Daniel Lopez El Libro Negro de Federico
Daniel Lopez El Libro Negro de Federico
Daniel Lopez El Libro Negro de Federico
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Índice
Introducción: Crítica de la crítica acrítica e hipercrítica
I. Federico el Grande
1. Federico el hombre
2. Federico el nuevo Quevedo
3. Federico el defensor de España
4. Federico el rojo español
5. Federico el liberal
6. Ante qué estamos con Memoria del comunismo
II. ¿Comunismo hoy?
1. Ni justificar ni condenar, ni reír ni llorar: entender
2. ¿Comunismo en la universidad?
3. La confusión del progresismo y el pensamiento Alicia con el comunismo en la que se mueve constantemente el
autor
4. El fin del siglo soviético y la verdadera Transición
III. Federico el negrolegendario
1. Historiografía retroanticomunista
2. La naturaleza criminal del comunismo
3. Terror, genocidio y mentira
4. El Mal absoluto
5. Lenin el Terrible
6. Lenin el bueno y Stalin el malo
7. El estalinismo fue una reestructuración del leninismo
IV. Reductio ad Hitlerum: otro tópico negrolegendario
1. Hermanos gemelos
2. La tríada comunismo, fascismo y nazismo
3. Totalitarismo
4. La cuestión judía
5. La cuestión polaca
6. Reductio ad Bakunim
V. El podemismo no es un comunismo: reductio ad Turrium
1. La noche en la que todos los gatos son viejos topos
2. Neocomunismo y populismo
3. Podemismo y postmarxismo
4. Pablo Iglesias II el Turrión
5. Turrión y el Papa
6. El debate Losantos-Turrión: una de las dos Españas ha de helarte el corazón
7. El podemismo es un separatismo
8. Podemos: la quintaesencia del Régimen del 78
VI. El Imperio Soviético
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La presente extensa crítica al libro de Federico es como una continuación a la crítica que le hice a
Escohotado, así como un desarrollo de lo estudiado en mi tesis y en otras publicaciones. El señor Losantos y
Don Antonio están muy vinculados, y podría decirse que pertenecen a la misma escuela o tendencia; al menos
en lo que a cuestiones comunistas o anticomunistas se refiere. Federico y Escohotado en lo que se refiere al
comunismo y al anticomunismo son tal para cual: tanto monta monta tanto Fedecohotado y Escoderico.
Como hice con Escohotado, lo que en las siguientes páginas procuraré es llevar a cabo una «crítica de la
crítica acrítica», es decir, una crítica a la crítica que Federico Jiménez Losantos hace del comunismo de modo
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acrítico, es decir, acrítico con la leyenda negra anticomunista (es más, cabe decir que el anticomunismo -o más
bien retroanticomunismo- que predica el ex locutor de la COPE es doctrinalmente dogmático, como aquí
procuraré dejar en evidencia). También cabría decir que procuraré realizar una «crítica de la crítica hipercrítica»,
porque Federico, al no reconocerle ni el más mínimo mérito al comunismo, se pasa de crítico y por ello no es
propiamente crítico sino más bien hipercrítico.
Esta crítica a Memoria del comunismo también incluye una crítica a Podemos, pues la crítica o hipercrítica
que hace Federico a la formación morada tampoco me parece suficiente; aunque con su libro Federico ha
escrito, entre otras cosas, su Anti-Podemos. Podemos es mucho más pernicioso de lo que Federico piensa,
aunque los demonice y se quede a gusto contra ellos delante del micrófono con su peculiar estilo, como también
los pone «a caer de burro» en Memoria del comunismo. Pero, como digo, no me parece suficiente. De modo
que este extenso escrito también podría titularse muy bien Anti-Losantos y Anti-Turrión: contra el huno y contra
el otro. Y que conste que no es personal: es política.
Como soy muy duro sé que a Don Federico no le voy a caer bien (y a Turrión ni que decir tiene, pero de ése
no espero que lea nada… aunque tampoco del primero espero mucho, la verdad). Soy duro pero justo. Ahora
bien, le pido al criticado que no la tome contra El Catoblepas, o contra la Fundación Gustavo Bueno o contra
cualquier persona e institución relacionada con el materialismo filosófico de Gustavo Bueno. Yo soy el
responsable de esta crítica, si bien es cierto que las Ideas que pongo en marcha son objetivas y no han salido
de mi seno. Otra cosa es el mayor o menor acierto que pueda tener a la hora de poner tales Ideas en marcha,
en concreto en función de la crítica al libro de Federico y otros asuntos involucrados que bien merecen ser
traídos para triturar todo lo que sea que triturable de la obra del señor Losantos, que no es poco.
Por mi parte no trataré de mostrar hechos verdaderos puros, cosa propia del positivismo decimonónico y de
gnoseologías descripcionistas, sino de contrastar, comparar y enfrentar unas interpretaciones frente a otras,
esto es, una interpretaciones que se nos presentan y se retratan a sí mismas como negrolegendarias (las de
Federico) frente a otras que al no distorsionar las reliquias y relatos dados en el presente son más propias de la
historia rigurosa. Reliquias y relatos vendrían a ser monumentos y documentos, es decir reliquias no escritas y
reliquias escritas que, como decimos, se nos dan en el presente, y el nexo entre el presente en el que se nos
dan las reliquias y relatos «sólo podrá entenderse como un desarrollo de los nexos entre las partes del presente
anómalo entre sí, consideradas desde ciertas perspectivas… El “pasado” es, así, un concepto regresivo a partir,
no del presente, sino de unas partes de este presente hacia otras partes del mismo presente. Esta precisión
tiene consecuencias muy importantes en orden a la estructuración del concepto de Historia. Principalmente,
ésta: la Historia (no mítica) es, de algún modo, la destrucción del presente, su desbordamiento. Mientras el mito
es la construcción o progressus del presente a partir de sucesos que in illo tempore ya lo tenían incorporado»
(Bueno, 1978a: 10-11).
I. Federico el Grande
1. Federico el hombre
Federico Jorge Jiménez Losantos nació en Orihuela del Tremedal (provincia de Teruel) el 15 de septiembre de
1951. A los 10 años ganó una beca que le permitió hacer el bachillerato con José Antonio Labordeta
(1935-2010) y José Sanchís Sinisterra (Valencia, 1940). Empezó estudiando filosofía y letras en la Universidad
de Zaragoza, pero en 1971 se trasladó a la Universidad de Barcelona para especializarse en filología española y
doctorarse con una tesis sobre Vallen-Inclán. Después estudiaría psicoanálisis con el introductor de Lacan en
lengua española, Óscar Masotta (1930-1979), siendo uno de los fundadores de la Biblioteca Freudiana de
Barcelona. Entre 1978 y 1981 dirigió la revista Diwan junto a Alberto Cardín (1948-1992) y Javier Rubio. En
1978 ganó el Premio de Ensayo El Viejo Topo con La cultura española y el nacionalismo, aunque su editorial se
negó a publicar Lo que queda de España (1979). En 1979 publicó una edición crítica de la obra del filósofo
posmoderno François Lyotard (1924-1998).
El 21 de mayo de 1981 fue secuestrado por la banda terrorista separatista Terra Lliure. Recibió un disparo en
la rodilla por el terrorista Pere Bascompte (Manresa, 1957), y sería abandonado cerca de Santa Coloma atado a
un árbol, hasta que ese mismo día la policía lo rescató. Tras vivir semejante aventura o más bien desventura
(afortunadamente sin final trágico), Federico decidió abandonar Cataluña.
Desde 1982 fue profesor de literatura en el Instituto Lope de Vega en Madrid. En 1994 la editorial Planeta le
otorgó el premio Espejo de España por su ensayo biográfico La última salida de Manuel Azaña. Tras leer las
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Federico ha colaborado con periódicos de tirada nacional como El País, Diario 16, ABC y El Mundo. Desde
1998 es editor de la revista de pensamiento La Ilustración Liberal.
Fue colaborador de Antena 3 Radio con Antonio Herrero (1955-1998), el que fue su gran influencia
radiofónica. También colaboró con Antena 3 Televisión dirigiendo el programa cultural La Historia de los Judíos
Españoles. También empezaría a ser colaborador de la COPE, y tras el «antenicidio» de Antena 3 Radio por el
Grupo Prisa se fue junto a José María García (Madrid, 1943), Antonio Herrero y Luis Herrero (Castellón, 1955) a
la COPE. Al morirse Antonio Herrero en 1998, Luis Herrero le sustituyó en La Mañana y Federico pasaría a
presentar y dirigir el programa de tarde noche titulado La Linterna. Pero en 2003 pasaría a presentar y dirigir La
Mañana con uno de los mejores índices de audiencia en la radio española. Estuvo en la emisora de la
Conferencia Episcopal hasta junio de 2009, cuando fue destituido por presiones de algunos dirigentes del PP y
también por presiones del Rey Juan Carlos (Roma, 1938). Entonces decidió fundar esRadio, emisora asociada a
Libertad Digital (periódico que empezó a funcionar en la red en el año 2000), junto a César Vidal (Madrid, 1958)
(que en la COPE presentaba y dirigía La Linterna) y Luis Herrero (que tras un paso fugaz por el parlamento
europeo, como eurodipitado del PP, volvió a la radio).
Otras de sus publicaciones de nuestro protagonista fueron El adiós de Aznar (2004), De la noche a la mañana
(2006), en 2007 reeditó La ciudad que fue, Más España y más Libertad (2008), una tetralogía de la Historia de
España (2009-2010-2012) junto a César Vidal, Los años perdidos de Mariano Rajoy (2015) y esta Memoria del
comunismo (2018) que por extenso aquí voy a criticar.
Federico ha sido uno de los grandes detractores de la infame versión oficial de los atentados del 11 de marzo
de 2004 en Madrid. Eso es de admirar. Libertad Digital ha servido como medio de difusión de la trituración de la
versión oficial del atentado más cruento de la historia de España. Fundamentalmente ha sido la aportación de
Luis del Pino (Madrid, 1962) con libros, artículos, programas de radio y de televisión reveladores sobre el asunto
(reveladores de la patraña que supone la versión oficial, no ya sobre la auténtica autoría de los atentados, que a
día de hoy desconocemos, aunque por especular…). Yo mismo he puesto mi granito de arena para desmontar
semejante fraude y espectáculo judicial en las páginas de El Catoblepas: http://nodulo.org/ec/2015
/n157p01.htm.
Federico es una estrella de la radio, un auténtico crack de las ondas. Ante el micrófono nuestro protagonista
es un hacha y un fiera (en el buen sentido). Combina expresiones castizas y populares con expresiones
académicas y literarias. No deja títere con cabeza: a veces con razón, otras sin razón y en otras lo que dice es
discutible. Tiene un estilo contundente pero simpático, ameno, irónico, satírico, crítico y a veces hipercrítico, lo
cual le ha costado hasta cuatro procesos judiciales por vulneración del derecho al honor y otros dos por injurias.
Aunque también la radio le ha dado premios como el del Micrófono de Plata, el de Oro, el de la Academia
Española de la Radio, el González Ruano, el del Parlamento Europeo o el de Espejo de España. En 2009 la
Fundación Denaes para la defensa de la nación española, que por entonces presidía Santiago Abascal (Bilbao,
1976), le otorgó el premio de «españoles ejemplares» al grupo Libertad Digital.
Tuve el gran honor de conocer personalmente a Federico la mañana del 6 de marzo de 2015 en el Centro
universitario EUSA en Sevilla, donde hizo su programa de radio. Tras el programa simplemente lo saludé y le
dije que para el 11 de marzo iba a salir mi ensayo sobre el 11M en El Catoblepas. No sé si llegaría a leerlo. De
todos modos Federico estuvo muy atento y fue muy simpático.
Federico es un maestro en el arte de insultar y de poner motes, es una especie de Quevedo de nuestro
tiempo. Ahí van algunos ejemplos:
Pablo Iglesias Turrión: «Pablemos», «Pablenín», «El Leninín de la Complu», «El Sacamantecas de Vallecas»,
«Alopécico Coletudo», «El Hacendado de Villatinaja», «Pablo Telemarmol», «Koleta Borroka» («Koleta Morada»
se lo puso él mismo cuando hablando como un indio señaló en un mitin al «Pequeño Pujol», es decir, Arturo
Mas). Irene Montero: «Irene Montera o Monterón». Pablo e Irene: «Pabla e Ireno». Juan Carlos Monedero:
«Moneydero». Íñigo Errejón: «El Pequeño Nicolás de Podemos», «El Bebé Probeta del Gulag», «El Robin de
Batman Iglesias», «El Trotski de Vistalegre». Pablo Echenique: «Echeminga Dominga». Manuela Carmena:
«Lady Gagá». El bebé de Carolina Bescansa: «Bebescansa». Rita Maestre: «Rita la Asaltaora», «Pitita». Tania
Sánchez: «La Khaleesi Poligonera», «Tania Vacíamadrid». Mariano Rajoy: «Don Vagancio», «MarianUCO»,
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«Prudencio Galbana», «El pecio flotante», «Plasmarote», «Pantocrátor», «Estafermo», «El Ausente». José
María Aznar: «Maricomplejines», «El Faraón». Ana Pastor: «Pastoremos». Javier Arenas: «El Joven Arenas»,
«Arenas Movedizas». Partido Popular: «Partido Bolsovique» (por el bolso que dejó Soraya en el asiento de
Rajoy al ausentarse éste de su asiento del Congreso la tarde del día de la moción de censura). Antonio García
Ferreras: «Gorilas en la niebla», «Kim Kong Un», «Ferreras de las Mil Colinas» (y su programa «Al Rojo Vivo y
al Azul Muerto»). Soraya Sáenz de Santamaría: «Soraya Sáenz de la Guillotina», «Lady Macbeth»,
«VicePRISAdenta», «Bolita de Azufre», «Sorayexta», «La Muñeca de Rajoy», «En el PP hay cinco candidatos y
La Sexta», «La Niña Asheshina One». María Dolores de Cospedal: «Asheshina Two». Cristóbal Montoro: «El
Murciégalo», «El Vampiro», «Nosferatus». Carmen Martínez Castro: «Carmen, por favor». José Manuel García-
Margallo: «El Gallo Margallo». Iñigo Méndez de Vigo: «Méndez de Frankfurt», «Méndez de Humo», «Méndez de
Nada». Fernando Martínez Maillo: «Maillóteles». Juan Manuel Moreno Bonilla: «Moreno Nocilla, ¡qué
merendilla!». Fernando VII: «Tigrekán I de Mongolia». Felipe González: «Tigrekán II de Mongolia», «El
abrecoches de Carlos Slim», «El Tigre de Guanajuato» (a su vez, González bautizo a Federico como «Jiménez
Losdemonios», y a Pedro J. Ramírez como «Pedro Jeta del Inmundo»). Alfonso Guerra: «El Hemmano de mi
Hemmano». José Luis Rodríguez Zapatero: «zETAp», «Zetapasuna», «Bambi», «Largo Caballero/Corto
Zapatero». Alfredo Pérez Rubalcaba: «RuGALcaba», «Freddy el Químico», «RubalCARA». Zapatero y
Rubalcaba: «Zapacaba y Rubaltero». María Teresa Fernández de la Vega: «Vicevogue». Bibiana Aído: «Bibiano
Aída». María Antonia Trujillo: «Apretrujillo» (por los pisos de 25 metros cuadrados que propuso). Ángeles
González-Sinde: «Sindescargas». Miguel Ángel Moratinos: «La nada con sobrepeso», «Desatinos»,
«Moratones». Patxi López: «Patxi Nadie». Pedro Sánchez: «Pdr Snchz» (pronunciado como un estornudo),
«Plurisánchez», «Pedronono», «Pedrocomosea», «El Pelelesidente de los Separatistas». Tomás Goméz:
«Invictus Fostiatus», «Tomás, y no digo más». Susana Díaz: «Omaíta». Miquel Iceta: «La Gogó del Llobregat»,
«Ijeta». Màxim Huerta: «Potorro», «Tuitministro», «Mínimo Huerta». Meritxel Batet: «Meritxol». Carmen Calvo:
«Carmen Calva». Fernando Grande Marlasca: «Pequeño Marlasca». Rey Juan Carlos: «Campechano». Infanta
Cristina: «Marnie la Ladrona». Urdangarín: «Urdanga», «Hurtangarín». Urdangarín y Cristina: «Bonnie y Clyde».
Jordi Pujol: «La Iguana Epiléptica». Carlos Puigdemont: «Cocomocho», «Cocoliso», «Vileda I de Cataluña»,
«Fregonet». Quim Torra: «Quim Borra» (por los tuits que borró en los que insultaba a España y los españoles),
«Kim Il-Torra», «El Nazi Torra», «Catanazi». Carod Rovira: «Robiretxe». Joan Tardá: «Ese paso atrás en la
evolución». Roger Torrent: «Torrente, el brazo tonto del procés». Anna Gabriel: «Doña Sánex». Fidel Castro:
«Coma-andante». Miguel Díaz-Canel: «El Canelo». Hugo Chávez: «Gorila Rojo». Olga Sánchez: «La Fiscal
¡Vale Ya!» (fiscal del 11-M). Donald Trump: «El Jesús Gil de las Vegas». Kofi Annan: «Kakofi». Papa Francisco:
«Papacisco». Jesús de Polanco: «Jesús del Gran Poder». Juan Luis Cebrián: «Janli». Michael Robinson: «Doña
Croqueta». González Ferrari (director de Ondacero): «Ferrari Panda». Nacho Escolar: «Pre-Escolar»,
«Estercolar». Al Gore: «El Algorero». Julen Lopetegui: «Piketegui».
Federico es muy consciente de que la nación española es más importante que el PP, que el PSOE, que
Ciudadanos y que cualquier partido político.
Federico se ganó la admiración de Francisco Umbral (1932-2007) por la publicación de Lo que queda de
España, y se refirió a la publicación de nuestro protagonista como «el nacimiento de un gran escritor español».
Y también se ganó la admiración de ni más ni menos que Don Gustavo Bueno: «Jiménez Losantos, en su libro,
logra poner en ridículo a muchos pontífices de la ideología “descentralizadora”, a lo Vázquez Montalbán o Juan
Goytisolo. Que determinadas opiniones sean ridículas no quiere decir, es bien sabido, que no haya que ponerlas
en ridículo, puesto que, muchas veces, la ridiculez puede estar enmascarada por un vocabulario progresista,
demagógico o incluso soez (nos referimos al estilo Don Tancredo). Hablar de “señas de identidad”, tal como se
habla en este contexto, es ridículo, si se tiene en cuenta que semejante expresión sólo cobra sentido cuando se
da por supuesta una entidad (metafísica) cuyas señas parecen buscarse, aún cuando es aquel supuesto lo que
verdaderamente está en cuestión, esa entidad misma (la entidad de Cataluña y, más aún, la del País Vasco,
como sustancias separadas de España) y no sus señas. Pero quienes se encuentran girando dentro del
torbellino, no advierten su ridículo, y por ello es necesario, desde fuera, ponerlos en situación de tal. Tarea no
siempre fácil que Jiménez Losantos ha conseguido, sin embargo, y por ello, le admiramos» (Bueno, 1979: 96).
Federico hace referencia a una contradictoria expresión: «ciudadano de España y del Mundo» (p. 16). Sólo se
puede ser ciudadano de España (o de un determinado Estado), pues no hay ciudadanía del mundo (tan sólo en
el imaginario de los cosmopolitas pánfilos). De hecho, esto de autoproclamarse como «ciudadano del mundo»
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es muy propio de los progres, a los que tanta inquina les tiene Federico. Que seamos terrícolas (habitantes del
planeta Tierra) no quiere decir que seamos ciudadanos del mundo, porque el título de ciudadanía sólo hace
referencia a un determinado Estado (sin perjuicio de aquellos ciudadanos que tienen doble nacionalidad), y los
habitantes humanos de tal planeta no componen una totalidad atributiva (eso sería, en todo caso, como especie
biológica) sino una totalidad distributiva en la que están divididos en diferentes Estados en continua dialéctica
(dialéctica de Estados, que se codetermina con la dialéctica de clases de cada Estado en particular).
En una entrevista Federico afirmó que dejó de ser marxista para ser español, pero ya cuando era marxista era
español (lo era desde que se empadronó). Luego se puede ser marxista y seguir siendo español: una cosa no
quita la otra, ya que ser comunista no se contradice con ser español (así como ser separatista tampoco se
contradice con ser español; es más, los separatistas por ser precisamente separatistas son españoles, y
objetivamente no pueden negar la existencia de España porque no pueden negar la existencia de aquello de lo
que se quieren separar). Y se puede estimar y venerar a Stalin y defender a la nación española como hace
Gustavo Bueno en este vídeo{1}. Aunque Bueno nunca militó en «el Partido» ni tampoco se enfundó la «camisa
azul».
Federico empezó a acercarse al comunismo a raíz de los sucesos que retrasmitió en detalle y a diario «la TVE
franquista» (p. 17), retransmisión que el autor supone «como vacuna» del Mayo del 68 en París. Es decir, la
génesis del comunismo de Federico, o la afiliación comunista del joven aragonés, estuvo bajo el yugo de la
ideología sesentayochesca, muy distante, por cierto, del carácter combativo y verdaderamente revolucionario
del leninismo y en una coyuntura histórica y en una zona geográfica, la de transcurrir en plena Guerra Fría y
ubicarse en un país occidental como Francia, muy diferente a la que se incubó el bolchevismo: situado en el
extremo oriente de Europa y llegando hasta el extremo oriente de Asia durante los períodos de la Primera
Guerra Mundial, la posguerra (en la que los bolcheviques obtuvieron -como confesó Lenin- una paz
«vergonzosa» e «indecente» en Brest-Litovsk el 3 de marzo de 1918, y otra paz de la derrota tras el Tratado de
Versalles en 1919) y, ya con Stalin, el período de entreguerras y la Segunda Guerra Mundial (que los soviéticos
bautizarían como «Gran Guerra Patriótica», lo que supuso una vuelta del revés en el ejercicio de la dialéctica de
Estados al mostrarse como imposible la existencia de un proletariado universal solidario en la dialéctica de
clases contra la burguesía de los respectivos países en una supuesta «revolución mundial»).
Según palabras del propio Federico, da la sensación de que la leyenda negra contra el comunismo no fue
algo que preocupase fomentar a los franquistas. Por eso dice Federico que los universitarios no sabían nada de
comunismo (ahora todavía saben menos, y me consta). «El franquismo había dejado de criticarlo como en la
posguerra, aunque no de perseguirlo, y no se molestaba en poner al día los datos del Gulag o promocionar los
libros de los disidentes del PCE. Y el antifranquismo, que era el partido, disimulaba. El gran problema de
imagen, siempre la imagen, fue la entrada de los tanques en Praga en 1968 para imponer el orden soviético al
“socialismo con rostro humano” de Dubcek. Y también vimos por televisión a jóvenes de nuestra edad, más
heroicos que los franceses, plantando cara a los tanques» (p. 24). ¿Y qué son las imágenes de los tanques
soviéticos entrando en Praga en 1968 comparado con las imágenes de los bombardeos estadounidenses
(capitalistas) sobre Vietnam?
En 1974 Federico iba a hacer la mili pero «por un afortunado vaivén burocrático» se libró de la misma y su
«superyó» se convenció convertir ese año en blanco «en rojo», esto es, en «emplearlo en hacer política al
servicio de España, viendo la mejor forma de servir al pueblo, que era, sin duda, combatir sin uniforme a la
dictadura» (p. 28).
Federico estuvo influenciado «por la rama más o menos estructuralista y con guiños al psicoanálisis que
representaba Louis Althusser… Yo descansaba del Pour Marx de Althusser leyendo a Baran y Sweezy e incluso
al trotskista Mandel. Luego volvía a la escuela althusseriana, del francés Balibar, a los españoles Albiac, Crespo
y Ramoneda, sin olvidar a Poulantzas y Marta Harnecker… Por supuesto -vía París-librería Maspero- conseguí y
leí las Obras Escogidas de Lenin en la editorial Progreso de Moscú, los cuatro tomitos de Mao, los Principios del
leninismo de Stalin, Mi vida de Trotski, El profeta desarmado, de Deutscher, la antología de Gramsci que publicó
Solé Tura y sus soberbias Cartas desde la cárcel. En fin, estudié» (pp. 28-29).
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Federico afirma haberse desprendido de la fe en el Todo (Dios), la cual sería sustituida por la esperanza de la
salvación de Todos (el pueblo). Y se refiere al cristianismo (el catolicismo, en su caso) como «la religión del
Todo» y al comunismo como «LA SECTA DEL TODOS» (p. 22). «El comunismo es un monoteísmo y no admite
otro dios que él mismo» (p. 23). En plan «quien no está conmigo está contra mí».
La voz de Dios dejó de preocuparle (directamente dejó de creer en ella) para preocuparse por la voz del
pueblo. Podríamos decir que Federico sufrió su particular proceso de inversión teológica: «La fe perdida en el
más allá se reencontraba en la Política del más acá. Y como el franquismo ya no se llevaba ni entre los
franquistas, se puso de moda lo contrario, la música del enemigo, la simpatía por el diablo, los Rolling, el
comunismo, El Partido» (p. 21).
Federico militó en Organización Comunista de España (Bandera Roja), una organización que se consideraba
maoísta. También militó en el Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC). Durante la Transición militó en el
Partido Socialista de Aragón, que no era el PSOE de Aragón sino un partido perteneciente a la extinguida
Federación de Partidos Socialistas, el cual consiguió un diputado en las Cortes Constituyentes: Emilio Gastón
(1935-2018). En 1980 por presiones del PSOE y el Partido Socialista de Andalucía, que lideraba Alejandro
Rojas Marcos (Sevilla, 1940), Federico no pudo presentarse a las elecciones autonómicas de Cataluña como
número uno del Partido Socialista de Aragón. No obstante estuvo en las listas del Partido Socialista de
Andalucía, defendiendo los derechos culturales y sociales de todos los españoles inmigrantes en Cataluña, ya
que le parecía insuficiente la defensa que hacían de éstos el PSOE-PSC y el PCE-PSUC. Pensaba que estos
partidos, al estar envenenados y contagiados por el separatismo catalán, habían desprotegido a los obreros
andaluces. El Partido Socialista de Andalucía sólo obtuvo dos escaños, y esos dos diputados eran casi los
únicos que pronunciaban su discurso en español en el parlamento catalán. Esto le llevó a firmar el 25 de enero
de 1981 el Manifiesto de los 2.300, que publicó Diario 16 bajo la dirección de Pedro J. Ramírez (Logroño, 1952),
en el que se defendía los derechos lingüísticos en Cataluña entre el español y el catalán.
5. Federico el liberal
Federico se autoproclama liberal. Aunque, eso sí, Federico al menos discrepa de «los economistas
“libertarios” de cátedra que parloteaban sobre un mercado sin Estado, o sea, sin ley» (p. 670). Es decir, Federico
no es anarcocapitalista o anarcoliberal, como pueda serlo su compañero de Libertad Digital Juan Ramón Rallo
(Benicarló, 1984), o el mentor de éste: Jesús Huerta de Soto (Madrid, 1956). Las cosas del anarcocapitalismo
las considera Federico, y con toda la razón, como «frivolidades» (p. 670). Y un poco más abajo añade:
«Igualdad ante la ley, precisamente porque los liberales no somos anarquistas y propugnamos la necesidad del
Estado, pero con límites precisos y siempre dentro de una legalidad cuya raíz moral e intemporal encuentran
muchos en el derecho natural y el derecho de gentes y cuyas normas -entendemos nosotros- deben estar al
alcance de todos y a todos servir por igual. Igualdad ante la ley, sí, porque los liberales aceptamos que los
humanos somos distintos, radicalmente desiguales, pero con el mismo derecho a “la búsqueda de la felicidad”,
es decir, a labrar nuestro propio destino sin que otros lo decidan por nosotros. Por eso entendemos que la ley,
respaldada por una fuerza proporcionada y legítima, debería ser el ámbito natural de las relaciones humanas
civilizadas. Y que cuando las circunstancias requieran el uso de la violencia o incluso de la guerra contra los que
quieren atropellar la vida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos, hasta el uso de la fuerza debe estar
siempre bajo la ley» (p. 673). Parece que nuestro autor no sólo es preso del mito de la libertad (aun siendo
crítico con el anarcoliberalismo o fundamentalismo de la libertad) sino además del mito de la felicidad.
Es llamativo, se indigna nuestro autor, que existan manuales «impregnados de odio a la libertad» (p. 73). Y yo
me pregunto cómo diablos se puede odiar la libertad. Pues de muchas maneras: es odiosa la libertad de
políticos corruptos, es odiosa la libertad de etarras, es odiosa la libertad de violadores y pederastas (y más
odioso aún cuando el «Gobierno de España» los pone en libertad, para encima reincidir, con objeto de encubrir
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una amnistía de etarras, a los que simplemente habría que fusilar o al menos condenarlos a cadena perpetua
por alta traición). La libertad no es buena per se. Tal vez Federico se refiera a que los autores de dichos
manuales odian la libertad tal y como se entiende desde el liberalismo. Pues, al parecer, para Federico la
libertad es patrimonio exclusivo del liberalismo, y por lo visto el que está contra el liberalismo está contra la
libertad. Pero tal libertad, tal y como se entiende, es metafísica, porque -como reconoce Federico- el mercado
nunca es libre sino que, en mayor o en menor grado, siempre está determinado por el Estado o, más todavía,
por la dialéctica de Estados (siempre codeterminada con la dialéctica de clases). Dicha libertad es pensada por
el locutor de Es la mañana como el Bien absoluto, pero tal lindeza ni existe ni puede existir, pues se trata de una
libertad abstracta, propia de la nebulosa ideológica, que no puede materializarse y que sólo sirve como
justificación de los atropellos del capitalismo (de los capitalistas, que sólo pueden manifestarse a través de la
dialéctica de Estados, aunque siempre -insistimos- con la codeterminación de la dialéctica de clases). Esa
libertad a la que se refiere Federico, así como el «proletariado universal» que se postulaba desde el comunismo,
es algo, por usar sus propias palabras, «Falso de toda falsedad» (p. 74). Es decir, la Realpolitik de la dialéctica
de Estados y la dialéctica de Imperios de la geopolítica en marcha imposibilitan tanto los sueños escatológicos
de los comunistas como el fundamentalismo democrático de los liberales (en el sentido del fin de la historia de
Fukuyama), así como la formación de un «Estado totalitario».
Para Federico, maniqueísmo mediante, las posiciones liberales significan «el respeto a la persona humana»
(p. 96), con lo cual queda claro que las posiciones comunistas son la absoluta falta de respeto a la misma,
porque el comunismo es simplemente «la supresión de la libertad» y «la negación de la democracia» (p. 424).
«Evidentemente, porque en el comunismo, salvo los comunistas, todos son desposeídos. Y en el capitalismo,
dentro del Estado de Derecho, todos son o pueden ser poseedores. El comunismo no acaba con la propiedad: la
roba y la convierte en botín de los enemigos de la propiedad de los demás. El capitalismo, para defender la
propiedad de cada uno, necesita proteger, mediante las leyes, la propiedad de todos, así como su sagrado
derecho a mantenerla y acrecentarla, según su talento, su suerte o su capacidad» (pp. 625-626).
El comunismo es, en definitiva, es el enemigo del comercio, que se entiende desde el liberalismo como «libre
mercado», y es el capitalismo el que supuestamente garantiza tal libertad. Pero, desde coordenadas
materialistas y no idealistas, da la risa oír hablar de «libre mercado» cuando la realidad es que los Estados
capitalistas están en buena medida controlados por multinacionales «cuyo nivel de control planificador es, si
cabe, más eficaz que el que pudieron lograr los soviéticos en sus planes quinquenales» (Bueno, 1992: 25).
Mucho se le ha reprochado a Federico por escribir este libro por arrepentimiento al ser comunista en su
juventud, y con la fe del converso se despacha a gusto despotricando capítulo a capítulo, página a página,
párrafo a párrafo, reglón a renglón y palabra a palabra contra el comunismo. Yo, que huyo del psicologismo
como de la peste, no entraré en analizar un supuesto arrepentimiento del autor de Memoria del comunismo, sino
que trataré de estudiar lo que objetivamente ha plasmado nuestro autor sobre el papel (o sobre la pantalla).
Dicho de otro modo: no entraré en las miserias segundogenéricas de la persona de Federico, sino en las
miserias terciogenéricas de la obra Memoria del comunismo.
Federico afirma que no ha querido escribir un libro de historia, aunque como es inevitable no puede dejar de
hacer referencia a la misma. Nuestro autor ha querido escribir «una memoria, la mía pero no solo mía sobre el
comunismo, que no es ni será nunca historia pasada, sino sombra presente y amenaza permanente contra
nuestra libertad» (pp. 51-52). Pero él, naturalmente, sólo puede escribir desde su memoria, como hace en las
primeras páginas, y no desde la memoria de los demás; pues no es posible, y tampoco el locutor de esRadio
sería capaz, de penetrar en la memoria de los demás; ya que la memoria es subjetiva (psicológica), es decir,
personal, y la expresión «memoria colectiva» es sólo una metáfora. Precisamente la historia es posible a través
de reliquias y relatos que van neutralizando las memorias personales en la confrontación entre las mismas. Por
tanto la memoria simplemente es personal, de ahí que el libro tenga trazos autobiográficos, en los que el autor
comenta algunos episodios de su militancia en el comunismo español, en los años 1974-1975. Pero no es un
libro de memorias, no es una autobiografía, más bien es una reflexión sobre el comunismo, y se podría decir
que es un saber de segundo grado sobre el comunismo (aunque el libro sea flaco en filosofía).
De hecho Federico no puede tener memoria del comunismo que empezó en 1917, ni de la Guerra Civil
española, ni de tantos acontecimientos que, con inquina negrolegendaria, narra en su libro. Pero de esto es
consciente nuestro autor: «La memoria, aunque los neocomunistas la llamen histórica, siempre es individual» (p.
641). De ahí que pensemos que el título del libro no sea muy ajustado a su contenido, pues la memoria personal
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del autor (del individuo corpóreo-viviente llamado Federico Jiménez Losantos) es sólo una pequeña parte de la
obra (ya objetivada al plasmarse sobre el papel, o sobre la pantalla). Aunque tampoco hubiese sido acertado el
título Historia del comunismo, porque aunque haya mucha historia no es propiamente una historia del
comunismo (aunque más bien lo que hay es leyenda negra). El contenido del libro, como decimos, corresponde
más bien a una reflexión sobre el comunismo, y para esto sería menester una filosofía que, sin duda, Federico
ejercita, como no puede ser de otro modo porque todos somos filósofos: unos mejores, otros peores, otros
nefastos. Sin embargo, tal filosofía el autor ni por asomo representa. Es decir, en Memoria del comunismo hay
una filosofía implícita pero no explícita. ¿O es que acaso Federico confiesa abiertamente que filosofa desde tal
sistema contra otros sistemas filosóficos? En todo caso lo que hay es una filosofía mundana, pero no
académica. Y en todo caso el autor filosofa desde el liberalismo (toma partido por las escuelas de Salamanca y
Austria) contra el comunismo (aunque sólo hay dos referencias al materialismo dialéctico). Como se afirma en
España frente a Europa, «el historiador generalista o se mantiene dentro de unas coordenadas filosóficas
explícitas o implícitas (de orden teológico, o liberal, o anarquista, o marxista-economicista, o racista, o
autonomista, o humanista…) o no hace sino una labor enciclopédica de yuxtaposición, sin poner el pie en un
terreno que, por su naturaleza, no puede ser científico-categorial» (Bueno, 1999: 448).
Decimos que no se trata de un libro de historia no ya porque está plagado de tópicos propagandísticos y
negrolegendarios, sino porque no es una historia del comunismo al uso o propiamente dicha. Pero, desde luego,
tampoco es un libro de filosofía al uso, ni tampoco de filosofía de la historia. Entonces ¿qué podemos decir que
es el libro de Federico?
Pues bien, podemos decir que Memoria del comunismo es un libro de literatura, aunque, emic, el autor no lo
pretenda. Podríamos decir que los finis operantis del autor pretenden llevar a cabo una reflexión sobre «la
naturaleza del comunismo» (eso es lo que él dice). Pero en sus finis operis es un libro de literatura, y añadimos
que es un libro de literatura negrolegendaria, de retórica anticomunista, y de un anticomunismo retrospectivo,
aunque emic el autor crea que haya escrito un libro que tiene por objeto combatir el comunismo del presente,
pero éste no es tal, es otra cosa bien diferente, que el autor, a través de lo que podríamos llamar, si se me
permite la expresión, «falacia semejantista», llama «neocomunismo», pero que se trata de progresismo (que, en
el caso de España, en su fase superior, o más bien inferior o degenerada, o enfermedad infantil, corresponde al
podemismo). El comunismo cubano fue y es muy diferente a lo que fue el comunismo en la URSS (y todavía
más diferente una vez que ésta dejó de existir), el venezolano en absoluto es comunismo sino más bien un
socialismo cristiano y bolivariano (en rigor es una democracia capitalista, por mucho que algunos se lleven las
manos a la cabeza con tal afirmación), China reestructuró su sistema en 1978 con Deng Xiaoping (y la alianza
con Estados Unidos contra la Unión Soviética que definitivamente decidió el resultado de la Guerra Fría), y
Corea del Norte también es una cosa muy diferente (ahora en fase de deshielo con Estados Unidos a través del
poder diplomático de la Administración Trump).
Federico no es, por tanto, un historiador; tampoco es un filósofo en el sentido académico de la palabra (pues
afirmamos que la filosofía implícita de su libro es una filosofía mundana, por no decir vulgar). Federico es un
negrolegendario y por eso su libro es un libro de ficción, es un libro de literatura. Memoria del comunismo,
efectivamente, no es un libro de historia, es un libro de ideología. Federico es un intelectual y -como bien sabía
Gustavo Bueno- los intelectuales son «los nuevos impostores» (Bueno, 2012: 2); sin perjuicio de que Federico
se crea sus propias patrañas (lo cual lo deja en peor lugar que si fuese consciente de sus falsedades). La
filosofía materialista es la filosofía del desengaño, y una vez que nos hayamos caído del caballo podemos seguir
cabalgando para triturar las imposturas que salga al paso y así desbloquear nuestro entendimiento.
Como no es un historiador ni un filósofo propiamente dicho, cabe decir entonces que Federico es simplemente
-sin ánimo de querer suprimirle todos sus méritos, que los tiene- un escritor: un escritor negrolegendario. Esa es,
al menos, la tendencia de sus escritos sobre (contra) el comunismo.
Federico escribe una curiosa paráfrasis de la tesis 11 sobre Feuerbach: «Hasta ahora, los profesores han
explicado el comunismo: se trata de combatirlo» (p. 283). ¿A qué profesores se refiere el presentador de Es la
mañana? Porque, durante la Guerra Fría, muchos de ellos, la inmensa mayoría, al menos en Occidente, se
dedicaron a combatirlo desde la propaganda más demonizadora y la historiografía más negrolegendaria (cosa
que, desde luego, fue prudente para los intereses de la democracia liberal parlamentaria auspiciada por Estados
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Unidos, el Imperio realmente existente). Aunque esto sigue pasando en la actualidad, tras más de un cuarto de
siglo de colapso y derrumbe del «socialismo real». Historiadores actuales, como Robert Service, Simon Sebag
Montefiore, Álvaro Lozano, Lawrence Rees, Orlando Figes, Mattew White, Donald Rayfeld, Rupert Butler y un
largo etcétera son combatientes (en retrospectiva) del comunismo, en el sentido de que la historiografía es un
arma de propaganda política, aunque el adversario a batir ya esté fuera del escenario de la Realpolitik, lo cual
no quiere decir que no luchen contra nadie sino contra otros adversarios (otro ejemplo lo tenemos en España
con la leyenda negra antifranquista, utilizada por los separatistas y sus compañeros de viaje, los
autoproclamados partidos de izquierda, contra el PP, pues al ser calificado éste de franquista inmediatamente lo
es de ser antidemócrata, del mismo modo que Federico señala al podemismo como un neocomunismo y por
tanto como un partido antidemocrático).
Más ajustado a la realidad sería darle la vuelta del revés a la paráfrasis de Federico y afirmar: «Hasta ahora,
los profesores han combatido al comunismo: se trata de explicarlo». Es decir, se trata de entender sin condenar
ni justificar, sin perjuicio de que toda interpretación está pensada contra otras interpretaciones (por ejemplo, mi
interpretación del fenómeno comunista contra la interpretación de Federico, o de Antonio Escohotado). Y
explicar el comunismo, a más de un cuarto de siglo de la caída del Imperio Soviético, supone hacer una
trituración de la leyenda negra, pues ya no existe esa plataforma continental, ese Imperio, que hacía posible la
realidad política y geopolítica del comunismo (pese a que su postulados escatológicos jamás se cumplieron y de
hecho el comunismo final resultó ser el final del comunismo, aunque es cierto que vivimos sobre los náufragos,
esto es, sobre las consecuencias de ese Imperio). La leyenda negra anticomunista tuvo una funcionalidad en los
tiempos de los dos bloques (comunista y capitalista) de la Guerra Fría, es decir, tuvo una función
propagandística demonizadora, lo que bien visto pudo resultar prudente para la eutaxia de las potencias
vencedoras (encabezas por Estados Unidos). Lo que procuramos, a la altura de 2018, es llevar a cabo una
investigación histórica y filosófica sobre el comunismo realmente existente entre 1917 y 1991 (tras la distaxia del
Imperio Soviético sólo quedan los náufragos del comunismo, porque sus partes se fundieron y se destruyeron, y
pasaron a nutrir, como alimento, los órganos del nuevo animal: los nuevos partidos de izquierda que se
aproximan tanto a la socialdemocracia como a la izquierda indefinida, o, lo que es peor, a aberraciones que
simpatizan con «partidos» secesionistas-separatistas).
Por mi parte, a fin de llevar a cabo semejante tarea, intentaré, con mayor o menor fortuna, tomar partido por el
materialismo filosófico propugnado por el filósofo español Gustavo Bueno (1924-2016). Es decir, procuraré llevar
a cabo una crítica (criticar no es descalificar sino calificar, clasificar y poner a cada cosa en su sitio bajo un
orden racional). En definitiva: llevaré a cabo una crítica sin leyenda negra. Y Federico está a mil millas de esto,
pues su posición no es crítica sino, más bien, hipercrítica; es decir, inmersa hasta el tuétano en la leyenda
negra. Y si, como decimos, criticar es clasificar entonces, en rigor, Memoria del comunismo no es una crítica al
comunismo, ya que su autor no se dedica a clasificar sino más bien a demonizar y cuando no directamente a
insultar. Lo cual bloquea su entendimiento y por ello no explica el comunismo sino que lo condena y combate del
mismo modo que los progres condenan y combaten al franquismo, aunque sea de manera trasnochada o
sobrevenida. Si los progres pecan de antifranquismo retrospectivo con la Memoria Histórica, Federico peca de
anticomunismo retrospectivo con Memoria del comunismo. Federico utiliza el término «comunista» de un modo
muy parecido, por no decir idéntico, a como los progres pronuncian el término «fascista», que a día de hoy es
solamente un mero insulto: fascista = hijo de puta. Si los progres asocian inmediatamente la palabra «España»
a Franco, Federico (como tantos otros) inmediatamente asocia la palabra «comunismo» a los famosos «100
millones de muertos». ¡Y ni uno más!, le faltaría decir.
Federico es muy duro con los progres (en muchas ocasiones con bastante razón), pero a menudo se trata de
una relación tipo contraria sunt circa eadem; pues, así como los progres padecen la locura objetiva del
antifranquismo retrospectivo, Federico padece la no menos locura objetiva del anticomunismo retrospectivo. Y
así como algunos progres creen que vivimos todavía en el franquismo, Federico cree que aún existe el
comunismo, y curiosamente se niega a enviarlo al «basurero de la historia». Federico está en plan delenda est
comunismo: non placet comunismo. Por mi parte procuraré llevar a cabo una delenda est nigra legenda. Non
placet nigra legenda.
Sostiene nuestro autor que en la enseñanza o en los medios de comunicación abunda el terror de ser tachado
de «anticomunista visceral» (p. 46). Pero nunca he oído a un tertuliano (ni tampoco a un universitario) ofender a
otro gritándole «¡eres un anticomunista visceral!». Para insultar al adversario en la España del siglo XXI se sigue
usando el adjetivo «fascista», que no necesariamente es sinónimo de «anticomunista visceral». En todo caso, la
palabra que suele emplearse para justificar moralmente (de modo filisteo) es «izquierda», como la purificadora
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de todos los males y demonios de la derecha (como si la izquierda fuese única, que es lo que cree el que está
preso del mito tenebroso de la unidad de la izquierda, como si ésta no estuviese escindida en el desarrollo de
varias generaciones: jacobina, liberal doceañista, anarquista, socialdemócrata, comunista soviética y maoísta).
Y cuando no, entonces se usa la palabra «democracia», que es el comodín que usan tanto izquierdistas como
peperos y liberales. Y se usa, o suele emplearse, ¡cómo no!, desde la plataforma del fundamentalismo
democrático más ingenuo. Y así, los problemas de la democracia se solucionan con «más democracia».
Parece que Federico se pone de los nervios con aquellos que están dispuestos a «justificar o entender,
siquiera parcialmente, las atrocidades bolcheviques» (p. 258). Por mi parte no trato de justificar (pero tampoco
de condenar) ningún acontecimiento histórico (esto es, aquello que nos influencia a nosotros pero que nosotros
no podemos influir en ello). Sin embargo, sí procuro entender, porque la facultad para entender la historia no es
ya la memoria (como ha entendido en estos años la progresía, particularmente desde el zapaterismo) sino el
entendimiento. Y en este caso lo que hay que entender es que los bolcheviques no llevaron a cabo el Terror por
maldad pura, sino por razones eutáxicas (sin perjuicio de los atropellos que pudo haber como los hay en toda
sociedad política, pero éstos no fueron sustanciales al sistema sino más bien accidentales o motivados por la
prudencia política). Pero esto Federico es incapaz de entenderlo y cree a pies juntillas que los bolcheviques
eran unos sádicos monstruos endemoniados. Unos demonios que deliberaban la preparación «de la masacre de
millones de personas, aunque no hicieran nada, solo por el hecho de existir» (p. 259), y que seguían a ciegas al
Demonio en persona: Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin (1870-1924), el cual se distingue de otros
revolucionarios por su «ferocidad con que disfruta esa guerra civil» (p. 251), y por ello sería un individuo «digno
de inaugurar la Enciclopedia Psiquiátrica del Asesino de Masas» (p. 280).
El 6 de abril de 2018 así respondía nuestro autor a las preguntas de Ramón Ongil, director de comunicación
de Paradores, en las veladas literarias que organiza el Parador de Sigüenza: «He escrito Memoria del
Comunismo (La Esfera de los Libros) porque los pocos que hemos leído los tochos de los clásicos como Marx
-ahora le ponen de economista y de filósofo, pero en realidad era un guarro, porque no se lavaba- estamos muy
liados con nuestros trabajos o siendo concejal. Y no hay ningún libro del comunismo. Así que mi libro es el mejor
y el peor. Porque no hay otro»{2}. ¿De verdad alguien con un mínimo de seriedad y honestidad intelectual puede
creer que esto es decoroso? ¡Y aunque fuera verdad! ¿Es relevante, para rebatir al comunismo, que Marx se
duchase o se dejase de duchar? ¿El hedor del filósofo de Tréveris (porque sí, era filósofo, además de
economista) impregna los tomos de sus obras? Al parecer el liberalismo empieza con el jabón y la ducha.
¡Valiente majadería! Y encima resulta que hasta que él no escribió y publicó su libro no existía un libro sobre el
comunismo (sobre la «naturaleza del comunismo»). ¡Ay Dios, qué santa paciencia hay que tener! Eso se
diagnostica como complejo de Adán, como si el mundo no existiese hasta que llegó él. O incluso complejo de
Yahvé: Federico dijo: «Hágase un libro sobre la naturaleza del comunismo», y el libro se hizo. Pero éste es otro
libro negro del comunismo de los cientos y miles que hay. Aunque el aseado autor se crea descubridor del
Mediterráneo anticomunista (más bien retroanticomunista negrolegendario). Aunque en la página 35 reconoce
que hay un libro, «de los pocos libros realmente importantes sobre la naturaleza del comunismo», y se refiere a
El fin de la inocencia: Willi Münzenberg y la seducción de los intelectuales de Stephen Koch (Anagrama, 1997).
En cambio, yo sí puedo decir que esta crítica a Memoria del comunismo es la mejor y la peor; porque es la única
que, hasta el momento, se ha escrito (al menos con tanta atención y amplitud).
El presidente de Libertad Digital sostiene que hay «muchos manuales de historia impregnados de odio a la
libertad o esclavos de esa corrección política que manda condenar el franquismo y exculpar el Gulag, es que,
según el guion del historiador propagandista E. H. Carr, fue un “alzamiento del proletariado”, “las masas” o “los
soviets” contra el zarismo» (pp. 73-74). Afirma que el historiador británico era «comprensivo con Lenin y sus
crímenes». Y efectivamente, pues lo que se trata es de comprender (y Carr lo hacía con mayor o menor éxito) y
no de demonizar y condenar, que es lo que constantemente hace Federico. Los libros de Edward Hallett Carr
(1892-1982) son libros clásicos y fundamentales; el de Federico, por bien escrito que esté y por mucho que lo
jaleen él y los suyos, no. Aunque si su libro será un clásico o no lo será el tiempo lo dirá.
La mayoría de libros que se publican hoy en España condenan, efectivamente, al franquismo (y no digamos
los medios de comunicación, que condenan al franquismo un día sí y otro también, y no sólo en La Sexta,
aunque los de esta cadena tiene verdadera obsesión con el invicto Caudillo: sin Franco no hay Sexta). Pero
también condenan a la URSS, tachándola de «Estado totalitario», y ecualizan a Stalin con Hitler, al más puro
simplismo de la reductio ad Hitlerum. Y no digamos TVE en la época de ZP, con una serie de documentales en
La 2 (la cadena de la «gente culta») que demonizaban a Stalin. Precisamente, contra lo que dice Federico, a día
de hoy demonizar el estalinismo es lo políticamente correcto, así como demonizar al franquismo. Pues vivimos
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2. ¿Comunismo en la universidad?
Nuestro autor cree que el comunismo es algo enigmático por su actual «supervivencia». Para Federico Lenin
vive, porque «no ha acabado de morir» (p. 167). «¿Por qué tanta gente se hace comunista y por qué, después
de cien años de la creación por Lenin de un tipo de régimen carcelario, ruinoso y genocida, el comunismo sigue
siendo una ideología respetable o respetada, que domina los campos mediático y educativo, esenciales para
asegurar su continuidad?» (p. 35). Y más abajo sostiene que el comunismo, a día de hoy, sigue siendo «un
referente legítimo, en realidad el referente último, aunque a menudo oculto, de lo políticamente correcto en los
medios de comunicación, las aulas y todas las formas clásicas y modernas de formación de la opinión pública
desde 1917» (p. 102). Y, para más inri, piensa nuestro autor que en nuestro presente está emergiendo la
resurrección «del comunismo más cerril» (p. 38), y que la propaganda y los montajes que diseñó Willi
Münzenberg para la Komintern es algo «que sigue marcando el modo de actuar de la izquierda hasta el día de
hoy» (p. 38).
¿A qué comunismo se refiere Federico tras más de un cuarto de siglo de la caída de la Unión Soviética? ¿A la
China de «un país dos sistemas»? ¿A la Cuba del final del castrismo que ya adoptó la empresas mixtas y que
tantea con dar el viraje hacia el capitalismo? ¿Acaso a los bolivarianos de Venezuela que reniegan (más bien
niegan) del marxismo-leninismo y se abrazan a un socialismo cristiano, como afirmaba Chávez en este vídeo?{3}
¿A la Corea nuclearizada o desnuclearizada del deshielo propugnado por la Administración Trump? ¿A la Syriza
que nada más empezar a gobernar sobre Grecia se rindió a los pies de la capitalista UE? ¿A Podemos? ¿A
Ferreras, el millonario Roures y los demás empresarios de La Sexta? Porque sólo estos dominan parte de los
medios de comunicación, los demás son demonizados por los mismos y no digamos en la Universidad, cuyos
estudios que se hacen sobre el comunismo en general y la Unión Soviética en particular, y me consta al vivirlo
en primera persona, son decididamente retroanticomunistas negrolegendarios.
Si el retroanticomunismo copa los medios de comunicación, qué decir de la universidad (esa institución
corrupta: tanto en la corrupción delictiva como en la corrupción no delictiva, lo que denominamos corrupción
ideológica o en este caso corrupción histórica, que lamentablemente no está sancionada por la ley).
En el curso 2007/2008 recuerdo en un curso de libre configuración sobre la Segunda Guerra Mundial que el
profesor que impartía el curso, de cuyo nombre no quiero acordarme, era un combatiente negrolegendario con
todo lo relacionado con Marx, Lenin, Stalin, la Unión Soviética y el comunismo en general. Aquello era
demonización del comunismo y apología de Churchill (al que despacharé en su momento).
Federico se queja de que «los comunistas de hoy» pretenden ganar en la universidad «lo que los comunistas
de ayer perdieron en las trincheras» (p. 501). Pero esos comunistas de hoy no son propiamente comunistas
(porque, desde luego, no son revolucionarios), sino que son intelectuales, es decir, como apuntó en su momento
Gustavo Bueno, «los nuevos impostores». O, cuando no, niñatos y niñatas cuyo historial revolucionario está
lleno de gloriosas campañas como asaltar una capilla y gritar «¡Arderéis como en el treintaiséis!». Como si los
incendios a las iglesias hubiesen sido en el 36 y no en el 31 (pero ese año les estropeaba la rima). O gritar: «¡El
Papa no nos deja comernos las almejas!». Como si el Papa saliese debajo de la cama y gritase: «¡Niñas, no os
comáis las almejas!».
Nuestro autor sostiene sin inmutarse que el comunismo sigue siendo «la ideología hegemónica sobre el
liberalismo en los medios y en la educación, más incluso que antes de la Caída del Muro» (p. 671). Pero ni
comunismo ni liberalismo operan en la política del siglo XXI y, en todo caso, como apunta el propio Federico, lo
hacen a nivel ideológico (esto es, más en el momento nematológico que en el momento tecnológico; aunque, en
rigor, ni por esa porque la nematología no es tampoco la del comunismo sino de una degeneración: corrupción
ideológica). Pero sí es cierto que hay liberales (existen lo liberales, pero no el liberalismo) y pocos comunistas
(aunque el comunismo final es imposible), aunque lo que abunda es la ideología de la izquierda indefinida (ya
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Daniel Miguel López Rodríguez, El libro negro de Fede... http://nodulo.org/ec/2018/n184p02.htm
sea ésta divagante, extravagante o fundamentalista), es decir, lo que abunda es la progresía (que, dentro de las
izquierdas definidas, se aproxima más a la socialdemocracia).
De hecho, «progre» es un adjetivo peyorativo que no inventaron los derechistas (los «fachas») sino
precisamente los comunistas durante la época franquista. Progre era aquel ser de izquierda que se llenaba la
boca con soflamas de pura y ramplona demagogia pero que a la hora de la verdad jamás mojaba su culo en la
política real y ni siquiera se manchaba las manos («revolucionarios» con guantes blancos). Se trataba más bien
de una izquierda indefinida. No fueron los progres los que opositaron al franquismo, pues los que hicieron tal
labor, como bien sabe Federico, fueron los comunistas (y por otra parte, ya en el tardofranquismo, los etarras, a
los que no hay que confundir con aquéllos, ni tampoco con los progres aunque por ideología se aproximan más
a éstos).
Federico habla de «la bolchevización del PSOE reeditada por Zapatero» (p. 383). ¡El pensamiento Alicia es
visto como la bolchevización del PSOE! ¡Échale guindas al pavo! Debería saber Federico que la filosofía de
Zapatero y el zapaterismo no era el marxismo-leninismo sino el krausismo, aunque los indocumentados e
iletrados de Zapatero y sus secuaces no hubiesen leído a Krause ni a Julián Sanz del Río (1814-1869) y su obra
-plagio de Krause, según Enrique Menéndez Ureña (1939-2014)- el Ideal de la Humanidad. Pero parece que
Federico no leyó Zapatero y el pensamiento Alicia (2006) de Gustavo Bueno, y si lo hizo no prestó demasiada
atención. Que ZP, en sus siete años de nefasto gobierno, quisiese abrir de manera sectaria las heridas de la
guerra civil y meter a Franco en la cárcel (como intentó patéticamente el por entonces juez Baltasar Garzón con
su complejo de Jesucristo al pedir el parte de defunción de Franco, no vaya a ser que estuviese vivo), eso no
quiere decir que la filosofía de éste fuese el marxismo-leninismo. ZP era un filósofo pánfilo y el marxismo-
leninismo era una filosofía belicosa y de combate (aunque en su escatología hablase del fin de la lucha de
clases y de la emancipación del Género Humano tras echar al «basurero de la historia» a la maquinaria del
Estado). ZP era un bobo (un «bobo solemne», como lo llamó con acierto Mariano Rajoy, aunque éste no ha
quedado muy rezagado de aquél) y Lenin y Stalin unos genios. La diferencia es notable. Y de Pedro Sánchez
(«Snch», «el Estornudo», como le llama Federico) para qué vamos a comentar nada. Sólo hay que verlo y oírlo.
¿Más ingenuo que ZP? Es difícil superar a ZP, pero Pedro hace lo que puede y francamente lo hace muy bien,
las cosas como son. Veremos qué tal es su presidencia en el «Gobierno de España», ese «Gobierno
Frankenstein» o «Sanchezstein» (o tal vez «Francoenstein») que se autoproclama europeísta, progresista y
feminista: un gobierno «facha» en el sentido de que es pura fachada, pura apariencia falaz al no caber más
ideología. «Europa es nuestra verdadera patria», dijo el alucinado Sánchez el 6 de junio de 2018. Pues que con
su pan se la coma.
Asimismo, Federico cree que el 1 de octubre de 2017 se puso en marcha «un proceso revolucionario que no
solo puede llevar a España a la disgregación sino a la implantación de un régimen comunista en toda o en
partes de la nación» (p. 404). Un pronóstico del todo disparatado, por no decir delirante, pues se trataría de una
España roja pero rota, y para que España sea roja tendría que estar unida (de hecho las tesis de la
«autodeterminación» de los pueblos acabó con el filo revolucionario del PCE y se transformó, «eurocomunismo»
mediante, en esa cosa blandita fundamentalista democrática que sería la colación de Izquierda Unida, hundida
ya en Podemos al no comprender el abecé del marxismo). Es más, Franco prefería una España rota antes que
roja (presuponiendo que para que fuese roja tendría que estar unida). Ese fue uno de los grandes errores del
invicto Caudillo.
