Una Economía Desde La Vida y para La Vida

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Una economía desde la vida y para la vida

La evolución de la sociedad y su efecto en los valores humanos


  

“La fuerza del trabajo colaborativo”

En un reciente congreso en España sobre la necesidad de una nueva educación,


se planteó que ésta debería ser “desde la vida y para la vida”, y pienso que la
transposición de la frase al ámbito de la economía no solo sea válida, sino que al
tomarla por título me resultará inspiradora.

Es obvio que el orden económico que impera en el mundo no sirve a la vida, y se


puede argüir que tampoco “procede de la vida” si por ello entendemos que
constituya la expresión de la verdadera “naturaleza humana”. Pero he debido
insertar el término “verdadera” en la frase anterior, ya que tal vez la mayoría de las
personas insistirá en que nuestra economía es precisamente la expresión de esa
“naturaleza humana” tan problemática que llevó a Hobbes a afirmar que los
humanos somos respecto a los humanos como lobos.

Digamos, entonces, que hay la naturaleza humana en su condición sana y virtuosa


o superior, y la naturaleza humana pervertida, caracterizada por sus “bajas
pasiones”. Solo que la condición superior de la naturaleza humana nos es
conocida principalmente a través de individuos aislados que han hecho un
esfuerzo por elevarse por sobre la condición ordinaria de la humanidad, en tanto
que nuestra cultura, con sus instituciones, formas de vida y opiniones dominantes,
no solo constituye la expresión de una mentalidad aberrante, sino que en cierto
modo ciega; solo que, a semejanza de los psicóticos que se creen normales,
nuestra civilización misma ha desconocido a través de la historia su condición
aberrante y disfuncional.

Es esto lo que afirmaba el famoso mito de la caída en la tradición Judeo-cristiana


—también presente en otras culturas como aquellas de la India, Grecia y México
precolombino. Podemos decodificar la implícita metáfora de tal “caída” diciendo
que lo que tales tradiciones quieren comunicar es una progresiva degradación de
la consciencia humana a través de la historia. Hemos perdido, según esta visión,
nuestra virtud, cayendo en “el pecado”. Y hemos perdido también nuestra
sabiduría, volviéndonos “ignorantes” de nuestra verdadera circunstancia y
confusión, de modo que deberíamos interesarnos por recuperar nuestra
consciencia misma, que ha caído en una especie de sueño que genera pesadillas,
tanto individuales como colectivas.

Así pensaban los antiguos antes de que la visión darwiniana de la evolución


biológica de las especies viniese a servirle durante la era industrial de argumento
a la nueva doctrina del progreso tecnológico, que nos reconfortó hasta que, de
pronto, nos encontramos ante la actual crisis, que al comienzo nos pareció solo
financiera, luego económica, ecológica, etc., hasta que últimamente se ha llegado
a cuestionar hasta la sostenibilidad de lo que hemos llamado nuestra civilización.
Pero así como el individuo solo puede conocer plenamente su condición aberrada
después de un despertar de su conciencia que a su vez requiere de un proceso de
transformación, también en la esfera socio-cultural y en la de nuestra economía
solo tenemos una imperfecta percepción de nuestra aberración colectiva, y menos
podemos entrever nuestra condición potencial de salud colectiva —lo que hace
que el tema que he elegido pueda parecer aún más cuestionable que una simple
utopía.

Pero ¿acaso no se pueden decir algunas cosas acerca de una economía que
fuese coherente con la salud de nuestra vida emocional y de nuestras relaciones?
Como primer paso hacia ello, me propongo examinar una tesis hasta ahora no
considerada en las publicaciones de los expertos —a saber: que aquello que a
través de la historia hemos simplemente interpretado como “el mal” o “la injusticia”
ha resultado del desequilibro del poder entre el padre, la madre y el hijo en la
familia nuclear. Fue instituido este desequilibrio en todos los pueblos civilizados, y
en la ley romana vino a formularse como la institución del paterfamilias, según la
cual tanto la mujer como los hijos son propiedad del hombre, al que deben
completa obediencia.

Naturalmente, la subordinación de las mujeres a los hombres en sus familias ha


tenido su eco colectivo en la opresión y explotación generalizada de las mujeres
en la esfera económica, su desvaloración en la esfera cultural y su casi expulsión
de la vida política y religiosa, de modo que lo que conocemos como “la historia de
la civilización” ha sido hasta muy recientemente la historia de una sociedad
gobernada por hombres y orientada según valores guerreros y comerciales, que
han llevado al descuido de los valores maternos o empáticos que se orientan a la
vida y a la comunidad.
Desde que Bachofen descubrió a fines del siglo pasado la existencia de culturas
“matrísticas” (como ahora las llamamos) antes del establecimiento del dominio
patriarcal en la sociedad, algunos antropólogos, arqueólogos y estudiosos de la
mitología han interpretado la transición desde un mundo matrístico a un mundo
patrístico como una de las etapas de esa mítica caída de la especie humana
desde una condición arcaica más satisfactoria; pero en vista de que difícilmente se
puede pensar en una reconstitución convincente de la prehistoria, conviene que al
hablar del orden patriarcal y de sus inconvenientes no nos apoyemos tanto en
datos históricos sino simplemente en el análisis del presente, en que el predominio
del espíritu paterno sobre el materno en nosotros es evidente por el hecho de que
vivimos en una sociedad mínimamente solidaria, en la que la competencia
predomina sobre la colaboración, la agresión sobre el afecto y el individualismo
sobre el interés en el bien común.

