Ataque de Panico - Jason Starr

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Annotation

El psicoterapeuta Adam Bloom vive en una casa lujosa junto a su bella


esposa, Dana, y Marissa, su hija de veintidós años. Pero la relación entre
Marissa y sus padres está basada en la incomprensión y la incomunicación, y
entre Adam y Dana las cosas tampoco están tan bien. Una noche, Marissa
despierta a su padre para decirle que hay un intruso en la casa. Presa de un
ataque de pánico, Adam busca un arma que había comprado por temor a la
inseguridad y vacía el cargador entero sobre la inquietante figura que sube las
escaleras hacia su dormitorio.
A partir de ese momento, su vida jamás volverá a ser la misma.
Vilipendiado por los medios, despreciado y temido por sus compañeros de
trabajo, abandonado por si propio terapeuta y, lo que le resulta más hiriente,
rechazado por su propia familia, Adam emprende un descenso hacia los
infiernos en busca de la redención. Y, como si eso fuera poco, el ladrón
abatido tenía un cómplice, que busca venganza.

JASON STARR
Sinopsis

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Agradecimientos
JASON STARR

Ataque de pánico

Traducción de Martín Rodríguez-Courel Ginzo

Umbriel
Sinopsis

El psicoterapeuta Adam Bloom vive en una casa lujosa junto


a su bella esposa, Dana, y Marissa, su hija de veintidós años. Pero
la relación entre Marissa y sus padres está basada en la
incomprensión y la incomunicación, y entre Adam y Dana las
cosas tampoco están tan bien. Una noche, Marissa despierta a su
padre para decirle que hay un intruso en la casa. Presa de un ataque
de pánico, Adam busca un arma que había comprado por temor a
la inseguridad y vacía el cargador entero sobre la inquietante figura
que sube las escaleras hacia su dormitorio.
A partir de ese momento, su vida jamás volverá a ser la
misma. Vilipendiado por los medios, despreciado y temido por sus
compañeros de trabajo, abandonado por si propio terapeuta y, lo
que le resulta más hiriente, rechazado por su propia familia, Adam
emprende un descenso hacia los infiernos en busca de la redención.
Y, como si eso fuera poco, el ladrón abatido tenía un cómplice, que
busca venganza.

Título Original: Panic attack


Traductor: Rodríguez-Courel Ginzo, Martín
Autor: Starr, Jason
©2013, Umbriel
ISBN: 9788492915255
Generado con: QualityEbook v0.75
Para Chynna y Sandy
«El ego no es el amo en su propia casa.»

SIGMUND FREUD
1

Adam Bloom estaba sumido en una pesadilla. Ya la había tenido con


anterioridad, y en ella se encontraba en su consulta del centro de Manhattan
tratando a una paciente, puede que a Kathy Stappini o a Jodi Roht —las
cuales, curiosamente, sufrían de agorafobia—, cuando de repente su
despacho se convertía en una habitación cuadrada y blanca, del tamaño de la
celda de una cárcel, y Katy o Jodi se transformaba en una gran rata negra. La
rata tenía unos dientes largos y no paraba de perseguirle por todas partes,
saltando hacia él, emitiendo un fuerte sonido sibilante. Entonces las paredes
empezaban a acercarse, acorralándolo. Intentaba gritar, pero no era capaz de
articular ningún sonido, y de pronto aparecía una escalera larga y estrecha.
Trataba de subir corriendo por ella, pero sin lograr llegar a ninguna parte,
como si estuviera intentando subir por una escalera mecánica que bajara.
Entonces miraba por encima del hombro, y la rata era ya enorme, del tamaño
de un rottweiler, y le estaba dando alcance, los largos colmillos al aire, a
punto de arrancarle la cabeza de un mordisco.
Sintió que le tiraban del brazo. Asustado, intentó darse la vuelta del otro
lado, y entonces oyó: «Mamá, papá, despertaos, despertaos».
Abrió los ojos, momentáneamente desorientado, aterrorizado por la rata
gigante, y entonces cayó en la cuenta de que estaba en su cama de su casa de
Forest Hills Gardens, con su esposa, Dana, acostada a su lado. Tuvo la
reconfortante y calmante sensación que seguía siempre a una pesadilla, un
desbordante sentimiento de tranquilidad de que todo iba a ir bien, de que,
después de todo, el mundo, gracias a Dios, no era un lugar tan terrible.
Pero entonces oyó susurrar a su hija:
—Hay alguien abajo.
Marissa había terminado la carrera de Historia del Arte en Vassar el año
anterior —una elección que no había entusiasmado precisamente a sus padres
— y estaba viviendo de nuevo en casa, en la habitación en la que había
crecido. Últimamente su comportamiento dejaba que desear, emperrada en
llamar la atención a todas horas. Tenía varios tatuajes —incluido el de un
ángel en la zona lumbar que le gustaba mostrar llevando camisetas que
dejaban la espalda al aire y vaqueros de tiro bajo— y recientemente se había
hecho unas mechas rosas en su pelo trigueño y corto. Se pasaba los días
escuchando una música espantosa, enviando correos electrónicos,
blogueando, mandando mensajes de texto, viendo la televisión y yéndose de
juerga con sus amigas. A menudo no llegaba a casa hasta las tres o las cuatro
de la madrugada, y algunas noches ni siquiera volvía, «olvidándose» de
llamar. Era una buena chica, pero Adam y Dana llevaban tiempo tratando de
animarla a poner en orden su vida.
—¿Qué pasa? —preguntó Adam. Estaba medio dormido todavía, un
poco atontado, aún a vueltas con el sueño. ¿Qué significaba la rata negra?
¿Por qué era negra? ¿Por qué siempre empezaba siendo una paciente, una
mujer?
—He oído un ruido —le explicó Marissa—. Tenemos un intruso.
Adam parpadeó con fuerza un par de veces para despertarse del todo, y
dijo:
—Puede que sólo haya sido un ruido provocado por el asentamiento de
la casa, o el viento...
—No, te lo aseguro. Hay alguien abajo. He oído pasos y cosas moverse.
Dana también se había despertado, y preguntó:
—¿Qué está pasando?
Dana tenía cuarenta y siete años, igual que Adam, aunque estaba
envejeciendo mejor que él. A él le estaban saliendo canas, se estaba
quedando calvo y tenía algunos michelines, sobre todo en el estómago, pero
ella llevaba mucho tiempo yendo al gimnasio, en particular durante el último
año más o menos, y tenía un cuerpo fantástico del que podía presumir.
Habían tenido algunos problemas conyugales —habían estado a punto de
iniciar un proceso de separación cuando Marissa estaba en el instituto—, pero
las cosas habían mejorado en los últimos tiempos.
—He oído a alguien abajo, mamá.
Adam estaba agotado y lo único que quería era volver a dormir.
—No ha sido nada —insistió.
—Te aseguro que lo he oído.
—Tal vez deberías ir a comprobar —sugirió Dana, preocupada.
—Papaíto, tengo mucho miedo.
Lo de papaíto le llegó al alma. No recordaba cuándo le había llamado así
por última vez, y se daba cuenta de que estaba realmente asustada. De todas
formas, estaba despierto y tenía que ir a aliviar la vejiga, así que de paso bien
podía echar un vistazo.
Respiró hondo y dijo:
—Muy bien, de acuerdo —y se incorporó.
Cuando se levantó de la cama, hizo una mueca de dolor. Llevaba unos
años con un dolor y una rigidez lumbares intermitentes, una lesión por
sobrecarga de tanto correr y jugar al golf. Su fisioterapeuta le había mandado
una lista de ejercicios para que hiciera en casa, pero de un tiempo a esa parte
había estado muy ocupado con las enrevesadas crisis de un par de pacientes,
y no los había estado haciendo. También se suponía que tenía que aplicarse
hielo en la espalda antes de irse a dormir y después de correr o hacer
ejercicio, y eso tampoco lo había estado haciendo.
Masajeándose la región lumbar con una mano para tratar de relajar la
tirantez, cruzó la habitación, abrió la puerta y escuchó. Un silencio absoluto
sólo roto por el leve sonido del viento procedente del exterior.
—No oigo nada —dijo.
—Oí pisadas —insistió Marissa en un susurro audible—. Sigue
escuchando.
Dana se había levantado de la cama y estaba en camisón junto a su hija.
Adam volvió a prestar atención durante unos segundos.
—Ahí abajo no hay nadie. Anda, vuelve a la cama e intenta...
Y entonces lo oyó. La casa era grande —tres plantas, cinco dormitorios,
tres baños y un servicio—, pero incluso desde donde se encontraba, al final
del pasillo del segundo piso, el repiqueteo de una fuente metálica o de un
jarrón al ser movido fue muy nítido. Parecía como si el intruso estuviera en la
cocina o en el comedor.
Dana y Marissa también lo habían oído.
Su hija comentó:
—¿Lo ves?, te lo dije.
—Ay, Dios mío, Adam, ¿qué debemos hacer? —preguntó Dana.
Parecían aterrorizadas.
Adam intentaba pensar con claridad, aunque le resultaba difícil, porque
de pronto él mismo se sintió invadido por la preocupación y el nerviosismo.
Además, siempre había tenido problemas para pensar recién levantado y
nunca conseguía funcionar bien hasta después de tomarse su tercer café.
—Voy a llamar a la policía —propuso Dana.
—Espera —dijo él.
—¿Por qué? —le preguntó su esposa, con el teléfono en la mano.
A Adam no se le ocurrió una buena respuesta. Había alguien abajo;
había oído el ruido con claridad, y era indudable de qué se trataba. Pero una
parte de él se negaba a creerlo. Deseaba creer que estaba a salvo, protegido.
—No lo sé —respondió, tratando de mantener la calma y la lógica—.
Caray, esto es imposible. Tenemos un sistema de alarma.
—Vamos, papá, sé que lo has oído —terció Marissa.
—Puede que se haya caído algo —replicó.
—No se ha caído nada —insistió su hija—. He oído pasos, y tienes que
llamar a la policía.
De abajo llegó entonces el nítido ruido de una tos, o de un hombre que
carraspeaba. Pareció provenir de un lugar más próximo que el otro ruido.
Adam lo había oído. Parecía como si el sujeto estuviera en el salón.
—De acuerdo, llama a la policía —le dijo en un susurro a Dana.
Mientras ella hacía la llamada, Adam se dirigió al vestidor, encendió la
luz, extendió la mano hacia el estante superior y cogió su Glock del calibre
45. Luego se agachó, apartó algunas cosas y abrió la caja de zapatos donde
guardaba las balas.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Marissa.
Adam seguía agachado, metiendo las balas en el cargador, y no
respondió. Había comprado la pistola hacía cuatro años, después de que un
par de casas del barrio hubieran sufrido sendos robos. Hacía prácticas de tiro
de vez en cuando en la ciudad, en un campo de tiro, el West Side Pistol
Range. Le gustaba disparar, y era una manera fantástica de aliviar la tensión y
de liberar la rabia de forma segura.
Salió del vestidor con el arma en la mano.
—Joder, ¿estás majara o qué? —le soltó su hija.
Dana seguía al teléfono, terminando de hablar con la operadora del
número de la policía en susurros.
—Sí, creemos que está en la casa en este momento... No lo sé... Por
favor, dense prisa... Sí... Por favor, corran. —Al terminar la llamada, dijo—:
Ya vienen. —Rodeó a Marissa con un brazo, y entonces vio el arma en la
mano de Adam—. ¿Qué puñetas haces con eso? —dijo.
Detestaba la idea de tener armas en la casa, y más de una vez le había
pedido a Adam que se deshiciera de aquélla.
—Nada —respondió él.
—Entonces, ¿por qué la tienes en la mano?
Adam no respondió.
—Guárdala, la policía llegará de un momento a otro.
—No levantes la voz.
—Adam, la policía está de camino. No hay motivo para tener...
Se interrumpió al oír otro ruido. En esta ocasión no hubo ninguna duda:
eran pisadas; el tipo estaba subiendo las escaleras.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Marissa, cubriéndose la boca y empezando
a llorar.
Una vez más, Adam estaba tratando de pensar, de concentrarse, pero el
estrés le ofuscaba el cerebro.
—Escondeos en el armario empotrado —ordenó.
—¿Qué vas a...? —empezó a replicar Dana.
—Nada. Meteos y punto, joder.
—Ven con nosotras.
—Escondeos de una vez... ya.
Dana pareció titubear. El llanto de Marissa era cada vez más fuerte.
—La va a oír —susurró Adam en tono apremiante.
Dana y Marissa entraron en el armario y se escondieron. Él fue hasta la
puerta, sujetando la pistola junto a la oreja, apuntando al techo. Prestó
atención durante varios segundos, pero no oyó nada. Se hizo la ilusión de que
el sujeto había decidido volver a bajar las escaleras; quizás hubiera oído el
llanto de Marissa y se marcharía de la casa sin más.
Pero entonces se oyó el crujido de otra pisada en la escalera; el hijo de
puta estaba subiendo. Y aquello le afectó como si cayera en la cuenta de ello
por primera vez: ¡alguien estaba dentro de su casa!
Se había criado en esa misma casa, y luego, cuando se fueron a vivir a
Florida, sus padres se la habían dado siendo Marissa un bebé. Había
disfrutado de hacerse mayor en Forest Hills Gardens, tan cerca de todos sus
amigos, con aquellas casas y sus grandes patios traseros, aunque el barrio era
más seguro en este momento de lo que lo había sido en tiempos. Como
cuando tenía diez años y un chico mayor le robó su bicicleta; una tarde se le
había acercado sin más con un cuchillo: «Dámela», le había dicho. Siendo
adolescente, le habían atracado dos veces en Queens Boulevard, y a los
veintitantos —cuando vivía en Manhattan y estaba haciendo el doctorado en
la New School— en una ocasión le habían robado a punta de pistola en el
portal del edificio de viviendas de un amigo, en el Village.
Allí parado, con el arma desenfundada, escuchando a que el intruso
subiera otro escalón, recordó el espanto y la impotencia que había sentido
como víctima; y no quería volver a ser una víctima. Sus pensamientos eran
desesperados, aunque trataba de pensar con lógica. ¿Y si el tipo tiene un
arma?, se dijo. ¿Y si está loco de atar? ¿Y si de un momento a otro se
precipita escaleras arriba y empieza a disparar? ¿Y si me alcanza?
Imaginó que era alcanzado por una bala y que se caía sin vida en el
pasillo, y que luego aquel tipo encontraba a Dana y a Marissa en el
dormitorio. El sujeto podría ser un violador furioso. En las noticias siempre
había historias de allanamientos, de hombres que entraban a la fuerza en las
casas y violaban a las mujeres, aunque él jamás había pensado que tal cosa
pudiera ocurrirle realmente a él, en su propia casa.
Pero ahora podía estar sucediendo.
El tipo estaba en la escalera y se acercaba. En unos segundos podría
estar en el descansillo, y para entonces sería demasiado tarde.
Todo esto se le estaba pasando a la vez por la cabeza, y no tenía tiempo
para reflexionar con claridad. Si hubiera tenido más tiempo, si hubiera podido
estar más tranquilo y menos disperso, podría haberse dado cuenta de que la
policía iba a llegar de un momento a otro. Había una empresa de seguridad
privada en Forest Hills Gardens, y se suponía que el tiempo de respuesta
tenía que ser inferior a cinco minutos. Si se encerrara con llave en el
dormitorio y se escondiera con Dana y Marissa, probablemente el sujeto no
podría hacerles nada. Tal vez probaría a abrir la puerta cerrada del
dormitorio, aunque luego se daría por vencido, y la policía llegaría.
Pero en ese momento Adam no estaba pensando en nada de eso. En lo
único que pensaba era en lo mucho que quería proteger a su familia, en que
no estaba dispuesto a ser una víctima de nuevo y en que algún hijo de puta
había entrado a la fuerza en su casa, la casa en la que se había criado, la casa
que su padre había comprado en 1956.
Oyó que el individuo subía otro escalón de la escalera, y luego otro. ¿Se
lo estaba imaginando o el tipo se estaba acercando más deprisa? En el pasillo
sólo había una luz de noche, una pequeña lámpara con forma de vela
conectada a un enchufe a la altura del tobillo. Los ojos de Adam se habían
acostumbrado, pero seguía siendo difícil ver con mucha claridad. El tipo
aparecería en cualquier momento. En cuanto subiera uno o dos escalones
más, Adam le vería la cabeza, o a lo mejor ese desgraciado subía corriendo y
le atacaba.
Adam estaba de pie junto a la puerta de su dormitorio, y al instante
siguiente se encontró en el pasillo, corriendo pistola en ristre mientras
gritaba:
—¡Fuera de aquí, cabrón!
Estaba más oscuro cerca de la escalera que junto a la puerta del
dormitorio. Adam vio entonces que el intruso no estaba tan arriba de la
escalera como había supuesto. Quizás estuviera a la mitad, y pudo distinguir
que era un tipo grande, pero eso fue todo.
Entonces vio que alargaba la mano para coger algo. Fue un movimiento
repentino, y Adam supo que tenía que tratarse de un arma de fuego. Incluso
creyó ver el destello de algo brillante cerca de la mano del desconocido. Si
esperaba más tiempo, aquel sujeto le dispararía primero. Luego entraría en el
dormitorio como una bala, encontraría a Dana y Marissa y las mataría
también.
El individuo empezó a decir algo. Más tarde Adam pensaría en este
momento y recordaría que el tipo había dicho: «Por favor, no...», pero ahora
todo estaba ocurriendo tan deprisa que ni siquiera fue consciente de que el
hombre hubiera hablado. De lo único que tenía conciencia cuando empezó a
disparar era del peligro en el que se encontraban él y su familia. No estuvo
seguro de si su primer disparo dio en el blanco, aunque el segundo sí, en el
cuello o en la cabeza. El tipo estaba cayendo hacia atrás, empezando a
desplomarse, y Adam recordó a su instructor de tiro diciendo: «Dispara al
pecho, no a la cabeza», así que vació el resto del cargador, y los balazos
impactaron en el pecho o en el estómago del sujeto. Éste se desplomó
entonces y desapareció en la oscuridad, pero Adam oyó aterrizar su cuerpo
con un golpazo a los pies de la escalera.
Se hizo un largo silencio, tras el cual se oyó un ruido abajo, pero éste no
tuvo nada que ver con el tipo al que Adam había disparado.
Había alguien más en la casa.
Se oyeron unas pisadas, y luego una respiración sonora. Adam no tenía
más balas. Si el otro tipo subía las escaleras o empezaba a disparar, estaba
jodido.
—¡Largo de aquí o disparo! —aulló.
Fue algo inteligente, puede incluso que brillante. Hacer que el intruso
creyera que aún le quedaban balas en el cargador. ¿Por qué no habría de
creérselo? Adam había disparado tan deprisa que casi seguro que el individuo
no podría haber contado los disparos. Y aunque los hubiera contado y supiera
que había hecho diez disparos, ¿cómo sabría que no tenía más munición?
La estrategia dio resultado, o acaso el tipo estaba aterrorizado. Lo oyó
salir corriendo y golpearse con algo —¿la consola?—, y a continuación oyó
abrir y cerrar la puerta de la calle; el hombre se había largado.
—Adam.
Se volvió de golpe, sintiendo una punzante sacudida en el pecho.
Entonces cayó en la cuenta de que Dana y Marissa estaban allí.
—¿Te encuentras bien? —preguntó su mujer.
—¡Volved al dormitorio! —les gritó.
—¿Te encuentras bien? —repitió Dana.
—¡Haced lo que os digo!
Las dos entraron en el dormitorio, y Dana cerró la puerta. A Adam le
preocupaba el tipo de las escaleras. ¿Y si seguía vivo?
Extendió la mano hacia la pared del otro extremo del descansillo y puso
el pulgar sobre el interruptor de la luz. Titubeó, no estando seguro de que
aquélla fuera una gran idea. Podría ser que el tipo tuviera el arma apuntada
hacia lo alto de las escaleras, y estuviera esperando a que Adam fuera un
blanco seguro.
Encendió la luz y se tranquilizó al ver que el intruso, que llevaba un
pasamontañas negro, estaba hecho un guiñapo al pie de la escalera
completamente inmóvil. Empezó a bajar, poco a poco, sin apartar los ojos del
cuerpo.
A medida que se fue acercando, vio que el sujeto era de piel oscura, con
pinta de latino, quizá puertorriqueño. Tenía la cara y el pecho perdidos de
sangre, y donde había estado el ojo izquierdo había un enorme agujero por el
que rezumaban la sangre y una sustancia gris; también le faltaba un buen
pedazo de la mandíbula.
Se quedó mirando fijamente el cadáver un rato, tratando de asimilar lo
que había hecho.
Había disparado a un hombre. Había disparado y matado a un hombre.
Luego miró hacia la mano derecha del muerto. Dos escalones por
encima de la cabeza había una linterna, pero no vio ningún arma por ninguna
parte. Tal vez estuviera debajo del cuerpo.
Como en un trance, siguió mirando de hito en hito al hombre que había
matado, hasta que la policía empezó a aporrear la puerta de la calle.
2

