Una Economía Desde La Vida y para La Vida
Una Economía Desde La Vida y para La Vida
Una Economía Desde La Vida y para La Vida
Pero ¿acaso no se pueden decir algunas cosas acerca de una economía que
fuese coherente con la salud de nuestra vida emocional y de nuestras relaciones?
Como primer paso hacia ello, me propongo examinar una tesis hasta ahora no
considerada en las publicaciones de los expertos —a saber: que aquello que a
través de la historia hemos simplemente interpretado como “el mal” o “la injusticia”
ha resultado del desequilibro del poder entre el padre, la madre y el hijo en la
familia nuclear. Fue instituido este desequilibrio en todos los pueblos civilizados, y
en la ley romana vino a formularse como la institución del paterfamilias, según la
cual tanto la mujer como los hijos son propiedad del hombre, al que deben
completa obediencia.
Referencias:
[1] Eisler, Riane: The Real Wealth of Nations.
Una tierra con conciencia
En mi intento de contrastar las fuerzas que mueven la conducta económica de las
personas en su actual condición “caída” con aquellas propias de una mente sana,
he comentado primero la degradación de una sana animalidad a una condición
“bestial” (en que lo que fue búsqueda de placer se ha convertido en voluntad de
poder) y luego la degradación de una sana capacidad empática, que se ha vuelto
una falsificación del amor puesto al servicio de la seducción y de la venta de si,
que nos ha llegado a parecer natural pero constituye una forma de prostitución
casi universal. Pero nos falta aún por considerar ese aspecto de nuestra condición
de tri-cerebrada que asociamos al intelecto y que también se corresponde con un
principio de autoridad (ya que el intelecto sano dirige e inspira nuestra vida
emocional, solo que en la condición neurótica se vuelve despótico en su
pretensión de mandar (sin verdaderamente lograrlo) sobre nuestra vida instintiva y
pasional.
En correspondencia a la exaltación “bestial” de nuestras necesidades básicas, que
nos ha convertido en depredadores insaciables movidos por una obsesiva
voluntad de conquista y supremacía, se ha vuelto nuestro intelecto muy agudo y
astuto respecto a la búsqueda de ventajas, aunque a costa de una pérdida de
sutileza y profundidad. Ya lo señalaba Rousseau cuando sus contemporáneos
celebraban el progreso y la nueva libertad del “siglo de las luces”, y ni siquiera el
gran talento de Voltaire supo comprenderlo —aunque si sus herederos los
románticos. Y por fin la neuropsicología nos permite describir adecuadamente lo
que ha ocurrido al explicarnos que en tal medida hemos utilizado nuestro
hemisferios cerebral izquierdo, aparentemente diseñado por la naturaleza para
cuidar de los detalles prácticos de la vida, que hemos perdido el uso de nuestra
mente intuitiva, destinada a ofrecernos una visión de conjunto de las cosas, y
sobre todo la visión de las cosas en su contexto.
Ha desarrollado brillantemente el tema Iain Gilchrist en su libro El maestro y su
emisario y el paradigma del hemisferio derecho perdido me parece relevante no
solo a la cultura patriarcal moderna (en la que la educación ha llegado a
desvalorizar como prácticamente irrelevantes las humanidades) sino que
particularmente a la mentalidad de los economistas, cuya ciencia parece
fundamentarse implícitamente en una ceguera respecto al contexto natural
(humano y ecológico) de las transacciones económicas y financieras.
Al parecer, hemos sido dotados de dos hemisferios cerebrales de manera
comparable a cómo hemos sido dotados de dos ojos, que al percibir las cosas
desde ángulos algo diferentes, nos permiten apreciar su distancia y profundidad.
Dotados de razón e intuición, parecería que pudiéramos alcanzar una sabiduría en
que tales puntos de vista no se volviesen un motivo de polémica, sino que
aspectos de una síntesis englobante —pero nos vemos ya a comienzos del tercer
milenio en una situación prácticamente simétrica a aquella de la Edad Media,
cuando la voz de la Fe sofocaba a aquella de la razón.
