El Regreso de Los Dioses Fuertes - Comprender A La Nueva Derecha - La Gaceta de La Iberosfera

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LA VIDA PÚBLICA EXIGE UNA VISIÓN MÁS ELEVADA DEL BIEN COMÚN

El regreso de los dioses fuertes:


comprender a la nueva derecha
Jordan Alexander Hill   20 febrero 2021


¿Y qué escabrosa bestia, llegada al n su hora,
se arrastra hasta Belén para nacer?
(W.B. Yeats, El segundo advenimiento)

A mediados de noviembre, apenas dos semanas después de una de las


elecciones más polémicas de la historia de Estados Unidos, David Atkins,
miembro del Comité Nacional Demócrata (CND), recurrió a Twitter. “No, en
serio… ¿cómo *se* desprograman 75 millones de personas?”, se preguntaba,
con lo que sonaba más como una pregunta en manos de un miembro del
Politburó que del CND. “¿Por dónde se empieza? ¿Por la Fox? ¿Por
Facebook? Tenemos que empezar a pensar en términos de la Alemania o el
Japón posteriores a la Segunda Guerra Mundial“. Y continuaba: “Esto no es
el típico desacuerdo político partidista. Esto es un culto a la muerte
beligerante alimentado por la teoría de la conspiración… los únicos debates
políticos reales de importancia están ocurriendo dentro de la coalición
demócrata entre la izquierda y el centro izquierda”. Ante la avalancha de
comentarios, Atkins redobló la apuesta: “No se puede correr en un pie de
guerra civil alimentado por las teorías de la conspiración… sin que la gente
trate de averiguar cómo revertir el lavado de cerebro”.

Lo que más llama la atención de los comentarios de Atkins no es su


evidente creencia de que 75 millones de estadounidenses son teóricos de la
conspiración, ni su sugerencia de que reeduquemos a los ciudadanos para
que no se equivoquen —en el mundo de la izquierda de Twitter, esto es algo
relativamente suave—, sino su insistencia en que el Partido Demócrata es un
espacio singularmente heterodoxo, un foro para debates políticos sólidos,
mientras que el GOP [Great Old Party, nombre dado al Partido Republicano]
es una especie de monolito. Una “secta”, como él la llamó. Y sin embargo, el
Partido Republicano posee más diversidad de puntos de vista y tiene más
 por un amplio margen. De todas las
facciones internamente que su competidor
canalladas agotadas que se escuchan tanto de progresistas como de los
que nunca fueron de Trump, la que más necesita jubilarse es la noción de
que Trump doblegó el conservadurismo a su voluntad, o, como dijo Tim
Alberta en 2017, “el movimiento conservador es Donald Trump.”

Los oráculos de estos dioses fuertes son un


elenco de académicos y escritores con
impresionantes credenciales: Deneen, Anton,
Ahmari, Hazony y Vermeule.

La elección de Trump en 2016 no fue el re ejo de una coalición uni cada,


sino de una profundamente dividida. Un gran número de estadounidenses
se tapó la nariz para votar a Trump, a quien veían como el mal menor. La
caricatura de Atkins de la mitad del país es el tipo de explicación
monocausal que se niega a tomar en serio las fuerzas reales que llevaron
al ascenso de Trump: la deslocalización económica provocada por la
automatización y la globalización; el colapso del sector manufacturero; las
epidemias de opioides y de suicidios; un descenso consecutivo de tres años en
el índice de esperanza de vida; una crisis de soledad y desesperación
provocada por el colapso familiar, la decadencia institucional y el declive del
capital social; una crisis de la deuda estudiantil que ha paralizado el futuro
de los jóvenes; la corrupción de nuestros medios de comunicación y de las
instituciones que deberían generar sentido común; y una creciente
desconexión entre nuestras élites gubernamentales, políticamente correctas
y ctónicas [ctónico, que tiene relación con el inframundo en la religión y
mitología griegas], y las preocupaciones de los estadounidenses de a pie,
que incluyen cuestiones intocables como la inmigración, el estado de guerra
y los rescates a las empresas. Como dice Tucker Carlson en su libro Ship of
Fools [El barco de los tontos]: “Los países felices no eligen a Donald Trump;
los desesperados, sí”.

