La Firma de Jesús - Brennan Manning PDF
La Firma de Jesús - Brennan Manning PDF
La Firma de Jesús - Brennan Manning PDF
Créditos editoriales
Palabras iniciales
1. De Jarán a Canaán
2. La firma de Jesús
3. Poder y sabiduría
4. Locos para Cristo
5. El discipulado hoy
6. La espiritualidad pascual
7. Celebra la oscuridad
8. El amor de Jesús
9. La disciplina de lo secreto
10. La valentía para arriesgar
11. Tomarse de Dios
12. ¡Lázaro se rió!
Palabras finales
Guía de retiro personal
Posdata
Notas
Créditos editoriales
Manning, Brennan
La firma de Jesús : el llamado a una vida marcada por una pasión santa y
una fe implacable . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Peniel,
2014.
E-Book.
ISBN 978-987-557-558-5
E n este libro entrego mi corazón y mis palabras para que sean lo que
en realidad son: vulgares y suaves, directas y compasivas,
completas y afligidas, honestas y desafiantes, recogidas de los residuos
de la vida.
La palabra profética llama de forma infalible a la Iglesia a regresar a
la pureza del Evangelio y al escándalo de la cruz. En sus numerosas
cartas, Pablo confirma que seguir a Jesús es tomar la autopista hacia el
Calvario. Esparcidos por doquier a lo largo del camino al Calvario,
yacen los esqueletos de nuestros egos, los cadáveres de nuestras
fantasías por el control y los fragmentos de la superioridad moral, de los
excesos de la espiritualidad y de la falta de libertad.
La mayor necesidad para nuestra época es que la Iglesia se convierta
en lo que pocas veces ha sido: el Cuerpo de Cristo con la cara al mundo,
al amar a los demás sin importar la religión ni la cultura, al entregarse en
una vida de servicio, al ofrecer esperanza a un mundo aterrado y al
presentarse como una alternativa verdadera a los acuerdos existentes.
“La Iglesia que es digna del nombre es un grupo de personas en el que el
amor de Dios ha quebrado la maldición de los demonios y de los falsos
dioses y que ahora impacta al mundo”.1
No quiero una religión sangrienta que haría a Clint Eastwood, y no a
Jesús, nuestro héroe; tampoco una religión especulativa que encarcelaría
el Evangelio en los salones de la universidad; tampoco una religión
ruidosa y para sentirse bien, que es un llamado desnudo a las emociones.
Un anhelo de pasión, inteligencia y compasión en una Iglesia sin
ostentación, que amablemente llama al mundo a venir y disfrutar la paz y
la unidad que tenemos debido al Espíritu en medio nuestro.
La firma de Jesús, la Cruz, es la máxima expresión del amor de Dios
por el mundo. La Iglesia es la Iglesia del Cristo crucificado y resucitado
solo cuando se encuentra marcada con su firma; solo cuando mira hacia
fuera y se mueve con Él a lo largo de todo el camino hacia la Cruz. Al
ensimismarse en sutilezas contenciosas y teológicas, la Iglesia pierde su
identidad y su misión.
A comienzos del siglo XXI, lo que separa a los comprometidos de los
no comprometidos es la profundidad y la calidad de nuestro amor por
Jesucristo. Los superficiales entre nosotros construyen graneros más
grandes en la euforia de un Evangelio de prosperidad; los modernos
siguen las últimas novedades y tratan de tararear su camino al cielo; los
derrotados son perseguidos por los fantasmas del pasado.
Pero la minoría victoriosa, no intimidada por los patrones culturales
de la mayoría acompasada, vive y celebra como si Jesús estuviera cerca
—cerca en tiempo y en espacio— el testimonio de nuestras intenciones,
nuestro discurso y nuestro comportamiento. Como Él ciertamente lo está.
La fidelidad a La Palabra nos llevará por el camino de la movilidad
descendente (la famosa frase de Henri Nouwen) en medio de un mundo
de movilidad ascendente. No nos encontraremos en la vereda del poder
sino en la vereda de la impotencia; no nos encontraremos en el camino
del éxito sino en el camino del servicio; no nos encontraremos en la
amplia senda de la alabanza y la popularidad sino en la angosta senda
del ridículo y el rechazo.
Ser un cristiano es ser como Cristo. De alguna manera, debemos
perder nuestra vida para encontrarla. El cristianismo no solo predica de
un Cristo crucificado, sino de hombres y mujeres crucificados. “En
cuanto a mí, jamás se me ocurra jactarme de otra cosa sino de la cruz
de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo ha sido crucificado
para mí, y yo para el mundo” (Gálatas 6:14). No existe el discipulado
sin la Cruz. No soy un seguidor de Jesús si vivo con Él solo en Belén y
Nazaret, y no en Getsemaní ni en el calvario. ¿Estás llamado a una vida
de discipulado radical? ¿A la pobreza de la Madre Teresa? ¿A la oración
de los Padres del Desierto? ¿Al martirio de Dietrich Bonhoeffer? ¿Al
estilo de vida de celibato de Jesús y Pablo? ¿A la carrera profética? ¿A
un ministerio a tiempo completo en nombre de los oprimidos y de los
privados de derecho? ¿Estoy llamado?
