America Latin Aii La Epoca Colonial
America Latin Aii La Epoca Colonial
America Latin Aii La Epoca Colonial
HISTORIA UNIVERSAL
SIGLO XXI
Volumen 22
América Latina
ÍI La época colonial
•L AUTOR
Richard Konetzke
RADUCTOR
'cdro Scaron
>ISEÑO S E LA CUBIERTA
ulio Silva
Historia Universal
Siglo veintiuno
Volumen 71
AMERICA LATINA
II La época colonial
Richard Konetzkc
siglo
veintiuno
editores
MÉXICO
ESPAÑA
ARGENTINA
COLOMBIA
iglo veintiuno editores, sa
RÍO DEL AGUA 2*8. MÉXICO 20, D.F.
PROLOGO 1
4. HISTORIA DE LA POBLACIÓN 50
ABREVIATURAS 340
NOTAS 342
BIBLIOGRAFÍA 330
[1]
servaciones extremadamente instructivas de los procesos histórico-
sociales. Luden Febvre sentía que el mundo latinoamericano
reclamaba con singular énfasis al historiador y lo incitaba a
ocuparse de. él: «Comment, si l'on cst historien vraunent et
profondément; comment, si l'on a ITíistoire dans le sang
et dans la peau, comment ne pas frémir d'appétit devant cette
Amérique sí varice, si offerte en apparence, si repliée en rea-
lité: au'total sí irritante pour le spectateur intcl'tgent?»*
El presente volumen constituye el resultado de décadas de
trabajo en torno al tema. Se funda, ante todo, en muchos años
de investigación ininterrumpida en archivos españoles, en par-
ticular en el Archivo de Indias en Sevilla, y fue impulsado
adicionalmente por mi actividad científica en la Universidad de
Duke en Durham, Carolina del Norte. Los temas de este libro
han sido, desde 1954, objeto de mi actividad docente y de in-
vestigación en la Universidad de Colonia. Habría sido imposi-
ble, empero, redactar este resumen de la historia colonial de
América Central y Meridional si no existieran las numerosas y
recientes investigaciones, en libros y artículos, consignadas en
la selección que figura en las notas bibliográficas. A sus autores,
con quienes en parte mantengo contacto personal y un inter-
cambio directo de ideas vaya mi especial gratitud.
Por el concurso prestado en la preparación de este libro,
agradezco a mi ayudante el doctor GOnter Kahle, y por la
corrección de las pruebas de imprenta y demás colaboración, a
mi discípulo el graduado en filosofía Johann Hellwege.
Richard Konetzke
2
1. Los indios americanos: Sus culturas
y su actitud frente a los conquistadores
blancos
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hoy desestimada, las islas polinésicas. Los aborígenes de Amé-
rica no pudieron establecer por sí mismos un contacto con las
culturas euroasiáticas. Su aislamiento casi absoluto perjudicó y
dificultó el desarrollo de las grandes culturas americanas*.
En lo esencial, los indios pertenecen a una raza cáucaso-
mongoloide. A menudo aparecen rasgos del tipo humano europeo.
Los españoles observaron que en muchas comarcas a los indí-
genas, por el aspecto de su cara y su piel blanca, podía tomár-
seles por europeos. Comprobaron con asombro que en los trópicos
americanos no vivían negros. Este apartamiento respecto del
tipo de población negroide seguramente facilitó el cruzamiento
de indios y blancos. Los indios de ningún modo constituyen
un tipo racial uniforme. La heterogeneidad de las oleadas
migratorias, y también el aislamiento de la población en un
espacio amplísimo y carente de caminos, explican las diferen-
cias que en el aspecto exterior presentan los aborígenes ameri-
canos. La impresión de diversidad se robustece aun por la
^dispersión cultural y lingüística de la América precolombina.
Se ha verificado la existencia de 133 familias lingüísticas inde-
pendientes en América, que comprenden cientos de idiomas
.especiales y dialectos.
La mayor parte de las civilizaciones que se desarrollaron
en ese continente se mantuvieron separadas entre sí; su rela-
ción e intercambio recíprocos fueron escasos. Su desunión se
explica también por la hostilidad, muy notoria, de los indios
contra las innovaciones. En algunas regiones se produjo el as-
censo de grandes culturas, mientras que en comarcas apartadas
los hombres" vivían en el salvajismo más primitivo. Por la
época de los descubrimientos europeos no existía ni un hombre
indígena, ni una cultura india general.
La América precolombina, empero, no era un mundo aparte,
que viviera en una paz idílica. «Los descubridores y coloniza-
dores europeos tropezaron en todas partes con contradicciones,
rivalidades y luchas entre tribus o pueblos cuyas condiciones
de vida y nivel de cultura eran diferentes»*. La guerra consu-
mía la ocupación fundamental de muchas tribus aborígenes y
los conflictos se dirimían de la manera más cruel, en ocasiones
hasta el exterminio de una tribu enemiga. Los grandes impe-
rios de la América primitiva se fundaron a partir de conquistas
guerreras y mantuvieron su cohesión por medio del poder brutal.
En la época de los descubrimientos, la economía de los indios
de América se hallaba en diversos estadios de desarrollo. En
extensos territorios la población vivía aún en la etapa de la
recolección, la caza y la pesca. Como animales domésticos sacri-
ficables los indios prácticamente sólo conocían el pavo, el pato,
la cobaya y una raza de perros. En diversas comarcas, la caza
y la pesca proporcionaban una dieta de albúminas, pero el
uso de la carne no estaba generalizado. La carencia proteínica
se compensaba añadiendo a la dieta insectos, ranas, serpientes
y animales similares. Como también faltaba el trigo, para los
conquistadores e inmigrantes europeos la alimentación en Amé-
rica significó un considerable cambio *.
En diversas regiones se desarrolló la agricultura. En las alti-
planicies de las cordilleras se cultivaba fundamentalmente el
maíz, mientras que en las islas del Caribe y las cuencas del
Orinoco, el Amazonas y el Río de la Plata, el cultivo de la
mandioca, un tubérculo, suministraba el alimento más impor-
tante. Se trata de una agricultura que exige menos tiempo y
fuerza de trabajo que el cultivo del trigo. Se calcula que los
cultivadores de maíz sólo necesitaban emplear de sesenta a
setenta días al año para asegurarse el sustento. Eran «civiliza-
ciones del ocio». Las grandes culturas indígenas se han desarro-
llado sobre la base de los cultivos del suelo. La agricultura
se hizo más compleja. Aumentó considerablemente el número
de las plantas cultivadas, y el regadío y el abono de los campos
acrecentaron la producción agraria. Además de los asentamientos
aldeanos, surgieron ciudades compuestas unas 'de viviendas y
otras de templos. Se ha establecido una relación entre el de-
sarrollo de la cultura urbana en América y la introducción
de los sistemas de regadío con vistas a una agricultura más
intensiva. Las actividades artesanales cobraron gran impulso.
Cerámicas primorosas y espléndidos tejidos fueron la obra de
sobresalientes y habilísimos artífices. Con oro, plata y cobte
se labraron alhajas, pero las armas y las herramientas, por lo
general, se fabricaron con piedra o madera. En algunos puntos
s
hizo su aparición el uso del bronce . No llegó a conocerse e!
laboreo del hierro. En lo tocante a la técnica, por lo general
los indios estaban aún en la Edad de Piedra. Los mercados
exponían una plétora de bienes de consumo y artículos de lujo.
El comercio con regiones distantes distribuía los productos en
un ámbito dilatado.
A los diversos niveles culturales_ajustábase la estructura dc_ja
organización ..estatal social. Entre los recolectores, cazadores
y pescadores primitivos aún no existía organización estatal_ai-
guna~^ia'"comüñi3a3"'ñb"excedía"de"lós""límitcs, del_agrupa-
mientó familiar. En otros casos las" familias ya se habían unido
en asociaciones tribales, y un_j(dglanto ulterior se_producía
al agruparse diversas. tribus ..m.confcdet«cioDes ¿¿tifies. Al fren-
te de las comunidades indias, grandes o pequeñas, se hallaban
caciques. Por norma general, en la época de los descubrimientos
hispano-portugueses el cargo de cacique se había vuelto here-
ditario. No obstante, los caciques de las tribus también podían
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ser elegidos y depuestos por Ja asamblea del pueblo. Junto a
esas ligas soberanas, fundadas en comunidades gentilicias, se for-
maron, empero, verdaderosEstados, que reclamaban el dominio
sobre un territorio y lo imponían por la violencia y por medios
administrativos. Finalmente, merced a la expansión militar, se
originaron los dos grandes imperios de los aztecas y los_incas.
En su condición de jefes militares supremos, los~"soberanos
de esos imperios adquirieron facultades de mando absolutas
y gobernaron despóticamente.
En las unidades políticas mayores la igualdad de todos los
integrantes de una familia o de una tribu dejó lugar a la sub-
división de la sociedad en clases. Las conquistas militares y la
estratificación por encima de poblaciones somettffiTrávoreáeron
la jéjaejis de un "ordenamiento jerárquico en capas sociales. Una
arUtocracfa~g^ettera^e"constituyji^
-
nos y mercaderes fibreTTIá diferenciación social era particu-
larmente pronunciada en Ic« imperios "aztecaje inca. Por debajo
de los hombres libres del pueBIó""?e encontraban los esclavos,
adquiridos como_prisioneros_de_gueira o.por. robo O^Mnipra, o
que caían en esa "Condición como castigo por diversos delitos.
Entre los hombres libres y los esclavos había además siervos,
personalmente libres pero sujetos a prestaciones de servicios.
El mundo de las religiones era particularmente diverso entre
las diferentes tribus y pueblos de América. En los pueblos
primitivos se registraba principalmente la creencia en un ser
supremo y la adoración a dioses astrales; las deidades eran
representadas por medio de ídolos. A los fundadores de la
tribu se les rendía, asimismo, un culto divino. La vida religiosa
de los pueblos primitivos estaba regida, ante todo, por la
creencia en demonios y espíritus. Se atribuían poderes mágicos
a diversas especies animales. En el punto central de la vida
religiosa se hallaban los curanderos o shamanes, que caían en
trance para ponerse en contacto con el mundo sobrenatural,
i Las religiones de las grandes culturas presentaban una pro-
fusa multitud de divinidades*. Seacepjaba, en el culto, a los
dioses de los pueblos sometidosrparáfleterminados anhelos hu¬
manos, se concebían cada vez más figuras divinas. Los espa-
ñoles, de fe cristiana, sintieron una extrema repugnancia por
esa impronta politeísta particularmente intensa y concibieron
como un compromiso ineludible la erradicación de esa creencia
en múltiples dioses. Estas religiones les resultaron absoluta¬
mente repulsivas cuando supieron de la existencia de sacrificios
humanos, los cuales alcanzaron horrendas proporciones entre los
aztecas y fueron practicados también en el imperio de los incas.
La dispersión de las poblaciones indígenas sobre un conti-
nente vasto y accidentado, el desconocimiento del carro y de los
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animales de tiro, que hubieran sido necesarios para establecer
comunicaciones terrestres, así como la inexistencia de tráfico
ultramarino, dificultaron en sumo grado la nivelación de las
culturas americanas. Para la colonización española y portuguesa
resultó decisivo que los europeos no encontraran frente a ellos
una América política y culturalmente unitaria u homogénea.
Sólo muy paulatinamente, en el curso de sus descubrimientos
y conquistas, los españoles y lusitanos se hicieron conscientes
de las múltiples diferencias en el desarrollo político, económico y
cultural de América. Su toma de posesión y colonización de
los territorios de ultramar se efectuó como un constante experi-
mentar en un mundo para ellos realmente «nuevo». No sólo se
trataba de reunir observaciones y experiencias, sino de com-
probar su exactitud en un contorno permanentemente mudable.
Algunos ejemplos revelan cómo las concepciones de los descu-
bridores y conquistadores en torno a los pueblos y culturas
americanos se ampliaron y transformaron y cómo, por otra par-
te, se modificó la actitud de los aborígenes frente a la irrupción
7
europea que los arrancó de su aislamiento .
El primer contacto de los españoles con indígenas americanos
se produjo en las islas del Mar Caribe. Aquéllos encontraron
en las Grandes Antillas a los tainos, que pertenecían a la familia
de los aruacos o arahuacos y que, a partir de la tierra firme
sudamericana, habían tomado posesión de las Antillas. Ya antes
del descubrimiento europeo los tainos habían sido desalojados
de las Antillas Menores por los canibas, que los españoles de-
nominaron caribes o caníbales. La complexión física y los rasgos
faciales de los tainos impresionaron agradablemente a los
europeos. Colón los describió como hombres de buena figura,
agradados, y comprobó con asombro que carecían de pelo crespo
y de piel negra. Eran de cutis bastante claro y serían, según
afirmó, casi tan blancos como la gente en España si anduviesen
vestidos y no expusieran sus cuerpos al sol y al aire*. No en-
contró monstruos deformes, cuya existencia en esas comarcas mu-
chos presumían.
Colón observó ya diferencias esenciales entre los integrantes
de uno y otro grupo. Según su opinión, los tainos constituían
un tipo humano pacífico. Celebró la mansedumbre y el compor-
tamiento cortés de estos aborígenes. Los tainos vivían en el
estadio de una cultura primitiva de plantadores, pero ya mos-
traban rudimentos de desarrollo de una gran cultura. El cultivo
del algodón les proporcionaba la materia prima para la confec-
ción de tejidos; elaboraban adornos de oro y esculpían en pie-
dra y madera. Se acercaban sin recelo a los forasteros que,
según creían aquéllos, habían descendido de los cielos, e
intercambiaron gustosamente sus pertenencias por cualesquiera
7
baratijas. Colón afirmaba «que no puede creer que hombre haya
visto gente de tan buenos corazones y francos para dar, y tan
temerosos»', y parecía haber encontrado en esos indígenas a
tas «nobles salvajes». Les escribió a los Reyes Católicos: «Son
gente de amor y sin cudicia... En el mundo creo que no hay
mejor gente ni mejor tierra: ellos aman a sus prójimos como
a sí mismos, y tienen una habla la más dulce del mundo, y
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mansa, y siempre con risa» .
A los caribes, por el contrario, se les conocía como pueblo
guerrero y cruel. Emprendían correrías por las islas habitadas
por ios tainos, daban muerte a los hombres y raptaban a las
mujeres. Los tainos vivían en permanente temor de las incur-
siones de los caribes, y por ello pudieron ver en los blancos
sus protectores. Describían a sus enemigos caribes como seres
con cara y dentadura de perro y los caracterizaron como antro-
pófagos. El canibalismo real o meramente presunto de los lla-
mados caribes, cuyas áreas de asentamiento no eran bien cono-
cidas, habría de justificar luego el que la legislación española
permitiera atacar a los habitantes de esas islas y tomarlos como
esclavos. Los caribes, que se contaban entre los hombres más
corpulentos y fuertes de la raza amerindia, se mostraron como
enemigos acérrimos de la conquista europea.
1
Frente a los invasores europeos, ni tainos ni caribes pudieron
presentar un poder político, ya que su organización estatal
apenas había ido más allá de las comunidades aldeanas y de
pequeños principados. Las rebeliones posteriores de tal o cual
cacique fueron brutalmente aplastadas por los españoles ".
Por experiencias similares pasaron los españoles cuando en-
traron en contacto con ios aborígenes de la costa venezolana.
También aquí establecieron una diferencia entre los indios sal-
vajes y belicosos, que eran caribes y habitaban en la zona
ribereña entre Paria y Borburata, y los indios pacíficos y amis-
tosos de las cordilleras costeñas, entre los cuales se hallaban
los caiquetios, quienes habían alcanzado un nivel cultural su-
perior. También los portugueses, en sus desembarcos en las
costas brasileñas, tropezaron con poblaciones primitivas que vi-
vían en el nivel cultural del Neolítico. Los indígenas que
poblaban el este de Brasil vivían de la caza y de la pesca
y o o conocían ni el arte de tejer y la alfarería, ni el laboreo
de metales. Los hombres eran primordialmente cazadores, mien-
tras que las mujeres recolectaban plantas y habían iniciado la
transición hacia una agricultura primitiva. Su atavío consistía
en pintarse el cuerpo y pegarse plumas. El canibalismo y la
caza de cabezas eran costumbres de amplia difusión. Las tribus
aborigénes más conocidas del Brasil oriental y el Mato Grosso
son los tupíes, los botocudos y los bororoes. Los indios se
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alimentaban fundamentalmente con el tubérculo de la mandioca.
Pedro Vaz de Caminha, cronista de la expedición de Cabral y
presente en el primer desembarco de éste en Brasil, escribía
sorprendido: «E com isto andam tais e tao rijos e táo nédios
que o nao somos nos tanto, com quanto trigo e legumes co-
memos.» Y consignaba con admiración no menor: «Eles nao
tcm coisa que de ferro seja, e cortam sua madeira e paus com
pedras fcitas como cunhas, metidas em um pau entre duas talas,
znui bem atadas e por tal maneira que andam fortes» '
Colón consideraba a los aborígenes por él descubiertos como
población salvaje de la costa y esperaba encontrar sobre la tie-
rra firme asiática, de la que creía estar cerca, pueblos más
civilizados. Cuando en su cuarto viaje desembarcó sin saberlo
en el continente centroamericano, en el cabo de Honduras, y
encontró entre los aborígenes testimonios de una mayor des-
treza artesanal, vio en ello una prueba de que el reino del
Gran Khan no estaba lejos. En realidad había entrado en con-
tacto con tribus mayas. En la región ocupada por los mayas, los
españoles comenzaron a trabar conocimiento con una gran cul-
tura americana. En 1517 los miembros de la expedición de
Fernández de Córdoba desembarcaron ciriás~cóstas dc"Yücatán.
t o s mayas de esos lugares agasajaron hospitalariamente a los
forasteros, pero al día siguiente los forzaron, tras sangrientos
combates, a refugiarse en sus naves. Sobre la tierra firme ame-
ricana, a los europeos les había hecho frente un poder orga-
nizado.
La región de la cultura maya comprendía a Guatemala, parte
de Chíapas y Tabasco que la limitan por el oeste, así como
Yucatán y Honduras. Desde el siglo IX la península de Yu-
catán se había transformado en el principal territorio donde
se asentaban los mayas. El imperio maya de la «Liga Mayapán»
se había disuelto a mediados del siglo x v en una serie de prin-
cipados-ciudades. Esta decadencia política de la dominación maya
facilitó a los españoles la conquista de Yucatán, que, seguida
de la conquista de México por Hernán Cortés, se prolongó de
1527 a 1546 como consecuencia de la encarnizada resistencia
de los mayas. En las montañas guatemaltecas los españoles tro-
pezaron también con diversos estados tribales independientes.
Mientras^queJos~aborígenes_antillanos vivían en asentamien-
tos aldeanos, en el continente se había llegado al estadio de
11
examiento y conocimiento especializado y trabajaban esencial-
mente para las necesidades superfinas de la capa dominante. La
ocupación artes anal se transmitía por herencia, de padre a hijo.
El pueblo común, que cultivaba la tierra, recibía de las
comunidades o calpullis predios asignados a cada familia. Estos
no eran propiedad privada enajenable, sino que recaían de
nuevo en la comunidad, caso de que la familia se extinguiera. Se
obtenía nueva tierra cultivable mediante la colonización de re-
giones conquistadas y la construcción de chinampas, o sea de
jardines flotantes que consistían en almadías cubiertas de limo
y amarradas en el lago de México. Junto a estos campesinos, que
además practicaban el comercio local y ejecutaban trabajos artc-
sanales sencillos, había arrendatarios que cultivaban propiedad
privada ajena contra pago de un arriendo, y trabajadores ru-
rales, los mayeques, que labraban las tierras de los nobles, esta-
ban ligados a la gleba y eran transferidos con los bienes in-
muebles a los herederos. Por^úkimo, también la esclavitud se
hallaba djfemjdjda. er^eiJMéxic^raecolcmbipo. ^ . . p o d í a llegar _a
ser_esdayo por secuestro o cautiverio de guerra, o hundirse
—
e n~esacKse~servil como castígo poriíivers'os' cielitos oZoomo
déu^orjsorospj r ^ r o ^ m b i é n ' é P p T d r e podía vender a_su.£ijo
como_esdavp. CoijTtodo, entre los "aztecas los esclavos no esta-
ban despojados de todo derecho. Podían tener propiedades per-
sonales y sin su consentimiento o sin motivo fundado sus po-
seedores no podían venderlos ni tampoco matarlos. Los hijos
de los esclavos eran libres. En especial, se ocupaba a los es-
clavos como cargadores y en los trabajos domésticos.
La diferenciación de la estructura social guardaba estrecha
relación con los cambios económicos. La productividad del fértil
suelo mexicano era elevada. Incluso con el método más primi-
tivo para el cultivo del maíz, el sistema de milpas —desmonte
por el fuego antes de roturar la tierra—, se obtenían altos ren-
dimientos. Se ha calculado que con este sistema una familia
de cinco personas que labrara un campo de cuatro a cinco hec-
táreas en ciento noventa días produciría más del doble de lo
que necesitaba para procurarse el sustento. Aun así, se había
r n Í B
pasado entonces a una j g r i c u l t p " intensiva Se cultivaban
concienzudamente las tierras ribereñas, periódicamente inunda-
das, ya que el cieno dejado por los ríos garantizaba grandes
cosechas. Surgió además una extensa red de obras de regadío,
que, a su vez, sólo una organización estatal desarrollada pudo
crear. La producción agrícola excedente permitió liberar a mu-
chos nombres para que se dedicaran a las actividades artesa-
nales y se asentaran en las ciudades. También en el imperio
azteca casi todos los instrumentos se hacían de madera o de
piedra; sólo los cinceles de los artesanos eran de cobre. Con
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los metales preciosos se hacían aderezos. Los exquisitos trabajos
de plumas, ornamentados con piedras preciosas, son muestra de
una técnica especial. En ciertos dominios, la cerámica creó pro-
ductos de gran valía.
La arquitectura urbana se caracteriza por los suntuosos pa-
lacios de los nobles, construidos de una sola planta y sin ven-
tanas, con las habitaciones agrupadas en torno a un patio
interior. Parques espléndidos rodeaban los palacios. Las vivien-
das de la gente común estaban construidas de adobe cocido. Los
edificios más imponentes eran las majestuosas pirámides. La prin-
cipal de éstas, en la ciudad de México, tenía 100 X SO metros
en su base y una altura de 30 metros. Otras construcciones
características son las canchas de pelota. El arte del relieve en
piedra y la escultura también se habían desarrollado en el México
precolombino. Diversos frescos conservados dan testimonio de la
pintura azteca.
La religión azteca contaba, asimismo, con personas divinas
en profusión. Los sacrificios humanos ofrecidos a las deidades
akarjzatoa^gntre los aztecas proporciones aterradoras; en_Ja
consagración del principal templo'de la ciudad de Rféxico, en
erecto,_ según ios cálculos más" conservadores, en .cuatro_dias_Si"
Inmoló a 20.000 hombres, escindiéndoles el corazón.El horror
y "Ta repugnancia ante esta atroz costumbre de ofrecer al dios,
como alimento, el corazón sangrante de un hombre y hasta de
un niño, ahondaron enormemente el abismo y la animadversión
entre españoles y mexicanos. La mitología de los aztecas hubo
de ejercer una influencia decisiva en el destino de México. El
espíritu de lucha que animaba al belicoso pueblo azteca frente
a los intrusos europeos, fue lentamente minado por sus creencias
religiosas. Los aztecas consideraban que su mundo estaba ame-
nazado por el infortunio y condenado a la ruina. Los ánimos
estaban conturbados por la angustia que suscitaba el profetizado
retorno del rey y sacerdote Quetzalcoatl, quien debía aparecer
por Oriente y poner término a la supremacía de los dioses
sanguinarios. Moctezuma creyó que los españoles eran los anun-
ciados nuevos señores, venidos del este, a quienes debía ce-
derles el poder.
La situación interior del imperio azteca explica que los espa-
ñoles lo pudieran someter con la asistencia de tribus mexicanas.
Los totonacas, de la región de Veracruz, que padecían bajo la
arbitrariedad de los recaudadores aztecas, saludaran a los solda-
dos de Hernán Cortés como a liberadores. Los habitantes de la
audad-estado de Tlaxcala dieron pruebas de ser los más fieles
y valerosos aliados de los conquistadores españoles y recibieron
por ello, bajo la dominación hispánica, exenciones y fueros
especiales, respecto a la restante población aborigen. También
13
[as tribus de los indios otomíes recibieron amistosamente a los
españoles y les abastecieron de víveres. La heroica lucha final
sostenida por los habitantes de la capital mexicana no pudo
u
conjurar el destino de la dominación extranjera .
Grandes culturas se desarrollaron también en la zona andina
septentrional, en la región de las tres cadenas montañosas de
Colombia. Era aquélla 18 tierra originaria de los chibchas, que
se extendieron hacia el sur hasta el centro de Ecuador y por
el norte mis allá del istmo de Panamá, hasta Nicaragua. En
tiempos del descubrimiento descollaban como regiones cultural-
mente desarrolladas el valle del Cauca y la meseta de Bogotá.
Se habían formado y consolidado allí una organización estatal
y una jerarquía de estamentos. Los jefes (caciques), en su con-
dición de caudillos militares supremos, se habían convertido en
déspotas que parecían gozar de poderes sobrenaturales, eran
traslados en parihuelas y hamacas y se rodeaban de una pro-
fusa corte. Mientras que en el valle del Cauca no se pasó de
los señoríos tribales, los chibchas de la meseta de Bogotá, los
muiscas, lograron crear formaciones estatales mayores, aun cuan-
do no habían llegado todavía a la fundación de un estado
unitario. Cuando los españoles penetraron en la altiplanicie
andina, luchaban entre sí, por la supremacía, los príncipes más
poderosos: eL «zaque» de Tunja y el «cipa» de Bogotá. Los
chibchas vivían en asentamientos aldeanos. No habían alcanzado
aún el nivel de la fundación de ciudades y la edificación de casas
de piedra. La economía se basaba en la agricultura, en la que
existía propiedad privada d e la tierra. Las tribus del valle del
Cauca habían demostrado una relevante destreza en la elabo-
ración de aderezos de oro. Los orfebres realizaban figuras huma-
nas de gran tamaño, máscaras, yelmos, prendedores, pectorales
y otros objetos, que hoy se conservan ante todo en el Museo
del Banco Nacional de Colombia. Ante esos hallazgos de oro,
los conquistadores españoles creyeron estar cerca de El Dorado,
esto es, el país del hombre de oro. E n determinadas épocas el
cacique de Guata vita, siguiendo una usanza del culto, se hacía
ungir todo el cuerpo y luego espolvorear con oro, tras lo cual
se bañaba en la laguna sagrada; de esta suerte ofrendaba el
metal a la diosa que según ellos moraba en la laguna. Los
muiscas se destacaron en el arte del tejido e hicieron cobertores
y telas, con dibujos de colores, que encontraron una vasta acep-
tación como mercancías.
Los chibchas del valle del Cauca, aunque no los muiscas, eran
caníbales, pues se alimentaban con carne humana. Estaba gene-
ralizada la práctica de sacrificar hombres a los dioses, y se pre-
fería como víctimas a los niños. Todas las tribus practicaban el
uso de preparar trofeos con las cabezas de los enemigos muertos
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en combate y capturados. La vida intelectual se hallaba en un
•nivel.primitivo. Los chibchas desconocían la escritura".
El imperio más poderoso de la época precolombina era el de
los incas, el «imperio de los cuatro puntos cardinales», que no
conocía límites. La palabra inca originariamente era sólo el tí-
tulo del soberano y la denominación del linaje real, pero no
de un pueblo determinado. Un caudillo de la ciudad-estado de
Cuzco, en el altiplano andino, se había atribuido ese nombre.
Los habitantes de ese estado montañoso pertenecían a los indios
quechuas. La expansión bélica de los incas comenzó en la pri-
mera mitad del siglo xv, cuando tribus aimaraes rivales, vecinas
de los señores de Cuzco, pidieron socorros y apoyo. El imperio
inca se incorporó los pequeños estados de los aimaraes. En rá-
pidas conquistas los incas extendieron su dominación sobte la
región andina y se abrieron paso hasta el ceniro de Ecuador.
Túpac Yupanqui (1471-1493) sometió a la Bolivia actual y realizó
campanas hasta Chile y el noroeste argentino. Poderosos esta-
dos como el imperio de Cbimor, que se extendía en la costa
desde Túmbez hasta las inmediaciones de Lima, el de Cuismancu
en los valles del Chancay, Ancón y el Rímac y el imperio de
Chincha, fueron anexionados por los incas. Huaina Cápac (1493¬
1527) sofocó algunas rebeliones en las provincias recién conquis-
tadas y llevó adelante las invasiones hasta más allá del norte
de Quito. El dominio de los incas abarcaba a la sazón desde e!
río Ancasmayu, al sur de Colombia, hasta el Maule en Chile.
Se realizaron asimismo expediciones bélicas cuyo objetivo eran
las tierras bajas al este de los Andes, pero éstas nunca fueron
sometidas. Los indios del altiplano despreciaban a las míseras
y primitivas tribus que allí habitaban. A la muerte del inca
Huaina Cápac siguió una pugna por la sucesión entre Huáscar,
el hijo primogénito, que había sentado su real en Cuzco, y
Atahualpa, el vastago predilecto, residente en Quito. Finalmente,
después de la batalla de Cuzco, Atahualpa hizo prisionero a su
hermano. En estos tiempos de guerra civil en el imperio inca,
los españoles, bajo Francisco Pizarro, emprendieron la conquista
del Perú y depusieron al mea que se gloriaba de no conocer
a ningún soberano más poderoso que él. Tras el asesinato de
Atahualpa (1533) se desmoronó el poder de los incas. En 1539
los españoles tenían el país bajo so control. Con todo, los
mTembrus de la dífiaülfu ílicalca piosiguieron aún la resistencia
contra los conquistadores extranjeros. En la remota provincia
limítrofe de Vilcabamba, el inca Manco Cápac I I organizó un
reino oculto y procuró, mediante la revuelta de 1565, recuperar
su imperio y restaurar la vieja religión. Pero la resistencia se
desintegró al ocupar Vilcabamba los españoles, en 1572. Los
descendientes del linaje incaico se emparentaron con la nobleza
15
española y se esforzaron por alcanzar de la corona española
privilegios y recompensas. La masa pasiva de quienes habían
^ido subditos de los incas no estaba en condiciones de rechazar
2I destino que se le había impuesto. Sólo a partir de la segunda
¡nitad del siglo x v n surgieron nuevamente movimientos que
procuraban restablecer el régimen de los incas.
Amalgamar y mantener unido un imperio que se extendía por
comarcas tan dilatadas y de tal grandiosidad nacural presupone
una capacidad organizativa fuera de lo común. £1 acicate más
¡xxlcroso de esa voluntad de poder radica en la conciencia de
la misión divina del inca. En el ceremonial cortesano se ex-
presa la condición de hombre-dios del inca. Ser titular de la auto-
ridad suprema requería del soberano una inmensa capacidad
personal de trabajo. Una élite idónea y ávida de distinciones,
i'ormada merced a la educación metódica de una juventud esco-
nda, secundaba al inca. Sus miembros fueron denominados
orejones por los españoles, puesto que tenían la prerrogativa
i e usar grandes aros en las orejas. La autoridad administrativa
suprema estaba constituida por un consejo de la corona, inte-
grado por cuatro altos funcionarios. Los caciques de las aldeas
v las tribus, los curacas —que estaban bajo un severo control
v que periódicamente debían presentarse en la capital, Cuzco—,
velaban por el cumplimiento de la voluntad del soberano en
las provincias. Sagazmente, en los reinos sometidos los incas
Jejaron subsistir las viejas instituciones.
Mediante una planificación racional, en este extenso imperio
;e procuraba modelar unitariamente, y desde el punto de vista
del bien común, la totalidad de la vida. Con vistas a un
Aprovechamiento eficaz de todas las energías en el servicio mi-
litar y las prestaciones de trabajo, se dividió a los subditos
:onforme al sistema decimal. La unidad menor consistía en
iiez jefes de familia y a los hombres de veinticinco a cincuen-
ta años se les agrupaba en centurias. Mediante cordones anu-
lados, los quipus, se inventariaba estadísticamente todo lo digno
ie saberse que hubiera ocurrido en los distritos del imperio y
;e informaba a los organismos centrales. «El servicio estadís-
tico imperial tenía, gracias a los quipus, el destino del imperio
.-n sus manos. Sólo le era menester impartir sus órdenes para
j u e cada uno supiera exactamente qué tenía que entregar, qué
recibir, qué cosa enviar y cuál almacenar» (Louis Baudin). Una
red viaria, de construcción excelente, posibilitaba eficazmente
los desplazamientos de tropas, el servicio d e noticias y el trans-
porte de mercancías. Estas vías estaban trazadas, dentro d e lo
posible, en línea recta y salvaban las elevaciones mediante esca-
linatas, explicable por el hecho de que en el Perú precolombino
no había ni carros ni caballos. Tal sistema de caminos constituía
una realización técnica y organizativa de la cual la Europa de
entonces no era capaz. Sarmiento de Gamboa escribió que el
emperador Carlos V, con todo su poder, no podría construir
un camino real tan magnífico como el que llevaba de Cuzco
,4
a Quito o de Cuzco a C h i l e .
Para mantener firmemente unidos sus dominios, los incas pug
naron por difundir un idioma uniforme en todo el imperio.
Un poder estatal totalitario se combinaba con un ordenamiento
económico socialista. La tierra pertenecía a las comunas aldeanas
(ayllus), que asignaban a las diversas familias, según el número
de sus componentes, una superficie cultivable en usufructo.
Cada familia podía disponer libremente de su cosecha y procu
rarse el sustento, el cual, prescindiendo de las condiciones cli
máticas, dependía de la laboriosidad personal. La existencia de
los ancianos y enfermos la aseguraba la comuna cultivando para
ellos los predios correspondientes. Bosques y pasturas estaban
a disposición de todos los miembros de la comunidad. La casa
y el patio eran propiedad de la familia. Para mantener a los
sacerdotes y los lugares del culto se destinaba una superficie
cultivable especial, que trabajaban, mediante prestaciones de ser
vicios, los integrantes de la comuna. Toda la tierra restante
pertenecía al inca, y la labranza de esa propiedad real cons
tituía asimismo una obligación de cada familia campesina. Los
excedentes de las cosechas se almacenaban en graneros del Es
tado y se disponía de ellos en los tiempos difíciles. El Estado
incaico era una «formación pronunciadamente domanial» (Max
Weber).
Numerosos indios se separaban de sus ayllus, puesto que el
inca los convocaba para ciertas prestaciones de servicios. Mu
chos se alistaban por tiempo indeterminado en el ejército, otros
eran reclutados para la construcción de caminos y demás tra
bajos públicos o se Jes requería para los múltiples servicios
en la corte. También había que realizar trabajos forzados en
las minas, donde las cuadrillas de obreros se relevaban en un
sistema de turnos prefijado (mita). Según sus aptitudes, se
asignaban a las personas diversas actividades artesanales, en las
cuales debían trabajar con arreglo a instrucciones especiales.
Los bienes producidos se debían entregar a los depósitos esta
tales. Por orden del inca, se podía desplazar a familias o comu
nidades aldeanas a otras comarcas. Estas colonizaciones tenían
como finalidad la colonización de tierras hasta entonces yermas
y el afianzamiento militar de las provincias recién conquistadas.
Pata la planificación del gobierno y su puesta en práctica se
requería una numerosa burocracia. Se ha calculado que por cada
10.000 habitantes había 1.330 funcionarios públicos. Según su
criterio, el inca establecía los objetivos precisos para alcanzar
17
el bienestar público, y clasificaba a todos sus subditos con
vistas a la utilización provechosa de los mismos. El hombre-
masa indio soportaba con resignación fatalista el sino que para
él establecía la divinidad del soberano. Los indios conservaron
también esa misma pasividad frente a los conquistadores espa-
ñoles que tomaron posesión del imperio incaico.
La cultura del imperio de los incas se fundaba en los logros
alcanzados por las viejas culturas urbanas de la faja costera
del Perú. Una agricultura intensiva merced al cultivo en terra-
zas, regadío mediante acequias a veces de más de 100 kiló-
metros de largo y la utilización de abonos, ante todo del
guano, había posibilitado en aquella región el asentamiento de
una población numerosa. En líneas generales, la técnica seguía
siendo la de la Edad de Piedra, aunque ya se utilizaban el cobre
y el bronce para la construcción de herramientas y armas. Para
labrar el oro y la plata se recurría a complicados procedimien-
tos. No se conocía el empleo del hierro. Los tejidos peruanos
eran de extraordinaria diversidad. Una singular destreza se había
desarrollado en la confección de abanicos y vestimentas de
plumas. Las aptitudes artísticas de estos indios salen a nuestro
encuentro particularmente en una variadísima cerámica de los
más diferentes, estilos. Entre los edificios descuellan los templos
piramidales. Aunque sabemos, por los españoles, que la historia
de los incas estaba representada en imágenes, nada ha llegado
hasta nosotros de una escritura pictográfica peruana anterior
a la conquista. Se conjetura que los quipus, que se empleaban
como sistema numérico con fines estadísticos, registraban tam-
bién acontecimientos históricos.
Como los incas adoptaban las deidades de las tribus some-
tidas, su religión presentaba una miríada de dioses. Objeto
de especial adoración era el dios del Sol, y el inca se deno-
minaba a sí mismo «hijo del Sol». Por ende la fiesta solar en
Cuzco, en el templo del Sol, era la principal solemnidad reli-
giosa. A los dioses también se les sacrificaba seres humanos, en
particular niños y doncellas, pero esta práctica era relativamente
infrecuente. Se recurría a los adivinos para interpretar cualquier
fenómeno extraño. Presagios sobrenaturales sobrecogieron al inca
Huaina Cápac, tal como a Moctezuma I I , cuando le llegaron
7
las primeras nuevas del arribo de los españoles' .
En Chile la dominación de los incas sólo había llegado hasta
el río Maule, y los españoles sometieron rápidamente a los
indios chilenos dé esa región. Por el contrario, los araucanos
en las comarcas al sur del Maule siguieron siendo cazadores y
recolectores nómadas y salvajes. Precisamente el desnivel inmen-
samente grande entre estos indios y los conquistadores blancos
18
fue la causa de que los araucanos ofrecieran una resistencia
enconada y secular a los españoles
Como norma general, los aborígenes en las zonas de clima
frío o moderado no salieron del estadio cultural mis primitivo
y fueron exterminados o absorbidos por los invasores europeos.
Los indios nómadas de la pampa en la región plateóse no ha-
bían desarrollado ni siquiera una agricultura rudimentaria, y
resistieron todos los intentos de hacerlos sedentarios y encua-
drarlos en un modo de vida civilizado. Sus ataques contra los
asentamientos españoles hicieron necesaria la protección militar
de la frontera de la colonia y dieron lugar a que las autori-
dades emprendieran expediciones a consecuencia de las cuales
se exterminó totalmente a los indios. Las tribus indígenas que
habitaban el Uruguay, y en particular los belicosos charrúas,
ofrecieron una tenaz resistencia a los colonizadores, hasta que
finalmente, en 1835, los últimos restos de esa población fueron
exterminados. Empero, allí donde los indios, como los guaraníes,
emparentados con los tupies, practicaban la agricultura y habían
demostrado aprecia ble destreza en el arte de tejer, la alfarería
y la talla eu madera, se pudo llegar a una asimilación racial y
cultural entre los aborígenes y los europeos. En los territorios
selváticos, por el contrario, donde la colonización europea no
penetró, los indios pudieron conservar prácticamente intactos su
idiosincrasia y su antiguo modo de vida
El carácter de las regiones naturales y el dispar desarrollo
cultural de la América precolombina, condicionado por el pri-
mero, repercutieron decisivamente en el curso de la colonización
española y portuguesa del Nuevo Mundo.
19
2. Títulos jurídicos de la colonización
en América
20
cotona de Casulla sobre el Nuevo Mundo. El cronista Gonzalo
Fernández de Oviedo intentó demostrar que Colón había des-
cubierto el país de las Hespérides. Así como las ciudades y
países tomaban su nombre de sus soberanos, esas comarcas,
argüía Oviedo, se denominaban así por Héspero, el duodécimo
rey de la vieja España, quien en viaje de cuarenta días hacia
Occidente había alcanzado las «Indias Hespérides». Esto había
acontecido hacía tres mil ciento noventa y tres años, aseveraba
Oviedo en 1535. Dios devolvía ahora a España, con tan viejos
títulos y luego de tantos siglos, esos reinos. El Consejo de
Indias hizo saber que mucho le complacería que Oviedo apor-
tara las pruebas de que las Indias Occidentales habían sido una
antiquísima posesión española.
Como la historia no proporcionaba títulos jurídicos valederos
sobre posesiones ultramarinas más distantes, las naciones de
Europa Occidental que habían realizado los descubrimientos se
esforzaron por obtener el reconocimiento de principios jurídicos
generales, en los cuales sustentar, de manera ajustada a derecho,
sus pretensiones en pugna. En el caso del descubrimiento de
islas deshabitadas, como las Azores y el archipiélago de Madeira,
coincidía la práctica y la concepción jurídica en que tales islas,
en su condición de res nvilius *, pertenecían a quien las des-
cubriera y ocupara. La prioridad temporal del descubrimiento
proporcionaba en este caso el mejor título jurídico.
No obstante, los más de los países e islas recién descubiertos
estaban habitados. jQiié__tftuJn<i jurídicos podían esgrimir los
europeos para establecer su dominación sobre esos territorios
de~ul tramar?"
"Lofviajes de exploración de lossiglos xiy . y . xy_ j^spondian
a u n a ^ u ^ n á ^ d a ^ d S ^ g t í d ? c a ^ é n S ~ e p w á " según la cual era
r
21
Completamente distinto fue el comportamiento de los explo-
radores europeos ante los primitivos aborígenes de las islas
Canarias o del África tropical. Los guanches y negros demos-
traban-Ja existencia de infieles que vivían al margen de la
civilización y parecían hallarse privados de un ordenamiento
jurídico y estatal racional. Los europeos no tuvieron escrúpulo
alguno en despojar y esclavizar a esos habitantes, a quienes
negaban personalidad jurídica, y tuvieron por justo conquistar y
dominar tales países paganos. Colón estaba persuadido de que
las islas que había descubierto y ocupado en su viaje a Occi-
dente pertenecían a los Reyes Católicos con igual título que
los dominios hereditarios de la corona. Según la opinión vulgar
en la época, los exploradores y conquistadores europeos tenían
un derecho posesorio incuestionable sobre el Nuevo Mundo.
Sin embargo, el derecho a ejercer la autoridad sobre las tie-
rras recién descubiertas no se siguió aceptando como el pode)
del más fuerte y superior, sino que prontamente preocupó a 3t
conciencia legal europea y suscitó acaloradas controversias jurí-
dicas,., en las cuales debían desarrollarse los principios de una
comunidad universal regida por el detecho de gentes. Surgieron
con ello nuevas ideas que contradecían los intereses políticos
y económicos d e los imperios coloniales español y portugués y
que, más adelante, prestarían una valiosa ayuda a los pueblos
coloniales en su lucha por la independencia.
Por de pronto, los portugueses hicieron confirmar mediante
bulas papales sus derechos sobre los descubrimientos en África
Occidental. De esta suerte,-pata impedir legalmente las expe-
diciones de marinos andaluces a Guinea, obtuvieron por la
bula de Nicolás V, en 14??, la autorización de conquistar los
países de los infieles desde el cabo Bojador y Num hasta Gui-
nea, incluida en su totalidad, y de esclavizar s. sus habitantes
y despojarlos de sus pertenencias. A quien penetrara sin autori-
zación en estos dominios de la cotona lusitana, se le amenazaba
con la excc4nunión. La intervención de la Iglesia en las que-
rellas relativas a los descubrimientos de ultramar se fundaba,
según el Papa, en su responsabilidad por la conversión de los
paganos, conversión que ya había sido emprendida por los por-
tugueses en las zonas de exploración y conquista que les caye-
ron en suerte.
Aunque los Reyes Católicos sostenían que Colón había to-
mado posesión legalmente de las islas por él descubiertas, en
nombre de ellos, y aunque los jurisconsultos de la corte no
consideraban necesaria ninguna fundamentación adiciona] d e los
títulos reales, desde el principio los monarcas españoles solici-
taron, pata los descubrimientos en las Indias Occidentales, bulas
del Papa similares a las que la corona portuguesa lograra para
22
Fig. 1. Rutas por América latina en los siglos xvi y x m
23
su zona de exploraciones en África Occidental. En cinco bulas
del año 1493 el papa Alejandro V I satisfizo esos deseos. Otor-
gó a los Reyes Católicos, sobre las islas y países adquiridos por
ellos en el océano, la «plena y libre y omnímoda potestad, auto-
ridad y jurisdicción», y con ello los' mismos derechos de sobe-
ranía que el papa Nicolás V atribuyera a los portugueses en la
región de África Occidental
Con estos documentos los españoles pudieron respaldar efi-
cazmente sus pretensiones de soberanía, alejar a los marinos
extranjeros de su zona de influencia y rebatir la concepción
lusitana según la cual las islas descubiertas por Colón en el
Atlántico pertenecerían a la zona de exploración africana adju-
dicada por la bula papal de 145? a la corona de Portugal. De
esta manera habíase logrado una base para las negociaciones
con el rey portugués. En realidad, en el tratado hispano-lusitano
de TordesiÜas (1494) se logró establecer una solución de com-
promiso. Según ésta, se dividía el Océano Atlántico, por un
meridiano que .corría a 370 millas náuticas al oeste de las islas
de Cabo Verde, en una zona de exploración portuguesa y una
española, con lo cual Portugal aseguraba sus pretensiones sobre
una parte del Nuevo Mundo, Brasil.
El primer descubrimiento y toma de posesiór, la concesión
papal y el tratado entre las dos potencias ocupantes, España y
Portugal, constituían los primitivos títulos jurídicos de los asen-
tamientos coloniales europeos en ultramar. No interesaba la
opinión o el derecho de la población indígena, tal como en las
guerras europeas de conquista n o se tenía en cuenta lo que
pensaran los habitantes de un territorio acerca del cambio for-
zado de príncipe reinante.
En su totalidad, esos tres principios--jurídicos tomados de la
Edad'Media y a los que se recurrió para fundamentar la expan-
sión colonial portuguesa y española fueron objeto en lo sucesivo
de vivos ataques. Se impugnó la validez del primer descubri-
miento cuando a éste n o lo seguía inmediatamente una toma
efectiva de posesión, por medio del establecimiento de una co-
l o n » . Los españoles y portugueses, no obstante, al principio,
por lo general, se habían contentado con una ocupación sim-
bólica. Los marinos grababan inscripciones en algunos árboles
o levantaban cruces de madera. E n subsiguientes exploraciones
d e las costas africanas, los reyes d e Portugal hicieron colocar
estelas de piedra con el escudo e inscripciones que pregonaban
los derechos de soberanía a que aspiraba la corona; Conforme
a estas pautas, los españoles y portugueses también en el Nuevo
Mundo erigieron cruces d e madera y de piedra cuando desem-
barcaban en una isla recién descubierta. Ceremonias simbólicas
acompañaban el acto formal de la toma de posesión. Tras et
24
desembarco en la isia de Guanahaní, Cristóbal Colón desplegó
la bandera real y. dos lábaros, formuló ante testigos las decla-
raciones pertinentes e hizo que un escribano levantara acta de
todo ello. Se simbolizaba también el cambio de posesión, por
parte del jefe expedicionario, cortando ramas con la espada o
haciendo incisiones en un árbol, tomando un puñado de tierra,
bebiendo agua o practicando usos análogos, conservados de la
21
vida jurídica romana y germánica . Los indios, que asistían
a tal acto jurídico como espectadores curiosos, desempeñaban
el papel de comparsas y observaban, sin comprenderlo, un ritual
decisivo para su libertad y su vida.
Pero este sistema de ocupación y dominación, derivado del
hecho del primer descubrimiento, chocó desde muy pronto con
ana crítica creciente, precisamente porque hacía caso omiso de
la voluntad de los aborígenes y no los consultaba en absoluto.
Esta crítica emanaba de teólogos españoles que recurrían a las
tesis de la escolástica medieval, y en particular de Tomás de
Aquino, para desarrollar a partir de ellas los principios que
debían determinar ei comportamiento de los europeos eñTsus
eajcüaJltrOü Con lós'homofés delTNuevo M u n d o S e g ú n 'lomas,
la íormaaón de estados surgía de ia razón natural, y por ello
también era legítimo el poder estatal de los príncipes paganos»
Igualmente, para él, ei derecho de propiedad se funda en
el orden natural,. Por tanto, deducían los escolásticos tardíos en
España, como el derecho natural es válido para todos los pue-
blos, ios exploradores europeos no debían desposeer a los indios
de su autoridad y sus posesiones. Francisco de Vitoria impugnó
la tesis de que el primer descubrimiento concediera un dere^
cBb dé propiedad sobre países habitados. Teólogos posteriores
también consideraron que ese titulo jurídico carecía de valor.
El dominico Bartolomé de las Casas combatió ese error con
singular apasionamiento. Demostraban ignorancia y obcecación
Jos consejeros reales al estimar «que, porque los Reyes de
Castilla descubrieran por medio del Almirante Colón aquestas
Indias, tenían ya derecho para por paz o por guerra, por mal
o por bien, por fuerza o por grado, las gentes y señoríos
de ellas sojuzgallas y señoreallas, como si fueran las tierras de
África»".
La escolástica española tardía impugnaba asimismo la dona-
ción papal como título válido para la instauración del dominio
colonial europeo. Las bulas de los Papas, que otorgaban a los
príncipes cristianos derechos de posesión sobre los descubri-
mientos ultramarinos, se fundamentaban teóricamente en las ideas
del dominio mundial papal, según las cuales el Pontífice go-
zaba también d e u n poder directo sobre los asuntos seculares
y de soberanía sobre todos los pueblos paganos. Los juristas
25
de la corona española recurrían a esta doctrina de la omnipo-
tencia papal para defender las pretensiones legales de España
sobre las Indias Occidentales. De las bulas papales de 1493,
Palacios Rubios dedujo que la soberanía que el Pontífice había
poseído sobre los paganos del Nuevo Mundo desde la venida
de Jesucristo pasaba ahora a los monarcas de España
Pero ahora los teólogos españoles ponían en tela de juicio la
validez jurídica de las bulas papales, en lo que respecta a la
legitimidad del dominio hispánico en el Nuevo Mundo. Se re-
mitían en ese punto a Tomás de Aquino, según el cual Cristo
no había querido ser un príncipe terrestre. De ahí infería este
escolástico que ^tampoco el Papa poseía derechos seculares de
soberanía y, por tanto, carecía de toda autoridad sobre los
paganos. Los príncipes paganos eran autoridades tan legítimas
como los monarcas cristianos, pues su poder derivaba del dere-
cho natural, ante el cual todos los hombres son iguales. Fundán-
dose en esta doctrina de Santo Tomás, el cardenal italiano
.Cayetano —que desde 1508 era general de la orden dominica
y había enviado los primeros misioneros dominicos al Nuevo
Mundo— trazó pocos anos después del descubrimiento de las
Indias Occidentales los Uñates de la ingerencia papal en los
países de .infieles. Dominicos como Las Casas y Francisco de
.Virarla negaron que Alejandro V I pudiera transferir a España
el poder secular sobre los descubrimientos en el Nuevo Mundo.
El Papa no podía agraciar a nadie con países y señoríos. Esto
se convirtió en tesis de la escolástica española tardía. Ello no
obstante, los reyes españoles siempre consideraron que la dona-
aón papal era el'fundamento jurídico más importante de su
imperio americano. Poner en tela de juicio la validez de esa
donación, manifestó el jurista y miembro del Consejo de Indias
Juan de SoJórzano, era «querer dudar de la grandeza y potestad
del que reconocemos por" Vice-Dios en la. tierra» *, . •
Particularmente los franceses, ingleses y holandeses, que no
querían que se les cerrara el acceso a las riquezas del Nuevo
Mundo, impugnaron la validez que, según el derecho de gentes,
pudiera tener el tratado hispano-portugués, por el cual las dos
primeras naciones descubridoras se habían repartido el Nuevo
Mundo mediante el trazado de líneas demarcatorias. A la fijación
de esferas nacionales y exclusivas de intereses en ultramar, con-
traponían las demás potencias marítimas nacientes de Europa
Occidental el principio de la libertad de los mares y del libre
comercio mundial.
Para los contemporáneos, empero,- el fundamento más convin-
1
cente de l a toma de posesión del Nuevo Mundo por parte de
los europeos llegó a ser la misión entre los infieles. El descu-
brimiento y la conquista de América por p a n e de los españole
26
desempeñaba un papel en la historia de la redención, al ofrecer
la posibilidad de anunciar a los indios el mensaje evangélico.
Era opinión general entre españoles y portugueses que la difu-
sión del cristianismo constituía una obra grata a los ojos de
Dios y que el descubrimiento de regiones del mundo descono-
cidas hasta entonces estaba previsto en el plan divino de la
redención. Cortés escribió a Carlos V que Dios, Nuestro Señor,
había hecho descubrir esas nuevas tierras por los reyes espa-
ñoles porque quería propagar la fe cristiana entre los aborigénes
bárbaros. La unidad entre la historia de la redención y la his-
toria mundial podía demostrarse aún más eficazmente cuando era
factible invocar la autoridad del Papa. Incluso aquellos que
negaban el poder secular del Pontífice e impugnaban su derecho
a disponer de los países de los paganos, coincidían en que el
Papa, como cabeza espiritual de la Iglesia, tenía el derecho de
dirigir la misión entre los infieles. Los teólogos concluían que
el Papa podía delegar este derecho —el de traer los paganos
al cristianismo y proteger la predicación de la doctrina cris-
tiana— a un príncipe cristiano. Según esta interpretación, las
bulas papales de 1493 no eran otra cosa que el encargo de tal
misión a los Reyes Católicos, con respecto a las descubiertas
Indias Occidentales. Esta función espiritual, aceptada en esos
momentos por los monarens españoles, tenía, sin embargo, im-
portantes repercusiones políticas. Como enseñaba Francisco de
Vitoria, el Papa, que había encomendado a los españoles la
realización de esa obra misional en sus descubrimientos, podía
excluir a las demás naciones europeas de una participación en
aquélla, a fin de evitar perniciosas reyertas entre los príncipes
cristianos. El dominico Bartolomé de Carranza, quien más tarde
sería arzobispo de Toledo, argüía además que se debía recono-
cer al rey de Castilla como soberano de todo el Nuevo Mundo
y que los aborígenes tenían que pagarle tributo, de modo que
aquél pudiera introducir y amparar la religión cristiana. Según
Las Casas, a los reyes de Castilla debía tocarles en suerte la
dignidad y corona imperiales en América como indemnización
por el celo puesto en la conversión de los infieles. Era justo
y lícito que el Papa hubiera convertido al monarca hispano
en emperador y patrono de los príncipes vernáculos de los
indios.
Ahora bien, ¿h misión entre los infieles legitimaba también
la conquista armada de los países paganos? Los conquistadores
del Nuevo Mundo pudieron creerlo y considerarse a si mismos
como precursores de los misioneros que vendrían después. Teó-
logos contemporáneos, asimismo, defendieron y fundamentaron
esta concepción. El escocés Juan el Mayor, profesor de teología
en la Universidad de París, fue el primero que, en u n opúsculo
27
del año 1510, procuró legitimar la conquista del Nuevo Mundo.
El ^ príncipe cristiano, enseñaba, tiene la obligación de propa-
gar el culto del Dios verdadero, y esto se vuelve más fácil si
penetra en los países de los infieles, depone a sus príncipes y
en lugar de éstos instituye autoridades cristianas. Para cubrir
ios costos ocasionados por la misión entre los infieles, sería
conveniente y estaría justificado que el rey de Ese-aña se apo-
derara de los países de los indios. Pero si los caudillos autóc-
tonos se convertían al cristianismo, debían conservar su autori-
dad. Surgió la concepción según la cual el sometimiento de
los indios por la fuerza de las armas era imprescindible para
predicarles más fácilmente y con mayor éxito los Evangelios.
En particular el jurista y humanista Juan Ginés de Sepúlveda.
precisamente por esta razón, justificó la guerra que realizaban
los españoles contra los indios, aunque no se deseaba una conver-
27
sión forzosa de esos aborígenes .
Según Vitoria y otros escolásticos españoles tardíos, Ja libre
prédica es un derecho natural y divino. Luego, si un príncipe
pagano impedía la conversión de sus subditos o perseguía a los
conversos cristianos, los españoles podían guerrear contra esa
autoridad tiránica y deponerla. El dominico Domingo de Soto
enseñó que cualquier príncipe cristiano podía intervenir bélica-
mente' si en un estado pagano se impedía a algunos ciudadanos
adoptar la fe cristiana. Tal derecho de intervención para la
defensa de inocentes, motivado por el amor cristiano al pró-
jimo, podía constituir una legitimación del "dominio español en
América,
Los derechos de soberanía estatal, que se derivaban del com-
promiso de llevar a cabo la misión entre los infieles, reconocían
su .origen en la autoridad papal, a la que incumbía legalmente
inmiscuirse en todo lo que guardara relación con el provecho
espiritual de los hombres. La toma de posesión de las tierras
descubiertas en ultramar, empero, también podía legitimarse fun-
dándose en el,imperio universal. Al conquistar los españoles
el continente americano, su príncipe reinante era el emperador
Carlos V. Los conquistadores se presentaban como subditos de
este poderoso emperador y exigían a los príncipes de los indí-
genas que se sometieran a tal soberano universal. Hernán Cortés
quiso llevar a cabo las cosas de tal manera que «no le quedará
a.vuestra excelsitud Carlos V más que hacer para ser monarca
9
del mundo» *. La idea imperial universalista de la Edad Media
podía utilizarse como legitimación teórica del imperio de los
españoles e s ultramar, tal como procuró hacerlo en 1525 el
jurista Miguel de Ulcurrum en su libro Catbolicum opas impé-
rtale reffminis munái, dedicado a Carlos V. En su opinión, el
28
jus gentium * postulaba una integración de los reinos en una
comunidad internacional. He ahí por qué, merced al consenso
de todos los pueblos, el emperador había sido instaurado como
soberano universal, sobre creyentes e infieles, y por qué, asi-
mismo, la justicia, la paz y la dicha de la sociedad humana
exigían más que nunca la monarquía universal. Si los paganos
se negaban a reconocer la soberanía ecuménica del emperador,
1
era menester tratarlos como rebeldes '.
No obstante, Ja escolástica española tardía rechazó en su teo-
ría del Estado la idea del imperio universal y se pronunció
por la soberanía de los Estados nacionales. Según Vitoria, el
emperador no es el señor de todo el globo terrestre. Según Ca-
rranza, nunca ha habido un monarca del mundo entero, ni podría
un solo soberano regir todo el orbe. La Tierra, sostiene Mel-
chor Cano, es demasiado dispar como para ser gobernada como
una unidad. «No conviene a los antípodas nuestra industria y
forma política»*. Los escolásticos aducían que la tenencia del
título imperial no legitimaba ninguna intervención política de
los europeos en el Nuevo Mundo. La conquista no podía jus-
tificarse por la presunta soberanía universal del emperador.
Se intentó, por lo demás, impugnar los derechos de soberanía
que tenían los príncipes aborígenes. El virrey del Perú, Fran-
cisco de Toledo, hizo redactar Jas «Informaciones acerca del
señorío y gobierno de los indios» para investigar, mediante
interrogatorios a los indígenas, las tradiciones históricas del im-
perio incaico. Del conocimiento de la historia se desprendía que
los incas nunca poseyeron su señorío por herencia o elección,
sino que lo habían instaurado por la fuerza de las armas. Por
ende los españoles, al tomar posesión del imperio incaico, no
hicieron más que deponer a invasores extranjeros y potentados
tiránicos. Según escribiera el virrey Toledo en una carta
de 1572 a Felipe I I , junto a la cual le enviaba las «Informa-
ciones», lo primeto que se deducía de todo ello era «que Vuestra
31
Majestad es legítimo señor de estos reinos» .
La legitimidad de la dominación española sobre las comarcas
descubiertas se aceptaba sin discusión cuando los aborígenes se
sometían y aceptaban voluntariamente la soberanía de los reyes
españoles. España, aseguraban aún los teólogos más principistas
y rigurosos, puede tomar posesión de reinos indígenas si los
habitantes o su gran mayoría desean ser subditos de la monar-
quía hispánica. La premisa es, con todo, que estamos aquí
ante un libre acuerdo de sumisión. La forma en que Hernán
Cortés provocó la abdicación de Moctezuma y su cesión «volun-
taria» del reino a la cotona de España, y la reiteración de tales
29
prácticas por: otros conquistadores, muestran, ciertamente, que
a menudo sólo se trataba de preservar las formas exteriores de
la legalidad.
Objeto de viva controversia fue la tesis de que la misión
¡civilizadora del hombre blanco en las. tierras de ultramar le
daba derecho a instaurar una dominación colonial sobre los
pueblos primitivos. Scpúlveda, en particular, afirmaba esto y lo
fundamentaba en la Política de Aristóteles, según el cual los
hombres bárbaros e incultos hablan nacido para servir a los
dotados de razón. Los 'pueblos civilizados debían enseñorearse
de los salvajes y primitivos. Por consiguiente, concluía Sepúl-
veda, los europeos debían subyugar a los hombres del Nuevo
Mundo, pertenecientes a estadios culturales inferiores. El huma-
nista español añadía a ello la tesis de que los valerosos y cul-
tivados españoles constituían un pueblo elegido y superior, apto
para tener entre sus manos el destino del mundo. Los españoles
ejercían con pleno derecho la soberanía sobre los bárbaros de
América.
Esta legitimación nacionalista de las conquistas hispánicas en
ultramar llevó a pintar con los colores más sombríos la índole
y costumbres de los indios. Los aborígenes del Nuevo Mundo
no sólo -se .hallan privados de cultura, sino que viven como
bestias salvajes. Practican una absurda idolatría, sacrifican a sus
dioses víctimas humanas y comen la carne de sus semejantes.
Desconocen la honestidad y el pudor y son afectos a la embria-
guez y la sodomía. Se discutía, incluso, que fueran seres racio-
M
nales; se les caracterizaba como animales que hablaban .
Diversos teólogos de la tardía Edad Media, como el arzobis-
po de Armagh, Richard Fitzralph, afirmaban que soto el hombre
es dueño de las cosas terrenales, por cuanto ha sido creado a
imagen de Dios. Si carece de r a z ó n — e s t o es, del fundamento
de su semejanza con Dios—, cesa de ejercer un poder legítimo
sobre sus semejantes y sus bienes, aun cuando tenga el nombre
de rey o príncipe. E n estas circunstancias, se justifican las gue-
rras de conquista de ios españoles en América. El jurista y
licenciado Gregorio López, que de 1743 a 1556 fue miembro
del Consejo de las Indias, mantuvo la concepción de que los
pecados de los indios contra Dios y la naturaleza proporcio-
naban un-titulo jurídico para la conquista de América. En caso
necesario, los reyes de-España podían forzar a los habitantes
del Nuevo Mundo, por medio de la guerra, a que vivieran en
conformidad con el derecho natural. Con ello se fundamentaba
monlmeate un imperialismo al servicio de la civilización.
Esta discriminación de la raza india bien pronto suscitó pro-
testas y dio motivo a agitadas polémicas sobre la naturaleza
humana d e los indígenas americanos. Misioneros y teólogos lie-
10
varón Ja voz cántame en esta controversia. El padre Antonio
de Montesinos, en su sermón de Adviento de 1511, procuró
despertar Ja conciencia de los colonos de Santo Domingo a)
preguntarles acerca de los indios: «Estos, ¿no son hombres?
33
<-;No tienen ánimas racionales?» Un celoso misionero dominico,
Bcrnardino de Minayo, viajó a Roma para informar al Papa
de que a Jos indios se les consideraba animales salvajes, y otro
dominico, el obispo de Tlaxcala, Julián Garcés, refutó en un
escrito el argumento de aquellos que negaban a los indios, por
su incultura y barbarie, la condición de seres racionales. Fun-
dándose en ello, el papa Pablo I I I proclamó en una bula del
año 1537 que los indios eran hombres verdaderos y que podían
disponer libremente de sí mismos y de sus propiedades.
Los escolásticos españoles tardíos sostuvieron esa misma con-
cepción. Francisco de Vitoria enseñó que los indios eran hom-
bres, por salvajes y bárbaros que fueran, y que, por consi-
guiente, antes de la llegada de los españoles se hallaban en
posesión legítima de sus países y dominios. España, deducía
el célebre jurista de la Universidad de Salamanca Diego de Co-
varrubias, en 1548, no tenía derecho alguno, basado en su civi-
lización superior, a declarar la guerra a los indios y someterlas
1
a su dominación* . De igual suerte afirmaba el discípulo pre-
dilecto de Vitoria, Melchor Cano, que la superioridad cultural
no concede ningún derecho de soberanía. Cano llegó incluso a
plantear el problema de si la introducción del ordenamiento
social de los españoles no resultaría dañina para tales pueblos
rezagados. De todos modos, la intención de educar humana-
mente a los indios y gobernarlos con justicia, no daba ningún
derecho a conquistar sus países. El civilizar a los indígenas,
esto es, el insertarlos en la cultura cristiano-occidental, no podía
reconocerse como una legitimación del colonialismo europeo. A lo
sumo se podía admitir un protectorado temporal sobre los pue-
blos primitivos, del mismo modo que los niños necesitan que
se les oriente y ampare hasta que son mayores. Una vez eli-
minada la barbarie entre los indios y establecidos entre ellos
la paz y el orden, se les debía devolver la libertad plena.
Los escolásticos españoles procuraron, finalmente, fundamen-
tar los títulos jurídicos auténticos e incontrovertibles de la
dominación española en América sobre los nuevos principios de
un derecho válido para todas las naciones, del fus gentium.
Desarrollaron, mientras los descubridores europeos establecían
las comunicaciones con los habitantes de las partes más lejanas
de la Tierra, el concepto de una comunidad mundial que abar-
cara al género humano en su totalidad. Todos los pueblos y rei-
nos constituían una unidad. El orbe entero era una respublica.
El fus gentium requería, luego, que todos los pueblos mantu-
31
vieran relaciones recíprocas. Los españoles, pues, deducía Fran-
cisco de Vitoria, tenían detecho de trasladarse a los países
allende el océano, asentarse y comerciar allí, en la medida en
que con ello no se les infligiera daño alguno a los aborígenes.
La libertad general • de circulación y residencia y el tráfico co-
mercial sin trabas constituyen derechos humanos fundamentales.
Ahora bien: si los indios estorbaban a los españoles en el
ejercicio de estos derechos y no prestaban oídos a las bené-
volas amonestaciones que se les hacía, podía forzárseles, por
medio de las armas y de la ocupación de su país, a que obser-
K
varan el jtts gentium .
Gertamente, Vitoria contradecía este principio cuando pre-
tendía excluir de la colonización y el comercio en América a
todas las demás naciones, lo que él fundamentaba en la ejecu-
ción expedita de la misión entre los infieles encomendada por
el Papa, y también en la constancia de que los reyes españoles,
por su iniciativa y a sus costas, habían descubierto el Nuevo
Mundo. Vitoria, pues, defiende también la pretensión española
a u n monopolio comercial y político en América. El interés
nacional anula de nuevo la validez universal del fus gentium *
Del principio de la fraternidad general de los hombres se
hacía derivar un título jurídico adicional en favor del imperio
colonial español. El teólogo dominico Juan de la Peña se ocupó,
en las lecciones que explicara en la Universidad de Salamanca
de 1560 a 1563, de la conquista española de América y sostuvo
la tesis de que, en salvaguarda de los derechos fundamentales
de la persona humana, todo Estado podía intervenir en otro
para defender a los inocentes y vengar los delitos contra la hu-
manidad. Tal ayuda, prestada a semejantes en peligro, podía
legitimar la guerra de los españoles contra los indios y la ocu-
pación del territorio de éstos por los primeros.
La discusión en tomo a los títulos jurídicos falsos y autén-
ticos del imperio español en América —tal como se desarrolló
por parte de calificados teólogos y canonistas, en las universi-
dades y en el colegio del convento dominico de San Esteban,
en Salamanca— encontró un vivo eco en el público. El apa-
sionado criticismo acerca de la legitimidad de la dominación
colonial española fue a los ojos del emperador Carlos V tan
«perjudicial y escandaloso» que, en una carta del 10 de no-
viembre de 1539, le encomendó al prior de San Esteban que
prohibiera todos los debates y sermones de los miembros de
la orden sobre ese tema e~ hiciera confiscar y entregar todos los
escritos relativos al mismo*\ Empero, los teólogos y monjes
reprendidos no se redujeron al silencio. Las Casas pudo atre-
verse, ante una comisión convocada por Carlos V en 1542 y
en presencia de éste, a sostener que las conquistas españolas en
el Nuevo Mundo eran «ynvasiones violentas de crucics tiranos,
condenadas no sólo por la ley de Dios, pero por todas las leyes
Vi
humanas» . El sacerdote dominico reclamó que se tuvieran por
nulas todas las conquistas realizadas hasta entonces por los espa-
ñoles en América y que se restituyeran los territorios ocupados
a sus señores naturales, los anteriores soberanos autóctonos. Se-
gún una tradición posterior, el emperador habría experimentado
entonces tales cargos de conciencia que quiso devolver los rei-
nos del Perú a los príncipes incaicos, pero con seguridad se
trata tan sólo de rumores que cundieron en Perú y que no han
w
sido confirmados por ningún documento contemporáneo .
Estas discusiones, en las que incluso hubo españoles que cri-
ticaron e impugnaron las bases jurídicas de su dominación colo-
nia!, mal podían llevar a pensar seriamente en un abandono de
las posesiones de ultramar, pero hicieron que el gobierno español
diera a nuevas expediciones el carácter de empresas guiadas por
el carácter del amor pacífico y cristiano al prójimo. Las orde-
nanzas de 1573__sustjtuyen expresamerite. la - púabu^canquuta
'gof_ pacificación. Al deducirse de los valores morales los dere-
chos de dominación colonial, deducción que influyó en alto grado
sobre la legislación colonia! española, surgía por el mismo hecho
el compromiso de tratar humanamente a los indígenas.
3. Política colonizadora y formas
de colonización
34
trueque con los indígenas de La Española, hubo que pasar a
la explotación minera de los yacimientos auríferos y al lavado
del metal en los placeres. Para fomentar la producción de oro,
Colón solicitó que se enviaran trabajadores de las minas de
Almadén. La factoría comercial se amplió hasta convertirse en
un establecimiento de producción minera. Los bienes de con-
sumo necesarios en la isla se importaban de la metrópoli, y
sólo como complemento del abastecimiento de víveres se co-
menzó con la labranza de la tierra medíante tuerzas de trabajo
dependientes, para lo cual la corona dispuso que las diversas
expediciones llevaran consigo cierta cantidad de trabajadores
rurales.
Para una empresa colonial de tal desarrollo —la cual no
producía, al contrario de lo que se había esperado, grandes y
rápidas ganancias comerciales— no daban abasto los recursos
financieros de la monarquía española. Con vistas a la construc-
ción de navios el gobierno debió solicitar empréstitos de finan-
cieros privados. Redujo considerablemente el personal de las
factorías comerciales. El 1.° de junio de 1495 se indicó a Cris-
tóbal Colón que en La Española sólo podían permanecer un
total d e 500 personas a sueldo, y que las restantes debían ser
enviadas de regreso a la metrópoli. Se fundamentó expresamente
esta medida en que el sueldo y el mantenimiento de tanta gente
eran excesivamente c o s t o s o s P e r o los Reyes Católicos resol-
vieron; además, liberalizar el sistema de la empresa comercial,
dirigida por el Estado, con reparto de ganancias entre la corona
y el descubridor Colón, e hicieron una llamada a la colaboración
de la iniciativa privada y el afán de lucro. Por real orden del
10 de abril de 1495, los reyes concedieron a todos aquellos de
sus subditos que no pretendieran sueldo alguno el viaje gra-
tuito de ida a las islas descubiertas. Estas personas estaban auto-
rizadas a emprender exploraciones para el descubrimiento de
otras islas y países en aquella región del océano, practicar allí
el trueque con los aborígenes y buscar oro y otros metales
preciosos. A su regreso debían entregar al Estado la décima
parte de los bienes que traían consigo. A quienes se querían
instalar en La Española se les aseguraba la posesión hereditaria
de las casas que construyeren y de los predios que se les adju-
dicare, así como su mantenimiento, por cuenta del Estado, du-
rante un año. Del oro que obtuvieren en la isla y que no se
lograre por trueque con los indios —lo que quedaba prohibi-
do— podían retener la tercera parte. Además se alzaba la prohi-
bición de comerciar con La Española. Los productos importados
debían venderse a los precios concertados con los compradores
y pagarse en oro y productos del país. El Estado tenía derecho,
en lugar de ello, al 10 por 100 del producto del comercio y a
35
la décima parte de la bodega del barco para el transporte gra-
:
tuito d e bienes en el tráfico entre la colonia y la metrópoli".
Esta libertad de comercio y el traslado gratuito hacia la co-
lonia fomentaron considerablemente el espíritu capitalista de ne-
gocios en los territorios descubiertos en ultramar y repercu-
tieron de manera aún más intensa cuando Colón perdió sus
cargos en La Española y fueron limitados sus privilegios. Se for-
maron sociedades comerciales para la exploración de nuevas islas
antillanas y para la búsqueda de oro. Personas de diversos esta-
mentos, comerciantes, médicos, artesanos, hidalgos e incluso clé-
rigos reclutaban cuadrillas de trabajadores para excavar con ellos
en busca de oro en las Indias Occidentales. En esos primeros
tiempos no había interés por fundar asentamientos agrícolas en
el Nuevo Mundo. Los bienes de consumo necesarios para la
factoría comercial antillana se importaban de la metrópoli, y
sólo como abastecimiento complementario de medios de subsis-
tencia se intentaba, por medio de trabajo dependiente, el cultivo
de productos agrarios. Además, la corona ofrecía adjudicar pro-
piedad rural en La Española, bajo favorables condiciones, y
facilitaba el traslado de semillas y ganado hacia el Nuevo Mundo.
En 1497 Colón autorizó a distribuir predios en la isla La Es-
pañola, con la finalidad de su colonización. El suelo concedido
había de ser propiedad libre, enajenable, de los pobladores, los
que, empero, debían comprometerse a construir allí su residen-
cia fija, cultivar el predio y erigir los edificios necesarios, todo
ello en el término .de cuatro años. Expresamente se prohibía
a los propietarios ejercer cualquier suerte de judicatura en sus
tierras, montes y aguas, sustraer un territorio de la jurisdicción
general y cercar tierras labrantías y dehesas, a excepción de una
parcela circundada por un muro de adobe. Todo el resto debía
quedar, después de la cosecha o como tierras en barbecho, a
disposición: del común en calidad de pasturas. La corona pro-
curaba, mediante estas regulaciones, impedir el surgimiento de
dominios señoriales en el Nuevo Mundo y, a la vez, fomentar
la - economía pastoril de los ganaderos, que en Castilla había
alcanzado enorme importancia económica y social. Por lo demás,
los Reyes Católicos tenían derecho —a titulo de monopolio
de la cotona^— a la explotación del palo brasil y d e los metales
preciosos que. se encontraran en la tierra de asentamiento con-
0
cedida' .
Pero en realidad hasta el año 1500, fecha en que concluyó el
período de- gobierno de Cristóbal Colón, no se realizó intento
alguno-, de colonizar con labradores castellanos la isla L&< Espa-
ñola. 'Tampoco en los años siguientes tuvo lugar una mayor
emigración campesina.
- La< transición de la factoría comercial a la colonia de asen-
u
tamiento chocó con grandes obstáculos . No se trataba tan
sólo de que los agentes activos de la expansión colonial, la
corona y los comerciantes, al principio sólo se interesaban por
la explotación mercantil de los reinos de ultramar. Más bien, lo
que precisamente faltaba en amplias capas populares de España
era el acicate, el incentivo para abandonar la vieja patria e
instalarse definitivamente del otro lado del océano. Al hombre
común en España, además, el viaje al Nuevo Mundo se le pre-
sentaba solamente como una oportunidad de hacerse con un
botín fabuloso y regresar al hogar cargado de tesoros. Se pro-
baba fortuna en las campañas italianas, así como en las expe-
diciones a ultramar, y en ocasiones dependía sólo del azar el
que alguien se alistara en los tercios del «Gran Capitán» o se
decidiera a zarpar a las Indias Occidentales. El rey Fernando
el Católico se había enterado de que había gente que viajaba
a las islas recién descubiertas sin «otra intención y voluntad
si no de estar y residir allí dos o tres años [...] hasta que
pueden haber habido alguna suma de oro y con codicia se ve
venir con ello a estos Reinos». El rey quería impedir que tales
aventureros arribaran al Nuevo Mundo, y ordenó al gobernador
y al almirante Diego Colón que no dejara permanecer en tierra
a nadie que careciera de un permiso expreso de viaje, concedido
por el monarca*. Tierras gratuitas y de fácil obtención sólo
atraen a los colonizadores cuando existen motivos suficientes para
abandonar por largo tiempo el país nata!. Ciertamente, en Ja
España de esc entonces había bastante necesidad y miseria
entre la población urbana y rural, pero la gente se mostraba
poco dispuesta a emigrar allende el océano y crearse allí con
el trabajo mismo de sus manos un mejor nivel de vida. Llegó
incluso a pensarse en instalar por la fuerza a elementos prole-
tarios españoles en el Nuevo Mundo. El consejero real, doctor
Diego Belrrán, en 1512 propuso enviar «gente pobre» a las
Indias Occidentales, por cuenta del Estado, y, como habían
hecho los romanos, crear un hogar en una provincia del im-
4
perio para esa gente desvalida *. Sin embargo, no se llegó a
desplazar, conforme al modelo romano, numerosas familias pobres
de la metrópoli a las colonias. El rey Fernando se conformó
con indicar a la Casa de Contratación de Sevilla que pagara
los costos de la travesía a todos aquellos que quisieran ganarse
la existencia en la isla La Española y San Juan de Puerto Rico
por medio d e prestaciones de trabajo. Sin embargo, es revelador
de la desconfianza que se sentía por la laboriosidad duradera de
esos emigrantes el que el rey deseara que se comprometiesen
a trabajar hasta que hubieran ganado 600 pesos en dinero o
47
propiedades raíces .
Característica de la colonización española es la forma urbana
37
de asentamiento. Los asentamientos urbanos fortificados pres-
taban protección contra las incursiones de los numerosos indí-
genas y aseguraban las comunicaciones comerciales. Dejando de
lado'estos motivos militares, tal forma de colonización cuadrab:
con los hábitos hispánicos de vida, singularmente en Andalucía,
donde la población se aglomeraba en las ciudades y la tierra
situada entre medio quedaba casi desierta. Una política cons-
tante de la corona fue la de arraigar en las ciudades a los colo-
nizadores españoles e impedir su dispersión por la campiña.
Cuando el Consejo de Indias tuvo noticias de que algunos
españoles vivían en el campo entre los indios, promulgó orde-
nanzas para que las autoridades coloniales competentes hicieran
que esos colonos estableciesen su residencia fija en las ciudades
de la circunscripción. Pero estas prohibiciones no pudieron con-
tener el movimiento migratorio de las ciudades hacia el campo.
En el ocaso de la época colonial había más españoles dispersos
por la campiña, en haciendas y ranchos, que los que vivían en
las ciudades.
Tras las primeras fundaciones provisionales de las factorías
comerciales en La Española, comenzó, con el envío del gober-
nador Ovando en 1501, la construcción planificada de ciudades
en la América hispana. Los Reyes Católicos le encomendaron
que erigiese algunas ciudades en la isla, en los lugares que le
parecieran más apropiados. Ovando hizo construir la nueva ciu-
dad de Santo Domingo según un plan de calles rectilíneas que
se cruzaban en ángulo recto. Se ajustó de este modo al modelo de
la construcción urbana planificada en la Península Ibérica du-
rante la Edad Media tardía. En esa forma se había edificado,
a guisa de ejemplo, la ciudad de Briviesca (provincia de Burgos)
y ei mismo esquema se aplicó también .para la ciudad de Santa
Fe, que los Reyes Católicos hicieron construir frente a.Granada
durante la guerra contra ese último reino de los moros. Tam-
bién otras ciudades andaluzas, por ejemplo Puerto Real, se
erigieron conforme a ese modelo de planificación urbana, al que
igualmente se ajustaron los.proyectos de nuevos suburbios. Esa
forma de trazado, que delimita, mediante la red de calles
paralelas, cuadriláteros edificados y que se conoce como esque-
ma ajedrezado, se encuentra también en las colonizaciones del
Mediodía francés y del este de Alemania. No deriva de diseños
urbanos romanos, que en España, debido a las construcciones
medievales, habían perdido largo tiempo ha su viejo trazado,
ni necesitan para su explicación de un redescubrimiento literario
de modelos antiguos. La ciudad romana no perdura en las fun-
daciones urbanas del Nuevo Mundo, por el contrario, éstas es-
tán •; vinculadas a las formas adoptadas cuando se produjo la
38
Fig, 2. Planta de Lima, capital del virreinato del Perú.
I. Cátedra!; 2. Palacio del virrey y prisión estatal; 1. Iglesia de
Nuestra Señora de los Desamparados; 4. Convento de los francis-
canos; 5. Colegio de Santo Toribio; 6, Colegio agustino de San Ilde-
fonso; 7. Cofradía de la Misericordia: 8. Universidad de San Marcos;
9. Convento de las hermanas trinitarias; 10. Casa de la Moneda:
II. Hospital femenino; 12. Convento de las hermanas franciscanas:
13. Colegio dominico de Santo Tomás; 14. Hospital para Indios y
parroquia de Santa Ana; 15. Hospital para Negros de San Barto-
lomé; 16. Hospital para Blancos de San Andrés; 17. Colegio de San
Pedro No lasco; 18. Convento de las dominicas de Sania Rosa; 19. Con-
vento femenino Concepción de María; 20. Inquisición; 21. Oratorio
San Felipe Neri; 22. Aduana real; 23. Convento de las hermanas
bernardinas de la Santísima Trinidad; 24. Orfelinato; 25. Convento
femenino de la Encarnación; 26. Casa de reposo San Juan de Dios;
27. Convento de los Capuchinos; 28. Monasterio de los Merceda-
rios; 29. Monasterio de los Agustinos; 30. Parroquia de San Mar-
celo; 31. Monasterio de los Nazarenos; 32. Monasterio benedictino
de Montserrat; 33. Parroquia de San Sebastián; 34. Hospital del
Espíritu Santo; 35. Convento dominico de Santa Rosa la Vieja;
36. Convento central de los dominicos; 37. Municipio y cárcel muni-
cipal; 38. Puente sobre el rio Riroac; 39. Capilla de Baratillo;
40. Parroquia y hospital de San Lorenzo.
)9
extensión del área de asentamiento durante la Reconquista his-
pánica *.
Fundándose en las experiencias prácticas de la construcción
y ampliación de ciudades, el gobierno español estableció tempra-
namente pautas para el trazado urbano en el Nuevo Mundo.
En 1513 se le encomendó a Pedrarias Dávila, para la coloni-
zación de la tierra firme en el istmo de Panamá, que al fundar
ciudades trazara simétricamente las calles y solares, «porque
en los logares que de nuevo se facen dando la orden en el
comienzo sin ningún trabajo ni costa quedan o r d e n a d o s » L a
vieja ciudad de Panamá, más tarde destruida y abandonada, se
erigió en 1519 según esas instrucciones, con calles rectilíneas.
El agrimensor Alonso García Bravo, que había llegado a Pa-
namá con Pedrarias Dávila, trazó después, por encargo de Hernán
Cortés, el esquema ajedrezado para ta reconstrucción de la ciu-
dad de México. Fue ésta la forma típica de los asentamientos
urbanos españoles en América. Las ordenanzas de Felipe II del
13 de julio de 1573 comprendían las disposiciones legales sobre
la construcción de ciudades en América, que fueron retomadas
en el código colonial de 1680. Plazas, calles y solares debían
ser trazados en línea recta, para lo cual había que comenzar
con la delimitación de la plaza principal, o plaza mayor, y a
parür de allí construir la red de calles.
El asentamiento de los vecinos se realizaba por adjudicación
real d e los predios, las mercedes de tierra. A cada poblador
se le asignaba un solar, en el cual debía construir su casa.
Además del solar, urbano, se le adjudicaban a la vez, en las
afueras de la ciudad, parcelas menores para cultivos de huerta
y chacra y mantener algún ganado. Estas fincas de la periferia
urbana en las Antillas se denominaban conucos y en el conti-
nente americano chacras. El que deseaba explotar una finca
ganadera podía obtener para ello una propiedad rural más ex-
tensa, lejos de la ciudad. Estos predios de pasturas se llamaban
haciendas, estancias o hatos. Se distinguía entre la adjudicación
de tierra cultivable (mercedes de labor o labranza) y de pas-
turas (mercedes de estancias de ganados).
Los predios asignados por orden del rey no eran en cada
caso de igual superficie. Como unidad de medida regía la peo*
nía, es decir, la tierra que en las guerras de la Reconquista
española se adjudicaba a los infantes o peones que querían
asentarse en la tierra conquistada. En América varió la peonía
como unidad de superficie, en el transcurso del tiempo y en
las diversas regiones. Finalmente Felipe II estableció legalmente
que una peonía consistía en un solar de 50 pies de ancho por
100 de largo y una tierra de labor de 100 fanegas (aproximada-
mente 6,46 hectáreas) para cultivo de cereales, así como algunas
40
parcelas adicionales para otros uses agrícolas. La caballería, ori-
ginariamente la tierra que tocaba en suerte a un caballero en
una conquista y colonización, comprendía un solar urbano dos
veces mayor que en la peonía y una tierra de labranza cinco
veces más extensa. En México, donde las mercedes de tierra
sólo se concedían por caballerías, las autoridades fijaron esta
medida de superficie en 43 hectáreas aproximadamente. Ahora
bien: una merced de tierra podía abarcar varias peonías o ca-
ballerías. La corona deseaba, graduando la extensión de las con-
diciones de tierras, premiar correspondientemente los méritos
especiales de tal o cual persona y mediante diferencias en las
relaciones de propiedad instaurar un sistema social jerárquico
en el Nuevo Mundo.
La tierra se asignaba en América como propiedad libre, here-
ditaria, y no en enfiteusis, como era costumbre en ¡as coloni-
zaciones medievales de la Reconquista. Al principio, la corona
garantizaba a los primeros colonos también determinadas faci-
lidades y prerrogativas, como exención de ciertos impuestos.
Imponía por la concesión gratuita de la tierra, sin embargo,
determinados compromisos. Exigía que en un plazo prudencial
se edificara en el solar urbano y se cultivaran los predios. Estaba
prohibido, por añadidura, vender los solares y predios adjudi-
cados si el propietario no había estado en posesión de los
mismos por lo menos cuatro, cinco o seis años.
A causa de los crecientes apremios financieros, la corona se
vio empujada, a lo largo del siglo x v n , a obtener nuevos in-
gresos por la venta de tierras realengas baldías. Se promulgó
la real orden de que ya no se debían ceder tierras de labranza
y de pastoreo gratuitamente, como merced real, sino que había
que vender las mismas en pública subasta y al mejor postor.
Con ello la propia corona convirtió la tierra de asentamiento
en una mercancía pública y en objeto de la especulación inmo-
biliaria.
Por los mismas motivos fiscales, el gobierno estaba dispuesto
a acceder a las llamadas composiciones de tierras. Esto es, tuvo
que apreciar que en el correr de los años la mayor parte de
los dilatados territorios de América habían sido ocupados sin
títulos legales. Felipe I I dispuso, con tal motivo, que dentro
de un plazo determinado cada persona demostrara ante las auto-
ridades pertinentes su derecho de propiedad sobre los predios
que ocupaba, «Que toda la tierra que se posee sin justos y
verdaderos títulos, se me restituya según y como me pertene-
ce»*. En una segunda real orden, Felipe I I se declaró dis-
puesto a mostrarse indulgente con sus subditos y, mediante una
composición, conformarse con un pago en dinero". Es verdad
que si los predios usurpados ya habían estado en posesión y
41
bajo icultivo de un ocupante durante cuarenta años, aproxima-
damente, lo usual era disimular tal delito de propiedad y con-
siderarlo prescrito. En el siglo x v u las penurias financieras de
la corona dieron siempre nuevos motivos para disponer que se
practicaran composiciones con los usurpadores de propiedad real
y que, luego del pago de una multa, se les concediera títulos
de propiedad legítimos. Por la carencia de mediciones exactas
de los terrenos y por la falta de control público en ias regiones
apartadas del imperio español, las usurpaciones y composiciones
de tierras siguieron siendo un fenómeno habitual hasta el tér-
mino del período colonial. El intendente de la provincia de
Arequipa comprobó, por ejemplo, en una visita al territorio de
su jurisdicción realizada en 1786, que no había casi nadie que
no poseyera más tierra de la que legalmente le pertenecía.
No sólo se distribuía tierra a los diversos colonos, sino que
también se les reconocía a las ciudades como posesión comunal.
Desde los primeros tiempos de la colonización, una disposición
legal fijaba que las ciudades fundadas recibieran propios, es de-
cir, terrenos y fincas cuyo cultivo y usufructo produjeran alqui-
leres y rentas para costear los gastos públicos. Según otro pre-
cepto legal, se debía destinar cierta cantidad de tierra para la
ciudad, como ejido. Se trataba de un campo sin cultivar, direc-
tamente lindante con los solares de la ciudad; servía para espar-
cimiento de los vecinos y se podía utilizar como tierra de
pastoreo. Con el aumento de la población, la edificación urbana
invadió frecuentemente los ejidos, para los cuales fue necesario
disponer de nuevas tierras. El ejido limitaba con las pasturas
comunales cercadas y las dehesas para ganado caballar o vacuno.
Junto a los campos de pastoreo se encontraban las tierras la-
brantías, que pertenecían en propiedad privada a los vecinos.
El usufructo de bosques y aguas era libre para todos.
A una distancia aún mayor de la ciudad se hallaban las ha-
ciendas ganaderas privadas. Tal o cual vecino obtenía autori-
zación para llevar sus animales a pacer a determinados lugares,
prepararles allí asentamiento (estancia) permanente e impedir el
acceso de otros ganaderos a esos pastos. De tales concesiones
se desarrolló espontáneamente una posesión efectiva de los
predios de pastos, que posteriormente encontró reconocimiento
legal. Las « t a n d a s en la isla de Cuba tenían una forma circu-
lar. Se tomaba como punto central de su trazado un árbol
marcado con una cruz o un mástil erigido a tales efectos. Ese
mástil se llamaba bramadero, por los bramidos del ganado
amarrado a él. El mensurador establecía la delimitación d e la
estancia apartándose a caballo del punto central por espacio
de una milla o dos y marcando el término. Hernán Cortes
introdujo esa estancia circular también en México, pero la
42
misma pasó a tener aquí una forma cuadrada. Estas extensas
pasturas no estaban cercadas, y era inevitable que el ganado
de las estancias vecinas se confundiera. Por tanto, cada estan-
ciero tenía su marca distintiva, con la que señalaba ei ganado
M
que le pertenecía .
Las encomiendas, que no constituían una adjudicación de tie-
rras y personas a los españoles, no proporcionaban título alguno
de propiedad. Los encomenderos, sin embargo, podían recibir
mercedes de tierra en la zona de su encomienda o comprar
campos en la misma región. De hecho, solían hacer mal uso
de sus deberes de proteger a los indios de su encomienda y los
53
despojaban de sus predios .
Como el gobierno español reconocía el derecho de los indios
<i su propiedad privada y comunal, fue siempre un principio
de su política de asentamiento el que la distribución de tierras
a los españoles no debía perjudicar los derechos de propiedad
de los aborígenes. Se concedían las mercedes de tierra con la
condición expresa de que no debían realizarse en detrimento
de los indios y de sus cultivos. Cuando llegaba a oídos de la
corona que los españoles se habían apoderado de tierra culti-
vada por los aborígenes,- ordenaba una severa investigación. En
1571 una ley estableció que los indios que quisieran vender
sus bienes raíces debían hacerlo en pública subasta y en pre-
M
sencia de un j u e z . Ocasionalmente la cotona ordenó la devo-
lución de tierra comprada a los indios. De esta suerte, la Com-
pañía de Jesús, en 1633, tuvo que revender 33 fanegas que
había adquirido a indios de la provincia del Perú. No obstante,
los compradores españoles una y otra vez lograban que los
indios les vendieran sus terrenos, de tal modo que muchos
aborígenes perdieron sus casas y granjas y cayeron en la miseria
más extrema.
La política estatal de asentamiento se ocupó también de la
distribución de tierras a los indios. Desde el principio existió
la aspiración de concentrar a los indígenas, dispersos o aún
nómadas, en poblaciones tal como vivían los habitantes de la
metrópoli española. Conforme a los planes de tales aldeas in-
dias, cada familia debía poseer su casa y recibir tierra en las
inmediaciones, como propiedad personal, para cultivarla y criar
ganado.
El surgimiento de la gran propiedad rural no fue una con-
secuencia de la conquista. Ciertas grandes adjudicaciones de
tierras a los conquistadores, por ejemplo a Hernán Cortés, cons-
tituyeron fenómenos transitorios que, por lo general, no se
repitieron en el período subsiguiente. En lo fundamental, la
corona quería recompensar los méritos de los conquistadores
apropiadamente, pero de manera moderada, y no dejar que se
43
encumbrara una poderosa clase latifundista. En la concesión
de mercedes de tierra a los diversos pobladores cada uno debía
recibir tantas peonías y caballerías de tierras de labranza y
pastoreo como pudiera explotar. Se establecía expresamente que
los predios adjudicados no podían exceder de cinco peonías o
55
tres caballerías . Con arreglo a esta disposición, las autoridades
coloniales procuraron impedir la acumulación de tierra en carác
ter de propiedad privada.
En oposición a esta política de asentamiento, favorecedora
de la mediana propiedad de la tierra, se llegó, sin embargo, en
Hispanoamérica a la formación de latifundios. Esta concentra
ción de la propiedad de la tierra en poder de pocas familias
obedeció a diferentes causas. Las mercedes de tierra, otorgadas
a menudo como recompensa de diversos méritos, frecuentemente
fueron vendidas sin pérdida de tiempo por poseedores necesi
tados o disconformes con el predio, aunque tal venta estaba
prohibida por las disposiciones legales. La tierra de asentamiento
se tornaba objeto del comercio y de la especulación inmobiliaria
y era adquirida en grandes proporciones por personas acauda
ladas. Más de uno pedía una merced de tierra ya con el fin
de venderla ventajosamente. Personas de escasos recursos soli
citaban algunas caballerías y derechos de pastoreo, con vis
tas a su asentamiento, y en ocasiones vendían esos títulos
de propiedad antes de que las autoridades respectivas se
los hubieran otorgado. Otros realizaban algunas mejoras pro
visorias de la tierra que les habían adjudicado, para poderla
enajenar con u n a ' ganancia aún mayor. Personas influyentes
proporcionaban títulos de propiedad a sus servidores, quienes
más adelante debían cederlos a las primeras. Por medio de
testaferros, los grandes se apoderaban cada vez de más tierra
realenga sin cultivar. Las composiciones, que por medio de
un pago en dinero a la cotona legitimaban la propiedad rural
adquirida ilegalmente, trajeron consigo un nuevo desarrollo y
fortalecimiento del latifundio. A la postre las estancias, que
representaban tan sólo un derecho a la utilización de los pas
tos, se transformaron en una propiedad absoluta de la tierra.
Las caballerías agrícolas y las estancias ganaderas crecieron hasta
ser extensas fincas rústicas, y las denominaciones caballería y
estancia se convirtieron en simples medidas de superficie, de
43 y 780 hectáreas, respectivamente. Se originó el típico lati
fundio americano, la hacienda, que en el siglo x v m alcanzó su
desarrollo p l e n o " . En el Río de la Plata y Chile, sin embargo,
la palabra estancia pasó a designar no la mera medida de super
ficie, sino la propia hacienda.
La mtraducción del mayorazgo coadyuvó a que el latifundio
se conservara indiviso. Ya Cristóbal Colón había recibido en 1497
44
el privilegio real de instituir con todos sus bienes y posesiones
uno o dos mayorazgos, y conquistadores posteriores solicitaron
y obtuvieron también una autorización semejante. El derecho
del mayorazgo se tornó en un privilegio legal por méritos rele-
vantes en la colonización de América. Se promulgaron diversas
ordenanzas sobre la aceptación de solicitudes para declarar ma-
yorazgo una propiedad y dejarla indivisa en herencia, conforme
al derecho de priroogenitura. En el siglo xvm llegó a ser usual
"que la corona exigiese un pago en dinero, estipulable en cada
caso, por la concesión del derecho de mayorazgo.
En la segunda mitad del siglo x v m comenzó a considerarse
que las presuntas ventajas de las vinculaciones * de tierras eran
algo muy problemático. Por eso una consulta de la Cámara de
las Indias propuso al rey que no se autorizaran tantas funda-
57
ciones de mayorazgos . La institución de nuevos mayorazgos se
prohibió por ley en 17S9. Los fundamentos de tal medida fue-
ron sobre todo los perjuicios que tal institución ocasionaba al
Estado, porque casas y predios vinculados se hallaban en un
estado de abandono, los poseedores del mayorazgo llevaban una
vida ociosa y se restaban fuerzas de trabajo valiosas a la eco-
nomía*". Pero esta prohibición no se aplicó estrictamente, y
en el arancel de 1801, por dispensas a título de gracia (gracias
al sacar), la autorización especial para erigir mayorazgos se hacía
equivaler al pago de 20.000 reales *.
A la corona española tampoco le fue posible impedir el sur-
gimiento de latifundios eclesiásticos. Las donaciones piadosas a
iglesias y conventos, en particular como legados testamentarios,
alcanzaron pronto un gran volumen. Para poner freno al crecí
miento de los bienes eclesiásticos y conventuales se prohibió
a los colonos que vendieran a clérigos o instituciones eclesiás-
ticas la tierra que se les había adjudicado. En 1560 Felipe I I
les prohibió a las órdenes mendicantes de los dominicos, fran-
ciscanos y agustinos en América que poseyeran bienes raíces o
percibieran rentas de explotaciones agrícolas. Sus posesiones
debían ser convertidas en fundaciones pías. Se les vedaba a las
órdenes que aceptaran donaciones y legados. La observación del
voto de pobreza, que era una institución originaria de estas
órdenes, ejercería una impresión favorable sobre los aborígenes
y promovería en alto grado la actividad misional de los mon-
jes *°. El provincial dominico de Nueva España adujo contra esta
disposición que los miembros de la orden no podían vivir exclu-
sivamente de limosnas y cumplir con sus deberes de guía
45
espiritual. Felipe I I se dejó persuadir por estas objeciones, y
en tal medida que permitió a los dominicos, en las localidades
pobladas por españoles, tener las propiedades que éstos les
hubieran donado o legado. En ningún caso debían aceptar de
los indios tales legados".
Las prohibiciones ulteriores tampoco contuvieron la acumu-
1
lación de tierras en manos de los conventos. A Consejo de
Indias llegaron noticias de que las órdenes continuamente com-
praban edificios y predios, o los adquirían por legados testamen-
tarios; se temía «que en breves años vendrán a ser más los
bienes raíces de los dichos monasterios, y no los habrá para
los vecinos, ni para sus hijos y descendientes». El rey ordenó,
fundándose en ello, que se realizaran encuestas exactas sobre
2a extensión, el tipo y el origen de las propiedades conven-
tuales y prohibió repetidas veces que las órdenes monásticas
8
adquirieran más bienes raíces* . Estas, por su parte, argüyeron
que eran pobres y padecían necesidad y se remitieron a una
resolución del Concilio de Trento, según la cual podían tener
posesiones e ingresos para su subsistencia. Por lo demás, las
catedrales se quejaron de que las órdenes tenían un exceso de
edificios y ornamentos eclesiásticos.
Pero todas las reales órdenes se mostraban impotentes para
reducir la acumulación de la propiedad conventual. En el virrei-
nato de Nueva España —se supo en el Consejo de Indias—, a
comienzos del siglo x v n , pertenecía a las órdenes religiosas
un tercio de todos los edificios, solares, predios y demás pro-
piedad" i n m u e b l e L a corona debió resignarse a esta situación
y, en sus apremios financieros, permitió también a las órdenes
y al clero secular, mediante el correspondiente pago en dinero,
composiciones por su propiedad ilegalmente adquirida. En la
segunda mitad del siglo xvxii, cuando el absolutismo ilustrado
dio comienzo a una reforma de las órdenes monásticas en Amé-
rica, se comprobó una vez más que esas órdenes poseían lucra-
w
tivas fincas rurales y que día a día las acrecentaban aún m á s .
Incontables donaciones y compras habían convertido extensos
conjuntos de tierras en propiedad, ante todo, de la Compañía
de Jesús. El clero secular en general poseía pocos predios,
pero por medio de los llamados censos se había procurado >una
considerable participación en el producto del suelo. El censo era
una renta anual que el donante piadoso legaba testamentaria-
mente, a la Iglesia, de los réditos de su finca, y constituía
una especie de hipoteca en terrenos, sin que, empero, el acree-
dor hubiera prestado un capital determinado. Las iglesias, no
obstante, t " " r t " l " habían cedido a otros sus predios a cambio
de una renta fija.
46
De esta suerte, cuantiosos bienes raices urbanos y rurales
estaban dominados, directa o indirectamente, por las «manos
muertas». A mediados del siglo x v m , de Perú se decía que la
mitad del virreinato pertenecía al estamento eclesiástico y estaba
exceptuada de las leyes del E s t a d o " . En 1793 los ingresos
reales ascendieron en Perú a 4.500.000 pesos y los réditos del
clero a 2.234.944 pesos, o sea casi la mitad de la recaudación
fiscal. Según una comprobación oficial de esa misma época, de
los 3.941 edificios de la d u d a d de Lima 1.135 pertenecían a las
iglesias, conventos y fundaciones p i a d o s a s L a monarquía espa-
ñola del antiguo régimen no osó emprender una desaraortizadón
de los bienes eclesiásticos.
La acumulación, de la tierra en pocas manos y la escasa pro-
ductividad agrícola bajo estas reladones de propiedad motivaron
en el siglo x v í n los primeros intentos de reforma agraria. Así,
el intendente y más tarde secretario de Hadenda de Felipe V,
Campillo, en su escrito Nuevo sistema de gobierno (1743), re-
clamó una nueva distribudón de los bienes raíces en América,
con vistas a su mejor explotación. Había que repartir a los
indios las tierras baldías, para su cultivo, y el Estado debía
recuperar los predios no utilizados de los latifundios y emplear-
los con finalidades de colonización. Aflora aquí el redamo revo-
4
lucionario de que la tierra debe pertenecer al que la trabaja '.
Pero en el antiguo régimen no se llegó a una reforma agraria
tan amplia. El gobierno se contentó con ordenar a sus inten-
dentes que repartieran, de los bienes realengos o de las pro-
piedades privadas, tierras para asentamientos; sin embargo, sólo
debían ser afectados los predios privados que «por desidia o
absoluta imposibilidad de sus dueños estuviesen sin cultivar».
La burocrada del absolutismo ilustrado en América intentó de
diversas maneras iniciar reformas agrarias. El fiscal de la audien-
cia del Nuevo R d n o de Granada, Moreno y Escandón, fundan
dose en una real orden del año 1777, presentó proyectos según
los cuales, tal «como lo dicta la razón y pide d buen gobierno»,
se debía indtar a los propietarios de tierras incultas a que las
explotaran o a que las vendieran o arrendaran para su cultivo.