Hay un creciente movimiento intelectual en la derecha (yo los llamo la


“nueva derecha”, aunque también se les ha llamado la “derecha antiliberal” e
incluso “los orbánicos de Estados Unidos
“) que entiende esto, incluso
reconociendo los muchos defectos de Trump. Para algunos de este grupo,
Trump no es diferente de la “ gura histórica mundial” de Hegel, un líder que
encarna el zeitgeist, aunque solo sea por un momento, y lleva adelante la
implacable marcha del “Espíritu Mundial” de Kant, desechando por el
camino rancias ortodoxias y estructuras obsoletas. Para otros, Trump no es
más que un elefante en una cacharrería que hace añicos el consenso de la
posguerra, por muy frágil que sea, y convoca en su lugar el regreso de los
“dioses fuertes” (tomando prestada la frase de Rusty Reno) de la lealtad, la
solidaridad y el hogar. Los oráculos de estos dioses fuertes son un elenco
de académicos y escritores con impresionantes credenciales; entre ellos
están el profesor de Notre Dame, Patrick Deneen; el ex asesor de Trump,
Michael Anton; el editor de opinión del New York Post, Sohrab Ahmari; el
politólogo israelí, Yoram Hazony y el profesor de Derecho de Harvard, Adrian
Vermeule.

Donde la vieja guardia se enfrentaba a la


historia gritando “¡Alto!”, la nueva guardia grita,
en un tono más cercano al de Rousseau que al
de Burke, “¡Derríbenlo todo!”

La nueva derecha no es una entidad monolítica, ni sigue un conjunto de


principios prescritos. Es lo que George F. Will (entre todos) podría llamar
una “sensibilidad“. Ciertamente, hay hilos conductores de nacionalismo,
populismo, proteccionismo y tradicionalismo en juego; sin embargo, lo que
distingue a la nueva derecha es, más que nada, su espíritu
contrarrevolucionario, su política de oposición. “En esta teocracia
progresista en la que todos deben rendir culto en el altar de la Wokeness“,
escribe el profesor de Hillsdale, David Azerrad, “el conservadurismo, si es
que todavía se le puede llamar así, consiste más en derrocar que en
conservar”. Si Atkins tiene razón en algo, es en esto: con Trump al frente, el
conservadurismo se ha convertido menos en una ideología que en un grito
de guerra. Donde la vieja guardia se enfrentaba a la historia gritando “¡Alto!”,
la nueva guardia grita, en un tono más cercano al de Rousseau que al de

Burke, “¡Derríbenlo todo!”. “Esta nueva derecha”, dice Azerrad, “tiene un
temperamento decididamente poco conservador”.

Posfusionismo y el consenso muerto

En cierto modo, el conservadurismo nunca ha sido una ortodoxia ja.


Russell Kirk, el gran sabio enclaustrado del conservadurismo, describió muy
bien la tradición: “ni una religión, ni una ideología”, sino “una actitud” que no
posee “ninguna Escritura Sagrada ni ningún Das Kapital que proporcione
dogmas”. Incluso el supuesto consenso que animaba al conservadurismo
de posguerra no era una ideología coherente, sino la unión de tres facciones
dispares, el “taburete de tres patas” de la coalición de Reagan, a saber: el
liberalismo clásico, el tradicionalismo social y el intervencionismo
poderoso, todos ellos unidos por el pegamento del anticomunismo. La
fusión de estas tradiciones se conoció como “fusionismo”, un término
asociado a William F. Buckley, aunque se dice que se originó con el editor
del National Review, Frank Meyer. La nueva derecha, por razones que no me
quedaron claras al principio, se de ne como estridentemente post-liberal, y
por tanto “post-fusionista“.

Hablando con Patrick Deneen, autor de ¿Por qué ha fracasado el liberalismo?


(un libro que Barack Obama recomendó por su “convincente visión de la
pérdida de sentido y de comunidad que muchos sienten en Occidente”), le
pregunté qué era lo que había que derribar y lo que había que conservar. “En
los años 50 y 60”, me dijo Deneen, “el fusionismo tenía cierto sentido,
especialmente a la luz de la Guerra Fría y la amenaza que suponía el
comunismo… así como la creciente sensación de que el estado del
bienestar estaba socavando la prosperidad estadounidense”. Ahora, tras la
Guerra Fría y después de 1989, ese fusionismo tiene mucho menos sentido”.
En realidad, continuó, nunca fue una verdadera fusión, ya que las distintas
partes nunca se unieron, sino que permanecieron en tensión. El comunismo
-que se basa en la idea de que los seres humanos son maleables y pueden
superar los lazos naturales que los atan al hogar, al país y al pasado- utilizó
la ingeniería social y la centralización económica para debilitar a la familia.
Prometía la recuperación de lo que Marx denominó “ser genérico”, un

prototipo temprano de lo que los bolcheviques llamarían más tarde el
“nuevo hombre soviético”. Por estas y otras razones, los tradicionalistas
sociales vieron en el individualismo liberal un arma poderosa para combatir
el colectivismo de izquierdas y defender instituciones como la religión y la
familia. Sin embargo, desde la caída del Muro de Berlín, se han ejercido
nuevas tensiones sobre el taburete fusionista que no todas sus patas
estaban preparadas para soportar.