Al pensar en estas preguntas y leer este libro, necesitarás honestidad y
discernimiento. No todas las personas son llamadas al igual que el joven
rico literalmente a una renuncia radical de todo (ver Marcos 10:17-30).
Walter Burghardt señala:
De Jarán a Canaán
La firma de Jesús
N. del T.: El término “Avenida Madison” es con frecuencia utilizado como metonimia para
publicidad, ya que se identifica esta avenida con la industria publicitaria estadounidense.
C a pít ulo t r e s
Poder y sabiduría
2. La voluntad de perdonar.
Pablo escribió en Romanos: “… cuando todavía éramos pecadores,
Cristo murió por nosotros”. Esta es la inconfundible señal del discípulo
que realmente ha experimentado el perdón de Jesús: la capacidad de
perdonar a sus enemigos. Jesús dice: “Ustedes (…), amen a sus
enemigos, háganles bien y denles prestado sin esperar nada a cambio.
Así tendrán una gran recompensa y serán hijos del Altísimo, porque él
es bondadoso con los ingratos y malvados” (Lucas 6:35).
Permíteme repetirlo: Jesucristo crucificado no es simplemente algún
ejemplo heroico para la Iglesia. Él es el poder y la sabiduría viviente de
Dios que nos da el poder para tender una mano de sanidad a las personas
que nos han estafado, arruinado y rechazado. El escucharlo orar por sus
asesinos: “Padre —dijo Jesús—, perdónalos, porque no saben lo que
hacen” (Lucas 23:34), lentamente convierte nuestro corazón de piedra
en un corazón de carne. A los pies de la cruz reconocemos nuestra propia
vida como los enemigos perdonados de Dios y se nos da el poder para
extender perdón y reconciliación.
El llamado de Jesús al perdón no solo está dirigido a la esposa cuyo
marido olvidó el aniversario de casados, sino a los padres cuyo hijo fue
aplastado por un conductor ebrio, a las víctimas de acusaciones
difamatorias y a los pobres que viven en medio de cajas sucias mientras
los ricos a su lado se pasean en un Mercedes Benz. Se extiende a los
abusados sexualmente y a los cónyuges avergonzados por la infidelidad
de su pareja, a los creyentes que fueron aterrorizados por sus pastores
con imágenes de un Dios vengador, a la pareja de ancianos que
perdieron todos sus ahorros porque los banqueros eran unos ladrones y
apostadores, y a la mujer cuyo esposo alcohólico malgastó su herencia.
Se extiende a aquellas personas que son objeto del ridículo, la
discriminación y el prejuicio.
Retorcido de agonía en la cruz, Jesús parece decir: “Conozco cada
momento de pecado, egoísmo, deshonestidad y amor degradado que ha
desfigurado tu vida, se lo que haz hecho y no te juzgo. Eres merecedor de
compasión, perdón y salvación. Ahora, se tú también así con los demás.
No juzgues a nadie”.
Solamente cuando clamamos por el amor del Cristo crucificado con
una convicción sincera, este amor que trasciende todo juicio, podemos
vencer todo temor al juicio. Mientras vivamos como si fuéramos lo que
hacemos, lo que tenemos o lo que los demás piensan de nosotros, vamos
a permanecer llenos de juicios, opiniones, evaluaciones y
condenaciones. Seguiremos siendo adictos a la necesidad de poner a las
personas en su lugar.
Sin embargo, en la medida en que abracemos la verdad de que nuestra
identidad central no está arraigada en nuestro éxito en el ministerio o en
nuestra popularidad con hijos y padres o con el poder en la iglesia local,
sino en lo apasionado, en la búsqueda, en lo infinito; en lo que G. K.
Chesterton llamó el “furioso” amor de Dios encarnado en su Hijo
crucificado; en esa medida podremos deshacernos de la necesidad de
juzgar a nuestros amigos, cónyuges, hijos, pastores, homosexuales,
heterosexuales, asiáticos, caucásicos y al borrachín de la calle marcado
por el pecado. Podemos ser libres de la necesidad de juzgar a otros al
declarar la verdad para nuestra vida: “Soy el discípulo que Jesús ama”.
En las palabras de Henri Nouwen:
El discipulado hoy
La espiritualidad pascual
Pablo dice que el que ama a su hermano ha cumplido toda la ley y los
profetas (vea Romanos 13:10). Las palabras de Charles de Foucauld,
“uno aprende a amar a Dios amando a los hombres y mujeres”, surgen
del mismo corazón de la tradición cristiana. Este es el razonamiento de
Cristo.
Claramente esta es una analogía grosera, pero tal vez las analogías
burdas son las más seguras. Todos saben que Dios no es un viejo
barbudo que arroja aceitunas. Pero nadie está convencido de que Dios
no sea meramente una “fuerza cósmica”, una “causa incausada” un
“motor inmóvil” o cualquiera de las otras analogías que usamos para Él.
La imagen de la creación como resultado de una parranda trinitaria
divertidísima puede ser muy loca, pero en realidad nos da un indicio de
que Dios se deleita en su creación.
El Génesis dice que la creación es buena. Las cosas creadas son las
innumerables respuestas al deleite del Dios que las desea y la convierte
en realidad. Tomás de Aquino dijo que ser es bueno en sí mismo. Ser y
bueno son intercambiables.
Por supuesto que no siempre es sencillo ver que todo ser sea bueno.