Mientras que d fiscal, de este modo, reconocía una obligadón
sodal de la propiedad, otro juez de la audienda sostuvo que
la propiedad privada no conocía límites. Nadie podía ser obli-
gado a vender o arrendar una propiedad legalmente adquirida.
La audienda se adhirió a este principio jurídico y, por tanto,
techazó el proyecto de reforma. El gobierno de la metrópoli
hizo suyo d parecer de la audienda, fundado en los prindpios
legales vigentes, pero tuvo en cuenta las razones de utilidad
práctica y de economía de la administración, por cuanto dispuso
que las autoridades debían procurar, «con encada pero por
47
medios suaves», que los poseedores de predios incultos los cul-
tivaran o los vendieran o arrendaran a otros **. £1 mal subsistió,
sin embargo, ya que, como escribió el oidor Mon y Veiarde, los
ricos «sin disfrutar tierras ni tainas impiden que los pobres
4
las gocen» *.
No en todas las regiones de Hispanoamérica ei sistema de ios
latifundios despojó totalmente a la pequeña propiedad campe-
sina. Las continuas particiones de herencias ftaedonaron la pro-
piedad media en pequeñas propiedades que ya no ofrecían posi-
bilidades de subsistencia y que a menudo debían ser malvendidas
a los propietarios más poderosos. En el siglo x v m , la parcela-
ción se hizo cada vez más notoria. La pequeña propiedad, el
llamado sistema de rninifundios, agudizó la crisis de la América
española. Con el desarrollo de la agricultura, y en particular
de los cultivos de cereales, aumentó el número de los pequeños
arrendatarios que, sujetos a contratos a corto plazo y desven-
tajosos, estaban enteramente a la merced del propietario. Buena
parte del arriendo se pagaba al latifundista bajo la forma de
prestaciones de trabajo. En Chile, desde la primera mitad del
siglo x v m , surgió de esta manera el llamado inquilinaje, una
x
especie de relación de inst * .
Los establecimientos portugueses en Brasil al principio fue-
ron también factorías comerciales y subsistieron como tales
más que en Hispanoamérica. Tan sólo cuando el rey Juan I I I ,
en 1534, introdujo el sistema de las donaciones de tierras con
arreglo al derecho feudal (donatárias), comenzó la fundación de
colonias de asentamientos. El donatario distribuía la tierra don-
de se asentaban los colonos, los cuales construían un fuerte y
algunas viviendas y rodeaban la población con una valla. E n las
tierras exteriores a ésta practicaban dos tipos diferentes de
agricultura. Se pegaba fuego a u n sector de la selva virgen y
se le utilizaba para el cultivo de plantas alimenticias, y en
particular de mandioca. Además de estas llamadas rogos, había
otras fincas, las fazendas, en las cuales se cultivaba la caña de
azúcar, y a veces también el algodón. Por lo general, hacia
Brasil no emigraban campesinos libres que quisieran vivir de la
agricultura. Llegaba mas bien mano de obra dependiente, tra-
bajadores agrícolas y servidores en el séquito de gente distin-
guida, muchas veces aristócratas arruinados que iniciaban en el
Nuevo Mundo grandes explotaciones agrícolas. El cultivo de
la caña y el refinado del azúcar favorecían el surgimiento
48
de grandes establecimientos agrarios. La plantación de azúcar
y la casa de los amos (casa grande) se convirtieron en una
forma típica de asentamiento en Brasil.
Con el nombramiento, por parte del rey, de un gobernador
general en Brasil (1549) se introdujo también la ley portu-
guesa de asentamientos agrarios, promulgada en 1375, la ley
7
das sesmarías \ Conforme a ella la tierra adjudicada (sesmaria)
no debía ser mayor que la que realmente se pudiera labrar.
En realidad, empero, se otorgaron predios extensísimos, que
constituyeron el origen del sistema de los latifundios en Brasil.
La posición social y los vínculos personales ejercían una pode-
rosa influencia en la asignación de la propiedad rústica. Enormes
dimensiones adquirió el latifundio en las provincias septentrio-
nales, mientras que el sur atraía solamente gente más sencilla,
cuya tierra de asentamiento se adjudicaba mucho más parca-
mente. Con poco terreno y algunos esclavos podían existir co-
lonos campesinos que producían para los mercados urbanos y
para el aprovisionamiento de las plantaciones.
El área de colonización lusitana tan sólo en el siglo x v n se
extendió considerablemente hacia el interior. La cría de ganado,
de importancia creciente para el abasto de carne y el suministro
de cueros y otros productos animales, así como de bestias de
tiro, encontró en el interior del país favorables posibilidades
de desarrollo. Su territorio principal lo constituyeron los montes
bajos del nordeste y las planicies meridionales del Brasil, hacia
las cuales los paulistas habían indicado el camino y donde
luego se instalaron como latifundistas y criadores de ganado.
A diferencia de lo que ocurrió en la América española, en
Brasil la ciudad no fue el punto de partida y la base de la
colonización. Los asentamientos portugueses se distribuyeron m i s
en las zonas rurales. Los núcleos señoriales de las plantaciones
estaban muy dispersos. Las ciudades se desenvolvieron más
lentamente, no obstante lo cual ejercieron un poderoso influjo
sobre el campo. Muchos acaudalados plantadores tenían su resi-
dencia permanente o temporal en la ciudad, donde llevaban
una vida de gran lujo y frecuentemente dominaban el gobierno
municipal.
49
4. Historia de la población
50
Estas medidas para la vigilancia de la emigración se apli-
caron con mayor o menor severidad según la necesidad que de
inmigrantes tuvieran las colonias. Servían, por decirlo así, como
esclusas para regular en beneficio público la corriente de emi-
grantes. Cuando llegaba el momento en que la prosecución
de la conquista del continente americano requería más gente,
el gobierno hacía sonar el toque de llamada e interesaba a la
opinión pública por las riquezas del Nuevo Mundo. A la Casa
de Contratación se le indicaba ahora que liberalizara los con-
troles de salida y que no verificara tan celosamente los datos
personales. Tampoco debía seguir indagando acerca de si las
personas respectivas podían representar fuerzas de trabajo útiles,
puesto que en América, entendía el rey Fernando, se necesi-
taría bastante gente para la guerra. El reclutamiento de emi-
grantes debía realizarse ante todo en el país vasco, en la mon-
taña de Santander y en Guipúzcoa, así como en otras comarcas
pobres y estériles con exceso de población". En épocas poste-
riores, cuando las colonias necesitaron una mayor inmigración
procedente de la metrópoli, se relajaron los controles de em-
barque. En los anos 1528, 1529 y 1531 Carlos V concedió una
licencia general para emigrar a las «Indias», de modo que «se
73
poblaran» aquellos territorios . El descubrimiento del Perú dio
motivo a que se encauzara hacia aquella región para explotar
sus riquezas, de las que se tenían nociones fantásticas, la mayor
cantidad posible de hombres. A los funcionarios de Sevilla se
les indicó que dejaran partir hacia el Perú a todos aquellos
que lo desearen. Pero cuando la audiencia de Lima se quejó
de que en el Perú, en detrimento de los indios, había dema-
siados españoles ávidos de botín y vagabundos, hubo que poner
cuidado en que sólo partieran para ese país comerciantes y
hombres casados junto con sus mujeres. Por otra parte, la
despoblación de las Antillas por la emigración de los colonos
hacia el continente americano hacía necesario un refuerzo de la
inmigración. Por esto los funcionarios de la Casa de la Contra-
tación debían permitir el embarque hacia la isla La Española
de todos los que lo solicitasen, salvo en los casos en que el
viaje les estuviera prohibido por razones de principio. En
el siglo X V I I los reinos americanos parecían estar tan poblados
de españoles que el Consejo de Indias se vio en la necesidad de
restringir considerablemente el número de los permisos de em-
barque y concederlos sólo por razones particularmente fundadas
e ineludibles. El rey Felipe I I I ordenó asimismo que en lo
sucesivo se concedieran esas licencias con mucha moderación,
pues ya se notaba en España una aguda falta de pobladores.
La misma inquietud preocupaba también a los reformadores es-
pañoles del siglo x v n i .
51
La central de emigración en Sevilla recibió, además de la
tarea de dirigir y distribuir conforme a un plan el movimiento
migratorio hacia los territorios recién descubiertos en ultramar,
la de evitar que se introdujeran en el Nuevo Mundo deter-
minados elementos de la población, y en general la de realizar
una selección de los emigrantes, selección que la corona espa-
ñola estimaba necesaria en pro de su imperio allende el océano.
De esta suerte, se prohibió tempranamente la partida hacia las
Indias Occidentales de judíos, moros y herejes. Por la real or-
den del 31 de marzo de 1492 se había expulsado de ios reinos
españoles a los judíos que no adoptaran la fe cristiana. Los
moros que vivían en el recién conquistado reino de Granada
y que no se bautizaron tuvieron que emigrar a África, por
real orden del 14 de febrero de 1502. Estos judíos y moros
expulsados de España no debían encontrar ningún refugio en
el Nuevo Mundo. La prohibición se extendió a los judíos y mo-
ros conversos que permanecían en España. Los Reyes Católicos
fundamentaron esa medida por su misión respecto a los infieles,
a la cual podría poner en peligro la presencia de personas
cuya fe estaba bajo sospecha. Extendieron Ja prohibición de
emigrar, por consiguiente, no sólo a los cristianos nuevos, sino
también a todas las personas que la Inquisición había perse-
guido por herejía, pero que luego d e arrepentirse y sufrir de-
terminadas penas habían sido aceptadas nuevamente en el seno
de la Iglesia. Para ello se requería controlar más severamente
la emigración. Quienes se trasladaban al Nuevo Mundo debían
demostrar su origen de cristianos viejos. Esto presentaba difi-
cultades, sin embargo, cuando los padres del emigrante habían
muerto y su lugar natal se hallaba alejado de Sevilla. Gomo
frecuentemente se presentaron a la Casa de Contratación falsos
testimonios sobre los datos personales de los emigrantes, una
real orden del año 1552 exigió que las autoridades locales
extendieran un certificado donde constaba el origen de los cris-
tianos viejos. Conforme a la concepción jurídica, la ley consi-
deraba cristianos nuevos a todos aquellos cuyos antepasados
judíos o musulmanes se hubieran convertido al cristianismo
hacía menos de doscientos años. Los descendientes de los judíos
bautizados en 1492, pues, tan sólo en 1692 tendrían derecho
de emigrar al Nuevo Mundo.
52
audiencia de Lima localizar a los gitanos que se hallaran en el
Perú y enviarlos a España sin excepción. Prohibió adema: expre-
samente la emigración de personas de ese pueblo a tierras
americanas. No obstante, en América fue tan imposible quitarse
de encima a los gitanos como en la metrópoli española.
En la época del absolutismo ilustrado surgió la idea de em-
plear provechosamente a los gitanos en el Nuevo Mundo, como
colonos, y de esta manera alejarlos de España. Para «evitar
ios daños y perjuicios espirituales y temporales que causan
los gitanos en estos Reinos», el Consejo de Castilla propuso
al rey hacer trabajar a una parte de ellos —luego de dos
años de aprendizaje— en los astilleros y asentar a los demás
en apartados territorios americanos, entre españoles probos. El
secretario de Estado para asuntos americanos, José de Gálvez,
en una consulta del año 1777 se pronunció con firmeza e
indignación contra una demanda de esa naturaleza. El plan
propuesto por el Consejo de Castilla, de deportar a los gitanos
a América, no llegó nunca a realizarse. La legislación emigratoria
española, por razones de principio, no autorizaba el destierro
de airainales a los territorios de ultramar. Por cierto, en los
comienzos de los descubrimientos en Jas Indias Occidentales,
la corona española se vio obligada a .reclutar presidiarios como
soldados y colonizadores. El propio Colón propuso la adopción
de una medida de ese tipo, cuando para su tercer viaje se
inscribieron demasiado pocos expedicionarios. Todos los delin-
cuentes condenados a muerte o a otras penas severas podían
ser indultados si, cada uno según la gravedad del castigo,
servían como trabajadores en la isla La Española durante un
tiempo determinado. De modo que no se trataba de la depor-
tación forzada de reclusos, sino d e la presentación voluntaria
de condenados que quisieran aprovechar la posibilidad de un
indulto condicionado.
Los Reyes Católicos, sin embargo,' ordenaron también que a
personas condenadas a la expatriación o que merecieran esa
pena se las desterrara a la isla La Española para hacerlas tra-
bajar allí, forzadamente, en el laboreo de metales preciosos.
Se indicó a los tribunales que penaran con una permanencia
forzosa en las Indias Occidentales —si ello podía hacerse con
arreglo a derecho— a personas que no hubieran sido condena-
das al destierro. En los años siguientes se registraron algunos
casos de transporte de presidiarios. Medidas de tal índole, em-
pero, no llegaron a constituir una usanza o característica de la
colonización española en América, sino que prontamente fueron
abandonadas. En Hispanoamérica no hay ningún asentamiento
que tenga como origen una colonia de presidiarios. Sin duda,
más tarde llegaron allí delincuentes, pero no porque se les
53
hubiera trasladado coactivamente a las colonias, sino porque se
las ingeniaron para introducirse clandestinamente en ellas.
Por el contrario, lo usual en las colonias fue enviar a faci-
nerosos y revoltosos de vuelta a la metrópoli. Según las reales
órdenes, también debía traerse de regreso a España a los
numerosos holgazanes y vagabundos que, como verdadera plaga
del país, iban en grupos de pueblo en pueblo y despojaban
a los indios. Era difícil impedir la emigración de lalcs elementos
al Nuevo Mundo, puesto que muchas veces se trataba de arte-
sanos y campesinos, extremadamente solicitados, pero que en
América en lugar de trabajar pretendían vivir como señores.
Nunca, tampoco, pretendió el gobierno de Ja metrópoli trasladar
a las posesiones americanas los numerosos pobres, mendigos y
holgazanes que llenaban las calles de España y constituían un
problema tan debatido.
Inmigrantes indeseables en América fueron también, desde el
principio, los abogados, los cuales, según las quejas, no hacían
más que inducir a los colonos a dilapidar su dinero en pleitos
y procesos. Una real orden dei año 1509, renovada después
en diversas ocasiones, mandaba a los funcionarios de Sevilla
que sin permiso especial del rey no dejaran viajar a ningún
abogado.
La legislación emigratoria española no sólo excluía a deter-
minados grupos de personas de la colonización en ultramar,
sino que procuraba que en América se asentaran colonos particu-
larmente útiles y dignos de confianza. El gobierno promovía,
ante todo, el asentamiento de familias de campesinos y artesanos
en el Nuevo Mundo. En tales casos otorgaba el pasaje gratuito
y otras regalías. Pero no encontró ninguna sanción legal la ins-
titución, habitual en la colonización inglesa y francesa, de los
redemptioners y engagét, que se comprometían a trabajar en
América, durante algunos años y sin paga, para la persona que
pagara al capitán sus pasajes. La corona española consideraba
inaceptable este sistema emigratorio, que constituía una escla-
vitud —temporalmente limitada— del hombre blanco en el
Nuevo Mundo. En una consulta solicitada al Consejo de Indias,
se sostiene que a ninguno de los trasladados a América como
colonos se le debe retener por la fuerza en las haciendas o
ingenios, y que careces de validez jurídica todas las obliga-
ciones que los emigrantes hayan contraído a este respecto con
patronos en el Nuevo Mundo *.
El empeño de la corona española por poner coto al vaga-
bundeo de soldados ávidos de botín y osados aventureros, du-
rante la época de la conquista, y por acostumbrar a los
españoles a una sedentaria vida de colonos, dio lugar a una
legislación, constantemente renovada, en pro de la emigración
54
77
de mujeres hacia las Indias Occidentales . Se fomentaba la
partida de familias y tempranamente se aspiró a que hacia las
rierras descubiertas en ultramar se trasladaran mujeres. Ya en
los primeros contratos de colonización (1501), los reyes exigían
que los emigrantes fueran casados y llevaran consigo sus mu-
jeres e hijos. Carlos V promulgó una prohibición general, para
todos los casados, de partir hacia América sin sus mujeres.
Los funcionarios de la Casa de Contratación en Sevilla debían
averiguar exactamente, también, si las mujeres que acompañaban
a los hombres casados eran realmente sus esposas y no sus
amantes, por ejemplo.
Ahora bien: especialmente en las expediciones militares de
la conquista llegaron a América muchos casados que habían
dejado a sus mujeres en España. En las Antillas pronto se hizo
notar, de manera poco grata, esa separación de las familias. El
gobernador de La Española, Nicolás de Ovando, dispuso en 1504
que los casados viajaran a España y trajeran a sus mujeres, y
Fernando el Católico aprobó esta medida. Carlos V estableció
a este respecto, en 1544, una reglamentación legal general. Con-
forme a la misma, las audiencias tenían el deber de hacer ave-
riguar con gran celo qué personas se habían casado en la me-
trópoli española y tenían en ella sus mujeres; esos hombres
tenían que retomar a España en los primeros barcos que zar-
pasen y sólo podían volver a América si llevaban consigo sus
esposas o demostraban fehacientemente que las mismas habían
fallecido. Si alguno de esos casados quería comprometerse a ir
a buscar a su mujer en el término de dos años y personas
dignas de crédito le salían de fiadores, se le permitía esto bajo
apercibimiento de la pena correspondiente en caso de contraven-
ción. Se destinaron jueces especiales para ocuparse de este pro-
blema. En la corte española se creía que del cumplimiento
concienzudo de esta reintegración familiar dependía la existencia
duradera de aquellas colonias en ultramar. Además, se decía,
los españoles que viven en el país sin sus mujeres dan a los
aborígenes un mal ejemplo y dificultan de tal suerte la ins-
trucción y educación de éstos en un modo de vida más civi-
lizado. Esos españoles —tal era la última justificación moral
del legislador— infringían con su conducta un mandamiento
religioso, el santo sacramento del matrimonio. La disolución de
la comunidad conyugal constituía una ofensa a Dios.
Las disposiciones legales sobre la reunión de las familias
que vivían separadas se mantuvieron en vigor durante todo el
período colonial, y siempre se encareció su aplicación estricta.
Estas reiteraciones de la misma ordenanza muestran ya que la
observación de la ley topaba con dificultades, y en particular,
también, cuando la mujer rehusaba seguir a su marido en un
55
peligroso viaje marítimo al Nuevo Mundo. Muchos hombres,
por otra parte, no querían acordarse de sus esposas, que habían
quedado en el país natal, y supieron burlar las pesquisas de
las autoridades.
Ya en los inicios de la colonización española también procu-
raban llegar a América mujeres solteras. Las causas deben bus-
carse ante todo en el considerable exceso de mujeres, que es
un fenómeno general en Europa durante la tardía Edad Media i
según ciertos informes, por ejemplo, mujeres que habían que-
dado soltems se ganaban el sustento, en Sevilla, realizando
pesados trabajos de hombres. A las solteras en el Nuevo Mundo
se les ofrecían buenas posibilidades matrimoniales. En ningún
momento de la dominación colonial española se prohibió siste-
máticamente la emigración de esas mujeres; antes bien, en
ciertos períodos se la favoreció, al estar autorizada la Casa de
Contratación a permitir el embarque de tales solteras aun sin
la presentación de la licencia real. Estas facilidades preferen-
dales de emigración, que podían remediar la falta de mujeres
casaderas en d Nuevo Mundo, fueron suprimidas por real or-
den de Felipe I I d d 8 de enero de 1575, porque de Perú
se habían quejado al rey de que llegaba allí multitud de mu-
jeres disolutas, lo que iba en grave detrimento de una ordenada
n
vida familiar . El gobierno procuraba impedir que arribaran
a las colonias americanas mujeres de vida licenciosa. La corona
española nunca pensó en fletar al Nuevo Mundo cargamentos
de muchachas de dudoso origen —para propordonarles esposas
a los soldados y colonos—, tal como ocurrió en la colonización
francesa en Canadá.
Una serie de disposidones legales, desde la primera época
de los descubrimientos en ultramar hasta el colapso de la domi-
nadón colonial hispánica, prohibió a los extranjeros que comer-
w
ciaran y se establederan en América . En 1501 se instruyó al
gobernador de la isla La Española, Nicolás de Ovando, para
que no permitiera d arribo de extranjeros, o los expulsara si
se encontraban allí. El reglamento de la Casa de Contratación
de 1505 encomendaba a las autoridades de emigradón que no
admitieran la presenda de ningún extranjero en los barcos
despachados h a d a d Nuevo Mundo. Los Reyes Católicos, em-
pero, en casos especiales otorj ron dispensas de esta prohibidón
y concedieron a extranjeros permisos especiales de residenria
en las Indias. Carlos V confirió tales licencias a diversos sub-
ditos de sus reinos no españoles. Ante la rápida expansión d d
imperio español, induso poredó deseable la partidpadón de
extranjeros en las colonizaciones, siempre y cuando no se tra-
tara de tolerar a enemigos del emperador, y en particular a
los franceses. Ocurrió así que Carlos V, por real orden d d
56
17 de noviembre de 1526, autorizó a todos los naturales de
sus reinos, y entre ellos también a alemanes y genoveses, a
trasladarse a América y comerciar y establecerse allí. Una co-
yuntura mercantil más favorable puede haber coadyuvado a este
trato más liberal de los extranjeros. Las protestas de colonos
españoles por la penetración de numerosos extranjeros en Amé-
cica y la agitación de los comerciantes hispanos contra la compe-
tencia de los mercaderes extranjeros, así como el temor a una
difusión de las doctrinas de la Reforma luterana, movieron al
emperador a prohibir nuevamente a todos los subditos no
españoles, por real orden del 6 de diciembre de 1538, la entrada
al imperio de ultramar. Más adelante, sin embargo, de nuevo
se permitieron excepciones cuando se trataba de extranjeros que,
como artesanos, técnicos o navegantes, eran especialmente soli-
citados. En 1530 se había dispuesto que no se dejara entrar
al Nuevo Mundo a los miembros extranjeros de las órdenes
religiosas, pues su presencia sería de escasa utilidad en la mi-
sión entre los infieles. Pero en lo sucesivo, también se otorgaron
dispensas a esta prohibición contra los extranjeros, en los casos
en que los misioneros españoles no daban abasto para cristia-
nizar a los indios de los nuevos territorios conquistados.
La exención personal, concedida por el rey, podía en cual-
quier momento y en casos particulares liberar a alguien del
cumplimiento de la ley para extranjeros. En sus apremios
financieros, por lo demás, el gobierno se hallaba dispuesto a
conceder, contra el pago de la indemnización correspondiente
(composición), permisos de residencia a extranjeros que desde
hacía largo tiempo vivían sin autorización en América. Un
extranjero podía ingresar legalmente en las provincias españolas
en América mediante la obtención de la carta de naturaleza
española. La naturalización de extranjeros se efectuaba según
preceptos que se modificaron o formularon de diferentes ma-
neras. El rey Fernando el Católico estableció que aquellos ex-
tranjeros que tuvieran bienes raíces y residencia fija en España
y se hubieran casado quince a veinte años atrás podían ser
considerados naturales, así como sus hijos nacidos en España "°.
La validez del tus soti * favorecía el establecimiento de extran-
jeros en la América hispánica. Felipe I I hizo más severas las
normas para la naturalización de los no españoles. Sólo aquellos
extranjeros que hubieran vivido en España durante diez años,
poseyeran hogar propio y otros bienes raíces y estuvieran ca-
sados con españolas podían convertirse en subditos españoles.
Los hijos de extranjeros nacidos en España sólo serían natu-
rales españoles si los padres ya habían vivido allí diez años
57
o, cuando menos, si uno de ios padres había nacido en España.
El rey Felipe I I I adoptó nuevas medidas que dificultaban sus-
tancialmcnte la naturalización de los extranjeros que comercia-
ban en América o querían establecerse en ella.
Se ha afirmado a menudo que también se consideraba legal-
mente extranjeros a los subditos de la corona de Aragón, ya
que las tierras descubiertas en ultramar habían sido incorporadas
a la corona de Castilla. El cronista Antonio de Herrera asevera
que una real orden vedaba a todas las personas que no fueran
oriundas de los reinos de Castilla y León el participar en las
expediciones al Nuevo Mundo. Pero hasta el presente no cono-
cemos esa disposición, ni ningún otro documento relativo a ese
punto, y tal orden n o podía tener validez alguna después de
la muerte de Isabel, en 1504. De hecho, aragoneses, catalanes y
valencianos arribaron ya en los primeros tiempos a América,
y los expedientes no suministran un solo caso en que se haya
iniciado un procedimiento contra alguno de aquéllos por haber
inmigrado ilegaknenre como extranjeros. Por una real orden
de 1552 se dispuso que fueran expulsados de América todos
aquellos que no fueran naturales de Castilla y Aragón con
lo cual, pues, se equiparaba a los subditos de ambas coronas
españolas. Estaba en vigencia, ciertamente, el derecho de natu-
raleza, que impedía a los aragoneses alcanzar cargos y dignida-
des en Castilla, y viceversa, a los castellanos en Aragón. Todavía
en el año de 1583 el Consejo de Indias reconocía la vigencia
de este principio -jurídico en América, que pertenecía a la
corona de Castilla **. Pero en la práctica también los aragoneses
habían ocupado cargos" públicos en los reinos americanos, y en
las Cortes de Monzón, de 1585, se promulgó, legalmente tam-
bién, la equiparación de aragoneses y castellanos para la provi-
sión de cargos eclesiásticos y seculares.
Los principios de la legislación emigratoria española también
siguieron en vigencia durante el siglo xvin. La ascensión al
trono de la dinastía borbónica en modo alguno llevó a favorecer
o poner en una situación privilegiada a los franceses en la
América española. Incluso el absolutismo ilustrado, que procu-
raba atraer extranjeros útiles con vistas a la colonización interna
y el fomento de la industria, no puso fin al enclaustramiento
del imperio colonial respecto del extranjero. A partir del desen-
cadenamiento de la Revolución Francesa, el gobierno español
ordenó que se extremara severamente la vigilancia de los ex-
tranjeros en las posesiones americanas.
La administración centralizada y la vigilancia gubernamental
de todo el movimiento de personas entre la metrópoli y las
colonias planteaban exigencias muy arduas en cuanto a la capa-
cidad y honradez de la burocracia. Como de un viaje a América
58
solían depender considerables intereses económicos, menudeaban
los intentos de sobornar a funcionarios de la Casa de Contra-
tación sevillana. Pero, al margen de los casos de cohecho, más
de una circunstancia favorecía los viajes no autorizados al Nue-
vo Mundo. Como frecuentemente escaseaban los navegantes ex-
perimentados, había quienes se enganchaban como marineros o
se alistaban como soldados en una nave que se dirigía a Amé-
rica, y luego se quedaban allí. Ciertos emigrantes que habían
sido autorizados a llevar consigo sus sirvientes, vendían esas
licencias a personas deseosas de trasladarse al Nuevo Mundo, y
éstas viajaban como presuntos domesticas de los primeros. Se
falsificaban permisos de emigración, lo cual daba lugar a un
comercio en toda regla. Había quienes, también, viajaban a las
islas Canarias, donde hacían escala las flotas americanas, y allí
esperaban la ocasión favorable para proseguir la travesía. Solía
ocurrir que capitanes duchos en negocios, contra el pago de la
tarifa correspondiente (unos 40 a 50 ducados por persona)
ocultaban a ciertos pasajeros cuando se controlaba el barco que
estaba a punto de hacerse a la veia, o los llevaban más tarde
a bordo clandestinamente. La Casa de Contratación se declaró
impotente para impedir semejantes trapacerías. El gobierno no
pudo poner coto a ese mal ni siquiera mediante la amenaza
de las penas más severas, entre ellas la de muerte. Sin duda,
las autoridades de los puertos de llegada debían revisar con-
cienzudamente las listas de pasajeros enviados por Ja Casa de
Contratación, pero también allí existían opottunidades de eludir
esos controles.
En el estado actual de las investigaciones no es posible ela-
borar una estadística de la emigración española y portuguesa.
Hasta cierto punto sería posible realizarla para la América espa-
ñola, mediante una recopilación y examen sistemáticos de los
expedientes de emigración y otros documentos. Basándose en los
«Libros de asiento de pasajeros» y las «Informaciones y licen-
cias de pasajeros» de la Casa de Contratación, conservados
hoy en el Archivo de Indias, de Sevilla, se ha comenzado a
3
publicar un inventario de los emigrantes, ordenado por años* .
Pero esos dos registros de la Casa de Contratación son incom-
pletos. Faltan totalmente o en gran parte los expedientes de
algunos años. Es posible llenar esas lagunas en mayor o menor
medida, si como complemento se utilizan los documentos, rela-
tivos a la emigración, que se encuentran en otras secciones del
Archivo de I n d i a s " . Hay que tener en cuenta, no obstante,
que faltan casi totalmente las listas de pasajeros transportados
por las naves que zarpaban de Cádiz, las Canarias y algunos
otros puertos españoles a los cuales en ocasiones se les per-
mitía el tráfico marítimo directo con América. Una importante
59
ayuda pata confeccionar una estadística aproximada del tráfico
anual de viajeros entre la metrópoli y los puertos de sus pose-
siones ultramarinas pueden ofrecerla las tablas de la navegación
española en el Atlántico preparadas por Chaunu para. los años
de 1504-1650. Las mismas, en efecto, permiten calcular el pro-
medio aproximado de viajeros que transportaba, en la travesía
atlántica, cada barco de un desplazamiento determinado Tén-
gase presente, sin embargo, que no todas las personas que par-
tían eran emigrantes que tuvieran su residencia permanente en
el Nuevo Mundo.
La participación de las mujeres en la emigración española
de ningún modo es tan exigua como suele suponerse. De las
personas registradas en el «Catálogo de pasajeros a Indias»
correspondiente a los años de 1509 a 1538, cerca del 10 por 100
eran de sexo femenino, y según el catálogo de Rubio y Mo-
reno de 1540 a 1575 las mismas alcanzaron hasta el 23 por 100;
para los tiempos posteriores debe suponerse un porcentaje con-
siderablemente mayor de emigrantes femeninos. Es caracterís-
tico, además, que en total emigraron más solteras que casadas.
El número, relativamente alto, de las mujeres y muchachas que
emigraron a la América española, lo muestra el hecho de que
a un par de décadas de la toma de posesión por parte de los
españoles, en. las diversas provincias ya no existía escasez alguna
de mujeres blancas, sino más bien un exceso de las mismas, a
lo cual coadyuvó la elevada tasa de mortalidad masculina, mo-
tivada a su vez por las luchas y penurias de las expediciones de
conquista.
Para evaluar la importancia numérica del elemento español
en la formación de los pueblos hispanoamericanos, habría que
agregar a los emigrados legalmente aquellos que, en el puerto
de partida, se sustrajeron & los controles oficiales. Una compi-
lación de los casos, comprobados y registrados por las autori-
dades, de polizones, podría dar un asidero para calcular el
volumen de la emigración ilegal. Aunque después de iniciada
la guerra civil entre los conquistadores se prohibió viajar con
destino a Perú, llegaron a ese país más de 3.000 personas
procedentes de Sevilla". De los soldados y marinos de los
galeones de Indias llegados a Nueva España en 1611, quedaron
en tierra un total de 3 1 7 " . El rey Felipe I I I tuvo que tomar
buena nota, en 1604, de que en la última flota a Nueva España
se encontraban 600 mujeres, cuando él sólo había hecho con-
ceder permisos de embarque a 50
Si como muestra de la emigración anual al Nuevo Mundo
se toma el promedio de los asientos en el «Catálogo» de 1534
a 1538, tendremos un número de 1.500 personas. Si se tienen
presentes el carácter fragmentario de las actas de emigración y
60
los que se embarcaban ílegalmente, habrá que suponer que por
año viajaban en los barcos españoles entre 2.000 y 3.000 pa-
sajeros a América. Según esto, durante el siglo xvi habrían
viajado unas 300.000 personas de España al Nuevo Mundo, de
las cuales una parte sólo permaneció allí transitoriamente e in-
cluso en algunos casos emprendió más de una vez el viaje de
ida y vuelta.
La incompleta estadística emigratoria hace difícil establecer
de qué comarcas españolas procedían principalmente los colonos
de América y cómo se distribuyó, de acuerdo con su origen
regional, la población blanca en las diversas áreas americanas
de colonización. Se ha procurado determinar, para las primeras
décadas del siglo xvi, la distribución de los emigrantes según
sus provincias de origen. Para los años de 1509 a 1534 el
«Catálogo» contiene los nombres de 7.641 emigrantes a América
con constancia de su localidad o región de origen. Según esos
datos, la amplia mayoría de los emigrantes era de procedencia
andaluza. En número decreciente seguían los habitantes de Cas-
tilla la Vieja, Extremadura, León y Castilla la Nueva. Muy por
debajo figuraban los habitantes de las provincias vascongadas,
Asturias y Galicia. Como de poquísima monta se muestra la
emigración de las comarcas españolas del este, en particular de
w
Cataluña y Valencia . Una prolongación de tal estadística, que
abarca el segundo tomo del «Catálogo de pasajeros», y por
tanto los años que van de 1509 a 1538, establece los siguientes
porcentajes: 37,5 de andaluces, 26,7 de castellanos viejos y
nuevos, 14,7 de extremeños, 7,6 de leoneses, pero sólo 0,8 de
catalanes, valencianos y baleares *°.
Otra investigación toma como base el número de 5.481 per-
sonas cuya presencia en América hasta el año 1520 está com-
probada y cuyo lugar de nacimiento y residencia se conoce".
Según esa encuesta, las provincias andaluzas de Sevilla y Huelva
contribuyeron de 1493 a 1508 con el 78 por 100 y de 1509 a
1519 con el 37 por 100 de los emigrantes. En la segunda mitad
del siglo xvr, en cambio, aumentaron considerablemente los emi-
grantes de Extremadura y Castilla la Vieja **. En toda la primera
época de la colonización española en las Grandes Antillas (has-
ta 1519) por lo menos uno de cada tres colonizadores era anda-
luz. De los españoles que bajo Hernán Cortés conquistaron
México, partiendo de Cuba, el 30 por 100 tenía su lugar natal
en Andalucía, el 20 por 100 en Castilla la Vieja, 13 por 100
en Extremadura, 10,5 por 100 en León, 8 por 100 en Galicia
y Asturias y 5 por 100 en el país vasco. Sería menester reducir
en algo el gran número de los andaluces, empero, ya que el
emporio que era Sevilla, llamada la Gran Babilonia de España,
había recibido una fuerte emigración de todas las demás pro-
61
vincías hispánicas. Digno de atención es que los habitantes
de la meseta castellana hayan tenido una participación tan con-
siderable en la conquista del Nuevo Mundo. Cataluña, que se
orientaba económicamente hacia Francia y el Mediterráneo, es-
taba muy alejada de los puertos del Atlántico; sin embargo,
desde el comienzo se embarcaron catalanes en los mismos, y
mercaderes de Cataluña enviaron al Nuevo Mundo sus naves
y representantes.
En los dos siglos siguientes aumentó considerablemente la
participación de los españoles del norte y el este en la coloni-
zación de América. En el siglo x v m gallegos y vascos constitu-
yeron fuertes contingentes entre los emigrantes. Gran importan-
cia para la colonización de América alcanzaron también los
n
canarios .
En lo tocante al origen social de los conquistadores y colo-
nizadores de América faltan hasta el día de hoy estudios mo-
nográficos, tanto para determinados períodos de la emigración
como para las diversas regiones. Muy subjetivas son ciertas
afirmaciones generales, como que arribó a América la hez de la
población española o que allí era particularmente numerosa
la baja nobleza, los hidalgos. En conjunto, todas las capas de la
sociedad española se encuentran representadas también en el Nue-
vo Mundo. Para un conocimiento más preciso será necesario
exponer la estructura económica y social de las provincias espa-
ñolas y, a partir de ahí y de las cambiantes condiciones de la
época, presentar los motivos que llevaron a emigrar a ciertos
grupos de la población **.
Aun menos se han investigado la historia de la emigración
portuguesa y la legislación referente a ésta, de lo cual es cul-
pable en parte la carencia de fuentes. No hubo una dirección
planificada por el Estado del movimiento migratorio hacia
ultramar. En un principio la costa brasileña sólo servía para
instalar apostadores navales y factorías dedicadas al comercio
de maderas tintóreas. Se consideraba que ese país descubierto
era pobre y estaba poblado por seres bárbaros. No se encontró
oro, ni plata, ni otros minerales preciosos que pudieran atraer
inmigrantes. Ciertamente, algunos marinos de las naves lusi-
tanas que habían tocado las costas de Brasil desertaron y se
sumergieron en las selvas para desembarazarse de todas las
pesadas cadenas de la disciplina europea y de la organización
social. Estos fugitivos y aventureros se adaptaban a los hábitos
de los indígenas y se rebajaron al primitivo nivel de civiliza-
ción de los mismos.
La colonización efectiva de Brasil fue para Portugal el resul-
tado de una presión exterior, de la defensa de esas tierras
contra las incursiones de los franceses. La ejecución d e esa tarea
62
se encomendó a dignatarios de ]a corona, los donatarios, y los
beneficios económicos se buscaron en la agricultura, ante todo
en la producción de azúcar, una mercancía por aquel entonces
muy codiciada. El cultivo de la caña de azúcar en los países
tropicales requiere Ja gran empresa característica de ia economía
de plantaciones. Bajo estas circunstancias no puede subsistir un
pequeño campesinado, y allí donde se instalaron granjas portu-
guesas en Brasil, las mismas sólo hacían posible una mísera
existencia. En el propio Portugal no existía un campesinado
que no hubiera encontrado en el país natal suficiente tierra de
labranza y por ello estuviese dispuesto a emigrar allende el
océano. Más bien hacían falta campesinos para cultivar la tierra
improductiva. Los colonos que los donatarios llevaban consigo
a Brasil eran en su mayoría, no campesinos libres, sino gente
que dependía de los terratenientes nobies: mozos de labranza
y sirvientes. Realizar un trabajo manual allá en el Nuevo Mundo,
mal podía ser un estímulo para la emigración cuando en el
mismo Portugal escaseaban tanto las fuerzas de trabajo y se
extendía cada vez más el empleo de esclavos.
En tales circunstancias la corona aumentó la población blanca
en Brasil mediante la emigración forzada. Se desterró allí a de-
lincuentes. No todos ellos eran criminales de la peor especie.
Quienes pertenecían a las clases superiores tenían el privilegio
de conmutar determinadas penas por la proscripción en pose-
siones de ultramar. A Brasil se le conocía como el «purgatorio
de los blancos». El gobernador Mem de Sá le escribía al rey:
«Deva V.A. lembrar que povoa esta térra de degredados e
malfeitorcs que os mais deles rnerccem a mortc c nao tcm
outro oficio se nao urdir males» * El donatario Duarte Coelho
rogó al rey que por amor de Dios no vertiera sobre la capitanía
ese veneno.
En el siglo x v u , una vez finalizada la guerra contra los holan-
deses, la estrechez económica y el infortunio personal movieron
a muchos portugueses a emigrar a Brasil. Se decía hacia 1680
que cada año casi 2.000 hombres se embarcaban con destino
a Brasil en los puertos de Viana, Oporto y Lisboa. El gobierno
procuró restringir esa corriente emigratoria, que amenazaba con
despoblar a Portugal, poniendo trabas a los embarques. La ma-
yor parte de quienes se trasladaban a Brasil procedían del Por-
tugal septentrional, de las provincias de Minho y Douro. Tam-
bién participaron considerablemente en la colonización de Brasil
los habitantes de Lisboa. De las provincias interiores, como
6}
Trás-os-Montes y Alemtejo, y de Algarve, sólo proceden pocos
colonos de Brasil. Por otra parte, muchos inmigrantes vinieron
de las superpobladas islas portuguesas del Adántico, Madeira
y las Azores. En este amplio movimiento migratorio portugués
hacia el Nuevo Mundo pueden encontrarse miembros de todas
las capas sociales.
Cuando a fines del siglo x v n se descubrieron los yacimientos
auríferos de Minas Gerais, se produjo una emigración en masa
w
hacia Brasil . Se calcula que anualmente abandonaban su patria
de 3.000 a 4.000 portugueses, de tal suerte que en la provin-
cia de Minho la despoblación se hizo notar. El 25 de noviembre
de 1709 el gobierno prohibió que se viajara al Brasil sin un
permiso otorgado por las autoridades. Las dotaciones de los
buques de guerra surtos en Bahía no debían bajar a tierra.
Finalmente, el 23 de marzo de 1720 se prohibió en general el
acceso de los portugueses a Brasil. Sólo se admitían excepciones
tratándose de funcionarios gubernamentales y clérigos, así como
en casos particularmente urgentes. Esta veda no interrumpió
completamente la emigración, aunque la restringió considerable-
mente.
En el siglo x v m el gobierno del absolutismo ilustrado fo-
mentó la colonización de los territorios, estratégicamente impor-
tantes, de Santa Catalina y Río Grande del Sur y reclutó para
ello familias campesinas, especialmente de las Azores. En 1769
los pobladores portugueses de la ciudad norteafricana de Ma-
zagoa, que pasó a manos de los moros, fueron trasladados en
masa a Para, en el norte de Brasil.
Entre las reformas emprendidas por Pombal en la América
portuguesa se cuenta su plan para colonizar la Amazonia. Según
una real orden de 1751, preferentemente se debía enviar presi-
diarios a esa región brasileña. La mayor parte de esta gente
eran desertores, a los que se inducía a contraer matrimonio
con muchachas de los reformatorios. Parecía posible utilizar
aún de manera útil a estas personas, para la población de los
territorios selváticos. En 1797 se enviaron también numerosos
gitanos de Portugal a la Amazonia y otras regiones de Brasil.
Hasta tanto no se produjo una inmigración de familias más
intensa, a partir de la segunda mitad del siglo X V I I , pocas mu-
jeres desembarcaron en Brasil. La metrópoli no parece haber
despachado al Nuevo Mundo barcos cargados de huérfanas y ra-
meras, tal como ocurrió en los casos de Inglaterra y Francia.
Muchos padres portugueses residentes en Brasil enviaban sus
hijas a Portugal, pata que allí se enclaustraran en conventos,
por lo cual en 1732 el gobierno prohibió que las personas de
sexo femenino viajaran a Portugal sin licencia especial de la
autoridad.
64
La legislación portuguesa fue mucho más liberal que Ja acti-
tud xenófoba adoptada desde un principio por la administración
colonial española. Ya el rey Manuel I había otorgado franquías
comerciales y otras prerrogativas a mercaderes extranjeros que
operaban en Brasil. Más tarde la intensa penetración de extran-
jeros suscitó recelos entre las autoridades coloniales. Luego de
la unión personal de las coronas española y portuguesa en 1580,
también Brasil se cerró a la inmigración extranjera. Con la res-
tauración de la independencia portuguesa se derogaron las se-
veras leyes contra los extranjeros. Portugal tuvo que conceder
el derecho de residir en Brasil a familias de comerciantes in-
gleses y holandeses. Los forasteros, sin embargo, chocaron con la
desconfianza y los celos de los autóctonos. Cuando el gold rush *
a Minas Gerais hizo temer una invasión de extranjeros y una
fuga de las riquezas recién descubiertas hacia otros países, el
gobierno ordenó, en 1709, desplazar a los extranjeros de Minas
Gerais a Río, y como pese a ello no cesó la infiltración de
forasteros en los distritos auríferos, el rey ordenó transportar
por la fuerza a Portugal todos los extranjeros que se encon-
traban en Brasil. Cuando en 1807 la corte portuguesa, huyendo
de las tropas de Napoleón, se refugió en el Nuevo Mundo,
Brasil abrió sus fronteras a todos los extranjeros francófobos.
A los judíos, que llegaron en gran número de Portugal a
Brasil, se les toleraba como cristianos nuevos y no se les vigi-
laba tan severamente como en la América española. En 1773 el
ministro Pombal dictó una ley por la cual se prohibía distin-
guir entre judíos bautizados y cristianos viejos.
66
forma se aliviaría el trabajo de los indios y se extraería infi-
nitamente más oro. Sacerdotes como Bartolomé de las Casas
abogaron también en pro del transporte de esclavos negros a
las Indias. Las Casas señaló a ese respecto que con 20 negros
se podía obtener más oro que con el doble número de indios,
pero, en contra de Jo que sostuvo, no fue el primero que dio
ese consejo para liberar a los indios de la dura coerción labo-
r a l L o s monjes Jerónimos, enviados para reformar las condi-
ciones imperantes en las Indias, según su informe de 1518
habían llegado asimismo al convencimiento de que introducir
esclavos negros era necesario para proteger a los indios de la
expoliación, aumentar los ingresos reales y asegurar una colo-
10t
nización sedentaria en América . Al cardenal Cisneros, sin em-
bargo, no le pareció oportuno enviar esclavos negros a las Indias
ai permitir a los nuevos colonos que llevaran consigo tales es-
clavos, y en su condición de regente suspendió por real orden
,<E
del 23 de septiembre de 1516 las licencias concedidas . Pero
en general se impuso la concepción de que, con tranquilidad
de conciencia, uno podía servirse de los esclavos negros tanto
en la metrópoli como en las colonias, puesto que, como lo fun-
damentaba el jurista del Consejo de Indias, Juan de Solórzano,
los negros se venden en África «por su voluntad, o tienen
justas guerras entre sí, en que se cautivan unos a otros, y a
estos cautivos los venden después a los portugueses, que nos
los traen»
Bajo el gobierno de Carlos V se multiplicaron considerable-
mente las licencias para transportar esclavos al Nuevo Mundo.
El joven rey adjudicó primeramente tales permisos a miembros
de su corte flamenca, quienes se lucraban con la venta de
aquéllos. La mayor parte de esas autorizaciones, de 4.000 escla-
vos, la obtuvo en agosto de 1518 su favorito, y más tarde
mayordomo mayor del rey, Laurent de Gorrevod. Este la cedió,
contra el pago de la correspondiente suma de dinero, a un con-
sorcio hispano-genovés. El encarecimiento, a causa de las ganan-
cias de los intermediarios, de la mercancía humana constituida
por los negros, produjo indignación entre los colonos españoles
de las Antillas. Se reclamó que el rey encomendara a las auto-
ridades la importación de negros, o que transfiriera el negocio
a sus subditos en las Indias. Durante algún tiempo, con el
consentimiento de las autoridades locales, varios vecinos de
Santo Domingo se abastecieron por su cuenta y riesgo de esclavos
negros. Cuando la sociedad comercial hispano-genovesa, en vista
de las muchas dificultades, dejó de cumplir con el suministro de
esclavos, las factorías de los Welser, en 1528, se mostraron
dispuestas, a instancias de Carlos V, a hacerse cargo del negocio.
Los Welser concluyeron con el rey portugués un acuerdo por
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la entrega de 4.000 negros en Santo Domingo al precio de
30 ducados por cada esclavo, y calcularon para sí una ganancia
de 80.000 ducados. Las reclamaciones acerca de la mala cali-
dad de los esclavos suministrados y sobre las condiciones de
pago enredaron durante años enteros a los Welser en procesos
ante el Consejo de Indias, que tan sólo fueron anulados en 1533
por intervención personal del rey. Como indemnización se con-
cedió a los Welser una licencia por 800 esclavos, que los ale-
manes vendieron nuevamente ™.
Hasta fines del siglo x v i el suministro de esclavos negros a
las colonias españolas de América se realizó bajo la forma de
reales cédulas especiales. La corona desechó los ruegos de los
colonos, que pretendían un permiso general para procurarse por
sí mismos y en cada caso los esclavos negros necesarios e intro-
ducirlos en América, a cuyo efecto se comprometían a pagar
el correspondiente derecho de introducción (almojarifazgo). La
concesión de licencias especíales, que en 1578 ya costaban 30 du-
cados por cada negro, significaba una cuantiosa entrada para
las arcas reales, y, como demostración de benevolencia, podía
sustituir a otras recompensas. Los favoritos o secretarios del
rey eran agraciados con el otorgamiento de licencias para la
introducción de negros, licencias que ellos vendían a los inte-
resados. María de Toledo, la viuda del virrey Diego Colón,
obtuvo en 1536, como resultado de la transacción con la que
se cerró el proceso seguido por los herederos del descubridor
contra la corona, el derecho a importar en América varios cíen-
tos de esclavos negros. Gracias a la venta de esas licencias
ganó una suma considerable. También las expediciones coloni-
zadoras hubieron de exigir licencias para la exportación de
esclavos. Así, con objeto de establecer en las costas de Paría
colonizaciones campesinas, Las Casas solicitó para sí y para cada
uno de los 50 emigrantes la autorización de llevar consigo tres
esclavos negros y después, cuando fuera necesario, hacer traer
nuevos esclavos. Para establecer una colonia en la isla de Cuba,
en 1580 se autorizó al empresario a llevar allá «500 piezas de
esclavos». Simón de Bolívar, un antepasado del Libertador,
solicitó una licencia para la introducción de 3.000 esclavos
negros en Venezuela, ya que sin esclavos no se podría explotar
las minas. £1 permiso concedido por el rey a funcionarios y
eclesiásticos de llevar consigo, sin cargo alguno, unos cuantos
esclavos negros como domésticos consitituía una forma di gastos
de representación y al mismo tiempo debía evitar la explotación
de fuerzas de trabajo indígenas. A la postre las licencias de
esclavos se convirtieron en un simple recurso para la obten-
ción de fondos. La obtención de pensiones perpetuas sobre
m
deudas públicas, los llamados juros, a menudo comprendían
una licencia para la trata de negros.
Para establecer el número de los negros traídos a la América
española durante el siglo xvi, haría falta una recopilación sis-
temática de las licencias merced a las cuales era posible trans-
m
portar esclavos . Habría que tener presente, además, que mu-
chos esclavos negros llegaron de contrabando al Nuevo Mundo.
Según un memorándum de la Casa de Contratación (1589), los
esclavos constituían la mercancía más importante que se lleva
a América, mercancía que anualmente representa un valor de
alrededor de un millón de ducados
En 1595 se introdujo un cambio en el abastecimiento de
esclavos negros para los colonos. En vez de conceder diversas
licencias para la trata de esclavos, la corona transfirió la im-
portación de negros a un empresario, con carácter de monopolio
por un tiempo determinado. Esto figuraba en un convenio de
derecho público, un asiento, y la palabra, que designaba todo
arreglo contractual entre un soberano y una persona privada,
se popularizó y alcanzó difusión general en su significado espe-
cial de acuerdo sobre la importación de negros (asiento de ne-
gros). El primer asiento lo concluyó Felipe I I con Pedro Gómez
Reynel, quien se comprometió a trasladar en nueve años por
lo menos 31.500 esclavos al puerto de Cartagena de Indias, ven-
derlos a un precio que se dejaba a su arbitrio y pagar por ello
un total de 900.000 ducados a la corona.
El asiento de Gómez Reynel caducó anticipadamente, en 1601.
Desde esa fecha basta 1640 el gobierno español concertó los
convenios correspondientes con los portugueses, los únicos que,
gracias a sus posesiones africanas, podían suministrar los escla-
vos negros, y que ahora también llevaban a cabo su venta en
la América española. Esta situación se mantuvo mientras duró la
unión personal de las coronas española y portuguesa. Tras
la independencia de Portugal, la América española dependió
primero, en lo concerniente al abastecimiento de esclavos, del
contrabando. A España le resultaba difícil procurarse esclavos
para su transporte a América, ya que estaba enemistada con
Portugal y Holanda, que controlaban el acceso al África negra
Para los años de 1662 a 1678 pudo concertar un asiento con
dos genoveses. En 1676 el Consulado de Sevilla procuró hacerse
cargo de la trata de negros; luego se sucedieron diversos
comerciantes españoles, y finalmente los holandeses pudieron re-
servarse temporalmente el asiento. El monopolio de la trata de
negros americana se convirtió en objeto de la política interna-
cional, ambicionado por las potencias marítimas rivales de Es-
paña, las cuales al mismo tiempo se proponían extender en
América su comercio y sus posesiones coloniales.
El primer Borbón en el trono español, Felipe V, en 1702
transfirió por diez años la trata de negros a la Compañía Fran-
cesa de Guinea, y en el asiento de 1713, como resultado de
la guerra de Sucesión española, Felipe tuvo que conceder a
Inglaterra, por treinta años, el derecho a introducir anualmente
4.800 esclavos en la América española. Este asiento era un tra-
tado internacional entre las coronas británica y española. Cada
monarca tenía una participación de un 25 por 100 en el negocio
del transporte de negros de África al Nuevo Mundo. España se
aseguraba determinados derechos de aduana por los esclavos
introducidos y créditos a largo plazo de la South Sea Company,
a la cual se había transferido la puesta en práctica de la impor-
tación de negros. En 1750 Inglaterra accedió a rescindir el
asiento. A partir de entonces el gobierno español acordó con
diversos comerciantes, en su mayor parte vernáculos, el sumi-
nistro de esclavos negros para determinadas regiones de América.
Por el tratado de El Pardo (1778) España adquirió de Portugal
las islas Fernando Poo y Annobón y con estas posesiones el
derecho de enviar directamente esclavos de África hada el Nuevo
Mundo. Por reales órdenes de 1789 y 1791 se permitió a espa-
ñoles y extranjeros la trata libre de esclavos negros con las
>07
colonias españolas .
Los transportes forzados de negros a América se realizaron
durante toda la duración del imperio español. Constituyeron un
fenómeno característico de toda la colonizadón europea en d
Nuevo Mundo y representaron un factor sustancial en la política
de las naciones de Europa Occidental. Ya a los contemporáneos
les había extrañado la contradicción de que los españoles hubie-
ran abolido tempranamente la esclavitud de los indios, en 1542,
mientras que conservaban sin restricción la de los negros. No
faltaron personas que exigieran la abolirión de la trata de es-
clavos africanos. Bartolomé de las Casas, que había recomendado
la introduedón de esclavos negros en las Indias para mitigar la
suerte de los aborígenes, se arrepintió más tarde de su con-
sejo, ya que, pensaba, la esclavizarión de los negros era tan
injusta como la de los indios. Aquellos que compraban esdavos
negros, pecaban al igual que los portugueses, que los secues-
traban o adquirían de otras maneras en África"". El dominico
y arzobispo de México, fray Alonso de Montófar, escribía d
30 d e junio de 1560 a Felipe I I que era «tan injusro el capti-
,oe
verio de los negros como d de los indios» .
; Algunos teólogos condenaron abiertamente la esclavitud de
los negros. Fray Tomás de Mercado, en su libro Tratos y con-
tratos de mercaderes, aconsejó a los comerciantes españoles que
no partidparan en la trata de negros. Una defensa apasionada
de los negros y crítica de su esclavización lo constituye la
70
obra del jesuíta Alonso de Sandoval De instaurando sethiopum
salute (Madrid, 1647). También en Portugal surgieron dudas
acerca de la licitud de la trata de esclavos
Las realidades económicas, sin embargo, mostraron ser más
fuertes que la amonestación cristiana según la cual la esclavitud
de los negros era un pecado. En 1526 el Consejo de Indias
todavía podía discutir acerca de si a los esclavos negros, luego
de cierto tiempo, se les concedería la libertad, y sí, por tanto,
habría que conformarse con que los negros estuvieran sujetos
a una coerción laboral a término. Pero la explotación de las
inmensas riquezas que el Nuevo Mundo, con el hallazgo de mi-
nas de oro y plata y las posibilidades agrícolas, brindaba cada
vez más seductoramente, sólo parecía posible si se recurría a
las robustas fuerzas de trabajo de los africanos. Si, a modo de
ejemplo, el virrey de Nueva España exigía la introducción
de 1.500 esclavos negros para la conservación de la minería
y el Consejo de Indias lo consideraba importante para el servicio
de Su Majestad Real, también a Felipe I I ello Ic parecía bien "'.
Aun a finales del siglo x v í n el fiscal del Consejo de Indias,
Antonio Porlier, sostuvo que no había que perder de vista
«que ios esclavos eran en nuestras colonias de América, espe-
cialmente en la isla de Cuba, las manos trabajadoras necesarias
para la agricultura y beneficio de aquellos terrenos, que sin ellas
no rendirían las ricas producciones que pródigamente ofrecen a
¡os que los c u l t i v a n » L a religión, la humanidad y el bien
público son compatibles con la esclavitud, se afirma en una
real cédula de 1789 '".
Durante la época colonial también hubo en América una in-
migración asiática. A través del tráfico entre las Filipinas y Mé-
xico, que se llevaba a cabo mediante el llamado galeón de
Manila, llegó al Nuevo Mundo un escaso número de indonesios
y chinos. En 1608 el gobierno español prohibió esa inmigración.
Una estadística de los esclavos negros introducidos en Amé-
rica mediante el sistema del asiento es tan difícilmente reali-
zable como el tener una idea de cuántos esclavos se importaron
o vendieron en una región determinada y durante tal o cual
espacio de tiempo. AI Río de la Plata arribaron entre 1742 y
1806 cuando menos 12.473 negros del Brasil y 13.460 directa-
mente de África "'. Un indicio del volumen alcanzado en esa
región por la trata de esclavos, puede ser el hecho de que en
Montevideo de 9,359 habitantes 3.114, o sea casi un tercio, eran
Mí
negros . En Chile se ha comprobado la venta, entre 1555
y 1615, de 3.000 esclavos negros, lo que hace suponer para
4
ese lapso la introducción de 2.000 africanos " . A México emi-
graron durante el siglo xvi más africanos que europeos, y en
el xvii la trata de esclavos llegó a su apogeo, de tal modo que
71
la introducción anual se estima en por lo menos 1.500 negros.
Durante todo el transcurso del siglo X V I I I y hasta los comien-
zos de las luchas independientes, sin embargo, no se introdujeron
más de 20.000 esclavos en Nueva España "'. También existen
datos concretos sobre la necesidad creciente de fuerza de tra-
bajo africana en Venezuela y el volumen de la introducción de
negros'".
Los datos sobre el número de los negros en Hispanoamérica
en una época determinada brindan indicios también sobre la im-
portancia numérica de la introducción de esclavos. Según aqué-
llos, hacia 1570 había allí aproximadamente 40.000 negros; ha¬
cia 1650, alrededor de 857.000 y al término de la época colonial
unos 2347.000 "\
La distribución de los esclavos negros en las diversas regio-
nes de América dependía de las particulares condiciones eco-
nómicas de las mismas. Fundamentalmente, la economía de plan-
taciones atrajo la fuerza de trabajo negra. Allí donde se cultivaba
k caña de azúcar, fuera en las Antillas o en el continente, se
concentraba una considerable población africana. Las grandes
plantaciones de tabaco y algodón tampoco podían prescindir de
los esclavos negros. En la minería el trabajo de éstos tuvo
más bien una significación transitoria. Se empleó en el servicio
doméstico y diversas ramas artes anales a muchos negros. La
productividad del trabajo de los africanos estaba condicionada
también por el clima de las diversas regiones. Las minas, que
por lo general estaban situadas en la cordillera, perdieron por
enfermedades y muertes a muchos de sus trabajadores, proce-
dentes de las tierras bajas del África tropical. En las zonas
cálidas y húmedas de las islas del Caribe y en las fajas costeras
continentales los negros encontraban un clima afín al de su
tierra natal y se multiplicaban rápidamente. Los africanos sus-
tituyeron en las Antillas a la población india aborigen Por
el contrario, en las comarcas montañosas la esperanza de vida
y la reproducción de los africanos era escasa, de tal modo que
poco a poco desaparecían como elemento peculiar de la pobla-
ción. Mientras que a mediados del siglo x v u en México se
calculaban en 35.000 los negros, a principios del xnc a lo sumo
existían de 9 a 10.000 esclavos, que en su mayor parte vivían
,,,
en las regiones costeras de Acapulco y Vc^ncruz . En Amé-
rica del Sur, el virreinato de Nueva Granada tenía la población
negra más numerosa, asentada particularmente en las costas del
Océano Pacifico y del Mar Caribe y en los valles del Magda-
lena y del Cauca. En la meseta andina el elemento negro fue
desapareciendo en gran parte con el curso del tiempo. Los ne-
gros de Perú vivían en Lima y en los valles costeros, y fueron
m
escasos en los Andes C e n t r a l e s . Las zonas templadas de Ar-
72
gentina y Chile, por razones climáticas y económicas, eran apro-
piadas para el mantenimiento de una gran población negra.
Como límite meridional de la inmigración africana puede tra-
, a
zarse una línea de Buenos Aires hasta Santiago de C h i l e .
En su condición de esclavo, y particularmente por el trato
cruel, el negro tenía que convertirse en enemigo del blanco.
Frecuentemente los negros huían de sus amos, se ocultaban en
parajes desprovistos de caminos y, reuniéndose en bandas, se
tebelaban abiertamente. Los esclavos prófugos (negros cimarro-
nes) constituían un peligro permanente para la vida y propiedad
de los viajeros. Ya en 1522 se habían fugado a los bosques,
en la isla La Española, alrededor de 40 esclavos que come-
tieron diversos crímenes. En el istmo de Panamá, a través del
cual se realizaba el tránsito de viajeros y el tráfico de merca-
derías, los esclavos evadidos se habían convertido en un azote
particularmente temible. Los habitantes de la ciudad portuaria
Nombre de Dios debían montar guardia día y noche para pro-
tegerse de los negros cimarrones. En los años de 1553 a 1555
el virrey del Perú hizo que se llevara a cabo una campaña
en toda regla contra esas' bandas de negros. Los ataques de
piratas franceses e ingleses encontraron en las rebeliones de
esclavos negros un apoyo amenazador. Los negros cimarrones
se congregaban en regiones despobladas y lejanas, formaban co-
munidades y mantenían su libertad y muchas usanzas de su
África natal. Entre el esclavo negro y su amo blanco, empero,
también podía desenvolverse una relación patriarcal.
En líneas generales, no se formó un frente común entre
negros e indios contra sus dominadores europeos. Los negros
cometían muchos atropellos contra los indígenas americanos y
raptaban sus mujeres e hijas. Los españoles, incluso, vieron
en la enemistad entre los hombres de piel negra y los de piel
cobriza una garantía del carácter inquebrantable de su domi-
nación colonial. La sorprendente disensión y desafecto entre
ambas razas podía parecerles una providencia divina y el
virrey del Perú, marqués de Osomo, opinaba que negros e
indios eran enemigos mortales, con cuya alianza nunca era noce-.
tirio contar Una superioridad social de los indios llegó a
expresarse en que caciques y otros aborígenes de cierto rango
llegaron a poseer negros esclavos, c incluso en que artesanos
indios adquirieron esclavos africanos en calidad de servidores
! 2
domésticos \
El Brasil, por su economía de plantaciones y las condiciones
tropicales de su clima, ofrecía condiciones favorables para el
w
desarrollo de la esclavitud negra . Los indios brasileños —caza-
dores y recolectores en un estadio de civilización correspondiente
a la Edad de Piedra— sólo a duras penas se acostumbraban a
73
un modo de vida sedentario y a una actividad laboral regular.
Las culturas africanas, de las que procedían los esclavos negros,
las más de Jas veces superaban ampliamente en el desenvolvi-
miento de la agricultura, de la cría de ganado, de las actividades
comerciales y artesanales y del ordenamiento social a esos indios.
Por su origen, los negros brasileños son fundamentalmente ban-
túes del Congo y Angola y sudaneses de África Occidental, in-
fluidos por el mundo islámico. Los bantúes, de menor estatura
pero más laboriosos y dóciles, poblaron la región de Bahía, mien-
tras que los sudaneses, considerados más vigorosos e inteligentes,
pero también más levantiscos, arribaron por lo general a Per-
nambuco.
Los embarques de negros hada Brasil comenzaron considera-
blemente más tarde que los destinados a la América española.
Los colonos han de haber llevado consigo esclavos domésticos
desde Portugal, pero aún en 1539 y 1542 la corona portuguesa
denegó al donatario de Pernambuco las Ucencias solicitadas para
adquirir en Guinea derta cantidad de esclavos. Tan sólo en 1559
se permitió a cada dueño de una plantadón azucarera que ad
quiriera 120 esclavos del Congo. Según parece, en 1570 existían
en Brasil de 2 a 3.000 negros y en 1600 de 13 a 15.000.
Con mucho, en d siglo xvi la mayor parte de los cargamentos
portugueses de negros estaba destinada, a la América española.
Elaborar una estadística de la introducdón de negros en Bra-
sil es una tarea erizada de dificultades, ya que, tras la aboli-
ción de la esdavitud de los negros en 1891, en los archivos
se quemaron los documentos relativos a esa institudón para
borrar d recuerdo, según se dijo, de algo sentido ahora como
oprobioso. La investigación moderna se indina a reducir con-
siderablemente las evaluadones anteriores sobre d volumen de
la trata de negros. Se supone que de 1570 a 1600 se introdu-
jeron aproximadamente 50.000 esclavos; que de 1600 a 1650
arribaron vivos a Brasil un promedio anual de 4.000 africanos,
o sea 200.000 en total, y que de 1650 a 1670 los mismos as-
cendieron a unos 150.000'".
, El incremento que por aquel entonces alcanzó la trata estaba
condicionado por el auge de la producción azucarera brasileña
y la consiguiente necesidad, cada vez mayor, de fuerzas de
trabajo. Llegó a ser una convicdón general que la América
portuguesa no estaba en condiciones de subsistir sin un abas-
tecimiento constante de esclavos africanos. Con d descubri-
miento de ricos yacimientos auríferos en Minas Gerais, a fines
dd siglo XVII, comenzó una demanda cada vez mayor de escla-
vos negros, cuyo precio ascendió verticalmente, pues d trabajo
en la extracción de oro permitía aguardar ganancias mucho
mayores. Los costos de trabajo credentes pusieron en peligro
74
la existencia de la agricultura. Con licencia real, pero particu-
larmente también mediante el contrabando, llegaron a Brasil
grandes cargamentos de africanos. En Minas Gerais vivían en
1735 alrededor de 100.000 esclavos negros. La inmigración de
negros siguió siendo considerable en el siglo xvin. De 1759
a 1807 pueden haber entrado más de 700.000.
Las evaluaciones sobre el número total de los africanos que,
hasta la prohibición de la trata de negros en 1850, fueron
introducidos forzadamente en el Brasil, oscilan entre tres y 18 mi-
llones. Parece tener fundamentos la suposición de que un total
de cuatro millones de negros, aproximadamente, ingresó a la
historia de la población brasileña como elemento perteneciente
l
a una raza diferente ".
También en Brasil numerosos esclavos negros huyeron de sus
amos blancos y formaron comunidades, los quilombos, en las
selvas vírgenes. Los guardias municipales siguieron el rastro y
destruyeron la mayor parte de esas asociaciones. Sólo en Alagoas,
a orillas del Mundaú, llegó a formarse un estado negro inde-
pendiente, la República dos Palmares, que subsistió cincuen-
ta años hasta que, en 1694, la conquistaron y aniquilaron ban-
deirantes paulistas. En las obras de Gilberto Freyre se expone
cómo se desarrollaron en las grandes plantaciones brasileñas las
relaciones entre quienes moraban en las chozas de los esclavos
y quienes lo hacían en la mansión del señor
76
de Colón vieron «dos mujeres mozas tan blancas como podían
ser en España». A los peruanos, con motivo del color de su
piel, se les designaba en general pardos, pero había regiones,
según se hizo constar, donde un cutis más blanco confería
un mayor encanto y atractivo a las mujeres. Se creía que la tona-
lidad más oscura de la piel tenía como origen la influencia
del clima cálido. Se supone que los portugueses reencontraron
en el tipo de la india brasileña las muchachas morenas corres-
pondientes al ideal árabe de belleza, vivo aún en la poesía
popular lusitana. Si se denominó «pieles rojas» a los habitantes
de América, ello no se debió a que su piel fuera naturalmente
rojiza, sino a que se la pintaban o embadurnaban de rojo. Se
recurría a esta práctica para proteger la piel o como magia
profiláctica para la defensa contra los malos espíritus.
En la proximidad d e los indios, los españoles sentían un
tufo nada atractivo, así como suele ser desagradable la percep-
ción de las emanaciones de la piel en el contacto entre personas
pertenecientes a razas diferentes. Pero como en general los indios
eran muy aseados y, según se observó, se lavaban y bañaban
a menudo, la repulsión del diferente olor racial se hizo notar
menos. También a los portugueses les sorprendió la frecuencia
con que se bañaban los primitivos aborígenes del Brasil. Tal
aseo corporal era cosa desacostumbrada para los europeos de
aquella época.
Con más intensidad que las diversas peculiaridades raciales
repercutían negativamente sobre el establecimiento de relaciones
entre blancos e indios las diferencias concernientes a los hábitos
exteriores de vida, a los usos y costumbres tradicionales. Por
derto, precisamente el primitivismo de la vida de los indios
podía presentarse, ante más de un europeo culto, como sencillez
y naturalidad paradisíacas o como una Edad de Oro en la vida
de los hombres, pero sin embargo fueron escasísimos los aven-
tureros que realmente se fueron a vivir entre los indios y adop-
taron su modo de vida. Además, la imagen idílica del noble
salvaje se destruyó cuando los descubridores entraron en con-
tacto con aborígenes salvajes, que parecían vivir en el nivel
de los anímales, y particularmente grande fue su horror cuando
supieron que en estos pueblos se practicaba la antropofagia. El
desnivel cultural se redujo allí donde los españoles trabaron
telación con los pueblos de las grandes culturas precolombinas,
pero, con todo, eran mundos extraños los que se enfrentaban.
Las grandes diferencias en el modo de vida y la organización
social operaban de manera aún más díscríminadora porque los
españoles estaban imbuidos de una intensa conciencia comuni-
taria nacional y tenían su particular «honra de la raza». Los
conquistadores españoles se sentían unidos en la creencia- de que
77
luchaban por Dios y por su rey, y ponían todo su empeño en
que España fuera grande y respetada. El concepto del honor
guerrero español prestaba cohesión a las pequeñas partidas ex-
pedicionarias en las situaciones más difíciles y les daba la
energía para imponerse a un ambiente extraño y hostil. Como
vencedores se sentían los señores naturales de los aborígenes, a
cuyos servicios recurrían como si se tratara de un derecho evi-
dente. Estas eran condiciones óptimas para la génesis de una
casta cerrada de conquistadores y guerreros. En el mismo sen-
tido operaba el orgullo que los españoles sentían de su ascen-
dencia cristiana vieja y del comprobante de su limpieza de san-
gre, necesario para la obtención de muchos cargos y dignidades.
Ocurrió, por ello, que los españoles en general, como capa
sorialmente más elevada, se distanciaron de los indios. N o tenían
escrúpulos en mezclar su sangre con la población indígena, pero
no estaban en condicion« de considerar y tratar a los indios
como a iguales.
Menos manifiesta era la conciencia señorial del portugués.
Como colonizador se mostró más contemplativo y flexible frente
al elemento aborigen. Con ello se promovió una equiparación
mayor de las diferentes poblaciones, y se hs» querido ver en la
formación d e una «hermandad de las razas» la premisa para
el surgimiento en Brasil de una conciencia igualitaria de la
comunidad. No obstante, la herencia dominante ha sido la por-
tuguesa.
Circunstancias especiales favorecieron el surgimiento de una
población mezclada europeo-india, esto es, de ios que en His-
panoamérica se denominaron mestizos o cholos y en Brasil ma-
melucos o caboclos. El rapto y violación de indias fue frecuente
durante la conquista, por más que tales excesos estuvieran
prohibidos bajo amenaza de severos castigos. No pocas mujeres
y muchachas fueron adjudicadas como botín, según el dered»
de guerra, a los soldados españoles, o compradas como esclava
mientras estuvo permitida la esclavitud de los indios. Estas
indígenas estaban sometidas absolutamente al arbitrio de sus
amos blancos, quienes a menudo las convirtieron en sus amantes.
Sirvientas indias vivían amancebadas con sus patrones, que hti
Man dejado a sus mujeres en Europa. Las más alejadas hacienda
de los encomenderos fueron el lugar de nacimiento de nuo»
rosos mestizos. En las expediciones solfa ocurrir que los cacique)
ofrecieran muchachas distinguidas de su tribu, en calidad de
esposas, a los españoles para sellar de esta suerte la amista!
que habían establecido con los forasteros y poner de manifieste"
que consideraban a los blancos como hermanos y parieottj
consanguíneos. La población mestiza de Paraguay surgió en gtu
parte de tales ofrecimientos voluntarios de mujeres indias a if
78
conquistadores hispánicos. Como españoles y portugueses trope-
zaron con la poligamia entre muchas tribus indígenas y dicha
institución les era conocida por sus contactos con el mundo
islámico, hicieron vida marital con varias y en ocasiones con
muchas indias. A Paraguay se le llamaba «el paraíso de Mahoma».
En Brasil, especialmente las expediciones de captura de es-
clavos realizadas por los bandeirantes de San Pablo impulsaron
la mezcla de las razas europea e india. Muchos bandeirantes
se hicieron sedentarios en el interior de Brasil y dieron origen
a una numerosa población mestiza, que fundó los primeros
asentamientos en los estados brasileños centrales de Minas Ge-
rais, Mato Grosso y Goiás °*.
Para que se estableciera un comercio sexual, a menudo no
era menester la violencia y seducción ejercidas por el hombre
blanco. Las indias complacían los deseos de ios europeos y
se entregaban a ellos de buen grado y voluptuosamente. Opta-
ban por los invasores extranjeros, cuya fuerza y superioridad
las impresionaba, y no por los hombres de su propia raza. De las
indígenas brasileñas se dice que consideraban un gran honor
el tener comercio carnal con los cristianos. El niño mestizo, al
principio, provocaba el asombro y admiración de toda In paren-
tela india de la madre. Hubo indias que mostraron por sus
dueños y amantes blancos gran apego y fidelidad. Indias rap-
tadas, incluso, prefirieron permanecer entre los soldados españoles
a regresar con sus allegados, que las buscaban.
Para el surgimiento del mestizaje fue importante que los es-
pañoles y portugueses tuvieran una forma de convivencia libre
entre hombre y mujer, la llamada barraganía. Era ésta un con-
venio de amistad y solidaridad entre personas de diferente sexo,
disoluble por voluntad de los contrayentes, pero que también
podía conservar su validez de por vida. En las postrimerías
de la Edad Media regulaban este concubinato disposiciones le-
gales, que fijaban también la posición jurídica de la mujer y de
los hijos. Aunque los Reyes Católicos ordenaron que todos los
casamientos se celebraban únicamente por la iglesia, no pudie-
ron abolir la vieja costumbre del matrimonio libre. En las
remotas comarcas americanas, difícilmente sujetas a la vigilancia
de la autoridad, y bajo las influencias moralmente disolventes
suscitadas por el contacto con poblaciones de otras razas, la
barraganía de seglares y clérigos encontró una amplia difusión
y se mantuvo hasta el final del período colonial. Era la forma
habitual de la vida familiar hispano-india. Las prohibiciones y
ccamínaciones de la autoridad poco modificaron esta situación,
y tampoco tuvieron gran éxito las exhortaciones eclesiásticas
a que quienes vivían públicamente con una amante contrajeran
79
matrimonio, toda vez que muchos clérigos en sus casas llevaban
13S
una -vida familiar, con mujeres e hijos .
A despecho de que la legislación permitía el casamiento mixto
racial y en parte lo promovía, la mayor parte de los españoles
consideró vergonzoso casarse con una india, aun cuando fuera
su concubina. El casamiento legal del blanco con una mujer
de color era tenido por sodalmente deshonroso. La distinción
social del español dependía de su mujer blanca. Una buena dote
podía, ocasionalmente, inducir a un hidalgo español a casarse
con una india de la vieja capa de señores, pero se trataba tan
sólo de excepciones. El primer cronista peruano, el mestizo
Garcilaso de la Vega, era el hijo ilegítimo de un noble con-
quistador y de una princesa incaica, pero el progenitor español
no se decidió a contraer matrimonio con esta mujer socialmente
ilustre, perteneciente a la otrora tan poderosa dinastía de los
incas, sino, que optó por desposar a una española de rancia
nobleza. Esta conducta era típica de los españoles, como lo
confirma el propio Garcilaso: «Casó [un español] con una in-
dia, mujer noble, en quien tenía dos hijos naturales; quiso
legitimarlos para que heredasen sus indios. [..-] Algunos ha
habido en el Perú que han hecho lo mismo, que han casado
con indias, aunque pocos»
También entre los portugueses de Brasil prevalecía el mismo
prejuicio social contra el matrimonio formal con mujeres de
color. En los círculos superiores de Ja sociedad un casamiento
de esa índole constituía una rara excepción. La mayoría, escri-
bía el sacerdote jesuita Nóbrega en 1551, reputaban por des-
doroso casar con una india. Los jesuítas se esforzaron por
vencer esta resistencia de los colonos. En épocas posteriores
se informa que ni siquiera los portugueses más prominentes
oponían dificultades a contraer matrimonio con mujeres del país,
pero en general esta actitud no fue la habitual. Con frecuencia
los padres optaban por enclaustrar a sus hijas en los conventos,
antes de exponerlas al peligro de casarse con personas de «sangre
impura» Entre la gente blanca sencilla, ciertas circunstancias
exteriores —como el alejamiento del párroco y los costos, a
menudo criticados, que insumía la administración del sacramento
matrimonial por la iglesia— dificultaban también la legalización
de un concubinato mediante el casamiento. La familia fundada
por un connubio legal no constituye la base de la vida social
en Brasil, y la familia del plantador en la casa grande es carac-
terística tan sólo de una pequeña capa dominante. Al decirse
de alguien que descendía de una «familia», se le ponía por
encima de la multitud, se le caracterizaba como perteneciente
m
a la.sociedad distinguida, noble por así d e c i r l o .
La '• mayoría de los mestizos, pues, procedía de relaciones
80
sexuales extramatrimoniales. En Perú, desde los principios de
la dominación española, se llamó mestizos a los hijos ilegítimos
en general, y de México se afirma, en un informe de 1771,
que, pese a la casi absoluta inexistencia de casamientos entre
españoles e indios, la población mestiza aumenta día a día.
El Estado y la Iglesia combatieron, como franca inmoralidad, el
mestizaje sin trabas de españoles y portugueses con indias a las
que se vinculaban libre y ocasionalmente, pero esa mezcla de
sangre debía convenirse en un hecho trascendente para el des-
3
arrollo de la población en América Latina ' *. El número de na-
cimientos aumentó mucho más de lo que hubiera posibilitado
el surgimiento de la prole en la familia española, y la abun-
dancia de niños mestizos pudo compensar parcialmente la merma
de la población indígena. En los pueblos centro y sudame-
ricanos, de formación reciente, la parte de sangre aportada por
los blancos aumentó de manera extraordinariamente grande y
se volvió más relevante de lo que permitía suponer el número
de los inmigrantes europeos.
Aun dejando de lado la gran cantidad de mestizos europeo-
indios, circunstancias especiales favorecieron la dominancia del
patrimonio hereditario europeo. En las zonas templadas de Amé-
rica, los mestizos en los que prevalecían las características del
hombre europeo tenían mayores posibilidades de sobrevivir y
reproducirse, y a través de sucesivas generaciones legaron a la
población de esas regiones un aspecto de blancos mucho más
marcado de ¡o que la considerable aportación de sangre india
baria esperar. De este modo, en Chile las condiciones climá-
ticas ambientales promovieron un «emblanquecimiento» progre-
sivo de los mestizos. En las llanuras del Río de la Plata y
Paraguay, las características raciales de los indios se perdían
entre los mestizos en dos o tres generaciones, de tal manera
que el tipo humano europeo se manifestaba de nuevo en su
pureza. A fines del siglo x v n i se sorprendió Félix de Azara al
comprobar que los habitantes del Paraguay, que surgieron del
cruzamiento con los indios guaraníes y que casi no habían te-
oído entre sí mujeres blancas, parecían tan blancos y aún más
blancos que los españoles De manera similar, los descen-
dientes de los mestizos de Santa Cruz de la Sierra se habían
vuelto tan blancos que se consideraban a sí mismos blancos de
pura raza"'.
La selección biológica, empero, también puede llevar a que
los mestizos adquieran las características de los indios. Las co-
marcas insalubres para el europeo y que presentan dificultades
para su aclimatación, ofrecen mayores posibilidades de sobre-
vivir y reproducirse a los mestizos que por su tipo físico se
asemejan más a la población aborigen. Esto es singularmente
81
aplicable a las zonas tropicales, en las cuales los mestizos de
tez.más clara sucumben más fácilmente de enfermedades carac-
terísticas de la región que aquellos otros cuya piel está más
pigmentada. En el altiplano andino, a alturas de 3.000 a 5.000 me-
tros, donde los europeos necesitan más de una generación para
adaptarse a las condiciones biológicas ambientales, los mestizos
se han reproducido tanto mejor cuanta más sangre india corra
por sus venas.
La-selección social, por el contrario, en general ejercía un
influjo favorable a las características hereditarias europeas. So-
bre todo en los primeros tiempos, cuando la inmigración de
mujeres europeas era aún escasa, los colonos españoles preten-
dían como esposas a las muchachas mestizas. En Hispanoamérica
el gobierno hizo erigir colegios para las mestizas, en los que
se les iniciaba en todas las virtudes de una buena ama de casa;
en su mayoría se casaban luego con españoles. Se consideraba
que tal casamiento con una muchacha nacida de la unión entre
un español y una india no menoscababa socialmente a los
europeos ni deterioraba, desde el punto de vista jurídico, su
limpieza de sangre. Por otra parte, como los mestizos tenían
en general la tendencia a equipararse con la raza socialmente
prestigiosa, las mujeres de ese grupo preferían contraer matri-
monio con hombres blancos y no con mestizos, ni mucho menos
coa'indios. También en los amoríos libres la mestiza solía favo-
recer al cortejante español. Por ello muy frecuentemente los
descendientes de las mestizas se asimilaban nuevamente al tipo
humano blanco. El cruzamiento entre un blanco y una mestiza
producía el llamado castizo (también denominado albino o cuar-
terón), y al vastago de un blanco y una castiza se le designaba
«español». En'la tercera generación mixta, pues, por cruzamiento
con individuos blancos, reaparecían tan nítidamente las carac-
terísticas raciales del europeo que ya no era perceptible dife-
rencia alguna con el aspecto exterior del europeo de España.
De resultas de una selección orientada por nociones sociales,
se efectuaba la' desmestización de los mestizos, «la producción
de tipos antropológicos puros» (Max Weber), con lo cual la
parte paterna hispano-europea reaparecía casi pura e incólume.
En el cruzamiento racial entre portugueses e indios puede apre-
ciarse el mismo proceso de «emblanquecimiento».
Pero las relaciones sociales también pueden haber motivado
el desarrollo inverso entre los mestizos. Los mestizos varones
que - no eran legitimados por su padre español difícilmente
encontraban una esposa blanca y trababan relación con mestizas
o con indias d e raza pura. Descendían a un estrato social
inferior y sus vastagos apenas se diferenciaban, en cuanto al
color de la piel y el modo de vida, de los aborígenes. Desarro-
82
liaban nuevamente, pues, las características de sus antepasados
indígenas.
No debe verse a los mestizos en América como si fueran una
comunidad étnica homogénea, ya que presentan diferencias re-
gionales sumamente fáciles de reconocer, atribulóles a las pecu-
liaridades de sus antepasados ibéricos e indios y a las condiciones
climáticas del espacio en cuestión. Restan por realizar muchas
investigaciones especiales que determinen antropológica e his-
tóricamente el aspecto físico y la índole psíquica de los mes-
tizos de cada comarca.
También entre blancos y negros se producía el cruza miento.
Para que los negros importados se mantuvieran como una casta
cerrada, el gobierno español dispuso que la mitad, o cuando
menos un tercio, de esos esclavos debían ser de sexo femenino
y que los negros se casaran con negras. Pero esta separación
racial mostró ser impracticable. No pudo mantenerse porque
los españoles y portugueses, al entrar en contacto con las afri-
canas, tampoco manifestaron repulsión racial alguna en lo con-
cerniente al sexo, e incluso se sintieron atraídos por los encantos
de las negras. Se ha dicho, incluso, que en Brasil los portu-
gueses preferían la mujer africana a la blanca. Comúnmente,
sin embargo, estas relaciones sexuales eran temporarias c irre-
gulares; se registraban con especial frecuencia en las capas
inferiores de la población europea, ante todo en soldados y
marinos. La esclava negra también tenía que ser complaciente
con sr amo en lo sexual. La casa grande, la mansión del plan-
tador, fue el ámbito de abundantes cruzamientos raciales, pero
también de las crueles venganzas que por celos se tomaba la
esposa blanca contra las esclavas. Los casamientos con negras,
no obstante, eran rarísimos, ya que aquéllas surgían del y per-
tenecían al estamento servil, el más despreciado de la sociedad
colonial. Más frecuente era el concubinato de blancos con ne-
gras. Según las palabras del oidor Solórzano sobre las mulatos,
«lo más ordinario es que nacen de adulterio, o de otros ilícitos
y punibles ayuntamientos», y se les despreciaba más que a los
mestizos «por tenerse esta mezcla por más fea y extraordinaria».
Un español honorable no se casaba con una n e g r a £ 1 número
de los mulatos aumentaba considerablemente. En 1650 consti-
49
tuían ya el 2,17 por 100 de la población total de América' .
En vano los gobiernos procuraron aislar a los negros de los
indios. AI liberto negro se le prohibió igualmente vivir en po-
blaciones indígenas. Pero era imposible evitar que los esclavos
negros tuvieran muchachas indias como amantes y vivieran con
ellas. Hubo negros que también se casaron con indias, que los
preferían a los hombres de su propia raza. La fácil entrega
de la india al negro, cuyo temperamento jovial y vivaz le
83
agradaba, favoreció este cruzamiento, del que se originaron los
zambos (zambaigos) o chinos, en Brasil denominados cafusos.
Las características de la raza negroide mostraron ser más
resistentes, en comparación con las de la raza india, cuando los
grupos subsiguientes de mestizos recibieron cada vez más sangre
europea. La desmestización y la reconstitución del tipo paterno
blanco no se producen en este caso antes de la quinta gene-
ración. En el cruzamiento de mulatos con la población blanca
se aprecia también el fenómeno del atavismo de mestizaje, por
el cual en un mestizo posterior, generalmente en la tercera o
cuarta generación, reaparecen súbitamente características negroi-
des. En Hispanoamérica se denomina a este tipo de mestizo
saltatrás. También en los cruzamientos entre africanos e indios
subsistía en las generaciones subsiguientes un color amulatado
de la tez, el cual, como se dice en un escrito contemporáneo,
«ni la química más activa puede borrar» '*". Sólo después de
finalizada la inmigración africana (1850) se produjo una elimi-
nación progresiva del elemento negroide en la población bra-
sileña.
Los repetidos cruzamientos entre las tres razas principales
y los diversos grupos de mestizos produjeron multitud de com-
binaciones, que se ordenaron y designaron en nomenclaturas.
Varias series de retratos al óleo, pintados en los siglos x v n i
y xrx/registraron el aspecto y la vestimenta que caracterizaban
a los tipos de mestizos Debe tenerse en cuenta que tales
denominaciones del" origen racial se empleaban también como
definiciones del rango social al que había accedido un grupo
de población. Mestizo o cholo se habían convertido, ya a fines
del período colonial, en los nombres de toda la gente sencilla
que había aprendido a leer y escribir y se había adaptado a la
vida económica europea, de tal suerte que un indio de sangre
pura podía ser un mestizo, desde el punto de vista social, mien-
tras que, por el contrario, se consideraba que el verdadero
mestizo que hubiera adoptado el modo de vida de los indí-
genas formaba parte del estrato inferior de la sociedad, consti-
tuido por los indios.
Los progresivos cruzamientos llevaron a que en América de-
creciera el número de los elementos de raza pura, vale decir
de los europeos, indios y africanos originarios, y a que aumen-
tara considerablemente el de los mestizos. Hacia el fin de la
época colonial los grupos mestizos conformaban en México, Amé-
rica Central y las Antillas el 23,91 por 100 y en América del
,
Sur el 30,46 por 100 de la población t o t a l " .
«4
d) Movimiento general de la población durante el período
colonial
85
de los inmigrantes posteriores. £1 19 de diciembre de 1533 se
promulgó una nueva orden sobre la puesta en práctica de los
relevamientos en América. Al afectuarsc el censo de población,
se debía indicar cuántos españoles casados había y cuántos en
edad de contraer matrimonio, y cuántos estaban casados con
europeas o con mujeres aborígenes. A más de esto, se enco-
mendó al primer virrey d e Nueva España, en su reglamentación
de 1535, que hiciera redactar un memorial referente a todas
las localidades de su jurisdicción donde constara el número de
sus habitantes.
Aunque en los años sucesivos se promulgaron instrucciones
similares, destinadas a las autoridades americanas, se hizo pa-
tente, en la revisión del Consejo de Indias emprendida a partir
de 1567, que esta autoridad central carecía de las informaciones
imprescindibles para el buen gobierno de las provincias de
allende el océano. Por consiguiente, el revisor y más tarde
presidente del Consejo de Indias, Juan de Ovando, envió a las
autoridades coloniales un cuestionario e hizo que las detalladas
respuestas, junto con los materiales ya existentes en el Consejo
de Indias, fueran ordenadas y resumidas sistemáticamente en
200 subdivisiones temáticas. Además encomendó al cosmógra-
fo Juan López de Velasco que, basándose en todas las infor-
maciones disponibles, compusiera una descripción general de la
América española. Surgió así la Geografía y descripción univer-
sal de ¡as Indias, que López de Velasco concluyó en 1574 y
dedicó a Felipe I I Esta obra es la primera estadística de
población americana. Figuran en ella una nómina de las ciuda-
des y localidades a la sazón existentes y, junto a otros datos
de interés, el número que a la fecha habían alcanzado los ciu-
dadanos españoles de pleno derecho (vecinos), los indios y Jos
negros.
Como los informes solicitados a Jas autoridades coloniales so-
lían ser incompletos y en parte ni siquiera se les había elevado
al Consejo de Indias, Ovando dispuso que se llevara a cabo
un nuevo relevamiento en todas las provincias americanas. El
mismo, empero, no debía quedar en una información única
sobre todos los problemas que interesaban al gobierno, sino
que Ovando pretendía que las autoridades inferiores comuni-
caran constantemente todas las variaciones, de modo que la
administración central, sin pérdida ,de tiempo, pudiera completar
y rectificar los datos y estuviera así permanentemente al tanto
del movimiento de la población. A tales efectos todas las auto-
ridades inferiores, medias y superiores tenían que llevar registros
con las subdivisiones respectivas, en las cuales se debían asen-
tar pormenorizados informes. Según esto, en el Consejo de
Indias podría existir un puesto central de información para
86
todos los asuntos de la administración colonial. Estaba previsto,
además, que el síndico de cada ciudad preparara y llevara un
registro de habitantes en el cual se debía dividir a los españo-
les, conforme a su situación social, en siete grupos; para los
indios se creaba un registro especial. Del mismo modo, los pá-
rrocos y sus superiores —prelados en general, obispos y arzobis-
pos— debían llevar registros en los que se asentaran los datos
personales de cada feligrés. Esos libros debían ser puestos al
día continuamente. Cada cura, además, tenía la obligación de
llevar un inventario de las calles y casas de su parroquia y
hacer constar en él las familias con todas las personas perte-
necientes a las mismas, indicando la edad y ocupación de cada
una. La instrucción real de 1573 para la ejecución de este pro-
yecto comprende 135 capítulos.
Como en el Consejo de Indias pronto se reconoció que, con
los medios y disponibilidades de la administración, sobre todo
en las apartadas provincias de América, era imposible realizar
un trabajo tan amplio de sondeo e información regulares, una
real orden de 1577 redujo a 50 preguntas las averiguaciones
a practicar. Adicionalmente el gobierno remitió a las autoridades
coloniales formularios impresos para que éstas los llenaran. Una
pregunta, a guisa de ejemplo, se refería al año de fundación
de la ciudad, el número de sus primeros moradores y el estado
actual del vecindario. A otra pregunta se debía responder si el
número de los indios había aumentado o disminuido en la co-
marca respectiva y por qué motivo. Se trata de encuestas sobre
el movimiento de la población, tal como podrían desearse en
calidad de fuentes documentales para la historia de la población
en América.
En 1604 el presidente del Consejo de Indias, conde de Lemos,
ordenó que se realizara una nueva descripción geográfica de las
ciudades, localidades y provincias del Nuevo Mundo y, a tal
efecto, hizo enviar formularios impresos, que comprendían no
menos de 355 preguntas. El esquema para las preguntas sobre
población dividía a los blancos en inmigrantes españoles y no
españoles, inquiría cuál era la provincia natal de los españoles y
cuál el país de los extranjeros, separaba de los inmigrantes
a sus descendientes nacidos en América, o criollos, contaba
aparte la población masculina de la femenina y procuraba ave-
riguar cuál era el estado civil y la edad de las personas.
Debía atenderse al aumento o mengua de la población de una
localidad e indicar los motivos de la mudanza. Se debía regis-
trar el número, sexo y edad de la población mixta de blancos
y negros, los mulatos, mientras que no se consideraba que los
mestizos fueran un grupo especial de la población, sino que
te les sumaba a los españoles. Se quería averiguar cuál era la
87
estructuración ocupacional de la población blanca, y en particu-
lar el número de los encomenderos, de los militares, de los
profesores y estudiantes.
El comisario general de la Orden de los Carmelitas, Alonso
Vázquez de Espinosa, redactó en 1628 su obra Compendio y
descripción de las Indias Occidentales, que no fue publicada
hasta nuestros tiempos (Washington, 1948). Contra lo que se
ha supuesto, para componerla no se basó en aquel cuestionario,
sino principalmente en las comprobaciones personales que efec-
tuara durante sus dilatados viajes de inspección. En la descrip-
ción de ciudades y pueblos se indica el número de habitantes
y por separado se menciona el de indios, negros y mestizos.
Esta obra es, después de la Geografía general de las Indias,
de López de Velasco, la más importante y completa estadística
de población de Hispanoamérica en los comienzos de ia época
colonial.
Por una real orden de 1633 se dispuso que se trazaran ma-
pas de cada provincia de América y se enviaran los mismos
al Consejo de Indias. En las declaraciones adicionales se debía
indicar el número de la población española y el de la indí-
gena. En 1679 el rey encomendó a los arzobispos y obispos de
América que efectuaran censos de población en sus provincias
eclesiásticas. Como diversos dignatarios de la Iglesia declararon
no estar en condiciones de hacerlo, en 1681 se ordenó nueva-
mente a las audiencias y gobernadores que llenaran esos pa-
drones estadísticos.
La política reformista de la dinastía borbónica reconoció
nuevamente la necesidad de una descripción geográfica exacta
de los reinos americanos. La real orden del 19 de julio de 1741
obligaba a los virreyes y audiencias a velar para que se regís,
traran y elevaran datos concretos sobre la situación en sus
respectivos territorios. Se solicitaban, en especial, «las noticias
particulares que necesitan para el conocimiento cierto de los
nombres, número y calidad de los pueblos de su jurisdicción
y de sus vecindarios y de sus naturales». Era necesario comple-
mentar constantemente estas informaciones.
Por orden del virrey de Nueva España y fundándose en las
informaciones enviadas por las autoridades locales y toda la
documentación oficial disponible, José Antonio de Villaseñor y
Sánchez redactó una obra intitulada Teatro americano. Descrip*
ción general de los reinos y provincias de la Nueva España.
(impresa en 2 tomos, México, 1746 y 1748). Los datos demo>
gráficos de este trabajo se refieren a españoles, mestizos, negros
y mulatos. A veces sólo se indica el número total de familias
de una localidad, sin que se especifiquen los grupos de poblar,
ción, o el autor se contenta con la observación imprecisa de
que en un lugar hay «muchas familias» o «algunas familias»
de tal o cual tipo de habitantes. Pese a estas carencias, la obra de
Villaseñor ofrece una base importante para la estadística pobla-
ción al de México en el siglo x v i n .
En América del Sur la real orden de 1741 no fue cumplida
con similar eficacia. En cartas a los virreyes de Perú y Nueva
Granada, de 1751, el rey manifestó su sorpresa ante tal negli-
gencia y ordenó que se subsanara la omisión. Pero hasta 1758
el virrey del Perú no encontró, en la persona del doctor Cosme
Bueno, profesor de matemáticas en la Universidad de Lima,
un buen refundidor de Jos conocimientos sobre el Perú y de
su población. Bueno, conjuntamente con su hijo Bartolomé, por
medio de consultas dirigidas a las autoridades locales y otras
indagaciones se procuró la base documental para la descripción
de las diversas provincias. Esta obra descriptiva apareció por
partes de 1763 a 1774 en el almanaque peruano, las «Efemérides»,
y luego separadamente como libro, bajo el título de Descripción
del Virreinato del Perú,
En lugar de tales registros descriptivos de curiosidades, cuyo
conocimiento era indispensable para la administración de las
remotas provincias americanas, en la segunda mitad del si-
glo xvili se pasó a la comprobación de hechos por el método
estadístico. En particular, se comenzó a realizar una estadística
de la población mediante la generalización de los censos. Los
fenómenos demográficos ya no constituyen puntos aislados de un
amplísimo cuestionario, sino que se convierten en objeto exclu-
sivo del pedido de información. Por orden del 10 de noviembre
de 1776, Carlos I I I encomendó a todos sus virreyes y gober-
nadores en América que hicieran realizar un censo preciso de
la población y clasificaran a los habitantes por sexo, raza, grupo
de mestizaje y ocupación. Este censo debía llevarse a cabo
todos los años. En 1813 se hizo imprimir nuevamente un formu-
lario impreso para un registro estadístico de la población en
América española, a cuyo efecto se exigía una clasificación por
grupos de edad, sexo, estado civil, raza y ocupación.
••- Junto a las descripciones y censos cabe referirse a otras
fuentes primarias para una historia de la población hispanoame-
ricana. Desde 1563 existía una ordenanza según la cual los
oidores debían emprender, por turnos, u n viaje de inspección
por las localidades que se hallaban bajo la. jurisdicción de la
audiencia. En su informe debían también indicar el número
de pobladores. Los españoles capaces de llevar armas y de pres-
tar el servicio militar debían presentarse a las revistas militares
(¿ardes), y en los partes elevados con tal motivo se indica el
número de estas personas en tal o cual ciudad, con lo cual se
89
tiene un punto de partida para evaluar el total del vecindario
español en el lugar concreto de que se trate. Para la población
indígena son singularmente ilustrativos los registros de los in-
dios tributarios de cada localidad, con la estimación de los
gravámenes que cada individuo tenía que satisfacer (tasaciones
de los naturales).
Tras la división del imperio español en intendencias, el titu-
lar de la misma recibió la instrucción de llevar un registro
exacto de los habitantes sujetos a su jurisdicción. Otra innova-
ción del absolutismo ilustrado en materia de controles de po-
blación fue la de establecer oficinas de empadronamiento en
las ciudades. En Cuba, con aprobación real, se dividió la capital
en cuatro barrios. Para cada uno de éstos se designó un comi-
sario (comisorio del barrio). Dicho funcionario estaba obligado
a llevar un libro donde debían figurar los nombres de los
vecinos de cada casa de una calle. El 10 de enero, todos los
años, los comisarios de la ciudad debían especificar al gober-
nador en un formulario cuál era la situación de los vecinos
del barrio, para lo cual estaba prevista una clasificación por
edades y la distinción entre blancos, negros y mulatos libres,
y por último esclavos negros o mulatos. Se debían informar,
además, los nacimientos y decesos acaecidos el año anterior. En
otras ciudades americanas se aplicó también este nuevo régimen.
En las instrucciones ampliadas para los comisarios de barrio, que
ahora se denominaban alcaldes de barrio, se encuentra también
la disposición según la cual cada vecino al mudar de domicilio
debía dar aviso de su partida y de su llegada. A quien incum-
pliera esta obligación se le sancionaba con una multa de 10 pe-
sos o seis días de cárcel. Mucho más importantes que este
registro estatal de las personas, instituido tardíamente, son los
registros parroquiales, que ya los primeros concilios americanos
habían establecido la obligación de llevar. AI realizar los asen-
tamientos sobre bautismos, casamientos y entierros, los curas
llevaban registros separados para blancos, indios, negros y mes-
tizos. Con todo, el asiento correspondiente en el registro par,
rroquial no siempre se puede considerar como prueba de la
pertenencia verdadera de una persona a una raza determinada
90
mente las órdenes que impartían las autoridades sobre releva-
mientos geográficos y censos de población en América sólo se
cumplían parcialmente, y a veces ni siquiera eso. D e ningún
modo debe atribuirse ello a la dejadez o incuria de las auto-
ridades coloniales. Las instrucciones formuladas burocráticamente
en los despachos madrileños eran extrañas a la realidad. Con
tazón la audiencia de Charcas pudo señalar que las regiones
de los Andes no se parecían en nada a las comarcas españolas
y que la jurisdicción de la audiencia se extendía sobre un
territorio, en su mayor parte montañoso y casi inaccesible, de
600 millas de largo por 200 de ancho. Hacía falta, por aña-
didura, una burocracia bastante numerosa y adecuadamente ins-
truida que pudiera satisfacer las exigencias de una administración
estatal cada vez más desarrollada. ¿Cómo el corregidor de una
distante provincia india, que tal vez apenas sabía leer y escribir,
podía llevar a cabo el trabajo que demandaba responder a un
complicado formulario de 350 preguntas y realizar todas las
averiguaciones necesarias para ello? Se presentaba, por último,
la dificultad de reunir el dinero necesario para los gastos que
suponían las informaciones geográficas y los censos de población.
La indemnización de 200.000 maravedís, concedida a un oidor
por la gira de inspección realizada durante un año por el terri-
torio de la audiencia, indemnización con la cual se debían pagar
también todos los gastos del acompañamiento, era tan mez-
quina —escribía el virrey del Perú al rey en 1685— que no
merecía ese nombre. Consecuencia de ello habría sido que desde
tiempo inmemorial no se realizaban esas visitas, durante las
cuales debía verificarse también el desarrollo de la población.
Quienes investigan la historia de la población, pues, pueden
disponer tan sólo de un material documental incompleto. Pese
a todo, sin embargo, la documentación conservada es suma-
mente copiosa, aun cuando en su mayor parte es menester que
se la escudriñe sistemáticamente en los archivos y se la inven-
taríe con arreglo a un plan. Se requiere, ante todo, que nume-
rosos estudios monográficos establezcan conocimientos particu-
lares seguros. La historia local y regional debe investigarse con
arreglo a la problemática demográfica. En el estado actual de
la investigación es imposible realizar una estadística de pobla-
ción para la América colonial. Cualquier visión d e conjunto
sobre el estado de la población no es más que una apreciación
provisional sobre una base insegura.
Ángel Rosenblat ha procurado calcular la población total de
América para los años 1570, 1650 y 1825, aproximadamente, y
<k ha dividido conforme a criterios regionales y étnicos. Fun-
daadose en los datos de la Geografía de López Velasco y otras
91
fuentes ha elaborado para alrededor de 1570 el siguiente cuadro
sinóptico:
CUADRO 1
México, América
.Central y Antillas 52.500 91.000 4.072J5JL
—
América del Sur es-
pañola 65.500 139.000 4.955.000
Brasil 20.000 30.000 $00.000
América Central y
del Sur 138.000 260.000 9.827.150
CUADRO 2
México, América
Central y Antillas 330.000 450.000 190.000 144.000 3.950.000
America del Sur es- *
pañola 329.000 285.000 161.000 95.000 4325.000
Brasil "70.000 100.000 50.000 30.000 700.000
América Central y
del Sur 729.000 835.000 401.000 269.000 9.175.000
92
Fundándose en los datos estadísticos de Alexander von Hum-
boldt, Rosenblat compuso un tercer cuadro sinóptico sobre la
situación en que hacia 1825 se encontraba la población:
CUADRO 3
América Central y i
del Sur j 4.349.000 4.188.000 6.252.000 8.211.301
93
considerable. Pero el panorama es completamente distinto si
partimos del estado de la población de la América precolom-
bina, antes de la llegada de los europeos.
