La Firma de Jesús - Brennan Manning PDF

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Contenido

Créditos editoriales
Palabras iniciales

1. De Jarán a Canaán
2. La firma de Jesús
3. Poder y sabiduría
4. Locos para Cristo
5. El discipulado hoy
6. La espiritualidad pascual
7. Celebra la oscuridad
8. El amor de Jesús
9. La disciplina de lo secreto
10. La valentía para arriesgar
11. Tomarse de Dios
12. ¡Lázaro se rió!
Palabras finales
Guía de retiro personal
Posdata
Notas
Créditos editoriales

Manning, Brennan
La firma de Jesús : el llamado a una vida marcada por una pasión santa y
una fe implacable . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Peniel,
2014.
E-Book.

ISBN 978-987-557-558-5

1. Vida Cristiana. I. Título


CDD 248.5

Todos los derechos reservados.


Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni
registrada en, o trasmitida por, un sistema de recuperación de información,
en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,
electrónico, magnético, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo
por escrito de la editorial.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723


© 2012, Editorial Peniel.
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Tel. 54-11 4981-6178 / 6034
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www.peniel.com

Publicado por Editorial Peniel.


Las citas bíblicas fueron tomadas de la Santa Biblia, Nueva Versión
Internacional, a menos que se indique lo contrario. © Sociedad Bíblica
Internacional.
Conversión digital: Mauricio Diaz
Para Hillery y Ed Moise, con gratitud por Biloxi y
Galveston, N’awlins y Houston, por el pescado
ennegrecido y la natilla cajún, pero más que nada, por el
sello de su amor en mi vida.
Palabras iniciales

E n este libro entrego mi corazón y mis palabras para que sean lo que
en realidad son: vulgares y suaves, directas y compasivas,
completas y afligidas, honestas y desafiantes, recogidas de los residuos
de la vida.
La palabra profética llama de forma infalible a la Iglesia a regresar a
la pureza del Evangelio y al escándalo de la cruz. En sus numerosas
cartas, Pablo confirma que seguir a Jesús es tomar la autopista hacia el
Calvario. Esparcidos por doquier a lo largo del camino al Calvario,
yacen los esqueletos de nuestros egos, los cadáveres de nuestras
fantasías por el control y los fragmentos de la superioridad moral, de los
excesos de la espiritualidad y de la falta de libertad.
La mayor necesidad para nuestra época es que la Iglesia se convierta
en lo que pocas veces ha sido: el Cuerpo de Cristo con la cara al mundo,
al amar a los demás sin importar la religión ni la cultura, al entregarse en
una vida de servicio, al ofrecer esperanza a un mundo aterrado y al
presentarse como una alternativa verdadera a los acuerdos existentes.
“La Iglesia que es digna del nombre es un grupo de personas en el que el
amor de Dios ha quebrado la maldición de los demonios y de los falsos
dioses y que ahora impacta al mundo”.1
No quiero una religión sangrienta que haría a Clint Eastwood, y no a
Jesús, nuestro héroe; tampoco una religión especulativa que encarcelaría
el Evangelio en los salones de la universidad; tampoco una religión
ruidosa y para sentirse bien, que es un llamado desnudo a las emociones.
Un anhelo de pasión, inteligencia y compasión en una Iglesia sin
ostentación, que amablemente llama al mundo a venir y disfrutar la paz y
la unidad que tenemos debido al Espíritu en medio nuestro.
La firma de Jesús, la Cruz, es la máxima expresión del amor de Dios
por el mundo. La Iglesia es la Iglesia del Cristo crucificado y resucitado
solo cuando se encuentra marcada con su firma; solo cuando mira hacia
fuera y se mueve con Él a lo largo de todo el camino hacia la Cruz. Al
ensimismarse en sutilezas contenciosas y teológicas, la Iglesia pierde su
identidad y su misión.
A comienzos del siglo XXI, lo que separa a los comprometidos de los
no comprometidos es la profundidad y la calidad de nuestro amor por
Jesucristo. Los superficiales entre nosotros construyen graneros más
grandes en la euforia de un Evangelio de prosperidad; los modernos
siguen las últimas novedades y tratan de tararear su camino al cielo; los
derrotados son perseguidos por los fantasmas del pasado.
Pero la minoría victoriosa, no intimidada por los patrones culturales
de la mayoría acompasada, vive y celebra como si Jesús estuviera cerca
—cerca en tiempo y en espacio— el testimonio de nuestras intenciones,
nuestro discurso y nuestro comportamiento. Como Él ciertamente lo está.
La fidelidad a La Palabra nos llevará por el camino de la movilidad
descendente (la famosa frase de Henri Nouwen) en medio de un mundo
de movilidad ascendente. No nos encontraremos en la vereda del poder
sino en la vereda de la impotencia; no nos encontraremos en el camino
del éxito sino en el camino del servicio; no nos encontraremos en la
amplia senda de la alabanza y la popularidad sino en la angosta senda
del ridículo y el rechazo.
Ser un cristiano es ser como Cristo. De alguna manera, debemos
perder nuestra vida para encontrarla. El cristianismo no solo predica de
un Cristo crucificado, sino de hombres y mujeres crucificados. “En
cuanto a mí, jamás se me ocurra jactarme de otra cosa sino de la cruz
de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo ha sido crucificado
para mí, y yo para el mundo” (Gálatas 6:14). No existe el discipulado
sin la Cruz. No soy un seguidor de Jesús si vivo con Él solo en Belén y
Nazaret, y no en Getsemaní ni en el calvario. ¿Estás llamado a una vida
de discipulado radical? ¿A la pobreza de la Madre Teresa? ¿A la oración
de los Padres del Desierto? ¿Al martirio de Dietrich Bonhoeffer? ¿Al
estilo de vida de celibato de Jesús y Pablo? ¿A la carrera profética? ¿A
un ministerio a tiempo completo en nombre de los oprimidos y de los
privados de derecho? ¿Estoy llamado?
Al pensar en estas preguntas y leer este libro, necesitarás honestidad y
discernimiento. No todas las personas son llamadas al igual que el joven
rico literalmente a una renuncia radical de todo (ver Marcos 10:17-30).
Walter Burghardt señala:

Jesús nunca le dijo a Lázaro y a sus hermanas, Marta y María,


que abandonaran todo lo que tenían. No les declaró a Nicodemo y
a José de Arimatea que estaban excluidos del Reino. El rico
Zaqueo proclamó: “Mira, Señor: Ahora mismo voy a dar a los
pobres la mitad de mis bienes…” (Lucas 19:8); no todo, tan solo
la mitad. Y aun así, Jesús le dijo: “Hoy ha llegado la salvación
a esta casa” (v. 9). La respuesta de Zaqueo es lo suficientemente
buena para heredar el Reino. Esto refleja a Juan el Bautista al
responderle a la multitud: “¿Entonces qué debemos hacer?”, le
preguntaba la gente. “El que tiene dos camisas debe compartir
con el que no tiene ninguna” (Lucas 3:11).2

Existen varios grados de discipulado. Poco después de mi conversión,


comencé a envidiar en secreto la generosidad de espíritu, la oración
profunda y los dones espirituales de otras personas en la iglesia. Fue una
inolvidable experiencia de liberación cuando, un día en oración, mis
ojos se posaron en las palabras de Juan el Bautista: “Nadie puede
recibir nada a menos que Dios se lo conceda” (Juan 3:27).
A algunos de nosotros la vida nos ha traumatizado tanto que la simple
supervivencia, un día a la vez, es nuestra única preocupación. Otros han
sido tan embarrados por las circunstancias, marcados por
discapacidades físicas y emocionales, o bien magullados y maltratados
por los caprichos de la vida, que apenas son capaces de mirar más allá
de sus necesidades. Por ejemplo, William Barry se refiere al hombre a
quien le fueron echados una legión de demonios. Luego de la sanidad,
“… mientras subía Jesús a la barca, el que había estado endemoniado
le rogaba que le permitiera acompañarlo. Jesús no se lo permitió, sino
que le dijo: ‘Vete a tu casa, a los de tu familia, y diles todo lo que el
Señor ha hecho por ti y cómo te ha tenido compasión’” (Marcos 5:18-
19, énfasis añadido). Aparentemente el hombre no lamentó este
“rechazo” como una injusticia. En cambio, “… el hombre se fue y se
puso a proclamar en Decápolis lo mucho que Jesús había hecho por él.
Y toda la gente se quedó asombrada” (v. 20).3
Aparentemente, este hombre no estaba llamado al discipulado radical.
Sin embargo, estaba llamado, al igual que nosotros, a escuchar
atentamente la primera palabra de Dios para su vida. Esta palabra es el
regalo de nosotros para nosotros: nuestra existencia, nuestra naturaleza,
nuestra singularidad, nuestra identidad. Todo lo que somos y lo que
tenemos es una de las maneras singulares e irrepetibles que Dios ha
elegido para expresarse en tiempo y en espacio. Cada uno de nosotros,
hechos a su imagen y semejanza, somos también otra de las promesas que
Él le ha hecho al universo de que va a continuar amándolo y cuidándolo.
Sin embargo, aun cuando la fe nos convence de que somos una palabra
de Dios, es posible que sigamos siendo ignorantes acerca de lo que Dios
trata de decir a través de nuestras vidas.
Thomas Merton escribió:

Dios me pronuncia como una palabra que contiene un


pensamiento parcial de Él mismo. Una palabra no será nunca
capaz de comprender la voz que la pronuncia. Pero si soy fiel a
lo que Dios emite en mí, si soy fiel al pensamiento de Él que
debería encarnar, estaré lleno de su realidad y lo hallaré
dondequiera en mí y no me encontraré a mí en ninguna parte. Me
habré perdido en Él.4

Con resistencia y perseverancia debemos esperar a que Dios nos


aclare lo que quiere decir a través de nuestras vidas. Dicha espera
requiere paciencia y atención, y también la valentía de permitirte a ti
mismo que te hablen. Esta valentía solo viene a través de la fe en Dios,
que no pronuncia ninguna palabra falsa.
Una de las deslumbrantes lecciones de La Biblia es el libre uso de
Dios de los frágiles seres humanos para cumplir su propósito. No
siempre elige a los santos o devotos, ni siquiera a los emocionalmente
equilibrados. ¡El respetado Liebermann, un poderoso misionero del siglo
XIX, era un maníaco-depresivo que no podía hablar encima de un puente
sin un deseo compulsivo de saltar! “El Espíritu Santo es el dador de los
dones y estos dones a veces se prodigan en lugares extraños”.5 Dios
concede su gracia de forma abundante pero de manera desigual. No
ofrece ninguna explicación de por qué algunas personas son llamadas al
discipulado radical y otras no.
Debido a que todos somos privilegiados y también mendigos sin
derecho en la puerta de la misericordia de Dios, aquellos llamados y
bendecidos con el discipulado radical no tienen ninguna razón para
jactarse: “Pero Dios escogió lo insensato del mundo para avergonzar a
los sabios, y escogió lo débil del mundo para avergonzar a los
poderosos” (1 Corintios 1:27).
El regalo del discipulado radical es la gracia pura para aquellos que
no la han pedido, porque los deseos más profundos de nuestro corazón
no están bajo nuestro control. Si esto no fuera así, simplemente
pediríamos estos deseos y se terminaría allí. La valentía de vivir como
un profeta y un seguidor está fuera del alcance humano. Sin la gracia de
Dios, no podemos siquiera desear a Dios. Sin la gracia de Dios, no
puedo cumplir las palabras de Cristo. Toda mi buena voluntad y mi triste
determinación no podrían mantenerme sobrio. En cada reunión de
alcohólicos anónimos del país hay un cartel que dice: “Allí voy, por la
gracia de Dios”.
J. D. Salinger ilustra este asunto de forma poderosa en su novela
Franny and Zooey. Bessie ha estado fastidiando a su hijo Zooey para
que busque ayuda profesional para su hermana Franny. Zooey piensa en
el asunto detenidamente. Finalmente dice:
Para que un psicoanalista le sirva de algo a Franny, tendría que
ser un tipo muy especial. No sé. Tendría que creer que si tuvo la
inspiración de estudiar psicoanálisis fue por la gracia de Dios.
Tendría que creer que si no le atropelló un maldito camión antes
de que obtuviera su licencia para ejercer fue por la gracia de
Dios. Tendría que creer que si posee la inteligencia natural que le
permite ayudar en algo a sus malditos pacientes es por la gracia
de Dios. No conozco a ningún buen analista que piense nada
parecido. Pero ese es el único tipo de psicoanalista que podría
servirle a Franny.6

Lo que Jesús anhela ver en los discípulos radicales es lo que vio en


los niños: un espíritu de receptividad, de total dependencia y de
confianza radical en el poder, la misericordia y la gracia de Dios a
través del Espíritu de Cristo. Él dijo: “… separados de mí no pueden
ustedes hacer nada” (Juan 15:5).
En mi libro, El evangelio de los andrajosos, traté el tema de la gracia
radical, de la misma manera que en este, trato el discipulado radical. El
discipulado es nuestra respuesta a la gracia. Cualquiera sea la medida de
la gracia que hayamos recibido y cualquiera sea el grado de discipulado
al que estamos llamados, cada cristiano se encuentra parado debajo de la
cruz de Jesucristo, donde encontramos salvación.
Sin importar cuán oculta y discreta pueda ser tu presencia, oro para
que seas lo suficientemente atrevido para ser diferente, lo
suficientemente humilde para cometer errores. Lo suficientemente
valiente para quemarte en el fuego, lo suficientemente verdadero para
ayudar a otras personas a ver que la prosa no es poesía, que el diálogo
no es una canción, que las cosas tangibles y visibles y perecederas no
son adecuadas para los seres sellados con la sangre del Cordero.

El Señor le dijo a Abram: «Deja tu tierra, tus parientes y la


casa de tu padre, y vete a la tierra que te mostraré.
»Haré de ti una nación grande,
y te bendeciré;
haré famoso tu nombre,
y serás una bendición.
Bendeciré a los que te bendigan
y maldeciré a los que te maldigan;
¡por medio de ti serán bendecidas
todas las familias de la tierra!».
Abram partió, tal como el Señor se lo había ordenado, y Lot se
fue con él. Abram tenía setenta y cinco años cuando salió de
Jarán. Al encaminarse hacia la tierra de Canaán, Abram se
llevó a su esposa Saray, a su sobrino Lot, a toda la gente que
habían adquirido en Jarán, y todos los bienes que habían
acumulado. Cuando llegaron a Canaán, Abram atravesó toda
esa región hasta llegar a Siquén, donde se encuentra la encina
sagrada de Moré. En aquella época, los cananeos vivían en esa
región. Allí el Señor se le apareció a Abram y le dijo: «Yo le
daré esta tierra a tu descendencia.» Entonces Abram erigió un
altar al Señor, porque se le había aparecido.
—Génesis 12:1-7
C a pít ulo uno

De Jarán a Canaán

C uando Abraham se va de Jarán —“tu tierra, tus parientes y la


casa de tu padre”— se embarca en un viaje que nunca ha hecho
hacia una tierra que nunca ha visto. Parte, no porque pueda predecir el
papel que va a jugar en la historia de la salvación, sino simplemente
debido a su experiencia personal, la experiencia espiritual de que Dios
le habla. No hay ningún programa que pueda detallar; ninguna
comprensión de la historia con la cual pueda respaldar su decisión;
ningún modelo mediante el cual pueda obtener una identidad psicológica.
La experiencia espiritual se ha convertido en una invitación: es Dios
quien da la orden. Y el futuro es Dios.
Dios, a su tiempo, le mostrará la tierra.
Dios hará que engendre una nación.
Solo Dios va a convertir su vida en bendición para todos sus hijos, los
desdichados y torpes de esta Tierra.
Para Abraham, lo decisivo en este momento no es una visión de los
próximos veinte años, sino la calidad de la experiencia religiosa, una
influencia actual de Dios. Esto toca el centro mismo de la fe: creer en un
Dios personal que me llama y me guía. Abram obedece a ese llamado.
Por ahora, el llamado es suficiente. Si hubiera pedido conocer más
detalles y utilidades del plan de juego, habría demostrado la antítesis de
la fe, porque la fe nunca se basa en garantías humanas.
En el Nuevo Testamento, Zacarías, que quería estar seguro, hacía
hincapié en alguna garantía divina antes de ceder el paso a La Palabra de
Dios (ver Lucas 1:18). Eso no es fe.
La travesía del hombre que sería conocido como Abraham es un
paradigma de la auténtica fe. Él es un recorrido hacia la oscuridad, hacia
lo indefinido, hacia la ambigüedad, y no hacia algún plan con el futuro
determinado y claramente delineado. Cada determinación futura, cada
próximo paso se revela en sí mismo solo del discernimiento de la
influencia de Dios en el momento actual. “Por la fe Abraham, cuando
fue llamado para ir a un lugar que más tarde recibiría como herencia,
obedeció y salió sin saber a dónde iba” (Hebreos 11:8, énfasis
añadido). La realidad de la vida para las personas cristianas requiere
que abandonen aquello que está determinado, que es obvio y seguro, y
que caminen hacia el desierto sin las explicaciones tradicionales para
justificar sus decisiones o garantizar su futuro. ¿Por qué? Lisa y
llanamente porque Dios indica este movimiento y ofrece esta promesa.
Resulta aleccionador recordar que antes de su encuentro con el único
Dios verdadero, Abraham, al igual que cualquier otra persona en su tribu
y país de Jarán, había tenido varias falsas creencias. (Incluso un ateo
tiene falsas creencias, porque el hecho de no creer en Dios es, en sí
mismo, una creencia religiosa.1). Lo que le sucedió a Abraham fue que
Dios lo invitó de esas creencias religiosas a la fe verdadera: eso es un
enorme paso.
Para los cristianos contemporáneos, existe una diferencia esencial
entre la creencia y la fe. En nuestras creencias religiosas se encuentra la
expresión visible de nuestra fe, nuestro compromiso personal con la
persona de Jesús. Sin embargo, si las creencias cristianas que heredamos
de nuestra familia y pasaron a nosotros mediante las tradiciones de la
Iglesia no se basan en una asombrosa y maravillosa experiencia de Jesús
como el Cristo, entonces el abismo entre las afirmaciones y nuestra
experiencia de fe se ensancha y nuestra evidencia no tiene valor. El
Evangelio no va a persuadir a nadie a menos que nos haya dado la
convicción de que somos transformados a través de él.
Luego de dos mil años de la historia de la Iglesia, ¿por qué solo un
tercio de la población del mundo es cristiano? ¿Por qué las
personalidades de tantos cristianos devotos están tan opacadas? ¿Por qué
Friedrich Nietzsche acusó a los cristianos por “no parecer ser salvos”?
¿Por qué hoy en día casi nunca escuchamos lo que dijo el viejo abogado
de John Vienne: “Hoy me sucedió algo extraordinario: vi a Cristo en un
hombre”? ¿Por qué nuestro gozo, nuestro entusiasmo y nuestra gratitud no
contagian a otras personas con un anhelo por Cristo? ¿Por qué el fuego y
el espíritu de Pedro y de Pablo están tan visiblemente ausentes en nuestra
pálida existencia?
Quizá muy pocos de nosotros hayamos emprendido la travesía de la fe
a través del abismo entre el conocimiento y la experiencia. Preferimos
leer el mapa en lugar de visitar el lugar. El fantasma de nuestra
verdadera creencia nos convence de que lo real no es la experiencia
sino, en cambio, nuestra explicación de la experiencia. Nuestras
creencias —que William Blake llamó “los grilletes de la mente”— nos
distancian de la comprensión de la experiencia personal.
Daniel Taylor escribe:

El mundo secular de las ideas juega un juego dudoso casi de


forma exclusiva y generalmente desprecia a cualquiera que no
juegue. Sin embargo, de forma irónica, la Iglesia también juega a
este juego en gran medida. El misterio del Evangelio, la paradoja
de la encarnación y el maravilloso enigma de la gracia están
congelados en un sistema altamente racionalizado o autoritario de
teologías, códigos, reglas, prescripciones, órdenes de servicio y
formas de gobierno de la Iglesia. Todo está escrito, todo está
organizado, para que así todo sea seguro y aquellos que estén
equivocados sean detectados.2

El recorrido desde Jarán a Canaán es la travesía por el abismo.


Debemos pasar de forma definitiva de las creencias a la fe. Sí, estamos
llamados a creer en Jesús. Pero nuestras creencias nos invitan a algo
mucho mayor, a tener fe en Él. Una fe que nos obligará a buscar sin cesar
la mente de Cristo, a abrazar un estilo de vida de oración, de
generosidad, de bondad y de involucrarnos en edificar su Reino, no el
nuestro.
Cuando Dios llamó a Abraham a abandonar la seguridad del mundo
que le era conocido, también le pidió que renunciara a sus creencias
religiosas politeístas. Todos sus conceptos previos acerca de Dios se
desvanecieron. Nosotros necesitamos el mismo proceso. Cuando nos
encontramos con el Padre Dios que se revela en Jesucristo y a través de
su vida, debemos revisar todos nuestros pensamientos previos acerca de
Él. Jesús, como el revelador de la Deidad, define a Dios como amor. A
la luz de esta revelación, debemos abandonar la cancerosa y apolillada
estructura del legalismo, el moralismo y el perfeccionismo que corrompe
las Buenas Nuevas y las convierte en un código ético en lugar de una
historia de amor.
Jesús abrió con bisturí la infección de las creencias religiosas que
habían corrompido el alma y ni siquiera lo notaron. Los fariseos habían
distorsionado la imagen de Dios y la habían convertido en algún tipo de
administrador lejano que constantemente curiosea entre los pecadores (y
que algún día nos va a agarrar si nuestras cuentas no están en orden). Los
fariseos estaban tan ocupados perfeccionando y refinando las fórmulas
de la religión, eran tan perseverantes estudiando lo que creían, que se
olvidaron de la realidad del significado de sus creencias. Habían creído
durante mucho tiempo, pero su fe se había apagado. Habían esperado al
Mesías durante tanto tiempo, pero sus expectativas se habían debilitado.
Y aun así, a pesar de la condena de Jesús sobre la religión farisea, el
espíritu de legalismo, “… como la semilla más malvada del jardín lleno
de maleza, ha florecido en las pérgolas de los siglos”.3 Muchos
cristianos continúan teniendo temor porque están aferrados a la idea de
un Dios muy diferente al que Jesús predica. Siguen estando en Jarán con
su antiguo sistema de creencias intacto. Creen que pueden salvarse a sí
mismos al quedarse quietos sin respirar o embarcándose en hacer
ayunos, vigilias o iniciativas heroicas, a la espera de obtener la
aprobación de Dios.
Una y otra vez, Jesús declaró que el temor es el enemigo de la vida.
“No tengas miedo; cree nada más…” (Lucas 8:50).

“No tengan miedo, mi rebaño pequeño, porque es la buena


voluntad del Padre darles el reino” (Lucas 12:32).

“¡Cálmense! Soy yo. No tengan miedo” (Mateo 14:27).

El temor engendra una sofocante precaución, una contención, un


estancamiento que espera hasta que las personas ya no pueden recordar
lo que esperan, ni por qué son salvas. Cuando tememos al fracaso más de
lo que amamos la vida; cuando somos dominados por los pensamientos
de lo que podríamos haber sido, en lugar de los pensamientos de aquello
en lo que podríamos convertirnos; cuando nos persigue la disparidad
entre el ser ideal y nuestro verdadero ser; cuando nos atormenta la culpa,
la vergüenza, el remordimiento y la auto condenación, negamos nuestra
fe en el Dios de amor. Dios nos llama a dejar nuestro campamento, a
abandonar la comodidad y la seguridad del status quo, y a embarcarnos
en la arriesgada libertad de la travesía hacia una nueva Canaán. Pero el
posponer a causa del temor representa no solo una decisión de
permanecer en Jarán, sino también falta de confianza.
Mi propia fe dubitativa hizo que pospusiera el llamado de Dios a
casarme con Roslyn. Postergué la decisión por tres años (lo que era una
decisión en sí misma) esperando que Dios se cansara de esperar y “la
voz interna de la Verdad” se enfermara de laringitis. Antes de abandonar
el conocido paisaje de la vida franciscana, quería que Dios esbozara
líneas definidas para que yo pudiese saber explícitamente hacia dónde
iba. Por supuesto que la auténtica fe elude dicha incertidumbre. Significa
que no podemos aferrarnos a nada. Siempre debemos dejar algo detrás
sin mirar atrás (ver Lucas 9:62). Si nos negamos a seguir adelante e
insistimos en recibir señales y pruebas tangibles, apagamos nuestra fe y
eso significa no creer. Irónicamente, a lo largo de todo el proceso mis
creencias religiosas permanecieron firmes e inquebrantables.
El Dios de Abraham, que es el Dios y el Padre de Jesucristo, no es
una amenaza. La seguridad que Él desea que vivamos, que cultivemos,
que despleguemos y que experimentemos en la abundancia de vida es la
premisa básica de la auténtica fe. Aun así, mi reticencia a hacer la
oración del abandono de Charles de Foucauld —“Padre, haz de mí lo
que quieras”— revela que todavía me encuentro en las garras de hierro
del escepticismo y el temor: permitir que Dios hiciera conmigo lo que Él
quisiera, podía poner en peligro mi salud, mi reputación y mi seguridad.
Quizá me quitaría los tiradores y mi reloj, y me mandaría a Tanzania
como misionero. Si tan solo me hubiese permitido permanecer en el
templo de un conocido, me habría encomendado a Él de todo corazón.
La fe bíblica es una actitud que se adquiere gradualmente a través de
críticos momentos y distintas pruebas. Por medio de la angustiosa prueba
con su hijo Isaac (ver Génesis 22:1-19), Abraham aprende que Dios
quiere que vivamos, no que muramos, que crezcamos y que no nos
marchitemos. Él sabe que puede confiar en el Dios que lo llamó de
esperanza contra esperanza. “Tal vez esta es la esencia de la fe: estar
convencidos de que en Dios se puede confiar”.4
Louis Evely contó la historia de una mujer que leyó el libro Vie de
Jesús [“Vida de Jesús”] del escéptico Ernest Renan, y declaró:
“Simplemente no puedo creer que Cristo sea Dios. Si lo fuera, me habría
dado alguna prueba, porque realmente quiero creer en Él”. Ella no
quería creer en lo absoluto; quería saber, descubrir algún hecho físico
que satisfaga su intelecto. Pero la verdadera fe no se basa solamente en
el intelecto. La Verdad que es Cristo no es algo puramente racional.
Cuando amamos a alguien, ni un millón de argumentos sirven como
prueba, tampoco lo ponen en duda un millón de objeciones.5
Si algo he aprendido en la creciente neblina de una larga vida, es que
el viaje desde Jarán a Canaán es personal. Cada uno de nosotros tiene la
responsabilidad de responder al llamado de Cristo de forma individual y
de comprometerse con Él de manera personal. ¿Acaso creo en Jesús, o
en los predicadores, maestros y nubes de testigos que me han hablado
acerca de Él? ¿El Cristo en el que creo es realmente mío o es aquél de
los teólogos, pastores, padres y Oswald Chambers? Nadie —padres,
amigos, ni siquiera la Iglesia— puede librarnos de esta máxima decisión
personal relacionada con la naturaleza y la identidad del hijo de María y
José. La pregunta que le hizo a Pedro: “¿Quién dices que soy?”, está
dirigida a todo discípulo en potencia.
Vamos a tomarnos un tiempo para reflexionar sobre la credibilidad del
Único que nos llama. Él me pide que arriesgue todo cuando me asegura
que es el camino, la verdad y la vida. A diferencia de Buda, Mahoma y
otros fundadores de grandes religiones del mundo, Jesús no solo nos
invita simplemente a creer en sus enseñanzas, sino también a colocar
toda la fe en Él. ¿Quién es este carpintero de Nazaret que se atreve a
exigir que nos rindamos a Él?
Su árbol familiar es menos que sorprendente. En el libro de Mateo, en
la genealogía de Jesús, hijo de David, hijo de Abraham, Mateo incluye
los nombres de algunas mujeres de sospechosa reputación: Tamar, la
nuera de Judá, se disfraza para quedar embarazada de su suegro (ver
Génesis 38:12-30); Rajab es la famosa prostituta de Jericó (ver Josué
2:1); y Betsabé, que dio a luz un hijo luego de un acto de adulterio con el
rey David, quien al no poder ocultar su propia paternidad, asesina al
esposo Urías (ver 2 Samuel 11).
Resulta obvio que Dios no elige necesariamente a aquellas personas
de linaje intachable para llevar a cabo su obra en este mundo.6 En el
libro Toxic Faith [Fe tóxica], Steve Arterburn and Jack Felton enumeran
una lista de creencias tóxicas de la fe tóxica. La que se destaca en la lista
es: “Dios utiliza solo a gigantes espirituales”.

Muchas personas no logran recibir la bendición que viene por


ministrar a otros debido a la creencia de que Dios usa solamente
lo perfecto o lo que es casi perfecto (…). En mi vida al igual que
en Las Escrituras, he visto que la verdad es totalmente lo opuesto.
Dios a menudo usa a aquellas personas que tienen fallas o que
han pasado por muchísimo dolor para lograr muchas tareas
vitales para su reino (...). Nadie está demasiado estropeado para
que Dios lo use.7

Sí, la genealogía de Jesús no inspira mucha confianza mesiánica. Pero


¿y qué acerca de su nacimiento? ¿Poco claro? Sí, completa e
impresionantemente poco claro. Las circunstancias de su concepción son
discordantes, para decirlo de forma suave. (“¡Bueno, tan solo imagínate
tratando de explicarle a alguien que tu hijo, que todos saben que nació
siete meses después de tu casamiento y consideran con buenas razones
una amenaza para la ley y el orden civil y eclesiástico, fue concebido
por el Espíritu Santo!”8).
Treinta años más tarde, este campesino galileo relativamente inculto
va hasta el río Jordán con el fin de ser bautizado por el bautismo de
arrepentimiento de Juan para el perdón de pecados. Su carrera ha
comenzado. No se convierte ni en un estadista ni en un economista,
tampoco en general ni en un autor reconocido, aunque era ciertamente un
narrador y algo poeta. Al comenzar a deambular por el campo, su familia
decidió que necesitaba un cuidado asistencial (ver Marcos 3:21). Los
líderes religiosos de aquellos días sospechaban que estaba endemoniado
(ver Marcos 3:22), y los transeúntes lo llaman de muy mala manera.
Finalmente, fue ejecutado como hereje, blasfemo, falso profeta y
seductor de las personas en un juicio legal ante la mayor corte de la
tierra.
¿Este es el Hijo de Dios? ¿Este es el hombre que me llama a dedicar
mi vida entera a Él? ¿Quien me dice que mi vida no tiene sentido fuera
de Él?
El hecho de que la fuente de nuestra fe se encuentre en un hombre cuyo
nacimiento fue dudoso y por lo tanto vulnerable a sospechas de todo
tipo, y que tuvo la muerte de un criminal; que la esencia de nuestra fe
consiste en la convicción de que los hijos ilegítimos, los pecadores y los
criminales pueden decir “Abba” a Dios; que las prostitutas pueden entrar
al Reino de Dios antes que las personas religiosamente respetables, ¡no
forma una visión de la fe accesible a la especulación o al sentido!
La Biblia no puede por sí misma generar un compromiso cristiano de
fe. Tampoco las creencias de mis padres, mis maestros, la iglesia, ni la
presencia de amigos, ni el culto o el credo; tampoco un código o una
institución, ni los libros como este o los cientos de sermones de Billy
Graham, Tony Campolo y Chuck Swindoll, pueden, por sí solos, generar
un compromiso cristiano de fe.
La posibilidad de que alguien reconozca en la frágil humanidad la
plenitud del poder de Dios para salvar solo llega por una milagrosa
intervención de Dios. “La fe radical no es un logro, porque si así lo
fuera, desearíamos alcanzarla y no sería posible. En cambio, es un
regalo, y debemos reaccionar en consecuencia, velar y orar”.9 Al
escribir a los corintos, Pablo reconoce que el Espíritu, dado por Jesús,
hace posible el acto más básico de la vida cristiana: “… nadie puede
decir: ‘Jesús es el Señor’ sino por el Espíritu Santo” (1 Corintios
12:3).
La fe que Jesús infundió en sus discípulos tuvo un impacto tan
profundo sobre ellos que les fue imposible creer que alguna otra persona
pudiera ser igual o mayor que Él, ni siquiera Moisés o Elías, ni siquiera
Abraham. Era inconcebible que un profeta o un juez pudieran venir
después que Jesús y ser mayores que Él. No era necesario esperar a
nadie más. Jesús era todo. Jesús era todo lo que los judíos habían
esperado y pedido en oración. Jesús había cumplido, o estaba a punto de
cumplir, cada promesa y cada profecía. Si alguien va a juzgar finalmente
al mundo, debe ser Él. Si alguien va a ser nombrado Mesías, Rey, Señor,
Hijo de Dios, ¿cómo podría ser otra persona aparte de Jesús?

A Jesús se lo experimentó como el avance en la historia de la


humanidad. Trascendió todo aquello que se había dicho o hubiera
sucedido hasta entonces. Él fue, en todo sentido, la última
palabra. Estaba a la par de Dios. Su palabra era La Palabra de
Dios. Su Espíritu era el Espíritu de Dios. Sus sentimientos eran
los sentimientos de Dios. Aquello que representaba era lo mismo
que representaba Dios. No existía ninguna opinión mayor.10Esta
fue la experiencia de los seguidores de Jesús. La fe cristiana
contemporánea resuena con la valoración de la Iglesia primitiva.
En un sentido verdadero, Jesús es nuestra fe. Como escribí: “no
somos agentes de viaje que entregamos folletos de lugares que
nunca visitamos”. Somos exploradores de fe de un país sin
límites, un país que descubrimos, poco a poco, no como un lugar
sino una persona. Nuestra fe incluye nuestras creencias, pero
también las trasciende, porque la realidad de Jesucristo nunca
puede encerrarse en fórmulas doctrinales.

La pregunta de ahora en adelante ya no es ¿es acaso Jesús igual a


Dios? Sino ¿es Dios igual a Jesús? Este es el significado tradicional de
la afirmación de que Jesús es La Palabra de Dios. “Jesús nos revela a
Dios, Dios no nos revela a Jesús”.11 No podemos deducir nada acerca
de Jesús a partir de lo que creemos que sabemos sobre Dios; ahora
debemos deducir todo sobre Dios a partir de lo que sí sabemos acerca
de Jesús.
Al igual que Abraham, todas nuestras imágenes previas de Dios se
desvanecen.

El regalo de mi propia fe no depende, de ninguna clase de poder fuera


de mi experiencia de la gracia de Dios ni se basa en ello. Cuando las
creencias reemplazan a la verdadera experiencia; cuando ya no sabemos
y entonces terminamos creyendo en la autoridad de los libros, de las
instituciones o de los líderes; cuando permitimos que la religión se
interponga entre nosotros y nuestra primera experiencia con Jesús como
el Cristo, perdemos la realidad que la religión misma describe como
primordial.
A propósito, aquí mismo se encuentra el origen no solo de todas las
guerras santas sino también del fanatismo, la intolerancia y la división
dentro del Cuerpo de Cristo. Nada jamás ha fracasado tanto para el
cristianismo como las Cruzadas. El hecho de seguir las batallas
supuestamente peleadas por la naturaleza de la “verdadera” fe marea.
Debajo del terrorismo que encabeza los titulares de los diarios cada día
existe un choque de creencias “… y la intimidación que se ejerce de
forma anónima, pero de manera tan recta como para llevar a las personas
comunes hacia las prácticas y sectas que proclaman tener la combinación
secreta del tesoro-hogar del favor de Dios”.12
Luego de veintidós años de vivir en una fe de segunda mano, el 8 de
febrero de 1956, conocí a Jesús y pasé de Jarán a Canaán, de las
creencias a la fe. Era el mediodía. Estaba arrodillado en una pequeña
capilla en Loretto, Pennsylvania. A las 15:05 me levanté temblando del
suelo, sabiendo que la aventura más grande de mi vida acababa de
comenzar. Entré en una nueva perspectiva acertadamente descrita por
Pablo en Colosenses 3:11: “Cristo es todo y está en todos”.

Durante esas tres horas de hinojos, me sentí como un niño


pequeño arrodillado a la orilla del mar. Las olitas me mojaban y
me golpeaban las rodillas. Lentamente, las olas fueron creciendo
y haciéndose más fuertes hasta alcanzarme la cintura. De repente
la fuerza del golpe de una tremenda ola me tiró hacia atrás y me
barrió de la playa, dando vueltas en el aire, arqueado en el
espacio, apenas consciente de que me llevaban a un lugar al que
nunca antes había ido: el corazón de Jesucristo…
Durante esta primera vez en mi vida en experimentar el hecho
de ser amado de forma incondicional me sentía entre la euforia y
el temor… Ese momento perduraba más y más en un ahora eterno
hasta que, sin ninguna advertencia, una mano me sujetó el
corazón. Apenas podía respirar. El saber que era amado ya no era
dulce, tierno ni cómodo. El amor de Cristo, el Hijo de Dios
crucificado, tomó la forma de la furia y la pasión de una repentina
tormenta de primavera. ¡Jesús murió en la cruz por mí!
Ya lo sabía desde antes, pero a la manera en que John Henry
Newman lo describe, como “conocimiento conceptual”:
abstracto, lejano, ampliamente irrelevante para las cuestiones
importantes de la vida, tan solo otra baratija en una polvorienta
casa de empeño de creencias doctrinales. Pero en un momento
deslumbrante de verdad redentora, era el verdadero conocimiento
que llamaba a un compromiso personal de la mente y del corazón.
El cristiano era amado por Jesucristo y se enamoraba de Él.
Tiempo después, las palabras de la primera carta de Pedro
iluminarían y confirmarían mi experiencia: “Ustedes lo aman a
pesar de no haberlo visto; y aunque no lo ven ahora, creen en él
y se alegran con un gozo indescriptible y glorioso, pues están
obteniendo la meta de su fe, que es su salvación” (1:8-9).

Finalmente, consumido, agotado, rengueando y perdido en una


humildad sin palabras, estaba nuevamente arrodillado en la orilla con las
calmadas olas de amor que me cubrían como una cálida marea que me
saturaba la mente y el corazón en tranquila adoración.
Ese día conocí el amor y el poder de Dios: la esencia de la fe
cristiana. Debemos conocer el amor y el poder de Dios con un
conocimiento mayor al nuestro porque se encuentran más allá de la
capacidad del mero conocimiento humano. Debemos conocerlo con la
mente misma de Cristo. Este es el encuentro cristiano redentor esencial.
Esto es pasar de la creencia a la experiencia a través del puente de la fe.
Para poder comprometernos con el discipulado radical, para poder
vivir con la firma de Jesús estampada sobre las páginas de nuestra vida,
necesitamos la fortaleza y el aliento de otros cristianos. Pero nuestra
necesidad más profunda es la del poder inexhausto del amor de Dios. El
milagro del cristianismo es que esta necesidad ya fue satisfecha.
Mediante una importante vida de oración seria nos damos cuenta de que
ya tenemos lo que buscamos. Con fe, tomamos conciencia de lo que ya
está allí (más adelante hablaremos más acerca de esto). El poder habita
en nuestro interior, y excede nuestra necesidad de que el contacto
consciente con él nos arrase, más allá de cualquier otra cosa que
podríamos haber imaginado o deseado y nos lleve hacia la realidad que
es Cristo.
Hace poco, me entregaron una copia de una nota que encontraron
escrita en la oficina de un joven pastor en Zimbabue, África, luego de
haber sido martirizado por su fe en Jesucristo. Cito textualmente su carta:

Soy parte de la hermandad de los sin vergüenza. Tengo el poder


del Espíritu Santo. La muerte fue echada. Me he parado en el
límite. Tomé la decisión: soy discípulo de Él. No voy a mirar
atrás, amainar, frenar, detenerme, ni quedarme quieto. Mi pasado
fue redimido, mi presente tiene sentido, mi futuro es seguro. Ya se
terminaron para mí los bajos estándares de vida, el caminar por
fe, las rodillas lisas, los sueños descoloridos, las visiones
aburridas, las charlas de este mundo, las dádivas baratas y los
objetivos pequeños.
Ya no necesito preeminencia, prosperidad, posición, ascensos,
elogios ni popularidad. No tengo que ser correcto, ni ser el
primero, ni el mejor, ni ser reconocido, ni alabado, ni respetado,
ni recompensado. Ahora vivo por fe, recostado sobre su
presencia, camino con paciencia, me levanta la oración y hago mi
tarea con poder.
Mi rostro, decidido, mi marcha es rápida, mi meta es el cielo,
mi sendero es angosto, mi camino dificultoso, mis compañeros
son pocos, mi Biblia confiable, mi misión es clara. No me pueden
ni comprar, ni comprometer, ni desviar, ni tentar, ni torcer, ni
engañar, ni retrasar. No voy a flaquear ante el sacrificio, ni a
dudar ante la presencia del enemigo, ni a complacer a la cantidad
de popularidad, ni tampoco a deambular por los laberintos de la
mediocridad.
No voy a rendirme, callarme, ni ceder, hasta que no haya
permanecido en pie, conservado, elevado una oración, predicado
por la causa de Cristo. Soy un discípulo de Jesús. Debo seguir
hasta que Él venga, dar hasta entregar todo, predicar hasta
conocer, y trabajar hasta que Él me detenga. Y, cuando Él venga
en persona, no va a tener ningún problema para reconocerme…
¡mi estandarte será claro!
Quizá la única medida honesta de auténtica fe es mi
disposición al martirio. No solo mi voluntad de morir por
Jesucristo y por amor al Evangelio, sino de vivir por Él un día a
la vez.

La Cruz es la firma permanente del Cristo resucitado. El estilo de vida


que tiene ese sello requiere una fe desprovista de sentimientos, euforia y
visión. “Vivimos por fe, no por vista” (2 Corintios 5:7). Mientras que la
fe es un don de Dios, exige un gran esfuerzo de nuestra parte si va a
llevar fruto. El ermitaño contemporáneo Carlo Caretto escribió: “Dios
nos da el bote y los remos, luego nos dice: ‘de ti depende remar’. Hacer
actos de fe positivos es como entrenar esta habilidad; se desarrolla con
el entrenamiento de la misma manera en que la gimnasia desarrolla los
músculos”.
Este libro no es un picadillo pastoral, tampoco es una colección de
meditaciones educadas para personas piadosas. Es un libro que trata
sobre ser héroes y heroínas por amor a Jesucristo: por amor a nada
menos que Cristo, y de la manera en que solo los ojos de Jesús necesitan
ver. Es un llamado a la auténtica fe y al discipulado radical, a la pureza
del Evangelio, a la autopista hacia el Calvario y al escándalo de la Cruz,
a una vida de libertad bajo la firma de Jesús.
En el último análisis, la fe no es la suma de nuestras creencias ni una
manera de hablar o una forma de pensar; sino una manera de vivir y se
puede articular adecuadamente solo al vivirla en la práctica. Aceptar a
Jesús como Señor y Salvador es significativo en la medida en que
tratemos de vivir de la manera en que Él vivió y ordenar nuestra vida de
acuerdo a sus valores. No necesitamos teorizar acerca de Jesús;
necesitamos hacerlo presente en nuestro tiempo, nuestra cultura y
nuestras circunstancias. Solo una verdadera práctica de nuestra fe
cristiana puede confirmar lo que creemos. Como el filósofo francés
Maurice Blondel estaba orgulloso de decir: “Si realmente quieres
entender lo que cree un hombre, no escuches lo que dice, sino mira lo
que hace”.
Una sugerencia sencilla: cada vez que des vuelta una página de este
libro, susurra las palabras: “Señor, aumenta mi fe”.
C a pít ulo dos

La firma de Jesús

C onozco a un hombre que durante 25 años se ha negado a permitir


que en su casa haya una cruz o un crucifijo. Lejos de ser
superficial, es una persona íntegra. No grita con la multitud, ni tampoco
desestima al cristianismo como una antigüedad mohosa del pasado
medieval. ¿Por qué, entonces, esa negación? En sus propias palabras:
“No puedo soportar la cruz. Es una negación de todo lo que valoro en la
vida. Soy un hombre orgulloso, sensual y busco el placer. La cruz me
acusa. Dice: ‘Estás equivocado. Tu vida debe tomar esta forma. Esta es
la única y verdadera interpretación de la vida, y la vida es verdadera
solamente cuando toma esta forma’”. Y así, no permite en su casa un
símbolo del Cristo crucificado. En su honestidad, sabe que para hacerlo
debe comprometerse con un estilo de vida que contradice la vida que
vive.
Esta historia de un hombre que huye de Dios no es nada nuevo.
Francis Thompson la contó hace más de cien años como una poesía
cuando escribió:

Le huía noche y día (…) y le huía a porfía


por entre los tortuosos aledaños de mi alma,
y me cubría con la niebla del llanto
o con la carcajada, como un manto.

Y el Lebrel del Cielo responde:


“Todo te huye, porque tú me huyes.
¡Extraña, fútil cosa, miserable!”.1

Para el apóstol Pablo, la hostilidad hacia la cruz es la principal


característica del mundo. A los gálatas, Pablo escribe que lo que sella a
los cristianos con mayor profundidad es el hecho de que a través de la
Cruz de Jesús el mundo es crucificado con Él y Él con mundo. Para los
corintios, Pablo dice que manifestamos la vida de Jesús solo si llevamos
con nosotros su muerte. Lo que declara se aplica a todos los cristianos.
Somos discípulos solamente siempre y cuando estemos a la sombra de la
Cruz.
El Maestro dijo que “… el que no toma su cruz y me sigue no es
digno de mí” (Mateo 10:38). Dietrich Bonhoeffer, el mártir alemán,
comprendió el significado de esta frase cuando escribió: “Cuando Jesús
llama a un hombre, lo invita a acercase y morir”.2 No tenemos ninguna
razón ni ningún derecho de elegir otro camino que el camino que Dios
eligió en Jesucristo. La Cruz es tanto el símbolo de nuestra salvación
como el patrón de nuestras vidas.
Cuando nuestras creencias dogmáticas y nuestros principios morales
no se llevan a cabo en el discipulado, entonces, nuestra santidad es una
ilusión. Y el mundo no tiene tiempo para ilusiones. En la actualidad, la
comunidad cristiana no es una molestia para el mundo. ¿Por qué debería
serlo? La cruz es un objeto común tanto en un arete de la cantante de rock
Madonna como en una lápida. La piedad cristiana ha trivializado al Dios
apasionado del Gólgota. El arte cristiano ha tornado la furia inexplicable
del Calvario en una joya decorosa. La alabanza cristiana ha tratado de un
modo sentimental los monstruosos escándalos y los ha convertido en
procesiones sagradas. La religión organizada ha domesticado al Señor
de gloria crucificado, y lo ha transformado en un símbolo aburrido. Vista
como una reliquia de la Iglesia, la cruz no molesta nuestra cómoda
religiosidad. Pero cuando el Cristo crucificado y resucitado, en lugar de
permanecer como un símbolo, toma vida y nos libera con el fuego que
sale a la luz, crea más estragos que todos los heréticos, los humanistas
seculares y los predicadores ventajeros juntos.
Existe una preocupación aterradora por la banalidad en la Iglesia
estadounidense de la actualidad. Con la solemnidad de un juez
implacable, discutimos por pequeñeces por las canciones que entonamos
y por aquellas que nos negamos a cantar. William Penn dijo: “Ser como
Cristo es ser cristiano”.3 Y Jesús pide nada menos que dejemos nuestro
ego y nuestros deseos en la Cruz. Hoy en día muchas iglesias intentan
eliminar el riesgo y el peligro de este llamado. Amortiguamos el riesgo y
quitamos el peligro del discipulado al crear una lista de reglas morales
que nos otorgan seguridad en lugar de una santa inseguridad. La Palabra
de la Cruz, el poder y la sabiduría de Jesucristo crucificado, es evidente
a través de su ausencia.
Hace poco, un amigo me llamó de larga distancia para preguntarme si
estaba enojado por lo que cierto predicador evangelista televisivo dijo
en su programa sobre los católicos romanos. Le contesté que nada de lo
que dijera me molestaba; sino que me molestaba lo que no decía. El Dr.
Martin Marty, exprofesor de historia de la Iglesia en la Universidad de
Chicago, lo dijo de la siguiente manera: “El problema es que el
cristianismo y la fama no van de la mano. Una persona famosa tiene un
ego grande y necesita alimentarlo. Esto demuestra una representación
equivocada del gobierno, el humanismo y las principales religiones. No
convierten, confirman. No puedo imaginármelos cambiando personas”.
Pero el punto es cambiar personas: desengancharnos de los valores
mundanos. El apóstol Pablo estaba consciente de la mundanalidad que se
había injertado y había ganado lugar en la Iglesia. Dijo que había
enemigos de la Cruz de Cristo en Galacia y Corinto, en Filipos y Roma,
no tanto entre aquellas personas que dudaban como entre los miembros
más devotos de la Iglesia. Jesús no murió en manos de ladrones,
violadores o mafiosos. Cayó en las manos bien limpias de sacerdotes y
abogados, personas de renombre y profesores: los miembros más
respetados de la sociedad.
En su libro, El costo del discipulado, Bonhoeffer define a la “gracia
barata” como la gracia sin la Cruz.4 Cuando el Cristo crucificado no es
proclamado ni vivido en amor, la Iglesia es aburrida y aburre a la
sociedad. No hay poder, no hay desafíos, no hay fuego. No hay cambio.
Hacemos monótono lo que debiera ser espectacular. Un cristiano es un
amante de Cristo y de su Cruz.
Otra vez con Ernst Kasemann:

Un hombre se considera amante de la cruz solamente en la


medida en que esta le permite reconciliarse con sí mismo y con
otras personas, y con los poderes y encantos del mundo. Bajo la
cruz, el hombre alcanza la madurez… no se participa en la gloria
del Señor resucitado sin el discipulado de la cruz.5 En abril de
1944, un año antes de su muerte, mientras estaba prisionero en un
campo de concentración en Flossenburg, Alemania, Bonhoeffer
escribió: “Lo que me fastidia incesantemente es preguntarme qué
es el cristianismo en realidad, o de hecho, qué es verdaderamente
Cristo para nosotros hoy en día”.6 Esa es la pregunta que cada
uno de nosotros debemos explicar. ¿Quién es Jesús? ¿Qué
implica el discipulado en la actualidad? Todo lo demás es una
distracción.

