Foster, Richard - Ríos de Agua Viva
Foster, Richard - Ríos de Agua Viva
Foster, Richard - Ríos de Agua Viva
Créditos editoriales
Dedico este libro a:
Agradecimientos
Prólogo
Introducción
Imitatio: el divino paradigma
La tradición contemplativa: descubrir la vida de oración
La tradición de la santidad: descubrir la vida virtuosa
La tradición carismática: descubrir la vida de poder en el Espíritu Santo
La tradición de la justicia social: descubrir la vida de compasión
La tradición evangélica: descubrir la vida centrada en la Palabra
La tradición de la encarnación: descubrir la vida sacramental
Palabras finales
Apéndice A
Momentos de inflexión en la historia de la Iglesia
Apéndice B
Figuras notables y momentos importantes en la historia de la Iglesia
Créditos editoriales
Foster, Richard
Ríos de agua viva. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Peniel, 2013.
E-Book.
ISBN 978-987-557-461-8
1. Vida Cristiana.
CDD 248.5
N adie escribe aislado de todos. Siempre nos apoyamos sobre los hombros de quienes nos
precedieron y esperamos que los lectores de hoy y mañana le presten atención a nuestros
esfuerzos. Cuando una obra dedica cuidado especial a la Historia, la deuda se hace dos o tres veces más
grande. Por eso, quiero comenzar esta obra con la expresión de mi más profunda gratitud a quienes han
vivido con tanta fe a lo largo de los siglos, y también a quienes con fidelidad registraron las
experiencias de sus vidas.
Además, hay muchas personas que me ayudaron a pensar cómo podía estructurar este libro. En
particular, los miembros que conforman desde sus inicios el equipo de Renovaré, han trabajado
conmigo enseñándome, predicando y aclarando los temas que presento. Quiero darles las gracias a cada
uno: Edward England, Marti Ensign, Roger Fredrikson, James Bryan Smith, Donn Thomas, William L.
Vaswig y Dallas Willard.
Los editores son, por otra parte, indispensables en el equipo que publica los libros. Ellos alientan,
guían, motivan y consuelan. Pienso en Patricia Klein de Harper-SanFrancisco, editora de este proyecto.
Como labor de amor, muchas personas leyeron el manuscrito entero y brindaron sus ideas, correcciones
y sugerencias. Les agradezco por ayudarme a que el libro fuera mejor, de más fácil lectura: Bruce
Demarest, Carolynn Foster, Lynda Graybeal y Gayle Withnell. Y gracias en especial a Joan Skulley por
ocuparse de tantos detalles de la oficina durante los últimos meses de mi trabajo en esta obra. También
Tim Boyd con su conocimiento de la historia de la Iglesia, Bill Griffin, con su entendimiento del
catolicismo romano y Warren Farha, que tan bien conoce la ortodoxia de Oriente, me han ayudado para
que los apéndices sean más precisos y exactos de lo que habrían sido sin sus aportes.
Debo añadir que Carolynn fue mucho más que la lectora del manuscrito. Ha vivido con mi obsesión
de años sobre la idea de este libro. En los últimos meses de trabajo, cuando la presión era mayor, se
ocupó literalmente de todas las responsabilidades del hogar y la familia. Cuando yo sentía la convicción
profunda de que esto era demasiado, ella me alentaba a seguir. Cada vez que sentía que lo que había
escrito era malo, que lo mejor era tirarlo al fuego de la chimenea de casa, ella me decía que estaba bien
y que sería aún mejor. Y cuando mi arrogancia me hacía sentir que este escrito sería una “obra maestra”,
ella encontraba cómo hacerme volver a la realidad (y de hecho, a veces las palabras estaban de más,
porque un gesto, apenas una ceja levantada, era suficiente). Ella es la persona más preciosa que tengo en
la vida, y le doy las gracias.
Sé que las palabras son, en el mejor de los casos, “ideas congeladas” y no puedo expresar la vida de
los ríos de devoción que este libro describe. Solamente Jesús, La Palabra de Dios viva, trasciende esta
limitación. Solo puedo orar porque Él tome estas palabras y haga que cobren vida en su alma, estimado
lector.
—Richard J. Foster
Miércoles de Cenizas, 1998
Prólogo
E n nuestros días un potente río del Espíritu surge con fuerza de los corazones de hombres y
mujeres, niños y niñas. Es un profundo río de divina intimidad, un potente río de vida en santidad,
un río danzante de júbilo en el Espíritu, un ancho río de amor incondicional por todos los pueblos. Jesús
lo dice: “… De aquel que cree en mí, como dice la Escritura, brotarán ríos de agua viva” (Juan 7:38).
La asombrosa nueva realidad en este potente fluir del Espíritu es el modo soberano en que Dios está
uniendo ríos de vida que durante mucho tiempo han estado separados, aislados. Su aislamiento es muy
entendible desde la perspectiva histórica. Durante siglos se deja de lado alguna enseñanza preciosa,
alguna experiencia vital, hasta que en el momento justo surge una persona o movimiento que corrige
esta omisión. Bajo la enseñanza renovada, se agrupa cierta cantidad de personas, pero muy pronto
entran en juego intereses u otros factores que producen resistencia ante la renovación, y el nuevo
movimiento es denunciado. Con el tiempo formará sus propias estructuras y forma de vida comunitaria,
a menudo aislado de otras comunidades cristianas.
Este fenómeno se ha repetido muchas veces a lo largo de los siglos. Como resultado, diversos ríos de
vida que son buenos e importantes han quedado apartados del resto de la comunidad cristiana,
privándonos a todos de la visión equilibrada de la vida y la fe.
Sin embargo, nuestro Dios soberano está reuniendo varios ríos que hasta hoy estaban separados. Es
algo así como el río Mississippi, que adquiere fuerza y volumen al recibir a sus afluentes como el Ohio
y el Missouri. Del mismo modo, en nuestros días, Dios está formando una confluencia de ríos, un
“Mississippi del Espíritu”.
En este libro he intentando nombrar a estas grandes tradiciones –si se quiere “ríos de vida espiritual”–
y observar a figuras importantes de cada una. No es perfecta mi selección, lo sé, pero espero que le
ofrezcan una perspectiva de las siguientes tradiciones: la contemplativa o vida de oración; de la santidad
o vida virtuosa; la carismática o del poder del Espíritu; de la justicia social o vida de compasión; la
evangélica o centrada en La Palabra y de la Encarnación o de vida sacramental.
En realidad, estas diferentes tradiciones describen diversas dimensiones de la vida espiritual.
Encontramos que ponen énfasis en porciones de Las Escrituras, desde el Pentateuco hasta los profetas,
de la literatura sapiencial a los Evangelios, de las epístolas al Apocalipsis. Y muchas son las vidas que
ilustran estos temas: Abraham, Sara, Jacob, Moisés, Rut, David, Ana, Samuel, Isaías, Jeremías, María,
Pedro, Elisabet, Pablo, Tabita, Lidia, Juan… La lista podría seguir y seguir.
Sin embargo, no hay nadie que sea mejor modelo de estas dimensiones de la vida espiritual como lo
es plenamente Jesucristo. Si queremos ver este río de vida en su forma más completa, es a Jesús a quien
debemos dirigirnos.
Capítulo 1
C uando Jesús caminaba en esta Tierra, vivía y trabajaba con personas de toda clase y de todo tipo,
nos dio el divino paradigma para conjugar todos los verbos de nuestro vivir. Muchas veces, en el
afán de definir algún punto de la doctrina, acudimos solamente a la muerte de Jesús, sin darnos cuenta
de que estamos dejando de mirar sus años de vida. Y es una pena que así sea. Si prestamos atención a
Jesús en su día a día, vemos claves importantes para el día a día de nuestras vidas.
Jesús vivió en este mundo quebrantado y doloroso, aprendiendo la obediencia a través de las cosas
que sufrió y siendo tentado en las mismas cosas que nosotros, aunque sin pecado (Hebreos 5:8; 4:15).
Somos, por supuesto, reconciliados con Dios por medio de la muerte de Jesús, pero más todavía,
somos “salvos” por su vida (Romanos 5:10) –salvos en el sentido de entrar en su tipo de vida eterna, no
en algún tipo de paraíso o cielo distante, sino ahora mismo, en medio de nuestro mundo dolido y
quebrantado–. Cuando consideramos con atención la forma en que Jesús vivió mientras estuvo entre
nosotros hecho carne, aprendemos entonces cómo hemos de vivir –vivir de verdad–, gracias al poder de
Aquel que está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Es así como comenzamos con nuestra
propia imitatio Christi, imitación de Cristo, y no en el sentido literal o como un tipo de servidumbre,
sino captando el espíritu y el poder en el que Él vivió, aprendiendo a “siguir sus pasos” (1 Pedro 2:21).
En este sentido, podemos hablar entonces de verdad sobre la supremacía de los Evangelios, porque en
ellos vemos cómo Jesús vivía y se movía entre los seres humanos, exhibiendo perfecta unidad con la
voluntad del Padre. Se nos enseña allí a hacer lo mismo, adoptando la naturaleza de Cristo, teniendo su
misma visión, el amor, la esperanza, los sentimientos y los hábitos de Jesús.
Por este motivo, una de las mejores cosas que podemos hacer los unos por los otros es alentarnos a
entrar con regularidad en las narrativas de los Evangelios, ayudarnos mutuamente a entender las
percepciones de Jesús con respecto a la vida y sus consejos para el crecimiento, con el fin de aplicarlos
constantemente a nuestra experiencia diaria. Las dimensiones de esta tarea son, por supuesto, infinitas.
Para centrarnos en lo que aquí queremos ver, la vida de Jesús en su día a día, tenemos un paradigma
claro para nuestro día a día, en especial en lo que se refiere a la vida de Jesús en relación a los diversos
ríos de devoción que conforman la estructura de este libro.
Oración e intimidad
Tomemos el caso del río –o tradición– de la contemplación, la corriente de la vida centrada en la
oración. De la vida de Jesús, lo que más nos impacta es su intimidad con el Padre: “… el hijo no puede
hacer nada por su propia cuenta, sino solamente lo que ve que su padre hace, porque cualquier cosa
que hace el padre, la hace también el hijo” (Juan 5:19). “Yo no puedo hacer nada por mi propia
cuenta; juzgo sólo según lo que oigo…” (Juan 5:30). “… Las palabras que yo les comunico, no las
hablo como cosa mía, sino que es el Padre, que está en mí, el que realiza sus obra” (Juan 14:10).
Así como un edredón tiene un diseño recurrente, la oración es un patrón constante en la vida de Jesús.
Fue bautizado por Juan “… mientras oraba…” (Lucas 3:21). Al prepararse para escoger a los doce, fue
solo a la montaña y “… pasó toda la noche en oración a Dios” (Lucas 6:12). Después de una noche
agotadora de sanar a “muchos que padecían de diversas enfermedades” y echar “muchos demonios”,
“… cuando todavía estaba oscuro, Jesús se levantó (…) se fue a un lugar solitario, donde se puso a
orar” (Marcos 1:34-35). Jesús estaba “orando para sí” cuando les preguntó a sus discípulos: “…
¿Quién dice la gente que soy yo?” (Lucas 9:18-20). Cuando Jesús llevó a Pedro, Santiago y Juan “a
una montaña a orar”, fue el momento de la gran experiencia de la transfiguración, y Lucas observa que
su rostro se transformó “mientras oraba” (Lucas 9:28-29). Y después de que los discípulos fracasaron
en la sanación de un muchacho, Jesús se ocupó del asunto por ellos, explicándoles por qué no habían
podido hacerlo: “Esta clase de demonios sólo puede ser expulsada a fuerza de oración…” (Marcos
9:29). El momento en que más se enojó Jesús fue cuando vio cómo la gente había convertido el templo
en una cueva de ladrones, en lugar de hacer de él la casa de oración (Mateo 21:13). Fue después de que
Jesús terminó de orar “en cierto lugar” que los discípulos le pidieron que les enseñara a orar (Lucas
11:1).
Y les enseñó. No solo el ahora famoso Padre Nuestro, que encontramos aquí, sino con enseñanza tras
enseñanza. Jesús les enseñó a acudir ante Dios en la mayor intimidad, diciendo: “… Abba, Padre…”
(Marcos 14:36). Les dio parábolas “… para mostrarles que debían orar siempre, sin desanimarse”
(Lucas 18:1). Les enseñó a sus discípulos a orar “en secreto” y “por quienes los persiguen”, y “si
tienen algo contra alguien, perdónenlo”, a pedir “creyendo, sin abrigar la menor duda de que lo que
dice sucederá, lo obtendrá”. E insistió: “Pídanle, por tanto, al Señor de la cosecha que envíe obreros a
su campo”. Y mucho más. (Mateo 6:6; 5:44; Marcos 11:25; 23; Mateo 9:38).
Pero todas estas enseñanzas iban acompañadas de la práctica continua, no solo de la oración en sí
misma, sino de intensos momentos a solas con Dios. El Espíritu llevó a Jesús a pasar cuarenta días en el
desierto (Mateo 4:1). “Jesús (…) se retiró él solo (…) a un lugar solitario…” al enterarse de que Juan el
Bautista, su querido primo y amigo, había sido decapitado (Mateo 14:13). Luego de la increíble
experiencia de alimentar a cinco mil personas, Jesús de inmediato “… subió a la montaña para orar a
solas…” (Mateo 14:23). Cuando los discípulos estaban exhaustos por las exigencias del ministerio,
Jesús les dijo: “… Vengan conmigo ustedes solos a un lugar tranquilo y descansen un poco” (Marcos
6:31). Después de que Jesús sanó a un leproso, Lucas parece describir más una práctica habitual que un
incidente aislado, al observar que Jesús “solía (…) retirarse a lugares solitarios para orar” (Lucas
5:16).
Sin duda, de las oraciones registradas, la más intensa e íntima es la oración de Jesús como sumo
sacerdote en el Aposento Alto, donde presentó ante el Padre todo lo que su corazón sentía por sus
discípulos y también “… por los que han de creer en mí por el mensaje de ellos” (Juan 17:20). Es claro
que toda vez que se hable de la vida de oración de Jesús y de su intimidad con el Padre, se hablará de la
obra de santidad en el Getsemaní, donde el sudor de Jesús se vio como grandes gotas de sangre, y su
angustia se reflejó en las palabras: “... no me hagas beber este trago amargo…”, seguidas de: “…pero
no se cumpla mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42).
Jesús, quien a menudo se retiraba para estar a solas en lugares agrestes, que vivió y trabajó orando,
que oía y hacía solo lo que el Padre decía y hacía, nos muestra la tradición contemplativa en toda su
plenitud y rotunda belleza.
Si usted, lector, es como yo, se sentirá movido a buscar una experiencia más plena y rica de lo divino
a partir de esta somera revisión de la vida de Jesús en referencia a su amor e intimidad con el Padre.
Seguramente, usted también anhela una fe inconmovible, una esperanza que no sepa de límites, un amor
eterno. Jesús nos muestra el camino.
Pureza de corazón
Acompáñeme y consideremos juntos el río de la santidad, la corriente de la vida virtuosa. Es
sencillamente una maravilla ver cómo Jesús se mueve entre los niños, las mujeres y los hombres
siempre a tiempo, siempre con lo que necesitaban, siempre capaz. ¿Cómo podía ser esto?
No podemos entender la santidad y la virtud intrínseca de Jesús sin examinar atentamente esos
cuarenta días de tentación en el desierto. En ese único suceso, vemos en la práctica una vida de virtud.
A lo largo de esos cuarenta días, Jesús hizo ayuno para poder entrar en mayor plenitud al festín divino.
Luego, cuando sus recursos espirituales estaban al máximo, Dios permitió que el Malvado viniera a Él
con tres grandes tentaciones –tentaciones que sin duda Jesús ya había enfrentado más de una vez en la
carpintería y que volvería a enfrentar durante su ministerio como rabino y Maestro–. Pero no se trataba
solamente de tentaciones personales, sino de oportunidades para que Jesús accediera a tres importantes
instituciones o poderes de la época: lo económico, lo religioso y lo político.
La tentación económica era que Jesús convirtiera las piedras en pan (Mateo 4:1-4). Esto era más que
la tentación a saciar el hambre del cuerpo. Se trataba de convertirse en un milagroso panadero que diera
“pan del cielo” a las masas. Pero Jesús sabía que todas estas soluciones eran temporarias y rechazó la
opción de vivir solo de pan: “… No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la
boca de Dios” (Mateo 4:4).
La tentación religiosa consistía en que Jesús saltara desde el pináculo del templo y, al hacer que los
ángeles lo atajaran en el aire, recibiera el sello de aprobación de Dios para su ministerio. La
certificación divina obtenida dentro de los sagrados límites del territorio del templo, seguramente habría
garantizado el ferviente apoyo de la jerarquía sacerdotal. Pero Jesús vio con toda claridad lo que
significaba esta tentación, y directamente confrontó la religión institucionalizada –no solamente aquí en
el desierto sino a lo largo de su ministerio, cada vez que se volvía idólatra u oprimía a los fieles–. Sabía
que en su persona estaba “… uno más grande que el templo” (Mateo 12:6).
La tentación política consistió en prometerle “… todos los reinos del mundo y su esplendor” a
cambio del alma misma de Jesús (Mateo 4:8-10). Esta tentación en la montaña representaba la
posibilidad del poder político mundial, y no solo de la fuerza de coerción sino de la gloria y la
aclamación por ocupar el lugar de mayor influencia, la posición más alta del mundo. Era una tentación
que encajaba perfectamente con la esperanza del día en que un Salvador echara la opresiva ocupación
romana. Pero Jesús sabía que la dominación y la fuerza no eran los caminos de Dios. Rechazaba las
estructuras coercitivas porque buscaba demostrar una nueva clase de poder, una nueva forma de
gobernar. El servicio, el sufrimiento y la muerte eran las formas mesiánicas del poder de Jesús. En esos
cuarenta días en el desierto, Cristo rechazó la popular esperanza judía de un Mesías que alimentara a los
pobres, que se regodeara en la milagrosa aprobación del cielo y echara a las naciones opresoras. Y que
minara el poder de las tres grandes instituciones de su época (y también de la nuestra): la economía
explotadora, la religión manipuladora y la política coercitiva. Lo que vemos en esos cuarenta días
cruciales es a alguien que entendía con toda claridad los caminos de Dios, y que tenía recursos internos
para vivir de esa manera, instintivamente y sin reservas. Las acciones de Jesús eran la viva
personificación de la corriente o río de santidad.
Sin embargo, la acción por sí sola no basta. Tiene que estar acompañada de enseñanzas sobre la vida
virtuosa para llevar a las personas comunes hacia un genuino progreso en la santidad. Jesús entendía
esto y de allí sus muchas enseñanzas e instrucciones sobre la vida como hay que vivirla.
El corazón de sus enseñanzas está en el Sermón del Monte, y en el corazón del Sermón del Monte
está la ley del amor, que Santiago llama “la ley real”. No hay nada que describa con mayor plenitud y
belleza la vida de santidad. Amor es una palabra tan compacta que necesita, por supuesto, que se la
examine en todos sus aspectos, y esto hace Jesús en su famoso sermón. La vida de virtud reflejada en
esa enseñanza está gobernada por la madurez del amor y no por la inmadurez del legalismo
esclavizante. Es una enseñanza que nos lleva más allá de “la justicia (…) de los fariseos y de los
maestros de la ley” (Mateo 5:20).
Ahora bien, la justicia de los escribas y fariseos consistía principalmente en expresiones externas que
muchas veces implicaban el dominio y la manipulación de las demás personas. En lugar de este tipo de
justicia, Jesús señala una vida interior con Dios, que transforma el corazón y crea hábitos de virtud
profundamente arraigados. Si formamos estos hábitos, tendremos recursos internos espirituales y
morales con los que podremos responder con justicia cuando enfrentemos tentaciones de cualquier
clase, como las tuvo Jesús.
Si usted busca la santidad en la vida, lo aliento a hacerse amigo del Sermón del Monte. Este sermón
es un comentario ampliado sobre la ley real del amor. Y la vida de Jesús es un comentario ampliado
sobre el Sermón del Monte. Me conmueve siempre observar cómo andaba Jesús entre la gente, sanando
enfermos, dando la vista a los ciegos y llevando la buena nueva a los oprimidos. Siempre capaz.
Siempre justo. Siempre con el toque necesario. Siempre hablando la palabra justa. Es una maravilla
realmente asombrosa.
Vemos a Jesús hacer siempre lo que había que hacer, en el momento justo. Lo vemos con hábitos de
santidad tan profundamente arraigados que, en todo momento, puede responder, justamente, como hay
que responder. Eso es pureza de corazón. Esa es la vida virtuosa. Para ver la tradición de la santidad en
su robusta dinámica, no hace falta ver más que esto.
Esta mirada resumida a la santidad de Jesús nos mueve y convoca a una vida más consistente, más
obediente y fructífera. Jesús, que vivió completamente cada una de las palabras del Sermón del Monte
mucho antes de pronunciarlo en enseñanza, nos muestra el camino.
La vida en el Espíritu
Consideremos juntos la corriente carismática, el río de la vida en el poder del Espíritu. No hay nada
más satisfactorio que observar cómo vivió y se movió Jesús en el poder del Espíritu. Al surgir Él de las
aguas bautismales, “… el Espíritu Santo bajó sobre él en forma de paloma. Entonces se oyó una voz del
cielo que decía: ‘Tú eres mi Hijo amado; estoy muy complacido contigo’. (Lucas 3:22). Y a
continuación de este suceso dramático, “Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y fue llevado
por el Espíritu al desierto” (Lucas 4:1). Entonces, tras los encuentros con la tentación, “Jesús regresó a
Galilea en el poder del Espíritu…” (Lucas 4:14). Esto marca todo su ministerio: “lleno del Espíritu
Santo”, “llevado por el Espíritu”, “lleno del poder del Espíritu”.
Es maravilloso observar a Jesús que se mueve entre la gente y ejerce los carismas espirituales1 con
todo aplomo y facilidad. El carisma de la sabiduría era absolutamente legendario en Jesús. La gente que
escuchaba sus enseñanzas quedaba sorprendida, “… porque la[s] impartía como quien tiene autoridad y
no como los maestros de la ley” (Marcos 1:22). De hecho, la sorpresa y el asombro eran la respuesta
habitual cada vez que Jesús enseñaba. Y la razón de tal respuesta es que cuando Él enseñaba hacía
mucho más que aquello que entendemos por enseñar. Hablaba vida, pronunciándola sobre toda alma y
todo corazón. La sabiduría como carisma del Espíritu Santo es mucho más que conocimiento o
información, y aun más que la verdad: es la verdad aplicada al corazón y la mente de manera tan viva
que transforma a la persona.
El carisma del discernimiento es otro de los dones que Jesús usaba con frecuencia. Muchas veces se
negó a confiar en lo que dijeran ciertas personas en particular porque, como dice Juan: “… él conocía el
interior del ser humano” (Juan 2:25). ¿Recuerda usted cuando el paralítico acudió a Jesús para que lo
sanara, y Él primero le perdonó sus pecados? (Marcos 2:1-8). Esto perturbó mucho a los escribas que se
preguntaban quién sería este que perdonaba pecados, cuestionando la autoridad de Jesús para hacer algo
que solo Dios podía hacer. “En ese mismo instante supo Jesús en su espíritu que esto era lo que estaban
pensando” (v. 8). Este es el carisma del discernimiento en acción, la evidencia de una vida en el poder
del Espíritu.
No podemos dejar de pensar en el carisma de los milagros. Piense en la pesca milagrosa y en la
igualmente milagrosa multiplicación de los panes y los pescados. Piense en el agua convertida en vino
para bendecir a los novios en la boda, y en la maldición de la higuera con el fin de enseñar una lección
sobre la fe. Y piense en la asombrosa acción de calmar una tormenta en el mar, y en la aun más
milagrosa acción de caminar sobre las aguas. Finalmente, piense en el más asombroso de todos los
milagros, la transfiguración de Jesús y la aparición de Moisés y Elías junto a Él.
Otro de los carismas espirituales que ejercía Jesús, y que hoy nos resulta un tanto incómodo, es el
exorcismo. Los espíritus malignos no podían ocultarse de Él. Una y otra vez, Jesús discernía al espíritu
que controlaba a las personas y le hablaba con toda autoridad. La experiencia que siguió a la sanación
de la suegra de Pedro es típica de su obra de exorcismo: “Al atardecer, le llevaron muchos
endemoniados, y con una sola palabra expulsó a los espíritus, y sanó a todos los enfermos” (Mateo
8:16).
Este vínculo entre el exorcismo y la sanidad aparece con frecuencia en los Evangelios. Y el carisma
de la sanidad es, lejos, el don espiritual más prominente que vemos en el ministerio de Jesús. Sana al
sirviente del centurión. Sana al paralítico. Sana a la hija de Jairo, levantándola de entre los muertos.
Sana al ciego de nacimiento. Sana a la suegra de Pedro. Sana a dos hombres ciegos. Sana a un
endemoniado mudo. Sana al hombre de la mano seca. Sana al endemoniado gadareno. Sana al sordo que
no podía hablar. Sana al ciego de Betsaida. Sana al muchacho epiléptico. Sana a la mujer que sufría de
hemorragias. Sana al hombre que tenía hidropesía. Sana a los diez leprosos. Sana a Bartimeo, el
mendigo ciego. Sana a Lázaro, levantándolo de entre los muertos. Y más de una vez leemos que, al
pasar entre la multitud, la gente se amontonaba y presentaba sus necesidades, y Él sanaba a todos los
enfermos (vea Mateo 12:15).
En un momento crítico de su obra, Jesús mandó a setenta discípulos a ir delante de Él predicando la
buena nueva del reino y sanando a todos (Lucas 10:1-21). Y eso hicieron ellos. Luego, asombrados
dijeron: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. En respuesta, “Jesús [estaba] lleno
de alegría por el Espíritu Santo…” (vv. 17, 21). La frase que aquí aparece como “lleno de alegría”,
literalmente significa “saltar de contento”. Jesús, entenderá usted, saltaba de contento en el Espíritu
porque ahora era evidente para Él y para los demás que el misterio de poder del prometido Espíritu
Santo era transferible a los discípulos comunes y corrientes.
La enseñanza definitoria de Jesús sobre la venida del prometido Espíritu Santo se nos da en su
famoso discurso en el Aposento Alto (Juan 13–17). Aquí nos enteramos de que el Espíritu vendrá a los
discípulos de Cristo como Abogado, Auxiliador, Consolador, Fortalecedor. Y aprendemos que será
nuestro Maestro, que nos guiará a toda verdad. Vemos que también vendrá para convencer al mundo de
su error, “… en cuanto al pecado, a la justicia y al juicio” (Juan 16:8).
Para estos discípulos de hace tanto tiempo, la partida de Jesús fue una pena enorme. Pero era esta una
tristeza necesaria, para que entrara la plenitud del Espíritu. Jesús les dijo: “… Les conviene que me vaya
porque, si no lo hago, el Consolador no vendrá a ustedes; en cambio, si me voy, se lo enviaré a
ustedes” (Juan 16:7).
El último día de la Fiesta de los Tabernáculos, Jesús clamó: “… ¡Si alguno tiene sed, que venga a mí
y beba!” (Juan 7:37). Como comentario a esta exclamación, Juan añade: “Con esto se refería al
Espíritu que habrían de recibir más tarde los que creyeran en él. Hasta ese momento el Espíritu no
había sido dado, porque Jesús no había sido glorificado todavía” (v. 39). La plenitud del Espíritu
tendría que esperar a la muerte, resurrección y asunción de Jesús. Estos hechos ya ocurrieron. Jesús ha
sido glorificado, y la plenitud del Espíritu está disponible para todos. Este es el gran legado de la
tradición carismática, la vida en el poder del Espíritu.
Esta es la vida que está al alcance de todos, de usted, de mí. La vida que fluye con ríos de agua viva.
Ríos de amor y gozo. Ríos de señales y milagros. Ríos de paz y poder. Jesús nos muestra el camino.
Justicia y shalom
Veamos ahora la corriente de la justicia social en la vida de Jesús, la vida de compasión. En la
inauguración de su ministerio, Jesús se puso de pie en la sinagoga de Nazaret y declaró: “El Espíritu del
Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres. Me ha
enviado para proclamar libertad a los cautivos y dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los
oprimidos, a pregonar el año del favor del Señor” (Lucas 4:18-19).
Estas palabras que Jesús tomó de Isaías están arraigadas en la visión profética del Año del jubileo de
los hebreos. En su mensaje y persona, Jesús en efecto estaba anunciando un perpetuo jubileo en el
Espíritu. Y las ramificaciones sociales de esto eran verdaderamente profundas: sería sanada la tierra, se
perdonarían las deudas, se libraría a los cautivos, se redistribuiría el capital. Con estas palabras Jesús
proclamaba una revolución social. No es de extrañar entonces que sus vecinos y amigos, que entendían
muy bien lo que Él decía, se enfurecieran e intentaran tirarlo por un precipicio (Lucas 4:29-30).
El resumen de Jesús de esta vida de perpetuo jubileo es el mensaje: “… Arrepiéntanse, porque el
reino de los cielos está cerca” (Mateo 3:2). Y Jesús tiene toda la intención de que este “reino de los
cielos” confronte permanentemente y venza a los reinos de este mundo. La suya es una visión social
alternativa, inclusiva, fundada en el poder de Dios, llena del amor de Dios, con el poder de hacer las
obras de Dios. Es una visión para hacer ver en el jubileo, de cuidar los unos de los otros en el jubileo y
de la compasión del jubileo por todos los quebrantados y oprimidos por las estructuras sociales y
económicas.
Jesús subraya la incompatibilidad de esta vida en el jubileo con las estructuras institucionales de su
mundo, cuando dice: “Ni echa nadie vino nuevo en odres viejos. De hacerlo así, el vino nuevo hará
reventar los odres, se derramará el vino y los odres se arruinarán. Más bien, el vino nuevo debe
echarse en odres nuevos” (Lucas 5:37-38). La vida del jubileo exige estructuras de jubileo.
En las bienaventuranzas vemos la inversión del jubileo en la que Jesús toma a toda clase de personas
que, en el orden natural de las cosas, se consideran sin bendición, porque no la merecen, y muestra que
en la vida de perdón, aceptación y recibimiento del reino de Dios, estas personas también son
bendecidas. Jesús nos dice: “Bendigan a quienes los maldicen…”, “… Amen a sus enemigos…”, “…
denles prestado sin esperar nada a cambio…”, “… No juzguen…”, “… No condenen…”, “…
Perdonen…”, “Den…” (Lucas 6:28-38). ¿Qué tipo de visión es esta? ¿Qué clase de vida? ¿Un ideal
imposible? ¿Un sueño utópico?
Tal vez. Y, sin embargo, así es exactamente como vivió Jesús. Veamos su compasión al limpiar al
leproso y sanar al paralítico, personas marginadas por la sociedad de su época (Lucas 5:12-26). Veamos
su continua ternura, al sanar al sirviente del centurión y resucitar de entre los muertos al único hijo que
tenía una viuda. Veamos también la respuesta de la gente: “… Ha surgido entre nosotros un gran
profeta…”, lo cual pone a Jesús en línea con la antigua tradición profética de la justicia social (Lucas
7:1-17).
Cuando Juan el Bautista envía a dos de sus seguidores a preguntarle a Jesús si es Él quien responde
en su persona a la expectativa mesiánica, Jesús responde: “... Vayan y cuéntenle a Juan lo que han visto
y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los que tienen lepra son sanados, los sordos oyen, los muertos
resucitan y a los pobres se les anuncian las buenas nuevas. Dichoso el que no tropieza por causa mía”
(Lucas 7:22-23). Sí, dice Jesús, el reino mesiánico del perpetuo jubileo de hecho viene, pero en formas
inesperadas, que nadie imaginó. La gente, y en especial los celotes, habían estado esperando la
conquista militar. Pero Jesús rechaza de plano esta opción de los celotes y muestra en cambio otro reino
y otro poder: el reino del amor y el poder de la comunidad divina.
Observemos a Zaqueo y cómo abraza esta vida de jubileo, aceptando el llamado a la generosidad
(Lucas 19:1-10). Y también la actitud de jubileo de la viuda que ofrenda sus dos monedas de cobre,
dando “de su pobreza” (Lucas 21:1-14).
Veamos los sucesos del jubileo en el Aposento Alto: estos son ricos en justicia social. Jesús empieza
mostrando la inversión del jubileo en la grandeza, con una toalla y una fuente de agua. Luego ayuda a
sus discípulos a ver que la estructura social primaria que Dios utiliza para cambiar las estructuras de
poder de este mundo, es la comunidad divina. Y finalmente, ofrece la oración de la unión del jubileo por
la comunidad divina “para que todos sean uno…” (Juan 17:21).
No podemos dejar de lado la angustia del jardín, porque también nos ayuda a entender la justicia
social. Recuerde que Jesús podría haber llamado a diez mil ángeles para que derrotaran y eliminaran las
estructuras políticas de su tiempo. Los celotes esperaban que lo hiciera, pero en el jardín Jesús presenta
su rechazo final a la opción de aquellos, volviendo su rostro hacia la cruz. En ella vemos el camino del
jubileo, el camino de la conquista a través del sufrimiento.
La visión del jubileo de Jesús culmina en el Apocalipsis, el último libro de nuestra Biblia, donde
prevalece la justicia, donde la comunidad divina vive en un nuevo cielo y una nueva tierra, y donde
Dios “… enjugará toda lágrima de los ojos…” y “… Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni
dolor…” (Apocalipsis 21:4). Esta es la visión social de Jesús del perpetuo jubileo. Es la materialización
de todo lo que deseamos y queremos expresar cuando hablamos de la tradición de la justicia social.
La vida de Jesús, de justicia y shalom, es un desafío a nuestros intereses creados. Reprende el
individualismo, la acumulación egoísta. Y nos invita a ser el tipo de personas de las que fluyen con
libertad la justicia y la compasión. Jesús, que vivió en la virtud y el poder de esa vida de jubileo que
derriba los reinos de este mundo, nos señala el camino.
Proclamar el evangelio
Consideremos ahora la corriente evangélica, la vida centrada en La Palabra. Jesús, el Cristo, vino a
proclamar la buena nueva del reino de Dios y, en su persona misma, era la encarnación de esa buena
nueva. Jesús era y es la palabra de Dios viva y hecha carne entre nosotros, andando en persona como la
buena nueva que proclamaba.
¿Cuál es esta buena nueva? Simplemente, que las personas (todas las personas) pueden entrar en la
vida abundante con Dios en su reino de amor, ahora mismo, y que esta realidad continuará y de hecho se
intensificará después de la muerte. ¿Cómo es posible? No es que el reino de amor de Dios no existiera
antes de Jesús o que Él lo hubiera postergado de algún modo. No es eso. Es, en cambio, que antes de la
encarnación, su disponibilidad en la naturaleza de las cosas había estado restringida, con un único
mediador que era un pueblo escogido y una clase religiosa en especial. En la persona de Jesús, todo eso
cambió. En Él las puertas se abren de par en par: “Pueden venir todos los que quieran”. El reino del
amor de Dios se puso a disposición de todos. De todas partes, de todos los tiempos, a todas las personas
por igual. En la persona de Jesús.
Jesús mismo fue absolutamente claro al respecto: “Yo soy el camino, la verdad y la vida…”, “Yo soy
el pan de vida…”, “… Yo soy la luz del mundo…”, “Ciertamente les aseguro que, antes que Abraham
naciera, ¡yo soy!”, “Yo soy el buen pastor…”, “… yo soy la puerta de las ovejas”, “… Yo soy la
resurrección y la vida…”, “Yo soy la vid verdadera…” (Juan 14:6; 6:35; 8:12; 8:58; 10:11; 10:7; 11:25;
15:1). La buena nueva es que, en Jesús mismo, el camino se ha abierto para usted y para mí, para entrar
en libertad al gran reino de amor de Dios.
¿Cómo hacerlo? Muy sencillo. Por gracia a través de la fe, recibimos el amor de Dios, para que nos
volvamos discípulos de Jesús, o estudiantes o aprendices. Esto significa que lo seguimos en todas las
cosas y aprendemos de Él, recibimos su fuerza y vivimos como viviría Él si estuviera en el lugar que
ocupamos nosotros. Todo es por gracia a través de la fe.
Ahora bien, Jesús proclamaba el evangelio del reino y su disponibilidad para todas las personas. Y
también demostró la realidad de su presencia. Esta acción dual de proclamar y demostrar aparece a lo
largo de los Evangelios: “Jesús recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas, anunciando las
buenas nuevas del reino, y sanando toda enfermedad y dolencia entre la gente” (Mateo 4:23). Allí lo
tenemos: la proclamación de la presencia del reino y la demostración de su vida, en este caso, mediante
el ministerio de sanidad. Les dio a los doce la misma comisión: “… los envió a predicar el reino de
Dios y a sanar a los enfermos”. Y eso es exactamente lo que hicieron: “Así que partieron y fueron por
todas partes de pueblo en pueblo, predicando el evangelio y sanando a la gente” (Lucas 9:2, 6).
Nuevamente, la proclamación y demostración. Jesús les dio precisamente la misma misión a los setenta,
el grupo más grande: “Sanen a los enfermos que encuentren allí y díganles: ‘El reino de Dios ya está
cerca de ustedes’” (Lucas 10:9). La proclamación y la demostración. En esta acción dual, captamos una
parte de la imagen de cómo la tradición evangélica se integra con la tradición carismática. (Por
supuesto, en Jesús todas las tradiciones funcionan como una sola).
Es maravilloso ver cómo las personas respondían a la buena nueva de Jesús sobre el reino de amor de
Dios y su disponibilidad. Venían de todas partes. En el Evangelio de Mateo, leemos que “Desde los días
de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan”
(11:12, RVR60). Al comparar esta porción con su paralelo en el Evangelio de Lucas, vemos que Mateo
utiliza el lenguaje de la “violencia” para describir la fuerza de la marea de personas que acudían al reino
de amor de Dios. Jesús les había traído una noticia tan buena, tan grande, ¡que todos acudían y hasta
habrían derribado puertas para llegar! Habían encontrado el tesoro y estaban dispuestos a vender todo lo
que tenían solo por tenerlo. Habían visto la perla de gran precio, y nada los detendría en su afán por
tenerla. Eran hombres y mujeres “violentos”, en el sentido de que no permitirían que nada les impidiera
entrar en esta abundante vida del reino de amor de Dios.
Zaqueo también acudió raudo, como vimos antes. Cuando la palabra del evangelio penetró su
corazón, abrió en él un caudaloso río de generosidad que le hizo dar la mitad de lo que tenía a los
pobres y pagarles cuatro veces a quienes había defraudado. Jesús elogió su acción: “Hoy ha llegado la
salvación a esta casa…” (Lucas 19:9).
María Magdalena también vino, y cuando Jesús la liberó de siete demonios, su vida cambió por
completo, y de sus poros brotó la gratitud. Corrió riesgo su vida cuando se reunió con unos pocos a los
pies de la cruz, observando, y esperando y orando. Y luego, cuando la piedra de la sepultura fue puesta
en su lugar, permaneció junto a la tumba de Jesús, llorando al lado de “la otra María”. Pero esa tristeza
se convirtió en gozo cuando al tercer día, la mañana de Pascua, María fue la primera en ser testigo de la
resurrección, la primera a quien el Cristo resucitado habló llamándola por su nombre: “¡María!...”
(Juan 20:16).
Nicodemo acudió también. Es cierto que al principio lo hizo en las sombras, pero aun esta acción
ponía en riesgo su posición con los líderes. Y más tarde, cuando las autoridades religiosas se aprestaban
a arrestar a Jesús, Nicodemo presentó la pregunta justa para que se detuvieran: “¿Acaso nuestra ley
condena a un hombre sin antes escucharlo y averiguar lo que hace?” Ese “acaso” muestra a las claras
que para entonces Nicodemo ya era “uno de ellos” (Juan 7:45-52). Después de la crucifixión, él fue
quien trajo las especias para sepultar a Jesús y, francamente, con esta acción no tenía nada por ganar.
Más bien, corría el riesgo de perderlo todo. Pero el toque de Jesús en su vida había sido tan
transformador que este hombre lo arriesgó todo en un sencillo acto de cortesía.
Y hubo muchísimos otros: la mujer samaritana junto al pozo también vino a recibir el reino, los niños,
la mujer sirofenicia también, el ladrón sobre la cruz y los pobres… Tal fue la respuesta de muchos.
Pero no fue la respuesta de todos. El joven rico prefirió no acudir. Tenían muchas riquezas, y (lo que
es más) las riquezas lo poseían a él. Jesús vio lo que había en su corazón y lo llamó a deshacerse de todo
para que pudiera ser discípulo suyo. Pero el joven rico no pudo hacerlo y se alejó, con gran tristeza.
El líder de una de las sinagogas tampoco eligió el reino. Cuando Jesús fue allí a enseñar un día
sábado, una mujer que durante dieciocho años había estado inválida se contaba entre los presentes, y
Jesús, sobrecogido por la compasión, la llamó y dijo: “… Mujer, quedas libre de tu enfermedad” (Lucas
13:12). Y apenas impuso sus manos sobre ella, la mujer de inmediato se paró sobre sus pies… Y
podemos imaginar su total alegría. Uno pensaría que, cuando empezó a alabar a Dios, todos los demás
se unirían a ella en la alabanza. Pero el líder de la sinagoga no lo hizo. No. Y Las Escrituras nos dicen
que estaba “indignado” (Lucas 13:14). ¿Por qué? Aquí había una mujer librada de dieciocho años de
aflicción, así que ¿por qué no podía este líder regocijarse con ella? Bueno, porque Jesús la había sanado
en el sabbat. Como el líder era un rígido observante de la ley religiosa, no pudo entrar en el gran reino
de amor de Dios.
Judas tampoco entró. Estaba a cargo del dinero del grupo de los apóstoles, y ese dinero había
carcomido su corazón. Y, además, era celote, por lo que había albergado la esperanza de lograr que
Jesús se uniera a su causa. Si Jesús debía ser confrontado por medio de la fuerza, seguramente
respondería con fuerza sobrenatural, o al menos eso pensaba Judas. Por eso traicionó a su Maestro.
Sí, hubo algunos que le dieron la espalda. Jesús les dio la bienvenida al gran banquete del amor de
Dios, pero ellos rechazaron su ofrecimiento. Sus excusas para negarse a la invitación de amor dejaron
bastante que desear: un terreno recién comprado, bueyes, una novia… Fue así como Jesús se alejó y
salió a las calles y los caminos, recibiendo a los marginados “… a los pobres, a los inválidos, a los cojos
y a los ciegos”, quienes sí acudieron gustosos (Lucas 14:15-24).
Este es entonces el mensaje evangélico de Jesús. Y llama a todos los que lo siguen a invitar a otros.
“… vayan y hagan discípulos de todas las naciones…”, dice. Y observemos que nos llama no a
convertir a otros, sino a hacer discípulos. Y parte de la forma de hacer discípulos es “enseñándoles a
obedecer todo lo que les he mandado a ustedes...” (Mateo 28:18-20). Es este nuestro llamado. Es esta
nuestra comisión. Es el gran legado de la tradición evangélica.
Estoy seguro de que usted, como yo, desea llevar la buena nueva del reino de amor de Dios a sus
vecinos y amigos, para darles la bienvenida. Si es así, hemos de seguir a Jesús. Él nos muestra el
camino.
Quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué
aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y
haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre, se humilló a sí
mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!
Filipenses 2:6-8
Nada podrá jamás acercarse siquiera a esta perfecta e irrepetible realidad de la encarnación. Jesús, el
Cristo, es la encarnación misma. Nos inclinamos ante el misterio y, sin embargo, aun cuando la doctrina
de la divina encarnación es tan maravillosa, no puede darnos un paradigma para la vida cotidiana. Es
una realidad irrepetible en la historia divina y santa. Y por eso Jesús, en su divinidad, no puede darnos
el paradigma que necesitamos. Pero sí puede hacerlo en su humanidad.
Es fácil que pasemos por alto este paradigma humano, porque su sustancia se centra en los años de la
vida de Jesús que no conocemos. Tenemos poca información sobre sus años jóvenes, pero la poca que
tenemos es muy sugerente. No en el sentido de los fantasiosos “milagros de su infancia”, como algunos
han querido presentar, sino en un sentido muy común. Pero es precisamente porque es común que nos
es de ayuda. Luego del nacimiento, se nos dice directamente: “El niño crecía y se fortalecía;
progresaba en sabiduría, y la gracia de Dios lo acompañaba” (Lucas 2:40). Más adelante hay una
afirmación paralela, luego de la interacción de Jesús con los maestros del templo cuando el niño tenía
doce años. “Jesús siguió creciendo en sabiduría y estatura, y cada vez más gozaba del favor de Dios y
de toda la gente” (Lucas 2:52). Y lo más instructivo de todo es el simple comentario de Lucas después
de que José y María encontraron a Jesús en el templo: “Así que Jesús bajó con sus padres a Nazaret y
vivió sujeto a ellos” (Lucas 2:51).
En esas palabras, “sujeto a ellos”, hay un mundo entero porque se nos dice que Jesús obedecía a sus
padres. Creció bajo la tutela de José y María, y aunque no volvemos a saber de José, sí podemos confiar
en que Jesús aprendió de él el oficio de carpintero y que trabajó como carpintero hasta iniciar su
ministerio público como rabino, más o menos a los treinta años de edad.
Es buena idea considerar esos años que Jesús pasó como carpintero, trabajando en lo que hoy
llamaríamos un oficio nada más, sin posición de importancia en la jerarquía laboral. ¿Dónde imagina
usted que Jesús aprendió a andar en perfecta armonía con su Padre celestial? ¿Dónde supone que
aprendió lo de “Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no le vuelvas la espalda”
(Mateo 5:42)? ¿Dónde cree usted que adquirió la experiencia de vivir con tal devoción a Dios como
para saber que “nadie puede servir a dos señores…” (Mateo 6:24)? Y dígame, ¿dónde llegó a conocer
una vida de tan íntima y profunda oración como para poder enseñarnos: “Pidan, y se les dará; busquen,
y encontrarán; llamen, y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al
que llama, se le abre” (Mateo 7:7-8)? ¿Cómo y dónde piensa usted que aprendió a vivir haciendo suya
la enseñanza de “… en todo traten ustedes a los demás tal y como quieren que ellos los traten a
ustedes…” (Mateo 7:12)? ¿Dónde habrá aprendido todas estas cosas y tantas más? Le diré dónde. Lo
aprendió trabajando como carpintero y en su hogar con sus padres, hermanos y hermanas. Jesús no
empezó de repente, un día, a decir cosas lindas sobre Dios. No. Cuando inició su ministerio público,
hablaba a partir de una vida donde lo había vivido y probado todo. Había vivido de primera mano todo
esto, probando que era verdad una y otra vez, mientras aserraba madera, armaba sillas o construía
muebles.
Es muy importante que entendamos lo que esto significa. Hoy solemos confinar a Jesús y su obra al
altar, al vitral de colores, a los retiros silenciosos, o tal vez a la oración de intercesión o a las reuniones
de reavivamiento. Y es claro que había una dimensión específicamente religiosa o litúrgica en su vida
de encarnación, porque iba a la sinagoga “… como era su costumbre” (Lucas 4:16). Como judío fiel,
recitaba la Shema dos veces al día: “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor”
(Deuteronomio 6:4). Y, además, observaba las tres horas de oración que formaban parte de la práctica
de los judíos: mañana, tarde y noche.
Pero aunque todas estas cosas eran (y son) buenas y esenciales, tenemos que reconocer que la mayor
parte de la vida de Jesús, y también de la de todos nosotros, transcurre en la familia y en el hogar, en el
trabajo y el ocio, con nuestros vecinos, en nuestro entorno corriente. Este mundo tangible es el lugar
donde expresamos más plenamente el significado de la vida de encarnación. Por eso es aquí donde
vivimos ese fluir del amor, el gozo y la paz de los frutos del Espíritu. Aquí, y en ninguna otra parte. Así
fue para Jesús y así es para nosotros. Esta es la tradición de la encarnación.
Esta forma de vida sacramental nos llama. Nos convoca a que todo nuestro tiempo de vida –sea
despiertos o dormidos, trabajando o jugando–, y nuestro amor fluyan del manantial divino. Es posible
vivir así, y Jesús nos señala el camino.
Imitatio
Cuando Jesús caminaba por las páginas de la historia humana, la gente asombrada ante lo que hacía y
decía, exclamaba: “¡Nunca nadie ha hablado como ese hombre!...” (Juan 7:46). Y corresponde añadir:
“Nunca nadie ha vivido como ese hombre”. Jesús cautiva nuestra imaginación y gana el corazón de las
personas porque era y es el mismo Hijo de Dios, con el poder y la vida para transformarnos y darnos
poder.
Durante sus años en la carne, Jesús llamó a sus discípulos diciendo: “¡Síganme!” Ese llamado tuvo
contento específico e inmediato, y también resultados específicos e inmediatos: esos discípulos dejaron
sus redes de pesca y otras actividades comerciales, y literalmente, siguieron a Jesús. Viajaban con Él.
Escuchaban sus enseñanzas. Observaban lo que Él hacía e intentaron hacer las cosas de la misma
manera. Eran sus alumnos, sus aprendices en la vida del Espíritu.
Jesús, vivo y entre los de su pueblo en estos días, nos llama exactamente como llamó a esos
discípulos hace tanto tiempo ya, diciendo: “Síganme”. Ahora, no seguimos a Jesús precisamente de la
forma en que lo hicieron esos discípulos. No podemos andar los polvorientos caminos de Galilea con
Él. No. Lo seguimos en el Espíritu, pero el principio básico y el patrón es el mismo. Por eso el estudio
de lo que registran los Evangelios nos es de tanta ayuda. En sus páginas vemos cómo vivió Jesús y lo
que hacía mientras estaba viviendo en la carne, como vivimos nosotros. Vemos, por ejemplo, que se
entrenó en la oración, en la soledad con Dios, en la adoración y en otras disciplinas similares. Y hemos
de imitarlo en esto, como en todos los aspectos centrales de su vida.
