El Sabor de Las Manzanas Rojas

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NCIA:
Este libro contiene escenas sexualmente explícitas y lenguaje adulto que podría ser
considerado ofensivo por algunos lectores y no es recomendable para menores de edad.
El contenido de esta obra es ficció n. Aunque contenga referencias a hechos histó ricos y
lugares existentes, los nombres, personales y situaciones son ficticios. Cualquier semejanza
con personas reales, vivas o muertas, empresas, eventos o locales, es coincidencia y fruto
de la imaginació n de la autora.© 2020, El sabor de las Manzanas Rojas. Noctívagos I
© 2020, Nayra Ginory, de la presente edició n
© 2020, Beta-reader: Nisa Arce
© 2020, diseñ o de portada: Nayra Ginory, realizado en canva.com
Fotografía por fotografierende en Unsplash
Has adquirido una obra publicada mediante autoedició n. Gracias por apoyar el trabajo de
los autores independientes.
www.nayraginory.es
Todos los derechos reservados.
No está permitida la reproducció n total o parcial de cualquier parte de la obra, ni su
transmisió n de ninguna forma o medio, ya sea electró nico, mecá nico, fotocopia u otro
medio, sin el permiso de los titulares de los derechos.
Las Palmas de Gran Canaria a 24 de marzo de 1914
Gabriel sintió la cercanía del amanecer incluso antes de ver, a través de la ventana, que el
cielo empezara a clarear. Aun así no se movió , y siguió acurrucado en la misma esquina en
la que había estado toda la noche. Una intensa modorra empezaba a apoderarse de él y la
idea de permanecer allí, abrazado a sus rodillas, escondiendo su deshonra del mundo, se le
antojó muy tentadora, aunque dudaba que el dulce olvido del sueñ o le trajera algú n alivio
después de lo que había hecho. Avergonzado, hundió el rostro entre las manos, y el
profundo suspiro que exhaló rompió el silencio de la estancia, atrayendo hacia sí la
atenció n del hombre que la compartía con él.
Fernando, a quien apodaban el Brujo, era un hombre alto, calvo, que aparentaba rondar la
cincuentena y que contaba con una imponente presencia. En aquel momento, volvió el
rostro hacia él y al sentirlo, Gabriel se encogió todavía má s en su rincó n sin atreverse a
levantar la vista. Aun así pudo notar una intensa sensació n de desnudez cuando aquella
negra mirada cayó sobre él, iluminando como la rutilante luz de un faro sus pensamientos
má s íntimos, para luego pasar de largo en cuanto Fernando perdió el interés en él para
seguir rebuscando entre los enseres del dormitorio. Al fin y al cabo, tras pasar la noche
interrogá ndole y leyéndole el pensamiento, el hombre ya sabía que Gabriel no podía darle
ninguna de las respuestas que tan desesperadamente necesitaba.
Ni siquiera él mismo tenía esas respuestas. Hasta aquel momento se había creído incapaz
de matar a nadie, y menos de la manera en que lo había hecho. Sin embargo, algo en él
parecía haber cambiado en los dos ú ltimos meses, meses que se habían esfumado por
completo de su mente.
No sabía por qué su memoria se mostraba tan esquiva, por qué su mente era una amalgama
de recuerdos evanescentes que se perdían cada vez que intentaba poner el foco en los
ú ltimos acontecimientos de su vida. Lo ú ltimo que recordaba con claridad era acudir a una
sesió n de espiritismo a mediados de enero, donde había conocido a Fernando, y ahora se
reencontraba con él en funestas circunstancias y descubriendo con estupor, que ya estaban
en marzo.
Con la creciente luz, las imprecisas sombras del dormitorio fueron convirtiéndose en
formas reconocibles: la cama de madera maciza, con el barniz descolorido y desconchado a
causa del paso del tiempo; el armario, cuyas puertas entreabiertas dejaban ver unos
cuantos vestidos, zurcidos demasiadas veces, tirados en completo desorden junto a unos
viejos zapatos; la estantería, llena de volú menes. Varios de los libros habían caído al suelo y
uno de ellos se había abierto, dejando ver el grabado de un lobo que acechaba con sus
afilados colmillos a una dulce niñ a en mitad del bosque.
Ese grabado le hizo pensar en los sucesos ocurridos la noche anterior, a causa de los cuales
estaba encerrado como el animal rabioso que era. Bajó la mirada hacia sus manos, posadas
sumisamente sobre su regazo. En las horas transcurridas desde el crimen la sangre de su
víctima se le había secado en las manos, formando costras oscuras alrededor de las uñ as y
en los pliegues de sus falanges. También su camisa seguía manchada y la sangre se había
oxidado sobre la tela, dejando una marca ocre y un olor metá lico. El recuerdo de aquella
sangre bañ ando su piel, regando su garganta, le acometió con violencia, atormentá ndolo
durante los segundos que tardó en recordar cuá nto lo había disfrutado. No pudo evitar la
evocació n del tosco rasgueo de sus colmillos al despedazar la piel, el estallar de la carne
contra su lengua, la satisfacció n que había sentido al destrozar aquel cuerpo que con tanta
asiduidad había amado. El deseo de volver a experimentarlo hizo que su respiració n se
acelerara y sus encías empezaran a latir dolorosamente, haciéndole ver los instintos
animales de los que era presa.
Lo que má s le atormentaba era el recuerdo de su propia crueldad. Después de que todo
hubiera acabado, cuando la virulencia de su propia ira se había aplacado, se encontró a sí
mismo contemplando la dantesca escena con absoluta frialdad: la sangre ajena que cubría
su cuerpo, el cadá ver que había a sus pies, el intenso vacío de aquellos ojos muertos vueltos
hacia él… Todo ello le producía una desconcertante indiferencia. Ni siquiera el vínculo que
había mantenido con quien yacía en el suelo, con los miembros destrozados y las carnes
abiertas impú dicamente, parecía tener el menor efecto en él. Ahora, al rememorar el
momento, no podía sino sentir horror, no ya por el crimen cometido, sino por reconocerse
como ese inmisericorde verdugo que no sentía el má s mínimo remordimiento por segar la
vida de su víctima.
Tampoco recordaba haber sentido alarma alguna al ser descubierto, minutos después,
cuando el cadá ver aú n no se había enfriado. Era como si de alguna manera lo hubiera
estado esperando. Aú n con la sangre hirviéndole en las venas a causa de la matanza, se
había mostrado ufano, determinado a no contestar a las airadas preguntas y acusaciones
que se le hacían, albergando una sensació n de orgullo por lo que acababa de hacer. Después
de eso sus recuerdos se volvían confusos y caían en la inconsciencia, para luego
despertarse en aquel oscuro desvá n habiendo perdido, al parecer, toda noció n acerca de las
endiabladas motivaciones que guiaran sus actos.
—Es mejor para ti no recordar nada —le había dicho Fernando—. Lo que hiciste anoche
solo fue el colofó n de unos meses de verdadera depravació n. Has hecho cosas terribles.
Con calma Fernando le había dado unas parcas explicaciones acerca de lo que había
ocurrido. De có mo Fernando no era un brujo, sino otra cosa. Y de có mo Gabriel se había
convertido en lo mismo que él.
—Un vampiro —había dicho mientras un temblor supersticioso recorría su cuerpo.
—Noctívago —le aleccionó Fernando—, es así como debes dirigirte a ti mismo y a tus
similares. Aunque en muy poco eres similar a mí: no eres má s que un asesino, un monstruo
—le había espetado con rabia apenas contenida en la voz—. Un demonio al que has
alimentado con sangre. Nunca debí haber confiado en ti.
«No, no debería haberlo hecho», se dijo con acritud mientras una profunda sensació n de
arrepentimiento atenazaba sus tripas. Su propia inconsciencia se presentó de improviso
como una revelació n: ¿có mo podía haber aceptado la inmortalidad cuando sabía muy bien
lo que habitaba en su interior desde el mismo día de su nacimiento?
Amparado por la cá lida oscuridad que le proporcionaban sus pá rpados cerrados, Gabriel se
sintió transportado a otro tiempo y otro lugar. «Tienes al wa-yewta en tu interior, niñ o»,
casi pudo oír la arrugada voz que le susurraba, y ver ante sí el rostro de aquella misteriosa
mujer, enturbiado por el humo del incienso al ser quemado. «Y ya nunca abandonará tu
alma.»
Quizá s, de haber seguido la existencia anodina a la que estaba destinado, podría haber
contenido al espíritu que de una manera u otra siempre había sabido dentro de sí, para
nunca dejarlo salir. Por el contrario, había osado ambicionar una vida inmortal. «Un
demonio al que has alimentado con sangre». Y ahora estaba condenado a seguir haciéndolo.
Evocó entonces el tacto frío de una copa de vino, el intenso color rojizo del líquido que
contenía, el sabor del tinto mezclado con unas primeras gotas de sangre, la sangre de
Fernando. La había apurado con la promesa de la inmortalidad, sintiéndose má s libre que
en toda su vida, para encontrarse por contra má s esclavo de sus pasiones que antes. A
partir de aquel momento, Fernando se había convertido en su pater, y no necesitó expresar
con palabras que Gabriel le debería lealtad a partir de entonces. La misma lealtad que se
había apresurado a romper al cometer aquel terrible crimen.
—Debería usted matarme —susurró Gabriel con la voz preñ ada de convicció n.
—Sí, debería —fue la dura respuesta. Fernando se puso junto a él y le miró desde su
considerable altura, para luego darle la espalda—. Y sin embargo, no lo voy a hacer. —
Gabriel levantó los ojos, y por primera vez en toda la noche se atrevió a mirar directamente
a su pater—. A pesar de todo, eres mi prognatus. Eso debe de valer para algo.
—Entonces, ¿qué va a hacer conmigo?
—No lo sé. Ni puedes ayudarme a deshacer el mal que has hecho, ni te quiero a mi lado, al
menos no por el momento. Tendrá s que expiar tus pecados como mejor sepas, si es que
algú n día llegas a conseguir tal cosa.
Gabriel no sabía có mo sentirse al ver que no recibiría el castigo que creía merecer o la
posibilidad de redimirse, pero mientras veía có mo su pater se dirigía a la puerta se dio
cuenta, con creciente tristeza, de que este no lo consideraba lo suficientemente importante
como para dignarse a darle ni una cosa ni la otra.
«Fernando no entiende el poder de tu verdadera naturaleza». El recuerdo de esas palabras
irrumpió en su mente, y con él la leve sensació n de reconocimiento de una íntima
conversació n mantenida a oscuras, el contacto de un cuerpo cá lido contra el suyo y una
intensa añ oranza, pero con la misma rapidez con la que vino, el recuerdo empezó a diluirse
antes de que le diera tiempo a identificarlo. Intentó con desespero aferrarse a él, evocar el
sonido de aquella voz, el movimiento de aquellos labios, la mirada de su confidente, sin
lograr visualizar ni su rostro ni las circunstancias de esa conversació n, a la vez que el
recuerdo se deshacía como jirones de niebla al amanecer.
Sin embargo, aquel huidizo comentario, cuyo eco apenas se había esbozado en su memoria,
le había dejado una certeza: Fernando nunca le había entendido o, al menos, no lo había
hecho hasta el momento de ser testigo de la violencia que podía desatar, a pesar de haber
reconocido lo que había en su interior desde la primera vez que se vieran.
«Tienes al wa-yewta en tu interior». Y ahí se va a quedar, pensó decidido a no dejarlo salir
nunca má s. Ahora que ya comprendía la naturaleza violenta de tal entidad, Gabriel se
prometió luchar cada día de su vida contra él.
Al verse solo, se incorporó lentamente, oyendo a su cuerpo protestar por la postura
adoptada durante toda la noche. Poco a poco se deslizó hasta abandonar el rincó n que
había estado ocupando y se incorporó . Miró a sus pies el montó n de libros que Fernando
había dejado caer tras observarlos detenidamente. Eran libros infantiles, comprobó con
cierta sorpresa, fá bulas de Esopo, historias populares, cuentos de los hermanos Grimm,
Perrault o Andersen, como si la habitante de aquel dormitorio fuera una niñ a pequeñ a, y no
la joven de esbelta figura que sus vestidos dejaban adivinar. Se agachó para recoger el libro
que había llamado su atenció n unos minutos antes. Como todos los demá s, era un libro para
niñ os, una recopilació n de cuentos clá sicos. Lo hojeó , observando los grabados que
ilustraban las diferentes historias: dos huérfanos perdidos en el bosque; una princesa
mordiendo una manzana envenenada; la sirenita que moría por amor; el amenazante lobo,
que miraba con ojos lujuriosos a una dulce niñ a.
Unos pasos en el piso inferior le hicieron darse cuenta de que no estaba solo. Su primer
instinto fue pensar que su pater volvía, pero tras prestar atenció n unos segundos se
convenció de que no era así. La presencia que percibía en la casa no era poderosa, como la
de Fernando, sino pequeñ a y apocada. Sus pasos eran ligeros, como los de alguien
acostumbrado a pasar desapercibido, y ahora recorrían el piso inferior en completo
silencio, desprendiendo una tristeza infinita. Una profunda sensació n de pérdida, que nada
tenía que ver con el dolor que aú n sentía por la que fuera su víctima, le asaltó sú bitamente,
y tardó unos segundos en darse cuenta que no provenía de sí mismo. Fue entonces cuando
Gabriel se percató , con enorme asombro, de que en realidad no escuchaba aquellos pasos,
sino que los sentía de algú n modo que no alcanzaba a comprender, de la misma manera que
sentía el dolor que aquella mujer —pues ahora sabía sin lugar a dudas que eso es lo que era
— dejaba tras de sí como el olor de un penetrante perfume. Con los ojos cerrados frunció el
ceñ o, concentrá ndose al má ximo en aquellas percepciones tan nuevas para él, y le pareció
acercarse tanto a ella que casi la pudo visualizar, así como percibir el lento bombeo de su
corazó n y el incesante impulso de la sangre en sus arterias. Un torrente de emociones y
pensamiento ajenos le golpeó , dejá ndole casi sin aliento, y visualizó con total claridad la
imagen de una doncella de enormes ojos ambarinos y rostro en forma de corazó n. Un
escalofrío le invadió , como si el de amor, la culpa y los remordimientos que la mujer
albergaba por ella no le fueran completamente ajenos. De pronto sintió como si esa joven le
mirara fijamente, como si no fuese la mera contemplació n de un pensamiento ajeno, sino
como si ella también pudiera verlo, como si le estuviese buscando. Luego la visió n cambió ,
y con el estó mago revuelto y el suelo balanceá ndose bajo sus pies la vio a bordo de un
barco que se mecía en las olas, vistiendo un camisó n blanco, y perdiéndose como una
cá scara de nuez en la inmensidad del océano Atlá ntico.
Sobresaltado por la intensidad de la visió n, abrió los ojos y trastabilló , tropezando con la
pila de libros y golpeá ndose contra la estantería. El estrépito originó una alarma en el piso
inferior y Gabriel escuchó có mo la persona con la que compartía la casa corría escaleras
arriba en direcció n al desvá n con un destello de esperanza en su corazó n. Pero mientras
escuchaba có mo en el exterior la mujer descorría los pestillos y abría las cerraduras que
mantenían la puerta sellada, Gabriel supo que no era a él a quien la mujer esperaba ver allí.
—Hija mía, ¿has vuelto? ¿Está s ahí? —exclamó , entrando precipitadamente en la estancia.
Por un segundo, Gabriel pudo verse a sí mismo a través de aquellos ojos ajenos: una figura
oscura y espigada, que se confundía amenazante con las sombras de la habitació n. Observó
có mo la mujer se quedaba paralizada por el miedo, escrutando la habitació n con unos ojos
que aú n no se habían acomodado a la escasa luz que entraba por el ventanuco, y aprovechó
esos segundos para huir. Lanzando un rugido, se abalanzó sobre la puerta abierta,
golpeando a la mujer y haciéndola soltar una aguda imprecació n a causa del susto. Bajó a
toda prisa las escaleras que conducían al piso inferior, dejando a sus espaldas los gritos de
la mujer. Alcanzó la puerta principal y no paró hasta alejarse calle abajo, cuando, tras
resguardarse en un portal, se permitió detenerse. Solo entonces se percató de que aú n
llevaba en la mano el viejo volumen infantil que había hojeado en el desvá n. Sujetá ndolo
fuertemente bajo su brazo, miró a su alrededor.
Le pareció reconocer la calle en la que se encontraba y solo entonces se dio cuenta de que la
casa de la que había salido tan precipitadamente era la del propio Fernando. El alumbrado
pú blico estaba ya apagado, pero a pesar de que el cielo mostraba el profundo azul del
amanecer, el sol aú n no era visible tras los edificios que le rodeaban. Los escasos
transeú ntes, en su mayoría tenderos que iban o venían del mercado a aquella hora
temprana, lo miraban con disgusto, curiosidad o clara animadversió n. Pudo sentir,
emanando de ellos, una miríada de opiniones, sentimientos e ideas, y el reflejo de su propia
y desarrapada imagen le desagradó profundamente.
—Aparta, borracho —le espetó un hombre que salía del portal en el que se encontraba.
Sintiéndose terriblemente humillado y deseando huir de las miradas ajenas, se alejó a toda
prisa para meterse en calles menos concurridas, cada vez má s alejado de la zona pudiente
de la ciudad. No se detuvo hasta llegar a un destartalado edificio cerca de la zona portuaria.
Se coló en el interior aprovechando que un vecino salía del portal y subió las escaleras
hasta el ú ltimo piso, donde había un cuartucho de alquiler. Esperando que el inquilino
siguiera siendo el mismo que unos meses atrá s, tocó con vehemencia a la puerta.
—¿Quién es a estas horas? —oyó a través de la puerta tras varios insistentes toques.
—Antonio —contestó al reconocer la voz—, abre, que soy yo.
Escuchó una precipitació n al otro lado y, pocos segundos después, la puerta se abrió de
golpe. Se encontró mirando frente a frente a un joven de cabellos ensortijados y redondas
mejillas, cuyos ojos exageradamente abiertos mostraban sorpresa.
—Gabriel —balbuceó —. ¿Qué haces aquí? Te dá bamos por muerto. ¿Dó nde has estado todo
este tiempo?
No contestó , sino que se dejó observar. Suponía el deplorable aspecto que debía presentar,
y por un segundo lo percibió a través de la mirada de su amigo: delgado, famélico, con la
camisa manchada y rasgada y un brillo animal en sus grandes ojos castañ os. Sacudió la
cabeza en un intento de alejar de sí pensamientos ajenos con los que no se sentía capaz de
lidiar.
—He hecho algo terrible —dijo con parquedad.
Sin decir una palabra, Antonio se quitó la bata de dormir y la puso alrededor de sus
hombros, haciéndole entrar en la habitació n. Luego, tras mirar a ambos lados del rellano
para cerciorarse de que no había nadie alrededor, cerró la puerta.
El sabor de las manzanas rojas

Érase una vez un matrimonio que vivía en una pequeña ciudad. Ambos estaban
tremendamente afligidos porque deseaban más que ninguna otra cosa en el mundo tener un
hijo, pero cada vez que la mujer quedaba encinta y daba a luz, el niño nacía muerto o moría a
las pocas horas, y cada bebé muerto los alejaba cada vez más.
La mujer, desesperada por ser madre y cumplir con su deber de esposa, pensó: «¡Haría
cualquier cosa por tener un bebé sano y fuerte! Iré a ver a la vieja bruja, a la que siempre he
temido. ¡Es posible que ella pueda ayudarme!». Así que un día, en secreto y sin decirle nada a
su esposo, fue hasta la casita en la que habitaba la bruja. Era una casa pequeña, ruinosa, a
orillas del mar, en cuyo jardín de cantos rodados no crecía vegetación alguna. Allí estaba la
bruja, dando de comer a un canario un terrón de azúcar de su propia boca.
—¡Sé muy bien lo que deseas! —dijo la bruja nada más verla, apartando al pajarillo de sus
labios para encerrarlo en una diminuta jaula que colgaba del porche—. Y verás cumplida tu
voluntad, aunque a la larga solo te hará ser más desgraciada. Prepararé un bebedizo, pero
antes de la salida del sol deberás volver a casa, yacer con tu esposo y beberlo. Entonces
quedarás encinta y tendrás el bebé más sano y hermoso que puedas desear. El niño tendrá un
espíritu fuerte y no morirá, pero ese espíritu no será enteramente suyo. Entrelazada con su
alma habrá otra, un alma oscura que se retorcerá en su interior y despertará como una bestia
terrible si alguna vez el niño prueba el sabor de las manzanas rojas. ¿Quieres tener ese bebé a
pesar de todo, y que yo te ayude?
—¡Sí!
—Pero, además, tendrás que pagarme —dijo la bruja—, y no es poco lo que pido. Después de
que el niño haya nacido, deberás darme esas preciosas y cimbreantes piernas que escondes
bajo tu falda. Tu rasgo más hermoso a cambio de mi poderoso bebedizo. ¡Te entregaré en él
incluso un poco de mi propia sangre!
—Pero si me quitas mis piernas, no podré caminar.
—No podrás, pero serás madre. Tendrás un amado hijo al que educar, escucharás su risa y
podrás cantarle para que se duerma en tu regazo.
—Así sea —exclamó la mujer, pensando tan solo en la dicha que un niño aportaría a su
hogar.
La bruja puso al fuego su puchero para preparar la pócima. Tras añadirle un sinfín de
ingredientes, entre ellos, tal como había prometido, tres gotas de su propia sangre, se lo
entregó a la mujer.
—Aquí tienes.
La mujer cogió la botellita que la bruja le ofrecía y que contenía un líquido oscuro, espeso y
con olor a mar. No había salido aún el sol cuando regresó a su casa, y acudió a la cama de su
esposo como la bruja le había indicado que hiciera. Luego, justo antes del amanecer, bebió la
salada y amarga pócima e inmediatamente se sintió terriblemente indispuesta.
Nueve meses más tarde dio a luz a un niño tan perfectamente formado, de tal vigor y belleza
que en la casa todos quedaron maravillados. El niño creció rápidamente y la madre lo amó y
lo consintió todo lo que quiso, a pesar de que poco después la bruja hiciera efectivo su pago y
la mujer perdiera su capacidad de caminar. Sin haber olvidado la advertencia que le hiciera
la anciana bruja, cada primavera mandaba podar todas las ramas del hermoso manzano que
crecía en su jardín, para que nunca volviera a dar frutos, manteniendo a su hijo alejado del
sabor de las manzanas rojas.
Mas un trágico día, la mujer falleció. El niño, que amaba tiernamente a su madre, se quedó
desconsolado y lloró lágrimas amargas frente al mutilado árbol, que tanto le recordaba a
ella. No dejó de llorar hasta que vio ante sí a un joven príncipe de cabellos negros como el
ébano, piel blanca como la nieve y labios rojos como la sangre. En su mano izquierda llevaba
una gran manzana roja, jugosa y reluciente, como si hubiera sido pulida. Al verla, el niño
quedó fascinado por ella y preguntó:
—¿Qué es eso que llevas en la mano?
—Una manzana —fue la simple respuesta—. ¿La quieres probar? —añadió el príncipe,
ofreciéndosela.
El niño no sabía lo que era una manzana, nunca había visto una en toda su vida, pero nada
más verla supo, sin ningún género de duda, que siempre había deseado probar una de ellas.
Acercó la boca a la manzana ofrecida y la mordió, y la carne de la fruta, deshaciéndose
lentamente en su boca, le pareció lo más dulce y delicioso que había probado jamás. Él no lo
sabía, pero el sabor de aquella fruta para él prohibida había despertado aquello que habitaba
en su alma. Poco a poco, el niño que era dejó de existir y su lugar fue ocupado por una figura
negra y lanuda que, con las fauces abiertas, miraba con ojos inyectados en sangre al joven
que había frente a sí.
Aun así el príncipe no parecía estar asustado de la bestia que tenía frente a sí, sino que lo
miraba con la misma compasión con la que lo hiciera cuando aún era aquel triste niño que
lloraba por su madre muerta. Sin mostrar el menor signo de temor, le ofreció el resto de la
manzana, acercándola osadamente al horrible hocico, tentándolo con la fragancia que la
fruta desprendía, y el animal la devoró con tanta violencia que hizo sangrar al joven príncipe.
La sangre inundó la palma de su pálida mano y la bestia la lamió con su lasciva y roja lengua,
antes de elevar su terrible cabeza al cielo y aullar a la luna llena.
Noctívagos
Aquella parecía ser una noche cualquiera en el Noctivagus: el lugar estaba abarrotado, y la
multitud, sedienta. Los camareros se movían entre la gente repartiendo comandas,
recogiendo vasos y botellas usados y soportado con tensas sonrisas las impertinencias de
los clientes má s bebidos. Cerca de la entrada unos cuantos hombres se apiñ aban, botellín
de cerveza en mano, mientras intercambiaban alguna hilarante anécdota. A su lado,
sentados a una mesa redonda, un grupo de postadolescentes parecía disfrutar de algú n tipo
de juego de cartas. El escenario, fuertemente iluminado, era ocupado por una mujer
pelirroja, con pinta de gó tica y exuberantes curvas, que cantaba tan solo acompañ ada por la
guitarra que apoyaba sobre sus larguísimas piernas cruzadas. Tras la barra, Gabriel sacaba
brillo a la superficie de metal con un trapo en las manos. Fingía mirar en direcció n al
escenario, pero en realidad tenía la mirada perdida mientras escuchaba a hurtadillas una
conversació n cercana entre uno de sus empleados y un grupo de clientas.
—¿Quién dice que es mentira? Claro que mi jefe es un vampiro de verdad —decía Raú l, el
camarero, con pretendida incredulidad. Las chicas se rieron, fingiéndose asustadas.
Ninguna de ellas le resultaba familiar a Gabriel, pero la nueva clientela en busca de
emociones fuertes no era infrecuente—. Má s de una y má s de dos veces he temido estar a
solas con él —continuó el camarero—. Una noche, incluso, me enseñ ó sus colmillos. Creo
que tenía ganas de morderme.
Raú l terminó su frase con un gesto amenazador y las chicas chillaron de terror,
agarrá ndose unas a otras. Luego volvieron a reír. Todo parecía ser un juego para ellas.
—¿Y por qué trabajas para él? ¿No te da miedo? —preguntó una.
—¿No es obvio? —se jactó él—. Si le sirvo bien, me convertirá en uno de los suyos. Soy su
Renfield particular. Todo vampiro necesita un sirviente humano.
—¿Ah, sí? ¿Y para qué? —preguntó otra.
—Pues para hacer todas esas cosas que un vampiro no puede, como recibir pedidos del
almacén o hacer ingresos en el banco. Todas esas cosas se hacen durante el día, ¿saben? El
pobre moriría achicharrado.
Quizá s fue por la imagen de un tétrico vampiro incendiá ndose bajo los rayos solares o por
la expresió n de terror y asombro con la que el camarero acompañ ó su ú ltima frase, pero las
chicas rompieron a reír de nuevo.
Sintiéndose sú bitamente malhumorado, Gabriel se decidió a intervenir.
—¡Eh, tú ! —le espetó a Raú l—. Déjate de darle al pico y sigue trabajando.
El joven paró de reír en el acto al recibir la amonestació n de su jefe. Las chicas también
dejaron de reír. Gabriel les lanzó una mirada má s hosca de lo que había pretendido, y fue
consciente de que su voz había sonado muy grave y seca, casi como un ladrido. En su
excitada mente, las jó venes clientas debieron de imaginar las mil maneras en las que un
vampiro podía castigar a un sirviente poco dado a obedecer. Con los ojos bien abiertos
miraron hacia Raú l para observar su reacció n.
—Ya se los dije: es un vampiiiiiro —dijo este con voz teatral, haciéndolas estallar de nuevo
en carcajadas mientras se alejaba de ellas.
Moviéndose con su habitual desparpajo, Raú l se metió en la trastienda para dejar en el
lavaplatos los vasos sucios que llevaba en una bandeja. Luego volvió a la barra y se puso
junto a Gabriel para atender a los clientes que esperaban por su bebida, sin mostrar el má s
mínimo resquicio del temor que decía sentir por él.
—No te pago para ligar —dejó caer Gabriel como si nada en cuanto lo tuvo suficientemente
cerca.
Raú l terminó de servir la cañ a que acababan de pedirle y metió el dinero en la caja
registradora antes de contestar.
—No estaba ligando. Es solo que su fama de vampiro atrae a la gente, jefe —le recordó Raú l
con cierta soberbia— y esas chicas estaban poniéndolo todo en duda. Lo hago por el bien
del local.
—Lo haces para llevá rtelas luego al almacén, con la excusa de ver el ataú d donde
supuestamente duermo, a ver si te crees que no me entero de tus tejemanejes.
Raú l no tuvo el buen gusto de mostrarse avergonzado.
—A todas les pone un montó n lo del ataú d —dijo en un susurro.
Gabriel frunció el ceñ o mientras recordaba una madrugada, algo má s de un añ o atrá s, en la
que su amigo Antonio y él decidieron, entre copa y copa, la ambientació n de su nuevo
negocio y la historia que debía haber tras él: que el dueñ o, un sanguinario vampiro, lo
usaba en realidad como tapadera para su actividad asesina. Tras eso, elegir el nombre del
local había sido tan sencillo como poner la falsa historia en circulació n. Gracias a unas
cuantas capas de pintura negra en las paredes y una cuidadosa y muy kitsch decoració n
gó tica, con velas y telarañ as de pega, la gente no solo empezó a acudir al bar en masa hasta
convertir al Noctivagus en uno de los bares temá ticos má s exitosos de la ciudad, sino
también a engrandecer su leyenda negra. A oídos de Gabriel habían llegado historias que
afirmaban que el Noctivagus era el ú ltimo lugar en el que se habían visto con vida a varias
muchachas desaparecidas que, supuestamente, habían muerto desangradas a sus manos; o
que con los huesos de sus víctimas se llevaban a cabo macabras ceremonias satá nicas en el
local, y que sus cuerpos descansaban enterrados bajo el subsuelo.
Todo aquello le resultaba a Gabriel tremendamente divertido porque sabía que nadie en
realidad creía esas historias, que eran tomadas como lo que eran: una atrevida estrategia
de marketing. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que los vampiros no existen. Por
supuesto, Gabriel no era una persona macabra, ni un satanista, ni había asesinado y
enterrado a ninguna desvalida víctima bajo los cimientos de su floreciente negocio.
Pero sí que se podía decir de él que era un vampiro, aunque él hubiera aprendido mucho
añ os atrá s a no usar esa palabra para definirse a sí mismo.
Desde entonces, apenas había dedicado tiempo alguno a pensar en su doble mascarada.
Ocultarse a plena luz, fingiendo ser lo que realmente era, había sido una estrategia no solo
exitosa para mantener en el anonimato su inusual modo de vida, sino también muy
lucrativa: ningú n potencial cliente de un bar gó tico podía resistirse a tomarse una copa
servida por un descendiente del mismísimo Drá cula, aunque nadie realmente lo tomara
como tal. Lo que no había visto venir era que esa historia sería usada por sus empleados
como reclamo sexual.
—Anda, que no me dan ganas a veces de despedirte —le dijo a Raú l con aspereza.
—Pues con lo escaso de personal que estamos, no sé si sería la mejor de las ideas
desprenderse de su mejor empleado —dejó caer el camarero con tono de suficiencia.
Sintió el deseo de lanzarle a la cara el trapo con el que había estado limpiando la barra,
pero se contuvo. Raú l podía ser un deslenguado arrogante, pero tenía razó n: era uno de los
mejores camareros que había tenido nunca, y ahora que el Noctivagus cogía cada vez má s
fama y se llenaba noche tras noche, Gabriel tenía que admitir, aun en su fuero interno, que
no quería desprenderse de él. El joven era rá pido, tenía una mente á gil y una excelente
memoria. Poseía, ademá s, un innegable don de gentes, sobre todo con las chicas, y parecía
sentir un fiero sentimiento de pertenencia con respecto al Noctivagus, que empezaba con
su diligencia en el trabajo y terminaba por su pintas de neogó tico deprimido, muy a juego
con la decoració n del local.
—Lo cual me recuerda —continuó Raú l— que un chico estuvo esta tarde por aquí
preguntando por usted. A lo mejor era por el puesto. Dijo que igual volvía esta noche.
—Pues má ndalo a mi despacho si lo ves de nuevo —le ordenó . Llevaba un tiempo
queriendo contratar a un nuevo camarero, pero por alguna razó n no conseguía encontrar al
candidato adecuado—. Y ocú pate de la barra un rato, anda. Tengo papeleo que hacer.
Tras entrar en su despacho, Gabriel cerró la puerta tras de sí consiguiendo amortiguar, al
menos en parte, la mú sica y el barullo. Se sentó a su escritorio, cogió un bolígrafo y lo hizo
girar entre sus dedos. Los papeles se amontonaban en su mesa: recibos, albaranes,
extractos de cuentas bancarias… Pero Gabriel no les prestaba la menor atenció n.
Aquella podía parecer una noche cualquiera, pero no lo era. Algo hacía que no se sintiera
como de costumbre cuando trabajaba en su local: tranquilo, seguro, en paz. Una sensació n
de anticipació n se había apoderado de él desde que se despertara aquella tarde,
probablemente ocasionada por el evanescente sueñ o que había tenido. Por mucho que
Gabriel intentase ignorarlo y decirse a sí mismo que no tenía ninguna importancia, sentía
como si algo estuviera a punto de cambiar, como si él estuviera a punto de cambiar, y esa
certeza le aterrorizaba má s que ninguna otra cosa.
Quizá s, intentó razonar, sus pesadillas eran solo un síntoma de la tensió n que soportaba
ú ltimamente, la misma tensió n que le hacía rechinar los dientes al dormir. Ese día debía de
haberlo hecho también, aú n sentía dolor en la articulació n de la mandíbula.
Por un momento, su mente se inundó de imá genes oníricas que, aunque apenas recordadas,
le habían sacudido profundamente: visiones de un paisaje escarpado y boscoso; un camino
que se perdía entre los pinos; el olor de la sangre, que le guiaba hacia una figura espigada y
oscura…
Su yo consciente no sabía quién era esa persona, o por qué despertaba en él ese deseo
animal, pero a la extrañ a manera en la que solo se saben algunas cosas cuando estamos
durmiendo, en sus sueñ os le reconocía, le había estado esperando. Frunció el ceñ o en un
intento de recordar má s detalles, pero por mucho que intentara enfocarla, la figura siempre
parecía estar lejana y difusa, una sombra negra que sostenía un objeto en la mano
izquierda. Un objeto del color de la sangre.
Por alguna razó n, la evocació n de aquel detalle le hizo sentirse agitado. Su respiració n se
aceleró y sus encías pulsaron de nuevo, dolorosamente. En algú n lugar bajo los pantalones,
su cuerpo también empezaba a despertar.
Agitado y casi sin aliento, Gabriel abrió los ojos e hizo un esfuerzo por librarse de la
opresiva atmó sfera de aquel sueñ o. Su corazó n latía muy rá pido y una vaga sensació n de
anhelo por algo largamente perdido la asaltó un momento, pero desapareció antes de
poder identificarla. Un fiero deseo rugió en el centro de su pecho, y mientras batallaba
consigo mismo para poder sofocarlo, fragmentados recuerdos de una fatídica y sangrienta
noche ocurrida casi cien añ os atrá s, la ú nica en la que había tomado una vida humana, se
materializaron en su mente. Aterrorizado, sintió como si una mano helada le atenazara las
tripas al advertir por primera vez en todo aquel tiempo la presencia del wa-yewta
revolviéndose en su interior.
Durante añ os Gabriel había luchado por dejar de ser la bestia sedienta de sangre que había
demostrado ser aquella noche, por recluir al wa-yewta en lo má s profundo de su alma.
Embargado por la repugnancia y la vergü enza que ese crimen aú n le inspiraban, recordó la
promesa que había hecho ante sí mismo de no dejarlo volver a salir jamá s. Pero ahora, por
primera vez desde que tomara esa firme decisió n, se sentía flaquear, capaz de perder el
control a medida que su demonio interior pugnaba de nuevo por materializarse.
Desesperado por retomar el control de sus propias emociones, Gabriel se mordió los
nudillos a la vez que apretaba su puñ o contra las encías en un intento de mitigar la tensió n.
Sintió la presió n de sus dientes sobre la piel y apretó , dejando que el diente atravesara la
carne y el sabor de la sangre inundara sus sentidos. El dolor era lacerante, pero Gabriel le
dio la bienvenida. Apretó má s fuerte, hasta que un quedo gemido escapó de sus labios.
Sintió ná useas, pero las encías ya no le dolían y su erecció n había cedido. Solo entonces se
atrevió a aflojar su mandíbula.
El sonido gutural de una garganta no humana le hizo elevar la mirada. Le pareció
vislumbrar, difuminá ndose con las sombras de la relativa oscuridad, una silueta animal
que, agazapada, parecía mirarle intensamente.
—No te voy a dar lo que quieres —afirmó .
Desvió la mirada de nuevo hacia su mano. En la primera falange de su dedo corazó n había
una pequeñ a herida, justo donde uno de sus colmillos se había clavado. La sangre aú n
manaba de ella, y se apresuró a apretarse el dedo con una servilleta.
—Gabriel, ¿está s bien?
Tan imbuido estaba en sí mismo que no se había percatado de que alguien acababa de
entrar en el despacho. En el umbral de la puerta, mirá ndole con una mezcla de
preocupació n y desconfianza, estaba la misma pelirroja que pocos minutos antes había
llenado el escenario con su presencia. Sobresaltado, Gabriel prendió la lá mpara de su
escritorio y volvió a mirar a la esquina. El animal había desaparecido.
—Lilith… —Se llevó las manos a los ojos y los frotó en un intento de despejarse. Luego
hundió la cara en los antebrazos, decidido a dejarla ahí hasta que sus colmillos se relajaran
—. Cierra la puerta, anda.
La chica le obedeció , y la oyó avanzar por la habitació n. Luego, sintió una cá lida mano sobre
su hombro.
—¿Qué te ha pasado en la mano?
—Nada, un corte…
—¿Seguro que está s bien? —insistió .
Se forzó por mirarla y fingir una débil sonrisa. Ella le miró aú n má s preocupada.
—Es solo que estoy cansado. No duermo muy bien ú ltimamente…
—Qué me vas a contar. —Má s aliviada, fue a ocupar el asiento que había al otro lado de la
mesa—. Desventajas de currar de noche, ¿eh? Por mucho que lo intente, nunca consigo
dormir igual de bien de día. Aunque tú no deberías tener ese problema —añ adió en tono
juguetó n, incliná ndose sobre el escritorio y brindá ndole una generosa visió n de su escote
—. Siendo como eres un vampiro…
Lo dijo con ligereza y una sonrisa pícara, como siempre que hacía alusió n a ese tema.
Gabriel pensó que su actitud hacia él sería muy diferente si realmente creyera lo que estaba
diciendo. Por un leve instante, tuvo una fugaz visió n de sí mismo hundiendo sus dientes
entre los fragantes pechos de la joven. Apartó el pensamiento con un gruñ ido y se levantó .
—Toma —dijo, abriendo uno de los cajones y extrayendo un sobre con dinero—. Te debía
también la actuació n de la semana pasada.
Lilith se reclinó en su asiento y cruzó las piernas mientras contaba someramente el dinero.
Luego, levantó la vista hacia él.
—¿Esto es lo ú nico que me vas a dar esta noche? —Se puso de pie, solo para poder volver a
sentarse a horcajadas sobre él, dejá ndole sentir en el regazo el delicioso calor de su
entrepierna—. Seguro que tienes un ratito para mí…
Hubiera sido muy fá cil dejarse llevar, pero el deseo que le atenazaba en aquel momento no
era de naturaleza enteramente sexual. Má s inseguro de sí mismo y de su autocontrol de lo
que se había sentido en mucho tiempo, la apartó decididamente de sí.
—Tengo trabajo.
Ella se apartó a su vez de él y se atusó el pelo con gesto ausente.
—Como quieras. ¿Vas a ir a ver a Fernando? —le preguntó en un tono casual que Gabriel
sabía que era completamente fingido.
—No —dijo.
Y no mentía. Esa noche no pensaba ir a ver a su pater, pero ella no parecía estar convencida
de que él dijera la verdad al respecto. Fernando ejercía de médium y adivino, tal y como
había hecho cuando se conocieran má s de un siglo atrá s y su fama en ciertos círculos de la
ciudad era muy notable. Lilith sentía verdadera fascinació n por el ocultismo y aunque no
sabía cuá l era la verdadera relació n entre ellos, sí que sabía que se conocían y llevaba
meses pidiéndole a Gabriel que los presentara. Pero Fernando era también un personaje
oscuro y funesto, y Gabriel no deseaba que Lilith tuviera nada remotamente que ver con él.
—Entonces, ¿por qué no vienes luego a mi casa? —le preguntó .
Gabriel deseó decirle que sí, pero negó con la cabeza. Ir a casa de Lilith tras cerrar el
Noctivagus era una agradable rutina que incluía una má s que agradable sesió n de sexo con
ella. Por muy tentadora que fuera la perspectiva, en su frá gil estado mental de aquel día no
era la mejor decisió n.
—No estoy de humor.
Ella dio unos pasos atrá s, intentando ocultar su evidente cabreo. Cogió el sobre, que había
quedado momentá neamente olvidado sobre la mesa, y lo metió en su bolso.
—Pues nada, chico. Tú te lo pierdes —le dijo a modo de despedida.
—Oye, ¿no te olvidas de algo? —dijo Gabriel en cuanto la vio asir el pomo de la puerta.
Ella lo soltó y se giró hacia él. El relampagueo en sus ojos la hizo má s atractiva que nunca.
—Estará s de coñ a —le espetó . Gabriel le sostuvo la mirada, haciendo un esfuerzo por
mantener su rostro imperturbable a la vez que mantenía un terco silencio—. Joder, siempre
estamos igual —añ adió .
—No te lo pediría si no fuera estrictamente necesario —dijo Gabriel, siendo má s honesto
con ella en aquel momento que en ningú n otro.
—Pues chiquita gracia que me hace —dijo, volviendo hacia donde estaba él y soltando de
nuevo su bolso sobre el escritorio para rebuscar en su interior.
Habiendo dado con lo que estaba buscando, Lilith le tendió una pequeñ a bolsa de plá stico
transparente con material hospitalario en su interior que Gabriel tomó con una sonrisita.
—Tanto que te quejas… —musitó , a la vez que sacaba una aguja estéril de gran calibre y la
desencapuchaba.
Ella le tendió su larga y elegante mano derecha.
—A ver si te crees que hago esto porque me pone. Que no es nada sexy, ¿sabes?
Gabriel eligió su dedo anular y presionó la yema para hacer fluir la sangre antes de
pincharla.
—Te compensaré, te lo prometo —dijo, mientras dejaba caer varias gotas de sangre sobre
un diminuto tubo de analítica.
—Pero esta noche no —respondió ella imitando su tono de voz—, porque no estoy de
humor.
Ignorando el enfado de la joven, Gabriel tapó el tubito cuando consideró que ya se había
llenado lo suficiente. Lo agitó levemente y miró el contenido, constatando que la sangre se
había diluido con el anticoagulante que había dentro, antes de dejarlo sobre la mesa. La
joven se chupó el dedo para detener el sangrado.
Gabriel no pudo evitar mirarla, esta vez de manera má s prolongada, dejando que sus ojos la
recorrieran por completo, como si pudiera ver su cuerpo a través de la ropa. Ella le sonrió y
volvió a chuparse la yema del dedo, que aú n estaba sensible tras el pinchazo. Presa de un
rapto de sensualidad, se acercó a ella. Suavemente cogió su mano entre las suyas y de
nuevo apretó el dedo que acababa de pincharle hasta que volvió a sangrar. Se lo llevó hasta
los labios y lamió la sangre que manaba despacio, mirá ndola a los ojos durante todo el
tiempo.
—¿Así te parece má s sexy? —preguntó , con su dedo aú n contra los labios.
—Sí —confesó ella—. Pero sigo pensando que sería mejor que me mordieras.
—Bastante te quejas ya de los pinchazos.
—Sí, claro que me quejo, porque en vez de la novia de un puto vampiro, parezco una
diabética, joder. Que me tienes los dedos hechos polvo.
Gabriel suspiró , sintiéndose incapaz de afrontar otra discusió n con ella.
—Ves demasiadas películas de vampiros —le dijo.
—A lo mejor es que tú ves muy pocas. Si las vieras, sabrías qué es lo que quiero.
—Sé perfectamente qué es lo que quieres —dijo, sintiendo, só lo de pensarlo, una
insoportable tensió n en sus encías.
—Podrías ponerte unas pró tesis —insinuó .
—¿Unas qué?
—Pró tesis. De colmillos. Podrías ir a un dentista y… —Gabriel resopló , interrumpiéndola—.
¿Pero qué tiene eso de malo?
—Que ese no es el problema —espetó .
—¿Entonces cuá l es? —le pidió explicaciones, elevando su arqueadas cejas—. Explícamelo,
a ver si no soy demasiado tonta para entenderlo.
Gabriel la miró , valorando de nuevo su apetecible aspecto. Satisfacer sus deseos le
resultaría no solo muy fá cil, sino también tremendamente placentero. Como tantas otras
veces, se imaginó a sí mismo hundiendo sus dientes en aquella pecosa y fragante piel,
saboreando la sangre que acudía a su boca en oleadas acompasadas al pulso de sus arterias,
y el deseo hizo que el corazó n le martilleara en los oídos. Negó con la cabeza y se apartó .
—Sencillamente, me está s pidiendo algo que no puedo hacer.
—¿Porque no te atreves? —sugirió ella con cierto desprecio.
—Sí, porque no me atrevo —confesó .
Por un momento, pensó que lo consideraría un cobarde y se reiría de él, pero, por el
contrario, lo miró con seriedad.
—No me da miedo el dolor.
—Ya lo sé. Soy yo quien tiene miedo.
—¿Por qué? —le preguntó , impaciente. Gabriel mantuvo un obstinado silencio—. ¿Sabes
qué? Será mejor que me vaya —dijo Lilith, recogiendo apresuradamente sus cosas—. No sé
qué cojones te pasa, pero chico, hoy está s de un imposible…
Salió del despacho dando un fuerte portazo, sin que Gabriel hiciera nada por impedirlo.
Sabía que no era lo mejor dejarla ir estando enfadada con él, pero no veía qué otra cosa
podía hacer. Lilith nunca había sido fá cil de manejar o de complacer, y por mucho que él
deseara hacer ambas cosas, esa noche no tenía ni las ganas ni los recursos para lidiar con la
joven.
Aunque gracias a las pocas gotas de sangre que Lilith acababa de darle sus ansias se habían
apaciguado un tanto, seguía sintiendo su cuerpo en estado de agitació n. De repente, aquella
insidiosa sensació n de apremio le acometió de nuevo. Sentía la necesidad de estar en aquel
lugar, la certeza de estar esperando algo, y a la vez, se sentía vulnerable, en peligro,
terriblemente expuesto. Má s acuciante que nunca, la sensació n de estar siendo observado
hizo que se le erizara el vello de la nuca. Miró a su alrededor algo inquieto, y distinguió ,
recortada contra la iluminació n del bar, la figura de un hombre que le miraba desde el
quicio de la puerta. La misma figura de sus sueñ os.
—¿Gabriel? —le preguntó avanzando hacia él. Se adentró en el despacho y sus formas se
hicieron visibles. Era un hombre moreno, en absoluto amenazador, pero aun así algo en su
gélida miraba le robó el aliento.
—¿Quién eres tú ? —espetó , sintiéndose estú pido por tener la necesidad de hacer tal
pregunta.
El joven esbozó una extrañ a sonrisa, a medio camino entre el cinismo y la tristeza. Era alto
y delgado, de piel pá lida y expresió n lá nguida, como un auténtico dandy decimonó nico. Sus
ropas, si bien modernas, eran enteramente negras y tenían una hechura de excepcional
calidad. Tanto la chaqueta de amplias solapas como el chaleco que llevaba debajo parecían
hechos a medida y marcaban perfectamente la estilizada línea de su talle. Llevaba abiertos
los dos primeros botones de la camisa, pero debajo, ocultando su cuello, lucía un pañ uelo
de seda cuidadosamente anudado.
—Me llamo Alexander —le dijo ofreciéndole su mano. Su voz era suave y profunda.
Gabriel se la estrechó . Se perdió en el mundo de sus enormes ojos grises mientras sentía
que un ramalazo de reconocimiento le golpeaba. De nuevo se vio a sí mismo recorriendo un
oscuro pinar, persiguiendo a una figura esbelta y lejana, una figura que portaba en la mano
izquierda un objeto del color de la sangre.
—¿Está s bien?
Dá ndose cuenta de que había seguido sosteniendo su mano má s tiempo del estrictamente
necesario, Gabriel le soltó . Carraspeó , algo azorado, antes de obligarse a saludarle.
—Sí, perdona —dijo, su voz ronca por una emoció n que no podía comprender. Por un
momento se preguntó genuinamente si ese joven sería un noctívago como él, pero desechó
la idea con rapidez: la fuerza que percibía en su interior no procedía de la sangre ajena,
sino de la suya propia—. ¿Vienes por el puesto de camarero? —atinó a preguntar.
De nuevo el joven sonrió , y le pareció que asentía levemente. Gabriel no fue consciente
siquiera de haber tomado decisió n alguna cuando dijo:
—El puesto es tuyo. Bienvenido al Noctivagus.
Problemas en el paraíso
Aú n no había amanecido cuando Gabriel salió del Noctivagus, aunque el cielo empezaba a
clarear. Jugueteando distraídamente con el tubito de plá stico que contenía la sangre de
Lilith, subió los escalones de dos en dos y no se detuvo hasta alcanzar la calle. La ciudad
despertaba, y el sonido del intenso trá fico le golpeó nada má s salir, pero también le
llegaron el rumor del olas, los graznidos de las gaviotas y el olor del mar.
Se detuvo solo el tiempo necesario para atrancar la puerta metá lica, pintada de blanco y
con unas grandes letras serigrafiadas de estilo barroco en las que se leía el nombre del
local, antes de dirigirse hacia una larga avenida pavimentada con baldosas rojas que corría
paralela a la playa de Las Canteras. Incluso a aquella temprana hora estaba muy concurrida,
muchos transeú ntes caminaban, corrían o simplemente frecuentaban los bares y cafeterías
que comenzaban su actividad. Tras comprar unos cruasanes en una panadería cercana,
Gabriel atravesó la avenida para apoyarse en la barandilla de acero que hacía las veces de
mirador y sacó uno de los cruasanes mientras se perdía en la contemplació n del paisaje.
Ya era prá cticamente de día. El horizonte, orientado hacia el oeste, se había despejado y
adquiría un profundo color azul mientras que a su espalda los tonos amarillos, rosados y
anaranjados presagiaban la inminente salida del Sol. Bajó despreocupadamente los
escalones que separaban la avenida de la playa, se descalzó y caminó por la fría arena hasta
sentarse frente a la orilla.
No podía sacudirse de la cabeza la conversació n mantenida con su amante. Quizá s a causa
de su debilidad de aquella noche había estado peligrosamente cerca de ser del todo sincero
con ella, pero al final prefirió dejarla pensar que no era má s que un pusilá nime, demasiado
víctima de sus propios escrú pulos para poder satisfacer a una mujer como ella. En todo
caso, eso era mejor que dejarle saber la verdad.
A pesar de que ya era de día los cá lidos rayos del sol aú n quedaban ocultos tras los altos
edificios que flanqueaban la playa por el este y la hú meda brisa marina le caló hasta los
huesos. Aun así no se movió , a pesar de sentirse aterido de frío. Mientras observaba el ir y
venir de las aves marinas y la tarea de un operario de limpieza que retiraba las medusas
muertas que habían quedado varadas en la orilla, se sorprendió al darse cuenta de que
Lilith no era la ú nica persona que ocupaba sus pensamientos en aquel momento de efímera
calma.
Su encuentro con Alexander había sido corto, pero le había causado una profunda
impresió n. Había algo tremendamente familiar en él y esa sensació n se había intensificado
al estrecharle la mano. Todavía entonces, varias horas después del encuentro, Gabriel
seguía sintiéndose confuso por su reacció n ante el joven y se le antojaba que aú n podía
sentir el calor de su piel. Recordó con un angustioso sentimiento de vergü enza lo
atolondrado que se había sentido por él. Apenas recordaba haber atinado a informarle
sobre el sueldo, los turnos y los pormenores del trabajo que le estaba ofreciendo. Alexander
le había escuchado con atenció n, clavando en él sus grandes ojos grises. La intensa
sensació n de reconocimiento seguía ahí y mientras hablaban le había asaltado de nuevo la
idea de que Alexander era como él, pero la había vuelto a desechar con rapidez. Y sin
embargo, algo indefiniblemente antiguo emanaba de su misterioso visitante.
—No me importa qué condiciones decidas imponerme —había sido la respuesta del joven
—. Quiero este trabajo.
—No deberías ir diciéndole eso a todos tus posibles empleadores —le había advertido
Gabriel en aquel momento—, es una clara invitació n a que se aprovechen de ti.
—¿No me digas? —respondió , esbozando una media sonrisita y haciendo que Gabriel se
preguntara en aquel momento si estaría burlá ndose de él.
A medida que el Sol se elevaba, le empezó a invadir una intensa modorra. Sintiendo que
estaba demasiado cansado para desentrañ ar el misterio que su nuevo empleado constituía,
se incorporó a la vez que sacudía la arena que había quedado adherida a sus pantalones.
Solo le quedaba emprender el camino de regreso a casa.
La mayoría de los comercios empezaban ya su actividad cuando Gabriel abandonó la
avenida para adentrarse en la ciudad. La zona de La Isleta y del Puerto de la Luz había sido
siempre una zona concurrida y llena de actividad, caracterizada por su multiculturalidad, y
las peluquerías, ó pticas, farmacias y supermercados se mezclaban con tiendas de productos
de santería, de comestibles orientales de importació n o de ropa y complementos exó ticos.
Haciendo una parada para comprar té inglés en una tienda regentada por dos hindú es que
apenas hablaban el castellano, Gabriel llegó a casa bien entrada la mañ ana.
Vivía en un viejo edificio sin ascensor, de fachada destartalada pero interior confortable. En
el zaguá n de la entrada, que aú n mostraba en sus paredes los azulejos de la construcció n
original, había una gran maceta de plá stico con una planta artificial que alguien había
dejado ahí muchos añ os atrá s, a juzgar por la cantidad de polvo que cubría sus hojas, en un
pobre intento de alegrar el interior del edificio. Al subir las escaleras en direcció n al piso,
Gabriel casi choca con una vecina, que aú n con su bata de andar por casa y con un pañ uelo
en la cabeza barría los escalones con esmero. Le dedicó un apresurado saludo para seguir
ascendiendo hasta llegar al rellano del segundo piso. Una vez allí, y bostezando
ostensiblemente, sacó las llaves del bolsillo trasero y abrió la puerta de su domicilio.

La barra espaciadora se había vuelto a atascar. Lanzando un reniego, se levantó de su silla y


miró la má quina de escribir desde arriba para ver cuá l era el problema. «Que esta
Underwood es casi tan vieja como tú , ese es el problema», se dijo en silencio mientras la
observaba. Era la segunda o tercera vez que le pasaba lo mismo ese mes. El anterior había
tenido que reemplazar la tecla «L», y el anterior a ese, el rodillo. Cada vez acumulaba má s
ó xido en sus piezas metá licas, y necesitaba limpiezas má s frecuentes. Con un suspiro de
fastidio, se agachó para sacar de debajo del escritorio una pequeñ a caja de herramientas,
donde guardaba una nada despreciable colecció n de ú tiles, piezas de repuesto, teclas y
cintas entintadas que Gabriel le había ido consiguiendo a lo largo de los añ os en subastas o
tiendas de antigü edades. Tras reparar el atasco, accionó la tecla varias veces para
comprobar que todo funcionara correctamente, colocó una nueva hoja de papel en blanco y
volvió a sentarse al escritorio. Tosió , bebió algo de agua para aclararse la garganta y puso
los dedos sobre las letras, dispuesto a dejarse llevar de nuevo por la inspiració n.
«¿Dó nde lo dejé?», se preguntó con fastidio, al ver que el flujo de palabras parecía haberse
detenido. Echó un vistazo a lo ú ltimo que había escrito antes de que se produjera el atasco.
Gwendolyn había alcanzando el rellano que la llevaría hacia el desván. Miró hacia arriba,
sintiéndose desfallecer al observar la escalera que se perdía en la oscuridad penumbra.
Armándose de valor, la joven comenzó a subir los escalones con la única compañía de una
antorcha.
¿Una antorcha? ¿No sería mejor un quinqué?
Antonio frunció el ceñ o. Era mejor un quinqué, razonó . Má s có modo, má s a mano, y,
ademá s, ¿de dó nde iba a sacar Gwendolyn una antorcha en una mansió n victoriana? No
tenía sentido. Y sin embargo, la imagen de su virginal protagonista subiendo los hú medos
escalones de piedra, con el cuerpo tembloroso bajo su leve camisó n de seda e iluminando
su camino con una antorcha, se le antojaba muy sugerente.
Dejando para después la decisió n de primar la ambientació n sobre el realismo, o viceversa,
dejó que las palabras fluyeran a la vez que visualizaba có mo su trémula protagonista
ascendía los ú ltimos escalones.
La joven se encontró de pronto ante una pesada puerta de madera, y levantaba la antorcha (¿o
el quinqué?) para observar su superficie. La puerta parecía muy antigua y estaba inflada por la
humedad, hasta el punto de que el hedor a moho le hizo arrugar su delicada nariz. De ente entre
los pliegues de su camisón extrajo una pesada llave para introducirla en la herrumbrosa
cerradura, que cedió dificultosamente. Luego, puso su blanca mano sobre el picaporte y,
sintiendo el rápido aleteo de su corazón, abrió la puerta para ver, presa del más absoluto
horror, que al otro lado
La puerta de su propio dormitorio se abrió tras él, haciéndole dar un respingo. Dejando de
teclear, Antonio miró por encima del hombro para ver a Gabriel, que entraba portando dos
tazas de té y una bolsa de plá stico llena de cruasanes. Siempre le traía el desayuno cuando
salía de trabajar.
—Toca a la puerta la pró xima vez, ¿quieres? —dijo a modo de saludo, girá ndose de nuevo.
—Buenos días —le oyó decir, aparentemente no impresionado por sus malas formas.
Gabriel apartó unos folios mecanografiados para posar las tazas de té y los cruasanes sobre
la superficie del escritorio. Un lepisma plateado, que había estado oculto bajo la pila de
papeles, corrió a esconderse entre el mueble y la pared. Con un bufido de fastidio, Gabriel
se agachó para recoger unas cuantas bolas de papel del suelo y tirarlas a la papelera, y
abrió las cortinas para que algo de luz inundara la estancia. Haciendo como que no veía el
desorden que a Gabriel tanto molestaba, Antonio volvió a poner las manos sobre las teclas
y siguió a lo suyo.
—¿Has estado toda la noche escribiendo?
—Sí.
—Bueno, pues ya es hora de descansar, ¿no, Tony? —le comentó como si nada, posando
una mano sobre su hombro—. Desayuna, date una ducha y vete a dormir. —Bostezó —. Eso
mismo voy a hacer yo.
—No, aú n no. —Hizo un gesto para que quitara la mano de su hombro—. Voy a seguir un
rato má s.
—Al menos come algo.
—No tengo hambre.
Oyó a Gabriel suspirar y decir:
—Hoy no tengo ganas de discutir también contigo.
Eso llamó su atenció n.
—¿También conmigo? —Antonio dejó de teclear y se giró de nuevo en su silla para mirarle.
Gabriel se masajeaba el puente de la nariz con gesto atormentado—. ¿Problemas en el
paraíso?
—No es asunto tuyo, so cotilla.
—No seas aburrido. —Cogió su taza de té y le dio un pequeñ o sorbo—. Cuéntame qué pasó .
A lo mejor lo puedo usar en mi pró xima historia.
—Vete a la mierda.
—Como quieras. —Le dio un ú ltimo sorbo al té antes de golpear el teclado de la má quina—.
Solo me intereso por el bienestar de tu relació n y tu felicidad.
—Seguro que sí —bufó incrédulo—. Por cierto, Lilith te manda recuerdos.
Gabriel sacó del bolsillo un tubito lleno de sangre y lo agitó delante de sus narices.
—Gracias —dijo Antonio—. Déjalo allí arriba, por favor —pidió , antes de darse cuenta de
su error.
Gabriel miraba, con evidente gesto de disgusto, un tubo idéntico al que aú n sostenía. La
sangre ya estaba coagulada y reseca en su interior, pero por lo demá s lucía igual que
cuando lo había dejado ahí la mañ ana anterior.
—¿No te tomaste tu dosis de ayer? —le preguntó .
Antonio lanzó otra brevísima mirada hacia arriba, para ver el contenedor de sangre que
aparentemente había ignorado.
—Me habré despistado.
—Joder —exclamó Gabriel—. Siempre estamos igual. Si no te cuidas…
—Me despisté, ¿vale? —dijo Antonio—. Dame eso, anda. —Tendió la mano hacia Gabriel—.
Hoy no me olvidaré.
—Má s te vale —replicó Gabriel mientras dejaba caer el tubo en la palma de su mano con
rabia—, porque no pienso seguir desperdiciando la sangre de Lilith. Luego, si te pones
enfermo, tendrá s que buscarte la vida. Y esta vez no te solucionaré yo la papeleta.
—Está bien, pater —espetó con un sarcasmo que esperaba que fuera lo suficientemente
notorio.
—Te juro que en momentos como este, te partiría la cara —le dijo Gabriel antes de salir de
la habitació n dando un fuerte portazo.
Durante unos segundos se quedó inmó vil, con las manos suspendidas sobre el teclado pero
sin atreverse a tocarlo, por si Gabriel volvía para terminar la discusió n. Ladeó levemente la
cabeza para escuchar mejor, pero del exterior solo se oía el silencio. De repente los pasos
de Gabriel resonaron, alejá ndose al fin de su alcoba.
Antonio suspiró , se levantó de la cama y abrió el armario. En el suelo, escondida bajo una
pila de ropa, había una antigua maleta de piel. Recordó entonces aquella lejana mañ ana,
casi cien añ os atrá s, en la que abrió su puerta para encontrarse de bruces con su amigo,
desaparecido meses atrá s. El miedo que se reflejaba en su mirada, el intenso trauma al que
parecía haber sido sometido, la sangre reseca que cubría sus ropas… Antonio nunca insistió
cuando Gabriel se negó a decirle lo que le había ocurrido, pensando que algú n día estaría
preparado para contá rselo. Pero ni había previsto vivir cien añ os má s, ni tampoco que en
todo aquel tiempo el ansiado día no hubiera llegado.
Cogió la maleta con reverencia y la depositó en el suelo para abrirla. En su interior había un
libro antiguo, cuidadosamente resguardado en una funda impermeable de plá stico. Lo
extrajo con cautela casi ceremonial. La cubierta estaba descolorida y parcialmente
desprendida, y las hojas crujían bajo las yemas de sus dedos cuando las pasaba, como si el
volumen estuviera a punto de deshacerse entre sus manos, pero las letras impresas aú n se
distinguían vívidamente, y Antonio las había releído tantas veces que casi las conocía de
memoria. Era el mismo libro de cuentos infantiles que Gabriel llevara bajo el brazo aquella
mañ ana, y del que Antonio, por sentirse siempre extrañ amente vinculado a él, había sido
incapaz deshacerse. De entre las pá ginas del libro cayó al suelo una carta cerrada que
Gabriel también había llevado consigo aquel día funesto. Antonio, tras encontrarla en sus
bolsillos, la había guardado durante todo ese tiempo, intrigado por la misteriosa nota que
podía leerse en el reverso del sobre. Nunca había sabido quién era el remitente de dicha
carta, ni se había atrevido a abrirla y conocer su contenido. Al principio pensó que no debía
de ser má s que una broma de alguien, pero luego, al descubrir que Gabriel era un noctívago
y convertirse él mismo en uno, supo de alguna manera que su deber era guardarla por él.
Por enésima vez leyó la nota del reverso, escrita con caligrafía elegante pero apresurada:
Mon cœur, no abras esta carta hasta el 23 de marzo de 2014.
De repente, sintió una profunda sensació n de inminencia e inevitabilidad al darse cuenta de
que quedaban menos de veinte días para esa fecha. Reprimiendo un golpe de tos, volvió a
guardarlo todo y se sentó de nuevo frente a la má quina de escribir y empezó a teclear. Sería
mejor que Gwendolyn llevara una antorcha, decidió de improviso, por si tenía, en algú n
momento, que prenderle fuego al mundo.
Las Palmas de Gran Canaria a 10 de octubre de 1913
En la estrecha bocacalle el viento del Atlá ntico soplaba en rá fagas rá pidas y frías, cuya
humedad te calaba hasta los huesos, y los dos jó venes, que habían salido de la cantina con
el cuerpo caliente y la garganta ardiendo, se estremecieron y se arrebujaron dentro de sus
abrigos, apresurá ndose a abandonar aquella callejuela que los alejaba del mar. Cruzando la
siguiente esquina, llegaron a la plaza de San Antonio Abad, donde ya no soplaba tanto el
viento, y refugiá ndose del frío junto a la ermita del mismo nombre se frotaron los brazos en
un intento de entrar en calor.
—Ten —dijo el má s bajo y fornido de los dos, sacando de dentro de su abrigo una bota de
vino.
El otro esbozó una sonrisa traviesa antes de dejar correr el vino por el gaznate. Luego, má s
repuesto, dijo:
—A ver así —devolvió la bota a su amigo y pareció retomar una vieja conversació n. Dio un
paso hacia atrá s a la vez que adoptaba una expresió n concentrada y una postura de
declamació n, antes de decir con solemnidad—: «Quiero acercar mis labios a tus labios para
beber de las fuentes de tu saliva, y mi boca a tu coñ o de manera muy furtiva».
Su acompañ ante no tuvo éxito en el pobre intento que hizo de reprimir su risa.
—Eso no tiene sentido, Gabriel.
—Vale, vale. Otra vez. —Gabriel frunció el ceñ o, pensando en una nueva rima. De repente,
elevó el dedo índice para indicar que había tenido una idea y dijo—: «Quiero acercar mis
labios a tus labios para beber de las fuentes de tu saliva, y mi boca a tu coñ o como en una
noche festiva».
El otro dio un sorbo a la bota, antes de dar su opinió n:
—Esta es, definitivamente, peor que la anterior.
—Joder, Antonio, es que las rimas con saliva son muy difíciles.
—A ver, Gaby, prueba algo así: «Sueñ o con llevar mi boca a tu boca, beber de las fuentes de
tu saliva, a medida que te pongas lasciva, besar tu coñ o a ver si te sofocas».
—Lasciva. Esa es buena.
—Gracias.
—¿Endecasílabos? —preguntó Gabriel con incredulidad.
Antonio contó mentalmente durante unos segundos.
—Creo que sí, pero habría que retocarlo. La poesía no se me da especialmente bien.
—Mejor que a mí, al menos. Pá same la bota, anda. —Tras dar otro sorbo, Gabriel añ adió —:
¿Y si pruebo con poesía menos guarra?
—¿Qué tienes en mente?
—Algo quizá s má s amoroso. Vamos a ver… ¿Intento un cuarteto?
—¿Por qué no?
—Venga. —Adoptando de nuevo la pose digna de un poeta, dijo—: «Sueñ o con llevar mis
labios a tus labios, beber de las fuentes de tu saliva, convertirte en mi dulce cautiva, y…». —
De repente, su labia pareció desinflarse—. No se me ocurren rimas con labios.
—Es difícil —convino el otro—. ¿Pintalabios? ¿Astrolabios? ¿Resabios? Mmh… No sé yo…
Prueba otra cosa.
—Vale. «Sueñ o con llevar mi boca a tu boca, beber de las fuentes de tu saliva, convertirte en
mi dulce cautiva, y… Y…»
—Y te falta una sílaba en el tercer verso. Tienes una sinalefa: convertirte-en.
—¡Mierda puta! —exclamó Gabriel, sonriendo para dejar ver que todo este asunto era
completamente banal para él.
—Déjalo, Gaby. Nunca conquistará s a una mujer con el poder de tu verso. Si vas a depender
de tus dotes literarias para llevarte a una chica al huerto, te veo célibe.
Gabriel puso cara de alarma.
—Calla, calla, que no queda demasiado para eso.
Ambos guardaron un tenso silencio. Gabriel ya había iniciado el que sería su ú ltimo curso
en el seminario mayor y previsiblemente tomaría los há bitos en unos pocos meses.
—Venga, vamos —dijo Antonio al final, cogiéndole del brazo para separarle de la ermita y
seguir su camino por las calles de Vegueta, pero Gabriel parecía estar aú n dá ndole vueltas a
algo.
—Ya lo tengo —dijo al final, mientras bajaban por la calle Armas—. Mira qué bonita. —
Carraspeó con falsa solemnidad antes de decir—: «”¿Qué es poesía?”, dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila…»
—¡Eso es de Bécquer, bastardo!
—Ya, pero ¿a que es preciosa?
Ambos rieron con ganas el viejo chiste. Su profesor de literatura en la escuela estaba
absolutamente enamorado de los viejos romá nticos, mejor cuanto má s cursis. Recitaba
rimas de Bécquer a todas horas, como un mantra, y ellos, a fuerza de tanto oírlas, se las
sabían de memoria. A buen seguro que el pobre maestro se sonrojaría si oyera las nobles
rimas que los dos iban componiendo.
—¡Cá llense ya, gamberros! —Una vieja matrona se había asomado a uno de los balcones de
la calle. El blanco camisó n no hacía sino resaltar sus demasiado generosas formas.
—«¿Y tú me lo preguntas? Poesía eres tú » —le dijo Gabriel como toda respuesta.
Ambos volvieron a reír, mientras la anciana se retiraba al interior de la alcoba, para volver
a salir segundos después armada con un viejo orinal que a buen seguro estaba lleno. Los
dos amigos corrieron alejá ndose del balcó n, pero aú n riendo.
Callejearon hasta perder de vista la calle Armas y se resguardaron en un portal cualquiera,
las respiraciones entrecortadas por las risas y las carreras.
—¿Y ahora qué? —Antonio le miró , las mejillas ardiendo, casi tan rojas como su nariz.
Gabriel le sonrió con picardía.
—¿Qué te parece si ponemos tus versos a prueba?