Las fronteras, los límites y la plaza pública


reordenada religiosamente son la clave para el
renacimiento cultural que la nueva derecha
pretende llevar a cabo

El liberalismo tal vez haya sido capaz de alejar los impulsos colectivistas
de la izquierda durante un tiempo, sostienen Deneen y otros, pero sus
propios excesos randianos -su materialismo y fetichización de la
autonomía-, han tenido el efecto de socavar las mismas estructuras que los
conservadores dicen querer proteger: la familia, la religión, la comunidad y el
gobierno limitado. “Hoy nuestros desafíos son diferentes”, escribió Sohrab
Ahmari en octubre de 2019, cuya disputa pública con el ex escritor de
National Review, David French, se convirtió en un punto de in exión para la
nueva derecha. “Nuestra sociedad está fragmentada, atomizada y
moralmente desorientada. La nueva derecha estadounidense debe abordar
estas crisis, y para ello necesitamos una política de límites, no de autonomía
individual y desregulación”. De hecho, las fronteras, los límites y la plaza
pública reordenada religiosamente son la clave para el renacimiento cultural
que la nueva derecha pretende llevar a cabo. No es de extrañar, por tanto,
que la disputa entre Ahmari y French, que el columnista del New York Times
Ross Douthat cali có de “un proyecto de ley de pleno empleo para los
expertos conservadores”, se iniciara con un debate sobre si las bibliotecas
públicas deberían estar autorizadas a organizar lecturas de cuentos por
drag queens a los niños [Drag Queen Story Hour].


Hablé brevemente con Ahmari, que se negó a ser entrevistado, pero que me
señaló lo que describió como su “declaración más de nitiva” sobre estos
asuntos. La esencia de ese ensayo es que para derrotar al colectivismo
debemos, aunque sea irónico, implementar el colectivismo. “El vasto estado
administrativo”, escribe, “surge para regular las sociedades que han sido
desreguladas por un liberalismo individualista”. La verdadera libertad, añade,
requiere una teleología moral y religiosa, no solo a nivel privado y cultural,
sino a nivel del “Estado y la comunidad política.” En marzo de 2019, Ahmari y
otros 14 miembros del caucus postfusionista delinearon una visión alternativa
a lo que llaman el “reaganismo recalentado” de French y otros miembros
periféricos. Argumentaron que el antiguo consenso “defendía de boquilla los
valores tradicionales”, pero “no consiguió retrasar, y mucho menos invertir, el
eclipse de las verdades permanentes, la estabilidad familiar [y] la solidaridad
comunitaria”. La tradición lockeana del gobierno limitado y la plaza pública
neutral en cuanto a valores -el consenso de la posguerra- puede haber
derrotado al comunismo y asegurado los derechos naturales, pero también
ha desplazado a los trabajadores estadounidenses, tratándolos como
“unidades económicas intercambiables” en un “mundo sin fronteras”.

Me recordó a Dorothy de El Mago de Oz, una


chica que se siente atrapada por su aburrida
vida en la polvorienta Kansas, pero que al nal
se aferra al mantra “no hay lugar como el
hogar”

En debates como este, a la nueva derecha le gusta citar al periodista David


Goodhart, cuyo libro The Road to Somewhere [El camino a algún lugar] hace
una distinción entre los votantes cosmopolitas de “cualquier lugar” y sus
homólogos más nacionalistas de “algún lugar”. Durante años, me dijo
Deneen, nuestra economía consumista altamente nanciada ha bene ciado
a este primer grupo a expensas del segundo. Nuestras élites tienen un alma
móvil y la capacidad de prosperar en cualquier lugar; han logrado una
especie de identidad portátil, argumentó Deneen en una reciente conferencia.
Su educación de primera clase les ha dotado de los conocimientos y
habilidades necesarios para sobrevivir, e incluso sacar provecho, de las
incesantes mutaciones y trastornos revolucionarios -lo que Joseph
Schumpeter ha llamado “destrucción creativa”- de un capitalismo
tecnocrático cada vez más globalizado. También están, por supuesto, los
que no forman parte de la clase dirigente educada: los que valoran el hogar,
la estabilidad, la tradición, la continuidad generacional y la memoria, y “para
los que la reubicación”, en palabras del demógrafo francés Christophe
Guilluy, “es casi siempre una experiencia desgarradora”. El orden progresista
actual, insiste Deneen, les está fallando a estas personas y las está
desechando como madera muerta.