Afirmar nuestra fe en la bondad de la creación se torna problemático en
vistas a un terremoto en la ciudad de México que se lleva cinco mil
vidas, o en el alud en Colombia que mata a cuatro mil personas. Además,
como observa Capon, hay que considerar los hongos venenosos, las
células cancerígenas, los trematodos hepáticos, las ballenas asesinas y
los usureros. Pero no encontramos ninguna retractación en La Palabra:
“Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran
manera” (Génesis 1:31).
La naturaleza humana, liberada de la esclavitud del pecado, es capaz
de una santidad increíble. El evangelista Robert Frost en un discurso
dado en San José, California, comentó: “El Señor me confrontó con el
desafío: ‘¿Por qué persistes en ver tus hijos en las manos del diablo, en
vez de verlos en los brazos de su fiel Pastor?’. Luego comprendí en mi
mente que había estado imaginándome los males del siglo presente como
más poderosos que el amor eterno de Dios”.
La espiritualidad pascual recupera el elemento de deleite en la
creación. ¡Imagine el éxtasis, el grito de júbilo, cuando Dios crea a una
persona a su imagen! ¡Cuando Dios lo creó! El Padre se entrega a sí
mismo el regalo que es usted. De un infinito número de posibilidades,
Dios nos revistió a usted y a mí de existencia.
A rigor de verdad, tengo que preguntarme: ¿Realmente he llegado a
apreciar el maravilloso regalo que soy? ¿O mido mi valía por la
textura de mi cabello, la estructura de mi rostro o el tamaño de mi
cintura? ¿Puede el regalo del Padre para sí mismo ser otra cosa menos
que hermosa? Yo canto de sus otros regalos: “… muchachas en vestidos
blancos con cinturones azules de satín, copos de nieve en mi nariz y
pestañas”.6 ¿Por qué no me gusta mi hermoso yo? La espiritualidad
pascual dice que por causa de la muerte y resurrección de Jesucristo
puedo amarme a mí mismo no a pesar de mis defectos y verrugas sino
con ellas. Así es la aceptación del Dios de Jesús.
En cuarto lugar, la espiritualidad pascual está signada por la firma
de Jesús. No hay un cristianismo genuino en donde la señal de la cruz
esté ausente. La gracia barata es gracia sin la cruz, un asentimiento
intelectual a una polvorienta casa de empeños de creencias doctrinales
mientras que vagamos sin rumbo con los valores culturales de la ciudad
secular. El discipulado sin sacrificio alimenta un cristianismo cómodo
que casi no se distingue en su mediocridad del resto del mundo. La cruz
para un seguidor de Cristo es tanto la prueba como el destino.
Celebra la oscuridad
¿Alguna vez has orado para poder ser una persona de oración? ¿Has
orado alguna vez por una conciencia más real y patente de la presencia
de Dios a lo largo de todo el día? ¿Has orado alguna vez para poder ser
más bondadoso y humilde de corazón? ¿Has pedido alguna vez un
espíritu que pudiera tomar distancia de las cosas materiales, las
relaciones personales y las comodidades? ¿Has clamado por un aumento
de fe?
Yo sí, y sospecho que todos hemos orado pidiendo esos dones
espirituales. Pero me pregunto si de veras queríamos lo que dijimos
cuando pedimos esas cosas. ¿Realmente lo queríamos? Creo que no. De
otro modo, ¿por qué retrocedimos con asombro y tristeza cuando
nuestras oraciones fueron respondidas? Para empezar, el sufrimiento que
involucró llegar a la respuesta nos hizo apenarnos de haberlo pedido.
Pedimos crecimiento espiritual y madurez cristiana pero realmente no
los queremos (al menos no en la forma que Dios elige concedérnoslos).
Por ejemplo, si le pedimos al Señor que nos haga orar más, ¿cómo
contestará Él nuestras oraciones? Llevándonos sobre nuestras rodillas
por medio de la adversidad y el sufrimiento. ¿Alguna vez has oído a un
cristiano quejarse: “¿Qué pasó aquí? Desde que ‘nací de nuevo’ todo se
vino abajo. Perdí mi trabajo y las llaves del auto, me peleé con mi
esposa, me subí al avión equivocado y acabé en Filadelfia en vez de en
San Francisco?”.
A través de una secuencia de acontecimientos humanos (divinamente
inspirados), el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo nos lleva a un
estado de devastación interior. Cuando estamos allí, es muy probable
(aunque no inevitable) que nos volvamos más a la oración. Hasta ahora
tal vez no habíamos orado con tanta profundidad. Pero ahora oramos de
verdad. Quizás no hacemos tantas oraciones, y no seguimos al pie de la
letra las fórmulas establecidas que suponíamos que eran correctas, pero
oramos como nunca antes en la vida. Dios nos acerca a Él. Preguntamos:
“¿Qué ocurre?”. Y la respuesta llega así: “¿No recuerdas? Esto fue lo
que pediste. No hay gracia barata. Querías ser una persona de oración.
Ahora lo estás haciendo”.
Nuestra petición original era alcanzar un estado constante de
devoción. Bueno, nada inspira a la oración más que la adversidad, la
tristeza y la humillación. En esos tiempos de quebranto oramos lo mejor
que sabemos. Nuestra oración se eleva con simplicidad: “Señor
Jesucristo, Hijo de Dios, confío en ti”. O: “Abba, te pertenezco”. En
palabras de Catherine de Hueck Doherty, “… ponemos nuestra cabeza en
nuestro corazón y se cura nuestra miopía cerebral”.