No tardaron mucho en llegar a una bastante discreta y exclusiva casa de señ oritas cerca de
allí.
—Buenas noches, señ ores. —Un jovencísimo sirviente los atendió en la puerta y los ayudó
a quitarse los abrigos en el vestíbulo—. Si son tan amables, aguarden aquí. ¿Puedo tal vez
ofrecerles una copa de vino durante la espera?
Antes de que pudieran contestar, una mujer apartó las cortinas que separaban el vestíbulo
del saló n principal y los miró con fingida severidad.
—No creo que sea necesario, Miguel —dijo dirigiéndose al criado, pero sin apartar la
mirada de los dos jó venes—, me parece que estos dos ya está n sobrados de vino.
—Como querá is, mi señ ora. Si me permitís… —El sirviente se retiró , desapareciendo tras
las pesadas cortinas de terciopelo rojo.
—Madame Sophie —Gabriel se dirigió a la esbelta mujer y besó la mano que le ofrecía.
Ella le miró un momento, la mirada severa y el ceñ o fruncido. Luego, como si hubiese
estado aguantando la risa, explotó en una carcajada cristalina.
—¡Ah, bribó n! —le dijo mientras pellizcaba las mejillas del joven con considerable afecto—.
Siempre vienes aquí borracho.
—Esa es la mejor manera de disfrutar, madame.
Ella volvió a reír mientras saludaba también a Antonio. Ambos eran conocidos de la casa,
sobre todo Gabriel, al que su padre había traído por primera vez añ os atrá s, cuando aú n era
un niñ o, con la esperanza de que lo convirtieran en un hombre. Ella se había encargado
personalmente de él. Sophie ya estaba retirada y le dejaba el trabajo a sus chicas, pero a
veces aparecía un muchacho que le gustaba y disfrutaba tomá ndolo. Gabriel había sido uno
de ellos, con su hermoso rostro y su insaciable apetito, que le hacían irresistible. Con el
paso de los añ os, Gabriel se había convertido en un hombre muy apuesto, y aú n ella a veces
se encargaba de complacerlo cuando acudía allí, lo que solía ser muy a menudo, y había
terminado por cogerle cariñ o. Sería una tremenda pérdida si alguna vez se convertía en
sacerdote.
Sophie los condujo al saló n principal, donde un considerable nú mero de bellísimas
jovencitas entretenía a los clientes que aú n no habían subido a los dormitorios. El saló n, de
estilo clá sico, estaba decorado con fino gusto. Sophie podía ser una puta, pero en todo caso
no era una mujer vulgar. Cuando consiguió el dinero suficiente para dejar de trabajar para
otros y montar su propio negocio, se había propuesto crear un sitio elegante y luminoso,
muy alejado de los tugurios oscuros y malolientes que solían ser los burdeles de esa ciudad.
A ella le gustaba pensar que era su pequeñ o Montmartre, donde los burdeles crecían bajo la
sombra del Moulin Rouge, y por eso, aunque sus tarifas eran muy caras, solía hacer la vista
gorda con los artistas, los pintores y escritores que malvivían en esa ciudad que no
respetaba las bellas artes. Esos eran sus bohemios y ella los dejaba hacer noche allí, les
daba un trozo de pan y les mandaba una bonita chica para que les hiciera compañ ía a
cambio de unas pocas monedas, un poema o una canció n tocada en el viejo piano del saló n.
Para recordarse a sí misma esa actitud, y aprovechando que la casa estaba construida sobre
lo que decían que había sido un antiguo molino, había pintado la fachada de rojo y llamado
a su local Le petit moulin rouge.
Pero, por lo general, eran los hombres pudientes los que acudían al lugar: nobles, ricos
comerciantes, terratenientes o políticos que se entregaban a los má s voluptuosos placeres
que la noche les ofrecía. Ahora en el saló n había unos pocos, que apuraban sus copas de
vino mientras conversaban entre ellos o con las chicas que había a su alrededor.
Gabriel se sentía como en casa. De hecho, pensó divertido mientras miraba a su alrededor,
deleitá ndose con el ambiente que se respiraba en el saló n, era probable que pasara má s
tiempo en aquel lugar que en su propia casa. Muchas chicas lo saludaron con alegría
cuando él entró , era evidente que allí era muy conocido. Antonio ya había encontrado
compañ ía, y subía las escaleras hacia los dormitorios con una joven morena. Pero Gabriel
no parecía poder decidirse esa noche.
Madame Sophie lo cogió por el brazo, y apretó ligeramente su cuerpo contra el de él.
—¿A quién te apetece tener esta noche, eh? —le susurró , muy cerca del oído, haciéndole
temblar con su todavía muy marcado acento francés.
Gabriel volvió a mirar a su alrededor, sopesando con la mirada todo lo que veía.
—No lo sé. ¿Hay sangre nueva? —preguntó al fin.
—Siempre a la caza de la novedad —le reprochó en broma—. Hay una nueva, pero la tengo
ocupada en este momento. Tendrá s que conformarte con alguna de las viejas.
Gabriel le dedicó una media sonrisa, mientras intentaba averiguar si aquello había sido una
insinuació n. Sophie no era una mujer a la que se pudiera comprar o seducir, y solo se la
tenía cuando ella así lo decidía. Y cuando eso ocurría, solía valer la pena.
—Sabes muy bien, querida —le dijo—, que también sé apreciar el valor de la experiencia.
Sophie le devolvió la sonrisa, pero antes de que le diera tiempo a contestar, una voz aguda e
infantil los interrumpió :
—¡Gabriel! —Una joven de cabello azabache y rostro aniñ ado se acercó a ellos, haciendo
pucheros—. ¡Mira que eres malo! No me puedo creer que lleves cinco minutos aquí, de pie,
mirando, y que aú n no te hayas decidido por mí. Pensaba que era tu favorita…
Gabriel rio con deleite.
—Claro que eres mi favorita, María —mintió con descaro, mientras rodeaba la estrecha
cintura de la joven con sus manos—. Solo estaba esperando para hacerte enfadar.
—Intentando ponerme celosa, será s ruin. —La chica hizo un encantador mohín con su
pequeñ a boca, a lo que Gabriel contestó riéndose de nuevo. Parecía que por fin se había
decidido—. Vas a tener que recompensarme por esto.
Sophie se retiró con discreció n en cuanto vio que sus servicios ya no eran necesarios.
Ninguno de los dos jó venes pareció darse cuenta.
—Oh, y lo haré —dijo Gabriel—. He escrito unos versos solo para ti. ¿Quieres oírlos?
—Claro que sí, amor. En mi dormitorio. Vamos.
Cogiendo su mano, llevó al joven escaleras arriba. Gabriel se dejó guiar como si no
conociera aquel lugar como la palma de su mano, y como si no supiera perfectamente cuá l
era la puerta que llevaba a la habitació n de María.
Una pequeñ a có moda y un armario eran todo el mobiliario del dormitorio, aparte de la
cama. Antigua, de madera maciza y con dosel. Así eran casi todas las camas de aquel sitio,
otro toque má s de distinció n. Pero Gabriel apenas se fijaba en eso mientras se concentraba
en desabotonar el vestido de la muchacha. Ella reía divertida ante sus considerables e
inú tiles esfuerzos. Finalmente apartó las manos del joven de los broches de su vestido y las
condujo hacia sus pechos, mientras se ponía de puntillas para besarlo en los labios.
—Déjame eso a mí, amor —susurró entre besos.
É l le respondió con pasió n, lamiendo y mordiendo sus carnosos labios. María terminó de
desabotonarse el vestido y la ropa interior, y dejó que las prendas se derramaran por su
cuerpo, hasta caer inú tiles a sus pies. Gabriel contempló durante un momento el cuerpo de
la joven, sus pequeñ os pechos, sus redondas caderas, sus esbeltas piernas, mientras sentía
el avance de la excitació n. Acarició todo su cuerpo con las manos ansioso por poseerla,
mientras besaba y lamía la delicada piel de su cuello.
Ella se apartó bruscamente de él y, sin dejar de mirarlo a los ojos, se tendió en la cama,
exponiendo su gloriosa desnudez. Luego, antes de que Gabriel tuviera tiempo de unirse a
ella, le preguntó :
—¿No tenías unos versos para mí?
—No podrías recordarlos ni aunque quisiera, tu belleza me tiene completamente abobado.
Ella gateó hasta el borde de la cama, donde él se mantenía de pie, y le mordió la entrepierna
por encima de los pantalones. Luego, empezó a desabrochá rselos.
—Anda —pidió , poniendo morritos—. Inténtalo.
Gabriel hizo un esfuerzo por recordar.
—«Sueñ o con llevar mis labios a tus labios, beber de las fuentes de tu saliva, convertirte
en…»
No pudo seguir. María había conseguido sacar sus genitales de los pantalones y los lamía
ahora con infinita delicadeza. Lanzando un largo gemido de placer, sostuvo la cabeza de la
chica entre las manos, meciéndola, apretá ndola contra su regazo animá ndola a profundizar
la felació n. Sin embargo, al ver que él callaba, María dejó lo que estaba haciendo y miró
hacia arriba.
—Sigue —le alentó .
Al darse cuenta de que ella no seguiría si él no hacía lo propio, lo intentó de nuevo.
—Así no era, me he equivocado. Empezaré otra vez. «Sueñ o con llevar mi boca a tu boca».
—En cuanto él empezó a desgranar los versos, ella volvió a lamer su glande—. «Beber de
las fuentes de tu saliva» —jadeó a la vez que acariciaba sus negros cabellos. El resto del
cuarteto se negaba a acudir a él—. Así no puedo, María —se quejó .
—Está bien, entonces. —Apartó su enloquecedora boca de él—. Te daré un respiro.
Termina tú el poema, y luego yo termino lo mío.
Gabriel cerró los ojos y respiró hondo, en un intento de serenarse. Luego recitó :
—«Sueñ o con llevar mi boca a tu boca, beber de las fuentes de tu saliva, a medida que te
pongas lasciva, ir a tu coñ o a ver si te sofocas».
Ella rio, y él abrió los ojos.
—Eso no es precisamente lo que estamos haciendo.
—No, no lo es —convino él.
—Entonces, podría ser así: «Sueñ o con llevar mi boca a tu boca, beber de las fuentes de tu
saliva, y a medida que me ponga lasciva, ir a lamer la polla que me provoca».
—Eso es má s acertado a la situació n actual —dijo sorprendido por la agudeza mental de la
joven y, a la vez, dispuesto a no alabarla por ello—, pero el cuarto verso sigue teniendo
doce sílabas.
—¿Y a quién le importa? —dijo ella, volviendo a lamerle las ingles.
—No, espera —pidió a la vez que la apartaba—. Esta noche quiero hacerlo como a mí me
gusta.
Un levísimo gesto de disconformidad cruzó rá pidamente el rostro de María, pero retomó el
control de sus facciones ante el temor de que Gabriel pudiera percibirlo.
—Como quieras, amor —dijo.
—¿No se lo dirá s a nadie, verdad? —le preguntó él en tono inseguro, acariciá ndole la
barbilla con suavidad.
Fingiendo una sonrisa complaciente, negó con la cabeza. Luego gateó sobre la cama hasta la
mesita de noche, y de un soplido apagó la vela, dejando la habitació n a oscuras. Adoptó la
postura que sabía que él deseaba, se quedó quieta y cerró los ojos, anticipá ndose. A buen
seguro, pensó mientras las manos de su cliente tanteaban su cuello en la penumbra, Gabriel
nunca se atrevería a componer un cuarteto acerca de lo que estaba a punto de hacerle.
Una buena cualidad cuando se trabaja con un vampiro
Como cada tarde desde hacía muchos añ os, Fernando se levantó de la cama, realizó sus
abluciones vespertinas y tomó una cena fría y ligera mientras miraba el atardecer desde su
pequeñ o balcó n. Y sin embargo, mientras llevaba a cabo ese ritual diario, era consciente de
que solo lo hacía en un intento de aparentar una serenidad que no sentía. Aquel día no
había pegado ojo.
—Largas será n las horas hasta que te vuelva a ver —brindó en direcció n al sol, otra de sus
costumbres, pero como sus otros actos de aquella tarde, esas palabras también parecían
forzadas y sonaron falsas en sus oídos.
El vino que bebía era añ ejo, oscuro, con aroma a madera y que dejaba un denso poso rojizo
en la copa. Estuvo observá ndolo má s allá del ú ltimo sorbo, deleitá ndose en los destellos
que los postreros rayos de sol sacaban de las ú ltimas gotas que descansaban en el fondo de
la copa mientras meditaba.
No creía ser una persona irracional o que se dejara llevar por las emociones, pero tampoco
podía negar que ú ltimamente su raciocinio se veía afectado por un sentimiento indefinido,
difícil de explicar pero fá cil de reconocer y que le llevaba a albergar una creencia que había
escalado poco a poco en su subconsciente hasta alcanzar el estatus de certeza: su espera
estaba a punto de terminar.
No tenía ni idea de có mo lo sabía o qué parte de su cuerpo o su mente lo percibía, pero esa
inminencia era casi palpable para él. Al principio, solo había sido un sensació n inespecífica,
un presentimiento. Esa sensació n se había ido intensificando poco a poco hasta llegar a su
clímax la mañ ana anterior, perturbá ndolo hasta límites indecibles e impidiéndole dormir.
Ahora estaba seguro: se sentía ansioso y agitado, cuando por lo general tenía unos nervios
muy templados, y Fernando sabía que eso debía significar algo. Su sirviente subió en aquel
momento para llevarle un café y retirar los restos de su cena.
—Señ or —dijo, tendiéndole una diminuta bandeja de plata—, tiene un mensaje de su
prognatus. Quiere entrevistarse con usted.
Tomó en sus manos el dispositivo mó vil que había sobre la bandeja, y leyó el somero
mensaje en la pantalla.
—Beltrá n, ¿ha llegado ya el postulante? —preguntó al terminar de leer.
—No, señ or, aú n no. Estoy seguro de que le dará tiempo de reunirse con Gabriel y
averiguar qué quiere.
—Supongo que tienes razó n —dijo, apurando de un sorbo su espresso—. Hazle pasar a mi
despacho cuando llegue, que me espere allí.
El sirviente bajó la mirada, respetuoso, cuando Fernando se incorporó y abandonó la
estancia.
Las primeras farolas se iban encendiendo cuando salió a la calle. No había prisa, aú n era
temprano. Se obligó a caminar con calma, pero su corazó n ardía con una impaciencia que
parecía impulsar sus pies.
No podía ser casualidad que el mismo día que se sentía tan agitado Gabriel le escribiera
para citarse con él. De alguna manera, se intentó convencer, ambos sucesos debían de estar
relacionados. Quizá s, se dijo, estaba a punto de sacar por fin provecho de la relació n que
mantenía con su desventurado prognatus.
La parroquia del Cristo Crucificado era un templo moderno, de planta cuadrada y fachada
robusta, que se encontraba en pleno barrio de Guanarteme y era conocida en la ciudad por
albergar la imagen que le daba nombre, un Cristo al que se sacaba en procesió n de tanto en
tanto. Fernando había dejado de observar el calendario cristiano desde que pudo dejar de
fingir que le importaba lo má s mínimo.
El templo estaba casi vacío. Un monaguillo, vestido de blanco, encendía las velas en el altar.
Unas cuantas personas, mujeres ancianas en su mayoría, esperaban sentadas en los bancos
o se arrodillaban para rezar. No le costó distinguir la silueta de su prognatus. La misa
vespertina aú n no había empezado, pero Fernando sabía que él solía acudir allí má s en
busca de recogimiento que del servicio religioso. Estaba sentado con las manos en el
regazo, la cabeza baja y los ojos cerrados. Fernando no hizo el menor ruido cuando se
acercó y se sentó junto a él, pero aun así este abrió los ojos.
—Hola, Gabriel —le dijo a modo de saludo.
—Buenas tardes, pater —le dijo con voz queda.
Gabriel no le miraba, sino que dirigía la vista al frente. Fernando le imitó . Unos escalones de
granito oscuro conducían al altar, cubierto con varios manteles blancos. Sobre él, varios
candelabros, cruces, unas flores. Detrá s, un retablo de madera dejaba mostrar varias
figuras, entre las que destacaba el mentado crucifijo, que ocupaba una posició n elevada y
central. El Cristo tenía los ojos cerrados, el rostro doliente y el cuerpo tenso, en una eterna
inspiració n. Su rostro y su costado estaban surcados de sangre, estaba débil, agonizante,
casi muerto. Pese a todo, la aureola dorada que coronaba su testa y la iluminació n que le
rodeaba parecían querer equipararle al Dios Sol. Fernando nunca había entendido có mo un
ser moribundo podía ser la encarnació n del astro que da la vida. Le resultaba patético.
Sin embargo, Gabriel no parecía opinar lo mismo que él. Su prognatus observaba la figura
con arrobo. Fernando nunca había sido ajeno a su inclinació n hacia el catolicismo, aunque
no la compartiera en absoluto. De su bautizo solo había conservado el nombre cristiano que
le habían dado, en honor a un rey de antañ o, y que le permitía mezclarse má s fá cilmente en
sociedad que su nombre de nacimiento, demasiado exó tico a oídos de los castellanos. Su
nueva fe solo la mantuvo como una fachada, una fachada que protegía y ocultaba el templo
pagano que era en realidad su corazó n.
La misa dio comienzo en aquel momento y hombres ensotanados ocuparon el altar,
hombres muy parecidos a aquellos que habían intentado evangelizarle, diciéndole que
Jesú s amaba a todos por igual y que toda la humanidad debía seguir su ejemplo. Pero esos
hombres y los que les acompañ aban eran viciosos, sangrientos y crueles, y él fue siempre
incapaz de entender su fe por aquel dios muerto. Si se bautizó fue solo porque sabía que
salvaría muchas vidas al hacerlo. Sin embargo, Fernando se preguntaba a menudo si haber
abjurado de su nombre, sus creencias y sus dioses no había sido uno de los dos mayores
errores de su vida.
Su otro gran error estaba sentado a su lado en aquel mismo momento.
Gabriel y él nunca había sido precisamente cercanos. El joven le había disgustado desde la
primera vez que sus ojos se posaron en él: tan lleno de arrogancia, de miedo, tan afín a los
placeres violentos… Y sin embargo, por azares del destino había terminado siendo su
prognatus. El tiempo le dio la razó n, sin embargo, pues pocos meses má s tarde Gabriel se
mostró indigno de los dones que le habían sido dados al asesinar a sangre fría a una
persona de cuya amistad ambos disfrutaban. Y, en aquel momento, haber acertado en su
primera impresió n sobre él ni fue un consuelo ni le reportó alegría alguna.
Fernando no conocía las motivaciones del joven noctívago para hacer lo que hizo, pero las
podía imaginar, y la menor de ellas no había sido el afá n de sangre. Eso le repugnaba. Un
noctívago no debía nunca tomar sangre de manera violenta, sino aceptar con humildad solo
aquella que se entregaba libremente. Eso, y no otra cosa, era lo que los diferenciaba de las
bestias. Gabriel había demostrado que era precisamente eso lo que era. Y Fernando nunca
había creído que hubiera dejado de serlo.
Y sin embargo, le había perdonado. Su primera reacció n había sido repudiarlo, pero no
tardó demasiado en replanteá rselo. Aunque no deseaba tener al joven a su lado, le parecía
má s peligroso dejarlo a su libre albedrío, así que le aceptó de nuevo como pupilo, con la
condició n de que Gabriel renunciara a sus instintos violentos y que luchara contra sus
demonios. Y no se podía decir que su prognatus no le hubiera obedecido al respecto.
Gabriel parecía sinceramente arrepentido de sus actos y dispuesto a no volver a repetirlos,
pero Fernando sabía que tarde o temprano recaería en sus antiguos y repugnantes vicios.
Mientras tanto, había esperado pacientemente a que algú n día Gabriel le ayudara a
recuperar lo que por su culpa había perdido. Y quizá s, se dijo con un latido de esperanza,
esa espera estaba cerca de acabar.
—Llevas meses evitá ndome. Y ahora, de repente, quieres verme —dijo.
—Lo siento.
—No quiero tus disculpas. No creas que necesito leer tu mente para saber lo que has estado
intentando ocultarme —aventuró .
Su comentario tuvo el efecto deseado. Gabriel se agitó en su asiento, aparentemente
incó modo, desvelá ndole que había acertado en su suposició n.
—Has hecho bien en acudir a mí —continuó hablando, guardá ndose de decir lo que
realmente quería—. Aquí no vas a encontrar la ayuda que necesitas —añ adió , lanzá ndole
una significativa mirada al altar.
—Sabe perfectamente que en eso difiero.
—Sé que lo haces —Fernando lanzó una risita al hablar—, pero tu dios muerto no tiene
ningú n poder sobre aquello que intentas controlar.
—¿Y los antiguos dioses sí?
Le disgustó la insolencia de Gabriel, pero por una vez, decidió dejarla pasar.
—No voy a entablar una discusió n teoló gica contigo. Cree que lo quieras creer. Si venir aquí
a rezarle a ese dios vencido y ensangrentado tuyo te ayuda, que así sea. Pero soy yo y no él
quien sabe que está s agitado ú ltimamente, que te sientes flaquear. Y recuerda: cuando
quieras confesarte, difícilmente podrá s acudir a un sacerdote.
Alguien les chistó desde uno de los bancos cercanos, reclamando silencio. Gabriel tenía la
cabeza gacha.
—Por eso precisamente quería verle —le oyó musitar.
—Lo sé. Al fin y al cabo, soy el ú nico al que puedes acudir con tus pecados. —Gabriel
guardaba silencio—. Has hecho dañ o a alguien —dijo.
—No.
—Pero lo deseas. —De nuevo, Gabriel dio la callada por respuesta—. ¿Y qué hay de esa
joven a la que has estado viendo ú ltimamente? ¿Sigue abasteciéndote con frecuencia?
—Casi cada día.
—¿Alguna vez la has mordido?
—No —se apresuró a aclarar—, siempre me abastece por punció n. Pero…
—Temes por ella. —Fernando acabó la frase de su prognatus.
—Creo que debería romper la relació n.
—No me parece conveniente. Tienes un suministro fiable y voluntario de sangre, para ti y
para tu propio prognatus —le recordó —. No deberías renunciar a él. A menos que… —
Gabriel le miró expectante—… me estés ocultando algo.
El gesto de Gabriel fue suficiente para que Fernando se convenciera de que así era.
—He… he estado soñ ando —dijo.
—Esta es una conversació n que má s vale que tengamos en un lugar má s… íntimo —
sentenció antes de incorporarse—. Tendrá s que acudir a mí. Y por el bien de esa pobre
chica, será mejor que no tardes mucho en hacerlo.
Despreocupado de interrumpir el servicio religioso, Fernando salió del templo a grandes
zancadas, dejando que sus pasos resonaran en el suelo del pasillo central. La mujer que le
había chistado unos segundos antes bajó la mirada, azorada, al verle pasar. Cuando salió al
exterior ya era de noche. «Largas será n las horas hasta que te vuelva a ver, Magec», pensó
en silencio, como una plegaria. Ahora solo le quedaba volver a casa. Y esperar un poco má s.

Cuando Fernando se hubo ido, Gabriel se quedó sentado donde estaba. De fondo podía
escucharse la voz del pá rroco dando misa, amplificada por la megafonía, pero apenas la
escuchaba.
Aquella tarde había vuelto a soñ ar.
Se había despertado al atardecer con la piel sudorosa, las encías tensas y la sangre
pulsá ndole insistentemente en las sienes a causa del deseo, el tipo de deseo que no
deparaba nada bueno. Los ecos de aquel sueñ o aú n acudían a su mente, aunque solo
conseguía retener vagas sensaciones: la fuerza de sus miembros al correr sobre la pinocha
seca, el olor a tierra hú meda, a lombrices, la caza de una presa que corría en medio de la
noche, la imperiosa sensació n de estar en el lugar al que pertenecía. A pesar de apenas
recordarlo, ese sueñ o se le antojaba familiar, placentero, retazos de una vida onírica que
cada mañ ana acudía a él para abandonarle cuando despertaba, dejá ndole confuso y
ansioso. Y completamente repugnado de sí mismo.
Gabriel creía saber qué significaban esos sueñ os, a qué se debían, y no era otra cosa que su
deseo de sangre, de depravació n. Verse a sí mismo corriendo por un bosque, persiguiendo a
una pá lida figura que huía ante él despavorida, excitaba sus sentidos. Como de costumbre,
no había llegado a reconocer a esa figura, pero seguía siendo dolorosamente familiar. Al
despertar había fantaseado con ella. En su ensoñ ació n, la viril figura se había transformado
hasta tomar las formas de una mujer, y al acercarse lo suficiente había visto que no era otra
que Lilith. Ese descubrimiento, en vez de calmarle, le espoleaba aú n má s. Imaginó que
llegaba hasta ella y la asía, estrujando entre sus dedos la blanda piel de sus pechos antes de
clavarle los dientes en la piel de su hombro.
Con la respiració n agitada Gabriel se había sentado en la cama, intentando rechazar esos
pensamientos. Su placer no debía conseguirse a toda costa, se había recordado una y otra
vez con severidad mientras cortaba la piel de su muslo con una hojilla de metal que
guardaba en su mesita de noche.
Había sido entonces, mientras se vendaba la pierna, que había decidido contactar con su
pater.
Levantó el rostro hacia el altar, desde donde la imagen del Cristo le devolvía una suplicante
mirada. A pesar de lo que pensaba Fernando, algo bueno debía de haber en aquel lugar,
algú n poder má s allá de su comprensió n capaz de devolverle cierto tipo de paz, pensó
mientras se perdía en la contemplació n de aquel rostro ensangrentado y lleno de amor.
Recordó lo que le habían enseñ ado de niñ o: que Jesú s había pagado con su sangre por los
pecados de todos, incluso por los suyos. Quizá s era por eso que tan solo por estar ante É l se
sentía ligero, solo, como si en su presencia fuera el ú nico dueñ o y habitante de su alma.
Impulsado por la fuerza de la costumbre, se arrodilló frente al banco, puso las manos en
actitud de orar y cerró los ojos. Le gustaba el ambiente que reinaba allí: las voces
susurrantes, el resonar de los pasos sobre el suelo de má rmol, el crujir de los bancos de
madera bajo los cuerpos de los fieles. Olía a cera quemada, a piedra hú meda. Se vio a sí
mismo con once o doce añ os, las rodillas hincadas en la fría losa, el rostro hundido entre las
manos, rezando por la bondad de su alma. En cierto sentido, Gabriel pensaba que aú n
seguía siendo ese mismo niñ o. É l no creía que la inmortalidad eliminara la necesidad de
trascendencia. Para Gabriel, la religió n seguía teniendo un sentido, un valor. A pesar de
sentirse má s allá de toda condena, para él la palabra pecado tenía un significado, así como
la palabra maldad. No importaba que él fuera una encarnació n de ambos conceptos, no por
eso debía dejar de repudiarlos.
Sintió la necesidad de elevar sus plegarias a alguien, pero desconocía si Fernando tenía
razó n y habría en ese templo algú n dios dispuesto a escuchar a una criatura como él. Sin
embargo, rezó , aunque fuera solo como una forma de ordenar sus pensamientos, de
encontrarse a sí mismo, o de alcanzar el ilusorio alivio que proporcionaba el poder confiar
el propio destino a un ser superior. Rezó por los violentos sueñ os que había tenido aquellos
días, por su intensa ansia, con el deseo de limpiarse. Rezó por todas las mujeres a las que
había amado, y por aquellas a las que había pagado; rezó por la intensidad con la que su
cuerpo reaccionaba ante la promesa del placer, de la depravació n. Pero, sobre todo, rezó
por Lilith, y por que el juego en el que la había involucrado, sin enseñ arle sus verdaderas
reglas, no tuviera para ella fatales consecuencias. Pensar en la joven hacía que se le
encogiera el corazó n. Sabía que su pater solo tenía sus mejores intereses en mente cuando
le aconsejaba no renunciar a su relació n con ella y todo lo que esta implicaba. É l mismo, por
muchas razones, no deseaba hacerlo, pero sabía que eso era egoísta por su parte. Quizá s
por esta vez debía primar el interés de otra persona sobre el suyo, quizá s debía proteger a
Lilith de sí mismo y alejarla de él y del Noctivagus.
Intentando no hacer ruido para no perturbar el curso del servicio religioso, Gabriel se
levantó y salió de la iglesia.
Desandó sus pasos hasta internarse de nuevo en La Isleta, caminando a largos trancos, con
las manos en los bolsillos y la vista fija en el suelo. Aquella tarde, al despertarse, se había
hecho varios cortes en el muslo en un intento de reprimirse, y las recientes heridas le
escocían bajo la tela de los vaqueros, pero era un mal necesario: el dolor era lo ú nico que
parecía mantener al wa-yewta a raya esos días.
Al pasar cerca de su edificio, pensó en subir a casa para ver có mo estaba Antonio, pero
cambió de opinió n y siguió de largo. Unos pocos minutos después llegó ante la puerta del
Noctivagus. Tras abrirla, bajó las escaleras que descendían ante él, llevá ndolo directamente
al subsuelo. Una vez que alcanzó el rellano, pulsó el interruptor que había a su derecha para
encender las luces.
El local se encontraba silencioso y vacío, y todo estaba como él lo había dejado la mañ ana
anterior: la barra reluciente, con las botellas colocadas pulcramente en las estanterías de
cristal que había tras ella; las sillas apiladas sobre las mesas, el suelo perfectamente limpio.
Era un lugar pequeñ o, lo que se exacerbaba por el color negro de sus paredes y lo
recargado de su decoració n gó tica, y cuando estaba al má ximo de su aforo resultaba un
poco agobiante. No por primera vez, Gabriel pensó que debería mudarse a un local má s
amplio, pero este le gustaba demasiado como para sacrificarlo en pro de aumentar el
negocio. En todo caso, el pú blico objetivo de un bar para vampiros no era tan grande como
para llenar un local mucho mayor.
Entrando en la trastienda tras la barra, abrió las puertas de los lavavajillas que había
dejado en marcha justo antes de irse, para comprobar que los ciclos de lavado se habían
hecho sin incidencias, y revisó que las neveras estuvieran encendidas y funcionantes.
Estaba a punto de ponerse a rellenar servilleteros cuando escuchó un ruido metá lico
proveniente del almacén. Apresurá ndose a abrir la puerta, se adentró en él para
encontrarse a una pareja montá ndoselo contra una de las estanterías en las que apilaban
las bebidas.
—No me lo puedo creer —dijo con hastío antes de volver a cerrarla.
Caminó en direcció n a la barra, pero antes de que la hubiera alcanzado, la puerta del
almacén volvió a abrirse y Raú l salió apresuradamente de él.
—Jefe, por favor, no me eche —rogó , acercá ndose a donde Gabriel se encontraba. Le faltaba
el aliento, tenía el pelo revuelto y la bragueta de sus ceñ idísimos vaqueros a medio
abrochar—. Por favor, no me eche —repitió —. Sé que la he cagado, que me dijo que me
echaría si me volvía a pillar, pero por favor no me eche.
Mientras soltaba su perorata, no dejaba de seguir a Gabriel a lo largo de la barra,
revoloteando a su alrededor para captar su mirada. Finalmente, Gabriel se detuvo y le miró .
—Joder, Raú l —le dijo—, hemos tenido esta conversació n un montó n de veces.
—Ya lo sé, ¡ya lo sé! —gimió , como si sus actos fueran una catá strofe inevitable—, pero no
me eche. No me volverá a pillar, ¡lo juro! No lo haré má s, necesito muchísimo este curro.
—Pues no lo parece. —Bajó la voz antes de añ adir—: ¿De verdad no tienes otro sitio al que
llevarlas?
—Es que tengo el coche en el taller. La correa de distribució n otra vez. Me va a salir una
pasta. Necesito este curro, jefe. Pero le juro que la pró xima vez que se me joda el coche las
meto a escondidas en el piso compartido o algo, pero nunca má s en el almacén… Ni en
ninguna otra parte del local —se apresuró a aclarar al ver que Gabriel estaba a punto de
protestar.
—Mira, Raú l…
La puerta del almacén volvió a abrirse y la joven salió tímidamente. Se había tomado su
tiempo en arreglarse, de manera que apenas se notaba lo que había estado haciendo.
Fingiendo que no la había visto, Raú l se irguió y empezó a hablar con voz pedante.
—Treinta cajas de Coca-Cola, veinte de Seven-Up, y definitivamente cuarenta de tó nica, con
toda esta moda de los gin-tonics, y… Ah, hola —dijo girá ndose hacia la chica, como si se
acabara de percatar de su presencia. Luego se acercó a ella y le musitó —: Vamos a tener
que dejarlo para otro día, ¿vale? Como ves estoy superliado ahora mismo. ¡Estos vampiros!
—exclamó —, nunca pueden manejarse por sí solos.
La chica lanzó a Gabriel un descarado vistazo, como si quisiera ver de cerca al famoso
vampiro.
—Aú n no me has enseñ ado el ataú d… —se quejó .
—Este no es un buen momento. Otro día quedamos.
—Pero si ni siquiera te he dado mi nú mero de teléfono…
—No importa. Nos veremos por aquí —dijo, mientras la cogía por el brazo, gentil pero
firmemente, y guiá ndola escaleras arriba—. Pero ahora, de verdad que tienes que irte. Mi
jefe siempre se despierta con mucha hambre —añ adió con voz lú gubre.
La joven abrió desmesuradamente los ojos a medida que el significado de las palabras de
Raú l calaba en su cerebro. Cubriéndose el cuello con las manos, asintió levemente.
—Venga, hasta luego —se despidió de ella cerrando la puerta del local entre ambos y
dejando a la joven en la calle.
Gabriel, que había observado aquella escena en completo silencio, avanzó hasta los pies de
la escalera para esperar a su empleado, que las volvía a bajar y de nuevo había recuperado
su expresió n compungida. El verlo componer cuidadosamente su cara de cachorro
apaleado le hizo esbozar la primera sonrisa del día.
—Jefe, por favor —dijo en cuanto vio que Gabriel le esperaba—, no me ech…
—¡Pero qué pesado te pones! —le espetó .
—¿Entonces no me echa? —Bajó los escalones que le restaban de dos en dos, con expresió n
esperanzada.
—Hoy te toca recoger los lavavajillas. Y rellenar los servilleteros. Y los cubiteros. Y
comprobar el grifo de cerveza. Y ya que está s, coloca el pedido. Y nada de chicas en el
almacén, ni en mi despacho, ni en la trastienda. Y deja de usarme para ligar con ellas,
pequeñ o Van Helsing.
—Gracias, gracias, jefe, muchas gracias —dijo Raú l, ajeno al pequeñ o castigo con el que su
jefe se cobraba la indiscreció n de aquel día—. No se arrepentirá .
Gabriel se sentó bajo uno de los taburetes de la barra y se sentó como si fuera un cliente.
—Y ponme una cañ a, anda.
—¡Voy! —Raú l, que ya tenía un servilletero en la mano, lo soltó rá pidamente para ir a
cumplir la ú ltima orden. Puso el vaso delante de Gabriel con un florido movimiento de la
mano. Un poco de espuma se escurrió por la superficie exterior del vaso al hacerlo—. Hoy
está muy serio.
Gabriel cogió el vaso y dio un largo sorbo.
—No he dormido bien.
—¿Vendrá Lilith esta noche? —preguntó Raú l como si tal cosa, mientras se entretenía en
rellenar los servilleteros.
—¿Está en la cartelera de actuaciones? —preguntó a su vez Gabriel, con suspicacia.
—No.
—Pues entonces, no. No me preguntes cosas que ya sabes —dijo a modo de reprimenda a la
vez que se levantaba del taburete—. Me voy al despacho. Tengo papeleo del que
encargarme. Y acuérdate de que hoy empieza el nuevo. Me imagino que llegará en un rato.
—Vale, jefe. Yo me encargo de todo —le contestó Raú l, poniendo su mejor cara de no haber
roto un plato en su vida.
Los papeles que había dejado descuidados seguía esperando por él, pero no se sentía má s
capaz de lidiar con ellos que la noche anterior. Sentado al escritorio, reclinado sobre su
asiento y con la mirada perdida en las manchas de humedad que corroían la pared que
tenía en frente, dejó pasar el tiempo. Fue levemente consciente de que el silencio del
despacho daba lugar a la mú sica que, cada vez má s alta, reverberaba en el suelo; en el
sonido de conversaciones y risas, de entrechocar de botellas, el tintinear del hielo en los
vasos. Sabiendo de antemano que no iba a ser capaz de adelantar ningú n papeleo, decidió
salir para ayudar en el bar.
—¿Pero de dó nde ha salido este? —le interpeló una joven de cortísimo flequillo y los
brazos llenos de tatuajes, nada má s verle salir por la puerta. Era Martina, su otra empleada.
—¿Qué?
—¡El nuevo! —exclamó ella, exasperada—. Joder, que no sabe hacer ni la O con un canuto.
Justo en ese momento, escucharon un estrépito de vasos rotos proveniente de la trastienda.
—¿Pero qué…? —Apresurá ndose a acudir al lugar de la catá strofe, Gabriel se encontró con
Alexander, que arrodillado en el suelo delante de los lavavajillas recogía los trocitos de
cristal que había a su alrededor colocá ndolos sobre la bandeja que llevaba en la mano.
Al verle, Gabriel volvió a preguntarse las razones por las que había decidido ofrecerle el
puesto a aquel joven que había entrado en su despacho la noche anterior, pero esas razones
parecían no existir, pues no había alegado experiencia de algú n tipo u ofrecido referencia
alguna. Sin embargo, en cuanto Alexander levantó la mirada hacia él, Gabriel volvió a sentir
la misma emoció n de reconocimiento, la misma curiosa evocació n que le había atraído
hacia él, y recordó que sencilla y llanamente él no había decidido nada. Lo había hecho
presa de un impulso, y quizá s esa noche era tan buen momento como cualquier otro para
averiguar por qué.
—He tenido un pequeñ o accidente —dijo el joven a modo de explicació n.
—Por el amor de Dios —exclamó Gabriel, arrodillá ndose junto a él—. Te has cortado.
Alexander estaba sangrando. En su mano izquierda había un trozo de cristal que
imprudentemente había cogido con descuido, dejando ver un pequeñ o corte en su palma.
Sin pararse a pensar, Gabriel cogió un rollo de servilletas y le envolvió con ellas la mano.
—Martina, encá rgate de la barra con Raú l —ordenó a su empleada, que aú n observaba la
escena desde el quicio de la puerta—. Yo me encargaré de esto.
—Gracias —le dijo la joven al verse libre del nuevo.
—¿Qué ha ocurrido? —Preguntó Gabriel.
—Que al parecer este trabajo no se me da tan bien como yo creía.
Pero Alexander no parecía azorado como lo estaría alguien que acabase de tener un
estú pido accidente en su primer día de trabajo. Por contra, parecía calmado, como si la
situació n no hubiera escapado nunca de su control. De nuevo, Gabriel tuvo la extrañ a
sensació n de estar obviando algo que debería saber, algo de lo que Alexander sí que tenía
conocimiento.
—A juzgar por la velocidad a la que sangras, debes de haberte hecho un corte bastante
profundo —dijo. Aú n apretaba la mano de Alexander entre las suyas y podía sentir có mo la
humedad se extendía por su palma a medida que las servilletas se empapaban de sangre.
—Seguro que no es para tanto —afirmó el camarero.
Liberó su mano y quitó las servilletas empapadas que cubrían la herida, para dejar ver que
el corte apenas sangraba ya. Las servilletas cayeron al suelo, y el vivo color de la sangre
destacaba violentamente contra el blanco de la celulosa, captando irremediablemente la
atenció n de Gabriel.
Volvió a coger la mano de Alexander para observarla, asombrado de que la violencia del
sangrado se hubiera detenido con tanta rapidez.
—Coagulas muy rá pido —observó .
—Una buena cualidad cuando se trabaja con un vampiro, ¿no crees?
Decidido a ignorar el comentario, Gabriel observó de nuevo la herida. Un olor percibido
apenas en los límites de su conciencia parecía atraerle hacia ella. Fantaseó con acariciarla,
con averiguar si volvería a sangrar si la presionaba con los dedos, si notaría el sabor de la
sangre si la lamía. En ese momento, levantó la mirada y sus ojos se cruzaron con los de
Alexander. El joven sonreía.
Se levantó como accionado por un resorte.
—No creo que necesites puntos después de todo, pero vete al botiquín a taparte eso. —
Carraspeó incó modo, evitando encontrarse con su mirada.
—¿Y luego?
—No tienes ninguna experiencia como camarero, ¿verdad? —casi temió preguntar.
—Ninguna —corroboró con tranquilidad—. No me dijiste que fuera necesario tenerla.
Gabriel no se permitió un segundo para lamentarse de nuevo por su apresurada decisió n.
—Vas a pegarte a mí como una lapa, a ver si aprendes algo —dijo.
—Entonces, no estoy despedido.
—De momento no.
—Gracias.
—No me las des todavía. Aú n está por ver que no te despida de aquí al final de la noche. Y
antes que nada, limpia eso, por favor —pidió , señ alando vagamente los cristales rotos y la
sangre derramada.
Se apresuró a salir de la trastienda y a dejar detrá s de sí el olor de la sangre, metiéndose en
su despacho. Se apoyó en la puerta y cerró los ojos, permitiéndose un segundo de debilidad.
Le había costado lo suyo mantener el tipo, pero la verdad era que el incidente le había
incitado hasta límites indecibles. Tras sus pá rpados cerrados volvió a verse arrodillado
frente a Alexander, quien elevaba la mano izquierda. Sobre la palma, las servilletas que le
hacían las veces de vendaje se tornaban rojas a medida que se empapaban, y el joven se las
ofrecía. Gabriel abrió los ojos sú bitamente, al recordar sus sueñ os y la figura que en ellos
aparecía, una figura que sostenía en la mano izquierda un objeto del color de la sangre.
«Me estoy volviendo loco», musitó para sí. Estaba prá cticamente convencido de haber
conocido a Alexander antes en sus sueñ os que en la vida real, lo cual era completamente
imposible. Intentando persuadirse a sí mismo, Gabriel salió de su despacho.
Martina le puso mala cara cuando le vio reaparecer, aparentemente aú n escaldada por la
pobre elecció n de compañ ero que había hecho su jefe y decepcionada por que no hubiera
decidido despedirlo fulminantemente. Remangá ndose las mangas de la camisa se puso
junto a ella.
—Te vas a encargar tú de enseñ arle, ¿no? —le masculló la camarera, resoplando, mientras
volvía a colocar una botella de ron en su sitio—. Que nosotros ya tenemos bastante.
Gabriel asintió y guardó silencio, sabiendo que merecía el leve reproche que había en sus
palabras. Luego, se entregó al mecá nico acto de servir copas. Su clientela se componía en su
mayor parte de gó ticos, rockeros o jugadores de rol, entre los que siempre aparecía algú n
turista, como Raú l llamaba a la gente «normal» que acudía al bar atraída por su peculiar
ambientació n, en busca de una experiencia diferente. Pocos minutos después sintió a su
lado la silenciosa presencia de Alexander, que había reaparecido con la mano debidamente
vendada y miraba atentamente todo lo que él hacía. Mientras trabajaba, Gabriel le chivaba
algunas instrucciones: dó nde estaban los cubitos de hielo, por qué elegía tal o cual vaso o
copa para cada bebida, có mo usar la caja registradora… Antes de que se diera cuenta, el
joven ya había tomado la iniciativa de atender a un cliente, sirviéndole y cobrá ndole una
cañ a. Luego atendió a otro, y a otro. Gabriel se paró para observarle: dejado a su libre
albedrío y sin presiones externas, Alexander parecía tener un don natural para tratar con
las personas y su actitud era relajada y encantadora, lo que unido a su natural atractivo
físico y su peculiar estilo decimonó nico, hizo que de repente la mayoría de las chicas que
acudían a la barra esperaran para ser atendidas por él. Sin embargo, a medida que se
acumulaba frente a él gente que le gritaba sus pedidos, la actitud de Alexander volvió a
tornarse levemente errá tica. Fue en su ayuda en cuanto lo vio sobrepasado.
—Lo siento —dijo Alexander, algo apurado, cuando Gabriel se hizo cargo de una de sus
comandas—, había mucha gente y…
—No te preocupes —le aseguró —, lo está s haciendo bien. A lo mejor conseguimos hacer de
ti un buen camarero después de todo.
La noche pasó sin má s incidencias, y por una vez Gabriel agradeció que aquella hubiera
sido una jornada un tanto floja. Martina parecía má s relajada por fin, quizá s al ver que
Alexander había resultado no ser un completo inú til, aunque estaba muy lejos de poder
atender todas las funciones que su trabajo exigía de él.
—Deja, que ya lo hago yo —le dijo al ver que empezaba a cargar los lavavajillas tras el
cierre—. Vá yanse los dos a casa. Esta noche, el nuevo y yo nos encargaremos de cerrar.
Martina y Raú l le dieron las gracias, y tras coger sus cosas salieron parloteando escaleras
arriba. Una vez la puerta metá lica se cerró tras ellos, Alexander se giró hacia él, expectante.
No había sido un plan del todo premeditado, pero al verse a solas con él, Gabriel se dio
cuenta no solo de que lo había deseado, sino también de por qué. En el momento en el que
lo viera por primera vez, el joven le había causado una profunda impresió n, hasta el punto
de nublar su juicio. Esa impresió n no había hecho má s que intensificarse durante esa
noche, mientras lo observaba y trabajaba codo a codo con él. Alexander le intrigaba, le
parecía misterioso y familiar a la vez. Y no podía evitar pensar que o bien su aparició n y el
inicio de sus sueñ os tenían algo que ver o se estaba volviendo completamente chiflado. No
sabía cuá l de las dos alternativas era peor.
Por su parte, Alexander también daba la sensació n de haber estado esperando ese
momento, pues por primera vez desde que lo conociera parecía nervioso, impaciente, como
quien espera algo que sabe a punto de suceder. Gabriel se apresuró a tomar el control de la
situació n.
—¿Có mo tienes la mano? —preguntó —. ¿Te duele?
—No, ya no.
—Pues sabes lo que te toca ahora, ¿no? Hay que limpiar todo esto —dijo, extendiendo su
brazo para abarcar el local—, el suelo, las mesas… Todo. Tienes lo necesario en el cuarto de
la trastienda.
Poniendo una prudente distancia entre ambos, Gabriel se metió tras la barra y empezó a
limpiar los estantes y a reponer botellas vacías, fingiendo ignorar a su empleado. Durante
unos instantes Alexander pareció desconcertado, pero no dijo ni una palabra; luego se
entregó a la limpieza del local con torpeza y meticulosidad, como si nunca lo hubiera hecho
en su vida y solo supiera có mo hacerlo por haber visto a otros. Trabajaron en silencio, y el
joven solo le hablaba para preguntarle qué debía hacer a continuació n. Una hora má s tarde
ya casi habían terminado y Gabriel estaba cuadrando la caja. Alexander había apilado todas
las sillas y apartado las mesas para fregar el suelo. Olvidada la cuenta que estaba haciendo,
Gabriel apoyó los codos en la barra para observarle y de nuevo le asaltó la certeza de que el
joven era mucho má s de lo que dejaba ver. Era directo en su manera de hablar y mirar, y
mucho má s maduro de lo que su aparente juventud parecía dar a entender. Ademá s, era
muy atractivo.
Esa ocurrencia le sorprendió , pues no era ese en absoluto el tipo de pensamientos que le
asaltaban cuando estaba cerca de un hombre, pero no se podía negar que lo era: su rostro
de finas facciones poseía una belleza clá sica, y su cuerpo, delgado y esbelto, se movía con
una elegancia natural. Daba la impresió n de ser alguien olvidado por el tiempo,
completamente fuera de lugar en el momento actual. Alguien como él.
Y sin embargo, si no era un noctívago, ¿có mo era eso posible?
—¿Cuá ntos añ os tienes? —le preguntó a bocajarro.
—¿Cuá ntos crees que tengo? —preguntó el joven a su vez sin detener su trabajo para
mirarle.
—No lo sé… —Valoró su aspecto en silencio, permitiéndose el lujo de dejar que sus ojos le
recorrieran—. Pareces tener unos veintitantos, pero algo me dice que eres mayor de lo que
aparentas.
Alexander asintió .
—¿Y tú ? —preguntó . Esta vez sí que se detuvo, apoyá ndose en el palo de la fregona para
mirarle—. ¿Eres un vampiro de verdad, como dicen de ti?
Gabriel valoró su expresió n. De nuevo esa sonrisita torcida e iró nica, llena de conocimiento,
y con ella volvió a tener la sensació n de que se estaba burlando de él.
—¿Tú qué crees? —aventuró .
Alexander le miró largamente. Luego lanzó una risita y negó con la cabeza.
—No, no lo eres. O te habrías vuelto loco de deseo antes, cuando me corté. —Lo dijo de
manera casual, como de broma, pero algo en su tono aparentemente despreocupado puso a
Gabriel en alerta—. Siento lo de antes —añ adió ; había terminado de limpiar y se metió de
nuevo tras la barra, para dejar el cubo de agua y la fregona en la trastienda—, lo de los
vasos. Siento haberlos roto.
—No pasa nada. —Gabriel amontonó los billetes y cerró la caja—. Pero no has contestado a
mi pregunta.
—Y tú no has contestado a la mía.
Se había apoyado en el quicio de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho y le
miraba fijamente, como desafiá ndole. Gabriel intentó mantener su mirada, pero al final
desvió los ojos hacia otra parte, incomodado por su intensidad.
—Tienes razó n —dijo Gabriel, como si nada—. Los vampiros no existen.
—Y tú también la tienes: soy mayor de lo que aparento.
De nuevo valoró a Alexander en un intento de reconocerle, pero no lo hizo. Estaba seguro
de que el joven no era un noctívago y si lo sabía tan fehacientemente era porque desde la
primera vez que lo viera, había sentido có mo su sangre le llamaba. Ahora esa llamada se
volvía má s intensa, má s perentoria, quizá s a causa de su cercanía. Su respiració n se aceleró ,
pero hizo lo posible por no mostrar su agitació n interior en la expresió n de su rostro.
Alexander no se había equivocado al suponer que su sangre enloquecería a cualquier
noctívago, pensó . Carraspeó sonoramente.
—Es tarde. Vete ya —espetó .
—¿Seguro que quieres que me vaya?
—Sí.
Pero Alexander no hizo ademá n de irse.
—Preferiría quedarme si no te importa —susurró .
Lo dijo con voz queda, suave, mientras se acercaba a él, tanto que Gabriel pudo percibir la
cercanía de su cuerpo. Volvió a sentirse atrapado en sus profundos ojos grises, y un
hormigueo recorrió su espalda al sentir el tibio aliento sobre su piel. Sus movimientos eran
sinuosos, casi felinos, cuando se acercó a sus labios para besarle, mirá ndole a los ojos como
si quisiera pedirle permiso. Su boca era carnosa, hú meda, y Gabriel sintió có mo una oleada
de placer le invadía. Cerró los ojos y dejó que el beso se volviera má s demandante y
apasionado. Entreabrió la boca para que su lengua jugara con la de Alexander,
completamente confundido por la riada de sensaciones que aquel joven le producía. Se
besaron durante unos segundos antes de que Gabriel empezara a preguntarse qué era lo
que estaba haciendo. Rompió el beso y se alejó de él.
—Lo siento, los chicos no son lo mío —su voz temblaba, mitad por la excitació n y mitad por
el miedo a que él se diera cuenta de cuá nto le había gustado.
—Pues no lo parece —susurró él. Su respiració n estaba algo agitada, y sus mejillas se
habían encendido. Durante un aterrador instante, Gabriel pensó que así estaba aú n má s
atractivo, pero por suerte para él, Alexander pareció desanimarse y se alejó —. De cualquier
modo, si esto no es lo que quieres, no hay má s que hablar. —Se pasó las manos por el
tupido cabello negro—. Será mejor que me vaya.
Se dio la vuelta y caminó hacia la salida.
—Eh, Alexander —le llamó Gabriel, sorprendido por su propia reacció n. El joven se volvió
hacia él—. Esto no significa nada. Mañ ana te quiero aquí a tu hora. Tienes mucho que
aprender si quieres seguir trabajando aquí.
—Está bien, jefe —le dijo. Guiñ á ndole un ojo, añ adió —: Y llá mame Alex.
Cuando Alexander hubo desaparecido, Gabriel pudo por fin respirar tranquilo. Mientras
terminaba de hacer la caja se sorprendió de lo agitado y confuso que se había sentido en su
presencia. No solo no había averiguado nada sobre él, sino que ademá s se le antojaba que
se había enredado aú n má s profundamente en el misterio que le rodeaba. Nunca antes en
su vida recordaba haberse sentido atraído por un hombre, pero ahora no podía dejar de
pensar en el beso que habían compartido. Y tampoco en las ganas que había tenido de
morderle de la misma manera en la que en sus sueñ os deseaba a la oscura figura que se le
aparecía.
Y sin embargo, le había rechazado, lo que le dejaba con la incó moda sensació n de haberle
insultado de alguna forma terrible. Tenía la sensació n de que debía haber continuado, y que
de haberse atrevido a morderle, Alexander se lo hubiera permitido. Sacudiéndose de la
cabeza tales pensamientos, salió del local.
La madrugada ya estaba bien avanzada. El frío aire proveniente del mar le golpeó en cuanto
salió a la calle, y le obligó a arrebujarse en su chaqueta y a apretar el paso para abandonar
lo má s rá pidamente posible las calles aledañ as a la playa. Se dirigió hacia el este y no se
detuvo hasta llegar a la otra costa del Istmo de Guanarteme, de apenas un kiló metro de
ancho. Allí, enfrentado a la pequeñ a playa de Las Alcaravaneras, había un alto y feo edificio
de color amarillo. Se acercó al portal, tocó el timbre y esperó pacientemente.
—¿Eres tú ? —oyó que le respondía la sensual voz de Lilith.
Suspiró . Si de algo le había convencido su reciente encuentro con Alexander, era de la
certeza de que necesitaba mantener toda la estabilidad que pudiera.
—Sí —respondió —. ¿Vas a abrirme la puerta o tengo que irme por donde he venido? —
preguntó , sintiendo má s ansiedad ante la incertidumbre de la que había esperado sentir.
El zumbido metá lico de la puerta al abrirse fue toda la respuesta que necesitaba y Gabriel
se apresuró a internarse en el edificio. No se molestó en esperar al ascensor, sino que subió
rá pidamente las escaleras hasta llegar al cuarto piso. Ella le esperaba en la puerta, cerrando
sobre su cuerpo una ligera bata estampada de inspiració n japonesa.
—¿Aú n sigues enfadada conmigo? —le preguntó .
Lilith asintió , pero dejó que su bata se abriera un tanto, mostrando la prometedora curva
de sus pesados pechos.
—No debería haberte abierto. Siento que vas a hacerme mucho dañ o si no tengo cuidado
contigo.
Gabriel no le contestó , sino que asió entre sus dedos el palillo de madera con el que se
había recogido el cabello en un moñ o alto y lo retiró , dejando que sus rizos pelirrojos se
derramaran sobre sus hombros. Deslizó sus manos por el rostro de la joven, su cuello y su
nuca, atrayéndola hacia sí. Ella le miraba, con una muda sú plica en los ojos y los labios
entreabiertos.
—Pues entonces, má s vale que tengamos cuidado —le susurró antes de besarla.
Caperucita Roja
A pesar de que los focos que iluminaban su rostro le dificultaban la visió n, Lilith podía ver
que aquella noche el local estaba especialmente concurrido. A ella le gustaba imaginar que
todo el mundo la miraba mientras desgranaba sus canciones, que cuando su voz,
amplificada por la potencia eléctrica del micró fono, se alzaba en medio del gentío, contaba
con la atenció n de todos los asistentes. Pero sabía que no era así. La mayoría de las veces se
tenía que conformar con ser parte del ruido de fondo, en el que sus canciones, cuyas letras
reflejaban sus má s profundas inquietudes, temores y emociones, se perdían como una gota
de agua dulce en medio del océano. Aun así, seguía cantando dos o tres veces por semana,
como si eso fuera una vá lvula de escape que le permitía aguantar la serie de pequeñ as
insatisfacciones que era su vida ú ltimamente.
—Toma, guapa.
Raú l se acercó al escenario en una pausa entre canciones para llevarle una botella de agua.
Le sonrió con agradecimiento mientras la cogía, y el joven se alejó , perdiéndose de nuevo
entre el gentío con su bandeja en alto. Mientras bebía un rá pido sorbo para aclarar su
garganta, pensó en que al menos él sí que la miraba. Siempre que podía pasaba cerca del
escenario para observarla, vigilaba que no se le acabara el agua y alababa su voz tras cada
actuació n.
Cogió su guitarra, la apoyó en su regazo y, con un rá pido rasgueo de las cuerdas, comenzó
una nueva canció n. Desde el escenario, iluminado furiosamente, era imposible alcanzar a
vislumbrar la barra, que estaba en el extremo opuesto del bar, por lo que desde allí nunca
podía ver a Gabriel. Siempre había querido saber si él la miraba al actuar; si, al igual que
hacía su empleado, escamoteaba algunos segundos de su atareado trabajo para elevar la
vista hacia ella y observarla. Solía fantasear con ello: Gabriel tras la barra, dejando a algú n
cliente desatendido durante unos instantes para poder mirarla, completamente
embelesado. Perdería la noció n del tiempo al deleitarse en su belleza, hasta que el cliente
demandara su atenció n…
Era divertido imaginarlo así, desviando azorado la mirada del escenario para evitar que sus
inflamadas pasiones interrumpieran sus tareas, pero la verdad era que Lilith no creía que él
perdiera el tiempo en mirarla de esa forma. Gabriel era, sencillamente, demasiado estirado
para eso. Le sería relativamente fá cil preguntarle si quisiera, susurrarle con picardía si le
había gustado su actuació n, si le parecía sexy verla sujetando su guitarra, si le excitaba que
sobre el escenario luciera tan sonrojada y sudorosa como cuando acababan de hacer el
amor, pero prefería no hacerlo para no obtener una respuesta que acabaría
fulminantemente con sus fantasías.
Estaba desgranando la que había de ser su ú ltima canció n, cuando empezó a sentirlo: el
efecto de una observació n detenida, tan aguda que parecía penetrar sus sentidos, que la
desnudaba má s profundamente de lo que ya lo hacían las letras de sus intimistas canciones.
Su voz se quebró cuando, presa de un intenso escalofrío, sus cuerdas vocales se negaron a
obedecerla durante una fracció n de segundo. Consiguiendo retomar el control de su voz,
siguió cantando a la vez que escaneaba sus alrededores.
Justo a los pies del escenario había un hombre, y no un hombre cualquiera. Su extrañ a
belleza le golpeó nada má s posar sus ojos en él: parecía muy joven, pero carecía de la
lozanía que suele asociarse a la escasez de edad. Casi parecía el reflejo de un retrato
antiguo, en el que la pintura ha envejecido, resquebrajá ndose y oscureciéndose, pero sin
restar un á pice de la belleza original, sino má s bien al contrario. Su piel lucía muy pá lida
bajo las intensas luces que le iluminaban cenitalmente y que acentuaban sus afiladas
facciones. Sus cabellos negros caían sobre unos hombros estrechos, que presagiaban una
figura esbelta, y la mano que sostenía la bandeja que llevaba en alto era de largos y
elegantes dedos. Pero lo que má s impacto le produjo fueron sus ojos: enormes, turbios,
clavados en ella con la intensidad que solo el deseo confiere, y Lilith quedó atrapada en
aquella mirada mientras acababa mecá nicamente su canció n, de manera que ni siquiera
escuchó los aplausos que arrancó a los pocos clientes que realmente prestaban atenció n a
su actuació n. Mientras aú n lo contemplaba, el joven se dio la vuelta y desapareció entre el
gentío. Solo entonces Lilith sintió que el influjo que la había tenido atrapada desaparecía
bruscamente, para encontrarse todavía sentada en su taburete sujetando estú pidamente la
guitarra por el má stil. Se puso de pie de un salto, recogió sus cosas y bajó del escenario. Por
má s que miró a su alrededor mientras lo hacía, ya no pudo volver a verlo.
—¿Está s bien? —Raú l la paró , agarrá ndola por el brazo cuando pasaba a su lado. Sobre su
hombro derecho cargaba una bandeja de plá stico donde iba recogiendo de las mesas los
vasos y botellas ya usados.
—Sí, sí —dijo ella, desembarazá ndose de él y sintiéndose por alguna razó n extrañ amente
abochornada.
—Has estado genial, como siempre. —El chico le guiñ ó un ojo con coquetería y siguió su
camino.
Lilith sorteó a la muchedumbre hasta llegar a la barra, que rodeó para adentrarse en el
despacho de Gabriel. Tras depositar su guitarra cuidadosamente junto al escritorio, pasó al
bañ o privado para asearse. El espejo le devolvió un reflejo distorsionado por la suciedad y
el vaho, pero aun así pudo ver có mo el rubor teñ ía su piel, desde el nacimiento de su cabello
hasta debajo de los pó mulos. Se mojó los brazos y la nuca, y tras pasar un pañ o hú medo por
su cutis, procedió a retocarse el maquillaje, hasta volver a conseguir esa estudiada imagen
de seductora mujer de tez perfecta, ojos intensamente marcados y labios borgoñ a que le
gustaba emanar, y sin la cual sentía que su confianza flaqueaba. Tras ajustarse su ceñ ido
vestido rojo y atusarse el cabello hasta que volvió a lucir aceptable, salió del despacho.
Gabriel seguía tras la barra, sirviendo copas sin descanso, pero al verla pasar le dedicó una
interrogante mirada, como si quisiera preguntarle sin palabras por su pequeñ o desliz ante
el micró fono. Por primera vez, Lilith deseó que Gabriel no hubiese visto su actuació n. Con
suerte, solo habría oído el quiebre de su voz.
Aprovechando que un taburete acababa de quedarse libre, Lilith se deslizó como una
culebra hacia él y se apostó frente a la barra. Antes de que le diera tiempo a captar su
atenció n, Gabriel ya estaba ante ella, dejando una cañ a en su mano. Por un momento pensó
que él le preguntaría por la causa de su breve falta de atenció n en el escenario, pero no solo
no lo hizo, sino que, sin apenas mirarla, volvió a alejarse para atender a nuevos clientes.
Durante un rato se contentó con observarle mientras trabajaba a la vez que sorbía la
cerveza. Gabriel era de naturaleza seria y taciturna, pero en el trabajo intentaba disimularlo
y fingía ser má s sociable y simpá tico de lo que realmente era. Y lo hacía bastante mal. A
Lilith le hacía gracia ver có mo intentaba seguir las bromas de los clientes y lidiaba con
mayor o menor tacto con las chicas que se acercaban a él. Recordaba có mo no mucho atrá s
había sido una de ellas: una chiquilla con ínfulas de cantante, que se había hecho un hueco
en la cartelera de actuaciones de un bar que tenía fama de estar regentado por un vampiro.
No había tardado mucho en intentar acercarse a él, consumida por el morbo en un
principio, encandilada por su atractivo después, solo para encontrarse con un hombre
hosco al que parecían no gustarle ni el ligoteo ni las conversaciones banales. Había tardado
semanas en conseguir mantener una charla con él y casi dos meses en arrancarle una
sonrisa. Después de aquello todo vino rodado y no tardaron en convertirse en novios. O
amantes, como a él le gustaba decir, alegando que eso de ser «novios» era algo bien
distinto.
Quizá s eso era una de esas cosas que má s le gustaban de él. A diferencia de muchos otros
que iban de vampiros, él no cogía el camino fá cil: nada de colmillos falsos, capas o
maquillaje para afilar sus facciones; nada de mordiscos o frases de Drá cula recitadas de
memoria. Gabriel era má s sutil y, quizá s por eso, má s creíble que ningú n otro. A pesar de
que aparentaba rondar la treintena, estaba má s bien chapado a la antigua. Su lenguaje no
era rebuscado o arcaico, pero siempre encontraba la palabra correcta, y su esmerada
caligrafía le recordaba a la de un abuelo. Su piel era naturalmente pá lida, de seguro porque
trabajaba de noche y veía poco la luz del sol, y si alguna vez salía el tema de su familia y
orígenes, Gabriel desviaba la conversació n para no tener que contestar. Incluso la ú nica vez
que Lilith le había oído decir algo sobre su infancia, un comentario aparentemente
involuntario acerca de su gusto de niñ o por determinados juguetes de madera que habían
visto en la tienda de un anticuario, había sido para hacerla creer que tenía mucha má s edad
de la que aparentaba. É l se había quedado muy azorado tras aquello, y no quiso volver a
comentar nada al respecto, pero ella, con cierta sorna, le había pinchado por ser tan ladino
como para intentar convencerla de que se había criado en los albores del siglo XX. Gabriel
se enfadó tanto con ella por sus burlas al respecto que Lilith quedó convencida también de
que tenía grandes dotes de actor.
El ú nico aspecto en el que su má scara de vampirismo se agrietaba era en su negativa a
morderla. Quizá s a ella eso le molestaba porque el deseo de que lo hiciera había sido su
motivació n inicial para acercarse a él. El anhelo por sentir el sublime dolor de unos
colmillos horadando la piel de su cuello, como presagio del sensual acto del intercambio de
sangre, no la había abandonado desde que, muy de pequeñ a, viera la imagen de un oscuro
Bela Lugosi poseyendo de esa manera a una desvalida joven. Aquel breve instante
constituyó su primer coqueteo con el erotismo. Desde entonces, la idea de un malvado
vampiro entrando en su habitació n por las noches para morderla la había aterrorizado y
excitado a partes iguales. Ya en sus primeras experiencias sexuales solía pedir a sus parejas
que la mordieran en el cuello justo en el momento del orgasmo, permitiéndole revivir la
fantasía que había albergado desde niñ a, pero ninguno de ellos había ido tan lejos como
para herirla. Ahora Gabriel, a pesar de beber su sangre, también se negaba a hacerlo. A
Lilith no le importaba pincharse las yemas de los dedos para que él las pudiera chupar
durante el sexo, o llevarle unas pocas gotas en un tubo de analítica, pero hubiera preferido
una versió n del vampirismo que le resultase má s eró tica que esa.
Sin embargo, la mejor cualidad de Gabriel era que sabía ser flexible y no se empeñ aba en
mantener su papel de vampiro constantemente. Si a Lilith le apetecía que se tumbara a
retozar con ella una mañ ana, o quedar para un café a media tarde o almorzar juntos, él la
acompañ aba sin ninguna reserva, aunque siempre se deleitaran con la broma de que si él
salía a la calle en pleno día moriría abrasado sin remedio y que la comida se pudriría
asquerosamente en su interior. Y sí, a veces era muy serio y le gustaba hacer las cosas a su
manera, pero también se esforzaba en complacerla. Quizá s por eso, cuando Gabriel se
permitió un segundo de asueto entre cliente y cliente para dedicarle una sonrisa, Lilith
pensó que no cambiaría lo que tenía con él ni por todos los colmillos del mundo.
—Creo que te debo una disculpa.
La voz le hizo dar un respingo en su asiento, y se giro rá pidamente en la direcció n de la que
provenía. Justo a su lado estaba el joven cuya presencia le había desconcertado pocos
minutos atrá s. Se había acercado sin que ella lo notara para dejar una bandeja sobre la
barra y ahora la miraba intensamente otra vez, tanto que Lilith sintió que de nuevo el rubor
le cubría el rostro.
—¿Có mo dices?
El joven sonrió y bajó el rostro un momento. Cuando volvió a elevarlo lo hizo sin mirarla a
los ojos, como si fuera consciente del efecto que debía de producir en ella.
—No era mi intenció n desconcentrarte en el escenario. Por favor, discú lpame.
—No pasa nada. —Meneó la cabeza para dar a entender que no había nada que perdonar.
—Tienes una voz muy hermosa. Es difícil no pararse a admirarte.
Lilith quiso agradecerle el cumplido, pero su corazó n había empezado a latir furiosamente
en sus oídos, y sintió que si hablaba su voz volvería a fallarle como había hecho la primera
vez que sus ojos se habían encontrado, así que se limitó a asentir. Visto má s de cerca, no le
extrañ aba que ese hombre pudiera quitarle el aliento a cualquiera. Era tan guapo que casi
parecía irreal, y sin embargo estaba tan cerca que si alargaba la mano podría tocarle.
Dá ndose cuenta de que estaba mirá ndole fijamente como una tonta, dio un sorbo a su
cerveza, solo para darse cuenta de que su vaso estaba ya vacío.
—Por favor, déjame servirte otra.
El joven se metió tras la barra y accionó el grifo de la cerveza para tirar la cañ a.
—Así que tú eres el nuevo —dijo, incliná ndose hacia él, recuperado ya parte de su aplomo.
—Alexander —se presentó .
—Yo soy Lilith.
—Lo sé, vi tu nombre en la cartelera —dijo, dejando la cerveza frente a ella—. Tengo
entendido que a la novia del jefe no se le cobran las copas.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó . Alexander se encogió de hombros—. Está n todos
hechos unos cotillas —añ adió , llevá ndose la bebida a los labios.
É l le sonrió .
—A Gabriel no le falta el buen gusto —dijo con una seductora mirada.
Lilith ronroneó de placer.
—A mí también me habían advertido sobre ti. —De repente, le apetecía muchísimo flirtear
con él—. Ya me habían dicho lo guapo que eras.
—¿No me digas? ¿Y no te dijeron también que soy un camarero de lo má s patoso?
Lilith rio mientras asentía efusivamente.
—Sí que me lo habían dicho, sí. Y pareces hablador también. Como Gabriel te vea aquí
perdiendo el tiempo…
—Estoy seguro de que desde tu destacaba posició n podrías hablar en mi favor —dijo él,
guiñ á ndole un ojo—. Pero tienes razó n, debo volver al trabajo. —Alargando la mano sobre
la barra cogió una de las de Lilith para llevá rsela a los labios—. Ha sido un placer.
Lilith sintió que se ruborizaba violentamente al sentir los labios de Alexander rozando el
dorso de su mano.
—Si no fuera porque sabes que tu jefe es mi novio, pensaría que está s intentando ligar
conmigo —le dijo incliná ndose hacia él.
—A pesar eso, quizá s lo estoy intentando.
Con una ú ltima sonrisa, se alejó de ella para seguir atendiendo al resto de clientes.
Lilith se mordió el labio inferior mientras lo veía alejarse. Que no estuviera en el mercado
no quería decir que no le gustara la sensació n de ser seducida por un hombre como aquel.
Suspiró , atrayendo la atenció n de la mujer que se sentaba a su lado en la barra.
—Vaya ejemplar, ¿eh? —le dijo con complicidad—. La deja a una temblando.
La mujer, una joven con unos desconcertantes ojos ambarinos, sonrió con conocimiento.
—Sí. A mí me pasó lo mismo la primera vez que le vi. Es, ademá s, un amante fabuloso.
—Perdona, ¿qué…?
—Oh, no te preocupes, no soy nada celosa.
Lilith la miró con los ojos extremadamente abiertos. ¿Acababa de flirtear con un tío en
frente de su pareja?
—No me digas que está is juntos…
—Te acabo de decir que no soy celosa. Me llamo Betina —se presentó , tendiéndole una
menuda mano enguantada en un mitó n de rejilla.
—Lilith… —dijo, tomando esa pequeñ a mano entre las suyas—. De todas formas —añ adió
con cierto apuro—, te prometo que era algo inocente. Yo también tengo pareja.
La mujer se limitó a sonreír al ver su expresió n de apuro, dejando ver tras sus labios el
brillo de dos largos y afilados colmillos. Lilith se quedó boquiabierta al verlos, olvidando
por completo todo el asunto de su ilícito flirteo con Alexander.
—Qué dentadura má s chula. ¿Son de verdad? —preguntó con genuino interés.
Ahora fue el turno de Betina de mostrarse confusa:
—¿Có mo dices?
—Ah, veo que ya os conocéis. —Alexander acababa de atender a un cliente lo
suficientemente cerca de ellas como para poder intervenir en su conversació n.
—Me la podrías haber presentado tú mismo —dijo Lilith con cierto resquemor, sintiendo
que Alexander había estado jugando con ella.
—¿Y quitarte la diversió n de conocer a Beti por ti misma? Habría sido una crueldad.
—Tengo entendido que te gustan los vampiros —añ adió esta, dejá ndole ver de nuevo sus
deliciosos colmillos.
—Vas a tener que decirme quién es tu protésico dental.
—¿Mi qué? —preguntó la joven.
Alexander se apoyó sobre la superficie de la barra para acercarse a Betina y hablarle como
si le hiciera una confidencia.
—Me temo que nuestra nueva amiga piensa que tus preciosos colmillitos son postizos.
—¿En serio? —Betina sonrió ampliamente, como si quisiera lucirlos a placer—. ¿Y por qué
iba alguien a pensar algo así?
—Porque la gente normal no los tiene así de largos, cariñ o.
—Pero si no los tuviera, ¿có mo se supone que iba a morderte?
—No airees nuestras intimidades en pú blico —le pidió , volviendo a incorporarse. Luego se
giró hacia Lilith, y le dijo con un guiñ o—: Tengo que recordarle cosas como esas
continuamente.
Lilith, que había asistido a aquel delicioso diá logo en completo silencio, le sonrió , con la
imagen de su desnudo y sangrante cuerpo bailá ndole en algú n punto de su mente.
—Por mí no se corten. Pueden desvelarme todas las intimidades que quieran. —A pesar de
que no era su intenció n, no pudo evitar que su voz sonara como una invitació n, ganá ndose
así otra larga y anhelante mirada de Alex.
—Sabes guardar un secreto, ¿verdad? —preguntó Betina. Lilith asintió vehementemente—.
¿Qué es lo que quieres saber sobre nosotros? —le susurró .
La respuesta parecía obvia.
—Todo.