Varios conservadores con los que he charlado, entre ellos Deneen, se


burlaron de la acusación de Kevin Williamson, escritor del National Review,
según el cual la clase trabajadora blanca “se ha fallado a sí misma”, tiene
que dejar el OxyContin, alquilar un U-Haul e ir donde está el trabajo. “¿No es
eso lo que signi ca Estados Unidos?”, le pregunté a Deneen. “¿Qué le ha
pasado al espíritu de los pioneros?”. Deneen, que se ha conectado conmigo
varias veces por Skype y es el paradigmático profesor de Notre Dame
(irlandés y católico, con un amable comportamiento patricio), me dijo: “En
su mayor parte, las personas que salieron de sus países de origen vinieron
para establecerse, para formar un hogar aquí. Eso forma parte de la
autocomprensión estadounidense tanto como la idea del pionero o de la
persona que se levanta y se va”. Entonces me recordó a personajes como
Dorothy de El Mago de Oz, una chica que se siente atrapada por su aburrida
vida en la polvorienta Kansas, pero que al nal de la película se aferra al
mantra “no hay lugar como el hogar”. O George Bailey de ¡Qué bello es vivir!,
un hombre que desea desesperadamente abandonar Bedford Falls pero que
acaba convirtiéndose en uno de sus principales contribuyentes. “Estos son
algunos de los relatos más míticos de lo que somos”, me dijo Deneen.

Tiene que haber una columna vertebral del país


que trabaje con sus manos. Si eso signi ca
trasladar algunas ciudades, está bien


Cuando le pregunté si tal vez él y otros no estaban retrocediendo a una
época pasada, viendo a Estados Unidos como “una especie de República de
porche que ya no existe” (más tarde me enteré de que Deneen había
fundado una revista conservadora llamada Front Porch Republic), replicó:
“La vida cívica de Estados Unidos y el tipo de nación que hemos construido
a lo largo de nuestra historia se ha basado, en gran medida, en un gran
número de personas que se han dedicado a mejorar los lugares donde han
vivido y se han establecido. Gran parte de lo que consideramos logros de
Estados Unidos”, me dijo, “no son solo los pioneros, sino las personas que
han… mejorado los lugares donde se encuentran. Y creo que ese ethos se ha
visto profundamente socavado por los cambios en el orden económico de
Estados Unidos”. En este punto, seguí con las palabras del lósofo C.
Bradley Thompson, que ha caracterizado la visión de Deneen del país como
“el Show de Andy Gri th de toda la vida”, que “nada tiene que ver con
Estados Unidos”. La respuesta de Deneen fue escueta: “Es extraño escuchar
a alguien decir que Mayberry es antiamericano”.

Deneen me habló con pasión de la necesidad de una clase media fuerte y de


las diversas razones cívicas y de seguridad nacional para conservar un
sector manufacturero sólido, citando la pandemia y nuestra incapacidad
para producir el equipo de protección personal necesario. Para el profesor
del Hillsdale College, David Azerrad, la cuestión de la economía también
tiene importantes rami caciones culturales. “La cuestión es”, dijo Azerrad
cuando hablamos, “¿tenemos una economía que produce trabajos
su cientemente bien remunerados que permitan a las personas sin
titulación encontrar un empleo digno para poder casarse y formar una
familia? La cuestión no es tanto la ubicación como la bifurcación de la
economía en empleos del sector servicios y trabajos de pensamiento
abstracto. Según él, la cuestión es que “el hecho de que los hombres
varoniles sean vistos como un problema y se les haga sentir cada vez
menos a gusto en la economía y la sociedad estadounidenses”. Cuando
saqué el tema de Kevin Williamson, Azerrad respondió: “Tiene que haber
una columna vertebral del país que trabaje con sus manos. Si eso signi ca
trasladar algunas ciudades, está bien. Pero no puedes trasladarte a México”.


Quiero una derecha que esté anclada en las
realidades del siglo XXI, que entienda a su
base, que luche agresivamente contra las
guerras culturales

Azerrad se encontró en di cultad cuando le pedí que pusiera una etiqueta a


su tipo de conservadurismo. “No sé si me siento cómodo; es decir, si tuviera
que ponerme una etiqueta, diría que formo parte de la nueva derecha que
está insatisfecha con los tópicos de lo que Rusty Reno ha llamado “la carne
podrida del reaganismo”. Quiero una derecha que esté anclada en las
realidades del siglo XXI, que entienda a su base, que luche agresivamente
contra las guerras culturales, que no esté en deuda con los
neoconservadores en política exterior o con los libertarios en el
pensamiento económico”. En un momento de nuestra conversación,
compartió una frase de uno de sus amigos, al que no quiso nombrar: “Los
republicanos deberían ser el partido de los hombres a los que les gusta ser
hombres, de las mujeres a las que les gusta ser mujeres y de los
estadounidenses a los que les gusta ser estadounidenses”, dijo con una
sonrisa infantil.