El Jesús de mi viaje es aquel resucitado. La señal de su señorío es la


Cruz y solamente la Cruz. Es la firma del resucitado. El Cristo
glorificado puede identificarse con el histórico Jesús de Nazaret
solamente como el Hombre de la Cruz.
Tan importante para la historia de la salvación es la firma de Jesús
que Pablo no duda en decir: “Me propuse más bien (…) no saber de
cosa alguna, excepto de Jesucristo, y de éste crucificado” (1 Corintios
2:2). Cuando Pablo llegó a Corinto, recién había regresado de Atenas,
donde se había desalentado al no poder ganar a la comunidad griega
mediante el uso de la teología natural. Para las personas de esta
promiscua ciudad portuaria de Corinto donde la inmoralidad sexual
florecía, Pablo abandonó el enfoque en la sabiduría y, en cambio,
predicó sobre la locura de la Cruz.
Con una sorprendente paradoja, les dice a los corintos:

El mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden; en


cambio, para los que se salvan, es decir, para nosotros, este
mensaje es el poder de Dios. Los judíos piden señales
milagrosas y los gentiles buscan sabiduría, mientras que
nosotros predicamos a Cristo crucificado. Este mensaje es
motivo de tropiezo para los judíos, y es locura para los
gentiles, pero para los que Dios ha llamado, lo mismo judíos
que gentiles, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios.
Pues la locura de Dios es más sabia que la sabiduría humana, y
la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza humana.
—1 Corintios 1:18,22-25

La palabra griega para “locura” sugiere algo que es aburrido, insulso,


estúpido, no en el sentido de ser públicamente peligroso, sino
públicamente despreciado, ignorado por el hecho de ser ridículo. Y esto
es precisamente lo que Pablo proclama. Su revelación es directamente
contraria a las expectativas de los judíos y los griegos. Los judíos
esperaban a un Mesías, pero la vergonzosa muerte de Jesús en una cruz
les demostró que no era el glorioso libertador que esperaban. La Cruz
creó un obstáculo para la fe.
Los griegos estaban seguros de que el Mesías sería un filósofo mayor
que Platón, capaz de demostrar el orden y la armonía del universo. Un
Mesías que desafiase a esta piedad culta e intelectual al revertir sus
valores y morir en una cruz, víctima de lo irracional y lo salvaje en la
humanidad, sería de todas formas una estupidez para los griegos.
Sin embargo, Pablo predicó La Palabra de la Cruz en el poder del
Espíritu, y experimentó un éxito asombroso. Tanto los judíos como los
griegos dejaron de lado sus prejuicios para dejarse llevar por el poder y
la sabiduría de la Cruz. Porque la Cruz no es un mensaje de sufrimiento
sino un mensaje de Cristo, “… quien me amó y dio su vida por mí”
(Gálatas 2:20).
El Viernes Santo nos recuerda que no es el poder lo que nos va a
ayudar, sino el hecho de que Dios deja de lado su poder por amor a
nosotros. El poder nos fuerza a cambiar; solo el amor puede hacernos
cambiar. El poder afecta el comportamiento; el amor afecta el corazón. Y
nada en la Tierra moviliza tanto el corazón como el amor que sufre. Esa
es la razón por la cual la expresión perfecta del amor de Dios por
nosotros es la figura agonizante de Jesús pidiendo que alguien le
humedeciera los ardientes labios.
Durante el invierno de 1968, viví en una cueva en las montañas del
desierto de Zaragoza en España. Durante siete meses no vi a nadie,
nunca escuché el sonido de una voz humana. Excavada en una pared de la
montaña, la cueva sobrepasaba los mil ochocientos metros por encima
del nivel del mar. Cada domingo a la mañana un hermano de Farlete, un
pueblo cercano, dejaba comida, agua y kerosene en un lugar estipulado.
Dentro de la cueva, un muro de rocas dividía la capilla a la derecha de
la casa a la izquierda. Un bloque de piedra cubierto con bolsas de papa
hacía las veces de cama. Los otros muebles eran un resistente escritorio
de granito, una silla de madera, un calentador enlatado y una lámpara a
kerosene. En la pared de la capilla colgaba un crucifijo de noventa
centímetros. Me despertaba cada noche a las dos de la mañana y me
dirigía a la capilla para dedicar una hora de adoración nocturna.
Durante la noche del 13 de diciembre, en lo que comenzaba como una
larga y solitaria hora de oración, escuché con fe decir a Jesucristo: “Por
amor a ti dejé mi lugar al lado del Padre. Vine hacia ti, y tú huiste de mí,
te escapaste, no querías escuchar mi nombre. Por amor a ti, me
escupieron, me dieron puñetazos, me golpearon, y me fijaron a la madera
de la Cruz”.
Estas palabras arden en mi vida. Ya sea que me encuentre en un estado
de gracia o vergüenza, alegría o depresión, fue una noche de fuego que
todavía arde en silencio. Observé el crucifijo por un largo tiempo; veía
en sentido imaginario la sangre derramada de su cuerpo, y escuchaba el
llanto de sus heridas: “No es una broma. El hecho de que te haya amado
no es algo para reírse”. Cuanto más observaba, más me daba cuenta de
que ningún hombre me ha amado ni podría amarme de la manera en que
Él lo hizo. Salí de la cueva, me paré en el precipicio, y grité en la
oscuridad: “Jesús, ¿acaso estás loco? ¿Te has vuelto loco para amarme
tanto?”.
Esa noche aprendí lo que un sabio hombre me había dicho unos años
atrás: “Solo aquella persona que lo ha experimentado puede saber lo que
es el amor de Jesucristo. Una vez que lo hayas experimentado, ninguna
otra cosa en el mundo parecerá más bella o deseable”.
El Señor se revela a cada uno de nosotros de miles de maneras. Para
mí, el rostro humano de Dios es el Jesús oprimido y estirado frente al
cielo que se oscurecía. En otra de sus cartas desde la cárcel, Bonhoeffer
escribió: “Este es el único Dios que cuenta”. Cristo en la cruz no es una
simple precondición teológica para la salvación. Es La Palabra
perdurable de Dios al mundo que dice: “Observa cuánto te amo. Observa
cómo deben amarse los unos a los otros”.
El amor cristiano básicamente no es ni romántico ni heroico, escribió
el teólogo John Shea, pero en un mundo que llama a los cristianos que
intentan vivir el Sermón del Monte de manera ingenua, irrelevante,
irrealista, simple y hasta loca, el discipulado de Jesús trata simplemente
de “permanecer un poco firme”, vulnerable a las burlas y los dardos.
Un judío polaco que sobrevivió a la masacre del gueto de Varsovia, y
luego se convirtió al cristianismo, descubrió que en la aceptación o el
rechazo del Crucificado se encuentra el significado del discipulado: “Al
mirar a ese hombre en la Cruz… supe que debo tomar una decisión de
una vez por todas, si tomar mi lugar a su lado y compartir su
inquebrantable fe en Dios… o caer finalmente en un infinito pozo de
amargura, odio y desesperación indecible”.7
El Cristo del Nuevo Testamento no es el Dios de los filósofos, que
hablan con indiferencia sobre el Ser Supremo. No esperamos encontrar
al Ser Supremo con el rostro escupido. Nos sobresalta descubrir que la
invitación que Jesús hace es: No lloren por mí; únanse a mí. La vida
que planeé para ustedes es una vida cristiana, muy parecida a la mía.
Como me dijo una vez Dominique Voillaume en una mañana invernal
en Dijon, Francia: “La vida es dura”. La vida es difícil. Es arduo ser
cristiano, pero es demasiado aburrido ser cualquier otra cosa. Cuando
Jesús llega a nuestras vidas con su escandalosa Cruz en forma de
angustia mental, sufrimiento físico y heridas del espíritu que no cierran,
oramos por valentía para “permanecer un poco firmes” frente al
insidioso realismo del mundo, la carne y el diablo.
La firma de Jesús: la Cruz. Para mí la dimensión más difícil y
demandante del discipulado diario es el compromiso a una vida de
disponibilidad sin fin. En la primera etapa de mi viaje, en el primer
destello de amor pleno, la imitación de “Ebed Yahveh”, Dios el Siervo,
fue una noción romántica y hasta embriagante. Mientras escribo estas
líneas en la noche cálida de Louisiana, ser un siervo es algo tan realista
como el deber, tan constantemente demandante como la necesidad. Las
personas heridas siempre están allí, y a veces el poder de su necesidad,
como una succión sobre mi espíritu, me vacía de todo. Uno de los
problemas que yo tengo con Jesús es que siempre parece que llegara en
el momento incorrecto. Una pequeña duda de la que se quejó Teresa de
Ávila: “Señor, si esta es la manera en que tratas a tus amigos, no es de
sorprenderse que tengas tan pocos”.
Con respecto a esto, parafraseando la vida de Jesús, es como si les
dijera a sus oyentes: “De hecho tendrán una señal, pero no será la señal
de que los romanos serán echados al mar, o de que el sol se oscurezca;
será la señal del Siervo de Jehová, que se va a manifestar primero en mi
vida y en mi muerte, y después en la vida de mis discípulos. Mi gozoso
compromiso con las Buenas Nuevas del Reino de mi Padre se
transformará en vidas de servicio, que no dejarán ninguna duda acerca
de la validez del mensaje. Las principales referencias que ofrezco como
orador para mi Padre celestial serán la forma de vida que viviremos, yo
y mis seguidores después de mí”.
Un hermoso plan de juego. Si de hecho lleváramos una vida que imite
la de Él, nuestra presencia sería irresistible. Si nos atreviéramos a vivir
más allá de nuestras propias preocupaciones; si no tuviésemos temor por
ser vulnerables; si tomáramos una actitud de compasión con el mundo; si
fuéramos una contracultura para la codicia lunática de nuestra cultura por
el orgullo de un lugar, poder y posesiones; si prefiriéramos ser fieles en
lugar de exitosos, las paredes de la indiferencia hacia Jesucristo
sucumbirían. Un puñado de nosotros podría ser ignorado por la
sociedad; pero cientos, miles, millones de esos siervos abrumarían al
mundo. Los cristianos llenos con la autenticidad, el compromiso y la
generosidad de Jesús serán la señal más espectacular de la historia de la
raza humana. El llamado de Jesús es revolucionario. Si lo
implementamos, cambiaremos el mundo en unos pocos meses.
Hace algunos años, la revista Reader’s Digest presentó estos cinco
artículos: “Cómo permanecer delgado para siempre”, “Cinco maneras de
dejar de sentirse cansado”, “Cómo hacerse camino”, “¿Cuán seguros son
los nuevos anticonceptivos?” y “Qué se necesita para ser exitoso”. Los
editores aparentemente llegaron a la conclusión de que la mayoría de los
lectores están gordos, exhaustos, frustrados, lujuriosos e insatisfechos
con sus logros. Tal vez los editores tengan razón; de ser así, existe una
superficialidad impresionante en nuestros presuntos intereses.
Está comprobado que la conversación de mucha gente de clase media
en el mundo occidental gira en torno al consumo: qué comprar, qué se
acaban de comprar, dónde comer, qué comer, el precio de la casa del
vecino, qué cosa está de oferta esta semana, nuestra vestimenta o la de
otra persona, el mejor auto del mercado este año, dónde pasar las
vacaciones. Aparentemente no podemos dejar de comer, ni de comprar ni
de consumir. El éxito no se mide en términos de amor, sabiduría y
madurez sino en el tamaño de nuestras posesiones.8
Ernst Kasemann dijo de un grupo de personas: “Se dicen amantes de
la cruz, en la medida que les permita reconciliarse, no con Dios, sino
con los poderes y la seducción del mundo”. Lo extravagante acerca del
discípulo de Jesús es que puede permitirse ser indiferente. Muerto al
mundo pero gloriosamente vivo en Cristo, puede decir junto con Pablo:
“Sé lo que es estar satisfecho, y sé lo que es estar desamparado”. Esa
actitud es anatema en la avenida Madison*. El mundo nos va a respetar
si lo cortejamos, y nos va a respetar aun más si lo rechazamos con
desprecio o enojo; pero nos va a odiar si simplemente ignoramos sus
prioridades o lo que piensa de nosotros. Hay una incompatibilidad
radical entre el respeto humano y la fe en Jesucristo.
Es la 1:30 de la madrugada, voy a mi oscuro estudio, enciendo la luz
del techo que brilla sobre una cruz. Postrado sobre el piso, susurro:
“Ven, Señor Jesús” una y otra vez. Oro con la impotencia y la pobreza de
un niño, al saber que no puedo liberarme a mí mismo; debo ser hecho
libre. El simple hecho de presentarme a la hora acordada y permitiendo
a Dios que haga los cambios en mí que yo no puedo hacer.
Lo que puede suceder en la oración se describe en una escena en El
hombre de la Mancha.
En la película hay un diálogo entre Alonso Chiana (también conocido
como Don Quijote) y Aldonza, una cantinera y prostituta. En su ilusión,
Alonso ve a esta vagabunda como una aristócrata y la trata en
consecuencia. Llama a esta ordinaria y vulgar ramera “señora” y
“Dulcinea, mi más dulce”. Al principio, ella está desconcertada y
enojada. No puede entender a este loco.
Pero hay una belleza inquietante en él. ¿Por qué se siente atraída por
este misterioso hombre? La razón es que de él proviene la afirmación de
que ella es un tesoro y va a ser valorada y tratada como tal. Él destroza
su actitud defensiva y su temor.
—¡Dulcinea! —llama a Aldonza.
—Mi Dios, él conoce toda mi vida. Soy una zorra. ¡Y aun así me
llama Dulcinea!
Para esta mujer cubierta de vergüenza, es un mundo que surge como un
faro desde las profundidades de un mar negro. Cegada por su simpleza,
transformada por su poder, asombrada por su sabiduría, Dulcinea es la
afirmación indecible desde las místicas profundidades de Dios mismo.
Dulcinea es la revelación asombrosa de que Dios ve todo diferente a
nosotros. No puedes echar de menos lo que es obvio hasta en su siervo
Don Quijote: los perdedores serán ganadores y lo ganadores serán
perdedores. Jesús les dijo a los sumos sacerdotes: “Les aseguro que los
recaudadores de impuestos y las prostitutas van delante de ustedes
hacia el reino de Dios” (Mateo 21:31). El cristianismo es más simple y
más grande de lo que los comentaristas y los teólogos lo han hecho:
“Trata a los demás de la manera en que te gustaría que te traten” es la
síntesis de toda la ley y los profetas.
Hacia el final de la historia, el mundo de ensueño de Don Quijote se
hace añicos, y confundido Alonso Quijano muere en la casa de su
familia. Aldonza entra a la habitación. Alonso no la reconoce. Está
débil, enfermo y confundido.
—Es posible que alguna vez te haya conocido, pero no te reconozco
—le dice.
Aldonza se arrodilla a su lado y le ruega:
—¡Por favor! ¡Intenta recordar!
—¿Es tan importante? —pregunta.
—¡Es todo! —le contesta ella. Toda mi vida. Tú me hablaste y todo
fue… diferente.
—¿Te hablé? —susurra Alonso.
—Me diste otro nombre. Dulcinea… cuando dijiste el nombre,
parecía que un ángel susurraba: “Dulcinea… Dulcinea...9
Todo el anhelo reprimido en el corazón humano de Aldonza explotó
cuando abrió su corazón a Alonso y le contaba lo que sucedía cuando él
la llamaba con ese nombre, el terremoto en su espíritu provocado por su
amor y aceptación. El hecho de que la llamara “señora” despertó algo en
ella que pensó que nunca podría ser. Había estado muerta, helada,
inmune a la emoción humana. El único objetivo que tenía en su vida era
no necesitar a nadie, pero de pronto, él había irrumpido en la cámara
sellada de su corazón, y ella comenzó a descongelarse. Comenzó a creer
que era Dulcinea. Todo era diferente porque había sido tocada por el
amor de un anciano hombre soñador que se llamaba a sí mismo Don
Quijote.
Mientras yo, en mi cuarto, me arrodillo e imagino el rostro humano de
Dios en el madero, donde Jesús firmó, veo que a lo largo de su
peregrinaje no condenó a nadie. Durante su vida, sus palabras no fueron
ni de culpa o vergüenza, ni de acusación o condenación, ni de amenaza,
ni de soborno o descalificación. Tampoco debieran ser mis palabras.
Aquel Crucificado me mira directamente. Tiene los ojos tan llenos de
lágrimas, dolor y sangre que apenas puede verme. Entonces desde su
herido corazón, susurra mi nombre. No cualquier nombre. Es el nombre
por el cual me conoce, el que está en la piedrecita blanca. “Al que
venciere, daré a comer del maná escondido, y le daré una piedrecita
blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el cual ninguno
conoce sino aquel que lo recibe” (ver Apocalipsis 2:17). En la brillante
oscuridad de la fe, todo es diferente. Siento una nueva vida que palpita
dentro de mí. El nombre me sorprende. Expresa aceptación, afirmación,
cariño, sanidad, y es lo que significa. Porque su Palabra ignora la
evaluación de mi ego. Dios ve todo de manera diferente. Hay paz, gozo,
certeza, asombro y maravilla. Una sensación abrumadora de misterio
inexpresable. Me levanto, y sé con las palabras de Pablo que soy una
carta de Cristo escrita no con tinta sino con el Espíritu del Dios viviente,
no en una tabla de piedra sino en la tabla de carne de mi corazón (ver 2
Corintios 3:3).
Y al menos por este día mi carta será sellada con la firma de Jesús.

Señor Jesucristo, Hijo de Dios,


oramos para que nuestra experiencia de fe en ti mantenga la paz
con nuestras declaraciones del credo sobre ti.
Danos la gracia de la valentía para orar.
Úngenos con el espíritu de compasión
para que podamos estar contigo en la pasión de nuestro tiempo;
para que podamos ser pobres con aquellos que son pobres;
llorar con los lloran,
entrar en la lucha de nuestra generación por la justicia social,
tratar a los demás como nos gustaría que nos traten.
Oramos por la valentía para arriesgar todo en ti,
para estar contigo en tu fidelidad a tu misión, nuestra misión.
Para esto he venido al mundo, para decir:
“Aquí estoy, Señor, vengo a hacer tu voluntad”.

N. del T.: El término “Avenida Madison” es con frecuencia utilizado como metonimia para
publicidad, ya que se identifica esta avenida con la industria publicitaria estadounidense.
C a pít ulo t r e s

Poder y sabiduría

...mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado. Este


mensaje es motivo de tropiezo para los judíos, y es locura para
los gentiles, pero para los que Dios ha llamado, lo mismo
judíos que gentiles, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de
Dios. Pues la locura de Dios es más sabia que la sabiduría
humana, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza
humana (…). Me propuse más bien, estando entre ustedes, no
saber de cosa alguna, excepto de Jesucristo, y de éste
crucificado.
—1 Corintios 1:23-25; 2:2

F lannery O’Connor escribió un cuento corto llamado “Un hombre


bueno es difícil de encontrar”, en el que el personaje central es un
convicto fugado que se llama a sí mismo el Desequilibrado “porque no
puedo hacer que las cosas malas que he hecho se correspondan con lo
que he soportado durante el castigo”. Justo antes de dispararle a sangre
fría a una temblorosa abuela que le ruega que ore a Jesús, el
Desequilibrado pronuncia una rápida sentencia, sin ser consciente de
cuán profundamente cristiana es: “Jesús rompió el equilibrio de todo”.1
Sí, Jesús rompe el equilibrio de todo. En la Palestina del primer siglo,
la cruz era un instrumento de tortura, una horca; la vergüenza de
cualquiera que fuera colgado allí significaba un escándalo de la más
profunda clase. Sin embargo, en un impresionante giro de sabiduría, la
cruz de la muerte se convierte en el Árbol de la Vida.
El antiguo padre de la Iglesia John Chrysostom escribió:

Cuando un hombre busca señales y sabiduría, y no solo no recibe


las cosas que anhela, sino algo totalmente contrario, y esto
transforma su mente porque es lo que realmente necesitaba, ¿no
es una demostración del indecible poder de quien se predica? ¡Es
como si un médico consiguiera pacientes que se encuentran
desesperadamente necesitados de medicinas porque padecen
quemaduras y heridas con la promesa de sanarlos, no con drogas,
sino quemándolos de nuevo! Esto puede ser el resultado de un
tremendo poder. De la misma manera Pablo obtuvo la victoria, no
sin una señal, sino con una marca que parecía opuesta a todas las
señales humanas: Cristo crucificado.2

De hecho, todo está fuera de equilibrio.


¿Dónde encontramos el alma de la espiritualidad paulina? En
declaraciones resonantes como: “Lo he perdido todo a fin de conocer a
Cristo, experimentar el poder que se manifestó en su resurrección,
participar en sus sufrimientos y llegar a ser semejante a él en su
muerte” (Filipenses 3:10) y “En cuanto a mí, jamás se me ocurra
jactarme de otra cosa sino de la cruz de nuestro Señor Jesucristo”
(Gálatas 6:14). Para aquellos que buscan el poder y la sabiduría de
Dios, las señales apuntan a la crucifixión de Jesucristo. Esas señales y
ese poder son más que deseables; son cruciales para llevar una vida
marcada por la firma de Jesús.
Para Pablo, cualquier espiritualidad que menosprecie la Cruz, aunque
lleve incluso hacia las alturas de la contemplación mística, está
completamente desprovista de poder y sabiduría, y por lo tanto no tiene
valor. Pablo no solo habla acerca de un Cristo crucificado, sino también
de personas crucificadas. Incluso un estudio superficial de la historia de
la Iglesia revela que el Espíritu de Dios golpea con la fuerza de un
huracán solamente a través de aquellos profetas y amantes que se han
rendido a la locura de la Cruz. Si hay una sabiduría superficial y poco
poder en nuestra adoración y en nuestro ministerio, creo que se debe a
que muy pocos de nosotros nos hemos adentrado en el asunto que Pablo
denomina morir diariamente al egocentrismo en todas sus formas,
incluyendo la autopromoción y la autocondenación.
En diversos momentos durante mi travesía, observé el poder y la
sabiduría del Cristo resucitado notablemente ausentes de mi vida y mi
ministerio.
¿Cómo sucedió? Permíteme ilustrártelo de una manera sencilla con
dos palabras, desde mi experiencia personal, porque existen barreras
que nosotros mismos creamos que no nos permiten estar conscientes de
la realidad de la crucifixión y el poder que conlleva.
La primera es intelectualizar la pasión y muerte de Cristo. Esto es lo
que yo hacía hace algunos años mientras enseñaba cristología en la
escuela de posgrado. Cada lunes por la noche me rodeaba de un grupo de
buenos compañeros cristianos que disfrutaban del sonido del lenguaje
altisonante y de la espiritualidad. El grupo decidió realizar un estudio
histórico de la eficacia de la muerte y resurrección de Cristo.
Una persona se ofreció como voluntaria para estudiar a Ignacio de
Antioquía en el siglo II. Otra se ocupó de Cirilo de Jerusalén en el siglo
III; alguien más, de Origen y Tertuliano en el IV, y otra persona se abocó
a Agustín en el siglo V. Luego seguimos por los Años Oscuros: Hugo de
San Víctor y Hugo de San Lombardo. Alguien eligió a Anselmo del siglo
XII, otra persona a Tomas Aquino del XIII, y más tarde, en el siglo XVI,
Martín Lutero. A ellos les seguía Juan Calvino, y luego teólogos más
contemporáneos como Wolfhart Pannenberg, Jürgen Moltmann, Karl
Rahner y Karl Barth.
Con un engreído espíritu de superioridad nos hablamos unos a otros
con un tono pedante acerca “del valor soteriológico” del sufrimiento y
muerte redentora de Jesús. El problema con toda esta intelectualización
es que nos permitió cubrir al Cristo crucificado con palabras. Al
enfocarnos en nuestro estudio, nos separamos de su humanidad. Lo
calificamos solo para nuestra mente, y de esta manera nunca dejábamos
lugar a ninguna presión divina que pudiera cambiar nuestras vidas.
Hace algunos años, un prominente laico cristiano me dijo: “Brennan,
si recorres el mundo predicando a un Cristo crucificado, las personas
van a dejar de ir a escucharte”. Continuó indicándome que nadie quiere
oír acerca de un Cristo crucificado en la actualidad. Todos quieren que
Jesús sea el agente del cambio social, o desean a Cristo el
revolucionario, o al Maestro de las relaciones interpersonales que los va
a ayudar a ganar amigos y personas influyentes. Pero nadie quiere
escuchar acerca de un Cristo clavado en la madera que dice: “Cambia tu
vida. Toma una nueva dirección. Vamos, sígueme y permítete ser
discipulado radicalmente”.
En su obra memorable El Dios crucificado, Jürgen Moltmann dice:
“Hemos hecho que la amargura de la Cruz sea tolerable para nuestras
vidas al aprender a entenderla como una necesidad teológica para el
proceso de salvación”.3 Por supuesto que las necesidades teológicas no
sudan sangre durante la noche.
Sin embargo, el Hijo de Dios sí sudó. La pasión de Jesús no tuvo
lugar en un plano frío, intelectual e iluminado por las estrellas; ocurrió
en la expresión de emoción humana más profunda, en medio del polvo y
el sudor; de la sangre y las lágrimas. El derramamiento apasionado de
amor de Cristo en la cruz no solo es la fuente de nuestra salvación; sino
que es la fuente del poder y la sabiduría de Dios en nuestra vida diaria.
Cuando limitamos nuestras vidas a la especulación intelectual sobre
Cristo, nos desnudamos de su poder y sabiduría.
Una segunda manera de privarnos del poder y la sabiduría es
mineralizar la pasión y la muerte de Cristo. Con esto quiero decir que
convertimos a Jesús en un objeto: ese hombre desnudo, calmo y
conocido pegado a nuestros crucifijos. Pero hace dos mil años, el Hijo
de Dios fue colgado en una verdadera cruz y derramó sangre verdadera.
Hoy en día, su imagen sin vida cuelga en cruces de imitación. Si visitas
Royal Street en Nueva Orleans, puedes encontrar reproducciones de
Jesús en casi todas las esquinas. Mientras caminas, tal vez te llame un
vendedor de antigüedades y te diga: “¡Ven, mira esto! Ahora, la Venus
está más cara, pero este Cristo de marfil es hermoso de por sí. En
especial, si lo colocas sobre un fondo de terciopelo”. Mientras observas
con admiración la hermosa obra de arte, es probable que comiences a
ver a Jesús como un objeto que puede comprarse. Cuanto más
reproducimos a Jesús, más nos olvidamos de Él y de la agonía de la
“tercera hora”. Tornamos el enorme escándalo del Calvario en una
decorosa joya para llevar colgada en el cuello.
A lo largo de los siglos, los artistas cristianos le han colocado al
Cristo crucificado los ojos en blanco o la boca retorcida. Los pintores
han utilizado plomo de color rojo para crear gotas de sangre realistas
derramadas sobre las manos, los pies y los costados. Los escultores han
trabajado con gran esfuerzo para tallar el cuerpo en la cruz. Pero ese
viernes hace dos mil años, los soldados romanos tallaron a Jesús sin
ningún tipo de problema. No se necesitaba ninguna habilidad para
martillar los clavos, ni tampoco pintura para hacer que la sangre saliera
a borbotones de sus manos, de sus pies y de su costado. Tenía la boca
terriblemente retorcida simplemente por haber sido colgado en una cruz
de verdad.
Intelectualización y mineralización, barreras que no nos permiten
volvernos conscientes de la realidad de la crucifixión. Hemos removido
tan efectivamente de nuestras vidas la pasión y muerte de este sagrado
hombre que ya no vemos sus tejidos sangrientos, ni sus huesos hechos
añicos, su intensa sed. En algunos crucifijos, Cristo parece estar en
realidad tranquilo, en especial en aquellos en que lleva puesto una
aureola. Su tranquila compostura nos da la idea de “mmmm, toda su vida
debe de haber sido así”.
Parece ser nuestra natural inclinación humana el no enfocarnos en el
sufrimiento de Cristo, sino en su amor y en el milagro de su resurrección.
Deseamos pensar en el gozo y no en la angustia. Sin embargo, el
reconocimiento del dolor de Cristo no puede separarse del conocimiento
de su amor.
Fui sacerdote franciscano por veintiséis años. Durante todo ese
tiempo, llegué a comprender por qué el fundador de la comunidad,
Francisco de Asís, que nunca pudo comer sin llorar en una habitación
donde hubiera una cruz o un crucifijo colgado, es recordado como el
santo más alegre de la historia cristiana. Esto es posible porque
Francisco no enfocaba su atención en el sufrimiento en sí, sino en el
Cristo que sufría. Francisco sabía que si él hubiese sido la única persona
que existió en la Tierra, Jesús habría soportado lo mismo la vergüenza
de la Cruz por salvarlo.
Es a través de ello, el mayor acto de amor de Jesús, que el poder y la
sabiduría de Dios se manifiestan de forma suprema. Este es el poder y la
sabiduría que nos permiten experimentar la firma de Jesús en nuestras
vidas. Imitar a Cristo no es imitar a un héroe muerto; Cristo vive en el
cristiano, y el cristiano vive en el Cristo resucitado a través del Espíritu
Santo. Se nos ha dado el poder para llevar una vida no gobernada por el
egoísmo ni el egocentrismo. Sin embargo, John McKenzie escribió: “…
cuán pocos cristianos se dan cuenta que han sido transformados por el
poder de la muerte de Cristo y que ahora lo imposible se ha vuelto
posible”.4
Me gustaría compartir lo que estas cuatro décadas de meditación en el
Cristo crucificado han significado en mi vida. Voy a hablar de cómo esa
manifestación de su gracia se hace cada vez más poderosa a través del
Cristo crucificado.

1. La valentía de tomar la cruz.


Dios nos pide a cada uno de nosotros que aceptemos nuestra propia
“cruz”. Nuestras propias heridas, nuestras propias limitaciones, los
defectos que tenemos en la personalidad, el daño que otras personas nos
han hecho desde el comienzo de nuestra vida hasta ahora, el dolor de la
condición humana que hemos experimentado de forma personal: todo
esto es nuestra verdadera cruz.
Para mí, es el temor al abandono que me ha acechado desde que era un
pequeño niño: el sentimiento de temor de que no hay nadie allí que se
ocupe de mí, de que tengo que comportarme bien para agradar. En mi
vida, creo que es la predisposición genética al alcoholismo que mató a
mi mejor amigo, mi hermano Rob, y dejó una esposa y seis hijos. Es mi
propia recaída en el alcohol, el hecho de temblar y tiritar en el centro de
desintoxicación, los indeseables estremecimientos, la humillación de
gatear por no poder estar de pie y la tremenda depresión que
acompañaron la abstinencia. Todo esto es lo que Cristo me pide que
acepte y le entregue.
Para ti, quizá sea la pérdida de una relación profundamente atesorada.
Tal vez sea la lucha por obtener el éxito en un ambiente de trabajo
adverso o un reciente fracaso económico. Quizás sea pelear con un
adolescente rebelde o con la insoportable soledad proveniente del
rechazo de tu cónyuge. Es todo esto, y mucho más, lo que Cristo te pide
que aceptes y se lo des a Él.
En su pasión y muerte, Jesús experimentó tu dolor y el mío, y lo hizo
propio. Lo que sucede con este encuentro con el Crucificado es que
entramos en algo que ya ha sucedido, nuestra unión con Jesús y todo lo
que ello implica: el hecho de que Él tome nuestro dolor, ansiedad,
temores, vergüenza, odio y desánimo.
Está todo incluido implícitamente en este llanto: “Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). Sus amigos estaban
dispersos, su honor destrozado, su mensaje hecho trizas. Estaba
condenado como un criminal. Sin embargo, ese fue el momento de
nuestra redención. ¿Por qué? Porque su llanto en la cruz era nuestro
llanto, el desesperado aislamiento de Dios, que Él había tomado como
propio y transformado a través de la resurrección. Al permitirnos poder
experimentar nuestro propio dolor, podemos saber que lo que sentimos
es a Cristo que sufre en nosotros y nos redime. En lugar de condenarnos
por nuestras debilidades y hacer un consciente esfuerzo para seguir
intentando, podemos permitir que el Crucificado nos ame en nuestro
propio quebrantamiento. No hay manera de sanarse de las heridas que
cada uno de nosotros lleva excepto a través del amor de Jesús que
perdona setenta veces siete y no guarda rencor.

2. La voluntad de perdonar.
Pablo escribió en Romanos: “… cuando todavía éramos pecadores,
Cristo murió por nosotros”. Esta es la inconfundible señal del discípulo
que realmente ha experimentado el perdón de Jesús: la capacidad de
perdonar a sus enemigos. Jesús dice: “Ustedes (…), amen a sus
enemigos, háganles bien y denles prestado sin esperar nada a cambio.
Así tendrán una gran recompensa y serán hijos del Altísimo, porque él
es bondadoso con los ingratos y malvados” (Lucas 6:35).
Permíteme repetirlo: Jesucristo crucificado no es simplemente algún
ejemplo heroico para la Iglesia. Él es el poder y la sabiduría viviente de
Dios que nos da el poder para tender una mano de sanidad a las personas
que nos han estafado, arruinado y rechazado. El escucharlo orar por sus
asesinos: “Padre —dijo Jesús—, perdónalos, porque no saben lo que
hacen” (Lucas 23:34), lentamente convierte nuestro corazón de piedra
en un corazón de carne. A los pies de la cruz reconocemos nuestra propia
vida como los enemigos perdonados de Dios y se nos da el poder para
extender perdón y reconciliación.
El llamado de Jesús al perdón no solo está dirigido a la esposa cuyo
marido olvidó el aniversario de casados, sino a los padres cuyo hijo fue
aplastado por un conductor ebrio, a las víctimas de acusaciones
difamatorias y a los pobres que viven en medio de cajas sucias mientras
los ricos a su lado se pasean en un Mercedes Benz. Se extiende a los
abusados sexualmente y a los cónyuges avergonzados por la infidelidad
de su pareja, a los creyentes que fueron aterrorizados por sus pastores
con imágenes de un Dios vengador, a la pareja de ancianos que
perdieron todos sus ahorros porque los banqueros eran unos ladrones y
apostadores, y a la mujer cuyo esposo alcohólico malgastó su herencia.
Se extiende a aquellas personas que son objeto del ridículo, la
discriminación y el prejuicio.
Retorcido de agonía en la cruz, Jesús parece decir: “Conozco cada
momento de pecado, egoísmo, deshonestidad y amor degradado que ha
desfigurado tu vida, se lo que haz hecho y no te juzgo. Eres merecedor de
compasión, perdón y salvación. Ahora, se tú también así con los demás.
No juzgues a nadie”.
Solamente cuando clamamos por el amor del Cristo crucificado con
una convicción sincera, este amor que trasciende todo juicio, podemos
vencer todo temor al juicio. Mientras vivamos como si fuéramos lo que
hacemos, lo que tenemos o lo que los demás piensan de nosotros, vamos
a permanecer llenos de juicios, opiniones, evaluaciones y
condenaciones. Seguiremos siendo adictos a la necesidad de poner a las
personas en su lugar.
Sin embargo, en la medida en que abracemos la verdad de que nuestra
identidad central no está arraigada en nuestro éxito en el ministerio o en
nuestra popularidad con hijos y padres o con el poder en la iglesia local,
sino en lo apasionado, en la búsqueda, en lo infinito; en lo que G. K.
Chesterton llamó el “furioso” amor de Dios encarnado en su Hijo
crucificado; en esa medida podremos deshacernos de la necesidad de
juzgar a nuestros amigos, cónyuges, hijos, pastores, homosexuales,
heterosexuales, asiáticos, caucásicos y al borrachín de la calle marcado
por el pecado. Podemos ser libres de la necesidad de juzgar a otros al
declarar la verdad para nuestra vida: “Soy el discípulo que Jesús ama”.
En las palabras de Henri Nouwen:

Solamente cuando clamamos por el amor del Cristo crucificado


con una convicción sincera, ese amor que trasciende todo juicio,
podemos vencer todo temor al juicio. Cuando hayamos sido
completamente libres de la necesidad de juzgar a los demás,
también seremos completamente libres del temor a ser juzgado.
La experiencia de no tener que juzgar no puede coexistir con el
temor a ser juzgados, y la experiencia del amor que no juzga del
Salvador crucificado no puede coexistir con una necesidad de
juzgar a otros.5

Eso es a lo que Jesús se refiere cuando dice: “No juzguen a nadie,


para que nadie los juzgue a ustedes” (Mateo 7:1). El apóstol Juan, el
solitario discípulo varón que se paró a los pies de la cruz, dice: “Donde
hay amor no hay miedo” (1 Juan 4:18, DHH). Si todavía tienes temor
del juicio, ve y arrodíllate ante la cruz y el Mesías te hará libre.

3. El descubrimiento de dónde se encuentra la verdadera sabiduría.


A menudo consideramos a la sabiduría como la suma del
conocimiento, la percepción y el aprendizaje que hemos acumulado
durante el proceso de vivir la vida, pero la sabiduría de la que hablo
aquí es nuestra propia experiencia de vivir el amor de Cristo
crucificado. ¿Cuál es la evidencia que apunta hacia la fuente de la
verdadera sabiduría? Es nuestra propia experiencia de liberación del
egocentrismo crónico. Es tu propia liberación de la simpatía crónica. Es
nuestro propio conocimiento de que nada en lo absoluto —ni siquiera los
juicios negativos de otras personas, tampoco la degradada percepción de
ti mismo; ni tu escandaloso pasado, ni el temor, la culpa, el odio a ti
mismo, o siquiera la muerte— puede apartarte del amor de Dios que fue
hecho visible en el Calvario. Esto confirma el lugar donde reside la
sabiduría.
Perder la fe en el poder y la sabiduría de Dios, que es el amor de
Cristo, ha provocado algunas aberraciones extrañas en el ministerio. Una
de ellas es la idolatría a la psicología. Quiero hablar cuidadosamente
aquí. He descubierto que la psicoterapia es una herramienta invaluable
para entenderme a mí mismo y comprender el mundo en que vivo. Hace
algunos años, cuando Roslyn y yo peleábamos —uno cristiano y el otro
judío—, la psicología me dio una gran comprensión de mí mismo y de
los repetitivos patrones de comportamiento, arraigados en mi niñez, que
afectaban mi matrimonio de forma negativa. Pero la terapia no es un
sustituto del Evangelio. Su poder sanador es débil comparado con el
poder y la sabiduría del Señor crucificado.
El psiquiatra de Harvard Robert Coles pregunta: “¿Cuál es la razón
por la cual la psiquiatría ha encontrado tanta autoridad intelectual e
incluso moral entre el clero?”.
Coles habla sobre la visita de un sacerdote a un hombre que padecía
una enfermedad crónica en un hospital, lo que descubrí que es una
historia espeluznante. Cuando el sacerdote le preguntó: “¿Cómo te
sientes?”, el hombre enfermo respondió: “Bien”, queriendo decir que no
tenía ganas de hablar. El sacerdote no aceptó esa respuesta e insistió con
una línea de averiguaciones y preguntas sobre el estado psicológico del
hombre. El sacerdote, sin duda, tenía buenas intenciones, pero cuando se
fue, el paciente estaba enfadado. El hombre había querido hablar con el
ministro acerca de Dios y sus caminos, sobre la vida y la muerte de
Cristo, acerca del cielo y la salvación, en vez de eso solo le plantearon
una y otra vez palabras y frases psicológicas. En su totalidad, estas
palabras y frases constituían una declaración, una insinuación: “Estás en
riesgo psicológico, y eso es lo que yo, un sacerdote ordenado de la
iglesia católica romana, he aprendido a considerar más importante que
cualquier otra cosa al estar en presencia de una persona como tú”.
El paciente estaba junto a él. “Viene aquí con un hábito y me ofrece
banalidades psicológicas como La Palabra de Dios”. El sacerdote estaba
cautivado por la mente y sus obras psicológicas, pero no estaba alerta a
la situación del hombre a la luz de la eternidad.
Coles concluye: “Me pregunto si el lodazal más mugriento, las aguas
más profundas para muchos de los ministros podrían encontrarse en el
mundo triste y ensimismado que tantos de nosotros hemos aprendido a
encontrar interesante: los estados de ánimo de la mente, las diversas
etapas y fases del desarrollo humano, todo extendido (Dios nos libre)
como si fueran estaciones de la Cruz”.
Quiero decir lo siguiente de la manera más clara y contundente
posible: cuando esté muriendo, no deseo un psicólogo amateur; quiero un
ministro que sepa qué hacer. Quiero a un hombre o una mujer que hayan
luchado honestamente con su fe y continúen aferrados a Jesús. Quiero a
alguien que haya mirado al Cristo crucificado por un largo tiempo y de
manera cariñosa. Quiero a una persona que sane heridas.