Sin embargo, aquí es donde encontramos un problema que para algunos parece no tener solución.
¿Cómo podríamos imitar a Jesús si no vivimos en la Palestina rural del siglo i? Nosotros trabajamos
reparando automóviles, o manejando centrales de computación, o enseñando en las escuelas o criando a
nuestros hijos, y nuestras responsabilidades y exigencias no tienen que ver con las de hace dos milenios.
¿Cómo imitar a Cristo en nuestra era?
Es precisamente aquí donde puedo darle una noticia alentadora. No somos los únicos que, en una
cultura y era distinta, queremos imitar la vida de Cristo. Ha habido otros, miles y miles de otros, que
buscaron imitarlo y traducir su vida a los tiempos y las culturas en que vivieron. Tenemos la inmensa
ayuda de esta gente, si miramos sus esfuerzos y aprendemos de sus historias. Y, además, es un genuino
acto de humildad ver que podemos aprender de otros que nos precedieron.
Claro que habrán cometido errores, pero aun así, tienen mucho para enseñarnos. En medio de sus
tropiezos y aciertos, buscaron imitar a Cristo y parecerse cada vez más a Él. Sus historias han sido –y
siguen siendo– una riquísima fuente de gozo, inspiración e instrucción. Es a estas historias que ahora
prestaremos atención.
Notas:
1.“Carisma” es un don espiritual de inspiración divina que Dios otorga a las personas para el bien de la comunidad de la fe y el avance del
reino de Dios en la Tierra.
Capítulo 2
“Cual ciervo jadeante en busca del agua, así te busca, oh Dios, todo mi ser. Tengo
sed de Dios, del Dios de la vida. ¿Cuándo podré presentarme ante Dios?”.
SALMO 42:1-2
“En lo más profundo de cada uno de nosotros, hay un santuario interior del alma,
un lugar santo, un Centro Divino, una Voz que nos habla, a la que podemos
volvernos una y otra vez”.
THOMAS KELLY
2
S entimos hambre de la vida de oración, de una práctica más rica y plena de la presencia de Dios. La
corriente contemplativa de la vida y la fe cristiana puede, justamente, mostrarnos el camino a esta
intimidad con Dios. Es una realidad que responde al anhelo humano de la práctica de la presencia de
Dios.
En el desierto
La vocación de vida de Antonio surgió a partir de su prolongada meditación en el libro de los
Hechos. Durante meses había considerado en oración las conmovedoras historias de los discípulos que
tenían un mismo sentir, una mentalidad en común, además de lo material y de ocuparse de los
necesitados. Después de la lectura del evangelio un día domingo, Antonio sintió que las palabras:
“Vende todo lo que tienes y repártelo entre los pobres, y tendrás tesoro en el cielo” le hablaban directo
a su corazón. Y obedeció literalmente. Después de proveer para su hermana, vendió la propiedad de sus
padres y dio el dinero a los pobres. Otro pasaje de Las Escrituras que lo afectó en lo más profundo
fueron las palabras de aliento de Jesús: “No se angustien por el mañana”. Basándose en la fuerza de
estos dos pasajes del Evangelio, Antonio fue al desierto Egipcio en búsqueda de Dios.
La comprensión y aplicación literal de Las Escrituras, tal como lo hacía Antonio, puede resultar
embarazoso para nosotros hoy. Y por cierto, algunas de las cosas que hizo fueron, por lo menos,
exageradas. Pero tenemos que entender que vivía en una época en que los cristianos estaban
volviéndose más y más seculares. Al ver esto, Antonio y otros más intentaron desesperadamente
impedir que la Iglesia olvidara su primer amor. Y la única forma en que supo hacerlo Antonio fue
clamando con sus acciones: “¡No! De algún modo los cristianos tenemos que ser diferentes. La Iglesia
tiene que ser distinta”.
Casi instintivamente, Antonio entendía que los seguidores de Cristo eran athletae Dei, los atletas de
Dios. Y como buen atleta, Antonio era fiel devoto del objetivo de imitar a Cristo. Por eso renunció a sus
posesiones para aprender lo que es el desapego y renunció al discurso para aprender lo que es la
compasión. Renunció también a la actividad para aprender lo que es la oración.
Partió entonces rumbo a la soledad del desierto egipcio, no por unos días o semanas, sino para
permanecer allí durante veinte años. Por favor, comprenda que no lo hizo para evitar sus
responsabilidades en casa o para escapar de la sociedad. Antonio fue al desierto para descubrir a Dios y
luchar contra el diablo.
Y luchó. Las historias de sus luchas con las fuerzas demoníacas son voluminosas y fantásticas.
Extrañas, tal vez, para la sensibilidad moderna. Pero antes de saltar al análisis de sus experiencias, será
bueno primero revisarlas.
La primera experiencia con la tentación, se nos dice, sucedió porque el diablo “quería apartarlo de su
intención de justicia”. Y por eso, hizo desfilar ante Antonio cantidad de recuerdos sobre lo que estaba
dejando atrás, “la tutela de su hermana, los vínculos familiares (…) los placeres de la comida” y cosas
parecidas. Al principio todo esto hizo surgir en la mente de Antonio “una gran nube polvorienta de
consideraciones”. Pero se mantuvo resoluto, firme. Luego el diablo le echó encima “pensamientos
sucios” que Antonio “desechó con oración”. Entonces el diablo recurrió a “cosas más destellantes”, que
Antonio “sonrojado, venció fortaleciendo su cuerpo con la fe”. Entonces, buscando una tentación sexual
más rotunda, el diablo decidió “adoptar la forma de una mujer e imitar cada uno de sus gestos”, pero
Antonio “extinguió el fuego del engaño de su oponente”. Una y otra vez, el diablo lo intentó, pero
Antonio ganó cada una de estas peleas hasta que el diablo “huyó, acobardado ante las palabras, con
miedo de acercarse siquiera al hombre”. Preocupado porque entendamos de quién era el poder tras tales
victorias, el biógrafo de Antonio escribe: “Fue esta la primera contienda de Antonio contra el diablo, o
mejor dicho, fue el éxito del Salvador en Antonio”. Habrá sido “su primera contienda”, pero no fue la
última.
Otra confrontación nos marca el carácter dramático de estas historias. Cuando Antonio visitaba unas
tumbas, fue atacado por espíritus demoníacos que lo tiraron al suelo. No una o dos veces, sino muchas.
Golpeado y agotado, Antonio gritó: “¡Aquí estoy, soy Antonio! Y no huyo de tus golpes porque, aunque
vuelvas a azotarme, nada me separará ni me apartará del amor de Cristo”. Y entonces comenzó a cantar:
“Aunque un ejército entero se aprestara en contra de mí, mi corazón no temerá”.
Los demonios, asombrados ante su coraje, se retiraron. Pero por la noche, volvieron a atacar,
haciendo que la habitación de Antonio se estremeciera. Con ruidos aterradores, los demonios adoptaron
diversas formas: “Leones, osos, leopardos, toros y serpientes, víboras, escorpiones y lobos”. En medio
de la conmoción, Antonio declaró: “Si hay poder en ustedes, sería suficiente que se presentara uno solo.
Pero como el Señor ha derrotado su fuerza, intentan aterrarme como pueden, en masa. Esto marca su
debilidad, que los hace imitar las formas de bestias irracionales”. Ante esto los espíritus demoníacos no
pudieron oponer defensa. Y derrotados, se alejaron.
Entonces Antonio recibió una visión, “un rayo de luz que descendía hacia él”. Humillado por la
divina Presencia, intentó entender por qué Dios permitía que tuviera que pasar por tan grandes
problemas. “¿Por qué no aparecer en el comienzo para evitar mi angustia?” La respuesta que oyó no le
hablaba solo a su situación del momento, sino a su futuro ministerio. “Y una voz vino a él, diciendo:
‘Yo estaba aquí, Antonio, pero esperé para ver tu lucha. Y ahora, como has perseverado, y no pudieron
derrotarte, seré tu auxiliador por siempre y te haré famoso en todas partes’”.
Este tipo de historias aparecen a lo largo de esos primeros veinte años de soledad que Antonio pasó
en el desierto de Egipto. Nos muestran que su vida allí fue una guerra continua en medio de la
serenidad. De hecho, Antonio se hizo conocido por ser un guerrero que luchaba contra los demonios2.
La demonología en estas historias es sutil y psicológicamente sugestiva, porque nos hablan de mucho
más que la conquista de los demonios. Tratan de la conquista del propio ser –los demonios interiores–.
A lo largo de estos relatos encontramos el elemento del escrutinio del propio corazón, el conocimiento
del propio ser, el dominio propio. Lo demoníaco representaba no solo lo que era hostil a la naturaleza
divina, sino lo incompleto de la naturaleza humana. Los demonios siempre parecían manifestarse bajo la
forma de lo que convertiría a los monjes del desierto en los más necesitados y vulnerables a la tentación.
Todas las historias tienen un sentido del crecimiento en la gracia, de la formación del carácter, de aclarar
los motivos y las intenciones del corazón. Para Antonio no se trataba tanto de conquistar algún demonio
en particular o un grupo de demonios. Era más una cuestión de progresar en el camino de la virtud.
Vemos aquí que las tradiciones de la contemplación y la santidad convergen.
En este proceso de tentaciones en el desierto, se destaca el rol de la disciplina espiritual (askesis). De
hecho, el propósito mismo de ir al desierto era el de entrenarse en la disciplina espiritual. Esta vida
implicaba la soledad y el ayuno con el fin de lograr una intensa concentración interna; meditación,
oración y profundización de la comunión espiritual; estudio y reflexión de Las Escrituras con el fin de
transformar la mente; trabajo manual; y el exorcismo para poder cumplir con las obras del Padre.
Ahora bien, el propósito de estas disciplinas de la vida espiritual era el de entrenar el cuerpo y el alma
en justicia. A su vez, esto daba como resultado hombres y mujeres bien establecidos que podían pararse
firmes en los momentos de tribulación.
Encontramos en Antonio este carácter y esta formación. Su biógrafo escribe: “No era ni su estatura ni
su figura las que lo destacaban sobre los demás, sino su carácter sosegado y la pureza de su alma. Ella
era imperturbable, y su apariencia externa era tranquila. El gozo de su alma relucía en la alegría de su
rostro, y por la forma de expresión de su cuerpo, se sabía y se conocía la estabilidad de su alma”.
Antonio se caracterizó por “su carácter sosegado y la pureza de su alma”. De hecho, tan impactante era
la transformación en su vida que “muchos, solo con ver su actitud, se convirtieron en celosos seguidores
de su modo de vida”. Fue este el fruto que Dios produjo en él a partir de los años de vida ascética en el
desierto.
Era como si Dios hubiera dado un médico a Egipto. ¿Quién acudió a él con dolor sin volver
con alegría? ¿Quién llegó llorando por sus muertos y no echó fuera inmediatamente su duelo?
¿Hubo alguno que llegara con ira y no la transformara en amistad? ¿Qué pobre o arruinado
fue ante él, y al verlo y oírlo no despreció la riqueza y se sintió consolado en su pobreza?
¿Qué monje negligente no ganó nuevo fervor al visitarlo? ¿Qué joven, llegando a la montaña
y viendo a Antonio, no renunció tempranamente al placer y comenzó a amar la castidad?
¿Quién se le acercó atormentado por un demonio y no fue librado? ¿Quién llegó con un alma
torturada y no encontró la paz del corazón?
Ese era Antonio Abba. ¿Qué hay de mí y de usted, lector? Vivimos en una época muy diferente, y
distinto también es el lugar donde transcurren nuestras vidas. Pero aun así, podemos aprender mucho
sobre la vida contemplativa a partir de Antonio, que nos enseña a mirar a Dios con los ojos del alma.
El círculo íntimo
Imagino que estos tres eventos tienen que haber sido motivo de profunda vergüenza años más tarde,
pero se contraponen a tres sucesos más en los que solo tuvo el privilegio de participar del círculo
íntimo: Pedro, Jacobo y Juan. En el primero, un líder de la sinagoga llamado Jairo le rogó al Señor que
acudiera al lado de su hija que estaba agonizando. Pero antes de que Jesús llegara, unos mensajeros
avisaron que la niña ya había muerto. Jesús siguió su camino, y se nos dice específicamente que “No
dejó que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Jacobo y Juan, el hermano de Jacobo” al dirigirse a la
casa de Jairo. Una vez allí hizo que todos salieran de la casa, con excepción de los padres de la niña.
Luego tomó a la pequeña “de la mano y le dijo: Talita cum (que significa: Niña, a ti te digo,
¡levántate!). La niña, que tenía doce años, se levantó en seguida y comenzó a andar” (Marcos 5:35-43).
Piense en esto: Juan fue uno de solo cinco testigos de este hecho sobrecogedor. ¿Puede imaginar el
efecto que tuvo en él?
El segundo hecho es la muy conocida transfiguración, y solamente “los tres” pudieron acompañar a
Jesús.
… Jesús tomó consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, y los llevó a una montaña alta, donde
estaban solos. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Su ropa se volvió de un blanco
resplandeciente como nadie en el mundo podría blanquearla. Y se les aparecieron Elías y
Moisés, los cuales conversaban con Jesús.
Marcos 9:2-8
Se nos dice que los discípulos “estaban asustados” ante lo que veían (¡y estoy seguro de que también
nosotros lo hubiéramos estado!). Imagine a Juan, uno de solo tres testigos de un hecho tan abrumador, y
piense en el efecto que esto tuvo en su vida.
La tercera experiencia transcurre luego de la última cena. Jesús lleva a sus discípulos hacia el Valle de
Cedrón y al Monte de los Olivos. Cuando llegan a la entrada del Getsemaní, les indica a los otros
discípulos: “Siéntense aquí mientras yo oro”. Pero anhelando la compañía de “los tres” en su momento
de mayor agonía, “Se llevó a Pedro, a Jacobo y a Juan, y comenzó a sentir temor y tristeza. ‘Es tal la
angustia que me invade que me siento morir —les dijo—. Quédense aquí y vigilen’”. Yendo un poco
más allá, se postró en tierra y empezó a orar…” (Marcos 14:32-35). A lo largo de esa noche tan oscura,
Jesús oró la oración de angustia, y Pedro, Jacobo y Juan se durmieron agobiados por la pena y la
confusión. Es evidente, sin embargo, que permanecieron despiertos lo suficiente como para oír la
angustiada oración de Jesús, para ver su agonía física, y tal vez lo hayan visto sudar sangre. Piense en
esto: Juan fue uno de los únicos tres testigos de este hecho tan terrible. ¿Puede imaginar el efecto que
tuvo en él?
En esto conocemos lo que es el amor: en que Jesucristo entregó su vida por nosotros. Así
también nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos. Si alguien que posee
bienes materiales ve que su hermano está pasando necesidad, y no tiene compasión de él,
¿cómo se puede decir que el amor de Dios habita en él?
1 Juan 3:16-17
Ninguna enseñanza podría ser más clara y directa. Y hay más: “Si alguien afirma: ‘Yo amo a Dios’,
pero odia a su hermano, es un mentiroso (...) Y él nos ha dado este mandamiento: el que ama a Dios,
ame también a su hermano” (1 Juan 4:20-21).
Ahora con estas expresiones concretas de amor reveladas con tanta claridad delante de nosotros,
estamos preparados para oír lo que se considera la más grande enseñanza sobre el amor que dejó el
apóstol Juan:
… Dios es amor. El que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él. Ese amor se
manifiesta plenamente entre nosotros para que en el día del juicio comparezcamos con toda
confianza, porque en este mundo hemos vivido como vivió Jesús. En el amor no hay temor,
sino que el amor perfecto echa fuera el temor. El que teme espera el castigo, así que no ha
sido perfeccionado en el amor.
1 Juan 4:16-18
Es claro que Juan merece el título que la historia le ha dado: el Apóstol del Amor.
Durante el reinado de Domiciano (81-96 d. C.), Juan fue exiliado en la isla de Patmos, donde, en
completa soledad, recibió las místicas visiones que forman el libro de Apocalipsis, el último libro de
nuestra Biblia. Liberado de Patmos, Juan pasó los años restantes de su larga vida como Obispo en
Éfeso. La tradición nos cuenta que cuando Juan ya no podía caminar, los discípulos lo llevaban a la
comunidad de adoración donde él urgía a la gente una y otra vez: “Hijitos, ámense los unos a los otros”.
Y así, de la intimidad de la última cena a las enseñanzas contemplativas sobre el amor, a la soledad de
Patmos y al ministerio pastoral en Éfeso, Juan nos brinda un modelo ejemplar de la tradición
contemplativa. La más profunda intimidad y el amor permanente, la meditación en oración y la
contemplación de discernimiento fueron las marcas de la vida y el ministerio de Juan.
Una noche estaba sentado en la cima de la colina Signal, mirando la provincia que me había
vencido. Tip había metido su hocico debajo de mi brazo e intentaba lamer mis lágrimas, que
bañaban mis mejillas. Mis labios empezaron a moverse, y me pareció que Dios hablaba:
–Hijo mío –decían mis labios–, has fracasado porque no amas de verdad a estos moros. Te
sientes superior a ellos porque eres blanco. Si puedes olvidar que eres norteamericano y
pensar en cuánto los amo, responderán.
Yo respondí, dirigiéndome al Sol poniente:
–Dios, no sé si me hablaste a través de mis labios pero si lo hiciste, es verdad (...) quítame
de en medio y toma posesión de mí, y haz que mi mente piense tus pensamientos.
Mis labios volvieron a moverse:
–Si quieres que los moros sean justos con tu religión, sé justo con la de ellos. Estudia su
Corán con ellos.
Al bajar de la colina, Laubach les dijo a unos sacerdotes locales que quería estudiar su Corán. “Al día
siguiente –observa–, vinieron en grupo a mi cabaña, cada uno con un Corán bajo el brazo. ¡Querían
convertirme en musulmán a toda costa! Así que nos pusimos a trabajar muy en serio”.
De ese hecho tan crucial, Laubach dijo luego: “Después de esa noche en la colina Signal, cuando
Dios mató mi prejuicio racial y me hizo ciego al color de la piel, parecía que a cada momento Él hacía
nuevos milagros”. A partir de esta experiencia surgieron dos grandes esfuerzos pioneros, uno interno y
otro externo, inextricablemente entrelazados. El primero exploraba el crecimiento del alma, junto a
Dios. Y el segundo dio lugar al desarrollo de un movimiento de alfabetización que eventualmente llegó
a unos sesenta millones de personas.
El día había sido agotador, aunque muy rico, así que subí a la colina Signal detrás de mi casa,
hablando y escuchando a Dios mientras subía, y también durante la media hora que pasé allí
arriba y al bajar. Todo el tiempo hice esto, y ¡Dios me contestó! Permití que mi lengua se
soltara, y de ella fluyó poesía mucho más bella que la que yo pudiera componer. Fluía sin
pausa y sin siquiera equivocar una sílaba. Y esto durante media hora. Escuché con asombro,
lleno de gozo y gratitud. Quería una grabadora porque sabía que no sería capaz de recordarlo
luego (...) y ahora no puedo. “¿Por qué –preguntarán– desperdició Dios su poesía solo en ti si
no podías llevarla a casa?” Tendrá que formularle esa pregunta a Dios. Yo solo sé lo que hizo,
y tan solo el recuerdo me hace feliz.
Son numerosas las historias como esta, que reflejan el vibrante entusiasmo en el crecimiento
espiritual de Laubach.
El 10 de febrero de 1931 Laubach evaluaba lo que le había estado sucediendo: “Si hay alguna
contribución que debo hacer al mundo y que perdurará, de seguro ha de ser mi experiencia de Dios en la
colina Signal”. La reacción de la gente era constante motivo de asombro para él. “No veo que haga yo
nada más que orar por ellos y andar entre ellos, pensando en Dios. Saben que soy protestante y, sin
embargo, dos de los más importantes sacerdotes musulmanes han ido por toda la provincia diciéndoles a
todos que yo ayudaría a la gente a conocer a Dios”.
Esto llevó a Laubach a experimentar en la oración, de diversas maneras. Su “Juego con los minutos”
es un bellísimo ejercicio espiritual para formar el hábito de tener en mente a Dios a cada minuto,
mientras estamos despiertos. Habrá quien diga: “Imposible”. Laubach mismo se preguntaba si podría
lograrse:
“¿Puedo hacer que Dios esté presente en mis pensamientos, una y otra vez, cada tantos segundos, con
el fin de que esté siempre en mi mente como una imagen continua, como uno de los elementos de todo
concepto y percepción? Decido convertir el resto de mi vida en un experimento permanente, con el fin
de responder a esta pregunta”.
Durante los días en que se ocupaba de desarrollar el programa de alfabetización, siempre estaba
“aprendiendo el vocabulario de Dios” (frase que más adelante usó como título de un libro). El 1 de
enero de 1937 escribió desde Nagpur, India: “Dios, quiero darte cada minuto de este año (...) intentaré
aprender tu lenguaje como lo enseñó Jesús y todos los demás a través de los que nos hablaste por medio
de la belleza, los pájaros que cantan, la fresca brisa, los radiantes rostros a imagen de Cristo, los
sacrificios y las lágrimas”.
Una de las lecciones más impactantes entre las que aprendió Laubach fue cómo orar y trabajar, al
mismo tiempo.
El 11 de marzo de 1937, mientras trabajaba en un plan de alfabetización para el dialecto indio urdu
dihate, escribió: “De todos los milagros de hoy, el más grande es este: saber que te encuentro mejor
cuando te escucho mientras trabajo; no cuando medito o estoy de rodillas orando, sino cuando trabajo,
escuchando y cooperando”. Esta es una maravillosa expresión contemporánea de la antigua regla de los
benedictinos: ora et labora o “trabaja y ora”.
Dondequiera que fuese Laubach, llevaba a cabo el experimento de lo que daba en llamar “oraciones
relámpago”. En una estación de Allahabad, India, escribió: “Esta mañana al bajar del tren y orar por
toda la gente que había en la calle, sentí que en mí surgía una nueva energía. Tal vez nunca sepa qué es
lo que sucede en las vidas de todos los que reciben mi oración instantánea, pero lo que sucede en la mía
es eléctrico. Echa fuera la fatiga y me infunde un poder lleno de ansias”.
Laubach realizó muchos otros experimentos parecidos. Una vez, después de lo que parece haber sido
un partido de tenis, escribió:
Ayer, Señor, vi cómo un experimento en la oración puede ser adecuado para los atletas.
Intenté poner mi brazo bajo tu control, y mi juego mejoró tanto que en lugar de perder, gané.
Traté de poner el brazo de mi oponente bajo tu control, y creo que jugó mejor. Los seres
humanos todavía ni siquiera sospechamos todo lo que podría aprender la investigación
científica si se centrara en el campo de la oración.
Los experimentos de oración de Laubach lo volvían continuamente a las necesidades del prójimo. El
27 de abril de 1937 en Kikuyu, Kenia, oyó que Dios le hablaba: “Hijo mío, cuando oras a mí sobre tus
pequeños problemas y dudas, tu oración es bastante pequeña, débil. Pero cuando llegas a mí para ayudar
a otros, ofreciéndote como canal de mi poder, tu oración se hace grande y noble”.
La intercesión también llena las anotaciones de su diario. El 22 de mayo de 1937, estando en Dar-es-
Salaam, Tanzania, escribió:
Sentado a solas en la iglesia durante largo rato, e intentando entregarte a muchas personas,
quise convertirme en eso como hábito, para que ver a un hombre fuera más que orar, fuera
darle a él mi alma llena de ti, oh Cristo. ¿Puedo ser eso para los ingleses, llenos de su
esnobismo? ¿Puedo ignorarlo? ¿Podemos el amor y yo dibujar un círculo que los comprenda,
entenderlos y darles mi alma llena de Cristo? ¡Esa sí es una buena prueba!
Padre, lo que aprendo no es que la mejor forma de orar por las personas es ir y sentarme cerca
de ellos, y orar mientras estoy allí. Es igual de efectivo, tal vez, hacerlo mientras tengo sus
cartas o fotografías en la mano, aun a la distancia. Este experimento que inicié el 8 de mayo
con cartas y fotografías, anotando la hora cuando estoy orando, tal vez responda a mi duda.
Las muchas experiencias de Laubach en la oración nos muestran que, en el centro de la tradición
contemplativa, está la vida centrada en la oración.
El contemplativo es aquel (...) que ha arriesgado su mente en el desierto que hay más allá del
lenguaje, más allá de las ideas, donde encuentra a Dios en la desnudez de la confianza pura.
Es decir, en entregarle nuestra pobreza y falta de plenitud para ya no volver a estrangular
nuestras mentes en el torno de nosotros mismos, como si fuera el pensamiento lo que nos
hace existir.
El énfasis es importante aquí porque tenemos la perenne tendencia a mantener la fe a cierta distancia,
aun de nosotros mismos. Si se nos acerca demasiado, podríamos perder nuestra objetividad, nuestra
perspectiva. Y claro, nuestra independencia. (Oh, ¡cómo tememos perder nuestra independencia!). Es la
corriente contemplativa la que nos enseña la verdad de la oración de George Matheson:
Hazme cautivo, Señor,
y entonces seré libre.
Oblígame a rendir mi espada,
y seré conquistador.
La insistencia en la centralidad de la oración es la tercera contribución de la tradición contemplativa.
Los contemplativos no piensan que la oración es algo bueno, algo importante. Piensan que es lo
esencial, lo principal en la vida. Teófano el recluso dijo: “Si la oración está bien, entonces todo está
bien”.
Aun así la tradición contemplativa ofrece más que la insistencia en la naturaleza esencial de la
oración. Ofrece también un ángulo distintivo sobre la oración, un énfasis en el silencio y un llamado a la
oración incesante. El Hermano Lorenzo nos habla de su práctica de la presencia de Dios: “No hago más
que habitar en su santa presencia, y lo hago mediante la simple atención, y un amoroso y habitual volver
de mis ojos hacia Él. Yo lo llamaría (...) una conversación secreta, sin palabras, entre el alma y Dios. Es
una conversación que no termina jamás”.
La cuarta contribución que mencionaré es que, más que cualquier otra perspectiva de la fe, la
corriente contemplativa se centra en la soledad de nuestra vida con Dios. Como dice la letra de una
antigua canción, tenemos que viajar al “valle interior”, a solas. “Nadie más puede caminar ese camino
por mí / tengo que caminarlo yo”. La soledad no significa individualismo, sino límites al rol de la
comunidad. Yo soy responsable de desarrollar una historia personal con Dios. Usted también lo es. No
es algo que otro pueda hacer por nosotros. Así que, aunque siempre queremos afirmar la importancia de
la comunidad cristiana, debemos asimismo entender que nuestro crecimiento en la gracia deberá
contener una buena dosis de soledad.
Se trata una espiritualidad rocosa, casi como un desierto. Se nos llama a explorar el paisaje yerno y
desolado del alma, un paisaje que la mayoría de las personas evita a toda costa (excepto, tal vez, en sus
pesadillas). Es el lugar donde encontramos verdadera esperanza, pero solo después de ver el parecido
entre la esperanza y la desesperanza. Es el lugar donde descubrimos que la cruz significa misericordia,
no crueldad. Vida, y no muerte. Estas son algunas de las cosas que aprendemos de la tradición
contemplativa.
Notas:
2.A la luz del renovado interés actual por la “guerra espiritual”, nos importa estudiar con atención la vida de quien fue un maestro en ella,
antes de que cualquiera de nosotros entrara en escena.
3.La campaña rusa de alfabetización se había iniciado en 1921, pero Laubach nada sabía al respecto.
4.Veremos el proceso de transformación de la personalidad en el capítulo 3 (“La tradición de la santidad: descubrir la vida virtuosa”).
5.Si siente usted que es una de estas raras excepciones, lo único que puedo aconsejarle es que se asegure de que su autorización divina se
confirme reiteradamente (si yo estuviera en su lugar, ¡incluso la pediría por escrito!).
Capítulo 3
Inicios metodistas
El padre de Phoebe era un joven converso por las palabras de John Wesley, por lo que la historia y las
enseñanzas de los líderes metodistas más prominentes eran las que regían la vida religiosa de la familia.
A los diecinueve años, Phoebe contrajo matrimonio con un médico, también metodista, y dio a luz a seis
hijos, aunque lamentablemente tres de ellos murieron muy pequeños. Su hija Eliza, la tercera, murió en
circunstancias muy trágicas: a la mucama se le cayó una lámpara de aceite, encendida, sobre la cortina
que cubría la cuna, lo cual dio inicio a un incendio. Phoebe subió corriendo al dormitorio y luego contó
lo sucedido: “Tomé a mi pequeñita de entre las llamas. Me miró con asombro y lástima, a mí, su madre
angustiada. Luego cerró los ojitos para siempre de las escenas de esta Tierra”.
Esta pérdida fue un punto de inflexión. En lo que Phoebe llamó su “inexpresable locura a causa del
dolor”, se volcó a su Biblia y a su Dios para encontrar consuelo. Sus propias palabras describen a la
perfección la agonía por la que pasó:
En tal estado, Phoebe “cortó el cordón umbilical con el mundo” y recibió un celo insaciable por hacer
la obra de Cristo.
“Cristo el altar”
Sus dificultades y luchas espirituales lejos estaban de haber acabado. Por el contrario, recién
comenzaban. Phoebe anhelaba la “entera santificación” y le preocupaba la enseñanza de John Wesley en
su Plain Account of Christian Perfection [Pensamientos sobre la perfección cristiana], en cuanto a que
los creyentes no deben considerarse santificados “hasta que no sea añadido el testimonio del Espíritu
Santo, que confirme su entera santificación tan claramente como su justificación”.
El dilema de Phoebe tenía, de hecho, poco que ver con la enseñanza de Wesley y más con los
testimonios de una cantidad de líderes metodistas –los cuales para ella eran algo así como el estudio de
“las vidas de los santos”–, donde la idea universal era la de la aguda conciencia de la condición personal
como pecador, como parte de este “testimonio del Espíritu”. Pero aunque se esforzaba, Phoebe no
llegaba a sentir la epifanía de la miseria humana. Su búsqueda interior solo lograba acercarla más y más
íntimamente al amor de Dios, ¡y su dilema entonces se hacía más difícil!
Es interesante notar que Phoebe logró dilucidar este “dilema” al escuchar los diversos testimonios de
la gracia santificadora, de parte de las mujeres que asistían a sus reuniones de los martes. Movida por la
gran variedad de sus experiencias, Phoebe vio que los medios usados por Dios para su gracia
santificadora eran mucho más ricos que la sola conciencia de la condición personal de pecador. “A partir
de este momento no dejaré sin usar ningún medio que me permita conocer esa misma gracia”, declaró.
Sus largas horas dedicadas al estudio bíblico y a la búsqueda en oración la llevaron a lo que ella
llamaría luego “su día más grande entre todos los días”. Sucedió casi exactamente a un año de la terrible
muerte de Eliza. Phoebe tuvo una experiencia de total consagración y gracia de santificación, que daría
energías al resto de su vida. Aquí, de nuevo, será mejor transcribir sus propias palabras en lugar de
comentarlo yo:
Entre las ocho y las nueve (de la noche), mientras rogaba ante el trono de gracia por el
cumplimiento presente de las grandes y preciosas promesas, por la plenitud y la libertad de la
propiciación, su eficacia sin límites, y entregando por completo el cuerpo, el alma y el
espíritu, el tiempo, los talentos, la influencia y también los vínculos más queridos de lo
natural, mi esposo amado y mi hijo, es decir, entregando mi todo terrenal, recibí la seguridad
de que Dios el Padre, a través del Cordero de propiciación, aceptaba el sacrificio. Mi
corazón se vació de mí, se limpió de todos los ídolos, de toda la impureza de la carne y el
espíritu, y vi que habitaba en Dios y sentí que Él se había vuelto una porción de mi alma, mi
todo en todo.
Este profundo “Valle de decisión”, como lo llamó ella, llevó al desarrollo de su “teología del altar”.
Esa enseñanza dice, en pocas palabras, que Cristo mismo es el altar en el que entregamos nuestro todo
en sacrificio, y que como todo lo que toca el altar es santo, somos santos cuando ponemos todo lo que
somos sobre el altar. Entonces vivimos en un estado de santificación y santidad al entregarnos
continuamente como sacrificio vivo a Cristo, nuestro altar. Y en un rapto de licencia exegética, Phoebe
solía citar estas palabras de Jesús: “El altar hace sagrada la ofrenda” (vea Mateo 23:19).
Esta imagen de Cristo como altar en el que nos ofrecemos a nosotros mismos le dio a Phoebe la
libertad que necesitaba para tener certeza personal de la “gracia santificadora”. También fue una adición
importante al vocabulario del movimiento de la santidad, como dijo un historiador: “La imagen del altar
se convirtió en parte permanente de la espiritualidad evangélica”.
A lo largo de su vida Phoebe siguió desarrollando y difundiendo su “teología del altar”, hasta
convertirla en su singular contribución a la teología norteamericana. Finalmente, resultó ser un aporte
de veras genuino que influyó mucho en el entendimiento pentecostal de la obra del Espíritu Santo a
principios del siglo xx.
El pilar de Jerusalén
Hay un personaje que quiero destacar como ejemplo bíblico por excelencia de lo que es la corriente
de la santidad: Santiago7, el hermano de sangre (medio hermano, si lo prefiere) de Jesús y autor de la
epístola que lleva su nombre.
¡Qué historia la que nos cuenta Santiago! A lo largo del ministerio de Jesús en la Tierra, Santiago
rechazaba la misión mesiánica de su hermano mayor8. De hecho, su desaprobación de las actividades de
Jesús probablemente fuera casi franca hostilidad. En un momento, cuando la gente declaraba que Jesús
estaba loco, Santiago (junto con su madre, sus hermanos y hermanas) intentó detenerlo para hacer que
regresara a casa. Pero Jesús rechazó los pedidos de su avergonzada familia al declarar: “Cualquiera que
hace la voluntad de Dios es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Marcos 3:21, 31-35).
Esto demuestra que, decididamente, Santiago no se contaba entre los que lo dejaron todo desde el
principio por seguir a Jesús. Y ni siquiera estaba entre los curiosos que se asombraban con sus
enseñanzas y quedaban atónitos ante sus milagros cuando sanaba a los enfermos. Aun así, cuando los
discípulos estaban reunidos esperando el prometido Espíritu Santo, nos asombra descubrir que entre
ellos estaba Santiago (Hechos 1:14). Y encontramos que en pocos años más, se lo reconoce como uno
de los “pilares” de la iglesia, que hasta escribió la epístola que lleva su nombre (Hechos 12:17; 15:1-29;
Gálatas 2:9; Santiago 1:1).
Es un cambio radical. ¿Qué podría haber sucedido para cambiar a Santiago el burlón, y convertirlo en
Santiago el creyente y luego en “Santiago el justo”, líder de la iglesia de Jerusalén? Creo que la
respuesta no es nada más ni nada menos que la aparición personal de Jesús ante su hermano menor
luego de su resurrección de entre los muertos. Los documentos mencionan este hecho de manera casi
inconsciente, como dándolo por sentado; y por eso, a menos que prestemos atención especial,
podríamos pasarlo por alto. Justo en medio del catálogo de las apariciones posteriores a la resurrección,
leemos: “Luego se apareció a Jacobo [Santiago], más tarde a todos los apóstoles” (1 Corintios 15:7).
¡La gracia de Jesús! ¡Qué bondad! Es la única aparición después de la resurrección donde sabemos que
Jesús se dio a conocer ante alguien que no creía en Él.
Imagine ese encuentro, hermano con hermano. El hermano mayor de Santiago, aquel con quien había
jugado, comido y trabajado, ahora estaba parado frente a él, resucitado. ¡Qué confrontación
transformadora! Este único encuentro borró toda la vergüenza del pasado, todas las objeciones, todas las
dudas. El hermano mismo, Jesús, ¡era y es el tan esperado Mesías!
Muy rápido, la comunidad de creyentes le dio la bienvenida a Santiago y enseguida se lo reconoció
como líder de la iglesia de Jerusalén. Vea qué grande fue su influencia. Pablo, luego de su conversión y
su “licencia de estudio” de tres años, se encontró con Santiago en Jerusalén y lo reconoció como apóstol
(Gálatas 1:19). Pedro, luego de ser milagrosamente liberado de la prisión, instruyó a los que se reunían
a orar en la “casa de María” (madre de Juan Marcos) que contaran la historia entera a Santiago,
indicando en efecto que esa era la persona a quien había que notificarle de la situación (Hechos 12:17).
Es Santiago quien presidió el gran “Concilio de Jerusalén” de Hechos 15. Fue él quien guió a la
comunidad de creyentes durante la controversia de si las personas tenían que convertirse al judaísmo
antes de convertirse al cristianismo. Santiago solo es quien lleva al concilio a una conclusión decisiva:
“Por lo tanto, yo considero que debemos dejar de ponerles trabas a los gentiles que se convierten a
Dios”. Luego guió a la creciente Iglesia a declarar a una sola voz: “Nos pareció bien al Espíritu Santo y
a nosotros no imponerles a ustedes ninguna carga…” (Hechos 15:19, 28). Y finalmente, Pablo durante
su último viaje a Jerusalén, se ocupó de reunirse con Santiago en lo que parece una recepción de
carácter oficial: “Al día siguiente Pablo fue con nosotros a ver a Jacobo [Santiago], y todos los
ancianos estaban presentes” (Hechos 21:18). Está claro que Santiago era un hombre de enorme
influencia en la primera comunidad cristiana.
Y su influencia provenía de la más profunda devoción. Eusebio registra de Santiago: “Asimismo,
únicamente él entraba en el templo, donde se hallaba arrodillado y rogando por el perdón de su pueblo,
de manera que se encallecían sus rodillas como las de un camello, porque siempre estaba prosternado
sobre sus rodillas humillándose ante Dios y rogando por el perdón de su pueblo. Por la exageración de
su justicia, lo llamaban ‘Justo’”. De hecho, uno de sus nombres era Santiago el Justo (o Santiago
“Oblías”, que en griego significa protección del pueblo y justicia).
Josefo, en su obra Antigüedades de los judíos, nos cuenta sobre el final terrenal de Santiago: Ananás,
el sumo sacerdote, ordenó que fuera apedreado hasta morir, cerca del año 62 d. C. Josefo luego observa
que muchos líderes judíos protestaron vigorosamente contra esta acción injusta de Ananás, lo cual nos
da idea del respeto y la posición de Santiago, aun entre la comunidad judía de los no cristianos.
Purificar la fuente
Tal vez el legado más grande de Santiago es la breve epístola que lleva su nombre. Esta carta, dirigida
a los judíos dispersos por el Mediterráneo, dice menos sobre Jesús que cualquiera de los otros libros en
el Nuevo Testamento, pero su discurso es el que más se parece al de Cristo. De hecho, su paralelo más
cercano es justamente el Sermón del Monte, que cita en el capítulo 5, versículo 12. También tiene
afinidades con la antigua literatura de sabiduría hebrea. Por supuesto, los dos escritos se centran en la
formación del carácter moral, y este es el centro también de la epístola de Santiago.
En oposición a lo que se piensa por lo general, esta carta no es un libro que trate sobre la acción. Más
bien, pone el enfoque en la fuente de la acción, que es el corazón de virtud. Aun el dicho citado con más
frecuencia –“la fe sin obras está muerta”– no trata sobre la acción. No respondemos a este versículo
levantándonos de un salto para hacer obras, porque, usted verá, podemos hacer todo tipo de obras sin
tener fe. No. Santiago nos muestra cómo podemos adherir a una realidad de otro tipo, una realidad
espiritual que a su vez produce un tipo de persona diferente que, con el curso del tiempo, da como
resultado un tipo de acción distinta. La formación de este “tipo de persona diferente” es lo que surge de
la epístola de Santiago y la razón por la que él se erige como ejemplo tan acabado de la tradición de la
santidad.
¿En qué aspectos es diferente este tipo de persona? Santiago nos muestra a alguien que puede
enfrentar pruebas de todo tipo con gozo inconmovible, alguien vinculado a una sabiduría divina, que ve
las “envidias amargas y rivalidades en el corazón” como lo que son: impostoras. Esta es una persona
que se relaciona con los demás sobre la base de la “ley suprema” del amor, una persona que con
recursos divinos es capaz de “poner freno a su lengua” y se aleja de “las guerras y los conflictos”
porque el manantial interior de vida ha sido purificado y de él surgen naturalmente las bendiciones y no
las maldiciones.
Santiago, vemos aquí, entiende que lo que hay dentro de la persona saldrá a la luz. Si el centro de lo
que somos es la sabiduría “… terrenal, puramente humana y diabólica”, lo que fluya hacia fuera será
“… confusión y toda clase de acciones malvadas”. Por otra parte, si en el centro de lo que somos hay
sabiduría “… pura, y además pacífica, bondadosa, dócil, llena de compasión y de buenos frutos,
imparcial y sincera”, lo que fluya hacia fuera será “… fruto de la justicia [que] se siembra en paz para
los que hacen la paz” (Santiago 3:15-18).
Por este motivo, Santiago presta tanta atención a la purificación de la fuente de donde fluye toda
acción: “¿Puede acaso brotar de una misma fuente agua dulce y agua salada? Hermanos míos, ¿acaso
puede dar aceitunas una higuera o higos una vid? Pues tampoco una fuente de agua salada puede dar
agua dulce” (Santiago 3:11-12).
Un corazón divinamente transformado, por su naturaleza misma, producirá acciones justas. No puede
hacer otra cosa. Santiago lo aprendió de su Maestro y hermano mayor. Jesús, en su Sermón del Monte,
nos dio la más completa enseñanza del mundo sobre cómo la acción justa fluye del manantial de un
corazón justo, y la epístola de Santiago es un bellísimo comentario a esta enseñanza.
Esto explica por qué Santiago puede resumir la religión “pura y sin mancha” en una sencilla acción,
de dos aspectos: “… atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y conservarse limpio de
la corrupción del mundo” (Santiago 1:27). Esta acción nos muestra lo que hay en el corazón. Santiago
dice: “Miren la acción y conocerán el corazón. Acción pura, corazón puro. Acción impura, corazón
impuro”. Identifica entonces para que lo entendamos, el tipo de acción que llevará a cabo el corazón
puro, la de cuidar a los más indefensos en la cultura, y la acción que el corazón puro no ejecutará:
aceptar la contaminación de un sistema mundial que se rebela contra el amor divino. De la forma más
directa y sencilla posible, Santiago nos da la vía positiva: lo que hacemos, y la vía negativa: lo que no
hacemos.
La pureza de corazón es el origen de la acción justa, y este es el mensaje de Santiago. Por eso, vemos
en él una fuente tan rica de la tradición de la santidad, la vida virtuosa.
Disciplina
Si te dedicas a buscar la libertad, entonces aprendes sobre todo
la disciplina del alma y los sentidos, para que tus pasiones
y tu cuerpo no te lleven en un confuso ir y venir.
Castos sean tu espíritu y tu cuerpo, sujetos a tu voluntad,
y obedientes en la búsqueda del objetivo que se les ha dado.
Nadie descubre el secreto de la libertad sino a través del dominio propio.
Acción
Atrévete a hacer lo que es justo y no lo que la moda te urja.
No pierdas tiempo con lo que podría ser, sino aférrate con
coraje a lo que es real.
El mundo del pensamiento es escape, la libertad solo viene
a través de la acción.
Camina más allá de la ansiosa espera y entra en la tormenta de los sucesos,
dejándote guiar solo por el gobierno de Dios y por tu fe;
entonces la libertad gritará exultante, para darle la bienvenida a tu espíritu.
Sufrimiento
¡Maravillosa transformación! Tus manos fuertes y
activas están ahora atadas.
Sin poder alguno, a solas, ves el final de tu acción.
Quieto, inspiras hondo y presentas tu lucha por la justicia,
callado y con fe, en una mano mucho más poderosa.
Solo por un dichoso momento saboreas la dulzura de la libertad,
y luego la entregas de nuevo a Dios para que Él la haga plena.
Muerte
Ven, ahora, supremo momento en el camino a la libertad eterna,
Muerte, deja las ponderosas cadenas y derriba los muros
de nuestros cuerpos mortales, los muros de nuestras almas cegadas,
para que por fin veamos lo que nos han impedido ver los mortales.
Libertad, cuánto hace que te busco por medio de la disciplina,
la acción y el sufrimiento.
Al morir, ahora vemos tu rostro, en el rostro de Dios.
Este poema, escrito bajo la sombra de una ejecución casi segura, es una de las más bellas expresiones
que se hayan escrito en la tradición de la santidad. Y el pastor luterano y teólogo que lo escribió es un
destacado modelo contemporáneo de esa tradición.
“Cristo, el centro”
La vida de Bonhoeffer como hombre de la iglesia en Alemania y en círculos ecuménicos más allá de
su país, es un modelo de coraje y compasión. Su obra en el movimiento de la resistencia es realmente
fascinante. Su muerte conmueve más allá de las palabras. Pero ¿por qué lo considero ejemplo de la
tradición de la santidad? Distaba de ser perfecto. Cometió errores, y algunos de ellos muy graves. ¿Qué
es lo que me hace escogerlo como modelo de la vida virtuosa? Seis cosas. Las primeras tres, que
veremos ahora, están ligadas a su convicción de que Cristo es el centro absoluto de todas las cosas.
Ante todo, Bonhoeffer tomaba a Jesús muy en serio. Es difícil exagerar lo mucho que la cuestión
cristológica tenía que ver con todo en la vida de este hombre. Si Jesús verdaderamente vivió, murió,
resucitó y está hoy con su pueblo, esto marca la gran diferencia en el mundo. No podemos considerar la
Tierra separada de las huellas que Cristo dejó sobre ella. “El pesebre de Cristo está en la tierra, su cruz
fue clavada en la tierra, su sepultura fue cavada en la tierra”. Siendo esto así, la comunidad de fe tiene
que reconocer la presencia personal de Cristo en el mundo de hoy y tomar la decisión de seguirlo en
todas las cosas.
Este énfasis surgía con toda potencia en sus discursos de la Universidad de Berlín en 1933, un
período que Eberhard Bethge define como “el punto más alto de la carrera académica de Bonhoeffer”.
El mensaje en esos discursos se encuentra en Cristo el centro. Vemos allí el continuo llamado de
Bonhoeffer a “un Cristo completo”. “No sé –dice– quién es este hombre Jesús a menos que diga al
mismo tiempo ‘Jesucristo es Dios’, y no sé quién es el Dios Jesucristo, a menos que diga al mismo
tiempo ‘Jesucristo es hombre’ (...) Este único Dios-Hombre es el punto de inicio de la cristología”.
Desde su sólido punto de vista, Bonhoeffer podía criticar tanto la reducción liberal reinante de los
dogmáticos a una domesticación humanista de Dios, como la adoración de la Iglesia a una réplica de
Cristo basada en su lujuria por el privilegio.
Por medio de esta rigurosa crítica cristológica de toda pretensión política, teológica y eclesiástica,
Bonhoeffer encontró a un Cristo que constantemente ofende nuestra sensibilidad, algo así como “el
idiota” en los escritos de Dostoievski.
El idiota no se mantiene aparte, sino que torpemente causa ofensa en todas partes. No tiene nada que
ver con los grandes, pero sí con los niños. Es objeto de burlas, pero también es amado. Es el tonto y el
sabio a la vez. Todo lo soporta y todo lo perdona. Es revolucionario, y aun así se conforma (...) Cristo
pasa por las eras del mundo, cuestionado cada vez, echado de menos cada vez, asesinado cada vez.
Cristo era el centro mismo de la vocación de Bonhoeffer, clave de la interpretación y el
entendimiento de Las Escrituras, y de su crítica a la Iglesia y a la sociedad.
En segundo lugar, Bonhoeffer tomaba en serio el llamado de Jesús al discipulado. Sentía este
llamado con potencia y lo veía comprimido en el Sermón del Monte, el sólido y profético sermón de
Jesús. A lo largo de su vida, se negó a hacer lo que es tan común en nuestros días: ver el Sermón de
Jesús como un “ideal imposible”, o meramente como lindas palabras que no tienen como propósito la
obediencia, o tal vez como instrucciones para alguna dispensa en el futuro. No. Bonhoeffer entendía el
Sermón del Monte como el llamado universal de Jesús a la obediencia. Un llamado a todos los pueblos,
en todos los tiempos y en todos los lugares. En una carta a su hermano Karl-Friedrich, escribió: “He
comenzado a tomar en serio el Sermón del Monte. Es esa la única fuente de poder capaz de hacer
explotar toda la fantasmagoría10 de una vez por todas”.
Encontramos en El precio de la gracia, su mayor contribución al tratamiento sistemático de este
tema, donde Bonhoeffer presenta cuál es el precio de la gracia: “Tal gracia tiene un alto precio porque
nos llama a seguir, y es gracia porque nos llama a seguir a Jesucristo”. Presenta esto en contraste con la
“gracia barata”, frase que usa para referirse a “la gracia que se vende en el mercado, como bienes de
bajo precio (...) La gracia barata es la predicación del perdón que no requiere arrepentimiento, el
bautismo sin la disciplina de la iglesia, la comunión sin confesión y la absolución sin la confesión
personal”.
El título en alemán de este libro es una sola palabra: Nachfolge, que significa “discipulado”. El
discipulado es un tema con el que Bonhoeffer luchó durante toda su vida. Lo encontramos en sus
seminarios, sermones y grupos de estudio, incluso desde 1932. Pero fue en el seminario de Finkenwalde
que pudo dar forma concreta al gobierno del Sermón del Monte sobre su vida. Sus disertaciones sobre el
discipulado se convirtieron en la “columna vertebral” del currículo, y los seminaristas vivían la vibrante
experiencia de sentir que entraban en un movimiento revolucionario. Sabían que eran “testigos de un
suceso teológico”. El futuro del cristianismo en Alemania era lo que estaba en juego y, de hecho,
implicaba el futuro de la fe cristiana en sí misma. En esas disertaciones que luego se plasmaron en el
libro El precio de la gracia, Bonhoeffer le daba al mundo una exposición universal o “católica” de la
obediencia.