Las apreciaciones acerca del número alcanzado por los indios
antes de 1492 difieren señaladamente entre sí. Los primeros
cronistas nos hablan de que el Nuevo Mundo estaba densísi-
mamente poblado; los conquistadores luchaban, según sus tes-
timonios, con huestes enemigas formadas por cientos de miles
de guerreros, y los misioneros hacían saber que habían bauti-
zado millones de paganos. Según las acusaciones de Las Casas,
en las primeras décadas de la conquista han de haber perecido
alrededor de 30 millones de indios, lo que permitiría suponer
la existencia de una población indígena de 100 millones, apro-
ximadamente. Los investigadores modernos han examinado la
relación entre nivel de civilización y densidad de habitantes
y calculado, en función de ello, el número de los aborígenes
americanos. Los especialistas más competentes en la materia han
llegado a los siguientes resultados:
94
madamente. Lo más sorprendente, sin embargo, es su resultado
de que en 1532 aún vivían en México Central entre 16.300.000
y 17300.000 aborígenes. A partir de esto se calcula, a su vez,
que en el México anterior a la invasión europea existían alre-
dedor d e 25 millones de indios. Si se toma como base la dístri-
"Bución de la población indígena según el cálculo de Rosenblat,
América Central y del Sur, antes de 1492, debían de haber con-
tado con cerca de 75 millones de indígenas. Esto significaría
que en ciertas regiones los habitantes de América habrían aumen-
tado hasta el límite de sus posibilidades de alimentación. E n
México Central la utilización agrícola del país habría llegado
ya a exceder de" la medida conveniente. Con ello se confirmarían
los informes de los conquistadores españoles acerca de una j u ^
perpoblación_de la meseta mpirirana)
También respecto a otras regiones de América, los investi-
gadores se sienten inclinados hoy día a suponer una densidad
de población mucho mayor. Que en La Española (Haití) vivie-
ran antes de 1492 un millón de aborígenes, tal como han afir-
mado Las Casas y Oviedo, parece factible dada la alimentación
puramente vegetariana de los indios.
La catástrofe demográfica de los indios de América tiene que
haber sido, según esta estadística de población, aún mucho más
terrible. La merma de la población en los primeros tiempos
de la conquista europea fue particularmente rápida. E n México
Dererieron^jentieJJ19^^ de indios»/
y""i5" 1568 de Jos 25 millones, originarios n o testaban más q u e
tres millones. La población indígena continuó disminuyendo en
los años~sÍguientes, hasta alcanzar su nivel más bajo en la
primera mitad del siglo x v n . A partir de allí comenzó una lenta
recuperación en el número de aborígenes. La despoblación de
tas Antillas se produjo en una sola generación. Hacia 1520
vivían en La Española tan sólo 16.000 del millón de indios
que debe de haber existido allí antes d e 1492.
¿Cuáles son las causas de esta mortandad, que en diversas
regiones terminó con la extinción de los primitivos habitantes?
Las guerras de la conquista causaron muchas víctimas; por
ejemplo, en la toma de la ciudad de M,éjáco,^han j k h a b e r
encontrado la muerte^jArededafc, fh. 7ffl,ft0fl aztecas • Pero Tas lu-
c r a r a Utares""~por l o común fueron de escasa duración. Las
Casas echaba toda la culpa a la «codicia insaciable» de los
españoles, que expoliaban sin miramientos a los aborígenes y
los maltrataban cruelmente. El traslado masivo de los indios
a los trabajos forzados en las minas y en la agricultura separó
violentamente a las familias, y la extenuación y el hambre
diezmaron rápidamente esas cuadrillas de trabajadores. E l resul-
95
todo fue Ja disminución de ios nacimientos y ia mortalidad
infantil. Como los indios no tenían animales domésticos, y por
tanto desconocían la leche animal, la alimentación de los niños
de pecho exigía un largo período de lactancia. Ahora bien, si
la madre había sido separada de su pequeño por la coerción
laboral, la consecuencia inevitable era la muerte de aquél.
Ciertamente, no todos los españoles y portugueses habrán
sido «crueles verdugos» que atormentaban hasta la muerte,
mediante trabajos incesantes, a los peones que se les había
adjudicado, ni es concebible, tampoco, que los escasos europeos
de los primeros tiempos puedan haber hecho trabajar a cientos
de miles de aborígenes. La mortandad catastrófica de los indios
se debió más a causas naturales que a las masacres de la con-
quista. En sus exploraciones de ultramar, los europeos, sin
saberlo, llevaron consigo microbios y virus contra los cuales
ellos mismos eran inmunes, pero que al contagiarse a los abo-
rígenes mostraron una virulencia extraordinaria. El organismo
de éstos era muy sensible a Jos agentes patógenos y no desarrolló
los anticuerpos necesarios. La gripe, la neumonía y enferme-
dades similares se difundieron entre los indios, al entrar en
contacto con Jos blancos, a una velocidad fulminante y en los
más de Jos casos se, produjo un desenlace fatal. En ciertos pe-
ríodos se desencadenaron epidemias de viruela que causaron
víctimas incontables. Cuanto más aislada del resto del mundo
ha vivido una población —y tal era el caso de los indígenas
de América—, tanto más destructivamente opera el contagio de
agentes patógenos, y cuanto más primitiva era una tribu indí-
gena, tanto más rápidamente se extinguía. Particularmente recep-
tivos mostraron ser los habitantes de Jas Antillas y de las
zonas tropicales de las costas continentales. Por el contrario,
los moradores de las densamente pobladas mesetas andinas re-
sultaron más resistentes. El mestizaje con los españoles favorecía
la adaptación biológica paulatina a las enfermedades europeas.
La vestimenta y el modo de vida europeos, impuestos a las
indígenas, tuvo también que ejercer un influjo negativo sobre
\Ja salud de estos pueblos primitivos.
«La ley biológica de la falta de inmunidad a las afecciones»
—tal es la noción científica— explica la extinción de tantas -
poblaciones indígenas en los primeros tiempos de la invasión
europea en América. La muerte violenta constituyó un fenómeno
limitado y no determinó el destino global de los pueblos preco-'
lombinos Territorios de misión a los que no penetraren
europeos como explotadores, experimentaron igualmente la mue>
te e s masa de los aborígenes. La misma resultaba tan incoax
prensible para los contemporáneos, que la consideraban uní
96
plaga enviada pot Dios. £1 único método terapéutico que cono-
cían los españoles contra estas enfermedades era la sangría, y
como los indios morían a pesar de ella, aquéllos opinaron que
los aborígenes eran demasiado débiles por naturaleza para so-
portar una extracción de sangre. Cuando los jesuítas, y después
de su expulsión los franciscanos, establecieron sus misiones en
Baja California, las enfermedades infecciosas se difundieron
con increíble rapidez precisamente entre aquellos indios que
nunca habían estado en contacto con los blancos. En los pri-
meros veinte o treinta años, las epidemias, sobre todo de sa-
rampión, viruela y tifus, segaron ln vida de aproximadamente
lu
las tres cuartas partes de los i n d í g e n a s . Sin duda, la recep-
t úvidad de los indios a las enfermedades aumentó porque la
disolución de sus formas sociales tradicionales ejerció sobre
ellos un influjo deprimente y a veces los impulsó a darse la
muerte.
Las enfermedades contagiosas, en particular las epidemias de
viruela, causaron muchas víctimas durante la época colonial.
jEn las inmediaciones de México sucumbieron en 1545, en el
I término de siete meses, cfrra rl» 400.000 indios y en 1779
perecieron en la" ciudad de México aproximadamente 22.000 per-
sonas de viruela. Por orden del rey Carlos IV, una comisión
médica introdujo en 1803 la vacunación antivariólica en América
española, a raíz de que en 1796 Edward Jenner había desarro-
llado un procedimiento sistemático de vacunación
En cierta medida el carácter indígena también se perdió por
el mestizaje progresivo. Este fenómeno ejerció una influencia
tanto mayor por cuanto los componentes autóctonos de la po-
blación no recibieron ningún refuerzo exterior.
. Una característica notable en el desarrollo de la población
es la proporción creciente de mestizos, los cuales, según los
cálculos de Alexander von Humboldt, a fines de la época colo-
nial constituían ya un 32 por 100 de los habitantes de Hispa-
noamérica. E n Nueva España, las diversas castas de mestizos
representaban el 46 por 100 de la población total.
El crecimiento natural de la población iberoamericana fue
diferente según las regiones. En especial, las tasas de mortalidad
de niños y adolescentes eran considerablemente más altas en las
zonas cálidas y húmedas. En Nueva España se calculaba, a
principios del siglo xix, que por cada 21 personas había por
termino medio un nacimiento y por cada 34 personas un deceso.
¿La relación entre decesos y nacimientos se estimaba en 1 : 1,65.
fEI aumento anual de la población ascendía a 1,8 pot 100, apto-
^ñmadamente. En la capital, México, la mortalidad era mayor,
'de ral modo que la tasa de crecimiento anual equivalía a
97
0,6 por 100. En general, la población masculina predominaba
e n ; Nueva España, pero en las ciudades mayores había un
exceso de mujeres. La esperanza de vida era escasa. E n Gudad
de México, de 100 europeos 18 alcanzaban más de cincuenta
años; d e 100 criollos, ocho; de 100 mulatos, siete, y de 100 in-
dios ni siquiera siete. Una estadística más exacta del movimiento
de la población y un conocimiento más afinado de los factores
que lo determinan constituyen la materia de estudios demográ-
ficos futuros.
98
5. Ei desarrollo de la organización estatal
100
en un conglomerado de territorios políticamente heterogéneos.
A las posesiones americanas se íes aplicaba la denominación
de Estado do Brasil, pero desde 1626 existió además un Estado
do Para e Maranbao como unidad administrativa separada.
La organización del dominio español en América hubo de
depender, pues, de la posición e importancia que se le había
reconocido al Reino de las Indias dentro de la monarquía hispá-
nica general. La política exterior de los Habsburgos y Borbones
españoles tuvo como consecuencia también la formación de las
condiciones vigentes en el territorio americano sujeto a su auto-
ridad. Coetáneamente a los descubrimientos y conquistas en
ultramar se produjo la conversión de España en gran potencia
europea. La política exterior de Fernando el Católico perseguía
el objetivo de incluir a Italia en la esfera de influencia de la
monarquía española, contrarrestar el peligro turco e instaurar
el predominio hispánico en el Mediterráneo. El principal adver-
sario de esta expansión del poder español era la monarquía
francesa, y la diplomacia de Fernando se esforzó por cercar a
,4>
Francia mediante alianzas y evitar su injerencia en Italia . De
esta suerte se introdujeron la hegemonía y el equilibrio como
principios básicos de la política estatal europea. A partir de
entonces y durante Jos siglos siguientes el mundo de ultramar
adquirió una significación creciente en la historia, llena de vici-
situdes, del sistema estatal europeo. La historia del imperio
español en América, a la inversa, fue determinada por el des-
arrollo de la política hispánica de poder en Europa. Se suscita
la cuestión de saber cómo se correlacionan los intereses ultra-
marinos y europeos de la monarquía española y en qué medida
el reino de «Indias», que con arreglo al derecho público gozaba
de iguales derechos, estaba subordinado a las unilaterales aspi-
raciones de poder que experimentaban los dominios europeos
de la corona; ¿en qué medida, pues, la América española se
había convertido efectivamente en objeto de explotación colonial
por parte de la metrópoli?
•.En los descubrimientos y conquistas de ultramar el rey Fer-
nando veía una expansión del dominio español sobre gentes y
países, y al término de sus días declaró con orgullo: «Ha más
de 700 años que nunca la corona de España estuvo tan acre-
m
centada ni tan grande como agora» . Se interesaba de manera
personalísiroa en todos los detalles de la ocupación y coloni-
zación de las Indias y se ufanaba de que la ciudad de Santo
1
Duningo era creación suya {«fechara de mis manos») ".
• A ese respecto Fernando el Católico adjudicaba al reino de
ultramar la importante función de suministrar medios mone-
tarios' para los costos, continuamente en alza, de la política
exterior española en Europa. Para el mundo político en el que
101
se movía Carlos V, los asuntos de ultramar constituían remotos
acontecimientos marginales; sólo adquirieron un interés actual
gracias a los suministros de metales preciosos que financiaban
su política imperial. En lo demás, sólo en algunas circunstancias
—por ejemplo, cuando la reordenación de las leyes de Indias
en 1542— pudo advertirse una injerencia personal del empera-
dor. Las ideas medievales sobre la unidad de la cristiandad y
la dominación universal —en lo secular— del emperador no
sólo fracasaron en Occidente al enfrentarse a la resistencia de
los diversos estados soberanos, sino que mostraron también su
incapacidad de incluir al Nuevo Mundo en el ordenamiento
de la comunidad occidental. El emperador —que los conquis-
tadores españoles presentaban a los indígenas americanos como
el mis poderoso potentado del universo, exigiéndoles que lo
reconocieran como soberano— era el rey de España, y el teólogo
y jurista español Vitoria había impugnado expresamente la legi-
timación - de la conquista en el Nuevo Mundo fundada en la
idea imperial, característica de la Edad Media. Hernán Cortés,
el conquistador de México, le propuso a Carlos V que se deno-
minara «emperador de Nueva España», y estaba persuadido de
que este título le correspondía a aquel con no menos derechos
y méritos que el de emperador de Alemania. El cronista Fer-
nández de Oviedo manifestó la esperanza de que el seguimiento
de la expansión española en ultramar sometería a Carlos V todo
el imperio universal. Un imperio español que se hubiera man-
tenido más al margen de las complicaciones europeas y hubiese
orientado su política según los intereses de ultramar, habría
podido tomar más en cuenta las necesidades particulares del
Nuevo Mundo, en lugar de poner el desarrollo de América tan
al servicio de la financiación de la política europea desarrollada
por la metrópoli.
En Carlos V, empero, mal podía alcanzar comprensión la idea
de un imperio nacional, acariciada por el conquistador de Mé-
xico. Quería sentirse responsable como emperador romano de la
nación germánica, proteger y defender en los territorios de
ultramar la fe cristiana y derivar del sacrum imperium su auto-
ridad sobre los mandatarios indígenas de América. En un es-
crito del 1.° de mayo de 1543 se dirigió a los «reyes, príncipes
y señores, repúblicas y comunidades» de todas las provincias
y comarcas al sur y al oeste de Nueva España y les ofreáá
amistad, protección y asistencia si reconocían su autoridad su-
prema, con lo cual preservarían todos sus derechos, libertades,
m
leyes y costumbres . Pero no era posible erigir el ordenamiento
del poder europeo en América como relación feudal entre
emperador de Occidente y los reyes y príncipes indios.
Durante todo el transcurso de la dominados española fue
102
la norma organizar el gobierno de los dominios americanos
de la corona de tal suerte que rindieran el mayor beneficio
posible a las finanzas estatales y la economía metropolitana.
Simultáneamente, la dependencia económica de las colonias se
presentaba como la más fuerte de las ataduras, que impedía su
,a
separación de la m e t r ó p o l i . Los reformistas del absolutismo
ilustrado, precisamente, querían proscribir la idea de que Amé-
rica era una colonia de España. Debía considerarse al reino
americano como parte esencial y de igual rango en la monar-
quía. Los europeos y americanos habían de equipararse en dere-
chos y deberes y fundirse en un «cuerpo unido de nación»
Sin embargo, no llegó a realizarse tal modificación en la estruc-
tura política de la monarquía española.
•Hasta su unificación con España en el año 1580, las com-
plicaciones europeas no distrajeron a Portugal de los asuntos
de ultramar. La pequenez y la situación marginal del territorio
estatal portugués no podían suscitar en sus soberanos la ambi-
ción de aplicar en Europa una política expansiva de poder, para
cuya financiación se requirieran las riquezas coloniales. Los
reyes portugueses pensaban en el aprovechamiento inmediato de
las posibilidades de lucro que ofrecían los descubrimientos en
ultramar y actuaban en gran medida como empresarios comer-
ciales. Aun afirmando cabalmente el carácter estatal de las con-
quistas coloniales, durante las primeras décadas dejaron la
colonización a cargo de iniciativas empresariales privadas, auto-
rizadas por el Estado. Sólo más adelante ganó terreno en Brasil
la organización estatal. En un principio se consideró suficiente
la instalación de factorías. Con la expansión y fortalecimiento
de la autoridad estatal se impuso, sin embargo, la concepción
del sistema colonial mercantüista, según la cual las posesiones
ultramarinas constituían un mercado dependiente y complemen-
tario de la economía metropolitana.
El surgimiento de imperios en ultramar favoreció el desarro-
llo del poder absoluto de los príncipes. Conforme a la doc-
trina de los juristas hispanos, el príncipe, en sus reinos heredi-
tarios o electivos, estaba sujeto a los derechos fundamentales
y costumbres del país, a cuya preservación se comprometía cuan-
do el pueblo lo reconocía como soberano legítimo. En los terri-
torios, empero, que el príncipe acababa de adquirir, le tocaba
en suerte la soberanía plena y exclusiva sobre el país y la
gente, así como la libre disposición de la tierra. Los descubri-
mientos y conquistas en ultramar se volvían propiedad heredi-
taria de la corona y, conforme al derecho hispánico, se deno-
minaban reinos patrimoniales. Se constituía así una soberanía
patrimonial, fundada sobre la adjudicación de la tierra realenga
a los colonos y en la concesión de privilegios. Los viejos derc-
103
chos de posesión sólo tenían validez en el caso de la propiedad
privada o comunal de los indios. También en el sentido jurídico
América era una tierra virgen, en la que sólo se respetaban
las tradiciones del derecho indígena cuando ello parecía políti-
camente conducente. En lo fundamental, las leyes e instituciones
europeas debían ser trasplantadas al reino de ultramar. De esta
suerte, la ley orgánica para la colonización española en América
rezaba así: «Porque siendo de una Corona los Reynos de Cas-
tilla y de k s Indias las leyes y orden de gobierno de los unos
y de los otros deben ser lo más semejantes y conformes que ser
pueda, los de nuestro Consejo en las leyes y establecimientos
que para aquellos estados ordenaren procuren reducir la forma
y manera del gobierno dellos al estilo y orden con que son
regidos y gobernados los Reinos de Castilla y León, en cuanto
hubiere lugar, y permitiere la diversidad y diferencia de las
w
tierras y naciones» .
La concepción que los reyes españoles tenían de su sobera-
nía, no obstante, les imponía un compromiso y una responsa-
bilidad con respecto a sus subditos americanos. Consideraban a
los reinos de ultramar conquistados como un feudo que les
' hubiese sido confiado por la gracia de Dios, a lo cual iba
ligada la misión de gobernarlos de manera conveniente. Por
tanto, la llamada a la conciencia real constituía un poderoso
argumento para influir en las decisiones de los monarcas con
relación a los asuntos americanos, y Las Casas, en su apasio-
nada lucha por la reforma de la legislación sobre los indios,
se sirvió eficazmente de ese recurso.
¿Pero podía organizarse políticamente, con los medios de go-
bierno a disposición de las monarquías de la época, un reino
tan vasto, y además ubicado en ultramar? ¿Los medios finan-
cieros y las instituciones burocráticas de los Estados ibéricos
estaban a la altura de las exigencias que planteaba la inmensi-
dad de la nueva formación estatal?
La puesta en práctica, tanto de los viajes de descubrimientos
como de k s expediciones de los conquistadores, excedía, en
España no menos que en Portugal, los recursos de la corona.
Los soberanos habían de ofrecer «trayentes posibilidades al
espíritu de empresa y el afán de lucro de empresarios privados.
A quien realizaba, por su cuenta y riesgo, expediciones militares
o colonizadoras, los reyes le transferían, amén de otras prerro-
gativas, importantes funciones del poder público. De esta forma
los Reyes Católicos, aunque por ¿ t a t o no sin marcada reluc-
tancia, confirieron a Cristóbal Colón como propiedad hereditaria
los cargos d e almirante, virrey y gobernador de k s islas y tie-
rras firmes que descubriera En capitulaciones posteriores la
corona aseguró a empresarios afortunados diversos cargos y dig-
104
nidades vitalicios, o por dos o tres vidas e incluso hereditarios,
pero el cargo de gobernador sólo lo otorgó, a lo sumo, vitali-
ciamente o aun para un heredero si a éste el rey lo consideraba
capacitado para acceder al mismo. A estos particulares, así favo-
recidos, les correspondía también la jurisdicción civil y penal.
Las personas investidas con los cargos recibían asimismo una
gran propiedad rústica, lo que tendía a la formación de señoríos
de tipo feudal. La fundación de imperios coloniales —un resul-
tado de la expansión europea y del impulso de conquistas en la
época de los descubrimientos— se servía, por tanto, de medios
feudales de dominación, pero en la América española esos rudi-
mentos de feudalismo no pasarían de tales '**. La fuerza creciente
del poder real y la organización de autoridades centrales pusieron
coto a las tendencias feudales de desarrollo.
En una medida mucho mayor prosperó el feudalismo en la
América portuguesa. El sistema colonial de las factorías, apli-
cado en un principio, había fracasado, y la defensa contra
invasores extranjeros hizo necesaria la ocupación y colonización
de las costas brasileñas. Los gastos crecientes que demandaban
la administración y defensa de las factorías erigidas en las
Indias orientales no le permitían a la corona portuguesa reunir
los medios financieros necesarios para la colonización de Brasil.
Tras muchos titubeos, el rey Juan I I I se decidió, en 1534, a
aplicar también en el Nuevo Mundo el sistema de las dona-
ciones de tierras, conforme al derecho feudal, que resultara
eficaz en las islas del Atlántico. Se dividió en 12 sectores la
costa brasileña, desde la desembocadura del Amazonas en el
norte hasta San Vicente en el sur. De los puntos terminales
de estos sectores costeros se trazaron paralelas imaginarias hacia
el interior del país. Por tanto, la jurisdicción de estas dona-
ciones, denominada capitanía, estaba determinada por la línea
de la costa y dos paralelas, mientras que la frontera en el
interior permanecía abierta y no debía constituirla otra línea
sino la demarcatoria de Tordesillas, aún no establecida. Surgie-
ron así cuadriláteros irregulares, que a causa de las mediciones
inexactas de la extensión costera eran muy diferentes entre sí.
Estos territorios, así delimitados, se otorgaron por medio de
un documento (carta de doacáo) a integrantes de la baja no-
bleza o de los estamentos medios, quienes se comprometían a
colonizarlos por su cuenta y riesgo. Las capitanías eran pose-
siones hereditarias, pero inenajenables e indivisibles. No podían
ser traspasadas nuevamente en feudo por sus titulares. Junto
a la tierra, el empresario y colonizador privado alcanzaba una
serie de detechos de soberanía. El rey le transfería la judicatura,
así como el poder militar y político. El donatario recibía ade-
más el derecho de inmunidad, que vedaba el acceso de los
105
tundonarios judiciales del monarca a la capitanía. Entre d rey
y d donatario existía una reladón de vasallaje. La donación
pedía ser revocada en caso de que su beneficiario incurriera
en alta traidón y felonía. En d caso de un procedimiento
penal contra el donatario, éste era responsable ante la corte.
Una dotación tan amplia de poderes en manos de los dona-
tarios estaba en contradiedón con la política seguida por la
corona en la metrópoli. Pero la monarquía se encontraba en una
situación compulsiva. Brasil no atraía por sus riquezas en oro
y plata a los empresarios acaudalados. Si la corona pretendía
ganar a personas privadas para la ejecución de onerosas coloni-
zaciones, debía concederles la posición de poderosos señores feu-
dales. N o obstante, el sistema de las donadones conformes al
derecho feudal no dio buen resultado. Ya en 1549 la corona
rdvindicó los derechos estatales de los donatarios, derechos que
pasaron a ejercer funcionarios reales. El estado institucional bu-
rocrático hizo también su írrupdón en Brasil "*.
La multitud de nuevas tareas planteadas por la expansión en
ultramar motivó, en España, la creación de autoridades centrales
de índole, especial. En 1503 los Reyes Católicos ordenaron que
se fundara la Casa de Contratadón en Sevilla. Esta institudón
mercantil de la corona debía organizar y controlar todo el ser-
vicio de transportes y pasajeros entre d Viejo y d Nuevo Mundo
con barcos fletados por el Estado o particulares, así como ase-
gurar los ingresos correspondientes percibidos por la corona. En
un principio debían hacerse cargo de los asuntos tres empleados,,
un administrador, un tesorero y un contador. Con la transfe-
rencia de la judicatura en casos comerdales, se asignaron tam-
bién a la Casa algunos letrados. El cometido del piloto mayor
era impartir a los marinos los conocimientos prácticos y teó-
ricos de navegación, o comprobar si los tenían. En 1523 se
creó el cargo de cosmógrafo para la daboración de instrumentos
náuticos y en 1552, al instituirse una cátedra de cosmografía
y náutica, aparecieron los rudimentos de una academia de marina.
En 1510 la Casa de Contratación redbió su primer estatuto,
reemplazado en 1531 por un nuevo reglamento. Ocho años
después se detensinaron con precisión sus competencias judi-
ciales y en 1552 se promulgaron los reglamentos revisados, que
comprendían más de 200 capítulos y se imprimieron nuevamente,
con las disposiciones adidonales más importantes, en 1647. Con
vistas a una mejor administración se creó en 1579 d cargo de
presidente de la Casa. La profusión de litigios pendientes hizo
que en 15S3 se instituyese u n tribunal especial, la Audiencia
d e la Casa de Contratación. Según la plantilla de empleos de
1687, d número de fundonarios y empleados de la Casa había
aumentado a. más de 110. Veinte años más tarde la Casa te
106
trasladó a Cádiz y en 1790 fue disuelta. Un proyecto de 1627,
conforme al cual se crearía en Lisboa una casa comercial para
el comercio con Brasil, según el modelo de la Casa sevillana,
nunca llegó a realizarse
En la corte real se babía designado a un clérigo, Juan Ro-
dríguez de Fonseca, para ocuparse de todos los asuntos que
guardaran relación con los descubrimientos de Colón. Fonseca
era capellán de la reina Isabel y archidiácono de Sevilla, y ya
en 1495 se le consagró obispo de Burgos. Su capacidad de
organización era de primer orden y, según escribió Las Casas,
era mayor su habilidad en equipar flotas y reunir guerreros para
los descubrimientos de ultramar que en celebrar misas ponti-
ficales. Los inicios del régimen colonial hispánico en las Indias
están ligados a esta personalidad activísima, pero al mismo tiem-
po muy codiciosa y autoritaria.
La solución burocrática de los asuntos americanos por Fon-
seca y sus ayudantes, sin embargo, cayó bajo la órbita de y fue
transformada por el proceso de progresiva institucionalízación
que afectó a la monarquía española. La centralización adminis-
trativa aparejó el surgimiento de cuerpos colegiados que tenían
jurisdicción, como autoridades supremas, en determinados domi-
nios hereditarios de la monarquía. El Consejo Real de Castilla,
reorganizado en 1480, era el órgano central de gobierno para
los reinos y señoríos de la corona castellana. A la par de aquél
se creó en 1494 el Consejo Supremo de Aragón para los domi-
nios reales de Fernando el Católico, y tras la incorporación
de Navarra a la corona de Castilla surgió en 1515 el Consejo de
Navarra. El reino de Granada, conquistado en 1492, no tuvo
ninguna autoridad central propia, y las adquisiciones de ultra-
mar, que como Granada estaban sujetas a la corona castellana,
dependían asimismo del Consejo de Castilla. Ahora bien, al
principio se asignó a algunos miembros del Consejo de Castilla,
bajo la dirección de Fonseca, la gestión de los asuntos ameri-
canos, bajo la supervisión personal del rey Fernando. A este
grupo de consejeros competentes se le denominó desde 1517, o
sea poco después de la muerte del tey, Consejo de Indias, Peto
tan sólo a partir d e 1524, o tal vez algo antes, le correspondió
definitivamente al reino americano una autoridad central propia,
el Consejo Real y Supremo de las Indias, al cual estaba subor-
dinada también la Casa de Contratación
' E l Consejo de Indias no era sólo una autoridad administra-
tiva, sino también el tribunal supremo en todas las causas
civiles y penales referentes a los reinos americanos. Estaba en-
cabezado por un presidente. Sus integrantes (consejeros) eran
juristas de la clase burguesa (letrados) que habían cursado es-
tudios jurídíco-teológicos en las universidades, pero el Consejo
107
estaba integrado también por eclesiásticos. A uno de los conse-
jeros más recientes se le designaba fiscal, con el cometido espe-
cial de velar por los intereses de la corona. Felipe I I creó
en el Consejo de Indias el cargo de cosmógrafo y cronista de
América. Entre los más conocidos titulares de ese puesto se
contaron Antonio Herrera y León Pinelo. Un cargo honorífico,
concedido por primera vez por Carlos V en 1528 (a Gattinara),
fue el de Gran Canciller de Indias, funcionario que custodiaba
el sello del rey y refrendaba las reales órdenes. Felipe I I su-
primió ese cargo, convertido en un título honorífico remune-
rado, pero lo restableció Felipe IV, quien se lo dispensó como
propiedad hereditaria a su favorito, el conde-duque de Olivares.
El título de Gran Canciller recayó por último en los duques de
Alba, quienes lo retuvieron hasta la república española de 1873
El primer reglamento interno del Consejo de Indias no fue
promulgado antes de 1542 y se componía de 44 capítulos.
Felipe I I promulgó en 1571 nuevos estatutos, ampliados a 122 ca-
pítulos, y el reglamento revisado del Consejo de Indias de 1636
creció hasta 245 parágrafos. En el curso de los años aumentó
considerablemente el número de consejeros y demás autoridades.
Mientras los reyes españoles gobernaron viajando de un lugar
a otro, los 'miembros del Consejo de Indias siguieron también
a la corte y llevaron consigo, en arcas, los documentos más
importantes. Sólo cuando Felipe I I elevó a Madrid al rango
de residencia real, el Consejo de Indias encontró una sede per-
manente en algunas salas del viejo alcázar. Los asuntos de ser-
vicio se resolvían en reuniones plenarias. En primer término
se procedía a la lectura de los escritos entrados y se les
distribuía para su discusión. Los casos más importantes, para
su examen más detenido, pasaban al fiscal, quien leía ante el
pleno su informe (dictamen). El debate general del asunto por
los consejeros y la toma de posición del Consejo se cerraba
con la votación, en la cual decidía la mayoría simple. Esta
decisión se fundaba en una ponencia (consulta) en la cual se
presentaban la situación del caso y sus premisas, se tratabas
los diversos pareceres y se resumían los argumentos principales
que habían pesado en la resolución del Consejo. Se elevaba el
texto de la consulta al rey —que no asistía a las sesiones de]
Consejo— para su ratificación. Si el monarca no ponía reparas
y firmaba de mano propia la consulta del Consejo de Indias,
éste redactaba la real orden correspondiente, cuyo texto se apo-
yaba en las formulaciones de la consulta y se refería expresa-
mente a ella.
108
las distantes provincias americanas. Una ventaja, en cambio, es
que en las consultas del Consejo de Indias y gracias al tradi-
cional espíritu de cuerpo de esta autoridad, se preservó en
alto grado la continuidad de los principios que caracterizaron
a la colonización española. De las actas se desprende la impre-
sión de que, en general, el Consejo de Indias trabajó con
seriedad y objetividad y que procuró ajustar sus decisiones a
firmes normas jurídicas y éticas.
En el siglo x v n se amplió el Consejo de Indias, mediante
la creación de departamentos especiales. En 1600 y, tras una
prolongada suspensión, surgió definitivamente en 1644 la Cá-
mara de Indias, a la que incumbía presentar propuestas para
la provisión de cargos públicos y eclesiásticos. Para la discusión
de medidas defensivas en América se creó en 1597 la Junta de
Guerra de Indias, compuesta por dos miembros del Consejo
de Indias y otros tantos del Consejo de Guerra.
En el siglo x v m se produjo una mudanza en el sistema gu-
bernativo español, con la cual se redujo progresivamente la
importancia del Consejo de Indias como órgano administrativo
central. Bajo los Borbones, los secretarios del Consejo de Estado,
que asesoraban directamente al rey, ganaron en influencia y
autonomía, Felipe V instituyó en 1714 cuatro secretarías, de
las cuales una se ocupaba de la marina y de América. Estos
secretarios despachaban por su cuenta gran parte de los asuntos
americanos, impartían órdenes directamente a las autoridades
de ultramar, reclamaban de éstas iníozmcs directos al rey (por
vía reservada) y sólo en casos especiales recurrían a las con-
sultas del Consejo de Indias, al cual, en 1747, se le vedó
expresamente toda injerencia en materias financieras, militares,
comerciales y relativas a la navegación. El Consejo de Indias
se vio cada vez más soslayado y socavado como autoridad. Pro-
testó contra el menoscabo de sus derechos, pero no pudo con-
tener el proceso que lo marginaba. A fines del período colonial,
en la Constitución de Cádiz (1812), desaparecieron el Consejo
de Indias y otros cuerpos colegiados.
. A diferencia de España, en Portugal pasó mucho tiempo
antes que se constituyeran autoridades centrales para las pose-
siones de ultramar. Tan sólo en 1604, conforme al modelo
español y en la época de la unión personal y dinástica, se
creó el Conseibo da India, encargado de los asuntos en las
Indias Orientales, África y Brasil. Era, asimismo, una autoridad
colegiada, compuesta de un presidente, dos consejeros militares
y dos letrados. Tras la restauración de la independencia portu-
guesa (1640) y por real orden del 14 de julio de 1642, el
Conseiho da India se transformó en Conseibo Ultramarino, pero
los reglamentos anteriores fueron conservados en gran parte. En
109
algunas esferas, como por ejemplo la administración de las finan-
zas, se ampliaron las competencias del Conselho Ultramarino.
Las sesiones de los jueves y los viernes se reservaron para los
asuntos brasÜeños. Por regla general, el rey tenía en cuenta
los dictámenes del Consejo en todas las cuestiones no-eclesiás-
ticas. Lo tocante a la esfera espiritual, y en particular la misión
entre los infieles, caía dentro de la competencia de otra auto¬
ridad central, la Mesa da Consciéncia e Ordens creada por
Juan I I I en 1532 y que debía librar la conciencia real de
escrúpulos religiosos. Esta autoridad central recibió en 160$
una nueva reglamentación. También el Consejo de Indias por-
tugués procuró imponer una amplia regulación burocrática de
la vida colonial.
La actividad de las autoridades centrales se expresó en una
serie de disposiciones con fuerza de ley y fallos judiciales. La
misión básica del Consejo de Indias español no era otra que
la de adaptar el modo y la forma de gobierno americano a las
costumbres e instituciones de los reinos castellanos. Como el
«Reino de Indias» estaba incorporado al de Castilla, las leyes
e instituciones de ambos debían ser lo más afines posibles. Sólo
1
cuando l a disimilitud del país y la población lo impusiera,
debían adoptarse reglamentaciones especiales para el Nuevo Mun-
do. Xas leyes castellanas, pues, estaban en vigor en América,
salvo cuando se hubieran dictado reglamentaciones especiales
para el reino de ultramar. A su vez, las leyes de las Indias
tenían prioridad sobre las de Castilla, que en América sólo
valían como normas jurídicas complementarías, siempre y cuan-
do una ley general castellana no hubiese establecido expresa-
mente la invalidez de disposiciones discordantes dictadas para
otras partes de la monarquía
Las disposiciones emanadas del poder central eran de natu-
raleza dispar y estaban ordenadas jerárquicamente. En rigor y
originariamente, sólo era una ley la acordada en las Cortes y
promulgada luego por el rey. En las Cortes castellanas se tra-
taron también asuntos de las provincias americanas, pero al pro-
ducirse la decadencia general de las representaciones estamen-
tales, las Cortes de Castilla no pudieron desempeñar un papel
de ninguna importancia en lo referente a la legislación de
Indias. De Juan I I en adelante los reyes castellanos dictaron
leyes generales sin el concurso de las Cortes y las dieron a
conocer como «pragmáticas sanciones», que expresamente tenían
la misma validez jurídica que las aprobadas en las Cortes
y que incluso podían derogar a estas últimas. Leyes y pragmá-
ticas-pasaron a ser equivalentes.
Pragmáticas sanciones promulgadas para Castilla, como la re-
forma del calendario de 1583 o la legislación matrimonial de
110
1776, tuvieron también en América fuerza de ley, pero el tér-
mino «pragmática sanción» no se convirtió en la denominación
de las leyes dictadas especialmente para América. Las leyes
generales, equiparadas de manera expresa a las promulgadas
por las Cortes, si se referían a los asuntos americanos se deno-
minaban provisiones, como la real provisión del 20 de noviem-
bre de 1542 y I3 complementaria del 4 de junio de 1543, cono-
cidas por «Leyes nuevas». Merced a su forma cancilleresca, la
real provisión revestía una particular importancia. Comenzaba con
el título de don y el nombre del soberano, al que seguía la
enumeración de todos los títulos reales. Concluía con una
fórmula de salutación a los miembros de la familia real y a
los grandes, a diversos funcionarios y demás personas a las que
concerniera de alguna manera el contenido de la ley. La firma
era: Yo el Rey. El secretario real daba fe de haber escrito
el texto por orden del monarca. Al dorso firmaban los miem-
bros del Consejo de Indias. Estos documentos llevan el sello
del monarca en lacre.
La forma ordinaria de una disposición legal válida para el
reino americano era i a real cédula. Registra ésta, al comienzo,
solamente el principal título del soberano: El Rey, y menciona
luego a la persona o autoridad a la que se dirige. A conti-
nuación se expone el estado del caso que requiere una decisión
real. Las más de las veces sigue la indicación de que el Con-
sejo de Indias ha emitido un dictamen (consulta) sobre el par-
ticular y que el rey ha aprobado el parecer expuesto. Se pro-
clama entonces la orden real de ejecutar de la manera corres-
pondiente esa decisión. Al término figuran el lugar y la fecha,
así como la firma real: Yo el Rey. En el siglo xvili, cuando el
rey gobernaba por intermedio de sus secretarios de Estado y
únicamente en casos especiales se requerían dictámenes al Con-
sejo de Indias, por lo general las decisiones del monarca tenían
el carácter de reales órdenes.
Tenían también fuerza de ley las cartas reales, en las cuales
el soberano respondía a los escritos de las autoridades colo-
niales y despachaba las cuestiones y dudas planteadas. Deno-
minábanse ordenanzas las reglamentaciones o codificaciones par-
dales en torno a una materia particular, por ejemplo las «Or-
denanzas para el tratamiento de ios indios», las llamadas Leyes
de Burgos de 1512, o la «Ordenanza del Patronazgo» de 1574.
Se presentaban bajo esta misma forma las instrucciones de ser-
vicio de ciertas autoridades, a título de ejemplo, las «Ordenan-
zas de Audiencias». Las directrices que para el desempeño de
su cargo impartían altos funcionarios, digamos los virreyes, se
promulgaban como instrucciones.
En los archivos de las autoridades destinatarias habían de
111
conservarse Jos textos originales de las leyes. Más adelante se
dispuso que se hiciera copiar consecutivamente en los registros,
llevados por la autoridad respectiva, el texto de todas las exten-
sas órdenes reales. El Consejo de Indias, en su condición de
autoridad expedidora, hacía registrar en los libros las normas
legales emitidas y certificar por un secretario la fidelidad de la
copia. Así surgieron los llamados «Cedularios» del Consejo de
Indias, conservados en su mayor parte actualmente en el Archi-
vo de Indias'".
La rápida proliferación de las leyes, promulgadas por las
autoridades centrales llevó a que en el Consejo de Indias ya no
siempre se pudiera tener una visión clara de si y en qué forma
se había dictado una disposición sobre tal o cual materia; hizo
también que las autoridades coloniales apenas pudieran deter-
minar con seguridad cuáles de las disposiciones que figuraban
en los registros, a menudo completadas o modificadas, estaban en
vigor. Al público le eran aún menos conocidas las leyes vigen-
tes. Si alguien quería hacer valer su derecho, dependía de la
condescendencia de la autoridad el que se le informara, y hasta
qué punto, acerca de las disposiciones pertinentes. Toda la
política colonial de la corona perdería efectividad si las órdenes
impartidas no eran conocidas y respetadas adecuadamente.
E n México se realizó un primer intento de compilación y
publicación - de las leyes. El oidor de la audiencia local, Vasco
de Fuga, publicó en 1563, bajo el título de Provisiones, cédulas
e instrucciones para el gobierno de la Nueva España, las dispo-
siciones de la corona allí recibidas a partir de 1525 "*. Puga,
sin embargo, se contentó con ordenar cronológicamente el ma-
terial legislativo de la naturaleza más dispar y reproducirlo de
manera literal. No llegó a término una recopilación similar de los
textos legales destinados ai Perú, comenzada por orden del
virrey Francisco de Toledo.
Por la misma época también en el Consejo de Indias se
hicieron esfuerzos para codificar el derecho de toda Hispano-
américa El fiscal Francisco Fernández de Liébana trazó en
1560 el plan de separar por materias y ordenar sistemáticamente
toda la legislación promulgada hasta entonces para América,
legislación que estaba contenida en unos 200 registros (cedu-
larios) y que. era de casi imposible aplicación en la práctica
de ios juristas. Surgió la idea de crear un código para la Amé-
rica española, tal como para la España medieval lo habían sido
las Partidas de Alfonso el Sabio. De 1562 a 1565 el secretario
del Consejo de Indias, Juan López de Velasco, se ocupó del
trabajo preparatorio de consignar, en apretados extractos, el con-
tenido de las diversas leyes que figuraban en los registros. La
Junta de Reforma de 1568 estableció que la redacción de un
112
código especial para la América española era una tarea urgente,
y¿ que ni en el Consejo de Indias ni en el Nuevo Mundo se co-
nocían las leyes conforme a las cuales habían de gobernarse
los territorios de ultramar. El más tarde presidente del Consejo
de Indias, Juan de Ovando, que fue uno de los más eminentes
letrados y estadistas ocupados en el trazado y aplicación de
una política humana para con ios indígenas, se hizo cargo
,7Í
personalmente de los posteriores trabajos de codificación . So-
bre la base de los extractos de leyes hechos por López de Velasco
surgieron las llamadas «Copulara», en las cuales el material ju-
rídico estaba organizado sistemáticamente por libros y subtí-
tulos. Al parecer, también este trabajo de Velasco se llevó a
cabo bajo la dirección de Ovando. Más adelante éste se ocupó
personalmente de ordenar, según ese esquema, el derecho vigente
y de vincularlo a principios generales. En 1571 Ovando pre-
sentó al rey el primer libro del compendio «De la gobernación
espiritual». Felipe I I , empero, no pudo decidirse a dar fuerza
de ley a este proyecto mientras que, en negociaciones con la
curia, no se aclararan determinadas cuestiones. Con la muerte
de Ovando en 1575 se suspendieron en general los trabajos de
codificación. Tan sólo algunas compilaciones parciales, como por
ejemplo las «Ordenanzas hechas para los nuevos descubrimien-
tos, conquistas y pacificaciones», de 1575, adquirieron fuerza
de ley gracias a Ja aprobación real y su conocimiento por el
público. En el Consejo de Indias se volvió al método más sim-
ple de la mera recopilación jurídica y se encomendó al escri-
biente Diego de Encinas copiar las leyes contenidas en los
registros y ordenarlas por materias. Así se originó la obra de
Diego de Encinas, impresa en 1596, Provisiones, cédulas, capí-
lulos de ordenanzas, instrucciones y cartas, que en cuatro info-
lios y 129 capítulos contenía unas 3.500 leyes de la más diversa
índole. No es una compilación exhaustiva de todas las dispo-
siciones promulgadas en el siglo x v i para el reino americano,
sino que aspiraba a ser, para el jurista, una obra de consulta
que lo orientara respecto al derecho en vigor, y que sólo re-
cogía normas legales en desuso cuando las mismas parecían
necesarias para comprender las premisas de un caso jurídico.
Pese a sus muchos defectos, la recopilación de Encinas fue
durante muchas décadas el texto clásico para el derecho hispa-
noamericano.
En el siglo xvit el Consejo de Indias emprendió nuevos tra-
bajos para una codificación sistemática de este derecho. Fundán-
dose en los trabajos previos de los letrados Diego de Zorrilla,
Rodrigo de Aguiar y Acuña y Antonio de León Pinelo, en
1636 el miembro del Consejo de Indias Juan de Solórzano ter-
minó el proyecto del código, pero en los tiempos de escasez
113
motivados por las guerras europeas faltaron los medios para la
impresión, y apenas en 1660, tras la conclusión de la paz de
los Pirineos, se otorgaron los fondos para la publicación. Fue
necesario entonces corregir y completar el texto, teniendo en
cuenta la legislación promulgada desde 1636, tarea que ejecutó
Jiménez de Paniagua. Carlos I I promulgó en 1680 la «Recopi-
lación de leyes de los Reinos de Indias», que apareció impresa
al año siguiente. Los cuatro tomos se componen de nueve
libros, subdívídídos en títulos y l e y e s E s t a obra es, por su
carácter, una compilación y coordinación del derecho existente,
pero no un código creado ex novo conforme a determinados prin-
cipios jurídicos. Ello no obstante, esta «Recopilación» del de-
recho colonial hispánico constituye un documento sobresaliente
en la historia de las colonizaciones europeas.
Durante el siglo x v í n se hizo patente la necesidad de refun-
dir la «Recopilación». Desde 1763 Manuel José de Ayala inició
en el Consejo de Indias amplísimas compilaciones de fuentes
lK
jurídicas. Surgieron así los 116 tomos de su Cedulario Indico ,
de los cuales preparó un índice alfabético de conceptos, con
extractos de textos, en 26 tomos. En 1776 Carlos I I I enco-
mendó al fiscal del Consejo de Indias, Juan Crisóstomo de An-
sotegui, una nueva redacción de los textos. Elaboró éste el
«Nuevo Código de las leyes de Indias», que, aunque aprobado
en 1792 por Carlos IV, hasta el fin de la época colonial no en-
tró ya en vigor'".
Cuando se mira, el conjunto de la amplia e intensa labor del
Consejo de Indias, no podrá escatimársele el elogio a esta auto-
ridad central del imperio colonial español, aun teniendo en
cuenta sus muchas insuficiencias y defectos. Empresa gigantesca
fue la de desarrollar normas jurídicas, así como crear institu-
ciones apropiadas, para colocar bajo una dominación ordenada
y estable regiones recién descubiertas y tan dispares, y de esta
suerte incorporar a la Iglesia cristiana y a la civilización europea
poblaciones aborígenes tan heterogéneas. La sensación suscitada
por la inaudita magnitud de esta obra se manifiesta en las
palabras que el secretario del Consejo Mateo Vázquez dedicara
a la memoria del reformador y presidente del Consejo de Indias,
Juan de Ovando: «Gran machina es esta de las Indias, pero a
m
grandes Hercules da Dios grandes columnas» .
En Brasil tenían fuerza de ley los códigos portugueses gene-
rales, las «Ordenacoes Manuelinas» de 1514 y las «Ordena-
cóes Felipinas» de 1603. Las órdenes reales destinadas especial,
mente a regular la vida colonial revestían, asimismo, diversas
formas. Las de mayor trascendencia eran la carta de lei y ' l a
lei. E n ocasiones menos importantes se otorgaba u n alvará (al-
bala), que podía consistir en un acto de gracia y cuya validez
114
R E C O P I L A C I Ó N
D E LEYES D E LOS R E Y N O S
D E LAS INDIAS
M A N D A D A S IMPRIMIR , Y PVBLICAR
POR LA MAGESTAD CATÓLICA DEL REY
D O N C A R L O S II
NVESTRO SEÑOR.
V A DI V I 0 1 D A EN Q.V A T R O T O M O 5,
con el Índice genera, y »1 principio de csU j Tumo el Índice
clfCC i l l de luí lllul M , q j . : v%> xi-Mk:.
TOMO PRIMERO.
|¡¡¡te
£• Méáid: fot Ivtua M r u u u , Aña de téli.
115
estaba' limitada a un año cuando la concesión podía realizarse
en ese plazo; el alvará, empero, constituía también una real
orden, es decir, tenía fuerza de ley. El decreto era una dispo-
sición real dirigida especialmente a un tribunal o un juez. Se
denominaba provisao una orden de las autoridades centrales por
propia iniciativa o por indicación del rey. Una comunicación
o mandato del monarca podía adoptar también la forma de
carta regia destinada a determinada autoridad o funcionario.
Los principios y disposiciones de la administración colonial
portuguesa están contenidos ante todo en los regimentos, que
a partir de 1548 se entregaron, en carácter de instrucciones de
servicio, a los gobernadores generales y posteriormente a los
virreyes. Servía de estatuto fundamental el regimentó con 61 ca-
pítulos entregado al gobernador general Roque da Costa Barreto
en 1667. Por orden real, el virrey Fernando José de Portugal
completó y anotó este regimentó, efectuando así el mejor com-
5
pendio del derecho administrativo portugués en Brasil" .
La mulufacética actividad reformista de Pombal no llegó a
concretarse en una codificación de mayores alcances.
116
que sólo hasta nueva orden real, pero la dignidad de virrey
quedó reducida a un mero título honorífico que se extinguió al
fallecer la viuda de Diego Colón. En el largo proceso seguido
por. los herederos de Colón con vistas al reconocimiento de
los privilegios otorgados al descubridor, el procurador del reino
trajo a colación una ley aprobada en las Cortes de 1480, según
la cual los reyes de Castilla en cualquier momento podían inva-
lidar un privilegio por el cual se concedieran cargos públicos
a una persona. En 1536, finalmente, se llegó a un acuerdo;
Luis, el hijo de Diego, retuvo el título hereditario de almirante,
pero renunció a la dignidad de virrey y gobernador.
De manera análoga, la corona recompensó con el otorgamiento
de gobernaciones a descubridores y conquistadores subsiguientes,
pero en la medida de lo posible limitó nuevamente sus amplí-
simas facultades o destituyó a conquistadores demasiado afor-
tunados, como Hernán Cortés. No quería que en las distantes
posesiones americanas surgieran autoridades patrimoniales loca-
les y poderosos señores feudales. En definitiva, se impuso la
organización burocrática. El rey designaba gobernadores por pe-
ríodos limitados, que oscilaban entre tres y ocho años. Las
atribuciones de que esos funcionarios gozaban en sus provincias
eran administrativas y judiciales. Ellos o el rey designaban, con
carácter de auxiliares, un gobernador suplente (teniente de go-
bernador) y, en caso de que el gobernador mismo no fuera
hombre de leyes, un asesor letrado (teniente letrado), que
también tenía el título de alcalde mayor. En caso de dificultades
debían deliberar conjuntamente con ios funcionarios reales y
dignatarios eclesiásticos. Tenía el gobernador facultades legis-
lativas, pero las órdenes y disposiciones que promulgara re-
1
querían posterior confirmación real'* . De ordinario el rey a la
vez nombraba al gobernador capitán general y le confería con
ello el mando supremo militar en su provincia. Más adelante
el título de capitán general, por lo común, sólo se concedió
en las provincias limítrofes amenazadas, circunscripciones a las
que por ello se denominó capitanías generales. Solía tratarse,
precisamente, de oficiales prestigiosos del ejército y la marina,
a quienes el monarca distinguía otorgándoles el gobierno de
una provincia americana. Era rara la designación de letrados para
esos cargos administrativos. A fines del siglo x v n ascendían a
m
31 las provincias americanas regidas por gobernadores .
•Estas administraciones provinciales al principio fueron inde-
pendientes entre sí, y en virtud de que los límites provisorios
de las provincias se fundaban en conocimientos geográficos in-
suficientes, no estaban excluidos los litigios entre gobernadores
vecinos. Quedó demostrada la necesidad de crear en América
una institución administrativa superior que garantizara la unidad
117
y cohesión de aquellas posesiones en permanente expansión. Sus-
citaron tales consideraciones, por vez primera, los rumores de
que Hernán Cortés, convertido gradar a sus conquistas en go-
bernador de un territorio de imprevista extensión, intentaba
hacerse independiente. Para evitar peligros de esa naturaleza
parecía oportuno servirse, en la organización del dominio polí-
tico en América, de autoridades administrativas colegiadas. Una
autoridad colegiada, en la que varios miembros iguales en de-
rechos adoptan Jas dedsiones, podía, en palabras de Max
Weber, despojar a «la autoridad de su carácter monocrático,
ligado a una persona»'**. Así se llegó en Nueva España a la
creadón, en 1528, de la audiencia, una autoridad judicial y
administrativa. La infeliz dección de los fundonarios de esta
audienda dio lugar a nuevas querellas y empeoró la situación
en México. Por orden del emperador, impartida en agosto
de 1529, el Consejo de Indias deliberó la forma de solucionar
el problema de la administración en Nueva España y sugirió
que se designara presidente de la Audiencia de México a una
personalidad de arto rango y digna de toda confianza. Esta
personalidad había de establecer relaciones de gobierno estables
en las comarcas del continente americano conquistadas tan re-
dentemente, y se pensó en darle para esta misión el título
de Rdormador de la Nueva España. Pero Carlos V, ausente
por años de la Península, fue postergando su decisión, y en un
prindpio se resolvió investir a un letrado como presidente
de la reorganizada Audienda de México. Por último, el 17 de
abril de 1535 el emperador designó a su gentilhombre de cámara
Antonio de Mendoza como virrey de Nueva España
No sabemos qué movió a Carlos V a fundar un virreinato
americano, puesto que en las deliberaciones precedentes no se
encuentra mención alguna al cargo ni al título de un virrey
para Nueva España. Se han hecho conjeturas al respecto y en
particular se ha discutido acerca de qué moddos españoles de-
terminaron esa institución americana. En la monarquía aragonesa
11
hubo virreyes *. La extensión d d espacio en que dominaba la
corona de Aragón, tanto en la Península como baria d sur
de Frauda y en el Mediterráneo occidental, llevó desde comien-
zos del siglo xiii a la investidura de representantes d d rey en
las posesiones más alejadas. En 1397 el rey Martín I envió a
Mallorca a uno de tales delegados, por primera vez con el
título de virrey. A partir de entonces la denominación de virrey
se aplicó normalmente a comisionados de esa naturaleza. Estos
virreyes, que al prindpio sólo tenían la misión específica de
imponer la tranquilidad y el orden en un territorio apartado
sujeto a la corona, más tarde se convirtieron de manera general
en representantes d d rey. La institución de los virreyes prevs-
118
leció particularmente en el caso de los reinos italianos de la
corona, y en Sicilia ya desde 1415. La expansión catalana en el
Mediterráneo oriental llevó a la creación de los virreinatos de
Albania y Motea. Por último, también en Cataluña y Valencia
hubo virreyes como representantes supremos del poder real.
Aragón, pues, a fines del siglo xv ofreció un ejemplo de cómo
el cargo de virrey podía servir para el gobierno de un reino
muy extenso.
Castilla, ciertamente, no conoció ei cargo de virrey como
institución fija, sino sólo para casos especiales y como fenómeno
temporal. Los Reyes Católicos, así como lo había hecho antes
Enrique IV, cuando iban a las guerras contra los moros o se
alejaban de sus reinos por otros motivos, más de una vez
invistieron a personas de su confianza con el título y el poder
de virreyes. Este recuerdo aún perduraba directamente cuando
Carlos V se decidió, en 1535, a instituir un virreinato en Nueva
España. La emperatriz, como regente de Castilla, le escribió
a su marido, a la sazón en Alemania: «Se dice que en tiempos
pasados los Reyes Católicos, cuando iban de Castilla al Anda-
lucía o a los Reinos de Aragón, dejaban visorreyes en Casti-
m
lla» . Por consiguiente, los reinos de la monarquía española
estaban familiarizados con la existencia de virreyes como digna-
tarios supremos, a cargo de diversas funciones, cuando se apro-
vechó la investidura de los mismos en América para asegurar,
por intermedio de su autoridad, la vinculación de aquellos
subditos con sus distantes señores. Pero en el virreinato ame-
ricano ha de verse algo más que una autoridad burocrática. Los
virreyes debían preservar en el Nuevo Mundo el carácter caris-
mático de la autoridad, el cual está basado en la creencia de
que los reyes lo eran por la gracia de Dios. En ausencia del
soberano, las convicciones monárquicas sólo podían subsistir
gracias a la persona y la corte del virrey. Aun a fines del pe-
ríodo colonial hizo resaltar el virrey Francisco Gil: «El amor
'de los vasallos para con sus soberanos es la verdadera columna
1
del Imperio» *. El virreinato de Nueva España, con su capital
México, abarcaba todo el espacio dominado por los españoles
en América Central y del Norte, e incluía las Antillas y, además,
1
Venezuela en la costa septentrional sudamericana" . Luego de
ta conquista del Perú por Francisco Pizarra, también en Sudamé-
tíca se creó un virreinato, con Lima por capital. Carlos V
designó como primer virrey, en 1543, a Blasco Núñez de Vela.
Su jurisdicción se extendía por toda la Sudamérica española e
m
incluía a Panamá, pero no a Venezuela . Durante el siglo x v m
surgieron dos nuevos virreinatos, ya que el virrey del Perú no
podía hacer que prevaleciera con suficiente vigor la autoridad
real sobre un continente tan dilatado. En 1717 se creó el virtei-
119
nato de Nueva Granada, cuya capital era Santa Fe de Bogotá,
el cual fue disuelto poco después y constituido definitivamente
en 1739. Comprendía también las Audiencias de Quito y Pa-
namá, por lo cual abarcaba los territorios de las actuales repú-
blicas de Colombia, Ecuador y Panamá. Tuvo lugar más tarde,
en 1776, la fundación del virreinato del Río de la Plata, con
Buenos Aires por capital, para poder defender con eficacia, de
inminentes invasiones extranjeras, el territorio de esa cuenca
fluvial. A este virreinato se incorporaron las provincias de
Buenos Aires, Paraguay, Tucumán, Potosí, Santa Cruz de la
Sierra y Charcas. Se extendía desde la desembocadura del Plata
hasta el altiplano andino e hizo que la actual Bolivia depen-
diera administrativamente de una ciudad portuaria en el Atlán-
tico '".
A mediados del siglo x v m se discutió también el plan de
establecer un virreinato separado con las provincias septentrio-
nales que parecían estar demasiado alejadas de la sede virreinal
en México y amenazadas por la expansión británica. Sólo se
llegó, empero, a la creación de las provincias internas, las
cuales quedaron sujetas a un comandante general con especiales
poderes militares. A esta unidad administrativa pertenecían tanto
provincias en el norte de la actual república mexicana, Nueva
Galicia, Nueva Vizcaya, Sonora, Sinaloa, Nuevo Reino de León,
Nuevo Santander y Coahuila, como Nuevo México, Tejas y
California, ubicadas en el territorio de los actuales Estados Uni-
dos de Norteamérica. Bajo el virrey Flores (1787-1789) se
subdividió la región en una comandancia occidental y una orien-
tal, cuyas capitales eran Guadalajara y Chihuahua. Hasta entrado
el siglo x v m , el virreinato del Perú disfrutó del máximo pres-
tigio desde el punto de vista social, de modo que el traslado
de un virrey de México a Lima era tenido por una promoción
La institución virreinal americana, que desde 1535 en ade-
lante se convirtió en el eje de la dominación española, había
perdido el carácter feudal, patrimonial y localista que Cristóbal
Colón pretendiera infundirle y adquirido, por el contrario, una
estructura burocrática. El virrey ya no ocupaba su cargo como
propiedad hereditaria, sino que era un funcionario revocable y
designado por un período estipulado. Los primeros virreyes de
Nueva España y el Perú fueron investidos por un período inde-
terminado, «por el tiempo que fuere la voluntad del Rey», tal
como rezaba la patente respectiva. Pero luego se fijó en seis
años el mandato de los virreyes, que podía ser prorrogado por
el monarca. De esta suerte, algunos de esos dignatarios se man-
tuvieron más de diez, y hasta diecinueve años en el cargo. E
conde-duque de Olivares promulgó en 1629 una ordenanza real
por la cual se reducía a tres años el período que permanecían
120
los virreyes en su cargo, pese a la decidida protesta del Con-
sejo de Indias. Este, en efecto, sostenía que en tres años un
virrey apenas podía ponerse al corriente de los múltiples nego-
cios de su cargo. Por regla casi general, sin embargo, se otor-
gaba la prórroga del mandato. Algunos virreyes, empero, fueron
relevados antes del término de aquél.
Los virreyes procedían de distinguidas familias de la noble-
za y, salvo en los primeros tiempos, poseían incluso un título
de duque, marqués o conde. El Consejo de Indias, que a me-
nudo denotaba un recelo por lo general mezquino y las más
de las veces injustificado contra los virreyes de origen noble,
eD 1574 propuso llenar los cargos virreinales con juristas, pero
Felipe I I se opuso a tal medida. Bajo la dinastía borbónica, y
particularmente en la segunda mitad del siglo x v í n , otra capa
social accedió a esos puestos. Llegaron entonces a ser virreyes
miembros de la baja nobleza, y hasta de la burguesía, que en
el servicio militar o la administración habían dado pruebas de
aptitud extraordinaria y representaban las ideas del absolutismo
ilustrado, como por ejemplo Manuel de Amat y Francisco Gil
y Taboada en Perú o el segundo conde de Revillagigedo en Mé-
xico. En algún que otro caso también se encomendó, interina-
mente, el desempeño del cjirjjo virreinal a nltos dignatarios
eclesiásticos, obispos y arzobispos, y en el siglo x v í n hubo
virreyes procedentes del clero que ejercieron el cargo durante
un período completo. El Consejo de Indias se pronunció resuel-
tamente en contra de tal unión de la máxima autoridad política
m
y eclesiástica en una sola persona .
A los virreyes, como representantes directos de los soberanos
en sus cortes respectivas, se les tributaban los máximos hono-
res. La llegada de un virrey estaba rodeada de gran pompa. Se
engalaba la ciudad con magnificencia, se construían arcos de
triunfo, un dosel suntuosamente recubierto estaba dispuesto para
la ocasión, y autoridades y vecinos rivalizaban, conforme a una
etiqueta minuciosamente determinada, en el boato y colorido
de sus vestimentas. El virrey se rodeaba de un ceremonial
cortesano. Así como los monarcas españoles tenían su guardia
palaciega, los virreyes del Perú disponían para su protección y
escolta de una guardia de corps, las Compañías de Gentiles-
hombres Lanzas y Arcabuces, y el virrey de Nueva España de
la Guardia de Alabarderos "*. Era necesario mantener una sun-
tuosa corte principesca. Ya al partir de España, solían formar
parte del séquito del virrey setenta sirvientes y veinte esclavos
negros, así como veinticuatro dueñas y doncellas para el servicio
de su esposa. El cargo de virrey reunía tres atribuciones diver-
sas: las de gobernador, capitán general y presidente de la audien-
cia. En su calidad de gobernador le estaba directamente enco-
121
mendada la administración de la provincia capital, mientras que
sólo le incumbía la supervisión de los servicios adrainistrativos
de las. demás gobernaciones y capitanías generales incluidas en
el ¿virreinato. Al ser designado como capitán general, el virrey
estaba investido del mando militar supremo, así como de la
judicatura militar en la provincia. En cuanto presidente de k
audiencia de la capital, le incumbían determinadas tareas' en
la organización y superintendencia de la judicatura, pero no
debía inmiscuirse personalmente en la administración de justi-
cia. Tratándose de asuntos importantes de gobierno, estaba obli-
gado a convocar a los miembros de la audiencia y escuchar sus
pareceres.
Estaba preceptuado que el virrey, al término de su mandato,
entregara a su sucesor un circunstanciado informe escrito en
tomo a la situación general en su virreinato y las medidas
más importantes que hubiera adoptado. Estas memorias o rela-
ciones constituyen una fuente importante para toda la historia
w
de la dominación española en América .
En muchos aspectos las competencias de los virreyes estaban
limitadas. Sus facultades militares no se extendían a aquellas
provincias del virreinato en las cuales existían capitanes gene-
rales, y en la administración civil debían respetar las atribu-
ciones de .los demás gobernadores provinciales, así como en d e
terminados casos tener en cuenta el asesoramiento de otros fun-
cionarios reales. El más fuerte contrapeso de la potestad virrei-
nal estaba constituido por las autoridades colegiadas de las
audiencias
En Castilla, las audiencias o chancülerías eran tribunales de
apelación que resolvían pleitos en segunda instancia y cuya com-
petencia se extendía a un territorio mayor. En 1511 se fundó
una audiencia en Santo Domingo pata ahorrar a los colonos
españoles los esfuerzos y costos resultantes de dirigirse, cuando
apelaban de los fallos de los jueces inferiores, al Consejo de
Castilla en la lejana metrópoli. Pero probablemente para el rey
Fernando pesó también el punto de vista político, la conve-
niencia de limitar la jurisdicción que Diego Colón, en su calidad
de gobernador, reclamada como herencia de su padre. El come-
tido de la audiencia instituida en México en 1527 debía ser
el de constituir un contrapeso a los plenos poderes de Hernán
Cortés, que parecían peligrosos. Estas fundaciones de audien-
cias siguieron en todas partes, con mayor o menor rapidez y
para consolidar con sus facultades jurisdiccionales el nuevo orden
político, las huellas de los conquistadores. El Consejo de Indias
fundamentó la creación de la Audiencia de Panamá, e n 1538,
con la necesidad d e fallar los pleitos surgidos entre Peni, Nica-
ragua y otras provincias de aquella región, dirimir las querellas
122
fronterizas entre los diversos gobernadores, velar por los dere-
chos fiscales de la corona y ocuparse de que se diera un trato
correcto a los indígenas. Estos tribunales se convirtieron en
un órgano estatal que controlaba a ia burocracia colonial y debía
tomar medidas contra las irregularidades y excesos en el ejercicio
de la autoridad. Debían ser los custodios de los principios
generales que animaban a la política colonial española. La prin-
cipal obligación que impusieron los reyes a las audiencias fue
la de velar por la justicia en los países recién conquistados,
porque, como se dice en una consulta de 1551 del Consejo de
Indias, «con ésta [la justicia] se funda la religión cristiana y
nuestra santa fe se acrecienta y los naturales son bien tratados
e instruidos en ella»
En el imperio colonial español surgieron las siguientes audien-
cias, cuyos límites jurisdiccionales en parte llegaron a conver-
tirse en fronteras estatales de las actuales repúblicas: •
123
enfermedad y muerte y los reemplazantes llegaban de la metró-
poli con grandes retrasos, el trabajo de las audiencias se resin-
tió fuertemente por la carencia de personal. En el correr del
siglo x v u se aumentaron a cinco las plazas de oidores. En las
audiencias de México y Lima hubo, desde 1568, una sala espe-
cial para la justicia penal (Sala de Crimen) con jueces especiales
(alcaldes del crimen). En estas dos audiencias, las mayores, el
número de los jueces subió en el siglo x v m a ocho oidores,
cuatro alcaldes del crimen y dos fiscales.
Entre las audiencias territoriales había una diferencia de ran-
go. Las que tenían su sede en la corte del virrey eran tenidas
por las más distinguidas. Se hacían cargo del gobierno, también,
cuando el virrey quedaba impedido o fallecía. Las audiencias
pretoriales, cuyo presidente era el gobernador y capitán general
de la región respectiva, seguían en importancia a esas audiencias
virreinales. Por último, se denominaban audiencias subordinadas
aquellas cuyo presidente era un letrado y que dependían admi-
nistrativamente d e un virrey o capitán, genera), aunque disponían
también de facultades administrativas propias. En 1776 se creó
además el cargo del regente de audienda, que debía ocuparse
de la distribución diaria de los asuntos de servicio y mantener
el contacto ,con el presidente.
Las audiencias gozaron en América de competencias más am-
plias que las de Castilla. Así, en los procesos civiles las apela-
ciones ante el Consejo de Indias de fallos dictados por aquéllas
sólo eran posibles tratándose de un importantísimo objeto en
litigio. Las audiencias americanas tenían plenos poderes para
enviar jueces de instrucción y fallar en querellas sobre el de-
recho de patronato real y otras regalías de la corona. A la vez,
estaban facultadas para verificar la imparcialidad y licitud de las
medidas adoptadas por las autoridades administrativas. Estaba
permitido presentar recursos a las audiencias contra disposicio-
nes de los virreyes y gobernadores; aquéllas podían confirmar,
pero también rechazar y modificar los decretos protestados cuan-
do parecían jurídicamente impugnables. Las audiencias confir-
maban también disposiciones municipales y ejercían determinados
derechos de inspección en las ciudades. Debían velar, ante todo;
por la aplicación de las leyes de protección indígena y estaban
obligadas a intervenir no sólo cuando se acudía a ellas, sino
de. oficio. Los acuerdos adoptados en las sesiones de las audien-
cias tenían, como autos acordados, fuerza de ley.
Las audiencias tuvieron la misión histórica de infundir a li
dominación española un ordenamiento jurídico estructurado con-
forme a determinadas normas ético-religiosas. Sólo partiendo de
un conocimiento amplio de los desarrollos reales, y no de algunos
casos aislados, puede juzgarse hasta qué punto estuvieron a li
124
altura de esa misión. £1 letrado Solórzano, que fue él mismo
oidor en Lima desde 1609 hasta 1625, sostuvo. «Porque de
verdad no se puede negar que son [las audiencias] los castillos
roqueros de ellas [de las Indias], donde se guarda justicia, los
pobres hallan defensa de los agravios y opresiones de los po-
derosos y a cada uno se le da lo que es suyo con derecho
300
y verdad» . Sin duda, se puede presentar más de un ejemplo
que contradice ese aserto. Un conocedor tan cabal de la admi-
nistración colonial española como Ernst Schaefer, no obstante,
tiene una impresión muy favorable respecto a la calidad de los
jueces españoles en las audiencias: «De los muchos centenares
de letrados españoles en las Indias, al final, muy pocos fueron
301
los que se mostraron indignos de su clase» .
Las unidades administrativas inferiores eran ios corregimien-
tos o alcaldías mayores. En Nueva España coexistían ambas
denominaciones jurisdiccionales. Por ejemplo, en Ja provincia
de la capital mexicana hubo durante el siglo xvi 30 alcaldías
mayores y 38 corregimientos. El corregidor tenía facultades más
amplias que el alcalde mayor. La tendencia principal fue la de
que desapareciera paulatinamente el cargo de corregidor, pero
a mediados del siglo X V I I I , en jurisdicción de las audiencias de
México y Guadalajara, subsistía aún un total de 11 corregi-
mientos. En el virreinato del Perú hubo corregidores. Además
de los corregidores para los asentamientos españoles, a partir de
1565 se crearon distritos indígenas especiales, los corregimientos
de indios. En el territorio actual del Perú hubo durante la
época colonial 17 corregimientos de españoles y 52 corregimien-
W !
tos de indios .
La centralización y racionalización burocráticas de la admi-
nistración colonial española alcanzaron un nuevo desarrollo gra-
m
cias, ante todo, a la introducción del sistema de intendencias .
El modelo de esta reforma administrativa fue el cargo de los
intendentes franceses, que se adoptó gradualmente en España
y que a partir de 1764 se experimentó primeramente en la isla
de Cuba. Tras detenido examen, el gobierno introdujo progre-
sivamente el nuevo ordenamiento administrativo en toda Amé-
rica: en 1782, en el virreinato del Río de la Plata; en 1784,
en el Perú; dos años después, en Chile y Nueva España y,
analmente, en 1790, en todos los demás territorios hispano-
americanos. La reglamentación de 1786, la Real ordenanza para
el establecimiento e instrucción de intendentes, que constaba
de 306 capítulos con mis de 400 páginas impresas, consti-
tuyó en lo futuro la base del derecho administrativo hispánico
en el Nuevo Mundo. Las unidades administrativas eran las
intendencias, 43 en total, que a su vez se gubdividían en par-
tíaos. Al frente de cada intendencia estaba un gobernador o
125
corregidor-intendente, cuya tarea principal era la elevación de la
prosperidad económica y el aumento de los ingresos fiscales,
pero que estaba investido también de facultades judiciales y
en parte, incluso, también militares. El ¡efe de un partido
se denominaba subdelegado. Se disolvieron las viejas provincias
y sus subdivisiones, los corregimientos y alcaldías mayores. En
las'capitales de los virreinatos se designó temporalmente un
superintendente general, que dependía directamente del Minis-
terio de Indias. Con ello, los virreyes perdieron transitoriamente
importantes funciones administrativas. Protestaron vehemente-
mente contra esta mengua de su autoridad y previnieron contra
las consecuencias políticas. Si se menoscababa la dignidad del
virrey, también se perdería paulatinamente el tradicional respeto
30
que inspiraba la persona del monarca *. E n 1787 se devolvió a
los virreyes el cargo de superintendentes, pero a partir de ese
momento debieron ejercerlo directamente subordinados ai minis-
tro de Indias.
El nuevo sistema administrativo requería una élite de fundo
naríos que unieran a una probidad acrisolada altas caliücadone
profesionales. Los nombramientos efectuados para esos cargos
por la corona a menudo no fueron felices. Pero en muchos
casos los ¡intendentes emprendieron con gran celo, pujanza y
ética la labor reformista, y algunos alcanzaron con sus medidas
una perfección burocrática. Entre los funcionarios más presti-
giosos destacaron, entre otros, M a n u d de Flon y Antonio Riaño,
los intendentes d.e Puebla y Guanajuato en Nueva España, y d
de Arequipa, Antonio Alvarez Jiménez, en d virreinato del
Perú. Esos intendentes quisieron trasplantar al Nuevo Mundo
d estado de derecho y de previsión sodal pregonado por la
Ilustración, fomentar la felicidad pública y dar un tratamiento
justo y humano especialmente a ios miserables indios. Se ima-
ginaban que tales actos benéficos suscitarían d agradecimiento
entre los habitantes del Nuevo Mundo y cimentarían su lealtad
por la casa rdnante.
Pero tales medidas, que instituían un orden sodal más justo
y procuraban mejorar la suerte de las capas inferiores de la
población, y e s especial de los indios, tropezaron con la tesis»
t e n d í de la capa superior criolla y la empujaron a la oposición
costra d gobierno de la metrópoli. La vida aristocracia en
América se volcó contra estos ataques a sus derechos y costum-
bres tradicionales, y la monarquía entró en s u d o americano en
21
una crisis que fomentó movimientos revolucionarios ".
En d estado actual de la investigados casi no es posible
evaluar d éxito o fracaso de los intendentes. Debe señalarse,
asimismo, que d nuevo sistema administrativo no tuvo tiempo
de surtir sus decios. Apenas una década después de instaurada!
126
las intendencias, España fue arrastrada a las guerras de la Revo-
lución Francesa, hasta que por último cayó bajo la dominación
napoleónica. Si en vísperas de su independencia las provincias
españolas en América poseían una economía floreciente y dispo-
nían de finanzas ordenadas, a la actividad reformista de los
intendentes no se ie podrá atribuir una parte insignificante de
ese logro.
En la América lusitana comenzó a estructurarse una adminis-
tración estatal cuando el rey Juan I I I , en 1549, designó como
gobernador a Tomé de Sousa, quien hizo de la recién fundada
30
ciudad de San Salvador de Bahía la sede de su gobierno *.
Las instrucciones impartidas a De Sousa sentaron las bases de
la unidad administrativa brasileña. Por las mismas se le enco-
mendaba la adopción de todas las medidas necesarias para la
explotación colonial del país y la organización de expediciones
que exploraran el interior del país, con vistas al descubrimiento
de metales preciosos. Las nuevas sobre el hallazgo de yaci-
mientos argentíferos en el Perú por los españoles hicieron que
la corona portuguesa diera una administración propia a su pose-
sión americana. El gobernador general tenía también el mando
7
militar supremo * . Para la administración de justicia se designó
un juez rea] superior (ouvidor). En 1587 tuvo lugar la institu-
ción de un tribunal supremo (relagüo) en Bahía, reorganizado en
1609. En 1751 se fundó una segunda relaqao para el sur del Bra-
sil. El gobernador general presidía ese tribunal de apelación y ha-
cía vigilar la judicatura local mediante el envío de jueces de la
telacáo. Al gobernador general estaban subordinados los gober-
nadores provinciales, los capilaes-mores de las capitanías. A la
cabeza de la administración financiera estaba el provedor-mor,
del. que dependía en cada capitanía un provedor da capitanía.
En 1769, en lugar de los provedores, se encomendó a juntas la
administración de las finanzas.
En 1622 la corona creó para los distantes territorios del Bra-
sil septentrional, como unidad administrativa separada, el estado
de Mar anón, que no estaba sometido al gobernador general de
Bahía. A causa de los vientos y corrientes marinas desfavora-
bles, la comunicación por barco desde las comarcas de Marañan
t Bahía era más dificultosa y suponía más tiempo que la ruta
marítima directa a Lisboa. El estado de Marañan, que com-
prendía las capitanías de Marañan, Para y Ce ara, tenía su pro-
pio gobernador.
La hacienda pública y d régimen tributario de Brasil estaban
bajo el control de un superintendente de la corona (provedor-
mof), quien debía recorrer la colonia e instalar aduanas en
todos los puertos y un tribunal de cuentas (Casa dos Contos)
en cada capitanía. Un grupo de funcionarios supervisaba la pro-
127
ducdón económica para poner a buen recaudo los gravámenes
del rey. 331 plantador no podía vender o consumir su zafra azu-
carera antes de que un funcionario hubiera deducido el quinto
real. Una contabilidad oficial seguía la trayectoria d d azúcar
desde los trapiches hasta su ingreso a Portugal.
Conforme al modelo español, en 1640 se empleó por primera
vez el título de virrey para el gobernador general en Brasil,
pero la institución virreinal no redbió un carácter definitivo
hasta 1714. En 1763 Río de Janeiro pasó a ser la sede del
virrey. Con todo, la centralización administrativa no se impuso
en Brasil en la misma medida que en la América española. En
las capitanías que la corona no había recuperado, los herederos
de los donatarios mantuvieron aún una amplísima autonomía.
La capitanía se dividía en comarcas, que a su turno se com-
ponían de termos. No fue sino la política reformista de Pomba]
lo que promovió fuertemente la unificación administrativa de
Brasil. Las facultades del virrey experimentaron una ampliación
considerable. El sistema de intendentes hizo también su entrada
en Brasil. En Bahía y Río se establecieron intendentes gene-
rales. La corona se hizo cargo hasta en las últimas capitanías,
indemnización mediante, de los derechos de soberanía enajena-
dos otrora' a particulares.
128
y de proponer los regidores al rey para su designación. JLa co-
roaa, que impugnó las prerrogativas concedidas al descubridoi
y. las anuló, otorgó, no obstante, a los colonos de La Española,
en 1507, el privilegio de elegir sus propios alcaldes. Los reyes
confirmaron más tarde reiteradas veces ese derecho electoral,
que ya no existía en la metrópoli. La corona recurrió a la
concesión de libertades urbanas para contrarrestar las tendencias
feudales entre los primeros descubridores y conquistadores, así
como para atraer colonos. Pero los monarcas no pudieron menos
de delegar —a modo de recompensa— en los conquistadores que
equipaban expediciones a su costo, la facultad de nombrar c
investir en sus cargos a las autoridades municipales en las ciu-
dades por ellos fundadas. Mientras estos conquistadores ejercían
como gobernadores, adoptaban la posición de señores de la
ciudad, designaban alcaldes y regidores y no aceptaban del ca-
bildo más que propuestas y recomendaciones. En Hispanoamé-
rica no se fundaron ciudades ni se estableció régimen municipal
alguno a partir del principio corporativo según el cual los po-
308
bladores se mancomunaban libremente .
La elección de los miembros del cabildo fue extraordinaria-
mente disímil según la época y las regiones. El procedimiento
electoral solía constituir un compromiso entre los intereses de
la burguesía, del patriciado y del poder real. Así, por ejemplo,
en la isla de Cuba se introdujo en 1530 una combinación de
propuesta, elección y sorteo para el nombramiento anual de los
alcaldes. El gobernador proponía una persona y la asamblea
•general de los vecinos (cabildo abierto) y el cabildo elegían
cada uno otras dos personas. De estos cinco candidatos se esco-
gían por sorteo los dos alcaldes. Este procedimiento encontró
también aceptación en otras provincias. Ocasionalmente, los go-
bernadores suspendían la elección de los alcaldes o una audiencia
resolvía que éstos fueran escogidos por los regidores.
Aún más restringida era la participación de los vecinos en
la designación de regidores. En las ciudades que fundaban, los
conquistadores designaban a algunos regidores de por vida, y
también el rey concedía vitaliciamente esos cargos. En la me-
dida en que quedaban regidores por designar para un período
determinado, los mismos, según una orden de 1523 de Car-
tos V, debían ser electos por los vecinos. Las elecciones para
alcaldes y regidores habían de efectuarse el 1.° de enero de
cada año. Pero sólo en contados casos ejercía el derecho elec-
toral la totalidad de los vecinos. Por lo regular sólo eran elec-
tores los miembros del cabildo, al que pertenecían —además
de los alcaldes y regidores— el heraldo y abanderado urbano
(alférez real), el jefe de policía (alguacil mayor), el jefe de la
policía rural (alcalde de hermandad), el ecónomo (fiel ejecu-
129
tor), el secretario del ayuntamiento (escribano) y también otros
altos funcionarios. £1 cabildo, pues, se completaba por coopta-
ción, merced a lo cual el gobierno de la comuna quedaba en
manos de una oligarquía de notables. Desde los tiempos de
Felipe I I comenzó la venta a perpetuidad de los cargos de
cabildante, y en el siglo XVII pasaron incluso a ser posesión
hereditaria con el derecho de volver a enajenarlos, operación
en la cual, sin embargo, era necesario verter al óseo la tercera
parte del producto de la venta. Sólo el cargo de alcalde —así
como, en principio, todos los cargos de la judicatura— que-
daron exceptuados de la venta.
En un principio el procurador era tenido por representante
de todo el vecindario. Era el funcionario que representaba la
causa de la ciudad ante los tribunales y en la corte real, pero
que también podía exponer los deseos de los vecinos ante el
cabildo. Según un decreto de Carlos V dictado en 1528, el pro-
curador había de ser electo por el vecindario, pero Felipe IV
permitió en 1623 que los regidores, y no el cabildo abierto,
designaran a aquel funcionario.
En las colonias americanas, tal como había ocurrido en la
metrópoli a fines de la Edad Media, la institución de un comi-
sario real, del corregidor, puso cortapisas a la autonomía mu-
nicipal. Este corregidor, que probablemente apareció en la escena
americana a partir de 1531, debía poner orden y hacer respetar
la autoridad en el cabildo, hacer valer más eficazmente la jus-
ticia real y, en especial, ejercer la judicatura en los litigios entre
españoles e indios; los corregidores, precisamente, fueron pues-
tos al frente de los territorios indígenas. El corregidor presidía
el cabildo y en caso de paridad definía la votación. Pero, a
diferencia de lo acaecido en la metrópoli, no desplazó de la
judicatura municipal a los alcaldes. Por el contrario, se ordenó
expresamente que el corregidor no se hiciera cargo de las causas
judiciales que eran de competencia de los alcaldes. Con todo,
ejercía un control sobre la administración de justicia por parte
de estos jueces legos, renovados anualmente, que procedían de
un círculo personal determinado y que solían ser parciales
en sus fallos. Únicamente la ciudad de Lima logró defenderse
m
con éxito, a la larga, contra la investidura de un corregidor .
La ciudad de México, en cambio, sólo en ciertos períodos pudo
conservar este fuero, que había recibido por merced real. A me-
nudo la población urbana dio la bienvenida a la designación
de un corregidor imparcial y enérgico.
Se ha considerado al cabildo abierto como el último vestigio
de las libertades y autonomía municipales. Era aquél la asam-
blea d e todos los habitantes libres de una ciudad y se reunía
para adoptar resolución en casos extraordinarios. Las autorida-
130
des coloniales prohibieron, reiteradas veces, tales asambleas po-
pulares, que fácilmente daban margen a tumultos. En ocasiones
la participación en el cabildo abierto quedaba limitada a deter-
minado círculo de vecinos distinguidos. La comuna vecinal
abierta se transformaba entonces en una corporación cerrada
de notables, cuyo asesoramiento el cabildo tenía en cuenta. En
el cabildo la ciudad poseía sus propias autoridades judiciales
y administrativas. Los alcaldes, en calidad de jueces legos, ejer-
cían la judicatura inferior, en nombre del rey, en la ciudad
y aledaños. Sus funciones judiciales, poco conocidas aún en sus
pormenores, comprendían casos penales y civiles, pero no mili-
tares; las sentencias podían ser impugnadas, medíante apela-
ciones, ante las audiencias. Los alcaides eran los miembros más
distinguidos del cabildo y ocupaban en él la presidencia, siem-
pre y cuando no estuvieran presentes el gobernador o el corre-
gidor. En las capitales de provincia ios alcaldes, caso de fallecer
el gobernador, desempeñaban provisoriamente sus funciones. Los
regidores y otros cabildantes desarrollaban una actividad multi-
lateral en la regulación de la vida urbana, y en particular
de la economía municipal. La distribución de medios de sub-
sistencia, el aprovisionamiento de la población con los bienes
de consumo más importantes, la adjudicación de tierras, la vigi-
lancia de los propios y ejidos, ei ordenamiento de la actividad
artesanal, la elaboración de estatutos corporativos, la fijación de
precios y muchos otros asuntos eran de incumbencia del ca-
bildo.
En ciertas circunstancias esa corporación podía alcanzar tam-
bién un poder político. En una comarca tan apartada como la
provincia del Río de la Plata, Carlos V confirió en 1537 a los
vecinos y conquistadores asentados en ciudades el derecho a
elegir el gobernador en casos especiales. El cabildo de Asun-
ción invocó ese fuero cuando, en más de una oportunidad, eligió
un nuevo gobernador e incluso depuso a uno que se había
vuelto impopular. Actos de este tipo, en que un cabildo ejercía
el poder por su cuenta y riesgo, se explican por las condiciones
peculiares de la conquista y no fundamentan la suposición según
la cual el cabildo colonial se consideraba a sí mismo depositario
de la soberanía popular o se oponía al poder monárquico. El
cabildo mismo no llegó a ser la representación total de la
población urbana, y por tanto no es posible concebirlo como
institución democrática. Los cargos de cabildantes eran propie-
dad de un patriciado urbano que a través de los mismos
representaba sus intereses sociales y económicos y, en particular
por medio de la provisión de los puestos de alcalde, se asegu-
raba su influencia sobre la judicatura inferior. En la dudad de
México existían a fines de la época colonial 15 regidores hete-
131
ditaños, cuyos antepasados se habían transmitido ese cargo de
generación en generación. Estos notables elegían cada año los
dos alcaldes.
Solía ocurrir, empero, que se perdiera el interés de la capa
social dirigente por los cargos municipales, a tal punto que,
pese a las multas establecidas, los cabildantes no concurrían
a las reuniones convocadas y nadie aspiraba a plazas en el ca-
bildo o quería aceptarlas. Según un informe oficial del año 1784,
en Lima, desde 1747, se habían hecho esfuerzos siempre en
vano pata vender en pública subasta los puestos de cabildante.
Ni siquiera sirvió de nada que se rebajara el precio de una
plaza de regidor de 11.000 a 4.000 pesos. Los propios herederos
de esos cargos manifestaban poca inclinación a ocuparlos. Para
que el cabildo de Lima estuviera en condiciones de funcionar,
el intendente general no pudo hacer otra cosa que llenar los
cargos libres con vecinos distinguidos y acaudalados, cuya aquies-
cencia había obtenido de antemano. En otros casos, no habiendo
nadie que quisiera adquirir o arrendar el cargo de regidor,
hubo que recurrir a una elección. Pero en ocasiones era nece-
sario forzar los cabildantes elegidos a que aceptaran la elección.
De esta suerte, el espíritu cívico y el sentido comunal no
pudieron desenvolverse en las ciudades españolas de América.
La autonomía municipal no llegó allí a convertirse en el pri-
mer peldaño y la escuela de un autogobierno de índole política.
El desarrollo histórico no había hecho que los hispanoameri-
canos maduraran como para tomar su destino político en sus
propias manos, cuando acontecimientos especiales desencadenaron
el movimiento independentista antes de lo previsible. E n esc
momento, empero, el cabildo era la única institución que podía
pasar por representativa de la población para, conforme al prin-
cipio de la soberanía popular, hacerse cargo del poder estatal.
El cabildo fue el instrumento que utilizó una exigua élite inte-
lectual y social para impulsar el divorcio con la metrópoli.
Se dieron algunos pasos para, mediante juntas comunes a va-
rias ciudades, introducir una representación por estamentos del
vecindario urbano, tal como existía en las cortes de la metró-
poli. Con la anuencia de los monjes Jerónimos —enviados a las
Indias por el regente, cardenal Cisneros, en calidad de comi-
sarios reformadores reales—, los cabildos de las diversas duda-
des de La Española acreditaron a sus diputados para una junta
que tuvo lugar en Santo Domingo en 1518. Por unanimidad
se aprobaron numerosas peticiones al rey, las cuales fueron
entregadas a los Jerónimos. Pronto, empero, surgieron disiden-
cias entre los diputados de las ciudades, lo cual obstaculizó
toda acción común "*.
En 1728 un enviado del cabildo de México se esforzó por
132
obtener en Ja corte española un privilegio real por el que se
concedía, a la ciudad de México, en representación de Nueva
España, voz y voto en las Cortes de Castilla. Carlos V, no
obstante, se limitó a otorgar a la ciudad de México, en 1530,
el privilegio de tener el primer voto entre todas las ciudades
de Nueva España y ocupar el primer sitial en los congresos
que, previa autorización real, tuvieran lugar. No se aceptó la
representación de las ciudades americanas en las Cortes de la
metrópoli, e incluso las juntas de ciudades en América, para
deliberar sobre asuntos comunes, sólo pudieron celebrarse con
autorización de la corona.
En las instrucciones especiales entregadas en 1559 al virrey
del Perú, conde de Nieva, se indica que se ha considerado
la posibilidad de introducir en eí virreinato la percepción de
una ofrenda en metálico al monarca, voluntaria y única (servi-
cio), tal como era usual en los reinos europeos de la monarquía.
Para la aprobación de ese servicio se había pensado en la con-
vocatoria de diputados de las ciudades más importantes del
Perú, bajo la forma de Cortes. Pero en esta asamblea sólo podía
deliberarse en torno a aquella contribución. Debía excluirse
desde un principio la presentación de quejas y peticiones, habi-
tuales en las Cortes castellanas. En las instrucciones se men-
cionaban incluso los reparos de algunos miembros del Consejo
de Indias, hostiles a convocar, aun con esas cortapisas, dipu-
taciones generales de las ciudades. A cada ciudad —opinaban—
se le debía imponer separadamente ese gravamen. El plan deli-
neado en la instrucción no se llevó nunca adelante.
Pudo también formularse la reflexión de si las Cortes no
podrían robustecer la adhesión de las colonias a la metrópoli.
El virrey del Perú, marqués de Cañete, estaba preocupado por
el hecho de que constantemente crecía el número de aquellos
que nacían en América como descendientes de los conquista-
dores y primeros colonos, y que con el tiempo perdían todo
recuerdo de la vieja patria. Por eso le parecía importante, según
escribió en 1595 a Felipe I I , que el rey también convocara
diputados de los reinos americanos a las reuniones de las Cor-
tes castellanas y que las leyes promulgadas por éstas tuvieran
asimismo validez para las provincias de ultramar, lo cual daría
a las disposiciones legales una mayor gravitación que si se pre-
sentaban como preceptos aislados para esta o aquella autoridad.
En 1609 se renovó el debate acerca de si en Perú debían
reunirse cada tres años diputados de las ciudades mis impor-
tantes, en la forma de Cortes, reuniones en las cuales se podrían
discutir asuntos que interesaran a cada ciudad o comarca para
su progreso. Pero el virrey Montesclaros elevó al Consejo de
Indias, sobre ese particular, un informe extremadamente des-
133
favorable. Destacó, en particular, que tales reuniones darían
lugar a una agitación desenfrenada, la cual, en virtud de la
permanente excitación de los ánimos, podría llegar a ser muy
peligrosa. Todos sus predecesores en el cargo habrían resistido
la presión para el llamado a Cortes, puesto que tales reuniones
no serían de provecho y sólo servirían de estorbo para los
gobernantes. Cada ciudad podría presentar directamente al mo-
narca sus peticiones y deseos. Tampoco este proyecto llegó
a realizarse, y no se conocen esfuerzos ulteriores para la cele-
1
bración de juntas de ciudades y asambleas estamentales' ".
El Estado estamental dualista había sido sustituido en España
por el absolutismo monárquico, y tanto los reyes como los bu-
rócratas españoles no estaban dispuestos a dejar que en los
lejanos reinos americanos resurgieran las instituciones estamen-
tales. No fue sino en las Cortes de Cádiz, reunidas durante la
guerra por la independencia española, cuando se invitaron tam-
bién a diputados de las ciudades americanas. Con todo, la auto-
nomía de las diversas ciudades constituyó un elemento en el
balance de fuerzas sobre el que se fundaba Ja seguridad del
imperio español
La organización urbana hispánica se introdujo también, en
cierta medida, para los poblados indígenas. Las primeras en
intentarlo fueron las órdenes misioneras. En 1526 los francis-
canos fundaron una aldea india en Michoacán (México). Reunie-
ron a los caciques y las comunas aldeanas e hicieron elegir
la autoridad local. Se designó a un cacique como gobernador
de toda la provincia, y además a dos alcaldes —de los cuales
uno era también cacique—, dos regidores, un alguacil y otro
para el fomento social y cultural.
La corona promulgó disposiciones análogas. En 1530 enco-
mendó a la audiencia de México que en los asentamientos
de los indios designara regidores y alguaciles aborígenes, para
que los indígenas se habituaran al modo de gobierno usual
en España. En 1533 se promulgó la orden de que los indios
próximos a la ciudad de Santiago de Guatemala eligieran alcal-
des y un alguacil. En numerosas comunidades indígenas se in-
trodujo un cabildo de tradición hispánica, sobre el cual el
3
corregidor o alcalde mayor español ejercía la supervisión ".
La dominación española, no obstante, no puso a un lado
a2 cacique indio. La legislación reconocía como jurídicamente
válido el orden de sucesión en la dignidad de los caciques.
Sólo las audiencias debían fallar en los litigios derivados de Ja
sucesión de un cacique o podían deponer a uno de éstos en
caso de acciones punibles. Si el cacique maltrataba u oprimía
a sus indios, podía limitarse su autoridad. Ciertamente, tras
la insurrección de Túpac Amaru en el Pero, una real orden
134
prohibió que en adelante se confirmara o designara a caciques,
pero en 1790 el Consejo de Indias declaró que aquellos
caciques «que lo son por derecho de sangre y autoridad de
las leyes» no debían ser despojados de sus prerrogativas, salvo
que hubiesen participado en rebeliones.
Si bien en la América portuguesa los asentamientos rurales
—particularmente a causa de la economía de plantaciones—
alcanzaron una importancia mayor que en Hispanoamérica, las
ciudades adquirieron no obstante, como sede de todas ¡as auto-
ridades, una influencia predominante. Tambiín en Brasil cobró
nueva vida la autonomía municipal, que en la metrópoli estaba
3U
en decadencia . El concejo municipal brasileño (senado da
cámara) se componía por lo general de dos jueces legos (juizes
ordinarios') y de dos a seis concejeros (venadores), amén de
otros miembros. El procedimiento electivo difería del adoptado
en los dominios españoles. Las elecciones se efectuaban cada
tres años. Sólo tenían derecho al voto los vecinos de posición
social superior, los bornes bons, también llamados republicanos.
Estos designaban a seis electores. Cada dos de ellos, que no
debían ser parientes entre sí, componían una lista de los
21 vecinos que a su juicio eran los más calificados para los
cargos honoríficos municipales. El presidente electoral, que nor-
malmente era un juez de la corona (ouvidor), colocaba juntos
los nombres que figuraban con más frecuencia en las tres listas
y los distribuía en otras tres listas, de tal suerte que cada
una de estas últimas contenía los nombres correspondientes
a los concejales de un año. Las listas, enrolladas, se presentaban
el 1." de enero de cada año para su sorteo; se leían pública-
mente los nombres de la lista extraída y las personas respec-
tivas eran investidas en sus cargos. En Brasil no prosperó la
venta de cargos municipales; la oligarquía urbana era menos
exclusivista. Hubo incluso miembros de las capas artesanales
inferiores que accedieron a los' concejos. Los señores feudales
de las grandes plantaciones residían, en su mayoría, fuera de la
1
ciudar .
A despecho de ciertas limitaciones que se suscitaban por in-
jerencias del gobernador o del juez de la corona, el senado da
cámara desplegó, en su calidad de autoridad administrativa local,
una actividad intensa. Reglamentaba la vida económica y con-
trolaba un extenso territorio urbano. Se inmiscuía incluso en
asuntos políticos y eclesiásticos, convocaba en determinados ca-
sos asambleas generales deliberativas (juntas gerais) y en oca-
siones hacía frente, seguro de su propio valor, a gobernadores
y obispos. La corona procuró recordar a ciertos concejos dema-
siado levantiscos que no estaba dispuesta a compartir con ellos
la responsabilidad por el gobierno de Brasil, pero no obstante las
135
ciudades sirvieron como contrapeso al poder de donatarios y
gobernadores.
La gran asamblea de vecinos, convocada en casos especiales
de interés general, se reunió más frecuentemente en Brasil
de lo que era usual en las ciudades españolas de América.
•Tampoco hubo en la América lusitana juntas de ciudades,
pero en algunas ocasiones diputados municipales de Brasil pre-
sentaron sus deseos y reclamaciones en las Corles de la me-
trópoli.
d) El funcionario
136
tuviesen méritos militares (personas de capa y espada) Feli-
pe I I I , contradiciendo el uso hasta entonces imperante, designó
como corregidor de la ciudad de México un no letrado y pro-
curó que, en lo sucesivo, alternaran en ese cargo letrados y
personas de capa y espada. Si el corregidor era lego, debía tener
2I
a su lado un asesor letrado (teniente letrado) *. El Consejo de
Indias, empero, no dejó de señalar que en la administración
americana faltaban funcionarios preparados en derecho y a que,
de todos modos, al frente de los distritos alejados del mar
J3
debían estar los letrados °. Pero no pudo imponer sus opi-
niones; de hecho se volvió usual conferir estos cargos a mili-
tares.
Menos aún logró el Consejo de Indias poner, al frente de las
provincias, funcionarios de formación jurídica. Los primeros
gobernadores habían sido conquistadores afortunados, y también
en los gobernadores designados posteriormente parecían indis-
pensables ante todo las cualidades militares, tanto para man-
tener el orden interno en las provincias americanas como para
asegurar su defensa contra ataques exteriores. Sólo se designa-
ron unos pocos letrados como gobernadores de provincias. Por
añadidura, en América prevalecía en los primeros tiempos un
estado de ánimo hostil hacia los juristas, cuyas sutilezas jurí-
dicas pasaban por leguleyerías. A este difundido sentimiento
contra los derechos de los letrados se debió el que en un
comienzo no se permitiera el ingreso de abogados a los terri-
torios del Nuevo Mundo recién conquistados.
El Consejo de Indias intentó incluso obtener para los letra-
dos el cargo de virrey. Bajo su ilustre presidente, Juan de
Ovando, se valió de las malas experiencias habidas con los dos
virreyes del Perú, marqués de Cañete y conde de Nieva, para
proponer al rey en 1574 que en lo futuro se confiara ese
cargo a un letrado, más idóneo para una administración más
imparcial de los reinos americanos. Felipe I I , en principio,
se manifestó de acuerdo, pero dejó el asunto en suspenso y,
22
tras la muerte de Ovando, dio una respuesta negativa '. Los
reformadores del absolutismo ilustrado desaprobaron igualmente
que se confiara el gobierno civil de los virreinatos a un militar,
conocedor de los principios básicos del arte de la guerra mas
casi ignorante en leyes y administrativamente inexperimentado.
En América, antes bien, se requieren gobernantes versados en
222
derecho público . Pero la monarquía contrarió este afán de
poder de los togados, que si bien prestaban valiosos servicios
en la evolución hacia un estado racional, no debían desplazar
a los mantenedores y soportes de la realeza surgidos de una
tradición más antigua.
La corona española pugnó denodadamente por disponer en
137
las provincias de ultramar de un funcionario diligente y fiel
a sus deberes. Se dictaron precisas ordenanzas para el desem-
peño de las funciones propias de los funcionarios. La situación
social especial de los mismos debía garantizar su independencia.
En particular los letrados de las audiencias habían de cons-
tituir una casta profesional cerrada, carente de lazos estrechos
con las personas y grupos de intereses de su jurisdicción. En
1575 se prohibió a virreyes y jueces de audiencia que ellos o
sus hijos se casaran con personas nacidas en su jurisdicción,
de modo que no tuvieran allí pariente alguno y pudieran admi-
nistrar justicia impardalmente y cumplir de manera cabal con
las obligaciones del servicio. A los contraventores se les ame-
511
nazaba con la destitución . Esta interdicción se extendió en
1582 también a gobernadores, corregidores y alcaldes mayores
No obstante, en el siglo x v n fue usual el conceder, por soli-
citud especialmente fundada, dispensas matrimoniales. Así, por
ejemplo, un oidor de la Audiencia de México, en atención a su
edad y numerosa familia, solicitó autorización para casar a dos
de sus hijas en la jurisdicción de la audiencia, pero sólo
se le dio permiso para una de ellas. Para evitar que tales
excepciones se multiplicaran, las autoridades superiores recibie-
ron instrucciones de no aceptar solicitudes de esa índole
A los juristas del Consejo de Indias no se les ocultaba que
semejante disposición legal atentaba contra la libertad de con-
traer matrimonio, establecida en el derecho divino y,en el natu-
ral, pero la justificaban remitiéndose a las circunstancias pecu-
a
liares en América'y a leyes análogas de Jos romanos ". La
amenaza de destitución se cumplió en numerosos casos en que
un funcionario no respetaba la prohibición de casarse, pero
como reconocimiento de los méritos especiales del infractor en
otras ocasiones se dejaba sin efecto la sanción. Los apremios
financieros de la corona en la segunda mitad del siglo x v n
hicieron usual la concesión de dispensas matrimoniales contra
pago de una elevada suma. En 1720 y 1740, Felipe V reiteró
la orden de que se respetaran estrictamente las prohibiciones
a r
de casamiento . No obstante, en los años siguientes se hicieron
frecuentes excepciones, o el rey trasladó al oidor a otra audien-
cia. Esta ley permaneció en vigor hasta el término del periodo
colonial. Aun Carlos I I I y Carlos IV desestimaron diversas
peticiones, en las cuales se solicitaba la autorización, por vía
de excepción, d e tales casamientos.
Una fuerte limitación de los derechos y libertades personales
de los funcionarios la constituía, asimismo, la norma por la cual
a los oidores no les estaba permitido tener casa propia para
residir en ella o alquilarla, ni construirse una casa, ya que
disponían de viviendas oficiales. Ni siquiera se les permitía
138
poseer casa y una huerta fuera de la ciudad con fines de espar-
cimiento Sin embargo, en el caso de la audiencia recién inau-
gurada de la pequeña ciudad de Guadalajara, donde las posi-
bilidades de alojamiento eran exiguas, el rey concedió a los
259
oidores el permiso de adquirir o construir casa . La prohibi-
dón general, empero, siguió en pie; una y otra vez se hizo
presente a las autoridades que debían aplicarla o sancionar
las trasgrcsion"s. Cuando los funcionarios de la recién creada
Audiencia de Buenos Aires pidieron permiso para construir
casas, mientras no se erigiera el edificio de la audiencia, reci-
bieron del rey la siguiente respuesta negativa: «No ha pare-
ado bien lo que pedís, pues el enviaros a ese puerto fue
00
para reedificar sus murallas y no a fabricar c a s a s » . El fun-
damento de esta prohibición era el temor de que para la com-
pra o construcción de casas los funcionarios judiciales trabaran
relaciones de negocios, las cuales pondrían en peligro la admi-
nistración imparcial de justicia.