4. La entrega del corazón al amor descabellado.


Este es el carisma tan poderosamente demostrado por María
Magdalena y el apóstol Juan. A lo largo de la agonía de Jesús, el enfoque
de la atención de ambos no era el sufrimiento, sino el Cristo que sufría
que “… nos amó y se entregó por nosotros” (Efesios 5:2).
Nunca permitas que estas palabras se interpreten como una alegoría.
El amor de Jesucristo en la cruz fue una realidad ardiente y divina para
María y Juan. Sus vidas son completamente incomprensibles excepto
desde tal punto de vista. María habría sido enterrada en la historia como
cualquier persona si no hubiera sido por el inmenso, apasionado e
intransigente amor de la persona de Jesús. Juan habría desaparecido de
la memoria como un discípulo desilusionado. Sin embargo, ambos
permanecieron con Jesús mientras era asesinado de la manera más brutal
e inhumana. Jesús dijo de Magdalena lo que no dijo acerca de nadie más
en los evangelios, aunque seguramente lo dice sobre cualquier persona
con el mismo espíritu que ella: “… si ella ha amado mucho, es que sus
muchos pecados le han sido perdonados” (Lucas 7:47).
Si hablaras con María y Juan acerca de la vida cristiana, del
ministerio, de la oración o del discipulado, tendrías que hablar acerca de
Jesús clavado a la madera y ahora resucitado en gloria, o no hablar nada
en absoluto. No los cargues con perspectivas teológicas. No los aburras
con tus éxitos ministeriales o tu don de lenguas. Ellos tienen una sola
pregunta: “¿Lo conoces?”.
Jesús dijo: “… y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres”
(Juan 8:32). ¿Cuál es la verdad básica que hizo libres a María y a Juan?
Es que Cristo los amó más allá de todo mérito o falta de mérito, más allá
de toda frontera, límite o punto crítico. El más grande de todos los
carismas —no simplemente el conocimiento intelectual, sino el
experimental— es la sabiduría a la que me refiero, que se media a través
del Espíritu del Señor crucificado. Como dijo Francisco de Sales: “Es
en el Calvario de la cruz de Cristo que los santos meditan, contemplan y
llegan a experimentar a su Señor”.6
En el ámbito del discipulado cristiano, creo que la Iglesia nunca ha
tenido personas que amaran a Jesucristo tanto como María Magdalena y
Juan. La experiencia personal del amor de Cristo es el poder y la
sabiduría que iluminaron, transformaron y mudaron a María, a Juan y a
todos los amantes extravagantes en la historia cristiana. La valentía de
tomar la cruz, el don del perdón y el descubrimiento de la sabiduría son
el legado del Señor para aquellos que entran con profundidad en el
misterio de su sufrimiento y muerte. La palabra profética de Jesús
declarada a una mujer viuda de 34 años llamada Marjorie Kemp hace
casi cuatrocientos años sigue siendo siempre nueva: “Que sepas que te
amo me agrada más que todas tus oraciones, tus sacrificios y tus buenas
obras”.
En este capítulo me he enfocado en lo que significa para nuestra vida
el hecho de que Jesús haya muerto. El Crucificado dice: “No tomes tu
cruz anualmente, sino a diario. Perdona a aquellos que te odian o te
lastiman, que te engañan o te desprecian. Rechaza la sabiduría del mundo
que ata tu identidad al dinero, al placer, al poder y a las perspectivas
psicológicas de las ciencias sociales; encuentra tu verdadero ser en la
sabiduría de la fe de mi siervo Pablo: ‘Cristo nos amó y se entregó por
nosotros’ (Efesios 5:2)”.
¿Acaso ese poder y esa sabiduría se encuentran al alcance de un
discípulo común? ¡Sí! Pero solo si nos damos cuenta de que lo que Jesús
ordena nos da el poder para hacerlo. Podemos llevar el estilo de vida
crucificado, no porque seamos un superhombre o una supermujer, sino
solamente porque Él vive en nosotros: “He sido crucificado con Cristo,
y ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí” (Gálatas 2:20).
La sabiduría y el poder de Dios es Jesucristo clavado a la cruz.
También es el nuestro.
C a pít ulo c ua t r o

Locos para Cristo

¿ Acaso la frase “el cristiano está en el mundo pero no es del mundo”


se corresponde con la realidad en la que vivimos? Una de las cosas
más graciosas acerca de la realidad es su fuerte resistencia a las teorías,
las abstracciones y los ideales. El proverbio “más vale prevenir que
curar” no confronta la postergación, ni tampoco la sabiduría de la frase
de Benjamín Franklin “un centavo ahorrado es un centavo ganado”
aborda la diaria realidad del comprador compulsivo.
“Estar en el mundo pero no ser del mundo” implica que un cristiano no
sea influenciado ni intimidado por los valores de nuestra cultura local.
¿No es esa una premisa absurda? Nos guste o no, nuestra pertenencia
misma a la sociedad occidental nos hace prisioneros de un conjunto de
principios políticos, económicos, sociales y espirituales que moldean
nuestro estilo de vida, aun cuando no estemos de acuerdo con ellos.
Hace algunos años, la página principal del diario New York Times
mostró a una niña vietnamita de 9 años corriendo hacia el frente, con el
cuerpo en llamas por el napalm. Unos años después, los periódicos
imprimieron la imagen de una niña libia de 7 años que gateaba hacia el
refugio de la Cruz Roja, con ambos pies amputados por una de nuestras
bombas de “precisión”. Quizá lloremos ante estas imágenes, pero
nuestros impuestos compran las armas que las provocan. Acepto el
hecho de que una de las razones por las cuales escribo este libro es
hacer dinero. No me gusta eso. Pero estoy atrapado y cultivado por
nuestra cultura.
Es imperativa una crítica de nuestra cultura a la luz del Evangelio, si
la Iglesia de Jesucristo va a guardar el sentido coherente de sí misma en
un mundo dividido y que divide. Criticar el sistema del capitalismo
tecnológico occidental no es antipatriótico ni antiestadounidense, porque
como Walter Wink, exprofesor de interpretación bíblica en el Seminario
Teológico Auburn en la ciudad de Nueva York, señaló: “No podemos
ministrar el alma de Estados Unidos a menos que amemos su alma”.1 Un
patriotismo humillado es indispensable para la supervivencia de la
nación y también de la Iglesia. Las actitudes y las políticas nacionales
cambian solo porque las personas aman a su país.
Veo tres áreas en las que el “sueño americano” es opuesto al
Evangelio, es decir, en oposición directa al mensaje de Jesús y una vida
respaldada por la de Jesús. Nuestra cultura, como observó John
Kavanaugh, “promueve y sostiene un dios trinitario funcional de
consumismo, hedonismo y nacionalismo. Hechos a la imagen y
semejanza de ese dios, estamos destinados a una vida de propiedad,
placer e imperio”.2
A menos que la Iglesia del Señor Jesús cree una corriente opuesta a la
corriente del materialismo, la autocomplacencia y el nacionalismo, los
cristianos simplemente nos adaptaremos al ambiente secular en una
trágica distorsión del Evangelio, en la que las palabras de Jesús
significan cualquier cosa, todo y nada.
Una escuela de pensamiento, por ejemplo, nos asegura que el Nuevo
Testamento está lleno de exageraciones orientales, que Jesús nunca tuvo
la intención de que tomáramos el Evangelio literalmente; hemos
proyectado simplemente nuestra mentalidad occidental mecánica en los
patrones de pensamiento poéticos y semíticos de Cristo. Después de
todo, ¡nadie puede tener una viga de madera en el ojo! ¿Y qué decir de
aquella imagen imposible de Mateo 19:24: “… es más fácil pasar un
camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de
Dios”? Semejante lenguaje no es solo imposible sino también ofensivo.
¡Mira cuánto dinero puedes ganar! Incluso hasta los proyectos cristianos
deben financiarse. Y las imágenes de la mujer en trabajo de parto que se
encuentran en Juan, y el vaciamiento de los intestinos, en Marcos; ese
lenguaje es demasiado fuerte. Es más prudente hacer estas peligrosas
máximas inofensivas. Vierte la mayor cantidad de agua posible en el
vino picante de Cristo.
Estas reducciones diluyen las demandas radicales del discipulado y
de esta manera Jesús es honrado frecuentemente en la actualidad por lo
que no quiso decir en lugar de ser honrado por lo que sí quiso decir. Una
propaganda cultural precipitada y no crítica se vuelve más persuasiva
que las palabras de Jesús en relación con lo que es real, verdadero,
bueno y de valor duradero.
El llamado de Jesús a la simplicidad de la vida, de hecho, consiste en
una diametral oposición al consumismo de nuestra cultura. Un artículo de
la revista People citó a Charlie Sheen, estrella de películas ganadoras
del Oscar como Wall Street y Pelotón, que dijo: “El dinero es energía,
hombre”. El artículo menciona que sobre el sillón de la planta inferior
del departamento de Sheen hay cinco controles remotos para diversos
aparatos de audio y video. En el piso superior tiene una oficina equipada
con la última computadora y un gimnasio. “Soy la definición de la
decadencia”, dice Sheen.
Había un artículo en la revista Time dedicado a los adictos a las
compras. Un hombre explicaba que no tenía tiempo para desperdiciar
eligiendo, así que compró veinte pares de zapatos en Bloomingdale’s.
“La posesión es todo. Me gusta ver las cosas a mi alrededor como una
manta de seguridad”.
Un número de la revista Newsweek presentaba una información acerca
de la formación de los consumidores del futuro: “Las empresas
fabricantes de juguetes y de animación ahora construyen programas de
televisión para niños en base a juguetes nuevos o ya existentes. Los
programas se vuelven de media hora, el resto es propaganda para sus
productos”.
El incesable bombardeo de los medios de comunicación sobre los
niños para que compren, deseen y consuman dio pie a que Thomas
Merton escribiera:
El niño moderno tal vez en su temprana existencia tenga
inclinaciones naturales hacia la espiritualidad. Quizá tenga
imaginación, originalidad, una respuesta simple e individual a la
realidad e incluso una tendencia a momentos de silencio
meditado y concentración. Todas estas tendencias, sin embargo,
se destruyen por la cultura dominante. El niño se vuelve un
pequeño monstruo gritón, descarado y falso, que blande un arma
de juguete o que se viste como algún personaje que ha visto en la
televisión. Tiene la cabeza llena de lemas, canciones, ruidos,
explosiones, estadísticas, marcas comerciales, amenazas,
obscenidades y clichés. Entonces, cuando llega al colegio,
aprende a verbalizar, racionalizar, moderar el ritmo, hacer caras
como las que aparecen en las publicidades, necesitar un auto y, en
pocas palabras, ir por la vida con una cabeza vacía que conforma
a otros, como él, a la unidad.3

Nosotros, los estadounidenses, estamos programados para ser


consumistas. En Nueva Orleans, luego del colapso de la industria del
combustible y del aceite, estuvimos sumidos en una profunda recesión
durante varios años. Sin embargo, cuando un complejo de compras
multimillonario llamado Riverwalk abrió con una fanfarria de
celebridad, nos inundaron con publicidades en la radio y la televisión,
con carteles publicitarios en las autopistas y con folletos en la entrada de
nuestras casas, que nos instaban a llevar nuestras chequeras y tarjetas de
crédito a la fiesta del corte de cinta de inauguración. Aun cuando
estamos económicamente muy presionados, nuestra cultura nos empuja a
consumir. Esta es nuestra identidad.
En 2011, durante lo que se denomina el viernes negro —el día
después del Día de Acción de Gracias—, una mujer que hacía las
compras en un supermercado Walmart en la zona de Los Ángeles roció
aerosol de pimienta a otros compradores para adelantárseles y poder
comprar una Xbox a mitad de precio. Cerca de veinte personas
resultaron heridas.
La insistencia de Jesús en la simplicidad de la vida es
antiestadounidense. Aceptar el estilo de vida del Evangelio significaría
un desastre para el comercio. Hace algunos años tuve la oportunidad de
visitar Wall Street. Durante tres días observé la histeria en el corro
(salón donde se negocian las acciones) y el intercambio de materia
prima en donde la competición agresiva a golpes y empujones por una
posición es etiqueta aceptada. Aunque existen varios grupos de oración
en la zona de Wall Street en donde los hombres y mujeres de negocios
cristianos tratan de relacionar La Palabra con el mercado, sentí la
impresión de que la búsqueda de riqueza es estimada como el dios
supremo de la vida.
¿Estamos nosotros, el Pueblo de Dios, en el mundo pero no somos del
mundo? Nuestra cultura implica de forma blasfema que las finanzas son
realmente las finanzas. Los ministerios eclesiásticos se evalúan por el
tamaño de sus presupuestos. La jubilación se debate ansiosamente en
términos monetarios. Somos impresionados por la riqueza. Hacemos
grandes esfuerzos para agradarles a las personas adineradas y prósperas.
El valor de una persona se mide por los dólares que genera. El dinero
toma una dimensión espiritual. La importancia dentro de la comunidad
está determinada por el tamaño y la ubicación geográfica de nuestro
hogar, la clase de automóvil y el conjunto de baratijas, artefactos y
comodidades que hemos coleccionado.
El evangelio de prosperidad no es otra cosa que un ineficaz intento de
acomodar las palabras de Jesús a nuestra cultura consumista. Las
palabras de Jesús —“No acumulen para sí tesoros en la tierra”; “No se
angustien por el mañana”; “No se puede servir a la vez a Dios y a las
riquezas”— parecen desconocidas para muchos de nosotros que
luchamos por cumplir con el pago de la hipoteca, del auto y del colegio
de los niños. La publicidad cultural personificada en dos propagandas de
licor: “Vivir bien es la mejor venganza” y “Bébelo con arrogancia” tiene
un atractivo curioso y hasta tal vez demoníaco. El consumismo posee su
propia espiritualidad.
Quizá la dimensión más oscura de la acumulación de riqueza sea la
explotación de mano de obra barata para obtener los lujos con los que
crecimos. Si esta mañana bebiste una taza de café, como lo hiciste, ya
participaste: el recolector de café promedio en Latinoamérica percibe un
salario de dos dólares por día. Un buen recolector de café puede
levantar alrededor de veinte kilos de café por día, lo que se traduce en
un centavo por kilo para el recolector. Si les pagáramos a los
recolectores de África del Este el salario mínimo estadounidense, no
podríamos tomar café.4
Seamos lo suficientemente valientes como para preguntarnos, como
cristianos, si la Iglesia del Señor Jesús en Estados Unidos tiene algo que
decir a nuestra nación y su ideología acerca del materialismo, la
desesperación por poseer y la adoración a la seguridad económica.
¿Somos lo suficientemente atrevidos como para ser una señal de
contradicción al consumismo mediante nuestro estilo de vida de fe en
Jesucristo? ¿Estamos lo suficientemente comprometidos con su
Evangelio como para convertirnos en una contracorriente de la deriva?
¿O acaso ya hemos amoldado tanto la fe de nuestros padres al
consumismo que la pregunta sobre la simplicidad de la vida, el
compartir los recursos y la dependencia radical en la providencia de
Dios ya no parecen ser relevantes? ¿Cómo edificamos el Reino de Dios
en la Tierra si lo que encarnamos en nuestras vidas es el dogma de
nuestra cultura en lugar de la revelación de Jesús? ¿Dónde se encuentra
la firma de Jesús?
La segunda área de la cultura estadounidense opuesta al Evangelio es
el hedonismo contra la pureza de corazón. El guitarrista principal Slash
del grupo de rock Guns N´Roses dijo: “Estamos cerca de los chicos para
los que tocamos. Eso es lo que el rock and roll es para mí, una clase de
cosa rebelde, alejarse de las figuras de autoridad, tener relaciones
sexuales, emborracharse y tomar drogas”.
Hace algunos años, una estación de radio de San Antonio les preguntó
a algunos jóvenes fanáticos qué harían para conocer a un grupo de rock
llamado Mötley Crüe. Una chica de 31 años dijo: “Me acostaría con
todos, hasta no dar más…”.
Un analista de los medios de comunicación ha observado que los
televidentes miran más escenas de relaciones sexuales entre extraños que
entre personas casadas.5
El erudito de Las Escrituras John McKenzie dijo: “La base de la
civilización occidental es la acumulación de riqueza a través de la
explotación de la naturaleza”.6 Y eso incluye a la naturaleza humana.
Hoy en día la música popular engendra el hedonismo que hace que la
promiscuidad sea la regla. El éxito de la publicidad hace que cualquier
cosa sea aceptable, incluido el hecho de entregar preservativos a los
adolescentes para relaciones casuales de una sola noche. El asombroso
poder del dinero para legitimar la inmoralidad sexual en nuestra cultura
siembra ambigüedad y confusión entre las personas que asisten a la
Iglesia tanto como en cualquier otro lugar.
Se me dijo, y estoy seguro de que a ti también te dijeron, que vivo en
la Edad de Piedra si insinúo que la promiscuidad o la infidelidad marital
es inaceptable en la vida de un discípulo de Jesucristo. Si proclamas
junto con Pablo que el cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo,
que no te perteneces, que has sido comprado y pagado con la sangre de
Cristo, que tu cuerpo es el templo del Espíritu Santo, estarás expuesto a
la burla y al escarnio. “En nuestra asamblea anual de accionistas en Las
Vegas —me contó un hombre de negocios—, el comportamiento sexual
de los cristianos no difiere del de los no creyentes. Y ¿por qué no?
Todos pasan un buen momento y nadie resulta herido”.
La tercera área de la cultura estadounidense que se encuentra en
conflicto con el Evangelio es la dominación a través de la violencia. En
su discurso inaugural, el Sermón del Monte, Jesús declaró: “Dichosos
los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios”
(Mateo 5:9). El asunto de la paz en un mundo violento es tan importante
que no creo que nadie que acepte la fe cristiana seriamente pueda darse
el lujo de rechazarlo. No me refiero a que tengas que salir a nadar contra
un submarino con un cartel entre los dientes, pero es necesario tomar una
postura seria y expresa contra la guerra nuclear. La pasividad, la
indiferencia de muchos cristianos sobre el tema, y peor aún, la agresión
activa de algunos oradores religiosos se han convertido en uno de los
escándalos más espantosos en la historia del cristianismo. La Iglesia
debe proclamar que la civilización occidental “va a escapar al máximo
terror solamente por el hecho de prestar atención a las palabras de
Jesucristo. Al igual que Pablo, eso es todo lo que tenemos por decir, así
que por el amor de Dios digámoslo”. 7

El columnista agremiado Jeffrey Hart sugirió que el presidente


diera un discurso con el siguiente párrafo final: En el futuro, y en
principio, garantizamos que tomaremos represalias por la muerte
y lesiones de los ciudadanos de Estados Unidos en una
proporción de 500 a 1. Durante este discurso, he recibido la
noticia de que acaban de desaparecer quince ciudades chiitas
junto con sus habitantes.8

Jeffrey Hart es cristiano. Sus palabras me afectan profundamente.


Somos una nación que se llama a sí misma un pueblo creyente, pero que
vive en desobediencia a la voluntad de Dios. Es el espíritu de venganza,
tan opuesto al Evangelio, lo que me recuerda a la famosa Oración de
Guerra de Mark Twain, en la que alude a la hipocresía de los cristianos:

Oh Señor, nuestro Padre, nuestros jóvenes patriotas, ídolos de


nuestros corazones, salen a batallar. ¡Mantente cerca de ellos!
Con ellos partimos también nosotros —en espíritu— dejando
atrás la dulce paz de nuestros hogares para aniquilar al enemigo.
¡Oh Señor nuestro Dios, ayúdanos a destrozar a sus soldados y
convertirlos en despojos sangrientos con nuestros disparos;
ayúdanos a cubrir sus campos resplandecientes con la palidez de
sus patriotas muertos; ayúdanos a ahogar el trueno de sus cañones
con los quejidos de sus heridos que se retuercen de dolor;
ayúdanos a destruir sus humildes viviendas con un huracán de
fuego; ayúdanos a acongojar los corazones de sus viudas
inofensivas con aflicción inconsolable; ayúdanos a echarlas de
sus casas con sus niñitos para que deambulen desvalidos por la
devastación de su tierra desolada, vestidos con harapos,
hambrientos y sedientos, a merced de las llamas del sol de
verano y los vientos helados del invierno, quebrados en espíritu,
agotados por las penurias, implorándote por refugio la tumba y
que esta se les niegue. Por el bien de nosotros que te adoramos,
Señor, ¡acaba con sus esperanzas, arruina sus vidas, prolonga su
amargo peregrinaje, haz que su andar sea una carga, inunda su
camino con sus lágrimas, tiñe la nieve blanca con la sangre de las
heridas de sus pies! Se lo pedimos, animados por el amor, a
Aquel quien es Fuente de Amor, sempiterno y seguro refugio y
amigo de todos aquellos que padecen. A Él, humildes y contritos,
pedimos su ayuda. Amén.9

Al igual que en la época de Twain, continuamos confundiendo la fe


nacionalizada con la fidelidad a Jesucristo. El jingoísmo y el
cristianismo se convierten en sinónimos al creer que Dios se altera,
observa, se identifica y tiene debilidad por nuestra tierra. Ese era el
pensamiento detrás de la destrucción atómica de Hiroshima y Nagasaki
que vaporizó a cientos de miles de civiles no combatientes por el solo
hecho de “salvar las vidas estadounidenses”.
“La disposición de la mayoría de los creyentes a aceptar la bomba
nuclear, con todo lo que ello implica, con no más que una sombra de
protesta teórica, es casi increíble, y sin embargo se ha vuelto tan común
que ya nadie se asombra de ello”.10 La sabiduría pragmática de la
“autodefensa” y la “seguridad nacional” oculta nuestras fantasías
infantiles de venganza en las que podemos devastar al enemigo de tal
forma que no tenga posibilidad de tomar represalias. Nuestros Clint
Eastwoods, nuestros justicieros subterráneos pueblan nuestros sueños,
nuestras oraciones y nuestras ilusiones. ¿Un cristiano está en el mundo
pero no es del mundo?
Ernest Becker, en su libro Huida del mal, comentó que una manera de
escapar del mal es proyectarlo en otros. De esta manera, nos volvemos
una nación violenta que derriba gobiernos extranjeros a voluntad por
razones “buenas y nobles”. El método para establecer la dominación no
es la reverencia sino la violencia.
“Y aunque le servimos a Jesús con una falta total de convicción, le
servimos de cualquier otra manera al César y a Marte [el dios de la
guerra]”.11
El espíritu de dominación mediante la fuerza es irreconciliable con el
Evangelio de Jesucristo. Los cristianos solo tienen un Señor. Seguirlo a
Él es incompatible con cualquier otro estado de servidumbre. Jesús
expresó sus enseñanzas en un lenguaje que podía comprender un niño de
12 años. Dijo, de manera inequívoca, dichosos son los que hacen la paz,
no la guerra. El problema de la producción, posesión y utilización de
armas nucleares debe discutirse en términos de nuestra identidad
cristiana, no en términos de seguridad nacional, de la amenaza iraní ni de
salvaguardar nuestro estilo de vida. La carrera armamentista no es un
partido de fútbol político sino un asunto profundamente espiritual. El
asesinato masivo en nombre de la democracia o el patriotismo es la
idolatría de la nación-estado. La tarea profética y la obligación pastoral
de la Iglesia de Jesucristo —un pueblo llamado, apartado y consagrado
para adorar a Dios— es proclamar la paz y el amor de Dios en la
verdadera situación de nuestro mundo quebrado y atormentado.
Llamar a los hacedores de paz “sentimentales”, “bienhechores” y
“buenos samaritanos” con un tono de condescendencia indica un
distanciamiento no reconocido del Evangelio. ¿Cuándo serán lo
suficientemente honestos los cristianos para reconocer que realmente no
creen en Jesucristo? ¿Que el carpintero nazareno debe descartarse como
una visión romántica, un reformador idealista que no tiene nada de
contacto con el mundo “real” de la dominación, la agresión y el poder?
¡Solamente cuando se den cuenta de que han abrazado su cultura como un
falso dios!
Si las personas cristianas van a vivir el Evangelio hoy en día en
nuestra cultura estadounidense postindustrial, si vamos a estar en el
mundo y no ser del mundo, entonces debemos estar dispuestos a asumir
la responsabilidad personal por la manera en que nuestra fe fue
acomodada a la posesividad, el placer y la dominación. Y debemos estar
dispuestos a arrepentirnos, a reformarnos y a ser renovados.
La Iglesia es la extensión viviente de Jesucristo en tiempo y espacio.
Es la contracorriente de la deriva hacia la idolatría cultural. La Iglesia
en la sociedad de Estados Unidos en la actualidad es, por necesidad, una
comunidad de resistencia a los dioses de la vida moderna: armas
nucleares, dinero, ego, promiscuidad, racismo, orgullo de posición.
Somos el Pueblo peregrino de Dios sin una ciudad eterna aquí en la
Tierra, una comunidad de hombres y mujeres libres cuya libertad no está
limitada por las fronteras de un mundo que está encadenado.
Albert Camus dijo una vez: “La única manera de tratar con un mundo
no libre es volverse tan absolutamente libre que el simple hecho de tu
existencia sea un acto de rebelión”. No hay nada más enloquecedor para
el mundo que un hombre o una mujer libres en Cristo Jesús. Las personas
no deben mirar a la Iglesia para fortalecer los valores de su cultura ni
para desempolvar un domingo a la mañana los ídolos que los han guiado
durante toda la semana.
La Iglesia primitiva fue edificada con pequeños grupos de personas
que se reunían para apoyarse unas a otras en un nuevo estilo de vida.
Estas comunidades primitivas eran una evidencia visible de una
alternativa al status quo de su cultura. Hoy en día necesitamos pequeños
grupos de personas que tomen el Evangelio a valor nominal, que se den
cuenta de lo que Dios está haciendo en nuestra época y que sean una
prueba viviente de lo que significa estar en el mundo pero no ser del
mundo. Estas comunidades “base” o iglesias de barrio debieran ser lo
suficientemente pequeñas para la intimidad, lo suficientemente
fraternales para la aceptación y lo suficientemente apacibles para la
crítica. Reunidos en el nombre de Jesús, la comunidad nos da el poder
para encarnar en nuestras vidas lo que creemos en nuestros corazones y
proclamamos con nuestros labios.
Por supuesto que no debemos idealizar dichos grupos. Es demasiado
fácil imaginar un compañerismo amigable y armonioso donde todos
sintonicen la misma frecuencia, amar el sueño de la comunidad más que
a los miembros con cicatrices del pecado que la forman, fantasear con
hechos heroicos para el Señor y escuchar el aplauso en el cielo y en la
Tierra al conformar una koinonia angelical.
La realidad es diferente. Es inevitable el riesgo del choque de egos,
del conflicto de personalidades, de la intromisión de poderes
intermediarios, del surgimiento del enojo y del resentimiento. “Es menos
parecido a una utopía que un crisol o el fuego del refinador”.12
La experiencia de la comunidad no es un lujo para el espiritualmente
rico ni una panacea para el solitario, aburrido y desocupado. Es, de
hecho, una necesidad para cada cristiano. Es mi convicción personal que
esto es lo que Jesús y Pablo quisieron decir cuando le hablaron a la
Iglesia: pequeñas comunidades cristianas que oraban y adoraban juntas,
sanaban, perdonaban, reconciliaban, apoyaban, desafiaban y se alentaban
unos a otros. Scott Peck escribió: “No puede haber vulnerabilidad sin
riesgo; no puede haber comunidad sin vulnerabilidad; no puede haber
paz —y finalmente no puede haber vida— sin comunidad”.13
Necesitamos un grupo de personas a nuestro alrededor que nos apoyen
y entiendan. Incluso Jesús necesitaba esto. Los llamó “los doce”, la
primera comunidad cristiana. Necesitamos tener una perspectiva en el
presente, para poder así orar juntos; necesitamos responsabilidad, para
poder compartir nuestras vidas unos con otros: necesitamos una visión
del futuro, para poder soñar juntos.
Y nuestros sueños no son meramente pensamientos deseosos; sino que
están cargados de esperanza y promesas debido a que Jesús crucificado
y resucitado ha prevalecido sobre todo principado, poder y dominio. Ha
desenmascarado nuestras ilusiones, expuesto nuestras mentiras, mostrado
lo que somos. El Cristo resucitado se levanta libre de sus amenazas y
control. Unidos con Él, conquistamos al consumismo, al hedonismo, al
nacionalismo por el poder del amor de Dios. Confrontamos los poderes
del mundo: la tiranía política, la opresión económica, las armas
nucleares, no simplemente con nuestras propias fuerzas, recursos y
resistencia, sino con la vida misma del Cristo resucitado, al saber que lo
que es imposible para el hombre es posible para Dios (ver Lucas 18:27).
Naturalmente, el estilo contracultural —la simplicidad de vida, la
pureza de corazón y la obediencia al Evangelio— nos llevará al mismo
lugar que lo llevó a Jesús: la Cruz. Todos los caminos llevan al
Calvario, aunque predicamos a Jesucristo crucificado, un obstáculo para
los judíos, un absurdo para los gentiles; pero para aquellos que son
llamados, Cristo es el poder y la sabiduría de Dios.
La simplicidad, la pureza y la obediencia a La Palabra nos dejarán
débiles y sin poder ante los ojos del mundo porque ya no podemos
solicitar nuestras posesiones y posición de privilegio como medida de
seguridad. Estaremos sujetos a la burla y al enojo porque el auténtico
discipulado es una vida de locura sublime. Los insultos y los agravios
están asegurados para aquellos que trabajan por la justicia. Las palabras
de Pablo a los gálatas son un completo disparate para la cultura
estadounidense: “En cuanto a mí, jamás se me ocurra jactarme de otra
cosa sino de la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo
ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo” (Gálatas 6:14).
Un cristiano que vive en el mundo pero que no es del mundo es una
señal de contradicción a los acuerdos que muchas personas dentro de la
Iglesia han hecho. El discípulo de Jesús está hecho para mirar y sentir
como un loco. Sin embargo, los locos por Cristo formaron la Iglesia
primitiva. Y debido a que ese pequeño grupo de cristianos creció, el
mundo fue testigo del poder de semejante locura.
“Esa misma locura es la única esperanza que tenemos para ser libres.
La mayor amenaza para cualquier sistema es la existencia de locos que
no creen en la realidad absoluta de ese sistema. Arrepentirse y creer en
una nueva realidad, esa es la esencia de la conversión”.14 Nos unimos a
la Iglesia cuyo propósito es hacer visible al mundo esta nueva realidad.
Los verdaderos discípulos ven al cristianismo como una forma de
vida delante y detrás de cámara. Resulta obvio que no va a agradarles a
todos. Las filas de miembros de la Iglesia van a acortarse. Los cristianos
van a verse y actuar de forma diferente a las demás personas porque son
diferentes. El nombre de Jesús ya no se va a nombrar a la ligera ni se
van a profanar los misterios cristianos. Los escándalos que
recientemente han golpeado al cuerpo de Cristo van a ser vistos en
perspectiva como un “amanecer purificador” que anuncia la luz del día
de la fe que vive en el Dios viviente.
La mañana de Pascua reivindicó el camino de Jesús y validó la
autoridad de su señorío. El Maestro nos dijo que nunca subestimemos el
poder de nuestra cultura. Nuestro mundo, lleno de una locura increíble,
va a insistir en que nosotros somos los locos. Sin embargo, la Pascua nos
convence de la sabiduría de Dios y de su poder para transformar nuestro
mundo. Nuestra fe en el Jesús resucitado es el poder que vence nuestra
propia vida, nuestra cultura y nuestro mundo.
En palabras de Pablo en Romanos 12:2: “No se amolden al mundo
actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente.
Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y
perfecta”.
C a pít ulo c inc o

El discipulado hoy

E n enero de 1987, el cartero me entregó una invitación del Senado


de los Estados Unidos y de la Cámara de Representantes para
asistir al Desayuno de oración nacional en el hotel Hilton en Washington
con el presidente y la señora de Reagan y otros líderes del gobierno. Me
pidieron que hablara en dos cenas la noche anterior al desayuno y en dos
seminarios la mañana siguiente.
Mi esposa, Roslyn, leyó invitación y comentó:
—Brennan, te conocí cuando no eras nadie.
Simone, de 18, y Nicole, de 16, salían por la puerta hacia el colegio.
Simone dijo:
—Aún no eres nadie.
Y Nicole agregó:
—Nunca llegarás a ser nadie.
Un stárets ruso dijo una vez: “Si oras por humildad, ten cuidado. La
humildad se aprende a través de las humillaciones”.
Lo que me llamó la atención de la invitación fue una cita de Francisco
de Asís. En Cartas a los gobernantes del pueblo, escribió:

Considerad y ved que el día de la muerte se acerca. Os ruego,


pues, con la reverencia que puedo que no echéis en olvido al
Señor ni os apartéis de sus mandamientos a causa de los cuidados
y preocupaciones de este siglo, porque todos aquellos que lo
echan en olvido y se apartan de sus mandamientos, son malditos,
y serán echados por Él al olvido. Y, cuando llegue el día de la
muerte, todo lo que creían tener les será arrebatado. Y cuanto más
sabios y poderosos hayan sido en este siglo, mayores tormentos
padecerán en el infierno.

Para Francisco, el discipulado, o el seguir a Cristo, exige que dejemos


de lado las cosas sin importancia, que dejemos de hacer juegos de
palabras y nos acerquemos a la esencia de las cosas.
La esencia de los seguidores de Jesús radica en vivir por fe y no por
religión. Vivir por fe consiste en redefinir y reafirmar de manera
constante nuestra identidad con Jesús, comparar nuestra vida con la de
Él; no comparar su vida con los dogmas de la Iglesia y los héroes
locales. Jesús es la luz del mundo. A su luz, descubrimos que lo que
Jesús pide no es simple retórica sino el renuevo personal, la fidelidad a
La Palabra y una conducta creativa. Como dijo Emile Leger cuando
abandonó su mansión en Montreal para ir a vivir a una leprosería en
África: “El tiempo de hablar se terminó”.
La religiosidad per se no es discipulado; de hecho, tal vez sea un
refugio seguro del estilo revolucionario propuesto por Jesús. En octubre
de 1917, fue la Revolución rusa y se le dio a la historia otra dimensión.
“Cuenta la historia que ese mismo mes la iglesia ortodoxa rusa estaba
reunida en consejo. Se desarrollaba un debate apasionado acerca del
color de las vestiduras que se utilizarían en las funciones litúrgicas.
Algunos insistían con vehemencia en que tenía que ser blanco. Otros, con
igual vehemencia, en que debía ser púrpura. Estaban ignorando el
verdadero problema”.1 Enfrentar el verdadero problema de la
revolución, observó Anthony De Mello, es infinitamente más irritante
que organizar una bella liturgia. Preferiría decir mis oraciones que
verme envuelto en las peleas entre vecinos.
En la víspera de Año Nuevo, cada “cristiano” sincero debería decidir
que ha llegado el momento de vivir como un discípulo, así que se
propondrá lo siguiente: voy a interesarme en La Palabra todos los días,
voy a unirme a un grupo de oración, voy a buscar una guía espiritual, voy
a aumentar mi tiempo devocional, voy a ayunar y a gritar “¡Alabado sea
el Señor!” en pos de un avivamiento. Muchos discípulos lo hacen; sin
embargo, no siguen a Jesús. A pesar de ser inconfundiblemente
religiosos, nunca se han entregado al estilo de vida sellado.
¿Cuál es la relación entre el discipulado y las prácticas religiosas?
Las últimas mantienen la vida cristiana. Es imposible mantener los
valores cristianos enfocados si no leemos Las Escrituras y oramos y nos
apoyamos en los demás para recibir sustento y dirección. Nuestra cultura
—que complace el apetito, la curiosidad, la distracción— y los medios
de comunicación —que satisfacen nuestros deseos de poseer cada vez
más cosas— van a ser demasiado fuerte para nosotros.

Necesitamos recordatorios, símbolos, historias, exhortaciones,


modelos vivientes, tiempos fuera para reflexionar y celebrar.
Estos son soportes indispensables. El error es pensar que son la
vida cristiana. Así como la práctica de oración de Jesús estaba
en el servicio de todo un estilo de vida, un medio en lugar de un
fin, así debe la nuestra. En la medida en que la oración, la
lectura, los sacramentos y la dirección espiritual apoyen la vida
cristiana genuina, es decir, las actitudes cristianas, las relaciones,
las elecciones y las acciones son útiles. Cuando se convierten en
un escape de las exigencias más difíciles de la vida cristiana, son
la corrupción del discipulado. La pregunta en el Juicio Final no
es “¿Cuán religiosa era tu charla?”, ni “¿Cuánto tiempo pasaste
en oración?” ni tampoco “¿Acaso tu fe era ortodoxa en todo
aspecto?”, sino “¿Cómo respondiste ante los hermanos y
hermanas en necesidad?”. Esta es la única medida confiable de
discipulado.2 Mientras me preparaba para escribir este libro, me
contacté con varias comunidades cristianas a los largo de Estados
Unidos, buscando saber qué entendían del discipulado. Las
respuestas fueran variadas, reveladoras y a menudo profundas. Al
combinar sus opiniones con la mía (y consciente de mis
preferencias, prejuicios y comprensión parcial de la verdad), voy
a enfocarme en tres características de la vida y las enseñanzas de
Jesús y su importancia inmediata para el discipulado actual.
Jesús vivió para Dios. El tema central en la vida personal de
Jesús de Nazaret fue su creciente intimidad con el Padre, su
confianza y amor por Él. Su vida interior estaba centrada en Dios.
Para Él el Padre significaba todo.

La voluntad del Padre era el aire que respiraba. “Ciertamente les


aseguro que el hijo no puede hacer nada por su propia cuenta, sino
solamente lo que ve que su padre hace, porque cualquier cosa que hace
el padre, la hace también el hijo” (Juan 5:19). La voluntad del Padre
era un río de vida, un torrente del cual Jesús obtenía vida más
profundamente que de su madre. “Pues mi hermano, mi hermana y mi
madre son los que hacen la voluntad de mi Padre que está en el cielo”
(Mateo 12:50). Vivía seguro en la aceptación del Padre. “Así como el
Padre me ha amado a mí, también yo los he amado a ustedes” (Juan
15:9).
Vivir para Dios encuentra su mayor expresión en la oración. El
corazón del discipulado se encuentra en el compromiso y la adoración,
no en la reflexión y la teoría. El Espíritu de Jesús nos otorga la manera
de vivir sobre la superficie y desde las profundidades al mismo tiempo.
Sobre la superficie podemos pensar, dialogar, planear y estar
completamente presentes a las exigencias de la rutina diaria. De forma
simultánea y muy profundamente, podemos estar en oración, adoración,
acción de gracias y atentos al Espíritu. Los lugares secretos del corazón
se vuelven un santuario de alabanza en el ruidoso parque del mercado.
Lo que recomiendan los maestros de la vida interior es la disciplina de
“centrarnos” a lo largo del día: un tranquilo y persistente giro hacia Dios
mientras conducimos, cocinamos, conversamos, escribimos y demás.
Luego de unas semanas y meses de prácticas, recaídas, desánimo y
regreso al centro, la disciplina se convierte en un hábito. El hermano
Lorenzo lo llamó: “la práctica de la presencia de Dios”.
Creo que aquí se encuentra el secreto de la vida interna de Jesús. La
comunión de Cristo con Abba en el santuario interno de su alma
transformó su visión de la realidad, al permitirle percibir el amor de
Dios en su tarea, en especial en aquellas horas oscuras en las que la
firma de Jesús es trazada sobre nuestra carne. (Quizá quieras intentarlo
en este momento. Deja el libro, céntrate y ofrécete al Espíritu de Dios
que mora en ti). “El que me ama, obedecerá mi palabra, y mi Padre lo
amará, y haremos nuestra vivienda en él” (Juan 14:23). En silenciosos
gritos de alabanza, a lo largo del día, los discípulos se vuelven con
humildad al Dios que mora en ellos. Están alertas al mundo exterior del
sonido, el sentido y el significado; esta no es una disciplina de
abstracción. Caminan y hablan, trabajan y juegan, se ríen y lloran en
presencia de otras personas y tareas. Detrás de escena, el ritmo de la
oración y la adoración interior continúa. Una palabra de acción de
gracias es su última palabra antes de dormirse y la primera al
despertarse.
Demostrará ser útil la repetición frecuente del nombre “Jesús” o
“Abba Padre” a lo largo del día. Incluso la repetición mecánica del
nombre va a ser suficiente; para que finalmente entre en nuestro
subconsciente y ocurra una transformación de la mente y el corazón.
Los primeros días de esta disciplina son extraños, dolorosos y
gratificantes. Extraños porque requiere control y disciplina. Doloroso
porque las fallas y las recaídas son frecuentes. (Cuando nos resbalamos
y nos olvidamos de la presencia de Dios, resulta contraproducente
perder tiempo en el remordimiento y la autocondenación. Comenzamos
de nuevo donde nos encontramos, ofrecemos a Jesucristo esta adoración
rota y le agradecemos por la gracia de centrarnos una vez más).
Finalmente, es gratificante porque la vida que se vive en el santuario
interno es la vida abundante que prometió Jesús.
El filósofo William James dijo: “En algunas personas la religión
existe como un hábito aburrido, en otras como una aguda fiebre”. Jesús
no soportó la vergüenza de la cruz para dejar un hábito aburrido. (Si no
tienes la fiebre, querido lector, ni pasión por Dios y su Cristo, deja este
libro, ponte de rodillas y ruega por ella. Vuélvete al Dios en que crees a
medias y pide su bautismo de fuego).
El místico del siglo XV, el Maestro Eckhart escribió: “Existe una gran
cantidad de cristianos que siguen a Dios a medias, pero solo a medias.
Entregan sus posesiones, amigos y honra, pero los toca demasiado
íntimamente el renunciar a sí mismos”. Las palabras de Eckhart tocan las
fibras y van hacia el corazón de este capítulo sobre el discipulado. No
me refiero a lanzarnos a una serie de actividades espirituales ni a
extender el tiempo de la oración formal, ni a involucrarnos en más
organizaciones relacionadas con la Iglesia. No estoy hablando de
ayunos, rituales, devociones, liturgias o reuniones de oración. Hago
referencia a una vida que se vive completamente para Dios, la
asombrosa vida de un discípulo comprometido que está dispuesto a
seguir a Jesús por completo, y no a medias. Una vida rendida sin
reservas. Mi propuesta es en humildad y audacia. Me refiero a ello de
forma literal y completa. Me refiero a ti y a mí.
Ser como Cristo es ser un cristiano.
Hay una explosividad revolucionaria en esta propuesta. Cuando un
discípulo vive su vida entera para Dios, camina mano a mano con el
Jesús para quien Dios es todo, se libera el poder ilimitado del Espíritu
Santo, Dios irrumpe, ocurren milagros, el mundo es renovado y la
historia cambia. Los discípulos en todo el mundo que viven a la luz que
es Cristo saben con claridad que el aborto y las armas nucleares no son
sino los dos lados de la misma moneda acuñada en el infierno, que los
cristianos están de pie al lado del Príncipe de Paz y se niegan a postrarse
delante del santuario de la seguridad nacional, porque somos el Pueblo
de Dios dador de vida y que no tratamos con la muerte, que vivimos bajo
la firma de la Cruz y no bajo el sello de una bomba. En los próximos
años, no hay nada más importante que ver a la raza humana dotada de una
comunidad de auténticos discípulos que, al igual que a quien siguen,
vivan enteramente para Dios.
Jesús nos llama a esta extraordinaria vida de discipulado. No como un
ideal encantador, sino como un programa de vida serio, concreto y
realista que tú y yo debemos vivir aquí y ahora.

Esto es algo radicalmente diferente a la religión tranquila y


convencional que, con respetables túnicas contenidas por sucios
dedos, intenta pescar al mundo del sumidero de su propio
egoísmo. Nuestras iglesias están llenas de esas personas
amigables y respetables. Tenemos gran cantidad de cristianos que
siguen a Jesús a medias. Muchos de nosotros nos hemos
convertido en religiosos con tan poco entusiasmo y tan
convencionales como lo eran aquellos de la Iglesia de hace dos
mil años, contra cuya benevolencia, mediocridad y falta de
pasión Jesucristo y sus discípulos se arrojaron con toda la pasión
de un glorioso y nuevo descubrimiento, y con toda la energía de
los que edifican el Reino de Dios en la Tierra.
Una vida que se vive para Dios está notablemente bien
desarrollada. Su gozo es genuino, su paz es profunda, su humildad
es intensa, su poder es formidable, su amor es envolvente, su
simplicidad es aquella de un niño que confía. Es la vida y el
poder en los que se movían los profetas y los apóstoles. Es la
vida y el poder de Jesús de Nazaret que enseñó que cuando la
visión es clara, todo el cuerpo está lleno de luz.3

Es la vida y el poder del apóstol Pablo que decidió no conocer otra


cosa salvo a Jesucristo y a él crucificado. Es la vida y el poder de
Francisco de Asís que revivió el Evangelio más íntimamente que
cualquier otra persona desde los tiempos de los apóstoles. Es la vida y
el poder de incontables santos desconocidos a lo largo de los tiempos.
Es la vida y el poder de muchos lectores de este libro que asienten con
reconocimiento mientras leen. Es la vida y el poder que puede estallar en
nuestra tambaleante cultura occidental, renovar el Cuerpo de Cristo y
edificar el nuevo cielo y la nueva Tierra.
A aquellos discípulos que desean llevar una vida completa para Dios,
les recomiendo orar el Padrenuestro tres veces por día: a la mañana, a la
tarde y a la noche. Esta recomendación quizá suene muy simplista para
una generación que se esfuerza tanto en la oración, que busca a tientas en
la oscuridad de sus límites místicos. Nunca hemos abandonado por
completo nuestro esfuerzo por mejorar la manera en que Jesús nos dijo
que oráramos. Hemos hecho las oraciones más sofisticadas, más largas y
a veces más dramáticas, pero nunca una tan profunda como el
Padrenuestro. En los días pasados, las personas ayunaban y se mantenían
en vela con la esperanza de atrapar al Espíritu Santo; ahora llevamos a
cabo simposios, talleres y seminarios acerca de la oración buscando lo
mismo. Nunca hemos terminado la búsqueda de algo más que los
artículos de primera necesidad que Jesús enfatiza en la oración al Padre.
El judío devoto oraba el Shemá tres veces por día. Esta oración, que
se encuentra en Deuteronomio 6:4-5 dice: “Escucha, Israel: El Señor
nuestro Dios es el único Señor. Ama al Señor tu Dios con todo tu
corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Grábate en el corazón
estas palabras que hoy te mando”. Esta oración era el emblema de los
judíos, una señal de pertenencia al Pueblo escogido de Dios. Los
consagraba al servicio de Yahvé, y el no hacerla los separaba del pacto.
Los judíos se gloriaban en el hecho de que Dios solo a ellos les había
revelado el nombre Yahvé.
Los cristianos se glorían en la verdad de que Jesús solo a ellos les
reveló el nombre de Dios como Abba. El Padrenuestro es el Shemá
cristiano. Tres veces por día, es un renuevo gozoso de nuestro bautismo
en Jesucristo y de nuestro comienzo en la Iglesia.
Godfrey Diekmann recomienda que cada vez que oremos el
Padrenuestro prestemos especial atención a la petición: “Perdónanos
nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros
deudores”. Diekmann dice: “Los paganos se maravillaban ante la
comunidad de cristianos primitivos y decían: ‘¡Miren cómo se aman unos
a otros!’. ¿Es posible acaso que el Padrenuestro orado tres veces por día
de forma deliberada, consciente de sus implicaciones básicas, fuera el
mayor factor formativo para que los cristianos primitivos se ganaran esa
reputación?”.
La segunda característica importante de la vida de Jesús: Jesús vivió
para otros. No fue simplemente “llamado” sino que en realidad era
amigo de publicanos y pecadores. Se hacía amigo de la muchedumbre y
la gentuza de su propia cultura. “Uno de los misterios de la tradición del
Evangelio es la extraña atracción de Jesús por lo no atractivo, el extraño
deseo por lo que no es deseado, el extraño amor por lo que no es
querido. La clave de este misterio es, por supuesto, el Padre; Jesús hace
lo que ve que el Padre hace, ama a quien el Padre ama”.4
La dulzura de Jesús con los pecadores fluía de su capacidad para leer
los corazones y detectar la sinceridad y la bondad en ellos. Detrás de los
planteos más gruñones y de los mecanismos de defensa desconcertantes
del hombre, detrás de su arrogancia y sus aires de superioridad, detrás
de sus burlas y palabrotas, Jesús veía pequeños niños que no habían sido
amados lo suficiente y que habían dejado de crecer porque alguien había
dejado de creer en ellos. Tal vez era su extraordinaria sensibilidad y
compasión lo que hacía que Jesús (y luego los apóstoles) hablaran de la
fidelidad que debe ser alcanzada como “niños”, sin importar cuán alto,
rico, inteligente o exitoso se sea.
Cuando Jesús se ató una toalla alrededor de la cintura, sirvió agua en
una vasija de cobre y lavó los pies de los apóstoles (la ropa y la tarea
eran las de un esclavo), comenzó la revolución del jueves santo, surgió
una nueva idea de grandeza en el Reino de Dios. Jesús como Siervo, que
ministraba a la necesidad de otros:

Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies,


también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros. Les
he puesto el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo he hecho
con ustedes.
—Juan 13:14-15.

¡Qué giro asombroso en las prioridades y valores de nuestra cultura!


Preferir ser siervo en lugar de ser el señor; burlarse alegremente de los
dioses de poder, prestigio, honor y reconocimiento; negar el tomarse a
uno mismo seriamente; vivir sin tristeza por una agenda lacaya; son
actitudes y acciones que llevan el sello de un auténtico discipulado. De
hecho, Jesús dijo, bienaventurados son los que aman no ser conocidos y
no tenidos en cuenta. Todas las cosas iguales, preferir el desprecio al
honor, preferir el ridículo al elogio, preferir la humillación a la gloria:
son fórmulas de grandeza en el Reino de Dios.
Es tan fundamental la enseñanza de Jesús sobre el aprendizaje humilde
y el amor entregado como base del discipulado, que Cristo se hace
perceptible solo en sus hermanos y hermanas: “Les aseguro que todo lo
que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo
hicieron por mí” (Mateo 25:40). En este contexto, las palabras de la
Madre Teresa son impactantes. En la inauguración de un hospital para
enfermos terminales en la ciudad de Nueva York, dijo: “Cada víctima de
sida es Jesús en un disfraz lamentable”.
El ministerio de servicio de Jesús está arraigado en la compasión por
los perdidos, los que están solos y quebrados. ¿Por qué amó a los
perdedores, a los fracasados, a aquellos en el margen de la
respetabilidad social? Porque el Padre lo hace.
Charlie Brown dice: “Amo la humanidad; lo que no soporto son las
personas”. En la vida y en las enseñanzas de Jesús, es la persona de
carne y hueso, no la generalidad, quien debe ser tratada con compasión:
la persona que está frente a mí, no la abstracción.
Dominique Voillaume ha influenciado mi vida como muy pocas
personas lo han hecho. Una mañana de Año Nuevo en Saint-Remy,
Francia, siete de nosotros en la comunidad de los Hermanos de Jesús
estábamos sentados a la mesa en una antigua casa de piedra. Llevábamos
una vida de libertad, contemplativa entre los pobres, con los días
dedicados a la tarea manual y las noches envueltas en silencio y oración.
La charla de la mesa del desayuno aumentó cuando la discusión giró
en torno a nuestro trabajo diario. Un hermano alemán señaló que nuestro
salario era muy bajo (sesenta centavos por hora). Le comenté que
nuestros empleadores nunca eran vistos en la iglesia el domingo a la
mañana. Un hermano francés sugirió que esto mostraba hipocresía. Un
hermano español dijo que eran irrespetuosos y codiciosos. El tono fue
cada vez más mordaz y el bombardeo más pesado. Llegamos a la
conclusión de que nuestros avaros jefes eran cretinos desagradables y
egocéntricos que dormían todo el domingo y nunca elevaban su mente y
corazón en acción de gracias a Dios.
Dominique Voillaume se sentó al final de la mesa. Nunca abrió la boca
a lo largo de nuestra arenga. Eché un vistazo a la mesa y vi que por sus
mejillas caían lágrimas. “¿Cuál es el problema, Dominique?”, le
pregunté. Su voz era casi imperceptible. Todo lo que dijo fue: “Ils ne
comprennent pas”. ¡Ellos no entienden! ¿Cuántas veces desde aquella
mañana de Año Nuevo su simple oración ha cambiado mi resentimiento
en compasión? ¿Cuántas veces he releído la historia de pasión de Jesús
en los evangelios a través de los ojos de Dominique Voillaume, he visto
a Jesús en su agonía de muerte, golpeado e intimidado, azotado y
escupido, que decía: “Padre, perdónalos, Ils ne comprennent pas”.
El año siguiente, Dominique, un hombre delgado, musculoso de 1,80
m, que siempre vestía una gorra azul marino, supo que a la edad de 54
años estaba muriendo de un cáncer inoperable. Con el permiso de la
comunidad, se mudó a un barrio pobre de París y consiguió un trabajo
como vigilante de seguridad nocturno en una fábrica. Al regresar a su
casa cada mañana, iba directamente a un pequeño parque frente a donde
vivía y se sentaba en un banco de madera. En el parque merodeaban
personas marginales: vagabundos, borrachines, artistas acabados,
ancianos mugrientos que les gritaban a las mujeres cuando pasaban.
Dominique nunca los criticó, regañó ni los reprendió. Se reía, les
contaba historias, les compartía sus dulces, los aceptaba tal como eran.
De vivir tanto tiempo en el santuario interno, emitía paz, un sentido
sereno de dominio propio y una hospitalidad de corazón que hacía que
los jóvenes cínicos y los hombres derrotados se sintieran atraídos hacia
él como la panceta al huevo. Su simple presencia, el aceptar a los demás
como eran sin preguntas y permitirles que se sintieran como en casa en
su corazón. Dominique fue la persona menos crítica que jamás haya
conocido. Él amaba con el corazón de Jesucristo.
Un día, cuando el variado grupo de rechazados le pidió que hablara
sobre sí mismo, Dominique les dio una breve descripción de su vida.
Luego les dijo con una serena convicción que Dios los amaba cariñosa y
obstinadamente, que Jesús había venido para los rechazados y
marginados como ellos. Su testimonio era creíble porque La Palabra
estaba encarnada en sus huesos. Tiempo después un veterano dijo:
“Simplemente ya no hubo chistes picantes, lenguaje vulgar ni miradas a
las jóvenes”.
Una mañana Dominique no apareció en su banco de la plaza. Los
hombres se preocuparon. Unas horas después, lo encontraron muerto en
el piso de su departamento sin agua caliente. Murió en la oscuridad de un
barrio pobre parisino.
Dominique Voillaume nunca trató de impresionar a nadie, nunca se
preguntó si su vida era útil o su presencia significante. Nunca sintió que
tuviera que hacer algo grande para Dios. Sí tenía un diario. Se encontró
poco después de su muerte en el cajón de la mesa de luz al lado de la
cama. Lo último que escribió es una de las cosas más asombrosas que
jamás haya leído:

Todo lo que no sea el amor de Dios no tiene sentido para mí.


Ciertamente puedo decir que no tengo interés en nada más que el
amor de Dios que es en Cristo Jesús. Si Dios quiere, mi vida será
útil a través de mi palabra y mi presencia. Si Él quiere, mi vida
dará fruto a través de mis oraciones y sacrificios. Pero la utilidad
de mi vida es su preocupación, no la mía. Sería indecente de mi
parte preocuparme por ello.