No estamos, como dice Federico, ante una «re-bolchevización de los medios y las aulas» (p. 575). Cosa que,
por lo demás, sería imposible con el siglo XXI bien entrado. Lo que estamos viviendo en esta etapa de la historia
es el apogeo de la progresía, porque el absurdo tiene una potencia impresionante para perseverar en el ser y
florecer. Pero Federico tiende a confundir los términos y no ya sólo a nivel meramente semántico sino
conceptual: para él comunismo y progresismo es lo mismo y le da igual ocho que ochenta, y afirma que detrás
de la etiqueta «populismo» está ese fantasma que recorre Europa (y el mundo). Pero a día de hoy el comunismo
es, efectivamente, un fantasma, y las nuevas tendencias o partidos políticos tiran por otros derroteros, ya que
los problemas de nuestro presente en marcha son bien diferentes a los del tiempo del comunismo realmente
existente pero que ya no lo es, no es realmente existente al ser ya una reliquia (pese a que vivimos sobre sus
náufragos). Dicho de otro modo: lo que en su momento fue el comunismo realmente existente o «socialismo
real» es en nuestro presente en marcha y anómalo pasto de reliquias y relatos.
Pero nuestro autor insiste: «Si el comunismo está muerto, es sin duda un walking dead, al que se debe
combatir como especie resucitada, porque mata de verdad» (p. 575). Federico trata de matar a un zombie, pero
los zombies no existen (ni pueden existir), y lo que está muerto no puede morir. Sólo los frikis creen en los
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zombies. Y no tiene pinta de friki nuestro locutor favorito (sería un trauma para los fans si un día
descubriésemos tal cosa). Aunque, eso sí, Federico se comporta como el niño de El sexto sentido: «En
ocasiones veo comunistas». O como el replicante del Blade Runner: «He visto cosas que no creeríais: he visto
volar naves más allá del cielo de Orión y a comunistas tras la caída del muro en revolucionaria acción». O como
dice el evangelista: «los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos son limpiados y los sordos oyen y los
muertos [los comunistas] son resucitados y los pobres reciben la buena notica» (Mt 11.5).
Federico piensa que «la batalla contra el comunismo no está ganada» (p. 580). Pero Federico es un ideólogo
del anticomunismo en retrospectiva, porque cuando dice que, a día de hoy, va contra el comunismo en realidad
va contra otra cosa que es bien distinta (que es la progresía). Pero al darle igual ocho que ochenta y confundir
términos cree que aún combate el comunismo, pero los nuevos partidos plantean nuevos problemas: «el vino
nuevo en odres nuevos» (Mt 9.17).
Según Federico «el comunismo después del comunismo» es esto: «el capital ya no está en contra, sino
dentro; las democracias no son enemigos, sino cómplices» (p. 581). ¿Y no es esto algo muy parecido a la
socialdemocracia de toda la vida? Nada nuevo bajo el Sol. Aunque no del todo, porque si el comunismo
después del comunismo no es el comunismo sino otra cosa, también es cierto que el capitalismo después de la
caída del comunismo es otra cosa. ¿Acaso sería del todo disparatado afirmar que vivimos en una época no sólo
postcomunista sino también postcapitalista? Porque el capitalismo, así como pasó con el comunismo realmente
existente, está condenado a derrumbarse para dar paso a formas diferentes de vida social, política e histórica.
Todo lo que empieza acaba: ya sea el sistema comunista, el sistema capitalista o el sistema solar. Aunque,
como se ha dicho, «el capitalismo moribundo se recuperaba tras la segunda guerra mundial y gracias a ella»
(Bueno, 1991: 86). Tal vez otra guerra mundial reactive al capitalismo (o tal vez no).
Afirma nuestro autor que, a diferencia de Lenin, Karl Kautsky (1854-1938) y los socialdemócratas, «vienen del
mundo del trabajo real» (p. 95) y atienden a los datos reales y no se atienen a «utopías sangrientas» (p. 95).
Pero tal vez lo utópico (precisamente por incruento) es alcanzar logros favorables a la clase obrera (y a la
sociedad en general) sin que se rompa ni un solo cristal ni se derrame sangre. Aunque el pensamiento
socialdemócrata, en el apogeo de su imbecilidad (en sentido etimológico: Imbecillis,«sin bastón»), no es tanto un
pensamiento utópico sino, como ha señalado Gustavo Bueno, un pensamiento Alicia: la chimenea calienta pero
no quema, el género humano alcanzará gradualmente su emancipación pero sin que haga falta luchas
sanguinarias para alcanzarla.
Federico sostiene que «la propaganda comunista, e incluso la socialista, esgrimen, tras la caída del Muro, el
argumento de que todas las conquistas de la socialdemocracia se han producido gracias al régimen bolchevique
y a los gigantes y enanitos soviéticos que procreó. Sucedió exactamente al revés: la evolución de la
socialdemocracia en los países más avanzados -Alemania, Francia, Gran Bretaña- permitió, mediante su
integración parlamentaria y su presencia social en todas las instituciones de la democracia liberal, desde la
prensa a la educación, además del ámbito tradicional del sindicato, grandes avances en las condiciones de
trabajo de la naciente sociedad industrial: derechos sociales, jornadas más breves, limitación del trabajo infantil,
dignificación del trabajo femenino, mutualidades y seguros de enfermedad y retiro, y más importante acaso: la
conciencia de que las masas campesinas que llegaban a las grandes ciudades debían beneficiarse del aumento
del nivel de vida que su esfuerzo propiciaba» (pp. 94-95).
Esta peculiar vuelta del revés que lleva a cabo Federico no tiene en cuenta que tales avances en las
condiciones de trabajo, los derechos sociales, la reducción de la jornada laboral, la abolición (y no simple
«limitación») del trabajo infantil, seguro por enfermedad y pensión, la misma remuneración por el mismo trabajo
entre hombres y mujeres (esto se consiguió por primera vez en 1935 en la Unión Soviética estalinista, pero
Federico naturalmente no dice nada: bien para que no se entere la servidumbre o bien, que será lo más
probable, porque lo desconoce); tales logros, decimos, fueron posibles por la existencia de una plataforma (un
Imperio) como la Unión Soviética que, en su ortograma generador, hizo presión para que esto fuese posible.
Precisamente, tras más de 25 años de la caída de dicho Imperio, estos logros están cada vez más en crisis (y, al
parecer, será la primera vez que los hijos vivan peor que sus padres, aunque todo está por ver).
No obstante, sí es cierto que, de 1871 a 1917, la Realpolitik mostró la falsedad de la teoría marxista de la
caída de la tasa de ganancia y el creciente empobrecimiento de la clase obrera que traería la explosión
revolucionaria universal que pronosticaba. Como bien dice Federico, la «profecía» (en realidad predicción) de la
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creciente pauperización del proletariado y la caída tendencial de la tasa de ganancia «ya se había incumplido y
fracasado en vida de Marx» (p. 213). Luego tan falso es el mito de la revolución mundial y el comunismo final
que pronosticaba una Edad de Oro para el Género Humano como la leyenda negra que demoniza a los
comunistas.
Federico habla del primer siglo comunista (1917-2017), como si 1991 no hubiese pasado por la historia.
Cuando se habla en España de «Transición» eso es sólo un eufemismo de continuidad en relación al régimen
franquista (tan denostado por los fundamentalistas democráticos que hoy imperan en nuestro país). La
verdadera Transición, a nivel geopolítico, se llevó a cabo a finales de los años 80 y principios de los 90, sin
perjuicio de que la actual potencia de la Rusia de Vladimir Putin (San Petersburgo, 1952) no ha salido de la
nada. Si podemos hablar de un siglo (1917-2017) es el siglo que va de Vladimir a Vladimir, esto es, de Lenin a
Putin (y no de Lenin a «Pablenín»). Pero ya no se puede hablar solamente de comunismo, sino más bien, en
general, de diferentes fases del Imperio Ruso. Aunque por haber sido un agente del KGB (es decir, un
chequista) para Federico Putin es comunista (si lo es Turrión… cualquiera lo es, aunque Putin no sea
«cualquiera»).
Yo sí que estoy de acuerdo con el historiador Richard Pipes (1923-2018) cuando afirmó en Libertad Digital el 7
de noviembre de 2017, el día del centenario de la Revolución de Octubre, lo siguiente: «El comunismo tiene
historia, pero no tiene futuro». Federico afirma que no puede estar más en desacuerdo y que su frase «muestra
el irrefrenable afán necrológico de los historiadores en hacer la autopsia de un cadáver sin comprobar si está
muerto. Y el comunismo no lo está. Si el mayor éxito del Diablo (o del Mal), es convencer a la gente de que no
existe, la supervivencia del comunismo, pese a ser el peor monstruo político de todos los tiempos, con más de
cien millones de víctimas, se basa en el acta de defunción y el consiguiente indulto moral que como cadáver
exquisito, infinitamente investigable, le han extendido tantos historiadores» (p. 573). Pero Podemos es la
prueba, como ya lo era Izquierda Unida, de que, efectivamente, el comunismo tiene historia pero no tiene futuro.
De hecho en España el comunismo ha sido la historia de un fracaso.
Nosotros afirmamos que Karl Heinrich Marx (1818-1883) no es «perro muerto», pues podemos darle la vuelta
del revés (Umstilpüng). Pero esta vuelta del revés supone también la trituración de muchas tesis del marxismo
(marxismo-leninismo), como por ejemplo la trituración de la escatología del fin de la «prehistoria» con el
advenimiento, revolución violenta mediante, del proletariado universal y la consecuente emancipación del
hombre por el hombre en el comunismo final, el cual no es que éste muerto, es que nunca llegó a nacer y a día
de hoy es sólo uno de los relatos y reliquias más metafísico del ideario marxista-leninista, pues tal ideario tuvo
que reestructurarse (dar la vuelta del revés en el ejercicio de la Realpolitik) con la administración estalinista que,
a través del «cerco capitalista», tuvo que abandonar el único peso de la dialéctica de clases como motor de la
historia y atender a los asuntos corticales de la dialéctica de Estados, como se vio en la Segunda Guerra
Mundial o «Gran Guerra Patriótica». Y esto supuso la construcción de un Imperio que se extendía desde Berlín
hasta las islas Kuriles, el cual tuvo su distaxia en 1991 (siendo una crónica de una muerte anunciada).
Y ello significa que no vino el comunismo final sino el final del comunismo, el fin de la quinta generación de
izquierda definida (definida por el Estado, en este caso la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que, en
rigor, era un Imperio).
Tras la caída de la URSS los partidos comunistas perdieron el norte (y cabría decir que también perdieron el
sur, el este y el oeste) y se hicieron partidos socialdemócratas sin ninguna pretensión revolucionaria y sin
programa subversivo y en la práctica a favor del statu quo capitalista (por mucho que se llenen la boca de hacer
lo contrario). Y a un cuarto de siglo de la caída del muro surgieron cosas como Podemos, que cuando no son
socialdemócratas blandurrios (al estilo del ZPerismo) son abiertamente filo-separatistas.
Para que el éxito de la leyenda negra anticomunista y antisoviética estuviese asegurado no sólo había que
contar con la astucia de los propagandistas antisoviéticos sino también con la ingenuidad de la gente (del
electorado); así como en la religión no sólo hay que contar con la impostura de los sacerdotes sino también con
la ingenuidad de los creyentes. Es decir, era cosa tanto del «opio para el pueblo» como del «opio del pueblo»; lo
que en nuestro caso cabe decir que la leyenda negra cumple los papeles de «opio del pueblo» (que cuenta con
la ingenuidad del público adoctrinado) como del «opio para el pueblo» (que no es otra cosa que la astucia de los
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ideólogos negrolegendarios conscientes de su engaño y una estrategia de mentira política). Luego eso significa
que el público es tan cómplice de semejante estafa ideológica como los autores negrolegendarios
subvencionados. La estupidez de los unos se conjuga con la inteligencia maquiavélica de los otros; todo ello, en
tiempos de la Guerra Fría cuando existía el Imperio Soviético, en pos de la eutaxia del Estado propio y en pos
de la distaxia del Estado difamado (en el campo de batalla entre los dos Estados imperiales que se disputaban
la hegemonía mundial). Aunque también cabe que el autor negrolegendario no sea consciente de su
negrolegendariez y conjugue su ingenuidad con la ingenuidad de los lectores u oyentes, y ese es el caso de
Federico y su legión de fans. Porque lo peor del caso de Federico es que se cree lo que escribe, y eso es peor
que si no se lo creyese y fuese un impostor a sueldo. Este caso es un caso en el que la leyenda negra arraiga
en la mentalidad de los sujetos a los que se les suministra gracias (o más bien por culpa) del cerrojo ideológico
que afecta tanto al escritor como a los lectores crédulos o con fe negrolegendaria.
La leyenda negra retroanticomunista no es una leyenda negra tan útil como en los tiempos de la Guerra Fría,
cuando en rigor existían los Estados comunistas y un Imperio comunista (o incluso dos Imperios, si aceptamos
que China era un Imperio y lo sigue siendo aunque ya no sea exactamente comunista y se haya reestructurado
en otra cosa difícil de determinar).
De ahí que el caso negrolegendario de Federico sea propio de la historiografía retroanticomunista. Aunque no
estaríamos en lo cierto si afirmásemos que la leyenda negra de Federico es del todo inocente, porque alguna
repercusión política tiene, como veremos.
Federico se queja, y con razón, de «la ola historiográfica antifascista que nos invade» (p. 394), refiriéndose al
antifranquismo retrospectivo que, indudablemente, invade la historiografía y los medios de comunicación, por no
hablar de los institutos y universidades (donde los negrolegendarios conscientes cuentan con la complicidad de
la estupidez de los estudiantes). Pero asimismo también hay una historiografía anticomunista que también copa
los medios de comunicación y los centros de enseñanza donde, fundamentalismo democrático ingenuo
mediante, se demoniza a Lenin y todavía más a Stalin, y se interpreta al comunismo como una ideología
sectaria y una forma criminal de hacer política. Y entre los muchos autores que a esto se dedican -es decir, a
escribir libros negrolegendarios- está nuestro querido Federico Jiménez Losantos. Y ya hemos sostenido que
Memoria del comunismo ni es un libro de historia ni de filosofía, es un libro de literatura negrolegendaria; es por
ello un libro de ficción, dadas sus descabelladas e histéricas exageraciones, las cuales no se sostienen al ser
tratadas con un mínimo de rigor y un mínimo de honestidad intelectual (como aquí procuraré demostrar).
El autor cree que «el comunismo sigue siendo un buen negocio» (p. 41). Y yo me pregunto que si es un
negocio para quién lo es. ¿Para los autores negrolegendarios que publican libros sobre el asunto en lo que se
podría llamar «la industria del Gulag»? Porque, por lo que se ve, la industria del Gulag es sinónimo de lucro. No
conozco ningún libro contranegrolegendario que sea un superventas (en lo que al comunismo se refiere). La
gente prefiere un cuentecito de buenos y malos hecho a medida de su vulgar inteligencia (que no da para más).
Ya lo dijo muy bien Doña Emilia Pardo Bazán (1851-1921), en el caso de la leyenda negra antiespañola, la
cual, es, por cierto, la Leyenda Negra por antonomasia:
«Sábense de sobra en el extranjero nuestras desdichas, y aun no falta quien con mengua de la equidad las
exagere; sirva de ejemplo el libro reciente de M. Ives Guyot, que podemos considerar como tipo de leyenda
negra, reverso de la dorada. La leyenda negra española es un espantajo para uso de los que especialmente
cultivan nuestra entera decadencia, y de los que buscan ejemplos convincentes en apoyo de determinada
tesis política… Nos acusa nuestra leyenda negra de haber estrujado las colonias. Cualquiera que venga
detrás las estrujará el doble, sólo que con arte y maña… Y pues mi sinceridad me autoriza, tengo derecho a
afirmar que la contraleyenda española, la leyenda negra, divulgada por esa asquerosa prensa amarilla,
mancha e ignominia de la civilización en los Estados Unidos, es mil veces más embustera que la leyenda
dorada»{4}.
2. La naturaleza criminal del comunismo
Al comunismo nuestro autor no le da un respiro, no le concede ni una, ningún mérito. Todo es malo o peor. No
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cabe mayor miseria en el universo. Y tampoco mayor maldad y, en consecuencia, mayor estupidez. El
comunismo es poco menos que un monstruo engendrado por sádicos retorcidos cuyo fin es ir «contra la libertad
de las personas y la civilización occidental» (p. 613), y por ello «es la forma moderna de esclavismo» (p. 624) y
un «sanguinario fracaso» (p. 628).
El «asunto central» del libro de Federico es «la naturaleza del comunismo» (p. 414), la cual, para las
entendederas del autor, es una naturaleza criminal y despiadada, una «naturaleza genocida»; de ahí que el
autor tenga como finalidad condenar «la singularidad histórica, ideológica, política y criminógena del
comunismo» (p. 574). Y al exagerar los atropellos del comunismo e ignorar sus logros el autor cae en lo que
denominamos «leyenda negra anticomunista». El libro, de cabo a rabo, está trazado por una vehemente e
intransigente metodología negrolegendaria. Y con semejante metodología jamás se podrá entender la
naturaleza del comunismo ni de ningún movimiento o fenómeno histórico o político.
La posición de Federico es muy similar, por no decir idéntica, a los autores (todos ellos franceses y
excomunistas) de El libro negro del comunismo, ese «éxito de ventas» que «es la referencia más notable y
accesible para las nuevas generaciones que llevan la estrella roja soviética en el gorro y la imagen del Che en la
camiseta, sin saber cuánta muerte van anunciando y cuántos muertos dejan atrás» (p. 576). (p. 576). Stephane
Courtois, el coordinador de dicho libro, lejos de «trabajar para esclarecer la naturaleza del fenómeno
comunista», como sostiene Federico, lo ha oscurecido para demonizarlo y criminalizarlo hasta la extenuación,
como si se tratase de una ideología defendida por sádicos sanguinarios que hacían el mal por mor del mal
mismo, porque el bien y la libertad eran cosas que les horrorizaba. El libro negro del comunismo es basura
historiográfica que no tiende a aclarar nada sino más bien a oscurecerlo y confundirlo todo. Y sin embargo es
tomado como un libro de referencia y de cabecera (y yo digo que «buen provecho» y que «con su pan se lo
coman»).
Federico tiene una visión panchekista del comunismo: «La Cheka, el Terror, fue la columna vertebral del
régimen comunista, de todo régimen comunista desde 1917. La Cheka masacró a los proletarios en nombre de
la dictadura del proletariado; la Cheka prohibió la huelga en nombre de los obreros; la Cheka robó al
campesinado en nombre de los campesinos; la Cheka violó a las mujeres en nombre de la liberación de la
mujer, la Cheka prohibió la prensa en nombre de la libertad de prensa; la Cheka hizo de la política el peor delito
y del delito legal la única política; la Cheka hizo desfilar al ejército como una versión condecorada de sí misma;
la Cheka, en fin, hizo de toda religión, miedo, y del miedo la única religión» (p. 264). Asimismo, la dictadura del
proletariado es vista como «el despotismo más salvaje abatido sobre país alguno» (p. 329).
Se pregunta nuestro autor: «¿Pero cuándo la propaganda comunista ha respetado la verdad?» Él mismo se
responde: «Desde Lenin, han usado el terror como arma fundamental, única si entendemos la propaganda como
un brazo del terror, y siempre para lo mismo: imponer y mantener su poder» (p. 287). ¿Pero cuándo la
propaganda política, de cualquier signo que sea, ha respetado la verdad? ¿Acaso no existen los arcana imperii?
Decía Churchill que en la guerra la primera víctima es la verdad (que se lo digan a él), y hay que añadir que en
la paz (la paz política y militarmente implantada por un determinado Estado o determinados Estados en alianza
contra otros Estados) la verdad también es la primera víctima. Porque -como decía Jean-François Revel- la
primera fuerza que mueve al mundo es la mentira, y la segunda también -como le dijo Federico a Escohotado en
la entrevista que le hizo para Libertad Digital Televisión por televisión material, que ya critiqué en mi artículo
contra Escohotado y que Federico presume de ser la «única introducción seria» de la trilogía del filósofo
madrileño, «sobre todo comparado con la que hizo Pablo Iglesias meses después en La tuerka» (p. 627).
Afirma nuestro autor refiriéndose al socialismo francés: «En el debate del socialismo francés, se comprueba
que la fuerza del comunismo es alucinatoria. Pero no hay droga más poderosa que la fe, lo que el viejo
Catecismo católico definía así: “Fe es creer lo que no se ve”. No veían, pero alucinaban. No a lo Lennon sino a
lo Manson» (p. 134).
El «mejor estilo comunista» es llevado a cabo simplemente mediante «terror y mentira, mentira y terror» (p.
423). «Mentira sobre mentira. Terror sobre terror» (p. 555); es decir, el Terror está «aliado con la mentira» (p.
189). Los dirigentes y militantes comunistas asumieron de modo «gustosos» «la mentira» desde «siempre»,
aunque se tratase de un «culto inconfesado» (p. 40).
Federico interpreta el comunismo como «la mentira más duradera de la historia» (p. 37). Pero éste,
geopolíticamente desde plataformas estatales e imperiales, apenas duró 74 años (China supo reestructurarse y
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se transformó en otra cosa, aunque el acento comunista lo conserva). Tal «mentira» ha quedado desactivada
políticamente. Sin embargo, el cristianismo ha sido una mentira más duradera (como el judaísmo y el islam), y
todavía persevera en el ser con sus múltiples escisiones y avatares. Sobre la mentira del liberalismo decir que, a
día de hoy, existen los liberales (como Federico) pero no el liberalismo que, efectivamente, es una mentira.
Afirma Federico: «No importa ni importó nunca la verdad -que se supo desde el principio y desde el principio
se rechazó- sobre la naturaleza genocida del comunismo en Rusia» (p. 37). Y según nuestro autor, los líderes
comunistas son «los mayores genocidas de la historia de la humanidad» (p. 236). Aquí a Federico le decimos lo
mismo que le dijimos a Escohotado, esto es, que no hubo genocidio en Rusia (en la URSS), porque no se
ejecutaba a la gente por su condición racial o étnica, sino por su disidencia política (ya fuese por
quintacolumnista, sabotaje, traición o sedición, y no de modo gratuito sino por un buen motivo, sin perjuicio de
los atropellos que hubo). El hecho de acabar con la vida de muchas personas no implica genocidio; pues
genocidio, si atendemos a la etimología de la palabra, significa matar a una serie de individuos por su condición
racial o por pertenecer a un determinado pueblo, esto es, el crimen sistemático y deliberado contra un pueblo o
etnia concretos; y los comunistas liquidaban a sus adversarios independientemente de su nacionalidad étnica:
daba igual que fuesen blancos, negros, amarillos, árabes, judíos, latinos o chicanos: para la dictadura del
proletariado eso era insignificante. En todo caso lo que hubo fue clasismo (y no afirmamos que esto sea mejor o
peor). Y tampoco hubo totalitarismo porque un Estado totalitario es un imposible político, así como el monismo
es un imposible ontológico, y tan imposible como el progresismo escatológico del izquierdismo más
fundamentalista.
Así pues, llamar a Lenin (o a su sucesor) «genocida» es tan incorrecto (por muy políticamente correcto que
sea) como llamar a Franco «genocida» como hacen sociatas y podemitas desde su fundamentalismo
políticamente correcto y su ingenuidad o impostura negrolegendaria (como también estaría fuera de lugar llamar
«genocidas» a los frentepopulistas de la Guerra Civil, por mucho Paracuellos que se quiera, porque aquello
fueron ejecuciones por cuestiones políticas y militares y no por cuestiones raciales).
Federico llega a hablar de «genocidio de católicos» (p. 470), haciendo referencia a los crímenes contra
sacerdotes y creyentes durante la Guerra Civil española (sobre todo en Cataluña). Pero la expresión no es muy
afortunada, porque católico significa universal, es decir, puede ser católico un blanco, un negro, un amarillo, un
mulato, un indio, &c. (naturalmente en la España de la Guerra Civil casi todos eran blancos españoles). No se
trataba de matar a nadie por su condición racial sino por su condición religiosa. Federico debería haberse
inventado una palabra para referirse a tal atrocidad. Quizás «catolicidio» hubiese sido la palabra correcta. Pero
Federico da por buena la definición que da la corte penal de Roma, que a nuestro juicio es una definición
demasiado amplia y por ello mismo confusa: «Aniquilación o exterminio sistemático y deliberado de un grupo
social por motivos raciales, políticos o religiosos» (p. 471). Pero tales crímenes no tuvieron su motivación en
cuestiones raciales sino políticas y religiosas (desde el «ateísmo militante»).
Federico pone como paralelismo actual de los bolcheviques a «los regímenes terroristas islámicos como el
ISIS» (p. 100). Y siguiendo a Bertrand Russell -que a su juicio en esto «acierta de pleno» (a mi juicio falla de
pleno)- afirma que comunismo e islamismo son «religiones positivas» (p. 248). «Igual que hoy la “policía de
costumbres” de los Estados musulmanes -o de los barrios de las grandes ciudades europeas tomados por los
islamistas- vigila en la calle, las mezquitas, las escuelas, fábricas o medios de comunicación la observancia de
las suras del Corán, la sharia y las prédicas del mulá, en el primer Estado totalitario de la Tierra, que fue el de
Lenin, era fundamental obedecer “de corazón” el evangelio político que lo regía todo» (p. 255).
Y con un par nuestro presentador asegura que Lenin es «EL AYATOLÁ ULIANOV» (p. 248), y los líderes
comunistas son vistos como «sacerdotes o ayatolás de una verdad revelada: nada menos que el sentido de la
historia, es decir, el secreto de Dios. Marx y Lenin se ven como Prometeo arrebatando la luz a los dioses, que es
la Luz de la Ciencia, para entregarla a los simples mortales, que arrastran ciegos su existencia sin comprender
el Gran Secreto: que el dinero, al que Marx llama Monsieur Le Capital, no es el medio más fácil de llegar a las
cosas sabiendo el precio para comprarlas, sino un astuto velo que oculta la realidad de la cosa misma. ¿Y qué
realidad? Mientras haya capitalismo no la podremos conocer, ni la vida será vida. Mejor matar o morir» (p. 114).
Se trata de «la Edad de Oro sin oro, o sea sin dinero, donde cada uno viva como quiera, donde quiera y trabaje
en lo que se le antoje, si se le antoja. Esa utopía, que, como todas, es una ensoñación ante una realidad difícil
de entender o vivir, es lo que retorna con el leninismo. El socialismo utópico que se vende como científico, el
crecepelo social del Dr. Ulianov, que promete el paraíso a los millones de jóvenes que salen de las trincheras
como cadáveres morales» (p. 115).
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Por fin puedo darle la razón a Federico, y que conste que lo estaba deseando; porque en la escatología
leninista que Lenin esboza, sobre todo en El Estado y la revolución (probablemente su escrito más utópico,
redactado entre agosto y septiembre de 1917 en su refugio finlandés tras los Días de Julio), el «socialismo
científico» devino en un socialismo utópico.
Tiene razón Federico cuando afirma que Lenin sitúa la historia entre dos utopías: «el comunismo pasado que
no existió nunca y el comunismo futuro, que nunca existirá… Por supuesto, nunca existió esa famosa Edad de
Oro, salvo en el magín de los poetas, tan a menudo agobiados por las deudas; tampoco el matriarcado primitivo
que asegura Engels en El Origen de la familia, ni ningún comunismo pre-histórico, en el sentido literal del
término, salvo, quizás, el comunismo de Atapuerca, cuyo testamento yace en la Sima de los Huesos: una horda
primitiva de cazadores cerca del Burgos actual, un canibalismo sin alfabeto, fuego, agricultura, ganadería,
ciudades ni atascos, o sea, una versión salvaje de la ensoñación urbanita que llama paraíso a un fin de semana
rural» (pp. 246-247).
4. El Mal absoluto
Federico predica desde sus atalayas negrolegendarias y su Olimpo moral contra todo el quehacer del
comunismo, como si todo lo que éste hiciese (o, mejor dicho, hubiese hecho) fuese malo per se. El locutor de
esRadio acusa al comunismo de estar en permanente estado de crimen contra la humanidad y ser la plaga y
fuente no ya sólo de todos los males del mundo sino de los peores. La culpa es siempre de los rojos, y el rojo
del comunismo sólo puede ser rojo de sangre. Ésta es una posición perezosa que, a su vez, da pereza refutar,
pero ¡qué remedio!
Si el comunista, según interpreta Federico, es «el consignatario del Bien total, absoluto, intemporal» (p. 49),
para él el comunista es consignatario del Mal total, absoluto, intemporal. Y si una cosa queda clara en las 700
páginas de Memoria del comunismo es que para su autor el comunismo es el Mal absoluto. Para Federico el
comunismo no es más que una aberración, el error por antonomasia, el mayor horror que ha dado de sí la
historia, el Mal por excelencia, el demonio de la geopolítica, en definitiva: una cosa ominosa. El bolchevismo era
sin duda «el Mal» (p. 314).
Federico se refiere a la doctrina bolchevique, siguiendo a Escohotado, como la «utopía pobrista de Lenin» (p.
130), y sin dudarlo afirma que el bolchevismo es «la crueldad total» (p. 220), el «humanicidio» (p. 346), una
sucesión de crímenes horrendos; porque los comunistas son «los peores hombres de la historia» (p. 347);
porque eran «fabricantes de miseria y peritos en terror» (p. 636); porque mataban a los contrarrevolucionarios
como si se tratasen de «insectos, a los que se aplasta y se olvida» (p. 550). En el momento en que redactaba
estas líneas -y no es broma sino pura casualidad- se posó un insecto en mi pantalla y lo aplasté y al rato me
olvidé. Pues, según el presidente de Libertad Digital, con esa sangre fría acribillaban los malvados comunistas a
los contrarrevolucionarios y a aquellos que les venían en gana, viniese a cuento no, porque -como decía el
menchevique Yuli Mártov- el bolchevismo no fue otra cosa que una «verdugocracia» (p. 165).
Los comunistas en general y los bolcheviques en particular no tienen en el libro de Federico ni un átomo de
bondad. Todo es pura maldad en el comunismo y sobre todo en su versión estatal de la Unión Soviética (que en
rigor era un Imperio y, como todo Imperio, se edificó sobre tumbas y tragedias; las cuales, por supuesto, no
agotan la realidad de un Imperio). De modo que «el socialista se proclama moralmente libre para hacer el mal»
(p. 157).
Según Federico, «la Casa Lenin» «reinó sobre Rusia y su Imperio, mediante el terror más desaforado, hasta
1991» (p. 292). Como si los 74 años de existencia de la Unión Soviética hubiesen sido un todo continuo y
homogéneo en el que no se desarrollaron diferentes fases; como si al núcleo y cuerpo de la URSS no le hubiese
correspondido un curso histórico en el que se diferenciaron diferentes períodos. Para Federico los 74 años de la
URSS fueron Terror y nada más, como si los años 70 hubiesen sido iguales a los años 30, como si la coyuntura
nacional e internacional fuese idéntica en todas las épocas de su recorrido histórico mientras perseveró en la
eutaxia hasta que llegó su colapso distáxico.
Según el presentador de Es la mañana, la URSS fue un régimen «carcelario, ruinoso y genocida» (p. 35), y
sostiene que el llamado comunismo de guerra fue, en realidad, «el único que hubo» (p. 230), y la gestión
económica «una mezcla de ignorancia y crueldad» (p. 271). Y así piensa que son todos los regímenes
comunistas habidos y por haber. Y más adelante sostiene: «El comunismo, inequívocamente definido por Lenin
como una empresa malvada que traerá alguna vez el Bien al mundo, es una religión satánica, seguramente más
actualizada que la del Evangelio» (p. 41), y también una «moderna religión caníbal» (p. 155). Al parecer, las
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tareas del bolchevismo se resumen en «crímenes de lesa libertad» (p. 87). El «socialismo real» se resume
simplemente como «crueldad liberticida» (p. 145); porque el comunismo no es otra cosa que «la culminación
monstruosa, gigantesca, de todas las tendencias liberticidas de la historia» (p. 636).
El comunismo es un crimen de «lesa ciudadanía» (p. 151), y «el sentido último de la revolución comunista» es
«el robo mediante el terror» (p. 154). «Por egoísmo, por uno mismo, el ser humano es capaz de hacer muchas
cosas malas. Por los demás, es capaz de hacerlas todas. Para salvar su conciencia, salvando de paso a los
demás, no vacila en perpetrar atrocidades que, sin coartada política, le repugnarían» (p. 155). Los comunistas
son simplemente «ingenieros del desfalco y la hambruna capaces de arruinar cualquier país» (p. 559). La URSS
fue simplemente un «inmenso cementerio fabricado por Lenin y Stalin» (p. 560). Luego para Federico la
cuestión se resume así: «o crees en el comunismo o te mato» (p. 246). Cosa que recuerda al Jesús más
intolerante de los evangelios, cuya cuestión puede resumirse así: «o crees en el cristianismo o vas al infierno».
«Quien no está conmigo está contra mí, y quien no recoge conmigo, dispersa» (Mt 12.30).
Federico se pregunta: «¿para qué es necesario el terror, que cuesta infinitas vidas y mueve a las víctimas a
resistir, en vez de esperar que la historia lo imponga?». El mismo responde tan pancho a la pregunta: «Ni Marx
ni Lenin lo explican. La razón es que les gusta matar» (p. 604). Y llega a afirmar que los comunistas se
dedicaron a «matar deliberadamente de hambre a millones de personas, de su país y otros, para alcanzar el
paraíso de la raza superior comunista» (p. 620). Lo cual recuerda a Robert Conquest (1917-2015), cuando
afirmó que las hambrunas de Ucrania (lo que se dio a conocer como el «Holodomor») fue «el único caso en la
historia de un hambre provocada adrede por un hombre» (Conquest, 1968: 36). Ese hombre era conocido como
«Stalin», el hombre de acero. La diferencia entre las tesis de Conquest y las tesis de Federico está en que el
primero, en el contexto de la lucha contra la URSS en la Guerra Fría, trabajaba a sueldo de la CIA y sabía muy
bien que lo que decía eran patrañas, y el segundo simplemente se cree lo que dice.
Para Federico el comunismo es, en definitiva, «la peor lacra política que ha padecido la humanidad» (p. 53).
Afirma que los crímenes del comunismo se llevaron a cabo contra seres humanos «por el simple hecho de
haber nacido» (p. 57). O por puro sadismo, para darse el gusto de satisfacer su retorcido gusto, porque Lenin y
Stalin, al parecer, estaban «provocando hambrunas y matando en masa a militares y civiles: matar, disfrutar
haciéndolo y aprovechar políticamente el terror» (p. 464). Los bolcheviques «disfrutaban sádicamente de la
Cheka, su máquina de matar» (p. 623), su «máquina de robar y matar» (p. 263). El comunismo no es más que
«la implacable máquina genocida de la hoz y el martillo», y al ir contra la propiedad y en consecuencia contra la
libertad «es la forma moderna de esclavismo más atroz» (p. 624). El comunismo es sólo una «interminable fosa
de muerte y desolación» (p. 62). Como decía el entrañable Van Gaal: «Tú interpretación siempre negativa.
¡Nunca positiva!»{5}.
El comunismo es meramente una serie de «vagos sociópatas que, con Marx como referente, en cien años
cien millones de muertos: Lenin, Trotski, Stalin, Mao, Pol Pot, el Che, Fidel Castro, Abimael Guzmán…» (pp.
95-96). ¿Y cómo unos vagos van a hacer una revolución? Nuestro autor insiste en que entre los líderes
comunistas «ninguno de ellos trabajó jamás» (p. 114). Como si estudiar las complejísimas condiciones
materiales de la sociedad de aquel presente, escribir artículos, libros y folletos (es decir, trabajar en la prensa,
como precisamente hace Federico) y hacer la revolución (lo que implica la lucha armada, esto es, la guerra y su
planificación, lo que en su vida ha hecho Federico, por muy comunista que fuese en su juventud) no fuese un
trabajo. Como si los comunistas fuesen una panda de vagos y maleantes y delincuentes de poca monta, y
encima unos sádicos sedientos de sangre sólo por darse el gusto. Unos seres así nunca se habrían levantado
contra el Imperio de los zares, ni habrían vencido en una complejísima e internacionalizada guerra civil, ni
habrían levantado otro Imperio para hacerle frente a la imponente maquinaria bélica del Tercer Reich, y ni
mucho menos hubiese tenido tantos seguidores en todo el mundo.
5. Lenin el Terrible
Federico le tiene especial inquina a Lenin. De hecho lo fundamental del libro consiste en resaltar «la profunda
maldad y la crueldad personal de Lenin» (p. 317). Su lema podría ser Non placet Lenin. Después de éste, Lev
Davidovich Trotski (1879-1940) es considerado «el ser más fríamente malvado de todas las Rusias» (p. 160).
Parece que a ambos les tiene más inquina que a Stalin, aunque éste desde luego queda también retratado (o
más bien caricaturizado) como un demonio. Al parecer, Lenin se unió a Trotski (más bien fue Trotski el que se
unió a Lenin) por «la forja y disfrute del terror rojo» (p. 252).
Más que caer en la denominada falacia del hombre de paja, lo que hace Federico con Lenin es caer en una
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especie de falacia del hombre-demonio, el hombre-psicópata, el hombre-monstruo. Lenin es más malo que la
quina, más malo que un dolor de muelas. Federico es partidario de la perezosa tesis de echarle a Lenin la culpa
de todos los males. Es lo cómodo, ¡para qué marear la perdiz!
Lenin tenía como meta «alcanzar el poder absoluto» (p. 240) y a través de éste, piensa Federico, el Mal
absoluto. «Lo que caracteriza a Lenin como jefe de la Cheka y Gran Maestre del Terror es su deliberada
inmoralidad y su insaciabilidad criminal» (p. 256), y «su terror era el Derecho» (p. 256). En una nota a D. I.
Kurski decía Lenin: «La ley no debería abolir el terror: prometerlo sería un engaño o una ilusión; debería ser
concentrado y legalizado desde el principio, claramente, sin escapatoria ni ornamentos» (p. 257).
Lenin es visto como «el tirano de los tiranos» (p. 648) que creó «el Imperio del Terror comunista» (p. 36), «un
agente del Imperio Alemán» que mataba de hambre a los suyos sólo para darse el capricho, y exterminador de
«todos los partidos políticos, sindicatos, intelectuales, obreros y campesinos que no encajaban en sus planes
tiránicos» (p. 37), y así fue «el primero de los genocidas comunistas» (p. 237), porque el leninismo es sinónimo
de «guerracivilismo genocida» (p. 437) y Lenin un «ser eminentemente destructivo» (p. 270), un sujeto
malvadísimo que «se angustiaba cuando no se mataba lo suficiente» (p. 308). Los cien años de comunismo
fueron «bautizados con sangre rusa por Lenin» (p. 629). Lenin sólo tenía una pasión: la revolución; pero se
trataba de «una pasión siempre teñida de odio» (p. 236). Y el motor de Lenin era «EL ODIO» (p. 186), «un odio
salvaje, sin matices, como rasgo principal de su carácter» (p. 187). Lo que Lenin hace (¿qué hacer?) es
«coronar la tarea de medio siglo de Terror» (p. 180). Asimismo, sostiene que Marx tuvo su éxito en «asegurar
científicamente el triunfo del odio» (p. 198).
Sostiene sin inmutarse que «todo lo hace Lenin. Trotski crea el ejército, el polaco Dzerzhinski y el letón Latzis
organizan la Cheka, pero el impulso criminal, inagotable en sus reservas de odio, es siempre de Lenin. El lema
“un buen comunista es un buen chequista” se convierte en la prueba de fidelidad al nuevo régimen. El empeño
criminógeno contra la socialdemocracia que exhibe en forma de verbos y adjetivos en La revolución proletaria y
el renegado Kautski no sustituye como en cualquier escritor, incluso político, al asesinato. Como todo sociópata,
lo anuncia, lo disfruta y guarda como trofeos algo que haya pertenecido a sus víctimas. Desde antes de 1905,
primer intento de toma del poder, Lenin muestra en las cartas y órdenes a su partido una auténtica obsesión por
la toma de rehenes. Esa costumbre de secuestrar y encarcelar a familiares, incluso niños, de los que se oponen
o podrían oponerse a su afán de poder absoluto es una de las características del régimen soviético» (p. 126).
Como si Lenin fuese el demonio en el infierno y los demás meros diablillos que obedecen a ciegas sus
siniestras órdenes, porque «todo, absolutamente todo el totalitarismo está en Lenin, en sus cinco años de poder,
incluidos el racismo y la voluntad genocida que él inauguró» (p. 305). Lenin es «un Tirano de tres cuernos
-partido-gobierno-Estado- y una cabeza, la del secretario general del PCUS, que mediante el terror implacable,
absoluto, se convierte en dueño de personas y cosas, vidas y haciendas, como el peor déspota de la historia»
(p. 669).
Según nuestro autor, hasta 1924 Lenin fue «el mayor asesino de masas de la Historia» (p. 167), «el mayor
terrorista de Estado de la Historia» (p. 185), y el autor de la tiranía «más criminal y duradera» (p. 184), y presidió
«una inmensa carnicería» e inauguró «el más inmenso cementerio de inocentes conocido hasta entonces» (p.
210). Lenin es retratado como un sociópata que, en palabras del menchevique Yuli Mártov, «podía destruir el
sentido moral de la revolución» (p. 127). Por todo esto Lenin «buscó, como nadie antes, el mal del pueblo» (p.
184), porque -al igual que Feliks Dzerzhinsky (1877-1926)- «era un ser incapaz de compasión» (p. 411). «De la
alimentación de los rusos, Lenin no se ocupó salvo para empeorarla o, llegado el caso, eliminarla. Pero no hay
noticia de un solo bolchevique muerto de hambre» (p. 243). «A matar curas y burgueses: eso es Lenin y el
leninismo» (p. 275). En resumen, los cinco años de poder leninista parten de un solo punto: «la infinita
capacidad de odio concentrada en Lenin» (p. 277).
Según Federico, Lenin sólo tenía una pasión: el Poder. «Una pasión destructiva, hecha de odio, y alimentada
por una melancolía, la ausencia en su vida cotidiana de la única mujer con la que tuvo una relación intelectual,
amorosa y sexual supuestamente satisfactoria, Inusia Armand, con la que no se casó por razones de imagen; y
un desengaño que Lenin vivió y explicó como amoroso: el de Plejánov» (p. 233). «Lenin siempre fue cruel,
carente de empatía ante el sufrimiento ajeno, ayuno de escrúpulos y devoto del axioma “el fin justifica los
medios”. En Suiza, eso le había llevado, poco antes de su súbita resurrección política de la mano de Alemania,
a la marginación social y a perder amigos y contactos, hasta los financieros, que lo veían como un loco
amargado, empeñado en enfrentarse a todo y a todos para lograr el poder. Lo mantuvo siempre, entre
algodones, el círculo de sus mujeres: la esposa devota, la amante alegre, su hermana Anna y, hasta que murió,
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su madre. Según Potriesov, que lo conoció de cerca, solo su suegra mantenía una guerra constante y cómica
con él y era la única que no agachaba la cabeza» (p. 331).
Afirma Federico que, a su juicio, de la ruptura de Lenin con Guiorgui Plejánov (1856-1918) salió una
personalidad «volcada en ese afán de exterminio de masas, en última instancia de todos» (p. 237). Un juicio
absurdo, como si la represión en los primeros años de la Rusia soviética, especialmente en la guerra civil, no
hubiese estado condicionada por circunstancias objetivas (muy difíciles de afrontar), sino por el rencor subjetivo
de Lenin, que quiso vengarse de Plejánov con el exterminio de millones de personas porque tenía una
enfermedad que «somatizaba sus disgustos ideológicos» (p. 237), porque «la enfermedad de Vladimir Ilich
Ulianov era Lenin» (p. 331). Eso es algo tan absurdo como decir que la enfermedad de Jiménez Losantos es
Federico.
El objetivo político de Lenin, asegura Federico, «no era solo apropiarse violentamente de lo ajeno, sino la
negación misma de lo ajeno y el disfrute que le produce, que desde el instante en que llega al poder es el Doctor
Muerte de la eugenesia de clase, el Mengele de la eutanasia de masas, el Ángel Exterminador de todos los
millones de rusos que sobraban en la sociedad comunista» (p. 623).
Según Federico, la clave de las ansias de poder de Lenin está en lo que Sigmund Freud (1856-1939) llamaba
el «ideal del yo», que se manifiesta en forma de deseo ilimitado y «omnipotencia infantil». Pero, a diferencia de
Adolf Hitler (1889-1945), en el cual las masas alemanas veían su ideal del yo, Lenin -sostiene Federico- nunca
se ganó a las masas y tuvo que someterlas por mediación del Terror. Como si Lenin hubiese sido un
superhombre con superpoderes (no ya un superhéroe sino un supervillano) y su partido político no hubiese
estado respaldado por una parte importante de la población, de ahí que piense que el susodicho fue el creador
del primer régimen comunista «con poder absoluto sobre vidas y haciendas, sin atadura o limitación moral
alguna» (p. 305). Alucina nuestro locutor cuando afirma que los bolcheviques llevaron a cabo «la guerra civil
contra su pueblo» (p. 250), es decir, que le declararon la guerra «a todo el pueblo» (p. 263). Como si buena
parte de la población de lo que era el Imperio Ruso no se hubiese puesto de parte de los bolcheviques en la
guerra civil de 1918 a 1920 (de hecho un 25% de los votos a las elecciones para la Asamblea Constituyente
fueron para los bolcheviques). Por muy terrible que hubiese sido Lenin, los bolcheviques, necesariamente,
tuvieron que gozar del apoyo de buena parte de las masas. Pensar lo contrario es pensar en la posibilidad de lo
sobrenatural y milagroso. De hecho ya lo decía Lenin en diciembre de 1917, cita que recoge el propio Federico:
«Si las masas no se alzan espontáneamente, no llegaremos a nada» (p. 263). Y de hecho el propio Federico lo
reconoce al informar de que en el verano de 1919, en la lucha contra el ejército del general Denikin, los rojos
disponían de «gran superioridad numérica» (p. 284).
Federico argumenta como un moralista filisteo. Pero Lenin tiene bastante razón cuando afirma (y Federico se
lleva las manos a la cabeza): «No creemos en la moralidad eterna y denunciamos lo ilusorio de los cuentos de
hadas sobre la moralidad» (p. 256). ¿Pero es que acaso es posible una moralidad eterna? ¿Es que eso no son
cuentos de hadas?
Federico afirma que desde la conferencia de Zimmerwald en septiembre de 1915 Lenin «se presentaba como
abanderado de la paz» (p. 108). No es así exactamente, pues Lenin no se presentaba como abanderado de una
paz ética y ni mucho menos evangélica, es decir, no era partidario de una paz pánfila; los planes y programas de
Lenin y los suyos en Zimmerwald, y al año siguiente en Kienthal, consistían en movilizar al proletariado
internacional para que abandonasen las trincheras de la Gran Guerra (la lucha en la dialéctica de Estados) por
las barricadas de la guerra civil (la lucha en la dialéctica de clases en cada país beligerante). El plan no funcionó
salvo en Rusia, que salió de la guerra mundial (tras la firma «vergonzosa» -como reconocía Lenin- de la paz de
Brest-Litovsk) para entrar en la guerra civil (con victoria tras derrotar a un enemigo que también incluía hasta
catorce naciones diferentes, en lo que era una cruzada anticomunista; por lo que también fue una lucha dada en
la dialéctica de Estados). Así lo recoge el propio Federico citando Le Social-Dómocrate, órgano que Lenin y
Zinóviev lanzaron en Suiza y que el 1 de noviembre de 1914 hacían el siguiente llamamiento: «El proletariado
denuncia este engaño (la guerra nacional) proclamando el principio (mot d’ordre) de la transformación de la
guerra imperialista en guerra civil. Este principio está marcado, precisamente, por las resoluciones de Stuttgart y
de Bâle, que preveían, no la guerra en general, sino la guerra actual y no hablaban de “defender a la patria” sino
de “apresurar el crack del capitalismo”, de utilizar al efecto la crisis suscitada por la guerra, de seguir el ejemplo
de la Comuna. La Comuna fue una transformación de la guerra de los pueblos en guerra civil» (p. 113).
Afirma que el atentado contra Lenin de Fanny Kaplan (1890-1918) fue un «montaje defectuoso de la Cheka»
(p. 257) ¿Y de dónde saca eso Federico? Parece una teoría conspiranoica. ¿Con qué sentido se iba a llevar a
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cabo semejante montaje? ¿Para tener un casus belli e imponer el Terror? Eso es absurdo. Además, Federico da
mal la fecha del atentado, pues no fue el 1 de enero de 1918 sino el 30 de agosto de 1918. Encima afirma que
algo salió mal del atentado y que Lenin salió bien, cuando las secuelas del atentado le terminaron costando la
vida un lustro después. Y añade en sintonía demonizadora: «y más animado que nunca a matar al que fuera»
(p. 258). «Matar al que fuera», como si la represión fuese cosa del capricho de un individuo llamado Lenin que
se intensificaba cuando éste estaba animado.
Todo esto es propio de un psicologismo ramplón y no de un análisis objetivo de las ideas del sujeto
examinado. Estamos ante un análisis propio de un formalismo segundogenérico que precisamente por
formalista ni explica ni puede explicar nada, y menos aún algo tan políticamente complicado y enrevesado como
la represión en la Unión Soviética y la lógica del Terror (porque -por decirlo en forma de quiasmo- la metodología
negrolegendaria es el terror de la lógica).
Lenin es visto como un maniqueo, al igual que Maximilien Robespierre (1758-1794), pues dividía a la gente en
dos bandos: «los buenos y los malos; en su caso, él y los demás» (p. 233). Pues en esto no se queda muy
rezagado el propio Federico, que como buen maniqueo interpreta el comunismo como la encarnación del Mal
absoluto y el capitalismo como el portador de la democracia y la libertad y, por supuesto, de los sacro santos
derechos humanos. Porque los comunistas tratan de destruir «la trilogía que, en el mejor pensamiento español,
define la dignidad del hombre: libertad, propiedad e igualdad ante la ley» (p. 636). Aunque no es del todo exacto
decir que el comunismo trataba de destruir la propiedad, fue de principio a fin «una guerra contra la propiedad»
(p. 278); porque Marx y Engels afirmaban, ya en el Manifiesto comunista, que es el capital el que llega a abolir la
propiedad privada de los obreros que son explotados por los grandes empresarios, los obreros sólo obtienen
con el sudor de su frente lo suficiente para perseverar en el ser y seguir incrementando plusvalor para la clase
burguesa; por eso el comunismo trataba de abolir esta abolición, para que los trabajadores pudiesen ejercer el
desarrollo libre de sus facultades, su cultura y su personalidad.
Al menos Federico es consciente de que «el buen izquierdista de nuestro tiempo debe amar al comunismo y
odiar a Stalin, España es la fórmula para disfrutar de esa bipolaridad: condenar al verdugo y defender su
guillotina» (p. 432). Y más adelante reconoce que los izquierdistas salvan a Lenin «achacándole todos los males
del sistema comunista a la desviación o degeneración de Stalin» (p. 571). Federico al menos niega la leyenda
de que «Lenin era el culto y leído y Stalin el zafio ignorante» (p. 345).
Y aquí está la leyenda negra contra Iósif Vissariónovich Dzhugashvili alias Stalin (1878-1953), leyenda que ha
calado de manera incontestable en la mentalidad de los izquierdistas españoles y también de los comunistas (lo
que queda de ellos, que es más bien una cosa socialdemócrata, y cuando no explícitamente separatista). De lo
que no se dan cuenta estos izquierdistas (en general casi toda la progresía) es de que Stalin, que ni mucho
menos era un puritano de la ideología, tuvo que corregir buena parte del ideario marxista-leninista, y tener más
en cuenta de lo que se tuvo hasta entonces la dialéctica de Estados, lo que suponía la bancarrota de la
ideología de la revolución mundial y la inmersión de la URSS en la Realpolitik de la dialéctica de Imperios de
cara a la Segunda Guerra Mundial (bautizada como «Gran Guerra Patriótica») y la consecuente Guerra Fría.
Porque la fase superior del comunismo estuvo en la victoria contra el Reich y en la construcción de un Imperio
generador, sin prejuicio de su distaxia tras sólo 74 años de existencia en los complejísimos problemas de la
geopolítica realmente existente. Aunque la actual Rusia de Vladimir Putin (Leningrado, 1952) no ha salido de la
nada y ahí está: en la primera línea de los problemas geopolíticos actuales.
Estos «leninista» bien pensantes que consideran al estalinismo como una degeneración e incluso como una
aberración son presos de la mitología del pecado original. El Bien supremo, el leninismo, es arrebatado al
pueblo por la serpiente del estalinismo. «El Bien Supremo perdido trae como contrapartida el Salvador-
Reconstructor que viene a proponernos algún tipo de medicina para retornar a los bienes praeternaturales
primigenios. Así, el gurú marxista nos propondrá acaso volver al Marx original (o Engels, Lenin, Stalin o quien
fuera) para dotarnos así de un “saber crítico” que nos libere del dogmatismo soviético. La publicación de la
MEGA2 está generando este tipo de “fundamentalismo marxiano” consistente en volver a las fuentes como si en
esas fuentes estuviera la clave para explicar todos los problemas del capitalismo moderno y con ello todos los
males que nos envuelven. No se trata de negar la importantísima labor del equipo de la MEGA2 ni de su
importancia actual de Marx. Todo lo contrario. De lo que se trata es de negar que con solo volver a estudiar a
Marx desde fuentes originales podamos desprendernos de los problemas con los que los descendientes
políticos de Marx y sus contrincantes tuvieron que lidiar. No nos alejamos mucho de la realidad si afirmamos que
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el marxismo actual ha sufrido una “protestantización” creciente, entendiendo por tal la pérdida de la referencia a
la Tradición marxista-leninista, para volver a la sola Scriptura de los MEGA2 o las Werke. Así, llegamos al
idealismo más exultante cuando se analizan los problemas “desde las coordenadas marxistas” al margen de la
propia tradición marxista realmente existente. ¿Se puede hablar, por ejemplo, todavía del fin de la familia sin
contar con la experiencia soviética? Quienes hablan de la traición del régimen soviético a los ideales
emancipatorios de la familia burguesa se olvidan de que el régimen soviético realmente intentó acabar con la
familia tradicional. Lo intentó pero no pudo y tuvo que rectificar pero no para volver a una familia “del Antiguo
Régimen” sino para configurar un modelo especial de familia, el soviético, que han estudiado sociólogos,
historiadores y filósofos. No se trata de que los marxistas tengan que defender necesariamente ese modelo sino
constatar que toda discusión marxista al margen de los intentos marxistas efectivos acaban siendo el más puro
ejemplo de metodología idealista que pretende hablar al margen de los materiales realmente existentes»
(Esquinas, 2015: 65-66).
En la Universidad de Sevilla, en siete u ocho años (licenciatura, máster y doctorado), conocí a varios
individuos que decían que eran «comunistas» (en realidad eran progres o directamente perroflautas), pero ni
uno solo era estalinista, todos los que conocí eran fervorosamente antiestalinistas. Los «leninistas» que
denigran a Stalin suelen ser trotskistas. Con uno de éstos me crucé un día por los pasillos de mi facultad y me
dijo que su organización (Izquierda Anticapistalista, hoy simplemente Anticapitalistas -o «Anticapis»- integrados
en Podemos, o no tan integrados) era una organización de «marxistas revolucionarios»: «Somos trotskistas». Y
yo sin inmutarme le dije que era «estalinista». «¡Tú eres de los asesinos!», me increpó el prenda desde su
Olimpo moral con indignación retroantiestalinista negrolegendaria, como si Trotski hubiese sido un osito de
peluche. En realidad estos sujetos son marxistas nini: ni marxistas ni revolucionarios. Esta clase de sujetos son
puritanos de la ideología y se sitúan desde la estratosfera del Olimpo moral y el filisteísmo del fundamentalismo
democrático y no desde las complejidades de la política real que trituran toda demagogia y toda utopía.
El único que conocí en la universidad que admiraba a Stalin era yo mismo, los demás eran presos de la
leyenda negra (tanto en el alumnado como en el profesorado). ¿Significa eso que yo era más listo que los
demás? No, simplemente estaba mejor informado en esa cuestión; como los demás estaban mejor informados
que yo en otras cuestiones. Así de simple.
Desde 1956 el estalinismo ha sido demonizado, y es producto de la incorrección política por antonomasia.
Decir algo positivo (no negrolegendario) de Stalin se ha convertido en una rara excepción. Todo aquel que hable
bien del estalinismo, o no caiga en los tópicos negrolegendarios sobre el mismo, es tachando inmediatamente
de «propagandista estalinista». Que Stalin es el demonio se ha convertido desde el XX Congreso del PCUS
(febrero de 1956) en sentido común, y éste es el sentido de la corrección política (y por ello mismo del error
historiográfico).
Como dice Rittersporn, «la mayor parte de las ideas corrientes sobre Stalin son absolutamente falsas. Pero,
decir esto es una empresa casi desesperada. Si afirmáis, incluso tímidamente, ciertas verdades inalienables
sobre la Unión Soviética de los años 30, os vais a ver tildados de “estalinistas”. La propaganda burguesa ha
inculcado una imagen falsa pero extremadamente potente de Stalin, imagen que es casi imposible corregir,
hasta tal punto las emociones suben en el momento en que abordáis el tema. Los libros sobre las Purgas
escritos por los grandes especialistas occidentales como Conquest, Nove, Deutscher, Schapiro y Fainsod, no
valen nada, son superficiales y redactados menospreciando las reglas más elementales que todo estudiante de
historia aprende en el primer curso. De hecho, estas obras están escritas para dar una apariencia académica y
científica a la política anticomunista de los medios dirigentes occidentales. Presentando bajo apariencias
científicas la defensa de los intereses y valores capitalistas y “a priori” ideológicas de la gran burguesía» (citado
por Martens, 1994: 74).
Asimismo, la leyenda negra antiestalinista (antiestalinista retrospectiva o retroantiestalinista) copa los medios
de comunicación, pues sólo hay que ver la inmensa cantidad de documentales al respecto, muchos de ellos
pueden verse en Youtube con títulos reveladores: Stalin el demonio, Stalin el imperio del mal, La evolución del
mal o Stalin el tirano rojo, Stalin y la URSS: el Imperio de la Muerte.
Según nuestro autor, «Lenin era de ideas fijas» (p. 316). Pero eso no es en absoluto cierto, porque Lenin,
como buen marxista, adaptaba sus ideas a las circunstancias, y por ello tuvo que modificar sus tesis, aunque sin
abandonar el marxismo (sin que le negamos del todo ciertos tics dogmáticos e incluso, si se quiere, sectarios y
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fanáticos). Pero Lenin jamás quiso matar el espíritu del marxismo con la letra del mismo. Y ahora vamos a ver
cómo Stalin profundizaba aún más en la corrección del marxismo-leninismo, para afrontar con mayores
garantías las complejas circunstancias. Pues se trataba no ya de corregir sobre el papel, sino sobre el terreno
de la política real.