La conversació n se prolongó durante varias horas. Lilith llegó a perder la noció n del tiempo
mientras entre copa y copa Betina, con la ocasional ayuda de Alexander, que se acercaba a
ellas cada vez que sus tareas se lo permitían, le narraba la que afirmaban que era su
historia de amor: có mo se habían conocido y enamorado a principios del siglo XX, có mo, en
aras de ese amor, habían tenido que huir poco después, para casarse a bordo del barco que
los alejaría de las costas canarias, y có mo recientemente habían decidido volver para
cumplir una promesa hecha a alguien muchos añ os atrá s. Le hablaron de su convivencia
durante los ú ltimos cien añ os, de sus viajes por Europa, de sus aventuras, pero sobre todo
le hablaron de un vínculo casi místico que había entre ellos, un vínculo alimentado por la
sangre que intercambiaban. Mientras escuchaba el relato, plagado de lagunas e
inexactitudes, Lilith se mantuvo alerta en busca de referencias literarias o cinematográ ficas
en las que la pareja podía haber basado su, evidentemente, falsa historia, y no pudo sino
establecer un paralelismo entre ellos y algunos de los personajes de los libros de Anne Rice.
Fan acérrima como era de dicha autora, se convenció de que ellos también debían serlo,
sobre todo Betina, cuya actitud, entre infantil y sensual, le recordó vivamente a la de la niñ a
vampiro.
Aunque no se tragó una sola palabra de lo que dijeron, Lilith creyó aprender varias
verdades sobre ellos mientras escuchaba el relato: que a pesar de su aparente juventud
debían de llevar mucho tiempo juntos, a juzgar por la complicidad que mostraban; que, de
alguna manera, ambos parecían creer con la misma intensidad en la historia que contaban;
y que seguramente tenían una vida sexual de lo má s imaginativa. A pesar de admirar la
autenticidad con la que ambos vivían su excéntrico estilo de vida, cuando terminó su relato
Lilith no pudo evitar lanzarles una pulla:
—Pues para ser vampiros, beben un montó n de vino, ¿no?
Ya había pasado la hora de cierre. Betina y Lilith se habían mudado a una mesa del ahora
vacío local y Alexander se había unido a ellas poco después mientras Gabriel y Raú l
terminaban sus tareas. Ahora, Alex la miraba, deteniendo a mitad de camino el acto de
llevarse a los labios la copa de vino que acababa de servirse. Lilith sonrió , satisfecha
consigo misma y sorprendiéndose a la vez de que ninguno de los dos fuera aparentemente
consciente de haber estado haciendo algo que contradecía su, por otra parte, elaborada
historia.
—Creía que los vampiros no comían ni bebían má s que sangre —observó con cierta
malicia.
Para su desconcierto, ambos se rieron y la miraron con condescendencia.
—Vamos… —dijo Alex—, no me digas que crees en esos estú pidos mitos.
—O sea, que ustedes dos comen y beben todo lo que desean. —Ambos asintieron—. ¿Y para
qué necesita un muerto comida o bebida?
—¿Y para qué necesita un muerto la sangre…, o cualquier otra cosa, ya que estamos?
—Para ser inmortal…
—Pues si se es inmortal, no se puede estar muerto —concluyó él su argumentació n.
—A ver si me entero —dijo, mirá ndolos de hito en hito—, que segú n ustedes, los vampiros
no son no-muertos…
—Todo lo que está vivo es un no-muerto. Un á rbol verde está no-muerto, un pez en el mar
es un no-muerto, y tú y yo, aquí, juntos, charlando y bebiendo somos, definitivamente, no-
muertos. —Mientras hablaba, Alex había cogido la mano de Lilith y la había llevado a su
rostro—. ¿Crees que estaría tan cá lido si estuviese muerto?
Por un momento, Lilith sintió que todas sus terminaciones nerviosas empezaban y
acababan en la palma de su mano. Notó con increíble nitidez el tacto de aquella piel contra
la suya: la suavidad de sus labios, la humedad de su aliento, la casi imperceptible rugosidad
de las mejillas, recién afeitadas, y negó con la cabeza.
—Betina y yo estamos muy vivos —continuó hablando—, y estamos dispuestos a
demostrá rtelo cuando tú quieras. Ademá s —dijo, apartando la mano de ella de su rostro y
posá ndola de nuevo, suavemente, sobre la mesa—, está s dando por sentado que yo
también soy un vampiro. Y a lo mejor no lo soy.
—¿Ah, no? —preguntó juguetona, elevando una ceja—. ¿Y có mo puedes llevar vivo má s de
cien añ os si no lo eres? —É l se encogió de hombros—. Está bien, está bien —dijo,
rindiéndose ante su desbordante imaginació n y decidiendo no seguir indagando en los
fallos que había en su historia.
—¿Y qué me dices de ti? —Betina la miró fijamente, apoyando su barbilla sobre su puñ o—.
Ni siquiera nos has dicho tu verdadero nombre.
—¿Qué te hace pensar que Lilith no lo es? —preguntó . Betina le lanzó una elocuente
mirada, como si la respuesta fuera obvia—. Bueno —repuso, no queriendo confirmar su
sospecha pero tampoco estando en posició n de negarla—, en todo caso, a mí me gusta que
me llamen así.
—Pues yo creo que a partir de ahora voy a llamarte Caperucita Roja.
—¿Caperucita Roja? —Esbozó una sonrisa de puro divertimento—. ¿Lo dices por el color
de mi pelo y mi vestido?
—Tal vez, o quizá s porque puedo ver a un lobo que te está acechando para devorarte —
respondió con total seriedad.
A Lilith se le congeló la sonrisa en el rostro.
—Beti… —pareció advertirla Alexander—. Sé buena.
—Discú lpame —dijo Betina con el tono de una niñ a que ha sido amonestada demasiadas
veces—. Alex siempre me dice que a veces soy un poco intensa.
—Está bien. —Sonrió y se levantó de su asiento. Ellos la imitaron—. Me ha encantado
hablar con ustedes. Y me gustaría seguir viéndote por aquí —añ adió en direcció n a Betina.
—A mí también me gustaría.
—Hasta luego.
Se levantó y se dirigió hacia donde estaba Gabriel, no sin antes lanzar una ú ltima mirada
por encima del hombro.
Alexander la observó mientras se alejaba, deleitá ndose, al parecer, en la suave ondulació n
de sus anchas caderas. Su compañ era sonrió con conocimiento.
—No creas que no sé por qué te gusta Caperucita Roja —comentó como si nada.
É l apartó su mirada de la joven pelirroja con cierta renuencia.
—¿Qué quieres decir?
Betina se encogió levemente de hombros mientras lo arrastraba hacia la salida.
—Que no soy boba, ¿sabes?
—Nunca he pensando que lo seas —fue la respuesta.
Una vez alcanzaron la calle, Alexander la ayudó a ponerse el abrigo.
—Entonces, ¿qué ha sido eso? —le demandó .
—¿Qué hay de malo? —La rodeó entre sus brazos y hundió la nariz en su cuello—. Pensé
que a ti también te gustaba —añ adió .
—Y me gusta —confesó ella con cierta simpleza mientras aceptaba con ecuanimidad las
carantoñ as que su compañ ero le estaba haciendo—, pero por razones completamente
distintas a las tuyas. —Apoyó la palma de su mano en el pecho de él y lo apartó de sí con
firmeza—. Pero no es para eso para lo que estamos aquí —le recordó .
Alex pareció disgustarse.
—Tú misma me dijiste que debíamos buscar la manera de llegar hasta él —respondió con
sequedad emprendiendo el paso.
—Acordamos otra cosa. Acordamos que te acercarías a él. Dijiste que podías hacerlo…
—Lo sé, pero a lo mejor estoy equivocado —dijo con voz queda—. Quizá s para él aú n no es
el momento adecuado.
—¿Y qué tienes en mente?
—No lo sé. —Se mordió el labio inferior, dubitativo—. ¿Es muy maquiavélico intentar
dejarle sin su fuente de sangre?
—Mmmhhh… —ronroneó acercá ndose a Alexander—. Me encanta cuando te pones
maquiavélico.
É l le dedicó una sonrisa preñ ada de ternura.
—Anda —dijo cogiéndola de la cintura para seguir avanzando abrazados—, vá monos a
casa. Cuando me porto así de mal me apetece que me castiguen.
Ella correspondió a su sonrisa, dejando entrever su hú meda lengua y sus afilados colmillos.
—En eso precisamente estaba pensando.
La pareja torció en la siguiente esquina.
—Ya me lo temía —dijo él mientras se perdían en la ciudad.

Si bien era habitual que Lilith le esperara hasta la hora de cierre, no lo era tanto que lo
hiciera acompañ ada. Ahora que por fin se había quedado sola, se entretenía en tomarse una
ú ltima copa en la barra mientras Raú l le ayudaba a recoger el local. Gabriel la miraba de
reojo a la vez que hacía la caja. La muchacha parecía contenta, risueñ a, muy satisfecha
consigo misma y con los nuevos amigos que al parecer había hecho aquella noche. Gabriel
había observado con una preocupació n creciente, que no tenía nada que ver con los celos,
el inocente flirteo entre ella y Alex. Ciertamente, no había nada extrañ o en la manera en la
que su empleado había entablado conversació n con Lilith ni nada en la actitud de ambos
que desvelara má s que una leve atracció n y un amistoso intercambio. Tampoco era, ni
mucho menos, la primera vez que veía a alguien tonteando con ella, ni siquiera la primera
que Lilith respondía con cierta coquetería femenina a dichas atenciones, pero la verdad era
que, desde el momento en el que había visto a Alexander acercarse a ella, algo le había
escamado, y ahora no conseguía deshacerse de esa incó moda sensació n.
Todo había cobrado sentido en cuanto había visto a aquella muchacha.
Junto a Lilith se había sentado una mujer que parecía ser muy joven. Iba vestida como
muchas otras de las clientas de aquel bar, de oscuro y con prendas neorromá nticas, pero en
ella ese estilo parecía diferente, má s auténtico. Su cabello color miel caía en sedosas ondas
sobre su hombro derecho y enmarcaba un exquisito rostro en forma de corazó n, dominado
por unos grandes ojos. Sus facciones eran redondeadas, infantiles, y su expresió n algo
ausente, pero a pesar de su angelical belleza había algo inquietante en ella, algo que hizo
que se le erizara el vello de la nuca. Ni siquiera necesitó ver los afilados y largos caninos
que asomaban tras sus finísimos labios para darse cuenta de lo que era.
En ese momento la noctívaga le había mirado, clavando en él unos ojos que bajo la incierta
luz del local parecían redondos y amarillos, como los de un gato. El corazó n de Gabriel
había dado un vuelco. Con la misma certeza con la que él la había identificado como una
igual, ella debía de haber hecho lo mismo con él.
—Oye, Raú l —le había preguntado al camarero cogiéndole por el brazo—. ¿Sabes quién
esa, la que está hablando con Lilith?
Raú l había mirado en la direcció n indicada.
—Ah, sí. Esa es la chica de Alex. Es guapa, ¿eh? —respondió con ligereza antes de alejarse.
En aquel momento, su atenció n se había vuelto hacia Alexander, que servía copas y hablaba
con los clientes en relajada actitud. Cabía la extrañ a posibilidad de que Alex, al igual que
Lilith, estuviera liado con un noctívago sin saberlo, pero algo le decía que no era así. «¿Eres
un vampiro de verdad, como dicen de ti?», le había preguntado sin el menor atisbo de duda
en su voz tan solo unas noches atrá s, justo antes de intentar seducirle.
Como cada vez que recordaba el confuso momento en el que Alexander le había besado,
Gabriel hizo un esfuerzo por sacudirse tales pensamientos, pero no lo consiguió . Por su
mente pasaron entonces las extrañ as sensaciones que sentía cuando estaba cerca de él, lo
familiar que le resultaba, lo intenso que era el deseo que sentía por su sangre, lo viejo que
parecía ser… Sospechas sin nombre empezaron a tomar forma en su mente. ¿Había sido
solo fruto de la casualidad que acabara de contratar a la pareja de una auténtica noctívaga,
o era, simplemente, que la macabra fama de su bar los había atraído de alguna manera? ¿O
había algo má s?
Percatá ndose de que había perdido la cuenta, volvió a amontonar los billetes ante sí para
volver a contarlos, pero antes de hacerlo miró de nuevo a Lilith. Charlaba animadamente
con Raú l, quien rellenaba unos servilleteros justo al lado de donde se encontraba,
seguramente para tener una excusa que le permitiera flirtear con ella. Justo entonces, el
muchacho dejó lo que estaba haciendo para coger la mano derecha de Lilith y decirle
alguna tontería sobre su línea del amor.
—¡Eh, tú , donjuá n! —ladró Gabriel desde el otro extremo de la barra—. Vete dentro a
poner los lavavajillas, anda.
—Pero jefe, los servilleteros...
—Tira —le espetó , haciéndole un gesto con la cabeza en direcció n a la trastienda.
Algo en su seco tono de voz pareció advertir al muchacho que era mejor cumplir sus
ó rdenes, y tras soltar la mano de Lilith, hizo un rá pido mutis por el foro.
—No te pongas así con él... —Lilith abandonó su asiento para tomar otro, má s cerca de
donde él estaba—, sabes que es inofensivo.
—¿Inofensivo? —resopló , a la vez que reiniciaba el recuento de billetes—. Eso te crees tú .
—¿Está s celoso?
—No —dijo, antes de darse cuenta de que debido a su actitud de aquella noche, sin duda
debía parecerlo. Luego pensó que quizá s esa podía ser la coartada perfecta para obtener
cierta informació n—. Al menos, no lo estoy de Raú l —añ adió como si nada.
Lilith sonrió .
—¿Lo dices por Alexander? Culpa tuya, por haber contratado a un chico tan guapo.
—Así que crees que es guapo… —Intentó reanudar la cuenta, a pesar de que sabía que se
sentía demasiado desconcentrado para ello, pero al menos el movimiento le sirvió para
mantener una actitud reservada y fingir cierto desinterés—. ¿Por eso estuviste tanto rato
hablando con él?
—Con él y con su mujer —puntualizó la joven—. ¿De dó nde has sacado a ese par de
flipados?
—¿Flipados, eh? —preguntó . Dando la tarea por imposible y la noche por terminada,
guardó el fajo de billetes con la intenció n de hacer el conteo en otro momento y rodeó la
barra para coger a Lilith del brazo.
—No me malinterpretes, que me encantan —dijo mientras dejaba que él la ayudara a
ponerse el abrigo—. Ella es una pasada, deberías contratarla también, aunque solo sea para
que haga ambiente. ¿Te has fijado en sus colmillos? —preguntó extasiada.
—Lilith, no empecemos…
Ella le miró mal encarada.
—¿Qué? Alexander dice que ella le muerde, que beben cada uno la sangre del otro para…
—Ten cuidado, no sea que tú también te lleves un mordisco por juntarte con quien no
debes.
—¿Tan malo sería eso? —masculló Lilith.
—Raú l —gritó Gabriel en direcció n a la trastienda—, no te olvides de cerrar.
Oyeron la distante respuesta del joven empleado mientras iban hacia la salida.
La cortante brisa del Atlá ntico los golpeó al salir. Lilith se apretó contra el cuerpo de
Gabriel en busca de calor y él la rodeó con su brazo, notando las cá lidas formas de su
cuerpo a través de la tela. Sintiendo el avance de la excitació n, la sorprendió empujá ndola
contra un portal cercano para subyugarla con un profundo beso.
—Cojamos un taxi —le pidió —. Ardo en deseos de llegar a tu casa.
—¿Ah, sí? —tonteó ella, metiéndole las manos en los bolsillos traseros de los pantalones y
atrayéndole hacia sí—. ¿Y para qué tienes tanta prisa?
—Para devorarte —fue la respuesta.
Gabriel se inclinó sobre ella para besarla nuevamente, pero ella reculó .
—Qué casualidad... ¿Sabes lo que me dijo Betina? Que soy como Caperucita Roja —relató
con una sonrisa—. Porque hay un lobo que me quiere devorar. Pero aquí, el ú nico que me
quiere devorar eres tú ...
Lilith se puso de puntillas para besarle y él hizo lo posible por corresponder, a pesar de que
sentía có mo en sus venas se le había helado la sangre.
Las Palmas de Gran Canaria a 15 de noviembre de 1913
El aire de la casa olía a enfermedad y muerte. Apenas importaba que las criadas abrieran
los grandes ventanales en un intento de renovarlo, o que pusieran flores por toda la casa. El
aroma de los claveles, las rosas y los geranios se mezclaba con el malsano hedor que
despedía el dormitorio de doñ a Elvira. La señ ora se moría y ya no se podía hacer nada.
Quizá fuera mejor así, pobrecilla, pensaban algunos. Tantos añ os postrada en una cama a
causa de un horrible accidente, que había quebrado su espalda y la había dejado inú til
desde muy joven. Los añ os en la cama le habían producido enormes ú lceras, que habían
terminado por infectarse, y su cuerpo se había debilitado cruelmente. Al final, el doctor
Betancourt le administró morfina, y había dicho que era mejor que no sintiera nada a la
hora de su muerte.
«Se supone que los hombres no deben llorar», se reprendía Gabriel, mientras intentaba
reprimir los estrangulados sollozos que sacudían su cuerpo. Pero en realidad tenía que
bastar con que nadie lo viera. Llorar por su madre le parecía algo natural, pero su padre,
hombre severo donde los hubiera, no lo aprobaría. Un hombre tenía que comportarse como
tal, de lo contrario no era digno de ese nombre. Ahora, él tenía que dar la talla y ser un
hombre de verdad, como su padre. Pero, sencillamente, le resultaba imposible hacerlo.
Le gustaba recordar a su madre tal y como era antes del accidente. Có mo ella siempre tenía
tiempo para jugar con él, para reír con sus bromas, para cantarle por las noches. Aunque de
eso hacía ya muchos añ os.
Elvira no venía de una familia de alta alcurnia. Su padre había sido un comerciante venido a
má s por sus buenas inversiones en el comercio marítimo, y se había esmerado en dar una
buena educació n a sus hijos, aunque nunca pudieron librarse de la etiqueta de «nuevos
ricos». Sin embargo, Elvira había hecho un buen matrimonio, y a la muerte de su padre su
esposo se encargó del negocio familiar con mano de hierro y mente de contable.
Pero por su sencilla educació n, Elvira no era de esas mujeres que disfrutaban bebiendo el
té con las grandes damas mientras las doncellas cuidaban de los niñ os. Ella se había
empeñ ado en amamantar a sus hijos, en cuidarlos y sacarlos de paseo, en bañ arlos y
arrullarlos para dormir. Incluso a los dos niñ os enfermos que tuvo, por los que los médicos
no tuvieron nunca ninguna esperanza y que no alcanzaron el añ o de vida. Cuando por fin
tuvo a Gabriel, un bebé hermoso, gordo y fuerte como no lo habían sido los anteriores, se
volcó por completo en él, y lo crio con mimo y esmero.
Por eso Gabriel amaba tanto a su madre y cuando estaba con ella recordaba có mo era ser
un niñ o, ser llevado en brazos, ser besado y arropado antes de dormir, y saber que siempre
había alguien cuidando de él.
Incluso después de que Elvira quedara invá lida, Gabriel y ella siguieron teniendo una
estrecha relació n. É l siempre acudía a ella en busca de consejo y apoyo. Cada día al llegar a
casa le relataba lo que había aprendido ese día en la escuela, con quiénes jugaba en la calle,
lo que les había enseñ ado el cura en la catequesis o sus progresos con el piano. Le contaba
si se había comprado un nuevo caballo o si hacía un nuevo amigo, o hablaban de religió n o
política. A medida que Gabriel fue creciendo, ella vivió la vida de su hijo a través de sus
palabras. Y no importaba lo cansada que estuviera o los dolores que sintiera; cuando
Gabriel se sentaba a su lado Elvira era siempre todo oídos.
Gabriel hizo un esfuerzo por dejar de llorar y se lavó la cara con el agua fresca que había en
la jofaina. Luego miró su reflejo en el pequeñ o espejo que había sobre ella, el que usaba
para afeitarse. Su rostro tenso y sus ojos rojos le devolvieron una mirada desolada, en la
que podía verse todo el dolor del mundo.

Su madre murió al cabo de dos días. Era febrero y el cielo estaba encapotado durante su
entierro, pero no cayó ni una gota de lluvia. Gabriel no lloró mientras veía có mo enterraban
a su madre. Su padre, impertérrito a su lado, se erguía todo negro con su porte de gran
señ or, aceptando con ecuanimidad las palabras de pésame. Gabriel levantó los ojos hacia
aquel cielo que quizá por solidaridad se tragaba las lá grimas, tal y como él tenía que
hacerlo. Luego miró a los á ngeles que coronaban el muro del cementerio y señ alaban con
sus dedos hacia el cielo, como si quisieran mostrar a las á nimas hacia dó nde debían
encaminarse. El joven se estremeció al no poder evitar preguntarse, a pesar de su fe
cató lica, qué le esperaría a su madre allí arriba.
Estaba junto a su padre, aceptando los pésames y las buenas palabras de los asistentes,
cuando un movimiento en el límite de su visió n le hizo girar el rostro. Un enorme perro
negro le miraba desde el final de la calle, justo al lado de un ostentoso mausoleo familiar.
Una sú bita sensació n de irrealidad, como si lo que estuviera observando no pudiera estar
ocurriendo, le acometió , y Gabriel se dio cuenta de que aquel no era un perro ordinario.
Quizá s por primera vez desde que era un adulto, Gabriel recordó que ese animal ya había
aparecido antes en su vida. Rememoró entonces la incomodidad que sentían sus padres
cada vez que él, aú n en su primera infancia, afirmaba que un perro negro, que nadie má s
que él podía ver, se acostaba por las noches a los pies de su cama para protegerle mientras
dormía. No podía dilucidar de sus recuerdos si el niñ o que había sido lo veía de verdad o
solo imaginaba hacerlo, pero lo cierto era que recibió innumerables castigos a manos de su
padre por su demasiada imaginativa y fantasiosa mente. Su madre, por el contrario, nunca
se enfadó con él por aquella razó n, sino que le miraba con tristeza y callaba ante los
ataques de ira de su esposo.
—Yo te creo, cariñ o —le había dicho una noche su madre, acuná ndolo entre sus brazos
para consolarlo. El niñ o acababa de recibir diez azotes con el cinturó n de su padre, y
aunque todavía le dolían los golpes no lloraba por eso, sino por la tremenda injusticia que
suponía ser castigado por decir algo que para él era verdad. Luego, aú n escaldado por el
castigo, había vuelto su ira contra su madre por no defenderlo ni creer en él. Elvira,
profundamente dolida, en vez de enfadarse le había abrazado—. Claro que te creo —repitió
con énfasis antes de coger a su hijo por los hombros y mirarle fijamente—, pero lo que yo
opine no importa, y tú harías bien en hacer caso a tu padre.
—Pero sí que lo veo —había replicado él entre lá grimas—, ¡sí que lo veo!
—Lo sé, pero debes aprender, tarde o temprano, que lo que tu padre no ve, sencillamente
no puede existir. No sigas buscando lo que hay má s allá de la mirada casual del mundo.
Aquella conversació n había tenido lugar poco antes del accidente de su madre, tras el cual
Gabriel no había vuelto a ver al perro, que poco después quedó relegado a una casi olvidada
anécdota pueril. Ahora, el animal le observaba y parecía esperar por él, obligá ndole a
enfrentarse a la certeza de que, en contra de todo lo que su padre creía saber acerca del
mundo, aquel perro negro sí que existía. En ese momento, el animal giró la enorme testa y
desapareció tras un recodo. Se apresuró a seguirlo, pero antes de llegar a girar la esquina
oyó que le llamaban por su nombre.
—¡Gabriel! —Se giró , y vio que Antonio caminaba hacia él—. ¿A dó nde vas? Tu padre no
quiere que te alejes. El alcalde ha venido para darles el pésame.
—Está bien —dijo.
Su amigo le cogió del brazo y se dejó guiar por él de vuelta al cortejo fú nebre, reunido en
torno al mausoleo familiar, pero no pudo evitar mirar por encima del hombro, esperando
vislumbrar una vez má s al misterioso animal.
Ya no estaba allí.
No te guardes nada
Gabriel bajó la mirada para ver có mo el agua que se iba por el desagü e de la ducha lo hacía
teñ ida de carmesí. Regueros de sangre manaban de los recientes cortes de sus muslos, que
ni siquiera se había molestado en cubrir.
Los sueñ os habían seguido acosá ndole durante toda la semana, con una virulencia antes
desconocida para él. Siempre eran sueñ os sangrientos, aterradores, absolutamente
excitantes, de los que despertaba ansioso y cubierto de sudor, con la mandíbula tensa y la
entrepierna palpitante, y que le hacían pensar que poco a poco empezaba a rendirse a unos
impulsos que ya ni el dolor ni el agua fría parecían capaces de controlar. Mientras el agua
caía sobre su nuca y resbalaba por su espalda, los ecos de su agitado sueñ o seguían
revoloteando en su mente, impidiéndole desprenderse de la ansiedad que le corroía.
Cerró el grifo y el silencio que se apoderó del bañ o le hizo percibir, por primera vez aquella
tarde, el tecleo de la má quina de escribir de Antonio. Su prognatus debía de haberse
despertado mientras él se aseaba. Salió de la ducha y, aú n desnudo, se sentó sobre la tapa
del wá ter para cubrirse los cortes y detener el sangrado.
«¿Qué dirían si me vieran así?», no pudo evitar preguntarse. Le resultaría tremendamente
vergonzoso que alguien le sorprendiera en ese estado, que los demá s supieran que tenía
que recurrir a las automutilaciones, y cada vez con mayor frecuencia, como medio de
control. Ocultar sus cicatrices de Lilith no estaba siendo tarea fá cil, y la joven ya le había
hecho algú n comentario al respecto. Ahora que las marcas en su piel se multiplicaban cada
día, Gabriel empezaba a contemplar en serio la posibilidad de no desnudarse de cintura
para abajo en sus encuentros con ella, aunque eso originara también comentarios
maliciosos. «¿Qué diría mi pater si me viera así?», se preguntó a continuació n. Si Fernando
supiera a qué métodos debía recurrir para controlarse, le reprobaría con dureza.
Pensar en el viejo noctívago, que tanto había hecho por él, le hizo sentir un nudo en el
estó mago. Fernando no solo le había convertido en su prognatus, sino que, tras perdonar
sus errores pasados, le había ayudado para que no volviera a repetirlos. Si Gabriel se
contenía tan duramente, se dijo, no solo era por su paz de espíritu, sino también por el
temor reverencial que le producía la posibilidad de decepcionar la confianza que Fernando
había depositado en él, incluso después de no mostrarse digno de ella. Sin embargo, no
podía ocultar, ni a su pater ni a sí mismo, que necesitaba ayuda. Quizá s ya era hora de
pedirla.
Tras secarse y vestirse, salió al pasillo. Justo entonces sonó su teléfono mó vil. Era Lilith.
—¿Sí?
—Hola, guapetó n —oyó al otro lado de la línea.
En cualquier otro momento el comentario le hubiese hecho sonreír, pero dadas las
presentes circunstancias, se limitó a bufar.
—Hola, Lily.
—Está s muy serio. ¿Qué le pasa a mi vampiro favorito? —ronroneó .
—No estoy serio. —Gabriel hizo un esfuerzo por suavizar su tono de voz—. Es solo que me
has pillado a punto de salir de casa. ¿Qué quieres?
—Nada, que había pensado en que podíamos hacer algo juntos esta tarde…
—¿Pero no habíamos quedado ya en vernos esta noche, cuando salgas del trabajo? —
preguntó .
—Ya, pero no estaría mal vernos un rato antes. ¿Una cena temprana antes de mi turno,
quizá s?
—Es muy tentador —convino—, pero precisamente hoy no puedo. Tengo… algo que hacer.
Hubo un silencio al otro lado de la línea telefó nica, durante el cual se imaginó a la joven
interpretando la razó n de su titubeo. Luego, la escuchó reprimir una exclamació n.
—¿Vas a ir a ver a Fernando?
—Lilith —se apresuró a decir—, no…
—Déjame ir contigo —le pidió antes de que pudiera impedírselo.
Gabriel suspiró .
—Estoy harto de tener la misma conversació n contigo una y otra vez.
—Pero, es que las historias que cuentan… Que puede leer tu mente, decirte tu futuro y…
—¿Crees que me niego solo para joderte o algo por el estilo? —le espetó . Ella no contestó , y
Gabriel aprovechó para terminar su argumento—: Créeme, Lily, es mejor así.
—Como tú quieras —dijo ella sin mucho convencimiento.
—Gracias. Nos veremos esta noche. Y acuérdate de coger má s tubos en el hospital, ¿vale?
Esta mañ ana usamos el ú ltimo.
—Está bien —respondió ella, ausente.
—¿Seguro que está bien? —preguntó él con cierta inseguridad.
Durante un momento ella no contestó . Cuando habló lo hizo con un tono de voz no
presagiaba nada bueno.
—Te veo luego —se despidió lacó nicamente, justo antes de colgarle.
Gabriel se quedó mirando al auricular, algo preocupado, pero pensó que tendría que lidiar
con el enfado de Lilith má s tarde. El tecleo de la má quina de escribir le sacó de su
ensimismamiento. Dejando sus problemas de lado por el momento, se dirigió a la
habitació n del escritor.
—Antonio —le dijo al entrar—, voy a salir ya. ¿Necesitas algo antes de que me vaya?
Antonio cerró los ojos brevemente e inspiró antes de contestarle:
—Te he dicho una y mil veces que no me interrumpas cuando estoy trabajando.
El comentario había sido hecho con evidente mala leche, pero Gabriel no se dio por
enterado.
—Te he dejado algo para cenar en la nevera. Para cuando termines de trabajar.
—Vale —le respondió , sin dignarse siquiera a separar su mirada de la hoja mecanografiada.
Gabriel ya se iba cuando le oyó hablar otra vez—. Sé que a ti no te lo parece, pero lo que
hago es importante.
Antonio había despegado por fin los dedos del teclado y se había girado en su silla para
mirarle directamente. Ante su escrutinio, Gabriel se limitó a encogerse levemente de
hombros.
—Má s importante es que comas. Que te cuides un poquito. Así podrá s trabajar mejor.
Antonio entrecerró los ojos con suspicacia.
—No me trates como si fuera un niñ o.
Eso solo dejaba una respuesta que dar:
—Pues entonces, no te comportes como tal.
Gabriel se preparó para otra discusió n en cuanto Antonio se dispuso a replicar, pero no
pudo lanzar la frase mordaz que parecía tener preparada, pues un violento acceso de tos se
lo impidió .
—Joder, Antonio —dijo Gabriel, acercá ndose para ayudarle.
Antonio braceó para intentar impedírselo a la vez que intentaba, sin mucho éxito, reprimir
la tos. Gabriel consiguió al fin ayudarle a incorporarse y le sostuvo hasta que se le pasó .
Luego le sirvió un vaso de agua.
—Anda, te ayudaré a tenderte.
—No necesito acostarme —le contestó con la voz ronca, apartando de sí los brazos de su
amigo. Bebió otro pequeñ o sorbo de agua y se dispuso a sentarse de nuevo frente a su
má quina.
—¿Está s seguro? ¿Quieres que…?
—Que me dejes en paz, joder —le dijo con mal tono.
—Como quieras. —Rendido, se apartó de él y levantó las manos, evidenciando su derrota.
Se giró para salir de la habitació n, pero cuando estaba a punto de hacerlo, volvió a mirarle
—. Solo intentaba ayudarte.
—Guá rdate tu ayuda por donde te quepa —espetó .
—Está bien. Que tengas buena noche.
Gabriel salió del dormitorio, sintiéndose extrañ amente dolido. A su espalda volvió a oírle
toser. Se quedó un momento junto a la puerta para asegurarse de que no era un nuevo
acceso de tos, pero en cuanto lo oyó teclear decidió que no estaba tan grave y salió de casa.
—A la calle Fortuny —le pidió al primer taxista que paró . No fue hasta que se hundió en el
confortable asiento trasero del Mercedes a bordo del cual atravesaba la ciudad que se
permitió pensar en Lilith.
De la misma manera en la que ella tendía a idealizarlo a él, también idealizaba todo lo que
tuviera que ver, al menos mínimamente, con lo sobrenatural, lo nocturno y lo vampírico, y
las historias que corrían en determinados ambientes de la ciudad acerca del viejo brujo que
vivía en Ciudad Jardín, quien podía adivinar tus pensamientos y contactar con el mundo del
má s allá , siempre habían espoleado su imaginació n. Desde que Lilith descubrió , de la
manera má s fortuita, que Gabriel tenía cierto contacto con él, no había dejado de insistirle
en que la llevara a verlo. No sabía lo que la chica esperaba realmente que ocurriría si
conocía a Fernando, pero Gabriel creía que dicho encuentro no solo no cumpliría sus
fantasiosas expectativas, sino que supondría exponerla demasiado a un mundo que era
mucho má s real de lo que ella misma estaba dispuesta a creer.
Encima, la noche anterior no se había despedido de ella de la mejor forma posible, pero no
por la razó n que la joven sospechaba. Si en un principio ella le había acusado de estar
celoso como una broma, cuando él, taciturno y turbado, se había negado a entrar en su casa
tras acompañ arla hasta la puerta, había repetido la acusació n, esta vez en serio. Gabriel no
se esforzó por negarlo. Que ella creyera eso era mejor que contarle la verdad. Y la verdad
era que cada vez se sentía má s tentado de darle lo que quería.
“Hay un lobo que me quiere devorar”, le había dicho, juguetona y jactanciosa. Gabriel sabía
que en realidad no era un lobo, sino un demonio oscuro y lanudo que habitaba en su
interior, y que estaba sediento de sangre. Y también sabía de lo que era capaz si no
conseguía contenerlo por má s tiempo.
Eso lo llevó a pensar de nuevo en lo ocurrido la noche anterior. Descubrir que la mujer de
Alexander era una auténtica noctívaga le había sacudido en lo má s hondo. Quizá s
Alexander había sido con él má s franco de lo que había creído en su primera noche en el
local cuando le había preguntado por su vampirismo. Desde entonces, Gabriel había evitado
quedarse a solas con él, pero quizá s no debía haberlo hecho. A lo mejor su nuevo camarero
sabía muy bien quién y qué era él desde un principio. A lo mejor su accidente no había sido
tal, sino que se había cortado intencionadamente para tentarlo. A lo mejor por eso le había
besado.
Recordar el candente beso que habían compartido le parecía ahora humillante y doloroso.
Que después de su rechazo Alexander hubiera intentado seducir a Lilith solo añ adía sal a la
herida.
Había, ademá s, otra posibilidad que debía contemplar: que la noctívaga y Alexander
estuvieran allí por él. Ese pensamiento le hacía sentirse amenazado. Durante sus casi cien
añ os de vida nocturna, Gabriel no había tenido que lidiar con otros noctívagos, aparte de
Antonio, su propio pater y el sirviente de este, y no estaba seguro de có mo encarar la
situació n.
El taxi lo dejó en la direcció n indicada, una calle de amplias aceras y escaso trá fico,
relativamente cerca del centro histó rico de la ciudad. A ambos lados de la calle había
hileras de viviendas unifamiliares de mayor o menor tamañ o. Ciudad Jardín había sido, en
su inicio, una zona de asentamiento para los ingleses y holandeses que empezaron a poblar
la isla en los albores del siglo XX, atraídos por el clima y las perspectivas comerciales del
Puerto de la Luz. Muchas de las mansiones y palacetes que poblaban la zona databan de
aquella época. Algunas eran incluso má s antiguas que el barrio en el que estaban
emplazadas. Ese era el caso de la que tenía ante sí.
Era una casa cuyo cuerpo principal constaba de dos plantas, con una torreta anexa que
tenía una tercera, un tejado transitable y jardines frontal y trasero, muy diferente a la típica
casa canaria. Al parecer, había sido construida a finales del XIX por uno de los primeros
comerciantes ingleses que se asentaron en la isla. Fernando la había adquirido unos añ os
má s tarde, para habitarla desde entonces. Y Gabriel había velado para que así fuera.
Cada veinte o treinta añ os se había encargado de cambiar el título de la propiedad de
nombre, con el fin de que siguiera en manos de Fernando. Siempre que era necesario,
actualizaba los datos del catastro, pagaba la contribució n y los impuestos municipales.
Había cambiado la instalació n eléctrica y la fontanería al menos tres veces, y se encargaba
de que la fachada fuera pintada puntualmente cada diez añ os. El mantenimiento de una
casa tan antigua le suponía una enorme inversió n econó mica, incluso aunque su pater só lo
le permitiera hacer las reformas estrictamente necesarias. Fernando detestaba que la casa
se modernizara y se negaba a muchas de las mejoras que Gabriel le proponía, accediendo
solo a aquellas que eran imprescindibles para el mantenimiento del inmueble. Quizá s
respondiendo a los deseos de su dueñ o, y a pesar del considerable esfuerzo que Gabriel
hacía por mantenerla, la vivienda siempre tenía un aspecto descuidado y decadente. La
vegetació n del pequeñ o jardín frontal, que se podía apreciar a través de la verja que lo
guardaba crecía frondosamente y sin control, mientas que el jardín trasero estaba seco y
sin vida, presidido por un enorme á rbol, muerto muchos añ os atrá s, que Fernando siempre
se había negado a arrancar. El desvá n de la torreta, en desuso desde hacía décadas, estaba
condenado y no había sufrido reforma alguna. Desde el ú ltimo repaso a la fachada,
realizado un par de añ os antes, la pintura se había oscurecido por la humedad y la hiedra y
las buganvillas la había invadido. El lacado blanco de la verja se estaba desprendiendo,
dejando ver que la madera que había debajo empezaba a pudrirse. Con el pensamiento de
que pronto habría que reemplazarla por una de aluminio, Gabriel la atravesó para entrar en
el recinto y llegar hasta la puerta principal, en la que lucía una desgastada aldaba de lató n
en forma de puñ o cerrado. Otra de las muchas mejoras a las que Fernando se había negado
había sido la de instalar un timbre, alegando no solo que le disgustaba el zumbido que
emitían, sino que eliminaba la buena y sana costumbre de tocar a la puerta, así que Gabriel
golpeó un par de veces la aldaba y esperó a que su llamada fuera respondida.
La puerta se abrió pocos segundos después, y el sirviente de Fernando le franqueó el paso.
Al igual que él mismo, era también prognatus de Fernando, y le servía desde hacía
muchísimos añ os. Era un hombre reservado, silencioso y leal, que debía de haber sido muy
joven cuando se convirtió en noctívago. Gabriel no recordaba haber intercambiado con él
má s que unas pocas palabras en todo aquel tiempo, pero no podía menos que admirar su
dedicació n para con el viejo noctívago.
—Buenas noches, Gabriel —le saludó —. Fernando le espera.
—Gracias —dijo.
Gabriel lo siguió hasta el saló n, donde Fernando se sentaba en un antiguo silló n de orejas
cuya tapicería estaba muy desgastada. Dejando el libro que leía en la mesita que tenía al
lado, se incorporó para saludarle.
—Ya iba siendo hora —le dijo.
A pesar de saber que era imposible, Gabriel pensó en aquel momento que su pater parecía
haber envejecido. Quizá s era por la expresió n severa y profundamente miserable que
siempre lucía o por su aspecto enflaquecido y famélico, que hundía sus ojos y sus mejillas y
hacía colgar la piel de su cuello, pero algo en él hacía que le costara reconocer en el hombre
que tenía ante sí al imponente noctívago que una vez había sido.
—Prepara café para dos —le dijo a su sirviente. Luego se giró hacia Gabriel—. Ven a
sentarte conmigo.
—Sí —dijo.
Tomando de nuevo el libro de la mesita, lo abrió para continuar la lectura donde
aparentemente la había dejado antes de su llegada y no hizo má s comentarios. Se
mantuvieron en silencio hasta que unos minutos má s tarde el sirviente volvió al saló n,
portando una bandeja con dos humeantes tazas. Gabriel sorbió distraído su propio café.
Luego, al ver que Fernando no parecía tener intenció n de iniciar una conversació n,
preguntó :
—¿Có mo se encuentra?
—Igual que siempre —fue la parca respuesta.
Un nuevo silencio se instaló en la estancia. Fernando parecía seguir enfrascado en la
lectura, pero a Gabriel aquella quietud le resultaba opresiva. Tras revolverse incó modo en
el asiento, comentó :
—No he podido evitar fijarme en que la madera de la verja está empezando a…
—La verja está bien como está —le interrumpió .
—Como usted diga —consintió .
—¿Y tú ? ¿Alguna novedad?
Por un momento, Gabriel pensó en que en efecto la había: una noctívaga de ojos ambarinos
que parecía saber má s acerca de él de lo que parecía conveniente. Por primera vez se
preguntó si debía decírselo a su pater, si él tenía derecho a conocer la presencia de la mujer
en la ciudad, pero algo le retuvo. Con un acceso de pá nico, la apartó rá pidamente de sus
pensamientos en cuanto se percató de que Fernando separaba por fin la mirada de su libro
para posarla en él.
—No, ninguna —mintió , haciendo un considerable esfuerzo por dejar la mente en blanco.
Fernando le miró fijamente, como si quisiera ver a través de él.
—¿Qué es lo que me está s ocultando? —le preguntó . Gabriel había tratado demasiado con
Fernando como para sorprenderse de sus capacidades. Bajó la mirada, y en aquel momento
acudió a su mente la imagen de sí mismo, en el bañ o, derrotado por sus pesadillas—.
Há blame de esos sueñ os que has estado teniendo —le exigió .
Asintió y dejó que su psique fuera invadida por el recuerdo de sus violentos sueñ os,
preparado para mostrá rselos a su pater si este quería verlos.
—Los tengo má s a menudo y má s violentos que nunca —admitió —. Siento que algo me
llama. Es como estar siendo perseguido por algo que sabes que tarde o temprano te va a
alcanzar.
Fernando se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre sus muslos.
—El wa-yewta no es algo que te llama. No es algo que te persigue, ni algo que está a punto
de alcanzarte. El wa-yewta es algo que eres, y harías bien en dejar de usar eufemismos para
referirte a tu situació n.
—Sí, pater.
Fernando asintió , complacido con su sumisió n, antes de decir:
—Recuerda por qué tienes que reprimirte. Recuerda lo que pasó cuando dejaste que el wa-
yewta te controlara. Recuerda lo que le hiciste a tu inocente víctima, por pura maldad.
—Lo recuerdo perfectamente —contestó con aspereza.
Fernando se reclinó contra su asiento.
—Mientras manejes la situació n…
—Lo hago.
—Ten en cuenta que la moderació n, y no la supresió n, es la clave del éxito.
—Lo sé.
—¿Y tu amante?
—Sigo con ella.
—Bien.
Sintió la mirada de Fernando sobre sí, y no pudo evitar bajar la suya. Cuando notó có mo su
pater se levantaba del asiento, un escalofrío de anticipació n le recorrió , y se preparó para lo
que sabía que estaba a punto de ocurrir. Lo sintió caminar hasta rodear el silló n en el que
se encontraba, y se estremeció cuando sus largos dedos se posaron en su nuca y subieron,
acariciá ndole los cabellos, hasta quedar posados en su coronilla. Sin apartar la mano de su
cabeza, Fernando siguió avanzando hasta quedar de nuevo frente a él, dejá ndole ver las
arruinadas alpargatas que le servían como calzado.
—Gabriel, mírame —le ordenó .
Renuente, Gabriel alzó el rostro y se quedó atrapado en la oscura mirada de su pater. En
aquel terrible instante se sintió paralizado, como convertido en piedra por la mística
mirada de una gorgona, y sintió que no podría moverse hasta que Fernando lo liberase.
—Sabes que no me gusta usar medios tan duros contigo —le dijo con voz susurrante y
pausada—, pero creo que esta vez es necesario. Vamos, no tengas miedo, cierra los ojos.
Cuéntame esos sueñ os. —Gabriel sintió có mo aumentaba la presió n de los dedos de
Fernando sobre su crá neo—. Y no te guardes nada.
Abrió los ojos, sobresaltada, y exhaló un suspiro de alivio al verse tumbada en una
confortable cama. El dorado sol del atardecer se colaba por una rendija de los pesados
cortinajes y caía sobre ella. Sin atreverse a girarse, alargó la mano izquierda para tocar el
familiar cuerpo que yacía a su lado. Solo entonces permitió que su aliento fuera volviendo a
la normalidad.
Mientras acariciaba con suavidad el vientre de Alexander, que se mecía al compá s de la
lenta respiració n de un durmiente, Betina cerró los ojos y dejó que las imá genes de su
sueñ o volvieran a ella, en un intento de retenerlas antes de que se perdieran en la confusa
marañ a del subconsciente. Al principio se sucedieron de manera rá pida y dispersa, hasta
que, poco a poco, consiguió darles forma.
Está en un oscuro bosque. El tupido follaje de los nudosos árboles, que se yerguen a ambos
lados de la vereda, solo permite que hasta ella llegue amortiguada la luz azulada del
firmamento nocturno. No siente ningún temor, sino la excéntrica familiaridad que otorga el
saber que se transita por un sueño recurrente. El sendero es tortuoso, cubierto de maleza,
pero avanza con la determinación de quien está dispuesto a abrazar su destino. Vagamente le
parece recordar que muchos años atrás, al saber hacia dónde le conduciría, había desechado
transitar ese mismo camino, pero ahora apenas siente un débil eco de esa pasada cobardía.
Un obstáculo se interpone en su camino. Frente a ella hay una bestia, tan negra que sus
bordes se difuminan con las sombras que pueblan el bosque. Su actitud, claramente hostil, le
hace entender que no le permitirá pasar. Tras la bestia, en serena espera, puede ver la figura
esbelta y oscura de un príncipe. La única nota de color en toda la escena es una manzana roja
que el príncipe sostiene en la mano izquierda, una manzana roja que ella desea con todas sus
fuerzas. Da un vacilante paso al frente, pero la bestia gruñe en su dirección y le muestra sus
espantosos colmillos, tan largos como sus propios antebrazos. El príncipe también le enseña
sus colmillos, que se asoman tras sus labios carmesí cuando sonríe en su dirección. Mientras
ella le mira, anhelante de amor, él asiente con calma, como si quisiera hacerle saber que es el
momento de dejarlo marchar.
Sabe ahora que debe volver sobre sus pasos, pero teme hacerlo. Mira hacia atrás por encima
del hombro, y observa con creciente pesar el camino hacia el que no tiene más remedio que
volver. Se interna en él y, tras el siguiente recodo, encuentra a una joven con la cabeza
cubierta por una caperuza roja. Al acercarse, la chica levanta su brazo izquierdo para
señalar al horizonte, y sabe, con absoluta certeza, que le está indicando su destino. Su vista se
dirige hacia la dirección indicada y puede ver una torre, tan alta que sus almenas se
distinguen sobre la espesura. Recuerda, con la premonición de los sueños, que ya la ha visto
antes: es una torre que no tiene puertas, tan solo una ventana en lo más alto, y sus muros de
piedra están recubiertos por un rosal que serpentea por su superficie, cuajado de espinas que
quedan cubiertas por un millar de rosas rojas. A medida que se acerca ve que los pétalos de
las rosas comienzan a caer, formando una tupida alfombra a los pies de la torre. De repente,
se queda paralizada. La visión de ese lecho de rosas rojas la atenaza de terror, pero la
fascinación hace que no pueda apartar los ojos de él. Escucha entonces el ominoso sonido de
unos pasos a su espalda, de algo peligroso que se acerca a ella con premura e inevitabilidad. A
pesar de que lo intenta con todas sus fuerzas, no consigue girarse o correr, sino que sigue
quieta, los pies clavados en el suelo y los ojos fijos en los rojos pétalos, incapaz de hacer otra
cosa más que lanzar un grito de auténtico horror hacia el cielo nocturno.
Betina sintió el escozor de las lá grimas tras los pá rpados y se frotó la cara, enfadada con su
propia debilidad. Se giró hacia Alexander y, ansiosa por sentir su presencia, posó el dorso
de la mano sobre su mejilla. É l abrió perezosamente los ojos para mirarla, y la sonrisa que
le dedicó disipó sus dudas y temores. Las visiones también le habían mostrado lo que
ocurriría si no afrontaba su destino, se recordó mientras respondía a su sonrisa, y eso era
algo que, sencillamente, no podía permitir.
—¿Está s bien? —preguntó él con cierta alarma al ver en su rostro los surcos dejados por
las lá grimas.
Asintió lentamente y disfrutó del frá gil momento de calma que Alexander le regaló al
presionar la mano de ella contra sus labios.
—Sí —le dijo, y se obligó a mantener su sonrisa mientras decía—: Pero no nos queda
mucho tiempo.

