmo. Y
unas tremendas ganas de vivir. A bordo de su 2 CV, las muchachas irrumpieron
temprano en la playa. Y el auto se convirtió en anfibio, carpa, base de operaciones.
(¿Cuántas personalidades es capaz de asumir un 2 CV?). Fue un día fuera de serie.
Un día 2 CV” (Publicidad Citröen, 1968).

44
Figura 10: “Un día, un auto”, Publicidad Citröen, 1968.

La juventud debía ‘dar la nota’, ser móvil, inquieta, colorida. Una bebida
alcohólica se vendía con la imagen de una muchacha saltando y sosteniendo un
vaso, descalza, con sus cabellos sueltos color rojo, unos pantalones largos y una
pequeña blusa que mostraba su vientre. El texto exponía:
“Hay muchas maneras de dar la nota. Por ejemplo, anotarse en F3… u organizar un
happening en Florida, en Playa Brava o Acapulco… o invitar con Frizzante. Ojo!
Con Moscatel Esmeralda… terriblemente Frizzante! Poco alcohol… mucho
sabor… (sabor a uvas moscatel)… y un maravilloso espíritu de fiesta!” (Publicidad
Moscatel Esmeralda, 1967).

45
Figura 11: “Terriblemente frizzante”, Publicidad Moscatel Esmeralda, 1967.

Lo juvenil se asociaba a cuerpos en movimiento y el baile era parte de esta


configuración de sentidos. Desde principios de la década se habían difundido los
locales bailables nocturnos, identificados como epítomes de los cambios en la
moral sexual, en la medida en que se asociaban visualmente con una sexualidad
juvenil más desenfadada, no atada a los mandatos de virginidad pre-matrimonial
vigentes en la década anterior.
La danza era otro espacio de confrontación con el mundo viejo-tradicional.
Mientras varones y chicas reclamaban su derecho al disfrute a través de la música,
muchos adultos remarcaban los supuestos peligros que el nuevo baile implicaba
para la moral sexual de la juventud. El rock naciente se asociaba a música y bailes
voluptuosos. Algunos agentes estatales, grupos católicos y partidos de izquierda
advertían sobre la amenaza que representaba para la cultura nacional. Las ideas de
degeneración y desorden moral estructuraron parte de la crítica que el rock recibió
inicialmente. Las danzas frenéticas no debían ser permitidas ante los peligros de
una sexualidad juvenil abierta y de las posibles actitudes desafiantes que generaría
en los y las jóvenes.
Pero entonces, un segmento creciente de la industria cultural nacional fue clave
para hacer del rock una práctica aceptada y respetable. Fue entonces cuando se

46
gestó la nueva ola juvenil nacional se gestó como una traducción autóctona de la
nouvelle vague.
De esta manera, los medios gráficos y los empresarios del entretenimiento
buscaron contener al rock y hacerlo un estilo musical aceptable para los jóvenes
en la familia. El twist también había llegado al país a principios de la década, pero
a diferencia de lo sucedido con el rock, su baile nunca fue prohibido.
Con las estrategias de contención centradas en integrar el rock en una serie de
ritmos bailables o cantables, que no entraran en colisión con las tradiciones, se
promovió el exitoso Club del Clan. En un paisaje mediático en expansión, la
nueva ola juvenil transmitía cierto optimismo edulcorado, reforzando un
imaginario tradicional sobre los roles de género, celebrando el amor romántico,
mientras ocluía toda referencia a la sexualidad y desdibujaba la percepción de
rebelión asociada a la juventud. Prevalecía el conservadurismo cultural, apenas
escondido tras una pátina de renovación juvenil. Los mandatos explícitos de esa
propuesta se centraban en la adecuación a los roles de género, valores familiares
establecidos y en el deseo de divertirse ordenadamente, con decoro sexual
(Varela, 2005; Manzano, 2010).
No obstante estas estrategias de contención, otros jóvenes talentos hicieron su
irrupción en la escena mediática. Uno de ellos, Roberto Sánchez –alias Sandro- se
aventuró por senderos más arriesgados en términos estéticos y sexuales, probando
los límites de lo permisible en la cultura pública argentina de los primeros años de
los ’60. Las evocaciones a la pasión y el desborde, tanto musical como sexual, con
lo excesivo de sus movimientos corporales tildados de obscenos, constituyeron las
marcas con las que Sandro se presentó durante la década. El baile se inscribía
como un acto corporal subversivo, asociado, como ritual social, a una forma de
conquista y cortejo con fines sexuales (Lenarduzzi, 2012).

4. Fin de la fiesta: represión y censura del erotismo


Tras el golpe de estado de Onganía, con la intervención a las universidades en
la noche de los bastones largos, el 29 de julio de 1966, la tensión entre los jóvenes
y el poder político se incrementó dramáticamente en los últimos años de la
década.
47
Al tiempo que en las calles de París, en 1968, muchos jóvenes gritaban
‘Prohibido prohibir’ y ‘La imaginación al poder’, en Argentina crecían las
movilizaciones estudiantiles. En mayo de 1969, el Cordobazo y el Rosariazo
encontraron a jóvenes y obreros aliados.
La sociabilidad informal que identificaba a la juventud comenzó a estar cada
vez más signada por el avance de la violencia y la represión. A fines de la década, la
censura, la radicalización cultural y la polarización política daban fin al período que
Sergio Pujol (2002) denominó como ‘la década rebelde’, tras el relevo de Onganía
y el secuestro y ejecución del ex presidente de facto, Pedro Eugenio Aramburu en
1970.
Frente a las transformaciones de esta década disruptiva, en el país se había
incrementado la represión moralista y el autoritarismo. Ante la debilidad de los
gobiernos democráticos, la presencia amenazadora de las Fuerzas Armadas instaló
un clima crecientemente represivo y moralista.
En las primeras declaraciones de la llamada Revolución Argentina (1966-
1973), los militares se autoproclamaron como defensores de los baluartes de la
sociedad cristiana occidental y plantearon sus temores ante el desmoronamiento
de los valores familiares. Frente a la inestabilidad política, los gobiernos
consideraron peligrosos ciertos cambios en las costumbres familiares, de género y
sexuales, en tanto atacaban la idea de una nación católica y sus pilares morales.
Una campaña de moralización en la ciudad de Buenos Aires llevada a cabo
entre julio y noviembre de 1966, un mes después del golpe, tuvo a la juventud
como blanco principal (Eidelman, 2015). Los jóvenes habían dejado de
representar el valor de promesa para el desarrollo y comenzaban a ser definidos
como un problema: “En verdad, para las autoridades el delito principal era ser
joven. La juventud era vista como una categoría revolucionaria per se” (Pujol,
2002: 56).
La campaña tenía un importante antecedente directo en otra similar realizada
durante el gobierno de Arturo Frondizi, entre octubre de 1960 y mayo de 1961,
que reprimió a la juventud y al sexo, y había tenido por protagonistas a varios de
los funcionarios que actuaron en defensa de la moral una vez más en 1966
(Eidelman, 2015).

48
El campo cultural fue un foco de intervención de la represión estatal. Fueron
perseguidos los hippies, la barba y el cabello largo, las faldas cortas, los albergues
transitorios, el rock. Se detenía a mujeres por llevar polleras excesivamente cortas
o a jóvenes acusados de tener sexo en espacios públicos. Se organizaban cortes de
pelo a la fuerza, cobro de multas a los melenudos, excursiones de los policías por
los albergues transitorios; se clausuraban locales de diversión nocturna. La
cruzada moral había generado un ‘pánico sexual’ (Rubin, 1989) generando
temores sociales, olas de rumores y versiones alarmistas, que llevaron a los
funcionarios municipales a desmentir que se estuviera practicando un falso
puritanismo en algunas medidas, como la prohibición de las minifaldas, del uso de
pantalones por las mujeres o de la circulación de los menores de edad después de
las 22 horas (Eidelman, 2015).
El Onganiato “…preparó sus linternas contra la inmoralidad y habilitó los
calabozos para detenciones más ‘culturales’ que políticas” (: 60)7. En este sentido,
la represión era en gran parte una respuesta violenta a la expansión de
posibilidades sexuales.
La cruzada moralizante censuraba los discursos eróticos en los medios de
comunicación durante el régimen. La censura legitimaba al Estado en tanto
evaluador de las expresiones culturales, condicionando a la producción editorial a
mesurar sus publicaciones relacionadas a temas eróticos:
“Para una sociedad fuertemente vigilada por la Iglesia católica y el Ejército,
tocar estos temas no era poca cosa. En ciertos ámbitos, hablar o escribir
sobre sexo podía resultar más transgresor que elogiar al Che Guevara y la
Revolución Cubana o hacer referencias a la figura de Perón, el gran exiliado
nacional. Después del ’66, bajo el régimen de Onganía, la censura moral fue
tan fuerte o más que la censura política” (Pujol, 2002: 61).

Se perseguía el erotismo y la pornografía, denunciados también por constituir


una herramienta de penetración del comunismo en la sociedad, a través de la
subversión de la moralidad pública y las buenas costumbres (Eidelman, 2015).
En algunos filmes, como los del director francés Ingmar Bergman, ciertas
escenas fueron recortadas por atentatorias “…contra el pudor medio” (Pujol,

7
Al frente de un organismo ad hoc de la Policía Federal dedicado a este tipo de persecución, la
permanencia del comisario Luis Margaride en los gobiernos de Frondizi (1959-1962), Guido
(1962-1963), Onganía (1966-1970) y Perón (1973-1974), demostraba que el clima represivo en
este área de la vida social excedía las distinciones entre gobiernos civiles y militares, democráticos
o golpistas (Felitti, 2012).
49
2002: 209), puesto que el sexo era mostrado de un modo que, para los criterios
imperantes en la época, podía considerarse explícito. También la película Blow
up, de Michelangelo Antonioni, fue truncada, así como Sexus de Henry Miller,
Lolita de Vladimir Nabokov, Ojo mágico de Asimov.
Mientras la censura cinematográfica era algo corriente, en la prensa, el Instituto
Verificador de Circulaciones monitoreaba las publicaciones. La autocensura
funcionaba aceitadamente dentro de las redacciones y los autocondicionamientos
se justificaban bajo el argumento de que pocos empresarios editoriales podían
arriesgar el costo de inversión de un producto que luego no podría ingresar al
mercado. Mediante la mesura la prensa intentaba no traspasar los límites de lo que
consideraba aceptable para su público y para su gobierno.
No obstante los recaudos que tomaban las editoriales, los sectores más
conservadores seguían viendo en ellas potenciales peligro. De acuerdo con el
Secretariado Central de Moralidad dependiente de la Acción Católica Argentina,
entre las revistas femeninas, Claudia estaba dentro de la categoría de
publicaciones desaconsejables, mientras que Vosotras, Idilio y Anahí calificaban
directamente como malas. Para Ti era la única que se consideraba apropiada para
las mujeres adultas (Felitti, 2010).
La censura habilitaba las detenciones de periodistas, las querellas con los
medios y las clausuras temporarias o definitivas de revistas y diarios como
Cristianismo y Revolución, Inédito, Azul y Blanco, Así, Crónica, Primera Plana,
Ojo, Prensa Confidencial y sus sucesoras Prensa Libre y Prensa Nueva. La
revista Adán (un estilo de revista Playboy argentina) no fue clausurada, pero su
éxito duró corto tiempo en medio de condiciones represivas. Resultaba claro que
el contexto político no era el más adecuado para una revista que establecía, casi
como una declaración de principios, el disfrute hedonista de los placeres del
cuerpo. Una publicación de este tipo debía discutir con los censores del gobierno
militar “…cuántos centímetros de piel libre podían exhibir las modelos”
(Ulanovsky, 1997: 27). Frente a estos inconvenientes, la revista dejó de
publicarse.
Los materiales gráficos calificados de inmorales y obscenos eran censurados y
secuestrados de los lugares de venta. En su mayoría eran publicaciones para
hombres provenientes de Estados Unidos que incluían una gran cantidad de
50
fotografía erótica o considerada pornográfica, con desnudos femeninos,
semidesnudos o fotos con gestos, poses y actitudes sexualmente insinuantes.8
Varias de esas publicaciones tenían más de una década de existencia, surgidas en
los ’50 con el mercado de masas para las revistas pornográficas y de fotografía
erótica y pin-up. El mayor ejemplo era la revista Playboy, surgida de 1953,
convertida rápidamente en la revista más vendida e importante del género.
Paradójicamente, en nombre de la defensa contra la subversión comunista se
prohibía material pornográfico proveniente de la principal potencia capitalista,
asociado a la mercantilización del sexo y no a la penetración del comunismo
(Eidelman, 2015).
En cuanto a las editoriales locales, desde el Ministerio del Interior, a comienzos
de marzo de 1969, se les solicitó morigerar la exhibición de todo tipo de
expresiones e imágenes eróticas calificadas como un ‘reflejo’ de la “…alarmante
evolución de las costumbres” (Ulanovsky, 1997: 189). La campaña de moralidad
buscaba recuperar los valores religiosos tradicionales y el lugar de la familia como
institución fundamental de la sociedad. para enfrentar lo que se consideraba la
degradación cultural y moral de la sociedad y, en especial, de la juventud,
fuertemente asociada por los sectores conservadores a una sexualidad más liberal
y con menos prejuicios. En las manifestaciones de libertad sexual veían la semilla
de la subversión a los valores occidentales y cristianos, y en nombre de la moral,
encontraban la justificación de sus intervenciones.
El ideal de familia promovido por el Estado tenía como pilar el matrimonio
monógamo y heterosexual y sostenía una clara división de los roles de género –un
varón proveedor y una mujer, madre, ama de casa y una descendencia numerosa
educada en los valores de la cristiandad. Los mensajes que subvirtieran este
modelo podían ser considerados como un ataque a la identidad nacional, la moral
y las buenas costumbres. Así iba construyéndose una definición de cultura
legítima, verdadera, nacional que debía defenderse de la penetración ideológica
extranjera y su modelo de sexualidad, que inducía a la perversión, al adulterio y al
desamor filial (Felitti, 2012).

8
De 69 revistas prohibidas entre julio y diciembre de 1966, 63 –un 90%- eran norteamericanas
(Eidelman, 2015).
51
En un contexto de complejas conexiones entre los cambios culturales en torno
al erotismo y el refuerzo de la censura, ésta última instaba a reconocer la
dimensión política de la vida erótica, visible en momentos en que se desatan
conflictos en torno a los discursos e imágenes eróticas.
La cruzada moral buscaba censurar la conducta erótica para proteger las
fronteras de la conducta sexual aceptable. En este marco, como sostiene Gayle
Rubin (1989), la “…vinculación que la ideología de derechas establece entre el
sexo fuera de la familia, el comunismo y la debilidad política no es nada nuevo” (:
10). Pero además, la censura reforzaba el poderoso tabú sobre la puesta en
discurso o la puesta en escena de las actividades eróticas; un problema que
involucraba tanto una teoría de la imagen como una teoría de la comunicación.
Aunque la idea de un público fácilmente manipulable estaba en plena revisión
en el campo de los estudios de comunicación, buena parte de la sociedad seguía
considerando que los medios eran capaces de influir de manera determinante en
las conductas sociales. Bajo este presupuesto se justificaba una censura que no
dejaba de dar preeminencia al poder de los medios. Como teoría de la manipulación
mediática, partía de un muy difundido sentido común académico apoyado en una
cierta lectura del conductismo y de la teoría de los efectos mediáticos masivos. Pero
entonces, hay que decir que ni siquiera los investigadores conductistas de los años
’30 suponían que había un efecto directo por parte de los medios de comunicación
capaz de condicionar a sus receptores en un necesario mismo sentido. Esta
simplificación era impensable desde la misma teoría conductista pues ella suponía
una suerte de lugar de mediación para que se diera respuesta a un estímulo
(Homans, 1990); nunca se trataba de una respuesta automática.
La convicción sobre el poder manipulatorio de los medios de comunicación y
los productos de la industria cultural para generar cambios en la conducta guiaba
la censura estatal. La desconfianza también caló hondo en intelectuales y
pedagogos, políticos y sacerdotes, proclives a una postura apocalíptica respecto de
los medios. Las críticas se hicieron oír tanto en el pensamiento progresista –con
todos los matices de la izquierda- como de la derecha conservadora que veía en
ellos unos propagadores de la perversión y la deformación de los valores del ser
nacional (Pujol, 2002).

52
Los niños fueron el objeto privilegiado de los discursos de educadores,
psicólogos, sacerdotes que alertaban sobre esta influencia. El problema de ‘la
seducción del inocente’ (Spigel, 1992) funcionaba como presupuesto para
habilitar la censura mediática por parte de un aparato de vigilancia estatal y así
proteger las fronteras de la conducta sexual aceptable:
“Comenzaron a multiplicarse los congresos y la bibliografía sobre la
influencia en los niños fue, sin duda, la más abultada de la época en el tema
de los medios, tanto en los grupos que provenían del catolicismo y el
conservadurismo –desde una mirada moralista- como en los sectores
progresistas –con los conceptos políticos claves de ‘alienación’ y
‘manipulación’” (Aguilar, 1999: 262).

Con la excusa de proteger a los niños y la sexualidad de los jóvenes, los


discursos de la censura estigmatizaban las prácticas eróticas que se ubicaban fuera
de la ‘normalidad’. Así exponía la revista Life estos conflictos en torno al
erotismo en los medios de comunicación, en su sección de “Educación Sexual” de
1968:
“Cuando no existía la comunicación instantánea por medio de la televisión, la radio
y la prensa, los padres encarnaban ante sus hijos en la casa los papeles sexuales,
que por lo general eran claros y constituían una parte importante en el proceso de
sexualización. Hoy, en muchas partes del mundo, la comunicación instantánea
lleva cada vez más al hogar mensajes sexuales múltiples, confusos y a menudo
bastante alejados de la educación sexual que los padres tratan de dar a sus hijos.
Muchos de los mensajes subrayan la sexualidad erótica y genital a expensas de
otros muchos aspectos de la sexualidad. Estos mensajes llegan constantemente a
los niños en su más tierna infancia, aun antes que sepan si son varones o hembras:
el niño de 3 años edad, huérfano de padre, se sienta ante un receptor de televisión y
contempla un grupo de cantantes de rock ‘n’ roll de larga melena, vestidos con
ropa muy rara (para varones) y que a veces cantan con voz atiplada, como de
mujer. ¿Puede este niño estar seguro de que los cantantes son varones aunque los
mismos cantantes estén seguros de su masculinidad?” (“Nacemos ya sexuales”,
Life en español, Vol 32 Nº8, 07/10/68: 58).

Estos tipos de discursos no dejaban de augurar el caos en caso de no seguir sus


preceptos, bajo un supuesto del dominó del peligro sexual (Rubin, 1989).
Expresaban el temor de que si se cruzaba la frontera, la barrera levantada contra el
sexo peligroso se derrumbaría y ocurriría alguna catástrofe inimaginable.

53
4.1 El potencial erótico de la censura
El halo del erotismo atravesaba los discursos de la censura. Por el lado de los
censores puede presuponerse un goce, ya que, como Michel Foucault (2011a) ha
demostrado, hay placer tanto en el preguntar, vigilar, controlar, espiar, denunciar
los placeres prohibidos como en su transgresión, su resistencia, su escándalo.
La censura y la mesura empujaban al discurso sexual a la reticencia y al
eufemismo, conformándose una ‘negatividad sexual’ (Rubin, 1989) pero, por otro
lado, obligaban a potenciar el ejercicio de la capacidad, la inteligencia, la
curiosidad o la creatividad erótica para sortear las prohibiciones. Frente a estas el
erotismo, asentado en la transgresión (Bataille, 2010), tenía un campo de cultivo
que hacía uso del ingenio para legitimar el placer.
La censura no significó que la circulación de los discursos eróticos quedara
suspendida, pues más allá de las represiones de la coyuntura, había una dinámica
cultural imposible de frenar:
“No obstante los obstáculos puestos por el gobierno militar contra la agenda
de temas modernos, la sociedad argentina se fue abriendo cada vez más al
diálogo sobre lo prohibido y lo incómodo. Los silencios se fueron llenando
con los resultados de encuestas e informes” (Pujol, 2002: 62).

Los temas de sexualidad no desaparecieron de las pantallas, las revistas y la


literatura, prevaleciendo una distancia y un desfase entre los discursos, las
normativas y su implementación. Ante las ambigüedades y la falta de seguimiento
de muchas disposiciones, algunos productos de la industria cultural sortearon la
censura y pusieron en escena tópicos tabú, brindando información y habilitando
debates (Felitti, 2012).
Las editoriales no eludían la presentación de los conflictos en torno al sexo,
siempre que se hiciera con moderación. En este marco, los discursos de la
sexualidad como el psicoanálisis contaban con una legitimación y una autoridad
que los hacía gozar de una permisividad social. Las narrativas e imágenes del
erotismo también tenían lugar entre las páginas de las revistas femeninas,
especialmente en las novelas rosa y las publicidades que hacían uso de
figuraciones más jugadas.
Al convertirse el erotismo en un objeto de preocupación, de análisis, de
vigilancia y de control, la censura lograba intensificar el deseo por el mismo,
54
atizando su potencial erótico. El propio juego de la transgresión hacía que los
placeres perseguidos, culposos, fueran a la vez hostigados y deseados, puesto que:
“El peor servicio que se puede hacer a un libro ultrajante es autorizarlo. ¿Cuántos
autores sueñan con ser prohibidos para beneficiarse de la aureola de lo maldito?”
(Bruckner, 2011: 163).
Este contexto cultural de época, signado por una industria cultural en
crecimiento, la proliferación de revistas femeninas, la emergencia y consolidación
de un mito que aunaba juventud y rebeldía, junto a la censura y la represión,
componían las condiciones de producción de los discursos eróticos en las revistas
femeninas de los ’60.
En el próximo capítulo se desarrolla la relación problemática y productiva
entre la transgresión y la prohibición erótica. Las siguientes páginas están
destinadas a recuperar la discusión teórica en torno a estos tópicos desde el
psicoanálisis, la izquierda freudiana, la perspectiva foucaultiana de la historia de
la sexualidad y, principalmente, el enfoque de Georges Bataille (2010 [1957])
para abordar el erotismo y el problema de la liberación sexual.

55
CAPÍTULO II
LIBERACIÓN ERÓTICA

“Eros se rebela contra los conformismos


pesados”
(Muchembled, 2008: 176).

“La sexualidad era una bestia que había que


encadenar; según los primeros cristianos; ahora es un
animal fabuloso al que hay que liberar. En la base de esta
aspiración que circula desde ciertas herejías religiosas hasta
los movimientos feministas y socialistas, se encuentra la
certeza de la bondad del deseo, la única capaz de arrancar a
la sociedad de sus fealdades. Gracias a Freud, por supuesto,
que reveló los fundamentos carnales de nuestras
civilizaciones, junto con Herbert Marcuse, que se marchó a
enseñar a Estados Unidos, pero sobre todo gracias a
Wilhem Reich, médico disidente del psicoanálisis y del
partido comunista alemán, fallecido en Estados Unidos en
1957, ese militantismo de la reconstrucción prometeica
llegará a su apogeo” (Bruckner, 2011: 25).

1. Erotismo y sexualidad, una madeja


Para trazar un recorrido por las configuraciones discursivas y semióticas del
tópico del erotismo en las revistas femeninas de los ’60 en Argentina se precisa de
una previa revisión teórica de la categoría, con la intención de enfocar luego la
mirada analítica en el corpus compuesto de textos e imágenes. Esto supone todo
un trabajo de construcción teórica con miras a realizar distinciones analíticas,
conceptuales, acerca de sus diversas dimensiones. Especialmente, se trata de
deslindar la categoría de erotismo de la de sexualidad, que ha solapado a la
primera y colonizado los estudios del área. Si bien guardan estrecha relación, la
sexualidad supone otro tipo de discursos asociados a la pretensión de saber y de
neutralidad valorativa científica.
El rastreo de la categoría de erotismo en diversas teorías como el psicoanálisis,
la teoría crítica, la historia de las ideas o la filosofía denota que en cada área de
conocimientos y en cada época, se tendió a privilegiar alguna dimensión por sobre
las otras. Así pues, por momentos fue el amor la dimensión crucial del erotismo,
los cuerpos, los placeres y los deseos sexuales, o, en este caso, la sexualidad.
Asociada únicamente al amor, la categoría de erotismo pierde potencia
heurística, pues la actividad erótica y el amor no son sinónimos. Vinculada sólo al
placer y los cuerpos se tiende a asociar al hedonismo, la pornografía o la
exhibición, olvidando que no toda actividad sexual es placentera en sí. Para evitar
56
caer en reduccionismos se presentan a continuación algunas distinciones analíticas
productivas con miras a abordar el problema del erotismo en cuanto objeto teórico
y los debates suscitados frente a la problemática de la liberación sexual, en el
contexto mundial. Tras la demarcación del erotismo frente a la sexualidad, no
podría homologarse la liberación sexual con la liberación erótica. Más aún si el
autor de cabecera para realizar esta distinción es Georges Bataille (2010 [1957]),
para quien el erotismo es primordialmente transgresión. En ese sentido, ¿qué lugar
queda para el erotismo una vez liberado tras la supuesta ‘revolución sexual’? El
capítulo recorre esta paradoja junto a los debates teóricos suscitados por Sigmund
Freud, Herbert Marcuse, Michel Foucault en torno a la problemática de la
liberación sexual y algunas publicaciones de la prensa de actualidad de la época
que abordaron el tópico.

2. El eros psicoanalítico y los teóricos de la liberación


Entre los autores que en el siglo XX abordaron el problema del erotismo,
Sigmund Freud se encuentra entre los lugares del podio. La categoría de Eros,
definida como la gran fuerza que preserva la vida y se encarga de vincular
libidinalmente a los individuos, se asocia a la configuración de toda civilización o
cultura -estos términos para el autor son indistintos-.
En su obra El malestar en la cultura ([1930], 1986), Freud aduce que el Eros
ha sido históricamente reprimido a través de leyes morales que establecen una
demarcación entre lo permitido y lo prohibido. Erotismo y moral conforman una
dupla, donde la segunda supone una limitación represiva, censuradora,
sublimadora del Eros. A través del tabú, la ley y las costumbres, establece
restricciones e impone una vida sexual idéntica para todos.
Eros se encuentra cargado de una ambivalencia afectiva: es muy deseado y
muy prohibido a la vez. El dominio sobre el principio de placer exige limitaciones
sobre la vida sexual y esto genera un malestar. De ahí, el malestar en la cultura.
Ahora bien, Freud también expone que la cultura no sería la única culpable de las
renuncias sexuales:
“A veces, creemos advertir que la presión de la cultura no es el único factor
responsable, sino que habría algo inherente a la propia esencia de la función
57
sexual que nos priva de satisfacción completa, impulsándonos a seguir otros
caminos” (Freud, 1986: 97).

En el tabú luchan deseos inconscientes y prohibiciones culturales. Contra estas


últimas arremetió la izquierda freudiana, una corriente teórica cuyo fin
programático era la liberación sexual y la revolución social. Desde la década del
’20, este movimiento teórico buscó tejer relaciones entre la teoría freudiana de la
represión sexual con el pensamiento revolucionario de Karl Marx. Tuvo como
exponentes a Herbert Marcuse y otros autores renombrados como Wilhem Reich,
Max Horkheimer, Erich Fromm, entre otros.
El eros psicoanalítico, inscripto en la teoría del inconsciente y la represión
sexual, y asociado estrechamente con la categoría de sexualidad, fue relacionado
con el problema de la dominación política (Robinson, 1987). Reich, el primero y
más famoso de los radicales seguidores del psicoanálisis sexual, azotó
fuertemente en los años ’20 al matrimonio burgués y denunció a la promoción y al
rechazo de sexualidad genital como uno de los males de la modernidad
(Robinson, 1987).
Marcuse (2010 [1953]) retomó la conceptualización psicoanalítica del Eros
como energía libidinal, sexual salvaje e imperiosa, concentrada en zonas erógenas.
Su teoría y su programa pretendían rescatarlo de la represión cultural y la
sexualidad instrumental -genital-, reproductiva, a la cual denunciaba por constituir
una restricción impuesta por el moderno orden social a las posibilidades de placer.
El orden moral establecido en el capitalismo exigía un principio de actuación
sexual, una conducta socialmente esperable a través de la cual:
“… el individuo vive su represión ‘libremente’ como su propia vida: desea
lo que se supone que debe desear; sus gratificaciones son provechosas para
él y para los demás; es razonable y hasta a menudo exuberantemente feliz”
(: 53).

Relacionaba así el super yo social freudiano con la teoría marxista de la alienación:


“Los hombres no viven sus propias vidas, sino que realizan funciones
preestablecidas… La libido es desviada para que actúe de una manera
socialmente útil, dentro de la cual el individuo trabaja para sí mismo sólo en
tanto que trabaja para el aparato, y está comprometido en actividades que
por lo general no coinciden con sus propias facultades y deseos” (:53).

58
Marcuse denunciaba la organización excesivamente represiva de la sexualidad
desde un punto de vista psicológico pero también político. La represión, en gran
parte inconsciente y automática, estaba además cargada de un excedente necesario
para la dominación política en la sociedad de clases:
“…las modificaciones y desviaciones de la energía instintiva necesarias para
la preservación de la familia patriarcal monogámica, o para la división
jerárquica del trabajo, o para el control público sobre la existencia privada
del individuo son ejemplos de represión excedente que pertenecen a las
instituciones de un principio de la realidad particular” (: 47).

La limitación del Eros convertía en tabús y perversiones a las manifestaciones


que no servían a la función procreativa, imponiendo una sexualidad instrumental
que, lejos de constituirse como un fin en sí misma, servía para el sostenimiento de
una sociedad represiva.
Denunciaba también al capitalismo por instalar un orden represivo que
desexualizaba las múltiples zonas erógenas del cuerpo, reforzando su
genitalización, dejando así el resto del cuerpo disponible para su uso como
instrumento de trabajo. La ‘tiranía genital’ eliminaba la libido de las partes que el
cuerpo necesitaba para participar del trabajo industrial.
El principio de actuación sexual que promovía el sacrificio de la líbido bajo
estas condiciones históricas era eficaz, aunque debía ser continuamente
restablecido puesto que su triunfo sobre el principio del placer nunca era
completo. La teoría marcusiana sostenía que había un potencial subversivo de este
principio que se negaba a no ser satisfecho.
Marcuse trató, al igual que Reich, Erich Fromm y otros revisionistas, de dejar al
descubierto el potencial liberador de la obra de Freud. Sus esfuerzos teóricos tenían
como fin programático facilitar la emergencia de un orden social no represivo o
menos represivo. Comprendía a Eros como una fuerza política, revolucionaria y
creadora, capaz de manifestarse en la cooperación y la solidaridad que había sido
quebrada por el capitalismo y “…el poder absoluto de su máquina de propaganda,
de publicidad y de administración” (Marcuse, 1986: 13).
La revolución sexual era parte del programa de la revolución social. El
‘imaginario marcusiano de emancipación’ (Entel, 2008) presuponía que la
liberación de la explotación en el trabajo y de su inherente fatiga permitiría una

59
reerotización del cuerpo. La resexualización del cuerpo, junto con una
resignificación del erotismo unido a una apreciación estética, haría florecer a Eros
en el amor comunicativo y la amistad constituiría el medio dominante de
sociabilidad.
La liberación transformaría a la sexualidad en Eros, como un fin en sí mismo y
no confinado a lo corporal, desarrollando todo un orden sensual. Al ceder, la
razón represiva dejaría el camino libre a una nueva racionalidad de la
gratificación, una razón sensual en la que convergerían razón y felicidad. Su
imaginario edificaba un mundo sustancialmente libre de culpa en el que la
sublimación y represión de la sexualidad dejaban paso a una acentuación del
placer, apostando a la fuerza revolucionaria del erotismo.
Aunque la represión del Eros no podía desaparecer del todo, pues, como
entendía Freud, la represión era suelo donde crecía la cultura, para Marcuse era
posible una civilización sobre una represión mínima de Eros, es decir, sin aquellos
grilletes necesarios para la explotación en el trabajo.
La transformación que proponía implicaba, desde un punto de vista marxista, la
exigencia de una modificación real de las relaciones materiales de existencia y la
ruptura con el continuum histórico de la dominación. Desde un enfoque
psicoanalítico suponía una nueva organización del placer, una resexualización del
cuerpo y la génesis de una moral que actuara como “…negación de la moral judeo-
cristiana, la cual ha determinado hasta ahora, en gran parte, la historia de la
civilización” (Marcuse, 1986: 12).
Entonces, no se trataría tanto de una liberación como de una transformación de
la organización –histórica- libidinal. A ella se llegaría por el camino de dos
capacidades infravaloradas por el principio de actuación que exigía el capitalismo:
la imaginación y la fantasía; y que, por ello mismo se habían conservado libres de
las condiciones de realidad, subordinadas sólo al principio del placer (Marcuse,
2010).
Pero además, el autor suponía que la poderosa represión sexual instalada en el
meollo de la civilización estaba cediendo terreno en los años sesenta. Si bien hay
que cuidarse de pensar en términos de un ciclo represivo único con un principio y
un final (Muchembled, 2008), la presente tesis se asienta en el presupuesto de
partida, de que durante la década, la sexualidad y el erotismo formaron parte de la
60
arena de lucha de sentidos sociales. Pero entonces, la tácita represión sexual y
erótica, en el país, pasó a ser organizada por el propio Estado.
En el juego entre la represión y la transgresión, en la época se produjo una
explosión de estimulantes escritos políticos y ensayos sobre el sexo. La amplia
difusión de ideas y opiniones de autores extranjeros incluía desde estudios
biológicos sobre la sexualidad de los animales a reseñas de libros filosóficos
polémicos en el extranjero, como la Historia del erotismo de Lo Duca (1965).
La obra de Marcuse, particularmente Eros y civilización, de 1953, pasó a
considerarse como uno de los escritos formativos de la época que aportaron ideas
a la rebelión sexual y moral de los jóvenes. En los ‘60 el libro se reeditó y el autor
fue considerado el filósofo de la nueva izquierda estudiantil, a la que se sumaron
obreros, y cuya mítica imagen sería cristalizada en el Mayo Francés de 1968.
En pos de una revolución sexual, los teóricos de la liberación depositaban
esperanzas en el terreno de la sexualidad como un reino potencial de libertad
(Giddens, 1998). Exaltada, la sexualidad aparecía como una herramienta de
transformación del mundo.

2.1 El desencanto
El programa teórico de la izquierda freudiana implicaba la esperanza de una
liberación sexual congruente con el fin de la sociedad de clases. Para estos autores
no había reforma sociopolítica sin liberación sexual.
En El hombre unidimensional (Marcuse, 1993 [1954]), obra posterior a Eros
y Civilización, las resonancias de Marx (1988 [1867]) eran más fuertes que las
de Freud. Con cierto aire de resignación, Marcuse denunciaba que, con las
mutaciones del capitalismo, no había lugar para una liberación total, ni para una
revolución que pusiera fin a la sociedad represiva afirmaba. El mismo sistema
deglutía o neutralizaba la oposición. La automatización en la sociedad industrial
avanzada dejaba tiempo para el placer y el ocio, pero lejos de aparecer como el
cimiento de la liberación erótica se erigía más bien como el principal apoyo de
una organización cada vez más irracional y represiva.
Ya en Eros y Civilización, había advertido que, comparada con los períodos
puritanos y victorianos, la libertad sexual había aumentado, pero observaba que la
moral sexual relajada dentro de un sistema firmemente atrincherado de controles
61
monopolistas servía al sistema (Marcuse, 2010). En una sociedad totalmente
administrada el placer tenía lugar a través de un tipo específico de satisfacción: la
identificación erótica con un mundo reificado. El sexo se transformaba en negocio
y en propaganda, postulaba Marcuse, en consonancia con las críticas a la industria
cultural de sus colegas de la Escuela de Frankfurt, Adorno y Horkheimer (1987
[1944]).
El sistema de administración total preestablecía los deseos, metas y
aspiraciones requeridos socialmente. En este marco, los medios de comunicación
tenían un papel de adoctrinamiento al transmitir los valores requeridos, los ideales
de personalidad, de romances, sueños y aspiraciones. Los periódicos y revistas, la
radio, el cine, exponían los mismos ideales, vendían imágenes que afirmaban el
orden establecido, donde las contradicciones coexistían “pacíficamente en la
indiferencia” (Marcuse, 1993: 91). El “quietismo acrítico” (: 44) que promovían
los medios se conjugaba con una apología del orden, en la cual las desviaciones
del modelo eran criticadas.
Si bien el grado de satisfacción socialmente permisible y deseable se ampliaba,
en una sociedad donde el confort era uno de los principales valores, la ‘liberación’
sexual cumplía una función conformista: libraba a los individuos de buena parte
de la infelicidad y el descontento que denunciarían al orden represivo. Se
desarrollaba entonces un proceso de satisfacción controlada; la sexualidad era más
desinhibida al tiempo que debilitaba la rebeldía contra el principio de realidad
establecido: “Lo que ocurre es sin duda salvaje y obsceno, viril y atrevido,
bastante inmoral y, precisamente por eso, perfectamente inofensivo” (Marcuse,
2010: 107).
Cuando a fines de los ’60, Marcuse se preguntaba por qué la revolución sexual
no había prosperado, afirmaba que ésta había sido traicionada. Los individuos se
hallaban ahora satisfechos bajo las libertades permitidas en una sociedad sin
libertad: “En sus relaciones eróticas, ellos ‘cumplen sus compromisos’ -con
encanto, con romanticismo, con sus anuncios comerciales favoritos” (: 91).
No obstante, el teórico seguía sosteniendo la bandera de la utopía.
Desencantado, pero no resignado, apostaba aún a una verdadera posibilidad de
liberación, tras una década en que las ideas y normas en torno a la sexualidad
habían cambiado. En 1967, en una conferencia titulada El final de la utopía
62
(1986) consideraba que ni la rebelión sexual y moral de los jóvenes, ni los hippies,
ni las luchas del Tercer Mundo podían hacer la revolución por sí mismos, pero
todos ellos denunciaban un orden represivo y veía en la oposición de la juventud,
el rechazo al confort estadounidense, en el movimiento hippie, la repulsión a la
vieja sociedad cerrada.

3. El jardín de las delicias o el sexo regulado


Michel Foucault destinó su primera obra de Historia de la Sexualidad (2011a
[1976]) a cuestionar las promesas de liberación de la izquierda freudiana. Al
enlazar la emancipación sexual a una causa política, la izquierda freudiana
inscribía el sexo en el porvenir y esto suponía, para Foucault, una gran prédica
sexual:
“Algo de la revuelta, de la libertad prometida y de la próxima época de otra
ley se filtran fácilmente en ese discurso sobre la opresión del sexo. En él se
encuentran reactivadas viejas funciones tradicionales de la profecía. El buen
sexo queda para mañana” (Foucault, 2011a: 12).

El mero hecho de hablar del sexo y denunciar su represión gozaba de un aire de


transgresión, que, junto al “ sermón de la trascendencia” (:14) suponían el placer
de adoptar cierta pose, con la conciencia de desafiar el orden establecido en un
tono de voz subversivo:
“Hablar contra los poderes, decir la verdad y prometer el goce; ligar entre sí la
iluminación, la liberación y multiplicadas voluptuosidades; erigir un discurso
donde se unen el ardor del saber, la voluntad de cambiar la ley y el esperado
jardín de las delicias: he ahí indudablemente lo que sostiene en nosotros ese
encarnizamiento en hablar del sexo en términos de represión” (: 13).

En la entrevista titulada “Poder-cuerpo” de Microfísica del poder (1979),


arremete contra Marcuse al decir que:
“…da a la noción de represión un papel exagerado. Ya que si el poder no
tuviese por función más que reprimir, si no trabajase más que según el modo
de la censura, de la exclusión, de los obstáculos, de la represión, a la manera
de un gran superego, si no se ejerciese más que de una forma negativa, sería
muy frágil. Si es fuerte, es debido a que produce efectos positivos a nivel
del deseo -esto comienza a saberse- y también a nivel del saber” (:107).

63
En sus otras dos historias de la sexualidad, El uso de los placeres (2006
[1984]) y La inquietud de sí (2011b [1984]), Foucault pone en discusión la idea de
una moral unificada9 que haría de la sexualidad una invariable atravesada por la
represión.
Los temas que dieron forma a la moral sexual judeo-cristiana fueron para el
autor: la pertenencia del placer al dominio peligroso del mal, la obligación de la
fidelidad monogámica y la exclusión de compañeros del mismo sexo. En esta
moral, la sustancia ética se definió por un dominio de los deseos, a través de la
regla de que el placer no debía ser una finalidad (Foucault, 2006).
Las investigaciones foucaultianas de textos filosóficos y médicos que abordaban
la problematización del comportamiento sexual en la cultura griega clásica del siglo
IV a.C., estaban destinadas a discutir la idea de un código represivo invariable de
comportamientos sexuales y la hipótesis de la reproducción de la moral culposa, al
afirmar que la moral cristiana del sexo no estaba preformada en el pensamiento
antiguo.10
Gayle Rubin (1989), seguidora de una línea foucaultiana para abordar la
sexualidad, ha remarcado, no obstante, la importancia de no abandonar la
reflexión acerca del sexo en términos de represión sexual postulada por el
psicoanálisis. Esta autora sostiene que es necesario reconocer los fenómenos
represivos sin caer por ello en las suposiciones esencialistas del lenguaje de la

9
Por moral Foucault (2006) entiende:
“…un conjunto de valores y de reglas de acción que se proponen a los individuos y a los
grupos por medio de aparatos prescriptivos diversos, como pueden serlo la familia, las
instituciones educativas, las iglesias, etc. Se llega al punto en que estas reglas y valores
serán explícitamente formulados dentro de una doctrina coherente y de una enseñanza
explícita. Pero también se llega al punto en que son transmitidos de manera difusa y que,
lejos de formar un conjunto sistemático, constituyen un juego complejo de elementos que
se compensan, se corrigen, se anulan en ciertos puntos, permitiendo así compromisos o
escapatorias. Con tales reservas podemos llamar ‘código moral’ a este conjunto
prescriptivo” (: 26).
10
En los antiguos griegos, Foucault no encuentra nada que se parezca a esas largas listas de actos
posibles, propias de los penitenciales, los manuales de confesión o las obras de psicopatología, que
sirvan para definir lo legítimo, lo permitido o lo normal o para describir los gestos prohibidos.
Tampoco halla nada que trace una línea divisoria clara y definitiva entre lo que es del orden de la
naturaleza y lo que es ‘contra natura’ (Foucault, 2011b). Asimismo, discute con el sentido común
que establece una oposición entre “…un pensamiento pagano ‘tolerante’ hacia la práctica de la
‘libertad sexual’ y las morales tristes y restrictivas que le siguieron” (: 226). Lo que encuentra en
tales textos antiguos es una manera de ser, un estilo de relaciones y reglas para quienes quieran dar
a su existencia una forma honorable y bella “Es la universalidad sin ley de una estética de la
existencia que, de todas maneras, sólo es practicada por unos pocos” (Foucault, 2011b: 204).
64
libido: “Necesitamos una crítica radical de las prácticas sexuales que posea la
elegancia conceptual de Foucault y la pasión evocadora de Reich” (Rubin, 1989:
16).
Desde la perspectiva foucaultiana, que marcó el estado del arte de las
investigaciones de género y sexualidades, el deseo no se enfrenta al poder sino
que ambos se articulan. Por tanto, las luchas por la liberación sexual eran parte del
mismo aparato de poder que denunciaban. La liberación sexual con la que se
hallaba desencantado Marcuse a fines de los ’60 constituía, para Foucault, una
ironía del propio dispositivo:
“El hecho de que tantas cosas hayan podido cambiar en el comportamiento
sexual de las sociedades occidentales sin que se haya realizado ninguna de
las promesas o condiciones políticas que Reich consideraba necesarias,
basta para probar que toda la ‘revolución’ del sexo, toda la lucha
‘antirrepresiva’ no representaban nada más, ni tampoco nada menos –lo que
ya era importantísimo-, que un desplazamiento y un giro tácticos en el gran
dispositivo de sexualidad” (Foucault, 2011a: 126).

En este sentido, no piensa ya en términos de un Gran Rechazo desde un polo


dominado a un polo dominante, en una relación de contradicción de los opuestos.
Para Foucault, la sexualidad supone relaciones de poder que funcionan sobre el
cuerpo, penetran las conductas y fijan la disparidad sexual; así, “…impugna de
manera implícita la demanda de una sexualidad subversiva o emancipadora que
pudiera no tener ley” (Butler, 2007: 91).
El problema de la represión comprendido al mismo tiempo como prohibitivo y
generativo, agrava la problemática de la liberación. En este sentido, la
permisividad sexual era un fenómeno del poder y no un sendero hacia la
emancipación.
No obstante, Foucault admitía la importancia de las estrategias de resistencia
frente a las relaciones de poder en torno a la sexualidad. Tanto en unas como en
otras se encontraba el placer: el placer del poder y el placer de resistir.
Los enfrentamientos frecuentes dentro del orden de la sexualidad no
establecían grandes rupturas radicales –el Gran Rechazo- pero introducían fisuras,
“…abriendo surcos en el interior de los propios individuos, trazando en ellos, en
su cuerpo y su alma, regiones irreducibles” (Foucault, 1979: 92). Las
desobediencias podían interpretarse como una suerte de vía de escape de la prisión
65
de los géneros y las sexualidades, aun cuando se tratase de una desobediencia
momentánea a ciertas normas regulatorias (Lenarduzzi, 2012).
Foucault sostenía la posibilidad de prácticas de libertad en las resistencias al
dispositivo de sexualidad. Para revertir tácticamente el dispositivo de sexualidad
debía oponérsele los placeres, decía:
“Si mediante una inversión táctica de los diversos mecanismos de la
sexualidad se quiere hacer valer, contra el poder, los cuerpos, los placeres,
los saberes en su multiplicidad y posibilidad de resistencia, conviene
liberarse primero de la instancia del sexo. Contra el dispositivo de
sexualidad, el punto de apoyo del contrataque no debe ser el sexo-deseo,
sino los cuerpos y los placeres” (Foucault, 1979: 150).

Indicaba que en los ‘60 había emergido una reivindicación del cuerpo frente al
poder disciplinador de la sexualidad y del placer contra las normas morales de la
sexualidad, del matrimonio, del pudor: “Frente al control, la vigilancia y la
persecución del cuerpo, se desarrolló una ‘sublevación del cuerpo sexual’” (:105).
Así, mientras Freud y Marcuse hallaban el malestar en la cultura, el primero
desesperanzado ante la posibilidad de cambio cultural, pero apostando a la fuerza
de Eros frente a Tánatos; el segundo imaginando una utopía de una sociedad que
rompiera con el régimen de dominación y represión; Foucault veía la posibilidad
de prácticas de libertad en las resistencias frente al dispositivo de sexualidad. Y
asociaba éstas últimas a los modos de subjetivación frente a los códigos morales
de los comportamientos sexuales, en el uso de los placeres y en el cuidado de sí
mismo.

3.1 La erótica como arte


Para discutir la noción psicoanalítica de placer compuesta de sensualidades
libidinales y de aparatos psíquicos asociados a lo sexual, Foucault rastreó la
concepción de la erótica en los antiguos griegos. En la ars erotica, arte y práctica
que involucraba al cuerpo y al goce, el placer, no sólo sexual, era considerado
como un fin en sí mismo y recogido como experiencia. No se relacionaba a una
ley absoluta de lo permitido y lo prohibido ni a un criterio de utilidad.
Pero además se consideraba al dios Eros como un complemento necesario de la
diosa Afrodita: “…sin él, la obra de Afrodita no sería nada más que el solo placer
de los sentidos” (Foucault, 2011b: 221), un placer fugaz; y “Eros sin Afrodita no
66
es menos imperfecto cuando le falta el placer físico” (: 225).
Foucault expuso diferentes pistas para distinguir el problema de la sexualidad
del de la erótica, desde una historia de los discursos y las prácticas. A grandes
rasgos, la sexualidad aparece como una “…experiencia, – si entendemos por
experiencia la correlación, dentro de una cultura, entre campos del saber, tipos de
normatividad y formas de subjetividad” (Foucault, 2006 [1984]: 8), a diferencia
de una erótica entendida como un arte, una práctica y una experiencia relacionada
a un “…dominio absoluto del cuerpo, goce único, olvido del tiempo y de los
límites, elixir de larga vida, exilio de la muerte y de sus amenazas” (Foucault,
2011a: 58).
Ahora bien, ¿qué implicaba ese horizonte del cuerpo y los placeres al que se
refería Foucault? Judith Butler (2007) encuentra un punto de ambigüedad en la
mirada foucaultiana que parece retomar la idea de una multiplicidad libidinal
prediscursiva. El autor parecía contradecir su planteo del primer volumen de
Historia de la sexualidad, con una suerte de mirada romántica hacia el mundo de
placeres. Ante este problema, Butler ha postulado que, de ser posible la
subversión, ésta se efectúa dentro de los términos de la ley, mediante las opciones
que aparecen cuando la ley se vuelve contra sí misma y produce permutaciones
inesperadas: “Entonces, el cuerpo culturalmente construido se emancipará, no
hacia su pasado ‘natural’ ni sus placeres originales, sino hacia un futuro abierto de
posibilidades culturales” (: 196).
Frente a la idea de liberación, la perspectiva de la transgresión que propone
Georges Bataille (2010 [1957]) redefine el problema del erotismo: “No se trata de
libertad. En tal momento y hasta ese punto, esto es posible: éste es el sentido de la
transgresión” (Bataille, 2010: 69). Dentro de los propios marcos de la ley, lo
posible y lo deseable es la transgresión erótica.

4. La transgresión erótica
Georges Bataille, “…seminarista y pornógrafo, bibliotecario y poeta,
comunista y putero, místico y ateo, amante y filósofo” (Campillo, 1996: 9),
tradujo su paradójico modo de vivir en su escritura filosófica, ofreciendo un
abordaje teórico del problema del erotismo desde sus ambigüedades.
67
Su punto de vista diferencia claramente la actividad sexual o la sexualidad
física caracterizada como rudimentaria y “simplemente animal” (: 33) del
erotismo. Este último no necesariamente es actividad sexual, pues puede haber
actividad sexual que no sea erótica. Como problema, el erotismo no tiene que ver
con la reproducción:
“…la diferencia que separa al erotismo de la actividad sexual simple es una
búsqueda psicológica independiente del fin natural dado en la reproducción
y del cuidado que dar a los hijos” (Bataille, 2010: 15).

El goce erótico como “…sentimiento de plétora no está ligado a la conciencia


del engendramiento” (:108). Incluso, dice, “…en principio, cuanto más pleno es el
goce erótico, menos nos preocupamos por los hijos que puedan resultar de él” (:
108).
Bataille define al deseo del erotismo como “…el deseo que triunfa sobre la
prohibición” (: 261). Así, la prohibición que limita la sexualidad humana cumple
un papel productivo: se necesita de ella para transgredirla.
En los discursos de la ciencia sexual, la prohibición es tratada como un objeto
que se impone desde afuera, no suele estar justificada, es patológica o proviene de
la neurosis. Frente a esta posición, Bataille sostiene que “…el erotismo tiene para
los hombres un sentido que la manera científica de proceder no puede
proporcionar” (: 12), pues “es una experiencia que no podemos apreciar desde fuera
como una cosa” (: 155). De esta manera, criticaba los informes de la ciencia de
corte positivista que trataban a la actividad sexual de forma estadística, como dato
externo susceptible de observación.
Remarcaba entonces la dimensión de lo íntimo, irreductible, del erotismo,
incompatible con la intención de neutralidad y claridad distintiva de la ciencia:
“Al declarar inocente la vida sexual, la ciencia cesa decididamente de
reconocerla” (: 168). La propia turbación erótica que genera confusión y falta de
claridad perturba la lucidez tan preciada del conocimiento metódico: “…si una
actividad sexual no se oculta a nuestra mirada, es susceptible de excitar. También
puede inspirar repulsión” (: 158).
En este sentido, mientras la sexualidad se asociaba a un discurso de la
racionalidad y la neutralidad, el erotismo se relacionaba con lo degradante:

68
“La vía de la degradación, en la que el erotismo es arrojado al vertedero, es
preferible a la neutralidad que tendría una actividad sexual conforme a la
razón, que ya no desgarrase nada” (: 146).

El erotismo es entonces un objeto esquivo a la mirada de la ciencia de lo


sexual, por su cualidad de misterioso y su capacidad para albergar una experiencia
personal, íntima, contradictoria, de lo prohibido y de la transgresión.

4.1 Maldito Eros: el pecado de la carne


El erotismo se asocia en la teoría de Bataille con lo impuro, lo diabólico, lo
bajo. Es un objeto monstruoso, cuyo sentido, relacionado a la prohibición, genera
pavor y a la vez deseo. Este último era su sentido profundo: “La prohibición
observada de un modo distinto al del pavor no tiene ya la contrapartida del deseo,
el cual es su sentido profundo” (: 41).
Condenado como pecado, el erotismo implica culpa, manteniendo un
movimiento de pavor y repugnancia frente a la vida sexual. Es una experiencia
maldita que siempre está bajo interdictos:
“…de cualquier modo que se la considere, nunca se admite la sexualidad
humana más que dentro de unos límites fuera de los cuales está prohibida.
Hay en fin, en todas partes, un movimiento de la sexualidad en que entra en
juego lo inmundo. Entonces ya no se trata de sexualidad benéfica ‘querida por
Dios’, sino de maldición y de muerte. La sexualidad benéfica es cercana a la
sexualidad animal, al contrario del erotismo que es propio del hombre y que
sólo es genital en su origen. El erotismo, estéril en principio, representa el
Mal y lo diabólico” (: 236).

La actividad erótica precisa del interdicto para transgredirlo y traspasar un


límite (moral) que se respete, pues: “No habría erotismo si no existiera como
contrapartida un respeto por los valores prohibidos” (: 225). A la vez, ese respeto
se justifica porque existen las desviaciones eróticas que se presentan como
posibles y seductoras. Por tanto:
“…son vanas las afirmaciones triviales según las cuales la prohibición
sexual es un prejuicio, del que ya es hora de librarse. La vergüenza, el
pudor, que acompañan el sentimiento fuerte del placer no serían sino
pruebas de falta de inteligencia. Esto es tanto como decir que por fin
deberíamos hacer tabla rasa y volver al tiempo de la animalidad, del libre
devorar y de la indiferencia de las inmundicias. Como si la humanidad entera
69
no fuese el resultado de movimientos de horror seguidos de atracción, con los
que la sensibilidad y la inteligencia se vinculan” (Bataille, 2010: 272).

La transgresión erótica condenada y asociada al Mal se relaciona a la noción de


pecado. La voluptuosidad, como transgresión sumergida en las aguas religiosas -
cristianas- del Mal, se asocia al pecado de la carne, entendido como falta, “…algo que
no hubiera debido ocurrir” (: 267).
Bajo esta noción, el cristianismo volvió al cuerpo pecaminoso y culpable,
condenando la vida erótica como parte maldita, impura. El cuerpo se partía entre
las partes pecaminosas y las partes nobles: la mente, el alma o el espíritu, el
corazón.
Esta división que atravesó los cuerpos, el de la mujer se asoció eminentemente
a la voluptuosidad y se tornó inquietante, misterioso. En el varón, esa concepción
del cuerpo partido supuso que su carne ‘baja’ era débil, propensa a caer en la
tentación de aquella voluptuosidad femenina y asociada a la violencia involuntaria
del acto sexual.
Pero entonces, lo misterioso, lo inquietante, genera una tentación asociada al
miedo y los sentimientos de pavor: “…sin los cuales el fondo de la religión es
inconcebible” (: 73). La obsesión por la tentación hizo del cristianismo una
religión que atizaba la transgresión erótica:
“…la prohibición, fundamentada en el pavor, no nos propone solamente que
la observemos. Nunca falta su contrapartida. Derribar una barrera es en sí
mismo algo atractivo; la acción prohibida toma un sentido que no tenía
antes de que un terror, que nos aleja de ella, la envolviese en una aurora de
gloria” (: 52).

Lo sagrado y lo erótico mantienen así una estrecha relación. Las propias


imágenes religiosas que juegan con la mostración de los cuerpos desnudos, las
flagelaciones, la carne, han configurado toda una erótica cristiana:
“Fundamentalmente, es sagrado lo que es objeto de una prohibición. La
prohibición, al señalar negativamente la cosa sagrada, no solamente tiene
poder para producirnos –en el plano de la religión- un sentimiento de pavor
y de temblor. En el límite, ese sentimiento se transforma en devoción; se
convierte en adoración. Los dioses, que encarnan lo sagrado, hacen temblar
a quienes los veneran; pero no por ello dejan de venerarlos. Los hombres
están sometidos a la vez a dos impulsos: uno de terror, que produce un
70
movimiento de rechazo, y otro de atracción, que gobierna un respeto hecho
de fascinación. Lo prohibido y la transgresión responden a esos dos
movimientos contradictorios: la prohibición rechaza la transgresión, y la
fascinación la introduce. Lo prohibido, el tabú, sólo se oponen a lo divino en
un sentido; pero lo divino es el aspecto fascinante de lo prohibido: es la
prohibición transfigurada” (: 72).

La condena no suprime lo erótico, por el contrario, lo atiza. Lo Duca afirmaba


lo propio en su obra Historia del erotismo, de 1965: “Con el cristianismo, el
erotismo alcanza su cima” (2000: 38), porque una moral sexual de este tipo “…sólo
puede engendrar terribles rechazos y, a la larga, favorecer el estallido del erotismo
obsesivo” (: 38). La noción de pecado de la carne suponía una enorme potencia
erótica.

4.2 La transgresión organizada


En El segundo sexo (2007 [1949]), Simone de Beauvoir criticaba -como
Marcuse- el punto de vista que ligaba al erotismo a la genitalidad y definía al
erotismo como “…una revuelta del instante contra el tiempo, de lo individual
contra lo universal; al querer canalizarlo y explotarlo, se corre el riesgo de
matarlo” (: 59).
Pero entonces, Bataille buscó demostrar que el erotismo estaba ya canalizado;
la propia transgresión estaba organizada: “El erotismo es en conjunto una
actividad organizada; y, si cambia a través del tiempo, es en tanto que organizado”
(2010: 114).
La transgresión no rompe con el orden, puesto que “las prohibiciones son
banalmente violadas de acuerdo con unas reglas previstas y organizadas por ritos
o, cuando menos, por costumbres” (: 75), pero pone en suspenso la prohibición,
sin suprimirla. Desde una profunda complicidad entre la ley y su violación: “…la
transgresión es el principio de un desorden organizado” (: 125).
Tanto la prohibición sería insoportable sin la transgresión que la pone en
suspenso, como la transgresión sería imposible sin la prohibición que la hace a un
tiempo culpable y deseable: “Lo más notable de la prohibición sexual es que
donde se revela plenamente es en la transgresión” (: 113).
Este juego alternativo de lo prohibido y la transgresión es lo que caracteriza, para
Bataille, al erotismo. Los objetos eróticos son ocasión para una continua alternancia
71
entre repulsión y atracción; y, en consecuencia, entre la prohibición y su
levantamiento.
Las transgresiones, aun multiplicadas, no pueden acabar con la prohibición.
Suspenden la norma moral sin eliminarla, ya que necesitan de ella. Así, la
transgresión no es completamente libre, sino que está organizada, formando con
lo prohibido un conjunto que define la vida social del erotismo: “La transgresión
no es la negación de lo prohibido, sino que lo supera y lo completa” (: 67).
Pero entonces, el autor distinguía, desde un punto de vista estructural, la
prohibición de las prohibiciones. Afirmaba que, por un lado, había una
prohibición universal e informe de la cual era objeto la sexualidad que, por otro
lado, permitía la existencia de variadas prohibiciones o restricciones, según los
tiempos y los lugares: “La prohibición que en nosotros se opone a la libertad
sexual es general, universal; las prohibiciones particulares son sus aspectos
variables” (: 55).
Estas prohibiciones afectan a la sensibilidad pero no son impuestas por una
fuerza externa: “Debemos y podemos saber exactamente que las prohibiciones no
nos vienen impuestas desde fuera” (: 43). Al tomar distancia de ellas, aparecen
como irracionales, si bien sostienen el mundo de la razón:
“Tal es la naturaleza del tabú: hace posible un mundo sosegado y razonable,
pero, en su principio, es a la vez un estremecimiento que no se impone a la
inteligencia, sino a la sensibilidad” (: 68).

Pero además, entre el momento de la transgresión y la existencia de un ámbito


en que la sensualidad no es aceptable, abundan las formas intermedias:
“En general, el erotismo moderado es objeto de tolerancia, y la condena de
la sexualidad, aun cuando parece rigurosa, se ciñe a las apariencias, siendo
admitida la transgresión siempre que ésta no se dé a conocer” (: 226).

Lo importante es que exista un ámbito, por limitado que sea, donde el aspecto
erótico sea impensable, y momentos de transgresión en que, como contrapartida,
el erotismo tenga el valor de una inversión radical.
Tanto en Bataille (2010) como en Foucault (2006) se encuentra la idea de una
transgresión que está ya organizada, en el juego entre la ley y el deseo, el eros y lo
prohibido. Desde estas miradas teóricas ni el placer ni el deseo serían impulsos,
movimientos o pulsiones libres que la prohibición vendría meramente a reprimir.
72
El juego erótico se presenta más bien como un ejercicio contenido y seguro, que
permite suspender durante algún tiempo y al menos de forma imaginaria, la
validez moral de las normas sociales. Y esta suspensión moral produce lo que
Beatriz Preciado (2010) denomina ‘una plusvalía erótica’.

5. Culpa erótica y confesión en las revistas femeninas


En la teoría freudiana, la noción de pecado cuenta con un aliado: el sentimiento
de culpabilidad que intenta dominar, debilitar y vigilar las inclinaciones que
desafían el tabú. Cuanto más difícil sea obedecer el precepto tanto más mérito
tendrá su acatamiento. No obstante, como ha indicado el propio Freud (1986),
quien se ajuste a semejantes reglas, se coloca en una situación desventajosa frente
a todos aquellos que las violen, pues esa obediencia los hace infelices.
En la teoría de Bataille la culpa erótica cumple una función necesaria,
“…mantiene y debe mantener inevitablemente un movimiento de pavor y
repugnancia frente a la vida sexual” (2010: 169). La transgresión de la ley moral
carga con el peso de la maldición, el estigma de la culpa:
“Si observamos la prohibición, si estamos sometidos a ella, dejamos de tener
conciencia de ella misma. Pero experimentamos, en el momento de la
transgresión, la angustia sin la cual no existiría lo prohibido: es la experiencia
del pecado” (: 43).

Dentro del catolicismo, el pecado y la culpa deben ser confesados. El sexo y el


deseo erótico se transformaron en los temas focales de la confesión moderna.
Escondidos, pasaban a ser confesados ‘en voz baja’11 por la culpa que acarreaban.
La idea de un pasado pecaminoso como obstáculo para lograr la felicidad legítima
obligaba a su confesión para repararlo.
En las revistas femeninas analizadas, la confesión como discurso se ubicaba en
una de sus secciones obligadas: los correos sentimentales. Paradigmáticamente,
“Secreto de Confesión” se denominaba esta sección en Para Ti, donde curas
respondían a las consultas de lectoras que hablaban de sus malestares y culpas.

11
“En voz baja” se denominaba una sección de correo del corazón en revista Maribel.
73
El confesor otorgaba respuestas que apelaban a leyes morales fundadas en
normas católicas. Desde un discurso moralista alertaba contra las prácticas ilícitas,
prescribiendo las conductas adecuadas.
Muchas veces, ese enunciador firmaba como ‘padre Iñaki de Aspiazu’. Desde
sus valores católicos e incluso desde una pretensiosa posición de profeta que
avizoraba el futuro de la consultante, intentaba revertir las situaciones enunciadas
por las lectoras que desafiaban sus preceptos. Gustaba de polemizar para reafirmar
la vigencia –en crisis- de los deberes morales en torno al amor y la sexualidad que
profesaba. Para ello ironizaba y descalificaba a las lectoras que desafiaban las
normas.
Erigía su voz como autoridad institucional que ordenaba y apuntaba a clausurar
el juego interpretativo, anulando derivaciones indeseadas o inadecuadas a su
posición ideológica y, a la vez, reclamando la recuperación del orden moral. La
dimensión religiosa y moral del discurso anclaba no tanto en un hacer-creer, sino,
fundamentalmente, en un hacer-hacer (Arnoux, 2010); se trataba de afirmar una
regla pero sobre todo, de persuadir para que se la aplique.
En cuanto a las confesadas, muchas veces eran mujeres que parecían buscar
escucha y/o socorro en los confesores y confidentes. En el caso de Maribel,
encontraban la respuesta, no de un confesor católico sino de una confidente
‘especialista’. ‘En voz baja’, tal como se denominaba el correo sentimental en esa
revista, se publicaban detalles íntimos sobre sus actos, pensamientos y fantasías
concernientes eminentemente al amor.
Así, el correo sentimental era el espacio para la confesión de la culpa,
especialmente en el caso de Para Ti, donde se respondía desde un discurso
católico y moralista; pero también en las otras revistas que reservaban estas
respuestas a sus ‘especialistas’, tal como se verá en el capítulo siguiente.

5.1 La desculpabilización de los ’60


Los sentidos de la culpa adquirieron una vida social propia. La culpa no
dependía solamente de la religión para su supervivencia. Las ideas de pecado y la
culpa erótica contribuyeron a una generar tensión tanto entre quienes intentaban
domar sus deseos para obedecer a los mandamientos de la Iglesia como entre
74
quienes se definían como no creyentes. Como dice Robert Muchembled (2008), la
culpa:
“Contribuye por igual a imprimir en los trasfondos culturales, generación
tras generación, la impronta indeleble del sufrimiento en el núcleo del
placer, aumentada en algunos por un gusto muy marcado por la
transgresión. Lo eróticamente no dicho se convierte así en motor secreto de
las acciones humanas: produce un desequilibrio pulsional individual más
creador que destructor y genera una alternación de fases de represión y
luego liberación que enriquecen el juego social” (: 20).

En una cultura moral que miraba al sexo con sospechas y juzgaba a la práctica
sexual como culpable mientras que no demostrara su inocencia, prácticamente toda
conducta erótica era considerada mala a menos que existiera una razón específica
que la salvase y las excusas más aceptables eran el matrimonio, la reproducción y el
amor.
Sin embargo, es posible pensar que en los ’60 sucedió una importante
desculpabilización en el ámbito erótico. Ya a fines de los ’50, cuando Bataille
escribía El erotismo advertía: “Hay en la actualidad una atenuación de la
prohibición” (: 257).
Por más represiva que fuera la sociedad, las mordazas no impedían las
transgresiones: “Más allá de lo que parecía inexpugnable, muchas personas se las
ingeniaban para tener libertad sexual” (Barrancos, 2010: 151). Pero en la época
abordada, la moral sexual vigente estaba viéndose públicamente cuestionada en la
prensa femenina o de actualidad. La normatividad sexual sufría entonces un fuerte
embate que exigía repensar qué era correcto, adecuado y deseable en torno a la
sexualidad. El tratamiento público de estos temas llevaba a numerosas contiendas
por la redefinición de la moral sexual.
Mientras tanto, las fuerzas tradicionalistas en el país también se estructuraban
de manera más consistente, junto a las organizaciones embanderadas con la
represión moralista. A mediados de la década, la familia aparecía como un
significante decisivo para luchar contra la supuesta descomposición del orden
político y moral. Mediante una serie de oposiciones –legítimo/ilegítimo,
nacional/extranjero, verdadero/falso, se asociaba la subversión moral con la
subversión política.

75
Dentro del propio espectro católico existieron escisiones en las que los
renovadores se veían enfrentados a los defensores del orden moral establecido. En
este marco, las propuestas progresistas de la teología de la liberación se
enfrentaban a la influencia reactiva del cristianismo más conservador. Allí
también el cuestionamiento de las costumbres y la represión moralista
compusieron una dupla que, como un oxímoron, definió las contradicciones que
signaron los años sesenta (Cosse, 2010).
Estas luchas adquirieron un inmenso valor simbólico en un período en que el
dominio de la vida erótica estaba siendo renegociado. Los ‘60 conformaron así
uno de esos períodos en que las batallas libradas trazan sus huellas culturales, “…
dejan un residuo en forma de leyes, prácticas sociales e ideologías de la
sexualidad que a su vez afectarán a las maneras en que se perciba a la sexualidad
durante mucho tiempo después” (Rubin, 1989: 12).
Los conflictos sobre los valores sexuales y la conducta erótica adquirían un
inmenso valor simbólico, demostrando así la dimensión política de la vida sexual:
“…el sexo es siempre político, pero hay períodos históricos en los que la
sexualidad es más intensamente contestada y más abiertamente politizada. En
tales períodos, el dominio de la vida erótica es, de hecho, renegociado” (Rubin,
1989: 2).

En los medios de comunicación de masas se visibilizaba una progresiva


permisividad erótica, con discursos que iban construyendo sentidos y modos
aconsejables de actuar en torno a la sexualidad, enfrentados a la represión:
“Mientras las relaciones sexuales se practiquen en privado entre adultos que dan su
plena aquiescencia y que no se causan daño uno al otro, ¿debe realmente intervenir
la policía o el código penal?” (“Desafío al Milagro de la Vida”, Life en español,
Vol. 34, 28/07/69: 54).

Mientras una revista de actualidad a la vanguardia cuestionaba la moral sexual


represiva, en los intentos por recobrar aquella moral, los ímpetus censuradores
atacaban lo que consideraban como osadía erótica y contaban para ello, en el país,
con el aparato represivo del Estado.

76
6. Liberación sexual mediatizada
La década del ‘60 fue clave en el proceso en el que la sexualidad fue ganando
reconocimiento y nuevos derechos concomitantes, como el de la no-reproducción.
Fue una época en que también comenzaron a cuestionarse con más fuerza las
obturaciones al deseo sexual. El placer parecía ser uno de los lugares desde donde
la rebelión frente a los mandatos instituidos en torno a la sexualidad era posible
(Barrancos, 2011).
En este sentido, el erotismo también fue conquistado por las mujeres, como un
derecho al placer y el deseo. Robert Muchembled (2008) denominó a este
movimiento como la “Revolución erótica de los sixties” (: 60), a partir de la cual:
“…la sexualidad occidental ha inventado un nuevo equilibrio. La
modificación se ha producido tan rápidamente y con tanto vigor que es
posible preguntarse si la década de 1960 no ha visto iniciarse una verdadera
revolución. Por primera vez la balanza se ha inclinado del lado de las
mujeres, ofreciéndoles, si así lo quieren, el orgasmo sin riesgo, separado de
la reproducción” (: 60).

Junto a otros tabúes descongelados, como el divorcio o la mujer independiente,


el sexo apareció en los años ‘60 asociado a una idea de mayor libertad individual
y autoconocimiento. Dora Barrancos (2008) la entiende como una revolución
moral:
“La Argentina se incorporaba así a una era revolucionaria, aunque la
conciencia de la época estaba lejos de registrarla, tan preocupada por la otra
revolución, la ‘social’. Se separaban así los vínculos afectivos, la
experiencia amatoria, de la obligación reproductiva” (: 138).

La sexualidad adquirió un nuevo estatus y por ello, “…estuvo en el centro de estos


cambios que erosionaban y reconfiguraban de diferente modo el orden instituido” (:
70).
El sexo, proyectado en el dominio público, hablaba el lenguaje de la ruptura.
Nuevos patrones de comportamiento erótico quebraban la asociación entre el sexo
legítimo y el matrimonio. Se comenzaba a hablar más libremente sobre la
sexualidad, se aceptaban las relaciones prematrimoniales y las uniones
consensuales, produciéndose un debilitamiento de los prejuicios de la doble moral

77
de género, mediante el rechazo, por ejemplo, de la asociación entre la decencia y
la virginidad femenina.
La libertad sexual de las mujeres se franqueó mucho más y, junto a la difusión
de las técnicas anticonceptivas, se inauguró “…la era de la sexualidad
independizada de la obligación de procrear” (Barrancos, 2012: 214).
Algunos historiadores como Dora Barrancos (2008), Michelle Perrot (2008) o
Robert Muchembled (2008) coinciden en que, si se habla en términos de revolución
sexual, esta concernía sobre todo a las mujeres, liberadas de “…la tiranía de la
sexualidad obligatoriamente fecundante” (Muchembled, 2008: 340).
Las mujeres gozaban de una nueva emancipación sexual que les otorgaba un
derecho a la voluptuosidad, antaño contenida en el recato obligado:
“… por primera vez se extendía entre las muchachas de las clases medias la
experiencia de relaciones sexuales prematrimoniales. Y aunque no pocas se
obligaron a casarse con quien las había desflorado, muchas no sintieron
ninguna obligación al respecto. También se inauguraba de manera extensa el
hacerse de amantes ocasionales, aunque se estuviera casada, recurrir a la
separación matrimonial cuando las cosas no andaban bien –aunque el
divorcio hubiera sido suspendido por un decreto- y no obedecer al ‘qué
dirán’ en materia de relaciones masculinas” (Barrancos, 2008: 138).

Mientras las posibilidades de ejercer la sexualidad con una mayor libertad se


ampliaban, los discursos comprometidos con la modernización cultural en los
medios de comunicación promovían una novedosa valoración y exploración de la
vida sexual. Estas propuestas estaban marcadas por la dimensión trasnacional y
comunicacional de la liberación sexual al tiempo que se divulgaban y apropiaban
ideas, modas y noticias sobre los cambios que estaban produciéndose en la vida
sexual en las sociedades urbanas de Europa y Norteamérica.
En el país, la revolución sexual, bajo el manto del mito, tendía a basarse en una
comparación, implícita o explícita, con los estándares de la revolución sexual en
aquellas latitudes, lo cual conducía a una evaluación del proceso argentino según
su mayor cercanía o lejanía respecto a dichos parámetros (Cosse, 2006). La revista
Life en español acercaba información sobre estos cambios en el Norte:
“Una rápida mirada a nuestro alrededor confirma que se está produciendo una
sorprendente transformación en nuestra actitud frente a la relación sexual que
precede en mucho a la mayoría de los métodos a que nos referimos. Más aún,
cuando de eso se trata resulta ya difícil decir qué es ‘normal’ y qué no lo es.

78
Prácticas que hasta hace pocos años eran consideradas malas, o por lo menos
discutibles, hoy parecen razonables. Comediógrafos y novelistas no vacilan en
describir actos sexuales de cualquier índole imaginable con las palabras que les
parecen apropiadas. Libros que antes sólo se podían obtener haciéndolos enviar por
correo envueltos y sin etiqueta de la editorial abundan ahora en las librerías y hasta
en las farmacias de barrio. Las escenas sexuales de la pantalla dejan muy poco a la
imaginación. Y si se habla hoy mucho más abiertamente de las relaciones sexuales
no hay razón para dudar de que se las practica con muchas menos inhibiciones. En
la universidad, donde el beso de despedida a la puerta del dormitorio de niñas era
antes considerado un tanto pecaminoso, las relaciones sexuales premaritales se
toman ahora como algo corriente, si bien no es de uso universal” (“Desafío al
Milagro de la Vida”, Life en español, Vol. 34, 28/07/69: 51).

La revista documentaba los ‘experimentos matrimoniales’, en Suecia y


Dinamarca, y sus “Ideas sobre ‘multifamilias, ‘amos de casa’ y madres solteras”
(“Experimentos matrimoniales”, Life en español Vol. 34, Nº 7, 06/10/69: 38).
Mostraba también imágenes de matrimonios colectivos:
“Este tipo de convenio conyugal, llamado ‘matrimonio colectivo’ (o ‘de grupo’), en Suecia
y Dinamarca es más íntimo que las ‘comunas’ que están surgiendo en los EE.UU. […] y
dista mucho del concepto tradicional de la familia compuesta del papá, la mamá y el
nenito” (: 39).

Figura 12: “Experimentos matrimoniales”, Life en español, 1969.

Las notas exponían comportamientos de géneros que rompían con los sentidos
comunes acerca de los roles de las mujeres y varones dentro de las parejas:
“Tanto en Suecia como en Dinamarca, los largos años de legislación social progresista y de
agitación en pro de los derechos de la mujer han dado por resultado que las madres solteras

79
sean aceptadas por la sociedad y subvencionadas por el Estado, y además han creado el
fenómeno de hemmaman o ‘amo de casa’, que cuida del hogar y de los niños mientras su
esposa trabaja. Aunque estas innovaciones parezcan perturbadoras, los interesados las
consideran completamente morales y lógicas. ‘Queremos crearnos una vida mejor –dice
uno de ellos- y transformar la sociedad” (: 39).

Una imagen mostraba a un varón tendiendo la ropa mientras su mujer se


hallaba recostada en una hamaca, leyendo el diario, en una inversión de los roles
prototípicos.

Figura 13: “Experimentos matrimoniales”, Life en español, 1969.

La nota relataba que este matrimonio colectivo dormía en una misma


habitación:
“Al amanecer se ve el multimatrimonio durmiendo en el suelo de la alcoba
colectiva. Para acentuar su ‘conciencia de grupo’, se acuestan tocándose con la
cabeza antes de dormirse” (: 39).

También se aclaraba que, paradójicamente, este matrimonio colectivo


fomentaba la heterosexualidad monógama: “A pesar de que al principio hubo
varios cambios de pareja, los miembros han aprendido que, en aras de la
estabilidad, las relaciones sexuales deben ser monógamas” (: 41). Una imagen
mostraba a dos de los integrantes que tenían prohibido continuar su relación
bígama, apenas tomándose de la mano, lo cual no reducía -por el contrario,
aumentaba- la carga erótica de la escena: “La relación entre Ole y Karin, limitada
80
ahora a tomarse la mano y a mirarse a los ojos, había llegado a amenazar la
estabilidad del grupo” (: 40).

Figura 14: “Experimentos matrimoniales”, Life en español, 1969.

Life consideraba estos cambios como parte de la “…respetable revolución


sexual de Escandinavia” (: 49), donde: “Los experimentos matrimoniales son sólo
un aspecto de una revolución en el campo de la sexualidad, que ha transformado
la vida en Suecia y Dinamarca” (: 49). Alegaba, además, que Dinamarca había
legalizado la pornografía y que la prensa contaba con columnas sobre sexualidad.
Ahora bien, las transformaciones que mostraba una revista como Life no
dejaban de significar excentricidades para los argentinos de la época. Si bien en
algunos círculos intelectuales, artísticos, vanguardistas, del rock y del hipismo
pudieron llevarse a cabo estas novedosas pautas de vida, estaban bastante lejos de
los estilos de vida de las lectoras de revistas femeninas. A larga distancia de las
mitificadas imágenes de la revolución sexual en otras latitudes, no obstante en el
país, la época disoció la sexualidad del matrimonio, cuestionó los roles de las
divisiones de género –aunque aún no estuviera en boga este término- y se legitimó
el divorcio y las uniones libres. Las innovaciones aquí eran más discretas pero no
por ello irrelevantes:
“En esa dirección, los patrones discretos de comportamiento ofrecieron una vía
para sumarse a las transformaciones a quienes, alejados de las vanguardias
culturales, observaban con interés las nuevas ideas, pero no se hubieran
81
permitido cuestionar por completo el modelo instituido. En esa situación,
cambios como la flexibilización del noviazgo o la sola idea de aceptar el
divorcio podían ofrecerles a muchos jóvenes una vía para sumarse a
innovaciones que, aun con su moderación, adquirían connotaciones disruptivas
en términos subjetivos” (Cosse, 2010: 209).

La libertad sexual funcionaba como un horizonte. Michel Onfray (2010) ha


sostenido que la década marcó un hito en la trasformación del eros en un ‘eros
liviano’, lúdico, creador, que goza del presente y la experimentación. Anthony
Giddens (1998) ha catalogado los cambios en los ’60 como aquellos tendientes a
una ‘sexualidad plástica’, descentrada, liberada de las necesidades de la
reproducción, como resultado de la difusión de la moderna contracepción y las
tecnologías reproductivas, donde las principales protagonistas fueron las mujeres.
Si bien la década no supuso una permisividad sexual equitativa en lo que
concierne a los papeles socio-sexuales, implicó una revolución en la autonomía
sexual femenina, una emergencia “…crucial para la emancipación, implícita tanto
en la pura relación como en la reivindicación del placer sexual por parte de las
mujeres” (: 4). Giddens ha entendido esta emancipación como un desarrollo de la
democracia sexual, que “…libera la sexualidad de la hegemonía fálica, del
desmedido predominio de la experiencia masculina” (: 4). Sus consecuencias para
la sexualidad masculina también fueron profundas, por eso se puede decir,
entonces, que es en gran parte una revolución inacabada:
“Estos cambios son, al menos en algunas partes, resultado de una lucha y es
imposible negar que hay elementos de emancipación involucrados en ellos.
No se trata de una emancipación, quizás, exactamente en la forma que habían
contemplado Reich y Marcuse, tampoco meramente de una lucha con una
enmarañada tela de araña como dice Foucault. Las mujeres, en particular, han
conquistado libertades sexuales que, por parciales que puedan ser, son
importantes comparadas con la situación de pocas décadas atrás. Sean cuales
fueren las limitaciones y distorsiones a las que se está sujeto, existe un
diálogo mucho más abierto sobre la sexualidad —en el que virtualmente se
implica toda la población— que el que habría parecido inconcebible a las
generaciones anteriores” (: 105).

Estos movimientos históricos en relación a la sexualidad eran registrados por


Life:

82
“…hemos experimentado dos grandes cambios sexuales: vemos ahora un franco y creciente
énfasis en lo erótico y lo genital en la literatura, la televisión, el cine y la propaganda
publicitaria; y hemos visto también una extraordinaria evolución de la mujer no sólo como
individuo sino también sexualmente. A este período se le ha llamado en los EE.UU. la era
de la resexualización de la mujer, en que es justo que las mujeres lleguen a experimentar la
sexualidad erótica como parte aceptada del hecho de ser mujer” (“Nacemos ya sexuales”,
Life en español Vol. 32, Nº8, 07/10/68: 58).

Los discursos de la sexualidad y la problemática de la liberación sexual


inundaban las revistas. El sexo como objeto de estudio y debate se imponía,
neutralizando el lenguaje erótico mediante argumentaciones científicas y un
discurso de la información amparado en la educación sexual en desarrollo. El
pecado retrocedía en este tipo de notas y ganaba terreno la voz de los médicos,
psicólogos, sociólogos, sexólogos. La liberación sexual tornaba inocente la
transgresión erótica, bajo su manto de pretendida transparencia discursiva.
El próximo capítulo está destinado a revisar estos discursos de la sexualidad en
las revistas femeninas de los ’60 y en revistas de actualidad como Life y Gente,
cuando la sexualidad como tópico inundaba las páginas, con la difusión de la
anticoncepción femenina y la educación sexual.

83
CAPÍTULO III
SEXUALIDADES SESENTISTAS

“El especialista nunca está a la medida del


erotismo”
(Bataille, 2010: 277).

“A falta de filosofía, reina la biología”


(Onfray, 2010: 114).

“Es como si recuperáramos por este medio lo


que las grandes religiones y el psicoanálisis nos han
enseñado, es decir, que el sexo no es ni neutro ni
‘simpático’, sino reto, placer y muerte, sombra y luz
a la vez, que ‘la sexualidad forma parte del conjunto
de las fuerzas que se ríen del hombre con una soltura
tanto más soberana cuanto que el hombre pretende
reírse de ellas’ (René Girard)”
(Bruckner, 2011: 167).

1. La sexualidad descarnada
La literatura del área de estudios de géneros y sexualidades ha tendido a
confundir sexualidad y erotismo, como así también las categorías de sexo y
género. Este tercer capítulo está destinado a trabajar sus distinciones analíticas en
relación con el problema del erotismo, en el contexto mediático de las revistas
femeninas de la década del ’60 en el país.
La sexualidad como categoría ha sido rastreada por Foucault, quien procuró
demostrar que, si bien, muchas culturas y civilizaciones tradicionales
desarrollaron artes de sensibilidad erótica; sólo la moderna sociedad occidental ha
inventado una ciencia de la sexualidad. Distingue así la scientia sexualis –ciencia
de lo sexual- propia de la civilización occidental de la ars erotica –arte erótica-
con la cual se dotaron sociedades numerosas, como China, Japón, India, Roma, y
las sociedades árabes musulmanas (Foucault, 2006).
A diferencia del erotismo que para sobrevivir necesita jugar a las escondidas,
escabullirse, como un objeto esquivo (Bataille, 2010), el sexo se ha discutido
públicamente y ha sido investigado como una preocupación de la sociedad moderna
(Foucault, 2011a).
La ciencia de lo sexual se ubica en la teoría foucaultiana dentro de un análisis
del poder, de una historia y unos saberes específicos. El autor afirma
taxativamente que la sexualidad –así como el hombre- fue inventada en el siglo
XIX, a través de discursos que la multiplicaron. Lejos ser una naturaleza

84
invariable, acallada, censurada y reprimida, su invención -y aquí invención se
entiende en términos nietzscheanos-12, supuso una producción discursiva, de
saberes y quizás también de los propios placeres, enmarañada con mecanismos de
poder sobre los cuerpos. El sexo como noción permitió agrupar en una unidad
artificial elementos anatómicos, funciones biológicas, conductas, sensaciones,
placeres.
La sexualidad se fue desarrollando desde los discursos de la medicina, la
psiquiatría, el psicoanálisis; junto al establecimiento de reglas y normas, apoyadas
en instituciones religiosas, judiciales, pedagógicas, médicas (Foucault, 2006).
Como experiencia, como discurso y como figura histórica singular, se desarrolló
mediante la diferencia de la experiencia cristiana de la carne. Sin ser totalmente
independiente de la temática del pecado, procuró escapar en lo esencial de la
institución eclesiástica, aunque los saberes de la sexualidad retomaron métodos ya
formados por el cristianismo:
“Continuidad visible, pero que no impide una transformación capital: la
tecnología del sexo, a partir de ese momento, empezó a responder a la
institución médica, a la exigencia de normalidad, y más que al problema de
la muerte y el castigo eterno, al problema de la vida y la enfermedad. La
‘carne’ es proyectada sobre el organismo” (Foucault, 2011a: 113).

Mientras la posición religiosa distinguía entre lo moral y lo inmoral, lo


permitido y lo prohibido; la posición científica definía lo normal y lo anormal, lo
correcto y lo incorrecto, lo sano y lo patológico. Enmarañado con estos discursos,
el sexo se tornó un asunto público, no sólo relacionado a algo que se tiene que
tolerar o condenar como en la experiencia cristiana de la carne, sino como algo
que se tiene que dirigir, regular, para el mayor bien de todos: “El sexo no es cosa
que sólo se juzgue, es cosa que se administra” (Foucault, 2011a: 27).