Orbán y la “anti-cultura” progresista

Deneen habló conmigo desde su despacho. Detrás de él colgaba un retrato


de Alexis de Tocqueville, una fotografía enmarcada del ex presidente de
Notre Dame, el padre Theodore Hesburgh, y un artístico mapa del mundo
que, aunque no estrictamente funcional, transmite la impresión de que
Deneen es un “pensador global”. Y, de hecho, lo es. A diferencia de muchos
en su campo, que han luchado por articular una agenda política con visión
de futuro, Deneen entiende que la oposición por sí sola no puede sostener
una coalición política. En su debate público con David French en la
Universidad Católica, por ejemplo, Ahmari se tambaleó ante las repetidas
preguntas de French sobre lo que haría, en concreto, para reordenar la plaza
pública. French quería saber cómo haría Ahmari para conseguir el “bien

supremo” que deseaba ver, lo que presumiblemente implicaría prohibir a los
hombres vestidos de mujer en las bibliotecas públicas. “¿Qué poder público
utilizaría?” preguntó French. “¿Y cómo sería constitucional?”. Ahmari sugirió,
de forma insegura, la celebración de audiencias públicas, la aplicación de la
presión cultural y la aprobación de ordenanzas locales, pero por lo demás
parecía estar perdido.

La próxima administración conservadora de la


clase trabajadora debería jarse en algunas
cosas que se están haciendo en países como
Hungría

Deneen, que quiere que el GOP se convierta en un partido de la clase


trabajadora, en cambio no estaba perdido. Sus recetas políticas incluían,
entre otras cosas, replantear la política exterior de Estados Unidos centrada
en Europa; forjar posibles alianzas en Oriente Próximo; establecer un
“papel más contestatario con China” al tiempo que se refuerzan nuestras
relaciones con la India; introducir una legislación favorable a la familia,
como el permiso de paternidad remunerado; gravar las donaciones
universitarias; y reorientar el apoyo federal de las facultades y
universidades de artes liberales a programas de formación laboral y de
aprendizaje. La forma en que hacemos la educación en Estados Unidos da
lugar a la “sobreproducción de élites”, declaró Deneen. “Tiene que haber
menos gente como yo, con trabajos como el mío”. Cuando me reí de esto,
sonrió y dijo: “Quiero decir, ¡caramba!, hay que intentar que haya personas
que hagan el trabajo de albañilería en tu casa”.

En noviembre de 2019, Deneen viajó a Budapest para visitar al primer ministro


de Hungría, Viktor Orbán, quien admira el trabajo de Deneen y se ha reunido
con otros conservadores a nes en el pasado, como Rod Dreher y Yoram
Hazony. Deneen considera que el enfoque de Orbán es un ejemplo de “cómo
podría desarrollarse una dirección no globalista y nacional-conservadora” en
Estados Unidos. Me dijo: “La próxima administración conservadora de la
clase trabajadora debería jarse en algunas cosas que se están haciendo
en países como Hungría -que sé que es
 la bestia negra de los progresistas-,
pero su política está mostrando signos de apoyo a la formación de familias
y de inversión de las tasas de natalidad en descenso. Han sido muy
agresivos y creativos… Una póliza proporciona fondos signi cativos para la
compra de una vivienda, dependiendo del número de hijos que nazcan en
una familia. Las familias con tres o más hijos están exentas de casi todos
los impuestos sobre la renta. Su gobierno proporciona una generosa
manutención a los hijos y prestaciones por baja maternal. Son políticas
realmente extraordinarias, pero creo que, a menos que haya un compromiso
similar por parte de nuestra ciudadanía, a través de los auspicios de nuestro
gobierno, es probable que veamos el continuo descenso de las tasas de
natalidad en nuestra nación y el concomitante egoísmo generacional que se
produce cuando la gente ya no siente una… conexión con el futuro“.

Para los conservadores tradicionalistas el


atractivo del enfoque de Orbán es más
profundo que la política y se reduce a la
cuestión de cuál debe ser el telos

No es sólo Deneen. Muchos miembros de la nueva derecha han elogiado el


liderazgo de Orbán, desde Pat Buchanan hasta Christopher Caldwell y Sohrab
Ahmari (que una vez a rmó que “el muy culto Orbán ha hecho un trabajo
mucho mejor que el de Trump a la hora de promulgar una agenda
conservadora-nacionalista”).

Esta fascinación por Hungría preocupa a muchos de la izquierda y de la


derecha liberal que ven a Orbán como un autoritario, o al menos como uno en
ciernes. Y tienen razón. Desde que llegó al poder en 2010 y declaró que su
Estado era una “democracia antiliberal“, Orbán ha supervisado el amiguismo
desenfrenado y ha hecho mucho para socavar la democracia de su país.
Además de disminuir la imparcialidad y la apertura de las elecciones en
Hungría, el primer ministro ha recortado las libertades de prensa, ha hecho
detener a periodistas y, a través del partido Fidesz y sus aliados, se ha
hecho con el control de más del 90% de los medios de comunicación. Desde la
aparición del coronavirus, Orbán no hahecho más que aumentar sus
tendencias autocráticas, aprovechando la pandemia para suspender las
elecciones y centralizar el poder, gobernando a golpe de decreto.