Cuando entraba en el hospital y vestía su aburrido uniforme blanco y azul, del que colgaba
la placa identificativa en la que se mostraba el nombre con el que había sido bautizada,
Lilith dejaba de sentirse como ella misma. Quizá s por eso, cuando iba a trabajar lo hacía con
la cara lavada.
Prescindir del maquillaje le hacía sentirse aú n má s miserable, má s alienada, má s alejada de
su «yo» ideal, pero, aunque pudiera parecer paradó jico, también la hacía sentirse má s
protegida. Sin maquillaje no era má s que una pelirroja con cara de niñ a, facciones anodinas,
intensas pecas y pestañ as casi invisibles, demasiado frá gil para destacar en nada. Con el
cabello descuidadamente recogido en un moñ o alto y una fregona en la mano, ¿quién iba a
fijarse en ella?
Mientras la pasaba por el suelo de la solitaria sala de espera de la unidad de oncología
infantil pensaba que, aunque algú n amigo o conocido la viera allí, fregando a las dos de la
madrugada, nadie la reconocería como la femme fatale de anchas caderas y labios borgoñ a
que recorría la noche de Las Palmas, tocando canciones intimistas en los locales má s
underground de la ciudad. Lilith era poderosa, intensamente sexual, y se hacía notar donde
quiera que fuera; ella, en cambio, solo era una limpiadora del turno de noche que se
esforzaba por pasar desapercibida. Era en momentos como aquellos cuando má s
fuertemente sentía el peso de llevar una «doble vida».
No era que le avergonzara ser limpiadora, o que pensara que su medio de vida no fuera
digno, ni siquiera era que le disgustase. De hecho, ella misma había elegido ese tipo de
trabajo que le permitía llevar un estilo de vida casi completamente nocturno, pero la
realidad era que creía con total convencimiento que vincular a Lilith con su actividad
habitual le restaría cierto misterio al personaje que le gustaba representar, y pondría en
peligro la cuidadosa reputació n que tanto esfuerzo le había costado labrarse. Ni siquiera
Gabriel sabía exactamente a qué se dedicaba, má s allá del hecho de que trabajaba en alguno
de los tres hospitales que había en la isla, y a ella le gustaba mantener dicho misterio. Tenía
todo el derecho a guardarse sus secretos, al igual que él, aparentemente, también lo hacía.
Pensar en Gabriel en aquel momento hizo que un burbujeo de indignació n le explotase en el
pecho. Durante meses le había pedido —no, suplicado— que la llevara ante Fernando, y
durante meses él se había negado sistemá ticamente, a pesar de estar en total disposició n
de hacerlo. Fernando no era una persona en absoluto accesible, y no prestaba sus servicios
a cualquiera. Solo bajo invitació n podía uno presentarse ante él, y aunque ella deseara
saltarse dicha norma, tampoco sabía dó nde podría encontrarlo. Pero las historias que había
oído sobre él, de boca de personas que aseguraban que un amigo o familiar había estado en
una de sus sesiones de espiritismo, o que había recibido de él predicciones que se habían
cumplido palabra por palabra, le fascinaban.
Por supuesto, ella había estado en presencia de otros adivinos, médiums o brujos, y muchas
veces le habían leído el futuro por varios métodos. Pero estaba segura de que con Fernando
sería diferente, auténtico, y Gabriel, a pesar de saber lo mucho que significaba para ella ,
seguía negá ndole tal experiencia.
«A veces creo que a ese hombre lo que le gusta es negarme cosas», se dijo en un rapto de
furia. Se recordó , por enésima vez, que eso no era lo ú nico que Gabriel no estaba dispuesto
a otorgarle.
Ademá s, la manera en la que la había tratado la noche anterior, solo porque había estado
hablando con Alex y Betina, había sido terriblemente injusta. Aunque en un principio le
hiciera mucha gracia que Gabriel estuviera celoso, dejó de dá rsela cuando vio que su
actitud hacia ella había cambiado. É l no tenía ningú n derecho a ponerse así por un simple
flirteo que, al menos por su parte, había sido completamente inocente. Y no era la ú nica vez
que él se había comportado de manera errá tica ú ltimamente: solo unos pocos días antes se
había mostrado muy borde con ella en su despacho. Su enfado la llevó a recrearse
mentalmente en las otras carencias de su relació n y en compararla con la que tenían Alex y
Betina. Ellos parecían tener una experiencia tan real, tan completa y tan satisfactoria que
Lilith no podía evitar sentirse concernida y escaldada. ¿Por qué no podía tener ella algo así?
Sabía que no sacaría nada hablando del tema de los colmillos con Gabriel, pero es que no
era solo eso: ella quería vivir esa fantasía de manera intensa e irrepetible aunque fuera por
una sola vez, y empezaba a darse cuenta de que no iba a ser con Gabriel. De repente se
sintió estú pida, como una niñ a mimada que quiere vivir en un mundo perfecto, pero luego
recapacitó : ¿por qué era estú pido aspirar a tener lo que deseaba?
Tras guardar el carro de limpieza en el cuarto destinado a tal fin, cogió un paquete de
bolsas de basura y se dirigió al interior de la unidad para cambiar las de las papeleras.
Mientras lo hacía, las pocas enfermeras que cubrían el turno de noche la saludaron
brevemente con la cabeza o, directamente, la ignoraron mientras hacían sus quehaceres.
Cargó las bolsas llenas de basura hacia el exterior de la unidad y, mirando a ambos lados
para asegurarse de que nadie la viera, las dejó abandonadas un momento en un rincó n para
dirigirse al almacén y abrir la puerta.
Cuando prendió las luces, una amplia sala le dio la bienvenida. Altas estanterías de metal,
llenas de cajas, ocupaban todas la paredes de la estancia. En el centro había varios aparatos
médicos, cuya funció n o utilidad le eran completamente desconocidas. Moviéndose
rá pidamente entre el aparataje, llegó hasta la estantería que había en la pared opuesta a la
que se encontraba, en la que se almacenaba todo tipo de material fungible como jeringas,
tubos de analíticas, compresores de plá stico y distintos tipos de esparadrapos. Rebuscó en
varias cajas hasta dar con lo que estaba buscando. A fuerza de prueba y error, había
aprendido qué tipos de contenedores eran los má s adecuados para guardar las pocas gotas
de sangre que le regalaba a Gabriel casi cada día: los tubos de analítica de la tapa azul,
aquellos con mayor cantidad de anticoagulante, necesario para que la sangre se mantuviera
líquida al menos por unas horas, y siempre de tamañ o pediá trico, pues en los de mayor
tamañ o aquellas ínfimas cantidades de sangre parecían perderse. Cogió unos cuantos, y fue
a metérselos en el bolsillo cuando pareció cambiar de idea y volvió a dejarlos donde
estaban. Llevaba meses robando material en su puesto de trabajo, pinchá ndose las yemas
de los dedos hasta tenerlas marcadas e insensibilizadas, ¿y todo para qué?
Sí, Gabriel le gustaba, le hacía sentirse bien y, definitivamente, hacía muy buena pareja con
ella, pero por primera vez desde que se liaran, Lilith se preguntó si todo eso valía la pena.
Negando levemente con la cabeza, apagó la luz detrá s de sí y salió silenciosamente del
almacén.
Las Palmas de Gran Canaria a 30 de diciembre 1913
Sophie se recostó en la cama con un suspiro. Se sentía hú meda, plena, satisfecha. Cerró los
ojos y durante un momento se deleitó en sentir el alterado estado de su cuerpo: el leve
temblor de los miembros, el acelerado latir del corazó n, el inconfundible aroma a sexo que
exhalaba cada poro de su piel.
A pesar de sus añ os, aú n a veces la sorprendía la intensidad de sus propios anhelos.
Cualquiera podría pensar que había tenido ya en su vida má s hombres de los que cualquier
mujer pudiera soportar, y sin embargo ella seguía deseando poseer a alguno de tanto en
tanto. No esperaba que nadie entendiera sus debilidades, y a veces ni ella misma lo hacía,
pero como de todos modos su edad era lo ú nico de su persona que se podía considerar
respetable, ni siquiera se molestaba en ocultar que cuando quería estar con un hombre,
prefería que fuera con uno considerablemente má s joven que ella.
Se giró en la cama para observar a su acompañ ante. Gabriel yacía a su lado, con la piel
reluciente de sudor y la respiració n aú n acelerada. Su cuerpo reposaba con laxitud sobre
las sá banas y tenía la mirada perdida en algú n lugar del techo. Se contentó con observarle
durante un momento, admirando la firmeza de sus mú sculos, el tono dorado de su piel, la
arrogante lozanía de la que hacía gala, como un recordatorio de las prerrogativas de la
juventud de las que ella ya no era dueñ a. Percatarse de ello le produjo un incó modo
pinchazo en el pecho. Sophie no se consideraba una mujer vanidosa, pero los rigores de la
edad, que poco a poco se cernían sobre ella, empezaban a agobiarla cada vez que se miraba
a un espejo. Pensó que en muy pocos añ os sería demasiado vieja para seguir gozando de su
cuerpo, demasiado decrépita para conseguir seducir a ningú n hombre, mucho menos a uno
de esos jovencitos a los que era tan aficionada. Era una idea muy triste.
En un intento de alejar sus pensamientos de sí misma, los centró en su amante,
observá ndole má s atentamente de lo que había hecho hasta entonces. A pesar de que
intentaba ocultarlo, desde que lo viera por primera vez aquella noche no había podido
dejar de notar ciertos aspectos que parecían indicar que el joven no era el mismo de
siempre. Quizá s fuera por su afeitado, algo má s descuidado que de costumbre, o la leve
sombra de unas ojeras que afeaban sus ojos, o quizá s esa expresió n hosca que lucía en
aquel momento, cuando, tras haber disfrutado de ella, debería sentirse má s relajado, pero
lo cierto era que algo parecía estar rondando su mente. Se acercó a él y, en actitud
juguetona, acarició su pecho con la yema de sus dedos, dibujando círculos sobre su piel. É l
forzó una sonrisa ante ese contacto, pero no se movió . Sin desanimarse por la falta de
respuesta fue bajando la mano, siguiendo el camino que conducía del ombligo hacia el
pubis, pero cuando se disponía a hundir los dedos en aquella mata de tibio vello, el joven la
apartó con cierta brusquedad.
—¿No has tenido ya suficiente?
—Yo nunca tengo suficiente. —Apretó su cuerpo contra el de él y añ adió —: Ya sabes que
no me canso de ti.
—Eres una zalamera —le espetó .
Sophie no se dejó engañ ar. Gabriel podía parecer enfadado, pero ella sabía que su estado se
debía má s bien a cierto tipo de melancolía.
—¿En qué piensas, chéri? —le preguntó con dulzura.
—En nada.
—¿En nada? —Sophie lo miró con escepticismo—. A mí no me engañ as. No he sido
prostituta durante má s de veinticinco añ os para que un niñ ato como tú intente mentirme.
É l la miró encolerizado.
—¿A quién llamas niñ ato?
Su primer instinto fue burlarse de él, decirle lo ridículo que resultaba su ego herido, pero
no hacer precisamente eso había sido una de las primeras cosas que aprendiera de joven en
su trato con los hombres.
—Es por tu madre, ¿verdad? —repuso con calma, decidida a dejar los jueguecitos para
situaciones má s propicias.
Gabriel la miró con sorpresa.
—No se te escapa una sola noticia, ¿eh?
—Eso es lo bueno de mi profesió n: que me entero de casi todo lo que ocurre en esta ciudad
—dijo. Gabriel suspiró , y sus facciones, hasta ese momento tensas, se relajaron
perceptiblemente al darse cuenta de que ya no era necesario seguir fingiendo en su
presencia—. Es normal llorar por la muerte de un ser querido —añ adió .
—Ya, pero no es eso… O bueno, no es solo por eso. —Gabriel la miró con una avergonzada
sonrisa—. Me parece que si te lo dijera, te reirías de mí. Me siento un poco filosó fico,
supongo.
—Te prometo que no me reiré. No eres el primer hombre que se me pone filosó fico en estas
circunstancias.
Gabriel sonrió ante la broma, con una sonrisa carente de alegría. Luego se quedó callado un
momento, como buscando las palabras adecuadas.
—¿Alguna vez te has hecho preguntas?
—¿Qué tipo de preguntas?
—Acerca de la muerte y todo eso...
—¿Te refieres al cielo y al infierno?
—No. No lo sé. —El joven calló , y durante un momento Sophie pensó que no le diría nada
má s, pero guardó silencio. Una de sus chicas pasó corriendo por delante de su puerta, y a
medida que se alejaba por el pasillo el eco de su risa se fue perdiendo tras ella. Gabriel giró
la cabeza en la direcció n de la que provenía el sonido, como si creyera que su vista podía
atravesar las paredes para observar a la risueñ a joven. Luego se giró en la cama para
mirarla, y el peso de su cuerpo hizo que el colchó n se agitara brevemente bajo ella—. No es
que dude, o que haya perdido mi fe, ni nada de eso. Supongo que simplemente me pregunto
dó nde estará mi madre, si está en el cielo o en el purgatorio, si sufre o si, por el contrario,
ya no tiene conciencia de sí misma, y esa duda me aflige, pero... en el fondo no dejo de
decirme que, en realidad, eso no es lo má s importante.
Sophie también se acostó de lado, enfrentá ndose a él.
—¿Y qué es lo má s importante? —preguntó , genuinamente intrigada.
É l volvió a quedar callado un instante, el ceñ o fruncido, como si quisiera decir algo pero no
supiera por dó nde empezar. Finalmente entonó una vieja coplilla con voz queda:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte…[1]
La voz se le quebró un instante y no pudo terminar de recitar. Volvió a quedar serio y
silencioso. Ella sonrió ante la ironía que suponía que un hombre con toda la vida por
delante tuviera ya las mismas preocupaciones que una vieja prostituta.
—Tempus fugit —susurró .
—Sí —asintió él—, y eso me hace preguntarme… ¿De qué sirve todo esto? ¿De qué sirve lo
que hagamos en vida, que seamos felices o hagamos felices a los demá s? —Gabriel se
incorporó para sentarse al borde de la cama—. ¿De qué sirven nuestros esfuerzos, nuestros
deseos, nuestros intentos de medrar en la vida, si todos terminamos muriendo?
—De nada —fue la simple respuesta. Gabriel la miró por encima del hombro, con los ojos
llenos de pesar. Sophie se encogió de hombros para restarle importancia a sus palabras, y
luego dijo—: Hagamos lo que hagamos, algú n día nuestros huesos se convertirá n en
cenizas, nuestro nombre se perderá y nadie se acordará de nosotros.
—Tus palabras son terriblemente deprimentes.
—Y las tuyas no son nada adecuadas para un futuro sacerdote. Pero aquí estamos.
—He dejado el seminario.
Sophie calló un momento, valorando el tono de rotunda rendició n con la que había sido
dicha aquella simple frase.
—¿Te ha convencido tu padre? —preguntó al final.
Gabriel se encogió levemente de hombros.
—Ya no tengo fuerzas para pelearme con él, sabes que nunca le gustó la idea. Ademá s, tú
misma lo has dicho: mis palabras no son las de un religioso. No creo que tenga madera de
sacerdote.
—Pues solo puedo darte un consejo: Carpe Diem, Gabriel. Disfruta mientras puedas.
—¿Eso es lo que hacemos aquí? —le espetó —. ¿Es lo que haces tú , disfrutar mientras
puedas? Y luego, ¿qué?
—La muerte es parte de la vida.
Gabriel la miró con amargura.
—Tú sí que pareces un cura hablando así, y no te pega nada, chère.
Sophie miró la espalda del joven, recordando cuando ella misma había tenido esas mismas
preguntas. Se levantó de la cama y fue hacia una estantería al fondo del dormitorio, llena
con los libros que se había traído de París. Escogió un volumen y se lo tendió al joven.
—Puede ser que este libro te ayude a encontrar respuestas. Hablas francés, ¿verdad?
Gabriel miró el libro que ella le tendía. Era un ejemplar antiguo, polvoriento y ajado. En la
portada podía leerse:
Le livre des Esprits
Allan Kardec [2]
—Aunque también es posible —añ adió la mujer— que te genere má s preguntas.
Un vampiro que finge ser un humano que finge ser un
vampiro
Lilith llegó al Noctivagus un rato antes de la hora de cierre. Desde su parapeto, detrá s de la
barra, Gabriel la vio entrar, saludar a un par de conocidos y pararse a charlar brevemente
con Raú l antes de acercarse a donde él estaba. Aun desde la distancia que los separaba y de
la relativa oscuridad del local, pudo ver que estaba muy seria.
Anticipando su llegada, Gabriel abrió una de las neveras que había bajo la barra y valoró su
contenido. Al final se decidió por una de sus mejores cervezas, alemana, importada, con
mucho cuerpo y relativamente amarga, y la puso sobre la barra a la vez que la joven llegaba
hasta él. Le saludó con parquedad y probó la cerveza que había servido para ella, pero no le
pagó con su sonrisa habitual. Viendo que el trabajo se le acumulaba, Gabriel se arrimó a la
barra todo lo que pudo para decirle:
—Sigo atendiendo clientes. Hablamos luego.
Ella asintió y desvió la mirada, como si buscase a alguien entre el gentío. Mientras atendía a
otro cliente, Gabriel no pudo sino adivinar a quién estaría ella buscando.
Alexander salió en ese momento de la trastienda portando una bandeja con vasos limpios
para reponer en la barra, y al ver a Lilith le sonrió abiertamente y se acercó a saludarla.
Luego le señ aló hacia un lugar concreto antes de continuar con su trabajo. Gabriel la siguió
con la mirada, aunque ya sospechaba con quien se reuniría.
La esposa de Alexander estaba allí, como casi todas las noches desde hacía má s de una
semana, y parecía tan prendada de Lilith como Lilith lo estaba de ella. Desde que se
conocieran varios días atrá s, habían compartido multitud de copas y charlas, y Gabriel
sentía cierto desasosiego ante el avance de aquella relació n. Como respondiendo a sus
pensamientos, cuando volvió a levantar la cabeza para atender a un nuevo cliente la vio
hablando con la mujer, no muy lejos de donde él se encontraba. En aquel momento, Betina
le decía algo mientras acariciaba su espalda, y Lilith negaba con la cabeza. Justo entonces
pudo ver có mo ambas se volvían hacia él y, rá pidamente, desvió la mirada para seguir con
su trabajo.
Mientras atendía a otro cliente, observó brevemente a su nuevo camarero a la vez que abría
la nevera para sacar un botellín de cerveza. Su primer pensamiento fue que no le extrañ aba
que Lilith se mostrara fascinada en su presencia: su carisma era indudable, y poseía cierto
magnetismo que hacía que fuera difícil apartar los ojos de él. Gabriel siguió mirá ndole unos
instantes, vio có mo se acercaba de nuevo a Lilith y la interpelaba, y có mo los tres se
enfrascaban en una corta conversació n. Quizá s sintiendo su mirada sobre ellos, Lilith se
volvió hacia Gabriel y, al sorprenderle en su escrutinio, se disculpó con sus acompañ antes
para dirigirse de nuevo a la barra.
—Oye, ¿podemos hablar? —le preguntó cuando estuvo lo suficientemente cerca como para
hacerse oír.
—Ahora tengo lío —dijo—, hablaremos cuando lleguemos a tu casa, ¿vale?
—No, no vale —respondió ella. Gabriel, que ya se disponía a alejarse, se volvió para mirarla
—. Necesito hablar contigo ahora.
—Lily, ahora no puede ser, estoy...
—Ahora, Gabriel —le exigió .
Asintió . Dirigiéndose a Martina, le dijo:
—Tengo que ir al despacho. Te dejo al cargo.
Luego, haciendo una señ al a Lilith para que le siguiera, cerró la puerta detrá s de ambos.
Su despacho le parecía en aquellos momentos má s pequeñ o que nunca al ver a Lilith
recorrerlo ansiosamente de extremo a extremo como una fiera enjaulada. Parecía nerviosa,
dubitativa, como si no estuviera segura de có mo proceder a continuació n, y Gabriel decidió
que lo mejor sería no presionarla. Apoyá ndose sobre el escritorio, cruzó los brazos sobre su
pecho y se contentó con observarla. Unos segundos después la joven se paró ante él y abrió
la boca como si fuera a hablar, pero en lugar de eso reanudó su deambulació n.
—Lilith, ¿qué pasa? —la apremió finalmente—. ¿Vas a decirme qué ocurre? —De nuevo,
obtuvo la callada por respuesta—. Mira —se impacientó —, si no te apetece hablar ahora
me vuelvo a la barra, que esta noche tengo un montó n de…
—No sé si quiero seguir haciendo esto —le interrumpió .
Por fin, la joven se había detenido y le miraba directamente.
—¿A qué te refieres?
—A esto. A lo nuestro —aclaró ella.
Gabriel asintió con gravedad, como digiriendo lo que acababa de oír.
—¿Esto es por lo de antes? ¿Por eso está s así?
Lilith sacudió la cabeza, agitando su larga cabellera.
—No. No es solo por eso.
—¿Entonces por qué?
—Porque tengo la sensació n de que te doy mucho y obtengo muy poco a cambio —afirmó .
—Ya —dijo Gabriel, intentando, sin mucho éxito, que el enfado no se mostrara en su rostro.
Luego añ adió con cierta cautela—: Tus expectativas hacia mí nunca han sido muy realistas
que digamos.
—No hagas que me sienta como si esto fuera culpa mía —le pidió . Luego dejó la cerveza,
casi intacta, sobre el escritorio, y añ adió —: Será mejor que me vaya. No estoy de humor
para nada esta noche y tú , al parecer, tienes mucho que hacer.
—¿Y qué es lo que esperas que haga ahora?
—No lo sé, Gabriel. Lo que tú quieras.
—Pues entonces déjame ir a verte cuando salga. Hablemos con má s calma. No quiero dejar
esto así.
Ella pareció dudar.
—Está bien. Te esperaré en casa —consintió .
Con un breve apretó n en el antebrazo a modo de despedida, Lilith se dirigió a la salida. Al
abrir la puerta se topó de bruces con Raú l, que parecía a punto de entrar en el despacho.
—Lo siento —exclamó el camarero—. ¿Ya te vas, guapa?
Ella asintió y forzó una sonrisa antes de volver el rostro una ú ltima vez hacia Gabriel para
dedicarle una triste mirada. Raú l la observó mientras se alejaba.
—¿Querías algo? —le preguntó Gabriel.
El joven pareció volver a la realidad al oír la voz de su jefe.
—No quedan muchos vasos limpios. Y en la barra estamos a tope… —Se mordió el labio
inferior y volvió a mirar por encima de su hombro antes de girarse de nuevo hacia su
interlocutor—. ¿Le pasaba algo a Lilith? —preguntó .
—Ya me encargo yo de los vasos —contestó Gabriel, no dispuesto a hablar de su vida
sentimental con su subordinado—. Vuelve a la barra.
Raú l asintió y se fue. Una vez se vio a solas, volvió a apoyarse en el escritorio. Sabía que
debía volver al trabajo, pero sentía que antes de hacerlo necesitaba concederse un
momento para procesar el extrañ o abatimiento que se cernía sobre él.
Desde un punto de vista puramente pragmá tico, Lilith era una fuente constante y saludable
de sangre, no solo para sí mismo, sino también para su prognatus, y solo esa razó n era
acicate suficiente para obligarse a hacer todo lo posible por arreglar la relació n, tal y como
su pater le había recordado.
Por supuesto, si se daba el caso de una ruptura, Gabriel encontraría otros medios para
obtener sangre, como siempre había hecho. En sus má s de cien añ os de vida nocturna,
Gabriel había acudido a muchas mujeres para saciar sus impulsos. Aficionado a las
prostitutas como había sido de joven, esa fue su principal opció n en los primeros añ os:
chicas bonitas y discretas, habituadas a tratar con raritos, que estaban dispuestas a
satisfacer sus especiales necesidades a cambio de unas pocas monedas de má s. Con el
correr de los añ os, Gabriel había buscado cada vez má s la compañ ía de amantes no
profesionales, hasta dejar a las meretrices como un recurso a usar só lo cuando era
absolutamente necesario. Muchas de esas mujeres se sorprendían o escandalizaban al
principio por sus extrañ as peticiones, pero eventualmente casi todas accedían a hacerle el
gusto, tomá ndole por un inofensivo fetichista que se excitaba con la hematofagia. Así se
convertían en una fuente de sexo tanto como de sangre. Y también, sin ellas saberlo, de
ingentes conocimientos. Con cada nueva amante Gabriel había aprendido las formas y
costumbres de una nueva época, a la vez que, poco a poco, iba redefiniendo su
masculinidad para poder adaptarse a esas mujeres cada vez menos sumisas, má s
conscientes de sí mismas, seguras e independientes. En los ú ltimos añ os, y con la
normalizació n cada vez mayor de las diferentes opciones sexuales, su «parafilia» no solo
dejó de escandalizar a las mujeres, sino que también empezó a atraerlas. Así, Gabriel
descubrió la estrategia que había estado usando durante los ú ltimos añ os: esconderse tras
una fantasiosa má scara que le reflejaba tan fielmente que nadie se atrevería a pensar que
debajo de ella se escondía el mismo monstruo al que representaba. Lilith había sido la
ú ltima de una lista de neogó ticas y fans de los vampiros que acudían a él en busca de una
experiencia ú nica. Sin embargo, ella había sido mucho má s que eso.
Má s dispuesta a complacerle que cualquier otra mujer que había tenido, y al mismo tiempo
má s exigente en cuanto a sus propia necesidades, la relació n con Lilith había sido siempre
un constante tira y afloja. Para él hubiera sido má s fá cil acabar con aquella relació n tan
complicada cuando apenas empezaba a insinuarse, y sin embargo no solo no lo hizo, sino
que descubrió , muy poco tiempo después, que pasara lo que pasase, él deseaba correr el
riesgo y mantenerse a su lado. Quizá s era por su sorprendente belleza y su querencia por lo
oscuro, pero sabía que había algo má s, y que sería un iluso si negaba los profundos
sentimientos que la joven le despertaba. No se atrevería a decir que entre ellos había
auténtico amor, pero lo cierto era que ella había sido la primera mujer en muchos añ os a la
que Gabriel había deseado complacer de verdad. Paradó jicamente, Lilith solo parecía
desear de él algo que le estaba vedado, y reprimirse con ella les producía una profunda
insatisfacció n a ambos. Pero la alternativa era ponerla en peligro, y él no estaba dispuesto a
hacer eso.
Dos rá pidos golpes en la puerta le sacaron de su ensimismamiento. Por un momento pensó
que sería de nuevo Raú l, que sin duda se impacientaba ante la pasividad de su jefe, pero
cuando se giró para hablarle, vio que quien le observaba desde el umbral no era otro que
Alexander.
—¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar trabajando? —le espetó .
Si el joven se sorprendió por su aspereza no lo hizo notar. Encogiéndose ligeramente de
hombros, como si la pregunta que acababan de hacerle no tuviera una respuesta concreta,
entró en el despacho y cerró la puerta tras de sí. Gabriel, manteniendo un silencio
expectante, le vio recorrer despacio la estancia, valorando con la mirada el aspecto
desvencijado de los muebles, las manchas de humedad en la pared y el aspecto
profundamente ruinoso del despacho. Finalmente, se apostó frente a él y empezó a rascar
la desconchada pintura, que se deshizo ante su contacto y cayó sobre el zó calo como una
levísima y silenciosa nevada.
—Lilith acaba de irse. Parecía muy disgustada.
—¿Y eso es asunto tuyo porque…? —le invitó a seguir hablando.
—Me pregunto por qué no le has dicho la verdad —dijo al fin, frotá ndose las yemas de los
dedos para desprender el polvo que se había adherido a ellas—. Acerca de lo que eres en
realidad, quiero decir. —Estaba muy cerca ahora—. Algo me dice que ella lo aceptaría.
—¿Igual que lo has hecho tú ?
—¿Te refieres a Betina? —sonrió ladino. Parecía divertido, como si jugara a un juego que
Gabriel desconocía por completo.
En ese instante se le ocurrió que era eso precisamente lo que la pareja había estado
haciendo con él desde la primera vez que habían puesto el pie en su local: jugar con él,
hacerle saber que le vigilaban, acercarse a Lilith para insinuarle que sabían cosas sobre él
que nadie debería saber. Quizá s era el momento de poner las cartas sobre la mesa. Gabriel
cruzó los brazos sobre su pecho y frunció el ceñ o.
—Creo que ya va siendo hora de que me digas qué es lo que quieres de mí.
—Es interesante el estilo de vida que llevas —dijo, evadiendo contestar a su pregunta, y
Gabriel le mantuvo estoicamente la mirada, cuestioná ndose a dó nde le llevaría esa
conversació n.
—¿Qué quieres decir?
—Un vampiro que finge ser un humano que finge ser un vampiro —comentó
despreocupadamente—. No es del todo original, pero definitivamente es efectivo.
En aquel momento, Gabriel tuvo que reprimir una sonrisa.
—¿Qué eres? ¿Un fan de Anne Rice?
—¿Eso es lo que crees de mí? ¿Que solo soy un aficionado, como tus clientes? —preguntó
con genuino asombro—. Eres tú quien vive como un personaje de novela: un vampiro que
se oculta a plena vista, una verdad tan descabellada que nadie realmente la cree. Has
encontrado el disfraz perfecto.
—Pero a ti, evidentemente, no he podido engañ arte.
Alexander sonrió ; una sonrisa amplia, sincera, carente de maldad.
—Sabía que eras un noctívago antes de poner un pie en este lugar.
Gabriel bajó la mirada. El nombre del bar ya era de por sí suficiente reclamo para
cualquiera de su clase.
—Te lo dijo Betina —concluyó —. ¿Era esa la razó n de que quisieras trabajar aquí?
—No, ella no me lo dijo. Y te recuerdo que fuiste tú quien me ofreció trabajo, yo solo lo
acepté.
—Porque te interesaba acercarte a mí.
Alex desvió su mirada y empezó a vagar de nuevo por el despacho. Gabriel no pudo evitar
observarle, intrigado al sentirse asaltado por la misma extrañ a atracció n que había sentido
un momento antes. De nuevo una sensació n de familiaridad le asaltó , algo que parecía
invitarle a sentarse y languidecer a su lado. Esa sensació n se intensificó cuando el joven se
acercó lo suficiente a él como para posar su mano en el escritorio en el que Gabriel estaba
apoyado. Pasó un largo y pá lido dedo por la superficie llena de polvo, dejando a su paso una
línea libre de suciedad.
—Para no ser un fan de lo oculto pareces muy atraído por los noctívagos —presionó
Gabriel—. Tu mujer, yo…. ¿Qué es lo que realmente quieres?
—¿Qué te hace pensar que quiero algo?
Gabriel bufó , decidido a no dejarse engañ ar por su pretendida inocencia.
—No creas ni por un momento que voy a seguir pensando que tu presencia aquí es mera
casualidad.
—Nunca he dicho que lo sea.
—¿Y por qué te has acercado a Lilith?
—¿De verdad crees que necesito una excusa para acercarme a una mujer como ella? —
Gabriel guardó silencio—. Nunca la has mordido, ¿verdad? —continuó Alexander—. ¿Es
que acaso no la deseas? —Se acercó aú n má s, con una expresió n escrutadora y sibilina—.
Sí, sí que lo haces. Veo la insatisfacció n en tus ojos. Ella también lo desea, ¿sabes? ¿Por qué
te reprimes tanto, Gabriel? ¿Qué es lo que temes? —Hizo una pausa, durante la cual ladeó la
cabeza con fingida inocencia, dejando ver con ese movimiento, aparentemente casual e
involuntario, dos recientes marcas de pinchazos en su cuello, hasta ahora ocultas por el
negro pañ uelo de seda—. ¿Qué es lo que te han hecho creer acerca de ti mismo?
—¿Qué es lo que quieres? —volvió a preguntar. Sus ojos regresaban, en contra de su
voluntad, a la visió n de dichas marcas. El violento carmesí, destacando feamente sobre la
pá lida dermis, le incitaba de una manera que no había previsto.
—Es la tercera vez ya que me preguntas eso.
—Y es la tercera vez que evades contestarme.
—Lo importante no es lo que yo quiero, sino lo que quieres tú —dijo—. Y eso es
terriblemente obvio.
—¿No me digas?
—Eres reservado, pero muy poco sutil —respondió Alexander—. Desconfiado, pero tan
fá cil de leer como un libro abierto. Tu silencio habla má s de ti de lo que tú mismo crees.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que te dice? —le desafió .
—Que tienes miedo de mí, aunque crees que soy yo quien debería temerte; que piensas que
deberías sentirte amenazado por mi presencia, pero solo sientes atracció n y curiosidad. —
Hizo una pausa, para mirarle fijamente a los ojos—. Y que te mueres de ganas por
probarme.
Gabriel intentó negarlo, pero no pudo. Alexander estaba tan cerca ahora que sus carnosos
labios eran todo lo que su mirada podía abarcar. Percibió el intenso olor que emanaba su
cuerpo, escuchó el arrollador pulso de sus arterias y sintió que estaba a punto de perder el
control sobre sí mismo. Una oleada de deseo le golpeó y notó có mo su corazó n martilleaba
dolorosamente en su pecho, haciendo que sus encías latieran con inusitada violencia.
Intentó poner en marcha todos los mecanismos que conocía para mantenerse calmado,
pero ante Alexander ninguno de ellos parecía surtir efecto. Anticipando que perdería sin
remedio el control sobre sí mismo, se cubrió la boca con las manos.
—Vamos, no pasa nada —le invitó Alexander—. Conmigo no tienes que ocultar quién eres.
—Asiéndole las manos, las apartó de su boca. Gabriel se sintió en aquel momento má s
vulnerable y expuesto que si le hubieran sorprendido en plena desnudez, pero no hizo má s
esfuerzos para taparse—. Ahí está s —dijo, sonriendo levemente al ver los largos y afilados
colmillos que crecían tras sus labios. Luego, alargando la mano hacia su rostro, los acarició
con la yema del pulgar.
Presa de un arrebato de sensualidad que no pudo controlar, asió a Alexander por la nuca y
lo atrajo hacia sí. Cuando sus bocas se unieron, un estallido de placer le golpeó . La lengua
de Alexander era carnosa, hú meda, y Gabriel la succionó con sus labios, la aprisionó entre
sus dientes. La imaginó estallando en su boca, derramando un manantial de cá lida y
lujuriosa sangre en su garganta. Con los ojos aú n entreabiertos, vio que Alexander le
devolvía la mirada, como invitá ndole a hacer con él todo lo que su mente sabía que estaba
prohibido. Ese pensamiento le hizo apartarse tan rá pidamente que trastabilló y tropezó con
el escritorio que había detrá s de sí.
Alexander le miraba ahora desde cierta distancia, y solo entonces Gabriel se dio cuenta de
que debía de haberlo empujado. Aú n sentía el deseo pulsando en sus venas, y fue
consciente por primera vez de la dolorosa erecció n que tenía bajo los pantalones. Al igual
que la suya, la respiració n de Alex era jadeante, y anheló , como no había anhelado nada en
toda su vida, volver a atraerlo hacia sí para poder beber de él. La pasió n que sintió en aquel
instante fue tan intensa que le hizo sentirse mareado, pero cuando vio có mo el joven
avanzaba hacia él, reculó con violencia.
—¡No te acerques a mí! —bramó . Volviendo a cubrirse la boca con la mano, caminó hasta
quedar de pie tras el escritorio, en un fú til intento de poner distancia entre ambos. Sintió
có mo sus colmillos le pinchaban en la palma, pero en vez de apartarla, la apretó má s
fuertemente contra sus labios.
—No tienes que seguir reprimiéndote. Al menos, no conmigo. —La voz de Alexander
intentaba ser tranquilizadora mientras se acercaba lentamente a él, como lo haría con un
perro salvaje.
—Tú no me conoces.
—Te conozco lo suficiente como para saber que no hay nada de malo en lo que eres.
Déjame ayudarte.
Gabriel negó violentamente con la cabeza, y volvió a retroceder al notar que Alexander
había recortado la distancia entre ambos.
—No, aléjate. —Y su voz sonó má s implorante de lo que había pretendido.
El joven no le obedeció , sino que volvió a acercarse a él, aflojando el pañ uelo que le cubría
el cuello para hacer visible la multitud de marcas que poblaban su piel. Presa de una
terrible presió n en la mandíbula, que le hacía querer cerrarla sobre algo, Gabriel sintió que
enloquecería si no hundía sus dientes en su carne.
—Vete —le pidió , pero Alexander siguió avanzando sin mostrar ningú n temor—. ¡He dicho
que te vayas! —le gritó , a la vez que lo empujaba con violencia para apartarlo de sí. La
espalda de Alexander chocó dolorosamente contra la pared. Cuando volvió a mirarle, lo
hizo con sus enormes ojos grises llenos de recriminaciones—. No sé qué es lo que esperas
de mí con esa mente sucia y retorcida que tienes, pero no te lo voy a dar.
Alexander sonrió , pero esta vez su sonrisa era diferente. Cá ustica, punzante, carente de
alegría.
—Nunca has sido fá cil de convencer —le dijo; sus afiladas facciones se oscurecieron a
medida que su sonrisa se ensanchaba. En aquel momento, parecía un á ngel oscuro que se
burlaba de él—. Crees que sabes quién eres, pero no tienes ni idea. Me pregunto cuá nto
podrá s tensar esa correa con la que te contienes a ti mismo antes de que se parta.
—Fuera —dijo con un gruñ ido contenido—. Está s despedido.
Alexander le dedicó una despreciativa mirada a la vez que se arreglaba la ropa con
dignidad.
—Como tú quieras, Gabriel —dijo, antes de marcharse.
Su primer instinto fue salir tras él, pero haciendo acopio de toda la fuerza de voluntad que
aú n le quedaba, no se movió del sitio. Aú n podía sentir sobre sus labios la violencia de
aquel beso, y mientras lo recordaba, el impulso de buscar a Alexander se hizo
insoportablemente intenso, pero le aterraba lo que ocurriría si lo encontraba. Como si en
ese momento se materializaran sus má s profundos temores, vio surgir de entre las sombras
del despacho la oscilante figura de una oscura bestia, cuya profunda garganta emitía un
lastimero gemido. Giró el rostro y cerró fuertemente los ojos para no ver có mo el animal
parecía animarle a unirse a él, pero seguía oyendo el leve gruñ ido, que parecía incitarle.
Tanteando con la diestra sobre el escritorio, dio con un abrecartas de plata que tenía sobre
la mesa. Sin pensá rselo dos veces, se hizo un profundo tajo en la palma de la mano
izquierda. El intenso dolor le arrebató la respiració n por un instante, y le hizo cerrar el
puñ o y doblarse sobre sí mismo. Jadeó , con los ojos arrasados en lá grimas, e hizo un
esfuerzo por centrarse en el intenso latir de su palma para olvidar sus otras pasiones.
Incluso a través de las lá grimas pudo ver que la bestia había desaparecido. A medida que su
respiració n se iba normalizando, empezó a sentirse, por fin, a salvo de sí mismo.
—Jefe… —oyó tras de sí.
—¿Qué? —rugió , girá ndose en direcció n de la voz antes de pararse a pensar en cuá l debía
de ser su aspecto. Se encontró frente a frente con Raú l, que miraba con ojos desorbitados
su fiera expresió n, su mano ensangrentada y el abrecartas que había caído al suelo.
—Los vasos, jefe —le recordó su empleado con voz temblorosa—. ¿Qué…? ¿Qué le ha
pasado?
Gabriel giró el rostro, avergonzando.
—Me corté —dijo—. Cierra un poco antes hoy. Yo me tengo que ir ya.
—Claro.
—Vete de aquí, anda.
No necesitó girarse para ver que el chico le había obedecido a toda velocidad. Cogiendo
unos trapos viejos, se vendó apresuradamente la mano antes de ponerse una chaqueta y
salir a la calle.

Las improvisadas vendas se empaparon rá pidamente de sangre, pero Gabriel siguió


avanzando. Caminaba con paso apresurado, el brazo izquierdo pegado al cuerpo en un
pobre intento de mitigar el dolor y el frío que se extendían por la extremidad.
Probablemente necesitaría puntos para que la herida cerrase, pero estaba tan decidido a no
desviarse de su camino como a no dedicar ni un solo pensamiento a lo que acababa de
ocurrir. No tardó má s de quince minutos en vislumbrar el feo edificio amarillo en el que
vivía Lilith, y resguardá ndose del cortante viento del Atlá ntico junto al portal, tocó al
telefonillo.
—Abre —pidió en cuanto oyó có mo la joven le contestaba.
Pocos después llegó a la puerta de Lilith. No tuvo que tocar. Ella ya le estaba esperando. Al
ver que sangraba, se alarmó :
—¿Qué te ha ocurrido?
—No es nada —evadió él—, solo un corte.
—¿Solo un corte? Pues chiquito corte, que está s sangrando como un cerdo —le amonestó
ella—. Déjame ver.
Intentó coger su mano para ver la herida, pero Gabriel retiró rá pidamente el brazo,
impidiéndoselo.
—No es nada —reiteró .
Ella le miró con intensidad, como si pudiera ver a través de él. Luego, frunció el ceñ o.
—¿Te has hecho esto tú mismo? —preguntó , con voz muy pausada—. ¿Es por lo que te dije
antes?
Estuvo a punto de negar, pero se contuvo. Cerró fuertemente el puñ o y, al hacerlo, unas
gotas de sangre se escurrieron de las vendas para caer al suelo. Clavó fuertemente las uñ as
en la palma de la mano para aumentar el dolor, pero ni siquiera eso fue suficiente para
calmar sus soliviantadas pasiones.
—Lilith… No… No puedo soportarlo má s.
—¿De qué está s hablando?
Cuando la miró , sintió como si lo estuviera haciendo por primera vez. Ella era real, cá lida,
dolorosamente accesible, y Gabriel casi pudo oír la llamada de su sangre, como si un canto
de sirena emanara del lento y acompasado latido de su corazó n. La atrajo hacia sí para
subyugarla en un fiero beso y volcó en ella todos sus deseos, sus anhelos y sus pasiones de
aquella noche. Asiéndola por los brazos, la arrastró hasta el saló n, y sin apenas oír sus
quejas, sus preguntas, la lanzó sobre el sofá , en el que cayó boca abajo cuan larga era.
Lilith levantó su cabeza para mirarle por encima del hombro; su rostro parcialmente
cubierto por sus sedosos rizos dejaba entrever una expresió n de extasiada entrega. Se
sentó a horcajadas sobre sus muslos y enredó las manos en sus rojizos cabellos para tirar
dolorosamente de ellos.
—Gabriel… —la oyó jadear.
Desde su incó moda posició n debajo de él, la joven forcejeó con su vestido para levantarlo y
dejar a la vista sus redondeados glú teos y el diminuto tanga que se insinuaba en la
hendidura que se formaba entre ellos. Abriendo su bragueta con violencia, Gabriel sacó su
polla y, tumbá ndose sobre ella, la meció entre sus nalgas.
—Despacio —le pidió ella—, hazlo con cuidado si vas por detrá s —le advirtió con voz débil.
Pero Gabriel apenas la escuchaba. Apartando la ropa interior con una mano, rodeó con la
otra su pene y haciendo presió n con el pulgar sobre el glande, lo apretó contra el ano hasta
que notó có mo este se abría y le dejaba entrar blandamente. Ella emitió un ronco quejido
de dolor cuando la penetró y se sacudió bajo su cuerpo, pero en ningú n momento intentó
apartarle, y él la embistió con dureza mientras mordisqueaba la piel de su cuello y sus
hombros. Poco a poco sus quejas se convirtieron en gemidos de placer, y al notar las
contracciones de su orgasmo, Gabriel se corrió con violencia en su interior.
Aú n acostado sobre ella, con la respiració n jadeante y el rostro hundido en su cuello, se dio
cuenta por primera vez de que sus colmillos habían vuelto a salir en algú n momento del
encuentro sexual, y que ahora presionaban dolorosamente la piel de la joven. Ella, que
también parecía haberlo advertido, giró levemente el rostro, moviéndose con lentitud, y
consiguiendo que la presió n de los dientes se incrementara.
—Hazlo, Gabriel —le pidió —. Muérdeme.
Sería muy fá cil hacerlo, pensó Gabriel en aquel momento, hundir sus colmillos en su
delicada piel, paladear su sangre y hacerle ver lo que era en realidad sin má scaras y sin
mentiras. Tal y como Alexander le había insinuado, Lilith no solo aceptaría con relativa
normalidad el hecho de que él era en realidad aquello que había estado tanto tiempo
fingiendo ser, sino que, probablemente, lo recibiría con cierto alborozo. Complacerla y
complacerse a sí mismo al unísono, culminar su relació n carnal de aquella manera sublime,
poder ser quien realmente era por primera vez en mucho tiempo, pero ese efímero instante
de feliz ensoñ ació n llegó a su fin cuando la visió n de sí mismo, con la boca llena de sangre y
un cuerpo destrozado a sus pies, le acometió con violencia, como eterno recordatorio de
por qué determinadas cosas estaban vedadas para él. Separá ndose rá pidamente de ella, se
subió los pantalones y ocultó sus colmillos tras sus labios antes de que ella pudiera verlos.
—Gabriel… —Lilith se giró hacia él, mostrando su costado semidesnudo y la redondeada
línea de sus caderas—. Cariñ o, ¿qué pasa?
É l negó y se incorporó del silló n como un resorte. Le dio la espalda, no solo para no volver a
ver su eró tico y anhelante cuerpo, sino para impedir que ella le pudiera ver a él.
—No quiero… No puedo hacer esto.
—Gabriel…
—Lo siento —dijo—, no debí haber venido. Tenías razó n esta noche. Es mejor que no
sigamos viéndonos.
La miró una ú ltima vez por encima del hombro antes de abandonar la estancia. Pudo oír
có mo ella le llamaba, pero no se atrevió a volver sobre sus pasos. Salió del piso y bajó
apresuradamente las escaleras. No fue hasta que alcanzó el rellano que se dio cuenta de
que estaba llorando.
Una gota de sangre
Un enorme lobo negro se erguía entre Gwendolyn y su amaso amado Alistair. La joven,
sosteniendo aún la antorcha en la mano, enfrentaba con silencioso temor la mirada de aquella
bestia que, con el negro pelaje del lomo fuertemente erizado encrespado, le ofrecía la visión de
sus horribles y sangrantes fauces abiertas.
Alistair también la miraba. Su esbelta figura se erguía tras la más oscura y agazapada del
cánido y, aunque la escasa luz que entraba en el desván proveniente del ventanuco
abuhardillado apenas alumbraba la estancia, casi le parecía distinguir que apoyaba su pálida
mano sobre el lomo del animal.
Antonio apartó las manos del teclado y, cruzando los brazos sobre el pecho, se reclinó
contra su asiento para volver a leer lo escrito. No tenía ningú n sentido. O quizá s era que él,
en su debilitado estado de aquella tarde, era sencillamente incapaz de encontrarlo.
La imagen había acudido a su mente en algú n momento de aquel día de trémulo y febril
sueñ o, y le había parecido tan sugestiva que no pudo evitar incluirla en la historia. Pero no
importaba el empeñ o que pusiera en ella, la escena no cobraba sentido. Ahora, mientras la
decreciente luz de la tarde incidía sobre su má quina de escribir, se cuestionaba el instinto
que le había impelido a plasmarla por escrito.
«¿Qué es lo que pretende este lobo?», se preguntó en silencio, dá ndose cuenta de que
parecía haber un propó sito iluminando su bestial inteligencia. «¿Por qué parece querer
atacar a Gwendolyn y no a Alistair? ¿Y por qué Alistair no lucha contra él, por qué parece
ser un espectador complaciente?». Volvió a leer la escena y concluyó , con cierto resquemor,
que el hombre no solo no parecía ser objeto de la violencia del animal, sino que ademá s
parecía aliarse con él. Frunció el ceñ o. Eso era precisamente lo que menos sentido tenía:
que un lobo amenazara a Gwendolyn y que Alistair no solo no hiciera nada por evitarlo o
intentar defenderla, sino que pareciera complacido por ello. La piedra angular de su
romá ntica y gó tica historia era el amor que ambos se profesaban. Si bien él había decidido
tiempo atrá s que, a pesar de su apariencia delicada, Gwendolyn no sería una dama en
apuros, sino la verdadera heroína de la novela, seguía sin tener sentido que su amado
pareciera tan dispuesto a traicionarla.
Má s cansado de lo que estaba dispuesto a admitir, apoyó los codos sobre el escritorio y
hundió la cabeza en las manos. Al hacerlo, sintió contra las palmas la piel cá lida de su frente
y el frío sudor que la recorría. Un estremecimiento le recorrió y sintió ganas de toser, que
suprimió con un leve carraspeo y un rá pido sorbo de agua. Esa tarde el pecho le ardía, y
cualquier esfuerzo, incluso el má s mínimo, como toser o suspirar, le provocaban un dolor
insoportable.
En los ú ltimos tiempos Antonio fantaseaba con la idea de morir, en saber qué se sentiría, en
có mo sería no experimentar dolor continuamente. También se preguntaba có mo sería el fin
de otros noctívagos, si era posible envejecer y morir si no se bebía sangre, si existía para
ellos algú n tipo de muerte natural, o si al final todos terminaban recurriendo al suicidio.
Probablemente de no ser por Gabriel, Antonio ya conocería las respuestas a algunas de esas
preguntas. De momento, lo ú nico que había intentado era estar unos pocos días sin comer
lo suficiente ni beber sangre. Con ello solo conseguía debilitarse y encontrarse enfermo,
pero nunca sentirse má s cerca de la muerte.
Hizo una breve pausa. Pensó en usar su inhalador, en tomar algo para bajarse la fiebre,
pero decidió que eso podía esperar hasta que terminara de aclararse las ideas. Luego, con
esa cabezonería que Gabriel siempre le reprochaba, se sentó de nuevo ante su má quina de
escribir, dispuesto a seguir trabajando.
Gwendolyn miraba ahora con horror y espanto estupefacción cómo su amado acariciaba el
pelaje de la bestia. El animal se giró hacia él y, mostrándose sorprendentemente sumiso (¿?¿?),
fue a sentarse a su lado, sin apartar la mirada de la joven, como si quisiera recordarle que aún
era una amenaza para ella. Se sentía dolida, traicionada, incluso más que cuando había
descubierto a Alistair en brazos de la mujer del vestido rojo. Lentamente, bajó la antorcha que
sostenía y
Un violento e inesperado acceso de tos interrumpió su trabajo. Un dolor punzante se
clavaba en sus costillas con cada tormentosa expulsió n de aire, y cada inhalació n rasgaba
cruelmente su garganta. Intentó alargar el brazo para alcanzar el vaso de agua, pero un
nuevo golpe de tos se lo impidió , y lo ú nico que consiguió fue tirar el vaso al suelo, haciendo
que se destrozara. Cayó de rodillas, sin fuerzas para mantenerse siquiera sentado, y al
hacerlo notó có mo una astilla de cristal se le clavaba en la palma de la mano, pero aun así
no pudo dejar de toser. Le pareció escuchar la voz de Gabriel, llamá ndole, pero él solo
pensaba estú pidamente, mientras la tos le consumía, en có mo encajar el errá tico
comportamiento de Alistair en el contexto de una historia de amor. Fue levemente
consciente del sonido de unos pasos que se apresuraban hacia él y de que la puerta de su
habitació n se abría con premura.
—Antonio, ¡Antonio! —oyó gritar a Gabriel.
Vio a su pater arrodillado junto a él, intentando, sin éxito, asirle, pero su voz parecía
provenir de muy lejos. Fue consciente entonces de que su tos había cedido, dejando en su
lugar una respiració n estentó rea, tó rpida y dolorosa. El mundo daba vueltas a su alrededor,
y tardó unos segundos en darse cuenta de que Gabriel lo había levantando y lo llevaba en
volandas hasta su cama. Palmeó descoordinadamente y sintió que golpeaba algo con el
dorso de su mano. Las fuerzas le abandonaban, y justo cuando se sentía a punto de ser
vencido por la inconsciencia, gimió :
—Le está protegiendo. ¿No lo entiendes? El lobo le está protegiendo…
Lo ú ltimo que pudo ver antes de desmayarse fue el asustado rostro de Gabriel incliná ndose
sobre él.

Gabriel tardó unos minutos en serenarse tras constatar que Antonio parecía, al menos,
estable. Había recuperado la consciencia un breve instante después de su ataque, el justo
para conseguir beber unos pocos sorbos de agua y usar el inhalador. Mientras lo atendía,
había podido comprobar que ardía de fiebre, y en cuanto cayó dormido le despojó del
pesado jersey que vestía y de sus pantalones de chá ndal. El avinagrado olor de su cuerpo
desaseado le asaltó al hacerlo, y Gabriel arrugó la nariz mientras decidía que en cuanto
hubiese mejorado un poco lo arrastraría hasta la ducha. Dejá ndole vestido tan solo con los
calzoncillos y la sencilla y sucia camiseta de algodó n, se paró a comprobar el precario
estado de su respiració n y observó , con preocupació n creciente, la coloració n azulada que
se intuía alrededor de sus ojos y su boca. A continuació n, cubrió su cuerpo con una sá bana
fresca y salió silenciosamente de la estancia. Ahora se preguntaba có mo proceder.
¿Cuá nto tiempo hacía desde la ú ltima vez que Lilith les había abastecido con sangre? Seis o
siete días, por lo menos. Para él ese no era un tiempo excesivo, pero para Antonio, en su
precario estado de salud, era una eternidad, y él había sido negligente al no haberlo
previsto. Pero no servía de nada llorar sobre la leche derramada, su prognatus necesitaba
descanso, medicació n, hidratació n y algo de sangre para fortalecerse, y era su obligació n
proveerle de todas y cada una de esas cosas. Si tan solo no hubiera discutido con Lilith…
Sabía que, tarde o temprano, le acosarían las consecuencias de aquella funesta noche.
Distraídamente se rascó la sutura de su palma izquierda, que ya empezaba a cicatrizar,
mientras pensaba qué hacer a continuació n.
Aunque Fernando tuviera sus propias y fiables fuentes de sangre, no solo no era partidario
de compartirlas, sino que no estaba dispuesto a ayudar a Gabriel en nada que tuviera que
ver con su debilitado prognatus. «Tú mismo has traído esta desgracia sobre ti y tu
desventurado amigo, al condenarle a una vida eterna de pestilencia y enfermedad», le había
dicho la primera vez que, muchos añ os atrá s, Gabriel acudiera a él en busca de ayuda para
Antonio. «Sería má s misericordioso dejarle morir de hambre», añ adió , para acto seguido
darle la espalda. No, se dijo; Fernando era una estimable ayuda para otras muchas cosas,
pero no para eso. En lo que se refería a Antonio, y a su acertada o desacertada decisió n de
mantenerlo a su lado, estaba solo.
Siempre podía acudir a una prostituta, se recordó , pero esa era una opció n que con el
correr de los añ os le desagradaba cada vez má s. Si no le quedaba otro remedio tendría que
buscar por la red o vagabundear por los burdeles de la ciudad en busca de una chica limpia
y sana que aceptara acudir aquella misma tarde a su casa para darle de beber sangre a un
hombre que estaba, aparentemente, agonizando, lo que no sería tarea sencilla. Lo haría si
tenía que hacerlo, pero estaba claro que aquella debía ser su ú ltima opció n.
Lo que solo dejaba ante él un escenario posible. Con el estó mago encogido por los nervios,
levantó el auricular del teléfono y marcó el ú nico nú mero que se sabía de memoria, rezando
fervientemente para que, al otro lado de la línea, decidieran contestarle.
Ya estaba empezando a creer que no lo harían cuando oyó el característico clic de un
teléfono al descolgarse. Conteniendo la respiració n, esperó a oír la voz de su interlocutor,
pero solo pudo escuchar una respiració n contenida.
—¿Lilith? —aventuró con inseguridad.
Creyó que la chica se obstinaría en su mutismo, pero en seguida la oyó suspirar al otro lado.
—¿Qué pasa? ¿Ahora quieres hablar?
—Necesito tu ayuda.
Un nuevo silencio.
—Llevamos… —titubeó ella—. No sé cuá nto… Como una semana sin dirigirnos las palabra.
¿Y ahora me llamas para pedirme un favor?
—Lilith, yo…
—Mira, vete a la mierda.
—No, Lilith, espera —gritó para que la joven no cortara la comunicació n—. Lo siento —
añ adió , al notar que ella seguía allí—. Sé que tenemos que hablar y lo haremos, pero
también es verdad que necesito desesperadamente tu ayuda, y no me importa suplicarte
para obtenerla. Es cuestió n de vida o muerte.
La joven guardó silencio y Gabriel la imaginó pensando en lo que decir a continuació n.
—¿Qué ocurre? —preguntó al fin.
Gabriel suspiró de alivio; parecía que ahora, al menos, estaba dispuesta a escucharle.
—Te lo explicaré cuando llegues a mi casa.
—¿A tu casa? —pareció extrañ arse. Y no era para menos. En todo el tiempo que habían
estado juntos la joven no solo no había pisado nunca la vivienda de su amante, sino que ni
siquiera había llegado a saber dó nde se encontraba.
—Sí, por favor. Es muy urgente.
—Está bien —convino—. De todas formas, quería hablar contigo sobre algo.
Tras darle a la joven la direcció n de su apartamento, Gabriel colgó el teléfono y volvió al
dormitorio de Antonio para seguir vigilando su agó nico sueñ o.
No fue hasta casi una hora má s tarde que Lilith estuvo ante su puerta, y al verla, Gabriel
comprendió por qué había tardado tanto: era evidente que se había tomado el tiempo
necesario para vestirse y maquillarse tan cuidadosamente como siempre, quizá s para darle
a entender que era indiferente a la situació n de premura en la que él se encontraba. Dadas
la presentes circunstancias, difícilmente podía reprocharle o exigirle nada, pero mientras la
guiaba al interior del piso no pudo evitar sentir cierto resentimiento.
Ella, por su parte, avanzaba con cautela por el pasillo, mirando con malestar creciente el
deteriorado aspecto interior de la vivienda. Desde que se viera frente al portal de aquel feo
y desvencijado edificio no había esperando nada bueno, y ahora empezaba a entender lo
reservado que siempre había sido él con respecto al sitio en el que vivía. No le extrañ aba
que se avergonzara de aquel lugar, decidió mientras le seguía hacia el interior de una
destartalada cocina y escaneaba rá pidamente los viejos y estropeados muebles y la rayada
vitrocerá mica que presidían la estancia. Se giró hacia Gabriel fijá ndose en su rostro por
primera vez esa tarde. No tenía muy buen aspecto: parecía cansado y estaba ojeroso, como
si no estuviera durmiendo bien. Se le veía tenso y malhumorado, y ella se sintió triunfante
por haber sido lo suficientemente previsora como para ocultar esas mismas huellas en su
rostro con una buena capa de su mejor maquillaje.
—¿Qué tripa se te ha roto ahora? —dijo con má s aspereza de la que había pretendido. Se le
ocurrió entonces que estaba actuando como una mujer despechada, y se preguntó por qué.
Quizá s era porque la conversació n telefó nica que habían mantenido apenas un rato antes la
había dejado má s afectada de lo que ella misma pensaba, se dijo en silencio. Al principio
había estado enfadada con él, por la manera tan abrupta en la que había salido de su piso
unas noches atrá s, pero luego intentó racionalizar sus sentimientos, recordá ndose
duramente a sí misma que había sido ella la primera en plantear la posibilidad de cortar la
relació n. Y aun así, a medida que las horas se convertían en días, Lilith empezó a
sorprenderse a sí misma fantaseando con la posibilidad de que Gabriel la llamara para
arreglar las cosas. Sin embargo, cuando lo había hecho, había sido para pedirle un favor, y
ahora no podía sino sentirse amargada.
Gabriel no contestó sobre la marcha, como si estuviera premeditadamente dá ndole largas,
y mientras ella esperaba, sacó un pequeñ o botiquín de dentro de un armario y extrajo de él
una aguja sin usar, aú n en su envase estéril. Ella le devolvió la mirada un momento al no
saber lo que estaba ocurriendo, pero cuando Gabriel le tendió la aguja, dio un paso atrá s y
negó con la cabeza.
—¿Estará s de broma?
—No, no lo estoy. Necesito que...
—Ni lo sueñ es —espetó .
—Lilith, por favor... —suplicó él.
—No. Ya no tengo por qué seguir haciendo esas cosas por ti.
—No te lo pido para mí —dijo él con voz tensa. Percibió la incomodidad en su rostro, la
familiar reticencia que mostraba a revelar má s datos de los estrictamente necesarios. Al
final, como si luchara contra sí mismo, añ adió —: Es para un amigo.
La curiosidad que sintió en ese momento superó cualquier otra consideració n.
—¿Para un amigo? ¿Qué está pasando?
Gabriel negó , y solo entonces Lilith se dio cuenta de que su mal aspecto de esa tarde podía
no tener nada que ver con ella.
—No tengo tiempo para explicá rtelo. Por favor —pidió .
Aú n indecisa, Lilith se frotó las manos con cierta ansiedad. No sabía qué pensar. Se apretó
la yema de un dedo, y observó có mo tomaba un intenso tono rosado al acumularse la
sangre bajo la piel. Incapaz de enfrentar su mirada, le tendió el dedo, invitá ndole a hacerlo
él mismo.
—Solo haré esto por ti una vez má s —le advirtió mientras él cogía su mano.
Con la mirada aú n baja, notó có mo Gabriel presionaba la aguja contra su yema. El pinchazo
solo duró un segundo, y aunque el dolor era apenas perceptible, ella inspiró
profundamente mientras lo sentía.
—Gracias —le oyó decir.
Solo entonces, Lilith se atrevió a levantar la mirada. Gabriel aú n sostenía su mano. Una gota
de sangre se deslizaba perezosamente por su dedo, pero ella solo podía pensar que esa era
la primera vez que se tocaban desde su ruptura. É l guió su mano hasta un vaso de agua que
descansaba sobre la encimera, para dejar que la sangre goteara en él, y masajeó
suavemente su dedo para forzar el sangrado. Gabriel parecía concentrado en la tarea que le
ocupaba, pero le pareció entrever en sus facciones la sombra de un deseo crudo y
desapasionado. Lo que no sabía, sin embargo, era si lo que despertaba ese deseo era su
presencia o la mera visió n de su sangre.
—Con esto es suficiente —dijo, apartando su mano del vaso. Le tendió una servilleta—.
Espera aquí. Vuelvo enseguida.
Cogiendo el vaso, salió de la cocina. Lilith se apoyó contra la encimera y, dando un suspiro
largamente reprimido, usó la servilleta para limpiarse la mano de sangre. Estaba
empezando a recrearse en la escena que acababa de tener lugar cuando el murmullo de
unas voces interrumpió sus pensamientos. Con curiosidad, asomó la cabeza por la puerta.
Ante ella se extendía el largo y estrecho pasillo que vehiculaba el piso. Varias estancias se
abrían a ambos lados y al fondo pudo ver una puerta entornada. La puerta era, a todas
luces, tan antigua como el resto de la casa, y mostraba un barniz completamente arruinado,
pero guardaba la habitació n de la que provenían las voces, y eso bastaba para hacerla
intrigante. Intentando no hacer mucho ruido, Lilith recorrió el pasillo caminando casi de
puntillas y se asomó por la puerta entornada.
Por un momento todo lo que pudo distinguir fue a Gabriel, que parecía estar inclinado
sobre algo. Cuando este se apartó , pudo ver que se arrodillaba junto a la cama de un
hombre, que a todas luces estaba muy enfermo. Parecía joven y mortalmente consumido.
Su piel cenicienta mostraba unas oscuras manchas en las mejillas y sus ojos azules estaban
ensombrecidos por una multitud de pequeñ as arruguitas. Lo ú nico que daba cierta viveza a
su aspecto era la mata de salvajes y ensortijados cabellos castañ os que coronaba su cabeza
y que le hacían parecer un duende travieso, pero esa impresió n de inocencia se hizo añ icos
cuando Lilith vio có mo el hombre se llevaba a la boca, con manos temblorosas, el vaso de
agua enturbiada con su sangre y bebía todo el contenido.
Gabriel susurró algo que ella no pudo escuchar mientras volvía a tomar el vaso, ya vacío, y
lo dejaba sobre la mesita de noche. Luego, ayudó al convaleciente a volver a tumbarse.
Mientras Gabriel le acomodaba las almohadas bajo la cabeza, el joven giró el rostro en
direcció n a la puerta y la miró . Lilith quiso apartarse, pero era demasiado tarde, él ya la
había visto. En vez de un gesto de enfado o censura ante su intromisió n, la sorprendió
esbozando una cá lida sonrisa en su direcció n.
—Vaya —suspiró con voz ronca—, tú debes de ser Lilith.
Ante sus palabras, Gabriel se giró y la descubrió mirando. Levantá ndose como una
exhalació n, fue hacia ella y, cogiéndola del brazo sin la menor delicadeza, la guió de vuelta a
la cocina.
—¡Suéltame! —protestó , revolviéndose como una lagartija.
—No tenías ningú n derecho a mirar. Te dije que esperaras en la cocina.
—¿Que no tenía derecho? —se quejó , frotá ndose el dolorido brazo—. Era mi sangre lo que
le has dado a ese hombre. Por el amor de Dios, Gabriel, ¿qué coñ o está s haciendo?
—Ya te dije que era para un amigo.
—Tu amigo necesita un médico, un hospital. No… ¡mi sangre! —exclamó fuera de sí.
—Déjalo. No sabes de lo que está s hablando.
—¿Que no sé de qué…? ¿Pero es que acaso está s loco? ¿Realmente crees que eso va a
ayudar a un hombre enfermo?
—Te he dicho que lo dejes —le dijo, con voz autoritaria.
Pero Lilith no se dejó achantar. Frunció el ceñ o y miró a su examante con ojo crítico.
—Pensaba que sabías dó nde estaba el límite entre la realidad y la ficció n. Ahora veo que no
lo tienes tan claro.
—Eres tú quien no lo tiene nada claro —dijo él—. Tonteando con cosas que crees que solo
son parte de tus enrevesadas fantasías, cuando en realidad… —De repente, Gabriel dejó de
hablar. Por un momento pareció abrumado, triste y profundamente arrepentido de haber
soltado esas palabras. Se cubrió la cara con las manos y bajó la cabeza.
—¿Qué ocurre? —volvió a preguntar, sú bitamente má s asustada por su actitud que por
todo lo que había visto esa tarde—. ¿Está s insinuando que…?
—Has visto lo que has visto —la cortó él, levantando de nuevo el rostro. En sus ojos se leía
una cruda determinació n—. Saca las conclusiones que creas má s oportunas. Yo no voy a
darte má s explicaciones.
—Pensaba que solo era un juego para ti… —musitó .
—Déjalo ya, Lilith… —le rogó .
—… pero para ti es algo real —continuó hablando ella. En ese momento, sintió como si
estuviera mirando a Gabriel por primera vez, con nuevos ojos: todo lo que él le había
insinuado sin decirle, su renuencia a hablar de su pasado o su familia, su negativa a
morderla, tan incongruente con la actitud de alguien a quien le gustaría ser tomado por un
vampiro, la manera violenta en la que había perdido el control ante ella la noche que
rompieron. Lilith sintió como si el suelo cediera bajo sus pies al comprenderlo todo, y su
estó mago se revolvió como si realmente estuviera cayendo—. Es real… —volvió a decir—.
Y todos esos tubos de sangre que te llevabas cada mañ ana… —señ aló en direcció n al pasillo
— … eran para él.
Gabriel la miró , el rostro inexpresivo, mientras empezaba a mostrar una calmada
resignació n, como rindiéndose a la inevitabilidad de la situació n que él mismo había
creado. Lilith dio un paso atrá s, pensando en la injusticia que suponía el hecho de que él
solo la hubiera dejado conocer la realidad cuando era ya demasiado tarde para ambos.
—De verdad eres…
—Nunca te he mentido —dijo él con calma, encogiéndose brevemente de hombros, como si
eso lo explicara todo.
La irrealidad de la situació n la golpeó . Negó con la cabeza.
—Y bien, ¿de qué querías hablar? —le preguntó Gabriel
El cambio tan sú bito, no solo de tema, sino también en su actitud y el tono de su voz, la
descolocó .
—¿Qué?
—Me dijiste que tenías que hablar conmigo. ¿De qué?
Lilith le miró mientras reorganizaba sus pensamientos.
—Ahora parece una tontería —afirmó , cruzando los brazos sobre su pecho. Pero Gabriel se
apoyó contra la mesa y la observaba en silencio—. Solo quería saber… En fin…, si voy a
seguir tocando en el Noctivagus.
—¿Y por qué no ibas a seguir…? —preguntó él con cierta sorpresa, pero luego pareció
comprender—. Que hayamos roto no quiere decir que no espere de ti que cumplas con tus
compromisos, ni que yo no esté dispuesto a cumplir con los míos. ¿O es que eres tú quien
no quiere seguir…?
—Claro que quiero —afirmó con rotundidad—. Pero no sé si tú quieres seguir viéndome
por ahí.
Gabriel suspiró .
—No me he portado bien contigo —dijo, y Lilith no se molestó en negarlo—, y seguramente
eres tú quien debería querer perderme de vista. Pero si lo que quieres es seguir tocando,
por supuesto que puedes. —Luego, suavizando el tono de voz, añ adió —: Ademá s, sé que te
viene bien el dinero.
Ella asintió . No había razó n para negar algo tan obvio, y en realidad, se dijo en silencio, si no
fuera por motivos econó micos, se habría planteado muy seriamente cortar toda relació n
con él, incluso la profesional. De hecho, una pequeñ a parte de sí misma había deseado que
él la hubiera rechazado como cantante. Si no iban a seguir siendo amantes, y todo parecía
indicar que no lo serían, no estaba segura de querer seguir viéndole.
Pero Gabriel parecía querer ponerle las cosas fá ciles, y ella no era capaz de renunciar al
sobresueldo que obtenía cantando en el Noctivagus. Ni al amargo placer que supondría
seguir estando cerca de él de ahora en adelante, tuvo que admitir en silencio.
—Está decidido, entonces —dijo él, zanjando la cuestió n—. Dame un momento y vamos
juntos para allá .
Gabriel volvió a perderse de vista en direcció n al pasillo, pero esta vez Lilith no se asomó . El
rumor de unas voces le llegó desde el fondo del apartamento, y supuso que Gabriel estaría
despidiéndose de su amigo. Cuando volvió a entrar en la cocina, no pudo evitar
preguntarle:
—¿Có mo está ?
—Descansando.
—¿Y vas a dejarlo solo en su estado? —preguntó mientras la guiaba hacia el exterior.
—No es la primera vez que le pasa algo así —contestó mientras se ponía la chaqueta—. Se
repondrá . Anda, vamos.
Siguió a Gabriel escaleras abajo, pero no pudo evitar lanzar un ú ltimo vistazo a la puerta del
apartamento.