12
Foucault retoma en La verdad y las formas jurídicas (1996) a Friedrich Nietzsche para plantear
que el conocimiento es producto de una invención y no supone un origen:
“A la solemnidad del origen es necesario oponer siguiendo un buen método histórico, la
pequeñez meticulosa e inconfesable de esas fabricaciones e invenciones. El conocimiento
fue, por lo tanto, inventado. Decir que fue inventado es decir que no tuvo origen, o lo que
es lo mismo y de manera más precisa aunque parezca paradójico, que el conocimiento no
está en absoluto inscrito en la naturaleza humana. El conocimiento no constituye el instinto
más antiguo del hombre, o a la inversa, no hay en el comportamiento humano, en apetitos,
en el instinto humano, algo que se parezca a un germen del conocimiento” (: 22).
Siguiendo esta línea, puede decir que tanto el hombre como la sexualidad fueron inventadas en el
siglo XIX, pues antes no habían sido postulados como objetos de conocimiento.
85
La gestión de la vida sexual alertó sobre la necesidad de vigilar el sexo,
apelando al socorro de técnicas científicas para su corrección. El control de la
natalidad, las campañas de educación sexual, las políticas sexuales, regimentaron
sus prácticas en relación a lo normal y lo patológico. Los controles pedagógicos,
médicos, morales, psicológicos emprendieron la tarea de prevenir, educar,
proteger, señalando peligros, llamando la atención, exigiendo diagnósticos.
La sexualidad mal administrada acarrea peligros, por eso debe ser ordenada
mediante un régimen. Dentro de éste, indica Rubin (1989), que cada área de
conocimientos y prácticas sostiene un ideal de sexualidad:
“Para la religión, el ideal es el matrimonio procreador. Para la psicología, la
heterosexualidad madura […] Aunque su contenido varía, el formato de una
única norma sexual se reconstituye continuamente en otros marcos
retóricos, incluidos el feminismo y el socialismo” (Rubin, 1989: 23).

Las normas sexuales tácitas o explícitas apuntan a regular el deseo y organizar,


demarcar, la experiencia erótica, produciendo un orden sexual performativamente,
a través de la repetición de convenciones (Butler, 2007, 2011). De manera
coercitiva, las presiones familiares, el estigma erótico, la discriminación social
sobre conductas eróticas empujan a todos por los carriles de la normalidad (Rubin,
1989), aunque, claro, sin lograrlo completamente. La continuidad de este orden
sexual implica reiteradas batallas sobre las definiciones, valoraciones, acuerdos,
privilegios y costes de la conducta sexual, pues sucede que: “…la sexualidad
puede ser un terreno particularmente poco apto para la regulación” dice Carole
Vance (1989: 44), poniendo en cuestión la teoría foucaultiana de la regulación del
sexo. El orden sexual supone, más bien, una empresa inacabable e inconclusa: la
persecución de las prácticas ilícitas es una tarea de eliminación destinada al
fracaso y obligada a recomenzar siempre.
El orden de la sexualidad no puede contener la actividad erótica, que vive de su
transgresión, aunque ésta también, como indica Bataille (2010) esté organizada.
Este movimiento entre la normativa y la transgresión funciona también en
relación a los géneros, tal como ha remarcado Butler (2011). Las versiones
socialmente normativizadas y reguladas de la sexualidad son figuras y fantasmas
estructurados por fantasías dominantes o imaginarios que, sin embargo, incitan
aquellas formas de deseo que aparentan controlar. En este sentido, la inflexión

86
psicoanalítica que presenta su teoría de la regulación muestra no sólo cómo
funcionan las leyes regulatorias sino cómo fracasan, ya que el deseo no logra ser
completamente organizado por esa normativa. Por el contrario, muchas veces nace
de -o es instigado a- transgredirla.

2. El placer y los discursos del sexo


El enfoque foucaultiano para analizar las problematizaciones y las prácticas en
torno a la sexualidad desde un punto de vista discursivo en un período histórico,
implica tomar en consideración qué se dice del sexo, quiénes lo hacen, desde qué
lugares y puntos de vista se habla y qué instituciones se involucran. La tesis de
Foucault sostiene que la sexualidad se produce dentro de un orden discursivo.
Lejos de ser ésta una naturaleza a descubrir, se trata de un dispositivo histórico de
incitación al discurso, de formación de conocimientos, de controles y resistencias
dentro de estrategias de poder y saber, y a la vez, de estimulación de los cuerpos e
intensificación de los placeres.
El régimen de los discursos con pretensión científica acerca del sexo se torna
normativo. No obstante, aquí también puede hallarse una cierta ars erotica que, en
sordina, funciona bajo el disfraz de un positivismo decente. La producción de
saber, por intervenida que esté por el modelo científico, ha multiplicado,
intensificado e incluso creado placeres intrínsecos. En ese sentido, los discursos
de la sexualidad pueden ser considerados eróticos. Además, los saberes sobre el
placer obtienen un placer en saber sobre el placer. Y este placer por hacer hablar y
oír acerca de la sexualidad, se entremezcla con una objetivación del sexo en
discursos racionales.
Los ’60 revelaron un mandato de ocuparse de la sexualidad, quedando ésta en
el centro de la comprensión de la sociedad y los individuos (Cosse, 2010). Un
nuevo registro discursivo tematizaba a la sexualidad en la prensa de masas,
construyendo una mirada sobre lo femenino y lo masculino heterosexual, y
habilitando a hablar del placer, aunque fuera desde un discurso con pretensiones de
neutralidad y transparencia.
En las revistas de la época, los discursos de la sexualidad asentados
fuertemente en la biología, tematizaban el deseo femenino. Una nota de revista
87
Life en español ubicaba al deseo sexual de la mujer en su ciclo menstrual.
Definida como ‘hembra humana’, se diferenciaba de las otras mamíferas:
“…la hembra humana puede recibir y recibe al macho en cualquier instante de su
ciclo mensual, que es de alrededor de 28 días, habiéndose observado que el deseo
llega a su intensidad máxima, por lo general, unos días antes y unos días después
del menstruo, en vez de hacia la mitad del ciclo, cuando es más probable que
ocurra la ovulación. Sólo este hecho coloca a la hembra humana biológicamente
aparte del deseo sexual cíclico de la mayoría de los animales” (“Nacemos ya
sexuales”, Life Vol. 32, Nº8, 07/10/68: 52).

Se confundía al deseo sexual con la ovulación. Y en estos términos también se


hablaba del orgasmo femenino:
“Las muchachas tienen que afrontar muchos obstáculos para lograr la
genitalización, u orgasmo. Se ha observado la masturbación hasta en niñas muy
jóvenes, pero como esta práctica es objeto de tan severas restricciones –a
consecuencia de la negación de la sexualidad femenina en la mayoría de las
culturas- son muchas las mujeres que no experimentan el orgasmo hasta en edad
muy avanzada, o tal vez nunca. Es evidente, por lo tanto, que las mujeres y los
hombres difieren mucho en la forma de experimentar el orgasmo. Hay también
diferencias entre hombres y entre mujeres en cuanto a capacidad sexual: impulso,
intensidad, frecuencia, etc.” (: 56).

El orgasmo era definido como una actividad meramente genital, un impulso


genito-sexual, que la sociedad imbuida en valores religiosos había relacionado al
sentimiento de culpabilidad.
Estos discursos bregaban por considerar a los ‘sentimientos y actos eróticos’
como “parte normal e integral del crecimiento” (: 58), clasificados dentro de los
parámetros de normalidad o anormalidad, generando así nuevos tabúes e
interrogantes:
“…todavía estamos buscando aclaraciones: ¿Qué sentimientos y actos eróticos
concretos, y en qué momentos y circunstancias, pueden considerarse ‘normales’?
¿Qué constituye, en verdad, lo normal en la sexualidad? Doctores y psiquiatras
todavía responden en formas muy distintas a estas preguntas” (: 58).

Descarnado, el discurso de la sexualidad se tornaba inocente. La operación


discursiva de la ciencia de lo sexual renunciaba a la exuberancia del erotismo en
favor de la razón. Bajo una ideología cientificista asentada en la observación y la
transparencia, apuntaba sus armas discursivas disfrazadas de neutralidad contra
los preceptos morales que escondían en el secreto a las transgresiones:
“Las sanciones morales de la religión constituían antaño una guía suficiente para la
mayoría. Pero esas sanciones y los conceptos en que se basan son cada vez más

88
puestos en tela de juicio, hasta por teólogos, de modo que más y más laicos han
llegado a pensar que en lo sexual pueden obrar a su albedrío.
Pero si ya no hay que temer más la cólera divina, ¿qué se ha de temer? Tal vez
llegue pronto el día en que las enfermedades venéreas no constituyan una amenaza
y en que los anticonceptivos sean tan baratos y sencillo que alejen todo peligro de
un embarazo no deseado. Una vez asegurada así la inmunidad fisiológica, podemos
suponer que al cambiar las costumbres se llegará también a la inmunidad social. Es
decir, si alguien es descubierto en infracción a nadie le importaría y, por tanto, no
habrá motivo para guardar secreto” (“Desafío al Milagro de la Vida”, Life en
español, Vol. 34, 28/07/69: 51).

Bataille (2010 [1957]) criticaba a la ciencia de corte positivista que buscaba


tratar lo prohibido objetivamente. Traducida en datos numéricos que hablaban,
por ejemplo de, la frecuencia semanal del orgasmo, la sexualidad era cifrada, al
tiempo que sus estadísticas ratificaban sentidos comunes como el que la práctica
religiosa frenaba la actividad sexual.
La sexualidad entendida como información suponía la concepción del dato
como recorte de lo ‘real’, sustentada en una pretensión de transparencia del
conocimiento y del lenguaje13. Proliferaban investigaciones empíricas muñidas de
datos abundantes, si bien, sostenía Bataille (2010), resultaba difícil admirar los
conceptos teóricos de los que procedían.
Mediante la técnica de las encuestas sobre la vida sexual, la ciencia positivista
hablaba de los comportamientos sexuales como de cosas. La observación
científica colonizaba la relación sexual:
“Hay laboratorios científicos donde la práctica sexual se estudia clínicamente, es
registrada y medida por instrumentos y filmada en colores, y muchos lo aceptan ya
como algo lógico: hombres y mujeres de diversas edades, solos o en parejas, con o
sin ayuda de dispositivos artificiales, están dispuestos a ejecutar actos sexuales y
hasta ganar pequeños honorarios por su contribución a la ciencia” (“Ciencia y
Sexualidad”, Life en español, Vol. 34, 28/07/69: 51).
Los datos hablaban de la sexualidad pero no del erotismo. Pero, el punto de
vista teórico epistemológico de Bataille criticaba aún esta distinción:
“Incluso cabe preguntar abiertamente: ¿hablan estos libros de la vida
sexual? ¿Estaríamos hablando del hombre si nos limitáramos a dar cifras,
medidas, clasificaciones según la edad o el color de los ojos?” (:160).

13
En esta línea, Gastón Bachelard (1984 [1938]) y Louis Althusser (1990 [1969]) han compartido
la crítica a la operación de lectura inmediata-ideológica fundada en una pretendida transparencia
de la visión en la cual los ‘hechos’ tienen la evidencia de datos absolutos que toma como se ‘dan’,
sin pedirles cuenta.
89
El auténtico conocimiento de la vida sexual del hombre no podía deducirse de
los informes, y las estadísticas, las frecuencias semanales, los promedios que sólo
tenían sentido en la medida en que se era consciente del exceso del que se
trataba.14
La sexualidad reducida a las cosas, a lo consciente dejaba de considerar los
aspectos confusos, incompatibles con una claridad que distingue, propios del
erotismo. El autor advertía la existencia de:
“…un elemento irreductible de la actividad sexual: el elemento íntimo
(opuesto a la cosa) más allá de las gráficas y de las curvas dejan entrever los
Informes. Este elemento permanece inaccesible, ajeno a las miradas
externas interesadas en la frecuencia, la modalidad, la edad, la profesión y la
clase: todo lo que, efectivamente, se percibe desde fuera” (: 160).

El sexo como actividad se neutralizaba mediante el método científico de la


observación y perdía sus componentes eróticos. La turbación erótica suprimía la
lucidez tan preciada del conocimiento metódico:
“… si una actividad sexual no se oculta a nuestra mirada, es susceptible de
excitar. También puede inspirar repulsión. Si se quiere, la actividad sexual,
aunque sólo se nos revele por una turbación poco visible o por el desorden de
la vestimenta, pone fácilmente al testigo en un estado de participación (si la
belleza corporal permite dar al aspecto incongruente el sentido de un juego).
Semejante estado es confuso y suele excluir la observación metódica de la
ciencia” (: 158).

En los discursos de la sexualidad, con su pretendida y pretensiosa neutralidad


valorativa, ya no había lugar para la función poética del lenguaje. Así lo
enunciaba la revista Life en 1968:

14
A Bataille le resultaba irrisorio el discurso de los informes sobre sexualidad llevados a cabo por
Alfred Kinsey: Comportamiento sexual del hombre (1948) y Comportamiento sexual de la
mujer (1953). Con encuestas a más de 20 000 hombres y mujeres, había creado una base de datos
que buscaban describir el comportamiento sexual en el ser humano, sacando a la luz
comportamientos que hasta entonces habían permanecido en la más estricta intimidad y de los
cuales no se hablaban ni en la comunidad científica ni en la sociedad. Frente a estos, decía Bataille
(2010):
“Por ejemplo, si nos reímos (por la aparición de la incongruencia, que sin embargo
parecería posible) al leer al pie de las diez columnas de un gráfico este título: Fuentes del
orgasmo en la población de Estados Unidos, y debajo de la columna de cifras las siguientes
palabras: masturbación, juegos sexuales, relaciones conyugales o no, bestialismo,
homosexualidad… Hay una profunda incompatibilidad entre estas clasificaciones
mecánicas, que habitualmente anuncian cosas (como toneladas de acero o de cobre), y las
verdades íntimas” (: 160).
90
“Bello, trascendente, digno de respeto y reverencia, tierno; con estos y miles de
adjetivos más se ha descrito el tema de la sexualidad en miríadas de versiones. Pero
gradualmente, por todo el mundo, las personas reflexivas empiezan a percatarse
que no bastan los términos poéticos para satisfacer una honda necesidad general: la
de entender mejor qué es la facultad sexual y qué significa para el hombre
moderno” (“Educación Sexual”, Life en español, Vol. 32, Nº8, 07/10/68: 51).

El discurso se vestía con las transparencias de la neutralidad. Convertido en


información, el placer erótico entraba al terreno de la sexualidad, por medio de
textos, manuales e investigaciones. Las estadísticas y clasificaciones fijaban e
instruían a los propios placeres.
La sexualidad pasaba a ser divulgada y definida como ‘experiencia’. Beatriz
Preciado (2010) indica que este concepto de experiencia sexual apareció durante
la época como producto de tecnologías de la representación que aspiraban a
presentarla como natural. A la vez, comenzaba a hablarse de una sexualidad no
estática, en movimiento, con diversos significados, sensaciones y conexiones,
además de su mutabilidad en la vida de un individuo.
En la época, la sexología se afianzó como la ciencia de la sexualidad, tal como
documentaba Lo Duca, es decir: “…la rama de la biología- en el sentido más
amplio- que tiene por objeto el conjunto de los hechos biológicos, y especialmente
humanos, en relación directa con la noción de sexo” (Duca, 2000: 4). Los nuevos
sexólogos publicaban libros en los que ofrecían asesoramiento técnico acerca del
sexo: “La propia ciencia ha tardado en desafiar al tabú. Después nació la sexología
y se le dio al instinto sexual su valor justo, quitándole su halo misterioso, sagrado si
no maldito” (: 3).
Así lo exponía una nota en revista Life, en 1968:
“… los expertos en las ciencias relacionadas con la conducta humana han logrado,
al fin, corroborar un hecho que los simples seres humanos habían constatado desde
hacía mucho tiempo en su existencia cotidiana: no nos volvemos repentinamente
personas sexuales el día del matrimonio, ni siquiera en la pubertad; somos legítima
y normalmente sexuales desde el mismo día en que nacemos, aunque las
condiciones de nuestra sexualidad varían sensiblemente según la edad y las
circunstancias” (“Nacemos ya sexuales”, Life en español Vol. 32, Nº8, 07/10/68:
54).

El concepto de sexualidad se redefinía:


“Se considera la sexualidad únicamente como medio de procreación o bien como
diversión, como un derecho, un privilegio o una obligación, o se le usa como una
expresión de amor, de odio u hostilidad, o violencia, como una forma de
comunicación, un símbolo de jerarquía social y hasta como una forma de vender
91
productos… utilizando fotografías de chicas lindas para invitar a los hombres a
comprar jabones, o cigarrillos, o automóviles” (: 52).

La sexualidad ya no era entendida sólo como un ‘instinto animal’:


“La cultura occidental ha considerado hasta hace poco la sexualidad
exclusivamente como un instinto que hace descender al hombre al nivel más
primitivo de su condición de animal. El científico cree que este instinto exige
expresión por tratarse de una necesidad biológica elemental. El moralista y el
sacerdote, si bien aceptan el concepto del instinto como una fuerza primitiva y
animal, lo consideran peligroso y pugnan porque se domine y reprima. El
psicoanalista trata de explicar los desajustes que la represión crea en la
personalidad del individuo” (“No sólo el instinto animal mueve al hombre”, Life en
español Vol. 34, Nº 2, 28/07/69: 33).

Amparados en la ciencia, los discursos del sexo pretendían desmitificar los


tabúes: “Ni el hombre es, genéricamente, la representación material del Mal, ni el
sexo debe ser encarado como un tabú” (“¿Me lanzo o no me lanzo?”, Maribel s/n,
1965: 62)15. En este sentido, las revistas femeninas de la década acuciaban a las
mujeres a afrontar sus temores y dudas al respecto:
“¿Por qué una mujer inteligente y madura que ha sabido realizarse plenamente en
todos los órdenes de la vida cotidiana tiene tantos temores y dudas para afrontar el
problema del sexo? El amor no es ni debería ser nunca un tabú ni un mito” (: 63).

Pero en este contexto de la prensa femenina, el sexo casi siempre venía de la


mano del amor. La atracción física era muchas veces concebida como “…una
realidad inseparable del concepto del amor”, como parte del “verdadero
significado del amor”, basado “…no en la represión de sus instintos naturales
sino, por el contrario, en la realización plena de los mismos” (: 63).
Así, la sexualidad entendida como información y actualidad mediante discursos
de pretendida neutralidad valorativa también estaba asociada paradójica y
fuertemente al amor, dimensión que reintroducía la poética en los discursos.
Se interrogaba al sexo y se lo aconsejaba mediante especialistas. A la vez se
recibían confidencias por parte de lectoras o entrevistadas que lo emparentaban con la
sentimentalidad y lo mantenían en una zona de secreto o silencio a través de
omisiones.
La prensa femenina también habilitaba la discusión sobre las pautas de
comportamiento consideradas normales o correctas. Los debates mostraban la

15
Algunas unidades de análisis no contaban con todas sus páginas, en este caso no se halló la
página donde figurase el número de la publicación.
92
tensión entre un nuevo clima de ideas y las concepciones tradicionales sobre lo
moralmente permitido, adelantando profundas transformaciones en las formas de
considerar el cuerpo, la sexualidad y el placer que desligaban irremediablemente
el sexo a la procreación.
Los discursos de la sexualidad gestaban nuevos sentidos que pasaban a ser
comunes, y buscaban borrar el halo pecaminoso y prohibido del sexo. A
diferencia de la renuncia al placer predicada por los moralistas a través de una
descalificación de la carne, bregaban por la salud del cuerpo, en una comunión
solemne entre el sexo y el discurso razonable:
“Frente a la caótica confusión sobre la sexualidad y su papel en la vida, tenemos
ahora claras pruebas de que por todo el mundo muchos pensadores y pensadoras
están tratando de someter esta grande y central faceta de la vida humana a un
estudio racional y constructivo. […] Los conceptos y costumbres sobre la
sexualidad están cambiando universalmente, porque en todo el mundo hombres y
mujeres están cambiando en sí, en sus papeles respectivos y en sus relaciones
recíprocas […] para observar, tratar y dar sentido a estos cambios, a fin de que las
nuevas generaciones puedan conocer el papel de la sexualidad en la vida, clérigos,
maestros, médicos y otros profesionales de los EE.UU. coadyuvan en un esfuerzo
sin precedentes para educar tanto a los jóvenes como a los viejos en materia de
sexualidad, y el papel que ésta desempeña en la vida” (“Nacemos ya sexuales”,
Life en español Vol. 32, Nº8, 07/10/68: 52).

La sexualidad comprendida como naturaleza hacían de la unión sexual una


realidad biológica (Bataille, 2010). En este marco, aparecía como una función
biológica normal, aceptable y saludable.
Un discurso de la salud medicalizaba al sexo. Nuevas técnicas de examen y
observación denunciaban la renuncia al placer y la descalificación de la carne
como anormalidad o insalubridad.
Los médicos desempeñaban un rol clave en cuanto a la información sexual en
los medios de comunicación. Un importante divulgador de la ciencia médica
durante la década fue Florencio Escardó, quien fomentó el control y la educación
del sexo; la sexualidad debía ejercerse responsablemente.
La medicina y la psicología ocupaban grandes espacios en las revistas
femeninas. La información sexual capacitaba a las mujeres para aprender y
experimentar el placer sexual, desligado del problema de la reproducción. En este
sentido, el sociólogo contemporáneo Anthony Giddens (1998) rescata la
reflexividad que estos discursos de la época generaron:

93
“Estos debates formaron parte de un amplio dominio público, pero también
han servido para alterar las opiniones iletradas sobre los actos sexuales y sus
implicaciones. No cabe duda de que el balance científico de estas
investigaciones ayuda a neutralizar el malestar moral relativo a la índole
específica de las prácticas sexuales particulares. Mucho más importante, sin
embargo, ha sido el hecho de que el surgimiento de tales investigaciones
indica y contribuye a acelerar la reflexividad sobre el nivel de las prácticas
sexuales ordinarias y cotidianas” (Giddens, 1998: 21).

La pérdida de la virginidad, las relaciones prematrimoniales u ocasionales y la


anticoncepción eran temas que ganaban protagonismo en la prensa femenina. Pero
entonces, si bien no existía ya una mudez respecto del sexo, había tópicos
silenciados y regiones en las que era mejor hablar con mucho tacto y discreción,
como, por ejemplo, las relativas al aborto.
En los discursos de la sexualidad también funcionaba el secreto; pero a
diferencia de lo que sucedía con el erotismo, no participaban del juego de seducción
basado en este mostrar y ocultar. Se trataba más bien de problemas que los
discursos se rehusaban a tratar o se prohibían nombrar, en un contexto político de
fuerte censura mediática.
Las voces autorizadas en el discurso sexual eran las de los especialistas. El
tratamiento público de la sexualidad estaba bajo una fuerte codificación, con
formas de discreción que autorizaban a hablar a algunas voces calificadas. Ello
implicaba un control de las enunciaciones y definía las condiciones de posibilidad
para hablar del sexo: en qué situación, entre qué enunciadores y en el interior de
qué relaciones sociales, disciplinas o doctrinas.
En la Argentina, fueron especialmente psicólogos y médicos comprometidos con
la intención de cambiar los códigos imperantes en materia sexual, quienes hicieron
circular ideas y valores en torno a la sexualidad importando, apropiándose y
resignificando interpretaciones, informaciones y modelos culturales surgidos en
otras latitudes.
‘Los especialistas contestan’ se denominaba la sección de correo de lectoras en
revista Femirama. En estos discursos, una asesora se servía de nociones
científicas, como las provenientes de la popularización de la psicología, para
avalar sus opiniones. Desde tales nociones se explicaban los pesares de las
consultantes y se indicaban soluciones.
94
En muchas ocasiones el asesoramiento profesional tenía, como en el discurso
moralista, un tono de amonestación (Garis, 2010). Por lo general, se asentaba en
la exclusión entre lo verdadero y lo falso, desde una voluntad de verdad. Eran
textos de corte prescriptivo, que proponían, de alguna forma, una norma de
conducta; dando reglas, opiniones y consejos.
En este marco, la psicología asumió una gran relevancia para lo concerniente al
sexo. El discurso psicológico ponía en un lugar central a la intensificación de los
afectos, las emociones y la personalidad en relación a la sexualidad y la realización
individual. El psicoanálisis en su apogeo en el país dio gran divulgación de estos
saberes:
“… tanto la terapia en sí misma como la circulación de la vulgata en el
lenguaje corriente ayudaron a encarar la vida sexual con un poco más de
libertad y sin tantos tabúes” (Pujol, 2002: 63).

Los discursos de la psicología hablaban de las relaciones prematrimoniales, la


virginidad de las mujeres, bregaban por la educación sexual y valoraban
positivamente las relaciones que tendían a unir el erotismo y el amor. Incluso
legitimaban relaciones basadas exclusivamente en el deseo sexual, y hasta ponían
en duda que el matrimonio resolviese la felicidad sexual.
Un enfoque sociológico de la sexualidad tampoco tardó en llegar a los medios
de comunicación, que, desde algunas técnicas como las difundidas encuestas,
buscaban descubrir y medir las prácticas y valores de los argentinos y argentinas
respecto al matrimonio, la vida de pareja, la sexualidad y el erotismo, entre otros
temas (Cosse, 2006). Tales discursos sociológicos de la sexualidad sostenían un
sentido de la evolución, según la matriz de la teoría de la modernización. Se
suponía que el cambio era inexorable, de allí que el rechazo de las
transformaciones quedase asociado a los prejuicios de otra época y destinado a ser
superado. De tal forma, el enfrentar los prejuicios significaba una lucha en la
dirección de la historia (Cosse, 2006).
Un paradigma sociopsicológico destronaba a la biología como único saber de
la sexualidad:
“La necesidad de relación sexual aparece en el ámbito psicológico apoyándose en
una innegable estructura biológica pero no como resultado de ella. El hombre es,
por esencia, un ser social; esto es, un ser que se mantiene en relación con otros
seres humanos. Sobre este fenómeno de relación se estructuran las diversas formas
95
de su conducta. La sexualidad es apenas una de ellas. Como ser social, el hombre
vive en un mundo que en virtud de sus normas, conceptos y tabúes condiciona las
formas de conducta personal. Hasta el presente tales normas, conceptos y tabúes le
han atribuido a la conducta sexual (una forma de la relación social) un carácter
negativo que ha condicionado la actitud educativa” (“No sólo el instinto animal
mueve al hombre”, Life en español Vol. 34, Nº 2, 28/07/69: 33).

Las revistas femeninas destinaban secciones para la psicología que fomentaban


la incorporación de términos como neurosis, trauma, frustración, conflicto, pareja,
entre otros.
La moda psicoanalítica llegaba hasta el cine nacional: “El que ríe con
psicoanálisis, ríe mejor” era un filme nacional de la época en el cual le tomaban
“alegremente el pelo al erotismo” (“El que ríe con psicoanálisis, ríe mejor”, Gente
Nº199, 15/05/69: 42).

Figura 15: “El que ríe con psicoanálisis, ríe mejor”, Gente, 1969.

El psicoanálisis abría debates sobre la sexualidad, habilitaba nuevas posturas


frente al sexo y valorizaba la satisfacción del deseo sexual. Dentro de su órbita, la
sexualidad aparecía como un campo de significaciones a descifrar, inscripta en el
sistema de la ley, la transgresión y el orden simbólico.
Pero a la vez, posicionó a la familia como el campo de cultivo de los
infortunios del sexo. Las huellas de sexualidad comenzaban a ser perseguidas

96
mientras la intervención del análisis buscaba tornar a los individuos sexualmente
integrables al dispositivo familiar.

3. Peligros sexuales y educación


Aunque los discursos de la sexualidad declaraban al sexo como inocente, los
miedos en torno al sexo y las advertencias de los peligros sexuales no cesaban.
Las mismas editoriales que publicaban notas sobre sexualidad presentaban cartas
de lectores en contra de su tratamiento temático; como en este caso de la revista
Life:
“… Ustedes, a través de su revista, tienen la clara intención no de educar e instruir
a los padres de familia sobre la forma de tratar el escabroso tema con sus hijos,
sino de corromper pornográficamente, todavía aún más, el ambiente que
desgraciadamente respiramos, sin darnos cabal cuenta de sus incalculables males”
(“Cartas a la redacción”, Life en español, Vol. 33 Nº 2, 27/01/69: 2).

Pero además, la propia ciencia de lo sexual construía nuevos tabúes y desataba


pánicos sexuales. Biologizada, la sexualidad se definía como un dominio
penetrable por procesos patológicos que exigía intervenciones terapéuticas o de
normalización. Asimismo, el psicoanálisis revestía a la sexualidad de traumas,
angustias, síntomas.
Paradójicamente, en el correo de lectoras de Maribel, una lectora que firmaba
como ‘Futura psicóloga’, escribía preocupada por la preponderancia que se le
estaba dando al sexo en los discursos sociales. La consejera respondía asintiendo; se
le estaba otorgando “… un énfasis y una importancia muy desproporcionada en el
esquema de las relaciones humanas” (“Correo del corazón” Maribel s/n, 1964: 28).
Y agregaba:
“Desde el punto de vista social, está alcanzando, gracias a la mala o poco seria
literatura, contornos patológicos. Su verdadero significado es pervertido y
deformado con propósitos degradantes, pero lo lamentable es que se lo está
asociando a todas las manifestaciones del espíritu. No te dejes sugestionar por el
gran mito creado, elaborado, por mentes nada limpias. La importancia que se
atribuye actualmente al sexo no es más que la desafortunada consecuencia social de
la posición de inferioridad en que los hombres pretenden colocar a la mujer” (: 28).

Se denunciaban las amenazas de la perversión y degradación que constituían


los discursos del sexo. Este tipo de advertencia también se hallaría en los
discursos feministas anti-sexo, lo cual demostraba la compleja y paradojal trama
97
de intereses que cruzaba los debates sobre el derecho a la sexualidad, colocando a
los cuerpos femeninos en una encrucijada de la que resultaría difícil liberarse. No
obstante las discusiones, las posiciones confrontadas afirmaban por lo general un
acuerdo básico en cuanto a la importancia de las diferencias de género y la
satisfacción sexual en el marco de una unión estable heterosexual (Felitti, 2007).
Los expertos, médicos o psicólogos, recomendaban el control y la moderación
de la vida sexual, especialmente relacionada a la variable de la edad del individuo.
Las alarmas se encendían frente a las conductas promiscuas de los jóvenes o la
advertencia sobre las enfermedades venéreas, que luego de denominarían
infecciones de transmisión sexual. Pero también la vejez constituía un problema
para la sexualidad. Los 40 se presentaban como ‘la edad crítica del hombre’ y las
revistas femeninas daban consejos para sobrellevarla:
“A los cuarenta años debería existir una idolatría por la moderación. Lo repiten los
higienistas, los médicos geriatras, los psicólogos. Moderación en todo: en la
actividad física, en la alimentación, en las preocupaciones y hasta en el amor.
Un precepto fundamental para el hombre de edad intermedia debe ser llevar una vida
sexual equilibrada, sin excesos. ‘Alrededor de los cuarenta y cinco años –dice el
médico- ya no se tienen los bríos de los años juveniles y es ridícula la competencia
en el terreno sexual, porque se paga cara. Y cuidado con exagerar. No hay que
olvidarse que el acto exige mucho del cuerpo, produce una tensión nerviosa y eleva
temporalmente la presión sanguínea. Es inútil señalar los riesgos a que se expone el
hombre de edad mediana que pretende demasiado de sí mismo. Es necesario poner
un freno a los impulsos’” (“Ventajas y desventajas de los 40 años”, Femirama Nº
extraordinario, 06/69: 122).

Por tratarse de un campo minado de peligros, la sexualidad debía ser educada


desde saberes expertos. A nivel mundial, en la década comenzaban a organizarse
debates para avanzar en la implementación de la educación sexual para:
“Articular el moderno concepto de la sexualidad y llevarlo al plano de la enseñanza
práctica en el hogar, en el aula o en el templo, es una cuestión todavía difícil, por lo
mismo que hay que empezar por enseñar a los maestros, a los padres y a los
religiosos, personas que en general suelen ser refractarias al tema por haberse
formado dentro de una tradición que lo ignoraba o lo callaba” (“No sólo el instinto
animal mueve al hombre”, Life en español Vol. 34, Nº 2, 28/07/69: 33).

Life acercaba información acerca de experiencias en Estados Unidos y Europa:


“A los seres humanos hay que enseñarles a hacer uso de sus facultades, y las
facultades sexuales no son excepción […] Si queremos que use sus facultades
sexuales en forma madura, constructiva, creadora, responsable y afectiva, debemos
crear una sociedad y unas instituciones educativas que produzcan constructiva,
creadora y responsablemente hombres y mujeres maduros y afectivos” (“Nacemos
ya sexuales”, Life en español Vol. 32, Nº8, 07/10/68: 58).

98
Se calificaba a la educación sexual como anti-represiva, combatiendo la noción
de pecado y el uso del sexo como explotación. Se decía que la sexualidad
entendida como “…instinto animal, reprochable y pecaminoso” (“No sólo el
instinto animal mueve al hombre”, Life en español Vol. 34, Nº 2, 28/07/69: 33),
había hecho que ésta cayera bajo el dominio de empresas que la explotaban:
“…cine, literatura, centros recreativos, prostitución, trata de blancas, comercio de
estimulantes (: 33).
El discurso antirrepresivo hacía uso también de la noción de ideología, tan en
boga por aquellos tiempos en las ciencias sociales:
“En suma, una ideología producto de determinados factores económicos y sociales,
de doctrinas y pautas definidas, y de una moral restrictiva y poco comprensiva, ha
dado a Latinoamérica y al resto del mundo una visión negativa y reprochable de la
sexualidad. Sólo con una nueva ideología, basada en un nuevo concepto de la
sexualidad, puede intentarse una educación adecuada” (: 33).

Los programas de educación sexual pretendían involucrar a los padres, la


escuela y hasta la Iglesia. Era importante que los progenitores educasen a sus
hijos, pues se remarcaba la dimensión afectiva del aprendizaje. Pero entonces,
ellos también debían ser educados puesto que revelaban dificultades para
proporcionar los conocimientos inherentes a la sexualidad por su “…falta de
capacitación y las deformaciones de los sistemas educativos en que han sido
formados –y que han generado en ellos inhibiciones y prejuicios-” (: 40).
En el país, Eva Giberti16 exponía la problemática de la educación sexual entre
padres e hijos y la falta de información de los primeros. El papel de educadora se
enfocaba en la madre. Sin embargo, muchas veces ésta aducía, según el relato de
Giberti: “‘Nadie me informó nada de nada. Me casé sin saber nada más que lo que
se comenta entre compañeras” (“El primer silencio ante lo sexual”, Maribel, s/n,
1964: 26). Lo mismo sucedía ante el acontecimiento de ‘convertirse en mujer’:
“Un silencio enorme tapando la gran experiencia de convertirse en mujer. En
algunos casos excepcionales, alguien recuerda con gratitud las palabras de la
madre; pero muy pocas veces hallamos este antecedente” (: 26).

Recalcaba que la falta de información acarreaba peligros:

16
Las notas de Giberti presentaban una gran diversidad de perspectivas teóricas y metodológicas
aún cuando las marcas conceptuales más fuertes provenían del psicoanálisis, el culturalismo
norteamericano y el funcionalismo. Resumía las ideas de los autores para adecuarlos al gran
público, al espacio de una nota y al registro periodístico (Cosse, 2006).
99
“Porque lo que la hija no aprende por medio de la madre, lo adquirirá por boca de
una amiga; en las páginas de cualquier libro o revista o a través de su experiencia
con el otro sexo. A veces, con mucha suerte; en otras oportunidades, marcando esa
experiencia con la desdicha, la confusión o el resentimiento” (: 26).

Junto a Florencio Escardó, fue una de las principales comunicadoras de la


educación sexual que debían dar los padres a los niños17. Sus columnas en
distintas revistas femeninas de difusión masiva (Para Ti, Vosotras, Mamina y
Nuestros Hijos) dieron lugar a dos compilaciones: Escuela para padres y
Adolescencia y Educación sexual (Cosse, 2006).
Las secciones dedicadas a la educación sexual en las revistas hablaban de los
cambios en el varón, en la mujer, en las parejas y adjudicaban a los padres un
papel central en la formación de identidades sexuales definidas:
“Si la madre no aporta las primeras y fundamentales lecciones acerca de la vida
sexual, a la hija le resulta muy difícil recibir alegre y femeninamente la serie de
experiencias sexuales que le tocará vivir. Tendrá que hacer ese aprendizaje de una
manera singular; aparentemente, a solas, consigo misma o con su compañero; pero,
en la realidad, la imagen silenciosa de su madre la perseguirá desde lo más
profundo de su intimidad. Ella está haciendo o viviendo aquello de lo que su madre
no le habló. Entonces, ¿será algo prohibido? ¿O le estará prohibido a ella? Es decir:
¿a su madre no le gustará enterarse de esta experiencia que ella realiza?... Eso
ocurre, aunque la experiencia esté santificada por todos los cánones sociales y
religiosos.
Este temor, por lo general inconsciente, persigue cruelmente a un enorme número
de mujeres, dentro de ellas existe la figura de la madre que, a través de su silencio,
se ha transformado en una madre prohibidora de lo sexual […] Este mecanismo
inconsciente perturba la vida de innumerables mujeres: frigidez, dispaurenia
(relaciones sexuales dolorosas), esterilidad psicógena, frecuentemente son el
resultado de una imagen materna vivida como sancionadora de todo lo que sea
sexual” (: 27).

La sexualidad era considerada un elemento decisivo de la conquista de la


madurez afectiva y la realización individual que debía conducir a la formación de
una familia donde cada uno de sus integrantes pudiera vivir plenamente (Cosse,
2006).
Hablar de sexualidad a los niños se posicionaba como un nuevo mandato, que

17
Karina Felitti (2012) ha recalcado en su obra La revolución de la píldora: sexualidad y política
en los sesenta que el Estado argentino mostró una conducta ambivalente frente a la educación
sexual y, si bien patrocinó algunos programas piloto, no originó una política a largo plazo. Ésta
quedó en manos privadas, a través de asociaciones y personas comprometidas con estos temas,
generalmente profesionales provenientes del campo médico y la psicología, que con su trabajo en
los consultorios y organizaciones, la publicación de libros y sus colaboraciones en la prensa y la
televisión, acercaron a la sociedad una información que no formaba parte de la formación médica
ni de su protocolo de atención.
100
significaba un cambio de envergadura en un contexto en el cual estos temas eran
tabú. Giberti alertaba que debía resguardarse a los niños de ‘toda información
clandestina’:
“A los niños había que hablarles de otra manera. La educación sexual fue
más clara y sincera. Basta de fábulas y enfoques elípticos para decir las
cosas. Se acabaron los repollos y las cigüeñas. París dejó de ser la
incubadora de la Humanidad. Los padres intentaron hablar más
directamente de temas antes silenciados o deformados” (Pujol, 2002: 29).

Los mandatos de género, lejos de menguarse, se acrecentaban. La maternidad


se cargaba de nuevos deber ser. Decía Giberti: “Hablar del sexo es una forma de
manejarlo y controlarlo. Y esa madre no logró hacerlo, porque no sintió que su
sexo fuese un componente valioso de su femineidad” (“El primer silencio ante lo
sexual”, Maribel, s/n, 1964: 27). La madre pasaba a ser responsable de la
educación de género:
“El problema no gira alrededor de la psicología que se sabe, sino de la valorización
de lo femenino. Y el comprender que la vida sexual, con sus componentes y sus
circunstancias (menstruación, relaciones sexuales, embarazo, parto) constituye un
momento esencial de la femineidad […] Pero si se lleva la propia vida sexual como
una carga, una vergüenza, una resignación, fatalmente se hará sentir a los hijos que
todo lo que sea sexual es peligroso, malsano, aburrido, doloroso o, por lo menos,
algo que hay que sobrellevar” (: 27).

A la madre cabía educar la sexualidad de sus hijos pero para ello también tenía
que estar satisfecha sexualmente. Respecto de este punto, la revista Life remarcaba
que, así como la sexualidad, el orgasmo femenino también se aprendía:
“Es sin duda la función fisiológica que se manifiesta con mayores diferencias entre
hombres y mujeres: en los hombres la capacidad para el orgasmo aparece
espontáneamente; en cambio una gran proporción de las mujeres tienen que
aprender a experimentarlo” (“Nacemos ya sexuales”, Life en español Vol. 32, Nº8,
07/10/68: 52).

En materia de sexualidad, los mandatos maternales se resignificaban al tiempo


que se recalcaba la centralidad de la ‘identidad femenina’ para el desarrollo de la
vida sexual propia y de sus hijos. Aunque se aceptaba un nuevo escenario
amparado en cierta liberación femenina y cambios en las relaciones de género, los
discursos de la educación sexual en las revistas femeninas no dejaban de alimentar
la maternidad y el hogar como vocaciones ‘naturales’ de la mujer. Ya no se
trataba del mismo rol reproductivo y doméstico de antaño. En la pugna entre las

101
obligaciones hogareñas y las nuevas responsabilidades profesionales, que llenaba
de culpa a las mujeres, su valoración como principal protagonista del hogar se
actualizó.
La maternidad se convirtió en una responsabilidad más compleja y exigente.
Por empezar, la maternidad fue comprendida en términos de elección y no de
destino, en especial tras la popularización de la píldora anticonceptiva que
contribuyó a la disociación entre sexualidad y procreación (Villalta, 2010). Por
oposición a la figura de la madre sacrificada de antaño, el nuevo ideal de una
mujer equilibrada y satisfecha era el único que podía cumplir adecuadamente con
la tarea elegida de criar un niño sano, integrado y feliz. Para ello, era necesario
que la mujer fuera un ser completo: sonriente, tierno, sereno y consolador, pero
también satisfecho sexualmente y ávido de conocimientos que la orientasen, ya
que cargaba con la responsabilidad de la educación sexual de sus hijos.
Se destacaba también la importancia de la realización de la mujer por fuera de
la maternidad. A la función de madre se le sumaba la de esposa, que implicaba la
satisfacción sexual como mujer, oponiéndose a la figura de la madre virginal que
relegaba al marido frente al hijo y resaltando asimismo la realización de la madre
en planos extradomésticos.
El discurso psicoanalítico en boga contribuía a la legitimación y difusión de un
nuevo estilo de maternidad pleno de satisfacciones. Había un consenso acerca de la
relevancia de lo maternal pero también sobre la importancia del propio deseo
femenino.
Pero además, en la época también se resignificaba el rol de las abuelas. Una
nota publicada en Maribel en 1963, hablaba de una nueva problemática: ‘las
abuelas demasiado jóvenes’:
“Usted, que ya es abuela y todavía se siente joven, no puede resignarse a encarnar
el papel de la ‘abuelita’ que, junto a la chimenea, pasa el día tejiendo escarpines
para sus nietos” (“Las abuelas demasiado jóvenes, Maribel Nº 1583, 02/07/63: 68).

El abuelazgo se debatía ante la nueva valoración de la juventud. El patrón


maternal reproductivo se enfrentaba al nuevo tabú sesentista: la vejez.
“…usted se miró al espejo y llegó a la conclusión de que su vida de mujer joven
había terminado […] ¿No le parece que es apresurarse un poco? Yo creo que sí.
Es indudable que su nuevo título de abuela le confiere cierta dignidad, pero a la
que no convendría […] Desde luego que su juventud es distinta. Más plena, más
serena, pero siempre juventud” (: 68).

102
En tono prescriptivo se daba una serie de consejos prácticos para las abuelas
jóvenes. La moral de la juventud presuponía la de la apariencia y aquí cobraban
protagonismo las prácticas del cuidado del cuerpo, la vestimenta y el maquillaje.
La prohibición se asentaba en la utilización de fantasías de tonos fuertes sobre
zonas llamativas –o erógenas-, como la boca. Se resaltaba la importancia de la
belleza, para “…que cuando su nieto comience a pensar, llegue a la conclusión de
que tiene la abuela más bonita de todas” (: 68). La abuela ya no debía adaptarse a
aquella imagen bondadosa sino que debía ser bonita. Un nuevo deber ser se
instalaba para las mujeres de toda edad: el por siempre joven y bella.

4. Sexo no reproductivo: la difusión anticonceptiva


La década fue clave en el proceso en el que la sexualidad fue ganando la
exigencia de reconocimiento y nuevos derechos concomitantes, como el de la no-
reproducción. Ello marcó un hito, pues, como dice Barrancos (2010), la
sexualidad “…liberada de la obligación de procrear es el gran ingrediente de
nuestra época” (: 475).
La difusión de la píldora significó una libertad al asegurar la distancia entre
sexo y reproducción. Fue importante para las mujeres que se enfrentaban a las
incompatibilidades entre la realización personal y la maternidad18.
Las técnicas anticonceptivas modernas habilitaban instancias de placer que el
temor a un embarazo solía poner en suspenso: “Lo que era una fatalidad se
convirtió en una elección” (Perrot, 2008: 89). Y esto significó una ruptura:
“Las hijas de Eva pueden en adelante elegir libremente pareja, formas,
duración, momento del intercambio, en una nueva relación de igualdad
desconocida por todas sus antepasadas, y su orgasmo ya no es tabú y ni
siquiera vergonzoso, en vista de cómo lo describen los medios, lo explican,
lo hacen indispensable para sentirse mujer hasta el fin del estremecimiento”
(Muchembled, 2008: 64).

18
Ahora bien, la anticoncepción que aparece como novedosa en los ’60 era una práctica muy
extendida en Occidente y en las sociedades indígenas americanas, previamente a la Inquisición y la
‘Caza de Brujas’ que hizo desaparecer a las ‘mujeres sabias’, quienes acumulaban y difundían los
saberes contraceptivos (Edelstein, 2009).
103
La sexualidad por placer sin temor a la gestación contaba ahora con una técnica
aliada, y podía relacionarse con los nuevos horizontes femeninos:
“No hay dudas de que se instalaban también, con el cálculo de una
maternidad medida, sensaciones y emociones que se referían a una nueva
experiencia de sí, a proyectarse con algo más de autonomía aunque sólo fuera
para quedarse en las cuatro paredes de la casa” (Barrancos, 2010: 152).

La difusión de las nuevas técnicas anticonceptivas se insertaba en un contexto


de progresiva pérdida de valor de la virginidad femenina y de extensión de las
relaciones prematrimoniales. Si bien se trataba de fenómenos no siempre
coincidentes, dado que muchas de las usuarias de la píldora eran casadas y
muchas solteras preferían otros métodos como el diafragma o el coito
interrumpido, el prototipo de la joven liberada que consumía anticonceptivos dio
mucho que hablar.
La píldora había aparecido en el mercado norteamericano en mayo de 1960.
Comenzó a comercializarse en Argentina ese mismo año y a mediados de la
década, dos de los tres laboratorios vendían 300.000 dosis mensuales (Cosse,
2010).
Hasta entonces la regulación de la natalidad se había operado de varias maneras:
por el casamiento tardío que reducía el período fértil de la pareja, por la abstinencia -
que no impedía el recurso a otras formas de sexualidad-, o por el coito interrumpido -
reprobado por la Iglesia como el pecado de Onán, pero ampliamente practicado
(Perrot, 2008).
Mientras la industria farmacéutica desarrollaba la píldora anticonceptiva,
también avanzaban las investigaciones que buscaban determinar con mayor
exactitud el período de ovulación y asegurar los métodos ‘naturales’ de planificación
familiar. En 1964, el médico australiano John Billings y Evelynn Thomas publicaban
The Ovulation Method: Natural Family Planning, obra en la cual explicaban de qué
modo la consistencia del flujo mucoso cervical podía servir para determinar las
fases fértiles e infértiles del ciclo menstrual. Se necesitaba un entrenamiento, pero
una vez aprendido podía utilizarse sin necesidad de control médico. Si bien se
difundía como un método de planificación reproductiva, al reconocer los períodos
de esterilidad natural en las mujeres, terminaba por separar el acto sexual de su
efecto procreador.

104
No obstante, supeditar los encuentros sexuales al rigor de un almanaque y de
un termómetro, para tomarse la temperatura rectal y analizar el flujo cervical antes
de una relación sexual, no parecía ser tan ‘natural’ (Felitti, 2012), y menos aún
espontáneo. Además implicaba un período de abstinencia que no todas las parejas
estaban dispuestas a cumplir.
Pero entonces, el método de Billings promovió el autoconocimiento del cuerpo,
desde la experiencia. El método asignaba a las mujeres la capacidad para conocer
el funcionamiento de sus cuerpos de una manera mucho más activa de la que
suponía tomar todos los días una pastilla. A la vez, incentivó la participación de
los varones en este proceso ya que los cursos eran pensados para parejas. Extrajo
también a la anticoncepción de la órbita exclusivamente médica: cualquier
persona que se capacitara podía volverse entrenadora del Billings.
En esta línea de la planificación sexual autogestionada, también se promovían
los aparatos técnicos para calcular los días de infertilidad, como el “Conception
Days Indicator”. ‘La maternidad no es un accidente’, era su slogan:
“… aparato de precisión importado de Suiza, calcula con facilidad y sin necesidad
de contacto, los días fértiles o no, aún en casos irregulares. Basado en el único
método más seguro, más científico y aprobado por las autoridades religiosas”
(“Conception Days Indicator”, Vosotras Nº 1324, 20/04/61: 60).

Figura 16: “Conception Days Indicator”, Vosotras, 1961.

105
El aparato prometía resolver: “El problema más íntimo de la vida conyugal…”
(“Conception Days Indicator”, Maribel Nº 1461, 14/02/61: 68), como el método
‘más natural’. Pero el acceso a este tipo de aparatos era limitado y estaba plagado
de problemas debido a su inseguridad.
Por un lado, estas técnicas promovían una prosecución disciplinada del placer.
Por otro, los condones eran de mala calidad y los obstructores mecánicos, muy
poco fiables. El coito interrumpido no era un método seguro. Los diafragmas y
dispositivos intrauterinos eran aún rudimentarios y por sus costos no eran
accesibles para todas (Barrancos, 2010).
En este escenario, la anticoncepción hormonal femenina se difundió
rápidamente a través de estrategias de mercado de los laboratorios, las
recomendaciones médicas y los debates en los medios de comunicación. El boca
en boca fe muy importante para su expansión, como también lo fue el papel de los
medios que, incluso criticándola, ofrecían una información que estaba ausente en
otros espacios.
Las pautas más flexibles en el terreno de la moral sexual habilitaban
comportamientos como las relaciones sexuales prematrimoniales que demandaban
también prácticas anticonceptivas eficientes.
Los anticonceptivos se difundían en medio de debates públicos por su
aceptación y su concreta puesta en práctica, lo cual en muchas ocasiones estaba
lejos de suceder a causa del peso de los modelos familiares, sociales y culturales
dominantes. Sobre el cuerpo de las mujeres abundaban las presiones.
El control de la natalidad aparecía como un tema mediático insoslayable de los
cambios que traía la vida moderna. Ante el silencio estatal frente al desafío de la
educación sexual y las pautas de control de la natalidad, la prensa femenina y de
actualidad ofrecía un repertorio de educación moral, científica y sentimental. Se
difundían notas periodísticas que informaban sobre los beneficios y las
contraindicaciones de los métodos, desde la píldora hasta los aprobados por la
Iglesia católica. Mediante el correo, las lectoras contaban con un espacio donde
manifestar sus opiniones y preguntas. En las notas informativas solía no faltar el
panorama geopolítico del control de la natalidad, las cuestiones de salud y los
dilemas morales.

106
La anticoncepción no era presentada como un tema específico de las mujeres,
ni desde la óptica de los derechos femeninos, sino como una cuestión de las
familias, con un discurso marcadamente atravesado por los mandatos de la moral
católica (Felitti, 2010). ‘¿Es lícito evitar los hijos?’ se interrogaba en revista
Maribel de 1964. Las respuestas estaban dadas por un médico, un sacerdote y un
sociólogo, además de las palabras papales que se ofrecían como medios de
orientación para las lectoras.
Enfocada desde la salud, las voces de la medicina aparecían como las
principales autorizadas para opinar públicamente acerca de la anticoncepción. En
ese discurso, prevalecía la idea de que la planificación familiar ayudaba a
disminuir el problema del aborto, era un derecho de las parejas y en particular de las
mujeres, una posibilidad para decidir con conocimiento y libertad sobre su
fecundidad (Felitti, 2012). Resultaba evidente que la abstinencia sexual no se
cumplía y que aún dentro de la moral católica, debían permitirse los
anticonceptivos, como un mal menor para evitar un mal mayor:
“… casi el 75% de la población femenina es homicida con premeditación.
¿Condenamos o aceptamos la solución de la ciencia? […] Si ahora nos arriesgamos
a tomar el toro por los cuernos, nos encontraremos con estas dos realidades:
Primera, que el 85% de los embarazos frustrados lo son voluntariamente, y
segunda, que –aparte de las estériles, las religiosas y las solteras integrales, que
apenas representan el 15% de la población femenina funcional- 8 de cada diez
mujeres se han provocado algún aborto en su vida, y 5 de cada diez, varios. Esto es
un hecho innegable […]: ¿quiere decir que la mujer, más aun, la madre,
universalmente idealizada en la religión, la historia y la literatura, es un homicida
con premeditación en más de ¾ partes de su población total? Tomando el hecho en
forma absoluta, habría que decir que sí” (“¿Es lícito evitar los hijos?”, Maribel Nº
1637, 21/07/64: 42).

El discurso de la ciencia se volvía a debatir con el religioso, en ocasión de la


promoción de las técnicas anticonceptivas:
“…suponemos que la Iglesia acabará permitiendo o no condenando el control de la
natalidad. Como ha permitido el parto sin dolor, el método Ogino-Knaus-
Schmülder y la misa vespertina.
Con esto llegamos al último descubrimiento sobre el asunto, los comprimidos an-
ovulatorios, interruptores de la ovulación, producidos por tres grandes laboratorios.
Y sobre los que, hasta ahora, la Iglesia no ha dictaminado, dado que tales productos
fueron presentados al público –era muy lógico- como ‘remedio’ y no como recurso;
cierto que es un método nuevo, del cual no se tiene aún –en proyección en el
tiempo- suficiente experiencia, y que existen fundadas reservas o temores de su
utilización indiscriminada o muy prolongada. Pero lo cierto es que se está usando
con una profusión fabulosa. Habrá que esperar para juzgar” (: 42).

107
Un halo de desconocimiento sobre sus efectos cubría la difusión de la
anticoncepción a través de comprimidos. Con este argumento, la Iglesia arremetía.
En 1968, la encíclica Humanae Vitae anunciada por el Papa Pablo VI, admitía la
abstinencia sexual periódica como único método de planificación familiar
legítimo, clausurando un tiempo de indecisión que había permitido especular
sobre un cambio de doctrina (Felitti, 2012). Desde este discurso, los métodos de
regulación de la natalidad atentaban contra el don divino de la procreación, abrían
las puertas a la infidelidad conyugal, a una degradación de la moral, a una pérdida
del respeto hacia la mujer y facilitaban la intervención de los poderes públicos
sobre decisiones de las parejas.
El Papa reconocía los esfuerzos que implicaba la abstinencia y por eso llamaba
a los medios de comunicación social, a las autoridades públicas, a los hombres de
ciencia y a todos los miembros de la Iglesia a colaborar para que los matrimonios
pudieran cumplir con esta obligación. No obstante, aclaraba que la encíclica no
constituía una ciega carrera hacia la superpoblación, ni disminuía la
responsabilidad de los cónyuges (Felitti, 2012).
Así, la Iglesia deseaba inculcar en los jóvenes y sobre todo, en los recién
casados, el ejercicio de una paternidad responsable, pero sólo permitía llegar a ella
practicando la abstinencia sexual:
“-Como sacerdote me atengo a las palabras de Su Santidad el Papa, cuando ha
dicho que, desde ningún punto de vista, debe controlarse la natalidad. […] la
Iglesia Católica no se aleja de ninguna necesidad humana, permite la aplicación del
método Ogino-Knaus y las relaciones entre esposos los días en que,
científicamente, la mujer no puede ser fecundada. Inclusive aconseja la abstinencia
antes que el uso de métodos anticonceptivos. Creo que el control de la natalidad es
antinatural y antihumano porque: ¿con qué derecho podemos decir: ‘este ser nace y
este otro no’? ¿Por qué la mujer rica puede disfrutar de numerosa prole y la
indigente no tiene el mismo derecho? (“¿Es lícito evitar los hijos?”, Maribel Nº
1637, 21/07/64: 43).

Desde la trinchera de enfrente, los discursos médicos se amparaban en la


comprensión de la planificación familiar como derecho humano, que así sería
declarada también en 1968 por las Naciones Unidas19, entendido especialmente
como el derecho de las parejas a decidir cuántos hijos tener y en qué momento.

19
En 1966, en Argentina había sido creada la Asociación Argentina de Protección Familiar que
reconocía a la planificación familiar como un derecho humano, y difundía materiales y folletos.
108
Como argumento para avalar el control de la natalidad se postulaban asimismo
las problemáticas en torno al crecimiento de la población mundial (Felitti, 2012).
Ahora bien, en torno a esta problemática poblacional, los discursos de la
demografía y la sociología de la población, se hallaban inundados de prejuicios de
clase:
“…una mayor cultura y un nivel de vida superior hace que la población desee
mantenerlos y superarlos, evitando el exceso de hijos. En cambio, en el ambiente
rural, la falta de comodidad y de diversiones lleva a la pareja a la práctica del amor,
casi como único aliciente vital. Esto y la falta de información, o las molestias que
pueden ocasionarles los métodos anticonceptivos, hacen que, en este medio, las
familias sean muy prolíficas” (“¿Es lícito evitar los hijos?”, Maribel Nº 1637,
21/07/64: 43).

Este tipo de discurso intersectaba preconceptos asentados en divisiones de


clase y el viejo dualismo ciudad/campo, con un sentido evolucionista de la
historia:
“Según las estadísticas, las clases pudientes –que no tienen problemas económicos-
tienen un buen número de hijos; la clase media, muchos menos, y la clase baja –
que por lógica, debería evitarlos- es la que más procrea. De ahí podemos inferir que
el día en que ésta tenga la misma cultura que las clases superiores, practicará el
control de la natalidad” (: 43).

Pero además, otra polémica se desataba en términos poblacionales, al asociarse


la anticoncepción con el avance de la dominación de Estados Unidos a raíz de los
planes de control de la reproducción sobre el Tercer Mundo. Para defender la
soberanía nacional y potenciar el crecimiento económico, varios discursos
sostenían que se debía aumentar la población. Por ello, desde distintas posiciones
del espectro ideológico, la píldora era concebida como una nueva herramienta del
imperialismo, es decir, una contestación directa al problema de la explosión
demográfica y su amenaza al sistema capitalista (Felitti, 2012).
El control de la natalidad se cuestionaba aduciendo que si bien podía aliviar la
vida cotidiana de muchas familias, también podía significar la intromisión de la
política internacional en los cuerpos femeninos, cuyo más drástico ejemplo fueron
las prácticas de esterilizaciones masivas en poblaciones de escasos recursos.
Las voces feministas, caracterizadas por las demandas de autonomía corporal
de las mujeres, se mostraban divididas y ambivalentes. La anticoncepción, que
podía interpretarse como un signo de liberación también se leía como una nueva
forma de intervenir sobre el cuerpo femenino.
109
Cierta parte del movimiento feminista que comprendía la aceptación de la
píldora como un acto de rebeldía contra las prohibiciones moralistas autoritarias
de tantos años, intervino en la propagación de estos métodos, con la creación de
centros autogestionados de planificación familiar. Esta ala del feminismo debió
enfrentar las críticas de la izquierda que acusaba a sus militantes de ser cómplices
de los planes del imperialismo yanqui y de someterse a los dictados de una moral
burguesa. También de los sectores nacionalistas y católicos que veían en el
control de la natalidad un atentado contra la soberanía del país, en virtud de su
escasa población y la subversión de un orden familiar y de género tenido por
natural y deseable (Felitti, 2012).
Los diversos discursos en relación al tópico de la anticoncepción se arrogaban
el derecho –y la capacidad- de hablar en nombre de la naturaleza y de la
humanidad. El discurso religioso ubicaba el disfrute femenino en la reproducción.
Pero entonces, las tensiones emergían en la discrepancia entre la posición oficial
de la Iglesia y las necesidades y deseos de las mujeres y sus parejas. Los
‘problemas de conciencia’ acerca de la regulación de la natalidad se hacían oír en
los correos de lectoras.
Las editoriales cubrían las opiniones a favor de los cambios en la sexualidad
proferidas por las propias creyentes y recuperaban voces de médicos católicos o
matrimonios católicos que enunciaban los problemas de calcular cada encuentro
sexual siguiendo un calendario en lugar del deseo.
Las prácticas anticonceptivas muchas veces no se asumían públicamente. Entre
lo no dicho y el discurso proferido había un silencio legitimante de las directivas
papales. Pero aunque las encuestas y las estadísticas de fecundidad mostrasen que
muchas veces se transgredían, esto no minimizaba las tensiones psicológicas,
emocionales, sociales que generaban y que muchas cartas de lectoras
atestiguaban. Las preguntas, dudas y reflexiones a raíz de la cuestión demográfica
y la anticoncepción hormonal se hacían presentes:
“No quisiera escandalizarle padre, pero le tengo que decir que la contracepción que
estamos practicando no perjudica en nada nuestro amor y que, por el contrario, lo
favorece. Los tiempos van variando y la ciencia progresa, ¿por qué no vamos a
utilizar los descubrimientos científicos para buscar la felicidad sin temores de
familia numerosa?” (“Secreto de Confesión”, Para Ti Nº 2420, 25/10/68: 62).

110
El correo sentimental de Para Ti publicaba este tipo de cartas que cuestionaban
los valores morales que profesaba la revista por intermedio del padre Iñaki de
Azpiazu. Tal elección no era inocente. Se publicaban casos que mostraban un
conflicto con la norma que abrían interrogantes y la cuestionaban, demostrando
una inadecuación de las prácticas cotidianas respecto a ellas. Como operación
discursiva, los casos planteaban problemas y apelaban a una solución (Arnoux,
2010). En el marco del correo de lectoras, ello no dejaba de otorgarle autoridad al
cura para responder desde una posición de verdad-poder.
Pero es importante recalcar que posiblemente algo se convierte en caso cuando
la norma ya ha perdido vigencia. El caso exponía la necesidad de transformación:
las normas morales respecto a la anticoncepción estaban entrando en crisis. Las
prácticas cotidianas enunciadas por las lectoras demostraban que ellas se
transgredían y exigían ser revisadas. Ante estos casos, las respuestas del padre
Iñaki reafirmaban la norma y condenaban tales prácticas:
“Si todos los matrimonios argentinos participaran de su idea de felicidad (pleno
placer sin molestas consecuencias) y si todos pudieran adquirir en cualquier
farmacia la píldora correspondiente, lindo clima se crearía para que todas las hijas
‘bien educadas’, animadas por el ejemplo de sus madres, se dedicaran también a
hacer tan interesantes compras farmacéuticas y a satisfacer ‘las exigencias de su
amor’. Por cierto que la lección va siendo muy bien aprendida en los países
‘contraceptivos’” (“Secreto de Confesión”, Para Ti Nº 2420, 25/10/68: 62).

La contracepción se asociaba a una idea de felicidad condenable: ‘el pleno


placer sin molestas consecuencias’, la mera satisfacción de ‘las exigencias del
amor’. Ante el interrogante abierto por una lectora: “¿Por qué no utilizar los
progresos de la ciencia?” (:62), la respuesta del cura buscaba resguardo en las
estadísticas –que aún no existían, por tanto se trataba de una predicción del futuro-
como recurso argumentativo. Eran notorias las contradicciones de un discurso que
renegaba de la ciencia pero que intentaba apoyarse en un instrumento científico
con el objetivo de afirmar sus convicciones.
Las ‘puertas abiertas a la vida sexual’, sobre todo, para la juventud, eran
reprobadas. Y para los cónyuges se decía que la utilización de la píldora
introducía la amenaza de la infidelidad:
“Sin meterme en la intimidad de su vida conyugal permítame indicar que su
método tiene otras consecuencias sociales, entre las cuales se podría citar ‘el
camino fácil y amplio, que se abriría a la infidelidad matrimonial’” (: 62).

111
Las revistas de actualidad se hacían eco de estos debates. Gente presentaba en
1967 una nota titulada “Proceso a la píldora anticonceptiva” (Nº78, 19/01/67: 12),
donde una ginecóloga, especialista en anticoncepción y tratamiento de la pareja
infértil sostenía:
“Yo suelo recomendar su uso, porque lo contrario sería absurdo. No sólo lo hago con
mujeres casadas, sino que extiendo la recomendación a jóvenes no casadas,
atendiendo de este modo una realidad o intentando mejorarla. Pero del mismo modo
veo diariamente casos de trastornos de personas que comenzaron a ingerir las
píldoras porque sí, porque de pronto les pareció que aquello era directamente la
esencia de lo maravilloso” (: 13).

La medicina se postulaba como la única disciplina autorizada a recomendar el


uso o no de anticoncepción para cada caso. La nota periodística también
recuperaba la opinión de una actriz, que la revista definía como ‘casada’ –a
diferencia de la ginecóloga, cuyo estado civil no interesaba:
“Una mujer no tiene por qué resignarse a vivir teniendo hijos. Los anticonceptivos
tienen, además, este mérito: haber transformado en buena medida la filosofía de la
época, y ya nadie piensa que un hombre y una mujer solamente puedan tener
relaciones con el objeto de ser padres, o corriéndose el riesgo de serlo” (:13).

Desde el otro lado del espectro, la esposa del comodoro Juan José Güiraldes -
de cuyo matrimonio nacieron siete hijos- proclamaba:
“Pienso que en todo lo de las píldoras anticonceptivas hay mucho de eso de querer
‘estar al día’. La gente las consume porque constituyen la última novedad y en
consecuencia hay que usarlas. También hay mucho egoísmo en esta situación. Un
deseo de prosperar cueste lo que cueste, aunque haya que dejar hijos por el camino.
[…] Se buscan pretextos para proceder contra la concepción, para moverse
fuera de los límites morales. Se habla de crecimiento demográfico, de que dentro
de poco no va a haber lugar para vivir. Eso puede ser cierto en otros países, en la
India o en Japón. Pero no es una realidad que se ajuste a la Argentina, porque aquí
hay inmensas zonas despobladas” (: 13).

En esta línea, un sacerdote jesuita instaba a ‘No olvidar el fin del matrimonio’,
y a desenmascarar el verdadero fin de estas pastillas:
“… no hay que engañarse. No se usan para aliviar dolores menstruales o
regularizar ciclos, salvo en extrañas excepciones. El uso más difundido es el de
provocar la esterilidad. Y eso atenta contra el edificio de la moral […] hay que
apuntar en la correcta dirección, alertando contra los peligros orgánicos, y contra
aquellos que provienen de proceder enmascarando la circunstancias de apartarse
del fin verdadero del matrimonio cristiano” (: 14).

Ahora bien, la ciencia no sólo avanzaba en la búsqueda de métodos


anticonceptivos sino también en la técnica de reproducción. Y esto trastocaba

112
también el orden de la sexualidad. En 1969, Life en español lanzaba una edición
cuya portada estaba dedicada eminentemente a ‘Ciencia y Sexualidad’ sobre ‘Los
futuros bebés de laboratorio’:
“Ante los nuevos métodos de reproducción humana se abren estos interrogantes:
¿Sobrevivirá la familia? ¿Aumentará la infidelidad en el matrimonio? ¿Declinará el
amor entre padres e hijos? ¿Quisiera usted un hijo de probeta’?” (Life en español,
Vol. 34, 28/07/69: portada).

La propia moral reproductiva estaba siendo desafiada:


“Si se quitan los cimientos biológicos de la moral de hoy, ¿no podrá aducirse
lógicamente que esa moral consagrada por los siglos ha quedado reducida, hasta el
más pequeño de sus preceptos, a un mero anacronismo inútil?
Considérese, como un indicio de la rapidez de esa transformación, la cuestión del
control de la natalidad. Sus posibilidades son ahora mejor comprendidas que
nunca. Además de los métodos para evitar la concepción, se dispone actualmente
de otros para favorecerla” (“Desafío al Milagro de la Vida”, Life en español, Vol.
34, 28/07/69: 50).

Con los avances científico-técnicos en materia de concepción dejaba de ser


necesaria la unión sexual de un varón y una mujer para tener un hijo:
“Cambios desquiciadores en la naturaleza de los lazos que unen a los seres
humanos. Significados fundamentalmente diferentes de viejos conceptos y
acciones que han sido los mismos desde la aurora de la humanidad: el amor y la
sexualidad, por ejemplo. Quizás incluso la desaparición de instituciones como el
matrimonio y la familia. Los sorprendentes progresos que se están alcanzando en la
biología de la reproducción pueden traer una transformación radical en la vida de la
humanidad” (: 46).

En esta área, los avances científicos trastocaban y conmocionaban la moral:


“Entramos en una época en que, como consecuencia de nuevos descubrimientos
científicos, pueden ocurrir cosas muy perturbadoras. Puede llegar a ser corriente el
nacimiento de niños cuyos padres estén físicamente separados o hayan muerto
tiempo atrás, nacimientos de madres vírgenes pueden llegar a ser relativamente
comunes, las mujeres darán quizás a luz hijos de otras mujeres, el amor romántico
y la genética se separarán tal vez definitivamente, y unos pocos hombres
privilegiados podrán ser llamados a engendrar millares de niños” (: 50).

Desde un discurso cientificista y evolucionista, “a fin de aumentar las


probabilidades de tener hijos sanos y normales” (: 51), se auspiciaba que en un
futuro muchos podrían optar por procrear niños in vitro y las mujeres podrían
escapar al ciclo del embarazo y el parto.
Estos tipos de discursos eran motivo de pánico en la trinchera del orden moral
y religioso. Parecía abrirse un mundo nuevo de posibilidades anticonceptivas y

113
reproductivas en manos de la ciencia y la técnica. Sin embargo, a pesar de esos
cambios, el orden de género no se veía alterado de igual manera.

5. La sexualidad bajo cuidado femenino


Con la píldora, la sexualidad quedaba bajo cuidado femenino. Pero entonces, la
posibilidad de controlar la fecundidad de manera autónoma y eficaz también
ofrecía a las mujeres alternativas para su vida sexual. Era un método femenino.
Las mujeres podían consumirlas sin que nadie lo supiera: el sexo seguía
manteniendo su lugar de secreto.
Estudios, encuestas y artículos de prensa mostraban que quienes más utilizaban
la píldora eran las mujeres casadas con hijos y no las solteras deseosas de una vida
sexual desprejuiciada. El control de la natalidad “no era un tema exclusivo de la
mujer ‘liberada’, joven, profesional y educada” (Felitti, 2012: 192); más bien
“Lejos se estaba del prototipo de las solteras que aprovechaban las ventajas de los
anticonceptivos orales para vivir una sexualidad sin límites” (: 193). Consumidas
mayormente por mujeres casadas de clase media, con ciertos niveles educativos,
ocupación y adscripción a las pautas de lo moderno, las píldoras brindaban un
método que no intervenía en el acto sexual y que podía ser utilizado más allá del
acuerdo masculino. Aunque la planificación estaba planteada como un asunto de
las parejas y no sólo de las mujeres, era llevada a cabo casi exclusivamente por
ellas:
“Eran ellas quienes padecían los efectos secundarios de las píldoras y los
problemas de salud que generaban los sucesivos embarazos; las que testeaban
preparados inciertos y las que arriesgaban su vida en un aborto clandestino”
(Felitti, 2012: 191).

El psicoanálisis también advertía sobre los peligros anticonceptivos


asociándolos a la depresión:
“La mujer que toma este tipo de anticonceptivo vive en la esfera inconsciente de
serios conflictos. En primer lugar, se ve cargada con toda la responsabilidad. Es
ella la que debe tomarla todos los días sin dejar pasar uno solo. Además, si bien
puede conocer a fondo el mecanismo por el cual la píldora impide la puesta ovular,
no puede olvidar el hecho de sentir de algún modo que está siendo estéril […] Si a
eso le sumamos que no siempre hay un conocimiento suficiente del proceso,
podemos ver claramente que los temores se multiplican. De ese modo padece cierto

114
desequilibrio, que puede extenderse, y tener como consecuencia última el deterioro
de la pareja […] Hay depresiones, desequilibrios, verdaderos complejos de
castración” (: 14).

Mientras el coito interrumpido o el uso de condón implicaban la disposición y


compromiso de los varones, con la píldora, ellos se desresponsabilizaban. Podían
estar más felices porque las mujeres dudaban menos en entregarse aunque también
podían angustiarse por las mayores exigencias sobre su performance que les
solicitaban mujeres con experiencias sexuales previas.
El consumo de la píldora estaba rodeado de prejuicios y perjuicios de género.
No resultaba sencillo tomar la píldora: “…algunos varones suponían que si su
mujer lo hacía era porque tenía un amante o porque ya no lo quería y por eso no
deseaba los hijos que él pudiera darle” (Felitti, 2012: 103).
Para cierto feminismo, las pastillas habían vuelto a las mujeres responsables
excluyentes de la anticoncepción y colaboraban poco con su empoderamiento.
Cuestionaban la feminización de la anticoncepción y la injerencia de las
planificaciones de estado en el cuerpo de las mujeres -usados como campo de
prueba de nuevas herramientas de control social. Criticaban a la institución
médica por su colonización de la planificación familiar y el control sobre la
fecundidad.
En esta línea, Beatriz Preciado (2010) ha denunciado que la píldora, un gran
logro económico de los laboratorios farmacéuticos, fue un baluarte de lo que ha
denominado como el farmacopoder emergido en los ‘60. Desde este enfoque, las
microprótesis hormonales permitieron regular la ovulación pero también producir al
sujeto mujer heterosexual moderno. Supusieron una domesticación del cuerpo de
las mujeres y una nueva forma de control social del género, ligando sus efectos
secundarios (como la disminución de la libido o el crecimiento de los pechos) a un
proceso de feminización.
Pero además, de todos los métodos anticonceptivos posibles sólo ha habido dos
masculinos: los preservativos masculinos y la vasectomía. La tecnología médica
centró el problema de la anticoncepción en el control del cuerpo de la mujer. El
estudio de las hormonas masculinas, en cambio, se dirigieron desde entonces a
virilizar y sexualizar a los hombres.

115
Si bien durante la época, algunas feministas comenzaron a reclamar la creación
de un anticonceptivo hormonal masculino, la idea no logró el apoyo de los
laboratorios, ni de los médicos, que consideraron poco factible que los varones
aceptaran tomar una píldora que inhibiera su fertilidad, dada la asociación que se
establecía entre ésta y la virilidad (Felitti, 2012).
El uso de los anticonceptivos hormonales femeninos propiciaba la falta de
implicación de los hombres en el control de la fecundidad, perpetuando el rol de
género atribuido a las mujeres como las únicas responsables de las relaciones
sexuales seguras. En este sentido, desde posiciones moralistas se asociaba la
píldora al peligro sexual de hacer que los varones, aliviados de separar el sexo de
la procreación, consideraran a las usuarias como meros receptáculos de sus deseos
carnales. Se remarcaban otros peligros como el abuso de la libertad, la generación
de noviazgos eternos o de mujeres muy exigentes que podían frustrar al sexo
opuesto.
Desde un discurso psicoanalítico, se desconfiaba de la difusión de la píldora en
detrimento del uso del diafragma:
“Un método como el diafragma, que no impide la plenitud del acto, tiene menos
difusión. Está rodeado de un halo de pecado, de cosa prohibida. Habría que
sospechar que en todo eso están jugando los intereses de los laboratorios. Es
demasiado raro el ‘boom’ de la píldora, la publicidad abierta u oculta que se hace
de sus virtudes, sin mencionar para nada sus defectos […] Freud dijo una vez que
el hombre que descubriese el anticonceptivo perfecto iba a conseguir hacer felices
a los demás. Estoy segura que no hubiera pensado que ese hombre es el
descubridor de estos productos” (“Proceso a la píldora anticonceptiva”, Gente
Nº78, 19/01/67: 14).

En consonancia con lo que varias décadas más tarde denunciaría Preciado


(2010), en la prensa de la época las píldoras eran también presentadas como un
gran negocio que no tomaba en cuenta la salud de las mujeres. Entre las
controversias desatadas, una de ellas oponía la libertad ganada por las mujeres con
los inconvenientes adversos –‘peligros’- para su salud y la falta de estudios en el
largo plazo:
“Sin receta médica los anticonceptivos continúan presentes y accesibles en los
mostradores de las farmacias. Los folletos de los laboratorios los describen como
tabletitas milagrosas. Dicen muy poco de sus peligros. A pesar de que todavía, a lo
lejos, sólo se ve un enorme y aterrador signo de interrogación. La idea es que una
generación entera ha de pasar probando píldoras anticonceptivas para que se
puedan conocer, sin dudas, sus últimos efectos” (“Proceso a la píldora
anticonceptiva”, Gente Nº78, 19/01/67: 13).
116
Pero por más que el Estado, la Iglesia católica y una parte importante de la
corporación médica se esmeraran en fomentar la maternidad, cada vez eran más
las mujeres que rechazaban ese rol o buscaban ajustarlo a sus tiempos,
circunstancias y deseos:
“La píldora, además de poder pensarse como un arma del imperialismo, una
afrenta a los objetivos natalistas y una amenaza para la salud de las mujeres,
era el primer método que separaba la reproducción del acto sexual sin
intervenir en él y otorgaba a la mujer el poder de decisión. Esto, sumado a
los nuevos estudios de la sexología y la psicología, invitaba a reflexionar
sobre el placer sexual y las mujeres” (Felitti, 2012: 114).

La época constituyó una bisagra en materia de anticoncepción, teniendo en


cuenta que al período siguieron los años del tercer peronismo, donde por ejemplo,
se prohibió la utilización de anticonceptivos20.
Ahora bien, el debate alrededor de la anticoncepción en la prensa femenina y
de actualidad hacía hincapié en su importancia dentro de la planificación familiar,
obviando la temática del placer. El marco ideal y recomendado para la sexualidad
seguía siendo la legalidad conyugal. No se exploraban sus posibilidades y
limitaciones del placer en las mujeres.

6. La sexualidad de los jóvenes


La edad era una variable de lo más importante en los discursos de la
sexualidad. En los ’60, la sexualidad en los jóvenes constituía una de las más
reiteradas preocupaciones. La ‘maduración sexual’, aparecía como un ‘nuevo dato
de la aceleración’ de la adolescencia, según Eva Giberti:
“…el 15% de adolescentes de 14 años, el 23% de adolescentes de 15 años, el 32% de
adolescentes de 16 años y el 52% de los de 17 años ya han tenido relaciones
sexuales. Paralelamente se advierte que aumentan los embarazos y matrimonios de
gente joven. Todo ello podría traducirse diciendo que se advierte un nuevo
comportamiento de los adolescentes frente al sexo, y también una nueva actitud de

20
A partir de 1974, con el decreto 659 que firmaron Perón y López Rega, la planificación familiar
pasó a las sombras y dependió del compromiso de los médicos con el derecho de las parejas y su
voluntad de arriesgarse a las posibles consecuencias de ir en contra de una norma. El decreto ponía
límites a la venta de anticonceptivos y prohibía las actividades de planificación familiar en
dependencias públicas. Esto repercutió en el quehacer de la corporación médica, sobre todo en
ginecólogos y obstetras (Felitti, 2012).
117
los adultos ante la sexualidad de los adolescentes” (“Los adolescentes acelerados”,
Femirama, Tomo 8, 05/66: 151).

La autora sostenía que ‘el adelanto en la maduración sexual’ coincidía con ‘un
nuevo tipo de vida sexual para los dos sexos’. Julio Mafud, en un libro de la época
llamado “La revolución sexual argentina”, señalaba que las revistas, el cine y la
televisión imponían los modelos de mujer libre y de pareja que seguía la juventud.
Para él, estos discursos forjaban el gusto masculino y obligaba a las mujeres a
comportarse de determinada manera, llevándolas a innovar en el vestir, los usos y
también en la técnica amorosa y sexual (Felitti, 2010).
El tema de la juventud y el sexo era candente y se replicaba en el cine. Un filme
llamado “El sexo y las adolescentes”, promocionado por revista Gente, se asentaba
en la historia de “Una señorita de 16 años descubre que está esperando a la cigüeña
y ahí se arma el gran lío. Los padres no toman bien la cosa y la expulsan del
colegio” (“Cine Guía”, Gente Nº 82, 16/02/67: 31).
Tanto en revista Femirama como en Maribel, Giberti, resaltaba la problemática
de las adolescentes aparentemente muy liberales, con múltiples experiencias
sexuales y falta de inhibiciones, sus ‘aventuras con Fulano, con Mengano, con
Perengano…’. Las chicas modernas y liberales no se avergonzaban de besar a un
muchacho, y aducían: “…si encontramos un muchacho que nos gusta y nos
entendemos, ¿por qué vamos a esperar a casarnos?... ¿Y si nos equivocamos?...
Mejor es probar primero…” (Giberti, E. “Adolescencia liberal”, Maribel Nº1637,
21/07/64: 24).
Aparentemente muy seguras de su vida sexual, arriesgadas, presentaban para la
psicóloga, otros conflictos al estar ‘desafiando claramente a los adultos’, ‘en un
intento de asustar’ y de demostrar que no estaban atadas a prejuicios.
Esa audacia y desprejuicio, el lenguaje suelto y ‘desfachatado’ podían
desmoronarse y terminar por mostrar ‘un problema realmente grave’, la
“…angustia por el uso que está dando a su sexo. Y que trata de encubrir una culpa
muy honda” (: 24), relativa a desafiar los principios de su familia, especialmente
de sus madres, acerca de la decencia de una chica, del bien y del mal, con sus
sermones, prohibiciones y sanciones respectivos. Desde la psicología y los
cánones de normalidad sexual y de salud/enfermedad, diagnosticaba:

118
“…se trata de un comportamiento enfermo; pero de ningún modo infrecuente entre
las adolescentes. Esta especie de desafío a la madre era un decirle,
inconscientemente: ‘Yo me atrevo a ser mujer aunque vos te opongas…’” (: 24).

La autora advertía que las chicas muchas veces no tenían “…la menor idea de lo
que significaba ser mujer, ni mucho menos ser libre sexualmente” (: 24). Estaban
encadenadas “…a su promiscuidad, muy lejos de usar libre y noblemente su sexo”
(: 24).
A fin de evitar esos conflictos Giberti proponía el diálogo y la comprensión de las
madres con las hijas, para apoyar y ayudar a formar el comportamiento sexual de las
hijas. Instaba así al nuevo deber materno que a través de un diálogo ‘transparente’, con
un dejo de inocencia y romance, evitaría que lo promiscuo y lo innoble inundasen las
experiencias sexuales. De lo contrario se mostraba “a la madre su fracaso como tal” (:
24).
Los mandatos de género se actualizaban. La mujer a la que se dirigían los
discursos de las revistas femeninas ahora podía trabajar fuera del hogar, estudiar
alguna carrera, pero no podía olvidar resaltar su ‘feminidad’, agudizar su
intuición, mantenerse bella, saber ser una madre comprensiva y una esposa
satisfecha sexualmente. El próximo capítulo está destinado a abordar los
mandatos sexuales para el género femenino divulgados durante la década en la
prensa femenina analizada.

119
CAPÍTULO IV
CONSTRUCCIÓN DE FEMINIDADES Y FEMINISMOS

“De las mujeres se habla. Sin cesar, de manera


obsesiva. Para decir lo que son, o lo que deberían
hacer”
(Perrot, 2008: 27).

“…aunque echarle jabón a la lavadora no nos


hiciera revivir nuestra noche de bodas”
(Friedan, 2009: 41).

1. Sexualidad degenerada
En los `60 la noción de género aún no estaba difundida entre los discursos
sociales. Desarrollada en las décadas subsiguientes, tendería a confundirse con la
de sexualidad. Esta confusión dio paso a la idea de que una teoría de la sexualidad
podía derivarse de una teoría del género. Frente a este solapamiento, Gayle Rubin
(1989) ha buscado distinguir ambas nociones, aduciendo que si bien el desarrollo de
este sistema sexual se ha producido en el contexto de las relaciones entre géneros -
donde el género afecta al funcionamiento del sistema sexual y éste ha poseído
siempre manifestaciones de género específicas-, constituyen dos áreas distintas de
la práctica social.
Pero en los ’60, cuando la noción de género no se hallaba aún tan difundida, la
revista Life intentaba explicar las diferencias sexuales:
“… nacido con un determinado sexo biológico, el bebé debe al fin y al cabo
adquirir conciencia del sexo a que pertenece y eso generalmente ocurre para
cuando llega a los 3 años, edad en que orgullosamente puede decir ‘soy niño’ o
‘soy niña’. Este proceso de identificación individual con el sexo a que uno
pertenece continúa y se intensifica consciente o inconscientemente de acuerdo con
lo que se considere la masculinidad o feminidad en el medio ambiente cultural en
que vive el niño. Y a medida que éste adquiere mayor conciencia en este sentido,
debe ir aprendiendo a reconocer y aceptar el papel sexual que su sociedad
particular ha asignado a los varones y a las hembras” (“Nacemos ya sexuales”, Life
en español Vol. 32, Nº8, 07/10/68: 56).

En el ámbito nacional, Giberti y Escardó exponían sus teorías de los roles


sexuales:
“’Se entiende por sexualidad la suma total de las características físicas, psíquicas y
sociales que tipifican la condición masculina y la condición femenina en su
totalidad; y por genitalidad el uso y funciones de los órganos de la reproducción
maduros para tal efecto’. Dr. Florencio Escardó, Sexología de la familia” (Giberti,
E. “Lo que no se debe ocultar”, Maribel Nº1640, 1964: 14).

120
Desde un discurso pedagógico, Giberti explicaba la construcción social de las
diferencias sexuales:
“Desde sus primeros años la niña oye: ‘Una nena no debe hacer esto… Una niña no
debe sentarse de ese modo…’. Y el varón lo mismo: ‘Esas son cosas de mujeres…
No te portes como una mujer…’. Es decir, existe una calificación social del sexo.
Se es hombre o mujer desde la primera definición social que se aprende en la
familia. No se trata de poseer órganos femeninos o masculinos solamente, sino de
acompañarlos con determinados comportamientos culturalmente definidos: hay
conducta para hombres y para mujeres, por lo menos entre nosotros. Y la sociedad
sanciona verbalmente, por medio de la crítica o la burla, a aquellos que actúan de
manera que no coinciden con su ubicación sexual […] Todo ser humano nace con
un sexo definido (excluyendo los estados intersexuales que constituyen un caso
aparte) y ese sexo comienza a ejercitarse desde el primer día de la vida” (:14).

Si bien no existía un desarrollo teórico acerca de la categoría de género, en la


década ya eran célebres los escritos de Simone de Beauvoir o Betty Friedan que
alimentaban la nueva ola del feminismo. La conocida frase de Simone de Beauvoir
(2007 [1949]), que sostenía que no se nacía mujer sino que se llegaba a serlo,
definía el ser mujer como un proceso no estable, un convertirse, un construirse, sin
origen ni final claro. Su significado era problemático y relativo a las definiciones de
lo masculino.
En un tiempo en que las tradicionales instituciones que habían regulado las
diferencias de género y de sexualidad (Preciado, 2010) entraban en crisis, cabe
preguntarse entonces: ¿qué modelos de género y sexualidad se postulaban como
deseables y legítimos en la prensa femenina de los ’60? y ¿qué relación tenían
estos modelos con las configuraciones de lo erótico?