En lo personal, el llamado de Jesús al discipulado liberaba a Bonhoeffer de la lujuria o la ambición de
títulos y posiciones en la sociedad, apartándolo de la “fraseología a la realidad” y llevándolo luego a
renunciar a la vida académica y a su seguridad. También lo llevó a su incómodo pacifismo, en el que
deseaba ser obediente al mandamiento de paz de Jesús, aunque al mismo tiempo, se oponía con firme
resistencia a la tiranía de Hitler.
En tercer lugar, Bonhoeffer tomaba en serio la disciplina espiritual. No es por casualidad que sus
discursos volvieran siempre al tema de la disciplina pietatis. Se entrenaba para una vida en la que todo
el poder del cuerpo y el alma se entregaba por entero al servicio a Cristo. Su vida se fundaba en “un
nuevo tipo de monasticismo (...) una vida de adhesión sin negociaciones al Sermón del Monte, en
imitación de Cristo”.
Rechazando siempre “todo escapismo disfrazado de piedad”, incuestionablemente comprendía la
naturaleza de la formación espiritual: “Tenemos que asemejarnos a la forma de Cristo en su totalidad, la
forma del Cristo encarnado, crucificado y glorificado”. Y más adelante: “Volvernos conforme al
Encarnado, eso es ser un hombre de verdad (...) ‘Formación’ (...) significa, en primer lugar, que la
iglesia tome la forma de Jesús”. Los hábitos personales de Bonhoeffer, de diaria meditación, oración y
sacramento intensifican sus enseñanzas sobre la “formación”.
Sin dudas, Dios había imbuido en Bonhoeffer tales hábitos de virtud, quien contaba con los recursos
internos espirituales como para actuar en consecuencia. Como vimos en nuestro estudio de Santiago, un
corazón divinamente transformado por su propia naturaleza producirá buen fruto. Es esto lo que le dio a
Bonhoeffer la capacidad de pararse firme contra el culto idólatra del Führer cuando, a su alrededor,
muchos se dejaban atrapar por la seducción de la sirena del patriotismo. Es lo que le dio la capacidad de
tomar la peligrosa decisión de dejar la seguridad de los Estados Unidos y “vivir este período difícil de
nuestra historia nacional con las personas cristianas de Alemania”. Y es lo que le dio la capacidad de
describir (y vivir de veras) la prisión, el sufrimiento y la pérdida, como “maravillosa transformación”.
Acción en el mundo
Las tres razones que quedan para erigir a Bonhoeffer como modelo de la vida virtuosa, están ligadas a
su convicción de que la fe cristiana por necesidad tiene que dar como resultado acción en el escenario
de la sociedad contemporánea.
Razón número cuatro: Bonhoeffer tomaba en serio la acción libre, responsable y obediente.
Rechazaba todo sistema legalista para definir las normas morales. Se negaba a reducir a Cristo y Las
Escrituras a principios y reglas de la ética. En cambio, ponía énfasis en la continua dialéctica relacional
de encontrar la voluntad de Dios, muchas veces en contra de nuestra voluntad, recibiendo la libertad en
Cristo para actuar con responsabilidad en cualquier situación. Cuando el centro está en claro, los límites
de la acción responsable pueden abrirse para satisfacer las exigencias del momento. “Por eso es
imposible –escribió desde la prisión– definir el límite entre la resistencia y la sumisión a principios
abstractos; pero ambos tienen que existir y ponerse en práctica. La fe exige este tipo de elasticidad en la
conducta”.
Este asunto está desarrollado totalmente en su Ética. En ese texto se nos advierte sobre el engaño de
aferrarnos al conocimiento del bien y del mal, como lo hacían los fariseos, con la esperanza de poder
discernir cuándo hacemos “lo bueno” y cuándo “lo malo”. Bonhoeffer insiste en que la acción ética no
puede encontrarse de este modo. Por el contrario, toda situación de necesidad en el curso cambiante de
las cosas se convierte en el lugar específico para la voluntad y los mandamientos de Dios.
Al tomar esta posición, Bonhoeffer dio marco a una ética que respondía al momento presente,
engendrando así resistencia responsable al creciente horror del nazismo. Por ejemplo, cuando
comenzaron las deportaciones de judíos, escribió: “La expulsión de los judíos de occidente
necesariamente conllevará la expulsión de Cristo”.
El propósito de Bonhoeffer al centrar la acción ética en la voluntad y las directivas de Dios en cuanto
a una crisis en un momento dado, no buscaba validar “la salida fácil”, que es hoy una estrategia común
en las diversas versiones de la ética situacional. Intentaba, por el contrario, defender una vigorosa ética
social que pudiera “ver los grandes sucesos de la historia del mundo desde abajo, desde la perspectiva
del marginado, el sospechado, el maltratado, el indefenso, el oprimido, el rechazado. Desde la
perspectiva de los que sufren”.
En uno de los pasajes más conmovedores de su Ética, escrito cuando Alemania celebraba con éxtasis
su más grande victoria militar con la caída de Francia, Bonhoeffer llamó a la Iglesia a una “confesión de
culpa” colectiva.
La iglesia confiesa que ha sido testigo de la aplicación de la fuerza brutal e ilegal, del sufrimiento
físico y espiritual de innumerables inocentes, de la opresión, el odio y el asesinato. Confiesa que no ha
levantado la voz en defensa de las víctimas ni ha encontrado cómo acudir presta en su auxilio. Es
culpable de las muertes de los más débiles e indefensos.
En quinto lugar, Bonhoeffer tomaba en serio la pureza de la Iglesia. Siempre llamó a la Iglesia a ser
la Iglesia. La suya era una voz purificadora que advertía contra la violación del Primer Mandamiento:
“No tengas otros dioses además de mí” (Éxodo 20:3).
Dos días después de que Hitler había asumido como canciller de Alemania, Bonhoeffer habló por la
radio y advirtió contra la posibilidad de que la nación cayera en un culto idólatra del Führer (líder), que
muy bien podría llegar a convertirse en un Verführer (líder equivocado) que se burlaría del mismo Dios.
En respuesta a la cláusula aria que excluía a los judíos del servicio civil, Bonhoeffer escribió un
documento titulado “La Iglesia y la cuestión judía”. En este trabajo insistía en que “la iglesia tiene una
obligación incondicional hacia las víctimas de cualquier reordenamiento de la sociedad, aun si no
pertenecen a la comunidad cristiana”. Esto enfureció a algunos de sus colegas, que abandonaron su
compañía. Y aquí también Bonhoeffer consideró en voz alta por primera vez la posibilidad de que si el
Estado no cumple con su obligación de impartir justicia para todos, la Iglesia tiene la responsabilidad de
“no solo vendar a las víctimas que han caído bajo las ruedas, sino de poner palos en la rueda [del
Estado]”.
Las elecciones nacionales de la Iglesia del 23 de julio de 1933 significaron el momento de mayor
tensión entre la Iglesia y el Estado. Los Cristianos Alemanes ganaron y obtuvieron posiciones clave
dentro de ella. El momento convocaba a una renovada confesión de la fe, que era precisamente lo que
Bonhoeffer pedía en su sermón del domingo 23 de julio: “Iglesia, ¡hay que seguir siendo Iglesia! (...)
Confesar, confesar, confesar”.
Y eso hicieron, al menos en un principio. En agosto el Consejo de Jóvenes Reformadores enviaron a
Bonhoeffer y al profesor Hermann Sasse al retiro de la comunidad cristiana de Betel, para producir una
confesión de fe que desafiaría a los Cristianos Alemanes. Esta Confesión de Betel declaraba de manera
firme y sin negociaciones el fundamento teológico de la lucha, defendiendo a las claras a los judíos:
“Este ‘santo remanente’ lleva el sello indeleble del pueblo escogido [y jamás podrá ser] ‘exterminado
por medidas como las del faraón’. Nos oponemos al intento de privar a la iglesia alemana evangélica de
cumplir su promesa mediante el intento de convertirla en una iglesia nacional de cristianos de
ascendencia aria”, decía el documento. Era el equivalente al más agudo repudio del nazismo y su
política de promover la raza aria.
¡Se había trazado el límite! ¿O tal vez no? La Confesión de Betel se envió a unos veinte teólogos, que
diluyeron toda crítica del Estado y aguaron su llamado a la obediencia a Jesucristo. El producto final fue
de tal tibieza, tan lejos del desafío a resistir al Tercer Reich, que Bonhoeffer se negó a firmarlo.
La Confesión de Betel que parecía tan prometedora en un comienzo, no logró presentar un desafío
genuino ante los Cristianos Alemanes. Aun así, destaca el rol de Bonhoeffer como fuerza purificadora
en la Iglesia evangélica de Alemania.
La preocupación de Bonhoeffer por la Iglesia no se limitaba solo a la pureza confesional. Buscaba la
comunión viva de La Palabra y el sacramento, la confesión y el perdón, la oración y la adoración. Esto
nos lleva tal vez a su más conmovedora obra devocional: Vida en comunidad.
En Finkenwalde Bonhoeffer estableció una “Casa Evangélica de Hermandad” donde se podía vivir,
precisamente, de esta manera. Cuando la Gestapo cerró el Seminario de Finkenwalde, Bonhoeffer vio la
necesidad de registrar para la posteridad las razones y el régimen diario de la forma de vida de esta
comunidad, y de llamar a la Iglesia a una auténtica vida en comunidad si habría de renovarse de veras.
Por eso, con un sentido de urgencia, escribió este libro en solo cuatro semanas. Encontramos en él
algunos de los escritos más bellos sobre la sujeción mutua por reverencia a Cristo, la confesión
recíproca a los pies de la cruz, y la vida diaria de meditación, lectura de Las Escrituras, oración e
intercesión.
Por último, Bonhoeffer tomaba al mundo en serio. Veía con claridad que hacía falta justicia en la
acción, en un mundo cada vez más secularizado. La realidad que tanto lo persuadía era que tenemos que
vivir en “existencia para los demás”. Escribió: “Jesús está allí únicamente para los demás (...) Nuestra
relación con Dios no es una relación ‘religiosa’ (...) sino una nueva vida de ‘existencia para los demás’
por medio de la participación en el ser de Jesús (...) La iglesia es iglesia únicamente si existe para los
demás”.
Esto nos lleva a la potente noción que tenía Bonhoeffer del “cristianismo sin religión”. El aspecto de
esta enseñanza tiene especial relevancia para nuestro estudio de la tradición de la santidad, en su
insistencia en que “tenemos que vivir una vida ‘secular’ y por medio de ella compartir los sufrimientos
de Dios”. Esta es una vida “libre de falsas obligaciones e inhibiciones religiosas”, abierta a servir a
todos, sean quienes fueren y estén donde estuvieren. Es una vida de arrepentimiento que se preocupa
menos de nuestras propias necesidades, problemas, pecados y temores, y más de “entrar en el camino de
Jesucristo”, sufriendo con los que sufren y alegrándonos con los que se alegran. Esto lo hacemos en
medio de las vicisitudes de la vida cotidiana.
Bonhoeffer no vivió lo suficiente como para poder encarnar este concepto de cristianismo sin
religión. Pero en sus Letters and Papers from Prison [Cartas y escritos desde la prisión], podemos verlo
definido de manera sugerente y como desafío para nuestras vidas:
Para empezar [la Iglesia] debiera regalar todas sus propiedades a los necesitados. El clérigo
debe vivir únicamente de las ofrendas de sus congregaciones o, posiblemente, tener algún
medio de vida en ocupaciones seculares. La iglesia tiene que participar de los problemas
seculares de la vida humana de todos los días, no dominando sino ayudando y sirviendo.
Tiene que decirles a las personas de todos los caminos de la vida lo que significa vivir en
Cristo, existir para los demás. En particular nuestra iglesia tendrá que ocuparse de luchar
contra los vicios de la adoración al poder, la envidia y tantas otras nimiedades y
charlatanerías, que son la raíz de todo mal. Tendrá que hablar de la moderación, la pureza, la
confianza, la lealtad, la constancia, la paciencia, la disciplina, la humildad, el contento y la
modestia.
Aquí Bonhoeffer llama a la espiritualidad de primer orden que reafirme el mundo. Y sus implicancias
para la vida de virtud y santidad son profundas. Nos hace esperar más y anhelar más. Solo podemos
preguntarnos hasta dónde habría llevado Bonhoeffer esta línea de pensamiento creativo, si no hubiera
muerto tan temprano. Pero sentimos genuina gratitud por este hombre que vivió con tanto coraje y
enseñó con tanta profundidad.
El objetivo supremo
Ante todo, la tradición de la santidad o vida virtuosa constantemente pone delante de nuestros ojos el
objetivo supremo de la vida cristiana: una formación cada vez más profunda de la personalidad interior
para que refleje la gloria y la bondad de Dios, en conformidad cada vez más radiante con la vida, la fe,
los deseos y hábitos de Jesús. Equivale esto a una completa transformación de nuestra condición de
criaturas, para ser perfectos, plenos hijos e hijas de Dios.
Verá, el objetivo de la vida cristiana no se reduce a llevarnos al cielo, ¡sino a traérnoslo aquí! Dios
quiere convertirnos en “criaturas radiantes, inmortales, que vibran con tal energía, gozo, sabiduría y
amor como no podríamos imaginar, espejo brillante y sin mancha que refleja de Dios perfectamente
(por supuesto, ¡a escala mucho menor!) su ilimitado poder, deleite y bondad”.
De seguro, la plena realidad de este “reflejo perfecto” espera la glorificación. Pero aún ahora
necesitamos oír que se nos pronuncie una y otra vez el objetivo supremo para que podamos entrar en el
proceso que lleva a él. Dios no espera hasta la muerte para iniciar este proceso de transformación total y
completa. Claro que no. El proceso empieza ahora, y Dios puede hacer y hará mucho más aquí y ahora
de lo que podríamos imaginar. Si aún no somos perfectos, podremos al menos ser mucho mejores.
Somos terriblemente propensos a conformarnos con menos de lo que Dios quiere para nosotros. Nos
conformamos con que Dios elimine de nuestra personalidad alguna conducta irritante (por ejemplo, el
carácter agrio) o una adicción destructiva (como el alcoholismo). Pero esto dista mucho de la obra que
realiza Dios para reestructurar nuestras dolencias interiores. Tal vez estemos dispuestos a renunciar a
honores y posesiones, y hasta a algunos amigos, pero nos toca demasiado de cerca la renuncia a
nosotros mismos. Y aun así, tenemos que entender sencillamente que Dios busca no mejorarnos, sino
transformarnos. C. S. Lewis escribe: “El objetivo hacia el cual [Dios] nos empieza a guiar es la absoluta
perfección, y no hay poder en todo el universo, con la excepción de nosotros mismos, que pueda
impedirle llevarnos hacia ese objetivo”.
El manantial de la acción
Una segunda bondad que encontramos en la vida virtuosa o la tradición de la santidad es su enfoque
intencional en el corazón, manantial de toda acción. Los mejores escritores de esta corriente nos llaman
constantemente (y a veces, casi se vuelve monótono) a la pureza del corazón. Los grandes líderes
puritanos, por ejemplo, prestaban continua atención a este “trabajo sobre el corazón”, como solían
llamarlo. En Keeping the Heart [Guardar el corazón], John Flave, un puritano inglés que vivió en el
siglo xvii, observa que “la más grande dificultad en la conversión es ganar el propio corazón para Dios,
y después de la conversión, lo más difícil es mantener el corazón con Dios (...) Trabajar sobre nuestro
corazón es de veras un esfuerzo muy duro”.
Para la tradición de la santidad, las acciones externas –este conjunto de prácticas éticas u
observancias– jamás son el centro de atención. Las acciones específicas son consecuencia o resultado
natural de algo mucho más profundo. La máxima escolástica Actio sequitur esse nos recuerda que la
acción siempre responde a la esencia de la persona que actúa. Por supuesto, esto no reduce las buenas
obras y acciones de caridad a la insignificancia, pero sí las convierte en asuntos de importancia
secundaria, en efectos más que en causas. Lo que sí tiene importancia primordial es nuestra unión vital
con Dios, nuestra “nueva creación” en Cristo, nuestra inmersión en el Espíritu Santo. Y es esta unión la
que purifica el corazón. Cuando la rama está de veras unida a la vid y recibe de ella su vida, entonces el
buen fruto espiritual es consecuencia natural (Juan 17). La acción sigue a la esencia.
Es fácil centrar la virtud en la acción por la acción misma. Si una persona hace algo en particular, o se
aparta de una acción específica, suponemos que es virtuosa. Pero si bien es cierto que el virtuoso
ejecutará acciones virtuosas, no son las acciones las que convierten en virtuoso al actor. En cambio,
ellas resultan de su virtud. Es parecido a lo que sucede con un brillante jugador de tenis que siempre
juega bien. Juega bien porque es buen jugador. Tal vez con mucha suerte podría yo hacer un buen tiro,
pero eso no me convertiría en buen tenista, como lo demostrarían todos los tiros anteriores y posteriores
a ese que salió bien.
Por eso, los filósofos morales pueden decir: “La virtud es fácil”. Cuando el corazón ha sido
purificado por acción del Espíritu, lo más natural del mundo será la virtud. Para el puro de corazón, lo
difícil es el vicio.
Ese constante llamado a la purificación del corazón, de parte de las voces de la tradición de la
santidad, constituye entonces una convocatoria a la que damos la bienvenida porque no es cosa vana
volver a nuestro primer amor, una y otra vez. Es una acción de fe clamar continuamente a Dios para que
escudriñe y conozca nuestros corazones, arrancando de raíz todo lo malo que pudiera haber en ellos
(Salmo 139:23).
Somos, todos y cada uno de nosotros, una masa enredada de motivos: esperanza y miedo, fe y duda,
simpleza y complejidad, sinceridad y falsedad, franqueza y mentiras. Dios conoce nuestros corazones
mejor que nadie. Es el único que puede separar lo verdadero de lo falso, el único que puede purificar los
motivos del corazón. Pero sepamos que Dios no vendrá si no lo invitamos. Si hay rincones de nuestro
corazón que jamás conocieron el toque sanador de Dios, tal vez sea porque no permitimos su divino
escrutinio.
El trabajo más importante, más real, más perdurable, es el que se cumple en lo más profundo de
nuestros corazones. Este trabajo es solitario, interno. Nadie puede verlo, ni siquiera nosotros mismos. Es
un trabajo que solamente Dios conoce. Es el trabajo de la pureza del corazón, de la conversión del alma,
de la transfiguración de la vida.
Y aunque no podamos ver esta obra, sí podemos detectar en parte sus efectos. Conocemos entonces
una nueva firmeza en la orientación de nuestras vidas. Una paz que no llegamos a entender y no
podemos explicar. Empezamos a ver todo a la luz del gobierno de Dios, que siempre es para bien. Y lo
más asombroso de todo, es que empezamos a sentir un cálido e incondicional afecto por todas las
personas.
El crecimiento en la gracia
Esto me lleva a señalar el cuarto punto fuerte de la tradición de la santidad, que es su práctico y
acabado entendimiento de cómo crecemos “… en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y
Salvador Jesucristo” (2 Pedro 3:18). La estructura fundacional de este crecimiento en la gracia implica
un entrenamiento del cuerpo, la mente y el espíritu por medio de las disciplinas de la vida espiritual.
Estas disciplinas abarcan, entre otras, las actividades de la oración, la meditación, el estudio, el ayuno,
la soledad con Dios, el servicio, la adoración y la celebración. Todas estas son bien reconocidas formas
en que, literalmente, presentamos nuestros cuerpos como “sacrificio vivo” a Dios (Romanos 12:1).
Es esta una búsqueda de la justicia y santidad del reino de Dios a través de las disciplinas de la vida
espiritual que, aunque indirectas, nos son posibles. Por ellas recibimos de Dios la capacidad para hacer
cosas que por nuestros propios medios nos serían imposibles, como amar a nuestros enemigos, por
ejemplo. Las disciplinas nos colocan en la corriente divina de las cosas, de manera tal que Dios pueda
edificar en nosotros hábitos sólidos de “…amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad,
humildad y dominio propio…” (Gálatas 5:22-23).
Aunque las clásicas disciplinas de la vida espiritual son fundamentales para nuestra formación, lejos
están de ser el único medio. Dios con frecuencia utiliza las dificultades y problemas que enfrentamos en
la vida para producir en nosotros un tipo de paciencia capaz de soportar las cosas (Santiago 1:2-3). Y
otras veces, utiliza el intercambio interactivo entre nosotros y el Espíritu Santo para formar en nosotros
un espíritu de dependencia o para aumentar nuestra fe. También, utiliza a menudo a otras personas o
medios físicos para mediar su vida en nosotros. Todas estas cosas nos forman y nos convierten en
personas sustancialmente diferentes, al punto que deseamos participar en esta obra de gracia. Podemos
dejar de buscar conformarnos a la imagen de Cristo en cualquier momento, porque Dios, en su sabiduría
y soberana libertad, nos ha dado poder de veto sobre nuestra formación. Esta es la dignidad que nos
otorga como agentes morales libres.
El Espíritu es muy paciente y nos espera hasta que encontremos y veamos lo bueno de la justicia.
Pero créame que Dios está decidido a llevar a cabo esta obra en nosotros hasta el final. C. S. Lewis
observa: “El mandamiento a ser perfectos no es un gas idealista. Tampoco es un mandamiento a hacer
lo imposible. [Dios] obrará para hacer de nosotros criaturas que puedan obedecer ese mandamiento (...)
porque habla en serio. Los que se ponen en manos de Dios se perfeccionarán, como Él es perfecto:
perfecto en amor, sabiduría, gozo, belleza e inmortalidad”.
La transformación de nosotros mismos a imagen de Cristo no se completará en esta vida, porque,
como observa Lewis, “la muerte es una parte importante del tratamiento”. El punto al que lleguemos en
nuestro progreso en la vida cristiana mientras estamos en la Tierra, dependerá de una cantidad de
factores complejos, de los cuales no podemos dejar de mencionar el paquete emocional, mental y
psíquico que se nos dio al nacer. Estos factores pueden bien darnos una ventaja inicial o, por el
contrario, representar un importante escollo. Pero aun con ese complejo juego entre la herencia, el
entorno y muchísimos otros factores que no podríamos enumerar aquí por falta de espacio, podemos y
debiéramos esperar buen progreso hacia una vida “… de justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo”
(Romanos 14:17).
Quiero incluir aquí dos comentarios sobre este crecimiento en la gracia. Y tal vez suenen
contradictorios, pero de hecho, encajan muy bien el uno con el otro. Primero, en nuestro diario vivir y
pensar necesitamos siempre otorgar espacio a las divinas infusiones de gracia que producen en nosotros
un salto cuantitativo hacia delante. Se trata de acciones soberanas de Dios (a mi entender). No podemos
hacer que sucedan por mucho que lo intentemos porque, además, parecen no tener conexión alguna con
nuestro esfuerzo, hasta donde podemos discernir. Es posible que usted haya estado luchando contra una
adicción en particular, como la pornografía, y que, en un momento dado, todos esos deseos sexuales
distorsionados sencillamente hayan desaparecido por completo. O tal vez en el contexto de la adoración,
en situación habitual de repente se sienta inundado por olas de amor sobrenatural, en un paroxismo de
esperanza, maravilla, gozo y paz. Todo esto comprende gloriosos actos de Dios, y la única respuesta
cuerda ante ellos es caer de rodillas en adoración y alabanza.
Mi segundo comentario se centra en la otra cara de la moneda. Tenemos participación en este
“crecimiento en la vida cristiana” (como lo llamaban los puritanos). Tenemos que trabajar. Y este
esfuerzo es de enorme importancia, porque Dios ha designado que sea esta la forma más normal y
común en que nos formemos. Por gracia Dios nos invita a trabajar en cooperación con el Espíritu a
través de disciplinas espirituales adecuadas a nuestra necesidad, y por medio de muchos otros caminos
de gracia. Pablo une con maestría estas dos caras de una misma moneda cuando declara: “… lleven a
cabo su salvación con temor y temblor, pues Dios es quien produce en ustedes tanto el querer como el
hacer para que se cumpla su buena voluntad” (Filipenses 2:12-13).
Ahora, este medio común y cotidiano para transformar el carácter carece de la espectacularidad de las
infusiones especiales de esa gracia tan sobrecogedora. Y, además, parece ser dolorosamente lento, por
mucho que se continúe a un ritmo que se corresponde con la virtud que se busque formar. Francisco de
Sales escribe:
La purificación y sanidad ordinaria, sea del cuerpo o de la mente, solo se da de a poco, pasando de un
nivel al siguiente con esfuerzo y paciencia (...) El alma que se eleva del pecado a la devoción podría
compararse con el amanecer, que no diluye la oscuridad al instante, sino gradualmente.
Es fácil pasar por alto el valor de este medio fundamental, que es la gracia. Nos parece común, lo
damos casi por sentado, como quieto, callado, modesto, poco observable. Y, sin embargo, es el medio
primordial sin el cual no podríamos crecer. Dios así lo ha designado y, a través de este medio nos invita
a participar en la obra de gracia siendo, como dice Pablo: “… colaboradores al servicio de Dios…” (1
Corintios 3:9).
Estas dos realidades obran juntas, como el guante y la mano que está dentro. Nuestro cuerpo, mente y
alma necesitan prepararse y moldearse para toda infusión especial de gracia. Sin esta gracia no somos
receptáculos adecuados como para contener la divina bendición. Estallaríamos, tal vez, o algo peor. Por
eso siempre tenemos que valorar este camino común (tan intolerablemente lento también) que nos hace
crecer, porque a través de él Dios nos prepara para cosas que ni siquiera podríamos imaginar.
Todos somos llamados a la santidad en el corazón y en la vida. Anthony Bloom nos recuerda: “Toda
santidad es la santidad de Dios en nosotros: una santidad que es participación y, en cierto modo, más
que participación, porque al participar en lo que podemos recibir de Dios, nos convertimos en
revelación de aquello que trasciende a nosotros. Siendo luz limitada, revelamos la Luz”. Es maravilloso
pensar que, al ser colaboradores de Dios, al participar de su obra continua de perfección cristiana,
nuestra lucecita (que no es la fuente de la luz sino solo un reflejo de la Luz, aunque muchas veces un
distorsionado y débil reflejo) podrá llevar a otros a ver más plenamente a Jesús, la Luz del mundo.
Notas:
6.La puesta en práctica de la “teología del altar” de Phoebe implicaba tres pasos bien definidos: entera consagración, fe y testimonio. Esta
mujer, entendemos, se sentía impedida de cumplir el tercer paso.
7.No confundir con el otro Santiago o Jacobo, hijo de Zebedeo y hermano de Juan.
8.Es interesante observar que los hermanos menores de Santiago –José, Judas y Simón, y sus hermanas cuyos nombres no conocemos–
hacían lo mismo que Santiago y se negaban a creer en Jesús (Mateo 13:55; Marcos 6:3; Juan 7:5).
9.“Los cristianos alemanes” era el mote que se daba a los protestantes que apoyaban a Hitler. La “Iglesia de la Confesión”, donde
Bonhoeffer era figura clave, surgió como testimonio de la fidelidad cristiana y fue principal opositora de “los cristianos alemanes”.
10.Nota del traductor de su obra: “Es decir, Hitler y su gobierno”.
11.También llamada “santidad ajena”, porque es una santidad o justicia que viene de afuera, y es ajena a nuestra naturaleza de pecado -que
es la rebelión contra Dios–. En ocasiones se usa el término “santidad objetiva” para subrayar la naturaleza objetiva de la declaración de
Dios con respecto a nuestra justicia, a través de la sangre derramada de Jesucristo.
Capítulo 4
“… Al contrario, sean llenos del Espíritu. Anímense unos a otros con salmos,
himnos y canciones espirituales. Canten y alaben al Señor con el corazón”.
EFESIOS 5:18-19
“Ahora el Señor aparece en este día de su potente poder, para reunir a sus
escogidos, de todas las formas y observancias, tipos, lenguas y naciones; está
formando sus joyas, sus potentes huestes, y está exaltando a Jesucristo para ser
Rey de reyes, para liderar su ejército (...) en el poder de la Palabra viva de Dios”.
WILLIAM DEWSBURY, 1655
4
M ientras que, como hemos visto, la tradición de la santidad se centra en el poder de ser, la
tradición carismática se centra en el poder de hacer. Si bien es importante marcar esta distinción,
no hay que juzgarla como esencial, porque como veremos más adelante, ambas tradiciones gozan de
mejor salud cuando se niegan a funcionar de manera independiente la una de la otra (así sucede con
todas las tradiciones). La corriente carismática de la vida y la fe cristianas centra su atención en los
carismas o dones del Espíritu y en su fruto que nos nutre. Esta forma de vivir con el poder del Espíritu
responde al profundo anhelo por la inmediatez de la presencia de Dios en su pueblo.
El poder en el Espíritu
Bien, ante todo, pienso en el gran poder del Espíritu que rodeaba a Francisco y todo lo que decía y
hacía. Tal vez baste con que le cuente una parte de la historia. Clara, quien para ese momento ya había
establecido la “segunda orden” de los franciscanos llamándola las “clarisas pobres”, en reiteradas
oportunidades había pedido comer con Francisco, pero él nunca había accedido a su solicitud.
Finalmente algunos de los hermanos le indicaron que aceptara, diciendo: “Padre, nos parece que ser tan
estricto no es acorde con la divina caridad (...) en especial porque ella dejó de lado la riqueza y las
pompas del mundo como resultado de su predicación”. Francisco entonces entendió que debía acceder,
y se organizó un encuentro en la pequeña iglesia de Santa María de los Ángeles. Francisco hizo que
prepararan una comida, que comerían sentados en el suelo, como era su costumbre. A la hora señalada,
“San Francisco y Santa Clara se sentaron, y uno de los compañeros de él se sentó con una de las
compañeras de Santa Clara, y todos los demás compañeros se agruparon alrededor de esa humilde
mesa”. Mientras comían, Francisco “empezó a hablar de Dios de manera tan dulce, santa, profunda,
divina y maravillosa que él, y Santa Clara y los compañeros de ambos sentados a la pobre mesa
experimentaron un momento de rapto, absorbidos por Dios mismo”.
Mientras tanto la gente de Asís se horrorizaba al ver a la distancia que ardían Santa María de los
Ángeles y el bosque que rodeaba a la iglesia. Corrieron a la colina con la intención de apagar el
incendio antes de que todo quedara arrasado. Pero al llegar a la iglesia vieron que no sucedía nada. No
había incendio. No había bosque en llamas. Nada. Al entrar en la iglesia, encontraron a Francisco, a
Clara y a los demás “sentados en derredor de esa muy humilde mesa, completamente absortos en
contemplación de Dios e investidos de un poder que venía del cielo”. Entonces se dieron cuenta de que
el fuego que habían visto no era fuego material, sino espiritual. Las llamas que veían eran “símbolo del
fuego de amor divino que ardía en las almas” de estos simples siervos de Cristo. El resultado final de
este asombroso hecho fue que la gente de Asís regresó a sus casas “con gran consolación en sus
corazones y con santa edificación”.
Sé que dije que una sola historia sería suficiente, pero ¿cómo dejar de lado la más famosa de todas, de
cuando Francisco domó al feroz lobo de Gubbio? Parece que un lobo muy grande había estado
aterrorizando a los ciudadanos de Gubbio y había matado a varios niños. La gente estaba tan
traumatizada que ni siquiera salían de sus casas, y ni hablar de salir del pueblo. Al enterarse de esto,
Francisco decidió de inmediato que buscaría al lobo. Recorrió el sendero donde solían verlo a menudo,
y sus compañeros lo siguieron a distancia segura. Al verlos venir, el lobo se aprestó a atacarlos con la
boca abierta, amenazante. Francisco le habló con firmeza, pero con voz suave: “Ven a mí, Hermano
Lobo. En el nombre de Cristo te ordeno que no me lastimes ni hagas daño a nadie”. Quienes lo
acompañaban estaban asustados al principio, pero se asombraron al ver que el lobo se detenía, cerraba
la boca, bajaba la cabeza y se echaba a los pies de Francisco como un corderito. Allí, Francisco le
habló: “Hermano Lobo, has causado enormes daños a esta región (...) y el pueblo entero es tu enemigo.
Pero Hermano Lobo, quiero hacer las paces entre tú y ellos para que no vuelvas a dañarlos”. Entonces
propuso al lobo un pacto de paz entre el animal y la gente de Gubbio: el lobo prometería no aterrorizar
ni matar, y la gente prometería tratar al lobo con cortesía y darle comida. Mientras los demás miraban
atónitos, “El lobo movió su cuerpo, cola, orejas y asintió con la cabeza, aceptando lo que el Santo le
había dicho y prometiendo cumplirlo”. En ese momento, todos “gritaron al cielo, alabando y
bendiciendo al Señor Jesucristo”.
En este dramático suceso, la shalom de Dios descendió sobre esa ciudad porque se nos dice que “a
partir de ese día, el lobo y la gente guardaron el pacto hecho por San Francisco. El lobo vivió dos años
más e iba de puerta en puerta buscando comida. No lastimó a nadie, y nadie le hizo daño. La gente lo
alimentaba con cortesía. Y era un hecho notable que ningún perro ni siquiera le ladraba”.
Todo el ministerio de Francisco fue rico en milagros y sanidad, en señales, revelaciones y visiones.
En una ocasión encontró a una niña ciega de la ciudad de Bevagna en el valle Spoleto. Al ver su sincera
devoción, “marcó los ojos de la cieguita con su saliva, tres veces en el nombre de la Trinidad y le
restauró la vista que ella tanto deseaba”. Un hombre de la ciudad de Orte tenía un tumor entre los
hombros “del tamaño de una gran hogaza de pan”. Francisco, al ver su sufrimiento, le impuso las manos
y lo bendijo, y “el hombre sanó tan instantánea y completamente que no quedaron rastros del tumor”. Y
las historias siguen.
Crecimiento en el Espíritu
Sin embargo, estas cosas en sí mismas no convierten a Francisco en paradigma de la corriente
carismática. El poder no es un fin en sí mismo y jamás ha sido ese su propósito. El sano poder
espiritual, por necesidad está ligado al crecimiento espiritual. Y es allí, en el vínculo entre el poder y el
crecimiento espiritual, que vemos la íntima conexión entre la tradición carismática y la de la santidad.
Esta interconexión es exactamente lo que esperaríamos. Ambas tradiciones debieran funcionar de la
mano, alimentándose mutuamente. Lo que hace de Francisco alguien tan importante para nuestro
estudio, entonces, es la forma en que integró en su persona los dones de poder del Espíritu y el fruto del
Espíritu, que alimenta: el amor, el gozo, la paz, la paciencia, la bondad, la generosidad, la fidelidad, la
benignidad y el dominio propio. Nos vemos atraídos a su personalidad por su misma belleza.
Todos los sucesos milagrosos en la vida de Francisco tenían como objetivo este crecimiento del alma.
Se nos dice que después de un asombroso milagro, Francisco permaneció en el lugar “a causa del
mucho bien que veía obrar al Señor en las almas de las personas que se acercaban, porque veía que
muchos (...) se embriagaban con el amor de Dios y se convertían, con anhelos del cielo”. Este es el
sentido central en todas las historias de milagros. Y, además, no todos los milagros eran de naturaleza
externa. Muchos eran, de hecho, profundamente internos porque conllevaban un discernimiento inusual,
una sabiduría pocas veces vista. Ya fueran externos o internos, los resultados siempre eran los mismos:
un amor a Dios cada vez más profundo, mayor santidad en la vida, una libertad más plena en el Espíritu.
Bonaventura dijo de Francisco: “Por la cantidad de virtudes que relucían en su vida, se destacaba
entre todos como si les llevara una cabeza en altura”. Francisco iba por las colinas y aldeas,
constantemente predicando la conversión a los valores del evangelio. Enseñaba a sus seguidores a
saludar a todos diciendo: “¡Paz y bien!” Ahora, para que veamos hasta qué punto esta declaración tenía
significado en esa época, tenemos que retomar el sentido de la violencia atroz de esos tiempos. Esta
gente vivía bajo constante amenaza de venganzas sangrientas, saqueos y asesinatos. Y contra ese telón
de fondo, el saludo de paz y bondad de estos humildes “frailes menores” llegaba como bendito impacto.
Tal vez este foco en la bondad podría resumirse en la “Salutación de las virtudes” de Francisco. Él
pronunció estas sencillas declaraciones elogiando los diversos puntos fuertes que hacen que sea posible
una vida moral, ya que “virtudes” y “puntos fuertes” son términos equivalentes. Francisco decía que
estos puntos fuertes o virtudes tienen sus raíces en Dios y que de Él provienen. Son las energías de la
vida del converso. Cuanto más meditamos en sus sencillas palabras, más lo vemos como teólogo del
Espíritu, porque es el Espíritu quien nos lleva a una pureza de corazón creciente, cada vez más profunda
y plena.
¡Salve, reina sabiduría!, el Señor te salve con tu hermana la santa pura sencillez.
¡Señora santa pobreza!, el Señor te salve con tu hermana la santa humildad.
¡Señora santa caridad!, el Señor te salve con tu hermana la santa obediencia.
¡Santísimas virtudes!, a todas os salve el Señor, de quien venís y procedéis.
Gozo en el Espíritu
El santo gozo es una de las marcas más comunes de quienes caminan en el poder del Espíritu, y
Francisco y su grupo dichoso poseían este gozo en abundancia. Tiene que haber sido algo maravilloso
de ver, porque de tan solo leerlo, el corazón se nos acelera. Estos jóvenes trovadores del Señor iban de
pueblo en pueblo, embriagados de santo gozo. Aun cuando Francisco debió presentarse ante el Papa,
casi danzaba para expresar su gozo. Tomás de Celano escribió sobre esto, observando que “Francisco
habló con tan grande fervor de espíritu que no pudiendo contenerse a causa del gozo (...) movía los pies
como si estuviera danzando”.
De todas estas historias que ilustran el gozo en el Espíritu que sentían Francisco y su grupo, la que
más me gusta es la del primer pesebre de Navidad que dispusieron en el pequeño pueblo de Greccio
(hoy es tan común ver escenas de pesebres que cuesta imaginar los sentimientos que acompañaron la
experiencia original. La historia ha sido relatada por Tomás de Celano en su First Life of St. Francis
[Vida Primera de San Francisco]).
Corría el año 1223. Francisco para entonces había renunciado como cabeza de la orden que lleva su
nombre, y estaba a tres años de su muerte. Se acercaba la Navidad, y con una espontaneidad deliciosa,
Francisco declaró: “Querría hacer algo que llame a la memoria al Niño que nació en Belén”. Y con
dichoso abandono se ocupó de hacer los arreglos, luego de encontrar una cueva en las cercanías.
Imaginemos el misterio y la intriga de los habitantes de Greccio, que veían a Francisco preparar algo en
una cueva en las afueras del pueblo. Entonces llegó la Nochebuena, “el día de gozo (...) momento de
gran regocijo”. La gente del lugar encendió velas y antorchas “para iluminar la noche” y se dirigieron a
la cueva “con corazones alegres”. A la entrada, las luces revelaron a un bebé acostado en un pesebre,
envuelto en abrigados paños de género, al calor del vapor que echaban por sus narices una media
docena de vacas y ovejas. ¡¿Qué era esto?!
Entonces apareció Francisco, y “lo vio y se alegró”. Ah, ahora le gente entendía: “Greccio se había
convertido, digamos, en una nueva Belén”. Se llenaron de “renovado gozo a causa de este nuevo
misterio. Los bosques resonaban con las voces de la multitud, y las rocas parecían responder a su júbilo.
Los hermanos cantaban (...), y la noche resonaba con su regocijo”. Francisco estaba junto al pesebre,
“suspirando, sobrecogido por el amor, lleno de una maravillosa felicidad”. Les cantó a los presentes con
“voz dulce, clara y sonora”. Predicó, pronunciando “encantadoras palabras”.
Uno de los presentes tuvo en ese momento una visión y la contó a los que se hallaban allí. Su visión
era de un pequeño acostado en un pesebre, sin vida. Pero en la visión Francisco se acercaba al niño, lo
tocaba, y el pequeño despertaba “como de un profundo sueño”. La lección de esa visión tocó el corazón
de los habitantes del lugar, “porque el Niño Jesús había quedado en el olvido en los corazones de
muchos, pero por milagro de su gracia, había vuelto a la vida por medio de su siervo San Francisco,
para quedar por siempre impreso en la ferviente memoria de todos”. ¡Qué celebración reverente,
jubilosa, solemne! Y qué fiesta maravillosa para esta gente analfabeta que no podía darse el lujo de leer
y releer la historia cuantas veces quisieran. Esa noche el gozo de la Navidad se hizo palpable para la
gente de Greccio. Cada uno de los que observaban, dice Thomas, “volvió a su hogar con santo gozo”.
Le recomiendo que lea y conozca la vida de San Francisco de Asís como modelo del jubileo
carismático.
Por la libertad
William Joseph Seymour nació el 2 de mayo de 1870, en un lugar donde los cursos de agua estaban
perdidos y rodeados por tierras donde la brisa marina aportaba su salado picor. Allí, en Centerville,
Louisiana, epicentro de la violencia del Ku Klux Klan, el joven no tenía casi oportunidades de asistir a
la escuela. Seymour trabajaba muy duro en los campos mientras se las arreglaba para aprender, según la
tradición de frontera de Abraham Lincoln. Durante esos años bebió del manantial de la espiritualidad
del cristianismo de los negros, “la institución invisible”, como se llamó luego. Allí empezó a amar la
tradición de los spirituals, la música que surgió del suelo ensangrentado de la esclavitud y que amaría
durante toda su vida.
Apenas pudo, Seymour dejó sus raíces sureñas en busca de la mayor libertad que había en el norte.
En 1895 se dirigió a Indianápolis, Indiana, centro del “Pasaje subterráneo” de los tiempos previos a la
Guerra Civil. Pero también allí solo pudo conseguir trabajo en cosas menores, así que se empleó como
camarero de un importante hotel céntrico. También asistía a la Capilla Simpson, una congregación negra
en la Iglesia Metodista Episcopal, mayormente de gente blanca. Es importante esta elección de la
denominación. Más fácil le habría sido asistir a la Iglesia Metodista Episcopal Africana, que tenía una
congregación más cerca de su domicilio. Pero al decidirse por aquella, donde la congregación era
interracial, demostraba su determinación por buscar la reconciliación entre las razas a través del poder
del Espíritu.
En 1900 Seymour fue a Cincinnati, Ohio, donde se encontró con los “Santos de la luz del atardecer”
(que luego se llamarían Movimiento de la Reforma de la Iglesia de Dios), una denominación blanca que
buscaba alcanzar a los afroamericanos. Atraído por esta inclusión racial y su gran énfasis en la santidad,
Seymour se unión a este grupo y pronto sintió el llamado a entrar en el ministerio de predicación. Con
pocas (y pequeñas) congregaciones en este movimiento, el llamado implicaba que Seymour se
trasladara todo el tiempo. Y, además, como no se recolectaban ofrendas durante los servicios de
evangelización, tenía que costearse los gastos.
En sus esfuerzos de evangelización Seymour viajó a Texas, para buscar a sus parientes de quienes se
había separado en los días de esclavitud. Encontró a algunos en Houston y decidió vivir con ellos.
Durante un tiempo sirvió como pastor interino en una iglesia de la santidad negra, mientras su pastora,
la Reverenda Lucy Farrow, se encontraba en Kansas sirviendo como gobernanta para la familia de
Charles F. Parham, conocido evangelista y maestro de La Biblia en ese entonces.
A su regreso la pastora Farrow le contó a Seymour sobre sus experiencias en Kansas y, con gran
entusiasmo, le dijo que había hablado en “lenguas extrañas”. Seymour quiso saber más, así que cuando
Parham fue a Houston para abrir una escuela bíblica, él se inscribió como alumno. Las actitudes de
segregación de Parham junto con las de los residentes del área de Houston impidieron a Seymour asistir
a clase. Pero se le permitía permanecer sentado junto a la puerta del aula, que Parham dejaba
entreabierta. En las tardes Seymour y Parham predicaban juntos en las secciones negras de Houston. Sin
embargo, aquel observaba las estrictas reglas de la segregación en los servicios de la noche en el Salón
Caledonia, del centro de la ciudad, por lo que Seymour debía sentarse en los bancos del fondo del
auditorio. Parham también prohibía las relaciones interraciales en el altar, una práctica que impedía que
Seymour recibiera experiencia alguna de hablar en lenguas allí.
Mientras Seymour reemplazaba a la reverenda Farrow, una señora venida de Los Ángeles, la Sra.
Nelly Terry, asistía a los servicios. Impresionada con la actitud cristiana y pastoral de Seymour, cuando
volvió a su ciudad le contó a su grupo de oración de California sobre este inspirador pastor que había
visto en Houston. Percibiendo una urgencia divina por abrir una “congregación de la santidad”, el grupo
de oración decidió escribir una carta a Seymour para invitarlo como pastor, con todos los gastos pagos.
Seymour aceptó enseguida porque vio allí un “llamado divino” y, en enero de 1906, después de unas
pocas semanas en la escuela de Parham, dejó Houston y viajó en tren a Los Ángeles. En el oeste, el
clima racial era más abierto.
El grupo recibió a Seymour en la estación de tren con gran entusiasmo, y enseguida comenzaron las
reuniones vespertinas. Pero al poco tiempo surgió la controversia cuando el nuevo predicador comenzó
a prestar atención no solo a las enseñanzas sobre la santidad y la glosolalia, sino a la sanidad divina
como señal del bautismo en el Espíritu Santo12. El conflicto empeoró al punto de que, en un momento,
los miembros más influyentes del grupo echaron candado a la puerta de la casa de reuniones y le
negaron la entrada a Seymour y a quienes iban con él. Seymour respondió con una vigilia de oración y
ayuno, en soledad, durante varios días. La gente se conmovió y se sentían atraídos a este hombre por su
ejemplo cristiano, incluidos quienes no aceptaban sus enseñanzas sobre las lenguas extrañas. Seymour
se hizo conocer allí como hombre de profunda oración.
“Esto es aquello”
Esos primeros meses en California fueron tiempos intensos de búsqueda espiritual. Finalmente, el 9
de abril de 1906, día después del Domingo de ramos, hubo un gran avance espiritual. Comenzó en la
casa de Edward Lee, que era un trabajador de limpieza y mantenimiento que pertenecía al grupo de
oración. Seymour lo había ungido con óleo, orando por él con imposición de manos, cuando de repente
Lee irrumpió en éxtasis y comenzó a hablar. “Por fin –exclamó Lee–, “esto es aquello”.
Atónitos y maravillados, Seymour y Lee caminaron la corta distancia que los separaba de la Calle
Bonnie Brae Norte, número 214, donde iba a realizarse el servicio de la oración esa noche. Seymour
comenzó a predicar al grupo de oración sobre de Hechos 2:4: “Todos fueron llenos del Espíritu Santo y
comenzaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse”. Pero no terminó
su sermón porque Lee levantó las manos, abrió la boca y electrizó a todos los presentes hablando en
lenguas. De inmediato todos cayeron de rodillas como si un poder invisible los hubiera tumbado,
llenándolos de gozo y dándoles el poder de hablar en lenguas que no conocían. Jennie Evans Moore,
quien luego contrajo matrimonio con Seymour, se acercó al piano (aunque no sabía tocar) y comenzó a
tocar y cantar de manera impecable (tenía buena voz), en seis idiomas que jamás había oído, e interpretó
cada palabra del francés, español, latín, griego, hebreo e indostaní.
Durante tres días, este pequeño grupo de oración conformado por cocineros, gente de mantenimiento
y limpieza, obreros, peones y lavanderas, siguió en exuberante celebración y adoración, llenos de
éxtasis. Douglas Nelson escribe:
Por momentos gritaban su gozo para que todos oyeran y, en ocasiones, se sumían en reverente
silencio. Algunos entraban en trance durante tres, cuatro y hasta cinco horas. Informaron de
milagros de sanidad, y afuera había gente que susurraba con reverencia, diciendo que el poder
de Dios volvía a descender sobre las personas una vez más como en el libro de los Hechos.
En la tercera noche de este Pentecostés espiritual, el 12 de abril, jueves santo, el mismo Seymour
experimentó el profundo toque de Dios. Era tarde y ya se habían ido casi todos, cansados como para
seguir orando. Pero Seymour y un amigo blanco seguían arrodillados decididos a “seguir orando toda la
noche”. Finalmente, su amigo agotado dijo: “No es momento”, y Seymour exclamó en respuesta: “Yo
no voy a dejar de orar”. Siguió solo entonces hasta que de repente...
Una esfera de blanca brillantez apareció, se acercó y descendió sobre él. El amor divino le
derritió el corazón, y cayó al piso como si estuviera inconsciente. Oyó palabras de sanidad y
aliento, y como si vinieran de lejos, palabras imposibles de pronunciar. ¿Eran adoración
angélica y alabanza? Lentamente vio que el lenguaje de indescriptible amor le pertenecía y
salía de su más profundo e íntimo ser. Sonrió y por fin se puso de pie, abrazando con alegría a
quienes lo rodeaban.
Días después este grupo jubiloso conformado por personas tan diversas, se convirtió en una multitud
de gente blanca y de color. Ya no alcanzaba con el salón donde se reunían, y hacía falta un espacio más
grande. Se buscó entonces un edificio de dos pisos, en el número 312 de la calle Azusa. Una vez limpio,
los del grupo ubicaron allí un púlpito (que consistía de dos grandes cajones de madera), en el centro del
salón. Frente al púlpito, pusieron un altar de oración. Y los bancos, que formaban círculos en torno al
púlpito y el altar, eran tablones apoyados sobre barriles y cajones13. En la planta superior, una de las
habitaciones se destinó como “aposento alto”, y allí se pusieron tablones sobre sillas sin respaldo, a
modo de apoyo para quienes subieran a orar. Había también un cartel: “Solo hablar en susurros”.