En Dominique vi la realidad de una vida vivida completamente para


Dios y para los demás. Después de una vigilia de oración de toda la
noche por parte de sus amigos, fue enterrado en un cajón de pino sin
adornos en el patio trasero de la casa de los Hermanos de Jesús en
Saint-Remy. Una simple cruz de madera sobre su tumba con la
inscripción: “Dominique Voillaume, un testigo de Jesucristo” lo decía
todo. Más de siete mil personas se reunieron de todas partes de Europa
para asistir a su funeral.
Cualquier espiritualidad que no lleve de una forma de existencia
egocéntrica a otra centrada en los demás significa la bancarrota. Para
muchos de nosotros, el viaje que sale de la preocupación por uno mismo
comienza con la autoaceptación. Para poder vivir para los demás debo
ser capaz de vivir conmigo mismo. Hace algunos años, el psicólogo
suizo Carl Jung preguntó:

¿Qué ocurriría si descubriera que el menor de los hermanos de


Jesús, aquel que más desesperadamente pide reconciliación,
perdón y aceptación, soy yo? ¿Que yo mismo puedo tener la
necesidad de la limosna de la bondad, que yo mismo soy el
enemigo que debe ser amado? ¿Voy a hacer por mí mismo lo que
hago por otros?

Mi propia necesidad de autoaceptación le hizo una señal a mi


consciencia en la terminal del aeropuerto de la ciudad de Kansas. Estaba
en camino desde Clearwater, Florida, a Des Moines, Iowa, para dirigir
un retiro. El mal clima cambió la ruta de mi avión hacia la ciudad de
Kansas, donde tuvimos una escala de una hora y media. Mientras daba
vueltas por la terminal vestido con mi cuello clerical, un hombre se me
acercó y me preguntó si podía confesarse. Nos sentamos en la relativa
privacidad de la habitación Delta Crown y comenzó. Su vida había sido
marcada con serios pecados. A mitad de la confesión, comenzó a llorar.
Abrazándolo, me encontré a mí mismo lleno de lágrimas, mientras lo
tranquilizaba acerca del gozo del Reino cuando un pecador arrepentido
regresa y le recordaba que el hijo pródigo experimentó una intimidad
con su Padre que su hermano no pecador y recto nunca había tenido.
El rostro del hombre se transfiguró. El misericordioso amor del Dios
redentor atravesó su culpa y autodesprecio. Hice una oración de acción
de gracias por el inmerecido perdón del Señor, su infinita paciencia y su
cariñoso amor. El hombre lloraba de gozo. Al irnos, brillaba con el
resplandor de un pecador salvo.
Al abrocharme el cinturón en el asiento DC-10, escuché mi voz
interior como una campana que sonaba en mi alma: Brennan, ¿harías
por ti lo que acabas de hacer por tu hermano? ¿Acaso te perdonarías a
ti mismo tan ansiosa y entusiasmadamente, te aceptarías y te amarías?
Luego, las palabras que había escuchado decir a Francis MacNutt en una
reunión en Atlantic City, Nueva Jersey, perforaron mi corazón: “Si el
Señor Jesucristo te ha lavado con su propia sangre y ha perdonado todos
tu pecados, ¿cómo te atreves a negarte a perdonarte a ti mismo?”.
La autocondenación es una lujuria indecente que ningún discípulo
puede permitirse. El odio personal me restablece sutilmente como el
centro de mi enfoque y preocupación. Bíblicamente, eso es idolatría. La
amabilidad conmigo mismo emana como amabilidad con los demás.
También es la precondición para mi acercamiento a Dios en oración. No
es de extrañarse que el fallecido Paul Tillich definiera la fe como “la
valentía para aceptar la aceptación”.
Una vida de amor vivida modestamente para otros que fluye de una
vida vivida para Dios es la imitación de Cristo y el único y auténtico
discipulado. Una vida de servicio a través de obras de misericordia no
glamorosas ni hechas públicas es una vida marcada por la firma de
Jesús.
En The Scent of Love [‘El aroma del amor’], Keith Miller escribe que
la Iglesia primitiva creció “no debido a los [dones espirituales] de los
cristianos —como el don de hablar en lenguas— ni tampoco debido a
que el cristianismo fuera una doctrina aceptable (al contrario, es la
doctrina menos aceptable que existe), sino porque habían descubierto el
secreto de la comunidad”.

En general no tenían que levantar el dedo para evangelizar.


Alguien caminaba por el callejón en Corinto o Éfeso y veía un
grupo de personas sentadas juntas que hablaban sobre las cosas
más extrañas: algo acerca de un hombre y un árbol, y una
ejecución y una tumba vacía. Lo que hablaban no tenía sentido
para el espectador. Pero había algo en la manera en que se
hablaban unos a otros, en que se miraban unos a otros, en que
lloraban juntos, en que se reían juntos, en que se tocaban, que era
extrañamente atractiva. Emanaba el aroma del amor. El
espectador comenzaría a seguir su camino por el callejón, solo
para ser atraído al pequeño grupo como una abeja a una flor.
Escucharía un poco más, aún sin entender, y comenzaría a seguir
su camino de nuevo. Pero otra vez sería atraído, pensando: “No
tengo la menor idea de lo que están hablando estas personas, pero
sea lo que sea, quiero ser parte”.5

La tercera característica de la vida y las enseñanzas de Jesús


fundamentales para el discipulado en el mundo actual es la simplicidad
de la vida. Cuando Jesús nos dice que no amontonemos tesoros para
nosotros en la Tierra, se debe a que Él sabe que donde está nuestro
tesoro, está nuestro corazón. Y el corazón de un discípulo no le
pertenece a nadie excepto a Dios. Un cristiano no reconoce dependencia
a nadie más. Su único maestro es el Señor Jesucristo.
La vida secular está interesada frenéticamente en escapar del temor a
la muerte: mediante la innovación, la variedad, la belleza física y las
posesiones. John Silber, expresidente de la Universidad de Boston, una
vez explotó viendo el hedonismo egoísta de nuestra cultura: “El
Evangelio predicado durante cada programa de televisión es: ‘Solo
pasas por el mundo una sola vez en la vida, así que haz todo lo que
puedas’. Es la afirmación sobre la teología; es la afirmación sobre la
cerveza. Es una cerveza asquerosa y una peor teología”.6
La enseñanza de Jesús sobre la vida ordenada y su requerimiento de
viajar sin peso es bien conocida:

No lleven oro ni plata ni cobre en el cinturón, ni bolsa para el


camino, ni dos mudas de ropa, ni sandalias, ni bastón; porque
el trabajador merece que se le dé su sustento.
—Mateo 10:9-10

No se preocupen por su vida, qué comerán; ni por su cuerpo,


con qué se vestirán.
—Lucas 12:22

En el mismo capítulo Jesús describe a un hombre ocupado que


construye enormes graneros y lo llama loco. Todas estas expresiones son
estímulos de precaución y cariño de parte de Jesús para que no nos
distraigamos, desviemos ni seamos emboscados por las cosas que
consumen la polilla y el óxido, y que no tienen un valor verdadero. La
simplicidad de la vida de un cristiano es una prueba notable de que ha
encontrado lo que busca, de que se ha topado con el tesoro oculto en el
campo.
Esta es una dimensión de la simplicidad que Jesús propone de forma
clara y frecuente para sus futuros discípulos. Otra dimensión es su
contraste con la complejidad. El lema favorito de Alcohólicos Anónimos
es el acrónimo K. I. S. S. —Keep It Simple, Stupid [Hazlo sencillo,
tonto]—, que quiere decir que no compliquemos este programa simple
pero demandante para mantenerse sobrio.
Nuestras vidas en la aldea global se han vuelto excesivamente
complejas y desmesuradamente abarrotadas. De la noche a la mañana
aparecen nuevas obligaciones como las habichuelas mágicas. Nuestros
días se convierten en una sucesión interminable de obligaciones,
reuniones de comité, cargas y responsabilidades. Estamos demasiado
ocupados para oler las flores, para pasar tiempo con nuestro cónyuge,
para compartir con nuestros hijos, para cultivar verdaderos amigos o
para ser amigos de aquellos que no tienen ninguno. La escuela de
nuestros hijos demanda tiempo. Los problemas cívicos de nuestra
comunidad necesitan nuestra atención. Nuestra posición profesional,
nuestro tiempo de juego, nuestra membresía en diversas organizaciones
nos reclaman. Correteamos, al igual que el caballo de Lancelot, hacia
cuatro direcciones a la misma vez.
Agotados y sin aliento, sentimos que la vida se escabulle. Cambiamos
nuestro guardarropa, nos transformamos con el disfraz para la próxima
actuación y nos arrepentimos de haber probado tan poco de la paz y el
gozo que Jesús prometió. ¿Y qué sucede con la oración, el silencio, la
soledad y la simple presencia del Dios que mora en nosotros? Bueno…
queremos hacerlo, pero hoy no. Esta semana está completa.
La falacia aquí es culpar la complejidad de nuestro ambiente por la
complejidad de nuestras vidas. Cuántas personas me han dicho que les
encantaría vivir en alguna isla remota del sur o regresar a aquellos días
buenos de caballos y carruajes en los que la vida anterior a nuestras
diversiones tecnológicas modernas parecía menos frenética. No
funcionará porque llevemos nuestro ser, febril y desintegrado a esos
lugares remotos. La simplicidad de la vida no depende de la simplicidad
del ambiente.
El verdadero problema se encuentra dentro. Las distracciones externas
reflejan la falta de integración interna. “Intentamos ser varios seres al
mismo tiempo. Existe el ser cívico, el ser paternal, el ser financiero, el
ser espiritual, el ser social, el ser profesional. Y sin embargo estamos
tan inquietos, fatigados y temerosos que somos superficiales”.7 Mientras
manejamos solos por la autopista con peaje o estamos sentados frente al
televisor o a la pantalla de la computadora, viene un llamado susurrado a
la vida abundante que hemos estado rechazando: Ven a las aguas y sacia
tu sed. Es un indicio de que hay una forma de vida más satisfactoria que
nuestro ritmo apurado. Todos conocemos personas que parecen haber
dominado las presiones y complicaciones de la vida, que no sienten
culpa por decir no; de hecho dicen sí, con la misma confianza en sí
mismos. No son místicos distraídos sino personas ocupadas en llevar la
misma carga que nosotros, pero que no están apuradas ni preocupadas,
con brillo en los ojos y un nuevo andar. Mientras que nosotros estamos
tensos y tiesos, ellos están serenos y en paz.
Si el hecho de seguir a Jesús tiene algo que decirnos en el mundo
verdadero en que vivimos, nos habla directamente en este momento.
Nuestra vida en Cristo es para ser vivida desde el centro. Atascado
dentro de nosotros se encuentra el poder de vivir una vida de paz,
integración y confianza. El único requisito para hacerlo salir es la
intensidad del deseo. Si realmente quieres vivir desde el centro, lo
harás. Todos hemos escuchado suaves susurros del Espíritu en nuestra
vida. Por momentos lo hemos seguido, y el resultado fue un asombroso
equilibrio de vida, gozo, energía y claridad mental. Nuestra vida exterior
se simplificó en base a la integración interna.
Dominique Voillaume produjo desde el centro y su vida se volvió
simple. Tenía una firmeza de la visión: “Todo lo que no sea el amor de
Dios no tiene sentido para mí”. Gran parte de nuestras actividades nos
parece importantes. Las noticias de las seis de la tarde son una
obligación. Una hora navegando por Internet es como una audiencia con
un rey. No podemos decir no porque estas situaciones nos parecen
indispensables. Pero si nos “centramos” y llevamos nuestra agenda
diaria hacia los lugares silenciosos del corazón con honestidad, apertura
y disposición, gran parte de nuestra actividad pierde su importancia e
inviolabilidad.
Por un momento, permíteme hablar de forma íntima acerca de Jesús,
cuyo amor es más preciado que la vida misma. ¿Realmente quieres vivir
tu vida en su presencia? ¿Lo anhelas?
Supongamos que estuviera tan ordenado que tu destino eterno
dependiera de tu relación personal con el líder espiritual que conoces.
¿Acaso no te organizarías para pasar más tiempo con esa persona de lo
que lo haces actualmente? ¿No te las ingeniarías para demostrar el valor
de su amistad? ¿No tratarías de eliminar asiduamente todos los rasgos de
tu personalidad que le disgustan? Cuando las tareas y las obligaciones te
sacasen de su presencia, ¿acaso no ansiarías regresar a Él como “el
ciervo busca por las aguas”?
Y si esta persona te confiara que guarda un diario de las memorias
personales que fueron los susurros más profundos de su alma interna, ¿no
estarías ansioso no solo por leerlas sino también por adentrarte en ellas
para poder conocerlo y amarlo más?
Existen ciertas preguntas que todo cristiano debe responder con
completa sinceridad. ¿Tienes hambre de Jesucristo? ¿Anhelas pasar
tiempo a solas con Él en oración? ¿Es la persona más importante en tu
vida? ¿Llena tu alma como una canción de gozo? ¿Está en tus labios
como un grito de alabanza? ¿Ansias acercarte a sus memorias, su
Testamento, para aprender más acerca de Él? ¿Estás haciendo el esfuerzo
para morir diariamente a todo lo que habite, amenace o mengüe tu
amistad?
Para discernir dónde te encuentras realmente en el Señor, recuerda lo
que te entristeció la semana pasada. ¿Fue acaso darte cuenta de que no
amas a Jesús lo suficiente? ¿De que rechazaste las oportunidades de
mostrar compasión por los demás? ¿O te deprimiste por la falta de
reconocimiento, por la crítica de parte de una autoridad, por la
economía, por la falta de amigos, por los temores al futuro, por tu cintura
excedida de peso?
En cambio, ¿qué te alegró la semana pasada? ¿El gozo de orar
suavemente: “Abba, Padre”? ¿La tarde a la que le robaste una hora, con
Las Escrituras como tu única compañía? ¿Una pequeña victoria sobre el
egoísmo? ¿O la fuente de tu gozo fue un auto nuevo, ropa nueva, una
película y una pizza, un viaje a París o Disneylandia? ¿Adoras ídolos?
Los discípulos se rindieron al misterio del fuego del Espíritu que
ardía en su interior; cuando nos rendimos a la verdad de que alcanzamos
la vida solo a través de la muerte; cuando reconocemos que el grano de
trigo debe caer en la tierra, que Jonás debe ser enterrado en el estómago
de la ballena, que la vasija de alabastro del ser debe ser quebrada para
que los demás perciban la dulce fragancia de Cristo; cuando
respondemos al llamado de Jesús, que no es: “Ven a una reunión de
oración” sino “Ven a mí”, entonces el poder ilimitado del Espíritu Santo
se desatará con una fuerza asombrosa. La disciplina de lo secreto será
una señal convincente para la Iglesia y la cultura actual. Nuestros hábitos
religiosos de comodidad caerán en desuso. El Cuerpo de Cristo entrará
de lleno en una revolución.
Claramente, el discipulado es una revolucionaria manera de vivir. Una
vida vivida en simplicidad para Dios y para los demás es lo que Pablo
tenía en mente cuando escribió en Efesios 4:23-24: “… ser renovados
en la actitud de su mente; y ponerse el ropaje de la nueva naturaleza,
creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad”.
Personalmente, me da gran consuelo la historia de vida de los
primeros discípulos. Sus respuestas estaban llenas de defectos por el
temor y la duda. Lo que tenían en común era la estupidez, una vergonzosa
incapacidad para entender de qué se trataba Jesús. Su historial no era
bueno: se quejaban, se malinterpretaban, peleaban, dudaban,
abandonaban, negaban, pero la reacción de Cristo hacia su discipulado
quebrado e inconsistente fue la de un amor infinito.
Las buenas nuevas son que Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre.
C a pít ulo s e is

La espiritualidad pascual

E n el espléndido libro de William Bausch, Storytelling, Imagination


and Faith [‘Narración, imaginación y fe’], se cuenta la siguiente
historia:

Un viejo predicador de Mississippi creía hasta los huesos que La


Palabra de Dios era una espada de doble filo. Un domingo a la
mañana se subió al púlpito y oró: “Oh, Dios, dale a tu siervo esta
mañana los ojos del águila y la sabiduría del búho; conecta su
alma con el teléfono del Evangelio en la central de los cielos;
ilumina su frente con el sol del cielo; invade su mente con el
amor por los demás; purifica su imaginación con solvente; lubrica
sus labios con aceite de olivo; electrifica su cerebro con el rayo
de La Palabra; pon un movimiento perpetuo en sus brazos; llena
su plomada de la dinamita de tu gloria; úngelo todo con el
kerosén de la salvación y préndelo fuego. ¡Amén!”.1

¡Claro que amén!


Jesús no vino a traer paz sino espada, no una cómoda bata sino la
armadura de Dios. El Reino de Dios no es cuestión de palabras sino de
poder, es una fuente de transformación e información. La vida espiritual
es la vida simple de siempre, vivida a través de la visión de la fe. Toda
espiritualidad que se precie de ser cristiana deberá reflejar la vida y las
enseñanzas del Maestro.
Los escritos del Nuevo Testamento establecen las características
esenciales de la Iglesia primitiva. Lo que es primordial en el Nuevo
Testamento debería ser primordial en la vida de la Iglesia hoy. Lo
periférico o secundario en el Nuevo Testamento no debería ser lo
principal en la actualidad.
Jesucristo, en el misterio de su muerte y resurrección, es el centro del
Nuevo Testamento, desde la genealogía de Mateo hasta el “Maranatha”
del Apocalipsis. Su traspaso de muerte a vida —pesach en hebreo,
pascua en español— es el núcleo de la proclamación del Evangelio y de
toda la fe cristiana. Por lo cual, puede decirse inequívocamente que
entender el misterio de la Pascua es entender el cristianismo, y que ser
ignorantes del misterio pascual es ser ignorantes respecto al
cristianismo.
Hay una sola espiritualidad en la Iglesia del Señor Jesús: la
espiritualidad pascual. En esencia, es nuestra muerte cotidiana al
pecado, al egoísmo, la falsedad y al amor diluido, para poder resucitar a
una novedad de vida. Pablo dice: “… ya no vivo yo sino que Cristo vive
en mí” (Gálatas 2:20). Cada vez que le damos un golpe mortal al ego, la
Pascua de Jesús se marca en nuestra carne. Cada vez que elegimos andar
una milla extra, poner la otra mejilla, aceptar y no rechazar, ser
compasivos y no competitivos, besar y no morder, perdonar y no
acariciar el último moretón de nuestro ego herido, pasamos de la muerte
a la vida.
El término bíblico para conversión es metanoia, que significa una
transformación radical de nuestro ser interior. Descubrimos que una
relación personal con Jesucristo ya no puede contenerse dentro de un
código de lo que se puede o no se puede hacer. Se convierte, como
escribió Jeremías, en un pacto escrito en las tablas de carne del corazón
y se graba en las profundidades de nuestro ser. La conversión nos expone
a una nueva agenda, nuevas prioridades, una escala de valores diferente.
Nos hace pasar de confesar a Jesús como Salvador a confesarlo como
Señor. Del acomodo inconsciente de nuestra fe en la cultura actual a una
fe vivida en la verdad consumidora del Evangelio. Purifica nuestra
imaginación, electrifica nuestro cerebro con el rayo de su Palabra, llena
nuestra plomada con la dinamita de su gloria, nos unge por completo con
el kerosén de la salvación ¡y nos prende fuego!

Lo opuesto a conversión es aversión. La otra cara de metanoia es


paranoia. La paranoia generalmente se entiende en términos
psicológicos. Se caracteriza por el temor, la sospecha y el
escapismo de la realidad. La paranoia generalmente termina en un
delirio y autoengaño complejo. En el contexto bíblico la paranoia
implica más que un desequilibrio mental o emocional. Se refiere
a una actitud del ser, una postura del corazón. La paranoia
espiritual es una huida de Dios y de nuestro verdadero yo. Es un
intento de escapar de la responsabilidad personal. La tendencia
de evitar el costo del discipulado y buscar una ruta de escape de
las demandas del Evangelio. La paranoia del espíritu es un
intento de negar la realidad de Jesús de tal manera que
racionalizamos nuestro comportamiento y elegimos nuestro
propio camino.2

Cada uno de nosotros vive en la tensión entre la metanoia y la


paranoia. Transitamos la angosta ladera entre la fidelidad y la traición.
Nadie es inmune a la seducción de un falso discipulado. Un evangelio
diluido nos permitiría tener lo mejor de los dos mundos, una vida de
dorada mediocridad en la que nos repartimos entre la carne y el espíritu,
con un ojo atento a cada mundo. El evangelio de la gracia barata diluye
la fe un una mezcla tibia de Biblia, nacionalismo y conformidad, una
espiritualidad que no se asemeja al misterio de la pascua de la muerte y
resurrección de Jesús.
¿Cuáles son las características de la espiritualidad pascual? Hay siete
de ellas.
La primera es que la espiritualidad pascual es cristocéntrica, es
decir, a través de Cristo, con Cristo y en Cristo. Esto puede parecer tan
obvio que casi ni merece nuestra atención. Pero la historia cristiana,
presente y pasada, es la historia continua de la trágica distorsión de la fe
que ocurre cuando Jesús deja de ser el centro de la vida cristiana. En el
pasado, ciertas prácticas devocionales han recibido tanta atención en el
pensamiento y la enseñanza, que la devoción directa a la persona de
Jesucristo en la Iglesia y a través de ella ha pasado a un segundo plano.
En otros círculos cristianos, la tendencia a “absolutizar” ciertas
secciones del Nuevo Testamento (como por ejemplo Hechos 1-3 y 1
Corintios 12-14) ha puesto el énfasis en experiencias religiosas
eufóricas y en los dones espectaculares del Espíritu Santo, con el
consiguiente resultado de que el misterio de la muerte y resurrección
haya sido relegado a las orillas de la fe y la práctica cristiana.
En años recientes la preocupación por el estilo de adoración —
tradicional o renovada, teclado o guitarra, himnos o coros, incienso o
globos, oraciones recitadas o espontáneas, traducciones antiguas o
nuevas de la Biblia— han eclipsado el drama central del Calvario y la
mañana de Pascua. El estilo oscurece la sustancia, la forma trasciende el
contenido, la Iglesia suplanta a Jesús. Como observamos anteriormente,
el buen juicio de un cristiano es el nuevo estándar para determinar lo que
vale o no a los ojos de Dios y de los demás.
Por encima de todo este barullo el Padre clama: “Asistes a la iglesia
todos los domingos y lees La Biblia, pero el cuerpo de mi Hijo está
quebrado. Memorizas capítulos y versículos, y honras todas tus
tradiciones, pero el cuerpo de mi Hijo está quebrado. Recitas el credo y
defiendes la ortodoxia, pero el cuerpo de mi Hijo está quebrado. Te
remontas a la tradición y buscas la renovación, pero el cuerpo de mi
Hijo está quebrado”.
En este punto de la historia de la Iglesia yo considero que es
imperativo recordar que el Cristo del evangelio de Juan le hizo a Pedro
(que lo había negado tres veces) solamente una pregunta: “¿Me amas?”.
El criterio por el cual Cristo mide a sus amigos y detractores todavía
sigue siendo “¿Me amas?”. ¿Qué hay de bueno en el estudio bíblico, la
reforma y la renovación si nos olvidamos de esto, aun cuando nos
aferremos a todo lo demás? ¿De qué manera puede alguien reunir la
increíble dureza de corazón y el desmesurado celo mesiánico para
magnificar el estilo y la tradición, la ortodoxia, la interpretación bíblica
y el buen juicio hasta formar esos monstruos que relegan al olvido la
pregunta que Jesús le hace a Pedro y a nosotros?
El autor del cuarto evangelio les presenta solo una pregunta a sus
lectores: ¿Conocemos a Jesús? Conocerlo es vida. Todo lo demás se
desvanece en el crepúsculo y la oscuridad. Para Juan el evangelista, lo
que constituye la dignidad en la comunidad cristiana no es el apostolado
o el oficio, no son los títulos ni los dones de profecía o sanidad, o una
predicación inspirada, sino solamente la intimidad con Jesús. Esa es una
condición que todos los cristianos disfrutamos.
A nuestra Iglesia contemporánea, que trata a los funcionarios
administrativos y las superestrellas carismáticas con excesiva
deferencia, el evangelio de Juan le envía esta palabra profética:
solamente el amor de Jesucristo nos da la posición en la comunidad de
Cristo. En su magnífico libro pastoral Las iglesias que los apóstoles nos
dejaron, Raymond Brown escribió:

Todos los cristianos son discípulos y entre ellos la grandeza se


determina por una relación amorosa con Jesús, no por una función
o cargo. Los títulos y aun el apostolado son de menor importancia
cuando se comparan con el discipulado, el cual es literalmente
una cuestión de vida o muerte eterna. Dentro de ese discipulado
no hay cristianos de segunda clase.3

La fuerza y el impulso de la espiritualidad pascual son cristocéntricos.


Nunca pierde de vista la pregunta de Cristo, “¿me amas?”, ni trata de ir
al Maestro con algo mejor. Aun si todo está en confusión, finalmente
nada se arruina, siempre y cuando los discípulos todavía lo sigan, se
aferren a Él, aprendan de su persona y lo amen.
Hace unos años, un prisionero blanco murió de un ataque al corazón
en una cárcel de Montgomery, Alabama. Mientras estaba en la cárcel
había tenido una profunda experiencia de conversión y había comenzado
una relación auténtica con Jesús. El convicto de la celda de al lado, un
hombre robusto de color, era un cínico. Cada noche el prisionero blanco
le hablaba a través de los barrotes de la celda y le contaba a su
compañero sobre el amor de Jesús. El hombre negro se burlaba de él, le
decía que estaba loco, que la religión era el refugio de los insanos. De
todas maneras, el prisionero blanco le entregaba pasajes de Las
Escrituras y compartía sus golosinas cuando recibía regalos de algún
familiar. En el funeral del preso blanco, cuando el capellán habló de la
victoria de Jesús en la Pascua, el corpulento preso de color se paró en
medio del sermón, señaló el cajón y dijo: “Este es el único Jesús que yo
conocí”.
La espiritualidad pascual dice que si nuestro camino cristiano no
produce a Cristo en nosotros, si los años que trascurren no forman a
Jesús en nosotros de tal manera que realmente podamos parecernos a Él,
nuestra espiritualidad está en ruinas.
Una segunda característica de la espiritualidad pascual es que está
consciente de la comunidad del Pueblo de Dios. Nosotros pertenecemos
al Pueblo de Dios. El cristianismo no puede ser un tema de alcanzar
nomás nuestra felicidad individual. La espiritualidad pascual evita toda
forma exagerada de individualismo cristiano, es decir, una mentalidad de
“Jesús y yo”. Dios no nos llamó a la salvación en soledad sino en
comunidad. Nuestro destino personal no es otra cosa que ser parte de un
plan salvador que incluye en su espectro no solo la totalidad de la
comunidad humana sino de toda la creación, la inauguración de los
cielos nuevos y la Tierra nueva.
La mentalidad de “Jesús y yo” nos dice que todo lo que debemos
hacer es aceptar a Cristo como Salvador, leer La Biblia, ir a la Iglesia y
salvar nuestra alma. El cristianismo se vuelve simplemente un asunto de
cabina telefónica, una conversación privada entre Dios y yo, sin
referencia a mis hermanos y hermanas. Yo voy a la iglesia los domingos
mientras el mundo se va al infierno. Cuando la preocupación por mi
salvación personal me droga hasta el punto de una insensibilidad tal que
ya no escucho el balido de las ovejas perdidas, entonces Karl Marx tenía
razón en que la religión es el opio de los pueblos.
Para los cristianos, una hora incómoda y carente de todo beneficio
personal con un niño de una villa miseria vale más que todas las
montañas de retórica enterradas, todas las buenas intenciones
debilitadas, todos los rezongos y la tardanza de esos cristianos que están
tan ocupados cultivando su propia santidad que no pueden oír el llanto
angustiado del niño pobre.
La vida cristiana debe ser vivida en comunidad. Y la vida en
comunidad es una imitación radical de la santa e indivisible Trinidad,
que es diálogo, amor espontáneo y relación. “Nadie ha visto jamás a
Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su
amor se ha perfeccionado en nosotros” (1 Juan 4:12). La espiritualidad
pascual insiste en que amarse unos a otros significa que el amor de Dios
ha alcanzado su máximo crecimiento en nuestras vidas.

Un gentil una vez vino al Rabí Shammai y le dijo: “Conviértame


al judaísmo con la condición de que me enseñe toda la Torá
mientras yo me paro sobre un solo pie”. Con una vara en su mano,
el Rabí Shammai lo rechazó furioso. Luego el hombre fue al Rabí
Hillel y le repitió su petición. “Conviértame al judaísmo con la
condición de que me enseñe toda la Torá mientras yo me paro
sobre un solo pie”. El Rabí Hillel lo convirtió y le enseñó esto:
“Lo que es aborrecible para ti, no se lo hagas a tu prójimo”. Esa
es toda la Torá. Y el resto es comentario.4

Pablo dice que el que ama a su hermano ha cumplido toda la ley y los
profetas (vea Romanos 13:10). Las palabras de Charles de Foucauld,
“uno aprende a amar a Dios amando a los hombres y mujeres”, surgen
del mismo corazón de la tradición cristiana. Este es el razonamiento de
Cristo.

Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero. Si alguno


dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso.
Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede
amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este
mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su
hermano.
—1 Juan 4:19-21

La espiritualidad pascual dice que la prueba más fidedigna de un


verdadero discipulado es la forma en que vivimos unos con otros en una
comunidad de fe. Es tan simple y exigente como eso. En nuestras
palabras y hechos damos forma y moldeamos nuestra fe de cada día.
Hacemos a las personas un poco mejores, o los dejamos un poco peores.
O afirmamos o despojamos, o aumentamos o disminuimos las vidas de
los demás.

El Reino, nos dice Jesús, está en medio nuestro, en el misterio de


nuestras relaciones con los demás. Estamos dentro de sus puertas
cuando nos acercamos unos a otros con el amor que se alimenta
del Espíritu. Ya estamos en tierra santa cuando hacemos el
esfuerzo de entender en vez de condenar, cuando perdonamos en
vez de buscar venganza, cuando como peregrinos sin armas
estamos listos para encontrarnos con nuestros enemigos. Lo que
Jesús enseña es demasiado simple y demasiado maravilloso para
los que quieren magia en su religión.5

Según el criterio de los evangelios sobre la santidad, la persona más


cercana al corazón de Jesús no es la que ora más, la que estudia más la
Biblia, o la que tiene una posición más encumbrada o una
responsabilidad espiritual sobre personas a su cuidado. Es el que ama
más, y esta no es mi opinión. Es La Palabra la que nos juzgará.
Una tercera característica de la espiritualidad pascual es que
considera a la naturaleza humana como caída pero también redimida;
imperfecta pero, en esencia, buena. Las emociones son buenas, solo que
necesitan dirección y gracia, no supresión. Somos cristianos, no
estoicos. Podríamos funcionar mejor con una dosis menor del pesimismo
que se encuentra en algunos círculos cristianos respecto de las cosas
terrenales. La creación es la abundancia de la bondad de Dios y su
infinito amor. En respuesta a la pregunta de por qué Dios creó el mundo,
la espiritualidad pascual alega que Dios el Padre tenía esto del ser.
Como Robert Capon lo expresa (en una cita de la cual tiempo atrás perdí
la fuente):

Él era absolutamente eufórico acerca del ser. Seguía pensando en


nuevas maneras de ser y nuevas clases del ser para ser. Una
tarde, Dios el Hijo vino y dijo: “Esto es realmente bueno. ¿Por
qué no salgo y hago un poco de lío?”. Y Dios el Espíritu Santo
dijo: “¡Fantástico! Yo te ayudaré”.
Así que fueron juntos esa noche después de la cena y armaron
un formidable espectáculo acerca del ser para el Padre. Estaba
lleno de agua, luz y sapos; las copas de los sauces cenicientos
caían por todo el lugar y las truchas nadaban por ahí en las copas
de vino. Había champiñones y uvas, rábanos y chufas (y hombres
y mujeres por todas partes para saborearlos, lanzarlos al aire,
recogerlos y amarlos). Dios el Padre miró toda esta fiesta
alocada y dijo: “Maravilloso. ¡Justo lo que estaba pensando! ¡Oh
sí!”. Y todo lo que Dios el Hijo y el Espíritu Santo pudieron
pensar en decir fue: “¡Ah sí, sí!”. Se rieron por años, diciendo
cosas como qué grandioso era para el ser humano ser, lo
inteligente que había sido el Padre en concebir la idea, lo bueno
que había sido el Hijo al poner todas las dificultades juntas, lo
gentil que había sido el Espíritu en dedicar tanto tiempo a la
coreografía. Se contaron viejos chistes entre ellos, y el Padre y el
Hijo bebieron su vino en la unidad del Espíritu Santo y se
arrojaron olivas y champiñones en vinagreta por los siglos de los
siglos.

Claramente esta es una analogía grosera, pero tal vez las analogías
burdas son las más seguras. Todos saben que Dios no es un viejo
barbudo que arroja aceitunas. Pero nadie está convencido de que Dios
no sea meramente una “fuerza cósmica”, una “causa incausada” un
“motor inmóvil” o cualquiera de las otras analogías que usamos para Él.
La imagen de la creación como resultado de una parranda trinitaria
divertidísima puede ser muy loca, pero en realidad nos da un indicio de
que Dios se deleita en su creación.
El Génesis dice que la creación es buena. Las cosas creadas son las
innumerables respuestas al deleite del Dios que las desea y la convierte
en realidad. Tomás de Aquino dijo que ser es bueno en sí mismo. Ser y
bueno son intercambiables.
Por supuesto que no siempre es sencillo ver que todo ser sea bueno.
Afirmar nuestra fe en la bondad de la creación se torna problemático en
vistas a un terremoto en la ciudad de México que se lleva cinco mil
vidas, o en el alud en Colombia que mata a cuatro mil personas. Además,
como observa Capon, hay que considerar los hongos venenosos, las
células cancerígenas, los trematodos hepáticos, las ballenas asesinas y
los usureros. Pero no encontramos ninguna retractación en La Palabra:
“Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran
manera” (Génesis 1:31).
La naturaleza humana, liberada de la esclavitud del pecado, es capaz
de una santidad increíble. El evangelista Robert Frost en un discurso
dado en San José, California, comentó: “El Señor me confrontó con el
desafío: ‘¿Por qué persistes en ver tus hijos en las manos del diablo, en
vez de verlos en los brazos de su fiel Pastor?’. Luego comprendí en mi
mente que había estado imaginándome los males del siglo presente como
más poderosos que el amor eterno de Dios”.
La espiritualidad pascual recupera el elemento de deleite en la
creación. ¡Imagine el éxtasis, el grito de júbilo, cuando Dios crea a una
persona a su imagen! ¡Cuando Dios lo creó! El Padre se entrega a sí
mismo el regalo que es usted. De un infinito número de posibilidades,
Dios nos revistió a usted y a mí de existencia.
A rigor de verdad, tengo que preguntarme: ¿Realmente he llegado a
apreciar el maravilloso regalo que soy? ¿O mido mi valía por la
textura de mi cabello, la estructura de mi rostro o el tamaño de mi
cintura? ¿Puede el regalo del Padre para sí mismo ser otra cosa menos
que hermosa? Yo canto de sus otros regalos: “… muchachas en vestidos
blancos con cinturones azules de satín, copos de nieve en mi nariz y
pestañas”.6 ¿Por qué no me gusta mi hermoso yo? La espiritualidad
pascual dice que por causa de la muerte y resurrección de Jesucristo
puedo amarme a mí mismo no a pesar de mis defectos y verrugas sino
con ellas. Así es la aceptación del Dios de Jesús.
En cuarto lugar, la espiritualidad pascual está signada por la firma
de Jesús. No hay un cristianismo genuino en donde la señal de la cruz
esté ausente. La gracia barata es gracia sin la cruz, un asentimiento
intelectual a una polvorienta casa de empeños de creencias doctrinales
mientras que vagamos sin rumbo con los valores culturales de la ciudad
secular. El discipulado sin sacrificio alimenta un cristianismo cómodo
que casi no se distingue en su mediocridad del resto del mundo. La cruz
para un seguidor de Cristo es tanto la prueba como el destino.

Lo que necesitamos desesperadamente volver a comprender es


que es peligroso ser un verdadero cristiano. Alguien que toma su
cristianismo en serio se dará cuenta de que la crucifixión no es
algo que le pasó a un hombre hace mil novecientos cincuenta y
tantos años, ni el martirio era la suerte de sus primeros
seguidores. Debería ser un riesgo omnipresente para cada
cristiano. Los cristianos en cierta forma deben —y necesitan—
vivir peligrosamente si han de llevar su fe a la práctica. Los
tiempos lo han hecho aparente. Hoy los tiempos demandan que
asumamos riesgos mayores por la paz. Y en el combate contra las
fuerzas atrincheradas de la escalada armamentista —los
principados y poderes de este siglo— que incluyen en gran
medida el riesgo del martirio (…) Es tiempo de asumir un riesgo
comunitario, congregacional y corporativo.7
Una predicación tibia y una adoración sin vida han esparcido tantas
cenizas en el fuego del Evangelio que casi no sentimos más el
resplandor. Nos hemos acostumbrado tanto a la verdad cristiana
principal —Jesús desnudo, despojado, crucificado y resucitado— que ya
no lo vemos por lo que realmente es: una citación a despojarnos de los
cuidados terrenales y la sabiduría mundana, de todo deseo de alabanza
humana, de la codicia de cualquier clase de comodidad (incluidas las
consolaciones espirituales). Es una citación para estar listos para
alzarnos y ser contados como pacificadores en un mundo violento. Es un
llamado a abandonar la pretensión de que realmente no somos mundanos
(el tipo de mundanalidad que prefiere la tarea más atractiva por sobre la
menos atractiva y que nos dirige a esforzarnos más por personas con las
que queremos estar bien).
Aun el último harapo al que nos aferramos —la autoadulación que
sugiere que somos humildes cuando negamos tener cualquier semejanza a
Cristo—, incluso ese tendrá que irse cuando estemos cara a cara ante el
crucificado Hijo de Dios.
Charles Colson, inescrupuloso y chanchullero participante del
escándalo Watergate, es testigo de muchos aspectos de una espiritualidad
centrada en la resurrección. Su conciencia de la salvación en comunidad
habla por sí misma a través de su ministerio carcelario. Además, su vida
es una encantadora carta para Dios con la firma de Jesús. Cuando supo
que tenía un cáncer maligno, pensó que quedaría hecho añicos, pero
descubrió hecho añicos, pero en su confrontación con el temor y el
sufrimiento que no hay nada por lo que Dios no derrame su gracia en
abundancia. El tumor fue diagnosticado enseguida, y los doctores le
aseguraron que el diagnóstico era excelente.
Colson dijo: “Mi sufrimiento me dio un entendimiento nuevo en
algunas cosas (…) [como sobre] el evangelio de la salud y la
prosperidad. Si Dios de veras libera a las personas de todo el dolor y la
enfermedad, y tanta gente lo afirma, ¿por qué estoy yo tan enfermo?
¿Acaso mi fe se ha debilitado? ¿He caído del estado de favor de Dios?
No, siempre he reconocido esas enseñanzas como teología falsa. Pero
después de cuatro semanas en la unidad de cuidados intensivos llegué a
verlo como algo más: un insolente obstáculo para el evangelismo real”.
Mientras que arrastraba su pie de suero por todo el pasillo del
hospital, un hindú que visitaba a su hijo desesperadamente enfermo le
preguntó a Colson si Dios sanaría a su hijo si él, el padre, nacía de
nuevo. “Él dijo que había oído cosas como esas en la televisión. Al
escucharlo me di cuenta lo arrogante que suena la religión de la “sanidad
y prosperidad” para las familias que sufren. Los cristianos pueden estar
a salvo del sufrimiento, pero el pequeño hindú quedó ciego. Uno no
puede culpar a un hindú ni a un musulmán ni a un agnóstico por resentirse
o hasta odiar a un Dios así”. En cuanto a su cáncer, “no sabemos los
motivos pero lo que sí sabemos es que nuestro sufrimiento y debilidad
puede ser una oportunidad para testificar al mundo de la asombrosa
gracia de Dios que opera a través de nosotros”.8 La espiritualidad
pascual no es nada menos que un lazo con Cristo solamente, un completo
apego a su persona, compartir el ritmo de su muerte y resurrección, una
participación en su vida de dolor, rechazo, soledad y sufrimiento.
Parafraseando a Francis Thompson: “La leña debe ser carbonizada antes
que Él pueda dibujar con ella”.
Una quinta dimensión de la espiritualidad pascual es que es alegre
y optimista. Está arraigada en la esperanza. Anhela con impaciencia ver
la glorificación final de la segunda venida. El clamor del cristiano es:
“¡Vendrá un gran día!”. El Dios fiel que guió a sus hijos a la tierra
prometida nos guiará a nosotros a la tierra prometida de la gloria en
donde la victoria de Jesucristo brillará como una luz de neón en los
cielos, y las trompetas angelicales anunciarán la cosecha final. El
verdadero cristiano es el amante separado de su amado; el día de la
reunión no puede estar lejos. Tal es el espíritu gozoso, esperanzado y
animado que caracteriza la espiritualidad pascual. Esto debe establecer
el tono de nuestra vida en Cristo, día a día.
Esta es la raíz y la fuente del gozo cristiano, el júbilo y la risa. Es la
razón por la que el teólogo Robert Hotchkins puede insistir en que “los
cristianos deberían estar celebrando constantemente”:
Deberíamos estar preocupados con fiestas, banquetes y
celebraciones. Deberíamos entregarnos a genuinas orgías de gozo
por causa de nuestra creencia en la resurrección. Deberíamos
atraer a la gente a nuestra fe casi literalmente por lo divertido que
es ser cristiano. Lamentablemente, sin embargo, enseguida nos
volvemos sombríos, serios y pomposos. Desafiamos nuestra
propia tradición porque tenemos temor de perder el tiempo o de
encariñarnos. En palabras de Teresa de Ávila, “de devociones
absurdas y santos con cara de pocos amigos, líbranos Señor”.

La victoria de Jesús en el Calvario nos presenta dos alternativas: o


creemos en la resurrección, y por ende creemos en Jesús de Nazaret y el
Evangelio que Él predicó, o creemos en la no resurrección y no creemos
en Jesús de Nazaret ni en el Evangelio que predicó. Si la Pascua no es
historia, debemos ponernos cínicos. En otras palabras, o creemos en la
resurrección y en un Jesús vivo que está con nosotros en fe, y entregamos
nuestras vidas a ambos, o no. O descartamos las buenas nuevas por ser
demasiado buenas para ser ciertas, o nos damos permiso para ser
personas increíblemente gozosas por causa de ellas. Un cristiano está
llamado a creer en un Dios que ama y en su Cristo que ha resucitado.
Creemos, y creemos firmemente; creemos, y creemos alegremente.
El gozo en el Jesús resucitado está directamente conectado con la
calidad de nuestra fe. La madre Teresa eligió vivir su vida entre los más
afligidos de los hijos de Dios, pero podía decir: “Nunca dejes que algo
llene tu corazón de tanto dolor que olvides el gozo del Señor
resucitado”.
Ignacio de Loyola animaba a los cristianos a orar con frecuencia por
una alegría intensa.9 Él no se refería a un aturdimiento o alegría de
cóctel o siquiera a un intento de sonreír en medio de las lágrimas. Este
es un regocijo que está arraigado en la victoria y la promesa del Jesús
resucitado. La compasión, la habilidad de sufrir con la herida del otro,
es una cualidad cristiana esencial; igualmente importante es la capacidad
de gozarse con la felicidad de los demás. La alegría intensa está anclada
en el gozo que Cristo ahora siente a la diestra del Padre. Cada lágrima
ha sido secada. No hay más lamento ni tristeza en la vida del Jesús
resucitado.
Cuando recibimos este don de intensa alegría, produce en nosotros un
gozo sólido e inviolable, enraizado mucho más profundo que las arenas
cambiantes de nuestros sentimientos inconstantes. Pase lo que pase, ¡el
Señor ha resucitado! Nada puede extinguir este gozo y esta esperanza. Ya
sea que el día está bueno o con tormentas, sea que esté enfermo o goce
de buena salud, nada cambia el hecho de que Cristo ha resucitado. En la
Iglesia primitiva cada domingo era conocido como el banquete de “la
pequeña Pascua”. En nuestra propia cultura el Sabbat cristiano es un
llamado al gozo y el optimismo del domingo de resurrección.
El sexto aspecto de la espiritualidad pascual es que promueve la
unidad sin uniformidad. Jesús es el Camino, y su luz se refracta en miles
de formas en las diferentes personalidades. Él se encarna en nuevas y
sorprendentes maneras en cada uno de nosotros. Todos estamos llamados
a ser una manifestación única y singular de la verdad y el amor de
Cristo, no una copia carbónica de alguien más. No tenemos que intentar
poner a las personas dentro de un cierto molde, sino que debemos estar
listos para reconocer la rica variedad de personas y personalidades que
se funden para componer la Iglesia. En un intento por lograr una cierta
semejanza no se hace un esfuerzo por destruir la riqueza de la variedad.
En términos de adoración eclesial, el principio operativo es la unidad en
adorar a Dios sin la uniformidad del estilo.
Por último, la espiritualidad pascual considera libres a las
personas. Somos personas libres en virtud de la libertad con que Cristo
nos ha hecho libres. “Cristo nos libertó para que vivamos en libertad”
(Gálatas 5:1). Los cristianos debemos ser tratados por parte de las
autoridades religiosas como hombres y mujeres libres, no como
esclavos. Somos seres humanos responsables, con la habilidad de tomar
decisiones racionales. Una obediencia iluminada (no ciega) es el ideal
pascual. Hay plena aceptación de la verdad de que el destino de cada
persona está en sus propias manos, guiado y fortalecido por la gracia de
Cristo. Hay amplia conciencia de que el secreto fundamental de Jesús
era su respeto soberano por la libertad humana. Nunca trató de hacer
virtuosa a la gente en contra de su propia voluntad. Esa es la traición
esencial.
La Iglesia institucional es infiel a la ley de su propio “ser” cuando
viola la libertad. Cuando alguna figura de autoridad busca suprimir la
libertad, él o ella se ponen a sí mismos (aunque de manera inconsciente)
en oposición a Cristo y a su Iglesia. Dios nos creó a su imagen porque
quería un servicio libre aunque responsable. Cuando la virtud de la
obediencia se reduce a un patrón de dominación y sumisión, producimos
cobardes entrenados en vez de cristianos.
Tal vez esta sea la lección más difícil de la espiritualidad centrada en
la resurrección: vernos a nosotros mismos y a los demás como personas
libres y responsables. En vez de crear más libertad, todos nosotros
inconscientemente levantamos impedimentos para esa libertad, como ser
temores neuróticos, presiones y amenazas de castigo. La tragedia de
nuestros intentos por forzar a otros a ser virtuosos a la fuerza o por una
manipulación sutil es que esos esfuerzos son tan predominantes en
nuestras vidas, tan característicos de nuestras relaciones con los otros
que la mayoría de nosotros, la mayor parte del tiempo, no estamos
conscientes del problema. No percibimos que revelamos una falta de
respeto por la humanidad de aquellos con quienes tratamos, y que esta
falta de respeto es el problema esencial con el uso de la autoridad en la
Iglesia y en el hogar.
Si realmente conociéramos al Dios de Jesús dejaríamos de intentar
controlar y manipular a los otros “por su propio bien”, sabiendo muy
bien que no es así como Dios obra entre su Pueblo. Pablo escribe:
“Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Corintios
3:17).
Estas son las características básicas y dominantes de la espiritualidad
pascual centradas en la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo.
La muerte y la resurrección no son acontecimientos de una sola vez que
ocurren solamente al final de nuestro peregrinaje. Son el patrón de
nuestras vidas día tras día.

Cada vez que dejamos ir el pasado para abrazar el futuro,


revivimos el peregrinaje pascual de Jesús en nuestra carne. Cada
vez que permitimos que nuestros temores o nuestro egoísmo
mueran, nos abrimos paso a una nueva vida. Cada vez que nos
abrimos al Espíritu para que Él pueda derribar las barreras de
sospecha y amargura, llegamos al hogar de nuestro yo, de nuestra
comunidad y del Señor. “Muero cada día”, escribió Pablo. Bien
podría haber agregado: “Y cada día resucito a una nueva
vida”.10Escribir la carta de nuestras vidas sobre la firma de
Jesús es reconocer su muerte y resurrección cuando se marcan en
nuestras acciones y se graban en nuestro corazón. En un contexto
así, la muerte no puede ser una nueva experiencia para nosotros,
¡ni tampoco la resurrección!
C a pít ulo 7

Celebra la oscuridad

U n cristiano pensaba que era de vital importancia ser pobre y


austero. Nunca se le había ocurrido que lo realmente importante
era rendir su ego, que el ego se engorda de la santidad tanto como de la
mundanalidad, de la pobreza como de la riqueza, de la austeridad como
de la lujuria. No hay nada de lo que el ego no se valga para inflarse a sí
mismo.
DISCÍPULO: Vengo a ti con las manos vacías.
MAESTRO: ¡Entonces suéltalo de una vez!.
DISCÍPULO: ¿Pero cómo puedo soltar algo, si no tengo nada?.
MAESTRO: Entonces llévalo contigo. Tú puedes hacer de la nada una
posesión y llevar tu renuncia contigo como un trofeo. No sueltes tus
posesiones, ¡suelta tu ego!1
La muerte al yo es necesaria para poder vivir para Dios. Se requiere
una crucifixión del ego. Por esa razón, la oración de un cristiano maduro
inevitablemente lo dirige a la purificación de lo que san Juan de la Cruz
llamó la oscura noche de los sentidos y del espíritu, la cual, a través de
la soledad y la aridez, entierra el egoísmo y nos lleva a salir de nosotros
mismos para experimentar a Dios.
La “noche oscura” es un lugar muy real, como cualquiera que haya
estado allí se lo podrá decir. Alan John la llama “la segunda
conversión”. Mientras que la primera conversión se caracteriza por el
gozo y el entusiasmo, y está llena de consuelo y un profundo sentido de
la presencia de Dios, la segunda está signada por la sequedad, la
esterilidad, la desolación y un profundo sentido de la ausencia de Dios.
La noche oscura es una etapa indispensable del crecimiento espiritual
tanto para el cristiano de forma individual como para la Iglesia.
Merton escribió:

Hay una necesidad absoluta de la oración solitaria, simple,


oscura, que sobrepasa los pensamientos, los sentimientos (…) A
menos que esa dimensión esté presente en la Iglesia en alguna
parte, todo carece de vida, luz e inteligencia. Es una especie de
estabilizador y brújula oculta, secreta, desconocida. Sobre esto
no tengo dudas ni vacilaciones.2Aunque es dolorosa, la
purificación del ego en la noche oscura es el camino supremo a la
libertad y madurez cristiana. De hecho, a menudo es la respuesta
a la oración.