Para Federico «el problema del comunismo es, simplemente, el comunismo» (p. 35). Lo que quiere decir que
el problema del comunismo no es el estalinismo, como sostienen los puritanos de la ideología, sino el mismo
comunismo que, a juicio de Federico, se mantiene en esencia igual de Lenin a Stalin, puesto que «todo, desde
el principio, está en Lenin» (p. 35). Según nuestro autor, Stalin continuó el «totalitarismo» que fundó Lenin «pero
al que no añade cualitativamente nada» (p. 305). Nuestro autor piensa que la diferencia entre Lenin y Stalin es
meramente cuantitativa. «Lo que diferencia a Stalin de Lenin es que tuvo más poder para la misma política» (p.
40). «Nada hizo Stalin, una década más tarde, que no hiciera antes Lenin. Apenas la fijación anticipada de
cuotas de requisa de grano, que luego se generalizaron en la URSS para todo: recaudar o fusilar» (p. 310).
«Todo lo de Stalin» es interpretado como «una continuación de la política de Lenin» (p. 391). Para nuestro autor
Stalin fue «el Lenin de turno» (p. 242) o simplemente «el Tirano Heredero» (p. 313); pero Stalin fue mucho más
que eso.
No obstante, Federico ve a Stalin como una especie de superhombre que lo controla todo: «Lo que hizo Stalin
fue terminar la obra empezada por Lenin: no dejar a nadie que pudiera discutirle nada al partido, o sea, a él, ni
en nombre del pasado ni del proletariado. Silencio de muerte. El que reinaba en toda la URSS. Como dijo Lenin
al prohibir las facciones, el partido “no era un club de debates”» (p. 40).
Tales afirmaciones son del todo incorrectas, porque el estalinismo supuso la vuelta del revés del marxismo-
leninismo en el ejercicio o momento tecnológico (no ya en la representación, porque ideológicamente, en el
momento nematológico, no se quería reconocer ni presentar así, y de hecho tal reconocimiento abierto no
hubiese sido lo más prudente, aunque al fin y al cabo no hubo más remedio que modificar ciertas tesis del
leninismo). Es decir, el estalinismo tuvo que incorporar a sus expectativas la dialéctica de Estados y abandonar
la filosofía de la historia que hipostasiaba la dialéctica de clases con la consecuente victoria del proletariado
universal en la revolución mundial (cuyo epicentro pasaría de Moscú a Berlín). De modo que los
acontecimientos en la Realpolitik forzaron el abandono del esquema escatológico de la revolución mundial que
fue sustituido por el ortograma de un Imperio generador cuya capital no sería desde luego Berlín sino Moscú; de
ahí que no se hablase de «revolución mundial» en los años de la Segunda Guerra Mundial sino de «Gran
Guerra Patriótica». De todos modos, la ekpirosis de la revolución mundial y la supuesta, como consecuencia de
la misma, palingenesia del comunismo final era la trama normativa fundamental a partir de la cual el gobierno
soviético ejecutaba su política (geopolítica) efectiva. Del mismo modo que el Imperio Español se valía de la
cristiandad católica para la empresa de su ortograma de Imperio generador o los Estados Unidos se valen de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos y de la democracia liberal parlamentaria para justificar su
dominio y expansión urbi et orbi en un supuesto «Fin de la Historia», como decía Francis Fukuyama (Chicago,
1952) cuando caía la Unión Soviética (de hecho tal fin de la historia no fue otra cosa que el fin de la historia de
la Unión Soviética).
De modo que -como dice el mismo Federico- la concepción histórico-política de sociedad comunista final en la
que todos los antagonismos son suprimidos más que un «socialismo utópico» era más propia de un «socialismo
quimérico» (p. 246), puesto que la Realpolitik de la dialéctica de Estados y la dialéctica de Imperios puso en
evidencia la patraña de la revolución mundial y el consecuente, como se presumía, comunismo final (que
vendría a ser una concepción análoga a la utopía fundamentalista científica del conocimiento total de las cosas
en donde no cabe el ignorabimus){6}. Ahora bien, la revolución mundial era un mito intercalado con el mito del
proletariado universal, que no hay que reducir a la pasión de Lenin («su pasión verdadera») de «ser el amo del
mundo» (p. 323). Porque finalmente lo que cuenta no son los finis operantis del sujeto operatorio Vladimir Ilich
Uliánov, sino los finis operis que concluyeron en la construcción del Imperio Soviético (sin perjuicio de su ulterior
distaxia o caída).
El estalinismo vino a corregir determinados elementos irracionales y mitológicos que arrastraba el marxismo-
leninismo, como el del «proletariado universal» y el «hombre total», el cual se suponía como capaz de
autocontrolar su evolución; con lo cual estaríamos ante una tesis no sólo ucrónica sino también metafísica. El
mito del proletariado universal fue disuelto por la administración estalinista en el ejercicio de la política real que
tuvo que llevar a cabo, sin más remedio, por mantener la eutaxia de la URSS; y esto sin duda supuso una
reestructuración del leninismo, que es lo que desde el materialismo filosófico llamamos vuelta del revés. La
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reestructuración -perestroika- que quiso llevar a cabo Mijaíl Gorbachov (Stávropol, 1931) décadas después hizo
que el sistema colapsase y entrase en bancarrota, sin perjuicio de que ésta ya se venía incubando desde antes
de Gorbachov, aunque la administración de éste fue el colmo de la imprudencia política, por no decir el apogeo
de la estupidez política.
José Ramón Esquinas (Málaga, 1979) habla de «inversión estalinista», en la cual «los conceptos dejan de ser
el medio por los cuales los marxistas hablaban del proletariado para suponer aquello mediante lo cual hablamos
de la URSS. En otras palabras, la inversión estalinista supone que hay que reinterpretar mucho del material
soviético no desde las coordenadas del “proletariado universal” sino desde la dialéctica de los Imperios que se
disputaban la hegemonía global durante la Guerra Fría. Y esto está claro ya desde las famosas palabras del
fiscal Vichinsky (“Ser internacionalista significa defender la Unión Soviética”) hasta los textos de formación
política de finales de los ochenta» (Esquinas, 2015: 256).
Federico interpreta el nazismo como el «gemelo especular» del comunismo (p. 43), y así cae, como muchos
historiadores, en lo que Leo Strauss denominó reductio ad Hitlerum. En nuestro anterior artículo vimos cómo
Escohotado también era preso de dicha falacia (del mismo modo que los progres son presos de lo que
podríamos llamar reductio ad Francum).
En la página 259 leemos: «Hitler siempre quiso exterminar a los judíos y Lenin siempre quiso exterminar a
todos los que no entraran en sus planes de crear una sociedad comunista, bien porque se le opusieran, bien
porque le estorbaban. Nada lo demuestra mejor que ver el funcionamiento del modelo de las SS, la Cheka, que
detrás de la Guardia Roja, modelo de las SA, la que dio el cómodo Golpe de Octubre, siguió desde el principio el
plan leninista de dominio y exterminio de cualquier obstáculo a su proyecto totalitario».
Federico cita el poema del pastor protestante Martin Niemoller (1892-1984), «que en una de sus mentiras más
exitosas los comunistas suelen atribuir a Bertolt Brecht» (p. 147): «Cuando los nazis vinieron a buscar a los
comunistas, yo guardé silencio,/ porque yo no era comunista./ Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,/
guardé silencio/ porque no era socialdemócrata./ Cuando vinieron a por los sindicalistas,/ no protesté/ porque yo
no era sindicalista./ Cuando vinieron a por los judíos,/ no pronuncié palabra,/ porque yo no era judío./ Cuando
finalmente vinieron a por mí,/ no había nadie que pudiera protestar» (pp. 147-148).
Pues bien, Federico hace, de modo muy brillante, la siguiente paráfrasis: «Cuando los bolcheviques tomaron
el Palacio de Invierno y apresaron al Gobierno Provisional, los social-revolucionarios o eseristas de izquierdas
no protestaron, porque no pertenecían al Gobierno Provisional. Cuando ilegalizaron al Partido Constitucional-
Demócrata (Kadete), no protestaron porque no eran liberales de derechas. Cuando prohibieron la libertad de
prensa, no protestaron porque sus periódicos, con los bolcheviques, podían circular. Cuando prohibieron la
huelga, no protestaron porque ellos no eran obreros capaces de alzarse contra la revolución. Cuando Lenin creó
la Cheka, la aceptaron porque a ellos no iba a perseguirlos. Cuando Lenin empezó a encarcelar mencheviques,
ellos callaron porque no eran mencheviques. Cuando empezaron a perseguir social-revolucionarios de
derechas, ellos lo aceptaron porque eran de izquierdas. Y cuando, al fin, vinieron a por los eseristas de
izquierdas por denunciar el tratado de Brest-Litovsk, no había gobierno, asamblea, prensa, sindicatos,
mencheviques, kadetes, ni siquiera social-revolucionarios de derechas que los defendieran» (p. 148).
En tal paráfrasis Federico pone en evidencia la manifiesta superioridad de los bolcheviques frente a sus
rivales, a los que, con suma prudencia política, fueron derrotando uno por uno (y también los nazis hicieron lo
propio con los suyos, todo hay que decirlo).
El terror leninista es interpretado como «la eugenesia de masas o eugenesia de clase» (p. 150). Y así, todo
truco retórico sirve a mayor gloria de la reductio ad Hitlerum. Si bien es cierto que la eugenesia se incubó en
países democráticos y liberales.
No obstante, Federico tiene el acierto de evitar la reductio ad Hitlerum en relación al alzamiento nacional (del
bando nacional) del 18 de julio de 1936: «Por supuesto que en España no existía una amenaza fascista, ni fue
fascista en su origen el alzamiento de Franco, ni tuvo que ver con algún tipo de supremacismo racial al modo de
Hitler o estatalista a lo Mussolini» (p. 375). Que conste en acta que en esto tiene toda la razón nuestro estimado
periodista (y que también conste que siempre celebro sus aciertos y razones).
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En la página 51 afirma que «el bolchevismo llega al poder en 1917, el fascismo en 1924 y el nazismo en 1934,
y que los tres fenómenos políticos provocaron la mayor pérdida de vidas humanas de la historia, no solo en el
frente sino en la retaguardia, con millones de víctimas inocentes, se niega de forma deliberada, cruel, indiferente
a la memoria de esas víctimas». Como si todos las victimas fuesen inocentes y sus muertes se hubiesen
provocado por pura maldad sin ton ni son y sin venir a cuento. Y como si el liberalismo no hubiese derramado ni
una gota de sangre y no hubiese provocado ninguna hambruna por el mundo. Liberalismo bueno; comunismo,
nazismo y fascismo (que en el fondo son la misma cosa), malo. Esa es la visión de Federico: el maniqueo de
Orihuela del Tremedal.
El fascismo llegaría al poder en 1922 y el nazismo en 1933; aunque es cierto, y puede que Federico se refiera
a ello (pero no lo señala), que el fascismo acabó con la democracia italiana en 1924 (y en 1926 el Partido
Nacional Fascista era el único permitido); y en 1934, tras la purga a las SA el 30 de junio y la muerte del
presidente Paul von Hindenburg (1847-1934) el 2 de agosto, Hitler se hizo con el poder absoluto, siendo al
mismo tiempo canciller y Führer de Alemania (basándose, curiosamente en Estados Unidos, donde la jefatura
del Estado coincide con la misma persona de la jefatura del gobierno).
Para Federico fascismo y nazismo fueron «copias genuinamente antiliberales del leninismo» (p. 611). Y cree a
Von Mises (1881-1973) cuando éste escribe: «En ninguna parte hubo discípulos más dóciles de Lenin, Trotski y
Stalin que los nazis» (p. 618). Y Hitler «copia casi todo de la dictadura soviética» (p. 623). Porque el
«totalitarismo» soviético tuvo en Alemania «su émulo nazi» (p. 673).
Y en la página 305 leemos: «Fascistas y nacionalsocialistas serán rivales, nunca opuestos al comunismo, del
que copiaron casi todos los aspectos totalitarios. Los esenciales, todos». De ahí que no tenga ningún reparo,
como hizo el 6 de abril de 2018, de llamar al juez alemán, que dejó en libertad al sedicioso Carlos Puigdemont
(Amer, 1962), «juez nazi-rojo».
Así como fue un tópico de la propaganda soviética «que el nazismo y el fascismo fueron modelos que adoptó
el Estado capitalista para defenderse de la revolución socialista, auténtica democracia real» (p. 616), también es
un tópico, en este caso de la propaganda capitalista, la ecualización entre comunismo, fascismo y nazismo. Ni
siquiera sería correcto aplicar la reductio ad Hitlerum al fascismo italiano.
Como se ha dicho, «No negamos las terribles confluencias que hubieron de tener lugar entre las formas del
nazismo y del estalinismo. Se trata de interpretar estas confluencias de otro modo, como un episodio de la
symploké de sistemas sociales y políticos enfrentados, que caminan acaso en la misma dirección pero que
llevan sentidos contrarios» (Bueno, 1978b).
3. Totalitarismo
Para Federico el comunismo no es propiamente una utopía, pues «Lenin halló un topos y el ensueño
comunista llegó a medio mundo» (p. 212). Lenin entiende el comunismo más bien como una distopía y «una
alucinación totalitaria» (pp. 433-434). Y el leninismo lo entiende como «la autoridad omnímoda del Estado y la
falta absoluta de libertad personal» (p. 506), ya que el leninismo fue un «poder absoluto» (p. 231). A juicio de
nuestro presentador, el totalitarismo tiene en el comunismo su «más conseguido y duradero avatar» (p. 629). Y,
por lo visto, de tal totalitarismo, fascistas y nazis sólo son aprendices.
Afirma Federico que uno de los mejores libros que estudia «el leninismo como vástago de Marx» (p. 193) es
Lenin y el totalitarismo (libro malo) del chileno Mauricio Rojas Mullor (Santiago de Chile, 1950), «respetado
académico liberal» que «escribe para cumplir con su deber moral de antiguo comunista» (p. 193), es decir, otro
moralista filisteo retroanticomunista negrolegendario. Un libro que ya en la portada puede verse la reductio ad
Hitlerum en la que está preso el autor (la portada es fácil de ver tecleando en Google).
Rojas, como ya hicieron Karl Popper (1902-1994) en 1945 y Zbigniew Brzezinski (1928-2017) en 1956,
ecualiza a comunismo, fascismo y nacionalsocialismo como «sistemas totalitarios». El sistema totalitario es
interpretado como aquel «donde se intenta la destrucción sistemática de toda vida social independientemente
del colectivo representado por el Partido-Estado» (Rojas, 2012: 17). Se trataría, entonces, de «un sistema que
aniquila toda sociedad civil independiente y liquida cualquier espacio de libertad individual, ya sea económico,
social o cultural» (Rojas, 2012: 73). Se dice, además, que este sistema crea una clase dominante dotada «de
todos los mecanismos del poder total, particularmente un aparato para ejercer el terror sobre toda la sociedad,
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un monopolio prácticamente absoluto sobre la economía, la educación y los medios de comunicación, una
ideología oficial (el marxismo-leninismo [o, en su caso, el fascismo o el nacionalsocialismo]) y, finalmente, un
líder con poderes cada vez más ilimitados. Surge así un tipo de Estado que no solo no tolera la independencia
de los ciudadanos sino que exige su adhesión activa a una ideología o visión del mundo que penetra
completamente a la sociedad hasta convertirse en una especie de seudorealidad que termina substituyendo a la
realidad misma. Esto es lo que los teóricos del nacionalsocialismo llamaron, acertadamente,
Weltanschauungsstaat, es decir, Estado ideológico o, más literalmente, “Estado de una visión del mundo”»
(Rojas, 2012: 73-74).
Por ello, según Mauricio Rojas, el cual sigue sin criterio crítico las tesis de Hannah Arendt (1906-1975) (cuyos
trabajos eran un brindis a la CIA en plena Guerra Fría), el logro más siniestro del sistema totalitario está en «su
capacidad de contaminar el medio ambiente mental de un pueblo hasta crear un desdoblamiento psíquico que
debilita interiormente toda voluntad de resistencia. Se trata de la esencia misma del Weltanschauungsstaat, ese
Estado cuya lucha fundamental es por el dominio absoluto de las mentes imponiendo una Weltanschauung o
“visión del mundo” que adquiere tal realidad que termina haciendo que todo aquel que no la comparta o que
simplemente la ponga en duda se convierta en un perturbado mental no solo ante el mundo circundante sino,
muchas veces, ante sí mismo» (Rojas, 2012: 131). Cosa que, curiosamente, pasa en la era del fundamentalismo
democrático, en la que el que no es demócrata es señalado inmediatamente de ser un «fascista», es decir, un
sádico hijo de puta.
Como bien se ha dicho, «Si el poder se atribuye al todo -al Estado- y si se parte de la hipótesis de que fuera
del Estado total no queda nada de poder -salvo la impotencia- entonces la historia del poder habrá de reducirse
al proceso de la reproducción de esa totalidad monótona que aplasta necesariamente a las partes a las cuales
envuelve y cuyo Orden constituye, como un momento necesario del Orden del Mundo. Pero si en lugar de usar
esta oposición (metafísica) entre el Todo y la Nada se acude a la oposición dialéctica entre la parte (el Estado,
en cuanto explotador, no es el todo, sino una parte o clase social, dominadora de otras clases sociales) y la
parte (que, por tanto, debe tener ya un poder: el poder burgués contra el Estado feudal, el poder obrero contra el
Estado capitalista) entonces la historia política ya es lógicamente al menos posible. Porque las proporciones de
esta oposición entre las partes y las partes pueden ya cambiar, y han cambiado de hecho, según un orden
interno, que es el orden de la historia. La dialéctica de las partes frente a las partes es la dialéctica del
pluralismo: no existe un todo global, monista (la totalidad insoslayable de la que habla Levy) que avanza
implacable hacia un fin, bueno o malo» (Bueno, 1978b).
4. La cuestión judía
Nuestro presentador acusa a Marx de «redomado antisemita» (p. 198). Pero Marx no era antisemita al estilo
que insinúa Federico, sino en el sentido de ir contra el judaísmo, religión tan delirante como el islamismo
(aunque al menos no es proselitista); cosa que reconoce el mismo Federico al escribir que Marx «pretendía que
todos los judíos fueran obligados a abandonar su religión» (p. 199). Es decir, se trataba de una cuestión
religiosa, y no de una cuestión racial al estilo nazi.
Federico además sostiene que Marx despreciaba a Ferdinand Lassalle (1825-1864) «por ser judío y tener
sangre negra» (p. 212). ¡Falso de todas todas! Porque Marx no despreciaba a Lassalle, y menos aún por ser
judío y de sangre negra. Y no lo despreciaba porque si así fuese no hubiese atacado sus ideas. La tolerancia es
el desprecio, y a Marx ciertas tesis de Lassalle le resultaban sencillamente intolerables. Por eso en 1975, 11
años después de la muerte de Lassalle, redactó la Crítica del programa de Gotha, programa que estaba
impregnado de lassallismo. Criticar no es despreciar, precisamente es justo lo contrario.
5. La cuestión polaca
Federico pone el grito en el cielo (como tantos otros, como también los progres) haciendo referencia al pacto
germano-soviético de no agresión de la madrugada del 23 al 24 de agosto de 1939: «¡como si nunca se hubiera
repartido Polonia con Hitler!» (p. 129). Merece la pena que nos paremos para matizar eso del reparto de Polonia
entre nazis y soviéticos, ya que Federico da por buenas sin más la versión oficial de los relatos
negrolegendarios, pero en rigor no hubo «trágico reparto nazi-soviético de Polonia» (p. 290).
Hay que tener en cuenta que el ataque a Polonia lo llevó a cabo la URSS dos semanas y medias después de
la invasión alemana: el 17 de septiembre de 1939. El casus belli consistía en que la mayor parte de la población
del este de Polonia (unos once millones) era de etnia bielorrusa y ucraniana, pretendiéndose así que dicha
masa no cayese en manos nazis (aunque es cierto que casi la mitad de estos once millones eran polacos).
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Antes, la URSS pidió a Polonia un pacto para introducir tropas del Ejército Rojo en territorio polaco en caso de
invasión alemana, pero Polonia no lo admitió al temer que si el Ejército Rojo pisase terreno polaco después no
lo abandonaría (lo mismo temió Franco cuando Hitler le pidió introducir a la Wehrmacht en España para tomar
Gibraltar, acordándose de lo que ocurrió a principios del siglo XIX con la ocupación francesa bajo el pretexto de
tomar Portugal, tradicional y fiel aliado del Imperio Británico). Los polacos prefirieron hacerle frente a los
alemanes antes de pedirle ayuda a la Unión Soviética, y así decían: «Con los alemanes arriesgamos nuestra
libertad: con los rusos nuestra alma» (citado por Lozano, 2011: 256).
Ya siete años antes, en 1932, la URSS firmó un pacto de no agresión con Polonia, que se ratificó en 1934 (el
mismo año que polacos y alemanes también firmarían un pacto de no agresión). El pacto sería para diez años,
el cual fue incumplido por los soviéticos el 17 de septiembre de 1939 (aunque, en rigor, no se podía seguir
cumpliendo porque ya no existía el Estado polaco).
En un revelador artículo, el historiador estadounidense Grover Furr (Washington D. C., 1944) sostiene, a mi
juicio con pleno acierto, que «La Unión Soviética firmó el Pacto de No Agresión con Alemania no para “repartirse
Polonia”, como hicieron los aliados al dividirse Checoslovaquia, sino con el fin de defender a la URSS. El
Tratado establecía una línea en Polonia que demarcaba el interés de los soviéticos, línea que las tropas
alemanas no podían pasar en caso de que Alemania derrotara al ejército polaco en una guerra» (Furr, 2014: 5).
Es decir, la clausulas secretas del Pacto Ribbentrop-Molotov en relación a las «esferas de influencia» no
pretendían la partición de Polonia, y la URSS exigía que si Alemania tomaba Polonia no lo hiciese en su
totalidad. Si Alemania y la Unión Soviética acordaron en las cláusulas del Pacto de No Agresión la partición de
Polonia, ¿por qué motivo iba a atacar la URSS diecisiete días después? ¿No hubiese sido más prudente hacerlo
el mismo 1 de septiembre, al mismo tiempo que las tropas alemanas? Es decir, si Alemania y la URSS
acordaron en el Pacto Ribbentrop-Molotov repartirse Polonia como se sostiene desde la historia convencional
(negrolegendaria), ¿por qué Francia e Inglaterra no le declararon la guerra a la URSS el 17 de septiembre de
1939 como hizo con Alemania el 3 de septiembre, tras dos días de campaña de la Wehrmacht en territorio
polaco? Si Polonia estaba a punto de caer, ¿por qué se dice que el 17 de septiembre «el ejército rojo la invadió
innoblemente desde el este» (Gellately, 2013: 70) si ya no existía el Estado polaco y los soviéticos sólo
pretendían que los alemanes no cruzasen la límite que se fijó en el Pacto Ribbentrop-Molotov?
El 1 de octubre, en un discurso radiofónico que se publicó en el New York Times el día después, dijo Winston
Churchill (1874-1965): «Rusia ha seguido una fría política de interés propio [¡como lo haría cualquier gobierno
que no traicione a la patria, cualquier gobierno con un mínimo sentido de Estado!]. Hubiéramos deseado que los
ejércitos rusos se mantuvieran en su actual línea como amigos y aliados de Polonia. Pero que los ejércitos rusos
estén en esa línea es claramente necesaria para la seguridad de Rusia, en contra de la amenaza nazi». Y
añadió: «ahí, estos intereses de Rusia están en el mismo cauce que los intereses de Gran Bretaña y Francia»
(citado por Furr, 2014: 49).
Cuando el Ejército Rojo avanzó hacia el territorio de lo que era el Estado polaco, Churchill instó a Neville
Chamberlain (1869-1940) a considerar el avance soviético como un hecho positivo, y le dijo: «Ninguno de estos
hechos entra en conflicto con nuestro interés primordial, que no es otro que detener el avance alemán hacia el
este y el sureste de Europa». Y dos semanas después diría en un discurso transmitido por radio: «Que los
ejércitos rusos se mantuvieran en esa línea [en Polonia] era a todas luces de vital importancia para la
salvaguardia de Rusia frente a la amenaza nazi» (citado por Hastings, 2009: 734). Churchill reconoció que el
avance del Ejército Rojo en Polonia era necesario para la seguridad de Rusia, con lo que el primer ministro
Neville Chamberlain estaba de acuerdo. De hecho la expansión soviética era justificada en término de
«intereses de seguridad», aunque es cierto que se conjugaba con la expansión del sistema comunista, y las
cuestiones fronterizas se decidieron finalmente por la fuerza del poder militar y no por el diálogo del poder
diplomático (aunque tal poder siempre acompaña a lo impuesto manu militari, una vez consumados los hechos).
Por su parte, el prosionista Lord Halifax (1881-1959), llegó a decir: «Lo último que yo haría sería defender la
acción del Gobierno soviético en el tiempo en que la llevaron a cabo, pero es justo tener en cuenta dos cosas:
que jamás hubiese adoptado esta posición si el Gobierno alemán no hubiese iniciado la cuestión y sentado
precedente al invadir Polonia sin declaración alguna de guerra y que la acción del Gobierno soviético ha sido la
de avanzar sustancialmente la frontera rusa hasta la que se había recomendado… por Lord Curzon» (citado en
Times, 1945: 249).
No obstante, en enero de 1940 Churchill se mostró como un entusiasta de la causa finlandesa ante el asedio
soviético. Es más, la Sociedad de Naciones no expulsó a la URSS de la misma ni consideró que la URSS había
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invadido a un Estado miembro como era el polaco, cosas que sí ocurriría el 14 de diciembre de 1939 tras la
invasión de la URSS a Finlandia. Y así consta en la Resolución de dicho día que tomó la Sociedad de Naciones:
«Habiendo tomado conocimiento de la resolución adoptada por la Asamblea el 14 de diciembre de 1939, en
atención al recurso del Gobierno de Finlandia, 1. Se suma a la condena que hace la Asamblea de la acción de la
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas contra el Estado finlandés; y 2. Por las razones expuestas en la
resolución de la Asamblea, en virtud del artículo 16, parágrafo 4, del Pacto, considera que, por su acto, la Unión
de Repúblicas Socialistas Soviéticas se ha colocado fuera de la Sociedad de Naciones. De ello se desprende
que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ya no es miembro de la Sociedad» (citado por Furr, 2014: 41).
Como dice el mismo Federico, «¡Así se reescribe la historia!» (p. 129). Pues sí, así se reescribe; porque si
aparecen nuevos relatos o nuevas reliquias no hay más remedio que revisar y criticar la historia que antes se
escribió (por eso la historia es una cuestión que concierne al presente, pues sólo desde el presente puede
reconstruirse e interpretar los fenómenos en función de los materiales que se disponga, esto es, de las nuevas
reliquias y los nuevos relatos que se van adquiriendo, así como la filosofía desde la que se posiciona el
historiador, pues el «espíritu de partido», ya sea en el ejercicio o en la representación, es insoslayable y toda
neutralidad es capciosa).
De todas maneras lo que a Federico le escandaliza es el pacto entre las dos potencias «totalitarias», como
también a los progres les escandaliza que los comunistas pactasen con los nazis. Pero no se trataba de un
pacto, digamos, pensado a nivel de dialéctica de clases entre comunistas y nazis sino más bien un pacto (no
olvidemos que de «no agresión») pensado a nivel de dialéctica de Estados entre alemanes y soviéticos. Y en
geopolítica las alianzas son tan importantes como las propias fuerzas (aunque también en la dialéctica de
clases). Y si firmar un pacto con la Alemania hitleriana era firmar un pacto con el diablo, otro tanto de lo mismo
era pactar con británicos, franceses y americanos, ¿o es que acaso éstas eran potencias divinas o angelicales,
portadoras de la bondad pura, absoluta e inmaculada? Pues no, porque en ese momento ambos Imperios
estaban explotado a sus colonias en buena parte del mundo.
Pero la URSS salió muy bien parada con ese «pacto» con el «diablo», pues con suma prudencia lo fue
continuamente violando al anexionarse Lituania el 3 de junio de 1940, Letonia el 5 de junio y Estonia el día 6.
Asimismo, el 25 de junio le exigió a Rumanía la inmediata entrega de Besarabia y Bukovina del Norte. El 30 de
diciembre atacó Finlandia, obligando a esta nación a que le cediese importantes territorios en el Báltico, en el
Océano Ártico y en Carelia. Por otra parte, en marzo de 1941 apoyó el golpe de Estado antialemán en
Yugoslavia e hizo un pacto de Ayuda Mutua con el nuevo gobierno yugoslavo, gobierno que había denunciado el
pacto que el anterior gobierno había hecho con el Reich. «Stalin, gran político, sabía -no podía no saberlo- que
los territorios que él mismo se había anexionado, quebrantando el Pacto Germano-Soviético, indicaban a Berlín
con toda claridad su tendencia expansionista hacia Occidente. Esos territorios constituían un glacis de
protección de la URSS, de manera que, en caso de guerra, la aviación alemana quedaría muy alejada de los
principales objetivos militares soviéticos. Por otra parte, el objetivo de Stalin, es decir, que se desencadenara en
Occidente una guerra entre democracias y fascismos ya se había logrado, coadyuvando a ello, en buena parte,
el Pacto Germano-Soviético, auspiciado y propiciado por Stalin. El plan consistía en que democracias y
fascismos se desangraran mutuamente y luego Stalin llegaría en un pacífico paseo liberador hasta Gibraltar,
Noruega e Irlanda. Para tantear a Hitler, Stalin mandó a Molotoff a Berlín en Noviembre de 1940 pidiendo carta
blanca al Reich para ocupar el resto de Rumania, Bulgaria, la Macedonia Griega incluyendo el puerto de
Salónica y los Dardanelos» (Bochaca, 1982: 148).
6. Reductio ad Bakunim
Afirma Federico que el anarquismo de Mijaíl Bakunin (1814-1876) tiene muy pocas diferencias con el
«socialismo científico» de Marx y Engels: «Ambos son enemigos de la propiedad privada, del libre comercio, del
pluralismo político, del sistema representativo a través del Parlamento, de la legalidad y de las reformas sociales
a través de cambios legales, ambos desprecian la lucha pacífica por el poder y se burlan de la alternancia
democrática mediante el voto» (p. 168). Y más adelante sostiene: «la supuesta y radical diferencia entre Marx y
Bakunin es, a efectos políticos, vista desde la sociedad en su conjunto y sobre todo lugar sus víctimas,
realmente mínima» (p. 458). Y añade: «Los “libertarios” de la CNT-FAI y los “científicos” del PCE-PSUC y el
POUM, coinciden en lo esencial: acabar con la libertad y la propiedad, asesinar a los “enemigos de clase”,
destruir la familia, la religión y la Iglesia -y de paso, casi todo el arte monumental en Europa-, prohibir la Justicia
independiente, hacer de la Escuela un predio estatal, y de los niños, rehenes y propagandistas de la revolución.
Lo que cada uno de los dos comunismos se atribuye, que en el “libertario” es la libertad y en los marxistas-
leninistas el orden revolucionario, es mera propaganda: ambos aspiran a una dictadura que les permita a ellos
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en exclusiva, incluyendo los de Marx a los de Bakunin o viceversa, robar sin límite y matar sin tasa» (p. 458).
Pero si bien es cierto que hay semejanzas, las diferencias son profundísimas. Marx se propuso liquidar los
componentes anarquistas de la Internacional y dotarla de una potente estructura jerárquica, cosa que Bakunin
no podía aceptar de ninguna de las maneras. Asimismo, si para Bakunin era inconcebible el fortalecimiento del
Estado, para Marx era imprescindible el fortalecimiento del Estado-nación (la nación política, despreciando las
«naciones sin historia»), para que así el proletariado se desarrollase y organizase sus condiciones para la
revolución comunista; es decir, si para Bakunin el Estado es un mal en sí mismo, para Marx es un tránsito hacia
el comunismo, lo que denominó «dictadura del proletariado», de la que abominó Bakunin. Por tanto, Marx
interpretaba la revolución burguesa como eslabón necesario en la concatenación histórico-económica que
desembocaría en la revolución comunista universal.
Como escribió Bakunin a la redacción de La liberté de Bruselas tras su expulsión en el Congreso de La Haya
de 1872, «Nosotros no aceptamos -ni tan sólo como forma revolucionaria transitoria- convenciones nacionales ni
asambleas constituyentes, ni tampoco las llamadas dictaduras revolucionarias, dado que estamos convencidos
de que la Revolución sólo es honesta, honrada y real en manos de las masas, pero que si se concentra en
manos de unas pocas personas gobernantes, se habrá de convertir inmediata e inevitablemente en reacción…
No cabe duda de que entre la política de Bismarck y la de Marx existe una sensible diferencia, pero entre los
marxianos y nosotros se abre un abismo. Ellos son los hombres del gobierno y nosotros los anarquistas, ocurra
lo que ocurra» (citado por Enzensberger, 1999: 325-326).
Bien visto, Bakunin y Marx (anarquistas y comunistas) no irían juntos ni a la vuelta de la esquina, y las
alianzas que pudieron establecer no fueron sustanciales sino puramente coyunturales (accidentales). Y de
hecho no cuajaron en la política real, siendo el caso más famoso los sucesos de mayo del 37 en Cataluña
cuando anarquistas y comunistas llevaron a cabo una guerra civil dentro de la Guerra Civil general, como
Federico comenta en su libro. Y de hecho también acabaron con los anarquistas en Rusia, y el propio Federico
cita a Trotski felicitándose del asalto de la Cheka a las casas anarquistas en marzo de 1918: «¡Al fin el poder
soviético barre de Rusia, con escoba de hierro, el anarquismo!» (p. 266).
Pero nuestro Federico se queda más con las semejanzas (abolición de la propiedad privada) que con las
diferencias, y por eso le da igual ocho que ochenta y una vez más cae en la falacia del semejantismo. Es un
caso flagrante de no hilar fino al no establecer clasificaciones que aclaran y distingue el entendimiento. De las
pocas diferencias que Federico constata entre Marx y Bakunin es que el primero «suele mantener un cierto
orden dogmático» y el segundo «se le escapa a veces una especie de arcaísmo liberal a lo Herzen» (p. 216).
Leyendo otros párrafos da la sensación de que Federico interpreta la rivalidad entre Marx y Bakunim por el
control de la Primera Internacional como una lucha de egos y no por cuestiones ideológicas, tecnológicas o
estratégicas. Y si bien no hay que negar la guerra de egos que había entre ambos sujetos operatorios, eso no
reduce la confrontación; pues ésta va más allá de los finis operantis de los sujetos implicados, y lo que importa
es la obra objetiva que dejaron a la posteridad: sus finis operis.
Parece que para Federico «comunismo» es todo lo que no sea democracia y liberalismo, todo lo que esté a la
izquierda del liberalismo y, en general, todo lo que no le gusta. El comunismo es simplemente «apropiarse de lo
ajeno» (p. 179). Por eso afirma cosas como: «conviene no olvidar que Zajnievski, Isutin, Netchaev, Tachev,
Bakunin, Chérnov (jefe de los socialistas revolucionarios), Mártov (de los mencheviques), anarquistas y
leninistas eran todos comunistas» (p. 178). El comunismo es la noche en la que todos los gatos son viejos
topos, ¡para qué venir con clasificaciones, distinciones y sutilezas! ¡Para qué llevar a cabo una taxonomía de las
diferentes generaciones de izquierda como hace Gustavo Bueno en El mito de la izquierda! ¡Puff, una
taxonomía a estas horas, no fastidies!
Acusa a «la izquierda» (PSOE e IU) de ir, desde 2002, contra el gobierno de Aznar, que fue acusado «de
fascista, franquista o, simplemente, nazi. Para qué matizar» (p. 398). Pero eso mismo le podríamos reprochar
nosotros cuando se refiere a Podemos como un partido comunista o habla de la bolchevización del PSOE por
ZP (por no volver a mencionar la reductio ad Hitlerum y las excesivas semejanzas que hace entre anarquismo y
comunismo). Para más inri también llama comunistas a los perroflautas separatistas de las CUP: «comunistas
de las CUP» (p. 399). Nuestro autor habla de «Lenin y los suyos», los cuales son «bolcheviques, trotskistas,
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maoístas, guevaristas, podemitas» (p. 636). Para Federico hasta Cristóbal Montoro es comunista. Todo es
leninismo, todo es comunismo, todo es lo mismo en su semejantismo (aunque no sea lo mismo semejanza e
identidad), aunque sea podemismo o un pepero como Montoro o un estadista ruso postsoviético como Vladimir
Putin. Para qué matizar.
El subtítulo del libro negro de Federico (De Lenin a Podemos) me recuerda al subtítulo que Ricardo de la
Cierva (1926-2015) le puso a su Historia total de España: Del hombre de Atapuerca al Rey Juan Carlos. Como
si desde el «hombre» de Atapuerca existiese España y éste, en consecuencia, fuese español. Pues bien, en lo
que al subtítulo del libro de Federico se refiere, como si la quinta generación de izquierda (el comunismo) no
hubiese clausurado ya su curso (tras su núcleo en Rusia y la extensión de su cuerpo por otros países
«satélites» y en otros continentes) y continuase en esa cosa socialdemócrata descafeinada, cuando no
izquierdista indefinida divagante o fundamentalista, que es Podemos. Aunque en rigor, como estamos viendo en
el desarrollo de la política española de nuestro presente en marcha, la formación morada es la misma
complicidad objetiva de los separatismos «rompepatrias» (es cierto que no son los únicos; de hechos los
mayores cómplices de la lacra separatista han dormido en Moncloa, e incluso en Zarzuela, los cuales han
dormido junto a los separatistas; aunque éstos son más bien señalados como «vendepatrias»).
Pero con el rótulo «comunismo» Federico mete en el mismo saco a anarquistas, bolcheviques, maoístas,
castristas, norcoreanos, pero también a bolivarianos, etarras, zapateristas y podemitas. Aunque llega a decir
que tal comunismo es «Capitalismo de Camaradas», el cual rige en China y «en Cuba, Venezuela o la antigua
URSS» (p. 582). También lo denomina «capitalismo de amiguetes», «pero con un seguro de retorno: Gulag,
Laogai, La Cabaña o Ramo Verde» (p. 582).
Desde las coordenadas del materialismo filosófico Podemos sería clasificado como una izquierda
fundamentalista porque sus líderes y militantes creen que la izquierda es siempre la misma y que habría
sinalogía entre la izquierda jacobina y la izquierda podemita, pasando por la socialdemocracia y el comunismo
(Federico cree más o menos en lo mismo). La izquierda es siempre la misma frente a la derecha que siempre es
la misma y no tiene diferentes modulaciones, y a día de hoy la derecha es el PP y Vox la «extrema derecha»,
aunque Santiago Abascal diga que son de «extrema necesidad». Por eso hay que apoyar al PSOE de Pedro
Sánchez, junto con los separatistas, en la moción de censura del 2 de junio de 2018. Se trata de un cambio
lampedusiano: «todo cambia para que todo siga igual, para que el PP sea alternado por el PSOE, en este caso
a través del pacto con un tercero para saltar por encima de los resultados electorales. Un ejemplo de lo que en
Matemáticas se denomina como “transformaciones idénticas”» (Rodríguez Pardo, 2016: 52).
Podemos tiene mucho, o más bien lo tiene todo, de lo que Pedro Insua (Vigo, 1973) ha llamado «izquierda
Imagine» (por la canción de John Lennon y su ridícula letra; en la que, entre otras perlas, se dice «imagina que
no hay países»).
Curiosamente, según leo en el mismo libro de Federico, la inscripción de Podemos en el Registro de Partidos
fue el «11 de marzo de 2014» (p. 594), justo diez años después de la masacre de Madrid. Las desgracias nunca
llegan solas y las casualidades las carga el diablo.
2. Neocomunismo y populismo
En la página 41 nuestro autor se refiere al comunismo del siglo XXI como «neocomunismo». Y en la página
44 señala a esos nuevos comunistas: «los neocomunistas de Podemos», y también el neocomunismo «de los
gurús antiglobalización de los USA, del exlingüista Chomsky al precineasta Michael Moore, pasando por los
relamidos universitarios posderridianos y posfoucaultianos, los Piketty o los fasciocomunistas como Laclau,
herederos de la propaganda antiliberal que compartían rojos y negros, pardos y azules en la primera mitad del
XX». Como si el método y las disciplinas que emplearon comunistas, fascistas, nazis, falangistas se
identificasen plenamente por su oposición al liberalismo. Negar se puede negar de muchas maneras, lo mismo
que negar a Dios (pongamos por caso al Dios de la teología dogmática trinitaria) se puede hacer desde muchas
otras teologías: judías, musulmanas o paganas; o desde diversas filosofías ateas: ya materialistas, ya idealistas.
Hay un apartado que nuestro autor lo titula «EL PELIGRO POPULISTA EN GENERAL Y EL COMUNISTA EN
PARTICULAR» (p. 46), con el que parece que está dando a entender que el comunismo es una especie de
populismo. El autor divide el populismo en «tres modelos esenciales» (p. 46): el populismo que va contra la
inmigración (fundamentalmente de musulmanes), el que se rebela contra los medios de comunicación y la
formación de la opinión pública y se los apropia para la dictadura de lo políticamente correcto y, por último, el
populismo «que nace de la deslegitimación de la libertad, la propiedad privada y la igualdad ante la ley, los tres
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principios del liberalismo contra los que se alzó el comunismo, cuya primera y terrorífica manifestación fue el
Estado Soviético creado por Lenin» (p. 48). «En fin, hay populismos sindicalistas de izquierdas y populismos
nacionalistas de derechas. Lo que nunca veremos es un populismo liberal» (p. 677).
«Populismo» es un término que se emplea en sentido ideológico y axiológico de signo despectivo o negativo.
Gustavo Bueno distingue entre populismo negativo (que también denomina populismo descalificativo) y
populismo positivo.
El primero, visto críticamente desde la democracia representativa (parlamentaria), estaría muy cerca del
asambleísmo y recurre a las manifestaciones directas del pueblo en las calles más que a las urnas o incita a la
celebración de referendos (plebiscitos, de «plebe»). Cuando el sistema pone entre paréntesis al parlamento eso
también es catalogado (descalificado) como populismo. Las denominadas «repúblicas democráticas
presidencialistas» suelen incluirse en este populismo negativo. Estaríamos, pues, ante lo que Aristóteles llamó
«desviación» de la forma correcta de la sociedad política (la tiranía es la desviación de la monarquía, la
oligarquía de la aristocracia y la demagogia de la democracia). «Asimismo las aristocracias de las que se dicen
que recurrían al pueblo, frente a la monarquía o a las tiranías, también tienen cierta semejanza con el populismo
en el sentido descalificativo. En el Menexeno, atribuido a Platón, se define la democracia de Pericles (y también
podríamos agregar, la democracia de Solón y de Clístenes), como una aristocracia con el consenso del pueblo»
(Bueno, 2006: 2).
El populismo positivo, en cambio, es la crítica a la democracia indirecta, dada la escasa participación popular
que hay en ésta; una democracia que es vista como puramente delegativa, en la que se forman clases políticas
cerradas en sí mismas y el acomodo incluso entre los partidos políticos opuestos política e ideológicamente a fin
de que se mantengan su privilegios en el poder y en la oposición, porque la soberanía residen en el parlamento,
que es el único lugar donde el pueblo es realmente representado y se manifiesta democráticamente.
Frente a lo que vulgarmente se dice, sobre todo por políticos y periodistas, Podemos no es un partido
populista. Ya en el otoño de 2014 Turrión se impuso a Pablo Echenique (el que hoy día es su «sicario número
uno», como dice Federico con su habitual exageración) alzándose con la secretaría general del partido e
imponiendo una estructura vertical frente a la estructura horizontal que defendían Echenique y los
«Anticapitalistas», que hasta ese momento era la vigente en la organización morada. De este modo Turrión hizo
que Podemos se alejase del procedimiento asambleario del 15M, en donde se decía que «otra democracia es
posible», y optó por el «centralismo democrático» en el que las pequeñas células (los «círculos») se plegasen a
los dictados del comité general, pues los círculos suponían una amenaza de disolución del partido (aunque en
Andalucía le están creciendo los enanos con la rebeldía de Teresa Rodríguez y «El Kichi», que encima le afeó lo
del «casoplón» y además con razón). Y así Podemos se hizo un partido más de la partitocracia coronada del
Régimen del 78, un partido más de la casta.
Otra cosa es que Podemos sea populista por apostar por «los pueblos», es decir, por hablar de una supuesta
«plurinacionalidad» en la que están presos los pueblos por el despotismo del Estado español. Estaríamos ante
un populismo-separatismo. De hecho, el «centralismo democrático» (tan caro en el marxismo-leninismo) que
Turrión impuso en Vistalegre I, desmarcándose del asamblearismo del 15M (lo que era propiamente populismo),
no sirve, sin embargo, para aplicarlo a la nación española, que Podemos considera un «país de países», y por
ello está a favor del llamado «derecho a decidir» (en realidad privilegio de una parte a decidir por el todo) {7}.
Pero de esto hablaremos en otro apartado.
Podemos está completamente integrado en el juego político parlamentario partitocrático. Luego es un partido
más de la democracia indirecta delegativa (representativa) de la partitocracia coronada del Régimen del 78.
Como ya son de la casta (en rigor lo fueron siempre, yo al menos lo supe ver venir) el cambio o el recambio de
Podemos es de tipo lampedusiano. Nada nuevo bajo el Sol ni sobre la piel del toro.
Como se ha dicho, «Podemos representa, sin duda, un caso de éxito político, un partido centralista
perfectamente acomodado a la tecnología y el control del presente mediático, que supo aprovechar buena parte
de la inconsistente “indignación” de los demócratas acampados el 15M, hace cinco años, y que no ha
necesitado recurrir a demasiadas asesorías técnicas universitarias, pues quienes lo promueven son profesores
e ideólogos con amplia experiencia en dirigir procesos políticos, al margen de los desastrosos resultados
obtenidos y del incierto futuro inmediato que espera a naciones políticas como Venezuela, Ecuador o Bolivia».
Pero la formación morada «aunque represente sin duda un éxito como tal partido, ya consolidado y homologable
al resto de la casta partitocrática, no representa, por el idealismo y la confusión de sus planteamientos, ninguna
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solución que pueda asegurar la unidad de España, y no su descomposición en una “Europa” metafísica o en una
“Humanidad” inexistente» (Bueno Sánchez, 2016: 18-19).
3. Podemismo y postmarxismo
Podemos es visto, y se culpa de ello al «káiser Rajoy», como un «comunismo mediático» (p. 234). Pero la
posición de la formación morada se aproxima mucho al eurocomunismo antisoviético de los años 70, y así lo
exponía Turrión el 18 de enero de 2016 en una entrevista por Skype a la Fundación CREA, de Chile. Le decía el
líder podemita a la entrevistadora Valentina Olivares: «Lo fundamental es que seamos capaces de empujar las
contradicciones del adversario, y estoy pensando en la socialdemocracia. Alexis [Tsipras] lo tenía claro. Cuando
gana las elecciones en Grecia, lo fundamental para las condiciones de posibilidad de desarrollo del proyecto
político de Syriza no era una alianza con Rusia y no era una alianza con China, como soñaron algunos
aprendices de brujo de la geopolítica. La clave era que Francia cambiara de actitud respecto a Alemania, y la
clave era que Italia cambiara de actitud con respecto de Alemania. Lo fundamental de lo que está haciendo
Podemos en España es que nosotros podemos llevar a una posición al Partido Socialista en la que tenga que
rectificar de verdad porque no le quede más remedio. Porque, si no, se pueden enfrentar a la desaparición. Por
eso, yo insistía siempre en que es fundamental que nosotros superemos al Partido Socialista para poder trabajar
con el Partido Socialista. No para hacerles desaparecer, porque es muy difícil que esas tradiciones políticas
desaparezcan. Pera para llevarles a una posición en la que ellos tengan que elegir básicamente entre seguir
colaborando con las fuerzas conservadoras, que siguen comprometidas con una dinámica de austeridad y de
acentuación de lo peor del neoliberalismo [la condena de Pablo Manuel al neoliberalismo, como vemos, no es
total, sino solo parcial], o ponerse a trabajar en otra dirección pues, digamos, más neokeynesiana. Sé que
hablar de neokeynesianos, seguramente, parece que es hablar de poco. Pero seguramente esas son las
condiciones imprescindibles para que podamos pensar, poco a poco, en que se produzcan avances sociales en
una dirección que nos acerque a la justicia social. Y eso en Europa es clave. No basta con que gane el Sinn
Fein en Irlanda, no basta con que gane Syriza en Grecia. Es necesario que seamos capaces de colocar a las
fuerzas de la antigua socialdemocracia en una posición, a ser posible, de subalternidad con respecto a nosotros
que hagan que gobiernen de otra manera. Que, de alguna forma, cambien de bando» (citado por Armesilla,
2016: 139-140, los corchetes son de Armesilla){8}. «Porque eso es todo a lo que aspira Podemos, a conseguir
realizar aquel sueño imposible de recuperar un PSOE prístino, inmaculado, “marxista” (ahora postmarxista), que
vuelva a ser de “izquierda”. Eso sí, forzado por un partido político nuevo, que lo “someta” para que, desde su
sometimiento, recapacite y vuelva a ser lo que supuestamente fue. Iglesias II quiere recuperar, por la fuerza, el
partido de Iglesias I, que nunca volverá quizás, porque, realmente, nunca existió… Iglesias II conformó
Podemos como el gran experimento postmarxista, un partido superador y aniquilador del marxismo en España,
que profundizaría en la “democracia radical” que no puede ser otra cosa que liberalismo político socialdemócrata
con una dirección económica “neokeynesiana”. Lo que parece pragmatismo político, no encierra sino, en verdad,
socialfascismo. La absorción de IU-PCE mediante un pacto electoral de cara a las nuevas elecciones generales
de 2016, salvo que el PCE se haga con el control de Podemos, no solo será una absorción de una estructura
institucional, sino también ideológica, en tanto que el marxismo, y el leninismo, en el PCE, aunque existentes en
algunos militantes, agrupaciones e ideólogos del Partido o cercanos a él, no son nematología propia del partido
que fundó José Díaz en 1921. Es decir, el Partido Comunista de España se deja absorber por Podemos porque
no es, en su ortograma genérico, un partido comunista» (Armesilla, 2016: 140-141).
Por eso Turrión, como Alberto Garzón (Logroño, 1985), tiene de comunista lo que Lenin y Stalin tenían de
podemita; esto es, entre el cero y la nada. Porque el marxismo de Podemos es un marxismo diluido en la
posmodernidad, lo cual hace que el marxismo quede neutralizado. De modo que el podemismo es un marxismo
more postmodernum, es decir, no es un marxismo; más bien es un totum revolutum de disparates demagógicos
ad nauseam. «No es casual, por otra parte, que desde mediados del siglo XX, la mayoría de teorías e ideas
legitimadas institucionalmente en el ámbito universitario hayan empezado a conformarse en el mundo
anglosajón, sobre todo en los Estados Unidos. Es desde el Imperio Estadounidense desde donde estas teorías
postmodernas izquierdistas han empezado a fraguarse, y las izquierdas, definida e indefinidas, de Europa
occidental, la Oceanía angloparlante y de Iberoamérica, sobre todo desde la década de 1980, han tomado estas
influencias como las más importantes. No necesariamente han sido solo filósofos, sociólogos o politólogos
estadounidenses o británicos los padres de estas criaturas. Podemos han sido influido por teóricos anglosajones
muy importantes. La teoría del sistema-mundo del sociólogo Inmanuel Wallerstein (1979, 1984, 1998) y las ideas
de Noam Chomsky sobre el poder político, los medios de comunicación de masas y el imperialismo capitalista
(1992, 1992), han tenido una influencia enorme en la cúpula de Somosaguas que domina Podemos. Pero han
sido el argentino Laclau y la belga Mouffé quienes han sido decisivos en la conformación del partido en los
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De modo que «el materialismo histórico de Marx se diluye en la “democracia real” y “verdadera” que lo juzgará
caduco e inservible, aunque interesante, y sustituirá la dialéctica de clases y de Estados en su entretejimiento
con los campos económico y político, motor de la historia en sentido materialista, por la lucha de la hegemonía
tomada como una “construcción meramente mental, una pura creación del discurso” (Borón, [1996] 2000: 249),
aunque dicho discurso, relato o mito, no sea meramente lingüístico. Para Laclau, Mouffé, pero también para
Negri, Hardt, Paramio, Iglesias padre e hijo, Errejón padre e hijo, Pastor, Bescansa, o para ideólogos de
Podemos como Carlos Fernández Liria (2016), la dialéctica será una “pura superchería” (Borón, [1996] 2000:
249), y si acaso será sustituida por un cierto esencialismo (esta vez sí), pero neokantiano (Liria, 1998). Es decir,
premarxista» (Armesilla, 2016: 123-124).
Así pues, el podemismo es más bien un postmarxismo, para el cual «la política es la mera construcción de
grandes relatos. Una construcción que coincide con una época, aquí y ahora, en que Kant aparece redivivo
frente a Marx y contra Marx» (Armesilla, 2016: 134). Y no digamos contra Lenin (y de Stalin mejor ni hablar, ya
que los podemitas simpatizan más con León Trotski).
Podemos es señalado por nuestro Federico como la «resurrección del más rancio leninismo» (p. 517). Su
líder, Pablo Manuel Iglesias Turrión (Madrid, 1978), es visto por nuestro periodista como ni más ni menos que
«la última reencarnación leninista en España» (p. 152), «un líder totalmente leninista» (p. 586), «un comunista
indudablemente rabioso» (p. 587), aunque, eso sí, un «bolchevique con aire nazareno» (p. 587).
A Turrión le llama «Pablenín», como si éste fuese el nuevo «Lenin español»; cuando el personaje no llega ni a
Largo Caballero (1869-1946), y en todo caso se aproxima a «Corto Zapatero». Y a su partido lo cataloga como
«neocomunismo del siglo XXI» (p. 389), cuando no llega ni a neosocialfascismo. Da la sensación de que para
Federico Lenin no es calvo sino que tiene coleta.
Dice Federico que Turrión «puede parecer tonto de puro vanidoso, pero no lo es» (p. 590). Bueno, algo de
tonto sí tiene, sobre todo en sus miserias terciogenéricas, esto es, su corrupción ideológica, la locura objetiva en
la que está envuelto que, a kilómetros, hiede a hispanofobia y leyenda negra. Turrión es víctima de la LOGSE,
de la leyenda negra y del antifranquismo retrospectivo más fanático y estúpido. Es el vivo retrato del izquierdista
fundamentalista nacido y criado en el Régimen del 78. Y además un cursi (sobre todo cursi).
Federico cree que la fraseología de Podemos, a través de su líder Turrión, «prueba su condición
violentamente liberticida, esto es, genuinamente comunista y fidelísimamente leninista» (p. 588). El 1 de marzo
de 2013 llegó a decir Turrión en Zaragoza: «Yo no he dejado de autoproclamarme comunista nunca. Creo que
ser comunista es mucho más importante que decirlo. Hay veces en que el nombre te puede ayudar, y hay veces
en que no» (p. 588). Pero en realidad Turrión no llega a socialdemócrata vegetariano y ni siquiera a
socialdemócrata vegano; en todo caso es un separatista antropófago (o hispanófago, si se me permite el
neologismo).
Llamar a Turrión «comunista» no es ya hacer de éste un «hombre de paja», sino más bien es concederle
demasiado. Turrión es tan poco comunista que llama «terror represivo» a la labor del poder ejecutivo y el poder
judicial por meter a los sediciosos catalanistas en la cárcel (que es donde deben estar, y no digamos donde
estarían si España fuese un régimen comunista que no se anda con tonterías con sediciosos que, para más inri,
no tienen ni media bofetada).
Los podemitas ni siquiera llegan a ser marxistas vulgares: más bien son progres de manual, lo más rancio de
la política española y mundial. Turrión es un demagogo que encubre los problemas reales de «la gente» bajo
una nebulosa fantasiosa que carece de contenido político concreto. «Quienes están contra Podemos está contra
la gente decente», ese podría ser muy bien un lema de campaña podemita. Pero Podemos es pura fachada,
pura apariencia: apariencia falaz. Y su líder un sofista, un intelectual, es decir, un impostor, como sus «compas»
(ni siquiera emplean la expresión «camarada», porque son eso: cursis).
Al parecer, «los comunistas de Podemos» «repiten como loros los mantras de Lenin» (p. 339). Y Turrión es
«ese Leninín con alma de Netchaev» (p. 671). Turrión tiene alma de perroflauta, porque eso es lo que es.
Cuando vemos y escuchamos al susodicho decir, rodeado de católicos liberales conservadores (de «fachas») en
Intereconomía, «yo soy comunista», eso nos recuerda a Ruíz Mateo con traje y capa diciendo rodeado de
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periodistas: «yo soy Superman». En definitiva: Turrión es comunista y yo tampoco, que diría Dalí.
Federico debería saber que Marx, parafraseando o más bien completando a Hegel, había dicho que en la
historia hay sucesos que se dan dos veces: primero como tragedia y después como parodia o farsa. Pues bien,
si el comunismo fue una tragedia (y para un negrolegendario como Federico de eso no cabe la menor duda),
Podemos es una parodia. Al parecer, «Lenin también creó el tipo de payasadas que continúan la ETA y
Podemos» (p. 318). A lo que tendría que haber añadido: «en la ETA como tragedia y en Podemos como parodia
o lamentable farsa». La aparición de Turrión en el escenario político español no consiste -por decirlo con
palabras del filósofo de moda, el esloveno Slavoj Žižek (Liubliana, 1949)- en «Repetir Lenin», porque tal
repetición sería una parodia, es decir, una «payasada» (porque el payaso, entre otras cosas, es un imitador;
aunque me refiero a los payasos allende los circos). De modo que si Turrión es un «imitador de Lenin» (p. 153)
lo es como parodia, aunque en realidad no llega ni a imitador ni a parodia de Largo Caballero.
Y afirma creyéndose lo que escribe: «Cuando Pablo Iglesias Turrión, dos décadas después del final de la
URSS, diga que “la guillotina es el origen de la democracia”, es evidente que, siguiendo la tradición de
Robespierre, Lenin, Stalin y Trotski, piensa en declarar “enemigo del pueblo” y, en cuanto pueda, liquidar a todo
opositor, dentro o fuera del partido. El terror está en la base intelectual y el designio político del comunismo» (p.
245). ¿De verdad cree Federico que Turrión, cuando pueda, liquidará a toda la oposición imponiendo el Terror?
¿No es más bien el líder podemita un fundamentalista democrático tan ingenuo como el propio Federico?
Porque hay muchísima más diferencia de Turrión a Lenin que de Turrión a Federico o de Turrión a Rajoy, y no
digamos de Turrión a «Corto Zapatero». Y de su séquito qué decir: A ver, quién impone más ¿Beria o
«Echeminga Dominga»? ¿Yezhov o Errejón? ¡Es que no hay color! A ver si se va a creer Don Federico que el
comunismo soviético era una cosa así como «Gorilas en la Niebla». Los de Podemos, le guste o no a Federico,
son unos demócratas convencidos y redomados.
