Ataque de Panico - Jason Starr
Ataque de Panico - Jason Starr
Ataque de Panico - Jason Starr
JASON STARR
Sinopsis
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Agradecimientos
JASON STARR
Ataque de pánico
Umbriel
Sinopsis
SIGMUND FREUD
1
Eran casi las cuatro de la madrugada, como unas dos horas después del
tiroteo, y la casa de los Bloom seguía llena de policías. Dana y Marissa
estaban en el estudio de la planta baja con las amigas de la primera, Sharon y
Jennifer, que habían acudido al oír los disparos. Adam estaba sentado a la
mesa del comedor, enfrente del detective Clements, un tipo canoso y
avejentado que apestaba a tabaco.
—Así que vio a Sánchez en el hueco de la escalera —dijo Clements.
La policía había encontrado un carné de conducir del estado de Nueva
York y otra documentación en la cartera del muerto, y habían averiguado que
la víctima era Carlos Sánchez, de treinta y seis años y residente en Bayside,
Queens. Ya habían hecho sus averiguaciones sobre el sujeto, y descubierto
que era un delincuente profesional con un amplio historial delictivo; había
salido de la penitenciaría de Frishkill hacía seis meses, donde había estado
cumpliendo numerosas condenas por tráfico de drogas. Adam ya había
detallado todo lo que había ocurrido antes del tiroteo al menos una vez, pero
Clements seguía hurgando en busca de detalles.
—Bueno, verle no le vi —respondió Adam—. Vi una figura. Ya sabe,
una sombra.
Estaba agotado, de ahí que le resultara difícil concentrarse. La noche
entera se le antojaba surrealista: la pesadilla con la rata negra gigante, su
despertar, el tiroteo, y ahora estar sentado allí con aquel detective. Sabía que
tardaría algún tiempo en poder asimilar y aceptar lo que había hecho.
Mientras, le iba a explotar la cabeza de tanto que le dolía, y tres analgésicos
no habían hecho el menor efecto.
—Sin embargo, se dio cuenta de que se trataba de un hombre —
prosiguió Clements.
—Sí —replicó—. Bueno, oí el ruido procedente de abajo, que tosía o
carraspeaba o lo que fuera. No había duda de que era un tío. Mi esposa y mi
hija también lo oyeron.
—Y entonces le disparó.
—No, no ocurrió tan deprisa. Quiero decir... —Tuvo que pensar; durante
un momento no fue capaz realmente de recordar lo que había ocurrido, el
orden exacto de los acontecimientos. Todo estaba borroso, fuera de su sitio.
Entonces dijo con firmeza—: No le disparé sin más. Primero vi que hacía un
movimiento, como si fuera a sacar un arma.
—¿Vio el arma?
—Creí verla, sí. —Se sentía incómodo, como si Clements estuviera
tratando de pillarle en una mentira—. Bueno, pude verle el brazo. Él estaba
subiendo por la escalera y tuve miedo de que de un momento a otro se
pusiera a disparar. Mire, ¿qué se suponía que tenía que hacer? Ese sujeto
estaba en mi casa, subiendo por las escaleras, y mi esposa y mi hija estaban
en el dormitorio. No tuve alternativa.
—¿Le hizo alguna advertencia?
—¿A qué se refiere?
Había oído la pregunta; sólo quería estar seguro de la forma de
responder. Y también estaba empezando a molestarle la conversación en
general.
—¿Le advirtió que tenía un arma y le pidió que arrojara la suya? —le
aclaró Clements.
—No, pero le dije que se largara de mi casa, o algo parecido.
—¿Y qué respondió?
Adam se acordó de que el individuo en cuestión había dicho algo,
empezado a hablar, que había dicho algo como: «Por favor, no». No se lo
había mencionado a Clements porque no le pareció necesario. De todas
maneras, ¿en qué cambiaría las cosas?
—No creo que dijera nada —dijo—, pero, mire, esa parte ocurrió
demasiado deprisa. Pensé que estaba a punto de ponerse a disparar, que él
estaba en mi casa. ¿Por qué? Tenía derecho a defenderme, ¿no es así?
—Sí, lo tenía —admitió Clements.
—Entonces, ¿por qué tengo la sensación de que me está interrogando?
—No le estoy interrogando, le estoy preguntando.
—¿Y cuál es la diferencia?
Clements casi sonrió antes de decir:
—Mire, no creo que tenga que preocuparse legalmente de nada, ¿de
acuerdo, doctor Bloom? Se encontraba en una situación difícil e hizo lo que
tenía que hacer. Fue víctima de un allanamiento y, sí, eso le da el derecho a
protegerse. Mientras tenga la licencia de armas al día, no creo que vaya a
tener ningún problema. Tan sólo tengo que decir que es una suerte que no sea
un poli. —Volvió una hoja en su libreta, y preguntó—: ¿Y qué hay del otro
intruso?
—¿Qué pasa con él?
—Con él. También dijo eso antes. ¿Cómo sabe que era un hombre?
Adam pensó en ello durante un instante —seguía teniendo dificultades
para pensar con claridad—, y dijo:
—Supongo que no lo sé. Me imaginé que tenían que ser dos tíos.
—Pero cuando disparó el arma no sabía que había un segundo intruso.
—Así es.
—Así que supongo que ésa es la razón de que vaciara un cargador
entero, ¿eh? No creyó que tuviera que ahorrar balas para nadie más, ¿verdad?
Clements ya había sacado el tema de por qué Adam había hecho diez
disparos, y le había explicado que lo había hecho porque no estaba seguro de
si había alcanzando al tipo, que sólo había tratado de defenderse. Pero no le
gustó la manera en que el detective lo estaba planteando de nuevo, como si
estuviera intentando llegar al fondo de algo.
—Sólo quise asegurarme de que lo... —Estuvo a punto de decir
«mataba», pero dulcificó la expresión a tiempo— alcanzaba antes de que me
alcanzara a mí.
Clements, sacudiendo la cabeza mientras examinaba la libreta, dijo:
—Por suerte no es policía, doctor. Menos mal que no es un policía.
Adam se había hartado.
—¿Hay algún problema si reanudamos la conversación más tarde o por
la mañana? Estoy agotado, la cabeza me está matando y esta noche lo he
pasado realmente mal, como es evidente.
—Lo entiendo, pero todavía quedan algunas cosas que tengo que
aclarar, ¿vale?
Adam respiró hondo.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo —dijo Clements—, el tema de cómo exactamente
entraron los intrusos en la casa.
Ya habían repasado eso también, al menos un par de veces. La policía
no había encontrado señales visibles de forzamiento, aunque tanto la puerta
trasera de la cocina como la puerta principal habían sido abiertas con llave, y
el sistema de alarma desactivado. Le había contado al detective que estaba
seguro de haber puesto la alarma antes de irse a la cama, igual que hacía cada
noche.
—¿No hemos tratado todo esto ya? —preguntó Adam.
Comportándose como si no lo hubiera oído, Clements preguntó:
—¿Está seguro de que cerró con llave y puso la cadena de la puerta
delantera antes de irse a dormir?
—Sí.
—¿Es posible que saliera, o lo hicieran su esposa o su hija, a lo mejor al
sacar la basura o algo parecido, y se olvidara...?
—No, anoche fui el último en acostarme, y eché la cadena a la puerta.
Siempre cierro con llave y pongo la cadena si soy el último en irme a dormir,
es parte de mi rutina nocturna. Me aseguro de que el gas está cerrado en la
cocina, cierro con llave todas las puertas, pongo la alarma y me voy a la
cama.
—Así que dando por supuesto que todo eso sea correcto, el otro intruso
debió de quitar la cadena de la puerta delantera al salir de la casa.
—Eso tuvo que ser lo que ocurrió —admitió Adam—. Oí cerrarse la
puerta delantera de un portazo.
—Por consiguiente, eso significa que los intrusos probablemente
entraron en la casa por la puerta trasera.
—Sí —dijo Adam, frotándose la nuca para intentar aliviar parte de la
tensión.
—¿Y está seguro de que puso la alarma y de que nadie más la desactivó
después de que la conectara?
—Estoy seguro.
—Pero la alarma no estaba conectada cuando llegamos, ¿es eso
correcto?
—Si la alarma hubiera estado conectada, el tipo... —Adam se contuvo
—, el otro intruso la habría activado al salir.
—Eso parece lo más lógico —corroboró Clements—. Entonces
¿quién...?
—No tengo ni idea —le interrumpió.
El detective le fulminó con la mirada, aparentemente irritado por haberle
cortado, y entonces continuó en voz un poco más alta.
—Entonces ¿quién, aparte de usted y su familia, conoce el código de la
alarma?
—Nadie más lo conoce.
—¿Alguna vez le ha dado a alguien el código por cualquier motivo?
—No.
—¿Le ha preguntado a su esposa o a su hija...?
—Se lo preguntó usted directamente, y le dijeron que no, ¿no es así?
—Ahora se lo estoy preguntando a usted.
—¿Qué es lo que me está preguntando? ¿Si mi esposa y mi hija le
mintieron?
—O si no estaban siendo completamente sinceras.
—¿Y cuál es la diferencia?
Clements mostró una sonrisa sarcástica, como si estuviera disfrutando
del intercambio de palabras, pero Adam siguió serio como un muerto.
—Ellas no le han dado el código a nadie —dijo—. Nadie le ha dado el
código a nadie.
—Lamento hacer de abogado del diablo, doctor Bloom, pero a menos
que Houdini haya entrado a robar en su casa, alguien se hizo con ese código
—Tal vez lo robaran —objetó Adam— en la empresa de seguridad.
Puede que les piratearan el sistema informático o lo que sea.
—Investigaremos esa posibilidad —admitió Clements—, pero nadie
roba un juego de llaves de una empresa de seguridad. ¿Usted o alguien de su
familia le prestó un juego de llaves a alguien?
—Ya le dije que sólo tenemos tres juegos de llaves de la casa y uno más
de repuesto, y el de repuesto sigue estando donde estaba.
—Puede que alguien haya tenido acceso a las llaves. ¿Alguien que
trabaje en la casa?
Adam lo consideró un instante antes de hablar.
—Tuvimos unos pintores en casa hace unas semanas, pero esos tipos no
han tenido nada que ver con esto.
—Su esposa me ha facilitado los nombres de los pintores, el electricista,
su asistenta y su jardinero. ¿Se le ocurre alguien a quien deberíamos
investigar?
—No —respondió Adam.
—Me he fijado en que las llaves de la puerta trasera no son difíciles de
duplicar —puntualizó Clements—. Me refiero a que parecen unas llaves
normales.
—¿Ah, sí? —respondió Adam?—. ¿Y qué? —Los párpados le pesaban,
y tuvo la sensación de que podía perder el conocimiento en cualquier
momento.
—Bueno, es posible que alguien pudiera haber hecho copia de las llaves
en algún momento —dijo Clements.
—Es posible —admitió—, pero nadie sabe dónde guardamos las llaves
de repuesto.
Clements pasó una hoja y dijo:
—Su esposa me dijo que habían previsto marcharse a Florida varios
días, ¿cierto?
—Así es —replicó Adam—, para visitar a mi madre.
—¿Y cancelaron el viaje por culpa de una tormenta?
—Exacto. Oímos que había una tormenta tropical a poca distancia de la
costa. Dijeron que podía convertirse en huracán y alcanzar a Florida, así que
pensamos que podríamos ir en otra ocasión.
—¿Cuándo decidieron no ir?
Adam pensó en ello un momento, frotándose la nuca una vez más.
—Hace dos días.
—¿Quién sabía que cambiaron de planes?
—Nadie —respondió Adam—. Bueno, tuve que notificárselo a algunos
pacientes para cambiar la hora de las citas, y supongo que Dana y Marissa se
lo dirían a algunas personas, pero no pusimos ningún anuncio en el periódico.
El detective, a quien no le hizo gracia la respuesta, preguntó:
—¿Alguna vez ha tenido algún paciente con tendencia a la violencia?
Adam pensó inmediatamente en Vincent, un paciente al que llevaba
viendo desde hacía más o menos un mes y que le había contado la paliza que,
semanas atrás, le había propinado a un sujeto durante una pelea de borrachos.
También estaba Delano, un cuarentón que había apuñalado a su hermano —
no mortalmente— cuando era niño.
—Sí —reconoció—. Tengo algunos.
—¿Alguien que le haya amenazado últimamente?
—No —dijo Adam—. En realidad, rara vez he tenido que enfrentarme a
una situación así, si es que alguna vez lo he hecho. Soy psicólogo, no
psiquiatra. Si tengo un paciente que muestra signos de esa clase de
inestabilidad, lo derivo a otra parte.
—Así que supongo que se le da bastante bien lo de saber si alguien es
inestable o no, ¿eh? —sugirió el policía.
A Adam no le quedó muy claro la razón por la que Clements le estuviera
preguntando eso, no sabía si tenía algún propósito concreto o sólo trataba de
hacerse el listillo.
—Creo que se me da bastante bien, sí.
—Entonces puede que se haya equivocado de profesión —comentó
Clements—, tal vez debería estar haciendo mi trabajo. —Sonrió con
suficiencia, y preguntó—: ¿Su hija trae amigos a casa?
—Por supuesto —respondió Adam—. Vive aquí.
—¿Se consume alcohol o drogas en la casa?
—¿Cómo dice?
A Adam no le gustaron los derroteros que tomaba aquello.
—Sánchez tenía múltiples antecedentes por tráfico de drogas. Puede que
su hija lo conociera o fuera cliente suya.
—Es imposible que ella lo conociera, ¿vale?
—A lo mejor tiene un amigo, o un amigo de un amigo, o alguien a quien
haya podido invitar a entrar en la casa, alguien que conociera el lugar, que
podría haber...
—Mi hija no tiene nada que ver con esto.
—Doctor Bloom, sólo estoy...
—Y no tiene ningún amigo que hurte llaves o robe casas. Sus amigos
son todos gente normal y encantadora, igual que ella.
—Me he fijado en la pipa de agua que hay en su habitación, doctor
Bloom.
Una vez más, aquello le pareció algo más que «unas preguntas
rutinarias».
—¿Adónde quiere llegar? —preguntó Adam.
—Estoy tratando de descifrar cómo esos intrusos entraron en su casa.
—Sí, tiene gracia, porque parece como si estuviera tratando de decir otra
cosa. Mi hija no ha tenido nada que ver con esto, ¿de acuerdo?, así que
dejémosla fuera.
El detective no pareció convencido, aunque preguntó:
—¿Qué hay de sus parientes?
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Alguna enemistad en la familia? ¿Alguien con motivos para sentir
rencor?
Pensó en Dana y su hermano, Mark, el maníaco depresivo. No se
llevaban bien y hacía años que no se hablaban, pero Mark vivía en
Milwaukee y era evidente que no tenía nada que ver con todo aquello, así que
no le vio ningún sentido mencionarlo siquiera.
—No —respondió—. No hay nada parecido. Esto no tiene nada que ver
con mi familia. Ni hablar. Seguro.
El detective cerró su libreta —por fin— y dijo:
—Por el momento es suficiente. Pero quiero que piense en quién podría
haberse hecho con las llaves y el código de la alarma. Ahora mismo esto
parece tener todos los ingredientes de que se trate de algún tipo de trabajo
desde dentro. La persona o «personas» que han entrado en su casa no sólo
han podido hacerlo sin problemas, sino que parecían conocerla muy bien.
Vaya, que sabían que no tenía cadena en la puerta trasera y que podían entrar
por allí, así que parece como si al menos uno de los autores hubiera estado en
la casa con anterioridad. Puede que fuera un técnico o un fontanero, un
transportista, que trajera una alfombra o lo que fuera. Así que si se le ocurre
alguna ocasión en la que alguien pudiera haber tenido acceso a la llave y al
código de la alarma, ¿le importaría comunicármelo lo antes posible?
—Se lo haré saber de inmediato —dijo Adam, levantándose.
—Ahora voy a tener que hablar de nuevo con su esposa y su hija —
informó el policía.
—¿Me toma el pelo?
—No nos llevará mucho tiempo, pero tengo que hablar con ellas.
—¿Por qué no se puede dejar hasta...?
—Porque no se puede, ¿de acuerdo? —Su tono no dejó lugar a la
discusión.
Adam y el detective salieron para dirigirse al salón, donde Dana y
Marissa estaban sentadas en el sofá, enfrente de Sharon y Jennifer. Por
decirlo de una manera suave, estar cerca de Sharon siempre era violento para
Adam, sobre todo cuando Dana estaba en la misma habitación.
Unos cinco años atrás, cuando Adam y Dana estaban pasando por graves
dificultades en su matrimonio, Sharon y su marido, Mike, también estaban
teniendo problemas en el suyo. Sharon le llamó un día al trabajo y le
preguntó si podía pasarse por su consulta para que le diera algunos consejos.
Adam le dijo que por él no habría problema, así que quedaron en que la vería
a las siete de la tarde, su última cita del día, cuando los demás psicoterapeutas
ya no estuvieran en la consulta. Adam le dio algunos consejos matrimoniales
de manera informal, y luego insinuó que las cosas no iban tan bien en su
propio matrimonio. Había sabido muy bien lo que estaba haciendo —sacando
a la luz su vulnerabilidad para hacer saber a Sharon que estaba interesado en
ella—, sabedor ya de que ella se sentía atraída por él, puesto que llevaba años
insinuándosele. Se compadecieron mutuamente sobre sus matrimonios
durante un rato, y entonces ella le confesó que tenía frecuentes fantasías
sobre que «ocurriera algo» entre ellos. Adam, que aconsejaba prácticamente a
diario a gente que tenía alguna aventura, sabía que enrollarse con Sharon
sería un tremendo error que podría originar una brecha en su matrimonio
imposible de arreglar. Pero saber lo que hay que hacer y hacerlo realmente
son dos cosas muy diferentes. Era tan humano como cualquier otro y, al
sentirse adulado por el interés de otra mujer, simplemente no fue capaz de
resistirse a ella.
Sólo tuvieron relaciones sexuales esa única vez, en el diván de la
consulta. No había ningún problema ético, puesto que en realidad no estaba
tratando a Sharon, pero no quería emprender una aventura en toda regla con
ella ni enfrentarse al dolor y al drama que inevitablemente se derivarían de
aquello, así que optó por la prudencia y le dijo —y ella aceptó— que tenían
que considerar aquello como flor de un día y seguir adelante con sus
respectivas vidas. Sharon acabó resolviendo las cosas con su marido, y Dana
y Adam iniciaron una terapia de pareja y lograron mejorar su relación
conyugal; bueno, en su mayor parte. Él seguía teniendo la sensación de que
había graves problemas subyacentes en su relación, en especial la falta de
cercanía, y pensó en confesar su aventura con Sharon. Por lo general,
aconsejaba a sus pacientes que confesaran las infidelidades, porque creía que
era realmente la única manera de hacer cicatrizar las heridas y restablecer el
acercamiento y la confianza en el matrimonio. Pero en su caso, y dado que no
se sentía implicado afectivamente con Sharon, decidió que confesar la
aventura sólo serviría para herir a Dana, y que haría más daño que otra cosa.
Por consiguiente, en su lugar siguió esforzándose en analizar los motivos que
le habían llevado a tener la aventura y en organizar estrategias que le
convirtieran en un marido mejor. Aunque se arrepentía de lo que había hecho,
se negó a culpar a Dana o a sí mismo. Los matrimonios tenían altibajos, y su
pequeño desliz apenas podía ser considerado atípico. Dadas las
circunstancias, había hecho todo lo que había podido, y si en el futuro volvía
a encontrarse en una situación similar, trataría de tomar una decisión mejor.
Habría preferido cortar por completo la relación con Sharon, pero, por
supuesto, tal cosa era imposible. Se veían a menudo por el barrio o en fiestas,
y ella y Dana eran buenas amigas, de la misma manera que Marissa lo era de
la hija de Sharon, Hillary. Él y Mike jugaban de vez en cuando al golf en el
club de campo de Adam y se llevaban bien. Sharon y él siguieron mostrando
su mutua simpatía, pero, aunque evitaban hablar de la aventura, entre ambos
había una ardiente atracción que probablemente seguiría allí durante el resto
de sus vidas.
El detective Clements le preguntó a Marissa si le importaba acompañarle
al comedor.
La chica parecía agotada.
—¿Otra vez? —preguntó.
—No pasa nada —terció Adam, fulminando al policía con la mirada—.
No os llevará mucho tiempo.
Cuando su hija y Clements se marcharon, Dana les dijo a Sharon y a
Jennifer:
—Deberíais iros a casa ya, es tarde.
—¿Estás segura? —preguntó Sharon—. Porque si quieres que nos
quedemos...
—No, va todo bien, de verdad. Hablaré con vosotras mañana.
—Ya sé —dijo Jennifer—, traeremos bollos y café por la mañana.
—No es necesario que lo hagáis —insistió Dana.
—No, queremos hacerlo —terció Sharon.
Sharon y Jennifer la abrazaron por turnos y luego se acercaron y
abrazaron a Adam. Procurando hacer caso omiso del muy familiar olor del
perfume de Sharon y de que éste le estaba empezando a provocar una
erección, Adam dijo:
—Muchas gracias por venir.
Lo dijo en serio, de todo corazón. Era todo un detalle por parte de
Sharon pasar a verlos en plena noche para apoyarlos. No tenía ninguna
obligación de hacerlo.
—Cómo no iba a venir —replicó ella—. ¿Por qué no habría de hacerlo?
Cuando Sharon y Jennifer se hubieron ido y Dana y Adam se quedaron
solos en el salón, ella preguntó:
—¿Por qué quiere volver a hablar con Marissa?
No quiso contarle que Clements había hecho mención de la pipa de agua
que había en la habitación de Marissa, sabiendo que eso sólo serviría para
inquietarla. Decidió que le hablaría de ello por la mañana.
—Creo que sólo quiere hacerle algunas preguntas rutinarias más —la
tranquilizó—. Sabe lo cansados que estamos, así que creo que sólo estarán
unos minutos.
Se dio cuenta de que Dana sabía que le estaba ocultando algo —una
mujer siempre sabe; a decir verdad, casi siempre—, pero ella lo dejó correr.
—Bueno, ¿cómo lo llevas? —preguntó Dana.
—Bien, dadas las circunstancias.
—Tal vez deberías hablar con alguien.
Antes, el detective Clements le había preguntado si quería hablar con un
psicólogo, lo que a Adam se le antojó una pregunta un tanto rara para
hacérsela a un psicólogo.
—Haré una sesión con Carol —comentó.
Carol Levinson era una de las psicoterapeutas con quien Adam
compartía consulta. No estaba en tratamiento formal con ella, pero hablaban
cuando lo necesitaba.
—No te preocupes por mí, estaré bien —continuó—. ¿Cómo estás tú?
—Estoy bien —contestó ella—. Supongo.
Había cierta frialdad en el tono empleado por Dana, un trasfondo de
hostilidad, y Adam sabía que tenía que ver con el arma. Su esposa se había
opuesto a tenerla en casa, y le había pedido varias veces que se deshiciera de
ella. Él le había explicado que le parecía que era necesaria, y también que se
sentía demasiado vulnerable y desprotegido sin la pistola, y al final Dana
había decidido que, siempre que la mantuviera oculta, por ella no había
problema. Pero ahora sabía que estaba resentida y que le culpaba en secreto
por el tiroteo. Por supuesto, no diría nada al respecto; al menos no en ese
momento. No, ése no era su estilo. En situaciones así, siempre evitaba el
enfrentamiento y con frecuencia se mostraba silenciosamente agresiva.
Primero lo dejaría hervir a fuego lento durante algún tiempo para aumentar el
dramatismo, y luego, puede que al cabo de un par de días, lo sacaría a
colación.
—Te diría que te fueras a dormir ya —dijo Adam—, pero creo que
Clements también va a querer a hablar contigo otra vez.
—Lo único que quiero es a todos esos policías fuera de casa.
—Yo también. Pero ya no pueden demorarse mucho más.
—¿Sigue el cadáver ahí?
—No lo sé, no lo he comprobado.
—¿Siguen fuera los periodistas?
—Probablemente.
—No quiero salir en los periódicos —manifestó Dana—. No quiero que
mi nombre ni tu nombre, ni por supuesto el nombre de Marissa, aparezcan en
las noticias.
—No creo que haya manera de evitarlo.
—Dios mío, ¿crees que será noticia de primera plana?
Adam creía que el asunto podía ocupar la primera plana de todos los
principales periódicos —un tiroteo en un barrio acomodado de Nueva York
tenía que ser una noticia importante—, pero quiso apaciguarla y dijo:
—Lo dudo.
—Sin duda saldrá en los noticieros de la televisión —vaticinó Dana, que
no parecía apaciguada en lo más mínimo—. Vi todas las cámaras ahí fuera.
En el de New York One seguro, y probablemente en todos los informativos
locales.
—Nunca se sabe —dijo Adam—. Mañana habrá probablemente otras
grandes noticias, y ésta acabará enterrada.
Vio que Dana seguía sin creerse ni una palabra. Bueno, al menos él lo
había intentado.
—¿Y qué hay del otro sujeto? —preguntó Dana—. ¿Te ha dicho algo el
detective de que cree que vayan a encontrarlo?
—Estoy seguro de que darán con él pronto, puede que antes de mañana
—dijo Adam. Se daba cuenta de lo alterada que estaba, así que la besó y la
abrazó con fuerza—. Siento muchísimo todo esto. De verdad. —Mantuvo el
abrazo un rato más, y supo que Dana estaba considerando volver a decir algo
acerca del arma, y que estaba necesitando echar mano de todo el dominio
sobre sí misma para no arremeter contra él por el tema.
Así que se soltaron.
—Sólo quiero que todo esto desaparezca. Quiero irme a dormir y
despertarme y descubrir que nada de esto ha ocurrido jamás —dijo Dana.
Varios minutos más tarde, Marissa regresó de hablar con el detective, y
entonces Dana entró en el salón para responder a algunas preguntas más. La
chica parecía afligida, lo que hizo que Adam se sintiera fatal. Antes le había
llamado papaíto, y se dio cuenta de que a pesar de todo su mal
comportamiento reciente, seguía siendo su niña pequeña. Le dio un fuerte
abrazo y la besó en la coronilla.
—No te preocupes, chiquilla. Las cosas volverán pronto a la normalidad,
ya lo verás.
Seguía habiendo policías y demás personal policial en la cocina, en el
salón y sobre todo cerca de la escalera, que espolvoreaban en busca de
huellas y, según parecía, de otras pruebas forenses. Adam miró por la ventana
y vio que las furgonetas de los medios de comunicación seguían allí, y que
los periodistas merodeaban por el césped; y también había algunos vecinos.
Sabía que probablemente los periodistas estaban esperando para hablar con
alguien de la familia, confiando en obtener alguna buena y jugosa
declaración, así que decidió que debería quitárselos de encima.
Salió de la casa y aquello le resultó muy surrealista: de pie delante de su
casa a las cuatro de la mañana, con todas las luces en la cara y los periodistas
haciéndole preguntas a gritos. Reconoció a un par de ellos: a «No sé qué
Olsen», de Fox News, y al joven negro del Canal 11. Alguien sujetaba una
pértiga con un micrófono en el extremo sobre su cabeza, y algunos
periodistas le estaban metiendo los micrófonos de la ABC, WINS, NY1 y
otras emisoras en la cara. No estaba acostumbrado a esa clase de
protagonismo; por lo general trataba de evitar ser el centro de atención.
Llevaba años padeciendo glosofobia, una especie de terror a hablar en
público, y normalmente procuraba quedarse en segundo plano y ser un mero
observador. En los congresos de psicología jamás hacía una presentación a
menos que fuera absolutamente inevitable, y entonces se veía obligado a
recurrir a diversas estrategias cognitivo-conductuales para sobreponerse a su
angustia.
—¿Por qué le disparó? —preguntó el tipo del Canal 11.
—No tuve elección —respondió, sudando ya—. Estaba subiendo las
escaleras en plena noche, y cuando le grité que se largara, no lo hizo. Creo
que cualquiera en mi situación habría hecho lo mismo que yo.
—¿Sabía que no iba armado? —preguntó «No sé qué Olsen».
—No, no lo sabía.
—¿Lo volvería a hacer? —preguntó a gritos un tipo del fondo.
—Sí —respondió Adam—. Si me encontrara en la misma situación, si
alguien allanara mi casa y yo pensara que mi familia corría peligro, creo que
lo haría de nuevo. Sin duda.
Hubo muchas más preguntas, y todas tenían el mismo tono ligeramente
acusador. Adam estaba sorprendido, porque había pensando que sería tratado
con más comprensión por la prensa. Por el contrario, se sintió como cuando
Clements le había estado preguntando, como si los periodistas estuvieran
tratando de ponerle en un brete, como si intentaran sacarle alguna verdad
oculta que no existía.
Pero permaneció allí fuera durante media hora o más, capeando todas las
preguntas que le hacían los periodistas con calma y educación. Utilizó las
técnicas que a veces sugería a sus pacientes —concentrarse en la respiración,
hablar desde el pecho más que desde la garganta— y poco a poco se fue
sintiendo más relajado, casi normal. Cuando los periodistas acabaron de
preguntar, les dio las gracias por su tiempo y volvió a entrar en la casa.
3
Cuando Marissa oyó los disparos, estaba convencida de que su padre estaba
muerto. Dios, menuda estupidez salir allí con la pistola y empezar a disparar,
¿en qué estaría pensando? Pero así era su padre: cuando tomaba la decisión
de hacer algo, se volvía absolutamente irracional.
Escondida en el armario empotrado con su madre, había empezado a
gritar, pero ésta le había puesto una mano en la boca, silenciándola.
—Chist.
También se dio cuenta de lo furiosa que estaba su madre por lo del arma.
Todo había ocurrido tan deprisa que ninguna de las dos había podido hacer
algo para detenerlo.
El tiroteo acabó enseguida —no pareció durar más que unos segundos—
y la casa se quedó en silencio.
—Espera aquí —le dijo su madre, que salió a ver qué estaba sucediendo.
Marissa, temiendo que fueran a dispararle también a ella, intentó detenerla,
pero entonces vieron a su padre en el descansillo, con el arma en la mano.
Parecía tan aterrorizado y consternado; y entonces se puso como loco y les
gritó a ambas que volvieran a meterse en la habitación.
Al cabo de unos minutos se reunió con ellas.
—¿Lo has matado? —preguntó su madre.
—Sí.
—¿Está muerto?
Su padre tragó saliva y carraspeó antes de contestar.
—Sí, está muerto.
Cuando llegó la policía, su padre bajó para hablar con ellos y explicarles
lo que había ocurrido. Entonces oyeron más sirenas, y llegaron más policías.
Marissa y su madre permanecieron arriba un rato más, hablando con cierto
policía que a ella le dio asco por la manera de sonreírle y de mirarle las tetas;
luego bajaron por la escalera trasera. Al pasar junto a la escalera principal,
Marissa echó un vistazo por encima del hombro, mirando hacia el pie de la
escalera, y vio la sangre y las piernas del fiambre, los vaqueros que llevaba y
una zapatilla de deporte negra hasta el tobillo. Dios, qué desastre.
Una vez abajo, un poli se llevó a Marissa y a su madre al salón, donde
empezó a hacerles peguntas. Su madre estaba mucho más centrada que ella, o
al menos dio esa impresión. Fue capaz de describir todo lo que había
sucedido, pero cuando le tocó el turno a Marissa, le costó mantener la
coherencia de sus ideas, y pensó que parecía dispersa.
Después de lo que se le antojó una eternidad, su padre entró en el salón.
—¿Cómo os va, chicas? ¿Estáis bien?
Marissa se percató de que intentaba aparentar entereza. Estaba tratando
de tomar las riendas, de ser el señor Fuerte, el señor Estoy al Mando, pero su
padre nunca había sabido manejar sus emociones tanto como pretendía. El
hecho de que fuera un loquero no significaba que no estuviera tan jodido
como el resto del mundo. Marissa se daba cuenta de que por dentro estaba
aterrorizado, hecho una verdadera mierda. Le dio lástima, aunque también
tenía muy claro que había sido él el que se había metido en aquella situación.
Nadie le había mandado que comprara aquella arma. Nadie le había mandado
apretar el gatillo.
—Acaba de llegar un detective —dijo su padre—. Va a querer hacernos
algunas preguntas. —Parecía ausente, inexpresivo.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó su madre. Era evidente que estaba
furiosa, aunque trataba de contenerse.
—Me recuperaré, no te preocupes por mí —replicó él. Entonces, sin
ninguna emoción, añadió—: Bueno, no han encontrado ningún arma.
En ese momento Dana montó en cólera, y estaba que echaba humo por
las orejas. Pero Adam pareció no darse cuenta. ¿Cómo era posible? Era tan
evidente.
—¿Están seguros? —preguntó Dana.
—Sí —respondió Adam—, pero no es culpa mía. Le vi tratar de coger
algo. ¿Qué se suponía que tenía que hacer?
Marissa comprendió que buscaba consuelo, pero era imposible que lo
fuera a obtener de su madre.
—Tengo que sentarme —dijo Dana.
Minutos después, cuando su padre salió del cuarto de estar para ir a
hablar con el detective que acababa de llegar, su madre le dijo:
—¿En qué coño estaba pensando?
No era propio de ella decir palabrotas. La verdad es que daba un poco de
miedo.
—No lo sé. No tengo ni idea —dijo Marissa—. Cuando cogió el arma,
no me lo podía creer. «¿Qué se cree que está haciendo?», me dije.
—En este momento estoy tan furiosa que sólo deseo... sólo deseo
estrangularlo.
Su madre tenía la cara roja. Marissa no recordaba la última vez que la
había visto tan furiosa. Quizá nunca.
Aunque ella misma estaba bastante cabreada con su padre, tuvo la
impresión de que tenía que tranquilizarla, así que dijo:
—Supongo que hizo lo que pensó que tenía que hacer.
—¿Pensó que tenía que disparar a alguien? —le retrucó su madre—.
Vamos, no me agobies, ¿de acuerdo? Yo estaba pidiendo ayuda por teléfono,
¿cuánto tardó la policía en llegar?, ¿cinco minutos? Podríamos habernos
encerrado con llave en el dormitorio, y escondido en el armario empotrado.
No tenía por qué sacar el arma, y por supuesto que no tenía que disparar a
nadie.
—Quizá fue como dijo, que pensaba que se estaba defendiendo.
—Me trae sin cuidado lo que pensara —replicó su madre—. ¿Cuántas
veces le dije que se deshiciera de esa estúpida pistola? No hace ni unas
semanas que le dije que no me sentía cómoda con un arma en casa, y me salió
con su habitual —intentó imitar a su marido poniendo la voz más grave—:
«Es sólo por protección. De hecho, no la utilizaré jamás». —Luego, con su
voz normal, añadió—: Sabía que iba a ocurrir algo así, era sólo cuestión de
tiempo.
El detective Clements entró en el salón para hablar con Marissa y Dana.
Le dijeron prácticamente lo mismo que al primer poli. Dana llevó la voz
cantante. Entonces Clements y el padre de Marissa volvieron al comedor para
otra serie de preguntas. Sharon Wasserman y Jennifer se habían pasado a
verlos. Marissa era íntima amiga de la hija de Sharon, Hillary, que había
acabado la carrera en Northwestern el año anterior y ahora estaba viviendo en
la ciudad. El hijo de Jennifer, Josh, que estaba estudiando derecho en la
George Washington, había sido el primer novio de Marissa cuando estaba en
primaria.
Después de lo que pareció al menos una hora, Clements y su padre
regresaron, y el detective dijo que quería hablar con ella, esta vez a solas.
Marissa estaba agotada y sólo quería meterse en la cama y quedarse frita, y
no entendía por qué tenía que responder a las mismas preguntas una y otra
vez.
Volvió a entrar en el comedor con Clements y se sentó enfrente de él a
la mesa.
—Sé que es tarde —empezó el policía—, pero hay algunas cosas más
que tengo que aclarar con tu ayuda.
—De acuerdo —dijo Marissa, cruzando los brazos por delante del pecho
enérgicamente.
—Tus amigos —dijo el policía—, ¿hay alguno que tenga antecedentes
penales?
—No.
—No hablo necesariamente de cumplir condena. Me refiero a cualquiera
que pueda haber robado algo en el pasado, o comentado que quisiera robar
algo, o...
—Si piensa que uno de mis amigos entró a robar en nuestra casa con ese
tipo, es que está loco.
—¿Qué me dices del consumo de drogas? ¿Alguno de tus amigos está
enganchado a las drogas?
Por supuesto que sus amigos consumían drogas. Bueno, algunos. Tenía
veintidós años, por Dios... Pero ¿qué se suponía que tenía que hacer?,
¿delatar a sus amigos a un policía?
—No —respondió.
El detective no pareció tragárselo.
—Perdona —dijo—, pero vas a tener que contestar estas preguntas con
sinceridad.
Marissa pensó: Sí, claro, no estoy bajo juramento, y preguntó:
—¿Qué tienen que ver mis amigos con que hayan entrado a robar en
nuestra casa?
—¿A quién le compras la hierba que fumas, Marissa?
Bueno, ahora no sólo estaba angustiaba, sino que empezaba a asustarse
de verdad. Tenía una pipa de agua en su habitación y unos diez dólares en
hachís en una bolsa que guardaba en la parte posterior del cajón de la ropa
interior. No sabía si Clements había subido ya a su habitación, aunque
probablemente sí. Sin embargo, no era tan tonta como para admitir consumir
drogas delante de un policía.
—¿De qué me está hablando? —preguntó.
—He estado en tu habitación.
A Marissa le latía el corazón tan deprisa y con tanta fuerza que la
pareció que estaba haciendo que se balanceara adelante y atrás.
—Mire, se lo digo en serio, ninguno de mis amigos tiene nada que ver
con esto, es una locura.
—Te lo preguntaré por última vez. ¿De dónde sacas las drogas?
Quería llorar, pero no se lo iba a permitir.
—No consumo drogas.
—Vi la pipa de agua en tu...
—Se la dejó una amiga, ¿vale? Sólo se la estoy guardando.
—Guardando, ¿eh? —El policía sonrió con suficiencia.
Marissa era una mentirosa de mierda y sabía que lo que decía no era
creíble.
—Es mía, ¿vale? ¿Qué es lo que va a hacer?, ¿detenerme por tener una
pipa de agua?
—La posesión de marihuana es un delito.
—La hierba no es mía —replicó desesperadamente.
—Esta es la última vez que te lo voy a preguntar —insistió Clements—.
¿Quién te consigue la hierba?
—Mi amigo Darren.
—¿Cómo te pones en contacto con él?
Menudo mamón que era aquel tipo.
—¿Por qué tiene que...?
—¿Cuál es su número de teléfono?
Darren era un tío con el que había ido a Vassar —un ligue intermitente
— y que ahora estaba viviendo de nuevo con sus padres en el Upper West
Side. Si lo trincaban, la iba a matar, joder.
Le dio el número de Darren.
—Pero, por favor, no le llame. Se lo digo en serio, no tiene nada que ver
con esto.
El detective la ignoró.
—¿Algún amigo tuyo ha cometido algún delito o hablado de su
intención de hacerlo o cumplido condena por un delito?
Marissa pensó inmediatamente en Darren, que en una ocasión había
pasado una noche en una celda de Poughkeepsie, después de que la policía
hubiera parado su coche y le hubieran encontrado un canuto en el interior.
Pero ¿en cuántos problemas iba a meter al pobre muchacho?
—No —respondió—. Ninguno.
—Sé que ya hemos repasado esto, pero ¿habías visto alguna vez a
Carlos Sánchez?
—Jamás.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé, por eso.
El detective colocó una pequeña bolsa de plástico encima de la mesa con
un carné de conducir dentro.
—¿Te resulta familiar?
Marissa le echó un vistazo a la foto: un tipo zarrapastroso, bastante feo,
con unos ojos fríos y separados. No le había visto en su vida.
—No, no lo había visto nunca —dijo.
Clements no pareció satisfecho.
—¿En alguna ocasión le has dejado prestada a alguien la llave de la casa
o...?
—No, nunca le he dejado ninguna llave a nadie, en la vida.
—¿Me estás diciendo la verdad?
—¿Piensa que le di una llave a alguien y le dije que viniera a robar a mi
casa?
—¿Es eso lo que ocurrió?
—No, claro que no.
Marissa no se lo podía creer.
Clements se levantó.
—Muy bien, ahora vas a tener que acompañarme.
—¿Acompañarlo adónde?
—Un momento a la escalera. Quiero que le eches un vistazo a Sánchez.
Marissa sintió náuseas de pronto.
—¿Se refiere a mirar ese cadáver?
—La foto del carné de conducir es de hace varios años —le explicó
Clements—, y el tipo ha engordado mucho. Quiero que veas si lo reconoces.
—¿Tengo que hacerlo?
—Sí, tienes que hacerlo.
Aunque jamás había visto un cadáver con anterioridad —bueno, excepto
en unos cuantos funerales a los que había asistido—, sólo quería irse a dormir
y realmente todo lo demás le traía sin cuidado. Acompañó a Clements al
vestíbulo. El cuerpo seguía al pie de la escalera, despatarrado igual que antes,
salvo que en ese momento Marissa pudo verlo entero. Unos técnicos forenses
estaban trabajando cerca del cuerpo, puede que recogiendo restos de ADN o
buscando huellas dactilares o lo que fuera, y había sangre —parecía morada
— en el peldaño inferior y en el suelo delante de la escalera. Había mucha
más sangre de la que Marissa había esperado ver, lo cual le revolvió bastante
las tripas, pero entonces, cuando se acercó, miró al tipo muerto a la cara.
Tenía los ojos a medio abrir, y un hilillo de sangre le manaba de la nariz.
Había algo extraño en su boca, y entonces se percató de que le faltaba la
mayor parte de la mandíbula.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó.
Malinterpretando sus palabras, Clements le preguntó:
—¿Le reconoces?
Marissa empezó a alejarse.
—No, no tengo ni idea de quién es. ¿Me puedo ir ya? ¿Puedo irme?
Cuando regresó al salón, Clements quiso hablar con su madre, así que
ella y su padre se quedaron solos.
Él la abrazó y le aseguró que las cosas no tardarían en volver a la
normalidad —Sí, claro—, y luego le preguntó:
—Bueno, ¿cómo te ha ido?
No le respondió de inmediato.
—Me obligó a ver el cuerpo.
—¿Qué? —Marissa vio que su padre se alteraba en serio—. ¿Por qué ha
hecho eso?
A ella no le apetecía hablar del asunto. Las cosas llevaban siendo tensas
y difíciles entre ellos desde..., bueno, desde hacía años, pero desde que había
terminado la universidad, la relación entre ambos se había vuelto aún más
tirante debido a que su padre no paraba de darle la paliza para que
consiguiera un trabajo y se fuera a vivir por su cuenta. El plan de Marissa
había sido vivir en casa una temporada, hasta que pudiera mantenerse por sí
misma, así que había conseguido un trabajo a tiempo parcial en el Museo
Metropolitano de Arte por medio de un profesor de historia. Pero no le caía
bien su jefe y el trabajo no había tenido prácticamente nada que ver con el
arte —su principal cometido había consistido en ocuparse del alquiler de
auriculares para las visitas guiadas—, así que al cabo de un mes más o menos
no pudo soportarlo más y lo dejó. Había estado enviando currículos y
acudiendo a entrevistas, pero su padre no aflojaba en su empeño de recordarle
la «gran oportunidad» que había desperdiciado. A veces hasta se le hacía
difícil estar en la misma habitación con él.
—Quería que viera si lo reconocía —le explicó—. Qué más da.
Estaba agotada y la verdad es que no le apetecía nada seguir hablando.
Pero su padre no lo iba a dejar así como así.
—Esto ya está adquiriendo unos tintes ridículos. Bajo ningún concepto
debería haberte obligado a ver el cadáver. Pues sí que estamos buenos, ¿qué
sentido tiene eso? —Sacudió la cabeza, rumiando—. ¿También te preguntó
por tu pipa de agua?
Dios santo, Marissa no quería tener esa conversación ahora, no en plena
noche y estando tan agotada.
—Sí —contestó—, pero no tuvo ninguna importancia.
—¿Cuántas veces te he dicho que te deshicieras de ella?
—Nunca me has dicho que me deshiciera de ella.
—Te dije que no quería que fumaras en casa.
—Creo que he fumado en casa dos veces desde que terminé la carrera,
pero si tanto te molesta, dejaré de hacerlo.
—Y tampoco quiero que vuelvas a beber en casa.
—¿Cuándo he bebido en casa?
—La otra noche..., cuando te vinieron a ver Hillary y aquel individuo.
—Aquel «individuo» era Jared, el amigo de Hillary, que está haciendo
medicina, y bebimos vino. Me parece que bebimos una copa cada uno.
—Bien, no quiero más bebidas en casa nunca más. ¿Queda entendido?
—Esto es ridículo —replicó Marissa—. No he hecho nada malo. Sólo la
estás pagando conmigo.
—¿Qué has dicho? —preguntó su padre, levantando ligeramente la voz.
—Me parece que esto no tiene nada que ver con mi pipa de agua ni con
beber vino. Tiene que ver contigo y tu pistola.
Su padre la miró como la miraba tan a menudo en los últimos tiempos,
como si la odiara.
—Vete a la cama —le ordenó.
—¿Lo ves? —dijo Marissa—. No he hecho nada malo, y me tratas como
si tuviera diez años.
—Mientras te comportes como si tuvieras diez años, te trataré como si
tuvieras diez años. Ahora vete a la cama.
Cuando se ponía así, no tenía sentido discutir con su padre, así que salió
de la habitación. Seguía habiendo un montón de policías delante de la casa,
aunque parecía que por fin se habían llevado el cuerpo. Para evitar todo aquel
tumulto y, lo que era peor, otro enfrentamiento con aquel mamón de
Clements, utilizó la escalera trasera para subir a su dormitorio.
Tumbada en la cama, tratando de quedarse dormida, de pronto recordó
que le había dado al detective Clements el número de Darren. Lo llamó y le
dejó un mensaje desesperado, contándole que la policía había encontrado
marihuana en la habitación y que él tenía que sacar todas las drogas de su
piso lo antes posible.
De nuevo en la cama, se puso los auriculares de su iPod y escuchó los
temas de Tone Def, aquel nuevo grupo de música alternativa, punk y
postgrunge a la que estaba enganchada. Seguía furiosa con su padre por
arremeter contra ella, y rezó para que de una u otra manera aquello se
olvidara pronto. La vida en casa ya había sido bastante difícil últimamente; si
las cosas empeoraban, no podría soportarlo.
4
Desde el principio los Bloom se habían portado muy bien con Gabriela. Doce
años atrás, cuando había llegado a Nueva York desde Ecuador, sólo tenía
diecinueve, era muy tímida, apenas sabía unas pocas palabras de inglés y
creía que jamás encontraría un buen trabajo en Estados Unidos. Pero los
Bloom la contrataron porque la hermana de Gabriela, Beatrice, que trabajaba
para otra familia de Forest Hills Gardens, les dijo que la muchacha sería una
buena asistenta y les pidió por favor que le dieran una oportunidad. Gabriela
estaba muy agradecida a los Bloom por haberle dado un buen trabajo cuando
nadie más lo hubiera hecho, y siempre les decía lo mucho que deseaba poder
corresponderles algún día.