La voz de la razón, que idolatra a la ciencia, denigra hoy no solo la Fe católica del
Medioevo, sino que mira con sospecha a todas las enseñanzas espirituales del
pasado (y especialmente las del Islam, que prohíben el lucro) y desconfía que la
intuición pueda llegar a verdades más profundas que aquellas del pensamiento
discursivo.
Pero se ha empequeñecido el ser humano al perder su mente contemplativa, y en
su ceguera no sospecha lo que ha perdido. Este empequeñecimiento ha sido el
resultado indirecto de su fascinación con su “espíritu bárbaro”—es decir, su
espíritu de cazador transformado en espíritu guerrero idealizado de conquista.
Pero especialmente se ha empequeñecido el ser humano a través de esa
particular cristalización cultural del espíritu bárbaro que es nuestra economía —
que no solo perpetúa la pobreza y el hambre de las mayorías y nos vuelve
egoístas, sino que convierte nuestros gobiernos en negocios, la educación en un
aprendizaje irrelevante a la vida, los medios de comunicación en persuasión y
propaganda, y de diversas maneras contribuye a que además de volvernos cada
vez más esclavos de un trabajo escaso, perdamos interioridad y contacto con
nosotros mismos.
A manera de colofón a estas reflexiones, quiero resumir lo que he venido
analizando en el contexto de mi pregunta de lo que podría ser una economía
desde la vida y para la vida.
Una economía para la vida sería, primeramente, una que satisfaga nuestras
necesidades biológicas, y no una en la que imperen sobre las mayorías el hambre
y una escasez más generalizada que al impedir el desarrollo completo de nuestras
potencialidades individuales impide también que podamos llegar a tener una
sociedad sana y virtuosa.
Una economía desde la vida sería una en que el orden social fuese coherente con
la capacidad solidaria natural de nuestra condición humana sana, y no un orden
explotador e insensible.
Una economía desde la vida sería, además, algo muy diferente a una economía
deshumanizada, enferma y “bestial” que parece haber contaminado a los humanos
como una plaga a través de las generaciones, tornándolos en seres vampirescos
por su insaciabilidad y por su indiferencia. Sería esta una economía que, tomando
conocimiento de la tragedia histórica del mal que como una peste ha afectado a la
mente humana, no solo haría el esfuerzo creativo necesario para la creación de un
sistema económico diferente de aquel que los poderosos del mundo han venido
forjando desde la antigüedad, sino que pondría todo su poder administrativo al
servicio de un control de fuerzas económicas tales como las analizadas en este
ensayo.
Pero ¿hasta qué punto se podría controlar tendencias tan poderosas sin sanarlas
de raíz?
Tal vez solo durante una primera fase de un tratamiento más radical, cual sería la
puesta en marcha de una revolución en la crianza y en la educación que a su vez
nos permitiera esperar una superación colectiva de la mente patriarcal.
Terminaré este ensayo, por lo tanto, con algunas reflexiones acerca de cómo
pudiéramos sanar desde la base la mentalidad que ha sostenido a la economía
patriarcal, impidiendo toda alternativa.
Más allá de una práctica económica solidaria
Desde que al inicio de nuestro tercer milenio se celebró el foro social de Porto
Alegre, pareciera que, pese al malestar generalizado que ha resultado de la
persistencia de la economía neo-liberal y de sus continuos estragos, se hubiese
también generalizado el sentir que “otro mundo es posible”. Desde los inicios de la
crisis del 2008, que persiste y que algunos interpretan como el comienzo de la
agonía del capitalismo, se han hecho presentes en muchas partes del mundo los
movimientos de protesta (la Primavera Árabe, Egipto, Indignados, Wall Street,
manifestaciones estudiantiles en todo el mundo), que han dejado en claro una
notable simpatía por parte de sus respectivas comunidades.