¿Alguna vez has orado para poder ser una persona de oración? ¿Has
orado alguna vez por una conciencia más real y patente de la presencia
de Dios a lo largo de todo el día? ¿Has orado alguna vez para poder ser
más bondadoso y humilde de corazón? ¿Has pedido alguna vez un
espíritu que pudiera tomar distancia de las cosas materiales, las
relaciones personales y las comodidades? ¿Has clamado por un aumento
de fe?
Yo sí, y sospecho que todos hemos orado pidiendo esos dones
espirituales. Pero me pregunto si de veras queríamos lo que dijimos
cuando pedimos esas cosas. ¿Realmente lo queríamos? Creo que no. De
otro modo, ¿por qué retrocedimos con asombro y tristeza cuando
nuestras oraciones fueron respondidas? Para empezar, el sufrimiento que
involucró llegar a la respuesta nos hizo apenarnos de haberlo pedido.
Pedimos crecimiento espiritual y madurez cristiana pero realmente no
los queremos (al menos no en la forma que Dios elige concedérnoslos).
Por ejemplo, si le pedimos al Señor que nos haga orar más, ¿cómo
contestará Él nuestras oraciones? Llevándonos sobre nuestras rodillas
por medio de la adversidad y el sufrimiento. ¿Alguna vez has oído a un
cristiano quejarse: “¿Qué pasó aquí? Desde que ‘nací de nuevo’ todo se
vino abajo. Perdí mi trabajo y las llaves del auto, me peleé con mi
esposa, me subí al avión equivocado y acabé en Filadelfia en vez de en
San Francisco?”.
A través de una secuencia de acontecimientos humanos (divinamente
inspirados), el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo nos lleva a un
estado de devastación interior. Cuando estamos allí, es muy probable
(aunque no inevitable) que nos volvamos más a la oración. Hasta ahora
tal vez no habíamos orado con tanta profundidad. Pero ahora oramos de
verdad. Quizás no hacemos tantas oraciones, y no seguimos al pie de la
letra las fórmulas establecidas que suponíamos que eran correctas, pero
oramos como nunca antes en la vida. Dios nos acerca a Él. Preguntamos:
“¿Qué ocurre?”. Y la respuesta llega así: “¿No recuerdas? Esto fue lo
que pediste. No hay gracia barata. Querías ser una persona de oración.
Ahora lo estás haciendo”.
Nuestra petición original era alcanzar un estado constante de
devoción. Bueno, nada inspira a la oración más que la adversidad, la
tristeza y la humillación. En esos tiempos de quebranto oramos lo mejor
que sabemos. Nuestra oración se eleva con simplicidad: “Señor
Jesucristo, Hijo de Dios, confío en ti”. O: “Abba, te pertenezco”. En
palabras de Catherine de Hueck Doherty, “… ponemos nuestra cabeza en
nuestro corazón y se cura nuestra miopía cerebral”.
Cuando oramos pidiendo el don de un corazón devoto, el Señor nos
arranca los puntales sobre los que nos apoyamos y nos lleva a una
desolación espiritual en la noche oscura del alma, para poder orar con
un corazón puro. Como dice el Pastor de Hermas, del siglo II:
“Tengamos cuidado de no buscar experiencias místicas cuando lo que
deberíamos buscar es arrepentimiento y conversión”. Este es el
comienzo de nuestro clamor a Dios: “Dios, hazme lo que debo ser;
cámbiame, a cualquier precio”. Y cuando hemos pronunciado esas
peligrosas palabras, deberíamos estar preparados para que Dios las
oiga. Son peligrosas porque el amor de Dios es despiadado. Dios quiere
nuestra salvación con la determinación debida a su importancia. Y, como
concluye el Pastor de Hermas: “Dios no nos dejará hasta que haya
quebrado nuestros corazones y nuestros huesos”.3
Jesús dice: “Aprendan de mí, pues yo soy apacible y humilde de
corazón” (Mateo 11:29). Esas bellas palabras son un retrato del corazón
de Cristo. Entonces respondemos: “Jesús, manso y humilde de corazón,
haz nuestro corazón como el tuyo”. ¡Ahora sí estamos hablando en serio!
Acabamos de abrir la caja de Pandora. ¿Por qué? Porque no aprendemos
la humidad leyendo sobre ella en libros espirituales o escuchando sus
bondades en los sermones. Aprendemos la humildad directamente de
parte del Señor Jesús en cualquier forma que Él desee enseñárnosla. La
mayoría de las veces la aprendemos mediante humillaciones.
¿Qué es la humildad? Es la dura comprensión y aceptación del hecho
de que soy totalmente dependiente del amor y la misericordia de Dios.
Crece cuando nos despojamos de toda autosuficiencia. La humildad no la
atrapamos al repetir frases piadosas; se alcanza de la mano de Dios. Es
Job otra vez en el muladar cuando Dios nos recuerda que Él es nuestra
única verdadera esperanza.
Conozco a un hombre que se sintió cómodamente cercano a Cristo por
treinta años porque su ministerio había sido exitoso. Había marcado un
hito, hecho una buena obra, y era respetado y estimado en su comunidad.
Parecía que su éxito era la recompensa de su fidelidad. Entonces un día
Dios tuvo compasión de él y le concedió su oración de ser humilde de
corazón.
¿Qué sucedió?
En un momento deslumbrante de verdad, el hombre vio que su éxito
ministerial estaba atestado de vanidad y egoísmo. Pronto sus amigos se
alejaron. Su popularidad se desvaneció. Se volvió consciente de la
desconfianza de los demás. Crecieron las diferencias radicales sobre
temas como crecimiento de la iglesia y evangelismo. Una enfermedad le
acarreó inactividad, aumentando el sentido de pérdida.
El hombre ingresó en la noche oscura. Por primera vez experimentó la
insoportable ausencia de Dios en su vida. Sospechaba que su vida había
sido una decepción para Dios, una desilusión que no tenía el poder de
deshacer. Sentía que había perdido a Jesús por el orgullo y el egoísmo.
Estaba convencido de que el rechazo del Juez divino en el libro de
Apocalipsis se dirigía a él: “Dices: ‘Soy rico; me he enriquecido y no
me hace falta nada’; pero no te das cuenta de que el infeliz y
miserable, el pobre, ciego y desnudo eres tú” (3:17).
El dolor era insoportable, la noche oscura era una boca de lobo. Más
adelante, sin embargo, cuando el hombre recordaba esa experiencia
dolorosa de reducción del ego, reconoció que su agonía había sido una
respuesta a la oración, que la humillación que había soportado era la
manera de Dios decir sí a su pedido de ser más como Jesús.
Bíblicamente no hay nada más detestable que una persona
autosuficiente. Esa persona está tan llena de sí misma, tan inflada de
orgullo y arrogancia que es insufrible. Esta es una escena que se
reproduce en mi mente:
Una mujer humilde me busca por mi renombre como guía espiritual.
Es simple y directa: “Por favor, enséñeme a orar”.
Secamente le pido: “Cuénteme algo sobre su vida de oración”.
Baja la mirada y me dice con tono arrepentido: “No hay mucho que
decir. Bendigo los alimentos”. Secamente le respondí: “¿Bendice los
alimentos? Eso es bueno. Yo doy gracias al levantarme y al acostarme, y
doy gracias antes de leer el periódico y apagar el televisor. Doy gracias
antes de deambular y de defecar, antes de ir al teatro o a la ópera, antes
de correr, nadar, caminar, cenar, dar conferencias o escribir. ¡Incluso doy
las gracias antes de decir gracias!”.
Y Dios me susurra: “Tú eres un canalla desagradecido. Hasta el deseo
de dar las gracias en sí mismo es un don mío”.
Hay una leyenda cristiana antigua que dice algo así:

Cuando el Hijo de Dios estaba clavado en la cruz y entregó su


espíritu, descendió directamente desde la cruz al infierno y
libertó a los pecadores que estaban allí atormentados. Y el diablo
lloraba y se lamentaba ante el pensamiento de que no tendría más
pecadores en el infierno.
Entonces Dios le dijo: “No llores, porque yo te enviaré a
aquellos santos que se han vuelto autocomplacientes en la
conciencia de su bondad y autojustificados en la condenación a
los pecadores. Y el infierno estará lleno una vez más por
generaciones hasta que yo regrese”.4

La mayor parte del tiempo el cristiano autosuficiente está ciego a sus


pretensiones arrogantes. Incluso la oración es utilizada para la
autojustificación. Él anda por la vida recitando alegremente frasecitas
piadosas como ser: “Jesús, mantenme humilde”. Y al final el Dios que no
puede ser manipulado ni controlado responde: “Bueno. Quieres ser
humilde, ¿no es cierto? Esta secuencia de humillaciones y fracasos se
encargará de eso”.
La escuela de la humillación es una gran experiencia de aprendizaje;
no hay otra como ella. Cuando se nos concede el don de un corazón
humilde, nos aceptamos un poco más y somos menos críticos con los
demás. El autoconocimiento nos brinda una conciencia humilde y realista
de nuestras limitaciones. Nos lleva a ser pacientes y compasivos con los
demás, mientras que antes éramos demandantes, insensibles y creídos.
Atrás quedan la complacencia y la intolerancia que hacían a Dios
superfluo. Para la persona humilde hay una conciencia constante de su
propia debilidad, insuficiencia y necesidad desesperada de Dios.
Probablemente el momento de mi vida en que estuve más cercano a la
Verdad que es Jesucristo fue la experiencia de ser un vagabundo
abandonado en las alcantarillas de Fort Lauderdale, Florida. En su
novela The Moviegoer [‘El cinéfilo’], Walker Percy escribe: “Solo una
vez en mi vida se rompió la cotidianeidad: cuando yacía sangrando en un
pozo”. Paradójicamente, una experiencia igual de impotencia no nos
pone tristes. Es un gran alivio porque nos lleva a no confiar en nuestras
propias fuerzas sino en el poder ilimitado de Dios. La comprensión de
que Dios es el agente principal hace que el yugo sea más fácil, la carga
más ligera y el corazón más apacible.
Por supuesto, la experiencia más fulminante de reducción del ego se
da cuando oramos: “Señor, aumenta mi fe”. Aquí debemos andar con pie
de plomo, porque la vida de fe pura es la noche oscura. En esta “noche”
Dios permite que vivamos por fe solamente. La fe madura no puede
crecer donde tenemos exceso de toda clase de comodidades y consuelos
espirituales. Todo eso debe ser quitado si hemos de avanzar en la pura
confianza de Dios. El Señor nos retira todos los apoyos tangibles con el
fin de purificar nuestros corazones, para discernir si estamos
enamorados de los dones del Dador o del Dador de los dones.

La pregunta es: “¿Adoro a Dios o adoro mi experiencia con


Dios?”. Si quiero evitar el enfoque narcótico de la religión que
me obliga a andar de experiencia en experiencia, esperando
mayores y mejores cosas, debo saber lo que creo aparte de los
sentimientos buenos o despreciables que pueden o no acompañar
esa creencia. La segunda conversión [la noche oscura del alma]
tiene que ver con aprender a resistir y florecer cuando los
sentimientos cálidos, los consuelos y los apoyos que
acompañaban a la primera conversión son quitados. ¿La fe se
evapora cuando el sentimiento inicial se disuelve? En términos
psicológicos, el ego tiene que quebrarse; y este quiebre es como
entrar en una gran oscuridad. Sin esa lucha o aflicción, no puede
haber movimiento en amor.5

La oración para que aumente nuestra fe separa a los hombres de los


muchachos, a las mujeres de las niñas y a los místicos de los románticos.
En su autobiografía, la mística del siglo XIII, Catherine de Siena,
describía su vida de oración como gloriosa. Ella tenía plena conciencia
de la morada divina. Le encantaba pasar días a solas encerrada en su
habitación disfrutando la presencia del hermoso Dios que habitaba en su
corazón. Eran tiempos de inmensa consolación espiritual, experiencias
inspiradoras, momentos de encuentros de intimidad personal. Había paz,
gozo, seguridad, certeza. Dios, su Dios, siempre estaba con ella. Su vida
en el espíritu sería una continua espiral ascendente.
Eso pensaba.
Hasta que un día su confortable vida en Cristo estalló. Perdió los
consabidos sentimientos de la segura posesión de Dios. La Trinidad que
moraba en ella —sentía— se había ido. Perdió el sentido de su
presencia y creía que la misma muerte la influenciaba. Aun los recuerdos
de Él le parecían irreales. Dios se había esfumado como el sueño de la
noche anterior. Ahora lo único que ocupaba su conciencia era el pecado.
Imágenes impuras fluían por sus pensamientos, y su cuerpo se estremecía
en respuesta. Sentía como si hubiera sido sumergida en una piscina de
inmundicia, y que había perdido para siempre su pura y gozosa vida en
Cristo. Estaba zambullida en la noche oscura. Pero la oscuridad
demostró ser la matriz desde la cual surgió la luz, la gracia y el
crecimiento de la fe.
Después de un largo período de sequedad, vacío y aridez, sin ninguna
preparación o advertencia, Catherine de pronto encontró a Jesús otra
vez. Tuvo una profunda experiencia de su amorosa presencia en la misma
habitación en donde había sido tentada tan fuertemente. Se quejó con
enojo: “Señor, ¿dónde estabas cuando todas esas imágenes repugnantes
atormentaban mi mente?”. La respuesta de Jesús la llevó a una nueva
profundidad en su fe: “Catherine, todo el tiempo que duraron esas
tentaciones yo estaba contigo en el fondo de tu corazón. De otra manera
no podrías haberlas vencido”.
En ese momento tan crítico, Catherine de Siena entregó para siempre
su viejo concepto de la presencia de Dios. Las palabras de Jesús le
habían enseñado que su presencia en el corazón de ella era algo más
hondo y más santo de lo que ella podía imaginar o sentir. En su vida Él
siempre es un Dios escondido. Los sentimientos humanos no pueden
alcanzarlo y los pensamientos humanos no pueden medirlo. La
experiencia personal no puede aumentar la certeza de su presencia más
de lo que la ausencia de ella puede disminuirla. Esas palabras hicieron
que Catherine comprendiera como nunca antes que nada excepto un
pecado grave, consciente y deliberado podría separarla del Amado de su
alma. Ni el ruido, ni la gente irritante, ni las distracciones o tentaciones,
ni el sentimiento de consolación o desolación, ni el éxito o el fracaso;
nada sino darle la espalda podría separarla del amor de Dios visible en
Cristo Jesús el Señor nuestro. Él siempre estaría allí en la silenciosa
oscuridad así como lo prometió: No temas, siempre estaré contigo.
Catherine había perdido la presencia de Dios solo para encontrarla
nuevamente en la “profunda y resplandeciente” oscuridad de una fe más
rica. La noche oscura era una respuesta a la oración. Ella era libre para
celebrar la oscuridad.
Tendemos a creer que cuando ya no sentimos la presencia y el
consuelo de Dios, Él ya no está allí. Alan Jones resume la teología de
san Juan de la Cruz respecto de la noche oscura:

La primera señal [de la noche oscura del alma] es que ya no


tenemos ningún placer o consolación ni en Dios ni la creación.
Nada nos complace. Nada nos conmueve. Todo y todos nos
parecen insípidos y poco interesantes. La vida es polvo y cenizas
en la boca.
La segunda señal es un sentido persistente y amargo de fracaso,
aunque el creyente conscientemente trata de centrar su vida en
Dios. Hay un sentido de nunca haber hecho lo suficiente y de
necesitar expiar algo que no tiene nombre.
La tercera señal, y la que nos resulta más amenazante en la
actualidad, es que ya no es posible orar o meditar con la
imaginación. Las imágenes, las ilustraciones y las metáforas ya
no parecen llegarnos. Dios (si es que está allí) ya no se comunica
con nosotros a través de los sentidos. En términos más modernos,
es cuestión de vivir de un centro diferente al ego. Aun el
comenzar a hacer esto es ingresar a una gran oscuridad, una nueva
clase de luz o iluminación viene; y a través de ella nuestra
relación con Dios, aunque más oculto que antes, se vuelve más
profunda y directa.6
Esta experiencia de oscuridad es fundamental para el estilo de vida
sellado. Con el ego purgado y el corazón purificado mediante las
pruebas de la noche oscura, la vida interior de un auténtico discípulo es
un asunto oculto e invisible. Hoy parece que Dios llama a muchos
cristianos comunes y corrientes a esta danza de pérdida y ganancia. El
hambre que encuentro en toda la Tierra por el silencio, la soledad y la
oración centrada es el Espíritu de Cristo que nos llama de la
superficialidad a la profundidad.
Sin dudas en nuestra vida hubo períodos de intenso fervor cuando casi
podíamos tocar la bondad de Dios. Estudios bíblicos, reuniones de
oración, retiros y tiempos devocionales fueron una preciosa seguridad
para muchos de nosotros. Era placentero pensar en Dios, un consuelo
hablar con Él, un gozo estar en su presencia. Tal vez todo eso haya
cambiado. Podemos sentir que hemos perdido a Cristo y el temor de que
nunca regrese. Ahora es difícil conectar dos pensamientos sobre Él. La
oración se vuelve artificial. Las palabras dichas a Él suenan huecas en
nuestra alma vacía. Peor aún, los sentimientos opresivos de culpa
agudizan el sentido de pérdida. La noche se cierne en derredor. Le hemos
fallado. Todo esto es culpa nuestra.
Es un consuelo saber que esta es la senda que muchos han transitado
antes que nosotros. Además, es reafirmante enterarnos que el tan
anhelado crecimiento en la fe no está muy lejos. El amor y la
misericordia de Dios no nos han abandonado. Las nubes pueden
rodearnos en oscuridad, pero arriba, el sol brilla con fuerza. La
misericordia de Dios nunca falla. El cristiano que se rinde en confianza a
esta verdad encuentra a Jesucristo de una nueva manera. Eso marca el
comienzo de una vida más profunda de fe, en donde el gozo y la paz
florecen aun en medio de las tinieblas, porque están enraizados, no en
sentimientos humanos superficiales, sino en lo hondo de la oscura
certeza de fe de que Jesús es el mismo ayer, hoy y siempre.
La misma incapacidad de sentir su presencia con nuestras emociones
inestables, o de apreciar su bondad con nuestros pensamientos débiles,
se convierte en una ayuda más que en un obstáculo. El gozo y la pena
pueden hacer desastres con nuestros sentimientos, pero debajo de esta
superficie cambiante, Dios habita en la oscuridad. Es allí cuando vamos
a encontrarnos con Él; es allí que oramos en paz, en silencio y prestando
suma atención al Dios cuyo amor no conoce sombra de mutación. Es allí
que celebramos la oscuridad en la reposada certeza de la fe madura.

El contemplativo no es el hombre o la mujer que tiene ardientes


visiones del querubín (…) sino simplemente el que ha expuesto
su mente al desierto más allá de las palabras y de las ideas,
donde Dios se encuentra en la desnudez de la confianza pura, es
decir, en la entrega de nuestra pobreza y falta de completitud (o
imperfección), con el fin de no tensar más nuestras mentes en un
espasmo, al pensar en sí mismas, como si el pensamiento nos
hubiera hecho existir. El mensaje que el contemplativo ofrece no
es que necesitas encontrar tu camino a través del lenguaje y los
problemas que hoy rodean a Dios sino que, lo entiendas o no,
Dios te ama, está presente en tu vida, vive en ti, habita en ti, te
llama, te salva y te ofrece un entendimiento y una luz que no se
comparan con nada de lo que hayas encontrado en los libros u
oído en sermones.7

La teología de la noche oscura es simplicidad en sí misma: Dios nos


despoja de los deleites naturales y de las consolaciones espirituales para
entrar más plenamente en nuestros corazones. La madurez cristiana
radica en permitirle a Dios la libertad de obrar su soberana sabiduría en
nosotros, sin abandonar una vida disciplinada de oración por la
frustración, ni tampoco correr a las distracciones que el mundo nos
presenta. Lo que viene a mi mente es la imagen de una rama metida
varias veces en el fuego. A medida que el fuego va chamuscando la
rama, quema la savia natural y los jugos propios de la madera. Al
principio la madera está chamuscada y fea. Cada vez que es sometida al
fuego, el proceso purgador continúa. Al final, cuando todos los jugos
naturales que resistían la acción del fuego se evaporan, la madera toma
las cualidades del fuego mismo y brilla.
Las gracias de la oración, la humildad, el desapego y la fe profunda
son las hermosas cualidades de la llama. Podemos obtener esas
cualidades solo a través de la acción purgadora de la gracia de Dios. En
este proceso de purificación se nos prepara para recibir los dones por
los que hemos orado. Cuando hemos tocado fondo y nos hemos vaciado
de todo lo que pensábamos que era importante para nosotros, entonces es
allí cuando verdaderamente oramos, verdaderamente nos volvemos
humildes y despojados, y vivimos en la resplandeciente oscuridad de la
fe. En medio del vaciamiento sabemos que Dios no nos ha abandonado.
Meramente ha quitado los obstáculos que nos impedían tener una unión
más profunda con Él. En realidad estamos más cerca de Dios que nunca
antes, aunque estamos privados de las consolaciones que una vez
asociamos con nuestra espiritualidad. Lo que pensábamos que era
comunión con Él, en realidad era una barrera para esa comunión.
Pero la noche oscura no es el fin, es solo el medio de unión con Dios.
Le hemos pedido a Dios el don de la oración, y Él nos visita con
adversidad para llevarnos a arrodillarnos. Hemos orado por humildad, y
Dios nos nivela por medio de la humillación. Clamamos por una fe
mayor, y Dios nos despoja de los consuelos que habíamos identificado
como fe.
¿El crecimiento en Cristo viene inmediatamente?
No. El sufrimiento por sí solo no produce un espíritu de oración. La
humillación sola no incentiva la humildad. La desolación en sí no nos
garantiza el crecimiento de la fe. Esas experiencias meramente nos
predisponen a la oración, la humildad y la fe. Todavía podemos seguir
revolcándonos en la autocompasión y la rebelión, el orgullo o la apatía,
y el estado final será peor que el anterior. Podemos morder el polvo
hasta que el suelo se quede sin tierra, y salir solo con un sabor amargo
en nuestra boca. Todavía falta un paso crucial en este proceso de matar
el ego.
El rasgo más característico de la humildad de Jesús es el perdón y la
aceptación hacia los demás. En contraste, nuestra no aceptación de los
otros y nuestra falta de perdón nos mantienen en un estado de agitación e
inquietud. Nuestros resentimientos revelan que la firma de Jesús todavía
no ha sido escrita en nuestras vidas. La señal más cierta de unión con el
Cristo crucificado es el perdón hacia quienes han perpetrado una
injusticia contra nosotros. Sin perdón y aceptación la noche oscura será
tan solo eso. El resultado será un corazón apesadumbrado. El perdón a
los enemigos sella nuestra participación en la noche oscura de
Jesucristo, que clamó en favor de sus asesinos: “Padre, perdónalos
porque no saben lo que hacen”.
Una noche hace algunos unos años, en el monasterio de Steubenville,
Ohio, unos hermanos nombraban los mejores libros que habían leído,
aparte de La Biblia. Un hombre culto dijo que Las confesiones de san
Agustín sobrepasaban a todos los demás. Otro monje nombró la Suma
teológica de Tomás de Aquino. Un tercero agregó las Catequesis
mistagógicas de san Cirilo de Jerusalén. Sin pestañear, yo mencioné que
el libro más poderoso que haya leído aparte de Las Escrituras fue Ser
cristiano, de Hans Küng. Para mí, nadie jamás ha escrito o hablado con
tanta inteligencia apasionada sobre la noche oscura de Jesucristo. Esta es
una cita de su libro:

El sufrimiento sumiso de Jesús y su indefensa muerte, entre


maldiciones y deshonras, para sus enemigos y aun para sus
amigos, era la señal inequívoca de que estaba acabado y no tenía
nada que ver con el Dios verdadero. Su muerte en la cruz era el
cumplimiento de la maldición de la ley. “Todo el que es clavado
en un madero es maldito por Dios”. Éstaba completa y totalmente
equivocado; en su mensaje, conducta y todo su ser. su pretensión
fue refutada, su autoridad acabada y su camino ha demostrado ser
falso (…) El maestro hereje fue condenado, el falso profeta
deshonrado, el seductor del pueblo estaba desenmascarado y el
blasfemo rechazado. La ley había triunfado sobre este
“evangelio”.
Jesús se encontró solo, no solamente por parte de su pueblo,
sino por Aquel a quien había constantemente apelado como nadie
antes lo había hecho. Dejado completamente solo. No sabemos lo
que Jesús pensó y sintió mientras moría. Pero era evidente para
todo el mundo que había proclamado prematuramente el
advenimiento de Dios en su Reino y Dios no había venido. Un
Dios que era el amigo del hombre, que conocía sus necesidades,
que estaba cerca de él, pero este Dios estaba ausente. Un Padre
cuya bondad no conocía límites, que proveía para las cosas más
pequeñas y las personas más humildes, con gracia y al mismo
tiempo con poder; pero este Padre no daba señales, no producía
milagros.
Su Padre, por cierto, a quien le había hablado con una
familiaridad tan estrecha como nadie jamás había conocido, con
quien había vivido y obrado en una unidad más allá de lo
ordinario, cuya verdadera voluntad Él había aprendido con
inmediata certidumbre y a la luz de la cual se había atrevido a
asegurar a las personas el perdón de sus pecados; este Padre suyo
no decía una sola palabra. Jesús, el testigo de Dios, había sido
dejado plantado por el Dios de quien había atestiguado. La burla
a los pies de la cruz subrayaba vívidamente esta muerte sin
palabras, sin ayudas, sin milagros e incluso sin Dios.
La comunión con Dios que había parecido disfrutar sólo hacía
su abandono aun más singular. Este Dios y Padre con quien Él se
había identificado hasta el mismísimo final, al final no se había
identificado con el que estaba sufriendo. Y así todo parecía como
si nunca hubiera sido: en vano. Él, que había anunciado la
proximidad y la venida de Dios su Padre públicamente a todo el
mundo, moría totalmente olvidado por Dios y, por ende,
quedando públicamente ante todo el mundo como un pagano,
alguien juzgado por Dios mismo, desechado de una vez por todas.
Y como la causa por la que había vivido y peleado estaba tan
ligada a su persona, esa causa caía junto con su persona. No
había causa si no había persona. ¿Cómo alguien podría haber
creído su palabra después de que había sido silenciado y muerto
de esa manera escandalosa? Es una muerte que no se aceptaba
simplemente con paciencia sino que se soportaba con gritos a
Dios.8

Una descripción gráfica de la oscura noche de Jesucristo. Ninguna


mente humana jamás comprenderá las profundidades de la desolación, la
indescriptible soledad, el absoluto abandono que había detrás del clamor
de Jesús: “Eloi, Eloi; lama sabachtaní; Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?”. La cruz es tanto el símbolo de nuestra salvación
como el patrón de nuestras vidas. Todo lo que le sucedió a Cristo de
algún modo nos ocurre a nosotros. Cuando la oscuridad nos envuelve y
estamos sordos a todo excepto al grito desgarrador de nuestro dolor, nos
ayuda saber que el Padre traza en nosotros la imagen de su Hijo, que la
firma de Jesús está siendo estampada en nuestra alma.
Para Jesús, la noche oscura dio paso a la luz de la mañana:

Por eso Dios lo exaltó hasta lo sumo y le otorgó el nombre que


está sobre todo nombre, para que ante el nombre de Jesús se
doble toda rodilla en el cielo y en la tierra y debajo de la
tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para
gloria de Dios Padre.
—Filipenses 2:9-11

El perdón es la llave para todo. Forma la mente de Cristo dentro de


nosotros y evita el doloroso y costoso proceso de que la noche oscura se
convierta en un viaje del ego. Nos guarda de sentirnos “espiritualmente
avanzados” y que despreciemos a los que todavía disfrutan del confort y
los consuelos de la primera conversión. El bondadoso y humilde de
corazón tiene la mente de Cristo.
Henri Nouwen contaba la historia de un hombre anciano que solía
meditar temprano por las mañanas debajo de un enorme árbol en las
orillas del río Ganges. Una mañana, después de que había terminado su
meditación, el anciano abrió sus ojos y vio un escorpión flotando
desesperadamente en el agua. Cuando el escorpión fue barrido por el
agua más cerca de la orilla, el hombre rápidamente caminó sobre una
raíz del árbol que se adentraba en el agua y se agachó para rescatar a la
criatura que se hundía. Tan pronto como lo tocó, el escorpión lo picó.
Instintivamente el hombre sacó la mano. Un minuto después, cuando
había recuperado el equilibrio, se acomodó sobre las raíces nuevamente
para salvar al escorpión. Esta vez lo picó tan fuerte con su cola venenosa
que su mano se hinchó y se llenó de sangre y su rostro se contorsionó del
dolor.
En ese momento pasaba un transeúnte, que vio al anciano acostado
sobre las raíces luchando con el escorpión y le gritó: “Hey, hombre
estúpido, ¿qué te pasa? Solo un necio arriesgaría su vida por causa de
una criatura tan horrible y malvada. ¿No sabes que puedes morirte
tratando de salvar a ese escorpión desagradecido?”.
El anciano giró su cabeza. Mirando a los ojos del extraño, dijo con
calma: “Amigo, solo porque la naturaleza del escorpión sea picar, eso no
cambia mi naturaleza de salvar”.
Sentado aquí en la máquina de escribir en mi estudio, miro el símbolo
del Cristo crucificado en la pared, a mi izquierda. Y escucho a Jesús que
ora por quienes lo mataban: “Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen”.
El escorpión al que había tratado de salvar finalmente lo mató. Se me
ocurre que al transeúnte, el que lo ve estirado sobre las raíces del árbol
y grita: “Solo un loco arriesgaría su vida por causa de una criatura
detestable y desagradecida”, Jesús le responde: “Amigo, solo porque la
naturaleza de la humanidad caída sea lastimar, eso no cambia mi
naturaleza de salvar”.
Este es el repudio final al ego. Entregamos la necesidad de ser
vindicados, rendimos el reino del yo al Padre, y en la soberana libertad
de perdonar a nuestros enemigos, celebramos la luminosa oscuridad.
C a pít ulo oc ho

El amor de Jesús

A l final del pasillo del tiempo, los cristianos intentan lidiar con la
abrumadora realidad de la persona de Jesucristo. Yo defino lidiar
como “nuestra respuesta personal de adaptación y ajuste, que se produce
por el encuentro con el verdadero Jesús”.
Hay una tendencia en la mente de cada cristiano de remodelar el
Hombre de Galilea, de inventar el tipo de Jesús con el cual podamos
vivir, de proyectar un Cristo que valide nuestras elecciones y prejuicios.
El gran poeta inglés John Milton, por ejemplo, describió un Cristo
intelectual quien despreció a la gente común como “un rebaño
confundido, un gentío variado que exalta cosas vulgares”.
La tendencia de construir un Cristo con nuestros propios términos de
referencia y rechazar cualquier evidencia que desafíe las situaciones y
las suposiciones de nuestra vida es algo humano y universal. Para
muchos hippies en los sesenta, Jesús era muy parecido a ellos: un
agitador y un crítico social, un desertor de la carrera de ratas, un profeta
de la contracultura. Para muchos yuppies de los ochenta, Jesús era el
proveedor de la buena vida, el Señor del spa, un ejecutivo joven y
conducente con una misión mesiánica, el profeta de la prosperidad y de
la limusina con chofer. Después de todo, ¿no nos prometió cien veces
más en esta vida?
¿Es el Jesús del hippie o el Jesús del yuppie un fiel retrato del Jesús
valiente, dinámico, libre y demandante del Nuevo Testamento?
En el musical Godspell se nos presenta un evangelio soleado donde la
inocencia del carnaval, el humor maravilloso y la energía juvenil cantan
una canción de cuna al alma y nos atraen a un mundo sin
responsabilidades personales. Su enfoque selectivo da una regocijante
pero fundamentalmente falsa idea del mensaje del Evangelio. La
crucifixión es una desconcertante “necesidad teológica” para ser pasada
por alto tan apresuradamente. La resurrección se reduce a una canción,
“Long Live God” [‘Larga vida a Dios’]. ¿Qué hacemos con un evangelio
sin el misterio pascual? ¿Dónde está la firma de Jesús?
En su libro Jesús hoy en día, Martin Malachi recoge las distorsiones
históricas de Jesús a lo largo de los tiempos.
Primero, está “Jesús César”. En su nombre, la Iglesia combinó riqueza
y poder político con servicio a Dios, un matrimonio no sacramental de la
Iglesia y el Estado donde el Papa con su capa de armiño y el César con
su toga de seda se asociaron para construir imperios. Encontramos la
misma alianza impía hoy, en la capital de nuestra nación, ya que ciertos
líderes religiosos acechan los pasillos del poder bautizando a algunos
políticos y poniendo en listas negras a otros, siempre alegando que
encuentran apoyo en la enseñanza de Jesús.
“Jesús Apolo” llegó más tarde: un visionario romántico, un líder
humano hermoso sin connotaciones perturbadoras. Se convirtió en el
héroe de los caballeros encantadores y talentosos de los noventa y de los
primeros años del siglo XX, pensadores como Henry David Thoreau y
Ralph Waldo Emerson. Pero Jesús Apolo nunca ensució sus manos,
nunca entró al campamento del trabajador inmigrante en Miami o a un
barrio bajo de la ciudad de Nueva York. Él no era Salvador. No
intercedió por un salario, una vivienda decente, derechos civiles o el
cuidado de los ancianos.
En cada tiempo y cultura tendimos a darle a Jesús la forma de nuestra
propia imagen y remodelarlo de acuerdo con nuestras propias
necesidades, a fin de lidiar con la fatiga que provoca su presencia
original. “En una trinchera Jesús es una brigada de rescate; en un sillón
de dentista, un anestésico; en un día de examen, uno que resuelve el
problema; en una sociedad adinerada, un hombre pulcro y modesto; para
un guerrillero de Centroamérica, es un revolucionario barbudo”.1 Si
pensamos en Jesús como el amigo de los pecadores, es probable que los
pecadores sean nuestro tipo de gente. Yo sé, por ejemplo, que Jesús hizo
amistad con alcohólicos. Mi historia personal y mi condicionamiento
cultural hacen a Jesús compatible y compasivo con pecadores selectivos
como yo. Puedo lidiar con este Jesús.
Blaise Pascal escribió: “Dios hizo al hombre a su propia imagen y el
hombre le devolvió el cumplido”. Por cinco décadas he visto a los
cristianos formar a Jesús a su propia imagen; en cada caso una pequeña y
horrorosa deidad. En su clásico trabajo Your God is Too Small [‘Tu Dios
es demasiado pequeño’], J.B. Phillips enumeró varias de las caricaturas:
Policía Permanente, Resaca Paternal, Anciano Imponente, Manso y
Apacible, Pecho Celestial, Director General, Dios en Apuros, Dios para
la Elite, Dios sin Divinidad, etc.
La misma tendencia persiste hoy en la cristología, especialmente en
los discípulos de “Jesús Torquemada”. En la década del cincuenta ellos
persiguieron y torturaron a todos los que se atrevieron a disentir con su
limitada interpretación de Las Escrituras. Torquemada, cuyo nombre en
español significa “ortodoxia de la doctrina”, murió anciano en 1498,
habiendo sido responsable por dos mil muertes de personas prendidas
fuego en sus estacas y por el exilio de ciento sesenta mil judíos desde
España como forasteros indeseables: todo para la gloria de Dios. Los
torquemadistas están sanos y salvos hoy en cada cristiano
denominacional y no denominacional. La mentalidad miserable, los
celos, el ostracismo y el rencor todavía dividen el Cuerpo de Cristo.
En respuesta a su pregunta insistente: “¿Quién dices que Yo soy?”, mi
propia experiencia con Jesucristo clama: “¡Tú eres el Hijo de Dios, el
revelador del amor del Padre!”. Esta verdad asombrosa, que Jesús
encarna para nosotros un Padre que nos ama aun cuando nosotros
fallamos en cuanto a amar, es la buena nueva. La revelación de que
somos amados de una manera incomparable nos autoriza a ser locos por
Cristo, a celebrar la oscuridad bajo la firma de Jesús. “Porque el amor
de Cristo nos constriñe” (2 Corintios 5:14).
Sin embargo, mis varias décadas de experiencia pastoral me indican
que el asombroso descubrimiento de que Dios es amor ha tenido un
impacto insignificante en la mayoría de los cristianos y un mínimo poder
transformador. El problema parece ser que, lo sepamos o no, no lo
podemos aceptar. O lo aceptamos pero no estamos en contacto con ello.
O estamos en contacto con ello pero no nos rendimos.
A pesar de nuestra renuencia y resistencia, la esencia y novedad del
Nuevo Pacto es que la misma ley de la existencia de Dios es amor. Los
filósofos paganos como Platón y Aristóteles han llegado a través del
razonamiento humano a la existencia de Dios, hablando de Él vagamente,
en términos impersonales como “la causa incausada” y el “motor
inmóvil”. Los profetas de Israel revelaron al Dios de Abraham, Isaac y
Jacob en una manera más íntima y pasional. Pero solo Jesús reveló que
Dios es un Padre de ternura incomparable, que si tomamos toda la
bondad, la sabiduría y la compasión de las mejores madres y padres que
jamás hayan vivido, solo serían una sombra desvanecida del amor y la
misericordia del corazón del Dios redentor.
El cristianismo se mueve en un clima completamente permeado por el
amor, y somos llamados a una vida de discipulado compatible con él, no
a vivir en un nivel precristiano, discerniendo a Dios meramente en
términos de ley, reglas y obligaciones. Dios es amor. Somos llamados
por Jesucristo a entrar en una amistad íntima en la cual un miembro es un
ser humano y el otro el eterno Dios. Se nos invita a un diálogo personal
con Aquel que es santo y que está involucrado incondicionalmente con
nosotros. En su propia persona Jesús radicalmente afirmó que Dios no es
indiferente al sufrimiento humano. Jesús es La Palabra de Dios al mundo
que le dice: “Miren cuánto los amo”.
Si alguien te preguntara: “¿Cuál es la única cosa cierta en la vida?”,
antes de decir: “La muerte y los impuestos”, un discípulo debería
responder: “El amor de Cristo”. Ni los padres ni los amigos —aun los
más perfectos y amorosos— ni el arte o la ciencia o la filosofía o algún
producto de sabiduría humana. Solo el amor de Jesucristo hecho
manifiesto en la cruz es verdadero. Incluso no podríamos decir: “Dios es
amor”, porque la verdad de que Dios es amor la sabemos en última
instancia solo por la firma de Jesús.
Varios años atrás un grupo de cinco vendedores de computadoras
fueron desde Milwaukee a Chicago para una convención regional de
ventas. Todos ellos estaban casados y cada uno le aseguró a su esposa
que volvería a casa con suficiente antelación para la cena. La reunión de
ventas se extendió, y los cinco se escabulleron fuera del edificio y
corrieron hacia la estación de tren. Sonó el silbato que señalaba la
inminente partida del tren. Mientras los vendedores corrían a través de
la estación terminal, uno de ellos sin darse cuenta pateó una delgada
tabla en la cual se encontraba una canasta de manzanas. Un niño de 10
años estaba vendiendo manzanas para pagar sus libros y su ropa para la
escuela. Con un suspiro de alivio, los cinco se subieron abordo del tren,
pero el último sintió compasión por el niño cuyo puesto había sido
derribado.
Le pidió a uno del grupo que llamara a su esposa y le dijera que
llegaría un par de horas más tarde. Regresó a la terminal y más tarde
advirtió que estaba satisfecho con lo que había hecho. El niño de 10
años era ciego. El vendedor vio las manzanas desparramadas por todo el
piso. Mientras las recogía, se dio cuenta que varias estaban machucadas
y partidas. Buscando en su bolsillo, le dijo al niño: “Aquí hay veinte
dólares por las manzanas que dañamos. Espero que no hayamos echado a
perder tu día. Dios te bendiga”.
Cuando el vendedor comenzó a alejarse, el niño ciego lo llamó y le
preguntó: “¿Tú eres Jesús?”.
¿Quién es este Jesús que es un campo magnético para tanta gente y una
piedra de tropiezo para tantos otros?
Jesús es el revelador de la naturaleza divina de Dios. Para parafrasear
el prólogo de Juan: Cuando todas las cosas comenzaron, el Verbo ya era.
El Verbo habitaba con Dios, y lo que Dios era, el Verbo lo era. En otras
palabras, si uno miraba a Jesús, veía a Dios, porque “El que me ha visto
a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). Jesús es la completa expresión de
Dios. A través de Él y a través de ningún otro, Dios habló y actuó.
Cuando alguien se encontraba con Él, ese alguien era encontrado,
juzgado y salvado por Dios. De esto dieron testimonio los apóstoles. En
este hombre, en su vida, muerte y resurrección, experimentaron a Dios
trabajando.
Porque “… en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo
mismo” (2 Corintios 5:19). Dios se vistió a sí mismo del hombre, Jesús
de Nazaret. En Él habita toda su plenitud. Lo que Dios es, Cristo es. “El
que cree en mí (…), cree no sólo en mí sino en el que me envió” (Juan
12:44). Jesús revela a Dios siendo absolutamente transparente con Él.
Lo que ha sido un enigma oculto es claro en Jesús: que Dios es amor.
Ningún hombre ni mujer jamás han sido como Jesucristo.
Creo que en algún punto en este peregrinaje humano Jesús fue tomado
por el poder de un gran afecto y experimentó el amor de su Padre en una
manera que rompió todos los límites del entendimiento previo. Más allá
de las manifestaciones externas, el bautismo de Jesucristo en el río
Jordán fue una maravillosa experiencia personal. Los cielos están
abiertos, el Espíritu desciende en forma de paloma y Jesús escucha las
palabras: “Tú eres mi Hijo amado; estoy muy complacido contigo”
(Marcos 1:11). El Padre le habla con palabras de amor tierno. La
respuesta de por vida de Jesús, resurgiendo desde las profundidades de
su alma, es Abba, un término más íntimo que Padre, que luego de ese día
estará siempre en el centro de su oración.
La experiencia Abba es la fuente y el secreto de la existencia del
cristiano, su mensaje y su forma de vida. Puede ser apreciado
únicamente por aquellos que lo comparten. Hasta que conozcamos al
Padre de Jesús por nosotros mismos y lo experimentemos como un Papá
amante y perdonador, es imposible entender a Jesús enseñando ese amor.
Para comprender su incesante ternura y su apasionado amor por
nosotros, debemos siempre regresar a su experiencia Abba. Jesús
experimentó a Dios como tierno y amante, atento y amable, compasivo y
perdonador, como risa de la mañana y alivio de la noche. Abba, una
forma coloquial de hablar usada por los pequeños niños judíos hacia sus
padres y mejor traducida como “Papá” o “Papito”, nos abrió la
posibilidad a una inimaginable y sin precedente intimidad con Dios. En
cualquier otra gran religión del mundo es impensable dirigirse a un Dios
todopoderoso como “Abba”.

Muchos musulmanes, budistas e hinduistas devotos son generosos


y sinceros en su búsqueda de Dios. Muchos han tenido profundas
experiencias místicas. Aun a pesar de su inconmensurable
profundidad espiritual, ellos rara vez o nunca llegan a conocer a
Dios como su Padre. Por supuesto, la intimidad con Abba es uno
de los más grandes tesoros que Jesús nos ha traído.2 Según
Joachim Jeremías, “Abba” tampoco tiene ningún paralelo en la
literatura hebrea (profética, apocalíptica o de algún otro tipo).
Solamente Jesús conoció a Dios como Papito. “Nadie conoce al
Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel
a quien el Hijo quiera revelarlo” (Mateo 11:27).