Aunque Gabriela había trabajado como sirvienta durante dos años en
una casa de Quito, jamás había tenido que limpiar una casa del tamaño de la
de los Bloom. El primer día se sintió como una verdadera idiota; ni siquiera
sabía cómo encender la aspiradora. Algunas familias habrían perdido la
paciencia y la habrían despedido inmediatamente, pero los Bloom fueron
muy amables y comprensivos. Los primeros días, la señora Bloom limpió
toda la casa con ella, explicándole cómo se hacía todo y dónde iba cada cosa,
y en ningún momento perdió la paciencia, aunque Gabriela no era capaz de
comprender la mayor parte de lo que le decía.
Cuando empezó a trabajar para los Bloom, Marissa tenía diez años y
estaba en cuarto grado. Tenía una niñera que la seguía cuidando a tiempo
parcial, aunque a veces, cuando ésta se ponía enferma, la señora Bloom le
pedía a Gabriela que recogiera a Marissa del colegio o la llevara a jugar con
sus amigas. Ella apreciaba a Marissa, que era un niñita de lo más dulce, y
también a la señora Bloom, que a veces se sentaba con ella en la cocina y le
ayudaba a mejorar su inglés, enseñándole nuevas palabras. El señor era un
hombre muy bueno que trabajaba mucho y quería muchísimo a su familia.
Gabriela esperaba encontrar algún día a un hombre para ella que se pareciera
al señor Bloom y tener una familia tan maravillosa como la suya.
Durante los primeros meses en Nueva York, vivió con Beatrice y su
familia en Jackson Heights, en Queens, compartiendo una habitación con su
sobrina. Pero una noche, en una fiesta, conoció a un mexicano llamado
Ángel. Era muy guapo y muy trabajador. Era camarero en un restaurante de
Manhattan, pero tenía grandes sueños: algún día quería abrir su propio
restaurante. La llevó a bailar al Village algunas veces, y sabía bailar el
mambo. Pronto empezaron a hacerlo todo juntos —a salir a todas horas, a ir a
Jones Beach o a quedarse sencillamente en el piso de Ángel—, y aquel
verano Gabriela se quedó embarazada. Él no quería casarse, lo que a ella no
le importó. Ángel era joven, sólo tenía veinte años, y ella sabía lo mucho que
se asustan los chicos jóvenes. Pensó que tendría el bebé y luego, en un par de
años, se casarían.
Pero cuando estaba a punto de tener a su hijo, Ángel desapareció. Al
principio Gabriela creyó que le había pasado algo malo; quizás estuviera
herido o lo que fuera. Los del restaurante le dijeron que no sabían dónde
estaba, que había dejado de ir a trabajar sin más explicaciones. Luego le pidió
al marido de Beatrice, Manny, que lo buscara, pero su cuñado no fue capaz
de encontrarlo por ninguna parte, así que Gabriela acabó llamando a la
policía. Le dijeron que lo más probable es que simplemente se hubiera
largado. Gabriela no se podía creer que Ángel le hiciera algo así, pero más
tarde, unos días antes de que tuviera que ir al hospital, Manny se enteró por
un amigo de Ángel de que éste estaba viviendo en el Bronx con una nueva
novia.
Gabriela tuvo a su bebé, una niña preciosa, Manuela, a la que llamó así
en honor a su abuela. Le preocupaba la dificultad de simultanear el trabajo y
el cuidado de su hija, pero los Bloom fueron muy amables, y dejaban que
tuviera a Manuela con ella en la casa todo el día. Los Bloom le consiguieron
más trabajo con otras familias del barrio, y al cabo de poco tiempo estaba
trabajando cinco días a la semana y ganando el dinero suficiente para
mudarse a su propio piso en Jackson Heights. Durante los años siguientes,
trabajó de lo lindo y consiguió ganarse la vida, pero era duro no tener a un
hombre en su vida y un padre para Manuela.
Cuando la pequeña estaba a punto de cumplir cinco años, Gabriela
conoció a Juan. Éste tenía cuarenta y dos años, su esposa había muerto de
cáncer y tenía dos hijos. No era un hombre muy guapo —era gordo y tenía
una gran narizota torcida—, pero era muy bueno y la quería, y siempre le
llevaba flores y le decía lo hermosa que era. Cuando le pidió que se casará
con él, ella aceptó.
La felicidad parecía completa; por fin tenía un buen hombre que cuidara
de ella y de su hija. Entonces, una mañana, mientras estaba trabajando en
casa de los Bloom, recibió una llamada telefónica de su hermana. Beatrice
gritaba como una histérica: «¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!», y entonces le
contó que un taxi había atropellado a Juan cuando cruzaba una calle en
Manhattan. La señora Bloom llevó a Gabriela al hospital, pero cuando
llegaron Juan ya había muerto.
Gabriela sabía que Juan había sido su verdadero amor y que jamás
encontraría a un hombre igual de bueno. La tristeza la embargó durante
mucho tiempo, y aunque los médicos le dieron una medicina para que
levantara el ánimo, le siguió costando levantarse de la cama. Siempre había
sido una mujer alegre y risueña a la que la gente le decía lo divertida que era,
pero después de lo que le había ocurrido a Juan, le pareció que ya no había
nada por lo que volver a reír. Algunos días no tenía ganas de ir a trabajar, así
que no iba, y muchas familias terminaron despidiéndola. Pero los Bloom
fueron muy considerados. Le enviaban flores, la llamaban todos los días para
ver cómo estaba y procuraban llevarla a los médicos y que se tomara su
medicina.
Aproximadamente un mes después de que Juan muriera, Gabriela pudo
al fin levantarse de la cama e ir a trabajar cada día, pero su ánimo ya no era el
mismo, y ya no se cuidaba como antes. Le traía sin cuidado la forma de
vestirse o el aspecto que tuviera su pelo, dejó de maquillarse y engordó
mucho. Si no se hubiera sentido tan triste y tan sola y tan a disgusto consigo
misma a todas horas, probablemente jamás habría querido estar con un
hombre como Carlos.
Le había conocido en el metro. Carlos estaba sentado a su lado y le
preguntó si quería un chicle. Ella lo rechazó educadamente, y él le dijo:
—Entonces, ¿qué te parece si vamos a comer?
A Gabriela no le pareció muy guapo, pero al menos le había hecho
sonreír, así que le dio su número de teléfono.
A la noche siguiente la llevó a un restaurante chino muy elegante, y
durante la velada le cogió de la mano y le dijo lo bonita y atractiva que le
parecía. Después de salir unas cuantas veces más, una noche lo acompañó a
su piso. Cuando estaban en la cama, Carlos le ofreció consumir un poco de
coca con él. Gabriela jamás había consumido drogas antes, pero estaba un
poco achispada y decidió probarla. La coca la hizo sentir bien y —durante un
ratito al menos— como si no tuviera ningún problema.
Empezaron a salir varias noches por semana. Carlos no tenía trabajo, y
ella sabía que probablemente era algo parecido a un delincuente, pero no le
quiso preguntar de dónde sacaba todo aquel dinero. Le alegraba que su
soledad se hubiera acabado, le encantaba que Carlos no parara de hacerle
regalos —joyas, ropa— y le gustaba tener a un hombre en su vida de nuevo.
Consumían coca de vez en cuando, y entonces una noche él le preguntó si
quería probar la heroína. Gabriela había visto las marcas que tenía en los
brazos y las piernas, así que sabía que a Carlos le gustaba chutarse, pero a
ella le daban miedo las agujas. Él, no obstante, siguió insistiendo.
—No tienes ni idea de lo bien que te hace sentir esta mierda, te va a
hacer volar —le dijo.
Así que la probó una vez, sólo para ver qué se sentía, y al cabo de un par
de semanas estaba enganchada.
Todo fue bien durante algún tiempo. Lo veía a todas horas, se colocaba
un montón y olvidaba toda la tragedia de su vida. Pero entonces empezó a ver
el lado malo de Carlos. Fue como si hubiera estado durmiendo desde que lo
conociera y de pronto se despertara y viera quién era realmente. Todo
empezó aquella noche en que estaban discutiendo por algo cuando estaban
colgados y sin previo aviso él le golpeó en la cara con fuerza. Ningún hombre
la había golpeado antes, y le pareció increíble que aquello le estuviera
ocurriendo a ella. No se lo pudo contar a nadie, siendo tanta la vergüenza que
sentía, y temiendo también que eso sólo provocara que Carlos le pegara aún
con más fuerza la próxima vez. Así que se inventó el cuento chino de que
Manuela le había dado con la puerta del baño en la cara. Y es que no podía
dejar a Carlos aunque quisiera, porque necesitaba la droga desesperadamente.
Él empezó a gritarle y a golpearla, y una noche le rompió un brazo. Tuvo que
inventarse otra historia para contarle a los Bloom y a las demás personas para
las que trabajaba, en esta ocasión que se había caído en la calle, pero sabía
que no podría seguir inventando mentiras indefinidamente. También era
consciente de que tenía que alejarse de Carlos, pero era incapaz de dejarlo por
más empeño que ponía en ello.
Entonces se puso enferma, con una fiebre muy alta y una terrible
erupción por todo el pecho y la espalda. Supo lo que pasaba, pero no quiso
creerlo. Fue a la iglesia y le pidió a Dios que no dejara que aquello le
sucediera a ella. «¡No me merezco esto, Dios mío! ¡No me lo merezco!», le
dijo a gritos. Luego acudió a una clínica, donde le dijeron que había contraído
el sida. Se pasó varios días llorando, incapaz de levantarse de la cama. Tenía
miedo de ponerse enferma y morir, pero también estaba furiosa consigo
misma por ser tan idiota, por creer que Carlos era una persona sana. Cuando
le dijo que estaba enferma, él siguió sin decirle la verdad, como era de
esperar, ¿no?, e insistió en que no estaba enfermo y en que debía de haber
contraído el sida con algún otro hombre. Entonces le pegó de nuevo, y ella le
dijo a gritos que se alejara y saliera de su vida para siempre.
Gabriela sabía que le había hecho una cosa tremenda a su hija, y
también que había destrozado su vida, y sintió deseos de suicidarse. Una
noche estuvo a punto de hacerlo. Tenía un frasco de pastillas, y escribió una
carta diciéndole a Manuela lo apenada que estaba y pidiéndole a Beatrice y a
Manny que por favor cuidaran bien a su hija. Se metió las pastillas en la boca,
y ya estaba a punto de tragárselas, cuando decidió que no podía hacerle
aquello a su hija, que suicidarse ahora sería aún peor. Todavía era joven y
saludable, y quizá, si se tomaba sus medicinas, podría vivir durante mucho
tiempo.
Al día siguiente acudió a la policía y denunció a Carlos por golpearla, y
el juez dictó una orden de alejamiento a su favor para que Carlos no pudiera
acercarse a ella ni a su hija nunca más. Luego envió a Manuela a casa de
Beatrice para que se quedara con ella y se fue a un centro de Long Island para
desintoxicarse. Al principio fue muy difícil, pero hizo caso de todo lo que le
decían y se desenganchó de las drogas para siempre. Volvió a su vida de
trabajar mucho a diario y de ayudar a Manuela con sus deberes, y decidió que
iba a ser así como viviría el resto de su vida: siendo la mejor madre que
pudiera.
Mantuvo en secreto lo de que estaba enferma de sida, ni siquiera se lo
dijo a su hija. No quería que pensara que su madre no era fuerte, que algún
día no estaría allí para ayudarla y le preocupaba que la gente para la que
trabajaba averiguara que estaba enferma, se asustara y quisiera despedirla. Se
dio buena maña en ocultárselo a los demás, incluida su propia familia, pero a
veces se hacía difícil, como cuando Beatrice le decía: «¿Qué te pasa,
Gabriela? ¿Por qué te quedas sola en casa todas las noches? ¿Es que no
quieres encontrar a un hombre?» Ella respondía que en ese momento no
quería a ningún hombre en su vida, que sólo deseaba estar a solas con su hija
y ser feliz.
Pero a veces se le hacía muy cuesta arriba la soledad, y entonces llamaba
a Carlos y le decía que se pasara a visitarla. Ambos estaban enfermos, y
aunque le odiaba por haberla contagiado y habérselo ocultado con tanta
insistencia, le parecía que era el único hombre con el que podría volver a
estar en su vida. Pero entonces empezaba a amenazarla gravemente y a
golpearla de nuevo, llegando incluso a pegar a Manuela en varias ocasiones,
y Gabriela le decía que saliera de su vida para siempre o que llamaría a la
policía. Luego se mantenía alejada de él durante uno o dos años, hasta que
empezaba a sentirse sola otra vez y a tener miedo, y se olvidaba de lo mal que
la había hecho sentir Carlos y del daño que le había hecho, y lo llamaba, y
todo empezaba de nuevo.
Gabriela tenía ya treinta y un años. Sabía que su vida no cambiaría
jamás, que la felicidad jamás sería permanente, pero los médicos le dijeron
que el sida evolucionaba bien y que viviría durante muchos, muchos años.
Manuela tenía once años, estaba en sexto grado y se estaba convirtiendo en
una jovencita preciosa. Gabriela le enseñó a mantenerse alejada de las drogas
y de los jóvenes sin escrúpulos, y a esperar a conocer algún día a quien la
tratara bien, como se merecía. Gabriela sólo quería que su hija tuviera una
vida buena y feliz; eso era lo único que le importaba.
Entonces, un día en que volvía a casa del trabajo en autobús, Beatrice la
llamó gritando y llorando. Aquello le hizo recordar aquel terrible día en que
había muerto Juan, y temió que le hubiera ocurrido algo malo a Manuela.
—¡Mi hija no! —gritó Gabriela—. ¡Mi hija no! ¡Mi hija no! —Tanto
gritó que todos la miraron y el conductor incluso detuvo el autobús.
Gracias a Dios, Beatrice no la llamaba por Manuela, aunque la cosa
seguía siendo grave. Se trataba de su padre, que vivía en Quito. Estaba muy
enfermo y necesitaba un riñón nuevo, de lo contrario moriría, aunque los
médicos decían que estaba demasiado enfermo para conseguir un riñón nuevo
del hospital, así que la única manera sería que compraran uno en el mercado
negro.
—¿Cuánto necesitan? —preguntó Gabriela, llorando.
—Doce mil dólares —le respondió su hermana—. Es un disparate de
dinero. ¿Qué vamos a hacer?
Gabriela no tenía dinero para enviarles. El dinero que ganaba limpiando
casas le llegaba justo para pagar el alquiler, las facturas y la comida; a veces
ni siquiera tenía dinero para comprarle ropa nueva a Manuela.
—¿Cuánto dinero tienes? —le preguntó a su hermana.
—Sólo tenemos dos mil dólares en el banco —dijo Beatrice—, y lo
necesitamos para pagar el alquiler y las facturas.
Gabriela no tenía ni idea de qué hacer. Doce mil dólares era más dinero
que el que había visto en su vida.
Cuando regresó a su piso, llamó a casa de sus padres y le entristeció oír
a su madre llorar y a su padre tan triste, y se sintió fatal, sabiendo que no
había nadie que pudiera hacer algo para ayudarlo. No podían hacer otra cosa
que dejarlo morir.
—¿Cuánto tiempo le queda a papi[1]? —preguntó a su madre.
—Si los médicos no hacen nada, puede que un mes o dos —le respondió
—. No lo saben.
Gabriela pasó llorando la mayor parte de los siguientes días. Con
Beatrice empezaron a planear viajar a Ecuador para estar con su padre por
última vez. Querían ir con todos sus familiares, pero no tenían dinero para los
billetes de avión.
Todo parecía demasiado adverso, y ella no sabía qué hacer. Entonces,
una mañana que estaba limpiando en casa de los Bloom, vio un trozo
pequeño de papel en un cajón del comedor. El papel tenía escrito unos
números, y encima vio las palabras: CÓDIGO DE LA NUEVA ALARMA.
La señora Bloom estaba en casa, en el piso de arriba, y Gabriela oyó
pasos en el pasillo. Sin pensar siquiera en lo que hacía, se metió el papel en el
bolsillo del delantal.
Más tarde, ya en casa, se sintió fatal. Ni siquiera sabía por qué había
cogido el papel, porque habiendo sido los Bloom tan buenos con ella era
imposible que pudiera robarles alguna vez.
Luego, en plena noche, se despertó y pensó: ¿Y si le doy el código a
Carlos? Ella no le preguntaba de dónde sacaba el dinero, pero sabía que
probablemente supiera robar en las casas. Y si él les robaba, no sería lo
mismo que si les robaba ella. No quería hacerles nada malo a los Bloom, pero
tampoco quería que su papi muriera, y no sabía qué otra cosa hacer.
Llamó a Carlos y le dijo que se pasara a verla.
Después de contarle lo del código, él le preguntó:
—¿Tienes llave de la casa?
Gabriela ni siquiera había pensado en ello. Estaba tan preocupada por su
papi y por conseguir dinero que no había pensado en nada más.
—No, pero la puedo conseguir —respondió.
Al día siguiente, en casa de los Bloom, cogió las llaves del cajón de la
cocina cuando salió a comer, y fue a un cerrajero. Se enteró entonces de que
no podía copiar las llaves de la puerta principal, porque eran de una cerradura
especial que no podían duplicarse sin presentar una especie de tarjeta.
Pensó que ahí se acababa todo, que su papi moriría, pero entonces el
cerrajero le dijo que podía hacer una copia de las llaves de la puerta posterior.
Aquello estaba bien, incluso quizá mejor, porque estaba más oscuro en la
parte trasera y no habría nadie mirando.
Todo parecía estar saliendo bien, aunque no por mucho tiempo. Cuando
regresó a casa de los Bloom recordó que Carlos seguía teniendo el papel con
el código. Había estado tan enfrascada en la conversación con él, y luego
pensando en las llaves, que se había olvidado de pedirle que le devolviera el
papel.
Cuando la señora Bloom salió a hacer algo, llamó a Carlos y le pidió que
después le llevara el papel a su piso.
—Demasiado tarde —dijo él—. Lo tiré a la basura.
—¿Por qué hiciste eso? Tenía que volver a dejarlo en el cajón.
Una vez más Gabriela tuvo el pálpito de que el plan no funcionaría. No
podrían robar la casa, y su papi moriría.
—Creí que el papel era tuyo —se justificó Carlos—. Pensé que habías
anotado el número. Y que por eso me lo dabas.
Gabriela empezó a llorar.
—¿Por qué tuviste que tirarlo, Carlos? ¿Por qué tuviste que hacerlo?
—No quería andar por ahí con el código de la alarma de la casa que voy
a robar en el bolsillo. Así que me lo aprendí de memoria, y ahora lo tengo
todo en la cabeza.
—¿Dónde lo tiraste? —le preguntó Gabriela—. Tal vez siga allí.
—No me acuerdo —respondió él—, cerca del metro o vete tú a saber
dónde. Probablemente ya lo haya recogido el barrendero.
—Se acabó —dijo Gabriela, llorando—. Nos vamos a tener que olvidar
de todo el asunto ya.
Carlos se echó a reír.
—Caray, tienes que dejar de preocuparte por todo, joder. Deja que sea
yo quien me preocupe, ¿de acuerdo, nena?
—Pero si descubren que el papel ha desaparecido, sabrán que lo cogí yo.
—¿Por qué van a saberlo? Utiliza la cabeza, nena. ¿Sabes la cantidad de
gente que probablemente entre en su casa? En una gran casa como esa casi
seguro que tienen gente entrando y saliendo todo el día.
Eso era cierto, pensó Gabriela. Unos hombres estaban pintando el baño
de abajo y estaban en la casa todo el día, y a veces el fontanero y el
electricista también aparecían por allí, ¿y qué decir de todos los amigos de
Marissa? ¿Por qué habrían de pensar los Bloom que cogería ella el código,
después de los años que llevaba trabajando allí y de la confianza que tenían
en ella? Incluso pensó que no devolver el papel quizás estuviera bien, porque
así casi seguro que pensarían que debía de haberlo cogido algún extraño.
No sabía si esto tenía realmente lógica o sólo quería que la tuviera, pero
de todas formas la hizo sentir mejor.
Aquella noche ella y Carlos hablaron del resto del plan. Los Bloom se
iban a marchar a Florida el martes siguiente, los tres, así que ese sería un
buen momento para robar en la casa. Gabriela sabía donde guardaban todas
sus cosas de valor, los anillos y las joyas. Después de que Carlos lo robara
todo, lo iría a vender a un perista.
—¿Y el perista es de confianza? —preguntó ella.
—Carajo, sí —replicó Carlos—. Mi colega Freddy es formidable, lo
conozco de toda la vida, y también nos hará un buen precio. Un tercio de lo
que valga el botín.
—Y entonces me darás la mitad del dinero, ¿vale?
—Ni hablar, lo vamos a dividir en tres partes.
—¿Tres? —Gabriela no sabía de qué le estaba hablando—. ¿Cómo que
tres? Yo y tú somos dos, no tres.
—¿Me tomas por loco? —le retrucó Carlos—. No voy a ir a robar la
casa solo. Así es como te trincan y acabas de nuevo en la cárcel, joder. No
voy a entrar allí sin apoyo.
A Gabriela no le gustó cómo sonaba aquello. Ya se estaba sintiendo fatal
por robar a los Bloom, que habían sido tan buenos con ella. Pero aquello
había parecido mejor cuando sólo eran ella y Carlos, porque a él lo conocía, y
aunque le hubiera contagiado, le parecía que podía confiar en él. Pero no le
gustaba confiar en otro hombre al que ni siquiera conocía.
—¿Quién es? —preguntó.
—No tienes que conocerle —le respondió él—. Si aparece la policía,
mejor que sea así. Uno no puede hablar de lo que no sabe.
A Gabriela siguió sin gustarle el plan, pero sabía que nada de lo que
dijera iba a hacerle cambiar de idea.
—Me da igual lo que hagas —acabó diciendo—, mientras consigas el
dinero para mi papi.
El día del robo, Gabriela tenía que ir a trabajar a casa de los Seidler, otra
familia de Forest Hills. Carlos no quería que lo llamara en todo el día y ni
siquiera después.
—No hagas ninguna estupidez, sólo siéntate junto al teléfono y espera a
que te llame. La pasma rastrea las llamadas, joder. No queremos que vean
que hemos estado hablando el día en que la casa ha sido robada.
¿Comprendes? —Le había dicho.
No hablar parecía lo correcto, aunque se le hizo duro estar trabajando
todo el día sin dejar de darle vueltas en la cabeza a un montón de preguntas y
preocupaciones.
Después, llegó a casa, cenó con Manuela y llamó a sus padres al hospital
de Ecuador. Su madre le dijo que papi no se encontraba muy bien, y luego la
puso al teléfono con él. Gabriela comprendió por su voz lo enfermo que
estaba. No se parecía al papi que ella conocía. No paró de decirle que
resistiera, que iba a conseguirle el dinero muy pronto. Su padre le dijo que no
se preocupara, que se iba a poner muy bien, pero ella percibió la mentira en
su voz. Así era su papi, siempre queriendo mostrarse fuerte.
Manuela también habló con su abuelo, y después, llorando, le dijo a
Gabriela:
—¿Por qué le has dicho que ibas a conseguir el dinero enseguida? ¿De
dónde lo vas a sacar?
Gabriela abrazó a su hija.
—Dios va a hacer que lo consigamos. Ya verás.
A eso de las once Manuela dormía y Gabriela estaba sola, esperando a
que Carlos la llamara, aunque se suponía que no tenían que robar la casa
hasta pasada la medianoche, como a las dos de la madrugada. No sabía
cuánto iban a tardar en hacer el robo, pero le parecía que no debía de llevarles
demasiado tiempo. Puede que para las tres ya hubieran acabado, pero luego
¿cuánto tiempo pasaría antes de que Carlos la llamara? Conociéndolo, querría
colocarse después de dar el golpe. Gabriela lamentó no tener algo de heroína
en ese momento; en otro tiempo aquella cosa la tranquilizaba.
Intentó ver la televisión, pero estaba demasiado nerviosa, así que se pasó
toda la noche dando vueltas de aquí para allá por el salón. Jamás había visto a
un reloj moverse con tanta lentitud. Pareció pasar una eternidad hasta que
llegó la medianoche, y luego la una, y las dos llegaron aún con más lentitud.
Pero por fin llegó la hora; la casa estaba siendo robada, y pronto, con un poco
de suerte al día siguiente, tendría el dinero, su papi sería operado y todo
saldría bien.
El único problema era que tenía una terrible sensación de vacío en el
estómago, como si algo no fuera a salir bien. No paraba de decirse: No
pienses en eso. Es una estupidez. Nada va a salir mal. Cogerán el anillo y el
collar y todas las joyas y las venderán, y pronto tendrás el dinero para papi.
Se decía esto una y otra vez, pero no acababa de creérselo. La sensación
desagradable seguía allí; y no iba a desaparecer, claro.
A las tres y media, sabía que todo debería haber acabado ya. Que debían
de estar fuera de la casa, de vuelta en la de Carlos o donde fuera. Entonces,
¿cómo es que no la llamaba? Le había dicho que iría a una cabina telefónica
después de robar la casa y que la llamaría con una tarjeta de prepago para que
la policía no pudiera relacionarlos por la llamada. Tal vez no hubiera tenido
oportunidad de telefonearla todavía; quizá sólo se estuviera asegurando de
que estaban a salvo y todo iba bien; y luego la llamaría.
Pero cuando dieron las cuatro, Gabriela no se creyó que Carlos se
hubiera olvidado de telefonear. Él y su amigo la estaban timando. No iban a
dividir el dinero en tres partes. No había sido más que otra de las engañifas
de Carlos. Iban a hacer dos partes, y una de ellas no iba a ser la suya. No
sabía cómo había sido tan idiota de confiar en un hombre que ya le había
mentido tanto, que le había contagiado una enfermedad tan grave y
destrozado la vida.
Estuvo varias veces en un tris de llamarle al móvil, pero en cada ocasión
se contuvo en el último segundo. Sabía que si Carlos iba a robarle su parte no
contestaría al teléfono cuando llamara, y por otro lado seguía teniendo
esperanzas de estar equivocada, de que hubiera ocurrido algo, como que él no
hubiera tenido oportunidad de llegar todavía a un teléfono para llamarla, y de
que todo acabara bien.
Más tarde, a las cinco de la mañana, seguía en el salón esperando a que
sonara el teléfono, cuando apareció Manuela.
—Mami, ¿pasa algo?
—Sólo que estaba preocupada por tu abuelo.
—Creía que dijiste que Dios iba a salvarlo.
—Ya no lo sé, cariño —dijo Gabriela—. Puede que Dios esté hoy muy
ocupado.
Le dio un beso y se puso a prepararle el desayuno y la comida, para que
se la llevara luego al colegio. Estaba muy agradecida por tener una hija tan
hermosa, y sabía que si no fuera por su Manuela probablemente se habría
suicidado hacía mucho tiempo.
Su hija volvió a la cama, y ella encendió el televisor sólo para tener la
mente ocupada. Vio un rato Cada día en Telemundo y luego cambió a una
emisora de noticias en inglés, confiando en averiguar algo sobre el robo. Lo
cierto es que no pensaba que fuera a haber nada al respecto en la televisión,
sólo que se estaba volviendo loca, así que no se lo podía creer cuando vio a la
periodista delante de la casa de los Bloom.
Le costó comprender qué estaba sucediendo. No porque su inglés no
fuera lo bastante bueno —no lo hablaba con fluidez, pero por lo general
comprendía la mayor parte de las noticias que daban en la televisión—, sino
porque no creía que un robo en una casa fuera una noticia tan importante para
salir en los informativos de la televisión; carecía de lógica, sencillamente.
Pero entonces oyó lo que estaba diciendo la mujer acerca de que uno de los
hombres que había entrado en la casa había resultado muerto por los disparos
efectuados por Adam Bloom. El mismo señor Bloom apareció en la
televisión, explicando los motivos que le habían llevado a utilizar su arma.
Gabriela seguía sin poder creérselo; pensó que debía de estar dormida y que
tenía una pesadilla. Entonces oyó lo que decía la periodista.
—La policía ha identificado al muerto como Carlos Sánchez, de treinta y
seis años y residente en Queens.
Permaneció sentada en el sofá mucho tiempo mirando de hito en hito el
televisor; no sabía si durante segundos, minutos u horas. Por fin pudo pensar.
No se explicaba cómo podía haber ocurrido. Se suponía que los Bloom
estaban de viaje; se suponía que la casa tenía que estar vacía. ¿Y por qué el
señor Bloom había disparado a Carlos? Gabriela sabía que tenía una pistola
—la había visto en el armario empotrado del dormitorio mientras limpiaba, e
incluso a veces el señor Bloom la había dejado fuera, sobre la mesita que
había junto a la cama—, pero no era capaz de imaginarse a aquella clase de
hombre matando a alguien, por más que su casa estuviera siendo robada.
Simplemente no tenía lógica.
Entonces cayó en la cuenta del verdadero significado de aquello, y
empezó a llorar como si estuviera en un funeral, pero no estaba llorando por
Carlos. Últimamente no iba demasiado a la iglesia, aunque seguía creyendo
en Jesucristo y en que incluso las malas personas como Carlos tenían algo
bueno en alguna parte de su interior. Pero seguía sin poder lamentar que
estuviera muerto, lo que era comprensible con todas las cosas malas que le
había hecho. Por lo que estaba llorando era por su papi. Carlos no era el único
hombre al que el señor Bloom había matado con su arma, porque ahora su
papi también iba a morir.
Seguía sentada en el sofá, llorando, cuando llamó Beatrice.
—¿Te has enterado de lo que ha ocurrido en casa de los Bloom esta
noche? —Beatrice le dijo que estaba en Forest Hills, trabajando en otra casa,
y que todos hablaban del asunto.
—Sí, lo he visto en las noticias.
—Dicen que el tipo que mataron se llama Carlos, Carlos Sánchez. No es
tu antiguo novio, ¿verdad?
—No le digas a nadie que lo sabes —le rogó Gabriela—. Por favor.
—¿Por qué? —preguntó su hermana—. ¿Qué sucede?
—Nada —respondió Gabriela—. Es que no quiero que aparezca la
policía haciéndome preguntas, cuando estoy tan preocupada por papi.
—¿Te encuentras bien? —insistió—. No se te oye bien. Me estás
preocupando.
—Estoy bien —contestó Gabriela, llorando—. Pero por favor, por favor
te lo pido, no le digas nada a la policía. Te lo suplico.
Estaba asustada, aún más que cuando se enteró de que tenía el sida. Al
menos para la enfermedad podía tomar medicinas, pero no se le ocurría nada
para arreglar aquello. Había mucha gente que sabía que Carlos era su ex
novio. Los Bloom y las demás personas para las que trabajaba no lo sabían
porque no había querido que se enterasen de lo de las drogas y el sida, pero
Beatrice y toda su familia lo sabían, y Manuela lo sabía, y los vecinos de su
casa lo sabían. ¿Y qué pasaba con todas las veces que había hablado con
Carlos por el móvil en las dos últimas semanas? Era imposible que la policía
no lo averiguara.
Estaba pensando de nuevo en suicidarse; podía saltar desde un puente o
ingerir pastillas. Lo de las pastillas sería muy fácil. Tenía un frasco entero de
somníferos, y se las podía tomar todas de golpe y morir rápidamente.
Probablemente también sería mejor para Manuela que estuviera muerta; no le
iba a reportar ningún beneficio tener a una madre en la cárcel. Beatrice la
criaría bien y le daría una vida feliz.
A las siete y media, después de que Manuela se marchó al colegio,
Gabriela sacó los somníferos del botiquín. Tenía pensado enviar un mensaje
de texto a su hermana, para decirle lo que iba a hacer y que fuera ella la que
descubriera su cuerpo y no Manuela. Lo único que esperaba era morir antes
de que Beatrice llegara a su piso. Lo peor sería despertarse viva en la cama de
algún hospital.
Se disponía ya a escribir el mensaje de texto cuando sonó el timbre.
Miró por la mirilla y vio a un hombre de pelo oscuro.
—¿Quién es? —preguntó.
—Policía —contestó el hombre.
Se quedó sorprendida. Sabía que aparecerían, pero nunca pensó que lo
hicieran con tanta rapidez. Iba a cerrar con llave la puerta y tomarse las
pastillas, pero tuvo miedo de que el policía echara la puerta abajo, llamara a
una ambulancia y la salvara.
Abrió la puerta, esperando poder convencerlo para que se fuera y que
pudiera tener la oportunidad de suicidarse.
—¿Sí?
—¿Es usted Gabriela?
El hombre llevaba una cazadora de piel y unas gafas de sol oscuras. No
parecía un policía.
—Sí —respondió. No recordaba haber estado nunca tan asustada.
El tipo se llevó la mano al bolsillo interior de la cazadora para buscar
algo. Gabriela pensó que vería una placa, pero fue una pistola. Miró por el
negro agujero del arma y vio la cara de su pobre papi.
1. En español, en el original. En lo sucesivo, en los casos similares
evitaremos la nota. (N. del T.)
6
¡No veo el momento! Tengo que salir de esta puñetera casa de locos
Antes del robo y el tiroteo, Dana Bloom pensaba que había vuelto a tomar el
control de su vida. Le había dicho a Tony que quería poner fin a la aventura
entre ambos y, aunque él no se lo tomó muy bien, y a ella también le resultó
difícil separarse, había conseguido estar tres días sin mantener ningún
contacto con él. Se sentía como si hubiera logrado superar lo más difícil y
estuviera preparada para olvidar los cuatro últimos meses con Tony y volver
a dedicarse a su matrimonio.
Pero ahora, de pronto, todo volvía a desbaratarse, y todo por culpa de
aquella estúpida pistola. No tenía ni idea de por qué Adam había disparado a
aquel tipo —¿por qué no podía haberle hecho caso al menos una vez en su
vida?—, y ahora Gabriela estaba muerta y ella no podía evitar pensar que eso
también era culpa de Adam. Que no asumiera ninguna responsabilidad ni
admitiera ninguna culpa por nada de lo que había hecho, la enfurecía por
encima de todas las cosas. ¿Por qué le resultaba tan difícil decir «lo siento»?
Después de que el detective Clements se marchara, Dana se sintió
completamente desamparada. No sólo no podía hacerse comprender por su
marido, sino que tenía la sensación de que la policía no podría protegerles y
no se sentía segura en su propia casa.
Iban por el pasillo y pasaron junto a la habitación de Marissa, —que
estaba dentro poniendo en su estéreo cierta música espantosa a toda pastilla
otra vez—, y Dana estaba diciendo:
—Vámonos a Florida, salgamos de esta casa unos cuantos días, o una
semana, o el tiempo que sea.
Adam, dirigiéndose al dormitorio, respondió:
—Eso es absurdo. No voy a huir.
Dana fue tras él.
—No me llames absurda.
—No te estoy llamando absurda. Estoy diciendo que huir es absurdo.
—¿Quién está hablando de huir? Sólo digo que me sentiría mucho más
segura si no estuviéramos aquí, en esta casa, mientras ese asesino anda suelto,
nada más.
—¿Qué asesino? —preguntó él—. Piensa en lo que dices. Eso no tiene
ninguna lógica.
—¿Qué es lo que no tiene ninguna lógica? ¿En qué planeta vives?
Gabriela ha sido asesinada y...
—Eso no tiene absolutamente nada que ver con nosotros. —Estaba
levantando la voz para no dejarla hablar. Dana detestaba que hiciera eso; era
tan humillante e irrespetuoso—. Te estás inventando historias para tratar de
asustarte —añadió su marido, que se apartó de ella y empezó a ponerse el
chándal. Otra cosa que odiaba: que le diera la espalda.
—No me puedo creer lo que oigo —replicó ella—. De verdad que es
imposible ser más tozudo. Lo estás haciendo sólo para provocarme.
—¿Y por qué habría de querer hacer eso?
—Porque te gusta, te gusta provocarme. Te gusta ver cómo reacciono
cuando lo haces.
—Eso es, por fin has hecho que lo entienda, muy bien. Así que hoy me
he despertado y me he dicho: ¿Sabes qué? Creo que hoy provocaré a mi
esposa. Será divertidísimo.
—Eso es exactamente lo que haces.
—Oh, por todos los diablos, para ya. Tu problema es que te niegas a ver
las cosas de otra manera. Tú lo sabes todo. Tú tienes todas las respuestas.
Incluso sabes más que la policía, según parece. A propósito, me sigue
encantando eso de retar a la policía de Nueva York. Fue simplemente genial.
—Lo estás haciendo otra vez —dijo Dana.
—¿El qué?
—Retorciendo todo lo que digo y convirtiéndolo en otra cosa, en lugar
de hacerme caso.
—Te haré caso si empiezas a hablar con lógica.
Estaba tan furiosa con él que ya ni siquiera era capaz de recordar sobre
qué estaban discutiendo. Tardó unos segundos en recordarlo. Y entonces dijo:
—Bueno, ¿y si tengo razón? ¿Y si está todo relacionado? ¿Y si
quienquiera que matara a Gabriela vuelve aquí e intenta entrar a la fuerza en
nuestra casa?
—Nunca lo conseguiría.
—¿Y si lo consigue? ¿Qué vas a hacer entonces? ¿Sacarás tu pistola de
nuevo? ¿Le dispararás?
—Si entra a robar en nuestra casa y se dirige al piso de arriba en la
oscuridad, sí. Le dispararé.
Se lo quedó mirando de hito en hito, boquiabierta, con las manos en la
cadera.
—¿Quién narices eres? —preguntó ella—. Me parece que ya no te
conozco.
—No seas tan melodramática.
—¿Disparas a un individuo y de pronto te crees un tipo duro, una
especie de matón de la mafia? Con ese comportamiento tan racional, tan frío.
No estás asustado, y no vas a huir, te limitarás a seguir disparando a la gente
con tu pistola..., tu pistola nos mantendrá a todos sanos y salvos.
Adam sacudió la cabeza.
—Me voy al gimnasio —anunció, y se marchó.
Era tan propio de él, marcharse sin más de la habitación en medio de una
discusión, dejando todo sin resolver y dejándola a ella reprimida y frustrada.
Era tan controlador, tan manipulador, y Dana sabía muy bien por qué lo
estaba haciendo: para provocarla. Ella se quejaba de eso permanentemente
cuando asistían a la terapia matrimonial, pero de todas formas él seguía
haciéndolo. Si eso no era un indicio de que ella le traía sin cuidado, ¿qué lo
era?
Pasado un rato desde que Adam se marchara, oyó que Marissa bajaba las
escaleras, y la puerta volvió a cerrarse de un portazo. Estaba sola en casa, y se
«sentía» sola. Sólo deseaba un apoyo emocional en un momento difícil; ¿era
pedir demasiado? Las cosas iban a empeorar, lo sabía, sabía que iban a
empeorar, y nadie iba a poder ayudarla, ni la policía, ni siquiera su propio
marido.
Entonces hizo algo que sabía que lamentaría; sacó el móvil del bolso y
llamó a Tony.
—Es tan fabuloso oír tu voz, cariño. Te echaba muchísimo de menos —
le dijo él cuando atendió la llamada.
¿Qué puñetas estoy haciendo?, pensó Dana. Quiso colgar —sabía que
eso era lo correcto, que aquello no iba a resolver nada, que de hecho iba a
hacer que las cosas se complicaran aún más—, pero se oyó decir débilmente:
—Yo también te echaba mucho de menos.
—He estado esperando que me llamaras —dijo él—. ¿Dónde estás?
A Dana le entraron unas ganas locas de sentir el cuerpo de Tony contra
el suyo. Deseaba sentirlo dentro de ella.
—¿Cuándo sales? —le preguntó.
—Cuando tú me digas que salga.
Si cualquier otro hombre le hubiera dicho eso, habría supuesto que
estaba haciendo un mal chiste[4], pero sabía que incluso un mal chiste estaba
fuera del alcance de Tony. Generalmente era difícil mantener una
conversación con él que no versara sobre culturismo, suplementos proteínicos
o sexo. No es que Dana tuviera algún inconveniente con eso, sobre todo en lo
tocante al sexo. Estaba interesada en Tony por el sexo y sólo por el sexo, y se
lo había dejado muy claro.
Acordaron reunirse a las cuatro en casa de él. Dana no quería verse
obligada a ver a Adam de nuevo cuando éste volviera del gimnasio, así que se
marchó pronto de casa y mató el tiempo en el Starbucks que había a pocas
manzanas de la casa de su amante. Iba vestida de manera informal, vaqueros
y un jersey de cuello de cisne negro, pero debajo llevaba un erótico body de
raso rosa de Victoria’s Secret. A Adam no le gustaba la lencería —en una
ocasión se había puesto ropa interior muy erótica para irse a la cama, y
aunque parezca mentira, él le había dicho que estaba ridícula con ella; una
manera como otra cualquiera de hacer que una mujer se sintiera estupenda
consigo misma—, pero a Tony siempre le ponía cachondo.
Mientras se dirigía a su casa, trató de disuadirse de ir. Sabía que estaba
poniendo en peligro su matrimonio, ¿y de verdad quería engañar más a Tony
de lo que ya lo había hecho? Aunque le había dicho muchas veces que no
tenían futuro juntos, que no tenía ninguna intención de dejar jamás a Adam
por él, cuando él le decía cosas como: «¿No sería fantástico que viviéramos
juntos?» o «Imagina que esto pudiera durar eternamente», a Dana le parecía
que no conseguía que la comprendiera lo más mínimo.
Le seguía costando creer que se hubiera metido en aquella situación.
Durante todos los años con Adam, incluso cuando las cosas no habían ido
bien, jamás había pensando en engañarlo. Había visto en su barrio familias
destruidas a causa de las aventuras amorosas, y se imaginaba haciéndose
vieja con Adam, para bien o para mal.
Pero había tenido oportunidades para ser infiel. El señor Sorrentino, el
profesor de ciencias de quinto grado de Marissa, había coqueteado con ella en
las reuniones de padres y profesores, y hacía unos años, Scott Goldbert, un
antiguo noviete de la Universidad de Albany, se puso en contacto con ella. Se
había divorciado recientemente e iba a ir a la ciudad por motivos de negocios,
le había dicho, y le preguntó si quería que se reunieran en el bar de su hotel
para tomar una copa. Dana se había inventado una excusa para no ir. De vez
en cuando, surgían nuevas oportunidades, pero en cuanto percibía que un tipo
le tiraba los tejos, siempre mantenía las distancias y le hacía saber que estaba
casada y nada interesada en el lance.
Pero a lo largo de los últimos años había ido cambiando de actitud
gradualmente. En parte, tenía que admitirlo, puede que hubiera tenido que ver
con el síndrome del nido vacío. Cuando Marissa se marchó a la universidad, a
Dana y Adam les quedó más tiempo para estar juntos, aunque a ella le costó
lo suyo cambiar el chip y volver a convertirse sólo en esposa, en lugar de
esposa y madre. Le costó recordar entonces qué era lo que le había gustado
de Adam, recordar las cosas de las que solían hablar, y lo cierto es que
acabaron pasando menos tiempo juntos que nunca. Su marido siempre
parecía estar absorto en el trabajo, y ella empezó a darse cuenta de lo sola que
estaba. Durante años había defendido su vida como madre «sin trabajo fuera
de casa» —se negaba a utilizar la palabra «ama de casa»—, diciéndole a sus
amigas que trabajaban: «Me encanta no hacer nada», aunque en secreto
lamentaba no haber vuelto a tener un trabajo desde hacía años y envidiaba a
sus amigas con una profesión. Se aburría en casa, y cada vez se le hacía más
difícil llenar sus días. El año anterior había empezado con los primeros
síntomas de la menopausia, así que tenía que vérselas con altibajos
emocionales, y durante algún tiempo había estado a base de Prozac para lo
que su psiquiatra había denominado «depresión menor». Cuando Marissa
terminó la carrera y decidió volver a casa, Dana se puso como unas
castañuelas. Las cosas estaban tirantes con Adam, y era agradable volver a
tener a su hija con ella.
Más o menos en la época en que Marissa regresó a casa, Tony empezó a
trabajar como monitor en el New York Sports Club. Era muy simpático, y
coqueteó con Dana desde el principio, sonriéndole a todas horas, saludándola
siempre, acercándose cuando estaba utilizando las máquinas para decirle
cosas como: «Tienes que hacer alguna extensión más», o comentándole con
una sonrisa al pasar por su lado: «Hoy tienes un aspecto sensacional». Dana
pensó que sólo estaba siendo amable, y que tras aquello no había nada más,
pero tuvo que admitirlo: oír aquellos cumplidos le acariciaba el ego, sobre
todo proviniendo de un veinteañero. Para ser una mujer de cuarenta y siete
años que no había trabajado en su vida, tenía buen aspecto. Era delgada,
todavía con unas piernas bonitas, y aunque a veces se sentía un poco
acomplejada por las arrugas que le rodeaban los ojos y la boca, la mayoría de
las personas que conocía pensaban que acababa de cumplir los cuarenta o
incluso que todavía no los había cumplido. Pero habían pasado muchos años
desde la última vez que un hombre le había prestado alguna atención. Cuando
era más joven y pasaba por un solar en construcción, los obreros le silbaban y
hacían comentarios obscenos; sí, entonces le había parecido acoso sexual,
pero ahora echaba de menos despertar el interés de los hombres, incluso el de
esa clase. Cómo le gustaba, cuando estaba utilizando la StairMaster elíptica y
miraba en el espejo que tenía delante, ver a Tony examinándole el culo y
luego apartar rápidamente la vista cuando sus miradas se encontraban.
Lo más atractivo que tenía Tony era que se sentía atraído por ella. No
era mal parecido —tenía una mofletuda cara italiana que era una monada—,
pero su interés en ella, la manera en que hacía que se sintiera un objeto sexual
joven, resultaba irresistible. ¿Cuándo había sido la última vez que Adam le
había dicho que estaba guapa, o prestado alguna atención como se la prestaba
Tony? Le parecía que su marido no la valoraba, y la mitad de las veces ni la
escuchaba. Ya le podía estar contando cualquier cosa que hubiera ocurrido
durante el día, o algo interesante que hubiera leído en el periódico o visto en
la televisión, que Dana veía su errática mirada y sabía que, aunque estuviera
respondiéndole, diciendo: «¿De verdad?» o «Muy bien», estaba pensando en
otra cosa y le importaba un carajo todo lo relacionado con ella. Así que
empezó a estar impaciente por ir al gimnasio y ver a Tony, pues anhelaba sus
lisonjeros comentarios y lo que sentía cada vez que él le sonreía.
Entonces, un día que estaba en la esterilla de ejercicios haciendo
estiramientos, Tony se acercó y le preguntó si había perdido algo de peso. En
realidad había engordado algunos kilitos, pero dijo: «No, sigo pesando lo
mismo», a lo que él respondió: «Bueno, pues tienes un aspecto sensacional».