Llegaban multitudes de personas de todas las razas, nacionalidades y clases sociales a la
congregación de Seymour. Había reuniones tres veces al día: por la mañana, por la tarde y a la noche,
que a menudo se fundían para convertirse en una continua experiencia de oración desde la mañana a la
noche. El edificio albergaba a unas ochocientas personas, en tanto unas cuatrocientas o quinientas
esperaban fuera, intentando ver algo a través de las ventanas y puertas. Estas reuniones continuaron
durante tres años, sin interrupción. El milagro que había estado buscando Seymour era una realidad: por
el poder del Espíritu, había nacido una revolucionaria y nueva forma de comunidad cristiana. Frank
Bartleman, un periodista que registró los hechos de la calle Azusa, exclamó: “La ‘línea de color’ se
borró con la sangre”.
En la calle Azusa no solo entraba gente, sino que también salían de allí, porque a semanas de esas
reuniones de Semana Santa, comenzaron a partir los primeros misioneros hacia Escandinavia, India y
China, a los que siguieron los que iban a África y otros países. En septiembre de 1906 Seymour lanzó
un periódico, The Apostolic Faith [La fe apostólica], que rápidamente llegó a sumar casi cincuenta mil
suscriptores y se distribuía en casi todo el mundo. Este humilde ministerio de la calle Azusa fue de
hecho “una contribución del gueto al mundo”.
Seymour era verdaderamente un potente ejemplo de los elementos carismáticos y de santidad, unidos
lado a lado en la vida.
Rechazo y oscuridad
La historia de Seymour no tiene un final feliz. Ese final, torcido y complicado, es un triste relato de
rechazo y condenación, y solo puedo aquí trazar apenas un esbozo. Los problemas empezaron con
Charles Parham, aunque por cierto, no terminaron allí.
Seymour había invitado a Parham a Los Ángeles, con la esperanza de que liderara reuniones de
reavivamiento en la región para fortalecer el movimiento. Estas reuniones a gran escala eran algo que
un líder negro sencillamente no podía lograr en una sociedad de predominancia blanca, y Seymour
necesitaba compañeros blancos que valoraran no solo el hablar en lenguas, sino la igualdad de las razas
y la unidad cristiana. Seymour, además, esperaba que Parham, entonces en la cima de su poder e
influencia, asumiera un rol de liderazgo como pastor del movimiento.
Parham fue a Los Ángeles, pero lamentablemente no estuvo a la altura de las circunstancias. Al llegar
a la calle Azusa le causó incomodidad la mezcla de razas. Quedó atónito porque los negros no estaban
“en su lugar” y sencillamente no podía tolerar “que los blancos imitaran los modos rudos y burdos de
los negros del sur, y atribuyeran esta acción al Espíritu Santo”. Parham se abrió camino entre la gente,
llegó al púlpito y emitió un reproche muy duro: “¡Dios enferma del estómago!”. Procedió a explicar que
Dios no soportaría ese “animalismo”.
Hasta ese momento Seymour siempre había creído que el trabajo de Parham en Kansas y Texas, con
segregación racial, era una respuesta acomodaticia a la costumbre de esa época, y que dicha separación
sería temporal. Pero ahora quedaban bien en claro sus profundamente arraigadas creencias sociales y
raciales. En realidad Parham tenía afinidad con el Ku Klux Klan, creía que la mezcla de las razas era lo
que había causado el diluvio en tiempos de Noé, y sostenía que la raza anglosajona era descendiente
directa de las diez tribus perdidas de Israel. No hace falta decir entonces que surgió una definida línea
que separaba la visión de Seymour de la de Parham.
Cuando quedó en claro que la mayoría de los que pertenecían a la Misión de la calle Azusa no
aceptarían el liderazgo de Parham, este se fue, con unos doscientos a trescientos seguidores, y abrió una
campaña rival en el cercano edificio de la Unión de Mujeres de Templanza Cristiana. Este repudio a la
obra de Azusa, y la evidente competencia, minó la posición de Seymour y debilitó al movimiento de
manera importante. En los años siguientes Parham utilizó todas las oportunidades que tuvo para
condenar la Misión de la calle Azusa en los términos más duros.
Parham fue el primero que se apartó, pero no el último. Poco a poco los líderes blancos, entre quienes
había muchos que inicialmente se habían humillado de veras en el éxtasis espiritual del principio,
encontraron motivos para apartarse de la calle Azusa. Podían aceptar el don de lenguas, pero no la
comunidad interracial –algo revolucionario en lo que Seymour insistía desde la misión de Azusa–. Se
apartaron del amor y la reconciliación. Y el movimiento se dividió de manera irreparable, según las
barreras raciales.
Todavía habría muchos días maravillosos y llenos de poder para William Seymour, porque hay
triunfo en medio de la traición. Cientos de misioneros seguían partiendo desde la calle Azusa,
difundiendo el mensaje del don de lenguas y la reconciliación en el mundo entero. C. H. Mason,
fundador de la Iglesia de Dios en Cristo, fue a la calle Azusa y se conmovió profundamente. Seymour y
Jennie Evans Moore se casaron el 13 de mayo de 1908 y siguieron ministrando juntos durante muchos
años.
Pero después de 1909 la influencia de Seymour era solo una sombra de lo que había sido antes. En
1915 Seymour publicó The Doctrines and Discipline of the Azusa Street Apostolic Faith Mission
[Doctrinas y disciplina de la misión de fe apostólica de la calle Azusa]. Esto le dio la oportunidad de
expresar una cantidad de preocupaciones sobre la dirección del movimiento pentecostal. Urgía a los
“hermanos de color” y a los “hermanos blancos” a amarse y respetarse mutuamente, añadiendo: “Espero
que ya no tengamos problemas ni espíritu de división”. Expresó su preocupación por la unidad: “Puedo
decir por medio del poder del Espíritu que allí, donde Dios reúna personas que desean ser de un mismo
pensamiento y un mismo sentir en La Palabra de Dios, descenderá sobre ellos el bautismo del Espíritu
Santo, como en la casa de Cornelio (Hechos 10:45-46).
Finalmente, advertía que no hay que considerar el don de lenguas como única evidencia del bautismo
del Espíritu. Decía que en esto había un cambio con respecto a los primeros días de la Misión de la calle
Azusa. Luego daba pruebas que sentía eran más esenciales, como el amor cristiano. Este escrito de
noventa y cinco páginas definía una posición subrayando la brecha que había entre la visión de
Seymour y la dirección del movimiento del que había sido fundador.
Hay quienes sugieren que el deterioro en el liderazgo de Seymour se debió a su limitada capacidad o
a debilidad. Pero la razón verdadera está precisamente en lo opuesto: su liderazgo fue demasiado
efectivo y exitoso por demás. Había convocado a una comunidad inclusiva, de personas llenas de amor,
más allá de la línea del color. En 1906 el camino propuesto por Seymour representaba un desafío a la
supremacía de la raza blanca, usual en ese momento. De hecho, si hubiera continuado, tal vez habría
acabado como iglesia de mártires. Douglas Nelson escribe:
Seymour defendía una doctrina por sobre todas las demás: no tiene que haber división racial
ni de ninguna otra especie en la iglesia de Jesucristo, porque Dios no respeta personas. Se
negaba a dividir a las personas por el color de su piel (...) y por este motivo, y solo por esto,
Seymour fue rechazado y olvidado por el movimiento que había creado.
El 28 de septiembre de 1922, a los cincuenta y dos años, William Seymour falleció casi en el olvido.
Sufrió un infarto, pero muchos dicen que murió de tristeza.
Durante su ministerio Seymour se mostró reticente a hablar de sí mismo, pero luego de la dolorosa
separación de Charles Parham, le contó a Frank Cummings, de dieciséis años entonces, el sueño que
había tenido antes de abrir la Misión de la calle Azusa. Soñaba que andaba por un gran bosque, donde
había focos de incendió que se expandieron hasta convertirse en una gran hoguera. En el sueño, un
predicador atravesaba desesperadamente el muro de llamas con una bolsa de arpillera mojada,
intentando sofocar el incendio. Pero el fuego ardía más y más. “Frankie, hijo, esta enseñanza ha de
difundirse por toda la tierra”. Y eso fue lo que sucedió.
Los carismas
Los carismas son expresiones identificables de esa vida, en formas específicas con propósitos
específicos. Todo seguidor de Jesús recibe del Espíritu uno o más de tales carismas espirituales. No son
lo mismo que los talentos naturales, aunque en ocasiones encajan y coinciden con ellos.
La señal de la presencia del carisma es que el efecto de las acciones de la persona excede en mucho a
lo que el ser humano puede lograr. Es decir que, si solo conociéramos lo que puede lograr el ser
humano, no imaginaríamos el resultado siquiera. Los resultados siempre son inconmensurables en
comparación con nuestros esfuerzos. Es, como verá, obra del Espíritu.
Afortunadamente, Pablo se refirió en bastante detalle a diversas cuestiones prácticas en materia del
ejercicio de los dones espirituales. No hay otro autor en La Biblia que nos haya dicho tanto al respecto.
La mayor parte de esta enseñanza se halla concentrada en tres pasajes cruciales: Romanos 12, Efesios 4
y, en especial, 1 Corintios 12–14. Nos conviene meditar estas enseñanzas con frecuencia y profundidad.
En los tres pasajes encontramos listas de dones que, aunque varían un poco, contienen los mismos
aspectos esenciales: dones de liderazgo, como el apostolado, la evangelización y la predicación;
enseñanza; dones de éxtasis, como las lenguas, el discernimiento de espíritus y la profecía; y dones que
edifican la vida de la comunidad, como la sabiduría, la fe y la ayuda.
La persona con el carisma del apostolado, por ejemplo, ha recibido capacidad espiritual para ser
pionera en áreas nuevas, en plantar iglesias interculturales. La persona con el carisma de la
evangelización tiene una capacidad espiritual que se le ha otorgado para poder llegar a quienes están
fuera de la comunidad de la fe, con la buena nueva del evangelio. La persona con el carisma de la fe
tiene capacidad espiritual para ver posibilidades nuevas y creativas, confiando en Dios para
concretarlas. Y lo mismo con los demás carismas.
Siempre tenemos que recordar esta función triple de los carismas del Espíritu: liderazgo, poder en
éxtasis y edificación de la comunidad. Todo esfuerzo por restringir la obra del Espíritu únicamente al
liderazgo, o a los dones en éxtasis o al fortalecimiento de la comunidad, sencillamente, equivoca el
sentido. Esta tentación a restringir los dones surge porque hay intereses humanos e historias en
particular que atañen a grupos que difieren entre sí. Pero hay que resistir ante esta tentación si hemos de
ser fieles al testimonio bíblico.
Los dones en éxtasis, por lo general, son para mostrarnos que Dios está presente cuando suponemos
que no lo está. En Pentecostés todos suponían que esos discípulos reunidos en el aposento eran personas
que estaban fuera de la ley. Pero por medio de efectos visuales y auditivos sobrenaturales, Dios
demostró en términos precisos y evidentes que estaba con ellos (Hechos 2:1-13). Lo mismo en la casa
de Cornelio. Los judíos cristianos, verá usted, habían supuesto que Dios no podía estar presente y activo
entre los gentiles, pero Él tenía que mostrarles que estaban errados (Hechos 10). La historia
contemporánea de William Seymour y la gente de la calle Azusa solo es una estrofa de la misma
canción. Una vez más: los dones de éxtasis nos ayudan a ver que Dios está presente y activo entre
personas de quienes ya no esperamos nada, y en situaciones en las que ya hemos bajado los brazos.
Edificar en el amor
Primera Corintios contiene la enseñanza más extensa que tenemos en La Biblia con relación a los
dones espirituales. En el centro, está el famoso “capítulo del amor”, que debiera darnos indicios del
papel central del amor divino para el funcionamiento efectivo de los dones espirituales. La sección que
precede a 1 Corintios 13 tal vez no sea tan conocida, pero está íntimamente ligada a este capítulo del
amor y contiene gran sabiduría práctica. Me gustaría centrar la atención en este pasaje como resumen de
los principios esenciales que necesitamos para ejercer los dones espirituales, de manera que
edifiquemos la vida de la comunidad en lugar de destruirla.
Asumir la responsabilidad es el primer principio. “Ahora bien, el cuerpo no consta de un solo
miembro sino de muchos. Si el pie dijera: ‘Como no soy mano, no soy del cuerpo’, no por eso dejaría
de ser parte del cuerpo. Y si la oreja dijera: “Como no soy ojo, no soy del cuerpo”, no por eso dejaría
de ser parte del cuerpo”, dice Pablo (1 Corintios 12:14-16). Este es un pasaje para todos los que sienten
que no tienen nada para ofrecer a la comunidad. El carisma de la ayuda puede tener un efecto pequeño
cuando se lo compara con el carisma de la profecía, pero es absolutamente esencial para la vida en
conjunto. Todos los carismas son necesarios, no importa cuán insignificantes parezcan.
Aceptar las limitaciones es el segundo principio: “Si todo el cuerpo fuera ojo, ¿qué sería del oído? Si
todo el cuerpo fuera oído, ¿qué sería del olfato? En realidad, Dios colocó cada miembro del cuerpo
como mejor le pareció. Si todos ellos fueran un solo miembro, ¿qué sería del cuerpo? Lo cierto es que
hay muchos miembros, pero el cuerpo es uno solo” (1 Corintios 12:17-20). Este es un pasaje para todos
los que sienten que tienen todo lo que la comunidad necesita. No hay persona que contenga todos los
carismas del Espíritu. Tenemos limitaciones para el bien que podamos lograr. Es una limitación
divinamente impuesta para derrotar a nuestro egoísmo.
Estimar al otro es el tercer principio. Pablo nos dice:
El ojo no puede decirle a la mano: “No te necesito.” Ni puede la cabeza decirles a los pies:
“No los necesito.” Al contrario, los miembros del cuerpo que parecen más débiles son
indispensables, y a los que nos parecen menos honrosos los tratamos con honra especial. Y
se les trata con especial modestia a los miembros que nos parecen menos presentables,
mientras que los más presentables no requieren trato especial…”.
1 Corintios 12:21-24
Este es un pasaje para quienes sienten que pueden vivir siendo independientes de la comunidad. Todo
ejercicio adecuado de los carismas del Espíritu es un esfuerzo conjunto. Dios ha dispuesto el
funcionamiento del don de este modo, para que siempre dependamos los unos de los otros y nos
estimemos mutuamente.
Mantener la unidad dentro de la diversidad es el cuarto principio. “… Así Dios ha dispuesto los
miembros de nuestro cuerpo, dando mayor honra a los que menos tenían, a fin de que no haya división
en el cuerpo, sino que sus miembros se preocupen por igual unos por otros. Si uno de los miembros
sufre, los demás comparten su sufrimiento; y si uno de ellos recibe honor, los demás se alegran con él”,
enseña Pablo (1 Corintios 12:24-26). Este es un pasaje para lo que causan división en la comunidad, sea
a propósito o sin querer. Aunque todos tenemos personalidades diferentes y ejercemos dones distintos,
funcionamos como un todo y estamos inseparablemente vinculados, sufriendo y regocijándonos todos
juntos.
¡Qué bella descripción de nuestra vida en comunidad! Los dones espirituales se nos dan para
edificarnos como comunidad de fe. Pero solo podremos vivir de este modo con un amor sobrenatural,
que incluya a todos, y por eso precisamente Pablo centra el ágape de su enseñanza en los carismas del
Espíritu. El amor, verá usted, “Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor
jamás se extingue…” (1 Corintios 13:7-8).
El Espíritu descendió sobre los santos y sobre mí (...) Entonces me entregué al Señor para que
hiciera en mí su voluntad. Llegó a mí una ola de gloria, y todo mi ser se llenó de la gloria del
Señor. Luego, cuando Dios me hizo poner de pie, llegó una luz que me envolvió, más
brillante que la luz del sol. Cuando abrí la boca para decir ‘Gloria’, una llama tocó mi lengua
y me recorrió, y mis palabras cambiaron, y no hablé nada en mi propio idioma. ¡Oh! Estaba
lleno de la gloria del Señor. Y mi alma estaba satisfecha.
Que podamos nosotros también conocer los movimientos del Espíritu en nuestras vidas, de modo que
podamos decir: “Mi alma estaba satisfecha”.
Notas:
12.Esto muestra cómo, desde la perspectiva histórica, la tradición carismática surgió de la tradición de la santidad, e ilustra parte del
conflicto que engendró esta relación.
13.Los bancos sin respaldo, que representaban una tradicional preferencia entre los cristianos afroamericanos, permitían disponer de más
“espacio para orar”.
Capítulo 5
“¡Pero que fluya el derecho como las aguas, y la justicia como arroyo
inagotable!”
AMÓS 5:24
“La vida verdaderamente cristiana no echa a los hombres del mundo, sino que les
permite vivir mejor en él y anima sus emprendimientos por remediarlo”.
WILLIAM PENN
5
E l poder para ser el tipo de personas que Dios quiere que seamos, y el poder de hacer las obras de
Dios en la Tierra, nos ubica en suelo firme para enfrentar las exigencias del campo social. No hay
lugar con mayor necesidad de personas llenas del Espíritu Santo y el amor divino. La corriente de la
justicia social de la vida y la fe cristiana centra su atención en la justicia y la paz (shalom), en todas las
relaciones humanas y estructuras sociales. Esta forma de vida llena de compasión, implementa el
mandamiento evangélico de la equidad y la magnanimidad entre todos los pueblos y las personas.
Tomé notas y, entre otras cosas, me dijo a cuáles de sus hijos le daba a su joven negra.
Consideré el dolor y la angustia que sentía mi amigo y no sabía de qué manera terminaría el
asunto, por lo que escribí su testamento excepto por la parte que hacía referencia a su esclava.
Luego, junto a su lecho, le leí lo que había escrito y de manera amistosa dije que no podía
escribir un instrumento por el cual otro ser humano se convertía en esclavo de alguien,
porque esto perturbaba mucho mi mente y mi conciencia. Le hice saber que no le cobraba por
mis servicios y que deseaba que me excusara de hacer la otra parte que me había propuesto.
Luego hablamos seriamente sobre el tema y al fin acordó liberar a la joven. Entonces, terminé
de redactar su testamento.
Con frecuencia John hablaba a través de sus acciones con la misma potencia como cuando lo hacía
con palabras. Un ejemplo revelador fue el del 18 de noviembre de 1748. Después de predicar de manera
convincente contra la esclavitud en la reunión de los cuáqueros, lo llevaron a cenar a la casa de Thomas
Woodward. Al entrar vio a los sirvientes y preguntó cuál era su situación. Al informársele que eran
esclavos, sin decir palabra se levantó de su silla y abandonó la casa. El efecto de este silencioso
testimonio sobre Thomas Woodward fue de alto impacto. A la mañana siguiente este liberó a todos sus
esclavos, a pesar de las vigorosas objeciones de su esposa.
“Algunas consideraciones”
Dichos incidentes, sin embargo, fueron, en el mejor de los casos, encuentros personales exitosos. Y
aunque tuvieron su importancia, por sí solos no bastaban, y John estaba al tanto de ello. En el horizonte
habría sucesos que le darían una oportunidad única para atacar la institución de la esclavitud, al menos
entre los cuáqueros. En 1754 se desató una dura pelea en la frontera de Pensilvania, parte de la guerra
de Francia y la India. Como resultado hubo cuáqueros que se retiraron en masa de la Asamblea General
de Pensilvania, porque no querían apoyar con su voto el gasto en tropas e impuestos para la guerra. Al
no tener una plataforma política efectiva, debieron buscar nuevas formas de expresión para su
preocupación moral.
John aprovechó tal oportunidad en cada uno de sus sermones y también en todo panfleto que pudiera
distribuir. En 1754, con la aprobación de la Reunión Anual14, publicó: “Some Considerations on the
Keeping of Negroes: Recommended to the Professors of Christianity of Every Denomination” [Algunas
consideraciones sobre la posesión de negros: recomendadas a los profesores de la cristiandad en todas
las denominaciones]. No hubo documento antiesclavista que recibiera tanta difusión como este librito,
ni tampoco hubo otro con efecto tan profundo. Preparó el camino para los panfletos posteriores, más
vigorosos, de John Wesley y sus metodistas en Inglaterra.
El mensaje de John era rotundo y claro: la completa abolición de la esclavitud. Pero se comunicaba
este mensaje en un espíritu de tal modestia, que hasta el más reticente quedaba desarmado. John
presentaba su argumento con convicción y persuadía a sus lectores sobre el deber del cristiano: dar
libertad al esclavo. Y aún más: afirmaba que sería ¡para beneficio propio!
Nuestro deber e interés van inseparablemente unidos, y cuando somos negligentes respecto de
nuestros talentos o los utilizamos mal, necesariamente nos apartamos de la comunidad
celestial y entramos en el camino de los peores males.
Por eso, si nos examinamos y ponemos a prueba, si encontramos la armonía del Poder que
nos preside en la divina naturaleza, estaremos cumpliendo con un deber que no solo nos
incumbe y es necesario, sino que además será beneficioso para nosotros.
Al mismo tiempo, la Reunión Anual de Filadelfia dedicaba su Epístola anual al tema de la esclavitud.
Fue el mismo John quien la escribió, y su escrito luego se difundió a las demás asambleas de cuáqueros:
Les rogamos examinen la cuestión de la compra de un negro, sea importado o nacido aquí, y
determinen si esto no contribuye a que se importen más, con la consecuencia de apoyar todos
los males mencionados antes, promoviendo el robo de personas, único robo que la ley
mosaica castigaba con la muerte (...) Les rogamos, en las entrañas del amor del evangelio,
que sopesen la causa de detenerlos en esclavitud. Si es por ganancia personal, o por cualquier
otro motivo que no sea de beneficio para ellos, hemos de temer que el amor de Dios y la
influencia del Espíritu Santo no son el principio prevalente en ustedes, y que sus corazones
no han sido redimidos del mundo lo suficiente.
En los siguientes seis años John se dedicó con todo vigor a sus campañas, escribiendo y hablando.
Los cuáqueros de Londres añadieron su voto a la causa, oponiéndose con firmeza a la esclavitud. Y
varios otros, voluntariamente, liberaron a sus esclavos. ¡Se estaba fortaleciendo la ola que rompería con
la esclavitud tiempo después!
Mi mente se ve dirigida a considerar la pureza del Ser Divino y la justicia de sus criterios y
juicios, y por ello mi alma se ve sumida en el terror (...) Muchos esclavos en este continente
sufren a causa de la opresión, y su clamor ha llegado a oídos del Altísimo. Tal es la pureza y
certeza de sus juicios que no puede Él ser parcial hacia nosotros. En infinito amor y bondad,
ha abierto nuestro entendimiento de tanto en tanto, con referencia a nuestros deberes hacia su
pueblo, y no es momento para demoras. Si ahora fuéramos sensibles a lo que Él desea de
nosotros y, por respeto al interés privado de algunas personas o por amistades que no se han
formado sobre cimientos inconmovibles, fuéramos negligentes con respecto a nuestro deber y
no lo atendiéramos con firmeza y constancia, esperando algún medio extraordinario que
liberara a estos esclavos, Dios podrá, por medio de justos y terribles caminos, darnos una
respuesta a esta cuestión.
Justicia institucional
Como resultado de la enérgica actividad de John y otros más luego de la decisión de la Reunión
Anual de Filadelfia de 1758, el cuaquerismo, excepto en contadas ocasiones, se libró del flagelo de la
esclavitud, ¡antes de que las colonias norteamericanas declararan su independencia del dominio
británico! Ni uno solo de los líderes revolucionarios abolicionistas, como Washington, Jefferson o
Patrick Henry, mostró voluntad de actuar de este modo para liberar a sus propios esclavos, pero los
cuáqueros sí lo hicieron y por voluntad propia. A la luz de la dificultad de lograr la unión de las
entidades religiosas ante temas sociales de controversia, es asombroso que los cuáqueros pudieran
liquidar la esclavitud humana de manera uniforme. Por otra parte, a la luz de la contradicción entre la
esclavitud y el espíritu del evangelio, es asombroso ver que los cuáqueros adhirieran a la práctica de
poseer esclavos desde un principio.
Su acción fue no solo valiente, sino costosa. Los cuáqueros fueron los únicos que exigieron a los
amos el pago a los esclavos por el tiempo que habían pasado privados de su libertad. Inglaterra le pasó a
los de las plantaciones de las Indias Occidentales lo correspondiente a sus pérdidas cuando se abolió allí
la esclavitud. Lincoln propuso lo mismo para los dueños de las plantaciones del sur. Solo los cuáqueros
mostraron convicción en cuanto a que lo más justo sería hacer todo lo contrario. No se sabe
exactamente cuánto pagaron los cuáqueros o cuántos de ellos cumplieron con este pedido de la Reunión
Anual. Para los que sí les pagaban a sus esclavos, lo usual era hacer un cálculo basado en el salario
anual de cualquier trabajador. Sabemos que un tal F. Buston, en su apelación ante la Cámara de los
Comunes británica por la abolición de la esclavitud, dijo que a los cuáqueros de Carolina del Norte les
había costado cincuenta mil libras la libertad de sus esclavos. Para algunos cuáqueros sureños, la
emancipación de sus esclavos significó la bancarrota. Y para muchísimos otros, si no para la mayoría,
supuso la eventual migración hacia el norte.
Tal vez ya haya deducido usted que este “John” de quien hablo es John Woolman. He estado citando
su Journal [Diario], una obra que recibió elogiosas críticas. El reconocido escritor británico Charles
Lamb dijo: “El único libro de un norteamericano que leí dos veces fue el Journal de Woolman (...) Es
digno aprender a John Woolman de memoria”. Ralph Waldo Emerson declaró: “Encuentro más
sabiduría en estas páginas que en cualquier otro libro que se haya escrito desde los tiempos de los
apóstoles”. Y en 1797, Samuel Taylor Coleridge comentó: “Perdería la esperanza en el hombre que
leyera la vida de John Woolman sin que su corazón se conmoviera”. A la opinión de esos eminentes
escritores, quiero agregar mi testimonio personal, porque no hay libro a excepción de La Biblia que
haya tenido mayor influencia en mí, como Journal de John Woolman. Me conmueve infinitamente el
modo en que él veía los temas más duros, como la guerra y la paz, la raza y la igualdad, la riqueza y la
simpleza, con esa impactante combinación de compasión y coraje, de ternura y firmeza. No lo hacía de
forma académica, como con desapego, sino comprometido con las vicisitudes de la vida. John Woolman
fue un profeta de su época, un profeta que tomó los testimonios cuáqueros de la igualdad, la simpleza y
la paz, y los convirtió en instrumentos de una revolución social, atemperándolos siempre en el río del
“Amor divino”. D. Elton Trueblood comentó con justicia que “todo quien lee a Woolman tiene la
oportunidad de ver que lo mejor que existe en el mundo es la persona que de veras es buena”.
Flagrantes injusticias
La trompeta de Amós solo tocaba una única nota: justicia, justicia, justicia. Estaba escandalizado ante
las flagrantes injusticias que se habían vuelto práctica común, por lo que nadie parecía notarlas. ¿Cuáles
eran estas injusticias? Escuche:
Injusticias feroces, de verdad. Vender al pobre como esclavo, pervertir la justicia del oprimido, tener
relaciones sexuales ilícitas, aprovecharse de los indefensos. Todos estos actos de injusticia tienen un
denominador común: el abuso del poder. Aquí el poder se utilizaba para manipular, controla y destruir.
“Venden al (...) necesitado por un par de sandalias”: los acreedores vendían a los débiles y
vulnerables como esclavos, aun cuando la deuda fuera tan trivial como el equivalente al precio de un
par de sandalias.
“Pisotean la cabeza de los desvalidos como si fuera el polvo de la tierra”: los poderosos del
momento ejercía cruel y brutal opresión sobre quienes no tenían poder o influencia.
“Padre e hijo se acuestan con la misma mujer”: los padres aprovechaban la incapacidad cultural de
las mujeres para defender sus derechos y obligaban a sus nueras a tener sexo con ellos.
“Se acuestan sobre ropa que tomaron en prenda”: los ricos explotaban a los pobres negándose a
devolverles una chaqueta tomada en prenda, aun cuando el pobre la necesitara desesperadamente para
protegerse contra el frío de la noche.
“Y el vino que han cobrado como multa lo beben”: las cortes y los tribunales imponían multas
exorbitantes y luego despilfarraban el dinero en lugar de utilizarlo para mejorar la situación de los
pobres.
De este modo, Amós repudiaba y condenaba los abusos de poder, abusos que permitían que una élite
de la sociedad “oprimiera a los desvalidos y maltratara a los necesitados” (vea Amós 4:1).
Y hay más. Amós también acusa a los mercaderes y empresarios de su época, por sus sobornos, robos
y demás delitos. Escuche:
Es importante que escuchemos estas severas palabras de Amós porque tenemos que saber cuánto le
importa a Dios la justicia en el mundo del comercio y los negocios. Israel pasaba por una época de oro.
Corría el siglo viii a. C., Jeroboán II estaba en el trono, y las fronteras de Israel llegaban casi hasta
donde habían estado en época de Salomón. Había seguridad política y prosperidad económica, y la
gente creía que toda esta abundancia era señal del favor de Dios.
Pero Amós llegó para presentar una perspectiva diferente: toda su riqueza era resultado de la
sacrílega opresión de los pobres. Israel era un pueblo religioso, claro. Pero su impaciencia con las
fiestas religiosas del sábado o la luna nueva, cuando había que suspender la actividad comercial,
mostraba lo que había en su corazón. Y cuando podían legítimamente ocuparse de sus negocios, usaban
medidas y balanzas adulteradas. El efa, medida seca equivalente a unos 37 kg, se reducía forrando el
interior de los canastos. El shekel, pesa de metal de unos once gramos, se hacía más grande para que
hiciera falta más oro o plata para equilibrar los platos de la balanza. Más allá de todo esto, la balanza
siempre se desajustaba a favor del vendedor, de modo que los compradores que ya eran pobres,
terminaban pagando más por menos mercadería. Y finalmente, para colmo de males, el trigo que
vendían a precios cada vez más altos, tenía como “relleno” la paja barrida después de la molienda. Estas
prácticas fraudulentas en el mercado, estas injusticias contra el pobre y el débil, eran una ofensa contra
Dios.
Y todavía había más. Amós dirigía sus acusaciones verbales a la élite de Israel que intentaba
corromper el sistema legal para usarlo en beneficio propio. Justamente el sistema que debía brindar y
administrar justicia para todos por igual se torcía con fines ilícitos. Escuche:
En aquel tiempo la corte de justicia estaba ubicada junto a las puertas de la ciudad, y allí los ancianos
se reunían para escuchar a los testigos, arbitrar en disputas, decidir controversias y dispensar justicia. Se
utilizaban las recovas de los portales como salas de tribunal. Amós condena a quienes odian al que
“defiende la justicia” y detestan “al que dice la verdad”, lo cual deja en claro el total desprecio por el
proceso judicial hebreo. En otro pasaje, el profeta es todavía más agudo:
La mención del “tributo de grano” que se cobraba a los pobres se refería al crimen de cobrarles
demasiado a los campesinos por usar las tierras. Esas mismas tierras posiblemente hubieran pertenecido
antes a estos campesinos, pero les habían sido robadas con el fin de cobrarles impuestos, que se añadían
a su ya pesada carga de trabajo y costo de vida.
Se suponía que “las puertas de la ciudad” o salas de tribunal era el lugar donde todo miembro de la
sociedad podía esperar que se lo oyera, que se lo tratara con justicia. Pero Amós declara que se actuaba
de manera ilegal para intimidar al “inocente” o “justo”, rechazando los reclamos válidos del pobre.
Específicamente, los sobornos le negaban al pobre su legítimo derecho, no solo en el momento del
juicio, sino en la vida cotidiana.
¿Por qué motivo haría Dios oídos sordos a la música de adoración de su pueblo? Se ha cerrado el
círculo, y cada una de las áreas de la adoración litúrgica de Israel, como festivales, sacrificios y música,
ha sido evaluada y condenada. ¿Por qué? ¿Por qué despreciaría todas esas acciones de devoción? ¿Por
impureza ritual? ¿Por la concesión a las prácticas de los cananitas? ¿Por la falta de celo en el ejercicio
de la religión? No. La respuesta a todas estas preguntas es: “No”. Hay una sola razón por la que Dios
rechaza la devoción religiosa, festivales, sacrificios, instrumentos y música de adoración. Todo eso
fracasa porque no va acompañado de acciones de justicia. Y como trueno resuena la palabra del Señor:
De hecho, Amós tenía dificultades con sus oráculos de juicio. En medio de su obra profética, Dios le
dio una visión de juicio con langostas que destruían “la hierba después de la siega” (v. 1), en el
momento en que los cultivos eran más vulnerables. Amós entonces clamó contra esta visión:
“¡Señor mi Dios, te ruego que perdones a Jacob! ¿Cómo va a sobrevivir, si es tan pequeño?”
Amós 7:2
Si el libro de Amós cuenta la historia de la completa reversión del destino de Israel –que de ser el
pueblo del pacto pasó a ser rechazado y humillado–, entonces el final del que habla Amós es “de la
reversión sanadora de lo que sería un final trágico”. El compromiso de Dios con su pacto, eterno, se
expresa en última instancia en el hesed, el eterno pacto de amor de Dios. Y es ese pacto de amor el que
cierra el libro de Amós con palabras de brillante esperanza: “Restauraré a mi pueblo Israel…” (Amós
9:14).
Amós camina por la escena profética como una figura envuelta en las sombras. Virtualmente, no
sabemos nada de él, como sí conocemos de los demás profetas; aunque tal vez sea ventajoso su
anonimato porque nos obliga a centrar toda nuestra atención en su mensaje: el mensaje de la justicia
social. Es un mensaje que no podemos dejar de escuchar.
En busca de un paradigma contemporáneo
Las personas sobre las que he escrito me conmueven constantemente. Muchas veces tengo que
secarme las lágrimas para ver lo que estoy escribiendo. Dorothy Day y la historia de su vida entre los
pobres no es una excepción.
Se ha dicho de Dorothy Day que era una santa, una profetisa, una leyenda en vida. Y por cierto, fue
todas estas cosas, aunque no se arrogaría tales apelativos porque, como diría, las etiquetas son fáciles de
criticar. Me gustaría sugerir otra calificación, que no sería tan fácil de olvidar. Dorothy Day fue y sigue
siendo “un reproche vivo” a una Iglesia que se ha vuelto conformista con respecto a su posición y
riqueza. Fue y sigue siendo un reproche vivo a quienes nos preocupamos más por cuántos días de
compras quedan hasta la Navidad, que por los pobres que nos rodean. Fue y es un reproche vivo para
los que amamos la posición más que la justicia y la shalom. Fue y es un reproche vivo para quienes
dejamos de pensar en la justicia social a favor de la evangelización. Fue y es, sencillamente, un
reproche vivo.
Su infancia y juventud
Dorothy, tercera hija de John y Grace Day, nació el 8 de noviembre de 1897 en la ciudad de Nueva
York. Tiene importancia el nombre de la ciudad porque, aunque vivió en otros lugares –como San
Francisco, Chicago, Nueva Orleáns y la ciudad de México–, siempre volvía a Nueva York y allí fue
donde más trabajó. La llevaba en su sangre.
Su recuerdo más vívido de sus años de infancia, sin embargo, no era de Nueva York sino del Área de
la Bahía de San Francisco (Oakland). Tenía unos siete años cuando su familia se mudó allí en 1904, dos
años antes del famoso terremoto de 1906. La devastación de tal fenómeno obligó a la familia a mudarse
casi de inmediato, primero al lado sur de Chicago y luego, cuando el padre consiguió un empleo en un
periódico, al lado norte.
Fueron años de ternura para Dorothy, llenos de sensibilidad hacia la naturaleza, llenos de
pensamientos en un Dios cuya fuerza y gracia la llenaban de gozo y hacían que deseara “ser más como
Cristo”. A los quince años escribió sobre largos paseos por las calles multiculturales de Chicago,
envuelta en sonidos, colores e imágenes, y sobre sus caminatas en el parque, donde en soledad se
empapaba de belleza: “¡Cómo amo el parque en invierno! Tan solitario y maravilloso, en el sentido más
estricto de la palabra. Dios está allí. Por supuesto, está en todas partes, pero bajo los árboles, con los
ojos puestos del otro lado del inmenso lago, Él se comunica conmigo y me llena de una profunda paz”.
La búsqueda
La inocencia de la infancia, sin embargo, siempre tiene que dar lugar a la ambigüedad de la vida
adulta, y para Dorothy esto ocurrió en 1913, cuando con dieciséis años ingresó a la Universidad de
Illinois, en Urbana. Ahora ya no pensaba tanto en Dios porque soñaba con ser periodista y escritora,
sueño que cumpliría muchísimas veces a lo largo de su prodigiosa vida. También fue este un período de
vigoroso fermento político, ya que Dorothy interactuaba con las populares ideologías socialistas del
momento. Los apasionados debates que oía y en los que participaba hacían resonar algo en el interior de
esta joven estudiante, sensible al tema de la justicia y la pobreza.
Para 1916 Dorothy ya estaba de regreso en su ciudad natal, Nueva York, trabajando como reportera
para The Call [El llamado], un periódico socialista. Pronto se vio inmersa en la radical escena de la
Greenwich Village y trabajando para The Masses [Las masas], revista mensual cuyos editores y
colaboradores pertenecían a la aristocracia intelectual de la izquierda norteamericana. Allí entró en la
brillante escena de la Nueva York intelectual, con autores como Mike Gold, Max Eastman y Floyd Dell.
Eran tiempos vertiginosos, tiempos de simpatías socialistas, comunistas y anarquistas, tiempos de
entrevistas a Trosky y de informar sobre el trabajo infantil, y de investigar a los fabricantes de
municiones, tiempos de piquetes y de huelgas, y de marchas contra la conscripción de soldados.
La evaluación de Dorothy sobre sí misma en este período fue sincera y brutal: “No fui buena radical
y no merecía respeto como esas grandes figuras del movimiento que peleaban por los temas del día”.
Tal vez. Pero para decir lo menos, sí se metió de lleno en el tema del sufrimiento de los pobres y trabajó
con pasión en las causas por la justicia. Dorothy no era cristiana todavía, pero su clamor sincero, joven
y lleno de energía en contra de la injusticia expresaba una preocupación cristiana.
El trabajo de reportera se centraba en las cosas inmediatas y temporales, por lo que poco tiempo
quedaba para reflexionar sobre lo inmutable y eterno. “La vida en un periódico, sea radical o
conservador, hace que uno pierda toda perspectiva del tiempo. Se ve arrastrado en el torrente de
sucesos, escritura, informes, sin tiempo para pensar o reflexionar”.
En 1917, con veinte años y llena de ideales, fue arrestada por primera vez (aunque no fue la última),
por marchar en defensa del derecho al voto de la mujer en Washington, D. C. Fueron treinta días de
horror que jamás olvidó:
No podría volver a ser libre mientras supiera que más allá de los barrotes de mi celda había
en todo el mundo hombres y mujeres, muchachas y muchachos, que sufrían castigo,
aislamiento y pena por crímenes de los que somos culpables todos (...) Me agobiaba la
tristeza antes de que me liberaran. No podría recuperarme de esta herida, este conocimiento
terrible que había conseguido viendo de qué son capaces los seres humanos en su trato hacia
el prójimo.
Fue este también un período de promiscuidad en su vida, que ella calificaba como “vida bohemia”:
vivió un triste romance con un ex empleado del periódico, Lionel Moise, quedó embarazada y se hizo
un aborto que causó gran dolor en su corazón. (A partir de ese momento, se convirtió en acérrima
enemiga del aborto). Casi como por despecho, se casó con Barkeley Tobey, fundador del Gremio
Literario. Fue un matrimonio sin futuro desde el comienzo mismo y, después de vivir un año en Europa,
se separaron.
Pero aun durante este período de turbulencia emocional y cambios de lealtad política, seguían
mezclándose en su interior el anhelo espiritual y el profundo compromiso con la justicia social. Desde la
adolescencia había sentido pasión por Imitación de Cristo, y dijo que el libro la había acompañado “día
a día”. También, Pensamiento, de Pascal la conmovía, así como los autores rusos Dostoievski y Tolstoi
despertaban en ella profundos sentimientos hacia los que sufren y un compromiso firme con la justicia
social. El personaje del Padre Zosima en Los hermanos Karamazov le atraía porque “hablaba con tal
convicción de ese amor a Dios que da como resultado el amor por el prójimo. La historia de su
conversión al amor es conmovedora, y ese libro, con la imagen de religión que resulta, tuvo mucho que
ver con mi vida posterior”. Después de pasar noches enteras en tabernas, solía asistir a la primera misa
de la mañana en la iglesia de St. Joseph en la Sexta Avenida, y se arrodillaba en la última fila “sin saber
qué pasaba en el altar, aunque reconfortada por las luces y el silencio, por la gente arrodillada y la
atmósfera de adoración”.
Dorothy cultivó una amistad con el dramaturgo Eugene O’Neill, quien le hizo conocer el poema de
Francis Thompson: “The Hound of Heaven” [El sabueso del cielo]. Eugene sabía el poema de memoria
y en la sala trasera de un bar llamado “Hell Hole” [Agujero del infierno], entre tragos y cigarros, “se
sentaba allí, triste y solemne”, contándole cómo el alma escapa del amor divino y de la incesante
solicitación de Dios.
Escapé de Él, durante la noche y los días,
Escapé de Él, bajo las arcadas de los años.
Escapé de Él por los laberínticos senderos
de mi propia mente; y en la niebla de mis lágrimas
me oculté de Él...
De esas ocasiones en que Eugene recitaba el poema, Dorothy dijo: “La idea de que este “Sabueso del
cielo” persiguiera al hombre me fascinaba. Su recurrencia, la inevitabilidad del resultado me hacían
sentir que tarde o temprano tendría que hacer yo una pausa en la loca carrera del vivir, para recordar mi
primer principio y mi último final”.
El encuentro
Dorothy Day, de hecho, recordó ese “primer principio” y “último final”. Sucedió de este modo: con
los cinco mil dólares que cobró por los derechos filmográficos de su primera novela, The Eleventh
Virgin [La undécima virgen], compró una casita en la playa de Staten Island, con la intención de vivir
allí y dedicarse a escribir. En 1926 conoció a Forster Batterham y se enamoró de él. Forster era biólogo,
anarquista y ateo de pies a cabeza. El amor era mutuo, y por lo tanto formaron un “matrimonio de
hecho”, porque la hostilidad de Forster hacia “toda institución creada por los humanos” hacía que
cualquier otro tipo de arreglo quedara fuera de la cuestión. Por trabajo Forster debía pasar los días
hábiles en Nueva York, pero los fines de semana los dedicaba a Dorothy, por lo que la cabaña de Staten
Island era el lugar perfecto para escribir, y ambos disfrutaban de la vida.
Forster bromeaba y con ello lograba apartar a Dorothy de sus libros y causas, para enseñarle el amor
por la naturaleza con largas horas de paseos por la playa, o con la pesca o búsqueda de maderos que la
marea arrastraba y que luego usaban para encender el fuego en la sala. Dorothy de Forster: “Insistía en
que diéramos un paseo, aunque hiciera frío o lloviera, y a la rastra me apartaba de mis libros, de mi
letargo, para que disfrutara del aire libre, para que respirara (...) lo cual era una nueva experiencia para
mí que me hacía vivir y me llenaba de gozo”.
Ese amor por la naturaleza despertó en Dorothy el anhelo por lo eterno. Se sentía feliz y dichosa, y
fue esa felicidad la que hizo que volviera a orar, dando gracias y repitiendo el Te Deum, mientras
caminaba por la playa. Es irónico, sin embargo, que justamente lo que tanta vida le daba al alma de
Dorothy fuera también lo que levantara un muro que la separaba de Forster: “Ese amor por la
naturaleza, el estudio de sus secretos, me llevaban a la fe, pero a Forster lo apartaban de la religión”.
Fue entonces que Dorothy quedó encinta, y para ella la noticia fue de “gozo, y una dicha extrema”.
Se sentía fascinada ante la conciencia de la plena bondad de Dios y de su amor eterno. Ese embarazo
fue una experiencia de conversión para Dorothy: “Durante esos meses, leí y releí Imitación de Cristo.
Sabía que bautizaría a mi hijo, no importaba a qué precio (...) Para mí misma pedía el don de la fe.
Estaba segura (...) pero al mismo tiempo no del todo”.
Estaba llegando a la fe ¡y a la fe católica institucional! El viaje levantaba una barrera insalvable entre
ella y Forster: “Convertirme al catolicismo significaría enfrentar la vida a solas, y me aferraba a la vida
de familia. Me era difícil pensar en dejar a mi compañero para que mi hijo y yo pudiéramos ser
miembros de la Iglesia. Forster no quería tener nada que ver con la religión y, por ende, tampoco
conmigo si yo me convertía. Por eso, esperé”.
La decisión fue muy dura para ambos.
“Él permanecía hasta tarde, pescando en el muelle y luego llegaba oliendo a algas y sal y se metía en
la cama, con el cuerpo helado por la brisa de noviembre, y me abrazaba en silencio. Yo lo amaba, de
muchas maneras distintas (...) por las cosas que tenía que sacar de los bolsillos de sus abrigos, y por la
arena y las conchas que traía cuando volvía de pescar. Amaba su cuerpo frío y delgado cuando llegaba
con olor a mar, y amaba su integridad, su obstinado orgullo”.
Finalmente, la bebé Tamar Teresa fue bautizada en la Iglesia de Cristo. Y también Dorothy. Forster se
fue. Corría el mes de diciembre de 1927.
El servicio
Ahora Dorothy Day tenía treinta años y debía enfrentar la vida a solas, cuidando de su hija y
madurando en la fe que acababa de hallar. Se mudó a un apartamento en la calle catorce en el oeste de la
ciudad de Nueva York “para estar cerca de la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe”, y se empleó en
la Comunidad de la Reconciliación donde su salario era mínimo, como para la mayoría de las personas
en esos primeros años de la Gran Depresión. Fue entonces que oyó el lamento del papa Pío XI: “Los
obreros del mundo ya no van a la Iglesia”. Esas palabras encendieron una llama en su corazón y decidió
que dedicaría el resto de su vida a trabajar contra dicha presunción. Pero ¿cómo hacerlo?
El 8 de diciembre de 1932, en el peor momento de la Depresión, Dorothy se encontraba en
Washington, D. C. informando sobre una “huelga de hambre”, que llevaban a cabo un grupo de
manifestantes desesperados y empobrecidos que pedían alimentos y la oportunidad de trabajar.
Entristecida y enojada por el brutal trato a los manifestantes y ante las condiciones que les ponían en tal
situación de vulnerabilidad, Dorothy fue a la Capilla Nacional de la Inmaculada Concepción, de la
Universidad Católica, para orar. La parte superior de la iglesia todavía estaba en construcción, por lo
que bajó a la cripta, con sus cielorrasos bajos y abovedados y las oscuras capillas iluminadas solo por la
débil llama de unas velas. “Allí ofrecí una oración especial, que surgió con lágrimas y angustia. Oré
porque hubiera un camino para que yo usara los talentos que tenía en beneficio de mis iguales, de los
pobres”.
Al regresar a su apartamento de Nueva York, encontró que la esperaba un desconocido. “Soy Peter
Maurin –dijo el hombre con acento francés–. George Shuster, editor de The Commonweal, me dijo que
la buscara. Y también un comunista irlandés pelirrojo de Union Square me dijo que viniese a verla. Dice
que pensamos parecido”. Fue el comienzo de un largo trabajo conjunto, que duró mientras vivieron y
resultó ser la respuesta a la desesperada oración de Dorothy. El Dr. Robert Coles, quien conocía a
Dorothy muy bien, escribió:
En muchas ocasiones Dorothy dejó muy en claro que para ella, el ‘espíritu y las ideas’ de
Peter eran totalmente esenciales para el resto de su vida. Le inspiraba su lucha por lograr que
los principios del Jesús encarnado rigieran su vida cotidiana, rescatándolos de quienes lo
habían convertido en un cómodo ícono del día domingo. El Movimiento de Obreros Católicos
fue su iniciativa conjunta.
Sus conversaciones de días se convirtieron en diálogos de semanas y meses. Y Dorothy vio que “el
espíritu y las ideas” de Peter eran los mismos que ella llevaba en su corazón y como visión.
El “espíritu de Peter” representaba una materialización rotunda del llamado del evangelio a amar a
Dios y al prójimo. Significaba la pobreza voluntaria, viviendo con los pobres y sufriendo con ellos.
También implicaba comprometerse en un pacifismo acabado, como testigos del amor a todos y en
especial a los enemigos, y representaba la realización de “obras físicas de misericordia”, como alimentar
a los hambrientos, vestir a los desnudos y dar techo a los indigentes. Estas “obras físicas de
misericordia” incluían también el consuelo al afligido, la paciencia ante las ofensas y, como escribió
Dorothy, “entre estas obras contamos siempre con las marchas y piquetes”. Y más también.
“Las ideas de Peter” eran estrategias de acción que apuntaban a la reconstrucción social. Estrategias
idealistas, visionarias, como un periódico radical que publicitaba enseñanza católica social, y como las
casas de refugio donde los ricos podían servir en persona a los pobres y afligidos, y como las granjas
comunitarias donde florecía el trabajo manual, la oración y la “revolución verde”. Entre otras cosas,
también implicaban debates y mesas redondas donde gente de toda situación social, profesión u origen
podía sentarse para encontrar un futuro común; o como las “universidades de agronomía” donde el
obrero podía convertirse en académico, y el académico, en obrero. Otras iniciativas incluían los retiros
espirituales donde el silencio, la soledad y la fe podían crecer y nutrirse. Peter decía que su corazón
buscaba estas cosas y muchas más para “una sociedad donde a los hombres les sea más fácil ser
buenos”.