Eran casi las cuatro de la madrugada, como unas dos horas después del
tiroteo, y la casa de los Bloom seguía llena de policías. Dana y Marissa
estaban en el estudio de la planta baja con las amigas de la primera, Sharon y
Jennifer, que habían acudido al oír los disparos. Adam estaba sentado a la
mesa del comedor, enfrente del detective Clements, un tipo canoso y
avejentado que apestaba a tabaco.
—Así que vio a Sánchez en el hueco de la escalera —dijo Clements.
La policía había encontrado un carné de conducir del estado de Nueva
York y otra documentación en la cartera del muerto, y habían averiguado que
la víctima era Carlos Sánchez, de treinta y seis años y residente en Bayside,
Queens. Ya habían hecho sus averiguaciones sobre el sujeto, y descubierto
que era un delincuente profesional con un amplio historial delictivo; había
salido de la penitenciaría de Frishkill hacía seis meses, donde había estado
cumpliendo numerosas condenas por tráfico de drogas. Adam ya había
detallado todo lo que había ocurrido antes del tiroteo al menos una vez, pero
Clements seguía hurgando en busca de detalles.
—Bueno, verle no le vi —respondió Adam—. Vi una figura. Ya sabe,
una sombra.
Estaba agotado, de ahí que le resultara difícil concentrarse. La noche
entera se le antojaba surrealista: la pesadilla con la rata negra gigante, su
despertar, el tiroteo, y ahora estar sentado allí con aquel detective. Sabía que
tardaría algún tiempo en poder asimilar y aceptar lo que había hecho.
Mientras, le iba a explotar la cabeza de tanto que le dolía, y tres analgésicos
no habían hecho el menor efecto.
—Sin embargo, se dio cuenta de que se trataba de un hombre —
prosiguió Clements.
—Sí —replicó—. Bueno, oí el ruido procedente de abajo, que tosía o
carraspeaba o lo que fuera. No había duda de que era un tío. Mi esposa y mi
hija también lo oyeron.
—Y entonces le disparó.
—No, no ocurrió tan deprisa. Quiero decir... —Tuvo que pensar; durante
un momento no fue capaz realmente de recordar lo que había ocurrido, el
orden exacto de los acontecimientos. Todo estaba borroso, fuera de su sitio.
Entonces dijo con firmeza—: No le disparé sin más. Primero vi que hacía un
movimiento, como si fuera a sacar un arma.
—¿Vio el arma?
—Creí verla, sí. —Se sentía incómodo, como si Clements estuviera
tratando de pillarle en una mentira—. Bueno, pude verle el brazo. Él estaba
subiendo por la escalera y tuve miedo de que de un momento a otro se
pusiera a disparar. Mire, ¿qué se suponía que tenía que hacer? Ese sujeto
estaba en mi casa, subiendo por las escaleras, y mi esposa y mi hija estaban
en el dormitorio. No tuve alternativa.
—¿Le hizo alguna advertencia?
—¿A qué se refiere?
Había oído la pregunta; sólo quería estar seguro de la forma de
responder. Y también estaba empezando a molestarle la conversación en
general.
—¿Le advirtió que tenía un arma y le pidió que arrojara la suya? —le
aclaró Clements.
—No, pero le dije que se largara de mi casa, o algo parecido.
—¿Y qué respondió?
Adam se acordó de que el individuo en cuestión había dicho algo,
empezado a hablar, que había dicho algo como: «Por favor, no». No se lo
había mencionado a Clements porque no le pareció necesario. De todas
maneras, ¿en qué cambiaría las cosas?
—No creo que dijera nada —dijo—, pero, mire, esa parte ocurrió
demasiado deprisa. Pensé que estaba a punto de ponerse a disparar, que él
estaba en mi casa. ¿Por qué? Tenía derecho a defenderme, ¿no es así?
—Sí, lo tenía —admitió Clements.
—Entonces, ¿por qué tengo la sensación de que me está interrogando?
—No le estoy interrogando, le estoy preguntando.
—¿Y cuál es la diferencia?
Clements casi sonrió antes de decir:
—Mire, no creo que tenga que preocuparse legalmente de nada, ¿de
acuerdo, doctor Bloom? Se encontraba en una situación difícil e hizo lo que
tenía que hacer. Fue víctima de un allanamiento y, sí, eso le da el derecho a
protegerse. Mientras tenga la licencia de armas al día, no creo que vaya a
tener ningún problema. Tan sólo tengo que decir que es una suerte que no sea
un poli. —Volvió una hoja en su libreta, y preguntó—: ¿Y qué hay del otro
intruso?
—¿Qué pasa con él?
—Con él. También dijo eso antes. ¿Cómo sabe que era un hombre?
Adam pensó en ello durante un instante —seguía teniendo dificultades
para pensar con claridad—, y dijo:
—Supongo que no lo sé. Me imaginé que tenían que ser dos tíos.
—Pero cuando disparó el arma no sabía que había un segundo intruso.
—Así es.
—Así que supongo que ésa es la razón de que vaciara un cargador
entero, ¿eh? No creyó que tuviera que ahorrar balas para nadie más, ¿verdad?
Clements ya había sacado el tema de por qué Adam había hecho diez
disparos, y le había explicado que lo había hecho porque no estaba seguro de
si había alcanzando al tipo, que sólo había tratado de defenderse. Pero no le
gustó la manera en que el detective lo estaba planteando de nuevo, como si
estuviera intentando llegar al fondo de algo.
—Sólo quise asegurarme de que lo... —Estuvo a punto de decir
«mataba», pero dulcificó la expresión a tiempo— alcanzaba antes de que me
alcanzara a mí.
Clements, sacudiendo la cabeza mientras examinaba la libreta, dijo:
—Por suerte no es policía, doctor. Menos mal que no es un policía.
Adam se había hartado.
—¿Hay algún problema si reanudamos la conversación más tarde o por
la mañana? Estoy agotado, la cabeza me está matando y esta noche lo he
pasado realmente mal, como es evidente.
—Lo entiendo, pero todavía quedan algunas cosas que tengo que
aclarar, ¿vale?
Adam respiró hondo.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo —dijo Clements—, el tema de cómo exactamente
entraron los intrusos en la casa.
Ya habían repasado eso también, al menos un par de veces. La policía
no había encontrado señales visibles de forzamiento, aunque tanto la puerta
trasera de la cocina como la puerta principal habían sido abiertas con llave, y
el sistema de alarma desactivado. Le había contado al detective que estaba
seguro de haber puesto la alarma antes de irse a la cama, igual que hacía cada
noche.
—¿No hemos tratado todo esto ya? —preguntó Adam.
Comportándose como si no lo hubiera oído, Clements preguntó:
—¿Está seguro de que cerró con llave y puso la cadena de la puerta
delantera antes de irse a dormir?
—Sí.
—¿Es posible que saliera, o lo hicieran su esposa o su hija, a lo mejor al
sacar la basura o algo parecido, y se olvidara...?
—No, anoche fui el último en acostarme, y eché la cadena a la puerta.
Siempre cierro con llave y pongo la cadena si soy el último en irme a dormir,
es parte de mi rutina nocturna. Me aseguro de que el gas está cerrado en la
cocina, cierro con llave todas las puertas, pongo la alarma y me voy a la
cama.
—Así que dando por supuesto que todo eso sea correcto, el otro intruso
debió de quitar la cadena de la puerta delantera al salir de la casa.
—Eso tuvo que ser lo que ocurrió —admitió Adam—. Oí cerrarse la
puerta delantera de un portazo.
—Por consiguiente, eso significa que los intrusos probablemente
entraron en la casa por la puerta trasera.
—Sí —dijo Adam, frotándose la nuca para intentar aliviar parte de la
tensión.
—¿Y está seguro de que puso la alarma y de que nadie más la desactivó
después de que la conectara?
—Estoy seguro.
—Pero la alarma no estaba conectada cuando llegamos, ¿es eso
correcto?
—Si la alarma hubiera estado conectada, el tipo... —Adam se contuvo
—, el otro intruso la habría activado al salir.
—Eso parece lo más lógico —corroboró Clements—. Entonces
¿quién...?
—No tengo ni idea —le interrumpió.
El detective le fulminó con la mirada, aparentemente irritado por haberle
cortado, y entonces continuó en voz un poco más alta.
—Entonces ¿quién, aparte de usted y su familia, conoce el código de la
alarma?
—Nadie más lo conoce.
—¿Alguna vez le ha dado a alguien el código por cualquier motivo?
—No.
—¿Le ha preguntado a su esposa o a su hija...?
—Se lo preguntó usted directamente, y le dijeron que no, ¿no es así?
—Ahora se lo estoy preguntando a usted.
—¿Qué es lo que me está preguntando? ¿Si mi esposa y mi hija le
mintieron?
—O si no estaban siendo completamente sinceras.
—¿Y cuál es la diferencia?
Clements mostró una sonrisa sarcástica, como si estuviera disfrutando
del intercambio de palabras, pero Adam siguió serio como un muerto.
—Ellas no le han dado el código a nadie —dijo—. Nadie le ha dado el
código a nadie.
—Lamento hacer de abogado del diablo, doctor Bloom, pero a menos
que Houdini haya entrado a robar en su casa, alguien se hizo con ese código
—Tal vez lo robaran —objetó Adam— en la empresa de seguridad.
Puede que les piratearan el sistema informático o lo que sea.
—Investigaremos esa posibilidad —admitió Clements—, pero nadie
roba un juego de llaves de una empresa de seguridad. ¿Usted o alguien de su
familia le prestó un juego de llaves a alguien?
—Ya le dije que sólo tenemos tres juegos de llaves de la casa y uno más
de repuesto, y el de repuesto sigue estando donde estaba.
—Puede que alguien haya tenido acceso a las llaves. ¿Alguien que
trabaje en la casa?
Adam lo consideró un instante antes de hablar.
—Tuvimos unos pintores en casa hace unas semanas, pero esos tipos no
han tenido nada que ver con esto.
—Su esposa me ha facilitado los nombres de los pintores, el electricista,
su asistenta y su jardinero. ¿Se le ocurre alguien a quien deberíamos
investigar?
—No —respondió Adam.
—Me he fijado en que las llaves de la puerta trasera no son difíciles de
duplicar —puntualizó Clements—. Me refiero a que parecen unas llaves
normales.
—¿Ah, sí? —respondió Adam?—. ¿Y qué? —Los párpados le pesaban,
y tuvo la sensación de que podía perder el conocimiento en cualquier
momento.
—Bueno, es posible que alguien pudiera haber hecho copia de las llaves
en algún momento —dijo Clements.
—Es posible —admitió—, pero nadie sabe dónde guardamos las llaves
de repuesto.
Clements pasó una hoja y dijo:
—Su esposa me dijo que habían previsto marcharse a Florida varios
días, ¿cierto?
—Así es —replicó Adam—, para visitar a mi madre.
—¿Y cancelaron el viaje por culpa de una tormenta?
—Exacto. Oímos que había una tormenta tropical a poca distancia de la
costa. Dijeron que podía convertirse en huracán y alcanzar a Florida, así que
pensamos que podríamos ir en otra ocasión.
—¿Cuándo decidieron no ir?
Adam pensó en ello un momento, frotándose la nuca una vez más.
—Hace dos días.
—¿Quién sabía que cambiaron de planes?
—Nadie —respondió Adam—. Bueno, tuve que notificárselo a algunos
pacientes para cambiar la hora de las citas, y supongo que Dana y Marissa se
lo dirían a algunas personas, pero no pusimos ningún anuncio en el periódico.
El detective, a quien no le hizo gracia la respuesta, preguntó:
—¿Alguna vez ha tenido algún paciente con tendencia a la violencia?
Adam pensó inmediatamente en Vincent, un paciente al que llevaba
viendo desde hacía más o menos un mes y que le había contado la paliza que,
semanas atrás, le había propinado a un sujeto durante una pelea de borrachos.
También estaba Delano, un cuarentón que había apuñalado a su hermano —
no mortalmente— cuando era niño.
—Sí —reconoció—. Tengo algunos.
—¿Alguien que le haya amenazado últimamente?
—No —dijo Adam—. En realidad, rara vez he tenido que enfrentarme a
una situación así, si es que alguna vez lo he hecho. Soy psicólogo, no
psiquiatra. Si tengo un paciente que muestra signos de esa clase de
inestabilidad, lo derivo a otra parte.
—Así que supongo que se le da bastante bien lo de saber si alguien es
inestable o no, ¿eh? —sugirió el policía.
A Adam no le quedó muy claro la razón por la que Clements le estuviera
preguntando eso, no sabía si tenía algún propósito concreto o sólo trataba de
hacerse el listillo.
—Creo que se me da bastante bien, sí.
—Entonces puede que se haya equivocado de profesión —comentó
Clements—, tal vez debería estar haciendo mi trabajo. —Sonrió con
suficiencia, y preguntó—: ¿Su hija trae amigos a casa?
—Por supuesto —respondió Adam—. Vive aquí.
—¿Se consume alcohol o drogas en la casa?
—¿Cómo dice?
A Adam no le gustaron los derroteros que tomaba aquello.
—Sánchez tenía múltiples antecedentes por tráfico de drogas. Puede que
su hija lo conociera o fuera cliente suya.
—Es imposible que ella lo conociera, ¿vale?
—A lo mejor tiene un amigo, o un amigo de un amigo, o alguien a quien
haya podido invitar a entrar en la casa, alguien que conociera el lugar, que
podría haber...
—Mi hija no tiene nada que ver con esto.
—Doctor Bloom, sólo estoy...
—Y no tiene ningún amigo que hurte llaves o robe casas. Sus amigos
son todos gente normal y encantadora, igual que ella.
—Me he fijado en la pipa de agua que hay en su habitación, doctor
Bloom.
Una vez más, aquello le pareció algo más que «unas preguntas
rutinarias».
—¿Adónde quiere llegar? —preguntó Adam.
—Estoy tratando de descifrar cómo esos intrusos entraron en su casa.
—Sí, tiene gracia, porque parece como si estuviera tratando de decir otra
cosa. Mi hija no ha tenido nada que ver con esto, ¿de acuerdo?, así que
dejémosla fuera.
El detective no pareció convencido, aunque preguntó:
—¿Qué hay de sus parientes?
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Alguna enemistad en la familia? ¿Alguien con motivos para sentir
rencor?
Pensó en Dana y su hermano, Mark, el maníaco depresivo. No se
llevaban bien y hacía años que no se hablaban, pero Mark vivía en
Milwaukee y era evidente que no tenía nada que ver con todo aquello, así que
no le vio ningún sentido mencionarlo siquiera.
—No —respondió—. No hay nada parecido. Esto no tiene nada que ver
con mi familia. Ni hablar. Seguro.
El detective cerró su libreta —por fin— y dijo:
—Por el momento es suficiente. Pero quiero que piense en quién podría
haberse hecho con las llaves y el código de la alarma. Ahora mismo esto
parece tener todos los ingredientes de que se trate de algún tipo de trabajo
desde dentro. La persona o «personas» que han entrado en su casa no sólo
han podido hacerlo sin problemas, sino que parecían conocerla muy bien.
Vaya, que sabían que no tenía cadena en la puerta trasera y que podían entrar
por allí, así que parece como si al menos uno de los autores hubiera estado en
la casa con anterioridad. Puede que fuera un técnico o un fontanero, un
transportista, que trajera una alfombra o lo que fuera. Así que si se le ocurre
alguna ocasión en la que alguien pudiera haber tenido acceso a la llave y al
código de la alarma, ¿le importaría comunicármelo lo antes posible?
—Se lo haré saber de inmediato —dijo Adam, levantándose.
—Ahora voy a tener que hablar de nuevo con su esposa y su hija —
informó el policía.
—¿Me toma el pelo?
—No nos llevará mucho tiempo, pero tengo que hablar con ellas.
—¿Por qué no se puede dejar hasta...?
—Porque no se puede, ¿de acuerdo? —Su tono no dejó lugar a la
discusión.
Adam y el detective salieron para dirigirse al salón, donde Dana y
Marissa estaban sentadas en el sofá, enfrente de Sharon y Jennifer. Por
decirlo de una manera suave, estar cerca de Sharon siempre era violento para
Adam, sobre todo cuando Dana estaba en la misma habitación.
Unos cinco años atrás, cuando Adam y Dana estaban pasando por graves
dificultades en su matrimonio, Sharon y su marido, Mike, también estaban
teniendo problemas en el suyo. Sharon le llamó un día al trabajo y le
preguntó si podía pasarse por su consulta para que le diera algunos consejos.
Adam le dijo que por él no habría problema, así que quedaron en que la vería
a las siete de la tarde, su última cita del día, cuando los demás psicoterapeutas
ya no estuvieran en la consulta. Adam le dio algunos consejos matrimoniales
de manera informal, y luego insinuó que las cosas no iban tan bien en su
propio matrimonio. Había sabido muy bien lo que estaba haciendo —sacando
a la luz su vulnerabilidad para hacer saber a Sharon que estaba interesado en
ella—, sabedor ya de que ella se sentía atraída por él, puesto que llevaba años
insinuándosele. Se compadecieron mutuamente sobre sus matrimonios
durante un rato, y entonces ella le confesó que tenía frecuentes fantasías
sobre que «ocurriera algo» entre ellos. Adam, que aconsejaba prácticamente a
diario a gente que tenía alguna aventura, sabía que enrollarse con Sharon
sería un tremendo error que podría originar una brecha en su matrimonio
imposible de arreglar. Pero saber lo que hay que hacer y hacerlo realmente
son dos cosas muy diferentes. Era tan humano como cualquier otro y, al
sentirse adulado por el interés de otra mujer, simplemente no fue capaz de
resistirse a ella.
Sólo tuvieron relaciones sexuales esa única vez, en el diván de la
consulta. No había ningún problema ético, puesto que en realidad no estaba
tratando a Sharon, pero no quería emprender una aventura en toda regla con
ella ni enfrentarse al dolor y al drama que inevitablemente se derivarían de
aquello, así que optó por la prudencia y le dijo —y ella aceptó— que tenían
que considerar aquello como flor de un día y seguir adelante con sus
respectivas vidas. Sharon acabó resolviendo las cosas con su marido, y Dana
y Adam iniciaron una terapia de pareja y lograron mejorar su relación
conyugal; bueno, en su mayor parte. Él seguía teniendo la sensación de que
había graves problemas subyacentes en su relación, en especial la falta de
cercanía, y pensó en confesar su aventura con Sharon. Por lo general,
aconsejaba a sus pacientes que confesaran las infidelidades, porque creía que
era realmente la única manera de hacer cicatrizar las heridas y restablecer el
acercamiento y la confianza en el matrimonio. Pero en su caso, y dado que no
se sentía implicado afectivamente con Sharon, decidió que confesar la
aventura sólo serviría para herir a Dana, y que haría más daño que otra cosa.
Por consiguiente, en su lugar siguió esforzándose en analizar los motivos que
le habían llevado a tener la aventura y en organizar estrategias que le
convirtieran en un marido mejor. Aunque se arrepentía de lo que había hecho,
se negó a culpar a Dana o a sí mismo. Los matrimonios tenían altibajos, y su
pequeño desliz apenas podía ser considerado atípico. Dadas las
circunstancias, había hecho todo lo que había podido, y si en el futuro volvía
a encontrarse en una situación similar, trataría de tomar una decisión mejor.
Habría preferido cortar por completo la relación con Sharon, pero, por
supuesto, tal cosa era imposible. Se veían a menudo por el barrio o en fiestas,
y ella y Dana eran buenas amigas, de la misma manera que Marissa lo era de
la hija de Sharon, Hillary. Él y Mike jugaban de vez en cuando al golf en el
club de campo de Adam y se llevaban bien. Sharon y él siguieron mostrando
su mutua simpatía, pero, aunque evitaban hablar de la aventura, entre ambos
había una ardiente atracción que probablemente seguiría allí durante el resto
de sus vidas.
El detective Clements le preguntó a Marissa si le importaba acompañarle
al comedor.
La chica parecía agotada.
—¿Otra vez? —preguntó.
—No pasa nada —terció Adam, fulminando al policía con la mirada—.
No os llevará mucho tiempo.
Cuando su hija y Clements se marcharon, Dana les dijo a Sharon y a
Jennifer:
—Deberíais iros a casa ya, es tarde.
—¿Estás segura? —preguntó Sharon—. Porque si quieres que nos
quedemos...
—No, va todo bien, de verdad. Hablaré con vosotras mañana.
—Ya sé —dijo Jennifer—, traeremos bollos y café por la mañana.
—No es necesario que lo hagáis —insistió Dana.
—No, queremos hacerlo —terció Sharon.
Sharon y Jennifer la abrazaron por turnos y luego se acercaron y
abrazaron a Adam. Procurando hacer caso omiso del muy familiar olor del
perfume de Sharon y de que éste le estaba empezando a provocar una
erección, Adam dijo:
—Muchas gracias por venir.
Lo dijo en serio, de todo corazón. Era todo un detalle por parte de
Sharon pasar a verlos en plena noche para apoyarlos. No tenía ninguna
obligación de hacerlo.
—Cómo no iba a venir —replicó ella—. ¿Por qué no habría de hacerlo?
Cuando Sharon y Jennifer se hubieron ido y Dana y Adam se quedaron
solos en el salón, ella preguntó:
—¿Por qué quiere volver a hablar con Marissa?
No quiso contarle que Clements había hecho mención de la pipa de agua
que había en la habitación de Marissa, sabiendo que eso sólo serviría para
inquietarla. Decidió que le hablaría de ello por la mañana.
—Creo que sólo quiere hacerle algunas preguntas rutinarias más —la
tranquilizó—. Sabe lo cansados que estamos, así que creo que sólo estarán
unos minutos.
Se dio cuenta de que Dana sabía que le estaba ocultando algo —una
mujer siempre sabe; a decir verdad, casi siempre—, pero ella lo dejó correr.
—Bueno, ¿cómo lo llevas? —preguntó Dana.
—Bien, dadas las circunstancias.
—Tal vez deberías hablar con alguien.
Antes, el detective Clements le había preguntado si quería hablar con un
psicólogo, lo que a Adam se le antojó una pregunta un tanto rara para
hacérsela a un psicólogo.
—Haré una sesión con Carol —comentó.
Carol Levinson era una de las psicoterapeutas con quien Adam
compartía consulta. No estaba en tratamiento formal con ella, pero hablaban
cuando lo necesitaba.
—No te preocupes por mí, estaré bien —continuó—. ¿Cómo estás tú?
—Estoy bien —contestó ella—. Supongo.
Había cierta frialdad en el tono empleado por Dana, un trasfondo de
hostilidad, y Adam sabía que tenía que ver con el arma. Su esposa se había
opuesto a tenerla en casa, y le había pedido varias veces que se deshiciera de
ella. Él le había explicado que le parecía que era necesaria, y también que se
sentía demasiado vulnerable y desprotegido sin la pistola, y al final Dana
había decidido que, siempre que la mantuviera oculta, por ella no había
problema. Pero ahora sabía que estaba resentida y que le culpaba en secreto
por el tiroteo. Por supuesto, no diría nada al respecto; al menos no en ese
momento. No, ése no era su estilo. En situaciones así, siempre evitaba el
enfrentamiento y con frecuencia se mostraba silenciosamente agresiva.
Primero lo dejaría hervir a fuego lento durante algún tiempo para aumentar el
dramatismo, y luego, puede que al cabo de un par de días, lo sacaría a
colación.
—Te diría que te fueras a dormir ya —dijo Adam—, pero creo que
Clements también va a querer a hablar contigo otra vez.
—Lo único que quiero es a todos esos policías fuera de casa.
—Yo también. Pero ya no pueden demorarse mucho más.
—¿Sigue el cadáver ahí?
—No lo sé, no lo he comprobado.
—¿Siguen fuera los periodistas?
—Probablemente.
—No quiero salir en los periódicos —manifestó Dana—. No quiero que
mi nombre ni tu nombre, ni por supuesto el nombre de Marissa, aparezcan en
las noticias.
—No creo que haya manera de evitarlo.
—Dios mío, ¿crees que será noticia de primera plana?
Adam creía que el asunto podía ocupar la primera plana de todos los
principales periódicos —un tiroteo en un barrio acomodado de Nueva York
tenía que ser una noticia importante—, pero quiso apaciguarla y dijo:
—Lo dudo.
—Sin duda saldrá en los noticieros de la televisión —vaticinó Dana, que
no parecía apaciguada en lo más mínimo—. Vi todas las cámaras ahí fuera.
En el de New York One seguro, y probablemente en todos los informativos
locales.
—Nunca se sabe —dijo Adam—. Mañana habrá probablemente otras
grandes noticias, y ésta acabará enterrada.
Vio que Dana seguía sin creerse ni una palabra. Bueno, al menos él lo
había intentado.
—¿Y qué hay del otro sujeto? —preguntó Dana—. ¿Te ha dicho algo el
detective de que cree que vayan a encontrarlo?
—Estoy seguro de que darán con él pronto, puede que antes de mañana
—dijo Adam. Se daba cuenta de lo alterada que estaba, así que la besó y la
abrazó con fuerza—. Siento muchísimo todo esto. De verdad. —Mantuvo el
abrazo un rato más, y supo que Dana estaba considerando volver a decir algo
acerca del arma, y que estaba necesitando echar mano de todo el dominio
sobre sí misma para no arremeter contra él por el tema.
Así que se soltaron.
—Sólo quiero que todo esto desaparezca. Quiero irme a dormir y
despertarme y descubrir que nada de esto ha ocurrido jamás —dijo Dana.
Varios minutos más tarde, Marissa regresó de hablar con el detective, y
entonces Dana entró en el salón para responder a algunas preguntas más. La
chica parecía afligida, lo que hizo que Adam se sintiera fatal. Antes le había
llamado papaíto, y se dio cuenta de que a pesar de todo su mal
comportamiento reciente, seguía siendo su niña pequeña. Le dio un fuerte
abrazo y la besó en la coronilla.
—No te preocupes, chiquilla. Las cosas volverán pronto a la normalidad,
ya lo verás.
Seguía habiendo policías y demás personal policial en la cocina, en el
salón y sobre todo cerca de la escalera, que espolvoreaban en busca de
huellas y, según parecía, de otras pruebas forenses. Adam miró por la ventana
y vio que las furgonetas de los medios de comunicación seguían allí, y que
los periodistas merodeaban por el césped; y también había algunos vecinos.
Sabía que probablemente los periodistas estaban esperando para hablar con
alguien de la familia, confiando en obtener alguna buena y jugosa
declaración, así que decidió que debería quitárselos de encima.
Salió de la casa y aquello le resultó muy surrealista: de pie delante de su
casa a las cuatro de la mañana, con todas las luces en la cara y los periodistas
haciéndole preguntas a gritos. Reconoció a un par de ellos: a «No sé qué
Olsen», de Fox News, y al joven negro del Canal 11. Alguien sujetaba una
pértiga con un micrófono en el extremo sobre su cabeza, y algunos
periodistas le estaban metiendo los micrófonos de la ABC, WINS, NY1 y
otras emisoras en la cara. No estaba acostumbrado a esa clase de
protagonismo; por lo general trataba de evitar ser el centro de atención.
Llevaba años padeciendo glosofobia, una especie de terror a hablar en
público, y normalmente procuraba quedarse en segundo plano y ser un mero
observador. En los congresos de psicología jamás hacía una presentación a
menos que fuera absolutamente inevitable, y entonces se veía obligado a
recurrir a diversas estrategias cognitivo-conductuales para sobreponerse a su
angustia.
—¿Por qué le disparó? —preguntó el tipo del Canal 11.
—No tuve elección —respondió, sudando ya—. Estaba subiendo las
escaleras en plena noche, y cuando le grité que se largara, no lo hizo. Creo
que cualquiera en mi situación habría hecho lo mismo que yo.
—¿Sabía que no iba armado? —preguntó «No sé qué Olsen».
—No, no lo sabía.
—¿Lo volvería a hacer? —preguntó a gritos un tipo del fondo.
—Sí —respondió Adam—. Si me encontrara en la misma situación, si
alguien allanara mi casa y yo pensara que mi familia corría peligro, creo que
lo haría de nuevo. Sin duda.
Hubo muchas más preguntas, y todas tenían el mismo tono ligeramente
acusador. Adam estaba sorprendido, porque había pensando que sería tratado
con más comprensión por la prensa. Por el contrario, se sintió como cuando
Clements le había estado preguntando, como si los periodistas estuvieran
tratando de ponerle en un brete, como si intentaran sacarle alguna verdad
oculta que no existía.
Pero permaneció allí fuera durante media hora o más, capeando todas las
preguntas que le hacían los periodistas con calma y educación. Utilizó las
técnicas que a veces sugería a sus pacientes —concentrarse en la respiración,
hablar desde el pecho más que desde la garganta— y poco a poco se fue
sintiendo más relajado, casi normal. Cuando los periodistas acabaron de
preguntar, les dio las gracias por su tiempo y volvió a entrar en la casa.
3