Gabriel agradeció que el camino desde su casa hasta el Noctivagus fuera tan corto. Lilith
caminaba a su lado, manteniendo un tenso silencio, y él no podía sacudirse la sensació n de
haber hecho un ridículo espantoso.
Lo peor era que no tenía la má s remota idea acerca de lo que la joven opinaba de él.
Durante un instante de aterradora lucidez pensó en que ella había comprendido por fin lo
que él era. «¿Y qué esperabas, imbécil?», se reprochó en silencio mientras abría la puerta
metá lica que daba paso al local. Era mucho esperar que Lilith no se diese cuenta de lo que
ocurría en realidad después de haber dejado que presenciara lo que acababa de ver. Una
parte de sí mismo supo que eso pasaría desde el momento en el que se decidió a llamarla
esa tarde, pero ahora que ya no eran pareja, tenía menos sentido que nunca que ella lo
supiera todo sobre él. «Qué se le va a hacer», pensó con resignació n.
Al entrar en el Noctivagus, Lilith se dirigió , sin necesidad de ser invitada, hacia el despacho
de la trastienda, cerrando fuertemente la puerta tras de sí. Seguramente su breve paseo
juntos había sido tan incó modo para ella como lo había sido para él. Cuando pocos
segundos después escuchó , proveniente del despacho, el sonido de una guitarra siendo
afinada, decidió que lo mejor sería mantenerse fuera de la vista de la joven durante un buen
rato. Obviando el papeleo pendiente que tenía sobre la mesa, se entregó de forma mecá nica
al resto de tareas pendientes que no requerían su presencia en dicha estancia. Cuando unos
treinta minutos antes de la hora de apertura escuchó el sonido de la puerta metá lica al
abrirse y apresurados pasos que descendían por la escalera que conducía al bar, casi todo
estaba hecho ya.
Al verle, Raú l se quedó quieto al pie de la escalera, sorprendido por su presencia. Se repuso
rá pidamente y recortó , con su andar despreocupado, la distancia que los separaba.
—Pensaba que me tocaba hoy la apertura a mí, jefe —dijo, apoyá ndose sobre la barra con
aire juvenil.
Como de costumbre, iba vestido con ropas oscuras y raídas, probablemente sacadas de
algú n mercadillo de segunda mano. Pesados brazaletes de cuero cubrían sus muñ ecas, y la
negra laca con la que adornaba sus uñ as estaba empezando a desprenderse, dando una
impresió n general de descuido y desaseo. Gabriel se preguntó en silencio qué tendría aquel
joven flacucho y desarrapado para atraer a las chicas como lo hacía, pero no podía negar
que su proverbial descaro, su cuidadosamente despeinado cabello y su bello rostro, ni
siquiera ensombrecido por las marcas dejadas por un no tan lejano acné juvenil, debían
tener algo que ver.
—Me apetecía venir temprano —mintió . Habría querido quedarse en casa para cuidar de
su prognatus, pero sabía muy bien, gracias a anteriores experiencias, que el hombre no se
lo permitiría. Increíblemente celoso de su intimidad en lo que a su debilidad se refería,
Antonio prefería pasar a solas los peores momentos en vez de permitir que nadie cuidara
de él. Sobre todo si ese alguien era el mismo Gabriel.
—Pues ya lo ha hecho todo usted —le contestó su empleado, cruzando perezosamente las
manos tras su nuca y recliná ndose precariamente en el taburete que ocupaba.
—Ya que no tienes nada que hacer, vete encargá ndote del pedido —dijo como si nada,
mientras terminaba de secar y colocar unos vasos de tubo en la estantería.
—Siempre se empeñ a en hacer usted mismo el pedido —protestó , metiéndose las negras
uñ as bajo uno de los brazaletes para rascarse la piel—, ¿por qué quiere que lo haga yo esta
vez ?
—Porque quiero que lo hagas tú —respondió , a pesar de que sus palabras no decían nada
en realidad. Justo entonces, escucharon a través de la puerta, el rasgueo de una guitarra
seguida por una aterciopelada voz—. Lilith está en mi despacho —añ adió , a modo de
advertencia. La expresió n de Raú l se volvió escrutadora, como si quisiera leer entre líneas.
«Que suponga lo que mejor le parezca», se dijo Gabriel, dispuesto a no dar má s
explicaciones de las necesarias—. Los albaranes está n sobre mi mesa. Puedes comprobar el
almacén si lo necesitas.
—Vale, jefe. —El chico se dirigió hacia el despacho, no sin antes lanzarle una ú ltima mirada
por encima del hombro. Poco después de que él entrara, la mú sica se interrumpió , y no
volvió a reanudarse hasta pasado un rato.
Tras esperar un momento prudencial para asegurarse de que su empleado no volvería a
salir, Gabriel se acercó a la puerta del despacho y escuchó . Voces amortiguadas provenían
de su interior, pero pudo distinguir claramente có mo su nombre era pronunciado varias
veces. Suspiró mientras se alejaba para seguir trabajando. Era demasiado pedir que ni
siquiera hablaran de él.

Raú l entró en el despacho en respetuoso silencioso, y Lilith no creyó que fuera necesario
interrumpir su mú sica por su presencia. Bajando la mirada hacia su instrumento, continuó
sacando lastimeras notas de las cuerdas de su guitarra, mientras que, de forma casi
inaudible, silabeaba la letra de una nueva canció n que revoloteaba en sus labios. El joven se
movía despacio, como si no quisiera molestarla, fue hacia el escritorio y rebuscó en su
contenido hasta dar con un bolígrafo y unos papeles, pero no fue hasta que Lilith hizo una
pausa para apuntar los acordes en una libreta que descansaba a su lado, que se percató de
que la miraba fijamente.
—¿Qué? —preguntó con cierta brusquedad. Terminó de apuntar y volvió a poner las manos
sobre las cuerdas, pero sin pulsarlas.
—¿Va todo bien? —le preguntó .
Lilith bajó la guitarra y le miró . Raú l era, a pesar de sus evidentes esfuerzos por
complacerla, una persona a la que difícilmente se podía tomar en serio. Quizá s fuera por la
eterna impresió n que daba de ser un niñ o jugando con cosas de mayores, pero la
preocupada expresió n que mostraba su rostro parecía genuina y, en realidad, ella no tenía a
nadie má s con quien hablar.
—No —dijo—, la verdad es que no.
—¿Por qué? ¿Qué ocurre?
—Lo que ocurre es que, a partir de ahora, vas a tener que cobrarme las copas. —Su
comentario, adornado con una sardó nica sonrisa, había pretendido ser ligero, pero se
sorprendió al notar tras sus pá rpados el incó modo escozor que precedía al llanto.
—¿Rompiste con Gabriel? —preguntó . No parecía muy sorprendido. Ella asintió a la vez
que bajaba de nuevo la mirada hacia la guitarra, confiando en que eso ocultara sus lá grimas
—. ¿Por eso discutieron el otro día? Se los oía desde la barra.
Ella volvió a asentir.
—Eres un cotilla —le reprendió , confiando en que la broma le concediera algú n respiro,
pero el joven lo tomó como una señ al para sentarse a su lado.
—É l no te convenía. Hiciste bien en dejarle.
—Ya, bueno. Fue algo mutuo —puntualizó .
—No sé có mo puede querer dejarte. Ese tío es imbécil.
—No deberías hablar así de él —dijo escamada, segura de que su comentario nacía del
estú pido enamoramiento que el muchacho siempre había sentido por ella—, aunque solo
sea porque es tu jefe.
—Lo digo en serio —insistió —. No sabe có mo tratar a una mujer como tú . Ademá s, me da
que es de la acera de enfrente —sentenció .
Lilith se permitió reír con ganas. Ahora sí que estaba convencida de que el joven solo decía
eso en un intento de animarla. Pero él parecía casi ofendido por su actitud incrédula
—Piensa lo que quieras —prosiguió —, pero lo sé de buena tinta.
—Vale, Raú l —rio ella, volviendo la atenció n a su guitarra y dando la conversació n por
concluida.
Pero el chico no pareció coger su indirecta. Se acercó un poco má s a ella y apoyó una mano
sobre su antebrazo.
—También sé —dijo— que hay cosas que tú quieres y que él no puede darte. Pero yo sí que
puedo.
Lilith frunció el ceñ o.
—¿De qué coñ o está s hablando?
—¿Tú no querías ir a ver a Fernando? —le preguntó , en un susurro casi inaudible.
—Sí —respondió ella con cautela.
Lilith pudo ver có mo el joven se hinchaba de orgullo mientras decía:
—Pues yo puedo llevarte ante él.
Las Palmas de Gran Canaria a 28 de diciembre de 1918
Gabriel apartó la cortina y miró hacia la calle a través del cristal. La noche caía, pero la
ciudad mantenía su bullicio habitual: verduleras que volvían del Mercado del Puerto,
pescadores que regresaban de sus barcazas en la playa, estibadores u obreros que iban
camino a casa tras terminar su trabajo en los muelles…
Con la firma del armisticio y el restablecimiento del comercio marítimo, el Puerto de la Luz
recuperaba poco a poco su ajetreado nivel de actividad. Durante la guerra, el férreo control
del transporte marítimo había hecho que las importaciones de materias primas se vieran
seriamente mermadas, a la vez que se imponía un soterrado bloqueo a las exportaciones de
productos canarios, sobre todo del plá tano. Eso provocó una inusual caída de su precio, lo
que arruinó a muchas familias dedicadas a su cultivo, comercio o exportació n.
Y como colofó n, tras cuatro añ os de guerra y decadencia econó mica, había llegado la gripe
españ ola.
Los perió dicos seguían sin informar mucho al respecto, en un paternalista intento de no
alarmar a la població n, pero se hablaba ya de cientos de muertos en los pocos meses
pasados desde la llegada de la enfermedad a la ciudad. A Gabriel, que había pasado los
ú ltimos cuatro añ os prá cticamente enclaustrado en aquella diminuta habitació n, saliendo
tan solo para comprar bienes o contratar los servicios de alguna prostituta barata, y que
solo se informaba de lo ocurrido en el exterior a través de la prensa y de las noticias que
Antonio le traía, le había sorprendido saber unos pocos meses antes, por medio de la
secció n de necroló gicas, que su padre había sido una de las primeras y má s ilustres
víctimas de la epidemia.
El día de su funeral fue el ú nico en el que, durante su voluntario aislamiento, Gabriel había
salido de la zona portuaria, no solo para rendir a su padre el debido respeto, sino también
porque, como de manera apremiante Antonio le había recordado una y otra vez, debía dar a
conocer su presencia. Tras tantos añ os alejado de todos sus contactos, muchos daban ya
por muerto al ú nico heredero de la familia Montero. Fue entonces, al hacer efectiva la
aceptació n de su herencia, cuando descubrió la delicada situació n financiera que su padre
había estado atravesando desde el inicio de la Gran Guerra. Fuera Españ a nació n neutral o
no, el bloqueo que había afectado a algunos de sus puertos demostró a las claras la
debilidad de la economía de aquellas zonas que, como Canarias, dependían tanto de la
exportació n de sus productos. Dejando la gestió n de la empresa familiar en manos de
aquellos que habían ayudado a su padre a mantenerla a flote, Gabriel volvió a su encierro
con la condició n de recibir de tanto en tanto a quienes representaban sus intereses en la
compañ ía y aceptó percibir una pequeñ a remuneració n mensual, que resultó ser de gran
ayuda para cubrir las apretadas necesidades de ambos, apenas cubiertas con las pocas
monedas que Antonio recibía al malvender sus relatos y novelas. Pero movidos por un
estú pido y romá ntico sentido de la camaradería, decidieron no abandonar su cuartucho de
La Isleta. Ni siquiera una vez que hubo acabado la guerra. Ahora, Gabriel se preguntaba si
esa no habría sido una decisió n poco acertada.
A pesar de que la gripe atacó a todos los estratos sociales, tal como la muerte de su propio
padre parecía demostrar, fue especialmente virulenta en las zonas má s desfavorecidas de
la ciudad. La Isleta, zona pobre y marginal como era, nicho de pescadores y obreros, y sin ni
siquiera un sistema de alcantarillado que otorgara el má s mínimo nivel de salubridad a sus
calles, era una de las má s afectadas, y en los ú ltimos meses Gabriel había aprendido a
convivir con el sonido de las toses y los lamentos de los enfermos. Sobre todo desde que
vivía con uno de ellos.
Antonio había empezado a manifestar síntomas pocos días antes. Con su habitual
desparpajo y optimismo, lo había tomado al principio como una tos de invierno sin mayor
trascendencia. No fue hasta que empezó a sentirse mortalmente cansado y a tener
dificultades para respirar que se permitió asumir lo peor, y dejó que Gabriel llamara a un
médico.
El galeno hizo poco má s que confirmar el diagnó stico y recomendar una serie de cuidados.
La enfermedad debía seguir su curso, pero, tal y como el hombre le confesó a Gabriel una
vez que, ya auscultado el paciente, salieron al rellano, la mal llamada gripe españ ola se
estaba extendiendo por todo el continente europeo desde principios de aquel mismo añ o y
presentaba una inusual letalidad, sobre todo, añ adió mirá ndole gravemente por encima de
sus anteojos, entre los pacientes má s jó venes y fuertes. Desde entonces, Antonio no había
hecho má s que empeorar.
Ya no era capaz de salir de la cama a causa de la debilidad de su cuerpo y apenas tenía
apetito, razó n por la cual su rostro lucía famélico y envejecido. La perniciosa tos le
perseguía tanto de día como de noche, impidiéndole descansar. Una serie de manchitas
moradas habían aparecido en sus mejillas, y respirar cada vez se le hacía má s insoportable.
Y sin embargo, su mayor preocupació n era la posibilidad de poder contagiar a Gabriel.
—Deberías estar en tu casa —se había estado quejando con voz quejumbrosa el día
anterior, mientras Gabriel intentaba hacerle tomar un sencillo caldo de pollo—
asegurá ndote de que esos contables taimados no te estén robando el dinero, y levantando
ese negocio tuyo ahora que ya no hay bloqueo, en vez de estar metido hasta el cuello en el
barrio de la peste.
—Esto no es la peste, no seas melodramá tico —rio, dá ndole otra cucharada.
—Como si lo fuera.
—Ademá s, ¿quién cuidaría de ti si yo hiciera tal cosa?
—Con suerte, alguna bonita muchacha —bromeó . Luego añ adió , con tono severo—: Lo digo
en serio, Gabriel. Vete antes de que sea demasiado tarde.
—No me voy a contagiar —aseguró , apartando el plato y acomodando los almohadones
tras la espalda de su amigo mientras intentaba obviar las sobresalientes costillas que sentía
contra el dorso de sus manos.
—¿Có mo puedes estar tan seguro?
—Mírame, si estoy má s fuerte que un toro —dijo, en un intento de evitar una conversació n
má s profunda. Gabriel sabía a ciencia cierta por qué él se creía inmune a esa y a cualquier
otra enfermedad, pero ese era un tema del que nunca antes había hablado con nadie.
Durante má s de cuatro añ os de estrechísima convivencia había conseguido ocultar sus
há bitos nocturnos y su hematofagia a su mejor amigo, completamente avergonzado de
aquello en lo que se había convertido. Y seguía sin estar dispuesto a confesarlo—. Pero
quizá s tengas razó n en algo: debería irme a mi casa, a cuidar de mi negocio y a vigilar a esos
taimados contables. Y tú deberías venirte conmigo.
—¿Pero qué dices? —graznó Antonio—. No pienso ir a ninguna parte.
—La vida bohemia está muy bien, pero ahora necesitas cuidados, un médico a tu
disposició n, una cama limpia y comida abundante… Déjame cuidar de ti como es debido.
—No, no —negó secamente—. Cuando mi padre me desheredó me comprometí a abrazar la
vida del artista. —Tosió dolorosamente y añ adió —: Y lo haré hasta las ú ltimas
consecuencias.
Desde entonces, había estado dormitando o delirando a causa de la fiebre.
Gabriel cerró la cortina, se adentró en el cuarto y encendió una lamparita. Quizá s aú n
estaba a tiempo de mudarse, quizá s incluso podía llevá rselo a un lugar má s saludable en
contra de su voluntad, pero cualquiera hubiese visto que ya era demasiado tarde para eso.
Antonio se estaba muriendo.
Se sentó a la cama del enfermo y quitó el pañ o hú medo que había puesto en su frente, en un
intento de bajarle la fiebre. La tela estaba ardiendo, y Gabriel la enjuagó con agua fresca
antes de volver a ponérsela. Ante ese leve contacto, su amigo abrió los ojos.
—Ey, ¿có mo está s? —le preguntó .
El hombre no le contestó . No parecía ser capaz de hacerlo, pues su estentó rea respiració n
consumía las escasas fuerzas que le restaban, pero la inteligente mirada de sus ojos azules
le indicó que había retomado la consciencia.
—¿Quieres comer algo? —preguntó . Antonio negó débilmente—. ¿Quieres que llame a un
médico? ¿Puedo hacer algo por ti?
De nuevo, negó con la cabeza.
—No puedes hacer nada —dijo con un hilo de voz—. No veré el amanecer.
—No digas eso —le reprendió , aunque en su fuero interno sabía que era verdad.
—Cuando vuelvas a la casa de tu familia —siguió diciendo a duras penas—, llévate mis
relatos contigo. A ver si con tu buen apellido y un puñ ado de monedas consigues que algú n
editor me haga famoso, aunque sea después de muerto. —Solo cuando vio la débil sonrisa
que le dedicaba, supo Gabriel que su amigo no hacía otra cosa que tomarle el pelo.
—Qué clase de escritor bohemio quiere ser publicado a base de nepotismo, ¿eh? —bromeó
a su vez, intentando ocultar el temblor de su voz.
Antonio resopló y tosió débilmente.
—Bohemio sería si me estuviera muriendo de tisis. Pero de gripe… —quiso bufar con
desdén, pero en vez de eso tosió —. Eso no vende. Quémalos. O entiérralos junto a mi
cuerpo. No sirven para nada. —Gabriel no supo qué responder a eso, así que guardó
silencio—. Solo lo siento por ti. No me gusta la idea de dejarte de esta manera. Y no llores
por mí —le dijo—, a todos nos llega la hora.
—¿Y si te dijera que eso no tiene que ser necesariamente así? —preguntó Gabriel con la voz
rota por la emoció n.
—Te diría que está s má s loco que yo.
—Lo digo en serio. Puedo hacer que seas inmortal… Eternamente joven.
—¿De verdad? —preguntó el enfermo con una iró nica sonrisa bailá ndole en los labios—. ¿Y
luego me llevará s al Olimpo y tomaremos néctar y bailaremos con las ninfas por toda la
eternidad?
Cerró los ojos con la sonrisa aú n en los labios, quizá s deleitá ndose en su ensoñ ació n,
mientras caía de nuevo en la inconsciencia. Gabriel quiso despertarle e intentar
convencerle, pero su amigo parecía estar fuera de su alcance. De todas formas, pensó , no
serviría de nada. Aunque consiguiera hacerle recuperar el conocimiento, Antonio pensaría
de él que era un demente, o tomaría todo el asunto como un desesperado intento de darle
cierto consuelo.
Las horas pasaron sin que diera muestra alguna de volver a despertar. Su respiració n era
ahora muy lenta y casi inaudible. Convencido entonces de que el enfermo estaba
agonizando, Gabriel hizo algo que nunca creyó que sería capaz de hacer. Arrodillá ndose a
los pies de la cama, hundió su rostro en el cuello del durmiente y aspiró los aromas de su
piel: sudor, fiebre, suciedad, y muy lejano, como una aguda nota de fondo en medio de una
ruidosa orquesta, el fragante olor de su sangre corriendo lujuriosamente por sus arterias.
Se deleitó en ese aroma, se empapó de él y permitió que la tensió n en sus mandíbulas se
liberara cuando dejó salir sus afilados colmillos.
Se separó de Antonio y lo miró largamente, mientras sentía có mo el deseo ardía en su
interior. É l mismo se sentía débil tras tantos días prodigá ndole cuidados, sin tener la
oportunidad de salir a buscar o recibir a ninguna de las prostitutas que le abastecían de
sangre con cierta frecuencia, y antes de hacer lo que tenía en mente, necesitaba
fortalecerse. Con sumo cuidado, y sintiendo má s temor a descontrolarse del que había
sentido nunca, hundió los extremos de sus colmillos en la muñ eca de Antonio antes de
retirarlos para beber unas gotas de la preciosa sangre. Luego, clavó los colmillos en su
propia palma y la dejó gotear brevemente sobre la boca de su amigo, pero en cuanto vio
có mo su sangre se mezclaba con la saliva ajena, se apartó violentamente.
Se mesó los cabellos y caminó con desespero por el pequeñ o cuartucho. Creía haber
separado a su amigo de las garras de la muerte, pero no estaba seguro de haberlo hecho
bien o de haberlo hecho a tiempo. Se dijo a sí mismo que no había tenido elecció n, pero eso
no era cierto: podía haberle dejado morir. Atormentado por no haberle dado la opció n de
elegir su propio destino, caminó de nuevo hacia Antonio, para comprobar que aú n seguía
profundamente dormido. Los remordimientos ante su propio egoísmo le corroyeron por
dentro, pero ya no había manera de volver atrá s. Para bien o para mal, debía aceptar lo que
había hecho. Con ese pensamiento en mente, regresó a su vigilia junto a la ventana.
Ahora, solo le restaba esperar hasta el amanecer.
Violentas pulsiones sin nombre
Lilith no salió del despacho hasta mucho má s tarde, lo justo y necesario para empezar su
actuació n, notó Gabriel. Raú l ya estaba por ahí, atendiendo a los clientes desde el momento
en el que estos empezaron a llegar, y de alguna manera había sacado tiempo para
cumplimentar la hoja de pedido, a pesar de que su conversació n con Lilith se había
extendido bastante. «Vaya chico má s diligente», pensó con sarcasmo mientras le veía
repartir copas y sonrisas por todo el local.
Mientras Lilith se preparaba para iniciar su actuació n, un grupito de gente se reunió en
torno al escenario. Lanzando una mirada de soslayo, a Gabriel no le costó distinguir a
Alexander entre ellos. «Lo que me faltaba», se dijo.
Ni su exempleado ni la noctívaga de ojos ambarinos se habían pasado por el local desde que
tuvieran aquel encontronazo, y Gabriel ya había empezado a suponer, muy ingenuamente
por su parte, que el rechazo recibido había terminado de disuadir al joven de hacer lo que
fuera que pretendía hacer con él. «Seducirme, muy probablemente», se dijo en silencio,
recordando con una punzada de placer culpable el ú ltimo beso que habían compartido.
Evocó las cicatrices de mordiscos que lucía en su piel, sus anhelantes labios, la
incongruente sensació n de rectitud que había sentido al sostener aquel delgado y viril
cuerpo contra el suyo. Había evitado muy há bilmente pensar en él desde entonces, pero
ahora, al verle aú n en la lejanía, la llamada se hizo tan intensa que por un momento se
sintió mareado. Quizá s había sido demasiado confiado al suponer que Alexander no se
había salido con la suya. Si lo que pretendía era seducirle, como ya empezaba a suponer,
prá cticamente lo había conseguido.
Gabriel frunció el ceñ o mientras se replegaba hasta el fondo de la barra, para no atraer la
atenció n de ningú n cliente, y se puso a rellenar una cubitera. No entendía la naturaleza de
la bestial atracció n que aquel joven ejercía sobre él, y quizá s precisamente por eso le
asustaba tanto. Nunca antes se había sentido tan cerca del wa-yewta como la noche en la
que se habían besado por ú ltima vez, cuando, alentado por la pasió n que se había
despertado en su interior, casi había devorado a Lilith. Gabriel empezaba a pensar que de
haber tenido sexo con Alexander, en vez de con la joven, no le habría sido posible
controlarse. La voz de su pater, aleccioná ndole, acudió a su mente. Solo gracias a sus
instrucciones había conseguido mantener sus asesinas pulsiones a raya: no negarse el sexo,
pero tampoco practicarlo con demasiada intensidad; no privarse de la sangre, pero nunca
obtenerla por medio de sus colmillos o saciarse de ella; no negarse el contacto humano,
pero tampoco amar. Como Fernando nunca se olvidaba de recordarle, «en la moderació n, y
no en la supresió n, está la clave del éxito». Y esa era precisamente la razó n que le
impulsaba a mantenerse bien alejado de aquel misterioso joven.
En ese momento, Lilith comenzó su actuació n y la envolvente cadencia de su mú sica le llegó
a través de los mú ltiples altavoces del local. Gabriel volvió a mirar hacia el escenario. A sus
pies, Alexander observaba en silencio, abrazando por el talle a la menuda noctívaga. Ni
siquiera los había visto mirar en su direcció n, como solían hacer otras veces, pensó . Parecía
que Alexander también estaba má s que dispuesto a mantenerse alejado de él, y se
sorprendió de que ese pensamiento acarreara una profunda decepció n.
Raú l entró en el espacio tras la barra llevando sobre su hombro una caja de plá stico llena
de botellines vacíos y vasos de tubo usados, y desapareció en la trastienda. Cuando volvió a
emerger lo hizo sonriendo, mirando a su alrededor en busca de un cliente que necesitara
algo, y empezó a poner copas como si nada. Gabriel lo observó con detenimiento: el joven
parecía incansable, su buen humor tan inagotable como siempre, pero había algo en él que
traicionaba su frívola apariencia de siempre, como si cargara con un pesado secreto.
Mientras lo observaba, vio có mo se rascaba de nuevo bajo el brazalete, un gesto que había
repetido varias veces esa noche. Al hacerlo, los broches se abrieron y el brazalete de cuero
cayó . En vez de recogerlo de inmediato, el camarero terminó de servir al cliente con el que
estaba, así que Gabriel dio un paso adelante, se agachó y lo recogió del suelo. Se lo tendió al
joven con un gesto descuidado, pero cuando Raú l alargó la mano para recuperarlo, vio en
su muñ eca la sombra de unas marcas muy familiares.
—¿Quién te ha hecho esto? —preguntó , cogiendo el brazo del muchacho y acercá ndolo
para verlo mejor.
—No es nada, jefe, suélteme —protestó , revolviéndose.
Pero Gabriel no soltó su presa, no después de ver de qué se trataba.
En el dorso del antebrazo, muy cerca de la articulació n del dedo pulgar, podía verse la fea
marca de dos gruesos pinchazos. Eran relativamente recientes, de un día o dos, y estaban
empezando a cicatrizar y a formar una seca costra, razó n por la cual debían de picarle
tanto. Cicatrices de marcas similares poblaban la muñ eca del joven. El recuerdo de otras
marcas iguales a esas, vistas muy poco tiempo atrá s, le golpeó . Tirando de su empleado, lo
llevó hasta la trastienda y se encaró con él:
—¿Quién te ha hecho esto? —volvió a preguntar.
—No es asunto suyo.
—Sí que lo es. Dímelo.
Raú l dio un fuerte tiró n, consiguiendo por fin librarse de su agarre. La marca de sus dedos
brillaban carmesí en la piel del joven, donde Gabriel le había sujetado.
—Una chica que se puso juguetona… —dijo como explicació n, frotá ndose el brazo.
—¿Qué chica?
—¿Qué importancia tiene eso? No me la tiré en el almacén —se quejó .
—¿No sería la mujer de Alexander? —preguntó .
—¿Y a usted qué le importa? —replicó , como retá ndolo. Luego bajó la mirada, cambiando
sú bitamente de actitud—. Si fue ella o no… Sigue sin ser asunto suyo.
Gabriel resopló , enfadado. Primero se acercaban a Lilith, luego lo ocurrido en el despacho,
ahora esto… Raú l le miraba de soslayo.
—Sigue trabajando. Y cú brete eso, por el amor de Dios. Y no vuelvas a dejar que ninguna
chica, y mucho menos esa mujer, se ponga así de juguetona contigo.
—Vale, jefe —dijo Raú l, saliendo rá pidamente de su vista.
Gabriel no volvió a la barra, sino que atravesó el local para llegar al otro extremo. Lilith
seguía cantando, y má s gente se había arremolinado frente al escenario. Casi
inconscientemente, percibió que había algo especial en la actuació n de aquella noche, una
cualidad casi hipnó tica de autenticidad que envolvía a la joven cantante, pero Gabriel no se
concedió un momento de respiro para pensar en ello. Buscaba a la noctívaga, mirando
frenéticamente a su alrededor, esperando verla en cualquier momento.
—¿Buscas a alguien? —escuchó a su espalda muy cerca de sí, y se dio la vuelta para
encontrarse cara a cara con Alexander.
De nuevo sintió la llamada, má s fuerte que nunca. El deseo había estado siempre ahí,
agazapado, esperando a saltar ante el má s mínimo estímulo, y ahora golpeaba
machaconamente sus sienes al ritmo de su acelerado corazó n. Pero mezclado con el deseo
también había confusió n, ira, y Gabriel las aprovechó para sonar lo má s convincente
posible:
—Dile a tu mujercita que no se vuelva a acercar a Raú l… Ni a ningú n otro de mis
empleados.
—¿De qué está s hablando?
—No te hagas el tonto conmigo, que te parto la cara.
Alexander sonrió .
—Ya veo que quieres pegarme, pero me pregunto si es por algo que ha hecho Betina o por
algo que he hecho yo —dijo en evidente referencia a lo ocurrido entre ellos unas noches
atrá s.
De nuevo, la sensació n de estar siendo utilizado le asaltó . Cogiendo a Alexander por la
pechera, le arrastró hasta la pared y le presionó con su cuerpo. El joven no solo no se
resistió , sino que parecía completamente satisfecho por su violenta reacció n. Un murmullo
de sensualidad le recorrió al estar tan cerca de él, sintiendo contra sus costillas el rá pido
aletear de otro corazó n, la presió n de aquellas caderas contra las suyas, las piernas de
ambos entrelazadas. Había querido que el contacto físico resultase amenazador, pero ahora
comprendía que había caído de nuevo, estú pidamente, en su juego.
—¿O es que vas a volver a besarme? —le preguntó suavemente, su habitual expresió n
iró nica trastocada en otra de lá nguida entrega.
Estando tan cerca, la tentació n resultaba casi irresistible. Los labios de Alexander estaban
dolorosamente pró ximos a los suyos, y su cuerpo reaccionaba traicioneramente a esa
cercanía, que de alguna manera le resultaba tan familiar. Sería tan fá cil recorrer los escasos
milímetros que los separaban, sumergirse en la marejada de emociones que se despertaban
ante ese joven como no lo habían hecho nunca ante nadie, que no hacerlo parecía casi
imposible. De nuevo, violentas pulsiones sin nombre se agitaron en su interior,
amenazando con hacerle perder el control. Haciendo acopio de toda la fuerza de voluntad
de la que disponía, se alejó lentamente de él.
—Quedas avisado —dijo con voz torva, soltando las solapas de su chaqueta—, y ella
también.
Gabriel se alejó a grandes trancos, perdiéndose de nuevo entre la multitud. Alexander se
quedó un momento apoyado contra la pared, recolocá ndose las arrugadas prendas con
altivez para disimular el temblor de sus manos. Como aparecida de ninguna parte, Betina se
acercó silenciosamente a él y le rehizo el nudo del pañ uelo.
—¿Qué quería? —le preguntó con voz susurrante.
Alex la miró . Su rostro no mostraba má s que una estudiada calma, pero le pareció intuir
una intensa agitació n tras sus ojos.
—No lo tengo muy claro, pero no parecía nada contento con nosotros.
—No me extrañ a, después de có mo la pifiaste el otro día. —El reproche fue hecho con tanta
dulzura que Alex tardó un momento en asimilar el significado de aquellas palabras.
—Oye, no tenemos por qué hacer esto —dijo. Cogió las muñ ecas de su esposa y la obligó a
mirarle a los ojos—. A lo mejor todo esto no ha sido má s que un error. Podríamos irnos, tú
y yo.
Ella le miró , con sus límpidos y ambarinos ojos llenos de anhelo, para luego apartar el
rostro.
—Sabes perfectamente que no podemos hacer eso.
—Tus sueñ os pueden equivocarse.
—Nunca lo han hecho. Y, ademá s…, ¿acaso no es esto lo que quieres, lo que siempre has
querido? —le preguntó . La expresió n esperanzada y profundamente culpable que vio en el
rostro de su esposo fue respuesta má s que suficiente—. Pues no se hable má s. No pienso
volver a cometer los mismos errores que la otra vez.
—No soportaría que pienses que no te quiero —le aseguro Alexander con pasió n.
—Nunca lo he pensado —le aseguró .
La mú sica cesó de repente. Lilith había acabado su actuació n. Unos pocos aplausos
pudieron oírse antes de que empezara una nueva y extrañ a mú sica, esta vez procedente de
los altavoces del local.
—Creo que es el momento de sacar tu lado maquiavélico… —dijo ella, mientras observaba
có mo Lilith descendía del escenario.
—¿Acaso me está s dando la razó n? —preguntó Alex, enarcando las cejas.
Betina puso pucheros.
—A decir verdad, no me vendría mal un poco de diversió n esta noche.
La sonrisa de Alexander se tornó peligrosa.
—¿Quieres que la seduzca para ti, cariñ o? —le preguntó . Betina asintió —. Pues entonces,
vayamos junto a nuestra encantadora amiga —dijo—. Por su expresió n, parece que a ella
tampoco le vendría nada mal.
Lilith descendió del escenario, recibió un par de alabanzas y aceptó con ecuanimidad la
habitual felicitació n del joven camarero, haciendo un esfuerzo por no pensar demasiado en
la conversació n que había mantenido con él. Antes de que le diera tiempo de descolgarse la
guitarra, sintió a alguien que, a su lado, la cogía gentilmente del brazo. Era Alexander.
—Esta noche está s deslumbrante —le dijo, dá ndole un casto beso en la mejilla.
Lilith aceptó el brazo que le ofrecía y dejó que el joven la liberara del peso de su guitarra al
colgarse la funda de su hombro.
—¿Está Betina contigo? Me pareció verla antes, al inicio de mi actuació n.
—Sí, claro que sí. Sabes que nunca se pierde una oportunidad de disfrutar de tu mú sica.
—¿Y tú , no tienes turno esta noche? —preguntó al notar que Alexander no llevaba su
habitual delantal negro.
—Ni esta noche, ni ninguna otra. Tu novio me ha despedido.
—Exnovio —puntualizó ella con voz lú gubre.
—Otra cosa que celebrar. Mira, aquí está Betina —añ adió al ver có mo su esposa se
acercaba a ellos.
Betina también la saludó con evidente afecto, y los tres se arremolinaron en torno a una
mesa alta que estaba libre. Alex llamó la atenció n de Raú l para pedir una botella de tinto y
tres copas, y Lilith empezó a sentir esa extrañ a calidez que se experimenta cuando se está
en buena compañ ía.
—Mi Caperucita Roja cada noche canta mejor —la alabó Betina, mientras acariciaba sus
pelirrojos rizos. Luego, rodeó su cintura con su delgado brazo y se volvió hacia su marido
—. ¿No es verdad, cariñ o?
—Sí, es verdad —dijo él, y la manera en la que le miró mientras lo hacía hizo que a Lilith se
le parara el corazó n durante un segundo—. Y cada vez está má s atractiva.
Lilith bajó la cabeza. Aú n no se había acostumbrado a la manera tan descarada en la que
Alexander flirteaba con ella delante de su esposa. A veces, pensó abochornada, mientras
sentía la mano de Betina en torno a su cintura, parecía que la cortejaban en pareja, y se
preguntó si esa imaginativa vida sexual que les suponía desde que los conociera no
incluiría, al menos de vez en cuando, la presencia de terceras personas.
—Esta noche hay algo diferente en ti. Algo melancó lico y má gico —dijo Betina, acercá ndose
un poco má s a ella—. Algo triste —sentenció .
—Tienes buen ojo —dijo al final, intercambiando una rá pida mirada con Alex—. He roto
con Gabriel.
Raú l trajo la botella de vino, la descorchó y se la cobró . Una vez libre del trá mite, Alexander
se volvió hacia ella, tendiéndole una copa.
—Aú n no me has contado qué ha ocurrido.
Echó un vistazo a su alrededor. Ambos la miraban con atenció n, quizá s incluso con
preocupació n. Una intensa sensació n de camaradería la invadió . Dio un largo sorbo antes
de hablar:
—No lo sé. Nada concreto. Las cosas no iban bien entre nosotros y… —De repente, calló . No
sabía có mo expresar sus dudas, sus reservas, los extrañ os acontecimientos de los que había
sido testigo aquella misma tarde. Al final, titubeó —: ¿Es verdad eso de que ella te muerde?
—preguntó en direcció n a Alexander.
É l miró hacia Betina, como pidiendo permiso, y ella asintió . Desanudando su pañ uelo,
Alexander le dejó ver las marcas de mordiscos que tenía en el cuello. Mientras Lilith las
miraba, añ adió :
—Y no solo en el cuello. Deberías ver el resto de mi cuerpo.
Quizá s fue un comentario casual, pero ella no pudo evitar interpretarlo como una
invitació n.
—¿Entonces es… real? —preguntó a continuació n—. ¿Lo es para vosotros? ¿Lo es para
Gabriel?
—¿Qué quieres decir? —Betina la miraba, confusa.
—No es solo un juego, una fantasía… ¿Es real?
De nuevo, volvió sus ojos hacia Alex en busca de respuestas. Parecía que él sí que la
entendía. Con una enigmá tica sonrisa en el rostro se acercó a ella y, a modo de caricia, le
metió un mechó n de sus rojos cabellos tras la oreja. Su mano quedó descansando sobre su
cuello; su pulgar acariciá ndole suavemente la mejilla.
—Podemos mostrarte la verdad, si es lo que tú quieres.
—¿Qué verdad?
—Enséñ asela, querido —pidió Betina.
Alex sacó su cartera del bolsillo trasero de los pantalones y extrajo de ella lo que parecía
ser una fotografía muy antigua. La dejó en manos de Lilith para que pudiera admirarla.
En la imagen se veía a una solemne pareja posando en lo que parecía ser la cubierta de un
navío. El hombre, alto y moreno, sostenía por el brazo a una menuda mujer de enormes
ojos y tímida sonrisa. Tras ellos, podía verse una barandilla de metal y la inmensidad del
mar. Ambos vestían ropa de gala, él un traje oscuro y pesado; ella un vaporoso vestido claro
con mangas y escote de encaje, así como un ramillete de flores en la mano izquierda. La
relativa oscuridad del local y el tono envejecido y sepia de la fotografía no permitían
distinguir bien ni los colores ni las facciones de sus rostros, pero Lilith supo que se trataba
de ellos dos. Dá ndole la vuelta a la fotografía, pudo ver una nota, escrita con elaborada
caligrafía:
Boda a bordo del “Guanarteme”
Marzo de 1914
La fotografía podía ser fá cilmente una falsificació n, hecha aprovechando vestuarios
antiguos y algú n programa de ordenador, pero por alguna extrañ a razó n, Lilith creía que lo
que le estaban mostrando era real.
—Recuerdo perfectamente aquella tarde —dijo Alexander mientras volvía a tomar la
fotografía entre sus manos y la miraba con nostalgia antes de volver a guardarla—. Nunca
has estado tan hermosa —añ adió , mirando a su esposa.
—Y nunca había sido tan feliz —dijo Betina con apasionada entrega, acercá ndose a su
marido con adoració n.
—Pero… ¿Có mo es posible?
—Estoy seguro de que puedes imaginá rtelo —dijo él, con su brazo rodeando firmemente la
cintura de Betina—. Pero supongo que es necesario algo má s que una fotografía vieja para
ayudarte a creer en algo que a priori parece tan descabellado.
—¿Es…? ¿Es por la sangre? —preguntó , recordando las confusas escenas que había
presenciado en casa de Gabriel unas pocas horas antes. No obtuvo respuesta. De repente, la
pareja parecía incó moda y poco comunicativa—. Ademá s —insistió , volviéndose hacia él—,
tú me dijiste que no eras un vampiro…
Alex chasqueó la lengua a la vez que se encogía los hombros.
—Ni lo soy ni dejo de serlo —contestó , evasivo.
—Caperucita Roja no necesita todas las respuestas —le dijo Betina, cogiéndola por la
barbilla y obligá ndola a mirarle—. Lo que Caperucita Roja necesita es que alguien le dé lo
que realmente quiere.
—¿Y qué es lo que realmente quiero?
—Que alguien te muerda —contestó en actitud juguetona.
—¿Te daría eso miedo? —añ adió Alexander a su vez.
No respondió inmediatamente, dá ndose tiempo para fingir una calma que no sentía
mientras notaba sobre sí la atenta mirada del hombre. Cogió su copa y se la terminó de un
largo trago. El vino, que calentó violentamente sus entrañ as, pareció darle el valor que le
faltaba.
—No —dijo.
É l estaba muy cerca ahora, tanto que pensó que iba a besarla, y a pesar de la presencia de
Betina deseó intensamente que lo hiciera. Por la manera en la que él la miraba, podía ver
claramente que su deseo era correspondido, pero por alguna razó n no parecía dispuesto a
tomar la iniciativa.
—Creo recordar que una vez dijiste que no vivías muy lejos de aquí —le dijo con una
sonrisa.
—Así es…
Alex apuró su copa y cogió la botella de vino, aú n parcialmente llena.
—¿Qué te parece si nos terminamos esto en tu casa?
Betina también sonreía; sus afilados colmillos eran ahora plenamente visibles.
Lilith no pudo hacer otra cosa má s que asentir.

Gabriel fue a casa directamente al cerrar el bar, llegando má s temprano que de costumbre
no solo porque ya no contaba con una mujer a la que acudir, sino porque no quería dejar
solo a su prognatus má s tiempo del estrictamente necesario.
Al entrar en casa no se encontró con la penumbra y el silencio habituales, sino que podía
percibir luz y voces que provenían del saló n. Avanzó despacio y se asomó por la puerta.
Para su sorpresa Antonio estaba allí, acurrucado en el silló n con una manta sobre los
hombros, como un jefe indio. A pesar de que la televisió n estaba encendida, él no parecía
prestarle atenció n, pues tenía la mirada fija en los zarcillos de vapor que desprendía la taza
humeante con la que se calentaba las manos. Al oírle entrar, elevó la mirada y Gabriel
constató , con cierto alivio, que parecía menos cansado y demacrado que cuando le dejara, y
que sus cabellos estaban hú medos tras una reciente ducha. Sin embargo, aú n desde la
distancia a la que se encontraba, podía escuchar su dolorosa respiració n.
—¿Có mo te encuentras? —preguntó , entrando en el saló n y sentá ndose a su lado.
El hombre se encogió de hombros.
—Supongo que mejor. He estado descansando.
—Te hacía falta —hizo constar. Alargó la mano hasta su amigo para apartar un mechó n de
cabello de su cara. Al hacerlo, sus rizos se enroscaron brevemente en uno de sus dedos,
dejá ndole un rastro de humedad en la piel—. ¿Ves como a veces descansar un poco te hace
bien?
Antonio le lanzó una mirada lú gubre.
—Lo que yo tengo no se cura con descanso. Ni con nada —añ adió con acritud.
—Ya, ya lo sé. Pero deberías hacer un esfuerzo por…
—Y lo que tú deberías hacer es dejarme morir —le interrumpió .
Gabriel suspiró .
—Tony, ya hemos hablado de eso.
—Deja de cuidar de mí. Deja de traerme sangre y obligarme a que la tome. Deja que me
vaya —le pidió .
Esta vez no percibió en su voz má s que un humillado tono de sú plica.
—Sabes que no puedo hacer eso.
—Lo sé. Y tú sabes que yo no tengo el valor para matarme de hambre. Y que no me tiro por
la azotea porque soy incapaz de subir los escalones que me separan de ella. Esto no es vida,
Gabriel.
De nuevo, todo el peso de la culpa y la responsabilidad cayeron sobre él. Culpa por el
estado de su amigo; responsabilidad por su bienestar.
—Solo intento ayudarte.
—¿Có mo vas a ayudarme, si no eres capaz de ayudarte a ti mismo? —le dijo—. Está s tan
jodido como yo. ¿O crees que no me doy cuenta? —resopló —. Gabriel, deberías concentrar
todas tus fuerzas en ti mismo, y para eso tienes que soltar lastre.
—Tú no eres ningú n lastre, eres mi mejor amigo… Mi hermano. Haría cualquier cosa por ti.
—No. Soy tu prognatus, y solo haces esto porque te sientes responsable.
El reproche se le clavó en el corazó n como una saeta.
—¿Eso es lo que crees de verdad?
Antonio dejó la taza sobre la mesa y se acercó a él para poner una cá lida mano sobre su
hombro.
—No pienso mal de ti —aclaró —. Por nada del mundo lo haría. Sé que tus intenciones son
buenas, pero ha llegado el momento de rendirse. Yo ya lo he hecho. ¿Por qué no lo puedes
hacer tú también?
Gabriel no recordaba cuá ndo había sido la ú ltima vez que Antonio había permitido un
contacto tan cercano y largo entre ellos. Miró su rostro, tan familiar para él como el suyo
propio, y sintió que la angustia escalaba por su garganta. Se levantó de un salto.
—¿Qué es lo que quieres oír? ¿Que tu presencia me desagrada? ¿Que estaría mejor sin ti?
Antonio le miraba impasible, aparentemente ajeno a su estallido.
—Si es la verdad, sí.
—¡Pues no lo es! —dijo, soliviantado—. Has sido mi compañ ero desde hace tanto tiempo
que ni siquiera lo recuerdo, antes y después de ser un noctívago. Eres la ú nica persona que
realmente me importa y la ú nica razó n por la que no acabo conmigo mismo. Si subieras a la
azotea a tirarte, ten por seguro que yo iría justo detrá s de ti —afirmó con rotundidad.
—¿Te lo imaginas? —dijo Antonio. Su mirada parecía divertida—. Dos vampiros tirá ndose
de un quinto piso en algú n lugar de La Isleta. A lo mejor nos cargamos a algú n marica al
caer. Seguro que saldríamos en las noticias.
Gabriel le miró con gravedad.
—No me hace ninguna gracia.
—Eso es porque has perdido el sentido del humor. Anda, vuelve a sentarte aquí conmigo —
dijo, palmeando el asiento al lado del suyo—, y deja ya ese rollo de drama queen, que no te
pega nada. —Gabriel le obedeció de mala gana—. Solo quiero que seas feliz.
—Pues te guste oírlo o no, tú no eres la razó n de que no lo sea —espetó . Por alguna razó n,
se sentía enfadado, quizá s por las dudas de Antonio con respecto a él, quizá s por la idea de
no tenerlo a su lado, pero muy probablemente, por sentirse obligado a hablar tan
abiertamente de sus propios sentimientos.
—Siempre había pensado que te niegas una vida má s plena por mi culpa —afirmó —. ¿No
es así?
—No —aseguró —. Haces bien en suponer que tengo un lastre, pero ese lastre no eres tú .
—¿Y entonces quién es?
—Yo mismo —confesó cabizbajo.
—¿Qué quieres decir?
Negó con la cabeza.
—Hay cosas de las que nunca he querido… De las que nunca he podido hablar contigo —se
corrigió —. Cosas que no sabes sobre mí y que nunca he querido que sepas.
—¿Y son esas cosas las que te hacen ser un capullo amargado?
—Supongo que sí.
—Pues entonces sí que deberías contá rmelas.
Gabriel sonrió a su pesar.
—Está bien. —Inspiró pesadamente, en un pobre intento de aliviar la presió n que acababa
de instalarse en su pecho. Luego elevó la mirada para enfrentar la de su prognatus antes de
volver a hablar—. Todo esto se remonta a antes de convertirme en noctívago. No sé si sabes
que conocí a Fernando por medio de Sophie.
—¿La prostituta francesa? —pareció extrañ arse Antonio.
—Sí. Ella era una entusiasta del espiritismo y pensó que conocer a un médium que me
revelase la realidad acerca del má s allá podría curar la melancolía que me invadió después
de la muerte de mi madre. Por eso me presentó a Fernando.
—¿Tu pater es un médium?
—No sé hasta qué punto lo es de verdad —sonrió —, pero en aquella época él decía que
podía comunicarse con los espíritus. Lo que Fernando sí que puede hacer es... No sé có mo
explicarlo... Es como si pudiera leer en las mentes ajenas, como si pudiera adivinar lo que
las personas a su alrededor piensan y sienten. Te podrá s imaginar que con una capacidad
así no le costaba nada que los demá s creyeran en él, al decir siempre lo que sus clientes
querían escuchar. Eso le hizo tener una fabulosa notoriedad en determinados ambientes.
—Pero todo era un camelo…
—Sí, seguramente lo era. Fernando no me enseñ ó nada acerca de la trascendencia o no del
alma humana quizá s porque sencillamente desconoce todo al respecto. No lo sé. Y sin
embargo, debí encontrar alguna respuesta en sus sesiones de espiritismo, ya que continué
asistiendo. —Hizo una pausa, de repente le costaba má s y má s continuar—. Aquellos meses
fueron muy confusos... Apenas recuerdo nada de aquella época.
—Yo sí que lo recuerdo —intervino Antonio, moviéndose en su asiento para estar má s
cerca de él—. Después de que tu madre muriera te fuiste alejando de todos. Tu padre no
dejaba de quejarse de que salías todas las noches y apenas te veía el pelo. Al final, un día
desapareciste sin despedirte de nadie. Llegamos a pensar que habías muerto. —A Gabriel
no le pasó desapercibida la tenue recriminació n implícita en esas palabras—. Eso fue poco
antes de la muerte de Sophie. Pobrecilla. El Petit Moulin y sus chicas se fueron a la ruina sin
ella. ¿Lo sabías?
—Por supuesto que lo sabía —Gabriel se revolvió en su asiento, má s incó modo a cada
segundo que pasaba—. Es lo que estoy intentando explicarte: Sophie fue la ú nica persona
con la que nunca corté lazos. Sabía que yo estaba oficialmente desaparecido, y que deseaba
seguir así, de manera que me alojó cuando huí de casa, me encubrió y mintió por mí en
muchas ocasiones.
—¿Qué pasó luego?
—No lo sé. Te acabo de decir que no recuerdo bien esa época. Supongo que fue entonces
cuando me convertí en noctívago.
—¿Có mo puedes no recordar eso?
Gabriel se encogió levemente de hombros.
—No lo sé.
—¿Y sabía Sophie en qué te habías convertido? ¿Se lo contaste?
—No recuerdo haber hablado nunca con ella al respecto, pero supongo que sí que lo sabía.
Nunca hicieron falta muchas palabras entre nosotros. En todo caso, ella debía de saber lo
que era Fernando: teniendo en cuenta que se conocían desde hacía má s de veinte añ os…
—Ella debía de notar que él no envejecía —Antonio terminó la frase por él.
Gabriel asintió antes de continuar.
—Solo hay dos sitios que recuerdo claramente haber frecuentado en aquella época: uno era
el burdel de Sophie; el otro era la casa de Fernando. —Frunció el ceñ o, intentando recordar
—. Había má s personas viviendo allí, una criada, creo. No estoy seguro. Recuerdo las
sesiones de espiritismo de Fernando, en las que yo no creía, las largas y negras noches que
parecían no tener fin, y la sensació n de ser feliz por primera vez en mucho tiempo. Lo que
no sé es por qué lo era. —Antonio le miraba con una profunda preocupació n—. Tal como lo
recuerdo, el tiempo no pasaba en absoluto, o bien pasaba demasiado rá pido. En mi mente,
todo se funde y se precipita hacia lo que ocurrió aquella noche.
—¿Qué noche? ¿Aquella tras la cual apareciste en mi puerta, sucio, hambriento y
arrepentido, para pedirme asilo y que no te hiciera ninguna pregunta?
—Esa misma.
—¿Qué fue lo que ocurrió ? —preguntó Antonio.
—Ni yo mismo lo sé muy bien. Nada de lo pasó … —se obligó a rectificar—, nada de lo que
hice parece propio de mí, pero no puedo negar los hechos. —La voz le traicionó y no pudo
continuar, dejando en el aire el resto de las palabras, incapaz de decidir có mo iba a
continuar. Se levantó y fue hasta la ventana del saló n, mirando hacia la calle—. Es curioso
—dijo al final con un hilo de voz— como hay cosas que recordamos y otras no. Só lo
recuerdo con nitidez sentirme muy enfadado, correr a oscuras por las calles de la ciudad,
entrar precipitadamente en el apartamento de Sophie. Creo haber tenido una discusió n con
ella. Los demá s recuerdos son confusos y parecen irreales, pero cuando la niebla en mi
mente se disipó me encontré a mí mismo empapado y harto de sangre, sintiéndome
estú pidamente satisfecho de lo que acababa de hacer.
—¿Pero de qué? ¿Qué fue lo que hiciste?
—Sigues sin entenderlo, ¿verdad? —Se giró para enfrentar su mirada—. Esa noche maté a
Sophie.
Durante unos instantes, se hizo el silencio. Antonio le miraba completamente ató nito.
—No —negó con la cabeza, incrédulo—, eso… Eso no puede ser. Recuerdo haber leído al
respecto en el perió dico. Dijeron que su cuerpo estaba horriblemente mutilado, que había
sido atacada por unos perros salvajes. Tú no pudiste hacer algo así.
—Y sin embargo, lo hice. Eso es lo ú nico de lo que realmente estoy seguro. Hay algo dentro
de mí, algo de lo que nunca he querido hablarte…
—¿De qué está s hablando?
—De mi lastre, como acertadamente lo acabas de llamar —sonrió con ironía—. Aquello que
me hace infeliz, que me impide tener una vida plena. Ese algo que hay en mi interior y que
me obliga a… —Las palabras se le atragantaron en la garganta—. No sabes de lo que soy
capaz, ni de lo mucho que debo reprimirme para no hacerlo.
—¿Pero qué dices, Gabriel? ¿Es que acaso crees que está s poseído o algo así?
—No es que esté poseído. —Hizo una pausa, plenamente consciente de lo ridículas que le
sonarían a su prognatus las palabras que iba a pronunciar a continuació n—. No
exactamente.
—¿No exactamente? —preguntó Antonio, levantando una ceja con escepticismo—. ¿Por eso
vas tanto a la iglesia? —añ adió con sorna.
Gabriel le miró cariacontecido.
—Debí haberte hablado de esto mucho antes —respondió con calma.
Antonio se mordió el labio inferior.
—Realmente crees en todo lo que me está s contando, ¿verdad? —dijo—. ¿Crees que
mataste a Sophie porque ese algo te obligó a hacerlo?
Gabriel asintió .
—Gaby… —Antonio se acercó a él y le miró fijamente—. Aunque eso sea verdad, todo esto
ocurrió hace muchísimo tiempo. ¿No crees que ya es momento de dejarlo atrá s? —le
preguntó con voz pausada.
—No puedo dejar atrá s lo que realmente soy.
Un breve acceso de tos impidió a Antonio hablar durante unos instantes. Movido por la
fuerza de la costumbre, Gabriel se apresuró a tenderle un vaso de agua y frotar su espalda
hasta que hubo pasado. Antonio cerró los ojos mientras intentaba recomponer su
respiració n. Justo cuando pensaba que la conversació n había terminado y se disponía a
irse, Gabriel escuchó que le decía:
—Pues quizá s ya es hora de que lo aceptes e intentes convivir con ello.