Cuando oramos pidiendo el don de un corazón devoto, el Señor nos
arranca los puntales sobre los que nos apoyamos y nos lleva a una
desolación espiritual en la noche oscura del alma, para poder orar con
un corazón puro. Como dice el Pastor de Hermas, del siglo II:
“Tengamos cuidado de no buscar experiencias místicas cuando lo que
deberíamos buscar es arrepentimiento y conversión”. Este es el
comienzo de nuestro clamor a Dios: “Dios, hazme lo que debo ser;
cámbiame, a cualquier precio”. Y cuando hemos pronunciado esas
peligrosas palabras, deberíamos estar preparados para que Dios las
oiga. Son peligrosas porque el amor de Dios es despiadado. Dios quiere
nuestra salvación con la determinación debida a su importancia. Y, como
concluye el Pastor de Hermas: “Dios no nos dejará hasta que haya
quebrado nuestros corazones y nuestros huesos”.3
Jesús dice: “Aprendan de mí, pues yo soy apacible y humilde de
corazón” (Mateo 11:29). Esas bellas palabras son un retrato del corazón
de Cristo. Entonces respondemos: “Jesús, manso y humilde de corazón,
haz nuestro corazón como el tuyo”. ¡Ahora sí estamos hablando en serio!
Acabamos de abrir la caja de Pandora. ¿Por qué? Porque no aprendemos
la humidad leyendo sobre ella en libros espirituales o escuchando sus
bondades en los sermones. Aprendemos la humildad directamente de
parte del Señor Jesús en cualquier forma que Él desee enseñárnosla. La
mayoría de las veces la aprendemos mediante humillaciones.
¿Qué es la humildad? Es la dura comprensión y aceptación del hecho
de que soy totalmente dependiente del amor y la misericordia de Dios.
Crece cuando nos despojamos de toda autosuficiencia. La humildad no la
atrapamos al repetir frases piadosas; se alcanza de la mano de Dios. Es
Job otra vez en el muladar cuando Dios nos recuerda que Él es nuestra
única verdadera esperanza.
Conozco a un hombre que se sintió cómodamente cercano a Cristo por
treinta años porque su ministerio había sido exitoso. Había marcado un
hito, hecho una buena obra, y era respetado y estimado en su comunidad.
Parecía que su éxito era la recompensa de su fidelidad. Entonces un día
Dios tuvo compasión de él y le concedió su oración de ser humilde de
corazón.
¿Qué sucedió?
En un momento deslumbrante de verdad, el hombre vio que su éxito
ministerial estaba atestado de vanidad y egoísmo. Pronto sus amigos se
alejaron. Su popularidad se desvaneció. Se volvió consciente de la
desconfianza de los demás. Crecieron las diferencias radicales sobre
temas como crecimiento de la iglesia y evangelismo. Una enfermedad le
acarreó inactividad, aumentando el sentido de pérdida.
El hombre ingresó en la noche oscura. Por primera vez experimentó la
insoportable ausencia de Dios en su vida. Sospechaba que su vida había
sido una decepción para Dios, una desilusión que no tenía el poder de
deshacer. Sentía que había perdido a Jesús por el orgullo y el egoísmo.
Estaba convencido de que el rechazo del Juez divino en el libro de
Apocalipsis se dirigía a él: “Dices: ‘Soy rico; me he enriquecido y no
me hace falta nada’; pero no te das cuenta de que el infeliz y
miserable, el pobre, ciego y desnudo eres tú” (3:17).
El dolor era insoportable, la noche oscura era una boca de lobo. Más
adelante, sin embargo, cuando el hombre recordaba esa experiencia
dolorosa de reducción del ego, reconoció que su agonía había sido una
respuesta a la oración, que la humillación que había soportado era la
manera de Dios decir sí a su pedido de ser más como Jesús.
Bíblicamente no hay nada más detestable que una persona
autosuficiente. Esa persona está tan llena de sí misma, tan inflada de
orgullo y arrogancia que es insufrible. Esta es una escena que se
reproduce en mi mente:
Una mujer humilde me busca por mi renombre como guía espiritual.
Es simple y directa: “Por favor, enséñeme a orar”.
Secamente le pido: “Cuénteme algo sobre su vida de oración”.
Baja la mirada y me dice con tono arrepentido: “No hay mucho que
decir. Bendigo los alimentos”. Secamente le respondí: “¿Bendice los
alimentos? Eso es bueno. Yo doy gracias al levantarme y al acostarme, y
doy gracias antes de leer el periódico y apagar el televisor. Doy gracias
antes de deambular y de defecar, antes de ir al teatro o a la ópera, antes
de correr, nadar, caminar, cenar, dar conferencias o escribir. ¡Incluso doy
las gracias antes de decir gracias!”.
Y Dios me susurra: “Tú eres un canalla desagradecido. Hasta el deseo
de dar las gracias en sí mismo es un don mío”.
Hay una leyenda cristiana antigua que dice algo así:
El amor de Jesús
A l final del pasillo del tiempo, los cristianos intentan lidiar con la
abrumadora realidad de la persona de Jesucristo. Yo defino lidiar
como “nuestra respuesta personal de adaptación y ajuste, que se produce
por el encuentro con el verdadero Jesús”.