Abba. La connotación de esta pequeña palabra siempre nos eludirá. A


pesar de eso, detectamos la intensidad de la intimidad de Jesús con su
Padre. Palpamos el corazón de su fe. Llegamos a entender la mente de
Cristo.
Las parábolas de la misericordia divina —la moneda perdida, la
oveja perdida, el hijo perdido— tienen raíz en la propia experiencia de
Jesús con su Padre. Él habla a la luz de su realidad. Estas historias
fueron diseñadas no solo para defender su destacada conducta con los
pecadores, sino para resaltar sus críticas tratando de quebrar su manera
convencional de pensar acerca de Dios.
Jesús ensartó a sus oponentes con palabras a tal efecto:

¡Las rameras, que ni han imaginado virtudes que defender,


danzarán en el Reino mientras ustedes tienen su supuesta virtud
consumida dentro de ustedes! Escúchenme bien: Yo vine a
anunciar el amanecer de una nueva era de increíble generosidad.
Permítanse ser cautivados por el gozo y maravillados por la
incomparable grandeza del amor de mi Padre por los perdidos;
opónganse a sus vidas de tristeza, desamor, desagradecimiento y
moral propia. Dejen ir de ustedes su empobrecido entendimiento
de Dios y su limitada noción de moralidad. Desistan de sus
caminos sin amor. Celebren el regreso a casa de los perdidos y
regocíjense en la generosidad de mi Padre.3

La proclamación del Reino nació de la urgencia en el corazón de


Jesús. Era crucial que Él trajera las buenas nuevas del Evangelio de la
gracia; si tan solamente la gente pudiera darse cuenta de cuán amadas
son, sus vidas serían transformadas y un nuevo Reino florecería.
Tú y yo no solamente estamos invitados sino de hecho llamados a
entrar a esta cálida y liberadora experiencia con Dios como Abba. En
Romanos 8, Pablo es explícito: “Y ustedes no recibieron un espíritu que
de nuevo los esclavice al miedo, sino el Espíritu que los adopta como
hijos y les permite clamar: ¡Abba! ¡Padre!” (Romanos 8:15). Somos
privilegiados de compartir la intimidad de Jesús con su Padre. Somos
llamados para vivir y celebrar la misma libertad que hizo a Jesús tan
atractivo y auténtico.
Cierta vez un joven de 27 años que se recuperaba del alcoholismo
vino a mí en busca de consejo. El había nacido y se había criado en la
iglesia católica romana. Había estado casado seis veces. Su vida fue una
trágica historia de despilfarro y de vivir vagando, emborrachándose y
seduciendo mujeres. Me pidió ayuda para regresar a la iglesia.
Normalmente mi primera reacción hubiera sido afirmar en él que Jesús
le daba la bienvenida a casa como a la oveja perdida y luego pasar
rápidamente a resumir el proceso doctrinal para obtener la anulación de
su primer matrimonio sobre la base de la inmadurez emocional y
espiritual, después de lo cual todos los demás matrimonios serían
doctrinalmente inválidos. Lo hubiera instado a confesar sus pecados y
luego a ir a misa y recibir la comunión (en otro tiempo yo sabía eso de
memoria).
Pero encontré que las viejas cintas ya no se reproducían en mi cabeza.
No se estaba reproduciendo el oficio jurídico doctrinal del alma desierta
del “consejero pastoral”. Vi más allá del problema técnico que el
hombre me había traído. Lo que vi fue un niño de 27 años, un hijo del
Padre, cuya vida estuvo llena de malas elecciones y sueños fallidos. El
alcoholismo destrozó su vida, desgarrando la fibra de cualquier
entrenamiento moral que pudiera haber recibido. Él estaba quebrado,
alienado de sí mismo y de Dios. Un extraño en una tierra extraña.
Las lágrimas caían por su rostro. Me incliné, lo abracé, lo contuve por
un largo tiempo y le dije: “Tengo una palabra para ti de tu hermano
Jesús: ‘Bienvenido al hogar’”.
Mientras sollozaba me pidió: “Cuéntame quién es Jesús”.
Le conté acerca de mi propio pasado manchado y del Jesús que había
encontrado en mi necesidad. Oramos. El aceptó a Jesús como su
Salvador. La luz irrumpió en la oscuridad. La paz llenó nuestros
corazones.
Más tarde cuando estuve solo, el fantasma de la irregularidad
doctrinal se paró delante de mí, y sentí una punzada de culpa por no
haber observado el procedimiento debido. Cuando oré vino una suave
calma: “Querido Jesús, es un defecto ser tan benigno con un pecador,
pero es un defecto que aprendí de ti. Porque Tú nunca reprendiste a
ninguno o esgrimiste la ley a ninguno que vino a ti buscando comprensión
y misericordia”.
Más adelante en su ministerio, Jesús diría: “el Padre y yo uno somos”,
indicando una intimidad de vida y un amor que resiste toda descripción.
A Felipe le diría: “aquel que me ve a mí ve al Padre”. Jesús es la cara
humana de Dios, con todas las actitudes, atributos y características del
Padre.
Por eso muchos cristianos que conozco se detienen ante Jesús. Se
mantienen en el Camino sin ir adonde el Camino los conduce: al Padre.
Quieren ser hermanos y hermanas sin ser hijos e hijas. En ellos se
cumple la súplica de Jesús: “Padre de bondad y verdad, el mundo no te
ha conocido” (Juan 17:25 [N. de la T.: traducido literalmente de la
paráfrasis Phillips]).
Así como el Padre lo amó, entonces Jesús nos amaría a nosotros y nos
invitaría a hacer lo mismo. “Ámense unos a otros como yo los he
amado”.
Jesús nos desafía a perdonar a todos los que conocemos y aun
aquellos que no conocemos y a ser muy cuidadosos de no olvidar a nadie
a quien le hayamos guardado rencor. Ahora mismo existe alguien que nos
ha decepcionado y ofendido, alguien con quien estamos continuamente
molestos y con quien somos más impacientes, irritables, rencorosos y
despechados de lo que nos atreveríamos a ser con cualquier otra
persona. Esa persona somos nosotros. Estamos muy a menudo hastiados
de nosotros mismos. Estamos hartos de nuestra mediocridad, asqueados
de nuestra inconsistencia, aburridos de nuestra monotonía. Nunca
deberíamos juzgar a otro hijo de Dios con la feroz autoacusación con la
que nos aplastamos a nosotros mismos. Jesús dijo que debíamos amar a
nuestro prójimo como a nosotros mismos. Debemos ser pacientes,
gentiles y compasivos con nosotros de la misma manera que tratamos de
amar a nuestro prójimo. Tengo que ser con Brennan lo que fui con el
alcohólico en recuperación de 27 años.
A través de un conocimiento íntimo y sincero de Jesucristo
aprendemos a perdonarnos. En la medida en que permitimos que su
bondad, paciencia y confianza hacia nosotros nos persuada, seremos
liberados de la falta de aceptación a nosotros mismos que nos persigue a
todos lados. Es simplemente imposible conocer el amor de Jesús por
nosotros hasta que modifiquemos nuestras opiniones y sentimientos
acerca de nosotros mismos y seamos parte de su amor que todo lo
acepta. El perdón de Cristo nos reconcilia con Él, con nosotros y con
toda la comunidad. Según Bernard Bush, una manera de conocer cómo se
siente Jesús acerca de ti es: si te amas a ti mismo intensa y libremente,
entonces tus sentimientos acerca de ti mismo corresponderán
perfectamente con los sentimientos de Jesús.
La intimidad de Jesús con Dios Abba se traduce en una relación íntima
con sus discípulos. Se acerca a nosotros y nos habla en palabras de
profunda familiaridad: “Mis pequeños, no estaré con ustedes mucho más
tiempo… no los dejaré huérfanos. Regresaré por ustedes. Voy a preparar
un lugar para ustedes, y regresaré para llevarlos conmigo”. El Jesús que
habla aquí no es solamente un maestro o un modelo a imitar. Él se ofrece
a sí mismo para cada uno de nosotros como un compañero de travesía,
como un amigo paciente con nosotros, amable, nunca rudo, pronto para
perdonar, y cuyo amor no lleva el registro de nuestros errores.
Esta es una hermosa dimensión del discipulado, y Jesús pone gran
acento en ella: “Yo estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y
abre la puerta, yo entraré y comeré con él, y él conmigo” (Apocalipsis
3:20). “El que me ama, obedecerá mi palabra, y mi Padre lo amará, y
haremos nuestra vivienda en él” (Juan 14:23). “Ya no los llamo
siervos, porque el siervo no está al tanto de lo que hace su amo; los he
llamado amigos…” (Juan 15:15).
San Agustín dijo acerca de este versículo: “Un amigo es alguien que
conoce todo acerca de ti y todavía te acepta”. Este es el sueño que todos
tenemos en común: conocer un día a la persona con quien pueda
verdaderamente hablar, quien me comprenderá a mí y las palabras que
digo, y aun escuche lo que quedó sin decir, y todavía yo le siga
agradando. Jesucristo es el cumplimiento de ese sueño.
Algunos años atrás escribí:

Un amigo es alguien que permanece contigo durante las tormentas


de tu vida, te protege cuando estás desprotegido, contiene tu
vehemencia, se regocija en tu presencia, olvida tus errores, no te
abandona cuando otros te defraudan, y comparte lo que pudiera
estar tomando en el desayuno (como Jesús hizo en la playa del
mar de Tiberíades), pescado y papas fritas, alfajores, pizza fría o
leche con torta de chocolate.
Tal como el viejo himno nos recuerda: ¡Oh, qué amigo nos es Cristo!
¡Una realidad que deja perpleja el alma y deslumbra la imaginación! El
amado Hijo del Padre quiere que nosotros conozcamos, entendamos y
experimentemos nuestra propia condición de ser amados: “Así como el
Padre me ha amado a mí, también yo los he amado a ustedes” (Juan
15:9).
¿Es este modo de sentirse amado real para ti? ¿O se ha desgastado por
la repetición? ¿O como un cuchillo que rasga un empapelado, lo condujo
a una ruptura dramática en la intimidad con Dios? Una vez cuando yo
estaba en San José, California, una mujer de alrededor de 35 años se
acercó a mí y me dijo: “No nos conocemos, pero quiero que sepa que la
oración en el comienzo de la página 80 de su libro A Glimpse of Jesus
[‘Un atisbo de Jesús’] cambió mi vida. Cuando le pregunté cuál era la
oración, ella la citó de memoria: “Jesús nos ama tal como somos y no
como deberíamos ser, dado que ninguno de nosotros es como debería
ser”.
La vida de Pablo estaba aferrada a su íntima amistad con Jesús.
“Porque para mí el vivir es Cristo y el morir es ganancia” (Filipenses
1:21). Diariamente Pablo vuelve su vida a Jesús, confía en Él, lo adora,
le pide por lo que necesita, encuentra su razón de ser en Él y recibe con
gratitud su amor, que no conoce sombra de variación. “Quien me amó y
dio su vida por mí” (Gálatas 2:20). Nunca estas palabras deben
interpretarse como una mera racionalización por parte de Pablo. El amor
de Jesucristo fue una ardiente y divina realidad para él, y su vida es
incomprensible excepto en estas condiciones. Pablo hubiera sido
sepultado en la historia como un fanático desconocido excepto por su
inmenso e inquebrantable amor por la persona de Jesús. Si te acercaras a
Pablo y quisieras discutir el avivamiento de la Iglesia o la adoración
contemporánea, él respondería: “No tengo entendimiento de Iglesia o
religión excepto en condiciones del sagrado hombre de Jesús, quien me
amó y se entregó a sí mismo por mi”.
Pablo usa la frase “en Cristo” ciento sesenta y cuatro veces en sus
cartas, para describir de qué se trata el discipulado. Él es un poderoso
testigo de la conexión del Jesús descrito en el discurso de despedida:
“Yo soy la vid y ustedes son las ramas. El que permanece en mí, como
yo en él, dará mucho fruto; separados de mí no pueden ustedes hacer
nada” (Juan 15:5).
La vid es la más íntima de todas las plantas, crece sobre sí misma,
dentro y alrededor de sí misma, intrincadamente conectada con todas sus
partes. La imagen de Jesús, “Yo soy la vid”, es la expresión perfecta de
la intimidad.
El amor paternal de Abba se revela como amor fraternal en nuestro
hermano Jesús. ¡A qué grado de intimidad profunda nos invita! La
oración es relajante y placentera en Jesús, sin agenda alguna excepto
celebrar el profundo afecto entre ambos. Este encuentro interpersonal
profundiza el significado de sentirnos amados y altera nuestra relación
con los demás.
Tendemos a limitar nuestra calidez y aceptación a unos pocos
elegidos. Pero Jesús intensifica la amistad humana como también
intensifica todo lo que toca. Sin Él encontramos difícil relacionarnos con
algunas personas de manera respetuosa y cariñosa. Una cierta rigidez
combinada con una actitud crítica nos impide ofrecer lo que estas
personas más necesitan, el estímulo para sus vidas. Pero la amistad de
Jesús nos permite ver a los demás como Él vio a los doce: imperfectos
pero buenos, sanadores heridos, niños del Padre. Descubrimos que
somos compatibles con un amplio espectro de personas con las que
normalmente estaríamos incómodos y comenzamos a orar, tal como
Thomas Merton dijo: “Te doy gracias, Dios, porque soy como el resto de
los hombres”.

Estoy escribiendo estas palabras en una fría y débilmente iluminada


cabaña oculta en las montañas de Santa Cruz, al norte de California. Si
imaginan la letra V, mi cabaña está justo en el fondo del valle donde las
líneas diagonales convergen; las líneas representan las montañas que se
elevan hacia ambos lados. He estado aquí por seis días en silencio y
soledad. Este retiro ha sido una travesía de lo absurdo a la obediencia.
Absurdo viene del Latín surdus, que significa “sordo”. Obediencia viene
del Latín ob audire, que significa “escuchar”. Nuestro mundo ocupado
muchas veces nos hace sordos a la voz de Dios quien nos habla en el
silencio.
Pero no es de sorprender que a menudo nos preguntemos, en medio de
nuestras ocupadas y preocupadas vidas, si de veras sucede algo.
Nuestras vidas pueden estar llenas hasta desbordar; tantos
acontecimientos y compromisos que nos preguntamos cómo haremos
para cumplir con todo. A pesar de eso y al mismo tiempo, podemos
sentirnos insatisfechos y preguntarnos si vale la pena vivir por todo esto.
Ser satisfechos pero estar insatisfechos, ocupados pero aburridos,
involucrados pero en soledad, estos son los síntomas del estilo de vida
absurdo que nos hace distraídos a las realidades espirituales.
Vine aquí a escuchar la Voz susurrar en la naturaleza, en Palabra y
comunión, en la gente que ha cruzado mi camino y ha tocado mi vida.
Hoy paseaba por un sendero natural, en medio de un denso bosque de
pinos, tarareando en voz alta: “Cuando a través de la arboleda y los
claros del bosque deambulé…”. Tuve una vívida imagen de mí mismo
con la mirada fija en un pino de cincuenta metros de altura, en quietud,
sintiéndome diminuto e insignificante y susurrando: “¡Cuán grande es Él!
Oh Abba, ¿quién es el hombre para que tengas memoria de él?”.
Tengo que hacer una triste confesión: hasta esta semana nunca había
sido capaz de experimentar a Dios en la belleza de la naturaleza. Algo
no desarrollado o quebrado dentro de mí, o quizás atrapado
inconscientemente en mi escasa mentalidad que dice que solo las cosas
útiles son importantes y que las superfluas —como los pinos y las rosas
— no tienen importancia, me ha vuelto insensible a buscar a Dios en la
naturaleza. Sin embargo, el amor de un cachorro de raza pomerania
llamado Binky-Boo, quien contra mi voluntad permití entrar a mi casa a
pedido de mi hija Nicole, me ha permitido descubrir la presencia de
Dios en la creación y encontrar como Shakespeare “lenguas en árboles,
libros en los arroyos que fluyen, sermones en las piedras y el bien en
todas las cosas”.4
A la noche he contemplado, estremecido, las estrellas. Es refrescante
buscar la Vía Láctea cuando no la has visto por un tiempo. Las estrellas
nos llaman a salir de nosotros mismos. Durante este retiro he leído el
evangelio de Juan y ocho de las cartas de Pablo. En mi diario apunté
diferentes cosas como “Ninguno nunca ha visto a Dios; es solamente el
Hijo quien está cercano al corazón del Padre que lo ha hecho conocido”
y “Dios nos amó con tanto amor que fue generoso con su misericordia;
cuando estábamos muertos en nuestros pecados, Él nos trajo vida con
Cristo”.
Esta es mi última noche en la cabaña. He orado sobre Juan 21:15-17.
Tres veces Jesús le preguntó a Pedro: “¿Me amas?”. Instantáneamente
me identifico con Pedro, porque mi vida ha sido la historia de un hombre
infiel a través de quien Dios continúa obrando. Esta es una palabra de
consuelo y liberación para mí y para todos los alcanzados por la
abrumadora idea de que Jesús trabaja solamente a través de los que
rinden fruto al ciento por uno, que el discipulado debe ser una
inmaculada historia de éxito. Es una palabra de sanidad para aquellos de
nosotros que hemos descubierto con dolor que somos vasijas de barro en
quien la profecía de Jesús a Pedro se ha cumplido: “Esta noche, antes
que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres veces”.
Terminé mi tiempo de oración, empaqué mi valija y fui hacia la puerta,
y de repente, por la fe, vi al Jesús resucitado con sus orificios, las llagas
de amor en sus manos, en sus pies y en su costado. Era sobrecogedor.
Supe que ni siquiera había comenzado a tener conocimiento. Todo lo que
alguna vez he escrito, hablado o experimentado del amor de Jesucristo es
apenas una pizca, una pajita, hojas secas volando en el viento.
Por la fe lo escuché decir: “Tres veces te he preguntado: ‘¿me amas?’.
Ahora enfrenta tu sombra. Mira cuidadosamente aquello que más
desprecias en ti mismo y luego mira a través de ello. En el centro
descubrirás un amor por mí más allá de las palabras, imágenes y
conceptos; un amor que eres incapaz de comprender o contener. Tu amor
por mí es frágil pero real. Confía en él”.
Solamente este Jesús herido nos brinda la revelación total del amor de
Dios. El Cristo crucificado no es una imagen abstracta sino la respuesta
final de cuán lejos el amor llegará, qué medida de desprecio sufrirá,
cuánto egoísmo y traición resistirá. El amor incondicional de Jesucristo
clavado en el madero no se acobarda ante nuestra perversidad. “Él
cargó con nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores” (Mateo
8:17).
En 1960, un pastor en Alemania del Este escribió una obra titulada
The Sign of Jonas [‘La señal de Jonás’]. La última escena tiene que ver
con el juicio final. Toda la gente de la Tierra está reunida en la llanura
de Josafat aguardando el veredicto de Dios. Sin embargo, no están
esperando sumisamente: por el contrario, están reunidos en pequeños
grupos, hablando con indignación. Un grupo es la banda de los judíos,
una secta que ha sufrido persecución religiosa, social y política a través
de su historia. Incluidos en sus filas hay víctimas de los campos de
exterminio nazi. Acampando todos juntos, el grupo demanda saber con
qué derecho Dios ha de emitir un juicio sobre ellos, especialmente un
Dios que habita eternamente en la seguridad del cielo.
Otro grupo está compuesto por negros norteamericanos. También
cuestionan la autoridad de Dios que nunca ha experimentado los
infortunios de los hombres, nunca conoció la miseria y profundidad de la
degradación humana a las cuales ellos estaban sometidos en las
sofocantes bodegas de los barcos de esclavos. Un tercer grupo está
compuesto por personas nacidas ilegítimamente, el blanco de bromas y
burlas durante todas sus vidas.
Cientos de esos grupos están diseminados a través de la llanura: el
pobre, el afligido, el maltratado. Cada uno designa un representante para
pararse frente al trono de Dios y desafiar su derecho divino de dar
sentencia a sus destinos inmortales. Se encuentran en el parlamento y
deciden que este lejano y distante Dios que nunca ha experimentado la
agonía humana es incompetente para sentarse en juicio hasta que tenga la
voluntad de involucrarse en el sufrimiento, en el estado de humillación
del hombre y soportar lo que ellos han sufrido.
Su conclusión reza: “Debe nacer como judío; las circunstancias de su
nacimiento deben ser cuestionadas; debe ser malinterpretado por todos,
insultado y burlado por sus enemigos, traicionado por sus amigos; debe
ser perseguido, azotado, y finalmente muerto de una manera pública y
humillante”.
Tal es el veredicto que la asamblea dictaminó sobre Dios. El clamor
se eleva febrilmente mientras esperan la respuesta. Luego una luz
brillante, resplandeciente, ilumina por completo la llanura. Uno a uno,
aquellos que le habían dado el veredicto a Dios, quedaron en silencio.
Para el más exaltado en los cielos, para que todo el mundo lo vea, está la
firma de Jesucristo con esta inscripción debajo: “He cumplido mi
condena”.
C a pít ulo nue ve

La disciplina de lo secreto

Una carta abierta a los cristianos estadounidenses


que se encuentran en cualquier parte de los Estados Unidos.

Q ueridos hermanos y hermanas en el Señor Jesús:


Durante los últimos años mi ministerio como evangelista itinerante
me ha llevado hacia una amplia red de trabajo ecuménico. He predicado
el Evangelio en las principales iglesias evangélicas y carismáticas,
como también en universidades, desayunos de oración presidenciales,
reuniones médicas y retiros de fin de semana. Desde Sacramento hasta
San Petersburgo y desde Chicago a Chula Vista, me hacen siempre la
misma pregunta: “Brennan, en base a tu exposición ante tan amplio
espectro de comunidades cristianas, ¿cómo describirías el estado
espiritual de la iglesia estadounidense; tienes alguna recomendación para
la reforma y el avivamiento?
Me han alentado a no medir las palabras ni recurrir a sensibilizar el
alma. En respuesta, escribo esta carta abierta a los cristianos
estadounidenses y presento las siguientes reflexiones y recomendaciones.
Nunca como hoy ha existido una época en la historia cristiana en la
que el nombre de Jesucristo se mencione con tanta insistencia y el
contenido de su vida y de sus enseñanzas se ignore con tanta frecuencia.
La seducción del falso discipulado ha facilitado mucho el hecho de ser
cristiano. En un clima de mutua admiración, las demandas radicales del
Evangelio se han diluido en medicamentos efervescentes verbales, y la
enseñanza profética se ha vuelto virtualmente imposible. En general, a
los cristianos estadounidenses de la actualidad se los alimenta con
prédicas de la religión popular.
El Evangelio de Jesucristo no es una historia optimista para un grupo
de personas; es un cuchillo hiriente, un trueno fuerte y un terremoto
convulsivo en el espíritu humano. La Palabra debiera obligarnos a
reconsiderar la dirección de nuestras vidas. Pero en palabras de
Bonhoeffer, muchos cristianos “se han reunido como cuervos alrededor
del cadáver de la gracia barata y han bebido del veneno que mató el
seguir a Cristo”.
Si se proclamara el Evangelio y su compromiso, se reduciría el
listado de cristianos declarados en este país. La mayoría del
televangelismo distorsiona el Evangelio. No se hace referencia a la Cruz
excepto como una reliquia teológica, ningún llamado de clarín al Cuerpo
de Cristo de que estamos crucificados al mundo y el mundo a nosotros.
En el transcurso del programa el evangelista electrónico tiene que
convertirte, sanarte y garantizarte el éxito. Todos son ganadores; nadie
pierde su negocio, fracasa en el matrimonio, ni vive en pobreza. Si eres
una atractiva joven de 19 años y aceptas a Jesús, te conviertes en Miss
América; si tienes problemas de adicción al alcohol, vences al
alcoholismo; si eres parte de la Liga Nacional de Fútbol, irás
automáticamente a la selección de las Estrellas.
Tan increíble como pueda sonar, La Palabra en sí misma se ha vuelto
una fuente de división y fariseísmo. Jesús dijo que la principal señal de
discipulado sería el amor de los unos por los otros: “Este mandamiento
nuevo les doy: que se amen los unos a los otros. Así como yo los he
amado, también ustedes deben amarse los unos a los otros. De este
modo todos sabrán que son mis discípulos, si se aman los unos a los
otros” (Juan 13:34-35). Sus enseñanzas están indiscutiblemente aquí. Se
nos conocería como sus seguidores no por nuestra castidad, celibato,
honestidad, sobriedad o decencia; no porque vamos a la iglesia, ni
porque llevamos una Biblia o cantamos salmos. Sino que se nos
reconocería como discípulos principalmente por el profundo y delicado
respeto hacia los demás, el amor cordial impregnado con reverencia por
la sagrada dimensión de la personalidad humana.
Sin embargo, en un arrogante gesto de ser más que los demás, muchos
predicadores de hoy han decidido que los estándares de Jesús para el
discipulado son inadecuados para los tiempos modernos. El nuevo
criterio es la ortodoxia de doctrina sumada a la manera de interpretar La
Biblia. El “pensamiento correcto” es la nueva norma para determinar lo
que vale un cristiano. En estos tiempos peligrosos no dudamos al dividir
iglesias locales hermanadas e incluso denominaciones por la manera de
cantar o el método de interpretar un pasaje de La Biblia.
Mis amigos en Cristo, la simple verdad es que la Iglesia cristiana en
Estados Unidos está dividida por la doctrina, la historia y la vida diaria.
Hemos recorrido un largo y triste camino desde el siglo I en que los
paganos exclamaban con asombro y sorpresa: “¡Miren cómo estos
cristianos se aman los unos a los otros!” hasta el siglo XXI en que
alrededor de todo el mundo los no creyentes nos rechazan con desprecio:
“¡Miren cómo estos cristianos se odian los unos a los otros!”. Hemos
privado al mundo del único testigo que el Hijo de Dios pidió durante la
cena de su amor. “Nuestra actual desunión no puede ser la voluntad de
Dios para nosotros; es un escándalo para los ángeles en el cielo y los
seres humanos en la Tierra”.1
Sin embargo, permíteme decir que a lo largo de este país hay una
congregación aquí, una pequeña comunidad allí, testigos aislados en el
horizonte, cuyas vidas no tendrían sentido de ninguna manera si Jesús no
hubiese resucitado. No ven al cristianismo como un ritual sino como un
estilo de vida. Sus vidas transparentes son impresionantes. Hacen cosas
que posiblemente nadie pueda saber, con la misma sinceridad que
aquellas cosas que las personas pueden ver. Han apostado todo en la
firma de Jesús, y creen firmemente que vivir sin riesgos es no
arriesgarse a vivir.
Me aflige profundamente lo que solo puedo llamar en nuestra cultura
cristiana la idolatría de Las Escrituras. Para muchos cristianos, La
Biblia no es una indicación hacia Dios sino Dios mismo. En una palabra:
“bibliolatría”. Dios no puede confinarse a la cubierta de un libro con
tapa de cuero. Me dan un repugnante sarpullido las personas que hablan
como si el simple escrutinio de sus hojas fuera a revelar con precisión lo
que Dios piensa y lo que Él quiere.
Los cuatro evangelios son la clave para conocer a Jesús. Pero, por el
contrario, Jesús es la clave para conocer el significado del Evangelio, y
de La Biblia como un todo. En lugar de permanecer conforme con la
letra esencial, deberíamos pasar hacia los misterios más profundos que
están disponibles solo a través del conocimiento íntimo y sincero de la
persona de Jesús.2
Con el riesgo de sonar repetitivo, voy a decirlo de nuevo: hemos
facilitado mucho el hecho de ser cristianos. Los únicos requisitos son
confesar una religión y asistir a una iglesia local donde no hay
comunidad ni tampoco mucha fraternidad. El cristianismo solía ser un
asunto arriesgado. Ya no lo es más. El discipulado de bajo costo da
como resultado personalidades cobardes y encantadoras que, en las
palabras convincentes de Scott Peck, “pertenecen a la iglesia que en el
nombre de Jesús, puede coexistir de forma blasfema con la carrera de
armamentos”.3
Desde mi punto de vista, la mayor y única necesidad en la Iglesia es
conocer a Jesucristo, vivir y respirar las palabras del apóstol Pablo: “…
experimentar el poder que se manifestó en su resurrección, participar
en sus sufrimientos y llegar a ser semejante a él en su muerte” (ver
Filipenses 3:10-11). Tú y yo estamos llamados a ser personas
semejantes a Jesús. Nada más importa. Nuestro objetivo es ser como
Cristo, tener siempre su imagen ante nuestros ojos. El discipulado es
estar unidos por completo a Jesucristo en su actual resurrección: “Esto
lo hacemos al fijar la mirada en Jesús, el campeón que inicia y
perfecciona nuestra fe” (Hebreos 12:2, NTV). Debemos estar
totalmente enfocados en Cristo para alcanzar las metas, sin mirar la ley,
ni tampoco la membresía de la iglesia, ni la devoción personal, ni el
éxito personal en el ministerio, ni los logros en la carrera, ni el mundo.
“Cristo es todo y está en todos” (Colosenses 3:11).
Pablo es un modelo de dedicación inconmovible a Jesús. Tuvo la
valentía de jactarse y decir: “… tenemos la mente de Cristo” (1
Corintios 2:16). Su jactancia fue validada por su vida. Desde el
momento de su conversión, la mente y el corazón de Pablo estaban
absortos en Jesucristo (Filipenses 3:21). Cristo era una persona cuya voz
Pablo podía reconocer (2 Corintios 13:30), que lo fortalecía en sus
momentos de debilidad (2 Corintios 12:9), que lo iluminaba, le mostraba
el significado de las cosas y lo consolaba (2 Corintios 1:4-5). Impulsado
a la desesperación por los cargos difamatorios de los falsos apóstoles,
Pablo reconoció las visiones y las revelaciones del Señor Jesús (2
Corintios 12:1). La persona de Jesús le aclaró el misterio de la vida y la
muerte (Colosenses 3:3).
En la novela Matar a un ruiseñor, el viejo abogado Atticus Finch
dice: “Nunca van a entender a un hombre hasta que no estén en sus
zapatos y miren el mundo a través de sus ojos”. Pablo miró al mundo de
forma tan sensible a través de los ojos de Jesucristo que Cristo se
convirtió en el ego del apóstol: “He sido crucificado con Cristo, y ya
no vivo yo sino que Cristo vive en mí” (Gálatas 2:20).
Si el apóstol volviera a la Tierra hoy en día, creo que le pediría a toda
la iglesia estadounidense que regrese al discipulado de lo secreto. Esta
antigua práctica de la glesia apostólica se implementó para proteger el
nombre sagrado de Jesucristo de las burlas, y los misterios de la fe
cristiana de la profanación. La antigua Iglesia evitaba mencionar el
bautismo, los sacramentos, la muerte y resurrección de Cristo en
presencia de los no bautizados.4 ¿Por qué? Porque el testimonio más
persuasivo era la forma en que cada uno vivía, no las palabras que
decían.
Søren Kierkegaard describió cierta vez dos clases de cristianos: el
primer grupo comprende a aquellas personas que imitan a Jesucristo; el
segundo, a aquellas que están contentas de hablar sobre Él. Yo dividiría
a la comunidad cristiana en espectadores y actores. Los espectadores
ven a Jesús de manera segura y a la distancia, como cualquiera podría
observar la pintura de Salvador Dalí de la Última Cena en la Galería
Nacional de Arte en Washington D. C. Los actores no son espectadores
pero, al igual que la audiencia atrapada en la tragedia griega Antígona,
son participantes personales en el drama de la muerte y resurrección de
Jesús al morir diariamente para resucitar en lo nuevo de la vida en
Cristo.
Propongo que la empresa cristiana de edificar el Reino de Dios en la
Tierra sea un asunto silencioso y secreto. Las declaraciones públicas de
muchos cristianos han perdido su credibilidad. Las palabras de sus
labios se contradicen con sus estilos de vida.
El problema con la iglesia estadounidense no es que se ha ocultado
algo sino que no ha permanecido oculta lo suficiente. Hagamos que la
Iglesia sea subterránea por un tiempo. Al bajar el perfil, levantemos la
apuesta para la membresía. Nosotros somos la Iglesia. Presentemos al
mundo la imagen de una comunidad que sirve y preservemos la belleza
del Evangelio sin un fervor ostentoso ni defensivo sino con una intensa
vida interior de oración y adoración, servicio y una forma de vivir que
solo puede explicarse en términos de Dios.
La adoración es la cumbre de la vida de la Iglesia, la fuente del
ministerio, la solidaridad compartida en comunidad que hace la
fidelidad a Jesús posible. La adoración, como una expresión de la
disciplina de lo secreto, no es para aficionados que buscan
entretenimiento.

Es solo para pequeños grupos de cristianos claramente


comprometidos que forman parte de una comunidad viva sobre la
base de su profunda lealtad común a Cristo; y su expresión del
significado de esa lealtad y comunidad se comunica entre ellos en
adoración (...). La adoración como disciplina secreta no es para
las calles, los carteles, los medios de comunicación o las masas.
Ciertamente no lo es para un anfiteatro de Hollywood, ni una
reunión de la mañana de Pascua, tampoco de ejercicios del día
domingo en la religión civil estadounidense, ni manifestaciones
en un estadio ni religiosidad (…). No es un cristianismo de papel
adhesivo.
La Iglesia… será rigurosa en las condiciones de su membresía
y devota en sus prácticas de disciplina. Además entregará sus
propiedades por el bien de los necesitados.5

La disciplina de lo secreto ayudará a la iglesia estadounidense a


poder liberarse de la religiosidad. Llevamos una gran cantidad de peso
del pasado. En varias iglesias locales que he visitado, la religiosidad ha
empujado a Jesús a los márgenes de la vida real y ha sumergido a las
personas en la preocupación de su propia salvación. Cuando el temor al
pecado y a la muerte domina la conciencia cristiana, nos volvemos
excesivamente introspectivos; quitamos los ojos de Jesús y perdemos el
sentido de la responsabilidad ética para con la comunidad humana en
general. Muchas personas han confundido las estructuras de la religión
con la revelación y la fe. La disciplina de lo secreto insiste en que Jesús
no solo es el centro del Evangelio sino de toda nuestra vida cristiana.
Solamente la lealtad a Él e imitar su vida hará que el cristianismo sea
creíble.
El uso excesivo ha hecho que gran parte del lenguaje cristiano no
tenga sentido. Cuando te encuentras con alguien desolado o apenado, no
debes hablar el lenguaje religioso que conoces y que sabes de memoria:
quédate al lado de la persona herida en su soledad y angustia, llora y
sufre con ella, y deja que el silencio sea tu compasión.
Le recuerdo a cada seguidor de Jesús que el discipulado no significa
otra cosa que estar preparado para obedecer a Cristo tan
incondicionalmente como los primeros discípulos. Solo aquel que cree
es obediente, y solo aquel que es obediente cree. Nunca confundas el
éxito en el ministerio o el conocimiento de La Biblia o el dominar los
principios cristianos e ideas con la santidad y el auténtico discipulado.
Podrían bien ser la corrupción del discipulado si tu vida no está
escondida con Cristo en Dios.
Una conocida anciana llamada Catherine de Hueck Doherty (conocida
a menudo como “baronesa” porque se había casado con un barón ruso)
era tanto una conocedora de la calle debido a los años de ministerio en
la esclavizada ciudad de Nueva York como una verdadera
contemplativa. Al final de su vida, escribió: “¡Pareciera como si el
mundo necesitara locos; locos para Cristo! Porque son esos locos los
que han cambiado la faz de la Tierra”.
Te invito a unirte al grupo de cristianos locos a quienes Jesús de
Nazaret levanta en este siglo. Las filas de este grupo trascienden toda
clase de distinciones entre lo masculino y lo femenino, lo progresivo y lo
conservador, lo carismático y lo tradicional, el clero y los laicos, los
jóvenes y los ancianos. Todas las diferencias desaparecen en el amor
unificador del Espíritu (Gálatas 3:28). Los únicos requisitos para ser
miembro son el conocimiento experimental de Jesús como el Señor
salvador, estar rendido a la influencia del Espíritu Santo y tener un
compromiso estable con la misión de edificar el nuevo cielo y la nueva
Tierra bajo la firma de Jesús.
Una pequeña advertencia: el grupo de locos por Cristo va a perturbar
al sistema porque se levantarán como una señal de contradicción a los
acuerdos que muchos cristianos han hecho. No van a aliarse al
pensamiento liberal porque la conciencia no los dejará adaptarse a la
moda actual. Preocuparán al guardia porque los locos tienen la perla y
ellos una bóveda vacía. Lo más preocupante de todo es que, si tienes la
Verdad, la vida de todas las personas es una mentira.
Al vivir mediante la disciplina de lo secreto, recibirás ofensas. De
seguro que será así (ver Juan 15:18). Hoy en día el cristianismo es
totalmente inofensivo, y esta clase de religión nunca va a transformar
nada. Se burlarán de ti debido a que te niegas a comprar la “gracia
barata” que mantiene la fe solamente en el nivel intelectual, que se opone
a ensuciarse las manos cristianas con los problemas conflictivos que
acosan a la Iglesia y al país. Jesucristo ofendió el orden político y
religioso de Palestina. Es probable que al cristiano, también, lo ofendan,
y si no lo hacen es una mala señal; significa que no puede ser muy
cristiano.
En esta carta, queridos hermanos, he compartido mi propia percepción
acerca de la Iglesia en Estados Unidos y he ofrecido recomendaciones
para el avivamiento en base a los escritos de Pablo. En este momento de
la historia de la Iglesia, creo que el regresar a la disciplina de lo secreto
es esencial para la renovación y la credibilidad de la comunidad
cristiana en Estados Unidos. El Evangelio de Jesucristo no ha de ser
forzado en un mundo reticente. Para decirlo claramente, las personas
están hartas de nuestros sermones. Desean la fuente de fortaleza para sus
vidas. Solo podemos mostrarla haciéndola activamente presente en
nuestras propias vidas. En términos de crecimiento de la Iglesia para la
próxima década, el principio operativo es “menos es más”. Muy poco
antes de su muerte, el líder marxista Lenin dijo: “Denme diez hombres
como Francisco de Asís y gobernaré el mundo”.
Por favor, ora por este peregrino. No estoy por encima de ti; estoy
sentado a tu lado.

Bajo la Gracia,

—Brennan Manning
C a pít ulo die z

La valentía para arriesgar

L a historia del primer Pentecostés es conocida. Cincuenta días


después de Pascua, los discípulos estaban todos reunidos en un solo
lugar. De repente, fueron envueltos por un poderoso viento y
sorprendidos por las llamas del fuego que reposaban sobre cada uno de
ellos. Llenos del Espíritu y de poder, eran capaces de hablar a los
peregrinos de la Pascua de muchas tierras que los entendían en sus
propios idiomas locales. Aunque dramática, esta historia es fácil de
seguir y también de visualizar.
Cuando el Espíritu de Dios irrumpe en nuestras vidas —en medio del
día, de la semana o de la vida— es para anunciarnos de alguna manera
que el tiempo de evadir se terminó. El poderoso viento del primer
Pentecostés simbolizaba que algo nuevo y asombroso iba a suceder
mediante el poder de Dios. De la misma manera en que un grupo de
discípulos tímidos, evasivos e indefensos fueron transformados en
testigos intrépidos y elocuentes, así también será con nosotros. Cuando
se nos otorga el poder de un gran amor, nos da la valentía para arriesgar.
El Espíritu nos da la libertad de los límites autoimpuestos y nos lleva
hacia aguas inexploradas. Nuestra vida segura, bien controlada y
ampliamente libre de riesgo es sacudida. El Espíritu nos salva “tanto del
alto idealismo (con toda la inversión en su ego) como de la baja
autoestima (con la inversión en su ego aún más intensa) y nos levanta
más allá de nuestros límites más lejanos hacia posibilidades
inimaginables, al idealismo de Dios mismo”.1
Antes de Pentecostés, los antecedentes de los doce no eran buenos: se
habían quejado, habían peleado, dudado y abandonado. La biografía de
estos fieles apostólicos era la de un discipulado cauteloso e
inconsistente. Sin embargo, el hecho de que Dios usa a las personas con
imperfecciones para lograr su propósito es una afirmación rotunda para
aquellos de nosotros atrapados en los sentimientos de insuficiencia e
inferioridad. Como observó Alan Jones: “Lo más difícil de la creencia
meditada es aceptar que soy un objeto del placer de Dios”.
Más a menudo de lo que me gusta reconocer, continúo
desconcertándome al tratar de hacer que mi vida sea aceptable ante
Dios. Pareciera que no puedo renunciar a este loco intento de entrar en la
posición en que puedo verme con buena imagen. Todavía lucho por
deshacerme de los ridículos pretextos que mis insignificantes oraciones,
el conocimiento de Las Escrituras, alguna comprensión espiritual, el dar
a los pobres y el éxito en ráfagas en el ministerio hacen para ganarme el
cariño ante los ojos de Dios. Me resisto a la verdad salvadora de que
soy amado simple y únicamente porque Él me ama.
Cualquier persona atrapada en la misma opresión de autojustificación
entiende lo que estoy diciendo. A nuestro modo, somos tan absurdos
como el personaje en la novela de Agatha Christie que no puede
imaginarse el cielo como nada más que una ocasión para ser útil, sin
imaginar que todos los demás allí tal vez estén luchando por soportar la
incesante persecución de su devoto servicio. ¿Alguna vez seremos libres
de la fantasía del pelagianismo**, de que nos salvamos a nosotros
mismos?
En momentos de reflexión me pregunto si realmente tengo la valentía
de arriesgar todo en el Evangelio de la gracia y aceptar la suficiencia
total de la obra redentora de Cristo. Mis inútiles intentos de superación
personal, la tristeza de que aún no soy perfecto, la jactancia sobre mis
victorias en el viñedo, mi sensibilidad a las críticas y la falta de
autoaceptación contradicen el profesar de la fe en que Jesús es el Señor;
el servicio sin convicción de un siervo con grilletes aún atado a la
inseguridad que viste miles de máscaras, que todavía no tiene la valentía
para arriesgar todo en Aquel es que todo, que aún da vueltas tratando de
mejorarse a sí mismo, que todavía lucha por ese logro impreciso que lo
haga estar presentable ante Dios. ¡Brennan, el caso perdido!
¿Falsa modestia? No, de otra manera por qué me ponía nervioso
cuando, después de un sermón que prediqué en Chapel Hill, en Carolina
del Norte, el evangelista Tommy Tyron me miró con lágrimas en los ojos
y dijo: “Algo maravilloso me acaba de suceder: ahora sé como nunca
antes lo había hecho que lo que Jesús hizo fue suficiente”.
En esa tarde nublada decidí colocar mi equipo de “hágalo usted
mismo” en una venta de usados, deshacerme de la carga pesada que
había llevado y prestar atención a las palabras de Robert M. Brown:
“Quede promulgado: que cada tres años todas las personas olvidarán
todo aquello que hayan aprendido sobre Jesús, y comenzarán a estudiar
de nuevo”.2
El Espíritu le dio la convicción a Pedro de que no estaba destinado a
repetir los errores del pasado. Tampoco nosotros. Hay un poder
disponible para trascender a nuestras respuestas emocionales
automáticas y a nuestro comportamiento robótico. Dotados con la
valentía para arriesgar todo en la verdad del Evangelio, rendimos
nuestra prolongada necesidad de estar bien y dejar de aplicar maquillaje
espiritual para hacer que estemos presentables.
Y aun así… las perspectivas nos atemorizan. Nos gustaría permanecer
lo suficientemente cerca del fuego para mantenernos calientes pero
somos reacios a entrar en él. Sabemos que nos vamos a quemar y ser
transformados de forma ardiente. La vida nunca más será la misma. A
pesar de ello, estamos descontentos con las angostas dimensiones de
nuestro compromiso parcial. Allí en la profundidad hay un anhelo de
tirar la cautela por la ventana. Sabemos que lo que Leon Bloy dijo es
verdad: “La única y verdadera tristeza en la vida es no ser un santo”.
Graham Greene escribió una novela elocuente titulada El poder y la
gloria. El personaje central es el “sacerdote whisky”, un hombre triste,
descuidado, poco entusiasta y alcohólico. En el momento de ser
ejecutado por un pelotón de fusilamiento, se da cuenta de que habría sido
fácil haber sido un santo si hubiese tenido la valentía para arriesgar.
Durante años, el robot interno había controlado su vida exterior. Al
mirar los cañones de los cinco rifles cargados, percibe que su debilidad
era solamente hipocondría. Unas horas antes había caminado por este
patio y nada de lo que había visto parecía importar. Tiempo atrás había
permutado la valentía y la libertad por la pasividad y las trivialidades.
Si su ejecución fuera retrasada y pudiera volver a caminar por el patio,
abriría bien grandes los ojos con asombro. Los charcos parecerían
océanos y los soldados, dioses. Con este robot interno aplastado y las
emociones automáticas fuera de mando, atraparía su vida, la tomaría del
cuello y se movería con la convicción de que vivir sin riesgo es no
arriesgarse a vivir.
En el poder de un gran amor, lo imposible se vuelve posible. Somos
liberados de los temores que nos encierran. Sabemos que no podemos
perder porque no tenemos nada que perder.
Nada me sorprende más que nuestra resistencia masiva a la irrupción
del amor de Dios. ¿Por qué somos tan malcriados para recibir?
¿Tenemos temor a volvernos vulnerables, a perder el control de nuestras
vidas, a reconocer nuestras debilidades y necesidades? ¿Mantenemos a
Dios a una distancia segura para proteger la ilusión de independencia?
La parábola del deudor cruel (ver Mateo 18) da una pista. Le debe a
su señor la suma de diez mil talentos, el equivalente a miles de millones
de dólares. ¿Qué es lo que hace? ¿Acaso se arroja a la compasión de su
misericordioso señor, al reconocer que está completamente indefenso en
esta situación y ruega perdón? En lo absoluto. El deudor no va a
reconocer su ineptitud. Es un hombre de fundamentos e importancia.
Posee referencias y tarjetas de crédito. Le han otorgado honores.
Golpearon su ego. Su dignidad está intacta.
En una declaración absurda, le dice a su señor: “Mire, usted es un
hombre razonable. Sabe que el mercado es cambiante. Tan solo caí en
una racha de mala suerte. Deme un poquito de tiempo y le devolveré los
millones que le debo”. Siendo realista, su señor le perdona toda la
deuda. Pero el deudor, por supuesto, pierde el significado liberador de
esta increíble generosidad. ¡No ha pedido ningún favor! Estaba a punto
de devolver esa suma imposible de dinero con sus propios esfuerzos.
Pero debido a que no podía recibir perdón, no podía extenderlo al
compañero que le debía una cantidad insignificante.3
Este falso sentido de ser, que rebosa de orgullo y simulación, debe
morir si queremos vivir. El desafío constante en esta vida que llamamos
cristiana es trasladar lo que creemos a nuestro estilo de vida diario. ¡Un
negocio arriesgado!
Por supuesto que esto no significa conformarse a algún patrón
prescrito de amor entusiasta, como una variedad de movimientos
modernos están ansiosos por imponer. Al contrario, este riesgo es un
asunto de completa espontaneidad, no programado e impredecible. Es
más probable que nos haga sentir ridículos, que hacernos sentir que
hemos llegado a la madurez cristiana. Para lograr hacer más que adoptar
una moda pasajera, no olvidemos nunca que el amor espontáneo que
estalla dentro nuestro es el amor de Dios derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo. La valentía para arriesgar al acercarse a
un enemigo que busca la reconciliación se encuentra en la misma
categoría. Nos va a exponer muy probablemente al rechazo, al ridículo y
al fracaso.
En retrospectiva, los momentos memorables en mi vida no son los
grandes pecados que cometí ni tampoco los infrecuentes actos de virtud
heroica que llevé a cabo, sino un puñado de decisiones que requerían
riesgos: la decisión de buscar la ordenación al sacerdocio, de unirme a
la fraternidad de Los Hermanos de Jesús, de vivir en una cueva, de
buscar ayuda para mi adicción al alcohol, de casarme. El último día,
cuando estemos delante del Cristo resucitado, cada uno de nosotros
seremos la suma de nuestras elecciones.
El señor Blue era un hombre atrevido que vivía a gusto con música en
su departamento y globos en el techo. Se relacionaba sin problemas con
toda clase de personas en pobreza y en abundancia, y se negaba a estar
atado a los estándares de otros. En el ocaso de su vida, el señor Blue
escribió:
Los historiadores conservadores describen a cualquier hombre
con pasión por la grandeza como un megalómano. “¡Mírenlo!”, se
dicen los unos a los otros, “¡el idiota! ¿Por qué no sienta cabeza y
se establece en la comunidad? ¿Por qué está siempre preocupado,
siempre tratando de superarse? Ese hombre está loco”.
Estos conservadores tienen parte de la razón. Si juegas la vida
a salvo, te mantendrás lejos del daño. Ten cuidado, sé precavido,
no tomes riesgos y nunca morirás. Tu fracaso se mide por tus
aspiraciones. Si no tienes aspiraciones, no podrás fracasar. Colón
murió encadenado. Juana de Arco fue quemada en la hoguera.
Vivamos cómodamente sin riesgos, y la vida pronto será poco
más que una corriente gruesa y gelatinosa de comodidad e
ignorancia”.4 La inquietud del ficticio señor Blue hace eco de la
parábola de Jesús sobre el siervo inútil (Lucas 17:7-10). Evoca
la exhortación en el lecho de muerte de Francisco de Asís:
“Empecemos, hermanos, a servir al Señor, porque hasta ahora
hemos hecho poco o nada”.