Además de este predominio de los aspectos “masculinos” sobre los


correspondientes aspectos “femeninos”, es omnipresente también en la vida
civilizada el carácter represivo de la sociedad, que opera como si el proceso
civilizador se definiese implícitamente como uno de control racional sobre la
espontaneidad infantil y animal.

He justamente llamado “mente patriarcal” a aquella en que se dan al mismo


tiempo un eclipse sistemático del aspecto materno o empático de nuestra mente y
el aplastamiento de lo que podríamos llamar “el niño interior” en nosotros, con la
espontaneidad inocente de sus deseos y la búsqueda del placer de su
satisfacción; y me propongo ahora explorar qué puede decirnos de nuestra vida
económica el análisis que vengo de esbozar.

“Un análisis de las motivaciones subyacentes al deseo de ganar


dinero”

Según proponía en el artículo anterior, trataré de examinar los problemas de


nuestra vida económica a la luz del contraste entre la mente patriarcal y la mente
sana, concibiendo la mente sana como una en que el pensar, el sentir y el querer
funcionan de manera armónica y a la mente patriarcal como una en la que un
exagerado énfasis racional conlleva tanto el subdesarrollo de la capacidad
amorosa (materna) como la implícita criminalización de nuestros deseos naturales
(infantiles).
Ante todo, consideremos el hecho de que en la condición patriarcal se trabaja para
ganar dinero e, indirectamente, para satisfacer las necesidades o deseos, tanto
propios como de la propia familia; para “ganarse el pan de cada día”, como se
dice; para sobrevivir. Pero no solo se trabaja para sobrevivir y ayudar a otros en su
supervivencia, sino para comprar toda suerte de cachivaches y aparatos, así como
para acumular dinero; y si atendemos a este deseo de acumular, seguramente
descubriremos que nos motiva a ello una inseguridad respecto a nuestra
capacidad futura de supervivencia en un mundo poco predecible, en el que el
mismo valor del dinero es inestable. Pero es más: no solo se trabaja en el mundo
contemporáneo para ganar dinero, sino que se “invierte”: se compran acciones a
través de las cuales se vuelve uno en parte propietario de una industria o negocio.
O se presta dinero a cambio de interés, o se participa de alguna de las muchas
maneras que se han inventado para hacer dinero con solo mover el propio dinero,
transportándolo de una a otra zona geográfica u horaria, apostando sobre las
tendencias del mercado, etc. Y si nos preguntamos qué ha movido a los grandes
especuladores —como, por ejemplo al legendario barón de Rothschild—, se
vuelve obvio que no se trata ya del “ganarse el pan de cada día” sino que de algo
que más se parece al poder que al comer o al placer.
Pero vacilo en decir que la fortuna de Rothschild se haya hecho como parte de
una búsqueda del poder —por más que en vista de su poder se lo haya
comparado a su contemporáneo Napoleón y haya tenido gabinetes de estado a su
servicio—. Digo que lo movió algo “que se parece al poder” por la sospecha de
que, así como el dinero parece poder comprarlo todo (y por ello nos ha hechizado
de tal manera que parece dominar en el mundo más que ninguna otra cosa o
ideal), tal vez sea un error pensar que el deseo de ganancias siempre sirva a algo
ulterior a sí mismo. Por irracional que ello sea, pareciera que lo que comenzó
siendo un medio termina convirtiéndose en un fin. Como dice el banquero al final
del film el Capital de Costa Gavras, “no se trata de codicia, sino de ganar”.
Pero no es el caso que solo los grandes especuladores busquen en el dinero algo
que va más allá de su propia supervivencia y del cuidado de la propia familia. ¿No
es el caso que ya el simple trabajador que apenas consigue sobrevivir ya anhela lo
mismo?
Aquellos cuyo trabajo es ayudar a otros a conocerse a si mismos para así reducir
su sufrimiento saben que a diferencia de las necesidades verdaderas, como las de
satisfacer el hambre y la sed, que son fáciles de saciar, nuestras “necesidades
neuróticas” (como la ambición, el sadismo o la sed de prestigio), sustentadas por
carencias infantiles, son insaciables. Solo que coexisten en nuestra mente las
necesidades sanas y simples y las necesidades neuróticas, que han venido a
complicarlas; y así como nos sentimos movidos a satisfacer intermitentemente el
hambre, nos sentimos también movidos a satisfacer la inquietud de tener hambre
algún día (en este mundo en que la gente se queda de pronto sin trabajo, sin
dinero o sin casa); y entre quienes se ven ante la oportunidad de enriquecerse
inmensamente ¿cuántos no descubrirán una pasión insaciable?
Y es que la vida es en parte instinto animal saludable y fácil de saciar, pero
también en gran parte existencia fantasmal insaciable, y ello porque en nuestra
condición patriarcal hay mucho en torno en nuestro ambiente socio-cultural que se