Reparó en que los ojos de Tony descendían momentáneamente hacia sus
pechos —le encantó que hiciera eso, y se alegró de llevar aquel nuevo
sujetador de ejercicios con un refuerzo fantástico—, y entonces él le dijo:
«Oye, salgo a las siete, ¿te apetece tomar un café o lo que sea?» Dana no
tenía ningún plan —Adam le había dicho que estaría en la ciudad atendiendo
pacientes y que no regresaría hasta tarde—, pero respondió: «Lo siento, no
puedo».
Era lo correcto. Tony era una bonita fantasía, pero así era como tenía
ella que mantenerlo: como una fantasía.
Pero a la siguiente ocasión, días más tarde, en que Tony le sugirió ir a
tomar una café, aceptó.
Sin saber cómo, el café acabó convirtiéndose en una copa en un bar
cercano. Como ella había supuesto, no tenían absolutamente ningún tema
sobre el que hablar, pero le encantó la manera en que la miraba, como si fuera
la mujer más bella que hubiera visto en su vida —de hecho, le dijo: «Eres la
mujer más hermosa que he visto en mi vida»—, y Dana deseó que la besara.
A la segunda ronda de margaritas, Tony le preguntó si era feliz en su
matrimonio, y ella respondió: «Hemos tenido algunos problemas», dejando la
puerta abierta intencionadamente, deseando mantener aquel devaneo o lo que
quisiera que fuera a ser, encantada de cómo la hacía sentir y aterrorizada ante
la perspectiva de ceder. Hubo un largo momento en que se miraron a los ojos,
y vio que los de Tony bajaban ligeramente hacia sus labios. Consultó la hora
en el móvil y dijo: «De verdad, tengo que...», y él alargó la mano y le sujetó
la suya —¿cuándo había sido la última vez que un hombre, aparte de su
marido, le había cogido la mano de manera romántica?—, diciendo: «Ven a
mi casa». Le respondió que se sentía tremendamente halagada, pero que no
podía, insistió en pagar las copas y se marchó.
Aquella noche apenas pudo dormir. Cayó en la cuenta entonces de lo
infeliz que había llegado a ser en casa, y no pudo dejar de pensar en Tony y
de lamentar no haberle acompañado a su casa. Fantaseó con la idea de que
hicieran ciertas cosas, hasta que ya no pudo soportarlo más y tuvo que
meterse en el cuarto de invitados y echar mano de su juguete sexual.
Al día siguiente Adam le dijo que se quedaría trabajando hasta tarde otra
vez, y Dana llegó al gimnasio alrededor de las cuatro y cuarto, teniendo
presente que Tony le había dicho que saldría de trabajar a las cinco. Mientras
se ejercitaba en la StairMaster elíptica, miró en el espejo y vio que Tony se
distraía varias veces mirándole el culo, mientras entrenaba a una cliente.
A las cinco se acercó a él y le dijo:
—¿Sigue en pie esa oferta?
Como unos diez minutos después, estaban en casa de Tony follando
contra la pared, y luego en el suelo del salón. Fue, con diferencia, la relación
sexual más erótica y salvaje que había tenido en toda su vida. Por Dios,
habían transcurrido más de veinte años desde la última vez que había follado
en otro sitio que no fuera una cama. Nunca había estado con un tío tan fuerte,
tan poderoso, y era estupendo sentir sus fuertes manos inmovilizándola
contra el suelo o apretándole el culo. El hecho de que él no fuera muy
despierto y de que no tuvieran nada en común, lo hacía aún más sensual.
Aquello lo reducía a la condición de objeto sexual absoluto. Era sólo un
hombre, un hombre sencillo y tosco que le proporcionaba placer. Dana había
pensado que echaba a faltar muchas cosas en su matrimonio y que tenía
graves problemas esenciales con Adam, pero debajo de aquel culturista que
no paraba de gruñir, le pareció que lo único que necesitaba era estar
permanentemente tumbada.
En unas pocas horas había tenido más sexo que en los dos últimos años
con Adam. Patético, aunque cierto.
Después se sintió muy culpable y hecha un lío. Había sido magnífico
estar con Tony, pero ahora se veía como una persona horrible, una mentirosa,
una guarra. Tiempo atrás había visto una película en la que una mujer
engañaba a su marido y entonces había pensado: «Menuda idiota de remate»,
y sin saber cómo, había acabado convirtiéndose en aquella mujer. Llevaba
veintisiete años siéndole fiel a Adam, incluido el tiempo de noviazgo, y ahora
tendría que pasar el resto de su vida sabiendo que había sido infiel. Para
empeorar las cosas, sabía que la infidelidad era completamente unilateral;
Adam jamás se plantearía siquiera engañarla. No tenía ninguna intención de
contárselo jamás, pero ¿como podía saber que Tony no iría alardeando de su
conquista en el gimnasio? Por lo que sabía, él se estaría acostando con
docenas de otras maduras infelizmente casadas. Tony y Adam se veían
permanentemente en el gimnasio; aunque no eran amigos, se saludaban
siempre. Sabía que si Adam lo averiguaba como fuera, jamás se lo
perdonaría, y se enfureció consigo misma por colocarse en semejante
situación. Con una sola llamada telefónica, cierto monitor del New York
Sports Club obsesionado con la musculatura tenía la potestad de arruinarle el
resto de su vida.
Pero esto no evitó que lo viera de nuevo. Se encontró con él un par de
días después, y a partir de ahí empezaron a verse con regularidad, tres o
cuatro veces por semana. Dana no podía dejar de pensar en él cuando estaban
separados y en lo bien que le hacía sentir, lo que hacía que su vida normal le
pareciera sumamente insípida. A veces se enviaban mensajes de texto o
hablaban por teléfono; aunque tenían muy poco que decirse el uno al otro, se
excitaba siempre que veía aparecer fugazmente el nombre de Tony en su
móvil u oía su voz. Se sentía como si volviera a ser una adolescente en su
primera relación, y todo era nuevo y excitante. Para sobrellevar la culpa, se
decía que estaba teniendo un devaneo, lo que en cierto modo parecía menos
dañino que un romance en toda regla. Un devaneo parecía algo que se podía
compartimentar, algo que no era potencialmente destructivo; era como una
estrella que brillaría fugaz e intensamente y que luego iría apagándose poco a
poco; y sólo la utilizaba para ayudarse a pasar por aquel periodo de
inestabilidad en su matrimonio, tras lo cual todo volvería a la normalidad.
Algunos días quedaba tan dolorida de los polvos con Tony que si Adam
se le acercaba tenía que inventarse algún cuento chino. «Estoy demasiado
cansada. Me parece que he cogido algo.» Lo peor de todo era aquel
permanente mentir, que la estaba desgastando y ensombrecía todos los
aspectos positivos del devaneo. Entonces Tony hizo algo que le indicó que
había llegado el momento de ponerle punto final a aquello.
Una tarde llegó a casa después de hacer unas compras, y Gabriela, que
estaba limpiando en la cocina, le dijo:
—Me parece que tiene usted un admirador, señora Bloom.
Como de costumbre y desde que se había liado con Tony, se temió lo
peor, y su mecanismo de lucha o huida se activó.
—¿De qué está hablando? —soltó.
—Mire en el salón —respondió Gabriela.
Ay, joder, ¿había ido Tony a casa?
Cruzó las puertas batientes, preparada para echarle un broncazo al
monitor y decirle que aquello se había acabado, cuando vio el ramo de flores
enorme y hortera en la mesa del comedor. Bueno, no era tan malo como si
hubiera aparecido por casa, pero casi.
Leyó la nota escrita en ordenador:
Cuando Adam vio todas las furgonetas de los informativos y los periodistas
en el exterior de su casa, pensó: Oh, no, otra vez no. Sólo quería escapar un
rato de casa, relajarse, no volver a tener otra discusión absurda con Dana. No
deseaba pasar por toda aquella tontería de tener que defenderse ante los
periodistas.
Estaba planeando ser cortante, responder a una o dos preguntas, y luego
decir: «Lo siento, tengo prisa», y marcharse. Pero sorprendentemente, ese día
las preguntas parecían tener un tono completamente distinto al de la noche.
Aunque le estaban haciendo preguntas como: «¿Cree que el asesinato de su
asistenta está relacionado con el robo de anoche?» y «¿Quién cree que
asesinó a su asistenta?», los periodistas casi parecían estar pidiéndole perdón.
Uno le preguntó:
—Doctor Bloom, a la vista del asesinato de esta mañana en Jackson
Heights, ¿siente que eso le justifica?
—No, no siento que me justifique —respondió—. Creo que lo que hice
está justificado, sí, pero también tenía esa impresión ayer. A mi modo de ver,
no ha cambiado nada.
Ni de lejos se sentía tan avergonzado como durante el interrogatorio de
la noche anterior, y hasta acabó haciendo un discurso improvisado mirando
fijamente a la cámara.
—Mi familia está muy apenada por la muerte de Gabriela Moreno. No
sé si estaba involucrada o no en el robo de nuestra casa, pero era una mujer
maravillosa, y espero que quienquiera que la haya asesinado sea llevado ante
la justicia lo antes posible.
Mientras se dirigía caminando al gimnasio, se sintió orgulloso de la
manera en que se había desenvuelto. Si había un lado bueno en todo aquello,
era sin duda el haber podido superar su glosofobia. Le pareció que había
estado seguro y elocuente, y que la última parte había estado muy bien; al no
acusar públicamente a Gabriela, había demostrado a la gente que, pese a todo,
era un hombre compasivo e indulgente. De acuerdo, puede que se estuviera
dejando dominar por su ego y disfrutara de aquel protagonismo un poquito
más de lo que debiera, pero ¿de verdad era eso tan malo?
Mientras caminaba por Austin Street y entraba en la principal zona
comercial de Forest Hills, no pudo evitar mirar a su alrededor para ver si
alguien lo reconocía. Nadie pareció hacerlo, aunque supuso que la gente que
estuviera en el gimnasio se acercaría a él. No conocía a muchas personas allí
—la mayoría de los habituales eran veinteañeros y treintañeros—, pero le
habían visto en las instalaciones, y a lo mejor habían visto las noticias de
primera hora y establecido la conexión.
La chica de la recepción encargada de comprobar su carné de socio no
tuvo ninguna reacción fuera de lo normal, y en la sala principal del gimnasio
la gente estaba en sus propios mundos, unos viendo la tele o leyendo revistas
o periódicos, y otros escuchando sus iPod o sencillamente concentrados en
sus tablas de ejercicios.
Después de hacer media hora de bicicleta estática, se dirigió a la sala de
pesas. Pasó junto a Tony, uno de los monitores. Tony era un tipo amable que
siempre le hablaba de los Knicks, los Mets y los Jets. Pensó que tal vez le
dijera algo sobre el tiroteo, pero no fue así, y en esa ocasión tampoco se
mostró especialmente amistoso. Al verle apartó la vista y siguió su camino.
Fue una comportamiento extraño. Eh, a lo mejor sólo estaba de mal humor.
Adam terminó sus ejercicios sudando de lo lindo. Sólo había aguantado
dieciséis minutos en la cinta de correr, pero quizá pudiera llegar a los veinte o
veinticinco en la siguiente ocasión. Estaba impaciente por ducharse en casa y
hacer algunas llamadas de trabajo, y luego tal vez pudiera ver una película
con Dana. Se sentía mal por haberse peleado con ella, sobre todo por la forma
en que había puesto fin a la discusión, dejándola con la palabra en la boca de
aquella manera. Le parecía que había sido manipulador. Sabía cuánto le
molestaba a Dana que fuera despectivo, y había estado muy mal por su parte
tratar de provocarla de esa manera.
Pero luego, cuando llegó a casa, encontró una nota:
Adam también estaba cansado, pero bajo ningún concepto se iba a perder más
tarde las noticias de esa noche. Programó el dispositivo de grabación en el
disco duro para grabar en la planta de arriba las noticias del Canal 5 a las diez
y del Canal 4 a las once, y abajo para grabar las noticias del Canal 11 a las
diez y del Canal 2 a las once. Mientras, pensaba ver las noticias del Canal 9 y
del Canal 7 en la televisión de abajo.
A eso de las nueve y media Marissa llegó a casa.
—Estaba a punto de llamarte para ver cuándo ibas a volver —le dijo
Adam—. Tenemos un código nuevo para la alarma, te lo daré por la mañana.
—Tranqui —dijo su hija, y Adam se dio cuenta de que estaba borracha.
—Otra noche de copas, ¿eh? —preguntó, haciendo un esfuerzo supremo
para no enfadarse con ella y tener una repetición de lo ocurrido la noche
anterior.
—Estuve con Hillary en un happy hour —respondió Marissa con
contundencia.
—Pues parece que hubierais estado en cinco.
—Papá, no necesito permiso para tomarme unas copas en un bar con una
amiga.
—Quiero que reduzcas el consumo de alcohol, ¿de acuerdo?
Marissa sacudió la cabeza y empezó a subir las escaleras.
—Eh, te estoy hablando —dijo él. Ella no se detuvo, y Adam añadió—:
Y esta noche no fumes, y lo digo en serio.
Unos segundos más tarde oyó cerrarse de un portazo la puerta del
dormitorio de su hija. Le traía sin cuidado que se enfadara con él; iba a seguir
dándole la tabarra, iba a continuar cumpliendo con sus obligaciones paternas,
por dolorosas que fueran, hasta que ella captara el mensaje y enderezara su
vida.
A las diez se puso a ver las noticias en el Canal 9. Había pensado que su
historia ocuparía la portada, pero era la tercera noticia, después de la rotura
de una cañería de abastecimiento de agua en el centro de Manhattan y de un
importante incendio en Staten Island, en el que habían resultado muertos tres
civiles y un bombero. Pusieron unas imágenes de una periodista delante de la
casa, tomadas probablemente esa mañana. La reportera explicó que durante
un robo frustrado, Carlos Sánchez, que iba desarmado, había resultado
muerto por los disparos efectuados por el propietario de la casa, «Adam
Bloom, de cuarenta y siete años». A continuación, explicó que éste había
alegado creer que Sánchez iba armado cuando le disparó. A Adam no le
gustó aquella palabra —alegar—, pero se sintió reivindicado cuando el
detective Clements, nada menos, declaró en unas imágenes grabadas delante
de una comisaría de policía: «Creo que el señor Bloom actuó de manera
adecuada en esta situación. Tiene licencia para el arma que utilizó, y el
hombre al que disparó dentro de su casa, Carlos Sánchez, era un intruso con
antecedentes por delitos violentos». Adam esperaba que mostraran alguna de
sus entrevistas de aquella tarde, cuando pensaba que había estado tan bien,
pero en vez de eso la periodista estaba hablando de que Gabriela Moreno, que
había trabajado como asistenta en casa de los Bloom y había sido asesinada a
tiros esa mañana temprano en su piso de Jackson Heights. Dijo que la policía
estaba investigando la posible relación entre este incidente y el robo de Forest
Hills. Entonces las imágenes volvieron a presentar a la periodista delante de
la casa de Adam, y por último emitieron unas imágenes de él de esa tarde.
Aunque se sintió decepcionado porque no mostraron su discurso ante las
cámaras y sólo emitieron el fragmento en el que declaraba: «Creo que lo que
hice está justificado, sí»; luego el presentador apareció en pantalla. También
le decepcionó el aspecto que ofrecía en televisión. El pelo estaba bien —su
calvicie no era visible en la toma frontal y las canas no parecían destacar
«demasiado»—, pero parecía más viejo que en persona, y sobre todo no le
gustaron los intensos círculos negros bajo los ojos. Creía que se suponía que
la cámara tenía que añadir dos o tres kilos, no cinco años.
Durante la siguiente hora más o menos vio otros telediarios, incluidos
los que había grabado. Todos trataban la historia de forma parecida, salvo por
pequeñas variaciones. El informativo del Canal 4 no incluyó ningún
comentario del detective Clements, y por desgracia ninguno mostró nada de
la fantástica alocución de Adam. Los informativos del Canal 5 y el Canal 11
no incluyeron ninguna declaración suya. En los telediarios del Canal 7 y del
Canal 2, los dos periodistas comentaron su cita sobre la justificación del acto,
aunque dio la sensación de que lo descontextualizaban. No entendió la razón
de que a todos los periodistas les gustara tanto aquel comentario ni de que
todos hubieran escogido incluirlo de una manera u otra, mientras que podía
recordar varios otros comentarios que había hecho que le habían parecido
igual de buenos. También le sorprendió que ninguna de las emisoras lo
describiera en términos increíblemente heroicos. Había pensado que lo
harían, dado el cambio experimentado en las actitudes de los periodistas esa
tarde y en las nuevas peticiones para entrevistarlo. Aunque, por otro lado, el
asesinato de Gabriela era una noticia relativamente reciente, así que era
posible que no recibiera el pleno tratamiento de héroe hasta los periódicos de
la mañana. Sin duda, una vez que saliera en Good Day New York y
publicaran su entrevista en la revista New York, la gente tendría una
descripción más detallada de lo que había ocurrido realmente la noche
anterior.
Mientras volvía a pasar el informativo de Canal 9 por segunda y tercera
vez, se preguntó si algunos de sus amigos y amigas de toda la vida estarían
viendo las noticias esa noche. Al menos unas cuantas personas de su pasado
debían de haberlas visto, y probablemente se dirían o dirían a quien tuvieran
al lado: «¿Adam Bloom? Espera, yo conozco a ese tipo». Confiaba sobre
todo en que Abby Fine las hubiera visto. Había salido con Abby en su primer
año en Albany, hasta que averiguó que le había estado engañando con su
compañero de habitación, Jon. Había leído en un boletín de noticias de
antiguos alumnos que Abby vivía con su familia en Manhattan, así que al
menos existía una posibilidad de que le hubiera visto en la televisión esa
noche. Le parecía que tenía buena pinta para su edad y que probablemente la
tuviera mejor ahora que a los veinte recién cumplidos, cuando Abby le había
visto por última vez. Ojalá que lo estuviera viendo esa noche en compañía de
su marido —con un poco de suerte, un tipo aburrido y prematuramente
envejecido— y se sintiera mal por haberlo perdido.
Cuando cerró la casa por la noche, comprobando que todas las puertas
estuvieran cerradas con llave y asegurándose una y otra vez de que el sistema
de alarma estaba conectado, se imaginó qué pasaría al día siguiente. Después
de toda la exposición a los medios de comunicación de ese día y de los
prometedores artículos en los periódicos del día siguiente, por fuerza le
tendrían que reconocer por la calle. Por puro entretenimiento, tal vez fuera
caminando al trabajo desde los estudios de la Fox para ver qué clase de
reacciones suscitaba.
Tenía que admitir que Dana llevaba razón: estaba disfrutando de tanta
atención. Solía decirle a los pacientes con ese problema que buscar la
atención era algo pueril. «Los niños buscan llamar la atención, los adultos
buscan el respeto», les decía. En su caso, aunque era consciente de que su
actitud era infantil, también sabía que el interés de los medios de
comunicación estaba satisfaciendo una necesidad profundamente arraigada en
su psiquismo. Si bien era un próspero psicoterapeuta —se ganaba bien la vida
y había ayudado a docenas de personas a superar los peores períodos de su
vida—, uno de sus grandes problemas era que tenía la sensación de no haber
obtenido suficiente reconocimiento por su trabajo. El título de doctor por la
New School colgaba de la pared de su consulta, pero jamás había recibido
ningún otro elogio ni reconocimiento. De vez en cuando contribuía con un
artículo a una revista, pero al contrario que muchos de sus colegas, no había
publicado ningún libro relacionado con su campo de trabajo. Carol, por
ejemplo, había escrito varios, y a veces le resultaba difícil no sentir envidia
por los logros de su colega. En casi todos los aspectos, se había resignado a la
idea de que cuando muriera no dejaría ningún legado para la posteridad,
aunque seguía sintiendo un vacío, una enorme necesidad de atención que toda
aquella situación sí que estaba satisfaciendo.
Se metió en la cama, abrazó a Dana por detrás durante un rato mientras
ella dormía y luego se volvió del otro lado. Le resultó difícil conciliar el
sueño. Estaba tan ensimismado, repasando fragmentos de las noticias en la
cabeza e imaginando qué pasaría al día siguiente, que después de casi una
hora seguía completamente despierto. Ya estaba a punto de levantarse para
tomarse un somnífero cuando le pareció oír un ruido en la planta baja.
Se incorporó en la cama y aguzó el oído de nuevo, aunque no oyó nada.
Racionalmente sabía que no había nadie, pero decidió que no pasaría nada
por asegurarse y tranquilizar la mente.
Se estaba dirigiendo a la puerta cuando Dana se despertó.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Adam miró atrás y la vio sentada en la cama. Las luces de la habitación
estaban apagadas, pero la puerta estaba medio abierta, y había suficiente
luminosidad procedente de la luz del pasillo —que había dejado encendida—
para verla con claridad.
—Nada —dijo en voz baja—. Todo va bien, vuelve a dormir. —No
quería alarmarla, así que intentó hablar con voz tranquila, como el piloto de
un avión que tratara de apaciguar al pasaje durante un período de fuertes
turbulencias.
Pero ella le conocía demasiado bien para dejarse engañar, y al borde del
pánico, preguntó:
—¿Qué sucede?
—Nada, es sólo... Me parece que he oído algo abajo —respondió,
tratando de decirlo con la mayor indiferencia posible.
—¡Ay, Dios mío! —A Dana le temblaba la voz, y se estaba cubriendo la
boca con la mano.
—Tranquilízate —dijo Adam—. Estoy seguro de que no ha sido nada,
pero déjame ir a comprobar por si acaso.
—No vayas a ninguna parte —soltó Dana, que alargó la mano para
coger el teléfono.
—Espera, no llames a la policía —dijo él—. Estoy seguro de que no ha
sido nada.
—¿Qué es lo que te pareció oír?
Le había parecido oír pasos, pero no quiso decírselo, sobre todo porque
no estaba seguro de no habérselo imaginado.
—Probablemente no sea más que el asentamiento de la casa. Espera sólo
un segundo, ¿de acuerdo?
Fue hasta la puerta y prestó atención durante varios segundos, pero no
oyó nada. Miró de nuevo a Dana y levantó el índice.
—Espera —dijo articulando para que le leyera los labios, tras lo cual se
dirigió a la escalera lo más silenciosamente que pudo.
Al contrario que la noche anterior, cuando casi había estado como boca
de lobo, ahora pudo ver la escalera con claridad gracias a la luz del pasillo y a
la que había dejado encendida abajo, en el vestíbulo. Una imagen de lo
ocurrido casi veinticuatro horas atrás le pasó fugazmente por la cabeza: la de
él haciendo aquellos disparos. Fue tan vívido el recuerdo que casi pudo sentir
la pistola en la mano, oír las detonaciones y ver caer el cuerpo de Sánchez.
Fue como si realmente estuviera ocurriendo de nuevo. Pero ¿y si ocurría de
nuevo? Y sin su pistola, ¿cómo se suponía que iba a defenderse? Se sintió
vulnerable e indefenso. Le traía sin cuidado lo que le había prometido a
Dana; bajo ningún concepto se iba a deshacer jamás del arma. Si se iban a
deshacer de las cosas que los protegían, ¿por qué no hacerlo de las cerraduras
de las puertas y del sistema de alarma? Joder, ya puestos, ¿por qué no dejar
las puertas abiertas de par en par?
Llegó a lo alto de las escaleras y se inclinó para conseguir ver la puerta.
Tenía la cadena echada, como la había dejado.
Entonces oyó:
—Papá.
Fue sólo aquella palabra, pero bien podría haber sido la detonación de
un rifle disparado junto a su cabeza. Fue tal el susto que salió propulsado
hacia delante, perdió el equilibrio y estuvo en un tris de caerse por las
escaleras. Tuvo que agarrarse a uno de los postes de madera del pasamanos
para afirmarse.
—¿Estás bien, papá?
Adam consiguió levantarse y darse la vuelta. El pulso le iba a cien.
Miró a su hija, que estaba junto a la puerta de su habitación sujetando un
vaso de lo que parecía un refresco sin azúcar.
—¡Por Dios santo, Marissa! —exclamó.
—¿Estáis todos bien? —Dana había salido al pasillo.
—¿A qué viene asustarte de esa manera? —preguntó la chica—. Sólo he
bajado a coger algo de comer.
A Adam le costó unos minutos recuperar el resuello. Entonces, sin poder
contener su frustración, le soltó:
—Vete a la cama de una puñetera vez, ¿quieres?
—Pero ¿qué he hecho?
—A la cama.
Marissa volvió a su habitación y cerró la puerta de golpe. Frustrado e
indignado, Adam sacudió la cabeza, pasó junto a Dana con paso firme y
volvió a meterse en la cama.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó su mujer cuando se acostó a su
lado.
—Muy bien —replicó—. Hablemos de esto por la mañana, ¿Vale?
Permanecieron tumbados en silencio durante unos minutos.
—Gracias a Dios que no tenías la pistola. Podrías haberle disparado —
dijo entonces Dana.
Al final, Adam consiguió dormirse.
11
Adam entró en el salón y vio a Dana, que estaba mirando la televisión. Tenía
los pies encima de la otomana, con las piernas cubiertas por una colcha.
Parecía muy cansada, puede incluso que deprimida.
—¿Has visto la nota que había en el suelo? —preguntó Adam.
Ella tardó en responder. Por fin, y sin mostrar ningún interés, preguntó:
—¿Nota?
Adam le entregó el papel, y vio cómo la preocupación de Dana iba en
aumento a medida que la leía.
—Creo que tenemos un problema —dijo Adam.
5. Organización para el trato ético a los animales. (N. del T.)
12
Soñó con Praga. Nunca había estado allí, pero había visto bastantes fotos de
las calles adoquinadas, los edificios, el castillo y el puente de Carlos para
saber que estaba en Praga y no en cualquier otra ciudad de Europa oriental.
Era un sueño alegre, en el que paseaba, tocaba la guitarra y se colocaba. Y a
pesar de que en realidad no sabía tocar un simple acorde a la guitarra, no por
eso el sueño dejaba de parecer real.
Se despertó, decepcionada por estar en la cama de su casa de Forest
Hills, y pensó: ¿Por qué no hago la maleta y me largo? ¿Qué era lo que la
impedía hacer algo así de radical? No tenía empleo, ni novio, ni
responsabilidades. E ir a Praga resolvería dos problemas: se alejaría de sus
padres y de todos los problemas entre ellos, y podría permitirse vivir por su
cuenta. Le seguían quedando unos seis mil dólares del fideicomiso que le
habían dejado sus abuelos, los padres de su madre. Eso eran dos meses de
alquiler en un piso decente de Manhattan, pero en Praga, probablemente,
podría durarle seis meses o más, sobre todo si vivía en un albergue juvenil o
en algún otro tipo de alojamiento barato.
Se conectó a Internet, buscó en Google «mudarse a Praga» y vio varias
fotos de la ciudad —qué inquietante, lo que había soñado casi era clavado—
y leyó todo lo relativo al posible traslado, cada vez más mentalizada. Estaba
tan segura de su plan que fijó una entrada en su blog titulada: «ME VOY A
VIVIR A PRAGA».
Cuando bajó, su madre estaba pasando la aspiradora como una histérica.
Era evidente que ese día tenía un montón de energía maníaca, aunque
Marissa ignoraba si se debía a que estaba preocupada por el robo o si tenía
que ver con su aventura amorosa con Tony el monitor, o con ambas cosas a la
vez. Cuando le preguntó si se encontraba bien, su madre bisbiseó un «muy
bien», pero sin apenas mirarle a los ojos. Más tarde, cuando bajó para poner
una lavadora, su madre estaba tumbada en un sofá cubierta por un chal,
viendo un culebrón. Con su padre comportándose como un iluso y su madre
tan rara, le pareció que estaba viviendo con dos pacientes psiquiátricos.
No veía el momento de fugarse a Praga.
Seguía afectada por lo de Gabriela, aunque trataba de no pensar
demasiado en ello y se resistía a buscar información sobre el asesinato.
Suponía que, si hubiera alguna noticia importante —si hubiera una detención
—, su madre o su padre se lo comunicarían, y leer sobre el asunto no haría
más que aumentar su disgusto. También tenía miedo de toparse con algún
nuevo artículo vergonzoso sobre su padre que la hiciera considerar
seriamente cambiarse de nombre. Así que, en lugar de eso, se concentró en
las cosas alegres: Praga y, de forma más inmediata, sus planes para salir esa
noche. Tone Def iban a actuar a las diez en Kenny’s Castaways, y bajo
ningún concepto se lo iba a perder. Tenía previsto quedar a las seis con
Sarah, Hillary y la amiga de ésta del trabajo, Beth, en el Bitter End para
tomar una copa. También había estado intercambiando mensajes de texto con
Lucas, el bajista de Tone Def, con el que había echado aquel único polvo, y
éste la había invitado a ella y a sus amigas a ir a algún lugar del Lower East
Side después de la actuación. Marissa esperaba pasar una noche divertida con
sus amigas y luego, con un poco de suerte, echar un polvo con Lucas, tal vez
de nuevo en casa del músico.
Salió de casa en plan tía buena, muy rockera, ataviada con un ceñido
vaquero lleno de rotos, una camiseta escotada que dejaba a la vista su tatuaje
del ángel, unas botas de piel negra hasta la rodilla y gruesos pendientes
indígenas de madera. Además, se había aplicado un gótico pintalabios oscuro
que hacía que el color de sus labios contrastara con su piel pálida. Después de
tomar unas copas con sus amigas, algunas quisieron comer algo, así que se
dirigieron a un barato restaurante vietnamita en la misma manzana, y tras
cenar se acercaron a Kenny’s. Marissa tenía un agradable colocón y, no
queriendo perderlo, sugirió que se tomaran unos chupitos de aguardiente de
cerezas para celebrarlo.
—¿Celebrar qué? —preguntó Hillary.
—Que me voy a vivir a Praga —dijo, como si fuera evidente.
Sarah y Beth no tomaron ningún chupito, pero Marissa y Hillary sí.
Bueno, ahora sí que tenía un colocón en toda regla; incluso estaba un poco
borracha. Una irritante banda retro punk llamada Soy Bernadette estaba
terminando su actuación, y el lugar se estaba llenando para oír a Tone Def,
que tenía su pequeño grupo de seguidores. Deseando saludar a Lucas,
Marissa se abrió paso entre la multitud hacia el escenario. Como era de
esperar, había muchísima gente de Vassar entre la muchedumbre —no había
manera de escapar de ellos—, y se paró y mantuvo una breve charla con
Megan, Caitlin y Alison. Luego divisó a Darren, que estaba sentado a una
mesa, con Zach Harrison un poco más allá a la derecha. No se podía creer
que Darren estuviera allí; que completo gilipollas. Sabía que sólo había ido
porque se había enterado de que ella iría; ¡si ni siquiera le gustaba Tone Def!
¿Cuánto tiempo iba a tardar en pillar la puñetera idea de que ella no quería
volver a enrrollarse con él?
Pasó junto a la mesa de Darren en dirección al escenario, donde los de
Tone Def habían empezado a colocarse. Quería que la viera con Lucas y se
pusiera celoso de cojones.
—Eh, ¿dónde está Lucas? —le preguntó a Julien, el batería de Tone Def.
—Hola, ¿cómo te va? —la saludó el chico—. Ni idea, por ahí, en algún
sitio.
—Me pareció ver que entraba en el baño —dijo distraídamente un tipo
que andaba metiendo clavijas en un amplificador.
Marissa se dirigió al exterior del baño de caballeros y esperó. Entraron y
salieron varios tíos, pero no había ni rastro de Lucas. Mientras, se estaba
formando una cola en el servicio de mujeres. No quería volver a la parte
delantera del escenario porque estaba segura de que Darren se le acercaría,
así que permaneció en el exterior del baño.
Una chica aporreó la puerta del servicio de mujeres.
—Salid de una vez —dijo.
Pasaron otro par de minutos, y al cabo Lucas salió del baño rodeando
con el brazo a una chica con el largo pelo rojo completamente revuelto y con
cara de estar colgada. El bajista llevaba la cremallera del vaquero medio
abierta, y la pelirroja tenía el carmín completamente corrido, por si quedara
alguna duda de lo que había pasado allí dentro.
Marissa se habría escabullido de haber tenido oportunidad, pero Lucas y
la chica estaban pasando justo por su lado. Él abrió los ojos con sorpresa
cuando la vio.
—Hola —dijo, y siguió caminando hacia el escenario acompañado de la
chica.
Marissa se sintió repentinamente mareada, como si fuera a perder el
conocimiento de resultas de la mezcla del susto y el aguardiente que había
bebido. El hecho fue que se tuvo que apoyar en la pared unos segundos con
los ojos cerrados, para que la sala dejara de girar. Luego abrió los ojos y vio
que Darren se estaba acercando a ella.
—Eh, ¿qué pasa? —le preguntó con una sonrisa estúpida.
Trato de pasar por su lado, pero él la agarró por el brazo como había
hecho la noche anterior.
—Eh —le dijo—, ¿adónde vas?
—Déjame en paz —respondió, soltándose con una sacudida.
—Pero ¿qué te pasa?
—Tú eres lo que me pasa —replicó ella, aunque probablemente Darren
no la oyera porque se estaba alejando y Tone Def había comenzado su
actuación. Sus amigas, de pie delante del escenario, le hicieron gestos con la
mano para que se acercara, y tuvo que quedarse allí, viendo a Lucas tocar el
bajo. Era difícil no darse cuenta de lo relajado que parecía después de la
mamada que le habían hecho. En cuanto llegara a casa, iba a borrar todas las
canciones de Tone Def de su Mac y su iPhone.
Le estaban entrando ganas de vomitar de ver a Lucas. Miró entonces a
su izquierda, pero Darren estaba allí, así que se volvió rápidamente hacia la
derecha y vio a un tío increíblemente guapo a pocos metros de ella que estaba
mirando la actuación. Tuvo la impresión de haberlo visto antes en algún sitio,
y entonces supo la razón: era clavadito a Johnny Depp. De hecho, durante
unos segundos pensó que era realmente Johnny Depp, pero entonces pensó:
¿De verdad iba a ir Johnny Depp al West Willage a ver a una banda del tres
al cuarto rodeado de un montón de gente de Vassar?
Lo estaba examinando con más detenimiento —en realidad parecía
mucho más joven que Johnny Depp—, cuando el tío miró en su dirección y le
sonrió. Marissa pensó que quizás estuviera sonriendo a alguien que estaba a
su lado, pero no, le estaba sonriendo a ella. Le devolvió la sonrisa y desvió
rápidamente la mirada hacia el escenario, donde Lucas estaba haciendo un
solo con el bajo, poniendo una cara como si estuviera teniendo otro orgasmo.
¿De verdad era necesaria tantísima energía para crear semejante mierda de
música? Sintió una palmadita en el hombro, y el sosias de Johnny Depp
apareció a su lado diciendo algo, que por supuesto Marissa no pudo entender
porque a) estaba tope nerviosa y b) la música estaba a toda pastilla. Entonces
el chico hizo un gesto con la mano como de beber, ella asintió con la cabeza
y echó a andar delante de él entre la multitud en dirección a la barra.
Esperaba que Darren se pusiera celoso cuando los viera marcharse. También
esperaba que Lucas se diera cuenta, aunque dudaba que pudiera hacerlo con
todos los focos apuntándole y lo puñeteramente ensimismado que estaba en
su bajo.
Cuando se acercaron a la zona de la barra, donde la música estaba más
baja, el sosias de Johnny Depp le dijo:
—Hola, soy Xan.
Lo pronunció como «Zan», aunque a Marissa le pareció que no le había
oído correctamente y preguntó:
—¿Cómo dices?
—Xan —repitió él—. Mi verdadero nombre es Alexander, pero todos
me llaman Xan.
Tenía unos ojos azules llenos de vida y unas patillas largas, llevaba un
par de días sin afeitar, y unos cuantos pelos lacios le caían al desgaire por la
cara. Su piel oscura hacía que por alguna razón sus ojos azules resultaran más
azules.
—Tenía un amigo escocés en la universidad que se hacía llamar Scuh —
dijo Marissa—. Siempre pensé que era una idiotez, pero Xan es tope guay.
El chico sonrió, la miró a los ojos y preguntó:
—Bueno, ¿y tú cómo te llamas?
—Oh —dijo ella, sintiéndose como una idiota por no habérselo dicho—.
Marissa.
—¿Marissa o Rissa? —le preguntó.
Ella se echó a reír.
—Rissa, me gusta.
—Entonces, Rissa —dijo él—. De ahora en adelante te llamaré así.
De ahora en adelante. A Marissa le gustó eso. La estaba mirando a los
ojos de nuevo; ¿cuándo había sido la última vez que un tipo le había prestado
tantísima atención? ¿Y especialmente un tío tan macizo y tan guay como
Xan? Y también le gustaban sus labios; podía darse cuenta de que eran
realmente suaves. Se estaba muriendo por besarle, y no sólo para poner
celosos a Darren y a Lucas, sino porque realmente deseaba hacerlo.
Por fin pudo aclararse la cabeza lo suficiente como para hacerle una
buena pregunta.
—¿Así que eres una gran admirador de Tone Def?
Vale, muy bien, quizá no fuera una «buena» pregunta, pero al menos no
se oía sólo el vacío.
—Les he visto un par de veces —admitió Xan—. ¿Y tú?
Revivió la imagen de Lucas saliendo del baño con la reina de las
mamadas del West Village y respondió:
—La verdad es que me parecen malos. Pero mis amigas querían venir,
así que me dejé arrastrar hasta aquí. ¿Tocas en alguna banda?
—¿Tengo pinta de eso?
—Sí, un poco.
—En realidad, soy pintor.
—Me tomas el pelo. —Estaba entusiasmada—. ¿Qué es lo que pintas?
—Cosas diferentes. Retratos, paisajes urbanos. Cosas de la vida real.
—¡Caray! —exclamó Marissa—, me parece alucinante. Yo he estudiado
historia del arte.
—¿En serio?
—Sí, me licencié en Vassar. También trabajé en el Met algún tiempo
este verano. —Omitió que alquilaba auriculares y que apenas había durado
un mes. Que pensara que había sido una especie de comisaria de campanillas.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Xan, sin dejar de sonreír—. Es
sorprendente.
Por Dios, se moría de ganas de besarle. Estaba tan bueno, y por fin
también había conocido a alguien en Nueva York con el que tuviera algo en
común.
—Bueno, ¿y cuáles son tus artistas favoritos? —preguntó Marissa,
dándose cuenta demasiado tarde de lo estúpida que parecía la pregunta.
—Ay, amiga, hay tantos —dijo él—. Me gustan muchos estilos
diferentes. Los que más me gustan son los impresionistas, como Van Gogh,
Monet, Cézanne, Degas, sí, las pinturas de Degas son realmente fantásticas...,
pero también me gustan otras cosas, como Edward Hopper.
—Ay, Dios mío, adoro a Hopper. Su obra es tan sencilla a la vez que
profunda. Me encanta la pintura urbana norteamericana del siglo veinte.
—Y también me gustan Picasso, Warhol, Jackson Pollock...
—No me lo puedo creer. Acabas de nombrar a mis artistas favoritos.
—Ah, y también me gusta Frida Kahlo.
—¿De veras?, si estoy enganchadísima a Frida Kahlo. Hice un trabajo
sobre ella de veinticinco páginas él último año. Me parece una señora
alucinante. ¿Conoces el cuadro Henry Ford Hospital?
—Sí, ése es fantástico, pero creo que mi favorito es el Autorretrato con
mono.
—Lo conozco, me encanta. Su representación de los animales es tan
potente y vibrante. A mi modo de ver, es realmente el ejemplo por
antonomasia de la angustia en la obra de Kahlo.
¿La angustia en su obra? Puaj, ojalá pudiera cerrarse la bocaza. Confió
en no haber parecido demasiado pretenciosa ni excesivamente marisabidilla.
Xan le dio un sorbo a su cerveza, pero no dejó de mirarla directamente a
los ojos.
—Bueno, ¿y tú qué clase de cosas pintas? —preguntó.
—Es difícil de describir —confesó él—. Me gustan una multitud de...
¿cómo te diría?, de tendencias diferentes. Hago cosas tipo paisaje urbano,
pero también pinto montañas, gente..., un poco de todo, ¿sabes?
—Caray —dijo, impresionada—. Bueno, y si no te importa que te
pregunte, ¿haces alguna otra cosa para ganarte la vida o...?
—No, sólo soy artista. Creo que tienes que encontrar lo que deseas hacer
en la vida y mantenerte fiel a ello, pase lo que pase. No puedes permitir que
el dinero se cruce en el camino de la felicidad. Tienes que hacerlo y punto,
ser apasionado, seguir tu sueño, ¿sabes?
—Me parece asombroso. Digo lo mismo todo... —Entonces vio a
Darren, que estaba con Zach, en la orilla de la multitud que contemplaba a la
banda.
—¿Pasa algo? —preguntó Xan.
—Oh, nada —respondió—. Es que conozco a ése de ahí. Es un tío con el
que salía, y he estado intentando mandarlo a paseo, pero no se da por aludido.
Es tan irritante que esté aquí.
Darren se acercó a Marissa y le dijo:
—¿Podemos hablar un segundo?
—Ahora estoy ocupada —replicó ella.
—Perdona —le dijo Darren a Xan—, pero tengo que hablar con mi
novia.
—Yo no soy tu novia —le espetó Marissa—. ¿Es que no puedes dejarme
en paz de una puñetera vez?
—Sólo quiero...
—Eh —le dijo Xan a Darren—. Te ha pedido que la dejes en paz.
—¿Estoy hablando contigo? —preguntó el interpelado.
Xan dejó su cerveza en la barra, y entonces, sin alterarse, agarró a
Darren de la cazadora y lo arrastró hacia la puerta principal. Marissa no podía
saber lo que le estaba diciendo, porque le daba la espalda y la música seguía
estando muy alta. Pero sí que podía ver la cara de Darren. En un principio
pareció cabreado, como si estuviera preparado para enfrentarse a Xan, pero a
medida que éste le fue hablando, su expresión se fue transformando. Primero
pareció confundido, luego preocupado, más tarde aterrorizado.
Xan regresó finalmente junto a Marissa, sonriendo.
—No creo que vuelva a molestarte nunca más —le dijo.
Marissa vio que Darren se acercaba a Zach. Tuvieron una breve charla;
y entonces el chico salió a toda prisa del bar sin mirar hacia ella.
—Eso ha sido alucinante —comentó—. ¿Qué le dijiste?
—Sólo le di una pequeña lección sobre la manera correcta e incorrecta
de tratar a una mujer —le explicó Xan—. ¿Te apetece salir de aquí?
Ayayay, no querrá acostarse conmigo, ¿verdad? Por favor, que no sea de
esa clase de tío, pensó Marissa.
Pero él añadió rápidamente:
—Me refiero a salir de este bar. Podemos ir a algún lugar más tranquilo,
donde podamos hablar.
—Sí —dijo ella—, me parece fantástico.
Tone Def estaba todavía en la primera parte del concierto. Marissa se
acercó a Hillary, le dijo que se iba un rato y le pidió que le enviara un
mensaje de texto si acababan yéndose a otro sitio.
—¿Adónde vas? —le preguntó su amiga.
—He conocido a un tío.
—¿En serio? ¿Quién?
Marissa volvió la cabeza hacia donde estaba Xan, y Hillary también
miró.
—Oh, Dios mío, está buenísimo —soltó.
Marissa sonrió con orgullo.
Salió con Xan del bar y caminaron por Bleecker hasta el Café Figaro. Se
sentaron a una mesa al aire libre, bebieron unos capuchinos y mantuvieron
una conversación fantástica sobre arte y Nueva York, y entonces él mencionó
que no había ido a la universidad, pero que había viajado por Europa, y
vivido en Praga. ¿De verdad que había vivido en Praga? Si aquello no era una
señal de los dioses, ¿qué lo era? Marissa le habló de sus planes para irse a
vivir a esa ciudad, aunque en su fuero interno estaba pensando: ¿De verdad
quiero ir? Praga le había parecido una idea magnífica antes de conocer a Xan,
pero si aquello resultaba tan bueno como creía que sería, si ella y ese chico
empezaban a salir, puede que sus planes cambiaran.
Vale, vale, se estaba adelantando demasiado a los acontecimientos, pero
era divertido fantasear.
Y entonces descubrieron una coincidencia aún mayor. Xan le contó que
había estado viajando por Inglaterra, y ella le dijo que había hecho su primer
año de carrera en Londres, en la Universidad de las Artes. Luego cayeron en
la cuenta de que habían estado en Londres al mismo tiempo.
—¿Dónde vivías? —preguntó Marissa.
—Con un amigo en Hampstead —dijo Xan.
—Por Dios, ahí estuve viviendo yo en el verano, después de que
terminara el semestre. ¿En qué sitio de Hampstead?
—Mmm, deja que recuerde —dijo Xan—. Creo que era Kemplay Road.
—Yo estaba en Carlingford Road —dijo ella—. No me lo puedo creer,
estaba viviendo a la vuelta de la esquina de donde vivías tú.
Pidieron dos capuchinos más, y Marissa se lo pasó tan bien hablando
con él que perdió la noción del tiempo. Estuvieron hablando sobre todo de
ella; Xan le estuvo haciendo un montón de preguntas sobre el colegio, su
infancia y los planes que tenía para el futuro. Era tan reconfortante estar con
un tío que estuviera realmente interesado en ella, con un chico con el que
tuviera tantísimo en común. Y que fuera guapísimo tampoco hacía daño.
Marissa tenía la sensación de que le había tocado el premio gordo de la
lotería.
Se estaba haciendo tarde, así que miró su reloj y bostezó para darle
mayor énfasis.
—Debería llegar pronto a casa.
Esperaba que Xan le pidiera el número de teléfono, pero en vez de eso
dijo:
—Te acompañaré.
—Eso es una locura —repuso ella—. Dijiste que vivías en Brooklyn,
¿no?
—Sí, ¿y qué?
—Pues que estás en la otra punta de la ciudad.
—Es imposible que te deje ir sola en metro a casa a estas horas.
Marissa le dijo que siempre iba en metro a casa, o que podía coger el
cercanías, que era más seguro, pero él insistió en acompañarla. Y ella no es
que se opusiera exactamente. Le parecía que Xan era muy romántico y
considerado, y no fue capaz de recordar que ningún tío se hubiera desviado
alguna vez de su camino para hacer algo así por ella. Darren la habría dejado
tirada hacía horas en alguna oscura esquina de Manhattan.
Cuando llegaron a la parada de Forest Hills, Marissa pensó que eso sería
todo, que se darían las buenas noches y Xan regresaría a Brooklyn. Pero, qué
va, insistió en acompañarla caminando hasta su casa. Toda la noche en sí le
había estado recordando algo, aunque no sabía el qué, y entonces cayó en la
cuenta: aquella vieja película en blanco y negro que había visto hacía unas
semanas en la televisión, Marty. Aquello era exactamente igual que Marty: la
chica conocía a un tío en un club, que luego la acompañaba a casa bien
entrada la noche. Salvo que en Marty no se daban las buenas noches con un
beso, y ella esperaba que Xan la besara.