Diríase que no han sido estas solo manifestaciones del gran malestar causado por
el desempleo y la carestía de los alimentos, sino de una mayor comprensión por
parte de la comunidad de cosas tales como aquellas que he venido comentando:
el despotismo económico que rige nuestras vidas, el engaño, la corrupción del
poder que sostiene el poder supremo del dinero, etc. Y se ha expresado tal
comprensión de la obsolescencia destructiva del capitalismo en la reflexión y
experimentación con modelos económicos alternativos. Algunos, como David
Harvey en EEUU y Alain Badiou en Francia, abogan por la visión comunista de
Marx de un mundo sin gobierno ni dinero en que a cada uno se proveerá según
sus necesidades. Otros (como los que pueblan lo países nórdicos) ya practican el
socialismo de estado. Y otros como las empresas Mondragón en España, el
cooperativismo. Chomsky y otros (que incluyen a los Zapatistas) predican el
anarquismo. y han surgido otras propuestas como la “economía del bien común”
de Felber, el “Prout” (Progressive Utilization Theory) de Dada Maheshvarananda,
el movimiento de la “decrescita felice”, así como propuestas de intercambio que le
permitan a pequeñas comunidades prescindir del dinero, tal como ofrece la
plataforma informática “bioecon” de Cecilia Hecht, que permite a las personas
realizar intercambios de productos, servicios y cultura de forma multi-recíproca, a
escala local y global, actuando a la vez como productores y consumidores. Se
trata de un sistema económico descentralizado y auto-regulado, en que el medio
de cambio es generado por las mismas personas a través de su actividad.
Cada una de estas propuestas entraña la promesa de acercarnos a una economía
más justa y satisfactoria, y conviene que nos alegremos de la multiplicidad de
estas exploraciones de manera comparable a cómo una colonia de leprosos
debería alegrarse de la multiplicidad de las investigaciones terapéuticas. Pero así
como se ha distinguido entre una ecología superficial, que solo atiende al orden
material y práctico, y una ecología profunda que se interesa en las dimensiones
filosófica, ética y psico-espiritual de su quehacer, pienso que también en el campo
de la economía deberemos interesarnos, tarde o temprano, en el orden psico-
espiritual que subyace tanto a la economía patológica de la sociedad patriarcal
como a la economía sana que pretendemos descubrir, instaurar y desarrollar, y
por ello concluiré mis disquisiciones con algunas ideas acerca de la superación de
la mente patriarcal a través de la crianza y la educación (como se puede imaginar
que sea necesario antes de que pueda esta ser transformada por la misma
economía).
Siendo un aspecto del cambio de consciencia implicado por la mente patriarcal
una recuperación de la solidaridad, obviamente deberá nuestra economía
alternativa ser solidaria y no explotadora. Así lo plantean diversos modelos, y es
comprensible que cualquiera de ellos —sea el cooperativismo o la economía del
bien común, por ejemplo— no solo tendrá la virtud de constituir una economía más
justa sino que también la de educarnos en la salud de nuestras relaciones con
nuestros semejantes.
Más allá de una práctica económica solidaria, sin embargo, nuestros corazones
endurecidos e insensibles requerirán de algo más que un cambio de la economía
para recuperar su sana capacidad empática. Y ya que la mente de un adulto es ya
difícil de cambiar excepto en casos de intensa motivación, ya sea en virtud del
sufrimiento que a veces complica a las neurosis y a veces debido a un fuerte
espíritu de búsqueda o una vocación mística, las mejores vías que se nos ofrecen
para una acción masiva sobre nuestra cultura serán las de la educación y la
crianza.
Ya he escrito y hablado abundantemente sobre este tema, queriendo llamar la
atención del mundo a que la tan notoria crisis de la educación constituye una
oportunidad para dar el salto hacia una nueva educación, específicamente
orientada a la superación de la mente patriarcal que subyace a prácticamente
todos nuestros problemas colectivos.
La formación de los educadores
En Cambiar la educación para cambiar el mundo he descrito la educación
alternativa que necesitamos para trascender la mente patriarcal como una que
toma en cuenta tanto nuestro aspecto “paterno-intelectual-normativo- ideal” como
el aspecto materno-afectivo de nuestra mente y también nuestro “niño interior”
(que no requiere tanto de educación sino de respeto y libertad), y he llamado
también la atención hacia la importancia de la meditación como solución a la
necesidad de devolverle a la educación su dimensión espiritual sin pasar por la
inculcación de los dogmas o preceptos de ninguna religión específica.