opone a nuestra vida verdadera, y además nosotros mismos nos hemos vuelto en
contra de nuestros impulsos naturales. Y así como podemos imaginar que lo que
fue antaño el impulso predatorio natural de seres que sobreviven a través de la
caza se convirtió a través del tiempo y del hambre en un impulso predatorio
exagerado, complicado por una fuerte sed de dominio y de posesión, podemos
comprender que el fantasma de la escasez y del hambre posible sigue
incitándonos a la barbarie que usualmente idealizamos como nuestra condición
“civilizada”.
He afirmado que los tres componentes que integran la estructura de la mente sana
y se asocian respectivamente al deseo, al amor y al saber (o a lo instintivo, lo
afectivo y lo cognitivo) pueden también comprenderse como sub-personalidades
—infantil, materna y paterna respectivamente— que integran nuestra psique, y he
propuesto que en la condición patriarcal de la sociedad y del individuo la vida
instintiva ha sido aplastada, frustrada, explotada y satanizada. Esto se ha hecho
muy presente en lo relativo a la sexualidad, en vista de la obvia estructura
represiva de la civilización y también de las perversiones resultantes de la
prohibición; pero ¿no se puede decir también de nuestro instinto de conservación
que (tal vez como resultado de las grandes hambrunas de nuestros ancestros y
una larga historia de pobreza masiva) se ha ido transformando en voracidad, sed
de dominio y excesiva competencia por bienes escasos, todo lo que a su vez
reproduce una economía de escasez?
En el contexto de estas disquisiciones, me parece significativa la influencia que
tuvo en la cultura el argumento de Adam Smith y de Mandeville acerca de la virtud
de nuestros “intereses”. Ciertamente la posteridad ha querido exagerar la
“parábola de las abejas”, poniendo su argumento al servicio de la explotación,
pero me parece que en lo esencial el postulado de que los vicios privados se
vuelven virtudes colectivas a través de la “mano invisible” del mercado ha servido
para desculpabilizar a nuestros antepasados respecto a la bondad de sus
intereses propios en una cultura implícitamente medieval en la que imperaba el
implícito ethos cristiano popular que (a pesar de su precepto explícito) solo
permitía en la práctica el desprendimiento generoso, pero implícitamente ha
prohibido el amor de las personas por si mismas.
Obviamente, el tan problemático espíritu conquistador y hegemónico que ha
mantenido al mundo en guerra (y al que bien pudiéramos caracterizar como la
Gran Bestia del cristianismo apocalíptico) ha acarreado la frustración traumática
del simple hambre animal; pero también lo recíproco es válido: la falta de empatía
respecto a la felicidad de los niños en la cultura autoritaria y la prohibición o
frustración exagerada del placer instintivo que ello ha traído consigo ha alimentado
la exaltación del espíritu depredador.
Pero la degradación de la conciencia humana no solo ha conllevado la represión
del mundo instintivo, sino que también ha incluido un eclipse del aspecto materno,
solidario o empático de nuestra psique—y este eclipse del amor a su vez ha
acarreado para nosotros otras complicaciones, como señala Riane Eisler al
proponer una “economía del cuidado”[1].
Cuando Adam Smith publicó su libro acerca de la simpatía y los sentimientos
morales, el famoso Dr. Johnson observó cínicamente que seguramente serían
estos comparables a los de una yegua que se compadece por el aborto de una
vaca, y ello me parece una buena indicación de la medida del individualismo
egoísta del siglo de las luces. Hoy en día por lo menos vivimos en un mundo más
cosmopolita y, aunque imagino que sean demasiado optimistas quienes pretenden
que nos vamos haciendo una “civilización empática”, el solo hecho de que al
hacernos más cosmopolitas se haya ampliado el horizonte de nuestra cultura ha
llevado a que la visión simplista del homo economicus (movido simplemente por
sus intereses y por el cálculo) ha llegado a parecernos una aberración circunscrita
a la cultura profesional de los economistas.
El principal argumento para pensar de que sea posible una economía fundada
sobre el amor es que esta ha existido entre los pueblos que solemos llamar
“primitivos” por su condición pre-patriarcal. Ya se trate de culturas de Samoa
estudiadas por Margaret Mead o de los indígenas Sioux conocidos por Jefferson,
el grado de colaboración entre vecinos a la hora de construir sus casas o cosechar
sus campos haría pensar en un tipo de ser humano diferente, no solo del supuesto
homo economicus, sino que del hombre moderno típico. Y es más: la vieja
observación de Levy-Brühl de que los pueblos pre-civilizados hablan de “nosotros”
más que de “yo” (que lo llevó a la idea de una “participación mística” de los
primitivos), que se interpretó en su tiempo como indicación de un escaso