Al llegar a su manzana de pronto se puso nerviosa, temiendo que todo
acabara jodiéndose. El coche patrulla estaba allí de nuevo, aparcado al otro
lado de la calle. No sabía si Xan se habría enterado de lo del tiroteo en las
noticias o no, y tenía miedo que viera el coche de la policía frente a su casa y
empezara a hacerle preguntas. Tenía miedo de que si sabía que era la hija de
Adam Bloom, el vigilante loco, no quisiera saber nada de ella.
Se sintió aliviada cuando Xan ni siquiera pareció reparar en el coche
patrulla. Quizá también estuviera nervioso, distraído.
—Bueno, aquí es —dijo, y se detuvieron delante de la casa.
—¡Vaya! —dijo Xan, admirándola—. Es grande. Seguro que has tenido
una infancia estupenda en esta casa, ¿eh?
—No estuvo mal.
Entonces él le cogió las manos y se quedaron mirándose a los ojos.
Marissa ya le había dado su número en el metro, y habían hablado de salir
alguna vez.
—Te llamaré mañana —le dijo Xan.
—Fantástico —respondió. Y de pronto la estaba besando.
Al cabo de unos instantes ella se apartó.
—Debo irme, en serio —dijo.
—Vale, ha sido fantástico conocerte, Rissa.
Ella le dijo que para ella también había sido fantástico conocerle a él, se
dieron las buenas noches y se dijeron adiós con la mano mientras él se
alejaba.
Cuando entró en casa, la alarma empezó a pitar. Tecleó el nuevo código,
que se había aprendido de memoria, volvió a activar la alarma y subió las
escaleras.
Era alucinante las vueltas que daba la vida a veces; justo cuando
pensaba que era imposible que las cosas pudieran ser peores, ocurría algo
asombroso e inesperado. Si aquello no era prueba de que tenía que haber un
Dios, o alguna fuerza superior, ¿qué lo era?
Subió corriendo y fijó una entrada en el blog sobre ese mismísimo tema.
6. Literalmente, La cocina del Infierno. Un barrio de Manhattan que
debe su nombre a los niveles de delincuencia que presentaba hace algunos
años. (N. del T.)
13
El viernes por la mañana Adam decidió que disparar a Carlos Sánchez diez
veces quizás hubiera sido un error. Los dos primeros disparos habían sido
necesarios —de eso no le cabía ninguna duda—, pero lamentó los otros ocho.
Pero, por desgracia, ya no podía hacer nada al respecto. ¿Cómo era
aquella cita de Shakespeare de que lo que está hecho, hecho está? Era una
verdad como un templo. Y rumiar sobre ello sólo le estaba provocando
angustia y estrés, así que ¿por qué no dejarlo sin más?
Se estaba vistiendo para ir a trabajar cuando Dana se sentó en la cama.
—Quiero ir a Florida —dijo su esposa.
Se acababa de despertar, y su voz sonó más grave de lo normal, más
áspera.
—Venga —replicó Adam—, sabes que no podemos hacer eso ahora.
—Podemos hacer lo que queramos. No estamos atrapados aquí.
Mientras se abotonaba una camisa de rayas rojas, Adam respondió:
—Clements dijo que no quería que nos marcháramos.
—Quiero hablar con un abogado hoy mismo. No somos criminales, por
amor de Dios, no somos sospechosos de nada. No tenemos que permanecer
aquí, arriesgando nuestras vidas, porque él quiera que nos quedemos.
—Me parece que estás siendo un poco melodramática...
—Podemos estar localizables por teléfono. Podemos estar localizables a
través del correo electrónico. Podemos hablar con él mediante
teleconferencia. Por Dios bendito, estamos en el siglo veintiuno.
Adam se sentó en una silla y se puso los mocasines.
—Si hubiera un motivo para ir a Florida, iría.
—Tu vida ha sido amenazada. Si ése no es motivo suficiente, ¿cuál lo
es?
—De acuerdo, tranquilízate, respira hondo. Es muy difícil hablar
contigo cuando te pones así.
Se estaba mirando los zapatos, aunque sabía exactamente cuál sería la
expresión de Dana en ese momento: le estaría mirando fijamente con una
mueca burlona de incredulidad y exasperación.
—Muy bien, haz lo que quieras —dijo ella al cabo—. Pero yo me voy, y
me llevo a Marissa conmigo. Si te quieres quedar aquí, es cosa tuya.
Adam se apartó y se contempló en el espejo. No tenía el mejor aspecto
de su vida. Parecía cansado, agotado, consumido; la tensión de los últimos
días le estaba pasando factura. Podía ver a Dana detrás de él, sentada en el
borde de la cama. Tampoco ella tenía muy buen aspecto.
—Discutámoslo más tarde, cuando te hayas tranquilizado. Tengo que ir
a la consulta.
—Te comunicaré en qué hotel nos vamos a alojar.
—Oh, vamos, ¿es que no puedes hacer el favor de dejar esa actitud?
—Nos está utilizando como cebo. Y me niego a ser un cebo.
—Nadie nos está utilizando de cebo. La nota era una broma.
—Era una amenaza de muerte, Adam.
—No decía nada de matarme. Decía que... Ni siquiera me acuerdo. Ah,
sí, decía que iba a desear no haber nacido. Vamos, eso no significa nada. Es
lo que diría un niño en el patio del colegio.
—No entiendo por qué no te lo tomas en serio.
—¿Que no me lo tomo en serio? Venga ya, hice que Clements viniera
inmediatamente, hice que los polis estuvieran ahí toda la noche. Creo que me
lo estoy tomando muy en serio, pero sigo pensando que fue una broma.
—Ningún chico del barrio haría algo así.
—Eso no lo sabes. Parecía obra de un niño, me refiero al lenguaje.
—Parecía de alguien que estuviera muy furioso y quisiera hacerte daño.
—Pues explícame la lógica de eso. Por favor, trata de explicármelo.
¿Alguien que robó en nuestra casa vendría hasta aquí al día siguiente y
metería una nota por debajo de la puerta? ¿Para qué? ¿Para asustarme? Si
alguien está furioso y quiere venganza, ¿para qué va a dejar una nota? Mira,
si piensas en ello, con lógica, verás que no tiene ningún sentido. Ha tenido
que ser una broma, puede que no de un chico del barrio, sino quizá de algún
chalado que leyera algo sobre mí en el periódico. Estoy seguro de que es algo
que ocurre permanentemente cuando alguien es noticia de primera plana. Ésa
es la razón, no sé si te das cuenta, de que Clements no estuviera muy
preocupado. Probablemente ve ocurrir esta clase de cosas a todas horas. Si
nuestro número estuviera en la guía de teléfonos, seguro que nos pasaríamos
la noche recibiendo amenazas.
Dana mostró una expresión extraña. Estaba en Babia, y aparentemente
era como si apenas fuera consciente de la presencia de Adam en la
habitación.
—¿Qué pasa? —preguntó éste.
Ella siguió aparentemente ausente durante un rato más; luego volvió a
concentrar la atención y dijo:
—Nada.
—Entiendes ya lo que quiero decir, ¿verdad?
—Gabriela no entró a robar en casa. —Parecía extrañamente distante.
—¿Qué dices? ¿De qué estas hablando?
—Ella no haría eso —continuó Dana—. Podría entender que estuviera
desesperada por querer ayudar a su padre, pero no creo que fuera capaz de
entrar a robar en casa. Es algo que ella no haría.
—No estoy de acuerdo —replicó Adam. Miró el reloj: las 8.26.
Maldición, tenía que irse—. Tuvo una relación con Sánchez, le hizo copias de
nuestras llaves y le facilitó el código de la alarma. Parece lógico que entrara.
—Entonces, ¿quién la asesinó? —preguntó Dana.
Él no tuvo respuesta para eso.
—Estoy de acuerdo en que hay algunos puntos oscuros.
—¿Oh, en serio? —replicó ella con sarcasmo—. Así que has llegado a
esa conclusión, ¿eh?
Adam no recordaba si su cita con David Rothman era a las nueve o a las
diez. Si era a las nueve, no lograría llegar en la vida.
Mientras encendía la BlackBerry para comprobarlo, dijo:
—Tienes que darle un poco más de tiempo a la policía. Anoche
Clements parecía seguro de que iban a tener algún golpe de suerte en la
investigación. Te apuesto lo que quieras a que detienen a alguien antes de que
termine el día. Mientras tanto, la policía está ahí fuera.
Dana dijo algo, pero él estaba distraído mirando su BlackBerry. Joder,
era a las nueve.
—Perdona, ¿qué decías?
—Decía que me parece que todo esto tiene que ver con tu ego. Crees
que si sales corriendo estarás admitiendo que hiciste algo malo.
Adam pensó un instante en aquello antes de hablar.
—Cuando estaba en el primer año de instituto y los chavales me
amenazaban todos los días con darme una paliza cuando saliera del colegio,
nunca tuve problemas para salir corriendo. Confía en mí, si creyera que corría
algún peligro en este momento, o que tú o Marissa estuviérais en peligro, no
tendría ningún problema en huir. Pero en este caso me parece simplemente
que no es necesario.
—¿Ah, sí? ¿Y si estuvieras equivocado?
Eran las 8.28.
—Sé que no te gusta que me vaya en medio de una conversación, pero
no tengo elección —dijo Adam. Se despidió de ella dándole el habitual beso
rápido, y concluyó—: Te llamaré dentro de un par de horas, ¿vale? —y se
marchó.
Adam llegó a la consulta cuando pasaban unos minutos de las nueve. David
Rothman estaba en la sala de espera, leyendo el Newsweek.
—Buenos días, David, estoy con usted en un segundo —dijo, y se
dirigió a su despacho. Se cruzó con Lauren en el pasillo; se dieron los buenos
días, y advirtió que su secretaria no parecía tan fría y distante como el día
anterior. No había comprado ningún periódico de camino al trabajo, pero le
había echado un vistazo a los de las demás personas que viajaban en el metro
y sabía que al menos no volvía a ser noticia de primera plana. Esperaba que
no se le mencionara en absoluto en los periódicos de ese día y que toda la
historia estuviera empezando a desvanecerse.
Se puso cómodo, rellenó la jarra del agua y pasó a revisar sus notas de la
sesión anterior con David. Últimamente las cosas habían estado yendo
bastante bien en la terapia. David llevaba acudiendo a su consulta desde hacía
ya diez semanas por diversas cuestiones, incluidas algunas relacionadas con
la madurez, puesto que había cumplido los cincuenta recientemente. Su
esposa tenía problemas con el alcohol, y él algunos relacionados con la
codependencia asociada, además de cierta dificultad para expresar su ira,
contra su mujer y en general. Cuando empezó a ver a Adam, mostraba una
conducta sexual transgresora patentizada en una sucesión de aventuras de una
noche con mujeres que se había ligado en los bares, y a Adam le pareció que
manifestaba varios síntomas reveladores de adicción al sexo. Habían estado
trabajando algunas técnicas para expresar su ira, y, con su orientación, el
hombre había conseguido convencer a su esposa de que acudiera a
Alcohólicos Anónimos. Aunque seguía manifestando su inclinación al ligoteo
ocasional, habían estado trabajando diversas técnicas de modificación del
comportamiento, y desde que estaba bajo los cuidados de Adam no había
engañado a su mujer.
Bloom regresó a la sala de espera.
—David, entre —dijo.
El paciente entró en el despacho, se acomodó en el sofá y empezaron
con su habitual charla insustancial. David trabajaba en publicidad, y su
empresa tenía un palco en el Madison Square Garden, así que hablaron de los
Knicks durante un minuto. Adam tenía la esperanza de que no surgiera el
tema del tiroteo, pero sus esperanzas se hicieron añicos cuando el hombre
dijo:
—Ah, sí, bueno, me enteré de lo ocurrido. ¿Va todo bien con eso?
—Sí, gracias —contestó Adam—. Fue una situación difícil, pero mi
familia lo está superando.
Trataba de parecer profesional, cortante, sin mostrarse evasivo en
absoluto, aunque estaba impaciente por pasar a otro tema.
—Eso está bien —comentó David—. Me imagino que una cosa así se
exagera muchísimo en las noticias.
—Así es —ratificó Adam rotundamente—. Bueno, ¿cómo le va?
David empezó a hablar de un problema actual que tenía con un
compañero de trabajo con el que no se llevaba bien, y Adam advirtió que
parecía especialmente inquieto: no paraba de moverse en el asiento ni de
cruzar y descruzar las piernas. Le estaba costando estar tan atento como solía
estar en una sesión. No dejaba de preguntarse si la inquietud de David tenía
que ver con lo que había oído sobre el tiroteo o si significaba que no se sentía
cómodo teniéndolo como psicoterapeuta. Empezó a darle vueltas a si debía
mostrarse firme y preguntarle qué era lo que le estaba molestando o ignorar
todo el asunto.
Pero entonces se dio cuenta de que andaba totalmente desencaminado,
cuando David dijo:
—Bien, bueno, el otro día... esto... conocí a otra mujer.
Bueno, eso explicaba el nerviosismo; aquél era un retroceso importante
para David.
Para que su paciente se sintiera cómodo y se tranquilizara, le preguntó
en un tono muy normal y neutro:
—¿Dónde la conoció?
—En Internet —respondió. Cruzó las piernas y las volvió a descruzar
acto seguido. La frente le brillaba por el sudor—. Bueno, no en la Red, quiero
decir que fue a través de un servicio en la Red... Ashley Madison.
Adam había oído hablar de Ashley Madison y de otros servicios
similares de citas extramaritales. Varios de sus pacientes conocían
frecuentemente parejas sexuales a través de esos portales.
—Muy bien —dijo con tranquilidad, esperando que el paciente
continuara hablando.
David le explicó que se había inscrito en Ashley Madison, y luego
concertado una cita con una mujer, Linda —casada y con dos hijos—, en un
hotel. Mantuvieron relaciones sexuales. Cuando le describió lo que había
ocurrido, y sobre todo cuando le habló de lo «salvaje y excitante» que había
sido la relación, empezó a hablar más deprisa y más alto; Adam comprendió
que la experiencia había sido sumamente estimulante para Rothman. Su
forma de explicarlo era muy parecida a la manera en que se comportaría un
drogadicto que describiera la experiencia de consumir drogas; de hecho, en
una sesión anterior, David le había hablado de su adicción a la Coca-Cola,
que había abandonado hacía años. Tal cosa apenas le había sorprendido,
puesto que la mayor parte de los adictos al sexo tenían otras adicciones y con
frecuencia eran codependientes. En términos generales, David no podía ser
más prototípico.
Cuando terminó de contar la historia, le empezaron a temblar los labios
y aparecieron las lágrimas corriéndole por las mejillas.
—No sé por qué... —Estaba llorando con más fuerza, y tuvo que
contenerse. Al cabo, dijo—: No sé por qué sigo haciendo esto. No lo sé... No
sé qué me pasa.
David ya había llorado en otras sesiones —era alguien que por norma
buscaba la compasión—, así que le pasó los pañuelos de papel y lo
tranquilizó, diciendo cosas como: «No pasa nada» y «Sé lo difícil que es».
David, como siempre, se culpaba por su conducta y se hacía la víctima.
—Me siento como un pedazo de mierda. Ya no sé qué cojones voy a
hacer con mi vida.
Adam le aconsejó que no se fustigara tanto por la circunstancia y le
recordó que Internet podía ser muy tentador para cualquiera, y que esas cosas
ocurrían; estaba utilizando la misma táctica que emplearía en cualquier sesión
terapéutica similar, tratando de apoyar y tranquilizar al paciente. Aunque en
ningún momento pudo evitar sentirse como un fraude absoluto mientras lo
hacía. ¿Quién demonios era él para aconsejar a nadie, cuando últimamente su
propia vida andaba manga por hombro? E intentar tratar a David por sus
devaneos amorosos era lo más gracioso de todo, teniendo en cuenta que su
paciente estaba sentado en el mismo sofá donde él se había tirado a Sharon
Wasserman.
—No piense que tiene que ser siempre perfecto —le estaba diciendo, y
mientras tanto no podía dejar de imaginarse a Sharon encima de él,
«montándolo», y a él con las manos en sus pechos. Luego añadió—: Que
quiera tener relaciones con otra mujer no quiere decir que haya de tenerlas —
mientras recordaba haber pronunciado el nombre Sharon una y otra vez
cuando se había corrido.
Cuando la sesión terminó, se sintió culpable por cobrarle. Por lo general,
estaba extremadamente atento y utilizaba su intuición para prever adónde se
dirigía una sesión y encontrar las oportunidades adecuadas para cuestionar las
conductas de sus pacientes, pero le pareció que no había ayudado a David
tanto como habría podido. Por ejemplo, en lugar de dejar que siguiera
detestándose, debería haber sido más duro y haberle dicho algo como:
«Parece que está preparado para abandonar su matrimonio». Adam sabía que
David no quería obtener el divorcio, pero eso podría haberle ayudado a
empezar a reconocer los motivos que le impulsaban a ser un mujeriego.
Aunque ese día había estado tan distraído con sus propios pensamientos e
inseguridades que se sentía raro, fuera de onda, como si se le hubieran pasado
todas las oportunidades evidentes.
Esa mañana tuvo dos sesiones más y, como con David, se sintió torpe y
a disgusto. No le cupo ninguna duda de que el tiroteo y las cuestiones
derivadas de éste estaban afectando gravemente al desempeño de su trabajo.
Si eso continuaba y no era capaz de superarlo, tendría que tomarse unas
vacaciones para aclararse las ideas, tal vez hasta irse a Florida, después de
todo.
Durante un hueco en su agenda, se dirigió a una repostería cercana para
tomarse un café y una magdalena. En el camino de vuelta le echó un vistazo
al buzón de voz y vio que tenía tres mensajes y cuatro llamadas perdidas de
Dana. También le había llamado al trabajo y dejado un mensaje en el buzón
de voz. Caray, ¿qué pasaba ahora?
Le devolvió la llamada, y Dana cogió el teléfono antes de que terminara
el primer timbrazo.
—Te he estado llamando.
—Llevo toda la mañana con pacientes, ¿qué sucede?
—Es seropositiva.
Adam pensó que estaba hablando de Marissa. Pese a tener la sensación
de que podría perder el conocimiento, consiguió hablar.
—¿De qué carajo estás hablando?
—El detective Clements acaba de llamar y me ha dicho que han
averiguado que Gabriela tenía el sida. Encontraron su medicación en su piso.
—Caray —soltó Adam, recuperando el resuello—. Pensé que te referías
a...
—¿A qué?
—No importa —respondió, todavía mareado.
—¿Te lo puedes creer? —continuó Dana—. Clements me dijo que ni
siquiera lo sabía su hermana. Podría llevar años infectada.
Adam no entendía por qué le llamaba con tanta urgencia para contarle
aquello.
—¿Y eso es todo? —le reprochó.
—¿Es que no estás asustado? —preguntó ella.
En realidad no lo estaba. El novio de Gabriela había tenido el sida, así
que ¿por qué no iba a estar dentro de lo posible que Gabriela se hubiera
contagiado?
—Ah, y eso no es todo —prosiguió ella—. También han averiguado que
era heroinómana, igual que su novio. ¿Te lo puedes creer? Era una yonqui y
tenía el sida mientras trabajaba para nosotros.
—No empecemos con eso otra vez —repuso Adam—. Sabes que no hay
peligro de que nos haya transmitido el sida.
—Estoy hablando del engaño —dijo Dana—. Esa mujer se tiró años
mintiéndonos. Ni te cuento lo furiosa que estoy.
—Tienes derecho a estar furiosa —le reconoció Adam.
—¿Tú no estás furioso?
—Por supuesto que lo estoy.
—Pues no lo pareces.
—Estoy parado en la esquina de la Cincuenta y ocho y Madison —dijo
Adam—. Me perdonarás, pero hay un límite para el grado de furia que puedo
expresar en este momento.
A Dana no pareció hacerle gracia la observación.
—Bueno, a mí también me ha resultado agradable hablar contigo —dijo,
y colgó.
Varios minutos más tarde, mientras subía en ascensor de vuelta a su
consulta, Adam decidió que aunque colgarle había sido melodramático e
infantil, Dana llevaba razón en algo que había dicho. Que al estar tan absorto
en lo que estaba pasando con la policía y los medios de comunicación, y
encima recibir luego aquella nota amenazante, quizá no había estado
expresando su ira de forma muy efectiva en los últimos tiempos, lo que
probablemente estuviera contribuyendo a todos aquellos síntomas de angustia
e inseguridad que había estado padeciendo.
Su paciente de la una, Helen, no apareció. Helen nunca había faltado a
una cita, y Adam dio por sentado que la ausencia estaba relacionada con el
tiroteo y que había perdido otro paciente para siempre. La de las dos, Patricia,
una empleada de banca con un trastorno de ansiedad, sí que acudió, aunque le
pareció que se había mostrado tan ineficaz y torpe como con sus pacientes
anteriores. Ella tampoco pareció complacida al terminar la sesión, y cuando
le preguntó si quería concertar ya una hora para la siguiente sesión, la mujer
le dijo en un tono algo distante: «Ya le llamaré», aunque normalmente
acordaban la siguiente cita al finalizar la sesión. Sabía que algo tenía que
cambiar, y deprisa, porque a ese paso o sus pacientes dejarían de ir a verle
por propia iniciativa o él acabaría ahuyentándolos a todos.
A las cuatro, se dirigió por el pasillo al despacho de Carol para su sesión
con ella, convencido de que la necesitaba con urgencia. Carol, que le
esperaba sentada en su sillón, se limitó a decirle «Pasa», sin saludarle.
Era una mujer delgada que rondaba los sesenta años, siempre con el pelo
gris recogido en un pulcro moño. Había sido una mentora para Adam y
también una confidente. Él solía consultarle sobre sus pacientes, y su colega
siempre tenía un consejo sólido y racional que darle. En ese momento estaba
impaciente por hablar con ella de todo por lo que había tenido que pasar
últimamente, pero primero le pareció que necesitaba expresar sus
sentimientos acerca de ella y sus demás compañeros de trabajo, así que dijo:
—Antes de que empecemos, quiero que sepas que, aunque parezca
increíble, me siento agredido y juzgado por todos vosotros.
Carol, que sujetaba su libreta, estaba sentada tranquilamente enfrente de
él.
—¿Agredido? —preguntó, como sorprendida—. ¿Por qué te sientes
agredido?
El problema de estar en terapia como psicoterapeuta era que a Adam
siempre le asaltaba la sensación de ir un paso por delante de Carol. Sabía con
exactitud adónde quería llegar ella con sus preguntas, la clase de sentimientos
que trataba que le revelara. Era como ser un entrenador de fútbol americano
que tuviera acceso al libro de jugadas del otro equipo. Sin embargo, le seguía
mereciendo la pena ir a verla —expresar cómo se sentía era importante en sí
mismo, y hablar sencillamente de sus problemas siempre le ayudaba a
comprenderse mejor—, aunque le parecía que jamás podría hacer verdaderos
progresos en la terapia, porque siempre se mostraría ligeramente cauteloso y
jamás se abriría del todo. En ese preciso instante, por ejemplo, sabía que ella
conocía exactamente por qué se sentía agredido, pero le estaba haciendo la
pregunta retórica para conseguir que expresara su ira con más rotundidad.
Sabía lo que Carol estaba haciendo porque era la misma táctica que utilizaba
él con sus pacientes.
Así que le siguió el juego, expresándose sólo por el mero hecho de
expresarse, y dijo:
—Por increíble que parezca, me sentí juzgado por todos, como si fuera
culpable hasta que demuestre mi inocencia. Ayer me sentí incómodo por el
mero hecho de estar aquí.
—¿Y hoy te sientes incómodo?
—Sí, me siento incómodo. Un poquito menos, pero me siento como si
fuera..., no sé..., un marginado.
Sabía que seguramente eso le haría quedar como una plañidera —como
a veces le parecía que pasaba con sus pacientes—, pero ya se sentía mejor por
el mero hecho de haber verbalizado su estado de ánimo.
—Bien, te pido perdón si te hice sentir incómodo —dijo Carol—.
Puedes estar seguro de que no fue ésa mi intención.
Estaba retrocediendo, dándole un respiro para que siguiera descargando
su rabia. También quería restablecer la confianza en la relación terapeuta-
paciente, de manera que Adam se sintiera seguro y relajado.
—Como puedes imaginar, no me ha resultado fácil encontrarme en esta
situación —continuó Adam.
—Estoy segura —admitió Carol—. Probablemente te ha planteado
multitud de problemas.
A Adam le sorprendió que orientara la sesión en esa dirección con tanta
rapidez.
—¿A qué clase de problemas te refieres?
—Problemas de control o de falta de control —aclaró ella—. Problemas
con tu familia..., la actual y la de tus padres. Creciste en la misma casa en la
que vives ahora, ¿no es así?
—Es cierto. —No había pensado mucho en esa conexión con su pasado
que ahora parecía tan evidente—. Eso plantea problemas con mis padres.
Sentirme culpado o juzgado es un sentimiento que me resulta muy familiar.
—Y que una vez más te está haciendo sentir como la víctima —añadió
ella.
En sesiones anteriores Adam le había contado que de niño se metían a
menudo con él, y que tanto en la escuela elemental como en el instituto nunca
tuvo muchos amigos, tras lo cual habían estado hablando de las cicatrices que
le habían dejado esas experiencias. Se acordó de que esa misma mañana, con
Dana, había sacado a colación su cobardía con los matones del colegio. Todo
aquello tenía que tener algún significado.
Le contó a Carol todo lo sucedido la noche del tiroteo, sin olvidar
mencionarle que estaba teniendo el sueño recurrente en el que una paciente se
transformaba en una rata negra gigante, cuando Marissa lo había despertado.
Fue capaz de describirle todos los acontecimientos de una manera muy clara
y práctica; fue agradable hablar de ello en un entorno seguro, donde no se
sentía amenazado. Qué diferencia a cuando había hablado con la prensa y la
policía y le pareció que tenía que escoger las palabras cuidadosamente porque
todas eran examinadas con lupa.
Le contó que la policía creía que su asistenta, Gabriela, había estado
involucrada en el robo, y se aseguró de expresar la rabia que esto le
provocaba de manera adecuada. No sólo le dijo que estaba furioso de una
manera objetiva; se aseguró de «sentir» la ira, de «experimentarla».
—Me parece increíble que pudiera engañarnos a todos durante tanto
tiempo —dijo—. Suelo ser muy perspicaz, y no se me escapa nada. Así que
me siento muy furioso. Estoy muy ofendido.
Eso estaba bien; se estaba expresando correctamente, hablando con
sinceridad de sus sentimientos.
—No lo sabías —le tranquilizó Carol.
—Pero me siento tan dolido por lo que me hizo. Si sólo me hubiera dado
cuenta antes, podría haberla despedido y evitado todo esto. Nos han dicho
que era drogadicta, y no me explico cómo fue capaz de mantenerlo en
secreto. Siempre me doy cuenta cuando alguien me miente. Es mi mejor
aptitud.
—Los drogadictos pueden llegar a ser muy listos —replicó ella. Adam
le había dicho lo mismo a sus pacientes en multitud de ocasiones.
Siguió hablando, describiendo lo que había sucedido después del tiroteo,
que había esperado que se le tratara como a un héroe y del impacto que le
supuso ver cómo le habían retratado en los medios de comunicación.
—Sé lo ridículo que parece ahora —dijo—, pero pensé que me haría
famoso a causa de esto, famoso en el buen sentido. Vaya, que no te creerías
lo tonto que me puse. Hasta pensé que sería el siguiente doctor Phil. Y que
harían una película sobre mi vida.
—Un sentimiento apasionante —comentó Carol—. Y te hizo sentir
seguro de ti mismo.
—Sí —admitió Adam—, y la glosofobia remitió, lo cual fue también un
sentimiento fascinante y muy tentador. También, he de admitirlo, estaba
disfrutando de la atención. Sé que es pueril, que como adulto debería buscar
respeto, y no atención, pero me resultó muy tentador... y adictivo, lo cual en
mí es raro, porque no tengo una personalidad adictiva.
—Es fácil sentirse seducido por las propias emociones cuando la
autoestima está baja, cuando se es infeliz en otros aspectos de la vida.
Experimentaste un punto psicológico álgido, que es una sensación muy
potente. ¿Crees acaso que no recibes el suficiente respeto en tu vida?
Sabía qué estaba tratando de hacer Carol. Le estaba desafiando, tratando
de obtener una reacción defensiva, pero aun así siguió adelante.
—Sí, a veces. Como bien sabes, esta profesión puede llegar a ser
ingrata.
—Bueno, tus colegas te respetan.
—Me parece que no las he tenido todas conmigo.
—No puedes esperar que la gente no se sienta un tanto incómoda —dijo
ella—. Se produjo una situación insólita, y me parece que cada uno maneja
esta clase de cosas a su manera.
Adam entendió lo que quería decir.
—¿Y qué hay del ámbito doméstico? —preguntó Carol—. ¿Tu
matrimonio ha ido bien últimamente? ¿Te sientes respetado y querido?
Adam pensó en sus trifulcas con Dana y en sus problemas con Marissa.
—No, no lo siento así —reconoció—, y sé que probablemente no haya
puesto mucho de mi parte para que eso cambie. Y lo que ocurrió la otra
noche sin duda no ayudó.
—Has dicho que no te parece que hicieras nada malo esa noche.
—Y no me lo parece. Bueno, salvo por vaciarle el cargador. Creo que
eso fue un error.
—No todas las decisiones que tomas pueden ser perfectas, Adam. Sólo
puedes intentar hacer las cosas lo mejor que puedas.
—Lo sé, tienes razón —dijo—, pero... hay algo más. —Bebió un sorbo
de agua mientras ordenaba sus pensamientos—. Hay algo... Todavía no se lo
he dicho a nadie. No se lo dije a la policía. Ni siquiera a Dana.
Como terapeuta experimentada que había oído de todo, Carol no solía
asustarse de nada, aunque Adam percibió su creciente preocupación.
—¿Algo relacionado con el tiroteo? —preguntó ella.
—Sí —reconoció él.
Carol esperó atentamente a que continuara.
—No le mentí a la policía sobre nada —se explicó Adam—. Todo lo
que les dije era cierto, exactamente como lo recordaba. Pero..., bueno, omití
algo.
Volvió a hacer una pausa, preguntándose si estaba haciendo lo correcto
yendo a contarle aquello. No le preocupaba que ella se lo contara a la policía
—no lo haría, no podía violar la confidencialidad de la relación entre el
terapeutta y el paciente—, pero temía que pudiera afectar a su relación
profesional. Bueno, ya era demasiado tarde, y si no podía hablar con su
psicoterapeuta de esa clase de cosas, ¿con quién las iba a hablar?
—Antes de disparar a ese tipo, a Sánchez, él dijo algo —empezó—.
Todo ocurrió tan deprisa, fue tan difícil procesarlo en ese momento, aunque
después me acordé. Dijo..., creo que dijo: «Por favor, no...» Eso es lo que oí,
esas dos palabras. Sigo pensando que hice lo correcto, porque aunque fuera a
decir: «Por favor, no me mate» o «Por favor, no me dispare», o lo que fuera,
dada la situación, me era imposible reaccionar de otro modo. Bueno, sí que le
vi alargar la mano para coger algo. Puede que se tratara de la linterna, pero
parecía un arma, y podría haberme disparado. Podría haber aaesinado a toda
mi familia.
—Bueno, ¿y qué es exactamente lo que te hace sentir culpable?
—No sé si culpable es la palabra adecuada —dijo Adam—. Siento...
arrepentimiento. Tengo la impresión de que cometí un error.
—Has cometido errores antes, ¿no es así?
—Ninguno que acarreara matar a alguien.
—Ocurre todos los días, Adam. ¿Crees que los policías y los bomberos
no lamentan de vez en cuando sus decisiones? Has de hacer lo correcto y ser
sincero con la policía, pero no te puedes culpar, y no puedes permitir que eso
interfiera en los demás aspectos de tu vida. Además, has dicho que pensaste
que él iba armado, ¿cierto?
—Cierto.
—Bueno, sí, le oíste decir esas dos palabras, pero todo ocurrió muy
deprisa, y no tienes ninguna certeza de lo que trataba de decirte ni por qué te
lo estaba diciendo. Me da la sensación de que estás dando muchas cosas por
sentadas.
Adam era consciente de que Carol sólo intentaba apoyarle y que en
realidad no se creía nada de lo que decía. Sin embargo, el proceso le estaba
ayudando.
—Me siento culpable de lo que hice —admitió—. Estoy furioso. Y me
siento... un idiota.
—Todo el mundo tiene motivos de arrepentimiento —insistió Carol—.
No tienes que machacarte por ello. Tenías mucha rabia acumulada, y
entonces se produce un acontecimiento inesperado, algo que escapa a tu
control. Alguien irrumpe en tu casa y tienes que tomar una decisión rápida,
pero fue la mejor decisión que pudiste tomar en el momento, dadas las
circunstancias.
—La verdad es que necesito una reeducación paterna, ¿no te parece? —
preguntó Adam.
La necesidad de una reeducación paterna había sido un tema relevante
en las sesiones anteriores. Carol lo sabía todo sobre la represión emocional de
los padres de Adam y la propensión subsiguiente de éste a detestarse y
culparse.
—Me parece que podría serte de utilidad que utilizaras algunas de tus
técnicas de reeducación paterna —admitió ella—. Pero no seas tan duro
contigo mismo. Bien, puede que cometieras un error, o puede que no.
Recuerda esto, Adam: tienes derecho a cometer un error de vez en cuando.
Todas las decisiones que tomes no tienen que ser perfectas.
Era un consejo bastante genérico y, casi al pie de la letra, lo que él le
habría dicho a cualquiera de sus pacientes. Sin embargo, aquello tenía
resonancias para él y realmente pareció tocarle la fibra sensible. Adam pensó:
No todas las decisiones que tomes tienen que ser perfectas, no todas las
decisiones que tomes tienen que ser perfectas, y entonces experimentó una
relajante aunque intensa excitación, un subidón emocional como el que tenía
a veces después de una sesión especialmente fructífera.
Tuvo dos pacientes más por la tarde —se suponía que había de tener
tres, pero el otro no apareció— y se sintió en mucha mejor forma que al
principio de ese día, como cuando tenía todo bajo control. Cada vez que la
inseguridad se había deslizado a hurtadillas, había pensado: No todas las
decisiones que tomes tienen que ser perfectas, y se había tranquilizado al
instante.
Pero sabía que aquello era sólo un estímulo pasajero para su amor
propio, y que todavía tenía que ocuparse de una serie de problemas serios si
quería mantener alta la autoestima. Tenía que ser más indulgente consigo
mismo, no criticarse tanto y —esto era la clave— «tenía que dejar de
abandonarse». Era tan complaciente con la gente, se concentraba tanto en los
pacientes y en ayudar a los demás, que casi no había estado prestando
atención a sus necesidades. Tenía que empezar a aceptar el consejo que le
daba a sus pacientes a diario y aplicarlo a su propia vida, y eso empezaba por
su relación personal más importante: su matrimonio. Últimamente no se
había estado relacionando bien con Dana, y había acumulado mucha ira y
resentimiento sin resolver.
Al final de la jornada, cuando los demás terapeutas se habían marchado,
entró en su despacho, cerró la puerta y se puso música clásica —los
Conciertos de Brandenburgo de Bach— a todo volumen. Entonces se
arrodilló delante del sofá y empezó a darle puñetazos a los cojines con todas
sus fuerzas. La actividad física era una manera fantástica de desfogarse y de
aliviar la tensión, y siempre les había sugerido a sus pacientes que
exteriorizaran su ira de una manera segura, como gritar o aporrear almohadas.
Imaginar que los cojines eran personas que le habían ofendido, como
Gabriela, los periodistas del Post y el News, y Grace Williams, del New York
Magazine, confirió a sus puñetazos algo más de brío.
Después de unos cinco minutos de aporrear cojines a base de bien, se
sintió mucho más relajado y preparado para resolver de verdad algún
problema. Una parcela de su matrimonio que sin duda necesitaba una mejora
era su vida sexual con Dana. Casi no lo hacían ya, y si fuera su propio
terapeuta, le diría a su paciente que asignara una hora para el sexo, que lo
hiciera prioritario, y que fuera sexualmente más creativo. Así que antes de
marcharse de la consulta, llamó a Dana y le dijo que quería hacer el amor esa
noche a las diez.
—¿Por qué? —preguntó ella.
Adam no estuvo seguro de si se refería a que por qué quería tener
relaciones sexuales con ella o que por qué a las diez y no a las once o a las
doce. Decidiendo adoptar una enfoque menos conflictivo, le dijo:
—Porque te quiero muchísimo y echo de menos estar junto a ti.
De acuerdo, muy bien, puede que se estuviera pasando un poco, pero le
pareció que se estaba comunicando sinceramente, y no disculpándose por sus
emociones.
Más tarde, camino del metro, se detuvo en una parafarmacia Ricky’s
donde recordaba haber visto una sección para adultos, y compró un erótico
conjunto de animadora de la talla de Dana. Le había hablado varias veces de
la fantasía que tenía de hacer el amor vestida de animadora, pero jamás lo
habían experimentado porque Adam nunca había tenido ninguna fantasía con
animadoras. Eso había sido egoísta por su parte, rechazar de plano la fantasía
de su esposa. Era evidente que no iba a oponerse a que se vistiera de
animadora si eso la ponía cachonda, y había sido un error por su parte
haberse opuesto a los gustos de Dana de esa manera.
Ya en casa, advirtió que ella parecía estar de mucho mejor humor que
por la mañana y los dos días previos. Empezaba a convencerse de que
Gabriela era el segundo intruso que había entrado en casa la otra noche y que
la nota de amenaza había sido dejada por algún bromista. También se sentía
animada por una nueva teoría de la policía, consistente en que Gabriela
podría haber sido asesinada por un traficante de drogas con el que estuviera
en deuda y quien posiblemente no tuviera nada que ver con Carlos Sánchez.
—Pensaba que necesitaba conseguir dinero para su padre —observó
Adam.
—Así era —dijo Dana—, aunque su hermana no cree que hubiera
robado en una casa para pagar la operación de su padre, y yo tampoco lo
creo. Sé que nos mintió sobre muchas cosas, pero la verdad es que no soy
capaz de imaginármela entrando en nuestra casa para robarnos, a menos que
estuviera enganchada a las drogas y necesitara saldar una deuda con un
traficante.
A Adam le pareció que aquel razonamiento tenía lógica, y confió en que
fuera una señal de que las cosas estaban empezando a volver a la normalidad.
Dana preparó una cena rica —escalopes de pollo, arroz pilaf y ensalada
— y comieron en la mesa del comedor, y terminaron la botella de Merlot de
la noche anterior. Marissa estaba con sus amigas en Manhattan, viendo a
algún grupo, así que tenían toda la casa para ellos. La verdad es que Adam no
recordaba la última vez que él y Dana habían disfrutado de una tranquila y
romántica cena a solas, y se esmeró en hacerle multitud de preguntas sobre
sus actividades de ese día y cómo le iban las cosas en general, consciente de
que en el pasado ella se había estado quejando de que no le prestaba
suficiente atención.
En un momento dado, Dana preguntó:
—¿Por qué eres tan amable?
Su tono fue vagamente acusador, aunque Adam respondió con
sinceridad.
—Sé que no he sido el mejor marido del mundo de un tiempo a esta
parte. Quiero que mejoren las cosas entre nosotros, eso es todo. Me gustaría
que le diéramos más prioridades a nuestro matrimonio.
Hablaba de sus sentimientos abiertamente a propósito, para que Dana no
pudiera interpretar que nada de lo que estaba diciendo era una crítica. Los
ojos de su mujer empezaron a llenarse de lágrimas, aunque él sabía que se
debía a lo feliz que se sentía, y comprendió lo mucho que él significaba para
ella. Alargó la mano por la mesa y le agarró la suya con dulzura.
—Recuerda que tenemos una cita esta noche.
—No sé —respondió ella—. Estoy un poco cansada.
Si le hubiera dicho aquello la semana anterior, quizás hubiera recogido
velas, pero en vez de eso hizo lo que le habría aconsejado a cualquier
paciente que hiciera en una situación parecida —no sea pasivo, sea enérgico;
pida lo que quiere y lo obtendrá—, así que dijo:
—Me gusta cuando hacemos el amor y estamos los dos cansados. Me
parece más excitante.
Aquello fue perfecto; en lugar de acusarla de no querer tener sexo, se
había expresado de una manera positiva sin buscar polémica.
—De acuerdo —dijo Dana—, pero primero tengo que lavar los platos y
limpiar.
—Te ayudaré —se ofreció con entusiasmo.
Casi nunca la ayudaba a recoger después de cenar —otra de las quejas
habituales de Dana—, y Adam se dio cuenta de lo mucho que agradecía que
él se esforzara como nunca.
Más tarde, entró en el dormitorio, sujetando a sus espaldas la bolsa con
el equipo de animadora. Dana estaba tumbada en la cama en albornoz,
leyendo una novela de tapa dura.
—Tengo algo para ti.
—¿El qué? —Pareció más inquieta que intrigada.
—Tienes que cerrar los ojos.
Ella sonrió, como si pensara que estaba de broma, y volvió a la lectura.
—Lo digo en serio —insistió él.
Dana le miró y preguntó:
—¿Qué es?
—Tienes que cerrar los ojos.
Ella respiró hondo, como si le costara un esfuerzo tremendo, y
finalmente cerró los ojos.
—No mires a escondidas —le dijo mientras sacaba el conjunto azul y
oro de la bolsa. Entonces dijo—: Bien, ábrelos.
La reacción de su esposa no fue precisamente la que él había esperado.
Parecía, si no escandalizada, sí ligeramente ofendida.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—¿A ti qué te parece? —dijo él, sonriendo, esperando que se uniera a la
broma.
—¿No esperarás que me ponga eso, verdad?
—¿Qué pasa? Recuerdo que decías que era una de tus fantasías, ¿no es
así?
—¿Cuándo te dije eso? ¿Cuándo tenía veinticinco años? ¿En serio crees
que me voy a poner ese disfraz?
Le había contado lo de su fantasía de animadora hacía algunos años, de
acuerdo, como mucho unos cinco años atrás, pero Adam no quería iniciar una
discusión por aquello. Al mismo tiempo, tampoco quería guardarse su
resentimiento para él solo.
Buscó la forma de no expresarse con hostilidad.
—Pensé que te excitaría. Pero si no te sientes cómoda, lo entiendo,
aunque pensé que te..., no sé..., que te pondría cachonda.
—¿Y de qué talla es eso?, ¿de la dos? Aunque quisiera ponérmelo,
tendría que utilizar un calzador para meterme dentro. Vamos, ¿qué esperabas
que hiciera, ponerme de pie en la cama y montar un numerito de animadora?
En realidad eso era precisamente lo que Adam había esperado que
hiciera, aunque estaba empezando a sentirse agredido y denigrado.
—Me parece que te estás enfadando conmigo sin ningún motivo. Ahora
mismo siento que me estás ofendiendo.
—¿Puedes hacer el favor de dejar de hablarme así?
—¿Así cómo?
—Como si fueras uno de tus jodidos pacientes. No soy tu
psicoterapeuta, soy tu mujer.
Adam sabía que aquello no era más que la táctica evasiva de Dana, su
manera habitual de desviar el problema.
En lugar de enfrentarse, le dio la razón.
—Entiendo que no te lo quieras poner. Tan sólo pretendía buscar alguna
forma de que tuviéramos más proximidad en nuestro matrimonio.
—¿Y ésta es tu forma de aproximarte? —le espetó ella—. No hemos
hecho el amor desde hace no sé cuánto tiempo, y de pronto apareces en casa
con un conjunto para una anoréxica de dieciséis años, hablándome como si
estuvieras tumbado en un diván.
—Me parece que no estás siendo justa —replicó él—. Tengo la
impresión de que estás distorsionando a propósito todo lo que...
—Ah, deja ya esa mierda —le espetó Dana—. ¿Y si aparezco en casa
sin previo aviso con un Speedo ceñido y te pido que te lo pongas?
Se estaba poniendo a la defensiva una vez más, aunque Adam mantuvo
la calma y la objetividad.
—Para empezar, no estoy pretendiendo que hagas nada. En segundo
lugar, si te hubiera dicho que fantaseaba con ponerme un traje de baño de
competición, no, no me ofendería lo más mínimo.
—Estupendo —dijo ella—. Mañana mismo compraré un Speedo y te lo
puedes poner. También me aseguraré de que sea cuatro tallas más pequeño.
—¿Por qué siempre tienes...? —Se sorprendió utilizando la palabra
«siempre», que era una palabra irrespetuosa. Respiró hondo dos veces para
dominar su ira, no queriendo verse arrastrado a una discusión.
—Si eso es algo con lo que te sientes incómoda, lo entiendo. Lo puedo
devolver, no es ningún problema.
Volvió a meter el conjunto de animadora en la bolsa y se metió en la
cama con Dana.
Empezó a besarla en el cuello y debajo de la barbilla. Ella permaneció
rígida, sin reaccionar en absoluto.
—Bueno, realmente te has esmerado en crear ambiente, ¿no te parece?
—le recriminó ella.
—Lo siento —replicó él. Siempre le decía a sus pacientes que
piropearan a sus amantes, así que insistió—: Estás tan guapa esta noche.
—Lo dices, pero no lo piensas.
—No, lo digo en serio. Sé que casi no te lo he dicho últimamente, pero
es verdad, estás muy guapa.
Empezó a besarla de nuevo mientras le desataba el albornoz. Durante el
acto, siguió besándola y mirándola a los ojos todo lo posible, porque en una
sesión de la terapia matrimonial ella había dicho que le molestaba que no la
mirara a los ojos mientras hacían el amor, y que eso la hacía sentir distante.
Aunque quizá se estuviera pasando, porque parecía incómoda y mantenía
apartada la vista.
—¿Sucede algo? —preguntó él con energía.
—Que no paras de mirarme.
—Perdona —se disculpó Adam—. Es que estás tan guapa que no puedo
dejar de mirarte.
Al final, después de que cambiaran varias veces de la posición del
misionero a ponerse ella encima, Dana pareció tener un orgasmo. Adam
estaba empezando a perder la erección, lo que le venía sucediendo con mucha
frecuencia en los últimos años, así que hizo lo que a veces le funcionaba:
imaginó que Dana era Sharon.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
Adam no sabía si se refería a lo de la erección o si se había percatado de
su extraña mirada.
—Muy bien —dijo, y continuó imaginando los pechos carnosos y
exuberantes de Sharon y el aroma de su perfume. En un momento dado
estuvo en un tris de soltar el nombre de la amiga de su mujer, pero consiguió
contenerse.
Estaba tumbado en la cama al lado de Dana, sin tocarla. Ella dormía
profundamente, roncando, pero él estaba inquieto. Al cabo, bajó a la planta
de abajo para tomar un tentempié y ver un rato la tele.