Hay una tendencia en la mente de cada cristiano de remodelar el
Hombre de Galilea, de inventar el tipo de Jesús con el cual podamos
vivir, de proyectar un Cristo que valide nuestras elecciones y prejuicios.
El gran poeta inglés John Milton, por ejemplo, describió un Cristo
intelectual quien despreció a la gente común como “un rebaño
confundido, un gentío variado que exalta cosas vulgares”.
La tendencia de construir un Cristo con nuestros propios términos de
referencia y rechazar cualquier evidencia que desafíe las situaciones y
las suposiciones de nuestra vida es algo humano y universal. Para
muchos hippies en los sesenta, Jesús era muy parecido a ellos: un
agitador y un crítico social, un desertor de la carrera de ratas, un profeta
de la contracultura. Para muchos yuppies de los ochenta, Jesús era el
proveedor de la buena vida, el Señor del spa, un ejecutivo joven y
conducente con una misión mesiánica, el profeta de la prosperidad y de
la limusina con chofer. Después de todo, ¿no nos prometió cien veces
más en esta vida?
¿Es el Jesús del hippie o el Jesús del yuppie un fiel retrato del Jesús
valiente, dinámico, libre y demandante del Nuevo Testamento?
En el musical Godspell se nos presenta un evangelio soleado donde la
inocencia del carnaval, el humor maravilloso y la energía juvenil cantan
una canción de cuna al alma y nos atraen a un mundo sin
responsabilidades personales. Su enfoque selectivo da una regocijante
pero fundamentalmente falsa idea del mensaje del Evangelio. La
crucifixión es una desconcertante “necesidad teológica” para ser pasada
por alto tan apresuradamente. La resurrección se reduce a una canción,
“Long Live God” [‘Larga vida a Dios’]. ¿Qué hacemos con un evangelio
sin el misterio pascual? ¿Dónde está la firma de Jesús?
En su libro Jesús hoy en día, Martin Malachi recoge las distorsiones
históricas de Jesús a lo largo de los tiempos.
Primero, está “Jesús César”. En su nombre, la Iglesia combinó riqueza
y poder político con servicio a Dios, un matrimonio no sacramental de la
Iglesia y el Estado donde el Papa con su capa de armiño y el César con
su toga de seda se asociaron para construir imperios. Encontramos la
misma alianza impía hoy, en la capital de nuestra nación, ya que ciertos
líderes religiosos acechan los pasillos del poder bautizando a algunos
políticos y poniendo en listas negras a otros, siempre alegando que
encuentran apoyo en la enseñanza de Jesús.
“Jesús Apolo” llegó más tarde: un visionario romántico, un líder
humano hermoso sin connotaciones perturbadoras. Se convirtió en el
héroe de los caballeros encantadores y talentosos de los noventa y de los
primeros años del siglo XX, pensadores como Henry David Thoreau y
Ralph Waldo Emerson. Pero Jesús Apolo nunca ensució sus manos,
nunca entró al campamento del trabajador inmigrante en Miami o a un
barrio bajo de la ciudad de Nueva York. Él no era Salvador. No
intercedió por un salario, una vivienda decente, derechos civiles o el
cuidado de los ancianos.
En cada tiempo y cultura tendimos a darle a Jesús la forma de nuestra
propia imagen y remodelarlo de acuerdo con nuestras propias
necesidades, a fin de lidiar con la fatiga que provoca su presencia
original. “En una trinchera Jesús es una brigada de rescate; en un sillón
de dentista, un anestésico; en un día de examen, uno que resuelve el
problema; en una sociedad adinerada, un hombre pulcro y modesto; para
un guerrillero de Centroamérica, es un revolucionario barbudo”.1 Si
pensamos en Jesús como el amigo de los pecadores, es probable que los
pecadores sean nuestro tipo de gente. Yo sé, por ejemplo, que Jesús hizo
amistad con alcohólicos. Mi historia personal y mi condicionamiento
cultural hacen a Jesús compatible y compasivo con pecadores selectivos
como yo. Puedo lidiar con este Jesús.
Blaise Pascal escribió: “Dios hizo al hombre a su propia imagen y el
hombre le devolvió el cumplido”. Por cinco décadas he visto a los
cristianos formar a Jesús a su propia imagen; en cada caso una pequeña y
horrorosa deidad. En su clásico trabajo Your God is Too Small [‘Tu Dios
es demasiado pequeño’], J.B. Phillips enumeró varias de las caricaturas:
Policía Permanente, Resaca Paternal, Anciano Imponente, Manso y
Apacible, Pecho Celestial, Director General, Dios en Apuros, Dios para
la Elite, Dios sin Divinidad, etc.
La misma tendencia persiste hoy en la cristología, especialmente en
los discípulos de “Jesús Torquemada”. En la década del cincuenta ellos
persiguieron y torturaron a todos los que se atrevieron a disentir con su
limitada interpretación de Las Escrituras. Torquemada, cuyo nombre en
español significa “ortodoxia de la doctrina”, murió anciano en 1498,
habiendo sido responsable por dos mil muertes de personas prendidas
fuego en sus estacas y por el exilio de ciento sesenta mil judíos desde
España como forasteros indeseables: todo para la gloria de Dios. Los
torquemadistas están sanos y salvos hoy en cada cristiano
denominacional y no denominacional. La mentalidad miserable, los
celos, el ostracismo y el rencor todavía dividen el Cuerpo de Cristo.