desarrollo del “yo”, se nos aparece en nuestro tiempo más bien como expresión
del hecho de que en tales pueblos el deterioro de la consciencia que hemos
sufrido los integrantes de la sociedad patriarcal no ha llegado a privarlos del
sentido de identidad colectiva: un “nosotros” o “sentido de la humanidad” más
significativa que su identidad individual.
Pude sentirlo vivamente algunos meses atrás durante un encuentro con un
hombre de gran cultura, fundador de la Universidad de la Tierra en Oaxaca —
Gustavo Esteva— que puede decirse el principal heredero intelectual de Iván
Illych. “El yo no existe”, afirmó en cierto momento, y me pregunté si había estado
leyendo budismo, Nietzsche o algún post-moderno, pero prosiguió: “yo soy
Zapoteca, y nosotros los Zapotecas pensamos así, y decimos nosotros".
El aspecto empático de nuestra mente es intrínseco a la estructura de nuestro
sistema nervioso, y hoy en día se habla de “neuronas-espejo” que le permiten a un
bebé saber cómo se siente su madre y qué calidad de atención le está brindando.
Más ampliamente, desde los estudios de MacLain sabemos que las estructuras de
nuestro cerebro medio han constituído una herencia de nuestros antepasados
mamíferos (a diferencia de nuestro neo-cortex propiamente humano y nuestro
cerebro primitivo reptiliano), y que fue con los mamíferos que hizo su aparición —
junto a la maternidad— el amor materno, con su reconocimiento (esencialmente
empático) de la cría como un “otro yo”, al que se trata como a si mismo.
Así como podemos decir que la esencia del amor materno es justamente esa
capacidad de ver en el otro un “tu” más que un simple “otro”; lo que llamamos
“amor” en la vida humana es la extensión de este mismo privilegio más allá de
nuestros hijos —a nuestra familia, nuestros vecinos, nuestro pueblo, nación, la
humanidad entera y hasta nuestro ecosistema—. Solo que es poca nuestra
capacidad de reconocer un “tu” aún en los hijos y en las personas a quienes
decimos querer bien, y me parece que tenía razón Martin Buber al afirmar que si
sólo lográsemos entablar con los demás relaciones de yo-tu (en vez de relaciones
despersonalizadas de yo-ello o yo-cosa) sanaría el mundo.
Y también sanaría el mundo, seguramente, si recuperásemos el sano interés por
el bien común que reclamaba Rousseau y que caracteriza a los Bodhisatvas o
santos budistas. Pues ¿como puede el mundo cambiar para mejor sin una
voluntad colectiva nacida de una motivación cualitativamente diferente a aquella
de los intereses personales privados?
Sin embargo, apenas cabe en nuestra cultura psicológica tal altruismo, y si alguien
lo exhibe, corre el riesgo de ser estigmatizado como un iluso o un mesiánico. Así
lo quiere el pensamiento sistémico, como si las autoridades políticas se
protegieran de la complicación que les representaría el que su especialidad fuese
invadida por un interés generalizado en cosas como el gobierno y la economía.
Es perfectamente coherente, sin embargo, que el espíritu violento y devorador de
esa Gran Bestia que es el espíritu patriarcal voraz haya alejado de nuestro
pequeño mundo al espíritu de la Gran Madre, cuya compasión no toleraría su
brutalidad, y que no solo haya amordazado culturalmente al sexo femenino, sino
que invadido las mentes de las personas de tal manera que en cada una de ellas
el cerebro materno haya quedado eclipsado, quedando de la natural capacidad de
amar solo la nostalgia del amor.
El problema de la sed de amor es que, a diferencia del amor mismo (es decir, la
expresión de nuestro potencial amoroso) ella perpetúa la insatisfacción. No solo
somos felices cuando amamos e infelices cuando esperamos ser queridos, sino
que mientras más anhelamos el amor, más difícil se nos hace encontrarlo. Y
sucede que la condición humana ordinaria es una de dependencia exagerada del
amor en que las personas, para mitigar su sufrimiento crónico, llegan a falsificarse
en la esperanza de encontrar así más fácilmente el afecto o aprecio de los demás.
Y así como seducimos al pretender ser lo que no somos, respondemos a las
solicitaciones de amor ajenas falsificando nuestra vida emocional. En otras
palabras, compramos amor y lo vendemos, y a través de tales operaciones nos
prostituimos, sin siquiera sospecharlo, pues se trata de una práctica casi universal.
Pero no me refiero con la palabra ‘amor’ solo al sentimiento romántico del amor de
pareja, sino que a una enorme gama de experiencias que van del gustar al
aprecio, a la simpatía y a la protección, sin excluir la importante necesidad de
sentirse aceptado por el entorno social, que implícitamente se paga a través de la
conformidad o mimetismo.
Resumiendo, parecería que así como el arquetipo de la masculinidad degradada
en el mundo patriarcal es la Gran Bestia, el arquetipo de la maternidad degradada
es ese personaje que nos muestra Juan de Patmos junto a ella en su Apocalipsis:
la Gran Ramera.