El progresismo, por tanto, es una fuerza


fundamentalmente homogeneizadora. Al
obligarnos a a rmar todas las culturas, nos
priva de nuestra cultura

Por todo ello, atacar a la nueva derecha a través de Orbán, aunque sea
retóricamente e caz, ofrece, en el mejor de los casos, una lente
distorsionadora. Mi conversación con Deneen dejó claro que para los
conservadores tradicionalistas el atractivo del enfoque de Orbán es más
profundo que la política y se reduce a la cuestión de cuál debe ser el telos
(propósito o función) de una sociedad. “Es un concepto de sociedad”, me
dijo Deneen, “que es preliberal, que tiene como base la sociedad
fundamental, la familia”. Mientras que el progresismo considera al individuo
como la unidad organizadora fundamental de la sociedad, el
conservadurismo tradicional comienza con la familia. La familia, al n y al
cabo, conforma y da origen al individuo. Intervengo: “Así que en lugar de
reducir la sociedad a individuos atomizados en un ‘estado natural’ y luego
construir los derechos lockeanos”, pregunté torpemente a Deneen,
“¿empieza usted con la familia y luego la sociedad crece a partir de ella?”.

“Eso es exactamente así”, me dijo Deneen. “Es conceptual y


antropológicamente diferente de los supuestos liberales. Si se parte de ese
punto y se piensa en las formas en que esas instituciones están
amenazadas por diversas fuentes en la sociedad moderna… en la medida en
que se puedan fortalecer esas instituciones, se hace lo que alguien como
David French quiere, que es desviar gran parte de la atención del papel del
gobierno central. Una de las razones por las que el liberalismo ha fracasado
en lo que dice hacer -que es limitar el gobierno central- es, precisamente,
porque al ser tan fundamentalmente individualista los seres radicalmente

individualizados acaban necesitando y acudiendo a los gobiernos centrales
en busca de apoyo y ayuda“.

Todo lo que era fuerte o rme empezó a ser


sospechoso. […] el multiculturalismo reemplazó
la cohesión y la crítica socavó los pilares de la
civilización occidental

Según Deneen, los órdenes liberales buscan liberar a los individuos del
“despotismo” de la costumbre, el lugar y la tradición, reduciendo la cultura a
un consumismo estéril, permitiéndonos “tomar muestras de otras culturas
pero no ser de una cultura“. Esta “anticultura”, como él la llama, está en el
corazón del proyecto progresista, cuyo objetivo es “liberarnos” de las
asociaciones y compromisos tradicionales que nos atan, limitan y de nen.
El progresismo, por tanto, es una fuerza fundamentalmente
homogeneizadora. Al obligarnos a a rmar todas las culturas, nos priva de
nuestra cultura. Al llevarnos a todas partes, no nos deja en ninguna. Al
instarnos a no conformarnos, nos deja sin forma. Esta falta de forma es un
rasgo distintivo de la anticultura progresista. “De la misma manera que
hemos llevado a la quiebra a la próxima generación dejándoles saldos
negativos en sus cuentas bancarias, les hemos dado saldos negativos en
sus arcas culturales”, a rma Deneen.

En su reciente libro El retorno de los dioses fuertes. Nacionalismo, populismo y el


futuro de Occidente, Rusty Reno se detiene en esta crítica. Su tesis central es
que, desde 1945, la cultura occidental ha sido la cultura de los imperativos
“anti”, a saber: antifascismo, antitotalitarismo, anticolonialismo y
antirracismo. Son lo que el autor llama “dioses débiles”. “En la segunda
mitad del siglo XX”, escribe, “empezamos a considerar la primera mitad
como la erupción a escala mundial de lo males inherentes a la tradición
occidental, que solo podían ser corregidos mediante la búsqueda incesante
de la apertura, el desencantamiento y el debilitamiento” (p. 18).
Traumatizados por los horrores del fascismo y el totalitarismo, y por la
violencia de las dos guerras mundiales,
 el consenso de la posguerra fue un
rechazo a las pasiones y lealtades poderosas que unen a las sociedades y
vinculan a los hombres con su tierra natal. Todo lo que era fuerte o rme
empezó a ser sospechoso. El globalismo suplantó al nacionalismo, la
“sociedad abierta” derrotó al tradicionalismo, el relativismo cuestionó las
verdades axiomáticas, el multiculturalismo reemplazó la cohesión y la
solidaridad, y la crítica y la deconstrucción socavó los pilares de la
civilización occidental.