Esta ley era, como lo hizo constar Manuel de Ayala a fines
del siglo x v í n , «dura cosa» y contradecía «la práctica universal
de España, donde no hay tal prohibición. [...] Yo entiendo
que comprar casa propia para su vivienda no es comercio ni
131
granjeria» . N o obstante, esta disposición no se modificó hasta
el término del período colonial.
Los altos funcionarios, en lo posible, tampoco debían tener
trato social con otros círculos de la población del territorio
en que ejercían sus funciones. Por eso a los oidores les estaba
prohibido participar en casamientos y sepelios de particulares
o ser padrinos de bautismo; ni siquiera podían visitar a otros
vecinos en sus casas. Se fundaba esta disposición en que seme-
jantes amistades personales menoscabarían el respeto por los
jueces y darían motivo a conjeturar que los mismos, en este
51
o aquel caso, eran parciales '. Expresamente se extendió a las
311
mujeres de los oidores esa prohibición . En sus comentarios,
Ayala consideró que sólo debían evitarse las amistades intimas,
pero que los oidores habían de tener las atenciones y amabi-
94
lidades imprescindibles en la vida de relación . La prohibición
debe comprenderse también en este sentido.
. El ordenamiento burocrático de la administración en América
presuponía que los funcionarios recibieran emolumentos sufi-
cientes y conformes a su rango. Por eso en 1533 el Consejo
de Indias había planteado la solicitud, fundada sobre los prin-
cipies, de que el rey pagara y recompensara generosamente a
los funcionarios. A la vez, empero, debía disponerse que los
gobernadores, oidores y otros jueces no pudieran aceptar obse-
quios, favores o servicios de particulares, ni desempeñar o tener
m
participación en Actividad comercial alguna . En los inicios de
139
la colonización española era un fenómeno frecuente que altos
dignatarios del Estado actuaran como empresarios en América,
organizaran expediciones comerciales, instalaran ingenios azuca-
04
reros o explotaran m i n a s . Estas experiencias hicieron recono-
cer a la corona «los daños y abusos que se han seguido y se
siguen de que los que gobiernan en esas partes entiendan en
granjerias y descubrimientos y en otros aprovechamientos». Para
que los oidores pudieran dedicar todo su tiempo y sus energías
al cumplimiento de los deberes inherentes a su cargo, la
real orden del 29 de abril de 1549 les prohibió toda actividad
537
económica . Durante el período colonial se promulgaron, com-
plementaron e hicieron más severas estas interdicciones, reitera-
damente. Las mismas no lograron impedir, sin embargo, que
los cargos fueran considerados como fuentes de recursos pri-
vadas y utilizados para el enriquecimiento personal del titular.
Quienes tenían una buena situación pecuniaria no solían aceptar
empleos en la lejana América, y quienes procuraban semejantes
cargos esperaban mejorar sus medios de fortuna. Ya 3a partida
de los funcionarios hacia el Nuevo Mundo hacía inevitable
muchos desembolsos, que no se les reintegraba. Había que
contraer deudas y se confiaba en cancelarlas con los ingresos.
Legalmente estaba prohibido que los oidores tomaran dinero
prestado de particulares, pero la ley vedaba también a las arcas
reales la concesión de préstamos o adelantos de dinero a los
funcionarios sobre sus estipendios.
Si no se ha asegurado a los servidores del Estado medios
de subsistencia adecuados, difícilmente puede crearse mediante
disposiciones estatales un funcionario que vuelque toda su fuer-
za de trabajo en el cumplimiento concienzudo de sus deberes
y que no ejerza ninguna ocupación lucrativa paralela. Cierta-
mente, los estipendios eran en América más altos que los de
la metrópoli, pero esto no compensaba los precios, más caros,
de los bienes de consumo importados. En un memorial del
año 1557, los oidores de la Audiencia de México expusieron
que a causa de los aumentos de precios sus emolumentos no
eran suficientes más que para nueve de los meses del año. El
Consejo de Indias abogó por esas necesarias mejoras en los
estipendios, pero Felipe I I en ocasiones dejó sin despachar,
durante largos años, solicitudes de esa naturaleza. Lo insufi-
ciente de los sueldos que percibían los funcionarios y la irregu-
laridad en- los pagos fueron siempre un vicio hereditario dd
régimen colonial español. La consecuencia era que el funcio-
nario se resarcía con el cobro de los impuestos y se hacía
pagar por los interesados, como servicio personal, actividades
inherentes a su cargo. La venta de empleos, por lo demás,
debía mantener viva la concepción según La cual el cargo servía
140
para el provecho personal del titular. La actividad económica
privada de los funcionarios coloniales siguió siendo un fenó-
meno habitual. En 1778 se comprobó que los nueve oidores de
la Audiencia de Lima, salvo uno, poseían casas, terrenos y
haciendas. Un etbos burocrático profesional, como el que la co-
rona española quiso establecer en la administración de los
reinos americanos por medio de medidas legales, no encontró
ambiente propicio para su desarrollo, si bien en el período
colonial español no faltaron ejemplos de funcionarios extraordi-
nariamente capaces y cumplidores fieles de sus obligaciones.
La monarquía se esforzó asimismo por elevar la estimación
social del funcionario colonial, para lo cual le concedió nume-
rosos privilegios, tan codiciados en la sociedad del Anden Ré-
gime, A los miembros de las audiencias, por ejemplo, les asignó
en las procesiones y festividades eclesiásticas un lugar prefe-
rencial, otorgó a los funcionarios reales la primacía sobre otras
personas, estableció un tratamiento y fórmulas de salutación
graduados según la preeminencia de los cargos y tampoco ol-
vidó el atribuirles a las esposas de los altos funcionarios, en Jos
actos públicos, los honores correspondientes. Un digno traje de
ceremonia debía prestar a la importancia de los oidores una
expresión visible.
• La metrópoli procuró ejercer, por medio de la institución de
la visita y la residencia, un control efectivo sobre las autori-
1
dades de las distantes posesiones americanas ™. La visita con-
sistía en la inspección del desempeño de una autoridad, y el
Consejo de Indias proponía esa medida al rey cuando existían
informes sobre faltas de servicio o irregularidades graves. El
visitador enviado, que recibía amplísimos poderes, verificaba
si los funcionarios de la repartición inspeccionada, cuyo trabajo
proseguía mientras tanto, habían despachado de manera con-
veniente los asuntos de servicio con arreglo a las instrucciones.
Gran importancia alcanzaron las visitas a las que eran some-
tidas de tiempo en tiempo las audiencias. Hasta el ano 1700 las
once audiencias americanas recibieron entre 60 y 70 visitas.
£1 Consejo de Indias no consideró atinado efectuar tales inspec-
ciones a intervalos ¿jos, por ejemplo cada cinco años, a causa
de los trastornos resultantes y de los elevados costos. El desem-
peño de su cargo por el virrey nunca fue objeto de una visita.
Hubo igualmente visitas generales que excedían la jurisdic-
ción de una autoridad determinada y abarcaban un amplio terri-
torio administrativo. De esta suerte, desde 1625 actuaron Juan
Gutiérrez Flores y diversos sucesores como visitadores generales
del Perú e inspeccionaron no sólo las audiencias del virreinato,
sino también las arcas reales del país. La política reformadora
de los Borbones hispánicos renovó la institución de las visitas.
141
José de Gálvez, en su calidad de visitador general, efectuó
de. 1765 a 1771 una exhaustiva inspección de Nueva España y
formuló ideas para la erradicación de las anomalías descubier-
0
t a s ' ' . En 1776, Carlos I I I encomendó a José Antonio Areche
la visita general del Perú, Chile y el Río de la Plata, que
3
Jorge Escobedo llevó a término en 1785 *.
La residencia afectaba a los diversos funcionarios que habían
finalizado su período de servicios o que estaban suspendidos
en el ejercicio de sus cometidos. El funcionario debía perma-
necer en su lugar de «residencia» hasta tanto se finiquitara
la investigación sobre el desempeño de su cargo. Esta insti-
tución, conocida ya en la Edad Media española y mencionada
en las Partidas de Alfonso el Sabio, fue desarrollada adicional-
2
mente por los Reyes Católicos para fortalecer su autoridad ".
Todos los funcionarios del imperio español —desde los virreyes,
gobernadores y oidores hasta los últimos empleados— estaban
sometidos a la residencia. E l Consejo de Indias designaba jueces
investigadores para aquellos servidores estatales que él mismo
había investido, y los virreyes, gobernadores y audiencias lo
hacían para los funcionarios que les estaban subordinados.
La residencia se componía de un procedimiento secreto y de
otro público. El primero tenía lugar en la repartición respec-
tiva, donde el juez pesquisidor, basándose en actas e informes,
verificaba si el funcionario había cumplido con los deberes
de su cargo o había prevaricado. Luego se efectuaba una
exhortación pública a presentar quejas ante el juez investigador,
Cualquier particular, español o indígena, podía entonces pre-
sentarse como acusador, y quien poco antes era un todopoderoso
virrey, podía ahora verse acusado y llamado a responsabilidad
públicamente. Por cierto, quien no pudiera aportar pruebas
para sus inculpaciones se exponía a sanción. El funcionario,
tenía la oportunidad de justificarse y hacer comparecer testigos
de descargo. Luego el juez dictaba el veredicto de culpable o
no culpable respecto a cada punto de acusación. Si el fallo era
condenatorio, el juez determinaba las sanciones, que por lo
general consistían en multas más o menos elevadas, pero que
también podían implicar la descalificación para ocupar cargos
públicos o el destierro. Las multas impuestas alcanzaban en
ocasiones sumas considerables, y la corona, de solicitárselo, po-
día aceptar pagos pardales; por ejemplo, al virrey p r í n á p e de
Esquilache se le permitid pagar Ja multa en varias veces.
Estas, residencias no tenían como fin exclusivo, sin embargo,
d de pedir cuentas y sandonar correspondientemente a los
funcionarios infieles y prevaricadores. Servían también a la coj
tona para conocer a los servidores públicos probos y capaces y,
tenerlos presentes para nuevas designadones y promociones. Set
142
absuelto en la residencia significaba un reconocimiento, la con-
firmación y certificación de sus méritos y cualidades morales.
Por eso más de un funcionario hizo imprimir tal fallo favorable
alcanzado en un juicio de residencia y lo presentó al solicitar
un nuevo cargo.
- Ya en la época colonial se cuestionó la eficacia y utilidad
de las residencias. Sin duda, gracias a ellas salieron a luz
tnuchos abusos, en especial los cometidos por jueces de ins-
trucción venales e incapaces. Las últimas investigaciones cientí-
ficas sobre las actas de residencias llegan a un juicio clara-
mente favorable sobre esta institución y sus resultados. Ponen
también de manifiesto los continuos esfuerzos del gobierno es-
pañol con vistas a perfeccionar las residencias y mejorar y
completar las disposiciones legales respectivas. Se ha. visto en
las residencias un tipo de control ejercido por la opinión pública
sobre la administración del Estado. Sin duda, las residencias
habrán operado como frenos de la arbitrariedad funcionaría!,
pues nadie podía estar seguro de qué influencias y relaciones
Io~ ponían a resguardo de una condena. Hasta los poderosos
virreyes lo experimentaron. Un adagio popular da fe de esta
relación: «En Indias reciben con arcos [de triunfo] y despiden
con flechas.»
Suele afirmarse que en el imperio colonial español los cargos
públicos sólo se llenaban con españoles de Europa y que los
criollos, los españoles nacidos en América, estaban excluidos
de tales puestos. Sin duda, para los más altos cargos de go-
bierno —virreyes y gobernadores— de ordinario sólo se desig-
naban naturales de la metrópoli. Ello con motivos de peso.
Debía parecer peligroso conferir la máxima autoridad política
y; militar a hombres que por nacimiento y parentesco estaban
ligados a los intereses locales de aquellas remotas provincias.
En virtud de la gran significación de las audiencias, en un prin-
dpio también se nombraron sólo europeos como oidores. Pero
tras la fundación de universidades en la América española, la
cotona tuvo en cuenta a los letrados nacidos y formados en
América, deseosos de que se les promoviera también a los
cargos de jueces en las audiencias. Sólo que los criollos no
debían ser oidores en la jurisdicción de las audiencias en que
habían nacido, pero también en este caso se toleraron excep-
dones. De hecho, no son pocos los americanos que encontramos
en los cargos más altos de las audiencias. Ocurrió en 1778, por
ejemplo, que de nueve oidores de la Audiencia de Lima, todos
menos uno habían nacido en América, y cinco incluso eran
1
limeños* .
Los criollos en modo alguno estaban excluidos de los demás
Sargos y de las dignidades eclesiásticas, y hasta tenían legalmente
143
la preferencia en el caso de estos nombramientos y promo-
ciones. En particular, se dispuso reiteradamente que en la pro-
visión de cargos se diera la preferencia a hijos y descendientes
de los conquistadores y primeros colonos. Los reformadores es-
pañoles de la segunda mitad del siglo xvrn reclamaron con
particular insistencia que se equipararan los derechos de los
subditos en las diversas partes del imperio español y trataron
de ligar estrechamente entre sí a españoles europeos y españoles
americanos, de tal manera que formaran, como se señala en
un memorial del Consejo de Estado de 1768, «un solo cuerpo
de nación»
En la América portuguesa era de rigor considerar el cargo
como prebenda y posibilidad de lucrarse personalmente, pero
tampoco aquí faltaron intentos de hacer que se reconociera k
idea de un ecuánime desempeño de las funciones públicas. El
gobierno metropolitano prohibió a los gobernadores y a todos
los demás funcionarios la práctica del comercio, establecer mo-
nopolios, explotar empresas industríales o dedicarse a la agri-
cultura. Sin embargo, lo habitual fue que los gobernadores
poseyeran grandes plantaciones azucareras y numerosos esclavos
negros y que con tales ingresos aumentaran considerablemente
sus estipendios, por lo general muy modestos. E n los dilatados
territorios del interior había una carencia total de empleados
capaces de hacer cumplir las disposiciones estatales. Los ricos
e influyentes latifundistas, los poderosos do ser&o, dominaban
en calidad de estrato local de notables la administración y li
judicatura. La burocracia no alcanzó en Brasil, por cierto,
la misma gravitación que en Hispanoamérica. Sobre todo, los
letrados no accedieron a una posición de tanto privilegio. Por
regla general, los altos funcionarios pertenecían a la pequeña
nobleza o la milicia. El juicio de residencia por el que x
inspeccionaba la actividad de los funcionarios en los asuntos
del servido se conocía también en Portugal y fue introducido
asimismo en Brasil. La real ordenanza del 11 de marzo de 1718
dio instrucciones prerisas sobre cómo debía investigarse el desem-
peño de los fundonarios.
e) El sistema militar
144
de Colón recibían su soldada de la corona, pero debían procu-
rarse ellos mismos sus armas. Las posteriores expediciones de
conquista, no obstante, fueron organizadas por empresarios pri-
vados y sus participantes se reclutaban de mercenarios a son
de tambor, tal como era habitual para las campañas que se
realizaban en ia época de los Reyes Católicos y Carlos V.
Quien proyectaba efectuar descubrimientos y conquistas en
una comarca americana, en primer término buscaba, en el
estrecho círculo de sus conocidos, expedicionarios y apoyos
financieros. Si su proyecto lograba la aprobación real, condiciones
y recompensas se asentaban en un contrato (capitulación) con
la corona. El jefe de la expedición se comprometía a reclutar
y asoldar infantes y jinetes, sin que resultaran gastos para el
1
monarca ". Lo común era que los soldados se armaran ellos
mismos, pero el jefe también podía poner dinero a disposición
de los expedicionarios para que se procuraran armas y caballos.
Quien partía hacia América a las guerras y conquistas no lo
hacía por un sueldo, sino con la esperanza de adquirir grandes
riquezas mediante el botín y de ser recompensado con alguna
sinecura. Cuando la conquista era llevada a su término o fra-
casaba, ese ejército privado se disolvía.
Si bien los soldados de la conquista servían a un condo-
tiero, se sentían, no obstante, campeones del rey hispano
y del honor del nombre español. Ningún conquistador, por
prestigioso que fuera, podía contar con que sus hombres tam-
bién lo seguirían en una revuelta contra la casa reinante y lo ser-
virían como instrumentos para la fundación de un poder inde-
pendiente. Cuando un conquistador osó poner en práctica tales
intentos de rebelión abierta contra los soberanos, su fracaso fue
rápido.
Los ejércitos de la conquista no se transformaron, durante
el período colonial, en unidades militares permanentes. Los
veteranos de las conquistas americanas, empero, siguieron siendo
elementos alborotadores, a los que había que ocupar en nuevas
expediciones o contentar mediante recompensas. Lo que en es-
pecial ansiaban era la concesión de una encomienda, esto es,
ta cesión de los tributos que tenían que pagar los indios de
una comarca. Ahora bien: esta encomienda se transformó en una
institución militar. No quedó en mera recompensa, sino que traía
aparejada la obligación de proteger a los indios y defender
militarmente el país. El encomendero debía mantenerse perma-
145
dones militares. £1 Consejo de Indias reconoció en 1719 que
aquéllos se habían hallado siempre, «como es notorio, obedien-
tes y prontos cuando se les ha convocado por los virreyes
y gobernadores en las muchas ocasiones de guerra que se han
ofrecido en aquellos reinos, asi con las invasiones que han
intentado los enemigos de mar, como también con los de t i e m
en los continuos alzamientos que cada día intentan los indios
344
rebeldes» . Pero esta modalidad, propia del vasallaje feudal,
de la organización militar —modalidad en la cual el servicio
militar estaba ligado a una concesión hereditaria, aunque cier-
tamente no ilimitada, de una recaudación tributaria y reforzado
por una relación personal de fidelidad— estaba ya en decadencia
a principios del siglo xvirx. £1 número de las encomiendas
había menguado considerablemente y otro tanto ocurría con ios
ingresos de cada encomienda. Las tropas y milicias permanentes
habían cobrado una importancia mucho mayor. De cada mil hom-
bres que estabas dispuestos para la defensa de las provincias
americanas apenas uno era encomendero. La encomienda se ha-
bía vuelto superfiua como institución militar.
Las guarniciones de las fortalezas y fuertes —construidos y
dispuestos por lo general para proteger las costas contra las
incursiones de los corsarios ingleses y franceses— fueron consi-
derablemente reforzadas con el correr del tiempo y se les te-
chitaba casi por entero en España. Relevar los efectivos de las
guarniciones con reservas de la metrópoli era tarea dificultosa
y que sufría postergaciones, por lo cual, pese a una prohibición
general, se redutaron criollos, que por lo demás estaban más
familiarizados con el terreno y el modo de lucha del Nuevo
Mundo. A petición de los habitantes de América, la corona
accedió a que determinado número de plazas de soldados se
llenaran con españoles nacidos en el país, aunque exceptuando
a mestizos y mulatos. De todos modos, era difícil mantener
guarniciones disciplinadas en las plazas fuertes. Los soldados
enviados desde España 'compulsivamente, y también a modo
de castigo, desertaban a menudo y desaparecían en la inmen-
sidad del Nuevo Mundo. Los reclutados entre los nacidos de
América tenían otras ocupaciones y no solían residir en el
fuerte. También entre estos criollos menudeaban las deserdo
oes. Sí se pretendiera aplicar castigos severos, afirmaba en 1689
d virrey d d Perú, duque de Palata, «no se hallaría después
10
hombre que sentase p l a z a » . En d siglo x v m , las guarnidones
de las plazas fuertes se agrupaban en diversas compañías, de
las cuales, a comienzos de la centuria siguiente, había 108, con
9.931 hombres.
E n un principio la corona española quiso evitar que se alis-
taran y apostaran tropas mercenarias en América. Aun en el
J46
año 1680 no aceptó la propuesta de la Audiencia de Quito,
según la cual, para seguridad de la paz pública y aumento de la
autoridad de la audiencia, era aconsejable formar una compañía
de tropas retribuidas. El Consejo d e Indias respondió que no
consideraba adecuada y necesaria tal innovación, y que si la
audiencia velaba por la justicia y castigaba a los culpables con
todo rigor y sin excepción d e personas, sería éste «el más eficaz
medio para conservar las provincias quietas»'*. Pero en el si-
glo x v m se constituyeron en América regimientos o batallones
de soldados profesionales (tropa veterana) apostados en las ca-
pitales. En esta reforma militar se procuró evitar los riesgos
que podían resultar de la formación, en las colonias americanas,
de fuerzas armadas autóctonas. El virrey del Perú, De Croix,
propuso por ello que en las nuevas formaciones la mitad d e
los soldados fueran criollos y la otra mitad españoles europeos,
que la oficialidad superior se compusiera por lo menos de la
mitad de europeos y que nunca el capitán, el teniente y el
alférez de la misma compañía debían ser criollos los tres. A los
soldados criollos se les tenía por flojos c incapaces de soportar
las penurias de la guerra, pero se consideraba que en caso de
estar mezclados en las mismas unidades con europeos podían
ser militares de provecho y valerosos. La dificultad estribaba en
hallar suficientes reclutas europeos para esos regimientos, puesto
que los españoles que iban & América aspiraban a prosperar
en los negocios y rehuían el servicio militar
Un ejército estatal profesional, completado por continuos re-
fuerzos procedentes de la metrópoli, surgió por primera vez en
Chile. Las incesantes guerras contra los indómitos araucanos,
que seguían lanzando sus devastadores ataques contra los esta-
blecimientos españoles, no podían conducirse mediante la movi-
lización de los encomenderos. La corona tuvo que decidirse
a mantener un ejército permanente en Chile, pese a sus altos
costos. Los tercios españoles, que se habían batido en los
campos de batalla de Europa por la gloria y grandeza de
España, eran utilizados ahora también en el más apartado rincón
del Nuevo Mundo. Pero también los oriundos del país pasaron
en gran número por la escuela de ese ejército. En el Chile
colonial, el oficial se convirtió en elemento constitutivo de la
sociedad **
Cuando, tras la Guerra de los Siete Años —que hahía puesto
de manifiesto el peligro que corrían las posesiones de ultra-
mar—, el gobierno español dio comienzo a una reorganización
de la defensa militar en America, resolvió también destacar
alternativamente, de la metrópoli a las colonias, más o menos
cada tres años, algunos regimientos del ejército permanente.
Estas tropas de línea europeas debían, asimismo, servir de mo-
147
délo para los regimientos y unidades de milicias que sentaban
plaza en América. En 1764 se designó para la protección del
puerto de Veracruz y sus comunicaciones con la capital.México,
un regimiento de infantería reclutado en España y denominado
Regimiento de América. En 1768 tropas españolas de refresco
relevaron a ese regimiento. En lo sucesivo otras unidades del
ejército regular se apostaron, en calidad de guarniciones transi-
torias, en el virreinato de Nueva España"'.
También a otros virreinatos se enviaron diversos contingentes
españoles. Pero aun cuando las guarniciones españolas en el
Nuevo Mundo parecieran ser el medio más • seguro para pre-
servar la dominación de la metrópoli, sin embargo el envío
de un ejército de ocupación más poderoso no estaba al alcance
de las fuerzas y posibilidades de la España de entonces. Se
llegó a establecer que a los tres años ni siquiera la mitad de
las tropas enviadas a América regresaba a la vieja patria y que,
por tanto, también el estacionamiento transitorio de regimientos
españoles en ultramar significaba una continua pérdida de hom-
bres para. la metrópoli, en la cual existía ya una carencia
de población. La propuesta de reclutar extranjeros de fe cató-
lica para las guarniciones americanas tropezó con el reparo
concerniente a la lealtad política de esos elementos. Era de
notar, asimismo, que una larga estancia de formaciones espa-
ñolas en las colonias relajaba su disciplina militar y traía apa-
rejadas numerosas deserciones.
Pero así como en la metrópoli, también en los reinos ame-
ricanos todos los vecinos libres tenían el deber de prestar el
servicio militar para la defensa del país. En 1540 se promulgó
la orden de que todos los pobladores de Santo Domingo tuvie-
ran armas en sus casas y se congregaran tres veces por año para
su revista militar (alarde) ™. Más adelante se dispuso que los
habitantes de todas las localidades de La Española se ejerci-
taran en el manejo de las armas y estuvieran preparados y dis-
puestos para rechazar los ataques piratas Estos decretos se
convirtieron en ley general especialmente para las ciudades que
1
se alzaban en las cercanías del m a r " . Cuando los corsarios
ingleses aparecieron también en el Pacífico, en 1580, se exhortó
a los vecinos del Perú a estar prontos para la defensa de sus
haciendas y de la fe católica. Esta obligación de atender per-
sonalmente y a sus propias expensas la llamada a las armas
existía también en el caso de revueltas indígenas. En el si-
glo XVIII, en vista del peligro creciente que corría el imperio
de ultramar, se proclamó con todo énfasis el principio funda-
mental de que todos los subditos libres en América tenían
obligaciones militares. Carlos I I I lo encareció a la población
de Cuba, por ejemplo en 1769, con las siguientes palabras:
148
«Ninguno está exempto de la obligación de defender a su pa-
U í
tria y servir a su Rey» .
En este postulado del servicio militar obligatorio para la de-
fensa del país se fundaba la organización de las milicias ame-
ricanas. Desde comienzos del siglo xvii se conocen reglamentos
para las unidades milicianas. En la ciudad de Lima, hacia 1650,
todos los habitantes estaban registrados en las milicias y se
reunían dos veces por mes, en días festivos, para ejercitarse
en el manejo de los mosquetes, de la ballesta y de la pica. En
Nueva España, al parecer, sólo ocasionalmente se llegó a la orga-
nización de milicias, de modo que el servicio militar no se
aplicó de manera general. La estructuración planificada de las
milicias de América no tuvo Jugar sino con la reorganización
de todo el sistema defensivo desde 1763. Un ejemplo típico lo
constituye el reglamento para las milicias de la isla de Cuba,
promulgado en 1769. El servicio militar obligatorio debía rea-
lizarse bajo la forma de la convocatoria de milicias formadas
por todos los subditos. El ingreso a la milicia, inicialmente
voluntario, se tornó en obligatorio. Para determinar quiénes
estaban sujetos al servicio era necesaria la preparación de listas
de habitantes. En Nueva España, a modo de ejemplo, todos
los hombres de diciescis a cuarenta años debían estar matricu-
lados en las listas de la milicia, en las cuales constaba el estado
social y la condición física de cada individuo. Las personas su-
jetas al servicio militar estaban distribuidas en cinco clases, que
eran llamadas a filas, por orden, para el servicio en la milicia.
En la primera clase figuraban los solteros, y también los viudos
sin hijos que no ejercían oficio alguno y no cultivaban tierra
propia o arrendada. De esta manera se incluía a las personas
en las restantes clases, según el criterio de exceptuar del ser-
vicio militar, en lo posible, a las fuerzas importantes para la
vida económica. Como no se podía alistar a todos los aptos
para el servicio, la selección se realizaba por sorteo. Determi-
nadas profesiones, indispensables para la administración pública,
estaban exentas del servicio militar, por ejemplo los abogados,
notarios, médicos, boticarios, sacristanes, maestros de escuela.
Los estudiantes de las universidades, a menos que hubieran re-
cibido las órdenes menores, no estaban exentos de la obligación
de servir en Jas milicias, aunque se esforzaban por alcanzar
este privilegio*".
Un obstáculo mayor para la organización de milicias estribó
al principio en la repugnancia general a sentar plaza de soldado
e incluso de oficial. En ocasiones la leva de la milicia provocaba
desórdenes. Los soldados, reclutados contra su voluntad, come-
tían muchos excesos y sus superiores no les podían ni querían
aplicar castigos severos y los protegían de las autoridades dvi-
149
les. Ingresar a la milicia, pues, parecía ser el procedimiento
más indicado cuando se entraba en conflicto con las leyes
civiles. Para hacer más atractivo el servicio militar, la corona
concedió numerosos privilegios y exenciones. Los milicianos,
cuando eran convocados para operaciones bélicas o para ma-
niobras de importancia, recibían el fuero militar, esto es, se
hallaban sujetos a la justicia militar y no podían ser juzgados
por los tribunales ordinarios. Todo oficial que pidiera la baja
después" de veinte años de servicio conservaba vitaliciamente el
fuero militar, prerrogativa que se otorgó en 1774 a todos los
3D
milicianos . Quien perteneciera a la milicia como oficial, sub-
oficial o soldado estaba exento por el mismo hecho de tener
que aceptar un cargo o una cúratela contra su voluntad, o de
cargas de acantonamiento y transporte. Con relación a otros
vecinos de su posición social, le correspondía la preferencia
que acreditaba la «mis estimable calidad de hallarse ocupado
en el distinguido servicio de las armas». El oficial de milicias
era equiparado en derechos y honores al oficial del ejército
regular. La obtención de estos privilegios y el consiguiente
aumento de prestigio social —puesto de manifiesto en el abiga-
rrado esplendor de los uniformes— inducían a terratenientes,
comerciantes y otras personas acaudaladas a disputarse las pla-
zas de oficial en las milicias. El visitador general Arecbe informó
en 1780, desde Lima, que «aquí todo o casi todo el traje
de los hombres es uniforme de milicias con charreteras y ga-
lones» y que las "formaciones militares se componían casi exclu-
sivamente de oficiales **. Los padres inducían a sus hijos a
que se dedicaran a la tan honorable carrera de oficial de mili-
cias. El número de los milicianos aumentó considerablemente.
En algunas comarcas del Perú, si uno se atenía a los partes,
había más miembros de la milicia que varones, incluso si se
contaban los muchachos de doce años. Esta tropa miliciana, juz-
gaba el visitador general Jorge Escobedo, era «una pura ima-
ginación sin la menor utilidad» **. A los oficiales les faltaba
ante todo el interés por la instrucción militar y la correspon-
diente conciencia de sus responsabilidades. Sólo ingresaban a
esa carrera, sostenía en 1803 el virrey del Perú, marqués de
Aviles, para vestir uniforme y aspirar a otros honores, peto no
pensaban cumplir con las obligaciones contraídas ni asistir a
los ejercicios de la tropa y a otras providencias, de suerte que
sólo en el nombre eran oficiales En las milicias americanas
n o pudo formarse u n etbos profesional específicamente militar.
Había milicias provinciales y urbanas. Las primeras disponían
de u n cuadro de oficiales activos del ejército regular y convo-
caban a sus dotaciones para maniobras más prolongadas. Las
150
últimas se reclinaban principalmente entre los gremios y corpo-
raciones de las grandes ciudades y su actividad se reducía a
tareas de vigilancia y policiales en la localidad. Se organizaron
unidades milicianas especiales para la población de color, los
negros y mulatos, y en parce también para los mestizos (mili-
cias de pardos). Aunque a los indios les estaba formalmente
prohibido portar armas, en el siglo x v m también se institu-
yeron milicias indígenas. De este modo existió en Lima, desde
1762, un Regimiento de Infantería de Indios con nueve compa-
ñías de 75 hombres cada una.
Pese a todos los fallos de su organización, las milicias demos-
traron su utilidad en diversas acciones militares, como por ejem-
plo en la insurrección indígena de Túpac Amaru, en el Perú,
o en las guerras con los araucanos de Chile.
En Brasil se desarrolló al comienzo un sistema militar de
tipo feudal, ya que los donatarios, que obtenían la tierra y
derechos públicos en propiedad hereditaria y estaban ligados a!
rey portugués por una relación personal de fidelidad, tenían
que encargarse de defender militarmente los territorios america-
nos de la corona. Aun después de la investidura de un gober-
nador general, los donatarios subsistentes y los demás capitáes-
mores debían atender a la constitución de fuerzas de combate,
basándose para ello en los recursos del país. Ya en las instruc-
ciones de 1548 a Tomé de Sousa, figuraba una disposición por
la cual todos los pobladores de la colonia debían conservar
en sus hogares determinadas armas, listas para el uso, y estaban
obligados a la defensa del país. Más tarde el gobierno trasladó,
según conviniera, tropas de línea para apostarlas transitoria-
mente en Brasil. Para completar estas unidades regulares proce-
dentes de la metrópoli se reclutaron también oriundos, los cuales
te presentaban voluntariamente, tenían que servir a la fuerza
por su condición de vagabundos o delincuentes o, en otras
ocasiones, eran sometidos a levas arbitrarias. También en la
América lusitana existía una gran falta de interés por el servicio
militar. Era tan difícil reclutar soldados como retenerlos bajo
banderas. En calidad de tropas auxiliares servían las milicias,
a las cuales se les asignaba algunos oficiales profesionales para
su instrucción. La totalidad de la población masculina que fri-
taba entre dieciocho y sesenta años, salvo que prestara servicios
en el ejército permanente o en las milicias, estaba encuadrada
en la organización militar de las ordenandos, que no era tenida
en cuenta más que como guarnicón local y que, por lo demás,
lelo ocasionalmente hacía instrucción. Las guerras contra España
por la posesión de los asentamientos en la costa septentrional
del Río de la Plata hicieron que Pombal encomendara la reor-
151
ganización del sistema militar en Brasil a un oficial alemán, el
teniente general Johann Heinrich Bohm, quien había servido
largos años en el ejército prusiano y participado en la Guerra
de los Siete Años, Introdujo en el Brasil las normas prusianas
para la instrucción y servicio militares, procuró infundir a la
oficialidad una estricta mentalidad profesional y creó una tropa
bien disciplinada. Como Bohm fusionó las disímiles formacio-
nes militares de las capitanías en un solo cuerpo unitario, se
361
le puede conceptuar como el fundador del ejército brasileño .
152
6. La política indígena de españoles
y portugueses
15>
Es comprensible que los descubridores y conquistadores espa-
ñoles adoptaran una actitud similar ante los habitantes del
Nuevo Mundo**. Cristóbal Colón les ofreció a los Reyes Ca-
tólicos enviar a España, como esclavos, tantos aborígenes de
las islas antillanas por él descubiertas como Sus Majestades
desearan, y vio en tales embarques el equivalente en valor de
los suministros de ganado, semillas y medios de subsistencia
procedentes de la metrópoli. Los esclavos indios debían proveer
a Europa de fuerzas de trabajo baratas y resarcir los sacrificios
financieros que demandaban las expediciones a ultramar. Colón
había iniciado de inmediato el transporte a España de algunos
centenares de indios. Al principio esa actividad no escandalizó
en absoluto a los Reyes Católicos, que, por el contrario, orde-
naron, el 12 de abril de 1495, vender esos esclavos en Anda-
lucía. Pero entonces ocurrió algo inesperado. Ya por orden del
16 de abril de 1495 los monarcas suspendieron momentánea-
mente ese tráfico humano y dieron como fundamento que «Nos
queríamos informarnos de letrados, teólogos y canonistas si
con buena conciencia se pueden vender éstos por esclavos o
3
n o » " . Nada sabemos acerca de las deliberaciones de esa junta
jurídico-teológica, pero en 1500 los Reyes Católicos ordenaron
que los expedicionarios españoles «no fuesen osados de prender
ni cautivar a ninguna ni alguna persona ni personas de los
indios de las dichas islas y tierra firme de dicho mar Océano
para los traer a estos mis Reinos ni para los llevar a otras
partes algunas, ni les ficiesen otro ningún mal ni daño en sus
34
personas ni en sus bienes» *. Se declaró libres a los indios
hasta entonces vendidos o cautivos en España, a los cuales había
que devolver a su país natal.
Difícilmente pueda explicarse por motivos económicos la in-
terrupción de la trata de esclavos entre America y España. La
ampliación de los territorios de caza de esdavos se cuenta
predsámente entre las fuerzas motrices de la expansión ultra-
marina La trata de esclavos finandaba las expedidones de los
descubridores. No era de temer que el embarque d e algunos
d e m o s de esclavos motivara una carenda de fuerzas de tra-
bajo en las islas antillanas, que según los informadores de
Colón estaban tan densamente pobladas. Resultaron decisivos,
antes bien, los prindpios éticos contra la esclavización general
de los aborígenes en las islas y tierra firme reden descubiertas.
Teólogos y letrados sostuvieron la tesis de que sólo se podía
esclavizar a los infieles hechos prisioneros en una guerra justa
y que los habitantes pacíficos dd Nuevo Mundo debían ser
subditos libres de los reyes españoles. Esta cortapisa doctrinal
a la esclavitud de los indios parecía también ser necesaria para
d cumplimiento d d cometido misional de las bulas papales
154
de 1493, ya que Ja esclavitud de los infieles debía constituir
un obstáculo para su evangeiización. Con ello, convicciones
éticas nuevas ganaron influencia sobre las realidades económi-
cas. La trata de esclavos, admitida tradicionalmente, se volvía
cuestionable desde el punto de vista moral.
La decisión de los Reyes Católicos tenía también un sentido
político. La arbitraria esclavización de aborígenes bien podía
provocar revueltas y poner en peligro la erección de un firme
ordenamiento del poder en el Nuevo Mundo. Confería a los
primeros descubridores y conquistadores un poder y autonomía
excesivamente grandes. £1 planteamiento de normas éticas y le-
gales daba pie a la corona para someter a los conquistadores
a un control más firme y afianzar la autoridad real. También
en este punto el derecho y el poder mantenían entre sí un
vínculo significativo. La violación de los principios que exigían
un tratamiento humano de los indios hubo de ser utilizada
siempre por la corona como pretexto para proceder contra auto-
ridades que en el Nuevo Mundo actuaban por su cuenta. La
política indígena de la monarquía española debe verse también
como parte de su sistema de gobierno.
Sí bien la corona pretendía conceder el permiso de esclavizar
aborígenes sólo en caso de guerras justas, se suscitaba la cues-
tión de cuándo esa guerra debía considerarse justa. Los con-
quistadores de América se inclinaban siempre a atribuir la
culpabilidad de la guerra a los indios, para poder tratarlos
como esclavos. ¿Cómo se podían impedir tales abusos? En 1513
se actualizó una decisión oficial respecto a los criterios de qué
guerra con los indios era justa, cuando se preparaba la gran
expedición de Pedrarias Dávila para la conquista de la tierra
firme centroamericana. La partida de esa Mota tuvo que apla-
zarse hasta que, por orden del rey, teólogos y letrados hubieran
emitido un dictamen sobre la juridicidad de las guerras contra
los indios y de la esclavización de los mismos. A consecuencia
de estas deliberaciones, el letrado real Palacios Rubios redactó
el llamado Requerimiento. Este escrito, que se debía leer a los
indios por medio de un intérprete al comienzo de una empresa
de conquista, contenía algunas explicaciones sobre la creación
del Mundo y la formación del hombre y proclamaba la dona-
ción, realizada por el Papa, de todas las islas y tierras firmes
del mar Océano a los reyes de España. Finalizaba con una
exhortación formal a los aborígenes de que se sometieran a su
nuevo señor y adoptasen el cristianismo. Pero si no prestaban
oídos a este requerimiento se les amenazaba con guerrear contra
ellos con todos los recursos y esclavizarlos junto a sus mujeres
y sus niños. Un escribano debía levantar un acta notarial sobre
la ejecución —conforme a las instrucciones— del requerimiento.
155
Los clérigos que acompañaban a la expedición debían velar
por que se observara lo preceptuado. En lo sucesivo cada con-
quistador estaba obligado a llevar en su bagaje aquel documento
5
en cada expedición de descubrimiento y conquista **.
Ya Las Casas había tachado los requerimientos de «injustos
3W
y absurdos, y de derecho nulos» . Historiadores subsiguientes
también los han llamado ridículos e insensatos. «Puede supo-
nerse, por cierto, que en la metrópoli sólo teóricos de gabinete,
juristas y teólogos divorciados de la realidad y encastillados
en la escolástica e idealistas simplones se tomaron realmente en
serio este manifiesto y se prometieron los beneficios que apor-
m
taría con certeza su aplicación» . Tales juicios olvidan que los
europeos precisamente acababan de comenzar su expansión en
ultramar y que se enfrentaban en América por primera vez con
pueblos aborígenes de un nivel cultural totalmente distinto.
Conforme a las representaciones antropológicas de su época, los
españoles consideraban a esos aborígenes como bárbaros que,
según la doctrina de Aristóteles, estaban destinados a servir
a la dependencia personal, y que por tanto podían ser con-
271
vertidos en esclavos . El intento, tan imperfecto, de mantener
la esclavitud de los indios dentro de determinados límites legales
por medio del requerimiento, aparece entonces como el primer
despertar de la conciencia humana en las colonizaciones de ul-
m
tramar .
Al descargo de la conciencia real, en el que se hacía conti-
nuamente hincapié, de ningún modo 1c bastaba con haber orde-
nado una limitación jurídico-formal de la esclavitud indígena.
Se ha hablado, antes bien, de un esfuerzo verdaderamente febril
realizado en el Consejo de Indias para hallar nuevas normas
que permitieran una convivencia pacífica entre los europeos y los
aborígenes americanos. La corona recibió noticias de que el
requerimiento era una simple farsa y que en modo alguno
hacía desistir a los españoles de emprender ilegales campañas
bélicas contra los indios, en las cuales los prisioneros se con-
vertían en esclavos, tal como había sido la norma en las gue-
m
rras contra los moros . Se siguió discutiendo sobre las medidas
que erradicaran estos abusos. En 1503 la reina Isabel había
concedido el permiso de atacar y vender como esclavos a los
caribes, que eran antropófagos y caían por sorpresa sobre los
17
europeos y los devoraban ''. Tales concesiones fueron aprove-
chadas para efectuar expediciones de caza de esclavos, en las
cuales nadie se preguntaba demasiado si los isleños atacados
eran realmente caribes. N o fueron menores los abusos cometidos
con la autorización de trasladar como fuerza de trabajo —aunque
sin hacerlos esclavos— indígenas de las llamadas «islas inútiles»,
que no parecían adecuadas para la colonización. Por una orden
156
del año 1526 se procuró poner coto a la esclavización de abo-
rígenes, los cuales sólo debían ser declarados esclavos por el
gobernador y los funcionarios de la corona y señalados a fuego
con la marca oficial Pero como también esas medidas de
control sirvieron para poco, en 1530 Carlos V prohibió escla-
vizar a los indios en lo sucesivo. «Considerando ios muchos
e intolerables dañor que en deservicio de Dios y nuestro dello
se han seguido y siguen de cada día por la desenfrenada codi-
cia de los conquistadores y otras personas que han procurado
de hacer guerra y cautivar los dichos indios muchos esclavos
que en la verdad no lo son [...] han cautivado muchos de los
dichos indios y naturales que estaban de paz, que no habían
hecho ni hacen guerra a nuestros subditos, ni otra cosa alguna
por do mereciesen ser esclavos ni perder la libertad que de
derecho natural tenían y tienen», ordenó el emperador que en
lo futuro nadie debía atreverse a cautivar indios y mantenerlos
como esclavos, aun cuando hubiesen sido tomados prisioneros
en una guerra justa. Los españoles podían conservar los esclavos
que ya tuvieran, pero debían inscribirlos en un registro oficial
3 4
dentro de un plazo de treinta d í a s ' . El derecho natural, el
derecho originario a la libertad, ganaba terreno con la aboli-
ción de la esclavitud de los indios.
Los conquistadores y colonizadores del Nuevo Mundo de in-
mediato elevaron sus protestas contra esa prohibición imperial.
Entendían que la misma violaba los derechos garantizados por
las capitulaciones y los perjudicaba en lo económico, ya que la
trata de esclavos cubría sobre todo los altos costos de las
expediciones convenidas con la corona. También los Welser de
Venezuela presentaron la reclamación correspondiente ante la
577
Audiencia de Santo Domingo . Los conquistadores reclamaban,
como recompensa por sus servicios, que se les dejara tener escla-
vos indios. Se llegó incluso a sostener que sin el trabajo de los
aborígenes los españoles no podrían mantenerse en América y
que tendrían que abandonar la región. La corona, que no dis-
ponía en el Nuevo Mundo de ningunas otras fuerzas militares
salvo las tropas alistadas por empresarios privados, cedió a esa
37
presión y revocó en 1534 la interdicción de la esclavitud *.
Se trataba, no obstante, de u n retroceso transitorio del mo-
vimiento antiesclavista, que ganaba predicamento en la corte
española. En 1541 se prohibió a los españoles en América la
compra de esclavos indios, con lo cual la trata quedó severa-
mente limitada desde el punto de vista legal. Por ultimo, una
ley del 21 de mayo de 1542 proclamó que en lo sucesivo nadie,
ni siquiera en una guerra justa, podía esclavizar a los indios ní
17
adquirirlos por compra *. Las «Nuevas leyes», de noviembre
de 1542, recogieron a su vez esta interdicción de la esclavitud
157
indígena. En la conquista colonial emprendida por los espa-
ñoles se había suprimido, con arreglo a los principios, una
modalidad específica de «brutalidad aneja a la superposición
dominadora», la esclavización de las poblaciones sometidas, ha-
bitual en anteriores instauraciones de una supremacía.
Sin embargo, la esclavitud de los indios no desapareció en
Hispanoamérica sino paulatinamente, por la manumisión de es-
2
clavos o su muerte "'. Las audiencias debieron designar un pro-
curador para que diera la libertad a indígenas ¡legalmente tra-
tados como esclavos. En los territorios marginales del imperio
español se volvió ocasionalmente, después de 1542, a la escla-
vitud. Cuando la corona llegaba a saber de esos casos ordenaba,
refiriéndose a las «Nuevas leyes», la emancipación de esos es-
clavos y el castigo de ios culpables. Por lo general, declinaba
conceder licencias especiales para la esclavización de los prisio-
neros en caso de lucha contra indios belicosos. A una solicitud
de esa índole, formulada por el virrey del Perú, respondió, por
ejemplo, que la veda de la esclavitud indígena se había resuelto
fundándose en «mucha deliberación y acuerdo» y que no pa-
recía aconsejable una i n n o v a c i ó n E l l o no obstante, se admi-
tieron algunas excepciones a la prohibición general. En las gue-
rras libradas para someter a los indómitos pijaos de la provincia
de Popayán —que atacaban a españoles e indios, los hacían
prisioneros y los devoraban— se les podía convertir en esclavos
9 2
por un lapso de diez años * . También era lícito esclavizar a los
belicosos caribes,, que comían carne humana. En calidad de
represalia que debía contribuir al término de las casi incesantes
guerras araucanas, el gobierno cedió a las instancias de la opi-
nión pública en Chile y declaró en 1608 que todos los indios
cautivos, los varones a partir de los diez años y medio y las
mujeres de los nueve años y medio, podían ser repartidos
2
como esclavos ". Esta decisión fue adoptada luego de muchas
deliberaciones, en las cuales' la mayor parte de los teólogos y
juristas accedieron al restablecimiento de la esclavitud en Chile,
porque los araucanos perseguían a la Iglesia cristiana y le rehu-
2
saban obediencia ". Pero la esclavización de los prisioneros de
guerra demostró ser un medio que no servía para forzar a los
araucanos a someterse, y el tratamiento de los esclavos dio mo-
tivo a vivas quejas. Durante largos años se siguió discutiendo,
en juntas e informes, el problema d e la esclavitud. El Consejo de
Indias volvió a adoptar su vieja tesis, según la cual bajo nin-
gún pretexto era lícito esclavizar a los indios, ya que sólo con
mansedumbre y buenos tratos los aborígenes podían ser con-
vertidos al cristianismo. Por u n a orden de 1674 se prohibió
2 3
hacer esclavos a los indios d e Chile * .
E n territorios fronterizos remotos, a menudo la prohibición
158
de la esclavitud indígena quedó en letra muerta. De este modo,
en el norte de Nueva España las luchas contra los chichimecas
y otras tribus indias bárbaras continuaron, fomentando las prác-
ticas de la trata y tenencia de esclavos. Los traficantes traían
indios esclavos de la América portuguesa para su venta. Pero
en general Ja esclavitud de los aborígenes había cesado, mien-
tras que la de los negros siguió siendo una institución legalmente
reconocida. Cuando en 1756 el gobierno, con motivo de la
liberación de algunos indios que habían cautivado los franceses
de Nueva Orleans, advirtió a todas las autoridades de Hispa-
noamérica que debían observar estrictamente las disposiciones
legales, el virrey del Perú respondió que allí nadie recordaba
casos en que se hubiera tratado de esclavizar a los indios **.
Mientras que los Reyes Católicos, a poco del descubrimiento
de América, habían comenzado a limitar la esclavitud de los
indios, los monarcas portugueses se mostraron mucho más com-
placientes con los colonos de Brasil, que se servían del trabajo
esclavo aborigen y cubrían la necesidad creciente de tales es-
clavos mediante expediciones organizadas para h captura de
indígenas. En el siglo X V I I sobresalieron los bandeirantes o
mamelucos paulistas por sus éxitos como cazadores y traficantes
de esclavos. En sus correrías y depredaciones penetraron profun-
damente en el interior brasileño y llegaron hasta las misiones
jesuíticas del Paraguay, de las cuales solamente entre 1629 y
1632 llevaron a decenas de miles de indios como esclavos ™
En las donatarios la corona había concedido a sus titulares el
derecho de vender anualmente determinada cantidad de esclavos
indios. No fue sino con la designación de un gobernador gene-
ral (1549) cuando se puso a los indígenas bajo la protección del
rey. Debía evitarse una esclavización ulterior de los aborígenes.
Tomé de Sousa dispuso que únicamente aquellos indios que se
hubieran mostrado hostiles hacia los portugueses podían ser ata-
cados, y aun así sólo por soldados del gobernador general o,
con la venia de éste, por los colonos mismos. Se podía tratar
como esclavos a los prisioneras hechos en tal guerra, justa.
Pero el número de esclavos no satisfacía la creciente demanda
de fuerzas de trabajo, y a Tomé de Sousa se le había encomen-
dado, de manera especial, el fomento del desarrollo económico
en la colonia. Bajo esos intereses contradictorios era inevitable
que los colonos portugueses echaran mano a todos los recursos
para procurarse nuevos esclavos indios, y que el gobernador,
si procedía contra esas extralimitaáones, cayera en duros con-
flictos con los colonos.
También en Brasil fue sobre todo la Iglesia la que libró la
lucha contra la esclavitud indígena. Los jesuitas, en particular,
en su calidad de protectores de los aborígenes contra una explo-
159
t3c¡ón inicua y brutal, se atrajeron la enemistad de la aristo-
cracia de plantadores y de la masa de los inmigrantes blancos.
En 1570 el rey portugués prohibió la esclavitud de los indí-
genas, en la medida en que éstos no fueran antropófagos o se
les hubiera capturado en una guerra justa. Esta ley suscitó viva
indignación entre los colonos. La corona no estaba en condi-
ciones de proseguir consecuentemente su política de protección
al indio. La unión personal de los reinos espancl y portugués
facilitó la adopción de medidas más severas contra los cazadores
de esclavos, especialmente contra los paulistas. En 1609 se pro-
mulgó una ley que declaraba hombres libres, conforme a los
principios, a todos los indios. A causa de la protesta de los co-
lonos, la corona hubo de revocar esta ley en 1611 y permitir
la esclavitud como consecuencia de una «guerra justa» contra
los indios. En años sucesivos dependió de los gobernadores ge-
nerales si, y hasta qué punto, esos funcionarios querían y podían
proteger a los indios de la esclavitud. Una bula papal de 1639
prohibió, bajo apercibimiento de excomunión, la esclavización
de los indios, bajo el pretexto que fuere. En 1653 se promulgó
una real orden según la cual se debía examinar la situación
legal de los indios esclavos en manos de los blancos; se dis-
puso, además, que sólo se toleraran las campañas militares contra
los aborígenes si se recababa una autorización previa. En 1680
los jesuítas lograron que el rey prohibiera esclavizar a los indios
de Marañón. Los cautivos en las guerras contra éstos debían ser
tratados al igual que ¡os prisioneros en las contiendas eu-
J
ropeas *. Pombal, 'por medio de su legislación, procuró suprimir
definitivamente la esclavitud de los indios en el Brasil. Una
real orden del año 1758 decretó la libertad absoluta de todos
los indios, sin excepción. Debía fomentarse la absorción de los
indígenas por medio de su plena equiparación jurídica con los
blancos y favoreciendo los casamientos mixtos entre aborígenes
y portugueses. No obstante, en 1808 el gobierno volvió a adop-
tar el sistema de la guerra ofensiva contra los indios salvajes y
su esclavización, aun cuando en forma atenuada.
b) La encomienda
160
se dejaban recoger sin fatigas. Conforme a la voluntad de la coro-
na «spañoln, empero, los aborígenes de los reinos americanos
debían ser subditos libres, no sujetos a ninguna prestación
forzada. Según este principio, los indios se debían incorporar
como asalariados libres al proceso económico. La puesta en
práctica de tales intenciones tropezaba, sin embargo, con fuertes
resistencias. Los europeos, que pretendían adquirir rápidamente
las mayores riquezas posibles, se apoderaban de tantos indios
como necesitaban para los trabajos en las casas, campos y minas.
Los aborígenes de culturas primitivas no estaban habituados a
Una modalidad laboral regular y fatigosa, y por tanto no se
dejaban tomar voluntariamente para ejecutar los trabajos que
se les exigía. Conquistadores y pobladores europeos entendían
que tal proceder era simple holgazanería y justificaban la coer-
ción laboral como medio de sacar a esas poblaciones primitivas
de la ociosidad, que los empujaba a la embriaguez y otros vicios.
El acostumbramiento forzado de Jos indios a un orden de tra-
bajo, se argumentaba, coadyuvaría a civilizarlos y cristianizarlos.
Ya Colón se había propuesto limitar este carácter arbitrario
del alistamiento laboral indígena; el descubridor quiso conven-
cer a los diversos caciques de la conveniencia de poner sus
hombres a disposición de los colonos españoles, por un lapso
de uno a dos años, para los trabajos necesarios. Un primer
ajuste legal de la obligación laboral indígena se efectuó en una
orden de la reina Isabel de 1503. La soberana se refirió a los
informes según los cuales los aborígenes de la isla de Haití no
querían trabajar ni siquiera si se les pagaba, vagabundeaban y
eludían el contacto con los españoles por medio de la fuga, de
suerte que éstos no encontraban a nadie que cultivara la tierra
y laboreara el oro. Ahora bien, la voluntad real era que los
indígenas se convirtieran a la fe cristiana y a este efecto tu-
vieran trato con cristianos. Los indios y españoles debían vivir
juntos y ayudarse mutuamente, de modo que la isla estuviera
cultivada y explotadas sus riquezas. Por ello se ordenaba que
se impusiera a los aborígenes el trabajo y el trato con espa-
ñoles. Los caciques debían poner determinado número de sus
indios a disposición de los españoles para los trabajos necesa-
rios, y a cada trabajador se le garantizaría un salario adecuado
y alimentos. En las fiestas y otros días apropiados se debía
reunir a los trabajadores indígenas para su instrucción en la
doctrina cristiana, o sea que el trabajo forzado y la misión
entre los infieles estaban recíprocamente ligados. La reina ordenó
expresamente que se tratara a ¡os indígenas obligados & trabajar
2
como «libres y no sujetos a servidumbre» *'. Tales exigencias
sólo se podrían haber satisfecho si los indígenas hubieran con-
vivido con sus patrones en una unidad doméstica de tipo pa-
161
triarcal, pero DO en una situación en la cual las tendencias
de la expansión económica habían desencadenado un capitalismo
brutal y rapaz y donde los europeos procuraban arrancar de los
territorios de ultramar las mayores ganancias en el menor tiempo
posible.
Las adjudicaciones de indios —en calidad de fuerzas de tra-
bajo— a los españoles se denominaron repartimientos. Se utili-
zaron también para remunerar a funcionarios reales en las Indias
o para aumentar sus estipendios, a cuyo efecto se le asignaban
a cada funcionario, según el rango y posición social, hasta
200 indios. Los cortesanos obtenían ingresos extraordinarios me-
diante la adjudicación de determinada cantidad de aborígenes,
el producto de cuyo trabajo se transfería a España. De este
modo el secretario real Conchillos poseía un repartimiento de
800 indios y el obispo Fonseca uno de 300 en La Española.
Los reyes se adjudicaban a sí mismos numerosos indígenas para
el trabajo en sus grandes haciendas y en las minas. La «insa-
ciable codicia» de españoles y portugueses, subrayada una y
otra vez, tuvo como consecuencia que muchos aborígenes sucum-
bieran ante las desmesuradas e inusitadas exigencias laborales,
sobre todo porque no se cuidaba de alimentarlos debidamente.
Algunas medidas de la corona apenas protegieron a los indios
contra sus explotadores. No servía de mucho la orden de que,
en lo sucesivo, sólo se repartiera indios a personas que los
tratasen correctamente.
En los círculos eclesiásticos se inició una acción de protesta
contra los abusos perpetrados en la explotación de la fuerza
laboral aborigen. Se dio pie así a una reforma de la política
indígena de las coronas española y lusitana. Se trataba, como
en el caso de la lucha contra la esclavitud de los indios, de
una llamada a la conciencia cristiana. El dominio Antonio de
Montesinos, en un sermón de Adviento pronunciado en 1511
en la iglesia de Santo Domingo, lanzó una encendida acusación
contra el sistema de Jos repartimientos. Como la voz de Cristo,
el predicador fulminó a sus desconcertados oyentes: «Todos
estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad
y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué
derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servi-
dumbre aquestos indios? [...] ¿Cómo los tenéis tan ©presos y
fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades,
que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os
mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro
cada día?» *° Montesinos exigió a los pobladores españoles pu-
sieran en libertad los indios a ellos adjudicados, y amenazó a
quienes n o lo hicieran con negarles la absolución.
El incidente provocó enorme irritación. Los españoles se que-
162
jaron al abad del monasterio dominicano y plantearon sus recla-
maciones ante el gobernador de la isla y la corte real. El rey
Fernando dio a conocer su asombro ante esa «prédica escan-
dalosa». El y la reina, declaró, habían establecido la obligación
de los indios de trabajar, luego que una junta de letrados y
teólogos tuviera tal medida por compatible con el derecho natu-
ral y el divino. Los colonos españoles habían actuado conforme
a las órdenes del rey, y si había cargos de conciencia, recaían
sobre él y sus consejeros. El rey consideraba conveniente pro-
ceder severamente con el monje dominico. Los miembros del
Consejo Real, escribía Fernando V, compartían unánimemente
la opinión de que el gobernador debía meter a todos los domi-
nicos de la isla en un barco y enviarlos a España, donde sus
superiores les pedirían cuentas y los sancionarían debidamente.
Con motivo de la queja real, el provincial de Ja orden domini-
cana prohibió expresamente a los miembros de la congregación
en La Española que reiteraran esas prédicas perturbadoras. En
un escrito posterior, el provincial señaló su acuerdo con la
decisión del Consejo Real de hacer que los miembros de la or-
den volvieran a España y los amonestó porque «toda la India
por_ vuestra predicación está para rebelar». Con sus opiniones,
además, habían incurrido en error, puesto que el rey había
conquistado esa isla jure belli y Su Santidad la había donado
a la corana, «por lo cual ha lugar y razón alguna de servi-
dumbre»
> Los dominicos de La Española, empero, no se redujeron a
silencio, sino que, por el contrario, enviaron al propio Monte-
sinos a España para que defendiera la causa de los indios. Su
enviado pintó tan vivamente la desdichada situación de los indí-
genas al rey —a quien el fuerte descenso de la población aborigen
ya le había dado que pensar—, que el monarca, en 1512, con-
vocó en Burgos una junta de eminentes letrados y teólogos.
Este cuerpo adoptó ías determinaciones siguientes: los indios
son libres, aunque el rey puede ordenarles trabajar; este tra-
baja, no obstante, debería ser de tal índole que no les impidiera
la instrucción en la fe cristiana y que fuese de provecho para
los indios. Sobre la base de las deliberaciones de la junta se
hicieron las Leyes de Burgos del 27 de diciembre de 1512, que
constituyen el primer intento de una legislación indiana general
m
y fijan el sistema colonial e s p a ñ o l .
Las Leyes de Burgos prestan su sanción, pese a las apasio-
nadas denuncias de los dominicos, a los repartimientos, para
los cuales se emplea también el nombre de encomiendasTXjoma
fundamento de la coerción laboral aparece nuevamente la tesis
de que los indios se inclinan por naturaleza a la ociosidad^
a los peores vicios, y pese a las experiencias en contrario habidas
163
hasta entonces, se avala l a concepción según la cual la comu-
nidad de vida hispano-india resultante d e los repartimientos
habrá de fomentar la evangelización y civilización de los abo-
rígenes. E l legislador, con todo, previo una serie de medidas
que debían suprimir los abusos registrados en los repartimientos
y garantizar que a los indios se les diese un trato humano.
Para cada cincuenta indios repartidos el patrón español debía
construir matr.p chozas d e medlaas ~d?te rmir|ada<i y m m i n u t r i r
a cada persona una hamaca para dormir. Por añadidura, debía
entregar a cada indio una parcela, en propiedad hereditaria, y
aves d e corral en calidad d e animales domésticos. Los indios
estaban ligados a la gleba, pero permanecían e n su tierra aun
cuando Ja hacienda a que pertenecían cambiara d e propietario.
Con ello se introducía la servidumbre, tal como se había desa-
rrollado e n Ja Edad Medía europea. Esa institución debía ahora
asegurar, e n suelo colonial, la explotación d e la fuerza laboral
indígena.
Otras disposiciones d e las Leyes d e Burgos establecían ios
deberes especiales de los españoles para con los indios que se
Jes repartiera. El encomendero, se preceptuaba, construía una
casa que hiciera las veces de iglesia, se reunía allí con sus
indios pot la mañana y por la tarde para orar, velaba por que
se j e ¿ Í P s t r u y é j á e n la religión cristiana y aprendieran los ar-
tículos de~la fe, hacia que todos los recién nacidos s e bautizaran
dentro _d¿^3üs ocho días, se encargaba ae que los muertos
recibiesen sepultura, hacía que u n indígena particularmente capa-
citado y todos los hijos d e los caciques aprendieran a leer y
escribir y cuidaba d e que los indios nubiles se casaran, con-
forme a los usos cristianos, con la mujer que pareciera apro-
piada. Una alimentación suficiente debía formar parte de la
paga d e los indios. Los domingos y fiestas d e guardar se les
debía entregar u n plato d e carne particularmente sustancioso
y los indígenas que laboraban e n las minas eran acreedores" f
una alimentación suplementaria. Por último, cada indio recibía;
anualmente u n peso d e oro para vestimenta. También se regí»'
mentaba el tiempo de trabajo. E n las minas, los indios trabajaban
cinco meses y les correspondían entonces cuarenta días de de*
canso;. Estaba prohibido castigarlos a palos o latigazos o impe-
nerles apodos injuriosos. Eñ* cada localidad habla que nombrar^
entre los colonos españoles más antiguos, dos visitadores que.
velaran por el cumplimiento de las medidas de amparo dictadas
por el rey. Esos visitadores debían llevar un registro con los
nombres de los indios de cada encomienda, apuntar allí loí
recién nacidos y tachar los nombres de los muertos, de modo
y manera que se pudiera apreciar si decrecía o aumentaba ¿1 ;
164
investigar cada dos años la labor de los visitadores, por medio
de un juez pesquisidor que luego hacía una relación precisa
sobre la situación y desarrollo de la población aborigen. Ningún
español debía recibir más de 150 indios y menos de 40.
• Las Leyes de Burgos estaban en vigor para todas las islas
antillanas pobladas por españoles y en las cuales se hubiesen
realizado repartimientos. Se puso de manifiesto, empero, que no
era posible amalgamar en la institución de la encomienda la
protección a los indios con el trabajo forzado de los mismos.
Los malos tratos infligidos a los aborígenes y la explotación
abusiva de su fuerza laboral no cesaron, máxime cuando los
funcionarios reales en las colonias apenas se oponían a los atro-
pellos de los encomenderos. No obstante, continuó la lucha en
pro de un trato justo a los indios, iniciada por los dominicos,
y a partir de entonces la llevó adelante sin miramientos y con
pasión y energía infatigable Bartolomé de Las Casas. Este, na-
•do hacia 1470 en Sevilla, recibió al terminar sus estudios las
órdenes menores y emigró en 1502 a Santo Domingo. Participó
como capellán castrense en la conquista de Cuba y recibió allí
como recompensa un repartimiento. Fue entonces cuando el clé-
rigo Las Casas, que había sacado provecho de la explotación
de los aborígenes, encontró su camino de Damasco. En 1515, a
instancias de los misioneros dominicos, renunció a sus reparti-
mientos y se convirtió en apóstol de la libertad y dignidad
humana de los indios. El prior dominico de Santo Domingo lo
envió a España como acompañante del padre Montesinos para
describir una vez más ante el rey Fernando la afligida situación
m
de los aborígenes y despertar la conciencia r e a l .
• Las Casas logró ganar al regente, cardenal Cisneros, para el
proyecto de ordenar sobre nuevas bases la política indígena de
España. En dos prolijos memoriales expuso las causas del rápido
aniquilamiento de los aborígenes y los medios para protegerlos
eficazmente. Adujo sus propias experiencias en Cuba, donde los
indios, afirmó, habían sucumbido en masa por resultas de una
alimentación insuficiente y alojamiento inadecuado. Como re-
medio demandó la abolición de los repartimientos y la funda-
clon de colonias integradas por indios libres que trabajaran
para- sí mismos. Con los rendimientos excedentes de su trabajo
podrían indemnizar a los españoles por la supresión de los re-
partimientos.
Cisneros, en razón de su humanismo cristiano —del que
había dado pruebas tanto en su reforma de las órdenes mo-
násticas como en la fundación de la Universidad de Alcalá
foe Henares y la edición de una Biblia políglota—, se mostró
accesible a las ideas de Las Casas, pero procuró proceder con
mas cautela en la ejecución de las reformas. Coincidía con Las
165
Casas en cuanto al principio de que los indios eran hombres
libres, pero opinaba que aún no estaban maduros para una
libertad completa y que con ella se entregarían al libertinaje
y la idolatría. De ahí que prefiriera para los indios un tipo
de servidumbre y de relación de amparo, pero en formas más
atenuadas que las preceptuadas por las Leyes de Burgos.
Según el cardenal regente, las reformas a la política indígena
debían efectuarse conforme a un plan gradual. La solución más
deseable le parecía ser la organización de comunidades indí-
genas libres, administradas por sus caciques u otras personas
designadas a tal efecto. Estos indios debían pagar impuestos
al rey, tal como lo hacían en España los subditos con sus
señores. Habría que indemnizar a los colonos que anterior-
mente hubiesen recibido repartimientos. En caso de que esta
solución no fuera posible o suscitara discordias, se agruparía a
los indios en comunidades de colonos dirigidas por el Estado,
compuestas cada una de 300 familias y regidas por uno o
varios caciques. Estos jefes indios seguirían siendo las autori-
dades locales, pero habrían de compartir sus facultades con los
clérigos del lugar y un administrador o gobernador español, res-
ponsable de tres poblados indígenas. Los indios de estas comu-
nidades estarían obligados a determinadas prestaciones laborales.
La tercera parte de los pobladores masculinos del poblado, entre
la edad de veinte y la de cincuenta años, debía trabajar en
las minas, turnándose cada dos meses. La jornada laboral debía
ser de sol a sol, pero incluir una pausa de tres horas pata el
almuerzo y la siesta. Los indios que no estuvieran ocupados
en las minas, así como las mujeres y niños, debían cultivar sus
campos y las autoridades los instarían y obligarían a efectuar
los trabajos necesarios para ello. Bajo la dirección de los caci-
ques se tendría en común los animales domésticos europeos que
se les adjudicara, hasta tanto los indios se acostumbraran a la
cría de ganado y fueran capaces de practicarla solos. Otras dis-
posiciones reglamentaban la vida cotidiana de esas comunidades.
Si- faltaban también las premisas para esos asentamientos in-
dígenas, Cisneros quería conservar las encomiendas, aunque, con
modificaciones o aditamentos a las Leyes de Burgos que esta-
blecieran aún mayores salvaguardias para un buen trato a los
indios. En su calidad de regente, estaba sometido al imperativo
de conciliar los principios humanistas de su política indígena con
la conservación y aumento de los ingresos fiscales en las Indias,
lo que Las Casas, doctrinario inflexible, n o quería comprender.
La inserción del Nuevo Mundo en formas de vida europeas
presuponía que se llevara a los indios de su primitiva economía
de - subsistencia a un modo de actividad económica más inten-
siva, cuyos rendimientos aportaran beneficios a los colonos
166
europeos y pudieran satisfacer las exigencias fiscales del Estado
moderno. Pero los aborígenes, que vivían en el nivel de la caza
y recolección o del cultivo primitivo, por bien inspiradas que
estuvieran las instrucciones y normas legales, no se dejaban
convertir en hombres económicos de la era capitalista capaces
de producir bienes en amplia escala para el mercado. Desde
este punto de vista aparecían necesariamente como perezosos.
Por lo general, sólo de su trabajo forzado se podía extraer un
valor económico.
Qsneros encomendó la ejecución de su plan de reformas a
tres monjes Jerónimos, ya que los misioneros de las órdenes
mendicantes, por un lado, y por otro los cortesanos, estaban
demasiado implicados en las discordias. La orden de San Jeró-
nimo, fundada en el siglo xvi y que procuraba unir la con-
templación mística con los trabajos físicos, era también reco-
mendable porque sus establecimientos agrarios ejemplares —don-
de bajo la dilección de los monjes trabajaban personas depen-
dientes, en una comunidad patriarcal— podían constituir un
modelo para el desarrollo de la agricultura indígena. Además, el
regente designó al clérigo Las Casas, en reconocimiento de su
celo y experiencia, procurador de los indios y le encargó que
asesorara a los monjes Jerónimos en cuestiones concernientes a
la libertad y buen trato de los aborígenes e informara sobre el
particular a la corte española. A partir de esta designación
de Las Casas se desarrolló como institución permanente el car-
go de los protectores y defensores de indios*".
El plan reformista de Cisneros no llegó a ejecutarse. Los mon-
jes Jerónimos cayeron bajo la influencia de los colonos anti-
llanos, que no querían perder sus repartimientos de indios. La
difícil situación política española, previa a la subida de Car-
los V al trono, no permitía al regente seguir de cerca y con
energía los asuntos de ultramar. Sin abandonar su punto de
vista sobre el problema, Qsneros aprobó la propuesta de los
comisionados, según la cual los indios debían permanecer en las
encomiendas, siempre y cuando se respetaran las disposiciones
de las Leyes de Burgos y Valladolid sobre el buen trato a los
indígenas. Las Casas halló oídos sordos en los monjes Jeró-
nimos y a pedido de éstos volvió pronto a España. Había
prevalecido la concepción interesada de los encomenderos, para
quienes los aborígenes de las Antillas no eran capaces de vivir
para sí en una comunidad ordenada y los colonos españoles
tendrían que retornar a España sí no se les repartía trabaja-
dores forzados indígenas.
Las Casas, para suprimir la explotación capitalista privada
de la fuerza laboral indígena, propuso la fundación de asenta-
mientos campesinos mixtos de españoles e indios. El gobierno
167
debía promover la emigración de familias pobres de la población
rural y asentar en las Indias 40 de tales familias en una loca-
lidad. A cada familia española se le debía adjudicar cinco in-
dios con sus mujeres y niños. Estos colonos indios y españoles
debían formar un establecimiento agrícola y trabajarlo; el pro-
ducto del mismo, una vez deducidos los impuestos al rey, se
distribuiría en una mitad para el socio español y la otra para
las familias indias. La producción agraria de esto» asentamientos
daría vida al comercio y la navegación y también ofrecería
posibilidades de ganancias para los demás colonos. Esta forma
de la protección al indio, pues, parecía aceptable incluso desde
el punto de vista de la rentabilidad económica, aunque, cierta-
mente, quedaba sin resolver si y hasta qué punto los productos
agrarios coloniales encontrarían mercado en las Indias y en
la metrópoli. Las Casas creía que la convivencia de españoles
e indios en las explotaciones campesinas traería aparejados nu-
merosos casamientos mixtos. Se ofrecía con ello una posibilidad
de resolver el problema de los aborígenes —surgido a partir
de una conquista extranjera— por la fusión racial y fomen-
tando la mezcla de poblaciones, tal como en mayor o menor
medida ha ocurrido en la génesis de los pueblos latinoameri-
canos.
En la realidad, tales proyectos de colonización agraria, que
también otras personas habían presentado, encontraron el favor
del canciller Sauvage y del obispo Adriano de Utrecht, quien
sería después el papa Adriano V I , pero la emigración campe-
sina hacía las Indias siguió siendo escasa y chocó con la resis-
tencia tanto de los terratenientes feudales en España como de
los encomenderos, quienes no querían dejar que al lado de sus
haciendas y minas explotadas con trabajo forzado indígena sur-
gieran fincas campesinas de otra naturaleza.
Antes de que se hubiera promulgado una eficaz legislación
laboral y de protección indígena, el problema de los aborígenes
antillanos encontró una pavorosa solución por la extinción en
masa de esos pobladores autóctonos: en 1518 los indios de La
Española ascendían apenas a 8-10.000. Las Casas y los do-
minicos sostenían que la mortandad de los aborígenes era Ja
consecuencia inevitable del sistema de encomiendas, inventado
por la insaciable codicia de los españoles. Los colonos, severa-
mente perjudicados por la perdida de sus fuerzas de trabajo,
entendían que cualquier tipo de trato con los españoles aniqui-
laba inevitablemente a los aborígenes. Según la relación del
licenciado Lucas Vázquez de Ayllón, el número d e los indios
tenía que reducirse tan señaladamente «porque es gente que
d e sólo vivir en orden se muere aunque sea holgando, como
parece por las mujeres de esta nación que han casado con es-
168
pañoles, que con ser tratadas como es razón que los hombres
traten a sus propias mujeres sin entender en cosa de trabajo,
andando siempre vestidas y durmiendo en cama de Castilla y
comiendo buenos manjares, son muertas la mayor parte y más
y las más de ellas que son vivas viven héticas y dolientes».
Otro tanto ocurría con las indias que servían en casas espa-
ñolas y eran bien tratadas, así como atendidas en caso de en-
fermedad. Las defunciones no eran menores entre los indios
que realizaban trabajos muy livianos, como apacentar el ganado,
1
que entre los que trabajaban en las minas ". A los colonos
les parecía inexplicable esta enorme mortandad de los aborí-
genes, la cual era una consecuencia de las enfermedades infec-
ciosas y de la alteración repentina de su ritmo consuetudinario
de vida, tal como ocurre al insertarse, en la forma de vida
de una civilización urbana superior, pueblos primitivos aislados.
El sino de los tainos antillanos hubo de convertirse en un
ejemplo aleccionador para la futura política indígena de España.
El problema indio se replanteó inmediatamente que se iniciara
la conquista de la tierra firme. De lo ocurrido en las Antillas,
Hernán Cortés sacó en conclusión que no debía introducirse
en México el sistema de los repartimientos. El conquistador
escribió a Carlos V: «Porque como ha veinte y tantos años
que yo en ellas resido [en las Indias], y tengo experiencia de
los daños que se han hecho y de las causas dellos, tengo mucha
vigilancia en guardarme de aquel camino y guiar las cosas por
otro muy contrario; porque se me figura que me sería a mí
mayor culpa, conociendo aquellos yerros, seguirlos, que no a los
que primero los usaron» ***. Para recompensar a los conquis-
tadores sin que explotaran las fuerzas de trabajo indígenas,
Cortés quiso proponer al emperador que de las recaudaciones
de los países conquistados se asegurara a aquéllos una indem-
nización y la manutención. Pero debió comprender que, dados
los crecientes apremios financieros de Carlos V, no era posible
retener de las rentas y tributos de los territorios americanos
conquistados los medios necesarios para tales fines.
Considerando estas circunstancias, Cortés no veía otra salida
que, pese a todo, repartir indios entre los conquistadores, que
reclamaban con vehemencia una recompensa. Sin el trabajo y
los tributos de los indios, opinaba, los españoles no podrían
subsistir y se verían obligados a abandonar el país. Sus hom-
bres, en efecto, no habían conquistado el reino azteca, mediante
tantos sacrificios y esfuerzos, para luego crearse una posición
económica con el trabajo de sus manos. Cortés, empero, quiso
tomar todas las medidas necesarias para que estos nuevos re-
partimientos fueran compatibles con el buen trato y el ade-
cuado sustento de los indígenas. A tales efectos dispuso que
169
los trabajadores aborígenes reparados sólo se debían emplear
en la agricultura y la ganadería y prohibió expresamente que
se les ocupara en el laboreo del oro, la plata y otros minerales.
Fijó con exactitud el tiempo de trabajo y el salario de los indí-
genas e impuso a los encomenderos la obligación de velar por la
instrucción religiosa de los indios que les habían tocado en
m
suerte .
En el ínterin, no obstante, la campaña dirigida por Las Casas
contra el sistema de encomiendas ganaba cada vez más parti-
darios en la corte española. Por eso Carlos V ordenó a Cortés
que no realizara ni tolerase ningún repartimiento de indios, ya
que «Dios Nuestro Señor creó a los indios libres y no sujetos
a servidumbre»"*. Cortés no dio a conocer ni cumplió esa
orden imperial, y fundamentó pomtenotizaáameBte su actitud en
una carta al emperador. Si no se aseguraba la existencia de
los conquistadores mediante prestaciones personales de servicio
a cargo de los indígenas, no quedaba otra solución que man-
tener una tropa profesional de 1.000 jinetes y 4.000 infantes
para aseguramiento del país conquistado, lo que ocasionaría
enormes gastos. Aun así, en el Consejo de Indias querían
disolver las encomiendas y prohibir toda forma de repartimiento
de indios, «por la experiencia que se tiene de las grandes cruel-
dades y excesivos trabajos y falta de mantenimientos y mal
tratamiento que les han hecho y hacen sufrir»**. Las concep-
ciones e intereses antagónicos en torno a este punto dieron
origen en 1532 a la propuesta del presidente de la Audiencia
de México, Ramírez de Fuenleal, según la cual en vez de
repartir a los indios como fuerzas de trabajo se cedería a los
conquistadores y otros vecinos distinguidos los tributos indí-
genas de una circunscripción deterrninada que correspondían al
rey. En el caso de los aztecas, como pueblo de una gran
cultura, tales gravámenes podían representar rentas económica-
mente considerables para los españoles, sea en víveres, pro-
ductos artes anales u oro y plata. A cambio de ello, el enco-
mendero se comprometía a proteger a los indios de su circuns-
cripción tributaria y a la vez velar por su cuidado espiritual;
por otra parte, debía prestar servicios militares. N o se le otor-
gaba, empero, la jurisdicción u otros derechos de soberanía
sobre los indios de su encomienda. Por la real orden del 26 de
mayo de 1536 al virrey de Nueva España, se creó en la América
española la forma clásica de la encomienda, que no consistía
ya en el repartimiento de trabajadores forzados indígenas **. En
1
el mismo año se introdujo esa institución también en el P e r ú " .
En un principio la encomienda era vitalicia y para el primer
heredero, tras cuya muerte recaía en la corona. Para recom-
pensar los servicios de los primeros descubridores y colonos, el
170
gobierno estaba dispuesto a tolerar tácitamente una segunda y
una tercera sucesión. Se llegó así a la ley de la disimulación,
esto es, al encubrimiento legal de una ilegalidad*". Los hijos
de encomenderos que venían a Chile desde las provincias cer-
canas y participaban por lo menos cuatro años en las guerras
araucanas, obtenían el derecho de una sucesión adicional de la
510
encomienda . Los reyes, como
volencia, concedían también una prórroga de la sucesiracj. A la
postre se otorgó para el virreinato del Perú la autorización ge-
neral de legar las encomiendas a un segundo heredero, o sea
yu
que eran válidas por tres v i d a s . En las épocas de penuria
financiera de la corona se recurrió al medio de autorizar cada
vez, contra el pago de la correspondiente suma de dinero, el
3
goce de una encomienda por una vida m á s " . Con el objeto
de reunir medios monetarios para la reconquista de Gibraltar,
durante la Guerra de Sucesión española, Felipe V puso en
venta nuevamente la posibilidad de suceder en la encomienda
por otra vida **.
Durante largo tiempo se libró una dura lucha respecto sobre
si no se debían conceder las encomiendas como propiedad ilimi-
07
tadamente hereditaria, bajo la forma de señorío * . Tales pro-
puestas no sólo las formulaban los encomenderos —que por un
lado deseaban perpetuar en su familia la posesión de las enco-
miendas, con arreglo al ordenamiento sucesorio del mayorazgo,
y por otro que se les otorgara las atribuciones judiciales me-
nores—, sino que se sopesaron cuidadosamente también en las
esferas gubernamentales. La insurrección de Gonzalo Pizacro en
Perú había suscitado vivas aprensiones en la corte española e
indujo, por ejemplo, al duque de Alba, en su calidad de miem-
bro del Consejo de Estado, a respaldar las peticiones del cabildo
de la ciudad de México sobre la perpetuidad de las encomien-
das. Los objetivos perseguidos eran «dar todo contentamiento
a los españoles en aquellas partes» y mantener a ios indios
mediante su dependencia feudal respecto del encomendero es-
2
pañol en la obediencia *. La fidelidad del encomendero la
habrían de garantizar un juramento de fidelidad y la cesión
de la encomienda en carácter de feudo. Encontró aceptación
también el argumento de que a los encomenderos les importaría
mucho más tratar bien e instruir cristianamente a sus indios
si éstos pasaran, en calidad de pupilos, a los descendientes del
titular de la encomienda. La estabilidad de sus condiciones
de vida, obtenida de esta suerte, induciría además a los enco-
menderos españoles a ocuparse más intensivamente del aprove-
chamiento agrario de sus posesiones. En 1550, por orden d e
Carlos V, se discutieron estos problemas en una junta donde
la defensa de la perpetuidad de las encomiendas correspondió,
171
por ejemplo, al conquistador y cronista de México, Bernal Díaz,
a quien se enfrentó Las Casas como el más acérrimo adversario
d i la perpetuidad así como de la encomienda. Con todo, se
aplazó la resolución de este asunto hasta que el emperador
regresara d e Alemania.
Durante años el caso quedó pendiente, hasta que Carlos V
encomendó a su hijo Felipe, a la sazón en Londres, que le
diera solución. Un poderoso argumento en favor de la perpe-
tuidad fue el ofrecimiento que los encomenderos hicieron de
pagar por la concesión d e Ja perpetuidad, una suma conside-
rable que podría servir para aliviar la agobiante penuria finan-
ciera del emperador y para el rescate de diversas obligaciones.
Por eso el Consejo de Hacienda recomendó insistentemente que
se autorizara la perpetuidad de las encomiendas. La mayoría
de los consejeros de Felipe eran del mismo parecer. Pero el
príncipe pidió antes su opinión al Consejo de Estado y al de
Indias **. El dictamen del Consejo de Indias, al que se sumaron
algunos consejeros de Estado, fue, sin embargo, que por el mo-
B
mento no parecía conveniente establecer la perpetuidad ° . Pero
Felipe, que entretanto había ascendido al trono de España por
la abdicación paterna, consideró que en atención a la situación
financiera de la monarquía y los disturbios en Perú no se
podía vacilar más, y envió al Consejo de Indias un proyecto
sobre las disposiciones a adoptar para establecer la perpetuidad,
proyecto por el cual se otorgaban además facultades judiciales
a los encomenderos. Aunque los consejeros sólo debían pro-
nunciarse respecto a las formas de ejecutar el proyecto, se sin-
tieron obligados, sin embargo, a prevenir decididamente contra
una medida de esa índole, que podría traer aparejada la «des-
trucción total» de los reinos americanos, pues hacía temer una
revolución de los poderosos encomenderos, e instauraba una ser;
vidumbre perpetua para los indios y financieramente tendría un
magro rendimiento. El Consejo de Indias declaró que la perr*
tuidad era inaceptable desde el punto de vista del derecbq
público. Sólo en una reunión de las Cortes se podía resolvet
una enajenación de la tierra y los derechos soberanos de h
monarquía*". Felipe II envió entonces tres comisarios al Perú
para examinar sobre el terreno las ventajas y posibles dificul-
tades de la perpetuidad. En las instrucciones que se les impartió,
1
no figuraba ya la concesión de facultades judiciales ". Por su
parte, los caciques del Perú habían nombrado a los dorninicos
Las Casas y Domingo Santo Tomás como sus representante!:
en la corte española, para que protestaran contra la perpetuidad:
de las encomiendas y ofrecieran a la corona, si consentía en-lt¡
abolición gradual de aquéllas y en algunas otras reformas, ufa
172
subsidio aún mayor que el que se mostraban dispuestos a pagar
los encomenderos por la concesión de la perpetuidad.
La pugna de concepciones acerca de si y cómo se debía
conceder la perpetuidad de las encomiendas prosiguió aún du-
rante decenios. Como existía tal diversidad de opiniones, se
instó a Felipe I I para que optara por lo que le pareciera
lo mejor y más adecuado para la prosperidad de sus reinos.
En 1578 el Consejo de Indias recordó una vez más al rey que
su decisión aún estaba en suspenso. Respondió Felipe I I :
«No hay duda sino que el negocio es grande y para mirarse
y considerarse como la calidad del lo requiere.» El Consejo
de Indias debía proponer algunas personas capacitadas para que
13
deliberaran nuevamente sobre el p u n t o ' . Al año siguiente una
junta ad boc llegó a la conclusión de que «esta perpetuidad
se podrá mandar hacer justamente y que será cosa muy conve-
niente al servicio de Dios y de VM- y al bien universal y
asiento de aquellas provincias así en lo espiritual como en lo
temporal»
Felipe I I nuevamente vaciló en decidirse. En 1586 una con-
sulta de la Junta de la Contaduría Mayor reiteró esta misma
concepción y señaló que, habiendo expuesto tantas personas
competentes todos los pros y los contras, nada restaba por
su
decir . Felipe I I , empero, dejó que el asunto quedara pen-
diente, y así siguió hasta el término de su gobierno de cuaren-
ta y tres años.
Su sucesor, Felipe I I I , reenvió el expediente, aún no despa-
chado, para que lo tratara el Consejo de Indias, que por ocho
votos a cuatro se pronunció contra la posibilidad de uansraitir
por herencia las encomiendas "*. También los miembros del
Consejo de Estado entendieron que con el transcurso del tiempo
eran aún mayores las dificultades inherentes a la introducción
de la perpetuidad; que los descendientes de los conquistadores
ya no tenían las cualidades de sus antepasados y que el rey no
pedía faltar a la palabra dada otrora por Carlos V, según la
cual los indios serían subditos directos de la corona y no vasallos
3
de vasallos ". También Felipe IV enconad entre los papeles
abandonados por su padre el asunto pendiente de la perpetuidad
de las encomiendas y pasó de nuevo el expediente al Consejo de
Indias para una consulta. Pero esta cuestión, debatida durante
tantos años, se había vuelto anticuada.
El abstenerse de una resolución definitiva respecto a la per-
petuidad de las encomiendas había llegado a constituir una
trascendente decisión política. La organización estatal se conso-
lidaba en la América española frente a las tendencias feudali-
antes, sin que se quitara a los poderosos encomenderos la
jjspetanzs de convertirse en señores feudales de subditos aborí-
173
genes. Pata la política indígena de la corona significaba esto
que los indios quedaban directamente bajo la potestad real.
Si bien la corona transfería a un encomendero los tributos
indígenas de una jurisdicción, procuraba proteger a los aborí¬
genes de aumentos arbitrarios de los gravámenes. El Estado no
había otorgado una regalía tributaria a particulares. Ya Colón
había establecido en La Española, en 1495, el pago de un
tributo.por los aborígenes, y desde 1501 los monarcas españoles
exigieron una gabela similar a sus subditos indígenas como
reconocimiento de la soberanía española. El tributo de los indios
era una capitación y constituyó en América el único impuesto
directo, percibido uniformemente de cada individuo. El pago
de tributo caracterizaba la pertenencia a la capa social inferior,
5
constituida por la población aborigen sometida ".
Al instituirse las encomiendas, se ordenó de nuevo y expre-
samente que los oidores de las audiencias u otras personas dig-
nas, de confianza, y previamente juramentadas, efectuaran viajes
de inspección y tasaran los tributos indígenas de cada localidad,
tasaciones que debían poner en conocimiento público. Estos
impuestos tenían que ser inferiores a los que pagaban los indios
a sus anteriores soberanos, «para que conozcan la voluntad que
tenemos de les relevar y hacer merced», como señalara Car-
los V **, Si un encomendero imponía a sus indios un tributo
superior, se le debía revocar sin más trámite su encomienda.
En ocasiones la corona, asimismo, encargaba directamente a
una persona la tasación o revisión de los tributos indígenas
1
o hacía fiscalizar por un visitador la percepción tributaria *.
Los indios satisfacían el tributo con láminas de oro o con
oro e n ' p o l v o , maíz, trigo, cacao, gallinas, huevos, pescado u
otros víveres, y muy a menudo con tejidos de algodón. A me-
nudo los indios preferían pagar los tributos con dinero en oro
o plata. En México la consecuencia de esto fue que llegaban
pocos víveres al mercado y que los precios subían, por lo cual
la corona ordenó que los tributos se satisficiesen nuevamente
1
en medios de subsistencia* . Las audiencias tenían que llevar
un registro de los tributos indígenas (Libro de tas tasaciones)
para todas las localidades aborígenes y dar copias a las partes
interesadas. En general las tasaciones tributarias no pusieron
cargas excesivas sobre los hombros de los indios. No obstante,
en comarcas apartadas de la sede virreinal o de las audiencias
se perpetraron grandes abusos. Los tributos de las localidades
indígenas sometidas a la corona eran recaudados por funcio-
narios teales, mientras que los encomenderos hacían que sus
administradores percibieran los gravámenes de los asentamientos
inrifgwia» que les habían tocado en suerte. En 1668, sin em-
bargo, se impartió la orden de que los encomenderos no recau-
174
darán ellos mismos los tributos; los corregidores debían percibir
x o
la totalidad de los impuestos y Juego distribuirlos .
Todos los indios casados eran tributarios hasta la edad de
cincuenta años, así como los viudos y viudas. Los indios solteros
con dieciocho años cumplidos debían asimismo pagar el tributo.
En 1618 se eximió a las mujeres de las cargas tributarias. Los
caciques y sus primogénitos, los indios que servían en iglesias
y monasterios, así como los enfermos e incapacitados para tra-
bajar, gozaban de exenciones tributarias especiales. Qertas co-
marcas, como la provincia de Tlaxcala, cuyos habitantes se
habían constituido en fieles aliados de los españoles durante la
conquista de México, disfrutaban del privilegio de la exención
impositiva.
En un momento dado pareció que precisamente Ja recién
reformada institución de la encomienda sería abolida en gene-
ral. En 1540 ei dominico Las Casas y el franciscano Jacobo
de Testera fueron a España, con el especial encargo del obis-
po de México, Zumárraga, de exponer personalmente al empe-
rador las nefastas consecuencias de Ja política indígena practicada
hasta ese entonces. Testera fue a ver a Carlos V en los Países
Bajos y lo inquietó y conmovió describiéndole los abusos que
se cometían en el Nuevo Mundo. Cuando el emperador regresó
a España, a unes de 1541, Las Casas tuvo también la oportu-
nidad de informarlo sobre las fechorías que perpetraban los
españoles contra Jos aborígenes. Carlos V se asombró de estos
sucesos para él desconocidos y que, según se dice, provocaron
ea su ánimo angustia y remordimientos. Se sentía extremada-
mente disgustado con el Consejo de Indias, que le había ocul-
tado esos hechos y contra cuyos miembros corría por entonces
la sospecha de parcialidad y venalidad. En las Cortes de Valla-
dolid hubo de recibir una petición en la cual se le rogaba
pusiera coto a las crueldades perpetradas contra los indios. Fun-
dándose en ella, eJ emperador emprendió personalmente una
revisión del Consejo de Indias, y durante la misma dos consejeros
perdieron sus cargos y se les condenó a fuertes multas. Al
mismo tiempo resolvió efectuar una reforma a fondo de todo
lo concerniente a América y en varias oportunidades presidió
personalmente las deliberaciones de la junta especialmente con-
vocada a tales efectos. El resultado fueron las «Leyes nuevas»
a í
del 20 de noviembre de 1542 * . En la junta, Las Casas acusó
a.los españoles de abusar groseramente del privilegio de las
encomiendas y exigió la abolición de éstas. Ciertamente, no
se adoptó una decisión tan radical, pero las «Leyes nuevas»
prohibieron la concesión de nuevas encomiendas, así como el
acceso a ellas por herencia o donación. Al morir un encomendero,
los tributos indígenas que se le hubieran adjudicado recaían
175
en la corona. En un tiempo no lejano, pues, habría de des-
aparecer esa tan resistida institución de la política indígena es-
pañola.
La realidad dio pruebas de ser más fuertes que las inten-
ciones del legislador. La rebelión de Gonzalo Pizarro en Perú
puso de manifiesto la imposibilidad de quitar a los conquista-
dores los privilegios económico-sociales que reclamaban como
recompensa de sus servicios militares. De México se informaba
que a causa de las nuevas libertades los indios se volvían inso-
lentes y levantiscos y que la inseguridad del futuro entorpecía
el comercio y demás actividades. Sin un orden jerárquico es-
table no podría subsistir la paz interior ni proseguirse la difu-
sión de la religión cristiana. Los encomenderos, en su calidad
de capa dirigente militar, parecían imprescindibles. Incluso los
dominicos y franciscanos de Nueva España se pronunciaban
ahora por el mantenimiento de las encomiendas. Carlos V de-
rogó en 1545 el artículo 30 de las «Leyes nuevas», por el cual
4
se abolían Jas encomiendas* .
A partir de las «Leyes nuevas» se efectuaron otras tentativas
de determinar de manera jurídicamente más exacta la forma
legal de la encomienda y, de esta suerte, impedir la explotación
abusiva de los indios. En 1549 se dictó la prohibición de trans-
formar en prestaciones personales de trabajo el pago de tributos
que los aborígenes debían satisfacer al encomendero, aun en
el caso de que los indios respectivos estuvieran dispuestos a
ello"'. Se comprobó, empero, que estas disposiciones legales
en muchos casos estaban en contradicción con la realidad y eran
inaplicables. Sobre la diversidad de las culturas indígenas se
fundaba el hecho de que la encomienda española se desarrollara
de manera regionalmente disímil. En las comarcas de las gran-
des culturas precolombinas los indios podían pagar sus tributos
en valores realizables o dinero. Por. el contrario, en las zonas
de las culturas primitivas faltaban los productos agrarios y arte-
sartales que un encomendero habría podido aceptar como con-
tribuciones. En este caso sólo las prestaciones de servicios
personales representaban un valor económico. Así, en los terri-
torios al margen de los centros culturales se encuentra la en-
comienda de servicios personales, llamada también encomienda
de repartimiento, que consiste en un reparto de aborígenes al
encomendero con fines de trabajo. Aunque a partir de 1549
este tipo de encomiendas estuvo prohibido en general, de hecho
subsistió hasta muy entrado el siglo x v n en todos los* lugares
donde la encomienda legal no era practicable.
Ocurrió así en Venezuela, donde no fue sino hacia mediados
del siglo xvi cuando se introdujo la encomienda **. Las «Orde-
nanzas de encomiendas», que dictó en 1552 el gobernador de-
176
signado por los Welser, Juan de Villegas, fundamentaban la
introducción de trabajos forzados —en lugar del pago de tri-
butos— en la pobreza de los indios de esa región y Ja precaria
situación de los encomenderos, y establecían una obligación labo-
ral de cuatro meses por año para cada indio encomendado. Sólo
los indios salineros, que podían suministrar a sus encomenderos
la tan codiciada sal, realizaban una contribución en especie.
La nueva «Ordenanza de encomienda» del gobernador Sancho
de Alquiza y del obispo Antonio de Alcega, de 1609, elevó las
prestaciones a tres días de trabajo por semana. Estaban obli-
gados a trabajar todos los indios hasta la edad de sesenta años,
a saber: los varones desde los doce y las mujeres desde los
diez años. Las reales órdenes que exigían la abolición de las pres-
taciones y su transformación en tributos no encontraron cum-
plimiento alguno en Venezuela. La corona, en atención a las
condiciones existentes, no pudo menos de tolerar el servicio
personal y permitió al gobernador que mantuviera en suspenso
la ejecución de aquella orden «si hallare y se le ofrecieren
tan graves e inescusables inconvenientes particulares que acá no
7
se tenga noticia» ™. Finalmente se impartió en 1686, al gober-
nador de Venezuela, la orden definitiva de abolir el servicio
personal de los indios, «por considerar que de cualquier género
que a los indios se les obligue a trabajar es ponerlos en ocasión
de que los encomenderos usen de ellos como si fueran escla-
vos»™. Los funcionarios reales habían tasado entre 12 y 13 pe-
sos el tributo a pagar anualmente a los encomenderos, pero la
corona lo rebajó a seis pesos y a cuatro para los indígenas del
interior del país. Ello significó una considerable merma en los
ingresos que habían obtenido hasta entonces las encomiendas
de servicios personales.
También en Chile, cuando los encomenderos, en lugar de una
renta fija, se apropiaban de las prestaciones laborales de los
indígenas de su encomienda, se explicó esa actitud por el bajo
nivel cultural de los aborígenes. Se les adjudicaba k gente de
un cacique para que se sirvieran de ellos, ya que, según se
decía, sería imposible vivir sin indios Las Ordenanzas de
1561 del licenciado San tillan procuraban limitar los trabajos
forzados de los indios de la encomienda, obligando al titular
de ésta a ocupar sólo a una parte de ellos durante un período
dado y dejarles la sexta parte (el sesmo) del oro extraído con
30
su trabajo* . En la práctica estas disposiciones fueron apenas
respetadas. Ciertamente, el rey había ordenado reiteradas veces
que en Chile se efectuaran tasaciones tributarias de los indios,
pero los gobernadores manifestaban que ello les era imposible,
porque los aborígenes, gente bárbara y que andaba en cueros,
no tenían nada con que pagar tributos. No obstante, el gober-
177
nador Martín Ruiz de Gamboa efectuó en 1580 un reordena-
miento del sistema de las encomiendas, reordenamiento que ha
pasado a denominarse tasa de Gamboa**. Según dicha tasa, cada
indio tributario había de pagar anualmente ocho pesos de oro,
con" los cuales quedaban cumplidas las prestaciones al encomen-
dero. Por otra parte, se reglamentaron las condiciones de trabajo,
de manera que los indios pudieran tener un salario y así poder
pagar los tributos. Ocurrió, sin embargo, que si no era por la
fuerza, los indios se mostraban poco dispuestos a trabajar y
no se preocupaban de ahorrar para el tributo. Aunque el recién
designado gobernador Alonso de Sotomayor había recibido la
instrucción de no tolerar ningún trabajo forzado indígena, en
1583 abrogó, en' atención a la difícil situación de los colonos
españoles por las guerras araucanas, las disposiciones de la tasa
de Gamboa.
En circunstancias similares se desarrolló la encomienda de
servicios personales en Paraguay™. ÍJomingo de Irala, al re-
dactar las Ordenanzas sobre repartimientos y encomiendas del
año 1556, partió de la comprobación de que los indios de
aquella región no poseían otra cosa útil, desde el punto de vista
de los colonos españoles, sino su fuerza de trabajo. Los abo-
rígenes d e los alrededores de Asunción, que tenían que perma-
necer en sus chozas y aldeas y que, por tanto, estaban ligados
a la gleba, fueron repartidos a los españoles para que éstos los
ocuparan en la construcción de casas, los diversos trabajos
agrícolas y la caza y la pesca; sin embargo, sólo la cuarta parte
de los indios de una encomienda podía en un momento dado
prestar servicios laborales. Los indios encomendados, sólo con
su encomendero podían practicar el comercio de trueque, y sólo
con él contraer cualesquiera obligaciones. Este sistema de ser-
vidumbre colonial se llamaba en Paraguay encomienda mitays,
esto es, la encomienda era aquí una forma de la mita, del alis-
tamiento, forzado y por turnos, de los trabajadores. A su lado
existía la encomienda originaria, en la que los indios, en un
principio predominantemente prisioneros de guerra, vivían junto
a los españoles y estaban a su disposición como fuerzas de tra-
bajo permanentes. Estos indios eran personalmente libres y no
se les podía vender ni despedir, pero carecían de libertad de
movimientos y se les heredaba con la encomienda.
También en Paraguay la corona se esforzó por abolir la for-
ma, ilegal, de la encomienda de servicios personales. El oidot
de la Audiencia de Lima,: Francisco de Alfaro, que fue desig-
nado para que realizara una visita a Paraguay, prohibió en sus
Ordenanzas de 1618 las encomiendas de indios de servicio
personal y estableció aportaciones tributarias en lugar de los
trabajos forzados. Pero el visitador comprobó que tal reforma
178
tropezaba con serias dificultades, ya que la mayor parte de los
indios no querían o no podían pagar tributo alguno y preferían
efectuar trabajos para ios encomenderos. Por esos motivos Alfar©
consideró oportuno permitir a los indios que lo quisieran, pres-
tar tales servicios personales en lugar de pagar el tributo. La
corona aprobó esta medida y dispuso que los indios trabajaran
con sus encomenderos sesenta días por año, con lo cual cada
vez estaría obligada a prestar servicios la sexta parte de los
333
indios de una encomienda . Sin embargo, pronto se hizo caso
omiso de las restricciones que Alfar© había impuesto a los en-
comenderos en la explotación de la fuerza laboral indígena.
En las demás comarcas de la cuenca plateóse, a excepción
de la provincia de Tucumán, el número de las encomiendas
y el de los indios repartidos en ellas era muy escaso. Estos indí-
genas primitivos no aportaban a sus encomenderos otro tributo
que los servicios laborales que, dos meses por año, les im-
ponían **.
La encomienda de servicio personal se mantuvo hasta el
siglo x v n i en las provincias de Chile, Paraguay, Tucumán, Río
de la Plata y, en particular, en la Audiencia de Quito. Aunque
esta institución contravenía las normas legales que desde más
de siglo y medio antes habían prohibido reiteradamente las
prestaciones laborales indígenas, la corona terminó por aceptar
esa realidad ilegal porque se trataba de hechos de poca monta
en cuanto a su número y que ocurrían en territorios marginales;
una modificación por la violencia, además, implicaba posibles
1
riesgos* *. Felipe V, con arreglo a la consulta del Consejo de
Indias y del confesor real, permitió que subsistiera la enco-
mienda de servicio personal, pero manifestó su deseo de que
en lo futuro, para designar la prestación de los servicios labo-
rales que prestaban voluntariamente los indios de una enco-
mienda —en lugar de pagar el tributo—, no se utilizara más
33e
la expresión servicio personal .
En los territorios indígenas de las grandes culturas precolom-
binas, mis densamente poblados, desapareció gradualmente la
forma señorial de la encomienda y subsistió el mero derecho
de los encomenderos a percibir, de indios personalmente libres",
contribuciones en especie o dinero" tasadas por las autoridades.