La vida de Dorothy siempre había girado en torno al periodismo, por lo que lo primero que surgió fue
justamente The Catholic Worker [El obrero católico], publicación en la que Dorothy mostraba su
determinación por vencer el lamento del Papa en cuanto a que los obreros “ya no pertenecían a la
Iglesia”. En su sentido más general, se dirigía a los “obreros”, pero desde el comienzo mismo, el foco
estaba puesto en “los pobres, los desposeídos, los explotados”. A partir de sus recursos y de lo que
recibían como ofrenda de dos sacerdotes y una religiosa, juntaron cincuenta y siete dólares, lo suficiente
como para imprimir dos mil quinientas copias de la primera edición. El 1 de mayo de 1933, caminando
desde el lado este de la ciudad de Nueva York hacia Union Square, lograron vender sus periódicos a “un
penique la copia”. Para 1936 la circulación era ya de ciento cincuenta mil, y aún hoy sigue vendiéndose
por “un penique la copia”.
Desde el principio, el periódico tuvo como propósito ser un aguijón. En su primer artículo editorial,
Dorothy declaraba que la publicación era:
“...para quienes se acurrucan en los refugios tratando de escapar de la lluvia, para los que
caminan por las calles en la ardua e infructuosa búsqueda de un empleo, para los que piensan
que no hay esperanza de futuro ni reconocimiento de sus problemas...”.
La singular combinación del manifiesto radical y la “poesía en prosa” de la pluma de Peter también
aparecía en el primer número:
“Cristo echó a los prestamistas del Templo. Pero hoy nadie se atreve a echarlos del Templo
(...) porque los prestamistas han tomado el Templo como garantía de una hipoteca”.
The Catholic Worker reflejaba en términos muy claros la convicción de Dorothy en cuanto a que para
seguir a Jesús hay que renunciar al odio y la matanza. Muchos católicos se sentían ofendidos por tal
enseñanza y hasta la consideraban una herejía. La Guerra Civil Española de 1936 llevó el tema a un
nuevo nivel. Casi todos los obispos y publicaciones católicas se alineaban detrás de Franco y su partido
fascista, que se presentaban como defensores de la fe católica. The Catholic Worker se negaba a adherir
a tales principios, y hasta publicaba artículos que advertían a los lectores sobre el antisemitismo que
caracterizaba al fascismo. A las oficinas de The Catholic Worker llegaban cartas de personas
enfurecidas, a las que Dorothy respondía en su editorial: “Todos sabemos que en España hay una
terrible persecución de la religión (...) [Aun así] nos oponemos al uso de la fuerza como medio de
resolución de disputas personales, nacionales o internacionales”.
El tema se volvió más volátil todavía para los norteamericanos después del ataque japonés sobre
Pearl Harbor y la consiguiente declaración de la guerra por parte de los Estados Unidos. El siguiente
número del periódico llevaba como titular: “Mantenemos nuestra postura cristiana pacifista”. Y como
editorial, el mensaje de Dorothy seguía siendo el mismo:
Imprimiremos las palabras de Cristo que está con nosotros siempre, hasta el fin del mundo.
“Amen a sus enemigos, hagan bien a quien los detesta” (...) Nuestro manifiesto es el Sermón
del Monte, lo cual significa que intentaremos ser pacificadores. En cuanto a muchos de los
que objetan a conciencia, no participaremos en lucha armada ni en la fabricación de
municiones, ni compraremos bonos del gobierno para financiar la guerra, ni urgiremos a otros
a que adhieran a tales esfuerzos.
Es de imaginar la cantidad de suscriptores que cancelaron a partir de ese momento. Pero Dorothy no
retrocedió porque para ella se trataba del amor: le gustaba citar a san Juan de la Cruz: “El amor es la
medida con la que todos seremos juzgados”. Durante toda la Segunda Guerra Mundial y también
mientras duró la Guerra de Corea, la suya fue una voz solitaria que clamaba en el desierto, convocando
a los caminos de la paz. Solamente con la Guerra de Vietnam se le unieron otras voces.
La estrategia central de Peter y Dorothy para sus “obras de misericordia” eran las casas de
hospitalidad. Comenzaron con estas casas de la manera más sencilla posible: alquilando un lugar,
comprando pan y manteca, preparando sopa y café e invitando a los pobres para que pudieran comer.
Siempre que les era posible les brindaban un lugar donde dormir a los sin techo, y lo más importante era
que se sentaban con los pobres y conversaban con ellos, ofreciéndoles amistad y afecto. Con el tiempo,
en la nación había más de treinta “casas de hospitalidad”. Aunque algunas continuaron y otras tuvieron
que cerrar, en todas siempre se dio amor y ayuda tangible.
Las granjas comunitarias eran esfuerzos utópicos que buscaban formar comunidades cristianas
radicales. Dorothy expresaba este sueño en palabras: “Podría haber, creo, grupos de familias en cada
lugar en torno a una capilla, disciplinadas por la vida de familia y la asistencia diaria a misa, todos
sujetos los unos a los otros con división de tareas según sus capacidades, aceptando la autoridad de un
coordinador”. Pero al igual que muchos otros sueños utópicos, las granjas comunitarias enfrentaban el
problema de la dura realidad del egoísmo humano y el individualismo. Sí ofrecían cierto sostén en
cuanto a la tenencia de tierras y daban lugar a enérgicos experimentos de “la revolución verde”.
También había lugares donde los Obreros Católicos podían forjar una filosofía cristiana de trabajo:
Dios es nuestro creador. Dios nos hizo a su imagen y semejanza. Por ello somos creadores.
Nos dio un jardín para que lo aremos y cultivemos, y nos convertimos en cocreadores
mediante nuestros actos de responsabilidad, sea como padres, o produciendo comida, o
fabricando muebles y ropa. Hemos de sentir el gozo de la creatividad.
Estábamos sentados en el comedor bebiendo nuestro café de la mañana, cuando el Padre Roy
empezó a hablarnos del amor de Dios y de lo que debía significar en nuestras vidas. Comenzó
por el Sermón del Monte, y estábamos como hechizados, sedientos de sus palabras tan
sentidas. La gente entraba y salía, sonaba el teléfono a cada rato, pero el Padre Roy seguía
hablando a quien quisiera escucharlo. Los hombres llegaban con las ollas de sopa desde la
cocina, y los que esperaban su plato de comida se quedaban a escuchar mientras ponían las
mesas y la gente entraba, comía y salía de nuevo (...) y todo el tiempo el Padre seguía
hablando (...) Nos llenó con el espíritu del gozo con sus palabras.
Con el tiempo, estos retiros formaron parte de la vida del Obrero Católico. Había retiros de “silencio
y recolección”, de estudio, de oración. En 1937 se realizó un “retiro para los desempleados”, liderado
por el monseñor Fulton J. Sheen. Para Dorothy estos retiros eran una maravilla y la fortalecían: “Eran
días bellísimos. Era como si estuviéramos escuchando el evangelio por primera vez. Todas las cosas se
presentaban como nuevas ante nuestros ojos. Había frescura en todo como si estuviéramos enamorados,
y de hecho, lo estábamos”.
La vida y obra de Dorothy Day nos habla en muchos y diferentes niveles. Su total identificación con
los pobres, su vigorosa defensa del trabajador, sus obras de misericordia con los desposeídos, su
disposición a agotar sus fuerzas en la causa de Cristo son vivos reproches para nosotros que estamos
“cómodos en Sión”.
Poco antes de la muerte de Dorothy, el Dr. Robert Coles la visitó por última vez. “Pronto habrá
acabado”, le dijo ella. Y añadió:
Intento pensar hacia atrás, recordar esta vida que el Señor me dio. El otro día anoté las
palabras de “una vida en el recuerdo” y trataba de escribir un resumen de la mía, de lo que
más importaba, pero no pude. Solo permanecí allí, pensando en nuestro Señor y en su visita a
nosotros hace tantos siglos, y me dije a mí misma que mi gran fortuna había sido tenerlo en
mi mente ¡durante tanto tiempo en mi vida!
Durante casi cincuenta años Dorothy escribió una columna en The Catholic Worker, con el título de
“La peregrinación”. Bien, el 29 de noviembre de 1980, a las 17:00 esa peregrinación terminó. “Fue una
muerte tan callada como la vuelta de una página”, escribió su colega Jim Forest.
En la misa de su funeral se reunió una multitud muy diversa: escritores y editores famosos, junto a
desposeídos y mendigos, creyentes y ateos, de izquierda y de derecha. Algunos recorrieron miles de
kilómetros para llegar allí, y entre ese mar de deudos, en ese día triste estaba también Forster
Batterham, el hombre a quien a pesar de una separación de casi medio siglo, Dorothy seguía llamando
“esposo”.
Jeremías sentía angustia porque en ningún lugar de Jerusalén podía hallarse justicia, aun si uno
“recorriera todas las calles de la ciudad” (vea Jeremías 5:1).
Dios había institucionalizado un sistema de justicia y compasión a través de cosas como la ley que
permitía que las viudas y huérfanos cosecharan de las esquinas de los campos y el Año del jubileo, pero
los líderes políticos de Israel instituyeron un sistema de injusticia cruel. Isaías se lamenta: “¡Ay de los
que emiten decretos inicuos y publican edictos opresivos!” (Isaías 10:1). Se nos dice que Dios aborrece
los rituales religiosos de Judá, porque carecen de relevancia social. El ayuno que Dios desea es el de
“… romper las cadenas de injusticia…” y “… poner en libertad a los oprimidos…”. La justicia de
Dios, su mishpat, indica “… compartir tu pan con el hambriento y dar refugio a los pobres sin techo…”
(Isaías 58:5-7). Eso es justicia social.
La palabra hesed nos presenta el gran tema de la compasión. Es un término tan cargado de significado
que a los traductores les cuesta encontrar un equivalente, por lo que utilizan “benevolencia solidaria” o
“misericordia, gracia, favor”. Se utiliza esta palabra con mayor frecuencia para hacer referencia a la
inmutable y constante compasión de Dios por su pueblo. El maravilloso amor hesed de Dios es
“eterno” (Salmo 103:17), dice el salmista. “… su gran amor perdura para siempre” (Salmo 106:1).
Sin embargo, aquí el gran desafío para nosotros es que este pacto de amor, esta misericordia eterna
tan central al carácter de Dios, ha de reflejarse también en nosotros. A través del profeta Oseas, Dios
declara: “Lo que pido de ustedes es amor [hesed] y no sacrificios, conocimiento de Dios y no
holocaustos” (Oseas 6:6).
A lo largo de Las Escrituras encontramos salpicadas leyes llenas de gracia y compasión, de hesed. La
ley de provisión para viudas y huérfanos que mencionamos antes, es un ejemplo excelente. Los
agricultores debían dejar parte de su cosecha en las esquinas o límites de sus campos y el grano que
cayera al suelo durante la siega, para que los pobres pudieran recogerlo (Levítico 19:9-20). Del mismo
modo, de los viñedos y olivos no debía recogerse todo el fruto, para que los pobres tuvieran qué tomar.
En esta ley parecía no haber discusión en cuanto a si el pobre merecía ser pobre o no. Su necesidad era
razón suficiente para que se les proveyera, y el pobre encontraba recursos que la sociedad dejaba a su
alcance.
Piense en la tierna compasión de la antigua ley hebrea con respecto a las promesas y garantías. Si
alguien tomaba prestado su carro y le dejaba en garantía un abrigo, usted debía asegurarse de devolverle
el abrigo antes del atardecer, aun si el otro no había terminado de usar el carro. ¿Por qué? Porque hacía
frío por la noche y lo necesitaría para abrigarse. La regla implicaba un doble vínculo si la persona que
dejaba el abrigo en garantía era pobre, porque lo más probable era que no tuviese otra ropa más que esa
(Deuteronomio 24:12). No podía aceptarse en garantía el abrigo de una viuda, porque la mujer ya tenía
suficientes problemas al no tener esposo (Deuteronomio 24:17). Y tampoco podía aceptarse en garantía
una piedra de molino porque, después de todo, era una herramienta para ganarse la vida (Deuteronomio
24:6). Nadie podía irrumpir en casa de un vecino para recuperar lo que este había tomado prestado. Por
el contrario, el prestamista debía esperar junto a la puerta hasta que le devolvieran lo suyo
(Deuteronomio 24:10-11). Gracia, cortesía, compasión: todo eso implica la palabra hesed.
Hesed extiende su sentido incluso a los animales y las tierras. El principio del descanso del sábado en
la ley hebrea conllevaba el sentido de reposo también para el ganado (Éxodo 23:12). Después de siete
años de siembra y cosecha, la tierra misma necesitaba “… un año completo de reposo…” (Levítico
25:5). Incluso el suelo de los viñedos no debía desgastarse al plantar otras cosas entre las hileras de
viñas (Deuteronomio 22:9). La lista es larga, y el sentido de tal instrucción era que el dominio de los
seres humanos por sobre la tierra y las criaturas que caminan o se arrastran en ella tiene que ir
acompañado de la compasión. No debemos ser violadores de la tierra, sino administradores, cuidándola
con amor y ternura. Esto también es justicia social.
Lo más asombroso de todo es la forma en que los autores de La Biblia entretejían la justicia de la
mishpat con la compasión del hesed. Una cosa es administrar justicia, dando a cada uno lo que
corresponde, pero el espíritu con el que impartimos justicia y la forma en que nos relacionamos con los
demás al administrarla... Bien, eso es otra cosa. En lo que puede considerarse uno de los resúmenes más
potentes de nuestra tarea en todas Las Escrituras hebreas, vemos la fusión de la exigencia de justicia con
el espíritu de compasión:
Shalom es la palabra que transmite la idea de armoniosa unidad en el orden natural también: el lobo y
el cordero son amigos, el león y el ternero yacen juntos, “y un niño pequeño los guiará” (Isaías 11:1-9).
Estamos en armonía con Dios. La fidelidad y la lealtad prevalecen. Estamos en armonía con el prójimo,
la justicia y la misericordia abundan. Estamos en armonía con la naturaleza: la paz y la unidad reinan.
Esta es la visión de la shalom.
En términos económicos y sociales, la visión de la shalom significa afecto y consideración por todas
las personas. La codicia del rico se atempera a causa de la pobreza del pobre. La justicia, la armonía y la
equidad prevalecen. Bajo el reino de la shalom de Dios, los pobres ya no son oprimidos porque el
flagelo de la codicia humana ya no tiene potestad.
En una escena particularmente tierna, Jeremías lamentaba el fraude y la codicia de su tiempo,
diciendo: “Curan por encima la herida de mi pueblo, y les desean: ‘¡Paz, paz!’, cuando en realidad no
hay paz” (Jeremías 6:14). En esencia, Jeremías presentaba una demanda por mala praxis contra los
charlatanes religiosos autodidactas que ponían una vendita sobre una desgarrada herida social, diciendo:
“Shalom, shalom, todo está bien”. Jeremías, sin embargo, responde con voz de trueno: “En shalom, no
todo está bien. Hay desprecio por la justicia, el pobre es oprimido, y el huérfano, ignorado. ¡No hay
sanidad ni plenitud aquí!”
La sanadora shalom de Dios no podrá ser despreciada por siempre; sin embargo, porque Jeremías
veía el día en que Dios haría un nuevo pacto con su pueblo:
Éste es el pacto que después de aquel tiempo haré con el pueblo de Israel —afirma el Señor
—: Pondré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi
pueblo. Ya no tendrá nadie que enseñar a su prójimo, ni dirá nadie a su hermano: “¡Conoce
al Señor!”, porque todos, desde el más pequeño hasta el más grande, me conocerán —afirma
el Señor—. Yo les perdonaré su iniquidad, y nunca más me acordaré de sus pecados.
Jeremías 31:33-34
Mishpat, hesed, shalom. Estas son perspectivas que informan nuestra visión de la tradición de la
justicia social. Que llegue pronto el día en que “El amor y la verdad se encontrarán; se besarán la paz
y la justicia” (Salmo 85:10).
Dios nos llama a una vida de justicia social cuya circunferencia es de trescientos sesenta grados: en lo
personal, en lo social, en lo institucional. Es una vida que recibe a todos por igual: enemigos y amigos,
pobres y ricos, analfabetos y cultos –a quien sea–. Es una vida que se compromete con la acción que
busca resolver las injusticias sociales, económicas y civiles de la sociedad, echando fuera la maldad y
edificando sobre lo bueno, lo verdadero y lo bello.
En el siglo xvii James Nayler fue destacado y vigoroso protagonista de la causa por la justicia social a
lo largo y a lo ancho de Inglaterra. En 1660, un año después de que lo liberaran de prisión, donde había
sido echado por su actividad religiosa, se dirigió a su hogar para volver a ver a su esposa e hijos. En el
camino unos bandidos lo atacaron para robarle. Lo golpearon y luego lo abandonaron, porque lo dieron
por muerto. Unos amigos encontraron a Nayler, mortalmente herido, y lo llevaron a una casa cercana
donde se mantuvieron en vigilia hasta que murió. Afortunadamente, anotaron todo lo que había dicho
antes de morir, y hoy sus palabras siguen siendo el clásico manifiesto de la vida de compasión, justicia y
shalom.
Tal vez, las palabras de Nayler antes de morir sean palabras de vida para usted y para mí:
Hay un espíritu que siento que se deleita en no hacer el mal, en no vengarse de las ofensas. Se
deleita en tener paciencia en todas las cosas, en la esperanza de disfrutar de lo suyo al final de
todo. Tiene la esperanza de sobrevivir a la ira y la contienda, de prevalecer ante la exaltación
y la crueldad, de vencer a todo lo que le sea contrario en naturaleza. Como este espíritu no
lleva en sí maldad alguna, tampoco puede pensar maldades hacia los demás. Si lo traicionan,
lo soporta porque su sustento y su fuerza son la misericordia y el perdón de Dios. Su corona
es la humildad, y su vida, el amor eterno sincero. Lleva su reino con paciencia y no con
contienda, y lo sustenta con mansedumbre. Solamente en Dios se regocija, aunque nadie más
lo considere ni lo llame suyo. Es un espíritu que se concibe en la pena y que surge sin que
nadie le tenga conmiseración, un espíritu que no murmura contra la tristeza ni la opresión.
Tampoco se regocija en el sufrimiento, porque cuando el mundo se alegra, el espíritu muere
asesinado. Lo encontré solo, abandonado. Y vivo en comunión con los que habitan cuevas y
lugares desolados, aquellos que a través de la muerte han obtenido esta resurrección, esta
santa vida eterna.
Notas:
14.La Reunión Anual constituye el más importante cuerpo legislativo y administrativo entre los cuáqueros. Cubre una región geográfica en
particular y ejerce autoridad espiritual sobre los miembros de tal región. John era miembro de la Reunión Anual de Filadelfia.
15.Según lo utilizan los sociólogos, el término “Dos tercios del mundo” se refiere a los aspectos geográficos, poblacionales y económicos.
Los países subdesarrollados forman los dos tercios de la población que cubren los dos tercios de la superficie de la Tierra. Por cierto,
vale la pena pensar si estos son de veras “países subdesarrollados” o si el tercio restante está formado por países “sobredesarrollados”.
Capítulo 6
“El monumento que querría cuando muera es un monumento con dos piernas para
recorrer el mundo: un pecador salvado que habla a todos de la salvación de
Jesucristo”.
D. L. MOODY
6
L a obra de la justicia social se completa en plenitud cuando está íntimamente conectada al auténtico
testimonio evangélico. Estas dos tradiciones, la de la justicia social y la evangélica, funcionan
mejor cuando van unidas. La tradición evangélica de la vida y la fe cristianas se centra en la
proclamación del evangelio, la buena nueva. El poder de Dios nos da la capacidad de llevar la palabra
del evangelio en el corazón de manera tan transformadora que, al verlo, otros querrán lo mismo para sus
vidas. Esta corriente de fe responde a la necesidad acuciante que tiene el mundo de ver la buena nueva
en acción y de oírla proclamada.
Ardua búsqueda
Pero ese período en Cartago no fue solo “una sartén de malvados amores”, porque a lo largo de sus
años de estudios, el adolescente Aurelio descubrió a Cicerón y a su Hortensio. Fue este el principio de
una larga y ardua búsqueda de lo bueno, lo verdadero, lo bello. De hecho, la búsqueda de Dios. Los
escritos de Cicerón fueron un afortunado hallazgo inicial porque despertaron en Aurelio el amor por la
sabiduría y un ardiente deseo de encontrar la verdad: “Ese libro encendió en mí el amor por la sabiduría
(...) No me animaba esta obra de Cicerón a adherir a tal o cual secta, sino a buscar con apasionado celo
la sabiduría, que deseaba conseguir, abrazar y conservar, fuera como fuese”. Y así, justamente cuando
estaba “en lo más profundo, hundido”, en la “inicua belleza” de la promiscuidad sexual, lo atrajo la
sublime belleza de la virtud y la justicia.
Ahora bien, Cicerón no era cristiano. No tenía la plena revelación de Dios en el rostro de Jesucristo,
pero sus escritos sí sirvieron como vital preevangelización para Aurelio. De hecho, las penetrantes
cuestiones y preguntas de la vida que formulaba Cicerón movieron a Aurelio a acudir a La Biblia para
ver qué respuestas hallaría allí. Desafortunadamente, la única Biblia que consiguió en ese momento era
una mala traducción en latín, con un estilo poco adecuado. “Para mí –dijo Aurelio–, las Escrituras me
parecieron poco dignas de comparación con la bella prosa de Cicerón”.
Tras rechazar La Biblia, Aurelio dirigió su atención a la moda intelectual de su época, el
maniqueísmo, una filosofía que postulaba el absoluto dualismo del bien y el mal (punto de vista
bastante en boga hoy también, por cierto. La trilogía de La Guerra de las Galaxias es decididamente
maniquea en su presentación del bien y el mal). Aurelio quedó fascinado ante el maniqueísmo durante
un tiempo, pero eventualmente comenzó a notar sus obvias debilidades intelectuales. Su desilusión con
esta filosofía fue total cuando conoció a su principal vocero –un tal Fausto–, a quien Aurelio describió
como “pura cháchara” (alguien que no tiene nada para decir, pero sabe usar las palabras muy bien).
Durante un tiempo Aurelio se sintió atraído a “los académicos”, un grupo que sostenía el
agnosticismo. Consideraba a esta gente “más sabia que el resto porque sostenían que todo debe
someterse a la duda”. Sabía que la duda sincera era muy superior a la creencia supersticiosa. Este
período de escepticismo fue esencial para Aurelio, porque debía examinar con rigor las diversas
filosofías de su época. Y eso hizo, al punto de estudiar incluso “la engañosa adivinación del futuro y las
lunáticas predicciones de los astrólogos”, para encontrar que ninguna era satisfactoria.
El gran obstáculo intelectual para Aurelio era el problema de la maldad. ¿Cómo podía un Dios bueno
permitir un universo lleno de maldad, de dolor, de sufrimiento? “¿Dónde, entonces, está el mal? ¿Cuál
es su origen? ¿Cómo llegó a filtrarse en el mundo? ¿Cuál es la raíz o la semilla de donde proviene?”
Estas eran sus preguntas y también son las nuestras cuando pasamos por los momentos dolorosos de
la vida. Para Aurelio los primeros indicios de una respuesta llegaron cuando descubrió los escritos de
los neoplatonistas, que veían el mal como ausencia del bien. Además, intelectualmente, los
neoplatonistas le abrían una ventana hacia La Biblia, y Aurelio pudo ver que podría revisar todas sus
declaraciones y afirmaciones una vez más, pero ahora con un corazón más dócil. Más adelante daría
testimonio de ello: “Todo lo que leí en los platonistas lo dicen los escritos de Pablo”.
Sin embargo, todos los elevados ideales de Aurelio parecían contradecir constantemente su ineptitud
moral. Se sentía atrapado, decía, en “las turbulentas neblinas de la lujuria”, que lo empujaban “hacia los
remolinos del vicio”. Por mucho que lo intentara, no lograba romper las cadenas que lo mantenían en la
condición de un prisionero moral: “El enemigo se había apoderado de mi voluntad, haciendo de ella una
cadena con la que me mantenía atado. De una pervertida voluntad, surgía la lujuria, y de la esclavitud de
la lujuria, surgía el hábito, y este hábito, al verse complacido constantemente, se volvía una necesidad”.
Ciertamente, sus aventuras sexuales solo subrayaban la realidad más profunda de que el carácter del
pecado mancha todo tipo de afectos. De niño Aurelio había robado unas peras y, más adelante, sus
meditaciones en ese hecho aparentemente trivial revelan su penetrante comprensión de la forma en que
el mal logra filtrarse para hacerse dueño de todas nuestras motivaciones. Aurelio sabía por amarga
experiencia que todos hemos probado del árbol del conocimiento del bien y el mal.
La naturaleza del mal tan profundamente arraigada llegaba a teñir su vida profesional, aunque él
había aceptado los cánones de lo académico: el orgullo, el progreso social, la educación como fin en sí
misma y demás. Para este momento, había enseñado retórica en Cartago y era autor de un primer libro
(Belleza y proporción). También había viajado a Roma en busca de un mundo con mayor poder e
influencia, además de haber aceptado un puesto en Milán como profesor de literatura y oratoria. Aun
así, todo esto solo lo sumía más en una intolerable contradicción moral. Es que él era “un ardiente
buscador de la vida bendita”, a quien consumía “un vivo celo por encontrar la verdad y la sabiduría”,
pero a la vez era esclavo de la lujuria, el poder y el orgullo. Había conocido la “sed de recibir honores”,
y esto había corrompido su sensibilidad moral. Había convertido su profesión de orador en un “kiosco
parlante”, desde donde les mostraba a sus alumnos cómo jugar con la verdad y pervertir la justicia. Las
palabras no eran más que propaganda, que podía manipularse caprichosamente. Y admitió entonces que
se había vuelto un maestro en “las artes del engaño” (imagino que usted ya está pensando en paralelos
modernos). Pero en su desesperación, Aurelio quería más: necesitaba el poder para vivir como sabía que
tenía que vivir.
Fue entonces, en medio de tal pantano moral, que Aurelio conoció a Ambrosio, el famoso Obispo de
Milán. Al principio Ambrosio le pareció un hombre intrigante, no en el aspecto espiritual, sino
sencillamente a partir del interés profesional por ver su habilidad para la retórica. Y no fue defraudado:
“Era un deleite percibir la dulzura de su discurso”. En última instancia, fue el contenido de ese discurso
lo que cautivó a Aurelio porque Ambrosio declaraba, directo y al punto, que Jesucristo tenía el poder de
romper las cadenas de la iniquidad moral. Nadie antes había ofrecido este tipo de poder: ni los
maniqueos, ni los académicos y ni siquiera los neoplatonistas que de tanta ayuda le habían sido.
Solamente Cristo daba la capacidad para vivir la vida virtuosa que con tanto ardor anhelaba. Por otra
parte, Ambrosio abría el significado espiritual de Las Escrituras al punto que Aurelio se sentía liberado
de la rígida literalidad y podía acercarse a La Biblia en oración, buscando la iluminación del Espíritu.
Pero con todo, Aurelio todavía no tenía certeza de estar del todo preparado para un compromiso tan
transformador del alma. “Dame la castidad y el dominio propio, pero no todavía”, oraba.
Todo esto era muy difícil para Aurelio, porque no creía que uno puede convertirse a Cristo sin ser su
discípulo. Es algo equivalente a lo que pasa con tanta frecuencia hoy. Para Aurelio, la conversión y el
discipulado eran dos lados de la misma puerta, y eran necesarias ambas para poder entrar. Al evaluar el
costo, entendía que volverse a Cristo significaba apartarse del orgullo intelectual que con tanta potencia
lo había motivado, para cambiar de vida y vivir libre de promiscuidad sexual. La conversión para
Aurelio no era tan solo asentir y aceptar un par de proposiciones. Era, en cambio, la completa
reestructuración de su vida toda. No solo entendió que la gracia de Dios era “gracia muy cara”; para él,
no existía otro tipo de gracia.
El valle de la decisión de Aurelio fue un pequeño jardín de Milán. Escribió: “A este jardín me había
guiado el tumulto de mi corazón, como lugar de soledad donde nadie más que yo pudiera intervenir en
este debatir de pasiones que yo mismo me había causado (...) me mesé los cabellos, me golpeé la frente,
cerraba los puños y me abrazaba las rodillas...”. Allí, en ese jardín de Milán un día de verano del año
386 d. C., Aurelio escudriñó las ocultas profundidades de su alma.
Lo que sucedió entonces fue una experiencia tan sobrecogedora que mejor será leer lo que el mismo
Aurelio escribió:
Entonces dentro de mí se desató una enorme tormenta, que trajo aparejada una lluvia de
lágrimas (...) De repente, desde una casa cercana, llega a mis oídos una voz. Es la voz de un
muchacho o una niña (no lo sé por cierto) que canta palabras que repite constantemente,
suena: “Tómala y léela. Tómala y léela”.
Mi rostro cambió, y empecé a pensar con atención si estas palabras cantadas tenían que ver
con algún juego infantil, pero no podía recordar haberlas oído antes, ni palabras parecidas.
Controlé la fuerza de mis lágrimas y me puse de pie, con certeza de que debía interpretar esto
como mandamiento divino para que abriera el libro y leyera el primer pasaje sobre el que se
posaran mis ojos (...) Tomé el libro, lo abrí y leí en silencio el pasaje que mis ojos tenían
delante: “No en orgías y borracheras, ni en inmoralidad sexual y libertinaje, ni en
disensiones y envidias. Más bien, revístanse ustedes del Señor Jesucristo, y no se preocupen
por satisfacer los deseos de la naturaleza pecaminosa”. No quise seguir leyendo. Es que no
necesitaba más. Porque de inmediato, llegar al final de esta oración fue como si mi corazón se
llenara con una luz de confianza y se esfumaran todas las sombras de mi duda.
Qué conmovedor ejemplo de que La Palabra viva de Dios sana y salva por gracia a través de La
Palabra escrita de Dios, en este caso la epístola de Pablo a los Romanos. Años más tarde Aurelio
escribió: “Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, ¡tarde te amé! (...) Llamabas, clamabas,
rompiendo mi sordera. Brillabas con destellos, echando fuera mi ceguera. Olías a perfume, y yo inhalé y
contuve el aire para seguir oliéndote. Sentí el sabor, y siento hambre y sed. Me tocaste, y me sentí arder
por tu paz”. En un jardín de Milán Aurelio por fin encontró esta paz.
¿Ha notado ya que la historia que le estoy contando es la de Aurelio Agustín, quien luego sería el
famoso Obispo de Hipona? Supuse que de nada serviría seguir escondiendo su identidad porque lo que
ocurrió en ese jardín de Milán es, a excepción de Las Escrituras, tal vez la historia de conversión más
conocida en el cristianismo. Pero esta historia recién empieza. Permítame continuar.
Predicador de la fe
Luego de esta experiencia transformadora, Agustín junto con varios amigos, se retiró a una villa de
campo al pie de los Alpes italianos para reflexionar, orar y escribir durante seis meses. Esto le dio
tiempo para estudiar Las Escrituras y para largos debates, mientras él y sus amigos buscaban integrar la
realidad de esta nueva vida a su pensamiento. Escribió durante este período: “Aún los pequeños se
engrandecen en la discusión de los grandes problemas”. Esta época también sirvió de preparación para
su bautismo el domingo de Pascua del año 387 d. C. Agustín tenía entonces treinta y dos años.
Le esperaba una vida totalmente nueva. Tal vez porque quería romper por completo con la arrogancia
profesional y la promiscuidad sexual que habían dominado su vida en Italia, decidió regresar al norte de
África, a Tagaste, ciudad donde había nacido. Mientras él y sus amigos viajaban hacia la costa, ocurrió
algo terriblemente triste. Agustín lo relató de manera sencilla y elegante en sus Confesiones: “Cuando
llegamos a Ostia sobre el Tíber, murió mi madre”.
De regreso en Tagaste, Agustín decidió establecer una comunidad laica en la que hubiera tiempo para
la contemplación y el estudio de Las Escrituras. Sin duda, pensó que pasaría el resto de su vida en esta
comunidad poco conocida, pero no fue así. Durante un viaje a la ciudad costera de Hipona, adonde se
dirigía para dar consejos a un buscador de la verdad, la congregación local se ocupó de buscarlo y
presentarlo ante el Obispo, aclamándolo y pidiendo que se lo ordenara ante la autoridad eclesiástica,
algo que en esa época era una práctica bastante común. Fue así como Agustín se vio catapultado al
protagonismo de la vida de los cristianos, dejando atrás esa vida de reflexión que había planeado.
Hipona fue desde ese momento el centro de su vasto ministerio y sus prodigiosas actividades.
Agustín fue un predicador que sentía pasión por las almas. “Predica siempre que puedas –declaró–, a
quien puedas y del modo que te sea posible”. Posidio, contemporáneo y biógrafo de Agustín, escribió:
“Nadie puede leer lo que él escribió sobre la teología, sin obtener beneficio. Pero creo que quienes
pueden beneficiarse aún más son quienes pudieron oírlo hablar en la iglesia y verlo con sus propios
ojos”.
Agustín pudo poner en práctica todo lo que había aprendido sobre retórica y oratoria. Nadie se sentía
más cómodo que él hablando en público. Se veía a sí mismo como retórico en defensa de Cristo, y creía
que su llamado como Obispo era, ante todo, un llamado a la proclamación apostólica del evangelio, el
corazón mismo de la tradición evangélica.
Hoy podemos leer muchos de los sermones de Agustín exactamente como los predicó él en la basílica
de Hipona. Esta afortunada circunstancia se debe a que, en esa época, se designaban taquígrafos en las
congregaciones para que registraran el mensaje de edificación para otras personas, algo así como la
versión antigua de nuestros sermones grabados en audio. La naturaleza interactiva de la predicación en
esos días es muy interesante, porque era común que la congregación interrumpiera el sermón con
aplausos si les complacía, o con gritos y protestas si no les gustaba, o con comentarios, incluso, si les
resultaba confuso. Un día, mientras Agustín predicaba sobre el Salmo 88, les respondió gritando:
“Saben lo que voy a decir, y por eso se anticipan gritando”. Recordemos también que en esa época no
había bancos en la iglesia. La gente permanecía de pie durante el servicio, apretada si no había espacio.
Todo esto daba como resultado una dinámica que convertía al sermón en un gran evento de predicación.
Agustín entendía esto muy bien y escribió: “Enseñar es una necesidad, complacer es ser dulce, pero
persuadir es una victoria”.
Como maestro de la palabra, Agustín llegaba a las personas con analogías, metáforas e ilustraciones,
llamándolas a la vida de obediencia: “Es fácil oír a Cristo, fácil es predicar el evangelio, y también es
fácil aplaudir al predicador. Pero la perseverancia hasta el final solo le es propia a la oveja que escucha
la voz del Pastor”. En su biografía, titulada Augustine: The Bishop [Agustín, el obispo], Frederick van
der Meer escribió:
Por su genio para encontrar la palabra justa, supera a todos los Padres de la Iglesia. Ni una sola vez
ha dejado que una idea no sea inolvidable (...) Quien lee algunos de sus sermones se llevará la misma
impresión que la de sus contemporáneos, porque no han salido del púlpito palabras tan sentidas o que
combinaran esa cualidad de manera tan brillante como las palabras de este hombre, en este remoto
rincón de África.
Sin embargo, la obra más proclamada de Agustín eran sus acciones, además de sus palabras. Vivía el
evangelio tan plenamente como lo predicaba. Encontramos la mayor expresión de esto en su famosa
Regla16, que al día de hoy sigue siendo el fundamento de la Orden de los Agustinianos. Antes de su
retorno al norte de África, Agustín y sus amigos habían formado una comunidad de fe, a la que
llamaron Servi Dei, “Siervos de Dios”. Ahora, en Hipona, podía concretar esta idea en plenitud. Y hasta
su muerte tuvo una vida austera, viviendo su propia Regla en medio de la comunidad cristiana de
Hipona a la que se refería con afecto como Familia Dei. “Siempre fue hospitalario”, observaba Posidio,
contemporáneo suyo. Para acallar a los maliciosos chismosos, Agustín puso sobre su mesa de comer
una inscripción en latín, en letras grandes y visibles:
Quien piense que es capaz de
dar mordiscos a la vida de amigos ausentes,
ha de saber que no será digno de esta mesa.
Posidio observó, además, que “sus ropas y alimento, y también su ropa de cama, eran simples, sin
ostentaciones, pero tampoco particularmente pobres”. Y cada año, en el aniversario de su ordenación,
daba un banquete para los pobres. Las acciones de su vida cotidiana se resumen en sus propias palabras,
en otro contexto: “Un corazón que ama enciende la llama en otro corazón”. Así, Agustín buscaba ser
igual de elocuente en sus acciones que con sus palabras, viviendo las enseñanzas de Cristo del mismo
modo en que las predicaba desde el púlpito.
Apología de la fe
La conmovedora experiencia de la conversión de Agustín es un ejemplo certero de la fe evangélica,
lo mismo que su proclamación de la buena nueva del evangelio. La misma importancia tiene su
vigorosa defensa de la fe cristiana ortodoxa, como contribución a la explicación y aclaración del
mensaje evangélico. A lo largo de su vida Agustín defendió la causa cristiana contra las tres visiones
que más se le oponían: el maniqueísmo, el donatismo y el pelagianismo. Estas visiones siguen gozando
de popularidad en nuestros días.
Ya hemos conocido al maniqueísmo y su dualismo del bien y el mal. A poco de ser ordenado por
aclamación, Agustín desafió al sacerdote maniqueo local, Fortunato, a un debate formal en la sala de
una casa de baños públicos en Hipona. Se reunió allí una multitud, y Posidio nos cuenta que “los
estenógrafos abrieron sus libretas apenas Agustín echó el guante”. Como profesional de la oratoria y del
arte del discurso en público, del debate y de la comunicación, Agustín humilló por completo a
Fortunato. “Como resultado, este hombre al que todos consideraban tan grandioso y culto fracasó en la
defensa de su secta. Su vergüenza fue tal que, cuando poco después abandonó Hipona, fue esa la última
vez que se lo vio por allí”.
Lo que Agustín había logrado de una sola vez fue el completo descrédito de la idea del dualismo
absoluto: dos reinos, el de la luz y el de la oscuridad. En cambio, sostuvo en alto la creencia cristiana de
un solo Dios verdadero, el Todopoderoso Creador del cielo y de la Tierra.
En la creación, insistía Agustín, no había mal ninguno. Lo que hoy llamamos mal no es sino la
ausencia del bien. El mal, exponía con insistencia, es la degradación, la falta de bondad, la caída del
rango con el que Dios nos creó. La enseñanza de Agustín, que interpretaba el testimonio bíblico a la luz
del pensamiento neoplatónico, puede haber tenido sus puntos flacos, pero con toda claridad,
representaba un enorme avance por sobre el dualismo de los maniqueos.
Contra los donatistas, la lucha fue un poco más complicada. Es que el tema allí concernía al carácter
moral del sacerdocio y al tratamiento que la Iglesia debía dispensar a los cristianos que se arrepentían
después de haber sido culpables de cosas graves. Los donatistas eran, en realidad, los puristas en este
debate. Insistían que los clérigos que habían renunciado a su fe durante la persecución diocleciana se
habían declarado en ese acto inválidos como ministros de La Palabra, y que por ello ya no podían
celebrar los sacramentos de manera válida. Como resultado, los donatistas se declararon entonces única
iglesia pura y santa, y consideraban a todos los demás como componentes de la iglesia de Judas. De allí
que una genuina preocupación por la pureza se convirtió en una mentalidad de exclusión.
Los donatistas eran especialmente fuertes en el norte de África, y Donato mismo era el obispo de
Cartago. Cuando Agustín asumió como obispo de Hipona, la catedral donatista de su área era la iglesia
más grande de la ciudad. Y de hecho, mientras la congregación de Agustín adoraba, podían oír la
música que llegaba desde la catedral donatista, que Agustín definía como “el rugir de leones”. Aunque
podía, sin duda, apreciar parte de los escrúpulos donatistas, Agustín se convirtió en su más férreo
enemigo. Para él, los temas y asuntos tenían sustancia. El legalismo de los donatistas, sostenía Agustín,
tendía a negar al regalo de la gracia de Dios. Y, además, sentía que buscar una “iglesia pura” era algo
equivocado, porque en este mundo, el trigo y la paja de la iglesia crecen juntos (Mateo 13:24-30). Por
sobre todas las cosas, rechazaba de plano la afirmación de los donatistas en cuanto a que ellos eran la
única iglesia verdadera: “Las nubes rugirán con truenos porque la casa del Señor se edifique en toda la
Tierra. Y estos sapos se sientan en el pantano a croar: ‘Nosotros somos los únicos cristianos’”.
Por muy importantes que fueran las controversias con el maniqueísmo y el donatismo, empalidecen
ante la batalla de Agustín contra el pelagianismo. Pelagio, un laico gentil británico, era un conocido
escritor y maestro en los inicios del siglo v. Su visión de la naturaleza humana era mucho más optimista
que la de Agustín. De hecho, demasiado optimista. Quería que las personas avanzaran hacia la
perfección, dejando de lado las debilitantes doctrinas de la caída y la condición inherente de pecadores.
Escribió un panfleto titulado “De la naturaleza”, que negaba la depravación y el pecado de los humanos,
ensalzando sus virtudes. En términos modernos, presentaba una imagen optimista del potencial humano,
de la madurez de la raza humana.
Agustín enfureció. Respondió con un tratado muy importante, Naturaleza y gracia, donde insistía que
la confianza en el potencial humano solo nos aísla e impide efectuar un diagnóstico preciso de la
corrupción total del hombre. Estableció así el fundamento para su más famosa enseñanza sobre el
pecado original, es decir, la convicción de que los seres humanos son completamente incapaces de
actuar con virtud por sí mismos, y que necesitan desesperadamente la gracia salvadora que viene de
afuera de ellos. La respuesta al problema del pecado original, mantenía Agustín, no era más educación,
o un mejor entorno, y ni siquiera la tan manida propuesta del automejoramiento o superación. Se trata
de la salvación de gracia iniciada por Dios, la redención, justificación y santificación en Jesucristo
únicamente.
Ahora, en su énfasis sobre el pecado, la corrupción y la gracia, Agustín jamás rechazó la respuesta
humana y la cooperación de la persona con la iniciativa divina. Con toda confianza y en muy pocas
palabras, señaló una línea entre la iniciativa humana sin ayuda y la pasividad total:
Sin Dios no podemos.
Sin nosotros, Dios no lo hará.
De un lado de este camino está el abismo del quietismo y las antinomias, con la convicción de que
nada podemos hacer y que aceptamos el proceso de redención en total pasividad. Del otro lado, está el
abismo del pelagianismo y el moralismo, que sostiene que todo depende de nosotros, y que el
crecimiento en virtud proviene de nuestros propios esfuerzos. Entre estos dos abismos está el camino de
la gracia disciplinada: la iniciativa y la obra provienen enteramente de Dios, y nosotros actuamos en
respuesta a Dios, cooperando con Él. Una vez, mientras predicaba sobre la gracia, Agustín declaró:
“Aquel que te creó sin tu ayuda, no te salvará sin tu cooperación”.
La batalla con Pelagio fue dura y complicada, pero Agustín salió victorioso al final. Las creencias
pelagianas sobre la bondad innata de la naturaleza humana fueron condenadas como herejías en los
concilios de la iglesia de Cartago y Mileto en el año 416 d. C., y reafirmadas como tales en un segundo
concilio de Cartago, en 418. Agustín fue un triunfante defensor de la ortodoxia cristiana, aunque tuvo
sus cicatrices de batalla (espero que haya observado lo contemporáneos que son todos estos “ismo”
contra los que luchamos aún hoy).
Entrenamiento esencial
Pedro no siempre poseía los recursos espirituales para hablar como lo hizo en Pentecostés. Sí, claro
que hablaba a menudo, porque era el líder titular del grupo de apóstoles. Pero casi siempre hablaba de la
manera descripta por el viejo predicador del Eclesiastés, como “… sacrificio de necios…”, con palabras
humanamente iniciadas, nada más (Eclesiastés 5:1).
Por ejemplo, consideremos a Pedro en el Monte de la transfiguración. Jesús había llevado allí a sus
tres discípulos más cercanos: Pedro, Santiago y Juan. Habían ido a orar con Él. Mientras Jesús oraba, se
transfiguró ante sus ojos, y junto a Él aparecieron Moisés y Elías. Una experiencia sobrecogedora,
digamos. Pedro no pudo contenerse y espetó sin pensar: “… Maestro, ¡qué bien que estemos aquí!
Podemos levantar tres albergues: uno para ti, otro para Moisés y otro para Elías”. Aunque estoy seguro
de que intentaba expresar devoción, habló (como observa Lucas) “… sin saber lo que estaba
diciendo…” (Lucas 9:33). ¿Qué harían Moisés y Elías con una vivienda? Lamentablemente, aquí Pedro
ofreció “sacrificio de necios”.
Sin embargo, no debemos ser demasiado duros con Pedro porque nosotros hacemos muchas veces
cosas parecidas, tal vez por temor, por la necesidad de controlar una situación o porque queremos
impresionar a alguien. Hablamos “sin saber lo que estamos diciendo” y, al hacer eso, ofrecemos el
sacrificio de los necios.
En otra ocasión Pedro habló bien y mal al mismo tiempo. En Cesarea de Filipo, Jesús presentó un
“examen de mitad de año”, al preguntarles a los discípulos: “‘Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?’ ‘Tú
eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente, afirmó Simón Pedro’” (Mateo 16:16). Jesús lo elogió por hablar
a partir de una fuente más profunda que su condición humana, y usó la ocasión para cambiar su nombre,
de Simón a Pedro, “la piedra (o roca)”. Jesús luego explicó que el Mesías debía “… sufrir muchas cosas
(...) y que era necesario que lo mataran y que al tercer día resucitara”. Pedro de inmediato exclamó:
“… ¡De ninguna manera, Señor! ¡Esto no te sucederá jamás!” Y así como antes Jesús lo había
elogiado, ahora debió corregirlo: “¡Aléjate de mí, Satanás! Quieres hacerme tropezar; no piensas en las
cosas de Dios sino en las de los hombres” (Mateo 16:13-23). Como nos recuerda Santiago: “De una
misma boca salen bendición y maldición…” (Santiago 3:10).
Por momentos, el impulsivo discurso de Pedro le causaba graves problemas. Cuando los discípulos
vieron que Jesús camina sobre el agua, sintieron terror, pero Pedro enseguida actuó: “Señor, si eres tú
(...) mándame que vaya a ti sobre el agua”. Jesús apreció esta fe incipiente, pero resultó que Pedro
todavía no tenía la fe suficiente: salió de la barca, pero no pudo mantenerse a flote: “… ¡Señor,
sálvame!”, gritó entonces, y Jesús, lleno de gracia como siempre, auxilió a su discípulo (Mateo 14:25-
31).
El proceso de Pedro es una empinada curva de aprendizaje. Cada vez que se adelantaba al Espíritu
(rara vez va detrás de Él), pasaba por una experiencia que lo hacía crecer. Se hacía más profundo, más
grande, más estable, y a medida que los sucesos se precipitan hacia el divino aunque trágico momento
crucial, lo mismo pasaba con el entrenamiento de Pedro.
En el aposento alto Jesús les lavó los pies a sus discípulos y, pensando que su accionar representaba
la mayor humildad, Pedro protestó: “… ¡Jamás me lavarás los pies!”, a lo que Jesús respondió
mostrándole la arrogancia de su exclamación. Pedro entonces como por reflejo pasó al otro extremo:
“Entonces, Señor, ¡no solo los pies sino también las manos y la cabeza!” (Juan 13:8-9). Una vez más,
el sacrificio de necios.
Con paciencia Jesús le mostró a Pedro el contexto más amplio de la lucha (y aquí usa el nombre que
tenía el discípulo antes de Cesarea de Filipo): “Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido zarandearlos
a ustedes como si fueran trigo. Pero yo he orado por ti, para que no falle tu fe…”. Pedro contestó:
“Señor (...) estoy dispuesto a ir contigo tanto a la cárcel como a la muerte”. Ahora bien, no eran
palabras vanas, dichas como al pasar. Pedro sinceramente sentía lo que estaba diciendo. Pero una vez
más, no sabía lo que decía. Sobreestimaba sus propios recursos espirituales al tiempo de subestimar las
fuerzas espirituales que se le oponían. Jesús, entendamos, conocía la realidad de la situación como
Pedro no podía conocerla aún: “Pedro, te digo que hoy mismo, antes de que cante el gallo, tres veces
negarás que me conoces” (Lucas 22:31-34).
Hay que darle crédito a Pedro porque se esforzaba, pero la sustancia espiritual de su vida todavía no
había madurado. Jesús se llevó a los doce, más allá del Valle del Cedrón al Monte de los olivos y luego
tomó a Pedro, Santiago y Juan un poco más allá, al Jardín de Getsemaní para que pudieran estar con Él
en su momento de mayor agonía: “Estén alerta y oren para que no caigan en tentación…”. No dudo
que intentaron hacer exactamente lo que Jesús les había pedido, pero el sueño fue una forma de evitar su
propia pena y dolor, así que no estuvieron alerta, y no oraron y sí cayaeron en tentación (Mateo 26:41).