Se puede escuchar a Blue en la suave voz de mi amigo Tom Minifie:


“Estar a gusto es estar inseguro”. La Iglesia del Señor Jesús comienza a
decaer cuando los miembros que la forman pierden la voluntad de
arriesgar.
Todos los presidentes de las universidades reconocen que algunos
departamentos académicos disfrutan de una vitalidad excepcional
mientras que otros pasan el tiempo. Todo hombre de negocios observa
que algunas empresas están listas para los cambios mientras que otras
son esclavas de la rutina. Son los mismos factores los que intervienen en
el auge y en la caída de una empresa, incluida la Iglesia. Roma se rindió
ante los bárbaros, una antigua empresa familiar declara la quiebra, una
oficina del gobierno se estrangula con su propia burocracia, una iglesia
muere por consumo espiritual; todos tienen un tema en común.
Cuando una institución es joven, entonces es flexible, fluida, dispuesta
a intentar cualquier cosa una y otra vez. Al ir pasando el tiempo, la toma
de riesgos disminuye, los desafíos dan lugar a la rigidez, la creatividad
se esfuma, la capacidad para encontrar nuevos desafíos a partir de
direcciones inesperadas se perdió.
Los mismos procesos intervienen en la desaparición de instituciones
al igual que en la muerte de las personas. John Gardner se preguntó:
“¿Por qué será que tantas personas están momificadas como en la Edad
Media?”. ¿Por qué algunas personas establecen puntos de vista rígidos e
inmutables sobre Dios y la Iglesia cuando maduran? ¿Por qué caemos en
el estupor de la mente y el espíritu mucho antes de ser niños mimados?
¿Acaso es inevitable que rindamos nuestra juventud y capacidad al
crecimiento y al cambio? ¿La renovación personal, el semillero del
renuevo de la comunidad, es acaso posible?
Tal vez la causa principal del fracaso en el renuevo de una persona y
de una comunidad es el temor mismo al fracaso. Evitamos el riesgo para
no aparecer como fracasados delante del mundo. La tiranía de nuestros
colegas —el qué dirán— nos inmoviliza. Como personas sabias y
prudentes que somos, inventamos miles de excusas lógicas para no hacer
nada.
El temor a fracasar en nuestro rostro exige un alto precio. Desalienta
la exploración y asegura una reducción progresiva de la personalidad.
No hay enseñanza si no se cometen errores. Si queremos seguir
creciendo, debemos correr el riesgo de fracasar toda la vida. Cuando le
otorgaron el premio Nobel a Max Planck por formular la teoría cuántica,
dijo: “Al mirar el camino largo y laberíntico que finalmente me llevó al
descubrimiento, recuerdo vívidamente la frase de Goethe que dice que
todos los hombres van a cometer errores siempre y cuando se esfuercen
por alcanzar algo”.
Aunque el cristianismo se trata de la redención del pecado y el
fracaso, la mayoría de nosotros (con base en mi experiencia pastoral) no
está dispuesta a reconocer el fracaso en su vida. Parcialmente se debe a
los mecanismos de defensa de la naturaleza humana frente a su propia
ineptitud. Aún más, puede rastrearse hasta la imagen exitosa que la
actual cultura cristiana nos exige. Una vez que nos convertimos ya no
podemos atrevernos a perder el negocio, el matrimonio o la imagen.
El problema en proyectar la imagen perfecta, sin embargo, es que crea
más problemas de los que resuelve. En primer lugar, simplemente no es
verdad; ninguno de nosotros está siempre contento, tranquilo o inspirado.
En segundo lugar, proyectar la imagen perfecta nos distancia de otras
personas porque piensan que no las vamos a entender. En tercer lugar,
aun si pudiéramos llevar una vida libre de riesgos y errores, sería una
existencia superficial. Los cristianos maduros son aquellos que han
fracasado y han aprendido a vivir sin problemas con su fracaso.
El fracaso de haber hecho con nuestras vidas lo que anhelábamos
lograr tiene un gran peso en muchos de nosotros. La disparidad entre el
ser ideal y el verdadero, el fantasma de las infidelidades pasadas, el
conocimiento de que mi comportamiento a menudo niega rotundamente
mis creencias, la presión del conformismo y la nostalgia por la pérdida
de la inocencia refuerzan el persistente sentido de culpa existencial: he
fracasado. Esta es la cruz que nunca esperamos, aquella más difícil de
llevar. Ya no podemos diferenciar entre la percepción de nosotros
mismos y el misterio que realmente somos.5
El perjudicial mito “una vez convertido, completamente convertido”
da la impresión de que con un enceguecedor rayo de salvación Cristo
espera que nuestras vidas sean liberadas de las contradicciones y
confusiones. La maldición del perfeccionismo desencadena episodios de
depresión y ansiedad. ¿Quién va a absolvernos de la culpa? ¿Quién va a
librarnos de las ataduras del perfeccionismo y el fracaso? Una vez más,
la firma de Jesús nos rescata de nosotros mismos.
El Cristo crucificado nos recuerda que la desesperación y la
desilusión no son mortales sino señales de resurrección pendiente. Lo
que vive más allá de la Cruz es el poder liberador del amor que nos
libera del egocentrismo que dice: Todo lo que soy es lo que pienso y
nada más. Cierta noche de un Viernes Santo a las dos de la mañana,
mientras oraba con fe, lo escuché decir: “Hermanito, presencié a Pablo
declarar que no me conocía, a Santiago que quería poder a cambio de su
servicio, a Felipe que no pudo ver al Padre en mí y a una veintena de
discípulos que estaban convencidos de que mi vida había terminado en
el Calvario”. El Nuevo Testamento ofrece muchos ejemplos de hombres
y mujeres que comenzaron bien pero luego flaquearon en el camino.
“Sin embargo, en la noche de Pascua me aparecí a Pedro; Santiago no
es recordado por su ambición sino por el sacrificio de su vida por el
Reino; Felipe finalmente vio al Padre cuando le indiqué el camino; y los
discípulos desesperados tuvieron el suficiente coraje para reconocerme
como el extraño que anduvo por el camino a Emaús. Mi punto,
hermanito, es el siguiente: espero más fracasos de tu parte de los que tú
esperas”.
En temporada y fuera de temporada, en el éxito y el fracaso, en la
gracia y la desgracia, la valentía para arriesgar todo en la firma de Jesús
es la marca del auténtico discipulado. En palabras de Winston Churchill:
“El éxito no es definitivo, el fracaso no es fatídico. Lo que cuenta es el
valor para continuar”.
Doctrina que defiende que la gracia no tiene ningún papel en la salvación, solo es importante obrar
bien siguiendo el ejemplo de Jesús.
C a pít ulo 11

Tomarse de Dios

W illiam Reiser escribe: “Muchos padres han esperado años para


que sus hijos reconozcan que han sido amados. Naturalmente,
muchas veces las madres y los padres sienten que los hijos les agotan la
paciencia al parecer que los subestiman y pocas veces piensan en los
pensamientos de sus padres. Sin embargo, de alguna manera, los padres
conservan la fe en sus hijos porque creen que tanto cuidado y amor algún
día dará su fruto. Los padres viven esperanzados en el día en que su hijo
se dé cuenta del amor que ha recibido. Recuerdo a un padre que me
confió que daría todo lo que tenía para que su hijo llegara a su casa un
día y no que abrazara a su padre (eso sería mucho para esperar) sino a su
madre y le dijera: ‘Te amo’”.1
Cuando los niños reconocen el amor que ha sido prodigado en ellos,
los padres resuenan en el reconocimiento de ser apreciados con un
suspiro ineludible que se iguala a los momentos más felices de sus vidas
y de su matrimonio. ¿Es acaso disparatado imaginar a Dios
experimentando lo mismo? ¿No anhela que sus hijos reconozcan con
agradecimiento cuán profundamente han sido amados?
Un día el nieto del rabino Barukh Yehiel estaba jugando a las
escondidas con otro niño. Se escondió muy bien y esperó que su
compañero lo encontrara. Después de veinte minutos se asomó de su
escondite, no vio a nadie, y volvió a meter la cabeza. Después de
esperar un largo tiempo, salió de su escondite, pero el otro niño no
estaba por ningún lado. Entonces el pequeño Yehiel se dio cuenta de que
su compañero nunca lo había buscado. Llorando, corrió hacia su abuelo
y se quejó de su infiel amigo. Las lágrimas corrían por los ojos del
rabino Barukh al darse cuenta de que Dios dice lo mismo: Me escondo
pero nadie quiere buscarme.2
Ese era el tono conmovedor de la voz de Dios cuando habló a través
de la boca del profeta Oseas:

Desde que Israel era niño, yo lo amé; de Egipto llamé a mi hijo.


Pero cuanto más lo llamaba, más se alejaba de mí. Ofrecía
sacrificios a sus falsos dioses y quemaba incienso a las
imágenes. Yo fui quien enseñó a caminar a Efraín; yo fui quien
lo tomó de la mano. Pero él no quiso reconocer que era yo
quien lo sanaba. Lo atraje con cuerdas de ternura, lo atraje con
lazos de amor. Le quité de la cerviz el yugo, y con ternura me
acerqué para alimentarlo.
—Oseas 11:1-4

Nuestro Dios permanece oculto, pero en oración descubrimos que


tenemos lo que buscamos. Comenzamos donde nos encontramos,
aprendemos lo que tenemos y nos damos cuenta de que ya estamos allí.
La oración contemplativa es simplemente experimentar lo que ya
poseemos. “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el
Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Corintios 3:16).
Durante una conferencia acerca de la oración contemplativa, le
hicieron la siguiente pregunta a Thomas Merton: “¿Cuál es la mejor
manera de ayudar a las personas a conseguir la unión con Dios?”. Su
respuesta fue muy clara: debemos decirles que ya están unidas a Dios.
“La oración contemplativa no es nada más que ‘volverse consciente’ de
lo que ya está allí”.3
La oración contemplativa es, como lo dijo cierta vez Tad Dunne, la
apreciación y la comprensión del significado concreto del amor. (Fue mi
padrino en Alcohólicos Anónimos, Buzzy Gaiennie, quien me acercó esta
definición). La tarea de la oración contemplativa es ayudar a alcanzar el
conocimiento consciente del amor incondicional del Dios que habita
dentro de mí. “Lo que esto significa, en términos muy prácticos, es que
no tengo que preocuparme por ‘llegar a algún lado’ en la oración, porque
ya estoy allí. Simplemente tengo que tener ese conocimiento”.4
Como se dijo en el capítulo inicial, el problema de la Iglesia de hoy
en día es que hemos confundido las creencias y la fe, las doctrinas y la
experiencia vivida. La oración contemplativa acorta la distancia entre la
creencia y la experiencia porque es el puente de la fe. Nos enseña
aquello de lo que la teología por sí sola nunca podría convencernos: que
Dios es amor. Nos lleva por el viaje más largo y más peligroso de todos,
desde la cabeza al corazón donde sentimos y experimentamos
existencialmente la incesante ternura de Jesucristo. Logramos conocer la
compasión de Cristo no como una abstracción sino en la experiencia
vivida de que nos acepta como pecadores, como personas imperfectas
que se encuentran en la lucha en la que a veces nos vendemos a otros.
Experimentamos el perdón de Jesús no como el indulto de un juez sino
como el abrazo de quien nos ama. Somos liberados de la mezquindad,
del egoísmo y del temor. Somos purificados de la oscuridad de la fe, más
allá de las creencias.
“No veo el motivo por el que cualquier persona debería conformarse
con menos de lo que lo hizo Jacob —escribió Walter Percy—, que en
realidad se tomó de Dios y no lo soltaría hasta que Dios se identificara y
lo bendijera”.5
“Tomarse de” Dios es la meta de la oración contemplativa. Esa es la
razón por la que el primer paso en la fe es dejar de pensar en Dios
durante el tiempo de oración. En cambio, tenemos que creer —no de
forma intelectual sino con la totalidad de nuestro ser que cambia la
creencia en fe— que Él está con nosotros y nosotros estamos en Él (Juan
15:4). Sujetarse a Dios en fe significa ser capturado simultáneamente por
el poder de un gran amor y el poder de aquella sujeción.
“Me buscarán y me encontrarán, cuando me busquen de todo
corazón. Me dejaré encontrar” (Jeremías 29:13-14). El que habla es
Yahvé.
En mi vida personal la mayor parte del año la dedico a escribir,
pensar y hablar sobre Dios, Jesús, la fe, la oración contemplativa, el
estilo de vida del Evangelio y demás. Es un fenómeno curioso que esos
asuntos cristianos tan nobles me distancien de Dios. (Supongo que esto
es así para todos los escritores, predicadores y maestros cristianos,
como también para los compositores, músicos y cantantes). No parar de
hablar sobre Dios todo el tiempo no lleva en sí mismo a estar con Dios.
Escribir sobre Dios de alguna manera me aleja de responder a Dios
directamente en el momento presente. Predicar sobre Dios nubla de
alguna forma mi presencia de la realidad que proclamo. En ambas
situaciones, lo que se pierde es la esencia de sentir la intimidad con
Dios mediante la fe. Sin embargo, mis creencias permanecen fuertes y
arraigadas.

En los evangelios, los eruditos de Las Escrituras nos dicen que


no existe ningún pasaje en el que la palabra griega para “fe”
(tietis) signifique, estrictamente hablando, “creencias”. Por
ejemplo, que Jesús se maravillase de la “fe” del centurión
romano significa que estaba sorprendido de la profunda confianza
del hombre, no de la forma en que podía recitar una lista de
creencias. Y cuando Jesús criticó a los discípulos por su “falta de
fe”, se refería a su falta de confianza y valentía; no era un regaño
por descartar una u otra sección de fe del credo. La razón es
obvia: no existía ningún credo. No se había detallado ninguna
clase de creencia. La fe era la confianza valerosa en Jesús y en
las buenas nuevas que vivía y predicaba. Es verdad que
finalmente esta verdad se concretaría en creencias explícitas.
Pero el punto de partida es la valentía, no las creencias. Y en
nuestra vida de fe al igual que al encender una mecha, marca una
vital diferencia en cuál extremo comenzamos.6

Cerrar la brecha entre las creencias y la experiencia mediante la


oración de fe no solo es de primordial importancia; es la primera
responsabilidad que tenemos cada día de nuestras vidas. La Palabra que
predico debe encarnarse en mi propia experiencia. Es un viaje desde
Jarán a Canaán, el peregrinaje de la teoría a la realidad, del
desconocimiento al conocimiento, de la idea a la experiencia, de las
preocupaciones triviales a la conciencia unida a Jesús. Cuando Cristo se
va formando en nosotros, llegamos a conocerlo de forma más profunda.
“Quizá suene arrogante decir que llegamos a conocer a Cristo al
perseverar en la oración contemplativa. Pero es la verdad. Llegamos a
conocer lo que es vivir cada momento, cada decisión, gozo o dificultad
desde dentro de su presencia a partir de los infinitos recursos de su
poder: el poder de su amor y compasión, una realidad inquebrantable”.7
Muchos cristianos nunca se han tomado de Dios. No conocen —no
conocen realmente— que Dios los ama cariñosa y apasionadamente.
Muchos lo aceptan en la teoría; otros de una manera imprecisa. Mientras
que su sistema de creencias es invulnerable, su fe en el amor de Dios por
ellos es remota y abstracta. Les sería muy complicado decir que la
esencia de su compromiso de fe es una historia de amor entre Dios y
ellos. No simplemente una historia de amor sino una enérgica historia de
amor.
¿Cómo nos tomamos de Dios? ¿Cómo vencemos la tristeza y la
soledad? ¿Cómo desarrollamos la valentía y la generosidad para valorar
la firma de Jesús en las páginas de nuestras vidas? ¿Cómo, cómo? La
respuesta llega de forma irresistible e inequívoca: oración.
“Busquen primeramente el reino de Dios” (ver Mateo 6:33). Esto
requiere restar tiempo a la familia, a los amigos, a la profesión, al
ministerio, incluso al “hacer el bien” para adentrarse en el gran silencio
de Dios. A solas en ese silencio, el ruido interior se va a aquietar y se va
a escuchar la Voz del Amor. Sin ese silencio, nos sumergiremos en la
repetición interna de los diálogos, los encuentros, las reuniones, las
discusiones y las conferencias donde se habla mucho pero se escucha
poco.
La mayoría de los cristianos que conozco, fueron criados en una
espiritualidad devocional que alentaba las obras externas de piedad
como el ir a la iglesia, leer La Biblia, memorizar Las Escrituras, los
grupos de oración, los retiros, la lectura espiritual y los momentos
tranquilos de confesión, adoración, acción de gracias, petición e
intercesión. Estas devociones tienen por objetivo desarrollar y promover
nuestra relación con Dios. Nos llevaron a una metanoia (transformación)
bíblica, la conversión personal que necesitábamos para experimentar y
poder volvernos verdaderos discípulos de Jesús. Pero, como observa
Shannon, era una metanoia del comportamiento: era un enfoque a
abandonar el estilo de vida que se permite excesos de fornicación,
irresponsabilidad sexual, contiendas y peleas, celos, codicia, mal
carácter, discusiones, envidia, borrachera, orgías y cosas similares,8 y
un sólido esfuerzo de adquirir las virtudes y las actitudes compatibles
con la mente de Cristo. La espiritualidad devocional llevaba a una nueva
manera de hacer pero no necesariamente de ver. Se enfocaba más en el
comportamiento que en el conocimiento; más en hacer la voluntad de
Dios y llevar a cabo actos devocionales que le agradaran que en
experimentar a Dios como Él realmente es. “Una cruda manera de
decirlo sería expresar que pasé tanto tiempo haciendo las cosas que le
agradarían a Dios que no me quedó tiempo simplemente para estar con
Dios”.9
Al reconocer la importancia crucial de una espiritualidad de devoción
y sus valiosos y diversos puntos de vista, la espiritualidad contemplativa
tiende a enfatizar la necesidad de un cambio en el conocimiento, una
nueva manera de ver a Dios, a las demás personas, a uno mismo y al
mundo. No es suficiente que nos comportemos mejor; debemos llegar a
ver la realidad de una forma distinta.
Para la mayoría de nosotros, el tiempo de oración es corto y verboso.
Se habla mucho y no se escucha lo suficiente; demasiada cabeza y
corazón insuficiente. La oración contemplativa nos lleva en silencio
hacia el amor que se encuentra en el centro de nuestro ser. “Sabemos por
nuestras relaciones humanas cuánta fe necesitamos tener en una persona
para poder estar en silencio con ella. Sabemos que nuestra fe en una
persona se profundiza por ese silencio. Esta, también, es la dinámica de
nuestro silencio en la oración: darnos cuenta del amor de Dios por
nosotros expresado en el amor de Jesús, que profundiza nuestra fe en su
amor”.10
En el viaje de la creencia a la experiencia, quedarse quieto requiere
más esfuerzo que correr. Muchos de nosotros llevamos un estilo de vida
tan frenético que tenemos temor a la quietud, al silencio y a la soledad.
Hace algunos años, Anne Morrow Lindbergh escribió:

En lo que respecta a la búsqueda de silencio y soledad, vivimos


en una atmósfera negativa, tan invisible, tan generalizada y tan
debilitante como la alta humedad en una tarde de verano. El
mundo no entiende hoy en día, ni en el hombre ni la mujer, la
necesidad de estar a solas. ¡Cuán inexplicable parece! Cualquier
otra cosa será aceptada como una mejor excusa. Si una persona
separa tiempo para una entrevista de negocios, para una visita al
peluquero, para un compromiso social, ese tiempo será aceptado
como sagrado. Pero si una persona dice: “No puedo ir porque es
mi momento de estar a solas”, se la considera irrespetuosa,
vanidosa o rara. Qué observación sobre nuestra civilización,
cuando el estar solo se considera sospechoso; cuando una
persona tiene que pedir disculpas por ello, crear excusas,
esconder el hecho de que practica la soledad, como un vicio
secreto.11

Cuando enfrentamos la quietud por primera vez puede superarnos un


cierto pánico existencial, pero si podemos encontrar la valentía para
abrazarla, entramos en la paz que va más allá de todo entendimiento. Por
otro lado, si no podemos reconocer el valor de simplemente estar con
Dios, como el amado, sin hacer nada, quitamos el centro del
cristianismo. Las creencias se vuelven más importantes que la fe e
incluso las pequeñas barreras crean obstáculos insuperables entre los
cristianos.
Un simple método de oración contemplativa (a menudo llamada
“oración centrada” en nuestro tiempo y anclada en la tradición cristiana
occidental de Juan Casiano y de los padres del desierto, y no, como
piensan algunos, en el misticismo oriental o la filosofía de la Nueva Era)
posee cuatro pasos:

1. Toma algunos minutos para relajar el cuerpo y aquietar tu


espíritu. Luego, con un simple acto de fe, preséntate ante Dios
que habita en la profundidad de tu ser.
2. Elige una simple palabra o frase sagrada que capte algo del
sabor de tu relación íntima con Dios. Una palabra como Jesús,
Abba, paz, Dios o una frase como Abba, te pertenezco o
Ayúdame a vivir en tu presencia, etc. Sin mover los labios,
repite la palabra sagrada internamente, lentamente y varias veces.
3. Cuando aparezcan las distracciones, inevitablemente así será
(incluso en las oraciones más avanzadas), vuelve simplemente a
escuchar tu palabra sagrada. Imagínate sentado tranquilamente en
un bote de remos en el medio de un hermoso lago. Todo está
tranquilo y quieto. De repente una lancha a motor ruge a 45
metros a estribor. Las ondas de las olas golpean violentamente tu
bote de remos. Las ondas representan las dispersiones de tu
mente. Otra vez, vuelve suavemente a tu palabra sagrada.
4. Después de un período de oración de veinte minutos, termina con
el Padrenuestro, tu salmo favorito o algunas palabras espontáneas
de adoración y agradecimiento.

Los maestros espirituales contemporáneos recomiendan dos períodos


de veinte minutos cada uno de oración contemplativa por día. Las horas
ideales son antes del desayuno y antes de la cena. Debido a la unidad
psicosomática del cuerpo, la mente y el espíritu, es útil la sensación de
hambre físico. Despierta el anhelo del alma por Dios. Como dijo cierta
vez el psiquiatra Psichari: “La mejor preparación para la oración es un
puñado de nueces y un vaso con agua”, una metáfora para un estómago
relativamente vacío.
Y no evalúes, midas o juzgues tus períodos de oración contemplativa.
En una sociedad orientada a los logros, probablemente comencemos a
orar con la preocupación superficial de obtener resultados en un intento
inútil de discernir si valió la pena o no invertir nuestro tiempo y energía:
¿produjo acaso alguna perspectiva brillante o alguna experiencia
extraordinaria? Esa clase de materialismo espiritual va a desaparecer, el
ego va a ser purificado y la inseguridad se va a desvanecer mediante la
práctica de la oración diaria.
Tan solo exponte y cállate.
Además de cualquier otra cosa que pueda ser, la oración es
primeramente un acto de amor. Más allá de cualquier consideración
pragmática, la oración es la respuesta personal al amor de Dios. Amar a
alguien implica anhelar la presencia y comunión. “Sin embargo, la fama
de Jesús se extendía cada vez más, de modo que acudían a él
multitudes para oírlo y para que los sanara de sus enfermedades. Él,
por su parte, solía retirarse a lugares solitarios para orar” (Lucas
5:15-16). Jesús oraba principalmente porque amaba a su Padre. Ser
como Cristo es ser un cristiano.
Sin importar cuánto nos sobreexijamos, nos las arreglamos para
hacernos tiempo para las personas que nos importan. (En el pasado
visité Chicago docenas de veces y ninguna vez dejé de ir a la casa de mi
querido amigo, Frances Brennan). Como dijo alguna vez Woody Allen:
“El 80 % de la vida consiste en aparecer”. ¿Por qué? Porque
simplemente aparecer es una forma de amar. La disposición a perder el
tiempo concienzudamente con un amigo es una afirmación silenciosa de
su importancia en nuestra vida. Basil Pennington captó la simplicidad de
este gesto:

Un padre se complace cuando su pequeñito deja de lado a sus


juguetes y amigos, y corre hacia él y se cuelga de sus brazos. Al
sostener a su pequeñito cerca de sí, le importa poco lo que esté
mirando el niño, que su atención vaya de un lado a otro, o tan
solo se acomode para dormir. Básicamente el niño elige estar con
su padre, confiado en el amor, cuidado y seguridad que hay allí
en sus brazos. La oración contemplativa es muy parecida. Nos
acomodamos en los brazos de nuestro Padre, en sus cariñosas
manos. Tal vez nuestra mente, pensamiento e imaginación vayan
de un lado a otro; quizá incluso podremos dormirnos, pero
básicamente elegimos permanecer durante este tiempo en
intimidad con nuestro Padre, entregarnos a Él, recibir su amor y
cuidado, y permitir que disfrute de nosotros como quiera. Es muy
simple la oración. Es una oración parecida a la de un niño. Es la
oración la que nos abre las puertas a las delicias del Reino.12

Una de las cuatro reglas cardinales en la oración es la máxima de


Dom Chapman: ora como puedas; no ores como no puedas. Debemos
encontrar nuestra manera. Es indispensable experimentar si queremos
encontrar el método que mejor nos sienta para nuestras necesidades y
temperamento. La forma y la manera de la oración pueden diferir
radicalmente, incluso entre personas que viven en la misma ciudad y que
tienen idénticos antecedentes culturales. C. S. Lewis estaba
desconcertado ante la vida de oración de Rose Macauley. Él reconoce
que nunca podría orar como ella ni tampoco lo haría. “Al igual que a ti
—le escribe a Malcolm—, su continua búsqueda por más y más
oraciones me dejó estupefacto. Si simplemente las estuviese
coleccionando como objetos de arte, podría comprenderlo; era una
coleccionista nata. Pero tengo la impresión de que las coleccionaba para
utilizarlas; que toda su vida de oración dependía de lo que podríamos
llamar oraciones confeccionadas: oraciones escritas por otras
personas”.13
En este tema estoy del mismo lado de la calle que C. S. Lewis, al
aceptar que una gran cantidad de personas además de Rose Macauley
recibieron la ayuda de oraciones confeccionadas. Una monja anciana una
vez le dijo al superior religioso de su convento que todo lo que podía
hacer durante su tiempo de oración era repetir una y otra vez el
Padrenuestro. Pero Teresa de Ávila rápidamente tuvo el discernimiento
de que había escalado las alturas de la oración contemplativa. Una vez
más, ora como puedas; no ores como no puedas.
Para las personas cuya personalidad y temperamento son compatibles
con un método de oración estructurado, permítanme proponerles otra
manera que ha demostrado efectividad (basada en la correspondencia
personal) en miles de cristianos. Este enfoque a la oración posee cuatro
etapas:
1. Permítete ser amado por Dios. La oración comienza al apreciar y
darnos cuenta del significado concreto del amor de Dios por mí así como
soy y no como debiera ser. Su amor no se basa en mi desempeño. No me
lo he ganado, por lo tanto, no puedo perderlo. La primera etapa de la
oración no es una actividad de la mente sino un modo pasivo de recibir.
Al igual que al deslizarse dentro de una bañera de agua caliente, permito
que el amor de Dios filtre, sature y permee cada parte de mi ser. Una
cosa es saber que me ama y otra cosa muy distinta es experimentarlo con
fe. Al silenciarme, voy a ser tomado por Dios: “Yo soy tu Dios, tú eres
mi hijo. Cómo podrías dudar de que vuelva a abrazarte, a tenerte entre
mis brazos, besarte y acariciarte el cabello con mis manos. Soy un Dios
de misericordia y compasión, de ternura y cariño. Deseo mucho que
estés cerca de mí. Conozco todos tus pensamientos. Escucho todas tus
palabras. Veo todos tus actos. Y te amo. No te juzgues a ti mismo. No te
condenes. No te rechaces. Permite que mi amor toque los rincones más
ocultos de tu corazón y te revele tu belleza, una belleza que has perdido
de vista. Ven, permíteme secarte las lágrimas y deja que mi boca ser
acerque a tus oídos y te diga: ‘Te amo, te amo, te amo’”.14
2. Responde al amor de Dios a través de la adoración. Esta es la
actividad máxima y más intensa de la que un ser humano sea capaz.
Adorar es abandonar mi ser por completo ante las manos cariñosas de
Dios. Cuando Henri Nowen le preguntó a su guía espiritual: “¿Cómo
llevo una vida en la que Jesús sea realmente el centro?”, la respuesta
fue: “Sé fiel en tu adoración”.
Esta palabra deja en claro que toda mi atención debe estar puesta en
Jesús, no en mí mismo. Adorar es apartarme de mis propias
preocupaciones y adentrarme en la presencia de Jesús. Significa soltar lo
que quiero, deseo o he planeado, y confiar plenamente en Jesús y en su
amor.15
Él puede hacer conmigo lo que desee. Cuando oro en el Padrenuestro:
“Hágase tu voluntad”, puedo decir estar palabras sin temor ni recelo
porque estoy convencido de que mi Abba no es una amenaza para mí, es
el curso de mi vida y realización. La oración de adoración puede
realizarse con o sin palabras, con mis propias palabras o las palabras de
otra persona.
3. Medita en un pasaje del Evangelio. Meditar es pensar y
reflexionar acerca de Dios. La oración es hablar y escuchar a Dios. No
leas más que cinco o diez versículos de un evangelio (no es un tiempo
para un estudio bíblico). Identifícate con alguna persona del pasaje, y
hazte la siguiente pregunta: ¿Qué me dice Jesús a mí en este texto?
Ejemplo: leo Mateo 5:1-3: “Cuando vio a las multitudes, subió a la
ladera de una montaña y se sentó. Sus discípulos se le acercaron, y
tomando él la palabra, comenzó a enseñarles diciendo: ‘Dichosos los
pobres en espíritu, porque el reino de los cielos les pertenece’”. Yo me
identifico como uno de los discípulos. Jesús me mira directamente a los
ojos y me dice que soy dichoso si soy pobre en espíritu. Estas son las
primeras palabras de Jesús en su discurso inaugural. Es obvio que tienen
una inmensa importancia para Él, y así también debería serlo para mí.
¿Qué significa “ser pobre en espíritu”? Contactarme con mi pasado y
comenzar a meditar.
Viajo por el carril de la memoria hacia Praise Gathering ’91
[‘Reunión de adoración, 1991’] en el Centro de Convenciones de
Indianápolis. Tras haber dado un sermón de cuarenta minutos titulado “El
cojo victorioso”, la comunidad de once mil personas reunidas se puso en
pie y estalló en un estruendoso aplauso. La sombra de mi ser que estaba
hambrienta de honor, reconocimiento, poder, gloria y respeto humano
experimentó un instante de gratificación. Mi falso ser —que se motiva
con la ilusión de que mi identidad real se basa en el éxito ministerial, en
el triunfo de la oratoria, en las victorias en la viña, en los análisis de
libros estelares y en la admiración de otros— disfrutaba del coro de la
adulación.
En ese breve momento de euforia, Dios se compadeció de su pobre y
orgulloso hijo. De forma inmediata tuve una visión de mí mismo dentro
de un féretro. La casa de velatorio había cerrado, el lugar estaba
desierto. Mi cuerpo embalsamado yacía dentro del féretro
completamente solo. Se me había acabado el tiempo.
La experiencia no fue ni macabra ni morbosa; en cambio, fue un
momento de liberación suprema del falso ser. Mi identidad imaginada
fue desenmascarada con ridiculez. Descubrimos por la fuerza de la
muerte que no existe la esencia debajo de las cosas con las que estamos
vestidos. Soy hueco y mi estructura de placer y ambiciones no tiene
fundamento. Estoy objetivado en ellos. Pero están todos destinados por
su propia contingencia a ser destruidos. “Y cuando desaparezcan no va a
quedar nada de mí, sino mi propia desnudez, vacío y falsedad”.16
Dichosos los pobres en espíritu. El hombre y la mujer pobres están en
contacto con su pobreza desnuda y necesidad trascendental.
Al observar mi cuerpo sin vida recordé una historia acerca de un
obispo que yacía muerto en su cama, ¡con todas sus vestiduras puestas!
El aplauso de los once mil continuó y comencé a reírme —de mí mismo
— por desgastar mi mitra en la reunión de adoración.
Peter Van Breemen escribe: “El hombre pobre se acepta a sí mismo.
Tiene una imagen propia en la que el conocimiento de sus limitaciones es
muy vívido, pero no lo deprime. Esta conciencia de su propia
insuficiencia sin un sentimiento de autodesprecio es típica del pobre de
espíritu”.17 Termina con una oración de intercesión/petición. Interceder
y pedir no es recitar una lista de la verdulería de personas necesitadas y
proyectos valiosos. Orar por otros es derramar nuestra sangre, desgastar
nuestra vida sin tener en cuenta el costo, con empatía y compasión.
También es hundirse en la mente de Jesús, el unirnos en su oración de
intercesión. Experimentamos los gemidos indecibles del Espíritu en
nuestros corazones. “Y cuanto mayor sea nuestra empatía y más
cercanamente nos identifiquemos a través de la compasión con aquellos
por los que oramos, más perfecta será nuestra comunión con el Dios
misericordioso”.18
Nunca dejes pasar un día sin orar para que aumente la fe en tu vida.
Cierra la oración volviendo a la segunda etapa de adoración:
agradece a Dios por su bondad, alábalo por su perdón, dile que lo amas
y que vas a tratar de servirlo un día a la vez. Lo repito, la franja de
tiempo recomendada para esta clase de oración estructurada es de veinte
minutos dos veces al día.
Una simple estrategia mnemotécnica puede ser útil. Las cuatro P + una
O. En la medida de lo posible, elige la misma parte de la casa para la
oración diaria, el mismo período de tiempo, la misma postura (parado,
sentado, arrodillado, o —al igual que Ignacio de Loyola— recostado
sobre la espalda), elige un pasaje de Las Escrituras y ora.
Permíteme cerrar este capítulo con las cuatro reglas cardinales de la
oración:

1. Lo más importante es que uno aprende a orar orando. Lo crucial


es que realmente estamos en viaje, no tan solo pensando acerca
del viaje o leyendo o hablando sobre él. “Es más valioso un paso
tambaleante pero verdadero que una cantidad de viajes
realizados en la imaginación”.19
2. Como se mencionó anteriormente, ora como puedas; no ores
como no puedas.
3. No ores solamente cuando tengas ganas. Exponerse y callarse es
una disciplina. Cada día que descansa sobre los dos pilares de la
oración matinal y nocturna es un paso hacia el viaje de las
creencias a la experiencia, de la teoría a la realidad. Como decía
el comercial de Nike: “Solo hazlo”.
4. Cuando un hombre o una mujer tienen un intenso deseo de
tomarse de Dios, se mueven y actúan. Responden y oran. Sin el
hambre, son aficionados que juegan juegos espirituales. Si falta
el intenso deseo, ponte de rodillas ante el Dios en quien crees a
medias y pídele el don. Como observó el fallecido rabino
Abraham Heschel: “Dios carece de importancia a menos que sea
de suma importancia”.

La oración contemplativa es una arremetida total contra el egoísmo, el


aislamiento y la melancolía. Olvidarse de uno mismo parece ser muy
simple, sin embargo requiere nada menos que crucificar el ego.
Renunciar a la inseguridad para poder recibir la seguridad de Cristo
tiene un gran precio: perder tu vida para salvarla (ver Marcos 8:35).
Pero trae la gran seguridad de que la firma de Jesús esté escrita hasta en
las páginas de nuestra vida de oración.
C a pít ulo doc e

¡Lázaro se rió!

U n verano en la ciudad de Iowa, dirigía un retiro de cinco días para


un pequeño grupo de cristianos. La pequeña cantidad de
participantes permitía un inusual grado de diálogo, intercambio y
comunión personal. Una mujer treintañera del grupo era llamativa por su
silencio. Era una monja delgada y atractiva que no sonreía ni suspiraba,
no reía ni lloraba, no reaccionaba, no respondía ni se comunicaba con
ninguno de nosotros.
En la tarde del cuarto día invité a cada persona a que compartiera lo
que el Señor había estado haciendo en su vida durante esos últimos días.
Luego de unos minutos de silencio, la monja no comunicativa, a quien
llamaré Christine, tomó su diario personal y dijo: “Algo me sucedió
ayer, y lo escribí. Usted, Brennan, hablaba acerca de la compasión de
Jesús. Desarrolló las dos imágenes del esposo y el amante que se
encuentran en Isaías 54 y Oseas 2. Luego citó la frase de San Agustín:
‘Cristo es el mejor esposo’.
“Al final de su charla oró para que pudiéramos experimentar lo que
acababa de compartir. Nos pidió que cerráramos los ojos. Casi en ese
mismo momento, algo sucedió. En fe fui transportada hacia un enorme
salón de baile lleno de personas. Yo estaba sentada en una silla de
madera, cuando un hombre se me acercó, me tomó de la mano y me llevó
a la pista de baile. Me tomó en sus brazos y me guió en el baile.
“El compás de la música aumentó y girábamos cada vez más rápido.
Los ojos del hombre nunca dejaron de mirar mi rostro. Su radiante
sonrisa me cubría con calidez, placer y un sentido de aceptación. Todos
los demás en la pista dejaron de bailar. Nos miraban fijamente. El ritmo
de la música aumentó y hacíamos piruetas alrededor de la sala con un
ritmo descabellado. Miré sus manos, y entonces me di cuenta. Heridas
brillantes de antiguas batallas, casi como un sello marcado en la carne.
La música disminuyó a una canción melodiosa y Jesús me meció de
adelante hacia atrás. Al terminar el baile, me atrajo con fuerza hacia Él.
¿Sabe lo que me susurró?”.
En ese momento cada persona de la capilla estaba tensa. Las lágrimas
caían por las mejillas de Christine. Continuó un minuto de silencio.
Aunque tenía el rostro rebosante de alegría, las lágrimas seguían
cayendo. Finalmente habló: “Jesús me susurró: ‘Christine, estoy loco por
ti’”.
Ella continuó hablando: “Me quedé aquí en la capilla durante casi una
hora, luego fui a mi habitación y comencé a escribir en mi diario
personal lo que acababa de experimentar. De repente, parecía como me
quitaran la lapicera de los dedos. Otra vez, con fe escuché a Jesús decir:
‘Realmente estoy loco por ti’. Era una vez más una nueva experiencia. El
amor de Jesús me barrió como una suave marea que saturaba mi ser con
asombro, desconcierto, paz, certeza y profunda adoración”.
Para Christine fue la liberación del Espíritu Santo que elevaba su fe y
amor hacia una nueva meseta. Era un descubrimiento decisivo hacia una
relación personal con Cristo como su esposo y amante. Ignacio de
Loyola lo describiría como un momento de “inmenso consuelo”. Los
escritores espirituales actuales hablarían de una experiencia “cumbre”,
un encuentro con un mysterium tremendum. Karl Rahner la habría
llamado simplemente una mística: alguien que experimenta algo.
Lo que me llamó la atención acerca de la historia de Christine fue que
el Jesús con el que se encontró estaba sonriente. ¿Acaso Jesús sonrió?
¿Realmente se rió?
Los evangelios nunca lo mencionan haciendo ninguna de esas dos
cosas. Sí dicen que lloró dos veces: por Jerusalén y Lázaro, su ciudad y
su amigo. Sin embargo, ¿es probable que este hombre sagrado, igual que
nosotros en todas las cosas menos en la ingratitud, pudiera haber llorado
de pena pero no haber reído de gozo? ¿Podría Jesús no haber sonreído
cuando un niño se acurrucaba en sus brazos? ¿O cuando el jefe del
comedor en Caná casi se desmaya ante los dos mil setecientos litros de
vino añejo? ¿O cuando vio a Zaqueo meterse en un lío? ¿O cuando Pedro
metió la pata una vez más?
Simplemente no puedo creer que Jesús no se riera cuando veía algo
gracioso ni sonriera al experimentar que era amado por su Abba. Atraía
no solo a un líder fariseo y a un centurión romano sino también a los
niños y a las personas simples como María Magdalena. Nuestra
experiencia humana nos dice que Jesús no podría haber hecho eso si
hubiese tenido siempre el rostro solemne de un doliente o la máscara
adusta de un juez, si en su rostro no apareciera una sonrisa o todo su
cuerpo se sacudiera con una alegre risotada.
Sin embargo, ¿cuántas pinturas hay en la historia del arte cristiano que
retratan a un Salvador sonriente? ¿En qué parte de nuestros cancioneros
y libros de oración se encuentran las odas a un Cristo que se ríe?
Rápidamente lo recordamos como un “hombre de pena” y nos olvidamos
cuánto gozo trajo su presencia a los pecadores y a los invitados, a los
enfermos y a los que agonizaban. Sin dudas, Jesús se rió. Probablemente
se ríe de nosotros cuando le quitamos la gracia al discipulado y ponemos
caras largas como dignatarios en un funeral político.
Hace algunos años, en un retiro privado, anoté una meditación oriental
corta basada en Juan 20:1-10. Dice así:

Bien temprano el domingo a la mañana, al ir levantándose el sol


por el cielo oriental, el cuerpo rígido, el pecho comienza a
alzarse, una mano se levanta lentamente y destapa su rostro, se
adapta a la oscuridad, se levanta tembloroso, sale de la tumba.
Afuera, respira el aire fresco; siente entusiasmo por esta nueva
experiencia; mira hacia lo alto de la colina y ve tres cruces
vacías. Sonríe y se aleja caminando. El Cristo resucitado es el
Cristo sonriente.
Teresa de Ávila escribió: “Cuando el Señor se me apareció, siempre
tuvo el cuerpo resucitado y glorificado”. ¿Resulta sorprendente acaso
que el Señor de gloria que dio vueltas con Christine en la pista de baile
sea un Cristo radiantemente alegre y sonriente?
Sin embargo, un cristiano intenso podría quejarse: “¿Por qué es
importante establecer si Jesús sonrió o no? Me parece que esto es mucho
ruido y pocas nueces. Dediquémonos a asuntos evangélicos más
importantes”.
La pregunta acerca de la alegría de Jesús no es trivial por la siguiente
razón: la oración es la respuesta personal a la cariñosa presencia.
Cuando el Jesús de nuestro viaje es el Cristo sonriente, cuando
respondemos a su susurro: “Estoy loco por ti”, comienza el proceso de
sanidad interna. Nos sana del ensimismamiento: donde nos tomamos a
nosotros mismos muy en serio, donde los días y las noches giran a
nuestro alrededor, alrededor de nuestras aflicciones y hernias, de
nuestros problemas y frustraciones. Su sonrisa nos permite distanciarnos
de nosotros mismos y vernos en perspectiva como somos en realidad.
Somos criaturas hechas temerosa y asombrosamente, un bulto de
paradojas y contradicciones.
La historia del Lázaro resucitado (ver Juan 11) comienza con sus dos
hermanas, Marta y María, que le envían un mensaje a Jesús: “Señor, el
hombre que amas está enfermo”.
Cuando Jesús llega a Betania, le dicen a María: “El Maestro está aquí
y quiere verte”.
Se acerca a Jesús y se arroja a sus pies diciendo: “Señor, si hubieras
estado aquí mi hermano no habría muerto”.
Al ver sus lágrimas, con un suspiro que proviene de lo profundo de su
corazón, Jesús pregunta: “¿Dónde está?”.
María dice: “Señor, ven y mira”.
Jesús llora.
Y los judíos dicen: “Miren cuánto lo amaba”.
En 1981, Roslyn y yo hicimos un retiro de silencio orientado de ocho
días en el centro de renovación en Grand Coteau, Lousiana. Roslyn le
dijo a Jesús: “Señor, el hombre que amas está enfermo”.
Cuando Jesús llegó a Grand Coteau, observó que Brennan se
encontraba en las profundidades de la desolación. Estaba agonizando de
indecisión. ¿Roslyn y yo debíamos casarnos? La amaba con todo mi
corazón, pero el demonio del autoengaño es sutil. ¿La voluntad del Padre
para nosotros era que nos casáramos o era mi propia voluntad? ¿Cómo
podía estar seguro de que había escuchado la voz de Dios? Además,
¿qué dice la ley canónica de la iglesia católica? ¿Y qué van a decir las
personas: los padres, los familiares, los amigos y los miles que me
habían escuchado predicar el Evangelio? Estaba destrozado en mi
interior, envuelto en oscuridad y confusión.
Roslyn recibió una palabra: “El Maestro está aquí y pregunta por ti”.
Tan pronto como lo escuchó, se levantó y salió hacia donde Él se
encontraba. Cuando llegó al lugar donde estaba Jesús, se arrojó a sus
pies y dijo: “Señor, el corazón de mi Brennan está quebrado de dolor.
Está afligido, confundido y desesperado. Si hubieras estado aquí, él no
estaría así”. Roslyn comenzó a llorar.
Cuando Jesús vio su llanto, se afligió en el espíritu movido por las
emociones más profundas. “¿Dónde está él?”, preguntó Jesús.
“Está en la capilla. Ven, te mostraré donde es”.
Jesús mismo comenzó a llorar. A la distancia, algunas personas del
retiro susurraban: “Miren cuánto los ama”.
Jesús se acercó a la capilla y abrió la puerta. “Déjanos solos”, le dijo
a Roslyn. Yo estaba tan atrapado en mi confusión que no me di cuenta de
que había entrado y se había sentado a mi lado.
Me tomó de la mano. Perplejo, me di vuelta y lo miré. No dijo ni una
sola palabra. Colocó la otra mano encima de la mía. Luego sonrió. ¡Oh,
cómo me gustaría que hubieras podido estar allí! El deleite en su rostro y
el júbilo en sus ojos dispersaban cada trazo de duda y confusión. En un
instante pasé de la noche más oscura al mediodía más soleado. Aunque
Él no habló, su sonrisa sí lo hizo: “No temas. Estoy contigo”. Salí
caminando de la capilla sintiéndome como cuando Lázaro salió de la
tumba.
El Cristo sonriente sana y libera. Con un deleite nuevamente
descubierto en nosotros, salimos hacia nuestros hermanos y hermanas
que somos, donde se encuentren, y les ministramos la sonrisa de Cristo.
No muy lejos de nosotros, hay alguien que tiene temor y necesita nuestra
valentía, alguien que está solo y necesita nuestra presencia. Hay alguien
herido que necesita nuestra sanidad; alguien no amado que necesita
nuestro toque; alguien anciano que necesita sentir que nos preocupamos
por él; alguien débil que necesita el apoyo de nuestra debilidad
compartida. Una de las palabras más sanadoras que jamás haya dicho
como confesor fue a un viejo sacerdote con un problema de alcoholismo.
Dije: “Hace algunos años yo era un alcohólico sin esperanzas en la
alcantarilla en Fort Lauderdale”.
“¿Usted?, preguntó. “¡Oh, Dios!”.
Cuando llevamos una sonrisa al rostro de alguien entristecido, le
llevamos a Cristo.
Eugene O´Neill una vez escribió una confusa obra con un final
espléndido. Trataba acerca de la vida de Lázaro después de que Jesús le
ordenara salir de la tumba. O´Neill llamó a esta obra Lázaro se rió. Es
la historia de una persona que amaba a Jesús, que había probado la
muerte y la había visto como realmente es. “¡Ríete conmigo! ¡La muerte
está muerta! ¡No hay más temor! ¡Solo hay vida! ¡Solo hay risa!”. O
´Neill nos dice que Lázaro comienza a reírse; primero suavemente, luego
más fuerte: “Una risa tan llena de completa aceptación de la vida, una
profunda aseveración del gozo de vivir, tan desprovisto de todo temor,
que se infecta con amor, tan infeccioso que, a pesar de ellos mismos, los
oyentes son alcanzados y arrastrados”.1
La risa no es histeria. La risa no es una explosión de humor por un
chiste vulgar. La risa es… el gozo de vivir. El espiritualismo pascual le
dice al cristiano: Puedes reírte, puedes sentir deleite en vivir. ¿Por
qué? “Porque en medio de la muerte constantemente descubres la vida:
en una mirada o en una caricia o en una canción, en un campo de maíz o
en un amigo que se preocupa, en la luna o en una ameba, en un trozo de
pan sin vida que de repente se transforma en el cuerpo de Cristo”.2
El cristianismo reclama cristianos resucitados, discípulos como el
héroe de la obra de Eugene O´Neill. Lázaro había probado la muerte y la
había visto como realmente es. Ahora su gozo de vivir es irresistible.

¡Ríete conmigo!
¡La muerte está muerta!
¡No hay más temor!
¡Solo hay vida!
¡Solo hay risa!

Si al leer estas palabras la noche más oscura está sobre ti, ten en
cuenta que el Jesús resucitado está loco por ti, incluso si no puedes
sentirlo. Escucha debajo de tu dolor la voz del Dios Abba: “Prepárate
para mi Cristo cuya sonrisa, cual relámpago, libera la canción de la
gloria eterna que ahora duerme en tu carne de celulosa como dinamita”.
Palabras finales

D urante la última noche de un retiro de silencio de ocho días en el


paisaje nevado del este de Pennsylvania, tuve un sueño tan vívido
que me despertó de un profundo sueño. Fui a mi escritorio para capturar
en papel las palabras y las imágenes de este. Esto es lo que había
escrito:

Con los ojos de mi mente, veo a un hombre entrar a la cámara de


gas en San Quentin, a una mujer sentada en la silla eléctrica en
una cárcel no identificada. Veo los hornos de Auschwitz y Dachau
y camiones colmados de cadáveres. Veo Hiroshima y noventa y
cinco millones de cuerpos quemados, carbonizados sin poder ser
reconocidos, que contaminan las calles y las laderas. Veo el
ataúd de John Wayne rodeado por celebridades de Hollywood.
Ahora veo filas de cruces afuera de los muros de la ciudad de la
antigua Jerusalén con cientos de cuerpos clavados: ladrones,
rebeldes, asesinos. En una colina veo tres cruces más con los
cuerpos de otros tres hombres y se parecen, aunque el hombre del
medio parece haber sido más maltratado que los demás.
Dos días después. Me encuentro en la plaza principal de una
gran ciudad. Un grupo de hombres está corriendo, gritando la
cosa más absurda: la crucifixión del hombre del medio de las tres
cruces no era tan solo otra ejecución política. Dicen que es la
más importante de la historia. Dicen que el hombre es el nuevo
punto focal de fe y el objeto de adoración de hombres y mujeres
por la eternidad.
Estoy asombrado. Regreso a esa colina. Mientras permanezco
parado allí mirando fijamente a lo que ahora es una cruz vacía,
lejos en la distancia un hombre aparece por la línea del horizonte.
Desde algún lado se escucha cantar a un coro poderoso: “Rey de
reyes y Señor de señores”.
Miro a mi alrededor. Ya no estoy solo. Hasta donde pueden ver
los ojos, el paisaje está colmado de personas. Y todas están
cantando: “Rey de reyes y Señor de señores”. El Hombre aparece
dando pasos largos. Está bañado en luz. Como si dos cortinas se
corrieran de par en par, los cielos se abren, están llenos de los
seres más bellos que jamás haya visto. Comienzan un cántico
rítmico: “Señor Jesús, Dios héroe, Señor Jesucristo, Dios héroe,
Dios héroe…”.
El rugido aumenta y llena cada cámara de resonancia del
universo. Miro al Hombre. Tiene el rostro radiante como un rayo
de sol sobre un espejo, sus ojos son como dos estrellas del norte.
“La paz sea a ustedes”, dice. Sus palabras más que una orden
son un saludo. “Conozco todo acerca de cada uno de ustedes. Los
conocí cuando estaban despiertos y dormidos, cuando estaban en
su hogar y de vacaciones. Antes que una palabra estuviera en la
punta de su lengua, ya lo sabía todo. Te observé a cada momento.
Conozco todos tus caminos”.
Comienza a pasar lista…
Veo a Sandi Patti dar un paso al frente, seguida por Madonna.
Veo a Saddam Hussein y a la Madre Teresa. Luego siguen Adolfo
Hitler y Mahatma Gandhi. Idi Amin y Billy Graham. Luego de
ellos está Martín Lutero y Frank Sinatra (no está cantando “A mi
manera”), el profeta Amós y Hugh Herfner, Jeremías y Johnny
Carson, María y José, George y Bárbara Bush, Pedro, Santiago,
Juan y Stalin, Churchill y Roosevelt.
Y la lista sigue y sigue. Todas las personas famosas y
poderosas que hayan vivido y los millones de ignorados y no
celebrados… toda persona que haya vivido. Escucho mi nombre:
“Brennan”. Al dar un paso al frente, como una campana
resonando en lo profundo de mi alma, escucho las palabras del
poeta T. S. Eliot: “Que mi alma esté preparada para encontrarse
con aquel que sabe hacer preguntas”.
El Hombre me mira directamente y luego revisa toda mi
retórica fanfarrona y religiosa, el contenido de todos mis libros y
sermones, todas las minimizaciones y justificaciones de mi estilo
de vida. Por primera vez en mi vida, me ven y me conocen como
realmente soy.
Temblando, pregunto: “¿Cuál es la sentencia, Señor?”.
Me entrega el Libro. “La palabra que he hablado ya te ha
juzgado”. Una larga pausa… luego sonríe. Camino hacia Él y le
toco el rostro. Me toma la mano y nos vamos a casa.
Sonrío, Señor Jesús, al escribir estas palabras en esta helada
noche invernal en Wernersville, Pennsylvania. Te doy gloria y te
alabo.