Pero también en este-caso frecuentemente tuvo lugar, sobre todo
durante el siglo xvi, la explotación de la fuerza laboral de los
indios encomendados. Tras el descubrimiento de las minas argen-
tíferas de Potosí (1545), los encomenderos llevaron o enviaron
sus indios a esa región del altiplano andino y los obligaron a
trabajar en el beneficio del metal, vendieron a sus aborígenes
como fuerzas de trabajo a los empresarios mineros o los apor-
taron como capital personal para participar en una sociedad de
179
«xtracción Hasta de la provincia de Santa Cruz de la Sierra,
en la vertiente oriental de los Andes, los encomenderos trajeron
sus indios al mercado de trabajo en Potosí. De una sola enco-
mienda, por ejemplo, se transportaron a fines del siglo xvi más
de 500 indios con sus mujeres y niños al Altiplano, donde
fueron vendidos como fuerza de trabajo. Para acabar con esos
abusos la audiencia envió en 1604 a su fiscal Francisco d e Al-
3a
faro, quien más adelante reformó las encomiendas en Paraguay .
En el siglo x v m la institución de la encomienda había caído
en desuso. El número de los indios encomendados y de las
encomiendas mismas había mermado considerablemente. Por lo
demás, estaban tan sobrecargadas de gravámenes que los enco-
menderos retenían apenas la mitad de los tributos indígenas
recaudados. Ante las carencias crecientes de las arcas reales, sur-
gió la iniciativa de no proveer nuevamente las encomiendas que
3
quedaban libres y transferir sus rentas a la corona *. Por la
real cédula de 1699 se dispuso que de dos encomiendas que
habían vacado en las provincias de la Audiencia de Guatemala,
se retuviera una y se emplearan sus ingresos en la conservación
de las fortificaciones y de la defensa costera**. En 1701 se abo-
lieron todas las encomiendas cuyos titulares residieran en Es-
paña, y en 1707 todas las que tuvieran menos de 50 indios.
Once años después Felipe V puso en conocimiento del Consejo
de Indias su decisión de incorporar las encomiendas a la co-
341
rona . Una larga experiencia lo había convencido de que la
recompensa concedida otrora a los conquistadores y colonos hoy
era apenas de provecho y no representaba para los titulares
actuales de las encomiendas estímulo alguno que los moviera
a servir al rey. Cuando, en efecto, se sojuzgaba un territorio
indígena por la fuerza de las armas o la actividad misional, ello
ocurría por cuenta de la real hacienda. El Consejo de Indias
puso reparos a la puesta en práctica de esta decisión real. Cun-
dirían la aflicción y el pesar en las provincias americanas
«viéndose aquellos fieles vasallos sin el honor que tanto apre-
cian de ser encomenderos.». Tampoco se ajustaba a la realidad
el reproche de que las actuales encomiendas ya no correspon-
dían a sus finalidades, puesto que nunca había sido obligación
de los encomenderos emprender nuevas conquistas o reduccic-
ciones de indígenas, sino simplemente mantenerse listos con
caballo y armas para la defensa de la provincia. Los encomen-
deros, a juicio del Consejo de Indias, habían cumplido plena-
mente con ese cometido militar en las insurrecciones indígenas
o ataques piratas. Los consejeros señalaron además las reper-
cusiones que la falta de tales recompensas podría suscitar entre
aquellos subditos, cuyo abatimiento y desazón eran muy de te-
mer en una época en que las invasiones de los extranjeros ame-
180
nazaban la seguridad y la fe católica en América. Hubo también,
empero, algunos consejeros que tenían por justa la abolición de
las encomiendas, puesto que la instrucción religiosa de los
aborígenes no corría ya por cuenta de los encomenderos y «tam-
bién era razón atender a aquella pobre gente conquistada tantos
años había»; los indios, en efecto, «quedarían sumamente
consolados por este beneficio y el de reputarse ya con la misma
30
exención que los españoles» . El monarca, fortalecido también
en su decisión por un dictamen de su confesor, promulgó el
0
12 de julio de 1720 la ley de abolición de las encomiendas* .
En Yucatán, sin embargo, no se abolieron las encomiendas has-
ta. i/sj^En Brasil, a causa de lá índole pTtfmtiva y nómada de
las poblaciones aborígenes, no se llegaron a introducir las enco-
miendas.
c) Naborías y mita
181
Fig. 4. Francisco de Toledo, virrey del Perú.
182
£1 abusivo aprovechamiento de la fuerza laboral indígena
bajo la forma de las naborías no cesó, empero, e indujo a la
corona a la introducción de controles regulares de trabajo. Cada
año, una semana antes de cuaresma, el protector o juez local,
junto con el párroco o el guardián del convento, debía reunir
a todos los indios naborías que trabajaban en casas de los espa-
ñoles y preguntarles si realmente servían de buen grado y re-
cibían una instrucción religiosa regular. Los magistrados men-
cionados podían procurar un nuevo empleo a los indios que no
quisieran permanecer con sus amos y estipular para ellos un
1
salario adecuado ".
A los naborías de las Antillas y México correspondían en
Perú los yanaconas. Los españoles tomaron esta palabra del que-
chua, idioma en el que designa a las personas que trabajaban
como vasallos en la corte del inca. Tras la conquista del Perú,
los europeos encontraron numerosos indios nómadas que no
tenían lugar fijo de residencia ni se hallaban sometidos a caci-
que alguno. Las autoridades adjudicaron esos indios de por
vida a los conquistadores, en calidad de sirvientes y peones.
Como los yanaconas habían sido repartidos a los diversos espa-
ñoles por una disposición legal, en un primer momento se les
equiparó a los indios repartidos en encomiendas. Pronto llegaron
quejas a la corte, procedentes de círculos eclesiásticos, según
las cuales esos yanaconas estaban en una situación peor que los
esclavos y a la muerte de su amo pasaban como siervos a ma-
nos de otro español™. Sin tardanza una real cédula estableció
que los indios anaconas no eran esclavos, sino hombres libres,
y que nadie podía ponerlos a su servicio contra la voluntad
de los mismos
Pero las realidades de la vida colonial mostraron ser más
fuertes, una vez más, que los sentimientos humanitarios en que
se inspiraban las leyes de la metrópoli. £1 conocimiento directo
de la situación indujo al virrey Francisco de Toledo, en su
visita de inspección por el altiplano andino (1572), a no llevar
a cabo la liberación de los yanaconas. Dio, por el contrario, una
forma legal a esa institución. Encontró que en las chácaras de
los españoles trabajaban numerosos campesinos indígenas, y re-
partió a los colonos otros indios que no querían dirigirse a sus
lugares de origen. Dispuso que esas fuerzas laborales campe-
sinas no pudieran separarse de la gleba. Sus amos, por su parte,
no podían enajenarlos o transferirlos y tenían que procurarles
vestido y todo lo necesario, preocuparse de su bienestar espi-
ritual, concederles el usufructo de una parcela y pagar los
tributos que esos indios debían a la corona. Los yanaconas esta-
ban ligados a la propiedad rústica y pasaban con ésta a sus
sucesivos propietarios. Se habían convertido en siervos heredi-
183
taños. Muchos indios huían de sus lugares de origen y se
ofrecían voluntariamente como siervos a un terrateniente espa-
ñola-para mejorar de vida y eludir el trabajo forzado en la
minería.
En el reordenamiento que se hizo en el año 1601, por ley,
del derecho laboral indígena, se prohibió la explotación de
braceros no libres en la agricultura'*. El virrey del Perú, Luis
de Velasco, se propuso ejecutar esta norma legal, ciertamente,
pero pronto llegó a la conclusión de que las consecuencias se-
rían imprevisibles. Le hicieron presente que los yanaconas, si
se les concedía libertad de movimientos, huirían de sus amos
y nadie cultivaría entonces los campos, con lo cual habría de
suspender el abastecimiento de víveres a la villa argentí-
fera, Potosí. Ahora bien: el virrey era responsable ante el
monarca de que no se suspendiera la extracción de la plata
peruana, cuyos suministros regulares posibilitaban los desembol-
sos más urgentes para las empresas europeas de la corona es-
pañola. Preso en ese dilema, resolvió dejar en las haciendas
aquellos yanaconas que repartiera Francisco de Toledo, pero no
permitir que los españoles instalaran nuevamente siervos here-
B
ditarios indígenas en sus fincas '. Tampoco los virreyes siguien-
tes llegaron a otra solución. El virrey marqués de Montesclaros
encomendó la realización de una visita al oidor de la Audiencia
de Charcas, Francisco Alfaro. El funcionario comprobó la exis-
tencia de 25.000 yanaconas en la jurisdicción de la audiencia
y les comunicó que eran libres, pero los dejó hasta nueva
orden en las haciendas españolas, en calidad de mano de obra
D
servil * , Aunque también en la Recopilación de Leyes de In-
dias de 1680 se estableció que los indios anaconas debían vivir
en asentamientos indígenas separados y no estar sujetos a nin-
ta
guna coerción l a b o r a l , la servidumbre hereditaria de esos
indios subsistió incluso durante el siglo x v m en las viejas for-
mas; hasta se llegó a legitimarla moral mente con el argumento
de que promovía el bien general, tanto de españoles como de
aborígenes. El oidor Solórzano comparó a los yanaconas con los
colonos romanos, personalmente libres, pero hereditariamente li-
gados a la tierra, o los equiparó a los solariegos en España,
que también podían ser enajenados, junto con la finca, por sus
1
señores, pero no por eso eran esclavos *'. El caso de los yana-
conas, pues, se trata de una Institución inserta en el desarrollo
general de la organización agraria, y no de un fenómeno espe-
cífico de la dominación colonial europea.
184
Soles adoptaron esta vieja institución americana para propor-
cionar al encomendero, durante cierto tiempo, las necesarias
prestaciones de los indios. La mita alcanzó luego una impor-
tancia especial merced a la explotación de las ricas minas de
plata en el Alto Perú. Para poner un número suficiente de
trabajadores indígenas a disposición del laboreo mineral argen-
tífero en Potosí, y a la vez protegerlos de una explotación abu-
siva, el virrey Francisco de Toledo dio, por medio de su orde-
nanza de 1574, una nueva organización a la mita peruana,
ordenación en la cual se entremezclaban elementos indígenas
e hispánicos"'. Los propietarios de minas de Potosí exigían
4.500 trabajadores adicionales para poder realizar las cada vez
más dificultosas excavaciones en los yacimientos. El virrey es-
taba dispuesto a organizar el suministro de esas fuerzas de
trabajo, pero dispuso que los indios ocupados en el agotador
laboreo sobre el yermo y gélido Altiplano trabajaran durante
una semana cada vez y tuvieran luego una quincena de descanso.
Se debía, pues, trabajar en tres turnos. Para la movilización dia-
ria de 4.500 trabajadores se requería, por ende, la presencia de
13.500 indígenas en Potosí. Francisco de Toledo ordenó enton-
ces que anualmente se trajeran de las 16 provincias circun-
vecinas 13.500 indios para el laboreo de las minas de Potosí
y se relevaran otros tantos. Los habitantes de zonas climáticas
cálidas y húmedas se hallaban exentos de esa servidumbre,
pues un traslado desde aquellas comarcas al aire enrarecido
y glacial de Potosí, a 4.000 metros de altura, era sumamente
perjudicial para su salud. Los caciques de las provincias mitayas
debían preparar el número de trabajadores, entre las edades
de dieciocho y cincuenta años, fijado para su localidad. Un indio
que hubiese cumplido su servido laboral de un año en Potosí
no podía ser llamado nuevamente para la mita antes de que
transcurrieran siete años. Por las «Ordenanzas» de Toledo los
empresarios mineros estaban obligados a pagar los costos de
viaje a los mitayos que viajaran con sus mujeres a Potosí. Di-
chos costos se calculaban en fundón de la distanda recorrida,
pero la indemnizadón respectiva era insuficiente. La jornada
laboral en las minas debía extenderse desde una hora y media
después de la salida del sol hasta el ocaso y se interrumpía
al mediodía durante una hora. En d invierno sólo se debía
trabajar de diez de la mañana a cuatro de la tarde. Eran libres
los domingos y fiestas de guardar, en número reduddo estas
últimas para los indios. Las autoridades fijaban d salario de
los indígenas, pero a un nivd considerablemente inferior al de
los trabajadores libres.
185
antiguo, no en absoluto parecía excesivamente rigurosa. Los de-
fensores de esta institución la comparaban a un servicio militar
obligatorio. La realidad, empero, difería de este cuadro. Por
de pronto, los amos de las minas no cumplían con su obligación
de pagar los costos d e viaje estipulados y encontraban pretex-
tos de todo genero para hacer descuentos a los salarios legales.
Forzaban a los trabajadores a permanecer en los socavones
cinco días con sus noches. Les imponían un cupo de trabajo
desmesurado, lo que prolongaba considerablemente la jornada
laboral, y a latigazos los hacían sobrepasarlo. La aireación y
desagüe deficientes de las galerías hacían aún más insalubre
h permanencia en la mina. Los indígenas, inhabituados a tales
ocupaciones, morían en grandes cantidades por las penurias del
trabajo en las minas y las privaciones durante el trayecto. Mu-
chos indios de las provincias mi tayas huían a otras comarcas
y a las ciudades liberadas de esa servidumbre, u optaban por
entrar como yanaconas al servicio de terratenientes españoles.
La consecuencia fue una despoblación creciente del Altiplano.
En 1633 se estimaban los indios de las 16 provincias mi tayas
en 40.115, en 1662 eran 16.000 y en 1683 10.633, mientras
que al introducirse la mita por primera vez se les calculaba
en 81.000, aproximadamente.
Estas arbitrariedades fueron objeto de múltiples deliberacio-
nes de autoridades seculares y eclesiásticas y dieron motivo a
diversos intentos reformistas. La forzosa dualidad de la política
indígena seguida por los europeos se pone de manifiesto en
este; caso. El valor económico-político de las posesiones hispá-
nicas en América coasistía ante todo en la extracción de metales
preciosos. Esta actividad era imposible sin mano de obra abun-
dante. Los inmigrantes españoles, aun cuando pertenecieran
a las capas inferiores de la población, no querían hacerse cargo
de los pesados, trabajos en las minas y el gobierno no podía
forzarlos a ello. Por tanto, se dependía exclusivamente del tra-
bajo indígena, al que se caracterizaba una y otra vez como la
verdadera riqueza de America. A los indios, por su parte, les
faltaba Ja inclinación y el impulso económico como para ofre-
cerse voluntariamente a efectuar, por un salario, los trabajos
necesarios. El colectivismo de la economía peruana prehispánica
los había habituado a que las autoridades reglamentaran y dis-
tribuyeran el trabajo. La llamada a la iniciativa personal, a
crearse una mejor posición, no podía encontrar oídos recep-
tivos. «No son éstas gentes de las que se mueven por inte-
m
rés» . E n tal comportamiento los españoles sólo veían pereza
e inclinación • la ociosidad, la embriaguez y otros vicios. Era
menester» pues ésta parecía la conclusión lógica—, obligar .a
186
que los indios trabajaran, por su propio bien y el de sus amos
blancos.
Ya Francisco de Toledo había considerado un mal necesario
la mita por él introducida y antes de crearla había escuchado
el consejo del arzobispo de Lima, fray Jerónimo de Loaisa,
quien, sin embargo, a la hora de su muerte (1575) se arrepintió
de su complicidad y dispuso testamentariamente que se diera
conocimiento de ello al rey. La mita fue desde entonces tema
de vivas controversias y suscitó una enorme plétora de memoria-
les y pareceres. La corona y los virreyes interpusieron su auto-
ridad para erradicar el abuso y la corruptela en esa institución.
Por ejemplo, los propietarios de minas, cuando disminuyó el
rendimiento de los yacimientos de plata, en lugar de dar ocupa-
ción en su empresa a los indios mitayos que les adjudicaran, los
arrendaban a otros como mano de obra y percibían anualmente
por cada indígena 365 pesos; tratándose de 40 aborígenes, que
era la cantidad media asignada, obtenían así, descansadamente,
una considerable renta anual. Como el empresario de minas
metía en su propio bolsillo el importe de ese arriendo, a los
indígenas objeto de este fraude se les denominaba indios de
faltriquera. Reales órdenes exigieron la supresión de este apro-
157
vechamiento abusivo de la mita . En 1659 se intentó reorga-
nizar el repartimiento de los indios mitayos, pero se tropezó
con una protesta tan encendida de los empresarios mineros de
Potosí que eran de temer tumultos y llegó a oírse el grito:
«¡Viva el rey! ¡Abajo el mal gobierno!» Se consideró también
N
la posibilidad de efectuar un nuevo censo de todos los indios
sujetos a la mita, pero para esta tarea faltaban tanto funcio-
narios dignos de confianza como el dinero necesario para pa-
garles. Las fuerzas burocráticas del Estado aún eran demasiado
débiles como para imponer incondicionalmente, en territorios
tan extensos, la voluntad del monarca sobre los intereses pri-
vados. Al versadísimo oidor Solórzano, las piadosas y bien ins-
piradas frases de los reyes sobre la supresión del trabajo obli-
gatorio indígena le parecían acomodarse más bien a la «fingida
República de Utopía» descrita por Tomás Moro*".
El virrey conde de Lemos procedió de la manera más decidida
contra la brutal explotación a que se sometía la fuerza laboral
indígena en las minas de Potosí*". Destituyó al corregidor de
esta ciudad, que había incumplido las Órdenes virreinales y re-
presentado a menudo los intereses de los propietarios de minas,
y le impuso una crecida multa. El conde de Lemos estudió la
posibilidad de abolir la mita y escribió al rey: «Yo descargo
mi conciencia con informar a V. Mgd. con esta claridad: no
es plata la que se lleva a España, sino sudor y sangre de in-
0
dios»* . En 1670 convocó en Lima una junta para la reforma
187
de los trabajos indígenas y en ella propuso sustituir la mita
por un sistema de trabajo asalariado libre. Los representantes
del cabildo catedralicio y del clero regular apoyaron esa inicia-
tiva, pero .el gobierno de Carlos I I . no adoptó decisión alguna
sobre el particular.
No fue sino bajo la nueva dinastía borbónica cuando el Con-
sejo de Indias, en 1718, se adhirió en una pormenorizada con-
sulta al dictamen del conde de Lemos*'. Recordó a Felipe V
las muchas medidas adoptadas en defensa de los indígenas por
los predecesores del monarca, que «apreciaban más la salud y
conservación de los indios que el oro y plata que pudiese
producir su trabajo»'. En una visión retrospectiva sobre la historia
de la mita,, los. consejeros hicieron hincapié en el parecer de
la junta convocada por el conde de Lemos sobre la abolición
de esa servidumbre, y se remitieron a las palabras pronunciadas
en 1704 por el difunto arzobispo de Lima y virrey interino dd
Perú, Melchor de Liñán, quien «tenía por cierto que aquellos
minerales estaban tan bañados de sangre de indios que si se
.exprimiese el dinero que de ellos se sacaba, habría de brotar
más sangre que plata, y que si no se quitase esta mita forzada
se aniquilarían totalmente las provincias». El Consejo de Indias
tachó de «quimera» el aserto aducido por los propietarios de
minas en Potosí, según los cuales sin la mita se perdería la
plata y el Perú entero: ¿acaso no se extraía abundante plata
en Nueva España, donde no existía la mita? Todos los argu-
mentos a favor de la mita no tenían otro fundamento que d
interés de los propietarios de minas y de sus protectores, que
se arrimaban «al rico sin reparo de que se siga la ruina del
pobre». Pero, aunque los ingresos reales mermaran por la supre-
sión de la mita, esto «pesaría mucho menos que los estragos
que padecen tantos millares de indios». La historia enseña tam-
bién que los monarcas que en sus acciones se guían poz.lt
razón y la justicia son los que mejor han servido los intereses
de sus reinos. El Consejo de Indias concluyó que «en conciencia
ni en justicia no se debe permitir la continuación de que se
beneficien estas minas con indios mitayos». Esta consulta repre-
senta un testimonio convincente de cómo en la política colonial
española pervivía la exigencia ético-religiosa de tratar humana-
mente a los aborígenes y, asimismo, muestra de qué manera
se procuraba refrenar los abusos inherentes al afán de lucro
capitalista.
Felipe V hizo remitir la consulta del Consejo de Indias a las
Audiencias de Charcas y Lima para que adoptaran posición: fun-
dada, sobre el problema, y el 3 de marzo de 1719 firmó un
decreto por el que se. abolía la mita en las minas de Potosí,
para impedir «el que se continúe su rigurosa esclavitud [la de
188
MJ
los indiosJ, contra ley divina y h u m a n a » . Entonces ocurrió
algo inesperado y hasta hoy inexplicado: antes de que se pudiera
darle al decreto su redacción cancilleresca, el rey exigió la
devolución de aquél. En una consulta del 6 de mayo de 1724
el Consejo de Indias recordó al monarca que aún estaba pen-
diente su decisión respecto a este punto, y cuando en 1731
se consultó nuevamente a ese cuerpo, el mismo reiteró su opi-
nión de que el rey debía promulgar el decreto de 1719. Mas
éste permaneció, sin despachar, en los archivos. No fueron sino
las Cortes de Cádiz las que dispusieron, en el año 1812, la
abolición de la mita. Pero de hecho y en general, la nombrada
institución ya había desaparecido por ese entonces en la América
española.
. Una mita menor, cuya organización se remonta asimismo al
virrey Francisco de Toledo, existió también para el laboreo
en las minas de azogue en Huancavélica. Estaban sujetos a la
misma los aborígenes de 40 millas a la redonda y debían
trabajar allí 620 indios mitayos, pero el número real fue con-
siderablemente menor. A fines del siglo x v í n los indios de
dos partidos que debían trabajar en Huancavélica ascendían
a 165 **. También se podía convocar a los indígenas de deter-
minada región por turnos, para realizar prestaciones laborales
fuera de las minas. Así, por ejemplo, en las llamadas mitas de
plaza los indios de la sierra estaban sujetos por algunos meses
i prestaciones laborales en Lima y otras ciudades. Trabajos
forzados de la mita y de las más diversas índoles hubo en la
3
Audiencia de Q u i t o " .
189
había consumado en todas partes la transición que lleva, a par-
tir del trabajo personalmente vinculado, al trabajo asalariado
libre.'• Los tribunales y ayuntamientos establecían, para asegurar
la mano de obra necesaria, la coerción laboral. La legislación
estatal que reglamentaba el trabajo y protegía a los obreros es
de aparición posterior**.
-Debe resultar sorprendente, en consecuencia, que la política
colonial española haya proclamado al punto el principio de la
libertad laboral para los aborígenes. De esta suerte, en la re-
construcción de la Ciudad de México, destruida durante la con-
quista, había de concederse a los indios «entera libertad de
poder trabajar en las dichas labores por sus jómales» y a nadie
167
le era lícito hostigarlos si no lo hacían . Era un problema
que dio lugar a muchas exégesis de principios, y la corona
española procuró tomar sus decisiones de derecho laboral iuego
de asesorarse con teólogos y letrados y sin perder de vista los
intereses económicos.
El miembro del Consejo de Indias licenciado Lope García de
Castro, quien como presidente de la Audiencia de Lima entre
1564 y 1572 debió implantar un ordenamiento legal de las
condiciones laborales en el Perú, solicitó del arzobispo de Lima
y de los superiores de las órdenes religiosas de la ciudad, opinión
acerca de si se podía obligar a los indígenas a trabajar en la
extracción de-metales preciosos, necesarios para el sostenimiento
de la comunidad, y cómo podría efectuarse ello con el menor
perjuicio posible para los aborígenes, a los cuales se les de-
bería pagar un salario adecuado. El parecer de los prelados
peruanos tomaba como punto de partida algunas comprobaciones
fundadas en los principios. Los indios, por nacimiento y natu-
raleza, son hombres Ubres, y como tales los han reconocido el
Papa y el rey. En un reino recién conquistado, las leyes «prin-
cipalmente se an de ordenar para el bien del tal Reyno y no
de los que vienen a poblar a él», pues éstos, como «particulares
o huéspedes», sólo tratan de que prosperen sus propios intere-
ses y •negocios. En países paganos y n o civilizados es el deber
de los nuevos señores propagar el Evangelio y remover las
leyes y costumbres que no correspondan a la razón y a un
orden moral. «De los quales presupuestos se entiende clara-
mente que los yndios an de ser tratados como gente libre y
que no deben ser compelidos a yr a labrar minas ni a la coca
ni a llevar bastimentos a ellas ni a otros trabajos corporales
de labranca de la tierra o guarda de ganados o edificios así
por ser contra su libertad como por los daños que dello les
vienen en salud, vida y hazienda y estotro de su propagación.»
Una coerción laboral era inconciliable con los títulos jurídicos
de Ja. cbnunación española, que se fundaba en el cometido de
190
velar por un mejor tratamiento de los indios y su conversión
a la fe cristiana. Como, no obstante, los aborígenes eran por
lo general perezosos y abúlicos y poco se cuidaban del futuro,
«se debe ordenar y mandar que los labradores y oficiales usen
sus oficios y los que no lo son trabajen y se ocupen así por
su provecho y ganancia como por el provecho de la rrepúblíca
y por los males y daños que de estar ociosos y holgazanes se
siguen». El parecer de los prelados recomendaba, por ello, que
las leyes reglamentaran la forma «como los indios trabajen o se
alquilen por su voluntad y como gente libre». Con ello no se
pensaba en un estatuto especial para el trabajo indígena, sino
esta ley laboral debía servir también para aquellos españoles
en el Nuevo: Mundo que en la metrópoli pertenecían al esta-
mento de los trabajadores y artesanos, así como para los mes-
tizos y mulatos*". Se reconocía, pues, la libertad laboral para
los indios, pero al mismo tiempo su obligación de trabajar, deri-
vada de la concepción cristiana acerca del sentido educativo y
el valer religioso del trabajo y establecida en las disposiciones
que las autoridades de la época adoptaban contra la vagancia.
Este parecer caracteriza las tendencias, contrapuestas entre sí,
que lucieron su aparición en la historia del derecho laboral
en la América colonial. De la libertad de los indios resultaba
el trabajo asalariado libre, peto la haraganería que observaban en
ellos los europeos hacía que una coerción laboral pareciera
legítima. Ahora bien, existía una gran necesidad de fuerza de
trabajo para la explotación de las colonias. Si bien en el mer-
cado laboral libre no se podían obtener asalariados indígenas
en la cantidad requerida, la obligación de trabajar, vigente para
los aborígenes holgazanes y vagabundos, constituía una medida
bastante flexible para subsanar la escasez de brazos. La legisla-
ción laboral colonial procuró conciliar la libertad, que por prin-
cipio tenían los indios, con la necesaria movilización de fuerza
laboral indígena; intentó, asimismo, contrarrestar los efectos
negativos de cierta medida admisible de trabajo forzado, para
89
lo cual dictó precisas ordenanzas de protección laboral* .
Se comprobó una y otra vez, empero, que los indios no
querían trabajar por un salario, en el número requerido y por
períodos prolongados. Con trabajar doce o quince días, según
los informes, les alcanzaba para pagar el tributo de todo el
año; para su sustento les bastaba con trabajar anualmente cua-
renta días en sus propias tierras. Como sus pretensiones eran
mínimas, les faltaba-un estímulo para trabajar más de eso. Con
vistas a utilizar esa fuerza laboral indígena inactiva, se gene-
ralizó la costumbre, por orden de las autoridades locales, de
hacer que todos los días se presentara determinada cantidad
de indios en la plaza mayor de las ciudades, donde los espa-
191
coles: que necesitaban, mano de obra los podían contratar por
un salario fijo. Lar corona, dispuso que sólo era lícito utilizar
en i este servicio laboral a los indios de las inmediaciones, a
quienes se" les debía mdemnizar por el viaje de ida y el de
vuelta. Los indios podían entrar a servir con quien les pagara
70
mejor* .
Este sistema de provisión de trabajo, denominado reparti-
miento, llevó al abuso' de que se distribuía a los indios, contra
su voluntad, en los trabajos más diversos. A la corte española
llegaron muchas quejas contra las tropelías que, so capa de
repartimientos, se cometían contra los indígenas. Los clérigos
informaban que los indios ya n o osaban asistir a los oficios
divinos porque al entrar o salir de la iglesia se apoderaban de
ellos para que trabajaran. También los indios que llegaban de vi-
sita a una localidad debían contar con la posibilidad de que
los tomaran por la fuerza y obligaran a trabajar. La «Real ins-
trucción acerca del trabajo de los indios», del 24 de noviembre
m
de 1601, debía suprimir esas injusticias . Los indios capacitados
para trabajar seguían obligados, ciertamente, a presentarse en
la plaza mayor y concertar convenios laborales, por día o por
semana, con españoles o con otros indígenas, «porque no se
podría sustentar ni conservar la tierra sin el trabajo, servicio
e industria de los indios». Al corregidor o alcalde local le
competía vigilar la provisión de colocaciones. Las autoridades
habían de velar por el pago y sustento adecuado de los traba-
jadores indígenas. Se promulgaron pormenorizadas ordenanzas
sobre las condiciones laborales en los diversos ramos de la eco-
nomía. Estaba estrictamente prohibido emplear indios en las
tejedurías, trapiches y pesquerías de perlas.
Pero no cesaron las discusiones en torno, incluso, a la licitud
de una coerción laboral severamente vigilada por la autoridad.
A m o d o de ejemplo pueden destacarse las consultas redactadas
en Lima, en 1601, por el monje franciscano Miguel Agía, a
171
petición del virrey del P e r ú . Agía se esforzó por armonizar
la teoría jurídico-teológica y las realidades económico-sociales.
Exigió medidas adicionales para la protección de los trabajadores
indígenas, pero aprobó, bajo ciertas circunstancias, la coerción
laboral. «Por ser uno Christiano no dexa de ser hombre y
ciudadano, y miembro de la República: lo qual basta para
poder ser forcado y compelido a trabajar en servicio de la
mesma República.» Por su larga experiencia en los asuntos
americanos, Agía era consciente de que en el encuentro entre
españoles y aborígenes entraban en colisión dos mundos diamc-
tralmcnte contrapuestos, lo cual dificultaba enormemente una
regulación equitativa de-las relaciones laborales. «El indio de
su naturaleza no tiene codicia, y el Español es codidosíssímo,
192
el indio flemático, y el español colérico, el indio humilde, el
Español arrogante, el indio espacioso en todo lo que haze, el
español presuroso en todo lo que quiere, el uno amigo de
mandar, el otro enemigo de servir.»
Quejas y reclamos sobre el sistema de los repartimientos tra-
jeron aparejada, en 1609, una reforma de la ley laboral de
m
1601 . Únicamente se permitieron repartimientos para la agri-
cultura, la ganadería y las minas de oro y de plata, porque el
trabajo indígena en esos ramos de la producción era imprescin-
dible para el bien público. Tan pronto como, al correr de los
años, hubieran mejorado las costumbres de los indios y aumen-
tado su laboriosidad y hubiese suficientes trabajadores asala-
riados o negros esclavos disponibles, debía cesar o reducirse el
repartimiento forzado de los indios. En ningún caso debía efec-
tuarse un repartimiento en interés y a beneficio de tales o
cuales particulares. En esta nueva ley se contienen, por otra
parte, una serie de disposiciones para el suministro a los tra-
bajadores indígenas de víveres y vestido, el cuidado de los en-
fermos y el pago puntual de un salario adecuado. En la fijación
de un salario justo no debía pesar en absoluto una posible
merma en la ganancia del patrón, pero sí la rentabilidad de las
empresas. La jornada laboral debía estar de acuerdo con las
«pocas fuerzas, ruin complexión» de los indios.
.;,A pesar de todas las medidas adoptadas en defensa de los
trabajadores indígenas, no cesó su abusiva explotación y su
maltrato. Al Consejo de Indias llegaron noticias de que la
principal causa de la disminución de la población aborigen
eran los repartimientos. Cuando al virrey de Nueva España,
marqués de Cerralbo, el rey lo exhortó a que adoptara al res-
pecto las medidas adecuadas, aquél suprimió los repartimientos
en todos los ramos de la economía, salvedad hecha de las
minas. Pero su- acción no tuvo éxito alguno. Los repartimientos
forzados de indios para determinadas prestaciones de trabajo
siguieron siendo habituales hasta el término del período colo-
nial, y en la segunda mitad del siglo x v m recibieron un nuevo
impulso por el fomento estatal al desarrollo económico en Amé-
rica"*. Debe dejarse constancia, empero, de que la corona se
había esforzado con sinceridad y de manera no enteramente
desafortunada, por que los repartimientos se practicaran con un
mínimo de rigor. Allí donde los indios, en convivencia con los
españoles, se habituaron a las formas económicas europeas, al-
canzaron una importancia cada vez mayor como artesanos inde-
pendientes y asalariados libres. El virrey del Perú, Manuel de
Guirior, escribió en 1780 que la experiencia desmentía la siem-
pre pregonada pereza de los indios, quienes ante todo en la
ciudad de Lima se dedicaban a las actividades artesanales traba-
193
jando con diligencia y regularidad. «Nadie les hace vejación
impunemente, ni despoja del fruto de sus sudores, que les queda
a salvo para emplearlo en su provecho»
194
mente a sus indios y arruinaban su salud imponiéndoles pres-
taciones laborales desmesuradas. Bajo la impresión de estas
noticias, el movimiento de los «indigenistas» ganó muchos adep-
tos, particularmente en círculos eclesiásticos. Había quienes
confiaban en que estos abusos se suprimirían transformando 3
las encomiendas en señoríos hereditarios, dotados de jurisdicción
patrimonial, ya que así los españoles tratarían y protegerían
a los indígenas a su cargo de otra manera que cuando los
mismos estaban transitoriamente a su disposición en carácter
de fuerza laboral.
Otra orientación, cuyo representante era Las Casas, exigía,
por el contrario, la abolición de las encomiendas y que se aislara
174
a los indios del trato con los españoles . La experiencia había
enseñado que sólo se podía evangelizar a los aborígenes si se
les preservaba del contacto con los españoles. Al indio, la con-
vivencia con el conquistador e inmigrante europeos sólo podría
resultarle nociva. Las Casas quería resolver el problema indí-
gena mediante una amplia autonomía y aislamiento de la po-
blación aborigen.
Desde los inicios de la colonización americana, la corona
española había deseado reunir en asentamientos aldeanos a los
aborígenes que vivían dispersos, de modo que residieran en
37
poblaciones al igual que los subditos españoles en Europa '.
Los indígenas solían resistirse a tal alteración de sus hábitos
de vida, y no pudo practicarse sin recurrir a la fuerza su agru-
pamiento en pueblos, necesario para evangelizarlos e ilustrarlos.
Cuando fe abolición de los servicios personales, se dispuso que
se liberara a los indios retenidos por la fuerza en las enco-
miendas y se les reuniera en asentamientos. Basándose en dis-
posiciones especiales, el virrey del Perú, Francisco de Toledo,
fundó numerosas localidades indígenas. En Nueva España, el
virrey conde de Monterrey hizo poner en práctica, por medio
de juntas ad hoc, un amplio plan de concentración de los abo-
37
rígenes en grandes asentamientos *. Pese a los elevados costos
y los numerosos litigios, en Nueva España, entre 1602 y 1605,
se reasentó aproximadamente un cuarto de millón de indios y se
fundaron 187 nuevas localidades indígenas. Pronto, empero,
se disolvieron muchos de estos asentamientos comunales, aun
cuando otros subsistieron. Más difícil fue, en el virreinato de
Nueva Granada, agrupar en comunas mayores a los indios dis-
3
persos en aduares ". La puesta en práctica de tales reasenta-
mientos, que debían coadyuvar a una progresiva socialización de
los indios, ha sido objeto aún de demasiado pocas investiga-
ciones como para poder juzgar hasta qué punto esa política
colonizadora promovió la segregación entre la población abori-
gen y la europea. La fundación de reducciones indígenas —que
debían tener como centro una iglesia y que en el caso de estar
compuestas por un gran número de núcleos familiares tenían
también un cabildo con alcaldes y regidores— fue un principio
K>
básico de la colonización española ' .
La concentración de la población aborigen en asentamientos
iba a la par con el designio, abrigado por Ja corona, de retener
a los españoles en las ciudades por ellos fundadas e impedir
su dispersión por el campo. Inmigrantes que en su patria se
habían ganado la vida laboriosamente, vagabundeaban ahora por
La Española y se introducían en los poblados indígenas para
apoderarse por la fuerza de lo que necesitaban. Se impartió la
orden de expulsar de la isla a tales merodeadores. A la vez
se prohibió a los viajeros españoles que exigieran en las pobla-
ciones indias más de aquello que se les concediese volunta-
riamente y contra pago. Los peninsulares que en Nueva España
vivían entre los indios debían ser asentados en la recién fun-
dada ciudad de Puebla de los Angeles (1531)*'. Se ordenó a
Francisco Pizarro que ningún español permaneciera más de tres
MS
días en un poblado indígena .
A partir de tales interdicciones, dictadas tanto para proteger
a los indios como para poner a salvo la capacidad defensiva
de las ciudades españolas, se desarrolló una política general de
m
segregación . Ya en 1550 se instruyó al virrey de Nueva Es-
paña que era menester alejar de los poblados indígenas a los
españoles solteros que vivían entre los indios y se apoderaban
a viva fuerza de sus mujeres e hijas y los despojaban de sus
bienes. La misma orden se impartió en 1563 como real cédula
de validez general y se repitió una y otra vez más adelante,
figurando incluso en el código colonial de 1680**. Esta orden
de expulsión amenazaba a todos los españoles que se estable-
cían, adquirían bienes raíces y practicaban el comercio en los
xs
poblados i n d í g e n a s . Del mismo modo, los indios no podían
avecindarse en las ciudades españolas; sino, a lo sumo, tener
sus viviendas' en barrios indígenas separados, que a su vez los
españoles no podían ocupar. En la dudad de México, por
ejemplo, una línea divisoria separaba la ciudad española de
los asentamientos indígenas en las afueras. También los indios
de esta capital, por su parte, pidieron al rey ordenara que los
españoles siempre residieran separados, y que asimismo los in-
dios viviesen aparte, pues en caso contrario estaban expuestos
a .muchos abusos y tropdías por parte de los peninsulares. Cuan-
do la Iglesia se* quejó de que había indios alojados en casas
de españoles, y privados, por tanto, de cuidado espiritual, una
real cédula dispuso que esos aborígenes volvieran a sus ba-
rrios*'.
Ni siquiera a los encomenderos les estaba permitido ya ra-
196
dicarse en la jurisdicción indígena de su encomienda. Al Con-
sejo de Indias había llegado noticia de que los encomenderos,
con sus familias y personal doméstico, se establecían durante
largos períodos entre sus indios y se hacían atender por ellos
o los compelían a prestaciones especiales, lo que iba mucho más
allá del pago.de tributos, única obligación de los indígenas. La
Audiencia de Lima debía acabar con semejante opresión de los
3 7
aborígenes y adoptar las medidas conducentes a tal efecto * .
Las primeras prohibiciones de residencia a los encomenderos no
encontraron mayor acatamiento, de modo que en 1563 la co-
rona vedó en general a los titulares de esos repartimientos pre-
1
sentarse en los poblados de sus indios* *. También menudearon
las quejas de que las esposas de los encomenderos sometían
a las indias a crueles tratamientos y trabajos abrumadores. Los
excesos eran aún peores allí donde los encomenderos poseían
establecimientos agrícolas en la jurisdicción de su encomienda
y los cultivaban mediante la fuerza laboral de sus indios tribu-
tarios. La prohibición de residencia se complementó con dispo-
siciones según las cuales los encomenderos no podían, en las
aldeas de sus indios, construir casas ni instalar talleres de paños
o reservarse campos de pastoreo.
Estas medidas, que tonificaban las tendencias a la segregación
racial, estaban en contradicción con las obligaciones que tenían
los encomenderos de velar por el amparo y evangelización de
sus indios. Diversas autoridades locales formularon similares
reparos. Se indicó que otras personas —los caciques, vendedores
ambulantes y, en ocasiones, también los clérigos— infligían mu-
cho más daño a los indios y que la presencia de sus enco-
menderos podía protegerlos efectivamente. Los letrados del Con-
sejo de Indias encontraron un subterfugio para navegar entre
disposiciones recíprocamente contradictorias, afirmando que la
presencia personal de los encomenderos junto a sus indios era
ya innecesaria, puesto que entretanto se habían designado pá-
3
rrocos y corregidores para esos aborígenes *'.
La política indígena de los españoles no sólo procuraba ais-
lar a los indios de los inmigrantes blancos. Vedaba asimismo
a negros, mulatos y mestizos el radicarse entre los aborígenes *°.
Como causa se aducía que esos alógenos y mestizos maltrataban
a los indígenas, los ejercitaban en los vicios y la holgazanería
y les infundían creencias supersticiosas que ponían en peligro
la salvación de sus almas. Pero se debió comprender que no
se podía quitar los niños mestizos a sus madres indias, por lo
cual era imposible eliminar de la comunidad india a mestizos y
zambaigos
No obstante, la segregación racial en el suelo americano no
fue un principio íncontrovertido. En 1550 un oidor de la
197
Audiencia de Guatemala propuso, precisamente, fomentar el trato
entre españoles e indios y hacer posible en las encomiendas
una comunidad de vida entre los encomenderos, sus capataces
y los clérigos con los indios de la comarca. El padre francis-
cano Fernando de Arbolancha fundamentó en una memoria al
Consejo de Indias, escrita desde México, la concepción de que
españoles e indios debían entremezclarse y vivir juntos. En 1626
el capitán Andrés de Deza expuso prolijamente, en una petición
al rey, lo adecuado que sería que los españoles pudieran vivir
libremente entre la población indígena. El Consejo de Indias
replicó en su consulta: «Cosa cierta es y de derecho natural
que cada uno viva donde quisiere, si no es que lo impida alguna
causa que mire al interés publico, y por evitar los grandes
daños e inconvenientes que se han experimentado han resultado
en perjuicio de los indios, ha obligado a prohibir que los espa-
y a
ñoles, mestizos y mulatos vivan en los pueblos de indios» . En
principio se reconocía el derecho a cambiar de domicilio/ pero,
para proteger a los aborígenes, se limitaba ese derecho precisa-
mente también a los europeos. En sus consultas de índole legal,
el Consejo de Indias reconoció como máximo principio jurídico
el deber del Estado de tutelar a los aborígenes.
El curso de la historia en Hispanoamérica, sin embargo, ten-
dió más a las relaciones comunitarias étnicas que a la segrega-
ción racial. Las realidades económico-sociales prevalecieron sobre
la voluntad del legislador, que procuraba impedir la convivencia
y cooperación de españoles e indios. La expansión de ios espa-
ñoles desde l a s ' ciudades hacia el campo era una necesidad
irresistible. Los peninsulares adquirían predios en las inmedia-
ciones de los poblados indígenas y compraban también tierras
pertenecientes a los indios, por más que la corona se esforzara
por impedir tales enajenaciones. Muchos no encontraron otra
posibilidad de existencia que cultivar una parcela entre los abo-
rígenes. Cada vez eran más los españoles que se establecían
en las localidades indígenas y que se casaban también con
indias y mestizas; sus descendientes se criaban en un ambiente
indígena. Las autoridades territoriales respectivas concedían li-
cencias a los encomenderos para establecerse en los poblados de
sus indios, o toleraban implícitamente las infracciones a las nor-
mas legales. La explotación progresiva del campo requería los
esfuerzos "mancomunados de españoles e indígenas y, con ello,
una aproximación más estrecha entre los hombres d e ambas
razas. Por último, las autoridades coloniales a menudo admitían
que no se cumplían las leyes que preceptuaban la separación
d e . españoles e indios. Pero estas leyes habían hecho de los
aborígenes, en la imaginación de los hombres, una capa soda!
aparte, diferenciada del resto de la población por medio de
198
inmunidades. Ello favoreció la conservación de antiquísimos usos
y costumbres de los indios. Su aculturación, su adaptación a las
formas de vida europeas, bajo tales circunstancias tuvo que verse
dificultada.
A las diferencias raciales entre europeos e indígenas se su-
maba la heterogeneidad de sus idiomas, la cual hacía imposible
una comprensión mutua. Se plantea la tarea de fundar una
comunidad lingüística entre los conquistadores y los aborígenes
3
del Nuevo M u n d o " . Era ésta también una premisa para incor-
porar los paganos de América a la cristiandad occidental. Los
misioneros comenzaron por estudiar los idiomas vernáculos, com-
pusieron gramáticas y diccionarios para ei aprendizaje de las
lenguas indígenas y escribieron en ellas catecismos y devocio-
narios. Desde el punto de vista de los principios, la Iglesia
sostuvo que el cuidado pastoral de los aborígenes debía efec-
tuarse en sus idiomas.
La corona española promovió el uso de las lenguas indígenas
para el trabajo de la misión evangelizados. Felipe I I dispuso
en 1580, por ley, que la prédica del Evangelio y la administración
de los sacramentos había de realizarse en el habla de los in-
dios. Para posibilitar la instrucción de curas y misioneros en
esos idiomas indígenas, se instituyeron en las universidades de
Lima y México cátedras para el estudio de las más difundidas
de esas lenguas, o sea para el quechua y el nahua. Nadie, or-
denaba el monarca, podía recibir órdenes sacerdotales sin haber
aprobado antes, en la universidad respectiva, un curso com-
pleto en Ja lengua de los indios, y nadie debía postularse para
un curato indígena si no había rendido el correspondiente
examen de idioma ante los profesores universitarios de esa dis-
ciplina.
Con esta ley, la lengua aborigen quedó convertida en idioma
oficial de la Iglesia Católica para ios indígenas americanos, y a
los titulares de cargos eclesiásticos en poblados o barrios indí-
genas se les forzó al bilingüismo, obligándoseles a trocar su
idioma europeo por una lengua perteneciente a una familia lin-
güística muy disímil y de resonancias exóticas. La consecuencia
fue la segregación racial en la vida eclesiástica americana. Había
parroquias para blancos y otras para indios. Pot regla general,
los hombres del Viejo Mundo y los del Nuevo no se encon-
traban juntos en el mismo servicio divino.
La política colonial hispánica, empero, también procuró fo-
mentar el uso del español entre los indios, aspirando así a una
asimilación lingüística de los aborígenes. El primer indicio de
esa actitud se encuentra en ei plan de reformas estructurado por
el regente, cardenal Cisneros, en 1516. A los monjes Jerónimos,
que debían reorganizar la adrninistración colonial en las Anti-
199
tías, se les ordenó escogieran sacristanes que enseñasen a los
niños, particularmente a los de los caciques y otxos indios
distinguidos,, a Jeer y escribir y los ejercitasen en el uso de
la lengua vulgar castellana. En general, se debía influir lo más
posible en todos los caciques e indios para que hablaran cas-
tellano. En 1550 la corona dictó una disposición general'por la
cual debía ponerse en práctica la enseñanza del español a los
indígenas. A los provinciales de las órdenes dominica, francis-
cana y agustina se les encomendaba emprender, con particular
celo, la enseñanza de los indígenas en el uso del castellano y
designar religiosos que de manera permanente, en horas fijas,
instruyeran en ese sentido a los aborígenes. Se ordenó a los
virreyes de Nueva España y el Perú que respaldaran vigorosa-
mente esas medidas.
Los logros alcanzados por tales disposiciones fueron mengua-
dos. Felipe I I , en consecuencia, ordenó al miembro del Consejo
de Indias doctor Antonio González proyectara nuevas medidas
para la educación de los indios, desde su niñez, en la lengua
castellana y estudiara la manera de ejecutar eficazmente aqué-
llas. El monarca entendía que, medíante la comprensión del
español por parte de los indios, éstos se convertirían al cris-
tianismo con más facilidad y en mayor número.
El Consejo de Indias, no obstante, quiso ir más allá de las
propuestas formuladas para promover la enseñanza del castellano
y sugirió ordenar que en lo futuro los indios se sirviesen de
la lengua española. En su consulta del 20 de junio de 1596,
ese cuerpo expuso-al rey que, pese a todos los esfuerzos, no
se habían hallado suficientes misioneros políglotas que pudie-
ran predicar el cristianismo en los idiomas indígenas. Los criollos
y mestizos que se habían ordenado sacerdotes o monjes cono-
cían, naturalmente, las lenguas nativas desde su infancia, pero
por su condición no eran suficientemente adecuados, y de aque-
llos clérigos que procedían de España y tenían mejores cuali-
dades para el ministerio sacerdotal, sólo pocos aprendían los
idiomas americanos. Existían, por añadidura, innumerables len-
guajes diferentes en las diversas provincias, los. cuales no eran
comprensibles para quien partiera del conocimiento de un idioma
general como el d e los incas en el Perú. Fundándose en estas
reflexiones, el Consejo de Indias propuso al monarca el texto
de una orden por la cual en todos los poblados indígenas los
párrocos, sacristanes y otras personas adecuadas enseñaran el
castellano a los niños, así como a los adultos, de suerte que
los aborígenes olvidaran paulatinamente el uso de su propio
idioma. Los caciques debían dar buen ejemplo en este punto,
y en caso de que se mostraran desaplicados y reacios era nece-
sario castigarlos severamente. E l cacique que en lo sucesivo
200
hablara a los indios de su comunidad tribual en su propio idio-
ma, o permitiera a otros el uso del mismo, sería declarado
infame y perdería su dignidad de jefe y todos los honores y
prerrogativas anejos a tal investidura.
En el Consejo de Indias, pues, se había impuesto la opinión
de que había de obligarse a los indios al uso cotidiano del
español, de manera que abandonaran y olvidaran sus knpuas
vernáculas. El habla de los conquistadores y colonos extranjeros
debía convertirse en el único idioma de América, así como los
romanos habían hecho del latín la lengua común de su imperio.
A la romanización de amplias extensiones del Viejo Mundo
durante la Antigüedad, debía corresponder ahora la hispaniza-
ción del Nuevo Mundo, que los españoles habían descubierto
y - tomado para sí. La comparación con la Antigüedad servía
de estímulo para una política lingüística más enérgica. Ahora
ya no se trataba solamente de la eficaz evangelización de los
aborígenes, sino también de iniciarlos en las buenas costumbres
y la vida civilizada. La lectura de libros españoles, se argüyó
en el Consejo de Indias, serviría para que los indios se supieran
5
«regir y gobernar como hombres de razón» ". La asimilación
lingüística de los pueblos indígenas se ligaría, así, con su asi-
milación cultural y, en conjunto, una y otra promoverían la
integración de aquéllos en las formas de vida del mundo europeo.
En los círculos de! gobierno se reconocía también la significa-
don política que tenía la unidad lingüística para la dominación
hispánica en América. Que españoles e indios hablaran una
y la misma lengua haría que ios últimos, alegaba Soldrzano,
«nos cobren mas amor y voluntad, se estrechen más con nos-
otros: cosa que en sumo grado se consigue con la inteligencia
y conformidad del idioma»
Pero Felipe I I no consideró aconsejable un proceder tan vio-
lento y rechazó la solución que le propusieron del problema
lingüístico. A la consulta del Consejo de Indias respondió: «No
parece conveniente apremiarlos a que dejen su lengua natural,
mas se podrán poner maestros para los que voluntariamente
quisieren aprender la castellana, y se dé orden como se haga
guardar lo que está mandado en no proveer los curatos, sino
a quien sepa la de los indios»"*. El monarca, pues, se inclinó
por la modalidad aplicada hasta entonces, la del bilingüismo,
según la cual el Evangelio debía predicarse en las lenguas
nativas, reconocidas así, junto al español, como idiomas eclesiás-
ticos y populares. En su decreto del 3 de julio de 1596 se dis-
puso que de la mejor manera para los indios que se hubieran
inscrito voluntariamente, se les enseñara a hablar en castellano,
lo que debía llevarse a cabo con la menor molestia posible para
los aborígenes y sin costo alguno para ellos. La instrucción
201
podrían realizarla los sacristanes, tal como éstos enseñaban z
leer- y escribir a los niños en las aldeas españolas.
Era,-sin embargo, una ilusión la del rey cuando creía que
los indios acudirían espontáneamente a aprender español. En
realidad los nativos, como todas las comunidades étnicas y re-
gionales, se aferraban a su lengua. Faltaban, además, las escuelas
y maestros imprescindibles para establecer en gran escala esos
cursos de español, y se carecía asimismo del dinero necesario
para pagar a tantas personas su actividad docente. D e hecho
todo quedó en las recomendaciones que la corona hacía una
y otra vez a las autoridades eclesiásticas y seculares de que
se esforzaran todo lo posible para que los indios aprendieran
castellano. Las medidas del gobierno pudieron contribuir aquí
y allá, en cierta medida, a promover el bilingüismo de la po-
blación aborigen, pero de ninguna manera lograron que la masa
de los indígenas aprendiera la lengua de sus amos europeos.
El despotismo ilustrado proclamó por vez primera y sin re-
servas la asimilación lingüística de los pueblos como derecho
soberano de los españoles y consecuencia natural de la conquista
y colonización hispánicas. Se propuso, además, llevar a la prác-
tica esa asimilación, considerada como una necesidad política.
La formación de un cuerpo de subditos lingüísticamente homo-
géneo aparecía como medio para la creación de un estado nacio-
nal unitario. Se concebía la centralización bajo la forma de
hispanización del imperio americano. La misma debía influir
paulatinamente, y de manera general, para poner a un lado las
enormes disparidades en las condiciones de vida y, en particular,
para encuadrar más cabalmente a los indios, desde el punto
de vista ' económico y cultural, en la comunidad política. La
integración de las poblaciones aborígenes, hasta entonces aisla-
das, había de constituir una medida preventiva contra amena-
zantes rebeliones.
Por tales motivos en 1769 el arzobispo de México, Francisco
Antonio Lorenzana, preconizó la implantación del castellano como
idioma único en América. A su juicio, «no ha habido nación'
culta en el mundo, que cuando extendía sus conquistas, no
7
procurase hacer lo mismo con su lengua»* . El prelado sugirió
la adopción de medidas para que el castellano, como lengua
general y obligatoria, ocupara el lugar de los muchos dialectos
del país. A los obispos había de encomendárseles que para la
provisión de los curatos sólo tuvieran en cuenta las personas
más dignas, aunque éstas no comprendiesen los idiomas de los
indígenas. Con ello se lograría que en pocos años los indios
asimilaran al español como lengua litúrgica, lo que también
les sería muy provechoso para sus asuntos de negocios y judi-
ciales. El virrey, en un escrito del 27 de junio de 1769, partí-
202
cipo ai rey esas propuestas y señaló que los motivos aducidos
eran muy dignos de ser tomados en consideración.
£1 Consejo de Indias adoptó posición, en tomo a esas suge-
rencias, en su consulta del 12 de febrero de 1770. Rechazó por
entero la iniciativa del arzobispo y sólo aprobó las propuestas
del virrey para el cumplimiento de las leyes ya existentes sobre
la enseñanza del español a los nativos. Los letrados del Consejo
de Indias alegaron que las providencias recomendadas por el
arzobispo contradecían las leyes en vigor y los acuerdos del
Concilio de Trento, según los cuales a los aborígenes se les
debía enseñar el Evangelio en sus idiomas.
El rey Carlos I I I sometió entonces ese expediente a la con-
sideración de su confesor, el padre Eleta, quien encontró ati-
nadas las sugerencias del arzobispo. El 10 de mayo de 1770 se
ordenó, en una real cédula, que se aplicaran los medios pro-
puestos por el arzobispo de México, «para que de una vez se
llegue a conseguir el que se extingan los diferentes idiomas
de que se usa en los mismos dominios, y sólo se hable el cas-
tellano» **,
La gran insurrección indígena de Túpac Amaru en el Perú
(1780-1781) puso claramente de manifiesto la peligrosidad de
las masas aborígenes marginadas social y culturalmente. El visi-
tador general Areche, enviado por la corona, quiso por ello
forzar la asimilación lingüística de los indios: «A fin de que
hablen la lengua castellana se introduzca con más vigor que hasta
aquí el uso de sus escuelas, bajo las penas más rigurosas y
justas contra los que no la usen después de pasado algún
tiempo en que la puedan haber aprendido». El virrey, sin em-
bargo, puso reparos a una coerción tan rigurosa y aconsejó con-
vencer a los caciques de que hablaran el español y, con su
ejemplo, indujeran a hacerlo a los demás indios **.
Al parecer, en la corte española se compartieron esas obje-
ciones contra un excesivo rigor en el cumplimiento de las leyes
sobre el idioma. De la rebelión peruana se extrajo la lección
le que se debía tratar las cuestiones indígenas con mayor cau-
tela y aliviar la situación de los indios por medio de reformas.
En una orden impartida en 1782 a las principales autoridades
seculares y eclesiásticas de los reinos americanos, el rey las
instó a que establecieran escuelas para los indios allí donde
esto, pese a los mandatos legales, aún no se hubiera efectuado,
pero agregó expresamente: «Que se persuada a los padres de
familia por los medios más suaves y sin usar coacción, envíen
sus hijos a dichas escuelas» *°.
En lo sucesivo la corona se conformó con reiterar las disposi-
ciones vigentes sobre el apreadizaje voluntario del idioma, por
parte de los indios, y añadir algunas normas para el cumpli-
203
miento de esas leyes. La razón de Estado absolutista no logró
imponer la unidad idiomática en América y ni siquiera inducir
a la-población aborigen al bilingüismo. En general, podrá decir-
se ¡coa lazón que u n contacto más estrecho y cotidiano de los
indios con los europeos, una convivencia de ambas razas en las
ciudades, los hogares y en las diversas actividades económicas,
así como en las haciendas de los españoles, promovieron el
aprendizaje del castellano en mayor medida que ia política edu-
cativa y lingüística del gobierno.
204
7. La Iglesia y las misiones
a) La Iglesia y el Estado
205
Los primeros rudimentos de ese patronato están contenidos ya
en las bulas pontificias de 1493, que confieren a los Reyes
Católicos el derecho exclusivo a la evangelización de los infieles
en las tierras ultramarinas descubiertas y les otorgan todos los
privilegios eclesiásticos que antes adjudicaran los papas a los
monarcas portugueses. Un nuevo paso lo constituyó otra bula
papal del año 1493, que daba al padre Boíl, enviado por los
Reyes Católicos, poderes para erigir y consagrar iglesias y ca-
pillas y administrar los sacramentos en las Indias. Un hombre
de confianza del soberano fue quien sentó las primeras bases
de la organización eclesiástica en América. Haciendo referencia
a los altos costos de las empresas americanas, algún tiempo des-
pués los Reyes Católicos persuadieron al pontífice de que les
transfiriera —por una bula de 1501— los diezmos eclesiásticos
de todos los aborígenes y habitantes de aquellas islas y tierras
firmes, a cambio de lo cual se comprometían a velar por la
adecuada construcción y dotación de las iglesias. En 1505 el
rey Fernando reclamó para sí y todos sus sucesores en Castilla
y León el derecho pleno y perpetuo del patronato. La bula
del 28 de julio de 1508, de Julio I I , estableció de hecho el
patronazgo universal español en América. La corona obtuvo
el derecho de presentar al Papa sujetos idóneos para todas las
iglesias metropolitanas, catedrales y colegiales y para todas las
demás dignidades eclesiásticas cuya provisión compete efectuar
en consistorio al pontífice. Para los restantes cargos y prebendas
eclesiásticos, el rey o su representante formulaban las propuestas
al obispo competente. Se fue más allá del derecho de patronato
cuando el papa León X , en 1518, concedió a Carlos V la fa-
cultad de fijar y modificar en ciertos casos los límites de las
diócesis americanas. Ulteriores concesiones de los pontífices
ampliaron-aun más los derechos del Estado a intervenir en asun-
tos eclesiásticos. Estas concesiones papales se fundaban en el
hecho de que los reyes habían conquistado esos países a los
paganos y emprendido su conversión.
El usufructo intensivo de los derechos de patronazgo por
parte de la corona española dio por resultado la aspiración a un
vicariato de los monarcas para la iglesia del Nuevo Mundo*".
El rey Fernando impartió órdenes concernientes a problemas
eclesiásticos, como, por ejemplo, la prueba a que eran sometidos
los clérigos antes de su partida a las Indias. Con la anuencia
de la curia, concedió al obispo Juan Rodríguez de Fonseca
—que por encargo real dirigía la entera organización de las
empresas de ultramar— la facultad de erigir iglesias y delimitar
reparticiones eclesiásticas, así como investir a los clérigos en
sus cargos y determinar sus funciones. El empeño real por evi-
tar toda ingerencia directa de Roma en América, dio también
206
pie a que se solicitara al Papa la designación del obispo Fon-
seca como patriarca de las Indias. Pero no fue sino en 1524
cuando el pontífice nombró, no a Fonseca, sino al arzobispo de
Granada, Antonio de Rojas, patriarca titular, esto es, sin ejer-
cicio ni jurisdicción efectivos.
Femando el Católico había sentado las bases para una igle-
sia nacional en la América hispánica. Carlos V intervino de
manera aún más directa en la organización de la iglesia ameri-
cana y se sintió responsable por la pureza de la fe religiosa
en el Nuevo Mundo. El Consejo de Indias, por él fundado,
se convirtió en la máxima autoridad estatal también para los
5
asuntos eclesiásticos* . Este cuerpo prosiguió la división terri-
torial de la iglesia en América y presentó propuestas para la
delimitación de nuevas diócesis y para la provisión de las mismas.
En ciertos casos recomendó que se designara al obispo como
gobernador de la provincia respectiva, con el fin de ligar aún
más estrechamente las autoridades máximas, eclesiástica y secu-
lar, en el Nuevo Mundo. Pero el emperador rechazó tal acumu-
lación de cargos diferentes en la misma persona. También se
debió al Consejo de Indias la iniciativa de fundar en América
iglesias metropolitanas. Los obispados allí constituidos depen-
dían al principio del arzobispo de Sevilla. Con las enormes dis-
tancias que separaban a las diócesis americanas de la sede
arzobispal —argüía en 1536 el Consejo de Indias— la guía
espiritual de aquéllas se veía muy dificultada y a la larga era
imposible. El emperador debiera solicitar al Papa la fundación
de dos arzobispados, cuyas sedes habrían de ser México y Santo
Domingo. Pero Carlos V, que permanecía fuera de España,
pospuso la decisión. En 1544 el Consejo de Indias recomendó
nuevamente la promoción de la iglesia catedral de México a
iglesia metropolitana y apoyó expresamente una súplica aná-
loga de los cabildos de la Ciudad de México. No sería justo
que en el Nuevo Mundo faltara la organización eclesiástica tra-
dicional en toda la cristiandad. Ya el año siguiente el empe-
rador solicitó a la curia la creación de tres arzobispados en la
América española, y en 1547 el príncipe regente, Felipe, hizo
saber que debía elevarse a arzobispados los obispados de Mé-
xico, Santo Domingo y Lima. La curia postergó largos años la
creación, solicitada ya en 1551 por el príncipe Felipe, de un
cuarto arzobispado en Santa Fe de Bogotá, que no se fundó
hasta 1565- En sus propuestas para la provisión de los episco-
pados, el Consejo de Indias se preocupó de buscar personas que
se hubieran distinguido por su celo en la conversión y buen
trato de los indígenas.
Carlos V introdujo en 1538 el «pase regio», según el cual
los decretos pontificios referidos a la iglesia americana sólo se-
207
rían dados a conocer luego de un examen de su contenido por
organismos del Estado. Si ese contenido suscitaba reparos, ha-
bían de devolverse los edictos al Santo Padre con el ruego de
que, fundándose en una mejor información, los anulara o modi-
ficara. En 1539 el emperador ordenó que los obispos, caso que
solicitaran una merced al Papa, enviaran esa súplica a la corte
real, que luego de examinarla la cursaría como petición real.
Felipe I I procuró subordinar aún más la iglesia americana a
la autoridad del Estado. Proyectó centralizar la organización
eclesiástica medíante un cargo superpuesto a las diócesis, y de-
pendiente de su persona, c hizo suyo el plan de crear un pa-
triarcado americano. En 1560 pidió al pontífice que invistiera
a dos patriarcas con amplios poderes, uno para Nueva España
y el otro para el Perú, o cuando menos enviara dos legados
apostólicos (legati nati). La curia denegó la solicitud, por temor
—según se dijo— de que en América pudiera surgir una iglesia
independiente. En la junta que en 1568 convocó Felipe I I para
deliberar sobre reformas eclesiásticas, se abandonó el plan de
nombrar patriarcas residentes en América y se volvió a la idea
del rey Fernando. Vale decir: obtener la designación de un
patriarca que tuviera su sede en la corte española, fuera de-
signado por el rey y poseyera la jurisdicción superior sobre los
obispados; y misiones en América. Durante el pontificado de
Pío V no se podía contar con la realización de este plan, que
significaba una nueva y considerable fragmentación de la auto-
ridad papal sobre Ja iglesia americana. Tras la elección de Gre-
gorio X I I I al papado en 1572, Felipe I I encomendó a su em-
bajador ante la Sede Apostólica que obtuviera la anuencia pon-
tificia para el establecimiento del patriarcado. En bien de la
iglesia y de la misión entre los infieles del Nuevo Mundo era
premiosamente necesario adoptar decisiones rápidas, que se de-
morarían en extremo si los asuntos se cursaran a Roma para
su despacho. Además, ocurría que, en ausencia de una auto-
ridad eclesiástica, superior, los tribunales y autoridades civiles
se inmiscuían en los negocios espirituales. Pero el embajador
español no pudo obtener esa concesión por parte del pontífice,
pues éste tenía muy presente el ejemplo de la Monatchia Sicula:
la designación de un legado papal especial, privilegio otorgado
a los soberanos de Sicilia, había emancipado de la jurisdicción
pontificia a la iglesia siciliana.
Los papas se esforzaron por intervenir de manera directa en
los problemas eclesiásticos del Nuevo Mundo y pensaron en
instituir una nunciatura para la América española. Pero ya los
Reyes Católicos habían vetado el envío de un nuncio a La
Española, y Carlos V procedió con energía cuando un legado
papal arribó secretamente a esa isla. También encontraron un
208
decidido rechazo, por parte de la corona, los intentos que de
inmiscuirse en las cuestiones americanas efectuaban los nun-
cios apostólicos en Madrid. Cuando el papa Pío V, para infor-
marse mejor acerca de la jurisdicción eclesiástica en Hispano-
américa, quiso enviar allí visitadores e hizo hacer sondeos en
Madrid, en 1568, respecto al nombramiento de u n nuncio para
América, se encontró con la categórica negativa de Felipe I I .
Así como el Papa no accedía a la creación de un patriarcado
español para América, el rey español impedía la institución de
una nunciatura americana del pontífice. La situación perma-
neció invariable hasta el término del período colonial **.
Para fundamentar jurídicamente la autoridad efectiva que la
corona española ejercía en dominios cada vez más amplios de
la vida eclesiástica americana, ya no bastaba con hacerla derivar
del patronato. Teólogos y juristas desarrollaron, a este efecto,
¡a teoría del vicariato real. Las bulas pontificias de 1493, según
se aducía, habían convertido a los Reyes Católicos y sus suce-
sores en delegados o vicarios del Papa. Así como Cristo había
investido al apóstol Pedro y éste al jefe de la iglesia romana
como vicarios, el papa Alejandro VI había designado a los
Reyes Católicos para que, en su nombre, se encargaran de evan-
gelizar a los infieles, de fundar y socorrer a Jas iglesias y, en
general, de velar por el bienestar espiritual de los hombres en
aquellas tierras descubiertas de ultramar. Por eso también al
rey de España se le JJamaba «Vicario de Cristo». Para el
Consejo de Indias, como lo exponía su miembro, el sapiente
jurista Juan de Soldrzano, esa doctrina había sido y era el fun-
damento inconmovible de la política eclesiástica española en
América. Los consejeros —aseveraba Solórzano— no querían
poner jamás en duda la necesidad de acabar Jas disposiciones
papales, y si alguna vez el consejo debía inmiscuirse en ese
aspecto, ello ocurría para salvaguarda del patrono real sobre
todo lo eclesiástico en las Indias y en virtud de las delega-
ciones que, por medio de especiales bulas apostólicas, se había
otorgado a los Reyes Católicos **.
El auge de las tendencias político-eclesiásticas galicanistas o
regalistas en el siglo xvtti favoreció el desarrollo de las teorías
vicariales. Así como sus predecesores Habsburgos en el trono
español, los reyes borbónicos reivindicaron el derecho de resol-
ver omnímodamente, en su calidad de delegados y vicarios
del Papa, sobre el gobierno espiritual de sus reinos americanos.
En una orden de 1765 a la Audiencia de Santo Domingo, Car-
los I I I fundamentó sus facultades decisorias «en fuerza de la
distinguida calidad que por la bula de Alejandro V I me asiste
de vicario y delegado de la Silla Apostólica, y en virtud de la
cual compete a mi real potestad intervenir en todo lo concer-
209
rúente al gobierno espiritual de las Indias, con tanta amplitud
que no sólo me está concedida por la Santa Sede sus veces
en lo económico de las dependencias y cosas eclesiásticas, sino
también en lo jurisdiccional y contencioso, reservándose sólo
la potestad de Orden, de que no son capaces los seculares»**.
Aun en el proyecto de 1788 por el que se refundía la Recopi-
lación de Leyes de las Indias, se consideró que la investidura
de los reyes españoles como vicarios y delegados pontificios para
el gobierno espiritual de América era una de las más sobresa-
lientes regalías mayestá ticas.
En el siglo X V I I I , el regalismo de los Borbones españoles en-
contró un nuevo fundamento teórico Tratábase de la doc-
trina según la cual el poder real derivaba directamente de
Dios y era éste quien se lo confería directamente al titular de la
autoridad regía. Recibían así los reyes, en palabras de Alvarez
de Abreu, «el venerado carácter de Vice-Dioses en la tierra; no
sólo en cuanto al gobierno temporal, sino también para el espi-
ritual por lo respectivo a las tierras conquistadas a infieles,
como lo fueron Jas de las I n d i a s » D i o s mismo había enco-
mendado a los reyes españoles la misión de conquistar los países
del Nuevo Mundo y convertir a sus habitantes al cristianismo.
No existía aquí subordinación alguna al papado. Los monarcas,
en virtud de su regio oficio, deben y pueden proteger el culto
cristiano, velar por la observación de los cánones y mantener
4
la disciplina eclesiástica ". El patronazgo y el vicariato se con-
vierten así en una regaifa de la corona y ya no son derechos
derivados de las concesiones pontificias. El reino sacro se eleva
por encima de la Iglesia. Manuel de Ayala, a quien Carlos I I I
había designado en 1776 secretario de la comisión que debía
refundir la Recopilación de Leyes de las IndiaSj escribió: «Aquel
óleo sagrado, con que es ungido en su coronación, hace a su
dignidad una especie de sacerdocio y le comunica un carácter
indeleble que lo eleva sobre la inconstancia de las cosas huma-
nas, dándole una suprema autoridad, que representa la de Dios,
1
y que no depende sino de £1 solo»" . El absolutismo monár-
quico encuentra en esta doctrina el fundamento jurídico nece-
sario para estructurar, conforme a los dictados de la razón de
Estado, la vida exterior de la Iglesia. Sólo en cuestiones del
dogma se reconocía la competencia del pontificado. No obstante,
el deducir de una regalía originaria de la corona los derechos
eclesiásticos americanos del monarca no llegó a ser una práctica
adoptada definitivamente en la política eclesial española. Los
reyes no dejaron de denominarse vicarios y delegados del Papa
y de remontar sus facultades eclesiásticas a concesiones ponti-
ficias.
Las circunstancias especiales que en las colonias dieron por
210
resultado una subordinación de la Iglesia al poder estatal mu-
cho más amplia de la que se daba en la metrópoli, obedecían
al hecho de que en ultramar las misiones evangelizadoras
estaban bajo la dirección del Estado. Las bulas pontificias
de 1493 habían asignado a los Reyes Católicos un cometido
misional. De Alejandro VI a Pío V, los Papas —que estaban
completamente engolfados en las querellas políticas y de reforma
eclesiástica propias de la época— abandonaron a las coronas
hispana y portuguesa la organización de la actividad misional
y sólo en casos excepcionales intervinieron en América, mediante
la expedición de una bula, si se les pedía que lo hicieran. Cuan-
do, luego del Concilio de Tremo, el papado comenzó a intere-
sarse más por la difusión del Evangelio entre los paganos, tro-
pezó en los dominios españoles y portugueses con las pretensiones
sostenidas en cuanto a su competencia por las autoridades po-
líticas, que tradicionalmentc se habían ocupado de los asuntos
misionales, Los intentos de la curia de enviar un nuncio al
Nuevo Mundo fracasaron como otros esfuerzos de alcanzar un
dominio directo sobre la Iglesia en América, Sólo en 1585
logró imponer la visiiatio liminum, que obligaba a los obispos
de América a presentarse en Roma cada diez años. Como el viaje
a la Ciudad Eterna traía aparejada una larga ausencia de la
diócesis, la Santa Sede permitió más adelante que el obispo
enviara un procurador, el cual había de portar un informe sobre
la situación de la Iglesia en el obispado.
El papa Pío V creó en 1568 una Congregación para la Con-
versión de los Infieles, aneja a la curia, pero el propósito de
extender al imperio colonial español la actividad de esa junta
misionera chocó con la más decidida resistencia de Felipe I I y
no pudo ser puesto en práctica. No obstante, las tendencias
hacia una dirección central de la obra misional cristiana se
conservaron vivas en la Santa Sede. El 6 de enero de 1622
Gregorio X I V fundó la congregación Be Propaganda Fide, cons-
tituida por 13 cardenales. El purpurado español Egidio Albornoz
hizo saber en Madrid, en 1636, que en calidad de miembro
de aquella congregación se le había fijado América como campo
de acción, y solicitó apoyo del monarca para su actividad. La
respuesta real, tal como la redactó el Consejo de Indias, fue
un rechazo terminante de la injerencia papal en las misiones
americanas: «La predicación del Evangelio en las provincias de
las Indias, así en lo descubierto como en lo que de nuevo se
va descubriendo, está tan a mi cuidado como es razón.» Las
gestiones especiales del Papa relativas a esta labor apostólica,
pues, eran superñuas e inoportunas. El rey, al mismo tiempo,
censuró los contactos que, en asuntos misionales, habían ocu-
rrido entre la curia y América. Todas las personas que quisieran
211
presentar comunicaciones y propuestas concernientes a esos pro-
3
blemas estaban obligadas a dirigirse al Consejo de Indias" . La
Congregación de Propaganda había de contentarse con alcanzar,
por intermedio de las nunciaturas en Madrid y Lisboa, la apro-
bación del monarca a determinados deseos y sugerencias. Incluso,
como lo demuestran los archivos de la congregación, las infor-
maciones directas de América escaseaban, al menos en los
primeros tiempos. Las investigaciones en los archivos vaticanos
han producido el sorprendente resultado de que, en general, la
correspondencia entre la Santa Sede y los dignatarios eclesiás-
áM
ticos en América había sido sumamente exigua .
En el ejercicio de su derecho de patronazgo en América, la
corona española promulgó una serie de disposiciones legales que
están compendiadas en el primer tomo de la Recopilación de
Leyes de las Indias ( 1 6 8 0 ) E l fundamento de esta legislación
estatal en asuntos eclesiásticos era el derecho canónico. En
ningún momento el Consejo de Indias, declara su miembro So-
lórzano, cuestionó en sus consultas y propuestas la primacía
de los preceptos de la Iglesia Romana, sino que veló celosamente
por que las nuevas disposiciones estatales no enmendaran o
contradijeran lo que se hallaba establecido en el derecho canó-
nico y en ,los decretos del Concilio de Trento. Las leyes que un
príncipe pudiera promulgar en el terreno eclesiástico no eran
más que aclaraciones complementarias y adicionales al derecho
canónico y se referían a medidas especiales, adoptadas para una
mejor observación y cumplimiento de los preceptos eclesiásti-
c o s ' " . Pero como el derecho canónico vigente no contenía regla-
mentación alguna para muchas tareas derivadas de la organiza-
ción eclesiástica y misional en los territorios ultramarinos recién
descubiertos, en tales casos el Estado debía crear un nuevo
derecho, adecuado a las estructuras eclesiásticas en el Nuevo
Mundo. Con ello se abría un ancho campo para una legislación
eclesiástica dictada por el Estado, y la voluntad estatal de poder
podía aprovechar esta situación para robustecer la autoridad de
la monarquía frente a la del pontificado.
Al patronato real incumbía, ante todo, la provisión de cargos
en la Iglesia americana, mediante lo cual el rey podía efectuar
una selección del clero y en particular subordinarse las instan-
cias jerárquicas. Para la presentación de arzobispos y obispos,
el Consejo de Indias alcanzaba al rey una lista de propuestas.
El monarca escogía la persona que le parecía más adecuada j
acto seguido solicitaba al pontífice romano que la designara. Sin
embargo, el prelado electo por el rey recibía de inmediato
una credencial provisoria (ejecutorial) y se le instaba, no bien
aceptaba el cargo, a emprender el viaje a las Indias. Antes
de la entrega del documento el futuro obispo o arzobispo debía
212
jurar fidelidad al rey, conforme a la costumbre implantada ya
antes en Castilla por los Reyes Católicos. En la jura estaba
comprendida la promesa de, en todo tiempo y bajo todos los
conceptos, defender a conciencia el patronazgo real, no poner
trabas al curso de la justicia del rey ni a la percepción de
los gravámenes de la corona y hacerse cargo de las tareas inheren-
tes a su designación e investidura. Los obispos adquirían el
carácter de funcionarios y se les encomendaba, asimismo, muchas
tareas seculares. Ciertamente, en sus órdenes a los prelados los
monarcas se servían de la cortés fórmula «ruego y encargo»,
pero estas peticiones reales no eran menos un mandato que
cuando el rey decía a las autoridades civiles: «mando y ordeno».
Como la confirmación papal solía demorarse y una prolongada
ausencia del obispo era perniciosa para la Iglesia, el rey otor-
gaba al obispo electo una carta de presentación en la cual
se solicitaba al cabildo catedralicio que confiara a esa persona,
antes de la llegada de la respectiva bula pontificia, la admi-
nistración provisional del obispado, aunque sólo tras la recep-
ción de aquélla se procedía a la consagración episcopal. Esta
medida de la corona significaba a la vez una forma de presión
sobre la curia, pues la no aceptación papal de un obispo ya
en funciones era asaz improbable. Por lo general, la confirma-
ción pontificia del obispo designado por el rey y ya en su cargo
no era más que una formalidad. El Consejo de Indias tenía
instrucciones estrictas de practicar una escrupulosa selección de
los candidatos según sus virtudes, conocimientos y otras dotes.
Es lícito afirmar, por cierto, que los prelados en la América
española fueron en su mayoría dignos de sus cargos y que entre
ellos se encontraron personalidades de excepción.
Virreyes, presidentes de las audiencias y gobernadores ejer-
cían en América, conforme a sus competencias, el derecho de
patronato. Las audiencias eran los asesores letrados en cuestiones
del patronazgo y resolvían en los conflictos de competencias
entablados entre las autoridades seculares y las eclesiásticas. Por
la reforma administrativa de Carlos I I I , se convirtió a los inten-
dentes en vicepatrones, pero sólo parcialmente, esto es, en ca-
lidad de subdelegados de los virreyes y presidentes; esos sub-
delegados, en las provincias en que residían, desempeñaban per-
sonalmente aquel derecho regio de soberanía. La nueva buro-
cracia de los intendentes debía promover, asimismo, la burocra-
tización del sistema eclesiástico en América. Sin embargo, entró
en conflicto con otras autoridades acerca de sus atribuciones, y
hasta la consumación del período colonial no encontró tiempo
suficiente para someter aún más cabalmente a los funcionarios
eclesiásticos bajo el poder del Estado.
En los primeros tiempos presentó muchas dificultades la tarea
213
de imponer la autoridad real sobre el clero americano. La gran
junta de reforma de 1568 deliberó también sobre las medidas
tendentes a fortalecer aún más el patronato real. Dos virreyes
recién designados, Francisco de Toledo para el Perú y Martín
Enríquez para Nueva España, recibieron a tal efecto instruc-
ciones especiales. Cuando el virrey del Perú se hizo cargo del
gobierno, se encontró con una iglesia sumamente autónoma. El
fiero regular y el secular, informó Toledo, disponía a su an-
tojo en los asuntos eclesiásticos y aún en los temporales casi
no reconocía autoridad alguna. Como primera medida para mo-
dificar esa situación, Toledo revocó a los obispos y demás pre-
lados el derecho a presentar y designar curas y se atribuyó
nuevamente estas facultades, por estar comprendidas en el pa-
tronazgo regio. A los párrocos de aldeas y de misiones que
no habían sido designados de resultas de una presentación real,
íes hizo retener los estipendios. Conforme a las disposiciones
del concilio tridentino, se dispuso que los aspirantes a curas
debían rendir previamente una prueba. El obispo competente
proponía después los dos candidatos más adecuados, entre los
cuales el vicepatrón real escogía el cura a designar. Felipe III,
dictó en 1609 una reglamentación definitiva para la provisión
de curatos. Los arzobispos u obispos debían dar a conocer que
una parroquia estaba vacante y establecer una prueba para los
solicitantes inscritos, a cuyo efecto cada año se debían nom-
brar examinadores. Entre los examinados los prelados debían
entonces elegir los tres más dignos y capacitados y proponér-
selos al vicepatrón real, que escogía a uno de ellos para el
curato vacante. En casos fundados, las autoridades encargadas
de ejercer el patronazgo regio podían rechazar a los tres candi-
datos propuestos y solicitar a los prelados la presentación de una
nueva lista de aspirantes.
Tratándose de la designación de monjes para los curatos indí-
genas, los capítulos provinciales y de las órdenes debían pro-
poner al vicepatrón tres sacerdotes idóneos. Aquél escogía una
de esas personas y la presentaba al obispo o arzobispo para
que la instalara en el cargo. Pero las más de las veces las órde-
nes, remitiéndose al exiguo número de religiosos, eludían el
cumplimiento de tales preceptos y se esforzaban por asegurarse
la libre disposición de sus misioneros.
La corona, al declarar a los curas funcionarios inamovibles,
intentó reforzar aún más la dependencia del clero. Felipe I I dis-
puso en 1574 que no se designara los curas a perpetuidad, pues
éstos ebu* movibles a voluntad (ai nutum) de las personas que
los habían presentado en nombre del rey, entre los cuales se
contaba el prelado competente. Si los primados consideraban
necesaria la destitución de un cura debían entregar previamente
214
a los virreyes una comunicación acerca de los motivos; asimismo,
los virreyes tenían que informar a los prelados en caso de en-
tender necesaria la remoción de un párroco. Ambas autoridades,
la secular y la eclesiástica, debían entonces resolver en común
acerca de la exoneración, y la sentencia era inapelable. Ya el
letrado de la corona, Solórzano, había reconocido que tal des-
titución de párrocos contravenía el derecho canónico, pero hasta
1795 no revocó una real orden la disposición de Felipe I I . Se
estableció entonces que en lo futuro los párrocos no podían ser
removidos sin someterlos previamente a proceso canónico y es-
cuchar sus descargos, conforme a derecho.
La corona obtuvo también un amplio control sobre las órde-
nes monásticas, tan importantes para la misión evangelizadora
en el Nuevo Mundo. Los priores de las órdenes en América
debían comunicar a los virreyes, audiencias y gobernadores la
necesidad que tuvieran de nuevos frailes para la labor misio-
nera; la autoridad civil, luego de verificar la razón de esas de-
mandas, estaba obligada a informar al Consejo de Indias sobre
el punto. El envío de monjes españoles podía efectuarse sin
la anuencia de sus superiores en la orden, a quienes inciden-
talmente se reprochó en el Consejo de Indias que exiliaban
en ultramar a religiosos inútiles y revoltosos. La corona reivin-
dicó como uno de sus derechos el de fiscalizar la conducta y
aptitudes de los monjes destinados al Nuevo Mundo, e hizo
que su partida estuviera sujeta a la concesión de una licencia
real. Contribuía también, empero, a cubrir los elevados costos
del pasaje marítimo y del traslado posterior al lugar de destino
y proveía a los monjes de vestido, ropa blanca, libros y otros
objetos necesarios para su estancia. A comienzos del siglo x v í n
los gastos que importaba el viaje de un monje al Perú ascen-
dían a 300 ducados. Para el traslado a México las arcas reales
sólo tenían que poner entre 150 y 170 ducados a disposición
de cada fraile. El número de los religiosos enviados al Nuevo
Mundo variaba según las necesidades, pero se elevó durante el
reinado de Felipe I I a una media anual de 110. Sólo en 1572,
335 franciscanos y 215 dominicos abandonaron la patria espa-
ñola para ir de misión a América. Ante tan elevados gastos, el
Consejo de Indias planteó al rey la posible conveniencia de re-
ducir el número de los misioneros, pese a sus píos objetivos,
y recomendó que en todo caso se efectuara una selección aún
más estricta, previa al envío de nuevos monjes
Para someter más estrechamente todavía las órdenes misio-
neras a la vigilancia real, se había sugerido y acordado ya en
la junta de reforma de 1568 el institutir comisarios generales,
con sede en la corte de Madrid, para franciscanos, dominicos y
agustinos en la América española. Como los generales de esas
215
órdenes, así como los provinciales españoles de las mismas, es-
taban muy ocupados con otros menesteres y el enlace con estas
autoridades eclesiásticas —radicadas en lugares alejados de la
capital e incluso en el extranjero— era dificultoso y exigía mucho
tiempo, parecía muy atinada la institución de tales comisarios
generales en la sede del gobierno, con la finalidad de asesorar
al Consejo de Indias en los problemas de cada orden y adoptar
directamente las medidas necesarias. Pero a pesar de la inclina-
ción, puesta de manifiesto por los superiores de las órdenes,
a someterse a los deseos del monarca hispano, el plan encontró
seria resistencia. Los generales y provinciales de las órdenes te-
mían que los comisariatos generales les harían perder el control
directo sobre sus congregaciones en la América española y da-
rían por resultado una nacionalización de las comunidades mo-
násticas. A la postre sólo la orden franciscana dio su beneplá-
cito y el general de la misma designó comisario general en 1572
al padre Francisco de Guzmán, propuesto por el rey. El capí-
tulo de la orden, reurrd" en Toledo en 1583, aprobó esa ins-
titución y también el Papa prestó su conformidad*™. La coope-
ración entre los comisarios generales y el Consejo de Indias se
desenvolvió de manera bastante correcta y provechosa. A través
de sus comisarios generales los franciscanos obtuvieron muchas
ventajas, como por ejemplo el envío de un mayor número de
religiosos al Nuevo Mundo.
Con motivo de la organización de la iglesia cristiana en Amé-
rica, surgieron entre el clero secular y el regular enconadas riva-
lidades que hicieron necesaria la intervención del rey. La que-
rella, a modo de ejemplo, se refería a la provisión de los
obispados. En Jos primeros tiempos el gobierno favoreció a
los monjes en la presentación para los episcopados en el Nuevo
Mundo. Fundamentando en 1551 esa actitud, el Consejo de
Indias señaló que los monjes habían llevado la principal parte
en la conversión y cura espiritual de los aborígenes y no codi-
ciaban las propiedades seculares ni se esforzaban por acumular
otras riquezas. Los frailes se llevaban la palma en el aprendi-
zaje de las lenguas indígenas y en lo tocante a la protección
de los naturales. También en calidad de obispos, los monjes
habían dado mejores pruebas de humildad cristiana Carlos V,
sin embargo, deseaba que se tuviera más en cuenta a los sacerdo-
tes seculares en las proposiciones para la provisión de obispados.
Pero en las designaciones episcopales subsistió la prelación con-
cedida al clero regular. De 171 clérigos escogidos como obispos
en Hispanoamérica durante el siglo xvi, 108 eran monjes y
sólo 63 sacerdotes seglares. A lo largo del siglo xvir el clero
secular y el regular mantuvieron aproximadamente un equilibrio
216
en la dilección de las diócesis, y en la centuria siguiente los se
glares superaron netamente a los frailes en los episcopados.
Gracias a su vida comunitaria y a la disciplina de las órdenes,
en los primeros tiempos los monjes dieron pruebas de ser más
idóneos tanto para la actividad misional como para sentar las
bases de la organización eclesiástica. Por lo demás, para los
sacerdotes seglares de la metrópoli, y dadas las primitivas con
diciones de vida en la colonización inicial de América, una
mitra no era mayormente seductora y solía ocurrir que la re
chazaran. En la junta de reforma de 1568 se sopesó incluso la
posibilidad de instituir diócesis regulares, a las cuales también
estarían sometidos los clérigos seculares de la provincia. La
Ordenanza del patronazgo de 1574 patentizó que estaba en pe
ligro la posición de predominio alcanzada por las órdenes men
30
dicantes en la organización del sistema eclesiástico americano' .
A la declinación en la influencia de los frailes coadyuvaba el
hecho de que el auge de las ciudades episcopales americanas,
con sus espléndidas construcciones eclesiásticas, hacía mucho
más atractivas las dignidades episcopales y las canonjías del
Nuevo Mundo. El absolutismo borbónico se volvió contra las
árdenes religiosas —cuyo carácter universal despertaba sospe
chas— y se inclinó por poner a la cabeza de los episcopados
d clero secular, dependiente del soberano.
La lucha entre el clero secular y el regular se dio asimismo
en torno a la provisión de las parroquias indígenas. Los Papas,
mediante diversas bulas, habían concedido a los frailes, en su
calidad de misioneros, el derecho a erigir iglesias para los neó
fitos y ejercer entre ellos la cura de almas. Con el tiempo las
misiones se convirtieron en curatos para los aborígenes de un
territorio determinado y se llamaron entonces doctrinas. En un
principio la dirección de las doctrinas quedó, por lo general,
en manos de los misioneros regulares, La corona fomentó esta
posición privilegiada de los religiosos e instruyó a los obispos
para que en las doctrinas de las misiones regulares no desig
naran sacerdotes seglares.
Ahora bien, el Concilio de Tremo decidió que los religiosos
estuvieran sometidos, en cuanto a la cura de almas, a la juris
dicción de los obispos y que los curatos debían proveerse fun
damentalmente con el clero secular. Una bula pontificia de 1565,
basándose en ello, revocó todos aquellos privilegios, concedidos
t í a s órdenes monásticas en América, que contradijeran las de
cisiones de la junta tridentina. Sin embargo, por intervención
de Felipe I I , en 1567 un breve papal permitió nuevamente a
los religiosos ejercer actividades parroquiales y pastorales. Pero
d papa Gregorio X I I I invalidó en 1572 esa concesión. En el
ínterin había aumentado el número de sacerdotes seculares p r o
217
cedentes de España o formados en los nuevos seminarios con-
ciliares americanos. Estos clérigos mantenían el criterio de que
con la erección de parroquias indígenas los frailes liabían cum-
plido su cometido misional y que debían retirarse nuevamente
a sus comunidades monásticas. Replicaron los monjes que los
privilegios pontificios les habían sido otorgados sin límite de
tiempo y que no era justo que, luego de que a ellos les corres-
pondieran todos los esfuerzos y martirios de Ja misión entre
los infieles, otros vinieran a recoger los frutos. Por lo demás,
a los sacerdotes seglares les quedaban aún muchas comarcas
de indios paganos, en las que podrían probar su celo apostó-
lico. Las polémicas prosiguieron animadamente.
En el Consejo de Indias había conciencia de que quitar las
doctrinas a los religiosos constituiría un escándalo y que la
provisión' de esas parroquias con clérigos seculares depararía
a los indios más males que bienes. El virrey del Perú, Martín
Enríquez, escribió en 1583 a Felipe I I que «parece que es justo
no desfavorecer a los religiosos, pues al fin son tan útiles para
1
las doctrinas»* . Agregaba, empero, que por el aumento nu-
marico del clero secular, con el tiempo desaparecerían los re-
ligiosos en esos curatos. Las tendencias de la época favorecían
a los sacerdotes seglares. El tercer concilio provincial de Lima
(1583) decidió que ningún fraile podría administrar una parro-
quia indígena sin la colación por el obispo. Diversos prelados
de Nueva España y Nueva Granada informaron al Consejo de
Indias que era necesario quitar las doctrinas a los monjes y en
su lugar poner clérigos seculares, puesto que de éstos había
muchos que no encontraban ningún curato. En varias cédulas
de 1583 Felipe I I tomó en consideración esas ideas. Era un
viejo uso de la iglesia católica el que la administración de los
sacramentos correspondiera a los sacerdotes seglares. Sí bien en
el Nuevo Mundo se adjudicaron parroquias a los miembros de
las órdenes mendicantes, ello ocurrió por carencia de clérigos
seculares y a causa de la actividad misionera de aquellos reli-
giosos. Luego de que los mismos hubieran convertido muchí-
simos paganos, convenía restaurar la situación originaria. Por
ello el monarca ordenó a los obispos, fundándose en el real
patronazgo, que para las doctrinas designaran sacerdotes secu-
lares idóneos y otorgasen a éstos la predación ante los frailes *°,
Por ello los primados removieron de sus parroquias a muchos
monjes mendicantes y los remitieron a sus conventos. Pero las
múltiples protestas indujeron a Felipe I I a revocar esa orden
y a disponer, en 1586, que se restituyera a los mendicantes de
Nueva Granada sus antiguas doctrinas. A lo largo de estas que-
rellas los religiosos defendieron el patronato del rey, sin cuya
anuencia no podían suspenderse los efectos de un breve pon-
218
üficio expedido a aquél. Lograron, en efecto, que el papa Gre-
gorio X Í V cancelara la revocación del breve de 1567, con lo
cual se permitió nuevamente la actividad pastoral de los monjes
mendicantes. El rey dispuso en 1593 que, para las doctrinas,
se presentaran tanto sacerdotes regulares como seculares. A fines
del siglo xvi se había producido, pues, una equiparación legal
de los partidos rivales en el cuidado pastoral de las comuni-
dades indígenas: la política de la corona tendía a un equilibrio
de las fuerzas y no a una decisión de principios en favor de una
u otra corriente.
Esta situación no se modificó en el siglo x v n . Siguió siendo
ley de la corona que los religiosos —entre los que se incluían
los mercedarios y jesuitas— podían continuar al frente de las
doctrinas, pero las polémicas sobre estas cuestiones no se extin-
<2S
guieron . También en el siglo x v í n hubo monjes a cargo de
los curatos indígenas, pero la corona se decidió entonces a mo-
dificar definitivamente esa situación. Por una real cédula del
1.° de febrero de 1753 se ordenó al arzobispo de Lima que,
para las doctrinas servidas por religiosos y que hubieran que-
dado vacantes sólo designara sacerdotes seglares; con todo, el
rey, en una orden ulterior {23 de junio de 1757), considerando
los servidos prestados en las misiones por los religiosos, hizo
a éstos la concesión de dejar en sus manos uno o dos curatos
en cada provincia donde tuvieran un convento con un mínimo
de ocho frailes permanentes. En lo tocante a su fidelidad al
monarca, las órdenes religiosas en América despertaban las sos-
apechas del absolutismo ilustrado, de tal suerte que en 1768
Carlos I I I dispuso se efectuara una visita general de esos ins-
titutos y sus reglas de vida''".
... El Estado español velaba con mirada atenta por la doctrina
y disciplina eclesiásticas en América. Para fijar normas sobre
la enseñanza y predicadón d d Evangelio entre los aborígenes y
regularizar la atendón espiritual a los inmigrantes españoles, los
príncipes de la iglesia convocaron concilios provinciales. El pri-
mer concilio sudamericano se reunió en 1551 en Lima y el pri-
mero mexicano en 1555 en la capital d d virreinato de Nueva
5
España* . Las decisiones de estos concilios americanos entraban
en vigor inmediatamente después de su publicación. Pero Feli-
pe I I ordenó, por real cédula del 31 de agosto de 1560, que los
¡documentos de los concilios provinciales pasaran, antes de su
proclamación e impresión, al Consejo de Indias para su examen.
;E1 rey fundamentó esta medida en que anteriores reuniones
eclesiásticas habían adoptado acuerdos dañosos para la autoridad
[real o que estorbaban la introducrión de la fe católica en países
Sae formadón rédente **.
El Concilio de Trento —cuyas dedsiones Felipe I I , por real
219
cédula del 12 de julio de 1564, ordenó acatar también en los
reinos americanos— había dispuesto que los concilios provin-
ciales se reunieran cada tres años. Fundándose en ello el arzobis-
po de México convocó un nuevo concilio para 1565 y el de
Lima otro para 1567. El último de estos prelados, fray Jeró-
nimo de Loaysa, conforme a las ordenanzas envió al Consejo
de Indias los documentos conciliares, que fueron aprobados por
real orden del 19 de diciembre de 1568. El tercer concilio pro-
vincial de la iglesia peruana celebró sus sesiones en 1583. Sus
acuerdos suscitaron oposiciones varias en la audiencia de Lima,
pero tras prolongadas negociaciones en la corte de Madrid fue-
ron reexpedidos a la curia, solicitando su aprobación. Obtenida
ésta, mediante la real orden del 18 de septiembre de 1591, se
cursaron esos acuerdos, como ley en vigor, a las autoridades
del virreinato del Perú. En el tercer concilio diocesano mexi-
cano, celebrado en 1585, los padres conciliares quisieron pro-
mulgar directamente las decisiones y desconocer la real orden
que exigía el examen previo de los documentos sinodales por
el Consejo de Indias. Por medio de una ejecutoria, la audienria
hizo secuestrar de la secretaría episcopal el original de las ded-
siones conciliares y enviarlo a Madrid. No fue sino Felipe III,
por real orden del 9 de febrero de 1621, quien puso el cúm-
plase por el cual los decretos de una junta eclesiástica, apro-
bados ya en 1589 por el Papa, pudieron convertirse finalmente
en derecho eclesiástico válido. De conformidad con la prolon-
gación papal de los plazos de convocatoria para los concilios
diocesanos de América, que ahora debían realizarse cada siete
años, el arzobispo de Lima, Santo Toribio de Mogrovejo, ce-
lebró en 1591 un nuevo sínodo en la capital del virreinato
peruano. Sólo después de finalizada esa reunión llegó una real
cédula en la que Felipe I I expresaba el deseo de que se apla-
zaran las proyectadas sesiones conciliares. No era aconsejable
reunirse tan a menudo como lo había dispuesto el concilio ecu-
ménico. No existía necesidad alguna de efectuar una junta obis-
pal en Lima en esos momentos. Por añadidura, antes de con-
07
vocarla se debía cursar un informe al r e y . Con todo, d
arzobispo Mogrovejo celebró otro concilio en Lima en 1601.
Pero las decisiones de estas dos juntas religiosas americanas no
obtuvieron la aprobación real.
En el siglo x v n no se pasó de algunos intentos infructuosos
de celebrar concilios provinciales. La previa autorización real,
la participación de los virreyes en los concilios como represen-
tantes de la persona regía y el escrutinio de las decisiones oc*
ciliares por el Consejo de Indias, implicaban tantas dificultada
que los primados americanos no mostraban mayor inclinados
por convocar esos congresos eclesiásticos. Sólo el absolutismo
220
ilustrado del gobierno de Carlos I I I emprendió la tarea de dar
nueva vida a los concilios provinciales americanos y ponerlos
ai servicio de sus objetivos político-eclesiásticos. E n 1769 se
promulgó una orden real para la convocatoria de esos sínodos,
cuyos temarios habían sido fijados por el rey mediante la
especificación de una serie de reformas eclesiásticas. Tales con-
cilios diocesanos se celebraron en 1771 en México, al año si-
guiente en Lima, en 1774 en Charcas y un año después en
Santa Fé de Bogotá. Pero los resultados de esas juntas eclesiás-
ticas no estuvieron a la altura de lo que esperaban los refor-
madores, y sus decisiones no obtuvieron el visto bueno real.
La corona hizo valer ante el clero un derecho de vigilancia
y disciplinario. Los monarcas, en su calidad de vicarios del Papa,
se sentían obligados a velar por el buen orden en la Iglesia,
pero, ciertamente, no lo hacían menos por motivos políticos.
Sabían que los clérigos, en cuanto pastores de la grey, ejercían
una influencia predominante sobre españoles e indios; eran
igualmente conscientes de que la iglesia en América había
conquistado un ingente poder económico. A juicio de los refor-
mistas del absolutismo ilustrado, la Iglesia había adquirido una
autoridad peligrosa para el Estado. El intendente de Cuzco,
Benito de Mata Linares, escribía en 1783 al ministro de Indias,
Gálvez: «Esta América es enteramente eclesiástica, y en ella
09
más imperio tiene un cura que todo el brazo del rey»' .
Muchas reales órdenes apuntaron a que los clérigos dieran,
con su vida privada, un ejemplo moral y a que se dedicaran
por entero a sus tareas pastorales. Esas disposiciones, por ejem-
plo, perceptuaban que las autoridades eclesiásticas y civiles pro-
cedieran con los medios adecuados contra el concubinato de
sacerdotes, seglares y monjes. Según los informes oficiales, eran
frecuentes los casos en que clérigos tenían mujeres, sin disimu-
larlo, vivían en sus casas como padres de familia, instituían
a sus hijos por herederos y casaban y dotaban a sus hijas.
& este respecto, escribía un obispo, había en América más li-
bertinaje y depravación de las costumbres que en los países
europeos, aunque no se debía generalizar esta situación **. La
corona reiteradamente ordenó castigar estos «pecados públi-
cos [ . . . ] , tan escandalosos, mayormente en sacerdotes que deben
dar buen ejemplo y en quienes todos los demás tienen puestos
6
los ojos» ° . A las autoridades judiciales de la corona se les
encomendó que prendieran a las barraganas de los clérigos y
las alejaran de éstos. Los magistrados informaban al Consejo de
Indias que los dignatarios eclesiásticos no actuaban con suficien-
te, severidad contra sacerdotes culpables, lo que traía aparejadas
nuevas exhortaciones a los prelados. Se advirtió a éstos, asimis-
mo,, no toleraran que los clérigos, que debían entretenerse de
221
manera virtuosa, jugasen por dinero. Las autoridades eclesiás-
ticas debían separar de sus cargos y proscribir a todos los sacer-
dotes que demostraran ser incorregibles.
Mucho le importaba al Estado elevar el nivel de formación
de los sacerdotes. En poblados indígenas se encontraban doctri-
neros que apenas sabían leer y escribir y tenían conocimientos
harto primitivos sobre los dogmas de la fe. La corona, con
vistas a una mejor formación sacerdotal, apoyó la creación de
seminarios y posibilitó a los jóvenes criollos, con la fundación
de universidades, el estudio de la teología.
El Gobierno español estaba convencido de que sólo un clero
teológicamente instruido y moralmente ejemplar podía hacer
que la religión arraigara profundamente en los corazones de los
pobladores de América. Sin la religión, empero, la dominación
política quedaba huérfana de cimientos firmes. Uno de los fun-
cionarios ilustrados en América, el intendente Mata Linares,
escribió en 1784: «Bien entendido que íntcrim no se mejore
el estado eclesiástico, secular y regular, para que inspire a estos
vasallos sentimientos de fidelidad, subordinación, justicia y ca-
411
ridad, todo se pierde» . La política eclesiástica de España en
el Nuevo Mundo se inspiraba en la idea de que las virtudes
ciudadanas de los subditos tenían su más sólido fundamento en
la religión.
Y bien, la función pastoral y política de la Iglesia, parecía
hallarse seriamente amenazada por el hecho de que muchos
sacerdotes estaban dominados por el mismo afán de riquezas
que atraía, en general, a españoles y portugueses al Nuevo
Mundo. Era frecuente la queja de que personas de estado cle-
rical tomaban la actividad eclesiástica en ultramar como una
posibilidad de adquirir riquezas y regresar con ellas a la patria.