Al encontrarlos dormidos, Jesús diagnosticó la situación de Pedro de este modo: “… El espíritu está
dispuesto, pero el cuerpo es débil” (Mateo 26:41). Sin embargo, la intención de Jesús era que esta
situación no continuara para Pedro; y más adelante, en los relatos del libro de los Hechos, vemos que se
cumplió su voluntad. A partir de Pentecostés, vemos que la carne –el cuerpo– entró en armonía con el
espíritu, para darle a Pedro la capacidad para hablar con confianza y precisión. Pero aún no hemos
llegado a ese punto. En el Jardín Pedro tenía un espíritu dispuesto, pero su cuerpo todavía necesitaba
más entrenamiento en las cosas espirituales.
El cuerpo de Pedro respondió con acción y coraje al cortarle la oreja al centurión del sumo sacerdote
(tal vez apuntaba a su cuello y solo alcanzó a cortarle la oreja). Pero Jesús tuvo que ayudarlo a ver que
la acción de coraje no necesariamente fue la indicada; y cuando a Pedro se le negó la utilización del
poder de su cuerpo, sencillamente se quedó sin recursos.
Sé que no necesito relatarle la triste historia de la triple negación de Pedro. Negación deplorable,
llena de maldición, que destroza el corazón. Y el gallo cantó entonces. En ese momento, Jesús y Pedro
se miraron, y al instante el discípulo se dio cuenta, tal vez por primera vez en su vida, de qué fue lo que
dijo: “Y saliendo de allí, lloró amargamente…” (Mateo 26:75).
Amor suficiente
Afortunadamente, no fue este el final de la historia de Pedro. Hubo más. Hubo gran ternura en la
instrucción del ángel de la resurrección para que los discípulos “y Pedro” se reunieran con Jesús en
Galilea: “Pero vayan a decirles a los discípulos y a Pedro: ‘Él va delante de ustedes a Galilea. Allí lo
verán, tal como les dijo’” (Marcos 16:7). Hubo gran sensibilidad en la palabra para Pedro y los demás
desde la orilla, el día que estaban pescando.
Cuando Jesús les indicó que echaran las redes del otro lado, la pesca milagrosa les hizo reconocer que
era Jesús quien les hablaba. Hubo gran bondad en el hecho de que Cristo les preparara un desayuno de
pescado asado en la orilla, un descanso para los discípulos cansados y apesadumbrados. Pero todavía
falta la obra más grande en la vida de Pedro.
Después de este desayuno junto al Lago de Tiberias, Jesús llevó a Pedro aparte y le preguntó: “…
Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” No sabemos si Jesús se refería a la pesca o a los demás
discípulos sentados junto al fuego. No importa cuál fuera la comparación, lo que sí sabemos con certeza
es que Jesús buscaba medir la profundidad del amor y la lealtad de Pedro (Juan 21:15).
Ahora bien, permítame aquí desviarme un poco para señalar algo con respecto al idioma de los
griegos, porque es importante destacar la precisión de las palabras para entender este diálogo entre Jesús
y Pedro. En griego hay cuatro palabras para “amor”. La primera, storge, se refiere al afecto humano, en
especial el de los padres y los hijos, como el de la madre que amamanta a su bebé, o tal vez el de una
gata con sus crías, por ejemplo. La segunda palabra, philia, tiene que ver con la amistad humana, y
describe una cualidad altamente valorada entre los antiguos, que Aristóteles clasificó entre las virtudes.
Eros, la tercera palabra griega, se refiere a la relación entre amantes, al amor erótico que con frecuencia
incluye la experiencia sexual. Y la cuarta palabra, agape, solía traducirse como “caridad”, en tiempos en
que el término caridad tenía mucho más peso del que tiene hoy. Actualmente, quizá usaríamos algo así
como “amor divino” o “amor sobrenatural”. Es decir, el amor que forma parte de la experiencia humana
solo por acción sublime, más allá de lo humano y por encima de ello. El catálogo de atributos de agape
que nos da Pablo en 1 Corintios 13 nos ayuda a ver algo de lo que significa.
En este intercambio entre Jesús y Pedro, hay un juego importante entre dos de estas palabras: agape y
philia. Jesús comenzó preguntando: “Simón, hijo de Juan, ¿tú me agapas?”, es decir: “¿Me amas con el
amor eterno de Dios, que todo lo perdona, que todo lo da, siempre dispuesto a recibirme?” Ahora bien,
en otro momento, Pedro habría respondido enseguida: “¡Absolutamente!”. Pero no fue así. Humillado
por la triple negación y disciplinado por su entrenamiento con el Maestro, Pedro respondió con mucha
más modestia (y precisión): “Sí, Señor, tú sabes que te philo”. Es decir: “Sí, sincera y profundamente te
amo como amigo”. Jesús le respondió dándole una comisión: “Apacienta a mis corderos”.
Por segunda vez, Jesús preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿tú me agapas?” (“¿Me amas con ese amor
lleno de gracia, dado por Dios?”). Y por segunda vez, Pedro respondió con humildad: “Señor, sabes que
te philo” (“Señor, sabes que soy tu leal amigo”). Y otra vez Jesús le mandó: “Cuida de mis ovejas”.
Y por tercera vez..., ¿ve usted lo que estaba haciendo Jesús? Tres veces Pedro negó a su Maestro y
tres veces ha de confesar su amor y lealtad. Pienso que Jesús también estaba sanando el corazón de
Pedro, que estaba herido más allá de lo imaginable a causa del dolor que le provocó haberlo negado.
Pero la tercera vez, Jesús cambió la palabra que utiliza para “amor”. “Simón, hijo de Juan, ¿tú me
philas?” Es decir: “Oh, Simón, mi querido Simón, ¿me amas como amigo?” Las Escrituras nos dicen
que a Pedro “… le dolió que por tercera vez Jesús le hubiera preguntado…”, porque esta vez Jesús
estaba llegando más profundo, y hasta cuestionaba la amistad y lealtad de Pedro. Finalmente, Pedro
confesó: “… Señor, tú lo sabes todo…”. Aquí saber se refiere al conocimiento instintivo: “Señor, sabes
y conoces lo que hay en lo más profundo de mi corazón. No puedo ocultarme de ti. Sabes que te philo,
que te amo como amigo”.
Pedro, en esta instancia, tal vez sintiera que su amor no bastaba. Pero su sí fue un sí verdadero. No lo
había adornado ni buscaba exagerar. Dijo lo que había en su corazón, con toda franqueza. Y por primera
vez, aquí sabía lo que estaba diciendo. Jesús vio esto en Pedro y por tercera vez le dio la comisión del
ministerio evangélico, diciendo: “… Apacienta mis ovejas…” (Juan 21:15-19).
El resto es historia. A partir de ese momento, vemos a un Pedro diferente. No es que fuera perfecto.
Siguió cometiendo errores. Por ejemplo, en un momento Pablo tuvo que reprenderlo por apartarse de los
cristianos gentiles de Antioquía (Gálatas 2:11-14). Pero la sustancia espiritual de su vida se había
afirmado. Ahora la orientación estaba establecida, y vemos esto con toda claridad en la capacidad de
Pedro para proclamar la buena nueva del evangelio. Fuera en la Puerta de Salomón o ante el Sanedrín, o
en la casa de Cornelio, vemos a alguien que constantemente, y con consistencia, hablaba “manteniendo
en alto la palabra de vida…” (Filipenses 2:16). Esto es lo que hace que Pedro se nos presente como fiel
representante de la tradición evangélica.
En las dos epístolas que se atribuyen a la pluma de Pedro, vemos la misma fidelidad en la
proclamación del evangelio. “… Por su gran misericordia, [Dios] nos ha hecho nacer de nuevo
mediante la resurrección de Jesucristo, para que tengamos una esperanza viva” (1 Pedro 1:3). Y
cumpliendo con las estipulaciones de la gran comisión, llama a todos los seres humanos al fiel
discipulado de Cristo Jesús, “… para que sigan sus pasos” (1 Pedro 2:21).
Si las tradiciones son verdaderas, y hay buenas razones para creer que lo son, entonces este hombre
que comenzó siendo pescador en el Mar de Galilea terminó pescando hombres y mujeres en el centro
urbano más grande del mundo: Roma. Allí Pedro fue apresado, y tal como le había anunciado Jesús, lo
llevaron adonde no quería ir (Juan 21:18).
Hacía tiempo ya, y muy lejos de allí, que Pedro había declarado que estaría dispuesto a morir por
Cristo. Luego, en aquel Aposento Alto habló con ingenuidad, “sin saber lo que estaba diciendo”. Pero
ahora en Roma, fue de veras capaz de dar testimonio final mediante muerte de cruz. Su único pedido
fue que lo crucificaran cabeza abajo porque se sentía indigno de morir en la misma posición que su
Señor y Maestro.
Cruzadas, en abundancia
La cantidad y el tamaño de las cruzadas de Graham, la multiplicidad de países y culturas en las que
ha predicado y el alcance de su vasto ministerio, sencillamente deslumbran y van más allá de lo que
pueda imaginarse. De sus más de trescientas cruzadas, hay varias que se destacan como hitos en la
historia.
La “Campaña” de 1949 (término con el que se llamaba a lo que luego fueron las “Cruzadas”) de Los
Ángeles fue la primera en que Billy Graham llegó al público estadounidense en su totalidad. Las
reuniones realizadas en una carpa no habían tenido virtualmente nada de publicidad, hasta que Dios
comenzó a moverse de manera maravillosa: el cantante de música country Stewart Hamblen “se decidió
por Cristo”, William Randolph Hearst emitió su famoso memorando “Puff Graham” a su conglomerado
de periódicos, y el telegrafista Jim Vaus y la estrella del atletismo olímpico, Louis Zamperini, llegaron a
la fe en Cristo. Esas reuniones, programadas para durar tres semanas, debieron extenderse a ocho
semanas a causa de la evidente bendición de Dios sobre tales eventos. De la noche a la mañana, Graham
pasó de ser un ignoto evangelista itinerante, a ocupar un lugar central en la evangelización del mundo.
Si las reuniones de Los Ángeles de 1949 le dieron a Graham una plataforma nacional, la Cruzada de
Londres de 1954 lo catapultó a la escena internacional. Sobrecogido por la lluvia de bendiciones,
Graham realizó sus cruzadas con un poder y una fuerza que sencillamente no pueden dejar de notarse.
Esta campaña –escribió William Martin– desafió las expectativas y triunfó sobre el escepticismo y la
oposición al tiempo de captar la atención e imaginación del mundo angloparlante (...) los participantes
podían creer con toda facilidad que vivían los días previstos en el estandarte del reavivamiento: “De
victoria en victoria / sus ejércitos Él liderará / hasta que haya desaparecido todo enemigo / y Cristo sea
el Señor en verdad”.
Hay que mencionar la cruzada más grande de las que realizó Billy Graham: Nueva York, 1957. Ante
una multitud reunida en el Madison Square Garden, Graham predicó durante dieciséis agotadoras
semanas, con una marcha de cierre en Times Square. Fue el evento que contó con la mayor cantidad de
auspiciantes que hubiera podido conseguir Graham hasta entonces, y aunque al término hubo líderes
fundamentalistas descontentos por el creciente ecumenismo del evangelista, no hubo nada que pudiera
empañar el entusiasmo de proclamar el evangelio ante tal multitud, en lo que Billy describió como “el
más estratégico centro en el mundo entero”.
Tampoco puedo dejar de mencionar el millón de personas que se reunió en Yoido Island, en Seúl,
Corea, en 1973. Con Billy Kim como efectivo y brillante traductor, Billy Graham predicó el mensaje del
evangelio de salvación en Jesucristo ante esa enorme masa de personas que escucharon con atención y
reverencia. Casi un año y medio más tarde, Sam Moffett, hijo del primer misionero protestante enviado
a Corea, comentó: “[estoy] atónito ante el impacto emocional de ver esa cantidad de gente en la isla.
Sigo impactado”.
Por último, quiero también incluir entre las menciones la Cruzada de San Juan de Puerto Rico, en
1995. Tal vez sea esta la cruzada de mayor amplitud como alcance evangelístico en la historia de la
Iglesia, gracias a la tecnología satelital que transmitió las reuniones a ciento ochenta y cinco países y
territorios. Los mensajes de Graham se traducían en simultáneo, a cuarenta y ocho idiomas, mientras las
personas lo escuchaban desde los más diversos lugares, que incluyeron estadios deportivos y
campamentos de refugiados.
Enfoque internacional
Quien vea la vida y el ministerio de Billy Graham no podrá dejar de sentir el enfoque concreto de esta
misión. El carisma del evangelista está en su gran concentración y enfoque, y como Graham escribió:
“El evangelista está llamado a hacer una cosa, y una sola será: proclamar el Evangelio”. Escribió estas
palabras, mientras admitía que no llegaba a cumplir con su propio y elevado objetivo de centrar la
atención en el ámbito internacional, pero a pesar de lo que sintiera al respecto, lo más asombroso es que
sí estaba cumpliéndolo.
Este enfoque de vida se inició con el llamado de Billy al ministerio de evangelización. El llamado,
como dije antes, llegó mientras estudiaba en el Instituto Bíblico de Florida. Esta escuela lo nutría con
una variedad de oportunidades para poner a prueba su capacidad para predicar, desde las esquinas de las
calles a las iglesias rurales, y a su público preferido en el parque para casas rodantes. Los resultados
eran alentadores, pero lo que Billy se preguntaba continuamente era:
¿Quiero predicar durante toda mi vida? Me pregunté esto por millonésima vez una noche,
mientras daba mi paseo habitual alrededor del campo de golf. Esta urgencia, este llamado
interior no desaparecía; y finalmente, una noche me arrodillé, allí en el verde césped. Y luego
me postré, tocando con mi rostro la hierba húmeda por el rocío: “Oh, Dios –sollocé– si
quieres que te sirva, lo haré...”. En mi espíritu, sabía que había sido llamado al ministerio. Y
sabía que mi respuesta era sí.
Billy afinó sus habilidades como predicador. Remaba con una canoa hasta una pequeña isla y allí
proclamaba la verdad del evangelio a los lagartos, aves y cipreses. Esta preparación a escondidas fue
crucial para su ministerio futuro, destinado a incluir a públicos de lugares y tamaños que no podría
haber imaginado entonces.
Sus variadas experiencias como predicador en Florida también lo prepararon de otro modo, porque
contribuyeron a que estableciera un rumbo, un enfoque para toda su vida. El Instituto Bíblico de Florida
solamente tenía un libro curricular: La Biblia. Ahora bien, este enfoque tenía sus limitaciones, por
cierto. Pero también tenía puntos fuertes, y para Billy el que más destacaba era la forma en que se veía
alentado a sumergirse en el contenido de ese libro. La mayoría de los entornos académicos, incluidos
muchos de los de contenido religioso, obligan a los estudiantes a mantener el mensaje de La Biblia a
cierta distancia. Pero no el Instituto Bíblico de Florida. Allí Billy Graham se empapó de Las Escrituras
con la lectura, el estudio, la meditación, la predicación y la aplicación de ellas. Tan embebido estaba de
la visión del mundo desde la perspectiva bíblica en esos años, que de cada uno de sus poros brotaba “La
Biblia”, y fue ese el rumbo de toda su vida. Pensaba, hablaba y oraba en La Biblia. Dijo luego sobre esa
época: “Llegué a creer con todo mi corazón en la plena inspiración de la Biblia”.
Billy debió enfrentar el tema de La Biblia como centro de su vida una vez más, justo antes de la
famosa cruzada de Los Ángeles, en 1949. Chuck Templeton, amigo cercano y muy buen predicador,
había asistido al Seminario Princeton y desafiaba parte de las más atesoradas creencias de Graham en
cuanto a la inspiración y autoridad de Las Escrituras. Graham mostraba poca inclinación o paciencia
cuando de intelectualismo abstracto se trataba.
“Bill –le replicaba Templeton–, no puedes negarte a pensar. Si lo haces, equivale a la muerte
intelectual”. El reproche le dolió, y el debate en su alma se hizo más intenso. Finalmente, el
tema llegó a su punto de madurez en Forest Home, un centro cristiano para retiros en las
montañas de San Bernardino, cerca de Los Ángeles. Ante el problema de la cuestión
intelectual que su amigo le había presentado, Billy decidió dar un paseo a solas por el bosque
de pinos, para pensar y orar. Con la Biblia abierta y apoyada sobre un tronco, se arrodilló.
“¡Oh, Dios! –oró–. Hay muchas cosas que no entiendo en este libro. Muchos problemas para
los cuales no tengo solución (...) Padre, aceptaré este libro como tu Palabra ¡por fe! Voy a
permitir que la fe sobrepase mis preguntas y dudas intelectuales, y creeré que esta es tu
Palabra inspirada”.
Entonces se levantó, con los ojos llenos de lágrimas, percibiendo la presencia de Dios de manera
nueva, viva. Esta resolución consciente puso fin al dilema de su alma y galvanizó su fe. Desde ese día,
el enfoque singular de Graham en la autoridad bíblica ha dado poder y autoridad inusual a su
predicación.
El enfoque evangelístico de la vida de Graham volvió a sufrir un embate cuando, por obligación hacia
un viejo amigo y mentor, aceptó ser presidente de las Escuelas Northwestern, combinación de escuela
bíblica, universidad y seminario. Al principio sintió que podría construir una institución con pasión por
la evangelización, y hasta propuso un lema para Northwestern: “Conocimiento en llamas”. Pero aunque
tenía veintinueve años y era idealista, se dio cuenta muy pronto de que no estaba hecho para los avatares
del desarrollo educativo, y que no contaba con el talento administrativo que se requiere para llevar
adelante con éxito una institución de ese tipo. Nunca se había sentido del todo cómodo ocupando la
presidencia, por lo que intentó renunciar en 1950, pero la junta del fideicomiso se negó a aceptar su
renuncia. Finalmente, en 1952 logró que la aceptaran. En retrospectiva, observa con sencillez: “Dios me
llamó a ser evangelista, no educador”.
¡Y sí que era buen evangelista! Cuando tomó conciencia plena de su don para evangelizar, su enfoque
se hizo más agudo todavía. Después del gran éxito de Los Ángeles en 1949, no volvió a mirar atrás. Y
cuando la Paramount Pictures trató de atraerlo al mundo del espectáculo como actor, respondió de
manera tajante: “Dios me llamó a predicar el Evangelio y (...) jamás haré otra cosa mientras viva”.
El carisma del evangelista es proclamar la buena nueva del evangelio y, por medio de la obra de
convicción del Espíritu Santo, llamar a las personas a entrar en la fe salvadora, sobre la base de ese
mensaje. Las tentaciones a desviar el camino son muchas, y a menudo mucho más sutiles que el
ofrecimiento de una carrera como actor. En 1955, en la Universidad de Cambridge, Graham pasó tres
noches intentando que su predicación fuera académica, erudita. Pero no lo consiguió y, finalmente, al
ver que su don no consistía en presentar el costado intelectual de la fe, dejó de lado los textos que había
preparado y con total sencillez predicó el mensaje del evangelio sobre nuestra separación de Dios a
causa del pecado, y de nuestra reconciliación con Él a través de la cruz de Cristo. Los resultados fueron
asombrosos: cientos de estudiantes sofisticados respondieron a esta clara proclamación del evangelio.
Fue una lección en claridad y sencillez, que Graham jamás olvidó.
Más complejas aún eran las tentaciones en la arena política. Aquí las presiones para que perdiera su
enfoque evangelístico fueron constantes, porque Graham estaba en contacto con presidentes y jefes de
Estado. Y no se trataba solo de la tentación a apoyar a un candidato político o a otro, sino del problema
más empinado de defender el nacionalismo religioso. Las presiones fueron muy grandes, porque tenían
que ver con los impulsos naturales y el patriotismo de Graham. Como resultado, y en particular durante
los primeros años, La Biblia muchas veces se veía envuelta en la bandera de los intereses nacionalistas.
Graham más adelante sería mucho más circunspecto en tales cuestiones. No es fácil ser pastor y profeta
de los poderosos, mientras ellos buscan agradarnos.
Como dije antes, aun con los defectos que pudiera tener Billy Graham en su enfoque evangelístico,
ninguno de ellos importa ante la asombrosa claridad del rumbo que tomó su vida y ministerio. Al entrar
en la escena nacional y hacerse conocido, y con sus muchas oportunidades en múltiples direcciones,
siempre se mantuvo fiel a su enfoque evangelístico: “Lo único que sabía hacer era predicar el Evangelio
esencial como está revelado en el Nuevo Testamento y como lo han experimentado millones de
personas a lo largo de los siglos”. Con la creación de la Asociación Evangelística Billy Graham, su
declaración de propósito fue simple y directa: “Difundir y propagar el Evangelio del Señor Jesucristo
por todos los medios posibles”. La misma claridad de enfoque ha estado presente en la predicación de
Graham en todo momento, no importa cuál fuera el tema del sermón o el énfasis especial que usara para
atraer la atención de la gente. Graham mismo observó: “La gente pronto descubrió que mi tema era
siempre el mismo: el amor redentor de Dios por los pecadores y la necesidad del arrepentimiento y
conversión personal”.
El llamado del evangelista, como vimos, es a centrarse intencional y disciplinadamente en una sola
cosa: la proclamación de la buena nueva del evangelio. Billy Graham por cierto nos ha mostrado cómo
es ese singular enfoque.
Principales aportes
Los aportes de Billy Graham a la evangelización en general y a la tradición evangélica en particular
son muchos y de diversa índole. Me gustaría destacar en especial cinco de ellos.
Ante todo, llevó la moral y la integridad fiscal al evangelismo itinerante. El carácter moral de Graham
ha sido inimpugnable; él no quería ningún tipo de falencias morales en su creciente organización.
Además, le preocupaban mucho los estereotipos culturales de charlatanes como “Elmer Gantry”. Ante
cosas como esta, su respuesta era implacable y quedó registrada en lo que se conoció como “el
Manifiesto de Modesto”.
Reunió a su equipo durante una campaña de noviembre de 1948 en Modesto, California, y les dijo:
“Dios nos ha traído hasta aquí. Tal vez esté preparándonos para algo que no conocemos. Tratemos de
recordar todo aquello que ha sido un obstáculo para los evangelistas del pasado y volvamos a reunirnos
en una hora para conversar sobre ello, orar y pedirle a Dios que nos proteja de esas cosas”. Cuando
después de una hora volvieron a reunirse, vieron que sus listas eran muy parecidas: dinero, sexo,
exageración de resultados y crítica de parte de iglesias locales y pastores.
Para resolver el tema de los abusos financieros, instauraron procedimientos contables muy estrictos y
luego pasaron al sistema de salarios en lugar de depender de las “ofrendas”, como habían hecho hasta
entonces. Para resolver el tema de la inmoralidad sexual, prometieron evitar cualquier situación que
siquiera tuviera el aspecto de una mala acción. Ese día Graham mismo estableció para sí una regla:
nunca se reuniría, ni viajaría o comería a solas con ninguna mujer que no fuera Ruth, su esposa. Para
protegerse contra el problema de la exageración de resultados, decidieron que en lugar de generar sus
propias estadísticas, aceptarían el cálculo estimado que hacía la Policía o el personal del lugar de
reunión cuando se juntaban las multitudes. Y para evitar el espíritu que contrariaba a iglesias y pastores,
decidieron nunca criticar en público al clérigo local, y colaborar con ellos siempre que pudieran.
Con estos lineamientos simples, vemos la integridad del equipo de Graham y su determinación de
tener un ministerio evangelizador irreprochable. Han alcanzado este objetivo ampliamente, y en más de
cinco décadas, jamás ha habido siquiera el menor indicio de escándalo.
El segundo gran aporte es la defensa de Graham del “evangelismo cooperativo”, es decir, trabajar con
un amplio espectro de la comunidad cristiana en sus esfuerzos de evangelización. Este ecumenismo
pragmático es, de hecho, una de las mejores cosas de la tradición evangélica. Whitfield, Wesley, Moody,
Finney, Sunday fueron otros que cooperaron libremente con líderes de iglesias de muy diferentes
convicciones para proclamar el evangelio a todos los pueblos y personas. Pero a principios del siglo xx,
esta tradición se encontró con el obstáculo de las grandes controversias entre los “modernistas” y los
“fundamentalistas”. Estos últimos sostenían el llamado de 2 Corintios 6:17: “Salgan de en medio de
ellos y apártense…”.
El mismo Graham evitó caer en la crudeza del separatismo fundamentalista. En el Instituto Bíblico de
Florida, encontró “una maravillosa combinación de pensamiento ecuménico y evangélico realmente
avanzada para sus tiempos”. En 1948 Graham fue a la asamblea fundadora del Consejo Mundial de
Iglesias como observador. Aunque le incomodaba un poco la teología predominantemente liberal, le
impresionó mucho el secretario del consejo, el Dr. Willem Visser ‘t Hooft, lo cual dejó en él “un mayor
deseo por trabajar con tantas iglesias como fuera posible”.
Estaba empezando a vislumbrar que el esfuerzo conjunto podría reunir a tantas iglesias como se
pudiera en torno a la misión común de la evangelización. Antes de la Cruzada de Los Ángeles de 1949,
Graham presentó ante el comité de auspiciantes el desafío de ampliar la base de iglesias que apoyaban
el evento. Los resultados fueron electrizantes, y a partir de allí, se dedicó con muchos esfuerzos a
profundizar y ampliar la base de grupos de iglesias que apoyaban sus cruzadas. Sin embargo, los
principales líderes fundamentalistas veían este tipo de alianzas como concesiones que comprometían al
evangelio en sí mismo.
Con la gran Cruzada de Nueva York de 1957, llegó el momento de decisión. Graham ya había
rechazado dos invitaciones (en 1951 y 1954) para realizar cruzadas en Nueva York, porque sentía que
no contaba con suficientes auspiciantes. Pero cuando la invitación llegó del Consejo Protestante de la
Ciudad de Nueva York, aceptó ir. Fue la gota que colmó el vaso de los tres más importantes
fundamentalistas de su época: Carl McIntire, Bob Jones y John R. Rice, quienes se opusieron a Graham
y publicaron artículos en contra de él. Aun así se defendió con potencia:
Me gustaría dejar mi intención en claro. Pienso ir adonde sea, auspiciado por quien sea, para
predicar el Evangelio de Cristo, siempre que no haya que hacer concesiones en lo que
respecta a mi mensaje. Recibo el auspicio de clubes cívicos, universidades, asociaciones
ministeriales y consejos de iglesias de todo el mundo. Y eso pienso seguir haciendo.
Sin embargo, la controversia le dolía a Graham porque lo apenaba perder el apoyo y afecto de
quienes habían trabajado con él. A pesar de la división, que fue completa e irreparable, Billy prometió:
“Seguiré predicando el Evangelio de Jesucristo y no me rebajaré a insultar, denigrar ni a involucrarme
en peleas por cosas que no son esenciales”.
El fundamentalismo de McIntire, Jones y Rice y la pasión por evangelizar que tenía Graham hicieron
que se abrieran dos caminos para proclamar el evangelio. En mi opinión, Graham eligió el mejor
camino, el que considero más fiel a la tradición evangélica, y me atrevería a decir, más fiel a la
revelación bíblica. Por ello, quienes lo siguen han de estar por siempre agradecidos.
El tercer aporte que me gustaría mencionar es el trabajo de Graham por la reconciliación social, algo
que hizo el evangelista sin que se note siquiera, en medio de eventos en estadios y reuniones con jefes
de Estado. Los fundamentos de este movimiento hacia la reconciliación, eran (claro está) bíblicos. “Lo
que más influencia tuvo (...) fue mi estudio de La Biblia que me llevó eventualmente a la conclusión
que no solo estaba mal la desigualdad racial, sino que de los cristianos se espera, especialmente, la
demostración de amor hacia las personas de todos los pueblos”.
Fue, sin embargo, una “conclusión eventual”, porque Billy era sureño y había heredado parte de las
opiniones y visiones discriminatorias del sur. Pero aunque luchaba contra sus prejuicios y contra
acercarse a la visón cristiana de la justicia racial, aceptó por ejemplo, la segregación en la organización
de asientos para sus cruzadas en esa región. Sin embargo, para 1953 había llegado a esa “conclusión
eventual” y en la Cruzada de Chattanooga, Tennessee, él mismo quitó las cuerdas que separaban las
secciones para blancos y negros. Como protesta, el acomodador principal de la cruzada renunció en el
acto. Fue un momento de inflexión.
Un año antes de la decisión de la Corte Suprema del 17 de mayo de 1954, en contra de las escuelas de
segregación racial, Graham (tal vez lamentando su falta de decisión en épocas anteriores), escribió Paz
con Dios. “La iglesia tendría que haber sido la precursora”. Insistía en que los cristianos, al mirarse los
unos a los otros, debían ver “no el color, no la clase, no la condición sino sencillamente a otro ser
humano con los mismos anhelos, temores, necesidades y aspiraciones que los propios”.
A partir de entonces las cruzadas integradas de Graham fueron silencioso testimonio en favor de la
justicia racial. En la Cruzada de Nueva York de 1957, le pidió a Martin Luther King que liderara una
oración y luego lo invitó a un retiro del equipo con el fin de ayudar al personal de la cruzada a entender
más plenamente la situación racial. Cuando en la Escuela Secundaria Central Little Rock se desató la
crisis de la desegregación, el presidente Eisenhower llamó a Graham al Madison Square Garden para
pedirle consejo sobre si debía enviar o no a las tropas federales. “Sr. Presidente –respondió Graham–,
creo que es lo único que usted puede hacer. Se le ha ido de las manos y ha llegado el momento de
ponerle fin”. Una hora más tarde, el vicepresidente Nixon volvió a llamar para obtener una segunda
opinión, pero recibió el mismo consejo. Esa tarde, mil soldados de las tropas federales llegaron a Little
Rock, Arkansas. Luego, la Asociación Ministerial de Little Rock le pidió a Graham que ayudara a unir
la ciudad, predicando en el Estadio Memorial. Eso hizo (aunque un año después), ante un auditorio
repleto.
Su viaje a Sudáfrica en 1973 también contribuyó a la reconciliación racial. Lo habían invitado varias
veces antes, pero siempre se había negado porque la política de apartheid del gobierno habría implicado
auditorios separados por raza. Pero en 1973, para sorpresa de todos, logró obtener permiso para realizar
dos reuniones de evangelización completamente integradas, una en Johannesburgo y la otra en la ciudad
costera de Durban. Acerca de la de Durban, Billy escribió: “Jamás olvidaré (...) las cuarenta y cinco mil
personas de todas las razas, entre las cuales la mitad no era de raza blanca, que atestaban el estadio de
rugby de King’s Park y ocupaban casi todo el campo de juego. Parte del comité se sentía sobrecogido al
ver a los acomodadores blancos acompañando a la gente de color hasta sus asientos”. El biógrafo John
Pollock observó: “Esas reuniones sudafricanas tienen un lugar especial en la historia por su aporte a la
reconciliación racial”.
Testimonio silencioso si los hay. Pero aun así estos simples actos de justicia social, tanto en los
Estados Unidos como en el extranjero, fueron notorios. Graham fue blanco de amenazas e insultos de
parte de consejos de ciudadanos blancos (en especial en la década de los cincuenta), pero también logró
que muchos cambiaran de idea. Como testimonio de la verdad, y como testimonio por la justicia, tuvo
su efecto.
El cuarto aporte es la forma en que Billy Graham ha utilizado literalmente todo tipo de herramientas
de comunicación a su alcance, en su tarea de evangelización. Este pragmatismo en el uso de los medios,
según Charles Finney, expresa “el uso correcto de los medios constituidos”.
Graham utilizó los medios desde el mismo comienzo de su ministerio. En 1944 Torrey Johnson,
conocido predicador en el área de Chicago, le ofreció a Graham un programa de radio semanal llamado
“Songs in the night” [Canciones en la noche]. Graham aprovechó la oportunidad y “con confianza que
rayaba en la intrepidez” convenció al conocido solista George Beverly Shea para que fuera el cantante
principal de la audición. Esa fue la primera vez que utilizó la tecnología de los medios, pero no la
última.
La base de su utilización de los medios ha sido la palabra impresa. Desde 1950 ha escrito
(personalmente o a través de su equipo) una columna diaria en los periódicos, conocida como “My
Answer” [Mi respuesta]. En 1953 publicó Paz con Dios, el primero de sus muchos libros. En 1956
lanzó una nueva revista, Christianity Today, que buscaba presentar el enfoque evangélico de manera
positiva y constructiva. Con sabiduría, delegó la administración y editorial de la revista a otros. Luego,
en 1960 llegó la revista Decisión dirigida al público en general, como lo estaba Christianity Today a los
líderes cristianos. Con una circulación de más de cuatro millones de números, es entre sus publicaciones
la de mayor alcance.
Sobre tal fundamento, se han edificado otras tecnologías: la radio, con “The hour of decisión”
[Momento de decisión]; el cine, con la creación de World Wide Pictures; la televisión, con un promedio
de cuatro especiales al año; y comunicaciones de avanzada, vía satélite y por la Internet.
Toda decisión tomada por Graham y sus colegas con respecto a hacer uso de un nuevo medio ha sido
una historia de desafíos, una historia de emprendimientos de fe combinados con defectos humanos y la
supervisión de la divina Providencia. Como tales emprendimientos han sido muy caros, hizo falta
mucho cuidado y sabiduría para que la exuberancia de la fe no llevara a la organización a la bancarrota.
Lo más interesante es la forma en que Graham ha adoptado dichas tecnologías, no solo para promover
su ministerio sino para su misión de evangelización en el mundo entero.
Esto me lleva a la quinta, y en mi opinión, la más grande contribución de Graham a la evangelización
en nuestros días: la capacitación de evangelistas itinerantes en todo el mundo. Aunque tal tarea ha
crecido y se ha desarrollado en muchos lugares a lo largo de los años, el entrenamiento de evangelistas
itinerantes fue el centro de atención de un par de conferencias realizadas por iniciativa de Graham en
Ámsterdam, en 1983 y 1986.
En cierto sentido, este enorme emprendimiento es la historia desconocida de la Asociación
Evangelística Billy Graham. Nadie había intentado jamás algo parecido, y aún hoy muchos pensadores
no pueden responder a la pregunta de cómo lo logró Graham. Esto se oponía directamente al
pensamiento moderno, que llamaba a ejercer influencia mundial acudiendo siempre a famosos,
poderosos e influyentes. Por el contrario, este era un esfuerzo por descubrir y capacitar a los más
desconocidos y, para muchos, más insignificantes: los evangelistas itinerantes. A los ojos de los
formadores de opinión en su tiempo, no podría haber vocación más irrelevante que esta. Pero para Billy
Graham esto no era así.
Antes de que se realizaran estas conferencias, nadie tenía la más remota idea siquiera de cuántos
evangelistas itinerantes había en el mundo. Nadie había intentado descubrirlo. Eran personas,
mayormente de los “Dos tercios del mundo” o países del Tercer Mundo, desconocidas para los líderes
eclesiásticos y que realizaban sus esfuerzos en la más completa oscuridad, a veces viajando a pie de
aldea en aldea para predicar el evangelio. Muchos ni siquiera habían salido de sus países y, por
supuesto, no habían asistido jamás a una conferencia internacional. Con un trabajo diligente, los
organizadores lograron hacer una lista de diez mil evangelistas, provenientes de ciento treinta y tres
países. Con el tiempo, la cantidad llegó a sesenta y dos mil, de todos los rincones del mundo. La reunión
de Ámsterdam 83 logró dar lugar a casi cuatro mil, y la de Ámsterdam 86, a entre ocho y nueve mil.
Fue un esfuerzo extraordinario, pero solo lograban albergar a una parte del total. Afortunadamente, lo
de Ámsterdam fue el puntapié inicial para la realización de muchas conferencias regionales. En 1988
hubo veintiséis en América Latina solamente. Para 1990 la organización Graham había ayudado a
organizar ochenta y ocho conferencias, con un total de asistentes de más de cuarenta y seis mil
evangelistas de noventa y siete países.
Si tuviera que comparar este enorme esfuerzo con algo en la historia, sería con los grandes concilios
ecuménicos de los primeros siglos de la Iglesia. Las “Afirmaciones Ámsterdam” que surgieron de tales
reuniones, no fueron muy diferentes de las confesiones de credo surgidas de esos históricos concilios.
Desde la perspectiva del cielo, estas reuniones pueden muy bien ser el mayor aporte que Billy Graham y
su equipo han hecho a la Iglesia de Jesucristo para el cumplimiento de la Gran Comisión en la Tierra.
Podemos agradecer a Dios por estos diferentes aportes. Todos tienen firmes raíces en la tradición
evangélica y han contribuido a ella muy ricamente.
Definamos la tradición evangélica
La tradición evangélica está compuesta por tres grandes temas: primero y principal, la fiel
proclamación del evangelio; segundo, la centralidad de Las Escrituras como fiel repositorio del
evangelio; y tercero, el testimonio confesional de la primera comunidad de cristianos como fiel
interpretación del evangelio.
Fiel proclamación
El mensaje evangélico es la buena nueva de la redención y reconciliación, captado con potencia en
las palabras del apóstol Pablo:
Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado
ya lo nuevo! Todo esto proviene de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo
mismo y nos dio el ministerio de la reconciliación (...) Así que somos embajadores de Cristo,
como si Dios los exhortara a ustedes por medio de nosotros: “En nombre de Cristo les
rogamos que se reconcilien con Dios”.
2 Corintios 5:17-20
Este evangelio, el euangelion, la maravillosa buena nueva de que ya no tenemos que quedarnos fuera,
separados de Dios a causa de nuestro pecado y rebeldía, nos dice que sabiendo que somos obstinados y
de corazón duro, Dios nos ha brindado un camino para llegar a su corazón. Ese camino es a través de
aquel que dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida…” (Juan 14:6). Jesucristo es la puerta a la gran
gracia y misericordia de Dios.
El mensaje evangélico tiene sus raíces en la persona de Jesucristo, La Palabra de Dios viva. En el
suceso de Cristo, que comprende nacimiento, vida, muerte y resurrección de Jesús, se nos ha abierto el
camino para que nos reconciliemos con Dios.
Jesús mismo anunció la buena nueva del evangelio en su simple pero directo llamado: “…
Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos está cerca” (Mateo 4:17). La palabra misma arrepentirse
implica literalmente un cambio radical en la persona. En otras palabras, debiéramos reevaluar nuestra
forma de vida a la luz de un hecho único y grandioso: en la persona de Jesucristo está disponible el
reino de los cielos para todos los seres humanos.
¿Qué significa esto? Que podemos reconciliarnos con Dios. Que es posible que seamos nuevas
criaturas. Que podemos nacer de arriba, del cielo. Significa que podemos recibir el perdón de nuestros
pecados a través de la muerte propiciatoria de Jesús en la cruz. Significa que podemos entrar en una
relación amorosa, viva y eterna con Dios Padre a través de Jesucristo, su Hijo, por el poder del Espíritu
Santo. ¡Seguro esta es una muy buena nueva!
Escuche la invitación de gracia de Jesús: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados y
agobiados, y yo les daré descanso. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, pues yo soy apacible y
humilde de corazón, y encontrarán descanso para su alma. Porque mi yugo es suave y mi carga es
liviana” (Mateo 11:28-30).
Así se nos invita a una nueva vida en Cristo. Y esa nueva vida es nuestra solo por la fe. No hay nada
que podamos hacer como para merecer esta vida. Es todo gracia, todo don, un regalo: “Porque por
gracia ustedes han sido salvados mediante la fe; esto no procede de ustedes, sino que es el regalo de
Dios, no por obras, para que nadie se jacte” (Efesios 2:8-9). P. T. Forsyth dijo: “El cristianismo no
tiene que ver con nuestro sacrificio, sino con el sacrificio en el que confiamos. No con la victoria que
obtenemos sino con la victoria que heredamos. Este es el principio evangélico”.
Por favor, entienda que aquí no hablamos exclusivamente (ni siquiera principalmente) sobre cómo
entrar en el cielo cuando morimos. Entrar en el cielo es cuestión de genuina consecuencia (y de hecho,
es parte del paquete total), pero el mensaje del evangelio es que la vida abundante en Cristo comienza
ahora, y la muerte se convierte entonces solo en una transición menor de esta vida a una vida más
grande.
Por ello, el mensaje –la buena nueva del evangelio– dice que entramos en la vida en Cristo como
discípulos suyos ahora mismo. No es que ahora creemos, inscribiéndonos como discípulos suyos más
adelante si es lo que deseamos (como si fuera posible creer sin ser discípulos suyos). Creer en Jesús y
ser sus discípulos son parte de una misma acción. Recibimos a Jesucristo, viva Palabra de Dios, como
nuestra vida. Él promete entonces que cargará con nuestro yugo al cargar nosotros con el suyo, y nos
enseñará cómo vivir nuestra vida como la viviría Él si estuviera en nuestro lugar. Está vivo, con
nosotros, en todos sus oficios: como nuestro Salvador para redimirnos, como nuestro Maestro para
guiarnos, como nuestro Señor para gobernarnos y como nuestro Amigo para acompañarnos. De esta
forma, vamos pareciéndonos cada vez más a Cristo: “Porque a los que Dios conoció de antemano,
también los predestinó a ser transformados según la imagen de su Hijo…” (Romanos 8:29).
Aún más: se nos da el honor de comunicar esta buena nueva de la vida continua en Cristo con todas
las personas: “Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a
ustedes…” (Mateo 28:19-20).
Ahora bien, no hacemos esto sin la obra de esta vida transformadora. No podemos predicar la buena
nueva y comportarnos como si comunicáramos malas noticias. Así que, efectuando los ajustes culturales
necesarios, entramos en la vida de los Evangelios, hacemos lo que ellos hicieron y vivimos como ellos
vivían. Al tomar en nuestros corazones las palabras de Cristo, decimos lo mismo que dirán quienes nos
rodean al ver el poder transformador de Dios: “Esto quiero para mí”. Lo que le estamos ofreciendo al
mundo es la vida como siempre tuvo que ser vivida.
Recuerde que llamamos a las personas no solo a aceptar un conjunto de creencias sobre Jesús, que
algún día nos dará un pase para entrar al cielo cuando muramos. ¡Claro que no! Estamos llamando a las
personas a creer en Jesús para convertirse en sus discípulos, y como discípulos (o aprendices, o
alumnos) a inscribirse en su escuela de vida. Así se entrena cada uno en el Camino, adoptando las
esperanzas, los sueños, los anhelos, los hábitos y las capacidades de Jesús. Así aprendemos “a obedecer
todo lo que nos ha mandado”. Sencillamente, no hay otro camino.
Fiel repositorio
Este mensaje del evangelio ha sido fielmente preservado y se nos presenta en Las Escrituras. La
Biblia es La Palabra de Dios escrita, así como Jesús es La Palabra de Dios viva. La fe evangélica es fe
bíblica. Los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan están en el centro del testimonio bíblico porque
nos transmiten con fidelidad la vida Cristo. Las epístolas son el registro interpretativo de Cristo.
También recibimos Las Escrituras hebreas como Palabra Escrita de Dios, porque también Jesús las
recibió. La declaración confesional de Pablo es también la nuestra: “Toda la Escritura es inspirada por
Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en la justicia, a fin de que el
siervo de Dios esté enteramente capacitado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16-17).
Los testimonios apologéticos sobre la inspiración y autoridad de Las Escrituras son muchos y
variados, y más allá de afirmar su validez, no necesitamos entrar en detalle aquí. Pero junto con ellos,
podemos añadir lo que los antiguos autores llamaban indicia, el testimonio interno de Las Escrituras, es
decir, el testigo uniforme de la Iglesia, que iluminado por el Espíritu, demuestra que La Escritura se
autentica a sí misma.
El testigo evangélico afirma la supremacía de La Biblia como única regla infalible de fe y práctica.
No podemos dejar de repetirlo. La Palabra tiene supremacía por sobre todo otro escrito: supremacía por
sobre la tradición de la iglesia; supremacía por sobre la experiencia religiosa individual; supremacía por
sobre la conciencia individual; supremacía por sobre revelaciones, sueños y visiones individuales;
supremacía por sobre la cultura. Como lo expresaban los reformadores protestantes, es Sola Scriptura:
Las Escrituras y nada más que Las Escrituras.
Esta importante confesión nos da un parámetro o una norma para discernir la fe y la práctica. Los
teólogos, de hecho, llaman a Las Escrituras la “norma formal” (así como Jesús y su mensaje son la
“norma material”) de la fe y la práctica cristianas. De ninguna manera resuelve esto todos nuestros
problemas, porque persisten grandes interrogantes en cuanto a la interpretación (hermenéutica), pero sí
nos brinda una base sobre la cual podemos trabajar con los diversos problemas que enfrentamos a
diario.
Fiel interpretación
El mensaje del evangelio de la nueva vida en Cristo se difundió muy rápido, a virtualmente todas las
culturas y los pueblos en el mundo conocido en esa época. Pero pronto comenzaron a surgir puntos de
vista que competían, y hasta algunos afirmaban reemplazar o incluso superar la buena nueva del
evangelio. Hacía falta aclarar las cosas. En las epístolas del Nuevo Testamento, y en especial en las
atribuidas a Pablo, vemos el inicio de esta aclaración e interpretación del suceso de Cristo. No podemos
leer la gran declaración cristológica de Pablo en Colosenses 1:15-20, por ejemplo, sin la más profunda
admiración y gratitud a Dios por ello:
Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación, porque por medio de él
fueron creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles, sean tronos,
poderes, principados o autoridades: todo ha sido creado por medio de él y para él. Él es
anterior a todas las cosas, que por medio de él forman un todo coherente. Él es la cabeza del
cuerpo, que es la iglesia. Él es el principio, el primogénito de la resurrección, para ser en
todo el primero. Porque a Dios le agradó habitar en él con toda su plenitud y, por medio de
él, reconciliar consigo todas las cosas, tanto las que están en la tierra como las que están en
el cielo, haciendo la paz mediante la sangre que derramó en la cruz.
Esta obra de aclaración e interpretación continuó durante bastante tiempo, digamos cinco siglos.
Varios grandes “concilios ecuménicos” se realizaron en esos años para seguir aclarando el
entendimiento del suceso de Cristo todo lo que fuera posible. Uno de los precursores de estos concilios,
como ya sabrá usted, aparece registrado en nuestra Biblia: es el importante Concilio de Jerusalén de
Hechos 15, reunido con el propósito de aclarar las bases de la salvación para los discípulos gentiles
(podríamos esperar que todos los concilios siguientes hubiesen tenido la misma unidad, movida por el
Espíritu).
Los debates en estos concilios ecuménicos fueron muy importantes, porque abundaban las posiciones
opositoras: el gnosticismo y el marcionismo y el montanismo, el arrianismo, el nestorianismo y el
pelagianismo, entre otras. Tal vez, los tres concilios más importantes fueron el de Nicea, en el año 325
(que confesaba que Cristo era plenamente divino), el de Constantinopla del año 381 (que confesaba que
Cristo era plenamente humano) y el de Calcedonia del 451 (que confesaba la unidad de Cristo: dos
naturalezas, una sola persona).
Estos asuntos no eran menores, y lo que los concilios concluyeron ha definido y aclarado el suceso de
Cristo para la Iglesia de todos los tiempos. Por ejemplo, la comunidad cristiana ha considerado el
concilio de Calcedonia como el que brindó el fundamento de la doctrina de la salvación en Jesucristo, el
único Dios-hombre.
Tal vez la declaración más famosa entre las que aclararon cuestiones en estos concilios ecuménicos es
el Credo Niceno, que surgió del Concilio de Nicea, y de allí su nombre. En las palabras del credo,
podemos ver que directamente corregía la idea de que Cristo era un ser creado (teoría arriana) y el
concepto de que Cristo era dos seres diferentes (idea nestoriana). Esta declaración es tan potente y tan
fundamental a la convicción cristiana que la citaré aquí, completa:
Creemos en un solo Dios, Padre Todopoderoso, creador de cielo y Tierra, de todo lo visible e
invisible. Creemos en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de
todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no
creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho. Que por nosotros y por
nuestra salvación bajó del cielo: por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen y
se hizo hombre. Por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato: padeció y fue
sepultado. Resucitó al tercer día, según las Escrituras, subió al cielo y está sentado a la
derecha del Padre. De nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no
tendrá fin. Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del
Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe en una misma adoración y gloria, y que habló por los
profetas. Creemos en la Iglesia, que es una, santa, universal y apostólica. Reconocemos un
solo bautismo para el perdón de los pecados. Esperamos la resurrección de los muertos y la
vida del mundo futuro.
Estas afirmaciones y los credos que buscan interpretar y aclarar el suceso de Cristo jamás deben tener
el mismo peso y la misma autoridad que Las Escrituras, porque la convicción evangélica siempre acude
a ellas como norma formal suprema en cuestiones de fe y práctica. Son declaraciones confesionales de
mucha importancia; sin embargo, porque el testimonio evangélico se arraiga en la fidelidad a la doctrina
y la transformadora experiencia de la conversión. Lo que creemos importa, y la tradición evangélica
siempre se ha ocupado de la claridad en cuanto a la creencia (¿Ha observado que Agustín también se
ocupó de aclarar a lo largo de su ministerio?).
Las cuestiones de doctrina, como la deidad y la humanidad de Cristo, su resurrección y la doctrina de
la Trinidad son de interés esencial al testimonio evangélico. ¿Por qué? Porque junto a otras creencias
doctrinales, nos aferran a la fiel interpretación del suceso de Cristo. A su vez, nos permiten proclamar la
buena nueva del evangelio y su mensaje, con fidelidad e integridad.
El euangelion, la Buena Nueva del evangelio, no es que tenemos un Libro Sagrado. Muchas
religiones tienen su libro sagrado. La Buena Nueva del evangelio es que Dios entró en la historia en la
persona de Jesucristo e hizo por nosotros lo que no podíamos hacer solos, por nuestros propios medios.
La Biblia es la interpretación normativa de este gran evento redentor, y por ello damos gracias a Dios.
Pero el suceso de Cristo es el fundamento de la interpretación normativa, y no al revés.