2. Naturalidad femenina
Así como se difundía en los ‘60 una determinada idea del ser joven, también
emergía una serie de prototipos femeninos aunque, a diferencia del juvenil,
trabajada más sobre continuidades que sobre rupturas (Pujol, 2002). Por un lado,
todo un elenco de nuevos símbolos viabilizaban la renovación de modelos
femeninos; y por otro lado, se mantenían argumentos que insistían en sostener los
roles tradicionales adjudicados a lo femenino.
Un tipo de discurso de corte biologicista cristalizaba, universalizaba y
eternizaba la diferencia entre el macho y la hembra, junto a una determinación
121
cultural de hábitos sexuados femeninos y masculinos. Pero entonces de Beauvoir
había argumentado ya que ni en la naturaleza nada estaba nunca completamente
claro: los tipos, macho y hembra, no siempre se distinguían con nitidez:
“Su oposición no es, como se ha pretendido, la de una actividad y una
pasividad: no solamente el núcleo ovular es activo, sino que el desarrollo del
embrión es un proceso vivo, no un desenvolvimiento mecánico” (De
Beauvoir, 2007: 36).

Criticaba el punto de vista que definía a la mujer con fórmulas simples, ‘datos’
supuestamente incuestionables e inmutables, como la matriz o los ovarios.
Después de la difusión su obra, El segundo sexo, las feministas comenzaron a
emplear la categoría de género como forma de referirse a la organización social de
las relaciones entre sexos (Scott, 2000). Esta noción había surgido junto a la
invención de nuevas técnicas de modificación hormonal y quirúrgica de la
morfología sexual (Preciado, 2010), pero recién se difundiría en los años setenta y
ochenta del siglo XX, dando origen a una gran diversidad de estudios, cuyo punto
de partida sería la crítica al esencialismo biológico y a la naturalización de rasgos
relacionados con lo masculino y lo femenino (Szurmuk y McKee, 2009).
La categoría permitió construir una perspectiva relacional entre las feminidades
y las masculinidades. Rechazaba el determinismo biológico implícito en el
empleo de términos tales como sexo o diferencia sexual.
En décadas siguientes, el uso de este término también supuso una búsqueda de
legitimidad académica por parte de las feministas (Scott, 2000) y sería criticado
en los ’90, principalmente tras la difusión de la obra de Judith Butler, El género
en disputa (2007 [1990]), por su definición como categoría social impuesta a un
cuerpo sexuado.
Inaugurando los estudios de teoría Queer, Butler ha sostenido que la noción de
género continuó por mucho tiempo atada a un paradigma naturalista que
determinaba una continuidad entre sexo, género y deseo:
“Esta concepción del género no sólo presupone una relación causal entre
sexo, género y deseo: también señala que el deseo refleja o expresa al
género y que el género refleja o expresa al deseo” (: 80).

En ese sentido, los géneros inteligibles parecían ser los que instauraban y
mantenían ciertas relaciones de coherencia y continuidad entre sexo, género,
122
práctica sexual y deseo. Y las variables para estas dimensiones eran lo masculino
y lo femenino, que feminizaban o masculinizaban al deseo o la práctica sexual.
Así se interpretaba que el sexo necesitaba del género, y éste último generizaba a la
vez al deseo en una relación de oposición heterosexista.
Enfrentada a este marco interpretativo, Butler (2007) introdujo la categoría de
performatividad para pensar los modos conductuales en que un género se sostiene
y se repite en relación con los discursos normativos que erigen tipos ideales de
masculinidad y feminidad adecuadas e inadecuadas, relacionados con una ley del
deseo basada en la complementariedad heterosexual de los cuerpos. Para la autora,
la repetida puesta en acto de normas genéricas -que a través de la ideología como
práctica material interpela a los sujetos (Althusser, 1984 [1970])-, performa los
cuerpos, generizándolos. Desde esta postura, el género es un efecto de discursos y
de prácticas: lo masculino y lo femenino no son disposiciones sino logros que se
alcanzan dentro de la heterosexualidad.
Pero entonces, así como existen prácticas sexo-genéricas normativas, existen
las que las resisten o resignifican, haciendo visible la dimensión política de estas
normas y la posibilidad de su alteración.
En las revistas femeninas de la época, la afirmación de la ‘identidad’ masculina
y femenina era considerada de vital importancia. Betty Friedan (2009 [1963])
denominó como ‘la mística de la feminidad’ a esa imagen de lo esencial
femenino, de lo cual hablaban y hacia lo cual se dirigían las revistas femeninas y
las publicidades gráficas. Se enseñaba cómo vestirse, qué imagen dar y cómo
actuar para resultar más femeninas.
El término parecería ser unívoco: lo femenino y ‘la personalidad femenina’
servían para vender productos, como por ejemplo, camisones: “No en vano
Warner’s es tan mujer”, “Lo único más femenino que Warner’s es Usted!”
(Publicidad Warner’s, Femirama, Nº extraordinario, 06/69: 71).

123
Figura 17: “Lo único más femenino que Warner’s es Usted!”, Publicidad Warner’s, Femirama, 1969.

La noción de ‘personalidad femenina’ se usaba especialmente para vender


fragancias y perfumes, con avisos que mostraban jóvenes de poses y miradas
desafiantes, como en el caso de Miss France.

Figura 18: “El perfume que dice cómo es Ud”, Publicidad Miss France, Femirama, 1969.

Estos discursos exaltaban la intuición y la feminidad como virtudes de la


mujer. En ocasiones se aludía a la antigua fórmula de que las mujeres podían

124
tomar decisiones siempre y cuando les hicieran creer al marido que eran ellos
quienes ejercían la autoridad. Esta audacia era contrarrestada con una explícita
referencia a la necesidad de respetar el orden de género familiar. En este sentido,
según Pierre Bourdieu (1999), incluso las alabanzas a la agudeza o la intuición
femenina responden a la relación de dominación.
La intuición femenina era parte de un slogan de Citröen 2CV en 1968, cuya
publicidad estaba, justamente, destinada a ‘las intuitivas’. El coche, de manejo
supersencillo, podía ser dirigido despreocupadamente por la intuición femenina.
Además permitía que el peinado viajara seguro y tenía lugar para los chicos y las
compras del supermercado. Estos discursos aunaban coquetería y domesticidad.

Figura 19: “Las intuitivas”, Publicidad Citröen 2CV, 1968.

La domesticidad era fomentada desde las revistas femeninas en sus típicas


temáticas: cocina, decoración, pediatría. La maternidad se exigía a los cuerpos
femeninos como esencia de su yo y ley de su deseo (Butler, 2007) y las faenas
domésticas parecían completamente conciliables con las cargas de la maternidad.
Seguía vigente en el país, un estereotipo de feminidad con imagen de la
matrona, antierótica por definición, encarnada por Doña Petrona. Tradicional,
desde su nombre, hasta la imponente presencia de su cuerpo, imponía respeto, con

125
su delantal de volados y brazos fuertes de amasar (Varela, 2005).21 A este
estereotipo también correspondía Margarita Palacios, modelo de portada de la
revista Cristina en agosto de 1965. La imagen mostraba una cocinera robusta, de
pelo recogido, ofrecía una fuente de empanadas a las lectoras (Cristina, Nº 854,
08/65: portada).

Figura 20: “Margarita Palacios, cocinando a la criolla”, Cristina, 1965.

Pero en pleno auge de la modernización, las revistas debían construir una


imagen de mujer como ama de casa, esposa y madre que actualizaba los modos de
cumplir con los mandatos domésticos. Las nuevas figuras del modelo de
domesticidad eran mujeres adultas pero jóvenes, que valorizaban su inserción
laboral y profesional sin perder de vista las tareas hogareñas. Esta mujer que iba
volviéndose cada vez más atareada, podía, por otro lado, darse ahora el lujo de
tener un automóvil.
Hacia ese tipo de mujer casada y con hijos se dirigía la venta de Citröen 2CV.
Utilizando el título de la narración de Juan Ramón Jiménez (1914), “Platero y
yo”, popularizado por su lectura escolar, se vendía un coche que resaltaba como

21
Petrona Carrizo de Gandulfo era una cocinera proveniente de Santiago del Estero, hija de una
familia numerosa, que conocía los secretos de la cocina tradicional. Su madre le había enseñado a
cocinar como un método para atraer a los hombres. Sus recetas circulaban por la radio y en una
enciclopedia de cocina: El Libro de Doña Petrona, que incluía no sólo secretos culinarios, sino
también consejos para la mujer moderna acerca de la organización del hogar y las tareas de
mantenimiento.
126
cualidades lo confortable, simpático, dócil y fácil de entender que era: “De
mañana me acompaña a llevar los chicos al colegio y luego me espera obediente,
mientras hago las compras en el mercado” (Publicidad “Platero y yo”, 1968).

Figura 21: “Platero y yo”, Publicidad Citroen 2 CV, 1968.

Los mandatos modernos entrelazados a las viejas exigencias suponían una


mayor dedicación para mantener su casa, cuidar de los suyos, ocuparse de la
carrera profesional propia y la de su marido; pero también para estar guapas y
presentables, y ser expertas en sus cocinas. Sobre todo, era fundamental que estén
contentas (Valcárcel, en Friedan, 2009). La felicidad pasaba a ser un mandato; el
valor de la felicidad se estaba feminizado. Mientras la gloria se asociaba a lo
masculino, la felicidad era femenina, una obligación tanto individual como
familiar.

3. Feminidades renovadas
La prensa femenina era un escenario de las contiendas por el sentido de las
transformaciones en la vida de las mujeres. Una posición moderada y moderadora
situaba el eje de disputa en el campo del nuevo modelo de femineidad. Se discutía

127
el valor de la libertad, la independencia o la emancipación y se intervenía sobre el
significado de estos conceptos.
Una nueva feminidad se propagaba identificada con las jóvenes modernas,
difundida desde tiempo atrás en el ámbito publicitario. Bajo esta figura, Evanol,
‘el calmante femenino’ se vendía en 1968 con el slogan: ‘moderna, actual, muy
femenina y natural’. Presentaba la imagen de una joven blonda, que usaba ropas
coloridas y ojos muy maquillados, pintando risueña, leyendo el diario en la calle,
o en una pose más romántica con una rosa cerca de su rostro.

Figura 22: “Moderna, actual, muy femenina”, Publicidad Evanol, 1968.

La misma campaña mostraba un anuncio con la imagen de una mujer


contrapuesta a aquélla aniñada. Madura, con vestimenta elegante y discreta, con
su cabello recogido, se presentaba siendo entrevistada o sonriente, atendiendo un
teléfono. Por último aparecía con una mirada insinuante –erótica- y su cabello
suelto, bajo el lema: “moderna, activa y muy femenina” (Publicidad Evanol,
Femirama Nº extraordinario, 04/68: 221).

128
Figura 23: “Moderna, activa, muy femenina”, Publicidad Evanol, Femirama, 1968.

Cuatro años antes la marca mostraba a una imagen similar de mujer vestida de
traje, con gafas, peinado alto y mirada pícara hacia la cámara: “Porque la mujer
moderna necesita vivir plenamente todos sus días […] segura de sí” (Claudia Nº 87,
08/64: 10).

Figura 24: “Naturalmente…”, Publicidad Evanol, Claudia, 1964.

129
La publicidad instaba a la mujer a ser feliz, moderna, segura, plena, activa. Las
publicidades de productos ‘íntimos’, como ‘el algodón femenino’, apelaban a la
búsqueda de complicidad con las lectoras. La marca Delsa presentaba la ilustración
de una mujer guiñando un ojo a la espectadora y mostrando su espalda desnuda
(Maribel Nº 1640, 08/64: 21).

Figura 25: “El algodón femenino”, Publicidad Delsa, Maribel, 1964.

El significante ‘mujer moderna’ había sido usado desde hacía décadas por la
prensa femenina. La tradicional Para Ti estaba también destinada a la mujer
moderna. La polisemia de estos términos implicaba diferentes sentidos según las
editoriales, y aún dentro de una misma revista, suponía una diversidad semiótica
que ponía de relieve en los estilos de mujeres construidos en las notas, las
narrativas y las publicidades.
Mientras se naturalizaba la condición femenina en términos de esposa, madre y
ama de casa, se ofrecía un amplio panorama del mundo no doméstico donde no
faltaban elogios a mujeres intelectuales como Simone de Beauvoir o reportajes
sobre la discriminación salarial y profesional de las mujeres. Con frecuencia, las
contradicciones a los mandatos domésticos remitían a estándares extranjeros que
podían considerarse excentricidades curiosas, válidas en otras latitudes o en los
círculos más ilustrados de la Argentina. En ese vaivén quedaba definido el
130
carácter moderno de la mujer, con una actualización del modelo femenino. Las
notas sobre los patrones femeninos vigentes en el extranjero eran
contrabalanceadas cuidadosamente por opiniones que, sin ubicarse en las
antípodas, rechazaban expresamente la impugnación corrosiva a la condición
doméstica femenina.
La publicidad apuntaba a ubicarse en la vanguardia, interpelando a la mujer de
manera provocadora pero, obviamente, sin asumir una posición por completo
disruptiva. Buscaba cautivar al segmento de público de las mujeres que parecía
especialmente interpelado por el nuevo estilo femenino sin que eso significase una
radicalización que cuestionara el género en sí mismo de las revistas femeninas.
La revista Maribel, destinada a “la mujer nueva y fuerte”, hacía un uso
prolífico de ilustraciones de mujeres jóvenes, que se mostraban felices, con
vestimentas coloridas, descontracturadas pero con un dejo de inocencia (Sumario,
Maribel Nº1637, 21/06/64: 3).

Figura 26: “Sumario”, Maribel, 1964.

Una estructura se repetía frecuentemente en las revistas femeninas: una nota


mostraba osadía y a continuación otra llamaba a la compostura; una celebraba a la
mujer liberada y otra se preocupaba por su masculinización y desdicha (Felitti,
2010). Así, en la tensión entre los viejos y nuevos mandatos, las mujeres
131
modernas se enfrentaban con varios dilemas. El ideal de esposa de la cual
dependía el éxito o fracaso del matrimonio debía convivir con nuevos ideales de
mujeres jóvenes más ‘liberadas’, que, sin embargo también oscilaban entre la
libertad sexual y las ‘viejas estructuras’ que las impulsaban a la familia, el hogar y
los hijos (Cosse, 2010).
Maribel interpelaba a la mujer a ser “dueña de sí misma” (Giberti, E. “El
primer silencio ante lo sexual”, Maribel s/n, 1964: 27), dando para ello
‘orientación psicológica’, de la mano de Eva Giberti:
“…‘Maribel’ contribuye a que la mujer argentina, la mujer nueva y fuerte, salga
del área de pasividad impuesta por ciertos tabúes para enfrentar su propia realidad.
La línea divisoria entre los problemas ligados al sexo y la familia, tiende a
desaparecer” (Giberti, E. “El primer silencio ante lo sexual”, Maribel s/n, 1964:
26).

Las nuevas orientaciones psicológicas proponían un estilo de madre y ama de


casa con intereses culturales, realizada profesionalmente, cuya meta no era sólo la
felicidad de su familia sino la de ella misma. Se aconsejaba a las lectoras a dedicar
más tiempo y dinero a las cosas que deseaban.
Para las jóvenes modernas la felicidad ahora podía pasar por sentirse activas,
por tener un trabajo de secretaria y una vida entretenida, de consumo, con, por
supuesto, algún romance. Así lo exponía una publicidad de leche Phillips:
“Marcela. Llegó media hora antes. Pasó un larguísimo informe. Atendió 15
llamadas telefónicas. Tomó dictado. Coordinó las citas de su jefe. Almorzó (y
cuánto). Se compró zapatos. Volvió a la oficina. Pasó la correspondencia. Tomó el
té. Archivó y ordenó su escritorio. A las 6, se encontró con él y fueron al cine.
Volvió a su casa descansada! –y muy, muy feliz!- ANTES NO ERA ASÍ…antes no
era tan alegre… activa… vital” (Publicidad Phillips, Para Ti N°2339, 08/05/67:
111).

132
Figura 27: “Marcela”, Publicidad Phillips, Para Ti, 1967.

Con un discurso que feminizaba una profesión, como la de secretaria, mientras


el jefe era masculino, se difundía un nueva preocupación de y para las mujeres por
ser activas.

4. Malestares femeninos
La mujer moderna se construía también como problema. Su naturaleza, su
conducta, los sentimientos que inspiraba o experimentaba, las relaciones
permitidas o prohibidas que podía vivir, eran temas de reflexión, de análisis y
prescripciones. Al mismo tiempo, las ciencias sociales y naturales posicionaban a
la mujer como objeto de estudio (Perrot, 2008).
“¿Qué sucede en lo más profundo de nuestro ser?”, interrogaba la revista
Karina (Gente Nº 193, 03/04/69: 5). La imagen mostraba el rostro de una mujer
rubia, de mirada negra y profunda, sin sonrisa.

133
Figura 28: “Qué sucede en lo más profundo de nuestro ser?”, Publicidad Karina, Gente, 1969.

Cuando la mujer se tornaba un ‘enigma para sí misma’, el psicoanálisis llegaba


en su socorro. “¿Por qué va la mujer al psicoanalista?”, interrogaba Maribel (Nº
1646, 22/09/64: 6):
“La mujer de hoy ha salido a conquistar el mundo: una vida intensa, compleja,
llena de interrogantes, la ha atrapado en sus redes. Ahora sólo le queda desenredar
la madeja y a veces sólo la ciencia puede desenredarla” (: 6).

Desde un discurso evolucionista de la historia cultural describía una situación


problemática en relación a los cambios en las pautas de género y realizaba un
diagnóstico:
“La situación de la mujer en la sociedad moderna y su creciente participación en la
vida pública y profesional, que supone una etapa de transición hacia formas más
evolucionadas, le ha traído conflictos inesperados, puesto que ahora tiene que
asumir las responsabilidades que le acarrean sus nuevos derechos, sin abandonar
sus tradicionales deberes de esposa, madre y ama de casa.
Actualmente la mujer se halla dividida entre sus intereses profesionales o
vocacionales y su realización amorosa. Esto supone que debe darse un equilibrio
entre ambas tendencias, pero ello le exige una permanente tensión, que acaba por
afectar su bienestar psíquico. Voluntaria o forzosamente, ha invadido el campo que
antes estaba reservado a los intereses masculinos. El eterno femenino ha dejado paso
a un nuevo tipo de mujer, liberado, muchas veces, sólo en apariencia. Sin duda, la
mujer puede ahora elegir su destino e incluso tomar la iniciativa en lo que se refiere a
su vida sexual. Pero, en realidad, su conducta se aparta con frecuencia de las leyes
biológicas y psicológicas” (: 6).

134
Se aconsejaba la terapia psicoanalítica para resolver estas tensiones, cuyo
tratamiento suponía un recorte de clase: ‘La clase media es la que mejor se
adapta’ (: 6), cuyas mujeres ahora tenían tiempo para reflexionar acerca de su
situación:
“La mujer, más dedicada a las tareas domésticas, no ha tenido tanto tiempo para
reflexionar, y a menudo ha constituido un enigma para el hombre y también para sí
misma.
Parece una de las características de los tiempos actuales la intensificación de la
curiosidad de las mujeres por su propio yo, el deseo de adentrarse en su
personalidad oculta. En cierto modo, es una compensación por el largo tiempo en
que no se la ha considerado un ser pensante. Ahora, la mujer quiere saber el cómo
y el por qué de su situación respecto del hombre y de la sociedad y por eso busca
ayuda en el psicoanálisis” (: 7).

Desde un discurso psicoanalítico, los conflictos que presentaban las mujeres eran
“…sexuales (frigidez absoluta y relativa, sobre todo); afectivos e intelectuales
(dificultades de estudio o rendimiento en el trabajo)” (: 22); pero también
“…‘generacionales’, entre madres e hijas fundamentalmente” (: 22). Y en las
mujeres solteras, decía hallarse una “…conducta masoquista (que se hace daño a sí
misma) con respecto a la sexualidad” (: 22).
Las notas sobre malestares psicológicos de las mujeres se replicaban en las
revistas. “¿Te sientes culpable?”, preguntaba Maribel (Nº 1479, 20/06/61: 62).
Con un discurso que naturalizaba el sentimiento de culpabilidad, se alegaba que
éste enviciaba el encanto femenino, impidiendo el desarrollo de la autoestima:
“Una mujer bien centrada no debe subestimarse […] Es evidente que nadie va a
quererte, a menos que sientas alguna clase de afecto por ti misma” (: 63).
Desde el difundido enfoque freudiano, se asociaba el sentimiento de culpa a la
sexualidad ‘natural y universal’:
“No es posible ocuparnos de la culpabilidad sin considerar sus implicaciones con el
sexo. Freud fue el primero en descubrir los enormes alcances de esta fuerza
poderosa. Parece inexplicable que hayan sido necesarios tantos siglos para que
pudiéramos admitir con libertad que el sexo es algo natural” (: 63).

Esta posición discursiva arremetía contra los prejuicios religiosos en materia de


sexualidad:
“…el instinto sexual es universal, es decir, común a todos los seres humanos, sin
distinción de raza, sexo o edad y lo único que debía alarmarnos a este respecto,
sería carecer de él […] Cuando la religión nos exige reprimir con vergüenza ciertas
emociones, puede que nos esté empujando hacia algún trastorno psíquico” (: 74).

135
El discurso alentaba la legitimación del placer sexual, sin culpa, en pos del
encanto femenino:
“Ciertas posiciones extremistas que se producen en cualquier secta religiosa, son
responsables de que muchos sean incapaces de disfrutar los placeres que la vida les
ofrece sin hacerse algún íntimo reproche […] Pero no te olvides que dentro del
cuadro general de tu vida, el placer desempeña un papel importante y que debes
disfrutarlo libre de culpa, porque él también contribuye a madurarte
emocionalmente y, en consecuencia, aumenta tu encanto” (: 74).

Frente al sentimiento de culpa ante los errores del pasado, aconsejaba: “No te
ocupes más de ellos, aunque –por qué no decirlo- eso te reporte cierto placer
masoquista” (: 63).

Figura 29: “¿Te sientes culpable?”, Maribel, 1961.

Las revistas también hablaban de los malestares de las jóvenes de cara a los
nuevos horizontes vitales. Lectoras adolescentes de Maribel escribían al consultorio
sentimental:
“…tenemos un problema muy común entre nosotras […] Y del futuro, ¿qué?...
Nos casaremos, tendremos un hogar, hijos y… todo será igual. Si permanecemos
solteras y trabajamos, también todo será igual […]. Europa u otros continentes nos
interesan, pero jamás los visitaremos, porque nuestra posición social no es tan
elevada como para permitirnos viajar” (“En voz baja”, Maribel Nº 1438, 30/08/60:
28).

136
Ante las aspiraciones de las adolescentes, la consejera respondía: “Sin ánimo
de prejuzgar, me inclino a pensar que están ustedes bajo la influencia de un grupo
‘existencialista’, de cabellos desgreñados y gastados ‘blue-jeans’ de lustrina” (:
28). Se criticaba la rebeldía y se difundían preconceptos frente a los nuevos
modos de comprender la vida de algunos sectores juveniles.
Friedan (2009 [1963]) denunciaba que en la época: “…la sociedad estaba
menos interesada en saber lo que aquellas mujeres estaban haciendo como
personas en el mundo que en preguntar: ‘¿Por qué una chica tan simpática como
tú todavía no se ha casado?’” (: 42).
Pero entonces, en las mismas casadas, había percibido un malestar sin nombre:
“Tal malestar no llegaba a ser depresión; era una especie de insatisfacción
creciente. Y, sin embargo, aquellas mujeres ‘lo tenían todo’, una carrera,
una casa en las afueras con su barbacoa en el jardín, marido, tres o cuatro
hijos… Y un porvenir de más de lo mismo: más camas por hacer, más cenas
por preparar, más listas de la compra para anotar… La vida completa en ese
mismo marco y las revistas femeninas para instruirlas en cómo vivirla. Ellas
no tenían otro horizonte. ¿Era eso todo? Daba la impresión de que la vida, la
de verdad, quedaba un poco más allá” (Valcárcel, en Friedan, 2009: 10).

Esta especie de depresión, radicada en ‘la mística de la feminidad’ aparecía


como un enfado consigo mismas cuando sentían que anhelaban algo más:
“¿Qué hacía que la mística pareciera inevitable, absolutamente irreversible,
y que cada mujer pensara que estaba sola ante ‘el malestar que no tiene
nombre’, sin darse cuenta jamás de que había otras muchas mujeres a las
que no les producía el menor orgasmo sacar brillo al suelo del cuarto de
estar?” (Friedan, 2009: 13).

La autora exponía que muchas mujeres en la época se sentían mal, sabían que
algo no iba bien en su matrimonio o que algo les pasaba a ellas, pero a la vez
pensaban que las demás mujeres estabas satisfechas con sus vidas:
“¿Qué clase de mujer era ella si no sentía aquella misteriosa plenitud
encerando el suelo de la cocina? Estaba tan avergonzada de tener que
reconocer su insatisfacción que nunca llegaba a saber cuántas mujeres más
la compartían. Si intentaba contárselo a su marido, éste no tenía ni idea de lo
que estaba hablando. En realidad, ella misma tampoco lo entendía
demasiado” (: 55).

137
Con el farmacocapitalismo en desarrollo, los malestares comenzaban a
medicalizarse. Las mujeres insatisfechas tomaban tranquilizantes, pensaban que se
trataba de un problema con el marido o con los hijos, o que necesitaban volver a
decorar la casa, trasladarse a un barrio mejor, tener una aventura amorosa o un
nuevo bebé. La tesis de Friedan sostenía que, del mismo modo que la cultura
victoriana no había permitido a las mujeres aceptar o satisfacer sus necesidades
sexuales básicas, en la década estudiada, la cultura no permitía a las mujeres
aceptar o satisfacer la necesidad básica de crecer y desarrollar su potencial como
seres humanos, “…necesidad que no se define exclusivamente a través de su rol
sexual” (: 115). El malestar se asociaba a la ansiedad propia del hastío vital,
patente en la esposa que:
“’Espera todo el día que su marido vuelva a casa para que la haga sentir
viva. Y ahora es el marido el que no tiene interés. Es terrible para una mujer
estar allí tumbada, noche tras noche, a la espera de que el marido la haga
sentirse viva’. ¿Por qué hay semejante oferta de libros y artículos que
ofrecen asesoramiento sexual? El tipo de orgasmo sexual del que Kinsey
halló un dato estadístico revelador en las recientes generaciones de mujeres
estadounidenses al parecer no ha acabado con el malestar” (: 66).

En las casadas, la ‘mística de la feminidad’ doméstica, las dejaba, según


Friedan (2009):
“… en estado de larva sexual e impidiéndoles alcanzar la madurez que
potencialmente tienen. Y cada vez hay más pruebas de que la incapacidad
de la mujer de crecer para desarrollar del todo su identidad ha perjudicado
su plenitud sexual en lugar de enriquecerla, la ha condenado virtualmente a
ser una mujer castradora de su marido y de sus hijos y ha causado neurosis,
o un malestar que todavía está sin identificar como neurosis, equivalente al
que causa la represión sexual” (: 115).

Caídas en las tentaciones del conformismo, existía en estas mujeres ese


malestar:
“Aun cuando el hombre la amaba como niña, como muñeca, como objeto
decorativo; aun cuando le diera rubíes, sedas y terciopelos; aun cuando
estuviera calentita en su casa, segura con sus hijos, ¿acaso no iba a anhelar algo
más?” (: 120).

138
Para Ti documentaba uno de estos malestares femeninos: “…algunas mujeres
que después de años de dedicarse por entero a los demás, se sienten solas y
desorientadas” (Publicidad Para Ti, Gente Nº222, 23/10/69: 83). Mientras tanto,
Life analizaba lo que consideraba una neurosis femenina:
“La mayoría de las mujeres se ponen neuróticas porque creen que su deber es
complacer a los hombres. Si una mujer resiste, le sobreviene una depresión nerviosa
y el psiquiatra le dice que es una frustrada sexual. Frustrada sólo es, pero no por
culpa de su vida sexual” (“Experimentos matrimoniales”, Life en español Vol. 34, Nº
7, 06/10/69: 49).

Muchas veces, los consejeros sentimentales descartaban el malestar, diciendo a


las lectoras consultantes que no se daban cuenta de la suerte que tenían.
Femirama, por ejemplo, aconsejaba reiteradamente el conformismo: “Acepte las
cosas como son y confórmese con lo que tiene” (“Los especialistas contestan”,
Femirama Nº extraordinario, 04/68: 256), era una respuesta repetida por la
‘especialista’ Delia del Solar.
Se aconsejaba a las mujeres alegrarse por lo que ‘la vida les daba o les
brindaba’. Mandatos como: ‘quiéralo’ –al marido- o ‘confórmese’ clausuraban la
posibilidad de otros discursos y prácticas, apuntando a rectificar los
comportamientos de las lectoras que ‘no se daban cuenta’ o desconocían cómo era
el modo correcto de comportarse frente a las relaciones amorosas. Se insinuaba así
el carácter inmodificable del orden sentimental: “No permita que su carácter se
agríe y no se amargue por lo que no tiene. Mucho más importante y valioso es lo
que la vida le ha dado ya” (: 256), aconsejaba la especialista. Afirmaba, al mismo
tiempo, que “… la felicidad no está en relación directa con la materialidad de la
vida” (: 256), al tiempo que enunciaba como valores ‘inmateriales’ a ‘las virtudes
de una mujer’, a saber: “la modestia, la resignación, la sumisión” (: 256).
Pero las cartas de las lectoras no dejaban de hablar de deseos y aspiraciones
que se oponían a la resignación aconsejada por las especialistas. Muchas jóvenes
empezaban la rebelión por sus casas y la ruptura generacional en el seno
doméstico no dejaba de acarrearles cierto malestar. Desilusionadas con lo que la
vida le había brindado muchas veces se llevaban mal con sus familias. Las palabras
de la especialista eran inamovibles: “Acepte el cariño que le brindan sus padres;
júzguelos con el corazón y no solamente con la cabeza. ¿No se da cuenta de que
todo lo que ellos hacen es por cariño a usted?” (“Los especialistas contestan”,
139
Femirama, Especial Navidad, 12/67: 214).
De este modo, una revista autoproclamada actual, moderna e ilustrada como
Femirama no dejaba de entronizar el orden familiar tras las voces autorizadas en
cuestiones sentimentales. Las mujeres debían sentirse plenas con lo que tenían y
aceptar lo que les tocaba.
Las dificultades por las que pasaban las mujeres eran también económicas.
Maribel registraba que las mujeres se debatían entre dificultades materiales,
necesitaban trabajar o arreglarse con el dinero que su marido les daba; “Y cuando su
jornada normal ha terminado tiene que coser, lavar, planchar” (“La mujer de hoy y
el materialismo”, Maribel Nº 1586, 23/07/63: 76). Este problema era aún peor entre
las casaderas:
“Si está de novia, las dificultades se acumulan, porque casarse es actualmente una
empresa audaz. No basta hacer economías, ni aun durante mucho tiempo y aunque
se resista a la inflación. Es necesario recurrir a los créditos, comprar con
circunspección, renunciar a muchas cosas… y convencerse, al mismo tiempo, de
que todos esos esfuerzos no son vanos, que el novio sigue siéndole fiel y que su
amor no se enfría, hasta llevarle, finalmente, a casarse sólo por obligación” (: 76).

La independencia era un camino arduo ante las tentaciones de la facilidad o


comodidad de amoldarse a la sujeción matrimonial, decía De Beauvoir:
“Todavía no se ha comprendido lo suficiente que la tentación es también un
obstáculo, y uno de los más peligrosos. Aquí la mujer, además, se engaña,
porque de hecho sólo habrá una ganadora entre millares en la lotería del
matrimonio ideal. La época actual invita a las mujeres al trabajo, incluso las
obliga a ello, pero hace brillar a sus ojos verdaderos paraísos de ociosidad y
delicias, exaltando a las elegidas muy por encima de las que permanecen
clavadas a este mundo terrestre” (2007: 134).

Contra las tentaciones del conformismo se enarbolaban entonces las banderas


del feminismo, cuyas obras de cabecera pertenecían a las citadas De Beauvoir y
Friedan.

5. El feminismo de los ’60 en el país


A partir de los años ’60, el siglo XX fue testigo de una nueva ola feminista de
marcado carácter político. El feminismo radical hizo su aparición en el continente

140
americano, en Europa y otras partes del mundo, dando inicio a un proceso de
conquista de derechos en un momento de avance y luchas políticas de las mujeres.
El feminismo latinoamericano de la época era urbano, de clase media e ilustrado.
Articulado alrededor del principio ético y político de la igualdad, había nacido
vinculado a la izquierda, a los movimientos de liberación de la mujer y la teología
de la liberación. Tales vinculaciones fueron una fuente inagotable de debates en el
propio movimiento y de tensiones con una izquierda que muchas veces no supo
entender políticamente las vindicaciones feministas y negó la especificidad de su
lucha política.
En este marco, la radicalidad política no suponía necesariamente radicalidad
sexual (Cosse, 2010). En algunos discursos del pensamiento de izquierda se
juzgaba con conservadorismo la anticoncepción o la diversidad en las relaciones
de pareja. La radicalidad política no implicaba una posición semejante respecto
del orden de género y la moral familiar, y por ello la izquierda no asumió las
demandas de liberación sexual como propias. Por el contrario, muchas veces las
asoció al imperialismo, las aspiraciones pequeñoburguesas y la sociedad de
consumo:
“Desde esas claves, la revolución sexual fue concebida por un amplio
espectro de actores, entre ellos la iglesia católica y la izquierda
revolucionaria, como expresión de una dependencia cultural de la cual el
pueblo argentino debía liberarse” (Cosse, 2010: 212).

La moral revolucionaria era estricta, ya fuera por motivos de seguridad o


porque se pensaba que la ‘revolución sexual’ era una distracción burguesa. El
control de la natalidad tampoco era bien visto ya que los hijos constituían la
retaguardia de la revolución y daban motivos para la lucha. En ocasiones hasta se
mantenía el valor de la castidad (Felitti, 2012).
Para muchas agrupaciones –especialmente aquellas que se fueron volcando a la
lucha armada- la igualdad entre varones y mujeres sería consecuencia directa del
proceso de transformación radical que se perseguía y no una cuestión por la que se
debía luchar específicamente. Si bien se enlazaba la organización de la familia con
los cambios económicos y sociales, se advertía que no se deseaba instaurar el
amor libre o la aventura sexual como norma de las relaciones amorosas y se
declaraba partidaria de la monogamia fundada en el amor.

141
El feminismo, profundamente marcado –y en ocasiones, ahogado- por la
politización, se superpuso en Argentina, a los movimientos de resistencia a los
gobiernos de facto. También se relacionó al proceso de modernización de los
centros urbanos del país (Trebisacce, 2010). Las feministas y los discursos
modernos establecieron una relación de la que supieron nutrirse y rechazarse
mutualmente. Los medios masivos muchas veces ironizaban respecto del
feminismo mientras que las feministas denunciaban las ambigüedades del
discurso modernista.
Las denuncias al devenir de la mujer como pasivo objeto de consumo
compartía algunos aspectos con los discursos modernizadores que pugnaban por
una mujer activa (Trebisacce, 2010). Las reivindicaciones feministas dialogaban
con los discursos modernizadores, incluso con los de la prensa femenina, al
proclamar que querían actuar, moverse, investigar, ser independientes, poder
manejar sus propios cuerpos y ser dueñas de sus sexualidades. Pero a la vez, se
oponían al ‘ser femenino’ pasivo, hogareño, algo tonto, que vivía para ‘pescar
marido’, que también construían las revistas.
Las feministas de los ‘60 fueron un actor político que no se inscribió
completamente ni en el proceso de radicalización política ni en el de
modernización, pero que habitó conflictivamente ambos. Batalló desde la propia
prensa femenina y también fue parte de la modernización, sin procurar -o sin
conseguir- ubicarse en una externalidad radical (Trebisacce, 2010).
Las primeras organizaciones en el país, como la Unión Feminista Argentina, se
formarían recién a comienzos de la década de 1970. No obstante, en los ’60, se
difundían consignas feministas en la prensa, infiltradas por ciertos sectores
progresistas. En varias revistas femeninas –no sólo en Claudia-, los reportajes y
notas periodísticas daban muchas veces una visión amable del feminismo y
compensaban las posturas más radicales con la exposición de discursos más
conservadores, en torno a temáticas convocantes como la difusión de la píldora o
los cambios en las relaciones de pareja.
La vinculación entre las mujeres y el poder era un tópico de época, que, por
ejemplo, ocupaba la portada de Maribel en junio de 1965 (Nº1681, 08/06/65). Con
el titular ‘Mujeres en el poder’, acompañado, paradójicamente por la ilustración

142
de una chica de sonrisa inocente, con flequillo y cachetes inflados, y una gorrita
de lana cubriendo su pelo al estilo de Caperucita Roja.

Figura 30: “Mujeres en el poder”, Maribel, 1965.

La misma paradoja entre los sentidos construidos por el texto de corte político
y la imagen inocente -incluso del color naif de la tipografía (rosado)-, sucedía con
otra portada de la revista, cuyo titular era: “La mujer toma las armas” (Maribel Nº
1640, 08/64), cuya ilustración mostraba una chica sonriente y simpática.

143
Figura 31: “La mujer toma las armas”, Maribel, 1964.

Silvina Bullrich era una de las encargadas de promover los discursos feministas
en Maribel. “El voto como símbolo de responsabilidad” (Maribel Nº 1583,
02/07/63: 3) era una nota de su autoría que discutía con las reticencias de algunas
mujeres para asumir deberes y derechos políticos, al tiempo que formulaba un
discurso evolucionista:
“Nosotras hemos venido cuatro siglos después para luchar por la dignidad humana.
[…] La lucha de razas, la lucha de clases o la lucha de sexos podían aparecer
inexistentes mientras estaban adormecidas, pero ahora es tarde para echarse atrás.
Ya se acabaron las épocas en que el hombre podía mantener solo un hogar; en que
un padre, un hijo, un hermano, hasta un miembro lejano de la familia, si era
hombre, se sentía con la obligación de alimentar y proteger a las mujeres de su
casta. Ahora, cualesquiera sean las vicisitudes que una mujer tenga que pasar,
aunque el marido la abandone sin un centavo, aunque tenga que mantener hijos
menores, aunque esté mal preparada, mal educada, aunque su instrucción sea
deficiente y su salud precaria, la sociedad considera que debe trabajar para bastarse
a sí misma. Lo que la mujer todavía no sabe, porque no se lo han inculcado, en
cambio, es que trabajar sin porvenir y sin aspiraciones es un castigo; trabajar bien
preparada, con un título en la mano, con capacidad y con vocación es una dicha mil
veces más intensa que la ociosidad” (: 3).

Para el discurso feminista, el rol de la mujer doméstica también se ampliaba, sin


perder las antiguas obligaciones: “Ahora el hombre no nos necesita solamente en el
hogar, en la intimidad, o para el lustre de su vida social, o para tener y criar a sus
hijos; ahora nos necesitan como compañeras y como electoras” (: 4). El desempeño

144
doméstico y la función de la esposa se reivindicaba como trabajo y no como
‘labores’:
“No es justo que los hijos y el marido puedan cargar sobre la mujer los trabajos
más oscuros, más pesados, más cotidianos, y todavía darse el lujo de afirmar que
ellos trabajan y que ella en cambio no hace nada. ¿Qué haría un obrero con una
mujer que no supiera cocinar, lavar, fregar, que no tuviera salud para trajinar de la
mañana a la noche, de la hornalla a la batea y a la cuna y al colegio? ¿Qué haría un
embajador con una mujer que no supiera mantener el pesado rango de
embajadora?” (: 4).

Desde una visión eminentemente conyugal, la mujer y sus funciones eran


indispensables para la vida del varón:
“De ella depende también que el marido aproveche su juventud y sus buenas rachas
en inversiones sólidas que le formen una fortuna para la vejez. Todos podemos
observar a diario la vejez desamparada de los hombres que han tenido mujeres
frívolas y vanidosas, que han vivido en un tren que no correspondía a sus medios”
(: 5).

Bullrich sostenía que en Estados Unidos, Israel y los países nórdicos existía
“… una igualdad total e indiscutible entre el hombre y la mujer” (: 5); lo cual
estaba en desacuerdo con la descripción de la vida de las mujeres casadas que
daba Friedan en La mística de la feminidad de 1963. Bullrich exaltaba el poder de
la mujer en aquellos países diferenciándolas de las latinas:
“El error de la mujer latina, la española, la francesa, la sudamericana en general, la
italiana, en fin, como acabo de decirlo, de la latina, es exigir derechos sin asumir
deberes. Y eso no está bien. Ningún derecho debe llegar a nosotros sin ir
hermanado con un deber, de lo contrario, la libertad pierde su sentido sagrado y
reverencial para convertirse, la mayoría de las veces, en libertinaje” (: 5).

La feminista argentina afirmaba, en contraposición a la mayoría de los


posicionamientos de las revistas femeninas y la publicidad de la época, que mujer
moderna se consideraba libre pero no era más que una apariencia:
“Ser una mujer moderna no es haber adquirido derecho de fumar o de beber
whisky, de conducir un automóvil, amar transitoriamente y trasnochar en Saint
Tropez. El homenaje que la mujer moderna le debe a sus esclavizadas abuelas es
demostrar cuánto valor intelectual, cuánta energía vital, cuánta actividad creadora
se desperdiciaban en nombre de no sé qué vagos e indefinidos prejuicios de sexo”
(: 5).

El tema de la ‘igualdad de sexos’, cuando aún no se hablaba de géneros, era


candente, sobre todo en vísperas de elecciones. Hasta la publicidad lo utilizaba
para vender productos: ‘¿La mujer decide?’, preguntaba un anuncio de Celulosa
145
Argentina, en 1967. Ante lo cual respondía: “Sí, la mujer decide a la par del
hombre, acompañándolo en sus actividades. Y sus decisiones significan progreso,
porque son decisiones tomadas con responsabilidad”. El aviso se dirigía
expresamente “a la mujer ama de casa, a la mujer que trabaja, a la mujer que debe
decidir o apoyar una decisión preocupada por el bienestar y porvenir de los suyos”
(“La mujer decide?, Publicidad Celulosa Argentina, 1967).

Figura 32: “La mujer decide?, Publicidad Celulosa Argentina, 1967.

El discurso feminista impregnaba las notas de opinión, problematizando la


difundida ‘igualdad de los sexos’:
“Debemos adaptarnos a nuestra nueva situación en el mundo, debemos –sobre
todo- examinar nuestras relaciones con los hombres. Las dificultades de
entendernos con el otro sexo no son solamente debidas a ellos; son más bien
causadas por nosotras mismas. Estamos con un pie en el presente y con otro en el
pasado, y el resultado es que nuestro comportamiento oscila con frecuencia entre
una exagerada confianza en nuestra fuerza y una debilidad predispuesta a ceder.
Por muchos que sean nuestros derechos, la verdad es que no somos hombres. No lo
somos todavía, y, probablemente no lo seremos jamás. La diferencia de sexos es
más que biológica: resulta igualmente de las costumbres que son una herencia,
transmitida de generación en generación y fijada en la conciencia humana” (“La
mujer de hoy y los conquistadores”, Maribel Nº1583, 02/07/63: 73).

Más allá, o más acá, del feminismo, era notorio que el horizonte de
expectativas de muchas jóvenes argentinas se diferenciaba del de las mujeres de la

146
generación anterior22:
“Es cierto que no todas conocieron las tesis de El segundo sexo de Simone
de Beauvoir -libro que llegó a figurar en las listas de best-séllers de Buenos
Aires-, pero la idea de que la vida de una mujer no estaba trazada de
antemano dejó para siempre el reducto exclusivo de damas como Victoria
Ocampo para extenderse por toda la sociedad. Al fin y al cabo, la cultura de
los jóvenes también removió la cuestión de género” (Pujol, 2002: 65).

Estos discursos hablaban de una mujer moderna que ya no aceptaba dócilmente


la sujeción doméstica, con nuevas aspiraciones de individualidad y alguna
apertura hacia nuevas ideas sobre las relaciones amorosas y familiares:
“… esa Nueva Mujer, menos sedosamente femenina, tan independiente y
decidida a encontrar una vida nueva y propia, era la heroína de un tipo
distinto de historia de amor. Era menos agresiva en su afán por encontrar a
un hombre. Su apasionada implicación en el mundo, su propio sentido de sí
misma como individua, su confianza en sí misma, le daba un sabor distinto a
su relación con el hombre” (Friedan, 2009: 76).

Algunos relatos en la prensa femenina hablaban de mujeres que daban pasos


para construir su independencia y para asomar a una vida amatoria más autónoma.
Se animaban a dejar encierros, limitaciones y, sobre todo las jóvenes, se permitían
asomarse a experiencias –entre ellas, las eróticas- menos encorsetadas:
“Sin duda, ese desamarre de la moral convencional significó una torsión de
la subjetividad, puesto que se trataba de un aprendizaje del cuerpo, de un
conocimiento que alteraba en buena medida la conjura patriarcal relacionada
con su control. Finalmente parecía que muchas mujeres accedían al
erotismo. Sin embargo, la censura aparecía siempre: se podían hacer muchas
cosas, pero también había que parecer” (Barrancos, 2010: 228).

Sin embargo, la renovación periodística a veces descalificaba las luchas


feministas. Un argumento frente a la avanzada feminista era, como en décadas
anteriores, la pérdida de la feminidad. El propio Julio Mafud, escritor de La
Revolución sexual argentina (1966) mostraba preocupación por el avance
problemático del género, la pérdida de cierta esencia de lo femenino y las nuevas
conductas de las mujeres que podían masculinizarlas (Barrancos, 2010).

22
En este sentido, el comic de Mafalda cristalizó una perdurable ilustración de la modernización
cultural relacionada a nuevas expectativas femeninas. La creación de Quino (Joaquín Salvador
Lavado), que comenzó a publicarse en Primera Plana en 1964, representaba a las nuevas
generaciones para las cuales jugar a limpiar, lavar, planchar, coser y cocinar era una invitación a
repetir la mediocridad de sus madres. Susanita, en cambio, su mejor amiga, era la antítesis de la
niña intelectualizada, que deseaba casarse y tener hijos.
147
Las revistas femeninas buscaban diferenciarse del feminismo al tiempo que
reclamaban a los varones que acompañaran a los cambios de las mujeres. En
Maribel, como contrapeso de las notas firmadas por feministas, se publicaban
críticas a los avances en los derechos femeninos. Por ejemplo, en la nota titulada
“La mujer 1963” (Maribel Nº 1573, 23/04/63: 50), un ‘argentino medio’
expresaba su ‘opinión masculina’ sobre la mujer de época. El texto despotricaba
contra los avances del feminismo, ya no en el marco de la igualdad de los sexos
sino en ‘la guerra de los sexos’, luchando por reubicar a la mujer en su reino, el
doméstico:
“Mientras que en el pasado se contentaban con ejercer su poder en forma
subrepticia y mediante procedimientos sutiles, hoy han entrado en la lid y
reivindican las formas exteriores de ese poder con sus estatutos y sus
responsabilidades. Al mismo tiempo, según la falta de lógica característica en el
sexo débil, desean seguir siendo en forma absoluta el objeto de las atenciones y
miradas que anteriormente el hombre les prodigaba cuando su falta de defensa era
evidente. Es como si un gato se comportara como un tigre y exigiera ser tratado
como un dulce animalito doméstico al cual se le sirve leche en un platito” (: 50).

Denunciaba que: “El hombre ha soportado este ridículo estado de cosas con
una docilidad sorprendente” (: 50), puesto que la docilidad era una cualidad
femenina, no masculina. Además presentaba la amenaza de la contraofensiva viril
ante los cambios en el modo de vivir de las mujeres:
“El movimiento masculinista crece por debajo de la superficie, y no sería de
extrañar que un día ‘los derechos del hombre’ llegaran a ser un grito de batalla. Los
mártires harán guerra de hambre antes que empujar los cochecitos de niños por los
paseos públicos, mientras que los héroes se harán encadenar a las verjas de los
edificios públicos para llamar la atención sobre las torturas que debe experimentar
el sexo fuerte de parte de estas mujeres arrogantes que reclaman simultáneamente
un abrigo de visón y una banca en el parlamento” (: 50).

Desde un discurso que asociaba el reclamo de derechos femeninos y feministas


a la arrogancia, se describía el estado de cosas como una guerra entre el sexo
fuerte debilitado y el sexo débil empoderado, prediciendo el caos futuro, y
destinando a las mujeres a perder la batalla:
“Cuando los sociólogos escriban en el futuro sus tratados, harán notar que las
mujeres han cometido un error fatal de cálculo al ‘decretar’ el derecho de elegir sus
legisladores. La posteridad quizás compruebe que han trocado la realidad del poder
por su sombra. En cambio, como madres y esposas, han reinado sobre los hombres
desde los tiempos de Adán. Eran como un ejército admirablemente equipado y

148
‘camouflado’23, colocado en una situación dominante, y he aquí que deciden
descender al llano para atacar a las fuerzas de una artillería más poderosa” (: 50).

El discurso se respaldaba en el texto bíblico para recordar a las lectoras sus


deberes únicos, inalterables y eternos: los de madres y esposas. También se
amparaba en el recurso de autoridad de unos estudios sociológicos aún
inexistentes, bajo el rango de una ciencia de moda en la época, que apuntaba a
validar la predicción. Se respaldaba en la psiquiatría y el conductismo: “Los
psiquiatras nos demuestran que la reacción de Pavlov más inmediata y angustiosa
en un hombre es la que produce una sola palabra ‘Mujer’” (: 50).
Así, se hacía escarnio del feminismo, reclamando el retorno a un estado de
‘naturaleza femenina’, cuya plenitud sólo se alcanzaba a través de la pasividad, la
aceptación de la dominación masculina y la maternidad nutricia, en un discurso de
una misoginia demasiado visible para tratarse de una revista femenina.
Pero entonces, en el juego de contrapesos discursivos, Maribel publicaba en
julio de 1964, otra nota firmada por Bullrich, titulada: “¡Qué miedo nos tienen los
hombres!” (Maribel Nº 1637, 21/07/64: 8):
“Según ellos, a la mujer siempre le falta un hombre: ese hombre, por supuesto, es él.
No ningún otro; los otros, ya lo sabemos, no sirven para nada. En vano tratamos de
describirles las proezas del representante del sexo masculino que estuvo o está en
nuestra vida. Nuestro interlocutor nos escucha meneando la cabeza y nos mira con
infinita piedad: ‘No sabés lo que es un hombre’, nos dice con ese melancólico desdén
con que los grandes viajeros, renunciando a describir las bellezas del mundo, las
resumen al dirigirse a un sedentario: ‘No sabés lo que es París… No sabés lo que es
Florencia’. Naturalmente nuestra seguridad vacila, ¿ignoraremos lo que en verdad es
un hombre?” (: 8).

La autora narraba su experiencia y hablaba del derecho de las mujeres de


negarse a un varón:
“Ellos pagan la comida, o el cine o la boîte… siempre claro, que no hayan venido a
comer a nuestra casa o que no nos hayan mandado a nosotras entradas para un
estreno. De todas maneras supongo que al volver de esos infructuosos catch-as-
can, tendrán que resignarse a aceptar que el problema de esa mujer no es, sin duda,
que ‘le falta un hombre’. ‘¡Bah!, se dicen al meterse en la cama sin haberse lavado
los dientes (cosa que los hombres olvidan más a menudo que las mujeres), es una
mujer frustrada, tiene un complejo de… bueno, de cualquier cosa, porque en
materia de complejos para endilgarle al prójimo hay de todo como en botica.

23
El error ortográfico al escribir esta palabra, derivada de camuflaje, se presenta en varias
ocasiones. El vocablo estaba de moda entonces. De hecho aparece en otras ocasiones escrito como
‘camouflage’.
149
Porque ninguna mujer que no sea frustrada o acomplejada podría, normalmente,
haberle dicho que no” (: 9).

Frente a un discurso que ponía en jaque ciertas prácticas masculinas, desde un


afán moderador, la revista ese año también publicaba una encuesta titulada: “El
hombre también ha cambiado” (s/n, 1964: 19), y presentaba una reflexión
tendiente a contener los cambios:
“La mujer se intelectualiza cada día más, y por consecuencia, se hace menos
impulsiva. El cerebro comienza a prevalecer sobre cualquier sentimiento. El gran
empuje dado –quizás demasiado velozmente- a la independencia femenina en el
último cuarto de siglo, ha llevado a extremos desaconsejables. Comprendemos que
la separación antigua de ‘mujer-sentimiento’ contra ‘hombre-cerebro’ es
demasiado primaria, pero hay jóvenes que olvidan su misión afectiva, su
realización humana, para dedicarse totalmente a satisfacer su vocación. Tampoco
puede hacerse un mito de la liberación. La mujer tiene que tomarla paulatinamente
de acuerdo con las necesidades y situación personal, sin echarle todas las culpas al
futuro esposo” (: 19).

Se decía que la independencia femenina llegaba a ‘extremos desaconsejables’


que debían moderarse. ‘La vida del hombre y la mujer’, o lo que luego se
denominaría como las relaciones de género, era un tópico de moda: “…a través de
los siglos los dos sexos van cediendo sus apodos de, el más ‘fuerte’ y el más
‘débil’”, exponía en su portada la revista Karina (Gente Nº 219, 02/10/69: 22).
Cuando esas relaciones se comprendían como una guerra, tenían como escenario
no sólo el ámbito doméstico sino, especialmente, los espacios de trabajo, donde
las mujeres iban ganando terrenos antes dedicados exclusivamente a los varones.
Tal era el caso del ambiente publicitario, según exponía la nota de raigambre
feminista en Maribel titulada “La publicidad, un mundo conquistado”:
“Cuando Simone de Beauvoir establece en “El segundo sexo” que el hombre
condicionó el mundo para sí mismo mientras la mujer es ‘lo otro’, vale decir
aquello que él ubica como le resulta cómodo, no pensó que la mujer se ingeniaría
para ganar una buena batalla en la guerra de los sexos” (Maribel Nº1656, 08/12/64:
8).

Las conquistas en los ámbitos laborales extradomésticos se justificaban


apoyadas en un discurso feminista, de corte racionalista y evolucionista, asentado
en el progreso y la modernización: “… cuando el hombre se vuelve racional se
libera de los prejuicios y ya la mujer no es ‘lo otro’ sino una totalidad que en la
lucha de la pareja humana libra para mover el engranaje del progreso” (: 8).
Desde una mirada cosmopolita, la revista Life registraba y bregaba por la
150
aceptación de los cambios en la igualdad sexual, desde una posición pluralista y
anti discriminatoria:
“Muchos hombres norteamericanos consideran esta evolución como un reto y se
oponen a ella, acaso porque se sienten sexualmente amenazados. Esos
norteamericanos tal vez no comprendan todavía bien que esa evolución de la mujer
es parte de los profundos cambios que están ocurriendo en toda la estructura social
del mundo. El hombre debe reconocer que en el mundo de hoy, a ningún grupo,
como grupo, puede tratársele como inferior a causa del color de su piel, de sus
creencias religiosas, de sus orígenes nacionales… o a causa de su sexo” (“Nacemos
ya sexuales”, Life en español Vol. 32, Nº8, 07/10/68: 58).

El modelo de la mujer independiente, moderna o liberada asumía el interés que


le despertaba la sexualidad (Cosse, 2010) reclamaba autonomía de acción social y
política, pero también emocional, sexual y personal. Pero entonces, se advertía
que esta independencia y el éxito femenino podía ir en detrimento del amor: “-
Hermosa, joven y triunfadora. Pero cerrada al amor. Así es la misteriosa Marie
Laforet” anunciaba la revista Karina (Gente, Nº 215, 04/09/69: 23).
En La Revolución sexual argentina (1966), Mafud mostraba la expansión de
ciertas prácticas sexuales y, sobre todo, evidenciaba que las mujeres se disponían
a ejercitarlas procurando mayor placer. Estas señales de autonomía aumentaban
las preocupaciones de las familias –tanto progresistas como conservadoras- en
torno de las sexualidad de las jóvenes (Barrancos, 2010). La novedad consistía en
que las jóvenes apostaban a tomar riesgos con su libertad mucho más que a
satisfacer la censura de la casa. Este era un tópico de la literatura y del cine. “Las
tocables” se denominaba un filme cuyo estreno cubría la revista Gente:
“Son tocables si lo permiten. Cuando no quieren escupen, patean, arañan y se
defienden tan bien como cualquiera. El problema de la libertad (esa que no atenta
contra la de los otros) está planteado en una conversación de la película. Por
navegar contra esa idea de que todo está bien mientras el otro asienta, las cuatro
muchachas del ‘swinging London’ se meten en un lío descomunal en el que corren
el riesgo de ser violadas, golpeadas y asesinadas” (“Las tocables. Con gusto no
pica”, Gente Nº193, 03/04/69: 23).

El texto actualizaba el peligro para las jóvenes de traspasar la línea del orden
sexual y moral; pero a la vez miraba con simpatía estas nuevas liberaciones
eróticas:
“…la idea original de mostrar cómo la juventud ‘mod’, ‘pop’, ‘beat’, o lo que sea,
está demoliendo con el pico, con la pala, con las uñas y los dientes la protestante,
rígida y maloliente moral victoriana, quizá para peor, pero con la chance de que la
de ellos traiga un gran viento fresco que sople sobre las cenizas que durante siglos
ha acumulado la hipocresía. […] Meta y ponga, hacha y tiza, desde antes de los
151
títulos un espectáculo enceguecedor salta desde la pantalla para golpear con
imágenes eróticas, teñidas de humorismo, los ojos bizcos del espectador,
llenándolos de color, música golpeada y ritmo de montaje” (: 23).

Ante semejantes escenas, el cronista d relataba con gracia que los ‘viejos de
más de 60 años’ se iban del cine poco después del comienzo de la película: “Los
miré y eran viejos y viejas que nacieron con barba blanca y rodetes sobre las
orejas” (: 23). Lo viejo, lo joven, la libertad y los tabúes se enfrentaban en la
crónica.
Para el feminismo, la autonomía sexual era un tema de debate. Parte del cauce
feminista abogaba por la agencia de los derechos sexuales a diferencia del
feminismo en sus inicios que había estado canónicamente asociado a la moral
convencional y no habilitaba el registro erótico. Las feministas de principios de
siglo XX no pensaban en los derechos de las sexualidades, de la misma manera
que no se permitían ninguna perspectiva sobre lo erótico personal (Barrancos,
2015b).
Con la llegada de la segunda ola, el feminismo comenzaba a alentar el derecho
al uso erótico de su cuerpo (Barrancos, 2015b). Se debatía el derecho de la mujer
al placer sexual separado de la reproducción, mientras a la par se denunciaba la
opresión sexual. Ambas miradas implicaban reconocer que la sexualidad era un
campo de limitaciones, represión y peligro pero a la vez de exploración, libertad y
autonomía para las mujeres:
“Este doble enfoque es importante, creemos, porque hablar únicamente de
placer y gratificación es ignorar la estructura patriarcal en que se mueven las
mujeres; pero hablar únicamente de violencia y opresión sexual equivale a
ignorar la experiencia de las mujeres como agentes de sexualidad con
opciones sexuales, y sin quererlo incrementa el terror y desengaño sexual en
que viven las mujeres” (Vance, 1989: 219).

La época obtuvo un aumento de autonomía sexual para las mujeres. Para la


historiadora Dora Barrancos (2011) el erotismo fue una conquista feminista de los
’60, cuando las mujeres comenzaron a cuestionar con más fuerza las obturaciones
al deseo sexual y el placer apareció como uno de los lugares desde donde la
rebelión frente a los viejos mandatos era posible.

152
Pero entonces, cierto feminismo continuaría asociando la sexualidad al peligro,
como un terreno propicio para la opresión de género no sólo a través de la
violencia, la brutalidad y la coacción masculinas sino también de la represión del
deseo femenino a través de la ignorancia, la invisibilidad y el miedo (Vance,
1989). En detrimento de la investigación sobre los temas del placer sexual, la
libertad de elección y la autonomía sexual de la mujer, se daría paso al enfoque de
la opresión sexual.
El erotismo ha constituido una temática escabrosa dentro del movimiento.
Después de los ’70, las categorías de sexualidad y género serían ampliamente
abordadas y discutidas, pero la de erotismo quedaría muchas veces solapada tras
la de sexo o asociada a la pornografía. En tanto nudo problemático, la erótica
dividió aguas dentro las posiciones teórico-políticas dentro del propio feminismo,
que brindó respuestas complejas y contradictorias al respecto.
Gayle Rubin (1989) ha sostenido que, si bien el movimiento feminista ha sido
una fuente de reflexiones interesantes sobre el sexo, ello no supone que haya sido
o deba ser el lugar privilegiado de una teoría sobre la sexualidad. Una tendencia
teórica y política ha respondido tenazmente a las manifestaciones eróticas,
analizándolas (y juzgándolas) desde el marco interpretativo de la opresión de
género o de la dominación masculina y ha considerado la liberalización sexual de
los ‘60 como una mera extensión de los privilegios masculinos. Otra corriente, en
la cual se inscriben Vance y Rubin, se ha opuesto a la primera, caracterizándola
como ‘antipornográfica’:
“El movimiento antipornografía ha pretendido hablar en nombre de todo el
feminismo. Afortunadamente no es así. La liberación sexual ha sido y
continúa siendo uno de los objetivos feministas. Aunque el movimiento de
las mujeres haya quizá producido parte del pensamiento sexual más
regresivo a este lado del Vaticano, ha elaborado también una defensa clara,
innovadora y apasionante del placer sexual y la justicia erótica” (Rubin,
1989: 47).

En los ’60, muchas feministas aún se resistían a abordar las cuestiones


sexuales. La mayoría de ellas “estaba francamente en contra y era reservada sobre
la anticoncepción y muy mojigata sobre la sexualidad, tema siempre tabú para el
pudor femenino” (Perrot, 2008: 94). A pesar de su declarada oposición a la cultura
patriarcal, algunos pronunciamientos feministas sobre formas de sexualidad
153
políticamente deseables o indeseables tenían un notable parecido con los
pronunciamientos conservadores (Vance, 1989).
Pero también se difundiría una crítica feminista a las restricciones impuestas a
la conducta sexual de las mujeres y el alto precio que se les hacía pagar por ser
sexualmente activas, reclamando una liberación sexual que alcanzase tanto a las
mujeres como a los hombres, a través de una discusión más abierta sobre la
sexualidad.
En la prensa femenina, más cerca o más lejos del feminismo, el derecho
femenino de realización erótica iba ganando terreno. En un momento de fuerte
resignificación y reconfiguración del erotismo femenino, mientras muchas
mujeres experimentaban transformaciones en sus vidas eróticas, las revistas
debatían sus dimensiones de amor, de sexualidad, sus modos de entender sus
cuerpos, sus deseos y placeres.

6. Un cuarto propio: la resignificación de la soltería


La soltería en las mujeres, hasta entonces considerada como la situación de las
‘no colocadas’, las ‘solteronas’, comenzaba a implicar una decisión de vida que
necesitaba, entre otras cosas, de cierta independencia económica.
Las feministas resaltaban la importancia de la independencia económica, pues
la libertad formal no servía si la mujer se encontraba aún privada de derechos y
solvencia económica. El desfasaje entre la conquista de derechos y su falta de
concreción material, advertía De Beauvoir (2007), podía derivar en un “…tipo de
la falsa emancipada que, en un mundo del que los únicos dueños siguen siendo los
hombres, no posee más que una libertad vacía: es libre ‘para nada’” (: 85). La
importancia de la dimensión material de la libertad había sido remarcada por
Virginia Woolf (2008 [1929]) en Un cuarto propio, de 1929. Una desventaja
concreta de la mayoría de las mujeres se materializaba en la falta de posesión de
un espacio de libertad como una habitación propia donde pudieran disfrutar de la
soledad necesaria para el ocio o la concentración.
En los ’60 las mujeres comenzaban a abandonar la casa paterna sin
necesariamente casarse para ello. Con la actualización del modelo de la joven
moderna se extendió la práctica de irse a vivir sola, a veces en compañía de
154
alguna amiga con la que se alquilaba un departamento. Así, muchas mujeres
salían de su condición de menor, de ser tutoriadas, aconsejadas y controladas.
Sobre esta relación entre el espacio propio y la libertad apuntaba la revista
Maribel: “Operativo departamento: pesos y m2 para la libertad” (Nº 1665,
16/02/65: 3). Con la imagen de una chica durmiendo vestida sobre un sofá, la nota
se presentaba como un “reportaje a la realidad” (: 3), amparada en el mito de la
transparencia discursiva y la capacidad de habla de esa realidad:
“Chicas que encaran el problema –el eterno problema- de su libertad y tropiezan
con las mil y una dificultades que el momento impone, como precio altísimo, a
veces inalcanzable. O cuando las manos suben lo suficiente para alcanzarlo, sólo
encuentran una nueva esclavitud: trabajar sin descanso para pagar una libertad que
en última instancia no sirve para nada, porque falta tiempo para disfrutarla” (: 3).

El texto se amparaba en algunas cifras como parámetro de esta situación: “…se


ha dicho que el 25 por ciento de las mujeres adultas, o mayores de edad, si se
prefiere, viven en esas condiciones en Buenos Aires” (: 3). Pero entonces se
interrogaba: “¿Qué hacen las mujeres solas?” (: 3), postulando una incógnita que
las mujeres que no estaban solas necesitaban resolver. “En su gran mayoría son
empleadas, taquígrafas, telefonistas, traductoras, etc.” (: 3), respondía. También se
preguntaba: “¿Cómo pueden vivir solas con esos sueldos?” (: 3).
La libertad aparecía casi como un sinónimo de la independencia económica:
“… cuando se alcanza el tope de los treinta mil pesos, ya la independencia es algo
tangible para una mujer sola” (: 5). La importancia del cuarto propio se había
difundido y Femirama, en 1967, presentaba tips para la decoración de ‘la
habitación de la joven soltera’:
“En este siglo XX tan lleno de altibajos, pero al mismo tiempo tan positivo, la
mujer soltera ya ha dejado de ser esa persona anodina supeditada a los caprichos de
toda la familia. Trabaja, es independiente y por lo tanto puede permitirse cosas que
antes le estaban vedadas, por ejemplo, decorar las habitaciones o los rincones que
‘le pertenecen’, dejándose llevar por su buen gusto y poniendo en ellos detalles
modernos y sumamente femeninos” (“La habitación de la joven soltera”,
Femirama, 03/67: 9).

La tesis de Woolf reaparecía en estas notas que exaltaban los espacios para la
soledad: “El dormitorio es el lugar donde la joven puede dar salida a todas sus
ideas, ya que le pertenece a ella sola” (: 11).

155
No obstante esta valorada independencia, la soltería femenina se cuestionaba
en las revistas femeninas. El desarrollo laboral, intelectual de la mujer la alejaba
del varón y, por ende, del matrimonio:
“… un tema bastante candente: La mujer de veinticinco años de edad (edad media,
que varía según las circunstancias), que ha logrado, por el trabajo o el estudio, una
posición sólida y estable, ¿encuentra en el hombre una serie de defectos que la
alejan cada vez más del matrimonio?” (“Proceso a la soltería”, Maribel s/n, 1964:
18-19).

Se analizaban las razones por las cuales la mujer se alejaba del matrimonio.
Una de ellas era ‘el egoísmo del hombre’:
“…el principal reproche dirigido al hombre es su egoísmo. Y algunas agregan su
vanidad, su petulencia, su presunción de ‘sexo fuerte y dominante’.
Otras coincidieron en decir que hay una cierta diferencia entre los sexos, que molesta
a la mujer, pero de la que el hombre no es culpable, porque no la percibe” (:19).

Ya no eran la independencia, el apellido, la seguridad económica, los


problemas más difíciles de una mujer moderna para vencer su hostilidad a
contraer matrimonio:
“El principal obstáculo es el Hombre. Pero los hechos nos muestran que, en la
lucha de los sexos, tanto el hombre como la mujer, van madurando gradualmente, y
van tomando mayor conciencia de las dificultades que afectan al otro. El futuro, en
última instancia, tendrá la palabra” (: 19).

Otra razón de alejamiento de la boda era ‘la elección difícil’ entre la carrera
propia y el matrimonio, encrucijada en que los varones no se hallaban pues no los
vivían como incompatibilidades, ya que las demandas domésticas no les atañían:
“El problema de la elección, la eterna elección entre el matrimonio y la carrera,
suscitó respuestas dispares, pero la gran mayoría apoyó el matrimonio: ‘El
matrimonio es una lotería, pero estoy dispuesta a jugarme’, dijo la secretaria de una
gran empresa comercial. Varias se volcaron por la carrera, y las menos dijeron que
el futuro económico era demasiado importante, y el ‘contigo pan y cebolla’ era una
frase demasiado romántica para el materialismo que nos toca vivir” (: 19).

156
Figura 33: “Proceso a la soltería”, Maribel, 1964.

Se alegaba que el papel que les tocaba cumplir a las mujeres modernas era, en
el fondo, demasiado pesado e iba disminuyendo su femineidad. Ante la
profesionalización femenina, se postulaba que: “La solución ideal sería tratar de
integrar a un mismo nivel los nuevos derechos sociales con su condición de madre
y esposa” (:19). Pero finalmente, se aducía que el ‘paralelismo profesional’, más
que producir nuevas barreras y celos de realización entre ambos sexos, llevaría a
un mayor entendimiento recíproco, renovando la esperanza en la conyugalidad.
A veces sucedía la soltería se presentaba como una opción deseable. No
obstante, seguían predominando las descalificaciones a las solteronas. Pero
además, las costumbres estaban muy lejos de otorgar posibilidades sexuales
equivalentes a los varones y mujeres solteras. A ello se sumaban los peligros de
ser una madre soltera: “…en particular la maternidad le está poco menos que
prohibida, puesto que la madre soltera es piedra de escándalo” (De Beauvoir,
2007: 134).
Hasta entonces, no era fácil ser una muchacha, tan poco libre para tomar
decisiones sobre el futuro o tener proyectos amorosos, tan expuesta a la
seducción, al hijo no deseado, a la soledad y al abandono (Perrot, 2008).
Paulatinamente, estos sentidos iban cambiando y la soltería se presentaba como
una opción posible para las mujeres y no tan sólo como una fatalidad. La difusión

157
de los anticonceptivos ahuyentaba el peligro de una maternidad soltera y no
deseada.
Pero entonces, aunque la soltería se presentaba como una posibilidad, lo
deseable seguía siendo la constitución de una pareja, asentada en el amor. Para
llegar a este final feliz, las historias de amor en las revistas femeninas ilustraban
toda una serie de pasos que debían cumplirse antes de la boda: el enamoramiento,
la conquista, el sufrimiento amoroso, el romance, la pasión, las ‘pruebas de amor’
y hasta las infidelidades –masculinas.
La erótica del amor contaba con una posición jerarquizada entre los tópicos
característicos de las revistas femeninas, en medio de una época de
transformaciones conyugales. A esta dimensión del erotismo en la prensa para la
mujer se destina el próximo capítulo.

158
CAPÍTULO V
UNA ERÓTICA DEL AMOR

“El acto de amar no es erótico en sí; pero su


evocación, su invocación, su sugestión y aun su
representación pueden serlo” (Lo Duca, 2000: 9).

“¿Cómo no ha de conservar todo su valor el


mito de la Cenicienta? Todo estimula todavía a la
joven soltera a esperar del «príncipe azul» fortuna y
felicidad antes que a intentar sola la difícil e incierta
conquista” (De Beauvoir, 2007: 134).

“… el amor es también una coreografía


catalogada que hay que integrar de joven para
olvidarla después, como la mano del artesano,
del pintor o del músico realiza su trabajo sin
pensar” (Bruckner, 2011: 183).

1. Discursos de la sexualidad o discursos del amor


Los discursos de la sexualidad no educaban el erotismo. Y, aunque muchas
veces se intersectaran, también se separaban de los del amor. El discurso de la
educación sexual, de tintes cientificistas, irritaba a los moralistas que se
posicionaban en defensa del amor. Entre las cartas a la redacción de la revista
Life, una lectora respondía ofendida ante la nota “Nacemos ya sexuales”:
“Hay una constante confusión entre amor y sexualidad, que no sólo es falsa, sino
que perjudica grandemente a la mujer, ya que su vida está centrada en el amor, que
es su mayor fuerza creadora, y su mayor necesidad. No definiré el amor, pero es
algo anímico.
Sin desconocer la fuerza propia del instinto sexual, lo sexual es para la mujer un
medio, un lenguaje espontáneo pero nunca un fin.
La identificación de cumplimiento sexual y orgasmo es otro error. Mejor que una
educación sexual torcida, es la mera instrucción sexual, que proporciona elementos
de conocimiento al amor.
La represión sexual puede llevar a trastornos psíquicos, pero el falseamiento del
amor daña todavía más a la personalidad.
Se burla la autora del pasado a favor de una idea estrecha. Incluso las confesiones
de B.B. [Brigitte Bardot] en materia sexual serían más humanas” (“Cartas a la
redacción”, Life en español, Vol. 33 Nº 2, 27/01/69: 2).

No obstante su cooptación moralista, los discursos del amor no eran más


inocentes, por el contrario. El erotismo se relacionaba al tópico del amor en las
narrativas rosas. Aunque la dimensión erótica del amor o la dimensión amorosa de
la erótica no se asocian necesariamente, cabe analizar aquí lo que Bataille (2010
[1957]) denomina como el ‘erotismo de los corazones’:

159
“Si bien se distancia de la materialidad del erotismo de los cuerpos, procede
de él por el hecho de que a menudo es sólo uno de sus aspectos, estabilizado
por la afección recíproca de los amantes” (: 24).

El amor difiere del erotismo sensual, pero “…se sitúa en el movimiento por el
cual la sensualidad da como pretexto al desorden del deseo una razón de ser
benéfica” (: 247). El amor recubría de un halo bondadoso al erotismo.
Erotismo y amor pueden o no entrar en confluencia pero no pueden ser
superpuestos (Bleichmar, 2014). Ahora bien, como sostiene Octavio Paz (1994):
en esta conexión íntima entre sexo, erotismo y amor, las fronteras entre la
sexualidad animal, el erotismo humano y el dominio más restringido del amor son
a veces difíciles de trazar.
Con esta intención se realizará en este capítulo un recorrido por el tópico del
amor, comprendido como arte, como discurso y prácticas, en las revistas
femeninas, especialmente en las narrativas ficcionales con sus tópicos y figuras
prototípicas del amor romántico y la pasión.

1.1 El arte amatorio


Entre los antiguos griegos, la erótica se entendía como el arte de la conducta en
la relación de amor (Foucault, 2006). Asociado al placer físico, suponía que Eros
era un complemento necesario de Afrodita: sin Eros, la obra de Afrodita no era
nada más que el placer fugaz de los sentidos, y sin Afrodita, Eros no era menos
imperfecto, pues le faltaba el placer físico (Foucault, 2011b).
Pero desde entonces, un antiguo dualismo partiría al amor en dos: un amor
vulgar en el cual los actos sexuales eran preponderantes y un amor noble, puro,
elevado, celestial, donde la presencia de los actos sexuales quedaba, si no anulada,
al menos velada (Foucault, 2011b). Una erótica dualista -‘platonizante’- distinguía
entre un amor verdadero, espiritual y puro, de un amor falso, engañador, vulgar y
físico, orientado hacia los placeres. La diferenciación entre lo puro y lo impuro se
extendería a lo largo de la historia del erotismo; entre los amores excepcionales y
los habituales, los celestiales y los terrenales, los castos y los denigrados, los
soñados y los vividos. Así expone Pascal Bruckner (2011) este dualismo que ha
llegado a los tiempos contemporáneos:

160
“La idealización del sentimiento soñado comporta la depreciación del
sentimiento vivido. En lo cual se reconoce la antigua división cristiana entre
el ágape divino, don gratuito, sin límites, y el eros humano, totalmente
manchado de egoísmo, que debe alejarse de sí mismo, con un movimiento
ascensional, para ser digno de Dios. En nombre de una finalidad inaccesible,
se nos invita a calumniar nuestras uniones torpes, en lugar de admitir que el
amor no es otra cosa que lo que experimentamos, en el humilde presente, a
la vez precario y magnífico” (Bruckner, 2011: 213).

Herbert Marcuse, en “Acerca del carácter afirmativo de la cultura” (1967


[1935]), denunciaba este dualismo que había atravesado, con sus particularidades,
diferentes períodos históricos. Esta división había desdoblado al placer,
implicando, por un lado, una expansión banal, cosificada y hasta mercantilizada
de lo sensible; por otro, una espiritualización, sublimación y ennoblecimiento de
algunas emociones y sentimientos. Este segundo movimiento se organizaba a
través de la educación cultural que internalizaba el placer mediante su
espiritualización, sublimizando y controlando los sentidos. Y para Marcuse, de
esa conjunción entre los sentidos y el alma nacía “la idea burguesa del amor” (:
61).
La división entre amor y placer iba a dar lugar, en las revistas femeninas de los
’60, a la reflexión acerca del lugar que debía ocupar el placer en la relación
amorosa. Comenzaba a difundirse la premisa de que el amor se vivificaba con la
reciprocidad del placer. La reivindicación del sexo con amor era defendida en uno
de los bestsellers de la década, El arte de amar, de Erich Fromm ([1957], 1966),
una ‘investigación sobre la naturaleza del amor’ que ofrecía una interpretación
sociológica y psicológica, en un lenguaje fácilmente aprehensible, lo cual le
permitió convertirse en un libro de referencia.
Para Fromm, el amor erótico exigía una fusión completa y permitía superar la
angustia individual en un acto de compromiso personal y de pareja. Este
movimiento iba a contrapelo de las relaciones capitalistas donde el amor se
desintegraba al tiempo que el hombre era enajenado de sí mismo mediante la
rutina burocrática y el consumo. Fromm suponía que el amor era un arte, como
era un arte el vivir:
“…todos están sedientos de amor; ven innumerables películas basadas en
historias de amor felices y desgraciadas, escuchan centenares de canciones

161
triviales que hablan del amor, y, sin embargo, casi nadie piensa que hay algo
que aprender acerca del amor” (Fromm, 1966: 11).

Los discursos que aconsejaban al amor aparecían en los correos sentimentales


o las notas de opinión, que suponían, por un lado, al amor como un arte, una
construcción que requería conocimiento y esfuerzo. Pero por otro lado, los
discursos amorosos envueltos en las narrativas rosas o las publicidades preferían
comprender al amor como un sentimiento, una sensación placentera, una
naturaleza espontánea cuya experiencia era una cuestión de azar, algo con lo cual
una mujer tropezaba si tenía suerte.

1.2 El discurso amoroso: el corazón dictador


A diferencia del discurso de la sexualidad, el amoroso hace un uso constante de
la función poética del lenguaje, a través de toda una retórica del amor, con frases
musicales recurrentes. En las novelas, los dramas, las cartas de amor, las
expresiones amorosas buscan atrapar lo inexpresable del amor y lo tipifican
(Barthes, 2001):
“Bernardo leía la esquela de Nina con ojos húmedos; con la sensación de que una
onda cálida y dulce se le deslizaba en la sangre, le recorría los huesos. Una onda
profunda, intensa, que alcanzaba su alma, llenándola de serenidad.
‘…y me has devuelto la vida. ¿Para qué la quería sin ti? No necesitabas pedirme
perdón. He comprendido poco a poco que tus insultos nacieron no de tu rencor,
sino de tu pasión y de tu sufrimiento. Ven, amor mío pronto; pronto.’ -Sí –
murmuró Bernardo- Sí, Nina… Ahora mismo.
Y como un adolescente acarició el papel que exhalaba una leve, sutil fragancia: la
de Nina. Su piel; sus cabellos; su aliento” (“Los frágiles paraísos”, Maribel Nº
1627, 12/05/64: 30).

Los discursos amorosos otorgaban toda su importancia a lo que dictaba el


corazón. El amor se presentaba como verdad e incontinencia. Oír sólo los dictados
del corazón podía ser transgresor, llevando a desatar pasiones forajidas que ponían
en jaque a las grandes convenciones. En este sentido el amor se burlaba ‘de reglas
y leyes’, “…sus lazos escapan a la razón, a la religión, a las nacionalidades, a la
edad y a la fortuna” (“El amor a primera vista”, Maribel Nº1438, 30/08/60: 7).
La sentimentalidad del amor podía ser asumida como una fuerte transgresión,
pasando a considerarse como amor indecente; “…censurado en nombre de lo que
no es, en el fondo, más que otra moral” (Barthes, 2001: 193).

162
Algo de esa misma transgresión suscitaba el deseo de lectura de novelas rosas,
pero a la vez, era una transgresión completamente domesticada. Comercializadas
y masificadas, las narrativas rosas se publicaban en las revistas femeninas,
destinadas, sin embargo, a ser leídas en la intimidad.

1.3 El amor como marca femenina


Desde discursos diversos se postulaba la necesidad de la mujer de ser amada.
El único asunto que parecía realmente importar en las revistas femeninas era el
amor y el terror a la soledad (Friedan, 2009).
Al mismo tiempo se problematizaba el sentimentalismo femenino, asociado al
instinto maternal, que determinaba su relación con los hombres. Se decía que era
necesario distinguir al amor del sentimiento maternal, de la piedad y de la ternura,
ya que la emotividad ‘específicamente femenina’ tendía a confundirlos con
facilidad.
También se cuestionaba la vulnerabilidad femenina frente al amor y la piedad.
Los hombres no tenían más que inspirar piedad para conquistar a una muchacha,
un viejo truco, del que había que desconfiar, pues podía ser una trampa para las
mujeres, sobre todo cuando intervenía la compasión.
Al contrario de la política, el amor se catalogaba como una marca femenina:
“La política ni tiene nada que ver con el amor. Las mujeres enamoradas o no, no
se preocupan por tales coincidencias” (“¿Cuánto dura el amor eterno?”, Maribel
Nº 1640, 08/64: 12).
Enfrentado a los discursos del amor apolítico, el feminismo denunciaba la
dependencia amorosa como una debilidad femenina, impulsando nuevas
significaciones acerca de las relaciones amorosas. La definición del amor como
político e histórico desocultaba las relaciones de poder entre varones y mujeres
detrás de los cuidados. De esta manera, sus prácticas dejaban de considerarse
como aspectos íntimos y privados y pasaban a ser evaluadas como relaciones
políticas.
En las revistas femeninas las noticias políticas escaseaban, y en cambio, las
notas, entrevistas, encuestas, narrativas destinadas al tópico del amor inundaban
sus páginas.

163
2. Romance para ellas: narrativas rosas o ficciones
pedagógicas
El mayor espacio dedicado al tópico del amor en las revistas femeninas era el
de las historias de amor con todo su “imperio de los sentimientos” (Sarlo, 2011):
“…un mundo cerradamente femenino, donde el tema casi excluyente son los
hombres y las historias de amor” (Varela, 2005: 139).
Se trataba por lo general de relatos convencionales: “…tipo chica conoce a
chico o chica caza a chico” (Friedan, 2009: 76), minados de clichés. Las ficciones
requerían una mujer protagonista y se asentaban, por lo general, en pequeños
dramas cotidianos y no en tragedias. Sus personajes no eran héroes o heroínas,
sino mujeres y hombres comunes, aunque a veces algunos relatos contaban con
alguna secuencia trágica. Desplegados en pequeños incidentes dramáticos de la
vida, los dramas amorosos instaban a seguir las peripecias de la historia para saber
cuál sería el final (Barthes, 1986)24. No obstante, el romance podía concluir en
tragedia y ser alimentado con la transgresión. Una nota en Maribel marcaba esta
distinción oponiendo los pequeños dramas cotidianos a las narraciones de los
amores eternos:
“Un mito moderno –y antiguo- es el del amor eterno. ¿Qué hubiera sucedido si la
fatalidad no signada a los amores más respetables de la literatura y de la leyenda?
¿Qué ocurriría con una Julieta aburguesada, con una Eloísa menos decidida, con
una Isolda que no habitara en Germania? Esas mujercitas, tal vez, hubieran
presenciado que sus amantes se convertían en algo menos heroico… y, quizás, más
cómodo. Si el suplicio, el veneno, la estocada no alentaran entre los pliegues
terribles de la historia de los grandes amores de la humanidad, si una invisible
jornada fuera empalideciendo tantas frases de amor, si la cuenta del alquiler, los
impuestos, el club, los regalos de cumpleaños fueran los acontecimientos que
ocuparan las horas de Werther y Carlota, de César y Cleopatra, ¿no se parecerían
los integrantes de estos binomios famosos a nuestros vecinos o a nosotros
mismos?” (“¿Cuánto dura el amor eterno?”, Maribel Nº 1640, 08/64: 12).

Enmarcadas en las efímeras vicisitudes de la vida, las historias daban especial


importancia al romance en las relaciones amorosas entre varones y mujeres. Un
24
En las tragedias, en cambio, el desenlace se conoce por anticipado; no puede ser otra cosa que lo
que es: ni el poder del hombre, ni a veces el del Dios (y esto es propiamente trágico) pueden
mejorar ni modificar la suerte del héroe. La tragedia se opone al drama, supone la construcción de
una visión trágica de la existencia. Walter Ong (1996) expone la mutación que se fue dando entre
sus personajes:
“… la narración se basa cada vez menos en las grandes figuras […] puede fluir fácilmente
en el mundo vital humano ordinario que caracteriza a la novela. Aquí, en lugar del héroe,
con el tiempo encontramos incluso al anti-héroe, el cual (en lugar de afrontar al enemigo)
constantemente pone pies en polvorosa y huye…” (: 74).
164
sentimentalismo dominante inundaba los relatos bajo la forma del amor romántico
que presuponía la posibilidad de “…establecer un lazo emocional duradero con el
otro sobre la base de unas cualidades intrínsecas en este mismo vínculo” (Giddens,
1998: 4).
La frase: ‘tener un romance’ se convirtió en un sinónimo de cortejar o de una
relación pasajera. Pero el discurso de amor romántico por lo general idealizaba y
proyectaba el curso de procesos futuros, dependía de la identificación proyectiva
que creaba un sentimiento de plenitud con el otro, reforzado por la diferencia y la
complementariedad establecidas entre masculinidad y femineidad (Giddens,
1998). Al mismo tiempo, fuera de las narrativas, los discursos que reflexionaban
acerca del amor trataban de desmitificar al hombre y la mujer ideales:
“…‘el hombre ideal’ era un producto de inmadurez, la quimérica ilusión de la
adolescencia, que luego iba tomando contornos reales hasta hallar –o no- su
auténtica presencia en el compañero que, provisto de todos los defectos, virtudes y
flaquezas de cualquier ser humano, las completaba totalmente como mujeres.
Ese ‘hombre-hombre’ que no tiene rostro determinado, pero en el que la mujer
encuentra lo fundamental: su pareja” (“Los argentinos opinan sobre su mujer
ideal”, Femirama, Nº Especial Navidad, 12/67: 50).