Turrión afirma cosas tan extravagantes como que es «patriota de la democracia», que es tanto como decir
que es «patriota de la estratosfera». Tal vez por eso decía aquello de «asaltar los cielos» (expresión que acuñó
Carlos Marx comentando los sucesos de 1871 en la Comuna de París y que en 1917 emplearía Trotski para
referirse a la Revolución de Octubre). El podemita se cree con derecho moral a todo. Pero también es verdad
que el liberal no le va a la zaga y, fundamentalismo democrático mediante, se instala en su Olimpo moral. De
modo que tan estratosférico son los «progres» como los «fachas».
5. Turrión y el Papa
La filosofía política de Turrión (o tal vez lo que podríamos llamar «Pensamiento Turrión») se aproxima mucho
a la filosofía del Papa Francisco (el «Papacisco», como le llama Federico, el Quevedo del siglo XXI). En un
artículo en 20 minutos{9}, firmado el 28 de marzo de 2017 junto al inspector de trabajo y profesor de la
Universidad de Valencia, Héctor Illueca, Turrión decía: «Desde la fumata blanca de aquel 13 de marzo de 2013,
el Vaticano ha desplegado una intensa actividad diplomática, evidenciando una nítida visión geopolítica de las
transformaciones en marcha y una firme voluntad de contribuir al desarrollo de unas relaciones internacionales
pacíficas. En Oriente Medio, Francisco se atrevió a desafiar a EE UU y a Israel reconociendo al Estado palestino
y oponiéndose a la intervención en Siria. El papa se ha mostrado además contrario a las políticas belicistas de
EE UU y sus aliados». ¿Es que por eso se ha dejado de guerrear en Siria? ¿Acaso las palabras del Papa
intimidan a Estados Unidos y sus aliados? Entonces todo lo que diga el Papa va a misa, porque es pura retórica.
Como diría Stalin, «¿de cuántas divisiones dispone el Papa?». Y es que hay una gran diferencia entre el Papa y
el Padrecito, con todas las semejanzas que se quiera entre cristianismo y comunismo, como he procurado poner
de relieve yo mismo{10}.
Y añaden los autores: «Nosotros podremos tener, como es natural, algunas diferencias con Bergoglio, pero
que el jefe de la Iglesia católica denuncie en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium las ideologías “que
defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera” como causantes de la
desigualdad, y señale que menoscaban “el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien
común, instaurando una nueva tiranía invisible” hacen del papa y de su Iglesia aliados imprescindibles de los
que defendemos la justicia social [subrayado mío]. Francisco se ha atrevido a decir que la economía dominante
mata y que tras ella se esconde “el rechazo de la ética y el rechazo de Dios”. No es frecuente que un líder
mundial de semejante importancia se pronuncie tan claramente sobre los temas realmente importantes. El papa
además ha izado la bandera del ecologismo político, denunciando en la encíclica Laudato Si la existencia de
una peligrosa crisis ecológica. Para Francisco, cualquier planteamiento ecológico debe acompañarse de un
planteamiento social que integre la justicia distributiva en el debate sobre el medio ambiente. Ignorar lo que
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representa Francisco para construir un mundo mejor e identificar a toda la Iglesia católica con los sectores
ultramontanos bunkerizados en ciertos espacios de poder del episcopado español sería de una torpeza
imperdonable por nuestra parte. En una época de cambios como la que estamos viviendo, debemos recordar lo
que determinados sectores de la Iglesia representaron para los avances democráticos en nuestro país. No
debemos olvidar que en España, en contraste con las élites eclesiásticas y el Opus Dei, completamente
integrados en las clases dirigentes y en su trama de poder, existieron y existen comunidades de base y
experiencias de intervención social católicas que forman parte del mejor patrimonio democrático de nuestra
patria». ¿Acaso se están refiriendo nuestros articulistas altermundistas al clero separatista, aquél por el cual se
dice «ETA nación en un seminario» y aquel que defiende incondicionalmente al separatismo catalán?
Y añaden con espíritu maniqueo: «Francisco es la oportunidad para que lo mejor de la Iglesia católica salga a
la luz frente a la oscuridad y la decrepitud de ciertas élites eclesiásticas que han ignorado los cambios sociales y
que nunca han renunciado a compartir mesa, mantel y proyecto político-económico con lo peor de las
oligarquías». Y concluyen: «Quizá lo importante no sea tanto que las misas se televisen más o menos en la
televisión pública, aunque la Iglesia cuenta hoy con canales propios suficientes de los que carecen otras
organizaciones sociales [en referencia a la polémica que desató Podemos contra la retransmisión por televisión
formal de la misa por Televisión Española, la televisión pública, lo que hizo que al domingo siguiente se batiesen
record de audiencias]. Tal vez lo importante de verdad es que los católicos y todos los demás podamos ver y
escuchar con más frecuencia a Francisco. Y si la oficia Francisco, quizá también el secretario general de
Podemos deba escuchar esa misa y tomar algunas notas». Pues nada, que Turrión vaya a misa o la presencie
por la clarivicencia de la televisión formal y que tome buena nota de lo que diga el Papacisco (o el cura progre
de turno). De hecho como buen altermundista ya lo hace y parece que no deja de hacerlo.
Ya se lo dijo Gustavo Bueno a Santiago Carrillo (1915-2012) en 2003 cuando debatió con el líder de lo que fue
el insustancial «eurocomunismo» (para mayor gloria de la CIA, del SPD alemán y del PSOE o «la pesoe» del
«Clan de la Tortilla») en el programa Negro sobre blanco que presentaba Fernando Sánchez Dragó (Madrid,
1936) en La 2 de TVE. Carrillo ofreció las pautas para que se implantase una nueva izquierda que debía ser «un
movimiento, más que un partido» en pos de la paz mundial y todo el rollo pánfilo sesentayochesco (todo esto 8
años antes del 15M, ¡qué visionario!; aunque 35 años después de aquel mayo parisino). «La nueva izquierda no
será exactamente un partido sino más bien un movimiento bastante diverso, con influencias ideológicas también
diversas, en el que pueden coincidir gentes de diversas escuelas en qué cuestiones: en cuestiones como la paz,
en cuestiones como la defensa de la ecología, de los derechos humanos, en cuestiones como la lucha del
intento de convertir el mundo en un Imperio Norteamericano» «Estás poniendo al Papa en primera fila. El
abanderado de la izquierda es el Papa, entonces», le respondió Bueno{11}. Y el Papa Francisco desde luego
que es el Papa más indicado para alzar dicha bandera.
Así pues, cabría preguntarse: ¿Es Turrión más papista que el Papa? ¿O acaso el Papa es más podemita que
Turrión?
El 25 de abril de 2013 Federico tuvo su encuentro con Turrión en El gato al agua de Intereconomía. Reconoce
Federico que al nacimiento televisivo de Turrión «por suerte o por desgracia, no solo asistí, sino que, por así
decirlo, coasistí» (p. 586).
Nuestro autor le dijo al líder podemita: «toda la derecha es siempre mala, la izquierda es siempre buena. Pues
chico, no es así» (p. 714). Tampoco es verdad que el comunismo es siempre malo y el liberalismo siempre
bueno (ni lo contrario). A Federico le resulta imposible creer que «la izquierda es, por principio buena, y que solo
las circunstancias y los otros la vuelven mala» (p. 259). E insinúa que la izquierda por principio es mala y las
circunstancias la hacen todavía peor. Es exactamente lo mismo que piensa Turrión sobre la derecha. Hete aquí
las premisas con las que se pusieron a discutir dos maniqueos y, además, dos fundamentalistas democráticos
de tomo y lomo.
Turrión le reprochaba a Federico: «Estamos en 2013; que en 2013 tengas que debatir con alguien de
izquierdas y le hables de Carrillo, de Paracuellos, de la Pasionaria, de Fidel Castro, y que cuando le
preguntas…». A lo que Federico le constesta: «¡Pero si tú hablas de Franco!». Y Turrión replica: «Yo hablo del
ADN franquista de la derecha de este país». Y sentencia el locutor de esRadio: «¡Peor todavía!» (p. 714). Desde
luego, peor todavía. ¡Pero qué mamarrachada es esa del ADN! Como si la derecha española tuviese un bache
franquista en el ADN, que diría Torra.
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El mito tenebroso de las dos Españas es propio de aquellos que son maniqueos, y si Federico es maniqueo
no lo es menos Turrión. El maniqueísmo de Podemos lo definió muy bien Pedro Insua en la entrevista que le
hicieron en El Español el 24 de septiembre de 2017: «si no estás conmigo, que soy el abanderado de la causa
del Bien (gente, izquierda, mujer, trabajadores, minorías religiosas), eres el Mal (casta, derecha, patriarcado,
empresarios del Ibex, Vaticano). Un Mal absoluto con el que no cabe comercio ni negociación alguna. En
España, este dualismo maniqueo tiene además una evidente lectura guerracivilista: la causa del Bien es la
democracia, la del Mal el franquismo. Todo el que se opone a Podemos se opone a la democracia y, por tanto,
es franquista»{12}.
Como se ha comentado, Turrión asistió a El gato al agua para debatir con los intelectuales de la derecha
española «con la sorpresa de comprobar que éstos fueron incapaces de plantarle cara más allá de los tópicos
maniqueos de la izquierda y la derecha o del apoyo del Irán de los Ayatolás o de la Venezuela “bolivariana” a su
causa. Aún más sorprendente fue comprobar que todos ellos parecían estar de acuerdo con Iglesias Turrión en
la necesidad de derrumbar el bipartidismo. En consecuencia, el prestigio de Pablo Iglesias no sólo no salió
dañado, sino que apareció reforzado: se vislumbraba un ambiente más que propicio en los medios de
comunicación para irrumpir con una alternativa política» (Rodríguez Pardo, 2016: 22).
Tanto Federico como Turrión son poseedores de lo que Javier Pérez Jara (Sevilla, 1983) ha llamado pack
ideológico. «La metáfora de “pack ideológico” es sencilla de entender: a menudo en los supermercados o
grandes centros comerciales nos anuncian “packs” de productos que no tienen mucha conexión entre sí: llévese
esta plancha y le regalamos una crema de cara, un vale para la cafetería y una camiseta». Federico sería
poseedor del pack ideológico de «derecha»: «defienda la nación española y llévese de regalo ser católico
apostólico y romano [aunque agnóstico, Federico defiende el catolicismo frente al islam, y no digamos contra el
comunismo], amante de los toros, defensor del Estado de Israel, defensor de la energía nuclear, antiecologista y
negacionista del cambio climático, liberal en economía política y ferviente defensor de la leyenda negra del
marxismo». Turrión, en cambio, sería poseedor del pack ideológico de «izquierda», «que une, a través de
oscuros algoritmos, la defensa del aborto con Palestina, con los nacionalismos fraccionarios, con “políticas
verdes” con, pongamos por caso, la mitificación de la Segunda República como una Edad de Oro suspendida
entre Dos Edades De Tinieblas». (Véase Pérez Jara, 2016: 44).
El debate entre Turrión y Federico fue fiel reflejo de la ideología (en el sentido de conciencia falsa) de «las dos
Españas». Y con este duelo acaba Federico su maniqueo y negro libro sobre (contra) el comunismo (aunque
sea en retrospectiva). Es decir, el libro termina con un combate de gigantes negrolegendarios, esto es, en un
duelo entre retroanticomunistas contra retroantifranquistas. Si Federico es un negrolegendario ultramontano
contra el comunismo, Turrión es un negrolegendario no menos ultramontano contra el franquismo y, en general
contra España, porque él no se siento orgulloso de ser español: «yo preferiría sentirme orgulloso de algo un
poco más meritorio»{13}.
Sostiene Federico que la diferencia esencial de la izquierda con la derecha «es sentirse moralmente superior
y que la derecha lo acepte» (p. 21). Como él suele decir, «maricomplejines» (la derecha) es tonta. Pero tal
superioridad moral es sólo la victoria propagandística de determinadas generaciones de izquierda (diluidas en
nuestro presente en determinados partidos políticos y en diferentes grupos de izquierdas indefinidas), frente al
no saber propagandístico de determinadas modulaciones de la derecha (diluidas en nuestro presente en
determinados partidos políticos y en diferentes grupos de derechas indefinidas). Por tanto, con ese no saber
hacer propagandístico se puede decir, en efecto, que «maricomplejines» es tonta, y aprovechándose de ello la
sacrosanta izquierda «administra en exclusiva la Agenda del Bien y es la que puede resaltar o anular la
proyección social de toda carrera intelectual». (p. 278).
7. El podemismo es un separatismo
Bien visto, la filosofía política de Turrión y sus secuaces no es el marxismo-leninismo sino el perroflautismo-
separatismo en estado puro. Turrión es Pablo Iglesias II el Separador: amigo de los progres pero más amigo de
los separatistas{14}. Le gusta más un separatista que a un tonto un lápiz. Y como dice Federico, Turrión ve a un
batasuno y se licúa. Los podemitas son los nuevos «gorrinos». De hecho, Turrión (y su ex Tania Sánchez),
según reveló Fernando Lázaro en El Mundo{15}, figuraba citado en la documentación que incautó la Guardia
Civil el 30 de septiembre de 2013 a Herrira, en la que el ahora líder podemita era la «referencia» de la
organización de apoyo a los presos etarras en Madrid. Turrión envió un mensaje a Herrira en pos de los presos
en nombre de la ideología burguesa de los «Derechos Humanos»; pero obviamente se refiere a los derechos
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Peor que un separatista catalán o vasco es un madrileño cómplice y simpatizante de los mismos (cómplice
objetivamente y simpatizante subjetivamente: que se le ve el plumero{16}). Turrión, aunque madrileño, es un
separatista catalán, gallego, vasco, y si hace falta aragonés, asturiano, andaluz, balear, canario, vallecano y
hasta la puerta de su casoplón en Galapagar. El 25 de abril de 2018 el diputado de Izquierda Republicana de
Cataluña, Joan Tardá (Comellá de Llobregat, 1953), en el Congreso de los Diputados con motivo de los
presupuestos de 2018, se refirió a la formación morada como «nuestros amigos de Podemos». Y justo dos
meses después Turrión se reunió con Joaquín Torra (Blanes, 1962); es decir, Turrión se turró con Torra y
baboseó y se arrodilló ante un racista, al ser recibido por éste en Barcelona, donde los líderes de ambas
formaciones acordaron una «relación estable», es decir, la solidaridad entre pedecatos y podemitas contra
España y los españoles. Aunque es cierto que los sucesivos gobiernos de Moncloa han sido cómplices -ya sea
por acción, ya sea por pasión- de semejante robo a España y los españoles; algo más escandaloso que el
mayor caso de corrupción delictiva. Y eso bien que lo sabe Federico. El ejemplo más inmediato lo tenemos la
reunión que tuvieron Pedro Sánchez (Madrid, 1972) e Iñigo Urkullu (Alonsótegui, 1961) el mismo día en que se
consagró el pacto Torra-Turrión. Es decir, Turrión se solidarizada con el racista Torra{17} (contra España) de cara
a acerca a los políticos secesionistas presos mientras que Sánchez hacía lo propio con Urkullu para acercar a
los etarras (aunque, en realidad, lo que los separatistas exigen, y socitas y podemitas aceptarán encantados, es
su liberación). De hecho, al día siguiente el líder podemita visitó a «Los Jordis» en Soto del Real, siendo el único
líder de los «grandes» partidos en visitar a los sediciosos en la cárcel, a los cuales los considera como «presos
políticos» (ya sea con mala fe o por pura ignorancia). «No es sensato que en España haya presos políticos»,
dijo Turrión tras la visita en el canal 3/24 de TV3. El que no es sensato es él. No es sensato que en España
exista una cosa como Podemos, pero es lo que tenemos. De todos modos, todo esto es el Régimen del 78 en
estado puro.
Tiene razón Federico cuando afirma que «Iglesias ha sido incapaz de hacer un discurso nacional español,
vehículo mediante el que yo creo que sí podría haber alcanzado, apocalípticamente, el poder» (p. 592). Pero
Turrión comparte «la idea de España o de la anti-España» «con sus socios separatistas» (p. 593). Podría
decirse que el podemita tiene una concepción de España infinitesimalmente diferente a la del batasuno, aunque
ambos (ni tampoco los sucesivos inquilinos de la Moncloa) saben lo que es una nación{18}. Como bien dice
Federico, la izquierda española está «enfeudada al nacionalismo» (p. 52). Yo por eso la llamo la «izquierda
nini»: ni izquierda ni española. Turrión es, efectivamente, «un posible presidente del Gobierno que odia a
España» (p. 599). Y bien podrían los podemitas aprovechar las sediciones separatistas para pescar en el charco
lo que quede tras el diluvio. A Federico le parece absurdo «considerar ingenua la estrategia de Iglesias
apostando por una crisis revolucionaria general en España, a partir de la crisis separatista catalana» (p. 593). La
cuestión está en que aprovechar la crisis catalana, siendo cómplice de los separatistas, no sería algo
revolucionario (en el sentido comunista del término), sino que más bien sería algo reaccionario, y por ende
ruinoso.
Pero Turrión y Federico deberían saber (y por lo que leo ni el uno ni el otro parecen saberlo, tampoco lo
supieron muchos comunistas españoles) que Lenin dijo al respecto entre abril y junio de 1914 en «El derecho de
las naciones a la autodeterminación»: «En la Europa continental, de Occidente, la época de las revoluciones
democráticas burguesas abarca un lapso bastante determinado, aproximadamente de 1789 a 1871. Esta fue
precisamente la época de los movimientos nacionales y de la creación de los Estados nacionales. Terminada
esta época, Europa Occidental había cristalizado en un sistema de Estados burgueses que, además, eran,
como norma, Estados unidos en el aspecto nacional. Por eso, buscar ahora el derecho de autodeterminación en
los programas de los socialistas de Europa Occidental significa no comprender el abecé del marxismo» (Lenin,
1914).
Los líderes y militantes de Podemos, así como muchos de sus simpatizantes y votantes, «se caracterizan por
negar la realidad de la Nación Española realmente existente (el “Imagina que no ha países” de John Lennon se
transmuta en “Imagina que no existe España”, puesto que tras las visitas de Turrión a Grecia y otros lugares
apoyando el patriotismo parece que este lema sólo se aplica a la Nación Española); por el contrario, al tiempo
que niega la existencia de la Nación Española, muestra una especial simpatía por las naciones fraccionarias que
alientan los separatismos que buscan la destrucción de España, tales como ETA o sus filiales, a quienes
aplaude porque “van contra el sistema” (incluso a adalides de la ETA como el recientemente excarcelado
Arnaldo Otegui, les denomina como “hombres de paz”… y dado que su posición inicial no ha sido la de los
políticos sino la de profesores, se mantienen en la cómoda indefinición política, nunca han sido una izquierda
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políticamente definida respecto al Estado, sino una izquierda que o bien divaga en la línea de los denominados
“intelectuales”, o bien se identifica con el humanismo más difuso que pide el buen trato de los presos de ETA,
que considera a España una “cárcel de pueblos”, manteniendo así una posición extravagante» (Rodríguez
Pardo, 2016: 27-28).
Ante la pregunta que da título al libro sobre Podemos que Pentalfa editó en 2016 (Podemos. ¿Comunismo,
populismo o socialfascismo?), creo que la opción para responder a dicha pregunta no está en la misma; pues la
respuesta es separatismo o, al menos, la formación morada es el mejor «compañero de viaje» del separatismo
(aunque también han sido estupendos compañeros de viajes los diferentes inquilinos monclovitas). Y los autores
son plenamente conscientes de ello: «Podemos ha de considerarse no como un partido nacional, sino como un
pseudopartido, un conglomerado de confluencias entre varias sectas separatistas que logra así hacer más bulto
que un partido político de ámbito nacional; no hay más que ver cómo en las elecciones generales del 20 D [de
2015], Podemos logró 42 diputados y Ciudadanos 40, pero las confluencias de los podemitas en lugares donde
el separatismo antiespañol está muy asentado, como Galicia, País Vasco, Valencia o Cataluña, lograron
cosechar nada menos que 27 diputados más que sumar, hasta alcanzar la cifra de 69, en virtud de la
sobrerrepresentación parlamentaria que caracteriza a los partidos de ámbito regional en la Nación Española»
(Rodríguez Pardo, 2016: 37, corchetes míos).
El 22 de enero de 2016 Turrión compareció en la tribuna del Congreso de los Diputados para comparecer ante
la prensa, arropado por otros insignes miembros y «miembras» podemíticos y podemíticas, a fin de exigirle a
Pedro Sánchez un gobierno de coalición en el que él fuese vicepresidente y los podemitas se quedarían con el
CNI y varios ministerios (ninguno, curiosamente, relacionado con la «cuestión social»). Pero, y es a lo que voy,
Turrión exigió la creación de un ministerio dedicado a la «plurinacionalidad»: como si los catalanes, los vascos,
los gallegos, los andaluces, &c., fuesen indígenas o tribus sometidas por el centralismo del malvado «Estado
español». Cuando el pasado 2 de junio de 2018 se aprobó la moción de censura contra Mariano Rajoy y a los
pocos días Sánchez formó su gobierno («Frankenstein» o «Sanchezstein», o tal vez «Francoestein») ya
teníamos ese ministerio de plurinacionalidad, aunque con otro nombre: Ministerio de Política Territorial, que
dirige la catalanista del PSC Meritxel Batet (Barcelona, 1973). Pero tal ministerio no es una creación de
Sánchez, pues ya la Administración Zapatero lo había inventado, colocado al ex presidente de la Junta de
Andalucía, Manuel Chaves (Ceuta, 1945), al frente entre los años 2009 y 2011.
A la vez que simpatizan con los separatistas, los miembros de Podemos están presos de un europeísmo
ingenuo. «El europeísmo de Podemos entiende que Europa es una unidad conflictiva que puede transformarse
mediante un efecto dominó político. Pero este argumento es, realmente, tan ingenuo como el de los
bolcheviques que pensaban que la Revolución de Octubre de 1917 sería el capítulo inicial de la transformación
revolucionaria de Europa durante la Primera Guerra Mundial. Eso nunca ocurrió, entre otras cosas porque, en
realidad, los partidos comunistas nunca han sido facciones nacionales de un único partido internacional. La
humanidad es una totalidad isomérica, pero no es atributiva, porque está dividida en clases y Estados, y nunca
puede ir en una única dirección mientras no esté unida por un gobierno universal que la totalice atributivamente,
algo que no ocurrirá salvo invasión extraterrestre o algún tipo de amenaza similar de posibles repercusiones
trascendentales por apocalípticas» (Armesilla, 2016: 142).
Podemos, al igual que el PSOE e Izquierda Unida, también trata de presentarse como «federalista», aunque
no tengan muy claro qué es eso del federalismo (que en el fondo es un separatismo cortés). «Sépanlo o no, el
impulso para la configuración de una España federal cuyas partes constitutivas coinciden a grandes rasgos con
la España autonómica no venía del Moscú, capital de un socialismo realmente existente, sino, muy al contrario,
de los Estados Unidos desde los que se pretendía frenar el comunismo fortalecido tras la victoria en la II Guerra
Mundial… Convencido de la existencia de esas realidades nacionales nítidas y diferenciales -comunidades
diferenciadas las llamó la Comisión española del Congreso por la Libertad de la Cultura- Podemos ha tomado el
relevo, lo sepa o no, de aquellas iniciativas en las que tanto tuvo que ver la Iglesia católica tan vilipendiada por
algunos de los miembros más activos de este grupo -recuerde el lector el destape de Rita Maestre en la capilla
de la Universidad Complutense-. Si el anticomunismo es la principal exigencia para llamar la atención a los
servicios secretos norteamericanos, la última frontera ideológica para participar en el Contubernio de Múnich
que reclamaba a partes iguales democracia y trato diferenciado a determinadas regiones españolas, la gran
mayoría de los participantes en esta oposición dirigida y financiada por los Estados Unidos tenía una inequívoca
fe católica que permitía aumentar el radio de sus acciones y contactar con otros grupos vinculados a la fe
cristiana como, por ejemplo, Pax Romana o el Opus Dei. Una Iglesia que iría también transformándose según
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las directrices de la encíclica Pacem in terris, pero que se ajustaría a las junturas naturales del modelo
autonomista-federalista hasta el punto de reclamar la iglesia “indígena”, vascoparlante y pobre en las
Vascongadas en cuyo seminario de Derio se elaboró una epístola en las que pueden encontrarse, siendo
generosos, enormes concomitancias con los objetivos perseguidos por la ETA que se financiaba en esas herriko
tabernas que hacían las delicias de Iglesias [Turrión]… Podemos se caracteriza entre otros atributos, por su
fideísmo negrolegendario, rasgo que le obliga a considerar a España como un error histórico cuyas nefastas
consecuencias se pueden ver tanto en esa América que habla español en la que las naciones debieran crecer
exponencialmente al calor del indigenismo, como en una España que no es más que una superestructura que la
aleja de su verdad estructura plurinacional gracias a la cual los españoles quedarían discriminados en cuanto a
derechos y obligaciones tras la realización de una nueva transición. Para tan distáxicos objetivos trabajan con
tenacidad Pablo Iglesias y los suyos, en coalición con la Izquierda Unida que desactivó al PCE, razón por la cual
cabe calificar a Podemos y sus aliados como unos genuinos subproductos del régimen del 78, del cual son su
quintaesencia» (Vélez, 2016: 82-84-87, corchetes míos).
Separatismo y constitucionalismo no se oponen sino que más bien se conjugan. Es decir, el separatismo ha
sido posible por el constitucionalismo setentayochesco. La constitución del 78 es condición de posibilidad del
separatismo y de los «partidos» separatistas. La constitución es madre del separatismo, y madre de Podemos.
«Podemos es la conclusión lógica del régimen del 78, aunque en ocasiones la conclusión lógica de todo
régimen político pueda llevar a acelerar su propia descomposición, si bien dicha descomposición ya estaba
delineándose desde los fundamentos mismos de su construcción. Esta descomposición no tiene por qué
implicar el final formal del régimen del 78 y de las conexiones básicas de sus instituciones políticas y
económicas de poder» (Armesilla, 2016: 91). «Podemos, a diferencia de lo que puedan pensar emic Iglesias II, e
incluso también algunos de sus amigos más acérrimos en el campo de la “derecha” española (Esperanza
Aguirre, Federico Jiménez Losantos, &c.; contraria sunt circa eadem), no es una fuerza de ruptura con el
régimen de 1978 y con el orden internacional vigente. Es decir, no es una “verdad de producción” sino una
“apariencia falaz” de ruptura de revolución o de “proceso constituyente” expresión tan de moda ahora que evita
hablar de revolución o de reforma radical, y que tiene su origen en la idea de “poder constituyente” de uno de los
autores postmarxistas de cabecera de Iglesias II, el italiano Toni Negri» (Armesilla, 2016: 94).
Podemos es «el resumen catastrófico de todos los errores cometidos por ese régimen y esa clase política…
Podemos es una pesadilla, porque lejos de lo que la gente piensa, y sobre todo lejos de lo que ellos pregonan,
no es un partido o una opción ideológica que surge desde fuera del sistema en crisis de descomposición: es su
expresión más acabada, algo así como su fase superior… es el fruto de su sistema educativo, de su universidad
y de las ideologías ahí gestadas durante el último cuarto de siglo, pero que se estructuraron desciplinariamente
a partir del 68, que poco tuvo ya que ver con el marxismo, o con el materialismo o con la historia, pues con lo
que en realidad tuvo que ver, y mucho, fueron la imaginación (“la imaginación al poder” y la “licencia poética”
para hablar de política, y para hacerla), el hedonismo utópico y la crítica juvenil al poder y la autoridad
(“prohibido prohibir”, traducido luego en el “mandar obedeciendo” zapatista, precisamente. Podemos es la
realización política del hipismo del 68 previo paso, para ponerse al día, por el neo-zapatismo, la
antiglobalización y la socialdemocracia. Pacifismo, antipoder, asambleísmo, anarquismo, exuberancia estética y
retórica exaltada, ecologismo radical, liberación sexual (“poliamor”), adolescencia rebelde y permanente (no
ponerse corbata), ignorancia de la historia, individualismo en estado puro, cólera psicológica reprimida
convertida en fundamento doctrinario (los indignados). Son como cátaros a albigenses medievales, que lo
quieren purificar todo… El diputado rastafari y los cursis -sobre todo cursis- y autosatisfechos diputados con el
bebé entre las manos en el Congreso de los Diputados no fue otra cosa que la esperpéntica combinatoria de
Bob Marley, Manu Chau, Blanca Nieves, Shakira y el Subcomandante Marcos puestos en escena: el trabajo
perfecto de desestructuración ideológica de una sociedad trabajada con minuciosidad por el neoliberalismo y la
globalización. No señores, no se equivoquen: no estaban ese día, en el Congreso, recuperando las grandes
tradiciones socialistas europeas, o el legado intelectual de ese gigante de todos los tiempos que fue Carlos
Marx; ni el genio y la astucia estoica de un Togliatti o de un Gramsci; o la reciedumbre de un Juan Negrín o de
un Lázaro Cárdenas: estaban recordándonos a Marley, a Shakira y el cretino de John Lennon juntos,
acompañados de la cursilería pacifista y ética de Saramago» (Carvallo, 2016: 158-164-165).
La génesis y estructura de un partido como Podemos muestra el nivel de corrupción ideológica y de locura
objetiva al que ha llegado la sociedad española del Régimen del 78, que con Podemos ha llegado a la
totalización de las posibilidades de su proceso. Cada día está más claro que nuestro presente en marcha se
caracteriza por el imperio de la estupidez más espantosa sin la menor macha de inteligencia. Ya lo dijo Gustavo
Bueno el 15 de septiembre de 2015 en su última entrevista, antes de morir con las botas puestas y el
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pensamiento firme hasta el final: «En España tenemos el cerebro hecho polvo»{19}.
Emic,los bolcheviques, en los primeros años, veían la revolución mundial como una idea aureolar, puesta en
marcha por el ejercicio mismo de los revolucionarios de todo el mundo aupados por el Estado (Imperio)
proletario de la URSS. Etic, a más de 25 años de la caída de la Unión Soviética, nosotros sabemos a filosofía de
la historia cierta, por así decir, que el comunismo final y el final de los Estados y las guerras y la consecuente
emancipación del Género Humano, a través de ese Prometeo llamado «proletariado universal», es sólo una
utopía; ya que es algo que no tiene lugar, ni puede tenerlo, en los entresijos de la geopolítica actual (como no la
tuvo en la de por entonces). De ahí que, agradeciéndole los servicios prestados, sea más prudente abandonar al
viejo topo, porque está viejo y ciego, y reivindicar al basilisco, que no sólo es capaz de ver sino también de
triturar todo aquello que sea triturable ante sus ojos.
No es cierto que, con la lectura de Marx, se pretendiese «el exterminio de clases sociales enteras» (p. 150).
Lo que se pretendía a través de tal autoridad era abolir las clases (no exterminar a los sujetos operatorios que
las componían) por obra de la clase universal que emanciparía al Género Humano: el proletariado. Pero esto
resultó ser algo tan mitológico como la parousía cristiana o tan metafísico como el Espíritu Absoluto hegeliano.
La dialéctica de Estados impidió de manera fulminante la unidad del proletariado internacional contra la
burguesía internacional. «Los “hechos” obligaban a considerar la hipótesis de que fueran los Estados (algunos
Estados, al menos), más que las clases sociales, las unidades efectivas constitutivas del “motor de la historia”»
(Bueno, 2008: 76). Así, el imperativo de unidad internacional de la totalidad distributiva de la clase trabajadora
(«¡Proletarios de todas las naciones, uníos!») demostraba que ésta estaba distribuida por diferentes Estados y
por consiguiente no estaba en absoluto unida, y menos aún lo estaría cuando estallaron las dos guerras
mundiales (ya no lo estuvieron el proletariado francés y el proletariado alemán en 1870 en la guerra franco-
prusiana).
Cuando el 3 de marzo de 1918 los soviéticos firmaron la paz «vergonzosa» de Brest-Litovsk se dio la
contracción de que una revolución que pretendía ser universal se replegaba sobre un Estado particular, aunque
se trataba del Imperio Ruso disminuido por la firma de una paz humillante e «indecente» (aunque en poco más
de dos décadas el Imperio volvería a reconstruirse con el estalinismo y sobre todo en la victoria contra Alemania
en la «Gran Guerra Patriótica»). «Con el abandono “obligado” de la expansión revolucionaria aparece la
contradicción lógico-material en que se encuentra todo Imperio Universal. Es decir, aplicamos aquí la idea quinta
de imperio del Materialismo Filosófico o idea filosófica de imperio, según la cual un imperio universal es
imposible, pues supondría una totalización metafinita que en política o economía no se puede dar (en general en
las metodologías β-operatorias), pues las operaciones de los sujetos están presentes dentro del campo,
reaccionando ante la totalización de unas partes por otras. Se trata del mismo problema que tuvo el Imperio
español cuando, buscando la catolicidad (totalización) con un plan geoestratégico mundial, se encontró con una
parte (el continente americano) que obligó a rectificar su pretendida universalidad. El reciente gobierno de los
soviets se vio obligado a salir de la guerra mundial a costa de múltiples territorios (aunque antes de firmar el
tratado se estuvo mucho tiempo esperando el “inminente” levantamiento del proletariado alemán, que no ocurrió
nunca), y a consolidar su gobierno antes de la posterior guerra civil (en el fondo una guerra internacional). De
modo que los hechos que explican el inicio de la revolución no se debieron a la “lucha de clases”, sino a la
guerra entre imperios. Una política que desde el Imperio soviético se exporta a través de la Tercera Internacional
y conduce al levantamiento de los comunistas chinos (otro imperio agrario), los que tampoco consiguen el poder
si no es a través de la Segunda Guerra Mundial: otra vez la dialéctica de Imperios» (Martín Jiménez, 2018: 92).
Por tanto, el comunismo sólo pudo ser más o menos viable desde la plataforma de un Estado concreto que,
para ser más exacto, era un Imperio (al menos etic desde nuestras coordenadas, y no emic desde las
coordenadas del marxismo-leninismo, que consideraba despectivamente «imperialistas» a sus rivales
capitalistas). Este Imperio era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviética. Y, a decir verdad, el comunismo sólo
pudo propagarse considerablemente a través de la dialéctica de Estados tras la victoria de la Unión Soviética
contra el Reich nacionalsocialista en la Segunda Guerra Mundial, mucho más que por mediación de la dialéctica
de clases en diferentes guerras civiles (aunque, como decimos, algunos partidos comunistas triunfaron, cosa
imposible sin la ayuda soviética).
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Luego más que los diferentes partidos comunistas de las distintas naciones, fue el Ejército Rojo el que, manu
militari, implantó el comunismo en diferentes Estados (fundamentalmente en Europa del Este, lo que el
imperialista Churchill denominó «talón de acero»). Según el comunista yugoslavo Milovan Djilas (1911-1995), al
terminar la Segunda Guerra Mundial Stalin afirmó que «Esta guerra no es como las del pasado; quienquiera que
ocupe un territorio también impone su propio sistema social en él. Cada uno impone su sistema hasta donde
lleguen sus tropas. No puede ser de otra forma» (citado por Service, 2010: 289-290).
Por tanto, tras las condiciones que se dieron tras la Segunda Guerra Mundial, no tenía ningún sentido
condenar a Stalin como traidor por no llevar a cabo los ideales de la revolución mundial al preconizar el
«socialismo en un sólo país», pues en dicho momento el orden social soviético se extendía por Europa y Asia
(de Berlín a las islas Kuriles), rompiendo así el «cascaron nacional», siendo además instigador de diversas
revoluciones en diferentes países (China, Vietnam, Corea del Norte y Cuba). La revolución mundial fue
meramente intencional o literaria: era una revolución de papel, tal y como se planteaba en tiempos de Lenin y tal
y como la planteaba Trotski con su teoría de la revolución permanente. El único modo de que la revolución
mundial tuviese algo de efectividad y no se quedase en mera retórica propagandística era mediante el avance
cortical del Imperio Soviético que se sustentaba en la doctrina del socialismo en un solo país. Por eso en 1931
Stalin llegaría a decir que «las cuestiones cardinales de la revolución rusa eran, al mismo tiempo (y lo son
ahora), cuestiones cardinales de la revolución mundial» (Stalin, 1977: 578). Se trataba, pues, del ortograma que
denominamos imperialismo generador (con todas nuestras reservas porque en toda generación hay
necesariamente depredación). Es más, a través del Imperio de la Unión Soviética, Rusia entró en la Historia
Universal como nunca antes, ni por asomo, lo había hecho.
Eso sí, todo ello, gracias a la herencia del Imperio zarista, como reconoció Molotov: «Menos mal que los zares
rusos conquistaron tantas tierras para nosotros por medio de la guerra. Ello hace más fácil nuestra lucha contra
el capitalismo» (citado por Montefiore, 2010: 547). Es decir, no mediante la palabrería de los profetas
desarmados sino con un Imperio armado se puede plantar cara al capitalismo, aunque a la larga este Imperio
terminó vencido tras el deshielo de la desestalinización y la imprudencia distáxica de la perestroika (entre otras
muchas cuestiones que hicieron inviable la eutaxia e inevitable la distaxia del Imperio Soviético).
Queda claro, pues, que la dialéctica de Estados hace imposible (a la historia nos remitimos) la unidad
internacional del proletariado frente a la burguesía y la consecuente paz perpetua que la victoria de esa utópica
unión traería, paz que tampoco traería la unidad de los diferentes Estados distribuidos por el planeta, porque los
Estados (y los Imperios o plataformas continentales) están siempre en dialéctica, como ya en 1821 sabía muy
bien Hegel pensando contra el panfilismo perpetuo de Kant: «La paz perpetua ha sido presentada con
frecuencia como un ideal al que los hombres deberán tender. Kant propuso en ese sentido una federación de
príncipes que ejerciera la función de árbitro en las desavenencias entre los Estados, y la Santa Alianza tenía
aproximadamente esa finalidad. Pero el Estado es individuo y en la individualidad está contenida esencialmente
la negación. Por lo tanto, aunque se constituye una familia con diversos Estados, esta unión, en cuanto
individualidad, tendrá una nueva oposición y engendrará un enemigo» (Hegel, 1821: 478). Es decir, las alianzas
entre los diferentes Estados no se realizan por filantropía, sino para unir fuerzas frente a otras alianzas, y «si
una sociedad quiere hacer la guerra a otra y emplear los medios más drásticos para someterla a su dominio,
tiene derecho a intentarlo, ya que, para hacer la guerra, le basta tener la voluntad de hacerla. Sobre la paz, en
cambio, nada puede decidir sin el asentamiento de la voluntad de la otra sociedad. De donde se sigue que el
derecho de guerra es propio de cada una de las sociedades, mientras que el derecho de paz no es propio de
una sola sociedad, sino de dos, al menos, que, precisamente por eso, se llaman aliadas» (Espinosa, 1677: 116).
Asimismo, «dos Estados se relacionan entre sí como dos hombres en el estado natural» (Espinosa, 1677: 115);
porque el derecho natural quiere decir que cada cual tiene tanto derecho como poder, es decir, «el derecho sólo
se define por el poder» (Espinosa, 1677: 163); un derecho natural que, no obstante, excluye los derechos
humanos (los derechos del hombre burgués, por cierto). Y, como sabía muy bien Marx, «Entre derechos iguales
decide la fuerza» (Marx, 1867: 235), y «El derecho no es más que el reconocimiento oficial del hecho» (Marx,
1847: 171). Lo demás es la Ciudad de Dios de la comunión de los santos y de los ángeles o la Alianza de
Civilizaciones de los pensadores Alicia.
El enfrentamiento entre los Estados «habría de ser ya considerado (aunque el materialismo histórico
tradicional no lo haya hecho así) como un momento de la misma dialéctica determinada por la apropiación de
los medios de producción (originariamente el territorio, sus recursos mineros, sus aguas, su energía fósil...) por
un grupo o sociedad de hombres, excluyendo a otras sociedades o grupos congéneres. De este modo resultará
que son ya los mismos expropiados de cada Estado aquellos que, por formar parte de él, están expropiando a
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su vez unos bienes a los cuales, en principio, tienen también “derecho” los extranjeros. (¿Cuál es el fundamento,
en efecto, del llamado “derecho del primer ocupante”? ¿Por qué a los indios había que concederle mayor
derecho a sus tierras que a los españoles que “entraban” en ellas, o recíprocamente, si se hubiera dado el
caso?)» (Bueno, 2001: 88).
El capitalismo liberal democrático también ha creado sus relatos escatológicos, tan metafísicos como el
comunismo final y el «hombre total» que se pronosticaba desde el marxismo-leninismo cuando aspiraba en vano
a la revolución mundial. Tal fue la tesis del fin de la historia que postuló Francis Fukuyama cuando caía la Unión
Soviética. «Suponer que en las ultimidades del segundo milenio, con seis mil millones de hombres divididos por
profundas barreras antagónicas de clase, cultura, raza, religión, y en cuyo total, menos de la sexta parte puede
considerarse en situación “digna de un fin de la historia”, está teniendo lugar el fin de la historia, puede resultar,
no ya para el marxista, sino para la mayoría de esos cinco mil millones, una suposición que hay que situar entre
el cinismo y el infantilismo. ¿Cómo podría aceptarse que, en el futuro, ya no van a ser posibles las “guerras de
liberación”? ¿No es esto el mayor pesimismo imaginable?» (Bueno, 1992: 25).
Según Federico, el comunismo, que Lenin inventó e inauguró en forma de política «totalitaria», «arrasó
Europa y el mundo durante medio siglo XX» (p. 347). Es decir, a juicio de Federico el comunismo se manifestó
-dicho con la terminología del materialismo filosófico- en forma de imperialismo depredador.
Afirma Federico con ingenio que la Edad de Oro acabó en la «Era de la Muerte» (p. 212). Y si bien es cierto
que no hubo una Edad de Oro, sí es cierto, de manera incontestable, que Rusia, transformada en la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas, alcanzó el segundo puesto de las potencias mundiales, en un proyecto -pese
a que Federico, y a todos los negrolegendarios, le pese- de Imperialismo generador; aunque el proyecto no llegó
a cumplir 100 años y terminó en bancarrota (distaxia) con sólo 74 años. No obstante, la actual Rusia de Putin no
ha salido de la nada, y ahí está ocupando los primeros puestos de la geopolítica actual. Todo esto,
naturalmente, a costa de sangre, sudor y lágrimas; pero no hay que exagerar las atrocidades como hacen los
autores negrolegendarios (ni ningunear los méritos, qué sí los hubo, aunque eso escueza a los susodichos).
También hay que tener en cuenta que los bolcheviques levantaron su Imperio sobre el Imperio de los zares en lo
que Nicolas Werth, curiosamente uno de los autores de El libro negro del comunismo, ha llamado «Segundo
período de desórdenes», del cual hice algunas anotaciones en otro lugar{20}.
El locutor de esRadio afirma también que «Lenin tomó como base a Moscú, capital del “asiatismo” ruso, a la
que se trasladó desde Petrogrado, cuna de la revolución, pero también de la ilustración y el europeísmo. Luego,
cada vez que llega la guerra, los bolcheviques volverán a invocar a Rus, la Sagrada Madre Rusia, a la que,
pasado el peligro, vuelven atriturar» (p. 100). Lenin decidió trasladar la capital de Petrogrado a Moscú porque
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temía el avance del ejército alemán y no por «asiatismo». De hecho, en la polémica entre eslavófilos y
occidentalistas los bolcheviques tomaban partido sin ningún titubeo por la occidentalización (aunque en la era
estalinista terminaron incorporando, e incluso reivindicando sin ningún complejo, la historia de Rusia; cosa bien
prudente, pues las leyendas negras y el autodesprecio no ayudan a ningún Imperio o a ninguna nación a
perseverar en el ser, que nos lo digan en España). Por otra parte, Federico no parece comprender que la
Ilustración fue un mito tenebroso (la «diosa de la razón» era tan metafísica como el Dios de la ontoteología
medieval, aunque más ridícula). Y tampoco comprende que Europa es una biocenosis en la que se dieron
durante siglos una serie de guerras entre los diferentes Imperios y naciones históricas y después naciones
políticas.
Si en la Segunda Guerra Mundial los bolcheviques apelaron a la madre patria (la «Gran Guerra Patriótica»),
fue por motivos prudenciales, ya que la ideología del proletariado internacional no era lo suficientemente potente
para unificar al país de cara a la agresión extranjera, y como pasó en la Primera Guerra Mundial la dialéctica de
Estados primó sobre la dialéctica de clases (sin perjuicio de la codeterminación de ambas dialécticas que
componen una sola dialéctica). De hecho los bolcheviques (los estalinistas) no desintegraron Rusia, sino más
bien la salvaron de la colonización occidental (como ya se hizo en la etapa leninista contra «la cruzada de las
catorce naciones» que tenían la intención, que no llegó a ser efectiva, de «estrangular en su cuna a la
revolución», como decía el imperialista depredador Winston Churchill).
En la página 102 Federico cita a Nikolai Avkséntiev (1878-1943): «El bolchevismo ha destruido el tejido del
Estado. Ha deshecho una unidad que anteriormente existía. Lejos de haber instituido una ley democrática, al
desarrollar en cada detentador del poder el deseo de dictadura, ha destruido al máximo el sentido de la ley».
Pero precisamente, tras la victoria en la guerra civil, los bolcheviques hicieron todo lo contrario, como
reconocieron sus enemigos: «Perdimos pero ganamos -escribió el derechista Shulgun en 1920-. Los
bolcheviques nos vapulearon, pero levantaron la bandera de una Rusia unida» (citado por Figes, 2000: 762). En
1921 un periódico estadounidense ultraconservador afirmaba que «Lenin es el único hombre en Rusia que tiene
el poder para mantener el orden. Si fuese derrocado, sólo reinaría el caos» (citado por Losurdo, 2008: 120).
Hasta Nicolas Werth (París, 1950), uno de los autores de El libro negro del comunismo reconoce este mérito:
«Sin duda, el éxito de los bolcheviques en la guerra civil se debió, en última instancia, a su extraordinaria
capacidad para “construir el Estado”, capacidad que sin embargo faltaba a sus adversarios» (citado por Losurdo,
2008: 119). También otro historiador anticomunista, no menos fervoroso, reconoce este mérito: «Cuando en
noviembre, en diez días que conmovieron al mundo, los bolcheviques asestaron el golpe definitivo, paralizando
Rusia con la toma de los cruces ferroviarios y de las centralitas telefónicas, ni siquiera sus mayores adversarios
opusieron una resistencia coherente, y es que la mayoría de los rusos no pudieron por menos que experimentar
una gran sensación de alivio al saber que un grupo organizado había decidido asumir la responsabilidad del
futuro. Por muy ominosos que pudieran parecer aquellos hombres y su ideología, acabarían por fin con la
inestabilidad y las vacilaciones, llenarían de una vez aquel vacío» (Rayfield, 2003: 78). Y el propio Federico
reconoce que Lenin tenía «un objetivo político claro» (p. 277); cosa de la que carecían los ejércitos blancos,
verdes y negros.
Afirma Federico que para «construir la URSS había que destruir Rusia» (p. 100). Pero lo que los bolcheviques
efectivamente llevaron a cabo fue una reestructuración del Imperio Ruso, la transformación de la unidad del
Imperio depredador zarista en la nueva identidad del Imperio generador soviético, es decir, con la
transformación de las colonias en repúblicas socialistas. Y la URSS fue un Imperio generador porque fue un
Imperio sinalógico en el que las partes que se iban incorporando eran partes integrantes, esto es, partes del
mismo orden que el todo atributivo, es decir, donde las partes estaban referidas las unas a las otras; ya que no
había la asimetría «metrópolis/colonias» propia del imperialismo depredador, sino continuidad (simetría)
conjuntiva, basal y cortical entre la República Socialista Federativa Soviética de Rusia y las demás repúblicas
que componían la Unión. Es decir, Rusia -en tanto titular del Imperio (Leningrado y Moscú como capitales donde
se emprendió y cuajó la revolución)- elevaba a las repúblicas a la condición de igualdad. Las potencias
democráticas liberales del momento (fundamentalmente Gran Bretaña y Francia), en cambio, eran Imperios
depredadores porque la misma democracia y el liberalismo no se exportaban de la metrópolis a las colonias, es
decir, en las colonias mostraban el verdadero rostro del liberalismo: el despotismo del imperialismo depredador y
la isología o desigualdad entre la City y las colonias.
Y con esto no estoy justificando a la Unión Soviética (reconociendo todos sus horrores) ni condenando a los
Imperios de régimen parlamentario (reconociendo todas sus bendiciones), pues como ya puse de manifiesto no
trato de justificar ni de condenar (básicamente a esto último es a lo que se dedica en 700 páginas el señor
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Jiménez Losantos) sino que trato de entender bajo razones rigurosamente histórico-materiales por las cuales
niego tanto toda leyenda negra como toda leyenda rosa y con ello toda interpretación maniquea, pues afirmo
que la construcción por los soviéticos de un Imperio generador no se llevó a cabo por filantropía (por mucho que
se reivindicase al «Género Humano» y se quisiese suprimir a la «famélica legión», como cantaba el himno de la
Internacional), sino por cuestiones eutáxicas en los entramados de la dialéctica de Estados (siempre
codeterminada con la dialéctica de clases, desde la cual ya no cabía la solidaridad entre un supuesto
«proletariado universal», ya que semejante ideología, que es tanto como decir conciencia falsa, quedó en
ridículo con las dos guerras mundiales y la subsiguiente Guerra Fría).
Con la afirmación de que la Unión Soviética fue un Imperio generador (con las reservas que se quiera ante
semejante afirmación) estamos postulando desde una posición contranegrolegendaria, pero también
contramaniquea y contrasectaria, guste o no guste al ex locutor de la COPE (sus gustos son cosa suya). Que la
URSS fuese un Imperio generador eso no quiere decir que, en tanto ortograma materialista (es decir, su plan
objetivo general), basase su Imperio en la fraternidad humana o en la fe. Todo Imperio generador lleva
inevitablemente en las fases de su construcción capítulos de depredación (del mismo modo que todo Imperio
depredador no lo es de modo absoluto y tiene algo de generador). Y en los finis operantis los soviéticos
pudieron cometer todo tipo de atropellos (y también de acciones heroicas), pero los finis operis del ortograma
del Imperio Soviético se identifican con lo que desde el materialismo filosófico denominamos Imperio generador.
Los análisis de Federico en Memoria del comunismo suelen estar enfocados en los finis operantis de los
protagonistas (con especial inquina al pérfido Lenin y su hambre cainita), y sólo toca de refilón, o directamente
no los toca, los análisis enfocados en los finis operis.
Dicho de otro modo: a nivel molecular los individuos particulares llevaron a cabo actividades más o menos
depredadoras, pero si lo vemos a gran escala, a nivel molar, podríamos vislumbrar que los fines mezquinos de
los elementos moleculares están al servicio del Imperio, el cual está por encima de la voluntad de tales sujetos,
y de este modo se pone en marcha toda la actividad generadora y civilizadora. Como se dice en España frente a
Europa, «cada grupo, como cada ciudadano, se mueve en función de sus fines particulares (“moleculares”) y lo
importante es que el Estado, o el Imperio, haya sido capaz de tejer una red (“molar”) capaz de canalizar los
“efectos masas” resultantes de la conjunción de los grupos particulares, y de los excedentes que así se
obtienen, para aplicarlos a la realización de sus propios proyectos generales» (Bueno, 1999: 354).
El Imperio Soviético no sólo procuraba ser una Imperio diapolítico, con el Estado Ruso como Estado
hegemónico pero desarrollando una simetría con las demás repúblicas de la Unión, sino que procuraba ser un
Imperio metapolítico, esto es, con intención o con planes y programas que justificaban el comunismo de
englobar e incorporar a los pueblos vencidos o anexionados; del mismo modo que el Imperio Español se servía
del catolicismo en tanto ortograma evangelizador y en la actualidad Estados Unidos se sirve de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos y de la democracia liberal de mercado pletórico de bienes y servicios.
Además de lo explicado, la URSS fue un Imperio generador porque fue el primer país en el que las mujeres
tenían los mismos derechos que los hombres. Porque fue el primer país que creó un sistema sanitario gratuito y
universal y una seguridad social (que las naciones europeas incorporaron precisamente por presiones soviéticas
y por temor a la revolución). Asimismo, el país de los soviets se puso a la cabeza de la campaña mundial contra
la viruela. También la URSS fue pionera al construir el primer sistema educativo íntegramente público y gratuito.
La URSS era el país donde más se leía, y más libros y periódicos se vendían (y más baratos). También era el
país en el que más conciertos de música y obras de teatro se estrenaban. La URSS fue pionera en la carrera
espacial, y puso el primer satélite en órbita, y fue la primera potencia en enviar en a un ser vivo al espacio (la
perra Laika), al primer ser humano (Yuri Gagarin [1934-1968]) y a la primera mujer (Valentina Tereshkova
[Máslennikovo, 1937]).
Federico se empeñó en escribir este libro fundamentalmente por una razón: «porque el comunismo no ha
desaparecido y porque está logrando borrar su memoria, que debería ser la de sus víctimas» (p. 54). Nuestro
autor está convencido de que lo «propio del comunismo» «son sus cadáveres» (p. 584). Federico piensa que «la
única forma intelectualmente respetable de acercarse al comunismo es a través de sus víctimas. Hay decenas,
cientos de miles de libros sobre Rusia antes, durante y después del 1917. Tras el centenario de octubre de 1917
serán millones. Los historiadores, sin excepción, no dejan de decir que faltan muchos archivos por escrutar,
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muchos datos por conocer, muchos detalles por estudiar. Y no dejan de publicarse informes que, como en el
grupo “Memorial” obedecen al principio moral de no dejar que caigan en el olvido tantos millones de víctimas a
las que durante su vida y aún después de muertas se les ha borrado hasta la existencia». (p. 51). Pero Federico
más que defender la memoria de las víctimas se dedica a calumniar a los comunistas con sus tremendas
exageraciones.
Nuestro autor se pone a escribir su libro sobre el comunismo a golpe de sentimientos y no de razonamientos,
y así de negrolegendario y maniqueo le ha salido. Puede leerse en el preámbulo: «A la memoria de cualquiera
de ellos [de las víctimas] va dedicada esta modesta memoria mía» (p. 13). Federico se pone ñoño con las
víctimas, como si no hubiesen muertos comunistas que murieron a causa de otras tendencias políticas (y como
si los comunistas no hubiesen salvado vidas y realizado gestos heroicos). Y como si en las demás tendencias
políticas (y desde luego religiosas) no se hubiesen cometido masacres, atropellos y atrocidades. Sobre la
memoria de estas víctimas no dice nada de nada el ex locutor de la COPE. A la exageración de los crímenes del
comunismo se une la omisión de los crímenes de otras tendencias: pura metodología negrolegendaria y puro
maniqueísmo: esa es la naturaleza de Memoria del comunismo.
Federico se pregunta: «¿cómo se lucha contra el comunismo, que se basa en la mentira sobre el terror que
busca imponer?». Y él mismo se responde: «En mi opinión, solo recordando su realidad criminal, es decir, sus
víctimas. Y eso significa combatir el mayor empeño en borrar su memoria, que es el de convertir el comunismo
en la historia del comunismo. Como si el sufrimiento humano, el sacrificio de más de cien millones de personas,
asesinadas con la excusa de una idea siniestra por los sumos sacerdotes carniceros del Kremlin, pudiera
reducirse a un relato y a una estadística consensuada de sus crímenes. Pero eso exactamente es lo que está
sucediendo hoy. En realidad, desde hace tres décadas, cuando la realidad comunista buscó ocultarse en la
universidad» (p. 50).
Federico piensa que Lenin y Stalin mataban «millones de personas inocentes por razones políticas» (p. 57).
¿Todas eran inocentes? ¿No fue más de uno ejecutado por crímenes horrendos? ¿Es que acaso Lenin y Stalin
se dedicaban a matar de modo gratuito por mero sadismo sin ningún tipo de razón y sentido? No parece ese el
caso, según reconoce el propio Federico al señalar las «razones políticas», y no por sinrazones apolíticas, por el
mero placer de hacer el mal. Pero nuestro autor cree en la existencia del Mal absoluto (en política, no entramos
ya en cuestiones éticas o morales) con la inocencia de un niño en Papa Noel y los Reyes Magos. Pero veamos
cómo se maneja con las cifras de los muertos, porque ahí es donde se le ve el plumero negrolegendario:
exagerar y omitir.
Sostiene el locutor de esRadio, apoyándose en investigadores como el sueco Per Ahlmark y el demógrafo
estadounidense y gran estudioso del terror político Rudolfh Rummel (y sin poner ningún pero y ni la más mínima
duda sobre lo que estos autores sostienen), que «De los 170 millones de personas asesinadas por motivos
políticos en el siglo XX, dos terceras partes, unos 110 millones, lo fueron en países comunistas» (p. 55). Nos
informa el autor que estos datos se publicaron por primera vez el 30 de octubre de 1997 en Izvestia, que por
entonces era el periódico más importante de Rusia. Los datos informaban sobre los crímenes de los regímenes
comunistas en todo el mundo desde 1917 a 1987.
El comunismo es visto como «la mayor máquina de matar que ha conocido la humanidad» (p. 347). En la
página 46 se refiere a la URSS como el «régimen de los cien millones de muertos», y en la 166 como «la mayor
empresa de exterminio conocida en ningún país europeo». Pero los 100 millones famosos, desde 1997 con la
publicación de El libro negro del comunismo y los datos de Per Ahlmark y Rudolfh Rummel en Izvestia, son,
supuestamente, cien millones de muertos en todo el mundo, en todos los países con regímenes comunistas, no
exclusivamente en la URSS (que los autores de El libro negro del comunismo dejan en 20 millones de víctimas
por represión y hambrunas, cifra propagandística de la Guerra Fría, en concreto de Robert Conquest, que fue
financiado por la CIA, y que no podía saber cuántos muertos dejaron las hambrunas y la represión soviética al
no disponer de los materiales necesarios para semejante faena). Pero Federico insiste en que esos cien
millones tienen su responsabilidad en Lenin: «los cien millones de muertos del sistema creado por él» (p. 348).
Luego, en última instancia, fue Lenin el responsable de semejante masacre (aunque simplemente se trate de
una exageración negrolegendaria).
A mi juicio, sin la fundación de la Unión Soviética los demás regímenes comunistas no habrían podido ser y
actuar. Pero responsabilizar a Lenin de los crímenes y atropellos dados en los otros Estados comunistas es
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excesivo, como excesivo sería culpar a Platón de los crímenes y atropellos de los Estados «totalitarios», como
insinuó Popper (o excesivo sería culpar a Jesús de Nazaret o a Pablo de Tarso de todos los crímenes y
atropellos de las guerras de religión o a Adam Smith de los crímenes del liberalismo).