Raú l caminaba con la mirada baja y las manos hundidas en los bolsillos de sus desgastados
vaqueros, perdido en sus propios pensamientos mientras los nervios le devoraban por
dentro. ¿Y si le decía que no?
Apretó el paso al girar una esquina y enfiló la calle con una determinació n que no sentía.
Llegó hasta la verja blanca, la abrió y atravesó el pequeñ o jardín con premura. Levantó la
aldaba de lató n y tocó a la puerta.
El sirviente le abrió , pero no le franqueó el paso al interior de la casa.
—Hoy no has sido convocado. El señ or no te espera…
—Ya, ya lo sé —dijo con impaciencia—, es que vengo a pedirte un favor —dijo sin má s—.
Hay algo que quiero que Fernando haga por mí.
Beltrá n le miró de arriba a abajo con cierta suficiencia.
—No se puede pedir sin dar nada a cambio.
Raú l reprimió un suspiro ante lo previsible de la situació n mientras se desabrochaba los
brazaletes, dejando ver las mú ltiples marcas de mordeduras que poblaban sus muñ ecas.
—Eso también lo sé —respondió con chulería.
—Anda pasa… —Beltrá n le franqueó el paso a la vivienda, los caninos creciéndole tras su
siniestra sonrisa—. Y dime en qué puedo ayudarte.
Las Palmas de Gran Canaria a 13 de enero de 1914
El ambiente en la habitació n era opresivo. Gabriel podía notar có mo gotas de sudor corrían
por su espalda, aunque no habría podido decir si era por el calor o por los nervios que
siempre le invadían antes de cada sesió n. Sus manos también sudaban, apoyadas sobre la
antigua mesa de caoba taraceada; sus meñ iques entrelazados con los de dos desconocidos:
el de su derecha era estrechado con fuerza por un fornido caballero de miembros velludos,
el de la izquierda sostenido con gentileza por un tembloroso joven.
Para él aquella no era su primera vez. Desde hacía algunas semanas había dejado que
Sophie le adentrara en un nuevo mundo, desconocido hasta ese momento. El libro de
Kardec, tal y como ella predijo, solo había sido el principio, dejá ndole ansioso de má s, y
Sophie, fiel a su palabra, se había esforzado en saciar su curiosidad. Sin embargo, sus
experiencias hasta ese momento no habían hecho má s que aumentarla, pues había sido
testigo en varias ocasiones de có mo aquella desgastada mesa no solo se movía
aparentemente por propia voluntad, sino que sus movimientos y golpeteos parecían
responder de forma veraz a las preguntas formuladas por algunos de los asistentes. Estas
sesiones, le había contado ella, se llevaba a cabo en Estados Unidos y Europa desde
mediados del siglo XIX como un medio para contactar con el má s allá . Antes de verlo, no lo
habría creído. Que una mesa se moviera solo por el contacto de unas manos sobre ella se le
antojaba ridículo y casi se había reído de Sophie. Pero tras los extrañ os acontecimientos
que presenció aquella primera noche, no había vuelto a reírse.
Aun así, no podía considerarse un creyente, y todavía buscaba la fuente del truco, el
mecanismo por el cual la mesa se movía, la razó n de que los rítmicos golpes de sus patas
contra el suelo parecieran dar tan valiosa informació n a los asistentes a las reuniones; los
métodos de los que, en definitiva, se valía el médium para engañ ar a los presentes.
Ahora había nueve personas en la habitació n, de pie alrededor de la mesa, formando un
círculo con sus meñ iques entrelazados. Gabriel abrió apenas los ojos y vio, a través de sus
pestañ as, có mo los otros, con los ojos cerrados, esperaban con fe ciega que sucediera
aquello que se les había prometido. Vio a Sophie, que se erguía enfrente de él, orgullosa y
segura de sí misma. A la derecha de la mujer estaba Fernando, el responsable de todo
aquello.
Era uno de los hombres má s altos y fornidos que Gabriel había visto en su vida, de manera
que Sophie a su lado no parecía má s que una muñ eca. Sus fuertes rasgos, dominados por
una severa mandíbula, presagiaban austeridad y estaban coronados por una enorme y
calva testa, cuya brillante piel se tensaba sobre los robustos huesos de su crá neo. Ahora
mostraba un gesto de profunda concentració n y tenía los ojos cerrados, pero Gabriel sabía
que cuando los abría se convertían en dos pozos de negrura donde uno parecía ahogarse.
«Fernando es uno de los médiums má s reputados del mundo. Su capacidad es legendaria»,
le había contado Sophie la primera vez que había acudido a una de aquellas sesiones. «Es
extraordinariamente sensitivo, y la energía de algunas personas puede perturbarle. Por eso
elige personalmente a los asistentes, y solo por medio de recomendació n se puede entrar
en contacto con él», había añ adido acto seguido, quizá s para hacerle consciente de que sin
su intervenció n nunca habría sido invitado. Aunque de momento, el ú nico poder que
Gabriel estaba dispuesto a reconocerle al afamado médium era el de su indudable carisma.
Tan concentrado estaba en sus propios pensamientos que apenas percibió el sutil y
oscilante movimiento que se insinuaba bajo sus dedos. Notó có mo el joven de su izquierda
era presa de un temblor supersticioso al iniciarse el inexplicable movimiento de la mesa. El
vaivén era de derecha a izquierda y se iba acelerando por momentos, hasta que la mesa se
vio envuelta en un frenético baile. En este punto, el joven se asustó y soltó el meñ ique de
Gabriel, rompiendo el círculo. El movimiento de la mesa cesó al instante, posá ndose de
golpe sus tres patas en el suelo. Hubo un momento de silencio, todos los presentes
aguantaron la respiració n, hasta que poco a poco pequeñ os murmullos y risitas nerviosas
se elevaron en la habitació n. La sesió n había terminado.
Como era costumbre al acabar, los ocho invitados fueron guiados por una vieja criada hasta
el comedor en el piso inferior, donde pudieron degustar una sencilla cena. Fernando nunca
los acompañ aba, sino que se retiraba a sus aposentos, alegando que el esfuerzo psíquico
que era necesario para las sesiones le dejaba absolutamente exhausto, y solo a veces,
cuando se sentía con fuerzas, invitaba a uno de los asistentes a volver a unirse con él tras la
cena, para otorgarle el honor de una sesió n privada. Ahora, sentados en el saló n,
disfrutando de las copas y el tabaco de la sobremesa, elucubraban acerca de si aquella
noche alguno de los presentes sería el afortunado.
Sophie, acostumbrada a ese tipo de ambientes, se movía con facilidad entre una
conversació n y otra. Primero se había sentado junto a un terrateniente y su mujer, que
conversaban con un capitá n de la marina cuyo nombre no había sido capaz de retener.
Aburrida del monó tono parloteo de la mujer, se levantó para escuchar la amistosa disputa
que mantenían otros dos invitados. Uno de ellos, un atiplado comerciante, afirmaba que los
espíritus que se esforzaban en comunicarse con ellos eran las almas de los fallecidos que se
encontraban en el purgatorio, y que lo que pedían de los vivos eran actos de contrició n y
rezos para ayudarlos a subir al cielo; mientras tanto, su interlocutor defendía la
vanguardista teoría de la reencarnació n de las almas. Cuando este se volvió hacia Sophie en
busca de apoyo en sus argumentos, ella creyó reconocerlo como un cliente esporá dico de
su burdel, y el azoramiento que pudo leer en el rostro del hombre le convenció no solo de
que él también la había reconocido, sino también de que no estaba dispuesto a confesarlo
pú blicamente. Musitando una educada disculpa, se unió a Gabriel, quien parecía tener una
charla con el jovencito que se había asustado tan inoportunamente al inicio de la sesió n.
—¿Pero qué otra cosa pudo haber causado el movimiento? —preguntaba, encará ndose con
mal disimulado disgusto al aparente escepticismo de Gabriel.
—Alguna especie de truco, un mecanismo o motor… No lo sé. —Gabriel se encogió de
hombros a la vez que daba la bienvenida a la conversació n a su amiga con un leve
asentimiento—. Pero eso no quiere decir que los espíritus nos rodeen e intenten
comunicarse con nosotros.
—¿Y qué me dice entonces de las respuestas que dan a veces, tanto por medio de las mesas
como de las planchettes o tablas ouija? ¿Có mo pueden no solo moverse a voluntad, sino dar
tan acertadas respuestas? ¡Un mecanismo no puede predecir el futuro o revelar el pasado!
—exclamó exaltado.
Gabriel volvió a encogerse de hombros.
—Yo no sé có mo un ilusionista hace sus trucos, pero trucos son. Nadie cree en la verdadera
magia, ¿por qué debemos creer entonces que el espiritismo es real, en vez de afrontar que
no es má s que otra forma de entretenimiento, de ilusionismo?
—¿Eso es lo que crees que hemos estado presenciando estas ú ltimas semanas, Gabriel?
¿Simples trucos? —interrumpió Sophie con cierta sorna, ganá ndose con su comentario una
mirada de gratitud del otro joven.
—Aú n no he visto nada que me convenza de lo contrario.
—Su escepticismo es exasperante, mi buen señ or —dijo el joven—. ¿Es que acaso no tiene
usted fe en nada?
—Por supuesto que sí, pero una cosa es la chá chara de un farsante y otra muy diferente el
sermó n de un sacerdote. Creo que es má s sabio elegir cuidadosamente dó nde deposita uno
su fe.
Viendo venir que la conversació n tomaría derroteros religiosos en los que ella no estaba
interesada, dio un breve apretó n en el brazo a su amigo para despedirse y se dirigió con
donaire hacia las escaleras que conducían al piso superior. Mientras caminaba por la lujosa
estancia, sosteniendo en sus níveos dedos una delicada copa de champá n, pensaba en lo
lejos que parecía estar en ese momento de la joven que había sido, la misma que veinticinco
añ os atrá s vendía su cuerpo a cambio de unas monedas o de un plato de comida,
malviviendo en las calles de aquella ingrata ciudad. Había huido de París para escapar de
una vida que había sido planificada con sumo cuidado por sus padres desde el día de su
nacimiento. Se creía una heroína romá ntica a punto de emprender una gran aventura,
como en las novelillas por entregas que le gustaba leer, cuando robó dinero y ropas de la
casa y salió por su ventana una clara noche de principios de otoñ o. Su plan era perfecto:
llegaría a la costa y tomaría un navío hacia tierras exó ticas, viviría mil aventuras en su viaje,
hasta que conociera al hombre má s hermoso e indó mito del mundo, salvaje como un
caballo bravo, que le haría descubrir el amor y sus placeres. Pero en cambio, halló sus
primeras relaciones carnales en los brazos de unos bandidos que la violaron por turnos al
borde de un camino. Cuando al fin consiguió llegar a la costa, cansada y mancillada, había
tomado un barco que tenía como destino un nombre que se le antojó maravilloso: el Puerto
de la Luz, y se embarcó en él con la tonta esperanza de encontrar su felicidad en un lugar de
tan hermoso nombre. Pero no había sido sino otra decepció n, al verse en medio del
Atlá ntico, en una isla que ni siquiera conocía, alquilando sus favores en las calles de una
pequeñ a ciudad costera. Qué idiota había sido, tan inocente e ignorante. Pero con todo,
nunca se arrepintió del camino que había tomado, aquel que la había alejado del petimetre
de su futuro esposo y de su destino como esposa y madre de la alta burguesía francesa.
Había conocido la pena, el dolor, el sufrimiento y el hambre, pero había vivido como
siempre deseó hacerlo y era libre para tomar sus propias decisiones.
Al acercarse a las estancias de Fernando distinguió a su perro guardiá n frente a las puertas.
Era un joven sirviente que apenas florecía a la edad adulta, pero ya ancho de hombros y
seco de cará cter. Había algo oscuro en él, aunque su descuidado cabello castañ o y las pecas
que salpicaban el puente de su nariz le dieran un indudable aire juvenil.
El joven la miraba a medida que se acercaba, y lo vio erguir el pecho y recomponer
cuidadosamente su postura ante la puerta.
—El señ or no recibirá a nadie esta noche —la informó cuando casi había llegado a su lado.
Sophie recorrió los ú ltimos pasos que los separaban y se puso frente a él, lo
suficientemente cerca como para ponerle algo nervioso.
—Pero Beltrá n —pareció amonestarle—, tú sabes que tu señ or siempre me recibe.
Una sombra de duda cruzó el rostro del sirviente, momento que Sophie aprovechó para
posar suavemente su mano en el pomo de la puerta.
—Muchas gracias, querido.
Entró rá pidamente en la estancia para no dar al sirviente la oportunidad de discutir con
ella, y cerró la puerta tras de sí.
Fernando estaba de pie frente a la ventana, y parecía contemplar la calle que había bajo él.
Sostenía una copa de vino tinto, que apenas había parecido probar.
—¿Qué haces aquí, Sophie? —inquirió sin necesidad siquiera de girarse hacia ella.
La prostituta se acercó para contemplar las mismas vistas que él.
—La sesió n de hoy ha sido asombrosamente corta.
—Nada puedo hacer si se rompe el círculo antes de tiempo.
—Entonces, tan agotado no puedes estar, ¿no es así? —preguntó como si nada,
observá ndole por encima de su copa de champá n.
Tras darle un sorbo a su propia copa, el hombre suspiró .
—¿Qué es lo que quieres?
—¿Por qué te niegas tan testarudamente en ver a mi protegido?
—¿A quién? ¿A ese joven de ceñ o fruncido que cuestiona en silencio todo lo que hago? No
soy partidario de predicar en el desierto.
—¿Es por eso, porque Gabriel no cree en lo que haces?
—No, no es por eso. —Dejando la copa sobre su escritorio, se alejó de la ventana—. Hay
algo en él que no me gusta.
—¿El qué?
—Aú n no lo sé.
—Pues no lo sabrá s si no accedes a verle.
El médium le mantuvo la mirada durante un largo momento, durante el cual Sophie sintió
como si intentara desnudarla. Terminó por desviarla bruscamente.
—Está bien —consintió —. Hazle pasar.

La conversació n en la sala estaba empezando a decaer. El ú nico que parecía mantener el


entusiasmo era el joven con el que había estado hablando que no solo había terminando
siendo sorprendentemente crédulo, sino también algo idiota. Segú n proclamaba, aquella
había sido su primera sesió n de espiritismo, y a pesar de haber presenciado apenas nada,
ya estaba completamente convencido de que todo lo que había leído o le habían contado
sobre el tema era verdad, y parecía no tener buen concepto de Gabriel, a pesar de lo cual
había vuelto a acercarse a él en cuanto Sophie se alejara, en un intento de convencerle de
sus propias creencias. Gabriel estaba convencido de que el joven había acudido allí
predispuesto a creer a toda costa, viera lo que viese, y empezaba a dudar de si él mismo
tendría la motivació n contraria, lo que le hacía cuestionarse todo lo que ocurría a su
alrededor.
Un coro de murmullos se extendió por la sala, cortando de raíz la conversació n entre
ambos, cuando el sirviente de Fernando entró en la estancia. Gabriel ya lo había visto antes,
y al igual que otros invitados, sabía lo que su presencia allí significaba.
—¿Qué ocurre? ¿Quién es este? —le preguntó el joven por lo bajini.
—Viene a invitar a uno de nosotros a una sesió n privada con el médium —contestó en igual
tono.
—¿En serio? —dijo el otro entusiasmado, mostrando a las claras que deseaba
fervientemente ser el agraciado.
Mientras el sirviente caminaba hacia el centro de la estancia, Gabriel miró a su alrededor en
busca de Sophie, dá ndose cuenta por primera vez de que la mujer ya no se encontraba allí.
—Buenas noches a todos —empezó a hablar el criado—. Mi señ or quiere invitar a uno de
ustedes a sus aposentos para una conversació n privada. ¿El señ or Montero, por favor? —
preguntó , aunque miraba fijamente a Gabriel como si supiera de antemano a quién estaba
buscando.
Cuando sus miradas se cruzaron por primera vez, Gabriel sintió un atisbo de
reconocimiento. Nunca hasta ese momento se había fijado en el rostro del joven sirviente,
pero de repente se le antojó que le conocía de antes.
—¿Quién será el tal Montero? —oyó que su joven acompañ ante susurraba.
—Soy yo —respondió , antes de alejarse de él para avanzar hasta el centro de la sala.
El sirviente le saludó con un leve asentimiento de cabeza.
—Acompá ñ eme, por favor.
Los invitados allí reunidos rompieron a aplaudir espontá neamente a su espalda mientras
Gabriel seguía al sirviente hacia el exterior de la habitació n.
«Fernando, el brujo», pensaba. Mucho había oído ya de él como para que su invitació n no le
resultara indiferente, al conocer las historias que algunos de los invitados a sus
conversaciones privadas contaban sobre él. Cuando le había preguntado a Sophie, ella se
había reído. «No hagas caso a las habladurías», le dijo con una cantarina risa. «La mayoría
de esas historias no son má s que rumores y parte de la leyenda negra que persigue a todos
los grandes médiums y espiritistas». «¿La mayoría?», había preguntado él. Como ú nica
respuesta, había obtenido una enigmá tica sonrisa. De nuevo, se preguntó en silencio si
hacía bien en negar algo que para los demá s parecía ser tan evidente.
Fue guiado escaleras arriba, hasta el saló n en el que se realizaban las sesiones, y se le indicó
que esperara allí. La sala había sido, aparentemente, recogida tras la sesió n. Los pesados
cortinajes estaban abiertos, dejando pasar algo de la iluminació n nocturna. El armario en el
que el médium guardaba sus objetos esotéricos estaba cerrado y la mesa de madera
redonda, que había sido arrastrada para desalojarla del centro de la habitació n, descansaba
ahora, decepcionantemente inerte, junto a la pared del fondo. Gabriel caminó hasta ella y
recorrió con sus manos la superficie, intentando captar algo del poder que la empujaba a
moverse, pero no pudo notar nada. Acarició con la yema de los dedos la pulida caoba,
concentrá ndose en el hipnotizante brillo de la madera, hasta que una sombra, un
imperceptible movimiento captado por el rabillo del ojo, le hizo girarse. El tapiz que cubría
la pared opuesta se movía mecido al compá s de la brisa nocturna que entraba por la
ventana abierta, a través de la cual podía oírse el canto de los grillos, pero no había allí
nadie má s que él. Aú n así, la opresiva sensació n de estar siendo observado le invadió , al
intuir que no estaba solo en la habitació n, lo que le hizo sentirse inseguro y expuesto. La
sensació n era ominosa, e incapaz ahora de darle la espalda al tapiz, que se había convertido
de repente en la fuente de su desasosiego, caminó hacia él. Lo había visto varias veces,
aunque nunca le había prestado la menor atenció n. Ahora, por el contrario, se sintió atraído
hacia él, como si algo le llamara. Era un tapiz antiguo y gravemente raído, en el que se
contemplaba una curiosa escena: un portentoso guerrero indígena, con ambas rodillas
hincadas en tierra, recibía el bautismo de manos de un tonsurado en mitad de lo que
parecía ser la corte castellana del siglo XV, presidida por los mismísimos Reyes Cató licos.
En la esquina inferior derecha, como oculto entre el gentío que cubría esa parte del
bordado, un enorme perro negro parecía mirarle directamente, como si la escena que se
desarrollaba tras él no fuera tanto de su interés como la opinió n del espectador. Parecía
representar la victoria de la cristiandad sobre el paganismo de los pobladores originales de
las islas, y ciertamente no había en él nada espectacular o llamativo, salvo lo viejo que
parecía ser, pero la insidiosa sensació n seguía estando ahí. Un ruido le hizo girarse de
nuevo y se olvidó momentá neamente del tapiz, al ver a Sophie y Fernando entrar en el
saló n.
Gabriel intentó saludarlos, pero no pudo. Su boca, de repente seca, se negaba a responder a
su mandato y permaneció muda. En su fuero interno se preguntaba có mo podía sentirse
tan intimidado por la presencia de ese hombre, pero tuvo que reconocer que de Fernando
emanaba un aura poderosa que parecía robarle el aliento. Se limitó a extender su mano
como ú nico saludo.
El hombre avanzó hasta él y se la estrechó un momento má s del necesario mientras
atrapaba sus ojos con la mirada. Permanecieron un instante así, sus manos unidas y sus
miradas mutuamente entrelazadas. Gabriel podía sentir el poder que emanaba del médium
rodeá ndolos en oleadas, como un cá lido océano. Se sintió indefenso e invadido mientras
notaba có mo su alma era desnudada por la negrura de sus ojos. Apartó la mirada, turbado,
y separó sus manos. El mundo volvió a su velocidad normal en cuanto Fernando apartó la
mirada de él.
—Siéntese, por favor —dijo el médium señ alá ndole a Gabriel un pequeñ o sofá .
Gabriel le obedeció aú n confuso, preguntá ndose si no habrían sido todas esas sensaciones
una imaginació n suya.
—Supongo que debo darle las gracias por invitarme, pero no sé exactamente por qué estoy
aquí.
Sophie se acercó a él y puso una mano sobre su hombro.
—Le he hablado de ti. Le he contado tus dudas y preocupaciones, y Fernando está
dispuesto a ayudarte. É l es el mejor médium que conozco, y el ú nico que puede darte las
respuestas que necesitas.
—¿Entonces estoy aquí para una sesió n? —preguntó con cierta inseguridad, dirigiéndose a
Sophie.
Fernando sonrió y se sentó frente a él, en un sofá gemelo al que él ocupaba.
—No exactamente, no al menos en el sentido en el que usted cree. Solo quería charlar.
—¿Charlar? —Gabriel negó con la cabeza—. No lo entiendo, discú lpeme. ¿Acerca de qué?
Los ojos del hombre le escrutaron de nuevo
—Acerca de las dudas que le asaltan. Ha perdido usted a un ser querido y ahora se hace
preguntas que nunca antes se había hecho.
—¿Qué sabe usted sobre eso?
—Solo lo que nuestra amiga comú n me ha contado —dijo, refiriéndose a la meretriz—.
Tiene miedo a la muerte porque no sabe qué le espera después, y se deja arrastrar por
Sophie a mis sesiones de espiritismo porque ella le ha dicho que yo puedo darle pruebas de
que existe una vida después.
—Y sin embargo, él sigue sin estar convencido —intervino ella—. Nada le parece suficiente.
—Eso suele ser comú n en aquellos que realmente buscan la verdad. Déjanos, Sophie.
Ambos hombres callaron mientras la mujer salía de la habitació n.
—¿De veras Sophie le ha hablado acerca de mí? —preguntó Gabriel, acomodá ndose en su
asiento.
—¿Tan extrañ o le resulta? Ella le tiene un considerable afecto. No me ha dicho nada, claro
está , pero a mi parecer ustedes dos tienen una relació n de naturaleza muy íntima.
Gabriel frunció el ceñ o.
—No creo que eso… —balbució .
—… Sea de mi incumbencia —Fernando terminó la frase por él—. O que tenga relevancia
alguna. Sophie es una mujer extraordinaria, la conozco desde que era poco má s que una
niñ a.
—Ella cree en lo que usted hace.
—Así es. Pero dígame, Gabriel… —Fernando bajó el tono de voz, como si le hiciera una
confidencia. Gabriel sintió como si la atmó sfera de la habitació n cambiara—. ¿Qué es lo que
usted cree?
—¿Con sinceridad?
—Por favor.
Gabriel frunció el ceñ o, pensando en la cuestió n.
—No lo tengo muy claro. —Miró a Fernando y se dio cuenta de que sería inú til no ser
honesto—. Antes pensaba que todas estas cosas no eran má s que cuentos y fraudes, pero
ahora veo que existe un fenó meno real que hace a la gente creer. Có mo se produce ese
fenó meno o cuá l es su auténtica naturaleza, eso es lo que aú n no sé.
—Y por eso, aú n busca el origen del truco, ¿no es así? —Fernando se inclinó hacia delante y
apoyó su mentó n sobre sus dedos entrelazados.
—Lo siento, pero es que me cuesta ser tan crédulo.
—Ah, un escéptico… —dijo Fernando con evidente regocijo mientras se recostaba en el
asiento—. He conocido a muchos como usted. Aquellos que nunca consiguen creer, vean lo
que vean, sino que intentan asociar a todo fenó meno una explicació n racional. O científica,
como la llaman ahora. Me temo entonces que nada de lo que Sophie o yo mismo podamos
enseñ arle vaya a hacerle cambiar de parecer.
Gabriel le miró incrédulo.
—¿Es esa su respuesta?
—¿Qué es lo que esperaba?
—Usted mismo lo ha dicho: busco la verdad.
—La verdad. Espinoso asunto. —Fernando se miró las manos—. La verdad está
sobrevalorada.
—¿Y eso nos legitima para ocultarla?
—A veces sí. Pero si lo que quiere es la verdad, yo no tengo inconveniente en dá rsela. La
verdad es que en mi vida jamá s me he comunicado con un espíritu, ni he conocido a nadie
que lo haga. Todos los médiums que he visto no son má s que un fraude. Nunca he asistido a
una sesió n de espiritismo que no haya estado trucada de alguna manera, y si sigue
buscando con el mismo ojo crítico que hasta ahora, tarde o temprano averiguará por usted
mismo có mo funciona el truco. Esto no es má s que un negocio para estafar a los débiles de
mente. Evidentemente, a usted no hemos podido engañ arle, gracias a su gran inteligencia y
racionalidad.
Gabriel se puso de pie, desafiante.
—¿Se está burlando de mí?
—No. —Fernando lo imitó , levantá ndose también—. Mis disculpas si cree que me burlaba,
no pretendía ofenderle. Só lo le he dicho lo que necesita oír. Ahora depende de usted decidir
si quiere creer que esa es la verdad.
—¿Y si no lo creo?
—Entonces será que no es tan escéptico como cree ser. Pero si lo que quiere es que yo le
demuestre algo, que le enseñ e y le obligue a creer, me temo que no ha venido al lugar
adecuado. Yo no soy un charlatá n y sé cuá ndo mis palabras no son bien recibidas. Por eso
sé que si decide no creer, no importa cuá nto le hable yo de su difunta madre, ni de las
dudas que le asaltan desde que miró a aquellos á ngeles que señ alaban al cielo el día de su
entierro, porque pensará que no es má s que la chá chara de un timador, y en cada visita a mi
casa seguirá toqueteando mi mesa con sus sucias manos, buscando el mecanismo que, sin
duda, la hace moverse.
Gabriel le miró ató nito, preguntá ndose có mo podía él saber detalles tan concretos acerca
de sus actos o sus pensamientos, pero antes de que pudiera articular palabra, Fernando
continuó :
—Debe aprender, tarde o temprano, que incluso esas cosas que algunos no son capaces de
ver, pueden existir. Eso debería haberlo aprendido de su padre y de su incapacidad para
ver lo que usted sí que veía.
—¿Có mo puede usted saber eso?
Fernando se acercó mucho a él, y escrutó su mirada.
—Creo que debería seguir usted el consejo que le dio tu madre: no siga buscando lo que
hay má s allá de la mirada casual del mundo. Será mejor que se vaya —añ adió , separá ndose
bruscamente—. Hay algo en usted que no me gusta, algo oscuro a lo que aú n no me atrevo a
nombrar, y si persevera en la observació n de lo desconocido es posible que descubra eso
que siempre ha estado en tu interior. Esa, y no otra, debería ser su principal preocupació n.
¡Beltrá n! —gritó . El sirviente, obedeciendo la voz de su señ or, entró en la estancia—.
Acompañ a al señ or Montero a la salida.
Gabriel se dejó guiar hacia el exterior del saló n sin decir una palabra, lanzá ndole una ú ltima
mirada llena de resentimiento.
Fernando se quedó de pie en el centro de la estancia mientras los dos hombres salían, luego
caminó lentamente hacia el tapiz y sus ojos se dirigieron, sin que él pudiera evitarlo, hacia
el perro negro representado en su parte inferior, como si este pudiera canalizar sus
pensamientos de aquella noche. Se mantuvo así, en completo silencio, hasta que un leve
movimiento de la tela le sobresaltó e interrumpió su meditació n. Dando un furioso golpe en
el pesado bordado para agitarlo, dijo:
—Y tú … Déjate de estar escondiéndote detrá s del tapiz. Ya no tienes edad para estos juegos.
Luego, sin pararse a esperar una respuesta, se retiró a sus aposentos, sintiéndose enfadado
y confuso.
Una charla tranquila
El saló n estaba prá cticamente a oscuras cuando Gabriel despertó . No recordaba el
momento en el que se había quedado dormido aquella mañ ana, solo haber estado tumbado
junto a Antonio en el silló n mientras contemplaban el amanecer. Ahora estaba solo, y a
través de las ventanas abiertas en vez de los cá lidos rayos del sol se colaba el frío aire
proveniente del Atlá ntico. Gabriel se incorporó lentamente, sintiendo las ropas hú medas y
el cuerpo aterido.
Se sentía tan agitado como de costumbre al despertar, con el á nimo encendido, la
respiració n acelerada y la piel sudorosa. Sin embargo, no notaba la habitual presió n en sus
encías. Había dormido sin su placa de descarga, y sus colmillos, libres de su habitual
aprisionamiento, habían salido como respuesta al estado de excitació n general en el que se
encontraba. Los percibía extrañ os contra sus labios, pero por alguna razó n no se sentía
soliviantado por ellos. Ni tampoco por el hecho de haber estado soñ ando con Alexander.
Volvió a recostarse entre los mullidos cojines mientras se permitía recrearse en los
brumosos retazos de aquellas imá genes que aú n bailaban en su mente: la sensació n de
libertad y gozo al olfatear la tierra; la azulada luz de las estrellas que guiaba su camino; la
espigada y familiar figura del hombre que le esperaba, desprendiendo un enloquecedor
aroma a sangre; la precipitació n por llegar a su lado y fundirse con él. Después de eso, los
recuerdos se tornaban demasiado rá pidos y confusos como para poder retenerlos, pero
contenían tal carga eró tica que su mera evocació n hizo que se le acelerara el pulso.
No sabía qué era lo má s extrañ o de todo: el haber soñ ado con Alexander, y que dichos
sueñ os fueran de una naturaleza tan voluptuosa, o el hecho de que eso no le supusiera el
má s mínimo problema. Si bien sentía unos irrefrenables deseos de sangre y sexo, como casi
siempre que tenía ese tipo de visiones oníricas, y que esa mañ ana esos anhelos se volcaban
en alguien inesperado, no tenía miedo de sí mismo. Ni de lo que podría llegar a hacer.
Se sentía como un observador imparcial mientras analizaba con parsimoniosa
meticulosidad sus emociones y sentimientos, sus deseos y anhelos, como si se encontrara a
infinita distancia de sí mismo. Y fue gracias a esa distancia que de alguna manera se había
impuesto entre su consciencia y sus má s primarias pulsiones, que se percató por primera
vez de que quizá s Antonio tenía razó n: a lo mejor era el momento de aprender a convivir
con esa parte de sí mismo que tan infructuosamente había intentado reprimir.
«Quizá s ya es hora de que lo aceptes e intentes convivir con ello», le había dicho Antonio la
noche anterior, justo antes de sermonearle por no permitirse vivir su vida plenamente, por
no aprovechar los recursos de los que disponía, por conformarse con ser miserable cuando
tenía todo lo necesario para no serlo, por abandonar a Lilith por una estú pida necesidad de
control.
—Pero es que Lilith no tiene nada que ver con todo esto —había aventurado con cautela—.
Hay… Hay otra persona.
Fue entonces, al decirlo en voz alta, cuando se había dado cuenta de que aquello era verdad.
Una parte de sí mismo siempre se había sentido atraída por Alexander, y ahora que por fin
lo admitía, parecía no importarle ni su actitud manipuladora ni la certeza de que ocultaba
algo. Ni siquiera el hecho de que fuera un hombre. Con muda sorpresa se había preguntado
có mo era eso posible, por qué se sentía tan violentamente atraído hacia alguien de su
mismo sexo, y si había sido eso lo que le impidiera contemplar siquiera aquella posibilidad
durante algú n tiempo. Si bien estaba al tanto de que ese tipo de cosas no eran tan inusuales,
Gabriel no estaba seguro de sentirse có modo con una definició n de sí mismo que incluyera
la homosexualidad. Y sin embargo, no podía seguir negando sus sentimientos. Ante el
silencio de su amigo, que aú n le mirada como esperando una respuesta, le había relatado su
primer encuentro con Alex, el tiempo pasado juntos en el bar y las dos ocasiones en las que
se habían besado. También le habló de las intensas ansias que sentía por su sangre, de la
extrañ a sensació n de familiaridad que siempre le asaltaba en su presencia, de la creencia de
que había soñ ado con él incluso antes de conocerle, y de lo excitado, nervioso y asustado
que se sentía cuando sabía que estaba cerca. Rememoró incluso el encontronazo que
habían tenido aquella misma madrugada, y el violento placer que había obtenido al
subyugarle contra la pared. Lo ú nico que deliberadamente había decidido omitir de su
relato, presa de un pudor muy intenso, era el hecho de que Alex no era una mujer. Luego
intentó explicarle a Antonio sus miedos, y por primera vez en muchos añ os abrió su
corazó n a su prognatus: le expuso lo constreñ ido que se sentía, lo mucho que intentaba
reprimirse, la razó n de que viviera encerrado en sí mismo de la misma forma en la que
Antonio vivía encerrado en aquel diminuto piso. Pero su amigo no só lo no le había
entendido, sino que parecía ser incapaz de ponerse en sus zapatos. «Puedes tener una vida
de la que yo nunca gozaré. Tienes la felicidad y el amor al alcance de la mano. Solo tienes
que perdonarte y aceptarte tal y como eres», le había reprochado amargamente. Esas
palabras le habían recordado a otras escuchadas no mucho tiempo atrá s.
«No hay nada de malo en lo que eres», le había dicho Alexander después de besarle. En
aquel momento, ofuscado como estaba, había tomado ese comentario como un intento de
manipularle, pero ahora contemplaba esas palabras bajo una luz diferente. «Déjame
ayudarte». ¿Y si era verdad que Alexander intentaba ayudarle?
Durante añ os, Gabriel había confiado ciegamente en las directrices de Fernando,
convencido de que era él quien mejor conocía la oscuridad que cargaba en su interior, y por
lo tanto, quien estaba má s capacitado para ayudarle a controlarla. Y aunque a ciertos
niveles podía afirmar que lo había conseguido, había sido a costa de su felicidad, su cordura
y su integridad física. «En la moderació n, y no la supresió n…», se recordó . Pero el problema
era que con Alexander no había moderació n posible: o reprimía duramente cualquier
acercamiento, o se entregaba sin reservas a la pasió n que despertaba en él.
«No hay nada de malo en lo que eres». Algo le decía que aquel comentario no había sido
hecho a la ligera, que de alguna manera Alexander le estaba indicando claramente hacia
dó nde debía inclinarse la balanza, que no debía tener miedo a dejarse arrastrar. Estaba
convencido de que sería incapaz de hacerle ningú n dañ o.
Y sin embargo, podía estar equivocado. Quizá s lo que experimentaba en aquel momento no
era má s que la ilusió n de un control que nunca llegaría a materializarse, y las consecuencias
de tal error podían ser fatales. Fernando no le creía capaz de ejercer dicho control sobre sí
mismo, y mucho menos sobre el wa-yewta, sino que parecía estar convencido de que, tarde
o temprano, mataría otra vez.
El desaliento y la impotencia provocadas por la desconfianza de su pater cayeron sobre él.
Có mo sería poder demostrarle que se equivocaba, pensó , convencerle de que sí que era
capaz de convivir con la bestia que anidaba en su interior sin que ambos tuvieran que librar
una constante y agotadora lucha. De que quizá s podía firmar la paz con el wa-yewta.
Como respuesta a sus pensamientos, escuchó un leve gruñ ido a su lado, y no se sorprendió
al atisbar entre las sombras del saló n, no muy lejos de sí, la silueta de un negro animal.
Reprimiendo su habitual rechazo, no desvió la mirada, sino que lentamente alargó la mano.
Un hocico hecho de oscuridad se frotó contra su palma, y sintió la tibia caricia de una
lengua sobre su piel.
El sonido de pasos en el exterior le hizo desviar brevemente la mirada. Cuando volvió a
girarse el animal había desaparecido. Sin embargo, una reconfortante calidez se había
asentado en su pecho. «No hay nada de malo en lo que eres», volvió a escuchar, cada vez
má s convencido de que aquello debía de ser verdad. Antonio abrió la puerta y le miró desde
el umbral.
—Vaya, por fin está s despierto.
—Sí —respondió incorporá ndose—. ¿Có mo te encuentras? —preguntó . Se acercó a él y
escrutó su rostro. Su amigo seguía macilento y ojeroso, pero una cierta lozanía había vuelto
a sus mejillas y parecía má s descansado.
—Bien, bien —le contestó , evasivo—. ¿Y tú ?
La aguda mirada azul del escritor se clavó en la suya, y Gabriel la desvió , asustado de lo que
podía mostrar.
—Vamos a la cocina —dijo como toda respuesta—, te prepararé algo de comer.
Lo guio hacia el exterior de la estancia, pero no pudo evitar echar un ú ltimo vistazo por
encima del hombro a las sombras que poblaban el saló n, en busca de algo que ya no estaba
allí.

Raú l recorría el local con una bandeja en alto para repartir dos comandas en sendas mesas
cercanas al escenario. La actuació n estaba en su apogeo. El cantante del grupo de deathrock
que amenizaba el bar aquella noche estaba sudoroso y parecía algo enajenado mientras
silabeaba con voz ajada la letra de la que parecía ser su mejor canció n, que relataba con
estilo bastante chusco la horrible muerte a dentelladas de una joven de enormes tetas y su
posterior conversió n en un zombi comepingas. A pesar de haberla escuchado varias veces
ya, aú n no era capaz de discernir si la canció n pretendía ser có mica o si simplemente era
muy mala.
Dejando a su espalda la estrofa final de la canció n, en la que el letrista se esmeraba en
relatar, con todo lujo de detalles, có mo la zombi tetona se la comía a mordiscos y las
contrarias sensaciones que ello le producía, se dispuso a emprender el camino de vuelta a
la barra mientras recogía todas las botellas y vasos usados que pillaba. Mientras lo hacía,
observaba atentamente a su alrededor por si algú n cliente quería algo, chequeando el
ambiente general del local o buscando caras conocidas.
A propó sito pasó muy cerca de la mesa en la que se sentaban Alexander y su mujer, que
tras el fulgurante despido del camarero, habían seguido frecuentando el local. Un buen rato
antes habían pedido dos copas de vino, y mientras se las servía había escuchado
claramente có mo Alex se quejaba de la mú sica de aquella noche. Aunque no había
encontrado ninguna excusa que le permitiera seguir la conversació n una vez les hubo
servido, dio por sentado que de lo que realmente se quejaba era de la ausencia de la
cantante pelirroja. En aquel momento había pensado que después de eso se marcharían,
pero aú n estaban allí y no pudo evitar lanzarles una mirada mientras pasaba junto a ellos.
Quiso creer en ese momento que no eran los celos por sus evidentes intentos de acercarse a
Lilith lo que le hacía estar vigilante, sino su extrañ o comportamiento con respecto a
Gabriel, lo cual debía de ser, se recordó duramente, su principal interés. La mujer miraba
hacia el cantante con ojos entusiasmados y una sonrisa traviesa en su rostro, como si
estuviera deliciosamente escandalizada por lo que oía. Alex fruncía el ceñ o y mantenía la
miraba baja, incluso cuando ella tiraba insistentemente de su manga para hacerle notar tal
o cual detalle de la actuació n. Cuando la canció n terminó , ella aplaudió entre carcajadas,
pero él seguía bastante circunspecto. Raú l siguió su camino mientras reflexionaba sobre la
historia que se estaba gestando a su alrededor y a la que aú n no conseguía dotar de
significado, pero completamente convencido de que debía mantener los ojos bien abiertos.
Una vez alcanzó la barra, se metió en la trastienda para dejar los vasos sucios y las botellas
usadas. Aquella chica de inquietantes ojos y actitud infantil despedía un aura extrañ a,
oscura, demasiado familiar para él como para que le pasara desapercibida; al fin y al cabo,
ella no era el primer vampiro con el que se topaba. El hecho de que el mismo Gabriel la
reconociera como una igual al sospechar de ella al ver sus mordiscos confirmaba sus
suposiciones. Evocó entonces la primera vez que la viera, poco después de que Alexander
empezara a trabajar en el local, y se sorprendió de no haberse percatado entonces de lo que
era. Su marido, por su parte, no parecía ser uno de ellos, y sin embargo, era el que má s le
intrigaba de los dos. Recordó la noche en que había sido despedido: có mo lo había visto
colarse en el despacho del jefe para, a juzgar por lo poco que había podido escuchar a
través de la puerta, discutir con él. El estado alterado y violento en el que encontró a
Gabriel tras ese encuentro parecía confirmar que definitivamente algo había pasado entre
ellos dos, algo respecto a lo cual Raú l no podía má s que elucubrar sin ningú n fundamento.
Sin duda, ese era el tipo de informació n que interesaría a Fernando.
Había conocido al viejo vampiro casi dos añ os atrá s, poco después de haberse quedado
tirado en la calle. Aquel había sido el culmen de un periplo vital que se inició al huir de casa
a los quince, harto de aguantar al alcohó lico de su padre, para empezar a dar tumbos por
los servicios sociales hasta cumplir la mayoría de edad; que continuó cuando empezó a
trapichear para unos camellos del tres al cuarto y a pernoctar en un edificio abandonado; y
que acabó cuando dicho edificio fue desalojado por la policía previo a su derribo, lo que lo
dejó sin alojamiento y sin medio de subsistencia de la noche a la mañ ana. Fue entonces,
cuando llevaba unas pocas noches durmiendo en los bancos del parque San Telmo, que
Beltrá n, el sirviente de Fernando, se acercó a él para ofrecerle un plato de comida caliente y
algo de dinero a cambio de que realizara un servicio muy específico para él y para su señ or.
Famélico y desesperado como estaba, Raú l no se planteó ni por un segundo rechazar la
oferta, a pesar de que creía que probablemente estaba a punto de dar su primer paso hacia
la prostitució n, y eso si tenía suerte. Sin embargo, no fue sexo lo que esos hombre
requirieron de él, sino sangre. Y se le pagó tan generosamente que no dudó en volver
perió dicamente para seguir ofreciéndola. Demasiadas mierdas había visto él en su vida
como para impresionarse de que aquellos tíos tuvieran colmillos y quisieran morderle con
ellos.
Sin embargo, con el tiempo se empezó a requerir otras cosas de él. Beltrá n le encargaba
pequeñ as tareas al principio, como que trajera el perió dico cada día o que hiciera algunos
recados que muy fá cilmente podía realizar él mismo. Luego empezó a pedirle encargos má s
complicados: que robara tal objeto en una tienda, que siguiera al dueñ o de la casa contigua
sin que este se diera cuenta… Cosas por el estilo. Raú l sabía que Beltrá n le estaba poniendo
a prueba, quizá s prepará ndole para realizar otras tareas para su señ or, pero la verdad era
que tras añ os buscá ndose la vida por su cuenta, ninguna de esas cosas le pareció
mínimamente desafiante. Finalmente, se le encomendó ir a una calle cerca de Las Canteras
a investigar la remodelació n de un local que estaba a punto de convertirse en un bar para
«vampiros».
Raú l fue al sitio indicado, estuvo curioseando y entabló conversació n con uno de los
operarios que trabajaba allí. Aquella noche se enorgulleció en poder darle a Beltrá n un
informe muy detallado: el local se iba a llamar Noctívagus y se inauguraría durante aquel
otoñ o. El dueñ o era un tal Gabriel Montero, un tío de treinta y algo con cara de pocos
amigos al que había visto de lejos. Se estaban tramitando varios permisos y licencias con el
ayuntamiento de la ciudad y se iba a construir un escenario para alojar actuaciones
musicales en vivo. Seguramente, en breve el tal Gabriel tendría que empezar a buscar
camareros.
—Pues vas a tener que encontrar la manera de convertirte en uno de ellos —le dijo Beltrá n
tras escuchar su informe, para indicarle a continuació n que a partir de entonces se
esperaba de él que informara de todo lo relacionado con el tal Gabriel—. Vas a trabajar
para él, pero en realidad trabajará s para Fernando. El señ or quiere saber qué hace Gabriel,
cuá ndo lo hace y con quién. Quiere saber con quién trata, con quién se acuesta y de quién
bebe sangre, y todo lo que ocurra en ese bar que está montando.
Un par de meses má s tarde, Raú l ya era un asalariado en el Noctívagus, después de falsificar
há bilmente un currículum y obtener varias referencias falsas. A partir de entonces,
Fernando dejó de pagarle sus servicios, dando por sentado que la nó mina que obtenía por
su trabajo como camarero debía ser má s que suficiente para cubrir sus necesidades, como
así había sido: un añ o y medio má s tarde, Raú l vivía có modamente en un cuarto alquilado
en un apartamento de estudiantes y comprado un cochambroso pero resistente coche de
segunda mano. Y seguía trabajando para Fernando, aunque a efectos prá cticos era a Beltrá n
a quien le daba casi toda la informació n. A partir de entonces, Fernando y Beltrá n
empezaron a referirse a él como «el postulante» y Fernando le dejó muy claro para qué
estaba postulando. Si la vida eterna valía unos cuantos añ os de pringar para un par de
vampiros fracasados, era un precio que Raú l estaba dispuesto a pagar con gusto.
Saliendo de la trastienda, volvió a su lugar en la barra y, mientras servía mecá nicamente
una copa al primer cliente que se acercó a él, miró de nuevo hacia la pareja. La mujer se
había puesto de pie y parecía estar despidiéndose. Alex la siguió con la mirada mientras se
alejaba para luego volver sus ojos hacia la barra y posarlos largamente en Gabriel. A pesar
de la distancia pudo percibir anhelo y ansiedad en su rostro. ¿Podía ser que lo ocurrido
entre ellos hubiera sido algo así como una pelea de enamorados? A lo mejor, se dijo Raú l
con una torva sonrisa bailá ndole en los labios, no había estado tan errado al decirle a Lilith
que a su ex le gustaban los tíos.
Eso le hizo pensar con cierto nerviosismo en la cantante. Hacía apenas un par de horas que
le había mandado un mensaje para preguntarle si estaba disponible la tarde siguiente, pero
ella aú n no había contestado. Justo entonces, y como un providencial reflejo de sus
pensamientos, sintió una vibració n en el bolsillo trasero de los pantalones y, con cierta
precipitació n, sacó el mó vil para ver la pantalla. Ahí estaba la respuesta de Lilith, dos
simples letras que hicieron que se le acelerara el pulso: «Sí».
Desbloqueó el teléfono y se apresuró a teclear: «Dime dó nde vives. Te recojo a las siete». La
aplicació n de mensajería le indicó que Lilith estaba escribiendo su respuesta, pero antes de
que esta se hiciera visible, pudo oír la voz de Gabriel.
—Eh, tú —le llamó desde el otro lado de la barra—, suelta ese cacharro, que está s
trabajando.
—Sí, jefe —contestó , guardando el mó vil en el bolsillo. Por un momento tuvo el estú pido
miedo de que Gabriel pudiera adivinar por su culpable expresió n con quién estaba
chateando, pero este no parecía estar prestá ndole demasiada atenció n, y tras echarle el
rapapolvo se limitó a darse la vuelta para seguir con su trabajo.
Frunció el ceñ o mientras lo observaba, percatá ndose de algo. No era que su jefe hubiera
sido nunca un dechado de simpatía, pero ú ltimamente estaba má s malhumorado de lo que
era habitual en él. Hasta ese momento lo había achacado a su ruptura con Lilith, ¿pero y si
había algo má s?
Gabriel volvió a girarse en su direcció n y lo sorprendió observá ndole. Raú l dio un respingo,
pero no reaccionó con la velocidad suficiente.
—Me parece haberte dicho que dejaras de gandulear —le amonestó —, vuelve al trabajo.
—Sí, señ or —respondió imitando el saludo militar con la mano derecha, gesto que fue
rá pidamente trastocado por un colérico corte de mangas en cuanto su jefe se hubo alejado.
Sin embargo, Martina, la camarera de los brazos tatuados, le miraba reprobatoriamente
desde muy cerca—. ¿Qué? —le espetó .
—Nada. Que como sigas así, un días de estos te va a despedir igual que despidió a
Alexander. Por gilipollas —le dijo, antes de devolver su atenció n a los clientes.
En ese momento sintió una serie de vibraciones en el pantaló n, indicativo de que Lilith
estaría contestando. Raú l se encogió de hombros con desinterés mientras volvía a sus
quehaceres. Ya casi le daba igual perder ese empleo. Estaba a punto de conseguir lo que
realmente quería.

La actuació n de aquel odioso grupo había, por fin, acabado. Quizá s Betina tenía razó n,
pensaba Alexander mientras veía có mo sus integrantes bajaban sudorosos y felices del
escenario, y él se estaba quedando anticuado, pero la verdad es que le costaba entender la
mú sica moderna. Le pasaba lo mismo con el cine. En algú n momento entre los añ os
cincuenta y sesenta sus gustos parecían haber decidido dejar de evolucionar. O se habían
estancado, como le reprochaba Beti con cariñ osa jocosidad cuando le descubría mirando
con deleite alguna película en blanco y negro de su adorado Karloff o desempolvando algú n
á lbum de Coltrane o Buddy Holly.
Betina era todo lo contrario a él: aú n buscando cosas nuevas, continuamente
maravillá ndose con cada novedad con la que se encontraba. Sonrió con ternura mientras la
miraba. Lucía contenta y entusiasmada, como si aquella hubiera sido la primera actuació n
en vivo de un grupo cutre que presenciaba en su vida. Quizá s era esa capacidad casi infantil
para el asombro que todavía conservaba lo que tanto le gustaba de ella.
—¿Qué? —le preguntó Betina, al saberse observada por él.
—Nada, que eres muy guapa.
—Solo me dices eso porque está s celoso de no poder pasar la noche con nosotras.
—Si te diera la razó n, te haría muy feliz, ¿verdad? —dijo.
Ella le sonrió , sus afilados colmillos asomando tentadoramente tras sus labios. En aquel
momento, el deseo de besarla fue casi irresistible.
—Confiesa que te mueres de ganas por mirar —dijo, con la sonrisa aú n bailá ndole en los
labios.
—Me muero de ganas por…
—¡Bah! —rio ella—. Qué mal mientes.
Alexander no mentía, pero ella tampoco dejaba de tener parte de razó n. Giró el rostro hacia
la barra para mirar a Gabriel, antes de bajar de nuevo sus ojos a su copa, ya casi vacía.
—Vete a por él —le animó su esposa.
—Lo dices como si fuera fá cil.
—Lleva má s de una semana sin beber sangre. Debería serlo —le recordó .
—Ya, ya lo sé. Pero la ú ltima vez que se acercó a mí fue con la intenció n de pegarme.
—No recuerdo que el dolor haya sido nunca un problema para ti, cariñ o —le dijo Betina
con una pícara sonrisa. Luego añ adió —: Vamos, si no te conociera diría que te sientes
inseguro de ti mismo.
—Ya me ha rechazado dos veces.
—Pues recuerda que a la tercera va la vencida. Me voy ya, que nuestra nueva amiguita debe
de estar esperá ndome. Pá salo bien —se despidió mientras le besaba en la mejilla antes de
alejarse hacia a la salida.
Alexander la siguió con la vista mientras se perdía de vista. Luego, miró con cierta
inseguridad hacia la barra. Gabriel estaba allí, tan concentrado en sus quehaceres que
parecía ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor. «Demasiado concentrado», se dijo
mientras le observaba, cada vez má s convencido de que el noctívago le ignoraba a
conciencia. «Bueno», pensó en un intento de insuflarse confianza mientras se levantaba de
su asiento y se acercaba a él. «Al menos, eso significa que ha estado pensando en mí».
Cuando salió del local, Betina recibió de pleno la salada y hú meda brisa del océano,
mezclada con el olor a tabaco de quienes se arremolinaban frente a las puertas de los bares
para poder fumar. El ruido de las conversaciones y el entrechocar de botellas se confundía
con el rumor de las olas y el sonido del trá fico proveniente de unas calles má s arriba.
Esquivando a un grupo de borrachos que la siguió durante un par de metros para
imprecarle piropos no muy bien intencionados, se cerró el cuello de su chaqueta en torno a
la garganta y se dirigió con paso firme calle arriba. Lilith la esperaba allí, con un gran bolso
colgado del hombro y cara de estar má s bien cansada tras terminar su turno.
—¿Y Alex? —le preguntó al verla.
Betina se acercó para darle un beso en la mejilla.
—Tiene otros planes… ¿No te basta solo conmigo?
La chica respondió con una sonrisa, como si supiera que estaba de broma.
—Anda, vamos —le dijo, cogiéndola del brazo.
Caminaron en silencio durante algo má s de veinte minutos, atravesando el Istmo de
Guanarteme de punta a punta. A medida que avanzaban, una pulsante sensació n de
inseguridad y desasosiego se iba apoderando de Betina. Presa de un temor creciente, no
pudo evitar mirar por encima de su hombro varias veces, temerosa de ver a alguien
persiguiéndola.
—¿Qué ocurre? —le inquirió Lilith, mirando también hacia atrá s—. ¿Has visto algo?
—No —dijo—, no pasa nada.
Aun así, apretó el paso. Lilith, quizá s alarmada por su actitud, se dejó arrastrar por ella.
Aunque no se toparon con nadie, aparte de unos pocos y anó nimos transeú ntes, para
cuando divisaron el alto y feo bloque amarillo en el que vivía Lilith, Betina se sentía casi al
borde del pá nico. Se refugió junto al portal mientras su acompañ ante abría la puerta.
—¿Pero qué te pasa? —le preguntó Lilith, visiblemente alarmada mientras entraban—. Me
está s asustando.
—Nada —contestó mientras cerraba la puerta tras ellas, no sin antes lanzar una ú ltima y
temerosa mirada a su alrededor. No se veía a nadie.
Intuyendo que Betina se sentía ansiosa por algo que no era capaz de confesar, Lilith volvió
a cogerla del brazo sin hacer má s preguntas. Subiendo las escaleras apresuradamente,
desaparecieron en el interior del edificio. De repente, entre las sombras que poblaban un
portal cercano, surgió una llama seguida por la incandescente combustió n de un cigarrillo
al encenderse. La efímera luz del mechero iluminó brevemente las facciones de un hombre
de mandíbula pequeñ a y tez morena, antes de dejarle de nuevo en la penumbra, invisible
para cualquier observador casual, que só lo vería el reflejo anaranjado que escapaba del
pitillo cada vez que inhalaba de él. Sin embargo, allí no había nadie má s y el hombre siguió
fumando con la tranquilidad de saber que no estaba siendo observado. Mantenía la mirada
fija en el portal por el que acababan de desaparecer la mujer a la que había estado
siguiendo y su acompañ ante. Y estaba dispuesto a esperar por ella todo el tiempo que
hiciera falta.