Se advertía que esa ficción era peligrosa pues conducía a buscar lo inexistente,
y por lo tanto, se encontraba con la frustración. La búsqueda del Príncipe Azul –o
la de su fórmula femenina- producía decepciones: lo real nunca soportaba las
comparaciones con el ideal. La voluntad de completud generaba el dolor de la
incompletitud, salvo que se pusieran en marcha los mecanismos de defensa, como
la negación, que impedían asumir que los amores lejos estaban de la perfección.
Una decepción propia del bovarismo se hacía presente al comparar los amores
concretos con los ilusorios.25
De carácter inicialmente subversivo, el amor romántico era domesticado por su
asociación con el matrimonio y la maternidad; momento en que las historias por
lo general concluían. Era la muerte del romance, tanto en el caso del final feliz - la
pareja consolidada- o del de la separación: “… reunidos tras haber logrado

25
Se ha llamado bovarismo al estado de insatisfacción crónica de una persona, producido por el
contraste entre sus ilusiones y aspiraciones (a menudo desproporcionadas respecto a sus propias
posibilidades) y la realidad, que suele frustrarlas. El término refiere a la novela Madame Bovary de
Gustave Flaubert (2007 [1856]), cuya protagonista, Emma Bovary, se ha convertido en el
prototipo de la insatisfacción conyugal.
165
derribar todos los obstáculos se besaban en un fin interminable de película” (“¿Es
suficiente amar?”, Para Ti Nº 2400, 08/07/68: 23).
El amor romántico se asocia a un amor feminizado (Giddens, 1998) como el
triunfo de lo femenino en la pareja. Suponía una apuesta al futuro y,
especialmente para las mujeres, un paso idealizado en la búsqueda de la finalidad
del matrimonio.
En publicidad el romance vendía todo tipo de mercancías. Por ejemplo,
productos relativos al tacto, como las cremas que se investían de sentidos
románticos.

Figura 34: “Como ella…”, Publicidad Pond’s, Claudia,1964.

El romance también vendía automóviles. Tal era el caso de la publicidad de


Torino, en 1967, con una imagen típica para la época, de colores psicodélicos,
donde se mostraba un auto estacionado con sus puertas abiertas y una pareja
detrás, caminando abrazada.

166
Figura 35: Publicidad Torino, 1967.

El amor romántico se amalgamaba con la autorrealización femenina (Giddens,


1998). La libre elección de pareja, fundamentada en este tipo de amor y frente a la
intervención de los padres, se imponía como deseable. Sin embargo, esta
selección del objeto amoroso aparecía menos como una decisión que como una
experiencia personal espontánea que podía llevar al matrimonio. ‘Encontrar’ un
amor romántico se construía como una aspiración femenina, asentada en cierta
franja etérea, preferentemente antes de los 30 años de edad.
Conectado con la forma narrativa de la novela, el romance en las revistas
femeninas, no dejaba de cumplir un papel pedagógico, aunque no fuera éste el
tono de su discurso.
La pedagogía sentimental de las ficciones ofrecía orientación en las situaciones
amorosas y las mujeres obtenían información acerca del erotismo en estos relatos.
Incluso, sostiene Cosse (2010), las consejeras sentimentales solían decir que las
lectoras confundían los códigos de la ficción y los de la realidad. El consumo
ávido de novelas y narraciones románticas, asentado en cierto bovarismo,
alimentaba las fantasías amorosas (Giddens, 1998). Las historias se tejían con
fórmulas que desplegaban una serie de peripecias, destinadas a separar a los

167
protagonistas e impedir, hasta último momento, el matrimonio y la consumación
de la felicidad.
Ahora bien, el amor romántico no hablaba de relaciones igualitarias, todo lo
contrario. Indicaba que el verdadero amor es ciego, incondicional, irrenunciable,
con roles de género bien definidos. A él, la mujer debía de entregar la vida entera
y no aceptaba cuestionamientos, dudas o traiciones.

2.1 A primera vista


Las ficciones se tejían con una serie de tópicos y uno de los más usados era el
del amor a primera vista. La idea de la atracción instantánea en el amor romántico,
ese primer golpe de vista como gesto comunicativo e impacto intuitivo de las
cualidades de otro (Giddens, 1998), supone un proceso de atracción para alguien
que podía hacer completa y plena la vida de otro: “Al mirarse ambos sus
corazones aceleraron sus latidos e inmediatamente comprendieron que habían
nacido el uno para el otro” (“El amor de un hombre”, Para Ti Nº 2420, 21/11/68:
6). El ‘a primera vista’ implicaba un ‘choque’, un impacto a través de la imagen
de otro, sordo a la voz de la razón:
“Fernando encontró a Mónica por primera vez en la calle, lugar poco adecuado
para hablar si se tiene algún respeto por las convenciones sociales. Pero éstas
habían perdido toda importancia en ese momento para Fernando, cuyo corazón
acababa de recibir el impacto de un inesperado choque. Llevado por un impulso
irresistible, se volvió y comprobó que también ella había hecho lo mismo. Se
miraron sin moverse siquiera, tan sorprendidos estaban ambos de su emoción.
Nada sabían el uno del otro. Ni sus nombres, ni su edad, ni su situación social; sin
embargo, en unos segundos, se habían entregado mutuamente el corazón, su
vida…” (“El amor a primera vista”, Maribel Nº1438, 30/08/60: 7).

En su versión más literaria o poética, el amor a primera vista implicaba a dos


sujetos amorosos que se encontraban raptados -flechados, capturados y
encantados- por la imagen del otro (Barthes, 2001):
“Desde el instante en que sus miradas se habían cruzado por primera vez, se había
sentido atraída por aquel joven. Aquello era lo que llaman el flechazo. Algo nuevo
nacía en ella. Algo inédito que jamás había sentido hasta entonces. Le hubiera
gustado poder detener el implacable transcurrir del tiempo y prolongar
indefinidamente la duración de aquel instante ideal” (“El secreto de Olga”, Maribel
Nº1461, 14/02/61: 14).

Repetido en las ficciones, era analizado en los artículos de las revistas:

168
“’Se suele leer en las novelas: ‘…no se conocían, pero se reconocieron al
encontrarse’.
Palabras que parecen triviales y que, sin embargo, describen un choque, una
conmoción pasional profunda, la emoción más inexplicable que puede producirse
en la vida de un hombre o de una mujer: el amor a primera vista.
El amor a primera vista existe realmente, no obstante el escepticismo de las gentes
cuyos sentimientos son regidos más por la razón que por la emoción. Sucede
realmente que entre dos seres, que hasta ese momento nunca se habían visto, se
produce ese fenómeno extraordinario, y surge, avasallador, ese deseo de no
separarse nunca más, de compartirlo todo.[…] el amor a primera vista, el amor-
choque, no necesita ni de una semana, ni siquiera de una hora para trastornar a dos
seres. Es como un incendio, como una explosión que no da tiempo a las víctimas
de preguntarse: ‘¿Es linda?’ ‘¿Es un hombre para mí?’ ‘¿Le gustará vivir en el
campo?’ No, no hay tiempo para plantearse problemas ni cuestiones; nada tiene
importancia. Es por sí mismo una felicidad que anula todas las diferencias, todos
los obstáculos. Es como es y nada puede hacerse contra él” (“El amor a primera
vista”, Maribel Nº1438, 30/08/60: 7).

Se decía que reunía a veces a seres de caracteres opuestos, que no tenían las
mismas ideas ni gustaban de las mismas cosas; que nada compartían fuera de ese
amor. Y por ello, también, podía ser efímero:
“A los ojos de los demás puede parecer a veces una pareja ‘despareja’, pero ellos no
lo advierten, porque están deslumbrados por sus propios sentimientos. Y es posible
que físicamente nada tengan de atractivo; que ella no sea ni elegante ni bonita, que él
sea feo. Pero cuando surge el amor a primera vista no se necesita ninguna seducción,
porque nadie piensa en juzgar cómo son los ojos, ni cómo es la boca, ni la nariz o el
perfil” (: 7).

Se presentaba como maravilloso, pero también como tentador e inquietante:


revestía un halo de desconfianza pues era un amor cuyas consecuencias eran más
difíciles de prever. Aunque finalmente, se aducía que: “… en materia de amor
nada es enteramente previsible” (: 8).
Era frecuente encontrar en las revistas femeninas notas que problematizaban
los modos de ser el amor y la sexualidad, y que ponían en duda la circunstancia
del amor ‘at first sight’: “…finalmente uno se pregunta: ‘¿Es auténtico el amor a
primera vista? ¿Es algo duradero? […] ¿Un amor para siempre?” (: 8). Las
respuestas involucraban, nuevamente al imperio del corazón:
“Los amores a primera vista frustrados son casi siempre aquellos en los que el
deseo físico prevalece sobre los sentimientos. Apaciguada la atracción de los
sentidos, nada queda que una a esos dos seres tan bruscamente reunidos” (: 8).

La escena se separaba claramente de las compulsiones erótico- sexuales del


amor-pasión, que se analizará a continuación.

169
En la reflexión sobre este tipo de amor a primera vista no podía faltar el
discurso médico, aunque, a diferencia de la sexualidad, se matizaba su autoridad
para referirse a la temática:
“Los médicos opinan que hay un cierto tipo de hombres y un cierto tipo de mujeres
más propensos a sufrir el amor a primera vista. Según ellos, se trataría de una
cuestión de secreciones glandulares, de hormonas, de actividad circulatoria, la que
determinaría la posibilidad de bruscos choques emotivos. Pero en este capítulo de
los sentimientos y las pasiones, de haber sido seguidas las opiniones de médicos y
filósofos, hace largo rato que los corazones estarían sin trabajo, y que el amor
habría sido jubilado” (: 8).

La figura del amor a primera vista le daba importancia a la circunstancia del


primer encuentro, remitiendo al “…tiempo feliz que siguió inmediatamente al
primer rapto, antes de que nacieran las dificultades de la relación amorosa”
(Barthes, 2001: 107). Ese encuentro era vivido como una fiesta, en el sueño de
unión total con el ser amado: “…donde a la posibilidad de unión sensual hay que
añadir la de unión de los corazones- puede, en este mundo, realizar lo que
nuestros límites prohíben: la plena confusión de dos seres, la continuidad de dos
seres discontinuos” (Bataille, 2010: 25).
En la escena, lo que se presentaba como una espontaneidad inicial terminaba
comprendiéndose como una predestinación:
“Los amantes no podían dejar de encontrarse, estaban destinados el uno al
otro incluso antes de cruzarse. Este azar que los pone frente a frente, un día,
a una hora, lo reconvierten en fatalidad; es impensable que esto haya
pasado. ¡Todo antes que la horrible sospecha de que, si no hubieras sido tú,
habría sido otro(a)! Entre las docenas de personas vislumbradas, el rostro
amado debía imponerse como el filo de una navaja. Él y ningún otro: éxtasis
y estremecimiento” (Bruckner, 2011: 61).

La situación no dejaba de ser angustiante por su generación de expectativas. Al


tiempo que se celebraba el encuentro, se protestaba contra el desorden en que
sumía a los protagonistas. La colisión amorosa era la irrupción de una verticalidad
en la calma plana de la existencia, con su dosis de dolor y goce.

170
2.2 Namorar26
El enamoramiento era un tópico feminizado: “…el enamorado –el que ha sido
raptado- es siempre implícitamente feminizado” (Barthes, 2001: 205). Para los
sujetos, enamorarse daba relieve a las cosas, hacía al mundo más rico y feliz, si
era un amor correspondido, claro. En esta esfera, el mundo quedaba atónito, se
desrealizaba, en un: “Sentimiento de ausencia, disminución de realidad
experimentado por el sujeto amoroso frente al mundo” (: 97).
También se relacionaba con el recuerdo, con la rememoración feliz y/o
desgarradora de un objeto, un gesto, una escena, vinculados al ser amado
(Barthes, 2001). La enamorada o el enamorado estaba entregado al culto de las
pequeñas imperfecciones arrebatadoras, de los defectos conmovedores que
emocionaban más que un cuerpo sexual (Bruckner, 2011).
El enamoramiento también se relacionaba con la juventud. Y aquí un tópico
narrativo de importancia era el del primer amor:
“Dominaba a Andrea una extraña sensación, dulce y amarga a la vez. No sabía qué
era. Sospechaba apenas que era el amor que llamaba por primera vez en su
corazón” (“Andrea”, Para Ti Nº 2339, 08/05/67: 20).

“Su corazón latía más fuerte, pero no tenía miedo. La dominaba una extraña
sensación, dulce y amarga a la vez, mezcla de deseo, temor, un poco de tristeza y
otro poco de felicidad. Lo mismo que experimentamos cuando llega la primavera,
durante los primeros días cálidos, cuando todo parece renacer en la tierra. No sabía
qué era. Sospechaba apenas que era el amor que por vez primera llamaba a su
corazón” (: 102).

El discurso especialista diferenciaba ese enamoramiento adolescente de los


amores maduros, adultos:
“La facilidad de enamoramiento es inversamente proporcional a la intensidad del
amor y a la edad del enamorado. Los amores de los adolescentes son fáciles,
transitorios y a repetición; los del hombre maduro son intensos, profundos y a
menudo definitivos” (“¿Cuánto dura el amor eterno?”, Maribel Nº 1640, 08/64:
12).

El enamoramiento también era desmitificado desde la crítica de la ideología de


un autor referente en la época, Erich Fromm, quien exponía que en el marco de las
relaciones capitalistas, “…la sensación de enamorarse sólo se desarrolla con
respecto a las mercaderías humanas que están dentro de nuestras posibilidades de

26
Es interesante notar que en portugués, la situación de enamoramiento supone un verbo, una
acción: la de ‘namorar’.
171
intercambio” (1966: 14). Así, “…dos personas se enamoran cuando sienten que
han encontrado el mejor objeto disponible en el mercado, dentro de los límites
impuestos por sus propios valores de intercambio” (: 14).
Fromm cuestionaba la espontaneidad del enamoramiento e introducía la
importancia de aprender el arte de amar. Era erróneo suponer que no había nada
que aprender sobre el amor y también era errónea “…la confusión entre la
experiencia inicial del ‘enamorarse’ y la situación permanente de estar
enamorado, o, mejor dicho, de ‘permanecer’ enamorado” (: 14).
Mercantizada, la figura del enamoramiento se usaba para vender automóviles a
las mujeres. “Renault 4, te quiero”, proclamaba un slogan, mientras una chica
joven de cabellera rubia y vestido amarillo se recostaba sobre él, acariciándolo
con sus manos y piernas:
“Sí, ella está enamorada de su Renault 4. Antes de tenerlo era una chica distinta.
Ahora descubrió que todo es diferente, que vivía encerrada, aburrida.
Gracias a su Renault 4, conquistó un mundo nuevo y mucho más divertido.
Halló la felicidad de visitar lugares hasta hoy desconocidos, viajar por sierras,
playas y montañas” (Publicidad “Renault 4, te quiero”, Femirama, 06/69: 167).

Figura 36: Publicidad “Renault 4, te quiero”, Femirama, 1967.

Dentro del enamoramiento también tenía lugar la declaración de amor. Se


consideraba a ésta muy importante, al punto que Maribel ofrecía un análisis de la
caligrafía con que el varón escribía una confesión amorosa, para que la lectora
172
sepa: “con quien se casa usted” (“Si le escribe: te amo”, Maribel Nº 1521,
17/04/62: 30).

Figura 37: “Si le escribe: te amo”, Maribel, 1962.

La situación de declaración acarreaba toda una serie de problemáticas. Podía


suceder que los amantes se resistieran a la confesión para atenuar los riesgos,
hacer uso del sugerir antes que confesar, o dejar para más tarde la revelación fatal.
Por estos carriles, los enamorados también sufrían, y se pasaban el tiempo
descifrando al otro, familiar y lejano a la vez. La enamorada podía preguntarse si
era amada o no, bajo la necesidad de actualizar la declaración permanentemente.

2.3 La sufriente obsesión amorosa


La mujer, como principal protagonista de las narrativas rosas, sufría, esperaba,
perdonaba, soportaba, complacía y disputaba la posesión de su amado (Giddens,
1998). Algunas veces eran heroínas sacrificadas:
“La tortura a la que se sometió Nyra fue heroica. Algo así como un viento de
sublime locura la impulsaba. Se había enamorado insensiblemente, de un hombre
al que todos reconocían talento, pero que se embriagaba hasta la repulsión” (“Esos
que niegan a Dios”, Maribel s/n, 05/61: 10).

173
Muchas veces eran maltratadas por sus amados: “… amaba a su marido y todo
lo hacía para sacarle de la cárcel, aunque éste la repudiara y por celos la insultase
brutalmente” (“Una mujer inmoral”, Maribel Nº 1415, 22/03/60: 54).
El amor femenino, con su carga de altruismo, sacrificio, abnegación y entrega
podía generar angustia y sometimiento total a la pareja, en una relación de
vulnerabilidad ante la violencia. La relación de maltrato podía extenderse ya que
se consideraba que el amor (y la relación de pareja) era lo que daba sentido a la
vida de la mujer y que romper con él era el fracaso de su vida.
Con este prisma, el amor romántico permitía mirar con mucha tolerancia los
defectos masculinos. Como el amor todo lo podía, las mujeres debían de ser
capaces de allanar cualquier dificultad que surgiera en la relación, lo que las
llevaba a perseverar en esa relación violenta. En este marco, violencia y amor eran
compatibles; incluso se comprendía que ciertos comportamientos violentos eran
una prueba de amor, como los celos. El afán de posesión y los comportamientos
de control ejercidos por el maltratador podían ser considerados como una muestra
de amor. Llegaba incluso a sugerirse que el amor sin celos no era amor,
trasladando la responsabilidad del maltrato a la víctima por no ajustarse a dichos
requerimientos. De esta manera, ciertos discursos en las propias revistas
femeninas habilitaban la misoginia, en textos que llegaban a justificar la violencia
de género:
“… las mujeres han perfeccionado la técnica de explotar su situación frente al
hombre. Si bien la mayoría de ellas posee una notable resistencia física y nerviosa,
han sabido usar el impacto que produce su fragilidad y extrema sensibilidad.
Cuando llegan a exasperar a un hombre hasta el punto en que éste se ve obligado a
tratarlas con justificada violencia, conocen el arte de extraer el máximo de ventajas
al demostrarle el sentimiento de su propia culpa” (“La mujer 1963”, Maribel Nº
1573, 23/04/63: 50).

Bajo este discurso, las mujeres se presentaban como arpías de la seducción y la


manipulación a través de la culpa, donde su victimización era una mera actuación
ya que en realidad serían victimarias del pobre varón manipulado. Así se detallaba
el comportamiento femenino en esta situación de ‘guerra’ doméstica:
“Toda argumentación razonada es inútil. A una conclusión a la que se ha arribado
lógica y gradualmente, las mujeres oponen, con una voz dulce, una contradicción
irreductible, sin proporcionar la menor explicación sobre las etapas que pasaron
para a su vez llegar a ella. La menor debilidad ha sido hábilmente transformada en
fuerza. El sexo débil es invencible en su propio terreno” (: 51).

174
La diferencia se instalaba entre el razonamiento, la argumentación, la lógica y
la explicación como capacidades masculinas, frente a la dulzura y las
contradicciones irreductibles femeninas, que, no obstante, ganaban la batalla
desde su propia debilidad:
“¿Debería encadenarse a las mujeres como se hace con los animales salvajes? La
idea no es mala, pero aún en el caso de poder llevarla a cabo, el resultado sería
inútil. Ellas encontrarían sin mucho trabajo un hombre dispuesto a librarlas de sus
cadenas, o, lo que es más, a aceptar que lo encadenaran con ellas. Hasta el sistema
oriental que consiste en cubrir a las mujeres con velos y recluirlas en un serrallo, no
deja de ser un engaño, porque el rostro oculto por el velo no hace sino atraer la
atención sobre los ojos. Actualmente, es posible afirmar, sin temor a incurrir en
error, que en ningún período de la civilización y cualquiera que ella sea, se ha
creado un sistema de protección que ponga un freno al poder de la mujer” (: 51).

Amor y maltrato se unificaban en muchos relatos. Los varones podían ser


racionales pero también impulsivos; sus actitudes violentas se justificaban:
“Vio venir la mano abierta. La vio venir, feroz, violenta, exacta. Pero no se
apartó de su camino. Dejó su cara limpia y desnuda próxima. Y él la golpeó. La
cabeza se balanceó y volvió a erguirse. No lo desafiaba, ¿de dónde sacaría
fuerzas para eso? Pero ya no le quedaba ni el instinto de defenderse […] Él quedó
mirándola, sorprendido, malévolo, ausente. No era él; María sabía que no era él.
Era simplemente un doblez, el peor, de un dolor que se convertía en crueldad”
(“Nunca más”, Vosotras Nº 1332, 15/06/61: 19).

Otra escena de violencia simbólica era la de las discusiones en las historias


amorosas. Los cuestionamientos recíprocos se daban muchas veces en un marco
de crueldad. En nombre del amor se castigaba y tiranizaba.
A menudo, la escena siguiente buscaba resarcir las malas intenciones con un
sentimiento de culpabilidad, una conciencia de la falta, en la cual el sujeto se daba
cuenta bruscamente que constreñía al objeto amado en una red de tiranías y se
sentía monstruoso (Barthes, 2001). Finalmente, la secuencia se resolvía con el
perdón o el desamor. Al considerarse el amor como ilusión, el desamor se definía
como desilusión que se asentaba en una contraimagen del sujeto amado, a través
de rasgos que hacían alterar su imagen idealizada.
La experiencia del desaire implicaba una herida y estaba asociada a algo visto,
pues como dice Barthes (2001): “En el campo amoroso, las más vivas heridas
provienen más de lo que se ve que de lo que se sabe” (: 154). Esa imagen
resonaba dolorosamente para el sujeto amoroso:
“Nina, derrumbada sobre el sofá, siente un dolor que taladra su vientre, su corazón,
su cerebro. Únicamente dolor. Sin cólera. Sin rebeldía. Aquella miserable ruptura
175
no puede ser verdad. Aquel Bernardo nuevo, desconocido –tan ciego; sordo a sus
protestas; bestial-, no era su Bernardo” (“Murallas de angustia”, Maribel Nº 1625,
28/04/64: 10).

El discurso médico, de ‘orientación psico-somática’ analizaba esta situación y


afirmaba que las decepciones sentimentales causaban estrés emocional,
enfermando a las personas (“¿Cuánto dura el amor eterno?”, Maribel Nº 1640,
08/64: 12). Desde un discurso razonado se comprendía la normalidad de las
rupturas de pareja, cuyos motivos podían ser el agotamiento de ‘los estímulos’,
“…por insatisfacción o por haber cumplido un ciclo” (: 13), contrariando el
dramatismo puesto en las narrativas amorosas.
El discurso psicoanalítico en las revistas también ubicaba a las rupturas dentro
de un paradigma de normalidad:
“…cuando una pareja se ve asediada por constantes problemas, la situación de
angustia que se desprende de la relación conduce necesariamente al
distanciamiento de ambos… Esta es la actitud normal y sana: permanecer unido a
un vínculo negativo es una característica de una personalidad neurótica. Si usted ha
roto con su novio, porque ha entendido que las relaciones eran insostenibles o
porque no le aportaban ningún beneficio, enfrente la situación y trate de no
problematizarse” (“Ese muchacho era mi novio”, Vosotras Nº 1244, 08/02/59: 14).

No obstante, las narrativas el amor o las notas acerca de los amores famosos
vivían de la alimentación de los dramas, que, en algunos casos, llegaban a ser
comprendidos como tragedia. `Ya no lo quiero’ decía la actriz nacional Pinky:
“Siento un vacío de amor que no se puede llenar con un ramo de flores o con un
nuevo intento. Ya no lo quiero más, no puedo quererlo más. Él mató mi amor de a
poco, ese amor que no tenía límites y que ni siquiera podía medirse de tan grande
que era” (“Quiero ser libre y no sufrir otra vez”, Gente Nº74, 22/12/66: 2).

El amor, tópico predilecto de las revistas femeninas, se enriquecía con las


relaciones de los famosos y sus escándalos. Nadie podía sustraerse del amor,
incluso los ídolos no podían escapar a “Las razones del corazón” (Sandro y el
revés de la trama”, Para Ti Nº 2452, 25/08/69: 72). Los relatos acerca de la vida
amorosa de las celebridades se acercaban a las narrativas rosas. No faltaban los
mujeriegos, las sufrientes o las heroínas. Los escándalos amorosos de los famosos
gozaban de un espacio privilegiado tanto en las revistas femeninas como en las de
actualidad, aficionadas a publicar romances desavenidos entre las estrellas de cine
o televisión. A través de la seducción que genera lo secreto, los chismes acerca de

176
las intimidades y los nuevos romances de las estrellas eran valorizados y tenían
lugar en cada ejemplar. Liz Taylor era una celebridad internacional envuelta en
renovados dramas:
“Te daré un hijo aunque muera. Estas dramáticas palabras las pronunció Liz Taylor
al casarse con Richard Burton, a pesar de que los médicos advirtieron a la actriz
que una nueva maternidad podría serle fatal” (“Una heroica prueba de amor”,
Femirama, 03/68: 35).

Figura 38: “Una heroica prueba de amor”, Femirama, 1968.

Las tragedias amorosas actualizaban la tensión entre Eros y Tánatos, la vida y


la muerte, poniendo al ser en cuestión, alcanzándolo en lo más íntimo. Al tiempo
que le prometía la felicidad, el amor entregaba al sujeto al sufrimiento, pues la
promesa de continuidad que no era accesible más que con la muerte: “…el
impulso del amor, llevado hasta el extremo, es un impulso de muerte”, dice Bataille
(2010: 46); y Romeo y Julieta ilustran esta tragedia del amor obstaculizado.
También las ideas de suicidio podían aparecer en el relato amoroso a causa de
una ruptura. En medio de una crisis violenta, en cuyo transcurso el sujeto
experimentaba un desamor o una situación amorosa como un atolladero definitivo
podía pensar en una destrucción total de sí mismo (Barthes, 2001). La angustia se
narraba como autodestrucción, como una muerte por dentro:
“Su alma no me pertenece…’ Esa certeza repentina la abate y deprime. La empuja
hacia una angustia que se cierra sobre su ser como espesas murallas… Está sola.
177
Abandonada. Sintiendo en su carne, en los cauces de su sangre, una gran sombra
negra que como un pájaro negro lo oprime con sus sombrías alas. Y tiene miedo
[…] Su corazón late pesadamente, insoportablemente. Entonces camina con
piernas inseguras como las de los borrachos, y va en busca de la botella de
‘whisky’ que Bernardo trajera antes de su partida” (“Murallas de angustia”,
Maribel Nº 1625, 28/04/64: 12).

La pérdida se describía como un desgarro en el corazón. “He perdido a Nina


[…] Bajo su piel erizada, sudorosa, el corazón pareció sangrar, como desgarrado
por feroces dedos.” (: 12). Ante la acumulación de sufrimientos que el lenguaje
poético narraba como amargura, condena, desesperanza, lo más ‘sano’, decían los
especialistas, era terminar la historia amorosa: el que debía morir era el amor.
A veces el sufrimiento era suscitado por la ausencia del amado, lo cual se
tendía a considerar como prueba de abandono. El silencio del amado también era
un gran motivo de angustia, ante la falta de explicación de algunos
acontecimientos. La protagonista de la historia se veía asaltada por el miedo a un
peligro, una herida, e irradiaba el temor a la pérdida y la soledad. En este sentido,
la pérdida del amor también podía sentirse tan duramente como una amenaza de
muerte (Bataille, 2010).
Una sensibilidad especial hacía del sujeto amoroso un ser vulnerable (Barthes,
2001), donde el propio sufrimiento revelaba la significación del ser amado
(Bataille, 2010). Las historias hablaban de una propensión femenina a llorar por
amor. La mujer sufriente era una figura prototípica. Para ella, el amor era una
fuente de dilemas y eternos desazones:
“¿Qué sería de ella; de ese amor al que se diera sin escatimar sus dones? ¿Qué de
su heroísmo, como el de tantas otras mujeres que lo improvisaban arrebatadas de
pasión, sobre un camino de fuego y de lágrimas? Bajando al subterráneo de sí
misma, vio claramente de qué tristes yacimientos estaba hecho aquel amor. Sin
embargo, las imágenes que suscitaba, acosándola, luchaban contra su desesperanza;
contra el padecimiento de todo su ser cruelmente herido…” (“Murallas de
angustia”, Maribel Nº 1625, 28/04/64: 14).

El sufrimiento podía devenir obsesión amorosa, donde el sujeto era atravesado


por la idea de que estaba o se volvía loco (Barthes, 2001). Esa angustia podía estar
acuciada por los celos:
“… sus celos invadiéndolo todo como una ciénaga, corrompiendo su fe; su
confianza… Después, filtrándose a través de la puerta tras la cual él acechaba en la
oscuridad, la risa de Nina, una voz de hombre, alta y alegre; sonora, doliéndole
como latigazos” (“Murallas de angustia”, Maribel Nº 1625, 28/04/64:12).

178
Las historias hablaban reiteradamente de sentimientos de celos que se
apoderaban del sujeto amoroso cuando veía el interés del ser amado captado y
desviado por personas, objetos u ocupaciones que actuaban a sus ojos como
rivales (Barthes, 2001). Definidos como “insidiosos, atormentadores” (“Los
frágiles paraísos”, Maribel Nº 1627, 12/05/64: 28), los celos construían otro
tópico: el de la rivalidad entre mujeres que disputaban el amor de un varón:
“Junto a su amor en peligro –un peligro sin nombre ni rostro todavía- crecía su
furia por la audacia de quien intentaba robarle el marido. Su vanidad, lesionada
hasta la exasperación, imaginaba tremendas venganzas. Y hundida en esa butaca de
raso color de guinda, fumando nerviosamente, repasaba agravios” (“Murallas de
angustia”, Maribel Nº 1625, 28/04/64: 12).

“… él ansiaba escapar, tener la oportunidad de verse con ‘la otra’” (“Los frágiles
paraísos”, Maribel Nº 1627, 12/05/64: 28).

“Después de verla pasar, altiva, segura de sí misma, se quedó un largo rato sentada
frente a la mesa del café, junto a la ventana que daba a la calle, pensando en esa
mujer que parecía la dueña del universo.
Con que es ella –murmuró, apurando el cigarrillo-. Con que es esa mujer contra la
cual tengo que luchar” (“Casi pecado”, Vosotras Nº 1324, 20/04/61: 19).

“¡Qué mujeres había en el mundo! Su patrona, tan fina, bonita y elegante, parecía
celosa de una solterona tan insignificante como la secretaria de su marido… En fin,
¡los hombres eran tan diablos! Capaces de enamorar a una escoba con polleras por
puro capricho” (“Los frágiles paraísos”, Maribel Nº1627, 12/05/64: 27).

Las narrativas también hablaban de celos y rivalidad entre varones: “¿Por qué
tenía que pasarle a él esa eterna historia de los dos amigos y una misma chica?”
(“Rivales”, Maribel Nº 1521, 17/04/62: 10), se preguntaba un protagonista varón.
Y agregaba: “Había querido fraternalmente a su amigo Guillermo desde la
infancia. Y ahora Silvia, con su cabellera casi roja, se había interpuesto, como una
llamarada, entre los dos” (: 11).
Fuera de las narrativas, los celos eran sometidos a diagnóstico psicológico.
“¿Cómo pueden curarse los celos?, se preguntaba en Femirama (“El veneno de
los celos”, Femirama, 06/69: 130). El problema se discriminaba por géneros:
“Para el hombre los celos son siempre un atentado y una amenaza a su
masculinidad y, para la mujer, están más ligados al amor” (: 133).
Un discurso amparado en la ginecología afirmaba que la mujer era más celosa
que el hombre porque ‘su arquitectura fisiológica y psíquica’ era más ‘fina’ y
desarrollaba más fácilmente ‘sentimientos de inseguridad’ con respecto a la
estabilidad de las ‘situaciones afectivamente importantes y significativas’:
179
“¿Los celos, entonces, son patrimonio femenino? Parecería que sí. Aun dentro de la
sociedad moderna actual, la mujer tiene asignado un rol de espera, de pasividad.
Para ella la solución de los problemas afectivos está, en cierto sentido, relacionada
a la aparición del hombre en su vida y la importancia que este hecho reviste en su
plano emotivo es notablemente más relevante que para el hombre” (: 133).

En las historias de amor, los celos justificaban algunas escenas violentas:


“-Gavin… ¿cómo era Stella?... ¿Muy hermosa?...¿Más que yo?
Notó su repentina palidez. El leve temblor en las manos que la tenían.
-No quiero hablar de ella. Por favor…
-¿La amas todavía? ¿Es eso?
Una bofetada estalló en la cara de Mary. Se llevó una mano a la carne castigada,
con más sorpresa que dolor.
-¡Era joven y bella!... ¡Murió por mi culpa! ¿No te basta con saber eso?”
(“Hechizo hacia el amor”, Maribel Nº 1665, 16/02/65: 62).

Los celos y la violencia se hacían presentes en las narrativas rosas pero


también en los correos sentimentales:
“Nuestras relaciones han sido siempre muy atormentadas porque él es
extremadamente celoso. De casi todas las fiestas hemos vuelto discutiendo porque
no quería ni que mirara ni hablara a ningún joven. En esto llega a extremos
ridículos y en algunas ocasiones terribles, porque hasta me ha maltratado y
golpeado tres veces” (“Secreto de confesión”, Para Ti, Nº 2420, 21/11/68: 74).

Ante este caso, el cura de “Secreto de Confesión” en Para Ti, aconsejaba no


casarse con el varón celoso, aunque la chica pudiese quedar ‘condenada’ a la
fatalidad de una ‘soltería inevitable’ con los 24 años:
“Eso de que a estas alturas de sus 24 años, después de seis de noviazgo, se pueden
condenar a una soltería inevitable, no es tan cierto como la desdicha que le espera
si va al matrimonio con un hombre de celos tan dominadores” (: 74).

La dominación y los celos solían relacionarse a la pasión, definida como


violenta y masculina y asociada fuertemente al erotismo.

3. Pasión masculinizada
El erotismo formaba parte de las narrativas amorosas, identificado con la
pasión y asociado al amor como fin teleológico. En este sentido, los encuentros
sexuales eran considerados como episodios en el camino de una relación amorosa
final. En ocasiones, las historias habilitaban al sexo destinado a la relación
amorosa. La actividad sexual se justificaba en pos de la consumación del amor.

180
La pasión mantenía una relación particular con el sexo: era un amor sexual que
contenía dentro de sus cauces particulares a la fuerza del erotismo. Entendida
como una atracción mutua entre personas que se deseaban y se ligaban, asociaba
amor y conexión sexual. Mientras en el amor romántico, el afecto y el lazo
tendían a predominar sobre el ardor sexual, la pasión invertía los factores.
En el imperio de la pasión, las emociones suponían escalofríos sagrados, de
seres que se buscaban y nunca se cansaban de devorarse. Aquí jugaban su papel
las metáforas caníbales. Justificada especialmente en los varones, involucraba a
las sensaciones del cuerpo. Buscaba el contacto con el cuerpo del ser deseado, y
más precisamente la piel, apuntando a la fusión mutua:
“La pasión nos repite sin cesar: si poseyeras al ser amado, ese corazón que
la soledad oprime formaría un solo corazón con el del ser amado. Ahora
bien, esta promesa es ilusoria, al menos en parte” (Bataille, 2010: 25).

La pasión era liberadora, pero sólo en el sentido de generar una ruptura con la
rutina y el deber. La urgencia del amor apasionado rompía los relojes, no tenía
horarios y entraba en conflicto con la vida cotidiana. Era desorganizadora,
excesiva, perturbadora del orden:
“…la pasión comienza induciendo desavenencia y perturbación. Hasta la
pasión feliz lleva consigo un desorden tan violento, que la felicidad de la
que aquí se trata, más que una felicidad de la que se puede gozar, es tan
grande que es comparable con su contrario, con el sufrimiento” (: 25).

Se presentaba como ingobernable:


“Ni tiene normas, ni rigen para él las leyes de la razón; irresistible, nada pueden
contra él la voz de la prudencia y del buen sentido. Un choque pasional de
consecuencias imprevisibles y que, sin embargo, a veces no termina mal…” (“El
amor a primera vista”, Maribel Nº 1438, 30/08/60: 7).

Por ello podía ser considerada peligrosa; más aún si se trataba de ‘pasiones
prohibidas’. Era delirante, “… pero el delirio no es extraño; todo el mundo habla
de él, está ya domesticado” (Barthes, 2001: 127):
“Él le había dado días de embriaguez, de felicidad exaltada. Mary supo qué era el
amor de su mano. Aquella llama pasional, aquella ola envolvente que la poseyó la
primera vez, que lo sintió cerca se repetía siempre, como una magia, un hechizo. Si
Gavin la amaba el resto perdía importancia” (“Hechizo hacia el amor”, Maribel Nº
1665, 16/02/65: 53).

181
Fervorosa y a la vez, fulminante, tanática: “La pasión, dicen, es irresistible; por
desgracia, lo resiste todo menos a sí misma” (Bruckner, 2011: 104). Unida
muchas veces a la tragedia, podía suponer un ‘choque’ ‘fatal’ (“El amor a primera
vista”, Maribel Nº1438, 30/08/60), estando destinada a perecer, según Fromm
(1966):
“Ese milagro de súbita intimidad suele verse facilitado si se combina o
inicia con la atracción sexual y su consumación. Sin embargo, tal tipo de
amor es, por su misma naturaleza, poco duradero. Las dos personas llegan a
conocerse bien, su intimidad pierde cada vez más su carácter milagroso,
hasta que su antagonismo, sus desilusiones, su aburrimiento mutuo,
terminan por matar lo que pueda quedar de la excitación inicial. No
obstante, al comienzo no saben todo esto: en realidad, consideran la
intensidad del apasionamiento, ese estar ‘locos’ el uno por el otro, como una
prueba de la intensidad de su amor, cuando sólo muestra el grado de su
soledad interior” (: 15).

Pero también las historias hablaban de pasiones inolvidables que perduraban en


la memoria. En ellas la pasión se intercalaba con el sufrimiento cuando había que
dejarla atrás, transformándose en un recuerdo imborrable:
“Un amor inolvidable pesa en la soledad de Gabriel y Lidia, los protagonistas de
esta historia […] un argumento que envuelve las vidas de los hombres y mujeres
que sienten el dolor o la alegría de ser testigos de una pasión imborrable” (“Cuando
el otoño es adiós…”, Maribel Nº 1627, 12/05/64: 31).

182
Figura 39: “Cuando el otoño es adiós…”, Maribel, 1964.

El amor-pasión se ponía en escena a través de las fotonovelas destinadas al


público femenino, como las publicaciones Nocturno o Idilio de editorial Abril.
Asimismo, las revistas femeninas contaban con secciones destinadas a estas
fotonovelas.
En las narrativas a través tanto de imágenes como de textos, en las revistas
femeninas, las historias buscaban domesticar estas pasiones amorosas. Definidas
como ‘pasiones encantadoras’, eran correspondidas y felices, perdían su halo
masculinista y aspiraban al matrimonio, dentro de los límites que el noviazgo
imponía (Varela, 2005).
Pero muchas veces también se asociaban eróticamente a lo prohibido. Estas
prohibiciones amorosas tenían que ver con transgresiones de algunas variables
sociales, como la clase, la raza o la edad del sujeto amado.

4. Clase, raza y edad: las variables del amor


Las historias de los amores no correspondidos y sus sufrimientos se ligaban, a
menudo, a las distancias impuestas por las clases sociales. Las familias adineradas
que impedían a sus hijos o hijas casarse con sujetos de otras clases sociales
conformaban una escena repetida:
“Si realmente era una princesa o una aristócrata de rancio abolengo, su amor estaba
definitivamente condenado de antemano. Y este pensamiento lo torturaba. ¿Cuánto
no daría él por poder emanciparse de todos esos absurdos convencionalismos
sociales?” (“El secreto de Olga”, Maribel Nº1461, 14/02/61: 22).

“-En todo caso, hijita, tendrás que contentarte con tu doctor Leclerc. No deja de ser
un muchacho con un excelente porvenir. Y yo no voy a dejar que te cases con un
aventurero de los negocios que, al fin y al cabo, nadie sabe de dónde ha salido…”
(: 22).

“Ellos tenían dinero. Y debían amar, como consecuencia de ello, en función de ese
dinero, esto es, con lujo, brillo y esplendor” (“Historia prohibida”, Maribel Nº
1451, 06/12/60: 10).

Pero las narrativas rosas se asentaban en la transgresión de las clases sociales


por medio del amor. Lo mismo podía suceder, no sin cierto exotismo, en el amor
entre sujetos de diferentes etnias. Una portada de Maribel de julio de 1964,

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interrogaba: “¿Son felices las mujeres blancas casadas con hombres de color?
(Maribel Nº1637, 21/07/64: portada).

Figura 40: “¿Son felices las mujeres blancas casadas con hombres de color?”, Maribel, 1964.

Los sentidos del racismo atravesaban las historias de amor de la época:


“ …señor Duchet –concluyó el funcionario-, nadie aquí vería con malos ojos sus
amores con esa joven nativa; pero todos, sin excepción, empezando por mí mismo,
reprobarán la locura que según los rumores está usted dispuesto a cometer
contrayendo matrimonio con ella. Sólo le hablo pensando en su bien personal; pero
si usted insiste en su idea olvidando las ventajas de una mejor visión para la
elección de esposa…” (“El amor de un hombre”, Para Ti Nº 2420, 21/11/68: 6).

Radicadas en la transgresión, las relaciones interraciales o interétnicas


contaban con un componente erótico extra: la fusión de pieles de diferentes
colores simbolizaba una sexualidad que rompía con los tabúes culturales:
“Tetua era muy bella y muy apasionada. Poseía un cuerpo voluptuoso, facciones de
increíble perfección y la piel bastante más clara que la de sus compatriotas. Sin
duda Gastón Duchet sabía lo que hacía cuando desafió la opinión de la colonia
europea para casarse con aquella encantadora criatura” (: 7).

La amada de otra raza era definida como ‘criatura’, casi como un animalito. Y
aunque se enarbolaba la bandera del amor, el racismo asentado en la importancia
del color de la piel clara se fomentaba en estos discursos: “Gastón y Tetua

184
contrajeron enlace en la catedral cuatro días después. A la ceremonia asistió una
reducida cantidad de personas de piel bronceada y ninguna blanca” (: 7).
El amor también trasgredía la variable de la edad: “¿Concibe el amor entre un
hombre maduro y una muchacha adolescente?”, preguntaba una narrativa de
Maribel (“Las diez en punto de la noche”, Maribel Nº1611: 71). Este era, sin
embargo, un prototipo de pareja: el del varón mayor, confiado, protector y la
mujercita débil, insegura, que necesitaba de su guía. Por lo general, la muchacha
se ubicaba en una posición de inferioridad y el hombre poseía una mejor posición
laboral.
Transgresoras eran las parejas compuestas por una mujer madura y un joven.
En las mujeres famosas tal inversión estaba permitida: “La edad no tiene
importancia cuando se está enamorada”, declaraba Sofía Loren (Maribel Nº1438,
30/08/60: 33). Las publicaciones femeninas de la década iban construyendo un
atractivo de las ‘mujeres con pasado’.

Figura 41: “Una mujer con pasado”, Maribel, 1964.

Los especialistas analizaban el caso de “La mujer de hoy y el novio más joven”
(Maribel Nº 1521, 17/04/62: 88):
“Durante mucho tiempo el marido, y, por consiguiente, también el novio, debía ser
de más edad que la mujer. Era una costumbre perfectamente lógica. Como la mujer
estaba considerada inferior al hombre, pasaba de la dependencia del padre a la del
185
marido. […] un número cada vez más creciente elige un novio más joven. Pero en
tal caso la oposición es general. La familia, los amigos, los conocidos, lanzan
gritos, protestan, se indignan o se burlan […] la mujer es tratada de vieja loca y el
marido de gigoló” (: 88).

Un discurso modernizador y feminista, se enfrentaba a los prejuicios de edad y


género, aduciendo:
“La mujer de hoy elige ella misma su vida. Tiene también derecho a ser novia de
un hombre más joven y es absurdo e injusto reprochárselo […] Hay que
comprender que la pregunta: ‘¿Qué edad tiene ella?’, pertenece a otro tiempo, y no
tienen nada que ver con la felicidad de una mujer, ni con la de su marido” (: 88).

Mientras tanto, las narrativas, un tanto reacias a los discursos modernizadores,


seguían difundiendo algunos prejuicios tradicionales acerca de la edad de la mujer
para el matrimonio:
“’Estás envejeciendo… -pensó-. Pronto tendrás treinta años y la gente se burlará de
vos. Dirán que dejaste pasar los años buscando tu oportunidad. No dirán que sos
una perdida, porque tenés dinero… Y el día que no lo tengas, te lo dirán…
Entonces, estarás más vieja, Clara… Vieja y sola” (“Historia prohibida”, Maribel
Nº1451, 06/12/60: 10).

No obstante, la transgresión que ganaba el podio a la más comentada era la de


la infidelidad en la unión monogámica. Esta prohibición acarreaba toda una
potencia erótica y era repetida en las historias de amor. Pero además se hallaba
más o menos justificada según el género. De la misma manera que con la edad, la
infidelidad femenina era aún más transgresora.

5. Eros infiel
La transgresión del principio monopólico que rige el lazo conyugal (nada de
relaciones sexuales fuera del matrimonio) rompe con la norma de fidelidad. El
engaño tiene un potencial erótico inconfesable: “... el miedo de dejarse sorprender,
las citas improvisadas y los secretos compartidos dan a algunas uniones
clandestinas una densidad que ya no tiene la anodina relación conyugal”
(Bruckner, 2011: 114). Asociada a lo prohibido, implica a la tentación, tan
comentada en las narrativas rosas de la época:
“Tenía que terminar con esa tentación que Nina significaba para él. La suya era una
vida ordenada, feliz. […] Un nudo de compromisos morales e intereses materiales;
el amor, todavía intenso, que profesaba a Valeria… Sus fortunas, unidas. Toda ella
186
formaba su existencia. La existencia de un hombre maduro” (Vivir y morir,
Maribel N° 1618 10/03/64: 56).

En un modelo dual respecto a la experiencia sexual de hombres y mujeres, un


acto de adulterio por parte de una mujer era un escándalo; y, en cambio, por parte
de los hombres, era considerado como un ‘desliz’ lamentable, pero comprensible.
La regla para ellos era: ‘no cometerás adulterio’; a la cual se añadía: ‘excepto en
ciertos casos previstos por la costumbre’ (Bataille, 2010). La infidelidad
masculina era un tópico legitimado por las narrativas románticas:
“Tu piel me estremecía. Olía a lilas. Tan distintas tus manos de las manos de Luisa.
Ella olía siempre a ajo y perejil, a lavandina, a entrecasa.
Después supiste todo. Te enteraste de la existencia de Luisa y de los chicos.
Recuerdo todavía tu respiración entrecortada al preguntar: -¿Pero es verdad que
estás casado? –No pude negarlo.
Esperé tus insultos, tus gritos. Luisa lo hubiera hecho. Pero tú no. Lo hubiera
preferido mil veces a tener que soportar que me miraras con esa inmensa pena, con
ese tremendo desencanto.
En ese momento te amé mucho, mucho más.
Amé en ti todo lo que había esperado de Luisa y jamás encontré.
Amé tu dignidad fuerte e inalterable, tu comprensión, tu dulzura, esa manera tan
tuya de proyectarte como mujer. Encontrarte en la confitería aquella primera vez
fue como reencontrarme con mi juventud, con los años perdidos” (“Y sé que
comprenderás”, Para Ti Nº 2375, 15/01/68: 8).

Las infidelidades de los esposos ya maduros hablaban de un retorno a la


juventud, de la mano de una pasión con una joven:
“’… nunca me sentí junto a ella como me sentía cuando estoy con Nina…, joven,
nuevo. Como un muchacho. Celoso, enamorado. Lleno de orgullo, como si fuera el
dueño del mundo… Junto a ella no existe el tiempo. ¡Y qué sensación de plenitud!
Me parece que nada necesito, hasta que recobro la maldita realidad y me digo que
estoy de paso en la casa de Nina y hasta en su vida” (“Los frágiles paraísos”,
Maribel Nº 1627, 12/05/64: 29).

El adulterio del marido podía comprenderse como una responsabilidad de la


esposa. En ocasiones, ésta se culpaba a sí misma por la infidelidad del otro:
“Sé que dejaste de quererme. No te culpo de nada. Sólo quiero decirte que lo supe
todo desde el primer momento […] La culpa de todo la tengo yo. No supe
retenerte. Quería retenerte… Pretendí retenerte con tu camisa limpia y bien
planchada de todos los días, con tus trajes siempre cepillados y sin una manchita
con tus zapatos lustrados, con la comida lista cuando volvías de la oficina, con la
casa bien arreglada. Pensé que toda esa coquetería doméstica sería suficiente. Pero
no lo fue. Me olvidé de mí. Ya no soy la muchachita que te esperaba en la puerta
cuando venías a buscarme para salir a pasear por Palermo. Ya no soy la novia
coqueta que cuidaba hasta el menor detalle de su arreglo personal para agradarte.
Ahora soy una mujer cansada y de mal carácter. Ahora no me importa que me
encuentres despeinada y sin arreglar. ¿Por qué, Mario? ¿Por qué si yo te quiero
187
mucho más que cuando te esperaba de novia?... ¡Cómo mata la costumbre todo
aquello que embellece y alegra la vida! ¿Por qué hay tantas mujeres como yo?” (“Y
sé que comprenderás”, Para Ti Nº 2375, 15/01/68: 9).

Las infidelidades no hacían más que reafirmar la institución matrimonial. Las


mujeres con las que los maridos eran infieles se ubicaban en la posición de la
mera ‘aventura’, del ‘error’. Incluso los hijos nacidos de ese ‘accidente de la vida’
podían ser adoptados por el matrimonio ya instituido (“De nuestra siembra”,
Maribel Nº1430, 05/07/60: 84). Pero, algunas veces las historias narraban el
resentimiento de las esposas frente al adulterio:
“Con aterradora claridad divisaba esa frontera aparecida de pronto, dividiendo el
mundo y la vida en dos. De un lado, ella y Bernardo, con sus existencias donde
todo parecía previsto y conocido. Del otro, alguien con el misterio de lo nuevo,
atrayendo a un hombre hastiado quizá de la uniforme regularidad de los días.
Aplastó en el cenicero el cigarrillo a medio consumir. Cólera y negrura se le
amontonaban en el alma.
-Nada sacará él, ni la otra, de esta puerca aventura… Aunque Bernardo pretendiera
divorciarse, jamás lo consentiré… Por otra parte, lo pensará dos veces; no le
conviene.
Mezclaba sentimientos e intereses sin querer, del mismo modo que se mezclaban la
ira y el amor” (“Murallas de angustia”, Maribel Nº1625, 28/04/64: 13).

Aunque, por lo general, esa ira estaba destinada a ‘la otra’ mujer y no al
marido infiel:
“Un minuto antes, la voz desconocida, ronca y nasal –una voz desfigurada, sin
duda.-, habíale hecho saber con datos precisos la traición de su marido.
-Si quiere cerciorarse, diríjase a calle Venezuela número 411. En el piso catorce,
departamento B, encontrará instalada a Nina Azcárate, la amante de su marido.
[…] –Iré allá… -dijo en voz alta, y sus labios dibujaron un gesto despreciativo y
cruel-. Sí; iré… Y esa pequeña ramera maldecirá el día y la hora en que se le
ocurrió ponerse en mi camino” (“Los frágiles paraísos”, Maribel Nº1627, 12/05/64:
30).

La vergüenza de los maridos al ser descubierta su traición también se ponía


en relato:
“Desde que su esposa había descubierto su estúpido devaneo amoroso, se sentía
ridículo dentro de su hogar. Es que Viviana era demasiado mujer para soportar un
engaño.
Y, a pesar de todo, también Viviana se sentía culpable. Porque si su marido había
buscado a otra mujer, era, en parte, a causa de su actitud. Después de cuatro años
de matrimonio, la rutina había desfigurado un poco esa caricia tierna y espontánea
de los primeros días de amor” (“Cuando tú me necesites”, Maribel Nº1500, 1961:
26).

188
El paraíso romántico femenino, caído en la rutina y la costumbre, se
derrumbaba a los pies de una pasión ‘masculina’ asentada en la infidelidad: “Su
hombre es su mundo y descubrir la infidelidad significa sentir hundirse la tierra
bajo sus pies, como si se derrumbara el universo” (“El veneno de los celos”,
Femirama, 06/69: 133).
Ante esta situación, algunas notas venían en socorro de la mujer. El discurso de
la psiquiatría analizaba el caso: “Cuando el marido es un donjuán” (Femirama,
Tomo 8, 05/66: 80). Pero también se estudiaba el caso en que, no siendo un
donjuán: “Su existencia conyugal puede parecerle monótona y se concede
aquellas ‘escapadas’ que ponen en crisis los matrimonios” (“Crisis en la vida de
dos”, Maribel s/n, 1964: 30).
Un marco regulatorio delineaba una doble moral, pues la obligación
monogámica era, sobre todo, femenina. El adulterio condenable era el de la mujer
casada. En cuanto a los varones, las relaciones extramatrimoniales se objetaban
sobre todo para evitar los inconvenientes de las descendencias ilegítimas.
Dentro de esta doble moral, sin embargo, se esperaba de un hombre que se
casaba, un determinado cambio de su conducta sexual. Se toleraba una cierta
variedad e intensidad de placeres en la juventud que era necesario restringir
después del matrimonio. El hombre casado podía llegar a tener una amante y
frecuentar prostitutas. A la mujer se le imponía que comprendiera esta situación y
la mantuviera entre lo no dicho. Se daba así una cierta bipolaridad masculina que
tendía a idealizar a la esposa para humillar mejor a la prostituta;
“…con la primera, abrazos caseros de una gran brevedad, sobre todo
teniendo en cuenta que la ausencia de anticoncepción colocaba a las mujeres
bajo la amenaza de una fertilidad intempestiva con la segunda, travesuras
sensuales, toda la gama de posiciones de lo más inconvenientes. Una madre
de familia no podía explayarse como una vulgar buscona. El culto
romántico a la pureza femenina conducía a la explosión del burdel, el
angelismo era el padre de la putería” (Bruckner, 2011: 98).

Se daba a entender que la búsqueda de otros placeres era para el marido una
falta acaso bastante frecuente, pero también bastante nimia. Muchas veces se
decía que era en el interior del lazo del matrimonio, en función de lo que eran las
relaciones afectivas entre los dos –y no en función de los derechos y de las
prerrogativas- como debía resolverse la cuestión. En este sentido, los placeres
189
exteriores del hombre no eran efecto de su superioridad, sino de cierta debilidad
masculina que la mujer debía tolerar haciendo una concesión que, a la vez que
salvaguardara su honor, probara también su afecto:
“Estaba convencida de que el esposo la quería aún, después de largos años de
matrimonio, y que jamás había pensado en dejarla; mas de pronto lo vio
aprisionado en una aventura de amor fácil e intrascendente, transformada en
urgente urgencia” (“Telón tras un largo acto”, Maribel Nº 1438, 30/08/60: 12).

Una certeza tranquilizadora amparada en esta doble moral delineaba, tanto para
los maridos como para las esposas, una frontera entre la relación conyugal y la
aventura. Esto diferenciaba dos tipos de mujeres: la esposa que revestía la
obligación de respeto y la ‘aventura’, como lugar de la transgresión erótica. Las
historias podían valorizar finalmente de manera positiva el adulterio,
minimizándolo e idiotizando el error del marido:
“…convertido en don Juan y que estuvo a punto de destruir su vida… ¡Qué idiota!
¡Qué idiota! […] Me río de la mujer joven que me devolvió a mi hombre, después
de una experiencia ingrata que multiplica el valor de lo nuestro” (“Telón tras un
largo acto”, Maribel Nº 1438, 30/08/60: 70).

La infidelidad masculina se interpretaba como una aventura inocente,


considerada casi una obligación dentro de su grupo de pares:
“… mi marido, aunque efectivamente me quiere mucho, es un donjuán y no deja
nunca pasar la ocasión de una ‘aventura inocente’. Sé que jamás se trata de cosas
serias, pero me hieren profundamente porque estoy enamorada de él y siento celos.
Hace algunos días le pedí que no siguiera con sus galanteos porque me hace sufrir,
pero se echó a reír y me dijo que no me preocupe, que él me quiere y me querrá
siempre solamente a mí, pero que es lógico y natural que un hombre se permita
ciertas libertades, pues de otro modo, ¿qué dirían los amigos?” (“Cuando el marido
es un donjuán”, Femirama, tomo 8, 05/66: 82).

En Femirama, un discurso ‘especialista’ presentaba una tipología de maridos


infieles. Distinguía al marido ‘calavera’ o ‘mujeriego’ que tenía aventuras como
mero motivo de diversión y tema de conversaciones íntimas entre amigos, del
donjuán que revestía otro estatuto. El calavera era un:
“…ejemplar típico del hombre que tiene devaneos amorosos por una simple
cuestión de prestigio, por esa mentalidad deformada de ‘comodidad varonil’ que le
hace ver como cosa justa y normal el concederse semejantes aventuras ‘inocentes’”
(: 82).

El donjuán, en cambio, suponía otras cualidades relacionadas primordialmente


con los modos de conquista:
“El donjuán, al revés del ‘calavera’, no ha conocido el amor, el verdadero amor
190
hacia una mujer, y está destinado a no conocerlo jamás. Esta es la razón de que los
donjuanes no sean por lo general celosos, en tanto que los ‘calaveras’ sí lo son, y a
veces más aún que la generalidad de los hombres, precisamente porque temen que
lo que hacen a los demás en algunas ocasiones les pueda llegar a suceder también a
ellos” (: 83).

Se decía que los maridos, por lo general, se ubicaban en el primer tipo, en el


cual la infidelidad aparecía como una valorización viril:
“De ahí que muchos maridos fieles den a entender que engañan a sus esposas.
Piropean a toda mujer que encuentran en la calle o, como el piropo está en vías de
desaparecer, miran las piernas de las que pasan y lo comentan cuando están en
compañía de otros hombres. Los hay también que hacen alusión, ante sus
compañeros, de aventuras imaginarias, pues ser monógamo es increíble y casi una
vergüenza entre los hombres. Y si uno de ellos dice que es fiel a su mujer, pasa
generalmente por hipócrita” (“La mujer de hoy y los conquistadores”, Maribel
Nº1583, 02/07/63: 73).

El valor erótico de la infidelidad masculina se publicitaba en las revistas de


actualidad. Componía, por ejemplo, el slogan de una marca de cigarrillos: “los
infieles” (Publicidad Master 91, Gente Nº 158, 19/08/68: contratapa).

Figura 42: “Los infieles” Publicidad Master 91, Gente, 1968.

El anuncio mostraba parte de un cuerpo de mujer, sin mirada, donde aparecía


su boca y su torso. Advertía, además, que los infieles debían ser ricos o al menos
aparentarlo: “Humo rubio para millonarios. Fiebre de oro en su marquilla dorada.
Derroche de placer en sus 91 milímetros. Sí, es la época de Master 91. Sea infiel,

191
pruébelos” (op. cit). Otra imagen de la campaña mostraba a varios de estos
‘millonarios infieles’, observando a una bailarina que se contoneaba sobre una
mesa, para su placer.

Figura 43: “Los infieles”, Publicidad Master 91, 1968.

Anclado en esta doble moral masculina, el discurso psiquiátrico explicaba que


las actitudes del hombre ante el amor “… son siempre las mismas: oscilan como
un péndulo entre dos conductas opuestas que se repiten invariablemente: o es
amor y se sublima, o es una conquista, un regalo y se mancilla” (: 82). Por tanto,
la respetable esposa amada no debía preocuparse por las aventuras del marido,
destinadas a otro tipo de mujer, la regalada, la mancillada. Esto sucedía,
especialmente, con los varones cuarentones y su deseo de autoafirmar su
juventud:
“En la mayoría de los cuarentones se verifica, en el momento en que toman
conciencia de su edad, una reacción desproporcionada: quieren ser jóvenes a toda
costa. Esto les ocurre especialmente los hombres que han ‘llegado’ socialmente; se
abandonan a los excesos y buscan la juventud en la mujer […] Éste es el período
peligroso para el matrimonio y en el que suelen surgir los dramas conyugales […]
muchos hombres de edad mediana atraviesan ‘una verdadera y segunda adolescencia
que se manifiesta en el aumento del interés del hombre por las mujeres más jóvenes y
en el deseo de mostrarse aún atrayentes y viriles. En tales situaciones la conducta del
hombre es frecuentemente irracional y las emociones no son disímiles, por el
romanticismo y fantasía, a las de un adolescente de diecisiete o dieciocho años”
(“Ventajas y desventajas de los 40 años”, Femirama, 06/69: 122).
192
“El hombre, al entrar en su madurez, necesita, a menudo, la confirmación de que
continúa siendo interesante, gusta a las mujeres y es ‘todavía’ capaz de conquistar
alguna. Por eso mira a su alrededor, ensaya recursos y busca aventuras. Se lanza al
adulterio en un desesperado intento de ‘vuelta atrás’, de renovación glandular, sin
querer comprender que el tiempo es irreversible. Esa fugacidad prohibida los atrae
porque ‘es fugaz’ y ‘prohibida’, en la mayoría de los casos” (“La causa más grave
del divorcio: el adulterio”, Maribel Nº 1637, 21/07/64: 20).

Aunque el matrimonio era considerado como una institución que exigía


recíproca fidelidad, las transgresiones eran, para Freud, inevitables. Pero entonces,
éstas estaban, por tradición, mejor vistas dentro del género masculino.
La diferenciación entre la sexualidad casta del matrimonio y el carácter
apasionado o erótico de los asuntos extramaritales era una distinción bastante
común (Giddens, 1998). Por mucho tiempo se había considerado que convenía que
la relación conyugal fuera diferente de la de los amantes. El matrimonio traía
consigo una “exigencia de ‘des-hedonización’: las uniones sexuales entre esposos
no debían obedecer a una economía del placer. Se consideraba que el marido no
debía tratar a la propia esposa como a una amante, y en el matrimonio había que
conducirse como marido más que como amante (Foucault, 2011b).
La infidelidad femenina no se interpretaba de la misma manera, estando mucho
más asediada por la prohibición moral: “…el hombre encuentra la indulgencia de
todo el mundo cuando busca satisfacciones fuera del matrimonio, mientras que
una mujer no puede hacerlo” (“La mujer de hoy y el novio más joven”, Maribel
Nº 1521, 17/04/62: 88).
La propia ley realizaba una mirada indulgente de la infidelidad masculina. El
adulterio era considerado un delito; el código penal lo castigaba en su artículo 118
con prisión de un mes o un año. Ante la ley, la diferenciación de género era
patente y en este punto el discurso feminista batallaba por la igualdad jurídica y
legal, desde una revista femenina como Maribel:
“La ley penal diferencia los requisitos para hallar culpable de este delito al hombre
o a la mujer. Si se trata de un hombre, es necesario –según el Código- ‘que tenga
manceba dentro o fuera de la casa conyugal’. Se requiere continuidad en la relación
masculina extraconyugal. Dar trato de esposa a otra mujer, agraviando a la propia,
ante amigos y conocidos. La simple relación de un momento, sin continuidad, no
basta. Otra es la situación para la mujer. La ley penal es más rigurosa. Sólo es
menester que ella tenga una sola relación extraconyugal, aun fugaz, para culparla
del delito. No existen razones para tal distingo, ¿verdad?, aunque, quienes hicieron
las leyes –hombres por supuesto-, esgrimen razones a saber: Se consideró entonces
que la naturaleza masculina, distinta de la femenina, no tiene intención de agraviar
193
a su esposa con una simple aventura de corta duración. El agravio –sostienen- se
infiere a la esposa legítima cuando existe una relación extramatrimonial continuada
y a ojos vistas de la sociedad. Por el contrario, se ha dicho que la mujer tiene otra
responsabilidad. Su papel es de custodia de la casa, la honra y el apellido marital;
por ello, basta un solo desliz, aun fugaz, para mancillarla” (“La causa más grave
del divorcio: el adulterio”, Maribel Nº 1637, 21/07/64: 21).

El feminismo se enfrentaba a estas prerrogativas masculinas, denunciando una


ley desigual, asentada en una supuesta naturaleza de los sexos:
“La violación del deber de fidelidad conyugal –y así lo ha entendido la ley civil a
diferencia de la penal- es igual tratándose de ambos esposos. El honor, el respeto y
la confianza mutua exigen iguales deberes, y el peso de la ley, al declarar
culpabilidad, no debe hacer diferencias en cuanto a la vara con que se medirá a
ambos. Admitir franquicias para el hombre, no considerar como delito una fugaz
aventura extraconyugal, es dejar una puerta abierta a complacencias o tecnicismos
legales, en pugna con la esencia de los valores del espíritu” (“La causa más grave
del divorcio: el adulterio”, Maribel Nº 1637, 21/07/64: 21).

La doble vida de los casados era un asunto repetido. Para las mujeres era
mucho más difícil mantener una doble vida, y las que podían ejercitar el adulterio
sin mortificaciones morales eran probablemente una minoría (Cosse, 2006). Las
propias mujeres se mostraban más tolerantes con la infidelidad del varón que con
las de sus congéneres. Tal era el mandato de fidelidad femenina que estaba bien
visto que la mujer siguiera rindiendo lealtad aún cuando su esposa hubiese
muerto:
“Veinte años hacía que Ernestina, la viuda, vestía de riguroso luto. Veinte años
cabales que usaba un precioso medallón colgado en el cuello. Veinte años que venía
repitiendo, cada día, a quien quisiera oírla, la misma historia.
-Mi pobre marido…
[…] La viuda se me aparecía como la imagen acabada de la fidelidad conyugal.
Había amado tierna e incondicionalmente al elegido de su corazón y amaba, después
de haberlo perdido, su imagen diluida en el tiempo” (“El medallón”, Maribel s/n,
1964: 54).

La infidelidad de la mujer era temida y se la asociaba con la destrucción del


ego del marido:
“También ella, como todos, oyó comentarios sobre la conducta poco edificante de
la esposa de Alejandro. Últimamente su flirteo con un conocido play-boy había
pasado los límites de lo tolerable. Todos los que conocían a Elcira Monter
compadecían al marido” (“¿Es suficiente amar?”, Para Ti Nº 2400, 08/07/68: 23).

A diferencia de la publicitada infidelidad masculina, los relatos hablaban de


mujeres infieles que vivían la situación con mucha angustia: “Su corazón era una
trampa… ¿Podía amar a dos hombres al mismo tiempo?... ¿Era honesto o inmoral
194
no dejar a ninguno de los dos?” (“El salto”, Maribel Nº 1656, 08/12/64: 26). Una
ilustración mostraba la mirada dramática de una protagonista al abrazar a uno de
sus amados.

Figura 44: “El salto”, Maribel, 1964.

Al correo sentimental también llegaba la problemática de la infidelidad


femenina. Una lectora escribía al Padre Agustín en “Secreto de Confesión” –Para
Ti-: “Tiempo atrás, jugando con fuego, cometí varios deslices (besos, abrazos) de
infidelidad hacia mi esposo –a quien adoro-. Además evitamos –ilegítimamente-
tener más hijos” (Para Ti Nº 2283, 11/04/66: 65). Contra todos los pronósticos, el
padre respondía misericordioso: “…sus pecados no son tan vergonzantes” (: 65).
Los aires de cambio iban también morigerando la condena de la infidelidad
femenina.
Algunas notas hablaban de los conflictos de una mujer casada y presentaban
alertas para los maridos, aunque no estuvieran destinadas a ellos como lectores.
En un guiño hacia las lectoras se cuestionaba que el marido olvidaba ser también
un buen amante. Se advertía a los esposos fríos e indiferentes que corrían el riesgo
de que tarde o temprano, apareciera un amante para sus mujeres. Se alegaba que
muchos maridos, recostados en la seguridad definitiva del acto del matrimonio por

195
el Registro Civil, veían en sus esposas, con ojos ingenuos y confiados, una mera
procreadora y guardiana del hogar.
Se aducía que los maridos engañados eran cada vez más y una de las causas era
que el hombre confundía el matrimonio con un puerto de descanso. Los deseos
eróticos de las esposas se hallaban insatisfechos.
La duplicidad que ubicaba a la esposa en el lugar del respeto y el recato y a la
amante en el lugar de la lujuria se iba desmoronando. Las amas de casa
reconocían estar ávidas de sensaciones eróticas, de pasión, que su marido no
satisfacía. Y en ese espacio vacío que dejaba el esposo entraba a jugar el amante
que reintroducía la pasión en sus vidas. Las narrativas hablaban de mujeres
casadas que se permitían flirtear con otros para sentirse admiradas: “A los
cuarenta años, Odile había hecho su mejor conquista de mujer casada que, sin
dejar de ser fiel a su marido, no puede vivir sin sentirse admirada por los demás”
(“El flirt de la señora Lanvin”, Maribel Nº 1451, 06/12/60: 26).
Una nota en Maribel analizaba el caso. Sostenía que las mujeres que se casaban
alrededor de los veinticinco –veintiocho años: “… (siempre según las estadísticas)
casi siempre hacia los treinta y dos- treinta y cinco años, o sea hacia el séptimo
año de matrimonio, puede advertir el deseo de sentirse más libre” (“Crisis en la
vida de dos”, Maribel s/n, 1964: 30). Pero entonces se reimponía el recato de la
esposa:
“Lo importante es no concederse ‘evasiones sentimentales’ –aunque fueran sólo
platónicas, inocentes- fuera de casa.
Una mujer casada no tiene derecho de buscar la amistad o comprensión de otros
hombres: porque de la amistad al ‘flirt’ el paso es muy pequeño” (: 30).

La infidelidad podía haber estado causada por la falta de atención, la distancia,


la ausencia (“Ausencia: ¿tumba del amor?”, Maribel s/n, 1964: 50). Los discursos
especialistas decían detectar las causas de las infidelidades y respondían con una
serie de recomendaciones. Se alentaba ‘que no muera el galán’ en el marido, es
decir, era importante que siguiera cortejando a su esposa después de casarse,
porque “Una mujer no es un objeto, no es una parte del amueblamiento de la casa”
(“Crisis en la vida de dos”, Maribel s/n, 1964: 38). Se daban cifras: “El 79% de
las mujeres se quejan de falta de ternura. ¿Decepción? ¿Desilusión?
¿Incomprensión? No importan las causas. Lo fundamental es no permitir que la

196
barrera siga creciendo” (“Mi marido no es el mismo”, Maribel Nº1677, 11/05/65:
25). Al mismo tiempo, las esposas decepcionadas en sus expectativas eróticas,
daban sus testimonios:
“Un día terminé por decirme: Se acabó la luna de miel […] Ahora él me besa
pensando en las facturas que tiene que revisar al día siguiente, en la llamada
telefónica para ir al club […] Antes Pablo me besaba como si no nos quedara más
que un solo día de vida. Pablo decía ‘mi mujer’ con un tono de protección, como
queriéndome preservar de todo peligro. Hoy no puedo recuperar ese tiempo que se
ha ido… Seguramente, esta noche también miraremos televisión” (: 25).

Mientras las revistas entregaban en mano a la lectora, por un lado, toda una
serie de narrativas rosas que poetizaban el cortejo, el romance y la pasión, por
otro, les decían a las esposas que no esperen eso de sus maridos:
“¿Qué no besa a su mujer como antes? Primera razón. La muchachita a quien él
festejaba ardorosamente se ha convertido en su mujer. El beso ha dejado de ser un
fin en sí. Hay otras maneras de demostrar su amor. Para la mujer cuentan otros
razonamientos: no la besa como antes, luego, no la quiere como antes… Empieza
la etapa de las actividades de compensación: novelas o televisión, hasta restaurar la
imagen fallida del galán romántico, de ese galán que su marido ha dejado de ser” (:
32).

Las respuestas alentaban a sostener la institución matrimonial, instando a las


mujeres a comprender una supuesta naturaleza de los géneros frente al amor:
“…el matrimonio no resultó lo que ellas esperaban. ¿Por qué? Porque no supieron
establecer diferencias de sensibilidad masculina y femenina, porque no supieron
ver el fondo del amor y se quedaron en la superficie” (: 32).

La infidelidad, la caída en la rutina agobiante, las relaciones


extramatrimoniales y los celos eran temas privilegiados en la prensa femenina en
los ’60, a los cuales se sumaba el ‘aburrimiento sexual’ como:
“…una de las principales amenazas de la serenidad matrimonial en las parejas que
han superado los cuarenta y cinco años’. Los cónyuges se aman pero su vida íntima
se apacigua. Entonces uno de los cónyuges está expuesto a fuertes tentaciones”
(“Ventajas y desventajas de los 40 años”, Femirama, 06/69: 122).

La exigencia de fidelidad monogámica que tornaba al sexo una exclusividad


del matrimonio, con el paso del tiempo, podía transformarse en simple deber y
hábito, “mutilando la sensibilidad” (Marcuse, 1967: 62). El propio Freud (1986)
sostenía que el amor genital heterosexual era menoscabado por las restricciones de
la legitimidad y la monogamia. La conyugalidad olvidaba muchas veces a la
sexualidad como fuente de placer en sí (erotismo).

197
Pero entonces, en los sesentas, estos parámetros estaban cambiando. Las
parejas exigían una re-erotización del vínculo conyugal. El erotismo se extendía a
los noviazgos, pero también a los famosos ‘flirts’. Acerca de estos cambios trata
el capítulo siguiente.

198
CAPÍTULO VI
NUEVAS REGLAS DE JUEGO AMOROSO

“Se suponía que el amor lo resolvía todo, pero se


ha convertido en parte del problema”
(Bruckner, 2011: 141)

“Hay que reponerse de una última ilusión, la de


denunciar el amor como una ilusión” (: 213).

1. La modernización y las problematizaciones del amor


En los ’60, tanto desde la moral convencional como desde la por entonces
naciente nueva ética del amor libre, el amor se comprendía, casi religiosamente,
como salvación. No obstante, unas prácticas amorosas frente a las otras suscitaban
reflexiones acerca de las relaciones, a través de una interrogación a la vez teórica
y prescriptiva sobre sus formas.
El amor se prescribía y a la vez se problematizaba en la prensa femenina. Toda
una serie de especialistas estaban dispuestos a aconsejar su rumbo. “¿Sabe Ud. por
qué se ama…?” preguntaba la revista Vosotras (Nº 1332, 15/06/61: 27); “¿Cuánto
dura el amor eterno?”, cuestionaba retóricamente Maribel (Nº 1640, 08/64: 12).
Como en la sexualidad, el discurso científico se entrometía en la temática del
amor, pero con menos éxito:
“Lo eterno, ¿puede cuantificarse? Un sentimiento, aunque sea amoroso-pasional,
¿puede medirse? Pese a que aún no se ha inventado el ‘erotómetro’ –pequeño
aparato para calcular el grado y la intensidad de amor que experimentan los seres
humanos-, los mitos inclinan siempre a los espíritus curiosos en búsqueda de la
verdad. Quizá la verdad, en este caso, sea de una naturaleza distinta a la científica,
sometida a pruebas de repetición y objetivos en cualquier latitud” (: 12).

El amor como salvación, con su cualidad de eternidad, era una definición


religiosa y el discurso científico se oponía a esa caracterización: “Frente a la
ciencia, el amor perenne es un absurdo biológico” (: 12).
Como problema, el amor también ha estado impregnado por la crítica de la
ideología como una ilusión, propensa a ser desmitificada:
“El discurso amoroso enmascara la verdad de la especie: la novela y la
propaganda mediática –la publicidad y el cine, la televisión y la prensa
llamada femenina– giran alrededor del flechazo, la pasión, el formidable
poder del sentimiento, del amor con mayúsculas, ahí donde la razón

199
desengaña de forma brutal al hablar de feromonas, ley de la especie, destino
ciego de la naturaleza que apunta a la homeostasis del redil de los
mamíferos con neocórtex” (Onfray, 2010: 114).

El amor, indecible y sin razón, “sublime y abominable a la vez” (Bruckner,


2011: 196), se asociaba a lo idílico en las narrativas rosas de las revistas
femeninas: “Un día el amor llamó a su puerta y a ella le pareció algo irreal,
demasiado hermoso para que fuese cierto” (“Amanecer de amor”, Maribel Nº
1415, 22/03/60: 13). Y en contraposición a ese ‘flechazo’ de Cupido, el discurso
científico médico buscaba dilucidar “El secreto de la fascinación en el amor”
(Maribel Nº 1640, 08/64: 64), desde su pretensión de transparencia y neutralidad,
no menos ideológica:
“Ya se conoce actualmente lo que es el amor. Ya no es (como decían los cursis de
todo pelaje) ‘un no sé qué, que viene no sé cuándo y ataca no sé cómo’. No es así.
Felizmente ya se atisba la naturaleza y esencia del amor en su verdadera sustancia;
se sabe que el amor es algo sujeto a leyes –como por otra parte, todo lo que sucede
en la vida- y capaz de ser hallado y mejorado infinitamente por la cultura intensiva
de nuestro ser emocional y el desarrollo armónico de nuestra personalidad” (: 64).

Desde una visión heterosexista, basada en la complementariedad de los sexos,


el discurso pretendía explicar el movimiento del amor:
“Sucede que el magnetismo masculino es positivo y el magnetismo femenino es de
signo negativo; hay atracción magnética entre los dos sexos, y esa atracción
desempeña un papel importante no sólo en la simpatía y en la antipatía, la amistad
o la enemistad, sino, más especialmente, en el amor en todas sus formas. La
costumbre de recibir las vibraciones magnéticas de una persona crea la necesidad
de su presencia. Esto se llama impregnación fluídica” (: 64).

El discurso científico pretendía destapar el velo ilusorio del problema del amor.
La naturaleza codificada en vibraciones magnéticas y fluidos rompía con la
retórica amorosa.
Pero entonces, los consejeros sentimentales muchas veces se ubicaban en un
intermedio entre los discursos de la ciencia y la retórica amorosa de las narrativas
más edulcoradas, construyendo unos sentidos del amor más cercanos al arte
amatorio:
“El amor no es deslumbramiento. Ni milagro. El amor se conquista día a día y,
como toda empresa de conquista, tiene sus reveses. Es necesario dar tiempo al
tiempo. Es preciso acostumbrar al hombre, como es preciso que el hombre se
acostumbre a la mujer. Un amor se construye con la misma pasión y la misma
paciencia que una catedral” (“¿Me lanzo o no me lanzo?”, Maribel s/n, 1965: 63).

200
El correo sentimental era una sección obligada en las revistas femeninas,
entendida como un espacio destinado al tratamiento de conflictos amorosos
particulares de las lectoras que apuntaba a regular las conductas ligadas su
intimidad.
Las mujeres parecían adorar las confidencias amorosas: “¿Hombres o mujeres
son más propensos a las confidencias sentimentales?”, se preguntaba en Maribel
(“¿Cuánto dura el amor eterno?”, Maribel Nº 1640, 08/64: 12). Un médico, como
voz autorizada, respondía:
“No he llevado estadísticas, pero he observado en las mujeres un mayor recato y en
los hombres una mayor exuberancia y vanidad. Acerca de la calidad de la
confidencia diré que las mujeres tratan el tema por el lado del sentimiento puro,
mientras los hombres más bien por el de lo contingente, lo pasional o lo
aventuroso” (: 12).

Los problemas femeninos en torno al amor se construían como conflictos


sentimentales –no pasionales ni del orden de la aventura. La soledad afectiva, las
dificultades matrimoniales, los amores contrariados, las relaciones sexuales pre-
matrimoniales y los engaños afectivos eran cuestiones recurrentes que edificaban
una atmósfera por lo común problemática y doliente.
Para que un problema sea plausible de ser incluido dentro del correo
sentimental era condición necesaria la existencia de una tensión entre deseo
personal y convención social (Garis, 2010). Los dilemas personas se compartían
públicamente y una voz autorizada ofrecía a cambio una consejería amorosa.
Las editoriales decidían publicar cartas que desafiaban las normas. La amenaza
de transgresión a la norma social que implicaban los vaivenes del sentimiento
amoroso configuraba el aspecto conflictivo de lo sentimental tratado en estos
espacios.
En este género, las frecuentes interpelaciones hacían que el discurso adoptase
el simulacro de un diálogo, sosteniendo cierta ilusión de una comunicación
interpersonal entre consejero/a y aconsejada. El consejero podía responder desde
la autoridad o la complicidad, según fuera el caso, definiendo los estándares
morales de la revista frente a las preocupaciones seleccionadas de las lectoras. A
veces el consejero era una figura famosa, como Palito Ortega o Violeta Rivas, y
así se despojaba al asesor sentimental de su carácter enigmático.

201
Las asesoras más cómplices y amigables, postulaban que los sentimientos
tenían un estatuto preferencial para la toma de decisiones. La solución a los
problemas era, muchas veces, la que dictaba el corazón, para contribuir a la
felicidad de la consultante o apaciguar su angustia.
La dicha se hallaba inevitablemente ligada al amor, de modo que todo aquello
que se hacía en pos de este sentimiento era válido:
“En este universo las ‘leyes del corazón’ desplazan a las leyes morales, se
configura así un espacio dominado por el “Imperio de los sentimientos”,
donde las verdades de la fe o la certidumbre de la ciencia no poseen valor
universal. Se instaura entonces una lógica pasional donde quedan
relativizadas las razones que no provengan de los sentimientos” (Garis,
2010: 142).

Las consultas hablaban de nuevas incertidumbres acerca de las relaciones


amorosas en una sociedad convulsionada por los cambios en los valores que
organizaban la vida cotidiana (Cosse, 2010). Los consejos siempre pasaban por el
respeto a la dignidad femenina y la ‘valoración propia’, como pautas que
habilitaban o no ciertos comportamientos amorosos.
Claro que no interesa aquí el estatuto de verdad o falsedad absoluta de estos
testimonios sino su efecto de verosimilitud y el debate en que se enmarcaban,
tanto como las decisiones editoriales de publicar estos debates sentimentales.
Desde cierta frescura, informalidad y anonimato, las cartas enfocaban la vida
privada de las mujeres y sus parejas, en una época en que se modificaban las
relaciones amorosas, junto con el régimen sexual y las expresiones del deseo
erótico.
Las cartas hablaban de mujeres enfrentadas con mandatos instituidos que las
angustiaban o dudas sentimentales sobre cómo conseguir novio, qué hacer frente a
una ruptura, cómo actuar frente a la oposición de los padres. Ponían en discurso
incertidumbres amorosas - muchas consultas trataban de definir si la conducta
tenía carácter normal o patológico-, y expectativas contradictorias frente al amor.
Este capítulo está dedicado a deslindar los discursos amorosos de los que
problematizaban al amor, junto a las resignificaciones de la pareja, los noviazgos
y la sexualidad. Este tipo de textos cubrían los debates acerca de la crisis de la
conyugalidad, la cultura divorcista, en medio de una resignificación y

202
revalorización de los vínculos amorosos, las uniones libres y una reconfiguración
pública de lo íntimo.

2. La ‘prueba de amor’
A pesar de la vigencia de los tradicionales tópicos de los discursos amorosos, la
juventud de la época estaba cambiado sus conductas respecto del amor y las
relaciones de pareja. Nuevas convenciones sexuales se vertebraban sobre el
rechazo de las formalidades (Cosse, 2010). Los jóvenes comenzaban a manifestar
públicamente que tenían relaciones sexuales sin estar casados. Los noviazgos se
flexibilizaban y el divorcio era un destino que podía tener un vínculo conyugal y
el consultorio sentimental constituía un espacio testimonial de estas
problemáticas.
En las nuevas parejas el sexo estaba legitimado por el amor, tanto como prueba
del matrimonio o como modo de expresar el amor. Los controles de la familia se
iban distendiendo a medida que corrían los años, al difundirse la idea de que las
relaciones sexuales ‘prematrimoniales’ podían no ser convenientes pero no eran
pecaminosas, y lo más importante era la felicidad de los jóvenes en materia de
amor (Barrancos, 2010).
Las posiciones modernizantes aceptaban las relaciones sexuales en el marco de
una relación auténtica y profunda. La expresión ‘prueba de amor’ era una
metáfora frecuente para hacer referencia al primer acto sexual en el marco de un
noviazgo.
El derecho de los novios a tener intimidad con el tiempo iba a dar paso a un
nuevo mandato de normalidad que suponía una manera de alcanzar el
conocimiento mutuo, otorgando a los noviazgos un carácter menos definitivo y
más sujeto a la experiencia. Esta idea que inicialmente contrariaba las
convenciones instituidas, fue legitimada en defensa del matrimonio. Se
argumentaba que una menor rigidez en el plano sexual llevaba a que los novios
realizaran una correcta elección. La colección de algunas experiencias se
presentaba como un medio para lograr la mejor selección matrimonial. Sin
embargo, la búsqueda del compañero adecuado podía prolongarse demasiado y
volverse peligrosa para el orden moral.
203
Un nuevo paradigma amoroso condenaba a la pareja por conveniencia buscaba
garantizar la corrección social de la elección. El amor era el único fundamento de
las uniones. Ahora bien, este sentimiento podía ser confuso y debía ser regulado
en pos de la elección correcta.
Los referentes de la renovación sexológica daban importancia al sexo para la
felicidad matrimonial. Esto condujo a desacreditar la luna de miel como espacio
para la iniciación sexual de la mujer y de la pareja. Desde el paradigma
psicológico, se consideraban los traumas y temores de las recién casadas al
desenfreno sexual del marido, producido por el supuesto deseo contenido durante
el noviazgo, a los limitados conocimientos sobre la fisiología y las técnicas
amorosas y la falta de comunicación en la pareja. Para conocerse, era necesaria la
práctica sexual. Se planteaba que tener relaciones sexuales antes del matrimonio
permitía discernir si una pareja sentía mera atracción física o estaba unida por el
amor, una diferencia sustancial en una época en la cual todavía se escuchaba que
los hombres se casaban en buena parte para satisfacer el deseo sexual.

2.1 Recato o deseo sexual femenino constreñido


Hasta entonces, los noviazgos habían sido severamente controlados por los
padres. Las relaciones sexuales prematrimoniales eran condenadas y la
maternidad soltera constituía un serio estigma social. Las mujeres necesitaban la
garantía de casamiento por parte del varón y mientras tanto ellas debían conservar
su virginidad.
De esta manera se imponía recato y constreñimiento al deseo femenino. La
virtud de la mujer constituía la garantía de su sumisión: una mujer virtuosa debía
salvaguardar su pureza, su virginidad o castidad y la fidelidad a los compromisos
afectivos.
La virginidad había sido un capital requerido para llegar al matrimonio. A fin
de conservar esa pureza sexual, las jóvenes debían defenderse de las seducciones
masculinas. El mandato era no permitirse franquías sexuales. Mediante el recato,
las mujeres buenas debían contener los impulsos sexuales masculinos, fuente de
peligro para ellas, así como contener su propia sexualidad, que podía incitar a los
hombres a actuar (Vance, 1989).