Además de negrolegendaria, esta tesis de los 100 millones de muertos por culpa del gobierno comunista del
Kremlin es pánfila y simplista a más no poder; pues se está en la errónea visión de que el bloque comunista era
un bloque homogéneo, macizo y compacto en donde había sinalogía entre todos los regímenes y países
comunistas. Pero la Realpolitik mostró que las relaciones corticales entre los diferentes Estados comunistas no
fueron ni mucho menos armoniosas (o solidarias contra los Estados capitalistas). De hecho fueron muy
polémicas: el conflicto chino-soviético vendría a ser paradigmático, así como el conflicto entre China y Vietnam
tras la victoria de esta nación contra Estados Unidos (y antes contra los Imperios de Japón y Francia). Para
interpretar con un mínimo de realismo político (materialismo político) el período de la Guerra Fría no hay que
reducir tal lucha como la lucha entre dos Imperios, pues la dialéctica de Estados entre los Estados comunistas
fue tan cruda como la lucha contra el Imperio Estadounidense (y desde luego la dialéctica de Estados también
se dio con crudeza entre los Estados capitalistas y también entre los países «no alineados», los cuales, en
realidad, fueron países «no solidarios»). A todo esto hay que sumar la dialéctica de clases en cada país (fuese
comunista, capitalista o «no alineado»).
Casi llegando al final, Federico se pone a exagerar sin el menor sonrojo, por si lo dicho en las anteriores
páginas no era suficiente: «los efectos morales de esa renuncia han sido y son incalculables, aunque sus
efectos están bien a la vista: cien millones de personas asesinadas y miles de millones medio muertos de
hambre es el balance del comunismo» (p. 674). ¿Cien millones de personas asesinadas es algo que esté «bien
a la vista»? ¿Es que acaso cabe señalar con el dedo y decir: «Mira, cien millones de personas asesinadas»?
¡Son cien millones deícticos! ¡Qué manera de señalar! A los 100 millones de muertos sólo cabría llegar en todo
caso de un modo constructivo y no perceptual. ¿También están a la vista esos «miles de millones medio
muertos de hambre»? Como si alguien señalase con el dedo y dijese: «¡Fíjate, ahí va la famélica legión!». Pero
esto ni Federico, ni nadie, puede verlo, y en todo caso sólo puede creerlo. «Fe es creer lo que no se ve» (p.
134). ¿Y esas cien millones de personas fueron asesinadas? ¿Es que acaso, la mayoría, no murió de hambre?
Ah, es cierto, esa es también una forma de asesinar, y está entre las más crueles por su lenta agonía.
Sentencia nuestro presentador radiofónico: «Balance de la improvisación leninista a partir de Marx: más de
cien millones de muertos» (p. 212). Más de 100 millones de muertos, es decir, «110 millones» «en países
comunistas» (p. 55). Curiosamente la cifra de 110 millones de muertos fue la cifra que dio Alexander
Solzhenitsyn (1918-2008) el 20 de marzo de 1976 cuando fue entrevistado por el recientemente fallecido José
María Iñigo (1942-2018) en Televisión Española en el programa Directísimo (es decir, por televisión formal, un
sábado por la noche en directo para toda España en horario de máxima audiencia, y por entonces sólo había un
canal). Pero Solzhenitsyn afirmó que «110 millones de rusos murieron víctimas del socialismo». Es decir,
restringía la cifra a Rusia (o, supongo que, en todo caso, a la URSS) y no a todos los «países comunistas»,
como sostiene Federico siguiendo a Per Ahlmark y Rudolph Rummel. Lo cual es de risa, porque en ese caso la
URSS hubiese quedado muy despoblada, y eso no es lo que indican los índices demográficos, que
curiosamente iban en ascenso censo tras censo{21}. Nuestro Federico no se atreve a tanto, aunque quizá le
tiente igualar la apuesta. Habría que advertirle con el consejo que dio Woody Allen en Misterioso asesinato en
Manhattan: «No farolees a un farolero». Aunque ya hemos visto que sí le tienta, pues en la página 46 se refiere
a la URSS como el «régimen de los cien millones de muertos». Y más adelante sostiene refiriéndose a Lenin:
«los cien millones de muertos del sistema creado por él» (p. 348). Pero Federico habla de más de 100 millones
en todos los países.
No obstante, en la misma entrevista Solzhenitsyn dice: «Hemos sido testigos el otoño pasado de cómo la
opinión occidental se indignaba mucho más por cinco terroristas españoles que por el aniquilamiento de sesenta
millones de víctimas soviéticas. Vemos hoy cómo la opinión progresista exige reformas inmediatas, a toda costa,
saluda los actos terroristas y se alegra de ellos». Y un poco más adelante sostiene: «Lo que sobrevivió de la
intelectualidad se fue al extranjero, y en el país comenzó lo que describo en el libro Archipiélago Gulag, que
costó al país sesenta y seis millones de muertos». Suma seis millones de muertos como si nada (total, qué más
da seis millones más o seis millones menos).
La cuestión está en que Solzhenitsyn suma a sus 66 millones de muertos (exactamente dice que son
66.700.000, entre 1917 y 1959) 44 millones de la Segunda Guerra Mundial, una cifra inventada y muy
fantasiosa. Luego, después de todo, es posible que Federico se crea la cifra de 110 millones de muertos en la
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URSS a causa del comunismo, pues él habla de los muertos por represión, no cuenta los muertos por la guerra,
y en Memoria del comunismo su autor no habla de los 44 millones de ciudadanos soviéticos muertos a causa de
la guerra, pero es posible que sí se crea semejante cifra.
Una década después, en la época de Mijaíl Gorbachov, se diría que en la Segunda Guerra Mundial en la
URSS la Gran Guerra Patriótica acabó con la vida de 27 millones de ciudadanos soviéticos (entre civiles y
militares). Pero esta estadística también está inventada y es fantasiosa, y fue una cifra que dio el historiador
militar ruso y detractor de Stalin Dimitri Volkogonov (1928-1995), que Federico cita varias veces en su libro
(aunque no sobre esta cuestión). Inmediatamente después de la guerra Stalin dijo que las bajas soviéticas
fueron de 7 millones, y posiblemente inflaría la cifra. Solzhenitsyn no sólo tiene la poca vergüenza de inflar de
manera considerable las cifras de bajas soviéticas en la Segunda Guerra Mundial sino que además culpa al
«sistema socialista» de las víctimas que padeció la URSS a raíz de la invasión alemana, la cual supo rechazar y
contraatacar con contundencia hasta alzar la bandera soviética en el Reichstag.
En la entrevista el literato ruso también dejó perlas como: la crisis de Occidente «Es la crisis del materialismo,
que ha desechado el concepto de algo superior a nosotros». Es decir, a su negrelegendarismo se suma su
espiritualismo teísta.
Leyendo semejantes patrañas a uno le entran ganas de darle la razón a Juan Benet (1927-1993) cuando dijo:
«Yo creo firmemente que mientras existan gentes como Aleksandr Solzhenitsyn perdurarán y deben perdurar los
campos de concentración. Tal vez deberían estar un poco mejor custodiados a fin de que personas como
Aleksandr Solzhenitsyn, en tanto no adquieran un poco de educación, no puedan salir a la calle». Y como dijo
Arturo Rubial en la revista Posible, en un artículo titulado «Soljenitsin Show», que cita el propio Federico en la
página 516, afirmaba: «Ese Soljenitsin es un Nobel por nada (…). Miente a cada instante: ha perdido
decididamente la brújula. Habrían debido hacer de manera que Soljenitsin contase todo esto al estilo de music-
hall, rodeado de lindas muchachas del Ballet Set 96; este caballero tiene pasta de showman»{22}.
Sin embargo, el escritor ruso no tiene el récord, pues ese mérito hay que otorgárselo a un tal Jean-Pierre
Dujardin, el cual elaboró un estudio titulado Costo del comunismo: 150 millones de muertos. Se trata de un
recuento basado exclusivamente en los soldados que murieron en deportaciones o fueron sumariamente
ejecutados. Sólo se basa en víctimas de la NKVD y de las masivas represiones emprendidas por el Ejército Rojo
soviético y el ejército chino. El régimen de Tito en Yugoslavia queda excluido del estudio. Tampoco entra en el
recuento los soldados hechos prisioneros por los soviéticos, ni la gente que desapareció para siempre en la
URSS. Dujardin hacía el siguiente recuento:
En total no salen 150 millones de muertos, sino, calculadora en mano, salen 143.417.700 muertos. A Joaquín
Bochaca (Barcelona, 1931) le salen 142.917.700. (Véase Bochaca, 1982: 277).
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Los 100 millones de víctimas (o 110 millones, para el caso lo mismo nos da) son sólo víctimas literarias,
víctimas de ficción, víctimas de papel. Lo de los 100 millones de muertos es pura sofistería, porque se parte de
una premisa que carece absolutamente de fundamento (de reliquias y relatos que lo prueben) y es aceptado sin
crítica y sin reflexión, es aceptado por puro fanatismo. En realidad, lo de los cien millones de muertos es más
falso que la mochila de Vallecas, más falso que el máster de Cristina Cifuentes, más falso que la fidelidad y la
honradez de Campechano, más falso que las promesas de Turrión o Pedro Sánchez. El «muertómetro» (p. 347)
de Federico parece escacharrado.
Gracias a Izvestia, el 30 de octubre de 1997 «cientos de miles de rusos pudieron leer por primera vez en su
vida que la Unión Soviética, Estado bajo el que nacieron y se criaron, y que fue el primero, el más poderoso y el
modelo de una veintena larga de regímenes comunistas en tres continentes, mató, sin contar las víctimas de la
guerra civil ni las de la Segunda Guerra Mundial, a 62 millones de personas. Más que todos los habitantes de
Francia, Italia o Gran Bretaña en la actualidad; más que todos los españoles, portugueses y holandeses juntos;
más que si asesinaran a todos los hombres y mujeres, ancianos y niños, transeúntes y turistas del Estado de
California y el de Nuevo México. Solo Stalin mandó matar a 42 millones y medio de personas, el doble que Hitler
y Mussolini. Según Izvestia, el segundo puesto en esta liga del crimen al por mayor lo ostenta otro líder
comunista, Mao Zedong, que mató a 21 millones, casi cuatro veces más que el estrecho aliado de la URSS y
luego rival Chang Kai Chek. Detrás de Hitler, en quinto lugar, figura Vladimir Ilich Ulianov, más conocido por
Lenin, el fundador del Estado Soviético, de la Cheka y del Gulag. El sexto es el comunista camboyano Pol Pot,
que mató a más de dos millones de camboyanos de una población que no llegaba a los ocho millones. Tito mató
a un millón en la antigua Yugoslavia. Mengistu mató a 725.000 en Etiopía. Ceaucescu mató a 435.000 en
Rumanía. Samora Machel mató a casi 200.000 en Mozambique. Otros regímenes comunistas, como el coreano
de los Kim o el cubano de los Castro, aún no han dejado de matar» (p. 55-56).
La cifra de 62 millones entre 1917 y 1987 en la URSS (recordemos que son víctima por represión y por
hambre, no por la guerra civil ni la guerra mundial) es -como hemos visto- de Solzhenitsyn, aunque éste habla
de «66,7 millones de personas», entre 1917 y 1959, «sin contar las pérdidas militares, sólo la erradicación del
terrorismo, la represión, el hambre, la elevada mortalidad en los campos de reclusión, y, por añadidura, el déficit
por la baja natalidad» (Solzhenitsyn, 1967: 16). Y a su vez Solzhenitsyn tomaba semejante cifra del profesor
emigrado ruso y «especialista en estadística» I. A. Kurgánov, del que también toma la cifra de 110 millones de
muertos (110,7 para ser exactos) si añadimos los muertos por combate en la guerra civil y en la mundial. Y ante
la cifra Solzhenitsyn se pregunta: «¿quién no se quedaría atónito?» (Solzhenitsyn, 1967: 16). Eso digo yo. Pero
fíjense lo que dice a continuación: «Naturalmente, no garantizamos la veracidad de las cifras del profesor
Kurgánov, pero no tenemos otras oficiales. Cuando se publiquen las oficiales, los especialistas podrán
confrontarlas de un modo crítico. (Han aparecido ya algunas investigaciones que utilizan las estadísticas
soviéticas, ocultadas y fragmentarias, pero continúa sin aclararse la terrible oscuridad acerca de cuántos
perecieron allí.)» (Solzhenitsyn, 1967: 17). O sea, que confiesa que no lo sabe.
Pero se trata de una cifra que a día de hoy nadie defiende (aunque sólo sea por decoro). Una cifra que ya en
1968 rebajó Robert Conquest a 20 millones (aunque ésta es también una cifra fantástica y además gratuita, ya
que Conquest no disponía de medios para poderlo saber, y con todo fue la cifra que tomaron los autores de El
libro negro del comunismo en 1997, cuando ya se habían abierto muchos archivos soviéticos tras la caída del
régimen y pudieron hacerse estudios más rigurosos que bajaban notablemente las cifras). Pero Federico sigue a
ciega los 62 millones de Izvestia y tan tranquilo (y si hubiesen dado una cifra más alta pues también se la
creería). Y por si fuera poco afirma, como si se creyese semejante cifra a pies juntillas con infinita ingenuidad:
«Más que todos los habitantes de Francia, Italia o Gran Bretaña en la actualidad; más que todos los españoles,
portugueses y holandeses juntos» (p. 55). Hay que tener fe, fe natural, fe negrolegendaria (aunque lo
negrolegendario, por extraordinario, roza lo sobrenatural o paranormal, y sería propio de ser tratado en
programas como Cuarto milenio; y no veo yo a Iker Jiménez invitando a Federico como tertuliano de su
mistérico programa, aunque sólo sea por una noche). Y que conste que hay que decir a favor de Iker Jiménez
que ha tenido la decencia de denunciar en su programa la patraña de la versión oficial del 11M, versión que
también conecta con la milagroso y sobrenatural.
Más adelante afirma: «Casi la mitad de las víctimas de la URSS, en torno a 27 millones, pasó por las
innumerables prisiones del Gulag y murió en los campos helados de la Vorkutá, el Volgolag o el osario inmenso
del Canal del Báltico» (p. 59). ¿Y la otra mitad dónde las mataron, en las chekas?
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Más adelante señala que Stalin es el responsable de «40 millones de muertos tras las purgas» (p. 405). ¿En
la fabulosa cifra de 40 millones son todos purgados y ninguno de los tales son muertos por las hambrunas?
Porque en la página 55, como hemos visto, dice que «Solo Stalin mandó matar a 42 millones». ¿Querrá decir
nuestro autor que 40 millones fueron purgados y 2 millones murieron de hambre? No lo parece. Entonces lo más
probable es que con «las purgas» quiere decir que son todos los muertos en total por la represión de la
administración estalinista (y no «Solo Stalin»), es decir, ya por fusilamiento, ya por hambre, ya por frío, ya por
calor o por lo que fuese pero por responsabilidad de los estalinistas (a través de las chekas y de los gulags).
Pero curiosamente rebaja la cifra que da en la página 48 de 42 millones y la deja en 40 millones (suponemos
que por el redondeo, total 2 millones más 2 millones menos…). Pero por fusilamiento (por purgas en sentido
estricto) la cifra que sostienen casi todos los historiadores es la de 700.000, que se produjo en el Gran Terror de
los años 30 (la cifra oficial, del Kremlin, es de 681.692). El propio Federico da esa cifra en la página 386, aunque
dice que son «encarcelados o asesinados por la NKVD». Otro historiador afirma que de 1930 a 1953 «la
seguridad del Estado ejecutó a unas 770.000 personas» (Overy, 1994: 109).
Afirma muy convencido nuestro autor: «hay una diferencia entre los bolcheviques y todos los gobiernos o
partidos que, antes que ellos y a lo largo de los siglos, han perseguido, acosado y saqueado a un grupo social
-judíos, negros, asiáticos, cristianos, musulmanes, herejes, brujas o vampiros- y es que ellos, como cualquier
secta fanática, no se limitan a la estigmatización de una minoría, sino de la mayoría de la población. En rigor, de
toda la población, salvo ellos. Y, por la lógica de toda política sectaria, al final, se persiguen y matan entre sí.
Pero, en realidad, están aplicando la doctrina leninista, desde el ¿Qué hacer? de 1905 a El Estado y la
revolución de 1917, que se resume en la frase de Lassalle repetida luego mil veces: “El partido se fortalece
depurándose”» (p. 99). Todo esto sería así si los 62 millones de muertos que sostiene Izvestia fuese una
cantidad fiable, pero como se trata de una cifra disparatada y además ridícula, pues…
Federico afirma que, a diferencia de los crímenes del nazismo, «No tenemos ni la milésima parte de
fotografías, películas, documentales y testimonios judiciales de los millones de muertos por los comunistas que
de los 20 millones asesinados por Hitler, en especial los seis millones de judíos del Holocausto» (p. 60). Y sin
embargo, renglones abajo afirma que tales crímenes están «igualmente documentados» que los del nazismo. Y
también escribe: «Hay muchos testimonios anteriores a la Segunda Guerra Mundial sobre las masacres de
Lenin y Stalin. Hay innumerables denuncias de antiguos comunistas sobre el Gulag antes, durante y después de
la Guerra Civil española. Hay constancia escrita de los crímenes bolcheviques en el momento mismo en que se
produjeron. Desde el Informe Secreto de Kruschev al XX Congreso del PCUS incluso existe el reconocimiento
oficial de los asesinatos cometidos bajo el régimen soviético. Llegó a planearse un gran monumento para honrar
la memoria de sus millones de víctimas anónimas, aunque la caída de Kruschev relegó al olvido el proyecto. Sin
embargo, en casi todo el mundo, ni política ni periodísticamente se ha tratado a unas y otras víctimas por igual.
Es quizás el peor escándalo moral, pero también el mayor enigma intelectual del siglo XX. ¿Por qué ese
silencio? ¿Por qué desde 1917? ¿Por qué hasta hoy?» (p. 60).
¿A qué silencio se refiere Federico, cuando a día de hoy la leyenda negra antisoviética es la ideología
dominante en la historiografía y en los medios de comunicación, y por supuesto en institutos y universidades?
¿De qué se queja el ex locutor de la COPE? ¿Y por qué ese silencio de Federico, en sus 700 páginas, sobre los
crímenes del capitalismo? Por el maniqueísmo furibundo que profesa, aunque en ocasiones procure disimularlo.
Y en el apartado siguiente reconoce que sobre la URSS nuestros conocimientos son difíciles dadas «sus
vastas zonas de sombra, su niebla informativa. Lo más triste es que incluso después de abierto el inmenso
sarcófago estalinista, la historia de quienes perdieron su vida construyéndolo seguirá siendo un secreto por el
que nadie se interesará. Apenas una abstracción de orden compasivo, como el breve recuerdo que al pie de la
Muralla China o de las Pirámides de Egipto dedicamos, si lo dedicamos, a los esclavos que las construyeron»
(pp. 61-62). Y termina reconociendo: «De lo más valioso, que son el nombre y el número de las víctimas, no
sabremos nada o casi nada. Así es la historia o la arqueología de esta interminable fosa de muerte y desolación
que se ha dado en llamar Socialismo Real» (p. 62). Es decir, Federico reconoce que «no sabemos nada o casi
nada» del «número de las víctimas», y sin embargo no tiene ningún reparo en decir a la ligera, siguiendo a
Izvestia (que, a su vez, sigue a Solzhenitsyn), que el número de víctimas por razones políticas (para él
sinrazones) es de 62 millones (66 para el premio Nobel). Lo cual quiere decir que, si a Stalin le responsabiliza
de 42 millones de víctimas (y al parecer todas estas son inocentes, ¡faltaría más!), faltan unos 20 millones, que
tiene que atribuírselos a Lenin (aunque unos pocos de millones se ejecutaron tras la muerte de Stalin). Pero
hete aquí que en la página 187 habla de «Siete millones de víctimas en solo cinco años disfrutando del poder».
Y en la página 222 deja también el mismo dato: «los siete de Lenin» (y 13 millones de muertos tras la muerte de
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Stalin no se lo cree nadie, ni siquiera Solzhenitsyn ni Federico). Parece que no le salen las cuentas al
presentador de Es la mañana (igual que no le salen las cuentas al historiador de las drogas, como puse en
evidencia en mi anterior artículo en El Catoblepas).
Federico sostiene que a la mayoría de los historiadores de la parte del mundo que no ha padecido el
comunismo «el Archipiélago Gulag de Soljenitsin les parece una referencia “poco profesional”» (p. 51). Hombre,
hablar de 66,7 millones de muertos desde luego que es poco profesional; es de ser un impostor total y un
caradura de mucho cuidado, lo que se dice un jeta. A Solzhenitsyn, que fue auspiciado por Nikita Jruschov que
continuaba con su campaña antiestaliniana que empezó en febrero de 1956 en el XX Congreso del PCUS, le
dieron el Premio Nobel de literatura, es decir, de ficción (de hecho el subtítulo de Archipiélago Gulag es Ensayo
de investigación literaria). Un premio, dada la impostura de este autor, tan meritorio como el Premio Nobel de la
paz que se le otorgó a priori a Barack Hussein Obama (Honolulu, 1961), que a posteriori dejó Oriente Medio
hecho unos zorros, aunque tal mérito también es de su secretaria de Estado Hilaria Clinton (Chicago, 1947);
pero la academia sueca no le retiró el Nobel de la paz, lo que da una idea de la corrupción ideológica que hay
detrás de este tipo de premios e instituciones.
Federico afirma que en comparación con los crímenes de la Alemania nacionalsocialista, los crímenes del
régimen soviético fueron «cuantitativamente mucho mayor» (p. 146). Pero Federico no tiene en cuenta que el
territorio de la URSS era muy superior en extensión al del Reich (así como la existencia del Tercer Reich se
prolongó durante 12 años y la de la URSS 74 años, y 46 años duraron las épocas de Lenin y Stalin que fue
cuando se cometieron la inmensa mayoría de los crímenes). Proporcionalmente la cantidad de crímenes de
ambos regímenes fue más o menos equivalente (como lo fue la de los Aliados, aunque estos cometieron más
crímenes por la simple razón de ser vencedores e imponer su paz política y militarmente implantada: primero en
la Segunda Guerra Mundial y después en la Guerra Fría). No obstante, según El libro negro del comunismo, el
terror nazi (es decir, los crímenes por represión, no ya por guerra) dejó «unos 25 millones de personas
aproximadamente» (Courtois, 1997: 32). Y hay que tener en cuenta las víctimas del terror rojo en la Unión
Soviética las deja dicho libro en la cifra de 20 millones. (Véase Courtois, 1997: 19). Luego, según esto, los
crímenes del nazismo fueron cuantitativamente superiores a los de la URSS, y se llevaron a cabo en un territorio
inferior a lo conquistado por la URSS, que además duplicaba en habitantes a Alemania, y este pequeño detalle
se lo ha saltado a la torera nuestro estimado periodista, tan admirador de Courtois &cía; aunque no da la cifra de
25 millones, pues en la página 60, sin dar referencias o fuentes, habla de «20 millones de asesinados por
Hitler». Ahora bien, las cifras dadas por El libro negro del comunismo son absolutamente fantásticas y por ello
hiperbólicas, como las de nuestro ilustre locutor.
No obstante todo hay que decirlo; y de hecho sería delito omitirlo, pues con razón sería acusado de tirar de
metodología negrolegendaria. Y que conste que esto me duele. Pues no es Federico el único que se cree las
cifras exageradas. Fíjese el lector lo que uno puede leer en El fundamentalismo democrático de mi maestro
Gustavo Bueno: «La dictadura del proletariado que ensayó la Unión Soviética no solamente fracasó
estrepitosamente, sino que tuvo (al menos en cuanto “experimento”) costes excesivos, más de cincuenta
millones de asesinatos» (Bueno, 2010: 272). Es posible que Bueno tome la cifra del historiador inglés Norman
Davies. Yo le pido al «Comité Central» que se ha encomendado a reeditar las obras completas de Gustavo
Bueno que para la reedición de El fundamentalismo democrático al menos redacten una nota a pie de página en
la que se subsane el error. Aunque no sé cómo diablos Bueno pudo escribir una cosa así. En fin.
Es curioso que Federico cite a Escohotado (y también a Richard Pipes) refiriéndose a la hambruna que se
prolongó de 1918 a 1921 (más o menos coincidiendo con los años de la guerra civil) «cuya base es la inflación
provocada por Lenin para destruir el valor del dinero» (p. 125) y diga que sólo fueron «cinco millones de
muertos» (p. 125); cuando Escohotado, en el tomo tres de Los enemigos del comercio, infla las bajas de la
hambruna a la desproporcionada cifra de «unos treinta millones de personas» (Escohotado, 2017: 128). Tal
hambruna fue bautizada como «La Calamidad» (p. 315).
Precisamente 5 millones de muertos fue la cifra que yo mismo conseguí regatearle a Escohotado en los
Cursos de Verano de Santo Domingo de la Calzada en julio de 2017 (el autor de Los enemigos del comercio
decía que eran 30 millones, pero un servidor le pilló con el carrito del helado). Es decir, que si Federico hubiese
estado allí ¡¡se hubiese puesto de mi parte!! ¿Se imaginan la escena? Porque Federico al menos es consciente
de que el tratado de Brest-Litovsk «entregaba un tercio de la población, del territorio y de la riqueza de Rusia a
los alemanes, además de comprometerse a gigantescas compensaciones, el abastecimiento de las ciudades
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tomaba el aspecto de un cerco del campesinado, acérrimo defensor de la propiedad, a las ciudades, que,
empezando por Petrogrado y Moscú, estaban en manos bolcheviques» (p. 276).
Yo me basé en El libro negro de la humanidad del necrometrista Matthew White, y con todo le dije a
Escohotado que si estuviese allí el señor White también se los regatearía, porque seguramente serían menos. Y
me parece que así es, pues le oí decir en una conferencia a un autor negrolegendario, tan fervorosamente
retroanticomunista como Federico y Escohotado, que la cifra se quedaba en 2 millones, y no sólo por hambre
sino también por enfermedad{23}. Ese autor es ni más ni menos que César Vidal Manzanares, ex compañero y
ex amigo{24} de Federico en la COPE, en Libertad Digital y en esRadio y uno de los traductores de El libro negro
del comunismo. Vidal sostiene además que la revolución en total (se refiere de lo que va de Octubre hasta el
final de la guerra civil) costó 5 millones, entre los cuales incluye 2 millones de exiliados, lo que quiere decir que
los muertos sólo fueron 3 millones. Una cifra sorprendentemente baja viniendo de un autor fervorosamente
retroanticomunista, que triplica la que ofrece el citado necrometrista, el cual apunta en su libro negro: «9
millones (un millón de soldados, cinco millones de muertos a causa de la hambruna, y dos millones de muertos
por enfermedades epidémicas; el resto de los muertos son civiles del terror del estado, del fuego cruzado y de
similares)» (White, 2012: 505).
Naturalmente 2 millones de muertos por hambre, frío y calor es una barbaridad y no me parece poco. Pero de
2 a 5 hay una diferencia, y de 2 a 30 la diferencia es tremenda. Pero lo de 30 millones de muertos en tres años
es algo tan increíble que ni el mismísimo Federico Jiménez Losantos se lo cree. Parece que Federico y
Escohotado compiten para ver quién es el campeón negrolegendario, el mayor negrolegendario del reino y parte
del extranjero. Pero en lo que a las hambrunas que van de 1918 a 1921 Escohotado es el campeón del
negrolegendarismo, Federico más moderado y César Vidal el menos negrolegendario: al César lo que es del
César. Pero en seguida a nuestro César le sale la vena negrolegendaria al afirmar que 23,5 millones de
ciudadanos soviéticos fueron encarcelados entre 1929 y 1953 (superando en 5,5 millones a la cifra de
Conquest), de los cuales al menos una tercera parte fueron fusilados y muchos otros murieron de hambre y
tortura.
Más adelante señala Federico que de los 5 millones «casi treinta [fueron] afectados por el hambre» (p. 318,
corchetes míos); luego le tienta la cifra de 30 millones. Si, como dice Escohotado, murieron 30 millones,
entonces ¿cuántos fueron afectados por el hambre? ¿80 millones? ¿90 millones? ¿100 millones? ¿Toda Rusia
salvo los bolcheviques, los nuevos señores? ¿Y cómo un país inmenso prácticamente desnutrido pudo en sólo
dos décadas reforzarse y hacer frente y vencer de modo incontestable a la imponente maquinaria bélica del
Tercer Reich y sus aliados, que tampoco eran escasos?
Asimismo, Federico sostiene tan pancho que esos 5 millones Lenin los «dejó morir de hambre» (p. 346), que
la hambruna fue «deliberadamente provocada por Lenin» (p. 678), tratándose de «la peor hambruna de la
historia» (p. 223). Como si lo hubiese hecho por puro capricho o por sadismo («el placer leninista de matar a los
demás» [p. 426]) y no por estar condicionado por causas objetivas, dado el conflicto de la guerra civil en que
también se hallaban los ejércitos extranjeros, los blancos, los verdes y los negros (que también tuvieron algo
que ver con la hambruna, como es natural, pues no toda la culpa ha de caer sobre los bolcheviques). Es decir, la
hambruna fue consecuencia de siete años de guerra (mundial y civil aunque muy internacionalizada) combinada
con una severa sequía que padeció Rusia en 1921. No se puede culpar exclusivamente a los bolcheviques,
como hacen sin ningún rigor y pudor Escohotado y Federico, el cual señala que la culpa fue exclusivamente de
éstos «por la tardanza en reconocerla y la falta de colaboración del gobierno» (p. 318). Culpar de tal hambruna
exclusivamente a los bolcheviques por la prohibición del «libre» mercado y el sistema de requisas es una tesis
economicista. También hay que tener en cuenta que sobre estas ruinas, en poco más de una década, los
bolcheviques construyeron un país industrializado con un moderno sector agrícola. Y así los comunistas
acabaron con la hambruna que eran recurrentes en el país de los zares. Esto le debe escocer a Escoderico y
Fedecohotado.
Me ha parecido interesante destripar el mito del Holodomor, aunque Federico no lo toca en su libro y sólo lo
cita una vez y como errata, pues dice «Holomodor» (p. 277). Pero es sumamente interesante estudiarlo pues en
él se ve muy bien cómo se fue fabricando en Occidente la leyenda negra contra la Unión Soviética. Estudiando
este mito puede verse muy que todas las exageraciones contra la URSS son mentiras negrolegendarias.
El episodio conocido como el «Holodomor» (palabra ucraniana que significa «hambruna» o «matar de
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hambre») está dentro de lo que fue la gran colectivización de los años treinta, la cual supuso la lucha de clases
contra el modelo rural tradicional de la agricultura rusa (que provocaba cíclicas hambrunas). Los campesinos
formaban el 80% de la población soviética, lo cual nos da una idea -aun teniendo en cuenta el éxodo rural- de lo
convulsa que llegó a ser la colectivización, la cual hizo posible la industrialización y la reconstrucción del poder
militar soviético de una fuerza preparada para la guerra civil a una fuerza preparada para la guerra mundial
(como el Ejército Rojo mostró al mundo entre 1941 y 1945). También hay que tener en cuenta que en esta
época, principios de los años 30, Estados Unidos y Occidente estaban bajo los efectos del crack del 29, y la
URSS, en cambio, gozaba de un período importante (vital para su supervivencia) de desarrollo económico,
social, político y militar.
El 18 de agosto de 1933 el periódico oficial del nazismo, el Völkischer Beobachter, publicaba en su primera
página fotografías de hombres famélicos atribuidas a «rusos reducidos a esqueletos», y decía en el titular: «El
verdadero rostro de la Rusia de los soviets, de lo que Hitler ha salvado a Alemania» (citado por Vicens Bordes,
2013). El 6 de agosto de 1934 el diario conservador Daily Express ponía en su titular: «El horror de Ucrania».
Seis meses después, el 18 de febrero de 1935, el Chicago American, diario del magnate y simpatizante de los
nazis William Randolph Hearts (1863-1951), titulaba en primera página: «Seis millones de muertos por el
hambre en la Unión Soviética». En concreto en el granero de Rusia: Ucrania. Los dos diarios pusieron la misma
fotografía en la portada. Pero si el Chicago American indicaba que el autor de la fotografía era el periodista
Thomas Walker (que, según el periódico, se había jugado la vida para lanzar las fotografías que mostrarían el
hambre en Ucrania al mundo), el Daily Express afirmaba que la fotografía fue tomada por «un turista con
cámara oculta». (Para todo esto véase Sousa, 1998).
¿Quién era este William Hearts? El californiano Hearts era un periodista, editor, publicista, empresario,
inversionista, político y magnate de la prensa y de los medios estadounidenses. Hearts era uno de los hombres
más poderosos de la escena política y empresarial de Estados Unidos. Consolidó uno de los más gigantescos
imperios empresariales de la historia, llegando a construir una red con un total de 28 periódicos de tirada
nacional, como por ejemplo: Los Angeles Examiner, The Boston American, The Atlanta Georgian, The Chicago
Examiner, The Detroit Times, The Seattle Postintelligencer, The Washington Times, The Washington Herald, y
su periódico principal The San Francisco Examiner. También editaba revistas como Cosmopolitan, Town and
Country, Harpeis Bazaar y otras muchas. Cuando murió Hearts en 1951 tenía 16 periódicos, 16 revistas y
también radios y televisiones que sumaban el 18% del total de las emisiones estadounidenses.
Hearts tenía fama de usar sus medios como instrumento político y por ser el mayor promotor de la prensa
amarilla. De hecho el magnate fue uno de los pioneros de la prensa amarilla o sensacionalista, y lo que le
preocupaba era vender periódicos en la mayor cantidad posible sin que importase la veracidad y objetividad de
las noticias publicadas. Los periódicos de Hearts estaban cargados de lo que hoy, con anglófona pedantería, se
llaman «fake news». De hecho una de las máximas de Hearts era «I make news» (Hago noticias). Es decir,
manipulaba las noticias para que tuviesen más impacto y se vendiesen mejor sus periódicos. Hearts era de esos
periodistas que no permitía que la verdad le destruyese un buen titular. También fue de los primeros en tomar
seria consciencia de la influencia de la prensa sobre la política.
Hearts había sido elegido miembro de la Cámara de los Representantes del Congreso de los Estados Unidos
entre 1903 y 1905, y sería reelegido para el período de 1905-1907. Posteriormente no consiguió ser alcalde de
Nueva York. Y volvería a fracasar en su intento de ser elegido como gobernador del Estado de New York. Tras
esto no interfirió directamente en la política pero sí indirectamente injiriendo en la misma a través de sus medios.
Entre sus méritos está la intervención de Estados Unidos en la guerra de Cuba contra España en 1898. Junto
al republicano judío de origen húngaro Joseph Pulitzer (1847-1911) llevó a cabo la gran campaña de
hispanofobia que supuso el colmo del amarillismo de la prensa estadounidense con el montaje del ataque al
acorazado Maine en La Habana el 15 de febrero de 1898, que la prensa de Hearts y Pulitzer, junto al The Sun
que y había fundado Charles Dana (1819-1897) y el New York Herald que fundó James Gordon Bennett
(1795-1872), procuró aparentar que se trataba de una ataque de los españoles. Esto se presentó así a la
opinión pública antes de que las autoridades estadounidenses dijesen algo al respecto. Tanto Hearts como
Pulitzer ganarían su fama con la propaganda antiespañola que desencadenó la guerra y el llamado Desastre
español.
También estuvo entre sus méritos ir contra la Revolución Mexicana en principio manteniendo el régimen de
Porfirio Díaz (1830-1915) y después el de Victoriano Huerta (1845-1916), y ello le interesaba dadas las
propiedades y haciendas que poseía el magnate en México, las cuales corrían riesgo con la revolución.
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El periodista Ernest L. Meyer se refería a Hearts en los siguientes términos: «El señor Hearts en su larga y
poco honorable carrera ha inflamado los ánimos de los americanos contra los españoles; de los americanos
contra los japoneses; de los americanos contra los filipinos; de los americanos contra los rusos, y en el curso de
sus incendiarias campañas ha impreso retorcidas mentiras, documentos inventados, historias de falsas
atrocidades, delirantes editoriales, ilustraciones y fotografías sensacionalistas y otros montajes para conseguir
sus jingoísticos fines» (citado por Roca Barea, 2016: 446).
El cineasta Orson Welles (1915-1985) se basó en la figura de Hearts para el protagonista de su célebre
película Ciudadano Kane (que interpretaba el propio Welles). Hearts trató de evitar que la película se estrenase,
pero el crack del 29 mermó mucho sus negocios y en buena parte su capacidad de influir sobre el poder. De
todos modos consiguió que, al menos, la película, estrenada en 1941, tuviese una pobre recaudación en la
taquilla. Y sin embargo la película ganó un Óscar y a la larga ha sido considerada como una de las mejores
películas de todos los tiempos (aunque más por la producción que por el guión).
Hitler siempre jugó la baza de que las nacionalidades «oprimidas» de la URSS se levantarían contra el
régimen bolchevique («judeo-bolchevique»), y sobre todo ponía su mirada en Ucrania como lugar del principal
levantamiento contrasoviético. Los alemanes tenían un plan para independizar Ucrania de la URSS bajo la
protección del Reich y de Polonia. Se fomentó el separatismo en Ucrania y en el Cáucaso. Incitando los
sentimientos nacionalistas de sus habitantes. En realidad lo que interesaba a alemanes y polacos era el grano
de Ucrania y el petróleo del Cáucaso.
Hearts comulgaba con los nazis en su decidido anticomunismo y simpatizaba con los planes de éstos de
invadir Ucrania (de hecho Hearts además de pronazi fue acusado de xenófobo y de ser partidario de la «caza de
brujas»). Hearts empezó a promover el bulo de la hambruna/genocidio tras visitar la Alemania nazi en 1934.
«Hearst estaba decidido a matar de hambre a los soviets, aunque fuera con efectos retroactivos» (Tottle, 1987:
21).
Los nazis preparaban el terreno con propaganda demonizadora (negrolegendaria), y los periódicos de Hearts
eran fundamentales para lo mismo, con su burdo amarillismo y sensacionalismo. El Völkischer Beobachter
alababa la campaña de Hearts en un artículo titulado «William Hearts uber Die Sowjetrussische
Hungerkatastrophe» (William Heart sobre la catástrofe del hombre en Rusia).
Hearts no traía con su amarillismo nada nuevo a la prensa occidental, y ni siquiera los nazis, pues las noticias
falsas sobre la Unión Soviética abundaban en la prensa conservadora y profascista desde 1917. Aunque la
propaganda de Hearts no sólo estaba pensada contra la Unión Soviética sino también contra el movimiento
socialista norteamericano. Millones de personas durante los años 30 reconocían a Hearts como el «fascista nº 1
de Norteamérica» (véase Tottle, 1987: 16). De hecho, Hearts le pagaba un sueldo a Mussolini que era diez
veces superior a la paga mensual que el Duce recibía del Estado italiano, según decía en 1936 John Gunter en
Inside Europe: «Por un largo tiempo su principal fuente de ingresos (de Mussolini) eran 1.500 dólares
semanales de la prensa de Hearst; a principios de 1935, sin embargo, dejó de escribir regularmente artículos
debido a que las delicadas condiciones políticas internacionales no le permitían expresarse con franqueza»
(citado por Tottle, 1987: 16).
La Asociación Financiera Industrial y Comercial Rusa también contribuyó a fortalecer el mito del Holodomor
publicando un influyente folleto titulado «Ucrania bajo el yugo de Moscú», en donde se hablaba de los «horrores
de la hambruna de Ucrania», en donde «la miseria es tan grande que los hombres se comen a los hombres. Así
nos lo ha arreglado el plan quinquenal. La hambruna se debe a las acciones de los moscovitas» (citado por
Vicens Bordes, 2013). Y afirmaba que el episcopado greco-católico dirigió una carta a todas las personas de
buena voluntad «para protestar contra el exterminio por los bolcheviques de los pequeños y míseros, de los
débiles y los inocentes» (citado por Vicens Bordes, 2013).
Otra de las causas del mito del Holodomor está en que los alemanes querían impedir a toda costa una alianza
franco-soviética. El embajador francés en la URSS, Charles Alphand (1907-1994), comentando la visita al país
soviético del presidente Edouard Herriot (1872-1957), escribía que «una de las partes más importantes de
nuestra gira fue la visita de las organizaciones soviéticas en Ucrania y Norte del Cáucaso, el centro mismo de
territorios donde, según las recientes campañas de prensa, reinaba una hambruna comparable a la de 1922». Y
afirmaba que los europeos le habían advertido que los soviéticos «no le guiarán a ese infierno de miseria»
(citado por Vicens Bordes, 2013). No obstante, Alphand se reunió con Viacheslav Skriabin alias Molotov
(1890-1986), el cual suprimió un permiso que tenía a fin de acompañar al embajador francés a Ucrania, donde el
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viaje «se desarrolló con normalidad. Hemos atravesado de parte a parte, en ambos sentidos, en tren, este
inmenso campo de cereales de cultivos ininterrumpidos hasta donde alcanza la vista, de humus negro y espeso,
donde abonar resulta inútil. A 60 y 70 km. de las ciudades, hemos visitado koljozes y un sovjoz, y volvemos de
allí con la impresión muy nítida de la falsedad de las noticias aireadas en la prensa y la convicción que yo
esbozaba en mi correspondencia de una campaña inspirada por Alemania y los rusos blancos deseosos de
oponerse al acercamiento franco-soviético» (citado por Vicens Bordes, 2013).
El embajador francés en Berlín, André François-Poncet (1887-1978), afirmaba que los alemanes escribían
artículos en los que se difamaba a la URSS con «una violencia extrema... acompañado (los artículos) con una
serie de fotografías de víctimas de la hambruna de lo más apropiadas para chocar la imaginación». Esta
propaganda demonizadora tuvo sus frutos y el embajador francés advertía que «el pequeño burgués alemán, en
efecto, está perfectamente convencido de que la Rusia actual es el peor de los infiernos» (citado por Vicens
Bordes, 2013).
Tras la caída del Reich esta propaganda fue recogida por la CIA y el MI5 británico. También el macartismo se
sirvió del Holodomor y sus supuestos millones de muertos de hambre para emprender su campaña de acoso a
todo ciudadano estadounidense sospechoso de simpatizar con el comunismo. Y Hearts encantado con el señor
Joseph McCarthy (1908-1957).
En 1953 se publica en Estados Unidos un libro titulado Black deeds of the Kremlin (Los sucesos negros del
Kremlin). Tal libro fue publicado a través de la financiación de ucranianos refugiados en Estados Unidos. Estos
ucranianos fueron colaboracionistas de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, pero serían acogidos en
Estados Unidos en calidad de «demócratas».
El mito del Holodomor fue reactivado por la Administración de Ronald Reagan (1911-2004) nada más
empezar su mandato: he aquí lo que Federico llama el «anticomunismo moral, político y militar de Reagan» (p.
574). En 1984 un profesor de la Universidad de Harvard editó un libro titulado The Human life in Russia (La vida
humana en Rusia), que incluía las paparruchas amarillistas de la prensa pronazi de Hearts de 1934. Las
patrañas amarillistas de la prensa pronazi estadounidense quedaban 50 años después respaldadas por el
prestigio de una universidad respetable, ni más ni menos que Harvard, universidad que se ponía a disposición
del gobierno estadounidense en la campaña propagandística contra el comunismo; una manera muy inteligente
de emplear la leyenda negra antisoviética (a la URSS le quedaban 7 años de existencia), y no ingenua, como es
el modo de emplear la leyenda negra de nuestro Federico y de tantos otros anticomunistas trasnochados
alucinados. De hecho es la élite intelectual (en este caso universitaria) la que le da forma y prestigio a las
leyendas negras (y de hecho es lo que le da potencia). Esto es lo que Federico llama, refiriéndose a las
universidades estadounidenses, «grandes universidades privadas con cuantiosos fondos particulares para
investigar científicamente, pero siempre con un fin ético, la historia y naturaleza del comunismo» (p. 574). Sí,
sobre todo «científicamente», ya lo vemos.
En 1986 el ex agente de policía británico Robert Conquest publica su célebre Harverst of Sorrow (Colección
de amarguras). Conquest -«un Lancelot que luchaba incansablemente contra el dragón de The Great Terror
luciendo la bruñida armadura de su Ressassement» (p. 575)- era un agente del Departamento de Desiformación
(Information Rosearch Departament, IRD) de la policía secreta inglesa. Este departamento se llamaba en 1947
Communist Information Departament. Conquest era, pues, un hombre que se dedicaba a desinformar, a hacer
que las cosas fuesen incomprensibles. Conquest no era un historiador sino un desinformador. Lo cual era muy
prudente para la política real de su presente en marcha, pero no es muy prudente para consultarlo como fuente
historiográfica, que es lo que han hecho tantos autores negrolegendarios, que se creen las exageraciones de
Conquest y tantos otros subvencionados a pies juntillas; de ahí que sus libros merezcan ser colocados entre los
libros del basurero historiográfico sin misericordia alguna. Porque a estas alturas ya da risa lo del Holodomor.
Conquest recibió 80.000 dólares de la Asociación Nacional Ucraniana, asociación que también pagó una
película en 1986 titulada The Harvest of Despair, basada en el libro de Conquest (y otras historietas). Los
muertos de hambre en Ucrania pasaron de los 6 millones de 1934 a 15 millones (muy marca de la casa de
Conquest, los 6 millones ya le parecían poco impactante). La cifra es absurda y los censos la dejan en ridículo,
pues en 1926 Ucrania tenía una población de 29 millones de habitantes y el censo de 1939 indica una población
de 31 millones. ¿Cómo pueden morir 15 millones de personas por muerte artificial (por hambre) y en sólo trece
años aumentar la población en 2 millones? Asimismo, por la estadística demográfica se sabe que en 1932
nacieron en Ucrania 782.000 y murieron 668.000 personas, y en 1933 nacieron 359.000 y murieron 1,3 millones,
cifra en la que hay que incluir mortalidad natural, aunque hay que reconocer que la mayor parte de las muertes
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se produjeron por el hambre, pero no de modo abrumador e infernal ni por la maldad absoluta de las
autoridades soviéticas como cuenta el mito.
En 1968 llegó a escribir Conquest en el Gran Terror: «El principal responsable del hambre se puede decir lisa
y llanamente que fue Stalin. La cosecha de 1932 disminuyó un 12 por ciento en relación al promedio. Lo cual
estaba lejos de ser un nivel de hambre. Lo que pasó fue que la requisa de productos entre los campesinos subió
un 44 por ciento. El resultado no podía ser otro: el hambre a gran escala. Es quizá el único caso en la historia de
un hambre provocada adrede por un hombre» (Conquest, 1968: 36). En 1994, tres años después de definitivo
derrumbe de la Unión Soviética, historiadores liberales, como el londinense Richard Overy (Londres, 1947),
seguían diciendo lo mismo como si nada: «Las hambrunas en Ucrania, donde la resistencia campesina en
defensa de su religión e independencia económica fue más marcada, fueron exacerbadas de manera deliberada
por Stalin para aplastar el movimiento antisoviético» (Overy, 1994: 54). Aunque al menos Overy afirma que se
llevó a cabo «para aplastar el movimiento antisoviético» y no por maldad absoluta gratuita y sin sentido. De
todos modos, Overy seguía creyendo en cosas como que en la Guerra Civil española «en torno a un millón de
españoles murieron en el conflicto» (Overy, 1994: 55), y se ve que no ha estudiado bien la historia de España
cuando dice cosas como: «En 1923 España siguió el ejemplo italiano. El 13 de septiembre, el general Primo de
Rivera arrebató el poder a un débil régimen parlamentario elegido en 1918. Nombró una Asamblea Nacional
compuesta por sus elegidos y gobernó como dictador, apoyado por el ejército, las élites adineradas y algunos
sectores del movimiento obrero en desacuerdo con los elementos comunistas y anarquistas más radicales [el
PSOE de Largo Caballero]. En 1931 Primo de Rivera fue a su vez derrocado y se estableció una nueva
república parlamentaria» (Overy, 1994: 97, corchetes y subrayado mío). Y cita para dar semejante cifra al
negrolegendario Paul Preston (Liverpool, 1946) que -a día de hoy, y ya desde el zapaterismo en 2004 (el libro de
Overy se reeditó por Espasa Calpe, la misma editorial de la trilogía negra de Escohotado, en 2009)- es uno de
los ideólogos de la Memoria Histórica. Y sobre Franco dice con criterio negrolegendario siguiendo las tesis de
Preston: «En marzo de 1939 se convirtió en dictador de toda España y estableció un régimen brutal de represión
que duró hasta su muerte en 1975» (Overy, 1994: 201). Como si el franquismo hubiese sido un todo continuo y
homogéneo en el que no se hubiesen diferenciado distintas fases, y como si la represión de los años 40 hubiese
sido la misma que la de los años del despegue económico de los 60 o la del final del franquismo en los 70.
Volviendo al Holodomor, en 2003, según R. W. Davies y Stepehn G. Wheatcroft, Robert Conquest matizaba
sobre la deliberación de la hambruna, en el sentido de Overy: «Lo que discuto -le decía a Davies y Wheatcroft-
es que ante el panorama de una hambruna inminente, él pudo haberla evitado, pero antepuso el “interés
soviético” a la alimentación de los que estaban muriendo de hambre, permitiéndola conscientemente»{25}.
La patraña del Holodomor fue desmontada por el periodista canadiense Douglas Tottle (Quebec, 1944) en un
libro titulado Fraud, Famine and Fascism; The Ucranian Genocide Myth from Hitler to Harvad, que sería editado
en 1987 en Toronto, según dice Sousa (en Wikipedia se dice que fue publicado por la editorial soviética con
sede en Moscú Progres Publischers). Tottle demostró que el material fotográfico del supuesto Holodomor (en la
que se mostraba a niños del todo desnutridos) era material de 1922 tras la guerra civil rusa, en donde los
bolcheviques tuvieron que enfrentarse no sólo a los ejércitos blancos, negros y verdes, sino también a catorce
ejércitos extranjeros cuyo propósito era no tanto ayudar a los blancos o restaurar el zarismo sino debilitar Rusia,
cosa de la que es consciente Federico al sostener que la presencia británica «ante todo quería impedir la
resurrección de una Rusia que amenazara su poder en Asia» (p. 284); y, si era posible, colonizarla (es decir,
Rusia estaba en los planes de rapiña del imperialismo depredador, catástrofe nacional que impidieron los
bolcheviques). También había material fotográfico de la Primera Guerra Mundial. Posiblemente las fotografías de
Walker correspondían a la hambruna del Volga en 1921, y otras fotografías ni siquiera se lanzaron en la URSS
sino en el Imperio Austro-Húngaro.
Es más, el periodista que supuestamente tomó tales fotografías en Ucrania, el ya citado Thomas Walker,
jamás pisó Ucrania (y como hemos dicho el diario Daily Express decía que la foto la hizo un turista con cámara
oculta). Walker, que escribió en los apuntes de sus fotografías que los soviéticos provocaron la hambruna en
Ucrania a propósito, sólo visitó Moscú durante cinco días, como informó el por entonces corresponsal en Moscú
el periodista Louis Fisher (1896-1970), que trabajaba para el periódico estadounidense The Nation. Fisher se
puso a investigar los pasos de Walker en la URSS y descubrió que éste mentía cuando dijo que entró en la
URSS en la primavera de 1934 porque resulta que recibió la visa de tránsito el 29 de septiembre de se mismo
año y entró en el país el 12 de octubre desde Polonia, llegando a Moscú el 13 de octubre, desde donde cogió el
Transiberiano el día 18 para llegar a la frontera con Manchuria el 25 de octubre, que sería su último día en el
país de los soviets. Por lo tanto jamás pisó Ucrania ni pudo hacer esas fotografías de la famélica legión
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ucraniana. A su vez, Fischer también reveló que el periodista M. Parrott, que era el auténtico corresponsal en
Moscú de la prensa de Hearts, había enviado reportajes que nunca fueron publicados en los periódicos de
Hearts porque los reportajes informaban sobre los buenos resultados en 1933 en las cosechas de la URSS, y
también envió reportajes sobre el desarrollo de Ucrania como república soviética (reportajes que no servían de
nada para demonizar al país de los soviets; luego no era precisamente material negrolegendario). Si bien es
cierto que la cosecha de 1932 fue bastante mala, sin embargo la cosecha de 1933 fue excelente, tanto en
Ucrania como en el resto de la URSS.
Según Tottle, Thomas Walker se llamaba en realidad Robert Green, el cual era un fugado de la presión estatal
de Colorado, y sería recapturado cuando volvió a Estados Unidos. En su juicio declaró que jamás había estado
en Ucrania. El 16 de julio de 1935 el New York Times informaba: «Robert Green, escritor de artículos sobre la
situación en Ucrania, que fue acusado el pasado viernes por un gran jurado federal por los cargos de fraude en
pasaporte, se declaró culpable ayer ante el juez federal Francis G. Caggey. El juez fue informado de que Green
era un fugitivo de la prisión estatal de Colorado, de donde huyó tras haber cumplido dos años de una condena
de ocho por falsificación» (citado por Tottle, 1987: 14). Un reportero que cubría el juicio contra Walker (en
realidad Robert Green) informaba que éste «admitió que las fotos del hambre publicadas en sus series en los
periódicos de Hearst eran falsas y que no habían sido tomadas en Ucrania, como se anunciaba» (citado por
Tottle, 1987: 15).
El 10 de noviembre de 2003 veinticinco países -entre los que se incluían Rusia, Ucrania y Estados Unidos-
declararon en la sede de las Naciones Unidas, con motivo del 60º aniversario del Holodomor, una declaración
conjunta en la que se decía en su preámbulo: «En la ex Unión Soviética millones de hombres, mujeres y niños
fueron víctimas de acciones y políticas crueles del régimen totalitario. La gran hambruna de 1932-1933 en
Ucrania (Holodomor), la cual costó entre 7 y 10 millones de víctimas inocentes [al final no se quedaron con los
15 millones que quería colarnos Conquest] y se convirtió en una tragedia nacional para el pueblo ucraniano. En
este sentido nos adherimos a las actividades que se llevan a cabo en conmemoración del setenta aniversario de
esta hambruna, en particular por el gobierno de Ucrania. Conmemorando este septuagésimo aniversario de la
tragedia ucraniana, también honramos la memoria de millones de rusos, kazajos y miembros de otras
nacionalidades que murieron de hambre en la región del río Volga, Cáucaso del Norte, Kazajstán y otras partes
de la ex Unión Soviética, como resultado de la guerra civil y la colectivización forzada, dejando profundas
cicatrices en la conciencia de futuras generaciones»{26}.
Como dice Viktor Zemskov, al que enseguida estudiaremos, las muertes de hambre en Ucrania no pueden
catalogarse como genocidio contra el pueblo ucraniano, como sostienen los nacionalistas ucranianos (y una
larga lista de autores negrolegendarios); «porque esa misma situación se dio entre la población del Cáucaso del
Norte, la región del Volga y Kazajstán, donde hubo hambrunas. Había que cumplir el plan confiscando parte de
la cosecha, pero como, a causa de la sequía, no se alcanzaba lo necesario, confiscaron toda la cosecha. El
estado cometió un crimen contra todos los campesinos, independientemente de su nacionalidad»{27}.
Hay que añadir que sí hubo hambrunas, pero no masivas y con millones de muertos como dice la leyenda
negra (o mito del Holodomor). Y estas hambrunas fueron provocadas por sabotajes de los kulaks, que
sacrificaban ganado y quemaban cosechas y almacenes. También fueron provocadas por enfermedades y
epidemias, y también por malas cosechas. Asimismo contribuyó a ello las requisas para que se llevasen a cabo
los planes de exportación sobre la deuda externa que pesaba sobre la URSS.
A su vez, a la negación del Holodomor se la ha señalado como una campaña de desinformación programada
por el gobierno soviético. Según el historiador Edvard Radzinsky (Moscú, 1936), Stalin «había logrado lo
imposible: silenciar cualquier conversación sobre el hambre... Mientras morían millones, la nación entonaba las
loas a la colectivización»{28}. Pero los éxitos de la colectivización fueron incontestables (como los éxitos de la
industrialización y de la militarización, como se mostró entre 1941 y 1945). De hecho tras la colectivización
Rusia dejó de padecer las cíclicas hambrunas que padecía el país desde siglos (como pasaba en tantos lugares
de la vieja y la nueva Europa). Es decir, la colectivización no trajo el hambre sino más bien resolvió el problema
secular del hambre que arrastraba Rusia, sin perjuicio de que tuviese sus costes, como no podía ser de otro
modo. La colectivización hizo posible el traslado de suministros de materias primas a las industrias urbanas. Por
consiguiente, la colectivización hizo posible la industrialización, y ésta la militarización o reestructuración del
Ejército Rojo, y ésta la defensa del país, que no es poco.
Para finalizar este apartado no me resisto a comentar cierto programa de televisión que se subió el 15 de
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marzo de 2017 a Youtube{29}. José Javier Esparza (Valencia, 1963), historiador y presentador de Intereconomía
televisión (autor de varios libros de historia y editor de un libro titulado El libro negro de la izquierda española,
curiosamente casi nada negrolegendario), presentó junto al historiador Fernando Paz (Madrid, 1966) un
programa de Tiempos modernos que titularon «Holodomor: Stalin mata de hambre».
Nada más empezar el programa Esparza aseguraba: «Hay un episodio en la historia del siglo XX de una
crueldad sin límites: el día que un dictador decidió matar de hambre conscientemente a millones de sus
conciudadanos. Eso fue lo que hizo Stalin con los campesinos ucranianos en el llamado Holodomor: el
Holocausto de los campesinos ucranianos por hambre. Fue terrible». Fernando Paz afirma que en Ucrania hubo
entre 3 y 4 millones de muertos, aunque reconoce que «no tenemos datos: son estimaciones de valoraciones
estadísticas». Y se cree la historia que Churchill cuenta en sus memorias cuando se refiere a la conversación
que mantuvo con Stalin en su visita a Moscú en agosto de 1942 cuando, según el primer ministro, Stalin le
confesaba que la colectivización le había costado a la Unión Soviética 10 millones de muertos. Pero al señor
Paz no le parece suficiente y dice que fueron «12 millones de muertos». Una historia absurda porque Stalin, al
que Churchill reconocía su prudencia, nunca le hubiese dicho eso a Churchill aunque fuese la verdad (y menos
si la hubiese sido). Eso fue una licencia poética que sir Winston Churchill se permitió en sus memorias, en pos
de la propaganda y la leyenda negra contra el país del «Telón de Acero». Y reconoce Don Fernando: «Esto está
escrito en la época de la Guerra Fría, sin duda ninguna, pero él asegura que fue una confesión hecha en aquel
momento en plena Segunda Guerra Mundial, en su primera visita a Moscú… ¡12 millones de muertos:
autoconfesión de Stalin». No, autoconfesión de Stalin no, sino invención de Churchill, más dos millones de
muertos que pone el señor Paz como propina. La cifra de 12 millones de muertos la dio Robert Conquest en El
Gran Terror en 1968 en relación a todos los muertos de hambres en toda la URSS (quizá por eso Don Fernando
tuvo ese lapsus); y Esparza también sigue a Conquest cuando éste decía que Stalin provocó la hambruna
«adrede». «Es absolutamente demencial», afirma Esparza. Así es. Es demencial creer que lo que dice Churchill
en sus memorias así sin más, sin sospechar que lo que escribía el líder británico era pura propaganda
demonizadora de los tiempos de la Guerra Fría y encima salido de la pluma de uno de los políticos más
anticomunistas y más imperialistas (depredador).