Cuando Marissa oyó los disparos, estaba convencida de que su padre estaba
muerto. Dios, menuda estupidez salir allí con la pistola y empezar a disparar,
¿en qué estaría pensando? Pero así era su padre: cuando tomaba la decisión
de hacer algo, se volvía absolutamente irracional.
Escondida en el armario empotrado con su madre, había empezado a
gritar, pero ésta le había puesto una mano en la boca, silenciándola.
—Chist.
También se dio cuenta de lo furiosa que estaba su madre por lo del arma.
Todo había ocurrido tan deprisa que ninguna de las dos había podido hacer
algo para detenerlo.
El tiroteo acabó enseguida —no pareció durar más que unos segundos—
y la casa se quedó en silencio.
—Espera aquí —le dijo su madre, que salió a ver qué estaba sucediendo.
Marissa, temiendo que fueran a dispararle también a ella, intentó detenerla,
pero entonces vieron a su padre en el descansillo, con el arma en la mano.
Parecía tan aterrorizado y consternado; y entonces se puso como loco y les
gritó a ambas que volvieran a meterse en la habitación.
Al cabo de unos minutos se reunió con ellas.
—¿Lo has matado? —preguntó su madre.
—Sí.
—¿Está muerto?
Su padre tragó saliva y carraspeó antes de contestar.
—Sí, está muerto.
Cuando llegó la policía, su padre bajó para hablar con ellos y explicarles
lo que había ocurrido. Entonces oyeron más sirenas, y llegaron más policías.
Marissa y su madre permanecieron arriba un rato más, hablando con cierto
policía que a ella le dio asco por la manera de sonreírle y de mirarle las tetas;
luego bajaron por la escalera trasera. Al pasar junto a la escalera principal,
Marissa echó un vistazo por encima del hombro, mirando hacia el pie de la
escalera, y vio la sangre y las piernas del fiambre, los vaqueros que llevaba y
una zapatilla de deporte negra hasta el tobillo. Dios, qué desastre.
Una vez abajo, un poli se llevó a Marissa y a su madre al salón, donde
empezó a hacerles peguntas. Su madre estaba mucho más centrada que ella, o
al menos dio esa impresión. Fue capaz de describir todo lo que había
sucedido, pero cuando le tocó el turno a Marissa, le costó mantener la
coherencia de sus ideas, y pensó que parecía dispersa.
Después de lo que se le antojó una eternidad, su padre entró en el salón.
—¿Cómo os va, chicas? ¿Estáis bien?
Marissa se percató de que intentaba aparentar entereza. Estaba tratando
de tomar las riendas, de ser el señor Fuerte, el señor Estoy al Mando, pero su
padre nunca había sabido manejar sus emociones tanto como pretendía. El
hecho de que fuera un loquero no significaba que no estuviera tan jodido
como el resto del mundo. Marissa se daba cuenta de que por dentro estaba
aterrorizado, hecho una verdadera mierda. Le dio lástima, aunque también
tenía muy claro que había sido él el que se había metido en aquella situación.
Nadie le había mandado que comprara aquella arma. Nadie le había mandado
apretar el gatillo.
—Acaba de llegar un detective —dijo su padre—. Va a querer hacernos
algunas preguntas. —Parecía ausente, inexpresivo.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó su madre. Era evidente que estaba
furiosa, aunque trataba de contenerse.
—Me recuperaré, no te preocupes por mí —replicó él. Entonces, sin
ninguna emoción, añadió—: Bueno, no han encontrado ningún arma.
En ese momento Dana montó en cólera, y estaba que echaba humo por
las orejas. Pero Adam pareció no darse cuenta. ¿Cómo era posible? Era tan
evidente.
—¿Están seguros? —preguntó Dana.
—Sí —respondió Adam—, pero no es culpa mía. Le vi tratar de coger
algo. ¿Qué se suponía que tenía que hacer?
Marissa comprendió que buscaba consuelo, pero era imposible que lo
fuera a obtener de su madre.
—Tengo que sentarme —dijo Dana.
Minutos después, cuando su padre salió del cuarto de estar para ir a
hablar con el detective que acababa de llegar, su madre le dijo:
—¿En qué coño estaba pensando?
No era propio de ella decir palabrotas. La verdad es que daba un poco de
miedo.
—No lo sé. No tengo ni idea —dijo Marissa—. Cuando cogió el arma,
no me lo podía creer. «¿Qué se cree que está haciendo?», me dije.
—En este momento estoy tan furiosa que sólo deseo... sólo deseo
estrangularlo.
Su madre tenía la cara roja. Marissa no recordaba la última vez que la
había visto tan furiosa. Quizá nunca.
Aunque ella misma estaba bastante cabreada con su padre, tuvo la
impresión de que tenía que tranquilizarla, así que dijo:
—Supongo que hizo lo que pensó que tenía que hacer.
—¿Pensó que tenía que disparar a alguien? —le retrucó su madre—.
Vamos, no me agobies, ¿de acuerdo? Yo estaba pidiendo ayuda por teléfono,
¿cuánto tardó la policía en llegar?, ¿cinco minutos? Podríamos habernos
encerrado con llave en el dormitorio, y escondido en el armario empotrado.
No tenía por qué sacar el arma, y por supuesto que no tenía que disparar a
nadie.
—Quizá fue como dijo, que pensaba que se estaba defendiendo.
—Me trae sin cuidado lo que pensara —replicó su madre—. ¿Cuántas
veces le dije que se deshiciera de esa estúpida pistola? No hace ni unas
semanas que le dije que no me sentía cómoda con un arma en casa, y me salió
con su habitual —intentó imitar a su marido poniendo la voz más grave—:
«Es sólo por protección. De hecho, no la utilizaré jamás». —Luego, con su
voz normal, añadió—: Sabía que iba a ocurrir algo así, era sólo cuestión de
tiempo.
El detective Clements entró en el salón para hablar con Marissa y Dana.
Le dijeron prácticamente lo mismo que al primer poli. Dana llevó la voz
cantante. Entonces Clements y el padre de Marissa volvieron al comedor para
otra serie de preguntas. Sharon Wasserman y Jennifer se habían pasado a
verlos. Marissa era íntima amiga de la hija de Sharon, Hillary, que había
acabado la carrera en Northwestern el año anterior y ahora estaba viviendo en
la ciudad. El hijo de Jennifer, Josh, que estaba estudiando derecho en la
George Washington, había sido el primer novio de Marissa cuando estaba en
primaria.
Después de lo que pareció al menos una hora, Clements y su padre
regresaron, y el detective dijo que quería hablar con ella, esta vez a solas.
Marissa estaba agotada y sólo quería meterse en la cama y quedarse frita, y
no entendía por qué tenía que responder a las mismas preguntas una y otra
vez.
Volvió a entrar en el comedor con Clements y se sentó enfrente de él a
la mesa.
—Sé que es tarde —empezó el policía—, pero hay algunas cosas más
que tengo que aclarar con tu ayuda.
—De acuerdo —dijo Marissa, cruzando los brazos por delante del pecho
enérgicamente.
—Tus amigos —dijo el policía—, ¿hay alguno que tenga antecedentes
penales?
—No.
—No hablo necesariamente de cumplir condena. Me refiero a cualquiera
que pueda haber robado algo en el pasado, o comentado que quisiera robar
algo, o...
—Si piensa que uno de mis amigos entró a robar en nuestra casa con ese
tipo, es que está loco.
—¿Qué me dices del consumo de drogas? ¿Alguno de tus amigos está
enganchado a las drogas?
Por supuesto que sus amigos consumían drogas. Bueno, algunos. Tenía
veintidós años, por Dios... Pero ¿qué se suponía que tenía que hacer?,
¿delatar a sus amigos a un policía?
—No —respondió.
El detective no pareció tragárselo.
—Perdona —dijo—, pero vas a tener que contestar estas preguntas con
sinceridad.
Marissa pensó: Sí, claro, no estoy bajo juramento, y preguntó:
—¿Qué tienen que ver mis amigos con que hayan entrado a robar en
nuestra casa?
—¿A quién le compras la hierba que fumas, Marissa?
Bueno, ahora no sólo estaba angustiaba, sino que empezaba a asustarse
de verdad. Tenía una pipa de agua en su habitación y unos diez dólares en
hachís en una bolsa que guardaba en la parte posterior del cajón de la ropa
interior. No sabía si Clements había subido ya a su habitación, aunque
probablemente sí. Sin embargo, no era tan tonta como para admitir consumir
drogas delante de un policía.
—¿De qué me está hablando? —preguntó.
—He estado en tu habitación.
A Marissa le latía el corazón tan deprisa y con tanta fuerza que la
pareció que estaba haciendo que se balanceara adelante y atrás.
—Mire, se lo digo en serio, ninguno de mis amigos tiene nada que ver
con esto, es una locura.
—Te lo preguntaré por última vez. ¿De dónde sacas las drogas?
Quería llorar, pero no se lo iba a permitir.
—No consumo drogas.
—Vi la pipa de agua en tu...
—Se la dejó una amiga, ¿vale? Sólo se la estoy guardando.
—Guardando, ¿eh? —El policía sonrió con suficiencia.
Marissa era una mentirosa de mierda y sabía que lo que decía no era
creíble.
—Es mía, ¿vale? ¿Qué es lo que va a hacer?, ¿detenerme por tener una
pipa de agua?
—La posesión de marihuana es un delito.
—La hierba no es mía —replicó desesperadamente.
—Esta es la última vez que te lo voy a preguntar —insistió Clements—.
¿Quién te consigue la hierba?
—Mi amigo Darren.
—¿Cómo te pones en contacto con él?
Menudo mamón que era aquel tipo.
—¿Por qué tiene que...?
—¿Cuál es su número de teléfono?
Darren era un tío con el que había ido a Vassar —un ligue intermitente
— y que ahora estaba viviendo de nuevo con sus padres en el Upper West
Side. Si lo trincaban, la iba a matar, joder.
Le dio el número de Darren.
—Pero, por favor, no le llame. Se lo digo en serio, no tiene nada que ver
con esto.
El detective la ignoró.
—¿Algún amigo tuyo ha cometido algún delito o hablado de su
intención de hacerlo o cumplido condena por un delito?
Marissa pensó inmediatamente en Darren, que en una ocasión había
pasado una noche en una celda de Poughkeepsie, después de que la policía
hubiera parado su coche y le hubieran encontrado un canuto en el interior.
Pero ¿en cuántos problemas iba a meter al pobre muchacho?
—No —respondió—. Ninguno.
—Sé que ya hemos repasado esto, pero ¿habías visto alguna vez a
Carlos Sánchez?
—Jamás.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé, por eso.
El detective colocó una pequeña bolsa de plástico encima de la mesa con
un carné de conducir dentro.
—¿Te resulta familiar?
Marissa le echó un vistazo a la foto: un tipo zarrapastroso, bastante feo,
con unos ojos fríos y separados. No le había visto en su vida.
—No, no lo había visto nunca —dijo.
Clements no pareció satisfecho.
—¿En alguna ocasión le has dejado prestada a alguien la llave de la casa
o...?
—No, nunca le he dejado ninguna llave a nadie, en la vida.
—¿Me estás diciendo la verdad?
—¿Piensa que le di una llave a alguien y le dije que viniera a robar a mi
casa?
—¿Es eso lo que ocurrió?
—No, claro que no.
Marissa no se lo podía creer.
Clements se levantó.
—Muy bien, ahora vas a tener que acompañarme.
—¿Acompañarlo adónde?
—Un momento a la escalera. Quiero que le eches un vistazo a Sánchez.
Marissa sintió náuseas de pronto.
—¿Se refiere a mirar ese cadáver?
—La foto del carné de conducir es de hace varios años —le explicó
Clements—, y el tipo ha engordado mucho. Quiero que veas si lo reconoces.
—¿Tengo que hacerlo?
—Sí, tienes que hacerlo.
Aunque jamás había visto un cadáver con anterioridad —bueno, excepto
en unos cuantos funerales a los que había asistido—, sólo quería irse a dormir
y realmente todo lo demás le traía sin cuidado. Acompañó a Clements al
vestíbulo. El cuerpo seguía al pie de la escalera, despatarrado igual que antes,
salvo que en ese momento Marissa pudo verlo entero. Unos técnicos forenses
estaban trabajando cerca del cuerpo, puede que recogiendo restos de ADN o
buscando huellas dactilares o lo que fuera, y había sangre —parecía morada
— en el peldaño inferior y en el suelo delante de la escalera. Había mucha
más sangre de la que Marissa había esperado ver, lo cual le revolvió bastante
las tripas, pero entonces, cuando se acercó, miró al tipo muerto a la cara.
Tenía los ojos a medio abrir, y un hilillo de sangre le manaba de la nariz.
Había algo extraño en su boca, y entonces se percató de que le faltaba la
mayor parte de la mandíbula.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó.
Malinterpretando sus palabras, Clements le preguntó:
—¿Le reconoces?
Marissa empezó a alejarse.
—No, no tengo ni idea de quién es. ¿Me puedo ir ya? ¿Puedo irme?
Cuando regresó al salón, Clements quiso hablar con su madre, así que
ella y su padre se quedaron solos.
Él la abrazó y le aseguró que las cosas no tardarían en volver a la
normalidad —Sí, claro—, y luego le preguntó:
—Bueno, ¿cómo te ha ido?
No le respondió de inmediato.
—Me obligó a ver el cuerpo.
—¿Qué? —Marissa vio que su padre se alteraba en serio—. ¿Por qué ha
hecho eso?
A ella no le apetecía hablar del asunto. Las cosas llevaban siendo tensas
y difíciles entre ellos desde..., bueno, desde hacía años, pero desde que había
terminado la universidad, la relación entre ambos se había vuelto aún más
tirante debido a que su padre no paraba de darle la paliza para que
consiguiera un trabajo y se fuera a vivir por su cuenta. El plan de Marissa
había sido vivir en casa una temporada, hasta que pudiera mantenerse por sí
misma, así que había conseguido un trabajo a tiempo parcial en el Museo
Metropolitano de Arte por medio de un profesor de historia. Pero no le caía
bien su jefe y el trabajo no había tenido prácticamente nada que ver con el
arte —su principal cometido había consistido en ocuparse del alquiler de
auriculares para las visitas guiadas—, así que al cabo de un mes más o menos
no pudo soportarlo más y lo dejó. Había estado enviando currículos y
acudiendo a entrevistas, pero su padre no aflojaba en su empeño de recordarle
la «gran oportunidad» que había desperdiciado. A veces hasta se le hacía
difícil estar en la misma habitación con él.
—Quería que viera si lo reconocía —le explicó—. Qué más da.
Estaba agotada y la verdad es que no le apetecía nada seguir hablando.
Pero su padre no lo iba a dejar así como así.
—Esto ya está adquiriendo unos tintes ridículos. Bajo ningún concepto
debería haberte obligado a ver el cadáver. Pues sí que estamos buenos, ¿qué
sentido tiene eso? —Sacudió la cabeza, rumiando—. ¿También te preguntó
por tu pipa de agua?
Dios santo, Marissa no quería tener esa conversación ahora, no en plena
noche y estando tan agotada.
—Sí —contestó—, pero no tuvo ninguna importancia.
—¿Cuántas veces te he dicho que te deshicieras de ella?
—Nunca me has dicho que me deshiciera de ella.
—Te dije que no quería que fumaras en casa.
—Creo que he fumado en casa dos veces desde que terminé la carrera,
pero si tanto te molesta, dejaré de hacerlo.
—Y tampoco quiero que vuelvas a beber en casa.
—¿Cuándo he bebido en casa?
—La otra noche..., cuando te vinieron a ver Hillary y aquel individuo.
—Aquel «individuo» era Jared, el amigo de Hillary, que está haciendo
medicina, y bebimos vino. Me parece que bebimos una copa cada uno.
—Bien, no quiero más bebidas en casa nunca más. ¿Queda entendido?
—Esto es ridículo —replicó Marissa—. No he hecho nada malo. Sólo la
estás pagando conmigo.
—¿Qué has dicho? —preguntó su padre, levantando ligeramente la voz.
—Me parece que esto no tiene nada que ver con mi pipa de agua ni con
beber vino. Tiene que ver contigo y tu pistola.
Su padre la miró como la miraba tan a menudo en los últimos tiempos,
como si la odiara.
—Vete a la cama —le ordenó.
—¿Lo ves? —dijo Marissa—. No he hecho nada malo, y me tratas como
si tuviera diez años.
—Mientras te comportes como si tuvieras diez años, te trataré como si
tuvieras diez años. Ahora vete a la cama.
Cuando se ponía así, no tenía sentido discutir con su padre, así que salió
de la habitación. Seguía habiendo un montón de policías delante de la casa,
aunque parecía que por fin se habían llevado el cuerpo. Para evitar todo aquel
tumulto y, lo que era peor, otro enfrentamiento con aquel mamón de
Clements, utilizó la escalera trasera para subir a su dormitorio.
Tumbada en la cama, tratando de quedarse dormida, de pronto recordó
que le había dado al detective Clements el número de Darren. Lo llamó y le
dejó un mensaje desesperado, contándole que la policía había encontrado
marihuana en la habitación y que él tenía que sacar todas las drogas de su
piso lo antes posible.
De nuevo en la cama, se puso los auriculares de su iPod y escuchó los
temas de Tone Def, aquel nuevo grupo de música alternativa, punk y
postgrunge a la que estaba enganchada. Seguía furiosa con su padre por
arremeter contra ella, y rezó para que de una u otra manera aquello se
olvidara pronto. La vida en casa ya había sido bastante difícil últimamente; si
las cosas empeoraban, no podría soportarlo.
4