Había párrocos que se hacían repartir indios para obtener ga-
nancias con su trabajo. Por ello el rey Fernando ordenó que
se dejaran de practicar tales repartimientos, de modo que así
los clérigos tuvieran «más disposición y tiempo para adminis-
trar los sacramentos según son obligados, por cuanto se les
da su salario por el oficio de cura» **. Pero una y otra vez
fue necesario prohibir a los sacerdotes las actividades econó-
micas. Curas hubo que se dedicaban a la ganadería y ocupaban
a los indios de su parroquia en apacentar el ganado y obtener
forraje. Sacerdotes seglares y regulares poseían y beneficiaban
minas, lo que dada su condición de clérigos se consideraba par-
ticularmente escandaloso y estaba sujeto a severos castigos. Otros
hacían que los indios tejieran telas de algodón y de otros tez-
tiles. Había tonsurados que eran también capataces y adminis-
tradores en las haciendas de los encomenderos o de otras per-
sonas y ejercían el oficio de notarios. Practicaban el comercio
222
de los más diversos artículos al igual que otros mercaderes. Sus
carros, a título de ejemplo, participaban en el tráfico entre el
río de la Plata y Potosí, en el Altiplano. Estas actividades
económicas del clero privaban al Estado de recursos fiscales,
pues los eclesiásticos hasta fines del siglo x v m estuvieron exen-
tos de pagar el impuesto a las ventas, la alcabala.
La curia apoyó la política de la corona contra las actividades
lucrativas del clero. Así, por ejemplo, los breves pontificios
del 22 de febrero de 1633 y el 17 de junio de 1669 vedaron
a los sacerdotes seculares y regulares todo tipo de comercio
y negocio y llamaron la atención sobre la necesidad de respetar
las disposiciones pertinentes del derecho canónico. Pero siem-
pre hubo quejas de que todas las decisiones de las autoridades
edesiásticas y seculares poco habían subsanado. La investigación
de cada caso, además, se veía dificultada porque las posesiones
y empresas de los clérigos figuraban bajo el nombre de laicos.
No se debiera, sin embargo, generalizar sin más ni más estas
situaciones reprochables, pues en los documentos suele regis-
trarse sólo lo que no anda bien. Una visita en el obispado de
Guadalajara —la cual debía verificar si, tal como lo afirmaba
la audiencia, había clérigos propietarios de minas— dio como
resultado que en la diócesis sólo se comprobaron tres o cuatro
casos de curas que habían recibido yacimientos como herencia
<5J
paterna o que los administraban para parientes . Existen tam-
bién referencias muy encomiásticas sobre el clero. El virrey del
Perú, Manuel de Guirior, señaló en 1780 al escribir la relación
de cuentas sobre el desempeño de su cargo: «De lo mucho que
pudiera exponerse sobre lo que tengo observado en los curas
de este reino, me ciño solamente a decir que no hay nadie en
él que se compare al de aquellos que desempeñan con exac-
titud tan santo ejercicio, y que todos generalmente son acree-
dores a mucha lástima y atención», ya que cumplen sus obli-
gaciones bajo las inclemencias del tiempo en poblados primiti-
a í
vos y remotos .
La percepción y distribución de los diezmos eclesiásticos daba
a la corona un control directo sobre una propiedad de la Iglesia.
Los funcionarios de la real hacienda recaudaban los diezmos en
especies, según tasas establecidas, y supervisaban la subasta de
esos artículos. El producto, conforme a las reales órdenes de
1539 y 1541, se distribuía de la manera siguiente: el obispo
recibía un cuarto, y otra cuarta parte correspondía al deán y
al cabildo catedralicio. La otra mitad se subdívidía en nueve
partes. Cuatro novenos se destinaban al pago de los párrocos
y' sus auxiliares. Tres novenos se asignaban en partes iguales
a la construcción y ornamentación de las iglesias y a los hos-
pitales. Los otros dos novenos se vertían en las arcas reales
223
Si ios monjes tenían curatos a su cargo, recibían el estipendio
correspondiente. Los conventos de las órdenes mendicantes de-
bían mantenerse de limosnas. En los primeros tiempos la co-
rona hubo de gastar en la construcción de iglesias cantidades
de dinero considerablemente mayores que las que producían
los diezmos eclesiásticos. Nadie, ni siquiera el propio rey, es-
taba exento del deber de pagar el diezmo.
Una cuestión que siempre dio lugar a delibeíacioncs y dispu-
tas fue la de si también los aborígenes debían o no pagar los
• diezmos. Una real cédula del año 1536 dispuso que los indios
de Nueva España abonaran esos gravámenes con frutos del
campo y seda. El primer obispo del Perú, Valverde, llamó
asimismo la atención sobre el hecho de que los indios estaban
habituados a presentar un tributo al dios del Soi. Dominicos
y franciscanos, por el contrario, reclamaron que por lo menos
en los primeros cincuenta o sesenta años los indígenas estuvie-
ran exentos de diezmos. El Consejo de Indias se inclinó ora
por ésta, ora por aquella opinión, de tal suerte que las reales
cédulas sobre este punto reflejan un inextricable embrollo. Aún
Solórzano, a mediados del siglo x v n , se veía obligado a con-
signar que las leyes referentes a «estos diezmos de los indios,
están tan contusas, varias y encontradas, que no parece se
<
pueda sacar de ellas cosa fixa y segura» ™. La junta reformadora
de 1569, tras mucho discutir, llegó a ia conclusión de que Jos
diezmos debían recaudarse indistintamente de españoles e in-
dios. Al virrey del Perú, Francisco de Toledo, esta disposición
le pareció rigurosa y de difícil aplicación, por lo cual suspendió
la percepción del diezmo de los indios, medida que encontró
el apoyo de la audiencia de Lima y la posterior aprobación
del Consejo de Indias. El código colonial de 1680 hizo constar
que en las distintas provincias americanas se procedía de ma-
nera diferente en cuanto a sí los indios pagaban los diezmos
y cómo lo hacían, y dispuso que por el momento nada se
modificara a ese respecto y que en cada provincia se conservara
el uso allí imperante **.
El fundamento del patronazgo que ejercía la corona portu-
guesa en,las tierras descubiertas en ultramar era la bula pon-
tificia del 13 de marzo de 1456. El Papa hizo cesión perpetua
a la Orden de Cristo, cuyo ecónomo era el príncipe Enrique
el Navegante, del gobierno y autoridad espirituales sobre todas
las islas y países desde el cabo Bojador y Nam, pasando por
Guinea, hasta las Indias, ya que los descubrimientos en estos
territorios se llevaban a cabo con los recursos financieros de
la Orden de Cristo. El entonces gran prior de esa orden, la
cual había heredado las ricas posesiones de la disuelta Orden
224
del Temple, debía conferir todos los cargos y dignidades ecle-
siásticas en las comarcas mencionadas. Podía también escomulgar
e infligir todas las demás penas eclesiásticas, así como ejercer
la totalidad de los restantes derechos inherentes a la dignidad
episcopal. El derecho de patronato y la administración de los
diezmos eclesiásticos incumbían al gran maestre de la orden.
En 1495 subió al trono lusitano, como Manuel I, el gran
maestre, duque de Bcja. El rey se valió de esa unión fortuita
del cargo real y el gran maestrazgo en su persona para transfe-
rir a la monarquía el patronato conexo a la Orden de Cristo.
A su petición, el papa León X, en dos bulas del año 1514, quitó
al gran prior de la orden la jurisdicción espiritual sobre las islas
y países recién descubiertos, se la traspasó al obispo de la fla-
mante diócesis de Funchal (Madeira) y confirió a Manuel I y sus
sucesores el derecho a presentar un sujeto idóneo para ese
episcopado. La Orden de Cristo, no obstante, conservó el patro-
nazgo en materia de prebendas y percepción de los diezmos
eclesiásticos. Como el rey era el gran maestre de la orden, ejer-
cía personalmente estas funciones.
Tan sólo desde la expedición de Martím Afonso de Sousa
en 1532 y de la creación de los donatarios tenemos noticias
sobre una política eclesiástica portuguesa en Brasil. Algunas fun-
daciones precedentes de capillas, así como los primeros intentos
misionales, se efectuaron sin participación de la corona. En ade-
lante el rey envió y pagó vicarios y capellanes y ordenó que
se crearan curatos. Por su parte, los donatarios tomaron la inicia-
tiva en lo tocante a la construcción de iglesias. Con la desig-
nación de un gobernador general en 1549 cobró impulso la
actividad del rey portugués como patrón de la Iglesia en Amé-
rica. En 1551 Juan I I I logró, por medio de una bula ponti-
ficia, la fundación de un episcopado aparte en Brasil con sede
en Salvador (Bahía) y presentó como primer obispo a Pedro
Fernandes, un docto sacerdote que había estudiado en la Sor-
bona. En esta misma fecha la corona lusitana absorbió defini-
tivamente el granmaestrazgo de la Orden de Cristo. El patro-
nato y las prerrogativas de gran maestre de esa institución ase-
guraban a los monarcas una poderosa influencia sobre la igle-
sia brasileña
La estructuración ulterior de la entidad eclesiástica se llevó
a cabo con lentitud. Hasta 1677 no se fundaron los obispados
de Río de Janeiro y Olinda. Fueron éstos sometidos al arzobis-
pado de Bahía, cuya diócesis se elevó en el mismo año a iglesia
metropolitana. Como sufragáneos de Bahía se agregaron en
1745 los obispados de San Pablo y Mariana (Minas Gerais). Los
episcopados de Marañón (1677) y Para (1719), en el Brasil
septentrional, quedaron sometidos al arzobispado de Lisboa.
225
La organización de las diócesis brasileñas se estableció en Jas
voluminosas constituciones aprobadas por el primer concilio
provincial de 1707.
226
libremente su fe mahometana en los barrios y templos que se
les asignaba. A la realeza y la Iglesia poco las importaba la
1
salvación de estos infieles** . El celo misionero tampoco consti-
tuía ahora el estímulo para los descubrimientos en ultramar y
las migraciones hacia el Nuevo Mundo. No es imaginable que
los rudos y curtidos marinos que tras larga resistencia se resol-
vieron a participar en el primer viaje de Colón, o los delin-
cuentes indultados que se encontraban entre los tripulantes, se
hayan sentido apóstoles laicos que llevaban el Evangelio a pue-
blos distantes e ignotos. El Descubridor escribió, ciertamente,
que los reyes Fernando e Isabel, «como católicos y cristianos
y Principes amadores de la santa fe cristiana y acrecentadores
della, y enemigos de la secta de Mahoma y de todas las idola-
trías y heregías, pensaron de enviarme a mí Cristóbal Colón
i las dichas partidas de Indias para ver los dichos príncipes, y
los pueblos y tierras, y la disposición dellas y de todo, y la
manera que se pudiera tener para la conversión dellas a nuestra
43
santa fe»* . Pero en realidad eran otras, no la evangelización
de los paganos, las cuestiones que estuvieron en el primer plano
durante las discusiones en torno al plan de Colón, y el propio
descubridor de América vio en la conversión de los aborígenes
con los que había topado en las Antillas una tarea ulterior, a
efectuarse cuando los reyes destacaran personas piadosas y capa-
citadas para ello. Eos españoles que por ese entonces arribaban
al Nuevo Mundo tenían a los indios por fuerzas de trabajo, que
explotaban para enriquecerse lo más rápidamente posible, y ni
se les pasaba por la imaginación la idea de convertirlos a la fe
cristiana y salvar sus almas de la condenación eterna. El afán
de lucro, que con fabulosas riquezas atraía a los hombres de
Europa hacia continentes hasta entonces desconocidos, era la
antítesis del abnegado desinterés que suponía la evangelización
de. poblaciones exóticas y primitivas. El fraile franciscano Jeró-
nimo de Mendieta caracterizó en 1362 con toda claridad esta
situación tan poco propicia para un apostolado laico. «¿Para
qué pedimos celo de la salud ajena a quien no tiene cargo de
la suya propia? ¿Qué tantos españoles seglares habrán pasado
de la vieja España a la nueva, aunque sea con cargos reales,
por celo de salvar sus ánimas o de ayudar a las de sus pró-
jimos o de ampliar y extender la honra y gloria del nombre
de Jesucristo? Por cierto, bien probable es y se puede creer
sin escrúpulo, que con tales propósitos no ha venido ninguno;
porque aunque haya entre los españoles que acá están buenos
y devotos cristianos, que harto mal sería si del todo faltasen,
apenas habrá alguno que no confiese haber militado debajo de
la bandera de la codicia, y que el principal motivo que trajo fue
227
valer y poder más según el mundo y hacerse rico, cuando vino
U }
a esta tierra» .
Ciertamente, algunos conquistadores que hicieron acompañar
por capellanes sus expediciones, informaron acerca de conversio-
nes masivas de los indios. Asi, por ejemplo, Alonso de Ojeda
bautizó miríadas de aborígenes —que, impulsados por la curio-
sidad, se les acercaban presurosos— sin que fuera posible una
comprensión idiomática con esos paganos y, por tanto, sin que
se pudiera darles ningún adoctrinamiento en la fe cristiana
Gil González Dávila se atribuía el mérito de haber conver-
tido al cristianismo en sus campañas por Nicaragua exactamente
32.264 indios sólo en el año 1522, y según los datos del cro-
nista Oviedo, en 1538-1539 el número de los neófitos ascendió
nada menos que a 5 2 J 5 8 Pedrarias Dávila pretendió haba
bautizado en 1525 la friolera de 400.000 aborígenes, aproxi-
madamente.
Hernán Cortés dio pruebas de un celo misionero particu--
lannente ferviente. Estaba persuadido de que las campañas de
los conquistadores hispánicos en el Nuevo Mundo eran obra,
grata a los ojos de Dios, y de que los españoles sólo podrían
salir airosos de ellas si a la vez luchaban «por la honra de Nues-
tro Señor». Seguramente no era sin motivos —le escribía a
Carlos V— que Dios, Nuestro Señor, había hecho descubrir esos,
nuevos países por los reyes españoles, ya que El quería difundir/
la fe cristiana entre los bárbaros indígenas. Cortés creía que, si
se disponía del numero suficiente de intérpretes y misionerosj
en breve muchos o todos los indios abrazarían el cristianismo.
El conquistador de México no dispuso que se efectuaran simu-
lacros masivos de bautismo. Pero ordenó, ciertamente, que se
destruyeran las efigies de las deidades aztecas y en su lugar se
levantaran cruces cristianas. Las Casas reprobó el proceder del
conquistador: Era un disparate despojar de sus ídolos a los
paganos antes de haberlos adoctrinado más tiempo en la fe
cristiana. Si para ello faltaban tiempo e intérpretes, era superñuo
e inconducente erigir cruces, puesto que los indios adorarían el
madero como si fuera un ídolo
Cortés consideraba necesario, asimismo, que el emperador y
el Papa permitieran castigar «como enemigos de nuestra santa
fe» a los aborígenes perversos y levantiscos, una vez que se
les hubiera amonestado en vano. Con ese escarmiento se lograría
inducirlos al «reconocimiento de la verdad». La misión, según
Cortés, presuponía la conquista militar de los países paganos;'
el espanto y el terror no sólo eran medios para la dominación
política, sino que obligarían a los indígenas a escuchar y acep-
tar-el mensaje cristiano de salvación. Se convirtió en una teas
de los colonos, fundamentada teóricamente en especial por Gínésl
228
de Sepúlveda, que el sojuzgamiento bélico de los indios era la
premisa para el trabajo apostólico.
Como auxilio secular debía prestar servicios la institución de
las encomiendas. Por una orden del 20 de diciembre de 1503,
la reina Isabel había facultado al gobernador Nicolás de Ovando
a repartir a cada español cierto número de indios en calidad
de fuerza laboral, y además se dispuso que en las fiestas y
otros días apropiados se convocaran los aborígenes en sus luga-
res de trabajo, para adoctrinarlos en las cuestiones de la fe
cristiana **\ Las «Leyes de Burgos» del año 1512 disponían que
cada domingo o fiesta de guardar los españoles llevaran a la igle-
sia a los indios que se les hubiera repartido y escucharan la misa
junto a ellos. Con mayor precisión aún fijaban las instrucciones
del juez pesquisidor Rodrigo de Figueroa, enviado a las Antillas,
las obligaciones religiosas de los encomenderos. Debían éstos
levantar iglesias, reunir en ellas a los indígenas tras la finaliza-
don de la jornada laboral, rezarles en voz alta el Padrenuestro,
d Credo y la Salve y hacérselos repetir a aquéllos, hasta que
atemorizaran correctamente las palabras. También por la maña-
na, antes de comenzar el trabajo, debían llevar los indios a
k iglesia para que oraran. Cada encomendero con más de
50 aborígenes estaba obligado a hacer que un joven indio bien
dotado aprendiera a leer y escribir y se formara como catequista
para el doctrinamiento religioso de los demás naüvos. Los en-
comenderos debían además abastecer las iglesias y proporcionar
a.los párrocos su sustento. Ejercían asimismo una vigilancia so-
bre la actividad pastoral y debían dar parte al prelado compe-
tente en caso de incuria por parte del párroco **.
Los informes coinciden en que los españoles rara vez o nunca
se*ocuparon de la asistencia misional que se les había encargado,
y. en que tampoco estaban en condiciones, debido a su igno-
rancia de los idiomas vernáculos, de catequizar a los indios. Las
Casas fue quien censuró de la manera más viva ese estado de
cosas y caracterizó de huera ilusión las ideas que se forjaban
teólogos y letrados, en la corte española, acerca del apostolado
laico de los encomenderos. «Porque yo digo verdad y lo juro
con verdad, que no hobo en aquellos tiempos ni en otros mu-
chos años después, más cuidado y memoria de los doctrinar y
traer a nuestra fe ni que fuesen cristianos, que si fueran yeguas
449
o caballos o algunas bestias otras del campo» . Esos españoles
oo estaban dispuestos ni capacitados para evangelizar a los pa-
jinos. «¿Qué doctrina podían dar hombres seglares y mundanos,
idiotas y que apenas, comúnmente y por la mayor parte, se
jjben santiguar, a infieles de lengua diversísima de la castella-
jjg.;.?» Por lo demás, los encomenderos españoles, generalmente,
m estaban presentes en las minas o haciendas, que era donde
229
trabajaban los indios. ¿Qué podían allí aportar a los nativos
—preguntaba Las Casas— los capataces, que son las criaturas
más brutales y desalmadas en el Nuevo Mundo, aparte los
vicios de la embriaguez y la lujuria? ¿Cual era la utilidad de
que alguien rezara en voz alta, en latín o español, el Padrenues-
tro o el Avemaria y que los indígenas repitieran esas oraciones
con la mente ausente, como papagayos? *"
En tal situación se comprende el efecto del sermón pronun-
ciado en la iglesia techada de paja de Santo Domingo, en
Adviento del año 1511, por el monje dominico Antonio de Mon-
tesinos y el pasmo e indignación de los oyentes cuando en tono
de reproche les preguntó: «¿Y qué cuidado tenéis de quién
los doctrine, y conozcan a su Dios y criador, s c m baptizados,
151
oigan misa, guarden las fiestas y domingos?» Nadie les había
exigido en España una solicitud de esa índole por la salvación
de heterodoxos.
. Para formular un juicio documentalmente fundado sobre el
significado misional de las encomiendas, se requiere un conoci-
miento más preciso de la vida cotidiana en esa institución. Las
constantes quejas, así como los siempre reiterados apercibimien-
tos de castigo, permiten poner en duda que la asistencia latea
de los encomenderos haya promovido mayormente la obra apos-
tólica. Los españoles se esforzaron, más bien, por impedir la
catcquesis de sus indios para que ese adoctrinamiento no redu-
jera la jornada laboral. Se resistían a mantener un párroco
para su encomienda y a franquear la entrada a predicadores
de las misiones, a tal punto que Felipe I I tuvo que amenazar
a esos recalcitrantes con la pérdida de su encomienda y la con
íiscación de la mitad de sus bienes. Los encomenderos se convir-
tieron en acérrimos enemigos de los misioneros —monjes men-
dicantes y jesuítas— y en ocasiones los expulsaban violentamente.
También durante el siglo x v n el Consejo de Indias recibió una
y otra vez informes de que no se adoctrinaba a los indios en
la fe cristiana, porque los encomenderos lo estorbaban, e hizo
adoptar reales órdenes que remediaran ese mal. Cuando en 1720
se abolieron las encomiendas, desempeñó también cierto papel
el argumento de que sus titulares no se habían hecho cargo de la
instrucción cristiana de los indígenas.
El Estado, que echó sobre sus hombros el cometido de mi-
sionar entre los infieles del Nuevo Mundo, no podía esperar
que un movimiento laico le prestara eficaz ayuda en la predi-
cardón del Evangelio. De la Iglesia habían de proceder las fuerzas
para la expansión del cristianismo en ultramar. Aquéllas surgie-
ron, ante todo, en las órdenes monacales. Pero, a diferencia de
lo ocurrido en la Reconquista ibérica, ya no se disponía de los
cistercienses y de las órdenes reÜgioso-mihtares como adelanta-
230
dos en la actividad colonizadora y misional. Comunidades mo-
nacales recién salidas a luz llevaban el cristianismo a los países
allende el océano. Las órdenes mendicantes de dominicos y
franciscanos, fundadas en el siglo x m , habían renovado el apos-
tolado de los cristianos primitivos. Tras el final de las Cruzadas,
esas comunidades se habían propuesto difundir entre los infieles
la enseñanza de Jesús sólo por medio de una predicación abne-
gada e incesante. En la Península Ibérica fueron ante todo tres
catalanes, los dominicos Ramón de Penyafort y Ramón Martí
y el franciscano Raimundo Lulio, quienes promovieron teórica
y prácticamente el nuevo -movimiento misional. Para la prepa-
ración de la actividad evangelizados entre los sarracenos, Jai-
me I I de Aragón fundó en 1276, a propuesta de Lulio, una
escuela para el estudio de lenguas orientales, que quedó en
manos de los franciscanos. Comenzaba el siglo xv cuando el
dominico San Vicente Ferrer emprendió sus infatigables viajes
de predicación, dedicándose activamente a la conversión de mo-
ros y judíos. El celo misionero empujó a los monjes mendicantes
a países extraños y lejanos. Franciscanos misionaron en África
del Norte y Levante y dominios en Nubia y Etiopía. Miem-
bros de ambas órdenes mendicantes penetraron en Asia Central
y prosiguieron hasta China. En 1253 el franciscano flamenco
Guillermo de Rubruck mantuvo en Karakorum pláticas religio-
sas con el Gran Khan. El monje franciscano y arzobispo Juan
de Montecorvino, auxiliado por fray Arno de Colonia, misionó
en China durante cuarenta años, desde 1293, y convirtió miles de
personas al cristianismo.
Monjes de las órdenes mendicantes participaron tempranamen-
te en los viajes ultramarinos de los descubridores. Surgieron
conventos franciscanos y dominicos en las ciudades marroquíes
conquistadas por los portugueses. Estas órdenes monásticas des-
plegaron una intensa actividad en la colonización de las islas
lusitanas en el Atlántico, y los primeros impulsos para la con-
versión de los guanches, en las Canarias, provinieron asimismo
de las órdenes mendicantes. Frailes franciscanos tenían un es-
trecho contacto con los hombres de mar que pululaban en las
dudades portuarias ibéricas. Cristóbal Colón, que verosímilmente
era terciario franciscano, encontró un eficaz socorro en el con-
vento que la orden mantenía en La Rábida, cerca del puerto
de partida de su primer viaje como descubridor. La ligazón de
los franciscanos con los descubrimientos hispánicos en las An-
tillas existió desde un principio.
En estas circunstancias es comprensible que los Reyes Cató-
licos, en su intento de conseguir misioneros para las Indias, se
dirigieran en primer término al capitulo de la orden de San
Francisco. Es característico, asimismo, que la más espontanea
231
disposición para la obra misional en el Nuevo Mundo se apre-
ciara entre los monjes de la tendencia franciscana reformada,
los observantes, y que para una actividad aún tan incierta eas-
tiera menor disposición entre los conventuales, que vivían en
grandes monasterios. La nueva de los descubrimientos oceánicos
de Colón fue conocida en el capítulo general de los observantes,
celebrado a fines de 1493 en la ciudad de Florensac, en d
Mediodía francés, y se difundió rápidamente entre los francis-
canos reformados. Muchos, al parecer, solicitaron al general de
la orden anuencia para dirigirse como misioneros a los países
paganos descubiertos, pero sólo dos legos del Henao entonces
borgoñón, Juan de la Deule y Juan de Tisín, considerados «de
buena salud, piadosos y dispuestos a cualquier sacrificio por e)
1
Redentor», pudieron acompañar a Colón en su segundo viaje* .
A propuesta real, tomó parte de la expedición como vicario
pontificio Bernal Boil, quien había ingresado en la estrictamente
ascética orden mendicante de los mínimos, fundada en 1435,
•Este sacerdote se había ganado la confianza particular del rey
Fernando por los servicios que le prestara en misiones diplomá-
ticas a Francia y Sicilia. Se le encomendó que en adelante,
junto con otros clérigos regulares y seculares, predicara el Evan-
gelio en las Antilías «para llevar a los aborígenes y los pobla-
dores de las mencionadas islas y países, que no tienen conoci-
miento alguno de nuestra fe, a esa fe y a la religión cristiana» *".
Boil, empero, ni tenía experiencia misionera ni había de mostrar
en La Española un celo evangelizador especial. Sobre los demás
religiosos que tomaron parte en la gran expedición de 1493 no
se conocen datos seguros.
Junto a los dos franciscanos flamencos se esforzó por conver.
tir a los isleños un eremita catalán, Román Pane, que había
aprendido algo del idioma indígena y que nos ha dejado'el
primer informe misional con noticias sobre la religión de esos
indios. En septiembre de 1496, se asevera, fue bautizado d
primer aborigen en La Española. Los legos franciscanos regre-
saron en 1499 a España e informaron sobre sus experiencia!
apostólicas al general de la orden, Maillard, a la sazón en la
Península. El superior de los franciscanos se dirigió entonces
a los Reyes Católicos, quienes aprobaron el envío de nuevos
frailes observantes y ordenaron que se les proveyera con todo
lo necesario para la misión. La obra evangelizado» en las Indias
encontró un eficaz adalid en el franciscano Jiménez de Cisneros,
confesor de la reina Isabel y desde 1495 arzobispo de Toledo,
que había reformado las órdenes monásticas en Castilla en ¿
sentido de una estricta observancia de la regla. Por lo menos
cinco franciscanos tomaron parte en la expedición de Bobadilla,
•en 1500, a las Antillas. Otros grupos de observantes designados
232
por Maillard, y entre ellos cuando menos un extranjero, pro-
cedente de Bretaña, arribaron ese año a Santo Domingo. Según
los informes, en esa época se bautizaron más de 2.000 nativos,
pero, dados los imperfectos conocimientos lingüísticos de los mi-
sioneros, el adoctrinamiento de los isleños no ha de haber pa-
sado de muy somero.
En la gran flota que a ¡as órdenes del gobernador Nicolás
de Ovando puso proa hacia las Indias en 1502, se hallaban
por lo menos 13 padres franciscanos. Ovando, comendador ma-
yor de la Orden de Alcántara, apoyó la construcción del primer
convento franciscano en el Nuevo Mundo, pero la idea misional
le,era tan ajena como a las órdenes militares de la época*".
Por decisión del capítulo de los observantes celebrado en 1505,
se creó en las Indias la provincia franciscana de la Santa Cruz.
Ea 1508 el rey Fernando se dirigió al capítulo general de la
orden, reunido en Barcelona, solicitándole que preparase para
la partida a las Indias el mayor número posible de religiosos
que, por su formación y conducta, parecieran especialmente ade-
cuados. Con ello se podría traer a los aborígenes al conocimiento
de la verdadera fe y se poblarían esas islas «de religiosos,
especialmente de la orden de San Francisco»'". Fundándose en
esto, el viceprovincial de La Española trajo al Nuevo Mundo
por lo menos ocho frailes, cuyos nombres conocemos. Pero los
padres, que se dedicaban también a atender espirituaimente a
los españoles, no alcanzaban para un apostolado más amplio
entre los infieles. Siguieron nuevos envíos de franciscanos. La
conquista y colonización de otras islas antillanas y la fundación
de las primeros asentamientos en la tierra firme americana plan-
tearon una demanda aún mayor de religiosos. Por orden del
rey Fernando, fray Diego de Torres debía traer 22 monjes en
1511 y fray Alonso del Espinar 40 en el año siguiente, pero
surgieron dificultades para reunir tantos religiosos, ante todo
porque los conventuales mostraban un exiguo celo apostólico**.
De La Española los franciscanos pasaron, tras las huellas de
5
los conquistadores, a la Tierra Firme* '. Seis franciscanos acom-
pañaron en 1514 al primer obispo de Darién, su cofrade Juan
¿c Quevedo, y erigieron en Santa María de la Antigua el primer
convento en el continente. Cuando Pedrarias Dávila desplazó
la. sede de su gobierno a la costa del Pacífico y fundó la ciudad
de Panamá, los franciscanos sentaron allí sus reales. En 1531
se creó un convento franciscano en Nicaragua. Tras la con-
quista de México, Hernán Cortés, deseoso de que se encomen-
dara a los frailes la conversión de los infieles, aconsejó a Car-
los V que no trasplantara al Nuevo Mundo la secularizada iglesia
española de la época, puesto que «obispos y otros prelados
no dejarían de seguir la costumbre que, por nuestros pecados,
233
hoy tienen, en disponer de Jos bienes de ia iglesia, que es gas-
tarlos en pompas y en otros vicios, en dejar mayorazgos a sus
hijos o parientes». Si los aborígenes de México, cuyos sacerdotes
vivían retraídos en decencia y castidad, advertían cómo los set-
vidores del Dios de los cristianos se entregaban a las cosas y
gozos del mundo, ello los llevaría a «menospreciar nuestra fe
y tenerla por cosa de burla» y no habría prédica que fuera de
459
provecho alguno .
Entre los franciscanos de toda Europa las noticias acerca de
los muchos pueblos paganos recién descubiertos habían desper-
tado el celo apostólico, y numerosos frailes se ofrecieron a
predicar el Evangelio a los indios infieles. No obstante, fueron
pocos los que lograron partir hacía el Nuevo Mundo. Entre
éstos se contaban tres franciscanos flamencos de Gante, que ha-
bían conquistado el favor de Carlos V: Juan van den Auwera,
Juan Dekkers y Pedro de Gante**. El nuevo general de la
orden, Francisco de Quiñones, quien antes de su elección había
querido trasladarse él mismo a las Indias como misionero, buscó"
en la provincia franciscana de Extremadura, conocida por su
estrictísima observancia, 12 frailes particularmente relevantes por
sus virtudes y su saber. Con el arribo de los mismos a México
en 1524, principió la evangelización metódica entre los nativos
del viejo imperio azteca. Los primeros focos de la actividad
misionera fueron los conventos fundados en el valle de México
y en la comarca de Puebla-Tlaxcala. Desde allí extendieron los
franciscanos sus asentamientos hasta Michoacáh y Nueva Galicia
y penetraron cada vez mis en los territorios septentrionales, cuya
exploración, en concurrencia con las autoridades civiles, fue en
90
buena parte obra de los monjes misioneros* . Los franciscanos
ejercieron el apostolado en la Florida y en California, donde
la ciudad de San Francisco fue un asentamiento de esos reli-
giosos. Desde 1540 participaron también en las misiones cen-
troamericanas.
Como los franciscanos centraron todas sus fuerzas en la obra
misionera comprendida en el virreinato de Nueva España, sólo
pudieron enviar unos pocos frailes al Perú cuando Francisco
Pizarro emprendió la conquista del imperio incaico Los pri-
meros miembros de la orden llegaron al Perú en 1531. Su prin-
cipal asentamiento estuvo al principio en Quito. En 1548 exis-
tían, en el actual territorio peruano, conventos franciscanos en
Cuzco, Lima y Trujillo. Una vez sofocada la rebelión de Gonzalo
Pizarro, arribaron grandes grupos de estos frailes, y en 1553
se fundó en el país la provincia franciscana de los Doce Após-
toles. El comisario general de la orden en Sudamérica estableció
su sede en Lima. De esta ciudad partieron en 1553 los primeros
cinco religiosos que llegaron a Chile, donde los franciscanos
234
pronto adquirieron una influencia preponderante. En 1565 se
aprobó la creación de una provincia franciscana separada en
Chile
En Venezuela se establecieron esos frailes, procedentes de I-a
Española, por primera vez en 1575, y en 1576 Felipe I I envió
15 monjes de la orden a esa p r o v i n c i a A la capital del Nuevo
Reino de Granada, Santa Fe de Bogotá, llegaron los primevos
religiosos de San Francisco en 1550. Cuando el franciscano Juan
de Barrios ocupó en 1553 la sede episcopal trasladada de Santa
Marta a Bogotá, lo siguieron de 25 a 30 de sus frailes. Sa-
liendo de la capital, los misioneros de esa orden se internaron
en todas las regiones de Nueva Granada*". También la cuenca
del Plata se tornó en territorio misional de la congregación*".
No es posible verificar si entre los religiosos que acompañaban
la gran expedición de Pedro de Mendoza al Río de la Plata
(1535) se encontraban padres franciscanos, pero con la de Alonso
Cabrera (1537) llegaron a la región cinco de esos frailes, de
los cuales dos actuaron en la ciudad de Asunción, fundada en
1537. Como primer obispo arribó allí en 1555 el franciscano
Pedro Fernández de la Torre. Los monjes de su orden Luis
de Bolaños y Alonso de San Buenaventura fundaron en 1580
las primeras reducciones indígenas en Paraguay. A la provincia
de Tucumán llegaron los frailes en el año 1566.
Estos datos atestiguan que la actividad apostólica de la orden
de San Francisco comenzó inmediatamente después de la con-
quista y se extendió a todas las comarcas del dilatado imperio
español en el Nuevo Mundo. Las más de las veces los fran-
dscanos constituyeron la vanguardia misionera y superaron en
número a los religiosos de todas las demás órdenes. En 1789
había en toda América y las Filipinas 241 conventos, 139 cura-
tos y vicariatos de indios y 163 reducciones misioneras de la
4
orden de San Francisco, con un total de 4.195 religiosos **. Los
conventos, como casas matrices de los misioneros, se concen-
traban en los asentamientos urbanos hispánicos y sólo en escaso
número se levantaban en regiones apartadas. De estos conventos
partían los monjes —por lo general con una pequeña escolta
militar— como predicadores itinerantes por una región indígena,
bautizaban a los conversos y levantaban iglesias, para luego des-
cansar por un tiempo en la casa monacal de las penurias anejas
a tales viajes. Sólo gradualmente los monjes mendicantes, que
en Europa no ejercían ninguna actividad parroquial, se fueron
haciendo cargo de la atención de los curatos indios recién crea-
dos y pasaron a vivir en ellos, fuera de sus conventos, mientras
se ocupaban de esa cura espiritual.
Los franciscanos fueron también los primeros misioneros en
la América portuguesa. En la flota de Cabra!, que descubrió el
235
Brasil, se hallaban algunos miembros de esa orden mendicante.
Luego del desembarco, fray Henrique de Coimbra celebró el
26 de abril de 1500 la primera misa en suelo sudamericano.
En 1503 llegaron dos observantes franciscanos a la factoría de
Porto Seguro, donde se desempeñaron como capellanes de los
traficantes portugueses y como misioneros entre los infieles,
hasta que en 1505 hallaron el martirio. En 1532 llegaron de
nuevo dos franciscanos con la escuadra de Martim Afonso, a
San Vicente, y dos años más tarde está comprobada la presencia
de algunos religiosos de esa orden en Bahía. Pero una labor
misional más intensa no se efectuó hasta que el capítulo de la
orden, celebrado en Lisboa en 1584, resolviera la creación de
una custodia en Brasil con sede en Olinda. En 1585 llegaron
seis monjes a la provincia franciscana reformada de San Anto-
nio, en Olinda y se instalaron en el primer convento brasileño,
por ellos fundado. De esta custodia, elevada en 1657 a provincia
autónoma de Santo Antonio do Brazil, emanaron numerosas fun-
daciones de conventos. El de Río de Janeiro fue elevado
en 1657 a custodia, y en 1675 se creó para el sur una nueva
provincia. La obra apostólica de los franciscanos se concretó
w
especialmente en la fundación de múltiples poblados indígenas .
Más de un decenio y medio después que los franciscanos,
llegaron a América los primeros dominicos ***. En octubre de 1508
el prior del convento de San Esteban en Salamanca solicitó
autorización al general de la orden, Cayetano, para enviar 15 re-
ligiosos a La Española a que predicaran el Evangelio. Los sacer-
dotes —de cuya travesía y mantenimiento tenía que ocuparse
la Casa de Contratación en Sevilla, por orden del rey Fer-
nando— partieron hacia las Indias en la primavera del año
siguiente. A fines de 1509 los siguieron otros tres religiosos,
entre los cuales Antonio de Montesinos y Pedro de Córdoba,
el último de los cuales había sido designado viceprovíncial de
los dominicos «que ya se encuentran en las Indias». En 1510
y 1511 otros 21 miembros de esta orden emprendieron la tra-
vesía. Los misioneros que partían estaban animados por el es-
píritu de la observancia más estricta, espíritu al que la reforma
de los conventos dominicos en España había infundido nueva
vida. Muchos religiosos, además, procedían del convento salman-
tino de San Esteban, que se había convertido en un foco de
irradiación de la teología misional inspirada por la escolástica
tardía. Los dominicos, que con su rigorismo ético se abocaban
a la obra misional, encontraron que sus esfuerzos chocaban con
la resistencia de los colonos españoles. Estos juzgaban a los
indios exclusivamente por sus efectos económicos, en cuanto
fuerzas de trabajo, y los trataban como esclavos. El conflicto
abierto entre misioneros y colonos se desencadenó con motivo
236
del sermón de Adviento pronunciado en 1511 por el dominico
Antonio de Montesinos. De la misión partió el ataque contra
un sistema colonial fundado en la superposición de una capa
de señores y la explotación indígena. El rey Fernando ordenó
a los dominicos de las Antillas, los cuales parecían poner en
peligro el orden público, que se llamaran a silencio y los
amenazó con la repatriación forzada de los contumaces. Pero
los misioneros no capitularon ante el poder del Estado y redo-
blaron su llamamiento a la conciencia cristiana. La inquietud
por la salvación de los indios desembocó en la lucha por un
tratamiento humano de esos aborígenes del Nuevo Mundo, así
como por una reorganización de las formas de vida colonial.
La misión, el impulso expansivo de la Iglesia cristiana, ejercía
su influencia mucho más allá de lo eclesiástico.
Al punto los dominicos extendieron su actividad a las otras
Grandes Antillas pobladas por españoles y efectuaron un primer
esfuerzo —ciertamente frustrado— de evangelización en la Tie-
rra Firme, en la provincia venezolana de Cumaná. En 1526 arribó
a México, donde ya se habían establecido los franciscanos, un
grupo de 12 dominicos. Su principal territorio misionero se
extendía desde el sudoeste del actual estado de México hasta
Puebla y más allá, ligado por una cadena de conventos, hasta
la región de Oaxaca y el istmo de Tehuantepec. En 1530 se
creó la primera provincia dominica autónoma en América, cuya
sede estaba en Santo Domingo, pero ya en 1532 Nueva España
fue elevada al rango de provincia dominicana separada. Cuando
la misión hubo arraigado más ampliamente en América Cen-
tral, se fundaron las provincias dominicanas de Chiapa y Gua-
temala (1551). La tendencia de los superiores de la orden a
fundar monasterios más grandes, así como a mantener la comu-
nidad conventual, era difícilmente conciliable con el apostolado
entre los infieles, ya que éste traía aparejada una dispersión
de los religiosos en amplios territorios. Se impuso la solución de
crear, entre los indios, vicariatos integrados cada uno por dos
o cuatro monjes.
De manera casi exclusiva, monjes dominicos acompañaron en
calidad de capellanes a los conquistadores de Nueva Granada
y difundieron el cristianismo en el territorio de la actual repú-
blica de Colombia. Los dominicos encontraron ante todo un
gran campo de actividad en el Perú. De los religiosos de esta
orden asignados a la expedición de Francisco Pizarro que habría
de conquistar el imperio incaico, sólo el padre Valverde —único
monje que acompañaba a la tropa— pudo tomar parte en toda
esa campaña. Valverde fundó la primera iglesia cristiana, se
dedicó con fervor a la obra misional y fue consagrado primer
obispo de Cuzco. Sin tardanza llegaron numerosas expediciones
con dominicos al Perú, de tal suerte que se pudo enviar misio-
neros a las comarcas mis distantes. En el territorio de Quito,
asimismo, fueron en aumento las fundaciones de conventos, por
lo cual en 1586 se creó una provincia dominica independiente
de la peruana. Del Perú los dominicos pasaron también a Chile
y Tucumán. Llama la atención que la orden de Santo Domingo,
que tuvo una difusión tan amplia en la América hispánica, no
haya echado raíces en el Brasil.
Más adelante la orden de San Agustín se esforzó por misio-
nar en el Nuevo Mundo. Su provincial en Castilla obtuvo del
Consejo de Indias autorización para enviar monjes al continente
americano. En 1533 arribaron a México siete de aquéllos, que
misionaron en las zonas no ocupadas por franciscanos y domi-
nicos, al sur del estado de México, en dirección a la parte
oriental del estado Guerrero, en el norte entre los otomíes
de Hidalgo y hacia el oeste en dirección hacia Michoacán, donde
sus asentamientos fueron particularmente numerosos. Un segun-
do foco de las misiones agustinas fue el Perú, a donde llegó
en 1551 un grupo de 12 religiosos, seguidos en 1558 por otros
refuerzos. El campo de acción de los agustinos estaba, al margen
de Lima, en Trujillo y sus alrededores, Cuzco y los parajes
vecinos, en la zona del lago Titicaca y en Charcas. Desde 1563
hubo miembros de la orden de San Agustín en Quito, y de
allí extendieron su labor misional hasta Pasto, Popayán y Cali,
en territorios hoy colombianos.
También la orden de la Merced, que gozaba de las mismas
prerrogativas que las órdenes mendicantes, se ocupó de misio-
nar**. Se había fundado en 1218 en Barcelona, y era su fina-
lidad la de redimir a los cristianos cautivos de ' los moros.
Con esas miras, los predicadores ambulantes mercedarios reunían
los dineros requeridos para el rescate y recuperaban en África
del Norte a prisioneros y secuestrados. La orden, a la que
pertenecían también caballeros en carácter de legos, con arreglo
a su actividad no podía sujetar a los monjes a una clausura
estricta, de manera que los mercedarios mostraban ser muy
indicados para acompañar como capellanes las expediciones de
los conquistadores. Ya en el segundo viaje de Colón participó
un mercedarío, al que se menciona como amigo del Descubri-
dor. E n Santo Domingo se fundó en 1514 el primer convento
de la orden en el Nuevo Mundo, y en 1528 aquél albergaba ya
una comunidad de 30 miembros. Particularmente conocido es
el mercedarío Bartolomé de Olmedo, que fue el capellán de
Hernán Cortes durante la conquista de México y mereció el nom-
bre de primer apóstol de Nueva España. Los principales terri-
torios misioneros de esta orden estaban en Guatemala, Perú,
Tucumán, Bolivia y Chile. Las provincias mercedartas amerka-
238
ñas, que en un principio estuvieron subordinadas al provincial
de la orden en Castilla, en 1574 se volvieron dependientes del
general de los de la Merced, aun cuando el vicario de la con-
gregación en América debía ser subdito de la corona castellana.
En la obra apostólica, los mercedarios siguieron los pasos de
otras órdenes, formando catequistas mediante la creación de es-
cuelas para los hijos de los aborígenes. En sus congregaciones
aceptaban de buen grado jóvenes criollos e incluso mestizos, lo
que favorecía las aspiraciones autonómicas de sus provincias
americanas, pero también volvía sospechosos los mercedarios
del Nuevo Mundo a ojos de Felipe I I . Partiendo de Quito,
estos religiosos penetraron en 1639 en el territorio amazónico
brasileño y fundaron un vicariato en Para.
En un comienzo, el gobierno español sólo había admitido
el ingreso a las provincias americanas, en calidad de misioneros,
de los franciscanos, dominicos, agustinos y mercedarios. No pa-
recía deseable la radicación de órdenes religiosas cuyos indivi-
duos vivían en clausura y dedicados a la contemplación. En el
Consejo de Indias se fundamentó de la siguiente manera ese
principio de la política eclesiástica de la corona: «La causa
de no haberse establecido en América los monacales fue porque
como profesaban la vida contemplativa y estrecha clausura, la
cual repugna a los ministerios de doctrinas y misiones, se cre-
yeron más a propósito los mendicantes, que lejos de estarles
prohibida la cura y conversión de almas les está muy enco-
mendada en particulares rescriptos pontificios» "°, En la América
española no se levantaron, por ejemplo, conventos benedictinos.
En la ciudad de México surgió, de resultas de una donación
piadosa, un priorato en el que vivían algunos monjes de esa
orden, pero el mismo no se convirtió en un monasterio prin-
dpal. A Brasil, empero, arribaron monjes benedictinos portu-
gueses en gran número y fundaron en Bahía un convento en 1581,
y ocho años después otro en Río.
Por persuadida que estuviera la corona española de la impor-
tancia y necesidad de los religiosos para la conversión del abo-
rigen, no quiso, sin embargo, que otras órdenes religiosas
pusieran sus plantas en el Nuevo Mundo. Una solicitud de los
carmelitas descalzas, deseosos de enviar algunos miembros de
esa orden al Perú, no halló acogida favorable en Felipe I I . Du-
rante largos años se esforzaron en vano los jesuítas por que
se les permitiera una actividad misional en la América hispá-
71
nica* . Ya en 1538 había discípulos de Ignacio de Loyola que
deseaban fervientemente ser enviados al Nuevo Mundo, pero el
Papa no dio su aquiescencia, pues en Roma no era menor la
mies a recoger. El fundador de la Compañía de Jesús, a quien
también en los años siguientes le habían manifestado esos de»
239
seos, mal podía planear empresas misionales en América sin la
anuencia del pontífice romano, al que había jurado incondicional
obediencia. Ello no obstante, se disponía a interceder por esa
obra evangelizadora cuando, desde el mismo Nuevo Mundo,
dignatarios eclesiásticos y seculares le solicitaron que enviase allí
miembros de la orden. El sucesor de Ignacio como general de
los jesuítas, Diego Laínez, y en especial el comisario general
de la Compañía de Jesús en España, Francisco de Borja, dieron
su apoyo a los intentos de proporcionar religiosos para la obra
misional, la cual había despertado ya gran entusiasmo entre los
jesuítas españoles. Pero en la orden se manifestaban también
resistencias contra una actividad excesivamente secular. Uno de
los jesuítas de más predicamento, el padre Araoz, hizo hincapié
en que la Compañía de Jesús era aún muy joven y poco arrai¬
gada en España y que contaba todavía con muy pocos miem-
bros como para lanzarse a empresas tan dificultosas como la
evangelización del Nuevo Mundo. En aras de una exacta obser-
vancia de la regla jesuítica y para cumplir sus finalidades, la
Compañía de Jesús no debía diseminarse excesivamente ni dejar
que sus teólogos más calificados partieran a las distantes misio-
nes entre los infieles. Se simplifica en demasía el acontecer
histórico cuando se hace derivar exclusivamente de la Contrarre-
forma la expansión mundial de la Iglesia Católica de la Época
Moderna, e igualmente cuando se supone que esa expansión fue
desencadenada por los jesuítas. La reviviscencia y activación de
las fuerzas misioneras en la cristiandad ocurrieron en la Edad
Media tardía, por obra de las órdenes mendicantes, y la reforma
de esos institutos monásticos a fines del siglo xv y comienzos
del xvi reavivó el ardor apostólico en sus comunidades. La
Compañía de Jesús no sólo apareció más adelante, sino que
primero debió fortalecerse internamente y superar fuertes resis-
tencias del gobierno español, antes de poder cumplir su gran
obra evangelizadora en América.
Ignacio de Leyóla y sus continuadores al frente de la orden
tenían claro que sin la venia del monarca español estaban ce-
rrados para la Compañía de Jesús los caminos que llevaban a
las provincias americanas, incorporadas a la corona de Castilla.
Carlos V no había quedado libre de la difundida suspicacia
contra la nueva orden y el joven rey Felipe I I recelaba de los
jesuítas, atacados duramente por los teólogos españoles, por lo
cual no se sentía inclinado a permitir que se instalaran en
los distantes reinos americanos. El Consejo de Indias mantuvo
el criterio de que para la conversión de los indios bastaba
con las cuatro órdenes autorizadas. Excepcionales sospechas
debía suscitar, asimismo, que la Compañía de Jesús planeara
establecerse en el Río de la Plata y Paraguay, donde desde 1551
240
los jesuítas portugueses habían intentado fundar misiones en-
tre los guaraníes, con lo que parecían respaldar en esa zona la
expansión colonial de Portugal en detrimento de la monarquía
española. Cuando en 1555 el recién designado virrey del Perú,
Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, y tres años
después Diego López de Zúñiga y Velasco, conde de Nieva, qui-
sieron llevar en su séquito algunos jesuítas, el Consejo de In-
dias les denegó el permiso.
La actitud de Felipe I I , cuando en 1565 accedió a la petición
del comandante de la flota Menéndez de Aviles, deseoso de
llevar algunos capellanes jesuítas en la expedición que habría
de desalojar a los hugonotes franceses de la Florida, estaba con-
forme con el modo de pensar característico de la Contrarreforma.
Pero hasta junio de 1566 dos padres y un lego no pudieron
reunirse con ia flota, que se había hecho a la vela sin ellos, y
convertirse en los primeros jesuítas que llegaron a América. En
1568 arribaron algunos jesuítas más a la Florida, pero sus in-
tentos de evangelizar a los indios salvajes no se vieron coro-
nados por el éxito. Tres años después dos misioneros alcanzaron
(as palmas del martirio y el año siguiente se abandonó la
misión, al igual que ya en 1557 los dominicos habían debido
suspender su actividad apostólica en la Florida'"'. En 1566
incluyó el Consejo de Indias a la Compañía de Jesús en la
nómina de las órdenes admitidas en América. Felipe I I corres-
pondió al deseo del obispo de Popayán, que quería se permitiera
viajar a algunos jesuítas, y pidió al general de la orden, Fran-
cisco de Borja, enviase a Sudamcrica 20 religiosos. Este, sin
embargo, en un primer momento se limitó a poner ocho padres
a disposición del monarca, y el 1.° de abril de 156S llegaron
los jesuítas a Lima, donde pronto fundaron una casa profesa,
con un colegio. El monarca, empero, al principio se mantuvo
precavido y receloso, e instruyó en 1568 al virrey Francisco
de Toledo para que observara atentamente el proceder de los
jesuítas y lo informara acerca del provecho que podía esperarse
de su actividad, «antes de venir a asentar tan de fundamento
monesterios y casas suyas». Aunque muy afecto de largo tiempo
atrás a la Compañía de Jesús, Toledo se vio envuelto en un
conflicto con los jesuítas del Perú, pues el virrey sostenía infle-
xiblemente el patronazgo regio, mientras que aquéllos defendían
la autonomía eclesiástica y se remitían al derecho canónico'".
A los jesuítas se les planteaba la difícil tarea de encontrar
un método misional compatible, por un lado, con la regla de
su congregación y, por otro, con las condiciones dadas. El gene-
ral de la orden les había preceptuado que tuvieran en Lima su
residencia principal y enviaran a los indios de las cercanías
241
algunos religiosos en calidad de misioneros, a los cuales se les
podía hacer regresar en cualquier momento. Pero en la práctica
pronto se reconoció que una fructuosa conversión de los infieles
era imposible si el misionero no aprendía d lenguaje indígena
particular de una comarca, y por tanto si no permanecía largo
tiempo en su lugar de misión. Esto, a su vez, había de con-
vertir a los predicadores en párrocos avecindados entre los in-
dios, lo que, sin embargo, contravenía la regla de la orden.
En medio de esta pugna de exigencias contrapuestas los jesuítas
desarrollaron, finalmente, su forma de las reducciones.
La Compañía de Jesús recibió pronto en el Perú un nutrido
refuerzo de religiosos y extendió sus asentamientos a distantes
regiones sudamericanas. Se propagó hacia el norte por Ecuador
y Colombia, alcanzó Chile por el sur y, allende los Andes, llegó
4
a Tucumán y Paraguay ". En 1571 Felipe I I accedió a la peti-
ción, reiterada en diversas oportunidades, de permitir el acceso
de jesuítas a México. El 28 de septiembre de 1572 arribó a la
capital virreinal mexicana el primer grupo de 16 jesuítas. A par-
tir de allí, la Compañía de Jesús fundó sus casas y colegios
en todas las grandes ciudades del país. Para el trabajo apostólico
entre los aborígenes, los jesuítas se preparaban estudiando con-
cienzudamente los lenguajes vernáculos. Comenzaban entonces su
labor como predicadores ambulantes en los curatos indígenas ya
existentes y, al igual que otras órdenes, fundaban escuelas para
los hijos de los caciques. A fines del siglo xvi principiaron la
conversión de los indios belicosos c indómitos d d noroeste áe
México y extendieron sus misiones por los territorios de Sonora,
475
Sinaloa y Baja California .
En Portugal, la orden jesuítica había sido decididamente favo-
recida, desde 1540, por el rey Juan I I I , y gracias a ello también
había podido establecerse con mucha mayor rapidez en las
colonias portuguesas. Ya en 1549, con el gobernador Tomé
de Sousa, arribaron los primeros seis jesuítas al Brasil. Su supe-
rior, Manuel de Nóbrega, fue en 1553 el provincial de la recién
fundada provincia jesuítica brasileña, que en 1585 contaba ya
con 142 religiosos. La conversión de los aborígenes del Brasil
fue, en lo principal, obra de los jesuítas. Eran éstos quienes
con mis resolución protegían a los indígenas de los malos tratos
y la esclavización por los colonos. A ello se debió que entraran
en conflicto con los bandeirantes del estado de San Pablo, que
en sus correrías armadas por, el interior brasileño capturaban gran
número de indios y los vendían como esclavos. La lucha entre
jesuítas y bandeirantes es un capítulo impresionante no sólo
en la historia del Brasil, sino d e manera general en la de los
esfuerzos por hacer valer los derechos humanos de los aborí-
242
genes en las colonizaciones europeas. Cuando los jesuitas obtu-
vieron una bula pontificia que, bajo amenaza de excomunión,
prohibía la esclavización de los indios bajo el pretexto que
fuere, una turba se precipitó en el colegio de la compañía y sin
duda habría linchado a los religiosos de no haber intervenido
personalmente el gobernador, que con su guardia palaciega res-
tauró el orden. Los jesuitas, empero, tuvieron que comprome-
terse a no hacer uso alguno de la bula. En San Pablo, el
Senado da Cámara los expulsó de la ciudad (1640), y siguieron
su ejemplo el puerto de Santos y otras localidades. Hasta 1653
74
los jesuitas no pudieron tornar a San Pablo * .
Tras los jesuitas, únicamente se admitió a la orden de los
capuchinos, desprendida de la franciscana, en las misiones de
la América hispánica. Esta nueva orden se dedicó ante todo
a la evangelización de los indios venezolanos. Capuchinos de la
provincia de Aragón llegaron en 1657 como misioneros a la pro-
vincia de Cumaná; cofrades suyos de Andalucía comenzaron
en 1658 su actividad apostólica en las inmediaciones de Caracas;
desde 1682 existió una misión capuchina en la Guayana vene-
zolana, y en 1693 religiosos de esta orden, procedentes de la
provincia de Valencia, emprendieron la conversión de los indios
77
entre el golfo de Maracaibo y el río Magdalena* . Los capu-
chinos no fundaron ningún convento en América: cada provincia
enviaba los misioneros, que tras una actividad de por lo menos
diez años regresaban a la patria. Los primeros capuchinos que
llegaron a Brasil procedían de Francia. En 1654 se establecieron
en Recifc, y desde 1679 se les encontró en Bahía, donde en 1712
se fundó una prefectura de la orden. También se avecindaron en
Río de Janeiro. Numerosos capuchinos de la época posterior
in
eran i t a l i a n o s .
No es posible tratar aquí con mayor exactitud los métodos
y resultados de las misiones, así como la trascendencia general
7
de las órdenes religiosas en el Nuevo Mundo* *. Sobre el nú-
mero de los religiosos da una idea el hecho de que hasta la
muerte de Felipe I I (1598) partieron hacia la América española
un total de 2.200 franciscanos, 1.670 dominicos, 470 agustinos,
300 mercedarios y 350 jesuitas
Aunque de las órdenes mendicantes y la Compañía de Jesús
surgieron en el Nuevo Mundo los más activos y eficientes após-
toles del cristianismo, no debiera identificarse totalmente a los
misioneros con los clérigos regulares. En un comienzo el clero
secular se dedicó ante todo a la organización eclesiástica y la
atención espiritual de los recién llegados europeos, pero a me-
nudo se hizo cargo, asimismo, de los curatos indígenas una vez
que los religiosos hubieran efectuado el primer trabajo misional.
243
En su calidad de curas párrocos de los aborígenes, a los sacer-
dotes seglares les cupo proseguir la impregnación de América por
el espíritu cristiano. No pocos clérigos seculares actuaron direc-
4
tamente como misioneros ".
244
lencia bruta) y el mal ejemplo de los colonos peninsulares. Surgió
así el ideal de crear comunas religiosas en América, sujetas a
la soberanía del rey de España, pero con una vida y una
dirección espiritual ajustadas a los mandamientos de la auténtica
piedad cristiana.
En 1513 Pedro de Córdoba solicitó autorización al rey Fer-
nando para emprender con religiosos dominicos, en la costa ve-
nezolana de Cumaná, frente a las islas Margarita y Cubagua, la
evangelización de los aborígenes, siempre y cuando en ese
territorio no pusieran la planta otros españoles. El rey acogió
favorablemente esa propuesta, sin duda no solamente por estimar
a los padres dominicos y su celo apostólico —como creía Las
Casas—, sino con la esperanza de estorbar en esta forma las
incursiones de los fieros caribes de Cumaná contra la isla Cu-
bagua, incursiones que hasta entonces habían impedido la colo-
nización de la isla por los españoles. La creación de territorios
misioneros aislados y su conquista pacífica, por intermedio sola-
mente de la prédica evangélica, podían parecer ventajosas tam-
bién desde el punto de vista de la política colonial del Estado.
Fernando prometió a Pedro de Córdoba un considerable apoyo
financiero para el equipamiento de su expedición misional y
prohibió a todos sus subditos que se dirigieran a la mencio-
nada provincia de Cumaná Tres religiosos de Santo Domingo
se trasladaron a la costa venezolana, pero dos de ellos fueron
martirizados después que un barco español, pese a la interdic-
ción real, tocó la costa y sus tripulantes cautivaron varios abo-
rígenes como esclavos. En el ínterin Pedro de Córdoba preparó
una expedición mayor, a cuyo frente se puso y en la cual lo
secundaron dos observantes franciscanos provenientes de Flan-
des, los cuales sostenían con igual fervor la idea de establecer
misiones aisladas de los asentamientos españoles. A fines de 1515
los misioneros se hicieron a la mar hacia Cumaná.
La idea apostólica de Pedro de Córdoba encontró una buena
acogida en el regente, cardenal Cisneros, quien en 1516 auto-
rizó y respaldó a dos franciscanos pkardos para que partieran
hacia una isla o provincia americana no colonizada por espa-
ñoles. Cisneros reiteró también a los navegantes españoles la
severa prohibición de que tocaran los territorios de misión en
Venezuela. No cesaron, sin embargo, las incursiones de merca-
deres peninsulares con el objetivo de trocar perlas o secuestrar
aborígenes, y la cólera de los indios solía volcarse contra los
misioneros, tratados como cómplices de los atropellos cometidos.
Un sacerdote y un lego fueron martirizados. Los dominicos y
franciscanos debieron abandonar sus misiones. No se había po-
dido convertir a esos territorios costeros sudamericanos en una
reserva misionera, a la cual, según la petición de Pedro de
245
Córdoba, sólo se enviaran predicadores capaces de introducir
primeramente allí la fe cristiana *°.
La fundación de misiones marginadas de los asentamientos
españoles se había vuelto entonces el gran anhelo de Bartolomé
de las Casas, quien mantenía una relación personal con Pedro de
Córdoba y había sido comisionado por éste para patrocinar en
la corte española los planes misionales sobre Cumaná. En los
decenios siguientes, hasta su fallecimiento en 1566 a muy avan-
zada edad, Las Casas no cesó de denunciar los crímenes, bruta-
lidades y despojos de que los españoles hacían víctimas a los
indios. No cejó tampoco en la lucha por un cambio del sistema
colonial hispánico, que calificaba de injusto e incompatible
con la conciencia cristiana. Este sistema colonial, fundado en la
conquista marcial de los países recién descubiertos y en el sojuz-
gamiento violento y continuo maltrato de sus aborígenes, con-
tradecía la tesis sustentada por Las Casas sobre la igualdad
de todos los hombres ante el derecho divino y el natural. Es-
cribió, por ejemplo; «Las leyes y reglas naturales y del derecho
de las gentes [son] comunes a todas las naciones, cristianos y
gentiles, y de cualquiera secta, ley, estado, color y condición
4
que sean, sin una ni ninguna diferencia» ". Esta idea cristiana
de la igualdad, puso de manifiesto Las Casas, sólo se podía rea-
lizar mediante la prédica sin estorbo de los Evangelios y la
fundación de comunidades misionales. El orden societario ideal
del mundo colonial había de ser el estado misionero. En este
sentido Las Casas, en palabras de Marcel Bataillon, fue «un
hombre cuyos actos cambiaron el curso de la historia de Amé-
m
rica» .
Como experimento de conquista pacífica de América mediante
la predicación evangélica consideró Las Casas el apostolado en
el territorio selvático de Guatemala —poblado por tribus de
indios salvajes— que los españoles evitaban y al que habían
dado el nombre de «Tierra de Guerra». Los dominicos no
comenzaron esa obra misional ya en 1537 y 1538, como se
acepta en general fundándose en una tradición, sino en 1542,
luego que Las Casas obtuviera en la corte española la anuenda
4
y socorro necesarios **. Condición previa para la empresa eran
las reales cédulas que prohibían estrictamente a los españoles la
entrada al territorio misionero. El deseo de los dominicos con-
sistía en poder dedicarse a su obra apostólica durante quince
años sin interferencias. Cuando los indios estuvieran suficiente-
mente adoctrinados en la fe cristiana y supieran hacer uso de
su libertad, podía inducírseles paulatinamente a tener trato con
los españoles. La reserva misionera, pues, no debía mantenerse
perpetuamente aislada de los asentamientos europeos. Se la
había concebido como provincia educativa o formativa de ios
246
aborígenes, a quienes se prepararía allí para un modo de vida
moral y cristiano. La dificultad consistía en inducir a los indios,
sin el concurso de los españoles, a efectuar actividades econó-
micas. Algunos legos podían prestar una ayuda eficaz a los
misioneros. Como autoridades seculares se debía mantener a los
caciques, que ejercerían sus facultades como hasta entonces,
pero reconociendo la soberanía del rey de España. Conforme
a Jos principios de Las Casas, había que dejar incambiadas
squellas costumbres e instituciones aborígenes que se eviden-
daran como buenas y de provecho.
Para promover la evangelización en la Tierra de Guerra, Las
Caras aceptó la dignidad que se le ofreciera de obispo de Cbia-
pas, cuya diócesis abarcaba ese territorio misional. En su viaje
de inspección de 1545 pudo persuadirse de los éxitos logrados
en el trabajo apostólico y experimentar una jubilosa acogida de
los neófitos. A propuesta suya, el príncipe Felipe dio a la hasta
entonces «Tierra de Guerra» el nombre de Verapaz, la tierra
de la verdadera paz. Pero ésta fue de escasa duración. El ais-
lamiento del territorio misional despertaba la enconada resis-
tencia de los colonos vecinos, y al penetrar éstos en Verapaz
se suscitaban revueltas indígenas que daban por resultado el
martirio de misioneros y serios retrocesos en la obra apostólica.
No se debe hablar, empero, de un intenso tottil de la misión
de Verapaz, La idea de una evangelización e ilustración pací-
ficas de los indígenas, intentada con evidentes logros iniciales
en Verapa2, perduró a lo largo de todo el período colonial.
A la misión de Verapaz se la denominó también «Nueva
Jerusalén», Los evangelizadores, al dirigirse al mundo recién
descubierto en ultramar, se sentían como los continuadores di-
rectos de los primeros apóstoles. En número de doce religiosos
se trasladaron los primeros franciscanos, y luego los dominicos,
al México conquistado por Hernán Cortés. Los misioneros de
las órdenes mendicantes reformadas, sobre las cuales había ad-
quirido ascendiente Erasmo, no sólo procuraban la evangelización
de los infieles, sino que vivían en la esperanza de que de las
nuevas comunidades cristianas emanaría una renovación general
de la Iglesia Romana. Se encontraban en América con hombres
que, en la simplicidad y naturalidad de sus vidas, parecían
estar próximos al espíritu y las formas del cristianismo primi-
tivo. Los monjes, llenos del anhelo por una nueva Jerusalén,
experimentaban una sorprendente coincidencia entre la idea y
k realidad. Veían a los indios como hombres modestos, pobres
y sencillos, que se habían mantenido exentos de las vanidades
de este mundo y de la apetencia por riquezas terrenales.. Estos
aborígenes se les presentaban como pacientes, benignos y su-
misos, como seres de una inocencia edénica, anterior al pecado
247
oiiginal de Adán. Para tales hombres apenas podían alzarse
obstáculos en el camino hacia la salvación eterna; el Reino
de los Gelos, en verdad, parecía estarles destinado. ¡Qué des-
comunal antítesis formaban con ellos los viejos cristianos de
Europa, que en su afán de opulencia y de riquezas cometían
cualquier tropelía y perdían sus almas í Esta visión de los esco-
gidos indígenas se encuadraba en un esquema histórico. La
Iglesia apostólica en la Antigüedad había llegado a su fin con
el emperador Constantino. Ahora se renovaría en los países
encontrados allende el océano, donde, según las concepciones
contemporáneas, había estado también el paraíso bíblico. El
retorno a la pobreza y la frugalidad apostólicas, que los monjes
mendicantes habían predicado infructuosamente en Occidente
desde hacía tres siglos, podía encontrar su realización en el Nue-
vo Mundo, consumándose así el renacimiento cristiano.
La concepción según la cual la masa de los indios estaba
llamada a convertirse en la «cristiandad mejor y más sana» del
mundo entero se vio fortalecida aún más por la idea del buen
salvaje, tal como se difundía en la época. Es característico, ade-
más, que se viera en la Utopía de Tomás Moro el cuadro
ideal de una empresa misionera y colonial. El primer obispo
de México, el padre franciscano Juan de Zumárraga, tenía entre
sus libros un ejemplar de la Utopía. Por mediación suya el
oidor de la Audiencia de México, Vasco de Quiroga —que en
1537 quedó al frente del recién instituido episcopado de Mi-
choacán—, se familiarizó con el sueño del gran canciller inglés
sobre la comunidad ideal en una isla afortunada. Vasco de
Quiroga consideraba a los indios, que andaban descalzos y eran
humildes y sobrios al igual que los primeros apóstoles, como
tablas rasas, seres blandos como la cera, con los que se podría
formar una humanidad verdaderamente cristiana. Fundó primero
un asentamiento indígena modelo en las inmediaciones de la
ciudad de México y lo denominó Santa Fe. El misionero encar-
gado de la ejecución del proyecto escogió dos docenas de indios
cuidadosamente adoctrinados. Toda la tierra pertenecía a la
comuna aldeana. Cada comunero debía aprender algunos oficios
artesanales. Los jóvenes, sin excepción, debían ocuparse en pri-
mer término en el cultivo de la tierra. El trabajo manual
estaba limitado a seis horas diarias. El resto del tiempo se
empleaba en la edificación espiritual y las reuniones cultúrala.
Cuerpo y alma debían formarse simultanea y armónicamente, y
se procuraba preservar la unidad de la persona frente a la acti-
vidad excesivamente especializada. Estaba preceptuado un modo
de vida sencillo, prohibidas la ostentación superflua y las modas
caprichosas en el vestido. El jefe de familia ejercía un gobierno
patriarcal sobre el núcleo familiar. La autoridad máxima en
248
las comunas indígenas estaba en manos del sacerdote español.
Como obispo de Michoacán, Quiroga fundó otras comunidades
aborígenes con arreglo a ese modelo.
La mística franciscana imaginaba el Nuevo Mundo como
ámbito del reino milenario anunciado en el Apocalipsis, reino
que frailes e indios realizarían. Las profecías de Joaquín de
Fiore sobre el comienzo de una era monástica del Espíritu Santo
perduraban en ios medios «espirituales» de la orden de San
Francisco y debían cumplirse entre los indios, que, según se
afirmaba, descendían de una estirpe angélica. Estas utopías
se entremezclaban con exigencias de justicia social para los abo-
rígenes, las cuales serían satisfechas por el Mesías en su segundo
advenimiento. Esta interpretación mística del sentido y del ob-
jetivo final de la colonización española en América se encuentra
ante todo en los escritos del franciscano Gerónimo de Men-
487
ta .
Conceptos de esta índole, inspiradores de la misión entre los
indios, pretendían imprimir un nuevo viraje a la historia colo-
nial entera. Si el hecho de la redención había de realizarse
a través de los aborígenes americanos, entonces los conquista-
dores y colonos europeos no debían interferir en ese aconte-
cimiento. Ahora bien, parecía evidente que los españoles signi-
ficaban la ruina para los indígenas. «Donde quiera que ovicren
españoles ha de ser carncsccría y sepultura de los desventurados
,!í
indios» . Para sustraer a los indios de la corruptora influen-
cia de los españoles, debía aislárseles en territorios misioneros
especíales. No era posible una convivencia justa entre pobla-
dones tan heterogéneas.
Podía deducirse, incluso, que el asentamiento de los espa-
ñoles en América no era esencial para el servicio de Dios y
la prosperidad de la monarquía hispánica. De no haber emi-
grado tantos españoles, los indios tendrían menor cantidad de
malos ejemplos y aceptarían de mejor grado el cristianismo, con
lo cual la autoridad real veríase menos amenazada por las rebe-
liones. A juicio de Mendieta, el asentamiento de españoles en el
Nuevo Mundo sólo era admisible por tres razones: para la segu-
ridad militar contra insurrecciones o la invasión de piratas, para
la explotación de comarcas deshabitadas e incultas y para que
los españoles vagabundos se hicieran sedentarios en lugares
importantes desde el punto de vista militar y comercial'"*. Los
religiosos se comprometían a conservar, merced exclusivamente
I su apostolado cristiano, el imperio indiano español en un
orden sosegado y civilizado, y entendían que la autoridad del
virrey bastaba para mantener a los misioneros dentro de los
Imites que se les fijara. En estas sus aspiraciones chocaban
con la resistencia más decidida de la burocracia estatal, y se
249
quejaban amargamente de la ojeriza que contra ellos sentían los
letrados de las audiencias y del Consejo de Indias. Considera-
ban vergonzoso que, representando ellos la gravedad y dignidad
del estado eclesiástico, en vez de preferir sus opiniones se
optara por «el parecer o querer de un pobre licenciado, porque
m
estudió dos maravedís de leyes en Salamanca» . En los círculos
de los colonos se acusaba a los monjes de afán de poder y de
querer poner el país al servicio de sus particulares intereses,
para fundar así un imperio eclesiástico. Los franciscanos, se
decía, tramaban expulsar de las Indias a los colonos y permitir
tan sólo un tráfico comercial de los españoles con los territorios
americanos. Aspiraban a erigir un estado teocrático, en el que
los monjes dispusieran a su antojo de los habitantes del Nuevo
Mundo y al rey español sólo le restara la soberanía y determi-
nadas rentas. Los misioneros, a su vez, no se reservaban su
juicio condenatorio sobre los colonos españoles. Escribía el fran-
ciscano Juan de Torquemada que si Dios toleraba a los espa-
ñoles en este país y los mantenía en paz y sosiego, ello ocurría
con miras a la instrucción religiosa y el perfeccionamiento
de los indios, y que si esto faltaba todo se perdería y aca-
baría, porque sin esta preocupación por las almas todo Jo
demás es codicia, pestilencia y laceria del mundo*'. La corona
española, por mucho que apoyara la obra evangélica, en modo
alguno deseaba que en las Indias surgieran estados misioneros
ampliamente autónomos y procuraba equilibrar las fuerzas con-
trapuestas. Los misioneros de las órdenes mendicantes experi-
mentaron los límites y trabas que se ponían a su actividad, y
su desengaño se exteriorizó en sentimientos de resignación o en
el deseo de regresar a España.
Pero la idea del estado misionero pronto debía encontrar, en
circunstancias especialmente favorables, su cumplimiento en lai
reducciones jesuíticas. Tras los primeros intentos apostólicos en
el barrio limeño de Santiago del Cercado y en el poblado
indígena Huarochírí de la Sierra, los jesuítas se hicieron cargó
en 1576, como primer asentamiento misional permanente, de loa
tres curatos indígenas del pueblo de Juli, a orillas del lago
Titicaca. La casa profesa en que vivían era al mismo tiempo
un colegio en el que los futuros evangelizadores recibían ta
formación y aprendían los idiomas indígenas. Al margen de la
cristianización de los aborígenes mediante prédicas, festividades
eclesiásticas e instrucción escolar, los padres se esforzaban pot:
fomentar la prosperidad material de sus feligreses, para lo cutí;
difundían adelantos técnicos. En sustitución del trabajo agota-;
dor de mullir la tierra con un bastón de cavar, los indios apresa
dían a arar y a uncir bueyes. La construcción de un molino
reemplazaba la engorrosa tarea de triturar el cereal con ameba;
250
de mano. Las experiencias realizadas en la misión de Juü sir-
vieron de acicate y modelo para la fundación de las reducciones
jesuíticas posteriores. De Juli procedía el padre Diego de
Torres Bollo, que en 1610 fundó la primera misión jesuítica
ea Paraguay **.
A petición del obispo de Tucumán los jesuitas extendieron,
desde 1586, su apostolado a los países del Plata, en los que
Córdoba se convirtió en sede de una residencia jesuítica. El
obispo de Asunción invitó a los padres a Paraguay. En 1588
el gobernador y el vecindario recibieron solemnemente a los tres
primeros jesuitas. Como misioneros itinerantes, estos sacerdotes
recorrían, predicando y bautizando, extensos territorios de los
indios, pero tales misiones nómadas no podían tener ningún
éxito duradero. Esta situación se modificó, sin embargo, cuando
en 1604 se fundó la provincial jesuítica del Paraguay y en
1607 arribó Diego de Torres, como provincial, acompañado de
12 religiosos. El gobernador de Paraguay, Hernandarias, que ya
había patrocinado la fundación de misiones franciscanas en la
provincia de Paraná y comprobado los buenos logros de esas
reducciones al visitarlas personalmente, informó al rey sobre
d valor político de tales puestos misionales avanzados y soli-
deo en 1609 al provincial jesuíta Torres, con expresa aproba-
tíón real, que enviara evangelizadores a la provincia de Guaira,
en el actual estado brasileño de Paraná, para proteger a los
indios comarcanos de los esclavistas portugueses y abrir una
salida hacia el Atlántico en esas regiones. Otros jesuitas debían
emprender la obra misional al norte de Asunción, para asegu-
rar, medíante la pacificación de los bárbaros guaicurúes, las
comunicaciones con el Perú a través del Chaco. Las autoridades
estatales se valían del celo misionero de los jesuitas para some-
ter tribus indias indómitas y tomar posesión efectiva de regiones
apartadas. El llamado estado jesuítico del Paraguay no surgió
pon iniciativa de los jesuitas.
.Los dos religiosos enviados por Torres a Guaira fundaron
ea 1610, a orillas del Paranapanema, río que hoy separa a los
estados brasileños de San Pablo y Paraná, las misiones de
Lareto y San Ignacio. Otros jesuitas siguieron sus huellas, y
bada 1628 existían en Guaira 13 reducciones con un total de
más de 100.000 indios. Los bandeírantes paulisras, que en sus
correrías por el interior brasileño cautivaban indígenas para
;?enderlos como esclavos, pronto pusieron en peligro esas mi-
éones. Las incursiones contra las mismas eran particularmente
¿entables, ya que los bandeírantes podían capturar de una sola
| s grandes cantidades de esclavos y obtener por esos indios,
ija. habituados al trabajo y civilizados por los jesuitas, un precio
mucho mayor que por los salvajes de las selvas. Entre 1628
251
y 1631 deben de haber sido aproximadamente 60.000 los in-
dios de las reducciones, ya convertidos al cristianismo, que
fueron cautivados y luego vendidos en los mercados brasileños
de esclavos. Se saqueaba y reducía a cenizas las colonias; sólo
las de Loreto y San Ignacio, favorablemente situadas, pudieron
mantenerse. Como a la larga era imposible conservar esos pues-
tos avanzados, los jesuitas evacuaron sus misiones, navegaron
bajando el Paraná con 10.000 indios, en botes y almadías, y
aquejados de duras privaciones y con grandes pérdidas marcha-
ron hacia el sur, donde los recibieron en las reducciones jesuí-
ticas de la actual provincia argentina de Misiones, entre el Alto
Paraná y el Alto Paraguay. Tras la evacuación de las reduc-
ciones jesuíticas de Guaira, tampoco era ya posible mantener
las cercanas ciudades españolas Ciudad Real del Guaira y Villa
Rica, por lo cual sus habitantes las abandonaron (1632). Con
esta retirada, la monarquía española perdió un dilatado territorio
a manos de los portugueses.
Infructuosos fueron los esfuerzos evangélicos de los jesuítas
entre los guaicurúes chaqueños, que no se dejaban inducir a
vivir juntos en poblaciones ni a ejecutar cualesquiera trabajos.
Por el contrario, los jesuitas lograron extender su apostolado
hacia el este, allende el río Uruguay, en los actuales Río Grande
del Sur y República del Uruguay. Las reducciones por ellos
fundadas alcanzaron hasta un punto situado tan sólo a 200 ki-
lómetros de la cosía atlántica. Pero también en esa región
debieron replegarse bajo los ataques de los portugueses. Poco
respaldados en su lucha defensiva, organizaron ellos mismos la
resistencia, armando a los indios de sus reducciones. Un lego
de la orden y veterano de las guerras de Flandes, Domingo dff
Torres, instruyó militarmente a los guaraníes, y cuando en 1641
una fuerte brigada compuesta de 400 paulistas y varios miles de
auxiliares indígenas atacó nuevamente en la zona comprendida
entre los ríos Uruguay y Alto Paraná, sufrió una aplastante
derrota en Mbororé, en encarnizados combates sin cuartel. Por
muchos años no volvieron los bandeirantes. En lo sucesivo las
misiones jesuíticas se concentraron en un espacio que comprendía
el sur del Paraguay, la provincia de Misiones y, al otro lado
del río Uruguay, parte del Brasil actual. Otro territorio misional
estaba situado al sur del Chaco, donde las misiones, particu-
larmente a orillas del Río Salado, se extendían desde Santa
Fe hasta Salta.
Los llamados estados misioneros, que comprendían las reduc-
ciones de un territorio dotado de un amplio espacio económico,
no se desarrollaban al margen de la esfera de la administración
colonial española ni en contradicción con el sistema de gobierno
de la corona. A las autoridades coloniales se les indicaba, por
252
medio de reales órdenes, que prestaran a los jesuítas todos los
auxilios posibles para la creación y afianzamiento de la reduc-
ción, y ellas mismas estaban interesadas en el fomento de la
obra colonizadora. Este interés estatal por la propagación de
las reducciones jesuíticas se mantuvo hasta mediados del si-
glo xviii. Surgió así en 1740, por ejemplo, la reducción de San
Francisco Javier, a orillas del Paraná, cerca de Santa Fe. Los
habitantes de esta ciudad padecían las incursiones de los indios
mocobíes, quienes asesinaban a los españoles en los campos, o
en los ranchos de las afueras, y se llevaban el ganado. Poco
éxito tenían las expediciones de escarmiento, pues los indios
se replegaban hacia selvas intransitables. Como los españoles
veían que para protegerse de los bárbaros chaqucños eran in-
eficaces los recursos militares, quisieron guardarse de ese peligro
mediante el apostolado pacífico de los jesuítas, que por su
parte se habían ofrecido para la tarea. El comandante de la
dudad se manifestó de acuerdo con la idea de fundar una
reducción jesuítica cntte los mocobíes y quiso, conforme a lo
preceptuado por una real orden, escoltar a los misioneros con
un destacamento armado hasta sus lugares de actividad, lo que,
sin embargo, aquéllos no aceptaron. Sin el consentimiento de
las autoridades estatales no podía manifestarse el celo misionero
de los jesuítas.
Las reducciones tampoco surgieron por la libre apropiación de
tierra laborable, pero incultivada, por parte de los jesuítas. El
gobernador de la provincia adjudicaba a la orden un predio
de determinada superficie, que un representante suyo transfería
a los padres según el ceremonial al uso, y prestaba ayuda para
que se construyera la misión. Sin duda, las reducciones disfru-
taban de una amplia autonomía administrativa y aspiraban a
una existencia separada: a los colonos españoles les estaba ve-
dado el ingreso al territorio misionero y no se repartían los
indios de la reducción a los encomenderos ni se les obligaba
a trabajar para los españoles. Pero, con todas esas libertades y
fueros, las reducciones jesuíticas no dejaron de estar sometidas
a los gobernadores provinciales, que eran solemnemente recibi-
dos en las misiones y confirmaban los nombramientos a los ca-
bildos de las mismas. No constituían un estado dentro del
Estado; no eran soberanas en su relación con el exterior ni
ejercían en lo interno una potestad mayestática de mando y
coerción, de suerte que son equívocas las denominaciones como
'«estado misionero» y «estado jesuítico del Paraguay». Puede
hablarse, a lo sumo, de una tendencia de las reducciones a con-
vertirse en formaciones paraestatales. La dependencia de estas
misiones se pone de manifiesto en los numerosos conflictos de
los jesuítas con las autoridades locales y los colonos vecinos,
253
que tras la pacificación de ios aborígenes bárbaros en las reduc-
ciones codiciaban como fuerzas de trabajo a esos indios mansos
y, por motivos económicos y políticos, se volvieron acérrimos
enemigos de los jesuítas. La expulsión de éstos en 1767 fue
un acto ejecutivo intraestatal, adoptado por las autoridades com-
petentes, y no por cierto una invasión de territorio extranjero,
£1 plan de una reducción jesuítica se ajustaba a un esquema
rígido, que difería de los poblados indígenas erigidos por la
corona u otras órdenes misioneras. La amplia plaza mayor no
era el centro de la población, sino que por un lado la cerraban
la iglesia, la casa parroquial y los edificios de los administra-
dores. En los otros tres lados de la plaza se levantaban las
alargadas viviendas de los indígenas, con el lado más prolongado
vuelto hacia la plaza, dispuestas a espacios regulares y sepa-
radas por calles longitudinales y transversales.
Para la administración de las reducciones estaban vigentes las
disposiciones legales generales, y en particular las contenidas
en las «Ordenanzas» de Francisco de Alfaro para las comuni-
dades indígenas de las provincias de Paraguay y el Río de la
Plata. Tal como era usual en las ciudades hispánicas, se desig-
naba un cabildo, compuesto de dos alcaldes, dos regidores y
algunos otros funcionarios. Las elecciones para estos cargos
las efectuaba en los primeros días de cada año el cabildo an-
terior. El clérigo de la localidad verificaba, con antelación, la
lista de las personas propuestas y estaba facultado legalmente
para excluir de ella los candidatos que le parecieran inadecuados
y sustituirlos por otros. Junto al cabildo, los jesuitas conser-
vaban el cargo y la dignidad de los caciques, de los que había
varios en una reducción porque los indios provenían general-
mente de diversas comunidades tribales. El verdadero gobierno
:
—absoluto, por otra parte— estaba, empero, en manos de los
jesuitas. Estos sacerdotes, mediante su autoridad espiritual como
misioneros y pastores de almas, regían la vida de la reducción
hasta en los asuntos menores y más privados y ejercían sobre
los aborígenes un dominio patriarcal.
El sistema económico de las reducciones jesuíticas ha de
caracterizarse de colectivismo agrario, en el cual, sin embargo,
no faltaba por entero la propiedad privada. La mayor parte
del suelo era tierra comunal, y para su labranza cada indio
debía trabajar de dos a tres días por semana. El producto de
la cosecha obtenida gracias a este trabajo comunal se alma-
cenaba en graneros y servía para el pago del tributo real, el
mantenimiento de la iglesia y de sus instituciones y el cuidado
de huérfanos, viudas e imposibilitados de trabajar. Los jesuítas
empleaban los excedentes agrícolas en un amplísimo comercio.
De la tierra restante se adjudicaban a las diversas familias qui-
254
ñones o dulas para su propio uso, de modo que cada familia
se procurara un sustento suficiente y lo más parejo posible.
Esas parcelas, sin embargo, no eran propiedad hereditaria: se
las cedía en usufructo y :tl morir el cabeza de familia recaían
en la comunidad. A los hijos casados les adjudicaban tierras
labrantías aparte. Los productos que excedieran de las necesi-
dades familiares se podían enajenar a través del trueque. La
vivienda constituía una propiedad vitalicia, pero no hereditaria,
y el mobiliario, ciertamente muy modesto, era de propiedad
personal. Los jesuítas introdujeron además los oficios impres-
dndibles y crearon grandes empresas artesanalcs, dotadas de
talleres públicos. Promovieron también las artesanías, con vistas
a la ornamentación de las iglesias. El ejercicio privado del
artesanado era raro y se reducía, por lo general, al hilado de
algodón por las mujeres.
El mantenimiento de grandes comunidades indígenas y el as-
censo en el nivel de vida de esas poblaciones primitivas reque-
rían una actividad laboral regular, a la que poco acostumbrados
estaban los guaraníes agricultores y nada los cazadores, pesca-
dores y recolectores, de vida nómada. Estos hombres vivían
para el día de hoy y no se preocupaban por el mañana. Así
como les faltaba el estímulo para ocuparse previsoramente de
su subsistencia, también les era extraño todo afán de ganancia
que pudiera moverlos a una mayor producción de bienes. Toda
ayuda económica ajena depende, no obstante, de un aumento
de la propia prestación laboral por parte de la población res-
pectiva. Los jesuítas procuraron resolver este problema de des-
arrollo no por medio de medidas coercitivas, sino por una
educación gradual de los indígenas. Los padres se servían para
ello del impulso lúdico, innato en el hombre. El jesuíta alemán
Paucke se dedicó, como él nos relata, a modelar ladrillos de
adobe e hizo que los indios lo. observaran. Invitó a uno, luego
a otro, a que también probaran y lo ayudasen, pero los aborí-
genes se disculparon diciendo que no se animaban o que eran
muy holgazanes. Paucke, adrede, hizo entonces algunos ladrillos
defectuosos y le preguntó a un indio si no podría remedar unos
como ésos. Aquél respondió que para él eso no presentaba difi-
cultad, y se esmeró por moldear ladrillos mejores.
De manera análoga procedió Paucke para hacer que los indios
araran. Seguido por una multitud de ellos fue al campo, unció
los bueyes y comenzó a arar, luego de pedir a los presentes
que reparasen bien en lo que hacía. Después de haber labrado
algunos surcos sin esmerarse mayormente, invitó a los indios a
que probaran también, pero le respondieron: «Padre, sigue tra-
4
bajando, lo haces bastante bien» ™. Por último, uno tomó el
arado y comenzó a dar reja. Paucke lo encomió, instó a los
255
demás indios a que Jo imitaran y cabalgó de vuelta a ia misión.
A su regreso, al cabo de cierto tiempo, pudo comprobar que
los indígenas habían arado muy poco. Ai igual que los niños,
pronto perdían el gusto por el juego y dejaban las cosas a
medio hacer. Era necesaria mucha paciencia y habiüdad pot
parte de ios misioneros para corregir tales situaciones.
Se b.3 reprochado a los jesuitas que mantenían a sus prote-
gidos en una minoría permanente y que no los inducían a
pensar y obrar por su cuenta. Tal crítica debiera tener pre-
sentes la índole y disposición de los indios respectivos y el
grado de su ductilidad en el período más o menos dilatado
que vivieron bajo la dirección de los jesuitas. El padre Cardiel
escribió en 1758, resignado, que desde ciento cuarenta años atrás
luchaban los jesuitas a ese respecto, pero que poco habían
mejorado las cosas, y que mientras los indios no sobrepasaran
<M
el entendimiento de los niños nunca se produciría tal mejora .
En Brasil, el jesuita Manuel de Nóbrega comenzó de la si-
guiente manera: reunió unos 200 indios y les construyó vivien-
das. El adoctrinamiento religioso de los aborígenes y la educación
cristiana de sus hijos se vieron enfrentados a la dificultad de
conseguir el diario sustento para la comunidad cristiana recién
fundada. Las limosnas de los colonos y algunos socorros pres-
tados por las autoridades eran insuficientes. AI principio los
jesuitas adquirieron algunos esclavos indios y negros, a quienes
se Jes hacía cultivar la tierra e ir de caza y de pesca. Pronto,
sin embargo, dejaron de mantener sus misiones por medio del
trabajo esclavo y adoptaron el sistema de las reducciones. Se
reunía a determinado número de indios en un asentamiento
aldeano. Los padres se hacían cargo de la tutela religiosa y
económica de esta comunidad. Inducían a los indios a la acti-
vidad artesanal y agraria. El adoctrinamiento espiritual y el tra-
bajo físico alternaban conforme a un plan fijo. Al romper el
día, la campana llamaba en primer término a las muchachas,
para que se les instruyera en la religión cristiana. Luego se les
enviaba a hilar y tejer. Tocaba el turno ahora a los muchachos,
a quienes durante dos horas se les enseñaba a leer, escribir y
la religión. Después tenían que pescar y cazar o procurar el
sustento de alguna otra manera. Los adultos, que de mañana
debían trabajar la tierra, por la tarde eran convocados a cam-
panadas para la instrucción religiosa.
Durante mucho tiempo se creyó haber encontrado el modelo
de las reducciones jesuíticas en teorías políticas europeas, en la
República de Platón, en la Utopía de Tomás Moro, en la Arca-
dia de Sidney o La Ciudad del Sol de Campanella. Hoy se
tiende a la hipótesis de que estas ideas utópicas de reforma
estatal las estimularon los informes procedentes de América, en
256
particular los referidos al estado socialista de los incas. Los
jesuítas, a no dudarlo, adoptaron en sus reducciones viejas
estructuras y costumbres de los indios, pero su sistema no se
desarrolló según un plan fijo, sino que se formó paulatinamente,
fundándose en la práctica de sus actividades apostólicas. Las
reducciones jesuíticas se insertan en la tradición de los asenta-
mientos misioneros aislados, que en América se remonta hasta
Pedro de Córdoba; estuvieron sometidas al influjo de los prin-
cipios que inspiraban Ja legislación colonial española y adqui-
rieron su forma peculiar merced al racionalismo y el sentido
5
de la organización característicos de la Compañía de J e s ú s " .
El llamado estado jesuítico, que hizo ampliamente conocido
en Europa el nombre de Paraguay, en modo alguno fue la única
formación de esta índole en América. Reducciones similares
fundaron los jesuítas en otros territorios marginales y de difícil
acceso, situados en la ancha tierra de nadie por la que corría
la fluctuante frontera con el Brasil portugués, desde Ecuador
hasta Uruguay. En la tierra baja tropical al oriente de Quito
se extendía el estado misionero de Maynas, que abarcaba miles
de kilómetros cuadrados. Otro territorio jesuítico de misión
estaba en el territorio de la sabana tropical al norte de Bolivia,
en la región del río Mamoré. Al este de Santa Cruz de la Sierra
establecieron los jesuítas sus reducciones entre los chiquitos.
Todas estas mjsiones estaban organizadas al igual que el «es-
tado jesuítico» del Paraguay. A todas ellas les es común,
asimismo, el que los jesuítas en su actividad económica se
adaptaran a las condiciones de vida imperantes entonces entre
los indios, y también el que con las milicias indígenas organi-
zadas por ellos resistieran las irrupciones de los bandeirantes
portugueses **. Por último, los jesuítas erigieron de manera aná-
loga un estado misionero en el noroeste de México, donde las
campañas de los españoles contra las bárbaras tribus indígenas
no habían deparado éxitos duraderos. Sus reducciones se exten-
dían por las provincias de Sonora y Sinaloa y avanzaban hasta
la frontera de Arizona. También quedó incluida en su territorio
7
misional la península de California* .
De este modo, en virtud del apostolado jesuítico surgieron
comunidades indígenas de gran extensión territorial y rígida-
mente organizadas, que bajo una autoridad eclesiástica desarro-
llaban una vida separada. Las circunstancias específicas de la
colonización hispano-portuguesa y las energías operantes en la
Compañía de Jesús, de fundación reciente, dieron por resul-
tado formaciones históricas que se desenvolvieron más allá de
lo que, en un principio, se había proyectado. Los jesuítas, tras
algunas vacilaciones, habían comenzado a participar en la misión
evangélica en el Nuevo Mundo y desenvuelto gradualmente
257
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258
sus peculiares métodos apostólicos. Creaban, de esta suerte, co-
munidades que tendían a la autonomía política y la autarquía
económica, y la conciencia de poder, el afán de dominio, segu-
ramente no podían ser ajenos a sus éxitos. Era ineludible que
se les considerara sospechosos de querer fundar un imperialismo
teocrático y como una amenaza para ei ordenamiento estatal
y social del Nuevo Mundo. El virrey de Nueva España, Revilla-
gigedo, inculpó a los jesuitas de querer conservar para siempre
su dominación despótica sobra los neófitos. Entre los colonos se
podía oír que no sólo había que despojar a los jesuitas sus
valiosas tierras, sino expulsarlos totalmente del país. En un fo-
lleto del primer ministro portugués Pombal (Relacao abbrevia-
da), publicado en 1757, se compendian todas las acusaciones
contra los jesuitas. Se afirma allí, incluso, que so capa de
la difusión del Evangelio, en Paraguay han fundado un reino
soberano. De las obras polémicas contra el estado jesuítico del
Paraguay, la que alcanzó la difusión más amplia fue la leyenda
sobre el presunto ex jesuíta el rey Nicolás I. Su «biografía»,
que salió a luz por primera vez en 1756 y que probablemente
se debe a la pluma de Pombal o se redactó por su iniciad va,
debía constituir la prueba de que los jesuitas acariciaban la
idea de fundar un estado propio en el corazón de Sudamérica.
Esta Histoire de Nicolás I. Roy du Paraguay, et Empereur des
Mámelas en pocos años se tradujo al italiano, holandés y espa-
ñol y fue muy bien acogida por los adversarios de los jesuitas
ín Europa. La investigación histórica moderna ha demostrado
la inconsistencia de esta leyenda.
d) La Inquisición
259
ejercieron el cargo de comisarios de la Inquisición, hasta que
en 1535 se designó inquisidor general apostólico al primer obis-
po de México, y se le encomendó que organizara un tribunal
del Santo Oficio. No se constituyó éste, en realidad, hasta 1571.
También en otras comarcas americanas cupo a los obispos,
en un primer momento, el desempeño de las funciones inquisi-
toriales. En 1570 Lima se convirtió en sede de un tribunal
;
del Santo Oficio, y un tercero de estos organ smos, competente
para los arzobispados de Santa Fe de Bogotá y Santo Domingo,
se creó en 1610 en Cartagena. Diversos planes de erigir tribu-
nales de la Inquisición en otras ciudades no llegaron a la
etapa de la tcalización. Cada tribunal se componía de dos
inquisidores, un fiscal, un secretario, tin contador, un alguadl
y algunos otros funcionarios. En las otras comarcas, el Santo
Oficio ejercía su actividad por medio de comisarios. En todas
las poblaciones donde vivieron españoles, así fuera la aldea más
pequeña, existían ministros («familiares») de la Inquisición, que
actuaban como confidentes y delatores. Se tenía a la función
de familiar por prestigioso cargo honorífico, ambicionado por
los miembros de los más distinguidos linajes. La selección de
candidatos se efectuaba luego de investigar escrupulosamente
sus antecedentes, los de sus familias y antepasados. Se exigía
de aquéllos que demostraran descender de cristianos viejos y
probaran su limpieza de sangre. Quien ocupaba un cargo en la
Inquisición tenía derecho a la misma consideración social que
un hidalgo. Los familiares disfrutaban de codiciados privilegio!,
En las causas penales, salvo tratándose de determinados delitos,
no estaban sujetos a los tribunales ordinarios; quienes incoaban
a
su proceso eran los inquisidores **. Los colonos en América no
sintieron el establecimiento de Ja Inquisición como opresivo
para su libertad personal; el Santo Oficio, por el contrarío,
era,francamente popular. El fanatismo religioso imperaba sobre
los españoles de la Contrarreforma, y ni la tolerancia ni .la
libertad de. conciencia eran tenidas aún por valores éticos reve-
renciables. Pqr lo demás, en España la intolerancia se había
convertido, desde los Reyes Católicos, en un precepto de la
razón de Estado.
, En su decreto del 16 de agosto de 1570 Felipe I I había
;
260
de Montúfar, escribió en 1561 a Felipe I I que «la pestilencia
luterana» hasta entonces se había hecho notar muy poco en el
4
país ". En 1536, a un alemán de Bohemia o Moravia se le
declaró culpable de haber manifestado por lo menos diez tesis
afínes a las del protestantismo. Corsarios ingleses que cayeron
cautivos en ataques contra puertos de mar americanos, como
John Hawkins y sus hombres en 1568, al principio fueron tra-
tados como prisioneros de guerra y, por tanto, liberados Juego
de que cumplieran diversas prestaciones de trabajo. Pero tras
la creación del tribunal del Santo Oficio en 1571, la Inquisición
comenzó a ocuparse de las creencias de esos extranjeros y de
algunos piratas franceses cautivos. De ¡os 42 sometidos a pro-
ceso por herejía, los más abjuraron de su fe protestante y,
ñas cumplir una penitencia, se les declaró reconciliados con
la Iglesia Católica. Pero un marino inglés y otro francés que
no quisieron renegar de sus concepciones religiosas fueron que-
mados como herejes —los primeros en México— en el auto
de fe del ano 1574. En 1601 se envió a la hoguera un alemán
de la región de Bremen que era calvinista y no había querido
convertirse. Desde las incursiones piráticas de Francis Drake
en el Pacífico, marineros ingleses iambién habían sido arrojados
a la costa peruana, pero o los prisioneros se reconciliaron con
la Iglesia Católica o se les envió a España. De manera análoga
se podía someter ;¡1 tribun.il del Santo Oficio mercaderes extran-
jeros, que arribaban a las Indias pese a las prohibiciones comer-
cíales vigentes. El tratado de paz bíspano-brítánico concertado
en 1604 amparaba de persecuciones en materia de fe a los
ingleses que, por asuntos de negocios, llegasen a las países
de la corona española, de lo cual se informó oficialmente tam-
bién a la Inquisición en América.
Los procesos inquisitoriales apuntaron además a los judíos
portugueses, que habían afluido en gran número a la América
española y que, en conciliábulos secretos, practicaban los ritos
de la fe mosaica. Al gobierno español le inquietaban las noticias
de que en las provincias americanas muchos judíos vivieran
según su ley religiosa, pues parecía existir el peligro de que
furtivamente propagaran sus doctrinas entre el pueblo sencillo
y de que los indios, que aún no estaban fortalecidos en su fe
cristiana, cayeran bajo la influencia de los israelitas. Los adeptos
de la religión hebrea no estaban sujetos, de por sí, a la Inqui-
sición. Leyes del Estado vedaban su ingreso a la América es-
pañola, y a las autoridades reales les incumbía la expulsión
de los inmigrantes clandestinos. Por el contrario, los cristianos
nuevos de origen judaico, que se habían vuelto relapsos y
observaban la ley de Moisés, caían bajo el poder correccional
de la Inquisición. Los comisarios del Santo Oficio dispusieron
261
una severa vigilancia sob^e todos los portugueses, y encontraron
en ello un amplio respaldo de los cristianos españoles. Causó
mucha sensación el proceso contra la familia Carvajal, que
culminó con el auto de fe de 1596 en México y la quema de
nueve judaizantes (relapsos en la fe judía} **.
La Inquisición persiguió también como herejes a los «alum-
brados», que estaban bajo la influencia de concepciones eras-
mistas y reformadores y habían importado de España tales ideas.
En las ciudades de México y Puebla se habían constituido
grupos de esos fanáticos exaltados y presuntos visionarios.
La Inquisición logró impedir que se difundiera el protestan-
tismo en la América hispánica. En ninguna parte se llegaron a
formar comunidades protestantes, y entre los acusados no se
encuentra un solo clérigo de una confesión reformada. Se tra-
taba, por lo regular, de marineros, soldados y comerciantes, que
en general se hallaban dispuestos a retractarse y se convertían
al catolicismo.
Aparte la herejía, el Santo Oficio perseguía otros delitos,
como la blasfemia, la hechicería y adivinación, la demonolatría
y supersticiones análogas.
En la segunda mitad del siglo xvín, la Inquisición entró en
decadencia. Las ideas de la Ilustración se volvían contra aqué-
1
lla. Los escritos franceses e ingleses se difundían en Hispano-
américa y los numerosos extranjeros que por diversos morí vos
se radicaban en d continente impulsaban un modo de pensar
más libre. Los tribunales del Santo Oficio se quejaban de que
no tenían medios ni elementos para poner coto a esa tendencia.
En vano los estadistas d d absolutismo ilustrado, con vistas al
mantenimiento de la obediencia incondicional de los subditos
americanos, procuraban servirse de la Inquisición, que debía
velar por el cumplimiento de las leyes civiles y canónicas y
reprimir las abominables sedidones contra d orden estatal. Los
procesos incoados por d Santo Oficio contra franceses en América
no pudieron impedir d trastocamiento que, a través de la Re-
volución Francesa, amenazaba a la dominadón española en el
Nuevo Mundo. EÍ 22 de febrero de 1813 las Cortes de Cádiz
abolieron la Inquisidón.
Los tribunales d d Santo Oficio no eran competentes para
juzgar a los indios. Esta posición esperíal se fundaba en que
los aborígenes, en su calidad de neófitos, aún no estaban
suficientemente adoctrinados en la fe cristiana y, por su índole
primitiva, carecían d d entendimiento sufidente como para que
se les pudiera inculpar. Cometido de las autoridades edesiásticas
ordinarias era d de apartar a los indios, con dulzura y benigni-
dad, de las concepciones y cultos paganos. No obstante, en
ciertas ocasiones la Inquisidón procedió también contra indíge-
262
cas. El arzobispo de México, Juan de Zumárraga, en 1539 hizo
quemar a un cacique como hereje, porque éste hacía propaganda
públicamente por el viejo culto a los dioses y, a la vez, con-
denaba la dominación española. También en el siglo x v m se
conocen algunos casos en que la Inquisición condenó a indios
31
eindias por brujería, curanderismo, idolatría o bigamia ".
En el Brasil no se Uegó a la fundación de tribunales inqui-
sitoriales permanentes, sino que la corona se limitó a enviar
comisarios especiales para la realización de procesos por causas
de fe. Estos funcionarios viajaban de un lugar a otro y en sus
pesquisas procedían con mucha indulgencia, pues aunque justa-
mente en Brasil había tantos cristianos nuevos de origen ju-
daico, la Inquisición no dispuso allí, durante todo el curso del
siglo XVII, la realización de un solo auto da fe**.
263
8. La explotación económica
de los imperios coloniales español
y portugués
264
con Jos compradores y pagadas con oro u otros productos del
país. El Estado reclamaba, como pago de esta licencia, el
10 por 100 del producto de la venta y la décima parte de la
bodega de los barcos para el transporte gratuito de bienes entre
las colonias y la m e t r ó p o l i L a corona se aseguraba rentas
considerables bajo la íorma de gravámenes al comercio, entre-
gas de oro y fletes gratuitos. Tenía la decisión y la tuerza sufi-
cientes como para impedir que la actividad económica privada
hiciera los negocios y las arcas reales quedaran vacías.