En un libro posterior (La Revolución que esperábamos) he destacado el que una
educación para trascender la mente patriarcal deberá comenzar por recuperar su
carácter emancipatorio, ya que la libertad es indispensable a nuestra salud
emocional y que esta, a su vez, constituye una base necesaria para el desarrollo
del amor al prójimo. Y así como antes había ordenado mis reflexiones en torno a
la tríada de Padre—Madre--Hijo, ahora mis pensamientos se han ordenado según
aquella de la libertad, el amor y la sabiduría, subrayando que para hacernos
sabios deberemos librarnos de la tiranía del hemisferio cerebral izquierdo y de su
pensamiento racional-tecnológico (nuestra “inteligencia astuta”), recuperando
nuestra intuición a través de las artes, las humanidades y el legado de los genios
espirituales de todas las culturas.
Es difícil explicar brevemente lo que significaría la instauración de una educación
que pusiera la libertad y el amor por encima de la trasmisión de informaciones,
pues el despotismo de la actual educación no es visible para las personas que han
sido ya “educadas”, pero pienso que al ser la educación que hemos creado una
manera de perpetuar nuestra forma usual de pensar y sentir, mal podemos
siquiera darnos cuenta cómo y hasta qué punto tal “socialización” entraña una
castración de nuestra espontaneidad infantil y animal que nos empobrece, priva de
felicidad y acarrea complicaciones de alto precio.
Así como al querer una economía más solidaria debemos interesarnos en una
educación para la solidaridad, entonces conviene que una economía que respete
nuestras libertades vaya aparejada a una educación que nos deje libres de la
obsesión con la supervivencia, cese de idiotizar a los jóvenes con irrelevancias y
motivaciones extrínsecas como las calificaciones, y se interese en la recuperación
de los valores o ideales, comprendiendo que para alcanzar una economía menos
voraz o canalla se deberá comenzar por la base, cual sería una educación para la
virtud.
Naturalmente, la nueva educación, que le daría prioridad al desarrollo humano
sobre la conveniencia de la producción nacional, deberá tener muy presente la
muy citada reflexión de Einstein de que “los problemas que enfrentamos no
podrán ser resueltos por la conciencia que los ha creado”. En otras palabras,
nuestra esperanza (y cabe aún decir salvación) estará en que podamos educar a
una generación más sabia y benévola que lo que hemos llegado a ser hasta
ahora.
Pero más que detenerme sobre los detalles de cómo podría ser una educación
para trascender la mente patriarcal, me parece que importa para esta
comunicación que llame la atención a que mal podrían los profesores que han
salido de nuestras universidades o escuelas de magisterio ejercer de un día para
otro funciones tan diferentes a aquellas para las que han sido preparados. Por
ello, la clave de una nueva educación estará necesariamente en una nueva
formación para los futuros formadores —y una formación de diferente naturaleza
de los actuales métodos académicos; pues capacitar a personas para que puedan
implementar una educación transformadora necesariamente requerirá de una
formación transformadora de los futuros profesores. Solo así podría hacerse
efectiva la expectativa de que los educadores, junto con abordar su currículo,
puedan trasmitir valores; pues la verdadera trasmisión de valores no debería
confundirse con un ejercicio retórico o una prédica de que deberíamos ser
generosos o pacíficos. Se trasmiten los valores como la vida misma, que procede
de la vida, al ser irradiados o contagiados por quienes los encarnan, pero ¿no
llegan las personas a encarnar tales valores a través de su propia transformación,
que no es otra cosa que un salto desde su condición patriarcal condicionada a la
libertad de encontrarse a si mismas?
¿Existe un método a través del cual se pueda esperar un proceso de
transformación suficientemente efectivo y en un tiempo suficientemente breve
como para que pueda ser financiado? Ha sido una gran satisfacción para mi
haberlo descubierto a través de unas cuatro décadas de experimentación y
perfeccionamiento, y también el haber sido testigo de la gratitud de innumerables
personas que lo han vivido —educadores, psicoterapeutas y buscadores—; pero
pese a mi convicción de que es posible prestarle una ayuda considerable a la
mayoría de los participantes de cada uno de los cursos vivenciales de 10 días que
constituyen los módulos del “programa SAT para el desarrollo personal y
profesional¨, no he logrado hasta ahora despertar el interés de las universidades,
que alguna vez imaginé que acogerían con entusiasmo este breve complemento a
sus programas académicos de formación de profesores.