204
Las propias feministas del siglo XIX habían desarrollado una idea de
asexualidad como opción para las mujeres respetables, utilizando la contención
para enfrentarse a las prerrogativas sexuales masculinas (Vance, 1989).
Con este rasero normativo se estigmatizaban las experiencias de numerosas
jóvenes que se apartaban del mandato. La inexperiencia juvenil, el peligro que
representaban los engaños de los ‘Donjuanes’, la debilidad ante los dictados de su
corazón, podían llevar a caer en la tentación de las relaciones sexuales
prematrimoniales y las uniones no del todo legales, fantasmas que amenazaban a
la moral de una sociedad que controlaba constantemente la relación entre ambos
sexos (Garis, 2010).
Pero entonces, al tiempo en que se rendía culto a la virginidad femenina en su
juventud, sucedía lo contrario con la virginidad masculina. Las llamadas
manifestaciones o exteriorizaciones amorosas masculinas eran consideradas lícitas
en función de una doble moral sexual: “Las exigencias de la castidad son distintas
en las relaciones generales de hombre y mujer, en las que establece el noviazgo y
en las que surgen del estado matrimonial”, sostenía el padre Iñaki de Aspiazu en
“Secreto de Confesión” (Para Ti Nº 2375, 15/01/68: 66). Ciertamente, para el
varón, el mandato era la rápida iniciación sexual, mientras que para la mujer se
exigía virginidad hasta el casamiento.
Estos mandatos de género aceptaban, y hasta a veces glorificaban, la
satisfacción del deseo sexual de los varones, pero ordenaban represión o recato en
las mujeres, es decir, un control del deseo sexual o, por lo menos, de las actitudes
que lo delataban (Barrancos, 2010; Cosse, 2010).
El catolicismo toleraba el desacato de mandatos religiosos por parte de los
varones, siempre que se mantuviera en un reducto íntimo: “Ello significaba la
normalización de la contradicción entre la moral pública y los actos privados”
(Cosse, 2010: 73), manteniendo una moral de las apariencias y de la discreción al
buscar el placer sexual.
Mientras una muchacha soltera quedaba ‘deshonrada’ al cometer una ‘falta’ en
su conducta sexual, aunque no quebrase ninguna ley, la ‘mala conducta’ del varón
se miraba con indulgencia. Esta doble norma se asentaba también en la idea de
que los varones necesitaban experiencia sexual para su salud física.

205
Las mujeres habitualmente llegaban al matrimonio con su ‘virtud’ intacta,
mientras que los flirteos masculinos estaban incluidos en la categoría de una
sexualidad episódica aceptada (Giddens, 1998). La mujer no tenía derecho, por
principio, a semejante desdoblamiento de la personalidad.
El deseo sexual femenino debía constreñirse al matrimonio tradicional y la
familia nuclear. Bajo la idea de que una mujer decente no conocía deseo ni placer,
se eludían los lenguajes vinculados con el cuerpo, con excepción, claro está, de la
celebración excluyente de la maternidad, que parecía incontaminada, como si la
concepción hubiera prescindido del contacto carnal:
“El sexo era una prenda que la mujer entregaba al varón cuando, al
desposarla, le permitía acceder a la realización completa de su condición
como esposa, madre y ama de casa, proyecto dentro del cual la satisfacción
sexual de las chicas carecía de importancia” (Cosse, 2010: 75).

Entre las pautas sexuales que regían el cortejo y el noviazgo, el respeto del
hombre implicaba que no hubiera contacto sexual. Los novios no debían alcanzar
la completa intimidad que pudiera enturbiar la valoración social de la joven. Los
sectores sociales preocupados por cumplir con los estándares de decencia vivían
sus experiencias amorosas en esta duplicidad, que asumía especial significación
durante el noviazgo cuando introducía el problema de limitar el grado de
conocimiento que les estaba permitido a los novios.
Las convenciones limitaban la experimentación sexual entre los novios y,
como contrapartida, legitimaban la tolerancia con las relaciones sexuales de los
varones con otras mujeres, siempre que no estuvieran en situación de reclamar
derechos matrimoniales. Pero entonces, de la misma manera en que la reputación
social de las muchachas descansaba sobre su habilidad para resistir o contener los
acosos sexuales, la de los chicos dependía de las conquistas sexuales que podían
lograr.
Para las mujeres casadas, el discurso moralista imponía un modelo de
abstención que obligaba a un esquema de comportamiento asentado en el temor.
En Para Ti, las respuestas del Padre Iñaki de Aspiazu ordenaban castidad, recato,
vergüenza y pudor, valores erigidos como virtudes. El cura les advertía que el
descuido de estas virtudes femeninas podía acarrear la infidelidad por parte del

206
marido (“Secreto de confesión”, Para Ti Nº 2375. 15/01/68: 66). Así, cuando el
moralista hablaba de y a la mujer, se trataba siempre de deberes y no de placeres.

2.2. Transgresiones y transformaciones del recato sexual


Existía una tensión continua entre el mandato represivo que pretendía recato y
sus transgresiones. Las formas de contacto sexual entre los novios habían
convertido al ocultamiento de la violación a la norma en una convención instituida
y claro está, ello incrementaba de erotismo –entendido como transgresión.
Se presentaba un problema acerca del grado de intimidad que los novios se
permitían. El ‘franeleo’ estaba institucionalizado en los intersticios de la moral
pública, así como el ‘chapar’, que no se ocultaba en los grupos de pares (Cosse,
2010).
Darse la mano, besarse y acariciarse en público fueron considerándose
crecientemente actitudes comunes en los momentos iniciales de la relación, tal
como lo revelaban las notas sobre técnicas para besar y el significado de las
diversas maneras de hacerlo. ‘Chapar’, relata Cosse (2010), formaba parte de las
habilidades de los varones comentadas por las chicas y distintas parejas podían
practicarlo en un mismo espacio físico:
“A un costado de la calzada […] avanzando en sentido opuesto una parejita: el
muchacho, con los pantalones muy ajustados y de tiro corto; una campera
veraniega y el pelo desalineado y largo; la chica, de falda estrecha y holgada
casaca; la melena lacia cayéndole de cualquier modo sobre la frente, sobre las
mejillas; ojos pintados sabiamente. Iban muy juntos, abrazados por la cintura. Se
veía que les importaba un bledo la reprobación con que los medían maduras
señoras acompañadas por sus cónyuges” (“Murallas de angustia”, Maribel Nº
1625, 28/04/64: 14).

La intimidad sexual tenía significaciones diferentes para cada género: entre los
varones reforzaba la imagen viril ante sí mismo y sus congéneres; y entre las
mujeres representaba un riesgo para la sacralizada virginidad femenina y, por lo
tanto, para la concreción del ideal de mujer de la domesticidad.
También existía una preocupación por la correcta canalización del
supuestamente incontenible deseo sexual masculino que conducía a aceptar
veladamente la estimulación sexual sin consumar la relación, en los noviazgos. Y se
daba un código de honor viril que imponía reserva cuando los contactos con una

207
chica considerada ‘seria’ habían alcanzado el acto sexual completo (Cosse, 2010).
Las jóvenes aparecían como víctimas del deseo sexual de sus novios, pero esto
ocultaba que ellas disfrutaban de los contactos eróticos, aun cuando lo viviesen
con culpas y temores.
Detrás de los mandatos, los jóvenes tenían convenciones propias mediante las
cuales aceptaban contactos sexuales, pero la interdicción impedía hablar en
público sobre el tópico. De este modo se favorecía un modo de comunicación
elusivo.
La virginidad de las mujeres hasta el matrimonio era apreciada por los dos
sexos. Las muchachas más activas sexualmente eran desprestigiadas por las
demás y también por los muchachos que trataban de ‘aprovecharse’ de ellas. Si se
permitían algún intercambio sexual, pocas chicas pregonaban el hecho. Muchas
permitían que esto sucediese sólo una vez comprometidas con el chico en
cuestión, como ‘prueba de amor’.
A los consultorios sentimentales llegaban cartas que demostraban los conflictos
ante las pautas de la doble moral sexual. Las lectoras exponían las vacilaciones y
temores que supuestamente les producían los requerimientos de los novios.
Preocupadas por contactos sexuales que no pusieran en riesgo su virginidad,
indicaban que la mutua estimulación sexual era una convención implícita en la
propia duplicidad de la moral sexual. Tras los eufemismos, la reiteración de las
consultas sobre el tópico traslucía que con frecuencia las chicas quebrantaban el
mandato de contención sexual. En las cartas, eso era considerado como un
avasallamiento de los novios sobre su voluntad, lo que les producía fuertes
temores. En su carácter de ‘prueba de amor’, el pedido ponía a las chicas en la
encrucijada entre aceptar los requerimientos o rechazarlos, con el peligro de que el
casamiento se frustrara.
Una lectora exponía su disgusto por la doble moral masculina en el “Correo del
Corazón” de Maribel: “Me sentiría lastimada, postergada, si él fuera uno de esos
muchachos que ‘respetan’ a la novia abusando de la dignidad de otras mujeres”
(“Correo del corazón”, Maribel N° 1627, 12/05/64: 16). Con este pretexto
justificaba haber mantenido relaciones íntimas con su novio. Ante lo cual, la
consejera, desde un rol de ‘amiga’, respondía:

208
“…lamentablemente, más de una mujer arrastra la pesada carga de una ‘prueba de
amor’ a destiempo, sin garantías… Las chicas que piensan como tú están en un
error, en un gravísimo error. Da la casualidad de que las intransigentes, las ‘de una
sola pieza’, son acusadas de mojigatería, pero son también las que se casan más
pronto… Sí, por no perder el novio, se corre el riesgo de perder a un futuro
marido” (:16).

Muchas veces las consejeras recomendaban a las jóvenes la negativa sexual


como una vía para conocer la veracidad de los sentimientos del novio. Pero a
pesar de estas recomendaciones, el modelo de noviazgo basado en un larguísimo
cortejo previo, la ausencia de coito entre los prometidos antes del matrimonio y la
doble norma masculina que permitía a los novios o maridos frecuentar prostitutas
o acumular experiencias sexuales con otras mujeres, se iba trastocando. La cópula
pre-conyugal se volvía ‘normal’ para los jóvenes, no sin acarrear fricciones con
sus padres, formados en un contexto moral más rígido.
Ya a fines de los ’60 las transformaciones resultaban evidentes (Cosse, 2010).
Al tiempo que el nuevo periodismo realizaba sondeos de opinión sobre el sexo, la
aceptación del sexo por amor iba perdiendo su componente disruptivo:
“Para muchas jóvenes, asumir el sexo por amor podía aparejar fuertes
conflictos, pero no era difícil fundamentarlo. El argumento era la máxima
expresión del canon romántico que habían abonado los melodramas del cine
y la radiofonía y que fue reactualizado en los años sesenta. Ciertas
innovaciones en las fotonovelas apostaron a profundizar la interpenetración
entre la ficción, la realidad y la sugestión erótica” (Cosse, 2010: 105).

En las revistas femeninas se debatían las ventajas e inconvenientes de la


virginidad de las jóvenes. Aunque el tópico continuaba atado al tema del
matrimonio, se discutían los desacatos al mandato virginal, entre quienes los
apoyaban y quienes los condenaban.
A fines de la década, aunque Para Ti mostrara un tono propedéutico y
moralizante explícito al respecto, se daba por sentada una inversión del modelo
femenino: lo que se había vuelto necesario explicar entre las jóvenes, era la
conservación de la virginidad (Cosse, 2010).
En “Secreto de confesión”, en enero de 1968 (Para Ti Nº 2375, 15/01/68: 66),
el padre Iñaki de Azpiazu respondía a una lectora de 21 años preocupada por el
problema del pecado y la ‘pureza’ de su noviazgo, que se hallaba alarmada ante el
deseo de manifestarle su cariño al novio. ‘Mis padres nunca me han instruido en
209
la vida sexual’, sostenía y solicitaba ‘orientación’ al cura, pues andaba
‘escrupulosa, viendo pecado en todos lados’. Echaba la culpa de ello a la
influencia de la lectura de un libro llamado ‘Vida sexual de solteros y casados’;
por ello le preguntaba al padre Iñaki si era ‘conveniente’ dejar de leerlo.
El cura advertía que ‘todo noviazgo, unas veces a corto plazo y siempre cuando
es prolongado’ solía crear ‘problemas especiales de castidad, más o menos
graves’. No obstante, diagnosticaba a la lectora una enfermedad ‘desde el punto
de vista moral’: el ‘escrúpulo’. El discurso religioso se hacía eco del paradigma de
la normalidad-anormalidad; ‘los moralistas, como los médicos, tratamos las
enfermedades’, alegaba. Sostenía que ‘las causas de esta anormalidad’ solían ser
varias: “…en usted están radicadas en la carencia de los conocimientos necesarios
y en la consiguiente falta de buen sentido para el enjuiciamiento de los hechos” (:
66). La lectora pecaba por exceso de pudor.
Pero entonces, en la misma sección, otra carta exponía, por un lado, la
subversión del mandato al defender las relaciones sexuales dentro del noviazgo:
“Estoy convencida que hay que ir al matrimonio con todas las experiencias”
(“Secreto de confesión”, Para Ti Nº 2375, 15/01/68: 66). Se omitía nombrar las
relaciones sexuales, se las llamaba ‘experiencias’ o ‘relaciones totales’ en función
del matrimonio. No obstante, seguidamente agregaba: “Lo que quisiera saber es si
podré casarme con el traje blanco. Es mi ilusión. Mi novio me dice que sí, puesto
que él me considera virgen” (: 66).
Paradójicamente, este discurso, por un lado, ponía en cuestión la virginidad, y
por otro conservaba su valoración para el casamiento con la ilusión de casarse
de blanco como símbolo de pureza. Frente a la subversión de la norma, el cura
confesor arremetía:
“Ya sé que no pocos dan los consejos que usted está siguiendo. También sé que se va
extendiendo la costumbre a la que usted se ha entregado. Pues bien, yo le tengo que
decir justamente lo contrario… la experiencia enseña que esas relaciones no son una
buena preparación psicológica para el matrimonio; muy al contrario, relajan los
resortes morales necesarios para la fidelidad futura de los casados” (: 66).

Las prácticas sexuales prematrimoniales eran una ‘costumbre’ que iba


difundiéndose. El cura consideraba que la lectora era seguidora de ‘consejos’ que
otros daban, caracterizados como ‘influencias perniciosas’ y le advertía que no se
dejase engañar por esos ‘espejismos’. Las recomendaciones del confesor daban a

210
entender que no era la mujer quien decidía acerca de su vida sexual, ella estaba
influenciada. El discurso respondía a la creencia de que, tendientes a inclinarse
hacia el ‘pecado’, las mujeres debían ser aconsejadas a fin de enderezar su camino
(Morant, 2006).
Las prácticas sexuales designadas como una ‘precoz práctica de la vida sexual’,
‘relaciones prematrimoniales’, ‘esas relaciones’, ‘vida prematrimonial íntegra’, se
asociaban en el discurso moralista a lo ‘inadmisible’, lo ‘moralmente condenable’,
por ser una vida ‘psicológicamente relajadora, socialmente anárquica y
reprobable’. Se condenaba tal ‘falta de frenos’, que perjudicarían la fidelidad en el
matrimonio, al ‘relajar los resortes morales’ y los discursos y prácticas que se
contraponían a la ‘función procreadora’, asociada a una ‘existencia digna’.
Nuevamente, para defender su postura, el enunciador religioso apelaba a una
ciencia, la psicología -que como disciplina había ganado terreno y publicidad en los
medios de comunicación-, resaltando la importancia de ‘preparación psicológica’
para el matrimonio, y remarcaba, como poseedor de ‘el punto de vista
psicológico’ los problemas de la ‘precoz vida sexual’. Utilizaba como recurso
argumentativo el decir que ‘la experiencia’ enseñaba que estas prácticas
acarreaban la falta de fidelidad de los futuros casados, desde una presunta
capacidad para predecir el futuro, en función de una cierta experiencia que,
aunque imprecisa y vaga, hablaba a través de hechos o casos que tampoco
enunciaba. Este tipo de discurso ponía de manifiesto una modernización de los
argumentos para defender los valores católicos tradicionales.
Aunque las declaraciones, las campañas normalizadoras y la lucha contra la
pornografía de la iglesia católica bregaban por la castidad prematrimonial, el
argumento pragmático basado en la adecuada elección matrimonial junto al
paradigma afectivo iban ganaba posiciones en la habilitación del sexo fuera del
matrimonio.
Con la resignificación de la iniciación sexual, cuestionada la importancia de la
virginidad femenina, también se criticaba el debut sexual de los varones con
prostitutas. El psicoanálisis contribuyó al descrédito de la prostitución para la
iniciación sexual masculina, desde un paradigma amoroso que buscaba convertir
al debut en la ‘primera vez’: el amor legitimaba al sexo más que cualquier otro
argumento.
211
Aunque se criticaba que la virginidad fuese necesaria para la respetabilidad
femenina y requisito para el matrimonio, ésta no dejaba de ser un valor. Para las
chicas, siguió siendo comprendida por varias décadas más como una entrega
(Giddens, 1998).
La ceremonia del compromiso matrimonial todavía seguía en uso durante los
años ‘60. Si bien no autorizaba públicamente a tener sexo, la pareja comprometida
‘hacía el amor’ con el discreto consentimiento de la familia (Barrancos, 2010).
Ahora bien, los varones aceptaban las relaciones con la novia, pero en caso de que
ellas ya no fueran vírgenes, les exigían explicaciones.
También comenzaba a criticarse el término ‘prematrimonial’ en tanto que
antesala de un casamiento. En 1965, la extensión a las mujeres del examen
prenupcial obligatorio contenía, implícitamente y tal como lo ha señalado Valeria
Manzano (2010), un reconocimiento de los cambios en los comportamientos
sexuales prematrimoniales de las jóvenes. Desde un paradigma afectivo como
‘prueba de amor’, o con denominaciones más ligadas a los discursos de la
sexualidad (intimidad sexual, relaciones prematrimoniales, acto sexual), los
contactos eróticos no directamente ligados a la conyugalidad se habían habilitado.
La castidad comenzó a ser descalificada aduciendo que podía aparejar
trastornos psicológicos. Ante este panorama, los consejeros siguieron defendiendo
el valor de la virginidad pero cambiaron los argumentos para hacerlo. La idea de
la pureza sexual retrocedió frente a la importancia adjudicada a la edad, el carácter
de la relación y a los problemas de un posible embarazo.
La cuestión comenzó a ser considerada desde un ángulo subjetivo, lo cual
facilitó que la norma se relativizara al hacerla depender de la concordancia con los
principios propios, de la llamada ‘tranquilidad de conciencia’.
La virginidad también comenzó a discutirse en el plano fisiológico, planteando
que muchas mujeres carecían de himen (y otras lo perdían antes de la iniciación
sexual) y rechazando que simbolizase el honor masculino.
Los noviazgos se ataban a nuevas regulaciones para establecer una relación y
comprometerse afectivamente. Las pautas sexuales que regían el cortejo entre un
varón y una mujer desde que se conocían hasta que formaban una pareja: el curso
socialmente esperable de la relación entre un hombre y una mujer: la atracción, la
unión y la procreación (Cosse, 2010) se resignificaban. Ya en los años ’50, las
212
pautas rígidas en las relaciones de noviazgo, organizadas en estadios en función
del matrimonio, habían comenzado a ser erosionadas por la aparición de una
sociabilidad más distendida, un trato más desenvuelto y relaciones más flexibles
(Cosse, 2010).

3. Sexo o amor
En la década se otorgó importancia a la sexualidad unida a la afectividad y esto
colaboró en la construcción de una nueva moral sobre el comportamiento erótico.
El sexo con compromiso afectivo era un patrón legitimado pero no sucedió lo
mismo con el sexo integrado al flirteo. Se advertía sobre los efectos negativos de
las relaciones sexuales desde lo genital y sin contenido afectivo.
Pero entonces, el movimiento de la nouvelle vague27 había derrumbado tabúes
al disociar al sexo del amor. El sexo fuera de la pareja constituida fue una pauta
que se expandió en ciertos círculos sociales, como los estudiantes politizados y la
cultura del rock.
El cine de la nouvelle vague, reseñado por el nuevo periodismo28, provocaba
discusiones sobre las convenciones instituidas en las relaciones de pareja.
Mostraba nuevas formas de relación marcadas por la incertidumbre, los vínculos
fugaces, rápidos y espontáneos, circunstanciales, forjados por una atracción
casual.
Las revistas femeninas hacían frente al discurso de esta nueva ola construyendo
relatos sobre los íconos eróticos que vivían en la vacuidad de relaciones sexuales
sin compromiso afectivo.29 Las lecciones resultaban obvias: la pureza era la mejor
arma de seducción de las chicas, y nada valía, ni siquiera para los varones, el sexo
sin amor.

27
Nueva ola, denominación que la crítica utilizó para designar a un nuevo grupo de cineastas
franceses surgido a finales de los ’50.
28
Asistir a este tipo de películas en el cine demarcaba una pertenencia sociocultural y un rechazo a
la censura y las cruzadas moralistas en el escenario autoritario del país. Las notas sobre literatura y
arte en las cuales se retrataba un clima cultural de nuevos modelos de sexualidad y de relación de
pareja construían nuevos sentidos en torno a las relaciones que las dotaban de cierto glamour
(Cosse, 2006).
29
Para revistas del estilo Playboy, como Adán, en cambio, el sexo ocasional reforzaba la virilidad
ante los congéneres y se asociaba a círculos de artistas, ejecutivos, intelectuales y periodistas
presentados como una especie de nuevo jet-set (Cosse, 2010).

213
No obstante estos esfuerzos por contenerlo, el paradigma de relaciones
contingentes, no destinado al matrimonio, se iba difundiendo:
“Disociar, definitivamente, el sexo de la procreación fue una de las grandes
proezas de la década. Desde la minifalda hasta la moda unisex, desde las
ideas de Herbert Marcuse a favor del ‘fortalecimiento de los instintos
vitales’ hasta la consigna del ‘amor libre’ de los hippies, el sexo ya no fue
entendido como la mojigatería de antaño: bastaba entrar en una boite a
media noche o el cine nuevo que llegaba de Europa –si bien algunas veces
sesgado por la censura- para percibir una sensibilidad erótica diferente,
aunque no necesariamente condujera a una consumación más libre del sexo”
(Pujol, 2002: 63).

El sexo se había disociado de la reproducción, tras la difusión de la


anticoncepción; y ahora se disociaba también del amor. Menos atadas a las
antiguas convenciones, las nuevas formas de ser el amor engendraban códigos
nuevos:
“Tiene 23 años y no se le conoce ningún romance anterior, ‘salvo –comentó una
señora mientras se retocaba el peinado- los infaltables ‘flirts’ de toda chica, pero
claro, con muchachos desconocidos” (“La modelo y el príncipe”, Maribel Nº 1665,
16/02/65: 6).

La nueva sociabilidad (Cosse, 2010) permitía un mayor acercamiento erótico


entre varones y mujeres. El flirt quedaba asociado y legitimado a una cierta
edad, la adolescencia:
“La adolescencia es la época del ‘flirt’, durante la cual se manifiesta el deseo de
amar a la persona pero sin que ésta sepa aún exactamente cuál es el tipo de hombre
o de mujer al que desea hacer objeto de su amor” (“Cuando el marido es un
donjuán”, Femirama, tomo 8, 05/66:).

El flirteo y el festejo eran momentos por excelencia del juego, la seducción y la


incertidumbre. Pero esto no implicaba que carecieran de reglas diferenciales según
los géneros (Cosse, 2010): los varones seguían ocupando el rol de los
perseguidores y los atrevidos; en cambio, a las mujeres les correspondía aún
insinuar, esperar y decidir, su prerrogativa era tener la última palabra:
“Al igual que los otros patrones, la aceptación del sexo sin que existiese
una relación entrañaba fuertes diferencias según el género. Para los
varones, entroncaba con la exaltación de la conquista y reafirmaba la
noción de virilidad. En cambio, desde un punto de vista femenino,
legitimar el sexo por fuera del matrimonio e incluso del compromiso
afectivo, reenviaba a las nociones de pecado y a las imágenes de la ‘mala
214
mujer’. Por eso, era vivido con especial ambivalencia por las chicas”
(Cosse, 2010: 109).

Asaltando estas nuevas tendencias eróticas, la publicidad hacía del coqueteo


una estrategia persuasiva para vender sus productos. El juego de seducción se
entrelazaba a los productos, como por ejemplo los cigarrillos. Le Mans se
asentaba en la audacia masculina para conquistar chicas de miradas inocentes.

Figura 45: “…audaces”, Publicidad Le Mans, Gente, 1970.

El cortejo debía desprenderse de cualquier simulación; era más rápido y


supuestamente espontáneo. Asociada con las generaciones jóvenes y el estatus, la
rapidez para establecer vínculos dotaba de un glamour descontracturado a estos
círculos prestigiados social y culturalmente.
La nueva sociabilidad había flexibilizado el momento del encuentro. El flirteo
se hacía más fluido y directo y se aceptaba más rápidamente la expresión de la
atracción y el deseo. Se legitimaba un trato más directo y espontáneo entre chicas
y varones, con contactos rápidos que no significaban necesariamente un
compromiso futuro. Un coqueteo distendido admitía la expresión del deseo y el
contacto entre los jóvenes, con el acortamiento de los avances preliminares.
También las publicidades de bebidas alcohólicas se valían del flirteo en la
construcción de sus anuncios.
215
Figura 46: “La ginebra del que ‘sabe’”, Publicidad Ginebra Llave, Maribel, 1962.

Las narrativas rosas hablaban de una nueva espontaneidad construida entre los
jóvenes modernos: “Me gustó tu naturalidad de muchacha moderna, tu falta de
esos prejuicios que ahogan la espontaneidad, que mecanizan” (“Y sé que
comprenderás”, Para Ti Nº 2375, 15/01/68: 7).
Se construían nuevos escenarios de contactos sexuales entre los jóvenes, como
los automóviles y los albergues transitorios. Los hoteles alojamiento se
convirtieron en el espacio paradigmático del sexo furtivo:
“En 1960, en la ciudad de Buenos Aires se aprobó una ordenanza que
habilitaba a los hoteles para alquilar habitaciones por horas, lo que dio lugar
al surgimiento de emprendimientos dedicados exclusivamente a ofrecer
cuartos por hora para tener sexo. Tal habilitación contó con el rechazo de las
organizaciones católicas, cuya movilización logró que los hoteles debieran
estar alejados de las escuelas y las iglesias, pero no la derogación de la
norma. La pidieron una y otra vez, explicando que los albergues se usaban
para ‘algo’ que era contrario a la ‘moral natural’, fomentaban las uniones
por ‘el mero goce sexual’ y sustituían el ‘fin noble del matrimonio por la
sola satisfacción de las pasiones’. Los enconos moralistas no tuvieron éxito”
(Cosse, 2010: 112).

Ante estos cambios, siempre reaparecía la importancia de las convenciones

216
sociales, del ‘qué dirán’. La exaltación de la naturalidad no significaba la ausencia
de regulaciones sobre lo que era esperable y adecuado. Las nuevas costumbres
sexuales conmovían a la sociedad y el flirt también era condenado en las revistas
femeninas: “Conformarse con aventuras pasajeras porque no se tiene suficiente
paciencia o empeño, es elegir el peor de los caminos”, se decía en Maribel (“¿Me
lanzo o no me lanzo?”, Maribel s/n, 1965: 63).
Las nuevas reglas contaban con muchos discursos opositores. Los discursos
católicos más tradicionalistas asociaban estas costumbres a la subversión y a las
frivolidades de los nuevos ricos: eran resultado de la pérdida de la espiritualidad
cristiana y el avance del individualismo. Desde posiciones menos religiosas
también se advertía acerca de la peligrosidad del flirteo, especialmente para las
jóvenes:
“Siempre hemos dicho que el flirt, por el flirt mismo, es peligroso […] no hace
sino ‘abaratar’ y disminuir una relación honesta. […] tanto ellas como la mayoría
de los hombres desean construir sus vidas sobre algo más sólido que un pasajero y
efímero placer” (: 62).

Pero aunque los discursos opositores a los amores contingentes aducían que la
felicidad de las uniones irregulares era efímera, ya se había legitimado eso que
Roland Barthes (2001) denominó como “Errabundeo”, la “suerte de difusión del
deseo amoroso” (:110), errante, de amor en amor, que resignificaba el noviazgo,
ya no comprendido únicamente como antesala del casamiento.
Con la habilitación de los noviazgos transitorios, los casamientos se
postergaban y las rupturas se integraban al horizonte de posibilidades de una
relación.
Las declaraciones de amor sin compromiso matrimonial se relacionaban a las
transformaciones del código amoroso y la renegociación del pacto sexual. El amor
se separaba del matrimonio, aunque muchas veces estas nuevas convenciones
quedaban asociadas a círculos famosos y de la vanguardia o el populismo: “-¿Y
Rubartelli? -Es mi amado. -¿Y por qué no se casan? -Porque nos amamos.” (“184
centímetros de fama y elegancia”, Gente Nº190, 13/03/69: 70), respondía una
modelo extranjera, actriz de Blow-up a un reportero de Gente.
Estos nuevos estilos de parejas no estaban exentos de compromisos. Las
nuevas reglas acarreaban también inseguridades para las mujeres. La seriedad del

217
vínculo era un problema reiterado en las cartas de lectoras que apuntaban a la
concreción del contrato matrimonial. Si bien las experiencias de noviazgos se
habían relajado, la boda continuaba siendo el horizonte esperado por la mayoría
de las chicas.

4. Eros conyugal: vida afectiva bajo contrato


En la mitología helenística, Eros tenía otro aliado/enemigo, con el cual a veces
se lleva bien y otras veces no tanto, además del Tánatos o pulsión de muerte:
Gamos, lo sagrado del matrimonio, del lazo conyugal (Foucault, 2011b). A través
del eros conyugal se resolvía la vida afectiva por vía del matrimonio. Esta
configuración sostenía que el matrimonio, más que cualquier otro lazo, era capaz
de acoger la fuerza del amor.
Durante el siglo XX, la década del ’60 instituyó una revalorización de la pareja,
dando importancia a la reciprocidad del amor bajo una promesa de fidelidad mutua.
Entendido por mucho tiempo, principalmente, como un contrato, el matrimonio por
amor había ganado la jugada, gobernando todo un “imperio de los sentimientos”
(Sarlo, 2011). Los discursos exaltaban la dimensión afectiva de la relación
conyugal.
En las parejas tradicionales, el marido era quien confería una nueva identidad a
la mujer, marcaba su pasaje a la vida adulta y evitaba el fracaso tan temido de no
ser elegida. Los matrimonios arreglados aún se conservaban en círculos
aristocráticos o monarquías extranjeras y eran noticias que continuaban ocupando
espacio en las revistas femeninas y de actualidad. Por ejemplo, en Dinamarca, el
mismo país donde se ponderaba la liberación sexual, los matrimonios
comunitarios, los amos de casa y las madres solteras, se casaba en 1964 Ana
María, la princesa que, tras cumplir su mayoría de edad, contrajo matrimonio “con
el apuesto rey Constantino de Grecia” (“Nace la reina más joven del mundo”,
Claudia Nº 87, 08/64: 44). La ‘moderna’ revista Claudia daba prensa a este
casamiento de estilo medieval y aducía al respecto: “La boda regalará al mundo la
sonrisa feliz de una reina de dieciocho años” (: 44). La importancia de los regalos
en el cortejo, la envidia de las condiscípulas, las serenatas que él le ofrecía, los
viajes en cruceros o en yates, eran relatadas en una nota que poco tenía de
218
lenguaje informativo. No obstante de tratarse de un matrimonio arreglado, el
discurso lo legitimaba por ‘la fuerza en el amor’. Aún en estos casos se revestía a la
alianza, al contrato matrimonial, de amor romántico. El romance exigía la libertad
de los jóvenes para escoger como cónyuge a quien su pasión indicara, interfiriendo
con la voluntad de racionalizar la selección matrimonial en función de objetivos
familiares.
En una encuesta denominada “Proceso a la soltería”, publicada en revista
Maribel en 1964 (s/n, p.18-19), las conclusiones afirmaban que las mujeres se
casaban por decirle que “Sí al amor”:
“Considerando las posibles causas que llevarían a una mujer al matrimonio,
dividimos la cuestión en cuatro polos extremos: por amor, por tener hijos, por
sentirse protegida o por dejar de trabajar. Sin vacilar, se contestó que por amor. El
amor es la máxima y única garantía del vínculo, y la condición para que se cumpla
todo lo demás. Pero no faltaron las que alegaron la gran necesidad de tener un hijo
para proyectarse, y alguna que deseaba sentirse protegida” (: 18).

Las revistas femeninas estaban plagadas de discursos e imágenes que


proclamaban un ideal de conyugalidad. La constitución de la pareja heterosexual y
la formación de una familia aparecían como procesos que transcurrían por etapas
en la juventud y que representaban hitos claves para el pasaje a la vida adulta. El
principal acontecimiento en la vida de una mujer seguía siendo la boda, y luego,
claro, la maternidad.

4.1 Bodas: la caza y el casamiento


La significación del casamiento implicaba un status social, que si bien difería
según el género, determinaba el carácter normal o anómalo de la trayectoria
personal para mujeres y varones (Cosse, 2010). La institución del matrimonio
continuaba erigida como mandato imprescindible para la vida de las mujeres:
“Muchas vidas terminaron por resolverse de acuerdo con las pautas
tradicionales y la maternidad como rol identitario supo truncar los estudios
universitarios de unas cuantas mujeres jóvenes de los 60. Para ellas, el
feminismo fue un concepto tan remoto como el de la psicodelia” (Pujol,
2002: 65).

La mujer moderna que postulaban las revistas femeninas no confrontaba con el


ideal marital y procreador. La circulación de nuevas imágenes no restaba vigencia

219
al modelo doméstico basado en las condiciones de esposa, ama de casa y madre.
Éste se había renovado y habilitaba que las jóvenes solteras trabajaran y
estudiaran, con nuevas formas de sociabilidad y experiencias renovadas, pero la
importancia de la pesca de marido persistiría por décadas.
Tanto el discurso moral religioso como el discurso especialista coincidían en
pensar al matrimonio y la maternidad como destinos de la mujer, que daban
sentido a su papel en la familia y la sociedad, y permitía la asunción plena de la
condición femenina. Cuando en una entrevista a una actriz -Mary Santpere-, se le
preguntaba: “-¿Cuál es la mayor justificación de su vida”; ésta respondía: “-La de
toda mujer: casarse, tener hijos” (“Mary Santpere: Los hombres las prefieren
simpáticas” Para Ti, Nº 2400, 08/07/68: 52).
La boda seguía siendo un objetivo vital en el horizonte femenino, los expertos
enseñaban a las lectoras cómo cazar y conservar a un hombre: “Todo lo que tenían
que hacer era dedicar su vida desde su más tierna adolescencia a encontrar un
marido y a traer hijos al mundo” (Friedan, 2009: 52). En esta cacería, ironizaba
Friedan (2009):
“Las mujeres pasaban de un club político a otro, se matriculaban en cursos
nocturnos de contabilidad o navegación, aprendían a jugar al golf o a
esquiar, se apuntaban sucesivamente a distintas congregaciones religiosas e
iban solas a los bares, en su incesante búsqueda de un hombre” (: 61).

El hallazgo del hombre indicado se convertía en un proyecto vital; “…la única


pasión, el único anhelo, el único objetivo que se le permite a una mujer es la
búsqueda de un hombre” (: 74). Las narrativas rosas expresaban este mandato:
“-¿Qué te marchas a Escocia a pasar las vacaciones? ¿Estás loca? ¿Te vas tan lejos
justamente ahora que tienes a ese muchacho Eric, a tus pies? Escucha, Ángela:
hace cerca de cuatro años que estás en Nueva York. ¿Y cuántos buenos candidatos
conociste en ese tiempo? Eric ‘es’ un buen candidato. Un excelente candidato,
joven, buen mozo, rico. ¿Y quieres irte ahora, cuando evidentemente él está
tratando de decidirse?” (“¿Dónde estás mi amor?”, Para Ti Nº 2459, 25/08/69: 8).

El hombre libre, como candidato, finalmente caería preso de la mujer. Pero


entonces, para ello era muy importante el cuidado de su cuerpo y su belleza, con
la intención de seducir al hombre perfecto.
La boda marcaba una ruptura en la vida de las mujeres y era equivalente a
entrar en la edad adulta. Suponía todo un ritual. En relación al sexo, si se había

220
conservado la mística de la virginidad, implicaba el derecho del esposo que se
adueña de su esposa en la noche de bodas, un verdadero rito de toma de posesión
(Perrot, 2008).
La imagen de la pareja casándose era prototípica. Una ilustración en Maribel a
principios de la década mostraba el rostro de la novia, llena de asombro e
inocencia, mientras el novio observaba su boca.

Figura 47: “Telón tras un largo acto”, Maribel, 1960.

Las bodas entre famosos eran notas de suma importancia para las revistas. Por
ejemplo, el casamiento de Violeta Rivas y Néstor Fabián, dos exponentes de la
nueva ola juvenil, era anunciaba que finalmente la actriz alcanzaría la felicidad
completa: “El triunfo estaba alcanzado, pero algo le faltaba. De pronto conoció a
Néstor Fabián… y su felicidad fue completa” (“Violeta Rivas, en la jaula del amor”,
Maribel Nº 1665, 16/02/60: 20-21).
Hasta los hippies apostaban a contratar el amor y se casaban en la época: “Un
casamiento como cualquier otro… pero ¡con más pelo y más color!” (“El primer
casamiento ‘hippie’, Femirama Nº extraordinario, 04/68: 206).

221
Figura 48: “El primer casamiento ‘hippie’, Femirama, 1968.

El lazo conyugal proclamaba la eternidad del amor: la pareja debía estar junta
para toda la vida. Pero entonces, el modelo que se estructuraba en los ’60 exaltaba
un ideal de compañerismo, aunque sin olvidar la jerarquía de roles y la
organización doméstica, bajo la figura patriarcal de un varón protector y
proveedor. Cuando la división de roles de género no cumplía con este mandato,
era sancionada:
“No había previsto cuánto costaba una familia, aun de dos personas. Todo había
sido suficiente para ella, y ahora nada alcanzaba. Julio no pedía nada, había que
reconocerlo. Inclusive, era ella la que, los domingos, insistía para que entraran en
un cine o en una confitería. Luisa hacía el papel del marido, y aquél era el gran
equívoco. Lo había sido desde el primer día” (“Una casa para dos”, Maribel Nº
1573, 23/04/63: 18).

“Es terrible eso de dar a un hombre cuando es él quien está hecho esencialmente
para gastar a manos llenas protección y ternura. Así ha sido y será siempre el
mundo, y, por eso mismo, es quizá un nuevo error el que está cometiendo Luisa” (:
29).

Las irregularidades se discriminaban: aquí se ubicaban los nacimientos


ilegítimos, los concubinatos, las madres solteras. Las diferencias eran concebidas
como desviaciones de la normatividad social que suponía un modelo de
domesticidad y un familiarismo. El modelo era e interpelaba sobre todo a la clase
media, definiendo lo que supuestamente era natural, deseable y correcto:
222
“El hombre ideal, el que cumple con las exigencias de la mujer contemporánea, es
el que, por sobre todas las cosas, se siente compañero de aquella a quien ama.
Capaz de dar en la misma medida en que recibe, pero para esto tiene que haber
madurado espiritualmente y ser inteligente.
Por supuesto que estas premisas no pierden de vista la cortesía, la caballerosidad y
la sencillez, cualidades muy apreciadas por la mujer que se precie de tal” (“Proceso
a la soltería”, Maribel s/n, 1964: 19).

El matrimonio se fundaba en una relación desigual, basadas en una idea de


naturaleza de los sexos, en la que nuevas valoraciones del compañerismo
suponían considerar al cónyuge en una dinámica de complementariedad (Cosse,
2010). La mujer debía velar por el bienestar de su marido, comprendiéndolo, y
éste debía expresarle su consideración y respeto:
“… la postura del hombre de hoy es otra, su actitud ha cambiado. La ‘mujer-
objeto’ ha pasado a ser su aliada ante cualquier tipo de necesidades. Se apoyan
mutuamente, y el marido no se siente disminuido en su hombría porque ayude a su
mujer en las tareas del hogar. Y la esposa trata de tener un trabajo que se
conexione, de alguna manera, con el de su esposo, y de escucharlo cuando viene de
su diaria labor; es decir, menos ceremonias y más comprensión” (“Proceso a la
soltería”, Maribel s/n, 1964: 19).

Se difundían en las revistas test del tipo: “¿Es usted buena compañera de
‘ellos’? […] Sepa usted si es la compañera ideal de un hombre” (Maribel s/n,
1965: 64). El compañerismo, con los tintes políticos de su significación suponía
una reciprocidad en el acto de amar, con relaciones sexuales asentadas en el afecto
y el consentimiento mutuo. La relación sexual en la vida conyugal debía servir de
instrumento para la formación y el desarrollo de relaciones afectivas. Así, el
matrimonio era susceptible de integrar las relaciones de placer y de darles un valor
positivo, como parte del juego de las expresiones afectivas entre los esposos.

4.2 Eros y Gamos: el placer en el matrimonio


El discurso moralista cristiano alentaba un amor heterosexual y monogámico
que condujera a la amistad e integrara al placer con el principio de una finalidad
procreadora. La conyugalidad era condición del ejercicio legítimo de la actividad
sexual pues la mayor parte de la tradición cristiana mantenía que el sexo era
pecaminoso, pero podía redimirse si se realizaba dentro del matrimonio, con
propósitos de procreación y siempre que los aspectos más placenteros no se
disfrutaran demasiado. La actividad genital ‘querida por Dios’ se limitaba al

223
matrimonio. El placer sexual era en sí mismo una mancha que sólo la forma
legítima del matrimonio, con la eventual procreación, podía hacer aceptable:
“…el nexo entre relación sexual y matrimonio se justifica por el hecho de
que la primera lleva en sí misma las marcas del pecado, de la caída y del
mal, y de que el segundo puede darle una legitimidad sobre la que incluso
debemos preguntarnos si la absuelve enteramente” (Foucault, 2011b: 202).

La cuestión del placer no se excluía pero se reglamentaba el lugar que debía


dársele, las precauciones que se debían tomar contra él, y las concesiones que
debían consentirse. Dentro de este marco de prohibición, la norma rigurosa
funcionaba de manera silenciosa: la pareja legítima, con su sexualidad regular,
tenía derecho a discreción, dejando en una región de sombra al sexo conyugal.
Los criterios de respetabilidad y decencia implicaban un principio de reserva, un
pudor que significaba la exclusividad de un apego. La respetabilidad del
matrimonio involucraba un compromiso entre la actividad sexual y el honor que
investía públicamente a la mujer casada:
“En este movimiento, la pureza, fundada en la prohibición –la pureza que es
propia de la madre, de la hermana-, se transfiere poco a poco, en parte, a la
esposa convertida en madre” (Bataille, 2010: 226).

En los ’60, la intervención de la Iglesia en la sexualidad conyugal y su rechazo


a las prácticas no reproductivas iba perdiendo vigencia. Las restricciones tendían a
flexibilizarse. En 1965, el Concilio Vaticano II concluía con la declaración de que
el matrimonio y la familia estaban siendo atacados por la poligamia, el divorcio y
el amor libre.
No obstante, la sexualidad conyugal era considerada positivamente, postulando
que la procreación era uno de los fines del matrimonio, pero no el único (Felitti,
2012). El matrimonio era el marco de la sexualidad lícita, responsable y auto-
regulada. Los discursos religiosos asumían que el erotismo se ubicaba en el
corazón de la conyugalidad, el placer sexual estaba en el centro de la relación
matrimonial como principio, como prenda de amor y de amistad.
En ese sentido, Bataille (2010) consideraba al sexo conyugal también como
una transgresión, pues: “El acto sexual tiene siempre un valor de fechoría, tanto
en el matrimonio como fuera de él” (: 116). Además, podía suponer una
expansión de la vida sexual, con la secreta comprensión de los cuerpos que se
224
establecía con el tiempo, a diferencia de las uniones furtivas y superficiales, que
no podían organizarse.
Una ars erótica se introducía en el núcleo de la relación conyugal y buscaba
ahora la realización de un placer sexual recíproco como elemento clave para el
sostenimiento de la relación amorosa.
Los discursos de la educación sexual aducían que el placer y el matrimonio
debían dejar de estar disociados:
“El tradicional concepto cristiano de que el acto sexual debían realizarlo los
cónyuges con el propósito específico de procrear no fue nunca, en realidad de
verdad, completamente convalidado por la forma en que los seres humanos lo
usaron en la práctica, vivieran dentro o fuera de una sociedad cristiana.
Hoy las grandes religiones, una por una, han afirmado claramente la coigualdad
entre el papel del hombre y el de la mujer en el acto sexual: con fines de
reproducción, desde luego, pero también para establecer y profundizar la relación
importancia entre la pareja unida en matrimonio” (“Nacemos ya sexuales”, Life en
español, Vol. 32, Nº8, 07/10/68: 53).

“En un porcentaje muy alto de personas se comprueba que el hombre de nuestro


tiempo disocia su objeto amoroso en dos: 1) el objeto sexuado con el cual logra el
placer sexual y 2) el objeto poco o menos sexuado con el que organiza la familia.
Esta disociación propende a transformar en un acto parcial tanto la conducta sexual
como la procreación. Son dos objetos distintos, frente a cada uno de los cuales el
sujeto no participa de un modo integral, por lo que adquiere una insatisfacción
básica. La única manera de integrar la relación es que los dos objetos amorosos
resultantes de la disociación se refundan en el único y verdadero objeto: la pareja
suficientemente sexuada y apta para organizar la familia. A ello se ha opuesto hasta
ahora la mala educación sexual que hemos padecido y cuya funesta influencia no
se debe a la falta de información anatómica o fisiológica sino a la represión
sistemática y disociadora de una cualidad del hombre” (“No sólo el instinto animal
mueve al hombre”, Life en español, Vol. 34, Nº 2, 28/07/69: 40).

Con el desarrollo de los saberes de la sexualidad, el placer conyugal pasaba a


ser supervisado por la medicina y la psicología. El goce había comenzado a ser
valorizado para el fortalecimiento del matrimonio desde los nuevos enfoques
sexológicos (Cosse, 2010). Estos discursos fomentaban forjar vínculos de pareja
sanos y normales, que requerían del sexo para realizarse completamente.
Desde estos discursos, el aprendizaje sexual, reservado antes para las primeras
etapas del matrimonio, en el caso de las mujeres, pasaba a ser un aprendizaje de la
adolescencia. Con una sexualidad más segura, aunque frecuentemente más
exigente, los cónyuges recién casados tenían ya cierta experiencia sexual.
La pareja se erotizaba e integraba la sensualidad y el deseo sexual como
elementos esenciales del enlace. En esta área, la pasión se superponía al romance

225
y ganaba importancia la intimidad. Las mujeres esperaban recibir, así como
proporcionar, placer sexual, llegando a considerarse una vida sexual plena como
un requisito clave para un matrimonio satisfactorio. Del marido se esperaba que
sea, también, un buen amante. Este ideal de pareja tenía como prototipos a los
romances famosos: “Liz ha encontrado en Burton lo que nunca conoció. Marido y
amante. Un hombre que la mima y ama, pero no como a una muñeca sino como a
una adorable mujer” (“Liz Taylor. Dominada y dichosa”, Maribel Nº 1681,
08/06/65: 3-5).
Las revistas femeninas presentaban fantasías de matrimonio ideal con su cuota
de sensualidad y erotismo. El momento sublime era el de la boda, pero luego
había que esmerarse por disfrutar de las delicias del hogar y de la pareja. Cuando
esto no sucedía una serie de recomendaciones eran ofrecidas por las revistas
femeninas a sus lectoras para recuperar el amor en la conyugalidad.

4.3 La felicidad conyugal y las evaluaciones del matrimonio


Dora Barrancos (2010) se atreve a sospechar que dentro del paradigma sexual
doméstico reinante hasta los ’50, la felicidad conyugal plena era un bien
seguramente escaso porque:
“…pese a que muchos matrimonios resultaban consecuencia de amores
sinceros, el conocimiento carnal era mínimo y las expectativas, los sueños y
los embelesos de muchas mujeres chocaban dramáticamente con la realidad
cotidiana de cónyuges poco atentos a su disfrute, pródigos en malos tratos o
negligentes” (Barrancos, 2010: 153).

Tal paradigma suponía que la felicidad conyugal requería esfuerzo, sacrificio y


tolerancia, especialmente en el caso de las mujeres cuyas responsabilidades no
sólo atañían a la organización doméstica: “De su comportamiento también
dependían la carrera, el ánimo e incluso las infidelidades del esposo” (Cosse,
2010: 126).
En las revistas femeninas de los ’60, las notas de tintes tradicionales explicaban
aún cómo cuidar al marido, recomendando tenerle la comida lista cuando llegase,
compartir sus preocupaciones pero nunca agregarle problemas y aceptarlo sin
reproches si volvía después de una ‘escapada’ con otra mujer. La esposa virtuosa
era una amante disponible y fiel:

226
“La púdica cónyuge ideal, casi santa, maternal, asegura el reposo del
guerrero capitalista exhausto, encerrándose en el hogar, rechazando
cualquier pasión culpable y usando muy lícitamente, pero con moderación,
su propio cuerpo” (Muchembled, 2008: 253).

Pero la felicidad conyugal también dependía de los cuidados del esposo. Una
publicidad de crema de afeitar Palmolive, de 1961, mostraba cómo la barba de un
marido podía arruinar un matrimonio. Ante la desatención de su mujer, el
protagonista se interrogaba: ‘¿Para esto me casé?’. Pero entonces ella le
recomendaba la crema de afeitar que usaba su ‘papá’.

Figura 49: “¿Para esto me casé?” Publicidad Palmolive, 1961.

La astrología también se apuntaba para ayudar a conservar el matrimonio y


llegar a ‘festejar sus bodas de oro’. Según el signo del marido, se aconsejaban
comportamientos femeninos, como:
“No trate de dominarlo, a breve plazo perderá su amor y su tiempo. Trátelo con
cariño y afecto. ‘Persuada’, no imponga, hable poco y escuche mucho, suminístrele
adecuadas dosis de elogios diarios, no critique su espíritu jovial ni suponga que
veranearán en la montaña si él ha resuelto que sea en el mar” (“Entre su marido y
usted… los astros”, Maribel Nº 1641, 18/08/64: 56).

Podía aconsejarse que ‘una mesa bien servida’ era “el estimulante más efectivo
que su marido conoce” (:56). Un discurso amparado en el habla de los astros, le

227
decía a la esposa: “Téngalo presente y recuérdelo en algunas ocasiones: él es el
amo y señor de la casa” (: 56). Daba además otras recomendaciones, dependientes
del signo del marido, como:
“…póngase sus mejores galas, repase el esmalte de sus uñas, compruebe la
verticalidad de sus tacos y la pulcritud de sus medias […] le gustan las mujercitas
despiertas y bien informadas. Lea, entérese y discuta […] cocine, señora, cocine
[…] Muéstrese siempre elegante, que no la descubra con la cara encremada o los
ruleros puestos” (: 56).

El discurso de la astrología no sólo aconsejaba, también advertía, en un tono


compresivo: “Usted ya sospechará que la fidelidad no se encuentra entre las
virtudes de su cónyuge” (:56), o más amenazante:
“No se le ocurra mentirle, tiene rayos equis en los ojos; no se le ocurra mostrarse
violenta, él siempre, siempre, puede ser más violento aún y aunque tenga el cuerpo
de la Venus de Milo y los ojos de ‘Liz’ Taylor no debe pensar que puede darle
celos […] si usted aumenta de peso después del matrimonio le dirá sin mayores
miramientos que él se casó con veinte kilos menos […] Haláguelo, no le mienta, no
lo engañe y no lo interrumpa en sus interminables disertaciones, aunque se aburra a
morir o se caiga de sueño”. “¿Por qué no prueba ser como a él le gusta? […] No
trate de controlarlo, de encarcelarlo ni coartarlo” (: 57).

Este tipo de textos que, tras la boda como final feliz de tantas historias de
amor, en la realidad, la felicidad no era espontánea y costaba esfuerzos:
“Mucha gente (sobre todo las mujeres) se casa con la convicción de que su caso es
del todo particular y su amor distinto al de los demás. Por consiguiente, esperan que
el futuro se revele como una perpetua novela rosa, basada sobre un sentimentalismo
que tiene poco que ver con el sentimiento” (“Crisis en la vida de dos”, Maribel s/n,
1964: 25).

En El arte de amar, Erich Fromm (1966) advertía que:


“Esa actitud –que no hay nada más fácil que amar- sigue siendo la idea
prevaleciente sobre el amor, a pesar de las abrumadoras pruebas de lo
contrario. Prácticamente no existe ninguna otra actividad o empresa que se
inicie con tan tremendas esperanzas y expectaciones, y que, no obstante,
fracase tan a menudo como el amor” (: 15).

Pero sucedía también, que las mujeres olvidaban sus supuestos deberes, les
hacían recriminaciones a los maridos, descuidaban seducirlo diariamente, se
quejaban del tedio de la vida conyugal y del trabajo hogareño (Cosse, 2010) y
vociferaban este malestar en las revistas femeninas.
Los nuevos tiempos traían interrogantes acerca de la felicidad matrimonial. En

228
las páginas de las revistas proliferaban los test para evaluar el matrimonio,
revelando una creciente preocupación por los placeres y las obligaciones de la
vida privada (Pujol, 2002).
Las revistas femeninas daban cuenta de la infelicidad que podía acarrear
también el matrimonio: “Casarse… el sueño de tantas mujeres, ¿significa siempre
ser feliz?”, interrogaba Para Ti (“Tener un marido”, Para Ti Nº 2452, 25/08/69:
23). La revista incluía testimonios que demostraba que felicidad y conyugalidad
no eran sinónimos:
“Cuando yo era soltera casi me habían convencido de que era la mayor felicidad de
una mujer el tener un marido… por lo menos esa era la suprema aspiración de
nuestras madres, la mía y la de mis amigas; no es que quisieran casarnos en cualquier
forma, ni con cualquiera, no confundamos… sino que, para darles a ustedes un
ejemplo, se hubieran muerto de desesperación al vernos renunciar firmemente al
matrimonio” (: 23).

En muchos casos, las mujeres se sustraían a la autoridad de sus padres por


medio del matrimonio. En ese caso, el matrimonio era utilizado como medio de
lograr una autonomía, aunque les acarreara probablemente una dependencia
material y económica. También muchas mujeres se casaban para poder tener
libremente un amante. Pero entonces, para las mujeres, las cargas matrimoniales
eran mucho más pesadas que para los varones.
Además, se asumía que las crisis abordaban a la pareja. La vida conyugal
distaba mucho de las imágenes de armonía y felicidad, y las narrativas hablaban a
menudo del aburrimiento en la pareja.
Las revistas femeninas se permitían una discusión sobre los mandatos
conyugales, ya que suponían que ésta sería tolerada –o incluso festejada- por las
lectoras. La adaptación a la vida conyugal era un tópico recurrente, junto con las
notas sobre esposas desilusionadas, los temores de los maridos y las discusiones
de las parejas (Cosse, 2010).
Desde la antropología, la prestigiosa Margaret Mead analizaba estos
problemas, como lo hacía Erich Fromm desde la psicología. Mead explicaba los
problemas de la conyugalidad:
“…el matrimonio sufre presiones extraordinarias debido a las esperanzas que se
ponen en él. ‘El ideal es tan elevado –dice la doctora Mead- y las dificultades
tantas… que se impone un examen a fondo de la relación entre el ideal y la
práctica’” (“Desafío al Milagro de la Vida”, Life en español, Vol. 34, 28/07/69:
52).
229
En un panorama que traducía una incertidumbre acerca del futuro, los discursos
de la sexualidad ponían en cuestión la propia ‘revolución sexual’, los vínculos
conyugales, la falta de entendimiento, el descontento conyugal y la fidelidad:
“Aún antes de la actual revolución sexual había problemas de sobra en las
relaciones personales, pero éstos hoy son más evidentes que nunca. El número de
divorcios es muy elevado y lo sería más todavía si muchos matrimonios no se
esforzaran por mantener los vínculos conyugales. Por desdicha, esta precaria
relación no significa a menudo otra cosa que la aceptación común de un arreglo
apenas tolerable. En las circunstancias más favorables, la crónica falta de
entendimiento que aflige a tantos matrimonios crea una aguijante sensación de
descontento e inseguridad. Añádase un ingrediente –la predominante tolerancia en
lo relativo al sexo- y se multiplican las confusiones y las dudas. Cada día se hacen
más raras las normas fijas de fidelidad” (: 51).

Las evaluaciones acarreaban prescripciones, por ejemplo, acerca de cómo


hacer que el matrimonio sea más estimulante, ya que el hábito solía apagar la
intensidad del amor. Las notas ponían al descubierto las continuas negociaciones
entre la realidad y el ideal de las parejas. Los testimonios (reales o no, no importa)
dejaban entrever a veces una domesticidad sofocante y la percepción de que el
matrimonio estaba en crisis: “…lo que comenzó a ser percibido en crisis no fue la
validez del matrimonio sino de un modelo conyugal: el doméstico”, sostiene
Cosse (2010: 131).
Los cuestionamientos de los años ’60 no impugnaban el valor de la unión
estable, monogámica y heterosexual sino su estilo doméstico. Se ponía en debate
situaciones conyugales que en otros tiempos eran silenciadas, se despreciaban los
fingimientos y renunciamientos, al tiempo que se hablaba de nuevas aspiraciones
y expectativas en relación a las parejas.
Ante el diagnóstico de la crisis matrimonial, la prensa femenina aconsejaba a la
esposa sostener la institución del matrimonio y soportar los períodos turbulentos,
haciendo un llamamiento al “buen sentido” (“Crisis en la vida de a dos”, Maribel
s/n, 1964: 25).

230
Figura 50: “Crisis en la vida de dos”, Maribel, 1964.

Las mujeres querían ‘sentirse conformes’: “Tengo más de lo que alguna vez
soñé, pero no me siento conforme… A veces pienso si no sería mejor que me
independizara y me fuera a vivir a otro lado con mi hijo” (“Los especialistas
contestan”, Femirama, Tomo 6, 03/68: 183). Una década atrás, el modelo de
mujer pregonado por la prensa femenina era el de un ama de casa sacrificada. No
importaba su conformidad, sino la de su marido. Separarse tampoco estaba entre
el horizonte de sus expectativas, por el contrario, ‘ser separada’, como definición
identitaria, era vergonzoso.
Pero entonces, ante la crisis conyugal, la especialista Delia del Solar en
Femirama instaba a la lectora a ‘aceptar lo que le tocaba’ si se sentía descontenta
con su matrimonios. Frente a la infelicidad conyugal, aún se negaba la posibilidad
de quebrar el vínculo y rehacer otro. Si bien la sacramentalidad del matrimonio
iba perdiendo vigencia, la imagen del matrimonio como obligatorio e indisoluble,
seguía presente, y ello implicaba un esfuerzo por parte de las mujeres para su
mantenimiento. Se apelaba a la resignación para sobrellevar el matrimonio. El
estatus de la mujer casada que predicaba este discurso era el de una mujer
dependiente:
“La felicidad no está en relación directa con las comodidades materiales ni con el
dinero. A veces consiste solamente en tener un compañero bueno y un hijo sano, a

231
quienes tenemos la obligación de brindar un verdadero hogar… No persiga usted
lejos de su hogar lo que tiene al alcance de la mano” (:183).

Respecto a la disconformidad en torno del marido, se decía en tono imperativo:


“Quiéralo así como es, por su bien y por el bien de su pequeño […] Acepte las
cosas como son y confórmese con lo que tiene, que es mucho” (: 183). Las
recomendaciones, más que consejos para la amiga lectora eran órdenes y
prescripciones, ancladas en un modelo de domesticidad que apelaba a la
resignación femenina para sobrellevar las penalidades del matrimonio. Exhortaba
a procurar la armonía doméstica, la tolerancia de los defectos del marido y el
cumplimiento de las obligaciones maritales.
También se publicaban notas del tipo: “Cómo deben ser ella y él para ser
felices” (Femirama, Nº extraordinario, 04/68: 74-81), que trataban “sobre la
higiene mental y física del matrimonio” (: 74); o cuestionaban el mandato
conyugal reproductivo: “¿Son desgraciados los matrimonios sin hijos?” (Maribel,
1964: 18-19).
En Maribel, un discurso con tintes feministas arengaba a sostener
igualitariamente el peso de pareja entre los dos cónyuges:
“Mutuas fueron las promesas al casarse. Mutuos deben ser los esfuerzos, los deberes
y los sacrificios que se hagan para llevar adelante esa frágil embarcación que
constituye la dicha matrimonial. Frágil embarcación que debe soportar embates,
tentaciones, desalientos y fatigas; pero que, cuando lleva a bordo espíritu de
sacrificio, ilusión, responsabilidad, amor, tolerancia y respeto, se convierte en un
acorazado invencible, emergente sobre las crestas tempestuosas, rumbo a esa lejana
isla llamada Felicidad” (“La causa más grave del divorcio: el adulterio”, Maribel
Nº 1637, 21/07/64: 21).

Pero entonces, las separaciones y divorcios cobraban cada vez mayor


publicidad y se ubicaban en el horizonte de las parejas sumidas en la infelicidad.

4.4 Divorcios y algo más


El tema del divorcio fue incorporado en la prensa femenina referido
inicialmente a la realidad de otros países, concebidos a la avanzada de las
transformaciones modernas. Al referirse al contexto nacional, las editoriales eran
más cuidadosas.
Los famosos, sobre todo si eran extranjeros, podían permitirse estas
transgresiones, que poco a poco iban calando en la vida de sus contemporáneos.

232
Las celebridades estaban habilitadas para las sucesiones de matrimonios y
divorcios.
Brigitte Bardot, ícono erótico internacional de la época, parecía liderar esta
escena de amores y desamores de la farándula. Los repasos sobre sus múltiples
relaciones amorosas la caracterizaban como una mujer con necesidad de un varón
protector (“Pasarán más de mil hombres, muchos más…”, Gente Nº150, 15/08/68:
16-18).
Gente también cubría los divorcios entre los famosos locales: “Quiero ser libre
y no sufrir otra vez”, decía Lidia Elsa Satragno –Pinky- (Gente Nº74, 22/12/66:
portada). Entre las razones del divorcio, la actriz exponía la necesidad de sentirse
deseada:
“Me sentía tan mal que cada día le preguntaba a mis amigos si ellos me veían linda
aún […] Yo era fea, me sentía fea. Un día fuimos a una fiesta y al acercarme a un
grupo vi cómo un señor de unos cuarenta años, muy buen mozo, dejaba de hablar
de pronto y me miraba. ¿Sabe qué pasó? Me di cuenta que hacía mucho tiempo que
no me miraban así y me fui” (: 2).

El discurso proferido por Pinky era un ejemplo de que las mujeres se volvían
exigentes con los maridos en el plano erótico. Betty Friedan había registrado esta
problemática en Estados Unidos:
“He oído hablar a muchos médicos de la existencia de nuevos problemas
sexuales entre marido y mujer –un apetito sexual en las esposas tan grande
que sus maridos no consiguen satisfacerlo. ‘Hemos convertido a la mujer en
una criatura sexual’ dijo un psiquiatra en la clínica de asesoramiento
matrimonial Margaret Sanger” (Friedan, 2009: 65).

Las revistas desplegaban notas que analizaban los motivos de las separaciones.
En este marco, el adulterio era comprendido como ‘la causa más grave del
divorcio’ y una de las más frecuentes:
“Adulterio, al margen de su significación jurídica –quebrantamiento de la fidelidad
conyugal- tiene otra, honda y humana. Es el fin de muchos sueños. La muerte de
una confianza y el descubrimiento o la evidencia de una traición […]
Lamentablemente, es común en esta época. Existió siempre; pero ahora, con el
‘vivir desesperado’, a ritmo vertiginoso, ha proliferado en exceso” (“La causa más
grave del divorcio: el adulterio”, Maribel Nº 1637, 21/07/64: 20).

Pero también se exponían otros motivos como el “…exceso de tareas -tiranías


de los horarios- disociación de la familia […]¡qué lejos quedaron los diálogos
floridos del noviazgo, los ideales compartidos (la casita blanca, refugio en medio
233
de la tempestad)” (: 20). Otra razón que se daba era la falta de inquietudes
comunes que marcaban una diferencia de género entre el hombre público y la
mujer doméstica:
“Si uno de los cónyuges –por ejemplo el hombre- evoluciona de acuerdo con el
tiempo y los imperativos que vivimos, posee inquietudes, amistades, intereses,
extraños para su esposa. Ella permanece ‘ajena’ al idioma de su marido, o
viceversa. La mujer, cierto es, debe cumplir en el hogar una tarea fundamental,
consagrarse a los hijos y poner en marcha ese complicado e importante engranaje.
Pero, una esposa inteligente no olvida jamás el mundo exterior de su marido” (:
20).

Los especialistas aducían que era un ‘tiempo de rupturas y fracasos de la


pareja’, Éstos se debían también a que los cónyuges que no crecían juntos y se
distanciaban en mundos distintos e intereses no compartidos (“Los argentinos
opinan sobre su mujer ideal”, Femirama, Nº Especial Navidad, 12/67: 50).
La ley de divorcio iba a demorar dos décadas más para sancionarse en el país.
Por entonces, las parejas viajaban al exterior para divorciarse. Las historias de
amor narraban estas peripecias: “Entonces decidimos aquello. Yo debía abandonar
mi hogar y viajaríamos a Montevideo para tramitar mi divorcio y nuestro
casamiento” (“Y sé que comprenderás”, Para Ti Nº 2375, 15/01/68: 8).
Mientras las feministas en Argentina luchaban por la institución del divorcio
vincular, con la reforma del Código Civil de 1968, el gobierno dictatorial del
general Onganía aprobó una ley que facilitaba el divorcio, lo cual contravenía su
línea ideológica -la defensa de la familia y los valores occidentales. Aunque la
fórmula no conformó ni a los católicos tradicionalistas ni a los divorcistas, la
nueva regulación facilitaba las separaciones. A fines de la década, el divorcio en
Argentina era un dato innegable.30
Desde un discurso psicológico, Eva Giberti, alentaba las separaciones frente a
las complicaciones conyugales. Sostenía que la gente vivía ahora mucho más
tiempo y los matrimonios podían llegar a vivir hasta 40 o 50 años juntos: “Lo cual
puede ser muy complicado para algunos” (“El futuro es ahora”, Gente Nº 282,

30
La introducción del divorcio vincular en la Argentina llegó recién en 1987, cuando se sancionó
la ley de divorcio: “…mucho más tarde que a casi todo el resto del mundo” (Torrado, 2003: 277).
Tan tarde, que para la época, ya se había generalizado la práctica de la cohabitación ‘de prueba’
respecto a la primera unión y de la cohabitación permanente respecto a las uniones subsiguientes:
“O sea, cuando se le otorgó la oportunidad de divorciarse, una gran parte de la población había
llegado a la conclusión de que era mejor no casarse” (: 277). Esta práctica ya había sido
largamente adoptada de hecho por parejas desavenidas “…que preferían vivir de acuerdo a sus
sentimientos más bien que de acuerdo a prescripciones legales” (: 277).
234
17/12/70: 102). Desde el argumento cuantitativo de la cantidad de años de
casados, la psicóloga sostenía la posibilidad de “…aceptar un nuevo tipo de
familia donde el divorcio fuese una alternativa y no una catástrofe” (: 102).
Al hilo de estos cambios el concepto de felicidad conyugal se había
resignificado y se aceptaban las separaciones ante la infelicidad del matrimonio.
Hasta Para Ti, la revista femenina de perfil más tradicionalista, manifestaba que
el aumento del divorcio era una tendencia mundial y no podía dejar de debatirlo
entre sus páginas.
Las cartas de lectoras mostraban las vacilaciones femeninas ante el divorcio.
Las mujeres hablaban de su preocupación por dejar a un hombre al que se creía
que ya no se amaba pero que garantizaba comodidad y seguridad. El divorcio
implicaba cuestionar valores instituidos que en muchos casos habían regido la
estructura familiar de origen y era vivido con vergüenza en muchos círculos
sociales, entendido incluso como un fracaso social femenino.
Podía considerarse un desenlace posible del matrimonio, pero la separación
seguía siendo difícil. En este punto también persistían las diferencias de género y
los prejuicios. Los divorcios acarreaban problemas especialmente para las
mujeres, tal como exponía Silvina Bullrich en Maribel:
“En la Argentina no hay ninguna ley que obligue a la mujer a llevar en sus
documentos públicos el nombre del marido, prueba de ello la libreta cívica; sin
embargo, aún divorciada por culpa de él, encuentra infinitos escollos de leguleyos
caprichosos cuando desea suprimirlo de su pasaporte o de otros papeles, o para
firmar con su propio e irrenunciable nombre de soltera” (“El voto como símbolo de
responsabilidad”, Maribel Nº 1583, 02/07/63: 5).

El proceso de divorcio en el exterior generaba muchos inconvenientes:


“La mujer no puede seguir admitiendo que para cruzar el charco e irse a Uruguay
con su hijo de veinte años tenga que remover cielo y tierra en busca de la firma de
un marido que a lo mejor no ha visto a ese chico desde hace diecinueve años y está
viviendo en Hawaii con una hawaiana” (: 5).

Bullrich sostenía que la mujer argentina se hallaba ‘doblegada por su


debilidad’:
“Cree en el matrimonio más que en el amor, le teme al divorcio como los ricos le
temen a cualquier intento de minifundio o los empleados a cualquier reforma a la
ley de jubilaciones; quiere ser protegida porque tiene miedo. No se da cuenta que
la única protección verdadera viene siempre de uno mismo; ella no pide armas
para defenderse, sólo quiere que otro la defienda, con o sin armas, pero que sea
otro, que sea el esfuerzo ajeno, el trabajo ajeno. No quiere apoyarse en sí misma,
no está segura de ser un ser humano; quiere apoyarse en el hombre que ya no la
235
quiere, en el hijo que a duras penas puede comenzar a formar su nuevo hogar, en
pensiones que desangran al país y puede más o menos conseguir apoyándose en
algún abuelo importante; en resumen: quiere lo ajeno, no quiere lo propio;
reivindica lo que no le pertenece, pues no es lo bastante fuerte para reivindicar lo
que le pertenece” (: 5).

Las mujeres separadas o divorciadas eran prejuzgadas, como así también


aquéllas que sostenían relaciones amorosas con hombres separados. De estas
prohibiciones hablaban las narrativas, potenciando su aspecto culposo:
“-Pienso lo que piensa toda la ciudad… Que estás viviendo en un error. Que
Gabriel es separado y que siendo su amante, poco a poco perderás tu dignidad…
Tu honor de mujer honesta…
Bueno. Ya estaba dicho.
Ya, que no era digna. Que los había manchado” (“Historia prohibida”, Maribel Nº
1451, 06/12/60: 10).

La mancha, lo indigno gozaba de la sanción y por ello mismo, de un potencial


erótico, tal como ha enseñado Bataille (2010). Pero entonces, esta mancha se iría
desdibujando con el afianzamiento de los divorcios y la aparición de las más
controvertidas uniones libres (Cosse, 2010).

5. Las uniones libres


Mientras el marco regulatorio argentino sostenía que el adulterio era un delito,
el ‘amor libre’ no estaba prohibido por la ley. Pero en el país esta noción se
tradujo por la de las uniones libres, difundidas especialmente entre jóvenes de
clase media. Las uniones se comprendían como relaciones sostenidas en la
autonomía, la racionalidad y la naturalidad. En este sentido, el término ‘relación’,
cobraba importancia, significando un vínculo emocional estrecho con otro.
Suponía una asociación sostenida entre dos personas, que proseguía sólo en la
medida en que producía la suficiente satisfacción para cada individuo (Giddens,
1998). Desvinculaba el amor y la conyugalidad. Una lectora escribía al “Correo de
Corazón” de Maribel, en 1964:
“El matrimonio y el amor son maravillosos, pero no están necesariamente ligados
entre sí. Hay amor sin matrimonio y matrimonio sin amor… Aspiro a casarme. Me
parece una excelente manera de organizar la sociedad, pero no acepto convertirme
en propiedad privada de un hombre por medio de la libreta de casamiento. El amor
es un sentimiento que está por encima de las convenciones. Cuando es auténtico, es
superior a cualquier concepto de moral y no puede aumentar o disminuir por una
bendición y cuatro firmas” (“Correo del corazón”, Maribel N° 1627, 12/05/64: 16).
236
La noción de amor libre que comenzaba a difundirse era diferente de la de
poligamia, asociada, por lo general, a sociedades donde los varones podían tener
muchas mujeres y no a la inversa.
Como sucedía con otras transgresiones, al hablarse de amor libre se hacía
referencia a jóvenes de otras latitudes, como los de Estados Unidos: “En torno a
unas cuantas universidades se han formado clubes para la práctica del amor libre
que organizan fiestas de jóvenes desnudos” (“Desafío al Milagro de la Vida”, Life
en español, Vol. 34, 28/07/69: 51). Bajo este espectro, la revista Life, a fines de la
década, avizoraba el fin del mandato de la fidelidad conyugal, con la edificación
de un nuevo ambiente moral:
“Cualquier hombre o mujer que viva en ese nuevo ambiente moral tendrá
evidentemente oportunidades mucho mayores para las aventuras amorosas, aunque
ese aumento de oportunidades podrá tal vez quitarles parte de su carácter de
aventuras. Para los esposos de uno u otro sexo que tengan ya esa inclinación, la
tentación a las escapadas de la fidelidad conyugal serán irresistibles. El hombre o la
mujer que no sienta personalmente esa tentación pero esté expuesto al aguijón de
los celos, se sentirá inquieto ante la posibilidad de que la otra parte tal vez no
resista con igual éxito a la tentación. Es tradicional que el celoso cuente por lo
menos con la simpatía de sus amigos pero puede llegar a descubrir que para la
mayoría de esos amigos es absurdo esperar fidelidad de nadie. Desde luego, el
efecto de esas presiones será diverso según los individuos, pero tales
preocupaciones podrían destruir un matrimonio ya inseguro” (“Desafío al Milagro
de la Vida”, Life en español, Vol. 34, 28/07/69: 51).

Los amores libres parecían desmoronar el mandato de fidelidad, cuestionado el


matrimonio:
“Reemplazados los antiguos temores por las nuevas libertades, ¿se deshacen las
bases de la fidelidad? ¿Se hace anticuada la idea de la fidelidad en las relaciones
sexuales fuera del lecho conyugal? Y si se aceptan, ¿qué será del matrimonio
mismo? ¿Nos casamos por amor o en busca de compañía o de seguridad? ¿Son
estas cosas duraderas? ¿Deberíamos estar dispuestos a cambiar el compañero o
compañera de vida cuando alguno de los dos cree que ha llegado el momento de
hacerlo? ¿Son ridículos los lazos legales del matrimonio? ¿Es el ideal un acuerdo
simplemente personal, sin ley ni ceremonia, un arreglo de compañerismo como los
que son cada día más frecuentes entre los estudiantes universitarios?” (: 52).

La noción revalorizaba el amor como una esencia incuestionable de los nuevos


modelos de relaciones afectivas. Sus prácticas sacudían las fórmulas amatorias
convencionales y debatían el significado opresor del matrimonio legal. Como una
sugerente transformación de las convenciones sustituía la hipocresía de los
vínculos por los sentimientos auténticos. La ‘autenticidad’ era un nuevo valor
237
unido a la ‘espontaneidad’. Las relaciones debían ser desinhibidas y profundas
para permitir la realización y el crecimiento personal.
En el país, las uniones libres proclamaban con entusiasmo los valores del
emparejamiento libre de tutelas, tratos justos en la vida doméstica y asomos de
liberación sexual. Si bien estas prácticas estaban lejos de ser hegemónicas,
hablaban de una “transmutación del amor romántico” (Giddens, 1998: 38) que
problematizaba los sentidos comunes acerca de la pareja.
Cada vez comenzaba a ser más reiterado que los novios anunciaran que se iban
a vivir juntos sin que mediara el acto legal matrimonial. La cohabitación era una
nueva forma de unión que prometía renegociar cotidianamente el vínculo y
priorizar la compañía y la armonía sexual. Y además, la ‘unión libre’ podía
revocarse cuando la pareja así lo decidiera.
Entre los jóvenes de algunos sectores sociales, la resignificación de la
importancia de las uniones se potenció con la creciente cotidianidad compartida,
emanada de la radicalización cultural y política.
“La transitoriedad de los vínculos signaba las relaciones amorosas surgidas
en una dinámica grupal caracterizada por la profunda camaradería, las
rivalidades, el erotismo y el compromiso afectivo” (Cosse, 2010: 158).

Esta costumbre se irradiaba sobre todo en grupos de militancia política activa,


seguramente como conducta transgresora que aumentaba el desafío al orden social
(Barrancos, 2010). La experimentación con nuevos tipos de uniones quedó
asociada, en sus comienzos y a diferencia del divorcio, a círculos reducidos que se
concebían a la vanguardia del cambio cultural, como los jóvenes intelectuales,
politizados, del entorno del rock y el hipismo. Entre los círculos militantes de la
izquierda, la unión libre era aceptable y no tanto así, el amor libre.
Con el consensual diagnóstico de la crisis del matrimonio, la significación de
las uniones, lejos de corroer la importancia del amor, lo revalorizó. Según Cosse
(2010), esto reafirmó la importancia de la nuclearidad, la pauta heterosexual y la
estabilidad de la pareja.
Ante la crisis de un estilo de relación de pareja y la redefinición del sentido de
las uniones, se dio continuidad al valor de la relación estable y heterosexual como
espacio apropiado para la sexualidad y la reproducción. En tal sentido, la
homosexualidad, el amor libre y las nuevas modalidades de convivencia colectiva
238
fueron temas menos frecuentemente abordados por las revistas femeninas y en los
cuales predominaba una mirada distante, salvo en el caso de una revista
internacional como Life.
Las alternativas al matrimonio de por vida priorizaban el bienestar afectivo
ante las obligaciones sociales. Esto no significaba, como suponían las voces
tradicionalistas, que se concibieran vínculos carentes de intensidad y compromiso
afectivo. La crisis del matrimonio tuvo como correlato al apogeo de la pareja
(Cosse, 2010). En ella se depositaron nuevas expectativas de unión, comprensión,
realización personal y entrega mutua. El valor otorgado al compañerismo se
potenció aunque no dejaba de tratarse de ‘compañeros en la desigualdad’ de
géneros (Cosse, 2010).
Las exigencias amorosas se habían renovado, ya que las nuevas pautas incluían
la posibilidad de separación. Con esta posibilidad en el horizonte se
reactualizaban las autoexigencias para sostener un vínculo que se había vuelto
renovable y revocable.
Entre estas exigencias, el erotismo y la intimidad de la pareja ganaban el podio
de los requisitos para sostener y alimentar el vínculo amoroso.

6. Erotismo e intimidad en la pareja


La modernización cultural influyó sobre la vida privada (Pujol, 2002), por
ejemplo, con el despliegue de lo privado a través de los medios de comunicación
(Preciado, 2010). Este proceso de construcción pública de lo privado era visible en
el correo sentimental, donde se exponían problemáticas íntimas y se prescribían
acciones que intentaban regular aspectos concretos la vida privada de las
consultantes. Esta relación entre la intimidad y los medios de comunicación cobró
relevancia dentro del debate público:
“Cuando el Código Civil consagra la intimidad como un derecho de las
personas, hace referencia explícita a los medios de comunicación y al
carácter dañino que puede tener en ellos la difusión de la vida ajena. El
reconocimiento legal de este delito en la reforma de 1968 indica cómo los
medios se vinculan con la redefinición de lo privado y lo público” (Aguilar,
1999: 269).

239
Los ’60 fueron testigos tanto de un proceso de politización como de
mercantilización de la vida privada, con la “extensión del ámbito de mercado, de
la información y de lo político hacia el interior doméstico” (Preciado, 2010: 44).
Lo privado mercantilizado se asoció a las cualidades hedonistas del confort y el
bienestar, con tintes de un american way of life.
En un plano político, las condiciones culturales que separaban lo visible de lo
invisible y que habían fundado el régimen de lo privado y lo público estaban
cambiando. Lo íntimo, aquello que sólo se compartía con las personas en quienes
se confiaba; como “…un asunto de comunicación emocional” (Giddens, 1998:
81), había sido por mucho tiempo definido como un acotado reino femenino. Por
ejemplo, el diario íntimo había estado destinado a una escritura eminentemente
femenina, como un reducto propio de la joven soltera que permitía una expresión
personal (Perrot, 2008) vedada en el ámbito de lo público.
Pero el reino femenino de la intimidad y la vida privada estaba siendo
cuestionado por las feministas, tras las obras de Betty Friedan o Simone de
Beauvoir, que denunciaban al paraíso doméstico como una arquitectura
penitenciaria en que las mujeres se encontraban encerradas, mantenidas a
distancia de la esfera pública.
Las revistas femeninas habían sabido cooptar esta intimidad y tematizarla. Los
discursos en torno a las transformaciones que afectaban al matrimonio y la vida
personal, los vínculos afectivos y sexuales aparecían como preocupaciones
principalmente de las mujeres (Giddens, 1998).
Las cartas de lectoras detallaban problemas y tornaban públicas las cuestiones
íntimas. Las intimidades espectaculares ganaban espacios. La visibilidad de lo
privado en la vida de los famosos suponía una producción pública y mediática y
una espectacularización de la domesticidad.
Aún con cierto recato, la cama se iba tornando pública: “El sexo y la
privacidad doméstica que un día habían sido sólidos, por decirlo con Marx,
empezaban ahora a desvanecerse en el aire” (Preciado, 2010: 37). Herbert
Marcuse (1993), observaba con alarma esta situación y sostenía que se
desarrollaba una “…invasión del hogar privado por la proximidad de la opinión
pública, abriendo la alcoba a los medios de comunicación de masas” (: 49). La

240
habitación aparecía cada vez más como un espacio a la vez íntimo y
sobreexpuesto.
Las revistas femeninas y de actualidad se posicionaban como una pequeña
ventana a través de la cual acceder a la privacidad de los famosos. Desde cierto
voyerismo, sus intimidades eran uno de los tópicos más preciados en revistas
como Gente.
En los textos, los detalles psicológicos permitían bucear la región íntima de los
personajes y en un proceso de exhibición pública de lo privado, un striptease
asentado en una técnica periodística retrataba a través de entrevistas y fotografías
la vida privada (Preciado, 2010).
La producción y exhibición de la intimidad era una construcción discursiva
recubierta de ficción y distancia a la vez. Las espectacularizaban una intimidad
que aparecía como lejana. Ésta venía de la mano de una exhibición de los cuerpos.
Un erotismo asentado en la mostración fotográfica de la desnudez ganaba terreno.
A esta dimensión erótica se destina el próximo capítulo. Tras analizar los
discursos de la sexualidad y el amor, en las próximas páginas se abordan las
construcciones semióticas de los cuerpos eróticos en los discursos de la moda, la
publicidad y la salud, en torno a las significaciones de la belleza, la sensualidad, la
desnudez, la exhibición y los imperativos de juventud y cuidado del cuerpo.

241
CAPÍTULO VII
EL EROTISMO EN LOS CUERPOS

“El erotismo en los cuerpos se mueve, no


implica propiedades eternas sino que se
entrelaza con el cuerpo en las fluctuaciones de
la historia física, estética, política, ideal y
material”
(Perrot, 2008: 51).

1. La dimensión erótica del cuerpo


El erotismo explota los aspectos seductores y sorprendentes de los cuerpos
sexuados (Bataille, 2010), que, lejos de ser estancos, van trocando posiciones con
el paso del tiempo. Aquí juegan un papel importante los discursos del cuerpo
erótico y su performatividad inherente (Butler, 2007). Como “…superficie
grabada de los acontecimientos’” (: 255), el cuerpo deviene erótico cuando entra
en un juego de seducción.
La dimensión erótica en los cuerpos se dirime sutilmente en las acciones de
ocultar y mostrar, siguiendo códigos tácitos pero muy precisos que rigen las
apariciones de tal o cual parte del cuerpo. La desnudez no es sólo exposición. En
el desnudo se juegan los valores del secreto y de peligro próximo, que le dan su
cualidad de revelación y de medio de tentación. La desnudez es inaprensible, dice
Bataille (2010), tanto como el placer sexual, y puede indicar cierto corrimiento de
la prohibición o cierta transgresión:
“…la prohibición de la desnudez y la transgresión de la prohibición de la
desnudez constituyen el tema general del erotismo, quiero decir de la
sexualidad transformada en erotismo (la sexualidad propia del hombre, la
sexualidad de un ser dotado de lenguaje)” (Bataille, 2010: 262).

En el juego de las transgresiones, el uso de transparencias en las vestimentas


resultaba un medio de sugestión, al mostrar y ocultar el cuerpo a la vez. La
extrañeza que genera un cuerpo semivestido, cuyo ropaje subrayaba la
transgresión erótica, se dirime en una dialéctica entre pudor y seducción que
afecta al cuerpo y su destape (Preciado, 2010).
Lo erótico, entonces, no es la mera exhibición de un cuerpo desnudo, sino la
construcción de esa desnudez, como revelación de belleza y encanto sugestivo. En

242
este juego cobraban relevancia las poses del cuerpo, las posturas seductoras. La
sugestión pasaba por los modos de sentarse, de pararse; pues, como dice Bruckner
(2011): “No basta con quitarse la ropa para desencadenar la confusión erótica, se
necesita una gracia, un arte que no todos poseen” (: 78).
En los ’60, la prohibición de la desnudez iba siendo cuestionada. Podía
aparecer como fragilidad o como turbación (Bruckner, 2011), como en el caso de
la publicidad de Vogue, aparecida en Femirama (Nº extraordinario, 06/69:
contratapa).

Figura 51: Publicidad Vogue, Femirama, 1969.

Pero entonces, la erotización no deja de ser una producción normativa del


cuerpo, especialmente en el caso de las mujeres. Muchas veces, la imagen del
erotismo ha sido la de la ‘bella chica desnuda’ (Bataille, 2010).
Michelle Perrot (2008) ha sostenido en su historia de las mujeres que “La
mujer es ante todo una imagen. Un rostro, un cuerpo, vestido o desnudo. La mujer
es apariencias” (: 62). Y Judith Butler (2007) ha enseñado que las fantasías se
instauran y circunscriben en la superficie de los cuerpos, generizándolos. La
figuración fantaseada y fantástica del cuerpo se relaciona a una estilización
corpórea del género.