Eran más de las doce, y Marissa todavía no había vuelto a casa. Ahora
que estaba camino de arreglar su matrimonio, quería lograr multiplicarlo por
dos y mejorar la relación que tenía con su hija. Estaba harto de Marissa y de
todo su mal comportamiento y ganas de llamar la atención; era hora de
aplicar el «quien bien te quiere te hará llorar». A partir de ese momento, y
mientras ella estuviera viviendo en casa de sus padres, no le iba a permitir
entrar y salir a su antojo. Iba a tener que decirle dónde estaba y con quién y a
qué hora iba a volver. No iba a consentir más drogas en casa —aquella pipa
de agua iba a ir a parar a la basura volando, eso seguro— y nunca más iba a
permitir aquel desfile de novios extraños por la casa. Primero iba a conocer a
todos sus novios, y si a ella no le gustaba, ya podía hacer las maletas y
largarse.
Empezó a quedarse dormido en el sofá, así que volvió a subir. En cuanto
se tumbó, oyó voces fuera de casa, de Marissa y de alguien más, un
individuo. Fue hasta la ventana y miró fuera. Desde su ángulo de visión no
podía verlos; probablemente estuvieran junto a la puerta de entrada. Tampoco
podía entender lo que estaban diciendo, y entonces, durante un breve
momento, tampoco pudo oírlos en absoluto. El coche patrulla seguía allí,
aparcado delante de la casa, con un poco de suerte en la que sería su última
noche. La protección policial se le antojaba ya totalmente innecesaria.
Oyó a Marissa despedirse: «Buenas noches», y entonces vio a un sujeto
que no había visto nunca —pelo largo, cazadora de piel— y que se alejaba de
la casa en dirección a la acera. No tenía pinta precisamente de médico ni de
abogado. Por Dios, ¿dónde encontraba su hija a esos perdedores?
Oyó sus pisadas en la escalera. Esperó hasta que oyó que se cerraba la
puerta de su dormitorio; luego volvió a bajar para comprobar que su hija
había conectado la alarma correctamente.
15
Johnny se enrolló con Marissa sin pérdida de tiempo. Lo primero que hizo el
sábado por la mañana fue enviarle un mensaje de texto:
Hola, qué noche más estupenda la de ayer ¿quieres que salgamos hoy?
¡Espero que sí! ¡Dime algo! xan
Xan. Sólo escribir aquel estúpido nombre hacía que se partiera de risa.
Sabía que no había ninguna posibilidad de que ella no volviera a él. No
la tenía conceptuada como de las que les gustaba tontear y hacerse las
estrechas. No, no cabía ninguna duda de que era una chica de todo o nada, del
tipo que decidía que estaba con un tío y sólo con un tío y que pasaba del resto
del mundo.
Como siempre, su intuición había dado en el clavo, porque Marissa le
respondió con otro mensaje de texto:
Con signos de exclamación, ahí era nada. Indicaban que estaba lista.
Hablaron por teléfono como una media hora. Podrían haber estado más
tiempo —joder, todo el día—, pero Johnny sabía lo importante que era dejar
siempre las conversaciones telefónicas en un punto álgido, para que las
mujeres se quedaran deseando más. Nadie era mejor al teléfono que Johnny
Long. Sabía exactamente lo que tenía que decirle a las chicas para conseguir
que —bueno, la verdad es que no había otra manera de expresarlo— se
mojaran por completo. Era tan encantador, tan divertido, tan... —¿cuál era la
palabra?— afable, sí, afable, y las chicas se tragaban aquel rollo macabeo en
el acto. Sabía que si escogía un nombre en la guía telefónica y llamaba a la
mujer elegida, tendría bastantes probabilidades de poder tirársela. En realidad
lo había hecho una vez por mera diversión, para ver si era capaz de salirse
con la suya. Había llamado a un par de docenas de mujeres, haciéndose pasar
por un técnico instalador de fibra óptica de la Time Warner. Bueno, ése había
sido el comienzo, pero cuando las mujeres empezaron a hablar con él, puso a
trabajar el encanto de Johnny Long. Sí, un buen puñado se colaron por él, y
algunas estuvieron dispuestas a dejar que se pasara para examinar su
conexión por cable, aunque no quedó muy convencido de que fuera a follar
con ellas. Pero todo era una cuestión de porcentajes, y al final encontró su
mina de oro con una mujer de Staten Island. Era una sesentona, y durante
unos segundos estuvo a la cola de la fila de las feas, pero ¿qué importaba
eso? Invitó a Johnny a que se pasara por su casa, donde éste le revisó la
conexión por cable —y en realidad le arregló un problema en la recepción de
los canales Premium—, se la folló dos veces y se marchó con unos cuantos
cientos de pavos en metálico y joyas. Aquello demostraba que Johnny Long
no era sólo un caramelito para los ojos; también era capaz de utilizar su voz y
su encanto para seducir a las mujeres.
Le sugirió a Marissa que pasara la tarde con él en el Museo
Metropolitano de Arte y, claro, a ella le pareció una idea fantástica. De
hecho, dijo:
—Caray, ésa es una idea fantástica.
Se encontraron a las dos en lo alto de las escaleras de la entrada
principal, y cuando la vio acercarse se quedó impresionado por lo guapa que
estaba. A la radiante luz del sol el pelo de Marissa parecía más reluciente que
la noche anterior, y no cabía duda de que tenía un cuerpecito de lo más
sensual. Llevaba unos vaqueros rotos, una camiseta de encaje negra muy
moderna y una cazadora negra de piel corta.
Para parecer como si conociera aquella mierda, antes de reunirse con
ella había ido al Burger King, entrado en la página web del Museo
Metropolitano de Arte y memorizado la información de unos veinte cuadros
más o menos. Así que cuando entraron y ella le preguntó qué era lo que
quería ver primero, él respondió:
—¿Qué te parece La tormenta? Es uno de mis favoritos de todas las
épocas.
—Ay, Dios, mío, me encanta el romanticismo francés del siglo
diecinueve —comentó ella, a todas luces tratando de impresionarle.
Si había escogido La tormenta fue sólo porque le había parecido ñoño y
cursilón a más no poder, con aquel tipo y la chica corriendo bajo el viento,
perdiendo la ropa, y él tratando de protegerla contra las inclemencias del
tiempo. Le pareció una imagen que podría ilustrar la sobrecubierta de una de
esas afeminadas novelas románticas para las que posaba Fabio, y decidió que
todas las chicas del mundo buscaban un sujeto así, alguien que salvara a su
novia e hiciera lo que fuera para mantenerla a salvo, aunque ella fuera gorda
y sin ningún atractivo.
Mientras contemplaban la obra, Johnny le soltó parte del rollo patatero
que había leído en Internet sobre el cuadro, y continuó perorando sobre el
romance y la pasión en la pintura y sobre cómo intentaba imbuir a su propia
obra de «aquellos sentimientos».
—La tormenta siempre me recuerda a las esculturas de Rodin, como en
el caso de La primavera eterna —dijo ella, mortalmente seria.
Johnny sabía que no hacía más que repetir alguna de las pretenciosas
mierdas que le habría oído a algún engreído profesor de Vassar, o leído en
algún libro. Se preguntó cuánto se habría gastado Adam Bloom en enviar a
Marissa a la universidad, probablemente cien de los grandes. Cien mil
dólares, y no sabía más de lo que sabía él después de pasar una mañana en el
Burger King.
Entraron en una de las pequeñas salas laterales —«el ala de los
impresionistas»— y ella le enseñó algunos de sus cuadros favoritos,
comportándose como si fuera una guía turística, hablando sin parar de las
obras, utilizando grandilocuentes palabrejas como «simetría», «estética» e
«ilusorio». De lo que le estaba largando, Johnny no entendía de la misa la
media, y tenía sus dudas de que a ella no le pasara lo mismo. Luego lo llevó a
otras «alas» del museo, haciéndole caminar de aquí para allá hasta que a
Johnny le dolieron los pies. A él todos los cuadros le parecían iguales, y los
artistas también le sonaban todos igual: Monet, Manet, Pissarro, Picasso,
¿cómo podía alguien no olvidarse de quién había pintado qué? Mientras ella
cotorreaba sin cesar, intentando impresionarle con lo mucho que sabía de
cuadros que a nadie, salvo a otros engreídos, les importaba una mierda,
Johnny la observaba con expresión interesada, como si estuviera
completamente absorto, aunque en su interior se estaba partiendo el culo de
risa pensando en las cosas que le iba a hacer a ella y a su familia cuando
llegara el momento oportuno.
Después del museo, esperaba que ella lo invitara a acompañarla a su
casa. Al llevarla a ver La tormenta y mostrarle su lado profundo y sensible,
había alcanzado prácticamente su objetivo. Mientras caminaban por la Quinta
Avenida, junto a Central Park, Marissa hasta le cogió del brazo.
—Es asombroso. Me siento tan normal contigo, me parece que puedo
actuar con naturalidad.
—Sí, a mí me pasa lo mismo contigo —dijo él, tratando de aparentar
sinceridad.
Marissa le invitó a una fiesta que había más tarde, aunque él le dijo que
no podía ir, que tenía planes. Su único y verdadero plan para la noche
consistía en visitar algunos bares y ligarse a una o dos tías; ya había pasado
un par de horas con Marissa ese día y no quería que estuvieran demasiado
tiempo juntos tan pronto. Si quería que aquello saliera bien, tenía que ir paso
a paso.
Se detuvieron en un Starbucks a tomar unos frappuccinos y luego la
acompañó al centro, hasta el metro de la calle Cincuenta y nueve. Se ofreció a
ir con ella hasta Forest Hills, pero Marissa le dijo que no era necesario, que
podía ir sola, y Johnny decidió no insistir. Estuvo dándose el lote con ella
durante un buen rato cerca de la entrada del metro, y cuando la chica se puso
caliente, se despidió de ella, dejándola con la miel en la boca.
No le sugirió que se volvieran a ver el domingo, calculando que tres días
seguidos podrían hacerle parecer demasiado disponible, y las chicas siempre
querían que un tío fuera difícil, aunque se estuvieran muriendo por arrancarle
la ropa a mordiscos. Pero volvieron a quedar el lunes para ir a ver una
película. Johnny estaba esperando que le pidiera que la recogiera en su casa,
pues así tendría oportunidad de conocer a su padre, pero por algún motivo
ella insistió en quedar delante del cine en la Cuarenta y dos y la Octava.
Vieron una película de terror —idea de ella— que para Johnny resultó
perfecta, porque se pasaron todo el rato acurrucados en la parte de atrás
dándose el lote como adolescentes, sobándose el uno al otro como si llevaran
años sin hacerlo. Sí, vale.
En cierto momento ella le susurró al oído:
—Joder, que ganas tengo de follar contigo.
A Johnny le pilló por sorpresa..., así que era una guarrilla; nunca lo
hubiera dicho.
Sabía que tenía que manejar aquello de manera correcta, así que le
musitó:
—Quiero ir despacio.
La vio otra vez el martes para ir a comer a Dojo, en el Village. Sí, era un
lugar barato para llevar a un ligue, pero ésa era la gracia. Tenía que jugar a lo
del artista muerto de hambre porque sabía que eso sería lo que la pondría
cachonda. Si estuviera tratando de enrollarse con una Paris Hilton, iría
vestido de Armani y la habría llevado a Le Cirque desde el principio. Pero
con una chica aspirante a bohemia como Marissa, hablarle de que no podría
pagar el alquiler al mes siguiente y de que vivía a base de sopa de tallarines y
macarrones con queso era la forma correcta de proceder.
El miércoles por la noche ocurrió algo que estuvo a punto de estropearlo
todo. Quedó con Marissa en el East Village, y después de un par de copas en
un bar de la Avenida A, fueron a la Knitting Factory, donde los Limons,
cierto nuevo grupo de punk retro latino al que ella era aficionada —los había
bautizado «los Ramones se juntan con Ricky Martin»— estaban actuando.
Llevaban en el local sólo unos minutos cuando Johnny sintió que alguien le
daba un golpecito en el hombro, y oyó:
—Frederick, ¿eres tú?
Miró por encima del hombro y vio a una mujer —no fea del todo, que
frisaba los treinta, y puede que hasta los tuviera, de pelo lacio y castaño y con
flequillo—; no le resultó nada familiar, aunque él había utilizado el nombre
de Frederick con diversos ligues.
—Lo siento —respondió—, se ha equivocado de persona.
Se volvió de nuevo hacia Marissa, poniendo parcialmente en blanco los
ojos, aunque tenía la sensación de que la mujer no iba a desistir.
Y no lo hizo.
—Y una mierda, hijo de puta. Te conozco. ¿Dónde está mi dinero? —le
espetó la mujer
Johnny volvió a mirarla.
—Mire, no tengo ni idea de qué me está hablando. —En realidad le
empezaba a resultar familiar, aunque aún no fue capaz de ubicar su cara.
Cuando se iba a volver de nuevo, ella le agarró del brazo.
—Me robaste doscientos dólares del bolso y, ah, sí, también algunas
joyas, pero ésas no valían una mierda.
Entonces se acordó. Se la había ligado hacía dos meses en un bar, el
Max Fish, de Ludlow, no lejos de donde estaban ahora, y le había robado
algún dinero y unas joyas que resultaron ser chapadas en oro; una puñetera
pérdida de tiempo. Por lo general, no le gustaba volver a los barrios donde
había actuado hasta transcurridos al menos seis meses, precisamente por ese
motivo.
—Se lo aseguro, se ha equivocado de tío —insistió él, soltándose el
brazo con una sacudida. Entonces se dio cuenta de que Marissa empezaba a
parecer un poco preocupada, aunque no sabía si debido a que le estaban
fastidiando o porque empezaba a creerse la historia de la mujer.
—Devuélveme el dinero o llamaré a la policía —le amenazó la mujer,
abriendo su móvil.
—Está usted loca —replicó Johnny. Entonces cogió a Marissa de la
mano y dijo—: Vamos —y se la llevó al otro extremo del bar.
La mujer los siguió, gritando:
—¡Quiero que me devuelvas mi dinero, Frederick!
Uno de los gorilas del bar se acercó y preguntó qué estaba pasando.
Johnny le explicó tranquilamente que no tenía ni idea de quién era aquella
mujer. Ésta continuó dale que te pego con que Frederick le había robado
dinero, cada vez más enloquecida e histérica. En un momento dado empujó al
gorila, que la agarró y la sacó del bar. Luego el gorila se disculpó con Johnny
y Marissa por las «molestias» y les invitó a una ronda por cuenta de la casa.
Johnny, sacando a pasear su encanto, pegó la hebra con el segurata —ambos
eran de Queens y tenían más o menos la misma edad— y al cabo de unos
minutos eran como amigos de toda la vida.
Johnny y Marissa también estrecharon lazos, mientras hablaban de lo
«extraño» que era que la mujer le hubiera confundido con ese otro tipo y se
hubiera puesto así de loca. Al final, acabaron tomándoselo a cachondeo, y él
supo que ella estaba impaciente por ir a contárselo a sus amigas; supuso que
probablemente también lo escribiría en el blog. Otro ejemplo más de lo
cojonudo que era, de que era imposible que se equivocara. Algo que podría
haber sido un desastre y haber desbaratado sus planes, había acabado por
hacerle ganar más puntos con Marissa, uniéndolos aún más.
Esperaba que ella le invitara a acompañarla a casa esa noche, pero de
nuevo quiso volver sola en metro. Insistió en acompañarla porque eran más
de las doce y «nunca sabes qué clase de maniacos van en el metro a estas
horas de la noche». Ella aceptó, pero mientras caminaban hacia su casa, se
comportó como si estuviera incómoda y no habló gran cosa; cuando llegaron,
apenas le dio un beso de despedida y entró corriendo en casa. Johnny no tenía
ni idea de qué estaba pasando. Sabía que él le gustaba —era evidente—, así
que tenía que haber alguna razón para que no le invitara a entrar. No se
trataba de que nunca hubiera llevado a un chico a casa. Le había hablado de
un par de tíos a los que había invitado a su casa desde que terminara la
universidad, incluido aquel escuchimizado gilipollas de Darren. Quiso
preguntarle si pasaba algo, pero decidió que era mejor que sacara ella el tema.
No quería presionar demasiado y echar por tierra todos sus planes.
Al día siguiente, jueves, llamó a Marissa por la mañana y le preguntó si
le apetecía quedar a comer en Brooklyn. Le respondió que le encantaría —
algo no precisamente sorprendente—, y quedó con ella en el exterior del
metro de la Novena con Smith. Cogieron el autobús hasta Red Hook, donde
fueron a un café de moda donde Johnny había visto entrar a mucha gente que
se las daba de artistas de todo tipo. Hablaron un rato, sin soltarse de la mano
ni un momento, y luego la llevó a su piso.
Se había esmerado intentando que su piso-estudio pareciese un lugar
donde viviría un artista. Se había hecho con algún cuadro más en las tiendas
benéficas y, dos días antes, había comprado en Craigslist cuatro cuadros de
bodegones de frutas a un tío que vivía a unas diez manzanas de allí. También
había pintado algunos cuadros más, al estilo de Jackson Pollock, y le pareció
que por lo menos eran igual de buenos que la mierda aquella del Met.
Camino de su casa, le soltó unas cuantas chorradas sobre lo «nervioso»
que estaba por que fuera a ver «su obra». Marissa le dijo que se estaba
comportando como un tonto y que estaba segura de que sus cuadros serían
asombrosos.
Ya en el piso, él se dedicó a observar su reacción con suma atención
mientras ella miraba por todas partes. Se dio cuenta de que estaba
profundamente impresionada.
—¡Caray! —exclamó—. Realmente, tu repertorio es muy variado, ¿no?
—Gracias.
—Utilizas óleo y acrílico, ¿verdad?
Johnny no tenía ni la más remota idea de qué le estaba hablando, pero
dijo:
—Sí, me gusta hacer mucho de todo. En fin, que no me gusta limitarme.
Quiero reventarlo todo.
¿No era eso lo que decían en Pollock? Bueno, algo así.
Mientras admiraba los cuadros que había comprado en Craigslist,
Marissa le preguntó:
—¿Pintas los retratos con modelos reales o recurres a fotografías?
—Con modelos reales.
—¡Ostras! —exclamó ella—. Impresionante.
Entonces se volvió hacia la pared donde colgaban un par de los propios
cuadros de Johnny.
—Así que también te interesa la pintura abstracta, ¿eh?
—Sí. Te has dado cuenta de la influencia de Pollock, ¿verdad?
«Influencia.» Se había venido arriba, sí, señor.
—Son muy pollockianos —confirmó ella—. Tú y Pollock tenéis una
libertad controlada muy parecida en vuestros estilos. Me encanta el uso que
haces del gris..., muy a lo Jasper Johns. También percibo cierto homenaje a
Picasso en el uso del azul.
—Sí, eso era exactamente lo que andaba buscando —mintió él—. Johns
y Picasso. Sí, me alegra que te hayas dado cuenta.
Marissa siguió admirando los cuadros mientras él pensaba que todo
aquel trabajo temporal de artista le venía como anillo al dedo: todo consistía
en decir chorradas, y nadie era capaz de decir mejores chorradas que Johnny
Long.
Una vez finalizado el festival de pasión por su obra artística, Johnny
abrió un par de latas de Heineken y se sentó con ella en el sofá.
—Me encantaría verte trabajar alguna vez.
—Eso sería fantástico, pero nunca me ha visto nadie. Podría ponerme
nervioso, ¿sabes?
—No tienes que ponerte nervioso porque esté aquí contigo —dijo ella, y
dejó la cerveza sobre la mesa de centro. Entonces le besó, frotándole el pecho
con una mano, y prosiguió—: Tal vez pueda... ayudarte.
—¿En qué clase de ayuda estás pensando? —preguntó Johnny,
siguiéndole el juego.
—Tal vez en algo como esto —respondió Marissa, besándole en la boca
—. O en esto. —Y le besó en el cuello. Al cabo, le puso la mano en el
paquete, le desabrochó los vaqueros y le empezó a magrear.
Por supuesto, él estaba preparado para lo que ella quisiera, pero
retrocedió un poco en el sofá.
—Creo que deberíamos esperar —dijo.
—¿Esperar a qué? —preguntó ella entre jadeos, deseándolo
desesperadamente.
—A que nos conozcamos mejor. —Qué difícil era soltar aquella frase
con cara de palo—. Vaya, al fin y al cabo hace menos de una semana que nos
conocemos.
—¿Así que nunca te acuestas con nadie a quien conozcas de menos de
una semana?
Sólo con unas cuatrocientas cincuenta antes que tú, cariño.
—Pero es que esto me parece... distinto —dijo Johnny—. Me parece...
especial.
Marissa sonrió, ruborizada.
—¿De verdad lo dices en serio?
—Sí —mintió él—. ¿Por qué? ¿Es que a ti no te parece especial?
—A mí me parece muy especial —reconoció ella—. Lo que pasa es que
no estoy acostumbrada a que los tíos me digan esta clase de cosas. Lo normal
es que intenten quitarme las bragas.
—Es que yo no soy como la mayoría de los tíos.
—Sin duda que no eres como la mayoría de los tíos.
Se besaron durante un rato más para contento de Johnny, porque si
hubiera tenido que decir algo inmediatamente, habría sido imposible que no
soltara la carcajada.
Cuando estuvo seguro de haber recobrado la serenidad, dijo:
—Supongo que también me siento un poco incómodo.
—¿Incómodo por qué? —preguntó ella.
—Bueno, vives en casa con tus padres. Me parece que debería
conocerles antes de que nosotros..., bueno, ya sabes.
Ése era el camino: aparentar que era demasiado tímido para decir:
«Tengamos relaciones sexuales». Así era él, sí, señor, Johnny el Tímido.
Marissa le quitó la pierna de encima y se apartó un poco, pareciendo
repentinamente disgustada. Él confió en no haber ido demasiado lejos con su
numerito de hacerse el difícil.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Nada —respondió ella—. No se trata de ti, es sólo que... no estoy
segura de que sea una buena idea.
Johnny le sujetó la mano y se la apretó con firmeza para demostrarle lo
preocupado que estaba.
—Tarde o temprano voy a tener que conocerlos, ¿no es así? Si mis
padres no vivieran tan lejos, ya te habría llevado a conocerles. —La otra
noche le había dicho que sus padres vivían en San Diego.
—Es que es realmente complicado —replicó ella—. Por Dios, ojalá no
estuviera viviendo en casa. Es tan difícil, sobre todo por mi padre y sus
cambios de humor.
—¿Cambios de humor?
—No exactamente cambios de humor. En fin, que no es que sea un
maníaco depresivo. Pero un día se muestra frío y distante, metido en su
mundo, y al siguiente quiere jugar a ser el padre comprometido. De pronto
me sale con todas esas normas, que si no puedo beber en casa, ni siquiera una
copa de vino, y que me deshaga de mi pipa de agua, aunque apenas fumo en
casa. Luego, el otro día, cuando vuelvo del museo, me encuentro con que mi
maldita pipa de agua había desaparecido; estaba hecha a mano, en
Guatemala, y me la tiró a la basura. Ah, y ahora tengo que decirle cuándo voy
a volver a casa por la noche, la hora exacta, como si volviera a ser una
adolescente. Sabe que estoy saliendo contigo, así que la otra noche me montó
la gran bulla para advertirme que no podía subirte a mi habitación ni invitarte
a pasar la noche ni nada de nada hasta que te conozca.
—Bueno, pues deja que le conozca —dijo Johnny—. ¿Dónde está el
problema?
Marissa volvió a mostrar aquella expresión de preocupación.
—Hay algo que no te he contado.
Johnny pensó: Oh, no, enfermedad venérea a la vista. No es que le
preocupara, la verdad; ya había tenido ladillas anteriormente, y el año pasado
se había curado una gonorrea. Las enfermedades venéreas eran gajes del
oficio cuando uno quería ser el próximo casanova.
—Bueno, probablemente lo hayas oído en las noticias —prosiguió ella
—, aunque puede que no establecieras ninguna relación. —Esperó, como si
tratara de encontrar las palabras adecuadas, y entonces dijo—: La semana
pasada nos entraron a robar en casa.
—¿Ah, sí? —Johnny consideró que había parecido convincentemente
sorprendido.
—Sí, ocurrió en plena noche, cuando estábamos durmiendo —le explicó
—. Oí a los ladrones dentro de casa y desperté a mi padres, y entonces mi
padre le disparó a uno de ellos.
A uno de ellos, como si él y Carlos hubieran sido ¿qué?, ¿dos
cucarachas? ¿No era eso lo que decía la gente cuando intentaban espachurrar
a unos bichos: «Liquidé a uno, pero el otro escapó»?
—Ah, sí, es cierto —dijo, como si de repente lo recordara todo—. Creo
haber leído algo al respecto en el periódico. Sí, los disparos realizados en
Forest Hills por ese loquero. Carajo, ¿de verdad es tu padre el tipo que
disparó?
—Tenía miedo de contártelo —confesó ella, y de pronto se puso a
hablar más deprisa, presa de una energía nerviosa—. Tenía miedo de que, no
sé, de que me juzgaras. Puede que estuviera un poco desquiciada. A veces me
pasa que me pongo neurótica y paranoica del todo, y le doy muchas vueltas a
las cosas. Pero eso fue lo que pensé. No es así, ¿verdad? No me lo echarás en
cara, ¿verdad que no?
—Tranquila, querida —le dijo, y le apretó la mano para que supiera que
siempre podría contar con él—. Sabes que nunca te haría eso.
La abrazó y la besó durante un rato.
—Sigo cabreada con mi padre por hacer lo que hizo. Fue una auténtica
idiotez, algo completamente irreflexivo, y la cuestión es que me parece que ni
siquiera se siente culpable por ello.
—¿De verdad?
—Sí, ha estado pasando por una extraña fase de negación o algo
parecido —explicó Marissa—. Ya te digo, por la mañana siguió con su vida
como si tal cosa, comportándose como si no hubiera sucedido nada. Uno
creería que un psicólogo estaría más atento a sus sentimientos, pero con él
pasa todo lo contrario. Creo que jamás ha tenido la menor idea de lo que
siente.
Johnny se recordó en el coche, en el exterior de la casa de Bloom, con la
pistola en la mano, viéndole pavonearse por la calle en chándal como si no
tuviera ninguna preocupación en este mundo.
Bien, gilipollas, pues ahora sí que tienes algo de lo que preocuparte.
—¿Así que crees que lo que decían en las noticias era verdad? —
preguntó Johnny—. Que tu padre quería matar a aquel tipo.
—Entre tú y yo —reconoció Marissa—, sí, lo creo. Creo que a mi padre
se le fue la olla en ese momento y quiso dispararle. No creo que sea un loco,
ya sabes, no es un psicótico, pero se guarda las cosas, está nervioso, ¿sabes lo
que te digo? También ocurrió en plena noche, y estaba cansado, y bueno, sí,
quizá no pensara racionalmente. Le enfureció que alguien entrara en su casa,
y se le fue la mano. A veces se pone así y hace cosas sin pensar.
Johnny estaba impaciente por matar a Adam Bloom, por verle morir
entre dolores.
—Qué fuerte —dijo él—. Siento que tuvieras que pasar por todo eso.
—Sí, lo sé, es verdaderamente aterrador y traumático —admitió Marissa
—. Pero lo más aterrador de todo fue que esa noche entró otra persona más
en la casa.
—¿Otra más? —Johnny fingió estar aterrorizado.
—Sí, la poli cree que se trataba de nuestra asistenta. ¿Te enteraste de lo
que le ocurrió?
—No, no creo que... Un momento, espera, sí que me enteré de algo.
También la hirieron, ¿no es así?
—La asesinaron en su piso.
—Jo, tía, qué mal rollo —dijo Johnny. Esperaba que Marissa no se
echara a llorar y se pusiera en plan melindroso y plañidera.
—Sí, fue increíblemente triste —dijo ella—, aunque no sé, la verdad es
que no le veo ninguna lógica a que nuestra asistenta entrara a robar en casa.
No es que fuéramos amigas íntimas, aunque sí que teníamos una relación
realmente cordial, ¿sabes? Ah, y recibimos una nota por debajo de la puerta,
una especie de amenaza de muerte.
—¿De verdad? ¿Y quién la dejó?
—Ésa es la cuestión, que nadie lo sabe. Mi padre está convencido de que
fue una broma, aunque no para de inventarse cuentos, tratando de
racionalizarlo todo. Está tan rayado que si le conocieras jamás dirías que es
psicólogo. Aunque puede que sea así como funciona; puede que si quieres
curar la locura de la gente, tengas que estar también un poco loco.
Johnny la rodeó con el brazo. Entonces dijo:
—Me parece que tu familia las está pasando canutas en este momento.
Si no me quieres llevar a casa para conocerles, lo entiendo, aunque supongo
que al final tendré que conocerles... En fin, si es que vamos a ser pareja.
A Marissa se le iluminó el rostro.
—¿Dices eso realmente en serio? —preguntó.
—Pues claro —le aseguró—. ¿Acaso crees que me gusta salir todos los
días y todas las noches con todas las chicas que conozco?
Por fin había dicho algo que no era totalmente mentira.
—Eres el tío más asombroso que he conocido en mi vida —dijo
Marissa.
Johnny no se lo podía discutir.
Será un honor
Mira, no tengo ni idea de qué cojones está pasando, ¿vale? Lo único que
sé es que tu marido apareció e intentó agredirme en la ducha. No quise
hacerle daño, ¿vale?, pero me escupió en la cara, ¿y qué querías que hiciera?,
¿que aguantara esa mierda? No sé que es lo que os está pasando a los dos, si
le contaste lo nuestro o qué, pero sólo llamaba para asegurarme de que te
encontrabas bien. Te echo de menos, ¿vale? Pégame un tiro si quieres por
decirlo, pero es la verdad. Sabes lo mucho que te quiero, Dana. Haz lo que
quieras, pero hazme un favor: llama a tu marido y dile que se mantenga
alejado de mí. No quiero tener que hacerle daño de nuevo.
Dana borró el mensaje tras decidir que Tony estaba oficialmente loco, y
que ella también tenía que estarlo por haberse enrollado con él, eso de
entrada. A toro pasado, se dio cuenta de que se había mostrado inestable,
obsesivo y proclive a la violencia desde el principio. La brusquedad con que
se comportaba en la cama; la manera en que había empezado a decirle que
estaba enamorado de ella, cuando desde el principio le había dejado bien
claro que por lo que a ella concernía él no era más que un juguete sexual; el
modo en que le había llamado y enviado mensajes de texto a horas
improcedentes; la manera en que le había enviado flores a casa...; todo eso
debería haber hecho saltar las alarmas. Tony le había hablado de las peleas en
las que había participado, de la gente a la que había dado una paliza en bares
y clubes, y aunque Dana no le había dicho nada, había pensado: ¿Los
esteroides lo hacen violento? Y luego, ese día, había dejado una nota en su
casa y le había dado una paliza a Adam, y se comportaba como si nada de
aquello fuera culpa suya. Aún peor, seguía diciéndole que estaba enamorado
de ella cuando Dana le había dejado meridianamente claro que ni siquiera
quería volver a hablar con él.
—¡Joder! —exclamó, y la camarera volvió a mirarla. Ella le devolvió la
mirada, que proclamaba a voces: Sí, estoy hablando sola. ¿Tienes algún
problema con eso?
Como si no tuviera ya bastantes problemas, si Tony continuaba
acosándola, tendría que considerar pedir una orden de alejamiento. Y que
ahora Adam tuviera algún motivo de loca venganza contra el monitor no
ayudaba en nada. ¿De verdad había ido allí y le había «agredido» en la
ducha? Eso explicaba la paliza que había recibido; era tan propio de Adam
que se hubiera acercado hecho una furia al gimnasio y cometido una locura
semejante. ¿Qué era lo que había pensado: Caramba, creo que voy a ir a darle
una paliza a un culturista? Sí, eso era. Igual que cuando había cogido la
pistola aquella noche. El hombre no escarmentaba.
Alterada por el chute de cafeína, sintió la necesidad de ir en busca de
aire.
Camino de la salida, vio que la camarera la volvía a mirar.
—¿Qué estás mirando, estúpida? —dijo, sin llegar realmente a ser
consciente de lo que había dicho hasta que llevaba recorrida media manzana.
Adam no fue a la cama. Aunque solían dormir con mucho espacio entre los
dos, sin tocarse apenas, la cama seguía pareciendo muy vacía sin él. Dana se
despertó varias veces durante la noche, y en cada ocasión se echó a llorar
contra la almohada hasta que se volvió a dormir.
Por la mañana se despertó cuando Adam estaba cerrando uno de los
cajones de la cómoda. Él salió de la habitación enseguida, probablemente
para ir a ducharse al baño de invitados. Más tarde, cuando Dana oyó cerrarse
la puerta delantera de un portazo, se levantó de la cama.
Bajó las escaleras. Adam no le había dejado café hecho, pero en esta
ocasión no le pareció que fuera una actitud pasiva-agresiva; era directamente
una agresión.
También había dejado migas de pan sobre la encimera y no se había
tomado la molestia de colocar sus platos en el fregadero. Entonces reparó en
que había escrito algo en la pizarra de la cocina donde a veces se dejaban
mutuamente notas. Se acercó y leyó: «Quiero que te vayas de casa».
Estuvo llorando mucho tiempo, sabiendo que no había nada que pudiera
hacer o decir para que su marido cambiara de idea. Trataría de hablar con él
de nuevo, aunque sabía que no serviría de nada. A veces es el fin.
Lo peor era que iba a tener que pasar por todo aquello completamente
sola. En circunstancias normales, Sharon habría sido la única amiga con la
que se habría sentido cómoda hablando de algo tan personal y traumático.
Consideró la posibilidad de llamar a otras amigas, a Deborah, con la que
había crecido en Dix Hills, Long Island, o a Geri, de la asociación de padres
de alumnos, pero la verdad es que la vergüenza y la culpa no la dejaban decir:
«Me voy a divorciar». Le parecía que pronunciar esas palabras lo haría real,
que ya no habría vuelta atrás, y que en cuanto se lo dijera a alguien, el chisme
recorrería todo el barrio y el drama no haría más que aumentar. Todos
hablarían de ella, hasta la gente que apenas la conocía. ¿Te has enterado de
que Dana Bloom se va a divorciar? Ay, no, qué horror, pobrecilla. Y todos
hablarían de ella como si fuera la pobrecita indefensa, una víctima. Ser
divorciada se convertiría en su nueva identidad, porque, después de todo,
¿qué otra identidad tenía? No tenía profesión, ni hijos pequeños. Su vida no
tenía sentido.
Volvió a meterse en la cama y no quiso levantarse. Estaba más asustada
que deprimida, aunque era consciente de que la depresión estaba empezando
y tenía la sensación de que no haría más que empeorar. No había manera de
que pudiera superar el estrés de mudarse, encontrar un nuevo piso y toda la
pesadilla legal y financiera completamente sola. Tenía que recuperar el
Prozac. Hablar con alguien, con un profesional, tal vez eso fuera una buena
idea. Se dijo a sí misma que llamaría a su psiquiatra, el doctor Feldman, a
quien no había visto desde hacía al menos tres años. Consiguió la primera
hora que tenía libre Feldman, que era al siguiente miércoles por la tarde.
En algún momento de la tarde oyó a Marissa subir las escaleras y
meterse en su cuarto. Dana no había considerado realmente el efecto que el
divorcio tendría sobre su hija. De acuerdo, ya tenía veintidós años, así que no
era exactamente como tener que explicarle la situación a una niña pequeña,
pero aun así iba a ser un drama en su vida. De pronto se sintió terriblemente
culpable: por abandonar a Marissa y por ser una mala madre, sobre todo en
los últimos tiempos. Desde que su hija había vuelto a casa, ¿en algún
momento había estado pendiente de sus necesidades? No, había estado fuera,
en su mundo de fantasía con Tony, pensando en sí misma, como siempre. No
se podía creer que hubiera estado envuelta en semejante niebla, que no
hubiera calculado el efecto que la aventura había estado teniendo, y no sólo
sobre Adam y su matrimonio, sino sobre toda su familia.
Se levantó de la cama perezosamente. Llamó con los nudillos a la puerta
de Marissa, y oyó:
—¿Qué pasa?
—Tengo que hablar contigo.
Después de un prolongado silencio, su hija dijo:
—Entra.
Entró y vio a Marissa tumbada de espaldas en la cama escribiendo algo
en su iPhone. De pronto le vino a la memoria la fugaz imagen de su hija a los
cinco o seis años en la misma cama, víctima de alguna pesadilla en mitad de
la noche y gritando: «¡Mamá!» Dana siempre se levantaba —Adam tenía un
sueño muy profundo, y por él la niña podía haber estado gritando toda la
noche—, se metía en la cama con ella y la abrazaba con fuerza, asegurándole
que todo iba a ir bien. A veces Marissa se volvía a quedar dormida de
inmediato, pero en otras ocasiones tenía que contarle cuentos inventados
sobre las aventuras de Marissel y los padres de Marissel, Arthur y Diana. Los
personajes eran un trasunto apenas disimulado de Dana, Adam y Marissa, y
al final de cada cuento, Marissel siempre acababa feliz y contenta, acostada
en su cama, con sus padres en la habitación contigua.
—¿Qué quieres? —preguntó Marissa, que parecía irritada como solía
ocurrir en los últimos tiempos.
—¿Me puedo sentar?
—Si quieres. No tienes buen aspecto.
Dana se sentó en el borde de la cama.
—Lo primero de todo, lo siento.
—¿Sientes el qué?
—Que tuvieras que presenciar todo eso ayer. Sé lo... inquietante que
debe de ser para ti.
—¿Inquietante? —Marissa se rió sarcásticamente—. Lo único que no sé
es cómo habéis tardado tanto.
—¿Lo sabes?
—Papá me llamó antes y me lo contó.
—¿Qué te contó? —Dana tenía miedo de que Adam ya estuviera
poniéndola a parir.
—Que os vais a divorciar, y me parece bien, si he de ser sincera. Lleváis
años haciéndoos desgraciados el uno al otro.
—No llevamos años.
—Lleváis años —insistió su hija—. Así que ¿por qué seguís juntos si no
podéis ser felices? Los dos deberíais salir a buscar, no sé, a alguien que sea
más compatible con vosotros.
—No es tan fácil —respondió Dana, sin saber si se refería a pasar por un
divorcio, encontrar a otro hombre o a ambas cosas.
—Oh, vamos —dijo Marissa—. Si estás muy buena. Hasta Xan me lo ha
dicho.
—¿De verdad? —Dana necesitaba que le levantaran la autoestima.
—Sí, de verdad. Sus palabras exactas fueron: «Tu madre está muy
buena».
—Bueno, eso es muy amable por su parte, es un chico muy cariñoso,
pero no estoy tan segura al respecto. Creo que la mayoría de los hombres de
mi edad buscan mujeres jóvenes como tú.
—No tuviste ningún problema en ligarte a ese tío, Tony, y es veinte años
más joven que tú, ¿no?
—Para empezar, lo que ocurrió entre Tony y yo nunca fue serio, es
importante que lo sepas. Sé que papá te lo va a explicar como si hubiera
tenido una relación seria con otro hombre y que ésa es la razón de que nos
divorciemos, pero eso no es así ni por asomo. Yo no le voy a dejar. Lo que
ocurre entre nosotros es recíproco; no es culpa sólo de uno. Y quiero que
sepas cuánto lamento que tuvieras que averiguarlo de la manera que lo
hiciste. Sé lo perturbador que debió de haber sido para ti.
—Oh, por favor —le espetó Marissa—. Que os vayáis a divorciar no es
precisamente una sorpresa. Además, yo ya sabía lo tuyo con Tony.
—¿Qué lo sabías? ¿Cómo?
—Hillary os oyó a ti y Sharon hablando de ello el otro día. Aunque
todavía no me puedo creer lo de papá y Sharon. Ésa sí que fue una verdadera
sorpresa. Nunca me lo hubiera imaginado.
A Dana se le estaban llenando los ojos de lágrimas, pero no quería
empezar a llorar otra vez, sobre todo delante de Marissa. Tuvo que desviar la
mirada.
—No te preocupes, mamá, todo va a ir bien. Le dije a papá que me
parecía que había estado muy mal que se liara con Sharon. Joder, es tu amiga,
pero Hillary es la mía, y no estuvo nada bien que hiciera eso.
Dana rodeó a su hija con un brazo y dijo:
—Sólo quería asegurarme de que todo esto no te afectara. No quiero que
nos guardes resentimiento, ni a mí ni a tu padre.
—Deja de pensar en mí. Haz lo que tengas que hacer, y yo estaré bien.
Dana ya no pudo contener las lágrimas, así que apoyó la cabeza en el
hombro de su hija y se echó a llorar.
Éste tenía que ser una especie de momento culminante en la vida de Johnny
Long. Tal vez le ocurrieran otras cosas fantásticas —eh, todavía era joven,
¿no?—, aunque era difícil imaginar vivir hasta los ochenta, los noventa o los
que fueran y echar la vista atrás y tener un recuerdo mejor que el de la época
en que había jodido por completo al doctor Adam Bloom y su engreída
familia.
Todo había estado saliendo a la perfección, aún mejor de lo que Johnny
había planeado. El sábado Marissa se pasó por su casa, y se habían tirado el
día y la noche jodiendo y «estrechando lazos». También habían hablado
mucho. Había procurado no mostrar mucho interés, aunque había hecho
acopio de alguna información importante acerca de ella y sus padres y sus
costumbres, que confiaba en poder utilizar más adelante. Por ejemplo, cuando
Marissa le estuvo hablando de su padre, Johnny dejó deslizar algunas
preguntas como: «¿Tu padre va a trabajar todos los días?», y «¿A qué hora
suele volver del trabajo?» Sin mostrarse interesado, sólo como si sintiera
cierta curiosidad, por el simple placer de charlar. Ella le dijo que su padre
solía marcharse a trabajar «alrededor de las ocho de la mañana» y que
regresaba «a eso de las siete o las ocho». Y resultó que necesitaría esa
información mucho antes de lo que había imaginado.
Marissa se fue de su casa alrededor de las once y media del domingo por
la mañana. Después de dos noches seguidas juntos, tenían previsto pasar el
día y la noche separados para darle a él «tiempo para pintar». Johnny ya sabía
que Adam tenía previsto jugar al golf por la mañana —la otra noche, durante
la cena, había comentado que tenía hora en el tee a las siete y media—, y
Marissa le había dicho que su madre pensaba ir de compras al supermercado,
como hacía todos los domingos. Así que Johnny decidió que ese día podía ser
la oportunidad perfecta para hacer su primer movimiento.
Como unos veinte minutos después de que Marissa se fuera, se marchó
de su casa. A las 12.52 salió de la estación de metro de Forest Hills y se
encaminó a casa de los Bloom. Sabía que estaba corriendo un riesgo. Estaba
especulando con que Dana ya se hubiera marchado a Costco y no hubiera
llegado aún a casa, con que Adam no hubiera terminado de jugar al golf y
que Marissa no hubiera llegado antes que él. Si alguno de ellos lo veía,
tendría que inventarse una excusa para justificar su presencia allí. Si todos le
creían, podría seguir con el plan B, pero si empezaban a sospechar, todo su
plan correría peligro.
Ni el Mercedes ni el todoterreno de los Bloom estaban en el camino de
acceso; buena señal. Johnny ya había escrito una nota de «Tony el del
gimnasio» y la deslizó por debajo de la puerta delantera de los Bloom. Se
estaba alejando cuando vio acercarse por la manzana el Mercedes de Adam
Bloom, que se dirigía directamente hacia él.
Estuvo bien que estuviera atento, porque si hubiera dado un paso o dos
más, probablemente le habría visto. Pero Johnny se dio la vuelta enseguida y
se dirigió al patio trasero por el camino de acceso.
Joder, ¿y ahora qué hacía? El patio trasero estaba cerrado por todos
lados por una alta cerca de madera que no ofrecía ningún lugar para
esconderse, y Bloom iba a aparcar el coche en el camino de acceso en unos
cinco segundos.
Cuando era niño, Johnny había aprendido a huir de los polis y de los
chicos que querían pegarle. Siempre había sido un fantástico trepador; vallas,
árboles, podía trepar a cualquier sitio. Saltó apoyándose en la verja y se dio
impulso. Si hubiera dispuesto de más tiempo, podría haber pasado por encima
fácilmente, pero no pudo encontrar ningún buen punto de apoyo para los pies
y los maderos de la verja terminaban en unas agudas puntas. Oyó al coche
acercarse, probablemente ya a punto de meterse en el camino de acceso.
Utilizando todas sus fuerzas, se impulsó hacia arriba y con el mismo
movimiento consiguió levantar las piernas y pasarlas por encima de la valla.
Luego soltó las manos, pero no había acabado todavía. Su cazadora de cuero
se enganchó en lo alto de la verja. Levantó la mano, la soltó y cayó de culo al
suelo con todas sus fuerzas en el momento preciso en que el coche de Bloom
empezaba a subir por el camino.
Sintió un dolor matador en el trasero y la región lumbar, aunque estaba
bien. Y lo más importante: había conseguido saltar por encima de la verja
justo a tiempo para que Bloom no le viera.
Lo que sí vio él fue a un pastor alemán en la casa de al lado de la de los
Bloom. El estúpido chucho estaba levantado sobre los cuartos traseros,
arañando la ventana. Johnny se iba a quedar donde estaba —el perro estaba
dentro de la casa; no podía echársele encima—, pero, joder, ¿y si había
alguien en la casa y se acercaba a ver el motivo de los ladridos del perro?
Seguro que vería a Johnny en el patio trasero, acurrucado en el suelo, con
toda claridad.
Se levantó, echó a correr hacia el camino de acceso de la casa con perro
y se quedó lo más cerca que pudo de la vivienda sin hacer el menor
movimiento, aunque el perro, el muy hijo de puta, había ido hasta el lateral de
la casa y estaba ladrando y arañando la ventana.
Entonces oyó hablar a una mujer dentro de la casa (debía de haber una
mosquitera en la ventana).
—¿Qué sucede, Blackie? —dijo.
Johnny no creía que la mujer pudiera verlo, aunque no estaba seguro.
Sin duda lo vería si abría la mosquitera y miraba fuera. No podía salir
corriendo, porque no sabía si Bloom había entrado en su casa todavía, así que
tenía que quedarse donde estaba y esperar lo mejor.
—¿Qué? ¿Dónde? No veo nada —dijo la mujer, aunque el perro seguía
ladrando como un poseso. Entonces la mujer dijo—: Vamos, déjalo ya... He
dicho que pares ahora mismo.
El perro, por supuesto, no dejó de ladrar, aunque ahora los ladridos
parecían alejarse, como si la mujer estuviera arrastrando al animal lejos de la
ventana.
Johnny permaneció allí un par de minutos más, sólo para asegurarse de
que Bloom había entrado en la casa, luego fue hasta el camino de acceso, giró
a la izquierda para alejarse de la casa del psicólogo y regresó hacia la zona
comercial de Forest Hills.
En términos generales, estaba satisfecho de la forma en que las cosas
habían discurrido. De todos modos, había conseguido hacer lo que se había
propuesto, y en ese momento ya sólo restaba volver a casa y ver qué
resultados daba.
Y dio unos resultados óptimos.