Cuando se despertó, Adam se sentía mucho mejor. Había conseguido dormir


profundamente varias horas, y hacía un día soleado y luminoso; unas franjas
de sol se colaban entre las lamas de las persianas, extendiéndose por la
habitación. Echó un vistazo al reloj: las 9.27. Había decidido cancelar las
citas con los pacientes ese día, pero se sintió lo bastante bien para trabajar y
decidió hacer algunas sesiones por teléfono.
No pensó en absoluto en el tiroteo hasta que bajó y pasó junto al lugar
de la escalera donde el cuerpo había caído. No miró con mucha atención,
pero le pareció como si los técnicos de la policía o los empleados de la
ambulancia o quienquiera que fuese hubiera hecho un trabajo excelente
limpiando toda la sangre e incluso reparando algunos de los daños de la
pared. Era casi como si aquello no hubiera ocurrido nunca.
Dana no estaba en la cocina, pero había indicios de que había estado allí:
una jarra de café en el fregadero; algunas migas —probablemente de un bollo
— en la encimera; el Times, abierto y plegado por la página del crucigrama,
encima de la mesa de la cocina. No había señal de que Marissa hubiera
bajado todavía, ni él esperaba que la hubiera. La mayoría de los días su hija
dormía hasta por lo menos las once, y a veces hasta pasado el mediodía. Ese
día probablemente dormiría hasta la una o las dos.
Se sirvió una taza de café y abrió el periódico. Aunque había hablado
con un periodista del Times en algún momento de la noche anterior, además
de con los reporteros del News y el Post, sabía que la noticia sobre el robo y
el tiroteo no podría llegar a tiempo para los periódicos de ese día. Pero con
toda seguridad aparecería en todos los principales periódicos del día
siguiente.
Echó una ojeada a la primera plana, donde leyó la noticia sobre los
últimos atentados terroristas en Israel e Irak y pasó directamente a la sección
de deportes. Los Jets jugaban contra los Patriots el domingo y leyó la crónica
sobre el partido. Después de terminar el café y leer por encima un artículo
sobre una nueva y prometedora medicina contra la esquizofrenia, se conectó a
la Red con su BlackBerry y envió un correo electrónico a una paciente, Jane
Heller, preguntándole si quería hacer una sesión telefónica esa tarde a las
cuatro. También envió un correo electrónico a Carol, su colega, para ver si
tenía tiempo para una sesión en algún momento de esa semana.
Como afuera parecía reinar la paz, se preguntó si habría todavía algún
vecino delante de la casa. Fue al salón y apartó las persianas. Una furgoneta
de la Fox News estaba aparcada al otro lado de la calle, pero eso era todo.
Cuando se dirigía arriba para ducharse y vestirse, tuvo que pasar una vez
más junto al sitio donde había estado tirado el cadáver. ¿Cómo había dicho
Clements que se llamaba?, ¿Sánchez? Sí, Sánchez, Carlos Sánchez. Miró
fijamente el lugar durante un rato lleno de remordimientos, hasta que se
recordó que había sido Sánchez el que tomó la decisión que le había
conducido a la muerte, no él. Si hubiera matado a alguien sin ningún motivo,
si hubiera asesinado a alguien, o incluso si hubiera matado a alguien por
accidente, por un error que hubiera cometido, tendría algo por lo que sentirse
culpable. Por ejemplo, si hubiera matado a alguien en un accidente de tráfico,
habría tenido que asumir la responsabilidad. Pero aquella situación había sido
algo totalmente distinto. Eso no había sido un accidente; eso había sido un
caso de legítima defensa.
Se metió en la ducha, y bajo el chorro de agua caliente consiguió
relajarse. Recordó el sueño que había tenido, el de la rata negra. Le intrigaba
la razón de que el sueño hubiera empezado en su consulta. ¿Estaba realmente
relacionado con el trabajo o su consulta simbolizaba un lugar familiar donde
se encontraba cómodo? ¿Y qué significaba que la rata negra empezara siendo
Jodi Roth o Kathy Stappini? La rata era amenazante, pero Jodi y Kathy
apenas podían ser consideradas tal cosa. Pensó que podría tener que ver con
la relación psicoterapeuta-paciente en general. Como psicoterapeuta estaba en
una posición de dominio, pero entonces la perdía cuando era atacado por la
rata. Así que tal vez el sueño tuviera que ver con la pérdida de la autoridad o,
más concretamente, con la de ser atacado. ¿Cuándo se había sentido atacado?
Pensó en su dominante madre, en su padre distante, en los matones que lo
habían atormentado durante toda la enseñanza elemental y el instituto, y en
que a veces en su matrimonio se había sentido atacado por Dana. Tal vez la
rata fuera realmente Dana, que lo atacaba simbólicamente, que lo asfixiaba.
Tomó nota mental para sacar todo esto en su sesión con Carol.
Cuando salió de la ducha, envuelto en una toalla, su mujer estaba en el
dormitorio completamente vestida con vaqueros y una escotada camiseta de
cuello redondo y manga larga de color negro. Estaba buscando algo en el
cajón superior del tocador.
—Buenos días —la saludó Adam.
Ella esperó un par de segundos antes de responder.
—Buenos días.
Comprendió que seguía enfadada por lo del arma. Siempre sabía cuándo
estaba enfadada y qué era exactamente lo que la enfadaba, aunque ella rara
vez expresaba su enfado de una manera adecuada y productiva.
Pero él no estaba de humor para enzarzarse en una discusión con ella
sobre su enfado, así que dijo:
—Parece que los periodistas se han ido, ¿eh?
—Hablé con un par de periodistas esta mañana —dijo Dana. Empleó un
tono monocorde; era evidente que estaba conteniendo su ira.
—¿Ah, sí? —preguntó Adam—. ¿De qué medios?
—No lo sé. —Seguía buscando en el cajón—. De la televisión, de la
prensa, qué importa.
Adam arrojó la toalla en la cesta y se quedó desnudo. Alcanzó a verse en
el espejo y, como era habitual, metió un poco la tripa. No estaba en tan mala
forma para su edad —solo unos cinco o siete kilos de más—, aunque le
avergonzaban los michelines de la barriga. En realidad tenía que empezar a
correr de nuevo, y a jugar al tenis de manera regular en el club de campo.
Jugaba al golf con frecuencia, pero circular por ahí en un carrito del golf no
servía de gran cosa para su cintura. Tenía que hacer más abdominales,
tomárselo en serio. Le faltaban tres años para cumplir los cincuenta, y quería
ser un cincuentón delgado.
—Bueno, parece que el asunto se olvidará —comentó distraídamente.
Dana cerró el cajón y se volvió hacia él, todavía evitando mirarle a los
ojos, y dijo:
—No está aquí.
Adam ya no se estaba mirando al espejo, aunque seguía distraído.
—¿Qué es lo que no está?
—El papel en el que escribí el código para conectar la alarma.
Ahora sí que tenía toda la atención de Adam, que se la quedó mirando.
—¿De qué estás hablando?
—Esta mañana, cuando me desperté, me acordé de que tenía el número,
el código, lo que sea, escrito en un pequeño pedazo de papel. ¿No te
acuerdas?, lo escribí cuando compramos la alarma porque tú tenías el código
en aquella tarjeta que te dieron, pero yo no lo tenía.
—Muy bien —dijo Adam. En realidad no recordaba nada de aquello;
sólo la estaba animando.
—El caso es que pensé que lo había metido en el cajón del escritorio del
gabinete, ya sabes, donde guardamos las facturas viejas, pero esta mañana lo
comprobé, y no estaba allí. Y lo he buscado ya por todas partes y no lo
encuentro en ningún sitio.
—Puede que lo tirases.
—Tal vez, pero estaba convencida de que estaba en el cajón de abajo.
Dana, al contrario que Adam, era una persona muy ordenada, y
generalmente no extraviaba las cosas.
—¿Lo has buscado a conciencia?
—Por supuesto que lo he buscado a conciencia, pero no estaba allí.
—Vale, tranquilízate.
—Estoy tranquila —retrucó ella, aunque era evidente que no lo estaba.
Le estaba mirando a los ojos por primera vez esa mañana, fulminándolo con
la mirada de una manera muy fría y distante.
—Bueno, ¿y en qué otro sitio podría estar? —preguntó él.
—Bien, como es evidente, pensé que estaría en el cajón de aquí arriba.
—¿Has comprobado en la cocina?
—Seguro que no lo guardé en la cocina.
—¿Y debajo del cajón del escritorio? A veces los papeles se
desparraman por el borde y se caen...
—Ya lo he comprobado y no estaba allí. ¿Debería llamar al detective
Clements para decírselo?
—Eso me parece un poco ridículo.
—¿Por qué? Él piensa que alguien tenía el código de la alarma, y un
papel con el código ha desaparecido.
—Vale, muy bien —admitió Adam—. Si quieres llamarle, llámale. La
verdad es que da lo mismo una cosa que otra, pero yo buscaría por ahí una
vez más antes de hacerle perder el tiempo, eso es todo.
Se estaba poniendo los vaqueros; la condenada espalda le estaba
molestando de nuevo. No estaba mirando a Dana, aunque sabía que seguía en
la habitación. Probablemente le estuviera mirando furiosa, con las manos
cruzadas delante del pecho. Se giró un momento para ver si estaba en lo
cierto. Sí, lo estaba.
—Bueno, ¿has hablado ya con Marissa hoy? —le preguntó Dana.
—No creo que se haya levantado todavía. Supongo que no tendría
ninguna entrevista de trabajo esta mañana —dijo Adam con una sonrisa de
suficiencia.
—¿Crees que alguno de sus amigos podría estar involucrado?
—Eso es descabellado —replicó Adam.
—A mí también me lo parece —convino Dana—, pero el detective no
paró de preguntarlo. No creo que lo hubiera preguntado si no creyera que
había alguna posibilidad de que...
—Vamos —le interrumpió Adam—, ese hombre se llamaba Carlos
Sánchez. Nunca le he oído hablar de ningún Carlos Sánchez, ¿y tú? Además,
era un tipo mayor. No, seguro que no tiene nada que ver con ella.
—Podría ser su camello —insistió ella.
—Oh, venga ya, lo dudo de veras.
—¿Por qué? Ha estado fumando maría en su habitación, y la hierba tiene
que haber salido de alguna parte.
Adam pensó en eso mientras abría el cajón de su cómoda y rebuscaba
entre el montón de camisas plegadas. No era absolutamente imposible que el
allanamiento estuviera relacionado de alguna manera con Marissa. Desde que
había terminado la carrera, amigos de su hija habían estado entrando y
saliendo de la casa, y de vez en cuando Adam la había visto con gente que no
conocía de nada. Una semana antes un tipo le había parecido bastante
sospechoso: pelo largo y los brazos llenos de tatuajes. Aunque aquello no
hubiera tenido nada que ver con las drogas, podría estar relacionado con
algún chico con el que Marissa estuviera saliendo.
—Anoche le dije que no quería más alcohol ni porros en casa —dijo
Adam—. Tenga o no esto que ver con ella, creo que hemos de dejarle claro
que si aparece alguna droga en esta casa, tendrá que irse. Así es, sin
concesiones ni negociaciones.
—¿Y no te parece que eso es un poquitín hipócrita?
Ya habían tenido esa discusión con anterioridad, así que Adam supo
exactamente lo que estaba insinuando: ¿Cómo podía decirle a su hija de
veintidós años que no fumara hierba en casa ni subiera tíos a su habitación, si
durante la adolescencia él se había drogado y había follado con todos sus
ligues en esa misma casa desde que tenía dieciséis años?
—Aquello fue en los años setenta —replicó—. Era una época diferente.
Iba a añadir: «Ahora somos gente experimentada», pero le pareció que
estaba agotando todos los lugares comunes.
—Si tu hija fuera un chico, no creo que tuvieras problemas con que
hiciera esas cosas.
—Eso no es cierto —se defendió Adam. Se puso una camisa azul
marino de manga larga con un logotipo del Club de Campo de Fresh
Meadow, lo que le recordó que tenía hora el domingo a las 7.24 en el tee de
salida con su amigo Jeff—. No querría que mi hijo cometiera los mismos
errores que yo.
—Bueno, sigo pensando que utilizas una doble vara de medir en esto —
sentenció Dana.
Adam reconoció de nuevo aquel tono en la voz de su esposa. Sabía que
no estaba alterada por lo que aparentaba estar alterada; sólo estaba buscando
la oportunidad favorable, pues se moría de ganas de culparle por el tiroteo.
—¿No querías llamar a Clements? —dijo, no mandándola exactamente a
paseo, aunque la insinuación estaba allí. Ya completamente vestido, salvo por
los zapatos y los calcetines, cogió su BlackBerry y comprobó sus correos
electrónicos. Había recibido dos nuevos correos, uno de Carol, sugiriendo el
viernes a las cuatro para una sesión, y otro de su secretaria, Lauren,
diciéndole que Jane Heller podía hacer la sesión telefónica ese día a las tres,
no a las cuatro.
Dana seguía allí cruzada de brazos.
—¿No estás preocupado? —preguntó.
—¿Preocupado por qué? —respondió Adam. ¡Maldición! Lauren
también le decía que no se podía cambiar la hora de su sesión con Dave
Kellerman. Dave era un paciente bastante nuevo que estaba empezando a
hacer avances sustanciales, y Adam detestaba que transcurrieran dos semanas
entre sesión y sesión.
—Por el otro tipo que entró en casa —precisó Dana—. El que huyó.
—¿Por qué tendría que estar preocupado por él?
Empezó a teclear un mensaje: «Hola, Lauren, por favor, dile a
Kellerman que le llamaré personalmente para intentar concer...», y entonces
se detuvo dándole un golpe al teclado cuando oyó a Dana decir:
—¿Puedes atenderme a mí un segundo en lugar de a esa estúpida
máquina?
—Esto es importante.
—¿Y lo que ocurrió anoche no?
Adam puso los ojos en blanco.
—¿Qué sucede?
—Disparaste a alguien, y su cómplice, socio o como quieras llamarlo, es
evidente que sabe dónde vivimos —dijo Dana—. Y eso me resulta bastante
alarmante.
Adam se la quedó mirando fijamente un instante. No es que le estuviera
culpando del tiroteo todavía, aunque estaba, bueno, tan cerca...
—No te preocupes por eso —manifestó.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo te...?
—Porque la policía sabe el nombre del muerto. Esos delincuentes
siempre son reincidentes. Lo más seguro es que estén siendo buscados por
otros robos en el barrio. Probablemente confeccionen una lista de como se
diga..., de compinches conocidos. No tienen más que repasar la lista y detener
al tipo. Si no lo han detenido ya, es sólo cuestión de tiempo el que lo hagan.
—No oí a Clements comentar nada sobre cómplices conocidos —arguyó
Dana—. Más bien dio la sensación de que no tenían ningún sospechoso en
absoluto.
—Así son los polis —dijo Adam medio distraído mientras tecleaba:
«...tar hora. Trataré de hablar con él más tarde, a ver si puedo pillarlo en el
trabajo».
—Espero que tengas razón, pero no me dio esa sensación. Creo que si
hubiera tenido algún sospechoso habría... ¿Puedes hacer el favor de prestarme
atención, por amor de Dios?
—Lo siento —se disculpó Adam, todavía sin apartar la vista de su
teléfono—. Tengo que ocuparme de un asunto importante.
—De verdad que no lo entiendo —dijo ella—. ¿Por qué te tienes que
ocupar del trabajo en este momento?
—¿Qué se supone que he de hacer? ¿No seguir con mi vida?
—Te comportas como... no sé... como si te trajera sin cuidado. Bueno, te
lo digo en serio, estoy preocupada. Tengo miedo de que ese tipo vaya a
volver esta noche y...
—No va a volver.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque ¿por qué habría de hacerlo? Ésa sería una forma casi segura de
acabar detenido, robar en el lugar en el que ya has robado.
—Sí, claro, ¿y qué te hace pensar que ese hombre es un profesor de la
Universidad de Oxford? Estamos hablando de un delincuente, por amor de
Dios. No tiene que pensar necesariamente con lógica.
Adam se lo pensó antes de contestar.
—Aunque vuelva, no va a entrar. Vamos a cambiar las cerraduras dentro
de una hora, y el tipo de la alarma vendrá más tarde a cambiar el código. Es
imposible que alguien vuelva a entrar en esta casa.
—Eso no lo... ¿Y puedes dejar de mirar esa cosa fijamente? —dijo casi
gritando—. Es una grosería por tu parte.
Ahora sí que miró a su mujer.
—¿Qué? ¿Qué quieres que haga?
—Estoy asustada —dijo Dana—. No creo que eso sea suficiente.
—Es el último grito en sistemas de alarma.
—Eso no nos sirvió de mucho anoche.
—Vale, tengo una idea, consigamos un perro guardián.
Lo dijo de broma, claro. Dana era alérgica a los perros, y Adam sabía
que ella no tenía ninguna intención de pasarse el resto de su vida tomando
antihistamínicos.
—Tal vez deberíamos mudarnos —sugirió ella.
—¿Qué dices? —No se podía creer que se lo sugiriera siquiera. Dana
sabía lo mucho que quería esa casa, lo mucho que significaba para él.
—Esta casa vale mucho ahora —prosiguió Dana—. Marissa ha
terminado la universidad, al final se irá a vivir por su cuenta, y de todas
formas llevo tiempo queriendo mudarme. Podríamos irnos a cualquier sitio
pequeño, tal vez a un piso en la ciudad o...
—Has perdido el juicio —le espetó Adam.
—¿Por qué querer mudarme de piso significa que he perdido el juicio?
—Porque el que nuestra casa haya sido objeto de un robo —dijo Adam
— no es como si hubiera sido contaminada con residuos nucleares. ¿Cuántas
otras casas del barrio han sufrido robos en los dos últimos años? ¿Y por eso
todos los demás han hecho las maletas y se han largado?
—Los demás no mataron a uno de los ladrones.
Adam la miró con dureza.
—De acuerdo, por fin salió a relucir, sabía que llegaría el momento. Te
agradecería que dejaras a un lado la astucia y toda esa agresividad soterrada.
Si tienes algo que decir, por favor, sácalo y dilo.
—Sabes muy bien lo que quiero decir.
—Entonces, ¿a qué estás esperando? Vamos, adelante, quiero oírlo.
Los labios de Dana se movieron y su boca empezó a abrirse unas
cuantas veces, como si estuviera a punto de hablar, pero siguió
conteniéndose. Al final soltó un profundo suspiró y dijo:
—Esto es ridículo —y, adoptando un aire trágico, se marchó
resueltamente de la habitación.
—Genial —dijo Adam, que cogió un cojín del sofá y lo arrojó por la
habitación. Entonces el timbre de la BlackBerry empezó a sonar y vio
«LAUREN» en el identificador de llamadas. Adoptando de golpe su
optimista personaje profesional, contestó al teléfono—. Hola, Lauren, qué
casualidad, estaba a punto de enviarte un correo electrónico.
5