Los seres humanos desean unirse alrededor de


sus amores y lealtades compartidas. Nos
unimos solidariamente para elevar lo sagrado

Sin embargo, según Reno, los ciudadanos nunca tolerarán una sociedad de
“mera negación” durante mucho tiempo. Los dioses fuertes siempre
vuelven. La vida pública exige un mythos compartido y una visión más
elevada del bien común; lo que Richard Weaver llamó “un sueño metafísico”.
Los seres humanos desean unirse alrededor de sus amores y lealtades
compartidas. Nos unimos solidariamente para elevar lo sagrado. “Nuestro
consenso social recurre siempre a una legitimidad transcendente”, escribe
Reno (p. 155). Las cosas tienen que tener un centro. Sin ese ideal integrador,
sin esta fuerza centrípeta, las sociedades empiezan a dispersarse, girando
hacia fuera en un remolino creciente hasta que la cultura yace en el suelo
hecha pedazos. “No hay sociedad”, escribió el sociólogo francés Émile
Durkheim, “que no sienta la necesidad de defender y rea rmar a intervalos
regulares los sentimientos y las ideas colectivas que conforman su unidad y
personalidad”.

Los dioses fuertes, en otras palabras, siempre estarán con nosotros. La


única cuestión es: ¿qué forma les permitiremos adoptar? ¿Y cómo
evitaremos que nos dominen una vez que los invoquemos?

Tomarse en serio a la nueva derecha


Al igual que otros, en mi burbuja intelectual no fui realmente consciente de
la escala e intensidad del fenómeno Trump, ni del creciente fervor populista
en todo Occidente, hasta unos meses antes de las elecciones de 2016. Fue
alrededor de septiembre, cuando Michael Anton, utilizando el seudónimo
Publius Decius Mus, escribió un mordaz ensayo para la Claremont Review of
Books titulado “La elección del vuelo 93”, en el que instaba a sus lectores a
arriesgarse con Trump. “2016 es la elección del vuelo 93”, anunciaba: “Carga
la cabina o mueres”. El ensayo circuló y pronto se convirtió en la base de
una industria artesanal para los expertos de los medios de comunicación
heredados. Anton arremete contra el orden internacional liberal (la “clase de
Davos”) y los conservadores del establishment (“los que mantienen el status
quo“) por fracasar constantemente y dejar a los estadounidenses en peor
situación en casi todas las dimensiones del proceso. El artículo es
exagerado, y se lee como una lista de crímenes de guerra, pero también hay
algo estimulante en él que capta la energía y la frustración que muchos en la
derecha, deseosos de un cambio, estaban sintiendo en 2016.

“Las elecciones de 2020 han llevado a los


progresistas al borde de la catástrofe”, se
quejaba Eric Levitz en New York Magazine

Recuerdo haber pensado en ese momento que este nuevo populismo


nacionalista, sea lo que sea, tenía mucho que decir sobre los “males” que
aquejan a la nación, pero casi nada que decir en cuanto a remedios viables.
En los meses y años que siguieron a la elección de Trump, leí libros como
Coming Apart de Charles Murray, ¿Por qué ha fracasado el liberalismo? de
Patrick Deneen, The Once and Future Worker de Oren Cass y The New Class
War de Michael Lind. Estaba descubriendo que bajo el ruido y la histeria,
bajo la condescendencia y las mentiras de los medios de comunicación,
bajo la palabrería de Trump y sus tuits, bajo los airados cánticos de
“¡Enciérrenla!”, no solo había preocupaciones graves hasta ahora ignoradas
por ambos partidos políticos, sino que también había algo parecido a una
doctrina intelectual seria y orientada ala búsqueda de soluciones que,
aunque sin restricciones (y, en mi opinión, equivocada), estaba surgiendo
para hacer frente a esas preocupaciones. Como libertario, nunca me había
molestado en darme cuenta.

Lo que nos lleva a las elecciones de 2020. Aunque las encuestas


pronosticaron una oleada de victorias demócratas en las urnas, el Partido
Republicano está en camino de controlar el Senado, a pesar de haber sido
superado masivamente por los votantes. En la Cámara de Representantes,
si bien los demócratas conservaron el control de la cámara baja, el Partido
Republicano obtuvo impresionantes victorias, cambiando doce escaños y
dando paso a un número récord de mujeres republicanas. El propio Trump
obtuvo una inesperada cuota de voto minoritario, según los datos de las
encuestas a pie de urna. El júbilo que inundó las calles tras la victoria de Biden
fue fugaz, dando paso en poco tiempo a la confusión y a las luchas internas
mientras los funcionarios y legisladores demócratas se esforzaban por
procesar el bajo rendimiento. Mientras se contaban los votos, empezaron a
llegar los titulares: “Las elecciones de 2020 han llevado a los progresistas al
borde de la catástrofe”, se quejaba Eric Levitz en New York Magazine.
“Trump ha perdido, pero el trumpismo no”, escribió Michael Tackett en
Associated Press. “El trumpismo ha sido reivindicado”, declaró Eric Zorn en
el Chicago Tribune. “‘Ha sido un fracaso'”, anunciaba Christal Hayes en USA
Today. La nueva derecha, en otras palabras, tiene un hueco.