Referencias:
[1] Eisler, Riane: The Real Wealth of Nations.
Una tierra con conciencia
En mi intento de contrastar las fuerzas que mueven la conducta económica de las
personas en su actual condición “caída” con aquellas propias de una mente sana,
he comentado primero la degradación de una sana animalidad a una condición
“bestial” (en que lo que fue búsqueda de placer se ha convertido en voluntad de
poder) y luego la degradación de una sana capacidad empática, que se ha vuelto
una falsificación del amor puesto al servicio de la seducción y de la venta de si,
que nos ha llegado a parecer natural pero constituye una forma de prostitución
casi universal. Pero nos falta aún por considerar ese aspecto de nuestra condición
de tri-cerebrada que asociamos al intelecto y que también se corresponde con un
principio de autoridad (ya que el intelecto sano dirige e inspira nuestra vida
emocional, solo que en la condición neurótica se vuelve despótico en su
pretensión de mandar (sin verdaderamente lograrlo) sobre nuestra vida instintiva y
pasional.
En correspondencia a la exaltación “bestial” de nuestras necesidades básicas, que
nos ha convertido en depredadores insaciables movidos por una obsesiva
voluntad de conquista y supremacía, se ha vuelto nuestro intelecto muy agudo y
astuto respecto a la búsqueda de ventajas, aunque a costa de una pérdida de
sutileza y profundidad. Ya lo señalaba Rousseau cuando sus contemporáneos
celebraban el progreso y la nueva libertad del “siglo de las luces”, y ni siquiera el
gran talento de Voltaire supo comprenderlo —aunque si sus herederos los
románticos. Y por fin la neuropsicología nos permite describir adecuadamente lo
que ha ocurrido al explicarnos que en tal medida hemos utilizado nuestro
hemisferios cerebral izquierdo, aparentemente diseñado por la naturaleza para
cuidar de los detalles prácticos de la vida, que hemos perdido el uso de nuestra
mente intuitiva, destinada a ofrecernos una visión de conjunto de las cosas, y
sobre todo la visión de las cosas en su contexto.
Ha desarrollado brillantemente el tema Iain Gilchrist en su libro El maestro y su
emisario y el paradigma del hemisferio derecho perdido me parece relevante no
solo a la cultura patriarcal moderna (en la que la educación ha llegado a
desvalorizar como prácticamente irrelevantes las humanidades) sino que
particularmente a la mentalidad de los economistas, cuya ciencia parece
fundamentarse implícitamente en una ceguera respecto al contexto natural
(humano y ecológico) de las transacciones económicas y financieras.
Al parecer, hemos sido dotados de dos hemisferios cerebrales de manera
comparable a cómo hemos sido dotados de dos ojos, que al percibir las cosas
desde ángulos algo diferentes, nos permiten apreciar su distancia y profundidad.
Dotados de razón e intuición, parecería que pudiéramos alcanzar una sabiduría en
que tales puntos de vista no se volviesen un motivo de polémica, sino que
aspectos de una síntesis englobante —pero nos vemos ya a comienzos del tercer
milenio en una situación prácticamente simétrica a aquella de la Edad Media,
cuando la voz de la Fe sofocaba a aquella de la razón.
La voz de la razón, que idolatra a la ciencia, denigra hoy no solo la Fe católica del
Medioevo, sino que mira con sospecha a todas las enseñanzas espirituales del
pasado (y especialmente las del Islam, que prohíben el lucro) y desconfía que la
intuición pueda llegar a verdades más profundas que aquellas del pensamiento
discursivo.
Pero se ha empequeñecido el ser humano al perder su mente contemplativa, y en
su ceguera no sospecha lo que ha perdido. Este empequeñecimiento ha sido el
resultado indirecto de su fascinación con su “espíritu bárbaro”—es decir, su
espíritu de cazador transformado en espíritu guerrero idealizado de conquista.
Pero especialmente se ha empequeñecido el ser humano a través de esa
particular cristalización cultural del espíritu bárbaro que es nuestra economía —
que no solo perpetúa la pobreza y el hambre de las mayorías y nos vuelve
egoístas, sino que convierte nuestros gobiernos en negocios, la educación en un
aprendizaje irrelevante a la vida, los medios de comunicación en persuasión y
propaganda, y de diversas maneras contribuye a que además de volvernos cada
vez más esclavos de un trabajo escaso, perdamos interioridad y contacto con
nosotros mismos.
A manera de colofón a estas reflexiones, quiero resumir lo que he venido
analizando en el contexto de mi pregunta de lo que podría ser una economía
desde la vida y para la vida.
Una economía para la vida sería, primeramente, una que satisfaga nuestras
necesidades biológicas, y no una en la que imperen sobre las mayorías el hambre
y una escasez más generalizada que al impedir el desarrollo completo de nuestras
potencialidades individuales impide también que podamos llegar a tener una
sociedad sana y virtuosa.
Una economía desde la vida sería una en que el orden social fuese coherente con
la capacidad solidaria natural de nuestra condición humana sana, y no un orden
explotador e insensible.
Una economía desde la vida sería, además, algo muy diferente a una economía