Desde el principio los Bloom se habían portado muy bien con Gabriela. Doce
años atrás, cuando había llegado a Nueva York desde Ecuador, sólo tenía
diecinueve, era muy tímida, apenas sabía unas pocas palabras de inglés y
creía que jamás encontraría un buen trabajo en Estados Unidos. Pero los
Bloom la contrataron porque la hermana de Gabriela, Beatrice, que trabajaba
para otra familia de Forest Hills Gardens, les dijo que la muchacha sería una
buena asistenta y les pidió por favor que le dieran una oportunidad. Gabriela
estaba muy agradecida a los Bloom por haberle dado un buen trabajo cuando
nadie más lo hubiera hecho, y siempre les decía lo mucho que deseaba poder
corresponderles algún día.
Aunque Gabriela había trabajado como sirvienta durante dos años en
una casa de Quito, jamás había tenido que limpiar una casa del tamaño de la
de los Bloom. El primer día se sintió como una verdadera idiota; ni siquiera
sabía cómo encender la aspiradora. Algunas familias habrían perdido la
paciencia y la habrían despedido inmediatamente, pero los Bloom fueron
muy amables y comprensivos. Los primeros días, la señora Bloom limpió
toda la casa con ella, explicándole cómo se hacía todo y dónde iba cada cosa,
y en ningún momento perdió la paciencia, aunque Gabriela no era capaz de
comprender la mayor parte de lo que le decía.
Cuando empezó a trabajar para los Bloom, Marissa tenía diez años y
estaba en cuarto grado. Tenía una niñera que la seguía cuidando a tiempo
parcial, aunque a veces, cuando ésta se ponía enferma, la señora Bloom le
pedía a Gabriela que recogiera a Marissa del colegio o la llevara a jugar con
sus amigas. Ella apreciaba a Marissa, que era un niñita de lo más dulce, y
también a la señora Bloom, que a veces se sentaba con ella en la cocina y le
ayudaba a mejorar su inglés, enseñándole nuevas palabras. El señor era un
hombre muy bueno que trabajaba mucho y quería muchísimo a su familia.
Gabriela esperaba encontrar algún día a un hombre para ella que se pareciera
al señor Bloom y tener una familia tan maravillosa como la suya.
Durante los primeros meses en Nueva York, vivió con Beatrice y su
familia en Jackson Heights, en Queens, compartiendo una habitación con su
sobrina. Pero una noche, en una fiesta, conoció a un mexicano llamado
Ángel. Era muy guapo y muy trabajador. Era camarero en un restaurante de
Manhattan, pero tenía grandes sueños: algún día quería abrir su propio
restaurante. La llevó a bailar al Village algunas veces, y sabía bailar el
mambo. Pronto empezaron a hacerlo todo juntos —a salir a todas horas, a ir a
Jones Beach o a quedarse sencillamente en el piso de Ángel—, y aquel
verano Gabriela se quedó embarazada. Él no quería casarse, lo que a ella no
le importó. Ángel era joven, sólo tenía veinte años, y ella sabía lo mucho que
se asustan los chicos jóvenes. Pensó que tendría el bebé y luego, en un par de
años, se casarían.
Pero cuando estaba a punto de tener a su hijo, Ángel desapareció. Al
principio Gabriela creyó que le había pasado algo malo; quizás estuviera
herido o lo que fuera. Los del restaurante le dijeron que no sabían dónde
estaba, que había dejado de ir a trabajar sin más explicaciones. Luego le pidió
al marido de Beatrice, Manny, que lo buscara, pero su cuñado no fue capaz
de encontrarlo por ninguna parte, así que Gabriela acabó llamando a la
policía. Le dijeron que lo más probable es que simplemente se hubiera
largado. Gabriela no se podía creer que Ángel le hiciera algo así, pero más
tarde, unos días antes de que tuviera que ir al hospital, Manny se enteró por
un amigo de Ángel de que éste estaba viviendo en el Bronx con una nueva
novia.
Gabriela tuvo a su bebé, una niña preciosa, Manuela, a la que llamó así
en honor a su abuela. Le preocupaba la dificultad de simultanear el trabajo y
el cuidado de su hija, pero los Bloom fueron muy amables, y dejaban que
tuviera a Manuela con ella en la casa todo el día. Los Bloom le consiguieron
más trabajo con otras familias del barrio, y al cabo de poco tiempo estaba
trabajando cinco días a la semana y ganando el dinero suficiente para
mudarse a su propio piso en Jackson Heights. Durante los años siguientes,
trabajó de lo lindo y consiguió ganarse la vida, pero era duro no tener a un
hombre en su vida y un padre para Manuela.
Cuando la pequeña estaba a punto de cumplir cinco años, Gabriela
conoció a Juan. Éste tenía cuarenta y dos años, su esposa había muerto de
cáncer y tenía dos hijos. No era un hombre muy guapo —era gordo y tenía
una gran narizota torcida—, pero era muy bueno y la quería, y siempre le
llevaba flores y le decía lo hermosa que era. Cuando le pidió que se casará
con él, ella aceptó.
La felicidad parecía completa; por fin tenía un buen hombre que cuidara
de ella y de su hija. Entonces, una mañana, mientras estaba trabajando en
casa de los Bloom, recibió una llamada telefónica de su hermana. Beatrice
gritaba como una histérica: «¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!», y entonces le
contó que un taxi había atropellado a Juan cuando cruzaba una calle en
Manhattan. La señora Bloom llevó a Gabriela al hospital, pero cuando
llegaron Juan ya había muerto.
Gabriela sabía que Juan había sido su verdadero amor y que jamás
encontraría a un hombre igual de bueno. La tristeza la embargó durante
mucho tiempo, y aunque los médicos le dieron una medicina para que
levantara el ánimo, le siguió costando levantarse de la cama. Siempre había
sido una mujer alegre y risueña a la que la gente le decía lo divertida que era,
pero después de lo que le había ocurrido a Juan, le pareció que ya no había
nada por lo que volver a reír. Algunos días no tenía ganas de ir a trabajar, así
que no iba, y muchas familias terminaron despidiéndola. Pero los Bloom
fueron muy considerados. Le enviaban flores, la llamaban todos los días para
ver cómo estaba y procuraban llevarla a los médicos y que se tomara su
medicina.
Aproximadamente un mes después de que Juan muriera, Gabriela pudo
al fin levantarse de la cama e ir a trabajar cada día, pero su ánimo ya no era el
mismo, y ya no se cuidaba como antes. Le traía sin cuidado la forma de
vestirse o el aspecto que tuviera su pelo, dejó de maquillarse y engordó
mucho. Si no se hubiera sentido tan triste y tan sola y tan a disgusto consigo
misma a todas horas, probablemente jamás habría querido estar con un
hombre como Carlos.
Le había conocido en el metro. Carlos estaba sentado a su lado y le
preguntó si quería un chicle. Ella lo rechazó educadamente, y él le dijo:
—Entonces, ¿qué te parece si vamos a comer?
A Gabriela no le pareció muy guapo, pero al menos le había hecho
sonreír, así que le dio su número de teléfono.
A la noche siguiente la llevó a un restaurante chino muy elegante, y
durante la velada le cogió de la mano y le dijo lo bonita y atractiva que le
parecía. Después de salir unas cuantas veces más, una noche lo acompañó a
su piso. Cuando estaban en la cama, Carlos le ofreció consumir un poco de
coca con él. Gabriela jamás había consumido drogas antes, pero estaba un
poco achispada y decidió probarla. La coca la hizo sentir bien y —durante un
ratito al menos— como si no tuviera ningún problema.
Empezaron a salir varias noches por semana. Carlos no tenía trabajo, y
ella sabía que probablemente era algo parecido a un delincuente, pero no le
quiso preguntar de dónde sacaba todo aquel dinero. Le alegraba que su
soledad se hubiera acabado, le encantaba que Carlos no parara de hacerle
regalos —joyas, ropa— y le gustaba tener a un hombre en su vida de nuevo.
Consumían coca de vez en cuando, y entonces una noche él le preguntó si
quería probar la heroína. Gabriela había visto las marcas que tenía en los
brazos y las piernas, así que sabía que a Carlos le gustaba chutarse, pero a
ella le daban miedo las agujas. Él, no obstante, siguió insistiendo.
—No tienes ni idea de lo bien que te hace sentir esta mierda, te va a
hacer volar —le dijo.
Así que la probó una vez, sólo para ver qué se sentía, y al cabo de un par
de semanas estaba enganchada.
Todo fue bien durante algún tiempo. Lo veía a todas horas, se colocaba
un montón y olvidaba toda la tragedia de su vida. Pero entonces empezó a ver
el lado malo de Carlos. Fue como si hubiera estado durmiendo desde que lo
conociera y de pronto se despertara y viera quién era realmente. Todo
empezó aquella noche en que estaban discutiendo por algo cuando estaban
colgados y sin previo aviso él le golpeó en la cara con fuerza. Ningún hombre
la había golpeado antes, y le pareció increíble que aquello le estuviera
ocurriendo a ella. No se lo pudo contar a nadie, siendo tanta la vergüenza que
sentía, y temiendo también que eso sólo provocara que Carlos le pegara aún
con más fuerza la próxima vez. Así que se inventó el cuento chino de que
Manuela le había dado con la puerta del baño en la cara. Y es que no podía
dejar a Carlos aunque quisiera, porque necesitaba la droga desesperadamente.
Él empezó a gritarle y a golpearla, y una noche le rompió un brazo. Tuvo que
inventarse otra historia para contarle a los Bloom y a las demás personas para
las que trabajaba, en esta ocasión que se había caído en la calle, pero sabía
que no podría seguir inventando mentiras indefinidamente. También era
consciente de que tenía que alejarse de Carlos, pero era incapaz de dejarlo por
más empeño que ponía en ello.
Entonces se puso enferma, con una fiebre muy alta y una terrible
erupción por todo el pecho y la espalda. Supo lo que pasaba, pero no quiso
creerlo. Fue a la iglesia y le pidió a Dios que no dejara que aquello le
sucediera a ella. «¡No me merezco esto, Dios mío! ¡No me lo merezco!», le
dijo a gritos. Luego acudió a una clínica, donde le dijeron que había contraído
el sida. Se pasó varios días llorando, incapaz de levantarse de la cama. Tenía
miedo de ponerse enferma y morir, pero también estaba furiosa consigo
misma por ser tan idiota, por creer que Carlos era una persona sana. Cuando
le dijo que estaba enferma, él siguió sin decirle la verdad, como era de
esperar, ¿no?, e insistió en que no estaba enfermo y en que debía de haber
contraído el sida con algún otro hombre. Entonces le pegó de nuevo, y ella le
dijo a gritos que se alejara y saliera de su vida para siempre.
Gabriela sabía que le había hecho una cosa tremenda a su hija, y
también que había destrozado su vida, y sintió deseos de suicidarse. Una
noche estuvo a punto de hacerlo. Tenía un frasco de pastillas, y escribió una
carta diciéndole a Manuela lo apenada que estaba y pidiéndole a Beatrice y a
Manny que por favor cuidaran bien a su hija. Se metió las pastillas en la boca,
y ya estaba a punto de tragárselas, cuando decidió que no podía hacerle
aquello a su hija, que suicidarse ahora sería aún peor. Todavía era joven y
saludable, y quizá, si se tomaba sus medicinas, podría vivir durante mucho
tiempo.
Al día siguiente acudió a la policía y denunció a Carlos por golpearla, y
el juez dictó una orden de alejamiento a su favor para que Carlos no pudiera
acercarse a ella ni a su hija nunca más. Luego envió a Manuela a casa de
Beatrice para que se quedara con ella y se fue a un centro de Long Island para
desintoxicarse. Al principio fue muy difícil, pero hizo caso de todo lo que le
decían y se desenganchó de las drogas para siempre. Volvió a su vida de
trabajar mucho a diario y de ayudar a Manuela con sus deberes, y decidió que
iba a ser así como viviría el resto de su vida: siendo la mejor madre que
pudiera.
Mantuvo en secreto lo de que estaba enferma de sida, ni siquiera se lo
dijo a su hija. No quería que pensara que su madre no era fuerte, que algún
día no estaría allí para ayudarla y le preocupaba que la gente para la que
trabajaba averiguara que estaba enferma, se asustara y quisiera despedirla. Se
dio buena maña en ocultárselo a los demás, incluida su propia familia, pero a
veces se hacía difícil, como cuando Beatrice le decía: «¿Qué te pasa,
Gabriela? ¿Por qué te quedas sola en casa todas las noches? ¿Es que no
quieres encontrar a un hombre?» Ella respondía que en ese momento no
quería a ningún hombre en su vida, que sólo deseaba estar a solas con su hija
y ser feliz.
Pero a veces se le hacía muy cuesta arriba la soledad, y entonces llamaba
a Carlos y le decía que se pasara a visitarla. Ambos estaban enfermos, y
aunque le odiaba por haberla contagiado y habérselo ocultado con tanta
insistencia, le parecía que era el único hombre con el que podría volver a
estar en su vida. Pero entonces empezaba a amenazarla gravemente y a
golpearla de nuevo, llegando incluso a pegar a Manuela en varias ocasiones,
y Gabriela le decía que saliera de su vida para siempre o que llamaría a la
policía. Luego se mantenía alejada de él durante uno o dos años, hasta que
empezaba a sentirse sola otra vez y a tener miedo, y se olvidaba de lo mal que
la había hecho sentir Carlos y del daño que le había hecho, y lo llamaba, y
todo empezaba de nuevo.
Gabriela tenía ya treinta y un años. Sabía que su vida no cambiaría
jamás, que la felicidad jamás sería permanente, pero los médicos le dijeron
que el sida evolucionaba bien y que viviría durante muchos, muchos años.
Manuela tenía once años, estaba en sexto grado y se estaba convirtiendo en
una jovencita preciosa. Gabriela le enseñó a mantenerse alejada de las drogas
y de los jóvenes sin escrúpulos, y a esperar a conocer algún día a quien la
tratara bien, como se merecía. Gabriela sólo quería que su hija tuviera una
vida buena y feliz; eso era lo único que le importaba.
Entonces, un día en que volvía a casa del trabajo en autobús, Beatrice la
llamó gritando y llorando. Aquello le hizo recordar aquel terrible día en que
había muerto Juan, y temió que le hubiera ocurrido algo malo a Manuela.
—¡Mi hija no! —gritó Gabriela—. ¡Mi hija no! ¡Mi hija no! —Tanto
gritó que todos la miraron y el conductor incluso detuvo el autobús.
Gracias a Dios, Beatrice no la llamaba por Manuela, aunque la cosa
seguía siendo grave. Se trataba de su padre, que vivía en Quito. Estaba muy
enfermo y necesitaba un riñón nuevo, de lo contrario moriría, aunque los
médicos decían que estaba demasiado enfermo para conseguir un riñón nuevo
del hospital, así que la única manera sería que compraran uno en el mercado
negro.
—¿Cuánto necesitan? —preguntó Gabriela, llorando.
—Doce mil dólares —le respondió su hermana—. Es un disparate de
dinero. ¿Qué vamos a hacer?
Gabriela no tenía dinero para enviarles. El dinero que ganaba limpiando
casas le llegaba justo para pagar el alquiler, las facturas y la comida; a veces
ni siquiera tenía dinero para comprarle ropa nueva a Manuela.
—¿Cuánto dinero tienes? —le preguntó a su hermana.
—Sólo tenemos dos mil dólares en el banco —dijo Beatrice—, y lo
necesitamos para pagar el alquiler y las facturas.
Gabriela no tenía ni idea de qué hacer. Doce mil dólares era más dinero
que el que había visto en su vida.
Cuando regresó a su piso, llamó a casa de sus padres y le entristeció oír
a su madre llorar y a su padre tan triste, y se sintió fatal, sabiendo que no
había nadie que pudiera hacer algo para ayudarlo. No podían hacer otra cosa
que dejarlo morir.
—¿Cuánto tiempo le queda a papi[1]? —preguntó a su madre.
—Si los médicos no hacen nada, puede que un mes o dos —le respondió
—. No lo saben.
Gabriela pasó llorando la mayor parte de los siguientes días. Con
Beatrice empezaron a planear viajar a Ecuador para estar con su padre por
última vez. Querían ir con todos sus familiares, pero no tenían dinero para los
billetes de avión.
Todo parecía demasiado adverso, y ella no sabía qué hacer. Entonces,
una mañana que estaba limpiando en casa de los Bloom, vio un trozo
pequeño de papel en un cajón del comedor. El papel tenía escrito unos
números, y encima vio las palabras: CÓDIGO DE LA NUEVA ALARMA.
La señora Bloom estaba en casa, en el piso de arriba, y Gabriela oyó
pasos en el pasillo. Sin pensar siquiera en lo que hacía, se metió el papel en el
bolsillo del delantal.
Más tarde, ya en casa, se sintió fatal. Ni siquiera sabía por qué había
cogido el papel, porque habiendo sido los Bloom tan buenos con ella era
imposible que pudiera robarles alguna vez.
Luego, en plena noche, se despertó y pensó: ¿Y si le doy el código a
Carlos? Ella no le preguntaba de dónde sacaba el dinero, pero sabía que
probablemente supiera robar en las casas. Y si él les robaba, no sería lo
mismo que si les robaba ella. No quería hacerles nada malo a los Bloom, pero
tampoco quería que su papi muriera, y no sabía qué otra cosa hacer.
Llamó a Carlos y le dijo que se pasara a verla.
Después de contarle lo del código, él le preguntó:
—¿Tienes llave de la casa?
Gabriela ni siquiera había pensado en ello. Estaba tan preocupada por su
papi y por conseguir dinero que no había pensado en nada más.
—No, pero la puedo conseguir —respondió.
Al día siguiente, en casa de los Bloom, cogió las llaves del cajón de la
cocina cuando salió a comer, y fue a un cerrajero. Se enteró entonces de que
no podía copiar las llaves de la puerta principal, porque eran de una cerradura
especial que no podían duplicarse sin presentar una especie de tarjeta.
Pensó que ahí se acababa todo, que su papi moriría, pero entonces el
cerrajero le dijo que podía hacer una copia de las llaves de la puerta posterior.
Aquello estaba bien, incluso quizá mejor, porque estaba más oscuro en la
parte trasera y no habría nadie mirando.
Todo parecía estar saliendo bien, aunque no por mucho tiempo. Cuando
regresó a casa de los Bloom recordó que Carlos seguía teniendo el papel con
el código. Había estado tan enfrascada en la conversación con él, y luego
pensando en las llaves, que se había olvidado de pedirle que le devolviera el
papel.
Cuando la señora Bloom salió a hacer algo, llamó a Carlos y le pidió que
después le llevara el papel a su piso.
—Demasiado tarde —dijo él—. Lo tiré a la basura.
—¿Por qué hiciste eso? Tenía que volver a dejarlo en el cajón.
Una vez más Gabriela tuvo el pálpito de que el plan no funcionaría. No
podrían robar la casa, y su papi moriría.
—Creí que el papel era tuyo —se justificó Carlos—. Pensé que habías
anotado el número. Y que por eso me lo dabas.
Gabriela empezó a llorar.
—¿Por qué tuviste que tirarlo, Carlos? ¿Por qué tuviste que hacerlo?
—No quería andar por ahí con el código de la alarma de la casa que voy
a robar en el bolsillo. Así que me lo aprendí de memoria, y ahora lo tengo
todo en la cabeza.
—¿Dónde lo tiraste? —le preguntó Gabriela—. Tal vez siga allí.
—No me acuerdo —respondió él—, cerca del metro o vete tú a saber
dónde. Probablemente ya lo haya recogido el barrendero.
—Se acabó —dijo Gabriela, llorando—. Nos vamos a tener que olvidar
de todo el asunto ya.
Carlos se echó a reír.
—Caray, tienes que dejar de preocuparte por todo, joder. Deja que sea
yo quien me preocupe, ¿de acuerdo, nena?
—Pero si descubren que el papel ha desaparecido, sabrán que lo cogí yo.
—¿Por qué van a saberlo? Utiliza la cabeza, nena. ¿Sabes la cantidad de
gente que probablemente entre en su casa? En una gran casa como esa casi
seguro que tienen gente entrando y saliendo todo el día.
Eso era cierto, pensó Gabriela. Unos hombres estaban pintando el baño
de abajo y estaban en la casa todo el día, y a veces el fontanero y el
electricista también aparecían por allí, ¿y qué decir de todos los amigos de
Marissa? ¿Por qué habrían de pensar los Bloom que cogería ella el código,
después de los años que llevaba trabajando allí y de la confianza que tenían
en ella? Incluso pensó que no devolver el papel quizás estuviera bien, porque
así casi seguro que pensarían que debía de haberlo cogido algún extraño.
No sabía si esto tenía realmente lógica o sólo quería que la tuviera, pero
de todas formas la hizo sentir mejor.
Aquella noche ella y Carlos hablaron del resto del plan. Los Bloom se
iban a marchar a Florida el martes siguiente, los tres, así que ese sería un
buen momento para robar en la casa. Gabriela sabía donde guardaban todas
sus cosas de valor, los anillos y las joyas. Después de que Carlos lo robara
todo, lo iría a vender a un perista.
—¿Y el perista es de confianza? —preguntó ella.
—Carajo, sí —replicó Carlos—. Mi colega Freddy es formidable, lo
conozco de toda la vida, y también nos hará un buen precio. Un tercio de lo
que valga el botín.
—Y entonces me darás la mitad del dinero, ¿vale?
—Ni hablar, lo vamos a dividir en tres partes.
—¿Tres? —Gabriela no sabía de qué le estaba hablando—. ¿Cómo que
tres? Yo y tú somos dos, no tres.
—¿Me tomas por loco? —le retrucó Carlos—. No voy a ir a robar la
casa solo. Así es como te trincan y acabas de nuevo en la cárcel, joder. No
voy a entrar allí sin apoyo.
A Gabriela no le gustó cómo sonaba aquello. Ya se estaba sintiendo fatal
por robar a los Bloom, que habían sido tan buenos con ella. Pero aquello
había parecido mejor cuando sólo eran ella y Carlos, porque a él lo conocía, y
aunque le hubiera contagiado, le parecía que podía confiar en él. Pero no le
gustaba confiar en otro hombre al que ni siquiera conocía.
—¿Quién es? —preguntó.
—No tienes que conocerle —le respondió él—. Si aparece la policía,
mejor que sea así. Uno no puede hablar de lo que no sabe.
A Gabriela siguió sin gustarle el plan, pero sabía que nada de lo que
dijera iba a hacerle cambiar de idea.
—Me da igual lo que hagas —acabó diciendo—, mientras consigas el
dinero para mi papi.