En respuesta a su pregunta insistente: “¿Quién dices que Yo soy?”, mi
propia experiencia con Jesucristo clama: “¡Tú eres el Hijo de Dios, el
revelador del amor del Padre!”. Esta verdad asombrosa, que Jesús
encarna para nosotros un Padre que nos ama aun cuando nosotros
fallamos en cuanto a amar, es la buena nueva. La revelación de que
somos amados de una manera incomparable nos autoriza a ser locos por
Cristo, a celebrar la oscuridad bajo la firma de Jesús. “Porque el amor
de Cristo nos constriñe” (2 Corintios 5:14).
Sin embargo, mis varias décadas de experiencia pastoral me indican
que el asombroso descubrimiento de que Dios es amor ha tenido un
impacto insignificante en la mayoría de los cristianos y un mínimo poder
transformador. El problema parece ser que, lo sepamos o no, no lo
podemos aceptar. O lo aceptamos pero no estamos en contacto con ello.
O estamos en contacto con ello pero no nos rendimos.
A pesar de nuestra renuencia y resistencia, la esencia y novedad del
Nuevo Pacto es que la misma ley de la existencia de Dios es amor. Los
filósofos paganos como Platón y Aristóteles han llegado a través del
razonamiento humano a la existencia de Dios, hablando de Él vagamente,
en términos impersonales como “la causa incausada” y el “motor
inmóvil”. Los profetas de Israel revelaron al Dios de Abraham, Isaac y
Jacob en una manera más íntima y pasional. Pero solo Jesús reveló que
Dios es un Padre de ternura incomparable, que si tomamos toda la
bondad, la sabiduría y la compasión de las mejores madres y padres que
jamás hayan vivido, solo serían una sombra desvanecida del amor y la
misericordia del corazón del Dios redentor.
El cristianismo se mueve en un clima completamente permeado por el
amor, y somos llamados a una vida de discipulado compatible con él, no
a vivir en un nivel precristiano, discerniendo a Dios meramente en
términos de ley, reglas y obligaciones. Dios es amor. Somos llamados
por Jesucristo a entrar en una amistad íntima en la cual un miembro es un
ser humano y el otro el eterno Dios. Se nos invita a un diálogo personal
con Aquel que es santo y que está involucrado incondicionalmente con
nosotros. En su propia persona Jesús radicalmente afirmó que Dios no es
indiferente al sufrimiento humano. Jesús es La Palabra de Dios al mundo
que le dice: “Miren cuánto los amo”.
Si alguien te preguntara: “¿Cuál es la única cosa cierta en la vida?”,
antes de decir: “La muerte y los impuestos”, un discípulo debería
responder: “El amor de Cristo”. Ni los padres ni los amigos —aun los
más perfectos y amorosos— ni el arte o la ciencia o la filosofía o algún
producto de sabiduría humana. Solo el amor de Jesucristo hecho
manifiesto en la cruz es verdadero. Incluso no podríamos decir: “Dios es
amor”, porque la verdad de que Dios es amor la sabemos en última
instancia solo por la firma de Jesús.
Varios años atrás un grupo de cinco vendedores de computadoras
fueron desde Milwaukee a Chicago para una convención regional de
ventas. Todos ellos estaban casados y cada uno le aseguró a su esposa
que volvería a casa con suficiente antelación para la cena. La reunión de
ventas se extendió, y los cinco se escabulleron fuera del edificio y
corrieron hacia la estación de tren. Sonó el silbato que señalaba la
inminente partida del tren. Mientras los vendedores corrían a través de
la estación terminal, uno de ellos sin darse cuenta pateó una delgada
tabla en la cual se encontraba una canasta de manzanas. Un niño de 10
años estaba vendiendo manzanas para pagar sus libros y su ropa para la
escuela. Con un suspiro de alivio, los cinco se subieron abordo del tren,
pero el último sintió compasión por el niño cuyo puesto había sido
derribado.
Le pidió a uno del grupo que llamara a su esposa y le dijera que
llegaría un par de horas más tarde. Regresó a la terminal y más tarde
advirtió que estaba satisfecho con lo que había hecho. El niño de 10
años era ciego. El vendedor vio las manzanas desparramadas por todo el
piso. Mientras las recogía, se dio cuenta que varias estaban machucadas
y partidas. Buscando en su bolsillo, le dijo al niño: “Aquí hay veinte
dólares por las manzanas que dañamos. Espero que no hayamos echado a
perder tu día. Dios te bendiga”.
Cuando el vendedor comenzó a alejarse, el niño ciego lo llamó y le
preguntó: “¿Tú eres Jesús?”.
¿Quién es este Jesús que es un campo magnético para tanta gente y una
piedra de tropiezo para tantos otros?
Jesús es el revelador de la naturaleza divina de Dios. Para parafrasear
el prólogo de Juan: Cuando todas las cosas comenzaron, el Verbo ya era.
El Verbo habitaba con Dios, y lo que Dios era, el Verbo lo era. En otras
palabras, si uno miraba a Jesús, veía a Dios, porque “El que me ha visto
a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). Jesús es la completa expresión de
Dios. A través de Él y a través de ningún otro, Dios habló y actuó.