A eso de las dos, cuando estaba saliendo del metro en Brooklyn, Marissa
lo llamó, aparentemente desquiciada, para decirle que sus padres estaban
teniendo una pelotera impresionante. Johnny fingió confusión, y preguntó:
«¿Una pelotera? ¿Por qué motivo?» Marissa le contó que su padre había
averiguado que su madre se había estado tirando a su monitor, y —no te lo
pierdas— resultaba que su padre también había tenido una aventura con la
mejor amiga de su madre. Johnny pensó: Jo, tío, menuda familia de mierda.
Los padres se engañaban mutuamente, y la hija era una mocosa malcriada e
infeliz. Era como si todos estuvieran suplicando que alguien fuera y los
librara de tanto sufrimiento.
Él insistió en que Marissa volviera a su casa para «alejarse de toda esa
locura». Ah, ¿era o no estupendo? La chica dependía ya tanto de él, y eso que
sólo se conocían desde hacía una semana. Johnny había perpetrado algunos
engaños fantásticos, pero esta vez se estaba superando.
Cuando Marissa llegó, se abrazó a él con fuerza, como si no quisiera
soltarse nunca, y dijo:
—Soy tan feliz cuando estoy contigo.
Más tarde, después de echar un par de polvos, la chica se quedó dormida
con la cabeza apoyada en su pecho. Pero él estaba sobreexcitado,
completamente despierto, dándole vueltas a su plan e intentando calcular
hasta el último detalle. Lo de Dana y Adam era fantástico; ahora sólo tenía
que hacer su gran movimiento lo más pronto que pudiera.
Por la mañana —era lunes— sugirió a Marissa que se encontraran más
tarde en Manhattan.
Se dio cuenta de que a ella le encantó la idea, aunque dijo:
—¿Estás seguro? Mira, no quiero que acabes harto de mí.
—¿Cómo sería posible que acabara harto de ti? —preguntó él.
Ella se puso como un tomate.
—En serio, puede que no sea una idea tan fantástica —dijo.
—Quiero verte otra vez —insistió él—, y creo que es una buena idea
darle a tus padres un poco de espacio, ¿sabes?
Esto último había sido pura improvisación, pero le había salido perfecto.
—Sí, puede que tengas razón —admitió ella—, y además no tengo ganas
de estar cerca de ellos en estos momentos, pero es que no quiero abusar de ti.
—¿Estás de coña? —replicó Johnny—. Quiero estar contigo el mayor
tiempo posible. Pasaría contigo cada segundo si pudiera.
A ella le encantó aquello. Después de besarse durante un rato, Marissa
dijo:
—Pero primero tengo que ir a casa a ducharme, cambiarme y ocuparme
de algunas cosas. Me puedo reunir contigo de nuevo aquí a eso de las cinco.
Sabía que ella querría ir a casa primero, así que dijo:
—Tengo una idea. Quedemos en la ciudad a las seis y media. Podemos
comer cualquier cosa y luego ir al cine.
Ella dijo que le parecía fantástico, y acordaron encontrarse en el exterior
de la estación del metro de la Cincuenta y nueve con Lexington Avenue.
Marissa se fue de casa de Johnny poco antes de la una. Él quería hacer
su jugada ese día, aunque tenía que averiguar los horarios de los padres de
ella. No quería hacer aquello a tontas y a locas; quería pulir hasta el último
detalle.
Se dirigió a una cabina telefónica situada a unas diez manzanas —no
quería hacer las llamadas demasiado cerca de su piso—, llamó a información
y consiguió el teléfono del doctor Adam Bloom en Manhattan. Llamó y le
preguntó a la mujer que le atendió si podía hablar con el doctor Bloom. La
mujer le dijo que el doctor no podía ponerse al teléfono, que estaba con una
paciente. Por supuesto Johnny colgaría en el caso de que Adam estuviera
disponible; entonces dijo:
—No pasa nada, le llamaré más tarde. ¿Hasta qué hora estará en su
consulta hoy?
—Tiene el último paciente a las cinco.
Joder, eso era demasiado tarde; significaba que Bloom podría marcharse
a las seis y estar en casa a las siete.
—Muy bien, gracias —dijo Johnny.
La mujer estaba diciendo: «Si quiere dejarme un número, le...» cuando
colgó.
Más tarde, de vuelta en su piso, llamó a Marissa y le preguntó si podían
quedar a las siete y media en vez de a las seis y media.
—A mí me va mucho mejor —dijo Marissa—. Estaba a punto de
llamarte. Mi amiga Hillary quiere que quedemos para tomar una copa a las
cinco y media, y me parecía que iba a ir muy justa de tiempo para las seis y
media donde habíamos quedado.
Era perfecto. Marissa estaba impulsando los planes.
—¡Colosal! —exclamó Johnny—. Hay una peli a las ocho y media, así
que no hay ningún problema.
La verdad es que no tenía ni idea del horario de la película, pero decidió
que podría buscar una excusa para eso después, si es que tenía que hacerlo.
—Fantástico —dijo ella—. Ay, Dios, estoy impaciente por verte. Aquí
hay otro día de pesadilla.
Le contó que se había enterado de que sus padres se iban a divorciar;
más noticias fantásticas por lo que concernía a Johnny.
—¿Está tu madre en casa ahora? —preguntó.
—Sí —respondió Marissa—. Acaba de estar aquí dentro preguntándome
si llevaba bien lo del divorcio y si no me iba a traumatizar por ello. —Se echó
a reír, y preguntó—: ¿Por qué me lo preguntas?
Johnny no creyó que sospechara nada, tan sólo preguntaba.
—Por curiosidad —respondió, pero necesitaba darle una explicación, así
que añadió—: Bueno, ¿crees que ella y el monitor siguen... juntos?
—No lo sé. No parece que vaya a ir a ninguna parte hoy. La verdad es
que tiene un aspecto horrible.
—¿Así que crees que se quedará en casa todo el día?
—Sí, ¿por qué?
En esa ocasión sí que hubo algo de suspicacia, y Johnny tuvo que ser
cuidadoso. No quería que aquello fuera algo que Marissa pudiera recordar
más tarde y preguntarse por ello.
—Hablaba por hablar —dijo—. Sería grave que tu padre la pillara a ella
y al monitor juntos.
—Sí, grave para mi padre —comentó Marissa—. Pero en serio, no veo
cómo podrían empeorar más las cosas entre ellos. Ahora mismo, no podrían
ser más malas.
Sí, muy bien, pensó él, aunque dijo:
—Has manejado todo esto fantásticamente hasta el momento. Me siento
orgulloso de ti.
Camino del trabajo Adam concertó una cita de emergencia con Carol. Se
puso en contacto con ella a través del móvil —su colega estaba en un convoy
del Metro North que la traía desde su casa de New Rochelle— y le dijo que
estaba sumido en una «grave crisis», que tenía que verla inmediatamente.
—Hoy tengo la agenda llena —dijo ella.
—Tengo que verte —insistió Adam desesperado—. Mi vida se esta
desmoronando.
Carol le volvió a llamar unos minutos más tarde para decirle que había
aplazado su cita de las diez para poder verlo.
Fue la sesión más difícil de Adam en años. Mientras describía a Carol
todo lo sucedido la víspera después de regresar del campo de golf, rompió a
llorar varias veces, sobre todo cuando describió lo «rabioso» y
«descontrolado» que se había sentido. Como era natural, ella se mostró muy
objetiva y compasiva. Cuando los pacientes estaban en plena crisis, era
importante dejar que se expresaran, y no era el momento de que el terapeuta
interviniera con «soluciones». Básicamente se limitó a escuchar, manteniendo
la expresión de suma preocupación en la que todos los psicoterapeutas son
maestros mientras Adam hablaba sin parar, salvo en los momentos de mayor
alteración, en que le dio muestras de apoyo de carácter general, diciéndole
cosas como que era «natural» comportarse como lo había hecho y que no
tenía que «disculparse por sus sentimientos». Cuando él terminó de
desfogarse, entonces le provocó un poquito más, aunque manteniéndose
todavía muy comprensiva, diciéndole que se había sentido herido y
traicionado y asegurándole que su comportamiento había sido el mejor
posible dadas las circunstancias.
A medida que la sesión fue avanzando, Adam empezó a inquietarse y a
enfadarse cada vez más, a sentirse paulatinamente más frustrado. Era aquélla
una de esas situaciones en las que era plenamente consciente del proceso
terapéutico, hasta el punto de parecerle imposible que pudieran hacer ningún
verdadero avance. No quería que su terapeuta lo mimara y manipulara; no
quería tragarse la idea de que su comportamiento había estado justificado, de
que había hecho lo correcto. Sabía que el día anterior se había comportado
como un completo gilipollas. Había perdido el control, no había controlado
su reacción y había expresado su furia con suma torpeza. Ir a pegar a Tony ya
había sido bastante malo, pero a continuación había tomado otra decisión
sumamente torpe al revelar su lío con Sharon. No había existido ninguna
razón para meterla en todo aquello, perjudicando su matrimonio e hiriendo
profundamente a Dana, e incluso hasta a Marissa.
—Esto no está funcionando —proclamó.
Carol, sin inmutarse lo más mínimo y dando a su paciente la
oportunidad de expresarse, preguntó:
—¿Qué es lo que no funciona?
—Esto —respondió Adam—. Lo que estás haciendo ahora mismo. Sé lo
que estás haciendo, porque yo haría exactamente lo mismo. Estás tratando de
bailarme el agua, y no quiero que nadie me baile el agua.
—¿Y qué es lo que quieres?
—Quiero soluciones, quiero respuestas, pero jamás las voy a conseguir
de esta manera.
—¿Y cómo puedes conseguirlas?
—¿Lo ves? No puedes dejar de analizarme, ni siquiera un segundo. El
análisis no funcionará conmigo. Puedo ayudar a las demás personas, sé que
he ayudado a otras personas, pero necesito que se me diga qué tengo que
hacer, necesito que alguien me ponga en mi sitio. En este momento estoy
jodiendo toda mi vida, y tengo la sensación de no poder impedirlo. Me parece
que soy adicto a un comportamiento muy negativo.
—Sabes que no te puedo decir lo que tienes que hacer, Adam.
—¿Es que no puedes hablarme como a un ser humano normal?
—Si quisieras hablar con un ser humano normal, no me habrías llamado
esta mañana.
Se hizo un largo silencio; luego los dos se echaron a reír, una buena
manera de romper el hielo.
—Muy bien, tú quieres que te ayude. Tú no necesitas mi ayuda. ¿Qué te
parece esa ayuda?
—No soy ninguna víctima, ¿estamos? Controlo mi vida, no me controla
ella a mí.
—¿Te das cuenta? Tienes todas las respuestas.
—Pero saber esto no me ayuda.
—Ésa es una decisión que tomas tú. ¿De verdad quieres que se acabe tu
matrimonio?
—No —replicó sin vacilación, y en ese momento sintió que había dado
un paso adelante. Los verdaderos avances eran raros en los procesos
terapéuticos, pero en su experiencia con los pacientes los había visto
producirse en los momentos más inesperados. En su caso, al atreverse a
decirle a Carol que no hacía avances, irónicamente había conseguido avanzar
más que en años.
Necesitaba desesperadamente un día libre para asimilar sus
sentimientos, pero no podía irse a casa. Aunque había tenido más
cancelaciones y plantones, seguía teniendo varios pacientes que ver. En su
actual estado de ánimo, era difícil asumir el papel de terapeuta y asesor de
otras personas, aunque se esforzó al máximo por estar atento, y consiguió
sacar adelante el día.
Después de su último paciente, resolvió cierto papeleo relacionado con
los seguros de asistencia médica y luego se marchó de la consulta alrededor
de las seis y cuarto. Cuando salía de la estación de metro de Forest Hills
llamó a casa. Quería disculparse con Dana por desairarla con el silencio y por
dejar aquella nota en la pizarra, pero saltó el contestador. Se preguntó si
estaría en casa, pero comprobando quién llamaba. Iba a dejar un mensaje o
decir algo como: «Si estás ahí, cógelo, tengo que hablar contigo», pero cortó
la llamada, decidiendo que de todos modos la iba a ver al cabo de unos
minutos.
Se paró en una tienda de alimentación e hizo algunas compras para la
casa. Había una larga cola en la caja, y entonces la mujer que tenía delante se
puso a discutir el precio de un bote de café, así que la cajera —que parecía
nueva— tuvo que comprobar el precio. Llamó por el altavoz al encargado,
pero éste tardó varios minutos en aparecer, y luego varios minutos más en
encontrar el precio correcto, tras lo cual la cajera tuvo que devolver a la
clienta lo cobrado de más. Adam pudo pagar por fin y se dirigió a casa.
Estaba impaciente por ver a Dana y hablar con ella otra vez. Ya había
tenido suficiente dosis de infantilismo durante los dos últimos días, y era hora
de que se comportara como un adulto y planteara la situación frontalmente.
Sabía que no sería fácil. Pensaba disculparse con ella por su comportamiento
inadecuado —y al mismo tiempo no le afearía a su mujer el suyo— y le
sugeriría que acudieran a un consejero matrimonial. Seguía enfadado, seguía
sintiéndose traicionado, pero le parecía que estaba preparado para tenderle la
mano a Dana y reafirmarse en su matrimonio. Si resultaba que no eran
capaces de resolver sus diferencias, que así fuera, pero le parecía que era
importante que al menos hicieran un intento serio.
Entró en casa, reparando en que las luces de arriba y de la cocina
estaban encendidas, pero que el resto de la casa estaba a oscuras.
—¡Dana!
No hubo respuesta.
Gritó «¡Dana!», pero siguió sin haber respuesta. Supuso que
probablemente le habría oído alto y claro y que sólo le estaba devolviendo el
desaire de no contestarle por la manera en que la había tratado la noche
anterior y esa mañana. Su mujer solía recurrir a venganzas infantiles, aunque
dada la situación no podía recriminárselo. Pero entonces, mientras colgaba el
abrigo en el armario empotrado del vestíbulo, pensó: ¿Y si está con Tony?
Sin duda entraba dentro de lo posible que hubiera decidido seguir con su
aventura. Las personas que tenían una aventura amorosa en toda regla solían
encontrar sumamente difícil romper con sus amantes. En una ocasión, un
paciente le contó que tener que acabar con una amante había sido una de las
experiencias más dolorosas de su vida, sólo comparable con la muerte de sus
padres.
—¡Dana! —llamó en el piso de arriba—. Dana, ¿estás ahí?
La casa estaba casi en silencio; el único ruido eran las ventanas del salón
que el viento hacía repiquetear.
Trató de no alterarse demasiado. Después de todo, no había ocurrido
absolutamente nada; sencillamente había imaginado una situación y estaba
reaccionando en consecuencia. Tenía que ser consciente de su enfado y
controlar sus efectos. Como a menudo le recordaba a sus pacientes, los
sentimientos eran fugaces. Nadie permanece enfadado eternamente y nadie
está contento eternamente, así que si te dejas dominar demasiado por tus
emociones te estás allanando el camino hacia la decepción.
Sintiendo que controlaba la situación y que se encontraba en un estado
al que solía referirse como «estado de equilibrio», entró en la cocina.
Al principio, no supo lo que estaba viendo. Sólo supo que era algo
extraño, algo que no había visto antes. Cayó en la cuenta del brillante líquido
rojo y el cuerpo —un cuerpo de mujer— y del cuchillo en la espalda de ésta.
Tardó al menos otros diez segundos en caer en la cuenta de que estaba
mirando a su esposa muerta.
Ni siquiera supo cómo había llegado la policía. No recordaba haberlos
llamado; apenas era capaz de recordar nada desde que encontrara el cuerpo de
Dana. Era como si intentara recordar un sueño que casi hubiera olvidado.
—¿Señor Bloom?
Adam se concentró en la cara del detective Clements. El policía estaba
de pie, y él sentado en el sofá del salón al lado de un sujeto con un uniforme
de paramédico azul marino.
—Tengo que hablar con usted, serán sólo unos minutos —dijo Clements
—. ¿Le parece bien? —Entonces le dijo al tipo que estaba sentado al lado de
Adam—: ¿Puedo hablar con él ya?
—Sigue teniendo la presión alta, pero aparte de eso su estado es normal
—respondió el paramédico, levantándose, y se marchó en dirección al
vestíbulo.
Como la noche del robo, la casa estaba llena de policías uniformados,
detectives y técnicos de la policía científica. En ese momento Adam recordó
haber llamado al 911, y gritar por el teléfono, frustrado porque la mujer del
otro lado de la línea no parecía entenderle.
—Le agradezco que me dedique unos minutos —dijo Clements—. Sé lo
difícil que es esto para usted en este momento, pero tenemos que movernos
deprisa en este asunto, y lo que me diga ahora podría ser crucial para nuestra
investigación. Así que sólo le voy a hacer unas pocas preguntas muy breves,
¿de acuerdo?
Adam asintió con la cabeza. Tenía la sensación de no estar allí.
Clements le hizo una pregunta, y de hecho Adam fue incapaz de asimilar
lo que le estaba diciendo. Le vio mover los labios y oyó las palabras, pero las
únicas que realmente entendió fueron «tiempo» y «descubrir».
—¿Que qué? —preguntó.
—He dicho que a qué hora descubrió el cadáver de su esposa.
—Ah. —Adam seguía confuso—. No lo sé.
—Tiene que concentrarse, doctor Bloom... Sé lo difícil que es esto.
—Sabe lo difícil que es esto —repitió inexpresivamente.
—¿Cómo dice?
—He dicho que sabe lo difícil que es esto. —Se echó a reír, pero no con
regocijo—. Lo siento, pero dudo que sepa lo difícil que es esto, detective.
—Tiene razón —admitió Clements—. No tengo ni idea de lo difícil que
es, pero ahora tiene que esforzarse al máximo, concentrarse todo lo que
pueda durante unos minutos y contarme lo que tengo que saber. ¿Cree que
puede hacer eso para mí, doctor Bloom?
Adam detestaba el tono condescendiente con que Clements le estaba
hablando.
—Ayer le hablé de él —dijo Adam—. Le dije que Tony había dejado las
notas, le dije que podría haber sido uno de los ladrones que entró en nuestra
casa. ¿Se molestaron siquiera en investigarlo?
—Sí, nos molestamos, doctor.
—Podrían haber evitado que matara a mi mujer. Podrían haberlo
detenido, haber hecho algo.
—Comprendo su frustración, pero no podemos arrestar sin más a
alguien porque «creamos» que ha hecho algo.
—Le conté lo de las notas, y mire lo que me hizo. ¿Cómo cree que me
hice estos cardenales en la cara?
—Iba a preguntarle por su cara.
—Tony me hizo esto ayer en el gimnasio. Me enfurecí cuando vi la nota,
así que fui allí para... para hablar con él, y esto es lo que me hizo.
—Anoche, cuando me llamó, no mencionó que le hubiera pegado.
—¿No lo hice? —Adam pensaba que sí, pero quizá no lo hubiera hecho.
En ese momento era difícil pensar en algo con claridad.
—Quizá, si lo hubiera mencionado, podríamos haberlo detenido por
lesiones o al menos habríamos tenido un motivo para interrogarle durante
más tiempo del que lo hicimos. Pero ayer sí que hable con él, de hecho fui a
su casa. Le pregunté dónde había estado el jueves pasado, el día que recibió
usted la primera nota, y me aseguró que había pasado todo el día en Long
Island, ayudando a su cuñado a pintar la casa. Lo comprobamos, y no me
pareció que hubiera ninguna razón para creer que estuviera mintiendo.
También afirmó que ayer no había dejado ninguna nota en su casa.
—Vamos, eso es una patraña. —Lo dijo casi gritando—. Dejó la nota,
dejó las dos notas, y luego vino aquí y mató a mi esposa.
—Procure calmarse, señor Bloom. Vamos un paso por delante de usted,
¿vale? En este momento estamos buscando a Tony Ferretti, y vamos a
investigarlo a fondo, ¿de acuerdo? Si es nuestro hombre, no vamos a dejar
que se escape, ¿vale?
—Es el hombre. Sé que lo es.
—Lo que necesitamos que nos diga —dijo Clements— es si tiene alguna
prueba de que Tony estuvo hoy en casa. En fin, ¿su esposa le dijo que le
estaba esperando? ¿Sabe si él la llamó en algún momento o se pasó para
hablar con ella?
Adam se sintió repentinamente mareado y desorientado.
—¿Se encuentra bien, doctor?
—Sí, muy bien. ¿Cuál era la pregunta?
Clements la repitió.
—No lo sé, no tengo ni idea —respondió.
—Examinaremos los registros de llamadas, etcétera —dijo Clements—.
Sólo pensé que quizá se hubiera enterado de algo, oído algo de pasada...
—No oí nada —dijo Adam—, pero sé que lo hizo él. ¿Es que podría ser
más evidente?
Clements no parecía convencido.
—¿Dónde está la nota que piensa que Tony dejó ayer? —preguntó.
—Arriba, en el cajón superior de mi cómoda.
Clements llamó a otro detective para que se acercara y le dijo que
subiera a coger la nota.
—Trátala como prueba —añadió.
—Estoy muy angustiado —dijo Adam—. Necesito tomar más Valium.
—Se pondrá bien —le animó Clements.
—Necesito una dosis más alta —dijo Adam—. Se lo digo en serio, antes
no me dieron la dosis suficiente.
El paramédico oyó por casualidad a Adam y se dispuso a acercarse, pero
el detective levantó la mano haciendo un gesto para que se detuviera, y le dijo
a Adam:
—Se va a poner bien, ¿de acuerdo? Tranquilícese y procure
concentrarse, ¿vale? ¿Cuándo fue la última vez que vio a su esposa?
—Esta mañana —dijo Adam—, cuando me fui a trabajar. Seguía
durmiendo.
—¿Y no habló con ella durante el...?
—No —le cortó Adam—, pero había pensando hacerlo. —De pronto le
invadió una culpa increíble por haber tratado a Dana con tanta
desconsideración el día anterior. Sabía muy bien el motivo de que la hubiera
tratado como lo había hecho, pero eso no lo hacía parecer mejor. Tardó un
instante en recobrarse antes de decir—: Tenía previsto intentar hablar con ella
y... Ayer cometí un error enfrentándome a Tony, y a ella le dije algunas cosas
muy hirientes y... ¿Puede hacer el favor de conseguirme más Valium? Se lo
digo en serio, la dosis que me dieron era demasiado baja.
—¿A qué hora llegó a casa esta noche? —preguntó el detective,
haciendo caso omiso a su petición.
—No estoy seguro.
—Llamó al novecientos once a las siete treinta y cinco —dijo Clements
—. ¿Descubrió el cuerpo en cuanto llegó a casa?
Adam recordó la impresión al entrar en la cocina de ver el cuerpo tirado
en el suelo y de no saber al principio qué es lo que era.
—Descubrí el cuerpo inmediatamente. ¿Puede conseguirme algo más
...?
—¿Fue en coche hoy al trabajo?
—No... Nunca voy en coche. Cogí el metro.
—¿Advirtió algo sospechoso en el trayecto del metro a casa? ¿Algo que
pareciera fuera de lugar?
Adam pensó en ello, o lo intentó de todas formas, y dijo:
—No, nada.
—Bueno, a ver si lo entiendo bien —dijo Clements—. Usted llegó a
casa, descubrió el cadáver y entonces llamó al novecientos once.
—Exacto —reconoció Adam, consciente de que el corazón le iba a cien.
Necesitaba más Valium... ya.
—Bueno, ¿y cuándo se acercó y tocó el cuerpo?
Adam se sintió confundido.
—¿Lo toqué?
—Le dijo a la operadora del novecientos once que examinó el cuerpo
para ver si su esposa estaba muerta. Fue así como se manchó de sangre las
mangas, ¿verdad?
Adam se miró las mangas de la camisa, sorprendido de ver las manchas
de sangre, de la sangre de Dana. Se sintió mareado y pensó que incluso
podría perder el conocimiento.
—De verdad que necesito más Valium —insistió—. Estoy teniendo un
ataque de ansiedad.
El detective hizo un gesto con la mano hacia el paramédico, que le dio a
Adam otro par de miligramos de Valium.
Apenas había terminado de tragar la pastilla, sintiéndose todavía muy
mareado, cuando Clements dijo:
—Bueno, acerca de la sangre...
La absoluta falta de empatía del policía lo dejó asombrado. Dejó que
pasaran unos segundos antes de contestar.
—Creo que fue justo después de verla. Estaba conmocionado, como es
natural, y me acerqué sólo para... no sé, para ver si podía hacer algo.
Se dio cuenta de que no había llorado desde que había descubierto el
cuerpo, y de que debería estar llorando, liberando la tensión.
—Sé que es terrible —dijo Clements—. Pero cuanto antes podamos
terminar con esto, antes podré dejarlo en paz para que pueda superar su dolor,
¿estamos?
Superar su dolor, como si el dolor fuera algo que uno pudiera superar sin
más, tacharlo en tu lista y ¡ta-chán!, ya puedes seguir adelante. ¿Les
enseñaban a ser crueles en la Academia de Policía? Adam no se molestó en
responder. Le dolía la cabeza y seguía mareado; ¿cuánto tiempo tardaría el
maldito Valium en hacer efecto?
—Hay un mensaje en la pizarra de la cocina —comentó Clements—.
Dice: «QUIERO QUE TE VAYAS DE CASA». ¿Quién lo escribió?
—Yo —reconoció.
—¿Así que usted y su esposa estaban pensando en separarse?
De nuevo Adam se sintió profundamente culpable por la forma de tratar
a Dana durante los dos últimos días, por manejar toda la situación con tanta
torpeza. Si no se hubiera enfrentado a Tony, quizás éste no habría ido allí esa
tarde y a lo mejor Dana seguiría viva.
—Esta mañana estaba muy alterado por la aventura de mi mujer —
confesó Adam—, pero tenía pensado... —Se aclaró la garganta, respiró dos
veces y prosiguió—: Tenía previsto tratar de arreglar las cosas con ella. No
quería dejarla. Quería seguir con mi matrimonio.
—¿Esta tarde vino directamente a casa desde el trabajo, doctor Bloom?
¿Se lo estaba imaginando o había habido un cambio en el tono de
Clements? ¿No parecía más duro, incluso vagamente acusatorio?
—Sí, vine directamente. ¿Por qué?
—¿A qué hora salió de la consulta?
—Después de atender al último paciente.
—¿Cuándo fue eso?
—Sobre las seis. No, más tarde, las seis y cuarto.
—Así que salió a las seis y cuarto y llamó al novecientos once a las siete
y treinta y cinco, poco después de descubrir el cuerpo. ¿Es eso correcto?
—Sí, me detuve a hacer unas compras en el supermercado camino de
casa.
—Creía que había venido directamente a casa.
Ahora no había ninguna vaguedad en el tono.
—¿Cómo dice? —preguntó Adam.
—Sólo intento reunir todos los hechos, doctor Bloom.
—¿Qué importancia tiene si me paré a hacer unas compras o no me paré
a hacer unas compras?
—Por favor, responda a mis preguntas.
—Esto es absurdo —soltó Adam—. Ya es bastante grave que no hayan
resuelto lo del robo y quitaran a los policías encargados de la vigilancia o de
la protección o lo que fuera, y ahora entran aquí, sabiendo lo que me ha
ocurrido hoy, y tienen los cojones de acusarme de... —No fue capaz de
decirlo, así que añadió—: ¿Es que está usted loco? ¿Es que es un jodido
demente?
Le sentó de maravilla gritar, descargar, maldecir. No era necesariamente
la manera más productiva de expresar la ira, pero a veces era necesario.
—Va a tener que tranquilizarse, doctor Bloom.
—¿Tranquilizarme? ¿Cómo puedo tranquilizarme cuando ni siquiera me
han dado suficiente Valium?
—Si se tranquilizara...
—¿Sabe?, en lugar de perder el tiempo hablando conmigo, debería estar
hablando con Tony, el tipo que mató a mi esposa. Aquí yo soy la víctima...
—Y yo dirijo esta investigación —dijo Clements, alzando la voz de
manera autoritaria. Hizo una pausa, dando tiempo a que Adam asimilara lo
que había dicho, a todas luces disfrutando de dárselas de jefazo, y prosiguió
—: Yo decidiré qué preguntas hago y a quién se las hago, ¿estamos? Bueno,
se lo volveré a preguntar: ¿cuánto tiempo estuvo en el supermercado, doctor
Bloom?
Adam respondió al resto de las molestas preguntas de Clements. Le dijo
que había estado en el supermercado unos quince minutos y que no había
hablado con nadie mientras compraba, y que después de terminar las compras
se había ido directamente a casa.
—Bueno, sólo quiero asegurarme de que lo entiendo todo. Salió del
trabajo a las seis y cuarto y, teniendo en cuenta la distancia del trayecto en
metro y el tiempo que estuvo comprando, ¿diría que tardó alrededor de una
hora en ir desde el trabajo a casa?
—Eso parece más o menos correcto.
—Así pues, hay un vacío de veinte minutos entre la hora que llegó a
casa y la hora en que llamó al novecientos once.
Adam recordó que después de haber descubierto el cuerpo se había
sentado fuera de la cocina, en el suelo del pasillo, con la mirada perdida en el
vacío, aturdido. No tenía ni idea de cuánto tiempo había estado allí.
—Puede que tardara más de una hora en llegar a casa —dijo.
—Pero antes dijo que no llamó al novecientos once inmediatamente —le
recordó el policía.
—Estaba conmocionado —observó Adam—. No pude reaccionar
inmediatamente.
—¿Estuvo conmocionado veinte minutos? —Clements parecía
incrédulo.
Adam tardó varios segundos más en asimilar la pregunta del inspector.
Quizás el Valium estuviera haciendo efecto por fin.
—Tal vez no estuve veinte minutos —reconsideró—. Puede que sólo
fueran cinco... o diez.
—Bien, gracias por su paciencia —dijo Clements—. Le llamaré un poco
más tarde, y de verdad que siento su pérdida.
Adam se quedó sentado solo en el sofá, observando la actividad que
tenía lugar en la casa. Clements estaba hablando con otro policía, y había uno
de la científica cerca que parecía estar buscando huellas u otras pruebas por
todas partes. Durante un rato, se sintió como un observador, completamente
distante, como si estuviera viendo una película. Esto no tiene nada que ver
conmigo. Esto ni siquiera está ocurriendo, pensó.
Luego, transcurridos cinco minutos, se dio cuenta de que, aunque la
escena era surrealista, él formaba parte de ella en gran medida. Dana estaba
muerta, y, lo que era aún peor, él era sospechoso. Puede que no el sospechoso
principal, pero aun así sospechoso. No podía culpar a Clements por centrarse
en él, puesto que había multitud de pruebas circunstanciales. Su matrimonio
había estado a punto de hacerse añicos, él se había estado comportando
erráticamente, por decirlo de una manera suave, en los últimos tiempos, y, ay,
no había que olvidar la sangre que tenía en la camisa; eso realmente le
confería un aspecto sospechoso. Por lo que a la policía concernía, Adam ya
había dado muestras de inclinaciones homicidas al disparar y matar a Carlos
Sánchez la otra noche, así que ¿por qué no profundizar en la idea de que
había asesinado a su esposa? Además, cuando una mujer era asesinada, el
marido siempre tenía que ser considerado sospechoso, así que era
perfectamente comprensible que Clements le estuviera interrogando.
Pero lo que le asombraba era que su vida hubiera tocado fondo de
aquella manera. ¿Cómo había sucedido? No hacía más de dos semanas atrás
las cosas le estaban yendo estupendamente. De acuerdo, a él y a Dana les
quedaban algunas cuestiones conyugales por resolver, pero igual que a
prácticamente todas las demás parejas del mundo, sobre todo a aquellas que
llevaban más de veinte años de matrimonio. Y, sí, Marissa estaba pasando
por los problemas propios de su edad, pero durante la mayor parte del tiempo
habían sido una familia unida y feliz, hasta la noche en que su hija los
despertó y les dijo que alguien había entrado en la casa. Echando la vista
atrás, ése había sido el gran punto de inflexión, el momento en que todo había
empezado a irse a la mierda.
Marissa, pensó. Tenía que llamarla.
Sacó su móvil, aunque no fue capaz de hacer la llamada. ¿Cómo le dices
a tu hija que su madre ha sido asesinada? ¡Asesinada violentamente! La vida
de Marissa no volvería a ser la misma nunca más; tendría que pasar por años
de psicoterapia sólo para empezar a superarlo. Se sintió fatal por aumentar el
dolor, por habérselo hecho pasar tan mal con todo aquel rollo del «quien bien
te quiere te hará llorar». En ese momento le quedó claro lo inapropiado que
había sido su comportamiento hacia ella de un tiempo a esa parte. Adam
había estado desviando sus emociones, castigándola a ella, en lugar de
castigarse a sí mismo. ¿Por qué le había molestado tanto que tuviera una pipa
de agua en casa cuando Marissa apenas fumaba? ¿De verdad era un problema
tan monumental? Lamentó sinceramente haber tirado la pipa de agua el otro
día; ahora a él podría haberle venido bien darle unas cuantas caladas.
No estaba seguro de que pudiera soportar hacer la llamada telefónica y
estuvo a punto de pedirle a un poli que la hiciera por él, pero entonces se
obligó a hacerla solo. Su hija merecía recibir la noticia de su padre y no de un
completo extraño.
No pudo ponerse en contacto con ella y no quiso dejar un mensaje, así
que colgó y decidió que lo intentaría de nuevo al cabo de un rato. Lo más
probable es que estuviera por ahí con Xan. Se alegró de que ahora tuviera
novio, un chico bueno y cabal. Marissa necesitaría ayuda para superar
aquello.
Se puso a caminar lentamente por la casa, mientras por algún motivo oía
en su cabeza el coro de «Comfortably Numb» de Pink Floyd. Quizás había
escogido esa canción porque la letra le recordaba su actual estado mental, o
tal vez porque le recordaba su adolescencia, cuando vivía en esa misma casa,
en una época de su vida mucho más reconfortante y segura. ¡Joder! ¿no podía
dejar de ser psicólogo ni un minuto? ¿Por qué todo tenía que significar algo?
¿Por qué no podía aceptar las cosas sencillamente como eran?
Echó un vistazo al interior de la cocina, mirando desde el otro lado de la
cinta que delimitaba el escenario del crimen, y vio trabajar a los detectives. El
cadáver de Dana seguía allí, en el suelo, y un fotógrafo estaba ocupado
tomando fotos. Adam apenas sentía algo, y cuando se alejó casi sin rumbo
fijo para volver a la parte delantera de la casa, se dio cuenta de que seguía
conmocionado. Había tratado a muchos pacientes durante sus duelos y era un
defensor de las cinco etapas del duelo de Kubler-Ross. Sin embargo, ni
siquiera había empezado a asumir que Dana había sido asesinada, a asumirlo
en serio. Ahora su muerte era sencillamente un concepto, algo que podía
verbalizar y racionalizar, pero que realmente era incapaz de sentir ni de
comprender en todas sus consecuencias.
En el salón, levantó una persiana veneciana y atisbó fuera. Esperaba ver
periodistas, pero se quedó asombrado de los muchos que había. Ni que el
presidente de la nación fuera a dar una rueda de prensa. Un periodista le
divisó y gritó: «¡Ahí está!», y de pronto se produjo un frenesí de periodistas
que hablaban al mismo tiempo, algunos le pidieron a gritos que saliera.
Horrorizado, dejó caer la persiana y se alejó de la ventana. Al contrario que
después del robo, no tenía ningún interés en la atención de los medios de
comunicación. No tenía ningún deseo de fama; confió en no tener que ver
nunca más su nombre impreso en una publicación. Pero sabía que no le
dejarían en paz, y daba igual que hiciera o no una declaración. Probablemente
sus artículos ya estaban escritos. La esposa de Adam Bloom, el justiciero
loco, había sido hallada muerta con un cuchillo en la espalda, tirada en el
suelo de su cocina. ¿Qué más necesitaban saber?
Volvió a sentirse mareado de pronto. Mientras cruzaba de nuevo la casa,
un policía le preguntó: «¿Se encuentra bien?», pero Adam lo ignoró y se fue a
sentar a la mesa del comedor. El Valium no le estaba haciendo efecto;
necesitaba Xanax o Klonopin. Se había estado creyendo un superhombre,
convencido de que podía manejar las crisis mejor que el común de los
mortales. Pero ser psicólogo, ser consciente de sus procesos mentales, no le
volvía inmune a las emociones. Esas dos últimas semanas le habían bajado
los humos y enseñado que no era mejor que la mayoría de sus pacientes con
problemas. Era un hombre débil y confundido, y no iba a conseguir superar
esa pesadilla sin la ayuda de algún medicamento potente.
21
Como era de esperar, Marissa no pegó ojo. Xan la tuvo abrazada toda la
noche mientras ella se agitaba, lloraba y ocasionalmente gemía. El mundo
nunca le había parecido a Marissa tan arbitrario ni absurdo, y no paró de
repetirse mentalmente: Mi madre está muerta, mi madre está muerta,
confiando en que esto la ayudaría a aceptar lo ocurrido, aunque sólo le sirvió
para que reviviera una y otra vez la conmoción, como si siguiera en el
vestíbulo del cine y oyera la noticia por primera vez.
Cuando estaba amaneciendo, Marissa seguía despierta y sintiéndose
desdichada. Xan tampoco había dormido nada. Mirándolo a sus hermosos y
amables ojos azules, le dijo:
—Soy tan afortunada de tenerte.
—Yo estaba pensando exactamente lo mismo —repuso él.
Marissa se moría de ganas de sentirlo dentro de ella, de estar unida a él,
todo lo unida que fuera posible.
—Hazme el amor —le imploró—. ¡Hazme el amor, por favor!
Y él accedió, y aunque ella no paró de llorar en todo el rato, aun así
estuvo muy bien.
Después, cuando estaban tumbados de costado, mirándose el uno al otro,
ella preguntó:
—Bueno, ¿tú crees que lo hizo Tony?
—Tiene que haber sido él, ¿no? —respondió Xan en voz baja.
—No lo sé. Ese gilipollas de detective no paró de hacerme preguntas
sobre mi padre.
—Así son los polis —la tranquilizó—. Vaya, que me imagino que en un
caso de asesinato tienen que investigar desde todos los puntos de vista,
¿sabes?
—Lo sé, pero eso me da miedo. Bueno, es un poli, y sabe lo que está
haciendo. ¿Por qué habría de estar dando la tabarra con eso sin parar si, no sé,
no hubiera base alguna para hacerlo? ¿Por qué habría de perder el tiempo de
esa manera? ¿Sabes lo que quiero decir?
—Tú padre es un tío fantástico —dijo Xan—. Jamás le haría algo así a
tu madre. —Le estaba subiendo y bajando los dedos por la cara interior de
uno de los brazos. Era tan agradable—. Bueno, ¿o sí?
—¿Qué quieres decir?
—No digo que sea lo que pienso ni nada parecido, así que no me
malinterpretes..., pero es verdad que tus padres tenían problemas serios
últimamente, ¿no es cierto?
—Lo es —admitió Marissa, acordándose de su padre en el momento de
decirle con regocijo a su madre que se había acostado con Sharon
Wasserman.
—Sólo digo que desde mi posición, la de un simple..., bueno, un simple
observador ajeno a todo esto, me parece un poco, no sé, una coincidencia.
—Lo sé.
—Bueno, piensa en ello —dijo Xan—. Tus padres te comunican que se
van a divorciar, ¿y ese mismo día matan a tu madre? Da que pensar, ¿sabes?
No es algo que quieras pensar, pero aun así lo piensas.
Aquella palabra, «matar», hizo que Marissa diera un respingo. Se apartó
de él y se incorporó.
—Sí, pero ésa es la razón de que piense que probablemente lo hiciera
Tony. Puede que mi madre le dijera que se iba a separar de mi padre, pero
que no quería estar con él, así que Tony se cabreó, vino aquí y perdió los
nervios. Ese tipo está loco, es un psicópata. ¿Viste lo que le hizo a mi padre,
verdad?
Xan le besó suavemente en los labios; Dios, Marissa se moría por
sentirlo dentro otra vez.
—Lo sé, y puede que tengas razón, pero dijiste que tu padre fue al
gimnasio el otro día y empezó la pelea con Tony. Y también me dijiste que
había tenido una pelotera enorme con tu madre...
—Pero a mi padre le oí decir algo sobre que la nota que Tony había
dejado, la que iba sobre él y mi madre, se parecía a la nota que encontró la
semana pasada, en la que le amenazaban por lo del robo.
—Sólo porque Tony dejara las notas no significa que matara a tu madre.
—Pero demuestra que está loco, que podría haber entrado a robar en
casa, por Dios bendito. Quizás estuviera furioso porque mi padre disparó al
otro tipo, ¿cómo se llamaba?, Sánchez, así que volvió y mató a mi madre para
desquitarse. O puede que fuera como he dicho antes, porque mi madre fuera a
romper con él.
—Como ya te he dicho, creo que tienes razón, que probablemente fuera
Tony —dijo Xan—, pero..., y sólo estoy especulando, así que no te enfades,
¿y si fue tu padre el que dejó las notas?
—¿Y por qué haría algo así?
—Para tenderle una trampa a Tony. Quizás averiguó que tu madre le
estaba engañando, dejó las notas y luego fue a provocar una pelea con el
monitor, sabiendo que le daría una paliza y que eso haría quedar a Tony
como un mal tipo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Pero ¿y de verdad iba mi padre a planear todo eso? ¿De verdad
planearía las cosas hasta ese punto?
—No tengo ni idea —dijo Xan—, pero ya mató a alguien antes, ¿no es
así? Y si mató antes, supongo que eso significa que podría volver a hacerlo.
Marissa no podía seguir negándolo más; lo que Xan estaba diciendo
tenía mucha lógica, demasiada. Podía imaginarse fácilmente a su padre, en
especial debido a la manera que se había venido comportando en los últimos
tiempos, perdiendo el control y explotando. Podría haber estado discutiendo
con su madre, y agarrado impulsivamente el cuchillo, igual que, también
impulsivamente, aquella otra noche había cogido la pistola del armario.
—Ay, ¡Dios mío! —exclamó Marissa—. Él la asesinó.
—Jo, venga, no digas eso.
—Es como si hubiera estado negándome tozudamente a aceptar la
realidad. Ay, ¡Dios mío!, no me puedo creer que esté ocurriendo esto.
Xan se colocó encima de ella, apoyado en las rodillas y los codos,
mirándola directamente a los ojos.
—No está ocurriendo nada. No sabes nada, la policía no sabe nada.
—No podré superarlo. Desde ahora te aviso que no podré superar esto.
—No te preocupes, estoy a tu lado. Y pase lo que pase, estarás bien. Me
encargaré de que estés bien. Pero si resulta que Tony no lo hizo, quiero decir
que si tiene una coartada, quiero que estés preparada para que la policía
empiece a investigar a tu padre, ¿entiendes? No quiero que te lleves una
sorpresa.
Marissa se imaginó a su padre cogiendo el cuchillo y clavándoselo a su
madre en la espalda.
—Ay, ¡Dios mío!, no, no, no —dijo mientras rodeaba con los brazos y
las piernas el cuerpo caliente de Xan con todas sus fuerzas.
Más tarde, no quiso que Xan se marchara. Tenía miedo de quedarse en casa
sola con su padre.
—Me quedaré contigo todo el tiempo que quieras —dijo él.
—Pero no tienes nada de ropa ni...
—Me trae sin cuidado. Tú eres lo único que me preocupa en este
momento.
La tenía deslumbrada. Era todo él tan perfecto.
Fueron al baño por turnos, y cuando le tocó a Marissa, oyó a su padre
hablando abajo por teléfono.
—Tal vez deberías bajar —le sugirió Xan.
—No quiero —replicó ella—. Sólo quiero quedarme aquí en la cama
contigo todo el día.
—Bajaría contigo, pero es un asunto familiar, y en este momento
deberíais estar los dos a solas, disponer de algún tiempo para estar juntos.
—No quiero estar con él.
—No me moveré de aquí. Si me necesitas, me das un grito y bajo
enseguida, ¿vale? No tienes que preocuparte por nada.
Decidiendo que tarde o temprano tendría que enfrentarse a su padre,
Marissa decidió bajar.
Desde la escalera oyó que su padre estaba hablando por el teléfono del
comedor. No sabía cómo iban a volver a utilizar la cocina de nuevo, porque
estaba completamente segura de que por el momento no iba a entrar allí para
nada. Si era preciso, encargaría comida china para todas las comidas.
Cuando entró en el comedor, su padre, sentado a la mesa, la miró a los
ojos mientras terminaba una llamada. Por el tono, Marissa supo que estaba
hablando con su amigo Stan.
Le observó mientras hablaba, buscando alguna señal que le indicara si
era culpable o inocente. Parecía estar todo lo afligido que requería la ocasión,
pero ¿eso significaba algo? ¿No estaría fingiendo la aflicción? O estaba
afligido porque la madre de Marissa había sido asesinada o estaba fingiendo
estarlo para seguir con la actuación. Y si realmente era un loco, si de verdad
era un psicópata, se le daría muy bien simular el dolor.
Transcurrido un minuto su padre terminó la llamada y le dijo:
—Era Stan. Esto es tan difícil.
Durante un momento a Marissa no se le ocurrió nada que decir; era
extraño, pero se sentía realmente atemorizada estando cerca de su padre. Al
final, dijo:
—Si quieres, yo también puedo hacer algunas llamadas.
—No, no, no es necesario. En realidad, ya casi he llamado a todos lo que
tenía que llamar. Algunos amigos van a llamar a otros amigos, y me he
puesto en contacto con la mayoría de nuestros parientes. La abuela llegará
esta noche. Tenía miedo de decírselo, por lo de su enfermedad cardíaca, pero
¿qué le vas a hacer? Ah, a propósito, el funeral es mañana por la mañana a las
diez.
A Marissa no le pilló por sorpresa que el funeral fuera a ser tan pronto.
Aunque apenas eran una familia religiosa, seguían algunas tradiciones judías,
como la de enterrar a los muertos lo antes posible. Su abuelo también había
sido enterrado sólo un par de días después de que muriera.
Su padre siguió contándole que su madre sería enterrada en la tumba
familiar de Long Island y le habló de los preparativos que había hecho con el
rabino y la funeraria.
—Al único pariente que no voy a invitar es al hermano de mamá —dijo
—. No creo que ella quisiera que viniera.
—Sí, yo tampoco lo creo —corroboró Marissa.
Sólo había visto a su tío Mark unas cuantas veces, y llevaba años sin
verlo, pero según parecía había maltratado a su madre cuando eran niños, y
ésta prácticamente había cortado todo contacto con él.
—Esto es tan surrealista —comentó su padre—. Sigo esperando verla
entrar aquí en cualquier momento. Cuando antes oí tus pisadas en la escalera,
al principio pensé que era ella.
Parecía como si estuviera a punto de echarse a llorar y se esforzara en
mantener la compostura. Marissa seguía sin ver ninguna señal de que aquello
fuera fingido, y empezó a sentirse culpable por sospechar de él, por perder la
confianza en él. Entonces el doctor Bloom dijo:
—Ah, bueno, Clements llamó antes, y por desgracia todavía no han
hecho ninguna detención.