El día del robo, Gabriela tenía que ir a trabajar a casa de los Seidler, otra
familia de Forest Hills. Carlos no quería que lo llamara en todo el día y ni
siquiera después.
—No hagas ninguna estupidez, sólo siéntate junto al teléfono y espera a
que te llame. La pasma rastrea las llamadas, joder. No queremos que vean
que hemos estado hablando el día en que la casa ha sido robada.
¿Comprendes? —Le había dicho.
No hablar parecía lo correcto, aunque se le hizo duro estar trabajando
todo el día sin dejar de darle vueltas en la cabeza a un montón de preguntas y
preocupaciones.
Después, llegó a casa, cenó con Manuela y llamó a sus padres al hospital
de Ecuador. Su madre le dijo que papi no se encontraba muy bien, y luego la
puso al teléfono con él. Gabriela comprendió por su voz lo enfermo que
estaba. No se parecía al papi que ella conocía. No paró de decirle que
resistiera, que iba a conseguirle el dinero muy pronto. Su padre le dijo que no
se preocupara, que se iba a poner muy bien, pero ella percibió la mentira en
su voz. Así era su papi, siempre queriendo mostrarse fuerte.
Manuela también habló con su abuelo, y después, llorando, le dijo a
Gabriela:
—¿Por qué le has dicho que ibas a conseguir el dinero enseguida? ¿De
dónde lo vas a sacar?
Gabriela abrazó a su hija.
—Dios va a hacer que lo consigamos. Ya verás.
A eso de las once Manuela dormía y Gabriela estaba sola, esperando a
que Carlos la llamara, aunque se suponía que no tenían que robar la casa
hasta pasada la medianoche, como a las dos de la madrugada. No sabía
cuánto iban a tardar en hacer el robo, pero le parecía que no debía de llevarles
demasiado tiempo. Puede que para las tres ya hubieran acabado, pero luego
¿cuánto tiempo pasaría antes de que Carlos la llamara? Conociéndolo, querría
colocarse después de dar el golpe. Gabriela lamentó no tener algo de heroína
en ese momento; en otro tiempo aquella cosa la tranquilizaba.
Intentó ver la televisión, pero estaba demasiado nerviosa, así que se pasó
toda la noche dando vueltas de aquí para allá por el salón. Jamás había visto a
un reloj moverse con tanta lentitud. Pareció pasar una eternidad hasta que
llegó la medianoche, y luego la una, y las dos llegaron aún con más lentitud.
Pero por fin llegó la hora; la casa estaba siendo robada, y pronto, con un poco
de suerte al día siguiente, tendría el dinero, su papi sería operado y todo
saldría bien.
El único problema era que tenía una terrible sensación de vacío en el
estómago, como si algo no fuera a salir bien. No paraba de decirse: No
pienses en eso. Es una estupidez. Nada va a salir mal. Cogerán el anillo y el
collar y todas las joyas y las venderán, y pronto tendrás el dinero para papi.
Se decía esto una y otra vez, pero no acababa de creérselo. La sensación
desagradable seguía allí; y no iba a desaparecer, claro.
A las tres y media, sabía que todo debería haber acabado ya. Que debían
de estar fuera de la casa, de vuelta en la de Carlos o donde fuera. Entonces,
¿cómo es que no la llamaba? Le había dicho que iría a una cabina telefónica
después de robar la casa y que la llamaría con una tarjeta de prepago para que
la policía no pudiera relacionarlos por la llamada. Tal vez no hubiera tenido
oportunidad de telefonearla todavía; quizá sólo se estuviera asegurando de
que estaban a salvo y todo iba bien; y luego la llamaría.
Pero cuando dieron las cuatro, Gabriela no se creyó que Carlos se
hubiera olvidado de telefonear. Él y su amigo la estaban timando. No iban a
dividir el dinero en tres partes. No había sido más que otra de las engañifas
de Carlos. Iban a hacer dos partes, y una de ellas no iba a ser la suya. No
sabía cómo había sido tan idiota de confiar en un hombre que ya le había
mentido tanto, que le había contagiado una enfermedad tan grave y
destrozado la vida.
Estuvo varias veces en un tris de llamarle al móvil, pero en cada ocasión
se contuvo en el último segundo. Sabía que si Carlos iba a robarle su parte no
contestaría al teléfono cuando llamara, y por otro lado seguía teniendo
esperanzas de estar equivocada, de que hubiera ocurrido algo, como que él no
hubiera tenido oportunidad de llegar todavía a un teléfono para llamarla, y de
que todo acabara bien.
Más tarde, a las cinco de la mañana, seguía en el salón esperando a que
sonara el teléfono, cuando apareció Manuela.
—Mami, ¿pasa algo?
—Sólo que estaba preocupada por tu abuelo.
—Creía que dijiste que Dios iba a salvarlo.
—Ya no lo sé, cariño —dijo Gabriela—. Puede que Dios esté hoy muy
ocupado.
Le dio un beso y se puso a prepararle el desayuno y la comida, para que
se la llevara luego al colegio. Estaba muy agradecida por tener una hija tan
hermosa, y sabía que si no fuera por su Manuela probablemente se habría
suicidado hacía mucho tiempo.
Su hija volvió a la cama, y ella encendió el televisor sólo para tener la
mente ocupada. Vio un rato Cada día en Telemundo y luego cambió a una
emisora de noticias en inglés, confiando en averiguar algo sobre el robo. Lo
cierto es que no pensaba que fuera a haber nada al respecto en la televisión,
sólo que se estaba volviendo loca, así que no se lo podía creer cuando vio a la
periodista delante de la casa de los Bloom.
Le costó comprender qué estaba sucediendo. No porque su inglés no
fuera lo bastante bueno —no lo hablaba con fluidez, pero por lo general
comprendía la mayor parte de las noticias que daban en la televisión—, sino
porque no creía que un robo en una casa fuera una noticia tan importante para
salir en los informativos de la televisión; carecía de lógica, sencillamente.
Pero entonces oyó lo que estaba diciendo la mujer acerca de que uno de los
hombres que había entrado en la casa había resultado muerto por los disparos
efectuados por Adam Bloom. El mismo señor Bloom apareció en la
televisión, explicando los motivos que le habían llevado a utilizar su arma.
Gabriela seguía sin poder creérselo; pensó que debía de estar dormida y que
tenía una pesadilla. Entonces oyó lo que decía la periodista.
—La policía ha identificado al muerto como Carlos Sánchez, de treinta y
seis años y residente en Queens.
Permaneció sentada en el sofá mucho tiempo mirando de hito en hito el
televisor; no sabía si durante segundos, minutos u horas. Por fin pudo pensar.
No se explicaba cómo podía haber ocurrido. Se suponía que los Bloom
estaban de viaje; se suponía que la casa tenía que estar vacía. ¿Y por qué el
señor Bloom había disparado a Carlos? Gabriela sabía que tenía una pistola
—la había visto en el armario empotrado del dormitorio mientras limpiaba, e
incluso a veces el señor Bloom la había dejado fuera, sobre la mesita que
había junto a la cama—, pero no era capaz de imaginarse a aquella clase de
hombre matando a alguien, por más que su casa estuviera siendo robada.
Simplemente no tenía lógica.
Entonces cayó en la cuenta del verdadero significado de aquello, y
empezó a llorar como si estuviera en un funeral, pero no estaba llorando por
Carlos. Últimamente no iba demasiado a la iglesia, aunque seguía creyendo
en Jesucristo y en que incluso las malas personas como Carlos tenían algo
bueno en alguna parte de su interior. Pero seguía sin poder lamentar que
estuviera muerto, lo que era comprensible con todas las cosas malas que le
había hecho. Por lo que estaba llorando era por su papi. Carlos no era el único
hombre al que el señor Bloom había matado con su arma, porque ahora su
papi también iba a morir.
Seguía sentada en el sofá, llorando, cuando llamó Beatrice.
—¿Te has enterado de lo que ha ocurrido en casa de los Bloom esta
noche? —Beatrice le dijo que estaba en Forest Hills, trabajando en otra casa,
y que todos hablaban del asunto.
—Sí, lo he visto en las noticias.
—Dicen que el tipo que mataron se llama Carlos, Carlos Sánchez. No es
tu antiguo novio, ¿verdad?
—No le digas a nadie que lo sabes —le rogó Gabriela—. Por favor.
—¿Por qué? —preguntó su hermana—. ¿Qué sucede?
—Nada —respondió Gabriela—. Es que no quiero que aparezca la
policía haciéndome preguntas, cuando estoy tan preocupada por papi.
—¿Te encuentras bien? —insistió—. No se te oye bien. Me estás
preocupando.
—Estoy bien —contestó Gabriela, llorando—. Pero por favor, por favor
te lo pido, no le digas nada a la policía. Te lo suplico.
Estaba asustada, aún más que cuando se enteró de que tenía el sida. Al
menos para la enfermedad podía tomar medicinas, pero no se le ocurría nada
para arreglar aquello. Había mucha gente que sabía que Carlos era su ex
novio. Los Bloom y las demás personas para las que trabajaba no lo sabían
porque no había querido que se enterasen de lo de las drogas y el sida, pero
Beatrice y toda su familia lo sabían, y Manuela lo sabía, y los vecinos de su
casa lo sabían. ¿Y qué pasaba con todas las veces que había hablado con
Carlos por el móvil en las dos últimas semanas? Era imposible que la policía
no lo averiguara.
Estaba pensando de nuevo en suicidarse; podía saltar desde un puente o
ingerir pastillas. Lo de las pastillas sería muy fácil. Tenía un frasco entero de
somníferos, y se las podía tomar todas de golpe y morir rápidamente.
Probablemente también sería mejor para Manuela que estuviera muerta; no le
iba a reportar ningún beneficio tener a una madre en la cárcel. Beatrice la
criaría bien y le daría una vida feliz.
A las siete y media, después de que Manuela se marchó al colegio,
Gabriela sacó los somníferos del botiquín. Tenía pensado enviar un mensaje
de texto a su hermana, para decirle lo que iba a hacer y que fuera ella la que
descubriera su cuerpo y no Manuela. Lo único que esperaba era morir antes
de que Beatrice llegara a su piso. Lo peor sería despertarse viva en la cama de
algún hospital.
Se disponía ya a escribir el mensaje de texto cuando sonó el timbre.
Miró por la mirilla y vio a un hombre de pelo oscuro.
—¿Quién es? —preguntó.
—Policía —contestó el hombre.
Se quedó sorprendida. Sabía que aparecerían, pero nunca pensó que lo
hicieran con tanta rapidez. Iba a cerrar con llave la puerta y tomarse las
pastillas, pero tuvo miedo de que el policía echara la puerta abajo, llamara a
una ambulancia y la salvara.
Abrió la puerta, esperando poder convencerlo para que se fuera y que
pudiera tener la oportunidad de suicidarse.
—¿Sí?
—¿Es usted Gabriela?
El hombre llevaba una cazadora de piel y unas gafas de sol oscuras. No
parecía un policía.
—Sí —respondió. No recordaba haber estado nunca tan asustada.
El tipo se llevó la mano al bolsillo interior de la cazadora para buscar
algo. Gabriela pensó que vería una placa, pero fue una pistola. Miró por el
negro agujero del arma y vio la cara de su pobre papi.
1. En español, en el original. En lo sucesivo, en los casos similares
evitaremos la nota. (N. del T.)
6