Basándose en la estructura es ta tai-patrimonial de ios reinos
español y portugués, los monarcas se reservaron determinados
privilegios y sacaron fruto financiero de los derechos de pro-
piedad que les correspondían. Pero los reyes españoles sólo
en escasa medida actuaron como empresarios independientes.
La factoría real en Santo Domingo después de 1504 muy rara-
mente realizó negocios, y la corona, por otra parte, apenas
poseía barcos como para traficar por su propia cuenta. Tenía,
ciertamente, haciendas que hacía cultivar a sus factores, al
frente de mano de obra indígena y negros esclavos, pero lle-
gado el momento también se desprendió de algunas de ellas.
Los monarcas establecían su monopolio sobre la extracción
o el intercambio de ciertas materias primas y, por regla general,
lo adjudicaban a particulares y consorcios contra pago de los
correspondientes derechos. Fernando el Católico indicó al virrey
Diego Colón, en 1511, que en lo futuro enviara palo brasil de
La Española a la Casa de Contratación en Sevilla, al costo más
bajo posible para que en España sólo se empleara la madera
tintórea de las Indias. Con todo, no parecen haber sido fre-
cuentes tales importaciones reales de palo campeche. En 1528
Carlos V otorgó a un grupo de colonos.de Santo Domingo el
monopolio del bálsamo, que se obtenía de árboles tropicales, y
concertó en el mismo año con Luis de Lampiñán, el hijo de
un conde milanés, un acuerdo para la explotación exclusiva
de las pesquerías perleras de la isla Cubagua, en el cual se
fijó la prorrata real en una tercera parte. Con motiva de la
protesta de los empresarios afectados de Santo Domingo, el em-
perador rescindió el convenio y se conformó con que se le entre-
gara el quinto del producto obtenido por la pesquería de perlas
8
privada* . En 1566 el gobernador de Yucatán estableció el mo-
nopolio de la tala y expedición del palo de Campeche en la
costa epóuima. Ese monopolio se concedía a particulares, por
medio de una licencia real, contra el pago previo de cierta
suma de dinero. Un siglo después se estudió el plan de traer
a Cádiz el palo campeche, en barcos de la corona, y venderlo
en ese puerto, pero el Consejo de Indias consideró inoportuno
tal monopolio. Para evitar la creciente explotación de esas tique-
265
zas madereras por extranjeros, en 1750 el gobierno español
decidió emprender la explotación estatal directa del palo brasil
y transportarlo en naves españolas a Veracruz y La Habana,
desde donde se le debía expedir a los diversos mercados europeos.
Pero pronto se abandonaron los intentos de organizar ese trá-
fico estatal, ya que la oferta española no pudo competir en
505
Europa con la inglesa . En 1631 se estableció el monopolio
estatal del comercio con la pimienta de las Indias.
- La corona española reivindicó en América, también, la regalía
salinera y arrendó la extracción de sal a particulares o se re-
servó el quinto del producto obtenido. Por decretos de los
años 1575, 1582 y 1587 Felipe I I ordenó que las salinas de
Nueva España y el Perú quedaran incluidas en un estanco de
la corona y las explotaran, a beneficio de la real hacienda,
personas idóneas. Como el consumo de sal era particularmente
elevado, tanto en la industria del tasajo como para fundir la
plata, disponer del monopolio de este producto significaba una
crecida renta para la corona, Pero la administración estatal revelé
ser tan onerosa y encareció tanto la sal, en perjuicio de la
población necesitada, que en 1609 se abandonó la explotación
de las salinas por el Estado*". En el siglo x v í n , no obstante,
el gobierno se hizo cargo nuevamente de los más importantes
yacimientos de sal.
Pocos monopolios estatales, sin embargo, alcanzaron un sig-
nificado hacendístico tan grande como el del tabaco. Ya a me-
diados del siglo X V I I se concibieron planes para su introduc-
ción. El déficit enorme de las arcas del Estado, finalmente, dio
lugar a la creación del estanco del tabaco en Perú (1752), Nueva
España (1762) y Venezuela (1777). En público, desde- luego, se
declaró que la preocupación «de nuestro amado monarca» por
la salud de sus subditos había sido el motivo determinante de
esta medida, gracias a la cual se mejoraría la calidad del pro-
ducto. La innovación no afectó en Perú a indios y mestizos,
que preferían mascar hojas de coca, mientras que los inmi-
grantes europeos y sus descendientes —especialmente si perte-
necían a las capas populares inferiores— fumaban tabaco, ori-
ginario de América. Desde el punto de vista financiero, la renta
o estanco del tabaco no estuvo en todas partes a la altura de
las grandes esperanzas depositadas en él. Los costos administra-
tivos en mas de una ocasión subieron, a la par de la burocracia
en expansión, con más rapidez que los ingresos del monopolio.
Para reprimir el enorme contrabando del producto se multi-
plicó el número de los guardas aduaneros e inspectores, medida
que implicó grandes erogaciones y no fue eficaz. Los intentos
que realizara en Lima el director del estanco, Ríva, para reducir
los costos administrativos no alcanzaron un éxito duradero. En
266
1780 el monopolio se extendió a la producción de cigarros y
cigarrillos, para lo cual se construyeron sendas fábricas de ta-
baco en Lima y Trujillo. La consecuencia fue que los fumadores
no sólo murmuraron por los precios elevados, sino también por
la mala calidad de la mercancía. En 1791, excepto en Nueva
España, se volvió a dejar en manos de ios empresarios privados
la fabricación de cigarrillos y cigarros, pero el comercio del
tabaco siguió como monopolio estatal Muy lucrativa resultó
la renta del tabaco en Chile: casi la mitad de todos los ingresos
iW
públicos tenían esa f u e n t e .
Las minas pertenecían al patrimonio de la corona, y esta re-
galía adquirió, gracias al hallazgo de ricos yacimientos de oro
y plata, una significación económica especialmente destacada.
Rara vez, empero, se laborearon esos metales preciosos en em-
presas estatales. Fueron circunstancias especiales las que indu-
jeron al virrey del Perú, Francisco de Toledo, a trasladar forza-
damente a los indios rebeldes de Chile y hacerlos trabajar en
minas auríferas del Estado '". Por lo común, la corona concedía
a sus subditos el derecho a explotar libremente las riquezas
del subsuelo. Cualquier persona podía descubrir y explotar mi-
nerales, sin trabas, pero debía entregar a la corona un quinto
del producto. Los derechos de explotación concedidos por el
iey, al igual que cualquier otra propiedad, se podían vender
o enajenar en otras formas.
Una situación particular se produjo con relación al mercurio,
requerido en grandes cantidades para obtener la plata por el
procedimiento de la amalgama. En 1555 la corona había facul-
tado al virrey del Perú para que prohibiera la explotación pri-
vada de todos los yacimientos de azogue. En 1559 se estableció
el monopolio estatal del mercurio y la corona reservó para sí
todo el comercio de ese mineral. Pero como las fuerzas de la
administración estatal no eran suficientes para asegurar el trans-
porte del mencionado metal desde las minas españolas de Al-
madén hasta los yacimientos argentíferos americanos, el gobierno
celebró contratos de suministro (asientos) con particulares, que
por este privilegio comercial debían abonar a la real hacienda
entre 20 y 25 ducados por quintal. Cuando el procedimiento
de la amalgama demostró su eficacia también en las ricas minas
de plata de Potosí, toda la explotación de mercurio en el Perú,
y. particularmente la de las pingües minas de Huancavélica,
pasó a manos del Estado. Sin embargo, como se temía que la
empresa minera estatal no fuera rentable, el virrey Francisco
de Toledo encontró la solución en un compromiso. Los empre-
sarios privados podían seguir explotando las minas, pero debían
vender el azogue obtenido al fisco, que según fuera menester lo
adjudicaría a cada mina de plata y exportaría el excedente. Con
267
ello el Estado se hallaba en condiciones de mantener bajos
los precios del mercurio, mientras que los productores, aunque
con ganancias más reducidas, podían contar con la salida regular
de su mercancía. Según los acuerdos concertados con un con-
sorcio privado, anualmente los empresarios de Huancavélica de-
bían suministrar a las autoridades determinada cantidad de
azogue. El monopolio del mercurio, aplicado conforme a este
sistema, produjo a la corona elevados ingresos. Adquiría el
quintal de azogue a 46 pesos y lo revendía a 85. Es verdad que
esta situación favorable no se mantuvo. La producción de mer-
curio pronto superó holgadamente la demanda, de manera que
el fisco experimentó grandes pérdidas debido a que las exis-
5
tencias eran invendibles ".
En el siglo x v m decayó la empresa minera de Huancavélica
porque los mejores yacimientos estaban agotados, eran anticuados
los métodos de trabajo y corrupta c incapaz la administración.
Diversas reformas no lograron poner nuevamente en marcha
el viejo sistema. El gobierno abastecía al Perú con mercurio de
Almadén e Istria y pagaba a los empresarios de Huancavélica
los mismos precios que en el país costaba el metal importado
de Europa. De 1782 a 1795 la explotación de las minas se
efectuó bajo la dirección del Estado, lo cual motivó que la pro-
ducción disminuyera y aumentaran considerablemente los costos.
La extracción de un quintal de azogue costaba ahora 111 pesos,
mientras que a las minas de plata de Potosí se les vendía el
quintal a 75 pesos, y éstas, a su vez, no serían rentables si el
precio del mercurio fuera más elevado. En los trece años men-
cionados la real hacienda debió perder en la empresa de Huan-
cavélica alrededor de 1.120.000 pesos, mientras que en épocas
anteriores el monopolio del azogue había significado un ingreso
s 2
considerable para el Estado ' . Solamente en Nueva España el
monopolio del mercurio arrojó durante el siglo x v m conside-
rables ganancias.
Dada la pasión que por el juego existía en las colonias, el
estanco de los naipes produjo rentas seguras. La venta de papel
sellado, imprescindible para dirigirse por escrito a las autorida-
des, se implantó en 1638 en la América española. Por último,
el monopolio de la introducción de esclavos negros a las colonias
produjo elevados beneficios.
Amén de este monopolismo, orientado al lucro, el sistema
impositivo del Estado influyó poderosamente sobre la vida eco-
nómica de las colonias. Gravaban el comercio, en especial, el
almojarifazgo, una gabela a la exportación e importación, y la
alcabala, que se aplicaba a todas las ventas. Impuestos adido
nales encarecían aún más los medios de subsistencia y los
productos artesanales y ponían trabas al consumo de mercan-
268
513
cías . Ei celo riscal de la dominación colonial española, orien-
tado exclusivamente a obtener la mayor recaudación posible,
constituyó un grave obstáculo para el desarrollo económico de
las posesiones americanas. Tan sólo en el siglo XVIII se gene-
ralizó en el gobierno metropolitano el sentimiento de que si se
quería que prosperara la monarquía y aumentase su población
se debía aligerar la insoportable carga de impuestos y gabelas.
No era menor, bajo la dominación portuguesa, el esfuerzo
de la corona por extraer de las colonias recursos considerables,
destinados a sufragar los gastos de la corte real y las expensas
político-militares de la merrópolí. Con este objeto, el monarca
se reservó numerosos privilegios monopolistas en Brasil. El rey
portugués, en África Occidental y las Indias Orientales, hacía
practicar el comercio con sus propios barcos y mediante factores
de la corona, y sólo admitía a tales o cuales mercaderes pri-
vados en calidad de partícipes del consorcio comercial del Es-
tado. Pero en América —que no parecía ofrecer mercancías tan
codiciadas y rentables— el monarca no actuó directamente como
gran traficante. En 1502 arrendó por 4.000 ducados anuales la
explotación del primer artículo exportable del Brasil, el palo
erx5nimo, al mercader lisboeta Fernando de Loronha o Noronha.
Este lucrativo comercio de maderas tintóreas pasó a ser mo-
nopolio de la corona en 1532, situación que se mantuvo hasta
d término del período colonial. La caza de la ballena fue
de 1603 a 1798 otro monopolio real. En 1642 se instituyó el
estanco del tabaco, que después de las rentas aduaneras era
el renglón que más aportaba al erario. Entre 1658 y 1801
existió también el estanco de la sal. Otro monopolio estatal
fue, asimismo, el de la extracción de diamantes, efectuada des-
de 1771 directamente por la corona, que para poder fiscalizar
estrictamente el distrito diamantífero lo aisló por completo de
su contorno. Por regla general, empero, se concedía en arriendo
b explotación de los monopolios.
En el caso de orros productos agrícolas y minerales, la
cotona reivindicó el derecho a una participación porcentual en
las ganancias. Le correspondía el 10 por 100 de la zafra azu-
carera, otro tanto en la ganadería y el 5 por 100 por los cueros
vacunos curtidos. Al igual que en la América española, también
en Brasil debía entregarse a la corona la quinta parte del oro
extraído. Los derechos de aduanas y a las ventas constituían
también en la América lusitana una pesada carga.
Aunque las monarquías española y portuguesa fomentaron
mediante algunas medidas el desarrollo económico de las pro-
vincias americanas, el interés financiero d e la metrópoli fue
siempre, sin embargo, el elemento preponderante y decisivo. Ello
se manifiesta ante todo en el monopolio del tráfico marítimo
269
y el comercio por determinados círculos mercantiles. La situación
geográfica predestinó a la región de Sevilla-Cádiz-Sanlúcar como
punto de partida de la ruta marítima hacia el Nuevo Mundo.
Sevilla, a 90 kilómetros del mar remontando el Guadalquivir,
se convirtió en el centro de las empresas hispánicas destinadas
a colonizar las Indias. Su situación protegida y sus ricas comar-
cas adyacentes, la hacían particularmente indicada para equipar
y avituallar las flotas. Sevilla era ya un emporio de la circu-
lación monetaria y de la banca, y casas comerciales italianas
mantenían representaciones en esa ciudad. Era aquí donde se
encontraban los créditos para financiar las expediciones a ultra-
mar. Todas las capas de la población sevillana aspiraban a par-
ticipar en las riquezas que el comercio con los territorios recién
descubiertos prometía. Se formó un grupo de grandes mercaderes
y banqueros sevillanos que dominó el tráfico con las Indias.
Familias >nobIes emparentaban con estos comerciantes y se dedi-
caban asimismo a los negocios. La capital andaluza estaba pre-
parada, por su situación e historia, para volverse la metrópoli
í u
del comercio español con el Nuevo M u n d o .
Por eso no fue fruto de la casualidad que los Reyes Católicos
destinaran a Sevilla para sede de las autoridades que habían
de organizar y fiscalizar la navegación y el comercio con Amé-
rica. En' la ciudad del Guadalquivir, que en 1500 contaba de
60 a 70.000 habitantes, existían los locales necesarios y ele-
mentos apropiados para ese cometido. Desde 1503 residió allí
la Casa de la Contratación. Con la fundación del Consulado de
Comercio, en e l año 154}, los comerciantes de Sevilla obtuvieron
su corporación gremial, públicamente reconocida, que desplegó
una amplia actividad en asuntos de navegación y mercantiles
y ejerció, a la vez, funciones judiciales en lo comercial. Arma-
dores, capitanes y timoneles de la travesía al Nuevo Mundo se
mancomunaron en 1561 en la Universidad y Cofradía de los
Maestres y Pilotos de la Carrera de las Indias, a cuyo asesora-
miento pericial sobre los asuntos náuticos recurrían los funcio-
ns
narios de la Casa de la Contratación .
Los Reyes Católicos legalizaron expresamente el monopolio
de Sevilla. Como la Casa de la Contratación debía fiscalizar todas
las embarcaciones que nacían la carrera a las Indias, tanto ala
ida como al retomo, - la capital andaluza fue declarada único
puerto admitido para el tráfico marítimo con las tierras descu-
biertas allende el océano. Pero pronto se comprobó la necesidad
de ahorrar a las naves de alto bordo la travesía hasta Sevilla,
por lo cual un representante de la Casa de la Contratación se ocu-
pó de los trámites de esos barcos en la desembocadura del Gua-
dalquivir, en Sanlúcar. La corona cedió a la presión de los colo-
nos, que deseaban un despacho más rápido de las naves, y en
270
1519 permitió que en el puerto de Cádiz se efectuara el flete
y descarga de las naos de Indias, exceptuando, empero, a ias
embarcaciones que traían oro y que por ello debían proseguir
hasta Sevilla. Para las inspecciones navieras en Cádiz siguió
siendo competente la Casa de la Contratación sevillana, que en-
vió a ese puerto un comisionado y desde 1535 estuvo represen-
tada allí por un funcionario permanente.
Carlos V parece haber desconfiado de los comerciantes mo-
nopolistas andaluces, y se mostró dispuesto a apelar a nuevas
fuerzas y recursos de su imperio occidental para la explotación
de los reinos ultramarinos, en rápida expansión. En 1522 otorgó
a la recién fundada Casa de la Contratación de La Coruña la
organización de las expediciones y el tráfico hacia las islas de
las Especerías, pero cuando siete años más tarde renunció, por
un tratado con Portugal, al comercio con las Molucas, se abolió
la Casa gallega. El mismo año Carlos V dispuso un amplio
relajamiento del monopolio sevillano. Permitió que la travesía
hacia las Indias se realizara directamente también desde los
puertos de La Coruña, Bayona, Aviles, Laredo, Bilbao, San Se-
bastián, Cartagena y Málaga, pero todas las naves al retornar
debían tocar en Sevilla. No sabemos nada preciso acerca del
volumen en que esas ciudades portuarias hicieron uso del pri-
vilegio concedido, que por lo menos posibilitaba la libre expor-
tación de mercaderías hacia América, sin tener que dar un rodeo
por Sevilla. Felipe I I confirmó en 1561 la imperial orden de 1529
y sólo estableció, como limitación, que los barcos que zarpaban
de La Coruña y Bayona no podían llevar pasajeros a las Indias.
En 1573 el rey revocó el permiso de realizar un comercio directo
entre los puertos privilegiados y América, ya que las naves al
regresar no pasaban por los controles de cargamento estable-
cidos en Sevilla, sino que hacían escala en puertos portugueses
y extranjeros en general. En lo sucesivo, los navios de Galicia,
Asturias y Vizcaya solamente podían realizar la travesía atlán-
tica, tanto a la ida como a la vuelta, en las flotas de Indias
y estaban sujetos a la inspección de los funcionarios de la Casa
3
de la Contratación sevillana ". Para una participación más am-
plia de las regiones españolas del norte y el este no era el
monopolio andaluz el único obstáculo. Todos los barcos proce-
dentes de esas comarcas más apartadas debían, primero, hacer
escala en la costa andaluza, y luego seguir el derrotero que,
pasando por las Canarias, llevaba al Nuevo Mundo. Para su-
marse a las «flotas y galeones» transcurrían a veces largos pe-
ríodos de espera, y si bien en tiempos de paz las naves podían
incluso singlar solas, necesitaban pilotos experimentados en la
«carrera de las Indias», y casi no se les encontraba en otro
lugar que no fuera Sevilla, Sanlúcar de Barrameda y Cádiz. A la
271
Fig. 6. América del Sur en el siglo xvrrr.
272
España mediterránea y cantábrica no sólo la relegaron la polí-
tica de los monarcas y las pretcnsiones de los mercaderes sevi-
llanos, deseosos de monopolizar el comercio en el Atlántico: las
circunstancias mismas, la posición oceánica y la gran pericia
náutica adquirida en la peligrosa travesía a las Indias dieron
la primacía a los habitantes de la costa andaluza.
Las primeras fundaciones coloniales en ultramar redundaron
en rivalidades entre España y Portugal por rutas marítimas y
zonas de descubrimientos, y ambas potencias tuvieron que defen-
derse luego contra las incursiones que navegantes de Europa
Occidental efectuaban en sus dominios americanos. Con tal mo-
tivo, los monarcas españoles y portugueses se esforzaron por
aislar sus posesiones coloniales la una de la otra y respecto
a terceras potencias, y de este modo reservar para sí y sus
propios subditos las riquezas de ¡as India?. Los habitantes de
sus reinos de ultramar sólo debían comerciar con la metrópoli,
no con el extranjero. Ante todo, no debía desviarse el oro y
la plata americanos hacia países extranjeros u hostiles. El contra-
bando que comerciantes extranjeros realizaban en ciertos puntos
de la costa americana, en proporciones siempre crecientes, abrió
brechas en ese monopolio nacional. La inmensa extensión de
esas costas americanas, la insuficiente vigilancia de las mismas,
la transmisión lenta y dificultosa de las noticias, la venalidad
de los funcionarios portuarios y la escasez de mercancías en las
colonias facilitaban la penetración de artículos de consumo forá-
neos y ia íujia de metales preciosos hacia el extranjero. Las me-
didas para conservar el monopolio comercial en sus dominios
americanos empujaron a España a conflictos diplomáticos y bé-
licos con otros listados, en particular con Inglaterra.
En los últimos decenios de la época colonia], el gobierno
español toleró, empero, cierta liberalización en el comercio.
En 1777 Carlos I I I permitió que en Venezuela se vendieran
negros esclavos procedentes de colonias extranjeras, y Carlos IV
autorizó en 17S9 la libre importación de negros en Cuba, Santo
Domingo, Venezuela y Puerto Rico. Dos años más tarde se con-
cedió esta licencia a los puertos de Cartagena, Riohacha. Mon-
tevideo y Buenos Aires, en 1795 se extendió la misma a los
puertos peruanos de El Callao y Paita y en 1804 a otras plazas
comerciales costeras del Pacífico: Panamá, Guayaquil y Val-
paraíso. Los esclavos importados se pagaban con productos
agrícolas americanos, que de esta suerte encontraban salida en
mercados extranjeros. La interrupción de los lazos comerciales
a raíz de las guerras de la Revolución Francesa, dio motivo a
que el gobierno de Madrid permitiera en el área del Caribe el
intercambio de mercancías con las posesiones extranjeras. Por
una real orden del año 1797 se permitió a ¡os barcos españoles y
273
extranjeros llevar mercancías de los puertos neutrales a la Amé-
rica española. Esta autorización, por cierto, se concedió exclusi-
vamente a comerciantes españoles, pero en realidad fueron los
neutrales quienes más beneficios extrajeron del tráfico naviero,
en rápido crecimiento, hacia las colonias hispánicas. De ahí que
los mercaderes peninsulares elevaran su protesta y obtuvieran
en 1799 que se revocase la disposición dictada dos años atrás.
Pero en 1801, al continuar la guerra con los ingleses, nueva-
mente se abrió el comercio con América a los navios neutrales,
tráfico en el cual también podían participar, con envíos de mer-
cancías, los comerciantes extranjeros. Ocurrió así que en los
últimos años del siglo x v m y el primer decenio de la centuria
siguiente numerosas embarcaciones procedentes de Europa y los
Estados Unidos recalaron en puertos hispanoamericanos, alijando
allí grandes cargamentos. En 1810, al iniciarse la lucha inde-
pendentista, el monopolio comercial que reivindicara España en
s
sus posesiones americanas se había debilitado y resquebrajado ".
En la América lusitana, el Estado había intervenido menos
en la vida económica. En un principio era libre el comercio
de los colonos, quienes podían practicatlo incluso con el extran-
jero. Con la anexión de Portugal a la monarquía española
comenzaron, empero, las limitaciones en las actividades mercan-
tiles. En 1591 la corona portuguesa prohibió a las naves extran-
jeras hacer escala, sin un permiso expreso, en los puertos bra-
sileños. Por un decreto de 1605 se ordenó que se aplicara
estrictamente esa prohibición, que también vedaba a los extran-
jeros el ingreso al Brasil en barcos portugueses. Tras la restau-
ración de la independencia portuguesa (1640), se otorgó a ex-
tranjeros —en especial comerciantes ingleses— el privilegio real
de comerciar directamente con los puertos brasileños e incluso
el de establecerse e n ' e l país. A comienzos del siglo xvirr las
tres cuartas partes de las mercancías importadas provenían de
comerciantes extranjeros. A raíz de una protesta de los merca-
deres portugueses perjudicados, se promulgó en 1711 una real
orden por la cual las naves foráneas sólo podían tocar en puertos
brasileños navegando en convoy con barcos portugueses o en
caso de averías ocasionadas por borrascas. Pombal se esforzó
con. energía por desplazar del comercio brasileño a los ingleses.
Pese a ello, los agentes comerciales extranjeros siguieron hacien-
do sus negocios en el Brasil. Cuando el príncipe regente Juan,
huyendo, de las tropas napoleónicas, arribó al Brasil y abrió
los puertos a las naves de las naciones amigas, no hizo más que
legitimar una situación de hecho.
El riesgo que representaban la piratería y la guerra naval para
las ; comunicaciones .marítimas • con América indujo a España y
Portugal a adoptar medidas preventivas que tuvieron serias re-
274
percusiones sobre la economía de sus colonias americanas. En
1543 el gobierno español introdujo el sistema de convoyes para
la travesía a las Indias, tanto a la ida como al regreso, pero
esta medida no se aplicó regularmente en los años subsiguientes.
A solicitud de los comerciantes sevillanos, Felipe I I ordenó
en 1561 que cada año partieran hacia las Indias dos flotas, una
en enero y la otra en agosto. Para aprovechar en la travesía
del Atlántico los vientos y demás condiciones atmosféricas favo-
rables, esc plan se modificó de la manera siguiente, con arreglo
a las propuestas de avezados maestres y pilotos. Ambas flotas
zarpaban de los puertos españoles en abril y agosto y seguían
el mismo derrotero hasta las Pequeñas Antillas. La flota de pri-
mavera costeaba entonces Jas islas de Puerto Rico, La Española
y Cuba, dejaba los navios destinados a esos lugares y alcanzaba
su meta final en el puerto mexicano de Veracruz. La flota de
verano singlaba hacia la costa septentrional de Sudamérica, hacía
escala en Cartagena de Indias y ponía proa hacia su fondeadero
de destino, Porto Bello, en el istmo de Panamá. Ambas flotas
permanecían en América durante el invierno y se reunían en
marzo en La Habana, para encontrar, navegando conjuntamente
a través del estrecho de las Lucayas y a lo largo de la Florida,
los vientos propicios para la travesía hacia el este. La carrera
de Sanlúcar a Veracruz duraba por lo menos dos meses; inclu-
yendo en ella las escalas, suponía alrededor de noventa días.
Cuando en el siglo x v n las Pequeñas AntilJas se convirtieron
en bastiones de países enemigos, las rutas marítimas españolas
adoptaron una trayectoria más septentrional, directamente ha-
cia Cuba.
Este sistema de navegación, tal como lo habían determinado
el arte de marear y la política, excluyó de una conexión directa
con la metrópoli .a la comarca platensc y la costa sudamericana
del Pacífico. AI gobernador de las provincias del Plata sólo se
le concedió, por real orden de 1597, que das barcos de Cádiz
o Sevilla pudieran transportar allí artículos de primera necesi-
dad. La ciudad de Buenos Aires obtuvo en 1618 el privilegio
de que cada dos años partieran de la metrópoli dos naves de
100 toneladas («navios de registro» o «navios de permiso»)
destinadas al tráfico mercantil, lo cual en manera alguna ocurrió
con regularidad. En lo demás, las comarcas platcnses, así como
Perú y Chile, estaban obligadas a adquirir las mercancías europeas
que les llegaban luego de un prolongado rodeo. Esos artículos
cruzaban el istmo de Panamá y eran fletados nuevamente por
mar hasta el puerto de El Callao, donde los recibían y reexpe-
!
dían los mercaderes de Lima " .
Este ordenamiento de la navegación a las Indias trajo apare-
jados numerosos perjuicios económicos. Los costos de los fletes
275
se elevaron considerablemente a causa de las fuertes contribu-
ciones que los comerciantes debían satisfacer para armar los
galeones de la escolta. Esos impuestos, conocidos por el nom-
bre de «avería», se calculaban según el valor de las mercancías
despachadas La partida de las dotas anuales solía demorarse;
al parecer, incluso, casi ninguna flota zarpó en la fecha esta-
blecida. Las mercancías a embarcar llegaban con retraso o no
alcanzaban para que el cargamento fuera remunerador. Al de-
morarse en su viaje de regreso las flotas que traían el producto,
en oro y plata, de la exportación de mercancías, a los comer-
ciantes les faltaban los recursos para nuevas compras de artícu-
los destinados a las Indias. En más de un año, incluso, no zarpó
ninguna flota hacia el Nuevo Mundo. A pesar de las numerosas
disposiciones adoptadas, el Consejo de Indias no logró superar
las dificultades organizativas que planteaba un tráfico marítimo
520
dirigido por el Estado . El resultado fue que las colonias estu-
vieron irregular e insuficientemente abastecidas de bienes de
consumo europeos. Por otra parte, el interés de los monopolistas
sevillanos era que en América escasearan las mercancías, lo cual
les posibilitaba una venta a precios más altos y hacía que «tra-
yentes ganancias especulativas compensaran todos los riesgos.
Esta situación explica la receptividad del mercado americano a
los artículos de contrabando procedentes de otros países europeos.
. Desde el ascenso de los Borbones al trono español se abrie-
ron camino ciertas reformas que aspiraban a infundir nueva
vida al tráfico con América, recurriendo para ello a la concesión
de franquicias más amplias. En 1735 se abolió el sistema de
flotas y galeones y cinco años más tarde se permitió a los ma-
rinos españoles que se dirigieran al Océano Pacífico doblando
el Cabo de Hornos. Desde 1765 se liberó, paso a paso, la nave-
gación hacía las diversas regiones del imperio colonial español
y, además de Sevilla y Cádiz, otros puertos metropolitanos reci-
bieron la autorización de comerciar directamente con el Nuevo
Mundo. La consecuencia fue un aumento extraordinariamente
grande del tráfico naviero y del movimiento comercial.
La concentración del transporte marítimo en convoyes (galeo-
nes? y. flotas) no constituyó tan sólo una medida de protección
al comercio, sino que se le concibió como instrumento de una
política económica mercantilis ta. Él objetivo perseguido eta el
de asegurar que las riquezas coloniales, y en particular los me-
tales preciosos, quedaran en manos de la corona española en
lugar de fluir hacia el,extranjero. Pero este sistema de nave-
gación podía utilizarse, asimismo, para establecer un equilibrio
racional de los bienes económicos en todas las partes de la mo-
narquía. En el gobierno español, como lo pone de relieve una
consulta del Consejo de Indias fechada en 1709, no se sentía
276
la menor confianza por el libre comercio, que daría rienda
suelta a un desordenado y despiadado afán de riquezas y reser-
varía los frutos del comercio a unas pocas personas acaudaladas.
Se adujo, asimismo, que la libertad de comercio daría por re-
sultado la ruina del comercio. Se ofrecerían a los reinos ameri-
canos muchas mas mercancías de las que con arreglo a su poder
de compra podían absorber, de modo que tal exceso en la
oferta mercantil tendría que ocasionar, necesariamente, enormes
pérdidas a los comerciantes. Si, por el contrario, el gobierno
establecía el número y tonelaje de los navios destinados al co-
mercio con las Indias y la fecha de su partida, lo haría «pres-
tando a cada reino, provincias y puertos aquellas ropas y frutos
s
que cómodamente podrían consumir» ".
Ciertamente, en la segunda mitad del siglo x v m se llegó al
reconocimiento de que sólo la libertad de comercio podría
aumentar el intercambio de mercancías, y que la libre compe-
tencia era imprescindible. Si alguien, poco al tanto de las posi-
bilidades comerciales, se equivocaba en sus cálculos, la culpa
era suya. Subsistió, empero, el convencimiento de que era nece-
saria una planificación estatal en lo relativo a cómo distribuir
la producción económica del conjunto de la monarquía, para
que así tuviera lugar un intenso comercio entre los diversos
reinos y provincias. No debía producir cada región los mismos
bienes. Fundándose en estas consideraciones, en una consulta
del Consejo de Indias fechada el 5 de julio de 1786 se llegó
a la concepción siguiente: «Atendida la constitución de esta
Monarquía, conviene fomentar en los dominios de América la
agricultura y producciones que allí ofrece pródigamente la natu-
raleza y sirven de primeras materias para las manufacturas y
compuestos de las fábricas de España, con lo cual a un tiempo
se atiende y favorece igualmente al comercio de ambos conti-
m
nentes» . Conforme a esto, España debía reservarse las activi-
dades industriales y abastecer con sus productos a las colonias.
La disparidad regional de la producción económica, se argüía,
ligaba entre sí las partes de la monarquía por medio de un
comercio imprescindible y aseguraba de la mejor manera la
cohesión del imperio español. El virrey Gil de Taboada, en 1790,
creyó haber comprendido meridianamente esa consecuencia polí-
tica de una organización económica planificada. «La Metrópoli
debe persuadirse de que la dependencia de estos remotos países
debe medirse por la necesidad que de ella tengan, y ésta por
los consumos, que los que no usan nada de Europa les es muy
indiferente que exista, y su adhesión a ella, si la tuvieren, será
voluntaria,» En este caso, proseguía el virrey, «ni las fuerzas
que en ella tengamos ni la suavidad del gobierno, ni la más
277
bien administrada justicia, será suficiente, a asegurar su po-
5
sesión» **.
Desde el punto de vista de las colonias, este sistema econó-
mico se presentaba como explotación capitalista de las mismas
por la industria europea, como «colonialismo». Para los estadis-
tas del absolutismo ilustrado aparecía como medio de organizar
racionalmente, en lo económico, un dilatado imperio ultramarino
y de garantizar su adhesión política. En la literatura política
española fue habitual, hasta comienzos del siglo xix, considerar
al Nuevo Mundo según su contribución a la prosperidad eco-
nómica de la metrópoli. Jovellanos, por ejemplo, recalcaba que
las colonias eran útiles en la medida en que, garantizaban un
mercado seguro para el excedente de la producción industrial
1
metropolitana ". En la administración colonial, sin embargo, se
manifestó acerca de la política económica una concepción con-
trapuesta. Así, por ejemplo, el virrey Revillagigedo expuso, a
comienzos de la última década del siglo x v m , la tesis de que
debía liberarse ampliamente de restricciones legales a la econo-
mía colonial y que, en lo tocante al intercambio mercantil entre
ia metrópoli y sus territorios de ultramar, había que orientarse
por las exigencias del mercado. España sólo debía enviar a las
Indias las (mercancías que no se pudieran producir allí o que,
por sus precios y calidad, estuvieran en condiciones de competir
con los géneros coloniales. El virrey confiaba en que estas me-
didas fomentarían las actividades económicas en ultramar y, por
consiguiente, acrecentarían los ingresos fiscales. Creía, al mismo
tiempo, que esta política contribuiría a mejorar la actitud de
tos criollos hacia la metrópoli "*\
También el gobierno portugués, ante la inseguridad de los
mares provocada por los ataques de los corsarios, se vio obli-
gado a prestar protección armada a sus navios. En 1571 se
promulgó la orden de que se navegara entre el 1.° de agosto de
un año y el 31 de marzo del siguiente, en grupos de por lo
menos cuatro bajeles. No obstante, en 1626 se debió consignar
en el. Consejo de Estado que en los últimos tres años se habían
perdido 120 barcos que hacían la carrera del Brasil. En 1660
se dio su ordenamiento definitivo a la organización en convoyes
del tráfico marítimo con la colonia americana. Se establecieron,
notas separadas con destino a Pará-Marañón, Pemambuco, Bahía
y Río. El sistema de navegación en convoy se mantuvo vigente
basta la huida del príncipe regente Juan hacia eJ Brasil.
278
b) La búsqueda de riquezas en tierra ¡irme y en el mar.
Actividades mineras
279
tro como picos, alzaprimas, cuñas y almádenas. En el Altiplano
se pudo adoptar la técnica explosiva vernácula. Los indios lle-
naban con agua las grietas abiertas en la roca, y la helada noc-
turna hacía saltar las masas de piedra. Sólo se desenvolvió
una minería más importante cuando se agotaron paulatinamente
los criaderos auríferos de más fácil explotación y se descubrie-
ron los colosales yacimientos argentíferos de América. En 1545
un indio encontró casualmente las vetas del Cerro Rico de
Potosí en el Altiplano, a 4.700 metros de altura. Construida a
la vera de esa mina de plata, a la ciudad de Potosí, que reci-
biera de la corona el título de Villa Imperial y cuya población
:
ascendió hasta los 160.000 habitantes, se le llegó a considerar
5
en Europa como la quinta esencia de la riqueza ". Casi por la
misma época, en 1546, comenzó en Zacatecas la explotación
7
de los ricos yacimientos argentíferos del norte de México * .
Nuevos progresos técnicos fomentaron el beneficio de los cria-
deros de plata. Para sustituir la penosa molienda del mineral
en molinos de mano, en 1572 el virrey Francisco de Toledo
impulsó la construcción en Potosí de molinos de ganga accio-
nados por fuerza hidráulica. Ciertos ricos propietarios de minas
hicieron construir una alberca en la que se acumulaba el agua
de las lluvias veraniegas, desviada luego para poner en funcio
namiento los molinos. Con ello se inauguró una nueva era en
(a producción de plata de Potosí. Paso a paso se construyó
un sistema de 32 embalses escalonados en la montaña. En 1626
la ruptura de un dique ocasionó graves daños en las minas lo-
cales.
Para separar la plata de la ganga argentífera, los indios del
Altiplano rundían el mineral agregándole plomo. Los hornos de
fundición se construían, de barro o piedra, en la cima de una
montaña, al aire libre, y estaban provistos de agujeros por los
que el cortante viento nocturno penetraba, atizando el fuego. El
metal obtenido en estos hornos de tiro (huayras) pasaba por
otras fundiciones hasta que se lograba plata pura. Una enorme
simplificación en el tratamiento de la plata tuvo lugar en Amé-
rica cuando los españoles introdujeron el método de la amal-
gama. La plata se extraía ahora del mineral combinándola con
mercurio y se la separaba de la amalgama por destilación del
azogue. La historia de este procedimiento técnico es objeto de
controversia entre los investigadores. El sevillano Bartolomé
de Medina, como él mismo escribe, tuvo noticia en España,
conversando con un alemán, de que de la ganga se podía extraer
ía plata sin necesidad de rundirla ni de beneficiaciones similares.
Tras ímprobos esfuerzos encontró en 1555, en las minas de
plata de Pachuca (norte de México), un procedimiento práctico
para la amalgama del mineral de plata. En el año de 1550 el
280
alemán Kaspar Loman había obtenido del virrey de Nueva Es-
paña un privilegio para el desarrollo de un procedimiento por
el cual, mediante el aditamento de mercurio, se extraía plata
pura de la ganga argentífera. Loman consiguió elaborar en Sul-
tepec un método técnicamente mejorado para la amalgamación.
En 1556 el virrey les concedió al alemán y a Bartolomé de
Medina la solicitada autorización de aplicar exclusivamente, du-
rante el plazo de ocho años, los métodos por ellos descubiertos,
con lo cual ambos recibieron una protección temporalmente
6
limitada para sus inventos" . Por orden del virrey Francisco
de Toledo, en 1572 Pedro Fernández de Velasco introdujo el
método de la. amalgama también en Potosí, donde los mineros
en un principio se opusieron a la novedad. La gran significación
económica de este adelanto técnico consistió en el considerable
aumento que experimentó la producción de plata americana, ya
que hacía también rentable el laboreo de mineral con menor
contenido de plata.
Además del oro y la plata, pronto se extrajo también cobre,
del que se produjo una tuerte demanda.. La floreciente industria
azucarera necesitaba grandes calderos de cobre, cuya introduc-
ción desde Europa resultaba excesivamente costosa. También se
procuraba fundir campanas de iglesia en el Nuevo Mundo. Las
factorías de los Welser y un español de Santo Domingo fundaron
una sociedad para beneficiar las minas de cobre de Cotoy.
En Cuba se descubrieron en 1530 ricos yacimientos cupríferos,
y cuatro años más tarde Carlos V otorgó la licencia para su
explotación. Las autoridades insulares solicitaron el envío de
metalúrgicos para poder beneficiar el cobre como se hacía en
Alemania. En 1542-43, un natural de Nüremberg, Hans Tetzel,
se esforzó vanamente en Cuba por encontrar un método de fun-
dición adecuado para el mineral cuprífero. Cuando, de regreso
en su patria, metalúrgicos de Nüremberg lograron extraer un
cobre aprovechable del mineral traído por Tetzel, éste concertó
coa el gobierno español un convenio por el cual se le aseguraba
en exclusividad el derecho a la fundición de ese metal en Cuba.
Para reunir los capitales necesarios fundó la Sociedad Minera
e t a r c a
y M ^ 8' <k Santiago de Cuba, integrada además de por
él, dos hermanos y dos cuñados, por el comerciante Laza rus
Nümbergcr. Con mineros y metalúrgicos alemanes y según pla-
nos y procedimientos de Nüremberg, Tetzel organizó su empresa
de fundición en Santiago de Cuba y puso en marcha la extrac-
ción y exportación del cobre isleño. Tras su muerte (1571), los
sucesores prosiguieron beneficiando el cobre en sus empresas**.
Durante el período colonial también se extrajo el cobre en
diversas zonas del continente americano. La producción, empero,
fue exigua; en México no cubría la demanda de la industria
281
azucarera. A fines del sigro x v m el gobierno promovió el sumi-
nistro anual del metal para las fundiciones de cañones y las
fábricas de latón españolas, pero la producción chilena de cobre
•—que debía satisfacer esa demanda— era aún de muy escasa
monta. La fundición de minerales ferrosos se practicó escasa y
esporádicamente. En 1782 el virrey de Nueva Granada informó
acerca de los ricos yacimientos de mena de hierro existentes
en el país. Propuso que se considerara el posibie reemplazo de
la importación de hierro sueco en España por remesas de mi-
neral ferruginoso americano, pero el gobierno prohibió la ulterior
prospección de yacimientos de ese metal en América, ya que su
wo
descubrimiento no era conveniente .
Para la explotación de minas mayores se requerían grandes
capitales. En los primeros tiempos varias personas solían sumar
sus haberes y beneficiar en común un yacimiento. Gomo en
este tipo de sociedad era imposible procurar los fondos nece-
sarios para una producción en ascenso, se formó una especie
de sistema de aparcería, en el cual un financiero (aviador)
prestaba el capital en hipoteca y un empresario rninero ponía a
disposición el terreno metalífero y emprendía la explotación del
mineral. Más adelante surgieron bancos privados, los «bancos
de plata», que concedían créditos a los mineros. A tal efecto,
toda la plata obtenida se debía entregar al banco, que acre-
ditaba el contravalor sobre la base del precio legal del metal
y, en ocasiones, obtenía pingües ganancias vendiéndolo a la
Real Casa de Moneda. Durante el siglo xvi se subsanó, par-
cialmente, la escasez de capital metropolitano medíante la parti-
cipación de casas comerciales extranjeras en la financiación de
351
la extracción americana de metales preciosos .
En el siglo x v í n pudo apreciarse en el Perú una pronunciada
mengua de la producción minera. Particularmente notable fue la
decadencia de las minas en Potosí, donde la extracción de plata
descendió de 70 a 40 toneladas anuales. La Villa Imperial de
Potosí, otrora la mayor ciudad de Sudamérica, contaba a fines
del período colonial con sólo 30.000 habitantes. Repercutió de
manera adversa la considerable merma de la producción de azo-
gue en Huancavélica; hubo que abastecer a Potosí con mercurio
procedente de Europa e incluso de China. Los capitales se ren-
taban de la minería. Toda la vida económica se veía entorpecida
por el descenso en la producción de metales preciosos. Se
comparaba entonces al Perú con Rusia, que pese a la enorme
extensión de su territorio estaba abismada en la miseria. Según
una relación del virrey, fechada en 1791, había en Perú 588 mi-
nas de plata y "69 de oro, d e las cuales, sin embargo, la mayor
parte eran tan sólo pequeñas explotaciones, donde se excavaba
al azar. En total se habían matriculado 728 mineros en el te»
282
gistro virreinal, pero las tres cuartas partes de ellos, según
informaba el virrey, no eran sino míseros trabajadores que con
unas pocas y sencillas herramientas se esforzaban por encontrar
oro y plata. Por lo demás, la obtención de metales preciosos
significaba para el Perú el único artículo exportable, con el
cual comerciar y pagar la necesaria importación de bienes de
consumo '*. A los peruanos, conforme a las palabras del vimr»,
la minería les era imprescindible para su felicidad, salvo que
se viera la felicidad en vivir dentro de cuevas y en los montes
como los animales salvajes. «El fomento de las minas y dedi-
cación a este ejercicio con preferencia a todo otro en el Perú
m
es de una absoluta necesidad» .
En la segunda mitad del siglo x v m , en efecto, se hicieron
esfuerzos para reanimar la extracción de metales preciosos. Era
necesario suprimir el estancamiento técnico en la minería y me-
ulurgia americanas. El gobierno español encomendó en 1786
al director de la minería mexicaní, Fausto de Elhuyar —que al
igual que su hermano Juan había estudiado en la Academia
de Mineralogía en Frciberg, Sajonia—, que contratara en Ale-
mania mineralogistas y metalúrgicos formados científicamente y
capataces y maestres experimentados dispuestos a actuar en le
América española. Se organizaron tres grupos de especialistas en
minería y se firmó con ellos un contrato. Uno de esos grupos
najó a México bajo la dirección del ingeniero de minas Friedrich
Sonncnschein; otro, encabezado por el ingeniero de minas Die-
trich, se dirigió a Nueva Granada, mientras que el destino del
ultimo, al frente del cual se encontraba el director de minas y
metalurgia barón de Nordenflicht, fue el Perú. Una de las tareas
de estas comisiones era la de introducir la llamada amalgama en
toneles, del geólogo vienes Edler von Born, procedimiento con
el que se separaba más rápida y cabalmente la plata de la
ganga y que no requería tanto consumo de mercurio como el
viejo beneficio de patio. La actividad de estos especialistas ale-
manes en pro del desarrollo de la minería americana tropezó
con serias dificultades. Los mineros locales eran mi sonéis tas y
te mostraban recelosos e incluso hostiles respecto a los recién
venidos, los «profesores extranjeros». Estos, por su p a n e , ex-
presaban francamente su opinión sobre la vieja rutina y las
inadmisibles condiciones empresariales existentes en las minas
americanas, así como sobre la inconcebible ignorancia en cuanto
a técnica metalúrgica. Con su crítica, que era sentida como
arrogancia y carecía de la necesaria comprensión de las condi-
ciones y los hombres, ofendían a los mineros locales. La asis-
tencia alemana, ciertamente, podría haber introducido gradual-
mente algunos progresos técnicos, orientando y formando mejor
a los mineros, pero en las circunstancias dadas era imposible
283
alcanzar una modernización de las explotaciones mineras y un
5
acrecentamiento de su producción* *. Únicamente en Nueva Es-
paña pudo alcanzarse, durante el siglo x v n , un considerable
aumento en la producción de metales preciosos. Este desarrollo,
que se reflejó en un constante incremento de la acuñación en
la Casa de la Moneda mexicana, obedeció a la explotación de
nuevos yacimientos, pero también a la mejora de los métodos
de extracción y la generosa ayuda financiera prestada por el
Estado zh minería.
El gobierno adoptó otras disposiciones para una mejor forma-
ción técnica de los mineros. Aprobó, en particular, la fundación
del privilegiado Cuerpo y Tribunal de Minería en México (1776),
que aseguró numerosos beneficios al gremio minero y acreció
su prestigio. Esta corporación gremial dispuso que se elaboraran
las «Ordenanzas de Minería» de 1783, que constituían un deta-
llado y extenso reglamento de la profesión y se aplicaron tam-
bién en Guatemala, Nueva Granada y Peni. El Cuerpo de Mi-
nería inauguró en 1792 una escuela especializada de minera-
logía. Su. influencia se reflejó en un aumento de la extracción
s a
de oro y plata en México .
El fondo del mar, en la proximidad de las islas y costas
antillanas, ocultaba un tesoro no menos precioso que el oro y
la plata de las montañas. Ya en su tercer viaje Colón había
adquirido, mediante trueque con los indígenas, algunas perlas
en la costa de Cumaná, frente a la isla Margarita. Las nuevas
de análogos hallazgos causaron sensación en España y movieron
a los comerciantes sevillanos a equipar expediciones para el co-
mercio perlero. Se contaban maravillas de la abundancia de las
perlas en el Nuevo Mundo. Pero luego los habitantes de Santo
Domingo se apoderaron de ese negocio y, en virtud de diversas
reales cédulas, monopolizaron por algunos decenios la explota-
ción de los bancos perlíferos. Al principio adquirían las perlas
por trueque, pero en 1515 fundaron el asentamiento y la pos-
terior ciudad de Nueva Cádiz, en la isla Cubagua, y comenzaron
la pesquería de perlas con ayuda de indios y esclavos negros.
Los pescadores de perlas buceaban en las profundidades durante
cincuenta a ochenta segundos, atados a una soga y con una
piedra a modo de lastre; arrancaban o cortaban del fondo las
madreperlas y las juntaban en un canasto que llevaban atado.
Se volvían a zambullir una y otra vez, cada dos minutos, hasta,
el agotamiento. Era un oficio peligroso. Aparte los ataques de
las bestias marinas, los buceadores experimentaban daños en los
pulmones por el cambio brusco de la presión. Con motivo de
los numerosos casos de fallecimiento, la corona prohibió que
en las pesquerías de perlas se emplearan iridios libres contra su
voluntad. E n los buceos que practicaran los esclavos indios y
284
negros debían tomarse todas Jas precauciones. Pero si en su caso
era inevitable el peligro de muerte, había que suspender la
pesca, «porque estimamos en mucho más, como es razón, la con-
servación de sus vidas que el interés que nos puede venir de
534
las perlas» .
Con vistas a reducir los costos y riesgos de la pesquería de
perlas y obtener un producto mayor, se experimentaron diversos
inventos técnicos. Nikolaus Federmann, el conquistador alemán
de Venezuela, hizo algunas pruebas en el cabo de la Vela con
una rastra ideada por él. Diversos inventores de España, Italia
y Francia ofrecieron en el siglo xvi sus proyectos de aparatos
submarinos, que anticipaban la campana de buceo. Fracasaron,
empero, todas las pruebas realizadas para aplicrlos a la pes-
quería de perlas.
La extracción perlera en la isla Cubagua alcanzó su climax
en los años que van de 1530 a 1535. A partir de entonces
pudo apreciarse un agotamiento en la existencia de madreperlas.
La isla Margarita recogió la herencia de Cubagua. Por otra
parte, en la costa continental de Venezuela, frente a esas islas,
se encontraron bancos de ostras perleras, que se extendían desde
Kiohacha hasta el cabo de la Vela. A fines del siglo xvi, el
quinto que anualmente le tocaba al rey de las rentas obtenidas
en las pesquerías de perlas venezolanas ascendía a 100.000 du-
cados. Felipe I I promulgó en 1591 un reglamento para la
explotación racional de esas pesquerías. Tampoco en el siglo x v n
cesó la obtención de perlas en Venezuela "'.
En la explotación económica del Brasil los metales preciosos
no tuvieron, en los primeros tiempos, importancia alguna. Fue
infructuosa la búsqueda de legendarios tesoros de oro y plata
en el interior brasileño. Se encontraba oro lavado en los ríos,
dertarnente, pero el rendimiento era decepcionante. Fue enton-
ces cuando bandeírantes paulistas descubrieron, en 1693, ricas
bonanzas de oro en el actual estado de Minas Gerais. Se difun-
dieron fantásticas noticias acerca de estos hallazgos áureos. Para
echar mano al codiciado metal, se decía, bastaba con arrancar
un manojo de hierba y sacudirlo. En Mato Grosso existía tanto
oro que, según decían algunos, se lo podía sacar de la tierra
como quien quita la nata de la leche. En 1725 apareció el meta]
amarillo en la región de Goiás. Se produjo una afluencia ma-
siva de buscadores de oro. El laboreo del mineral aurífero se
constituyó, durante tres cuartos de siglo, en el centro de toda
la actividad económica, lo que repercutió desfavorablemente en la
economía agraria y ante todo en la producción azucarera. Son
difícilmente calculables los rendimientos de la producción bra-
sileña de oro. Alexander von Humboldt estimaba en 194 mi-
llones de libras esterlinas el valor de los metales preciosos
285
obtenidos durante el siglo x v m , mientras que el mineralogista
alemán de Escbwege llegó en sus cálculos a 130 millones de
Libras para el período comprendido entre 1600 y 1820. La edad
«dorada» de Brasil pronto tocó a su fin. Los yacimientos de
la superficie se agotaron rápidamente, y los primitivos, métodos
de extracción volvían casi imposible, e incluso antieconómico,
explotar las vetas que se hundían más profundamente en la
tierra.
Otra riqueza inesperada la depararon los diamantes, descu-
biertos por primera vez, en 1729, en el distrito aurífero de
Minas Gerais. Se los encontraba en el lecho o a orillas de los
ríos. Brasil fue en la Edad Moderna el principal productor de
esas piedras preciosas, que hasta entonces sólo llegaban a Occi-
dente, en pequeñas cantidades, a través del comercio con la
India. Se estima que el valor de los diamantes en bruto expor-
tados de Brasil entre 1729 y 1801 oscila en los 10 millones de
libras.
c) Agricultura y ganadería
286
mercado urbano. Cuando los indios satisfacían sus tributos en
metales preciosos o en efectivo, los españoles pronto se que-
jaban de que eran insuficientes los medios de subsistencia,
puesto que los aborígenes ya no consideraban necesario cultivar
los campos o criar, ganado más allá de lo necesario para su
propio consumo.
La base alimentaria que la agricultura indígena significaba
para los españoles fue puesta en peligro, acto seguido, por la
rápida merma de la población aborigen. En Nueva España, pon-
gamos por caso, en los últimos decenios del siglo xvi se pudo
apreciar una escasez de medios de subsistencia que obedecían
a esos motivos. Las explotaciones agrícolas españolas, dedicadas
por lo general hasta entonces al cultivo de trigo y la ganadería,
se vieron precisadas a ampliar su producción y pudieron contar
por anticipado con buenos ingresos, ya que la competencia de
los baratos víveres indígenas desapareció en gran medida. Esta
coyuntura favorable coadyuvó a la formación de los latifundios
españoles, para cuya labranza se movilizó la mano de obra
5
indígena aún disponible, y además negros esclavos *. Posibili-
dades de lucro aún mayores se presentaron a la agricultura
cuando sus productos no servían ya únicamente al consumo
local, sino que pudieron exportarse a otras comarcas americanas
e incluso a la metrópoli. Los productos agrícolas antillanos, pot
ejemplo, encontraron un buen mercado gracias a las expediciones
de los conquistadores hacia la tierra firme americana, lo cual
dio por resultado una coyuntura económica favorable en las
Grandes Antillas. Desde 1575 los productos agrícolas chilenos
encontraron salida en el Perú. El abasto del mercado peruano,
principalmente con trigo, estimuló la expansión del cultivo de
la tierra y convirtió a la agricultura en el factor más importante
de la vida económica chilena. Por lo general, un comercio in-
teramericano más intensivo, sobre todo entre zonas climáticas
dispares, trajo aparejada una mayor salida de los productos
agrícolas.
La minería tuvo una significación decisiva para el desarrollo
de la agricultura. Allí donde se desvanecía la ilusión de obtener
enormes tesoros de oto y plata, o se agotaban con mayor o menor
rapidez los veneros de metales preciosos, los conquistadores y
primeros colonos se veían obligados a ganarse el sustento con
las actividades agropecuarias. Pero no bien se descubrían nue-
vamente ricas minas de oto y plata y afluía a las bonanzas
una población numerosa, se originaba una demanda rápidamente
creciente de medios de subsistencia. Como los criaderos de mi-
nerales solían hallarse en zonas áridas o páramos montañosos,
tina región más amplia extraía beneficios de esa coyuntura agríco-
la favorable. El duro trabajo de las minas exigía ante todo
287
una vigorosa dieta cárnica.. Los cueros vacunos encontraban
múltiples aplicaciones en la explotación minera. Se requerían,
asimismo, animales de tiro. Los estrechos nexos entre minería
y ganadería constituyen un fenómeno típico de la colonización
española. Tan pronto como se difundían noticias sobre hallaz-
gos de oro y plata, se ponían en movimiento hacia la región
respectiva rebaños de ganado mayor y menor. Los poseedores
de tierras labrantías, rebaños y vacadas hacían buenos negocios
gracias a los altos precios de sus productos y guardaban en sus
faltriqueras buena parte del oro y la plata extraídos.
Un ejemplo característico de estas relaciones lo constituye la
ciudad argentífera, Potosí, con sus 120-150.000 habitantes. En
el Altiplano andino, a más de 4.000 metros de altura, no pros-
pera ninguna planta de cultivo. Había que traer de grandes
distancias, de los valles ubicados a menor altitud, el trigo, maíz,
frutas y verduras necesarios. Las entregas procedían de explota-
ciones pequeñas y medianas (chacras), que pertenecían unas a
españoles, otras a indígenas. Pero la zona de avituallamiento
agrario de Potosí se extendía mucho más allá. De Arica, en
las riberas del Pacífico, llegaban pescado salado, uvas, azúcar
y frutas en conserva. Tierras bajas al oriente de los Andes,
como Santa Cruz de la Sierra y Tucumán,,enviaban asimismo
sus cosechas a Potosí. Se arreaban hasta el Altiplano vacadas
y rebaños'de Paraguay y de la provincia de Buenos Aires. La
plata de Potosí dio lugar al surgimiento de un amplio espado
agrario que se extendía desde el Pacífico hasta el Atlántico™,
Los españoles introdujeron tempranamente cereales y hortali»
zas europeos en las comarcas por ellos descubiertas y coloniza-
das, y plantaron los frutales que ya conocían en su patria. La
aclimatación de plantas útiles del Viejo Mundo presentó no
pocas dificultades. El trigo, que en España proporcionaba el
tradicional pan cotidiano, no medraba en los húmedos suelos
tropicales. Su cultivo en las Antillas no resultó afortunado, pero
produjo buenas cosechas en los valles del Altiplano andino y
en las llanuras de la zona templada. En México, la comarca de
Puebla, en el fértil valle de Atlixo, se convirtió en centro de cul-
tivo triguero. Las inmediaciones de la ciudad de México mos-
traron igualmente extensos trigales, que gracias al regadío pro-
ducían dos cosechas anuales. En muchas comarcas del Perú, por
ejemplo en las cercanías de Lima, el cultivo del trigo demostró
ser muy rentable, pero en 1687 apareció una devastadora en-
fermedad de ese cereal, por lo cual en lo sucesivo Chile pudo
exportar trigo en medidas aún mayores a su vecino septentrional.
Allende los Andes cultivaban el mencionado cereal las provin-
cias de Cuyo y Tucumán. Para la cuenca del Plata, la era del
trigo no comenzó hasta el término del período colonial. Los
288
indios rechazaban ese cultivo como algo extraño, por más que
las autoridades se empeñasen en que plantaran aquel cereal y
dejaran el palo de cavar por el arado. Permanecieron aferrados
a la labranza del maíz, que siguió constituyendo su alimentación
básica, mientras que blancos y mestizos consumían trigo. De las
restantes especies cereales, la avena alcanzó alguna importancia
como forraje para los caballos.
Amén del pan de trigo, los españoles tampoco querían pri-
varse del vino en el Nuevo Mundo. Los altos precios de los
vinos importados de España dieron lugar a la plantación de
cepas. Ya Cristóbal Colón, en 1493, llevó a las Antillas estacas
de vid, que tuvieron tan poca fortuna allí como el trigo. Tam-
poco el clima mexicano favorecía la plena maduración de las
uvas. Sólo más al norte, en las llamadas Provincias Internas
de Oriente y las misiones de California, se encontraron regiones
propicias para la viticultura. La principal zona de producción
vitícola estuvo en el virreinato del Perú. Al principio se cultivó
la vid en el valle de Lima, pero los mejores vinos peruanos
procedían de los valles de Nazca, lea, Pisco y Arequipa. Tam-
bién las viñas chilenas mostraron buenas cualidades. Una rica
región vitícola llegó a ser la comarca de Mendoza, en ja pro-
vincia de Cuyo, que suministraba vino y aguardiente incluso a
Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires. En los primeros tiempos,
el gobierno amparó la viticultura en América y ordenó, en 1531,
que cada nave que zarpara hacia las Indias llevase determinado
número de renuevos de vid. La gran expansión de ía viticultura,
que abarcaba desde Ja costa chilena del Pacífico hasta Paita
en las cercanías de lo que es hoy la frontera peruano-ecuato-
riana, y los bajos precios de los vinos sudamericanos dieron
pie, sin embargo, a medidas restrictivas de ese cultivo en las
colonias. Felipe I I ordenó al virrey del Perú que no concediera
ningún permiso más para Ja plantación de nuevas o el restable-
cimiento de viejas viñas, y Felipe I I I reiteró en 1610 esa orden
para que no cesara el comercio de los vinos españoles y los
reinos americanos se mantuvieran dependientes de la metrópo-
1
li ". Pero tales prohibiciones tuvieron escaso éxito. El gobierno,
habiendo comprobado que pese a las mismas los habitantes del
Perú seguían plantando numerosos viñedos, optó por ejercer
la indulgencia en vez de castigar tales contravenciones, siempre
que los infractores abonaran anualmente a la real hacienda el
141
2 por 100 del producto de la vendimia .
También forma parte de la cocina española el aceite de oliva.
De ahí que prontamente se transportaran de Sevilla estacas de
olivo a las Antillas y al continente americano. En México, los
olivos encontraron poca difusión durante todo el período colonial,
pero en el Perú brotaron grandes olivares. La olivicultura se
289
desarrolló también en ciertas comarcas de Chile y en la zona de Mendoza. Se
consumían las aceitunas sobre todo como fruta, ya que los colonos españoles,
ante la escasez del aceite de oliva importado, pronto lo habían sustituido en su
mesa por grasas animales. Sólo más tarde se instalaron molinos para
extracción del aceite de las aceitunas.
De más fácil aclimatación americana que el trigo fue el arroz ya que a
este cultivo le son propicias las húmedas y cálidas comarcas tropicales. La
celeridad con que los españoles del siglo XVI introdujeron y cultivaron en
todo el continente Americano las especies europeas de hortalizas, despertó la
admiración de Alexander von Humboldt. Variedades hispánicas de cítricos
prosperaron extraordinariamente.
Las especies europeas de cereales, hortalizas y frutales, introducidas por
los españoles en el Nuevo Mundo, servían al consumo local. No ocurrió lo
mismo con la caña de azúcar llegada a las Indias con las primeras
colonizaciones, pues produjo cosechas tan abundantes como para abastecer al
mercado europeo y proporcionar a la metrópoli grandes ganancias de capital.
Esta explotación agraria capitalista, que constituyó un poderoso acicate para la
expansión europea en ultramar, fue primeramente introducida en las islas
portuguesas y españoles del Atlántico. Gracias al príncipe Enrique el
Navegante,Madeira se convirtió en la primera isla azucarera del océano y de
Madeira pasó la caña sacarífera a las Canarias, que llegaron a ser conocidas en
Europa como las "Islas del Azúcar". De las Canarias llevó Colón en 1493
vastagos de cañamiel a la isla La Española, donde medraron buenamente. Pero
la factoría comercial de las Indias no estaba interesada en la colonización
agraria. Tras su liquidación empresarios privados intentaron aproximadamente
desde 1501, el cultivo de caña de La Española y obtuvieron melaza con
arbitrios primitivos. Hacia 1515 llegaron técnicos canarios de la industria
azucarera a las Antillas. Cuando decreció la producción de oro en La Española
los colonos se volcaron más, entre 1520 y 1530, al cultivo de la caña, y hasta
1580 aumentó considerablemente la producción azucarera en la isla. Hacia
1545 eran ya numerosos los molinos de caña, que se llamaban ingenios
cuando se servían de la fuerza hidráulica y trapiches cuando eran puestos en
movimiento por la tracción animal mediante malacates. Puerto Rico producía
igualmente azúcar y también, en Cuba se inició el cultivo en el tercer decenio
del siglo XVI.
Los elevados costos de la industria azucarera aumentaban las dificultades
opuestas a su desenvolvimiento.
El cronista Fernández de Oviedo estimaba el valor medio de un ingenio,
que incluía grandes calderas de cobre, en 15.000 ducados de oro calculaba en
50000 ducados de oro la inversión necesaria para una empresa muy grande.
Empresarios aislados o sociedades particulares difícilmente podían reunir esos
capitales, pero la corona otorgaba créditos que en tiempos de Carlos V
ascendían, en cifras redondas, a 6.000 ducados de oro, así como otras ventajas
financieras, para la Instalación de ingenios. Una inversión tan costosa sólo era
rentable en grandes explotaciones. En una plantación de azúcar vivían 500
personas, aproximadamente. Los plantadores alcanzaron en la sociedad
colonial la posición de una capa sensorial privilegiada e hicieron buenos
negocios con el alza de los precios del producto en Europa. La coyuntura
azucarera se mantuvo también en los siglos, siguientes del período colonial y
se vio favorecida por la diffusion del hábito de tomar té y café. De un lujo, el
azúcar pasó a ser artículo de uso cotidiano.
En el cultivo de la caña se operaron cambios regionales durante el
período colonial en América Latina. En Cuba, por vía de ejemplo, la industria
azucarera progresó con bastante lentitud durante el siglo XVII y la mayor
parte del XVIII. Luego entra 1790 y 1795, se produjo el gran auge del azúcar
cubano, después que la revolución de los negros en el Haití francés hubiera
destruido las plantaciones de los amos blancos. En México quien introdujo el
cultivo de la caña, fue el propio Hernán Cortés quien instaló varios ingenios
en sus extensas posesiones. Más tarde se instruyó a los virreyes para que
fomentasen el cultivo y adjudicasen la tierra correspondiente a quienes
quisieran establecer molinos de caña. Las principales regions de producción
azucarera estaban al sur de la ciudad deMéxico, en la depresión de
Cuernavaca, abarcaban algunas comarcas cálidas deMichoacán el sur de
Nueva Galicia y se encontraban también en Atlixo y la provincia de Jalapa, Se
estima que a comienzos del siglo XVII de 50 a 60 ingenios anualmente entre
3.000 y 5.000 toneladas de azúcar. A causa de los excesivos costos de
transporte, el azúcar de Nueva España no podia competir en los mercados
europeos con el de las Antillas y se le destinaba al consumo local ya que las
confituras gozaban de gran popularidad en el país. Las plantaciones de azúcar
se convirtieron en grandes haciendas y contribuyeron a la formación del
latifundismo. También las órdenes religiosas con disponibilidad de capitales
fundaron poderosas empresas azucareras.
292
bajo pena de muerte la exportación de simientes. Pero era incon-
tenible la difusión ulterior del cultivo cafetero en el Nuevo
Mundo. A mediados del siglo x v n t el cafe pasó de Haití a
Cuba, donde en un principio se le cultivó como arbusto orna-
mental y con fines medicinales. Sólo con los fugitivos franceses
que se pudieron salvar de la insurrección de los negros haitianos
(1791), el cultivo del café adquirió en Cuba una importancia
mayor. Gracias a la propaganda y las primas concedidas aumentó
544
el interés por el desarrollo de los cafetales . Muy apetecido
llegó a ser el café cosechado en Puerto Rico, y también en
Costa Rica y Venezuela surgieron plantíos de esa rubiácea.
Un estimulante que desde un principio fue objeto de viva
controversia, el tabaco, llegó igualmente como género ultrama-
rino al Viejo Mundo, procedente del Nuevo. El creciente con¬
sumo de tabaco en Europa impulsó la explotación colonial de
América. Cristóbal Colón conoció ya en su primer viaje el ex-
traño hábito practicado por los aborígenes, de aspirar humo
de un canuto vegetal encendido. Al principio sólo los negros
imitaron ese uso indígena, ya que los europeos lo consideraban
como una costumbre de salvajes. En Europa, el tabaco se cul-
tivó primeramente como planta ornamental. A sus hojas se les
atribuía virtudes medicinales, conforme a las tradiciones indí-
genas, y hasta se les llegó a considerar un «sanalatodo». Se
podía, pues, justificar el disfrute del tabaco por razones medici-
nales. Por último, señalemos que fumar tabaco y tomar rapé
pasaban por signos de distinción. Los altos precios del tabaco
en Europa sólo permitían tal lujo a las personas adineradas. La
exótica costumbre de fumar denotaba una elevada condición
social.
Fue en vano que se atacara públicamente la moda del ta-
baco. Para Las Casas, era su consumo «un vicio odioso»; el
italiano Benzoni llamó «pestilencial y nocivo veneno del pue-
blo» al tabaco, mientras el poeta inglés John Barclay lo fulminó
en estos términos:
293
El sultán de Turquía, el zar de Rusia y el sha de Persia
establecieron la pena de muerte para los fumadores. En España,
la hostilidad contra el tabaco no tuvo mayor predicamento, y la
Inquisición no llevó a nadie a la hoguera porque el mismo
hubiese disfrutado de la diabólica hierba. La difusión en los paí-
ses europeos del hábito de fumar, así como del de tomar rapé,
se constituyó en un importante factor de la vida económica
americana.
Desde el comienzo del siglo x v n se produjo en la América
española un rápido incremento del cultivo tabacalero. Los más
antiguos territorios dedicados al mismo se extendían desde Car-
tagena de Indias hada el oeste hasta Nueva España, y hacia
el este por la costa de Tierra Firme*". En Venezuela, el tabaco
fue ef'primer producto agrario explotado en gran escala y de
manera capitalista. En Nueva Granada se plantó en diversos
1
lugares en los primeros dos siglos de la dominación española *.
El tabaco cubano, por lo general cultivado en pequeñas fincas
y por plantadores blancos, adquirió ya en el siglo x v n la fama
de ser de mejor calidad que el de Virginia. Cuando en 1791
se inició una nueva coyuntura altamente favorable para el azú-
car, los cultivos tabacaleros cubanos experimentaron una rápida
TO
depresión .
Otros estimulantes vegetales del Nuevo Mundo sólo alcanza-
ron significación económica gracias al consumo local. La yerba-
mate, obtenida de las hojas de una ílicácea, se convirtió en la
principal riqueza del Paraguay y encontró mercados hasta en el
Perú y Chile. Muy difundido estaba entre los indios sudameri-
canos el hábito de mascar hojas de coca. El inca había logrado
reducir ese vicio mediante prohibiciones, pero al desplomarse
su' imperio los antiguos subditos se dedicaron sin estorbo al
disfrute del narcótico. Creían, además, en la virtud mágica de
la coca, que por ello desempeñaba un papel en sus ritos reli-
giosos y en los encantamientos curativos. Pronto los colonos
españoles descubrieron que ese cultivo era muy remunerado!.
La región principal de cultivo de la coca se encontraba al este
de Cuzco, en las tierras bajas andinas. Los españoles explotaban
esos plantíos gracias al trabajo forzado de indios procedentes
del frío Altiplano, que perecían en masa a consecuencia del
brusco cambio climático. Misioneros, y entre ellos Las Casas,
realizaron una activa campaña contra el uso de la coca y las
malas condiciones en que debían trabajar los mitayos en ha
plantaciones. Los cultivadores interesados, por el contrario, soli-
citaron al rey que no se dejara ganar por esas ideas, ya que
sólo las hojas de coca constituían un salario atractivo para los
indios que trabajaban en las minas de plata; sin la coca no
existiría el Perú, el país se despoblaría. Pero además la coca
294
era un don del Cielo, pues mitigaba la sensación de hambre y
sed. La decisión de Felipe I I , zanjando este litigio de opiniones
z intereses, fue un compromiso. Mascar coca no se debía tener
por inmoral y nocivo, pero legalmente se abolió el trabajo for-
zado indígena en las plantaciones de coca en 1560*".
Los españoles trajeron de Europa, asimismo, diversas plantas
industriales útiles. El cánamo, necesario ante todo para confec-
donar las jarcias de los barcos, se cultivó desde mediados del
siglo xvi en regiones de México, Nueva Granada, Quito y Chile.
No se extendió mucho el cultivo del lino, aunque no faltaron
proyectos de producir con él, en las colonias, telas que sustitu-
yeran los tejidos de algodón procedentes del extranjero. Los co-
lonos españoles prontamente cultivaron el algodón, que crecía
silvestre en América y era hilado y empleado por los indios para
la confección de tejidos, hamacas, etc. En más de una región,
plantarlo se constituyó en la única fuente de ingresos de aquélla.
El algodón se exportó también a España, y a mediados de]
siglo x v m la corona concedió franquicias aduaneras a la impor-
tación del producto americano, destinado printipalmente a las
manufacturas catalanas.
Como la búsqueda de colorantes, apremian temen te requeridos
por la próspera industria pañera en Europa, se contaba entre
las fuerzas impulsoras de las expediciones de descubrimiento
en ultramar, los españoles confiaron en encontrar en América
colores vegetales para el apresto de los textiles peninsulares. Ya
en La Española se extraía una variedad de palo brasil, utilizada
en la confección de una tintura roja. Los mejores colorantes de
la América hispánica se encontraban en la costa de Campeche.
Para teñir de azul las telas, en Europa tenía especial aceptadón
d índigo, que se obtenía de papilíonáceas tropicales, herbáceas
j arbustiformes, y se importaba d d Asia, en pequeñas canti-
dades y a predo* exorbitantes. Dos regiones europeas, Turingia
f los alrededores de Tolosa, producían d glasto o hierba pastd,
coya savia contenía un colorante, análogo al índigo, que se
azulaba al contacto con d aire. Dadas las riquezas que deparaban
la producción y comercio de las codiciadas plantas tintóreas,
pronto algunos empresarios se esforzaron por explotar en Amé-
rica un territorio que surtiera de colorantes a Europa **. Por
un asiento con Carlos V, los alemanes Hdnrich Ehinger y Albert
jLnhn obtuvieron en 1535 d monopolio d d cultivo de la hierba
pastd y d azafrán, cultivos que debían realizar a sus propias
expensas. Los empresarios alemanes le encomendaron al sevillano
Alonso de Herrera la dirección de las plantaciones de glasto y
azafrán, que se concentraron en la comarca de Jalapa. La em-
ipress se malogró desde d punto de vista económico. Amén de
las dificultades puestas por las autoridades locales, de la falta
295
de mano de obra indígena y las malversaciones, este fracaso se
debió a que la mala calidad del glasto suministrado hacía impo-
sible su venta en el mercado europeo. Los conocimientos téc-
nicos adquiridos en el Viejo Mundo gracias a una prolongada
experiencia con el cultivo de la hierba pastel, no se podían
trasplantar, en un instante, a un país colonial y a trabajadores
indígenas que se encontraban en un disímil nivel de civili-
zación.
En 1650 Pedro de Ledesma descubrió en Nueva España una
especie indigófera vernácula y la corona le concedió el mo-
nopolio de su cultivo. Para la explotación del mismo, Ledesma
se asoció con Martín Cortés, marqués del Valle. Tras la resci-
sión del monopolio en 1572, se propagaron los cultivos de añil
en las zonas cálidas de Nueva España, y principalmente en
Yucatán. Un excelente resultado económico dio también el cul-
tivo del índigo en Guatemala. Con las extensas plantaciones de
SM
añil había aparecido un nuevo tipo de paisaje colonial .
Una valiosa tintura de color de grana la suministraba la
cría de la cochinilla. En México se plantaba una cactácea arbus-
tiforrne, el nopal de la cochinilla, en cuyas paletas se colocaban
los huevos de la cochinilla; tres meses después se recolectaban
los insectos, que se habían reproducido rápidamente. De
70.000 de estos insectos, aproximadamente, se obtenía una libra
de colorante. Se calcula que en 1561 los indios de la provinda
de Tlaxcala llevaban semsnalmcnte al mercado la cantidad de
175 kilogramos de cochinilla a un valor de 900 pesos de oro el
kilogramo. Se consideraba tan preciosa la cochinilla como el oro
lit
y la p l a t a .
Con aún mucha mayor rapidez que las plantas introducidas
se propagaron los animales domésticos europeos por el Nuevo
Mundo. Caballos, vacas, ovejas, cerdos, cabras, asnos, perros,
gatos, aves de corral y otros géneros de animales domésticos
hicieron, junto a los españoles, la travesía hacia las posesiones
de ultramar, enriqueciendo la fauna americana con nuevas espe-
cies y crearon allá las condiciones esenciales para el desenvolvi-
miento de formas económicas europeas. Desde el segundo viaje
de Colón se transportaron caballos a las Indias, pero ya es
1507 el gobernador escribió al rey que no era necesario enviar
más esos animales a La Española. Desde ésta se abasteció de
caballos a Puerto Rico, Jamaica y Cuba, y las islas, a su vez,
suministraron las cabalgaduras para los conquistadores y colonos
del continente americano El caballo tuvo gran importancia
militar en la conquista y siguió siendo, como animal de silla
y de tiro, imprescindible para el traslado de personas y cargas;
En la ciudad tiraban de los coches de las personas distinguida^
Pero más resistente y sufrida, de paso más seguro, mostró, ser
296
la muía, la cruza de asno y yegua o de caballo y burra. Se le
empleó, ante todo, como bestia de carga para el transporte de
mercancías. La cría de acémilas se convinió en un r.imo particu
larmente lucrativo de la ganadería. Para la agricultura, por lo
general, se empleaba el buey como animal de tiro. En la co
marca del Plata y en Nuevo México se uncían bueyes a las carre
tas, que transportaban a grandes distancias y por malos caminos
las mercancías. Animales sacrificables, especialmente la vaca y
el cerdo, posibilitaron una abundante dieta cárnica, muy poco
conocida por ios indígenas antes de la colonización europea.
Vacas y cabras proporcionaban, especialmente a los Jactantes, una
dieta de leche animal, dieta absolutamente inexistente en la
América precolombina. Las ovejas no medraban en las tierras
bajas tropicales, pero encontraron propicias condiciones de vida
en Jos valles altos de México y Perú, así como en Chile y Ja
región pía ten se.
La propagación extraordinariamente rápida del ganado intro
ducido de Europa, favorecida por la exuberancia de las praderas,
constituye un fenómeno biológico sorprendente. El cronista Fer
nández de Oviedo hizo constar que los animales domésticos
crecían mucho mejor en las Indias que en Ja metrópoli. EJ
Nuevo Mundo parecía convertirse en un paraíso para esos bru
tos, que, apenas encorralados y mal guardados, escapaban con
frecuencia, crecían en plena libertad y volvían ai estado salvaje.
Se adaptaban, a través de la selección natural, a las condiciones
ambientales, volvíanse resistentes a las enfermedades y presen
taban determinadas alteraciones morfológicas. El ganado monta
raz (cimarrón) eran bienes mostrencos y quienquiera podía darle
caza y carnearlo. En Buenos Aires —donde los pocos animales
domésticos que dejaran en su retirada (1541) los supervivientes
de Ja expedición de Pedro de Mendoza se habían multiplicado
libremente hasta llegar a unas 80.000 cabezas en 1585— era
un derecho de Jos vecinos y de los hijos y herederos de Jos
conquistadores sacrificar a esas reses. El cabildo concedió licen
cia para la caza del ganado cimarrón, aunque luego, cuando co
menzaron a escasear las existencias, prohibió su caza por cierto
tiempo. En ocasiones, Jas reses que vagabundeaban de aquí para
allá se convertían en una molesta plaga para los asentamientos.
También los maizales de los indígenas padecían Jas depredacio
nes de animales intrusos.
El fuerte aumento en las existencias trajo como consecuencia
ana rápida baja de los precios del ganado. Un caballo, que en
los tiempos de la conquista valía una fortuna, en algunas regio
nes no costaba, tiempo después, prácticamente nada. La abun
dancia de reses sacrificables dio por resultado una oferta de
carnes tan excesiva que a mediados del siglo xvi ese alimento
297
costaba en Santo Domingo treinta veces menos que en España.
El cabildo de México reiteradas veces prohibió que se vendiera
carne por debajo del precio mínimo estipulado. Consiguiente-
mente, una abundante dieta cárnica era posible, e incluso habi-
tual, entre los pobres y los indios. Dados los bajos precios del
ganado, su cría únicamente era rentable en grandes haciendas.
Sólo la corambre y la grasa tenían valor comercial. En las
matanzas, la mayor parte de la carne quedaba sin aprovechar
y servía de pasto a buitres y perros cimarrones. La conservación
de la carne en saladeros n o se inició hasta fines del siglo xvni.
En épocas posteriores, la riqueza de ganado decreció consi-
derablemente. Las causas estriban en el agotamiento de las pra-
deras y su desherbamiento por las enormes vacadas, y en la
desatinada matanza de ganado y la destrucción de los animales
jóvenes por las manadas de perros cimarrones. El cabildo de
Buenos Aires dispuso que ningún habitante pudiese tener mis
de un perro y que se matara a balazos a los canes sin dueño.
Desde principios del siglo x v i n el ganado cimarrón comenzó a
desaparecer de la región bonaerense. Para sustituirlo, los grandes
estancieros comenzaron a practicar una ganadería intensiva. En
conjunto, la economía ganadera produjo, principalmente en Mé-
xico, en los llanos venezolanos y las pampas plateases, la mayor
riqueza de la América española después de los metales pre-
ciosos
La agricultura y la ganadería eran, al igual que en la metró-
poli española, dos ramas agropecuarias separadas, cuyos intereses
a menudo se contraponían. Según las palabras del cabildo de
Buenos Aires, la siembra en las estancias era tan perjudicial
como el aprovechamiento de tierras laborables para la ganadería,
puesto que se trataba de dos cosas completamente disímiles, que
mal podían prosperar sin una neta separación entre ambas. Tal
como en España, era libre para todos los vecinos el usufructo
de los prados comunales, y la ley establecía el acceso franco
a ejidos y dehesas. Estaba prohibido cercar los campos, de ma-
nera que después de la cosecha el ganado pudiera pacer en ellos
sin estorbo. Para evitar, lo más posible, los daños en los sem-
brados, las autoridades se esforzaban por desplazar las explota-
ciones ganaderas hacía zonas no cultivadas. Sólo se podía adju-
dicar estancias cuando las mismas no se encontraban en la
cercanía de los asentamientos indígenas. El virrey de Nueva
España, Velasco, hizo construir en Toluca un muro de diez millas
de extensión para separar los predios de indios y de españoles,
evitando así los daños que los animales hacían a los cultivos
de los indígenas. Se reproducía en las colonias la lucha entre
los agricultores sedentarios y los pastores trashumantes de la me-
trópoli española. También en el Nuevo Mundo surgió la insti-
298
lución de la trashumancia. Así, por ejemplo, durante la segunda
mitad del siglo xvi, en septiembre de cada año, más de
200.000 ovejas de la zona de Querétaro recorrían unos 300
o 400 kilómetros hasta los pastos nuevos del lago de Chápala y
el oeste de Michoacán y regresaban en mayo a sus estancias.
Los rebaños de la meseta mexicana trashumaban, análogamente,
a las tierras bajas de Veracruz.
Por iniciativa del cabildo de la Ciudad de México y cediendo
a los ruegos de influyentes ganaderos, la corona ordenó en 1537
que se instituyera la mesta, con el cometido de fomentar todas
¡as modalidades de la ganadería. El rey confirmó en 1542, y
revisó en 1547, las ordenanzas de la mesta, que había redactado
un oidor de la audiencia por encargo del virrey. Ciertas disposi-
dones de la mesta americana divergían del modelo metropolitano.
De esta suerte, en México la mesta no era una organización
de todos los que poseían ganado, sino que los miembros debían
ser estancieros, es decir, poseer estancias. Los aborígenes estaban
excluidos de la mesta. Aunque originariamente la corona había
abrigado la intención de introducir la mesta en todas las partes
de su imperio indiano, ese organismo de los ganaderos quedó
restringido a México. En América, la mesta no llegó a conver-
tirse en un poder político, como ocurriera en España, peto ejerció
una considerable influencia sobre la vida económica
La cría de gusanos de seda, que presupone determinadas con-
diciones climáticas, sólo en México —entre todas las provincias
hispanoamericanas— tuvo un éxito notable. Las autoridades ecle-
siásticas y seculares fomentaron allá la sericultura. Zumárraga,
d primer obispo de México, pidió en 1537 al gobierno que en-
viara matrimonios de moriscos, procedentes de la región de Gra-
nada, para que se establecieran en poblados indios y les ense-
ñaran a los aborígenes los mejores métodos sedeólas. El primer
virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza, se fijó la meta
de que México produjera tanta seda como para poder rivalizar
con España. Concerró un convenio con un experto sericultor
murciano, Hernando Martín Cortés, que se comprometió a plan-
tar 100.000 moreras en las provincias de Huejotzingo, Cholula
yTlaxcala y criar los gusanos de seda con ayuda de los indios.
Gracias al fomento estatal, en efecto, cuando mediaba el si-
do xvi la producción mexicana de seda cruda se había conver-
tido en una actividad económica estable. En tiempos en que se
esfumaban las perspectivas de encontrar enormes tesoros de oro
y plata, la producción de seda, que demandaba un capital exiguo
f bajos costos laborales, ofrecía ganancias lucrativas. Al finali-
zar el siglo, empero, la sericultura cayó en una profunda crisis.
La seda china, que llegaba a Nueva España por las Filipinas,
ta falta de mano de obra, la creciente desconfianza del gobierno
299
español por manufacturas que ponían en peligro la salida de
la sedería metropolitana, explican la fuerte merma en la pro-
ducción de seda cruda en México. En 1596 el virrey recibió la
orden de prohibir la plantación ulterior de moreras. Por último,
la real cédula del 29 de mayo de 1679 dispuso que se suspen-
diera en México la producción de seda y se destruyesen las
plantaciones de moreras. No ha llegado hasta nosotros ninguna
noticia acerca de si efectivamente se talaron los morerales, pero
sabemos que durante el siglo x v í n no dejaron de existir mo-
5S
reras en la región mixteca *. A fines de este siglo, reales órdenes
permitieron nuevamente la sericultura en México y encomendaron
a los virreyes que fomentaran la producción de seda.
Como en Brasil hasta la decimoctava centuria no se habían
descubierto yacimientos auríferos y argentíferos dignos de men-
ción, no se produjo hasta esa época una coyuntura agraria como
la que suscita el abasto de víveres a un distrito minero densa-
mente poblado. El trigo no medra en el clima brasileño, excep-
ción hecha de la comarca, entonces inexplotada, de Río Grande
del Sur. En la cuenca amazónica, la naturaleza no permite abso-
lutamente ningún desarrollo de la agricultura. El hambre y la
desnutrición, para la gran masa de los pobladores, fueron fenó
menos típicos del Brasil colonial.
Las regiones agrarias más extensas, con el suelo más fértil,
estaban dedicadas al cultivo de la caña de azúcar. La perspectiva
de producir azúcar en el Nuevo Mundo y venderla lucrativa-
mente en Europa volvió económicamente atractiva, por primera
vez, la colonización del Brasil. Aunque los españoles habían co-
menzado a cultivar tempranamente la cañamiel en América, no
fueron los territorios colonizados por ellos los que se convir-
tieron en los principales exportadores de azúcar, sino que hasta
muy entrado el siglo x v n los portugueses, fundamentalmente,
abastecieron a Europa, e incluso a España, con aquel producto.
Martim Afonso de Souza trajo cañas de Madeira a Brasil e
instaló en su capitanía de San Vicente, en 1533, el primer
ingenio movido por la fuerza hidráulica. Para ello se sirvió
también- de especialistas y socios comanditarios germano-holan-
deses. En 1550 la casa comercial Erasmus Schetz se hizo cargo
de los predios y del «Ingenio del Gobernador», que desde en-
tonces se denominó Engento de Sao Jorge dos Erasmos y fue
administrado por el alemán Peter Roesel En Pernambuco, el
primer ingenio se construyó en 1542. El Brasil nordoriental se
convirtió en el principal territorio productor de azúcar. En 1612
los ingenios ascendían a un total de 170**\ Durante un siglo
y medio el cultivo de la caña se convirtió en la base casi única
d e la vida económica brasileña. Tras una pasajera mengua de la
producción a consecuencia del hallazgo de oro —que atrajo
300
hacia el interior a masas humanas radicadas en la costa—, se
inició a fines del siglo x v m un nuevo auge en la producción
azucarera. Nuevos territorios, como la comarca de San Pablo, se
abrieron a este cultivo.
En menor medida se desarrolló, desde principios del siglo x v n ,
el cultivo del tabaco, que no sólo se exportaba a Europa, sino
que en África prestaba servicios como medios de cambio para
la adquisición de esclavos. Grandes posibilidades para zonas aún
no aprovechadas por la agricultura se presentaron en la segunda
mitad del siglo X V I I I con el cultivo del algodón, cuya expor-
tación al Viejo Mundo se convirtió en una de las principales
riquezas del Brasil. El arroz se exportó especialmente desde el
territorio de Marañón. A partir de 1775 se expandió lentamente
el cultivo cafetero. El cafeto prosperaba excelentemente en los
terrenos volcánicos del interior brasileño y promovía así el apro-
vechamiento de esa región. La economía de Brasil se desarrollaba
suministrando a Europa productos agrarios tropicales, cuyo mo-
nocultivo daba por resultado el agotamiento del suelo.
La ganadería sólo desempeñó un papel secundario, por más
que fuera de importancia para el sustento de los pobladores.
La ubicación de los cultivos de caña de azúcar en las fértiles
comarcas costeras desplazó a la economía ganadera hacia las
regiones del interior, desfavorables climáticamente y pobres en
precipitaciones. La cantidad y calidad del ganado fueron exiguas.
Tan sólo en el sur, en los actuales estados de San Pablo y Paraná,
se encontraron mejores condiciones para la ganadería. Una
coyuntura favorable se les presentó a los ganaderos con el abasto
de carne a la numerosa población que, tras el descubrimiento
de las minas de oro, se lanzó hacia aquellas regiones. La gana-
dería se extendió hacia el nordeste, y encontró en Piauí las
mejores pasturas. La economía ganadera contribuyó fundamental-
mente a que la dominación portuguesa se extendiera sobre el
dilatado interior brasileño. Tras la decadencia de la extracción
del oro, Minas Gerais se convirtió en un centro lechero y que-
sero. En el siglo XVTII se logró, desde San Pablo, abrir a la
ganadería la región de Río Grande del Sur, donde la obtención
y exportación de cueros se convirtieron en las principales fuen-
tes de ingresos.
d) Actividades industriales
301
de los trabajos industriales. £1 inicio y desarrollo de cualquier
tipo de producción industrial no constituyeron fuerzas impulsoras
de las colonizaciones española y portuguesa. La ciudad, en el
espacio de la colonización ibérica, no fue en el sentido econó-
mico una urbe industrial, sino una ciudad de consumidores en
la que los funcionarios y empleados públicos vivían de sus
sueldos y los encomenderos gastaban los tributos de sus indios,
asentados en los alrededores. Además, la capa más amplia de
los vecinos se dedicaba a la agricultura y la ganadería, de
suerte que, en buena medida, eran ciudades de labradores.
Era imprescindible, empero, cierta actividad artesanal para
proporcionar a los habitantes los objetos de demanda cotidiana.
Surgieron los diversos oficios, en los cuales, junto a hombres
de origen europeo, trabajaban indios, negros y mestizos. La de-
manda de mano de obra en las artesanías urbanas dio pie a
una mayor integración económica de poblaciones racialmente di-
ferentes. Los distintos oficios se organizaron en gremios. A soli-
citud de los gremios respectivos y en interés de los consumidores
urbanos, los cabildos • promulgaron las diversas ordenanzas gre-
1
miales, que requerían su confirmación por las autoridades reales.
En el texto de sus ordenanzas gremiales específicas se establece
la relación entre la importancia económico-política y la conside-
ración social de un oficio dado. Constaban allí, asimismo, las
5,1
condiciones' de admisión y p r u e b a .
El interés del Estado era particularmente grande con respecto
a la actividad de orífices y plateros, ya que el labrado del
oro y la plata tocaba de cerca a la real hacienda. A la vez, el
valor y la calidad artística de sus obras convertían a orfebres
y argentarios en el gremio más rico y conspicuo, que ostentaba
el nombre de Noble Arte de la Platería. Exigieron en México
que al examen de maestría no se admitiera a nadie que no fuera
español por los cuatro costados. El virrey, no obstante, restringió
la solicitada prueba de la limpieza de sangre, por cuanto dis-
puso que los indios, negros, mulatos y mestizos no pudieran
rendir el examen, pero sí trabajar como auxiliares. El gobierno
tuvo más en cuenta la situación económica, asimismo, al desechar
la disposición exigida por el gremio de que se prohibiera a
indios, mestizos y mulatos —que solían demostrar excelentes
aptitudes en los trabajos de orfebrería— la apertura de talleres
propios. Contribuciones artísticas y artesanales realzaron también
la posición social de los pintores, escultores, tallistas y doradores,
que encontraron mucho trabajo en la ornamentación de las
iglesias y de las casas patricias. En sus ordenanzas gremiales
los pintores se reservaron el derecho a no admitir como apren-
dices mas que a españoles. A los indios, no obstante, se les
permitía ejercer libremente las diversas actividades artísticas.
302
Cuanto mayores eran la importancia y la confianza al servicio
del bien público que un gremio podía hacer valer, tanto mayor
era su demanda de estimación social. Tanto más rigurosa, asi¬
mismo, la negativa a que la población de color se equiparara a
los españoles dentro de esos organismos. Los prensadores de
paños, por vía de ejemplo, sostenían que su oficio era un asunto
de confianza y que se podían realizar muchas supercherías si
se dejaba entrar al mismo personas indignas de crédito. Con
este fundamento, sus ordenanzas gremiales vedaban a negros, in-
dios, mestizos y mulatos la admisión al examen de maestría
y sólo a los mestizos les permitían el aprendizaje y el trabajo
como oficiales. Dados el gran número e importancia de IOÜ
caballos, la herrería era un oficio muy solicitado y prestigioso.
Como los herreros estaban persuadidos de que ejercían una noble
actividad, su gremio preceptuó que sólo podían trabajar como
tales los españoles limpios do sangre y I,in impurc/a, El «.nítido
de la abundante corambre exigía una numerosa mano de obra.
No gozando, este trabajo, de estima entre los españoles, las orde-
nanzas gremiales de los curtidores permitían que también negros
e indios rindieran el examen de maestría. Oficios menores, que
exigían un severo esfuerzo físico, como la albañilería y carpin-
tería, fueron dejados a cargo de indios, negros y mestizos.
Especial significación alcanzó la actividad anesanal en cuanto
a la elaboración de textiles. La metrópoli no podía abastecer
adecuada y regularmente con tejidos a la creciente población
blanca, ni tampoco suministrar vestimentas a los indios, a quie-
nes se había prohibido andar desnudos. En tales circunstancias,
los gobiernos toleraron ei surgimiento de manufacturas colonia-
les, en la medida en que éstas suplieran y complementaran el
abastecimiento por la metrópoli y no compitieran con las expor-
taciones europeas. Las autoridades coloniales llegaron incluso a
promover la instalación de tejedurías. Así, el primer virrey de
Nueva España, Antonio de Mendoza, sentó las bases para la
fabricación de paños en México, para lo cual hizo importar
42
ovejas merinas de Castilla* . La fundación de manufacturas pa-
ñeras (obrajes), sin embargo, sólo podía realizarse con Ja anuen-
cia del rey o el virrey. Ya en el año 1544 se informó desde
México que los españoles construían grandes obrajes para pro-
ducir diversas clases de tejidos de lana. Ocupaban allí a indios
que solían ser llevados a la fuerza a esos trabajos, y retenidos
en las empresas también por la violencia. Cuando la corona espa-
ñola prohibió en 1601, por ley, el trabajo de los indios en los
obrajes, se les reemplazó a menudo con esclavos negros.
En los últimos decenios del siglo xvi la fabricación de paños
cobró un gran impulso en México. Llegaron al rey informes
de que «las labores de los paños de la Puebla de ¡os Angeles
303
van en tanto crecimiento que se provee dellos aquella tierra
y parte de la del Perú, con que se enflaquece el comercio
destos Reinos». Felipe I I ordenó al virrey que dispusiera lo
necesario para que esa fabricación de paños no siguiera creciendo.
El virrey prometió adoptar medidas tendientes a restringir la
producción de paños pero sin prohibirla por entero, pues esto
343
último privaría de una riqueza ai país . Hasta la finalización
del período colonial fue un problema insoluble d de conciliar
con los intereses económicos de la metrópoli el necesario des-
arrollo de las industrias coloniales.
Una vez consolidado el estado de cosas en el Perú, tras la
conquista, se permitió también allí la instalación de obrajes.
Eran entonces los tiempos en que las Cortes de Casulla, reunidas
en 1548 y 1551, deseaban que se fomentara la fabricación textil
en el Perú y México, ya que las exportaciones españolas a las
Indias daban por resultado una escasez y carestía de los tejidos
en la metrópoli * \ Grandes progresos hizo la industria pañera en
Quito, que exportaba sus tejidos a distantes zonas peruanas y
a la región del Plata. Ya antes de la llegada de los españoles
los indios sabían tejer el algodón. Los colonos hispánicos insta-
laron telares para la elaboración de esa fibra y mejoraron la
técnica textil. /
La producción textil colonial, sin embargo, no experimentó
más que un auge pasajero y su coyuntura estuvo sometida a
súbitas oscilaciones. En ciertos períodos, el gobierno ordenó el
cierre de los obrajes, pero luego permitió que, contra pago de
cierta suma de dinero, quedara en suspenso esa medida. Las
facilidades comerciales metropolitanas y el creciente contrabando
suscitaron en América tal oferta de textiles europeos que para
la escasa calidad de la producción local ya no había colocación
posible. Por otra parte, la interrupción de las importaciones
europeas ejercía una influencia vivificante sobre las actividades
manufactureras en las colonias. Las guerras entre España e Ingla-
terra en el siglo x v m y luego las luchas napoleónicas provocaron
en América una gran escasez de textiles y de otros bienes im-
portados, estimulando a los americanos a aumentar su propia
producción y enriquecerse gracias a los favorables precios de las
mercancías. Ya en la época colonial las guerras europeas im-
pulsaron poderosamente la industrialización en América Latina.
N o faltó en el siglo x v m la convicción de que fundar manu-
facturas textiles constituía una necesidad imprescindible, siempre
que se quisiera asegurar la existencia y crecimiento de la po-
blación en la América colonial. Se comprobó para Chile, por
ejemplo, que sólo la cuarta parte de los habitantes podía en-
contrar ocupación en la agricultura y la ganadería, y que la
producción agraria similar de toda América hacía imposible
304
la salida de Jos producios chilenos. Las empresas industriaie;,,
por el contrario, creaban nuevas posibilidades de trabajo, y con
!M
ello hacían crecer el consumo de los productos agrarios . En
los cinco años que van de 1786 a 1790 los navios de re-
gistro llevaron de Cádiz a El Callao mercancías por un valor
de 46.000.000 de pesos. Los comerciantes del Consulado de
Lima se quejaron de que tal cantidad de mercancías no era
colocable, o que se podía vender pero con pérdidas, y consi-
deraron necesaria una restricción en las importaciones. El virrey
del Perú formuló la objeción, por el contrario, de que habiendo
en el virreinato una población de 1.400.000 personas, corres-
pondía a cada habitante un promedio de siete pesos, aproxima-
damente, de las mercancías importadas. Con esta suma insigni-
ficante ni siquiera un indio podía adquirir, con productos de la
tierra, la vestimenta más indispensable que necesitaba en el
año. Estaba en el interés del Estado que el consumo aumentara
lo más posible y que todos los habitantes tuvieran una ocupa-
ción y disfrutasen de una existencia llevadera. Para elevar el
poder adquisitivo había que acrecentar la producción del país.
En el caso del Perú, entraba en consideración, a este respecto,
el fomento de la minería, que proporcionaba por un lado tra-
bajo y por otro medios de pago para la importación de mer-
cancías procedentes de España. Un aumento del poder adquisi-
tivo en el Perú, sin embargo, debido al desarrollo de manufacturas
propias, era incompatible con el sistema comercial español. El
trabajo del artesano en América, expuso el virrey, era nocivo
344
e inútil para la metrópoli .
La creación de manufacturas en América parecía también un
remedio adecuado para la erradicación de abusos sociales. El
hambre y la miseria hacían cundir el desamparo moral en las
capas inferiores de la población. La iglesia, a la que atañía la
asistencia.a los pobres y su tutela evangélica, se vio enfrentada
a difíciles problemas. El obispo de Guadalajara, por ejemplo,
en 1680 y 1681, dirigió al rey varias peticiones donde refería
que en la ciudad abundaban hombres y especialmente mujeres
indigentes, los cuales, compelidos por la necesidad, se entregaban
al vicio. Como remedio propuso que se montaran talleres en
Guadalajara para la confección de telas de lana y algodón. El
rey encomendó a la audiencia de la ciudad que adoptara las dis-
posiciones pertinentes, pero sin que resultara costo alguno para
5 7
la real hacienda * .
Necesariamente faltaba una industria siderúrgica, por cuanto
en el Nuevo Mundo aún no había comenzado el laboreo de la
mena de hierro. La carencia de hierro colado hacía imposible,
en particular, la fabricación de armas y granadas. Existían, no
obstante, algunas fundiciones de bronce para cañones y campanas.
305
Los ricos yacimientos salitreros posibilitaron en diversas comar-
cas la construcción de molinos de pólvora. Sin duda la mayor
industria del período colonial eran las construcciones navales.
Los astilleros de Panamá y Nicaragua, que disponían de excelentes
bosques maderables próximos al mar, alcanzaron gran impor-
tancia en el Pacífico. Sede principal de las construcciones
navales para el virreinato del Perú llegó a ser Guayaquil. Para
el Atlántico, el centro de la industria naviera se encontraba
en La Habana. La construcción de barcos se veía dificultada
en América porque los clavos y otras piezas de hierro había
548
que obtenerlas de Europa .
Aunque es cierto que en la colonización española de América
¡as manufacturas no desempeñaron más que un papel secun-
dario desde el punto de vista económico, y que en el abasto
de un mercado local o, a lo más, regional dependieron perma-
nentemente de la cantidad y calidad de los bienes de consumo
importados desde Europa, surge la pregunta de si la población
aborigen podía proporcionar fuerzas laborales adecuadas como
para ayudar a que en el Nuevo Mundo se desenvolvieran las
técnicas y producciones europeas. La situación difería según los
niveles de civilización alcanzados en cada lugar por los indios.
En el caso de los pueblos nómadas y cazadores o de los agri-
cultores primitivos, se requerían un lento acostumbramiento de
los aborígenes al trabajo regular y una asimilación paulatina
de las actividades artesanalcs. En las grandes culturas precolom-
binas, por el contrario, se cultivaban los oficios artesanalcs más
diversos y la habilidad en el desempeño de los mismos había
llegado a la mayor perfección. Los españoles encontraron entre
esos indios especialistas consumados, con los cuales se habría
podido establecer talleres artesanalcs y manufacturas europeas.
Esos artesanos indígenas dominaban con extraordinaria rapidez
las técnicas foráneas y no era raro que, por sus dotes innatas
para tales actividades, superaran a sus maestros españoles. Mu-
chas influencias de esos indios pasaron a la técnica de los penin-
sulares. Pero esas posibilidades de que un artesanado inteligente
y disciplinado, azteca e inca, podía ofrecer para una industria-
lización de América por los europeos, quedaron desaprovecha-
das. Ni la dominación colonial española, en efecto, deseaba el
desarrollo industrial de aquellas posesiones de ultramar ni los
españoles querían, en general, actuar como empresarios indus-
triales. De esta suerte se anquilosaron las dotes y la destreza
de los indios, que volvieron a hundirse en estadios económicos
más primitivos.