El éxito [de Trump] se debió a una combinación


de satisfacer a los republicanos tradicionales
en materia de política y en avivar las pasiones
tribales de todo un nuevo segmento de la
población

Le pregunté a Jonah Goldberg, redactor jefe del Dispatch, si la nueva derecha


puede aprovecharlo. Goldberg, que ha sido un crítico acérrimo de Trump,
duda que el GOP pueda o deba convertirse en un supuesto “partido de la
clase trabajadora.” Me dijo: “Creo que enfatizar la clase no es tan malo
 ninguna de las dos sea una forma
como enfatizar la raza, pero no creo que
particularmente útil de reducir la política a un solo tema. Estoy en contra del
monismo en todas sus formas. No me gusta reducir ningún fenómeno
complejo a una sola causa. Y no creo que el partido republicano deba
reducirse a un único enfoque en cuestiones de clase”. Goldberg criticó la
idea, difundida por políticos como Marco Rubio, Tom Cotton y Josh Hawley,
de que la victoria de Trump en 2016 y sus avances en las últimas elecciones
se debieron a una oleada de energía de la clase trabajadora. “Creo que es un
análisis realmente tonto… [E]stán entendiendo la causalidad al revés. Esta
gente no se unió al Partido Republicano por sus políticas de clase
trabajadora porque prácticamente todos los éxitos de Trump fueron
variaciones de la subcontratación de la Sociedad Federalista y Paul Ryan.
Las cosas que la gente llama reaganismo zombi fueron… las partes exitosas
de su presidencia”.

Para Goldberg, el conservadurismo intelectual que impulsan medios como


el Claremont Review of Books y First Things tiene poco que ver con el
fenómeno Trump. Deneen y Ahmari pueden hablar de recuperar la
manufactura y prohibir las drag queens en las bibliotecas locales, pero,
según Goldberg, “no capta el punto de que el atractivo de Trump era como
artista, celebridad y luchador. Es decir, sí, puede que estén a favor de la vida,
pero el GOP probablemente ya lo era. Puede que estén en contra de algunas
de las cosas progresistas más locas, como la des nanciación de la policía,
pero el GOP ya los tenía”. En la medida en que la presidencia de Trump fue
e caz, su éxito se debió a una combinación de satisfacer a los republicanos
tradicionales en materia de política y en avivar las pasiones tribales de todo
un nuevo segmento de la población que, de otro modo, podría haberse
inclinado por el voto demócrata.

“Todos estos tipos tienen que hacer un enorme


trabajo para persuadirme de que tienen
soluciones que realmente arreglarán los
problemas de los que hablan”


Cuando le pregunté si creía que era posible mantener el trumpismo sin
Trump, Goldberg me contestó que no. ¿Obstinarse en las medidas políticas
que el propio Trump nunca defendió y esperar que esto sea un “sustituto
satisfactorio para la gente a la que solo le gusta el aspecto de lucha
profesional de la presidencia de Trump? No creo que puedan venderlo”, me
respondió. La idea de que “cualquiera que vaya a un mitin de MAGA [Make
America Great Again] solo por el espectáculo -lo que llaman en la lucha
profesional ‘Kayfabe’- se sentará en un mitin de Mike Pence mientras él
explica los detalles de su nuevo crédito scal es una ilusión. Es como
cuando Homer Simpson está viendo Lake Wobegon y empieza a dar
patadas a la tele diciendo: ‘¡Estúpida tele! Sé más divertida’. No veo cómo
estos tipos pueden llenar los criterios de entretenimiento con propuestas
políticas rimbombantes”.

Pero, ¿qué pasa con las preocupaciones subyacentes que llevaron a la


elección de Trump?, le pregunté. ¿No son personas como Deneen las que
intentan, por lo menos, abordar los problemas reales a los que se enfrentan
los estadounidenses de a pie? Goldberg, que dijo que le gusta y respeta a
Deneen, continuó: “Tengo muy pocos problemas con los síntomas. Cuando
dice que la soledad es un problema, estoy de acuerdo. Cuando dice que la
alienación es un problema, estoy de acuerdo… Creo que todos estos tipos
tienen que hacer un enorme trabajo para persuadirme de que tienen
soluciones que realmente arreglarán los problemas de los que hablan, en
lugar de limitarse a sustituir a la clase actual de políticos por una nueva
cosecha de políticos que recompensarán a sus electores de la forma en que
ellos quieren ser recompensados”. Cuando Hayek dijo en Camino de
servidumbre que estaba dedicado a los socialistas de todos los partidos,
esto es parte de lo que quería decir”.

_________________________

Jordan Alexander Hill es un periodista independiente de Massachusetts. Es


el presentador de Western Canon Podcast. Se le puede seguir en Twitter
@WesternCanonPod.

Publicado por Jordan Alexander Hill en Quillette.



Traducido por Verbum Caro para La Gaceta de la Iberosfera.

CONSERVADURISMO / LIBERALISMO / LIBERTADES / VIKTOR ORBÁN

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