Diría que la explicación de esta falta de respuesta de las instituciones ha estado
en parte en el hecho que los programas universitarios ya establecidos difícilmente
dejan suficiente espacio para algo nuevo. No cabe esperar que ninguno de los
profesores del currículo establecido vaya a dar un paso atrás para abrirle espacio
a una iniciativa semejante, y ni siquiera es fácil pensar que la agenda normal de
una escuela de educación vaya a modificarse para permitir un programa
residencial de 10 días. Y además ¿quién lo ha de financiar? No siendo yo un
vendedor y teniendo demasiadas otras cosas que hacer, solo puedo decir que no
me he encontrado hasta ahora con un decano o un rector suficientemente
entusiasmado como para conseguir el apoyo de un banco, un filántropo o un
gobierno. Al contrario, sospecho que el solo hecho de que proponga la aplicación
de mi propio método me hace aparecer ya como un iluso o como uno que solo
persigue sus fines egoístas.
Está, además, el problema de que ofrecer un proceso de transformación no es
comparable con ofrecer algo verdaderamente conocido; así se puede entender
que aunque no hayan faltado educadores que acuden a al programa SAT de año
en año, es otra cosa interesar a los estudiantes en formación, que aún no han
llegado a ganar su propio dinero ni a vivir las dificultades de pretender ser
educadores en un sistema tan poco favorable a la verdadera educación como el
que tenemos.
A veces digo que en vista de que el sabor de esa transformación que yace en el
potencial humano no se puede explicar en palabras, la situación de ofrecer
nuestro programa pudiera compararse al intento de venderle chocolate a uno que
nunca ha probado su sabor. Por ello he propuesto que debería hacerse una
“repartición de chocolates” en algunas universidades representativas, y que tal vez
para tal plan piloto se podría interesar a empresarios sensibles a la noción de
responsabilidad social. Pero ante esto estoy seguro que sería mucho más fácil
conseguir dinero para favorecer la educación que ya tenemos antes que para un
cambio educacional (que se vincula a su vez a una esperanza de cambio social).
He pensado, además, que difícilmente bastaría que un país aislado optase por la
transformación de su educación, siendo que solo un cambio global o por lo menos
un cambio de la educación en el mundo occidental sería suficiente para detener el
curso catastrófico de las historia; y he imaginado que sería a la Organización
Internacional de los Negocios a la que correspondería financiar el proyecto global
de “una nueva educación para salir de la sociedad patriarcal”—no solo porque
esto correspondería a la naturaleza global del proyecto, sino porque constituiría
una compensación por los daños que nos ha traído una globalización limitada a
los negocios, que ha descuidado cosas tales como la ecología y las necesidades
humanas.
Pudiera parecer ingenua mi propuesta de que se llegue a interesar la
Organización Mundial del Comercio en un cambio de la conciencia que subyace a
nuestro problemático orden económico; pero por más que algunos hayan
intentado sacarle partido económico a nuestra crisis y la hayan manipulado, esta
ahora se profundiza ya por si sola, y ya que nuestros sueños tienden a hacerse
realidad, propongo que nutramos el sueño de que que aquellos que mueven los
hilos del poder despierten a su misión de convertirse en nuestros salvadores. Y
hago votos porque ante el hundimiento del mundo que hemos creado a los albores
de la “civilización” y a la correspondiente urgencia de sobrevivir el naufragio que
ya ha comenzado, pueda hacerse ese milagro.
Es la esperanza de ese milagro que me ha movido a hablarles a los economistas,
que mejor que nadie podrían preparar el terreno para que los actuales potentados,
en cuyas manos está objetivamente la posibilidad de nuestra salvación colectiva,
la actualicen. Demás está decir que ello los haría acreedores de la gratitud del
mundo venidero.