A pesar de la resolució n que había sentido al despertarse, una parte de sí mismo había
deseado que Alexander no acudiera al local aquella noche. Algunas imá genes de su sueñ o,
ya parcialmente olvidado, seguían colgadas de su subconsciente, dejá ndole una sensació n
de excitació n y desasosiego difícil de superar, sensació n que se acrecentó
exponencialmente al comprobar que, como era de esperar, el joven estaba allí. Se sentía
nervioso, sin saber có mo proceder, como un colegial frente a una mujer terriblemente
atractiva, y esa inseguridad ante alguien, desacostumbrada en él, le previno de acercarse y
entablar conversació n. Ni siquiera cuando vio por el rabillo del ojo có mo Betina se despedía
y le dejaba solo se decidió a hacer algo al respecto, a pesar de intuir que tendría pocas
oportunidades mejores que esa de hablar a solas con Alexander.
La verdad era que no sabía qué decirle.
La noche anterior, acuciado por la sospecha de que Betina se había aprovechado de alguna
manera de su joven camarero, había perdido los estribos y volcado toda su rabia en Alex,
pero si lo pensaba fríamente se daba cuenta de que no había tenido ninguna razó n só lida
para tratarle como lo había hecho: ni Alex era responsable de los actos de su mujer, ni él
tenía nada que ver con lo que Raú l hacía o dejara de hacer con las chicas con las que se
liaba; y ello le hacía sospechar que, en el fondo, se había enfadado con él por razones bien
distintas.
«Los que se pelean, se desean». Le pareció escuchar la antigua cantinela de su infancia,
siempre entonada con retintín por cualquier vieja cotilla que le viera tirar de las trenzas de
alguna de las niñ as con las que jugaba los domingos en la plaza de la iglesia. De pequeñ o no
lo había entendido, y ciertamente nunca hubo ningú n deseo subyacente en las jugarretas
que le gastaba a las niñ as que se burlaban de él o le hacían rabiar. Siendo ya adulto había
descubierto que a veces la pasió n sexual se manifestaba con tal ímpetu que podía ser
fá cilmente confundida con violencia. Sin embargo, no creía haber entendido tan bien ese
dicho hasta aquel momento.
Si se había enfadado con Alexander había sido porque le deseaba. Y la frustració n y la
confusió n que eso le generaba le habían hecho explotar. Tan simple como eso.
Ahora sentía que su comportamiento no solo había sido estú pido, sino que se había puesto
totalmente en evidencia, y la certeza de que el joven debía de saber ya, o al menos intuir,
los sentimientos que le despertaba, le llenaba de vergü enza.
Pensaba en todo eso tras el confortable parapeto que suponía la barra del bar, sirviendo
copas y repartiendo sonrisas forzadas con la naturalidad que da la rutina, y sin conectarse
con lo que ocurría a su alrededor má s que para dar alguna que otra instrucció n a sus
empleados o reprender a Raú l, lo cual constituía de por sí otra rutina má s. Tan concentrado
estaba en sus pensamientos que no fue consciente de que Alex estaba a su lado hasta que
este puso frente a él, sobre la barra, una copa vacía que parecía haber contenido vino
alguna vez.
—Llénamela —le pidió sin má s ceremonias.
Verle tan cerca, separado de él tan solo por la escasa distancia que la barra imponía y
mirá ndole con una expresió n calmada y segura, como si no hubiera pasado nada entre
ellos, fue el acicate que necesitaba para desembarazarse de su inseguridad y decidirse a
hablar con él aquella misma noche.
—¿Quieres alguno en especial o prefieres que…?
—Cualquiera que elijas seguro que estará bien.
Gabriel eligió una botella de su mejor tinto y le sirvió . Su bar, como muchos otros locales de
ocio nocturno, no tenía una gran selecció n de vinos, pero desde hacía unas semanas Gabriel
se había encargado de ampliar largamente su carta. Mientras rellenaba la copa se percató ,
por primera vez, de que lo había hecho en la misma época en la que Alex y Betina
empezaran a frecuentar el local. Sonrió ante la estupidez de no haberse dado cuenta antes
de lo ansioso que estaba por complacerle.
—¿Cuá nto te debo? —le preguntó mientras metía las manos en su bolsillo en busca de su
cartera.
—Nada. Invita la casa.
Alex levantó la vista para mirarle directamente por primera vez, con una sonrisa de burla
empezando a insinuarse en las comisuras de sus labios.
—¿Es esta una manera de disculparte por haberme despedido? —preguntó ladino,
arrastrando suavemente las sílabas mientras se reclinaba sobre la barra para acercarse a él.
—No, no me estoy disculpando —repuso Gabriel, manteniendo un calmado tono de voz con
el que pretendía contradecir su agitació n interior—. Eres el peor camarero que he tenido
en mi vida. Pero sí que es una manera de decirte que me gustaría tener una charla tranquila
contigo.
—¿Una charla tranquila? —Alex enarcó las cejas, genuinamente sorprendido.
—Sí —dijo, y sonrió para anticipar una broma con la que esperaba disipar la tensió n—.
Esta vez prometo no estamparte contra ninguna pared.
—¿En serio? —los ojos grises de Alexander le escanearon lentamente—. Pues es una pena.
—Gabriel se quedó en silencio, sin saber qué contestar, y Alex, que percibió su turbació n,
levantó las palmas de las manos en señ al de disculpa—. Está bien, está bien. Una charla
tranquila. —Cogió su copa, dispuesto a alejarse—. Estaré por aquí. Bú scame cuando
termines.
Gabriel lo observó brevemente mientras se alejaba, preguntá ndose si realmente
conseguiría mantenerse tranquilo en su presencia el tiempo suficiente para mantener esa
conversació n.
Las Palmas de Gran Canaria a 12 de octubre de 1912
Cuando su padre le anunciara que volverían a su ciudad natal, de la que había salido siendo
apenas un niñ o, Alexander no había podido suponer lo aburrida que esta podía llegar a ser.
Las Palmas era una ciudad pequeñ a y provinciana, polvorienta y sucia, donde los arenales y
las plantaciones de plataneras se extendían hasta el horizonte, y pronto se sintió hastiado
de ella. Su padre, por el contrario, no se mostraba tan desalentado por las escasas
perspectivas que la ciudad ofrecía, sino que parecía contentarse con todo lo que había a su
alrededor.
—Esta ciudad ha crecido mucho en los ú ltimos añ os —no hacía má s que recordarle—, y lo
seguirá haciendo. Pero de momento, me siento satisfecho con todas sus limitaciones.
Limitaciones. Esa era la palabra correcta, y Alexander no podía menos que odiarle por
intentar imponérselas. Apartarle de las grandes ciudades y de todas sus distracciones y
oportunidades no era má s que la gota que colmaba un vaso que se había estado llenando
desde que tenía uso de razó n.
Las primeras semanas se alojaron en el hotel Santa Catalina, un edificio de corte colonial y
aspiraciones europeas cuyo lujo y aire cosmopolita contrastaban con el ambiente
pueblerino de algunos de los barrios circundantes. El ir y venir de turistas y hombres de
negocios en su siempre concurrido vestíbulo constituyeron, al menos, cierto alivio en su
perpetuo aburrimiento, que se acrecentó exponencialmente en cuanto se instalaron en la
casa que su padre hacía decidido finalmente adquirir, no muy lejos de allí.
La vivienda, que mantenía el aspecto colonial que empezaba a caracterizar a aquel barrio,
había sido rá pidamente malvendida por un comerciante al que urgía salir de la isla para
evitar ciertos problemas de juegos y deudas. Su padre, aprovechando há bilmente su
precaria situació n, la había conseguido por un precio casi irrisorio, pero la casa parecía
demasiado grande solo para ellos dos.
—No te preocupes por las habitaciones vacías —le dijo mientras se instalaban—, ya les
encontraremos algú n uso lucrativo. De momento, familiarízate con este lugar. Pretendo
quedarme aquí por un largo espacio de tiempo.
Pero a decir verdad, ellos no eran los ú nicos habitantes de la casa. Su padre había decidido
mantener tanto al ama de llaves como al criado que trabajaran para el anterior dueñ o, y les
permitió seguir habitando las estancias para el servicio, en la planta baja.
En cuanto a Alexander, le había cedido la habitació n principal: una suite que constaba de un
saló n propio para las visitas y que actuaba como antecá mara del dormitorio, una espaciosa
estancia con muebles de caoba y vistas hacia el jardín trasero, vistas que quedaban
parcialmente ensombrecidas por un manzano que crecía allí, tan cerca de la casa que, si
alargaba el brazo, Alex podía coger uno de sus frutos con solo asomarse a la ventana.
La primera noche que pasó en la casa fue mortalmente tranquila. Después de cenar, Alex la
recorrió por entero por primera vez seguido muy de cerca por su padre: paseó por la
biblioteca, cuyos libros el antiguo dueñ o no tuvo el tiempo o la intenció n de llevarse, y
escogió varios volú menes para subirlos a su dormitorio; abrió los armarios del saló n por
pura curiosidad, solo para encontrase delicados juegos de cubertería, perfectamente
dispuestos; se le permitió visitar la cocina y los dormitorios del servicio, pequeñ os y
espartanos como celdas, pero cá lidos y confortables. Ascendiendo las escaleras, se
familiarizó con el resto de habitaciones y visitó el dormitorio y el despacho de su padre.
Luego, saliendo de nuevo al rellano, miró hacia arriba para ver có mo las escaleras se
perdían hacia la penumbra del tercer piso. Alexander las subió hasta que, en la oscuridad,
se topó con una puerta que le cortaba el paso. Accionó el picaporte, y constató con asombro
que no se abría. Se giró para ver a su padre, que en actitud grave subía tras él.
—Está cerrada —le informó .
—Lo sé.
Alexander volvió a mirar hacia la puerta y tocó su superficie con la palma de la mano,
extrañ amente atraído por ella.
—¿Qué hay aquí?
—Nada. Solo el desvá n.
—¿Y qué hay en el desvá n?
—Trastos —dijo su padre, haciendo un gesto para invitarle a descender de nuevo con él.
Alexander obedeció , no sin antes lanzar una ú ltima mirada por encima del hombro.
El ama de llaves se retiró pronto a su habitació n, y su padre salió , por lo que Alex se
encontró solo y sin nada que hacer en una casa que apenas conocía. Aprovechó las
primeras horas nocturnas para leer en su cuarto hasta que, aburrido, apartó los libros para
aventurarse a explorar sus posibilidades. Sin embargo, nada má s abrir la puerta que daba
al pasillo, se topó con el joven criado, que de pie y en silencio parecía estar vigilá ndole.
Cuando sus miradas se cruzaron Alexander supo, sin ningú n género de duda, que su padre
no solo se había encargado de dar a conocer a los empleados las costumbres nocturnas de
los nuevos habitantes de la casa, sino que también les había ordenado no dejarle vagar a su
antojo.
—¿Se me permite salir de mi habitació n? —preguntó con acritud.
—Sí, señ or —el criado titubeó —, pero tengo ó rdenes de acompañ arle si desea hacerlo.
—Ya veo —dijo, comprendiendo que su lujosa habitació n, aparentemente cedida de forma
tan generosa por su padre, no era má s que una celda de oro. Alexander salió para acercarse
al criado y mirarle de cerca. Era má s joven que él, apenas un niñ o imberbe, pero de aspecto
tan severo y fornido, impropio de su escasa edad, que Alex sabía que no podía enfrentarse a
él. Al menos no físicamente—. ¿Y se me permite salir de la casa?
—No sin la compañ ía de su padre, señ or —dijo el criado, ruborizá ndose levemente,
avergonzado de ser él quien le informara de sus limitaciones.
Alexander asintió con fingida conformidad. No tenía sentido rebelarse. Al menos, no en
aquel momento.
—Entonces volveré a mi habitació n —dijo.
—Estaré aquí toda la noche, señ or. Por si necesita algo —se apresuró a añ adir.
Tras volver a su dormitorio, se asomó a la ventana para disfrutar del aire nocturno. Del
exterior se percibía el cantar de los grillos y el dulce aroma de las manzanas, y él pasó
largas horas pensando có mo proceder. Estaba seguro de que, de una manera u otra, podía
meterse al criado en el bolsillo y manipularle para conseguir escapar, aunque fuera
fugazmente, del control paterno. El sirviente era joven, impresionable y no sería difícil
acercarse a él, incluso seducirle, pero má s le valía actuar dó cilmente hasta que supiera
có mo hacerlo. Cuando se acercaba el amanecer, se metió en la cama para conciliar un sueñ o
ligero, perturbado por los ruidos habituales de la casa durante las horas diurnas. Sin
embargo, en medio de todos esos sonidos, había uno que le soliviantaba especialmente y se
entremezclaba con sus sueñ os: el rasgueo de unos tímidos pasos en el piso superior. No fue
hasta que se despertó aquella tarde cuando se percató de lo incongruente de la situació n, y
tal comprensió n le hizo esbozar una maliciosa sonrisa. ¿Desde cuá ndo los trastos
caminaban o hacían ruido alguno?
Aquella tarde pensó que su padre se reuniría con él durante la temprana cena que tuvo
lugar en el comedor, pero no fue así. Atendido por la vieja ama de llaves, disfrutó de una
comida copiosa y tranquila. Aparentemente á vida de agasajar a sus nuevos empleadores, la
mujer no solo se había esmerado especialmente en la cocina, sino que se esforzaba en
ponerse a su disposició n para cualquier nimiedad que creyera que él podía necesitar.
Aquella actitud obsequiosa le resultaba tan molesta como la permanente presencia del
criado tras él, que le había escoltado en todos sus movimientos desde que abandonara su
habitació n aquella tarde, pero estaba dispuesto a soportarlas si podía, al menos
eventualmente, sacarles cierto partido. Cuando se le sirvió el postre, una sencilla tarta de
limó n con nata, Alexander aprovechó el momento para preguntar:
—¿Conoce la casa muy bien?
—Oh, sí, mejor que nadie —dijo la mujer con orgullo no disimulado—. He sido la jausquiper
durante má s de veinticinco añ os. Aquí me casé, aquí tuve a mis hijos y aquí enviudé. Me
conozco todos sus rincones.
—Apuesto a que es así. Y dígame… ¿Es usted también quien guarda las llaves del desvá n?
Para su sorpresa, la mujer le dedicó una larga y seria mirada.
—A mí no me va a engañ ar usted, señ orito —le dijo, abandonando bruscamente las
maneras respetuosas que le había dedicado hasta ese momento.
—¿Discú lpeme?
—Su padre ya me advirtió sobre usted —le informó con la severidad de una institutriz—, y
me dijo que preguntaría sobre el desvá n —añ adió a la vez que le señ alaba acusadoramente
con un cucharó n.
—¿Ah, sí? —preguntó , algo escamado—. ¿Y se puede saber qué le dijo que debía
contestarme?
—Que solo hay trastos ahí arriba.
—¿Aunque no sea esa la verdad?
—Solo hay trastos ahí arriba —repitió la mujer—. Má s le vale no andar hurgando donde no
le llaman. No sé qué interés puede usted tener en… los muebles antiguos de la casa, pero si
su padre me dice que no le deje entrar ahí, no le dejaré entrar. El chico y yo nos
aseguraremos de ello —añ adió , refiriéndose al sirviente que, silencioso como una sombra,
se mantenía tras él.
Alexander miró por encima del hombro para observarle antes de volver el rostro a la
mujer. Ambos empleados habían sido bien aleccionados, y parecían saber perfectamente a
quién debían lealtad. Clavando el tenedor firmemente en la tarta, se dispuso a terminar su
postre en completo silencio.
No tardó mucho tiempo en acostumbrarse a su nueva rutina. De día dormitaba
acompañ ado por el piar de los pá jaros que anidaban en el manzano, de los ruidos de la
casa, a los que ya se estaba habituando, y de los misteriosos sonidos de pasos que
provenían del desvá n. Al atardecer cenaba, a veces con su padre, pero en la mayoría de las
ocasiones acompañ ado tan solo por el joven criado que, con la espalda contra la pared, se
mantenía a su lado en completo silencio. Luego, si no conseguía convencer a su padre para
que pasearan juntos por la ciudad, se retiraba a la biblioteca a leer o salía brevemente al
jardín para disfrutar de la noche y mirar, con curiosidad creciente, hacia el manzano, cuyas
ramas má s altas se alzaban hasta alcanzar casi el tejado de la casa y la ventana que se intuía
sobre la de su propio dormitorio. Antes del alba se encerraba en su habitació n para dejar
pasar las ú ltimas horas que restaban hasta que se acostaba a dormir. A lo largo de esas
primeras noches, y enmascarando su verdadero interés de simple educació n, había
conseguido arrancarle algunas palabras al criado, e incluso una vez entablar una breve
conversació n con él. Así había terminado intuyendo que el joven sentía una enmascarada
extrañ eza por sus horarios nocturnos, aunque se guardaba muy bien de expresarla.
También le pareció percibir por su actitud, entre respetuosa y avergonzada, que realizaba
su trabajo con diligencia pero con reluctancia, como si le pareciera mal lo que su patró n le
obligaba a hacer, conocimiento que Alex estaba dispuesto a explotar llegado el momento
oportuno.
Durante esos primeros días decidió no volver a acercarse al desvá n ni mencionarlo
siquiera, en un intento de que su torpemente desvelada curiosidad por él fuera poco a poco
cayendo en el olvido; sin embargo, no podía dejar de pensar en la ominosa sensació n que le
invadiera cuando se acercara a su puerta por primera vez, ni los ruidos que seguía
escuchando provenientes de él, que cada vez le resultaban má s intrigantes. Al atardecer del
séptimo día en la casa, antes de bajar a cenar, se encomendó a su buena suerte y,
encaramá ndose peligrosamente al alféizar de su ventana, se agarró a una de las ramas del
manzano para empezar a trepar por él. Afortunadamente, el á rbol estaba sano y era fuerte,
y Alex pudo encontrar su camino hasta la copa. En su ascenso, cogió uno de sus frutos y lo
agarró entre los dientes, antes de aferrarse a una canaleta de agua que recorría la fachada y
que le permitió alcanzar el alféizar de la ventana, lo suficiente como para mirar lo que había
dentro de la buhardilla.
A través del cristal pudo ver una habitació n, iluminada tenuemente por la vespertina luz
que se colaba por la ventana en la que él se apoyaba. É l ú nico mobiliario de la estancia lo
constituían una antigua cama de madera maciza, un armario y una estantería, algo viejos y
estropeados, pero no lo suficiente como para ser calificados de trastos. Ademá s, en el suelo,
junto a la cama, había una joven.
Estaba sentada sobre una alfombra, con las rodillas cubiertas por la falda de un largo
vestido azul. Su cabello color miel brillaba bajo el sol de la tarde y su cabeza se inclinaba
sobre un libro que yacía en su regazo, mientras pasaba una delicada y nívea mano sobre las
ilustraciones que lo poblaban. Había má s libros tirados en el suelo a su alrededor, como si
ella los hubiera estado hojeando para luego olvidarlos. Sonriendo con malicia al
comprender por qué su padre había considerado oportuno ocultarle que había una señ orita
en la casa, abrió la ventana y se coló por ella, dejá ndose caer blandamente en el suelo. La
joven levantó la cabeza, sobresaltada por el ruido, y Alexander le dio un mordisco a su
manzana y masticó la crujiente y jugosa carne de la fruta antes de acercarse a ella. Su
rostro, noble y hermoso, estaba dominado por una diminuta barbilla y unos ojos ambarinos
y muy redondos. Al verla el ú nico pensamiento que cruzó su mente fue el tiempo que hacía
desde que no disfrutaba de compañ ía alguna aparte de la paterna.
—No te asustes —le dijo, aunque no estaba seguro de sonar en absoluto tranquilizador.
Para su sorpresa, ella no gritó , ni se incorporó para alejarse de él ni hizo lo que cualquier
jovencita asustada haría, sino que se quedó sentada donde estaba, el libro entre sus manos,
mirá ndole fijamente con algo parecido a la curiosidad.
—¿No tienes miedo? —preguntó al final, tan intrigado por ella como ella parecía estarlo por
él.
—No —dijo, y al hablar lo hizo con una voz débil, aguda, terriblemente infantil—. Sabía que
vendrías.
—¿Ah, sí?
—Sí. Lo dice aquí —dijo ella mientras señ alaba a su libro, con la profunda dignidad que solo
los niñ os son capaces de ostentar.
Incliná ndose sobre ella, cogió el libro que tenía entre las manos. En él podía verse la
ilustració n de una bellísima joven que, con una manzana mordida entre las manos, yacía
muerta en un ataú d de cristal. Escaneó rá pidamente el texto, pero tal y como esperaba, en
él solo se relataba el final de un cuento de hadas.
—Aquí no dice tal cosa —contestó , devolviéndoselo.
—Sí que lo hace —respondió ella, elevando su carita para mirarle fijamente.
—Solo es Blancanieves.
—Tú eres Blancanieves —le dijo ella, señ alando la manzana que Alex aú n sostenía.
Estuvo a punto de echarse a reír, pero algo le previno de hacerlo. En vez de eso, resopló .
—Tú no sabes quién soy.
—Sí que lo sé —le rebatió —. Te he visto en mis sueñ os.
—¿Qué es lo que has visto en tus sueñ os?
—A un príncipe con la piel tan blanca como la nieve, los cabellos tan negros como el ébano
y los labios tan rojos como la sangre. —La joven soltó entonces una risita nerviosa y
avergonzada—. No, no era así. Con los labios rojos, manchados de sangre. —Alexander se
sintió palidecer al escuchar esas palabras—. Ahora los tienes limpios.
—¿Qué má s sabes sobre mí? —preguntó , sentá ndose en el suelo a su lado.
—Que tu padre es un rey y tu madre era una rosa. Que sueñ as durante los días y suspiras
durante las noches. Que vives encerrado en una torre muy, muy alta que no tiene ninguna
puerta.
—¿Igual que tú ? —le preguntó .
—No. Yo vivo en un desvá n. Y sí que tengo una puerta.
—Ya veo... —dijo, a la vez cogía uno de los volú menes tirados en el suelo a su alrededor. No
le sorprendió mucho comprobar que era una recopilació n de cuentos de Hans Christian
Andersen. Los otros libros que podía ver desde donde se encontraba, incluso aquellos que
descansaban en las estanterías, eran libros infantiles, cuentos de hadas, fá bulas clá sicas.
Volvió a mirar hacia la joven. No le cabía ninguna duda de que se trataba de una retrasada.
A pesar de estar en la flor de la juventud hablaba como una cría de seis añ os, con el seso
aparentemente sorbido por los libros de cuentos que había a su alrededor. Y sin embargo,
sería un idiota si decidiera obviar la verdad que había en sus palabras—. ¿Y qué má s? —
preguntó , decidido a sacar partido todo lo posible a la peculiar mente de aquella joven,
todas sus oscuras intenciones ya olvidadas.
—Que la manzana que sostienes debes dá rsela solo al hombre que ha de salvarte.
—¿Có mo le reconoceré?
—Porque en cuanto le veas, sabrá s que ya se la has dado.
—No puedo darle nada a nadie estando aquí encerrado.
—Habrá s de salir.
—¿Có mo, si la torre no tiene ninguna puerta?
La chica rio y señ aló el lugar por el que él había entrado en el desvá n.
—Pues por la ventana, igual que has entrado.
Alexander no pudo evitar desviar su mirada hacia la ventana mientras reflexionaba sobre
lo que la joven había dicho.
—¿Y qué es lo que ese hombre hará para salvarme? —preguntó al final, volviendo la
mirada hacia ella.
La joven casi se ruborizó mientras murmuraba:
—Te dará un beso de amor verdadero.
—¿Un beso de…? —De repente calló , empezando a suponer el significado de todo lo que
estaba oyendo.
—Sé por qué has venido —interrumpió ella sus pensamientos—. Quieres pintarte los labios
de rojo con mi sangre —dijo con infinita candidez, a pesar de estar desvelá ndole que
conocía perfectamente las intenciones que había albergado al entrar en el desvá n.
—Y aun así, no me tienes miedo.
—No, porque no vas a hacerlo.
—¿Có mo puedes saber lo que voy o no voy a hacer, si aú n no lo sé yo mismo?
La chica calló un momento, antes de decir:
—Esa manzana está verde. —Ante su estupor, continuó —: Yo también tengo una manzana.
No se ve, porque está aquí dentro —añ adió , señ alá ndose el pecho—. A veces, retumba
como un tambor.
—¿Tú también debes dá rsela a alguien especial?
—Te la daré a ti —afirmó con rotundidad—. Cuando sea mayor y esté madura. Pero si la
arrancas, nunca será tuya.
Alexander desvió la mirada hacia la manzana, avergonzando. Ella tenía razó n: estaba aú n
inmadura, algo á cida, y la había cogido por pura impaciencia y afá n de diversió n. De haber
esperado solo unos días má s, la fruta hubiera estado dispuesta a ser comida, dulce y jugosa.
Había estado a punto de demostrar la misma impaciencia con respecto a esa chiquilla, que
al recordarle lo inadecuado y enfermizo de sus pretensiones con tal dulzura, solo había
conseguido magnificar el efecto de dicho reproche. La miró de nuevo, y su belleza le
conmovió de una manera má s profunda que cuando la viera por primera vez.
—¿Có mo te llamas? —le preguntó .
—Betina —respondió ella en voz baja, mientras hojeaba de nuevo el libro, aparentemente
perdido el interés en él.
—¿Y por qué vives encerrada en el desvá n?
—Porque soy boba.
—No creo que seas boba… —le dijo, apartando un mechó n de cabello de su rostro—. Y te
pasas el día aquí sola, leyendo... —ni siquiera se molestó en formular la pregunta.
Para su sorpresa, ella negó con la cabeza.
—No sé leer.
—Entonces, solo miras las ilustraciones y sueñ as con ellas —dijo. La chica asintió —. Si
quieres, puedo subir de vez en cuando y leer para ti —se ofreció .
—O podrías darme tu sangre. Así dejaría de ser boba —dijo ella como si nada.
Alexander la miró fijamente, sorprendido por lo que acababa de escuchar. Boba o no, la
chica tenía alguna manera de saber cosas acerca de él, incluso aquello que ninguna persona
debía saber, aquello que él tenía terminantemente prohibido compartir con nadie. Su má s
oscuro y recó ndito secreto.
Su padre le decía que era un don, pero él siempre lo había percibido como una maldició n.
Su sangre convertía al enfermo en sano, al débil en fuerte, y daba a quien la obtuviera la
clave para leer los corazones ajenos y manipular sus mentes. Alexander se había criado
creyendo que cualquier persona, noctívago o no, mataría por poseer algo así. Por lo tanto,
permitía que su padre le sobreprotegiese, lo aislase de los demá s viajando continuamente
de ciudad en ciudad, de casa en casa, no permitiéndole jamá s establecer ninguna relació n
significativa o duradera con nadie, para evitarle la tentació n de querer, algú n día, compartir
su secreto.
Y mientras tanto, era su padre el ú nico beneficiario de todos los poderes que la sangre de
Alex confería a quien la bebiera. Amargamente pensó en los pingü es beneficios que había
obtenido su padre gracias a su don, en la vida que se permitía tener a sí mismo, mientras le
mantenía encerrado, enmascarando su avaricia tras la cá ndida preocupació n de un
amantísimo progenitor.
A pesar de desear fervientemente escapar del control paterno, no había hecho má s que
obedecerle desde que tenía uso de razó n. Quizá s era el momento de empezar a rebelarse, a
desobedecer. Quizá s compartir su don con esa joven era la señ al que había estado
esperando para empezar a planear su fuga, una manera de abrir la ventana de su alta y
solitaria torre y asomarse al mundo exterior.
Sin embargo, no estaba seguro de que ella comprendiera las implicaciones de lo que le
estaba pidiendo.
—Si lo hago, serías diferente de como eres ahora. Será s má s lista, pero también tendrá s
má s sueñ os, sabrá s má s cosas de los demá s, podrá s hacer cosas que ni siquiera imaginas…
¿Es eso lo que quieres? —Ella asintió —. Y tendrá que ser un secreto. Al menos por el
momento. Si mi padre descubre que… —No supo có mo finalizar la frase. Ya lidiaría con ese
problema cuando tuviera que hacerlo—. ¿Está s segura?
—Sí —dijo. Le miraba con la calma que da tener la certeza de la inevitabilidad y Alexander
intuyó que ella había sabido que eso ocurriría desde que lo vio entrar por la ventana. Quizá
incluso desde antes.
—No te asustes, pero hay algo que tengo que hacer —le susurró , asiéndola por la nuca y
atrayéndola hacia sí.
El olor de la joven le golpeó cuando hundió la nariz en su cuello. Pulsiones de naturaleza
eró tica se agitaron en su interior y supo que debía ceder a ellas, al menos durante un
momento. Ella jadeó y forcejeó contra él muy débilmente, pero eso solo espoleó má s su
deseo. Excitado y sintiendo una intensa tensió n en sus encías, permitió que sus colmillos
emergieran y experimentó la intensa necesidad de presionarlos contra su carne, pero se
alejó de ella rá pidamente.
Betina le miraba, los grandes ojos empañ ados, las mejillas encendidas y la respiració n
jadeante. Ignorando el intenso deseo que sentía por ella en aquel momento, se llevó la
mano a la boca y se mordió a sí mismo bajo la articulació n del pulgar. El lacerante dolor que
sintió , aunque autoinfligido, no hizo má s que acrecentar su excitació n. Desviando la mirada
para no tener que verla haciendo algo que le parecería tremendamente incitante, estiró su
brazo hacia ella, ofreciéndole su sangrante muñ eca. Sintió có mo se acercaba, el tacto de sus
delicadas manos sobre la piel y la humedad de su lengua cuando ella selló sus labios
alrededor de la herida. Sin embargo, unos segundos después se separó de él, sobresaltada.
Alexander, a quien los oídos le retumbaban a causa del deseo, tardó unos segundos en
entender el porqué: podían oírse los pasos de alguien que ascendía las escalera.
—Mi madre, que me trae la cena —dijo ella.
—Y no queremos que me pille aquí, ¿verdad? —dijo, intentando sonar trivial. Aú n se sentía
algo mareado por la pasió n, y cuando se puso de pie se dio cuenta de que no quería
separarse de ella—. Volveré mañ ana por la noche. ¿Te parece bien?
—Sí —dijo. Luego le tendió la manzana que él llevara consigo, y que había quedado
olvidada en el suelo a su lado.
—Sé que debo dá rsela a la persona adecuada —dijo apresuradamente mientras se ponía
junto a la ventana—, ¿pero puedes guardá rmela tú de momento?
Ella asintió . El sonido de pasos se había detenido frente a la puerta y ahora se oía el tintineo
metá lico que hacía el juego de llaves de la casa. Alexander no esperó a que la mujer
encontrara la llave adecuada y entrara, sino que de un salto se encaramó a la ventana y
subió por ella hasta llegar al tejado. Luego, volviendo a colgarse de las ramas del manzano,
descendió hasta su habitació n.
Justo entonces, el ama de llaves entró en la estancia. Betina se había quedado sentada
donde Alexander la encontrara: sobre la alfombra, entre sus libros, y al ver entrar a su
madre bajó la mirada humildemente hacia su regazo, donde aú n se encontraba la manzana
que él había mordido. Escondiéndola entre los pliegues de su falda, escuchó con pasividad
có mo su madre la amonestaba por el desorden de su habitació n, que la obligaba a esquivar
libros tirados en el suelo para poder avanzar.
Puso la bandeja en la mesa, junto a la cama.
—Bueno, niñ a, ¿es que no vas a comer hoy? —le preguntó . Betina se incorporó y se sentó
sobre su cama, aú n escondiendo la manzana, y empezó a comer el estofado que su madre le
llevara. Mientras tanto, la mujer se entretuvo en recoger los libros desperdigados por el
suelo y devolverlos a su lugar en la estantería—. ¿Quieres que lea algo para ti mientras
cenas? —dijo, abriendo uno de los libros—. ¿Blancanieves? Es uno de tus favoritos.
—No —dijo. Soltando la cuchara, se agachó para coger uno de los libros que su madre aú n
no había recogido, la misma antología de Hans Christian Andersen que Alexander había
hojeado. Rebuscó entre sus pá ginas hasta que dio con la ilustració n de una hermosa joven
que, con la cola de pez que tenía en vez de piernas, nadaba bajo la superficie, con la mirada
puesta en un navío que surcaba las aguas sobre ella. Betina puso sus mano sobre la
ilustració n, como si quisiera aprehenderla—. Este, mami —dijo, tendiéndole el libro.
La madre hizo una mueca de disgusto.
—Siempre la misma historia, Bety. Por mucho que lo lea, el final no va a cambiar nunca. La
sirenita muere, niñ a, se sacrifica por amor.
—A lo mejor esta vez no, mami, a lo mejor esta vez no.
Y mientras a su madre empezaba a desgranar el relato, Betina sintió por primera vez en su
vida có mo su destino se cernía, inexorablemente, sobre ella.
Quieres morderme
A medida que avanzaba la madrugada, el local fue vaciá ndose poco a poco. Aun así, cuando
llegó la hora de cierre todavía quedaba allí una pequeñ a multitud de rezagados y
juerguistas. A Raú l le dolían los riñ ones, y sentía unos terribles deseos de estirar la espalda
para aliviar la tensió n, así que agradeció que a las cinco en punto Gabriel prendiera las
luces para comunicar a los presentes, sutil pero muy efectivamente, que era hora de irse.
En pocos minutos se apuraron muchas copas, los grupos empezaron a disolverse y las
conversaciones se perdieron escaleras arriba mientras los clientes iban abandonando el
bar. Raú l y Martina se quedaron tras la barra, limpiando y recogiendo afanosamente,
mientras Gabriel pasaba al despacho de la trastienda. No fue hasta minutos má s tarde, al
elevar la mirada hacia el resto del local para valorar el trabajo que les quedaba por hacer,
cuando Raú l se percató de que aú n había alguien allí. No le sorprendió mucho descubrir de
quién se trataba.
Alex se mantenía sentado en la misma mesa que había ocupado toda la noche, mirando su
copa de vino, ya vacía, mientras la giraba entre sus manos de manera distraída. En ese
momento, Raú l escuchó detrá s de sí có mo Gabriel salía de su despacho.
—Eh, jefe... —dijo, para llamar su atenció n—. Alexander sigue ahí —le señ aló .
—Ya lo sé —le respondió , evitando su mirada—. Cerrad vosotros, yo me tengo que ir —
pidió a continuació n.
Raú l le vio acercarse a Alexander, y escuchó có mo le invitaba a seguirle. Una vez que se
perdieron de vista escaleras arriba, salió precipitadamente de su lugar tras la barra para
seguirlos.
—¡Eh! —le llamó Martina—. ¿A dó nde te crees que vas?
—¡Shhh! —chistó furiosamente antes de seguir su camino. Subió los escalones de dos en
dos y se asomó con sumo sigilo a la puerta que daba a la calle justo a tiempo de verlos
desaparecer en direcció n a la avenida, cogidos del brazo. Má s intrigado que nunca,
descendió de nuevo hasta el local.
—¿A dó nde fuiste? ¿Qué ocurre? —le preguntó su compañ era.
—Nada —respondió . Cogió un cubo de agua y un pañ o y empezó a limpiar las mesas—.
Vete a casa, anda. Ya termino yo solo.
—¿Seguro? —preguntó ella con tono esperanzado.
—Seguro —dijo lacó nicamente. Luego, solo para sí mismo, añ adió —: Necesito pensar.
Nada má s salir, Gabriel giró hacia la derecha, tomando mecá nicamente el camino que le
conduciría a casa.
—¿Vamos a algú n lugar? —le preguntó Alexander al verle avanzar con tanta decisió n.
—La verdad es que no —repuso con calma, aunque caminaba a grandes trancos.
—Pues entonces, acompá ñ ame —le pidió , a la vez que se colgaba de su brazo y le obligaba a
adoptar un paso má s relajado—. Me apetece pasear por la playa.
Gabriel se sintió sú bitamente agitado al tenerle tan cerca, y no pudo evitar mirarle. Si a
Alexander le parecía raro caminar hombro con hombro con él no lo hizo notar, y
ciertamente no parecía en absoluto soliviantado por su cercanía. Tenía el rostro bajo, con la
mirada fija en la acera a sus pies, y Gabriel se perdió momentá neamente en la
contemplació n de su perfil, al que la larga nariz y los carnosos labios dotaban de una
belleza clá sica. Estaba pensando en có mo iniciar la conversació n cuando llegaron al cruce
con la avenida de Las Canteras.
—Hacia la izquierda —le indicó su acompañ ante. Luego añ adió —: ¿Sabes? Sea lo que sea de
lo que acusas a Betina, estoy seguro de que ella no lo hizo.
—Mordió a mi camarero.
—Ella no lo hizo —repitió .
—Perdó name si eso me resulta difícil de creer.
Alexander giró el rostro hacia él para mirarle fijamente. El fulgor de sus increíbles ojos
grises, magnificados por la intensa luz de las farolas que alumbraban la avenida, hizo que se
le parara la respiració n.
—Te digo que ella no fue.
—¿Có mo puedes estar tan seguro? —preguntó , pará ndose para encararse a él.
—Porque ella nunca muerde a ningú n hombre que no sea yo —repuso Alex, pará ndose a su
vez.
—Eso es lo que te crees tú —le espetó .
Para su sorpresa, Alexander se rio.
—No creas que soy tan ingenuo como para pensar que soy la ú nica persona con la que se
divierte —afirmó , a la vez que se sentaba en uno de los muchos bancos de piedra que
poblaban la avenida y empezaba a quitarse los zapatos—, pero sí que soy el ú nico hombre.
Gabriel se sentó a su lado.
—Pero entonces... —De repente guardó silencio, entendiendo lo que el joven le quería decir
—. Pero entonces sí que hay otras personas.
—Sí. —Alexander se puso de pie y, descalzo como estaba, empezó a descender los
escalones que llevaban a la playa—. Y ninguna de ellas es tu camarero, puedo asegurá rtelo.
Gabriel se descalzó para seguirle. Al bajar a la playa sintió la arena muy fría bajo la planta
de sus pies, pero no se detuvo, sino que se apresuró a alcanzar a Alex, que paseaba por la
orilla sumergido hasta los tobillos en las olas que venían a morir a la playa. Volvieron a
caminar juntos y en silencio, y Gabriel se sorprendió a sí mismo añ orando el contacto del
brazo de Alexander alrededor del suyo.
—¿Tú también haces lo mismo? —le preguntó al cabo de un rato—. ¿Divertirte con otras
personas? —La ú nica respuesta que obtuvo fue un leve encogimiento de hombros—. ¿Es
eso lo que quieres de mí?
Alexander casi parecía avergonzado cuando contestó :
—¿Tan difícil te resulta creer que puedas gustarme?
—Lo que me resulta difícil de creer es que eso sea lo ú nico que quieres —espetó .
Alexander bufó .
—Eres demasiado inteligente como para poder engañ arte —dijo en un tono que parecía
sarcá stico—. De hecho, ni siquiera se me ocurriría intentarlo.
—Pero tampoco me dices la verdad.
—Porque aú n no está s preparado para oírla —contestó .
—¿Está s admitiendo que me ocultas algo? —dijo, asombrado por su aparente sinceridad.
Su acompañ ante le miró con fijeza.
—Perdó name, ¿no es este el momento adecuado para empezar a confesar?
Gabriel gruñ ó .
—Nunca sé cuá ndo te está s burlando de mí o cuá ndo hablas en serio.
—A veces hago las dos cosas al mismo tiempo. —Ante su pasmada expresió n, el joven
añ adió —: Sé que no parezco una persona digna de confianza, pero te aseguro que puedes
confiar en mí.
—¿Por qué debo creer eso?
—Porque sé que intuyes que tus intereses y los míos han de converger en algú n punto, o no
estarías aquí conmigo.
Gabriel calló durante unos segundos, aú n dubitativo.
—Cuando me dijiste que querías ayudarme, ¿era verdad?
—Sí. Al menos, creo que puedo hacerlo. —El joven le miró , ladeando levemente la cabeza
con cierta candidez—. ¿Necesitas mi ayuda, Gabriel?
Gabriel no contestó inmediatamente, sino que se perdió en la contemplació n del paisaje
urbano: la ciudad se extendía a su izquierda y ante él, cerniéndose peligrosamente sobre la
playa, ocupá ndolo todo con sus luces amarillentas y el irregular relieve de sus edificios.
Delante de ellos, pero todavía lejos, se divisaba el Auditorio Alfredo Kraus, cuya iluminada
estructura se erguía al final de la playa. Pero si miraba hacia su derecha, toda construcció n
humana desaparecía y solo se podía contemplar la inmensidad del océano Atlá ntico, cuyas
negras aguas se perdían en el horizonte. Sin atreverse a mirarle siquiera, atrajo a Alexander
hacia sí, asiéndole por la cintura, y el joven, bastante sorprendido, se colgó de nuevo de su
brazo. Al sentirle a su lado, Gabriel bajó la mirada hacia sus pies, que se hundían en la
hú meda y fría arena.
—Aú n no lo sé —contestó , a la vez que aflojaba el paso.
Cuando Gabriel evocaba, ya mucho tiempo má s tarde, el recuerdo de aquel paseo nocturno
con Alexander, nunca era capaz de precisar cuá nto tiempo habían pasado caminado juntos
y en silencio. La razó n le decía que no pudieron ser má s que unos pocos minutos, pero en
su mente aquel momento parecía eterno, completamente suspendido en el tiempo.
Al menos, esa era la sensació n que tenía mientras caminaba junto a él por la playa, con los
bajos del pantaló n completamente empapados y los pies fríos, cogidos del brazo y
disfrutando del chapoteo que producían las olas al quebrarse suavemente contra sus
pantorrillas. En aquel efímero momento de paz su compañ ía le había parecido có moda,
familiar, sin la superflua necesidad de llenar el momento con conversació n vana. El silencio
que compartían estaba preñ ado de intimidad, y Gabriel casi lo lamentó cuando Alexander lo
rompió con sus palabras:
—¿Puedo hacerte una pregunta personal?
—Eso depende.
—¿Por qué nunca has mordido a Lilith?
Gabriel le miró .
—¿Acaso te pregunto yo a ti por tu vida íntima?
—A lo mejor deberías hacerlo —dijo. Gabriel no le contestó —. Vamos, siento curiosidad.
—Pues lo que yo siento es que eso no es asunto tuyo.
—Ya veo… —Alex sonrió , aparentemente divertido—. Me parece justo: yo tampoco te
garantizo que conteste a todas tus preguntas.
Gabriel enarcó las cejas.
—Si ya me dices eso de antemano, ¿qué sentido tiene que te pregunte nada? —inquirió .
Su acompañ ante se encogió de hombros.
—No lo sabrá s hasta que no lo intentes. Ademá s, eras tú el que quería hablar, ¿recuerdas?
—Tienes razó n —convino, pero aú n no se sentía preparado para abordar sus verdaderas
inquietudes, así que preguntó —: Y bien, ¿de dó nde eres?
—¿En serio? ¿Eso es lo que quieres saber? —se quejó —. Uff, no lo sé… Un poco de todas
partes, supongo —fue la ambigua respuesta. Antes de que Gabriel pudiera abrir la boca
para protestar, Alexander siguió hablando—: Nací aquí, pero cuando era niñ o mi padre y yo
viajá bamos mucho, y no volvimos a la ciudad hasta que ya era casi un adulto —relató —.
Pocos añ os después me fui, y no había vuelto a la ciudad hasta ahora, así que no me siento
realmente de este lugar o de ningú n otro.
—¿Y por qué has vuelto?
—Porque se lo prometí a alguien.
—¿A quién?
Alexander desvió la mirada hacia el mar, reacio a responder.
—Esta es una de esas preguntas a las que prefiero no contestar —dijo al final.
—Y si te pregunto cuá ntos añ os tienes, ¿tampoco querrías contestarme?
—Ya te dije una vez que tengo mucha má s edad de la que aparento.
—¿La suficiente como para llevar un siglo casado?
Alexander le contestó con otra pregunta:
—¿En qué añ o naciste tú , Gabriel?
—En 1884 —dijo tras una larga pausa, poco acostumbrado a revelarle ese dato a otra
persona.
Alex hizo un gesto de suficiencia, como si acabaran de darle la razó n.
—Pues entonces, no entiendo por qué mi edad te parece un dato tan relevante.
—Porque tú no eres un noctívago.
Alexander tiró sus zapatos a la arena antes de sentarse junto a ellos, los codos apoyados
sobre las rodillas dobladas, mirando hacia el mar.
—No, no lo soy —afirmó —. Pero cometerías un error si pensaras que eso me convierte en
una persona ordinaria.
—Nunca he pensado que fueses ordinario —dijo Gabriel, sentá ndose a su lado.
Alexander sonrió con humildad, aceptando el cumplido, antes de volver sus ojos al mar y
quedar inusualmente callado. Un momento después se incorporó y, antes de que Gabriel
tuviera tiempo de preguntarle qué estaba haciendo, se desvistió rá pidamente y avanzó
hacia el mar. A pesar de la tardía hora y de las bajas temperaturas, no se detuvo ni un
momento, sino que se adentró hasta sumergirse y desaparecer completamente bajo las
negras aguas. Algo alarmado, Gabriel se incorporó y avanzó hasta que sintió có mo el agua
golpeaba sus pantorrillas, pero no se veía a Alex por ninguna parte. Unos segundos después
vio có mo emergía su cabeza, seguida lentamente por el resto de su cuerpo a medida que
caminaba de vuelta a la orilla. Los cabellos hú medos se le pegaban al rostro y goteaban
sobre sus ojos y sus hombros, la pá lida piel de su torso se mostraba erizada, los pequeñ os y
oscuros pezones estaban erectos por el frío, y su ropa interior, completamente empapada,
se adhería a su piel, dejando entrever el negro vello de su pubis y las voluptuosas formas de
su entrepierna. Incó modo por lo terriblemente atrayente que le resultó esa visió n, Gabriel
se quitó la chaqueta y avanzó hasta él para ponérsela sobre los hombros. Alex se apoyó
contra su costado, tiritando, y dejó que Gabriel le guiara de vuelta a la arena. Se sentó sobre
sus arrugadas ropas y resopló de frío, acurrucá ndose dentro de la prenda.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Gabriel tras unos minutos de silencio.
—He recordado otra noche, muy parecida a esta —le respondió con la voz temblorosa por
el frío—. También en esta playa y también con… Con alguien a quien… —Se interrumpió ,
como si creyera que había hablado de má s.
—¿Con la persona a la que hiciste aquella promesa? —inquirió Gabriel con suavidad.
Alexander asintió .
—Estaba muy enfadado aquella noche. Me metí en el agua y entonces… —meneó la cabeza
—. Supongo que ya no importa. Ocurrió hace mucho tiempo. —De repente, había una
expresió n triste en el rostro de Alexander. El agua, que corría por su tez y goteaba de la
punta de su nariz, ayudaba a acrecentar ese aspecto tan melancó lico.
—Ojalá algú n día puedas contá rmelo.
—Ojalá no me hiciera falta hacerlo —contestó .
Presa de un irracional deseo de tocarle, Gabriel llevó las manos a su rostro para enjuagar
con los pulgares el agua de sus mejillas y apartar el hú medo cabello de su frente. Alexander
le miraba con calma mientras lo hacía, sus enormes ojos grises preñ ados de una dulzura
que nunca creyó que vería en ellos. Sus labios estaban entreabiertos, y los acarició con las
yemas de los dedos. Alexander cerró los ojos y exhaló un débil suspiro.
Y entonces, le besó .
Fue un beso lento, cá lido, muy diferente al ú ltimo que habían compartido. Los labios de
Alexander sabían a sal y a amargura, y Gabriel se tomó el tiempo necesario para
saborearlos. Cuando se separaron y se miraron en silencio, con las frentes apoyadas la del
uno en la del otro, Gabriel se dio cuenta de que ya no le importaban ni su confesa
insinceridad ni sus misteriosas intenciones, ni siquiera el hecho de que fuera un hombre,
sino que só lo podía pensar en volver a perderse en sus labios.
—¿Puedo acompañ arte a casa? —le rogó .
Alexander se puso de pie, dejando caer el abrigo que le había prestado. Su piel se erizó al
contacto del gélido aire proveniente del Atlá ntico, pero la sonrisa que le dedicó mientras le
tendía la mano para ayudarle a incorporarse expresaba una cá lida invitació n.
—Me sentiría terriblemente decepcionado si no lo hicieras —dijo, a la vez que empezaba a
vestirse rá pidamente.
Caminaron de nuevo juntos, abandonando la playa para internarse en la ciudad. No
hablaron durante el trayecto, pues ya no había nada má s que decir, pero ambos apretaban
el paso, como si compartieran la misma impaciencia por llegar a su destino. Alexander le
guió hasta un edifico de apartamentos turísticos en primera línea de playa.
El edificio era antiguo, de los setenta quizá s. Tendría siete u ocho pisos y cada apartamento
tenía un pequeñ o balcó n que daba a la fachada principal, con vistas a la playa. Seguramente
veinte o treinta añ os antes sería el no va má s en cuanto a alojamientos turísticos se refiere,
pero ahora lucía cutre y algo anticuado.
—¿Vives aquí? —se extrañ ó .
—Solo de momento.
Cuando atravesaron el vestíbulo, una pequeñ a estancia con suelo de moqueta y paredes
recubiertas de madera, Gabriel fue consciente por primera vez de lo desarrapados que
ambos lucían, con las ropas arrugadas y llenas de arena y los cabellos despeinados por el
aire nocturno. Alexander era el que tenía peor pinta de los dos, con el pelo aú n mojado y
lleno de nudos, y los pantalones transfiriendo la humedad de su ropa interior, pero no
parecía en absoluto preocupado por ello y, de hecho, el adormilado recepcionista apenas
les dedicó un desinteresado vistazo cuando los vio entrar. Se metieron en el pequeñ o
ascensor y, mientras aquella chirriante caja de metal los conducía hacia los pisos
superiores del edificio, se mantuvieron el uno junto al otro en una falsa compostura, con los
hombros apenas unidos e intercambiando miradas y sonrisas de auténtica impaciencia.
Gabriel se sentía má s allá de toda duda o escrú pulo, y en aquel momento las palabras de su
amigo resonaron de nuevo en su cabeza. «Tienes la felicidad y el amor al alcance de la
mano». Casi como un reflejo de sus pensamientos, los dedos de Alexander rozaron
furtivamente los suyos y Gabriel los asió fuertemente, al mismo tiempo que las puertas del
cubículo se abrían ante ellos.
—Vamos —le dijo.
Aú n iban cogidos de la mano cuando recorrieron el oscuro corredor hasta la habitació n de
Alexander. En cuanto este le franqueó el paso a su interior, Gabriel le empujó contra la
pared contraria y se abalanzó sobre sus labios mientras oía có mo la puerta se cerraba tras
ellos. Presa de un arrebato de pasió n, metió las manos bajo sus empapadas ropas para asir
su cintura y sentir el frío y pegajoso tacto del salitre sobre su piel cuando, para su sorpresa,
Alexander se apartó de sus labios y soltó una sonora carcajada.
—¿De qué te ríes? —preguntó , sintiéndose de repente tremendamente inseguro.
—Creía que habías prometido no estamparme contra ninguna pared esta noche.
Gabriel sonrió levemente mientras recordaba la fú til promesa que le había hecho un rato
antes y se separó de él.
—Parece ser que no puedo evitar hacerlo.
—Ven conmigo.
Cogiéndole de nuevo de la mano, Alex le guió hacia el interior de la habitació n, sin
molestarse siquiera en encender las luces. No tuvo tiempo de mirar a su alrededor antes de
que le empujara para que cayese de espaldas en la cama y se sentara a horcajadas sobre él.
Las distantes luces que se colaban a través del balcó n, provenientes de la avenida que yacía
bajo ellos, era toda la que Gabriel necesitaba para ver con claridad. Observó con agitació n
creciente có mo Alexander se quitaba la camisa, dejá ndole ver de nuevo su pá lido cuerpo,
casi azulado bajo la incierta iluminació n. Rodeó con las manos su cintura y acarició sus
costados y su pecho, aprehendiendo bajo la palma de sus manos la textura de su piel,
erizada por el frío, el leve tacto del vello corporal, al que no estaba acostumbrado, la
deliciosa rugosidad de sus pequeñ os y oscuros pezones. Alexander le miraba desde la
altura que aquella posició n le otorgaba con una torcida y burlona sonrisa, como si fuera
consciente de que Gabriel no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo.
—Vas a tener que guiarme —confesó —. Es la primera vez que hago esto. —Alexander
enarcó una ceja con incredulidad—. Con un hombre, quiero decir.
—¿En serio? —La expresió n de perplejidad de Alex se tornaba peligrosamente en una de
burla—. ¿No me digas?
—Sé que es difícil de creer ahora mismo, pero ya te lo dije una vez: a mí no me gustan los
tíos.
Como toda respuesta, Alex dejó escapar una cristalina carcajada, arqueando la espalda y
dejá ndole contemplar la delicada línea de su esternó n. Luego, aú n sonriendo, onduló las
caderas sobre él para presionar placenteramente su erecció n.
—¿Y esto?
Cada vez má s abochornado, Gabriel desvió la mirada antes de contestar con un hilo de voz:
—No sé por qué, tú pareces ser una excepció n. Pero dejará s de serlo como sigas burlá ndote
de mí de esta manera —añ adió .
La sonrisa de Alex se volvió má s conciliadora.
—Desde la primera vez que te vi —susurró suavemente a la vez que empezaba a
desabrocharle uno a uno los botones de su camisa—, me ha sorprendido lo poco que
pareces saber acerca de ti mismo. —Se inclinó sobre él para lamer su pecho—. Pero no te
preocupes —le dijo, la voz convertida ahora en un susurro lleno de promesas—, esta noche
voy a enseñ arte lo que realmente te gusta.
—Porque tú sí que lo sabes, ¿no? —Esta vez le tocó a él mostrarse incrédulo.
—Mejor que tú mismo, podría decirse. —Alex cogió su mano y lamió uno a uno cada uno de
sus dedos, incitá ndole—. Deja de hacerme preguntas, Gabriel. Lo que quieres saber ahora
no te lo puedo explicar con palabras.
Gabriel se incorporó para rodear su cintura y atrapar sus labios, besá ndole con fiereza, y
escuchó a Alexander jadear contra su boca. El contacto de aquel cuerpo contra el suyo le
pareció tan natural como la visió n de las estrellas en un claro cielo nocturno y de repente
dejó de sentirse inseguro, de pensar que necesitaba algú n tipo de guía, y ya no dudó , ni por
un segundo, que pudiera ser capaz de darle placer. Sus miembros parecían moverse por
voluntad propia, como respondiendo al automatismo de un conocimiento adquirido largo
tiempo atrá s y aú n no olvidado del todo, indicá ndole que en algú n momento y lugar, onírico
o real, había ya transitado aquel camino, y en ese momento de absoluta clarividencia no
solo supo que obtendría un enorme placer al subyugar a Alexander con la violencia de su
pasió n por él, sino también que era eso, precisamente, lo que su amante estaba deseando.
Aú n mientras se besaban, Alex parecía contentarse con dejarle llevar la voz cantante,
respondiendo con su cuerpo y su boca solo lo suficiente para hacerle saber que estaba a su
entera disposició n. Enredó los dedos en sus hú medos cabellos para tirar de ellos con
violencia y exponer su delicada garganta, antes de succionar su piel hasta el punto del
dolor. Empezaba a parecerle no solo inú til, sino también aberrante, el hecho de tener que
seguir reprimiendo sus instintos con él, y casi sin pensar en ello o darle mayor importancia
permitió que la tensió n de sus encías se aliviara al dejar salir libremente sus colmillos.
Mientras lo hacía pudo percibir bajo sus dientes, con total claridad, el intenso y acelerado
pulso de los vasos sanguíneos, que latían con el ir y venir del fluido que corría en su
interior. Y con esa sensació n vino aparejada otra má s intensa, má s perentoria: la de hacer
brotar su sangre, no solo por el placer de probarla, sino por el aú n má s satisfactorio de
hacerle dañ o y oírle gritar de dolor.
Se apartó bruscamente de él, cubriéndose la boca con las manos, horrorizado por sus
propios pensamientos.
—Gabriel…
Sintió có mo Alexander se acercaba de nuevo a él e, incapaz de mirarle si quiera, se levantó
de la cama.
—No, no puedo… Yo… —jadeó abotoná ndose apresuradamente la camisa—. No puedo
hacer esto…
—¿De qué tienes miedo? —oyó decir a su espalda.
—Eres tú quien debería tenerlo.
—¿De quién? ¿De ti? —preguntó Alex, de nuevo con ese tono burló n y condescendiente en
su voz—. No tengo porqué temerte —le aseguró . Gabriel podía escucharle avanzando hacia
él.
—¿Ah, no? —dijo, dá ndose la vuelta para encararse por primera vez con él, con los ojos
encendidos, las encías palpitantes, los largos y afilados colmillos asomando sobre sus
crispados labios. Pensó que Alexander se asustaría de su fiero aspecto, pero tal y como
pasara la vez anterior en su despacho, el joven le sorprendió mostrando una actitud
absolutamente serena, impropia de alguien que ve en peligro su integridad física—. No
tienes ni idea de las cosas que deseaba… Que deseo hacerte.
—Quieres morderme —repuso con calma.
Gabriel recordó su sueñ o de la noche anterior: su irrefrenable deseo de estar sobre él, de
atragantarse con su sangre, y como si fuera una premonició n de sus peores temores, vio a
sus pies el cuerpo de Alexander, tan horriblemente desgarrado como el de Sophie, tantos
añ os atrá s.
—Quiero hacer mucho má s que eso. Si vuelvo a acercarme a ti… temo perder el control.
—¡Pues piérdelo, maldita sea! —le espetó —. No me importa.
—Te importaría si supieras de lo que soy capaz —confesó Gabriel con voz quejumbrosa—.
No quiero hacerte dañ o, Alex. No quiero matarte.
—¿Matarme? —Alexander frunció el ceñ o y dio un paso hacia atrá s. Por un momento,
Gabriel pensó que lo hacía por miedo, pero cuando escrutó su rostro solo vio dolor en él—.
¿Por qué dices eso?
—Porque no sabes nada sobre mí, ni sobre mi pasado. Aléjate de mí —le rogó yendo hacia
la salida—. Es lo mejor que puedes hacer.
Gabriel alcanzó la puerta y salió con precipitació n. Alexander se quedó solo en el pequeñ o
apartamento.
—Mon cœur —dijo en un susurro casi inaudible—, ¿pero qué te han hecho?