Siempre tenemos que afirmar una alta estima de Las Escrituras, reconociendo al mismo tiempo que
nuestra salvación no está en el Libro, sino en Jesucristo. Para evitar la herejía de la “bibliolatría”, nos
conviene recordar la clásica fórmula de la teología cristiana: Christus Rex et Dominus Scripturae:
“Cristo es Rey y Señor de Las Escrituras”.
Todos somos llamados a la vida centrada en La Palabra. Jesucristo está entre nosotros como La
Palabra de Dios viviente. Nos enseña, nos guía, nos gobierna, nos consuela, nos corrige, nos alimenta,
nos fortalece. Se nos ha dado La Biblia como Palabra escrita de Dios. A través del ministerio del
Espíritu, que nos guía e ilumina, Las Escrituras son para nosotros la regla infalible de la fe y la práctica.
Además, la fidelidad doctrinal de los testigos cristianos en la Iglesia primitiva nos ayuda a guiar nuestro
entendimiento e interpretación del suceso de Cristo. Y tenemos el evangelio, la buena nueva, como
Palabra de Dios proclamada. En obediencia a la Gran Comisión de Cristo y en el poder del Espíritu,
convocamos a todas las personas de todos los lugares a reconciliarse con Dios a través del sacrificio
propiciatorio de Jesucristo. Esto lleva, necesariamente, a ser discípulos de Cristo en la vida, y de Él
aprendemos cómo vivir la vida abundante “de justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo” (Juan 10:10;
Romanos 14:17).
Notas:
16.Las órdenes religiosas católico romanas suelen tener una Regla, que es una expresión formal del reglamento observado por sus
miembros.
Capítulo 7
“Somos criaturas de sentido y espíritu, y tenemos que vivir una vida anfibia”.
EVELYN UNDERHILL
7
H emos visto ya de qué manera la vida llena de oración echa los cimientos tanto para la vida
virtuosa como para la vida en el poder del espíritu. Y también vimos cómo, a su vez, esto lleva a
la capacidad de compromiso con la justicia social y la proclamación de la Buena Nueva del reino. El
elemento que resta entonces es entender cómo funcionan todos estos componentes en la vida común. Es
esa la tarea de la tradición de la encarnación.
La corriente de vida cristiana de la encarnación, y también su fe, se centran en hacer presente y
visible el plano del espíritu invisible. Esta forma sacramental de vivir responde a la necesidad de sentir
a Dios de manera manifiesta y notoria en la vida de todos los días.
Esta oración, dicho sea de paso, es una de las más bellas y precisas expresiones que encontrará sobre
la tradición de la encarnación.
Susanna era una niña precoz, aunque, como era mujer, no se le permitiría asistir a la universidad, por
lo cual fue educada en su casa. Su padre, conocido como un intelectual (con grado de Maestría y Doctor
en leyes de la Universidad Queen’s de Oxford) tuvo un rol activo en su educación. Bajo su tutela,
Susanna estudió lógica, metafísica, anatomía, francés y posiblemente griego y latín. Se la ha llamado
“teóloga con polleras cortas”, y con razón. Para cuando tenía trece años, había sopesado ya los debates
doctrinales entre los grupos de los no conformistas (su padre era conocido como “el san Pablo de los no
conformistas”) y el anglicanismo establecido, decidiéndose a favor de la Iglesia de Inglaterra17. Y
Samuel Annesley tal vez sufrió angustia ante esta decisión de su hija, pero le dio su bendición; ella
siguió siendo su hija preferida, quien recibió todas sus cartas y todos sus papeles cuando él murió.
El siguiente gran suceso en la vida de Susanna fue su boda, y cuando le diga con quién se casó,
reconocerá a la Susanna de la que le hablo. No es que su esposo se hiciera famoso, sino dos de sus hijos,
que se cuentan entre las figuras más famosas de Inglaterra. Los dos hijos de los que hablo fueron John y
Charles Wesley, fundadores del metodismo. Su padre fue Samuel Wesley y su madre, la Susanna de esta
historia: Susanna Wesley.
El menudo reverendo Samuel Wesley también había abandonado la causa de los no conformistas a
favor de la Iglesia de Inglaterra, estable y oficial, por lo que el interés mutuo de estas dos personas no
ha de extrañarnos. Se casaron en la Iglesia de St. Marylebone, Londres, el 12 de noviembre de 1688.
Samuel obtuvo la curia de dos pequeñas parroquias y fue rector de una tercera, además de capellán de
un barco durante cierto tiempo. Pero la mayor parte de su vida de ministerio la pasó como rector de la
Iglesia de Epworth, en Lincolnshire. Y fue en Epworth que Susanna vivió y trabajó, y le mostró al
mundo lo sagrados que son los deberes de vivir y trabajar.
Madre y educadora
Susanna fue ante todo, madre. Para ella la maternidad era una vocación –su vocatio–, y tomó su tarea
con una seriedad que muchos no comprenderían en nuestros días. El hecho de que tuvo diecinueve hijos
en el término de veinte años es, en sí mismo, difícil de entender para nuestras mentes modernas. Claro
que nueve de ellos no sobrevivieron a la infancia, pero los diez restantes recibieron un amor y cuidado
que aun entonces eran especiales. ¡Y qué educación recibieron también! Se ha reconocido
universalmente a Susanna por la forma en que se ocupó de educar a todos sus hijos en algo así como un
entorno de “escuela en casa”.
Este compromiso de enseñar a sus hijos no fue tarea fácil. En esencia, lo que esta mujer creó fue algo
así como una escuela de pupilos privada. Todos los niños, siete niñas y tres varones, aprendían el
alfabeto al cumplir los cinco años y, de inmediato, comenzaban a estudiar el primer capítulo de Génesis.
A partir de allí, el plan de estudios casero incluía gramática, historia, matemáticas, geografía y teología.
Ocasionalmente, Samuel como padre ayudaba a Susanna con las lecciones sobre los clásicos.
El horario de clases era de nueve de la mañana hasta el mediodía, y luego desde las dos hasta las
cinco de la tarde. A pesar de los altibajos en su ajetreada vida, Susanna mantuvo este horario de seis
horas de enseñanza durante veinte años. Todos los días supervisaba las lecciones de sus hijos, aun
mientras amamantaba a su último bebé. Además se ocupaba de las cuentas del hogar, de escribir sus
cartas, de su costura, y cada semana se reunía individualmente con cada niño. A John le tocaban las
reuniones las noches de los jueves, y a lo largo de su influyente ministerio, siempre expresó su gratitud
por aquellas sesiones con su madre. Durante veinte años Susanna instiló en sus hijos parte de su
particular personalidad.
Uno de los aspectos de esta personalidad era su excepcional paciencia. Al observar a su esposa
cuando enseñaba, Samuel llegó a contar un día la vigésima repetición de un mismo contenido:
–Admiro tu paciencia –le dijo a su esposa–. Le has repetido lo mismo a ese niño veinte veces.
Susanna lo miró y dijo:
–Si con solo diecinueve veces me hubiese conformado, de nada habría servido mi trabajo. Fue la
vigésima repetición la que coronó el esfuerzo.
Otra de sus características notables era su afán por aprender. Amaba saber, y es evidente que Susanna
inculcó esto a sus hijos, por el celo con que siguieron estudiando cuando entraron al mundo después de
sus años de “escuela en casa”. Los tres hermanos obtuvieron diplomas avanzados, y John fue nombrado
miembro del cuerpo académico del Lincoln College en Oxford. En esa época, por supuesto, las niñas no
tenían la posibilidad de estudiar de manera formal, pero aun así John dijo que su hermana Emily era la
mejor lectora de Milton que él hubiera conocido. Y otra de sus hermanas, Martha, fue respetable
miembro del gran círculo literario de Samuel Johnson.
Una tercera hermana, Hetty, se destacó todavía más. Como Samuel reconocía que esta hija tenía
cualidades extraordinarias, le dio lecciones especiales de literatura clásica, y para cuando la niña tenía
nueve años ya podía leer el griego y el latín. También tenía un “exquisito genio poético”, un don que
tanto ella como su hermano Charles habían heredado de su padre. Un contemporáneo la describió
diciendo: “Hetty, la del espíritu elevado, el ojo claro, el paso ágil. Hetty, la más inteligente y alegre de
todas”.
Se retiró a su estudio y me llamó para preguntarme por qué no había dicho “amén” después
de su oración. Me sorprendió un poco la pregunta, y no sé muy bien qué fue lo que respondí.
Pero sí recuerdo lo que pasó luego: se arrodilló y dijo que la divina providencia podría
maldecirlo a él y a toda si posteridad si volvía a tocarme o meterse en la cama conmigo antes
de que yo le pidiera perdón a Dios y también a él por no decir “amén”, a la oración por el rey.
Susanna, negándose a ser intimidada, se mantuvo firme. Samuel entonces se fue muy enojado a
Londres, y no regresó en seis meses. Luego, solo volvió a causa del trágico incendio que destruyó dos
tercios del hogar de los Wesley. El incendio los unió otra vez, y el resultado más visible de su
reconciliación llegó en el siguiente mes de junio: un bebé llamado John.
Así como el fuego les trajo a John, otro fuego casi se los quita. Fue el incendio que los metodistas
mencionan con frecuencia, y del que se dice que John “salvó su vida por ser un escogido”. Fue la noche
del miércoles 9 de febrero de 1709. Cerca de medianoche el fuego se prendió en la casa del rector, tal
vez iniciado por alguno de sus enemigos. En los momentos de confusión que siguieron, todos lograron
salir, excepto el pequeño John (Jacky) que a la sazón tenía cinco años. Susanna escribió que su esposo
oyó que Jacky “lloraba angustiado en la habitación de los niños, e intentó subir las escaleras varias
veces, pero las llamas se lo impedían. Luego pensó que ya lo había perdido, encomendó su alma a Dios
y fue a cuidar al resto de los niños”.
Lo que el padre no sabía era que el pequeño Jacky había trepado al marco de la ventana y desde allí
volvió a gritar pidiendo ayuda. “¡Busquen una escalera!”, gritó un hombre. Pero no había tiempo para
eso. Un hombre robusto se apoyó contra la pared, para que otro hombre, menudo, pudiera subírsele a los
hombros. En el primer intento, el hombre delgado cayó al suelo. Pero la segunda vez lograron alcanzar
al pequeño y lo alzaron justo cuando el techo caía a causa del incendio. “Salvado por ser escogido”,
decían todos. Con suma alegría, Samuel reunió a su asustada familia junto a los chamuscados restos de
lo que había sido su hogar. “Vecinos, acérquense y demos gracias de rodillas a Dios. Él me dio a mis
ocho hijos. No importa la casa. ¡Mi riqueza está en ellos!”.
Aunque era hombre rico en familia, había quedado en la miseria material. Lo habían perdido todo: su
casa, sus muebles, los libros de Samuel, las cartas de Susanna, los preciosos escritos del Dr. Annesley...
todo.
No fue esta la única ocasión en que perdieron algo. Samuel, aunque era un ministro diligente, no
tenía dotes de administrador. Se endeudaba constantemente y hasta en una ocasión fue llevado a prisión
por sus deudas. Susanna le llevó su anillo de bodas, con la esperanza de que pudiera saldar su deuda,
pero Samuel (y aquí vemos su costado tierno) se negó a aceptarlo y prefirió permanecer en prisión antes
de privar a Susanna de su anillo. El Obispo finalmente rescató al ministro, pagando su deuda.
Estos incidentes le dan un vistazo a “las calamidades de la vida” que debió soportar Susanna. Y de
veras las soportaba. El secreto era su fe, una fe que todo lo veía a la luz de la bondad de Dios y su
control sobre todas las cosas, obrando para bien, y la esperanza que le hizo sobrellevar aun las más
duras circunstancias. Su amor siempre supo vencer el mal con el bien.
Escuche de qué modo intentaba Susanna hacer de la tragedia una causa para la formación espiritual:
“Ayúdame, oh Señor, a usar bien todas las desilusiones y calamidades de esta vida, de modo que mi
corazón se una más al tuyo. Haz que separe mis afectos de las cosas del mundo, y que el dolor inspire
en mi alma mayor vigor por buscar la verdadera felicidad”. Y escuche el crudo realismo en estas
palabras:
Como he de esperar que me encontraré con muchas dificultades, mucha oposición, muchas
desilusiones y pruebas diarias de fe y paciencia en mi pasaje por este mundo, deseo que mi
mayor sabiduría sea la de desapegar todo afecto en lo legalmente posible, de todo lo que sea
disfrute transitorio y temporal, para apegarlo a aquellos placeres más racionales y espirituales
que disfrutaremos cuando entremos en nuestro estado de inmortalidad.
Y vea su sabiduría (sin duda, conseguida luego de muchos años de dificultades) en estas palabras:
“La mejor preparación que conozco para el sufrimiento es el cumplimiento exacto y regular
del deber presente”.
“Predicadora de la justicia”
John Wesley declaró que su madre “había sido, en su medida, predicadora de la justicia”. Susanna
jamás se había ordenado ni estaba a cargo de ninguna parroquia o iglesia. ¿Por qué diría John esto de su
madre?
La referencia más obvia son los famosos servicios de cocina de Susanna. Cuando Samuel estaba en
Londres durante largos períodos por asuntos de la iglesia, su asistente no se ocupaba demasiado de la
congregación. En consecuencia, Susanna decidió que los domingos por las noches habría servicios en
casa, para la familia, de manera de añadir alguna influencia espiritual. Se reunían en la cocina para
cantar salmos, orar y leer un breve sermón escogido de entre los que había en la biblioteca del Sr.
Wesley. Pronto hubo amigos y vecinos que quisieron participar, y antes de que se dieran cuenta, ya eran
doscientas personas las que se reunían en casa de Susanna.
El Sr. Inman, asistente de la iglesia, se ofendió principalmente porque estas reuniones de los
domingos por las noches hacían que asistieran menos personas al servicio de la mañana. Contactó a
Samuel Wesley, que estaba en Londres, y se quejó de los irregulares servicios de adoración. El Sr.
Wesley entonces le escribió a su esposa pidiéndole que desistiera. La respuesta de Susanna es un
magistral acto de equilibro entre la deferencia y el desafío.
Comenzó respondiendo a sus tres principales objeciones, que eran: “Ante todo, que parecerá extraño.
En segundo lugar, por mi sexo y en último lugar, porque eres un personaje público”. Susanna tomó cada
una de estas objeciones con cuidadosa deferencia, y respondió de manera extensa y definitiva. Luego,
concluyó:
Si después de todo crees que debo disolver estas asambleas, ya no me digas que eres tú quien
lo desea porque eso no satisfará mi conciencia. Envíame una orden, en términos plenos y
expresos, que me absuelvan de toda culpa y castigo por no aprovechar esta oportunidad de
hacer el bien a otras almas, al momento en que tú y yo aparezcamos ante el grande y temible
tribunal de nuestro Señor Jesucristo.
No hace falta decir que las reuniones prosiguieron como hasta entonces. Susanna llamaba a esta
congregación de su cocina “nuestra sociedad”. John tenía entonces nueve años, y los académicos que
estudian su vida en general sienten que estos encuentros tuvieron pronunciada influencia en su eventual
formación de la Sociedad Metodista. Por cierto, las reuniones ofrecen la más obvia explicación a su
apelativo de Susanna como “predicadora de la justicia”.
Hay, sin embargo, una razón adicional y creo que igual de importante. Es el rico legado que dejó
Susanna en sus cartas, diario y escritos de catecismo. En las cartas Susanna seguía con su rol de
predicadora, con los miembros de la familia que ya no vivían en la casa. Durante todo el tiempo que
John estuvo en Oxford, su madre seguía siendo su tutora de “divinidad práctica”. En una carta se
explayó sobre el celo, la prudencia y la caridad. Y en otra comentaba el libro de William Sherlock: A
discourse concerning the Divine Providence [Discurso con respecto a la Divina Providencia]. En otras
cartas funcionaba como consejera de facto del “Santo Club” de Oxford. Y hubo más.
Algunos de sus escritos estaban dirigidos a una audiencia más grande. Escribió un ensayo, a pedido
de su hijo John, sobre su método para educar a la familia. Y él lo publicó. Escribió un comentario sobre
el Credo Apostólico y una exposición sobre los Diez Mandamientos. También, un diálogo llamado
“Conferencia religiosa” (obviamente, para su publicación), que buscaba reconciliar la fe cristiana con la
emergente nueva ciencia representada por Isaac Newton. Finalmente, hacia el final de su vida, Susanna
entró en el escenario de la disputa pública con “Observaciones sobre una carta del Sr. Whitfield”. En
este ensayo entró en el complicado debate calvinista-arminiano sobre la predestinación, y mostró que
podía confrontar con un formidable personaje público. Todo esto indica que en Susanna Wesley sí
encontramos a una “predicadora de la justicia”, que sabía cómo expresar y defender su fe. La
conclusión de Adam Clarke, aun en el lenguaje que a nuestros oídos suena antiguo, tiene validez: “Si no
fuera inusual aplicar tal epíteto a una mujer, no dudaría en decir que es una divina muy capaz”.
Me senté al borde de la cama. Estaba en sus últimos momentos, sin poder hablar. Pero creo
que no había perdido la sensibilidad. Se la veía calma y serena, con los ojos fijos hacia arriba,
mientras encomendábamos su alma a Dios. Entre las tres y las cuatro [de la tarde], la cuerda
de plata se fue soltando, y la rueda de la cisterna se fue rompiendo; y entonces, sin siquiera
un susurro, un suspiro ni un gemido, su alma quedó libre. Permanecimos alrededor de su
cama y cumplimos con su último pedido, expresado poco antes de que perdiera el habla:
“Hijos, apenas sea liberada, canten un salmo de alabanza a Dios”.
Estética divina
Quisiera que nos detuviéramos para prestar atención a un aspecto específico. Hasta este momento, el
pueblo había visto la presencia manifiesta de Dios casi como en un espejo: la nube durante el día y la
columna de fuego durante la noche, las tablas de la ley talladas por el dedo de Dios, y demás. Pero
ahora Dios ordena la actividad humana. Una actividad intensa y que requiere de destreza: la
construcción del Tabernáculo y dentro de este, el Arca de la Alianza.
¡Qué espectáculo! Allí estaba la multitud nómada y sin hogar, acampando en el desierto de Sinaí
durante casi un año, mientras construían este habitáculo portátil y extraño que no sirve a propósitos
militares ni cívicos, por lo que se ve. ¿Imagina usted lo que pensarían las lagartijas y los cuervos al ver
cosa tan rara?
Y en medio de esta escena inaudita, hubo un hombre llamado Bezalel. De hecho, se lo convocó por su
nombre:
El Señor habló con Moisés y le dijo: “Toma en cuenta que he escogido a Bezalel (...) y lo he
llenado del Espíritu de Dios, de sabiduría, inteligencia y capacidad creativa para hacer
trabajos artísticos en oro, plata y bronce, para cortar y engastar piedras preciosas, para
hacer tallados en madera y para realizar toda clase de artesanías”.
Éxodo 31:1-5
El punto crucial que hemos de ver es el siguiente: Dios escogió a un diestro artesano e hizo que
utilizara su habilidad para mostrar la manifiesta presencia de Dios al pueblo. Bezalel era artesano. Era
este su trabajo, su profesión, y fue a través de ella que demostró la presencia de Dios. Observe, además,
que se lo describe no solo como diestro artesano sino como alguien “lleno del Espíritu de Dios”. Ahora
bien, esta afirmación impresiona todavía más cuando vemos que Bezalel fue la primera persona en La
Biblia a quien se describe de este modo. “Lo he llenado del Espíritu de Dios” es una frase que no
aparece antes, ni para describir a un sacerdote, ni a un profeta o patriarca. Describe a un artesano, a un
hombre que trabajaba con sus manos. Tal vez esto nos dé un indicio de lo mucho que le importa a Dios
lo que hacemos con las manos.
Bezalel no trabajaba solo. Tenía un ayudante, Aholiab, a quien se describe como “… artesano,
diseñador y recamador en lana teñida de púrpura, carmesí y escarlata, y en lino” (Éxodo 38:23).
Dios inspiró a Bezalel para que enseñara a otros, de modo que un buen número de personas
participaba de la construcción del Tabernáculo (Éxodo 35:34). Además, el pueblo colaboraba trayendo:
… oro, plata y bronce; lana púrpura, carmesí y escarlata; lino, pelo de cabra, pieles de
carnero teñidas de rojo y pieles de delfín, madera de acacia, aceite de oliva para el
alumbrado, especias para el aceite de la unción y para el incienso aromático, y piedras de
ónice y otras piedras preciosas para engastarlas en el efod y en el pectoral.
Éxodo 35:5-9
A esto, respondieron “todos los que se sintieron movidos a hacerlo, tanto hombres como mujeres”
(Éxodo 35:22).
Vemos, entonces, que muchas personas participaban de este proyecto: Bezalel, el contratista
principal, y Aholiab el capataz, los subcontratistas, los trabajadores calificados, el pueblo y los dueños
que pagaban los gastos de construcción. Y pagaban mucho. El pueblo dio tanto que Moisés debió emitir
una orden para que dejaran de dar: “… ¡Que nadie, ni hombre ni mujer, haga más labores ni traiga más
ofrendas para el santuario!” (Éxodo 36:6-7).
Cuando Bezalel y los otros terminaron su obra, Moisés, viendo su exquisito trabajo “los bendijo”
(Éxodo 39:43). Y vino entonces la bendición final de sus esfuerzos: “En ese instante la nube cubrió la
Tienda de reunión, y la gloria del Señor llenó el santuario” (Éxodo 40:34).
Bezalel es un maravilloso modelo de la corriente de la encarnación. Una persona con destreza,
inteligencia y conocimiento en todo tipo de artesanías. Una persona que sabía trabajar el oro, la plata, el
bronce, la piedra y la madera. Y ante todo, una persona llena del Espíritu de Dios. Lo que produjo le dio
al pueblo una visión continua de Dios durante toda su estadía en el desierto. En medio del paisaje árido,
el Tabernáculo era una magnífica experiencia estética. Los que venían a adorar podían absorber la fe, no
solo por haber oído de ella, sino por verla ahora en los querubines sobre el trono de misericordia, la
mesa de madera de acacia para el pan, la lámpara de oro puro, el altar de incienso hecho de madera de
acacia, el aceite sagrado de unción y el fragante incienso, el altar del holocausto hecho de madera de
acacia, los finos cortinados de lino en el patio del Tabernáculo y el bordado del velo, en colores de azul,
púrpura e hilos de color rojo.
Lograr la concreción del Tabernáculo requirió no solo de destrezas en el trabajo artesanal, sino de
cualidades inusuales en la personalidad de Bezalel. Veamos algunas de ellas.
Ante todo, tenía imaginación. Captaba la visión de lo que sería el proyecto. Tenía que verlo como
algo bello con los ojos de la mente, antes de poder construirlo.
En segundo lugar, era un hombre que sabía expresar. Tenía que comunicar su visión de lo que sería el
Tabernáculo, para que los subcontratistas lo vieran como lo veía él y trabajaran con la misma destreza e
imaginación.
Tercero, era un administrador eficiente. Tenía que elegir a los trabajadores y organizarlos,
estableciendo prioridades para asegurarse de que todo se hiciera en el orden correcto: cortinas,
estandartes, mobiliario y demás. También tenía que saber delegar, porque cualquier obrero que hiciera
mal su trabajo afectaría el proyecto entero.
Todas estas cualidades, y más también, le daban a Bezalel la capacidad de supervisar la construcción
del Tabernáculo, haciendo presente y visible el plano del espíritu invisible.
En el comienzo de este estudio de la tradición de la encarnación, mencioné a Jesús y María. Me
gustaría también terminar hablando de ellos. Cuando pensamos en el Tabernáculo en ese desierto, y en
todo lo que representa, vemos que al cumplirse los tiempos el vientre de María fue el lugar de
habitación, el “tabernáculo de Dios”. Y más aun, vemos que en Jesucristo Dios tiene su tabernáculo y
está presente entre nosotros. Y como si esto no bastara, hemos de ser lugar de habitación del Espíritu
Santo haciendo visible y manifiesta la realidad de Dios dondequiera que vayamos y en todo lo que
hagamos.
Tal vez recuerdes que una vez te dije que a pesar de todo, llevaba un diario del que quería te
hicieras cargo algún día.
Aquí está.
Lo comencé sin pensar en que lo leería nadie más que yo, pero con la historia tal como se
desarrolló luego, y con lo que de mí se ha dicho y escrito, la situación ha cambiado. Lo que
hay aquí es el único “perfil” que puede presentarse. Y por eso, en los últimos años he
supuesto que querrían publicarlo, aunque siempre escribí para mí y no para el público.
Si ves que vale la pena publicar esto, te doy mi permiso para hacerlo, como algo parecido a
un libro blanco respecto de mis negociaciones conmigo mismo... y con Dios.
Dag
Belfrage recordaba haber tenido dicha conversación hacía unos años y, por supuesto, supuso que la
carpeta contenía algo así como las memorias políticas de los logros de Hammarskjöld en las Naciones
Unidas. Imagine su asombro cuando, al abrir la carpeta, vio más de seiscientas anotaciones personales,
con las reflexiones íntimas de Hammarskjöld, a lo largo de más de treinta y seis años. El manuscrito
completo, que llevaba como título la palabra “Vägmärken” estaba escrito con máquina por el Secretario
General, y nadie jamás había visto siquiera una página. De hecho, nadie sabía que existía.
Sucedió entonces que el mundo recibió la clásica obra de inspiración espiritual conocida como
Marcas en el camino. En las ciento setenta y cinco páginas del diario, Hammarskjöld no incluyó ni una
mención de su destacada carrera como funcionario, ni a los muchos presidentes, reyes y primeros
ministros con los que trataba, ni los sucesos históricos de los que fue protagonista. En cambio, con un
escrutinio minucioso y absolutamente sincero, va marcando en esta obra el intrincado y a veces tortuoso
camino del “matrimonio de Dios y el alma”.
Marcas en el camino sería un libro memorable si hubiera resultado de las meditaciones prolongadas
en un retiro monástico. Pero lo es más todavía porque es producto de las anotaciones hechas por este
hombre en medio de la escena internacional más volátil de los tiempos modernos. W. H. Auden, en su
prólogo, lo llama “documento histórico de máxima importancia como relato del intento de un
profesional por unir en una vida la via activa y la via contemplativa”.
Así, el autor de este libro no muy extenso nos brinda un modelo contemporáneo brillante de lo que es
la tradición de la encarnación. La vocación de Hammarskjöld se convirtió en el lugar supremo donde
vivir sus más profundas convicciones espirituales. Y al hacerlo, este hombre cubrió la brecha entre el
mundo de la devoción y el mundo del trabajo. Su trabajo como político era la vida sacramental, en el
nivel más profundo, y él mismo utilizaba los términos “llamado” y “vocación” para describir la tarea
que le habían encomendado. La lucha interna que se desarrollaba en su interior formó en él un carácter
sólido, capaz del liderazgo moral más destacado, algo que su biógrafo llama “magisterio moral”.
Dag Hammarskjöld fue un hombre dedicado a los asuntos internacionales, con gran conocimiento del
pensamiento intelectual de su tiempo y amigos que lideraban la vanguardia en el campo de la literatura,
la dramaturgia y la filosofía. Al mismo tiempo, poseía una fe viva que callada y sobriamente aplicaba al
tiempo de cumplir con sus exigentes deberes como persona pública en el ámbito del trabajo por la paz y
el buen orden. En la cima de su trayectoria dentro de la diplomacia internacional, escribió: “En nuestra
era, el camino a la santidad pasa necesariamente por el mundo de la acción”.
Profundas raíces
Durante más de tres siglos la familia Hammarskjöld ha gozado de renombre en Suecia por su servicio
a la comunidad. El padre de Dag, Hjalmar Hammarskjöld, fue un distinguido político de carrera, que
ocupó posiciones como ministro de justicia, ministro de educación, embajador en Copenhague,
gobernador de Uppland en Uppsala y primer ministro de Suecia. “Del lado de mi padre –escribió Dag–,
heredé la creencia de que no había vida más satisfactoria que la del servicio desinteresado a tu país o a
la humanidad. Este servicio exigía un sacrificio de todo interés personal, pero además el coraje para
defender tus convicciones, sin concesiones”. La influencia de Hammarskjöld padre puede resumirse en
una sola palabra: deber. De hecho, una firme devoción al deber, tema que se vería reflejado en la vida
entera de Dag Hammarskjöld. Su respeto y reverencia por su padre tuvo un enorme impacto en su
mente y en su vida.
Lamentablemente, sin embargo, dos de los legados menos deseables también persistieron en la vida
de Dag. El primero era la tendencia a sentirse como un extraño, lo cual le hacía verse distante, con
cierto desapego. Hjalmar Hammarsjköld era una figura autocrática y autoritaria, imponente. Dag
registra un doloroso recuerdo de su infancia, cuarenta años después de sucedido:
Un cachetazo en la oreja
le enseñó al niño
le era odioso.
El segundo legado contribuyó a que Dag decidiera no casarse. Lo conocemos por la Reina Madre de
Suecia quien, de visita en las oficinas de la ONU en Nueva York, le preguntó a Dag Hammarskjöld por
qué no se había casado nunca: “Dijo que al ver sufrir tanto a su madre por las reiteradas ausencias de su
padre cuando cumplía con sus funciones, no quería someter a una mujer a vivir de esa manera”.
En cambio la madre de Dag, Agnes Almqvist, era una mujer cálida, muy democrática y con enorme
generosidad hacia todos, amigos o extraños por igual. Supo transformar el antiguo e imponente castillo
del gobernador en Uppsala en un hogar confortable para Dag y sus tres hermanos: Bo, Ake y Sten. Su
influencia sobre Dag también fue evidente: “Del lado de mi madre, heredé la creencia de que, en el más
estricto sentido de los Evangelios, todos los hombres son iguales como hijos de Dios y que hemos de
conocerlos y tratarlos como superiores a nosotros en Dios”. En un sencillo pero conmovedor tributo a su
madre, Dag le escribió a un amigo: “Mi madre (...) tenía las cualidades que más admiro: coraje y
bondad”.
La influencia formadora más importante después de sus padres fue el alpinismo, un deporte que el
joven Hammarskjöld practicaba con frecuencia. Para él, escalar montañas era mucho más que motivo de
placer, ejercicio o camaradería intelectual. Era una manera de formar el carácter. A su llegada a la
ciudad de Nueva York para asumir sus nuevas responsabilidades como Secretario General de las
Naciones Unidas, habló con los periodistas en el aeropuerto y mostró de qué manera se requerían las
cualidades del alpinista en el cumplimiento de un cargo público:
El alpinismo requiere de (...) paciencia, perseverancia, percepción de la realidad,
planificación imaginativa aunque cuidadosa, clara conciencia del peligro, pero también del
hecho de que el destino es lo que hacemos de él y que quien más a salvo estará al escalar es
aquel que nunca cuestiona su capacidad para vencer todas las dificultades.
en la tormenta de la destrucción,
sufres angustia.
Un año más tarde, en el día de año nuevo de 1951, escribió: “La noche se acerca. Un año más. Y si
este día fuera el último de tu vida (...) La polea del tiempo nos empuja inexorablemente hacia delante,
hacia este día. Es un alivio pensar en ello, considerar que hay un momento al que nada sigue”. Luego, a
principios de 1952, hay otra anotación de tono intrigante: “La noche se acerca ahora (...) qué largo es el
camino”.
Pero el día de año nuevo de 1953, el ánimo es completamente distinto:
Y luego de unas pocas anotaciones más, escribió: “No yo, sino Dios en mí”.
A partir de ese momento este tono de afirmación domina sus reflexiones. ¿Por qué? ¿Por qué tal
contraste entre la oscuridad de 1950 a 1952, y la perspectiva más expectante y positiva de 1953 y
posteriores? ¿Es posible discernir qué fue lo que causó una transición tan marcada?
Seguramente sí podemos encontrar la razón. La anotación más destacada e importante de Marcas en
el camino es la del domingo de Pentecostés de 1961, en que Hammarskjöld repasa un período decisivo
en su vida.
Desde entonces sé lo que significa “no mirar atrás” y “no pensar en el mañana”.
Guiado por el hilo de Ariadna de mi respuesta, por el laberinto de la vida, llegué a un tiempo
y lugar donde vi que el camino lleva a un triunfo que es una catástrofe, y a una catástrofe que
es un triunfo, que el precio de comprometer la propia vida sería reproche y que la única
elevación posible para el hombre está en las profundidades de la humillación. Después de
eso, la palabra “coraje” perdió su significado porque nada me puede ser quitado.
Al seguir por el camino, aprendí paso a paso y palabra por palabra que tras cada uno de los
dichos en los Evangelios, hay un hombre y la experiencia de un hombre. Y que tras la oración
de que pasara el trago amargo, y su promesa de beberlo, también hay un hombre. Y también
tras las palabras pronunciadas desde la cruz.
“Le dije que sí”. Esas palabras son paralelas a su afirmación de ese primer día de 1953: “A todo lo
que será, ¡Sí!” El día de año nuevo de 1953 es la primera vez que aparece esta afirmación en tono de
confesión, este Sí. Pero no es la última. Hammarskjöld la repite con frecuencia, muchas veces en letra
cursiva, con creciente significado y precisión. De hecho, es como un refrán que resuena a lo largo de lo
que queda del libro. Después de ser elegido Secretario General de Naciones Unidas, escribió jubiloso:
“Ser libre. Poder ponerme de pie y dejar todo detrás, sin mirar al pasado. Decir Sí...”. Y luego, dos
anotaciones más adelante: “Decir Sí a la vida es al mismo tiempo decir que Sí al propio ser. Sí, aun a
ese elemento en uno que sin quererlo se deja transformar, de la tentación a la fortaleza”.
En 1956 escribió:
Y otra vez, después de ser reelegido como Secretario General: “Sí a Dios. Sí al destino. Sí a ti
mismo”. Y finalmente, semanas antes de su trágica muerte:
De manera providencial, tres meses antes de ser elegido como líder de Naciones Unidas, Dag
Hammarskjöld pasó por la crisis espiritual más profunda de su vida. Y esa crisis fue una preparación
interior vital para lo que debería enfrentar en la escena internacional.
Como se dice habitualmente, el resto es historia. Varios han documentado los muchos logros de Dag
Hammarskjöld en sus ocho años y medio como timón de las Naciones Unidas, por lo que es innecesario
repetirlos aquí. Bástenos con decir que, desde su primera valiente misión a Pekín en 1955, hasta su
intervención en la crisis de Suez en 1956 y su mediación en el Congo en 1961, misión que se llevó su
vida, transformó a las Naciones Unidas, que de ser un foro de conferencia y controversia pasaron a ser
agentes de la acción creativa por la paz. Henry Van Dusen escribió: “Tal vez no haya habido otra
persona en la historia que lograra tal obra de mediación y pacificación entre las naciones”.
Hemos de sentir profunda gratitud por la inmensa contribución de este hombre a la paz mundial. Y
también por la devoción unida al trabajo, en su manifestación más armónica.
Una de las afirmaciones más bellas sobre la tradición de la encarnación, la vida sacramental, proviene
de la pluma de Hammarskjöld. La escribió en la Nochebuena de 1956, cuando finalmente se resolvió la
crisis de Suez: “Tus propios esfuerzos ‘no lo lograron’. Fue Dios solamente. Pero alégrate porque Dios
encontró utilidad para tus esfuerzos en pos de tal fin”. Y dos días después: “Actuamos en fe, y ocurren
milagros”.
Si su vida no hubiera terminado tan pronto, ¿cuánto más habría logrado este hombre? Nunca lo
sabremos. Su muerte prematura es una pérdida irreparable, y es posible que hablara proféticamente al
escribir:
el último milagro
La dimensión religiosa
Esta es la dimensión cuya más plena expresión se encuentra en la adoración colectiva. Allí utilizamos
lo físico y lo material para expresar y manifestar lo espiritual.
En esta dimensión nuestra vida como comunidad tiene importancia porque subraya el hecho de que
todos somos litúrgicos, es decir, que todos usamos formas materiales y humanas para expresar nuestra
adoración a Dios. Sencillamente, no hay iglesias no litúrgicas. Los monjes que se levantan para recitar
los oficios nocturnos, y los cuáqueros que esperan en silenciosa certeza al Espíritu, o los católicos que
rezan el rosario y los revivalistas que cantan himnos de devoción al nombre de Jesús, o los ritualistas de
la ortodoxia rusa que se inclinan entre incienso y un ícono, y los evangelistas del Ejército de Salvación
que marchan al son de tambores y panderetas... todos, absolutamente todos, usan la liturgia. Podemos
escoger qué tipo de liturgia usar, pero no podemos elegir si la usaremos o no. En tanto seamos seres
humanos, y nuestra condición sea finita, tenemos que usar la liturgia, porque necesitamos expresar
nuestra adoración de alguna forma.
La palabra liturgia significa “obra del pueblo”. Nuestra tarea en la liturgia es la de glorificar a Dios
en los diversos aspectos de nuestra vida de adoración. Hemos de dejar que la realidad del Señor brille a
través de formas humanas o físicas. Y así ocurre cuando cantamos himnos, encendemos velas,
danzamos expresando alabanza o nos inclinamos en silenciosa adoración.
Aquí podemos tomar la imagen del apóstol Pablo, de “tesoros en vasijas de barro” (2 Corintios 4).
El tesoro es “… la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo”, como él dijo (v. 6). La vasija
de barro es el cuerpo humano y las diversas formas culturales que utilizamos para manifestar el tesoro.
Aplicando la imagen de Pablo, la “vasija de barro” es, sencillamente, la forma en que adoramos.
Siempre hemos de recordar, sin embargo, que la forma en sí misma no es el tesoro. Adoramos a Dios,
nunca a la forma.
Si entendemos esta imagen, podemos apreciar a otros que no adoran de la misma manera que
nosotros. Podemos reconocer el tesoro que su vasija de barro expresa, aunque sea diferente esta forma
de la que usamos nosotros. Hay muchas vasijas de barro, pero un solo tesoro. Hay muchas formas, pero
solo un Dios Padre, para todos nosotros.
Podemos aprender a regocijarnos en la bellísima variedad de formas de adoración que hay en el
pueblo de Dios. Evelyn Underhill (y muchos otros) dice que las formas de adoración son
“sacramentales”, lo cual significa que “son más que símbolos, pero menos que sacramentos”.
En otras palabras, estas formas físicas y materiales son signos eficaces que ayudan al alma que adora
a aprehender la realidad espiritual. En el siglo viii Juan de Damasco presentó el mismo argumento a
favor de los íconos de la fe ortodoxa oriental, como señales o reflejos de la realidad eterna y espiritual.
Esta consideración sobre las formas se refiere, por supuesto, a mucho más que los íconos del
cristianismo ortodoxo de Oriente. Piense en la música de J. S. Bach, y en Charles Wesley y Fanny
Crosby. Piense en el profundo silencio de la adoración de los cuáqueros, donde el silencio es en sí
mismo una forma, una liturgia de adoración. Piense en el rico tapiz de la adoración anglicana. En la
cálida y vibrante adoración pentecostal. En el lavado de pies durante los servicios de los Hermanos, o en
la imposición de manos de los carismáticos o en la Fiesta de Amor en las iglesias que se reúnen en
casas. La lista podría seguir y seguir. Nuestra adoración adopta la forma de una magnífica experiencia
estética que lo abarca todo. Vemos, olemos, tocamos, saboreamos, oímos. Absorbemos la fe al revivir el
evangelio y la pasión en la liturgia. Dios se hace manifiesto a nosotros, a través de lo material.
Los sacramentos de la Iglesia son la forma más completa de demostrar cómo Dios usa la materia para
hacer que el plano invisible del espíritu se vuelva presente y visible. A los sacramentos se los conoce
también como “medios visibles de una gracia invisible”. Son acciones concretas mediante las cuales se
nos marca y alimenta de manera que la realidad de Dios deje su impronta en nuestros cuerpos, mentes y
espíritus. El Espíritu Santo nos injerta en la vida de la Trinidad al enterrarnos y luego levantarnos en el
bautismo. Y nos alimenta continuamente al representar la muerte y resurrección de Cristo en el servicio
de la comunión o eucaristía.
En la vida cotidiana
Aun así, la dimensión religiosa es el comienzo y no el fin. Hemos de tomar esta vida e incorporar a
ella todo lo que somos y todo lo que hacemos. Hemos de llevarla a la vida cotidiana: a nuestros hogares,
nuestro trabajo, nuestras relaciones con hijos, cónyuge, amigos, vecinos y también, sí, enemigos. Aquí
entramos en la dimensión más fundamental de la tradición de la encarnación: la vida de todos los días.
Es el lugar por excelencia donde hacemos visible y manifiesto el plano invisible del espíritu.
Para entrar en esta forma de vida sacramental tenemos que tomar las palabras de Pablo y guardarlas
en la mente y el corazón: “Y todo lo que hagan, de palabra o de obra, háganlo en el nombre del Señor
Jesús, dando gracias a Dios el Padre por medio de él” (Colosenses 3:17).
El lugar más básico para la vida sacramental es el matrimonio, el hogar y la familia. Allí convivimos
en amor con quienes nos rodean. Allí vivimos de veras, como dice Jean Pierre de Caussade, “el
sacramento del momento presente”. Pero perdemos de vista lo que es esta forma de vivir si pasamos el
tiempo realizando reuniones de oración y otras actividades de la iglesia cuando, en realidad, el deber del
momento presente es estar en casa jugando con nuestros hijos u ocupándonos de otras responsabilidades
domésticas. Con sabiduría, C. S. Lewis observó:
Lo grandioso, si se puede, es dejar de ver todas las cosas desagradables como interrupciones
de la vida “real” o “propia”. La verdad, claro está, es que lo que uno llama interrupciones son
precisamente la vida real, la vida que Dios nos manda día a día: lo que uno llama “vida real”
es el fantasma de la propia imaginación.
El trabajo también es un lugar cotidiano para la vida de encarnación y tal vez sea el lugar donde más
tenemos por hacer. Me refiero no solo al lugar de empleo, sino a todo lo que hacemos por producir algo
bueno en nuestro mundo. Hablo de nuestra vocatio, nuestra vocación o llamado.
Ahora bien, quiero destacar este aspecto de que el trabajo es el lugar para la vida sacramental.
Aunque hay quienes tienen vocación o llamado especial para la tarea pastoral o sacerdotal que se ocupa
de equipar al pueblo de Dios, para la mayoría de las personas esta vocación irrumpe en medio de las
diversas ocupaciones. Es allí donde muchas veces perdemos de vista la vida sacramental. Hubo un líder
de negocios que me dijo con tono piadoso: “Le digo a mi secretaria que aparte una hora del mediodía
cada semana y entonces, en lugar de salir a almorzar con hombres de negocios, cierro la puerta y me
aparto de ese mundo. Abro entonces mi Biblia y paso tiempo a solas con mi Señor”. Bien. Será una
sabia práctica, pero no es esta la vida sacramental. El tema aquí es cómo vivimos, actuamos y
reaccionamos en medio del mundo despiadado de los negocios, acuerdos comerciales y reuniones de
juntas. O en el mundo despiadado de los restaurantes, camareros, administradores, contratistas,
subcontratistas, gerentes y personal de oficinas. O en el despiadado mundo de la ley, la educación y el
empresariado. Allí es donde la gente necesita desesperadamente ver la realidad de Dios de manera
visible y manifiesta.
Y allí es donde aprendemos a hacer nuestro trabajo como lo haría Jesús si estuviera en nuestro lugar.
Ahora, para entender cómo funciona esto, necesitamos destacar a Jesús entre nosotros, en su oficio
como Señor resucitado y exaltado, sin las localizaciones de tiempo, espacio, geografía, historia, género,
raza, nacionalidad y vocación. Jesús sí está en nuestro lugar. Se mueve entre nosotros continuamente,
como Maestro nuestro, siempre presente. Verá usted, Jesús es el Señor de todas las vocaciones y de
veras puede enseñarnos a cumplir con nuestro llamado. Si usted es dentista, Jesús puede enseñarle cómo
ser dentista, cómo tratar a los pacientes del modo en que Él lo haría. Lo mismo vale si usted es
taquígrafo, programador de computación, científico investigador, portero o presidente de una
corporación multinacional. Y vale también si lo que usted hace es producir cosas buenas en el mundo
criando hijos, pintando, haciendo vitrales o pelando patatas. Sea lo que fuere, esté donde estuviere,
Jesús le enseñará. Aprenda de Él.
El tercer lugar –además del hogar y el trabajo– donde aprendemos a vivir sacramentalmente es la
sociedad en general. Aquí hemos de traer la realidad de Dios para ponerla de manifiesto en la vida
cultural, política e institucional. Los teólogos lo llaman “mandato cultural”, enseñanza profundamente
arraigada en la narrativa de la creación donde Dios les da a los dos primeros seres humanos la autoridad
para administrar, cuidar y dominar la tierra (vea Génesis 1-3). Y es eso lo que hacemos, al trabajar por
elevar nuestra cultura no solo a través de los parámetros morales que dicta el sentido común, no solo a
través de la decencia y la honestidad, sino por medio del arte, la literatura, el teatro, la justicia, la belleza
y la shalom. Alimentamos “lo bueno, lo verdadero, lo bello” en la sociedad, mediante el cuidado de las
instalaciones de nuestras escuelas, la belleza de los parques, la capacidad de trabajo y emprendimiento
que damos a los pobres, la literatura imaginativa y de redención que escribimos, la sensibilidad
ecológica al usar la tierra y desarrollar producción, y muchas otras cosas.
La familia, el trabajo y la sociedad. Estos son los ámbitos de la vida cotidiana, y es de suma
importancia que siempre mantengamos un vínculo constante e íntimo entre la dimensión
específicamente religiosa y el ámbito de la vida cotidiana. Dicho sea de paso, esta conexión también
aparece en varios pasajes “sacramentales” de nuestro Nuevo Testamento. Son pasajes que llevan esta
doble referencia a la dimensión religiosa y la vida cotidiana. Por ejemplo, en el capítulo sexto de Juan,
donde Jesús enseña sobre “comer la carne del Hijo del Hombre y beber su sangre”, vemos de inmediato
la referencia a la comunión y el llamado a alimentarnos continuamente de su vida. Como dice Jesús:
“… Las palabras que les he hablado son espíritu y son vida” (Juan 6:63). Lo mismo vemos cuando
Jesús le habla sobre el “agua viva” a la mujer junto al pozo, donde el bautismo es el fondo de su
enseñanza sobre la vida de fuerza y sostén que da a todo quien confía en Él.
Martín Lutero vinculó en lo más profundo la esfera religiosa con la vida común, cuando al escribir
sobre el bautismo, dijo:
Todos somos llamados a la vida sacramental. Redimidos por Dios a través de Cristo, somos habitados
por el Espíritu Santo y pasamos por crecientes transformaciones del carácter a medida que nuestros
cuerpos entran en armonía con nuestros espíritus. De allí, nuestro ser corpóreo se convierte en
habitación del Santo, un tabernáculo, y aprendemos a través de las actividades diarias a funcionar en
cooperación con Dios, dependiendo de Él.
El tiempo y la experiencia nos llevan a descubrir que todo lugar que pisamos es “tierra santa”, y que
todo lo que hacemos es “acción santificada”. La línea zigzagueante que divide lo sagrado de lo secular
se hace borrosa porque sabemos que no hay nada que quede fuera del plano de la previsión, el control y
el amoroso cuidado de Dios.
Notas:
17.N. de T.: madre de la Comunión Anglicana.
18.Sus áreas de estudio fueron Historia de la literatura, Filosofía, francés y Economía política. Luego obtuvo un grado de doctorado en
Economía. Su disertación fue titulada “Cómo el auge y la depresión se extienden”.
Palabras finales
T odo lo que he volcado en este libro para que conozca usted surge de una profunda convicción: en
nuestros días, vivimos una nueva y gran reunión del Pueblo de Dios. Las corrientes de fe que he
descrito aquí: la contemplativa, la de la Ssantidad, la carismática, la de la justicia social, la evangélica y
la de la encarnación fluyen juntas en el potente movimiento del Espíritu. Y constituyen, según lo
entiendo, el contorno y la forma de esta nueva reunión.
En este mismo momento seguimos siendo un pueblo disperso. Así ha sido con la Iglesia de Jesucristo
durante muchos años ya. Pero algo nuevo está sucediendo. Dios vuelve a reunir a su pueblo una vez
más, creando una comunidad inclusiva de personas que se aman las unas a las otras, con Jesucristo
como principal sostén de la comunidad, como su más glorioso habitante. Esta comunidad surge de
maneras múltiples, con formas diferentes.
Veo lo que sucede. Veo que Dios reúne a su pueblo. Veo un pueblo obediente, disciplinado y libre que
se reúne y conoce la vida y los poderes del reino de Dios.
Veo un pueblo de cruz y corona, de acción valiente y amor sacrificado.
Veo un pueblo que combina la evangelización con la acción social, el trascendental señorío de Jesús
con el sufriente varón de dolores y Mesías.
Veo un pueblo que se anima ante la visión del eterno gobierno de Cristo, no solo como inminente y
en el horizonte, sino ya llegando, entre nosotros.
Veo un pueblo... veo un pueblo... aunque sienta que solo estoy mirando a través de un vidrio todavía
un tanto empañado.
Veo a un pastor rural de Indiana que se abraza con un sacerdote urbano de Nueva Jersey, para orar
juntos por la paz del mundo. Veo un pueblo.
Veo un monje católico de las colinas de Kentucky, de pie junto a un evangelista bautista de las calles
de Los Ángeles, ofreciendo juntos un sacrificio de alabanza. Veo un pueblo.
Veo activistas sociales de los centros urbanos de Hong Kong, unidos a predicadores pentecostales de
los barrios de San Pablo, llorando juntos por la espiritualidad perdida y el flagelo de la pobreza. Veo un
pueblo.