Durante los 14 minutos que duró el programa se iban mostrando fotografías de los muertos esqueléticos por
las hambrunas, que como sabemos posiblemente son fotos de la hambruna del Volga en 1921 y otras lanzadas
en el Imperio Austro-Húngaro durante la Gran Guerra y no de la Ucrania de 1932-1933. No se hizo ni una sola
mención a la propaganda nazi ni al tal William Rundolph Hearts, porque si lo hubiesen citado se les hubiese ido
al traste el programa, el cual fue un ejemplo de historiografía basura y telebasura fabricada. No obstante, tengo
que reconocer que otros programas de Tiempos modernos son bastante mejores: muy informativos y muy útiles;
pero cuando se trata de algo relacionado con el comunismo a los de Intereconomía (como a los de Libertad
Digital) les entra el ataque de locura objetiva del retroanticomunismo negrolegendario.
Ya que, como vemos, esto de inflar las cifras de los muertos que defienden los autores negrolegendarios en
sus relatos es una impostura indefendible en donde lo que se idealiza es el Mal absoluto, voy a intentar triturar la
fantasía tremendista negrolegendaria para explicar y así entender los crímenes de los malos, porque decir que
se trata del Mal absoluto no es ninguna explicación (en todo caso eso es sólo la consolación del filisteo). Frente
al sensacionalismo negrolegendario de inflar las cifras a números millonarios, lo que voy a hacer es plasmar
unas cifras, digamos, materialistas. Es decir, pasemos ahora a ofrecer una serie de cifras más realistas, no
infladas por la propaganda o la leyenda negra, las cuales nos permitirán entender mejor la política represiva de
la Unión Soviética.
Nuestra principal fuente es Viktor Zemskov (1946-2015), historiador que tuvo acceso a los archivos del
Ministerio de Interior (MVD-MGB) y de la Policía del Estado (OGPU-NKVD) de la era estalinista. Zemskov rebaja
tanto el número de víctimas que eso le hace prácticamente un desconocido, de hecho no lo invitaban a hablar
por televisión, y hubo contra él una especie de conspiración del silencio. No obstante, Zemskov no era
comunista ni estalinista ni nada por el estilo; no era un apologeta del comunismo, de hecho era un crítico que
afirmaba que en la URSS de Stalin «la gente sufrió; se pasaba hambre, se vivía mal, &c.». «La represión no es
posible en cualquier régimen comunista, sino sólo allí donde hay un fuerte y cruel despotismo, como en la Rusia
de Stalin o en la China de Mao. Una represión como aquella ya no fue posible con Jrushov, Brezhnev o Deng
Xiao Ping»{30}. La actividad del NKVD «sobre todo en el periodo 1937-1938, fue extraordinariamente
monstruosa e inmoral, pero según la idea de los años 20-30 sobre las “leyes de la lucha de clases” se
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consideraba moral todo lo que llevara a la más rápida liquidación del enemigo de clase» (Zemskov, 2013). «Pero
incluso desde las posiciones de estas “leyes de lucha de clases” los resultados de la caza de los órganos del
NKVD para los “enemigos ocultos” eran casi una completa chapuza. Más tarde, durante la guerra, se aclaró:
Decenas de miles de personas, que experimentaban odio hacia el régimen estatal y social soviético, que
deseaban organizar una matanza masiva de comunistas y se convirtieron en cómplices activos de los ocupantes
fascistas, escaparon en 1937-1939 del arresto porque no habían levantado ninguna sospecha en los órganos
del NKVD sobre su “lealtad ideológica”. Para decirlo de otra manera, a los que eran auténticos enemigos no les
costó nada escapar de los órganos. Al mismo tiempo el GULAG estaba repleto de gente leal al partido
comunista y al régimen soviético, que durante la guerra pidieron en sus cartas a distintas instancias que se les
permitiera el servicio de ir al frente y que les permitieran defender con las armas la patria, las ideas de la
revolución de octubre y el socialismo. El hecho de que el NKVD (sobre todo durante la dirección de Yezhov) en
general se dedicó no a la auténtica lucha de clases sino a una imitación monstruosa de enormes dimensiones,
quedó claro durante la época de las rehabilitaciones masivas de las víctimas de la represión estalinista a
mediados de los 50 y después… en la segunda mitad de los años 30 entre los prisioneros especialistas mucho
de ellos eran trabajadores de las finanzas (contables y similares). Aquí hay un intento del estado de meterles
entre rejas, bajo forma de “enemigos del pueblo”, con el objetivo de mantener mejor los secretos financieros (la
privación del derecho a comunicación escrita tenía el mismo objetivo). Esto es solo uno de los ejemplos de
práctica fanática de la represión de inocentes por el “interés del estado”» (Zemskov, 2013).
El artículo 58 del código penal soviético definía la represión política como una «actividad contrarrevolucionaria
y otros crímenes graves contra el Estado». Según Zemskov, entre 1921 y 1953, en 32 años, fueron detenidas
por «delitos contrarrevolucionarios» 3,8 millones de personas, de las cuales fueron fusiladas 800.000 y unos
600.000 murieron en prisión (este dato contrasta con los 18 millones de detenidos que hablaba Robert Conquest
en El Gran Terror). «En febrero de 1954 se preparó un informe para N.S. Jruschov, firmado por el fiscal general
de la URSS R. Rudenko, el ministro del interior de la URSS S. Kruglov y el ministro de justicia de la URSS K.
Gorshenin, en el que se indicaba el número de condenados por delitos contrarrevolucionarios en el periodo
desde 1921 al 1 de febrero de 1954. En todo este tiempo fueron condenados por Colegios del OGPU, “troikas”
del NKVD, Asambleas extraordinarias, Colegio Militar, tribunales y tribunales militares 3 777 380, de ellos
condenados a la pena máxima 642 980, a condena de encierro en campos y cárceles para periodos de 25 años
o menos 2 369 220 y a confinamiento o deportación 765 180 personas. Se indicaba también que del número
total de arrestados por delitos contrarrevolucionarios, aproximadamente 2,9 millones de personas fueron
juzgados por Colegios del OGPU, “troikas del NKVD y Asambleas extraordinarias (es decir por órganos
extrajudiciales) otras 877 000 personas por tribunales, tribunales militares, Colegios especiales y Colegios
militares. En la actualidad, se decía en el informe, en campos y prisiones hay arrestados que han sido
condenados por delitos contrarrevolucionarios 467 946 personas y además hay en destierro tras cumplir la pena
62 462 personas» (Zemskov, 2013). «Del total de presos muertos en campos del GULAG en 14 años (de 1934 a
1947) 526 841, o el 53,6%, murieron en 3 años (1941-1943) y el resto, 446 925 presos (46,4%) murieron en 11
años (1934-1940 y 1944-1947)» (Zemskov, 2013). Recordemos que Federico afirma que «Casi la mitad de las
víctimas de la URSS, en torno a 27 millones, pasó por las innumerables prisiones del Gulag y murió en los
campos helados de la Vorkutá, el Volgolag o el osario inmenso del Canal del Báltico» (p. 52). Ya podría
moderarse el señor Losantos y aprender de autores retroanticomunistas negrolegendarios como Richard Overy
que se moderan y sostienen que «En 1940 había 53 campos en los que vivían 1,3 millones de presos» (Overy,
1994: 194).
Como le dijo Molotov al periodista Felix Chuyev, «no esperábamos a que nos traicionaran, nosotros
tomábamos la iniciativa y nos anticipábamos a ellos»{31}. Pero las cifras no son tan tremendas y
sensacionalistas como las que barajan los autores negrolegendarios.
¿Cómo se reaccionó ante tal rebaja en las cifras mortuorias? El mismo Zemskov lo comenta: «Lev Razgón, un
conocido literato, polemizó conmigo. Defendía que en 1939 había más de 9 millones de presos en los campos,
cuando los archivos evidenciaban 2 millones [insistimos en los 27 millones a los que se refiere Federico, los
cuales, según nuestro autor, murieron en los campos]. Se basaba en impresiones, pero tenía acceso a la
televisión, donde a mi no me invitaban. Más tarde comprendieron que yo tenía razón y se callaron». Y sobre la
reacción en Occidente comentaba: «El líder era Robert Conquest, cuyas cifras de represaliados y muertos
quintuplican la evidencia documental [¡y no digamos las cifras de Solzhenitsyn!]. En general, la reacción de los
historiadores fue de reconocimiento. Hoy ya son mis cifras las que se barajan en las universidades»{32}. Me
consta que en España, al menos con la mayoría de profesores que he topado, siguen más a Conquest o al
inefable Solzhenitsyn que a Zemskov (que sencillamente lo desconocen, como parece que lo desconoce el
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Como digo, los datos de Zemskov contrastan con los 18 millones de detenidos y 8 millones de fusilados que
estimaba Conquest en 1968, es decir, en plena Guerra Fría. Sobre las fabulosas cifras de la Guerra Fría
Zemskov comenta: «De lo que se trataba era de desacreditar al adversario. La sovietología occidental afirmaba
que 50 o 60 millones habían sido víctimas de la represión, la colectivización, el hambre, &c. En 1976
Solzhenitsyn dijo que entre 1917 y 1959 en la URSS habían muerto 110 millones de personas. Es difícil
comentar éstas tonterías. La realidad es que la población del país fue aumentando por encima del 1%,
superando el crecimiento demográfico de Inglaterra o Francia. En 1926 la URSS tenía 147 millones de
habitantes, en 1937 162 millones, y en 1939 170,5 millones. Los censos son fiables, y sus cifras son
incompatibles con matanzas de decenas de millones»{33}.
Según Zemskov, «La estadística del Gulag es considerada por nuestros historiadores como una de las
mejores». Es decir, los dirigentes soviéticos eran conscientes de las dimensiones de la represión e «Informaban
regularmente a Stalin. Un solo caso de un preso desaparecido en un naufragio o fugado, genera todo un dossier
de documentos y correspondencia»{34}.
Tras estudiar por primera vez los archivos secretos del Gulag y comprobar que las cifras eran bastante más
bajas de lo que todo el mundo creía y decía, Zemskov reconoce: «Al principio me asombré. Luego comprendí
rápidamente que en Occidente se habían engañado mucho al respecto, pese a lo cual, todas las conclusiones
acerca del carácter terrorista del régimen, por la represión a la que sometió a la gente, mantenían toda su
vigencia. Sobre todo para que nada de eso vuelva a repetirse»{35}.
Y también comenta:
«De acuerdo con las Decisiones del Consejo de ministros de la URSS Nº 4293-1703 de 20 de noviembre de
1948 y Nº 1065-376 de 13 de marzo de 1950, los presos de todos los campos y colonias de trabajo recibían
un sueldo por su trabajo, el sueldo de su cargo reducido en un 30%, con los añadidos de los premios y
aumentos por el pago de trabajo establecidos para los trabajadores en los sectores económicos equivalentes.
Con objeto de aumentar la productividad del trabajo y el interés de los presos utilizados en los trabajos en el
sector de defensa, extracción de oro, construcción de centrales eléctricas e industrias petrolíferas,
construcción de ferrocarriles, trabajos forestales o mineros, se les aplicaba un sistema de redención de días
de condena por superar las normas de trabajo. En abril de 1954 este sistema se aplicaba en los campos y
colonias a un total de 737.800 presos (54,2% del total)… En los campos de trabajo había tres regímenes de
reclusión: severo, reforzado y general. En régimen severo estaban los detenidos por bandidismo, robo con
armas, asesinato premeditado, fuga del lugar de reclusión y criminales reincidentes. Estaban bajo vigilancia
reforzada, no podían ser deportados, trabajaban preferentemente en trabajos físicos duros, tenían las
medidas de castigos más duras si rechazaban el trabajo o violaban el régimen del campo. En régimen
reforzado estaban los condenados por robo u otros crímenes graves, ladrones reincidentes. Estos presos
tampoco podían estar en deportación y eran empleados principalmente en trabajos generales. El resto de los
presos de los campos, y los que estaban en colonias, se encontraban en régimen general» (Zemskov, 2013).
«No se trataría de “justificar” los horrores del estalinismo como episodios subordinados a un bien superior.
Pero tampoco es posible ignorar todo lo que la revolución de octubre ha significado de hecho como freno del
capitalismo y como contribución al progreso y edificación del comunismo. Estamos ante una cuestión que
resulta ser la verdadera piedra de toque de la dialéctica. Se trata de reconocer la contradicción entre ambos
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momentos y de reconocerla como una resultante necesaria, histórica, que nadie trata de bendecir sino, por
de pronto, de constatar; que nadie trata de deducir desde la perspectiva de unos supuestos fines globales de
la Humanidad, cuanto de construir desde la perspectiva de sus causas. Tampoco los horrores en medio de
los cuales se edificó el capitalismo pueden ocultar las nuevas “formas de humanidad” (entre ellas, el individuo
universal resultante de la economía de mercado mundial, según Marx, que de él brotaron). El Capital ha
nacido entre sangre y lodo; y el archipiélago Gulag no es más importante que la trata de esclavos de los
siglos XVI, XVII, y XVIII a partir de la cual se fraguaron tantas conciencias que hoy lo critican. Pero criticar al
Gulag desde el capitalismo es algo así como criticar al dogmatismo del Diamat desde posturas cristianas
-necesariamente solidarias de su tradición inquisitorial. Es simplemente falta de sindéresis» (Bueno, 1978b).
7. La China de Mao
Curiosamente la cifra de crímenes que se le atribuyen a Mao Zedong (1893-1976), afirma Federico siguiendo
a Izvestia, se queda en 21 millones. Pero en seguida toma la fabulosa cifra de 65 millones de muertos de El libro
negro del comunismo (claro, porque 21 millones le parece poco). Y lo explica: «Las diferencias esenciales entre
el balance de Izvestia y el de los investigadores franceses se refieren al genocidio en China, donde la
inmensidad del territorio, la magnitud de la población y, muy especialmente, la pervivencia del régimen
comunista autor de la masacre hace especialmente difícil la evaluación» (p. 56).
Matthew White afirma en El libro negro de la humanidad que entre 1949 y 1976 Mao acabó con la vida de 40
millones de personas. White, con ánimo negrolegendario, valora a la República Popular China como una
«república popular demente» (Véase White, 2012: 610-624). Según Frank Dikötter, entre 1958 y 1962 la
hambruna producida por la Revolución Cultural se llevó por delante a 45 millones de personas. «Yu Xiguan
eleva ya el número de muertes a los 55 millones. ¡Y subiendo!» (p. 585). Esto parece una partida de póker, pues
en El libro negro del comunismo sube la apuesta a 65 millones. ¿Alguien iguala la apuesta? Parece que
Rudolph J. Rummel la sube a 73 millones de personas.
Pero tras Rummel parece que nadie más se atreve a ir de farol, porque otros historiadores dan cifras más
bajas. El disidente chino Yang Jisheng (Pekín, 1940) lo rebaja a 36 millones. Jung Chang (Yibín, 1952) y Jon
Halliday (Dublín, 1939) calculan entre 30 y 38 millones en Mao. La historia desconocida. Lee Faigon en Mao a
reinterpretación (Dee Publishing, 2000) lo deja en 30 millones de muertos. Según Jasper Becker (Londres,
1956), las cifras de muertos por el hambre oscilan en los 19 y los 46 millones, aunque termina aceptando que
los 30 millones propuestos por Judith Banister es «el cálculo más fiable que tenemos» (citado por White, 2012:
623). Daniel Chirot (Francia, 1942) lo deja en 20 millones. ¡Y bajando!
Las cifras de muertos en los campos de trabajo también son dudosas: Harry Wu (Shanghái, 1937) lo deja en
15 millones, Jean Louise Margolin (Francia, 1952) los sube a 20 millones, y Jung Chang y John Halliday a 27
millones; «pero estas cifras -afirma White- se basan sobre todo en suposiciones, la de la población de los
campos y la de los índices de mortalidad anuales que han sido explotados a partir de pequeñas muestras
anecdóticas. Tantas conjeturas seguidas no pueden generar demasiada confianza. Siendo realistas, es posible
que el índice anual de mortalidad de la represión cotidiana no superara el índice de mortalidad anual de los
peores años, aquellos realmente malos de las primeras purgas (¿entre uno y dos millones en cuatro años?) y de
la Revolución Cultural (¿también entre uno y dos millones en cuatro años?). Eso significa que deberíamos
suponer bastante menos de medio millón de muertos en cada año de poco movimiento en materia de muertes,
lo que nos daría, como mucho, 9 millones de muertes adicionales no vinculadas a los entre 1,5 y 5 millones de
muertes ocurridas en el transcurso de los grandes movimientos a los que hacemos referencia más arriba». Y
concluye: «En resumen, la conjetura más acertada sería la cifra de 30 millones de muertos por la hambruna, a
los que hay que sumarle quizá unos 3 o 4 millones ejecutadas, masacradas, empujadas al suicidio o muertas en
la cárcel en los años de los grandes movimientos, y también tal vez el doble de esta cifra para abarcar las
purgas menores y los campos de la muerte, un total de alrededor de 40 millones» (White, 2012: 623-624).
Entre octubre de 1950 y octubre de 1951 Mao ordenó purgar todo resto del antiguo régimen nacionalista,
dando caza a «bandidos», «espías» y a cualquier aliado del régimen anterior. Millones de presos fueron
enviados a los laogai («campos de reforma por el trabajo»). Cerca de 4 millones de funcionarios del anterior
régimen fueron detenidos, interrogados y brutalmente torturados y ejecutados.
En el Tibet, según informa El libro negro de la humanidad, de los 2.500 monasterios que había en 1959 sólo
quedaron 70 en 1961, y el número de monjes pasó de los 100.000 a los 7.000 individuos (solamente 10.000 de
ellos consiguieron huir al extranjero). El total de la población tibetana descendió de los 2,8 millones de
habitantes en 1953 a 2,5 millones en 1964.
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Lo que no parece que tengan en cuenta los autores negrolegendarios es que fue el comunismo (el maoísmo,
la sexta generación de izquierda definida) el que sacó a China del «siglo de las humillaciones» (1842-1949),
esto es, el período que va desde la Primera Guerra del Opio, por la que millones de chinos fueron envenenados,
hasta la revolución encabezada por Mao: «una guerra de los Cien Años entre Asia y Occidente, cuyo punto de
inflexión se situó a principios del siglo XX» (Roberts, 2009: 307). Sobre el papel China no era colonia de ningún
Imperio occidental, pero en la práctica sí lo era. Asimismo, a mediados de la década de 1870 tuvo que
enfrentarse a varios alzamientos musulmanes por el Oeste, a finales del siglo XIX a la invasión de Japón por el
Este, y de nuevo tuvo que hacer frente a una agresión nipona en las décadas de 1930 y 1940. Una vez que los
comunistas tomaron el poder, tuvieron que enfrentarse a un embargo que produjo una brutal hambruna en el
país, y gobierno y población tuvieron que afrontar el asedio y estrangulamiento económico implantado por
Estados Unidos, el nuevo Imperio guardián del capitalismo «liberal» y «democrático» (tal vez habría que quitarle
las comillas porque eso es, en efecto, la democracia y el liberalismo realmente existentes; así como la Unión
Soviética y su entorno conformarían el «socialismo real»). Por si fuera poco, para mayor desgracia 40 millones
de personas fueron afectadas en 1949 por imponentes inundaciones en gran parte del país (sólo falta que por
esto también se responsabilice a los maoístas).
El gobierno de Estados Unidos se negaba a levantar el embargo, cosa que por fin haría en 1971, con motivo
de la cercanía del presidente Richard Nixon (1913-1994) al país de la Gran Muralla a fin de fomentar el conflicto
chino-soviético, en solidaridad con China contra la Unión Soviética. Finalmente el 1 de enero de 1979 Estados
Unidos reconoció a China, y ambos países pudieron restablecer sus relaciones en el poder diplomático (más allá
de la mera «diplomacia de ping-pong»), lo que supuso a los americanos romper las relaciones diplomáticas con
Taiwán. El año anterior la URSS rompió definitivamente sus relaciones diplomáticas con China que venían
siendo tensas de los años 60 con el conflicto chino-soviético. China reestructuró su sistema: «un país dos
sistemas» y evitó el colapso y el derrumbe a diferencia de la Unión Soviética.
Desde que China salió del Siglo de las Humillaciones se ha colocado en los primeros puestos de la economía
mundial (y ya esté en el primer puesto). Ya Napoleón advirtió que China era un gigante dormido al que convenía
dejar en paz.
Como bien se ha dicho, «En realidad, las “conquistas sociales de la era de Mao” han sido “extraordinarias”,
conquistas que consiguieron una clara mejora de las condiciones económicas, sociales y culturales, y un fuerte
aumento de la “expectativa de vida” del pueblo chino. Sin estos presupuestos no se puede comprender el
prodigioso desarrollo económico que a la postre liberó a cientos de millones de personas del hambre e incluso
de la muerte por inanición. Sin embargo, en la ideología dominante los papeles se intercambian: el grupo
dirigente que puso fin al siglo de las humillaciones se convierte en una banda de criminales, mientras que los
responsables de una tragedia que duró un siglo, así como aquellos que con el embargo hicieron todo lo posible
para prolongarla, aparecen como campeones de la libertad y la civilización» (Losurdo, 2008: 334).
Si Federico acusa a los «comunistas» actuales de «ocultar el terror comunista» (p. 676), yo, que no soy
comunista sin comillas ni «comunista», puedo acusarle a él de ocultar el terror capitalista (liberal, democrático y
todo lo que se quiera). En las 700 páginas de su obra no hay ni una sola mención a las masacres llevadas a
cabo por los Estados capitalistas (ni nada sobre las atrocidades de los reinos cristianos en la Edad Media;
aunque también hubo, por supuesto, masacres y esclavitud en los reinos musulmanes, y ni que decir tiene
durante el paganismo: tanto en Persia y Egipto como en Grecia y Roma). En tales páginas es el comunismo
(aunque también el nazismo) el responsable de todos los males del mundo (como si tales regímenes hubiesen
abierto la caja de Pandora de los crímenes horrendos y éstos no hubiesen existido hasta que llegó el horroroso
siglo XX, como si la violencia extrema y la guerra total fuese algo nuevo bajo el Sol). Para Federico los únicos
criminales son los malos, y los buenos no comenten crímenes, porque los buenos son los «amigos del
comercio», que diría Escohotado.
Federico se pregunta: «¿cuántas películas se han hecho sobre el comunismo y cuántas se han seguido
haciendo sobre el nazismo?» (p. 676). Y yo me pregunto: ¿cuántas películas se han hecho sobre los
bombardeos a las ciudades alemanas con Arthur «Bombardero» Harris como protagonista? ¿Cuántas películas
se han hecho sobre los bombardeos a las ciudades japonesas? ¿Cuántas películas se han hecho sobre las
hambrunas de Bengala (y de todas las anteriores en la India británica)? ¿Cuántas películas se han hecho sobre
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la represión Aliada en la posguerra (en la cual, desde luego, los soviéticos también cometieron sus
atrocidades)?
Federico afirma sin rodeos, barriendo para casa, que la economía de mercado y la democracia liberal ha
demostrado «ser infinitamente mejores que el peor salvajismo contemporáneo, el socialismo real de Lenin» (p.
43). «El comunista no es, no ha sido nunca, inocente de lo que los comunistas han hecho en cualquier otro lugar
del mundo» (p. 44). Y los liberales, desde luego, ¡solo faltaría!, son inocentes de las fechorías (¿cuáles?, se
preguntará Federico) del liberalismo en cualquier otro lugar del mundo. Y todo ello porque el liberalismo es
«muuuy buuueno», que diría Gallardón.
Para Federico todo «se reduce a reconocer o no que el comunismo roba y mata, en magnitud desconocida en
la historia de la humanidad. Y que robar y matar está mal. No porque lo digan todos los códigos penales desde
el de Hammurabi, sino porque es absolutamente incompatible con la civilización» (p. 413). Como si la
civilización se hubiese construido no a base de guerras y atropellos, sino sin romper un solo cristal y sin
derramar ni una gota de sangre, como si hubiese sido una construcción a causa de actos éticos y bondadosos.
Pero la civilización se ha construido a base de guerras. De hecho, ya sólo por la tecnología, las guerras de la
civilización, especialmente las dos guerras mundiales, han provocado muchísimas más muertes que las guerras
de la barbarie; y, ni que decir tiene, que las batallas o cacerías, como la de Caprina, de la época del salvajismo o
del «estado natural» del «hombre» primitivo. Pero, como decimos, las masacres y los crímenes horrendos (aun
siendo de carácter político) han existido desde siempre, en mayor o en menor escala, pero no son un invento del
comunismo o del nacionalsocialismo (tampoco del liberalismo). No obstante, es indudable que la tecnología ha
traído mayor sofisticación a la hora de masacrar a los humanos. El colmo del refinamiento tecnológico es la
bomba atómica, lanzada por el Imperio liberal y democrático de Estados Unidos a la población japonesa no sólo
en una ocasión sino en dos ocasiones. ¡Uy si lo hubiese hecho la Unión Soviética!
Federico llega a escribir: «Vamos, como si el comunismo no matara» (p. 236). Pero se le podría reprochar por
lo que escribe: «Vamos, como si el capitalismo no matara». Aunque, ¿qué sistema político no ha llegado a
matar? Parece que para Federico eso es cosa exclusiva del comunismo (y de su «espejo» nacionalsocialista).
Pero sin el ejército y las guerras hubiese sido imposible el capitalismo, del mismo modo que la URSS no
hubiese sido posible sin el Ejército Rojo. Parece mentira que se tenga que señalar algo que es de una obviedad
pasmosa que debería ser de perogrullo.
Federico le reprocha a las potencias occidentales (a Estados Unidos fundamentalmente, porque «Europa e
Iberoamérica se han limitado a acompañar y, normalmente, a estorbar» [p. 285]) no haber actuado militarmente
contra el comunismo, vicio que ya empezó con el premier británico David Lloyd George (1863-1945) y
presidente Woodrow Wilson (1856-1924) con «mezquina estupidez» y «buenismo maligno» (p. 286). ¿Acaso las
guerras de Corea, Vietnam, Laos, Nicaragua o el bombardeo al parlamento chileno y otros ataques en
Centroamérica, como el bombardeo a la ciudad de Panamá, y África le parece una broma? ¿Acaso Federico no
tiene en cuenta el arsenal atómico de la URSS, el cual impedía que fuese tomada convencionalmente, por lo
menos a partir de 1949? Cosa que ya intentó Churchill en 1945, tras la derrota de Alemania, cuando la URSS no
poseía la bomba atómica, en la alucinada Operación «Impensable» (tan alucinada y tan impensable que ningún
general la tomó en serio, al tratarse de delirios geoestratégicos de un político cada vez más acabado, tan
acabado que perdió las elecciones, cosa que no era tan «impensable» como algunos creían).
Federico afirma que el comunismo es una religión, pero hace una referencia a «la sustitución de una moral
universal, cristiana, por la total amoralidad revolucionaria» (p. 181). Distinción maniquea donde las haya, pues
Federico no tiene en cuenta la historia criminal del cristianismo, que ya en los primeros siglos se impuso al
paganismo a sangre y fuego, empezando por la batalla del puente Milvio a la que la siguieron otras muchas
batallas (¿es que acaso pudo ser de otro modo, tal vez con la ayuda de Dios y la asistencia de sus ángeles?),
por no hablar de las innumerables guerras de religión: Cruzadas, Guerra de los Treinta Años, &c., &c. Aunque el
carácter religioso de estas guerras no agotaba ni mucho menos la naturaleza de los conflictos, basados
fundamentalmente en motivos económicos y políticos: territoriales; esto es, la disputa por la capa basal o
riquezas territoriales a través del poder militar de la capa cortical.
Sería ilustrativo citar algunos versículos evangélicos incendiarios en donde la moralidad brilla por su ausencia
y se condena a los infieles al infierno (y, por mucho mal que haga un hombre, condenarle eternamente al
sufrimiento infinito del infierno es descabellado en grado extremo, además de ser una tesis calumniosa y sin
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embargo ridícula).
Aquí cito algunos versículos: «quien hubiera blasfemado contra el Espíritu santo, no tiene perdón hasta la
eternidad, al contrario, es reo de pecado eterno» (Mc 3.29); «quien viene tras de mí -le hace decir el evangelista
a Juan el Bautista- dejará limpia la era y reunirá el trigo en el granero, pero la paja la quemará en un fuego
inextinguible» (Mt 3.11-12); «quien diga a su hermano: “racá” [estúpido], será acusado en el sanedrín; y quien
diga “loco”, será acusado en la gehena [infierno] del fuego» (Mt 5.22); «os digo que muchos procedentes de
oriente y occidente llegarán y serán sentados a la mesa junto a Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos,
pero los hijos del reino serán arrojados a la tiniebla exterior, allí estará el llanto y el rechinar de dientes» (Mt
8.11-12); «¡ay de vosotros los ricos!, porque alejáis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis
saciados, porque pasaréis hambre. ¡Ay, los que ahora reís!, porque sufriréis y lloraréis» (Lc 6.24-25); «El que
cree en el Hijo tiene vida eterna; el que no obedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece
con él» (Jn 3.36). ¿Deus est charitas? Dios ama a los suyos, y los que no son suyos que se pudran en el
infierno para el resto de la eternidad, porque el perdón de Dios no es universal: «Pues muchos son los llamados,
pero pocos los elegidos» (Mt 22.14). Pero, afortunadamente cabría decir, Dios es una paraidea y por ser
contradictoria es imposible y así ni existe ni puede existir. (Los versículos evangélicos están tomados de Piñero,
2009).
De todos modos Federico no excluye el odio del cristianismo, como lo manifiesta en la página 198: «El éxito
de Marx fue asegurar científicamente el triunfo del odio. No fue el primero: le precedían los profetas del Antiguo
Testamento, el Nuevo y el Apocalipsis de San Juan, junto a los sermones antisemitas de Lutero».
Ahora bien, tampoco hay que caer en una leyenda negra anticristiana, y ni mucho menos en una leyenda
negra anticatólica (muy ligada a la leyenda negra antiespañola). Entre 1817 y 1818 el sacerdote católico riojano
Juan Antonio Llorente (1756-1823) publicó en su exilio parisino Histoire critique de l’Inquisition espagnole, que
se traduciría en 1822 al español estando el propio Llorente en España al ser desterrado de Francia. Desde 1841
hasta el 4 de diciembre de 1808 Llorente calculó que fueron quemados vivas 31.912 personas, otras 17.659
fueron quemadas en efigie y fueron penitenciadas con penas graves 291.450. Llorente también añade judíos y
moriscos, cuya expulsión fue inspirada por la Inquisición. Es la cifra más grande que se conoce, y hablamos de
327 años de Inquisición. En tres siglos de Santo Oficio la cifra, aun siendo la más inflada, sigue siendo ridícula,
en comparación a lo que enseguida vamos a estudiar. «Sin embargo, las cifras deben ser matizadas, pues los
cálculos de Llorente se hacen por medio de proyecciones de datos, es decir, que tomando los números de un
tribunal, en concreto el de Sevilla de inicios de la puesta en funcionamiento del Santo Oficio -es decir, el
momento más cruento de la Inquisición- los aplica a otros tribunales. A este arbitrario proceder hemos de añadir
que Llorente emplea datos distorsionados, pues del cotejo de los suyos con los de la fuente de la que dice
tomarlos, la Historia de España del teólogo jesuita Juan de Mariana (1536-1624), aparece una gran distancia, ya
que Mariana habla de períodos de tiempo superiores al año, referidos al conjunto de España. La falsificación de
los datos de Mariana no fue la única, pues hará lo propio con la obra de Andrés Bernáldez (h.1450-1513), cura
de Los Palacios. Los hinchados resultados de Llorente hicieron las delicias de la masonería, que lo protegió en
su exilio francés» (Vélez, 2014: 45). Aunque, comparado con Solzhenitsyn, Llorente es un riguroso estadístico y
un estudioso serio y digno de fiar.
Pero si desinflamos la cifra, según los estudios de Gustav Hennigsen (Dinamarca, 1934) y Jaime Contreras
(España, 1947), entre 1540 y 1700 hubo 44.674 causas abiertas por la Inquisición, de las cuales sólo 1.346
personas fueron condenadas a la hoguera. (Véase Roca Barea, 2016: 276). 1.346 ejecuciones es una cifra
ridícula, si pensamos en los crímenes que los buenos a perpetrado en otros lugares y tiempos lejanos, no tan
lejanos y recientes. En sus 356 años de existencia la Inquisición «ajustició en la hoguera a unos 2.000
judaizantes, a los que han de sumarse cerca de 300 moriscos, 150 protestantes o iluminados, 130 acusados de
sodomía o bestialismo junto a varias decenas de brujas. Cifras, en todo, caso, muy alejadas de los cientos de
miles de brujas y católicos eliminados en los países protestantes» (Vélez, 2014: 45). «El propio Juderías nos
ofrece datos como la quema en la ciudad alemana de Bamberg de 600 personas, a las que hemos de sumar las
900 ajusticiadas en Wurzburgo o las 500 de Suiza. Siguiendo de nuevo a juderías nos encontramos con el
hecho de que las muertes de brujas en Inglaterra fueron muy comunes, hasta el punto de que antes de la
llegada al trono de Jacobo I, fueron enviadas a la hoguera 17.000 personas en Escocia y 40.000 en Inglaterra.
Con el monarca en el poder, su ritmo de eliminación de brujas se calcula en unas 500 anuales. Francia no le iría
a la zaga a las tierras británicas, como tampoco Flandes y el resto de países europeos» (Vélez, 2014: 60). En lo
que se refiere a las brujas quemadas en España, «según el Simposio Internacional sobre la Inquisición realizado
en el Vaticano en octubre de 1998, arroja un número: 49, que palidece ante las decenas de miles ejecutadas en
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En la España imperial afirma Stanley Payne (Texas, 1934): «Vale la pena señalar que el número de herejes
ejecutados en España en el siglo XVII es inferior a la cifra de personas, tanto católicas como protestantes, que
se mataron en Alemania durante la caza de brujas de ese período. Solamente en la región suroeste de
Alemania, 3.200 reos de hechicería fueron condenados a muerte entre 1562 y 1684» (Payne, 1994: 60). Lo que
ya era más que la Inquisición en sus 356 años de historia.
La apología de la burguesía que hace Federico no tiene en cuenta que, en tiempos de Marx, la defensa que
se hacía de la propiedad privada no sólo privaba a los trabajadores de la metrópolis de lo que ganaban con el
sudor de su frente, sino además se explotaba a los habitantes de las colonias, desde un ortograma que desde el
materialismo filosófico diagnosticamos como imperialismo depredador, cuyo prototipo era el Imperio Británico, el
Imperio capitalista por antonomasia, que Marx y Engels ponían como modelo de sociedad capitalista en la
vanguardia de la Historia Universal, en vísperas de la supuesta batalla final que traería el socialismo y el
consecuente comunismo final. El Imperio Británico se caracterizaba por la imposición del proteccionismo en la
metrópolis y del librecambismo radical en las colonias, donde se produjeron imponentes hambrunas como las de
la India o las de Irlanda, con millones y millones de muertos. Y esto no es leyenda negra ni propaganda, y
vamos a ver por qué.
Vaya por delante que aquí no procuraré emprender una leyenda negra contra el Imperio Británico (como
tampoco lo haré después contra Estados Unidos). Con mayor o menor acierto procuraré interpretar
correctamente los datos históricos; aunque éstos, desde luego, están sometidos a discusión. Pero no cabe duda
de que el Imperio Británico, como ha sabido ver Gustavo Bueno, es un Imperio depredador (frente a Estados
Unidos que, con reservas, lo diagnostica como Imperio generador). Y esto no quiere decir que haya una leyenda
negra contra tal Imperio, pues de hecho nunca la ha habido. «El hecho de que Inglaterra nunca intentara
expandirse por Europa Occidental explica que no haya sufrido el acoso de una leyenda negra. Como no ha
habido poder local que se sintiera amenazado, no ha habido propaganda ni intelectuales que fabricasen las
correspondientes justificaciones. Con un buen criterio admirable, Inglaterra se ha limitado durante toda su
historia a combatir todo poder que amenazara con crecer y hacerse hegemónico en el continente, pero jamás ha
pretendido erigirse en ese poder ella misma. En 1936, Winston Churchill lo explica estupendamente en una
carta privada: “Durante cuatrocientos años la política exterior de Inglaterra ha consistido en oponerse a la
potencia más fuerte, más agresiva, más dominante del Continente y, en particular, evitar que los Países Bajos
cayesen en manos de ella […]. Repárese en que la política de Inglaterra no tiene en cuenta qué nación es la
que busca la dominación de Europa. La cuestión no reside en si se trata de España, de la Monarquía Francesa,
el Imperio germánico o el régimen de Hitler. No tiene nada que ver con gobernantes o naciones; se ocupa
únicamente de quién es el tirano potencialmente más fuerte y dominador”. Si Inglaterra hubiera intentado alguna
vez esta hegemonía, habría dejado alguna huella imperiófoba, pero no ha sido así. Los franceses, que sí lo
hicieron, dejaron un husmillo perfectamente reconocible. La fugaz aventura napoleónica generó de manera
inmediata un arranque propagandístico fenomenal. De hecho, la expresión “leyenda negra” se puso de
actualidad a finales del siglo XIX para referirse a Napoleón» (Roca Barea, 2016: 409-410).
En 1688, el año de la Revolución Gloriosa, los católicos irlandeses poseía el 22% de la tierra, pero en 1703
ese porcentaje bajó al 14%, y sólo se quedaría en el 5% en 1778. Los católicos, que eran abrumadoramente
mayoritarios en Irlanda, fueron excluidos de todo cargo público y de toda profesión legal.
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En 1798, tres años antes de la formación del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, la población irlandesa
era de cuatro millones y medio aproximadamente, lo que suponía un tercio del total de la población de las islas
británicas que estaba privada de libertad negativa; una cifra proporcionalmente superior a la de Estados Unidos,
donde un quinto de la población era esclava. «A ello, hay que añadir que los dominadores ingleses -antes y
después de la Revolución Gloriosa- tratan a los irlandeses, por un lado, del mismo modo en que son tratados los
pieles rojas: se les expropian sus tierras y se los diezma mediante medidas más o menos drásticas; y por otro,
se los trata igual que a los negros; de quienes resulta oportuno utilizar el trabajo forzado. De aquí la oscilación
entre prácticas de esclavización y prácticas genocidas» (Losurdo, 2005: 123).
En 1824 un rico mercader, ferviente cuáquero, abolicionista y discípulo de Adam Smith (1723-1790), James
Cropper, afirmaba que la situación de los irlandeses era aún peor que la de los negros esclavos.
También el liberal francés Alexis Henri Charles de Clérel (el vizconde de Tocqueville) (1805-1859) observaba
la situación: «A decir verdad, no hay justicia en Irlanda. Casi todos los magistrados del país están en guerra
abierta con la población. En consecuencia, la población no tiene ni tan siquiera la idea de una justicia pública»
(citado por Losurdo, 2005: 122). En su visita a Irlanda Tocqueville describe la miseria de los habitantes de la isla
y hace una comparación entre Inglaterra e Irlanda: «Las dos aristocracias de las que he hablado tienen el mismo
origen, las mismas costumbres, casi las mismas leyes. Y, sin embargo, una ha dado a los ingleses durante
siglos uno de los mejores gobiernos del mundo, la otra, a los irlandeses, uno de los más detestables que se
pueda imaginar» (citado por Losurdo, 2005: 176). Como decía Denis Diderot (1713-1784) en 1774, «el inglés,
enemigo de la tiranía en su patria, es el déspota más feroz, una vez que sale de ella» (citado por Losurdo, 2005:
141). Pero con la industrialización, como vamos a ver, también fue tirano en su tierra.
Según un historiador liberal anglo-irlandés del siglo XIX, William E. H. Lecky (1838-1903), la finalidad de la
legislación inglesa en Irlanda tenía como finalidad el expolio de la propiedad y la industria de los irlandeses, y
así «mantenerlos en condiciones de pobreza, destruir en ellos cualquier germen de iniciativa empresarial,
degradarlos al rango de una casta servil que no abrigue nunca la esperanza de elevarse al nivel de sus
opresores» (citado por Losurdo, 2005: 122). Engels decía que en ningún país había visto tantos gendarmes
como en Irlanda.
También el pueblo irlandés estaba despojado de su libertad religiosa, y estaba obligado a pagar con el
diezmo, pese a la miseria que padecía, a la opulenta y poderosa iglesia anglicana que lo represaliaba. Además,
en Irlanda estaban prohibidos los matrimonios mixtos, e incluso un cura podía perder la vida si casaba a un
matrimonio mixto (¡qué contraste con el Imperio Español en América donde ya Hernán Cortés, a imitación del
Alejandro Magno, se casó y tuvo hijos con una indígena!).
En los siglos XVIII y XIX los irlandeses tuvieron en Australia su Siberia oficial, junto a muchos radicales
deportados a la isla-continente. A mediados del siglo XIX los crímenes contra la población irlandesa eran
justificados por sir Charles Edward Trevelyan (1807-1886) -encargado por el gobierno de Londres de estar al
tanto de la situación- como la intervención de la «Providencia omnisciente» para solucionar el problema de la
superpoblación.
Entre 1846 y 1847 algo menos de un millón de irlandeses murieron de hambre. De hecho, la década de los 40
del decimonónico siglo en Inglaterra es recordada como «los hambrientos cuarenta» (hungry forties). Fueron las
hambrunas más graves que hubo en Europa desde el Renacimiento, especialmente la de Irlanda (a cuya
desgracia habría que sumar un millón de emigrantes).
En 1845 escribía el joven Friedrich Engels (1820-1895) en La situación de la clase obrera en Inglaterra: «Los
habitantes de Irlanda son pobres como las ratas, visten los andrajos más miserables y están en el grado más
bajo de cultura posible en un país medio incivilizado. Según el informe citado, forman una población de ocho
millones y medio, con 385.000 jefes de familia, en una total miseria (destitution), y según otros datos de Sheriff
Alison, hay en Irlanda 2.300.000 hombres que no podían vivir, sin la beneficencia pública o privada; por lo tanto,
¡el 27 por ciento de la población está formada por pobres!» (Engels, 1845: 306).
Leemos en el tomo I de El Capital: «La población de Irlanda había aumentado en 1841 a 8.222.664 personas;
en 1851 se había reducido a 6.623.985 habitantes, en 1861 a 5.850.309 y en 1866 a 5 ½ millones, esto es,
aproximadamente en su nivel de 1801. La disminución comienza con el año de hambruna de 1846, de manera
que en menos de 20 años Irlanda pierda más de 5/16 del número total de sus habitantes. Su emigración global
desde mayo de 1851 hasta julio de 1861 ascendió a 1.591.487 personas; la emigración durante los últimos 5
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años (1861-1865) pasó del medio millón. El número de casas ocupadas se redujo, de 1851 a 1861, en 52.900.
De 1851 a 1861 el número de las fincas arrendadas con una superficie de 15 a 30 acres aumentó en 61.000; el
de las fincas arrendadas mayores de 30 acres en 109.000, mientras que el número total de todas las fincas
arrendadas decreció en 120.000, merma que obedece exclusivamente al aniquilamiento de fincas arrendadas
de menos de 15 acres, o sea a su concentración» (Marx, 1867: 684). «Inglaterra, país de producción capitalista
desarrollada y preponderantemente industrial, habría quedado exangüe si hubiera padecido una sangría de
población como la soportada por Irlanda. Pero Irlanda, actualmente, no es más que un distrito agrícola de
Inglaterra, de la cual la separa un ancho foso, y a la que suministra granos, lana, ganado y reclutas industriales
y militares» (Marx, 1867: 688). «En 1846, la hambruna liquidó en Irlanda a más de un millón de seres humanos,
pero sólo se trataba de pobres diablos. No infligió el menor perjuicio a la riqueza del país. El éxodo que la siguió
durante dos decenios, y que todavía hoy va en aumento, no diezmó -como sí lo hizo la Guerra de los Treinta
Años- junto con los hombres a sus medios de producción. El genio irlandés inventó un método totalmente nuevo
para proyectar a un pueblo indigente, como por arte de encantamiento, a miles de millas de distancia del
escenario de su miseria. Los emigrantes arraigados en Estados Unidos envían anualmente sumas de dinero a
casa, medios que posibilitan el viaje de los rezagados. Cada tropel que emigra este año, atrae el próximo año
otro tropel de emigrantes. En vez de costarle algo a Irlanda, la emigración constituye uno de los ramos más
proficuos de sus negocios de exportación. Es, por último, un proceso sistemático que no se limita a horadar un
boquete transitorio en la masa de la población, sino que extrae de ella, año a año, más hombres que los
remplazados por los nacimientos, con lo cual el nivel absoluto de población disminuye cada año» (Marx, 1867:
690).
«En mi reciente visita al norte de Irlanda», dice el inspector fabril inglés Robert Baker, «me sorprendió el
esfuerzo que realizaba un obrero cualificado irlandés para procurarles educación, pese a sus escasísimos
recursos, a sus hijos. Reproduzco textualmente sus declaraciones, tal como las recogí de sus labios. Se trata de
un obrero calificado, como lo demuestra el hecho de que se lo emplee en la producción de artículos para el
marcado de Manchester. Johnson: Soy beetler [agramador] y trabajo de 6 de la mañana a 11 de la noche, de
lunes a viernes; los sábados terminamos a las 6 de la tarde y tenemos 3 horas para comer y descansar. Tengo 5
chicos. Por ese trabajo gano 10 chelines y 6 peniques semanales; mi mujer también trabaja y cobra 5 chelines
por semana. La muchacha mayor, de 12 años de edad, está a cargo de la casa. Es nuestra cocinera y la única
ayudante que tenemos. Prepara a los hermanos menores para ir a la escuela. Mi mujer se levanta conmigo y
salimos juntos. Una muchacha que pasa delante de nuestra casa me despierta a las 5.30 de la mañana. No
comemos nada antes de ir al trabajo. La chica de 12 años cuida a los más pequeños durante todo el día.
Desayunamos a las 8 y vamos para eso a casa. Tenemos té una vez por semana; los demás días comemos una
papilla (stirabout), a veces de harina de avena y otras veces de harina de maíz, según lo que podamos
conseguir. En invierno agregamos algo de azúcar y agua a harina de maíz. En verano cosechamos algunas
patatas, plantadas por nosotros en un pedacito de terreno, y cuando se terminan volvemos a la papilla. Así van
las cosas, un día tras otro, todo el año. De noche, cuando termino de trabajar, siempre estoy muy cansado.
Excepcionalmente, comemos un bocado de carne, pero muy raras veces. Tres de nuestros hijos van a la
escuela; pagamos para ello 1 penique por cabeza, cada semana. Nuestro alquiler es de 9 peniques semanales,
la truba y el fuego nos cuestan por lo menos 1 chelín y peniques por quincena». Y añade Marx: «¡He aquí los
salarios irlandeses, he aquí la vida irlandesa!» (Marx, 1867: 692).
En la década de 1870 Jenny Marx (1844-1883), la hija mayor de Marx, escribió muchos artículos en Francia
denunciando el maltrato que los independentistas irlandeses sufrían en las cárceles del Gobierno de Su
Majestad. Estos artículos tuvieron su repercusión porque el impacto fue tal que las autoridades inglesas se
vieron forzadas a liberar a muchos patriotas irlandeses. El día en que éstos fueron puestos en libertad hubo gran
júbilo y celebración en casa de los Marx.
El libro negro de la humanidad calcula que entre 1769 y 1900 en la India murieron a causa del hambre 26,6
millones de seres humanos. Sobre estas hambrunas «la mayoría de la gente ni siquiera ha oído hablar de ello,
por lo tanto no se culpa a nadie» (White, 2012: 432).
Desde que se independizó en 1947 la India no sufrió una autentica hambruna como las que en seguida vamos
a comentar. «En cambio, mientras los británicos gobernaron la India, las hambrunas se repetían con bastante
frecuencia» (White, 2012: 433). Veámoslo nosotros, ya que Federico ni de pasada lo menciona en su libro (y no
sólo porque no sea tema que le incumba para el mismo, sino porque no le interesa que la servidumbre se entere
de que el hambre sea también cosa de los Estados, de los Imperios, capitalistas). Tampoco dice nada al
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Entre 1769 y 1770, en apenas un año, murieron 10 millones de personas en Bengala. Según un capitán de
navío holandés, que estaba allí por aquellos entonces, la hambruna «surgió en parte debido a la mala cosecha
de arroz del año anterior, pero también debe atribuirse principalmente al monopolio que los ingleses tenían
sobre la última cosecha de este producto, que mantuvieron a un precio tan elevado que los habitantes más
desfavorecidos… no pudieron comprar ni la décima parte de lo que necesitaban para vivir» (citado por White,
2012: 434). Situación que también señala Marx: «Entre 1769 y 1770 los ingleses fabricaron una hambruna,
acaparando todo el arroz y negándose a revenderlo a no ser por precios fabulosos» (Marx, 1867: 731). Ya
antes, en 1766, solamente en la provincia de Orisa, «murieron de inanición más de un millón de hindúes. No
obstante, se procuró enriquecer al erario indio con los precios a que se suministraban víveres a los
hambrientos» (Marx, 1867: 731).
De 1876 a 1879 murieron aproximadamente 8,2 millones (otras estimaciones hablan de 6,1 millones y 10,3
millones). En 1874 una sequía en el noreste de Bengala y Bihai destruyó la cosecha, amenazando de hambre a
millones de campesinos pobres. Pero gracias a la rápida y eficaz actuación del funcionario local sir Richard
Temple (1826-1902) se estableció un sistema modelo de bienestar que alivió el hambre importando medio millón
de toneladas de arroz de Birmania que se repartió gratuitamente a los hambrientos. Gracias a Temple sólo
murieron veintitrés campesinos de hambre, una acción que ha sido descrita como la única operación de ayuda
realmente eficaz que llevó a cabo el Imperio Británico en el siglo XIX.
Pero hete aquí que el heroico Temple fue duramente reprendido. El Economist, imbuido en la perspectiva que
denominamos imperialismo depredador, lo amonestó por enseñarle a los indios que «es deber del gobierno
mantenerlos con vida» (citado por White, 2012: 434). A Temple se le acusó de malgastar el dinero público e
inmiscuirse en el orden natural de las cosas (he aquí el darwinismo social más puro y duro funcionando a toda
máquina como ideología del Imperio). Temple se sintió humillado y quiso enmendar la plana y la oportunidad se
le presentó en 1876 cuando dejaron de caer las lluvias monzónicas y se perdieron las cosechas y el ganado.
Temple se encargó de supervisar el operativo de ayuda y demostró que podía mantenerse dentro del
presupuesto y así prometió que «Todo ha de subordinarse a la consideración económica de desembolsar la
menor cantidad de dinero necesaria para preservar la vida humana» (citado por White, 2012: 435). Esta
actuación fue del agrado del virrey de la India, Robert Bulwer-Lytton (1831-1891), el cual necesitaba todo el
efectivo del tesoro para poner en marcha la conquista de Afganistán, objetivo por el que fue colocado como
virrey de la India por el primer ministro del Gobierno de Su Majestad Benjamin Disraeli (1804-1881). Con tal
conquista la reina Victoria (1819-1901) se convirtió en emperatriz de la India el 1 de enero de 1877, por lo que
se celebró un banquete para 68.000 dirigentes nativos que duró una semana.
Dirigentes nativos como los mughales siempre conservaban las cosechas de los años buenos para
compensarle con los años malos. Pero con la dominación británica las cosechas de los años buenos se
exportaban a Inglaterra. Así, en 1876 al destruirse las cosechas no había reservas con la cual abastecer a la
población, y la carencia hizo subir los precios por las nubes estando fuera del alcance del bolsillo del indio
corriente. Miles de hambrientos fueron detenidos a las puertas de Bombay y Poona. Al sureste de la India, en
Madrás (la actual Chennai) la Policía expulsó a 25.000 hambrientos. La solución del gobierno imperial consistió
en trasladar a los hambrientos a campos de trabajos de canales y vías férreas a cambio de comida, porque en
aquella época «predominada la filosofía de que la ayuda había de ser difícil de conseguir para evitar que los
pobres se convirtiesen en dependientes crónicos de las limosnas del gobierno. Los beneficiarios tenían que
trabajar duro para obtener su ración, cavando zanjas y partiendo piedras. Los campos sólo aceptaban a los que
se encontraban en buenas condiciones físicas y a los sanos para sus proyectos de obras públicas, y solamente
contrataban trabajadores procedentes de lugares que por lo menos estuviesen a dieciséis kilómetros de
distancia, con la idea de que una larga caminata eliminaría a los enclenques. Centenares de miles fueron
rechazados porque estaban demasiado débiles para ser de alguna utilidad» (White, 2012: 436).
Si en 1874 el operativo de ayuda contra la hambruna de Richard Temple suministraba 2.500 calorías a cada
sujeto, suficientes para no morir de hambre, en 1876 la ración diaria de aquellos campos de trabajo era de 1.627
calorías, «123 calorías menos que la ración que recibía un preso en el campo de concentración nazi de
Buchenwald en 1944. La ración de Temple consistente en cuatrocientos cincuenta gramos de arroz al día, sin
carne ni verduras, era la mitad de lo que recibían los convictos en las cárceles indias» (White, 2012: 436-437).
El progreso tecnológico del capitalismo de la revolución industrial tampoco hizo que menguase el hambre:
«Los futuristas y los modernistas esperaban que la nueva y maravillosa tecnología de la era moderna, en
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particular el ferrocarril, hiciesen de la hambruna algo obsoleto, transportando alimentos a las zonas afectadas,
pero en la práctica, la tecnología tuvo el efecto opuesto. Las zonas mejor comunicadas con el ferrocarril fueron
las que más sufrieron, porque aquello permitía a los comerciantes exportar las cosechas locales a mercados
más lucrativos» (White, 2012: 437).
Lord Salisbury (1830-1903), secretario de Estado para la India, se refirió a la hambruna como «una cura
saludable para la superpoblación» (citado por White, 2012: 437). Salisbury, además, condenó la idea «de que un
gobierno británico rico debería consentir que su comercio se viera penalizado por el bien de una India pobre»,
como si el gobierno de Su Majestad se tratase de una «especie de Comunismo Internacional» (citado por White,
2012: 437). Sólo el nizam de Hyderabad, en el centro sur de la India, tuvo generosidad con los hambrientos,
pero miles de ellos morían en el camino hacia sus centros de distribución de alimentos. Así describía la situación
un editor inglés: «Durante largos y reiterados años pedimos la suspensión del [impuesto sobre la tierra] en
tiempos de hambruna, pero fue en vano. Al no haber ninguna ley de los pobres en el país, y con la vieja policía
de dejar que la gente salga del apuro o muera, como pueda… nosotros y nuestros contemporáneos hemos de
hablar sin reservas o ser partícipes de la culpa de asesinatos multitudinarios cometidos por los hombres
cegados ante la verdadera naturaleza de lo que están haciendo en este país» (citado por White, 2012: 437-438).
En un informe gubernamental de 1878 el Gobierno de Su Majestad se eximió de la hambruna y culpó al tiempo.
De 1896 a 1900 murieron de hambre 8,4 millones de individuos. Tras las hambrunas de 1876 el gobierno
imperial fundó un Fondo para la Hambruna (con los ingresos de la India y no de Gran Bretaña). Pero con todo,
veinte años después las hambrunas volvieron. En 1896 no llegaron las lluvias monzónicas y la sequía destruyó
la cosecha, subiendo considerablemente el precio del cereal para desgracia del indio de a pie. Así describió el
panorama un metodista de Hyderabad: «La gente ya no tenía reservas ni de fuerza ni de grano con las que
contar, las deudas de la anterior hambruna todavía colgaban de sus cuellos, era imposible conseguir dinero
porque los prestamistas cerraban sus monederos cuando no veían posibilidades de recuperar sus préstamos»
(citado por White, 2012: 440).
El cólera también hizo estragos, y así describió un médico occidental un campamento: «Millones de mosca
hostigaban impunemente a las desdichadas víctimas. Una mujer joven que había perdido a todos sus seres
queridos y que se había vuelto loca de remate, estaba sentada junto a la puerta contemplando con expresión
ausente el horrible espectáculo que tenía a su alrededor. En todo el hospital no vi ni una sola prenda decente.
Harapos, nada más que harapos y suciedad» (citado por White, 2012: 440).
Se estima, leemos en El libro negro de la humanidad, que la hambruna de 1899-1900 acabó con 19, ó 8,4 ó
6,1 millones de vidas, similar a la hambruna de 1876, salvo que esta vez el Gobierno de Su Majestad reconocía
que la hambruna fue más a causa del fracaso económico que del clima.
El libro negro del capitalismo habla de, como mínimo, 8.000.000 de muertos por hambre y epidemias entre
1900 y 1945 en la India, China e Indochina (6 de los 8 millones fueron en China).
Como dice Marx en El Capital, «Más que la historia de cualquier otro pueblo, la administración inglesa en la
India ofrece la historia de experimentos económicos fallidos y realmente descabellados (en la práctica, infames).
En Bengala crearon una caricatura de la gran propiedad rural inglesa; en la India sudoriental, una caricatura de
la propiedad parcelaria; en el noroeste, en la medida en que les fue posible, transformaron la comunidad
económica india, con su propiedad comunal de la tierra, en una caricatura de sí misma» (Marx, 1894: 343-344).
Otro episodio catastrófico fue el de las hambrunas de Bengala en plena Segunda Guerra Mundial. Tras la
caída de Singapur, Churchill temía que los japoneses avanzasen por Birmania atacando la frontera oriental de
Bengala. De modo que decidió que se arrasase la tierra en la Bengala oriental y en la costera. Esto sería uno de
los factores que provocó la hambruna.
A finales de marzo de 1942 el gobernador de la India, John Herbert (1895-1943), bajo las órdenes de
Churchill, emitió una directiva en la que se exigía que las existencias excedentarias de arroz y otros alimentos
fuesen retiradas o destruidas en toda Bengala.
El 16 de octubre de 1942 la costa oriental bengalí fue asolada por un ciclón, inundando cuarenta millas de la
costa, lo que hizo que se perdiese la cosecha de otoño. Los campesinos tuvieron que aguantar con las sobras
de la cosecha anterior. En mayo de 1943 la semilla que se sembró en invierno fue consumida por el calor. No
obstante, el economista premio Nobel Amartya Sen (Manikanj, 1933) indicó que Bengala no andaba escasa de
arroz en 1943, y que había más que en mayo de 1941. Esto, en parte, condicionó a la lenta reacción del
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Gobierno de Su Majestad al desastre, cogiéndole por sorpresa las hambrunas. Según Sen, hubo rumores que
causaron el acaparamiento y la inflación de los precios, a raíz de la urgencia demandada por la guerra, que
hicieron que las partidas de arroz fuesen una magnífica inversión. Y así, los precios se duplicaron en relación al
año anterior. Asimismo, el esfuerzo de guerra hizo que los sueldos se congelasen. Es decir, a pesar de que
Bengala disponía de arroz y otros granos, la gente no disponía de dinero para costeárselo. Luego fue más bien
por falta de dinero y no por falta de alimentos. La hambruna cesó cuando se envió a Bengala un millón de
toneladas de grano, lo que hizo que se redujesen los precios.