Marissa se levantó de la cama alrededor del mediodía y se dirigió a la


escalera principal. Estaba más o menos a la mitad cuando se paró de repente
y se sintió sin ánimo para seguir bajando. Aunque parecía que la sangre había
desaparecido, recordó el aspecto de aquel tipo, de aquel enorme trozo de
mandíbula que le faltaba y de toda la sangre, y le dio tal asco que le pareció
que iba a vomitar allí mismo. Prefirió bajar por las escaleras traseras y entró
directamente en la cocina. Tenía previsto ignorar a su padre y aplicarle el
tratamiento de silencio después de la discusión que habían tenido la noche
anterior. No le vio en la planta baja, y su madre tampoco andaba por allí.
—¡Mamá! —gritó.
No hubo respuesta. Por lo general, le encantaba tener la casa para ella
sola, pero después de lo de la noche pasada, la idea de estar sola le ponía los
pelos de punta.
—¡Mamá! ¡Papá!
Su padre salió del gabinete, terminando de hablar por la BlackBerry.
—De acuerdo, Lauren, lo comprobaré contigo más tarde. Hasta luego,
entonces.
Al principio Marissa se sorprendió un tanto de que su padre se
comportara con tanta naturalidad, que pudiera volver al trabajo con tanta
rapidez después de haber pasado por semejante trauma, pero entonces decidió
que era absolutamente lógico. Después de todo, no era precisamente un
dechado de emotividad. Recordó que no había derramado ni una lágrima en
el funeral de su padre —incluso en el cementerio, mientras lo metían en la
fosa, había permanecido impertérrito—, y luego, al cabo de unos meses,
había acabado hecho una mierda, y se había pasado los días y las horas
refunfuñándole a todos sin parar y bebiendo demasiado. Probablemente
tardaría algunas semanas en darse cuenta de sus sentimientos respecto al
tiroteo, y mientras, descargaría su angustia sobre ella y su madre.
Cuando entró en la cocina Marissa estaba en la encimera, sirviéndose
una taza de café templado.
—Hola, buenos días —le dijo su padre con un optimismo fuera de lugar
—. ¿Qué tal dormiste?
Ella esperó unos segundos antes de mascullar su respuesta.
—De mierda.
—Uy, eso apesta —comentó él—. Tal vez deberías echarte una siesta
más tarde. Ah, y a propósito, siento mucho lo de anoche. Estaba
sencillamente agotado y nervioso y no debería haberlo pagado contigo.
—No importa —dijo Marissa, nada dispuesta a perdonarle todavía.
—No, nada de «no importa» —replicó él, imitándola—. Me equivoqué y
lo siento. ¿Amigos?
Extendió los brazos, invitándola a darle un abrazo.
—Amigos —repuso ella a regañadientes.
Se abrazaron sin entusiasmo; luego Marissa le dio un sorbo al café. Le
supo a barro ácido.
—Oye, estaba pensando —prosiguió su padre— que a lo mejor, en lugar
de ir a Florida, hago que venga la abuela en avión.
—¿Y puede viajar? —preguntó Marissa.
—Me dijo que últimamente se sentía mucho mejor y que soportaría el
vuelo. Podría dormir abajo, en el sofá cama, y utilizar el baño de aquí para
que no tengamos que preocuparnos de que suba y baje las escaleras.
—A mí me parece bien.
Siempre estaba dispuesta a ahorrarse un viaje a Florida. De niña le
gustaba ir allí, sobre todo porque a la vuelta ella y sus padres siempre se
paraban en Disney World, pero desde hacía diez años o así ir al piso de
abuela en North Miami había sido una tortura. Siempre era agradable ver a la
abuela, pero en su piso Marissa era básicamente una prisionera donde tenía
que permanecer encerrada todo el día, o bien jugando al Rummy Q, o bien
viendo concursos en la televisión, mientras llegaba la hora del pasatiempo
principal: la madrugadora cena a las cuatro de la tarde.
—Sí, creo que voy a llamarla y sugerírselo —continuó su padre—.
Puede que la semana que viene, o la otra.
—Bueno —dijo Marissa—, ¿hay alguna noticia?
—¿Alguna noticia sobre qué?
¿Estaba hablando en serio el tío?
—Sobre el tiroteo.
—Ah, no —respondió su padre—. Esto, no sé qué noticias podría haber
desde anoche. En fin, se llevaron el cadáver nada más irte a la cama, y yo me
quedé levantado como una hora más. He recibido montones de llamadas y
correos electrónicos, por supuesto. Es asombroso cómo corren las noticias.
¿Te acuerdas de mi amigo Stevie Lerner? ¿Un tío grande, con el pelo negro y
rizado? Bueno, le conociste cuando tenías unos ocho años, creo, y la última
vez que le vi fue en una boda, puede que hace unos diez años. Bueno, pues
me llamó para ver si todo iba bien.
—¿Han averiguado ya cómo entraron los ladrones? —preguntó Marissa.
—No, creo que no —contestó su padre, como si realmente le trajera sin
cuidado que hubiera sido de una manera u otra—. Pero el cerrajero ya vino,
tenemos cerraduras nuevas en la puerta trasera, Medecos. Hay llaves nuevas.
El técnico de la alarma debería estar aquí a eso... —Miró la hora en su móvil
—. La verdad es que tendría que haber llegado hace media hora.
Marissa le dio otro sorbo al asqueroso café.
—Hablaré contigo después —y empezó a marcharse de la cocina.
—Estaba pensando —dijo él— que quizá podríamos ir todos a cenar
fuera esta noche. Ya sabes, como una familia.
—Había quedado con algunas amigas.
Eso no era cierto en manera alguna. No tenía ningún plan con sus
amigas; simplemente no le apetecía pasar toda la noche con sus padres.
—Ah, entonces tal vez deberíamos hacer algo el fin de semana, los tres
solos. Podríamos ir a la ciudad a ver una película o un espectáculo. ¿Cuándo
fue la última vez que fuimos a ver un espectáculo de Broadway? Hace siglos.
—¿Estás seguro de que te encuentras bien, papá?
—Muy bien —replicó él con una sonrisa insólitamente amplia—. ¿A
qué te refieres?
—A la forma en que te estás comportando. No es... no sé... no es
normal.
—¿Qué quieres decir? —preguntó su padre—. He tenido una sesión
telefónica con un paciente. Me estoy ocupando de las cosas de la casa. Creo
que me estoy comportando con absoluta normalidad.
—Sí, pero es que no es normal que te comportes con normalidad. En fin,
que deberías estar alterado.
—¿Alterado por qué?
—Disparaste a una persona. Si me hubiera ocurrido a mí, bueno, si
hubiera sido yo la que le hubiera disparado, ahora mismo estaría hecha una
mierda. Vaya, que ni siquiera podrías hablar conmigo.
—Cada uno se enfrenta a las cosas de manera diferente.
—Cualquiera estaría afectado —insistió Marissa.
—Mira, al principio estaba afectado, ¿vale? Bueno, tú me viste anoche,
¿no es así? Entonces expresé mi ira, pero ahora lo llevo bien, realmente bien.
En fin, que no me voy a flagelar por ello. Fue una situación difícil, e hice
todo lo que pude dadas las circunstancias. Ojalá no hubiera sucedido, pero
sucedió, y le podría haber ocurrido a cualquiera..., y eso es lo que importa.
¿Sabes cuántas personas tienen armas en este barrio? Los Zimmerman, los
Stenato, los Silverman, los Cole, todos tienen un arma. Estoy seguro de que
hay un arma en cada una de las otras casas de esta manzana, cuando no en
todas las casas, y creo que cualquier otro padre habría hecho lo mismo que
yo. Protegí a mi familia, eso es todo. No es algo por lo que haya que sentirse
mal, es algo por lo que sentirse bien.
Por Dios, era tan profunda su resistencia a aceptar la realidad que no
había nada que hacer.
—Mira, papá, yo en tu lugar hablaría con alguien. Con tu psicoterapeuta,
con algún otro terapeuta, con quien fuera. La verdad es que creo que en este
momento sigues conmocionado, pero que no te das cuenta.
—¿Conmocionado? —preguntó él, como si nunca hubiera oído
semejante palabra—. ¿Por qué di...?
—¿Hola? —gritó Dana. Parecía que estuviera en el vestíbulo, cerca de la
puerta de la calle. Parecía completamente aterrorizada, como si hubiera
ocurrido algo terrible—. ¿Quién está en casa?
Marissa y su padre se miraron con un expresión de preocupación,
salieron juntos de la cocina y encontraron a su madre en el salón. Parecía
presa del pánico y, acercándose directamente a Marissa, la rodeó con los
brazos y no la soltó.
—¿Qué pasa, mamá? ¿Qué sucede?
Ahora su madre estaba llorando, pero su forma de hacerlo era peor que
la noche anterior. La noche anterior sólo estaba alterada; en ese momento
parecía desolada.
—Sí, ¿qué sucede? —preguntó su padre, preocupado aunque tranquilo.
Su madre la soltó. Las lágrimas le corrían por las mejillas, dejándole
manchones de rímel, y los labios le temblaban.
—A-acabo de hablar co-co-con el de-de-detective... Cle-cle-clements.
—Tuvo que tomar aire—. Le llamé por lo del papel... Me devolvió la llamada
y... y... ha muerto.
Marissa se había perdido.
—¿Quién ha muerto?
—Ga-gabriela —dijo—. Alguien le disparó. Está muerta.
Marissa estaba confundida. La única Gabriela que conocía era la
asistenta, pero eso era imposible. Debía de haber entendido mal. Su madre
debía de haber querido referirse a otra Gabriela, puede que a alguien del
barrio o a una amiga de una amiga.
—¿Gabriela? —preguntó Marissa—. ¿Qué Gabriela?
Su madre no fue capaz de hablar durante varios segundos, y entonces
soltó:
—Nuestra Gabriela.
Le pareció como si la habitación estuviera girando, y luego ya no estuvo
segura de en dónde estaba. Su padre tuvo que agarrarla para evitar que se
cayera. Sin saber cómo, acabaron en el sofá del salón, ella sentada entre su
madre y su padre.
Su madre le estaba preguntando si se encontraba bien; Marissa, llorando,
comentó:
—No es verdad. Por favor, dime que no es verdad.
—Es verdad —le dijo su madre entre sollozos—. Es verdad, es verdad,
es verdad.
—¿Cómo sabes que es verdad? —preguntó su padre—. Puede que sea
un error.
Él no estaba llorando, y ni siquiera parecía muy disgustado. Parecía
extrañamente tranquilo y seguro de sí mismo.
—Me lo dijo él —aclaró su madre—. El detective. Dijo que le habían
disparado esta mañana... en su piso.
—Puede que sea una confusión —insistió Adam—. Tal vez se trate de
otra Gabriela.
—No, se lo pregunté —dijo Dana tajantemente—. Me dijo que se
trataba de Gabriela Moreno, y me dio su dirección en Jackson Heights. No es
un error. Está muerta. Alguien le disparó.
Marissa seguía llorando. La noche anterior había sido uno de los
momentos más terroríficos de su vida, pero aquello era como una completa
pesadilla. Gabriela era tan joven, tan feliz, tan saludable. ¿Cómo podía estar
muerta? Era imposible.
Entonces se le ocurrió.
—Ay, Dios mío. No creerás que esto tiene alguna relación con lo de
anoche, ¿verdad?
—No tiene ninguna relación con lo anoche —terció rápidamente su
padre—. Vale, vamos, no nos pongamos histéricos antes de conocer todos los
hechos. Quiero hablar con Clements y averiguar exactamente lo que está
pasando aquí.
Se estaba esforzando tanto en aparentar que mantenía la calma. La gente
estaba muriendo a diestro y siniestro, pero él se podía encargar del asunto,
faltaría más, no era más que una minucia.
—Me dijo que se pasaría —les informó Dana— más tarde.
—Bien —dijo su padre—. Estoy seguro de que ahora hay muchas cosas
que ignoramos.
—¿No dijo Clements que iba a ir a hablar con Gabriela? —preguntó
Marissa—. ¿No fue eso lo que dijo anoche?
—No tuvo ocasión de hablar con ella —le aclaró su madre—. Dijo que
tenía previsto hablar con ella hoy, cuando...
—Entonces tiene que tener alguna relación con lo de anoche —insistió
Marissa—. Es demasiada casualidad.
Su padre se levantó y empezó a hacer una llamada con su BlackBerry.
—Comprobemos una cosa, ¿de acuerdo? —dijo.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó su mujer.
—Veamos si coge el teléfono.
—Pero ¿qué te pasa? —le espetó Dana—. Te lo digo en serio, está
muerta.
Él la ignoró, ya con el teléfono en la oreja. Varios segundos después
colgó.
—Sale el buzón de voz.
—Pues claro que sale su buzón de voz —gritó Dana—. ¿Qué coño te
pasa?
—¿Os importa hacer el favor de dejar de discutir? —suplicó Marissa.
—¿Cuál es su móvil? —preguntó su padre, y su madre se inclinó sobre
su regazo, se agarró mechones de pelo como si tratara de arrancárselo todo de
pura frustración, y a continuación emitió un furioso y áspero sonido gutural.
—¿Qué dijiste antes acerca de un papel? —preguntó Marissa.
Sin levantar todavía la mirada y mesándose aún el cabello, su madre
dijo:
—Tenía el código de la alarma escrito en un trozo de papel. Me di
cuenta de que había desaparecido esta mañana, por eso llamé a Clements.
—Vale, piensa en lo que estás diciendo —dijo su padre. Se había
levantado del sofá—. Piensa en ello un segundo sin ponerte histérica.
Conoces a Gabriela, ¿verdad? Sabes lo estupenda que es, lo leal que es, lo
digna de confianza que es. ¿Cuántas veces ha estado sola en esta casa?
¿Cuántas veces nos hizo de canguro o recogió del colegio a Marissa? Lleva
trabajando para nosotros ... ¿cuántos años?, ¿doce?, ¿trece? Y durante todo
ese tiempo jamás nos ha robado nada. Hablo de que nunca jamás cogió un
billete de dólar de encima de mi escritorio. En fin, es probable que hayan sido
centenares las ocasiones en que ha tenido acceso a mi cartera, a tu bolso, a tus
joyas, y jamás nos ha robado un centavo. Pero ahora estás segura, no albergas
la menor duda de que ha conspirado con ese delincuente, el tal Sánchez, para
robar en nuestra casa. ¿Por qué? ¿Porque los dos son hispanos? Pues bueno,
sólo considera lo absurdo que es semejante cosa antes de empezar a gritarme
como una loca, ¿de acuerdo?
Acabó el discursito con aire de sentirse orgulloso de sí mismo, como si
acabara de pronunciar un monólogo shakesperiano o algo parecido. Pero —
Marissa tenía que admitirlo— la idea de que Gabriela formara parte del robo
sonaba de lo más disparatado. No se le ocurría ninguna situación en la que
Gabriela hiciera algo que perjudicara a su familia.
—Papá tiene razón, la idea parece bastante descabellada —dijo. Y
luego, dirigiéndose a él—: ¿Así que piensas que todo ha sido una tremenda
coincidencia? ¿Crees que es una coincidencia que a ella le disparen a la
mañana siguiente de que nos roben en casa y justo antes de que el detective
tenga ocasión de hablar con ella?
—Mira, en este momento ignoramos muchas cosas —le respondió—. A
lo mejor tiene que ver con su hija, con algún tipo con el que estuviera
saliendo.
—Manuela tiene once años —comentó Marissa.
—Lo que intento decir —prosiguió él— es que confirmemos que
realmente está muerta.
—¡Ya está confirmado! —gritó de repente su madre. Tenía el rostro
congestionado y los ojos desorbitados—. ¿Cuántas veces te lo tengo que
decir para que se te meta en tu dura mollera? ¡Está muerta! ¡Joder, está
muerta!
Su padre sacudió la cabeza con frustración y se fue a la cocina.
—Eres tan puñeteramente insoportable —prosiguió su madre, que se
marchó a la sala de la casa.
—Mamá —gritó Marissa, y echó a andar tras ella.
Vio que su madre se dirigía hacia la escalera principal, dudaba un
instante, como si de pronto recordase lo que había ocurrido allí, y luego
echaba a correr escaleras arriba.
Marissa no se podía creer cómo se había ido al traste todo de repente.
Gabriela había sido siempre sumamente cariñosa y simpática y sin duda una
de las personas más amables que hubiera conocido en su vida. Se acordó de
las veces que había jugado con ella, y a la de sitios que la había llevado
cuando era pequeña. Ya en el instituto, cuando había tenido problemas con
los chicos, nunca se había sentido cómoda contándoselo a sus padres, y
siempre había podido contar con Gabriela para que la aconsejara. Marissa le
había ayudado a aprender inglés, y Gabriela le había ayudado con su español.
Había sido una mezcla de hermana mayor y amiga íntima, y ahora era
incapaz de aceptar la idea de que se hubiera ido, de que estuviera tan muerta
como el tipo de la escalera de la noche anterior, de que jamás volvería a ver
su cara ni a oír su voz.
Parada en el vestíbulo, empezó a llorar de nuevo. Entonces llegó su
padre, la rodeó con un brazo y, con aquella voz de falsa tranquilidad, le dijo:
—Todo va a ir bien, cariño. Te lo prometo.
Marissa no pudo aguantarlo más. Si antes estaba en plan de aquí no pasa
nada, ahora era ya un caso sin remedio. Se apartó de él.
—Por favor, papá, déjalo ya —y se fue arriba, sin darse cuenta siquiera
de que había pasado junto al lugar donde había estado tirado el cadáver hasta
que estuvo en su habitación.
Consultó su móvil y vio que había recibido un puñado de correos
electrónicos y mensajes de texto de sus amigos conforme la noticia del robo
empezara a circular. Le entraron verdaderas ganas de descargar su rabia, de
dejarla salir, así que en lugar de contestar individualmente, se conectó a
Internet y escribió una extensa entrada en su blog «La chica artista», que la
mayoría de sus amigos —al menos los más íntimos— leían a diario.
Describió el robo con el mayor dramatismo que pudo, centrándose en lo
aterrorizada que se había sentido cuando se despertó y oyó a los intrusos en la
casa, todo lo que había ocurrido con el tiroteo y en el interrogatorio al que la
policía les había sometido a ella y a su familia durante la mayor parte de la
noche. Omitió que Clements le había preguntado si consumía drogas en casa,
un tanto paranoica de que hacerlo pudiera incriminarla de alguna manera.
Aunque no hizo ninguna alusión concreta a Gabriela, algo dio a entender al
terminar con: «Ahora parece que las cosas se han jodido aún más. Éste es el
día más delirante de mi vida».
Después de fijar la entrada, buscó en Google News «Gabriela Moreno»
con la esperanza de no encontrar nada, pero había dos reportajes sobre el
asesinato. Los leyó con un sentimiento de desolación y parálisis. Los
artículos daban en buena medida la misma escasa información que su madre
ya les había notificado: Gabriela había sido asesinada a tiros esa mañana en
su piso de Jackson Heights por un agresor desconocido. La causa del
asesinato también se ignoraba.
—¡Maldita sea! —exclamó y, levantándolo en el aire, estampó el
teclado contra la mesa. Algo pareció romperse, pero le trajo sin cuidado.
Esperaba que quienquiera que la hubiera asesinado se pudriera en el
infierno por ello, aunque seguía sin poder creerse que realmente Gabriela
hubiera estado involucrada en el robo. Tal vez su padre tuviera razón acerca
de que se trataba de una mera coincidencia. Quizá le dispararon por algún
motivo absurdo y aleatorio. Parecía cogido por los pelos, aunque no más
cogido por los pelos que el que Gabriela hubiera tenido alguna relación con el
sujeto muerto, el tal Sánchez.
—Marissa —Su padre llamó a la puerta—. Marissa, ¿puedes bajar un
segundo, por favor? El detective Clements está aquí.
Fantástico, justo lo que necesitaba.
—Ya voy —respondió, casi en un bisbiseo.
—¿Qué?
—¡He dicho que voy ahora mismo! —gritó.
Se tomó su tiempo, que invirtió en contestar algunos correos más, y
luego bajó. Su madre, con la cara todavía sucia de rímel, estaba sentada a la
mesa del comedor con Clements. Su padre parecía más serio que antes.
—¿Qué sucede? —preguntó Marissa.
—Por favor..., siéntate con nosotros —dijo Clements.
Marissa se sentó en la silla vacía y se percató de que su madre y su
padre evitaban mirarse a los ojos.
—Supongo que te has enterado de la noticia —prosiguió el policía.
—Lo de Gabriela, sí —contestó Marissa—. ¿Por qué? ¿No habrá muerto
nadie más? —Lo dijo medio en broma.
—No, no ha muerto nadie más —comentó su padre con voz monótona.
—Acabo de informar a tus padres de algunos de los últimos
acontecimientos.
—Ay, no, ¿qué pasa ahora?
—Estaba involucrada en el robo —terció su madre.
—¿Están seguros de eso? —preguntó Marissa.
—Es muy probable que estuviera involucrada —precisó Clements—.
Hemos establecido una conexión, una conexión muy evidente, entre ella y
Carlos Sánchez.
—¿Qué clase de conexión? —preguntó.
—Tuvieron una relación —respondió Clements—. Salieron juntos
durante varios años y hubo una historia de violencia doméstica. Ella incluso
había conseguido una orden de alejamiento contra él.
Marissa miró a madre y luego a su padre con incredulidad.
—¿Sabíais esto?
Su madre negó con la cabeza; su padre no reaccionó de ninguna manera.
—Habló con él en numerosas ocasiones por el móvil en los días previos
al robo —siguió Clements—. Un vecino también cree haberle visto un día en
el edificio de Gabriela la semana pasada, pero tal extremo no ha sido
confirmado todavía.
—Espere, todo esto no tiene ninguna lógica —dijo Marissa—. Si tenía
una orden de alejamiento contra él, ¿por qué habría ido él al domicilio de
ella?
—No estamos seguros —respondió el policía—. Su hermana dice que el
padre de ambas, que vive en Ecuador, está enfermo y necesita dinero para
una intervención quirúrgica, así que eso puede haber sido el motivo.
—Cuéntele lo del sida —intervino su madre.
—¿Su padre tiene sida? —preguntó Marissa.
—Su padre no..., Sánchez —aclaró Clements—. No lo había
desarrollado. Era seropositivo.
—No veo qué relación tiene que ese hombre tuviera el sida con todo
esto —dijo el padre de Marissa.
—Ahora nos tendremos que hacer las pruebas todos —declaró su madre.
—Eso es ridículo —le amonestó su marido.
—Su sangre estaba por toda la escalera —replicó ella, de pronto con
pinta y voz de loca—. Podría haberte salpicado.
—Oh, para ya —soltó él, sacudiendo desdeñosamente una mano hacia
su mujer.
A Marissa le parecía increíble que sus padres estuvieran discutiendo
sobre la transmisión del sida. Oficialmente acababan de alcanzar un nuevo
mínimo en su bajeza.
—El riesgo de transmisión del sida en esta clase de situaciones es
mínimo, cuando no inexistente —aclaró Clements—. El virus muere
prácticamente en el acto cuando entra en contacto con el aire.
—¿Lo ves? —le espetó su padre a su madre, como si se sintiera
orgulloso de sí mismo.
—Me trae sin cuidado —replicó ella—. Había sangre por todas partes.
Quiero hacerme las pruebas.
—Pues si quieres hacerte las pruebas, háztelas —refunfuñó el padre de
Marissa—. Yo no te lo puedo impedir.
—Muy bien, a ver si lo he entendido bien —dijo Marissa, dirigiéndose a
Clements—. ¿Ustedes creen que Gabriela cogió el código de la alarma para
que ella y su ex novio pudieran robar en nuestra casa?
—Parece lógico —admitió el detective—. Su madre afirma que cree que
Gabriela tenía acceso al código.
—¿Y qué hay de las llaves? —preguntó Marissa.
—Podría haber hecho unos duplicados en cualquier momento —explicó
el detective—. Estamos hablando con los cerrajeros de la zona, y supongo
que acabaremos por descubrir que hizo copias de las llaves de la puerta
trasera.
—No me lo creo —intervino la madre de Marissa—. Si Gabriela robó la
casa, entonces ¿quién la asesinó? Explíqueme eso.
—Es demasiado pronto para especular —contestó Clements.
Cuando la madre de Marissa puso los ojos en blanco, la chica le dijo a
su padre:
—Pensaba que estabas seguro de que la otra persona que entró en casa
era un hombre.
—No estoy seguro de eso. Podría haber sido una mujer.
—Según tus padres —prosiguió Clements, dirigiéndose a Marissa—,
Gabriela no sabía que habíais cancelado el viaje a Florida, así que es posible
que creyera que la casa estaría vacía. ¿Le dijiste tú que no os ibais a Florida?
Marissa guardó silencio, limitándose a negar con la cabeza.
Estaba empezando a asumirlo: Gabriela había estado involucrada en el
robo de su casa. Realmente lo había estado.
—Ay, por Dios —dijo—. No creo que pueda soportar nada más de esto.
Su padre, mostrándose repentinamente protector, intercedió por ella.
—Si no tiene más preguntas que hacerle, ¿por qué ha de permanecer
aquí?
Clements lo ignoró y se dirigió a Marissa.
—Entiendo que estabas muy unida a Gabriela.
—Sí —admitió ella, haciendo todo lo posible para no echarse a llorar—.
Lo estaba.
—¿Hablaste con ella en algún momento en los últimos días?
—El lunes —respondió Marissa—. La vi el lunes.
—¿Te habló de lo mucho que necesitaba el dinero o de si había vuelto
con su antiguo novio?
—Ni siquiera sabía que hubiera tenido un novio.
—¿Así que no hubo nada extraño en su comportamiento?
—Nada en absoluto. Era la Gabriela feliz y risueña de siempre.
—Bien, por lo que se ve, se le daba muy bien guardar secretos —
comentó Clements—. ¿Te contó alguna vez que consumiera drogas?
—¿Gabriela? —preguntó Marissa, estupefacta—. ¿Me toma el pelo? Era
una enemiga acérrima de las drogas.
—Sánchez tenía antecedentes como heroinómano —explicó Clements
—. Es probable que, puesto que había tenido una relación con Gabriela, ella
también consumiera heroína, o al menos que lo hiciera cuando estaban juntos.
—Es difícil de creer —terció el padre de Marissa.
—Yo tampoco me lo puedo creer —abundó su madre—. El dinero es
una cosa. Cualquiera puede estar desesperado y cometer un error, pero
¿drogas? No creo que hubiera podido ocultárnoslo.
—Se sorprendería de lo que la gente oculta cuando se pone a ello —
aseveró Clements.
Se hizo un embarazoso silencio en la habitación que duró varios
segundos —Marissa se dio cuenta de que su madre y su padre por igual
parecían incómodos—, y entonces éste preguntó:
—Bueno, ¿eso es todo?
—Sí —replicó Clements, levantándose—. Por el momento.
Marissa y su padre también se pusieron de pie.
—Tienes que estar tomándome el pelo —dijo su madre, permaneciendo
sentada—. «¿Eso es todo?» Hay un asesino ahí fuera, un asesino que
probablemente haya estado anoche en nuestra casa y tú preguntas si «¿Eso es
todo?»
—No sabes... —empezó a decir su padre.
—¡Claro que sabemos! —le gritó ella—. ¿Por qué crees que asesinaron
a Gabriela? Porque alguien quería que guardara silencio, ¡por eso! ¡Y tú
disparaste al otro tipo! Lo mataste, ¿y crees que su cómplice no va a volver
aquí?
—Ya está bien, trate de calmarse —medió el policía.
—¿Por qué puñetas habría de intentar calmarme? —replicó la mujer—.
¿Acaso tienen alguna pista? ¿Tienen alguna idea, la más mínima idea, de
quién asesinó a Gabriela?
—Estamos trabajando en ello —dijo Clements.
—Oh, están trabajando en ello —ironizó Dana—. Eso hace que me
sienta mucho mejor. Se le da tan bien tranquilizarnos. Y mientras, podría
haberle salvado la vida a Gabriela. Anoche, si no se hubiera quedado aquí
preguntándonos por la pipa de agua de mi hija, podría haber ido a hablar con
ella, y de paso evitar que la asesinaran y averiguar quién es el otro tipo.
Bueno, jamás lo encontrarán, y él sabe quiénes somos, sabe dónde vivimos ¡y
ha estado en nuestra casa!
—Lo siento —se excusó Adam con Clements.
—¡No tienes que disculparte por mí, hijo de puta! —gritó su mujer—.
Tu provocaste todo esto... ¡Tú y tu estúpida pistola! ¿Cuántas veces te dije
que te deshicieras de ella?
—Ahora es el turno de las acusaciones —comentó el padre de Marissa.
—¡Pues sí, te estoy acusando! —gritó Dana—. ¿A quién si no debería
echarle la culpa?
—¿Lo ves? Sabía que no podrías contenerte eternamente. Te estabas
muriendo por echarme la culpa. Adelante, no te cortes, oigamos toda esa
rabia.
—Te dije que si tenías esa arma en casa algún día ocurriría algo terrible.
No me hiciste caso, y, ¿sabes qué?, que ha sucedido algo terrible. ¡Qué
sorpresa!
—¡Terrible! —gritó Adam—. Ésa sí que es buena, me encanta. No,
terrible habría sido que os hubieran asesinado a ti y a Marissa, eso habría sido
terrible. ¡Deberías darme las gracias en lugar de gritarme!
—¿Quieres que te dé las gracias? Muy bien, ¡pues gracias! ¡Gracias por
joderme la vida!
—¡Podéis dejarlo de una vez? —gritó Marissa con todas sus fuerzas.
Por fin se hizo el silencio mientras los padres de Marissa siguieron
fulminándose mutuamente con la mirada, respirando agitadamente. Entonces
Clements declaró:
—Les mantendré informados, y por su parte, comuníquenme cualquier
cosa que se les ocurra —Entonces miró a Dana y añadió—: Y pese a lo que
crea, señora Bloom, sabemos hacer nuestro trabajo, y creo que lo hacemos
muy bien. —Guardó la libreta en el bolsillo y concluyó—: Les reitero mi
condolencia por la pérdida —y se marchó.
Marissa se quedó con sus padres en el comedor, viendo cómo
intercambiaban miradas. Entonces Adam dijo:
—Eso estuvo genial, insultar a todo el Departamento de Policía de
Nueva York. ¿Por qué no?
Aquello hizo que su madre estallara de nuevo. Marissa no pudo
soportarlo más y se dirigió a su habitación, desde donde oyó gritar a su
madre: «¿Sigues pensando que todo está bien? ¿Crees que se va a olvidar
todo milagrosamente?», así que subió el volumen de su equipo de sonido —
más Tone Def— para ahogar las voces de sus padres.
Esperaba que aquello no fuera a ser el principio, que sus padres no
volvieran a empezar con los problemas conyugales. Cuando estudiaba en el
instituto, le había parecido que habían estado en un tris de divorciarse,
cuando no paraban de discutir por las cosas más estúpidas todo el santo día,
siete días a la semana. Bastaba con que su padre dejara algunos platos sucios
en el fregadero o salpicara la tapa del inodoro al mear, para que su madre
empezara a criticarlo sin parar por ello. Y si a su padre no le había gustado la
mirada que le había echado ella o el tono de voz empleado, invariablemente
se iniciaba una gran trifulca. Y, dado que su padre era psicólogo y ambos
estaban acudiendo a un consejero matrimonial, no paraban de meter aquella
marciana jerigonza terapéutica en sus discusiones, lo que no hacía más que
llevar a más peleas. Y entonces, durante una de aquellas peloteras su madre
podía decir: «¡Eres tan irritante!», y su padre podía responder: «Siempre estás
generalizando» o «Venga, saca tu rabia otra vez», y entonces eso
desembocaba en otro rifirrafe. O a veces, cuando estaban hablando y su
madre decía: «Te estás poniendo a la defensiva», su padre contraatacaba: «Ya
estamos, proyectando otra vez», y entonces estallaban en gritos con su
ridícula jerigonza sobre quién estaba proyectando y quién estaba a la
defensiva. Por supuesto, sus peleas jamás resolvían nada; ninguno ganaba ni
cedía jamás. Parecía como si tuvieran la misma discusión una y otra vez,
igual de cabreante que un disco rayado. Marissa nunca había comprendido
por qué se molestaban en seguir juntos. Si no eran capaces de soportarse,
¿por qué se amargaban mutuamente la vida? ¿Por qué no se divorciaban y
sanseacabó? Había esperado que no siguieran juntos por ella, porque ella
habría preferido que hubieran partido peras y siguiera cada uno con su vida.
¿Qué hija quería unos padres infelices?
Bajó la música y siguió oyendo a sus padres dale que te pego; ahora
parecía como si estuvieran en su dormitorio. Se dio una ducha rápida, y
cuando se estaba secando, oyó que su madre gritaba: «¿Qué vas a hacer
entonces? ¿Vas a sacar de nuevo tu pistola? ¿Vas a dispararle?»
Por Dios, ¿es que seguían discutiendo por el arma?
Marissa se dirigió de nuevo a su dormitorio, cruzándose con su padre en
el pasillo. Pasó por su lado con aire resuelto y bajó las escaleras. Iba en
chándal y con zapatillas de deportes, probablemente camino del gimnasio.
Sentada en su cama, Marissa le envió un mensaje de texto a Hillary, que
trabajaba cerca del centro. Acordaron encontrarse a las cinco y media para
tomar unas copas. La joven tecleó:

¡No veo el momento! Tengo que salir de esta puñetera casa de locos

Se vistió deprisa —vaqueros pitillo, sostén negro con encajes y la preciosa


cazadora de piel que había comprado la semana anterior en el UNIQLO del
SoHo—. Cuando salió de casa, vio a su padre en la acera hablando con varios
periodistas. Probablemente habían regresado para hacerle algunas preguntas
sobre Gabriela, y se dio cuenta de que él estaba encantado, con la frente
arrugada y moviendo mucho las manos mientras hablaba, comportándose
como si fuera una estrella de cine que estuviera concediendo una rueda de
prensa.
Caminó varias manzanas y cruzó la verja de Forest Hills Gardens para
dirigirse a la estación de metro de Queens Boulevard. Mientras viajaba en la
línea R se puso las gafas de sol porque estaba llorando y no quería que nadie
la viera. Le seguía pareciendo increíble que Gabriela estuviera muerta de
verdad.
Cuando llegó a Manhattan, le sobraba algo de tiempo, así que se dirigió
al Whitney para ver la exposición de Man Ray. Había enviado una solicitud
de trabajo al Whitney, al igual que a prácticamente todos los demás museos
de la ciudad, y todavía no había recibido respuesta. También había mandado
solicitudes a un montón de galerías, y acudido a una entrevista para ser
«coordinadora de eventos» en una del centro, pero hasta el momento no había
tenido ninguna oferta de trabajo. Seguramente su padre había estado en lo
cierto en cuanto a que había cometido un error al dejar el trabajo en el Met.
Debería haber aguantado allí al menos seis meses para utilizarlo como
referencia, o hasta que hubiera encontrado otra cosa. Pero confiaba en
encontrar algo pronto; quería tener unos ingresos regulares para poder
permitirse alquilar su propio piso o incluso compartir uno. Detestaba no tener
su propio dinero y depender tanto de sus padres.
Después del museo caminó hasta los alrededores del Midtown,
sintiéndose fuera de lugar cerca de todos los agobiantes edificios de oficinas
y de la gente estresada que pululaba por la zona. El Lower Manhattan era más
tranquilo, aunque la totalidad de Manhattan parecía tan pretencioso y pagado
de sí mismo que a Marissa le pareció que no podría conectar. Brooklyn le
gustaba mucho más —sobre todo Williamsburg, DUMBO Y RAMBO[2]—,
aunque la mayoría de sus amigos trabajaban en la ciudad y siempre querían
reunirse en los bares de los alrededores del centro, ir de marcha a Murray Hill
o, en el peor de los casos, al Upper East Side.
A las cinco y media se reunió con Hillary en McFadden’s, en la
Cuarenta y dos y la Segunda. Era el típico bar de los alrededores del centro
para ir a tomar algo después del trabajo, muchos trajes y corbatas, montones
de gente histérica que intentaba desmelenarse desesperadamente y ejecutivos
que se llamaban unos a otros «tronco» y «colega». A Marissa le pareció que
estaba en otro planeta, pero Hillary, que tenía un trabajo básico de marketing
en alguna agencia de publicidad, parecía encontrarse en su salsa, todo
sonrisas y saludos con la mano, hola por aquí y hola por allá, y hasta
repartiendo abrazos entre la gente al entrar. Las dos jóvenes llevaban años
siendo las mejores amigas, pero últimamente Marissa tenía la sensación de
que se habían distanciado. Aunque confiaba en que sólo fuera una etapa y
que Hillary superara finalmente toda aquella manía de intentar comportarse
como una yuppie y volviera a la normalidad.
Hillary saludó a Marissa con un abrazo, y ésta dijo:
—Por Dios, necesito un trago desesperadamente. Algo fuerte.
Encontraron asiento en la barra y pidieron sendos Cosmopolitan «bien
cargados de vodka». Hillary ya había leído lo del robo en el blog de Marissa,
aunque de todas formas ésta le contó todo de nuevo.
—Ay, Dios mío, debe de haber sido horrible —comentó Hillary.
—Y va a peor —dijo, flaqueándole la voz.
Hillary, al igual que todas sus amigas, había conocido a Gabriela; había
sido casi como si ésta fuera de la familia Bloom.
Cuando Marissa le contó que Gabriela había sido asesinada y que
probablemente había estado involucrada en el robo, su amiga empezó a llorar,
y ella se le unió. Hillary dijo todo lo previsible —«No me lo puedo creer, no
es posible, era tan joven»— mientras continuaban llorando juntas a moco
tendido.
—Tal vez deberíamos dejar de llorar, al fin y al cabo ésta es una happy
hour —propuso Marissa finalmente, aunque el intento de romper el hielo con
una broma ni siquiera le arrancó una sonrisita a su amiga.
—Es tan terrible que tengas que pasar por todo esto —dijo Hillary.
—Sí, sé que es una mierda —repuso Marissa—. A mi madre le preocupa
que el tipo que asesinó a Gabriela siga suelto, aunque la verdad es que a mí
no. Estoy segura de que la poli lo atrapará.
—Dios mío, espero que sí.
Marissa le dio un sorbo a su copa.
—Me alegré tanto cuando me dijiste que podías quedar. Mi casa es una
auténtica pesadilla. Mi madre está furiosa, así que no para de gruñirle a mi
padre, y, por supuesto, y como es habitual, él se desquita conmigo. Hasta me
dijo que dejara de beber y fumar en casa, tratándome como si fuera una
especie de crápula o algo parecido. Y mientras, resulta que apenas fumo o
bebo. Pero sus peleas...; eso es lo peor. Te lo juro, otra vez están como
cuando era adolescente. De verdad que no sé qué les pasa. Si no se soportan y
no pueden ni verse en pintura, ¿por qué no se divorcian y punto?
De pronto Hillary abrió los ojos desmesuradamente, y Marissa se dio
cuenta de que pasaba algo.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Nada, no importa —respondió su amiga, y le dio un trago a su copa.
—Vamos, ¿qué pasa? ¿Se trata de Gabriela?
—No.
—Entonces, ¿qué? Vamos, tienes que contármelo.
—La verdad es que no tiene importancia.
—Venga, cuéntamelo.
—No es nada —dijo Hillary—. No debería haberte dicho nada.
—Pero si no has dicho nada todavía. Vamos, ahora sí que tienes que
contármelo.
Hillary le dio otro sorbo a su copa y respiró hondo antes de contestar.
—Es solo... Se trata de tu madre.
—¿De mi madre?
—¿Lo ves? No debería haber abierto mi bocaza.
—¿Qué pasa con ella?
—Vamos, por lo que estás pasando ahora y todas...
—Venga, cuéntamelo ya.
Hillary esperó unos segundos, como si tratara de ordenar sus ideas.
—La otra noche la oí hablar con mi madre. Creían que no estaba en
casa, pero las oí desde la segunda planta.
—¿Y de qué estaban hablando?
—Lo siento. Jo, yo no quería decírtelo, pero...
—¿Es algo malo?
—No. Bueno, no tan malo.
—¿Mi madre está enferma?
—No, por Dios, no, nada que ver con eso.
—Entonces ¿de qué se trata?
—Es sólo que ella... Bueno, que está... engañando a tu padre.
Marissa no se lo podía creer.
—¿Mi madre?
—Lo siento mucho, no quería contártelo, especialmente ahora, cuando...
—¿Estás segura de que no entendiste mal?
—Segura. Tu madre estaba contando que llevaba meses sucediendo y
que deseaba romper, pero no podía.
¿Meses?
—¿Y con quién? —preguntó Marissa.
—Alguien que conoces.
—Ay, Dios mío, ¿quién?
—Tony.
—¿Quién es Tony?
—Ya sabes... Tony, ese monitor del New York Sports Club.
Marissa tardó unos segundos en caer en la cuenta.
—Te refieres a aquel gigantón con un acento del Bronx que tira de
espaldas.
Hillary asintió con la cabeza, incómoda.
—¿Me estás tomando el pelo, verdad?
—Te lo juro por Dios —dijo Hillary—. ¿Lo ves? No debería habértelo
contado.
Marissa imaginó fugazmente a su madre y Tony juntos... desnudos.
Tenía su gracia.
—¿Quién lo habría pensado? —comentó—. Mi madre y un culturista.
Bien por ella.
—Espera, ¿no estás triste?
—¿Triste? ¿Por qué habría de estar triste? Si estuviera en el pellejo de
mi madre, hace años que habría engañado a mi padre. A lo mejor mis padres
acaban divorciándose y terminan con todo nuestro sufrimiento. —Acabó su
Cosmopolitan de un trago, y añadió—: Sinceramente, ésta es con diferencia
la mejor noticia que me han dado en todo el día.
2. DUMBO: Down Under Manhattan Bridge Overpass; RAMBO: Right
After Manhattan Bridge Overpass, sobrenombres con que son conocidas
sendas áreas de Brooklyn, concretamente, y de acuerdo con la descripción en
inglés, «por debajo» y «más allá» del paso elevado del puente de Manhattan,
respectivamente. (N. del T.)
7