deshumanizada, enferma y “bestial” que parece haber contaminado a los humanos
como una plaga a través de las generaciones, tornándolos en seres vampirescos
por su insaciabilidad y por su indiferencia. Sería esta una economía que, tomando
conocimiento de la tragedia histórica del mal que como una peste ha afectado a la
mente humana, no solo haría el esfuerzo creativo necesario para la creación de un
sistema económico diferente de aquel que los poderosos del mundo han venido
forjando desde la antigüedad, sino que pondría todo su poder administrativo al
servicio de un control de fuerzas económicas tales como las analizadas en este
ensayo.
Pero ¿hasta qué punto se podría controlar tendencias tan poderosas sin sanarlas
de raíz?
Tal vez solo durante una primera fase de un tratamiento más radical, cual sería la
puesta en marcha de una revolución en la crianza y en la educación que a su vez
nos permitiera esperar una superación colectiva de la mente patriarcal.
Terminaré este ensayo, por lo tanto, con algunas reflexiones acerca de cómo
pudiéramos sanar desde la base la mentalidad que ha sostenido a la economía
patriarcal, impidiendo toda alternativa.
Más allá de una práctica económica solidaria
Desde que al inicio de nuestro tercer milenio se celebró el foro social de Porto
Alegre, pareciera que, pese al malestar generalizado que ha resultado de la
persistencia de la economía neo-liberal y de sus continuos estragos, se hubiese
también generalizado el sentir que “otro mundo es posible”. Desde los inicios de la
crisis del 2008, que persiste y que algunos interpretan como el comienzo de la
agonía del capitalismo, se han hecho presentes en muchas partes del mundo los
movimientos de protesta (la Primavera Árabe, Egipto, Indignados, Wall Street,
manifestaciones estudiantiles en todo el mundo), que han dejado en claro una
notable simpatía por parte de sus respectivas comunidades.
Diríase que no han sido estas solo manifestaciones del gran malestar causado por
el desempleo y la carestía de los alimentos, sino de una mayor comprensión por
parte de la comunidad de cosas tales como aquellas que he venido comentando:
el despotismo económico que rige nuestras vidas, el engaño, la corrupción del
poder que sostiene el poder supremo del dinero, etc. Y se ha expresado tal
comprensión de la obsolescencia destructiva del capitalismo en la reflexión y
experimentación con modelos económicos alternativos. Algunos, como David
Harvey en EEUU y Alain Badiou en Francia, abogan por la visión comunista de
Marx de un mundo sin gobierno ni dinero en que a cada uno se proveerá según
sus necesidades. Otros (como los que pueblan lo países nórdicos) ya practican el
socialismo de estado. Y otros como las empresas Mondragón en España, el
cooperativismo. Chomsky y otros (que incluyen a los Zapatistas) predican el
anarquismo. y han surgido otras propuestas como la “economía del bien común”
de Felber, el “Prout” (Progressive Utilization Theory) de Dada Maheshvarananda,
el movimiento de la “decrescita felice”, así como propuestas de intercambio que le
permitan a pequeñas comunidades prescindir del dinero, tal como ofrece la
plataforma informática “bioecon” de Cecilia Hecht, que permite a las personas
realizar intercambios de productos, servicios y cultura de forma multi-recíproca, a
escala local y global, actuando a la vez como productores y consumidores. Se
trata de un sistema económico descentralizado y auto-regulado, en que el medio
de cambio es generado por las mismas personas a través de su actividad.
Cada una de estas propuestas entraña la promesa de acercarnos a una economía
más justa y satisfactoria, y conviene que nos alegremos de la multiplicidad de
estas exploraciones de manera comparable a cómo una colonia de leprosos
debería alegrarse de la multiplicidad de las investigaciones terapéuticas. Pero así
como se ha distinguido entre una ecología superficial, que solo atiende al orden
material y práctico, y una ecología profunda que se interesa en las dimensiones
filosófica, ética y psico-espiritual de su quehacer, pienso que también en el campo
de la economía deberemos interesarnos, tarde o temprano, en el orden psico-
espiritual que subyace tanto a la economía patológica de la sociedad patriarcal
como a la economía sana que pretendemos descubrir, instaurar y desarrollar, y
por ello concluiré mis disquisiciones con algunas ideas acerca de la superación de
la mente patriarcal a través de la crianza y la educación (como se puede imaginar
que sea necesario antes de que pueda esta ser transformada por la misma
economía).
Siendo un aspecto del cambio de consciencia implicado por la mente patriarcal
una recuperación de la solidaridad, obviamente deberá nuestra economía
alternativa ser solidaria y no explotadora. Así lo plantean diversos modelos, y es
comprensible que cualquiera de ellos —sea el cooperativismo o la economía del
bien común, por ejemplo— no solo tendrá la virtud de constituir una economía más
justa sino que también la de educarnos en la salud de nuestras relaciones con
nuestros semejantes.
Más allá de una práctica económica solidaria, sin embargo, nuestros corazones