La actividad manufacturera era muy escasa en el Brasil. Las
ciudades albergaban artesanos de diversas clases, mulatos en su
mayor parte, organizados en gremios. En la segunda mitad del
306
siglo XVIII se originaron en Río y Minas Gerais manufacturas
pañeras más importantes. Pero la metrópoli temía el surgi-
miento de una industria colonial y ordenó en 1785 que se
cerraran todos los talleres de paños —salvo que confeccionaran
géneros ordinarios de algodón para vestimenta de los esclavos—
de manera que los habitantes del país siguieran dependiendo de
Portugal. Los Jesuítas instalaron a mediados del siglo xvi las
primeras herrerías. Se considera como la cuna de la siderurgia
brasileña a Biracoiaba, en el estado de San Pablo, donde Afonso
Sardinha Filho comenzó a extraer y trabajar el hierro. El des-
arrollo ulterior de esta industria fue particularmente lento y
suscitó el recelo del gobierno, que en 1785 prohibió las acti-
vidades de esa índole y ordenó que se destruyeran los hornos
de fundición. En 1795, empero, se permitió nuevamente la pro-
ducción de hierro. El'príncipe regente Juan, tras su fuga de
Portugal, proyectó la instalación de industrias siderúrgicas pro-
pias en Brasil y recurrió a dos especialistas alemanes, Varnhagen
y von Eschwege **.
307
tiene lugar en el tráfico marítimo un retroceso continuo, sólo
interrumpido transitoriamente por un movimiento de avance en-
tre 1616 y 1620. La estadística de Chaunu permite determinar,
asimismo, la distribución, entre los puertos americanos, del
movimiento naviero que se efectuaba de España a las colonias
y viceversa. Mientras que de 1521 a 1530 aún el SO ó 90 por 100,
aproximadamente, de los productos españoles exportados iba a
parar a las islas antillanas, desde 1550 a Perú y México les co-
rrespondió más o menos el 85 por 100 del comercio peninsular
con América.- Se nos suministran además cuadros sinópticos so-
bre el volumen y el valor de los géneros coloniales importados.
Agregúense a ello las grandes remesas de metales preciosos, cuyo
estudio estadístico, hasta el año 1660, lo debemos al historiador
económico norteamericano Hamilton. Teniendo en cuenta esos
valores en oro y plata y calculando aproximadamente el valor
de las importaciones de mercancías en España, Pierre Chaunu
ha compuesto un balance (t. V I , p . 474), el cual proporciona
una idea acerca de los ingresos que la metrópoli obtuvo de
sus colonias entre 1561 y 1650. La confrontación de las expor-
taciones de mercancías hada América muestra que España ob-
tuvo de su imperio de ultramar el doble y hasta d cuádruple,
en valores; de lo que montaban los suministros de mercancías
al Nuevo Mundo. Un complemento de estas investigadones, me-
diante d escrutinio de nuevos documentos, y la prosecutión
de las mismas hasta el término del período colonial constituyen
tareas futuras que permitirán medir las ganandas obtenidas en
América por España y contraponerlas a las mercancías que
recibiera, a cambio de ello, el Nuevo Mundo.
Un ramal accesorio d d tráfico español con América partía
de. las islas Canarias, ubicadas en la carrera de las Indias y
cuyas escalas se utilizaban para completar el cargamento de los
navios. Los comerciantes españoles, ya en 1508, obtuvieron la
venia real para comprar mercancías en esos puertos y transpor-
tarlas a las Indias. De preferenoa se embarcaban en las Canarias,
antes.de la travesía oceánica, simientes y sementales. Carlos V
concedió en 1525 a las islas La Palma y Tenerife la prerroga-
tiva de enviar directamente mercancías al Nuevo Mundo, en
barcos, especiales de tonelaje limitado, y en lo sucesivo se reno-
varon una y otra vez tales licencias. N o es posible elaborar una
estadística comerdal predsa sobre d tipo y las cantidades de
esas mercandas. De todos modos, d tráfico fue considerable-
mente más intenso que lo que nos muestran los certificados de
registro conservados
Lm escasez de .documentos hace particularmente difícil una es-
tadística dd comerdo portugués con d Brasil. Para d período
309
de 1570-1670, Mauro ha podido elaborar valiosas estadísticas
parciales, por ejemplo para la exportación brasileña cíe azúcar
y las remesas de metales preciosos a Portugal
A la par del comercio legal entre la metrópoli y las colonias
se desenvolvía un activo contrabando, cuyo volumen es muy
difícilmente reducible a guarismos. La competencia principal al
comercio monopolista sevillano con el Perú, a través de! istmo
panameño, era la ruta naviera ¡legal de Lisboa al Río de la
Plata, con escala en el Brasil, ruta en la cual a las naves
portuguesas se sumaban las de otras naciones. Se estima que
por este rumbo se introdujeron clandestinamente tantas mercan-
cías a la Sudamérica española como las que transportó hasta allí
el comercio oficial en las flotas y galeones. La unificación de
las coronas española y portuguesa a partir de 1580 favoreció el
establecimiento de esas conexiones comerciales no autorizadas.
El pionero en la organización de este contrabando fue el obispo
de Tucumán, Francisco Vitoria, que como portugués de nación
había actuado primeramente en una casa comercial peruana, tras
lo cual tomó las órdenes y, gracias a sus buenas relaciones en
la corte desde la unión personal entre España, y Portugal, ob-
tuvo el episcopado tucumano. Armó en el Río de la Plata barcos
para el tráfico con Brasil, y otras personas siguieron su ejem-
plo. El comercio de Brasil con el Perú, promovido en gran
medida por los numerosos portugueses —a menudo cristianos
nuevos de origen judío— residentes en la América hispánica, dio
pruebas de ser un brillante negocio, en el cual se obtenían
ganancias del 1.000 por 100. Otra favorable oportunidad para
el contrabando la ofreció el permiso, concedido en 1595 por la
corona, según el cual los barcos negreros procedentes de puertos
S7i
lusitanos y brasileños podían navegar al Río de la Plata .
Un importante tráfico marítimo desarrollaron los españoles
entre América Gsntral y el este de Asia. La ruta de este comercio
se extendía entre los puertos de Acapulco y Manila, y por la
plata de las Indias se adquiría ante todo seda china, que en
parte se reexpedía a Europa. La corona limitó este tráfico a
una sola nao por año, en cada dirección, y de determinado
tonelaje. Según se calcula, entre 1570 y 1780 se desviaron ha-
d a el Lejano Oriente para el comercio sedero entre 4.000 y
5.000 toneladas de plata, aproximadamente, perdidas así por la
77
metrópoli española* .
El comercio colonial a grandes distancias, que requería la in-
versión de cuantiosos capitales, dio por resultado la formación
de sociedades comerciales en las que se mancomunaban para tal
o. cual viaje comercial financieros, mercaderes viajeros y arma-
dores de barcos. Esta forma de sociedad ocasional (commenda)
310
fue predominante en los países ibéricos. Más tarde que en el
comercio exterior inglés u holandés, surgieron aquí sociedades
mercantiles privilegiadas que recibieron de la corona determi-
nados monopolios comerciales y ejercieron, en su calidad de
corporaciones permanentes con capital colectivo, esas prerroga-
tivas. Ciertamente, a menudo se sometieron al Consejo de In-
dias proyectos para la creación de sociedades comerciales privi-
legiadas, pero hasta el siglo x v i u la corona española no dio
su apoyo ni su venia a tales planes, que chocaban tanto con
la decidida resistencia de los comerciantes monopolistas sevi-
llanos como con la de sus colegas americanos. Surgió así en 1774,
por iniciativa del marqués de Montesacro, una compañía comer-
cial para Honduras y Caracas, cuyo capital se elevaba a
400.000 pesos de plata, y se integró en 100 acciones, pero esta
sociedad pronto se arruinó a consecuencia de reveses financieros.
Gran importancia, por el contrario, tuvo la Real Compañía
Guipuzcoana de Caracas, fundada en 1728, que obtuvo el mo-
nopolio para abastecer la provincia de Venezuela con mercancías
europeas y para la exportación del cacao venezolano a España.
Esta sociedad comercial se disolvió en 1785, y la mayor parte
de sus accionistas participaron entonces en la recién creada
CT
Compañía de Filipinas, que subsistió hasta 1834 . Fernando VI
dio su autorización en 1756 a la Real Compañía de Comercio,
de Barcelona, para que comerciara con Santo Domingo y Puerto
1
Rico ".
En 1649 surgió la Companhia do Brasil, portuguesa, que logró
el monopolio comercial para determinadas mercancías y se com-
prometió, a cambio de ello, a armar 36 buques de guerra desti-
nados a proteger el tráfico entre la metrópoli y su colonia ame-
ricana. Monopolizó el comercio a Marañón y Para la Companhia
do Maranbáo, organizada en 1678-1679. Con vistas a la reorga-
nización del comercio portugués, Pombal fundó en 1755 la
Companhia Geral do Grao Para e Maranhao y en 1759 la
Companhia de Pernambuco e Paraiba, que sería disucita en
1778-1779 **'.
En beneficio y para el mantenimiento del comercio el gobierno
español introdujo también en América la institución de los con-
sulados. Sirvieron de modelo las ordenanzas de los consulados
burgalés y sevillano, que eran corporaciones de comerciantes
dotadas de jurisdicción propia en asuntos mercantiles. A pedeión
del cabildo y de los comerciantes de la ciudad de México,
Felipe I I aprobó, en 1592, que se fundara para el virreinato
de Nueva España el Consulado de la Universidad de los Merca-
deres, y por real cédula de 1593 surgió con sede en Lima un
consulado para el virreinato del Perú. Sólo a fines del siglo xvín
311
tuvieron lugar otras fundaciones de consulados; los de Caracas
y Guatemala, en 1793; en Buenos Aires y La Habana, en 1794,
y. el año siguiente en Cartagena de Indias, Veracruz, Guadala-
1
jara y Santiago de Chile. Los consulados americanos estaban
integrados por el Cuerpo del Consulado, para la gestión de la
corporación; el tribunal, dedicado a la administración de justicia,
y, la Junta de Gobierno, creada por primera vez en América,
que debía fomentar el desarrollo general de la economía y el
sw
establecimiento de relaciones comerciales .
312
9. Aspectos básicos del desarrollo
cultural
313
dice en el documento, es costumbre en 'los reinos de Castilla.
El virrey, como autoridad estatal competente, confirmó esa
resolución del cabildo, aunque modificando un'párrafo.'La co-
rona, que reconocía la importancia de una formación escolar
elemental de sus subditos americanos, exigía para la admisión
como maestro la prueba de las cualidades morales y profesiona-
les del candidato, entre ellas también la «limpieza de sangre»,
1
y^asegurabif * los maestrescuelas en América los mismos privi-
:
•legibs' que en •España' habían equiparado a sus colegas con los
83
«profesores de artes liberales»* .'A fines del siglo x v í n aumentó
considerablemente el número de escuelas primarias en las ciu-
dades americanas. Se hicieron esfuerzos para* implantar la ense-
ñanza escolar obligatoria'y hacer que fuera gratuita la enseñanza
:
para los'runos de k s familias pobres. En general, el analfabe-
tismo entre la población blanca de Hispanoamérica no era mayor
:
que- en la metrópoli. Los- indios y mestizos que vivían lejos
de las - ciudades españolas, empero, no recibieron casi ninguna
:
formación •'• escolar **.
• Las escueks-'inmédíalamente superiores (colegios) fueron en
sil "mayor parte establecimientos de los dominicos y más tarde
1
de ios jesuítas. El colegio dominico de San Esteban, en Sala-
manca, d d que surgieron no pocos misioneros'del Nuevo Mundo,
cónsrituyóí el'modelo para la'organización de esos institutos. En
1 < )
los" mismos, -en" cursos de cinco o más años, se enseñaba'gra-
mática latina y retórica, así como filosofía Tras la expulsión
de l o s jesuit'as, muchos de los colegios dirigidos por ellos pasa-
ron a ser propiedad del Estado. Aunque los colegios de las
órdenes religiosas no sólo preparaban a sus alumnos para pro-
fesiones seculares, los seminarios, que conforme a los decretos
r! 1:
d d ' C o n c i l i o d é Trehto debían también erigirse en América,
estaban exclusivamente destinados a formar la nueva generación
de'teólogos. Para los hijos de los caciques y otros indios dis-
tinguidos-se crearon colegios especiales; Felipe I I autorizó a
que en el barrio'indígena de la ciudad de México se levantara
1
un colegió donde-~los"hijos de la aristocracia aborigen apren-
dían, amén d d español, el latín, medicina y otras ciencias*".
H u b e también seminarios' aparte para los hijos de ios caciques:
En?l792 Carlos TV aprobó la fundación de un Real Colegio de
1
Neblesf 'Americanos-'-en la ciudad de Granada (España). Los
; !
hijos'de lps nobles, de altos funcionarios y oficiales-americanos
habían de-recibir aquí su educación, que los capacitaba para
préstar^útiles servicios en la iglesia;'el foro, la• administración
; 1
públicá 'y el ejército. El rey subrayó "expresamente e n ' s u reso-
,;
lución e j t t ' s w " esfagnos e^tiban dífígidos a acrecentar la pros¬
:
peridad de 'sus "remcs- americanos -y la felicidad de sus habi-
;
tantes^ Había observado que nada 'era más importante pata ello
314
315
que difundir "la ilustración .pública por medio de una mejor
197
enseñanza escolar de ¿las'generaciones venideras .
Lps-celeglos • y .^seminarios' mas importantes aspirábanla conver-
v
tipii, |mediánte; "la k c o r p o r a á ó n . de «nuevas dlsdplinas, en un
'studiümfgenerale,-y. alcanzar la jerarquía y privilegios inherentes
a;*unaÍi^oírw c r i e l cual dominicos y jesuitas rivali-
zaban por^jel predormmórTuntb'a'las; órdenes religiosas, las fuer-
zas '¡^pulsaras de .la fundación, de universidades en Hispano-
américa fueron^Jos" cabildos. La universidad confirió un nivel
;cuIturaL\m,ay •' alto '•• a- > la.. vida de'.las - .ciudades coloniales' -y se
constituyó-'en' un elemento Me prestigio social.,.Sejhacía. valer,
ante -todo,-«qué -los .íiijós í"de' los conquistadores y colonos nece-
sitaban i ^ ; e d u « d c « ; . J j ^ i d ; e ' - i n t d e c t u a l y, mediante ;el estudio
:
:
de' fl&(áÓK&a&pgdjpn'. adquirir, una formadón q u e j e s permi
tiera^servir ai^_-cumpfidamente-al rey.
La primera imiversidad d d Nuevo Mundo ^.surgió en ;Santo
Domingo.- Aípetición: ¿je Jos' dominicos,, él stúdium genérale que
mantenían" en ^su convento de la capital antillana fue elevado,
porcuna, bula'papal de 1538, al "rango de universidad,; conforme
al 'modelo d e la Universidad de : Alcalá de Henares,' fundada
por el cardenal Gsneros. jPoco después de finalizada la conquista
Jdel Perú,'el cabildo y-cl provincial dominico 'reaJizaron-gestiones
'conjuntas para que en Lima se instituyera un studium genérale.
Una real orden del, 12 de mayo !de .-1551 satisfizo ese deseo y
aprobóVla fundación-de< una universidad. La misma, que gozaba
de privilegios' iguales, a los de la Universidad de Salamanca,
adoptó ~en 1574* el nombre de Universidad Real y. Pontificia de
San'Marcos. La de México,; cuya fecha-de fundadón es -ligera-
v v
mente ^posterior, el 21 de"septiembre de 1551, sevremonta a Ia
j,
inidativa-.,del\cabildo y d o b i s p o . En 1562 Felipe -II concedió
1
a esa casa- dé estudios ,todos los privilegios de la de Salamanca
y expresó en tal ocasión el deseo de que la nueva entidad
^«yaya en aumento y sé ^'ennoblezca, y que las letras, en aquellas
partes florezcan, .y haya personas que con más ánimo y voluntad
séTden* ellas»'?". En eL período siguiente diversas dudades de
la América.hispánica se afanaron por alcanzar el honor de con-
vertirse'' en sede^de ;úna universidad^ Algunas fracasaron 'en su
empeño, otras llegaron a la meta luego de una espera más o
menos larga. AI termino_.de la época colonial había en la Amé-
rica española unas 26 institudones de estudios superiores dota-
sm
das de privilegios universitarios .
En las universidades coloniales, al igual que en las de la me-
trópoli, imperaba el sistema escolástico de enseñanza, que cen-
traba toda la formadón cultural en la teología y la jurisprudencia.
Pero los nuevos métodos de conocimiento desarrollados por
Descartes, Galileo y Newton se abrieron paso al principio lenta-
316
mente, pero de manera incontenible, en América, y a fines del
siglo X V I I I el nivel de la enseñanza universitaria en el Nueva
Mundo parece haber sido apenas inferior al europeo. Se ha po-
dido comprobar que en la alejada universidad provincial, de Gua-
temala, en tiempos de la Revolución Francesa, se enseñaba lo
mismo que aprendía el estudiante francés medio. Un repaso
de las tesis-presentadas en la,.universidad guatemalteca arroja
el siguiente resultado: «Desde la duda. metódica de Descartes,
o la teoría ncwtoniana de la gravitación, hasta los experimentos
de Franklin. sobre la electricidad o los últimos desarrollos en
hidráulica, difícilmente exista un problema que no se haya ex-
puesto o analizado durante algún examen en la. Universidad
de San Carlos de Guatemala durante la última mitad del si-
SK
glo xvm» , £1 estudio, de la matemática y las ciencias natu-
rales se difundió en las universidades; la observación y el
experimento debían constituir la base de los conocimientos en
física. También la medicina cesó de ser un mero saber libresco.
Se tenía por inútil una cátedra de medicina en la que no
se enseñara anatomía. La modernización del sistema educativo
era también la finalidad de las reformas universitarias, tal como
3
la. que, por ejemplo, llevó a cabo el virrey Amat en L i m a " .
La escasez de recursos, no obstante, retardó grandemente.. el
desarrollo de las universidades coloniales. En la América por-
tuguesa del período colonial no se creó ninguna universidad.
. Un obstáculo para los estudios universitarios .lo constituía la
carencia de libros en número suficiente. La producción de textos
para los diversos campos de la enseñanza fue, por ende, una
reivindicación característica de la reforma universitaria. No obs-
tante, los escritos científicos y literarios del Occidente europeo
también estuvieron presentes en América, tal como lo revelan
los inventarios de las numerosas bibliotecas pertenecientes a ins-
titutos eclesiásticos o a particulares. No sin sorpresa se ha veri-
ficado que los libros impresos en Europa solían ingresar al
Nuevo Mundo ya en el año de su impresión.
'"¿Perturbó y perjudicó la Inquisición el desarrollo de la cul-
tura en la América colonial?
Sin duda' alguna, la Inquisición ejerció sobre la vida cultural
una fuerte influencia. Implicaba ese instituto la vigilancia y
supervisión constantes de todo trabajo intelectual. Dictaminaba
si una idea era compatible o no con la ortodoxia de la iglesia.
Perseguía como herejía toda opinión que pareciera amenazar
la unidad doctrinaria de la Iglesia Católica, pero también adop-
taba medidas contra los desatinados yerros y supersticiones de
los iletrados. La gran masa de los - creyentes sentía al Tribunal
del Santo Oficio n o c o m o una fuente de horror e intolerancia,
sino de consolación y orden. La Inquisición hizo de la con-
317
fatalidad de pareceres' una convención social, de. la que única-
mente algunos librepensadores, en secreto, se procuraron eman-
cipar. Su' poder, empero, comenzó a eclipsarse en la lucha
contra • las modernas ideas de la Ilustración. Era'. irreprimible
la curiosidad de los-americanos por las mudanzas que en la es-
fera d e l intelecto se operaban en Europa.
Un cometido básico de la Inquisición fue el escudriñamiento
de 'los' libros- que se importaban y leían en América. Los im-
presos, antes de su despacho, habían de obtener en Sevilla la
licencia del Santo Oficio y cada título tenía que figurar en
la lista de mercancías. E n los puertos de destino, comisarios
de4a-Liqiúsición' controlaban," en común con oficiales de la
corona, si en los navios se ocultaban libros prohibidos. Los es-
critos sospechosos eran sometidos a revisores -especiales que
:
podían confiscarlos o, también, devolvérselos a sus dueños previa
supresión de las páginas en las que aparecieran• pasajes incon-
1
venientes. La "Inquisición también hacía inspeccionar las libre-
rías, e incluso las bibliotecas privadas. Pero todas estas pre-
venciones" no pudieron impedir la entrada de las obras prohibidas
al» Nuevo Mundo.' Se recurría a muchas artimañas para ocultar
en los barcos tales libros, con los cuales sé ^desarrolló un con-
trabando regular. Comerciantes franceses e ingleses los intro-
ducían ¡.subrepticiamente, con otras mercancías, e n ' la América
española^, Para burlar a los comisarios del Santo Oficio se alte-
raban^ los 'títulos.. A personas dignas de confianza la autoridad
les ^concedía ucencia, para adquirir, obras prohibidas, y éstas,
¿aculaban,luego 'entre los''amigos de aquéllas. E n el siglo XVIII
cada vez más libros se escurrieron entre las mallas de la red
que^debía^ contenerlos! y a.,partir .de 1770, aproximadamente,,
1
318
a los criollo5. Se desenvolvió una específica conciencia cultural
americana
La literatura española pasó al Nuevo Mundo ya con los pri-
meros descubridores y conquistadores. Las novelas de caballerías
y otras historias fantásticas se contaban entre lo que leían los
soldados de la conquista. En América se conocían, asimismo,
las obras de Cervantes y otros prosistas y poetas. Conforme a
estos modelos surgió en las colonias una literatura autóctona.
Cervantes de Salazar redactó, a mediados del siglo xvi, diálogos
latinos en los cuales la descripción de la ciudad y campiña
mexicanas se entreteje con reminiscencias de la Antigüedad. En
sus panegíricos, el humanista hispánico supone que el sueño
griego de un microcosmo podría encontrar su cumplimiento en
México a través de la armoniosa unificación de mundos cultu-
rales 'disímiles. La epopeya de las proezas llevadas a cabo por
los conquistadores españoles, escrita por Alonso de Ercilla en
su poema La Araucana, no se mueve en el mundo imaginario
de un Ariosto, sino que ambiciona relatar la presenciada reali-
dad de las guerras araucanas en Chile. En la poesía lírica, el
modelo es Petrarca. Los viejos romances españoles echaron raíces
en el Nuevo Mundo y experimentaron un rico desarrollo ulterior.
Diego Mejía, un comerciante sevillano radicado en Lima, com-
puso el Parnaso Antartico y nos cuenta cómo en su fatigoso y
arriesgado viaje de tres meses entre Acajutla (El Salvador)
y México leyó y tradujo al castellano las Epístola de Ovidio.
Para los inicios de un arte dramático las celebraciones eclesiás-
ticas y fiestas oficiales ofrecían abundantes ocasiones. A partir
de los autos sacramentales y entremeses, de tradición popular,
se desarrolló el teatro hispanoamericano. Se originó, con vistas
a exponer paladinamente a los neófitos aborígenes la doctrina
cristiana de la gracia, un drama religioso que fue redactado
también por indios en sus propios idiomas.
En la literatura del siglo x v n se difundió el barroquismo
culterano de Góngora. Bernardo de Balbuena nos pinta en su
Grandeza mexicana, con profusa ornamentación verbal, un lienzo
del México exótico. La poesía barroca alcanzó un punto culmi-
nante con sor Juana Inés de la Cruz, hija de un vasco y una
criolla, que, tras maravillar en la corte virreinal de Nueva Es-
paña por su inteligencia precoz y su sorprendente ilustración, se
retiró a un convento y ha llegado a ser conocida también en
Europa como la «décima musa de México». Se considera al
lírico y satírico Gregorio de Matos como el fundador de la
literatura'brasileña. Por sus prédicas y cartas, el padre jesuíta
Antonio Vieira se convirtió en una personalidad literaria de re-
lieve**.
El arte hispanoamericano del período colonial recorrió las
319
formas.^estilísticas que se sucedían unas a otras en Europa: el
gótico, el estilo Renacimiento, el barroco y el neoclasicismo. En
el marco de esos estilos, se desarrolló un arte, provincial hispánico
con peculiaridades, más 0 menos típicas. Al gótico tardío, con
sus ulteriores desarrollos:españoles en el estilo Isabel, lo encon-
tramos.en la'primera catedral de América, erigida en Santo
DcuxtingQi'y • consagrada • en 154.1. Templos góticos* que ostensi-'
blemente,deben su forma a arquitectos del Septentrión español,
surgieron también en México, mientras que los más - tenues,
influjos de aquel estilo en Sudamérica denotan. nexos con Anda-
lucía. Desde; Colombia hasta Chile, predominó; notablemente el
mudejar,, originario del sur de España. El arte del Renacimiento
se. manifestó, en las Indias principalmente por - la ornamentación
r
320
característica del arte mexicano, así como lo son las esbeltas
torres cuadradas o rectangulares y los ricamente trabajados por-
tales barrocos. En el barroco sudamericano se aunan la imagi-
nativa configuración de los altares y las airosas columnatas de
los corredores conventuales. Una lograda síntesis del barroco
español con elementos estilísticos aborígenes puede contemplarse
en edificios de Bolivia, en las proximidades del Titicaca. Los
templos jesuíticos, entre los más espléndidos de los cuales se
cuenta la iglesia colegial de Quito, desempeñaron un papel de
primer'orden en la difusión y desenvolvimiento del barroco en
América del Sur.
La .arquitectura brasileña se atuvo aún más estrictamente a los
modelos europeos, ya que las primitivas civilizaciones indígenas
de la región no podían ejercer influencia artística alguna sobre
aquélla. Formas más originales surgieron en Minas Gerais, donde
los yacimientos auríferos y diamantíferos posibilitaron obras ar-
quitectónicas suntuosas**.
Este desarrollo cultural, trazado sólo a grandes rasgos, pone
de relieve asimismo la significación histórica universal de las
colonizaciones española y portuguesa en América. Con una cele-
ridad c/intensidad asombrosas se encuadró en las formas de vida
del mundo occidental europeo a un continente recién descubierto.
Los europeos trasplantaron al Hemisferio Occidental, allende el
océano, el cristíanismo y la cultura antigua, que constituyeron
los fundamentos esenciales de la vida colonial en formación.
Hasta cierto punto, también a los aborígenes se les hizo ingresar
en la^ cultura europea***. El proceso de aculturación entonces
iniciado se prolonga en los esfuerzos actuales por hacer participar
a los países latinoamericanos, merced a una ayuda económica, en
el desarrollo de la sociedad industrial moderna. El legado colo-
nial de América Latina, ya sea que se lo exalte o que se lo
rechace, es un patrimonio y una fuerza que continúa operando
3
en la historia de los estados independientes ". Era posible
emanciparse políticamente de la dominación metropolitana, pero
no lo era el liberarse de las tradiciones por ella acuñadas, que en
calidad de estructuras históricas sobreviven a las generaciones
y aún son detectables en nuestros días.
321
322
1
H g . 11. La matanza de Cholula.
324
F i g . 12. Entrada de españoles y - tlaxcaltecas en Tenochtitlín.
325
326
327
Fig. 14. Encuentro de Cortés y Moctezuma.
i
4&
w
SESTA CALLE
330
331
Fig. 17. Los españoles aprovechan el sistema de carga indígena,
332
334
ELD03EMOÍH6A
335
Fig. 22. Atahualpa.
336
337
Fig. 25. Españoles usurpando tierras indígenas.
Abreviaturas
340
RFDC Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias
Sociales (Buenos Aires).
RHA Revista de Historia de América (México).
RHC Revista de Historia (Caracas).
R de Iad Revista de Indias (Madrid).
RIHD Revista del Instituto de Historia del Derecho
(Buenos Aires).
RLI Recopilación de Leyes de Indias.
VSWG Vierteljahrschrift für Sozial- und Wirtschaftsge-
schichte (Wíesbaden).
341
Notas
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M
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pp. 153-211.
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del juicio de residencia, en Boletín de 1? R . Academia de la Historia
(Madrid), vol. 153 ( 1 9 6 3 ) , p p . 205-246. — JOSB MARÍA MARILUZ UROUIJO,
Ensayo sobre los juicios de residencia indianos. Sevilla 1952.
M
Informe del visitador Areche del 2 0 de febrero de 1778. A.G.I.
Lima 1082.
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sas de ¡a Independencia, en EA, vol. 2, núm. 5 (1950), pp. 31-54.
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vol. 2 6 ( 1 9 5 6 ) , pp. 447-515.
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de documentos. Vol. 3 , p. 163.
1U
Memoria de tos virreyes que han gobernado el Perú. Lima 18S9.
Vol. 2, pp. 7 0 1 y s.
*» R . C . del 1 1 de mayo de 1680. RICHARD KONETZKE, Co¡ección de
documentos. Vol. 2, pp. 701 y s.
*» Carta del virrey, 2 6 de marzo de 1787. A.G.I, Lima 6 7 3 . — Ins-
trucción del marqués virrey de Croix que deja a su sucesor Antonio
María Bucareli. México 1960.
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Reino de Chüe. Santiago de Chile 1 9 5 3 . — ALVARO JARA, Guerre et
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Reino de Chite, en BAChH. vol. 33 (1966), P P . 5-55.
B
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MEN VELAZOUEZ, El estado de guerra en Nueva España, 1760-180$.
México 1950.— JOSÉ ANTONIO CALDERÓN QUUANO, Historia de las forti-
ficaciones en Nueva España. Sevilla 1953. — JAIME DELGADO, El conde
de Riela, capitán general de Cuba, en R H A , núms. 55-56 (1963),
pp. 41-138. — BIBIANO TORRES RAMÍREZ, Alejandro O'Reilty en tas In-
dias. Sevilla 1969. — GÜNTEX KABLE, Die Encomienda ais militarische
Institution im koloniaien Hispanomerika, en JbGLA, vol. 2 (1963),
pp. 88-105. — JOBANN HELLWECE, Die Vbertragung des Provinzialmüizsys-
tems auf Hispanoamerika im Rahmen der Bourbonischen Militárre-
formen in Obersee und der Einfluss der Denkschrift des Grafen
Arando auf die Instruktlon für Juan de Villalba y Ángulo, en JbGLA,
vol. 6 (1969), pp. 158-201.
2» R.C. del 7 de octubre de 1540. D.I.U. Vol. 10, pp. 527 y s.
a» R.C. del 7 de mayo de 1570. A.G.I. Santo Domingo 899. H 2,
fol. 161 v.
2* RLI. Libro 3, título 4, ley 19.
RICHARD KONETZKE, Colección de documentos. Vol. 3. p. 351.
as» Cfr. consulta del Consejo de Indias, 15 cíe marzo de 1780,
ibíd., pp. 460 y ss.
^ Ibid., pp. 354 y 398. — LYL£ N. MCAUSTER, The .«fuero» militar
in New Spain 1764-18O0. Gainesville 1957.
a» Informe del 12 de abril de 1780. A . G . I . Lima 1034. Núm. 182.
a» Informe» del 16 de enero de 1784. A.G.I. Lima 1100. Núm. 183.
*> Carta del 23 de febrero de 1803. A.G.I. Lima 724. Núm. 136.
»' KARL HEINRICH OBERACKER, Der deutsche Bettrag zum Aufbau der
brasilianischen Nation. San Pablo 1955, pp. 115 y ss.
M
Cfr. ALEXANDER RÜSTOW, Ortbestimmung der Gegenwart. Vol. 1.
Erlenbach-Zurich 1950.
*> JACOB BURCXHARDT, Weltgeschichtliche Betrachtungen. Gesamraelte
Werlce. Tomo 4. Darrnstadt, pp. 22 y s.
SILVIO ZAVAU, Ensayos sobre la colonización española en Amé-
rica ( I V , V, VI). Buenos Aires 1944. — RICHARD KONETZKE, La esclavitud
de los, indios como elemento en la estructuración social de Hispa-
noamérica, en Estudios de Historia Social de España, vol. 1. Ma-
drid 1949, pp. 441-479.
a« RICHARD KONeTZXB, Colección de documentos. Vol. 1, pp. 2 y s.
a* Este decreto no se conserva, pero su contenido está resumido
en la R.C. del 30 de octubre de 1503, ibid., p. 14.
av. RICHARD KONETZKE, Vberseeische Entdeckungen und Eroberungen,
en Propyláen-Weltgeschichte, vol. 6. Berlín 1964, pp. 555 y ss.
a» LEWIS HANKB, La lucha española por la justicia en la Conquista
de América. Madrid 1959, pp. 63 y ss. (En inglés: The Spanish
Struggle for Justice in the Conques! of America. Filadelfia 1949.) —
EUGENE H . KHTH, Spanish Poticy in Colonial Chile. The Struggle for
Social Justice. Stanford (Calif.) 1968.
a» Historia de las Indias. Val. 3, p. 410.
a* GSORG FusDftrcí, Der Charakter der Entdeckung und Eroberung
Amerikas durch die Europeer, Stuttgart-Gotha 1925, p. 556.
*™ Lswis HANKB, Aristotte and the American Indians. A Study in
Race Prejudice in the Modem World. Londres 19S9. — RICHARD KO-
MBTZXE, Descubridores y conquistadores de América, Madrid 1968,
pp. 54 y ss.
a» LEWIS KANKE, The Dawn of Conscience in America: Spanish Ex-
358
periments with Indians in the New World, en Proceedings of the
American PhilosophicaJ Society, vol. 107, núm. 2 (1963), pp. 83-92.
*>* MARIO GÓNGORA, LOS grupos de conquistadores en Tierra Firme
(1509-1530). Santiago de Chile 1962.
s» R.C. del 30 de octubre de 1503. Cfr. R.C. del 23 de diciembre
de 1511. — RICHARD KONBTZKB, Colección de documentos. Vol. 1, pp. 14
y s. y pp. 31 y s.
** R . C . del 9 de noviembre de 1526, ibid., p. 87. — SILVIO ZAVALA.
Ñuño de Cuzmán y la esclavitud de los indios, en Historia Mexicana,
vol. 1 (1951-52), pp. 411-428. — J. P. BERTHE, Aspeas de l'esclavage
des indiens en Nouvelle-Espagne pendant la premiére moitié du
XVle siécle, en Journal de la Société des Américanistes (París),
vol. 54 (1965), pp. 189-209.
2 7 6
R . Provisión del 2 de agosto de 1530. RICHARD KONETZKE, Colec-
ción de documentos. Vol. 1, pp. 134 y s s .
3
" JUAN FRIEDE, Orígenes de la esclavitud indígena en Venemela.
en Boletín de la Academia Nacional de la Historia (Caracas), vol. 44,
núm. 173 (1961), pp. 61-75.
Z7
» R.C. del 20 de febrero de 1534. RICHARD KONETZKE, Colección de
documentos. Vol. 1, pp. 153 y ss.
** loíd., pp. 215 y s.
»o LES LEY BIRD SIMPSON, Studies in the Administraron of the In-
dians in New Spain. IV. The Emancipation of the Indian Slaves and
the Resettlement of the Freedmen. Berkeley 1940. — JAIME JARAMILLO
ORIBE, La controversia jurídica y filosófica en la Nueva Granada en
torno a la liberación de los esclavos, en ACH, núm. 4 (1969), pp. 63-86.
a i
R. Respuesta al virrey del Perú, 27 de febrero de 1575. A . G . I .
Lima 570. Libro 14, fo!. 131 v.
*> R.C. del 8 de julio de 1598. RICHARD KONETZKE, Colección de
documentos. Vol. 2, p. 51.
=» ALVARO JARA, Guerre et société au Chili. París 1961. — FERNANDO
SILVIA VARGAS, Tierras y pueblos de indios en el Reino de Chile.
Santiago de Chile 1962.
»* Consulta del Consejo de Indias del 17 de noviembre de 1607 y
R . C. del 26 de mayo de 1608. RICHARD KONETZKE, Colección de docu-
mentos. Vol. 2, pp. 135 y ss. y 140 y ss.
3" Consulta del 12 de noviembre de 1674 y R.C. del 20 de diciem-
bre de 1674, ibid., vol. 2, pp. 603 y ss. y 611 y s.
2 8 1
R.C. del 7 de febrero de 1756, ibid.. vol. 3, p. 278. y carta del
virrey conde de Superunda, 27 de septiembre de 1757. A . G . I . Lima 420.
"» Obra fundamental; AFFONSO ng ESCRANGNOLLB TAUNAY, Historia
geral das bandeiras paulistas. 10 tomos. San Pablo 1924-1949; en ver-
sión abreviada, Historia das bandeiras paulistas, 3 vols., 2 / ed., San
Pablo 1961. —JAIME Carasio, Introducás a historia das bandeiras.
Z tomos. Lisboa 1964. — VIAKNA MPOC, Bandeírantes and Pioneers.
Nueva York 1964.—RICHARD M . MORSE, ed., The Bandeírantes. The
Histórica! Role of the Brazilian Pathfinders. Nueva York 1965.
= " MATRTAS C. KTJEMEN, The Indian Policy of Portugal in the Amazon
Región, 1614-1693. Washington 1954.— Id., TTie Indian Policy of Por-
tugal in America, with Special Reference to the Oíd State of Ma-
ranhao, 1500-1755, en The Americas, vol. 5 (194W9), pp. 131-171 y
439-461. — GEORG TKOMAS, Die portugiesische Indianerpolitik in Bra-
silien 1500-1640. Berlín 1968.
*» R . Provisión del 20 de diciembre de 1503. RICHARD KONETZKE,
Colección de documentos. Vol. 1, p. 16.— Cfr., respecto a lo siguiente,
SILVIO ZAVALA, LOS trabajadores antillanos en el siglo XVI, en Es-
tudios Indianos. México 1948. — Id., Orígenes coloniales del peonaje
en México, en El Trimestre Económico, afio 10 (1943-44), pp. 711¬
7 4 8 . — Id., La evolución del régimen de trabajo, en Ensayas sobre
359
la colonización española en América. Buenos Aires 1944, pp. 158-173.
M
LAS CASAS, Historia de las Indias. Vol. 2 , p. 441.
* ' D.H.Ara. Vol. 6, p. 446.
M
RICHARD KONETZKE, Colección de documentos. Vol. 1, pp. 38-57.
m
Cfr., como biografía breve en la que se corrigen datos erróneos
muy difundidos, MANUEL GIMÉNEZ FERNANDEZ, Las Casas y el Perú, en
Documenta (Lima), vol. 2 (1949-50), pp. 343-377. De la gran biogra-
fía Iaseasiana del mismo autor existen sólo 2 tomos. Tomo 1 : Dele-
gado de Cisneros para la reformación de las Indias (1516-1517).
Tomo 2 : Capelldn de S.M. Carlos I. Poblador de Cumaná (1517-1523).
Sevilla 1953 y 1960.— Id., Breve biografía de fray Bartolomt de tas
Casas. Sevilla 1966.— Id., Sobre Bartolomé de las Casas, en AUHis,
vol. 2 4 (1964), pp. 1-65. — LEWLS HANKB, Bartolomé de ¡as Casas. An
Interpretation of Ms Life and Writings. La Haya 1951.— Una buena
exposición compendiosa de la vida y obra lascasianas la ofrece JUAN
PÉREZ DE TUDELA en el estudio preliminar a la edición de las obras
del dominico, Biblioteca de Autores Españoles, vol. 9 5 , I. Madrid
1957, pp. IX-CLXXXVI. — RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL, El padre Las Casas.
Su doble personalidad. Madrid 1963. — LEWIS HANKE, More Heat and
Some Light on the Spanish Struggle for Justice in the Conquest of
America, en HAHR, vol. 4 4 (1964), pp. 293-340. — Luwrs HANKB, Es-
tudios sobre fray Bartolomé de las Casas y sobre la lucha por la
justicia en la conquista española de América. Caracas 1968. — Rl-
CRAED KONETZKE, Ramón Menéndez Pidal und der Streit um Las Casas,
en Romanische Forschungen, vol. 7 6 (1964). — BENNO M . BIERMANN,
Las Casas und sane Sendung. Maguncia 1968. — MARCEL BATAILLON,
Eludes sur Bartolomé de las Casas. París 1965. — Estudios lascasianos.
TV Centenario de la muerte de Fray Bartolomé de las Casas, 1566¬
1966. Sevilla 1966. — Las Casas-Sonderheft. NZMiss, año 2 2 (1966).—
VENANCIO DIEGO CARO, Los postulados teológico-jurídicos de Bartolomé
de las Casas, en AEA, vol. 2 3 (1966), pp. 109-246. — PTERRB CHAUNU,
Las Casas et la prendere crise estructuren* de la coumisation es¬
pugnóle, 1515-1523, en Revue Historiquc (París), vol. 229 (1963),
pp. 59-102. — GUILLERMO LOHMANN VILLENA, La restitución por conquis-
tadores y encomenderos: un aspecto de la incidencia tascasiana en
el Perú, en AEA, vol. 2 3 (1966). — LEWIS HANKE y MANUEL GIMÉNEZ
FERNANDEZ, Bartolomé de ¡as Casas, 1474-1566. Bibliografía critica y
cuerpo de materiales. Santiago de Chile 1954.
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M
MANUEL GIMÉNEZ FERNANDEZ, Las Casas. Tomo 1, p. 5 8 9 .
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ción de documentos para la historia de México. Vol. 1. México 1858,
p. 472. — JOSÉ MIRANDA, La función económica del encomendero en
los orígenes del régimen colonial (Nueva España, 1525-1531). 2.* ed.
México 1965.
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and the Cuernavaca Encomiendas, 1522-1547, en The Americas, 25
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* " D.LA.
Vol. 2 3 , pp. 353 y ss.
"» Memoria del Consejo de Indias, IS de noviembre de 1533. R I -
MAR® KONETZKE, Colección de documentos. Vol, 1, p. 150.
"Ibid., vol. 1, p. 171. —Obra fundamental: SILVIO A. ZAVALA, La
encomienda indiana. Madrid 1 9 3 5 . — Ver, además, LESLEY BVSD SIMP-
SON, The Encomienda in New Spain. Berkeley 1950. Nueva ed. 1970.
** MANUEL BBLAÜNDB GUINASSI, La encomienda en el Perú. Lima
1945. — DOMINGO AMUNATEGUI SOLAS, Las encomiendas de indígenas en
Chile. 2 tomos. Santiago de Chile 1909-10. — GUILLERMO FELTÜ CRUZ
y CARLOS MONOS ALFARO, Las encomiendas según tasas y ordenanzas.
Buenos Aires 1941. — MANUEL SALVA? MONGUTLLOT, £ 1 régimen de en-
comiendas en los primeros tiempos de ¡a Conquista, en RChil,
núm. 132 (1964), pp. 5-58. — Id., Encomiendas, encomenderos e indí-
genas tributarios del Nuevo Reino de Granada en la primera mitad
del siglo XVII, en ACH, vol. 1 (1964), pp. 410-530. — JUAN FRIEDE, De
la encomienda indiana a la propiedad y su influencia sobre el mesti-
zaje, en ACH, núm. 4 (1969), pp. 35-61. — G . COLMENARES, Encomienda
y población en la provincia de Pamplona (1549-1650). Bogotá 1969.
ALFONSO GARCÍA GALLO, £2 encomendero indiano, en REP, vol. 35 (1951),
pp. 141-161.
303
RLI. Libro 6, título 11, ley 14.
5 0 1
RICHARD KONETZKE, Colección de documentos. Vol. 2, pp. 140
y ss.
** R.C. del 8 de abril de 1629, ibid., p. 323.
505
Ibid., pp. 353 y ss., 381 y ss. y 474 y ss.
« • R . C . del 30 de octubre de 1704, ibid., p. 99.
387
MARVIN GOLDWERT, La lucha por la perpetuidad de las encomien-
das en el Perú virreinal, 1S50-160Q, en Revista Histórica (Lima),
vol. 22 (1955-56), pp. 336-360 y 23 (1958-59), pp. 207-245.
*» Parecer del 19 de junio de 1545. RICHARD KONETZKE, Colección
de documentos. Vol. 1, pp. 234 y s.
*" Carta de Felipe, 17 de febrero de 1555, ibíd., pp. 326 y s.
"« Consulta del 13 de mayo de 1555, ibid., p. 330.
3 . 1
Cónsul ta del 21 de octubre de 1556, ibíd., pp. 340 y ss.
1.2
Instrucciones del 23 de julio de 1559, ibid., pp. 370 y ss.
3,5
Consulta del 8 de mayo de 1578, ibid., pp. 508 y s.
3
" Consulta del 16 de mayo de 1579, ibíd., pp. 516 y ss.
"* Consulta de la Junt3 de la Contaduría Mayor del 25 de enero
de 1586, ¿oíd., pp. 559 y ss.
3 1 t
Consulta de! 4 de noviembre de 1602, ibid., vol. 2, pp. 90 y ss.
317
Dictamen del 29 de noviembre de 1603, ibid., pp. 101 y ss.
3
" JOSÉ DE LA PE&A T CÁMARA, El tributo. Sus orígenes. Su implan-
tación en ta Nueva España. Sevilla 1934. — JOSÉ MIRANDA, El tributo
indígena en la Nueva España durante el siglo XVI. México 1952. —
Id., Sobre el modo de tributar los indios de Nueva España a Su
Majestad. 1561-1564. México 1958.
3
" R, Provisión del 4 de junio de 1543. RICHARD KONETZKE, Colección
de documentos. Vol. t, p. 224.
m
Como ejemplos de la tasación de tributo, cfr. MARIE HELMER,
rLa visitación de los indios chupaehos: Inka et encomendero 1549,
en Travaux de l'Institut Francais d'Études Andines. Vol. 5. París-
Lima 1955-56, pp. 3-50.
3 3 1
R.C. del 28 de agosto de 1552. RICHARD KONETZKE, Colección de
documentos. Vol. 1, p. 308.
lbld., vol. 2, p. 673.
«a Publicadas por ANTONIO MURO en AEA, vol. 2 (1945), pp. 811¬
835. — JUAN PÉREZ DE TÚCELA, La gran reforma Carolina de las Indias
en 1542, en R de Ind, núms. 73-74 (1958), pp. 463-509.
R. Provisión del 20 de octubre de 1545. RICHARD KONETZKE, Colec-
ción de documentos. Vol. 1, p. 236.
» R.C. del 22 de febrero de 1549, ibíd., p. 252.
EDUARDO ARCILA FARÍAS, El régimen de ta encomienda en Vene-
zuela. Sevilla 1957.
*> Ibid.. v. 234.
*» R.C. del 20 de mayo de 1686. RICHARD KONETZKE, Colección de
documentos. Vol. 2. p. 776.
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sociedad chilena. Santiago de Chile 1951.— ANDRÉS HUNBUS PÉREZ,
Historia de tas polémicas de Indias en Chile durante et siglo XVI,
1536-1598. Santiago de Chile, s. f. — FERNANDO SILVA VARGAS, Tierras y
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pueblos de indios en el Reino de Chile. Santiago 1962. — MARIA ISABEL
GONZÁLEZ POÍIÉS, La encomienda indígena en Chile durante el si-
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AEA, vol. 2 3 (1961), pp. 377-445.
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Revista «Universidad de San Carlos» (Guatemala), núm.- 3 6 (1956),
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"» Cfr., por ejemplo, la propuesta del arzobispo y virrey del Perú,
21 de noviembre de 1678. RICHARD KONETZKE, Colección de documentos.
Vol. 2 , p. 6 8 7 .
" R . C . del 1 5 de junio de 1699, ¡Mi., vol. 3 , p. 7 5 .
*" R . Decreto del 2 3 de noviembre de 1718, ibíd., p. 158.
» Consulta del 1 2 de abril de 1719, ibid., pp. 162-170. — GÜNTER
KABLB, Die Encomienda ais militar ische Instituí ion im kolonialen
Amerika, en JbGLA. vol. 2 (1965), pp. 88-105.
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R.C. del 2 3 de febrero de 1512, ibíd., vol. 1, p. 3 8 .
» R.C. del 1 9 de noviembre de 1539, ibid., pp. 194 y s.
" » R . C . del 5 de noviembre de 1540, ibid., p. 197. Ordenes simila-
res se impartieron a los gobernadores de Guatemala y Honduras el
1 1 de enero de 1541 y al gobernador del Perú el 1 3 de febrero
de 1541, ibid.. pp. 198 y 200.
-í», R.C. del 7 de julio de 1550. ibid., pp. 278 y s.
Carta del obispo de Cuzco, fray Vicente Val verde, del 2 0 de
marzo de 1539 e informe del provisor Luis de Morales, 1541. LISSON
CHAVES, La iglesia de España en el Perú. Tomo 1. Sevilla 1943, núms. 2
y 3,-pp. 7 0 y 1 1 1 y s.
•*» R . C . de 2 6 de octubre de 1541. RICHARD KONETZKE, Colección de
documentos. Vol 1, p. 2 0 5 . — SÓCRATES VILLAR CÓRDOBA, La institución
del yanacona en el incanato, en Nueva Coronica (Lima). Vol. 1,
núm. 1 (1964).
** R. Instrucción del 2 4 de noviembre de 1601. RICHARD KONETZKE,
Colección de documentos. Vol. 2 , p . 7 5 .
*' Relación de don Luis de Velasco, 2 8 de noviembre de 1604, en
362
Relaciones de tos virreyes y audiencias que han gobernado el Perú.
Vol. 2 . Madrid 1871, pp. 14 y s.
5 U
Relación que dio el marqués de Montcsclaros a su sucesor,
en RICARDO BELTXAN Y RDSPJDE. Colección áe las memorias o relacio-
nes que escribieron los virreyes dd Perú. Vol. 1. Madrid 1921,
pp. 165 y ss.
a» RLI. Libro 6. titulo 3 , ley 12 y «lulo 8. ley 32.
354
JUAN PE SOLÓRZANO, Política indiana. Tomo 1. pp. 152 y ss.
555
Ordenanza del virrey del Perú Francisco de Toledo acerca de
los descubridores y estacas de las mi:ias, cu ROHPRTO LEVILLIUR, Orde-
nanzas de don Francisco de Toledo. Madrid 1929. — ALBERTO CRESPO
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Perú, en The Amcricas, voi. 16 (1960), pp. 357-3S3.
3 5 4
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ticas de la América Meridional. 1791. Ed. Lima 1904, p. 157.
35
' Cfr. R.C. del 8 de noviembre de 1653 y R.C. del 18 de abril de
1657. RICHARD KONETZKE, Colección de documentos. Vol. 2 , pp. 4 5 5
y 468.
354
JUAN DE SOLÓRZANO, Política indiana. Ed. Madrid 1930, tomo 1,
p. 185.
35' GUILLERMO LOHMANN VILLENA. El conde de Lemos, virrey del Peni.
Sevilla 1946 (cap. 16: El conde de Lemos y ¡a mita de Potosí, pp. 245¬
277).
340
6 de diciembre de 1669, ibíd., p, 266.
341
Consulta del 4 de mayo de 1718. RICHARD KONETZKE, Colección d<
documentos. Vol. 3, pp. 144-156.
343
Ibid., pp. 160 y s.
345
Informe del virrey Francisco CU de Taboada, en Memorias de
los virreyes que han gobernado et Perú. Vol. 6. Lima 1859, p. 273.
341
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to 1947.
3 4 1
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3 4 7
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0 1
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363
0 3
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documentos. Vol. 2 , pp. 154-168.
••*<.•• Cfr. los documentos publicados para los años de 1650-1751 on
MOISÉS GONZÁLEZ NAVARRO, Repartimiento de indios en Nueva Galicia.
México 1953.
5 , 5
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Perú. Vol. 3 . Madrid 1872, p. 3 2 . — Para la historia del derecho labo-
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364
345
Cfr. decretos del 8 de mayo de J5S1, 2 0 de octubre de 1598 y
12 de julio de 1600. RICHARD KONETZKE, Colección de documentos,
Vol. 1, p. 535; vol. 2 . pp. 56 y 64.
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w R.C. del 24 de abril de 1550, ibid., vol. 1, p. 267. — Cfr. MAC-
NUS MORNER, Das Verbot für die Encomenderos, unter ihren eigenen
Indiancrn zu wohnen, en JbGLA, vol. 1 (1964), pp. 187-206.
»» R . C . del 29 de noviembre de 1563. RICHARD KONETZKE, ibid., vol. 1,
p. 403.
M
* JUAN CE SOLÓRZANO, Política indiana. Tomo 2, p . 318.
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de documentos. Vol. 1, p. 513.
W I
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JM RICHARD KONETZKE, Colección de documentos. Vol. 2, p. 39.
JUAN DE SOLÓRZANO, Política indiana. Tomo 1, p. 400.
RICHARD KONETZKE, Colección de documentos. Vol. 2, p. 39.
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cabe destacar: MARIANO CUEVAS, Historia de la iglesia en México. To-
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4 , 1
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4 , 4
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fls
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4 , 7
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A 7
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NEZ FERNANDEZ, cfr. sobre este punto JUAN FRIEUE, Las Casas y el
movimiento indigenista en España y América en la primera mitad
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530
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•w Cfr. CHARLES GIBSON, Colonial Institutions and Contemporary
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383
índice de ilustraciones
384
11. La matanza de Cholula. (Lienzo de Tlaxcala) 324
385
índice alfabético
386
Asunción 131, 173, Barrios, Juan de 235 — abierto 129-131
235, 251, 292 Bataillón. M. 246 — de Buenos Aires
Atahualpa 15 Baudin, L. 16 298, 313
Atlántico 11, 25, 60, Bayona 271 — de Lima 132
62, 63, 105. 12P, 231, Beja, duque de (fu- — de México 122, 299
251, 275, 275, 288, turo Manuel 1, rey cabildante 130-132
290, 305 de Portugal) 225 caboclos 78
Atlixco, valle de 288, Beltrán. Diego 38 Cabral. Pedro Alva-
291 benedictinos 239 rez 9, 235
Audiencia 85. 118, — portugueses 239 Cabrera, Alonso 235
121, 138, 141, 143, Bcazoni, Q. 293 cacaotales 292
158, 174, 213, 215 Bering, estrecho de 3 caciques 5, 14, 16, 76,
— de Buenos Aires Biblia políglota 165 78. SS, 134, 135, 161,
139 Bilbao 271 164, 166, 175, 177,
— de Charcas 91, 188 Biracoiaba 307 181, 183, 185, 197,
— de Guadalajara, 125 Bosadilla, Francisco 200, 203, 242. 263.
— de Guatemala 180, 232 314
198 Bogotá 235 Cádiz 59, 107. 265,
— de la Casa de Con- — cipa de 14 270, 271, 275, 276,
tratación 106 — Meseta de 14 305
— de Lima 124, 141, Bóhm, Johann Hein- — Constitución de
143, 178, 1PS. 190, rich 152 109
197 Boit, Berna! 206. 232 cafusos 84
— de los Charcas 183 Boiador, cabo 22. 224 calendario gregoriano
— del Panamá 120, Boíaiios, Luis de 235 10
122 Bolívar. Simón de 63 calendario maya 10
— de México 118. 124, Solivia 15. 120. 238, Cali 238
125, 134, 13o, 140, 257. 321 California 47, 120,
170, 248 Borah. W. 94 234. 242. 257. 289
— de Quito 120. 147, Borbóu, Burboncs 58, Callao, El 273, 275,
179. 189 70, 101. 109. 141, 305
— de Santo Domin- ! « . 209, 210. 275 calpullis 12
go Z22, 157. 209 Horburata 8 Calvinismo 261
auto da fe 2P3 liona, Francisco de Cámara de las Indias
autos acordados 124 241 45
Auwera, Johann van Born. Edlcr von 243 Campaoeüa, Tomás
den 234 Bororoes 8 255
aviador 282 Botocudos 8 Campeche 265. 295
Aviles 271 bramadero 42 Campillo y Cossfo,
Aviles, marqueses du Brasil 8, 9, 25. 4¿ 49, José 47
150 52 , 62-65, 71, 73-75, Canadá 56
Ayacucho 291 77-80, 83. 84, 92, 9?. Canarias, islas 20, 22.
Ayala, Manuel José 103. 105-107. 109, 59. 76. 231. 271. 290,
de 114. 139. 210 116. 127. 128. 135, 308
ayllús 17 136. 144, 151, 152. Canarios 62
Azara, Félix de 81 159, 160, 225. 235, Cambas 7
Azores 21, 64 239, 242. 243. 252, Cano, Melchor 29. 31
Aztecas 10-13, 95, 170, 256. 257, 263, 269, canonjías 217
306 274, 278, 286. 300, Cañete, marqués de
— Imperio 6, 10. 11, 301. 306-308. 310 (Andrés Hurtado de
13, 34, 169, 234 Brasileños 274 Mendoza 1 133, 137
Brcmen 26! cañamelares 292
Bretaña 233 capitács-mores 127,
Brivicsca 38 151
Bahía 64, 74, 127, 128, Bueno, Cosme 89 capitán general 117
225, 236, 239. 2.13, Bueno, Bartolomé 89 capitanía 105
278 Buenos Aires 73, 120, — general 117
Bal buena, Bernardo 123, 273. 275. 28?, capitulación 145
de 319 289, 297, 298, 312 capuchinos 243
Baleares 61 Burckhardt, J. 153 Caracas 123, 243, 292,
Bandeirantes 75, 79, Burgos 38, 163 311, 312
159, 242, 251, 252, Cardiel, José 256
257, 285, v. tb. pau- Caribe, mar del 7, 72,
listas 273
Bancos de Plata 282 caballería 41, 43. 44 — islas del S, 72
Bantúes 74 cabildo 128, 129, 131, Caribes 7, 8, 156, 158,
Barcelona 233, 238 132, 134. 207. 253. 245
Barclay, J. 293 297, 298, 302, 311, Carlos II rey de Es-
barraganía 79 313 paña 114, 188
387
Carlos III de Barbón Ceará 127 Alonso Vázquez
rey de España 89, Cedulario Indico (de de Espinosa) 88
114, 138, 142, 148, Ayala) 114 Composición 42. 46
203, 209, 210, 213, cedularios 112 — de tierra 41
219, 221, 273 censo 46 comunas indígenas
Carlos IV de Borbón Cerralbo, marqués de 249
rey de España 97, 193 concejeros 135
114, 138, 273, 314 Cerro Rico de Potosí Concejo Municipal
Carlos V emperador 280 128
(I como rey de Es- Cervantes, Miguel de CONCHILLOS, Lope de
paña) 17, 27-29, 32, 319 162
51, .55, 56, 67, 85, Cervantes de Salazar, Concilio de Trcnto
102/108, 118, 119, Francisco 318 46, 203, 211, 212,
129-131,145,157, 167, Ceuta 20 214, 217, 219
169-176. 206-208, 216, cimarrón 297 condotiero 145
228,. 233, 240, 265, Cisneros, cardenal 67, Congo 74
271, 281, 290, 295 132, 165-167. 199, Congregación para la
carmelitas 88 245, 313, 316 Conversión de los
— descalzos 239 cístercíenscs 230 Infieles 211
Carolina del Norte 2 Ciudad del Sol. La consejeros 107
Carranza, Bartolomé (de Tomás Campa- Consejo de Estado
de 27. 29 nella) 256 109, 144, 171-173.
carta de doaca© 105 Ciudad Real del Guai- 278
carta de lei 114 ra 252 Consejo de Indias,
carta regia 116 Coahuila 120 v. Indias, Consejo
cartas reales 111 Coimbra, Enrique de de
Cartagena (España) 236 Consejo de Hacienda
260, 271 colegio 314 172
Cartagena de Indias Colombia 14, 15. 120, Consejo do Navarra
(Gtfombia) 69, 273, 237, 242, 320 107
275, 293, 312 Colón. Cristóbal 7-9, Consejo Real de Cas-
Carvajal, familia 272 20-22, 25. 34-36, 45, tilla.. 53, 107, 122,
Casa de la Contrata- 50, 53, 76, 77, 100, 163'
ción de Sevilla 37. 104, 107, 116, 117, Consejo Real y Su-
50-52, 55, 56. 59, 66, 120, 128, 144. 154, premo de las In-
69, 106, 107, 236, 161, 174, 227, 232, dias 107
265, 270, 271 238, 264, 284. 289, Consejo Supremo de
Casa de la Moneda 290, 293, 296 Aragón 107
283' -Colón, Diego 37, 68, Conselho da India
Casa dos coritos 127 116, 117, 122, 265 109
casa grande 49, 80, Colón, Luis 117 Conselho Ultramari-
83 Colonia 100 no 109, 110
Castellanos 36. 58 coloniza je 100 Constantino, empera-
— viejos 61 comarcas 128 dor 248
— nuevos 61 Comisario del Barrio Consulado de .Burgos
Castilla 20, 21, 27, 36, 90 311
50..58, 99, 100, 104, — de la Ilustración Consulado de Comer-
110, 117, 119, 122, 318 cio 270
124,, 169,: 206. 212, Commenda 310 Consulado de Lima
232, i;237, 239, 240, Companhia do Brasil 305
303, 314 . — de Sevilla 311
— La 'Nueva 61 Companhia Geral do — de la Universidad
— La Vieja 61 Grao para e Ma- de los Mercaderes
castiza(o) 82 ráñalo 311 311
Catalanes 58, 61. 62 Companhia do Per- consulta 108, 111
Catálogo de Pasaje- nambuco e Para iba Contrarreforma 240.
ros a Indias 60. 61 311 241, 260
Cataluña 61, 62. 119 Compañía de Filipi- conucos 40
Catbolictzm opus im¬ nas 311 Cook, S. F. 94
. p e r i a 1« isgtesl. Compañía de Gentí- Copulata 113
nis mundi (de Mi- leshombres, Lanza y Córdoba (Argentina)
guel i d e tncurnnn) Arcabuces 121 251, 289, 292
Compañía Francesa de Córdoba, Pedro de
Cauca, valle del 14, Guinea 70 236. .244-246. 257,
72 Compañía Guipúzcoa- 2S9
Cayena 292 na de Caracas 292 corregidor 125. 130,
Cayetano 26, 236 > < Compendio y descrip- 131. 134. 136, 138.
cazadores de esclavos ción de las Indias 175, 187, 192
160 - Occidentales de — intendente 126
388
corregimientos 125. Charcas 120, 221, 238 Ecuador 14, 15, 120,
126 Charrúas 19 242, 257
— de españoles 125 Chaunu, H. 60 Edad de Oro 77
— de indios 125 Chatmu. P. 307, 308 Edad de Piedra, 5,
corsarios ingleses 261 Chispa 9. 237. 247 18, 73
Cortes 72, 99, 110, Chibchas 14, 15 Edad Media 20, 25,
111, 134, 136 Cbichimecas 159 30. 38, 56, 79. 102.
— de Cádiz 134. 1S9. Chihuahua 120 130, 136, 142, 164,
262 Chile 15, 17, 44, 48. 189, 194, 226, 240
— de 1480. 117 71. 73. 76, 81. 123, Efemérides 89
— de Castilla 110. 133 125, 142, 147. 151, Ehinger, H . 29S
— de Monzón 58 158, 171, 177, 179, Ejecutorial 212
— de Valladoiid 175 234, 235, 238. 242, ejido 42
Cortés. Hernán 9. 10, 267, 275, 288, 290, Eleta, P. 203
13. 27-29, 40. 42. 43, 294, 295, 297, 304, Elhuyar, Fausto de
61. 102. 117, 118. 319, 320 283
122, 169, 170. 228, Chilenos 18, 287 Elhuyar, Huan 'de 283
233, 238, 247. 291 chimor 15 emblanquecimiento 82
Cortés, Hernando. China 231, 282 Encinas, Diego de 113
Martín 299 Chinampas 12 encomendero 85, 145,
Cortés del Valle. Mar- Chincha, Imperio 15 146, 164, 176, 168.
tín 296 Chinos 71, 84 170-181. 185. 194,
Coruña, La 271 Chiquitos 257 195. 197, 198, 229,
Costa Bárrelo, Roque cholo 78. 84 230, 253, 302
da 116 Cholula 299 encomienda 43, 145.
Costa Rica 293 146, 160, 163-168,
Cotoy 281 170-181, 183, 194,
Covarrubjas, Diego de Damasco 165 195, 197, 198, 229
31 Daridn 233 — de indios de servi-
criollos 87, 93. 9?. Dávila, Pedrarias 40. cio personal 178
126, 143, 146, 147, 15S, 228. 233
De instauranda Ae- — mi taya 178
200. 222, 239. 319 thiopum salute (de — originaria 178
Cristo 162, 209. 227, Alonso de Sandc- — de repartimiento
231 va!) 71 176
Croix, Teodoro de 147 Dekkers, Johann 234 — de servicio perso-
Cruz, Juana Inés de De Propaganda Fide nal 176, 179, 181
la 319 211, 212 engagés 54
Cruzadas 231 Descartes. R. 316, 317 Engenho de Sao Jor-
cuarterón 82 Descripción del Vi- ge dos Erasmos 300
Cuba 42, 61. 68, 71, rreinato del Perú Enrique IV, rey de
90, 125, 129, 148, ^de C. y B. Bueno) Castilla y de León
149, 165, 181. 273. U9
275, 281, 290, 293, Descubridor 227, 238, Enrique el Navegan-
296 264 te, infante de Por-
Cubagua 245, 265. 284, Deule, Jean de la tugal 224, 299
285 232 Enriquez, Martin 214,
Cuemavaca 291 Deza, Andrés de 198 218
Cuerpo del Consula- Díaz, Bernal 76, 172 Epistolae (de Ovidio)
do 312 dictamen 108 319
Cuerpo v Tribunal de Dietrich 283 Época del virrey 100
Minería 284 doctrinas 217 Ercilla, Alonso de 319
Cuismancu 15 dominicos 26, 31-33, Eschwege, W. L. von
Cumaná 237, 243, 245, 45. 46. 70, 163, 165,
246. 284 286, 307
168, 172, 175, 176, esclavos 65-68, 71, 73,
Curacas 16 200, 215, 224, 231,
Cuyo 288, 289 236-239, 241, 243, 93, 154
Cuzco 15-18, 123. 221, 246. 247, 259, 316 Escobedo, Jorge 142,
.234, 237, 238. 291, donata rías 48, 159 150
294, 320 donatario 48, 63, 74, escribano 130
105, 106, 128, 136, España 25, 26, 28, 29,
151, 225 31, 37, 38, 51-55,
chácaras 183 Dorado, £1 14 57, 61, 66, 69, 70,
chaco 251, 252 Douro 63 78, 90, 92, 101-104,
chacras 40. 288 Drake, Francis 261 106, 109, 116, 125,
Chancay 15 Duarte 63 127, 128, 134, 139.
Cnancillerías 122 Duke. Universidad 146-148, 151, 153¬
Chápala, lago de 299 de 2 155, 162, 163, léS-
Chaqueáos 253 Durham 2 lé^, 172, 175. 180,
389
184. 187/ 218, 222. facendas 48 198, 200, 215. 216,
227 230 232. 236, familiar 260 224, 227. 230-239,
240 245, 247, 250, Febvre, L. 2 243 , 246-250
2» 260, 262, 264, Federmann, N. 285 Franklin, Benjamín
265, 273. 274, 277, Felipe II 29. 40, 41, 317
278 . 282 , 284. 285. 45. 46, 52, 56, 57. Frcyrc. G. 75
m 69-71, 86, 108, 113, Fueros 253
. ™ >-
298-300.>
304, 5305,
5¬ 121. 130, 133, 136, Funchal 225
307. 308, 310, 311, 137, 140, 172, 173.
313. 314, 320 199-201, 207-209. 211.
Española, La 35-38, 214, 215, 217-219. gabela 268. 269
50, 51, 53, 55. 56, 220, 230, 235 , 239¬ galeones y Ilotas 276
66 73 76, 95, 129, 243. 247, 260, 261, Gal iconismo 209
130. 148, 162-164. 266, 271, 275. 285, Galicia 61, 271
168, 174, 196. 208. 289, 295, 304, 31!, Galilci, GaliJeo 316
232 233, 235, 236, 314, 316 Gal vez, José de 53,
244 245, 259. 265, Felipe III, rev de Es- 142. 221
275 279, 290. 295,
296 . , ,
paña 51, 58: 60, 137,
173, 214, 220, 239 g allega, casa 271
.allegos 62
Especerías, islas de Felipe IV, rey de Es- Gante, Pedro de 234
las 271 paña 108, 130, 173 Garcés, Julián 31
Espinar, Alonso dei Felipe V, rey de Es- García Bravo, Alon-
233 pana 47, 70, 109, so 40
Espíritu Santo 249 138, 179, 180, 188 García de Castro,
Esquilache, príncipe Femando II de Ara- Lope 190
gón (V de Castilla Gattinara, Mercuríno
Estado, do Brasil 101 y León), «El Cató- de IOS
Estado do Parí e Ma- lico» 37, 50, 51, 55, Genovcses 57
ranháo 101 57. 66, 100, 101, 107, Geografía y descrip-
Estado Jesuítico del 122, 129, 162, 165, ción universal de
Paraguay 253, 257, 206-208, 222, 227, las I n d i a s (de
259 232.. 233, 236, 237, J. López de Veías-
Estados ' misioneros 245, 265 co) (86, 88, 91
244. 253 ' FCTBÁNDES de la To- Gibraltar 171
Estados Umdo» de rre, Pedro 235 Gil y Taboada, Fran-
América 274 Fernández de Córdo- cisco 119, 121, 277,
estancia 5, 40. 42, 44, ba, F. 9 307
298, 299 Fernández de Llába- Ginés de Sepúlveda,
estancieros 298 na, F. 112 Juan 228
estipendio* 214 'Fernández de Oviedo, Goiás 79, 285
Extremadura 61, 234, Gonzalo 21. 102, «oíd rusch 65
244 228,290,297 Gómez Reynel, Pedro
Extremeños 61 Fernández de Velas- 69
Etiopía 231, 292 • co, Pedro 225, 261 Góngora y Argote,
Europa 1. 3, 17, 21, Fernando José de Luis de 319
26?14, 56. 70, 01, Portugal 116 Gonzálcs, Antonio 200
103,. 143, 147, 154, Fernando Peo 70 González Divida, Gil
195 227 234, 235. Ferrer, Vicente 231 228
257 259, 266, 268, fiel ejecutor 129 Gorrevod, Laureat de
273, 274,' 277,. 280¬ Figucroa, Rodríguez 67
,382 290-293, 295, de 229 gracias al sacar 45
•295 300. 301. 306. Filipinas 71. 235. 299 Granada, reino de 38,
307, 3W, 313, 317, Flore, Joaquín de 249 52, 99, 100, 107. 205,
319 • Fitzralp, Richard 30 207, 299, 314
Europeos 4, 5, 7, 8, Flandcs 245, 252 — Campaña de 153
197 22, 36. SO, 71, Fkm, Manuel de 126 Gran Babilonia de
75 77, 78. 81. 82, Florensac 232 España 61
•84 -86. 93, 94 96, Floreasz, Adriaan Gran Capitán 37
98 143, 147, 156, (Adriano VI papa), Gran Khan 9, 21, 231
161, 162, 167. 183, v. Adriano VI Gran des-Cacaos "292
18¿ 189, '191, 194. Flores 120 Grandeza Mexicana
1
195, 198, 199, 204, Florida 234, 241. 275 (de B. de Balbuc-
221 243. 244, 249, Franceses 26, 56, 58, ea) 319
266, > 275. 288. 293, 62. 73, 146, 159. 261, Gregorio^ XIII, papa
-306, 321 . / • 262, 292, 293, 318
Evangelio* 28. iw, Francia 62, 64. 101, Gregorio XIV, papa
^ w T a w . 203, ai. 118, 232, 243, 285 2W, 219
219 '227. 230, 252, franciscanos 45, 97, griegos de América
234 236,259 134, 175, 176, 192. 10
390
Groenlandia 3 dor de Mamclus 146. 147, 156, 158.
Guadalaiara 120. 123, 259 170. 172. 173. 175.
139, 223. 305. 312 homes bons 135 379-181, 188-190. 193.
— Catedral de 320 Honduras 9 197, 198, 200-203.
Guadalquivir 270 — cabo de 9, 311 207, 209, 211-213,
Guaicurúcs 251 Hornos, cabo 276 215, 216, 218-221.
— ChaqueSos 252 Huainá Cápac 15. 18 224. 230. '¿39-241,
Guaira 251 Huancavéiica 189, 267, 2.50, 265, 276, 277.
Guanahanf 25 26X, 282 311
Guana juato 126 Huáscar 15 — Ministerio de 126
Guanches 22, 231 Huovras 280 indios anacomas 183.
Guaraníes 19, 81 Hueiotzingo 299 184. v. i b . yanaco-
Guarochiri de la Sie- Huclva 61 nas
rra 250 Hugonotes franceses iidios i!c faltriquera
Guaray 292 2?1 187
Guardia de Alabarde- Huguctta 307 indios mitayos 187¬
ros 123 Humboldt. A. vori 93, 189. 294. v. ib. mi-
Guatavila 14 97, 285. 290, 292. tayos
Guatemala 9, 123 . 237. 313 indios mocobíes 253
238. 246, 284, 292. Hurrado de Mendoza, indios naborías, véa-
296. 312, 316 Andrés, marqués de se naborías
Guayaca Venezolana Cadete 241 indios salineros 177
243 Indonesios 71
Guayaquil 273, 292, Informaciones acerca
305 del Señorío y Go-
Guerra Araucana 158, Ibérica, península 20. bierno de los In-
171, 319 34, 38. 99. 118. 153. dios (de F. de To-
Guerra de los Siete 226, 231, 232 ledo) 29
Años 147, 152 lea. valle de 289 Informaciones y li-
Guerra de Sucesión Iglesia 22, 27, 46, 52. cencias de pasaje-
Española 70, 171 88. 158. 196, 199, ros 59
Guerra justa 160 205, 208-213 . 218, inscnio(s) 290 , 2S1.
g icrrero 238
uinea 22, 65, 74, 224
221, 222, 225-227.
230, 237, 240, 247.
248, 261, 317
Ingenio del goberna-
Guipúzcoa 51 dor 300
Guirior, Manuel de Ilustración 126. 262, Inglaterra 70, 273. 304
193. 223 318 Ingleses 26, 64, 65.
Gutiérrez Flores, Juan Imperio de los Cua- 73. 146, 261, 262,
141 tro Puntos Cardina- 266, 274, 310, 318
Guzmán, Francisco les 15 Inocencio VI, papa
de 216 Inca 15-17, 29, 183. 205
184, 204, 306 Inquisición 52. 259¬
— Imperio 6, 15, l \ 263. 294, 317, 318
29, 234, 257 inst 48
Habana, La 265, 275, India 21, 286 Irala, Domingo de
306, 312 Indias SL, 56, 67, 70, 178
Habsburgos 101, 209 100-102, 104, 110, Isabel la Católio,
hacienda 40, 44 114, 116, 128, 132. reina de Castilla
Haití 95, 161, 291-293 143, 144, 162, 163, 58. 99. 100, 107,
Hamilton, E. J. 308 166, 168, 205, 206. 156, 161, 227. 229,
hatos 40 207, 209-212, 221 232
Hawkins, J. 261 227, 231-234. 236, Islamismo 20. 79, 226
HeUwege, J. 2 244, 250, 259. 260, Islandia 3
Heraldo 129 261, 264, 265. 270, Islas del A2úcar 290
Kenao 232 271, 273, 275-278, Islas laútiles 156
Hemandarias 251 289, 290, 296, 297, Israelitas 261
Herrera, Alonso de 304. 308, 310, 320 Istria 268
295 — Occidentales 21, 22, Italia 101, 285
Herrera, Antonio 58, 25, 27, 36, 37. 52, Italianos 243
108 53, 55. 107 Itzcoatl U
Hespérídcs, País de — Archivo de 1, 59. ius gentium 29, 31.
las 21 112 32
Héspero 21 — Cámara de 109
Heyerdahl, T. 3 — Canciller de 108
Hidalgo 238 — Consejo de 21. 26,
Hijo del Sol 18 30, 38, 46, 51, 54, Jaime II, rey de Ara¬
Historia de Nico- 58, -67, 68, 71, 85¬ gón 231
lás I, rey de Pa- 88, 107-114, 118, 121¬ Jalapa 291, 295
raguay y empera- 124, 133. 13S-142, Jamaica 296
391
Jenncr, Edward 97 lengua castellana 200¬ Maillard, Olivier 232.
Jerónimos 67, 132, 204, 259 233
167, 199, 313 lengua holandesa 259 malaca tos 290
jesuítas 71, 80, 97, lengua italiana 259 Málaga 271
.159, 160. 219. 230. lengua latina 201 Mallorca 118
239-243 , 250-257 . 259, León 20, 58, 61. 100 mamelucos 78, 159
291, 307, 313-316 León X, papa 206, 225 Mamoré, rio 257
jesuíticas, -reduccio- León Pinelo. Antonio Manco Cápac II 15
nes 252, 253 de 108. 113 Mando y ordeno 213
Jerusalén 247 Leoneses 61 Manila 71, 310
Jiménez de Cisneros, letrados 107. 136 Manso. AJonso 259
' Francisco 232 Leyes de Burgos 111, Manuel I. rey de Por-
Jovellanos. Gaspar 163-167, 194, 229 tugal 65, 225
Melchor 278 Ley de la disimula- Mar Océano 50, 154,
Juan, príncipe re- ción 171 155
ente de Portugal Leyes Nuevas 111,175, Maracaibo, golfo de
f 74, 278, 307
Juan el Mayor 27
176
libro de las tasacio-
243
Marañen, estado de
Juan II de Castilla nes 174 127, 160, 225, 278,
y l e ó n 110, 242 Libros de asentamien- 301, 311
Juan III, rey de Por- to de pasajeros 59 Margarita, isla 245,
tugal 48, 105, 110, Lima 15, 47. 51, 53, 284, 285
72, JI9, 120, 123, Mariana 225
Judíos 21, 52, 65, 194, 125, 130, 132, 149¬ Marruecos 20
231, 259, 261 151, 187, 189, 190, Martín, Ramón (Rai-
juez pesquisidor 142, 192, 193, 207, 219¬ mundo Martí ni) 231
165 221, 224, 234, 238, Martín I el Viejo,
juizes ordinarios 135 241, 260, 266, 267, rey de Aragón 118
Jujuy 292 288, 289. 291, 305, Mato Grosso 8, 79,
Juíi 250, 251 311. 319 285
junta(s) 127 — Catedral de 320 Matos, Gregorio de
— Geraís 135 Limpieza de sangre, 319/
— de, Gobierno, 312 véase ' pureza de Maule, 15, 18
— de Guerra de In- sangre Mauro. F. 310
dias 109 • Lifián, Melchor de Maya(s) 9-11
— de la Contaduría 188 — Cultura 10
Mayor 173 Lisboa 63, 107, 127, Mayapán, Liga 9
— de Reformas de 212, 225, 236. 310 mayeques 12
1568 112 Loaisa, Jerónimo ae Mayna», estado mi-
juros 69 187, 200 sionero de 257
Loman, Kaspar 281 Mayorazgo 45
Londres 172 Mázagoa 64
Kahle. G. 2 López, Gregorio 30 Mbororé 252
Karakorum 231 López de VeJasco, Medina, Bartolomé de
Konetzke, R. 2 Juan 86, 91, 92, 112, 280, 281
Kroeber, A. L. 94 113 Mediodía Francés 38,
Kufcn, Albert 295 Lorenzana, Francis- 232
co Antonio 202 Mediterráneo 62, 118,
Loreto 251, 252 119
Lo ron ha, Fernando de Mejía, Diego 319
Labrador, El 3 269
Lainez, Diego 240 Loyola, Ignacio de Mem de S i 63
Láaginan, Lana de 239, 240 Mendieta,' Jerónimo
Lucavas, estrecho de de 249, 227
tauqueaste 76 las 275 Mendoza 289, 290
Laredo 271 Lulio, Raimundo 231
Mendoza, Antonio de
Las Casas, Bartolo- Lusitanos 7. 226. véa- 11», 299, 303
mé de 25, 26. 32, 67, se tb. Portugueses Mendoza, Pedro de
68, 70, 94, ,95, 104, 235, 297
107, 156, 165-168, Menéndez de Aviles
170; 172, 175, 195, Pedro 241 .
228-230, 245-247, 279, Madeira 21, 44, 290, Mercado, Tomas de
293, 294 300 70
Latourette, K. S. 226 Madrid 90, IOS, 209, mercedarios 219, 238,
Ledesma, Pedro 296 212, 215, 220, 273 239, 243
legati naU 208 maestrescuela 313 mercedes de están*
leí' da»; sesmarías 49 Magdalena, río 72 cias de ganado 40
Lemos, conde de 87, Maroma 227 mercedes de labor O
187, 188 21 labranza 40
392
mercedes de tierra Montúfar, Alonso de Nubia 231
40, 41, 44 70, 260 Nueva España 45, 46,
Mérida, catedral de Moravia 261 60. 71, 72, 86, 88.
320 Morea 119 93 , 94. 97, 98, 102,
Mesa da Consciéncia moriscos 299 118-123. 125, 126,
e Orden 110 Moro, Tomás 187, 133, 142, 149. 159,
mes ta 299 248, 256 170, 176, 193, 195,
mestizos 75, 78-84, 87, moros 52, 64. 153, 196, 200, 207, 214,
88. 90. 92. 93, 97, 156, 205, 226. 231 218, 219. 224, 234.
146, 351. 197, 198. mudejares 226 237. 238. 257. 266¬
200, 239. 266, 289. Muiscas 14 268, 281. 284. 287,
302, 303, 314 mulatos 84, 87, 8S, 291. 294, 296. 298.
Mesías 249 90, 93, 98, 146, 151. 299, 303, 311, 319,
197, 198, 302. 306 320
Mexicanos 13 Mundaú 75
México 9, 11-13, 40¬ Nueva Galicia 94, 120,
42, 61. 71, 72, 76, Musco del Banco Na- 234, 291
81, 84. 85, 89, 92¬ cional de Colombia Nueva Granada 47.
95, 97, 98. 102, 112, 14 72, 89, 119. 120.
119-123. 130. 131, musulmanes 52, 153. 195, 218. 235. 237,
133, 134. 137, 148, 194, 226 282-284, 294 . 295
169, 171, 172, 174¬ Nueva Jerusalén 247
176, 183. 190, 196, Nuevas Leyes 157,
198, 202, 203, 207. naborías 181. 383 158, 181
208, 215, 219. 221, Nam. cabo 224 Nueva Orleans 159
2Í8, 233, 234. 237¬ Napoleón 65 Nueva Vizcaya 120
239, 242, 248, 257, Navarra 99, 107 Nuevo Cádiz 284
259-262. 263 , 280, navios de permiso Nuevo Código de las
281, 283. 284. 288¬ 275 Leyes de Indias (de
291, 295-300. 302-304, navios de registro Juan Crisóstomo de
308, 311, 313, 314, 275 Ansotegui) 114
319, 320 Nazca 289 Nuevo México 120.
— catedral de 320 negros 4, 22, 65, 67, 297
— lago de 12 69, 70, 72, 73, 83, Nuevo Mundo 1. 3.
Michoacán II. 134, 86-88, 90, 92, 93, 19, 21, 22, 25-30,
234, 238, 248, 249, 151, 197, 256, 291, passim
291. 299 302, 303 Nuevo Reino de León
milicias de pardos — bozales 66 120
151 — cimarrones 73 Nuevo Santander 120
milpas 12 — del rey 66 Nuevo sistema de go-
Minas Gerais 64, 65, — esclavos 65-74, 83, bierno (de José
74, 75, 79. 225. 285, 85. 90. 121. ¡44, Csmpiüo y Cossio)
286, 301, 307, 321 193, 265, 284, 287, 47
Minayo, Bemardino 292, 303 Num, cabo 22
de 31 — Haitianos 293 Núñez Vela. Blasco
— ladinos 66 119
Minho 63, 64 — trata de 74, 75 Nüremberg 281
roisoneistas 283 Newton, Isaac 316 Nürnbergcr, Laza rus
mita 27, 181, 134-189 Nicaragua 14,122, 228, 281
— p .'raima 185 233, 306
— de p.aza 189 Nicolás I, rey de Por-
mitayas, provincias tugal 259
185, 186 Nicolás V, papa 22, Oaxaca 237, 292
mitayos 185 24 obrajes) 303, 304
Moctezuma I 11, 13, Nieva, conde de (Die- Occidente 21, 22, 102,
29 go López de Zúñi- 244, 248, 286
Moctezuma II 11, 18 ga y Velasco) 133, oidores) 83, 125, 136,
Moisés 261 138-143, 174, 178,
Malucas 271 Noble Arte de la Pla- 184, 187, 197. 299
Mon y Velará® 48 tería 302 Ojeda, Alonso de 228
monarchia siente 208 Nóbrega. Manuel de OÍinda 225, 236
Montecorvino, Juan 80, 242, 256 Olivares, Gaspar de
de 231 Nombre de Dios 73 Guzmin, conde-du-
Montesacro, marqués Nopal de la Cochi- que de 108. 170
de 311 nilla 296 Olmedo. Bartolomé
Montesinos, Antonio Nordenflicht, barón de 238
de 31, 162. 163. 165, de 283 O porto 63
195, 230, 236. 237 Norteamérica 120 Orden de Alcántara
Montevideo 71, 273 Norteamericanos 94 233
393
Orden de Cristo 224. Para 64, 127. 225, 239, Pijaos 158
225- " •' 278, 311 Pió V, papa 208 , 209,
Orden de la Merced Paraguay 78. 79, 81, 211
23S.239 120. "159, 178-180, piratería, piratas 249
Orden del Temple 224 235. 240, 242, 251, Pirineos, Paz de los
Ordenacocs Tclipinas 254, 257, 259. 288. 114
114 - 292. 294 Pisco 289
Ordenacocs • Manuelí- — Alto 252 Pizarro. Francisco 15.
nas 114 Paraná 251, 253. 301 119, 196, 234. 237
OrdenaDcas 151 — Aito 252 Pizarro, Gonzalo 171.
Ordenanza(s) 111. 053 Paraíso de Mahoma 176, 234
— de Audiencia 111 79 Plata, río 120. 123,
— de Encomienda(s) Paranapanema 251 235. 251, 288, 297,
176, 177 Pardo, Tratado de El 304
— de Francisco de 70 Plata de los Charcas.
Alfaro 178, 254 pardos 77 La 123
— de Minería 111, 217 Paria 8. 68 Platón 256
— del Patronazgo 111, Parnaso Antartico (de poderosos de Sertáo
217 " Diego Mcjía) 319 144
— de Toledo 185 Partidas (de Alfonso poligamia 79
— hechas para los el Sabio) 142 Polinesios 3
n u e v o s descubri- Pasto 238 Política (de Aristóte-
mientos, conquistas Patriarcado 208. 209 les) 30
y, pacificaciones 113 Patronazgo 210 P o m b a l , Sebasr¡ao-
— para el tratamien- — Regio 214 jóse de Carvalho v
to de los Indios 111 Paucke, Florión 256 Meló, marqués de
—sobre Repani- Paulistas 160, 251. 64, 65, 116. 128, 151,
' .mientos y Enco- véase tb. bandeí- 160, 259, 274
miendas 178 rantes Popayán 158, 238, 241
orejones 16 - Pedro, apóstol 209 Porlier, Antonio 71
Oriente 13 Ptlayo 20 Porto Bello 275
Oriente.. Extremo 310 penitenciarios 259 Porto /Seguro 236
Orinoco 5 , Penyafort, Raimundo Portugal 20, 25, 52,
Otomles 14. 238 de 231 62-66, 69-71, 74, 99,
ouvidor 13S Peña, Juan de la 31 103, 104, 109, 153,
Ovando. Juan de 86, peonia(s) 40, 41, 44 241, 242, 264. 265.
113, 114, 137, 279, periodo colonial 100 271, 273, 274, 307,
313 período hispánico 100 310
Ovando, Nicolás de Pcrnambuco 74, 278,
38, 55. 56, 66, 189, ' 300 Portugueses 1, 3, 20,
229. 233 Persia 294 22, 24, 25, 27, 63,
Ovidio 318 64, 67, 69, 70, 77-80,
Personas de capa y 83, 96, 103, 153, 159,
Oviedo 95 espada 137 160. 162, 205, 236.
Perú 15, 16, 18, 33, 241, 251. 252, 261,
47, 53, 53, 56. 60. 264, 269. 273, 274
Pablo IIT, ptpa 21 72, 73, 76, 80, 81,
89. 91, 112, 119, 120¬ Potosí 120, 144, 179,
Pachuca 280 180, 184. 185, 187,
pacificación 33 123, 125, 127. 133,
134, 141, 142, 148. 188, 223, 267. 268,
Pacifico, Océano 3, 279, 281, 282, 288
11, 72, 148, 233, 261, — 150, 151, 158. 159.
170-172, 176, 183, por vía reservada 109
273, 275, 276. 288, pragmáticas 110
289, 292, 306 185, 18Í, 190, 192,
193, 200. 203, 208, — sanciones 110, 111
Países Bajos 175 predio 44, 46, 47, 49
Paita 273. 289 214, 215, 218. 220,
224, 234, 237-239, presura 34
Palacios Rubios, Juan profesores de artes
12, 26..155 241. 242. 251, 266¬
Pala ta, duque de, vi- 268. 275, 282-284, liberales 314
rrey delPerú 146 287, 289, 291, 294, propios 42
Palma, La 308 2C7, 304-306, 308, protectores y defen-
Panamá 119, 120, 123, 310, 316, 320 sores de indios 167
273/'306 ' Peruanos 77, 283 Protestantismo, pro-
— ciudad de 40. 233 pesciierías de perlas testantes 259. 261
— istmo de 3, 14, 40, provedores 127
-73, 275 Petrarca 319 '•* — da capitanía 127
Pan Regio 207 Piaui 301 provedor-mor 127
Pane, Román 232 Picardos, francisca- Provincias Internas
Pankífua. Jiménez de nos 24S de Oriente 289
pieles rojas 77 provisfio 116
394
Provisiones, Cédulas, Rccife 243 208-210. 213 . 231,
Capítulos de Orde- Reconquista 19, 34, 232. 259. 260. 270,
nanzas, Instruccio- 40, 41. 153, 194. 205. 313
nes y Cartas (bajo 226, 230 Riaño, Antonio 126
cuidado de Diego Recopilación de Leyes Raimac 15
de Encinas) 113 de los Reinos de Río de Janeiro 65.
Provisiones, Cédulas e las Indias 114. 184. 128. 225, 236, 239.
Instrucciones para 210, 212 243. 278, 307
el Gobierno de la redemptioners 54 Rio de la Plata 5. 44,
Nueva España (bajo reducciones 180, 195, 71. 76. 81, 120, 125.
el cuidado de Vas- 253, 257 13!, 142, 151. 179.
co de Puga) 112 Reforma Católica 244 235, 240, 254, 275,
Puebla 126, 234. 237. Reformador de la 310
262, 288 Nueva España 118 Río Crande del Sur
— catedral de 3, 9 Reforma Protestante 64. 252. 300. 301
Puebla de los Ange- 57, 244 Río Hacha 273. 285
les 196 regalías 210, 266 Río Magdalena 243
Puerto Rico 85, 259, r e g a l L i m o 209, 210 Rio Salado 252
273. 275, 290, 293, Regente de Audien- Riva 266
296. 311 cia 124 Rivet, P. 94
Puga, Vasco de 112 rcgidor(es) 128, 129, Rosas 48
pureza de sangre 78, 132. 134 Rodrigo 20
82. 314 regimientos 116 Rodríguez de Fonsc-
Regimiento de Amé- ca. luán 50, 107.
rica 148 162. 206. 207
Quechua 15, 183, 199 Regimiento de Infan- Roesel, Peter 300
Qucrétaro 299 tería de los Indios Rojas Antonio de 207
Quetzalcoatl 13 151 Roma 31, 206, 208,
Quevedo, Juan de 233 Reino de Castilla 104 211, 239
quilombos 75 Reino de las Indias Romanos 138. 184, 201
Quiñones, Francisco 100, 101. 110 Rosenblat, Ángel 91¬
de 234 Reino de León 104. 95
uipus 16, 18 206 Rotterdam. E. 247
Suiroga, Vasco de
248,°249
Reinos italianos 119
reinos patrimoniales
Rubio y Moreno, Luis
de 60
Quito 15, 17, 123, 234, 103 Rubruck, Guillermo
238. 239, 257, 295, Relacao 127 ríe 231
304, 321 Rcíacao abbreviada ruego y encargo 213
de Sebastiao José R u i z de Gamboa,
de Calvalho y Meio) Martin 178
Rábida, La 231 259 Rusia 282, 294
Ramírez, Juan 226 Renacimiento 1, 226,
Ramírez de Fuenlcaí, 320
Sebastián 170 repartimiento^) 162, sacrum imperium 102
Ranke, Leopold von 163, 165-167, 170, Saionia 283
100 192, 193 Sala del Crimen 124
Real Casa de Mone- República (de Platón) Salamanca 32. 236.
da 282 250, 314
Real Cédula 111 República Española Salta 252
Real Colegio de No- de 1873. 108 saltatrás 84
bles Americanos 314 República dos. Palma- SaJvador, El 122, 292
Real Compañía de res 75 San Agustín 238
Comercio de Barce- republicanos 135 sanalotodo 293
lona 311 Requerimiento 155 San Buenaventura,
Real Compañía Gui- residencia s) 141, 143 Alonso c*e 235
puzcoaoa de Cara- Revolución Francesa Sandoval, Alonso de
cas 311 58. 127, 262, 273, 317 71
real orden 111 Revillagigedo, Güemes San Esteban, conven-
Real instrucción acer- Pacheco Padilla y to de 32, 236, 314
ca del trabajo de Orcasitas, Juan Vi- San Francisco 231,
los Indios 192 centa segundo con- 249
Real Ordenanza para de de 121, 259, 278 — ciudad de 234
el establecimiento e Revé; Católicos 22, San Ignacio 2*1, 252
instrucción de In- 24, 27, 35, 36, 38, 50, San Jerónimo, orden
tendentes 125 52, 53, 56, 79, 100, de 167
Real Provisión del 20 104, 106. 116, 119, San Juan de Puerto
de noviembre de 142. 145, 153-155, Rico 38
1542, 111 159. 189, 205. 206. Sanlúcar 270, 271, 275
395
San Pablo, estado de 236, 270, 271, 276, Texcoco 11
225. 242, 243, 251. 269. 313 Tierra de Guerra 246,
301, 307 Sevillanos 275, 276, 247
San Salvador de Ba- 311 tierra de realengo 34
hía 127, 225 5hamar.es 3 Tierra Firme 237, 294
San Sebastián 271 '•- Sicilia 119, 208, 232 Tisín, Juan de 232
Sansonate 292 Sidney 256 Titicaca, lago 238,
Santa Catalina 64 silla apostólica 209 250, 320
Santa Cruz de la Sie- Súnpson, L. B. 94 Tlacopán II
rra 81, 120. 180, 233, Sinaloa 120, 242, 257 Tlaxcala II, 13, 76,
257, 288, 291 Sociedad Minera y 175, 234, 296, 299
Santa Fe 38, 252, 253, Metalúrgica de San- Toledo 216, 232
289 tiago de Cuba 281 Toledo, Francisco de
Santa Fe de Bogotá Soconusco 292 29, 112, 183-185. 187.
120, 123, 207, iBI, Sol, dios del 18, 224 189, 195, 214, 224,
235, 248, 260 — Hijo del 18 241, 267. 280, 281
Santa Alaría de la Soiórzano, Juan de Toledo, María de 68
Antigua 233 26, 67. 83, 113, 125, Tolosa 295
Santa Marta 234 184, 187, 201, 209, Toluca 298
Santander 51 212, 215, 224 Tordcsillas, Tratado
Santa Sede 210-212 Sonnenschein, F. 283 de 25, 50, 105
Santiago del Cerca- Sonora 120, 242, 257 Tor<auemada, Juan de
do 250 . Sorbona 225
Santiago de Chile 73, Soria, Juan 50 Torres, Domingo de
312 Soto, Domingo de 28 252
Santiago de Campos- Sotomayor, Alonso de Torres Bollo, Diego
tela 134 178 de 233, 2S1
Santiago de Cuba 281 Sousa, Tomé De 127, Totonacas 13
Santo Antonio do Bra- 151, 159, 242 trapiches 128, 192. 290
zil 236 . South Sea Company Tras-os-Montes 64"
Santo Domingo 31, 67, 70 Trata de'esclavos 154
68, .85, 101, 122,, 123, Steward, J. H. 94 Tratos, y^ contratos
1 1
132, 148, 162, 165, Studium Genérale 316 de Mercaderes (de
207/ 230, 233, 237, subdelegado 126 Tomás de Merca-
238, 245, 260, 265, Sudaneses 74 do) 70
273', 261, 284, 298, Sultepec 281 Trento, Concilio de
311, 313 superintendente gene- 314
ral 126 Tremecéu 20
— ciudad 38 Surinám 292 . tropa veterana 147
— catedral de 320 Trópico de Cáncer 3
Santo Oficio 260-262, Trópico de Capricor-
317, 318 nio 3
Santos 243 Tebasco 9
Tainos 7, 8, 169 Trujülo (Perú) 234,
Santo Tomas 172 238, 267
San Toribio de Mo- tasa de Gamboa 178
grovejo 220 tasaciones de los na- Tucumán 120, 179, 235,
San Vicente 105, 236, turales 90 238, 239, 242, 251,
300 «' T e a t r o Americano. 288, 310
Sapper, K. 94 Descripción general Túmbez 15
Sardinha • Filbo, Al- de los reinos y pro- Túpac Amaru 134,151,
fonso 307 vincias de la Nueva 203
Sarmiento de Gara España (de José Túpac Yupanqui 15
boa 17 Antonio de VLUase- Tupíes 8, 19
Sauvage, lean le lb8 ñor y Sánchez) 88 Turquía 294
Schaefer, E. 125 Tehuantepec, istmo de Turingia 295
Sebea, Erasmus 300 237
Schmldl, Ulrico 76 Tejas 120
secretarios 109 tejedurías 192 Ulcurrum, Miguel de
Sede Apostólica 208 Tenerife 308. 28
Senado ' de Cámara teniente de goberna- Universidad de Alcalá
135.' 243 dor 117 de Henares 165, 316
Sesúlveda, Juan Gi- teniente letrado 117, Universidad de Colo-
nés de 28. 30 137 nia 2
servido(s) 133 Tenochtitlán 11 Universidad de Méxi-
-••personales 179, 195 Tepanecas 11 co 199, 316
Sesmaria 49 termos 128 Universidad de Lima
Sesmo 177 - Testera, Jacobo de 89, 199
Sevilla 21, 50-52, 54¬ 175 Universidad de París
56, 5941. 165, 107, Tetad, Hans 281 27
396
Universidad de Sala- Vela, cabo 285 — general 141
manca 31, 32, 316 Velasco, Luis de 184 visitatto liminum 211
Universidad de San Velasco, Virrey de Vitoria, Francisco de
Carlos 317 Nueva España 29$ 25-29, 31, 32, 102,
Universidad Real v Venezolanos 243 310
Pontificia de San Venezuela 68, 72, 119, Vizcaya 271
Marcos 316 157, 176, 177, 235,
Universidad y Cofra- 266, 273, 285, 293,
día de los Maestres 294, 311
y Pilotos de la Ca- Veracruz 13, 72, 148, Washingtong 88
rrera de las Indias 266, 275, 292, 299, Weber, Max 17, 82,
270 312 118
Uruguay 19, 252, 257 Verapaz 247 Welser, banqueros 67,
— río 252 Verde, cabo 25 68, 157, 177 281
Utopía (de Tomás vereadores 135
Moro) 248, 256 Viana 63
vicepatronos 213, 214 Yanaconas 183, 184.
Vieira, Antonio 319 186, v. tb. anaco-
Valencia 61, 119, 243 Viejo Mundo 3, 106, nas
Valencianos 58, 61 199, 201, 288, 293, Yo el Rey 111
Valparaíso 273 296, 301 Yucatán 9, 10, 181,
Valverde, Vicente 224, Vikingos 3 265, 296
237 Vilcabamba 15
Valladolid 16 Villa Imperial de Po-
Vamhagen 307 tosí 280, 282
Vascongadas 61 Villa Rica 252 Zacatecas 280
Vascos 62 Villaseñor y Sánchez, zambaigos 84, 197
Vaz de Caminha, P. 9 José Antonio de 88, zambos 84
Vázquez, Mateo 114 89 zaque de Tunja 14
Vázquez de Ayllón, Villegas, Juan de 177 zíngaros 52, 53
Lucas 168 Virginia 294 Zorrilla, Diego de 113
Vázquez de Espinosa, Visigodos 20 Zumárraga, Juan de
Alonso 88 visita 141. 178 175, 248. 263, 299
vecinos 86, 92 — general 142 Zúñiga y Velasco, Die-
Vega, Carel taso de i a visitador 141. 150, 164, go López de, conde
(el Inca) 80 165. 174, 178 de Nieva 241
397
impreso en offset cemont, s. a.
ajusco 96 - méxico 18, d. f.
tres mil ejemplares
24 de octubre de 1977
HISTORIA UNIVERSAL SIGLO X X I
Edición de bolsillo en 3 6 volúmenes
1. Prehistoria
2. Loa Imperios del Antiguo Oriente
I. Del Paleolítico a la mitad del s e g u n d o milenio
3. Los Imperios de' Antiguo Oriente
II. El fin del s e g u n d o milenio
4. Los Imperios del Antiguo O r i e n t e
MI. L a primera mitad del primer milenio
5 Griegos y persas
El mundo m e d i t e r r á n e o en la Edad A n t i g u a , I
6. El helenismo y el augo do Roma
El mundo m e d i t e r r á n e o en la Edad A n t i g u a . II
7. La construcción del Imperio romano
El mundo m e d i t e r r á n e o en la Edad A n t i g u a , III
8. El imperio romano y sus pueblos limítrofes
El mundo m e d i t e r r á n e o en la Edad A n t i g u a , IV
9. Les transformaciones del mundo mediterráneo
10. Le Alte Edad Media
11. La Baja Edad M e d i a
12. Los fundamentos del mundo moderno
Edad M e d i a t a r d í a , Renacimiento, Reforma
13. Bizancio
14. El Islam, I
15. El I s l a m . !l
16. A s i a Central
17. India
Hi3toria del subcontinento d e s d e la cultura hindú hasta el
comienzo del dominio Inglés
18. Asia Suderlental
A n t e s d e la época colonial
19. El Imperio chino
20. El Imperio Japonés
Historia del Japón h a s t a 1968
21. América Latina, I
A n t i g u a s c u l t u r a s precolombinas
22. América Latina. 11
La época colonial
23. América Latina. III
De la Independencia a la c r i s i s del presente
24. El periodo de las guerras de religión, 1550-1648
23. La época de la Ilustración y el Absolutismo, 1648-1770
26. La época de las revoluciones europeas, 1780-1848
27. La época de la burguesía
28. La época del Imperialismo
28. Loa Imperios coloniales desda el atglo XVIII
80. Loa Estados Unidos de América
31. Rusta
32. África
Desde la prehistoria hasta los Estados actuales
33. Asia moderna
34. El alglo veinte, 1. 1918-1845
COLABORADORES
E N S s E c o l a Nórmale Supérieura
EPHE a ECO le pratlque d e s H a u t e a Études
C N R S ™ C e n t r e National d e la Recherche Sclentiflque
Fteldhouse, D. K., Universidad de Oxford (Historia de la Common-
wealth)
Fin ley, M . I., J e s ú s College. C a m b r i d g e (Historia económica y
social de la A n t i g ü e d a d )
Franke, H., Profesor de S i n o l o g í a . Universidad de Munich
Frye, R. N-, Profesor de E s t u d i o s Iranios. U n i v e r s i d a d de Harvard
Furet, F . , EPHE. P a r í s (Historia moderna y e s t a d í s t i c a econó-
mica)