Se desviaron miles de toneladas de arroz de Bengala para que fuesen alimentados los soldados británicos. A
su vez las autoridades británicas decidieron que era preferible que la gente muriese en las aldeas a que se
produjese el caos en las ciudades.
Cuando el secretario de Estado para la India, Leo Amery (1873-1955), propuso una edición radiofónica para
dar explicaciones de la política británica en la India, Churchill vetó la iniciativa afirmando que tal emisión daría
«demasiada importancia a la hambruna, dando la impresión de que se pide perdón» (citado por Hastings, 2009:
1125). «Más que ningún otro aspecto de su proceder a lo largo de la guerra, este despotismo reflejaba
perfectamente la visión decimonónica imperialista de Churchill en su juventud» (Hastings, 2009: 1125-1126). El
imperialismo decimonónico británico, es decir, el perfecto ejemplo de imperialismo depredador desde las
coordenadas del materialismo político.
Churchill le llegaría a escribir al virrey de la India Lord Wavell (1883-1950): «La hambruna en Bengala es uno
de los grandes desastres que haya sufrido pueblo alguno bajo la ley británica. El daño sobre nuestra reputación
en India es incalculable»{36}.
Comenta El libro negro de la humanidad: «Haciendo gala de su acostumbrada falta de preocupación por el
pueblo de la India, los británicos se negaron a interferir en el vertiginoso ascenso de los precios de los alimentos
que fijaba el mercado libre y dejaron morir de hambre a los habitantes de Bengala. Al menos 1,5 millones de
indios, tal vez incluso entre 3 y 4 millones, murieron de hambre antes de que alguien empezara a preocuparse.
El primer ministro Winston Churchill se encogió de hombros y culpó de la hambruna a los indígenas, por
“reproducirse como conejos”» (White, 2012: 579). Ese era Winston Churchill. Después le dedicaré unas palabras
al tan laureado primer ministro.
¿Ustedes se imaginan que esto lo hubiese hecho el Imperio Español en América? ¡Uy si lo hubiese hecho el
Imperio Español! Entonces nos desayunábamos, almorzábamos, merendábamos y cenábamos todos los días
con el recuerdo de tales hambrunas: ¡qué Memoria Histórica sería esa! Un caramelito para los enemigos de
España. Ya le gustaría a separatistas y podemitas que en América el Imperio Español hubiese tenido un
comportamiento semejante. De todos modos tampoco les hace falta, porque se creen la leyenda negra a pies
juntillas, y además están en disposición y encima quieren que hubiese sido así. Pero ese no fue el caso del
Imperio Español en América porque la leyenda negra es un mito tenebroso; y sin embargo es éste, y no el
Imperio Británico, el que padece una leyenda negra (como también la padece, y la padeció mientras existió, la
Unión Soviética, donde se erradicó el hambre, así como el analfabetismo, como hizo en España el franquismo,
pese a quien le pese).
Como dijo Emilia Pardo Bazán el 18 de junio de 1900, «El Padre Las Casas, si viese a los hambrientos de la
India y a los infelices sioux, tendría que llorar para toda su vida»{37}.
Dice nuestro Federico: «El modo de matar de hambre a la burguesía -la real o la imaginada por los
Bolcheviques- en las grandes ciudades rusas fue el mismo que el de los nazis a los judíos en el gueto de
Varsovia: no podían salir ni trabajar y con cartillas de alimentación mísera fueron muriendo lentamente: los
viejos y niños primero» (p. 290). ¿Y por qué Federico no pone como ejemplo las hambrunas de la India en la
que murieron en doscientos años 30 millones de personas en cuatro grandes hambrunas? «El hambre no es,
pues, un accidente, un precio, un problema para los leninistas. Es un arma para el control, el exterminio, el
ejercicio del poder» (p. 309). ¿Y de los británicos qué decimos? Ah, de éstos sólo se puede decir -dirá el filisteo
con su moralismo olímpico- que son «amigos del comercio». Amigos del comercio y enemigos de los indios.
A todo esto hay que añadir el capitalismo explotador contra la propia población inglesa, y no solo el
proletariado inglés sino también los siervos de la gleba, los esclavos y los vagabundos. Como se ha dicho, «La
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Gran Revolución desmontó el orden feudal, pero dio paso a un orden social y económico todavía más injusto y
cruel, el orden burgués, el de la explotación capitalista sin límites, el orden que Marx analizó en su inmensa
obra.» (Bueno, 2003: 149)
En el reinado de Eduardo VI (1537-1553) en «una ley del primer año de su reinado, 1547, dispone que si
alguien rehúsa trabajar se lo debe condenar a ser esclavo de la persona que lo denunció como vago. El amo
debe alimentar a su esclavo con pan y agua, caldos poco sustanciosos y los restos de carne que le parezcan
convenientes. Tiene derecho de obligarlo -látigo y cadenas mediante- a efectuar cualquier trabajo, por
repugnante que sea. Si el esclavo se escapa y permanece prófugo por 15 días, se lo debe condenar a la
esclavitud de por vida y marcarlo a hierro candente de la letra S en la frente o mejilla; si se fuga por segunda
vez, se lo ejecutará como reo de alta traición. El dueño puede venderlo, legarlo a sus herederos o alquilarlo
como esclavo, exactamente al igual que cualquier otro bien mueble o animal doméstico. Si los esclavos atentan
de cualquier manera contra sus amos, deben también ser ejecutados. Los jueces de paz, una vez recibida una
denuncia, deben perseguir a los bribones. Si se descubre que un vagabundo ha estado holgazaneando durante
tres días, debe trasladárselo a su lugar de nacimiento, marcarle en el pecho una letra V con un hierro candente
y ponerlo allí a trabajar, cargado de cadenas, en los caminos o en otras tareas. Si el vagabundo indica un falso
lugar de nacimiento, se lo condenará a ser esclavo vitalicio de esa localidad, de los habitantes o de la
corporación, y se lo marcará con una S. Toda persona tiene el derecho de quitarles a los vagabundos sus hijos
de retener a éstos como aprendices: a los muchachos hasta los 24 años y a las muchachas hasta los 20 años.
Si huyen, se convertirán, hasta esas edades, en esclavos de sus amos, que pueden encadenarlos, azotarlos,
&c., a su albedrío. Es lícito que el amo coloque una argolla de hierro en el cuello, el brazo o la pierna de su
esclavo, para identificarlo mejor y que esté más seguro. La última parte de la ley dispone que ciertos pobres
sean empleados por la localidad o los individuos que les den de comer y beber y que les quieran encontrar
trabajo. Este tipo de esclavos parroquiales subsistió en Inglaterra hasta muy entrado el siglo XIX, bajo el nombre
de roundsmen (rondadores)» (Marx, 1867: 716).
En el reinado de Isabel I (1533-1603), en 1572, «a los mendigos sin licencia, mayores de 14 años, se los
azotará con todo rigor y serán marcados con hierro candente en la oreja izquierda en caso de que nadie quiera
tomarlos a su servicio por el término de dos años; en caso de reincidencia, si son mayores de 18 años, deber
ser… ajusticiados, salvo que alguien los quiera tomar por dos años a su servicio; a la segunda reincidencia, se
los ejecutará sin merced, como reos de alta traición. Leyes similares: 18 Isabel c. 13 y 1597» (Marx, 1867:
716-717).
En el de Jacobo I (1566-1625) «toda persona que ande mendigando de un lado para otro es declarada gandul
y vagabundo. Los jueces de paz, en las petty sesions [sesiones de menor importancia], están autorizados a
hacerla azotar en público y a condenarla en el primer arresto a 6 meses y en el segundo a 2 años de cárcel.
Durante su estada en la cárcel recibirá azotes con la frecuencia y en la cantidad que el juez de paz considere
conveniente… Los gandules incorregibles y peligrosos serán marcados a fuego con la letra R en el hombro
izquierdo, y si nuevamente se les echa el guante mientras mendigan, serán ejecutados sin merced y sin
asistencia eclesiástica. Estas disposiciones, legalmente vigentes hasta comienzos del siglo XVIII, no fueron
derogadas sino por 12 Ana c. 23» (Marx, 1867: 717).
En 1845 el joven Engels escribía en La situación de la clase obrera en Inglaterra: «La condición de la clase
trabajadora es el terreno positivo y el punto de partida de todos los movimientos sociales contemporáneos,
porque ella señala el punto culminante, más desarrollado y visible, de nuestra persistente miseria social. Ella
produjo, por vía directa, el comunismo de los obreros franceses y alemanes, y por vía indirecta, el fourierismo y
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el socialismo inglés, así como el comunismo de la culta burguesía alemana. El conocimiento de las condiciones
del proletariado es, por tanto, una necesidad indispensable para dar a las teorías socialistas, por una parte, y a
los juicios sobre su legitimidad, por otra, una base estable, y para poner fin a todos los sueños y fantasías pro et
contra. Pero las condiciones del proletariado existen, en su forma clásica, en su forma acabada, solamente en el
Imperio Británico y particularmente en Inglaterra propiamente dicha; al mismo tiempo, solamente en Inglaterra
se ha recogido el material necesario y completo, y se ha aclarado con encuestas oficiales, en la forma requerida
para tratar exhaustivamente el tema» (Engels, 1845: 29). «La condición de la clase trabajadora, es decir, la
condición de la inmensa mayoría del pueblo inglés, plantea el problema: ¿qué ocurrirá con estos millones de
indigentes, que hoy consumen aquello que ayer han ganado, que con sus inversiones y su trabajo han hecho la
grandeza de Inglaterra, que día a día va teniendo más conciencia de la fuerza y día a día exigen, con mayor
insistencia, su parte en las ventajas de las instituciones sociales?» (Engels, 1845: 48).
Y así describe Engels los «barrios feos» londinenses: «Primero hablemos de Londres y del célebre barrio
Ravenrookery (o sea, lugar habitado por cornejas), St. Giles, que por fin ahora está dividido por dos anchas
calles, y que debe ser destruido. Este barrio está situado en medio de las partes más pobladas de la ciudad,
circundado por calles anchas y espléndidas, en las cuales pasea el gran mundo de Londres; muy cercano a
Oxford Street y Regent Street, Trafalgar Street y el mercado; cestos de verduras y fruta, naturalmente casas
altas, de tres o cuatro pisos, con calles estrechas y sucias, curvas, en las cuales el movimiento es tan grande
como en las principales calles de la ciudad, con la única diferencia que en St. Giles se ven sólo personas de la
clase obrera. En las calles está el mercado; cestos de verdura y fruta, naturalmente todas de mala calidad,
apenas aprovechables, restringen aún más el paso, y de ellas, como de los puestos de los vendedores de
carne, emana un olor horrible. Las casas están habitadas desde el sótano hasta el desván, sucias por fuera y
por dentro, hasta el punto de que por su aspecto parecería imposible que los hombres pudieran habitarla. Y
todavía esto no es nada frente a las habitaciones que se ven en los patios estrechos, y en las callejuelas dentro
de las calles, a las que se llega por pasajes cubierto entre las casas, y en las que la suciedad y el estado
ruinoso de las fábricas supera toda descripción; no se ve casi ningún vidrio en las ventanas, las paredes están
rotas, las puertas y las vidrieras destrozadas y arrancadas, las puertas exteriores sostenidas por viejos herrajes
o faltan del todo; aquí, en este barrio de ladrones, las puertas no son de ningún modo necesarias, al no haber
nada para robar. Montones de suciedad y de ceniza se encuentran a cada caso, y todos los desechos líquidos
echados en las puertas se acumulan en fétidas cloacas. Aquí habitan los pobres entre los pobres, los
trabajadores peor pagados, con los ladrones; los explotadores y las víctimas de la prostitución, ligados entre sí;
en su mayor parte son irlandeses o descendientes de irlandeses, que todavía no se han sumergido en la
vorágine de la corrupción moral que los rodea, pero que cada día descienden más bajo y pierden la fuerza de
resistir a la influencia desmoralizadora de la miseria, de la suciedad y de los compañeros disolutos» (Engels,
1845: 58-59).
Engels añade que «los 350.000 obreros de Manchester y sus suburbios habitan casi todos en cottages malo,
húmedos y sucios; que las calles de estos barrios están en el peor estado y la mayor suciedad, sin ningún
cuidado por la ventilación y dispuestas sólo con vistas a la ganancia del constructor; en una palabra, podemos
decir que en las habitaciones de los obreros en Manchester no es posible ninguna limpieza, ninguna comodidad
y tampoco ningún confort; que en esas habitaciones sólo una raza no ya humana, degradada, enferma del
cuerpo, moral y físicamente rebajada al nivel de las bestias, puede sentirse feliz y a su gusto» (Engels, 1845:
95).
Y sobre el mayor barrio obrero londinense situado al este de la torre, en Whitechapel y Bethnal-Green, en
donde se concentraba la masa principal de trabajadores londinense, decía el predicador de San Felipe, en
Bethnal-Green, J. Alston: «[La parroquia] encierra 1.400 casas, habitadas por 2.795 familias, cerca de 12.000
personas. El espacio habitado por esta gran población es menor de 400 yards (1.200 pies) cuadradas, y con tal
aglomeración nada más común que un hombre, su mujer y cuatro o cinco hijos, y todavía también el padre y la
madre, habiten una misma pieza de diez o doce pies cuadrados, donde trabajan, comen y duermen. Creo que,
antes que el obispo de Londres reclamase la atención pública sobre esta pobrísima parroquia, en el oeste de la
ciudad se sabía tanto de esto como de la bárbara Australia o de las islas del Pacífico. Y si nosotros, observando
personalmente, nos damos cuenta exacta de los sufrimientos de estos infelices, si observamos su podre
alimento y los vemos curvados bajo el peso de las enfermedades y de la falta de trabajo, encontraremos tal
cantidad de miseria y de privaciones que una nación como la nuestra debería de avergonzarse de su existencia.
He sido párroco de Huddersfield durante tres años, cuando las fábricas andaban mal, pero no he visto jamás
aquí un abandono tan completo de los pobres como en Bethnal-Green. Ni un padre de familia, entre diez, tiene
otro traje que el de trabajo, como no sean guiñapos; algunos tienen, para cubrirse, nada más que dichas
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vestimentas y, por lecho, una bolsa de paja o viruta» (citado por Engels, 1845: 61).
Por otra parte, en el mercado las mercancías de calidad abundan por la mañana, «pero cuando los obreros
llegan, lo mejor ha sido ya vendido, y aun cuando así no fuera, probablemente no podrían comprarlo. Las papas
compradas por los obreros son, en su mayor parte, malas; las legumbres pasadas, el queso viejo y de mala
calidad, el tocino rancio, la carne flaca, vieja, dura, de animales viejos o enfermos, a menudo ya medio podrida.
Los vendedores son, en su mayoría, pequeños revendedores que compran las cosas peores, que pueden
revender así a poco precio, a causa de su mala calidad. Los obreros más pobres deben usar aún alguna treta
para poder tener con su escaso dinero el artículo que desean comprar, aunque sea de mala calidad. Como las
tierras deben cerrarse a mediodía del sábado y el domingo permanecen cerradas, entre las 10 y las 12 del
sábado se venden a precio bajísimo todas aquellas mercancías que no se pueden conservar hasta el lunes. De
aquello, sin embargo, las diez o las nueve décimas partes no son ya utilizables el domingo a la mañana, y esos
artículos forman la comida dominical de la clase obrera más pobre» (Engels, 1845: 100). Y tomando a sus
adversarios por testimonio afirma que «Los negociantes y fabricantes falsifican todos los alimentos de manera
injustificable y sin ningún miramiento por la salud de quienes deben consumirlos» (Engels, 1845: 101). «El rico
no es engañado porque puede pagar los precios elevados de las grandes tiendas, que tienen que mantener su
prestigio y que se perjudicarían mucho teniendo mercancías malas o falsificadas; el rico está habituado a la
buena comida y con su paladar delicado nota el engaño fácilmente. Pero el pobre, el obrero, para quién un par
de centavos cuenta mucho, que por poco dinero debe adquirir muchas mercaderías, que no debe ni puede
examinar escrupulosamente la calidad, porque no tiene ocasión de educar su gusto, que recibe todas las
mercaderías falsificadas y a menudo envenenadas, acude a los pequeños comerciantes, debe, tal vez, comprar
a crédito, y estos negociantes, que a causa de su pequeño capital y del mayor precio de compra no pueden
vender de ningún modo a bajo precio, como los grandes vendedores al menudeo, deben, por el bajo precio que
exigen sus clientes y para vencer la competencia de los otros, quieras o no, procurarse mercaderías falsificadas.
Además, si un importante vendedor minorista, que ha empeñado en su negocio, un gran capital, se dejara
atrapar como falsificador, estaría arruinado; ¿qué tiene que temer, en cambio, un pequeño comerciante que
provee de géneros a una sola calle, si se descubren sus falsificaciones?... Pero no sólo en la calidad, sino
también en la cantidad es engañado el obrero inglés; los pequeños comerciantes tienen, en su mayor parte,
pesas y medidas falsas; y puede verse una increíble cantidad de condenas que se producen diariamente, según
las informaciones policiales por dichos delitos» (Engels, 1845: 102-103).
En Inglaterra, así como en Irlanda, el té es una bebida necesaria, como en Alemania el café, «y donde no se
bebe té es que domina la más tétrica pobreza» (Engels, 1845: 104). Y toda esta miseria es la de los
trabajadores, es decir, la de los parados, pues los parados son abandonados a su suerte a beber y comer de lo
que le echen, a pedir limosna, o a robar o morir de hambre. Esa es la libertad que tenían.
Engels no dice que todos los trabajadores londinenses viviesen en tal estado de lamentable miseria, pero sí
afirma que «miles de familias, honestas y diligentes, mucho más honorables y decentes que todos los ricos de
Londres, se encuentran en esta situación indigna de hombres, y que cualquier proletario, sin excepción, sin que
sea su culpa, y a pesar de todas las privaciones, puede ser golpeado en igual forma… En Londres, cada
mañana se levantan cincuenta mil personas que no saben dónde podrán reposar la noche siguiente. Los felices,
entre ellos, que logran ahora un penny o dos, irán a uno de los llamados albergues (lodginghouse)
numerosísimos en todas las grandes ciudades, donde encontrarán con su dinero un asilo. Pero ¡qué asilo! La
casa está repleta de camas, de arriba abajo: cuatro, seis lechos de una pieza, tantos como puedan entrar. En
cada lecho se ubican cuatro, cinco, seis personas a la par, cuantas puedan caber, enfermos y sanos, viejos y
jóvenes, hombres y mujeres, borrachos y hambrientos, todos amontonados, como vengan. Hay discusiones,
riñas, heridas; y si los compañeros de lecho están de acuerdo, es todavía peor: se combinan robos, o se hacen
cosas que nuestra lengua humana no puede reproducir con palabras. ¿Y los que no pueden pagarse tal
alojamiento? Duermen donde encuentran lugar: en los pasajes, bajo arcadas, en un rincón cualquiera donde los
propietarios y la policía los dejan dormir en paz; algunos se van a las casas abiertas, aquí y allá, por la
beneficencia barata; otros duermen en los bancos de los parques, bajo las ventanas de la reina Victoria»
(Engels, 1845: 63).
Ya en 1839 escribía el comisionado por el Gobierno de Su Majestad, el liberal escocés y enemigo del
movimiento obrero J. C. Symons, sobre la situación en Glasgow: «Los wynds de Glasgow encierran una
población fluctuante de quince a veinte mil personas. Este barrio de Glasgow consiste en calles estrechas y
coutrs en medio de las cuales se encuentra siempre un montón de basuras. Por muy repugnante que fuese el
aspecto exterior de estos lugares, todavía no estaba preparado para ver la miseria y suciedad del interior. En
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algunas de aquellas piezas para dormir, que nosotros (el superintendente de policía capitán Miller y Symons)
visitamos de noche, encontramos un piso de seres humanos extendidos sobre el suelo, a menudo de quince a
veinte, algunos vestidos, otros desnudos, hombres y mujeres en desorden. Su cama era un lecho de paja
podrida, mezclada con algunos andrajos. Poco o ningún mueble; lo único que daba a estas cuevas cierto
aspecto de habitación era un fuego encendido en la chimenea. El robo y la prostitución son los principales
medios de vida de esta gente. Nadie parece preocuparse de limpiar este establo de Augias, este pandemónium,
este cúmulo de delitos, suciedad y pestilencia, que se encuentran en el centro de la segunda ciudad del reino.
Un cuidadoso examen de los barrios más bajos de las otras ciudades, no nos han presentado, nunca algo que
fuese ni la mitad de malo, ni por la intensidad de infección moral y física, ni por la densidad relativa de la
población. En estos barrios, la mayor parte de las casas han sido declaradas inhabitables por el tribunal, pero
precisamente éstas son las más pobladas, porque, según la ley, no se puede cobrar por ellas ningún alquiler»
(citado por Engels, 1845: 70-71).
Y antes, entre 1833 y 1835, en su viaje a Inglaterra por la zona industrial de Manchester, el liberal francés
Alexis Tocqueville describió el «laberinto infecto» y el «infierno» de las miserables casuchas en las que vivían
los obreros que eran como «el último asilo que puede ocupar el hombre entre la miseria y la muerte. Sin
embargo, los seres infelices que ocupan tales cuchitriles suscitan la envidia de algunos de sus semejantes. Bajo
sus miserables moradas se halla una fila de cavernas a las que se accede a través de un corredor semi-
subterráneo. En cada uno de esos lugares húmedos y repugnantes se hacinan en barahúnda doce o quince
criaturas humanas» (citado por Losurdo, 2005: 193-194).
A todo esto hay que añadir los vicios del alcohol y las drogas, que envenenaron al pueblo (y no digamos lo
que el Imperio Británico hizo con tal sustancia en China). Según dijo lord Ashley (1801-1885) en la sesión de la
cámara baja del 28 de febrero de 1843, «la clase obrera gasta cada año veinticinco millones de libras esterlinas
en bebidas alcohólicas» (citado por Engels, 1845: 162). Y continúa Engels: «Todos podemos fácilmente
imaginar las consecuencias: la destrucción del aspecto exterior de la persona, la ruina de la salud física e
intelectual y el relajamiento de todos los resortes de la familia. Las ligas de templanza mucho han hecho, pero
¿qué efecto pueden tener 200 Teatotellers sobre millones de obreros? Cuando el padre Mathew, apóstol
irlandés de la templanza, viaja a través de las ciudades inglesas, de treinta a sesenta mil obreros hacen
promesa de no beber, pero a las tres semanas la mayor parte ha olvidado sus votos. Si calculamos la masa de
los que en los últimos tres o cuatro años han hecho promesa de no beber, sobrepasa al número de la gente que
vive en las ciudades, y no se nota que el vicio de la bebida decrezca» (Engels, 1845: 162).
También tanto en los distritos fabriles como rurales el consumo de opio se extendió entre los obreros adultos,
y según los farmacéuticos era el artículo más solicitado, con las consecuencias de que los lactantes se contraía
y quedaban arrugados como ancianos. «Véase cómo la India y China se vengan de Inglaterra» (Marx, 1867:
397).
Además, la burguesía inglesa, al brutalizar a los obreros ha hecho de Inglaterra «la nación que cuenta con
mayor número de delincuentes» (Engels, 1845: 164).
Con todo esto, la situación en Inglaterra se basaba en que los obreros industriales, condenados a vivir desde
los nueve años hasta su muerte en la fábrica, al ser mutilados física e intelectualmente, «son más esclavos que
los negros de América, porque son más ásperamente vigilados y además se pretende que vivan, piensen y
sientan humanamente. En verdad, sólo pueden sentir el odio más ardiente contra sus opresores y contra el
orden de cosas que los reduce a tal condición, que los degrada hasta el nivel de la máquina. Pero es todavía
mucho más infame, según dicen unánimemente los obreros, que haya un gran número de fabricantes que, con
la más inhumana dureza, hieran con penas en dinero a los obreros, a fin de engrosar su ganancia con los
centavos robados a los proletarios, privados de toda fortuna» (Engels, 1845: 214).
«Es verdaderamente indignante la forma en que es tratada por la moderna sociedad la masa de los pobres.
Se la lleva a las grandes ciudades, donde respira un aire más malo que en su lugar natal, se la exila en barrios
que, por su construcción, están peor ventilados que otros, les son negados todos los medios para la limpieza, se
les quita el agua, mientras solamente contra pago se colocan las cañerías, estando los ríos tan infestados, que
ya no pueden servir a los efectos de la limpieza; se la obliga a tirar en la calle todos los residuos y desperdicios,
el agua sucia y, a menudo, las más nauseabundas inmundicias y el estiércol, al mismo tiempo que se le impiden
todos los medios de actuar de otro modo; se la obliga, así, a apestar sus propios barrios. Y todavía hay más.
Todos los males imaginables caen sobre la cabeza de los pobres. La población de la ciudad es, generalmente,
ya demasiado densa, de manera que en un solo local debe amontonarse mucha gente. No contentos con haber
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corrompido la atmósfera de las calles, se encierran por docenas los individuos en una sola habitación, de modo
que el aire que respiran por la noche se vuelve completamente sofocante. Se da a esta gran masa de obreros
habitaciones húmedas, sótanos que desde abajo, o desvanes que desde arriba, no son impermeables. Sus
casas están hechas de modo que el aire húmedo no puede ser eliminado. Se les dan trajes pésimos,
harapientos o que están por romperse; alimento malo, adulterado y difícilmente dirigible. Se expone a esta
multitud de pobres a los más bruscos cambios en el trato y a las más violentas vicisitudes de angustias y
esperanzas; se la cansa como al salvaje, no se la deja jamás en paz, en el tranquilo goce de la vida. Se le
sustraen todos los goces, excepto los del sexo y la bebida; al mismo tiempo, se la debilita diariamente hasta el
completo relajamiento de las fuerzas físicas, y, en consecuencia, se excita de continuo hasta el más
desenfrenado exceso en los dos únicos placeres que le restan» (Engels, 1845: 131-132).
En las minas inglesas hacia 1860 morían un promedio semanal de 15 hombres. «Según el informe sobre Coal
Mines Accidents (6 de febrero de 1862), en el decenio 1852-1861 fueron muertos un total de 8.466. Pero este
número es demasiado reducido, como lo dice el propio informe, ya que durante los primeros años, cuando los
inspectores acababan de ser investidos y sus distritos eran demasiado grandes, hubo una gran cantidad de
casos de accidentes y casos fatales que ni siquiera se comunicaron. Precisamente la circunstancia de que, a
pesar de la aún grande matanza y del poder insuficiente y número exiguo de los inspectores, la cantidad de
accidentes haya disminuido en mucho desde que se instaurara la inspección, demuestra la tendencia natural de
la explotación capitalista. Este sacrificio de vidas humanas se debe, en su mayor parte, a la sórdida avaricia de
los propietarios de minas, quienes a menudo sólo hacían cavar un solo pozo, por ejemplo, de modo que no sólo
había una ventilación eficaz, sino que tampoco quedaba una vía posible de escape en cuanto dicho pozo
quedase obstruido» (Marx, 1894: 88).
En 1866 el doctor Julian Hunter informando sobre viviendas atestadas londinense decía que dos cosas son
indudables: «la primera, que en Londres existen aproximadamente 20 grandes nucleamientos, compuestos cada
uno de unas 10.000 personas, cuya miserable condición -resultado, casi por entero, de sus malos alojamientos-
supera todo lo que se haya visto nunca en cualquier otra parte de Inglaterra; la segunda, que el hacinamiento y
el estado ruinoso de las cosas que componen esos nucleamientos son mucho peores que veinte años atrás». Y
sobre los niños de dichos nucleamientos afirma: «No sabemos cómo se criaría a los niños antes de esta época
de densa aglomeración de los pobres, y sería un profeta audaz el que nos predijera qué conducta puede
esperarse de niños que, bajo circunstancias sin paralelo en este país, se educan actualmente para su práctica
futura como clases peligrosas, pasando media noche sentados con personas de todas las edades […],
borrachas, obscenas y pendencieras» (citado por Marx, 1867: 646).
Ya William Gladstone (1809-1898) en la Cámara de los Comunes el 14 de febrero de 1843 dijo: «Uno de los
rasgos más sombríos que presenta la situación social del país es que mientras se registra una mengua en la
capacidad popular de consumo y un aumento en las privaciones y la miseria de la clase trabajadora, al mismo
tiempo se verifica una acumulación constante de riqueza en las clases superiores y un constante incremento de
capital» (citado por Marx, 1867: 639). Pero no era verdad que la pobreza de las masas proletarias iba in
crescendo y ello daría paso inevitablemente a un estallido revolucionario.
Como decía Samuel Laing (1810-1897), «En ningún otro terreno los derechos de las personas han sido
sacrificados tan abierta y desvergonzadamente al derecho de la propiedad como en el caso de las condiciones
habitacionales de la clase obrera. Toda gran ciudad es un sitio consagrado a los sacrificios humanos, un altar en
el que anualmente se inmola a miles de personas al Moloc de la avaricia» (citado por Marx, 1867: 645).
El 21 de enero de 1853 Marx escribía para el New York Tribune: «Si alguna propiedad ha sido alguna vez un
auténtico robo, nunca lo ha sido más literalmente que en el caso de las tierras de la aristocracia británica. Robo
de propiedades eclesiásticas, robo de terrenos comunales, fraudulenta transformación -acompañada de
asesinatos- de propiedades patriarcales y feudales en propiedades privadas… así son los títulos de propiedad
de los aristocráticos británicos» (Marx, 2013: 64).
Y el 1 de agosto de 1854 comentaba también para el New York Tribune: «La prieta y estrecha esfera en que
se mueven se debe hasta cierto punto al sistema social del que forman parte. Si la nobleza rusa vive incómoda
entre la opresión a que la somete el zar por arriba y la espantosa esclavitud a la que ella somete a las masas
por debajo, la clase media inglesa esta embutida entre la aristocracia por un lado y las clases trabajadores por
otro. Desde la paz de 1815, siempre que ha querido actuar contra la aristocracia, la clase media ha sostenido
ante las clases trabajadores que sus quejas eran atribuibles al monopolio y al privilegio de esa aristocracia. Así,
la clase media consiguió que los trabajadores la apoyasen en 1832 cuando deseaban la Ley de Reforma, pero,
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tras conseguir sus aprobación por sus propios medios, se la han negado a la clase obrera -por ejemplo, en 1848
se opusieron a ella armados con porras de policía especiales-. A continuación, los Aranceles del Grano se
convirtieron en la nueva panacea de las clases trabajadoras. Esta vez fue la aristocracia la que ganó la batalla,
pero los “buenos tiempos” estaban por llegar, hasta que el año pasado, como para impedir una política similar
en el futuro, la aristocracia se vio obligada a aceptar el impuesto de sucesiones de bienes inmuebles, tributo del
que, egoístamente, se venía eximiendo a sí misma desde 1793 mientras forzaba la aprobación del impuesto de
sucesión del patrimonio personal. Con esta especie de protesta se esfumó la última oportunidad de timar a las
clases trabajadoras diciéndoles que su dura suerte se debía únicamente a la legislación aristocrática. Ahora los
obreros han abierto los ojos y empiezan a gritar: “¡Nuestro San Petersburgo está en Preston!”. En realidad, los
ocho últimos meses hemos sido testigos de un extraño espectáculo en la ciudad: un ejército estable de catorce
mil hombres y mujeres subsidiado por sindicatos y talleres de todos los rincones del Reino Unido para que libre
una gran batalla por el dominio social contra los capitalistas, y, por su parte, a los capitalistas de Preston
respaldados por los capitalistas de Lancashire» (Marx, 2013: 97-98).
El 7 de abril de 1857 escribía: «Los informes de los inspectores de fábricas prueban más allá de toda duda
que las infamias del sistema de factorías británico crecen con el crecimiento del sistema; que las leyes
aprobadas para poner freno a la cruel codicia de los patrones son una impostura y una ilusión, redactadas de tal
forma que frustran sus propios fines y desbaratan los esfuerzos de los hombres encargados de velar por su
aplicación; que el antagonismo entre patronos y operarios está alcanzando el punto de no retorno de una guerra
social; que el número de niños menores de trece años absorbidos por este sistema se incrementa en algunos
sectores y el de mujeres en todos ellos; que, aunque se emplea el mismo número de peones en proporción a los
caballos de potencia de períodos anteriores, hay menos en proporción con la maquinaria; que, en virtud de la
economía de fuerzas, la máquina de vapor permite emplear más maquinaria que hace diez años; que un gran
cantidad de trabajo se pierde hoy a causa del aumento de velocidad de la maquinaria y de otras técnicas; y que
los patrones se están llenando rápidamente los bolsillos» (Marx, 2013: 111).
Como dice Marx en El Capital, en este desolador escenario «Dante encontraría sobrepujadas sus más crueles
fantasías» (Marx, 1867: 247). «El inglés, versado en las Sagradas Escrituras, sabía bien que el hombre al que la
predestinación no ha elegido para capitalista, terrateniente o beneficiario de una sinecura está obligado a
ganarse el pan con el sudor de su frente, pero no sabía que con su pan tenía que comer diariamente cierta
cantidad de sudor humano mezclado con secreciones forunculosas, telarañas, cucarachas muertas y levadura
alemana podrida, para no hablar del alumbre, la arenisca y otros ingredientes minerales igualmente apetitosos»
(Marx, 1867: 249).
En un discurso que pronunció el señor John Bright (1811-1889) en Birminghan el 13 de diciembre de 1865,
que se publicó el día después en el Morning Star, tras hablar de 5 millones de familias que en modo alguno
estaban representadas en el parlamento del Gobierno de Su Majestad, se decía: «Entre ellos hay en el Reino
Unido un millón, o mejor dicho más de un millón, que figuran en la desdichada lista de los paupers [indigentes].
Hay otro millón que aún se mantiene apenas por encima del pauperismo, pero que está permanentemente en
peligro de convertirse asimismo en paupers. Su situación y sus perspectivas no son más favorables.
Contemplad ahora las ignorantes capas inferiores de esta parte de la sociedad. Considerad su situación
abyecta, su pobreza, sus padecimientos, su total desesperanza. Incluso en los Estados Unidos, incluso en los
estados sureños durante el imperio de la esclavitud, todo negro creía aún que alguna vez le tocaría un año de
jubileo. Pero para esta gente, para esta masa de los estratos de nuestro país no existe -y estoy aquí para
decirlo- ni la creencia en mejoramiento alguno, ni siquiera la aspiración de que ello ocurra. ¿Habéis leído
últimamente en los diarios un suelto acerca de John Cross, un jornalero agrícola de Dorsetshire? Trabajaba 6
días por semana, tenía un excelente certificado extendido por su empleador, para quien había laborado durante
24 años por un salario semanal de 8 chelines. John Cross debía mantener con este salario una familia de 7 hijos
en su cabaña. Para procurarle calor a su mujer enfermiza y a su niño de pecho tomó -legalmente hablando, creo
que la robó- una valla de madera por valor de 6 peniques. Por ese delito, los jueces de paz lo condenaron a 14 o
20 días de cárcel. Puedo deciros que pueden hallarse en todo el país muchos miles de casos como el de John
Cross, y especialmente en el sur, y que su situación es tal que hasta el presente ni el investigador más
concienzudo ha estado en condiciones de resolver el misterio de cómo consiguen mantener unidos cuerpo y
alma. Y ahora echad una mirada a todo el país y contemplad esos 5 millones de familias y la situación
desesperante de este estrato de las mismas. ¿No puede decirse, en verdad, que la gran mayoría de la nación,
excluida del sufragio, trabaja y brega penosamente, día tras día, y casi no conoce reposo? Comparadla con la
clase dominante -aunque si lo hago yo, se me acusará de comunismo… pero comparad esa gran nación que se
mata trabajando y que carece del voto, con la parte que puede considerarse como las clases dominantes.
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Observad su riqueza, su ostentación, su lujo. Observad su fatiga -pues también entre ellos hay fatiga, pero se
trata de la fatiga de la saciedad- y observad cómo corren presurosos de un lado a otro, como si lo único que
importara fuese descubrir nuevos placeres» (citado por Marx, 1894: 660-661).
Otro asunto escandaloso era el de la explotación infantil. En la Inglaterra del siglo XVIII cuando el taller
automatizado daba sus primeros pasos, los niños era «obligados a trabajar a golpes de látigo; se convirtieron en
objeto de comercio y se hacían contratos con los hospicios» (Marx, 1847: 248). Ya en el siglo XIX, «El informe
de la comisión central cuenta que los fabricantes comenzaban a ocupar a los niños a veces de cinco años,
frecuentemente de seis, más a menudo de siete, en la mayor parte, de ocho a nueve años; que la duración del
tiempo de trabajo era, diariamente, de 14 a 16 horas (fuera de las horas libres para la comida), que los
fabricantes dejaban que los capataces pagasen y maltratasen a los niños, y que ellos también, con frecuencia,
recurrían a las manos; se narra un caso en que un fabricante escocés persiguió a un muchacho de dieciséis
años que huiría, lo obligó a trotar como un caballo, a correr ante él, golpeándolo continuamente con una fusta»
(Engels, 1845: 186). «Los ingleses, que gustan de tomar la primera manifestación empírica de una cosa por su
causa, suelen considerar que el gran robo de niños que en los comienzos del sistema fabril practicó el capital, a
la manera de Herodes, en asilos y orfanatos -robo mediante el cual se incorporó un material humano carente por
entero de voluntad propia-, fue la causa de las largas jornadas laborales en las fábricas. Así, por ejemplo, dice
Fielden, fabricante inglés él mismo: “Las largas jornadas laborales […], es evidente, tienen su origen en la
circunstancia de que se recibió un número tan grande de niños desvalidos, procedentes de las distintas zonas
del país, que los patrones no dependían ya de los obreros; en la circunstancia de que una vez que establecieron
la costumbre gracias al mísero material humano que había obtenido de esa manera, la pudieron imponer a sus
vecinos con la mayor facilidad”» (Marx, 1867: 400-401). «El trabajo forzoso en beneficio del capitalista no sólo
usurpó el lugar de los juegos infantiles, sino también el del trabajo libre en la esfera doméstica ejecutando dentro
de límites decentes y para la familia misma» (Marx, 1867: 392).
Los niños pobres eran reclutados en las workhouses, las Casas de Trabajo, ya que la Lancashire para sus
fábricas de hilados y tejidos necesitaba dedos ágiles y pequeños. Estas casas pertenecían a parroquias de
Londres, Birmingham y otras ciudades. Miles de niños vagabundos de entre siete y catorce años -como observó
el reformador y benefactor social John Fielden (1784-1849), que cita Marx- fueron enviados hacia el norte,
donde el amo (que no era otra cosa que un ladrón de niños) «se encargaba de vestir, alimentar y alojar a sus
aprendices en una casa ad hoc cercana a la fábrica. Durante el trabajo tenían vigilantes. Los cabos de varas
tenían interés en hacer pringar a estos niños, pues según la cantidad de productos que sabían extraerles, su
propia paga disminuía o aumentaba. La consecuencia natural fueron los malos tratos… En muchos distritos
fabriles, particularmente en Lancashire, estos seres inocentes, sin amigos ni apoyos, que habían sido
entregados a los dueños de fábrica, fueron sometidos a las torturas más horrorosas. Agotados por el exceso de
trabajo… fueron azotados, encadenados, atormentados con los refinamientos más estudiados. A menudo,
cuando más fuerte le retorcía el hambre, el látigo les mantenía trabajando» (citado por Suret-Canale, 2001: 44).
También la locura hizo estragos en la metrópolis (y no ya la locura objetiva que para Marx venía a ser la
injusticia distribuida por el capitalismo -con todos sus progresos y refinamientos- sino la locura subjetiva,
psicológica). Así lo expresaba Marx para el New York Tribune el 20 de agosto de 1858: «Tal vez no haya en la
sociedad británica hecho más contrastado que el de que, en época moderna, entre el crecimiento de la riqueza y
la indigencia existe una correspondencia directa. Es curioso, además, que la misma ley parezca aplicarse a la
locura. El aumento de la locura en Gran Bretaña corre parejo al de las exportaciones y supera al de la población.
Su rápido avance en Inglaterra y Gales entre 1852 y 1857, período de prosperidad comercial sin precedentes,
resulta evidente» (Marx, 2013: 113).
Según las estadísticas que manejaba Marx, en 1857 1 de cada 701 personas estaba loca. Entre ellos, la
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condiciones de los locos indigentes eran infrahumanas: «Hablando en general, habrá en Inglaterra pocos
establos que, al lado de los pabellones de los locos de los hospicios para pobres, no parezca tocadores de
señora y en los que el trato que reciben los cuadrúpedos no se pueda calificar de sentimental en comparación
con el que se dispensa a los locos pobres» (Marx, 2013: 120).
De 1850 a 1873 fue la época de bonanza económica que haría del Imperio Británico la primera potencia
mundial, es decir, el Imperio hegemónico en la política internacional o Realpolitik, y también el Imperio capitalista
por antonomasia, el sistema liberal realmente existente. «Curiosamente, el apogeo del Imperio británico no
acabó con el hambre ni limó las enormes diferencias sociales, sino que más bien profundizó un rígido sistema
clasista que es característico de la sociedad británica» (Roca Barea, 2016: 405).
Sobre toda esta miseria Federico no se pronuncia mucho en su libro, como es natural en un apologeta del
capitalismo. Nuestro autor piensa que La situación de la clase obrera en Inglaterra era «un prodigio de medias
verdades guiadas por el propósito previo de demostrar la miseria irremediable de los trabajadores. Engels le
cuenta a Marx en 1844 la razón última de su libro: “Ante el tribunal de la opinión pública acuso a las clases
medias inglesas de asesinato en masa, robo al por mayor y todos los delitos existentes”. Lo que se dice un
modelo de ecuanimidad científica [igualito que Solzhenitsyn]. Tanto Engels como Marx usan datos oficiales de
denuncias de irregularidades y anomalías en algunas empresas que habían sido sancionadas o cerradas por
incumplir la ley como si esa fuera la norma de todas ellas, y no precisamente las excepciones sancionadas» (p.
213, corchetes míos). Aun siendo cierto que la miseria de los obreros no fue in crescendo, sí es cierto que la
miseria descrita por Engels era bien real. Pero para Federico el escrito del joven Engels sólo es «propaganda»
(p. 213), la cual -según dice- se mantiene en la actualidad, lo cual valdría tanto como decir que se trata de un
caso de «leyenda negra» anticapitalista (o antibritánica). «Visitando en 2015 el excelente Museo de la
Industrialización de Manchester, pude ver cómo los niños se jugaban la vida limpiando los bajos de las primeras
máquinas algodoneras. Pero ni una palabra sobre las leyes que prohibieron esa actividad o la prohibición del
trabajo infantil. Había -todavía hay- que demostrar que el capitalismo era inhumano y no tiene remedio. Si lo
tuviera, ¿para qué la revolución?» (p. 213).
Federico advierte que dos investigadores de Cambridge (no da los nombres) «demostraron hace un siglo que
buena parte de los datos de Engels y, por tanto, de Marx, sobre la industria inglesa son parciales o están
groseramente falsificados. Es igual. Se trata, como sinceramente decía Engels, de provocar en las clases
medias -aunque ni Marx ni Engels aclarasen nunca qué es una clase- un sentimiento de culpa por la existencia
del mal en el mundo y la explotación del pobre. ¿Quién, ante tanta pena, no tendrá buenos sentimientos o fingirá
tenerlos?» (213).
En 1937 llegó a decir Winston Churchill en la Cámara de los Comunes: «En mi opinión, si en un conflicto
igualado, uno de los bandos se dedica a intimidar y a matar a la población civil, y el otro ataca con firmeza
objetivos militares… la victoria recaerá en el bando… que haya evitado el horror de hacer la guerra contra los
débiles e indefensos» (citado por Hastings, 2009: 1178). Pero a la hora de la verdad tuvo que aceptar otra visión
de hacer la guerra. De hecho los bombardeos fueron durante meses, incluso años, el único método que
emplearon los británicos para combatir a los alemanes, pues como estrategia ofensiva no tenían nada más que
aportar. Los bombardeos ponían de manifiesto ante el mundo que Gran Bretaña no sólo estaba dispuesta a
resistir sino también a atacar al enemigo (lo que implicaba a su población civil). Ya en 1931, cuando la Sociedad
de Naciones quiso prohibir los bombardeos contra civiles, Gran Bretaña se negó y puso como pretexto que los
bombardeos eran un instrumento de control colonial contra cualquier intentona independentista. Es decir, los
bombardeos eran necesarios para la perseverancia del Imperio depredador británico.
El primer bombardeo a la población civil se produjo el 11 de mayo de 1940 sobre la ciudad alemana de
Freiburgo, que era una ciudad totalmente alejada de las zonas de operaciones militares, y además carecía de
industrias vinculadas con la guerra. La Royal Air Force (RAF) acabó con la vida de 53 civiles, incluyendo a 25
niños que jugaban en un jardín, e hirió a otras 151 personas (datos que ofreció la Cruz Roja Norteamericana a
través del New York Times). El secretario del Ministerio del Aire de Gran Bretaña, J. M. Spaight (1877-1968), se
vanagloriaba de que fueron los británicos los primeros en llevar a cabo bombardeos de civiles: «Empezamos a
bombardear las ciudades alemanas antes de que el enemigo procediera de igual forma contra las nuestras. Es,
este, un hecho histórico que debe ser públicamente admitido. Pero como teníamos dudas respecto al efecto
psicológico de la desviación propagandística de que habíamos sido nosotros quienes habíamos empezado la
ofensiva de bombardeos estratégicos, nos abstuvimos de dar la publicidad que merecía a nuestra gran decisión
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del 11 de Mayo de 1940. Seguramente esto fue un error. Era una espléndida decisión» (citado por Bochaca,
1982: 196).
Esto, como era de esperar, trajo represalias alemanas. Cuando los alemanes bombardearon Londres por
primera vez el 7 de septiembre de 1940 (tras varios bombardeos de la RAF sobre ciudades alemanas) se armó
un escándalo en la prensa internacional; y el pueblo británico, que era reacio a la guerra, se apiñó junto a su
gobierno. Comentaba J. M. Spaight: «Hitler empezó a contestar contra los bombardeos a ciudades más de tres
meses después de que la R.A.F. los hubiera iniciado y siempre estuvo dispuesto, en cualquier momento, a
suspender esa clase de guerra. Desde luego, Hitler no quería que continuase el mutuo bombardeo» (citado por
Bochaca, 1982: 197). Eran los tiempos en que Hitler quería firmar la paz con el Imperio Británico y emprender la
gran alianza contra la Unión Soviética.
En noviembre de 1942 el mismo Churchill presentó al gabinete de guerra un memorándum con las siguientes
instrucciones acerca de Italia: «Deberían ser atacados de manera intensiva todos los centros industriales,
haciendo toda clase de esfuerzos para aterrorizar y paralizar a la población» (citado por Hastings, 2009: 2648).
El 25 de agosto de 1940, a causa de las bajas civiles por los bombardeos sobre Croydon, Churchill ordenó al
Mando de Bombarderos de la RAF que bombardease Berlín, a lo que algunos altos oficiales de la RAF se
negaron porque eso haría que los alemanes respondiesen con más bombas contra los civiles británicos. Pero
Churchill ignoró la advertencia y contestó: «Han bombardeado Londres, de manera intencionada o no
intencionada, y el pueblo británico y Londres especialmente deben saber que podemos devolver el golpe.
Resultaría conveniente para la moral de todos nosotros» (citado por Hastings, 2009: 482-483). «Los
bombardeos provocaban montañas de escombros, borraban del mapa monumentos históricos, mataban a miles
de personas, causaban desperfectos en las fábricas y ralentizaban la producción. Pero Churchill y sus colegas
fueron viendo cada vez con mayor claridad que el tejido industrial de Gran Bretaña era demasiado extenso para
resultar vulnerable a la destrucción desde el aire. Los bombardeos aéreos nunca llegaron a amenazar la
capacidad de continuar la guerra que pudiera tener Inglaterra. Los bombardeos de ciudades, que unos años
antes habían sido considerados por muchos estrategas un arma potencialmente capaz de ganar cualquier
conflicto bélico, se comprobó que no tenían unos efectos tan exagerados, a menos que fueran llevados a cabo
con unas bombas de un calibre que la Luftwaffe no era capaz de lanzar (y durante muchos años tampoco lo
sería la RAF)» (Hastings, 2009: 529-531).
Lady Cynthia Colville (1884-1968) comentaría en un desayuno: «si pensáramos que ésta es la vida corriente
de los civiles, sería realmente infernal, pero si pensáramos que se trata de un asedio, estaríamos desde luego
ante uno de los más cómodos de la historia» (citada por Hastings, 2009: 532).
El 12 de mayo de 1943 Raymond Clapper (1892-1944), el que era primer corresponsal de guerra
estadounidense, dejaría el siguiente testimonio: «El terror y la brutalidad de la guerra aérea son uno de sus
mejores aspectos. Tenemos, por fin, los medios de hacer inhabitables las ciudades y sembrar -¿por qué no
hemos de reconocerlo abiertamente?- la destrucción sobre barrios de viviendas. Hemos llegado ahora al punto
en el que la guerra se ha hecho tan horrorosa para la población civil, que tal vez se evidencie algún día su falta
de sentido» (citado por Bochaca, 1982: 199).
El 20 de mayo de 1943 diría Anthony Eden (1897-1977) en la conferencia anual del Partido Conservador:
«Sabemos qué conviene a Alemania: no ataques nocturnos o diurnos, sino ataques nocturnos y diurnos,
continuos, sin interrupción, hora tras hora» (citado por Bochaca, 1982: 197).
Los británicos lanzaron su primer bombardeo incendiario la noche del 28 al 29 de julio de 1943 en Hamburgo.
Según El libro negro de la humanidad semejante bombardeo acabó en una sola noche con 42.000 personas. El
bombardeo a Dresde, en la noche del 13 al 14 de febrero de 1944 terminó, según afirma White siguiendo a
Frederick Taylor, con 35.000 muertos, frente a los 135.000 que calculó David Irving (Hutton, 1938).
El News Week, el semanario líder en Estados Unidos, decía el 22 de noviembre de 1943 sobre el ataque
aéreo a Berlín: «lo mismo que en Hamburgo, probablemente muchos refugios se convirtieron en hogueras
vivientes. De un extremo de la ciudad al otro, yacen convertidos en ruinas los monumentos en que estaba
materializada tanta historia alemana» (citado por Bochaca, 1982: 198).
El general Henry Arnold (1886-1950), jefe supremo de las Fuerza Aéreas Norteamericanas, le llegaría decir a
un miembro de la United Press el 14 de diciembre de 1943: «Cada ciudad y cada aldea de Alemania serán
alcanzadas por nuestros bombardeos. Alemania puede prever ahora que el número de los sin hogar aumentará
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constantemente y que el aprovisionamiento de todo lo necesario para la vida de su población se hará cada vez
más difícil» (citado por Bochaca, 1982: 197). Y el 14 de marzo de 1944 añadiría: «¡Podemos poner tapices de
bombas en Alemania! Es más indicado para quebrantar la moral de un pueblo; produce confusión en una
comunidad y contribuye a la destrucción de una ciudad más que a la de un objetivo, como nosotros intentamos
hacerlo» (citado por Bochaca, 1982: 198).
Tras el bombardeo de Dresde, Frederick Veale (1897-1976) diría al respecto: «Para la mente popular quizá lo
mejor que puede decirse del lanzamiento de la primera bomba atómica es que la muerte cayó literalmente del
cielo azul sobre la ciudad condenada. Pero lo que ocurrió allí, puede parecer menos turbador que lo que ocurrió
unos meses antes en Dresde, cuando una gran masa de mujeres y niños sin hogar se puso en camino hacia ahí
y tuvo que correr alocada por una ciudad desconocida en busca de un lugar seguro, en medio de explosiones de
bombas, fósforo ardiendo y edificios que se derrumbaban» (citado por Bochaca, 1982: 201).
Tras Dresde le tocaría a la ciudad de Chemnitz, sobre la que los servicios de información ordenaron a las
escuadrillas estadounidenses: «Esta noche, el objetivo será Chemnitz. Vais allí para atacar a los refugiados que
van llegando, tras el ataque a Dresde la noche pasada. Vuestras razones para ir allí son de acabar con todos los
refugiados que puedan haberse escapado del fuego de Dresde. Llevareis el mismo cargamento de bombas, y si
el ataque de esta noche tiene el mismo éxito que el de la noche pasada, ya no volveréis a realizar incursiones
en el frente ruso» (citado por Bochaca, 1982: 201).
Según la revista estadounidense Spotlight, correspondiente a su número del 8 de junio de 1981, a finales de
1944 Churchill quiso lanzar bombas bacteriológicas sobre las ciudades alemanas (Berlín, Hamburgo, Frankfurt y
Sttugart). El primer ministro planeaba arrojar un millón de pequeñas bombas sobre cada una de las ciudades
mencionadas. Las bombas llevarían instaladas bacterias de ántrax, sustancia que afecta mortalmente tanto a
personas como a animales. Esto hubiese dejado a tales ciudades desoladas y desalojadas de habitantes. La
razón de que semejante ataque no se llevase a cabo fue porque no llegaron a producirse el número suficiente
antes de que la guerra llegase a su fin.
El 28 de marzo de 1945 el primer ministro le informó a Charles Portal (1893-1971), jefe del Estado Mayor del
Aire, y al comité de jefes de Estado Mayor: «Me parece que ha llegado el momento de revisar la cuestión del
bombardeo de las ciudades alemanas simplemente con el fin de intensificar el terror, aunque se aduzcan otros
pretextos. De lo contrario, acabaremos apoderándonos de un país completamente arrasado… La destrucción de
Dresde sigue planteando una objeción importante en contra de la forma que tienen los aliados de llevar a cabo
los bombardeos… Siento la necesidad de una concentración más precisa en objetivos militares, como los
oleoductos o las vías de comunicación inmediatamente detrás de la zona de combate, y no en meros actos de
terror y destrucción gratuita, por impresionante que ésta sea» (citado por Hastings, 2009: 2629-2630).
A Portal le ofendió el comentario. Churchill elaboró un nuevo informe algo más prosaico que firmó el 1 de
abril: «Me parece que ha llegado el momento de revisar la cuestión de los llamados “bombardeos de zona” de
las ciudades alemanas desde el punto de vista de nuestros intereses…» (citado por Hastings, 2009: 2631).
Y sobre el bombardeo de Potsdam dijo el primer ministro: «¿Qué sentido tiene presentarse en Potsdam y
hacerla saltar por los aires?» (citado por Hastings, 2009: 2632).
Brendan Bracken (1901-1958), miembro del Gabinete de Guerra británico y jefe de fila del Partido
Conservador, llegaría a decir: «nuestros planes son: bombardear Alemania por todos los medios a nuestro
alcance; exterminar por el fuego y destruir sin piedad a los pueblos responsables del desencadenamiento de
esta guerra. He dicho y repito, sin piedad» (citado por Bochaca, 1982: 198).
Como decía el editorial de uno de los periódicos más leídos en Estados Unidos: «Nadie cree ya las
habladurías de daños puramente industriales al referirse a las incursiones de nuestra aviación y de la R.A.F.
sobre Alemania. Cuando nuestros bombarderos toman el vuelo, nuestros campesinos sacuden la cabeza y
esperan que ello signifique la pronta terminación de la guerra. Al fin y al cabo, es preferible que las matanzas
tengan lugar en Alemania» (citado por Bochaca, 1982: 198).
Como dijo tras la guerra el Comodoro del Aire Leslie MacLean, el Estado Mayor Aéreo Inglés «se alejó de su
antigua tradición, hasta el grado de abandonar los últimos restos de humanidad y caballerosidad, a cambio de
nada... pues el ataque terrorista aéreo fue un fracaso, desde el punto de vista militar, ya que la nación sufrió
bombardeos en escala nunca antes imaginada no se doblegó bajo el terrible castigo» (citado por Bochaca,
1982: 201).
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Churchill le escribía a su esposa confesándole que «mi corazón está afligido por las historias que se cuentan
acerca de mujeres y niños alemanes que, en columnas de más de sesenta kilómetros de longitud, huyen en
masa por las carreteras de su país hacia el oeste ante el avance de los ejércitos. Estoy plenamente convencido
de que se lo han buscado, pero ello no implica que pueda quitármelo de la vista. Las miserias del mundo entero
me repugnan, y cada vez temo más que surjan nuevos conflictos a partir de los que ahora estamos concluyendo
con éxito» (citado por Hastings, 2009: 2897-2898). Lo decía uno de los máximos responsables del tormento de
esos niños y mujeres a causa de los criminales bombardeos contra la población civil alemana (que él
denominaba como «hunos»).
Así justificaba Churchill los bombardeos en sus memorias: «En plena vorágine de la guerra aquél era el único
medio de devolver los golpes. Naturalmente yo fui en último término responsable… Pero luego dejé de estar
seguro de la eficacia del empleo de los métodos expeditivos» (citado por Hastings, 2009: 26-39). Hasta el
Desembarco de Normandía Churchill defendía que los bombardeos sobre las ciudades alemanas era algo
fundamental para derrotar al Reich.
En El libro negro de la humanidad White fija los muertos por los bombardeos a las ciudades alemanas,
siguiendo a John Keegan (1934-2012), en 593.000 personas, cayendo la responsabilidad tanto en Gran Bretaña
como en Estados Unidos. La Royal Aire Force (RAF) denominaba los daños a la población con la cínica y
eufemística terminología de «daños colaterales».
Afirma nuestro Federico que todos los revisionistas tropiezan con Churchill, el cual se empeñó en reconocer
«la condición irremediablemente totalitaria, incompatible con las democracias, del comunismo primero y del
nacionalsocialismo después. Ni que decir tiene que esos revisionistas suelen ser siempre de izquierdas» (p.
285). ¡Churchill! ¡El criminal de Churchill! ¡El genocida de Churchill! ¡El racista de Churchill! ¡El imperialista
depredador de Churchill! ¡El hijo de la Gran Bretaña de Churchill! ¡El inútil de Churchill! ¡El carnicero de Gallípoli!
¡Aquél por el cual los «Tres Grandes» de Yalta fueron nombrados los «Dos Grandes y Medios»! ¡El alucinado de
la Operación «Impensable»! ¡El que perdió unas elecciones ganando una guerra! Él mismo dijo que estaba
«harto de gobierno de coalición», y quería un gobierno exclusivamente conservador. Las urnas hicieron que
fuese exclusivamente laborista: es lo que tiene la democracia en la que los votos no son depositados en las
urnas a gusto de todos. El resultado de la guerra fue que el Reino Unido dejó de ser un Imperio. En mayo de
1940 Churchill heredó un Imperio como nunca vieron los siglos; pues bien, bastaron cinco años de guerra para
que lo dilapidase (obviamente no se le puede echar la culpa a un solo individuo, ni tampoco a todo un gabinete).
El caso de Churchill es un caso de leyenda rosa o dorada, leyenda en la que Federico también es preso, así
como su inseparable colega Pedro J. Ramírez, que siempre que puede se llena la boca con elogios hacia ese
criminal de guerra de la pérfida Albión llamado Winston Leonard Spencer Churchill, el cual se llenaba la boca
diciendo: «Luchamos por la libertad», esto es, la libertad del Imperio depredador británico, pero tal Imperio cayó.