243
1.1 Norma erótica o transgresión normada en los cuerpos femeninos
El cuerpo de las mujeres ha sido vigilado y normado: “Aunque deseado, a lo
largo de la historia el cuerpo de las mujeres también es un cuerpo dominado,
sometido, a menudo apropiado incluso en su sexualidad” (Perrot, 2008: 98).
Pierre Bourdieu (1999) ha caracterizado lo femenino como un hábito que hace
de la experiencia femenina del cuerpo, un cuerpo-para-otro, incesantemente
expuesto a la objetividad operada por la mirada y el discurso de los otros. El
cuerpo femenino atractivo, disponible a la mirada del otro, se presenta como
“…una forma de complacencia respecto a las expectativas masculinas, reales o
supuestas” (: 86). Esta afirmación es discutible pues divide a los géneros en tanto
sujetos y objetos de deseo; olvidando asimismo que la propia posición de objeto
supone deseo. De todos modos, no puede desconocerse esta objetualización e
instrumentalización del cuerpo como posesión -el ‘tener un cuerpo’- y vigilarlo.
En este punto, la vigilancia y autorregulación no son lo mismo que el cuidado del
cuerpo:
“El sistema mediático y publicitario promueve, por medio de la
estimulación sensual, modelos corporales idealizados— modelos que, por lo
demás, son presentados como la clave de acceso a la felicidad y la plenitud;
concomitantemente, se promocionan, en un registro avalado por la autoridad
experta, las técnicas disponibles para alcanzar dichos ideales. El dispositivo
médico, en cuanto mecanismo de subjetivación, converge así con la lógica y
el poder de interpelación del espectáculo” (Córdoba, 2010: 162).

En los ’60, los discursos de la salud habían entrado en el cuerpo erótico. La


importancia otorgada al equilibrio corporal, los regímenes, se asociaban también a
la promoción del bronceado y el ejercicio físico. “Tener una nueva figura… es
fácil”, prometía Maribel (Nº1583, 02/07/63: 6) al tiempo que ofrecía un programa
de ejercicios para ganar y conservar una silueta bien proporcionada: “Todas las
mujeres, todos los días, deben hacer un ejercicio para el talle, un ejercicio para el
busto, un ejercicio para la cintura y la cadera” (: 6).
Pero entonces, las imágenes de los cuerpos femeninos no sólo los
encorsetaban; en la época nuevas poses, vestimentas e imágenes también lo
liberaban, erotizándolo:

244
“La imagen puede ser una tiranía, porque las confronta a un ideal físico y
vestimentario al que deben someterse. Pero también es la celebración de ellas
mismas, fuente posible de placeres, de juegos sutiles” (Perrot, 2008: 31).

La publicidad mostraba cuerpos femeninos en actitudes que prometían ciertas


cuotas de erotismo, distendiendo las fórmulas más circunspectas que dictaban el
modo de ser femenino (Barrancos, 2008). El lenguaje corporal parecía ser el lugar
de las nuevas conquistas. Los cuerpos comenzaban a presentarse, con mayor
frecuencia, en situaciones de movimiento y dinamismo. Las mujeres ganaban
licencias para desarrollar prácticas deportivas y disfrutar del tiempo para el ocio al
aire libre. Se soltaban el pelo, usaban minifaldas (Worsley, 2004). Las jóvenes
ganaban más experiencia en materia de sensualidad y, en ese sentido, “…hubo un
auxilio excepcional con la lectura y con el cinematógrafo que acercaron modelos
femeninos transgresores” (Barrancos, 2008: 113).
Mientras ciertos procesos de emancipación de las mujeres se materializaban
sutilmente en sus cuerpos, sin embargo, se seguían sosteniendo obligaciones
derivadas de la condición genérica, marcando la pervivencia de ciertos mandatos
dominantes en relación a las fantasías eróticas que volvían ambiguas las
conquistas.

2. El cuerpo fantaseado: la sensualidad y lo deseable


El erotismo se juega en el plano de la fantasía. Revistas del estilo Playboy lo
sabían muy bien y nutrían las fantasías masculinas a través de ilustraciones de
jóvenes atractivas. Las playmates eran chicas que se desentendían absolutamente
del amor y el casamiento y los controles de los padres. En el país estaban
representadas por las chicas Divito31.

31 José Antonio Guillermo Divito (1914 -1969) fue un dibujante, humorista, caricaturista,
historietista y editor argentino. Ícono del humor gráfico argentino en las décadas de 1940 a 1960,
fue fundador y director de la famosa revista Rico Tipo.
245
Figura 52: “Chicas Divito”, Gente, 1969.

Estas chicas insinuantes se caracterizaban por sus físicos sensuales y


voluptuosos, pero muy estilizados, de pequeñísimas cinturas y amplias caderas,
bustos prominentes, y largas y torneadas piernas de tobillos finísimos. Sus rostros
tenían enormes y vivaces ojos, con grandes pestañas y cejas muy marcadas, labios
gruesos y sensuales y una nariz mínima. Sus vestimentas eran ceñidas a sus
cuerpos, señalando su voluptuosidad sensual. Suponían una irrisión, una
impostura turbadora. En relación a la voluptuosidad, los cuerpos encontraban aquí
otro estatuto, como lugares para el despliegue de los placeres.
Pero a diferencia de aquellas playmates de cuerpos voluptuosos, las revistas
femeninas mostraban imágenes corporales de un erotismo moderado. Las poses
sugestivas incluían posiciones corporales femeninas descontracturadas, aunque
muchas veces con un dejo de inocencia en ellas.

246
Figura 53: “Con un detalle de crochet”, Chabela, 1968.

También se presentaban cuerpos femeninos de posturas desafiantes que


dejaban la inocencia a un lado. Las poses sugestivas del cuerpo femenino podían
usarse en el discurso publicitario para vender jabones de lavar la ropa (Publicidad
Woolite, Para Ti Nº 2366, 13/11/67: 56).

Figura 54: Publicidad Woolite, Para Ti, 1967.

247
Pero entonces cobraba forma un nuevo valor: la audacia. Los textos la
centraban en la personalidad y las imágenes la asociaban a lo provocativo y lo
desafiante. Las audaces miraban a la cámara de frente, con una pose llamativa.

Figura 55: “Yo soy una cámara”, Para Ti, 1967.

Asociada a lo sexual, la audacia postulaba a las chicas como objetos de deseo


pero a la vez mostraba el deseo femenino. Había que comprender que a las chicas
les gustaba el sexo; y éste, sostiene Preciado (2010): ‘Era un mensaje muy
importante, tan importante como todas las luchas feministas’” (: 63). Las audaces
asociaban la sexualidad al entretenimiento.
La audacia femenina incluía hábitos de conducta como fumar en público,
difundido desde fines de los años 40, junto con la legitimación del uso de nuevos
vestuarios como los pantalones (Barrancos, 2008).

248
Figura 56: “En su rostro la natural audacia del maquillaje joven” Publicidad Miss Ylang, Femirama, 1968.

Las chicas y sus costumbres juveniles eran una arena de confrontaciones entre
la apertura al cambio y el encono moralista. Las innovaciones expresadas en las
formas de vestirse, de actuar en público y de manejar el cuerpo, que desafiaban las
convenciones instituidas, se asociaban a la intención de conquistar nuevos
espacios de libertad y romper con las ideas de recato y pudor de los mayores
(Cosse, 2010).
El pudor obligaba a cuidar las apariencias. Las moralejas de las diversas notas
periodísticas destinadas a analizar los comportamientos de las jóvenes en torno a
su sexualidad ponían en evidencia toda ambigüedad de aquellos años: las mujeres
jóvenes solas debían divertirse, pero con cierta prudencia.
La audacia se comprendía como un modo de desafiar al pudor desde una cierta
convocatoria sexual. Los discursos moralistas hallaban a la sensualidad audaz
como culpable por la posibilidad de conllevar una degradación, y encarnar, por
ello, un peligro (Bataille, 2010) para el orden sexual.
Relacionado al sentimiento de obscenidad, el pudor buscaba reglamentar la
exhibición del cuerpo y lo no mostrable (Bleichmar, 2014). Pero entonces, el
pudor dependía de las circunstancias; indicaba Bataille (2010): “…el escote,
incorrecto al mediodía, es correcto por la noche. Y la desnudez más íntima no es
obscena en la consulta de un médico” (: 223).
249
Las narrativas rosas también instalaban el pudor frente a lo voluptuoso
considerado como obsceno del cuerpo femenino:
“Pagó el café y el mozo clavó los ojos en su escote, sin el menor respeto.
[…] recordó los gritos de su madre, ya lejanos, atrás, apilados en un montón de
sucesos que no quería remover.
‘¡Te contoneas como una bataclana!’ ‘¡No te ajustes tanto la cintura!’ ‘¡Ese
corpiño!’ ‘¡Haces tan evidente tu pecho que nadie puede alejar sus ojos de allí!’.
Instintivamente se llevó una mano al escote, tratando de taparse púdicamente. Y
tuvo ganas de salir corriendo, de correr y correr hasta llegar a un lugar desolado y
desierto, lejos de los ojos que la asediaban, que la cercaban, que la envolvían en
una red transparente de la que rara vez podía escapar sin la sensación tremenda de
haber sido acariciada, golpeada, manoseada” (“Casi pecado”, Vosotras Nº 1324,
20/04/61: 19).

Sin embargo, lo que ofendía al pudor estaba cambiando en los ’60. Al tiempo
en que se trastocaba la moral de la exhibición, el cuerpo femenino se transformaba
en un campo de batalla. Se cuestionaba la vieja moral burguesa que rechazaba
toda exhibición de desnudez y se ruborizaba ante cualquier alusión a la
sexualidad. En los intentos por recobrar aquella moral, los ímpetus censuradores
atacaban la visión del cuerpo desvestido y la osadía erótica.
La exhibición iba ganando terreno. Sus estrategias ofrecían a la mirada el
objeto de deseo, produciendo una ficción de realismo y proximidad (Preciado,
2010). Se ornamentaba un espectáculo de la exhibición corporal. El uso de
primeros planos anatómicos parcelaba los cuerpos y las manipulaciones
fotográficas construían ópticamente cuerpos ideales. Las imágenes del cuerpo
erótico jugaban con la regulación de la mirada y la figuración estetizada del
cuerpo, como estrategias de seducción. La retórica del striptease (Preciado, 2010)
tenía lugar como técnica de construcción de estas imágenes, con el auxilio de
nuevas técnicas fotográficas a colores que se aliaban para producir un efecto de
realismo e inmediatez desconocido hasta entonces.
Pero para que ese espectáculo revistiera la cualidad de sensual, debía suponer
algún halo de mística asociada a lo bello.

2.1 Belleza erótica


Las imágenes eróticas buscaban fascinar y uno de los caminos para ello se
trazaba a través de la belleza. Al ofrecerse el objeto erótico como bello: “La
belleza es su sentido. Constituye su valor. En efecto, la belleza es, en el objeto, lo

250
que lo designa para el deseo” (Bataille, 2010: 148). El papel de la belleza en el
erotismo torna al cuerpo poético, divino, fascinante.
La importancia dada a la estética erótica lograba que tanto mujeres como
varones se dedicaran a cultivar su atractivo. En el marco de lo que Pascal
Bruckner llamó como una “ingeniería erótica añadida a una empresa altamente
moral de mejora de uno mismo” (Bruckner, 2011: 153), la tendencia no haría sino
incrementarse a través de las décadas subsiguientes: “En suma, no hay derecho a
ser fea. La estética es una ética” (Perrot, 2008: 63).
La belleza instauraba una jerarquía estética y moral, centrada en un canon de
juventud y culto a la personalidad. Cuando “…lo ‘personal’ se convirtió en moda”
(Pujol, 2002: 221), la belleza también se individualizó. Se exaltaba la delgadez de
la modelo Twiggy o la gran nariz de Barbra Streisand.
La teoría de Erich Fromm (1966) ligaba la belleza a la potencialidad para ser
amado:
“Para la mayoría de la gente, el problema del amor consiste
fundamentalmente en ser amado, y no en amar, no en la propia capacidad de
amar. De ahí que para ellos el problema sea cómo lograr que se los ame,
cómo ser dignos de amor. Para alcanzar ese objetivo, siguen varios caminos.
Uno de ellos, utilizado en especial por los hombres, es tener éxito, ser tan
poderoso y rico como lo permita el margen social de la propia posición.
Otro, usado particularmente por las mujeres, consiste en ser atractivas, por
medio del cuidado del cuerpo, la ropa, etc.” (Fromm 1966: 12).

Para la cultura de la época, lo que equivalía a ser digno de ser amado era una
mezcla de popularidad y sex –appeal:
“Una mujer o un hombre atractivos son los premios que se quiere conseguir.
‘Atractivo’ significa habitualmente un buen conjunto de cualidades que son
populares y por las cuales hay demanda en el mercado de la personalidad.
Las características específicas que hacen atractiva a una persona dependen
de la moda de la época, tanto física como mentalmente” (: 13).

Los ’60 configuraron distintos tipos de belleza femenina, con carácter


modélico. La mítica Marilyn Monroe había sido objeto de culto a fines de los ’50
y principios de los ’60. Construido como ícono erótico, el cuerpo considerado
bello se introducía en la dimensión de lo fabuloso.

251
A mediados de la década, se preguntaba en Maribel: “¿Qué es una mujer
bella?” (Nº 1640, 08/64: 50-53):
“Una mujer hermosa no es siempre poseedora de líneas perfectas clásicas o
proporcionadas. En cambio, una mujer bella es siempre algo más: es como la
pincelada final que ilumina la obra maestra de un pintor. La belleza será siempre
más un sentimiento que una idea, de ahí que sea difícil definirla con conceptos y
tengamos que recurrir a la ayuda de las metáforas” (: 51).

La nota presentaba la imagen de un rostro de perfil, de cutis terso, con el


mentón levantado, labios rojos y cejas y pestañas negras y bien definidas.

Figura 57: “¿Qué es una mujer bella?”, Maribel, 1964.

El texto distinguía entre las mujeres bellas y las bonitas y graciosas:


“Hay algunas mujeres que llaman poderosamente la atención; atraen las miradas
como si la claridad que de ellas emana oscureciera a cualquier otra imagen cercana.
Encandilan, influyen en el mundo que las rodea, cantan…, seducen…, enamoran.
Se dice que son bellísimas. Hay otras que agradan, pero sin levantar por ello
tormentas de pasión en el corazón de los hombres. Son mujeres bonitas, graciosas,
pero sin llegar a ser realmente bellas. Pero, ¿cuál es la diferencia entre unas y
otras?, se preguntarán las lectoras. ¿Qué tienen las mujeres bellas que no poseen las
demás? Gracia…, encanto, seducción, juventud muchas veces. Sí, si… muchas
palabras se han inventado para explicar distintas impresiones que el paso de una de
estas mujeres excepcionales produce en las demás” (: 51).

El criterio de demarcación era el poder de encantamiento. De él hablaban las


narrativas: “Hay una irresistible belleza en las mujeres, exasperante mezcla de
252
bruja, diva y santa, la cual percibo rápidamente. De estas mujeres me enamoro
fácil y profundamente” (“¿Cuánto dura el amor eterno?”, Maribel Nº 1640, 08/64:
13). Podía definirse también como charme:
“¿Cómo definir el ‘charme’? ‘Un encanto mágico’… un encanto que nace tanto de
una sonrisa como de una mirada o de una intención, de un gesto o de una manera
de ser. ¿Es seducción o gracia? ¿Inteligencia o intuición? ¿Belleza o armonía?
¡Qué más da! Existe o no. En todo caso hay que crearlo o descubrirlo” (“Charme”,
Maribel s/n, 1964: 58).
Uno de los focos de “Ese algo llamado encanto” (Maribel Nº 1479, 20/06/61:
62) era el rostro, y dentro de éste: la mirada. El ‘rostro encantador’ construía una
‘belleza singular’.
Cuando el encanto se relacionaba a la inocencia se llamaba ángel: “Su ‘ángel’
la tornaba irresistible a los ojos de todos los muchachos que la conocían” (“Una
mujer irresistible”, Cristina Nº 854, 08/65: 40). Ese modelo angélico definía a la
feminidad como una criatura de éter y sueño, una encarnación sin carne, como un
cuerpo eterno, inmortal, incorruptible (Onfray, 2010).

Figura 58: “Charme”, Maribel, 1964.

Desligado de la inocencia, el encanto podía asociarse a la noción de ‘glamour’.


Este se construía preferentemente en las ilustraciones.

253
Figura 59: “Glamour de Verano”, Publicidad Angel Face, Maribel, 1960.

El glamour dotaba de elegancia a un prototipo de mujer que se distinguía tanto


de la inocente como de la rebelde. Alejada de las melenas juveniles, construía
distinción a través de la elegancia. Se asociaba a la mujer madura e imponente,
con actitudes dominantes como signos de distinción antes reservados
exclusivamente a los varones, como fumar, conducir un automóvil, leer el diario
en público o ir al café.

Figura 60: “Si lo que Ud. busca es la mejor calidad…”, Publicidad Parliament, Para Ti, 1966.
254
Resultaba claro el signo de estatus de esta aspiración glamorosa, que apostaba
a diferenciarse a través del valor otorgado a los estándares de consumo y el gusto
estético para cierta clase media-alta con aspiraciones de ilustración y ascenso
social.
La elegancia se asociaba a una imagen de éxito e independencia, sin que esto
resultara perturbador para el orden de género. El prototipo se encarnaba en
mujeres que trabajaban fuera de la casa, directivas, profesionales o artistas que
seguían su vocación. No eran obreras, maestras u oficinistas, aquellas para
quienes el trabajo constituía una obligación (Ballent, 2011).
Para las mujeres que no eran ‘naturalmente’ elegantes, las revistas daban
consejos para conseguir este charme, a través del uso del maquillaje, las tinturas
para el pelo, el culto al cuerpo, la juventud y la esbeltez:
“…dejemos este plano de lo abstracto y vayamos a las realidades. Y una primera
realidad concreta para alcanzar la belleza, como ya lo sabemos, son el maquillaje y
el peinado. Precisamente el mensaje del Consultorio intenta convertir a cada mujer
en una hábil maquilladora, capaz de crear una nueva cara sobre la suya, haciendo
resaltar los mejores rasgos y disimulando aquellos que quitan belleza y atractivo”
(“¿Qué es una mujer bella?”, Maribel Nº 1640, 08/64: 51).

Con el auxilio de la cosmética, ya no se podía ser fea. La desgracia de las feas


se desmentía: todas las mujeres podían intentar ser bellas. El mercado de la
cosmética esparcía el mandato de belleza, apuntando especialmente a las lectoras
de revistas: “Antes de perfumarse Ud. hace muchas cosas… Entre otras, ponerse
aún más linda para él, que es feo”, indicaba una publicidad de cosméticos
(Publicidad Coty, Claudia Nº 87, 08/64: 34).

255
Figura 61: “La mujer tiene además, una boca, dos ojos y una cara bonita”, Publicidad Coty, Claudia, 1964.

Pero no se trataba tan sólo de maquillaje ni de vestimentas; los deberes incluían


toda una serie de comportamientos encantadores:
“Saber vestirse, conversar, arreglar la mesa, elegir el menú y los vinos, jugar a las
cartas, son menudos secretos personales que otorgan ‘charme’ a una mujer, ¡y que
embellecen la vida!” (“Charme”, Maribel s/n, 1964: 60).

Para aumentar sus encantos, se recomendaba a las mujeres ser ‘auténticas’, una
receta infalible para convencer y seducir (“El secreto de la fascinación en el
amor”, Maribel Nº 1640, 08/64: 65). Las narrativas ponían en relato estos
encantos:
“…Nina: su manera de hablar; de moverse; de sonreír; de entornar los ojos… Su
cuerpo largo, lleno de sugestión. Cualquier trapo quedaba bien sobre ese cuerpo.
Pensó que había visones que parecían baratos cuando los llevaban ciertas mujeres y
algodones que resultaban suntuosos cubriendo figuras como las de Nina”
(“Murallas de angustia”, Maribel Nº 1625, 28/04/64: 14).

“Cristina se acercó luciendo un dos piezas capaz de despertar a Ramsés de sus


vendas milenarias” (“La tercera llave”, Maribel Nº 1625, 28/04/64: 20).

“La joven que avanzaba por entre las mesas no parecía darse cuenta de las miradas
de admiración que su paso suscitaba. Acostumbrada a recibir el homenaje que
todos rendían a su belleza, las consideraba sin duda como algo absolutamente
trivial. Alta, rubia, con una silueta esbelta, modelada por uno de esos vestidos que
sólo saben cortar los modistas parisienses, su entrada causó sensación” (“El secreto
de Olga”, Maribel Nº 1461, 14/02/61: 10).

256
No obstante, el aspecto seductor acarreaba un peligro: la vanidad, contra la cual
advertían las revistas femeninas. Se decía que la belleza femenina podía verse
menguada por “…una seguridad en sí misma, un airecito de suficiencia… Algo
que la empaña” (“Una mujer irresistible”, Cristina Nº 854, 08/65: 40). La vanidad
era considerada un pecado:
“Tenía un hermoso par de ojos negros, una espesa cabellera sedosa y un bien
formado esqueleto que recubría con una piel fina, y delicada […] Su inteligencia
era aguda y su atracción absoluta. Podría haber sido una excelente chica, pero
pecaba cada cinco minutos… de vanidad” (: 40).

“Estudió los trajes colgados en el ropero y se asombró íntimamente al darse cuenta


de que toda su ropa había sido escogida con voluptuosidad. Los vestidos amplios
mostraban íntegramente su espalda pálida, los vestidos rectos, aún los cerrados,
eran de colores excitantes o llevaban recortes que insinuaban tan claramente sus
curvas que evitaban la necesidad de desnudarla con la imaginación para saber
cómo estaba hecha […] le encantaban esas cosas, las adoraba, se las probaba con
deleite, se estremecía saboreando de antemano la envidia de las mujeres y la
codicia de los hombres […] ella era sólo el reflejo de esa gran hoguera, apenas un
pecado envuelto en seda roja, ensayando sonrisas sensuales y nuevas maneras de
escandalizar a la gente” (“Casi pecado”, Vosotras Nº 1324, 20/04/61: 20).

Las narrativas hablaban de mujeres que gobernaban los juegos de seducción,


que buscaban conscientemente erotizar, interpelar el deseo. Para ello se muñían de
maquillajes, perfumes y vestimentas:
“Delia se acercó. Su vestido claro marcó cada una de sus formas plenas,
cimbreantes. Es hermosa, pensó Clara. Hermosa y joven. Joven y rica. Bueno, todo
aquello que buscaban los hombres. Y Delia lo sabía. Incluso hasta sabía –cosa que
ella había tardado cierto tiempo en descubrir- cómo llevar a un hombre a sus pies,
enloquecido de pasión” (“Historia prohibida”, Maribel Nº 1451, 06/12/60: 10).

Pero además, el encanto tenía que estar revestido de un halo de misterio. La


figura erótica era muchas veces una mujer convertida en un objeto discursivo
misterioso y engañoso. Lo secreto interpelaba la curiosidad. “El último secreto de
Sarah Bernhardt” titulaba una portada de Maribel en 1964. Tras una mirada
profunda e inquietante, un rostro pálido y una boca color carmesí, contrastante
con su oscuro y corto cabello, esta mujer parecía esconder oscuros misterios. La
imagen invitaba a las lectoras a conocerlos.

257
Figura 62: “El último secreto de Sarah Bernhardt”, Maribel, 1964.

Un mundo femenino secreto y engañoso ocultaba aquellas partes del cuerpo


que podían decepcionar al ser descubierto. No obstante, la ambigüedad ejercía un
poder atractivo, inquietante. Lo que se guardaba en secreto, lo que obligaba al
silencio, se ocultaba en un reducto íntimo pues no podía ser público, jugaba un
papel primordial en la construcción del erotismo. La insinuación de un territorio
vedado era un lugar común para la interpelación del deseo.
La imagen misteriosa de una narrativa rosa titulada “El secreto de Olga” se
componía de una ilustración del rostro de una mujer de tez muy blanca, cabello
rubio corto, unos ojos negros muy delineados y una boca grande y roja. Su mirada
era esquiva, hacia un costado y abajo, transformando al rostro en inquietante: “Era
una mujer extraordinariamente bella y de excepcional elegancia. Rodeada de
misterio, nada tenía de particular que se la tomara incluso por una princesa que
viajaba de incógnito” (“El secreto de Olga”, Maribel Nº 1461, 14/02/61: 10-11).

258
Figura 63: “El secreto de Olga”, Maribel, 1961.

Lo misterioso levantaba la sospecha del engaño:


“… sabía que su belleza despertaba apetitos que algunos hombres remuneraban
bien.
Aprendió a hacer trampas, a hacerse valorar de cierta manera. Aprendió a conocer
las miradas y su significado. Aprendió a mentir, a engañar a los hombres, a
extorsionarlos sin piedad” (“Casi pecado”, Vosotras Nº 1324, 20/04/61: 24).

La publicidad utilizaba esa seducción que ejercía el misterio. En los cuerpos,


las telas con transparencias cubrían y a la vez mostraban regiones que no debían ser
visibles: “Misterio…Seducción…Tul…” (Publicidad Noveltex, Maribel Nº1521,
17/04/62: 79).

259
Figura 64: “Misterio…Seducción…Tul…”, Publicidad Noveltex, Maribel, 1962.

El misterio se unía a lo fascinante, ejerciendo su seducción al demostrar que


algo se ocultaba.

Figura 65: “Así de fascinante…”, Publicidad Angel Face, Maribel, 1960.

Pero entonces, a fines de la década, el juego de seducción se vería afectado por


las tendencias hacia la exhibición del cuerpo se iban incrementando.
260
Aunque seguía después de la muerte –al tiempo que se conformaba su mito-, la
clase de belleza del estilo Marilyn Monroe iba perdiendo fama entre las chicas
(Pujol, 2002). Los cuerpos eróticos debían afinarse.

3. La moral de la exhibición
Una condición sobreexpuesta iba alcanzando al cuerpo y a la sexualidad que
eran, al mismo tiempo, publicitados. Preciado (2010) asocia esta exhibición a los
regímenes de control sobre el cuerpo propios del, por entonces, emergente
capitalismo farmacopornográfico:
“El cuerpo y la sexualidad, producidos y representados por las tecnologías
visuales y de la comunicación, se ven también convertidos en dígito, al
mismo tiempo información, valor y número” (Preciado, 2010: 195).

Una pedagogía mercantil de la desinhibición pretendía aligerar las reticencias:


“El desnudo público como categoría social y política, como transgresión
legal o moral, pero también como espectáculo, es una invención reciente.
Sólo la modernidad ha estilizado al desnudo femenino hasta transformarlo
en una práctica al mismo tiempo codificada y mercantilizable” (: 75).

La seducción abría un mercado de la ‘liberación’ erótica. En este sentido,


autores como Pierre Bourdieu (1999) han cuestionado la exhibición del cuerpo
entendida como liberación.
Frente a los que consideran a la exhibición controlada del cuerpo como un
indicio de liberación, el autor indica que el cuerpo femenino es convertido en
objeto simbólico y colocado en un estado de dependencia, una heteronomía a la
cual se suma el deseo –o la necesidad- de gustar. A través del cuerpo, la mujer debe
agradar a los hombres, ser-para-ellos: “…el cuerpo de la mujer es un objeto que se
compra: para ella, representa un capital que se encuentra autorizada a explotar”,
había dicho De Beauvoir (2007: 166). Bourdieu retoma esta crítica a la idea del
cuerpo como capital para la mujer, que combina:
“…poder de atracción, y de seducción conocida y reconocida por todos,
hombres y mujeres, y adecuada para honrar a los hombres, de los que
depende o a los que está vinculada” (Bourdieu, 1999: 44).

261
La coquetería era, para De Beauvoir (2007), una atadura a la belleza, un
mandamiento. En esta línea reflexiona Perrot (2008):
“La belleza es un capital en el intercambio amoroso o en la conquista
matrimonial. Un intercambio desigual en el que se supone que el hombre, el
cautivador, es el único activo, mientras que su compañera debe contentarse
con ser cautivante, pero ¡qué ingeniosa en su supuesta pasividad!” (: 63).

En la prensa femenina de los ‘60, la exhibición del cuerpo comenzaba a ser


cada vez más tolerada e incluso estimulada, siempre y cuando las líneas de las
siluetas que la protagonizaban fueran perfectamente lisas, rectas y bien definidas,
destaca Paula Sibilia (2012). La medida del pudor se redefinió y comenzó a
aplicarse con estricta severidad a las imágenes corporales y eróticas con derecho a
ser exhibidas. Al mismo tiempo se fue desarrollando un “mercado del
embellecimiento, del placer y del bienestar, desdoblando así nuevas reglas morales
y otros grilletes para esos cuerpos liberados del antiguo poder disciplinario” (:
22).
El culto al cuerpo no respondía entonces a un cuerpo sublevado, liberado, sino
a un cuerpo comprendido como posesión y mercantilizado. Así lo exponía
Foucault en los ’70:
“Como respuesta a la insurrección del cuerpo encontramos una nueva
embestida que no tiene más la forma del control-represión sino la del
control-estimulación: ‘¡Ponte desnudo... pero sé delgado, hermoso,
bronceado!’” (: 105).

La moral del embellecimiento y la exhibición gestaba nuevos tabúes eróticos


como el de la vejez (Sibilia, 2012). La seducción parecía tener edad. Del paso del
tiempo comprendido como desgracia, hablaban las historias de amor:
“Súbitamente, Odile se apercibió que los hombres no volvían la cabeza a su paso
[…] Ninguno le dirigía una mirada de ferviente admiración, una de esas miradas
incendiarias a las que estaba acostumbrada. […] Cuando más, algún caballero
entrado en años se volvía para mirarla con una expresión en la que la admiración
incondicional iba matizada por una especie de melancolía, como si admirara más
bien en ella el recuerdo de una belleza del pasado… […] Frunciendo el entrecejo,
Odile se dijo que sin duda le había llegado su turno. Sabía perfectamente que todas
las mujeres bonitas están condenadas de antemano a tener que hacer frente a esta
situación. Acostumbradas a producir durante años y años un efecto fulminante ante
toda persona del otro sexo, cualesquiera sean su edad, estado o condición, un buen
día empiezan a darse cuenta de que el señor que se halla sentado en frente en el
autobús continúa leyendo el periódico como si tal cosa; que otro caballero las cruza
al entrar en el banco sin tomarse la molestia de mantener la puerta abierta y ceder
262
el paso, que un tercero lleva su grosería hasta disputarles el taxi que los dos han
parado al mismo tiempo. Cuando estos síntomas empiezan a manifestarse, no hay
nada que hacer. La mujer bonita tiene que resignarse a la idea de que el momento
en que los hombres dejarán de admirarla se acerca a pasos agigantados, lo que no
deja de ser una prueba que no siempre está preparada para soportar con paciencia”
(“El flirt de la señora Lanvin”, Maribel Nº 1451, 06/12/60: 27).

Para evitar las marcas en el cuerpo de los años, las notas daban consejos para
mantenerse siempre jóvenes y evitar el envejecimiento. Se recomendaba ‘alternar
reposo y movimiento’, usar cremas y hacer dieta, cuidar la vista y el uso de
anteojos, visitar al dentista, llevar una alimentación justa y no ponerse ninguna
limitación para los deportes (“Ventajas y desventajas de los 40 años”, Femirama,
06/69: 116-122).

Figura 66: “¡La mujer no quiere envejecer!”, Maribel, 1964.

Mientras un ícono erótico de la época como Brigitte Bardot buscaba mantener


su mito adolescente pasados los 30 años de edad, se sobreentendía que: “No hay
temor que iguale al de una mujer hermosa que va perdiendo su juventud”
(“Cuarenta años…”, Maribel s/n, 05/61: 8). El tabú de la vejez desarrollaba una
‘moral de lo liso’ (Sibilia, 2012) donde la arruga o las canas pasaban a ser
obscenas, ya que desmejoraba el aspecto femenino. Esta moral exigía un cuidado
y prohibía el café, la sal, el viento, el frío, pero también las angustias y disgustos

263
(“Ventajas y desventajas de los 40 años”, Femirama, 06/69: 116-122). Para
mantenerse joven, la mujer moderna debía ser feliz, lo cual implicaba ser activa,
juvenil y sensual como condiciones si no suficientes, al menos necesarias de la
felicidad.

4. La moda en los cuerpos


Los estilos corporales en los ’60 componían distintas y nacientes estéticas. El
cuerpo como significación era patente con la construcción de estilos y los modos
en que se encarnaban corporalmente. En él se anudaban elementos de la estética
política, de la cultura de masas y de las significaciones de lo nacional, con las
ambigüedades que estos sentidos acarreaban (Varela: 2010). Ante este clima de
época, donde se fusionaban diferentes niveles de compromiso ideológico, la
manera de exhibirse se convertía en un elemento significante. Las vestimentas del
cuerpo formaban parte de los compromisos simbólicos, desde un lenguaje no
verbal.
La adopción de un estilo vestimentario por parte de las mujeres argentinas de
clase media urbana se relacionaba con la elaboración de un rol social. Cuando se
seleccionaban unas prendas y se descartaban otras, buscaban distinguirse.
El cuerpo se semiotizaba a través de la proliferación de imágenes estilizadas.
La moda ubicaba al cuerpo en la cultura de consumo. Como dispositivo,
colonizaba en parte la regulación de prácticas corporales.

264
Figura 67: “Moda: vidriera de ideas”, Femirama, 1969.

La variedad de modas se ampliaba entre una miríada de estilos. Seguían


llegando nuevas tendencias que devenían una pauta cultural fundamental asociada
muchas veces a una ofensiva contra los estilos tradicionales. Era un terreno fértil
para la experimentación y la búsqueda de cambio. Las indumentarias coloridas,
asociadas a la insolencia y la sensualidad iban cristalizando imágenes de la
década:
“Mientras uno desespera por el destino de la juventud que pasa por una crisis de
acrisolamiento y pone avisos en los diarios para llegar a un ‘matrimonio en serio’,
quiero decir para hallar una cara mitad que aún no se haya hundido en las
abismales aguas del ‘rock’ y del ‘hot-dog’, con mostaza, la calle muestra que no
hay tal crisis. Que se puede inventar cualquier cosa y vivir de cualquier modo en
este Buenos Aires. Desde ponerse un pelapapas último modelo a modo de rulero o
usar un pantalón que trata de borrar la larga trayectoria viril del hombre” (“El amor
y los fantasmas del ‘tiro-corto’”, Vosotras Nº 1324, 20/04/61: 64).

Se criticaba la hibridación de lo ‘nacional’ con los estilos del norte – como si


antes no hubiese existido: “… no podemos creer que nosotros, porteños de ley,
somos esa pareja que lleva el cabello lacio, pollera y pantalones largos y un
cinturón ‘far-west’ colocado cadera abajo” (: 65).
Las minifaldas habían causado alboroto a principios de la década. La prenda
estaba asociada a la libertad de las jóvenes frente al estilo de sus madres y
abuelas. En muchos hogares argentinos fue objeto de encontronazos entre padres e

265
hijas. Así, el fenómeno de la moda, considerado superficial, daba cuenta de
prácticas cargadas de una sutil politicidad (Carrascal, 2010).
Con el acortamiento de las faldas, la moda se hacía más osada. Las jóvenes se
exhibían. Si bien la mayoría de los argentinos seguía apegada a un estilo más
tradicional, el impacto visual de la minifalda, los hot pants, los pantalones a rayas
y los vestidos de terciopelo hacía notoria la velocidad de los cambios en la moda:
“Bajo el modelo Beatle, con la elegancia londinense levemente transgresora,
los 60 iniciaron su parábola juvenil para internarse, ya sobre el final del
decenio, en un estilo más desalineado y barbudo, en el que las sandalias, las
camisas con volados, las botas, los chalecos de gamuza, las blusas tejidas
con la técnica africana batik y las vinchas impusieron entre los jóvenes los
aspectos externos del movimiento hippie” (Pujol, 2002: 59).

La estética futurista, la psicodelia (Pujol, 2002), el pintoresquismo pop (Varela,


2005) y el romanticismo hippie construían modas a la vez que esbozaban unas
siluetas andróginas, dentro de las cuales la modelo Twiggy marcaba un nuevo
modelo de cuerpo femenino: “La femenina silueta curvilínea y encorsetada volvió
a derivar en una imagen de andrógina adolescente y una imparable ‘cultura de la
juventud’” (Worsley, 2004: 490).
Las chicas se cortaban el pelo como varones y ellos se dejaban crecer el
cabello. Estos aspectos mostraban un cierto aligeramiento en la división de roles
sexuales: la moda unisex tendía a barrer la antinomia moda femenina-masculina
(Pujol, 2002), por ejemplo, con el uso de los jeans.
A fines de la década, en el país, la estética pop se vería reemplazada por un
estilo más rebelde, con el desarrollo de una estética política en oposición a la
cultura de masas. Aún aquí la moda volvió a cooptar la tendencia del estilo
guerrillero, realzando el ‘look’ de los jóvenes militantes (Varela, 2010).
Este estilo suponía una estética corporal y afectiva que unía erotismo y
violencia. Los anuncios que resaltaban el valor de la valentía. En una publicidad
de Chevrolet, la por entonces modelo Susana Giménez, adoptaba una posición
desafiante y brava.

266
Figura 68: “Brava!” Publicidad Chevrolet, Gente, 1968.

El discurso publicitario era capaz de hibridar la guerrilla con el status y la clase


social alta, relacionando la figura del guerrillero unificada a la del playboy:
“Sólo si reúne la audacia de un guerrillero y la solvencia de un playboy es usted
apto para vestir Sportline […] La línea masculina que invita al desafío […] Las
prendas Sportline no son para cualquiera, requieren personalidad y status (son
atrevidas y caras) […] Hemos investigado. Tomamos como base los 13 millones de
hombres que integran la población de la República Argentina. El resultado es como
para preocupar. De 40.000 sólo 64 están en condiciones de vestir Sportline”
(Publicidad Sportline, Gente Nº 205, 26/06/69: 73).

267
Figura 69: “…la audacia de un guerrillero y la solvencia de un play-boy” Publicidad Sportline, Gente,
1969.

Desde un discurso apolítico, la moda era un tema feminizado. Cuando en 1968


la marca de automóviles como Renault quería vender sus coches a las mujeres,
vestía al coche de moda. En el anuncio el auto aparecía estacionado frente a la
vidriera de una boutique. El texto agregaba: “… incorporamos el nuevo Renault 4
al mundo de la mujer, y lo incorporamos con todo el cúmulo de belleza y
sensaciones que la mujer merece” (Publicidad Renault, 1968).

268
Figura 70: “…la última moda”, Publicidad Renault, 1968.

Inserta en la cultura de consumo, la moda postulaba lo nuevo como condición


del goce, dependiente de la generación del deseo y del gusto por la novedad
(Córdoba, 2010). El principio de seducción que ejercía la moda se relacionaba
también a los sentidos que asumían las zonas ‘erógenas’ del cuerpo.
Si se comprende que todo contexto sociohistórico jerarquiza eróticamente
determinadas partes corporales por sobre otras; los códigos vestimentarios se
conforman a la zona erógena más investida de sentido en cada momento cultural o
invisten de sentido a ciertas partes del cuerpo, transformándolas en seductoras.
Aunque es muy difícil determinar la zona erógena privilegiada en cada caso por la
indumentaria, esto permite pensar los modos de figuración del cuerpo (Córdoba,
2010) y las contiendas en torno a los sentidos de la moda que se desataban en las
páginas de las revistas femeninas.

4.1 La erotización de los detalles corporales


El cabello de las mujeres ha cargado históricamente con sentidos de lo erótico:
“El cabello es la mujer, la carne, la feminidad, la tentación, la seducción, el
pecado”, sostiene Perrot (2008: 70), como “…símbolo de la feminidad, una
síntesis de sensualidad, una gran herramienta de seducción, un tizón de deseo” (:
64). El pelo participa de la puesta en escena de la seducción.
269
Con las resonancias del hipismo en la moda aparecieron las jóvenes de melenas
sueltas. El cabello se maridaba con la rebeldía. Tanto el pelo corto como las largas
melenas parecían ser signos de emancipación.
El valor de la elegancia, en cambio, se asociaba al peinado. Extravagantes,
aniñados o señorones, los peinados restaban a la erotización pero ganaban en
simpatía: “No quiero ser ‘sexy’ ni mujer fatal”, declaraba la actriz Violeta Rivas
(“Violeta Rivas, en la jaula del amor”, Maribel Nº 1665, 16/02/65: 21), conocida
por su uso de vinchas como marcadoras de virtud y en cierta forma, de
infantilidad (Varela, 2005).
El cabello también requería juventud: “Cabellos permanentemente jóvenes”
ofrecía la publicidad de la tintura y shampoo Helene Curtis (Maribel Nº 1640,
08/64: 53), junto a la imagen de un rostro de mujer de cabellos cortos y ondulados
con mucho fijador, ojos y cejas bien definidas y coloreados, una boca delineada,
mientras, paradójicamente ofrecía naturalidad y cabellos llenos de vida y belleza.

Figura 71: “Permanente juventud en sus cabellos”, Publicidad Helene Curtis, Maribel, 1964.

A principios de la década la belleza se condensaba en el rostro femenino. El


retrato de mujeres era característico de las portadas de las revistas femeninas,
cuando aún prevalecían las ilustraciones (Cingolani, 2008). Éstas mostraban el

270
maquillaje de moda por esos años: la tez pálida, labios rojos, delineado de ojos de
un negro intenso y pestañas postizas.

Figura 72: Portada Vosotras 1961.

Dentro del rostro, la boca revestía un papel protagónico en la puesta en escena


de la seducción. Definida como zona erógena, se cristalizaba tanto en las
imágenes como en los textos como punto nodal del sentido erótico:
“… hoy su belleza tenía una cautivante tentación en sus labios, el insinuante encanto
de Tangee estaba entre ella y el amor… Porque Tangee pone en los labios sugestiva
suavidad, un exquisito perfume y atrevidos tonos que dan el matiz exacto para
transformar a la mujer en belleza” (“¡Oh!...¡Es ella!” Publicidad Tangee, Maribel s/n,
1964: 23).

271
Figura 73: “¡Oh!...¡Es ella!”, Publicidad Tangee, Maribel, 1964.

La boca resaltada indicaba la posibilidad del beso, el contacto de los labios:


“-Desgraciadamente, no disponemos más que de un solo vaso, dijo mostrando un
cubilete plegable de plata. De modo que tendremos que beber los dos en él.
Olga asintió con la cabeza.
-Dése prisa en comenzar, Gastón –añadió-. De lo contrario no le quedará nada que
llevarse a la boca.
El joven enrojeció de placer. Era la primera vez que le había llamado Gastón a
secas. Su mano tembló al verter un poco de sidra en el vaso. Con un gracioso
mohín, Olga acercó sus labios al recipiente de plata.
-Al beber después de usted voy a descubrir sus secretos, -dijo Gastón” (“El secreto
de Olga”, Maribel Nº1461, 14/02/61: 22).

Junto al desarrollo de la cosmética, el atractivo se ubicaba también en los ojos,


o, más bien, la mirada seductora. Los delineadores prometían convertir los ojos
femeninos en ‘atractivos y fascinantes’.

272
Figura 74: “Sus ojos son… atractivos?”, Publicidad Elisabeth Arden, Para Ti, 1967.

La mostración de la piel en ciertas partes del cuerpo era una de las principales
estrategias en el juego visual erótico del mostrar y el ocultar. El escote femenino
era resaltado como un punto erótico corporal. Por ello, en caso de que el pecho de
la lectora no se viera bien, la industria cosmética ofrecía cremas mágicas que
prometían embellecerlo.

273
Figura 75: “La belleza de su busto”, Publicidad Cremas Indígena Montenegro, Maribel, 1964.

Figura 76: “Sta-up-top”, Publicidad Warner’s, Maribel, 1960.

Las ilustraciones apostaban a desnudar alguna parte del cuerpo, de manera


insinuante. Las fotografías también jugaban con la insinuación de la desnudez,
haciendo foco en el torso o en la espalda.

Figura 77: “El pelo es el único vestido personal-natural de la mujer…”, Publicidad Panten, Para Ti, 1967.

274
Figura 78: “La verdad vestida…”, Publicidad Singer, Para Ti, 1969.
La conjunción de la espalda desnuda y la sugerencia de un escote descubierto
era una estrategia replicada en los anuncios, de alta carga erótica.

Figura 79: “Dan que hablar”, Publicidad Subell, Femirama, 1967.

El juego erótico entre la desnudez y la inocencia era una estrategia repetida.


Podía observarse en publicidades de jabones o de bronceadores que abonaban la
nueva importancia otorgada al bronceado y al estilo veraniego.

275
Figura 80: “Jabón de tocador”, Publicidad Prosan, Femirama,1966.

Figura 81: “Diviértase al sol sin temor…”, Publicidad Coppertone, Para Ti, 1968.

El torso también se desnudaba promocionando el bronceado, las bikinis y el


abdomen plano.

276
Figura 82: “Crema fluida y veraniega”, Publicidad Kareen Horn, Femirama, 1969.

Con la moda de las minifaldas, las piernas también se exhibían. El uso de


faldas cortas y botas altas ponían el foco en ellas, mostrándolas y ocultándolas al
mismo tiempo.

Figura 83: “Llaman la atención”, Publicidad Medias Evelina, Maribel, 1962.

277
Figura 84: “Botas anchas”, Publicidad Good Year, 1968.

Con todos estos detalles de la moda que realzaban eróticamente ciertas partes
del cuerpo, la seducción se complejizaba y se sofisticaba. Mientras tanto, la
ceremonia de la seducción iba cambiando, sus tareas eran asumidas tanto por
varones como por mujeres. Las figuraciones de la seducción femenina contaban
con prototipos corporales. Entre los estereotipos seductores se encontraban el ama
de casa cada vez más erotizada, la joven rebelde, la playmate, la glamorosa, la
misteriosa o la peligrosa, hasta la diva escandalosa. Las revistas femeninas los
proponían y ofrecían así parámetros para las jóvenes, interesadas en ser populares
o atractivas para conseguir gustar a los chicos (Friedan, 2009).
El próximo capítulo analiza la construcción de figuraciones corporales
seductoras tanto femeninas como masculinas, bajo la hipótesis del mandato a la
erotización del género femenino en la época, pero también la construcción erótica
de lo masculino que realizaban las revistas femeninas a través de los íconos
sexuales en boga durante la década.

278
CAPÍTULO VIII
FIGURACIONES CORPORALES ERÓTICAS
“La liberación de las costumbres ha
favorecido, pues, la emancipación de las
mujeres, los cuerpos circulan más
fácilmente, bajo reserva de ser ‘deseables’”
(Bruckner, 2011: 36).

1. Erotismo doméstico
La seducción iba ganando terreno en el ámbito doméstico y también se iba
tornando un deber, tanto para ellas como para ellos. Con el tiempo, nadie estaría
exento del deber de gustar, incluso después de veinte años de matrimonio.
Las revistas femeninas enseñaban que dentro de la vida doméstica, el ama de
casa podía enfatizar su glamour y estar perfectamente maquillada mientras pasaba
la lustra-aspiradora. La mujer doméstica, identificada con la condición de hija,
esposa o madre, era un agente anónimo de resexualización que participaba de una
resignificación erótica de la vida cotidiana. En esta órbita, la joven esposa era uno
de los personajes más típicos, prototipo de las chicas jóvenes y lindas, que podían
ser seductoras, pero que ya no tenían necesidad de serlo todo el tiempo porque ya
habían cumplido su objetivo en la vida: se habían casado por amor y quizás ya
estaban realizadas a través de la maternidad.
Una mirada antierótica sobre la maternidad imponía que hasta una femme
fatale, al convertirse en madre, debía perder a menos en parte sus encantos
seductores. Caso contrario, se la condenaba:
“Así era la Claudia Cardinale que empezó a sofisticarse cuando, una vez que había
tenido su hijo en Londres, decidió que el dinero y la fama podían llenar más su
vida que el amor de su hijo” (”Claudia Cardinale: la mujer que no supo interpretar
su mejor papel: el de madre”, Para Ti Nº 2329, 08/05/67: 6).

279
Figura 85: “Claudia Cardinale: la mujer que no supo interpretar su mejor papel: el de madre”, Para Ti,
1967.

Un estilo de encuesta muy difundido en las revistas de época preguntaba a


diversas celebridades masculinas cómo debía ser la esposa perfecta. Entre las
respuestas repetidas se encontraban: ‘muy femenina’; ‘tendrá que estar siempre a
mi lado’; ‘bonita’, ‘sencilla y afectuosa’, ‘amistosa con la gente y no engreída’,
‘fuerte, paciente e inteligente’; ‘tranquila y dulce’ (“Cómo debe ser la esposa
perfecta”, Maribel Nº 1451, 06/12/60: 78-79).
La pregunta acerca de qué mujer querían los hombres se respondía mediante
una serie de cualidades femeninas a la carta que ponía en palabras los deseos
masculinos.
Mientras una actriz afirmaba que: “Los hombres las prefieren simpáticas”
(Para Ti, Nº 2400, 08/07/68: 52), revalorizando la actitud por sobre la belleza, se
repetía que, además de las cualidades físicas-corporales, eran necesarias la
“…ternura, amor, comprensión, apoyo y debilidad al mismo tiempo” (“Los
argentinos opinan sobre su mujer ideal”, Femirama, Nº Especial Navidad, 12/67:
50).
El escritor Ernesto Sábato, cuya descripción por parte de la revista no dejaba de
nombrar que era “Casado. Con hijos”, respondía desde un discurso maternalista,
basado en la fragilidad de la mujer:

280
“-Fuerte y tierna para que nos ayude a enfrentar y vencer las duras vicisitudes de la
vida, con esa potencia materna que la auténtica mujer tiene siempre latente no sólo
para sus hijos, sino para ese primer y último hijo que es su compañero. Y,
paradójicamente, con esa indefensidad32 que en otros momentos de la existencia la
hace necesitar el apoyo y la fuerza de su hombre. En suma, esa alternativa
capacidad de fortaleza y debilidad que nos ayuda a sobrevivir en la adversidad y a
protegerla en sus momentos de desamparo. Y sensible, inteligente, sutil,
comprensiva. Capaz de comprender que los hombres somos en buena medida como
los niños: disparatados, fantásticos, exploradores, huidizos, aventureros. ¿Es
mucho pedir? No, si se tiene presente que nos preguntan por la mujer ideal” (: 51).

Otros encuestados –empresarios, periodistas, médicos- respondían que


esperaban de ella ‘una belleza ‘tranquila’’, no demasiado bonita, pero que ‘sepa
escuchar y aconsejar’, que ‘sea capaz de ser compañía y necesite además
compañía’, ‘que ayude a resolver problemas y no agregue a los mismos, otros
nuevos’, ‘que no se estanque y suba con nosotros integralmente’, y que: “Lo
demás lo completará el hombre” (: 52).
Se reclamaba a la mujer doméstica una ‘ternura inmensa’, pero a la vez ‘una
dosis suficiente de pasión por la vida misma’. Se reiteraba su posición como
complemento y acompañamiento en los derroteros más aventureros reservados para
los varones: “La mujer de hoy es la promotora Nº 1 de su marido, si se aplica con
inteligencia a la tarea […] La veo ‘en función de…’. Como siempre que hay que
ver a la mujer” (: 52). A “La mujer ideal la hallamos en aquellas que fueron suaves
imágenes al lado de grandes hombres” (: 55), sostenía un neurocirujano; y
agregaba: “…la naturaleza ha reservado para ella el dominio de la afectividad, con
la que domina la inteligencia y la voluntad, poniendo estos tres gigantes del alma
al servicio del amor y del bien” (: 55). Se cubría de inocencia a la mujer doméstica
y se le demandaba que esté al servicio del varón burgués moderno, cuya
aspiración era tener una ‘mujer-secretaria’:
“¿Cómo es la mujer ideal? […]: compañera, comprensiva, madre cariñosa y
preocupada por sus hijos, hacendosa, etc. Pero es verdad también que la vida
moderna, y en especial profesiones como la mía –que nos obligan a viajar con
frecuencia y estar alejados del hogar por muchos días-imponen un nuevo tipo de
mujer. La ‘mujer ideal’ de nuestros días debe también saber desenvolverse en toda
circunstancia y en tareas que no hace mucho no le eran propias o parecían
reservadas al marido. Es decir, que además de las virtudes exclusivamente
domésticas nuestra mujer ideal, muchas veces, tiene que hacerse tiempo para
atender negocios y actuar un poco como secretaria. Por eso esta ‘mujer-secretaria’
de nuestros días debe reunir otras cualidades y un tipo de inteligencia que quizás
nuestras madres o abuelas no necesitaron” (: 55).

32
Se trata de una cita textual.
281
No obstante, se marcaba que la inteligencia de la mujer no debía superar la del
varón:
“Las muy inteligentes son peligrosas; las tontas, hartantes. Inteligencia sí, pero no
superlativa. Inteligencia para saber interpretar, comprender, aconsejar con criterio
pero sin suficiencia. La necesaria para saber demostrar que ‘no es más’, aunque lo
sea. Compañera, amiga, comprensiva y consejera cuando se recurra a ella. ¿Culta?
Sí, muy culta y educada sin hacer ostentación de sus conocimientos. Agradable
para uno y para los demás. La mujer debe ser algo así como la jefa de relaciones
públicas del hogar. Coqueta también. Es uno de los atributos femeninos” (: 53).

Era mejor que la mujer soñada hablara poco y no mostrara un desarrollo


intelectual demasiado grande que empañara al varón (: 54). Esto demostraba que
muchos varones temían a las mujeres independientes y determinadas, aun entre
los más esclarecidos que celebraban su inteligencia y el brillo de sus
argumentaciones. La historiadora supone que un registro seguramente bastante
repetido era enamorarse de una muchacha de genio y vivacidad, pero casarse con
otra que daba más garantías de seguir el molde clásico del acatamiento.
En relación a la apariencia, la mujer ideal se componía al modo de un bricolaje,
o, más bien, un pastiche:
“… una espléndida combinación formada por las piernas de Miss Mundo, el color
de los ojos de Liz Taylor (dicen que son violetas, como las violetas), el busto de
Sofía Loren o Claudia Cardinale, toda la concentrada tentación diabólico-angélica
de Brigitte Bardot, los pies de alguna japonesita (cualquiera) y ya en el toque final
de esta enumeración espiritual, la necesaria manera de ser afín, nacional,
entrañablemente nuestra (por sus gustos, los tangos, los atardeceres, el agua de
colonia que use, las calles de Buenos Aires) de Chunchuna Villafañe o Mónica
Mihanovich” (: 54).

No obstante, la encuesta daba lugar a discursos de corte feminista como el de


Rodolfo Kuhn, director cinematográfico y de televisión -de filmes como ‘Los
jóvenes viejos’, ‘Pajarito Gomez’, ‘Noche Terrible’-, quien recomendaba leer a
Simone De Beauvoir:
“-Una ‘mujer ideal’ serviría para tener una ‘relación ideal’. No me interesa. Las
mujeres reales son mucho más fascinantes. Permiten tener relaciones reales. Para
esto hace falta desearse y tener una ‘amistad ideológica’ (véase Simone de
Beauvoir). De estas dos cosas por ahí aparece una pareja no convencional donde
nadie se someta al otro y donde se comparta una forma de vivir. Creo que esto
cuesta trabajo pero vale la pena. Y no se puede hacer con la ‘mujer ideal’. Ésta
forma parte de la imaginación adolescente o de la publicidad. O también de esa
filosofía machista tan arraigada en Buenos Aires por la cual se idealiza a la mujer
como un objeto frágil e inalcanzable. Y si por casualidad se la alcanza se la sigue
282
tratando así: como a un objeto de lujo. Yo quiero una mujer con la que pueda tener
una relación a fondo, donde nos podamos cuestionar, donde podamos descubrir
juntos el verdadero sentido de vivir, donde compartir sea realizarse. Y para eso
tampoco sirve la ‘mujer ideal’” (: 53).

El tema obsesionaba a las revistas, cuyas notas aunaban ideales de género y


nacionalismo: “-¿Cómo debe ser la mujer argentina?” (“Hoy se confiesa: Pablo
Moret”, Maribel Nº 1415, 22/03/60: 70). Un galán del momento respondía:
“-Tal como es. Con ese tipo de criolla –y me señala una buena cantidad de
preciosas mujeres que pasan por nuestro lado-, con esa picardía riente en sus ojos
negros y ese garbo y distinción que le permite ser equiparada con las más hermosas
mujeres del mundo. Sí, sí. Tal como es, está muy bien” (: 71).

Ese nacionalismo distinguía entre las mujeres de la capital con las del interior.
Se decía que las ‘chicas del interior’ eran “más espontáneas, más cariñosas y
mucho más amables” (: 71). Cuando se le preguntaba a este actor: “-¿Con ‘chicas’
de qué edad sale preferentemente?”; él respondía: “-No mayores de 18 años” (:
71); una afirmación que décadas más tarde, dada la importancia creciente de la
división entre la adolescencia y la adultez, podría escandalizar a muchos, pues se
trataba de menores de edad.
Del otro lado del espectro de la mujer doméstica comprensiva o de la
adolescente inocente y cariñosa, se hallaban las femmes fatales, prototipos por
excelencia de una erótica del peligro.

2. La femme fatale o la mujer como peligro


Temidas y deseadas, las mujeres fatales eran modernas y urbanas o salvajes.
“Ellas les dan miedo, pero las aman igual”, dice la historiadora Michelle Perrot
(2008: 31), afirmando que entre sus pliegues y sus piernas guardan armas de
seducción.
En una mixtura entre Eros y Tánatos, la seducción que ejerce lo tanático se
traduce en el vicio y las tentaciones, como prolegómenos del pecado que se asocia
a este prototipo erótico de mujer. Como pecadora que induce al varón al camino
del vicio y encarna sus pasiones, vuelve al sexo maligno. En este sentido, su
imagen se acerca a la de la bruja, una tentación del demonio bajo la ideología
religiosa cristiana:

283
“…las brujas tienen fama de montar a los hombres –algo que en la
cristiandad es contrario a la posición considerada natural-, o de tomarlos
desde atrás: en definitiva, de hacer el amor como no se debe” (Perrot, 2008:
84).

El juego también se asienta en la pretensión erótica de dominar a esta temible


mujer cuya sexualidad parece no poder satisfacerse jamás. Implicaba la tentación
de acercarse al peligro de una sexualidad desenfrenada encarnada en la imagen de
la mujer sexualmente voraz.
La femme fatale coexistía en las revistas femeninas con las figuras de la
pasividad femenina y tendía a erosionar la imagen de inocencia connatural de la
mujer en el plano sexual. Descrita como fuerte, independiente, sin tutela
masculina, era el opuesto de la esposa y madre casta, sumisa, dócil, amante de los
relatos románticos. Encarnaba así un grave peligro y una amenaza por vivir fuera
de los lazos sagrados del matrimonio.
En los ’60, las mujeres para las cuales era posible vivir múltiples experiencias
sexuales seguían conformando una minoría. Las mujeres que habían conquistado
su independencia sexual constituían objetos de codicia y los discursos acerca de
ellas ejercían una considerable fascinación que oscilaba probablemente entre los
sueños de transgresión sin riesgo y la satisfacción de ver el delito castigado. En
los relatos ficcionales o las narraciones de vidas de las famosas que eran íconos
eróticos, el fantasma de la mujer rebelde era devuelto a su lugar y acababa
consintiendo y aceptando el orden del mundo. Tal era el caso de Elisabeth Taylor,
quien había logrado ser ‘domada’ por su marido, Richard Burton (“La mujer
domada”, Gente Nº 83, 23/02/67: 8).
En medio de una cultura de la celebridad en desarrollo que suponía toda una
serie de mecanismos de construcción de las figuras cinematográficas y televisivas,
donde la fama iba pasando cada vez más a ser un producto y no el resultado de un
talento, las mujeres de la farándula gozaban de otro rango de libertad permitida.
Las escandalosas marcaban la diferencia en su desvío de la norma.
Las narraciones de sus vidas privadas formaban parte de la construcción de
formas de la fama asociadas al sensacionalismo, es decir, el tratamiento mediático
de temáticas ligadas a lo cotidiano, lo personal y lo íntimo, destacándose una
fisura entre lo público, lo privado y lo íntimo. El periodismo se conectaba con una

284
estética melodramática acerca de la vida personal de las celebridades. Cuando una
estrella aparecía en las revistas, nunca se la presentaba haciendo o disfrutando su
trabajo como actriz, cantante o lo que fuere: “…a menos que al final hubiera
pagado por ello perdiendo a su marido o a su hijo, o admitiendo de alguna otra
manera su fracaso como mujer”, alegaba Betty Friedan (2009: 91), quien se había
desempeñado como periodista.
La figura de la diva, encarnada en nuevos íconos que importaba el star system
estadounidense y europeo, era la de una provocadora, también denominada ‘vamp’.
En el país, el sistema de estrellas con ‘la criollización del glamour holliwoodense’
(Varela, 2010) permitía dosis de desenfado y transgresión a algunas divas sexuales
como Libertad Leblanc. Pero entonces, cuando las revistas deseaban hablar de
escándalos eróticos, preferían a las celebridades extranjeras, alejando a las
transgresiones del territorio nacional.
En primer plano se ubicaba Brigitte Bardot o ‘B.B.’, como la denominaban
sintéticamente –no casualmente era ‘bebé’, un vocablo que se utiliza como
piropo-. Bardot no era una modelo tradicional, tenía más de 30 años, había pasado
por varios matrimonios y amantes:
“Brigitte Bardot, ese monstruo rubio, fascinante, arbitrario, acabó de archivar su
penúltimo romance, Gunther Sachs, para lanzar al mundo otro desafío: el de su
futuro matrimonio con Luiggi Rizzi, un italiano 8 años menor que ella y dueño de la
fábrica de los Rolls Royce. Este es el último, pero no el definitivo, así al menos lo
prueba esta galería de romances” (“Brigitte Bardot: Pasarán más de mil hombres,
muchos más”, Gente Nº 160, 15/08/68: 16).

Su belleza erótica era fascinante, monstruosa, caracterizada por “… ese egoísmo


que convirtió a B.B. en una especie de animal intuitivo, sensorial, repleta de
descontroles y dueña de todo lo que deseaba. Eso modeló su carácter frívolo y
fascinante” (: 17). A diferencia de un donjuán, no era sólo una conquistadora; ella
pasaba por múltiples romances y se casaba. Una revista de actualidad de la época
como Gente adoraba publicar fotos de su pasado amoroso: “…la larga lista de
nombres que Brigitte acopió a lo largo de sus recientes 32 años” (: 17). Los
triángulos amorosos, los romances cortos de “…la Nº 1 de las estrellas sexys del
mundo” (: 17) eran temas privilegiados. Bardot era juzgada y amada a la vez,
perseguida a través de sus historias amorosas.

285
Figura 86: “Brigitte Bardot: Pasarán más de mil hombres, muchos más”, Gente, 1968.

La rivalidad femenina era un tópico valorizado para el caso de las celebridades.


El periodismo sensacionalista de la época había construido una disputa entre
Bardot y Catherine Deneuve, ‘superestrella de Francia’, “…la número dos en
popularidad después de Brigitte Bardot, su eterna rival en el cine, y también como
ella lanzada –a la fama y al amor- por Roger Vadim” (“Catherine Deneuve,
operación sonrisa en Hollywood”, Femirama Nº extraordinario, 06/69: 41).
Deneuve era descripta como “…una mujer de gran temple tras su frágil
apariencia” (: 41), “…rostro de mirada triste y su fascinante modestia” (: 43). A
diferencia de Bardot, se decía que no tenía: “Nada de caprichos ni de desplantes de
‘vedettes’” (: 43). Las imágenes la mostraban sobria, hacían foco en su rostro de
mirada penetrante y sus cabellos claros.

286
Figura 87: “Catherine Deneuve, operación sonrisa en Hollywood”, Femirama, 1969.

Los críticos la denostaban por su belleza sin talento: “Ella también pone la cara
y chau” (“¡Delon… Delon… qué lindo sos!”, Gente Nº217, 18/09/69: 86)33. Pero
al mismo tiempo valoraban su faz enigmática y por ello mismo, erótica: “La
Catherine no es una gran actriz, pero es otra tipa misteriosa, enigmática,
indescifrable” (: 86).
Al mismo tiempo se promocionaban otras famosas bellezas del cine
norteamericano como Jane Fonda y Raquel Welch. “La turbulenta vida de Jane
Fonda” era publicada por Maribel (s/n, 1964: 42-43), con una imagen a doble
página de la diva recostada boca abajo en una cama, su torso desnudo y su rostro
con el característico maquillaje de la época: ojos y pestañas muy delineadas y una
boca roja.

33
El análisis de esta nota sobre Alain Delon se amplía en el próximo apartado.
287
Figura 88: “La turbulenta vida de Jane Fonda”, Maribel, 1964.

Se la describía como una mujer rebelde e independiente, proveniente de la


aristocracia: “…ávida de independencia y dispuesta a seguir sus impulsos, se
marchó sola, a París, a estudiar pintura. Tenía 19 años” (: 43). Acusaba a la prensa
por haberle hecho “… una fama gratuita de vamp’” (: 44) y alegaba haber ido a
París a estudiar: “Tal vez haya quien se decepcione al comprobar que no me
pasaba las noches en las cuevas de Saint Germain y que tampoco viví una serie de
‘apasionados idilios’ con barbudos existencialistas” (: 44).
Sus itinerarios amorosos eran considerados como fracasos: “…se difundió que
en su vida íntima continuaba la tradición paterna de fracasos sentimentales. Cada
vez que Jane filmaba una película, corría la versión de que estaba enamorada del
galán” (: 44). Pero la actriz se defendía desde su posición frente al matrimonio:
“’A mí se me ha hecho una fama gratuita de ‘vamp’, tal vez porque declaré que no
pensaba practicar el tipo de casamiento hipócrita que tanto se usa en Hollywood, y
que en cualquier momento se soluciona con un fulminante divorcio. Eso es más
inmoral que otras situaciones que tanto se critican. Mis declaraciones sobre el
matrimonio han dado mucho que hablar, incluso a mi padre […] Todos querían
casarme, hasta mi padre, que con sus cuatro divorcios no era el más indicado para
hacer propaganda al matrimonio” (: 44).

Otra que había causado escándalo en la época era Verushka, modelo que
protagonizó las escenas catalogadas como eróticas en Blow up, el filme censurado
de Michelangelo Antonioni. “184 centímetros de fama y elegancia”, eran las
288
palabras que elegía la revista Gente (Nº190, 13/03/69: 66) para definirla, al
tiempo que mostraba fotografías de la actriz blonda de larguísimas piernas, de
frente y de cuerpo entero: “La más alta, la más bella, la más todo” (: 66); con su
rostro de ojos fuertemente delineados:
“Tiene la cintura al aire. El pantalón caído sobre la cadera. El escote amplio
enredado entre cadenas. Y cadenas sobre la camisa de mangas largas, violetas y
sobre la cintura. Verushka camina como Verushka. Como una reina normanda. Los
fotógrafos se inclinan a su lado, la rodean […] mujer agresiva, felina, casi brutal,
que se contorsiona en las fotografías del ‘Vogue’. No parece a pesar de todo la
misma mujer-pantera de la secuencia de ‘Blow-up’. Aunque tenga exactamente la
misma cara o la misma figura. Cuando el flash no la bombardea tiene la expresión
dulce y un aire juvenil. Casi parecería ser más joven” (: 69).

La ambigüedad entre la mujer fatal y la niña tímida aunaba dos imágenes


eróticas en una. Una fotografía la mostraba tirada en el piso, con sus brazos abiertos
y un fotógrafo encima de ella, tal como en la famosa escena del filme. Pero se
cuidaba de distinguir el erotismo de lo vulgar: “Su natural aristocracia –es condesa
Von Lehndorff- le permitía las poses más arriesgadas sin caer en la vulgaridad” (:
69). La aristocracia aparecía como naturaleza pero a la vez como pose: “Vestirse
‘a lo Verushka’ parece residir en una misteriosa dosificación de exotismo,
agresividad y desnudez” (: 69). A propósito de su estatura, la fascinación erótica
se relacionaba a lo monstruoso:
“-Creo que todo fue difícil para mí desde el comienzo. Tal vez desde el día que
nací, cuando horrorizó a mis padres ese inmenso bebé desproporcionado. Tan feo y
tan largo. Que además no se compuso nunca, porque pareció seguir creciendo para
siempre… siempre…” (: 70).

La revista Gente gustaba de disociar irónicamente el talento de la imagen


erótica femenina e inscribir a la muchacha en el sistema patriarcal: quién era su
padre y su marido:
“Es hija de un pastor berlinés y está casada con un periodista de Hollywood que –
antes de conocerla- llevaba en su haber más de 5.000 entrevistas, pero luego del
matrimonio parece ser que se quedó más tiempo en casa, ya que disminuyó
notablemente su ritmo de trabajo, nadie sabe por qué” (“’Yo no soy Cassius Clay’,
Gente Nº 74, 22/12/66: 41).

A menudo se hablaba de la fragilidad interior de esas mujeres devoradoras ‘por


fuera’, finalmente domadas por algún novio o marido:
“…Elke aseguró que ‘si mi marido me dejase estaría perdida, completamente
perdida’. Por supuesto que el marido ni piensa en ese tipo de bromas y ocupa su
tiempo en escribir un libro sobre la vida de los artistas. A este libro le dedica todo
289
lo que en el día le queda libre, después de atender gustosamente a Elke. Es decir,
17 minutos […] el afortunado marido la define como ‘un coctel de pólvora y jalea
de frutillas con el que me desayuno cada mañana’. Elke, por su parte, afirma que
‘soy totalmente insegura’, cosa que muy pocos creen, pero nadie se atreve a
desmentirla. Dice, además, que lo peor que le podría pasar en su carrera sería
meterse demasiado en el personaje que representa para el público. Es decir,
envanecerse” (: 41).

La ‘mística de la feminidad’ (Friedan, 2009) se imponía incluso para los íconos


femeninos transgresores, conteniendo su voracidad sexual. A Elisabeth Taylor, se
la presentaba primeramente como una mujer fuerte, desinhibida, decidida:
“Liz era un fenómeno apasionante que ningún escritor hubiera osado inventar:
Elisabeth Taylor. Trabajó desde los once años. Se casó cinco veces. Triunfó de las
enfermedades, las campañas envenenadas en su contra. Filmó treinta y cuatro
películas. Dominó a los tiránicos productores. Impuso su voluntad
imperiosamente.” (“La mujer domada”, Gente Nº83, 23/02/67: 8)

Pero, felizmente, hasta ella había sido sometida:


“Tiene ahora treinta y cinco años y siente la dulce felicidad de inclinarse sumisa,
doblegada a la voluntad de Richard Burton, cuyo nombre tiene siempre en los
labios, cuyas decisiones son para ella inapelables y que abrió en su vida los anchos
y nuevos horizontes de un amor en el cual ella se siente integrada con lo mejor de
su femineidad […] Contenta de doblegarse. Es una fierecilla domada. Y ha sido
ésta una de las cosas más lindas que jamás haya visto” (: 8).

Figura 89: “Liz Taylor. Dominada y dichosa”, Maribel, 1965.

290
El mundo femenino podía quedarse tranquilo, estaba a salvo si una mujer como
Liz Taylor había sido domada: “…he vivido años de capricho en capricho, ahora
me encanta descubrir e incluso manifestar que es él quien decide, quien domina”
(“Liz Taylor. Dominada y dichosa”, Maribel Nº 1681, 08/06/65: 3). La novela de
amor, finalmente, triunfaba:
“Es la Gran Leyenda, una fábula, una novela. La bellísima muchacha que se hace
grande y se casa con el príncipe encantador. Y que, como estamos en los tiempos
modernos, se casa con varios príncipes. Y vive feliz con cada uno (al comienzo) y
luego se siente desgraciada. La muchacha fabulosa que, además, triunfa de todas
las enfermedades, vence a la propaganda adversa, supera los papeles equivocados y
a los tiránicos dueños de los estudios. Siempre bella, siempre fuerte, siempre
triunfadora. Que ha encontrado al verdadero príncipe. Tal vez para siempre” (“La
mujer domada”, Gente Nº83, 23/02/67: 9).

El cuento del príncipe azul seguía vigente, aunque actualizado: los príncipes
podían ser varios y las historias de amor no eternas. Taylor, casada, domada,
entraba en la órbita de las mujeres virtuosas: “‘Se imaginan a Liz una mujer fatal.
Es un ama de casa, tranquila sentimentalmente. Las ‘fatales’ tienen un ejército
secreto de amantes. Liz se casó con los hombres que amó” (: 9). La mujer fatal se
fusionaba con la inocencia requerida para la doméstica. Pero entonces, por el
camino inverso, las domésticas se iban uniendo cada vez más a las filas de las
provocadoras.
El temido encanto femenino reunía dos modelos: el de la adolescente inocente
y el de la incitadora, la juventud y la experiencia. Las que sabían usar ambos
prototipos a su antojo eran definidas como coquetas, que tejían estrategias para
manejar a sus enamorados o para atraerlos con el fin de rechazarlos. En esta área,
el poder femenino se unía a la seducción entendida como manipulación:
“Ahí es donde se oculta la gran reserva del poder femenino. Las mujeres no extraen
su fuerza del talento […] las mujeres saben que el mejor proceder para atraerlos y
convertirlos en instrumento de sus designios es, precisamente, el hacer valer su
femineidad” (“La mujer 1963”, Maribel Nº 1573, 23/04/63: 50).

Frente al peligro de los encantos femeninos, con mujeres coquetas que se


permitían cambiar de pareja con un brío que parecía reservado al donjuanismo (Lo
Duca, 2000), los varones no eran los seductores sino los seducidos. Pero entonces,
la seducción masculina también se renovaba en los ’60, sofisticándose y a la vez
tecnificándose a través de los nuevos playboys, dandis y galanes de todo tipo:
jóvenes, maduros, rebeldes o más tradicionales.
291
3. Seducción masculina
En las revistas femeninas, la seducción masculina contaba con sus prototipos.
Caracterizados por sus actitudes, sus poses, su relación con las mujeres, entre
ellos se encontraban: el rebelde, el maduro seductor, el aniñado, los donjuanes y
casanovas y su versión actualizada: el playboy. Sin embargo, ninguno logró
monopolizar el concepto de belleza masculina, que, como el femenino, también
sufrió modulaciones.
Hasta mediados del siglo XX, el ideal masculino había exigido asumir una
posición viril activa y dominante en la seducción del sexo femenino (Cosse,
2010), que jugaba más bien un rol pasivo y defensivo, aun cuando cediera a las
propuestas de él. La masculinidad viril suponía manifestaciones de la virilidad que
la enaltecían y se situaban en la lógica de la proeza o la hazaña (Bourdieu, 1999).
Las imágenes de la valentía masculina estaban compuestas de toda una serie de
personajes fuertes y se manifestaban en valores asociados al liderazgo y la
fortaleza.
La virilidad suponía un tipo de deseo sexual masculino que se presentaba como
algo intrínseco, incontrolable y fácilmente excitable mediante cualquier
demostración de deseo y sexualidad femenina (Vance, 1989). El varón era
comprendido como portador de impulsos sexuales que una vez desatados podían
ser irrefrenables, lo cual era complementado por la imagen de la mujer
perturbadora del control y causante de esos ‘instintos’ (Lenarduzzi, 2012).
El macho viril era dominante, protector, envolvente se publicitaba: “Ellas
sienten latir al hombre en el Playthompson” imponía el anuncio de una publicidad
de trajes masculinos, que se presentaban como aptos “para las cuatro temporadas
del amor” (“Ellas sienten latir al hombre en el Playthompson”, Gente Nº217,
18/09/69: 23). La ilustración mostraba a una blonda de largas uñas con el saco
sobre sus hombros de un varón que se hallaba detrás de ella, acomodándose su
corbata:
“Ellas aman sentir sobre sus hombros desnudos, el eléctrico tacto, el cariño
envolvente de su tela que late.
Ellas sienten un clima de fuerza varonil en el interior de susurrante seda, de este
traje pura alma. Haga la prueba, cúbrala con su saco. Usted sentirá que la toca. Ella
sabrá que Ud. la abarca y, protectoramente, la domina” (: 23).

292
Figura 90: “Ellas sienten latir al hombre en el Playthompson”, Gente, 1969.
Pero entonces, durante la década el ideal viril también estaba mutando.
Mientras en años anteriores cabía esperar que un hombre se casara y mantuviera a
una mujer –como varón proveedor y reproductivo- y quien no lo hiciera así era
considerado sospechoso, en determinado momento, los hombres se hicieron más
prudentes respecto a asumir las cargas matrimoniales. La figura masculina
nacional del guapo ya no se estilaba:
“La guapeza, entendida como documento de hombría, ya no se estila. El guapo de
hoy, si existe, ya no se estila. El guapo de hoy, si existe, asume otras
particularidades, de postura, de procedimientos y de ambiente” (“Guapos”, Gente
Nº 89, 06/04/67: 32).

El ‘auténtico’ guapo ‘legendario’, caracterizado por ‘la bravura’, ‘el coraje’ –lo
que luego se llamaría como violencia de género- sólo permanecía ‘en la memoria
del vecino más viejo de cualquier suburbio’ o yacía ‘arrinconado en la letra de
algún tango’, en anécdotas como:
“… cuando enardecido discutía con su concubina de turno se armaba de un martillo y
hacía trizas todos los espejos de los muebles del dormitorio. Después los mandaba a
reponer hasta la próxima divergencia […] asentaba su prestigio de implacable
déspota acomodándole a su cónyuge una ‘marimba’ cotidiana. Cuando la martirizada
falleció se hizo presente en el velorio luciendo al cuello un pañuelo de color rojo
insolente” (: 32).

El guapo como varón violento legitimado décadas atrás ya no tenía adeptos.


Sin embargo un tipo de belleza explícitamente viril, “una idea más clásica del ser
293
masculino” (Pujol, 2002: 221) sobrevivió. En ese espectro resaltaban las figuras
que componían los galanes románticos.

3.1 Galanes románticos


Las imágenes de los galanes debían bastante a las figuras de los conquistadores
de tiempos atrás: el donjuán y el Casanova. Definidos como seductores
románticos eran sujetos que padecían una fijación erótica: cada nueva mujer
despertaba en ellos la promesa de satisfacción más plena que nunca llegaría (Lo
Duca, 2000 [1965]).
Con una pasión amorosa pasajera e intermitente, eran expertos en la astucia de
despertar el deseo femenino; pero además, como varones, debían inhibir su
vulnerabilidad. Eran maestros en la retórica del amor romántico.
El donjuán no era discreto con su inmensa erotización de la vida, todo lo
contrario. Y el casanova se había consagrado al placer de la desfloración
femenina, reafirmando con su transgresión el culto de la virginidad como base
moral de la burguesía.
Pero entonces, el siglo XX fue testigo de la construcción de otros estilos de
galanes legendarios. En la década del ’20, uno de ellos fue Rodolfo Valentino, el
actor “…más famoso de la historia del cine, el mejor pagado, el más amado y
deseado por una legión de admiradoras” (“Rodolfo Valentino”, Femirama, Tomo
8, 05/66: 141). Su ‘azarosa y apasionante existencia’ lo había convertido en un
‘mito’, que no casualmente en los ’60 se actualizaba a través de un filme
protagonizado por el también famoso y popular actor italiano Marcello
Mastroianni.
Valentino era descripto como “…un hombre inteligente, educado, de buena
familia y sumamente astuto’, un ‘muchacho alto, esbelto, sano’, de “sugestiva
fascinación en la mirada” (: 146). Lo más sorprendente que este hombre había
hecho era: “…enloquecer a miles de mujeres por su prestancia y por su mirada
fascinante” (: 140). Una de sus cualidades más preciadas era la horda de fanáticas:
“Las mujeres comienzan a enloquecer por él, le escriben millares de cartas por día,
lloran y se exaltan viéndolo en la pantalla en el papel de ‘sheik’ que se bate y es herido
por una joven blanca. ‘Sheik’ se convierte en una palabra de moda. De un hombre se
dice que es ‘sheik’ o que no lo es, los muchachos llevan el cabello a lo ‘sheik’, se
populariza un fox-trot que se llama ‘El sheik’. Sentado en un trono de mil doscientos
cincuenta dólares por semana, Rodolfo Valentino asiste a su apoteosis” (: 144).
294
Cuando en los años veinte, el cine era aún una novedad sensacional, se
convirtió en “…el hombre ideal para millones de mujeres” (:140). Tal fue la
fascinación que ejerció que “…algunas, ante la noticia de su muerte, se
suicidaron…” (: 140).
Construido como divo y como leyenda en una nota de Femirama a él dedicada,
se aclaraba que nunca había sido pobre, pues la solvencia económica era muy
importante para el rol de seductor:
“Antes de convertirse en Rodolfo Valentino, Rodolfo Guglielmi pertenecía a una
familia burguesa. Era meridional, pero rico; había estudiado, se había recibido y
había tenido una vida brillante en París y en la Costa Azul […]. Por lo tanto no es
verdad que fuese un pobretón” (: 140).

Se lo describía como bello pero también inteligente, sensible, voluntarioso.


Pero lo más importante en la edificación de su estatus era el relato de sus
romances. Su anecdotario amoroso era casi cinematográfico. Se narraban sus
affaires, con jovencitas o con mujeres mayores, como una noble inglesa, ‘dama de
cierta edad pero aún atractiva’:
“Durante una semana lady Barrimore y Rodolfo viven una especie de luna de miel en
el gran Hotel Excelsior. Ella exhibe a Rodolfo como un objeto de su propiedad, un
brillante, un collar. Lo presenta a sus amigos, diciendo:
-Miren, qué buen mozo. ‘Very exciting’, ¿no?
Rodolfo la deja hacer, pues la atmósfera lujosa del gran mundo lo embriaga. Sin
embargo, pronto se aburre de la comedia. Deja una nota al portero del hotel y parte a
Castellaneta. La fugaz aventura con la noble inglesa dejará huellas profundas en el
joven meridional” (: 141).

Sus juegos de seducción implicaban al romance como valor. Él mismo lo


admitía:
“…sin duda mi éxito se lo debo a esto: a que yo aporto un elemento novelesco y
romántico a la terrible mecanización que aflige a la vida de hoy, la vida de todos.
Sí, créanme. Yo aporto un poco de romance a la realidad, y por eso me quieren”
(:148).

Su figura podía ser asociada a la del hedonista parisino, de corte aristocrático, a


diferencia del modelo hedonista burgués que se impondría en los ’60: “Rodolfo
Guglielmi es un muchacho provinciano al que París colma de satisfacciones y de
emociones. El dinero se va en caballos, champaña y hermosas mujeres” (:142). Se
decía que brillaba por ‘sus excepcionales exhibiciones de bailarín’, que era un

295
aficionado pero con la perfección de un profesional: “Cuando después atraviesa la
sala moviéndose al ritmo del tango, las mujeres sólo tienen miradas para él” (: 142).
Mientras que el tango tenía su momento de fama como baile sensual, A Valentino
se lo caracterizaba como ‘gigoló’, abocado a la tarea de seducir a las damas:
“Elegantísimo, engominado, lanzando miradas lánguidas y sonrisas de propaganda
de dentífrico, se inclina con mucha distinción para invitar a las señoras. Rodolfo
gusta. Más de una bella y rica dama de la alta sociedad va al Bustanoby por él” (:
143).

El divo hasta había cumplido, en su vida ‘real’, el estereotípico rol erótico del
jardinero que seducía a la esposa de su empleador: “Rodolfo fue despedido
cuando el señor Bliss cuando éste se dio cuenta de que el bello jardinero, además
de cultivar sus terrenos, se ocupaba asiduamente de su mujer” (: 143).
Su mito se construía como el de un varón capaz de seducir y enamorar
instantáneamente a una mujer: “… bailó con Rodolfo, comió con él, se enamoró y
le propuso que la siguiera a Hollywood” (: 144). Así, el divo se tornaba un peligro
tanto para las mujeres como para el resto de la masculinidad.
Sus historias conyugales abonaban el mito transgresor: fracasos matrimoniales,
acusación de bigamia, divorcios y múltiples peripecias amorosas que eran
seguidas por la prensa. No obstante, el actor decía querer una mujer de estilo
doméstico y reproductivo: “-Yo no me casé para tener una socia, una directora
artística o técnica, sino para tener una mujer que no me diera guiones o
argumentos, sino hijos. Eso es lo que pretendo” (: 146).
Pero entonces, su masculinidad amenazante pasó a ser amenazada por una
aparente feminización: “Se murmuraban extrañas historias que ponían en duda sus
facultades masculinas” (: 145). El periódico ‘Chicago Tribune’ en 1926 lo había
acusado de utilizar cosméticos, pomadas, incluso el lápiz para labios y ojos: “Sin
duda alguna estos refinamientos se los debemos a ‘hombres’ como Valentino, ese
monigote que no se atreve a dar dos pasos sin usar la pinza para las cejas’” (:
146). Aparentemente, apabullado por aquella acusación, Valentino había muerto
muy angustiado.
No obstante, en los ’60, la revalorización del estilo gigoló o donjuán
heterosexual implicaba a varones que se entregaban cada vez más a las fauces de
la cosmetología, las peluquerías y la moda y el estilo unisex. En la década se iba

296
acentuando la idea de que la masculinidad no estaba en los bíceps ni en los
métodos tradicionales de seducción: “Así como el busto dejó de ser condición sine
qua non para la belleza femenina, los hombres (preferentemente los actores, claro)
pudieron ser atractivos sin hacer pesas” (Pujol, 2002: 221).
La masculinidad se encontraba en un brete ante las nuevas reglas en los juegos
de seducción, donde las mujeres comenzaban a estar más dispuestas a vivir su
sexualidad:
“Son seductores, sí, en la medida en que están preocupados —sobre todo—
con la conquista sexual y con el ejercicio del poder. ¿Pero qué premio
ofrece una victoria cuando la victoria es tan sencilla? ¿Qué se puede
saborear aquí cuando el otro no sólo consiente sino quizás busca la
experiencia sexual de forma igualmente impaciente? […] la afirmación del
poder en la seducción, allí donde las mujeres son vencidas o se las mata
simbólicamente, podría parecer superficialmente de lo más desafiante,
cuando el individuo se enfrenta con alguien que afirma su igualdad frente a
él” (Giddens, 1998: 53).

Los problemas de la masculinidad que habían estado ocultos, como las


necesidades de expresión sexual femeninas (Giddens, 1998), comenzaban a tener
presencia discursiva. Los privilegios masculinos no dejaban de ser una trampa y
encontraban su contrapartida en la tensión y la contención permanentes, a veces
llevadas al absurdo, que imponían en cada varón el deber de afirmar en cualquier
circunstancia su virilidad (Bourdieu, 1999).
El humor de la época ironizaba acerca de las limitaciones y contradicciones de
estos cambios culturales, al convertir en objeto de risa los límites del estilo de
mujer liberada o de los maridos incapaces de manejar a las esposas. La ironía
partía de concebir natural y deseable el dominio del varón sobre su mujer,
interpelando al lector mediante guiños de complicidad masculina:
“No resulta casual que la reafirmación de la virilidad mediante la conquista
fuese simultánea a los nuevos temores que despertaba la legitimación de la
satisfacción sexual femenina. Ello reconfiguraba la percepción de la
virilidad, que pasó a medirse no sólo por la capacidad de conquista sino
también por la habilidad de satisfacer sexualmente a la pareja. Esto hizo
público, de un modo inédito, la inquietud ante la imposibilidad de lograrlo”
(Cosse, 2010: 109).