Cuando alguien se encontraba con Él, ese alguien era encontrado,
juzgado y salvado por Dios. De esto dieron testimonio los apóstoles. En
este hombre, en su vida, muerte y resurrección, experimentaron a Dios
trabajando.
Porque “… en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo
mismo” (2 Corintios 5:19). Dios se vistió a sí mismo del hombre, Jesús
de Nazaret. En Él habita toda su plenitud. Lo que Dios es, Cristo es. “El
que cree en mí (…), cree no sólo en mí sino en el que me envió” (Juan
12:44). Jesús revela a Dios siendo absolutamente transparente con Él.
Lo que ha sido un enigma oculto es claro en Jesús: que Dios es amor.
Ningún hombre ni mujer jamás han sido como Jesucristo.
Creo que en algún punto en este peregrinaje humano Jesús fue tomado
por el poder de un gran afecto y experimentó el amor de su Padre en una
manera que rompió todos los límites del entendimiento previo. Más allá
de las manifestaciones externas, el bautismo de Jesucristo en el río
Jordán fue una maravillosa experiencia personal. Los cielos están
abiertos, el Espíritu desciende en forma de paloma y Jesús escucha las
palabras: “Tú eres mi Hijo amado; estoy muy complacido contigo”
(Marcos 1:11). El Padre le habla con palabras de amor tierno. La
respuesta de por vida de Jesús, resurgiendo desde las profundidades de
su alma, es Abba, un término más íntimo que Padre, que luego de ese día
estará siempre en el centro de su oración.
La experiencia Abba es la fuente y el secreto de la existencia del
cristiano, su mensaje y su forma de vida. Puede ser apreciado
únicamente por aquellos que lo comparten. Hasta que conozcamos al
Padre de Jesús por nosotros mismos y lo experimentemos como un Papá
amante y perdonador, es imposible entender a Jesús enseñando ese amor.
Para comprender su incesante ternura y su apasionado amor por
nosotros, debemos siempre regresar a su experiencia Abba. Jesús
experimentó a Dios como tierno y amante, atento y amable, compasivo y
perdonador, como risa de la mañana y alivio de la noche. Abba, una
forma coloquial de hablar usada por los pequeños niños judíos hacia sus
padres y mejor traducida como “Papá” o “Papito”, nos abrió la
posibilidad a una inimaginable y sin precedente intimidad con Dios. En
cualquier otra gran religión del mundo es impensable dirigirse a un Dios
todopoderoso como “Abba”.
La disciplina de lo secreto
Bajo la Gracia,
—Brennan Manning
C a pít ulo die z
Tomarse de Dios
¡Lázaro se rió!
¡Ríete conmigo!
¡La muerte está muerta!
¡No hay más temor!
¡Solo hay vida!
¡Solo hay risa!
Si al leer estas palabras la noche más oscura está sobre ti, ten en
cuenta que el Jesús resucitado está loco por ti, incluso si no puedes
sentirlo. Escucha debajo de tu dolor la voz del Dios Abba: “Prepárate
para mi Cristo cuya sonrisa, cual relámpago, libera la canción de la
gloria eterna que ahora duerme en tu carne de celulosa como dinamita”.
Palabras finales
El contenido de este sueño es más real que el libro que tienes entre las
manos. Un determinado día a una hora específica que solo el Padre
conoce (ver Mateo 24:36), Jesucristo regresará en gloria. Cada hombre
y mujer que haya respirado será apreciado, evaluado y medido
solamente en términos de su relación con el Carpintero de Nazaret.
Esta es la esfera de lo verdaderamente real. Este sueño no es un
producto de una vívida imaginación ni tampoco una fantasía religiosa
comatosa creada para satisfacer una necesidad emocional. El señorío
escatológico de Jesucristo y su primacía en el orden creado (ver Efesios
1:9-10) se encuentran en el centro mismo de la proclamación del
Evangelio. Esta es la realidad.
Si me pregunto: “¿Qué hago dando vueltas por el planeta? ¿Por qué
existo?”, como un discípulo de Jesús debo responder: “Por causa de
Cristo”. Si los ángeles preguntan, es la misma respuesta: “Existimos por
causa de Jesucristo”. Si el universo entero de repente pudiera hablar, de
Norte a Sur, y de Este a Oeste, exclamaría al unísono: “¡Existimos por
causa de Cristo!”. El nombre de Jesús se nombraría desde los mares, las
montañas y los valles; se movería por el golpeteo de la lluvia. Se
escribiría en el cielo por los relámpagos. Las tormentas rugirían el
nombre “¡Jesucristo, Dios héroe!” y las montañas harían el eco. El sol en
su marcha hacia el Oeste a través de los cielos cantaría un himno
atronador: “¡El universo entero está lleno de Cristo!”.
Esta es la visión de la creación del apóstol Pablo, su concepto
cristocéntrico del universo: “Él es la imagen del Dios invisible, el
primogénito de toda creación, porque por medio de él fueron creadas
todas las cosas en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles, sean
tronos, poderes, principados o autoridades: todo ha sido creado por
medio de él y para él” (Colosenses 1:15-16, énfasis añadido).