Betina salió del portal sintiéndose tan intranquila como cuando había entrado. Aú n podía
sentir en su lengua el sabor de la sangre de Lilith, pero ni siquiera cuando estuvo con ella
había conseguido desprenderse de la desasosegante sensació n de estar siendo observada.
Nada má s salir a la calle miró a su alrededor con inseguridad, percibiendo una velada
amenaza en cada sombra de cada esquina, de cada portal. Arrebujá ndose dentro de su
abrigo, má s por miedo que por frío, encaminó sus pasos al norte, dejando la costa a su
derecha. Caminó paralelamente a la Avenida Marítima, contemplando el océano Atlá ntico y
el horizonte, cuya límpida línea, interrumpida aquí y allá por la silueta de los cargueros y
las plataformas petrolíferas, mostraba el intenso color añ il que precede al alba. Sin
embargo, no percibía el olor salado del mar y de los cangrejos que vivían y morían en los
pilones, ni tampoco el sonido de la marea contra los rompeolas, sino el olor a petricor, a
hojas mojadas, a flores, y el zumbido de los insectos nocturnos revoloteando a su alrededor.
Un cosquilleo, que subía reptando por su columna vertebral hasta la nuca, le avisó de la
cercanía de una visió n, y Betina supo que no podía hacer nada por evitarla. Los edificios a
su alrededor se convirtieron en á rboles, y en vez de caminando por una acera se vio
transitando un sendero pedregoso. Se detuvo, paralizada por una sú bita sensació n de
terror, e incluso antes de mirar hacia abajo supo que estaba de pie sobre una alfombra de
pétalos rojos. Tuvo una fugaz visió n de sí misma, su cuerpo desnudo y su piel pá lida bajo la
luz de la luna, tumbada sobre ese lecho de rosas, y la familiaridad de dicha visió n, que se le
rebeló entonces tan conocida como un viejo sueñ o recurrente, le hizo estremecerse.
Entonces, escuchó a su espalda el letal chasquido de la cuerda de un arco siendo tensada, y
se giró presa del horror.
La visió n había desaparecido. Ante ella se mostraba de nuevo la ciudad, iluminada por la
amarillenta luz de las farolas cuyo zumbido, sobrevolando su cabeza, había confundido
brevemente con el batir de las diminutas alas de invisibles insectos. Como si acabase de
salir de una burbuja, percibió de repente el resto de los sonidos de la urbe: el chirrido del
trá fico cercano, el bramar de los cargueros avanzando pesarosos hacia el puerto, el romper
de las olas contra los pilones de piedra bajo la avenida. Confusa por el impacto que le
supuso volver a la realidad, dio unos pasos atrá s y se acercó a la fachada de un edificio
cercano, buscando refugio, mientras escaneaba frenéticamente sus alrededores. No podía
ver a nadie y, sin embargo, la sensació n de estar siendo observada era má s potente y
ominosa que nunca. Sentía que alguien se escondía entre las sombras, y sabía también,
perfectamente, de quién se trataba.
—Sé que está s ahí —dijo, intentando mostrar en su voz má s valor del que realmente sentía
—. Déjate ver.
Como aparecido de ninguna parte, vio surgir entonces la silueta de un hombre, y el
contorno de su figura y la calidad de sus movimientos le eran tan conocidas como las
palmas de sus propias manos.
—Betina, soy yo.
El hombre se acercó a la luz, mostrando un rostro de facciones redondeadas y juveniles,
aunque no carentes de cierta rudeza. Vestía un largo abrigo negro y estaba sin afeitar, pero
en aquel momento Betina creyó ver, por un instante, al cá ndido niñ o que una vez había
sido.
—Beltrá n… —jadeó .
—He estado buscá ndote… Yo… solo quería volver a verte.
—No. Me has estado siguiendo —le espetó —. Lo que quieres es que te lleve hasta
Alexander.
La expresió n del hombre se endureció .
—Nunca debiste dejar que te apartara de mí —dijo, con la voz preñ ada de acritud—.
Aunque siempre olvido que está s dispuesta a hacer cualquier cosa que él te pida.
—Dejarte atrá s fue decisió n mía —aclaró —. No suya.
—Debí haberlo supuesto. —Su voz, grave y rasposa, parecía profundamente dolida.
—Tuve que hacerlo… —intentó explicarse, y la realidad de esa simple frase casi la hizo
llorar.
—Entiendo que él quisiera dejarme, ¿pero tú ? ¿Có mo pudiste?
—Lo hice tanto por tu bien como por el de Alex. No te conviene estar con él —añ adió con
cautela, dando un paso hacia atrá s.
—Pues entonces, déjale y vuelve conmigo —pidió . Se aproximó a ella y cogió sus manos,
acercá ndose a su rostro—. Aú n hay una oportunidad para nosotros dos —susurró en tono
íntimo.
Ella dudó . Le miró a los ojos y se vio reflejada tan claramente en ellos que se estremeció . A
veces le era fá cil olvidar lo mucho que se parecían. Acarició las manos de él con sus
pulgares antes de soltarlas con suavidad.
—Sabes que yo nunca he podido amarte de esa manera.
El rechazo endureció sus facciones y rompió la dulzura que había mostrado unos segundos
atrá s.
—Sabes perfectamente que solo eres un juguetito para él, que nunca será s su amor
verdadero.
—Tú no lo entiendes. Estoy dispuesta a sacrificarme por el amor que siento por él.
—Quizá s tengas que hacerlo —dijo con la voz desgarrada—. Te hice una promesa,
¿recuerdas? No debiste volver.
Betina lo recordaba: el sabor de su primera sangre aú n en la lengua, las nauseas
acrecentadas por el miedo y el ondulante traqueteo del carro sobre el que huían, y Beltrá n,
llorando y corriendo tras ellos, haciéndoles un juramento bajo un cielo cuajado de estrellas.
—Lo recuerdo perfectamente, pero esta no es la noche en la que tendrá s que cumplirla —
dijo, y eso pareció derrumbarle. Beltrá n se apoyó contra la fachada que tenía detrá s y se
cubrió el rostro con ambas manos—. Déjame marchar, amor mío. Aú n no ha llegado el
momento.
Echó a correr, alejá ndose de él, y ni siquiera tuvo que mirar por encima del hombro para
saber que no la perseguiría.
Las Palmas de Gran Canaria a 23 de febrero de 1914
Cuando Gabriel llegó a aquella casa casi había anochecido. Parecía una má s de las muchas
del barrio pescador de San Cristó bal, una simple casucha fabricada con tierra y piedra, sin
mezcla de cal, erosionada por el azote del cercano mar y con un jardín de picó n en el que no
crecía vegetació n alguna. Pero en aquella casa no vivía un pescador, sino una bruja, y ahora
que estaba delante de ella Gabriel dudaba si había hecho bien en ir allí.
Y sin embargo, no sabía qué otra cosa podía hacer. Durante toda su vida adulta, Gabriel
había creído que el perro que veía de niñ o no era má s que una fantasía pueril, pero desde
que su madre muriera, esa silenciosa presencia había vuelto a aparecer en su vida. A pesar
de creerse una persona cuerda y bastante racional, se habría sentido má s inclinado a
tomarlo como un producto de su mente que como una entidad real si no fuera por lo que le
dijera el médium: «Hay algo en ti que no me gusta, algo oscuro a lo que aú n no me atrevo a
nombrar». Esas palabras le habían obligado a enfrentarse a la terrible realidad de que algo
percibido por otra persona no podía ser fruto de su imaginació n.
Desde donde estaba podía oír el rugir del océano y el crepitar de los cantos rodados que se
movían al compá s de las olas. Miró hacia atrá s, pensando en si debía volver por donde
había venido.
—Tú eres el hijo de Elvirita…
La voz le sobresaltó por su cercanía. A su lado, tan pró ximo a él que podía ver cada uno de
los pelillos blancos que crecían en su barbilla, había una anciana. Su rostro, curtido e
increíblemente arrugado, mostraba una edad que por avanzada parecía imposible de
precisar. Al principio pensó que se encontraba ante una mujer muy bajita, pero luego se dio
cuenta de que lo que ocurría era que la espalda de la vieja estaba terriblemente encorvada.
—¿Có mo sabe quién soy? —preguntó .
—Sabía que algú n día vendrías —dijo ella—. Ven —añ adió haciéndole un gesto para que le
siguiera al interior de la casita. Se giró hacia él y al ver que no se había movido del sitio,
insistió —: Ven, niñ o. Ven conmigo.
Gabriel se decidió a obedecerla. El negro picó n crujió bajo las suelas de sus zapatos
mientras se aproximaba a la puerta, en cuyo dintel colgaba una jaula vacía y parcialmente
destrozada. Si había alojado un pá jaro alguna vez, este debía de haber escapado mucho
tiempo atrá s. Apartando la cortina que hacía las veces de puerta, Gabriel se adentró en el
interior.
Le sorprendió lo cá lido que era en contraste con el aire cortante y hú medo del exterior. A
pesar de que la cortina de la entrada se movía al compá s del viento, el hogar, que estaba
encendido, y las pequeñ as velas de sebo parecían mantener la pequeñ a estancia a una
temperatura adecuada. El ú nico mobiliario consistía en una destartalada mesa cuadrada
con dos sillas, y un jergó n en la esquina. Sobre el hogar había un cocido, que desprendía un
intenso olor a pescado salado.
La vieja le esperaba sentada a la mesa con un chal echado sobre los hombros, y encendía un
quemador de incienso que parecía ser de plata, el ú nico objeto de valor que parecía poseer.
Gabriel se sentó frente a ella en la mesa al tiempo que los zarcillos de humo empezaban a
elevarse, enturbiando su vista.
—Mi madre ha muerto —anunció .
—Lo sé. Pobrecita. Sufrió mucho —dijo la vieja—. Estaba escrito.
—¿El qué estaba escrito?
—Lo que le pasó a tu madre. Desde el día que puso el pie aquí y pidió mi ayuda. Ella lo
sabía.
—¿Mi madre lo sabía? —dijo con incredulidad—. ¿Sabía que se iba a quedar invá lida? ¿Que
nunca se levantaría de la cama en la que habría de morir?
—Tu madre sabía que una bendició n solo se puede obtener a cambio de una maldició n.
—¿Y quién le echó esa… maldició n? ¿Fuiste tú , bruja? —quiso levantarse, pero de repente
se sentía confuso y mareado, y dudó de que sus piernas pudieran sostenerle.
—Yo fui quien la maldijo y la bendijo a la vez —dijo ella—. A ella y a ti. Y tu madre me dio
las gracias por ello.
—¿Por qué?
—Por ti, niñ o. Para tenerte a ti —repuso la vieja—. La bendije contigo, y a ti con la vida que
tienes ahora. Si no, habrías muerto al nacer, como tus hermanos.
Gabriel conocía perfectamente la historia de los tres hijos que sus padres habían tenido
antes de tenerlo a él, muertos al poco de nacer.
—¿Y con qué nos maldijiste? A mi madre con su… Con su accidente. ¿Y a mí?
—¿No lo sabes? —la mujer se inclinó sobre él, su rostro rodeado por el humo del incenciero
como un halo—. Tienes al wa-yewta en tu interior, niñ o. Y ya nunca abandonará tu alma.
—¿El wa-yewta? ¿Qué es eso?
—El Guayota. El Tibicenas —precisó , mirá ndole fijamente a los ojos en busca de un
reconocimiento que no llegó —. Pero da igual có mo le llame, o tú ya sabes lo que es.
Lo sabía, tuvo que admitir, en su fuero interno lo sabía.
—El perro… —dijo recordando a la bestia negra de su infancia, la misma que se le había
vuelto a aparecer en el cementerio. Sentía la cabeza ligera y los miembros laxos, como
quien bebe demasiado vino. Una intensa sensació n de relajació n e indiferencia se había
apoderado de él, ayudá ndole a asimilar todo lo que escuchaba, que en condiciones
normales le parecería inverosímil como poco. Empezaba a pensar que no era solo incienso
lo que se quemaba en el pequeñ o recipiente de plata.
—El wa-yewta te protege, niñ o. Pero tú debes cuidarte de él si algú n día despierta.
—¿Es… malvado?
—La maldad y la bondad son conceptos que él no entiende, como ningú n perro lo hace. Y
como a cualquier perro, se le debe enseñ ar para que se comporte como es debido.
—¿Y si no?
—Y si no, morderá la mano de su amo, porque creerá que el amo es él.
Un leñ o crujió en el hogar; el chasquido hizo que Gabriel se sobresaltase.
—¿Qué debo hacer para que no despierte?
—No lo alimentes.
—No entiendo.
—Si debes entregar tu corazó n, no lo hagas a quien alimente al wa-yewta.
—¿Era por eso que mi madre quería que yo fuera cura?
—Eso no te habría protegido. Está escrito.
—Deje de decir que todo está escrito —protestó . Se dio cuenta de que en condiciones
normales estaría enfadado, pero en aquel momento sus emociones parecían abotargadas—.
Mi futuro no está escrito, como tampoco estaba escrito el accidente que tuvo mi madre.
—No, no estaba escrito que tu madre tuviera un accidente —consintió la vieja—. Porque no
lo tuvo.
Gabriel recordó entonces ciertos detalles de aquel día: lo asustado que había estado, la
puerta de su cuarto, entreabierta cuando debía haber estado cerrada, el ruido sordo de algo
rodando escaleras abajo, los gritos de su padre…
—¿Qué quiere decir?
—Que tu madre no tuvo un accidente.
—¿Entonces qué fue lo que le pasó ?
—Lo sabes, lo sabes —rio ella. Una risita seca, como una tos—. Solo necesitas recordarlo.
¿Quieres que te ayude a hacerlo?
Gabriel asintió . La bruja rebuscó algo en uno de los bolsillos de su vestido, oculto por su
chal. Puso el puñ o cerrado delante de su rostro y él lo miró con expectació n, pero cuando lo
abrió vio que en su palma solo había algo de ceniza.
—¿Qué es esto?
Como respuesta, la vieja sopló la ceniza, que cayó sobre su cara y le cegó . Gabriel tosió , y
quiso frotarse los ojos y maldecir, pero no tuvo tiempo para eso. Sintió que caía, que caía
por un pozo oscuro. La casa de la bruja quedaba cada vez má s y má s lejos sobre él. Vio que
se acercaba al fondo con rapidez, pero el aterrizaje fue suave, y se dio cuenta de que aú n
estaba sentado en la misma desvencijada silla. Se levantó y fue hacia la puerta, que estaba
entreabierta.
Se percató entonces de que estaba en su propia habitació n, tal como esta había sido cuando
él era un niñ o. Oía gritos procedentes del exterior y se asomó por la rendija que dejaba la
puerta.
—¿Qué le hiciste al niñ o, Elvira? ¿Qué le hiciste? —gritaba su padre.
—Hice lo que tenía que hacer —respondió Elvira.
Entonces los vio: ambos recorrían la pasarela del piso superior. Ella iba delante, y parecía
tener prisa. Su padre iba detrá s y caminaba a grandes zancadas. La alcanzó y la agarró por
el brazo. Gabriel abrió un poco má s la puerta para ver mejor.
—¿Qué hiciste? —repitió , zarandeá ndola.
—Suéltame, Manuel —gritó ella—. Suéltame. ¡Me haces dañ o!
—Brujería, eso hiciste. Y por eso el niñ o está loco.
—No —gimió ella, aú n intentando zafarse.
Manuel tiró de Elvira para obligarla a caminar y terminaron de recorrer la pasarela hasta
llegar a las escaleras. Una sirvienta pasó apresuradamente por delante de la puerta de
Gabriel y, silenciosa como un rató n, se perdió en una de las habitaciones. No había nadie
má s a la vista: ningú n miembro del servicio quería ser testigo de lo que estaba ocurriendo.
—Está s maldita, y nuestro hijo también lo está . Has metido al demonio en nuestra casa.
—No, Manuel, déjame explicarte… —Ella intentó soltarse del agarre de su marido, de nuevo
sin éxito—. Solo quería darte un hijo, ¡un hijo! —gimió ella, la voz suplicante, el rostro
cubierto de lá grimas.
—¡Te repudiaré! ¡Y al crío también! —aseguró , cogiéndola por los hombros y
zarandeá ndola violentamente.
Un quedo gruñ ido detrá s de él hizo a Gabriel girarse. El perro estaba ahí, agazapado entre
la cama y el armario, casi invisible entre las sombras. Gimió lastimeramente y apoyó su
enorme testa en las patas delanteras. Entonces lo oyó : el ruido sordo de algo cayendo por
las escaleras.
Abrió la puerta del todo, salió de su habitació n y, agarrá ndose a la barandilla, miró hacia
abajo para ver a su madre a los pies de la escalera con el cuerpo en una posició n imposible:
la cabeza ladeada, la espalda torcida, una de su piernas doblada como si la articulació n de la
rodilla hubiera dado un giro completo. En lo alto, su padre observaba con gesto indefinible
la misma estampa que él. Solo al ver que el niñ o que Gabriel había sido le miraba, empezó a
gritar:
—¡Ayuda! ¡Socorro! ¡La señ ora ha caído!
Los sirvientes acudieron en tropel al escuchar la llamada y se arremolinaron alrededor del
cuerpo de Elvira, o miraban la escena desde la pasarela del piso superior, tal como hacía
Gabriel. Una de ellas le tapó los ojos y lo llevó de vuelta a su habitació n.
—Vamos, señ orito, usted no debe ver esto —sollozó —. Ya verá como su madre se pone
bien.
La sirvienta le acostó en su cama, y Gabriel cerró los ojos.
Cuando los volvió a abrir se encontraba de nuevo en la cabañ a, tirado en el suelo. La silla en
la que había estado sentado estaba volcada a su lado. Se incorporó sintiendo un punzante
dolor de cabeza al hacerlo. Estaba solo. La bruja le había dejado ahí, no sin antes, constató ,
liberarle del peso de su cartera y de su reloj. Salió como pudo de ahí, sintiendo aú n que sus
rodillas temblaban.
Se dirigió a su casa en mitad de la noche y entró en ella. Al verse a los pies de la escalera
recordó a su madre ahí tirada, y las consecuencias que la fatal caída habían tenido para ella.
Pero ahora ya sabía que nunca había sido un accidente. Pensó en acudir a las habitaciones
de su padre y enfrentarse a él, pero se lo pensó mejor. Con resolució n, fue a su despacho,
desierto a esas horas, y abrió la caja fuerte. Metió en un maletín todo el dinero que pudo
encontrar, así como algunas joyas que habían pertenecido a su madre. Luego volvió a salir y
abandonó la casa, para no volver a entrar en ella jamá s.
El verdadero deseo de mi alma
De no haber estado aparcado en doble fila, a Raú l no le hubiese importado tanto que Lilith
no fuera puntual. Mientras la esperaba miraba nervioso por el retrovisor, por si acaso el
policía local que ya le había amonestado por tener su coche parado en un lugar prohibido
volviera a pasar por ahí y se decidiese, esta vez sí, a ponerle una multa que no iba a poder
pagar. Sin embargo, cuando la vio salir de su portal, con los rizos agitados por el viento y las
voluptuosas caderas marcadas bajo una minifalda de piel, se dijo en silencio que la espera
había valido la pena.
—Sube —la invitó solícito, estirá ndose para abrirle la portezuela del copiloto.
Ella le sonrió y le plantó dos besos en las mejillas antes de ponerse el cinturó n de
seguridad. Mientras encendía el motor y ponía el indicador para incorporarse a la
circulació n, la miró de reojo. Se la veía de buen humor, seguramente por la perspectiva del
encuentro que iba a tener lugar aquella tarde, pero también parecía algo nerviosa.
—Oye… Ya sabes que no puedes ir por ahí diciendo…
—Lo sé, lo sé —le interrumpió ella—. Sé guardar un secreto.
Luego se giró para mirar por la ventanilla y se mantuvo en silencio. Raú l consideró que era
mejor no molestarla y se concentró en la conducció n, mientras recordaba la corta
conversació n que había mantenido con Beltrá n la mañ ana anterior, para pedirle que
Fernando aceptara ver a una joven que tenía gran interés en las artes místicas. Luego, por
si acaso ponía objeció n porque su señ or tuviera que recibir a una perfecta desconocida,
había añ adido:
—Y no es una chica cualquiera. Es la ex de Gabriel.
El sirviente le había mirado en silencio, como sopesando lo que acababa de escuchar.
Luego, lentamente y con voz grave, le dijo:
—Y tú la deseas.
El hecho de que ni siquiera se hubiese molestado en formular su frase como una pregunta
le hizo sentirse repentinamente desnudo ante sus ojos.
—Es ella lo que quiero. A cambio de mis servicios. —Raú l se había sentido enrojecer al
hacer tal afirmació n, y solo al desviar la mirada hacia el piso había encontrado el valor
suficiente para continuar—. Díselo a Fernando.
—Está bien. ¿Algo que reportar?
—Sí —dijo, para luego pasar a hablarle de Betina y Alexander, de sus sospechas de que ella
era una auténtica noctívaga y de có mo ambos estaban rondando a Gabriel por alguna razó n.
—Vaya…—dijo con algo parecido a la apreciació n—. Eso es muy interesante.
—¿Se lo dirá s a Fernando? —había inquirido, ansioso por complacerle.
—¿Y robarte tu momento de gloria? —le preguntó Beltrá n a su vez—. No, no, estoy seguro
de que tú preferirías contá rselo a Fernando en persona.
Raú l frunció el ceñ o ante aquella aparentemente desinteresada amabilidad. Ni era habitual
que Beltrá n mostrara otra emoció n que desdén por él, ni nunca antes le había visto
posponer en lo má s mínimo ninguna informació n a su señ or, má xime cuando esta era,
segú n sus propias palabras, tan interesante. Pero antes de que Raú l tuviera tiempo para
preguntarle cuá les eran sus verdaderas intenciones, Beltrá n añ adió :
—Por otro lado, no me será muy difícil convencerle de que vea a tu amiguita. Trá ela
mañ ana al atardecer —le había dicho el sirviente, mientras se acercaba a él y cogía su
mano. Cuando volvió a hablarle lo hizo mientras rotaba su muñ eca para valorar las marcas
en su piel, como quien gira una manzana para decidir dó nde dar el primer mordisco—.
Ahora, há blame de ella. Cuéntame todo lo que sepas —le ordenó antes de clavarle los
dientes en la piel.
Mientras lo recordaba, Raú l se rascó distraídamente la herida al detener el vehículo frente
a un semá foro en rojo. Los pinchazos má s recientes estaban ya casi cicatrizados, con las dos
pequeñ as costras a punto de desprenderse. Luego, volvió a mirar hacia Lilith, que aú n con
la vista puesta en el exterior era completamente ajena a sus esperanzas y deseos.
«Yo te daré lo que Gabriel nunca ha querido darte», pensó con fiereza, antes de pasear su
mirada por el cuerpo de la joven: los exuberantes pechos que se intuían bajo la camisa, la
redondeada curva de su barriga y los amplios y turgentes muslos que sobresalían bajo la
falda. Estaba a punto de ceder a la tentació n de poner su mano sobre uno de ellos cuando
unos insistentes pitidos, provenientes de los coches que estaban detenidos tras el suyo, le
indicaron que el semá foro había tornado a verde.
Poco después alcanzaron Ciudad Jardín. Era un bonito y tranquilo barrio residencial, donde
se mezclaban casas de principios del siglo XX con otras de reciente construcció n. En el
tiempo que tardaron en encontrar un aparcamiento, el cielo se tiñ ó de añ il y las farolas
comenzaron a encenderse lentamente.
—¿Está s seguro de que Fernando me recibirá hoy? —le preguntó Lilith en actitud ansiosa
en cuanto bajaron del coche y se dirigieron hacia el domicilio del médium.
—Que sí, mujer —le aseguró —, que está todo hablado. Debe de estar esperá ndonos.
—No sé si llevo encima suficiente dinero —dijo, aú n insegura, mordiéndose el labio
inferior.
—No te preocupes por eso. É l solo acepta la voluntad. Cualquier cantidad que puedas darle
estará bien. Mira, es aquí —dijo, deteniéndose frente a la antigua casa.
A su lado, escuchó a Lilith suspirar por los nervios. Tras abrir la verja la guio a través del
descuidado jardín frontal y golpeó dos veces la desgastada aldaba.
Tras unos pocos segundos de espera, Beltrá n les abrió la puerta. El habitualmente
impertérrito rostro del sirviente mostró durante unos segundos una expresió n de sorpresa
al verlos.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —le preguntó Raú l con altanería—. ¿No te habrá s olvidado de que
veníamos?
—No, por supuesto que no. Por favor, pasen —se disculpó con voz seca a la vez que les
franqueaba el paso hacia el interior—. Llegan justo a tiempo.
Los condujo hasta el saló n principal e indicó a Lilith con un gesto que se sentase en uno de
los sillones de orejas que presidían la estancia. Beltrá n la miraba intensamente, notó Raú l
con una punzada de algo muy parecido a unos celos posesivos, pero la joven, que miraba a
su alrededor totalmente ató nita, no se percató de ello.
Decidiendo ignorar al sirviente, Raú l se centró en ella y sonrió mientras la observaba,
recordando el asombro que había sentido la primera vez que visitara aquella casa. La
vivienda de Fernando parecía la tienda de un anticuario, con sus antiguos tapices colgando
de las paredes, las raídas alfombras que cubrían los suelos, y los desgastados pero antañ o
lujosos muebles de caoba y ébano que poseía. Un gramó fono, probablemente de finales del
siglo XIX, descansaba sobre una alta cajonera, y en la estantería había un viejo transistor
que debía de ser anterior a la Guerra Civil. Ademá s, no solo había en la estancia objetos de
origen tan mundano. Una vidriera mostraba una pequeñ a colecció n de fotos en sepia y
barajas del Tarot de diversos estilos, procedencia y antigü edad. En la estantería, junto al
transistor, reposaba pacíficamente sobre su soporte una enorme bola de cristal. Pero el
objeto má s inquietante e intrigante de todos era una redonda mesa de taracea, que
descansaba junto a la pared del fondo. Lilith se acercó a ella, genuinamente atraída.
Beltrá n elevó una ceja ante la inusual actitud de la invitada y miró hacia Raú l, como si él
fuera el responsable de su falta de decoro. En ese momento, Fernando entró en la estancia,
vistiendo las que Raú l sabía que eran sus mejores ropas: un traje de pañ o azul, muy antiguo
pero de buena factura, una blanca camisa de cuello muy alto, algo amarilleada por el paso
del tiempo, y una fina corbata de seda.
—Veo que tienes buen ojo para los objetos esotéricos —le dijo a Lilith acercá ndose a ella y
hablá ndole en tono cordial—. Esta es una auténtica mesa giratoria, usada en sesiones de
espiritismo hace má s de cien añ os. Buenas noches, jovencita. Soy Fernando —añ adió ,
tendiéndole la mano.
Ella soltó una risita nerviosa mientras la tomaba.
—Lilith —se presentó . Luego volviendo su atenció n de nuevo a la mesa, preguntó —:
¿Dó nde ha conseguido algo así?
—Oh, la tengo desde hace mucho tiempo —respondió Fernando, posando sus largas manos
en la mesa como si tal cosa, quizá s en un intento de quitarle importancia al hecho de poseer
objetos tan valiosos.
—Pensaba que las mesas giratorias habían sido un fraude —tartamudeó Lilith, como
cohibida por hablar con él de esas cosas.
Fernando esbozó algo parecido a una enigmá tica sonrisa.
—Sin duda, algunas lo fueron. Pero en presencia de un verdadero médium, ningú n
mecanismo humano es necesario para mover objeto alguno, tan solo la voluntad de los
espíritus que habitan má s allá del velo de nuestra realidad visible —afirmó . Ella le dedicó
tal mirada de admiració n que Raú l casi se sintió celoso—. Por la misma razó n —siguió
diciendo mientras se sentaba en una de las butacas e invitaba a Lilith a hacer lo mismo—,
cualquier método es vá lido en manos de quienes tienen el don. Gracias, Beltrá n —dijo
cuando el sirviente reapareció en el saló n portando una bandeja con dos tazas de café y la
dejaba en la mesita que había junto a él—. Muchos psíquicos o médiums necesitan de tales
instrumentos para canalizar sus visiones o potenciar su contacto con el má s allá , pero si
uno ha sido realmente bendecido, ese tipo de artificios son completamente innecesarios.
—¿Entonces usted no… no usa nada de todo eso? —preguntó ella algo escéptica, señ alando
los objetos esotéricos que había en la habitació n.
—Por supuesto. Si te hace sentir má s tranquila, puedo traer la bola de cristal y ponerla ante
mí mientras hablamos. ¿O prefieres que te eche las cartas? —preguntó , mientras le tendía a
la joven una de las tazas de café—. Todas estas cosas las tengo aquí por un simple y puro
afá n de coleccionismo, pero no me dirá n nada que yo no sea capaz de saber por mis propios
medios y no me son, por lo tanto, en absoluto necesarios.
—¿Y entonces, có mo es usted capaz de saber las cosas que sabe? —inquirió Lilith,
revolviendo distraídamente el contenido de su taza.
—Eso, querida, es tan difícil de explicar como intentar describirle a un ciego los cambiantes
colores de un amanecer. —Fernando dio un delicado sorbo a su bebida y asintió
complacido—. Simplemente, sé las cosas que sé porque las tengo en mi mente y las veo,
como tú eres capaz de visualizar tus propios sueñ os y recuerdos… Digamos que es como
tener recuerdos de cosas que aú n no han sucedido y de cosas que quizá s jamá s lleguen a
suceder.
—Ya, pero… ¿Có mo?
—No lo sé —respondió con franqueza, encogiéndose de hombros—. Cuando tengo a una
persona ante mí, como te tengo a ti ahora mismo —dijo, moviéndose hacia el borde de su
asiento y cogiendo las manos de la joven entre las suyas—, soy capaz de ver los caminos
que hay detrá s y delante de ella: los que ha transitado, aquellos que ha pasado de largo y
aquellos que quizá un día transitará … O no. Debes entender que el futuro no es una línea
que tenemos ante nosotros, no es un destino inevitable que se abalanza sobre nosotros. El
futuro es una posibilidad entre muchas, una elecció n, y solo conociendo de antemano lo
que nos espera al final de cada camino que elijamos transitar o pasar de largo, podremos
obrar sabiamente. Eso es lo que yo puedo hacer.
—¿Y lo puede hacer por mí?
—Ciertamente —afirmó —. Retírate, Raú l —le ordenó .
El joven se distanció de ellos, quedá ndose apoyado en el umbral de la puerta dá ndoles
cierta privacidad, pero mostrando también que no estaba dispuesto a abandonar la
estancia. Beltrá n se mantenía allí de pie, presto a servir a su señ or si este reclamaba de él
algú n servicio.
—¿Qué quieres saber? —preguntó Fernando en cuanto Raú l se hubo alejado.
—¿Qué puede ver sobre mi pasado?
Fernando sonrió , como si fuera consciente de que su clienta le estaba poniendo a prueba.
—Hay muchos caminos que has pasado de largo: aquellos que parecían má s duros, los que
no prometían resultados a corto plazo, los que no requerían mucho esfuerzo. Parecías tener
demasiada confianza en ti misma, y mucha prisa por empezar a vivir tu propia vida y ser
independiente. Quizá s por eso dejaste los estudios cuando tenías dieciséis añ os. Por eso has
estado encadenando pequeñ os trabajos que te hacen miserable y apenas te permiten
sobrevivir. Ahora ya te consideras demasiado mayor para perseguir tu sueñ o de ser
cantante, te contentas con pequeñ as actuaciones aquí y allá que te aportan una pequeñ a
felicidad, y te preguntas si tu vida hubiera sido diferente de haber seguido en el
conservatorio, como tu madre te decía que debías hacer.
Raú l no podía ver el rostro de Lilith desde donde se encontraba, pero debía de sentirse
genuinamente sorprendida. Lo que Fernando acababa de narrar coincidía en muchos
puntos con todo lo que Raú l le refiriera a Beltrá n el día anterior. Lo poco que Raú l sabía a
ciencia cierta acerca de la joven provenía de cosas que había dejado escapar alguna noche
de borrachera en el Noctivagus, de retazos de conversaciones entre ella y Gabriel que había
pescado al vuelo en las largas madrugadas que había dedicado a espiarlos y lo que él mismo
había supuesto, gracias a la actitud reservada de Lilith con respecto a su trabajo, y su má s
que patente frustració n por no poder dedicarse a la mú sica por completo. Los huecos que él
había dejado parecían haber sido llenados por Fernando con hechos verídicos, y Raú l
frunció el ceñ o preguntá ndose si había acertado debido a sus poderes místicos o a la simple
y llana deducció n.
—Y ahora, querida, te encuentras en una encrucijada —continuó , con voz dramá tica.
—¿Una encrucijada?
—Sí. Veo dos caminos frente a ti y a dos hombres en tu vida. Cada uno de esos hombres te
llevará por un camino diferente.
—¿Quiénes son? —jadeó ella, completamente inmersa en el relato que Fernando tejía a su
alrededor.
—Uno de ellos es tu antiguo amante. No es de fiar. El camino por el que te conducirá está
plagado de altibajos, y al final no te llevará hacia aquello que tú má s deseas. Si se acerca de
nuevo a ti, finge ser amigable, pero no olvides que tu historia con él debe quedar en el
pasado. Al otro hombre ya lo conoces, pero nunca has pensando en él de esa manera. Será
tu nuevo amante si le permites entrar en tu vida. Puede que te pida que hagas por él cosas
que te parecerá n extrañ as y difíciles de entender, pero el camino por el que te hará
transitar estará plagado de confianza y amor, y te conducirá al destino que siempre has
ansiado.
—¿Qué destino?
Fernando se inclinó hacia ella y la cogió fuertemente de las muñ ecas.
—Un amor que durará para siempre en una noche que no tendrá fin —le dijo, con voz
ronca—. Vete y piensa en lo que te he dicho. No tienes mucho tiempo antes de tener que
tomar una decisió n.
Hubo un breve intercambio de dinero y luego Lilith se levantó del silló n con cierta
dificultad. Desde donde estaba, Raú l pudo ver có mo le temblaban las rodillas. Avanzando
hacia ella, la cogió del brazo y la acompañ ó hacia la salida.
—¿Está s bien? —le preguntó solícito.
Ella suspiró .
—Ha sido tan intenso… —musitó —. Todo lo que me ha dicho es verdad. Tengo que tomar
una decisió n, pero no sé có mo…
—No lo pienses ahora —le aconsejó —. Date un tiempo para calmarte y medita sobre lo
ocurrido. Estoy seguro de que, cuando ese hombre llegue a tu vida, sabrá s reconocerlo —
dijo con énfasis.
Ella le miró , como atontada, antes de asentir levemente. Raú l abrió la puerta y la invitó a
salir.
—¿No vienes conmigo? —le preguntó al ver que él permanecía en el umbral.
—Tengo que quedarme. Fernando me necesita —dijo, dá ndose aires de importancia—.
Coge un taxi de vuelta a casa. Mañ ana te llamo y lo hablamos, ¿vale?
Ella volvió a asentir y dio un paso hacia el exterior. Pareció pensá rselo mejor, porque volvió
sobre sus pasos y le plantó un sonoro beso en la mejilla.
—Gracias —le dijo con la voz preñ ada de agradecimiento—. Por todo. Nunca pensé que…
—se detuvo—. Mañ ana hablamos.
Se alejó , dejando a Raú l con el corazó n latiendo furiosamente. La observó hasta que se
perdió de vista antes de cerrar la puerta y volver al saló n.
Fernando seguía allí, apoyado contra los ventanales que daban a la calle y terminá ndose su
taza de café. Beltrá n aú n ocupaba su puesto habitual, de pie, junto a la puerta, escuchando
en silencio.
—Una joven muy hermosa —dijo sin molestarse en mirarle siquiera—. No me extrañ a que
la desees tanto.
Raú l no contestó , sino que miró hacia el lugar que ella había ocupado. El desvencijado silló n
aú n conservaba las formas de su cuerpo, y la taza de café que ella había revuelto y apenas
probado seguía en la mesita. La marca de su labial destacaba lujuriosamente sobre la
opalina superficie de la porcelana y Raú l puso sus labios sobre ella, para sorber
silenciosamente el café que la joven había desechado.
—Supuso una sorpresa cuando Beltrá n me contó lo que querías —continuó hablando
Fernando—. Entre todas las cosas que podrías elegir como recompensa… Pensé que tu
deseo era convertirte en uno de nosotros.
—Y lo es —confesó —. Pero no solo para mí, sino para ambos —dijo con un hilo de voz,
mientras imaginaba una eternidad para pasarla junto a la mujer de sus sueñ os—. Aú n soy
muy joven y… Tengo muchos añ os por delante para seguir sirviéndole, señ or, y ganarme
eso también.
—Grandes han de ser tus servicios, y los de ella, si tan alta recompensa ansías para los dos.
En cuanto a tu deseo por ella… Supongo que te habrá s dado cuenta de lo que he hecho y de
por qué. —Fernando se giró hacia él—. Te lo he puesto todo lo fá cil que he podido. Lo
demá s depende enteramente de ti.
—Lo sé. —Raú l imaginó que no le sería tan difícil desvelarse a sí mismo como ese nuevo
hombre en la vida de Lilith, en el que ella debía depositar toda su confianza y amor.
—Ciertamente, si había alguna posibilidad de reconciliació n entre esa joven y Gabriel, he
dado al traste con ella. Quizá s no ha sido la decisió n má s inteligente. Ella podría ser una
importante fuente de informació n acerca de mi descarriado prognatus.
—No la había —afirmó Raú l rotundamente—. Posibilidad de reconciliació n —aclaró —. No
la había.
—Eso espero. Y también espero que tu trabajo para mí siga siendo tan valioso como hasta
ahora. Si no…
—No debe preocuparse por eso. De hecho… —dijo dubitativo. Miró hacia Beltrá n, que
asintió levemente como animá ndole a continuar—. Ha ocurrido algo de lo que me gustaría
hablarle —añ adió .
—Muy bien. —Fernando dejó su taza de café sobre la mesa y volvió a sentarse—.
Cuéntamelo.
Raú l relató entonces las sospechas que tenía acerca de que una de las nuevas clientas del
bar podía ser una verdadera noctívaga. Le habló a Fernando de lo extrañ o de sus ojos, de
los colmillos que se podían intuir tras sus labios cuando sonreía, y de la sospecha de
Gabriel de que había sido ella quien le mordiera cuando había visto accidentalmente las
marcas en sus muñ ecas.
—Gabriel no sospecharía de ella si no fuera una… una de ustedes, ¿verdad? —preguntó .
—Probablemente no —convino Fernando.
—Ademá s, lo má s extrañ o de todo no es ella, sino su marido.
—¿Y por qué te resulta extrañ o?
—Porque… No lo sé. No es como ustedes, pero hay algo acerca de él que no me parece
normal. Llegó al bar hace unas semanas y Gabriel le contrató como camarero solo para
despedirle unos pocos días má s tarde. Ahora sigue yendo al bar, casi siempre con esa
mujer, y parece haber algo entre él y Gabriel. Anoche salieron juntos del bar, e iban cogidos
del brazo camino de la playa. —Lanzó una leve y jovial risita—. Me da que mi jefe se ha
cruzado de acera.
Sin embargo, Fernando no solo no parecía encontrarle gracia al asunto, sino que de pronto
estaba mortalmente serio.
—¿Có mo es ese hombre? Descríbemelo.
—Pues… No sé. Alto, delgado, moreno, con el pelo por aquí —dijo, haciendo un gesto con la
mano a la altura de sus hombros—. Muy bien educado. Con pinta de señ oritingo y de no
haber dado un palo al agua en su vida.
Raú l escuchó a su espalda có mo Beltrá n lanzaba una ahogada imprecació n.
—¿Y ella, có mo es ella? —inquirió , con verdadera ansiedad trasluciéndose en su voz.
—Poquita cosa, rubia, parece que le falta un hervor.
Fernando se incorporó de un salto y caminó hacia la estantería. Tras abrirla, cogió una de
las fotografías y la puso frente al rostro de Raú l.
—¿Es él? —le preguntó —. ¿Es este hombre?
Raú l cogió la fotografía para enfocarla mejor. Era una foto en sepia, con los bordes
arrugados y desgastada por el paso del tiempo. En ella se veía la imagen de un joven de pie
junto a la misma mesa de taracea que Lilith había admirado unos minutos atrá s. Estaba
vestido con un traje oscuro, como de época, y miraba fijamente a la cá mara con una
expresió n solemne y triste. En el pie de la fotografía se podía leer con estilizada caligrafía:
Alexander en la casa de Las Palmas.
Diciembre de 1913
Asintió ató nito. No cabía duda, a pesar del paso del tiempo y de la mala calidad de la
fotografía, de que el retratado era Alexander.
—¿Está s seguro? —preguntó Fernando, algo má s calmado.
Volvió a asentir. Sintió Beltrá n acercarse a él y para mirar la fotografía por encima de su
hombro.
—¿Quién es este hombre? ¿Por qué es tan importante para usted?
—Este hombre —susurró , mirando a la fotografía con adoració n— es el verdadero deseo
de mi alma. Ayú dame a recuperarlo, y a cambio te dará cualquier cosa que quieras pedirme.
En ese momento Raú l no pudo evitar sonreír.
Las Palmas de Gran Canaria a 17 de diciembre de 1913
Aquella estaba siendo una noche como otra cualquiera. Primero había tenido que soportar
la tradicional reprimenda vespertina de su padre, acerca de sus continuos devaneos
nocturnos y de su desinterés por los negocios familiares. Luego había deambulado por
diversas tabernas de la ciudad, bebiendo con fruició n y á nimo casi suicida en cada una de
ellas, para luego acabar, como casi siempre, en Le petit moulin, dejá ndose guiar escaleras
arriba por la primera jovencita disponible con la que se encontrara al llegar. Aquella noche
había sido María.
La chica parecía cansada, y ni todas sus considerables dotes de actriz podían ocultar el
hecho de que a esas horas preferiría mil veces irse a la cama sola que con compañ ía, pero
en cuanto le vio le había invitado con una enorme sonrisa a subir con ella. Era muy tarde, y
Gabriel sabía que era uno de los ú ltimos clientes de la noche. De hecho, los pocos hombres
con los que se encontró en el local eran los rezagados que tomaban una ú ltima copa en el
vestíbulo antes de dirigirse casa. Mientras subían hacia el dormitorio, María suprimió un
profundo bostezo, tapá ndose con una mano enguantada su diminuta boca. Luego le había
mirado de reojo, como si estuviera preocupada de que él se hubiera percatado de su desliz,
pero Gabriel no lo había visto.
Dos hombres bajaban por la escalera: un joven vestido con el sobrio recato del sirviente de
una buena familia, y un hombre moreno de unos veinticinco añ os, porte aristocrá tico y
ricas ropas oscuras. Gabriel apenas les había prestado la atenció n suficiente para dedicarles
el breve saludo que la cortesía exigía, pero al cruzarse con ellos su mirada se había
encontrado con la del otro hombre.
Había algo raro en él, notó al primer instante, en sus ojos grises, en su manera de mirarle;
sus facciones denotaban una profunda emoció n y le observaba tan fijamente que incluso
había detenido su descenso, pará ndose en mitad de las escaleras. Gabriel subió un par de
escalones má s mirá ndole por encima del hombro, antes de volverse hacia la joven.
—María —susurró —, ¿quién es ese?
La chica miró brevemente hacia atrá s, y en ese momento Gabriel también se aventuró a
hacerlo. El extrañ o hombre había reanudado su descenso, siguiendo a su sirviente hacia el
vestíbulo.
—¿Ese? —preguntó ella con cierto retintín. Luego sonrió , aparentemente divertida—. Es un
rarito.
—¿Por qué dices eso?
—Oh, no debería contá rtelo. —Y luego, a modo de confidencia, añ adió —: Creo que es el hijo
de alguien importante.
Eso espoleó aú n má s la curiosidad de Gabriel, pero a pesar de mirar hacia atrá s de nuevo,
ya no pudo volver a verlo. Llegaron al piso superior y se dirigieron al pasillo que daba paso
a los dormitorios.
—Madame siempre le trata como si fuera un príncipe —continuó hablando ella en
susurros, sus iniciales reparos aparentemente olvidados—, y le deja hacer y deshacer a su
antojo. É l y su sirviente vienen aquí cuando les place, escogen a alguna chica, casi siempre
las mismas, y se encierran durante horas en un cuarto. Esas chicas no tienen permitido
hablar con nadie de lo que hacen esos dos, pero… —Calló para hacer una pausa dramá tica
—. Al parecer, no se limitan a jugar con las chicas, también lo hacen entre ellos —concluyó .
Gabriel elevó las cejas ante esto. No era la primera vez que oía hablar de tales cosas, pero
no esperaba encontrarlo en un sitio de tal refinamiento y sublimació n de lo femenino como
el petit moulin. Que algunos clientes acudieran allí a disfrutar de placeres de los que
madame Sophie no les proveía le parecía a Gabriel algo inconcebible, conociendo el
inflexible cará cter de la meretriz francesa.
—¿Y sabes lo mejor de todo? —preguntó ella mientras le guiaba al interior de su cuarto.
—¿Qué?
La chica se empezó a desvestir y Gabriel sentía cada vez má s interés en ella y menos en lo
que tenía que contarle.
—Que madame nunca les cobra —dijo a la vez que destapaba sus pequeñ os y blancos
senos.
—¿En serio? —Gabriel la cogió entre sus brazos y pellizcó un rosado pezó n—. Vas a tener
que decirme có mo lo hacen.

—Señ or… Señ or —dijo el sirviente—. ¡Alexander! —siseó impaciente al ver que este no le
respondía.
Alexander volvió a la realidad para darse cuenta de que se había detenido en mitad de las
escaleras. Su sirviente le esperaba unos escalones má s abajo y le miraba con preocupació n.
—Alexander, ¿está s bien? —le preguntó con una familiaridad de la que nunca se atrevería a
hacer gala en pú blico.
—Sí… Debo de haber bebido demasiado vino —se excusó .
Mientras reanudaba el descenso, miró hacia arriba una vez má s para ver de nuevo al
hombre por el que se había detenido. Solo podía ver su espalda ahora, y el firme brazo al
que se aferraba la prostituta que iba con él, pero pudo rememorar con la misma claridad
como si lo estuviera viendo en aquel momento su franco y hermoso rostro, sus grandes ojos
castañ os y la expresió n de absoluta perplejidad que mostrara cuando sus miradas se
habían cruzado. Sintiendo sus mejillas arder por la vergü enza de saber que se había puesto
en evidencia de tal manera a sí mismo, Alexander se apresuró a descender las escaleras, sin
poder evitar que un recuerdo asaltara su mente mientras lo hacía: «Porque en cuanto le
veas, sabrá s que ya se la has dado».
De alguna extrañ a manera aquella frase, carente de todo sentido fuera de contexto, pareció
cobrar un repentino significado para él. Alexander nunca había creído en el destino, en lo
preestablecido, en lo inevitable, pero mientras recordaba có mo se había detenido
sú bitamente para poder admirar el rostro de un completo desconocido tuvo que admitir,
mientras esbozaba una iró nica sonrisa, que su actitud se correspondía má s con la de un
enamorado que con la del cínico que siempre había creído ser. Ahora, la perspectiva de que
las proféticas palabras de Betina se cumplieran encarnadas en aquel extrañ o, provocaban
en Alexander una intensa sensació n de deseo y anticipació n. A pesar de haber conocido el
sexo y la pasió n, Alexander aú n no sabía lo que era el amor, pero había bastado un fugaz
vistazo al rostro de un desconocido para hacerle desear saber lo que era.
—Espera aquí —le indicó a su sirviente una vez llegaron al vestíbulo.
Dejá ndole tras de sí, recorrió la estancia hasta llegar al pequeñ o despacho que había al otro
lado. Allí, como suponía, encontró a Sophie. La veterana prostituta estaba sentada a su
escritorio, aparentemente despachando la correspondencia. A pesar de que la puerta
estaba abierta, Alexander dio dos leves toques para anunciar su llegada. Sophie levantó la
vista hacia él y en ese momento se pudo traslucir en su expresió n, muy brevemente, la
antipatía que sentía por él.
—Espero que todo haya sido de su agrado —le dijo, esbozando una sonrisa de cortesía—.
No olvide decirle a su padre lo bien que le tratamos aquí.
—Demasiado bien para su gusto —afirmó él, mientras cerraba la puerta tras de sí. Ante la
estupefacta expresió n de su interlocutora, aclaró —: Esperaba poder tener unas palabras a
solas.
—¿Acerca de…?
Tomó asiento frente a ella.
—Acerca de la identidad del hombre que acaba de subir con María —dijo sin má s.
Sophie frunció el ceñ o, pero no respondió de inmediato. Se entretuvo un momento en
guardar las cartas en su caja de correspondencia y en limpiar el plumín de su estilográ fica.
Luego le miró .
—Sabe muy bien que no desvelo informació n acerca de mis clientes.
—Lo sé, pero esperaba que pudiéramos llegar a algú n tipo de acuerdo.
—No mercadeo con ese tipo de mercancía.
—Quizá s porque nunca antes le han ofrecido el pago adecuado.
Ella sonrió y se reclinó en su asiento, mirá ndole como lo haría con un mocoso impertinente.
—Tengo todo el dinero que puedo necesitar, ¿para qué iba a querer má s?
—No estoy hablando de dinero, Sophie —dijo él—. Sino de algo que solo yo puedo
ofrecerte.
La sonrisa se borró de su rostro.
—No sé de qué me…
—No finjas que no sabes lo que mi padre es. Lo que yo soy —dijo. Ella le miraba fijamente,
parecía aterrada—. Lo que tú podrías llegar a ser. —Hizo una pausa, para dejar que sus
palabras calaran en su conciencia—. Mi padre siempre dice que de joven eras muy hermosa
—añ adió —. Es una pena que no quieras hacer negocios conmigo —afirmó , incorporá ndose.
—Espera —le rogó ella, aú n antes de que llegara la puerta—. Estoy dispuesta a hablar.
Alexander esbozó una enorme sonrisa de triunfo, que disimuló con una mueca de desdén
cuando se giró hacia ella. Acercá ndose de nuevo al escritorio, cogió el abrecartas y se rajó la
palma de la mano, dejando que su sangre goteara en un pequeñ o cenicero. Luego la miró ,
expectante.
—Se llama Gabriel Montero —dijo Sophie, antes de que él le ofreciera el improvisado
recipiente.
La herida aú n le escocía cuando se subió al coche. Se la había vendado apresuradamente
con uno de los perfumados pañ uelos de Sophie y ahora el aroma de la meretriz le envolvía.
Mientras miraba por la ventanilla el paisaje nocturno de la ciudad pensó en lo que acababa
de hacer.
Betina siempre le decía que el destino no estaba escrito, que siempre había varios finales
posibles para una misma historia, y que lo que ella veía no era el final del sendero que era
vivir, sino las señ ales de los cruces en los que debíamos elegir qué camino tomar a
continuació n. Si eso era así, si ese hombre era parte de su destino, solo lo sería si Alex
decidía que debía serlo y daba un paso en su direcció n. Y precisamente eso era lo que
acababa de hacer.
El vehículo se detuvo frente a la casa, y Alexander se apeó . La noche era estrellada y oscura,
pero él sabía que el firmamento no podría decirle nada que no supiera ya. Sentía una
extrañ a sensació n de anticipació n y espera, como si hubiera hecho lo correcto y ahora
estuviera esperando una muy merecida recompensa. Tras dejar el vehículo en la cochera, el
sirviente se unió a él y juntos entraron en la vivienda.
Las luces aú n estaban encendidas, pero el silencio que reinaba en la casa indicaba que la
sesió n esotérica de aquella noche había terminado ya. Avanzó por el recibidor rá pidamente
en direcció n a las escaleras, deseando encerrarse en la acogedora soledad de su dormitorio,
cuando una voz le interrumpió :
—Buenas noches.
Se detuvo frente a la puerta del saló n para mirar al hombre que lo ocupaba. Aú n llevaba su
ropa de vestir, y la luz de las lá mparas se reflejaba en su calva y refulgía en la copa de vino
que llevaba en la mano.
—Buenas noches, señ or —dijo el sirviente, pará ndose en seco para saludarle.
—Puedes retirarte, Beltrá n—ordenó el hombre a la vez que despachaba al sirviente con un
gesto—. Alexander, ven aquí.
Alexander se adentró en la estancia, y mientras lo hacía, acarició en su mente las palabras
de Betina, deseando má s que nunca que algú n día se hicieran realidad. «Te dará un beso de
amor verdadero». Sacando fuerzas de esa esperanza, besó la mano que Fernando le ofrecía.
Luego, elevó el rostro para clavar sus ojos en aquellos dos profundos pozos negros que tan
bien conocía, sintiendo al hacerlo un extrañ o sentimiento de triunfo.
—Buenas noches, padre.
Sangre de la alianza nueva y eterna
A pesar de haberse arrastrado hasta la cama completamente agotado, Gabriel fue incapaz
de conciliar el sueñ o. Aú n podía sentir el tacto de los labios de Alexander contra los suyos,
el peso de su cuerpo sobre las caderas, y cada vez que cerraba los ojos veía, en la
aterciopelada oscuridad tras sus pá rpados, el cuerpo semidesnudo del tentador joven
emergiendo lentamente de las negras aguas. Aunque había tenido la precaució n de ponerse
la placa de descarga al acostarse para evitar que sus colmillos volvieran a salir, el dolor no
hacía má s que aumentar en sus encías, y una testaruda erecció n se negaba a ceder del todo.
Se giró en la cama, harto de intentar dormir, y se frotó la articulació n de la mandíbula para
aliviar la tensió n. Había sido un iluso al creer que Antonio o Alexander podían tener razó n.
Ninguno de los dos sabía de lo que era capaz cuando perdía el control, de lo violento de sus
impulsos cuando permitía que sus verdaderas pasiones se desataran. Solo Sophie había
sido testigo de ello, y la imagen de su cadá ver destrozado, para siempre suspendida en sus
retinas, debía ser la prueba de que era imposible hacer las paces con el wa-yewta.
La noche anterior había vuelto a ocurrir. El deseo que sintiera por Alexander había sido de
naturaleza sexual, y a la vez tremendamente sá dico. Mientras estuvo con él su mente se
había llenado de imá genes en las que el rostro de Alexander se contorsionaba presa del
placer y del dolor. La idea de hacerle dañ o y oír sus gritos y sú plicas se le antojaba tan
excitante que llegó a sentir que si no paraba, sería capaz de matarle só lo para satisfacer ese
deseo.
Y sin embargo, él no lo entendía. Alexander se había puesto a su merced de una manera
ingenua, como la de aquel que se cree capaz de manejar a un leó n con las mismas técnicas
con las que se enfrentaría a un gatito. Quizá s, pensó , el hecho de que Alexander conviviera
con una noctívaga le hacía creer que todos eran tan inofensivos como su esposa, ignorando
el hecho de que al menos Gabriel no lo era. Con total confianza le había pedido que se
dejara llevar, creyendo que ello no le reportaría ningú n dañ o, y Gabriel, si de algo se sentía
orgulloso, era de haberse sabido apartar de él a tiempo.
«¿De qué tienes miedo?», le pareció escuchar en medio de la brumosa agitació n que le
dominaba. ¿Era solo la perspectiva de dañ ar a un casi perfecto desconocido lo que le
soliviantaba tanto, o era algo má s, algo má s profundo y atá vico? No, la respuesta era má s
simple que todo eso: temía perderse a sí mismo, su humanidad y su cordura si permitía que
el wa-yewta tomara su cuerpo otra vez para satisfacer su insaciable y sanguinaria
naturaleza.
Gabriel se incorporó , sentá ndose en el borde de la cama, y con manos temblorosas se quitó
la placa de descarga para dejarla sobre la mesa. Sabía que en el primer cajó n, dentro de una
cajita de madera, podía encontrar las finísimas hojas de metal con las que se automutilaba
para obtener, aunque fuera efímeramente, cierto control sobre sí mismo. Hizo el ademá n de
ir a cogerlas, pero el fuerte temblor de sus manos le disuadió de hacerlo.
¿De qué serviría?, pensó con amargura. ¿De qué habían servido el dolor y la sangre, y los
mú ltiples intentos de reprimirse a sí mismo? Su largo e infructuoso camino hacia la rectitud
y el autocontrol le había llevado a donde estaba ahora: desnudo y miserable, al borde de su
cama, deseando desgarrar su piel para no tener que destrozar la de otra persona. Si era
incapaz de encontrar una manera de suprimir esos instintos, de hallar en su alma al menos
un resquicio de entereza, entonces estaba realmente condenado.
Se levantó para vestirse, habiendo ya decidido lo que debía hacer. Salió de casa sin hacer
ruido y se encaminó con paso rá pido y decidido a la iglesia, sintiendo que si ni siquiera el
templo era capaz de devolverle al menos cierta paz de espíritu, estaba má s allá de toda
esperanza.
Aú n era temprano cuando llegó , y la dorada luz del atardecer incidía sobre la fachada, pero
en el interior se respiraba el mismo ambiente fresco y hú medo de siempre. El sutil sonido
de pasos, leves toses y oraciones apenas murmuradas le ayudó a calmarse como siempre lo
hacía. Escogiendo un banco vacío al fondo de la nave, se sentó para contemplar el altar,
mirar hacia la implorante imagen de Jesucristo y meditar sobre ella.
De repente, se sintió retrotraído a su infancia, a aquellas clases de catequesis dominical en
las que se le explicaba có mo Cristo había dado su cuerpo y su sangre para redimir los
pecados del mundo. Quizá s él hacía algo parecido, pensó , cuando se cortaba a sí mismo
para purgar su propia maldad. Hasta entonces, había asumido que su afá n de
automutilació n residía en la necesidad de controlar sus propios impulsos, pero ahora
entendía que en realidad era una manera de castigarse, y que ver brotar su propia sangre
era lo ú nico que le daba consuelo ante la ineludible realidad de que él había derramado la
de incontables personas. Sin embargo, sus motivaciones eran tan profundamente egoístas e
impías que no había manera posible en que, en su sano juicio, pudiera compararse en
ningú n punto con el Hijo de Dios.
«¿Por qué la sangre es siempre el centro de todo?», se preguntó mientras observaba el
cuerpo que colgaba de la cruz, los miembros flá ccidos como preludio a la inminente
muerte, el rostro congestionado de dolor, la sangre manando de la corona de espinas que
adornaba su frente y de la profunda herida que podía verse en el costado derecho. Se vio a
sí mismo avanzando por la nave hacia el altar, hasta quedar justo debajo de la doliente
imagen, y elevar su rostro con veneració n para admirarla. El poder que emanaba de ella era
tan ominoso que un intenso fervor espiritual le asaltó , haciéndole caer postrado. Pero no
fueron sus rodillas las que tocaron el suelo, sino sus cuartos traseros, y agachó su hocico en
muda sumisió n.
Sintió la humedad de una cá lida y viscosa gota que se perdía entre el pelaje de su testa, y
elevó la mirada de nuevo hacia la imagen, que parecía haber cobrado vida. La sangre corría
libremente por sus miembros, goteando sobre él. El cuerpo en la cruz ya no era cerú leo y
muerto, sino que su palpitante piel, de una palidez casi traslú cida, lucía viva y jugosa.
Gabriel sintió que ya conocía aquel cuerpo, que lo había amado en infinidad de ocasiones, y
mientras volvía a revivir el sublime momento en el que lo había visto emerger de las
oscuras aguas del océano, se percató de que el rostro también había cambiado. Ahora era
lampiñ o, hermoso, y en sus grandes ojos grises no se veía ningú n rastro de la agonía que lo
caracterizara, sino una expresió n de amoroso éxtasis. Aú n presa del arrobamiento
espiritual que le dominaba, la criatura que era Gabriel elevó la cabeza y abrió sus fauces,
para dejar que la sagrada sangre de su amante goteara en el fondo de su garganta.
Gabriel se incorporó bruscamente del banco en el que había estado sentado, asustado por
lo vívido de la visió n y tropezando en su apresuramiento con el reclinatorio, perturbando el
silencio del templo.
—¡Jesú s! —exclamó soliviantada una mujer que se sentaba delante de él, y a la que le había
sobresaltado el brusco movimiento.
Ignorá ndola, Gabriel se apresuró a salir de la iglesia, sin atreverse a volver a mirar hacia el
altar.

Los ecos de su sacrílega visió n le siguieron acosando mucho después de haber dejado atrá s
la iglesia. Le era imposible sacudirse la imagen del cuerpo de Alexander, impú dicamente
colgado de la cruz en una obscena parodia del sacrificio de Cristo, y el deseo que dicha
visió n le provocaba le hacía sentirse perverso, sucio, má s allá de toda salvació n. Alex
también le ofrecía un sacrificio de dolor y sangre, reflexionó mientras enfilaba la avenida de
la playa, en un oscuro ritual cuya simbología se le antojaba una macabra imitació n de la
Santa Misa. El borroso recuerdo de sí mismo, bebiendo de un cá liz en el que la sangre y el
vino se mezclaban, le golpeó . En ese momento, revivió dicho instante má s intensamente
que nunca: las pá lidas y largas manos que sujetaban la copa, la profunda y sensual voz que
le invitaba a beber, la implícita promesa de la inmortalidad, que se entremezclaba con el
ardor de su vientre y la apasionada entrega de saberse, por primera vez en su vida,
inequívocamente enamorado.
Con un jadeo, Gabriel se apoyó contra una farola, sintiendo que sus rodillas no le podrían
mantener. El recuerdo era tan vívido como confuso, tan real como incongruente acerca de
todo lo que sabía sobre sí mismo, y mientras su aturdida mente intentaba hallar coherencia
en medio del caos que era su memoria, escuchó , como en un eco lejano, las sagradas
palabras de la eucaristía: «Porque esta es mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna,
que será derramada por vosotros».
—¿Qué me está pasando? —gimió , mientras sentía có mo la angustia escalaba por su
vientre y se aposentaba en su pecho.
Una intensa sensació n de añ oranza le golpeó , y de repente supo, con la certeza de un
demente que si conseguía recordar algo muy importante, algo que parecía haber olvidado,
podría entender todo lo que ocurría a su alrededor. Buscó en su interior con frenesí, pero
no halló má s que el negro vacío que constituían sus primeros meses como noctívago.
Durante un segundo de brillante clarividencia fue má s consciente que nunca antes de ese
vacío, no como la falta de algo, sino como una rotura en su conciencia, y al igual que quien
descubre la reapertura de una herida que ya creía cicatrizada, Gabriel sintió la
desesperació n de saberse irremisiblemente mutilado e incompleto.
Pero poco a poco la realidad se hizo paso en su mente, y la visió n remitió por completo. El
sonido de los pasos y las voces de los viandantes que transitaban la avenida se mezclaba
con el sempiterno bramido del mar. Se encontró a sí mismo acurrucado en el suelo, con la
espalda contra la farola y las piernas pegadas al pecho, como si en medio de su confusió n
hubiera buscado un espejismo de seguridad. Siendo consciente de las miradas de los demá s
sobre él, se incorporó lentamente y, con miembros temblorosos, se enderezó la ropa antes
de reanudar su camino.
Había estado equivocado al pensar que se conocía cuando había olvidado tanto de sí
mismo. Cientos de preguntas se agolpaban en su mente, formando el mosaico de todo
aquello que desconocía: ¿qué significaban sus sueñ os y visiones? ¿Eran acaso recuerdos
reprimidos pugnando por alcanzar la superficie de su conciencia o, por el contrario, meros
reflejos de la perversa naturaleza de su demonio interior? ¿Por qué era incapaz de recordar
nada de sus primeros meses como noctívago? Y, sobre todo, ¿por qué estaba cada vez má s
convencido de que Alexander tenía algo que ver con todo ello?
Viendo delante de sí el edificio de apartamentos en el que se alojaba y dá ndose cuenta de
que sus pasos le habían llevado inconscientemente hacia allí, decidió que ya era hora de
que Alex le dijera ya la verdad. Estuviera o no preparado para oírla.
Al llegar no se molestó en pararse en la solitaria recepció n. Sabía perfectamente qué
apartamento ocupaban Alexander y Betina, y solo le quedaba esperar que al menos él
estuviera allí. Atravesó el vestíbulo y entró en el ascensor. Cuando las puertas metá licas se
abrieron de nuevo frente a él vio el mismo pasillo que había recorrido la noche anterior.
Salió apresuradamente y se dirigió a la habitació n. Al llegar frente a la puerta dio dos cortos
toques con los nudillos y esperó . Tras unos segundos escuchó la cadencia de unos pasos
que se acercaban. Fue Alexander quien abrió .
—Gabriel… ¿Qué haces aquí? —le preguntó .
En su voz había sorpresa y esperanza, y en su sonrisa una profunda candidez. Gabriel le
observó durante unos instantes, incapaz de pronunciar palabra alguna mientras sentía
aflorar unos sentimientos que aú n no se creía preparado para afrontar.
—¿Por qué me has resultado siempre tan familiar? —le preguntó , avanzando hacia él.
Alexander reculó , pero Gabriel lo agarró de la camisa y lo atrajo hacia sí—. ¿Por qué tengo
la sensació n de que camino en círculos? ¿Por qué aparecías en mis sueñ os, incluso antes de
verte por primera vez?
—Conoces perfectamente la respuesta a esas preguntas.
Alexander le mantenía la mirada con calma. Estaban tan cerca que Gabriel podía ver las
vetas plateadas que cruzaban sus iris y sentir su cá lido aliento sobre los labios.
—Porque ya nos conocíamos —afirmó , y al decirlo se dio cuenta de que era verdad. Le soltó
y dio un paso hacia atrá s—. No te recuerdo, pero nos conocimos.
Alex asintió levemente. De nuevo, Gabriel volvió su mente hacia esa zona oscura de sus
recuerdos, aquellos primeros meses como noctívago que se habían esfumado de alguna
manera de su memoria, y como siempre que lo hacía, se encontró contemplando un abismo
negro.
—¿Por qué no me dijiste nada? Has permitido que pensara que me estaba volviendo loco —
gimió . Bajó la cabeza y se encorvó al sentir que un sollozo ascendía por su garganta.
—Pensaba que no estabas preparado para escuchar la verdad, que no me hubieras creído.
—Se acercó a él y le sostuvo por los hombros. Su cercanía resultaba reconfortante—.
Esperaba que quizá s empezarías a recordar por ti mismo.
—¿A recordar? —Se acercó a él y le cogió de las manos—. ¿Qué es lo que tengo que
recordar? ¿Qué es lo que ocurrió entre nosotros?
Alex se llevó sus manos a los labios y besó con arrobamiento sus nudillos.
—Eso también lo sabes —susurró .
En aquel momento, Gabriel se supo completamente perdido. No podía apartar sus ojos de
él. Con total abandono, deslizó las manos por el rostro de Alexander, acariciando su piel y
atrayéndole hacia sí, dispuesto a besarle. Sin embargo, el cercano eco de unas risas
femeninas le detuvo, las risas de dos mujeres que había creído reconocer.
—¿Pero qué…? —preguntó . Miró a Alexander esperando una explicació n, pero el joven no
parecía tener ninguna que ofrecerle. Apartá ndole, se adentró en la estancia.
En el suelo, junto a la cama, yacían dos mujeres, sus cuerpos tan impú dicamente
entrelazados que Gabriel tardó unos segundos en ver dó nde terminaba uno y empezaba el
otro. Lilith, vestida tan solo con una minifalda y un sujetador negro, yacía sobre su espalda
y tenía las manos atadas sobre su cabeza con uno de los pañ uelos de seda negra de
Alexander. Reía y gemía a la vez, y parecía má s satisfecha de lo que Gabriel la había visto
jamá s. Betina estaba sentada a horcajadas sobre ella, con los afilados colmillos asomando
tras su enigmá tica sonrisa. Dijo algo que Gabriel no pudo escuchar para luego inclinarse
sobre Lilith y lamer la sangre que se deslizaba perezosa desde una herida en su costado.
Fue entonces cuando se percató de las mordeduras que mostraba su antigua amante:
algunas tan recientes que aú n sangraban, otras completamente cicatrizadas. Aú n mientras
miraba, una pesada gota de sangre se deslizó sobre sus costillas y cayó en el suelo,
extendiéndose obscenamente por la moqueta. El intenso deseo de acercarse y probarla le
acometió sú bitamente, y con horror fue consciente de que no podría evitar que sus
colmillos salieran. Apartando su mirada de la hipnó tica escena que se representaba ante él,
se giró hacia Alexander.
—¿Qué está pasando?
Escuchó una imprecació n a su espalda procedente de Lilith, quizá s consciente por primera
vez de su presencia allí, pero Gabriel no le prestó atenció n. Seguía con la mirada fija en
Alexander, mas él guardaba silencio.
—¿Qué hace ella aquí? —le preguntó con rabia apenas contenida—. ¿Qué está pasando?
—Gabriel…
Sin embargo, no le dejó terminar.
—Has estado jugando con nosotros todo este tiempo, ¿verdad? —exigió mientras avanzaba
hacia él—. Conmigo, con ella… ¿Y todo para qué? ¿Qué es lo que quieres?
—Lo que quiero… —Alex se detuvo y se pasó las manos por el pelo—… es a ti —dijo, la
mirada clavada profundamente en la suya—. Solo a ti, nada má s.
—Entonces, ¿qué es esto? —exigió saber, señ alando hacia las mujeres, que habían detenido
su actividad. Lilith se había incorporado y balbucía algo mientras buscaba su camisa por el
suelo. Betina, que seguía sentada en el suelo, le miraba fijamente con una gota de sangre
deslizá ndose por la comisura de sus labios—. ¿Una retorcida manera de acercarte a mí?
Alexander casi parecía devastado cuando bajó la vista al suelo, confirmando sus sospechas.
Le soltó con un gesto brusco. Se sentía usado, humillado solo de pensar que había llegado a
confiar en él.
—Será mejor que no las hagas esperar —dijo con todo el veneno que fue capaz de reunir
Se dirigió a la puerta y salió , cerrando fuertemente tras de sí. Recorrió el pasillo a grandes
trancos, dispuesto a no darle a Alexander el tiempo necesario para seguirle, y a la vez
tremendamente decepcionado al ver que este no parecía tener intenció n de hacerlo. Salió
del edificio y emprendió el camino de vuelta a casa, sin que nadie intentara impedírselo.
Aú n no era capaz de dotar de sentido la escena que acababa de presenciar, pero ver a Lilith
con ellos le había sacudido de una manera que no podía explicarse. Betina, y quizá s
también Alexander, le habían dado a la joven algo que él mismo nunca había estado
dispuesto a concederle, pero no por eso dolía menos que su ex le hubiera sustituido tan
rá pidamente.
«Debí haberlo visto venir», se dijo con amargura recordando la manera en la que Alex y
Lilith siempre se habían tratado el uno al otro. Gabriel sintió un acceso de celos al
imaginá rselos juntos, pero también rabia al darse cuenta de que los acontecimientos que
habían llevado a su ruptura con Lilith habían comenzando cuando ellos llegaron. Alex la
había seducido, de la misma manera que lo había seducido a él, y eso había contribuido a
separarlos. Y quizá s, se loe ocurrió en aquel momento, ese había sido precisamente el
objetivo.
Sin embargo, a pesar de que la débil confianza que había llegado a albergar en Alexander se
había destrozado, Gabriel seguía creyendo que lo que acababa de confesarle era verdad,
por la sencilla razó n de que una parte de él ya lo sabía antes de haber obtenido
confirmació n. Que Alexander y él se habían conocido antes parecía un hecho irrefutable.
Que había ocurrido algo significativo entre ellos era algo que Gabriel empezaba a
sospechar. «Voy a enseñ arte lo que realmente te gusta», le había dicho la noche anterior
antes de enredarle en sus labios, y Gabriel recordaba esas palabras ahora bajo una luz
distinta.
Frustrado, frunció el ceñ o, esforzá ndose en recordar a pesar de saber que era imposible,
pero a su mente solo acudía el rostro de Alexander, tenuemente iluminando por las lejanas
farolas de la avenida. «¿Tan difícil te resulta creer que puedas gustarme?». Ahora se daba
cuenta de que lo realmente preocupante no era que no le resultaba difícil creerlo, sino que
había deseado hacerlo con todas sus fuerzas. Incluso ahora, después de lo que acababa de
presenciar, la posibilidad de que los juegos de seducció n en los que Alexander le había
enredado tuvieran como ú nico objetivo manipularle, se le hacía insoportable.
«Por eso no le hablaste a Fernando de él, ¿verdad?», se preguntó , esbozando una cá ustica
sonrisa ante su propia estupidez. Desde la primera vez que lo viese, había sabido que
Alexander era terreno vedado, y que hablarle de él a su pater era exponerse a recibir la
expresa prohibició n de volver a verle; sin embargo, la atrayente peligrosidad de esa
elecció n debía haber sido señ al má s que suficiente de que era la equivocada.
¿Pero acaso podía su pater acusarle de algo, cuando le había ocultado informació n
deliberadamente? Fernando debía tener, por fuerza, respuestas a algunas de sus preguntas,
si no a todas, y quizá s su mayor error había sido resignarse a no obtenerlas, contentá ndose
con adoptar el sumiso y obediente papel que este le había asignado. Quizá s había llegado el
momento de ser sincero con Fernando, reflexionó mientras su andar tomaba por fin un
rumbo definido, pero también de que Fernando lo fuera con él.
Aú n con ese ú nico pensamiento en mente, llegó a la calle Fortuny. Ya era noche cerrada y
en el tranquilo barrio de Ciudad Jardín solo se escuchaba el canto de los grillos y el
zumbido eléctrico de las antiguas farolas, que desprendían una luz amarillenta. Sintiéndose
como en un sueñ o, Gabriel avanzó por la calle de amplias aceras mientras las flores de
buganvillas secas que caían de los jardines colindantes crujían bajo sus botas. Tras dejar
atrá s varios chalets llegó hasta la casa que hacía esquina, la misma casa en cuya buhardilla
se había despertado una mañ ana casi cien añ os atrá s, tras cometer el asesinato que
definiría su vida como noctívago. En aquel momento se había conformado con las escuetas
explicaciones que Fernando había tenido a bien darle, error que no estaba dispuesto a
volver a cometer. Con determinació n, abrió la cancela que daba paso al jardín frontal,
avanzó hacia la puerta y golpeó fuertemente la aldaba.
Fue su pater en persona quien abrió , apenas un segundo después. Parecía a punto de salir, y
ahora le miraba desde la semipenumbra del recibidor. No había en su expresió n el menor
atisbo de sorpresa por verlo ahí, sino que sonrió con calidez al verle.
—Buenas noches, Gabriel.
Gabriel le devolvió la mirada, sintiéndose sú bitamente tranquilo, en paz, como si intuyera
que todas sus tribulaciones estaban pró ximas a terminar.
—Creo que ya es hora de que usted y yo tengamos una conversació n —dijo.
—En esto mismo estaba pensando yo. Pasa.
Fernando le franqueó el paso y, sin esperar mayor invitació n, Gabriel se adentró en el saló n,
que estaba sumido en la oscuridad y el má s profundo silencio. Se sentía extrañ amente
indiferente mientras se sentaba en el sofá y dejaba que su pater encendiera las luces.
Fernando se sentó frente a él y le miró con ojos vacíos y desapasionados. Eran los ojos de
un hombre que está a punto de dar la peor noticia posible. Y Gabriel era quien debía
recibirla. Una inmensa inevitabilidad se apoderó de él mientras se miraban. Suspiró .
Estaba, por fin, preparado para conocer la verdad.
Epílogo
De nuevo está en el bosque. El viento arrecia sobre las copas de los árboles, pero en el sendero
reina una pastosa quietud. Escucha el arrollador sonido de algo que parece correr hacia ella y
se gira para ver a un cazador que se acerca por la linde del sendero. Su familiar rostro le es
tan amado que casi llora de alivio al verlo, pero él porta un arco que apunta directamente a
su corazón. Caperucita Roja también está allí, señalándola con un brazo acusador.
—Todo esto es culpa tuya —le dice.
Y solo entonces, se da cuenta de que está de pie sobre un lecho de rosas rojas...
—¿Me está s escuchando? Culpa tuya —repitió Lilith señ alá ndola, antes de recoger sus
ropas del suelo para vestirse apresuradamente—. Y de Alex también. Los dos son unos
retorcidos hijos de puta…
La vuelta a la realidad fue brusca. No podía ser má s tarde de medianoche. La brisa del mar
entraba por el balcó n abierto y mecía las blancas cortinas. Las luces de la estancia estaban
apagadas pero la iluminació n proveniente de la avenida era suficiente para poder ver una
mancha de sangre en la moqueta, justo donde Lilith y ella habían estado jugando solo unos
minutos antes. Sin embargo, en la relativa oscuridad, esa mancha se le antojó un pétalo de
rosa, y pensó que si se agachaba podría recogerlo. Entonces vio al pétalo multiplicarse,
cubriendo la moqueta, abarcando toda la estancia, colá ndose por debajo de sus pies a lo
largo de un camino pedregoso… En un intento de esquivarlos, Betina trastabilló .
Alex, que de pie a su lado soportaba con estoicismo el enfado de la joven, se dio cuenta y la
sostuvo por el brazo justo antes de que pudiera caer.
—¿Está s bien? —le susurró .
Betina quiso aferrarse a él y refugiarse en sus brazos. Se sentía asustada como una gacela
acorralada y el corazó n le latía dolorosamente en la garganta, pero bajo ningú n concepto
quería que él notara su estado de agitació n. Hizo un esfuerzo por tranquilizarse y asintió .
—¿Has tenido otra visió n? —preguntó él, acercá ndose—. ¿Justo ahora?
Volvió a asentir.
En ese momento, Lilith notó que algo ocurría y detuvo todo movimiento, dejando su abrigo
rojo a medio abrochar para mirarlos.
—¿Y ahora qué les pasa?
Sabiendo que Betina no estaba en condiciones para seguir enfrentando la situació n,
Alexander decidió cortar por lo sano.
—Será mejor que te vayas —le dijo a Lilith con una inusitada gelidez en la voz—.
Claramente, ha sido un error confiar en ti.
—¿Confiar en mí? —preguntó ella—. Eso es precisamente lo que no han hecho. Gabriel
tenía razó n sobre ustedes dos —dijo, dando un portazo al salir.
Solo entonces, Alexander la miró de nuevo.
Se sentía apesadumbrada. A pesar de que saber desde el principio el inevitable desenlace,
el disgusto y el enfado de Lilith no habían sido por ello menos dolorosos. Alexander
también estaba disgustado, podía sentirlo, pero solo porque él aú n desconocía lo que
estaba por pasar. Betina sabía que estaban en peligro pero también que, eventualmente,
todo saldría bien.
—¿Y bien? —exigió él ante su mutismo.
Betina le miró a los ojos. Por segunda vez en su vida, sintió el peso del destino, cayendo
inexorable sobre ella. Pero esta vez, no le importó .
—Nosotros también debemos irnos —le dijo—. Ahora mismo. Este lugar ya no es seguro
para nosotros.
Asintiendo gravemente, Alex recogió sus cosas y la siguió hacia el exterior.
FIN DE LA PRIMERA PARTE
Sobre la autora
Nayra Ginory (Las Palmas de Gran Canaria, 1980), enfermera de profesió n, se aficionó a la
lectura a una edad muy temprana, hecho que condicionó , añ os má s tarde, su gusto por la
escritura.
Su primera novela, A través del sexo, fue primero compartida online, para luego ser
publicada por Ediciones Babylon en dos tomos en 2014 y 2015. Es autora también de
varios relatos que han sido publicados en diversas antologías u online. El sabor de las
manzanas rojas es su segunda novela y la primera de la serie Noctívagos. Actualmente está
inmersa en la escritura de la que será la continuació n: Negro como el ébano, rojo como la
sangre.
Para mantenerte al tanto de sus nuevas publicaciones, visita: www.nayraginory.es

[1]
Coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique.
[2]
El Libro de los espíritus, de Allan Kardec, publicado en Francia en 1857, fue el libro que marcó el inicio del espiritismo.
N. de la A.

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