Ese era Mr. Bloody Churchill: un imperialista que vio como se hundía su Imperio.
Las ciudades alemanas fueron, junto a las japonesas, las que mayormente sufrieron los bombardeos, pero
también los padecieron Roma, Milán y Venecia, cuyos barrios residenciales fueron bombardeados; y también
París, Bruselas, Amberes, Sofía, Bucarest y el puerto de Le Havre.
La Convención de la Haya declaró ilegales los bombardeos indiscriminados contra la población civil. Al
escuchar la sentencia de ejecución capital a los nazis en los juicios de Nüremberg, Churchill se dirigió al general
Hastings Ismay (1887-1965) y le dijo: «Nüremberg demuestra que es importantísimo vencer. Usted y yo nos
hubiésemos visto en un aprieto de no haber vencido» (citado por Bourke, 2002: 138). Es decir, hubiesen sido
condenados a muerte por llevar a cabo indiscriminadamente bombardeos contra la población civil alemana; por
ello, para no ser juzgado, lo importante es la paz de la victoria para que los vencedores juzguen y condenen a
los vencidos. En tal caso, si se nos permite la ucronía, sobre Churchill tendríamos ahora una leyenda negra (y
no la leyenda dorada que los liberales conservadores nos quieren vender).
En relación a los bombardeos a las ciudades japonesas también habría mucho que decir. Las bombas
atómicas contra Hiroshima y Nagasaky fueron el colofón de una aplastante campaña aérea contra el pueblo
japonés, la cual empezó a finales de 1944. Entre diciembre de 1944 y agosto de 1945 los aviones
estadounidenses lanzaron más de 41.000 toneladas de bombas sobra la población japonesa. Según Joanna
Bourke (Blenheim, 1963), estos bombardeos causaron la muerte de 600.000 personas (sólo en Tokio acabaron
con la vida de 137.582 personas, sin contar a los miles y miles de heridos y los imponentes destrozos). En
febrero de 1945 el primer ministro Fumimaro Konoye (1891-1945) le exigió al emperador Hirohito (1901-1989)
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que se rindiese a fin de salvar al país de una revolución comunista. Por entonces un 51% de las casas de la isla
de Japón fueron destruidas por los bombarderos y un 13% fueron eliminadas para formar cortafuegos.
A día de hoy es bastante reconocida la tesis de que Estados Unidos previó con antelación el ataque japonés a
la flota americana en Pearl Harbor, que además fue provocado porque el embargo petrolífero a Japón no dejó a
éste otra opción. «Pero, una vez que el ataque se produce, la guerra es liderada por Washington bajo la bandera
de una indignación moral desde luego hipócrita, a la luz de lo que ahora sabemos, pero igualmente criminal. No
se trata solamente de la destrucción de las ciudades. Piénsese en la mutilación de cadáveres e incluso en la
mutilación de los enemigos agonizantes para la obtención de trofeos y recuerdos de la batalla, a menudo
ostentados tranquila y orgullosamente. Es sobre todo significativa la ideología que precede a estas prácticas: los
japoneses son descritos como “subhumanos”, recurriendo a una categoría central del discurso nazi. Y a este
discurso nos vemos de nuevo llevados cuando vemos a F.D. Roosevelt acariciar la idea de la “castración” que
debe ser infligida a los alemanes. Estos, con la guerra ya acabada, son encerrados en campos de concentración
donde, por puro sadismo o por puro espíritu de venganza [más bien será esto último], son obligados a sufrir
hambre, sed, privaciones y humillaciones de todo tipo, mientras en toda la nación derrotada vaga el espectro del
hambre» (Losurdo, 2008: 292, corchetes míos).
Asimismo, los masivos bombardeos y el doble bombardeo atómico contra las ciudades japonesas no era ya
tanto para derrotar a Japón (que también) sino para cercar a la Unión Soviética. Y de esto Stalin era muy
consciente: «La guerra es una barbaridad, pero el empleo de la bomba atómica es una superbarbaridad. Y no
había necesidad de usarla. ¡Japón ya estaba condenado! El chantaje con la bomba atómica es la política
americana» (citado por Montefiore, 2010: 535). El mariscal Kiril Manetskov, comandante del primer Grupo de
Ejércitos del Extremo Oriente, sostuvo que las bombas nucleares fueron arrojadas para intimidar a la Unión
Soviética «y al mundo», y al ser lanzadas se mostró que «la élite estadounidense ya estaba sopesando instaurar
su dominio del mundo» (citado por Gellately, 2013: 218). Ya había avisado un año antes el general Leslie
Groves (1896-1970), jefe del Proyecto Manhattan, que reveló el secreto a un pequeño grupo de colaboradores
durante una cena: «Ustedes se habrán dado cuenta, naturalmente, de que la razón de ser del proyecto es
someter a los rusos» (citado por Santos, 2012: 593).
Dice nuestro Federico: «En realidad, lo propio del totalitarismo es definir al enemigo como exterminable y
otorgarse plena legitimidad para liquidar a sus enemigos. Y eso es lo que hace Lenin e imitan sus continuadores
en el siglo XX y XXI, unos con más ambición universal, otros más localistas, pero todos dispuestos a matar a los
que haga falta para alcanzar el poder y eternizarse en él» (p. 306). Exactamente igual que hicieron y siguen
haciendo las potencias llamadas «liberales» y «democráticas». ¿Acaso no supuso un exterminio los masivos
bombardeos a las ciudades alemanas y japonesas? ¡Pues no! Éstos sólo fueron «daños colaterales», que no se
entere de otra cosa la servidumbre.
7. La guerra de Vietnam
Indochina era la parte más rica y hermosa del Imperio colonial francés. La Administración colonial era criticada
en la propia Francia por socialistas y comunistas y desde 1920 se pensaba que la Komintern hacía lo posible
por levantar una insurrección antifrancesa que debilitase a Occidente, en la lucha contra el imperialismo. El
Partido Comunista de Vietnam no se fundaría hasta 1930 por Nguyen Sinh Cung, también conocido como
Nguyen Ai Quoc, pero que tendría fama mundial con el nombre de Ho Chí Minh (1890-1969). Su capacidad de
enfrentarse a la represión francesa hizo que liderase la clandestinidad convirtiéndose en la fuerza autóctona
más importante. Las autoridades francesas asustaban a los indígenas con la amenaza comunista, y les hacían
ver que el dominio colonial era la única alternativa que liquidaría tal amenaza. Esto hizo que la Administración
colonial se debilitase. En 1945 el Viet Minh comunista se adelantó a los nacionalistas prochinos y a los
nacionalistas projaponeses y sorprendió a franceses, japoneses y Aliados. «Francia había invertido en esta
lucha el equivalente a la ayuda recibida del Plan Marshall para su reconstrucción. Y esto para obtener la
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consolidación de la RDVN [República Democrática de Vietnam del Norte] y el Viet Minh comunista, la influencia
china al norte y la estadounidense al sur» (Devillers, 1985: 17). Pero Vietnam (como el resto de Indochina) tuvo
que sufrir una guerra de treinta años para conseguir finalmente su independencia.
En la declaración de independencia de Vietnam de 1945 se decía sobre el Imperio Francés en Indochina que,
dicho en nuestros términos, se comportó como un Imperio depredador: «durante más de veinticuatro años los
colonialistas franceses, abusando de la bandera de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad, violaron nuestra
tierra y oprimieron a nuestros compatriotas. Sus actos chocan directamente con los ideales de humanidad y
justicia… Han construido más prisiones que escuelas… Han estrangulado a la opinión pública y practicado una
política de oscurantismo. Nos han impuesto el uso del opio y del alcohol para debilitar nuestra raza… Han
expoliado nuestros arrozales, nuestras minas, nuestros bosques, nuestras materias primas. Han detentado el
privilegio de emisión de billetes de banco y del monopolio del comercio exterior… Han inventado centenares de
impuestos injustificables y empujado a nuestros compatriotas, sobre todo a los campesinos y a los
comerciantes, a la extrema pobreza… Han impedido prosperar a nuestra burguesía nacional. Han explotado a
nuestros obreros de la manera bárbara… En otoño de 1940, cuando los fascistas japoneses con idea de
combatir a los aliados invadieron Indochina para organizar nuevas bases de guerra, los colonialistas franceses
se rindieron de rodillas para entregar nuestro país. Después, nuestro pueblo, bajo el doble yugo japonés y
francés, literalmente fue sangrado. El resultado se hizo terrorífico. En los últimos meses del año pasado y a
comienzos de este año, desde Quang Tri a Vietnam del Norte, más de dos millones de nuestros compatriotas
murieron de hambre. El 9 de marzo [de 1945] los japoneses desarmaron a las tropas francesas. Los
colonialistas franceses huyeron o se rindieron. Así que lejos de “protegernos”, en el término de cinco años
vendieron dos veces nuestro país a los japoneses… desde el otoño de 1940 nuestro país ha dejado de ser una
colonia francesa para convertirse en una posesión nipona. Después de la rendición de los japoneses, nuestro
pueblo todo se levantó para conquistar su soberanía nacional y fundó la República Democrática de Vietnam. La
verdad es que nuestro pueblo ha retomado su independencia de manos de los japoneses y no de las de los
franceses». (Véase Devillers, 1985: III).
Como se diría en septiembre de 1955 en el décimo aniversario de la República Democrática de Vietnam, «Las
victorias del valiente ejército soviético sobre la Alemania de Hitler y después sobre el imperialismo japonés
contribuyeron, en gran parte, al éxito de la insurrección general del 19 de agosto de 1945 y el 2 de septiembre
se fundó la República Democrática de Vietnam». (Véase Devillers, 1985: V).
En 1949 los chinos comunistas victoriosos de la guerra civil (se hizo realidad, pues, la revolución china)
llegaron a la frontera de Vietnam, lo que facilitó el rearme rebelde indochino, cosa que los franceses obviamente
querían evitar. En diciembre de 1953 paracaidistas franceses tomaron y fortificaron Dien Bien Phu (actual Laos),
una de las principales estaciones en la que los rebeldes se aprovisionaban. Los franceses tomaron Dien Bien
Phu con la intención de atraer a los rebeldes en un combate a campo abierto y obtener así toda la ventaja. Pero
hete aquí que el general rebelde Vo Nguyen Giap (1911-2013) tomó la fortaleza y en marzo de 1954 70.000
soldados rebeldes más con el apoyo de 100.000 efectivos acorralaron a 15.000 soldados franceses en la ciudad
hasta que al final se rindieron, iniciándose en seguida las negociaciones de paz concediéndose la
independencia de la Indochina francesa en cuatro Estados: Laos, Camboya, el Vietnam comunista del norte y el
Vietnam no comunista del sur; aunque esta situación no dudaría demasiado.
Según estima El libro negro del capitalismo, que infla las cifras tan a gusto como El libro negro del
comunismo, la guerra francesa de Indochina o guerra de independencia de Indochina (1945-1954) costó
1.200.000 muertos. En el artículo de Wikipedia de la «Guerra de Indochina»{38} el número de bajas es
sensiblemente inferior, estimando unos 92.900 milicianos franceses muertos en combate más unos 175.000
milicianos indochinos y unos 252.000 civiles muertos. El libro negro de la humanidad deja la cifra del total de
muertos en 393.000: con 93.000 soldados franceses y 20.700 civiles franceses, 18.700 aliados de los
indochinos, 26.700 nativos de las colonias indochinas, 15.200 indígenas de las colonias africanas y 11.600
miembros de la Legión Extranjera. En cuanto a las bajas rebeldes, soldados del Viet Minh, los números son
confusos, como reconoce White, y puede que el número fuese de 175.000, a lo que hay que añadir 125.000
civiles muertos. (Véase White, 2012: 603-606).
Una vez que los rebeldes indochinos se independizaron del imperialismo francés, fundamentalmente liderados
por los comunistas de Ho Chí Minh, las potencias capitalistas no estaban dispuestas a consentir un nuevo
Estado comunista sin que se rompiese un solo cristal ni se derramase una sola gota de sangre. En 1963 el ya ex
presidente Dwight Eisenhower (1890-1969) confesaba que «nunca he hablado, en persona o por carta, con
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ningún experto en asuntos indochinos que no estuviera convencido de que, si en la época de la guerra se
hubieran convocado elecciones, posiblemente el 80 por 100 de la población hubieran votado por el comunista
Ho Chi Minh» (citado por White, 2012: 659-660).
Las potencias occidentales consintieron a los comunistas liderados por Ho Chi Minh que controlara la mitad
norte desde Hanoi, instalándose en el sur una monarquía tradicional con capital en Saigón, pero esta monarquía
sería derrocada por el golpe de Estado militar que instauró la República de Vietnam que no era otra cosa que la
dictadura de la élite católica que presidía Ngo Dinh Diem (1901-1963). En 1959 se fue incubando una revolución
comunista (el Viet Cong) que acabó con 1.200 funcionarios del gobierno de Vietnam del Sur, más otros 4.000
que eliminaron en 1961 (pero estos funcionarios no eran peces gordos, sino funcionarios de escasa importancia
y gente de a pie). La revolución fue in crescendo y llegó a transformarse en una guerra civil (como toda
verdadera revolución comunista que se precie), por lo que el gobierno sudvietnamita determinó el traslado en
masa de los campesinos leales y trasladarlos hacia aldeas estratégicas, y todo aquel que fuera visto fuera de
estas aldeas era considerado un rebelde y así era legalmente eliminado.
En 1963 los desencantados militares defenestraron a Diem, no sin antes consultar a la CIA. El golpe de
Estado contra Diem -que junto a su hermano el general Ngo Dinh Nhu (1910-1963) fue fusilado- hizo que el
gobierno fuese inestable y pasase por varios gobernantes hasta que se estabilizó en 1967 bajo la presidencia de
Nguyen Van Thieu (1923-2001). En agosto de 1964 dos destructores de la armada de Estados Unidos fueron
atacados en el golpe de Tonkín por torpedos norvietnamitas, o tal vez por un banco de peces (¿otro autogolpe a
lo Maine o una especie de Pearl Harbor?). El senado estadounidense autorizó a Lyndon Johnson (1908-1973) a
que respondiese a la ofensa, pero antes de responder se aseguró a que fuese reelegido en noviembre. Al
informarse de que el gobierno de Vietnam del Sur estaba a punto de caer en manos rebeldes, Johnson ordenó
bombardear Vietnam del Norte, y en abril de 1965 envió unidades de combate para que realizasen operaciones
ofensivas junto a soldados survietnamitas. En 1968 hasta medio millón de soldados estadounidenses fueron
enviados a la guerra, poco menos que los 670.000 soldados survietnamitas. El gobierno estadounidense
estableció un sistema de rotaciones en el que los soldados volverían a casa después de un año en el frente, lo
cual fue justamente criticado porque en ese caso los soldados no arriesgarían mucho y se dedicarían a
sobrevivir de la manera que pudiesen en vez de luchar por la victoria.
Tanto el Viet Cong como los norvietnamitas estaban siendo abastecidos por China y la Unión Soviética, y aun
así el armamento del que disponían era mucho menos tecnológicamente avanzado que el estadounidense, por
lo tanto tenían que recurrir al factor sorpresa (a las guerrillas) para liquidar y desmoralizar a las tropas
estadounidenses y survietnamitas. De ahí a que los estadounidenses recurriesen a perfumar las mañanas de
napalm, dejando al descubierto a los guerrilleros Viet Cong (en torno a unas tres millones de personas sufrieron
los efectos del napalm). De modo que tuvieron que evacuar a zonas libres de fuego incendiado por el napalm a
millones de personas. Según El libro negro de la humanidad, al llegar 1968 se evacuaron entre 5 y 17 millones
de survietnamitas, y al no haber civiles en zona de guerra las patrullas disparaban a todo lo que se moviese,
llevándose por delante a muchos campesinos que se resistían a abandonar sus tierras.
Estados Unidos prefirió hacer la guerra en el sur porque si atacaban el norte corrían el riego de que China le
declarase la guerra, y China ya era una potencia nuclear; por eso los bombardeos contra el norte eran
esporádicos y casi rituales, y no estaban dirigidos a destruir el país y desmoralizar a la población, sino a
objetivos muy concretos. Pese a todo, las bombas caídas en Vietnam del Norte triplicaron las bombas arrojadas
por Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y, según estima White, la falta de puntería de los pilotos a la
hora de disparar a esos objetivos concretos hizo que muriesen un total de 65.500 civiles a causa de los
bombardeos. Al final de la guerra «Vietnam estaba sembrado por cuarenta millones de cráteres de bombas.
Indochina recibió catorce millones de toneladas de proyectiles de toda índole. Y, sin embargo, pese a los
abundantes medios desplegados que hicieron de esa guerra colonial una de las más feroces de nuestro siglo,
París y Washington fracasaron estrepitosamente» (Devillers, 1985: 32).
Al final el ejército vietnamita del norte se impuso y tomó Saigón y Phrom Penh en abril de 1975.
Según El libro negro del capitalismo, entre 1964 y 1973 los ejércitos estadounidenses y sus aliados
vietnamitas anticomunistas terminaron con la vida de 500.000 civiles y 200.000 militares sudvietnamitas,
costando la vida también a 55.000 soldados estadounidenses (de los 550.000 que combatieron). Todo esto sin
contar a los heridos y lisiados de por vida, y tampoco las represiones internas, las ejecuciones sumarias y otros
atropellos. Según también El libro negro del capitalismo, entre 1964 y 1973 en el Vietcong y el Vietnam del Norte
el número de muertos fue de 725.000. En total suman 1.480.000 muertos. Pero al final del libro, en el recuento
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total de las víctimas del capitalismo en el siglo XX, el número de muertos asciende a 2.000.000. Desde luego
que no es muy coherente, como le pasa al otro libro negrolegendario de signo contrario.
El libro negro de la humanidad estima el total de muertos en la guerra de Vietnam en 4,2 millones: 3,5
millones en Vietnam, 600.000 en Camboya y 62.000 en Laos (no se cuentan las purgas de posguerra, que sin
duda fueron terribles). La guerra le costó a Vietnam del Norte 223.784 muertos (sin contar las ofensivas finales).
En la guerra murieron 58.177 soldados estadounidenses. En abril de 1995 el gobierno de Hanoi hizo públicos
sus cálculos oficiales que daba (entre 1954 y 1975) 1,1 millones de soldados Viet Cong y norvietnamitas
muertos más 2 millones de civiles. En 2008 la OMS (Organización Mundial de la Salud) calculó que durante la
guerra murieron en Vietnam alrededor de 3,8 millones de personas por muerte violenta.
Los atropellos y arbitrariedades de los norteamericanos contra la población vietnamita se reglamentaron con
unas leyes que eran simplemente la institucionalización del terror. Así lo refleja el artículo primero de dicho
código penal: «queda fuera de la ley todo individuo, partido, liga o asociación culpable de cualquier acto bajo la
forma que sea, tendente directa o indirectamente a promover el neutralismo comunista o procomunista». Y el
artículo 17 de la Ley sobre la Reclusión Administrativa rezaba: «Está castigado a trabajos forzados todo
individuo que cometa cualquier acto tendente a minar el espíritu anticomunista de la nación o a perjudicar la
lucha del pueblo y de las fuerzas armadas» (citado por Derivery, 2001: 154).
Estas leyes de excepción eran capaces de detener a más de 40.000 personas en sólo dos semanas, como se
congratuló en noviembre de 1972 Hoang Duenha, consejero personal del presidente Nguyen Van Thieu.
Nuestro Federico se lleva las manos a la cabeza con la invasión de Checoslovaquia por el Ejército Rojo, pero
nada dice de lo que por entonces hacían los capitalistas americanos en Vietnam. Tapar Vietnam con
Checoslovaquia es algo así como tapar el caso de los EREs con el máster y las cremas de la señora Cifuentes.
Nosotros no vamos a omitir lo que pasó después, aunque como es natural sólo haremos un breve comentario
y daremos unos cuantos datos. Las purgas ideológicas de posguerra, ya en el Vietnam unificado, costó la vida a
365.000 personas entre 1975 y 1992, recoge White. Antes de la caída de Saigón, las tropas estadounidenses
evacuaron a 175.600 vietnamitas (fundamentalmente funcionarios del gobierno, oficiales del ejército y niños
mestizos) que muy posiblemente hubiesen sido represaliados por los comunistas. El gobierno comunista
reeducó en campos de concentración especiales durante un mes (aunque muchos permanecieron allí hasta 10
ó 15 años a la base de trabajo duros y mala alimentación) a un gran número de survietnamitas sospechosos de
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estar americanizados. Estos sospechosos eran funcionarios, maestros, antiguos oficiales, novias de soldados
estadounidenses y estudiantes. Según White, casi un millón de individuos fueron reeducados en estos campos,
donde posiblemente 65.000 fueron ejecutados y otros 100.000 murieron por abandono, por enfermedad o por
trabajo excesivo. Así relata un testigo las normas de los reeducadores: «Un teniente general intentó escapar del
campo de reeducación de Lang Song sobornando a uno de los guardias… su plan fue descubierto, le pagaron
un tiro en la pierna y lo capturaron. Al día siguiente fue enterrado vivo y murió al cabo de cuatro días» (citado
por White, 2012: 697). «En 1980, Phan Van Dong, entonces primer ministro, admitió 200.000 reeducados en el
Sur. Las estimaciones serias varían entre 500.000 y un millón (de una población de 20 millones de habitantes
aproximadamente), incluido un gran número de estudiantes, de intelectuales, de religiosos (sobre todo budistas,
a veces católicos), y de militantes políticos (entre ellos comunistas), entre los cuales muchos habían simpatizado
con el Frente Nacional de Liberación de Vietnam del Sur. Éste se vuelve entonces simple tapadera del dominio
de los comunistas procedentes del Norte, que violan casi instantáneamente todas sus promesas de respetar la
personalidad propia del Sur. Como en 1954-1956, los compañeros de ruta y los camaradas de ayer son los
“rectificados” de hoy. A los prisioneros encerrados en unas estructuras especializadas, y durante años, habría
que añadir un número indeterminado pero importante de reeducados “leves”, enclaustrados, durante unas
cuantas semanas, en su lugar de trabajo o de enseñanza. Observemos que en los peores momentos del
régimen del Sur, los adversarios de izquierda denunciaban el encarcelamiento de 200.000 personas…»
(Margolin, 1997: 740-741). En 1992 una amnistía general cerró los campos.
¿Qué hicieron los Estados Unidos en Vietnam? El 18 de agosto de 1965 Francisco Franco (1892-1975), el
Jefe del Estado de esa nación política llamada España, le escribía a Lydon Johnson advirtiéndoles de las
complicaciones que suponían para Estados Unidos meterse en una jungla como Vietnam. Cito algunos puntos
de la carta porque no tienen desperdicio:
«Con las armas convencionales se hace muy difícil acabar con la subversión… Cuanto más se prolongue la
guerra, más empuja al Vietnam a ser fácil presa del imperialismo chino, y aun suponiendo que pueda llegar a
quebrantarse la fortaleza del Vietcong… La subversión en el Vietnam, aunque a primera vista se presente
como un problema militar, constituye, a mi juicio, un hondo problema político; está incluido en el destino de
los pueblos nuevos. No es fácil al Occidente comprender la entraña y la raíz de sus cuestiones. Su lucha por
la independencia ha estimulado sus sentimientos nacionalistas; la falta de intereses que conservar y su
estado de pobreza les empuja hacia el social-comunismo que les ofrece mayores posibilidades y esperanzas
que el sistema liberal patrocinado por Occidente que les recuerda la gran humillación del colonialismo. Los
países se inclinan en general al comunismo porque, aparte de su poder de captación es el único camino
eficaz que se les deja. El juego de las ayudas comunistas rusa y china viene siendo para ellos una cuestión
de oportunidad y de provecho… A mi juicio hay que ayudar a estos pueblos a encontrar su camino político, lo
mismo que nosotros hemos encontrado el nuestro… Comprendo que el problema es muy complejo y que
está presidido por el interés americano de defender a las naciones del Sudeste asiático de la amenaza
comunista; pero siendo ésta de carácter eminentemente político, no es sólo por la fuerza de las armas cómo
esta amenaza puede desaparecer [ya en 1961 Charles de Gaulle le había advertido a Kennedy que en
Vietnam el problema era más político que militar]. Al observar, como hacemos, los sucesos desde esta área
europea, cabe que nos equivoquemos. Guardamos, sin embargo, la esperanza de que todo pueda
solucionarse ya que en el fondo los principales actores aspiran a lo mismo; los Estados Unidos a que el
comunismo chino no invada los territorios del sudeste asiático; los estados del sudeste asiático a mantener a
China lo más alejada de sus fronteras; Rusia, a su vez, a que su futura rival, China, no se extienda y crezca;
Ho Chi Minh, por su parte, a unir el Vietnam en un Estado fuerte y a que China no lo absorba. No conozco a
Ho Chi Minh, pero por su historia y sus empeños por expulsar a los japoneses, primero, a los chinos después
y a los franceses más tarde, hemos de conferirle un crédito de patriota, al que no puede dejar indiferente el
aniquilamiento de su país. Y dejando a un lado su reconocido carácter de duro adversario, podría, sin duda
ser el hombre de esta hora, el que Vietnam necesita»{40}.
La conclusión de Franco describe muy bien la dialéctica de Estados que los presidentes estadounidenses no
supieron entender o lo entendieron demasiado tarde, pues creían que si Vietnam se haría comunista el
comunismo, entendido de modo lisológico, iría extendiéndose como efecto dominó. Esta teoría ya se puso en
marcha con la «Doctrina Truman», cuando en 1948 pedía al Congreso socorrer a Grecia y Turquía para impedir
su anexión al comunismo, pues en caso de no impedirlo éste se expondría a otros países que caerían «como
manzanas en un barril infectado por una podrida» (citado por Lozano, 2102: 410). Pero las morfologías de la
dialéctica de Estados hicieron imposible la solidaridad de los Estados comunistas, tan enfrentados entre sí como
frente a los Estados capitalistas. Johnson no respondió a los consejos de Franco. Peor para él y para su país (y,
desde luego, también peor para los vietnamitas que tuvieron que sufrir la guerra en su país).
Ante tal derrota de una superpotencia como Estados Unidos frente a un país como Vietnam uno se pregunta
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También habría que tener en cuenta el genocidio de los estadounidenses contra los indios pieles roja (tarea
que al principio empezaron a llevar a cabo los británicos). Leemos en El libro negro del capitalismo que antes de
la llegada de los anglosajones en Norteamérica había unos diez o doce millones de indios. Las enfermedades,
que causaron estragos en la población india, fueron reivindicadas por John Wirthrop (1587-1649), gobernador
de Massachusetts en 1629, como beneplácito de la Providencia: «Dios había despejado nuestro derecho a este
lugar» (citado por White, 2012: 267). Según Russell Thornton, citado por Matthew White en El libro negro de la
humanidad, la población india norteamericana pasó de 600.000 habitantes en 1800 a 200.000 en 1890, a
medida que se expandía el Imperio Estadounidense hacia el Oeste. Entre 1837 y 1838 el presidente Andrew
Jackson (1767-1845) expulsó a los indios que vivían al este del Misisipi y los envió al Oeste. La humillación y
aniquilación de los indios de California fue una de las páginas más negras de la historia de Estados Unidos; y no
se trató propiamente de una guerra, sino de una cacería o un deporte popular. Ni más ni menos que Benjamin
Franklin (1706-1790), uno de los padres fundadores de Estados Unidos, decía que «entra en los designios de la
Providencia el extirpar a estos salvajes [los pieles rojas] con el fin de dejar espacio a los cultivadores de la
tierra» (citado por Losurdo, 2008: 358). He aquí el «espacio vital» (Lebensraum) made in USA.
Los descendientes del Mayflower veían a los indios como la resistencia de Satán frente a Dios y tal
interpretación maniquea desembocó en el exterminio de los pieles rojas o su encierro en reservas y no en
ciudades como hicieron los españoles, que además -mediante el derecho de gentes- reconocían a los indios
«como verdaderos propietarios de sus tierras y bienes» (Insua, 2018: 189).
Según Ángel Rosenblat (1902-1984) en La población indígena de América desde 1492 hasta la actualidad
(Institución cultural española, Buenos Aires 1945),«la población indígena americana en 1492 era de algo más de
13 millones de habitantes (conformando el 100% antes de la llegada de los españoles). En 1570 es de casi 11
millones conformando el 96% de la población total; en 1650 es de 10 millones, el 80% de la población total. Es
en 1825 cuando con 8 millones de indígenas estos constituyen el 25% de la población total, y en 1940 son 16
millones pero solo conforman casi el 6%» (Insua, 2018: 308). Dice Rosenblat: «La población indígena, sometida
a un proceso continuo de extinción por el juego de diversos factores destructivos (epidemias de origen europeo,
guerras de conquista, régimen de trabajo, sistema colonizador, alcoholismo, despojos y arbitrariedades, nuevas
condiciones de vida, derrota material y moral, mestizaje), llega hasta nuestros días, crecida en número, pero
muy mermada en su integridad racial. Pueblos enteros, y hasta una cultura floreciente como la chibcha, han
desaparecido casi sin dejar rastro. En la mayor parte del continente no quedan hoy ni las huellas del indio. Pero
las cifras muestran al mismo tiempo un proceso acelerado de reestructuración étnica y cultural. Más que una
extinción del indio hay que hablar de una absorción del indio» (citado por Insua, 2018: 308). Como dice Pérez de
Barradas (1897-1981), «cada mestizo que nacía era un indio menos» (citado por Insua, 2018: 239). Los
mestizos no se vieron condicionados por pertenecer a una determinada raza de cara a su promoción o ascenso
social. De hecho, casi todos los conquistadores tuvieron hijos mestizos con mujeres indígenas, empezando por
Hernán Cortés (como ya haría casi dos mil años antes Alejandro Magno en Babilonia, a medida que construía
su Imperio generador). «No hubo por tanto, en contraste con Norteamérica, un expolio, mucho menos una
aniquilación, de la población indígena, sino al contrario, una protección y mezcla sobre la misma, intentando su
integración de pleno derecho en el ordenamiento institucional imperial español. Una integración… que viene
canonizado ya del trato “peninsular” con moriscos y judíos» (Insua, 2018: 239).
Según calcula Matthew White en El libro negro de la humanidad el número de muertos por el comercio de
esclavos entre 1452-1807 osciló entre los 14 y los 18 millones al sumarse la muerte de 10 ó 12 millones de
muertes producidas durante el traslado por el Atlántico (el 10 o el 15% de los trasportados a causa de la viruela,
la disentería o el escorbuto) más de unos 3 a 4 millones de muertos en el primer año en América (un tercio de
los africanos trasladados). David E. Stannard (Estados Unidos, 1941) en su Holocausto en América, que cita
White, calcula entre 30 ó 60 millones de muertos. Rudolph J. Rummel en Statistics of Democide calcula un total
de 13.667.000 de muertos. Jan Rogozinski estima que murieron 8 millones de africanos y fueron trasladados 4
millones de esclavos al Caribe. (También leemos en este libro que el comercio de esclavos en Oriente Medio
-provenientes de África oriental, África del norte y en mucha menor cantidad de Europa y que se llevó a cabo
entre los siglos VII al XIX- dejó un número de muertos de 18.500.000, frente a los 16.000.000 de muertos por el
comercio de esclavos en el Atlántico entre 1452-1807. [Véase White, 2012: 121]).
Estados Unidos, que en su génesis, se autoproclamó como la tierra de la libertad, en su estructura, al menos
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en las primeras décadas, se convirtió en el campeón de la esclavitud (título que heredó del Imperio Británico). La
Constitución estadounidense reconoció por primera vez «los derechos del hombre», pero -como se ha
observado- «mientras se condenan los privilegios de clase se santifican los de raza» (Engels, 1878: 95). Según
ha calculado Robin Blackburn (Reino Unido, 1940), «El total de la población esclava en el continente americano
ascendía a cerca de 330.000 en 1700, a casi tres millones en 1800, para alcanzar finalmente el pico de los más
de 6 millones en los años 50 del siglo XIX» (citado por Losurdo, 2005: 44).
En Estados Unidos aparece antes que en ningún país la democracia, es más, nace como un país
democrático, ya que era, efectivamente, una democracia Herrenvolk, esto es, una «democracia para el pueblo
de los señores», es decir, una democracia con esclavos de cuño aristocrático. Luego más que una revolución o
movimiento de emancipación política, la guerra de independencia contra el Imperio Británico resultó ser una
rebelión reaccionaria de los propietarios de esclavos. Sin embargo, esos groseros y reproblables finis operantis
no quitan que surgiese como finis operis el Imperio Estadounidense a día de hoy realmente existente, el de
mayor poderío político y geopolítico de la historia, y posiblemente se trate de un Imperio generador al extender
el estilo de vida americana (american way of life) en diversas sociedades políticas (aunque también podría
decirse que Estados Unidos es un imperio depredador con respecto a otros países, como son los países
hispanoamericanos y ni que decir tiene contra la Unión Soviética a la que arruinó con la carrera nuclear).
En 1830 Francia emprender una nueva aventura colonial empezando por Argelia. Uno de los más importantes
ideólogos del liberalismo francés, Alexis Tocqueville, no vacilaba en recomendar la destrucción de «todo lo que
se parezca a una organización permanente de población o, en otras palabras, a una ciudad. Creo que sea de la
mayor importancia no permitir que subsista ni surja ninguna ciudad en las regiones controladas por Abd el-
Kader» (citado por Losurdo, 2008: 235). Según El libro negro de la humanidad, la conquista de Argelia por los
franceses costó 775.000 muertos.
La guerra de independencia de Argelia (1956-1962) tuvo 1.200.000 muertos, según sostiene El libro negro del
capitalismo. El libro negro de la humanidad estima que hubo 525.000 muertos. La Wikipedia en su artículo
«Guerra de Independencia de Argelia»{41} lo deja entre 347.000 a 507.000 argelinos muertos, más 25.600
franceses y de 65.000 a 185.000 argelinos leales a Francia. Como se ve el baile de cifras es monumental. En
realidad, como en muchos casos, nadie sabe cuánta gente ha muerto.
Antes de la independencia, en Argelia vivían un millón de occidentales, que gozaban de todos los derechos
civiles, y 9 millones de árabes y bereberes, los cuales no gozaban de ningún derecho. Aparte de pagar la mitad
de impuestos que sus compatriotas en Francia, por línea general la riqueza de los primeros equivalía a diez
veces la riqueza de los segundos. Hay que recordar que por entonces en España gobernaba Franco y Francia,
el país de la libertè, era una democracia. Es decir, que la Francia de por entonces, democrática, tuvo mucho
más crímenes en su haber que el régimen de Franco (y no sólo en Argelia sino, como hemos visto, también en
Indochina). También el país de la democracy, Estados Unidos, fue mucho más sanguinario que el régimen
franquista. Pero la leyenda negra es para el franquismo y Francia y Estados Unidos se van de leyenda rositas
(aunque en el caso de Estados Unidos no tanto porque es cierto que hay una cierta yanquifobia en España, en
Europa, y no digamos en Hispanoamérica, contra el país del dólar, sobre todo en lo que se conoce como «la
progresía», aunque no exclusivamente).
En los años 1965 y 1966 se llevaron a cabo unas purgas en Indonesia que acabaron con la vida de 400.000
personas. (Véase White, 2012: 676). Se trató de una purga ideológica en la que el ejército indonesio, a las
órdenes del general auspiciado por la CIA Haji Mohammad Suharto (1921-2008), llevó a cabo frente a los
miembros del PKI, el Partido Comunista de Indonesia que por entonces era el tercer partido comunista más
numeroso del mundo aunque era de tendencia maoísta. Suharto culpó a los comunistas de intentar un golpe de
Estado el 30 de septiembre de 1965. A las pocas semanas el gobierno indonesia, presidido por Ahmed Sukarno
(1901-1970) y su desde 1959 «democracia dirigida» (que él mismo llamó así al nombrar a los miembros del
parlamento a dedo), empezó a detener a todo aquel que aparentase tener simpatías con los comunistas, cosa
que no sólo afectó a los comunistas sino también a sindicalistas, estudiantes, periodistas e izquierdistas de todo
tipo, de los cuales miles fueron fusilados sumariamente. Aunque muchos murieron en las redadas en las que se
liquidaba a familias enteras o se destruían poblaciones poco decidas a colaborar con las autoridades. Otras
muchas personas eran detenidas y se les interrogaba con métodos de tortura, y después eran fusiladas en
algún solar desierto. Cientos de nombres de posibles golpistas indonesios o colaboradores de los golpistas
fueron facilitados por el personal de los servicios de inteligencia estadounidense que deseaban ver eliminadas a
esas personas, según confiesan varios antiguos funcionarios de Estados Unidos. Los soldados indonesios, con
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la colaboración de grupos de voluntarios armados, también reprimieron a los chinos étnicos que residían en el
archipiélago desde hacía generaciones como miembros de una comunidad de comerciantes que eran parte
integrante de la cultura del Sureste Asiático, con la excusa de que eran agentes de Mao. También fueron
afectados por la purga hinduistas, cristianos y algunos musulmanes. «Durante la purga, casi medio millón de
personas fueron perseguidas y asesinadas, y 600.000 más, encarceladas sin juicio previo, a menudo durante
años. Miles de indonesios fueron desterrados a las colonias penales al otro extremo del archipiélago, donde
muchos de ellos murieron extenuados por los trabajos forzados» (White, 2012: 678). Sukarno, incapaz de
controlar a los militares, dimitió de la presidencia en marzo de 1966 (estaría bajo arresto domiciliario en Yakarta
hasta que murió en junio de 1970). Le entregó el mando al general Suharto, que fue presidente en funciones
durante un año y después lo haría oficialmente (hasta 1998), alejando a Indonesia de los países «no alineados»
con los dos grandes bloques de la Guerra Fría y acercándolo cada vez más a Estados Unidos.
Dice Federico: «Sucede que entre los socialistas y los propios comunistas hay gente de acrisolada honradez,
estricta austeridad y franciscana bondad en la vida cotidiana. Es la clase de personas -yo mismo la he conocido-
a la que confías tus hijos sin vacilar, seguro de que los cuidarán como propios. ¿Y cómo es posible que esas
buenas personas, más frecuentes siempre en la clandestinidad que en el poder, en la cárcel ajena que en el
ministerio propio, pero intrínsecamente buenas, sean arrastradas al robo, cuando no robarían nunca, y al
asesinato, cuando no son capaces de matar a una mosca?» (p. 155). Allí donde pone «socialista» y
«comunista» también cabría poner «capitalista» y «liberal».
En nombre del comunismo «la oveja se vuelve lobo y el lobo es masacrado por las ovejas» (p. 155). ¿Y en
nombre del liberalismo y la democracia acaso no? Por lo que hemos visto hay que decir rotundamente que sí,
esto es, que muchos liberales demócratas son lobos disfrazados de ovejas que, en cuanto pueden (y no digo
que sea de forma gratuita por maldad absoluta) masacran a las ovejas: ya sea de modo fulminante a base de
espectaculares y gigantescos bombardeos, ya sea lentamente a base de hambre.
Se pregunta Federico: «Cómo seguir siendo rojo después del Gulag sin que se te caiga la cara de vergüenza»
(p. 502). Y me pregunto yo: ¿cómo, después de este repaso, se puede seguir siendo liberal sin que se te caiga
la cara de vergüenza? ¿Y cómo se puede seguir siendo cristiano sin que se te caiga la cara de vergüenza? ¿Y
cómo se puede seguir siendo musulmán sin que se te caiga la cara de vergüenza? &c., &c.
No podemos prolongarnos más sobre esto. Pero hay muchos otros crímenes que hicieron los buenos, los
cuales si fueran escritos uno por uno, ni el mismo mundo albergaría los libros escritos.
Conclusión
Las afirmaciones sobre «la naturaleza del comunismo» que sostiene Federico son escritas (y pronunciadas,
cuando las dice en la radio) con una seguridad pasmosa; como aquél que dice que la suma de los cuadrados de
los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa, esto es, como si se tratase de una concatenación de
identidades sintéticas desde la que se tiene el completo conocimiento de la naturaleza del comunismo, como si
lo suyo fuese un retroanticomunismo científico; pues la verdad de la maldad del comunismo es una verdad
científica e incuestionable; es la Verdad absoluta del Mal absoluto.
El comunismo queda resumido como «una ideología criminal» (p. 529), y para el autor fundamentalmente es
eso y poco más. Y entiende que «la pareja inseparable de todo régimen comunista» son «el terror y la mentira»
(p. 542). Según nuestro periodista, en el comunismo no hay ni un solo átomo de buena voluntad, pues se trata
del Mal mismo hecho política, tanto en la teoría como en la praxis: es la mala voluntad y la realización del Mal.
Los comunistas son definitivamente seres de vesánica crueldad.
Federico se dedica a acumular hechos de rapacidad al estilo de la Brevísima relación de la destrucción de las
Indias del padre Bartolomé de las Casas (1484-1566). Pone consecutivamente todo lo malo y lo peor del
comunismo, sin mencionar nada (y nada es absolutamente nada) de lo bueno que pudo tener (que no fue poco),
y encima lo malo lo exagera. Su metodología es pura y simplemente metodología negrolegendaria: exagerar las
atrocidades y ningunear los éxitos. Y de paso no hace ninguna mención a las atrocidades de los Estados
denominados demócratas liberales, porque todo lo malo que en el mundo ha sido y es sólo es obra del
comunismo (aunque también del nazismo). Los capitalistas liberales y demócratas son estupendos. Bien.
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negrolegendarios ya debería cuestionarse su condición de historiadores). Y esto es creer a pies juntillas que
todas las personas ejecutadas por los regímenes comunistas eran criaturas inocentes que en su vida habían
roto un plato y que los verdugos comunistas los ejecutaban por maldad e incluso por placer, como si se tratasen
de una banda de sádicos perturbados y retorcidos, y por ello el chequista común es retratado como una «mezcla
de asesino sádico, hampón y farsante» (p. 297). La causa de este «pecado» está en el maniqueísmo del que
nuestro autor, como los otros, es preso al moverse sobre dicotomías simplonas tipo liberalismo/comunismo,
libertad/totalitarismo, democracia/dictadura e incluso izquierda/derecha (aunque ahora la izquierda es la mala y
la derecha, aunque tonta y «maricomplejines», es la buena). Tales dicotomías no son más que secularizaciones
de las distinciones Spenta Mainyu/Angra Mainyu, Caín/Abel, David/Goliat y Cristo/Anticristo.
Afirma Federico que, desde el antifascismo y el antifranquismo, desde Stalin hasta hoy se ha procurado
«ocultar el terror comunista» (p. 676). Y yo afirmo que en sus 700 páginas con tantos crímenes comunistas y
tantos 100 millones de muertos nuestro autor ha ocultado los crímenes de los buenos, y de ese modo le ha
salido un maniqueo. Siguiendo a Escohotado, Federico acepta la distinción maniquea amigos/enemigos del
comercio, que Don Antonio sustantifica al hacer la distinción entre sociedad comercial y sociedad clerical-militar
(que recuerda a la distinción popperiana sociedad abierta/sociedad cerrada, y remontándonos aún más a la
distinción agustiniana entre la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrena, y aún más a Mani: el Bien contra el Mal). Y
así dice nuestro locutor que hay «dos concepciones de la vida: la que disfruta con todo lo que da el comercio y
la que condena ese disfrute y el comercio que lo trae» (p. 629).
Estoy de acuerdo con Federico cuando afirma que «el comunismo es algo demasiado grave para dejárselo
solo a los historiadores» (p. 573). Efectivamente, sería demasiada irresponsabilidad dejar el comunismo (así
como la Unión Soviética) en manos exclusiva de los historiadores, pues estamos ante un problema filosófico, ya
que en tal estudio se abordan y desbordan diferentes categorías. También estamos de acuerdo cuando sostiene
que «lo que más oscurece hoy la comprensión del comunismo es la plaga de langosta de los historiadores
especializados en él. No porque todos sean malos, sino porque son, en su mayoría, una plaga vampírica, cuya
oscura y aleteante bandada sume en la oscuridad lo que debería iluminar» (p. 573). Y precisamente lo que
oscurece el asunto es la leyenda negra en la que está preso, y parece que con cadena perpetua, nuestro locutor
favorito (como la mayoría de los «historiadores»). «El peor gulag intelectual es el que algunos llevan dentro e
imponen a los demás» (p. 646). Y la peor leyenda negra «intelectual» es la que algunos llevan dentro y quieren
imponer a los demás. Porque Federico ha interiorizado la leyenda negra retroanticomunista (como muchos
progres han interiorizado la leyenda negra retroantifranquista, y la leyenda negra antiespañola en general).
Federico vive en ella, respira en ella, se alimenta de ella, está imbuido hasta el tuétano de la misma; y no hay
quien le saque de ahí, y menos a estas alturas de su vida. La histeria e irritación anticomunista de Federico le
hace perder el juicio de cara a una crítica seria al comunismo. Los árboles retroanticomunistas negrolegendarios
le impiden ver el bosque o más bien la tundra geopolítica que fue la Unión Soviética y el comunismo en general.
Como le dijo a Churchill el que fue embajador estadounidense en la Unión Soviética de 1936 a 1938, Joseph E.
Davies (1876-1958), «Por prejuicios antisoviéticos, no ven la verdad. O si la ven no la reconocen»{42}.
Parafraseando el título del libro de María Elvira Roca Barea (El Borge, 1966), podríamos retitular el libro de
Federico como Marxistofobia y leyenda negra. O también, dado el éxito editorial del libro, se podría retitular con
el nombre de una editorial: Memoria del comunismo, ¡vaya timo!
Federico se dedica a condenar hechos históricos (a través de sus relatos) como si ellos no fuesen materiales
para una ciencia sino para un tribunal, aunque más que una condena jurídica se trata de una condena moral
(igual que sociatas y podemitas hacen con el franquismo).
En mi caso, como he procurado mostrar en esta larga crítica, no pretendo ser -como él dice- una «aplastante
máquina justificatoria» (p. 528). Mi posición, en la medida en que me ha sido posible, ha procurado ir más allá
del bien y del mal; y esto ya sé que no gustará «ni a los hunos ni a los otros», que diría Unamuno. Pero es lo
que hay. Y con tal actitud evito padecer un patético complejo de Jesucristo que pretende juzgar a los vivos y a
los muertos, como si me situase desde un Olimpo moral (cosa propia del filisteo). Que los moralistas filisteos se
queden en el idealismo de la Ciudad de Dios que yo me quedo en Babilonia, esto es, en el materialismo de la
ciudad de los hombres. No obstante, ni por un momento he querido eludir el «espíritu de partido», y he tomado
partido -como en otras ocasiones- por el sistema de Gustavo Bueno: el materialismo filosófico.
Afirma nuestro autor que «la quintaesencia del comunismo es no reconocer la realidad jamás» (p. 142). Pues
bien, tras este repaso, nosotros podemos decir que la quintaesencia de las 700 páginas del libro negro de
Federico es no reconocer la realidad del comunismo jamás. La quintaesencia de la obra del director de Es la
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mañana es que su libro no es propiamente un libro basado en la historia, sino en la calumniosa propaganda. El
libro de Federico es un libro de literatura, una leyenda: leyenda negra. Si Federico habla de «negación de la
realidad» de los comunistas, nosotros hablamos de «negación de la realidad del comunismo» de Federico, al
estar imbuido por la conciencia falsa de sus premisas y postulados que engrana con metodología
negrolegendaria exagerando y omitiendo que es gerundio. Nuestro periodista se dedica a despotricar e hilvanar
con hilos negrolegendarios los párrafos de su libro, pues tiene mucha leyenda negra que decir.
Si Federico hubiese estudiado un poco más de filosofía posiblemente no hubiese llevado a cabo una lectura
tan maniquea del asunto (aunque conozco a muchos filósofos que sí la hacen, por eso depende de la filosofía
por la que uno se posicione). Si hubiese leído al menos a Gustavo Bueno lo mismo no hubiese caído en
semejantes simplezas. Al no tener para nada en cuenta la vuelta del revés de Marx que Bueno ha publicado en
varios libros y artículos, Federico ha hecho una caricatura del comunismo, lo que propiamente no es una crítica;
porque criticar es clasificar, esto es, poner las cosas en su sitio, y con una caricatura no se pone al objeto de
estudio en su sitio, sino que se distorsiona y se lo saca de quicio. De modo que en el libro negro de Federico el
comunismo no queda retratado sino caricariturizado y desquiciado.
Desde aquí quiero recomendarle a Federico que para su próximo libro sobre el comunismo tenga más en
cuenta la filosofía académica. Sería de su interés que retomase sus estudios de filosofía y estudie historia de la
filosofía. Pues desde que abandonó filosofía y letras en Zaragoza para irse a Barcelona a estudiar filología
española (no sé si eso puede hacerse hoy en día en la ciudad condal, tal y como está el patio) parece que no se
ha preocupado más por la filosofía. Le recomendamos que vuelva a empezar desde el principio: con los
presocráticos. Que continúe con Sócrates, Platón y Aristóteles. Que prosiga con los estoicos y los epicúreos.
Después Plotino y San Agustín. También los escolásticos: como Santo Tomás, Occam y Suárez (la Escuela de
Salamanca parece que la tiene bien estudiada). Después puede continuar con Descartes, Espinosa y Leibniz.
Con esto ya le puede meter mano a Kant, Fichte, Schelling y Hegel (al parecer los clásicos del marxismo
también los tiene bien estudiados). Puede continuar con Russell, Heidegger y Sartre. Finalmente ya puede
estudiar bien el materialismo filosófico de Gustavo Bueno. Es una breve historia de la filosofía que le vendría
muy bien a nuestro presentador favorito.
Asimismo podrá leer los ensayos donde Gustavo Bueno le ha dado la vuelta del revés al marxismo y ha hecho
una crítica del mismo (sin inquina ni negrolegendarieces). Puede leer los artículos para la revista Sistema:
«Sobre el significado de los “Grundrisse” en la interpretación del marxismo» (1973){43}, «Los “Grundrisse” de
Marx y la “Filosofía del Espíritu objetivo” de Hegel» (1974){44}, Primer ensayo sobre las categorías de las
«categorías políticas» (Logroño, 1991){45}, y también el aclarador artículo en El Catoblepas titulado «La vuelta
del revés de Marx» (2008){46}. Asimismo haría muy bien Federico en leer y estudiar atentamente varias obras de
los discípulos de Bueno en relación al tema del comunismo, empezando por La ciencia en la encrucijada de
Pablo Huerga Melcón (Pentalfa, Oviedo 1999). Siguiendo con la Tesis Doctoral de José Ramón Esquinas
Algaba: La idea de materia en el materialismo dialéctico (Universidad de Oviedo 2015). O mismamente también
puede estudiar, ya más puesto en la actualidad, el libro Contra Žižek de Julen Robledo (Pentalfa Oviedo 2017).
Y también puede estudiar, aunque desde un enfoque procomunista, El marxismo y la cuestión nacional española
de Santiago Armesilla (El Viejo Topo, Barcelona 2017). Y con mucha modestia también le pido, o le vuelvo a
pedir, que lea mi Tesis Doctoral: Materialismo y espiritualismo. La crítica del materialismo filosófico al marxismo-
leninismo (Universidad de Sevilla 2018). Aunque ni mucho menos he citado todas las obras del materialismo
filosófico sobre el comunismo. Al respecto Federico puede investigar en la red.
Asimismo también sería muy recomendable para nuestro periodista que complementase sus estudios sobre el
comunismo con bibliografía no negrolegendaria. Sobre Lenin o la etapa leninista es más frecuente encontrar
material no negrolegendario, pero sobre Stalin y la etapa estalinista es mucho más complicado. Le recomiendo a
Federico que lea los fundamentales libros de Ludo Martens: Otra visión de Stalin (1994), Domenico Losurdo:
Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra (2008) y Anselmo Santos: Stalin el Grande (2012).
También le recomiendo el libro sobre Podemos que Pentalfa publicó en 2016 titulado Podemos. ¿Comunismo,
populismo o socialfascismo?, que yo he utilizado, y que muy bien me ha venido, para criticar (y no meramente
insultar) a la formación de Pablo Manuel Iglesias Turrión y sus secuaces.
Y que conste que todo esto lo digo sin soberbia y sin chuleo, ya que se lo digo con todo mi cariño y toda mi
sinceridad a una persona a la que, aunque no lo parezca, admiro y además me simpatiza. De todos modos es
posible que si Federico leyese esta crítica a su libro, la crítica que yo escribo y que estoy apunto de finalizar, las
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opiniones que mantiene en el mismo lejos de modificarse sustancialmente aún queden más reforzadas. Pero
eso es cosa suya.
Al menos, eso sí, hay que agradecer a Federico su claridad expositiva, ya que su libro, en líneas generales,
se lee bastante bien (a diferencia de otros autores, igual de negrolegendarios que Federico, que escriben
trilogías que podrían estar manifiestamente mejor escritas; de hecho están horrorosamente mal escritas, dicha
sea la verdad y con todos los respetos). El libro de Federico es un libro bien escrito pero mal informado y
tremendamente exagerado. Aunque es divertido, sobre todo si se van tomando notas para ponerle los puntos
sobre las íes (como ha hecho aquí el menda). Tengo que confesar que me lo he pasado bomba escribiendo
esto, a pesar de lo siniestro y macabro que pueda sonar con tal cantidad de muertos.
La claridad de Federico está en sintonía con la pobreza de sus argumentos y demostraciones (da todo por
supuesto y no demuestra nada). Por ejemplo, escribe: «Marx tenía predilección por la voltereta semántica, por el
juego de contradicciones que solo tienen un sentido: que presuma el que las hace» (p. 201). Así despacha
Federico la figura dialéctica del quiasmo, como si se tratase de una chulería de Marx; porque, sobre la influencia
del «inmenso baúl de sutilezas» de Hegel, «Marx desdeña lo que quiere y tomo lo que le da la gana» (p. 196).
Es de un psicologismo tan ramplón… Como con buen juicio se ha dicho, «esta inversión de la que habla Marx,
no la hace como una metáfora gratuita, sino que está señalando a procedimientos que él mismo ha tenido a la
vista en comparación de sus pensamientos con los de Hegel, que muchas veces ve su pensamiento como la
inversión justamente de Hegel, y en esta inversión desarrolla horizontes completamente insospechados»
(Bueno, 1983: 107).
Con todo, hay que reconocer que el libro de Federico es muy útil, porque se trata ni más ni menos de un buen
ejemplo (yo diría que el ejemplo perfecto) de lo que es la leyenda negra contra el comunismo. Como libro
negrolegendario el libro gordo de Federico es una obra maestra, y con el paso del tiempo podría convertirse en
un clásico de la historiografía negrolegendaria como Archipiélago Gulag de Alexandr Solzhenitsyn o El Gran
Terror de Robert Conquest. No es un libro sobre la naturaleza real del comunismo, es un libro negro del
comunismo, un libro de ficción, tan bien escrito como falso y exagerado en su génesis, estructura y conclusión.
Es un buen ejemplo al que todo buen negrolegendario debe acudir y todo buen contranegrolegendario criticar y
denunciar. Un buen ejemplo de cómo se escribe un libro maniqueo sobre el comunismo, donde éste es
presentado como el Mal absoluto sin la menor mancha de bondad. Un libro que todo buen contramaniqueo tiene
que refutar, porque la realidad política y social va más allá del bien y del mal, como bien sabía ese genio de
Tréveris llamado Karl Heinrich Marx.
Afirma Federico que en la España actual «la mistificación es la forma habitual de ver la historia» (p. 349). Su
libro es buen ejemplo de ello, aunque se trate no ya de una mistificación rosa o dorada sino negra, esto es, una
mistificación negrolegendaria. Su libro es simplemente un retrato monstruoso del comunismo, digno de
colocarse en las estanterías del basurero historiográfico. Porque lo pasmoso de su obra es que el «timo
ideológico», por usas sus propias palabras, dure hasta 2018 y se sigan empleando como si nada las fabulosas
cifras mortuorias de la Guerra Fría (que por entonces eran muy útiles para a debilitar a la Unión Soviética y el
comunismo en general).
El anticomunismo, piensa nuestro autor, tiene «su razón moral», una razón que debe compartir «toda persona
que aspire a vivir en una civilización libre, debe compartirlo» (p. 583). El imperativo categórico de Federico sería:
«Actúa como si el comunismo fuese el Mal absoluto». Estamos ante otro de los tópicos de la obra: el moralismo
filisteo al que se refería Marx y que tanto recalcó Lenin. Aunque el 7 de junio de 2018 Federico llegaría a decir
en su programa, desentendiéndose del moralismo filisteo, cosa de la que me alegro un montón: «Cuando el mal
es brillante yo lo reconozco». Sí señor, mejor el maquiavelismo que el maniqueísmo.
A medida que uno va leyendo y pasando las páginas del libro negro de Federico uno va sintiendo una especie
de entrañable simpatía por los comunistas. Y al terminar el libro a uno le entran ganas de leerse las obras
completas de Marx, Engels, Lenin, Stalin, Trotski y Bujarin; a uno le entran ganas de afiliarse al Partido
Comunista o al menos hacer apología del comunismo (o como ya no existe tal partido pues refundarlo); a uno le
entran ganas de subir el puño y desgarrarse la garganta cantando la Internacional; a uno le entran ganas de
levantar barricadas y tomar el Palacio de Invierno (o, en nuestro país, el Congreso de los Diputados, la Moncloa
y la Zarzuela); a uno le entran ganas de repartirse Polonia con los nazis (cosa que no fue así, pero en fin) y
tomar después Alemania y subirse a lo alto del Reichstag y ondear la bandera soviética y gritar «¡Viva el
Comunismo, viva la Revolución de Octubre, viva la Unión Soviética y viva la Revolución Mundial!».
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Notas
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{11} https://www.youtube.com/watch?v=6oQSGQDK_Ig.
{12} https://www.elespanol.com/opinion/20170923/248975401_0.html.
{13} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=71850.
{14} Ya en Denaes he dejado constancia de ello en una pequeña trilogía: «Pablo Iglesias II el Separador»:
http://nacionespanola.org/esp.php?articulo5370. «Pablo Iglesias II el impostor»: http://nacionespanola.org
/esp.php?articulo5380. Y «Pablo Iglesias II el Antiespañol»: http://www.nacionespanola.org
/esp.php?articulo5385.
{15} http://www.elmundo.es/espana/2014/06/30/53b06a85e2704e2e3a8b4579.html.
{16} https://www.youtube.com/watch?v=kiULMhRME-4
{17} Véase, también en Denaes: «Nada nuevo sobre el Sol ni sobre la piel del toro»: http://nacionespanola.org
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{18} Bien podrían consultar también en Denaes: «Plurinacionalidad y nación de naciones»:
http://nacionespanola.org/esp.php?articulo5407.
{19} http://www.abc.es/cultura/cultural/20150914/abci-entrevista-gustavo-bueno-201509141132.html.
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{30} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{31} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{32} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{33} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
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97 of 98 11/29/20, 4:12 PM
Daniel Miguel López Rodríguez, El libro negro de Fede... http://nodulo.org/ec/2018/n184p02.htm
{46} http://nodulo.org/ec/2008/n076p02.htm.
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