Veo a trabajadores de Soweto y a propietarios de tierras en Pretoria, honrándose y sirviéndose, por
reverencia a Cristo. Veo un pueblo.
Veo a humus y tutsis, a serbios y croatas, a mongoles y chinos, a afroamericanos y anglos, a latinos y
aborígenes norteamericanos, todos compartiendo, cuidándose y amándose los unos a los otros. Veo un
pueblo.
Veo al sofisticado junto al sencillo, a la élite junto al desposeído, al rico con el pobre. Veo un solo
pueblo.
Veo un pueblo, les digo, un pueblo de toda raza, nación y lengua, de toda clase social, uniendo sus
corazones, y manos, y mentes, y voces y declarando:
P resentamos este breve resumen de los dos últimos milenios para brindarle una visión del paso de
los tiempos en la historia de la Iglesia. Esperamos que le sirva como marco, para que pueda
evaluar el desarrollo de las seis corrientes de la fe que está estudiando en este libro. Al principio del
capítulo uno incluimos una línea de tiempo. Encontrará detalles adicionales en cualquier libro de
historia de la Iglesia.
Las personas dan forma a los hechos, y los hechos definen la historia. Son innumerables los
ejemplos: el éxodo de los hijos de Israel de Egipto, la caída de Jerusalén en manos romanas, el colapso
del Imperio romano, la difusión del islam, la fusión de las ciudades-estados para formar naciones, el
Renacimiento, la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial. Todos fueron puntos de
inflexión, aunque ninguno dio forma o definió la historia como lo hizo Jesucristo.
Jesucristo es la gran línea divisoria continental en la historia19. Antes de que apareciera, los humanos
buscaban innumerables maneras de llenar el vacío interior con forma de Dios que todos tenemos en la
vida: con sacrificios animales y humanos, con rituales secretos, con leyes y reglamentos, con
impresionantes templos, entre otras cosas. El ser humano siempre buscaba escalar, siempre buscaba un
nuevo camino, siempre trataba de encontrar la luz entre las copas de los árboles, buscando la cima... sin
lograrlo. Atrapados en la oscuridad del bosque, los seres humanos solo veían la cima de a ratos.
Pero Jesús, que entró en la historia humana y creó esta cordillera que marca un antes y un después,
llena este vacío con forma de Dios y nos brinda apoyo seguro para los pies en el camino hacia la cima.
Nuestras luchas por llegar allí han terminado y no hace falta bajar la montaña del otro lado. Jesús nos
lleva a la cima, y ahora caminamos por la cadena montañosa, con Él como guía. Nosotros, la Iglesia, el
pueblo de Dios, trabajamos en cooperación con el Señor para dar forma a los hechos que definen
nuestra historia.
Nacimiento de la Iglesia
La Iglesia inicia su viaje a lo largo de esta cadena montañosa en un punto inusualmente alto.
Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, vino
del cielo un ruido como el de una violenta ráfaga de viento y llenó toda la casa donde
estaban reunidos. Se les aparecieron entonces unas lenguas como de fuego que se repartieron
y se posaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a
hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.
Hechos 2:1-4
Como dice el refrán: “Mejor, imposible”. Aquí estaba este grupo de seres humanos asustados, con
incertidumbre, gente de toda clase y lugar, marginados por la sociedad, esperando obedientes algo
llamado “poder de lo alto” (Lucas 24:49).
Estas ciento veinte personas se convirtieron en miembros fundadores de la Iglesia, ordenados por
Dios, entrenados por Jesús, llenos del poder del Espíritu. Ese primer día, tres mil personas se unieron a
este movimiento embrionario, “… Y cada día el Señor añadía al grupo los que iban siendo salvos”
(Hechos 2:47).
Con las raíces judías de este nuevo movimiento, habría sido más fácil para los seguidores de Jesús
quedarse en Jerusalén y sus alrededores. Pero hacerlo, habría significado no cumplir con su mandato:
“… serán mis testigos tanto en Jerusalén como en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la
tierra” (Hechos 1:8). Algo drástico y radical tenía que obligar a los creyentes a salir de su zona de
comodidad. Y ese “algo” fue la persecución. Estos primeros discípulos de Jesús “… se dispersaron por
las regiones de Judea y Samaria” (Hechos 8:1) y “… predicaban la palabra por dondequiera que
iban” (Hechos 8:4).
El día de Pentecostés oyeron el evangelio personas que venían desde las costas del Golfo Pérsico al
este hasta el mar Tirreno en el oeste, desde el Mar Negro en el norte hasta los países que bordean el
Mediterráneo en el sur. Y de allí, el evangelio pasó a África, por un eunuco etíope (Hechos 8:26-39).
Los apóstoles, perseguidos, permanecieron en Jerusalén hasta que Santiago fue ejecutado, y Pedro,
puesto en prisión, de donde escapó. Ellos también habían empezado a dispersarse por la región.
Pedro fue a Cesarea y permaneció allí durante un tiempo, pero luego lo vemos a él y a los hermanos
de Jesús viajando con sus esposas. Presumiblemente, difundían el evangelio (1 Corintios 9:5). Tomás
proclamó el evangelio en la India. Pablo se unió a los apóstoles y viajó a Asia Menor y Grecia. El
evangelista Bernabé, los maestros Priscila y Aquila, el pastor Timoteo, la diaconisa Febe, el evangelista
Silas y muchísimos otros proclamaron el Evangelio en todas partes, edificando a las jóvenes iglesias,
pasando de montaña en montaña a lo largo de esta cadena o cordillera.
Pero la persecución romana no cedió, porque estos seguidores del Camino se negaban a “hincar la
rodilla” para adorar al César. La primera persecución fue en el año 64 d. C. Nerón había utilizado su
dinero personal para reconstruir Roma, pero un incendio ese año destruyó diez de los catorce distritos.
Los romanos sospechaban que él mismo había iniciado el incendio, para poder reconstruir la ciudad con
mayor esplendor todavía (lo que hoy llamamos “renovación urbana”). Cuando el rumor llegó a oídos de
Nerón, supo que lo habían descubierto y necesitó un chivo expiatorio. Afortunadamente para él y
desgraciadamente para los cristianos (ahora reconocidos como grupo), encontró lo que necesitaba. Esta
primera persecución no afectó en mucho la difusión del cristianismo en la región, pero sí dio inicio a
otras cosas: el camino por la cordillera no sería fácil. A lo largo de unos doscientos cincuenta años más,
hubo nueve persecuciones, hasta que finalmente, con la emisión del Edicto de Tolerancia en el año 311,
la persecución con auspicio estatal terminó. Entonces, cuando el emperador romano Constantino emitió
el Edicto de Milán en 313, el cristianismo asumió la condición de “religión autorizada”. Los discípulos
recibieron de vuelta las propiedades que se les habían confiscado y podían adorar libremente, en
igualdad de condiciones con otras sectas o grupos.
Concilios ecuménicos
Junto con las persecuciones, los primeros cristianos también enfrentaban otro peligro mientras
avanzaban por la cordillera que dividía al continente: las falsas enseñanzas. En los climas del norte, la
nieve y el viento a veces obliga a los que caminan a andar a ciegas, tanteando con las manos. Algo
similar sucedió con la Iglesia primitiva: la proliferación de herejías oscurecía su visión. Los desacuerdos
más importantes se centraban en el correcto entendimiento de la naturaleza de Cristo, en la condición de
aquellos que habían negado su fe para escapar del martirio, en la naturaleza del ser humano, en qué
libros incluir en el canon de La Biblia, en lo que había logrado la muerte de Jesús, entre otras cosas.
Estos debates consumían enormes cantidades de tiempo y energía, por supuesto. Pero eran de suma
importancia. Sin el claro pensamiento y la argumentación de líderes como Ignacio, Policarpo, Justino
Mártir, Ireneo y Tertuliano, el cuerpo de creencias de la Iglesia se habría visto gravemente
comprometido y, tal vez, hubiera llegado a ser irreconocible.
Hubo siete grandes concilios ecuménicos para resolver estos asuntos, entre los cuales el tema de
mayor importancia era la cuestión cristológica. Hay que observar que muchas de las enseñanzas tratadas
en estos concilios no eran necesariamente falsas. Había muchas posiciones que flotaban en el aire
durante este período, y había que encontrar cuáles eran consistentes con la revelación bíblica. Aunque
las reuniones se veían complicadas por rivalidades políticas y por la creciente tensión entre Oriente y
Occidente, es claro que el motivo principal era teológico.
El emperador Constantino convocó al Primer Concilio Ecuménico de la Iglesia en Nicea, en el año
325. Allí se debatiría sobre las enseñanzas de Arrio, un sacerdote alejandrino. Arrio no creía en la plena
divinidad de Cristo, y creía que había existido un tiempo en que no existía el “Logos”, y que Jesús
estaba subordinado a Dios. Otro sacerdote, Atanasio, presentaba convincentes argumentos en contra de
Arrio. Las enseñanzas de este fueron descartadas y se declaró que Cristo había sido “concebido y no
creado” y que “era un único ser” (homoousios) con Dios. Esto definía a Cristo, el Hijo, como igual y
coeterno con Dios Padre. Además, los miembros del concilio comenzaron a escribir una declaración de
credo (que se amplió y refinó en concilios posteriores), que desde entonces lleva por nombre Credo
Niceno.
Si este Primer Concilio Ecuménico afirmó la plena divinidad de Cristo, el Segundo Concilio
Ecuménico afirmó su plena humanidad. El emperador Teodosio convocó a esta segunda asamblea, que
se realizó en Constantinopla en el año 381. La situación era la siguiente: Apolinario de Laodicea, a
partir de una fuerte reacción en contra de la enseñanza de Arrio, pasó al extremo opuesto y puso énfasis
en la unidad de la persona de Jesucristo como única naturaleza encarnada del Logos divino, por lo cual
negaba la existencia del alma humana en Él. La negación de la humanidad de Jesús fue condenada en
Constantinopla. El concilio también afirmó los resultados de Nicea y trabajó en la ampliación del Credo
Niceno. También completó efectivamente los lineamientos básicos de la teología trinitaria, afirmando la
deidad del Espíritu Santo.
Los siguientes dos concilios tienen que repasarse juntos. Se ocuparon de cómo la naturaleza divina y
la naturaleza humana de Jesús podían existir en una sola persona. Nestorio, un monje de Antioquía que
fue luego patriarca de Constantinopla, destacaba la distinción entre la naturaleza humana y la divina en
Jesús, y enseñaba que jamás podrían haberse unido en una única persona. Del otro lado, Eutiques, un
importante monje de Constantinopla, insistía tanto en la unidad de Cristo que, esencialmente, la
divinidad tenía supremacía por sobre su humanidad. Ambas posiciones fueron descartadas: Nestorio,
por el Tercer Concilio Ecuménico de Éfeso en 431, y Eutiques por el Cuarto Concilio Ecuménico de
Calcedonia en 451. De los debates de estos concilios resultó una posición que afirmaba en creativa
tensión tanto la unidad de la persona de Cristo como la distinción de sus dos naturalezas. Calcedonia
afirmó que “el único y mismo Cristo, Hijo, Señor y Unigénito” había sido conocido en sus dos
naturalezas, que sin detrimento de sus plenas características continúan existiendo “sin confusión ni
cambio, y sin división o separación”, y pertenecen a una única persona. La frase “sin confusión o
cambio” tuvo por intención excluir el error de Eutiques, de fundir las dos naturalezas de Cristo. La frase
“sin división o separación” fue para excluir el error de Nestorio, que separaba la persona de Cristo.
“Una persona en dos naturalezas” fue la terminología normativa después de Calcedonia.
Deberíamos añadir que el Tercer Concilio de Éfeso declaró que María era Theotokos “portadora de
Dios”. Esto formaba parte del debate cristológico sobre “una persona en dos naturalezas”. Nestorio,
según sus detractores, enseñaba que en Cristo hay dos personas, y que María es la madre de la persona
humana de Cristo, pero no de la persona divina de Cristo. Para destacar que Jesús es “una persona”, y
que María iba de la mano con el misterio de la unión de lo divino y lo humano en la persona de Jesús, el
concilio la declaró Theotokos. Como el Concilio de Calcedonia fue más allá y aclaró la terminología
cristológica para esta unión, se asocia al Concilio de Éfeso casi exclusivamente con esta definición de
María como “portadora de Dios”.
El Quinto y el Sexto Concilios Ecuménicos, realizados ambos en Constantinopla, dieron como
resultado mayor definición en las decisiones tomadas en Calcedonia. El Quinto Concilio fue convocado
por el emperador Justiniano I en el año 553. Su agenda principal era la condenación de tres individuos,
porque sus enseñanzas eran equivocadas como las de Nestorio. Estas tres personas o “capítulos”, fueron
Teodoro de Mopsuestia, Ibas de Edess y Teodoreto de Ciro.
El Sexto Concilio Ecuménico (680-681) declaró que Jesús poseía voluntad humana y voluntad divina
que funcionan juntas en perfecta armonía moral. Esta enseñanza en realidad es una deducción surgida
de la afirmación de Calcedonia, de que Cristo tenía dos naturalezas en una persona. Efectivamente,
condenó el monotelitismo, un movimiento que sostenía que Cristo solamente tenía voluntad divina.
El Séptimo Concilio (y en verdad la última reunión verdaderamente “ecuménica”) fue convocado por
la emperatriz bizantina Irene. Se realizó en el año 787 en la misma ciudad del primer concilio, Nicea. El
tema tratado, aunque cristológico también, fue más práctico y pastoral: el lugar de las imágenes o
íconos en la vida de la comunidad cristiana. Este era un problema que ya había germinado hacía un
tiempo. La veneración de íconos había formado parte de la adoración y espiritualidad en Oriente desde
el siglo IV. Un importante teólogo, Juan de Damasco, defendía el uso de íconos sobre la base de la
doctrina de la encarnación. Mantenía, en otras palabras, que las imágenes de Jesús que usaban los
cristianos formaban parte de una teología de encarnación. Otros, incluyendo a dos emperadores, estaban
en violento desacuerdo con él. Por eso la controversia iconoclasta (la de destrucción de los íconos) llegó
a un punto en que era necesario dictaminar, y solamente un concilio podría resolver la cuestión. La
conclusión de este fue afirmar el uso de íconos y otros símbolos como aspecto válido de la adoración
cristiana. Al expresar esta conclusión, el concilio se cuidó de hacer una clara distinción entre la
veneración y la adoración de los íconos.
La lista que hay a continuación le ayudará a recordar lo tratado y decidido en estos siete concilios
ecuménicos:
Nicea (325): Se declaró que Cristo es plenamente divino.
Constantinopla (381): Se declaró que Cristo es plenamente humano.
Éfeso (431): Se declaró que Cristo es una persona unificada, y que María es Theotokos.
Calcedonia (451): Se declaró que Cristo es “dos naturalezas (divina y humana) en una sola persona”.
Constantinopla (553): Reafirmó Calcedonia y condenó a “los tres capítulos”.
Constantinopla (680-681): Se declaró que Cristo poseía tanto voluntad humana como divina, que
funcionan juntas en perfecta armonía moral.
Nicea (787): Los íconos y otros símbolos son ayuda aceptable para la adoración y devoción.
Por supuesto, se debatieron muchos otros temas a lo largo de los siglos de estos siete concilios
ecuménicos. Entre ellos, el tema no menor del canon de La Biblia. Este asunto se volvió crítico cuando
Marción, un líder del siglo ii, comenzó a enseñar que los cristianos debían rechazar la Biblia hebrea
porque, en su opinión, el Dios del Antiguo Testamento era totalmente distinto a la imagen de Dios
presentada por Jesús. Los pensadores cristianos debieron trabajar muy duro para determinar cuáles eran
los libros que se considerarían como escritos de autoridad, no solo en La Biblia hebrea, sino también
entre los de la era cristiana. La primera lista que tenemos, de los veintisiete libros que aparecen en
nuestro Nuevo Testamento, está en una carta que escribió Atanasio, Obispo de Alejandría, en el año
367. Fue mucho después, claro está, que la Iglesia finalmente llegó a un acuerdo uniforme sobre el
Nuevo Testamento. La determinación más importante se basaba en la autoría de los libros, escogiendo
los escritos por los apóstoles o por quienes estaban más cerca de ellos. Hubo otros criterios también, en
cuanto a si el escrito estaba en un todo de acuerdo con el resto de la revelación bíblica y si pasaba la
prueba de la experiencia (por medio del uso prolongado, la comunidad cristiana había alcanzado un
consenso respecto de la inspiración divina).
Como hemos visto, la comunidad cristiana pasó por una larga serie de controversias en su camino a lo
largo de la cadena montañosa, durante los siglos de los concilios ecuménicos. Hoy les debemos mucho a
quienes ayudaron a la Iglesia durante esos tiempos definitorios.
Sin embargo, aunque la tormenta de la definición teológica quedara atrás, faltaban todavía dos
potentes terremotos, que irrevocablemente dividirían a la Iglesia en tres grandes ramas: la ortodoxia de
Oriente, el catolicismo romano y el protestantismo. El terremoto ortodoxo tuvo lugar en el año 1054, y
el protestante en 1517. Veamos cada una de estas tres grandes expresiones de la fe cristiana, intentando
primero entender la historia y el contexto de cada uno de estos terremotos, para luego ver los aspectos
más fuertes de cada una de las expresiones. Comenzaremos por la Iglesia católica romana.
Ascendencia papal
En los primeros siglos de la Iglesia había cinco centros que dominaban la vida cristiana: Jerusalén,
Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Roma. Cada uno de estos centros tenía un obispo, que lideraba
espiritual y teológicamente, y los cinco funcionaban de manera colegiada. Sin embargo, Jerusalén
perdió gran parte de su influencia luego de la caída de la ciudad a manos de los romanos en el año 70.
Antioquía y Alejandría, aunque eran grandes centros de creatividad teológica, tenían dificultades para
competir con la potencia política de Roma y Constantinopla. Y, además, el surgimiento del islam en el
siglo vii erosionó aún más la influencia de Jerusalén, Antioquía y Alejandría.
Como Roma era el centro del poder político, comenzó a dominar la vida de la Iglesia, hasta que en el
año 330 esto cambió porque el emperador Constantino se mudó de Roma a Constantinopla (el nombre
original de la ciudad era Bizancio. Después de establecerse allí, Constantino cambió el nombre para que
se llamara como él). Esto inició la clásica puja entre Oriente y Occidente, por la dominación no solo en
el ámbito teológico sino también en el eclesiástico.
En teoría, los obispos eran todos iguales, pero en la práctica los de Roma y Constantinopla fueron
cada vez más importantes a medida que los concilios buscaban afirmar y establecer las creencias y
enseñanzas del cristianismo. El obispo Damaso de Roma (366-384) fue el primero en empezar a
describir a la parte de la Iglesia centrada en Roma como “sede apostólica”, argumentando que “aunque
Oriente envió a los apóstoles, a causa del mérito de su martirio, Roma adquirió un derecho superior a
considerarlos ciudadanos suyos”. Inocencio I (402-427) se refirió al obispo romano como “cabeza
suprema del episcopado”.
Los líderes que estaban en Constantinopla no se quedaron de brazos cruzados. En el Segundo
Concilio Ecuménico de Constantinopla, declararon: “El obispo de Constantinopla tendrá precedencia,
inmediatamente después del obispo de Roma, porque su ciudad es la Nueva Roma”. Luego, en el Cuarto
Concilio Ecuménico de Calcedonia, declararon (en el Canon 28) que la Sede de Constantinopla gozaría
de honor y autoridad equivalentes a los de Roma.
Esto prosiguió durante un tiempo, hasta que el obispo León (440-461) hizo virar los vientos a favor
de Roma. “León el Grande” salvó a la ciudad de Roma dos veces: ante el ataque de Atila el Huno y el
de los Vándalos liderados por el rey Gaiseric. En ambos casos León tuvo éxito, no porque utilizara
ejércitos, sino por su diplomacia y poder de persuasión. León también estableció una base bíblica y
teológica para la primacía papal, al centrar su enseñanza en la doctrina de la “sucesión apostólica”. León
asumió el título de Pontífice Máximo o sumo sacerdote principal. (El título Papa expresaba
originalmente el cuidado paternal de todos los obispos de su rebaño. Fue solo en el siglo vi que se
reservó el título solo para el obispo de Roma, antes de que la ciudad reclamara supremacía). A partir de
ese momento los obispos de Roma siguieron ganando autoridad por sobre los demás, en todo asunto
concerniente a la Iglesia.
Las Cruzadas
Las Cruzadas de los siglos xi, xii y xiii reflejaban el poder y dinamismo del papado. Movidos por un
intenso fervor religioso (y por amor a la aventura y la ganancia personal), los cruzados de Europa
occidental intentaban expulsar a los musulmanes de Tierra Santa. De una forma u otra, las grandes y
coloridas figuras de esta época se vieron envueltas en esta gran causa, desde Pedro el Ermitaño, quien
dio lugar a la Primera Cruzada, hasta Luis IX, Rey de Francia, quien auspició la Sexta y Séptima
Cruzada. Estas Cruzadas también causaron indecible sufrimiento y horror inimaginable: “Había que
caminar abriéndose paso entre los cuerpos de los hombres y caballos (...) Los jinetes cabalgaban con la
sangre que les llegaba a las rodillas y las riendas”.
Hubo una notable excepción en el continuo aumento de autoridad del papado. Esa excepción se
conoce como “el gran cisma papal”. Lo que sucedió, en resumen, es lo siguiente. En 1305 el arzobispo
de Burdeos fue elegido como papa Clemente V. Este francés jamás pisó Roma porque prefirió establecer
la sede papal en Avignon, Francia. Con esta acción se inició lo que los historiadores llaman “el
cautiverio babilónico del papado”, que duró setenta y dos años. Finalmente, en 1378 el Colegio de
Cardenales, del que la mayoría de los integrantes eran franceses, cedió ante el clamor de la turba
romana y eligió a un italiano como papa: Urbano VI. Urbano de inmediato estableció su residencia en
Roma. Pero a los pocos meses los cardenales comenzaron a dudar de su elección y anunciaron en toda
Europa que el pueblo de Roma les había obligado a elegir a un apóstata, y que dicha elección no era
válida. Entonces eligieron a otro Papa de entre los miembros de esta entidad: Clemente VII, quien
estableció su residencia en Avignon. Ahora había dos Papas, y cada uno condenaba al otro.
Para resolver el problema, las partes decidieron reunirse en Pisa, sobre la costa occidental de Italia.
Depusieron a ambos aspirantes al trono papal y eligieron a un tercero: Alejandro V. Pero ¡los dos Papas
depuestos se negaban a dejar su puesto! Con lo cual, ahora había tres aspirantes al papado. En 1414 el
santo emperador romano convocó a todos los líderes a una reunión en la ciudad de Constanza,
Alemania, con el fin de resolver el problema. Esta vez los esfuerzos dieron frutos porque los tres papas
fueron apartados de sus cargos, y se eligió uno nuevo: Martín V. En la práctica, esto terminó con el gran
cisma, pero el proceso había debilitado mucho al papado y, en diversos aspectos, preparó el escenario
para la Reforma Protestante (de la cual nos ocuparemos más adelante).
El punto máximo de la autoridad papal llegó bajo el liderazgo de Pío IX en el siglo xix. Para
solidificar la autoridad papal, convocó al Primer Concilio Vaticano en 1869-1870. Los temas centrales
de este concilio fueron la primacía del papa y el dogma de la infalibilidad papal. Ambos fueron la
sustancia de las declaraciones, y el concilio afirmó también que cuando el Papa toma una decisión
definitiva en materia de fe y moral, en su capacidad oficial (ex cátedra), esta decisión es infalible e
inmutable, y no requiere de consentimiento previo por parte de la Iglesia.
La acción del Primer Concilio Vaticano decididamente marcó un giro a favor de la autoridad del
Papa. Por primera vez se lo ubicaba por encima del proceso del discernimiento colectivo de la
comunidad cristiana como cuerpo. Es claro que la Iglesia había viajado muy lejos, desde los primeros
concilios donde los acuerdos eran consensuados.
La tradición (...) significa los libros de La Biblia; significa el Credo; significa los decretos de
los concilios ecuménicos y los escritos de los Padres; significa los cánones, los libros de
servicio, los santos íconos. De hecho, el sistema completo de la doctrina, del gobierno de la
Iglesia, de la adoración y el arte que la ortodoxia ha expresado a lo largo de los siglos.
Tal vez, el uso de los íconos nos ayude a entender la ortodoxia oriental. “Un ícono –dice el
historiador ortodoxo Timothy Ware– no es simplemente una imagen religiosa designada a despertar
emociones adecuadas en quien la ve. Es una de las formas en que Dios se revela al hombre. A través de
los íconos el cristiano ortodoxo recibe una visión del mundo espiritual”. Los íconos entonces son como
una ventana entre el cielo y la Tierra. A través de los íconos, el mundo celestial se manifiesta a la
congregación de adoradores. Según la teología ortodoxa, el ícono es la piedra fundamental de la
doctrina de la encarnación: porque Dios se hizo plenamente humano en Jesucristo, lo invisible se hizo
visible y puede retratarse sobre madera, usando pintura. Toda materia ha sido santificada y tiene la
capacidad de transmitir la gracia de Dios.
Recordará usted que el Séptimo Concilio Ecuménico tuvo dificultades con este tema y que dictaminó
a favor del uso de los íconos, afirmando que no representaban idolatría, sino que eran expresión
auténtica de la adoración de la encarnación. El argumento es que aunque el ícono no es de la misma
sustancia que el original, sí nos abre una ventana a este. Por medio de cosas materiales, tenemos un
vistazo del mundo celestial. Además, la enseñanza ortodoxa insiste en que a los íconos no se los debe
adorar, sino venerar. Se los venera del mismo modo en que otros grupos cristianos veneran La Biblia.
De hecho, los cristianos ortodoxos se refieren a ella como ícono verbal de Cristo.
En términos teológicos, la creencia ortodoxa nos recordaría que somos creados “a imagen de Dios”, y
que por eso llevamos dentro de nosotros el “ícono” de Dios. El pecado entonces es la mancha a la
semejanza con la divinidad. Cuando pecamos, herimos la imagen original de Dios. La salvación, por
ello, se define como obra de Dios, que restaura la plena imagen de Dios en nosotros. Cristo vino para
restaurar el ícono de Dios en nosotros, y esta “restauración” implica renacimiento, recreación y
transfiguración a imagen de Cristo.
Juan de Damasco, en su comentario sobre el poder de los íconos, escribió: “Cuando no tengo libros o
cuando mis pensamientos me torturan como espinas y me impiden disfrutar de la lectura, voy a la
iglesia, que es la cura disponible para toda enfermedad del alma. La frescura de las imágenes capta mi
atención y mi mirada (...) y lentamente lleva a mi alma a la alabanza divina”.
Otra forma de entender el espíritu de la fe ortodoxa es ver la forma en que se acerca a la oración. El
término es hesicasmo, que significa literalmente “tranquilidad”, “silencio”, “paz”. También se ha
definido la palabra hesicasmo como “oración del corazón”. Este acercamiento meditativo a la oración
tiene orígenes en el siglo iv, con Evagrio Póntico (c. 344-399) como figura central. Luego fue
evolucionando considerablemente en el siglo xiv, cuando dos escritores influyeron con sus obras:
Gregorio Palamas (1296-1359) y Gregorio de Sinaí (?-1346). Desde el siglo xix hubo un resurgimiento
del hesicasmo, a partir de la publicación de dos libros: Philokalia y El camino del peregrino. La
inclusión de la “Oración a Jesús” es una característica prominente: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten
piedad de mí” (Gregorio de Sinaí a menudo agregaba “pecador”, y en tiempos recientes, los creyentes
ortodoxos suelen seguir su ejemplo).
El hesicasmo es la oración de la persona entera. Aunque empecemos a orar con los labios, luego
“descendemos con la mente hasta el corazón”, haciendo que este se una con el intelecto. “Encontramos
paz de corazón”, y nuestro espíritu adquiere la capacidad de “habitar en el corazón”, por lo cual nuestra
oración se convierte en “oración del corazón”. Todo esto significa un estado completo de reintegración
en el que al orar estamos totalmente unidos con la oración y con nuestro divino Compañero, a quien
oramos. No estamos recitando una oración, tanto como convirtiéndonos en ella.
Esta “oración del corazón” tal vez sea uno de los mayores dones que la ortodoxia cristiana tiene para
ofrecer a todos los cristianos. Por cierto, es un aspecto que podríamos tomar de la ortodoxia.
No sabíamos si nos encontrábamos en el cielo o en la Tierra porque por cierto no hay tanto
esplendor ni belleza en ningún otro lugar del mundo. No nos es posible describírselo, pero
una cosa sabemos: que Dios habita allí entre los hombres y que su servicio sobrepasa a la
adoración de todos los demás lugares. No podremos olvidar esa belleza.
Por eso, en el año 988 Vladimir adoptó la expresión oriental del cristianismo y la convirtió en
religión oficial de Rusia. Así, una de las grandes civilizaciones del mundo se abrió al evangelio por
medio de la ortodoxia.
Se ha criticado a la ortodoxia oriental por no ser una iglesia misionera, y las críticas son duras. Con
toda franqueza, el cristianismo ortodoxo nunca formó nada parecido a las sociedades misioneras del
protestantismo ni a las órdenes de misión del catolicismo. Aun en la historia que acabamos de ver sobre
la adopción del cristianismo ortodoxo como religión oficial de Rusia, fue Vladimir quien tomó la
iniciativa. No hubo allí acción de misión por parte de esa Iglesia. Dicho esto tenemos que poner énfasis
también en que la ortodoxia ha tenido brillantes ejemplos individuales de actividad misionera. Los
monjes orientales que llevaron la fe cristiana a Persia, la India y Etiopía ilustran estos valientes
esfuerzos.
Y debemos mencionar en especial a dos hermanos: Constantino (o Cirilo, 836-869) y Metodio (c.
815-885). Su gran obra fue en los pueblos eslavos. Antes de partir hacia Moravia (territorio equivalente
en parte a Checoslovaquia), comenzaron a traducir La Biblia al idioma eslavo, usando un alfabeto de
esa lengua. Su trabajo en Moravia tuvo cierto éxito, aunque sus esfuerzos misioneros luego no lograron
perdurar. Pero la gran contribución de Constantino y Metodio, sin embargo, fue la traducción de La
Biblia y los libros de servicio litúrgico a la lengua eslava. Gracias a sus esfuerzos, los cristianos eslavos
oyeron La Biblia y los servicios de la Iglesia ortodoxa en un idioma que podían entender. Y eso asombra
aún más cuando pensamos en que, en los países del oeste de Europa, los creyentes no gozaban de ese
privilegio porque el latín era la lengua de la Iglesia católica romana. Sobre el fundamento que echaron
Constantino y Metodio, avanzaron los esfuerzos misioneros de la Iglesia ortodoxa, en un idioma que
podían entender los pueblos de Moravia, Bulgaria, Serbia y Rusia.
Hilarión, el metropolitano de Rusia, dijo en 1051: “La religión de la gracia se difundió y finalmente
llegó al pueblo ruso (...) El Dios de gracia que cuidaba de los demás países ya no está alejado de
nosotros. Es su deseo salvarnos y guiarnos a la razón”. Fue así que Rusia, ese territorio enorme donde
habita una mezcla de grupos étnicos de lo más variados, se convirtió en el campo de misión más
importante de la ortodoxia.
La Iglesia ortodoxa rusa, con sede central en Kiev, estaba mayormente restringida a las ciudades
hasta los siglos xiv y xv. En 1237 los mongoles invadieron Rusia y destruyeron Kiev. Bajo las
circunstancias más graves, la Iglesia ortodoxa mantuvo vivas la conciencia nacional rusa y la fe
ortodoxa durante los dos siglos de ocupación por parte de los mongoles.
Aunque la actividad misionera ortodoxa prosiguió durante la ocupación mongol, la Iglesia rusa no
logró convertir a los invasores, y uno de los factores coadyuvantes a este fracaso fue la práctica
ortodoxa de establecer iglesias nacionales. Los rusos que encontraban a los mongoles en tierras rusas
sencillamente no podían alentarlos a formar una iglesia nacional, porque no querían dejar sus
costumbres para adoptar las de otra cultura.
Uno de los esfuerzos misioneros que mayor efectividad tuvo durante la ocupación de los mongoles,
ocurrió bajo el liderazgo de Esteban, Obispo de Perma, y por inspiración suya (c. 1340-1396). Los
esfuerzos de evangelización de Esteban (y de otros, inspirados por su ejemplo) no fueron con los
mongoles sino con las tribus primitivas del norte y noreste del continente ruso. El mismo Esteban
trabajó con las tribus Komi. Siguiendo el ejemplo de Constantino y Metodio, estos misioneros
tradujeron La Biblia y los servicios de la iglesia a los dialectos y las lenguas de los pueblos a los que
ministraban.
La gran evangelización de la nación rusa, sin embargo, se dio a través de un inusual método de
colonización ideado por Sergio de Radonezh (1314-1392), un talentoso líder que eventualmente llegó a
ser el santo nacional más importante de Rusia. Sergio encabezaba el monasterio de la Santa Trinidad, a
unos cincuenta kilómetros hacia el norte de Moscú, y enviaba a sus monjes a los bosques de los
alrededores para abrir otros monasterios. Pronto se formaron comunidades en torno a estos centros
monásticos, y por medio de este proceso de colonización, reiterado una y otra vez, la fe cristiana se
extendió por el norte de Rusia llevando el evangelio, aun hasta el Mar Blanco y el Círculo Ártico (el
período entre 1350 y 1550 se considera la era dorada de la espiritualidad rusa). Este surgimiento de la
Iglesia ortodoxa rusa ocurrió en el momento ideal, porque los turcos dominaron el Imperio bizantino
durante cuatro años después de que los mongoles dejaron el territorio ruso. De allí que la Iglesia
ortodoxa rusa es hoy protectora y centro de importancia en el mundo ortodoxo.
La ciudad de Kiev jamás se recuperó del saqueo mongol. Moscú, una ciudad pequeña y relativamente
poco importante en ese momento, tomó su lugar como centro religioso cuando Pedro, metropolitano de
Rusia entre 1308 y 1326, decidió establecerse allí. Moscú entonces llegó a liderar el mundo ortodoxo y,
durante los años de su ascendencia había un refrán que se refería a su liderazgo: hubo una Roma en
Italia (eso decía el dicho), pero cayó en manos de los bárbaros. Constantinopla entonces se había
convertido en la segunda Roma, qur eventualmente también cayó, en ese caso en manos de los turcos.
Por lo tanto, había surgido una tercera Roma, que era Moscú. El emperador ruso adoptó su título de la
primera Roma (Zar es igual que César), así como también la religión de la segunda Roma.
La Iglesia protestante
Los historiadores toman el 31 de octubre de 1517 como fecha de inicio de la Reforma Protestante.
Ese día Martín Lutero clavó sus noventa y cinco tesis (o propuestas) sobre la puerta de la iglesia-castillo
de Wittenberg. Hubo, claro está, precursores como el inglés John Wycliffe y John Huss, de Bohemia.
Durante la época del cisma papal adquirieron fama, porque ambos condenaban diversas prácticas
romanas, como la venta de indulgencias. También ponían énfasis sobre la supremacía de La Biblia por
sobre la tradición. A Huss lo excomulgaron dos veces, lo investigaron y, finalmente, lo condenaron a
morir en la hoguera en 1415. Wycliffe murió en 1384 antes de que Roma lo persiguiera, pero sus
seguidores, que se conocían como “Lollards” o lolardos, sufrieron gran persecución y, con la muerte de
su líder, en 1417 pasaron al anonimato.
Pero exactamente un siglo después, un monje agustino llamado Martín Lutero clavó sus tesis sobre la
puerta de Wittenberg. Fue la chispa que inició el fuego de la Reforma Protestante. Sería el segundo gran
terremoto para los viajeros que recorrían la cadena montañosa.
Definamos la Reforma
Lo que Lutero intentaba hacer era reformar la Iglesia católica. No buscaba iniciar una nueva iglesia.
El historiador Bruce Shelley observa que en sus esfuerzos Lutero presentaba creativas respuestas
teológicas a cuatro preguntas esenciales:
“¿Cómo accede a la salvación una persona?”
“¿Quién ejerce la autoridad religiosa?”
“¿Qué es la Iglesia?”
“¿Cuál es la esencia de la vida cristiana?”
La respuesta de Lutero a la pregunta sobre la salvación era inequívoca: “¡Por la gracia y a través de la
fe, solamente!” Su propio y creciente entendimiento de esta respuesta fue desarrollándose mientras
enseñaba teología en la recientemente creada Universidad de Wittenberg. En 1515 dio una conferencia
sobre la carta de Pablo a los romanos y luego, durante dos años (1516 y 1517), sobre la carta de Pablo a
los gálatas. El potente mensaje de la justificación por la fe en estos dos libros fue entrando en el corazón
y el alma de Lutero. El gran punto de inflexión se produjo cuando meditaba en las palabras de Romanos
1:17: “De hecho, en el evangelio se revela la justicia que proviene de Dios, la cual es por fe de
principio a fin, tal como está escrito: ‘El justo vivirá por la fe’”. Lutero recordaría luego:
Noche y día medité hasta que vi la conexión entre la justicia de Dios y la declaración de que
‘el justo por la fe vivirá’. Luego entendí que la justicia de Dios es esa justicia por medio de la
cual su gracia y su pura misericordia nos justifican a través de la fe. Entonces me sentí nacer
de nuevo, como si hubiera pasado por las puertas abiertas del paraíso.
Para Lutero la fe no era un mero asentimiento intelectual, como lo había sido para la mayoría de los
estudiosos de Las Escrituras. Era, en cambio, una respuesta de corazón, un agradecimiento sentido de la
persona entera, al amor de Dios en Cristo.
Por eso, una de las grandes piedras angulares de la Reforma Protestante fue afirmada: sola fide, o fe
solamente. Lutero sabía que, al poner énfasis en “solamente”, añadía una palabra a Las Escrituras, pero
creía que el clima teológico exigía esta palabra extra y que, de hecho, concordaba a la perfección con
Las Escrituras. Además, Agustín y Ambrosio habían dicho lo mismo que él, mucho tiempo antes.
En cuanto a la segunda pregunta respecto de la autoridad religiosa, la respuesta de Lutero fue directa:
sola Scriptura, o Las Escrituras solamente. Durante un debate con John Eck de Leipzig, que duró
dieciocho días, Lutero declaró: “Un concilio puede equivocarse a veces. Ni la iglesia ni el papa pueden
establecer artículos de fe. Los artículos de fe tienen que provenir de Las Escrituras”. Y luego, en abril de
1521, Lutero defendió su posición sobre la autoridad de Las Escrituras ante la Dieta de Works. Cuando
se le dijo que debía retractarse por lo que había escrito, respondió: “Mi conciencia es cautiva de La
Palabra de Dios” y añadió que, a menos que Las Escrituras y la razón común lo convencieran de lo
contrario, no se retractaría porque no aceptaba la autoridad de papas o concilios (en vista de que se
habían pronunciado en contradicción). “No me retractaré en nada –le declaró al tribunal– porque ir en
contra de la conciencia no es ni honesto ni seguro. Aquí estoy y no puedo hacer otra cosa. Que Dios me
asista. Amén”.
Al reafirmar la supremacía de La Palabra de Dios según la contiene La Biblia, Lutero no rechazaba
las enseñanzas de los concilios ni a los grandes escritores del pensamiento cristiano. En cambio, los
sometía a la autoridad de La Biblia: si había discrepancias, entonces esta debía considerarse como
fuente de autoridad en la fe y la práctica.
Lutero respaldó su énfasis en la sola Scriptura traduciendo toda La Biblia al alemán, con lo que ponía
a disposición de todos la posibilidad de leer Las Escrituras. El esfuerzo fue, obviamente, uno de los
mayores logros de Lutero. Había habido otros traductores de La Biblia a ese idioma, pero nadie había
igualado la dignidad y precisión de Lutero en la expresión (y nadie lo ha igualado desde entonces). Su
versión de La Biblia se convirtió en una preciada posesión para Alemania, e hizo mucho por la
definición de parámetros literarios para el idioma de ese país. De hecho, el efecto de la versión de
Lutero sobre el idioma alemán fue más profundo que el de la versión del rey Jacobo por la lengua
inglesa.
En cuanto a la tercera pregunta: “¿Qué es la Iglesia?”, Lutero respondió que todos los miembros de la
comunidad de fe son sacerdotes ante Dios. Esta doctrina del sacerdocio de todos los creyentes estaba
ligada directamente a su énfasis sobre la supremacía de Las Escrituras, porque Lutero urgía a todos los
cristianos (como sacerdotes ante Dios) a leer La Biblia. Insistía, además, que bajo la guía del Espíritu
Santo todo cristiano tiene competencia para entender Las Escrituras y, al tomar esta postura, rechazaba
el reclamo papal por el derecho exclusivo a interpretar La Palabra de Dios.
Además, resistía la supuesta superioridad de papas, obispos, sacerdotes y monjes por sobre los laicos
porque insistía en que todos los cristianos son sacerdotes consagrados por bautismo, y que la única
diferencia entre un cristiano y otro está en su profesión y ocupación, que puede ser dentro de la Iglesia.
Mantenía que el trabajo de los sacerdotes y miembros de las órdenes religiosas no es más sagrado a los
ojos de Dios que el trabajo del agricultor en el campo o el de la mujer en el hogar.
Esto nos lleva directamente a la respuesta que Lutero presentaba a la cuarta pregunta: “¿Cuál es la
esencia de la vida cristiana?”. Respondió: servir a Dios en cualquier vocación o llamado útil, sea como
sacerdote ordenado o persona laica.
Aunque no criticaba los votos de pobreza, castidad y obediencia, Lutero no encontró bases bíblicas
para ellos y, al insistir en que todo trabajo útil es sagrado, minaba las bases de la lógica fundamental de
la vida monástica. Veía la vida de familia igual de sagrada que la vida célibe del religioso, y ayudó a
arreglar matrimonios para quienes elegían dejar la vida del claustro. Él también se casó con una ex
monja, Catalina von Bora. El suyo fue un hogar feliz, y tuvieron varios hijos. Cuando la familia se
reunía alrededor de la mesa, por lo general, los acompañaban algunos estudiantes de Martín Lutero, que
con admiración luego registraban sus “charlas a la hora de la comida”.
Todo esto contribuyó a borrar la línea entre las cosas sagradas y las cosas seculares. De hecho, Lutero
sostenía que toda cosa buena y útil es sagrada. La conclusión lógica de su enseñanza es que el nuestro
es un mundo sacramental.
Notas:
19. Línea divisoria continental se refiere a áreas que se separan formando dos lados de un continente. En América del Norte y del Sur y en
el sur de Asia, la línea está marcada por cadenas montañosas, y la imagen que tenemos en mente es la de montañas contiguas que
forman una cadena que se convierte en camino elevado por donde transita la gente.
Apéndice B
Palabras de Richard
Este apéndice contiene una muestra de las principales figuras y los movimientos de cada una de las
tradiciones que hemos visto en este libro (contemplativa, de la santidad, carismática, de la justicia
social, evangélica y de la encarnación). Estas personas y estos movimientos se corresponden con las
líneas de tiempo que abren los capítulos 2 al 7. Sé que habrá quien proteste porque no encuentra a su
personaje o movimiento favorito. A tal objeción, solo puedo decir que la lista es una muestra nada más,
y que no puede ser exhaustiva. Traté de incluir al menos entre treinta y cuarenta personas por tradición,
junto a una media docena de movimientos. En algunos casos me costó mucho respetar esta restricción
que yo mismo me impuse, porque por momentos sentía que estaba cortando algo muy importante, como
un dedo o una oreja. ¡Imagine que más de setenta de mis personajes favoritos no están incluidos! Creo,
sin embargo, que incluí los suficientes como para darle al lector una idea o sentido de cada tradición.
Además, es claro que las categorías distan de ser perfectas, porque hay personas que podrían figurar
en más de una tradición. Esto es de esperar, porque cada uno de los grandes movimientos espirituales ha
incluido a muchos, si no a todos, de los personajes de estos “ríos de agua viva”. Tenemos por ejemplo el
caso de John Wesley, a quien podemos ubicar en la tradición evangélica en lugar de la de la santidad, o
el de John Woolman que bien puede corresponder a la tradición de la encarnación en lugar de la justicia
social. Lo mismo vale para los movimientos: los franciscanos podrían estar en la carismática y también
en la de la justicia social y la evangélica, por ejemplo. He intentado, sin embargo, poner el acento sobre
la mayor contribución efectuada por cada persona y movimiento.
La compilación de este apéndice ha sido un esfuerzo conjunto que hicimos con mi socia
administrativa, Lynda L. Graybeal. Lynda hizo la mayor parte de la investigación y casi todas las
descripciones.
Palabras de Lynda
Mientras trabajaba en los resúmenes, me impactó la personalidad de cada una de las personas que
presentamos aquí. Eran únicos. Algunos fueron brillantes y originales pensadores. Otros tomaron
prestadas las ideas de algún predecesor, pero trabajaron por sistematizarlas. Otros más fueron
educadores y académicos, o amas de casa o granjeros. Hubo monjes y monjas, y también gente casada y
con hijos. Hubo quienes pertenecían a la nobleza, en tanto otros eran gente común. Todas sus historias,
sin embargo, son diferentes y originales. Esta característica de ser únicos, como seres humanos, es lo
que me inspira.
También redescubrí lo mucho que interactuaban los seguidores de Jesús con el mundo que los
rodeaba y cómo se relacionaban los unos con los otros. Incluso en los primeros siglos de la Iglesia, hubo
una enorme proporción de cruzamientos, como de polinización cruzada. El cristianismo nació en medio
de un pueblo y una cultura, no en un vacío. Muchas veces las ideas que hoy pensamos que son
originales no son más que el redescubrimiento de ideas antiguas.
Otras cualidades que también me impresionaron fueron la perseverancia, el coraje y el amor que estas
personas mostraban sentir por Dios. Durante los primeros dieciocho siglos de vida de la Iglesia, las
condiciones de supervivencia para las personas eran, para decirlo elegantemente, peligrosas. Se vivía
con precariedad porque cualquier enfermedad, o un hueso roto, podía significar la muerte. Lo mismo, si
la cosecha era mala. A pesar de ello, esta gente estaba de veras viva a los ojos de Dios. Predicaban,
enseñaban, servían y viajaban y hacían mucho más. Algunos murieron siendo jóvenes, y otros llegaron
a la ancianidad. En todos los casos contribuyeron al avance del Reino de Dios.
Quiero comentar algo más. Se preguntará por qué ubicamos a alguien que escribe liturgia en la
corriente carismática, o a quien traduce La Biblia a otro idioma en la corriente evangélica. La tradición
carismática pone énfasis en la renovación de la adoración y el poder del Espíritu. En cuanto a la
corriente evangélica, como los idiomas surgen, cambian y mueren, es vital que para evangelizar se tenga
disponible la traducción de Las Escrituras al idioma que la gente usa todos los días.
La lista muestra los nombres de las personas en orden alfabético, para que sea más fácil encontrarlas
en caso de consulta. Espero que disfrute de estos diminutos vistazos a las vidas y los movimientos que
conforman la historia viva de la Iglesia.
Movimiento norteamericano por los derechos civiles (siglo xx al presente): justicia social
La Decimotercera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, luego de la Guerra Civil, abolió
la esclavitud. La Decimocuarta Enmienda les otorgaba la ciudadanía a los hombres afroamericanos. La
Decimoquinta Enmienda prohibía que los Estados le negaran a un hombre el derecho a votar por el
color de su piel. Aunque la igualdad social y política estaba ya codificada, la realidad no se condecía
con las leyes: a los negros se les negaban derechos básicos por discriminación y se los obligaba a
sentarse en áreas separadas de las de los blancos (siempre era en los peores lugares). También había
baños separados por raza, fuentes de agua para negros y blancos, los clubes sociales no admitían socios
de color, y los mejores empleos les eran negados. En el sur también había restricciones adicionales en
cuanto al voto. El movimiento contemporáneo dedicado a corregir estas injusticias se inició en 1954,
cuando la Corte Suprema de los Estados Unidos dictaminó en Brown versus la Junta de Educación de
Topeka, que la discriminación o segregación en escuelas públicas era inconstitucional. De allí, toda
práctica de exclusión o “iguales pero separados” en contra de las mujeres, los discapacitados, los grupos
raciales y demás quedaron abiertas a la posibilidad de demandas.
Él es el Alfa y el Omega,
el principio y el fin,
Truth tenía presencia. Era alta, como de 1,70 m, delgada pero al mismo tiempo, de sólida
figura. Su voz era suave (...) y al cantar, sonaba con potencia y belleza. Nadie olvidaba el
poder y sentimiento de las canciones de Sojourner Truth, ni tampoco su ingenio y
originalidad para hablar (...) Truth fue ante todo una predicadora itinerante y, a partir de fines
de la década de 1840 y hasta finales de la de 1870, viajó por el territorio norteamericano
denunciando la esclavitud y el comercio de esclavos, abogando por la libertad, los derechos
de las mujeres, el derecho al sufragio femenino y la templanza.
Alaben a Dios y amen a los seres humanos (...) No se olviden de los pobres, y aliméntenlos
(...) No entierren sus riquezas en el suelo porque esto va en contra de los preceptos del
cristianismo. Sean padres de los huérfanos, jueces en la causa de las viudas y no permitan que
los poderosos opriman a los débiles. No maten ni al inocente ni al culpable, porque nada hay
tan sagrado como la vida y el alma de un cristiano. No abandonen a los enfermos (...)
Eliminen de su corazón toda sugerencia de orgullo y recuerden que todos somos mortales,
hoy llenos de esperanza y mañana, contenido de un ataúd. Aborrezcan la mentira, la ebriedad
y la vida disoluta.
Notas:
20. N. de T.: to quake significa “temblar” en inglés.
21. N. de T.: Viñedo, en inglés.