endurecidos e insensibles requerirán de algo más que un cambio de la economía
para recuperar su sana capacidad empática. Y ya que la mente de un adulto es ya
difícil de cambiar excepto en casos de intensa motivación, ya sea en virtud del
sufrimiento que a veces complica a las neurosis y a veces debido a un fuerte
espíritu de búsqueda o una vocación mística, las mejores vías que se nos ofrecen
para una acción masiva sobre nuestra cultura serán las de la educación y la
crianza.
Ya he escrito y hablado abundantemente sobre este tema, queriendo llamar la
atención del mundo a que la tan notoria crisis de la educación constituye una
oportunidad para dar el salto hacia una nueva educación, específicamente
orientada a la superación de la mente patriarcal que subyace a prácticamente
todos nuestros problemas colectivos.
La formación de los educadores
En Cambiar la educación para cambiar el mundo he descrito la educación
alternativa que necesitamos para trascender la mente patriarcal como una que
toma en cuenta tanto nuestro aspecto “paterno-intelectual-normativo- ideal” como
el aspecto materno-afectivo de nuestra mente y también nuestro “niño interior”
(que no requiere tanto de educación sino de respeto y libertad), y he llamado
también la atención hacia la importancia de la meditación como solución a la
necesidad de devolverle a la educación su dimensión espiritual sin pasar por la
inculcación de los dogmas o preceptos de ninguna religión específica.
En un libro posterior (La Revolución que esperábamos) he destacado el que una
educación para trascender la mente patriarcal deberá comenzar por recuperar su
carácter emancipatorio, ya que la libertad es indispensable a nuestra salud
emocional y que esta, a su vez, constituye una base necesaria para el desarrollo
del amor al prójimo. Y así como antes había ordenado mis reflexiones en torno a
la tríada de Padre—Madre--Hijo, ahora mis pensamientos se han ordenado según
aquella de la libertad, el amor y la sabiduría, subrayando que para hacernos
sabios deberemos librarnos de la tiranía del hemisferio cerebral izquierdo y de su
pensamiento racional-tecnológico (nuestra “inteligencia astuta”), recuperando
nuestra intuición a través de las artes, las humanidades y el legado de los genios
espirituales de todas las culturas.
Es difícil explicar brevemente lo que significaría la instauración de una educación
que pusiera la libertad y el amor por encima de la trasmisión de informaciones,
pues el despotismo de la actual educación no es visible para las personas que han
sido ya “educadas”, pero pienso que al ser la educación que hemos creado una
manera de perpetuar nuestra forma usual de pensar y sentir, mal podemos
siquiera darnos cuenta cómo y hasta qué punto tal “socialización” entraña una
castración de nuestra espontaneidad infantil y animal que nos empobrece, priva de
felicidad y acarrea complicaciones de alto precio.
Así como al querer una economía más solidaria debemos interesarnos en una
educación para la solidaridad, entonces conviene que una economía que respete
nuestras libertades vaya aparejada a una educación que nos deje libres de la
obsesión con la supervivencia, cese de idiotizar a los jóvenes con irrelevancias y
motivaciones extrínsecas como las calificaciones, y se interese en la recuperación
de los valores o ideales, comprendiendo que para alcanzar una economía menos
voraz o canalla se deberá comenzar por la base, cual sería una educación para la
virtud.
Naturalmente, la nueva educación, que le daría prioridad al desarrollo humano
sobre la conveniencia de la producción nacional, deberá tener muy presente la
muy citada reflexión de Einstein de que “los problemas que enfrentamos no
podrán ser resueltos por la conciencia que los ha creado”. En otras palabras,
nuestra esperanza (y cabe aún decir salvación) estará en que podamos educar a
una generación más sabia y benévola que lo que hemos llegado a ser hasta
ahora.
Pero más que detenerme sobre los detalles de cómo podría ser una educación
para trascender la mente patriarcal, me parece que importa para esta
comunicación que llame la atención a que mal podrían los profesores que han
salido de nuestras universidades o escuelas de magisterio ejercer de un día para
otro funciones tan diferentes a aquellas para las que han sido preparados. Por
ello, la clave de una nueva educación estará necesariamente en una nueva
formación para los futuros formadores —y una formación de diferente naturaleza
de los actuales métodos académicos; pues capacitar a personas para que puedan
implementar una educación transformadora necesariamente requerirá de una
formación transformadora de los futuros profesores. Solo así podría hacerse
efectiva la expectativa de que los educadores, junto con abordar su currículo,
puedan trasmitir valores; pues la verdadera trasmisión de valores no debería
confundirse con un ejercicio retórico o una prédica de que deberíamos ser
generosos o pacíficos. Se trasmiten los valores como la vida misma, que procede
de la vida, al ser irradiados o contagiados por quienes los encarnan, pero ¿no