Se decía que la masculinidad estaba amenazada por una cierta feminización y


297
que su edad dorada se hallaba en caída. Por un lado, las figuras de los beatniks y los
hippies, con su prédica del abandono material, ponían en tela de juicio la imagen
del varón convencional, trabajador. Por otro, los nuevos dandis despreciaban,
tanto como aquéllos, el matrimonio y las obligaciones domésticas (Giddens,
1998). Éstos últimos demostraban que el cultivo del atractivo no correspondía
sólo a las mujeres. Mientras sofisticaban su imagen, tecnificaban sus conquistas.

3.2 La conquista tecnificada


La retórica de la conquista, conocida por cazadores de mujeres como donjuanes
y casanovas, se asentaba en unas viejas mañas edulcoradas. Pero en los ’60, el
discurso científico venía a gelidificar la poética de la conquista amorosa y a
desmitificar la fascinación en el amor:
“… en la conquista amorosa, como afirma la psicología moderna, se consigue
impresionar la sensibilidad, la imaginación y la inteligencia del sexo opuesto.
Operan en esta acción combativa dos clases de armas: la irradiación magnética, que
impregna y atrae la parte física e instintiva del sujeto, y la acción psicológica, que
impresiona su imaginación y su inteligencia” (“El secreto de la fascinación en el
amor”, Maribel Nº 1640, 08/64: 65).

Así como el discurso científico corroía el halo místico de la seducción, los


avances de la técnica llegaban al área de la conquista para interpelar el deseo –
quizás mediante esta ‘irradiación magnética y la acción psicológica- y ya no
despertar el amor de la presa.
Los seductores tecnificados de los ’60 ya no pretendían enamorar a las mujeres.
La conquista se unía a la razón instrumental, con un uso más eficiente y eficaz frente
a unas mujeres más dispuestas al sexo. La modernización sesentista tecnificó la caza,
dejando de lado, de alguna manera, al romance. Pero por lo general, los varones
seguían teniendo que tomar la iniciativa y la conquista seguía siendo una forma de
ejercitar su poder viril, bajo el supuesto de su predisposición ‘natural’ a la seducción
y la disociación entre amor y sexualidad, a diferencia de las mujeres.
Las hazañas de conquista reafirmaban la autoestima masculina y el modelo
viril pero ahora podían aprender técnicas de seducción a la manera de
especialistas y esto también suponía cierto refinamiento en sus modales, sus
actitudes, sus maneras de vestir.
En la seducción cuidada que ofrecía la figura del dandy, éste se proponía como
objeto de deseo a la vez que como sujeto de un deseo siempre insatisfecho: “El
298
mujeriego aparece como una figura que ‘las ama y las deja’. De hecho, es bastante
incapaz de dejarlas, ya que cada abandono sólo es un preludio de otro encuentro”
(Giddens, 1998: 54). En conjunto, el donjuán, el Casanova, el playboy y el dandy
manifestaban el carácter compulsivo de la sexualidad masculina; pero con los
últimos, la conquista sexual se había sofisticado, dejando de lado sus
componentes románticos.
Todos ellos se postulaban en contra del matrimonio que exigía a los varones
resignar los placeres de la vida juvenil. La figura europea del dandy y la
norteamericana del playboy se oponían a los héroes viriles, desde su posición de
astutos. Como versión moderna del gentilhombre, el dandy rompía con el
estereotipo del personaje masculino fuerte. El playboy se posicionaba como un
ejecutivo o un varón exitoso capaz de regalarse los placeres que le apetecían.
Creación icónica de la revista de Hugh Hefner, era un modelo masculino,
estimulado por filmes de espías apolíneos y mujeriegos al estilo James Bond -
cuya primera película apareció en 1962. Amante impenetrable, misterioso,
seductor, camaleónico y sofisticado, daba importancia a los triunfos sexuales de
un varón maduro que como un ‘acróbata sexual’ conquistaba a jovencitas risueñas
y pícaras, preferentemente blondas.
En una imagen que podría asociarse varias décadas más tarde a la pederastia, la
relación entre el varón maduro y astuto con inocentes jovencitas era un cliché de
la época (“Cuatro veces 007”, Gente Nº75, 29/12/66: 40-41). Fuera de la ficción
cinematográfica, así se mostraba también al modisto Bill Blass, con dos señoritas
en su regazo.

299
Figura 91: “Cuatro veces 007”, Gente, 1966.

Figura 92: “Bill Blass”, Femirama, 1966.

Pero además de las jovencitas, los filmes de super-agentes presentaban otro


tipo de personajes femeninos eróticos, igualmente sexys pero sin inocencia: las
‘combatientes femeninas’ o las espías, compuestas por mujeres fuertes e
inteligentes.
300
Dandis y playboys podían ser modistos pues se preocupaban por el vestir.
Sensibles a los dictámenes de la moda, querían tener una presencia seria pero a la
vez juvenil, pulcra, sin ser anticuada. La publicidad los tenía en el centro de la
mira para venderle placer a través de sus productos.
La noción de playboy, indica Preciado (2010), construía un nuevo consumidor
masculino urbano al tiempo que diseñaba un nuevo tipo de afecto, de deseo y de
práctica sexual distinto al que dominaba la ética del decente trabajador y buen
marido. Su estilo de vida, no regido por las leyes sexuales y morales del
matrimonio heterosexual, era superficial y escapista, al tiempo que reafirmaba su
estatus social.
Desde este modelo de masculinidad se cuestionaba y resignificaba la
domesticidad hegemónica con su masculinidad y feminidad mítica. Difundía:
“…una subjetividad ‘conejo’, adolescente, rápida, saltarina” (: 57), “…totémica,
politeísta y amoral” (: 57), que disfrutaba “…no tanto con la captura sino más bien
con el juego con una gran variedad de piezas (varios ligues sexuales, efímeros y
sin consecuencias)” (Preciado, 2010: 57).
A diferencia de la masculinidad pesada, era ligera y lúdica; revalorizaba la
soltería pues, a diferencia de las mujeres, para los varones el casamiento
consumaba el ideal doméstico pero también coartaba su virilidad juvenil. Mientras
aparecía como una necesidad para las mujeres, para el hombre, era un
compromiso plagado de pérdidas, como la sociabilidad masculina, el flirteo
desenfadado y la disponibilidad de dinero para el ocio (Cosse, 2010). Para ser
libre, el varón debía permanecer soltero, disfrutando de los frutos de su trabajo sin
los requisitos sociales de una esposa o de un hogar familiar (Giddens, 1998).
El soltero de nuevo tipo conservaba las prerrogativas y el ejercicio de su
libertad, aun no estando necesariamente solo o sin pareja oficial. Aun
comprometido en una historia amorosa, apreciaba su independencia y gozaba de
su soberana autonomía. El prototipo se aliaba con la figura del ejecutivo
emergente, en caso de que estuviera casado, la vida familiar se tornaba un refugio
de fin de semana. En este sentido, sus aspiraciones sexuales se seguían
manteniendo disociadas de su esfera doméstica, a través del paradigma de la doble
moral.
La figura podía ir acompañada de una esterilidad voluntaria. Una subjetividad
301
celosa de su libertad, su autonomía, su independencia, no podía conservarse con
un hijo a su cargo. Ese soltero urbanita era el nuevo hedonista, dedicado a su
propio placer, podía noviar con chicas bellas sin compromisos. El playboy
transformó radicalmente la imagen del soltero que dejaba de ser un futuro marido
para convertirse en un seductor en serie (Preciado, 2010).
Con la mecanización del filtreo, el soltero podía permitirse una actitud frívola
con las mujeres, facilitando el disfrute del sexo instantáneo, con el objetivo de
vencer fácilmente las resistencias de su presa femenina a la práctica sexual y
pueda organizar múltiples encuentros sexuales (Preciado, 2010). Se trataba de
nuevas formas de administrar el sexo, enfrentadas al mito romántico de la pareja
heterosexual enamorada, por medio de un tipo de seducción dirigido a mujeres de
nuevo estilo.
Con su aptitud para mecanizar la seducción, el moderno aventurero sexual
rechazaba el amor romántico y utilizaba su lenguaje sólo como retórica persuasiva
para obtener sus fines hedonistas. Era un malabarista de tensiones morales y una
variante de la nueva figura de consumidor apolítico creada por la sociedad de la
abundancia y de la comunicación (Preciado, 2010).
Transformar al hombre heterosexual en playboy supuso inventar un topos
erótico alternativo a la casa familiar. Por tanto, advierte Preciado (2010), la
liberación sexual no fue sólo femenina. La figura introdujo un nuevo ideal de
sexualidad, asentada en una heterosexualidad libertina y polígama caracterizada
por la diversión: “…una bajtiniana fantasía carnavalesca pop en la que
dominaban la desnudez femenina, la poligamia, la promiscuidad sexual y una
aparente indiferencia sexual” (: 132).
Playboy construía un placer de género para el soltero codiciado, al joven galán, al
tipo rico o el ejecutivo deseable, difundiendo toda una “…organización sexopolítica,
más próxima a la fantasía de un harén en la era de las telecomunicaciones que de un
modelo capaz de implantarse socialmente desplazando a la institución matrimonial”
(: 206). La figura del solterón se había trastocado: tornando a la soltería una opción
posible y adornada.
Sin embargo, las revistas femeninas seguían presentando el peligro a la soltería
inevitable en el varón:

302
“-¿No teme ser solterón?
-¡Si yo hubiera vivido todos los idilios que me han atribuido en las revistas, Don
Juan y Casanova serían dos ingenuos y tímidos adolescentes a mi lado! Las
publicaciones tienen una especie de monomanía en inventarme romances y hasta
en casarme.
-¿Y usted le teme al matrimonio?
-Temor, precisamente, no. Pero lo pensaré muy bien antes de dar el paso. No
quiero que me suceda como a muchos de mis amigos de Hollywood, que a los
pocos meses de casados descubren una ‘incompatibilidad de caracteres’ con su
mujer y… todo termina en divorcio.
-Pero si lo sigue pensando tanto, ¿no teme convertirse en solterón?
-Creo que aún me queda tiempo… Acabo de cumplir 28 años” (“El ‘Dr. Kildare’
teme al mal de amores”, Maribel s/n, 1964: 65).

En la prensa femenina, así como los galanes maduros eran reconocidas figuras
eróticas, los teenargers iban ganando lugar en la escena, como consumidores de la
nueva imagen masculina, urbana y juvenil:
“Ahora que parece haber terminado la época de la mujer-niña comienza la del
hombre-adolescente. La fantasía de la moda se ha centrado en ‘él’. El hombre de
gris con el saco cruzado de corte inglés, parece haberse convertido en una imagen
antigua y nostálgica, mientras el norteamericano deportivo, que dispone de todos
los colores para sus trajes es el nuevo ídolo de la elegancia masculina” (“Ventajas y
desventajas de los 40 años”, Femirama Nº extraordinario, 06/69: 120).

Ser y parecer joven era un imperativo de época tanto para ellas como para
ellos. Muchos actores buscaban congelarse en una imagen eternamente juvenil,
como James Dean, prontamente convertido en ícono teenager tras su muerte:
“El miedo de crecer, de cambiar, de comprometerse que atormenta a los jóvenes de
hoy tiene su mejor representante en este personaje insobornable. James Dean no
cambiará jamás, no crecerá ya más, no se comprometerá nunca porque está muerto.
Es el adolescente divinizado y exaltado. Y un detalle muy sugestivo: su cadáver no
quedó desfigurado a consecuencia del accidente que le costó la vida; es decir, se
tornó en una suerte de ser angélico, una imagen legendaria” (“James Dean”,
Maribel Nº1573, 23/04/63: 5).

El actor era un ícono de la joven rebeldía, del “…placer especial en romper las
reglas sociales” (: 5); “Modelo ideal de adolescente, Jimmy encarnaba todas sus
alegrías y todos sus complejos” (: 6). Contra la pulcritud en el vestir, abonó a una
moda desalineada:
“James Dean se ha convertido en un ser mítico, en un ídolo como lo fue Rodolfo
Valentino en su época. Detrás de las estatuas, los discos, los libros, la venta de
recuerdos personales, los 300 clubs ‘James Dean’ en el Japón, etc., está la imagen
imborrable de aquel muchacho delgado, cargado de espaldas, miope, despeinado,
que tartamudeaba ligeramente y se vestía con negligencia” (: 3).

Los relatos de las vidas de estos galanes se construían post-mortem a la manera


303
de un guión de película, tal como en el caso del paradigmático Valentino:
“Había tenido una pena de amor. Todos sabían que estaba enamorado de Anna
María Pierangeli, la estrellita italiana. A la señora Pierangeli no le gustaba aquel
joven mal trajeado, con ojos de mal dormido, que para colmo profesaba la religión
cuáquera. Por otra parte Anna-María hablaba siempre de fastuosidades, vivía
pendiente de lo que hacían las otras estrellas. Jimmy, no conformista por
naturaleza, espació las visitas. Se sentía demasiado libre para aceptar todos
aquellos convencionalismos. El resto es cosa sabida. Anna-María se casó con un
cantante de moda llamado Vic Damone, un auténtico marido a la italiana, y Jimmy
contempló la ceremonia desde su moto, junto a la puerta del templo. Cuando el
cortejo abandonaba la iglesia, Jimmy se puso a tocar furiosamente la bocina,
levantó su brazo a guisa de saludo y se perdió a toda velocidad, envuelto en una
nube de polvo y humo” (: 6).

Su muerte sería el inicio para una fantástica reconstrucción de su propio mito:


“James Dean había muerto, pero la leyenda se iniciaba. En cinco meses el correo
póstumo de Jimmy pasaba de las 2500 a 5300 cartas mensuales. La juventud de
América recurría a un muerto para confiarle sus contrariedades sentimentales, sus
frustraciones, sus disputas familiares, sus dudas y secretos. […] James Dean
representa al rebelde que se ha mantenido firme en su ideal: el joven, víctima de la
época, que no pudo encontrarse a sí mismo, siempre hambriento de amor y de
comprensión, siempre solitario, luchando contra el miedo de vivir” (: 7).

Dean se convertiría también en una especie de deidad pagana, rebelde y


escéptica que no creía ni en el pasado ni en el futuro.
Pero entonces, la época contaría con otro galán de facciones aniñadas que
perduraría vivo y en el podio por muchos años: Alain Delon. Se había hecho
famoso con su ‘pelo corto, cara de nene’, y su ‘fama de galán maldito’, aunque se
decía que no era un gran actor, pero: “las chicas quieren ir a verlo y arrastran al
novio, al marido y al papá” (“¡Delon… Delon… qué lindo sos!”, Gente Nº217,
18/09/69: 86).

304
Figura 93: “¡Delon… Delon… que lindo sos!”, Gente, 1969.

Nuevamente el misterio abonaba el mito erótico, junto a la violencia erotizada:


“… un frasco misterioso que contiene una chimichurria rara que nunca se sabrá
bien qué es. Para las mujeres son ingredientes maléficos con los que adoban su
pastel romántico: un asesinato por amor, un sádico capaz de llorar después de
azotarlas, un terrible indiferente, un celoso con estertores de angustia, cualquier
cosa” (:86).

Se decía que las mujeres lo amaban y los varones envidiaban su ‘pinta’:


“Él pone la cara, el frasco. Lo de adentro lo ponen ellas. Para los hombres, ya se
sabe, es un idiota que nació lindo, mal actor por donde lo busquen y ‘qué diablos
tiene ese tipo que yo no tenga’. Pinta, viejito, pinta. Pinta y misterio Para Tirar al
techo. Una chica de la redacción me dijo los otros días: ‘Para mí es diez puntos; no,
qué estoy diciendo, once puntos. Un gato de ojos verdes que se despereza
lánguidamente sobre un almohadón de seda roja”. Chau, pensé yo muerto de
envidia, ésta desenroscó la tapa y puso adentro al toga siniestro de sus sueños” (:
86).

Delon era el galán del momento y Para Ti se sumaba a la moda del poster para
que las chicas colgaran la imagen de su rostro sus ‘cuartos propios’: “Respondiendo
a los insistentes pedidos de nuestras lectoras, con este número regalamos a usted un
poster en colores de Alain Delon” (“Alain Delon”, Para Ti Nº2452, 25/08/69:
poster).
Una legión de actores teenagers resaltaba su juventud para resultar atractivos. En
esta línea, el actor Dirk Bogarde, hipotetizaba que su semblante infantil: “Consigue
305
despertar el instinto maternal que hay en toda mujer. No olvidarse que todas las
niñas juegan con muñecas” (“Los hombres frente a mi cámara”, Maribel Nº 1474,
16/05/61: 28).
Se los construía como niños nada inocentes, más bien pícaros y traviesos, pero
también solitarios y enigmáticos o asediados por una pena de amor. Las notas
periodísticas en las revistas femeninas no dejaban de recalcar que los galanes, por
muy mujeriegos que fueran, no dejaban de ser sentimentales y por lo general no
gustaban de autodenominarse playboys. Así lo remarcaba George Hamilton quien
identificaba a éstos últimos como vagos y afeminados. Frente a ellos se definía
como “…ejemplo clásico de exuberante masculinidad” (“La historia de George
Hamilton”, Femirama, Especial Navidad, 12/67: 168). En un culto al
entretenimiento, se mostraba ocupado por diversas actividades conocidas por el
público: esquiaba, hacía ejercicios, comía en buenos restaurantes, salía a bailar:
“Soy parte de esta época en que se vive a ritmo rápido. Y eso no significa ser un
‘playboy’. Los ‘playboys’ que conozco, y he conocido muchos porque he actuado
siempre en los altos círculos, son básicamente muy desgraciados. No tienen amarras
ni seguridad. No funcionan […] No se puede ser ‘playboy’ y trabajar al mismo
tiempo. Yo trabajo mucho y me divierto mucho […] Admito que la definición
concuerda con mi imagen y el sello de ‘dandy’ que me han puesto. Ya le dije que me
gusta la ropa buena, lo cual no creo que sea un crimen. En realidad, en un mundo
donde se hace alarde de desprolijidad, es tiempo de que un hombre les recuerde que
‘el hábito hace al monje’. A mí al menos la apariencia me ayudó para probar lo que
valía” (: 168).

Hamilton decía haber construido su imagen siguiendo los parámetros de la


historia de vida de Rodolfo Valentino y endeudándose para adquirir un Rolls
Royce y una mansión que le diera status: “Mi forma de vivir es una inversión en
mí mismo” (: 168), aducía. Al mismo tiempo, las mujeres de su vida amorosa
formaban parte de su construcción de galán: “Debo admitir que mi ambición era
convertirme en un ídolo de la antigua escuela como él y que mis ardides para
introducirme en Hollywood eran la copia de viejas leyendas” (: 162).
La figura del playboy había emergido con fuerza en los años ’50 y se había
difundido a principios de la década. Femirama posicionaba a Günther Sachs
como: “Un playboy de los años cincuenta”, caracterizado por una agitada vida
sentimental, ejemplo de un hedonismo masculino fruto, en los países del norte,
de una época de posguerra:
“…hasta los dieciocho años, o sea a fines de 1951, no había visto más que guerra,

306
bombardeos y miseria. De ahí que tuviera un gran deseo de salir y divertirse, de
conocer mundo, mujeres, gente chic y centros nocturnos. En su hogar le soltaron
las riendas y Günther viajó. Así fue como descubrió la ciudad ideal, el lugar de
sus sueños, Saint Tropez. Y allí fue donde se convirtió en playboy.
Desde que finalizó la guerra no se ha oído hablar de playboys alemanes. Entre
otros motivos porque los alemanes no tienen ni la psicología, ni la mentalidad de
un playboy. Tampoco poseen las maneras galantes, el humorismo y la fantasía
necesaria. En una palabra, no tienen el ‘tipo’. Pero Günther sí. Con él nace el
primer playboy alemán de los años cincuenta, a pesar de que el tío le negó el
‘von’ que habría sido un arma muy útil” (“Günther Sachs sin máscara”,
Femirama, Nº extraordinario, 04/68: 85).

Su última conquista había sido nada menos que Brigitte Bardot. Por su fama
de gigoló y de vivir a costa de las mujeres que enamoraba, se decía que había
disfrutado de una luna de miel gratuita y que había vendido a buen precio la
exclusividad de las fotografías de su boda con Bardot. Parecía que los playboys
mantenían su vida hedonista desde las cuentas bancarias de sus conquistadas.
La moda juvenil iba convirtiendo los treinta años, y la cercanía de los 40, en
un motivo de angustia para ellos. Pero aún más para las mujeres, incluso para
una diva como Bardot:
“… se ha convertido en el marido de la legendaria Brigitte Bardot. Y se ha
casado precisamente con BB que ha pasado la barrera de los treinta años, los
contratos han disminuido, las fotos se tornan más esporádicas y la conquista de
los maridos se hace más difícil, por lo cual es también más difícil dejarlo escapar
(aunque Günther, naturalmente, no tienen ningún deseo de huir).
Günther tiene actualmente treinta y cuatro años y esto lo angustia. Realmente no
se puede tener todo: buena vida, hermosa mujer, espléndidos amigos, dinero sin
trabajar, un buen físico por el cual suspiran muchas mujeres… y además ser un
jovenzuelo” (: 85).

Los galanes se caracterizaban por sus legiones de admiradoras. Se decía que las
fanáticas eran chicas soñadoras que suspiraban frente a los astros de cine y
televisión, reflejo de “…una faceta del alma femenina, que erige ídolos para
admirar y hombres para amar” (: 50). El varón, en cambio, era construido como
más realistas, pues no amaba “…platónicamente la imagen inaccesible que se le
proyecta desde la pantalla” (“Los argentinos opinan sobre su mujer ideal”,
Femirama, Nº Especial Navidad, 12/67: 50).
Las estrellas debían contar con unas agitadas vidas sentimentales, reiterados
matrimonios, noviazgos y compromisos, para tener prensa en las revistas del
corazón. Muchas veces las celebridades eran construidas como aquellas que no se
atrevían a enfrentar la responsabilidad de los compromisos y por ello se separaban

307
reiteradamente. Por su parte, denunciaban la construcción mediática de su vida
íntima.
En esta escena también había lugar para los galanes feos con ‘personalidad’,
como uno de los nuevos cultos sesentistas. Tal era el caso de Belmondo, “un galán
feo” (“Belmondo, el inocente”, Maribel Nº 1656, 08/12/64: 21) que resaltaba por
su actitud ocurrente: “-¿Puedo preguntarle en qué piensa cuando filma una escena
de amor? -En mi cuenta del gas” (: 21).
Definido como la ‘antítesis’ de los playboys, decía no gastar su dinero “…en
los night clubs manteniendo queridas de rumbo” (: 21) o cambiando un automóvil
por semana. Alegaba que su vida era reposada y familiar.
Los galanes mayores de 40 años se veían obligados destacarse a pesar de su
falta de juventud: “La fascinación que ejerce a los cuarenta y tres años Paul
Newman entre el público femenino es envidiada por más de un galancito
veinteañero” (“Ventajas y desventajas de los 40 años”, Femirama, 06/69: 120).

Figura 94: “Ventajas y desventajas de los 40 años”, Femirama, 1969.

Aquí también se ubicaba el actor italiano Marcello Mastroianni, “…a los


cuarenta… y tantos años, es uno de los galanes preferidos de las mujeres” (: 120).
Se afirmaba entonces que un cuarentón con talento no debía preocuparse ya tanto
de su belleza, a diferencia, claro está de las cuarentonas.

308
En el país, el espectro de galanes nacionales cubría diferentes prototipos, con
un cariz más autóctono.

3.3 Galantería nacional


En Argentina, el nuevo hedonismo se encarnaba en un personaje moderno,
tecnócrata, que apuntaba a disfrutar de la buena vida regalada por los excedentes
de la producción (Pujol, 2002). Los playboys tenían sus versiones locales en los
modelos del automovilista o golfista, que tomaban Martinis y conducían autos
importados. Su caricatura criolla era Isidoro Cañones34.
La figura del ejecutivo, como varón liberal y formal, consumidor de cigarrillos
o whiskey, era un target que estaba en el centro de la mira del discurso
publicitario: se sabía que el ejecutivo buscaba distinción. A él estuvo destinada la
revista Adán, que, al estilo de Playboy buscaba: “…vender belleza dentro del
envase de la autoafirmación y gratificar el narcisismo y la autoestima” (Pujol,
2002: 68). Fundada en 1966 por Editorial Abril, intentó modelar una nueva
masculinidad asociada a una clase ejecutiva en desarrollo, combinando
hedonismo, consumo y apertura cultural, pero no sobrevivió a su bajo nivel de
ventas ni a un contexto signado por la censura.
Pero además, se propagaba un discurso masculino asociado al orgullo
nacionalista. La revista de actualidad Atlántida, en julio de 1969, lo registraba a
través de la pregunta: “¿Qué ven en usted las extranjeras?” (Gente Nº215,
04/07/69: 72):
“Tanto como cualquier argentino, usted cree en su fama internacional como
‘hombre’. Pero, ¿conoce usted sus encantos? […] Europeo por excelencia, frente a
la revolución sexual; […] con experiencias recogidas en sus giras latinoamericanas
[…] usted podrá descubrirse y descubrir por fin qué dicen las mujeres de todo el
mundo sobre el tan mentado ‘argentine lover’” (: 72).

La masculinidad construida como objeto de deseo femenino contaba con sus


íconos nacionales como Atilio Marinelli, resaltado con una pátina de lo autóctono
y lo criollo:

34
Isidoro Cañones es un personaje de historietas de Argentina, creado por Dante Quinterno.
Creado como personaje secundario de Patoruzú, pero con el tiempo ganó suficiente popularidad
como para tener su historieta propia. El personaje figuraba al playboy mayor de Buenos Aires y su
vida, conviviendo con su barra de amigos, su bella joven cómplice Cachorra, su tío autoritario, el
coronel Cañones.
309
“Veintinueve años y un rostro que conserva algo de adolescente. Tiene seguridad
en sus conceptos. Su manera de hablar y de sonreír no deja duda sobre su auténtica
sinceridad. Nacido y criado en un pueblo de la provincia de Buenos Aires (Juárez)
y radicado con un hermano en nuestra capital, a los 14 años, sin embargo, aún
conserva esa pátina inconfundible de quien, como él, respiró el aire del campo y
tuvo como cuna, el amor, la fe y el sacrificio” (“Atilio Marinelli, el galán de
moda”, Maribel Nº1586, 23/07/63: 26).

Como galán nacional se construía a través de todo un relato propio del


romanticismo, acerca del campo argentino. Para pintar este cuadro se hablaba de
su inscripción como hijo de inmigrantes italianos, atados al sacrificio y la pobreza,
pero con felicidad y fe religiosa.
De esta manera se construía localmente un tipo de galán opuesto al playboy:
apasionado, trabajador, católico y amante de la familia. Se sabía buen candidato
para el matrimonio y buscaba para ello una mujer que encajase en la ideología
doméstica:
“-¿Qué tipo de mujer le agradaría? ¿Rubia o morocha?
-No tengo preferencias en ese aspecto. No importa si no fuera bonita. La belleza
del alma es la que me interesa. Claro que si además viene acompañada por la
belleza física, mejor. Pero lo esencial es que sea de su hogar… y dulce como mi
madre. (¿Tomaron nota, chicas? Nada de sofisticarse ni adquirir apariencias de
‘vamp’. Mujercitas genuinas, auténticas y sencillas son las que siempre tienen más
chance)” (: 26).

También cobraban fama aquí los galanes que nada tenían de aquella belleza
aniñada. Un ejemplo paradigmático era Sandro, quien se convertiría en un ícono
erótico nacional, con una horda de admiradoras que lo seguirían amando por
décadas. Roberto Sánchez era un tipo de galán que, ya desde el uso de un
seudónimo, desdoblaba su vida privada de su vida pública: “… creo que el
hombre, no el cantante, tiene derecho a que su intimidad no sea invadida”,
sostenía (“Sandro y el revés de la trama”, Para Ti Nº 2452, 25/08/69: 72). Las
mujeres se desataban con sus sensuales movimientos, expresado y poniendo en
escena al deseo femenino.
Desde diferentes estilos de seducción masculina, se desataban las pasiones
femeninas. Los galanes las conquistaban y enamoraban desde una lejanía que les
recordaba que no podrían tener a ese objeto de deseo.

310
4. Seducidas y abandonadas
Acuciadas por los relatos rosas en que la protagonista amansaba, suavizaba y
alteraba la masculinidad aparentemente intratable de su varón, muchas mujeres
soñaban con ser las domadoras de estos conquistadores compulsivos. Pero aún
seguían cayendo presas de la caza masculina.
Frente a los seductores sesentistas, Maribel advertía a las mujeres una serie de
cuidados frente al ritual de la cacería:
“El hombre es, delante de la mujer, un conquistador. Quiere hacerla suya,
pasajeramente o para siempre, y pues ya no se usa el que la rapte o la compre, le
hace la corte, la halaga, le promete el sol y la luna. La ame sinceramente o no, es él
quien actúa.
La mujer sufre su asedio. Es la presa y el botín. Ella puede sugerir que quisiera ser
conquistada; tiene incluso muchos medios para hacerlo, pero representa la parte
pasiva en este eterno duelo, y su victoria consiste en ser vencida.
Naturalmente, lo propio de cada sexo no tiene nada de absoluto, varía según el
carácter individual. Hay mujeres conquistadoras, como hay hombres que prefieren
ser conquistados. Sin embargo, la mayor parte de las mujeres quieren someterse; la
mayoría de los hombres, subyugar. Todo nuestro concepto de amor está basado en
la idea de que el hombre ataca y persigue, mientras que la mujer se deja atrapar.
El conquistador puede ser monógamo en el más amplio sentido de la palabra y
contentarse con la conquista de una sola mujer. Pero la convicción de que hacer
conquistas es signo de virilidad está tan enraizado en los hombres, que determina
toda su moral sexual. Consideran como un derecho y casi como un deber el ver en
la mujer el objeto de caza” (“La mujer de hoy y los conquistadores”, Maribel
Nº1583, 02/07/63: 73).

Femirama alertaba a las lectoras, a través de un discurso psiquiátrico que


analizaba al donjuanismo:
“El donjuán […] es incapaz de amar ni siquiera temporalmente a un solo tipo de
mujer, porque busca a la mujer no es cuanto a mujer sino en cuanto a sexo. Su
actitud, por consiguiente, es la misma actitud indiferenciada que tiene el macho en
casi todas las especies animales […] lo esencial de la personalidad del donjuán: la
búsqueda, casi diríamos obsesiva, del amor puramente físico, biológico, que
precisamente por ser tal, una vez satisfecho no tiene ya razón de existir, y por otra
parte el insaciable espíritu ‘de caza’ que lo empuja incesantemente hacia nuevas
aventuras y nuevas conquistas […]los hombres suelen creer, o mejor dicho son
inducidos a creer por uno de los muchos prejuicios que imperan en la sociedad,
particularmente en los pueblos latinos, que el hombre, para serlo verdaderamente y
estar considerado como tal tanto por las mujeres como por los demás hombres, debe
demostrar su virilidad mediante renovadas conquistas. Las conquistas, en definitiva,
se convierten así para él en una cuestión de prestigio, casi diríamos en un ‘deber
social’” (“Cuando el marido es un donjuán”, Femirama, tomo 8, 05/66: 82).

Maribel aconsejaba líneas de conducta femenina para defenderse de ‘los


seductores profesionales’: “Hay que desconfiar de ellos” (“La mujer de hoy y los
conquistadores”, Maribel Nº1583, 02/07/63: 73). Se los caracterizaba como unos
311
filibusteros dichosos que exhibían sus trofeos femeninos para atraer a otros. En
sus empresas de seducción, los émulos más o menos amorosos de Don Juan,
podían mentir, engañar y hacer falsas promesas, ya que todo estaba permitido para
conquistar a una mujer: “Cuando el enamorado balbucea, el seductor desfila;
despliega su destreza, sus oros y sus púrpuras y va hacia su punto débil, infalible”
(Bruckner, 2011: 52). Femirama alertaba a las lectoras acerca de sus argucias,
para no caer en sus trampas:
“No se crea, sin embargo, por eso que el donjuán es un individuo bárbaro y
agresivo, únicamente dominado por sus instintos; muy al contrario, por lo general
recurre continuamente a sutiles argucias para representar la comedia del amor y es
así como consigue conquistar en realidad a muchas mujeres” (“Cuando el marido
es un donjuán”, Femirama, Tomo 8, 05/66: 83).

Para los seductores la infidelidad se presentaba como un deber y gustaban de la


idea de ‘una novia en cada puerto’, como: “…ese Don Juan marinero que en cada
puerto tiene un amor” (“Una novia en cada puerto”, Maribel Nº1665, 16/02/65:
26). Pero además, el donjuán se seducía a sí mismo, ya que hacer la corte era, en
primer lugar; mostrarse orgulloso, y entregarse al embellecimiento de sí mismo
(Bruckner, 2011).
De todos modos, las revistas femeninas exculpaban a estos donjuanes
argumentando que aún no habían hallado el ‘verdadero amor':
“-¿Es cierto que tiene usted una novia en cada puerto?
-La mayor parte de esos idilios los fabrican los periodistas […].
-¿No será que aún no encontró el verdadero amor?
-No se… Yo le aseguro que siempre me parece que he hallado la mujer ideal, pero la
ilusión no dura mucho” (“Una novia en cada puerto”, Maribel Nº1665, 16/02/65: 26).

Los conquistadores fascinaban a la presa y después la abandonaban sin


escrúpulos. Las chicas sesentistas buscaban el placer del cuerpo y la promesa de
una unión conyugal. Caer en brazos de un mujeriego, seguro de poder escapar
fácilmente a sus promesas, continuaba suponiendo para ellas un deshonor.
Estos prototipos conquistadores no eran sólo una amenaza para las jóvenes en
condiciones de ser seducidas sino también para otros varones. Dedicados a la
contemplación y la conquista, que suponían toda una inversión de tiempo y
energía, los seductores eran sospechosos por ser capaces de corromper hasta a las
mujeres casadas. Como amenazantes objetos de deseo femenino, eran aventureros
sexuales que desafiaban no sólo a cada mujer sino a las normas sexuales

312
domésticas y familiaristas. Como subversores de la virtud, ponían en cuestión el
orden masculino de protección sexual y de control (Giddens, 1998). Eran temidos
por la competencia masculina, pues, en términos de conquista, las posiciones
ganadores-perdedores eran una constante donde los seductores triunfaban.
Maribel se oponía a que las mujeres asuman el rol de conquistadoras.
Distinguía roles de género en los juegos de la seducción, alegando que las mujeres
preferían amar a seducir:
“¿Hace falta, pues, que las mujeres los imiten y se transformen también ellas en
conquistadoras cínicas, para probar que hemos llegado a ser iguales a los hombres?
Aunque lo quisiéramos, pocas de entre nosotras serían capaces de ello. Somos
mujeres, y esto quiere decir que preferimos amar a seducir, ser buscadas que estar
al acecho. Corresponde a nuestra naturaleza (constitucional o adquirida) ser la
pieza que pisa la liga o cae en la trampa” (“La mujer de hoy y los conquistadores”,
Maribel Nº1583, 02/07/63: 73).

No obstante estas recomendaciones de género que daban las revistas


femeninas, tanto las mujeres como los varones se construían como sujetos u
objetos de seducción. El mito del príncipe azul parecía ser también un sueño
masculino y no sólo femenino. No sólo las chicas sufrían el malestar, los jóvenes
también soñaban con escapar de la insipidez de su vida, con despertarse radiantes
de elegancia, de fama y amados.
Tradicionalmente, los varones habían estado obligados a dar el primer paso en
la conquista y se exponían a los peligros de la vejación o el ridículo. Ahora las
mujeres, con su nueva libertad, podían tomar la iniciativa y ser a su vez
rechazadas, corriendo el riesgo de caer en las mismas torpezas: “Ya no existe en
don Juan desde que hay doña Juana” (Bruckner, 2011: 46). No obstante, a muchos
y muchas les molestaba esta inversión de roles que postulaban los nuevos tipos de
seducción, poniendo frente a frente a dos individuos que se jugaban la piel en esta
empresa.
El próximo capítulo se dedica a abordar la dimensión crucial de la construcción
del deseo y del placer erótico en las revistas femeninas, bajo el supuesto de que lo
femenino no se construía sólo como objeto de deseo sino también como
feminidades deseantes mientras que la construcción de los galanes demostraba
que lo masculino también se postulaba como objeto de deseo. En las próximas
páginas se analizan las narraciones o figuraciones de los placeres y deseos y sus
tópicos en las revistas femeninas de los ’60 en el país.
313
CAPÍTULO IX

PLACER Y DESEO EN ESCENA

“El feminismo debe aumentar el placer y la


alegría de las mujeres, no sólo disminuir nuestra
desgracia”
(Vance, 1989: 48).

“A la desgracia de ser tratado como un objeto


sexual, disponible a placer; corresponde la otra
desgracia de no ser nunca esperado ni deseado”
(Bruckner, 2011: 36).

1. Placeres bajo presión


La puesta en escena del placer y el deseo constituye una dimensión crucial para
analizar el erotismo en las revistas femeninas de la década. En momentos en que
se comenzaba a atender cada vez más al problema de la satisfacción y el goce
femenino, con el psicoanálisis en boga, una concepción de placer sobrevolaba los
discursos.
Desde la teoría psicoanalítica, el placer se definía por la forma orgásmica del
goce sexual y se asociaba a una energía libidinal, sexual, salvaje e imperiosa que
se concentraba en las zonas erógenas. Desde la izquierda freudiana y frente a una
configuración genital del placer, Marcuse (2010) postulaba que éste residía en el
encuentro inocente, desprejuiciado y armonioso del individuo con el mundo.
En oposición a esta corriente teórica, Foucault (2011a, 2011b, 2006) comprendía
al placer corporal desde su inscripción en una historia del poder y los regímenes de
normalización que pretendieron fijarlo, clasificarlo e instruirlo. Su rastreo de la ars
erotica en la Grecia Antigua, se encontró con un placer entendido como un arte, una
práctica y una experiencia, que suponían un fin en sí mismos e involucraban al
cuerpo y al goce. Las aphrodisias, que los latinos tradujeron por venérea, remitían a
los “‘placeres del amor’, ‘relaciones sexuales’, ‘actos de la carne’, o
‘voluptuosidades’” (Foucault, 2006: 35), los gestos y contactos que buscaban cierta
forma de placer y eran comprendidos como obras de la diosa Afrodita, artesana que
a través de los cuerpos y bajo el efecto del placer, ligaba y fundía al mismo tiempo
las almas (Foucault, 2011b).
314
Las aphrodisias se relacionaban a actos que surgían de un campo agonístico de
fuerzas difíciles de dominar. Por su vivacidad, servían a una razón que aquellos
que las practicaban no tenían siquiera necesidad de conocer (Foucault, 2011b). El
placer sensual aparecía como una fuerza que persuadía, seducía y triunfaba,
“siempre susceptible de exceso y de sublevación” (: 89). Por esta misma dificultad
de dominarlo, el placer sexual era caracterizado como ontológica o
cualitativamente inferior, puesto que era común a los animales y los hombres y
dependía de las necesidades del cuerpo (Foucault, 2006).
A partir de allí, la sensibilidad y la sensualidad se asociarían a impulsos ciegos
e indiscriminados, opuestos a la razón, instaurándose un dualismo que asumiría
diferentes matices a lo largo de la historia de Occidente.
La moral de la carne propia de la pastoral cristiana, prescribiría el placer. La
voluptuosidad no debía ser buscada como fin de la práctica sexual. Ahora bien,
esto no desvalorizó al placer, por el contrario, Foucault demostró que se orquestó
todo un sistema de vigilancia para poner atención al mismo y, por su parte,
Bataille (2010) indicó que bastaba una prohibición para encender el deseo y el
placer del acto.
En la ciencia sexual, el concepto de sexualidad acarreó una dificultad para dar
lugar al placer en esta concepción. Este fue traducido en la ciencia de corte
positivista y ‘fisiologizado’, entendido como efecto de disposiciones anatómicas y
de los procesos físicos (Foucault, 2011b).
Desde sus diferencias, tanto el enfoque de la moral cristiana como el de la
ciencia positivista participaron en diferente grado del dualismo que se encargó de
oponer la razón a la sensibilidad.
En términos morales, el placer se encontró en una encrucijada entre lo vulgar y
lo noble, lo pecaminoso y lo virtuoso. El moralismo cristiano entendía que el
disfrute instantáneo particular, el placer material asociado a lo sensual, no
garantizaba la felicidad (Entel, 2008). Contra esta concepción se levantaría el nuevo
hedonismo de los ’60.

315
2. Hedonismo pop: imperativos de placer y consumo
En los años ‘60 del siglo XX, el hedonismo reverdecía. Esta corriente
trasladaba la felicidad al plano del placer, jerarquizando la satisfacción de las
necesidades sensibles bajo el imperativo del goce y renunciando a pensar en
términos de pecado, de culpa o vergüenza (Entel, 2008). Así lo documentaba la
revista Life:
“Lo que observamos actualmente es el desarrollo de una conducta sexual que se
agota en sí misma, cuyo fin es ella misma y las sensaciones placenteras que su
ejercicio provoca. La motivación, el carácter esencial de esta conducta es, pues,
hedonista: la producción del placer sexual individual” (“No sólo el instinto animal
mueve al hombre”, Life Vol. 34, Nº 2, 28/07/69: 40).

La antigua moral nobiliaria del exceso y de la magnificencia, del consumo sin


freno, inspiraba a gozadores que rechazaban la culpabilidad (Muchembled, 2008).
Estos parámetros eran promovidos por la revista estadounidense Playboy,
inventora, según Preciado (2010) de un topos erótico asociado a un placer de
género derivado de una producción de la masculinidad.
La vida hedonista de la década vendía una imagen del placer y de la buena vida
que se asociaba fuertemente al consumo y se transformaba en eslogan. Apuntaba a
un varón de entre 30 y 45 años, ejecutivo, enemigo del matrimonio.
Más que libertario el hedonismo era publicitario, relacionado a las mutaciones
de mercado que, en nombre de sus intereses bien comprendidos, se sublevaba
contra el orden moral:
“La prominencia de la sexualidad podría ser interpretada en términos de un
desplazamiento, desde un orden capitalista —que se basa en el trabajo, en la
disciplina y en la autorrenuncia— a otro preocupado por el consumismo, y
por ende, por el hedonismo” (Giddens, 1998: 107).

Una gran área de la vida social se vio beneficiada por estos cambios: el
mercado de la erotización. Junto a la liberación llegó, dice Foucault (1979): “…
una explotación económica (y quizás ideológica) de la erotización, desde los
productos de bronceado hasta las películas porno” (: 105). El sexo convertido en
mercancía declaró el matrimonio por conveniencia entre mercado y erotismo,
como también lo registró Giddens (1998):

316
“La sexualidad produce placer y el placer, o al menos la promesa del
mismo, proporciona una ventaja para los bienes del mercado, en una
sociedad capitalista. La imaginería sexual aparece, casi por doquier, en el
mercado como una especie de artimaña gigantesca para la venta” (: 107).

El erotismo como espectáculo se tornaba una fuente potencial de producción de


placer y capital, destinado a un consumo sexual. La fe marcusiana ante las
capacidades creativas de la fantasía erótica para quebrar el orden social y sexual
se hacía trizas ante el potencial de la creación imaginaria y fantasiosa del erotismo
dentro del capitalismo y su industria cultural.
El placer comprendido como algo exclusivamente subjetivo, donde sólo valía
el interés particular, acercaba el hedonismo con el individualismo de mercado
(Entel, 2008). No era una economía austera, más bien todo lo contrario, una del
derroche y del gasto fastuoso, donde el placer se desvanecía en la misma compra,
tras la posesión del objeto y un goce efímero.
Ya los griegos alertaban que la experiencia de las aphrodisia que asociaba
entre sí actos, placeres y deseos, traía consigo el peligro de la servidumbre.
Asimismo, el imperativo hedonista y de consumo erótico acarreaba sus
esclavitudes y la revista Life también lo registraba en 1969: “Es evidente que al
optar por una conducta altamente hedonística, el hombre cae fácilmente presa de
factores ajenos que lo quieren dominar” (“No sólo el instinto animal mueve al
hombre”, Life en español Vol. 34, Nº 2, 28/07/69: 40). Lo mismo advertía
Maribel, amparándose en la filosofía hindú:
“Si eres uno de ellos, puede que te ayude conocer aquel precepto de la filosofía
hindú, que proclama que el placer es uno de los fines legítimos de la vida. Te
sugiere que vayas tras él, si lo deseas realmente, pero te advierte que si pretendes
convertirlo en el único objetivo de tu vida, no te reportará otra cosa que hastío y
desencanto” (“¿Te sientes culpable?”, Maribel Nº 1479, 20/06/61: 74).

Marcuse no aceptaba, sin más, la perspectiva hedonista del goce que entendía a
la felicidad como entrega al placer inmediato, pues sostenía que ese punto de vista
era coherente con la sociedad antagónica de clases que aceptaba al mundo tal
como era. La entrega al placer efímero evitaba pensar en las posibilidades de una
transformación más profunda. Pero además, el hedonismo naturalizaba el placer
como algo dado y valioso en sí, e incluso lo cosificaba:

317
“Cuando la ‘rebelión amoral’ sólo pretende eludir el orden dado sin salir de
él, elude o esquiva las contradicciones, se sitúa más allá del bien y del mal.
Su astucia consiste en autoprohibirse la historia en función del instante del
goce. Pero resigna la posibilidad de felicidad como perduración” (Entel,
2008: 28).

El imperio del placer buscaba subvertir el orden del tiempo repetitivo, la


prudencia en la acción, el ahorro, la sumisión, a partir de la soberanía del
capricho, los gastos suntuarios. Pero entonces, este imperio se veía cooptado por
las lógicas de mercado: individualista, el hedonista se convertiría cada vez más en
un sujeto de la eficiencia y la técnica de los placeres. Así, la transgresión se
convertía en rutina y perdía su carácter subversivo, asociada al consumo. El
erotismo se transformaba en consumo tanto como la pornografía, construyendo
placeres de género.

2.1 Placeres eróticos o pornográficos


Tradicionalmente la novela sentimental o ‘rosa’ estaba considerada como el
equivalente femenino de la pornografía masculina. Mientras lo erótico se narraba
a través del sentimentalismo de las novelas rosas y de los melodramas
radiofónicos y televisivos, lo pornográfico mostraba. La diferencia radicaba en
que el deseo femenino se ponía en escena en la narración desde un punto de vista
psicológico, armonizando la progresión narrativa con la motivación erótica
(Gubern, 2005).
Sin embargo, esta diferenciación es discutible pues se asienta en el presupuesto
de que el texto escrito permite imaginar o activar la imaginación del lector y lo
icónico “…bloquea la imaginación del voyeur, sujeto a la imposición de lo
imaginado y antes visualizado por otro” (Gubern, 2005: 17). La diferencia entre lo
erótico y lo pornográfico no es tan tajante, si se comprenden los relevos y
mediaciones entre un tipo y otro de discursos. La distinción tampoco puede
asentarse entre un erotismo textual y una imagen pornográfica, ya que tanto textos
como imágenes participan del erotismo. A nivel icónico, el erotismo también se
relaciona con la fuerza performativa de la fotografía o la ilustración para producir
significación. No sólo el porno juega con el voyeurismo que implica al mirón, o la
mirona, en un compromiso con lo mirado, también en el erotismo la mirada del
espectador juega un papel crucial en el deseo de ver.
318
Estos discursos se distinguieron desde una cierta moral que asociaba al porno
con lo bajo y lo erótico con lo alto, asociado el primero a un estilo más directo y
el otro indirecto, grosero o refinado, cantidad o calidad, banal u original, material
o espiritual (Maingueneau, 2008). Y se generizaron, presuponiendo la existencia -
o la construcción- de un ‘ojo’ (una mirada y una subjetividad) masculino o
femenino que, como espectador o lector formaba parte de la imagen porno o de
los textos eróticos. Pero si se sostiene meramente que la pornografía está dirigida
desde y hacia una visión masculina del sexo, se cae en una esencialización del
punto de vista generizado35. Un enfoque semiótico permite comprender, en
cambio, que la mirada masculina no supone necesariamente un sujeto empírico
varón:
“Hoy parece claro que cuando hablamos de ‘ojo masculino’ no nos referimos
a una cualidad biológica sexuada sino a una estructura política de la mirada.
El ojo masculino, al mismo tiempo sujeto de la representación y (al menos
idealmente) receptor universal de la imagen pornográfica, es cuidadosamente
extirpado del espacio de la representación fotográfica. Pero sus huellas
impregnan la imagen, a menudo en forma de objeto que acompaña al cuerpo
desnudo y que queda atrapado dentro del marco de la representación. El
objeto puede constituir una referencia a la tecnología codificada como
masculina (teléfono, martillo, automóvil, etc.) o representar un signo
fácilmente reconocible de hábitos culturalmente connotados como masculinos
(pipa, corbata, cigarro, etc.)” (Preciado, 2010: 70).

Buena parte del movimiento feminista siguió esta división genérica de los
discursos pornográficos y eróticos, y se mantuvo hostil hacia lo pornográfico,
denunciado como una humillación machista y pública de la mujer. Esta postura
antipornográfica ha reaccionado y presionado por el control de estas expresiones.
En estas campañas militantes contra el porno, los argumentos feministas muchas
veces convergieron con los de la derecha política, puritana (Gubern, 2005; Vance,
1989; Rubin, 1989)36.

35
En su análisis de la revista Playboy, Preciado (2010) destaca que, curiosamente, el fotógrafo que
más influyó en la creación de un estilo propio en Playboy no fue un hombre, sino la fotógrafa
americana Bunny Yeager, rompiendo de esta manera con las críticas esencialistas contra el ‘ojo
masculino’ y el ‘sexismo masculinista’ de la revista.
36
Esta posición antipornográfica del feminismo tiene sus detractoras, que prefieren indagar el
origen del atractivo del porno, que apoya la pornografía, sosteniendo que puede enriquecer los
intercambios sexuales (Vance, 1989; Rubin, 1989). Aquí se ubica la cineasta Erika Lust, con su
Porno para mujeres (2008).
319
Frente a estos discursos, Preciado (2010) redefine lo pornográfico en relación
con la revista Playboy, como:
“… el modo en que hacía irrumpir en la esfera pública aquello que hasta
entonces había sido considerado privado. Lo pornográficamente moderno
era la transformación de Marilyn en información visual mecánicamente
reproducible capaz de suscitar efectos corporales” (Preciado, 2010: 27).

Desde esta perspectiva, lo pornográfico no era la utilización de ciertas


fotografías consideradas obscenas por las instancias gubernamentales de censura y
vigilancia del decoro, sino la exposición de lo secreto, lo íntimo. Y en este
sentido, la línea de frontera con el erotismo también se desdibujaba.
Maingueneau (2008) sostiene que la pornografía no se contrapone al erotismo,
sino que forma pareja con él. En la permeabilidad de los dos regímenes, lo erótico
pretende ser superior por su rechazo a lo pornográfico, mientras que lo
pornográfico se presenta como un discurso verdadero frente a la hipocresía del
erotismo que pretende ocultar lo inocultable. Existe para el autor un contraste entre
las respectivas estrategias de escritura pero se debe evitar medir al uno con la
misma vara que al otro. El campo del erotismo se halla más vinculado con la
estética, el doble sentido, lo indirecto, etc., y es por ello que la literatura mantiene
una relación privilegiada con él. Como ella, juega con el desplazamiento y el
ornamento para seducir al lector (Maingueneau, 2008). En esta línea, el lenguaje
del erotismo supone, por ejemplo, palabras cuyo acto de nombrarlas implica una
transgresión. Ahora bien, cuando estas palabras pasan a nombrarse
desvergonzadamente puede pasarse de la transgresión a la indiferencia. El
lenguaje soez cae así en la degradación y el rebajamiento (Bataille, 2010).
Durante la época muchos países despenalizaban la venta libre de la
pornografía. Ahora bien, liberada de su espíritu transgresor, ya no era un objeto
codiciado como antes:
“La venta libre de pornografía en Dinamarca tal vez sea el síntoma más
característico de la nueva actitud de tolerancia en este campo. Leo Madsen, a quien
se considera el rey de la pornografía, empezó hace siete años a edificar un imperio
editorial basado en revistas obscenas. El consideraba su obra como una cruzada.
Pero ahora que la pornografía está legalizada, Madsen encuentra que el negocio se
acabó. Sin embargo, se siente personalmente animado por la falta de interés en su
producto. ‘Reconozcámoslo –dice-, la gente no quiere pornografía. Lo que quiere
es amor” (“Experimentos matrimoniales, Life Vol. 34, Nº 7, 06/10/69: 49).

320
Ante la falta de grilletes para contenerla, la pornografía perdía en parte su
sentido transgresor. El amor iba pasando a ser un nuevo tabú y transgresión. Como
temática entraba perfectamente en la órbita del erotismo, ofreciendo no sólo una
puesta en discurso del deseo y el placer, sino también sentidos referentes a la pasión
o el romance.

3. Sentidos del goce


El goce erótico asociado a un sentimiento de libertad, plenitud y plétora,
supone para Bataille (2010) una experiencia personal, íntima, contradictoria, de lo
prohibido y de la transgresión. Se relaciona también metafóricamente con el fuego
o lo que arde y así era narrado en las historias de amor: “… su piel respondía a la
suya, su sangre ardía junto a él” (Vivir y morir, Maribel N° 1618, 10/03/64: 65).
También se lo simboliza como “…la experiencia de un estallido, de una
violencia en el momento de la explosión” (Bataille, 2010: 98), un desequilibrio,
un desorden, una perturbación erótica que da un sentimiento que lo supera todo y
hace vacilar “…el expresivo orden de una realidad parsimoniosa y cerrada” (:
110). El éxtasis supone desviación, arrobamiento, como una manera de liberarse
de la conciencia de sí y confundirse con el universo, por medio de una
exuberancia que atenúa la facultad de discernimiento.
La experiencia orgásmica que hace que la satisfacción sexual sea vivida como
una experiencia magnífica, superior, sin parangón con ninguna otra experiencia de
satisfacción de deseos (Adissi, 2006), supone también una embriaguez, en un
estado en que el goce supera las posibilidades que había considerado el deseo. Las
narrativas rosas en las revistas femeninas, relacionaban lo erótico al delirio, lo
embriagador, la pérdida de la conciencia, mezclando pasión y hasta reproducción:
“Hombre y mujer. Delirio. La suma de un delirio. Y un deseo insaciable de
alcanzar y traspasar las fronteras que encierran a cada criatura.
-Bernardo… -suplicó Nina lánguidamente, con una voz distinta, casi religiosa-.
Quiero un hijo; un hijo nuestro… ¡Dámelo, por favor!
-Calla, Nina, calla ahora… -susurró él, hundido en la embriaguez que lo arrastraba
y deglutía en ráfagas de locura. […] Un silencio tenso y grave llenó todos los
huecos, se extendió sobre ellos; alrededor de ellos” (“Los frágiles paraísos”,
Maribel Nº 1627, 12/05/64: 30).

321
El goce se relacionaba a lo voluptuoso, como deseo de exceso, irrefrenable:
“El aire, cálido y voluptuoso, desleía la voluntad, mandaba en las venas como si
fuera el más embriagador de los vinos… Los hombres eran como lobos… Y las
mujeres como ella, acababan por ser sus presas” (“Vivir y morir”, Maribel N° 1618
10/03/64: 41).

En este marco, el goce unido a la transgresión era desequilibrante, desbordante,


pero permitía recobrar luego el orden:
“Sí, el amor los amparaba contra la hostilidad del mundo, devolviéndoles el
equilibrio, borrando todos los miedos, y las fórmulas usadas, y las palabras
envejecidas” (“Los frágiles paraísos”, Maribel Nº 1627, 12/05/64: 30).

La voluptuosidad se comprendía como un género de placeres violentos,


inciertos y provisionales, al que se tendía por la fuerza de un deseo.

3.1 Fulguraciones del deseo


El deseo sexual era comprendido desde el psicoanálisis como una energía
salvaje e imperiosa, que recorría todo el cuerpo y se concentraba en determinadas
‘zonas erógenas’ y que además, se oponía a la ley.
Foucault criticó esta idea de un deseo original y a la vez reprimido; que situaba
a las disposiciones sexuales como impulsos prediscursivos, con un objetivo y un
significado previo a su aparición en el lenguaje y la cultura (Butler, 2007).
Judith Butler (2007) sostiene que el deseo no está dado sino que se construye y
se prohíbe; pero a la vez se desplaza, fluye o persiste en torno de algunos objetos.
Su carácter es imaginario, fantasmático, por tanto, “…pone de manifiesto que el
cuerpo no es su base ni su causa, sino su ocasión y su objeto” (: 159). Su
condición imaginaria sobrepasa al cuerpo físico; por ello la suposición que une el
deseo con un origen meramente corporal es una fantasía literalizadora.
Ante el problema de “la ubicación o la prohibición de los placeres en zonas
‘erotogénicas’ específicas” (: 156), Butler aduce la existencia de una ley
diferenciadora de géneros que dictamina, concreta y prohíbe placeres,
clasificándolos, naturalizándolos en zonas del cuerpo. Cuando se afirma que los
placeres radican en el pene, la vagina y los senos o que surgen de ellos, tales
descripciones pertenecen a un cuerpo que ya ha sido construido o naturalizado
como concerniente a un género específico, es decir, “…algunas partes del cuerpo
322
se transforman en puntos concebibles de placer justamente porque responden a un
ideal normativo de un cuerpo con género específico” (: 158).
Desde una teoría de la performatividad Butler procura demostrar que los
placeres corporales no son causalmente reductibles a esta esencia presuntamente
característica de cada sexo. Rebate la idea de una supuesta continuidad entre sexo,
género y deseo; y su complementariedad en un binarismo de género.
La autora recupera una mirada psicoanalítica de corte lacaniano para pensar el
deseo y la ley. En esta línea otro autor que ha seguido un enfoque lacaniano ha
sido Roland Barthes.
Barthes (2001) sostiene que el deseo es la espera y se asocia a la falta: “…el
deseo, lo es de carecer de lo que se tiene –y de dar lo que no se tiene: cuestión de
suplemento, no de complemento” (: 246). Y aduce que la cultura de masas suscita
el deseo a través de su organización, como una máquina de mostrar el deseo:
“…he aquí lo que debe interesarte, dice, como si adivinara que los hombres son
incapaces de encontrar por sí solos qué desear” (: 158). De esta manera, el deseo
es modelado según posicionamientos y expectativas sociales, por tanto, es
regulado y clasificado.
Cabe preguntarse cómo se construía el deseo erótico en los discursos de las
revistas femeninas de los ’60. Puede responderse que las fantasías femeninas se
ponían en discurso a través de varios recursos, incluidas las figuraciones del
placer, las alusiones a la actividad sexual, las escenificaciones eróticas basadas en
ciertos clichés, las temáticas prohibidas que se ponían en relato. Las próximas
páginas están destinadas a analizarlas.

3.2 Alusión e ilusión: las fantasías


La puesta en palabras del deseo no deja de ser problemática: “Qué decir acerca
de esa actividad frenética y muy poco elegante que es entregarse al deseo” dice
Ercole Lissardi (Picabea, 2013: 2), quien entiende por erótica “….a la proporción
de obras que tratan temas eróticos, o sea, del deseo” (: 2).
En la experiencia de las aphrodisias se entendía que la expresión del placer y
del deseo poseía una fuerza singular que estaba “…más allá incluso de las
palabras” (Foucault, 2011b: 18). En este sentido, cabe pensar en una

323
imposibilidad propia del deseo de ser verbalizado, tal como sostiene Butler
(2007):
“En su lugar aparece el signo que está apartado de manera parecida del
significante y que desea recuperar ese placer irrecuperable en lo que
significa. El sujeto, que se crea mediante esa prohibición, sólo habla para
trasladar el deseo hacia los reemplazos metonímicos de ese placer
irrecuperable en lo que significa. El lenguaje es el remanente y una
realización alternativa del deseo no saciado, la elaboración cultural variada
de una sublimación que nunca se sacia realmente. El hecho inevitable de
que el lenguaje nunca consiga significar es la consecuencia necesaria de la
prohibición que es el fundamento de la posibilidad del lenguaje y que
determina la futilidad de los gestos referenciales” (: 114).

Para Bataille (2010), el deseo es irreductible, por tanto hay una dificultad de
hablar de la experiencia erótica que, además, “…nos obliga al silencio” (: 258), al
secreto, para conservar su halo de fantasía.
En los ’60 el lugar de lo íntimo y lo secreto se desplazaba. La experiencia
erótica seguía situándose fuera de la vida corriente, pero ya no ocupaba un lugar
tan al margen de la comunicación de las emociones. Como tema prohibido
empezaba a ser cada vez más publicitado.
La perspectiva foucaultiana rebate esta idea del secreto. Foucault (2011a) ha
sostenido que del sexo se ha hablado prolíficamente, especialmente desde
mediados del siglo XIX pero al decir esto se refiere a la proliferación de discursos
de la sexualidad que no eran específicamente discursos eróticos, aunque no
dejaran de estar investidos por el placer y el deseo.
Los discursos eróticos ponen en palabras e imágenes al deseo y las fantasías, y
a la vez se construyen a sí mismos como objetos de deseo. En esa puesta en
discurso del deseo se producen efectos de desplazamiento, reorientación,
intensificación y modificación del deseo mediante la construcción de fantasías.
Éstas últimas se presentan como figuraciones o, más bien, fulguraciones del
deseo, ilusiones con las cuales se pretende suscitarlo.
El reino del erotismo es el de la sugestión o la alusión. En los discursos
eróticos, la producción de placer se relaciona con el placer de la mirada o de la
inmersión, desde la lectura, en una narrativa erótica que va desnudando aquellos
actos que deben mantenerse en secreto.

324
El erotismo juega con la fantasía, lo ilusorio: “El campo del erotismo está
condenado a la astucia. El objeto que provoca el trance de Eros se da por distinto
de lo que es” (Bataille, 2010: 275). Se relaciona con la fechoría y lo no dicho, se
deja entrever, como en esta nota periodística que relataba una historia de
Valentino: “La rubia y riquísima viuda lady Barrimore lo recibe en su dormitorio.
El diálogo dura dos horas. Luego, ambos descienden al hall. La lady se ve
rozagante y rejuvenecida” (“Rodolfo Valentino”, Femirama, Tomo 8, 05/66:
141).
Su juego se fundamenta en el ocultar y el mostrar (Perrot, 2008), por eso, las
imágenes que excitan el deseo suelen ser turbias y equívocas (Bataille, 2010), al
modo de figuraciones o fulguraciones donde el deseo se suscita en el intersticio
entre lo expuesto y lo que se esconde.

Figura 95: Publicidad ‘Ann Dey’, Para Ti, 1967.

Las imágenes eróticas insinúan el deseo: “El licor que se toma ‘juntos’”,
proponía una marca licorera, con la mirada penetrante de una mujer con dos copas
en la mano (Publicidad Liquore Strega, Para Ti Nº 2329, 08/05/67: 3). El anuncio
sugería una escena íntima, como espacio para la imaginería erótica.

325
Figura 96: “El licor que se toma ‘juntos’”, Publicidad Liquore Strega, Para Ti, 1967.
Las fantasías se construyen mediante tópicos como los de la prohibición, la
tentación, el secreto, lo misterioso, lo peligroso. El placer que surge desde el
sentimiento de lo prohibido (Bataille, 2010), se sitúa en medio del complejo de
prohibiciones que lo limitan. Barthes (2001) comparte esta mirada al sostener que:
“…si es verdad que no hay deseo sin prohibición [...] es preciso, por un lado, que
esté presente como prohibido (sin lo cual no habría deseo válido)” (: 159). Por
supuesto, éste no está siempre prohibido, sino sólo en determinados casos.
En las revistas femeninas, la transgresión erótica se asentaba en el dejar
entrever lo secreto: “Lo que genera placer es el paso incesante de uno a otro de los
polos opuestos, la transformación de lo privado en público opera como un
mecanismo de excitación sexual” (Preciado, 2010: 59). Así se producía, se
difundía y se consumía en pequeñas dosis a través de esas páginas.

3.3 Escenas eróticas: el contacto corporal


Las escenas eróticas figuraban al placer y el deseo erótico. En los textos
ficcionales de las revistas femeninas analizadas, las secuencias eróticas
implicaban una sensualidad narrativa. Éstos no eran precisamente obras eróticas
pero contenían casi obligadamente este tipo de secuencias discursivas que
admitían perfectamente el disfrute. A pesar de –y en relación con- sus contenidos
moralizantes, las narrativas rosas ofrecían a las lectoras escenas estimulantes para

326
la imaginación erótica y hasta podían funcionar como una escuela de saberes y
técnicas de seducción, que quebrantaban algunas inhibiciones sexuales.
Algunas escenas estandarizadas transformaban al erotismo en cliché,
especialmente en relación a los espacios y situaciones donde tenían lugar, por
ejemplo, la noche, que formaba por lo general parte de la escena, como momento
erótico privilegiado.
La voluptuosidad se desplegaba en las narraciones e imágenes del contacto
corporal. Las escenas eróticas se resolvían por ejemplo, con el beso, que ocupaba
un lugar privilegiado. Se ponían en relato las sensaciones del cuerpo por ‘el roce
de unos labios’, en el marco de una escena: “Llovía, estaban en la bohardilla de él,
y se besaron…” (“Aquel roce de unos labios”, Maribel Nº 1438, 30/08/60: 6). Las
narrativas reiteraban una y otra vez los besos apasionados de los amantes: “El
espejo brillaba como un fanal pálido en la penumbra, sumiéndolos en una
oquedad densa y sombría de besos; de locas caricias que sofocaban las palabras”
(“Los frágiles paraísos”, Maribel Nº 1627, 12/05/64: 30). La secuencia podía
componerse de una sucesión de acciones esperadas como la de acariciarse,
quitarse la ropa, recostarse, dando preeminencia a la narración de las sensaciones
corporales:
“…sintió el tibio calor de su carne […] poniendo sobre los labios de la amada su
boca temblorosa. La muchacha se abandonó a la caricia, se estremeció entre los
robustos brazos que la estrechaban” (“El secreto de Olga”, Maribel Nº1461,
14/02/61: 22).

En las imágenes, la mirada de los amantes dirigida hacia la boca insinuaba


pasión. Cuando los actores abrazados miraban mutuamente las bocas uno del otro,
lo que se sugería era la fusión del beso.

327
Figura 97: “El ‘Dr. Kildare’ teme al mal de amores”, Maribel, 1964.

En las fotonovelas de principios de la década, la situación erótica del beso se


escenificaba reiteradamente, con poses orquestadas y un tanto forzadas.

Figura 98: “Remolino de pasiones”, Maribel, 1960.

La escena del contacto se reproducía, jugando con la percepción de la piel, de


los labios frente a otros, o hasta frente a una carta del amante: “Había besado esas
328
líneas con una especie de sensual avidez, sintiendo al contacto del papel algo
irrazonablemente físico que la conmovía y exaltaba” (“Los frágiles paraísos”,
Maribel Nº 1627, 12/05/64: 28).
El juego con el contacto ínfimo de la piel era muchas veces parte de las
estrategias publicitarias de perfumería caracterizadas por hacer uso reiterado de la
sugestión y la sensualidad ligadas a los sentidos del tacto y el olfato.

Figura 99: “Encantador, sugestivo… y francés”, Publicidad Carven, Femirama, 1967.

Las significaciones del beso también se analizaban en las revistas, desde


discursos de corte argumentativo. Como con otros tópicos, el sentido de la acción
de besar estaba generizado, revestía diferentes significaciones para varones y
mujeres:
“Hablemos del beso. Para el hombre carece de esos incentivos afectivos que la
mujer coloca en primer plano. Besar a una muchacha jamás ha significado para un
hombre comprometer su futuro. El beso es para ellos el preludio de una concreción
amorosa. La muchacha, en cambio, se dice: ¡Cuánto lo quiero! Lo considera un
medio de expresión amorosa, una medida cabal de su amor” (“Mi marido no es el
mismo”, Maribel Nº 1677, 11/05/65: 32).

El beso en espacios públicos era muchas veces una transgresión al orden público.
Un discurso progresista, no sin cierto romanticismo, abogaba por el besar como un

329
derecho: “…se trata del derecho de los novios a besarse en los bancos de los jardines
públicos a la hora borrosa y sentimental del crepúsculo” (“Besos en primavera”,
Maribel Nº 1474, 16/05/61: 70). Cuestionaba su censura y represión en los espacios
públicos:
“Algunas veces ha tenido el mal pensamiento de sospechar si los policías celosos
no serán simplemente envidiosos. ¡Hay tantos puritanos que no son sino
ayunadores del amor! Sin descartar a algunos de los voluntarios de esas ligas de
moralidad que se dedican a cachear rincones oscuros, bancos apartados, troncos de
árboles demasiado copudos, como detectives de la debilidad humana […]
Jovencitas y jovencitos de Palermo: en Londres, al menos, besarse nada más, y
abrazarse un poco, no es delito ni falta. Es… juventud” (“Besos en primavera”,
Maribel Nº 1474, 16/05/61: 70).

Pero entonces, la potencia erótica se hallaba justamente en infringir las


convenciones censuradoras o represoras. El sentimiento de lo prohibido al realizar
una acción vedada abonaba la escena del placer y el deseo.

Figura 100: “El beso prohibido”, Maribel, 1964.

3.4 Lo prohibido
Las narrativas rosas se hallaban plagadas de amores prohibidos. Su fuerza
erótica radicaba en la transgresión de la veda, lo cual generaba gozo y angustia a

330
la vez: “… nadie sabría que ella se iba porque amaba a un hombre prohibido. El
mismo hombre que amaba a su hermana” (“Historia prohibida”, Maribel Nº 1451,
06/12/60: 11).

Figura 101: “Historia prohibida”, Maribel, 1960.

La experiencia del erotismo requiere del sentimiento de angustia por infringir


la prohibición, sostiene Bataille (2010). En este punto donde se vincula al placer
intenso con la angustia, juega su rol una sensibilidad religiosa, basada en la culpa.
La prohibición supone la creación de deseos, acciones e, incluso, prácticas
sociales relacionadas con la erotización de ese tabú (Butler, 2007) y el goce
adicional de jugar con lo prohibido:
“Sintió como si se tratara de otra mujer el aliento tibio de Ricardo en su cuello.
Junto a su boca. Desesperadamente, vio llegar los labios de él y estallar, con miedo,
con culpa, en los suyos.
Entonces, había vibrado su sangre. Su alma. Su piel.
Y había tenido que recurrir a todas sus fuerzas para que él se fuera sin besarla otra
vez…” (“Historia prohibida”, Maribel Nº 1451, 06/12/60: 30).

La experiencia juzgada culpable y cargada de pecados tiene “… un sabor más


áspero: el atractivo del fruto prohibido” (Bataille, 2010: 244), más aún cuando se
relaciona a la perversión:

331
“Una ráfaga de aire caliente le golpeó la cara, se le deslizó por el cuello, por el
pecho. Toda su carne se estremeció. Pensó en las otras. Esas que como Nina
Azcárate conocían las caricias del hombre. Pero ella no. ¡Ella nunca! Si por lo
menos no fuese tan estúpidamente honesta… Quizá podría aún conocer los secretos
del amor… Había por las calles, de noche, tantos hombres solos, aburridos…
Imaginó perversas aventuras que le erizaron la piel” (“Los frágiles paraísos”,
Maribel Nº 1627, 12/05/64: 28).

Desde la prohibición, el erotismo puede ser juzgado como una actividad


degradante. Y en esa misma mancha radica otro potencial de lo voluptuoso:
“-¡No me mires! –ella se apartó trenzándose con rapidez el cabello, sosteniendo las
horquillas entre los labios-. ¡Debo parecer una gitana! ¡Y soy como las gitanas!
¡Vengo a la orilla del río a hacer el amor! […]
-¿Por qué?
-Porque estoy fea y sucia…
-Sucia de mi amor, de mis caricias… -le levantó la cara, la besó en los párpados y
en las mejillas mientras seguía-. Quisiera verte siempre así… Que nunca te
limpiaras… ¡Que cada mancha quedara para siempre en tu piel, para que no
pudieras olvidarte de esto! (“La hiedra”, Vosotras Nº 1324, 20/04/61: 29).

Las narrativas asociaban lo degradante a la dimensión de la animalidad, de lo


salvaje, que, lejos de los discursos racionales de la sexualidad, se asociaban al
erotismo:
“Se había entregado a Paolo con el ímpetu de un animal, de una hembra joven, sin
preámbulos ni requisitos… ¡Ni siquiera le había pedido que le prometiera casarse
con ella! ¿De qué le hubiera valido?” (: 30).

El goce orgásmico implicaba una pérdida de control sobre sí misma, se volvía


un emblema del desorden del mundo avivado por las formulaciones peyorativas,
morales o científicas, frente al mismo (Muchembled, 2008). El goce sexual
femenino aunaba placer y sufrimiento.

3.5 Goce o padecimiento del placer


En todo placer está presente el sufrimiento, pues no existe un placer puro. Así,
el goce supone ambas caras: la propia excitación se manifiesta como una tensión y
toda tensión tiene un carácter displacentero, pero lo destacable es que es también
vivida como placentera (Adissi, 2006).
El trastorno angustioso, que aprieta la garganta, aparece como parte del placer
erótico (Gubern, 2005) y funda su vínculo inextricable con el dolor. Las
332
sensaciones voluptuosas se presentan como una experiencia corporal ambigua que
mezcla satisfacción e insatisfacción.
En las revistas femeninas de los ’60, las narrativas ficcionales o la puesta en
relato de la vida de los famosos jugaban con esta intrincada trama de sensaciones.
Por ejemplo, un ícono erótico como Jane Fonda se caracterizaba por su
‘turbulenta vida’. Una imagen mostraba a la actriz junto a un partenaire sexual en
un filme, que remitía a una sensación de goce mitigado por la angustia o trastorno.

Figura 102: “La turbulenta vida de Jane Fonda”, Maribel, 1964.

Las historias describían al orgasmo femenino como una mezcla de placer y


dolor:
“Era ella la que gemía…
Se sorprendió de su urgencia, de su propia voz… Se sorprendió y al mismo tiempo
supo que ella era verdaderamente esa, esa mujer que tiraba abajo sus propias
defensas, que arrullaba, que gemía, que suplicaba…
Con los ojos cerrados, no se resistió cuando él la arrastró hacia el fondo del huerto,
hacia el bosque. Se dejó llevar ansiosa y al mismo tiempo temblando, con las
manos abandonadas a los costados, como desmayada, pues sabía lo que iba a
suceder… Y cuando cerca del río –el río estaba allí, oía su voz vieja, la voz que
había acompañado sus soledades de niña y de muchacha y luego su vasta,
exasperada soledad de mujer-, al reparo de unas matas que la luz lunar
transformaba en exóticas ramazones de plata. Paolo cayó sobre ella y el perfume de
los tréboles aplastados fue el perfume mismo del amor; no luchó, no se negó, ni

333
siguiera profirió una queja cuando el dolor inauguró su carne, pues aquel dolor,
como el del alumbramiento, era un dolor vivo, casi alegre, un dolor de vida…”
(“La hiedra”, Vosotras Nº 1324, 20/04/61: 27).

Figura 103: “La hiedra”, Vosotras, 1961.

El orgasmo femenino se ponía en relato junto a la fascinación que derivaba de


su halo misterioso, invisible o inverificable, difuso:
“Y en el último instante, la cabeza rodando en una agonía sobre la hierba, sus
pechos blancos de luna en las manos de Paolo, el éxtasis pesándole en los párpados
con su promesa liberadora, su arrullo se convirtió en un grito ronco, áspero,
salvaje, que hizo enmudecer a los nocturnos habitantes del bosque y sonó bajo el
cielo negro, bajo los árboles negros, como la voz misma de la creación” (“La
hiedra”, Vosotras Nº 1324, 20/04/61: 28).

La publicidad también hacía uso del atractivo de la escenificación del goce y su


relación con la interpretación voluntaria del placer femenino, es decir, la
posibilidad de la mujer para simular el orgasmo como un frenesí de lo visible
mediante la imagen de la mueca en su rostro en el instante de éxtasis y en la
repetición de la frase: “y otra vez” (Publicidad Cremestick Coty, Femirama Nº
extraordinario, 04/68: 223).

334
Figura 104: “Otra vez…” Publicidad Cremestick Coty, Femirama, 1968.

El encuadre elegido era el rostro femenino con su expresión dislocada por el


goce, entre el placer y el dolor, momento que en el erotismo se constituye en
espectáculo supremo, como culminación del rito, junto a la reiteración de
eventuales exclamaciones características que impiden, por supuesto, verificar la
autenticidad del orgasmo femenino, sujeto a una relativamente fácil simulación.
Las imágenes del éxtasis presuponían un goce estético, hablaban de una
potencia fascinante y misteriosa del desborde femenino. A través de estas
estrategias, el placer, pasaba en los ’60 a ser un efecto del tráfico continuo de
información e imágenes (Preciado, 2010). La sensualidad vergonzosa del cuerpo
se ponía en tela de juicio por la irrupción en las escenas pública y privada del
orgasmo femenino (Muchembled, 2008).
En las imágenes, el erotismo suponía una estética y una construcción semiótica
de la mirada erótica. Entre las superficies de significación erótica, el aspecto
visual de estas discursividades operaba como una poderosa estrategia de
captación.
A diferencia del porno más común, polarizado por la genitalidad, las
construcciones del erotismo fijaban el deseo en el rostro, el busto femenino o las
piernas, a través de la sinécdoque. La selectividad del encuadre hacía de la imagen
un medio para reconstruir los trayectos de la mirada. La escena propiamente
335
sexual era suprimida mediante la elipsis o sustituida por una metáfora (Gubern,
2005), con formas alusivas para referirse al acto sexual que remarcaban el carácter
pecaminoso del sexo que seguía operando.
El erotismo, una actividad paradojal, mezcla de goce y dolor, de pasión y
peligro, de inocencia y culpa, suponía tanto la vida como la muerte. Sin estas
paradojas, la actividad erótica se convertía, según Bataille (2010), en un horror o
en una trivialidad, como actividad comercial, como práctica higiénica o mera
diversión.

3.6 La muerte erótica


La actividad erótica no es para Bataille (2010) un ‘’exilio de la muerte’, tal
como la comprende Foucault (2008a), sino que supone en sí misma, una pequeña
muerte. El goce entrelaza muy íntimamente el disfrute físico con ese sentimiento.
El erotismo es una exuberancia de la vida hasta en la muerte como experiencia del
“…aspecto lujoso de la muerte” (: 63).
El orgasmo, comprendido como una muerte pequeña, como “…verse uno al
otro morir y resucitar un momento después” (Muchembled, 2008: 144), pone en
escena la dimensión mórbida de la sexualidad, traduciendo a la vez una
fascinación, una curiosidad y un miedo al cuerpo.
La unión entre placer y sufrimiento que identificaba a la voluptuosidad
femenina podía llegar a simbolizarse como desbocada y hasta demoníaca, hilando
una metáfora aterradora que vinculaba a la llamada muerte pequeña del orgasmo
con sufrimientos asociados a los tormentos eternos de las pecadoras.
La actividad erótica implica una pequeña muerte además, por la fusión, la
supresión del límite, la indistinción y confusión de objetos distintos, lo cual hacía
desaparecer al yo, a la unidad, como un momento de disolución del sujeto: “Toda
operación del erotismo tiene como fin alcanzar al ser en lo más íntimo, hasta el
punto del desfallecimiento” (Bataille, 2010: 22). Eros y Tánatos, pulsión de vida y
pulsión de muerte, no se oponen desde esta mirada, sino que más bien se
implican. La muerte ejerce una fascinación erótica.
Las narrativas rosas ponían en relato este entrelazamiento pasional entre la vida
y la muerte:

336
“Se darían el uno al otro perdidamente. Y desde ya, rendida, complaciente,
experimentaba esa misma fiebre que la envolvía cuando ella y Bernardo se
entregaban a su amor.
¡Qué largas las horas!
¿Cuándo palidecería el cielo y, apagándose las estrellas, comenzaría a surgir el
alba?
Y, entretanto, ella recordaba detalle por detalle, el placer y la angustia de que
estaban compuestos sus encuentros con el amante. La ansiedad, la ilusión… todo
ese bagaje de que se componía la aventura. La única de su corta vida, saboreada
con su piel, con todos sus sentidos. Por la que podía vivir o morir” (“Los frágiles
paraísos”, Maribel Nº 1627, 12/05/64: 29).

El goce erótico podía ser destructivo y las pasiones fervorosas pero a la vez
fulminantes. Esta dimensión fulminante de la pasión amorosa, que entrelazaba
lujuria, placer y defunción, se simbolizaba muchas veces con la imagen de la
mujer desnuda y desvanecida, como la cautiva que se desmaya para sobrellevar el
oprobio, actualizando la tradición del rapto, el sexo y la violencia:
“Tómame y llévame lejos. Lejos de Ricardo. Lejos de la vida…
Y Gabriel la miraría. Y la besaría. Y ella sentiría sobre sí aquella pasión húmeda,
falsa, casi fruto del instinto” (“Historia prohibida”, Maribel Nº 1451, 06/12/60: 30).

Figura 105: “Si usted quiere morir en sus brazos”, Publicidad Colonia Valet Gillette, Femirama, 1967.

337
En la idea de la conquista seguía presente la idea de la captura: “…aprisionó a
la joven entre sus brazos con tal fuerza que a Olga le fue imposible resistir por
más tiempo” (“El secreto de Olga”, Maribel Nº1461, 14/02/61: 22). Se sostenía
que las mujeres deseaban ser capturadas. Una imagen simpática del rapto era
utilizada por la publicidad de crema Pond’s (Femirama Nº extraordinario, 04/68:
225).

Figura 106: “Un momento…!” Publicidad Pond’s, Femirama, 1968.

En el extremo de la conjunción del eros con su par destructivo, la pasión


erótica se asociaba a la violencia. El amor-pasión comprendido como
“sentimiento violento” (“El amor a primera vista”, Maribel Nº1438, 30/08/60: 7),
se vislumbraba tanto en las narrativas eróticas como en las publicidades:
“Las manos del hombre, enredándose en los cabellos de Nina, echaron hacia atrás, y
con violencia, su cabeza. La boca se apoderó de aquella otra boca. Las caricias
recomenzaron salvajes, desesperadas” (“Los frágiles paraísos”, Maribel Nº 1627,
12/05/64: 30).

La marca de automóviles Falcon en 1969 retrataba una erótica de la violencia


asociada al amor con la figura de un gran corazón que incluía dentro de sí, a modo

338
de ruegos masoquistas: “Castigame, maltratame, explotame, soy todo tuyo.
Falcon”.37

Figura 107: “Castigame, maltratame, explotame, soy todo tuyo”, Publicidad Falcon, 1969.

Una puesta en escena del juego entre violencia y erotismo, como parte de un
happening del Instituto Di Tella era registrada por una crónica de la revista Gente,
en 1966:
“Claro, los hombres se pusieron muy agresivos con las muchachas. Parecía que las
estaban castigando. Pero no: esa era la intención del espectáculo. Después del
placer viene el dolor. […] Lo cierto es que en la lucha entre hombres y mujeres
[…], bikinis y melenas, quedó un saldo de nada. ¿Qué se quiso demostrar? ¿Que el
hombre es más fuerte que la mujer?” (“¿Adónde llegará esto?”, Gente Nº73,
15/12/66: 9).

La poderosa tensión entre el peligro y el placer sexual se desataba en los


vaivenes entre el constreñimiento, la represión, y a la vez, la exploración y el
goce. El deseo que también “…es siempre una fuerza terriblemente destructora”
(Muchembled, 2008: 305), se relacionaba al valor de atracción que ejercía lo
peligroso.

37
No casualmente durante la década siguiente, esta marca de automóviles sería signo de la
represión militar.
339
Una interpretación erótica del peligro implicaba un deseo desbordado e
incontrolable que no podía ser raptado, ni encerrado, ni comprendido. Las
historias de amor narraban este aspecto seductor de la muerte.

Figura 108: “Ella y la muerte”, Maribel, 1965.

Pero la dimensión de la muerte se hallaba incluso en la ternura, como otra


forma del amor que, sin embargo, según Bataille (2010), introducía “…en el ansia
de los corazones el mismo elemento de desorden, la misma sed de desfallecer y el
mismo regusto de muerte” (: 246) que se hallaba en el ansia de los cuerpos.
“Se acercó a ella y le apoyó las manos en los hombros; luego la atrajo hacia sí y
besó su boca temblorosa, hondamente turbado por su inmovilidad, en tanto ella
sentíase desfallecer en sus brazos y suspendida en ese minuto perfecto, estremecida
más allá de su carne, pensaba: ‘¿Por qué no me moriré ahora?’” (“¿Es suficiente
amar?”, Para Ti Nº 2400, 08/07/68: 24).

La sensualidad trastocada en ternura era una forma equilibrada y moderada del


amor, que se manifestaban a través del abrazo, la caricia, cumpliendo el sueño de
unión total con el ser amado a través de una afectividad y un goce asociado a una
calma casi mortuoria.
Además de esta seducción de la muerte, otras variables funcionaban como
prohibiciones que tentaban a la transgresión erótica. La clase y la raza eran

340
parámetros sociales que podían ser quebrados mediante la fusión e indistinción que
instalaba el erotismo.