Si existe alguna prioridad en la vida personal o profesional de un
cristiano más importante que el señorío de Jesucristo, ese cristiano no
califica como un testigo del Evangelio. Desde esa gloriosa mañana en la
que Jesús quebró las ataduras de la muerte e irrumpió la era mesiánica
en la historia, ha habido una nueva agenda, nuevas prioridades y una
revolucionaria jerarquía de valores.
El Carpintero nazareno no refinó simplemente la ética aristotélica; no
solo reordenó la espiritualidad del Antiguo Testamento; no simplemente
renovó la antigua creación. Inició una revolución. Debemos renunciar a
todo lo que poseemos, no solo a una parte (ver Lucas 14:33). Debemos
abandonar el viejo estilo de vida, no solo corregir algunas aberraciones
(ver Efesios 4:22). Vamos a llegar a ser una completa creación nueva, no
simplemente una versión renovada (ver Gálatas 6:15). Vamos a ser
transformados de gloria en gloria, aun a la imagen del Señor (ver 2
Corintios 3:18). Nuestra mente va a ser renovada por la revolución
espiritual (ver Efesios 4:23).
El pecado original, por supuesto, querrá ir y actuar como nunca
sucedió, al basar nuestras vidas en la religión popular y en el poder del
pensamiento positivo, las espiritualidades de moda y el poder político,
en lugar de hacerlo en el Sermón de Monte y en la muerte y resurrección
de Jesucristo.
Este libro ofrece una alternativa radical para los cristianos que
quieren vivir por fe y no por simple “religión”, para aquellos que
reconocen que gran parte de los temas teológicos candentes en la Iglesia
actual no son ni candentes ni teológicos; para aquellos que no ven al
cristianismo como un código moral, tampoco como un sistema de
creencias sino como una historia de amor; aquellos que no se han
olvidado que son seguidores de un Cristo crucificado; que saben que
seguirlo a Él significa vivir de forma peligrosa; que quieren vivir el
Evangelio sin concesiones; que no tienen mayor deseo que tener su firma
escrita en las páginas de sus vidas.
Guía de retiro personal
Palabras: verdaderas citas del capítulo. Al leer las citas, estate atento
a las palabras o frases que parecen captar tu atención; hasta puede ser
una sola palabra. Haz una pausa y siéntate con la palabra o palabras
antes de continuar.
Palabra: una lectura de Las Escrituras. Antes de leer los versículos,
ora de la siguiente manera: “Habla, Señor, que tu siervo te escucha”. Y
el estímulo es leer los versículos en voz alta.
De Jarán a Canaán
Palabras
Palabra
Génesis 12:1-9
Tarea
La firma de Jesús
Palabras
Palabra
1 Corintios 1:18-31
Tarea
Poder y sabiduría
Palabras
Palabra
Mateo 16:24
Tarea
Palabras
Palabra
Mateo 6:25-34
Tarea
El discipulado hoy
Palabras
Palabra
Efesios 4:22-32
Tarea
Espiritualidad pascual
Palabras
Palabra
1 Juan 4:7-16
Tarea
Celebra la oscuridad
Palabras
Palabra
Romanos 8:31-39
Tarea
El amor de Jesús
Palabras
Palabra
Juan 21:15-17
Tarea
La disciplina de lo secreto
Palabras
Palabra
Juan 13:31-35
Palabras
Palabra
Lucas 9:23-26
Tarea
El capítulo concluye con las siguientes palabras: “En temporada
y fuera de temporada, en el éxito y el fracaso, en la gracia y la
desgracia, la valentía para arriesgar todo en la firma de Jesús es
la marca del auténtico discipulado”. Léelas en voz alta.
¿Cuál es el último verdadero riesgo que tomaste con la firma de
Jesús? No un riesgo que manejabas, sino riesgo al azar?. ¿Cómo
resultó? ¿Cómo te sentiste en el preciso momento del riesgo?
Considera la diferencia entre negarte a ti mismo y perderte a ti
mismo. Jesús no iguala los dos de ninguna manera.
Capítulo once
Tomarse de Dios
Palabras
Palabra
Lucas 5:15-16
Tarea
¡Lázaro se rió!
Palabras
Palabra
Juan 11:17-27
Tarea
Palabras iniciales
1. Anthony DeMello, S. J., The Song of the Bird [‘La canción del
pájaro’], Anand, India: Gujuarat Sahitya Prakash, distribuido por
Loyola University Press, Chicago, 1983, p. 130.
2. Merton, Hidden Ground of Love [‘El lado oculto del amor’], carta
a Daniel Berrigen, 10 de marzo de 1968.
3. Anthony Bloom y Georges LeFevre, The Courage to Pray [‘La
valentía para orar’], Mahwah, NJ: Paulist Press, 1973, p. 17.
4. DeMello, The Song of the Bird [‘La canción del pájaro’], p. 134.
5. Alan Jones, Soul Making: The Desert Way of Spirituality [‘Crear
el alma: El camino desierto de la espiritualidad’], Nueva York:
Harper and Row, 1985, p. 177.
6. Ibíd., p. 178.
7. Merton, Hidden Ground of Love [‘El lado oculto del amor’]. Esta
cita es de una carta a Dom Francois Decroix, 21 de abril, 1967.
8. Hans Küng, On Being a Christian [‘Acerca de ser cristiano’],
Nueva York: Doubleday, 1976, pp. 341–342.