llegan las personas a encarnar tales valores a través de su propia transformación,
que no es otra cosa que un salto desde su condición patriarcal condicionada a la
libertad de encontrarse a si mismas?
¿Existe un método a través del cual se pueda esperar un proceso de
transformación suficientemente efectivo y en un tiempo suficientemente breve
como para que pueda ser financiado? Ha sido una gran satisfacción para mi
haberlo descubierto a través de unas cuatro décadas de experimentación y
perfeccionamiento, y también el haber sido testigo de la gratitud de innumerables
personas que lo han vivido —educadores, psicoterapeutas y buscadores—; pero
pese a mi convicción de que es posible prestarle una ayuda considerable a la
mayoría de los participantes de cada uno de los cursos vivenciales de 10 días que
constituyen los módulos del “programa SAT para el desarrollo personal y
profesional¨, no he logrado hasta ahora despertar el interés de las universidades,
que alguna vez imaginé que acogerían con entusiasmo este breve complemento a
sus programas académicos de formación de profesores.
Diría que la explicación de esta falta de respuesta de las instituciones ha estado
en parte en el hecho que los programas universitarios ya establecidos difícilmente
dejan suficiente espacio para algo nuevo. No cabe esperar que ninguno de los
profesores del currículo establecido vaya a dar un paso atrás para abrirle espacio
a una iniciativa semejante, y ni siquiera es fácil pensar que la agenda normal de
una escuela de educación vaya a modificarse para permitir un programa
residencial de 10 días. Y además ¿quién lo ha de financiar? No siendo yo un
vendedor y teniendo demasiadas otras cosas que hacer, solo puedo decir que no
me he encontrado hasta ahora con un decano o un rector suficientemente
entusiasmado como para conseguir el apoyo de un banco, un filántropo o un
gobierno. Al contrario, sospecho que el solo hecho de que proponga la aplicación
de mi propio método me hace aparecer ya como un iluso o como uno que solo
persigue sus fines egoístas.
Está, además, el problema de que ofrecer un proceso de transformación no es
comparable con ofrecer algo verdaderamente conocido; así se puede entender
que aunque no hayan faltado educadores que acuden a al programa SAT de año
en año, es otra cosa interesar a los estudiantes en formación, que aún no han
llegado a ganar su propio dinero ni a vivir las dificultades de pretender ser
educadores en un sistema tan poco favorable a la verdadera educación como el
que tenemos.
A veces digo que en vista de que el sabor de esa transformación que yace en el
potencial humano no se puede explicar en palabras, la situación de ofrecer
nuestro programa pudiera compararse al intento de venderle chocolate a uno que
nunca ha probado su sabor. Por ello he propuesto que debería hacerse una
“repartición de chocolates” en algunas universidades representativas, y que tal vez
para tal plan piloto se podría interesar a empresarios sensibles a la noción de
responsabilidad social. Pero ante esto estoy seguro que sería mucho más fácil
conseguir dinero para favorecer la educación que ya tenemos antes que para un
cambio educacional (que se vincula a su vez a una esperanza de cambio social).
He pensado, además, que difícilmente bastaría que un país aislado optase por la
transformación de su educación, siendo que solo un cambio global o por lo menos
un cambio de la educación en el mundo occidental sería suficiente para detener el
curso catastrófico de las historia; y he imaginado que sería a la Organización
Internacional de los Negocios a la que correspondería financiar el proyecto global
de “una nueva educación para salir de la sociedad patriarcal”—no solo porque
esto correspondería a la naturaleza global del proyecto, sino porque constituiría
una compensación por los daños que nos ha traído una globalización limitada a
los negocios, que ha descuidado cosas tales como la ecología y las necesidades
humanas.
Pudiera parecer ingenua mi propuesta de que se llegue a interesar la
Organización Mundial del Comercio en un cambio de la conciencia que subyace a
nuestro problemático orden económico; pero por más que algunos hayan
intentado sacarle partido económico a nuestra crisis y la hayan manipulado, esta
ahora se profundiza ya por si sola, y ya que nuestros sueños tienden a hacerse
realidad, propongo que nutramos el sueño de que que aquellos que mueven los
hilos del poder despierten a su misión de convertirse en nuestros salvadores. Y
hago votos porque ante el hundimiento del mundo que hemos creado a los albores
de la “civilización” y a la correspondiente urgencia de sobrevivir el naufragio que
ya ha comenzado, pueda hacerse ese milagro.
Es la esperanza de ese milagro que me ha movido a hablarles a los economistas,
que mejor que nadie podrían preparar el terreno para que los actuales potentados,
en cuyas manos está objetivamente la posibilidad de nuestra salvación colectiva,
la actualicen. Demás está decir que ello los haría acreedores de la gratitud del
mundo venidero.
 

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