3.7 Eros, clase y raza


Como en el amor, los prejuicios de raza y clase jugaban su papel en la
transgresión erótica. Los preconceptos racistas presentes en la sociedad argentina
de la época se hacían patentes en las revistas femeninas. Mientras las historias de
amor se asentaban en el triunfo del sentimiento a pesar de las diferencias, los
discursos eróticos alimentaban las fantasías en torno a estos preconceptos.
En cuanto a las relaciones interraciales o interétnicas, una escena tipificada
obedecía a la fantasía de la rendición erótica de la mujer burguesa y blanca,
europea, ante el poder viril en su estadio más brutal y primitivo, encarnado por el
hombre de raza negra o amerindio: “Ese hombre oscuro, con aire gitano, es el que
transforma a la blanca y germana condecita de arrebatos de niña en la diosa
sensual del siglo XX” (“184 centímetros de fama y elegancia”, Gente Nº190,
13/03/69: 70).
El varón oscuro manchaba la palidez asociada a la inocencia de la mujer blanca
y la incitaba a la transgresión erótica. Y por él, ella sucumbía.
La fantasía funcionaba también con la relación de género inversa, la del varón
europeo y la mujer salvaje o nativa, junto a la transgresión de los órdenes de
clases sociales (“El amor de un hombre”, Para Ti Nº 2420, 21/11/68: 6).
En una ambientación autóctona, varias historias narraban la llegada de chicas
‘del interior’ a la capital, con la finalidad de trabajar como empleadas doméstica:
“Vino a Buenos Aires como tantas, apretando un mundo de ilusiones en sus manos
frías y enrojecidas. No, no imaginaba que tan pronto buscaría el camino de regreso”
(“Linda”, Maribel Nº1640, 08/64: 27). En estos relatos, los prejuicios de clase y la
discriminación racial se entrelazaban con otros tabúes y situaciones sexuales que
podrían ser consideradas perversas:
“…no aguanto esas manos negras sobre mi plato. Arreglátelas para que no me ande
manoseando la comida […] ¿La hiciste bañar?
-Sí, además aparece limpia; le revisé la valija.
-¡Pero ese color, che; ese color!
‘Andá, hace el racista ahora. Ese color, ese color… Claro, la miss rubia te gustaba
porque se hacía la gata por los rincones y se te apoyaba en el hombro cuando servía
la comida. Claro que cuando hubo que pagarle sueldo a fin de mes se te acabaron

341
las ganas de preguntarle ‘how do you do’ y sacar a relucir tu lastimoso ciclo básico,
aprenda inglés por correspondencia. Por lo menos con esta negrita…’
-Uno nunca sabe si están enfermas. Acostumbrados a dormir amontonados en esos
ranchos. No vaya a ser que nos meta la boca en los vasos. ¿Le dijiste que se lave la
boca aparte?
-Le dije.
-Los microbios se te pueden filtrar en cualquier momento.
‘Y el lápiz de labios de la inglesa seguramente venía esterilizado, ¿no?’
[…] Sabés que siempre fui delicado con estas cosas. Europeo che, ciento por ciento
europeo. No puedo evitarlo, me revientan los aborígenes. Debe ser una fijación
infantil. Desde que tuve la ‘nurse alemana’.
‘Sí, dale, empezá con la historia de tu niñez ahora. La institutriz alemana que te
bajaba los pantalones y te hacía cosquillas mientras tu madre se decía de todo con
tu padre en la habitación de al lado’” (“Linda”, Maribel Nº1640, 08/64: 27).

Esta historia, cargada de detalles perversos, hacía uso de la fascinación de la


‘mancha’ que ejerce una piel oscura sobre una piel pálida y narraba elípticamente
la violación de la empleada por parte del empleador:
“La puerta entreabierta.
-Abrí de una vez.
[…] El olor fuerte, insoportable. El olor del vino blanco o del whisky o de las dos
cosas mezcladas.
[…]El olor en la cara, haciéndole picar los ojos.
Y las manos tendiéndose, temblorosas, agitadas.
-¡Sos linda; nunca te dijeron que sos linda!
[…] Linda, linda, linda. Las manos encima, empujándola. Y el olor fuerte,
pegajoso, repugnante […]
-Vení, vení, no seas arisca.
‘No, no, no. ¿No!’
-Linda, linda, linda.
‘No’.
-Sí, cerrá. Dejá, cierro yo.
Dejá, cierro yo, dejá.
-Linda, linda mía. […] El olor a vino inundándola. La puerta cerrada” (: 30).

Las narraciones hablaban de violaciones, pero también de los acosos sexuales,


como persecuciones obsesivas de varones hacia mujeres:
“Nadie le había explicado nunca qué significado podía tener esa palabra que ahora
comprendía tan bien. Acosada. Así se sentía: acosada. Y sin valor para nada más que
para dejarse arrastrar por cualquier marea” (“Las diez en punto de la noche”, Maribel
Nº 1611, 21/01/64: 65).

Las ficciones contaban historias de jóvenes que comenzaban a trabajar y caían

342
bajo el acoso de sus empleadores, o en la prostitución.
“… ella era distinta, era mucho más hermosa. Se lo decían los hombres por la calle.
Se lo decían los compañeros de trabajo.
Y se lo dijo el patrón, con la voz gangosa, con la voz ronca, cerca de la oreja, casi
besándola. Le dijo:
-Una chica como vos no tiene por qué doblarse sobre la máquina y arruinar así su
belleza” (“Casi pecado”, Vosotras Nº 1324, 20/04/61: 24).

Las lectoras también escribían a los correos sentimentales, preocupadas por el


acoso en sus trabajos. Una carta de una lectora joven, autocalificada como seria y
proveniente de un ‘hogar bien constituido’, hablaba de su indignación frente al
acoso:
“Dicen que soy bonita, cualidad que nunca me importó demasiado, pero que está
convirtiendo mi búsqueda de trabajo en un verdadero martirio. Durante seis meses
he vagado por las empresas teniendo que abandonar los trámites cada vez más
decepcionada cuando creía que el esperado puesto era mío, porque los jefes de
personal y los gerentes me han invitado a salir, a tomar una copa, o se han excedido
en sus elogios sobre mis dotes físicas.
No creo que mi aspecto deje vislumbrar la oportunidad de una aventura […] Lo
que no puedo explicarme es que personas que ocupan cargos importantes en
empresas grandes y calificadas se arriesguen a ofender a las muchachas con
necesidad de trabajar que provienen de hogares serios y bien constituidos”
(“Correo del corazón”, Maribel Nº 1500, 1961: 79).

La prostitución se ponía en relato, junto a los avatares de estas mujeres y la


descripción de los ambientes dentro de las casas de meretricio, el miedo a los
proxenetas, la maternidad, los clientes, la relación con la policía:
“Ella era joven aún. Pero gastada, envilecida hasta la médula. Larsis, el muy
cochino, pretendió ´negociarla’. Pero ella escapó, con Janina, muy pequeña
entonces. Escapó llevándose un montón de libras inglesas. Se convirtió en
‘patrona’. Un ‘cliente’ le aconsejó que se instalara en la provincia. Ella, que vivía
atemorizada por el miedo de que Larsis, en sus periódicos viajes, acabara por dar
con su paradero, abandonó Buenos Aires… De este modo fue como paró cerca de
‘San Sebastián’, donde abrió una ‘casa’. A Janina –un estorbo- la dejó en el pueblo
cercano, al cuidado de una familia humilde. Ella, Tirza, supo arreglárselas,
organizar… A los criollos les gustaba el alcohol, el juego, las mujeres. Eran
generosos, derrochadores. La caña corría que era un gusto; las manos rudas se
estremecían de placer sobre las sedas baratas que vestían las ‘muchachas’…
Rescatadas por breves momentos de sus duras tareas, de la verde soledad de la
pampa, concurrían con sus mejores pilchas a esas noches de jolgorio… También
allí, como en Salónica, el aire era cálido. A veces, una luna roja y enorme asomaba

343
sobre los sauces como un redondel de sangre, y una música de guitarras enardecía
la atmósfera.
Todo marchaba como una máquina bien aceitada. El comisario, arreglado con un
tanto por mes, hacía la vista gorda. Se iba uno, nombraban otro, pero siempre se
entendía con ellos” (“Vivir y morir”, Maribel N° 1618, 10/03/64: 47).

Las temáticas de la prostitución, el acoso, la violencia, la discriminación racial


y de clase convivían en las narrativas pero también en las notas de opinión y en
las cartas de lectoras. Si bien los relatos pretendían dejar alguna moraleja, se
servían de estos temas y de la fascinación erótica que ejercían al jugar con lo
prohibido o lo degradante. Se trataba del placer turbio pero intenso de lo
prohibido, donde tampoco faltaba el tabú del incesto y el atractivo que ejercían las
meretrices.
Mediante estos discursos, las propias narrativas se construían como objetos de
deseo. La actividad erótica intercalaba sujetos y objetos de deseo y placer,
posiciones que no se correspondían tajantemente entre uno y otro género, aunque
no dejaban de hablar de relaciones eróticas de poder.

4. Sujetos de deseo y objetas de deseo


Una erótica, organizada desde la era cristiana sobre el modelo de relación entre
varón y mujer trazó una línea divisoria entre los actores activos y pasivos de la
escena de los placeres. Por un lado, los sujetos de la actividad sexual (que, sin
embargo, tenían cierta dificultad en lograr ejercerla de manera mesurada y
oportuna, es decir que estaban sometidos a sus pasiones) y, por el otro, los
compañeros-objetos, con quienes se ejercía (Foucault, 2006). Esto trazó una
división genérica de los roles eróticos: masculinizando al sujeto de deseo y
feminizando al objeto.
Para los griegos de la Antigüedad Clásica, al término aphrodisia correspondía
al verbo aphrodisiazein, referido a la actividad sexual en general. El valor activo
del verbo se relacionaba con el papel masculino de la relación sexual y con la
función activa definida por la penetración. El papel pasivo en la unión sexual se
reservaba al compañero-objeto: aquí se ubicaban las mujeres, pero también los
muchachos y los esclavos. La actividad sexual así percibida respondía a una

344
dominación del modelo viril: “…es el acto masculino el que determina, regula,
atiza, domina. Él es el que determina el principio y el fin del placer” (Foucault,
2006: 121).
Estos sentidos en torno a un deseo masculinizado, asociado con la agresividad
y la posesión, como “…deseo agresivo de los hombres” (: 137) continuó vigente en
la cultura erótica. No dejaba de ser una ficción teatralizada de la sexualidad donde
existían dos polos: uno activo y uno pasivo.
La distinción entre el sujeto deseante y el objeto deseado, el Eros y el Anteros,
otorgó a cada posición una inscripción de género. La dicotomía sexualizó y
generizó al deseo, instaurando un binarismo a partir de un lugar biológico que
prescribió una dirección del deseo de supuesta complementariedad entre ambos
sexos (Butler, 2007; Lenarduzzi, 2012).
Esta feminización del objeto de deseo atraviesa la obra de Bataille (2010),
quien en 1957 escribía:
“Al ser los hombres quienes toman la iniciativa, las mujeres tienen poder
para provocar el deseo de los hombres. Sería injustificado decir de las
mujeres que son más bellas, o incluso más deseables que los hombres. Pero
con su actitud pasiva, intentan obtener, suscitando el deseo, la conjunción a
la que los hombres llegan persiguiéndolas. Ellas no son más deseables que
ellos, pero ellas se proponen al deseo” (: 137).

Las escenas eróticas en las narrativas rosas de las revistas estudiadas no


hablaban de la penetración, aunque elíptica y metafóricamente podían referirse a
ella. Lo que se ponía en relato eran las sensaciones del cuerpo y el placer, con sus
cualidades e intensidades. No obstante cabía allí también un juego de superioridad
e inferioridad, en una relación de dominación y sumisión. Se trataba de la victoria,
por el lado de los conquistadores, y la derrota por el lado de las mujeres que
‘sucumbían’ a la pasión masculina. El acto sexual se construía como una relación
de dominación, incluso con violencia38, como en el caso de la narración de
violaciones.

38
No cabría hablar aquí de la noción de violencia simbólica, de Pierre Bourdieu, como
“…violencia amortiguada, insensible, e invisible para sus propias víctimas, que se ejerce
esencialmente a través de los caminos puramente simbólicos de la comunicación y del
conocimiento o, más exactamente, del desconocimiento, del reconocimiento o, en último término,
del sentimiento” (Bourdieu, 1999: 12). Desde el análisis de estos discursos los sentidos de la
violencia son la violencia, por tanto no valdría la distinción.
345
4.1 Encantada de ser sumisa
Bataille ligaba al objeto de deseo con una actitud pasiva y con la belleza, que
debía ser cuidada: “…una mujer se toma a sí misma como un objeto propuesto
continuamente a la atención de los hombres” (:137), decía. Al desnudarse, la
mujer se revelaba como objeto de deseo de un hombre; “…propuesto para ser
apreciado individualmente” (: 137). Y apreciarlas implicaba piropearlas. Se decía
que el piropo venía a “…rendir homenaje a la gracia femenina” (“Radiografía del
piropo”, Maribel Nº 1641, 18/08/64: 4) y se asociaba con una valoración de lo
local, del humor y la picardía:
“Tiene credenciales de porteño de ley. Las muchachas se sonríen al oírlo y, a
veces, hasta miran al piropeador. Nació en una esquina de barrio, acuñado por
algún compadrito que quiso conquistarse reputación galante. El piropo es el poema
del pueblo, ‘que tiene su corazoncito’” (: 4).

Los cumplidos provenían de una ‘galantería gratuita’, que no buscaba


recompensa:
“… el piropo verdadero es aquel que se dice porque sí, sin ánimo de conquista, tan
sólo buscando asombrar a aquella a la que está dirigido y halagarla. Los muchachos
de barrio lo vienen repitiendo desde tiempo inmemorial, más para lucirse entre sus
compañeros para hacerse fama de intrépidos y de ingeniosos, que para despertar la
admiración de la mujer que está obligada a hacerse la que no oye (aunque noventa
y nueve de cada cien casos que hemos consultado reconocen sentirse felices
cuando se las admira por la calle, y hasta esperan arrancar un piropo cuando pasan
frente a un grupo de muchachos)” (: 6).

El piropo se presentaba como un valor nacional: “En las ciudades europeas


[…] la argentina se siente perdida, fea, deslucida, porque ningún hombre le dice
nada al pasar, ninguno le susurra al oído cuando se cruza con ella en la calle” (: 6).
Pero además, tenía lugar especialmente como una práctica de camaradería y
erotismo varonil:
“Los hombres son así: temen el ridículo. Nunca van a decir una galantería cuando
están solos, sin compañía. Esos que suben mudos a un ascensor con una mujer son
los mismos que le dirán mil cosas por la calle si van con un amigo. Todo es
cuestión de sentirse resguardado, y admirado…” (: 6).

Pero entonces, el piropo ingenioso, con juegos de palabras, se diferenciaba de


la grosería, que, sin embargo, había contribuido a darle al piropo porteño: “…un
algo de picante, de cómico […] Los más ingeniosos son a veces difíciles de

346
sobrellevar con dignidad sin dejar traslucir esa sonrisa involuntaria que
despiertan” (: 6).
Los vientos de cambios llegaban hasta la actividad del piropo: ahora las
mujeres se animaban a retrucarlos o bien a susurrarlos –o hasta gritarlos- ellas
mismas:
“Se ha dicho que las mujeres también deberían piropear a los hombres, pobrecitos,
que a veces se sienten tan elegantes con su nueva corbata angosta o su sombrero Bat
Masterson y nadie les dice nada. […] los piropos forman una institución que está
cayendo en desuso. O quizás la culpa la tenga esta ajetreada vida moderna que
poco tiempo deja a los hombres para holgazanear, y que además ha dado gran
emancipación a la mujer. Porque, ¿quién se va a animar a repetir un piropo si se lo
retrucan con ingenio?” (: 6).

Ante la pregunta que rige esta indagación acerca de cómo se construía el deseo
feminizado, desde Bourdieu (1999) debería decirse que éste se construía desde
una mirada dominante masculina que ubicaba a lo femenino como objeto. Pero
cabe cuestionar si existía como tal esa mirada masculina o si era parte de un haz
de relaciones que involucraba y construía toda una configuración del deseo.
En “La dominación masculina”, Bourdieu (1999) desarrolla los sentidos
comunes que diferencian al erotismo de la pornografía, en una distinción sexual y
generizada del deseo:
“A diferencia de las mujeres, que están socialmente preparadas para vivir la
sexualidad como una experiencia íntima y cargada de afectividad que no
incluye necesariamente la penetración sino que puede englobar un amplio
abanico de actividades (hablar, tocar, acariciar, abrazar, etc.); los chicos son
propensos a «compartimentar» la sexualidad, concebida como un acto
agresivo y sobre todo físico, de conquista, orientado hacia la penetración y
el orgasmo” (Bourdieu, 1999: 34).

La dicotomía funcionaba en los ‘60 diferenciando el deseo masculino de la


ternura femenina: “En la mujer, el sentimiento amistoso, la ternura, son los
primeros en asomar la cabeza; en cambio, en el hombre, las primeras
manifestaciones de amor se entremezclan al deseo” (“Correo del Corazón”,
Maribel Nº 1637, 21/07/64: 45).
Lo que Bourdieu (1999) llama dominación masculina supone la subordinación
erótica femenina. En este punto, el autor ha denunciado la postura sexista donde,
para una mujer, su subordinación se convierte en su placer, como subordinación
347
erotizada, o incluso, en su límite, el reconocimiento erotizado de la dominación.
Él la denomina como la dimensión masoquista del deseo femenino, es decir, esa
especie de “erotización de las relaciones sociales de dominación” (: 35),
entendiendo que para muchas mujeres, un estatuto dominante de los hombres es
excitante.
De esta ‘sumisión encantada’ no es posible escapar por los caminos de la toma
de conciencia y la voluntad. El sometimiento se ejerce con la contribución –
mayormente no consciente- de quienes lo soportan, a través de lo que Bourdieu ha
denominado como violencia simbólica, una dominación inscrita de manera
duradera en los cuerpos.
Pero entonces, la posición feminizada del objeto de deseo no dejaba de ser
excitante y de encender el propio deseo y placer. Así lo vislumbraban las
publicidades de Mi Placer (Maribel Nº 1438, 30/08/60: 12).

Figura 109: “Mi placer” Publicidad, Maribel, 1960.


Se decía de un ícono erótico como Brigitte Bardot que ella necesitaba tener:
“…la certeza de que es siempre deseada. No admite que haya en un hombre otros
intereses que puedan alejarlo de ella” (“Pasarán más de mil hombres, muchos
más…”, Gente Nº150, 15/08/68: 18). Además, los íconos eróticos masculinos
analizados en el capítulo anterior demostraban que los varones también podían
ubicarse en esa posición.

348
La escena erótica desbordaba las categorías de sujeto-objeto, activo-pasivo, y
también masculino-femenino. En las narrativas, la feminidad se construía como
deseable y deseante a la vez, como objeto pero también como sujeto del placer:
“Amor desnudo. El deseo de él la vistió de deseo. Y se sintió vivir hasta la última
fibra de su cuerpo, sin esforzarse, sin tener nada que aprender, no como cuando
Gantine se empeñaba en despertar su sensualidad, y ella se quedaba a su lado más
por curiosidad que por pasión, como si la obsesionara el secreto poder de su
cuerpo.
Ese poder que fluía fácilmente cuando la tocaba Paolo y que le permitía sentirse
hermosa, perfecta, mágica en su capacidad de sentir y dar placer” (“La hiedra”,
Vosotras Nº 1324, 20/04/61: 27).

En los juegos del deseo, también se encontraban los papeles del gato y el ratón.
Las mujeres, en tanto objeto, debían resistir la seducción masculina, no dejarse
engañar ni poseer así sin más, debían ser esquivas. Esta histeria requerida a la
feminidad subrayaba su valor erótico.

Figura 110: “¿A plena vida?”, Maribel, 1964.

La huida o la fingida huida, atizaba el fuego del deseo; pues la aparente


negación del ofrecimiento, aumentaba el valor de lo ofrecido. El objeto de deseo
tenía que provocar su persecución y para ello debía escabullirse. Para el polo
masculino, la cuestión era saber a qué precio y en qué condiciones ella cedería.

349
Figura 111: “Ni diosa, ni monstruo...”, Maribel, 1960.

Pero la publicidad también le indicaba a la mujer que no huya y se deje ‘caer


en la tentación’, en el pecado. El abandonarse al placer sexual cobraba cada vez
más relevancia y hasta podía ser considerado como un derecho femenino al
erotismo.

Figura 112: “Déjese tentar”, Publicidad Windsor, Para Ti, 1967.

350
4.2 Fantasías liberadoras
Las fantasías podían asociarse a las ansias de autorrealización y placer, cuando
el goce se comprendía como liberador. A través de la transgresión erótica, las
fantasías sexuales podían dinamitar, al menos por unos instantes, distinciones
opresivas, entre lo activo y lo pasivo, lo dominante y lo sometido, lo masculino y
lo femenino.
En el imaginario erótico que se configuraba difusamente en las revistas
femeninas de los ’60, el placer de las mujeres no se minimizaba ni la exploración
de las experiencias placenteras tanto en las narraciones, como en las notas o en las
publicidades. La construcción de objetos de deseo desbordaba las prohibiciones y
tabúes, subrayando como deseable esta fascinación por la transgresión.
Las notas de opinión y las encuestas no hablaban del placer y el deseo erótico
sino más bien de la sexualidad o el sistema de alianza. No obstante, también en
éstas el placer se postulaba como afirmación vital, fuente de poder, deseoso de
contacto humano y no como aquello que debería temerse, o como algo
destructivo, debilitador o corrupto. Se iba afirmando como un derecho femenino
fundamental femenino.
La historiadora Dora Barrancos (2011) ha sostenido que en los '60 las mujeres
comenzaron a cuestionar con más fuerza las obturaciones al deseo sexual y
entonces el placer apareció como uno de los lugares desde donde la rebelión frente
a los viejos mandatos era posible. La autora también ha considerado al erotismo
como conquista feminista de aquella década, en torno a los derechos de las
mujeres al placer y al deseo. No obstante, cabe interrogarse si este movimiento del
placer y del deseo femenino puede relacionarse tan sólo con el feminismo.
La afirmación es discutible si se tiene en cuenta las respuestas contradictorias
que el movimiento ha brindado frente al problema del placer. Una corriente
dominante dentro del feminismo ha respondido muchas veces tenazmente a las
manifestaciones eróticas, analizándolas y juzgándolas desde el marco
interpretativo de la opresión de género o de la dominación.39
Textos e imágenes en las revistas femeninas de los ’60 reivindicaban el
derecho femenino al placer y las emociones eróticas. En las publicidades era

39
Es posible pensar, aquí, el propio placer de la denuncia o de la censura, el goce de la crítica y el
poder de la censura de cierto feminismo encargado de controlar la pornografía o las imágenes que
posicionan como objeto al cuerpo de la mujer.
351
posible encontrar la promoción del placer femenino y su expresión. El placer se
asociaba a la felicidad de las mujeres.
La prensa femenina era uno de los escenarios de las resignificaciones del
derecho femenino a lo erótico, junto a la construcción de nuevos modelos de
femineidad.
Pero el derecho también suponía responsabilidades. Por ejemplo, en el caso de
los besos en el espacio público que cargaban con el peso de la prohibición, y por
ello mismo de la transgresión, se cuestionaba las diferencias de género en torno a
sus responsabilidades:
“Prohibido, ¿para quién? Los hombres son culpables de sus arrebatos amorosos en
la vía pública… ¿Y las mujeres? ¿Hay que proclamar su inocencia? […] curioso
hecho de que todavía exista un hombre, y con más razón un juez, que en 1964
condena al hombre y absuelve a la mujer en casos de intercambio de besos en la vía
pública. Desde el momento que los besos prolongados y repetidos constituyen un
dar y un recibir, es preciso que la mujer consienta, más aún, que sea cómplice.
¿Cómo podría ser, luego, irresponsable?” (“El beso prohibido”, Maribel Nº 1646,
22/09/64: 37).

Seguía funcionando un ‘prejuicio que tal vez podría justificarse en otros


tiempos’: “…durante siglos, según las costumbres y las leyes, la mujer era sólo un
instrumento del hombre, y éste el único responsable de sus actos” (: 37), pero a la
vez seguía vigente “…la vieja cuestión de que es la mujer quien, desde la época
de Eva, ejerce el papel de provocadora en las relaciones con el otro sexo” (: 37).
Ahora bien, en términos de igualdad de derechos frente a los actos eróticos,
ambos géneros eran responsables:
“Hoy, con la plena posesión de sus derechos y deberes, resulta absurdo pensar que
los besos de la mujer pesen menos en la balanza de la justicia que los de su
‘partenaire’. Si es verdad que el amor engendra un estado de exaltación cercano al
delirio, el hecho no es menos real para el hombre que para la mujer. No es
admisible entonces –si alguna vez lo fue, yo lo dudo- que la mujer que se hace
abrazar sea la víctima inocente de un seductor: ya lo acepte, ya lo provoque, o ya
tome la iniciativa en cualquier caso sabe perfectamente lo que hace. Y esto se
aplica también a situaciones más graves, como la llamada ‘prueba de amor’. […]
La absolución que nos hace inocentes a costa de quitarnos responsabilidad no
condice con la independencia conquistada hoy por la mujer, quien, si ha obtenido
sus derechos, se ha obligado al mismo tiempo a responder por ellos” (: 37).
El placer entendido como derecho traía aparejadas nuevas exigencias de las
mujeres a sus parejas; y presumía tácitamente el miedo al fracaso masculino frente
al deseo femenino. La exigencia del placer sexual recíproco formaba parte de la
352
reconstitución de la intimidad (Giddens, 1998), junto a la difusión de la píldora y
la pérdida del miedo a los embarazos repetidos y una liberación erótica que daba
protagonismo a la voluptuosidad y el goce femenino.
Con la promocionada intensificación de la vida conyugal, se le daba cada vez
más importancia a la reciprocidad del placer, como un intercambio en el que se
atendía al goce del otro, es decir, a la satisfacción de ambas posiciones: un cierto
derecho democrático al goce. En este marco, surgiría también el temor a la mujer
insatisfecha al tiempo que iba cobrando cada vez más fuerza un nuevo ideal
femenino deseante.
Con la insinuación de deseo femenino a la vista, las imágenes de tintes eróticos
en las revistas femeninas imponían tácitamente exigencias de placer que querían
ser satisfechas.

Figura 113: Publicidad Régé Dama, Claudia, 1964.

Las ficciones traducían el interés que despertaba el erotismo para las lectoras.
Si bien estas narrativas rechazaban las osadías contra el orden de género, también
se desestimaba a las jóvenes sin pulsiones pasionales. Dice Cosse (2010): “Cada
vez más, la actitud activa de las chicas en la seducción fue considerándose
natural” (: 52).
353
Figura 114: “Casi Pecado”, Vosotras, 1961.

Los discursos e imágenes posicionaban a las mujeres como sujetos deseantes e


instaban a las lectoras a prestarse atención a ellas mismas, a descubrirse, dejar la
inocencia a un lado y reconocerse como sujetas de deseo frente a objetos
masculinos: “Él. Su perfume varonil. Aquella mezcla de tabaco y colonia fresca.
Su voz serena, casi respetuosa. Y sus ojos” (“Historia prohibida”, Maribel Nº
1451, 06/12/60: 10).

354
Figura 115: “Lo más excitante de Brillantina Palmolive… es el hombre que la usa”, Publicidad, 1964.

Las publicidades y narrativas ponían en relato la atracción sexual, claramente


diferenciada del sentimiento amoroso:
“’… ese hombre es mi tipo –continuaba su monólogo interior-. Siento que sólo
alguien como él podría atraerme. Será una reacción química, sexo, qué se yo. Pero
lo cierto es que sólo pensar en él me produce una sensación peculiar. Tal vez en
alguna parte, alguna vez, volveré a encontrarlo, o a alguien como él. Pero aunque
no lo encuentre, al menos sé ahora que si un simple extraño puede hacer eso
conmigo, despertar semejantes sensaciones, ejercer sobre mi esa tremenda
atracción, no es justo para Eric dejarle creer que puedo llegar a amarlo’” (“¿Dónde
estás mi amor?”, Para Ti Nº 2459, 25/08/69: 9).

En estos discursos, el mitificado sujeto masculino de deseo veía la intromisión


de un ‘objeto’ femenino que le devolvía la mirada y desafiaba su lugar y autoridad
en el juego erótico. El deseo femenino, que había estado ubicado muchas veces en
el terreno de lo sentimental, ganaba otro potencial erótico asociado explícita y
meramente a lo sexual. El movimiento inverso sucedía con el deseo masculino,
que, prototípicamente sexual, había olvidado el papel sentimental que el nuevo
estilo de pareja exigía.

355
4.3 Obsesiones de deseo
Los discursos analizados en este capítulo pueden interpretarse como partes de
la resignificación del placer y el deseo femenino que operó en los '60 y tuvo una
de sus concreciones en la prensa de masas destinada a la mujer.
Una cierta multiplicidad de vivencias y placeres eróticos se difundían al tiempo
que se desinscribían de un lugar más tradicional y dominante que ubicaba a lo
femenino como objeto de deseo. Las posiciones deseantes y objetos de deseo eran
tanto masculinizadas como feminizadas.
Pero además iba cobrando relevancia un placer acerca de los saberes eróticos.
Los conocimientos de la ciencia de lo sexual como así también del arte erótico se
difundirían cada vez más en la prensa femenina. Más allá de que se aconsejara
usar el placer con moderación, los saberes y experiencias eróticas ya no se
confiaban en secreto sino que se exponían, reconfiguraban el lugar de lo dicho y
lo no dicho.
Se propagaba una sensibilidad erótica que tenía como eje al ejercicio de la
sexualidad, aunque quizás sea pretencioso definir este movimiento como el inicio
de la libertad sexual. Sin caer en los términos de revolución erótica, mientras
Marcuse (2010) invitaba a pensar que en la década se estaba gestando una nueva
sensibilidad, menos centrada en la genitalidad, que erotizaba al cuerpo en otras
direcciones, la prensa femenina mostraba algunas transformaciones que
trastocaban la simbolización del erotismo e intervenían en la reconfiguración del
deseo y los placeres.
La década abría nuevos horizontes a partir de una resignificación erótica en
torno a las exploraciones sexuales, corporales, amorosas y las relaciones de
géneros.
La época fundó para Giddens (1998) una sexualidad más plástica o un eros más
liviano según Onfray (2010), donde la relación sexual se descargaba de la
gravedad y seriedad. No obstante, este erotismo ‘liviano’ desarrollaba nuevos
tabúes asociados al cuerpo como la vejez o la fealdad, excluyendo o desestimando
a muchos del derecho al placer.
Lo erótico se iría tornando una obsesión junto a los nuevos mandatos de la
pareja feliz y recíprocamente satisfecha o de los cuerpos que debían ser eróticos:

356
“La insatisfacción es tanto más fuerte cuanto que se impone el hedonismo
como norma. Se organiza el mercado de la frustración para revendernos el
embeleso y la intrepidez en forma de consejos, cuidados, enredos. Nuestra
época ‘liberada’ hace más amarga la suerte de los solitarios, de los
segundones reenviados a su anonimato cuando todo el mundo se supone que
goza” (Bruckner, 2011: 47).

El deseo se cristalizaría nuevos objetos, y el erotismo se tornaría a veces en una


compulsión; Lo Duca vislumbraba este panorama en su Historia del erotismo de
1965:
“El erotismo de hoy no está amenazado sino por su inflación paraerótica.
Por el cine, la prensa y la publicidad- no especializados, bien entendido- se
transforma en un erotismo larvado, sin posibilidades de satisfacción, por lo
tanto obsesivo” (Lo Duca, 2000: 90).

Las revistas femeninas publicaban referencias a las problemáticas que


acarreaba la liberación sexual. Eva Giberti exponía los dilemas entre la obsesión
erótica y el puritanismo:
“…no se debe tomar como campeones de la libertad a los que se ocupan de la
erotización de la sociedad. ¿Qué es la erotización? Lo dice muy bien Pauwells: ‘Es
una violencia ejercida contra la persona. Es la seducción que reduce a los seres a
objetos sensuales. Es también una persecución: todo amor movido tan sólo por el
placer arranca el corazón y corta la cabeza del objeto deseado. Pero cuidémonos
bien de aceptar toda censura y de dar lugar al puritanismo, que es otra
manifestación de violencia ejercida contra la libertad y la complejidad de la
persona. No se puede elegir entre dos tiranías. El sexo es una llave, pero la
obsesión sexual es un muro que la erotización y el puritanismo crean cada uno a su
manera” (Giberti, E. “El primer silencio ante lo sexual”, Maribel, s/n, 1964: 26).

La liberación era problemática y la revista Life, a tono con las reflexiones


contemporáneas, se preguntaba cuál sería en la nueva era el papel de las
relaciones sexuales. Daba por sentada la emergencia de una nueva era en torno a
la sexualidad al tiempo que cuestionaba que:
“… tal libertad podría traer una enorme declinación en la calidad de la vivencia
sexual, así como un trastrueque fundamental en el papel de uno y otro sexo […]
Ese trastrueque no daría a ninguno de los dos sexos nada de qué alegrarse”
(“Desafío al Milagro de la Vida”, Life en español Vol. 34, 28/07/69: 54).

Se exponía que, tradicionalmente, el varón había llevado una vida sexual


mucho más libre que la mujer. Según las convenciones, él buscaba el deleite
357
sexual, era el atacante, el ansioso cazador, el juvenil aventurero. En la relación
sexual, la mujer era quien concedía favores, el hombre quien los conquistaba. La
mujer guardaba su castidad como un tesoro y la usaba como cebo para el
matrimonio. Una de las razones por las cuales el hombre se casaba era la de
asegurarse la posesión de un placer difícil de conseguir de otro modo. La mujer se
sometía a su pasión en cumplimiento de su deber de esposa. Pero entonces, las
mujeres se habían ido emancipando cada vez más de esa mística:
“Oyen y leen mucho sobre el orgasmo femenino, sobre el supremo goce que puede
y debe ser, sobre su inalienable derecho a disfrutar de un placer sexual intenso y
frecuente… sí, hasta los 70 y 80 años. Ahora sabemos que las necesidades sexuales
de la mujer son por lo menos tan grandes como las del hombre y que el orgasmo
femenino es el más intenso y prolongado. La capacidad sexual masculina –pese a
los don Juanes y los Casanovas de la historia- parece esencialmente más limitada
que la femenina, y el apetito sexual del varón satisfacerse más fácilmente que el de
la mujer. Se satisfarían con mayor facilidad si la mujer se lanzara a la conquista. El
varón no tendría que salir de caza. Muy pronto, inclusive, podría verse en la
situación de tener que huir, al superar las oportunidades a su capacidad para
aprovecharlas.
La mujer, que antes competía por el hombre como compañero matrimonial,
puede encontrarse compitiendo por él como compañero en la vida puramente
sexual. Se habrá convertido en perseguidora encarnizada de hombres vacilantes y
esquivos (aunque la vacilación y la esquivez se deben simplemente a la saciedad, o
a que se han hastiado de una mercancía tan al alcance de la mano). Hoy mismo, a
medida que aumenta la edad de una mujer, ésta descubre que disminuye el número
de hombres entre los cuales puede elegir” (: 54).

Las nuevas mujeres se presentaban como devoradoras, desenfrenadas, y, por


tanto, como una amenaza para la masculinidad:
“Con tantas oportunidades para el desenfreno, es posible que los hombres se
desgasten todavía más pronto. Y es también posible que a fin de que se conserven
más, las mujeres –sobre todo si pueden empezar a tener hijos sin llevarlos en su
seno y liberarse así de su milenaria servidumbre- terminen por trabajar mientras los
hombres, más delicados, se queden en casa y se cuiden bien. Pero a medida que la
oferta de varones disponibles disminuya en un mundo donde la satisfacción sexual
fuera un derecho femenino universal, ¿qué harían las mujeres? ¿Se produciría un
retorno a la poliandria? ¿Se volverían a las de su propio sexo?” (: 54).

El ‘trastrueque’ podía conducir a un caos en los roles de género. Finalmente, la


nota calmaba el pánico y auguraba un horizonte:
“Cualquiera fuese el rumbo que se tomare, el concepto de adulterio desaparecería,
perderían sentido palabras como ‘preconyugal’ y ‘extraconyugal’ y nadie pensaría
en poner etiqueta de ‘promiscuo’ a las actividades sexuales. Después de todo, ¿por
358
qué no tener la misma libertad para ensayar una variedad de partícipes en el acto
sexual como para elegir entre platos y restaurantes distintos? El amor, el
matrimonio y la familia han durado mucho y prestado buenos servicios, pero es
evidente que no van a sobrevivir en la nueva era si nosotros no lo queremos.
Sea cual fuere nuestra actitud, parece que puede darse por firmemente establecida
una mayor libertad sexual y por aceptado finalmente, aun entre muchos sacerdotes,
que la relación sexual es, o debe ser, algo bueno y placentero” (: 54).

El discurso de la revista se acercaba a las teorías posmodernas de géneros y


sexualidades al decir que “…podría ser útil dejar de pensar en el sexo
exclusivamente con respecto a la relación sexual, si lo considerásemos como algo
que una persona es y no como algo que hace” (:54). La posición teórica
comprendía a la sexualidad como “…todas las vivencias y todas las ideas que,
desde la infancia a la vejez, han contribuido a su masculinidad o su feminidad” (:
54).
Pero entonces, el desenfado femenino también marcaría una tensión entre
placer y peligro sexual en la vida de las mujeres (Vance, 1989). Ellas quedaban
más expuestas y por ello, muchas veces también, vulnerables sexualmente:
“El desenfado y la impulsividad sexual adquieren un precio muy alto, ya
que las mujeres no sólo deben pensar en las consecuencias que a ellas
mismas les suponen sus actos, sino también en las consecuencias que éstos
tienen en los hombres, cuya ‘naturaleza’ sexual es, se supone, lujuriosa,
agresiva e impredescible” (: 14).

En medio de la ruptura del antiguo pacto que oponía la seguridad a la libertad


sexual, Bruckner (2011) hace hincapié en el miedo de las mujeres a las represalias
y al castigo por su actividad sexual:
“Es exacto que las brutalidades contra las mujeres aumentan a medida que
aumenta la independencia; incluso se corre el riesgo de asistir a una
explosión de violencia nunca vista para castigarlas por levantar la cabeza. El
resentimiento de algunos hombres hacia ellas se parece al furor de un
propietario que reacciona a la abolición de la esclavitud. Los avances en la
libertad de las mujeres van a la par con el odio a las mujeres libres. Sería
absurdo deducir de ello una reprobación de la seducción; ésta persiste,
afortunadamente y por la propia voluntad de las mujeres. Participa también
del gran proceso igualitario puesto que debe sustituir la autoridad por la
persuasión y porque se tiene en cuenta el consentimiento del otro en lugar
de forzarlo” (: 59).

359
El erotismo se volvía casi obligatorio, con la caída de algunos tabúes y la
creación de otros, el derecho de las mujeres a disponer en mayor medida de su
cuerpo. El retroceso de las reticencias eróticas se compensaba con un aumento de
las exigencias; sería cada vez más necesario ‘garantizar’ un buen sexo si no se
quería ser rechazada o rechazado: “Fin de la culpabilidad, principio de la
ansiedad” (: 154).
Los nuevos mandatos exigían juventud, cuerpos esbeltos, mujeres libidinosas,
varones capaces de satisfacerlas, amores que garantizaran buen sexo.
Tornado una actividad recreativa, el erotismo perdía toda su fantasmagoría
asociada a la prohibición: “Una manera de convertir a la sexualidad en algo tan
inofensivo como un vaso de agua” (: 165). Las teorías de la liberación sexual
habían olvidado pensar la compulsividad del placer y el deseo ‘liberados’. El
soñado deseo liberado también implicaba sufrimiento, puesto que se aspiraba a lo
que no se tenía:
“… la emancipación no ha hecho menos problemática la vida erótica de
nuestros contemporáneos, que se ha degradado en ansiedad, en comercio
pornográfico, en terapia, el amor sigue siendo un pueblo encantado del que se
excluye a los viejos, los feos, los deformes, los que no tienen dinero, la crisis
de la identidad masculina sólo ha agitado un poco el poder del primer sexo, la
tiranía de las apariencias y de la juventud persiste más que nunca” (: 37).

Las escenas eróticas y las narraciones o figuraciones de los placeres y deseos,


los discursos del goce femenino y el contacto corporal, las relaciones entre
erotismo y muerte, placer y sufrimiento, mostraban una cierta liberación de las
fantasías eróticas pero a la vez nuevas opresiones del deseo obsesivo. Ante los
imperativos hedonistas, de belleza corporal, sexológicos, pornográficos, el
tradicional horizonte amoroso femenino se reconfiguraba mientras las relaciones
sexuales y de géneros se resignificaban en función de esos nuevos mandatos.

360
A MODO DE CONCLUSIONES

“Ésta es la astucia de la razón amorosa: cada


generación sólo puede cargar con un papel
histórico limitado antes de que sus actos y sus
intenciones se vuelvan contra ella y se le
escapen” (Bruckner, 2011: 31).

“…nuestras pasiones siguen rebeldes a la


vulgata progresista que amonesta y a la
vulgata nostálgica que fustiga; se
despliegan, indiferentes al hecho de saber si
son morales o están conformes con el
sentido de la historia” (: 227).

Los discursos están destinados a una existencia transitoria, según una duración
que a nadie pertenece (Foucault, 1992), pero esa existencia puede marcar huellas
que indiquen derroteros a discursos venideros. Durante los ‘60, los cambios
culturales que afectaron desde distintos frentes a las concepciones del erotismo
dejaron fuertes rastros en la cultura erótica desde las relaciones sexo-génericas,
los modos de interpretar el amor y la sexualidad o la puesta en escena de los
cuerpos, los deseos y placeres. En este sentido, la tesis constituye un aporte para
los estudios de la prensa femenina, abordada ampliamente por investigaciones de
géneros y sexualidades (Pauwels, 2010; McRobbie, 1998; Greco, 2005; Dillon, 2011;
Muñoz Ruiz, 2002; Cosse, 2011; Bontempo, 2011), pero escasamente indagada
desde el punto de vista de la construcción del erotismo y su relación con el
derecho al placer.
Para la realización de este trabajo de análisis fue necesaria una definición
contextual histórico-cultural del erotismo y de la prensa femenina, a fin de situar
las fluctuaciones de sentidos en las dimensiones de análisis propuestas. Si bien los
cambios no pueden ubicarse linealmente en una progresión cronológica, en
conjunto y a manera de espiral, fueron resignificando los modos de comprender el
erotismo.
En la selección del corpus estuvo implicada la decisión de no analizar
contrastivamente los discursos ideológicos de cada editorial, sino abordar el
problema del erotismo anclado en una época y un espacio donde los sentidos del
mismo fueron reconfigurados en conjunto. El foco estuvo puesto en interpretar
analíticamente y construir dimensiones teóricas para abordarlo en las revistas
361
femeninas de los ’60. La variedad y cantidad de revistas demostraron que las
diferencias entre unas y otras editoriales, en torno a estas problemáticas, no
revestían una distinción significativa en la construcción de los sentidos de época
en torno a lo erótico. La mayoría de los ejemplos fueron seleccionados de una
revista como Maribel que, a diferencia de la rimbombante Claudia -caracterizada
como una publicación femenina a la vanguardia- no ha sido analizada por otras
investigaciones del campo de estudios de los géneros y sexualidades o de la
historia de los medios.
Las revistas femeninas de la época no eran inocentes o reticentes en relación al
erotismo ni tampoco eran voceras de la liberación sexual. Por tanto, es forzoso
ubicar a las diversas editoriales en uno u otro lado del espectro. Esas clasificaciones
no resultan demasiado útiles para pensar un movimiento cultural histórico, pleno de
cambios, resistencias, contradicciones y paradojas, relacionado al erotismo y la
femineidad.
En medio de una ruptura cultural, las resignificaciones del erotismo en la época
supusieron una importante desculpabilización en el ámbito erótico. Si bien mucho
se ha hablado de la liberación sexual durante la década, no se la define como una
liberación erótica. Estos términos resultan, con todo, problemáticos, si se
comprende con Bataille (2010) que el erotismo supone una actividad de
transgresión -que sin embargo no deja de estar organizada-. Cabría pensar si este
concepto de liberación no termina ganando terreno al propio erotismo que necesita
de la prohibición para transgredirla, y ahogando la posibilidad de concretar sus
manifestaciones. No obstante, es claro que el erotismo se las ingenia para
sobrevivir. La época acallaba algunos viejos tabúes o prohibiciones sexuales
asociados al puritanismo pero construía varios nuevos como los relativos a la
vejez, la fealdad o la gordura del cuerpo.
Las nuevas libertades acarreaban innumerables paradojas. Las permisividades
albergaban otras esclavitudes que ponían en cuestión la mentada liberación, pues,
como ha señalado Foucault (2006): “Ser libre en relación con los placeres no es
estar a su servicio, no es ser su esclavo” (: 77). La liberación conformista, con la
que se hallaba desencantado Marcuse (2010), suponía una sexualidad más
desinhibida; pero entonces, el autor notaba con tristeza que las nuevas
generaciones no dejaban de cumplir ‘compromisos’ en sus relaciones eróticas:
362
“…con encanto, con romanticismo, con sus anuncios comerciales favoritos” (:
91).
Al respecto, se ha podido constatar que en la prensa femenina y de actualidad
proliferaban los discursos de la ciencia de lo sexual y la educación sexual. En el
área de la sexualidad, la difusión de las píldoras llegaba para separar el problema
de la reproducción. Las mujeres podían liberar al placer sexual del miedo al
embarazo, aunque en años venideros resurgiría el peligro por las infecciones de
transmisión sexual que las píldoras no prevenían. Pero además, con la
anticoncepción femenina, el cuidado de la sexualidad reforzaba la idea de que era
exclusiva responsabilidad de ellas. En esta línea, la tecnología médica centró el
problema de la anticoncepción en el control del cuerpo de la mujer; el estudio de
las hormonas masculinas, en cambio, se dirigió desde entonces a virilizar y
sexualizar a los varones.
Las fronteras entre los discursos de la sexualidad y los discursos cristianos de
la carne se desdibujaban con el uso frecuente de remisiones a la medicina o la
psicología por parte del discurso religioso, o el marco moral en que se postulaban
los discursos de la ciencia positivista en torno al sexo. Pero entonces, la mística
del erotismo se resquebrajaba en discursos colmados de ‘datos’ de pretendida
neutralidad ideológica, asentados en la razón o la empiria, que predecían
comportamientos sexuales y nuevas técnicas de reproducción de la especie.
Las normas de género también eran trastocadas. Las revistas femeninas
hablaban de comportamientos afectivos y eróticos que estaban cambiando el
orden de las relaciones de género y de la sensibilidad, que siempre es relacional
(Lenarduzzi, 2012). Los correos de lectoras mostraban la difusión de nuevas
significaciones acerca de las relaciones eróticas. Entre sus páginas convivían
discursos de heterogéneas experiencias femeninas en torno al erotismo, alternando
notas de corte feminista con narrativas rosas desarrolladas a partir de moralejas
convencionales acerca de los roles de género en el amor y las relaciones sexuales.
En medio de un proceso cultural modernizador, estos medios de prensa iban
introduciendo, de manera desordenada y contradictoria, ideas que cuestionaban
ciertos conservadurismos morales en materia de sexualidad y relaciones amorosas.
Las mujeres, tradicionalmente llamadas al decoro, vieron exhibidos distintos
aspectos de sus mundos privados en tapas de revistas o en notas de opinión de
363
psicoanalistas u otros expertos autorizados para analizar (y producir) las
transformaciones de las vidas de las mujeres.
En este sentido, las revistas también se colmaban de ambigüedades. Por
ejemplo, mientras celebraban la inserción de la mujer en el mundo del trabajo, no
se cuestionaban las ‘naturales’ obligaciones femeninas en el hogar. Al tiempo que
se festejaba la liberación sexual y la aparición de píldora anticonceptiva, no se
discutía la responsabilidad desigual de géneros frente a la sexualidad; y menos
aún se ponía en cuestión la heterosexualidad obligatoria.
Los cimbronazos de la modernización en materia de sexualidad acarreaban
nuevas libertades y obligaciones. Para ser atractivas, las jovencitas debían ser
encantadoras e infantiles criaturas pero también estaban compelidas a superarse
para entrar al soberbio mundo laboral dominado por los varones. A las más
adultas se les exigía el cuidado de su atractivo, aunando la femme fatale con la
cuidadora del hogar familiar. La educación sexual construía un nuevo paradigma
materno: a la madre cabía educar la sexualidad de sus hijos, pero para ello
también tenía que estar satisfecha sexualmente. Desculpabilizado, el placer sexual
de las casadas se legitimaba. Hasta se recomendaba la satisfacción sexual para
conservar el encanto femenino, asentada en discursos de la salud sexual.
La soltería se postulaba como un horizonte ya no denostado, sobre todo para
ellos. Las chicas solteras podían gozar de espacios propios y una mayor libertad a
la hora de decidir acerca de su sexualidad. Junto a la difusión de las uniones
libres, se prolongaban los años en que tenían derecho a estar solas aunque lo ideal
era, claro, el matrimonio antes de los 30 años.
Ante este horizonte de cambios, De Beauvoir ya había cuestionado la libertad
abstracta, la conquista de igualdad de derechos, mientras las mujeres eran libres
‘para nada’. En este sentido, el análisis de los discursos de la década impele a
distinguir entre libertad, independencia, disponibilidad sexual, soberanía corporal
y responsabilidad para asumir las consecuencias de los actos sexuales.
Con el erotismo traducido y ahogado en datos del discurso de la sexualidad, el
sexo se tornaba mera información y actualidad, vestido de neutralidad valorativa.
Pero al mismo tiempo, las narrativas reintroducían el amor en el corazón del
erotismo, asociándolo a la pasión, la ternura, el dolor, la muerte, desde una
escritura minada de clichés acerca de las emociones.
364
En esta área, los conceptos del amor también estaban siendo perturbados.
Mientras se trivializaban las diferencias de edad o raza, se postergaban
casamientos por planes de carrera. Las mujeres parecían distinguir ahora
fácilmente entre la búsqueda del disfrute carnal y el deseo de tener hijos, con
ayuda de las modernas técnicas de anticoncepción. El deseo erótico se desligaba
del amor; se admitía que las mujeres podían desear sin amar o amar sin desear. Se
abría un nuevo abanico de posibilidades en relación al erotismo para ellas que
marcaría a sus herederas.
No obstante, la ´pesca de marido´ persistía. La salvación por medio del
matrimonio era un destino conflictivo –que podía terminar en divorcio- pero
finalmente deseable. Mientras tanto, el poder y la fortuna seguían erotizando,
acercando el cuento de hadas a la cuenta bancaria, confirmando, como sostiene
Bruckner (2011): “…amamos sobre todo en nuestra clase social y nuestro medio y, si
es posible, en un medio superior” (:37).
Las casadas e incluso las abuelas abandonaban el papel rígido de madona casta
o de matrona. Al mismo tiempo se labraba todo un campo nuevo en torno a la
intimidad conyugal que buscaba fusionar el sexo y el sentimiento, de modo de
subordinar el primero al segundo para disculparlo, o enmendarlo.
En el ámbito íntimo, la pareja se erotizaba e integraba la sensualidad como
elemento esencial del enlace. El ars erótica intersectado con los saberes de la
sexualidad se introducía en el núcleo de la relación conyugal con la meta de
obtener un placer sexual recíproco, clave para la relación amorosa. Los consejos
para la sexualidad conyugal no tardarían en llegar a las revistas femeninas de
décadas venideras. El cultivo de las habilidades sexuales, la capacidad de dar y
experimentar satisfacción sexual, por parte de ambos sexos, se organizaría cada
vez más reflexivamente por la vía de la información, los consejos y la formación
sexual (Giddens, 1998).
Los ’60 sembraron nuevos mandatos femeninos y masculinos acerca de hacer
disfrutar sexualmente a sus parejas. Las amas de casa reclamaban las sensaciones
eróticas que sus maridos no les ofrecían. Obligadas al recato en el hogar conyugal
algunas se animaban a practicar sus actividades eróticas fuera de éste. Mientras
tanto, las narrativas románticas en las revistas femeninas buscaban estremecerlas
con aventuras prohibidas y pasiones eróticas inaccesibles.
365
Con la conjunción de la erótica, la sexualidad, el romance y los cuidados del
cuerpo, se exigía a las esposas “…demostrar de continuo su amor con una fantasía
que le permite tener conquistado al hombre” (“El veneno de los celos”, Femirama
Nº extraordinario, 06/69: 133); y se reclamaba a los maridos un mejor desempeño
sexual puertas adentro. La sexualidad se volvía una fuente de placer en sí, cierto
erotismo era obligado para conservar la conyugalidad ante las amenazas de las
crisis y los divorcios. La cultura erótica había mutado en este sentido: a la
intimidad conyugal se le pedirían cada vez más proezas eróticas. Los cónyuges ya
no se debían tanta fidelidad como goce recíproco, de lo contrario, este déficit
sexual podría ser causa de divorcio.
Al mismo tiempo se producían frustraciones eróticas puesto que las uniones
descansaban mucho más que antes en las “tiranías del orgasmo” (Muchembled,
2008: 62). La masculinidad comenzaba a jugarse también en la capacidad de hacer
gozar a la compañera sexual. Con el tiempo, el mercado del farmacocapitalismo
(Preciado, 2010) le ofrecería toda una serie de productos para recobrar su
potencial viril y su narcisismo apegado a lo sexual. De la mujer casada o casadera
también se esperarían cada vez más competencias sexuales.
Mientras el placer femenino ya no se avergonzaba de mostrarse, por el
contrario, debía ser exhibido, la mujer tenía que saber seducir y no mostrarse
torpe o zopenca ante la actividad erótica requerida. Con el sexo erigido a la cabeza
de los comportamientos humanos, la honorable ama de casa comenzó a verse
compelida a ataviarse de provocadora (Bruckner, 2011). Pero mientras se
afirmaba como sujeto deseante y seductor debía conservar las apariencias frente a
los mandatos tradicionales.
Además, los imperativos eróticos se asociaban a ofertas del mercado. Para
ellas, se desarrollaba toda una serie de productos y servicios para el
embellecimiento erótico. Para ellos también, ya que las figuras del dandy o el
playboy demandaban cuidados estéticos a este hedonista supuestamente
despreocupado e irrespetuoso.
El mercado tenía preparadas sus tijeras para recortar los cuerpos y la
sensualidad según moldes definidos. Se producían cuerpos deseantes pero a la vez
disciplinados. De las mujeres modernas se esperaba un cuidado excelso de sus

366
cuerpos a fin de conservar sus encantos eróticos, relativos a la juventud, la forma
y la venustez.40
La liberación devenía sometimiento a la construcción y mantenimiento de un
cuerpo seductor a través de toda una “ingeniería erótica” (Bruckner, 2011: 153) -a
diferencia de un arte erótico como fin en sí mismo-, que no haría sino
incrementarse a través de las décadas subsiguientes. Se ofrecía a las lectoras
productos de bronceado, de realce del busto, las piernas, los ojos, etcétera.
Además, la moda vendía nuevos ‘lujos’ -como los automóviles- que podía darse la
mujer moderna, aumentando su nivel de consumo tras su inserción en el mercado
laboral.
Los ‘60 habían abierto una “era del placer” (Muchembled, 2008: 315).
Mientras los discursos de la sexualidad buscaban descubrir las fuentes de los
placeres, un hedonismo de nuevo tipo cobraba publicidad, asociado al consumo:
un placer de consumir y un placer que se consumía.
El goce dejaba de ser un tabú o una vergüenza. Las revistas femeninas
habilitaban y narraban el disfrute sexual femenino. Los orgasmos eran puestos en
relato e imágenes que jugaban con las elipsis. Con el paso de las décadas el
orgasmo femenino se tornaría un imperativo, las revistas femeninas de fin de siglo
pasarían a describirlo, explicarlo y considerarlo indispensable para ´sentirse
mujer´.
El llamado a la rebelión a través del placer fue prontamente cooptado por el
capitalismo farmacopornográfico en ciernes (Preciado, 2010). Pero más allá de
esta puesta en caja, las liberaciones desbordaban la industria publicitaria, las
recomendaciones de la ciencia de la sexualidad o los clichés de las narrativas
románticas, como las escenas eróticas excedían a las categorías de sujetos y
objetos de deseo.
Lo que Muchembled (2008) llamó “la herencia de los sixties” (: 307) fue un
giro cultural erótico que en Occidente se dio por aquellos años y que algunos
denominaron como una “revolución sexual” (Perrot, 2008) inconclusa, cuyas

40
A principios de la década del ’70, un clásico volante de la Unión Feminista Argentina
caricaturizaba a una mujer agobiada por las tareas del hogar y por los imperativos de la sociedad
moderna. La mujer era dibujada presa de unos toscos ruleros, de tres demandantes niños, de una
cacerola al fuego y de una televisión que la interpelaba para ofrecerle una crema para ser una
mujer más sexy (Trebisacce, 2010).
367
dimensiones se han intentado medir desde las ciencias de la sexualidad: “A decir
verdad es interminable. Tampoco en este terreno hay ‘fin de la historia’.
Imposible, por lo tanto, clausurar su relato” (: 218).
Los ‘60 supusieron una apertura de sendas de sentidos en relación a lo erótico y
cumplieron un papel histórico, con una década de conflictos en torno al sexo, de
conquistas en materia de derechos de las mujeres en relación a sus libertades
individuales y su realización personal. La década siguiente acarrearía toda una
contraofensiva represora, tanto en el país como en el ámbito internacional, cuando
ante la liberación cultural se reajusten los dispositivos de represión y censura.
Para Preciado (2010) la época desarrolló una mutación del erotismo de la
sociedad disciplinaria y sus dispositivos de producción de placer a un erotismo de
la sociedad farmacopornográfica por venir. La promulgación de una vida
hedonista asociada al consumismo se asociaba a una producción de información
de la que el cuerpo, el sexo y el placer formaban parte. El mercado del deseo y de
los placeres feminizados se acrecentaría desde entonces, cristalizados en nuevos
consumos farmacopornográficos en un capitalismo cuyas fuentes de producción
se asentarían cada vez más en el placer y la comunicación.
Caminando con estos grilletes, el erotismo como transgresión organizada se
volvía conformista e izaba las banderas de una liberalización de las costumbres
sexuales que se volvían banales, conciliándose, tal como auguraba Marcuse, el
éxtasis con los productos de la sociedad mercantil.
Cuestionada la familia tradicional y doméstica, se revalorizaba la soltería pero
también el individualismo. El amor resignificado como unión libre, a través de
parejas que no respondían al mandato reproductivo planteaba nuevos horizontes
que albergaban también la separación cuando la pareja no funcionaba y generaba
sufrimiento a los cónyuges.
La época abonó si no a la liberación, a la independencia erótica femenina. Se
reivindicaba el derecho al placer femenino y las mujeres iban tomando cada vez
más el mando de la relación carnal (Muchembled, 2008). Esta conquistada
independencia no tornaba menos problemática la vida erótica, que también se
degradaba en ansiedad. El amor entraba a terapia. La tiranía de las apariencias y
de la juventud ganaba el podio en las simbolizaciones del erotismo, estructurando

368
al campo erótico como uno sectario del que se excluían todos aquellos que no
entrasen dentro de los parámetros de sensualidad reinantes.
Mientras el desarrollo de un nuevo modelo hedonista y capitalista redefinía las
sensualidades y promovía la independencia erótica creciente de las mujeres, una
visión puritana de la sexualidad centrada en la hegemonía indiscutida de los
varones, seguiría dando batalla, denunciando no sólo lo pecaminoso sino también
la trivialización de las transgresiones.
La mitificada década y su mítica revolución sexual albergaban entonces
innumerables paradojas en relación a una cultura erótica en torno a las relaciones
amorosas, sexuales, pero también los vínculos de sentido con los cuerpos, los
placeres y deseos. Ante los cambios en las costumbres eróticas, tanto los discursos
más partidarios de la liberación como los más conservadores se trenzaban en
debates y construían diversos tabúes o prohibiciones, campos fértiles para las
transgresiones eróticas. El feminismo se repartía entre ambas posiciones, más o
menos liberal o conservador. En las décadas siguientes, dentro del movimiento el
erotismo seguiría constituyendo una temática escabrosa: mientras que las
categorías de sexo y género serían ampliamente discutidas, la de erotismo
quedaría muchas veces solapada tras la de sexualidad o asociada a la pornografía.
Asimismo, mientras el feminismo debatía deseo u opresión y lograba nuevas
libertades e independencias eróticas, el sexo era traducido en cifras, el mercado
preparaba productos y servicios para la erotización del consumo. El amor era
problematizado pero la vieja dramaturgia del flechazo, la pareja, la fidelidad y los
amores prohibidos seguirían vigentes. En este sentido, asociado al discurso
amoroso, el erotismo poco tenía que ver con la modernización de los ’60. Ésta
última se relacionaba a los discursos de la sexualidad, pero los discursos eróticos
asociados al amor y la seducción se difundían desde hacía décadas en las
narrativas rosas o en las publicidades sugestivas.
El amor, una dimensión que se fue desligando de lo erótico era criticado desde
el feminismo que veía en el amor romántico una opresión de género. Pero también
era un reducto donde el erotismo vivía a través de la transgresión organizada. Más
allá de los clichés, se hallaba fuertemente ligado a las narrativas amorosas en las
revistas femeninas.

369
Con los cambios en la moral y las costumbres sexuales, el amor iría quedando
apartado de las definiciones eróticas, asociadas cada vez más fuertemente a los
discursos de la sexualidad. Se volvería no tanto una temática represiva para el
género sino una temática reprimida, cuando los discursos sobre el amor iban
ganando terreno a los discursos amorosos. La sentimentalidad del amor se tornaría
una fuerte transgresión, quedando éste “…censurado en nombre de lo que no es, en
el fondo, más que otra moral” (Barthes, 2001: 193). En este sentido, la liberación
sexual iba en detrimento del ‘erotismo de los corazones’ (Bataille, 2010). El
romance ya no era necesario para la conquista tecnificada. Mientras se censuraban
las narrativas rosas, ganaba terreno la ingeniería erótica, una ética estética en torno a
los cuerpos sensuales.
Así se resquebrajaba la fe marcusiana en las capacidades creativas de la fantasía
erótica para revolucionar el orden social y sexual. Los teóricos de la liberación
habían olvidado el potencial de la creación imaginaria y fantasiosa del erotismo
dentro del capitalismo y su industria cultural.
La cultura erótica mutó en los ’60 y abrió horizontes paradojales en torno a las
problemáticas intersectadas de la sexualidad, las relaciones de género, el amor, los
cuerpos, placeres y deseos eróticos, que no pueden diferenciarse clara y
tajantemente entre una posición liberada y otra conservadora en materia sexual. Las
liberaciones sexuales y de género fueron cooptadas por un mercado versátil a los
cambios, los ímpetus conservadores ganaban la batalla de la mano de la censura,
algunos avances científicos acarreaban obligaciones para el género femenino, las
resignificaciones del amor abrían un sinnúmero de paradojas con los nuevos
mandatos conyugales y para la liberación de los cuerpos estaban preparados algunos
grilletes estéticos.
Un proceso cultural en torno al erotismo, pleno de contraluces, se desarrollaba en
los ’60 y abría sendas a la cultura erótica de décadas venideras. Cabe preguntarse
cómo estas transformaciones respecto de los sentidos de lo erótico en sus diversas
dimensiones se han resignificado en los tiempos contemporáneos.
La cultura erótica, tanto liberadora como opresora y un deseo que se unía
tanto al Eros como al Tánatos, habían erigido la importancia del placer femenino
como derecho y también como mandato, en el marco de una nueva moral del
embellecimiento, de mostración del cuerpo, de relaciones amorosas ‘livianas’ y de
una prolífica información sexual.

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“Moderna, activa, muy femenina”, Publicidad Evanol, Femirama Nº extraordinario,
04/68. Buenos Aires: Codex. Año 3, p. 221.
“Otra vez…”, Publicidad Cremestick Coty, Femirama Nº extraordinario, 04/68. Buenos
Aires: Codex. Año 3, p. 223.
“Rodolfo Valentino”, Femirama, tomo 8, 05/66. Buenos Aires: Codex. Año 1, pp.140-
148.
“Si usted quiere morir en sus brazos”, Publicidad Colonia Valet Gillette, Femirama,
Especial Navidad, 12/67. Buenos Aires: Codex. Año 2, p. 185.
“Un momento…!”, Publicidad Pond’s. Femirama Nº extraordinario, 04/68. Buenos
Aires: Codex. Año 3, p. 225.
“Una heroica prueba de amor”, Femirama s/n, 03/68. Buenos Aires: Codex. Año 3, pp.
34-38.
“Ventajas y desventajas de los 40 años”, Femirama Nº extraordinario, 06/69. Buenos
Aires: Codex. Año 4, pp.116-123.
Publicidad “Renault 4, te quiero”, Femirama Nº extraordinario, 06/69. Buenos Aires:
Codex. Año 4, p. 167.
Publicidad Vogue. Femirama Nº extraordinario. 06/69. Buenos Aires: Codex. Año 4,
contratapa.

Gente
“...audaces”, Publicidad Le Mans, Gente Nº 282, 17/12/70. Buenos Aires, Atlántida. Año
6, contratapa
“¡Delon… Delon… que lindo sos!”, Gente Nº217, 18/09/69. Buenos Aires, Atlántida.
Año 5, pp. 86-87.
“¿Adónde llegará esto?”, Gente Nº73, 15/12/66. Buenos Aires: Atlántida. Año 1, p. 9-10.
“¿Qué ven en usted las extranjeras?”, Gente Nº215, 04/07/69. Buenos Aires, Atlántida.
Año5, p. 72.
“Qué sucede en lo más profundo de nuestro ser?”, Publicidad Karina, Gente Nº 193,
03/04/69. Buenos Aires, Atlántida. Año 4, p. 5.
“…la audacia de un guerrillero y la solvencia de un play-boy”, Publicidad Sportline,
Gente Nº 205, 26/06/69. Buenos Aires, Atlántida. Año 4, p. 73.
377
“184 centímetros de fama y elegancia”, Gente Nº190, 13/03/69. Buenos Aires, Atlántida.
Año 4, pp. 66-70.
“A todo color”, Gente Nº179, 26/12/68. Buenos Aires, Atlántida. Año 4, portada.
“Brava!”, Publicidad Chevrolet, Gente Nº160, 15/08/68. Buenos Aires, Atlántida. Año 4,
p. 37.
“Chicas Divito”, Gente Nº 208, 17/07/69. Buenos Aires, Atlántida. Año 5, p. 17.
“Cine Guía”, Gente Nº82, 16/02/67. Buenos Aires, Atlántida. Año 3, p. 31.
“Cuatro veces 007”, Gente Nº75, 29/12/66. Buenos Aires, Atlántida. Año 2, pp. 40-41.
“Editorial”, Gente, Nº193, 03/04/69. Buenos Aires, Atlántida. Año 4, p. 7.
“El futuro es ahora”, Gente Nº 282, 17/12/70. Buenos Aires, Atlántida. Año 5, p. 100-
102.
“Ellas sienten latir al hombre en el Playthompson”, Gente Nº217, 18/09/69. Buenos
Aires, Atlántida. Año5, p. 23.
“Guapos”, Gente Nº 89, 06/04/67. Buenos Aires, Atlántida. Año2, p. 32.
“Las tocables. Con gusto no pica”, Gente Nº193, 03/04/69. Buenos Aires, Atlántida. Año
4, p.23.
“Lidia Elsa Satragno: Seré más Pinky que nunca”, Gente Nº74, 22/12/1966. Buenos
Aires, Atlántida. Año 2, portada.
“Los infieles” Publicidad Master 91, Gente Nº 158 19/08/68. Buenos Aires, Atlántida.
Año 3, contratapa.
“Pasarán más de mil hombres, muchos más…”, Gente Nº150, 15/08/68. Buenos Aires,
Atlántida. Año 4, pp. 16-18.
“Proceso a la píldora anticonceptiva”, Gente Nº78, 19/01/67. Buenos Aires, Atlántida.
Año 2, pp. 12-14.
“Qué hacen, qué piensan, qué hablan, qué comen”, Gente Nº 194, 10/04/69. Buenos
Aires, Atlántida. Año 4, pp. 38-39.
“Quiero ser libre y no sufrir otra vez”, Gente Nº74, 22/12/1966. Buenos Aires, Atlántida.
Año 2, p. 2-4.
Publicidad Karina, Gente Nº199, 15/05/69. Buenos Aires, Atlántida. Año 4. p. 24
Publicidad Para Ti, Gente Nº222, 23/10/69. Buenos Aires, Atlántida. Año 4, p.83.

Life en Español
“No sólo el instinto animal mueve al hombre”, Life en español Vol. 34, Nº 2, 28/07/69.
Chicago: Life. Año 2, pp. 33-40.
“Nacemos ya sexuales”, Life en español Vol. 32, Nº8, 07/10/68. Chicago: Life. Año 1,
pp.52-58.
“Educación Sexual”, Life en español, Vol. 32, Nº8, 07/10/68. Chicago: Life. Año 1, p.51.
“Cartas a la redacción”, Life en español, Vol. 33 Nº 2, 27/01/69. Chicago: Life. Año 1, p.2
Life en español, Vol. 34, 28/07/69, Año 2, portada.
“Experimentos matrimoniales”, Life Vol. 34, Nº 7, 06/10/69. Chicago: Life. Año 2, pp.
38-49.
“Desafío al Milagro de la Vida”, Life en español, Vol. 34, 28/07/69. Chicago: Life. Año 2,
pp. 46-54.

Maribel
“¡La mujer no quiere envejecer!”, Maribel Nº 1637, 21/07/64. Buenos Aires: Sopena.
Año 33, pp. 50-51.
378
“¡Oh!...¡Es ella!”, Publicidad Tangee, Maribel s/n, 1964. Buenos Aires: Sopena. Año 33,
p. 23.
“¿A plena vida?”, Maribel Nº 1656, 08/12/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33, p. 34.
“¿Cuánto dura el amor eterno?”, Maribel Nº 1640, 08/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33,
pp. 12-13.
“¿Es lícito evitar los hijos?”, Maribel Nº 1637, 21/07/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33,
pp. 42, 43.
“¿Es usted buena compañera de ‘ellos’?”, Maribel s/n, 1965. Buenos Aires: Sopena. Año
34, p. 64.
“¿Me lanzo o no me lanzo?”, Maribel s/n, 1965. Buenos Aires: Sopena. Año 34, pp. 62,
63.
“¿Por qué va la mujer al psicoanalista?”, Maribel Nº 1646, 22/09/64. Buenos Aires:
Sopena. Año 33, pp.6-7.
“¿Qué es una mujer bella?”, Maribel Nº 1640, 08/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33, pp.
50-53.
“¿Son desgraciados los matrimonios sin hijos?”, Maribel s/n, 1964. Buenos Aires:
Sopena. Año 33, pp. 18-19, 81.
“¿Son felices las mujeres blancas casadas con hombres de color?, Maribel Nº 1637,
21/07/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33, portada.
“¿Te sientes culpable?”, Maribel Nº 1479, 20/06/61. Buenos Aires: Sopena. Año 30, pp.
62, 63, 74.
“Amanecer de amor”, Maribel Nº 1415, 22/03/60. Buenos Aires: Sopena. Año 29, p. 13.
“Aquel roce de unos labios”, Maribel Nº 1438, 30/08/60. Buenos Aires: Sopena. Año 29,
pp. 6-7, 72, 74.
“Atilio Marinelli, el galán de moda”, Maribel Nº 1586, 23/07/63. Buenos Aires: Sopena.
Año32, p. 26.
“Ausencia: ¿tumba del amor?”, Maribel s/n, 1964. Buenos Aires: Sopena. Año 33, pp.
50-54.
“Belmondo, el inocente”, Maribel Nº 1656, 08/12/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33, p.
21.
“Besos en primavera”, Maribel Nº 1474, 16/05/61. Buenos Aires: Sopena. Año 30, p. 70.
“Charme”, Maribel s/n, 1964. Buenos Aires: Sopena. Año 33, pp. 58-61.
“Cómo debe ser la esposa perfecta”, Maribel Nº 1451, 06/12/60. Buenos Aires: Sopena.
Año 29, pp. 78-79.
“Conception Days Indicator”, Maribel Nº 1461, 14/02/61. Buenos Aires: Sopena. Año
30, p. 68.
“Correo del corazón” Maribel s/n, 1964. Buenos Aires: Sopena. Año 33, pp. 28-29.
“Correo del corazón”, Maribel N° 1627, 12/05/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33, p. 16.
“Correo del corazón”, Maribel Nº 1500, 1961. Buenos Aires: Sopena. Año 30, p. 79.
“Correo del Corazón”, Maribel Nº 1637, 21/07/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33, pp.
44-45.
“Crisis en la vida de a dos”, Maribel s/n, 1964. Buenos Aires: Sopena. Año 33, pp. 24,
25, 30, 38.
“Cuando el otoño es adiós…”, Maribel Nº 1627, 12/05/64. Buenos Aires: Sopena. Año
33, p. 31.
“Cuando tú me necesites”, Maribel Nº 1500, 1961. Buenos Aires: Sopena. Año 30, pp.26-
27.
379
“Cuarenta años…”, Maribel s/n, 05/61. Buenos Aires: Sopena. Año 30, pp. 8-9, 30, 62.
“De nuestra siembra”, Maribel Nº 1430, 05/07/60. Buenos Aires: Sopena. Año 29, pp.
14-15, 59, 70, 84.
“El ‘Dr. Kildare’ teme al mal de amores”, Maribel s/n, 1964. Buenos Aires: Sopena. Año
33, pp. 65-67.
“El algodón femenino”, Publicidad Delsa, Maribel Nº 1640, 08/64. Buenos Aires:
Sopena. Año 32, p.21.
“El amor a primera vista”, Maribel Nº 1438, 30/08/60. Buenos Aires: Sopena. Año 29,
pp.7-8.
“El beso prohibido”, Maribel Nº 1646, 22/09/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33, pp. 36-
37.
“El flirt de la señora Lanvin”, Maribel Nº 1451, 06/12/60. Buenos Aires: Sopena. Año 29,
pp. 26-27, 66, 74.
“El medallón”, Maribel s/n, 1964. Buenos Aires: Sopena. Año 33, p. 54.
“El salto”, Maribel Nº 1656, 08/12/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33, pp. 26-30.
“El secreto de la fascinación en el amor”, Maribel Nº 1640, 08/64. Buenos Aires: Sopena.
Año 33, pp. 64-65.
“El secreto de Olga”, Maribel Nº 1461, 14/02/61. Buenos Aires: Sopena. Año 30, pp. 11-
14, 22.
“El último secreto de Sarah Bernhardt”, Maribel s/n, 28/04/64. Buenos Aires: Sopena.
Año 33, portada.
“Ella y la muerte”, Maribel s/n, 1965. Buenos Aires: Sopena. Año 34, pp. 28-30.
“En voz baja”, Maribel Nº 1438, 30/08/60. Buenos Aires: Sopena. Año 29, p. 28.
“Entre su marido y usted… los astros”, Maribel Nº 1641, 18/08/64. Buenos Aires:
Sopena. Año 33, pp. 56, 57.
“Esos que niegan a Dios”, Maribel s/n, 05/61. Buenos Aires: Sopena. Año 30, pp. 10, 11,
14, 22, 25.
“Glamour de Verano”, Publicidad Angel Face, Maribel Nº 1415, 22/03/60. Buenos Aires:
Sopena. Año 29, p. 21.
“Hechizo hacia el amor”, Maribel Nº 1665, 16/02/65. Buenos Aires: Sopena. Año 34, pp.
40, 41, 52-53, 62.
“Historia prohibida”, Maribel Nº 1451, 06/12/60. Buenos Aires: Sopena. Año 29, pp. 10,
11, 30
“Hoy se confiesa: Pablo Moret”, Maribel, Nº 1415, 22/03/60. Buenos Aires: Sopena.
Año29, pp.70-71.
“James Dean”, Maribel Nº 1573, 23/04/63. Buenos Aires: Sopena. Año 32, pp. 3-7.
“La belleza de su busto”, Publicidad Cremas Indígena Montenegro, Maribel Nº 1627,
12/05/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33, p. 63.
“La causa más grave del divorcio: el adulterio”, Maribel Nº 1637, 21/07/64. Buenos
Aires: Sopena. Año 33, pp. 20-21.
“La edad no tiene importancia cuando se está enamorada”, Maribel Nº 1438, 30/08/60.
Buenos Aires: Sopena. Año 29, pp. 32-34.
“La ginebra del que ‘sabe’”, Publicidad Ginebra Llave, Maribel s/n, 1962. Buenos Aires:
Sopena. Año 31, contratapa.
“La modelo y el príncipe”, Maribel Nº 1665, 16/02/65. Buenos Aires: Sopena. Año 34,
pp. 6-7.
“La mujer 1963”, Maribel N° 1573, 23/04/63. Buenos Aires: Sopena. Año32, pp. 50-51.
380
“La mujer de hoy y el materialismo”, Maribel Nº 1586, 23/07/63. Buenos Aires: Sopena.
Año 32, p.76.
“La mujer de hoy y el novio más joven”, Maribel Nº 1521, 17/04/62. Buenos Aires:
Sopena. Año 31, p. 88.
“La mujer de hoy y los conquistadores”, Maribel Nº1583, 02/07/63. Buenos Aires:
Sopena. Año 31, p. 73.
“La publicidad, un mundo conquistado”, en Maribel Nº1656, 08/12/64. Buenos Aires:
Sopena. Año 33, p. 8.
“La tercera llave”, Maribel Nº 1625, 28/04/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33, pp. 18-21.
“La turbulenta vida de Jane Fonda”, Maribel s/n, 1964. Buenos Aires: Sopena. Año 33,
pp.42-45.
“Las abuelas demasiado jóvenes”, Maribel Nº 1583, 02/07/63. Buenos Aires: Sopena.
Año 31, p. 68.
“Las diez en punto de la noche”, Maribel Nº 1611, 21/01/64. Buenos Aires: Sopena. Año
32, pp. 64-65, 71, 72.
“Linda”, Maribel Nº1640, 08/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33, pp. 26-30.
“Llaman la atención”, Publicidad Medias Evelina, Maribel Nº1521, 17/04/62. Buenos
Aires: Sopena. Año 31, p. 33.
“Los frágiles paraísos”, Maribel Nº 1627, 12/05/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33, pp.
26-30.
“Los hombres frente a mi cámara”, Maribel Nº 1474, 16/05/61. Buenos Aires: Sopena.
Año 30, p. 28
“Mi marido no es el mismo”, Maribel Nº 1677, 11/05/65. Buenos Aires: Sopena. Año 34,
pp. 24, 25, 32.
“Mi placer”, Publicidad, Maribel Nº1438, 30/08/60. Buenos Aires: Sopena. Año 29, p.12.
“Misterio… Seducción… Tul…”, Publicidad Noveltex, Maribel Nº1521, 17/04/62.
Buenos Aires: Sopena. Año 31, p. 79.
“Mujeres en el poder”, Maribel Nº1681, 08/06/1965. Buenos Aires: Sopena. Año 43,
portada.
“Murallas de angustia”, Maribel Nº 1625, 28/04/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33, pp.
10-14.
“Ni diosa, ni monstruo...”, Maribel Nº 1415, 22/03/60. Buenos Aires: Sopena. Año 29,
pp.4-5, 10, 24, 29, 34.
“Operativo departamento: pesos y m2 para la libertad”, Maribel Nº 1665, 16/02/65.
Buenos Aires: Sopena. Año 34, pp. 3-5.
“Permanente juventud en sus cabellos”, Publicidad Helene Curtis, Maribel Nº 1640,
08/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33, p. 53.
“Proceso a la soltería”, Maribel s/n, 1964. Buenos Aires: Sopena. Año 33, pp.18-19.
“Radiografía del piropo”, Maribel Nº 1641, 18/08/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33, pp
4-7.
“Remolino de pasiones”, Maribel Nº 1430, 05/07/60. Buenos Aires: Sopena. Año 29, pp.
58-59.
“Rivales”, Maribel Nº 1521, 17/04/62. Buenos Aires: Sopena. Año 31, pp. 10-11, 14.
“Si le escribe: te amo”, Maribel Nº 1521, 17/04/62. Buenos Aires: Sopena. Año 31, pp.
30-31.
“Sta-up-top”, Publicidad Warner’s, Maribel Nº 1430, 05/07/60. Buenos Aires: Sopena.
Año 29, p. 34.
381
“Sumario”, Maribel N°1637, 21/07/64. Buenos Aires: Sopena. Año33, p.3.
“Telón tras un largo acto”, Maribel Nº 1438, 30/08/60. Buenos Aires: Sopena. Año 29,
pp. 12,13, 64, 70.
“Tener una nueva figura… es fácil”, Maribel Nº 1583, 02/07/63. Buenos Aires: Sopena.
Año 31, pp. 6-7.
“Una casa para dos”, Maribel Nº 1573, 23/04/63. Buenos Aires: Sopena. Año 32, pp.12-
13, 18, 29, 70.
“Una mujer con pasado”, Maribel Nº 1656, 08/12/64. Buenos Aires: Sopena. Año 33,
p.32.
“Una mujer inmoral”, Maribel Nº 1415, 22/03/60. Buenos Aires: Sopena. Año 29, p. 54.
“Una novia en cada puerto”, Maribel Nº 1665, 16/02/65. Buenos Aires: Sopena. Año34,
p. 26.
“Violeta Rivas, en la jaula del amor”, Maribel Nº 1665, 16/02/65. Buenos Aires: Sopena.
Año 34, pp. 20-21.
“Vivir y morir”, Maribel N° 1618, 10/03/64, Buenos Aires: Sopena. Año33, pp. 10-11,
41, 47, 56, 65.
Bullrich, Silvina, “¡Qué miedo nos tienen los hombres!”, Maribel, Nº 1637, 21/07/64.
Buenos Aires: Sopena. Año 33, p. 8.
Bullrich, Silvina. “El voto como símbolo de responsabilidad”, Maribel Nº 1583,
2/07/1963. Buenos Aires: Sopena. Año 31, p.3.
Giberti, Eva. “Adolescencia liberal”, Maribel Nº1637, 21/07/64. Buenos Aires: Sopena.
Año 33, p. 24.
Giberti, Eva. “El primer silencio ante lo sexual”, Maribel, s/n, 1964. Buenos Aires:
Sopena. Año 33, pp.26, 27.

Para Ti
“Mary Santpere: Los hombres las prefieren simpáticas”, Para Ti Nº 2400, 08/07/68.
Buenos Aires: Atlántida. Año 47, p. 52.
”Claudia Cardinale: la mujer que no supo interpretar su mejor papel: el de madre”, Para
Ti Nº 2329, 08/05/67. Buenos Aires: Atlántida. Año 45, pp. 4-8.
“Sus ojos son… atractivos?” Publicidad Elisabeth Arden, Para Ti Nº 2339, 08/05/67.
Buenos Aires: Atlántida. Año 45, p. 29.
“Diviértase al sol sin temor…”, Publicidad Coppertone, Para Ti Nº 2375, 15/01/68.
Buenos Aires: Atlántida. Año 46, p. 51.
“El licor que se toma… juntos”, Publicidad Liquore Strega, Para Ti Nº 2329, 08/05/67.
Buenos Aires: Atlántida. Año 45, p. 3.
“El pelo es el único vestido personal-natural de la mujer…”, Publicidad Panten, Para Ti
Nº2339, 08/05/67. Buenos Aires: Atlántida. Año 45, p. 19.
“Si lo que Ud. busca es la mejor calidad…”, Publicidad Parliament, Para Ti Nº 2283,
11/04/66. Buenos Aires: Atlántida. Año 44, contratapa.
“Andrea”, Para Ti Nº 2339, 08/05/67. Buenos Aires: Atlántida. Año 45, pp. 20, 21, 22,
24, 191, 102.
“Yo soy una cámara”, Para Ti Nº 2339, 08/05/67. Buenos Aires: Atlántida. Año 45, p.
109.
Publicidad ‘Ann Dey’, Para Ti Nº 2339, 08/05/67. Buenos Aires: Atlántida. Año 45, p.
34.

382
“Marcela”, Publicidad Phillips, Para Ti N°2339, 08/05/67. Buenos Aires: Atlántida. Año
45, p.111.
“Déjese tentar”, Publicidad Windsor, Para Ti Nº2366, 13/11/67. Buenos Aires: Atlántida.
Año 46, p. 31.
Publicidad Woolite, Para Ti Nº 2366, 13/11/67. Buenos Aires: Atlántida. Año 46, p. 56.
“Secreto de confesión”, Para Ti Nº 2375, 15/01/68. Buenos Aires: Atlántida. Año 46, p.
66.
“Y sé que comprenderás”, Para Ti Nº 2375, 15/01/68. Buenos Aires: Atlántida. Año 46,
pp. 6-9.
“¿Es suficiente amar?”, Para Ti Nº 2400, 08/07/68. Buenos Aires: Atlántida. Año 47, p.
22-25.
“Secreto de confesión”, Para Ti Nº 2420, 25/10/68. Buenos Aires: Atlántida. Año 46, p.
62.
“El amor de un hombre”, Para Ti Nº 2420, 21/11/68. Buenos Aires: Atlántida, p. 6-9.
“Los límites de la libertad”, Para Ti Nº 2420, 21/11/68. Buenos Aires: Atlántida. Año
46, p. 28.
“Secreto de confesión”, Para Ti, Nº 2420, 21/11/68. Buenos Aires: Atlántida. Año 47, p.
74
“¿Dónde estás mi amor?”, Para Ti Nº 2459, 25/08/69. Buenos Aires: Atlántida. Año 48,
pp.6-9, 16-17, 20.
“Alain Delon”, Para Ti Nº2452, 25/08/69. Buenos Aires: Atlántida. Año 48, poster.
“Sandro y el revés de la trama”, Para Ti Nº 2452, 25/08/69. Buenos Aires: Atlántida.
Año 48, p. 72.
“Tener un marido”, Para Ti Nº 2452, 25/08/69. Buenos Aires: Atlántida. Año 48, p. 22-
23, 28-29.
“La verdad vestida…”, Publicidad Singer, Para Ti Nº 2452, 25/08/69. Buenos Aires:
Atlántida. Año 48, p. 71.

Vosotras
“El amor y los fantasmas del ‘tiro-corto’”, Vosotras Nº 1324, 20/04/61. Buenos Aires:
Korn. Año 24, pp. 64-65.
“Ese muchacho era mi novio”, Vosotras Nº 1244, 08/02/59. Buenos Aires: Korn. Año 24,
p. 14.
Portada Vosotras Nº1244, 08/10/59. Buenos Aires: Korn. Año 24.
“Conception Days Indicator”, Vosotras Nº 1324, 20/04/61. Buenos Aires: Korn. Año 24,
p. 60.
“La hiedra”, Vosotras Nº 1324, 20/04/61. Buenos Aires: Korn. Año 24, pp. 26-30, 32.
“Casi pecado”, Vosotras Nº 1324, 20/04/61. Buenos Aires: Korn. Año 24, pp. 19, 20, 24,
40, 52.
“¿Sabe Ud. por qué se ama…?” Vosotras Nº 1332, 15/06/61. Buenos Aires: Korn. Año
24, p.27.
“Nunca más”, Vosotras Nº 1332, 15/06/61. Buenos Aires: Korn. Año 24, p. 19
Portada Vosotras Nº 1332, 15/06/61. Buenos Aires: Korn. Año 24.

Publicidades aparecidas en revistas varias


“La mujer decide?”, Publicidad Celulosa Argentina, Para Ti, 1967.
“Las intuitivas”, Publicidad Citröen 2CV, 1968.
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“Platero y yo”, Publicidad Citröen 2CV, 1968.
“Moderna, actual, muy femenina”, Publicidad Evanol, 1968
“Los infieles” Publicidad Master 91, 1968
“…la última moda”, Publicidad Renault, 1968.
“Para que Usted sea libre, cómodamente libre”, Publicidad Siambretta, 1960
“Música en movimiento”, Publicidad Tonomac, 1969
“¿Para esto me casé?”, Publicidad Palmolive, 1961.
“Castigame, maltratame, explotame, soy todo tuyo”, Publicidad Falcon, 1969.
Publicidad Torino, 1967.
“Botas anchas”, Publicidad Good Year, 1968.
“Pasémonos al Suavegom”, Publicidad Suavegom, 1969.

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ANEXOS

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