—¿Y qué pasa con Tony? —preguntó Marissa.
—Tiene una coartada, y según parece es sólida. No conozco todos los
detalles, pero Clements me dijo que estaba con un amigo en el momento en
que tu madre fue... De todos modos, el detective dijo que eso lo descartaba,
aunque yo no me lo creo. Si se trata de un amigo, ¿cómo sabemos que el
amigo no le está echando un capote? Pero Clements me dijo que están
investigando otras posibilidades, ¿y a ti qué te parece que significa eso? No
me puedo creer que tenga que soportar esto mientras estoy en plenos
preparativos del funeral de tu madre. Te diré una cosa, no voy a hablar más
con él a solas. No le voy a decir ni una palabra más sin que mi abogado esté
sentado a mi lado. Si anoche hubiera pensando con claridad, habría
contratado a un abogado inmediatamente y puesto fin a este absurdo.
Marissa lo estaba mirando detenidamente, concentrándose en los ojos,
tratando de resolver si estaba mintiendo.
—Y ahora voy a tener que enfrentarme a toda esa mierda de la prensa
otra vez —prosiguió su padre— y a todos los artículos sensacionalistas que
van a escribir.
—¿Sale en los periódicos? —preguntó ella. Ni siquiera había pensado en
eso todavía.
—Sólo he mirado la edición digital del Post, y sí, la noticia está en
primera plana, y estoy seguro de que también en la primera plana de todos los
demás periódicos. En el artículo del Post, Clements deja entrever que soy
sospechoso. Comprendo que tenga que investigarme, pero es tan terrible
perder a tu esposa y encima tener que leer algo así. ¿Tienes idea del efecto
que esto va a tener en mi actividad profesional, en mi carrera? Ni siquiera
deseo pensar en ello todavía ni en si no me derrumbaré en el funeral. Los
periodistas siguen ahí fuera, y por mí pueden quedarse ahí todo el día que no
les voy a decir ni una palabra, y creo que tú tampoco deberías hacerlo. Esto
es un acoso en toda regla, y también voy a hablar con mi abogado de esto, a
ver si puedo emprender algún tipo de acción. Estamos acostumbrados a ver
cómo los medios de comunicación explotan a la gente, a los famosos, y te
vuelves inmune a ello, como si formara parte de nuestra cultura, porque no
crees que te pueda ocurrir a ti. Te parece que sólo es algo que le ocurre a los
demás, que estás a salvo, pero no es así. La cosa es que le puede ocurrir a
cualquiera... ¿Por qué me miras de esa manera?
—¿De qué manera?
—No sé, me estás mirando... de una manera extraña.
—Sólo estaba pensando.
—¿En qué?
—En lo espantoso que es todo esto.
Su padre puso cara de incredulidad, como si no se tragara la explicación,
aunque comentó:
—Ah, Clements habló con los Miller, los de la casa de al lado, y JoAnne
le dijo que su perro estuvo ladrando como un loco ayer alrededor de las seis y
media.
—¿Y qué?
—Bueno —dijo su padre, repentinamente inquieto—, el otro día, antes
de que encontrara la nota de Tony, cuando entré en casa el perro también
estaba ladrando. Pensé que era un poco raro dada la hora. En fin, ese animal
nos conoce, ¿no es cierto? Jamás nos ladra.
Distraída, Marissa apenas le prestó atención.
—No lo pillo.
—Eso significa que Tony estuvo aquí otra vez. —Ahora su padre casi
estaba gritando, y Marissa, asustada, retrocedió unos pasos—. El perro ladró
las dos veces, y sabemos que Tony estuvo aquí una, ¿no? Clements dijo que
eso le parecía interesante, pero no creo que lo entendiera realmente. Aunque
ésa es otra cosa de la que voy a hablarle a mi abogado. Tuvo que haber otros
testigos; alguien debe de haber visto a Tony llegar o irse. ¿Qué pasa? ¿Por
qué te apartas de mí?
—No me estoy apartando de ti —contestó ella.
Su padre la fulminó con la mirada, y algo en sus ojos le recordó a
Marissa su expresión cuando les había revelado alegremente, a ella y a su
madre, lo de su aventura. Entonces él le preguntó:
—Me crees, ¿verdad?
—Pues claro que te creo —mintió ella.
—No me lo creo —replicó él—. No me crees, ¿verdad?
—Hola —dijo Xan.
Marissa no le había visto entrar en el comedor por detrás de ella, y se
pegó tal susto que podría haberse puesto a gritar.
—Lo siento —se disculpó el chico—. Sólo quería ver cómo os iba.
Ella le cogió de la mano, aliviada por su presencia.
—Sólo estábamos... hablando del funeral —le dijo—. Es mañana por la
mañana.
—Adam, si puedo hacer algo para ayudar, dímelo.
—Gracias, Xan, pero creo que no necesitamos nada —repuso Adam,
mirando a Marissa—. Al menos, eso espero.
Los dos jóvenes se dirigieron al dormitorio de ella. Ya en su habitación,
ella le susurró al oído:
—Ay, ¡Dios mío!, él la asesinó. Estoy segura de que lo hizo.
22
Johnny vio a la pareja salir del tren F con destino a Coney Island y los siguió
por la larga escalera mecánica hasta la calle. La pareja pasó junto a la
papelería de la esquina y dobló a la derecha. Él se mantuvo a una manzana o
dos, hasta que la pareja llegó a una zona que estaba más oscura y desierta, y
entonces entró en acción.
Se puso su pasamontañas negro y empezó a caminar más deprisa, hasta
que se situó a unos veinte metros detrás de ellos; luego, justo en el momento
en que el tipo miraba por encima del hombro, Johnny echó a correr a toda
velocidad hacia ellos empuñando su revólver del 38. Antes de que la pareja
pudiera salir corriendo, o gritara pidiendo ayuda, o reaccionara de alguna otra
manera, estaba apuntando a la cara del tipo con el arma.
—Dame el puto anillo —conminó a la mujer.
Se había fijado en él en el metro. Era un reluciente anillo de pedida de
diamantes, aparentemente de al menos un quilate. La mujer era rubia, de ojos
azules, y, como la mayor parte de las personas de esa parte de Brooklyn en
esos días, probablemente no fuera una neoyorquina nativa. Quizá fuera del
Medio Oeste, de Kansas o de alguna mierda parecida. Ninguna chica criada
en la ciudad llevaría su anillo de pedida en el metro a las once de la noche
con los diamantes a la vista de todo el mundo.
—Por favor, no le dispare —suplicó la mujer.
Sí, era evidente que no era neoyorquina.
—Dame el jodido anillo, puta —le ordenó Johnny. Detestaba tener que
ser grosero, no poder hablar como el encantador seductor que acostumbraba
ser, pero sabía que en un robo era una buena idea comportarse lo menos
posible como uno mismo.
—Tranquilo —dijo el tipo. Era alto y delgado y tenía el mismo acento
de palurdo que la chica—. Vamos, tío, no queremos ningún problema.
Vamos, tío. ¿Es que pensaba que hablar así le salvaría o qué?
Johnny le apretó el arma contra la mejilla y dijo:
—Dile a la puta que me dé el jodido anillo.
—Dale el anillo —le dijo el tipo a la mujer.
—No puedo. Es de mi abuela.
—Dáselo, joder.
—Por favor —le suplicó la mujer a Johnny—, llévate el dinero. Tengo
doscientos dólares en el bolso, y mi prometido también tiene dinero. Te lo
puedes quedar todo, pero, por favor, no te puedo dar el...
Johnny golpeó al tipo en la sien utilizando el revólver como una fusta.
El hombre cayó de rodillas, y entonces le volvió a golpear con el arma en
pleno rostro y oyó crujir algo. La mujer empezó a gritar. Joder, ¿qué cojones
pasaba con esa gente? ¿Es que querían morir?
Le agarró la mano izquierda y empezó a tirar del anillo para sacárselo.
¿Te puedes creer que seguía tratando de resistirse? Estaba gritándole en el
oído, mientras intentaba desasirse. Johnny ya había tomado la decisión de
pegarle un tiro en la cabeza y cerrarle la boca, pero entonces el anillo se
deslizó fuera del dedo.
—Gracias, chicos —dijo.
Tenía lo que quería; no había razón para no ser educado, ¿verdad?
Se alejó de allí rápidamente. Después de doblar la esquina recorrió
algunos bloques al trote, y luego continuó hasta casa a paso normal.
Ojalá pudiera vender el anillo enseguida. Sabía que podría conseguir unos
mil por él, puede que más, en cualquier casa de empeños, y no le gustaba
conservar las cosas que robaba, sobre todo las joyas. Las joyas, y
especialmente los anillos, eran la clase de objetos que la gente quería
recuperar. A veces había malbaratado joyas robadas por una parte muy
pequeña de lo que valían sólo por deshacerse de ellas. Después de todo, no
era idiota. Ésa era la diferencia entre él y todos los demás delincuentes del
mundo.
Pero necesitaba el anillo para dárselo a Marissa en el momento
oportuno. Luego, cuando estuviera muerta, igual que sus padres, podría
empeñarlo y conseguir sus mil pavos. Y no es que mil pavos fueran a
significar algo para él entonces.
Sí, habría estado bien que Adam Bloom hubiera llegado a casa a tiempo
y Johnny le hubiera matado como tenía planeado hacer, pero todo lo demás
había ido tan bien desde entonces que no podía quejarse precisamente. Tras
marcharse de la casa el lunes por la tarde, había abandonado el coche robado
en el aparcamiento de un supermercado de Flushing y se había deshecho de la
mochila y la sudadera manchada de sangre. Después de lavarse en el baño de
una gasolinera y tomar un taxi, hizo que el conductor lo dejara a la vuelta de
la esquina del cine de la Cincuenta y nueve alrededor de las ocho. Sólo llegó
una media hora tarde, y le dijo a Marissa que el metro iba lento y que no
había podido llamarla bajo tierra. No estaba enfadada, porque ella también se
había retrasado y acababa de llegar. La película estaba a punto de empezar,
así que decidieron entrar e ir a comer algo después. No es que ella pareciera
realmente interesada en ver la película. Mientras estaban en la última fila del
cine pegándose el lote, Johnny se dedicó a repasar mentalmente el asesinato.
¿Había quedado algún cabo suelto? No se le ocurrió ninguno. Se había
deshecho de todas las pruebas, y probablemente la policía ya habría arrestado
a Tony. Como era de esperar, éste iría a la cárcel para el resto de su vida o
sería condenado a muerte. En el caso de que el monitor tuviera una coartada,
los polis podrían tratar de cargarle el asesinato a Adam. Ése también sería un
desenlace muy bueno para Johnny. Tenía que deshacerse de Adam para que
el resto de su plan funcionara, y la verdad es que le era indiferente que el tipo
se pudriera en la celda de una cárcel que a dos metros bajo tierra, siempre que
desapareciera para siempre.
Al terminar la película, fue a echar una meada, y cuando se reunió de
nuevo con Marissa en el vestíbulo y la vio tan alterada, hablando con alguien
por el móvil, supo que se había enterado de la noticia. Johnny vivía para
momentos como ése. Tenía que interpretar un papel, ser otra persona y, lo
que era aún mejor, ser aquel tipo fantástico al que todo el mundo adoraba.
Sabía que Marissa necesitaba que tomara las riendas y lo hizo a la
perfección, encargándose de meterla en un taxi y de decirle todas las cosas
adecuadas. Ya en la casa, Adam también se tragó toda su mierda, y Johnny
hizo una interpretación perfecta, abrazándolo, ofreciéndole literalmente un
hombro sobre el que llorar unas tres horas después de cargarse a su esposa.
En serio, ¿era posible hacerlo mejor?
Mientras Adam y Marissa se abrazaban y babeaban como bebés, Johnny
estuvo escuchando una conversación entre un detective canoso —más tarde
se enteraría que se llamaba Clements— y otro poli. Aunque sólo pilló un
cacho aquí y otro allá, parecía que no estaban convencidos de la idea de que
Tony hubiera asesinado a Dana Bloom. Johnny ignoraba el motivo de que
fuera así, pero no perdió ni un segundo y empezó a trabajar en su plan B. ¿Te
das cuenta?, eso era lo que le distinguía de los delincuentes del tres al cuarto
que abarrotaban las cárceles de todo el país: que nunca era autocomplaciente;
su mente siempre estaba trabajando, adelantándose a los acontecimientos.
Como era de esperar, Marissa le pidió que se sentara a su lado mientras
Clements la interrogaba. Lo necesitaba tan desesperadamente ahora que no
podía soportar estar sin él ni siquiera unos minutos. Johnny disfrutó de lo
lindo cuando el detective le pidió a Adam que, si no le importaba, «esperase
en la otra habitación»; la expresión en la cara de Bloom fue impagable, como
si supiera que estaba ya a punto de hundirse, que estaba bien jodido y que no
podía hacer nada para impedirlo. Luego el detective le preguntó a Marissa
por su padre, si alguna vez lo había visto amenazar a Dana, y fue magnífico
que ella mencionara que en una ocasión la había tirado al suelo de un
empujón. Fue en ese momento cuando Clements empezó a creer de verdad
que Adam era su hombre.
Cuando por fin se quedó a solas con Marissa en su habitación, y ella le
habló de lo afortunada que era por tenerlo, diciéndole que quería sentirlo
dentro, supo que oficialmente era suya. La había enganchado tan bien que ya
era imposible que se escapara. Le hizo el amor, lenta y apasionadamente,
cómo sólo Johnny Long sabía hacerlo, y luego reanudó la conversación
donde Clements la había dejado, tratando de hacerle creer que su padre había
matado a su madre. Sabía que tenía que manejar esto con tacto y no comenzar
demasiado fuerte, culpando a su padre. Tenía que dejar que pensara que la
idea era suya, que se le había ocurrido a ella solita. La cosa funcionó, y fue
increíble; a Johnny le pareció que la tenía totalmente dominada, como si
pudiera lograr que hiciera o pensara todo lo que él quisiera. Y si la propia hija
de Adam creía que éste era culpable, ¿a quién tendría Bloom para
defenderlo?
Cuando Adam desapareciera, Johnny le pediría a Marissa que se casara
con él, y, vamos, a esas alturas, ¿cómo podría no decir que sí? Ya dependía
de él, y cuando sus dos padres hubieran desaparecido, estaría desesperada por
fundar una nueva familia. Cuando estuvieran casados —y tal como iban las
cosas, eso podría ser sólo cuestión de pocos meses—, Johnny se aseguraría
de aparecer en el testamento de Marissa como único beneficiario, porque
¿quién más le quedaría en su vida? Con toda seguridad ella no querría que su
padre, ese asesino, recibiera nada. Luego ella moriría en algún
«desafortunado accidente» —pobres Bloom, su vida había estado tan llena de
tragedias— y Johnny tendría todo lo que siempre había querido.
Marissa estaba tan convencida de que su padre era culpable que hasta
tenía miedo de quedarse a solas en casa con él. Johnny le dijo que se quedaría
con ella todo el tiempo que quisiera —«para siempre, si es necesario»—,
pero entonces la abuela de Marissa, la madre de Adam, llegó, y Johnny quiso
irse. La vieja le dio mala espina desde el primer momento, y supo que no
sería tan fácil de camelar como el resto de la familia.
—Creo que me odia —le comentó Johnny a Marissa.
—No, siempre ha sido así con todos mis novios —replicó ella—. Es
porque eres un shagetz.
—¿Un qué?
—Porque no eres judío. Mi abuela siempre ha tenido esa estupidez
metida en la cabeza de que algún día me casaré con un judío, aunque no
seamos nada religiosos.
—¿Y cómo sabe que no soy judío?
—Lo sabe y punto —dijo Marissa, y eso fue exactamente lo que le
preocupaba a Johnny. Si la vieja podía saber que no era judío, ¿qué más
podía intuir? Así que no quiso correr ningún riesgo, sobre todo cuando todo
marchaba sobre ruedas.
Con la abuela instalada en el cuarto de invitados de la puerta de al lado,
Marissa no pareció tan preocupada por estar en la misma casa con su padre,
así que Johnny se inventó una buena excusa para volver a su piso: tenía que
recoger su traje para el funeral. Ella quiso ir con él, aunque decidió que quizá
debía quedarse y estar con su familia.
Al salir de la casa, los periodistas, que habían estado acampados allí
fuera todo el día, se amontonaron a su alrededor, haciéndole preguntas a
gritos. Johnny les dijo que sólo «era una amigo de la familia» y no se paró a
hablar con ellos. En la estación del metro, compró el Post y el News. Marissa
ya le había dicho que Tony tenía una coartada para el asesinato y que tal vez
se librara y que Adam era ahora el principal sospechoso, pero incluso los
periódicos más madrugadores de esa mañana atizaban a Adam. Todos
dedicaban unas dos o tres páginas a la historia, y se concentraban en que
Adam Bloom, el justiciero loco que había disparado y matado a un intruso en
su casa hacía menos de dos semanas, era ahora sospechoso del asesinato de
su esposa. Aunque los artículos se centraban en Tony como sospechoso, el
Post llamaba a los Bloom «la pareja alegre de cascos», decía que el
matrimonio llevaba en «crisis» desde lo del robo y que Adam Bloom podría
haber «perdido el control otra vez» y asesinado a su esposa. Y a Johnny le
encantó que Clements hubiera dejado entrever con un eufemismo que el
loquero era sospechoso en la investigación. Mientras leía esto en el metro
hacia Brooklyn, no pudo evitar partirse de risa. Llevaba huyendo de los polis
desde hacía años, y ahora, de la forma más extraña, un poli le estaba
ayudando a conseguir el mayor botín de su vida. Casi le parecía que
Clements se merecía un trozo del pastel.
En el mismo trayecto en metro, algo más tarde, se fijó en la pareja del
anillo de compromiso. No necesitaría el anillo de inmediato, pero hacía
mucho que había aprendido que cuando surge una oportunidad de conseguir
lo que quieres hay que aprovecharla, porque nunca se sabe cuándo volverá a
surgir otra.
Ya en su piso, mientras examinaba el anillo —no tenía ninguna
imperfección aparente; hasta podría ser que valiera más de lo que pensaba—,
recibió un mensaje de texto de Marissa:
Como una hora después de que tomara la primera dosis de Klonopin, a Adam
le pareció que se le estaban pasando los efectos, así que se tomó otra pastilla
y también un par de Valium. No se molestó en comprobar lo que decían las
instrucciones acerca de la incompatibilidad entre medicamentos, pero en ese
momento su salud no era precisamente su principal prioridad.
Por la mañana, cuando bajó a la cocina, su madre ya se estaba
preparando para el segundo día del shivah. Era difícil estar en la cocina y no
pensar en lo ocurrido allí —y el hecho de que hubiera una ligera mancha
rosácea en el suelo donde había estado tirado el cadáver no ayudaba en nada
—, y aún era más difícil estar en la escalera principal y no pensar en el tiroteo
y en toda aquella sangre.
—¿Qué tal has dormido? —le preguntó su madre.
—No he dormido.
—Ay, pobrecito, ¿por qué no echas una cabezadita?
—Si pudiera dormir, lo habría hecho esta noche.
—Al menos túmbate en el sofá. Tienes que descansar.
Lo que necesitaba era más Klonopin.
—Me tomaré un café. ¿Me haces el favor de llevármelo al comedor? Me
resulta difícil estar aquí con el suelo como está.
Al cabo de dos minutos, cuando le llevó el café, su madre le dijo:
—Bueno, no me fui a la cama hasta pasada la medianoche, y Xan seguía
aquí.
—Ya lo sé, se quedó a dormir —dijo él.
—¿Ya se queda a dormir? ¿Hace cuánto que la conoce?
Adam le dio un sorbo al café e hizo una mueca; su madre siempre hacía
el café demasiado fuerte.
—¿Necesitas más azúcar? —preguntó ella—. Le puse dos terrones,
pero...
—Está bien, no pasa nada.
—¿Estás seguro? Porque...
—He dicho que está bien. —Consiguió darle otro sorbo, y dijo—: Dana
y yo lo estuvimos hablando. No nos sentíamos cómodos con que trajera
novios que no hubiéramos conocido, pero conocimos a Xan y nos pareció
bien.
—Os pareció bien —repitió su madre.
Por Dios, ya estaba empezando a cabrearlo, emperrada en decir todo lo
que era posible decir para exasperarlo. No era de extrañar; estaban en el
límite de los dos días. Cuando su madre adoptaba aquella actitud, resultaba
difícil creer que no lo hiciera a propósito. El hecho era que en este caso Adam
estaba realmente de su lado —tampoco le gustaba la idea de que Marissa
llevara chicos a dormir—, pero su madre tenía la extraña habilidad de
obligarle a uno a adoptar un punto de vista contrario.
—¿Realmente es necesario que hablemos de esto? —preguntó Adam—.
Lo siento, pero la verdad es que no creo que la situación del novio de Marissa
sea ahora mismo la cosa más importante del mundo.
Permanecieron sentados uno enfrente del otro en silencio durante varios
minutos, aunque Adam sabía que su madre no iba a dejar correr el tema. Se
dio cuenta de que su cerebro seguía maquinando, e incluso la vio mover los
labios mientras mascullaba silenciosamente para sus adentros.
—¿Qué te puedo decir? —dijo la mujer por fin—. Pienso lo que pienso.
—Nunca tuvisteis problemas con que trajera chicas a dormir a casa —
replicó Adam.
—¿De qué estás hablando?
—Tú y papá —continuó él—. Traía chicas a mi habitación a todas horas
y nunca tuvisteis problemas con eso.
—¿Cuándo trajiste chicas a dormir?
—Siempre. Vamos, ¿no te acuerdas de mis novias? ¿De Stacy
Silverman? ¿De Julie Litsky?
Su madre parecía no entender de qué le hablaba. Lo había vuelto a
hacer, dar en el blanco de otro de los conflictos de Adam, lo ignorado y
emocionalmente desatendido que se había sentido de niño. Siempre había
tenido la sensación de que sus padres estaban demasiado enfrascados en sus
problemas y de que no prestaban suficiente atención a lo que sucedía en la
vida de su hijo. ¿Sería posible que él hubiera reproducido esa dinámica en su
relación con Marissa?
—¿En serio que no te acuerdas de Julie Litsky? —preguntó, sintiéndose
repentinamente muy nervioso.
—¿Tenía el pelo rojo?
—Lo tenía castaño.
—Ah, vale, ahora creo que la recuerdo —dijo su madre, aunque era
evidente que seguía sin tener ni idea de quién era Julie Litsky.
—¿Y no te acuerdas de que cuando estaba en la universidad tú y papá
dejabais que las chicas se quedaran a dormir en casa? No paraba de traer a
mis novias a dormir en verano, en las vacaciones de primavera, en las
vacaciones...
—Eso era diferente —le interrumpió su madre—. Eran chicas que
conocías, con las que ibas al colegio, y que eran de buena familia. ¿Quién es
este Xan? ¿Algún extranjero de la calle?
—No sabes nada de su familia.
—Ni tú tampoco.
—De acuerdo, ahora lo digo en serio, no quiero seguir hablando de este
asunto.
Adam abandonó el comedor. Entró en la cocina, sólo para alejarse de su
madre, pero entonces reparó en la mancha rosácea del suelo y salió para
dirigirse de nuevo a la parte delantera de la casa, evitando mirar hacia la
escalera. Joder, ¿se podía estar más atrapado? Entonces echó un vistazo al
exterior, vio un par de furgonetas de los informativos y pensó: Sí, se podía.
Había menos periodistas que la víspera, aunque todavía era temprano.
Probablemente después habría más, y empezarían a llamar al timbre para
tratar de hacerle salir y que hablara. Una cosa era segura: aquella historia no
se iba a acabar por sí sola. Hasta que la policía detuviera a Tony o a otro por
el asesinato, Adam sabía que la especulación sobre su posible implicación
sería permanente. Habría artículos en los periódicos y en las revistas,
documentales en la televisión. En realidad, el verdadero panorama de
pesadilla sería que la policía no hiciera ninguna detención y el caso acabara
sin resolverse. Si eso ocurría, a nadie le importaría las pruebas ni los hechos
del caso: Adam sería considerado culpable durante el resto de su vida.
Subió y cogió un Klonopin y dos Advil. Al cabo de unos minutos sintió
náuseas, y no estuvo seguro de si era por la angustia o algún efecto
secundario de la medicación. Se tumbó en la cama durante un rato, aunque
decidió que eso estaba haciendo que se sintiera aún peor, y volvió a bajar.
Su madre estaba sola en el salón, y las bandejas con los panecillos y las
rosquillas estaban intactas.
—Esto me parece asqueroso —dijo ella.
Adam sabía que se refería a la ausencia de amigos y familiares para
celebrar la shivah. Menos de diez personas el día anterior y ni una ese día,
hasta el momento.
—Eh, era de esperar —dijo—. La gente lee los periódicos y ve la
televisión. —Se dio cuenta de que la televisión estaba encendida, así que
cogió el mando y la apagó—. Lo siento, pero preferiría vivir en una burbuja
de plástico durante algún tiempo, si es que sabes a qué me refiero.
—Pero no se trata de ti, se trata de Dana —dijo su madre—. Son
personas que la querían, a las que supuestamente ella les importaba, ¿y ahora
no pueden estar aquí por ella?
Su madre había puesto el dedo en otra llaga más, porque Adam sintió
una punzada de culpabilidad por su manera de tratar a Dana antes de que
fuera asesinada. Por si no fuera suficiente que se hubieran dejado de hablar y
hubieran estado a punto de divorciarse, aun antes de eso, en los últimos
meses no la había tratado muy bien. A todas luces su mujer había estado
sufriendo, padeciendo conflictos internos que la habían empujado a
engañarlo, y Dana había intentado hablar con él muchas veces, pero Adam
había hecho caso omiso. Él era el psicólogo; debería haber reconocido los
síntomas del fracaso conyugal e insistido en que acudieran a un asesor
matrimonial. No tenía ninguna excusa para su comportamiento, ninguna en
absoluto.
—No puedes controlar lo que hacen los demás —comentó Adam,
partiendo sin pensar un panecillo por la mitad y dándole un mordisco a una
de las partes. En realidad, no le importaba que no hubiera aparecido nadie ese
día. No estaba de humor para conversaciones hipócritas, sobre todo con
personas que le odiaban.
Le dio otro mordisco al panecillo, se dio cuenta de que no tenía apetito y
puso el resto en la bandeja. Empezó a caminar de un lado a otro por el salón,
y entonces Marissa y Xan entraron. Todos se dieron los buenos días, pero
cuando su madre habló, Adam se percató de que estaba mirando a su nieta,
pero no al chico.
—¿Puedo hablar contigo un segundo? —le preguntó Marissa a su padre.
—Por supuesto.
—En privado —añadió su hija.
—Esperaré en el pasillo —dijo Xan. Era evidente que no quería
quedarse a solas con la madre de Adam.
Adam y Marissa entraron en el comedor, y ella dijo:
—Lo siento, pero tengo que salir de aquí hoy.
—¿Adónde vas?
—A casa de Xan. Necesito un poco de espacio, necesito respirar. No
puedo quedarme aquí.
—Lo entiendo —dijo Adam, preguntándose si «aquí» no querría
significar realmente «contigo».
—Puede que vuelva a dormir esta noche, o puede que me quede en casa
de Xan y regrese mañana por la mañana —dijo ella—. ¿Te has enterado de
alguna noticia?
—No, todavía no —respondió él.
Marissa no le miró a los ojos ni una sola vez, y Adam se dio cuenta de
que seguía pensando que era culpable. No pudo ocultar su frustración y soltó
un profundo suspiro, como dando a entender que la conversación se había
acabado. Ella siguió su ejemplo y se le adelantó para regresar al salón.
Mientras se despedía de su abuela, Xan se acercó y le dio un fuerte abrazo a
Adam.
—Te tendré presente, amigo.
—Gracias. Te lo agradezco.
Cuando Marissa y Xan se disponían a irse, la madre de Adam dijo:
—Llama más tarde.
—Lo haré —replicó la chica.
Su madre siguió sentada en el sofá, y Adam cogió el otro trozo de
panecillo, le dio un mordisco y masticó con más fuerza de la necesaria.
Seguía disgustado por cómo le trataba Marissa. Se preguntó si sabría lo
mucho que le había herido.
Entonces se percató de que había un perro ladrando. Parecía Blackie, el
perro de los Miller, y el ruido parecía proceder de la calle, delante de su casa.
El animal estaba ladrando como un verdadero poseso, igual que aquel otro
día, cuando había regresado de jugar al golf y descubierto la nota de Tony
bajo la puerta.
—¿Oyes eso? —le preguntó a su madre, aunque en realidad estaba
hablando consigo mismo y pensando en voz alta.
—¿Oír qué? —preguntó la anciana.
Adam fue hasta la parte delantera de la casa, hasta una de las ventanas
que daban a la calle, y separó las lamas de las persianas. Vio que JoAnne
Miller sujetaba la tensa correa tratando de contener a Blackie, que parecía
casi rabioso mientras intentaba soltarse para atacar a Xan.
24
A primera hora de la tarde, cuando quedó claro que no iba a aparecer ningún
invitado, la madre de Adam pulsó el botón de pausa del mando a distancia del
DVD y detuvo la película que estaba viendo, Notting Hill. Retiró los
panecillos, la crema de queso y el resto de la comida. Aunque sentado a su
lado todo el rato, Adam había estado muy distraído, sin prestar ninguna
atención a la película, y levantándose cada pocos minutos para caminar de un
lado a otro.
Al regresar de la cocina, su madre dijo:
—Vale, ya puedes ponerla en marcha otra vez.
—Tú misma, yo no la estoy viendo.
—¿Te encuentras bien? ¿Quieres acostarte?
—Estoy bien, mira la película.
—Me he dado cuenta de que desde que Marissa y Xan se fueron pareces
muy alterado por algo.
Adam no había querido contárselo a su madre, en parte porque estaba
confundido y nada seguro de que hubiera algo de qué hablar, y en parte
porque sabía que si se lo contaba se pondría como loca y montaría una escena
en toda regla.
Pero lo cierto es que necesitaba hablar con «alguien», y quizás ella
tuviera algún consejo u opinión racional que darle. En su estado actual no
confiaba en su capacidad para tomar decisiones.
—Hay algo que me preocupa —dijo.
—¿De qué se trata?
—¿Oíste antes la manera de ladrar del perro de nuestros vecinos?
—Sabía que tenía que ver con ese perro. ¿Qué pasa con él?
Adam le contó que había oído ladrar a Blackie cuando había encontrado
la nota de Tony, y que JoAnne Miller había informado de que el perro se
había puesto a ladrar como un loco la tarde que Dana había sido asesinada.
—Bueno, ¿y eso qué tiene que ver que con que el perro ladrara antes?
—El perro le estaba ladrando a Xan y a Marissa, pero ese animal conoce
a mi hija desde hace años; lo sacaba a pasear cuando los Miller se iban de
vacaciones.
—¿Así que piensas que el perro le estaba ladrando a Xan?
—No tengo ni idea de lo que estoy diciendo.
—¿No te advertí ya sobre él?
Adam ya sabía que su madre iba a aprovechar aquello para lanzar su
pulla del «ya te lo decía yo».
—Sólo me parece que fue raro que el perro se pusiera así de loco, eso es
todo —dijo—. Hace años que conozco a ese perro, y nunca le había visto
ladrar de esa manera a alguien que pasara por la acera y sin ningún motivo.
Vamos, que los periodistas llevan ahí fuera los dos último días, ¿y verdad que
no has oído que les ladrara?
—Así que al perro no le gusta Xan —dijo su madre—. Perro listo. A mí
tampoco me gusta.
—Me parece que no estás entendiendo lo que digo.
Su madre se lo quedó mirando de hito en hito, y entonces dijo:
—Lo que crees es que el perro le estaba ladrando a Xan las otras veces.
—Estoy seguro de que me estoy comportando ridículamente, pero...
—Pero dijiste que la nota era de Tony.
—Y era de Tony. Era la misma letra y estaba escrita en un papel
parecido al de la otra nota que recibí, creo que de Tony, en la que se me
amenazaba o una cosa parecida.
Le contó lo de la otra nota a su madre.
—¿Así que lo que estás diciendo es que crees que Xan pudo haber
dejado las dos notas, y no Tony?
—No creo que... Sencillamente no estoy seguro, eso es todo.
—¿Y por qué haría eso? ¿Y cómo iba a saber que Tony y Dana tenían
una aventura?
—No lo sé. Por eso no tiene ninguna lógica.
—Te dije que no me gustaba Xan, pero no dije que creyera que mató a
Dana.
—Yo tampoco lo creo.
—Pues claro que lo crees. Ésa es la razón de que hayas sacado a
colación todo esto.
Adam, de pronto hecho un manojo de nervios y lleno de energía, dijo:
—Xan no es un asesino. Tony mató a Dana. Su coartada se vendrá
abajo, ya lo verás. Lo más seguro es que todo esto no sea más que una
ridícula pérdida de tiempo.
—No creo que sea una pérdida de tiempo tan grande. De todos modos,
me parece que deberías llamar a la policía para comunicárselo.
—¿Para comunicarles qué? ¿Que un perro empezó a ladrarle al novio de
mi hija? Pensarán que estoy más loco de lo que ya piensan que estoy.
—Estoy preocupada por Marissa.
—No hay ningún motivo para preocuparse.
—¿Y si tienes razón y Xan es un asesino?
—¿Puedes dejarlo ya? No es ningún asesino, ¿vale? Ni siquiera habría
empezado a pensar en ello, si no me llegas a meter la idea en la cabeza.
—¿Así que ahora me culpas a mí?
—No, sólo digo que no hay ninguna base para pensar que sea un
asesino. Él no tenía ningún motivo para querer hacerle daño a Dana. Se
llevaban de maravilla, y él le gustaba...
Entonces, en un momento de repentina claridad, cayó en la cuenta, y su
madre advirtió el cambio en su expresión.
—¿Qué sucede? —preguntó ella.
—Que él le gustaba mucho.
—¿Y qué? ¿De qué estás hablando?
—El otro día, después de que Xan viniera a cenar y nos conociéramos
por primera vez, Dana y yo tuvimos una discusión. Bueno, no exactamente
una discusión, sólo una pequeña pelea, ¿sabes? Ahora se me antoja ridículo,
pero me dijo que creía que Xan era un chico guapo, y me puse celoso. Pero la
verdadera razón de mis celos fue la manera en que se estuvo comportando la
noche anterior durante la cena. Ya sabes que Xan es un tipo zalamero, ¿no?,
un hombre encantador, al que le gusta halagar a todo el mundo, darle coba a
la gente; ése es su estilo. Pero sé lo mucho que a Dana le gustaron sus
atenciones.
—Oh, ¡Dios mío! —exclamó su madre—. ¿Así que crees que tuvieron
un lío?
—No, eso es imposible.
—¿Por qué es tan imposible? Estaba teniendo una aventura con aquel
otro tipo.
Ése era un buen argumento... y Xan era un chico joven, como Tony.
Sintiendo náuseas al darse cuenta de que no podía descartarlo del todo,
Adam prosiguió:
—No creo que ella tuviera una aventura con Xan, siendo el novio de
Marissa. No le hubiera hecho eso a Marissa.
—Uno nunca sabe lo que hará otro —sentenció su madre, dejando que la
insinuación flotara en el aire.
Adam sacudió la cabeza.
—No, Dana no era capaz de algo así, estoy seguro. —No estaba seguro
en absoluto, la verdad, pero decirlo le hizo sentir mejor. Entonces añadió—:
Aunque supongo que eso no significa que él no intentara seducirla...
—¿Quieres decir que crees que él...?
—Lo que digo es: ¿qué pasaría si Xan hubiera estado interesado en ella?
En fin, más interesado en ella de lo que ella estaba en él.
—¿Y por qué habría de matarla, pues?
—Tal vez viniera aquí con la esperanza de encontrarla sola. Puede que
por eso JoAnne, la vecina, oyera ladrar a su perro como un loco,
probablemente en torno a la hora en que Dana fue asesinada.
—Llama a la policía —le instó su madre, presa del pánico.
—No, espera, esto no tiene ninguna lógica —rectificó Adam—. Esa
noche Xan estaba en el cine con Marissa. Y sólo porque él y Dana
coquetearan un poco, si es que a aquello se le podía llamar siquiera coqueteo,
no quiere decir que viniera aquí para intentar agredirla sexualmente. Estoy
yendo demasiado lejos. No había ninguna señal de agresión sexual; la policía
habría dirigido la investigación en esa dirección inmediatamente. La verdad,
si piensas en los hechos, todo esto es absurdo. No tiene ningún fundamento.
—Llama a la policía de todos modos —insistió su madre—. Deja que
sean ellos los que decidan si es absurdo o no.
—Puede, tendré que pensarlo —dijo él—. Ahora mismo, todo me parece
muy confuso.
Adam subió al piso de arriba, aún más estresado que antes. Se dio una
ducha caliente mientras consideraba todos los extremos desde todos los
puntos de vista. Aunque algunas partes parecían encajar, seguía sin
ocurrírsele un motivo lógico para que Xan hubiera ido a su casa para matar a
Dana, una mujer a la que apenas conocía. Sólo un psicópata redomado haría
algo así, y ese chico no era un psicópata. Si fuera un desequilibrado mental o
tuviera inclinaciones psicopáticas, a buen seguro que él se habría dado cuenta
de inmediato; a fin de cuentas, detectar los comportamientos anormales era su
profesión. Y Adam no estaba seguro de si era posible que Xan pudiera haber
cometido el asesinato. ¿Habría tenido tiempo de matar a Dana y luego
reunirse con Marissa en el cine? Lo más seguro era que no. Trató de olvidarse
de todo y pensar en otra cosa, pero los desaforados ladridos del perro a Xan
seguían inquietándole, y tampoco paraba de repetirse mentalmente lo que su
madre había dicho antes acerca de que ese chico era esencialmente un
completo extraño.
Cuando salió de la ducha, y sólo para tranquilizarse, se conectó a
Internet para ver qué podía averiguar sobre Xan Evonov. Esperaba encontrar
un montón de información, incluso la página web de Xan —era un artista,
después de todo—, pero la búsqueda en Google por la frase «Xan Evonov»
arrojó cero resultados. Le pareció bastante extraño. ¿Por qué, siendo un
artista, no había información sobre él en Internet? Había dicho que todavía no
había exhibido su obra, pero en los tiempos que corrían parecía que todo el
mundo se promocionaba en la Red, sobre todo la gente metida en el arte. ¿Y
no había dicho que tenía una mecenas? Había cientos de resultados para
«Alexander Evonov», aunque la mayoría estaban en ruso, y los pocos en
inglés no tenían nada que ver con Xan.
Adam se disponía a probar con otro buscador cuando sonó el timbre de
la calle. Supuso que serían otra vez los periodistas en su afán de acosarlo, y
varios segundos después, cuando su madre gritó: «¡Adam!», masculló una
maldición. Le había dicho que no le abriera la puerta a los periodistas bajo
ninguna circunstancia; ¿qué es lo que estaba haciendo? Se dirigió a la planta
de abajo, preparado para explotar.
Aunque no era ningún periodista. El detective Clements estaba allí, y
Adam tuvo una sensación que iba más allá del déjà vu.
—¿Qué sucede? —preguntó, esperando que hubiera buenas noticias. Tal
vez hubiera habido alguna novedad en el caso, que Tony o algún otro tipo
hubiera sido detenido.
Pero Clements, con expresión fría y grave, dijo:
—Tengo que hablar con usted, doctor Bloom.
Adam pensó: Joder, otra vez no.
—Si tiene alguna noticia, le agradecería que me la dijera sin más. Estoy
pasando por un momento muy difícil, como debe suponer —dijo.
—Lo entiendo, y le prometo que no tardaremos mucho.
—Si me va a interrogar, no quiero hacerlo sin que esté presente mi
abogado.
—Eso es cosa suya —dijo Clements—, pero no se trata de un
interrogatorio formal. Sólo estoy recopilando más información. Si quiere
llamar a su abogado, puede hacerlo, pero no me voy a quedar aquí esperando
a que aparezca. Tendrá que venir a la comisaría conmigo.
Pues lo único que le faltaba; si los periodistas veían a un detective que
se lo llevaba para interrogarlo, ¿qué artículos no escribirían entonces? Adam
decidió que vería a ver qué pasaba; si se trataba sólo de preguntas básicas, las
respondería, si no, llamaría a su abogado.
Entraron en el comedor y ocuparon los mismos sitios en los que se
habían sentado en los otros interrogatorios de Clements, en el centro de la
mesa, uno enfrente del otro
—Se va a convertir en un profesional en esto, ¿eh? —bromeó el
detective.
—Supongo que es lo que cabe esperar, siendo como soy un sospechoso.
El tono de Adam rezumó sarcasmo, aunque o bien Clements no lo captó,
o no le hizo gracia; ni siquiera esbozó una sonrisa.
—No se preocupe —dijo el policía—, usted no es sospechoso en este
caso.
Adam no le creyó.
—¿De verdad me lo dice? —replicó—. ¿Y lo saben los periodistas que
están ahí fuera?
—Como ya le dije, no nos llevará mucho tiempo. Sólo tengo que repasar
qué hizo el lunes por la tarde, desde que salió de su despacho hasta que llamó
al novecientos once.
—¿Está de coña? —dijo Adam—. ¿Cuántas veces hemos repasado eso?
—Le comprendo, pero lo estamos haciendo con todas las personas
involucradas en el caso. Sólo tenemos que asegurarnos de que no hay
discrepancias.
—¿Y qué pasa con el paradero de Tony? ¿Están comprobando su
coartada por duplicado y triplicado?
—Sí, seguimos hablando con Tony, y estamos hablando con muchas
otras personas. Bueno, usted dijo que salió de su consulta alrededor de las
seis y cuarto, ¿es eso correcto?
Adam le repitió bastante al pie de la letra lo que le había dicho el otro
día: que salió de su consulta, cogió el metro hasta Forest Hills, entró a
comprar al supermercado, descubrió el cadáver y, pasados unos minutos,
llamó al 911. Le dio a Clements las misma horas aproximadas que en el
interrogatorio anterior.
—¿Es posible que tardara menos de diez minutos en hacer sus compras?
—preguntó Clements.
—No —negó Adam—. Fueron por lo menos diez minutos, y puede que
se acercara más a los quince o a los veinte. Había una mujer reclamando en la
caja.
—¿Así que está diciendo que llegó a casa no más tarde de las siete y
veinticinco o siete y media?
—Ésa es una hora aproximada, pero sí, eso parece acercarse bastante a
la verdad.
Clements escribió en su libreta.
—¿Puedo preguntarle por qué es tan importante mi paradero si no soy
sospechoso? —preguntó Bloom.
—Todo es importante en una investigación de asesinato —dijo el
detective, sin responder a la pregunta. Entonces añadió—: Hemos elaborado
una secuencia cronológica precisa de lo ocurrido el lunes por la tarde. El
forense nos ha proporcionado una hora probable de la muerte entre las seis y
media y las siete y media, así que creemos que su esposa llevaba muerta al
menos una hora antes del momento en que dice que descubrió su cadáver. Se
nos ha informado de que el pastor alemán de sus vecinos se puso a ladrar con
gran alboroto a eso de las seis y media, lo cual concuerda con la hora en que
su esposa fue asesinada. Estamos hablando con sus vecinos y otras personas
del barrio para ver si alguien vio...
—Tengo que hablar con usted de eso —dijo Adam con gran excitación.
—¿Sobre sus vecinos?
—No, sobre el perro —aclaró—. Creo que tengo cierta información que
tal vez encuentre bastante..., bueno, bastante interesante.
Le contó a Clements que ese día el perro había ladrado a Xan, y también
cuando había encontrado la nota de Tony, y que Xan había coqueteado con
Dana unas noches antes de que fuera asesinada, y que extrañamente no había
ninguna información sobre Xan en Internet. Mientras hablaba, pensó que el
panorama en conjunto parecía tan descabellado y tan circunstancial que
estaba convencido de que Clements se iba a tomar a risa todo el asunto.
Así que se sorprendió cuando, al terminar, el policía le preguntó con
mucha seriedad:
—Bueno, ¿por qué piensa que Xan falsificaría las notas fingiendo ser
Tony?
—Ésa es la parte que no soy capaz de explicarme —respondió—.
Admito que hay cosas que no cuadran, pero de todos modos quería
contárselo, porque hay otras cosas que parecen... No sé, sencillamente apenas
conozco a ese muchacho. Mi hija apenas lleva saliendo con él una semana.
—Si hubiera sabido esto el otro día, le habría interrogado. Era el tipo de
pelo largo que estaba aquí cuando hablé con su hija, ¿verdad?
Adam asintió con la cabeza.
—Si entonces hubiera sospechado de él, por supuesto que se lo habría
contado —dijo.
—¿Cuándo empezó su hija a salir con él, antes o después de que
recibiera la primera nota?
Adam pensó en ello uno segundos.
—Después, creo.
—Bien, no hay duda de que parece algo que deberíamos investigar.
Puede que no nos lleve a ninguna parte, pero a lo largo de mi carrera, a veces
los perros me han dado las mejores pistas. De hecho, trabajé en la unidad
canina.
—¿No me diga? —A Adam no podía traerle más sin cuidado la carrera
del detective Clements, pero se alegró de gozar de sus simpatías y no ser
tratado como sospechoso, al menos por el momento.
—Sí, durante cinco años —dijo el policía—. La verdad es que llegas a
encariñarte con los perros, y es fantástico trabajar con ellos, mucho más fácil
que con los compañeros humanos que he tenido, se lo digo completamente en
serio. Hasta es más fácil llevarse bien con ellos que con un par de mis ex
esposas.
Adam se obligó a sonreír.
Clements prosiguió:
—Lo interesante es que Tony sigue negando haber escrito esas dos
notas, así que, sí, merece la pena investigar a ese chico. ¿Dónde está Xan
ahora?
—Con mi hija. Ya deberían de haber llegado a su piso de Brooklyn.
—¿Tiene un teléfono o una dirección de Xan?
—No, lo siento, no los tengo. Pero Marissa me dijo que vive en Red
Hook.
—Está bien, conseguiremos sus datos. ¿Me puede deletrear su nombre?
Adam deletreó el nombre completo de Xan y le dijo que también mirase
por el nombre de pila, Alexander. Mientras Clements lo escribía, añadió:
—Bueno, si ambas notas las escribió la misma persona, y esa persona no
fue Tony, es posible que la misma persona que escribió las notas fuera la que
entró en mi casa.
—Todo es posible —comentó el policía.
—Bueno, quizá deberían ver si existe alguna relación entre Xan y Carlos
Sánchez. Creo que es una posibilidad bastante remota, pero...
—No se preocupe, lo investigaremos todo —le tranquilizó Clements,
que se levantó y guardó la libreta—. A propósito, doctor Bloom, ¿es usted
diestro o zurdo?
—Diestro.
—Muchas gracias, doctor. Me volveré a poner en contacto con usted
pronto.