El contenido de este sueño es más real que el libro que tienes entre las
manos. Un determinado día a una hora específica que solo el Padre
conoce (ver Mateo 24:36), Jesucristo regresará en gloria. Cada hombre
y mujer que haya respirado será apreciado, evaluado y medido
solamente en términos de su relación con el Carpintero de Nazaret.
Esta es la esfera de lo verdaderamente real. Este sueño no es un
producto de una vívida imaginación ni tampoco una fantasía religiosa
comatosa creada para satisfacer una necesidad emocional. El señorío
escatológico de Jesucristo y su primacía en el orden creado (ver Efesios
1:9-10) se encuentran en el centro mismo de la proclamación del
Evangelio. Esta es la realidad.
Si me pregunto: “¿Qué hago dando vueltas por el planeta? ¿Por qué
existo?”, como un discípulo de Jesús debo responder: “Por causa de
Cristo”. Si los ángeles preguntan, es la misma respuesta: “Existimos por
causa de Jesucristo”. Si el universo entero de repente pudiera hablar, de
Norte a Sur, y de Este a Oeste, exclamaría al unísono: “¡Existimos por
causa de Cristo!”. El nombre de Jesús se nombraría desde los mares, las
montañas y los valles; se movería por el golpeteo de la lluvia. Se
escribiría en el cielo por los relámpagos. Las tormentas rugirían el
nombre “¡Jesucristo, Dios héroe!” y las montañas harían el eco. El sol en
su marcha hacia el Oeste a través de los cielos cantaría un himno
atronador: “¡El universo entero está lleno de Cristo!”.
Esta es la visión de la creación del apóstol Pablo, su concepto
cristocéntrico del universo: “Él es la imagen del Dios invisible, el
primogénito de toda creación, porque por medio de él fueron creadas
todas las cosas en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles, sean
tronos, poderes, principados o autoridades: todo ha sido creado por
medio de él y para él” (Colosenses 1:15-16, énfasis añadido).
Si existe alguna prioridad en la vida personal o profesional de un
cristiano más importante que el señorío de Jesucristo, ese cristiano no
califica como un testigo del Evangelio. Desde esa gloriosa mañana en la
que Jesús quebró las ataduras de la muerte e irrumpió la era mesiánica
en la historia, ha habido una nueva agenda, nuevas prioridades y una
revolucionaria jerarquía de valores.
El Carpintero nazareno no refinó simplemente la ética aristotélica; no
solo reordenó la espiritualidad del Antiguo Testamento; no simplemente
renovó la antigua creación. Inició una revolución. Debemos renunciar a
todo lo que poseemos, no solo a una parte (ver Lucas 14:33). Debemos
abandonar el viejo estilo de vida, no solo corregir algunas aberraciones
(ver Efesios 4:22). Vamos a llegar a ser una completa creación nueva, no
simplemente una versión renovada (ver Gálatas 6:15). Vamos a ser
transformados de gloria en gloria, aun a la imagen del Señor (ver 2
Corintios 3:18). Nuestra mente va a ser renovada por la revolución
espiritual (ver Efesios 4:23).
El pecado original, por supuesto, querrá ir y actuar como nunca
sucedió, al basar nuestras vidas en la religión popular y en el poder del
pensamiento positivo, las espiritualidades de moda y el poder político,
en lugar de hacerlo en el Sermón de Monte y en la muerte y resurrección
de Jesucristo.
Este libro ofrece una alternativa radical para los cristianos que
quieren vivir por fe y no por simple “religión”, para aquellos que
reconocen que gran parte de los temas teológicos candentes en la Iglesia
actual no son ni candentes ni teológicos; para aquellos que no ven al
cristianismo como un código moral, tampoco como un sistema de
creencias sino como una historia de amor; aquellos que no se han
olvidado que son seguidores de un Cristo crucificado; que saben que
seguirlo a Él significa vivir de forma peligrosa; que quieren vivir el
Evangelio sin concesiones; que no tienen mayor deseo que tener su firma
escrita en las páginas de sus vidas.
Guía de retiro personal

Que puedas encontrar una vez más en tu interior el profundo


silencio que da vida que es la verdad genuina… una fuente de
vida y una ventana hacia los abismos de eternidad y Dios… El
maravilloso silencio de la noche de invierno… una casa de paz
inviolable, una fortaleza en las profundidades de nuestro ser, la
virginidad de nuestra alma en la que, al igual que la bendita
María, damos nuestra valiente y humilde respuesta a la vida, el
“sí” que trae a Cristo al mundo.
—Thomas Merton

Porque donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo


en medio de ellos.
—Mateo 18:20

Lo que sigue a continuación son pensamientos adicionales basados en


verdades de cada capítulo de La firma de Jesús. Están diseñados para la
devoción y oración individual, no para utilizarse en forma grupal. El
objetivo es la reflexión, mientras que el fin esperado es un maravilloso
silencio en las profundidades de tu ser, que te lleva a esa valiente y
humilde respuesta que trae a Cristo al mundo… ¡sí!
Cada sección va a incluir estas dos o tres categorías:

Palabras: verdaderas citas del capítulo. Al leer las citas, estate atento
a las palabras o frases que parecen captar tu atención; hasta puede ser
una sola palabra. Haz una pausa y siéntate con la palabra o palabras
antes de continuar.
Palabra: una lectura de Las Escrituras. Antes de leer los versículos,
ora de la siguiente manera: “Habla, Señor, que tu siervo te escucha”. Y
el estímulo es leer los versículos en voz alta.

Tarea: preguntas/sugerencias/empujoncitos para llevar lo que sucede


en la cabeza y en el corazón a los dedos de las manos y de los pies; en
otras palabras, el gran esfuerzo de tu parte para que la fe dé fruto.
Capítulo uno

De Jarán a Canaán

Palabras

“La travesía de… Abraham es un paradigma de la auténtica fe. Él


es un recorrido hacia la oscuridad, hacia lo indefinido, hacia la
ambigüedad, y no hacia algún plan hacia el futuro determinado y
claramente delineado”.
“Cuando Dios llamó a Abraham a abandonar la seguridad del
mundo que le era conocido, también le pidió que renunciara a sus
creencias religiosas politeístas. Todos sus conceptos previos
acerca de Dios se desvanecieron. Nosotros necesitamos el
mismo proceso. Cuando nos encontramos con Dios que se revela
en Jesucristo y a través de su vida, debemos revisar todos
nuestros pensamientos previos acerca de Dios”.
“No podemos deducir nada acerca de Jesús a partir de lo que
creemos que sabemos sobre Dios; ahora debemos deducir todo
sobre Dios a partir de lo que sí sabemos acerca de Jesús. Al
igual que Abraham, todas nuestras imágenes previas de Dios se
desvanecen”.

Palabra
Génesis 12:1-9

1 El Señor le dijo a Abram: «Deja tu tierra, tus parientes y la


casa de tu padre, y vete a la tierra que te mostraré.
2 »Haré de ti una nación grande, y te bendeciré; haré famoso tu
nombre, y serás una bendición.
3 Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te
maldigan; ¡por medio de ti serán bendecidas todas las familias
de la tierra!»
4 Abram partió, tal como el Señor se lo había ordenado, y Lot
se fue con él. Abram tenía setenta y cinco años cuando salió de
Jarán.
5 Al encaminarse hacia la tierra de Canaán, Abram se llevó a
su esposa Saray, a su sobrino Lot, a toda la gente que habían
adquirido en Jarán, y todos los bienes que habían acumulado.
Cuando llegaron a Canaán,
6 Abram atravesó toda esa región hasta llegar a Siquén, donde
se encuentra la encina sagrada de Moré. En aquella época, los
cananeos vivían en esa región.
7 Allí el Señor se le apareció a Abram y le dijo: «Yo le daré esta
tierra a tu descendencia.» Entonces Abram erigió un altar al
Señor, porque se le había aparecido.
8 De allí se dirigió a la región montañosa que está al este de
Betel, donde armó su campamento, teniendo a Betel al oeste y
Hai al este. También en ese lugar erigió un altar al Señor e
invocó su nombre.
9 Después, Abram siguió su viaje por etapas hasta llegar a la
región del Néguev.

Tarea

Toma Génesis 12:1-2 y personaliza los versículos. Por ejemplo:


el Señor le dijo a Brennan: “Deja tu tierra, tus parientes y la casa
de tu padre, y vete a la tierra que te mostraré. Brennan, haré de ti
una nación grande…”. Lee esta personalización en voz alta.
Con base en esta nueva redacción, ¿quién es “tu tierra, tus
parientes y la casa de tu padre”? Trata de ser lo más específico
que puedas.
¿Qué temores te provocan el pensamiento de dejarlo? ¿Cuál sería
o podría ser el costo? Y aunque dejarlos podría suponer una
mudanza literal, es posible que Dios te llame a dejarlos mientras
estás quieto. ¿Cómo podría alterar tu vida esta segunda
posibilidad?
Capítulo dos

La firma de Jesús

Palabras

“Vista como una reliquia de la Iglesia, la cruz no molesta nuestra


cómoda religiosidad. Pero cuando el Cristo crucificado y
resucitado, en lugar de permanecer como un símbolo, toma vida y
nos libera con el fuego que sale a la luz, crea más estragos que
todos los heréticos, los humanistas seculares, los predicadores
ventajeros juntos”.
“Por amor a ti dejé mi lugar al lado del Padre. Vine hacia ti, y tú
huiste de mí, te escapaste, no querías escuchar mi nombre. Por
amor a ti, me escupieron”.
“Es difícil ser cristiano, pero es demasiado aburrido ser
cualquier otra cosa”.

Palabra
1 Corintios 1:18-31

18 El mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden;


en cambio, para los que se salvan, es decir, para nosotros, este
mensaje es el poder de Dios.
19 Pues está escrito: «Destruiré la sabiduría de los sabios;
frustraré la inteligencia de los inteligentes.»
20 ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el erudito? ¿Dónde el filósofo
de esta época? ¿No ha convertido Dios en locura la sabiduría
de este mundo?
21 Ya que Dios, en su sabio designio, dispuso que el mundo no
lo conociera mediante la sabiduría humana, tuvo a bien salvar,
mediante la locura de la predicación, a los que creen.
22 Los judíos piden señales milagrosas y los gentiles buscan
sabiduría, 23 mientras que nosotros predicamos a Cristo
crucificado. Este mensaje es motivo de tropiezo para los judíos,
y es locura para los gentiles, 24 pero para los que Dios ha
llamado, lo mismo judíos que gentiles, Cristo es el poder de
Dios y la sabiduría de Dios.
25 Pues la locura de Dios es más sabia que la sabiduría
humana, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza
humana.
26 Hermanos, consideren su propio llamamiento: No muchos de
ustedes son sabios, según criterios meramente humanos; ni son
muchos los poderosos ni muchos los de noble cuna.
27 Pero Dios escogió lo insensato del mundo para avergonzar a
los sabios, y escogió lo débil del mundo para avergonzar a los
poderosos.
28 También escogió Dios lo más bajo y despreciado, y lo que no
es nada, para anular lo que es,
29 a fin de que en su presencia nadie pueda jactarse.
30 Pero gracias a él ustedes están unidos a Cristo Jesús, a
quien Dios ha hecho nuestra sabiduría —es decir, nuestra
justificación, santificación y redención— 31 para que, como
está escrito: «Si alguien ha de gloriarse, que se gloríe en el
Señor.»

Tarea

¿Cuándo fue la última vez que te sentiste como un tonto: aburrido,


despreciado, ignorado? ¿Qué hiciste tras esa experiencia: retiro,
te automedicaste con comida, alcohol, trabajo? ¿Prometiste que
nunca volvería a pasar? ¿Contraatacaste de alguna manera?
¿Cuándo fue la última vez que te sentiste un poco loco por
Cristo? Si no puedes recordarlo, pregúntate por qué. ¿Cómo
concilias las palabras de este capítulo con tu vida? Si tienes un
recuerdo específico, ¿qué hiciste ante esa experiencia? ¿Esa
clase de ocurrencia te es común o extraña?
John Shea escribe que “el discípulo de Jesús simplemente trata
de ‘permanecer firme un poco’”. Intenta el siguiente experimento:
durante un día ora de la siguiente manera: Señor, ayúdame a
permanecer firme un poco. No ores nada más, tan solo esa frase.
El día siguiente, haz la siguiente oración: Señor, recuérdame en
qué permanecí firme un poco.
Capítulo 3

Poder y sabiduría

Palabras

“Jesús rompió el equilibrio de todo”.


“Para Pablo, cualquier espiritualidad que desdeñe la Cruz,
aunque lleve incluso hacia las alturas de la contemplación
mística, está completamente desprovista de poder y sabiduría, y
por lo tanto no tiene valor”.
“Dios nos pide a cada uno de nosotros que aceptemos nuestra
propia ‘cruz’. Nuestras propias heridas, nuestras propias
limitaciones, nuestros propios defectos en la personalidad, el
daño que otras personas nos han hecho desde el comienzo de
nuestra vida hasta la actualidad, el dolor de la condición humana
que hemos experimentado de forma personal: todo esto es nuestra
verdadera cruz”.

Palabra
Mateo 16:24

24 Luego dijo Jesús a sus discípulos: “Si alguien quiere ser mi


discípulo, tiene que negarse a sí mismo, tomar su cruz y
seguirme”.

Tarea

La cruz de la muerte se convirtió en el árbol de la vida. ¿De qué


manera pueden tus heridas y tu dolor volverse dadores de vida
tanto para ti como para las personas a tu alrededor? La respuesta
—“no es posible”— revela la falta de fe en el Salvador y en su
poder redentor.
“Jesús rompió el equilibrio de todo”. ¿De qué manera fue verdad
en tu pasado reciente? Cuando las cosas se salieron de eje,
¿cómo respondiste? ¿Con enojo? ¿Resentimiento? ¿Renuncia?
¿Alguna otra respuesta?
Jesús necesitó ayuda para llevar la cruz por la Vía Dolorosa. ¿A
quién puedes recurrir para que te ayude a llevar tu cruz? ¿Qué
cruz puedes tú ayudar a llevar; no siempre sino por un poco de
tiempo?
Capítulo cuatro

Locos para Cristo

Palabras

“Es imperativa una crítica de nuestra cultura a la luz del


Evangelio, si la Iglesia de Jesucristo va a guardar el sentido
coherente de sí misma en un mundo dividido y que divide”.
“El espíritu de dominación mediante la fuerza es irreconciliable
con el Evangelio de Jesucristo. Los cristianos solo tienen un
señor. Seguirlo a Él es incompatible con cualquier otro estado de
servidumbre”.
“La Iglesia primitiva fue edificada con pequeños grupos de
personas que se reunían para apoyarse unas a otras en un nuevo
estilo de vida (...). Hoy en día necesitamos pequeños grupos de
personas que tomen el Evangelio a valor nominal, que se den
cuenta de lo que Dios está haciendo en nuestra época y que sean
una prueba viviente de lo que significa estar en el mundo pero no
ser del mundo”.

Palabra
Mateo 6:25-34

25 Por eso les digo: No se preocupen por su vida, qué comerán


o beberán; ni por su cuerpo, cómo se vestirán. ¿No tiene la vida
más valor que la comida, y el cuerpo más que la ropa?
26 Fíjense en las aves del cielo: no siembran ni cosechan ni
almacenan en graneros; sin embargo, el Padre celestial las
alimenta. ¿No valen ustedes mucho más que ellas?
27 ¿Quién de ustedes, por mucho que se preocupe, puede añadir
una sola hora al curso de su vida?
28 ¿Y por qué se preocupan por la ropa? Observen cómo crecen
los lirios del campo. No trabajan ni hilan; 29 sin embargo, les
digo que ni siquiera Salomón, con todo su esplendor, se vestía
como uno de ellos.
30 Si así viste Dios a la hierba que hoy está en el campo y
mañana es arrojada al horno, ¿no hará mucho más por ustedes,
gente de poca fe?
31 Así que no se preocupen diciendo: “¿Qué comeremos?” o
“¿Qué beberemos?” o “¿Con qué nos vestiremos?” 32 Porque
los paganos andan tras todas estas cosas, y el Padre celestial
sabe que ustedes las necesitan.
33 Más bien, busquen primeramente el reino de Dios y su
justicia, y todas estas cosas les serán añadidas.
34 Por lo tanto, no se angustien por el mañana, el cual tendrá
sus propios afanes. Cada día tiene ya sus problemas.

Tarea

La firma de Jesús fue escrito en 1992. Considera los puntos de


énfasis en este capítulo: consumismo, hedonismo y nacionalismo.
¿Qué diferencia hay en la cultura actual con relación a la
posesión, al placer y a la dominación? ¿Han mejorado? ¿Han
declinado aún más?
De los tres puntos de énfasis, ¿con cuál luchas más? Un buen
indicador de una respuesta honesta se encuentra en lo que piensas
cuando no tienes nada en particular en qué pensar.
El poeta David Whyte anima a cambiar con la frase “comienza
cerca”. Con base en tu respuesta anterior, comienza cerca y
determina una acción específica que honraría las palabras de
Jesús en Mateo 6. Si te encuentras presionado por dar un paso de
acción, esta es una oportunidad para la vulnerabilidad y la
sabiduría de un pequeño grupo de creyentes de igual parecer.
Capítulo cinco

El discipulado hoy

Palabras

“La esencia de los seguidores de Jesús radica en vivir por fe y


no por religión. Vivir por fe consiste en redefinir y reafirmar de
manera constante nuestra identidad con Jesús, comparar nuestra
vida con la de Él”.
“Jesús vivió para Dios. El tema central en la vida personal de
Jesús de Nazaret fue su creciente intimidad con el Padre, su
confianza y amor por Él. Su vida interior estaba centrada en
Dios. Para Él el Padre significaba todo”.
“Cuando un discípulo vive su vida entera para Dios, camina
mano a mano con Jesús para quien Dios es todo, se libera el
poder ilimitado del Espíritu Santo. Dios irrumpe, ocurren
milagros, el mundo es renovado y la historia cambia”.

Palabra
Efesios 4:22-32

22 Con respecto a la vida que antes llevaban, se les enseñó que


debían quitarse el ropaje de la vieja naturaleza, la cual está
corrompida por los deseos engañosos; 23 ser renovados en la
actitud de su mente; 24 y ponerse el ropaje de la nueva
naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y
santidad.
25 Por lo tanto, dejando la mentira, hable cada uno a su
prójimo con la verdad, porque todos somos miembros de un
mismo cuerpo.
26 «Si se enojan, no pequen.» No dejen que el sol se ponga
estando aún enojados, 27 ni den cabida al diablo.
28 El que robaba, que no robe más, sino que trabaje
honradamente con las manos para tener qué compartir con los
necesitados.
29 Eviten toda conversación obscena. Por el contrario, que sus
palabras contribuyan a la necesaria edificación y sean de
bendición para quienes escuchan.
30 No agravien al Espíritu Santo de Dios, con el cual fueron
sellados para el día de la redención.
31 Abandonen toda amargura, ira y enojo, gritos y calumnias, y
toda forma de malicia. 32 Más bien, sean bondadosos y
compasivos unos con otros, y perdónense mutuamente, así como
Dios los perdonó a ustedes en Cristo.

Tarea

“Para aquellos discípulos que desean tener una vida completa


para Dios, les recomiendo orar el Padrenuestro tres veces por
día: a la mañana, a la tarde y a la noche”. Resiste la tentación de
hacer otra cosa de lo recomendado. Hoy haz una pausa tres
veces, repite las palabras del Padrenuestro, di “amén” y luego
retoma el ritmo de tu día. Luego inténtalo nuevamente mañana.
Capítulo seis

Espiritualidad pascual

Palabras

“Hay una sola espiritualidad en la Iglesia del Señor Jesús: la


espiritualidad pascual. En esencia, es nuestra muerte cotidiana al
pecado, el egoísmo, la falsedad y el amor diluido, para poder
resucitar a una novedad de vida”.
“Nos hemos acostumbrado tanto a la verdad cristiana principal
—Jesús desnudo, despojado, crucificado y resucitado— que ya
no lo vemos por lo que es: un llamado a despojarnos nosotros
mismos de las cosas terrenales y la sabiduría de este mundo, de
todo deseo de alabanza humana, de la codicia de alguna clase de
confort (consuelo espiritual incluido). Es un llamado a estar
listos para levantarnos y ser contados como pacificadores en un
mundo violento. Un llamado a deshacernos del fingimiento de
que no somos mundanos (la clase de mundanalidad que prefiere
el deber más atractivo antes que el menos atractivo, y nos lleva a
poner más de nuestro esfuerzo para agradar a la gente con la que
queremos llevarnos bien)”.

Palabra
1 Juan 4:7-16

7 Queridos hermanos, amémonos los unos a los otros, porque el


amor viene de Dios, y todo el que ama ha nacido de él y lo
conoce.
8 El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor.
9 Así manifestó Dios su amor entre nosotros: en que envió a su
Hijo unigénito al mundo para que vivamos por medio de él.
10 En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo para
que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros
pecados. 11 Queridos hermanos, ya que Dios nos ha amado así,
también nosotros debemos amarnos los unos a los otros.
12 Nadie ha visto jamás a Dios, pero si nos amamos los unos a
los otros, Dios permanece entre nosotros, y entre nosotros su
amor se ha manifestado plenamente.
13 ¿Cómo sabemos que permanecemos en él, y que él
permanece en nosotros? Porque nos ha dado de su Espíritu.
14 Y nosotros hemos visto y declaramos que el Padre envió a su
Hijo para ser el Salvador del mundo.
15 Si alguien reconoce que Jesús es el Hijo de Dios, Dios
permanece en él, y él en Dios. 16 Y nosotros hemos llegado a
saber y creer que Dios nos ama.

Tarea

Vuelve a leer el pasaje anterior y marca con un círculo cada


pronombre en plural que encuentres. ¿Cuál es tu conclusión sobre
este ejercicio?
Observa tu actual comunidad cristiana. Tal vez sea un pequeño
grupo de creyentes reunidos en una casa, una tradicional
congregación de iglesia en un edificio con un campanario o
alguna otra cosa. En ese grupo, ¿a quién te ha costado amar y
mucho más que te agrade?
Toma una tarjeta de 3 x 5 o una nota adhesiva y copia 1 Juan
4:11, pero con el siguiente cambio: escríbelo en singular.
Querido amigo, debido a que Dios te amó tanto, también tú
debes amar a…………………………...
Luego llena los espacios en blanco con el nombre de la persona
con la que luchas por amar. Pega la nota en el espejo del baño o
en el tablero del auto, en algún lugar visible. Míralo como un
mensaje directo de parte de Jesús para tu vida.
Capítulo siete

Celebra la oscuridad

Palabras

“Mientras que la primera conversión se caracteriza por el gozo y


el entusiasmo, y está llena de consuelo y un profundo sentido de
la presencia de Dios, la segunda está signada por la sequedad, la
esterilidad, la desolación y un profundo sentido de la ausencia de
Dios”.
“Bíblicamente no hay nada más detestable que una persona
autosuficiente”.
“La teología de la noche oscura es simplicidad en sí misma: Dios
nos despoja de los deleites naturales y de las consolaciones
espirituales para entrar más plenamente en nuestros corazones.
La madurez cristiana radica en permitirle a Dios la libertad de
obrar su soberana sabiduría en nosotros, sin abandonar una vida
disciplinada de oración por la frustración, ni tampoco correr a
las distracciones que el mundo nos presenta”.

Palabra
Romanos 8:31-39

31 ¿Qué diremos frente a esto? Si Dios está de nuestra parte,


¿quién puede estar en contra nuestra?
32 El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó
por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente,
junto con él, todas las cosas?
33 ¿Quién acusará a los que Dios ha escogido? Dios es el que
justifica.
34 ¿Quién condenará? Cristo Jesús es el que murió, e incluso
resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros.
35 ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o
la angustia, la persecución, el hambre, la indigencia, el peligro,
o la violencia.
36 Así está escrito: «Por tu causa siempre nos llevan a la
muerte;¡nos tratan como a ovejas para el matadero!»
37 Sin embargo, en todo esto somos más que vencedores por
medio de aquel que nos amó.
38 Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los
ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los
poderes, 39 ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la
creación, podrá apartarnos del amor que Dios nos ha
manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor.

Tarea

¿Cómo se compara o contrasta esta “segunda conversión” con lo


que te han enseñado acerca de la vida cristiana? ¿Cómo se
compara o contrasta con tu experiencia de la vida cristiana?
Las palabras del versículo 35 parecen provenir de una
experiencia de “la noche oscura”: problemas, dificultades,
persecución, hambre, desnudez, peligro y espada. ¿Cuáles de
estas palabras resuenan con mayor profundidad en ti en este
momento?
¿De qué manera tu familia, amigos y tu comunidad espiritual te
han dado ánimo durante esta época? ¿De qué manera te han
defraudado?
Capítulo ocho

El amor de Jesús

Palabras

“La revelación de que somos amados de una manera


incomparable nos autoriza a ser locos para Cristo, a celebrar la
oscuridad bajo la firma de Jesús”.
“Por eso muchos cristianos que conozco se detienen ante Jesús.
Se mantienen en el Camino sin ir adonde el Camino los conduce:
al Padre”.
“Jesús es la Palabra de Dios al mundo que le dice: ‘Miren cuánto
los amo’”.

Palabra
Juan 21:15-17

15 Cuando terminaron de desayunar, Jesús le preguntó a Simón


Pedro:
—Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?
—Sí, Señor, tú sabes que te quiero —contestó Pedro.
—Apacienta mis corderos —le dijo Jesús.
16 Y volvió a preguntarle:
—Simón, hijo de Juan, ¿me amas?
—Sí, Señor, tú sabes que te quiero.
—Cuida de mis ovejas.
17 Por tercera vez Jesús le preguntó:
—Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?
A Pedro le dolió que por tercera vez Jesús le hubiera
preguntado: «¿Me quieres?» Así que le dijo:
—Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero.
—Apacienta mis ovejas —le dijo Jesús.

Tarea

Las Escrituras indican que a Pedro le dolió la tercera vez que


Jesús le hizo la pregunta. Ponte en el lugar de Pedro. ¿Te habría
herido? ¿O quizá te habría dado vergüenza? ¿Te habrías
frustrado? ¿O posiblemente te venga a la cabeza alguna otra
palabra?
Los torquemadistas (aquellos que hacen cumplir la ortodoxia de
la doctrina) están vivos hoy en día con la misma estrechez
mental, los mismos celos, el mismo ostracismo, el mismo odio
que hace estragos en el Cuerpo de Cristo. ¿En qué lugares de la
Iglesia lo has visto en un pasado reciente? ¿Y qué sucede con tu
comunidad o grupo local durante los últimos seis meses? ¿Y qué
sucede contigo durante la semana pasada?
La página 151 contiene un párrafo que comienza Un amigo es
alguien… Si te pidieran que completaras ese párrafo, ¿qué
escribirías? Puede dar como resultado tanto las realidades que
conoces como las esperanzas que tienes.
Capítulo nueve

La disciplina de lo secreto

Palabras

“El Evangelio de Jesucristo no es una historia optimista para un


grupo de personas; es un cuchillo hiriente, un trueno fuerte y un
terremoto convulsivo en el espíritu humano. La Palabra debiera
obligarnos a reconsiderar la dirección de nuestras vidas”.
“Me aflige profundamente lo que solo puedo llamar en nuestra
cultura cristiana la idolatría de Las Escrituras. Para muchos
cristianos, La Biblia no es un puntero hacia Dios sino Dios
mismo. En una palabra: bibliolatría”.

Palabra
Juan 13:31-35

31 Cuando Judas hubo salido, Jesús dijo:


—Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado
en él.
32 Si Dios es glorificado en él, Dios glorificará al Hijo en sí
mismo, y lo hará muy pronto.
33 »Mis queridos hijos, poco tiempo me queda para estar con
ustedes. Me buscarán, y lo que antes les dije a los judíos, ahora
se lo digo a ustedes: Adonde yo voy, ustedes no pueden ir.
34 »Este mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a
los otros. Así como yo los he amado, también ustedes deben
amarse los unos a los otros.
35 De este modo todos sabrán que son mis discípulos, si se
aman los unos a los otros.
Tarea

Si tuvieras la oportunidad de escribir una carta para los


cristianos, en cualquier lugar, ¿qué escribirías? Puedes decir
mucho o poco, de acuerdo como quieras. Comienza de la
siguiente manera:

Queridos hermanos y hermanas en el Señor Jesús…


Capítulo diez

La valentía para arriesgar

Palabras

“Quede promulgado: que cada tres años todas las personas


olvidarán todo aquello que hayan aprendido sobre Jesús, y
comenzarán a estudiar de nuevo”.
“Lo más difícil de la creencia meditada es aceptar que soy un
objeto del placer de Dios”.
“En retrospectiva, los momentos memorables en mi vida no son
los grandes pecados que cometí ni tampoco los infrecuentes actos
de virtud heroica que llevé a cabo, sino un puñado de decisiones
que requerían riesgos”.

Palabra
Lucas 9:23-26

23 Dirigiéndose a todos, declaró:


—Si alguien quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo,
lleve su cruz cada día y me siga. 24 Porque el que quiera salvar
su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la
salvará.
25 ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o
se destruye a sí mismo?
26 Si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras, el Hijo del
hombre se avergonzará de él cuando venga en su gloria y en la
gloria del Padre y de los santos ángeles.

Tarea
El capítulo concluye con las siguientes palabras: “En temporada
y fuera de temporada, en el éxito y el fracaso, en la gracia y la
desgracia, la valentía para arriesgar todo en la firma de Jesús es
la marca del auténtico discipulado”. Léelas en voz alta.
¿Cuál es el último verdadero riesgo que tomaste con la firma de
Jesús? No un riesgo que manejabas, sino riesgo al azar?. ¿Cómo
resultó? ¿Cómo te sentiste en el preciso momento del riesgo?
Considera la diferencia entre negarte a ti mismo y perderte a ti
mismo. Jesús no iguala los dos de ninguna manera.
Capítulo once

Tomarse de Dios

Palabras

“La oración contemplativa es simplemente experimentar lo que


ya poseemos”.
“En los evangelios, los eruditos de Las Escrituras nos dicen que
no existe ningún pasaje en el que la palabra griega para ‘fe’
(tietis) signifique, estrictamente hablando, ‘creencias’”.
“Cerrar la brecha entre las creencias y la experiencia mediante la
oración de fe no solo es de primordial importancia; es la primera
responsabilidad que tenemos cada día de nuestras vidas”.

Palabra
Lucas 5:15-16

15 Sin embargo, la fama de Jesús se extendía cada vez más, de


modo que acudían a él multitudes para oírlo y para que los
sanara de sus enfermedades.
16 Él, por su parte, solía retirarse a lugares solitarios para
orar.

Tarea

¿Con cuánta frecuencia te apartas de tu rutina diaria para dedicar


tiempo a pensar y orar? Si bien algunas personas quizá piensen
que no es beneficioso, si Jesús lo necesitó, entonces sería sabio
que consideremos la manera de incorporarlo en nuestra vida
diaria.
La oración contemplativa tiene cuatro pasos. Si nunca lo
intentaste, esta es tu oportunidad. Si ya lo has intentado, entonces
es tu oportunidad de volver a intentarlo.
1. Toma algunos minutos para relajar el cuerpo, para presentarte ante Dios que habita en
ti.
2. Elige una simple palabra o frase sagrada que capte algo del sabor de tu relación
íntima con Dios. Sin mover los labios, repite la palabra sagrada.
3. Si aparecen las distracciones, déjalas. Vuelve simplemente a decir tu palabra sagrada.
4. Después de un período de oración de veinte minutos, termina con el Padrenuestro, tu
salmo favorito o algunas palabras espontáneas de adoración y agradecimiento.
Capítulo doce

¡Lázaro se rió!

Palabras

“El Cristo resucitado es el Cristo sonriente”.


“La pregunta acerca de la alegría de Jesús no es trivial por la
siguiente razón: la oración es la respuesta personal a la cariñosa
presencia. Cuando el Jesús de nuestro viaje es el Cristo
sonriente, cuando respondemos a su susurro: ‘Estoy loco por ti’,
comienza el proceso de sanidad interna”.
“Prepárate para mi Cristo cuya sonrisa, cual relámpago, libera la
canción de la gloria eterna que ahora duerme en la carne como
dinamita”.

Palabra
Juan 11:17-27

17 A su llegada, Jesús se encontró con que Lázaro llevaba ya


cuatro días en el sepulcro.
18 Betania estaba cerca de Jerusalén, como a tres kilómetros de
distancia, 19 y muchos judíos habían ido a casa de Marta y de
María, a darles el pésame por la muerte de su hermano.
20 Cuando Marta supo que Jesús llegaba, fue a su encuentro;
pero María se quedó en la casa.
21 —Señor —le dijo Marta a Jesús—, si hubieras estado aquí,
mi hermano no habría muerto. 22 Pero yo sé que aun ahora
Dios te dará todo lo que le pidas.
23 —Tu hermano resucitará —le dijo Jesús.
24 —Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día final —
respondió Marta.
25 Entonces Jesús le dijo:
—Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá,
aunque muera; 26 y todo el que vive y cree en mí no morirá
jamás. ¿Crees esto?
27 —Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el
que había de venir al mundo.

Tarea

En cierto sentido, la pregunta que Jesús le hace a Marta es la


misma que le hizo a Pedro después de negarlo: ¿Me amas/crees
en mí? Esa es la pregunta, al menos la única pregunta que
verdadera y eternamente importa. Y si dices que crees, ¿de qué
manera tu vida refleja la firma de Jesús? ¿Cómo dices “sí” en tu
vida diaria?
Posdata

Comenzamos con el valiente y humilde “sí” de Thomas Merton, la


respuesta que trae a Cristo al mundo. Parece apropiado que la lectura del
último pasaje bíblico termine con el “sí” de Marta, tan valiente y
humilde como el primero. La firma de Jesús no son las letras exteriores
J-E-S-Ú-S, sino un resonante S-Í escrito en nuestros corazones cuando
creemos y arriesgamos todo en el autor y consumador de nuestra fe, el
Mesías, el Hijo de Dios, ¡Jesús!
Notas

Palabras iniciales

1. Ernst Kasemann, Jesus Means Freedom [‘Jesús significa libertad’],


Philadelphia: Fortress Press, 1969, p. 77.
2. Walter J. Burghardt, Still Proclaiming Your Wonders [‘Proclamar
aún tus maravillas’], Ramsey, NJ: Paulist Press, 1984, p. 136.
3. William Barry, Finding God in All Things [‘Encontrar a Dios en
todas las cosas’], Notre Dame, IN: Ave Maria Press, 1991, pp. 97–
98.
4. Thomas Merton, Semillas de Contemplación
5. Alan Jones, Exploring Spiritual Direction [‘Explorar la dirección
espiritual’], Nueva York: Winston-Seabury Press, 1982, pp. 73–74.
6. J. D., Salinger, Franny y Zooey. Citado en Barry, Finding God in
All Things [‘Encontrar a Dios en todas las cosas’], p. 98.

Capítulo uno: De Jarán a Canaán

1. Peter Van Breemen, Called by Name [‘Llamado por el nombre’],


Denville, NJ: Dimension Books, 1976, p. 8.
2. Daniel Taylor, The Myth of Certainty [‘El mito de la certeza’],
Waco, TX: Jarrell, 1986, p. 134.
3. Eugene Kennedy, The Choice to Be Human: Jesus Alive in
Matthew’s Gospel [‘La elección de ser humano: Jesús vivo en
evangelio de Mateo’], Nueva York: Doubleday, 1988, pp. 211–212.
4. Van Breemen, Called by Name [‘Llamado por el nombre’], p. 16.

5. Louis Evely, That Man Is You [‘Ese hombre eres tú’],
Ramsey/Toronto: Paulist Press, 1967, p. 114.
5. James Mackey, Jesus: The Man and the Myth [‘El hombre y el
mito’], Nueva York/Ramsey: Paulist Press, 1979, pp. 274–275.
Aquí confié plenamente en la cuidadosa erudición de Mackey para
tratar la genealogía de Jesús.
6. Stephen Arterburn and Jack Felton, Toxic Faith: Understanding
and Overcoming Religious Addiction [‘Fe tóxica: cómo entender y
vencer la adicción religiosa’], Nashville, TN: Oliver Nelson
Books, 1991, pp. 72–73.
7. Mackey, Jesus: The Man and the Myth [‘El hombre y el mito’], p.
278.
8. Walter Brueggemann, The Prophetic Imagination [‘La imaginación
profética’], Filadelfia: Fortress Press, 1978, p. 112.
9. Albert Nolan, Jesus Before Christianity [‘Jesús antes del
cristianismo’], Maryknoll, NY: Orbis Books, 1978, p. 136.
10. Ibíd., p. 137.
11. Kennedy, The Choice to Be Human [‘La elección de ser humano’],
pp. 213–214.
12. Brennan Manning, Lion and Lamb: The Relentless Tenderness of
Jesus [‘León y cordero: la implacable ternura de Jesús’], Old
Tappan, NJ: Revell, 1986, pp. 33–34.

Capítulo dos: La firma de Jesús

1. Francis Thompson, El lebrel del cielo,


http://www.hjg.com.ar/txt/poesia/lebrel.html.
2. Dietrich Bonhoeffer, El costo del discipulado.
3. William Penn, citado en The Doubleday Christian Quotation
Collection, Nueva York: Doubleday, 1998, p. 151.
4. Bonhoeffer, El costo del discipulado.
5. Kasemann, Jesus Means Freedom [‘Jesús significa libertad’], p.
176.
6. Dietrich Bonhoeffer, Letters and Papers from Prison [‘Cartas
desde la prisión’], Londres: SCM Press, 1971, p. 279.
7. John Shea, The Challenge of Jesus [‘El desafío de Jesús’],
Chicago: Thomas More Press, 1984, p. 178.
8. Jim Wallis, The Call to Conversion [‘El llamado a la conversión’],
New York: Harper and Row, 1981, p. 43.
9. Hombre de La Mancha (1965), guión de Dale Wasserman, música
de Mitch Leigh, letra de Joe Darion.

Capítulo tres: Poder y sabiduría

1. Flannery O’Connor, “Un hombre bueno es difícil de encontrar”.


2. The Sermons of John Chrysostom [‘Los sermones de Juan
Crisóstomo’], citado por George Montague en The Living Thought
of St. Paul [‘El pensamiento vivo de san Pablo’], Englewood, NJ:
Prentice Hall, 1962, p. 78.
3. Jürgen Moltmann, The Crucified God [‘El Dios crucificado’],
traducido al inglés por R. A. Wilson and John Bowden del alemán,
Nueva York: Harper and Row, 1974, p. 154.
4. John L. McKenzie, The Power and the Wisdom [‘El poder y la
sabiduría’], Milwaukee: Bruce Publishing, 1965, p. 188.
5. Henri Nouwen, Aquí y ahora.
6. Francis de Sales, Living the Devout Life [‘Vivir la vida devota’],
Nueva York: Sheed and Ward, 1948, p. 115.

Capítulo cuatro: Locos para Cristo

1. Walter Wink, Unmasking the Powers: The Invisible Forces That


Determine Human Existence [‘Desenmascarar los poderes: las
fuerzas invisibles que determinan la existencia humana’],
Filadelfia: Fortress Press, 1986, p. 105.
2. John Kavanaugh, S. J., hizo una espléndida presentación sobre el
cristianismo radical en la universidad Fordham en agosto de 1985.
En este capítulo he citado de su presentación y he aplicado sus
ideas al tema del capítulo.
3. Thomas Merton, The Hidden Ground of Love [‘El lado oculto del
amor’], New York: Farrar, Straus, and Giroux, 1985, p. 112.
4. www.talkaboutcoffee.com
5. “Profiles and Personalities” [‘Perfiles y personalidades’], People,
9 de marzo, 1987.
6. McKenzie, The Civilization of Christianity [‘La civilización del
cristianismo’], p. 56.
7. Ibíd., p. 242.
8. Kavanaugh, discurso sobre el cristianismo radical, p. 9.
9. Mark Twain, “The War Prayer” [‘La oración de guerra’], citado en
McKenzie, The Civilization of Christianity [‘La civilización del
cristianismo’], p. 127.
10. Merton, The Hidden Ground of Love [‘El lado oculto del amor’], p.
211.
11. Kavanaugh, discurso sobre el cristianismo radical, p. 12.
12. Parker J. Palmer, The Promise of Paradox: A Celebration of
Contradictions in the Christian Life [‘La promesa de la paradoja:
una celebración de las contradicciones de la vida Cristiana’], Notre
Dame, IN: Ave Maria Press, 1980, p. 81.
13. M. Scott Peck, The Different Drum [‘El tambor diferente’], Nueva
York: Simon and Schuster, 1987, p. 233.
14. Wallis, The Call to Conversion [‘El llamado a la conversión’], p.
178.

Capítulo cinco: El discipulado hoy

1. Thomas N. Hart, To Know and Follow Jesus [‘Conocer y seguir a


Jesús’], Mahwah, NJ: Paulist Press, 1985, p. 33.
2. Thomas R. Kelly, Un testamento de devoción.
3. Ibíd., 53–54.
4. Donald Gray, Jesus, the Way to Freedom [‘Jesús, el camino a la
libertad’], Winona, MN: St. Mary’s Press, 1979, p. 38.
5. Keith Miller, The Scent of Love [‘El aroma del amor’], Waco, TX:
Word Books, 1983, citado en Peck, The Different Drum [El tambor
diferente], p. 294.
6. Strob Talbot, “Ethics in the Corporate World” [‘La ética en un
mundo corporativo’], Time, 25 de mayo, 1987.
7. Kelly, Un testamento de devoción.

Capítulo seis: Espiritualidad pascual

1. William J. Bausch, Storytelling, Imagination, and Faith


[‘Narración, imaginación y fe’], Mystic, CT: Twenty-Third
Publications, 1984, p. 141.
2. John Heagle, On the Way [‘En el camino’], Chicago: Thomas More
Press, 1981, p. 34.
3. Raymond E. Brown, Las iglesias que los apóstoles nos dejaron.
4. Bausch, Storytelling, Imagination, and Faith [‘Narración,
imaginación y fe’], p. 29.
5. Kennedy, The Choice to Be Human [‘La elección de ser humano’],
p. 130.
6. “Mis cosas favoritas” de La novicia rebelde (1959), música de
Richard Rodgers, letra de Oscar Hammerstein II.
7. Peck, The Different Drum [‘El tambor diferente’], p. 295.
8. Martin Marty, Context: A Commentary on the Interaction of
Religion and Culture [‘Comentario sobre la interacción de la
religión y la cultura’], Chicago: Claretian Publications, 1987, p. 5.
9. Ver Peter Van Breemen, Certain as the Dawn [‘Certero como el
amanecer’], Denville, NJ: Dimension Books, 1980.
10. Heagle, On the Way [‘En el camino’], p. 210.

Capítulo siete: Celebra la oscuridad

1. Anthony DeMello, S. J., The Song of the Bird [‘La canción del
pájaro’], Anand, India: Gujuarat Sahitya Prakash, distribuido por
Loyola University Press, Chicago, 1983, p. 130.
2. Merton, Hidden Ground of Love [‘El lado oculto del amor’], carta
a Daniel Berrigen, 10 de marzo de 1968.
3. Anthony Bloom y Georges LeFevre, The Courage to Pray [‘La
valentía para orar’], Mahwah, NJ: Paulist Press, 1973, p. 17.
4. DeMello, The Song of the Bird [‘La canción del pájaro’], p. 134.
5. Alan Jones, Soul Making: The Desert Way of Spirituality [‘Crear
el alma: El camino desierto de la espiritualidad’], Nueva York:
Harper and Row, 1985, p. 177.
6. Ibíd., p. 178.
7. Merton, Hidden Ground of Love [‘El lado oculto del amor’]. Esta
cita es de una carta a Dom Francois Decroix, 21 de abril, 1967.
8. Hans Küng, On Being a Christian [‘Acerca de ser cristiano’],
Nueva York: Doubleday, 1976, pp. 341–342.

Capítulo ocho: El amor de Jesús

1. Burghardt, Still Proclaiming Your Wonders [‘Proclamando aun tus


maravillas’], p. 140.
2. Van Breemen, Called by Name [‘Llamado por el nombre’], p. 43.
3. Peter Van Breemen, As Bread That Is Broken [‘Como el pan que se
quiebra’], Denville, NJ: Dimension Books, 1974, p. 28.
4. William Shakespeare, Como gustéis, acto II, escena 1.

Capítulo nueve: La disciplina de lo secreto

1. Walter J. Burghardt, Grace on Crutches [‘Gracia en muletas’],


Mahwah, NJ: Paulist Press, 1986, p. 104. David H. C. Read dice:
“En mi opinión, nadie puede igualarse a Walter Burghardt al
exponer el Evangelio (…) con claridad, ingenio y astutamente
disimulada erudición”. Estoy de acuerdo con esa afirmación.
2. Jaroslav Pelikan, Jesus Through the Centuries [‘Jesús a través de
los siglos’], New Haven, CT: Yale University Press, 1985, p. 155.
3. Peck, The Different Drum [‘El tambor diferente’], p. 298.
4. Para un desarrollo completo sobre la disciplina de los secreto, ver
Geoffrey B. Kelly, Liberating Faith [‘Liberando la fe’],
Minneapolis, MN: Augsburg, 1984, p. 133 y sig..
5. Larry Rasmussen, “Worship in a World Come-of-Age” [‘Adoración
en un mundo mayor de edad’], en A. Bonhoeffer, Legacy: Essays in
Understanding [‘Legado: ensayos del entendimiento’], ed. A. J.
Klassen. Grand Rapids, MI: William B. Eerdmans, 1981, p. 278.

Capítulo diez: La valentía para arriesgar

1. Alan Jones, Exploring Spiritual Direction [‘Explorar la dirección


espiritual’], Nueva York: Winston-Seabury Press, 1982, p. 115.
2. Tim Hansel, You Gotta Keep Dancin’ [‘Tienes que seguir
bailando’], Elgin, IL: David C. Cook, 1985, p. 48.
3. El punto de vista sobre esta parábola provino de la psicóloga
cristiana y amiga Molly Clark de Bastrop, Louisiana.
4. Myles Connolly, Mr. Blue [‘Señor Blue’], Nueva York: Macmillan,
1928, p. 91.
5. Jones, Exploring Spiritual Direction [‘Explorar la dirección
espiritual’], p. 39.

Capítulo once: Tomarse de Dios

1. William Reiser, Into the Needle’s Eye [‘En el ojo de la aguja’],


Notre Dame, IN: Ave Maria Press, 1984, p. 86.
2. Brother David Steindl-Rast, Gratefulness: The Heart of Prayer
[‘Gratitud: el corazón de la oración’], Mahwah, NJ: Paulist Press,
1984, p. 64.
3. William H. Shannon, Silence on Fire [‘Silencio de fuego’],
Crossroad, NY: Crossroad Publishing, 1991, p. 22.
4. Ibíd., p. 23.
5. Walker Percy, entrevista, Esquire, junio de 1977.
6. Steindl-Rast, Gratefulness: The Heart of Prayer [‘Gratitud: el
corazón de la oración’], pp. 88–89.
7. Main, p. 115.
8. Gálatas 5:19–20.
9. Shannon, Silence on Fire [‘Silencio de fuego’], p. 16.
10. Main, p. 45.
11. Anne Morrow Lindbergh, Regalo del mar.
12. M. Basil Pennington, Centering Prayer [‘Oración centrada’], New
York: Doubleday, 1980, pp. 68–69.
13. C. S. Lewis, Cartas del Diablo a su sobrino.
14. Una versión abreviada de Henri Nouwen, The Primacy of the
Heart [‘La primacía del corazón’], Madison, WI: St. Benedict
Center, 1988, ps. 36–37.
15. Ibíd., p. 20.
16. Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación.
17. Van Breemen, p. 108.
18. Anthony Bloom, The Courage to Pray [‘La valentía para orar’],
Nueva York: Paulist Press, 1973, p. 45.
19. Main, pp. 77–78.

Capítulo doce: ¡Lázaro rió!

1. Eugene O’Neill, Lazarus Laughed [‘Lázaro se rió’], 1928.


2. Burghardt, Still Proclaiming Your Wonders [‘Proclamar aún tus
maravillas’], p. 168.

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