Clements se marchó, pero su última pregunta quedó flotando en el aire.
Adam supuso que estaría relacionada con la investigación forense; puede que
hubieran resuelto, o estuvieran tratando de resolver, si el asesino era diestro o
zurdo. Bueno, no había pasado demasiado tiempo no sintiéndose como un
sospechoso. ¿Cuánto había durado?, ¿un minuto?
Su madre, que había estado escuchando la conversación a escondidas
desde la otra habitación —¿por qué Adam no estaba sorprendido?—, le dijo:
—¿Lo ves?, no cree que investigar a Xan sea ninguna locura. Te lo dije,
te dije que ese chico me daba mala espina.
—¿Qué puedo decir? —replicó Adam—. Tal vez deberías hacerte poli.
—Tal vez sí —respondió ella con seriedad—. Pero ¿y qué pasa con
Marissa?
—¿Qué pasa con ella?
—No me gusta que esté a solas con Xan.
—Ya, ni a mí tampoco, pero en cuanto la policía averigüe su dirección,
estoy seguro de que no perderán el tiempo. Enviarán a alguien allí
inmediatamente.
—Me parece que al menos deberías llamarla y contarle lo que está
pasando. Mejor aún, decirle que vuelva a casa. Dile que queremos que esté
aquí.
—¿Y cómo se supone que voy a hacer eso?
—Por favor, hazlo. De verdad que quiero que esté aquí con nosotros
ahora mismo.
Aunque sabía que su madre estaba exagerando, le preocupaba que se
alterara demasiado, teniendo en cuenta su enfermedad cardíaca. Además, él
también prefería que Marissa estuviera en casa con ellos en ese momento.
La llamó al móvil desde su BlackBerry.
—Hola —dijo Marissa.
—¿Dónde estás? —preguntó Adam.
—En casa de Xan, ¿qué sucede?
—¿Está él ahí en este momento?
—Sí, ¿por qué?
—¿Puedes irte a otra habitación un segundo, por favor?
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —Su voz dejó traslucir pánico.
—Nada malo —la tranquilizó—. Es sólo que tengo que hablar contigo
en privado un segundo.
Marissa respiró hondo una vez, y luego otra.
—¿De qué se trata?
—¿Estás en otra habitación?
—Sí. —Estaba enfadada.
—Queremos que vengas a casa.
—¿Por qué?
—Porque la abuela y yo queremos que estés aquí, por eso.
—¿Y para qué?
—Queremos que estés con nosotros y punto, ¿de acuerdo?
—Mira, te lo digo en serio, necesito algún espacio...
—Por favor, no discutas conmigo por esto, Marissa. Quiero que vengas
a casa... sin Xan.
—¿Por qué no puedo llevar a Xan?
—¿Te puede oír?
—No, pero ¿por qué di...?
—Por favor, procura no levantar la voz. Quiero que estés aquí, ¿de
acuerdo? Quiero que estemos juntos toda la familia. Sólo la familia. —Sabía
que era una explicación incoherente, pero fue lo mejor que se le ocurrió.
—No voy a ir a casa... Eres increíble. Me has asustado. Creí que había
una emergencia o algo parecido.
Adam sacudió la cabeza y miró a su madre, que le susurró de forma
audible:
—Cuéntaselo.
—Mira, no le puedes contar esto a Xan, pero es algo relacionado con la
policía, ¿de acuerdo?
—¿Y por qué no puedo contárselo?
—No levantes la voz.
—¿Por qué estás siendo tan misterioso?
—Quieren hablar con él, ¿vale?
—¿Con Xan?
—Sí.
Tras un breve silencio, Marissa preguntó:
—¿Por qué?
—Estoy seguro de que será mera rutina, pero preferiríamos que
estuvieras aquí, así que, por favor, deja de discutir conmigo.
—Ven a casa, Marissa —dijo su abuela lo bastante alto, probablemente
como para que pudiera oírla.
—No entiendo qué está pasando —dijo Marissa—. ¿Qué tiene que ver
Xan con nada, y por qué estáis delirando tanto los dos?
—No estamos delirando —replicó Adam—. Sólo hay algunas cosas que
me han estado preocupando, y...
—Espera, ¿esto es una idea tuya?
—No, no lo es...
—¿Qué le contaste a la policía de Xan?
—¿Te puede oír?
—Dirás lo que sea, ¿verdad? Bueno, ¿qué es lo que intentas hacer, decir
que Xan mató a mamá?
—Te he dicho que no levantes la voz —insistió Adam, levantándola él a
su vez.
—Eres patético, ¿lo sabes? No me puedo creer que estés haciendo esto.
—Hay cosas que no sabes, ¿de acuerdo? Cosas que parecen muy
extrañas.
—Extrañas, ésa sí que es buena. ¿Sabes lo que me parece extraño a mí?
Tú. Sí, tú. La forma en que te has comportado la última semana, con tu gran
egolatría, y luego todo lo que ocurrió con mamá, y ahora tratas de culpar a mi
novio, de quien estoy enamorada. Tú eres el único que debería mantenerse
lejos de mí.
—Marissa, por fa...
—Déjame en paz de una puñetera vez.
—Marissa... ¿Marissa? ¿Marissa? —Comprendió que su hija no seguía
allí—. Maldita sea.
—¿Qué pasa? —preguntó su madre.
—Me ha colgado.
—Vuelve a llamarla.
Adam lo intentó, pero le salió el buzón de voz.
—Mierda.
—¿Qué pasa?
—Me parece que ha apagado el teléfono.
—Ay, ¡Dios mío!, entonces, ¿cómo nos vamos a poner en contacto con
ella?
—Tratemos de ser razonables. Te estás dejando llevar por los nervios,
¿vale? No hay ningún motivo para aterrorizarse. No se trata de que Marissa
esté en peligro
—¿Y eso cómo lo sabes?
—Esperemos, ¿de acuerdo? Lo más probable es que Clements esté
camino de la casa de Xan. La policía tiene formas de...
El teléfono fijo sonó. En la pantalla apareció: «PRIVADO».
—¿Quién es? —preguntó la anciana.
—No lo sé —respondió. Adam cogió el teléfono y dijo—: ¿Diga?
—Doctor Bloom.
—Hola, detective Clements —dijo Adam, para que su madre supiera
quién llamaba.
—¿Es posible que Xan tenga un compañero de piso o utilice otro
nombre aparte del que nos facilitó? —preguntó el detective.
—No que yo sepa —respondió—. ¿Por qué?
—No encontramos a nadie registrado con ese nombre en toda la ciudad.
Hay un Alexander Evonov en Brighton Beach, pero usted me dijo que vivía
en Red Hook, ¿no es así?
—Eso es lo que tenía entendido.
—Lo más seguro es que sea otro tipo, pero lo investigaremos. Mientras,
¿le importa llamar a su hija?
—Estoy intentando ponerme en contacto con ella.
—Cuando lo haga, ¿puede conseguir la dirección de Xan y
comunicármelo de inmediato?
Adam dijo que así lo haría.
Con su madre encima, llamó a Marissa varias veces y siguió saliéndole
el buzón de voz antes de la primera señal. No había duda de que tenía el
móvil desconectado.
—De acuerdo, que no cunda el pánico —dijo—. No me dio la impresión
de que Clements estuviera aterrorizado. Puede que sepa que toda esta idea de
que Xan haya tenido algo que ver con el asesinato no tiene fundamento.
—¿Y si se equivoca? ¿Y si Xan mató a Dana? ¿Y si es un maníaco?
—No te preocupes, mamá, Marissa estará bien. Estoy completamente
seguro.
25
—Oh, Dios mío, este tío es de lo más cabreante —le dijo Marissa a Xan—.
¿Te puedes creer que le ha dicho a la policía que hablen contigo? Pero ¿qué
le pasa?
Estaban en el sofá de Xan, y era media tarde. Él le tenía cogida la mano
mientras le acariciaba la cara interna de la muñeca con las yemas de los
dedos.
—¿Y por qué le diría a la policía que hablaran conmigo? Yo estaba
contigo cuando hablaste con aquel poli, y si éste hubiera querido preguntarme
algo, lo habría hecho entonces.
—Lo sé —reconoció Marissa—. Pero tengo que admitir que esto me
asusta.
—¿En qué sentido?
—Creo que mi padre está desesperado. ¿Por qué, si no, te iba a meter
nada menos que a ti en este fregado? Lo siguiente será decirle a la policía que
hable con el bicho raro de mi abuela.
—Entonces, ¿crees que intenta alejar las sospechas de él?
—Exacto. No sé cómo voy a poder soportar esto..., si es que mi padre
mató realmente a mi madre.
—Chist, no te preocupes, lo superarás —dijo Xan, apretándole la mano.
—No quiero volver a verlo. Ya sólo el sonido de su voz... me da asco.
—¿Sabe dónde vivo? —preguntó Xan.
—¿Mi padre? No estoy segura. ¿Por qué?
—Sólo me preguntaba si le habría dado mi dirección a la policía, eso es
todo.
—Yo no se la he dicho, aunque supongo que la policía te encontrará de
todos modos. Oye, siento muchísimo que mi padre te meta en todo esto,
después de todo lo que has hecho por mí, de estar tan atento a mis
necesidades. Has estado genial.
—No te preocupes por mí, tú eres lo único que me preocupa. ¿Tienes el
teléfono desconectado?
Marissa asintió con la cabeza.
—Bien. Mantenlo así. No necesitas recibir más llamadas inquietantes
por hoy. —La besó suavemente en la mejilla y dijo—: ¿Te apetece beber
algo? ¿Agua, Diet Coke?
—Una Diet Coke me vendría fenomenal.
La volvió a besar en la mejilla y se fue a la zona de la cocina. Marissa
permaneció en el sofá, rumiando sobre la llamada telefónica de su padre, y
entonces dejó vagar la mirada hacia el caballete y uno de los últimos cuadros
de Xan. Era una gran obra abstracta, y sólo había utilizado pintura roja. Había
hecho algunos más de similar factura y los había colgado de la pared. Tal vez
fuera porque había colocado los cuadros agrupados, pero en realidad parecían
decir algo. Por primera vez pensó que realmente Xan tenía un gran potencial
como artista.
—Me encantan tus nuevos cuadros.
—¿En serio? —respondió él, mientras vertía el refresco en un vaso.
—Sí, sobre todo en el que estás trabajando ahora. Tiene tanta pasión y
sentimiento. ¿Cuándo los pintaste?
—Hace un par de noches, antes del funeral de tu madre. Sí, yo también
estoy bastante contento con ellos. Supongo que estuve inspirado.
—¿Inspirado por qué?
—Supongo que por lo que le ocurrió a tu madre. Ha sido algo muy
fuerte.
Marissa estaba mirando el cuadro colocado en el caballete, fijándose en
el intenso tono de rojo.
—Es extraño, ¿no te parece? —dijo—. Bueno, cómo algo terrible puede
sacar a relucir el arte, la manera en que el arte sale de una tragedia... No sé lo
que estoy diciendo. En este momento estoy hecha un completo lío.
—Aquí tienes —Xan le entregó el refresco y se volvió a sentar a su lado.
Marissa le dio un largo trago antes de hablar.
—No sé por qué todos la toman contigo cuando eres un tío sensacional.
—¿Quiénes son todos? —preguntó él.
—Bueno, fuiste tú quien me dijo que la abuela te miraba mal, ¿no?
—Sí, pero no diría que la tomó conmigo. Dijiste que se debía al hecho
de que no fuera judío, ¿no?
—Sí, pero aun así... Y luego está lo que Darren dijo en el funeral.
—¿Y qué es lo que dijo?
—¿No te lo conté?
Xan negó con la cabeza.
—Oh, fue un día tan asqueroso que me pasé la mitad del tiempo sin
saber dónde estaba. Pero, sí, resulta que se me acercó, creo que en la capilla,
antes de que empezara el servicio, y me presentó sus respetos, ya sabes, me
dijo cuánto lo sentía. Me parece que no estabas allí. Creo que estabas con mi
padre.
—¿Y entonces dijo algo? —preguntó Xan.
—Sí, pero no te enfades ni nada. Es que Darren es así. A veces puede
ser muy irritante. Bueno, el caso es que va y me dice algo así como: «¿Así
que sigues con ese tío chalado, eh?» O no, creo que dijo: «¿Así que sigues
con ese lunático, verdad?» Si no hubiera estado tan afectada ya, tan triste,
menudo cabreo me hubiera agarrado. Pero bueno, para empezar estaba en un
funeral, en el funeral de mi madre, así que ¿por qué tenía que decir nada
sobre ti? Es tan irrespetuoso. Sé que sólo lo dijo porque está celoso, porque
llevo días sin hablar con él, pero ha leído en mi blog, y se lo han dicho otras
personas, lo colada que estoy por ti.
—Bueno, ¿y tú qué le dijiste?
—No me acuerdo, la verdad —dijo Marissa—. Algo como: «¿De qué
estás hablando?» Y va y me suelta: «¿Quieres saber lo que me dijo la otra
noche?» Se refería a ti. Así que me cuenta que fue cuando me estaba
molestando en el bar y te acercaste a hablar con él, ya sabes, la noche que nos
conocimos. Me dijo que le dijiste que si no me dejaba en paz, le ibas a cortar
la polla y se la ibas a hacer comer.
Marissa sonrió, tratando de demostrar lo ridículo que le parecía todo el
asunto, pero Xan se mantuvo impávido y dijo:
—¿No le creíste, verdad?
—Por supuesto que no. Sabía que lo estaba diciendo sólo para
molestarme, pero eso lo hace aún más inquietante, porque estaba intentando
molestarme en el funeral de mi madre.
—Lo que le dije fue que estaba montando una escena y que debía
marcharse del club antes de que el gorila lo sacara a patadas.
—Sí, lo sé, ya supuse que le habrías dicho algo inofensivo. Pero ¿te
puedes creer lo patético que es para que realmente se invente algo así...? ¿No
hace calor aquí dentro?
—No me lo parece —contestó Xan—. Bebe un poco más de refresco.
Marissa bebió un poco más, y dijo:
—Estoy un poco mareada.
—¿Quieres que abra una ventana?
—Sí, ¿te importa? Puede que sea por hablar de Darren, me pone
enferma.
Xan abrió una de las ventanas. La brisa era agradable.
—Perdona si te he molestado —dijo Marissa—. Sabía que era una
ridiculez, pero es que quería contártelo.
—No me ha molestado en absoluto. —Se volvió a sentar a su lado—.
¿Te sientes algo mejor?
—No, la verdad es que no. Hoy todavía no he comido nada, puede que
sea eso.
—Bebe más refresco, te sentará bien.
Marissa dio algunos sorbos más.
—Es tan raro —dijo.
—¿El qué?
—No sé. —Se sentía muy desorientada—. La manera en que mi padre y
Darren la han tomado contigo, y precisamente ellos. Ahora mismo eres lo
mejor que hay en mi vida. Lo digo de verdad... No sé qué haría sin ti... Buf,
estoy muy mareada.
—Ven aquí —dijo él—. Apóyate en mí.
A Marissa le costaba ver con claridad. No estaba segura de en dónde
estaba.
Estaba mirando un cuadro. Era muy rojo.
Todo le había ido de maravilla hasta que aquel condenado perro empezó a
ladrarle. No se lo podía creer cuando salió de la casa con Marissa y vio a la
mujer que paseaba con el chucho. ¿Tenía que estar paseando justo en ese
momento? ¿Cuáles eran las probabilidades? Confió en que el perro no
reparase en él, pero no hubo suerte. En cuanto le vio, se fue a por él como si
quisiera arrancarle la cabeza de un mordisco.
La mujer forcejeó con el animal, tirando de la correa con ambas manos
como si intentara ganar una competición de tiro de cuerda. Mientras se
alejaban por la acera, Marissa le dijo:
—Qué cosa tan rara. Hace años que conozco a Blackie y jamás lo había
visto ponerse así antes.
—Lo sé, siempre me ha pasado esto con los perros —dijo Johnny,
tratando de convertirlo en una broma—. Para mí que les huelo a gato o algo
parecido. —Confió en que Marissa se olvidara completamente del jodido
incidente con el perro y que nadie más sacara conclusiones al respecto.
Pero ¿cómo era aquel viejo dicho?, ¿que las desgracias nunca vienen
solas, no? Pues bien, la siguiente fue cuando Marissa recibió la llamada
telefónica de su padre. Se metió en la zona de la cocina para hablar, pero
Johnny, que estaba sentado en el sofá, oyó toda la conversación, bueno, una
parte al menos, y fue suficiente para indicarle que alguna otra cosa había
salido mal. Su padre no habría empezado a sospechar de él sin ningún
motivo, y parecía que la policía le creía, lo que era aún peor. Johnny se
preguntó si se le habría pasado algo por alto, si habría dejado alguna pista o
lo que fuera.
No estaba dispuesto a correr ningún riesgo. No se iba a quedar sin más
en su piso y confiar en que los maderos no aparecieran a trincarlo. No,
Johnny no era un hombre que corriera riesgos innecesarios, sobre todo en lo
tocante a la seguridad de su culo. Sabía que si la cagaba lo detendrían, y que
era lo bastante listo para saber que a veces hay cagadas que uno no puede
controlar, razón por la cual siempre tenía un plan B, y no sólo un plan B.
Tenía planes C, D, E y también un plan F.
Que Marissa no le hubiera dicho a su padre dónde vivía era una buena
señal. El nombre de Xan Evonov no les ayudaría en nada a los polis, y
probablemente tardarían días en averiguar que su verdadero nombre era
Johnny Long; pero para entonces se habría ido lejos y estaría viviendo bajo
otra identidad en algún lugar alejado de Nueva York. Aunque tendría que
renunciar a la fantasía de vivir en la casa de los Bloom, aun así podría
conseguir todo el dinero y todavía podría ver a Adam Bloom morir
retorciéndose de dolor. Eh, como dice Meatloaf: «Dos de tres no está mal».
Cuando Marissa acabó de hablar con su padre, Johnny se aseguró de que
desconectara el teléfono. Era un iPhone, y sabía que esos cacharros tenían
GPS. Ignoraba las ganas que tenían los polis de hablar con él, pero no quería
correr ningún riesgo, no fuera a ser el demonio que tratara de localizarlo
rastreando el teléfono de Marissa. Lo siguiente que tenía que hacer era
someter a la chica, así que cuando le sirvió un vaso de Coca-Cola,
disimuladamente le echó un hipnótico en la bebida. De vez en cuando se veía
obligado a drogar a las mujeres que saqueaba, así que siempre tenía
Rohypnol y cloroformo de sobra. Sólo utilizaba las drogas para robar a las
mujeres, nunca para violarlas. Todas las mujeres que había seducido en su
vida se habían acostado con él de buena gana. Sabía que la violación era
posiblemente lo peor que se le podía hacer a una persona; el asesinato era un
favor comparado con la violación. Cuando matabas a alguien, desaparecía,
terminaba de sentir dolor. Pero cuando violabas, el dolor continuaba sin
cesar. Además, no quería mancillar su historial como casanova. Algún día,
cuando alguien escribiera un libro sobre él, o hicieran una película, o varias
películas, cuando Johnny Long se convirtiera ¡en leyenda!, no querría ser
como aquellos atletas que eran sorprendidos utilizando esteroides. No quería
que hubiera la menor sombra de duda sobre sus logros.
Cuando Marissa perdió el conocimiento, la llevó a su cama, la ató y la
amordazó con cinta adhesiva. Sí, tenía la cuerda y la cinta preparadas;
siempre tenías que estar preparado. Se aseguró de que la cinta no le tapara la
nariz y de que estaba respirando. Tenía que mantenerla viva, al menos
durante algún tiempecito.
Se marchó de casa, robó un Toyota y lo aparcó delante de su edificio.
Había estado fuera menos de una hora, y Marissa seguía inconsciente.
Recorrió su piso y preparó una mochila con ropa, objetos de aseo y todo lo
que pudo meter. Le entristeció tener que abandonar sus Análisis de sangre.
Esperaba que cuando el casero limpiara el piso fuera lo bastante inteligente
para salvar los cuadros, o al menos dárselos a alguna galería o marchante de
arte. Cuando Johnny Long se convirtiera en el casanova más famoso del
mundo, ¿cuánto podrían valer esos cuadros? ¿Unos cuantos cientos de miles
cada uno? ¿Más? Sí, lo más probable.
Cuando oscureció, desató a Marissa y le quitó la cinta adhesiva de la
boca; ella se quejó cuando lo hizo, pero siguió inconsciente. Luego la sacó
del piso caminando —bueno, en realidad, la llevaba a cuestas— y bajaron las
escaleras hasta la calle. Era perfecto, porque si alguien reparaba en ellos,
parecería que Marissa estaba borracha y que la estaba ayudando a llegar a su
casa.
La tenía en el coche, listos para irse, pero no pudo soportar abandonar
los cuadros. Volvió a subir corriendo y cogió los seis Análisis de sangre. No
cabían en el maletero de ninguna manera, aunque, gracias a Dios, entraron
por los pelos en el asiento trasero. No se le ocurrió que pudiera necesitar nada
más y, con Marissa inconsciente a su lado, enfiló alegremente hacia la salida
de la ciudad.
26
Adam debía de haber intentado hablar con Marissa unas cincuenta veces, y
seguía sin poder conseguirlo. Había dejado algunos mensajes, pero en las
demás ocasiones acabó las llamadas en cuanto oyó el saludo del buzón de
voz.
—Algo terrible está pasando —comentó su madre—. Lo sé.
Adam estaba harto de su madre y sus presentimientos de vidente. Sabía
que si hubiera estado solo no estaría ni de lejos tan aterrorizado, pero con ella
acechándole por doquier y al borde de la histeria, era imposible mantener la
calma.
—Vuelve a llamar a Clements —le dijo.
—Le he dejado un mensaje hace diez minutos.
—Puede que no lo haya recibido.
—Lo ha recibido.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo ha recibido, ¿vale?
—Puede que haya averiguado dónde vive Xan. A lo mejor sabe algo.
—Si lo supiera, nos habría llamado.
—No estoy tan segura. Puede que...
—Basta —soltó Adam—. Tratemos de calmarnos. —De manera
inconsciente volvió a llamar a Marissa, le salió el buzón de voz y apagó el
teléfono, y entonces dijo—: El problema es que nos estamos obsesionando
demasiado, ¿vale? Es imposible que el asesinato de Dana tenga que ver con
Xan, y nos estamos poniendo histéricos por...
Su móvil empezó a sonar, y casi pega un brinco. Comprobó la pantalla y
le anunció a su madre:
—Clements. —Y luego dijo—: ¿Hola?
—¿Cuántas veces me ha llamado? —preguntó el policía.
—Unas cuantas —reconoció Adam—. ¿Han averiguado...?
—No hay motivo para que me llame más de una vez —le recriminó el
detective—. No tiene más que dejar un mensaje y le devolveré la llamada.
Dejarme más de un mensaje sólo consigue que pierda el tiempo y que lo
pierda usted.
A Adam no le gustó nada el sermón.
—¿Han averiguado dónde vive Xan o no?
—No parece estar registrado en ninguna parte de Brooklyn —respondió
Clements—. Investigamos al Alexander Evonov de Brighton Beach, pero
murió hace tres semanas. ¿Y usted qué? ¿Consiguió hablar con su hija.
—Lo he estado intentando. Estoy bastante seguro de que su teléfono está
desconectado.
—¿Y por qué?
A Adam no le apeteció explicarle toda la historia, así que dijo:
—No lo sé, puede que se haya quedado sin batería o lo que sea.
La madre de Adam estaba diciendo:
—Dale su número. Dale su número.
—¿Quiere su número? —le preguntó Adam al policía.
—Sí —dijo Clements. Se lo dio, y luego el detective añadió—: Pero
usted siga intentándolo también, y cuando contacte con ella, llámeme. Pero
no me llame para dejar mensajes, porque eso sólo me hace perder tiempo, ¿de
acuerdo?
Durante las horas siguientes, Adam trató de ver la televisión con su
madre, pero cada cinco minutos llamaba a Marissa. Siguió saliéndole el
buzón de voz, y la agitación nerviosa de su madre le estaba volviendo loco.
Tenía que alejarse de ella, así que subió a la planta superior, a utilizar el
ordenador de su despacho, e hizo alguna búsqueda más, intentando encontrar
la dirección de Xan o cualquier información sobre él, pero no pudo encontrar
nada. Entonces su teléfono empezó a vibrar, y vio que había recibido un
mensaje de texto desde MÓVIL MARISSA.
—¡Gracias a Dios! —exclamó.
Y entonces leyó el mensaje:
Se despertó pensando: Nota para mí: la próxima vez que secuestres a alguien,
no te ocultes en un chalé gélido y cubierto de mierda de ratón. Apenas había
pegado ojo. Había tenido que levantarse varias veces durante la noche para
aplicarle cloroformo a Marissa, aunque, de todas formas, lo más seguro es
que tampoco hubiera podido dormir mucho por culpa del frío y la excitación
de pensar en el millón de dólares que conseguiría y la forma de gastarlo. Con
toda certeza se marcharía a algún lugar cálido, algún sitio donde hubiera
playas; a ese respecto no tenía ninguna duda. Si no podía salir del país, se
haría con una nueva identidad y se escondería en California o Florida,
probablemente en Florida. Era de piel oscura, así que podría pasar por
cubano, y haría el agosto con todas las chicas que hubiera allí abajo, en Fort
Lauderdale o South Beach. Sólo tenían que poner a Johnny Long en una
playa del sur de Florida, y los problemas estaban garantizados.
Hacía un día nublado. No parecía que fuera a llover, aunque tampoco
que fuera a salir el sol. Estaba en el porche delantero del chalé, respirando
aire fresco e intentando sacar todo aquel aire cargado de mierda de ratón de
sus pulmones cuando Marissa empezó a hacer ruidos de nuevo.
—Menudo grano en el culo —dijo mientras se dirigía adentro.
Marissa estaba gritando, con la cara roja, intentando soltarse aunque sin
lograr ningún avance. Se le había hinchado la nariz hasta alcanzar el doble de
su tamaño normal, tenía mucha sangre, una parte ya seca y marrón, alrededor
de las fosas nasales y el labio superior.
—Eh, ¿es que no te puedes callar? —dijo Johnny—. ¡He dicho que
cierres la puta boca!
Ella hizo caso omiso, claro, y Johnny agarró el trapo del cloroformo.
—Tienes dos opciones: o cierras la boca o te vuelvo a poner cloroformo.
¿Qué escoges?
—Por... por favor —suplicó ella, sollozando—. Por... favor...
—Así está mejor —dijo Johnny—. La hostia, ¿por qué malgastas tu voz
gritando? No te va a oír nadie, y sólo vas a conseguir que nos duela la cabeza
a los dos.
—¿Dónde... estamos? —preguntó Marissa.
—Da igual dónde estemos —respondió. Y añadió—: En algún lugar
seguro.
—¿Por qué? —preguntó Marissa, llorando—. ¿Por qué?... ¿Por qué?
—Es complicado, querida —dijo él—. Pero no te preocupes, si estás
tranquila y haces todo lo que te diga, no te haré daño.
Le había estado mintiendo desde el mismo instante de conocerla, ¿por
qué parar ahora?
Marissa empezó a llorar con más fuerza, y entonces a Johnny le llegó un
olor horrible. Al principio pensó que era algo podrido, algo que quizás
estuviera debajo de la cama, y entonces cayó en la cuenta de que la chica se
había cagado en las bragas durante la noche. A lo mejor ésa era la causa de
todo aquel griterío.
—Ah, has tenido un accidente, ¿eh? —dijo—. Cuánto lo siento. Tía, eso
sí que es una putada. Ojalá pudiera dejar que te lavaras, pero ahora estás muy
mona así, atadita, y no quiero correr el riesgo de que intentes huir. Uy, sé que
no llegarías a ninguna parte, porque no hay ningún sitio al que llegar, pero
aun así.
—¡Cabrón de mierda! —gritó ella—. ¡Eres un hijo de puta lunático!
—¡No vuelvas a gritar! —le ordenó, balanceando el trapo sobre su cara
para demostrarle que hablaba en serio. Marissa desvió la mirada hacia la
pared, y empezó a llorar de nuevo.
—Lamento que estés tan llena de mierda —dijo Johnny.
Luego se pasó la mañana riéndose de su gracia. De verdad, tenía que
empezar a escribir aquellas cosas para poderlas incluir en su libro de
casanova. Siempre estaba bien meter un poco de humor en un relato; no
podía ponerse a hablar sin parar de sus conquistas sexuales durante quinientas
páginas. Bueno, poder podía, pero incluso así.
A eso de las once le aplicó el cloroformo a Marissa por última vez. Ella
forcejeó, gritó e intento morderle la mano; y pensar que sólo un par de días
antes se había mostrado tan modosita. Al final, se dio por vencida y perdió el
conocimiento. Johnny confiaba en que estuviera inconsciente un par de horas;
para entonces él ya tendría el dinero y podría volver y pegarle un tiro. Si las
cosas salían bien, jamás volvería a despertarse.
Salió del chalé y bajó por la colina hasta el coche. Al mirar hacia el
granero, tuvo un recuerdo recurrente de una noche en la que un par de tipos
se estaban metiendo con él, tomándole el pelo con sus navajas, y Carlos se
acercó con una pistola y les ordenó que se largaran. Eso le recordó el motivo
de que estuviera pasando por todo aquello. No se trataba realmente del
dinero; se trataba de una venganza, de desquitarse.
Alrededor de las once y media detuvo el coche en el exterior del
aparcamiento del ShopRite de Kingston. No vio el todoterreno ni el Mercedes
de Adam Bloom en el aparcamiento, aunque lo que buscaba principalmente
eran policías. Sabía que si estaban allí, actuarían de forma encubierta y serían
difíciles de localizar, pero ésa era la razón de que hubiera llegado media hora
antes. Había bastantes posibilidades de que cualquiera que estuviera pasando
el rato en el aparcamiento fuera un poli. Hasta ese momento la única persona
que parecía sospechosa era la anciana de pelo blanco que estaba en un Lexus
aparcado en doble fila. No tenía pinta de policía, lo cual la hacía aún más
sospechosa. Entonces un anciano, probablemente su marido, se metió en el
coche con ella y se alejaron.
Johnny no creía que Bloom fuera a meter a la policía en aquel asunto.
No querría correr el riesgo de que su hija acabara muerta, y además, ése no
era su estilo. No, Bloom ya había mostrado sus cartas antes, la noche del
robo. Era la clase de sujeto que se las arreglaba por sí mismo. Quería ser el
puto amo, el héroe, y Johnny sabía que ir en coche hasta el norte del estado
para rescatar a su hija del «maníaco» que la tenía como rehén sería una
oportunidad demasiado grande para que pudiera resistirla.
A mediodía, no vio ni rastro de ningún policía, pero ¿dónde coño estaba
Bloom? Diez minutos más tarde, seguía sin aparecer. Johnny no creía que
fuera a retrasarse y poner en peligro la vida de su hija, pero ¿qué otra
explicación había?
Localizó una cabina telefónica junto a un restaurante italiano en la otra
punta del centro comercial. Condujo hasta allí, dejó el coche en marcha y
llamó al móvil de Bloom, cuyo número había memorizado antes de
deshacerse del teléfono de Marissa la noche anterior. El buzón de voz de
Bloom saltó antes del primer tono. ¿De verdad había desconectado su
teléfono?
Regresó al coche y esperó unos diez minutos más, hasta que resultó
evidente que Bloom no iba a aparecer. Eso sí que no se lo había esperado.
Había pensado que podría aparecer con menos dinero, que intentaría regatear
para rebajar el precio, pero en ningún momento que fuera a oponer
resistencia. Y a todo eso, ¿quién cojones pensaba Bloom que estaba al mando
en todo aquello? ¿Quién pensaba que era el puto amo?
Furioso de repente, Johnny salió del aparcamiento. Era el momento del
plan C, del D o de la puta letra que quisiera él. Volvería a Max y le pegaría
un tiro a Marissa. Matar a la esposa y a la hija de ese tipo era una venganza
bastante buena. Sí, el millón de dólares habría sido fantástico, pero sabía que
el dinero no tendría importancia una vez que su libro de casanova saliera a la
venta, y que algún día ganaría cientos de miles de dólares, tal vez millones,
por los Análisis de sangre. Sí, tendría que dejar vivo a Adam, aunque eso
quizá fuera bueno. Vivir era mucho peor que morir. ¿Por qué darle un respiro
a ese tío?
Luego, unos minutos después, miró por el retrovisor y vio un coche rojo
de tamaño mediano a unos cien metros detrás de él. Había otro coche en
medio, y no era fácil ver al conductor del rojo, pero entonces, cuando
tomaron la curva, alcanzó a ver al tío, y no se lo pudo creer. ¿A quién cojones
creía que le estaba tomando el pelo?
Marissa sólo había estado pensando en una cosa desde el principio: Sigue
viva. De camino adonde estaba ahora, la mayor parte del tiempo no supo si
estaba dormida o despierta; todo era borroso, todo formaba parte de la misma
pesadilla. Unas cuantas veces la confusión desapareció y se dio cuenta de lo
que estaba sucediendo, que por algún motivo, Xan, su Xan, la había drogado
y la estaba llevando a algún lugar. ¿Qué coño pasa? También supo que
probablemente él había matado a su madre, aunque esta idea le resultó
incomprensible. No tenía ni idea de qué le pasaba a Xan ni cómo era posible
que estuviera sucediendo todo aquello, pero sí supo que tenía que hacer lo
que fuera para seguir viva.
En el coche trató de suplicarle que la soltara, pero él le puso aquel trapo
sobre la cara, y cuando se volvió a despertar, atada a una cama, gritó, y Xan
la golpeó y la volvió a drogar. Necesitaba ir al baño desesperadamente,
apenas podía respirar y casi seguro que tenía la nariz rota, y aun así no hubo
manera de que la soltara. Sabía que ya no tenía sentido tratar de resistirse.
Xan era demasiado fuerte, y ella se encontraba demasiado débil; era
imposible que pudiera vencerle. Su única opción era seguir viva y esperar. O
la mataría o alguien acudiría a salvarla, pero nada de lo que ella hiciera
cambiaría la situación.
Se despertó sola, mareada, atada a la cama y con un dolor terrible en la
nariz, tumbada encima de sus propias heces y con las cuerdas cortándole la
piel de los brazos, y tuvo miedo de que Xan se hubiera ido para siempre y
fuera a dejarla morir de aquella manera. Ya tenía la garganta completamente
seca de tanto gritar y llorar, pero se puso a pedir ayuda a gritos hasta que
apenas pudo articular un sonido.
Entonces, al final, Xan regresó. Por extraño que pareciera, se alegró de
verlo, de verdad. Al menos no la había abandonado.
Entonces vio que tenía una pistola, y gritó, o intentó gritar:
—¡No me dispares!
—No te voy a disparar, querida. Tranquilízate.
Era un verdadero loco, con aquella aparente tranquilidad, tan distante.
¿Cómo era posible que fuera el mismo tío de quien había pensado que era tan
fantástico, a quien le había dicho —¡joder!— «te quiero»?
Él empezó a desatarla mientras decía:
—Si quieres vivir, haz sólo lo que te diga, ¿crees que podrás hacer eso?
No creo que sea tan difícil, basta con que mantengas tu linda boquita cerrada.
—Entonces hizo una mueca, y añadió—: Tía, apestas. Si hubiera una ducha
te dejaría que te lavaras. Lo siento muchísimo. Sé lo incómoda que te debes
de sentir.
Tenía la cara cerca de la de ella mientras le soltaba la cuerda que le
oprimía el pecho, y a Marissa le entraron ganas de morderle en la mejilla, de
oírle gritar. Pero se contuvo, pensando: Sigue viva. Sigue viva, nada más.
Cuando terminó de desatarla, ella preguntó:
—¿Adónde vamos?
—A ninguna parte —respondió él.
Lo dijo en un tono ominoso, amenazador. La levantó para sacarla de la
cama y le puso la pistola en la cabeza. ¿Le iba a disparar ahora? ¿Por qué
desatarla para dispararle?
Entonces Marissa oyó un ruido, el producido por una puerta al abrirse.
—Estamos aquí atrás, Doc —dijo Xan.
¿De verdad era su padre? Entonces Marissa le vio, apuntando el arma.
Supuso que habría llamado a la policía. Probablemente el edificio estuviera
completamente rodeado, y en pocos minutos, incluso segundos, aquella
pesadilla habría terminado.
Pero ¿por qué Xan parecía seguir tan gallito? ¿Y por qué la policía
habría enviado allí dentro a su padre solo y con una pistola?
Empezó a entender que su padre lo había vuelto a hacer. No había
ningún policía.
Xan le dijo a su padre que tirara el arma o que la mataría. Marissa sabía
que lo decía en serio, y empezó a gritarle con todas sus fuerzas a su padre que
tirase el arma.
Como era de esperar, no hizo ni caso. Su padre nunca hacía caso.
Entonces le disparó. Ocurrió todo muy deprisa. En un momento ella
estaba de pie, y al siguiente estaba tirada en el suelo, desangrándose, con un
dolor desgarrador que le atravesaba el pecho.
Luego oyó otro disparo, y con la vista borrosa vio a su padre, a quien le
faltaba una parte de la cabeza, tirado en el suelo.
¿De verdad está ocurriendo esto?
El dolor empeoraba y se sentía cada vez más débil, pero seguía
pensando: Sigue viva. Sigue viva, nada más.
Sabía que si se movía o gritaba o decía algo Xan la mataría. Le vio
alejarse, pasar junto a su padre. Probablemente pensaba que estaba muerta.
Con el dolor que sentía por dentro, necesitó de todas sus fuerzas para
mantenerse inmóvil, para no gemir siquiera. Estaba temblando, y la sangre,
¡su sangre!, se extendía acercándose a donde su cara se apretaba contra el
suelo.
Sigue viva. Sólo sigue viva.
Oyó que se abría la puerta delantera, luego la oyó cerrarse. Localizó la
pistola de su padre a unos metros de ella, todavía parcialmente en la mano de
él.
Marissa se arrastró sobre su sangre, sobre la sangre de su padre, hacia el
arma. Cada instante, cada aliento, era un completo martirio.
Oyó un ruido procedente del exterior, unas pisadas en el porche, y luego
que alguien abría la puerta. Agarró la pistola. Tenía sangre en la culata, lo
que dificultaba su sujeción. La dejó caer una vez, cuando oyó que los pasos
se acercaban, y entonces la agarró de nuevo.
Levantó la vista y vio a Xan, que la miraba desde lo alto. La estaba
apuntando a la cara con la pistola.
Marissa estaba harta de que todo el mundo le dijera lo afortunada que era.
Todos los médicos y enfermeras del hospital Monte Sinaí de Manhattan se lo
habían estado repitiendo incansablemente durante semanas, haciendo
comentarios del tipo de: «Si la bala llega a entrar un par de centímetros más a
la izquierda, te habría matado en el acto», y «Si no hubieras cogido el móvil
de tu padre y llamado pidiendo una ambulancia, y si la ambulancia no
hubiera llegado tan deprisa, ahora no estarías viva». ¿Y eso la convertía en
afortunada? Si fuera afortunada, sus padres nunca habrían cogido a Gabriela
de asistenta. Si fuera afortunada, aquella tormenta tropical no se habría
dirigido a Florida y ellos no habrían estado en casa la noche del robo. Si fuera
afortunada, jamás habría ido aquella noche con sus amigas a ver a Tone Def y
conocido a Xan, alias Johnny Long. Tumbada en la cama del hospital,
repasaba todo lo que había ido mal en su vida y la había conducido a la
pesadilla de la cabaña de los Catskills, y siempre llegaba a la misma
conclusión: había sido de todo menos afortunada.
Aunque había procurado evitar leer los periódicos y ver las noticias de la
televisión, sabía que los medios de comunicación la estaban tratando de
heroína, exaltando hasta la exageración lo que había hecho. Sólo había
procurado seguir con vida; ¿cómo la convertía eso en heroína?
Al mismo tiempo que los medios de comunicación la elogiaban,
arremetían contra su padre, al que llamaban «Adam Bloom, el psicoterapeuta
psicópata de Forest Hills». Lo describían como a un justiciero loco, que había
conducido hasta los Catskills para tratar de rescatar a su hija, emperrado en
vengar el asesinato de su esposa y restablecer su mancillada reputación. Los
medios también criticaban a la policía, en especial al detective Clements, por
no haber presionado para que se le hiciera una evaluación mental completa al
doctor Bloom ni haberle retirado la licencia de armas, y por darle la ocasión
de haber ido al norte del estado solo. Marissa disfrutaba al ver que atacaban a
Clements, y también estaba de acuerdo con lo que los medios de
comunicación decían de su padre.
Un día, un par de semanas después del tiroteo, la abuela Ann fue a
visitarla al hospital.
—No puedes acusar a tu padre eternamente. No puedes ir por la vida
con esa rabia —dijo la anciana.
Su abuela parecía consumida y frágil; a Marissa le preocupó.
—De verdad, abuela, no quiero hablar de eso nunca más.
Había sufrido dos intervenciones para extraerle la bala y reparar los
daños sufridos en los tejidos profundos y varias costillas rotas; a pesar de
todos los analgésicos que le daban, seguía con grandes dolores.
—Tu padre te quería —le dijo su abuela, casi en un tono de
desesperación—. Sólo quiso hacer lo correcto.
—¿Lo correcto? —dijo Marissa—. Si me pegó un tiro, joder.
—Intentaba salvarte la vida.
—Sí, pues hizo un trabajo fantástico.
—Estás viva, ¿no?
—No gracias a él.
—Estaba asustado, aterrorizado. Y si no hubiera ido allí, aquel Xan,
quiero decir Johnny, podría haberte matado.
En las noticias habían dicho que Xan era en realidad un delincuente
profesional llamado Johnny Long. Se había criado en el mismo orfanato que
Carlos Sánchez, y la policía creía que había sido el otro ladrón que había
participado en el robo y el asesino de Gabriela y la madre de Marissa. Ésta
sabía que era culpa suya haber dejado que Xan entrara en sus vidas. Pero todo
lo demás había sido culpa de su padre.
—Sé qué tu padre se equivocó —prosiguió su abuela—, pero imagina,
sólo imagínatelo, cómo serían los últimos segundos de su vida, lo terrible que
debieron ser para él. Tuvo que morir pensando que te había matado,
pensando que había matado a su hija. Eso fue lo último que pensó, lo último
que vio...
Su abuela estaba llorando. Marissa le concedió un par de minutos para
que se recuperara antes de hablar.
—Mira, sé que te resulta difícil de aceptar, abuela, pero mi padre
cometió un tremendo error, ¿de acuerdo? Ojalá hubiera sido un hombre
mejor, de verdad que sí. Desearía poder defenderlo, desearía poder justificar
lo que hizo, pero no puedo. Era un capullo egoísta que iba por ahí como si
llevara una capa roja y al que no le importaba nadie, ni yo ni mi madre ni
nadie, salvo él mismo. Si hubiera llamado a la policía, podrían haberme
salvado y quizá no me hubieran disparado, y si hubiera llamado a la policía
cuando entraron a robar en nuestra casa, puede que mi madre siguiera viva y
yo no me hubiera acostado con ese hijo de puta de Johnny Long. ¿No te das
cuenta? Mi padre fue el causante de todo, y me trae sin cuidado lo que digas,
porque nunca se lo perdonaré, jamás.
El día que le dieron el alta a Marissa, la abuela Ann volvió al hospital. Tenía
un aspecto sumamente frágil, como si hubiera perdido entre cinco y siete
kilos desde la muerte de su hijo.
—¿Te encuentras bien, abuela? Realmente me tienes preocupada.
—Estoy muy bien —respondió la mujer inexpresivamente—.
¿Preparada para marcharte?
El plan era que fueran en una limusina hasta el hotel Mansfield, cerca
del centro, donde Marissa había reservado una suite. Tenía la intención de no
volver a poner un pie en la casa de Forest Hills. La casa ya estaba a la venta,
y en algún momento había concertado con alguien la venta de todos los
muebles y la ropa y el traslado de todo lo demás a un guardamuebles. Los
seguros de vida de sus padres, el producto de la venta de la casa y los demás
activos de sus progenitores la convertirían en multimillonaria. No sabía qué
iba a hacer con su vida, aunque estaba totalmente convencida de que no la iba
a desperdiciar trabajando. Tenía pensado irse a vivir a Praga una vez que
estuvieran resueltas todas las cuestiones económicas. Viviría allí una
temporada, y luego quizá se trasladara a París o a Barcelona o a cualquier
otra ciudad. Sólo quería alejarse: de Nueva York, de Estados Unidos, de
todos los que hubieran oído hablar alguna vez de Adam Bloom. La idea de
tener que vivir el resto de su vida como la hija de Adam Bloom le daba tanto
asco que ya había empezado a hacer el papeleo para cambiar legalmente su
apellido al de Stern. Éste era el apellido de soltera de su madre, y consideró
que sería un bonito homenaje.
Se levantó de la cama para sentarse en una silla de ruedas. Podía
caminar bien, pero era política del hospital que todos los pacientes, con
independencia de cuáles fueran sus dolencias, tenían que ser sacados del
centro en silla de ruedas al recibir el alta. El celador empujó la silla muy
despacio para que la abuela Ann, que iba al lado de ellos, pudiera seguir su
paso.
En las puertas del hospital, Marissa se levantó y se dirigió con su abuela
hacia la limusina que les esperaba en la acera.
Los periodistas se abalanzaron sobre ella. Uno de los más vocingleros
gritó:
—Señorita Bloom, ¿qué tal sienta ser una heroína?
Marissa se detuvo un instante, fulminó al tipo con la mirada, que era
algo mayor que ella, y dijo:
—No soy ninguna heroína, y mi apellido no es Bloom, sino Stern. Me
llamo Marissa Stern. ¿Lo han entendido?
Siguieron caminando hacia el coche. Ahora los periodistas gritaban:
—¡Señorita Stern! ¡Señorita Stern! ¡Señorita Stern!
Marissa ayudó a su abuela a entrar en el coche y la siguió al interior.
Mientras se alejaban por la Quinta Avenida, seguía oyendo los gritos de los
periodistas.
—Te lo juro por Dios —dijo Marissa—. Más vale que mañana por la
mañana no vea el nombre de Marissa Bloom en los periódicos.
Su abuela, desviando la mirada, no dijo nada. En ese momento los
periodistas corrían junto a la limusina, golpeando los cristales.
—Hablo en serio —dijo Marissa—. De todos modos, ¿qué le pasa a la
gente?
Agradecimientos
Por su tremenda influencia en esta novela y en mi carrera, me gustaría
expresar mi agradecimiento a Ken Bruen, Bret Easton Ellis, Lee Child,
Kristian Moliere, Shane McNeil, Charles Ardai, John David Coles, Sandy
Starr, Brian DeFiore, Nick Harris, Diogenes Verlag, Ion Mills, Steven Kelly,
Marc Resnick, Sarah Lumnah, Andy Martin, Matthew Shear, Matthew
Baldacci y a todo el personal de Minotaur Books.
Título original: Panic Attack
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