Johnny Long se dirigía caminando hacia la parte alta de la ciudad por la


Octava Avenida de vuelta del Slate —unos billares de Chelsea donde le había
ganado ciento y pico de pavos a un corredor de Bolsa borracho—, rumbo a
los bares de turistas de los alrededores de Times Square, donde confiaba
encontrar a una mujer de buen aspecto con quien follar y a quien robar,
cuando empezó a llover. Llovía a cántaros, con truenos y relámpagos, y no
parecía que fuera a aflojar. Esperó un rato bajo una marquesina a ver si
ocurría, y luego cruzó la calle como una centella hacia el pub Molly Wee, en
la Treinta con la Octava, tras decidir que esperaría allí a que pasara la
tormenta.
Cuando entró en el local irlandés, se fijó en cinco mujeres que lo
miraron de arriba abajo. No tenía nada de raro; allí donde fuera las mujeres le
hacían una radiografía. Su belleza siempre había sido su principal recurso y
su mayor desventaja. Era fantástico estar bueno cuando quería ligar con una
mujer, pero durante la temporada que pasó en la cárcel de Rikers, donde le
llamaban «el Lindo Johnny», «J. Lo»[3] y —el peor de todos— «Jenny la del
barrio», eso mismo le había procurado un absoluto infierno de siete meses y
medio.
A menudo lo confundían con Johnny Depp, y no sólo porque
compartieran nombre de pila. Era más alto que Depp, y más musculoso, pero
eran muy parecidos de cara —los dos tenían la misma expresión somnolienta
y cansada—, sobre todo cuando dejaba que su pelo negro y lacio, que llevaba
bastante largo, le cayera sobre los ojos azul claro. De vez en cuando también
le confundían con Jared Leto o con alguno de los otros componentes de 30
Seconds to Mars.
Se sentó a la barra, pidió un agua con gas con una rodaja de lima —no
tomaba alcohol— y examinó sus alternativas. Dos de las mujeres estaban
acompañadas por unos tíos; no es que fuera imposible, pero eso complicaba
un poco las cosas, y no estaba de humor para complicaciones. Así que la cosa
quedaba reducida a la flaca de pelo negro sentada a una mesa con un grupo
de amigas, a la chica de pelo oscuro y rizado o a la amiga rubia que la
acompañaba del final de la barra, o a la rubia mayor que estaba sola en una
mesa cerca de la puerta. No se sentía atraído por ninguna, pero eso no es que
tuviera importancia.
Empezó a beber a sorbos su agua con gas y levantó la vista hacia el
partido de baloncesto que daban en la televisión, resolviendo dejar que el
destino decidiera por él. Eso le ahorraría algo de trabajo, y además, las
posibilidades de ligar con una mujer eran mucho mayores cuando dejaba que
ella hiciera el primer movimiento. Si abordaba a una, sus posibilidades
seguirían siendo muy buenas, pero eso le exigiría desplegar mucho más
encanto y esfuerzo, y si resultaba que la mujer estaba casada o tenía un novio
formal, era posible que acabara por no salirse con la suya. Pero sabía que si
no hacía nada y se limitaba a sentarse y esperar a que una mujer se le
acercara, era casi seguro que lo conseguiría.
Aunque no estaba mirando a ninguna, sentía los ojos de todas clavados
en él. Sabía muy bien que lo deseaban desesperadamente, que se estaban
muriendo por estar con un tío bueno como él, un sosias de Johnny Depp,
joder. En un momento dado, miró como si tal cosa hacia donde estaba el
camarero y en el espejo que había detrás de la barra vio que la rubia y la
chica de pelo moreno y rizado seguían mirando en su dirección, sin duda
hablando de él. La morena probablemente estuviera diciendo algo como:
«Dios, qué macizo que está», y la amiga la estaría azuzando, diciendo:
«Vamos, ve a hablar con él, ¿a qué estás esperando?» Así era como ocurría
siempre. Era tan predecible que casi resultaba aburrido.
En efecto, como un minuto después Johnny oyó:
—Perdona.
Echó una ojeada y vio a la morena de los rizos. Estaba algo rolliza, y en
su cara no había nada especialmente atractivo. Era alguien con quien Johnny
se cruzaría como si tal cosa en la calle y apenas la miraría.
—¿Alguna vez te han dicho que eres clavado a Johnny Depp? —
preguntó la chica.
Estaba roja como un tomate, y de cerca y con más luz resultaba aún
menos atractiva. Su maquillaje parecía haberse endurecido, sobre todo
alrededor de los ojos, que no eran azules o ni siquiera verdes. Johnny se dio
cuenta de que estaba aterrorizada y de que había tenido que echar mano de
todo su coraje para acercarse a un hombre tan guapo como él y llegar a
decirle algo. También sabía que su reacción inicial hacia ella era la clave: la
chica no le había abordado sólo para tirarle los tejos; en realidad estaban
follando inconscientemente. Tenía que demostrarle de inmediato que se
sentía atraído por ella, pero que, y eso era lo más importante, era un buen
tipo, alguien en quien podría confiar.
Mostró una amplia sonrisa, dejándola que viera su perfecta dentadura
blanca, y la miró directamente a los ojos como si estuviera perdidamente
enamorado de ella. Sabía que había que proceder con humildad, así que,
fingiendo estar completamente deslumbrado y halagado por igual, dijo:
—¿De verdad piensas eso?
—Sí —dijo ella—. ¿No te lo han dicho antes?
—Jamás —mintió—. Carajo, realmente me has alegrado el día.
Siguió mirándola a los ojos, dejando que la chica se percatara de sus
ojos azul claro, que solían ser objeto de los piropos de las mujeres. De hecho,
justo la noche antes la mujer que se había ligado en Brooklyn le había dicho
que tenía los ojos más bonitos que había visto en su vida. Había acabado
tirándosela, aunque se había largado sólo con unos cien pavos y ninguna
joya. Con un poco de suerte, ésta iba a ser un botín más sustancioso.
—A propósito, me llamo Gregory —dijo, y extendió la mano.
La chica estaba tan subyugada con él que tardó un segundo de más en
responder:
—Oh, yo me llamo Theresa.
Johnny le sostuvo la mano unos segundos más de los necesarios,
haciéndole saber que ella le gustaba, que estaba «interesado». Era tan fácil
ligarse a una mujer; al menos para él. Sabía que no tenía que ser agresivo,
tratar de impresionarlas con un trabajo ampuloso y hacerlas reír sin parar. Las
mujeres deseaban «que se fijaran en ellas», y querían «ser respetadas». Lo
único que tenías que hacer era ser atento, escuchar y demostrar que te
importaba lo que te estaban diciendo, con eso ya tenías medio camino
recorrido. Era tan sencillo que siempre le asombraba ver a los tíos fastidiar un
polvo fácil hablando de sí mismos sin parar. ¿Qué es lo que intentaban hacer,
ahuyentar a las mujeres? Sí, Johnny sabía que ser guapo le ayudaba mucho,
que le hacía aún más irresistible, pero incluso un tipo horrible podía ligarse
prácticamente a cualquier mujer que quisiera, siempre que fuera capaz de
hacerla sentir especial, joder, hacerla sentir que era la única persona en el
mundo que le importaba.
Empezó a hablar de trivialidades con Theresa —«¿De dónde eres?»,
«¿Vives por aquí?», «¿A qué te dedicas?»—, pero en lugar de bombardearla
a preguntas como una ametralladora al estilo del tipo medio, prestaba
realmente atención a las respuestas y, por supuesto, en ningún momento dejó
de mirarla a los ojos. La chica le dijo que era jefe de personal de una agencia
de relaciones públicas, lo que hizo que Johnny se llevara un chasco, porque
ello le hizo pensar que Theresa no sería una persona adinerada. Sin embargo,
parecía bastante acomodada —clase media por lo menos—, y se sintió
animado cuando dejó caer que vivía sola. Las compañeras de habitación
siempre eran un problema.
Johnny no dijo una sola palabra sobre sí hasta que se lo preguntó;
entonces se esmeró en decirle lo que ella quería oír. Puesto que la chica había
mencionado que vivía en Queens, le dijo que había nacido allí y que seguía
teniendo mucha familia en el barrio. En realidad era de Brooklyn y huérfano,
pero quería establecer un vínculo con ella, y aquél parecía funcionar. Puesto
que ella era jefa de personal, le dijo que era «consultor de una empresa de
servicios financieros». Si ella hubiera tenido un empleo de un nivel menor o
mayor, Johnny le habría dicho que hacía otra cosa para ganarse la vida, pero
quería tener una profesión que estuviera a la altura de la de Therese. En otras
palabras, no quería situarse ni demasiado por encima ni demasiado por
debajo de ella. Por otro lado, siempre que conocía mujeres con trabajos de
oficina, le encantaba decir que era «consultor de una empresa de servicios
financieros», porque el cargo parecía tan ambiguo que podía tirarse un farol
fácilmente sobre lo que realmente hacía en el día a día, si daba la casualidad
de que las mujeres le hacían alguna pregunta. Pero las mujeres rara vez le
preguntaban por su trabajo, al menos no de inmediato, y de todas formas
solían ser rollos ocasionales de una sola noche.
Su otro movimiento genial —que prácticamente selló el acuerdo— fue
utilizar la carta del catolicismo. Reparó en que Therese llevaba un crucifijo,
así que comentó de pasada que había ido a la iglesia el último domingo. Los
ojos de la chica se iluminaron.
—Caray, yo voy siempre a misa.
Johnny le soltó alguna chorrada sobre lo importante que era la
espiritualidad en su vida y lo mucho que le entristecía que el país «se
estuviera alejando de todo eso». De hecho, unos minutos más tarde, ella dijo:
—Dios mío, es fenomenal conocer a un tío que va a la iglesia. —Lo dijo
como si creyera en serio que había conocido a su Príncipe Azul Católico una
lluviosa noche en un bar irlandés, a tiro de piedra de Penn Station. En
momentos así, era tal el regocijo que le producían sus mentiras que a Johnny
le costaba Dios y ayuda no empezar a reírse como un histérico, pero, como
siempre, consiguió contenerse.
Sabía que Theresa se moría de ganas de follar con él en ese momento,
que le parecía el tipo más genial que había conocido en su vida y que estaba
impaciente por presentarle a sus padres y a todos sus amigos. Por supuesto,
era posible que la chica le hiciera sudar tinta para conseguir acostarse con ella
esa noche, y que hiciera todo el numerito de hacerse de rogar y de querer
tomarse las cosas con más tranquilidad, aunque él sabía que con un poco de
amable persuasión y algo más de encanto en el momento apropiado —ahí era
cuando su buena pinta y sus ojos de persona digna de confianza realmente
daban sus frutos— ella sería incapaz de resistírsele.
Entonces la amiga de Therese, la rubia, se acercó para decir que tenía
que irse a casa. Aquél era el último escollo, y era uno de categoría. Si Theresa
había llevado en coche a su amiga hasta el bar (algo improbable, puesto que
había comentado que esa noche se había ido de copas inmediatamente
después del trabajo), o su amiga se alojaba en casa de Theresa (improbable
también, porque ya lo habría comentado), entonces el intento de ligue de
Johnny podría irse al traste. Si eso era lo que iba a ocurrir, tampoco sería una
gran tragedia, la verdad, porque simplemente podría ligarse a otra —o,
hablemos en serio, dejar que otra lo ligara— en ese bar, o, ahora que había
dejado de llover, podría seguir hasta Times Square y ligarse a una turista en
un bar de los alrededores. Sabía que podía encontrar una víctima más
atractiva, aunque sería una lástima, porque, vaya, sentía tanto apego ya por
Theresa.
—Gregory, me gustaría que conocieras a mi amiga Donna —dijo
Theresa.
—Encantado de conocerte —dijo Johnny—. Me gusta esa cazadora.
¿Dónde la has comprado?
En realidad era una cazadora vaquera de aspecto barato que parecía
sacada de una trapería.
—Ay, muchísimas gracias —respondió Donna, enrojeciendo igual que
lo había hecho su amiga—. De hecho, la compré en Daffy’s.
—¿En serio? Caray, me encanta.
Aquello fue perfecto, alabar a la amiga y conseguir gustarle también.
Como era de esperar, Donna le dijo a Theresa que estaba a punto de
marcharse, aduciendo algo acerca de lo mucho que tenía que madrugar al día
siguiendo, lo que a Johnny se le antojó una excusa de las malas, puesto que el
día siguiente era sábado y casi seguro que no tendría que trabajar.
Probablemente se sintiera avergonzada, sentada allí sola en el bar, sin
conseguir ligar, y quisiera marcharse, aunque eso significara llevarse a su
amiga con ella y —hasta donde sabía— echar a perder una relación amorosa
en ciernes.
Theresa pareció desilusionada y destrozada, y Johnny supo exactamente
lo que estaba pensando: ¿Sentiría más respeto por mí si me marchara? Pero el
hecho de que no se fuera le indicó a Johnny que ella quería quedarse; tan sólo
necesitaba encontrar la manera de justificarlo ante sí misma.
—Eh, si quieres quedarte, me aseguraré de que llegues a casa sana y
salva. —Puede que en boca de otro esa frase le hubiera hecho quedar como
un sinvergüenza, un aprovechado, pero no a Johnny. Él siempre parecía
sincero y afectuoso.
—Caray, es muy amable por tu parte —dijo Theresa.
De nuevo Johnny tuvo que reprimir el impulso de soltar una risotada.
Las chicas lo hablaron durante unos segundos mientras él miraba para
otro lado, permitiéndoles algo de intimidad, al tiempo que se bebía a sorbos
el agua con gas.
—Bueno, me voy a casa, ha sido un verdadero placer conocerte —
proclamó Donna.
—Lo mismo digo, espero volver a verte otra vez —respondió él,
pensando: Sí, puedes esperar sentada.
Donna se marchó, y Johnny supo que el último obstáculo había sido
eliminado; a partir de ahí, prácticamente se acababa el peligro.
Y no perdió ni un segundo. Después de decir algo gracioso y de que ella
se riera, se inclinó y la besó. No la baboseó morreándola con la boca abierta;
fue un beso sencillo y elegante. Mantuvo los labios pegados a los suyos
varios segundos y luego se apartó.
—¿Quieres que nos vayamos? —preguntó con un tono dulce y
apasionado a la vez.
Minutos más tarde, estaban en el taxi. Fue un completo caballero; la
besó, como era natural, pero sin intentar meterle la mano bajo las bragas ni
nada parecido. La carrera del taxi hasta Astoria podría costarle unos treinta y
cinco o cuarenta pavos, y confió en que el rato mereciera la pena, que no
fuera a desperdiciar toda la noche con aquella mujer.
Durante el trayecto en taxi Theresa dijo todo lo que él esperaba que
dijera: «No suelo hacer esto», «¿Estás seguro de que estamos haciendo lo
correcto?», «Tal vez deberíamos esperar». Siguiéndole el juego, él no paraba
de decir cosas como: «Oye, si no te sientes cómoda, puedo irme a casa»,
concediéndole todas las oportunidades para retractarse.
Ya en Astoria, se sintió decepcionado cuando pararon delante de una
modesta casa de dos viviendas. Había esperado que ella viviera en uno de los
nuevos edificios de pisos para yuppies que habían levantado por allí; habría
sido un indicio de que aquello iba a merecer la pena. Sin embargo, trató de
ser optimista y de no dejar traslucir su decepción en lo más mínimo.
En cuanto entraron en el piso, conectó su interruptor de la pasión y
empezó a aplicar a Theresa todo el tratamiento amatorio de Johnny Long. La
besó suavemente en los labios, apartándole el pelo de la cara y diciéndole sin
parar lo preciosa que era. Entraron en el dormitorio y empezaron a hacer el
amor. Le preguntó si tenía velas e incienso, sabedor de que a las mujeres
siempre les encantaban esas gilipolleces. Theresa le dijo que no tenía
incienso, pero sí velas, y fue a buscarlas.
Regresó a la cama, con las velas encendidas, y Johnny empezó a hacerle
el amor como sólo Johnny Long era capaz de hacerlo. Sabía que era el mejor
amante del mundo, y no sólo porque las mujeres acostumbraran decirle que lo
era. Un día había ido a la biblioteca y leído unos libros de unos supuestos
casanovas, y aquellos individuos no sabían nada de lo que él sabía. En uno,
cierto francés afirmaba que había estado con más de mil mujeres y que las
había satisfecho a todas. Johnny se había echado a reír al leer aquello; nadie
podía proporcionarle más placer a una mujer que Johnny Long. La última vez
que había echado las cuentas, calculó que había estado con más de
cuatrocientas cincuenta mujeres, pero sólo tenía treinta y un años y planeaba
llegar a las mil cuando cumpliera los treinta y cinco.
Sabía que escribir un libro sobre sus propias técnicas sexuales era
imposible, por la sencilla razón de que no tenía ninguna técnica. No podía
decirle a la gente haz esto o haz lo otro y siempre conseguirás que una mujer
se corra, porque no había nada que funcionara siempre con todas las mujeres.
Las mujeres eran como los árboles: todas eran diferentes. Todo era una
cuestión de instinto, de meterse en la cabeza de la mujer y sentir lo que estaba
sintiendo.
Besó a Theresa con mucha parsimonia y suavidad en la boca y el cuello,
y luego pasó a su pecho, al vientre, a la cara interior de los muslos y por
último se abrió camino hacia más abajo. En todo momento, como cuando
había estado hablando con ella en el bar, estuvo muy atento, siguiendo las
pistas que ella le daba y confrontándolas. Al igual que un superordenador
sexual, procesaba inmediatamente la información que ella le iba dando y se
transformaba en el amante ideal, en el hombre de los sueños de Theresa. La
complació durante mucho tiempo con una vehemencia perfecta, y entonces
empezó a hacerle el amor al ritmo exacto que ella deseaba. Se corrió
fácilmente, gimiendo: «Oh, Gregory, oh, Gregory». Hubo un momento en
que, olvidándose de que era Gregory, pensó que la chica lo confundía con
otro.
Hizo que se corriera cuatro veces, y supo que era imposible que
estuviera fingiendo. Nadie podía fingir los orgasmos con él, porque él sabía,
siempre sabía. Después la rodeó con sus brazos, le acarició dulcemente el
pelo y le besó en la oreja, chupándole suavemente el lóbulo durante un rato.
Más tarde, cuando por fin se quedó dormida, Johnny se levantó de la
cama, se vistió en silencio y comenzó la tarea de robarle el piso.
Empezó con su bolso, que contenía doscientos treinta y siete dólares,
una cantidad nada despreciable como dinero de bolsillo; aquello cubría de
sobra la carrera del taxi, así que la noche ya era un éxito. Encontró sin
dificultad el joyero en el cajón superior de la cómoda y lo cogió todo,
reparando en un par de collares, los dos de plata, y unos anillos que pensó le
reportarían varios cientos de dólares sólo por el valor del oro. Con un poco de
suerte aquello acabaría siendo un botín fantástico, y sabía que mientras se
largara limpiamente, casi no había ninguna posibilidad de que le echaran el
guante. Theresa no tenía ninguna información real sobre él, y lo más probable
es que ni siquiera denunciara el delito a la policía. Johnny no estaba seguro
de la razón de que las mujeres que se tiraba y robaba casi nunca intentaran
delatarle. En parte quizá se debiera a que se sentían tan avergonzadas y
apenadas por lo que había ocurrido que no querían que sus amigos y
familiares se enterasen, aunque a Johnny le gustaba creer que la razón
principal era que las dejaba tan satisfechas, después de proporcionarles el
mejor sexo de sus vidas, que por la mañana habían decidido que, sí, que
perder el dinero y otros objetos de valor era una putada, pero que, realmente,
¿qué motivo de queja tenían?
Estaba a punto de salir del dormitorio cuando reparó, sobre la mesita de
noche, en el crucifijo de oro que Theresa llevaba en el bar. Se lo agenció
rápidamente y, cuando salía, sonrió, pensando en que después tendría que ir a
la iglesia y confesarse. Seguía riéndose como un tonto por su propio chiste
cuando abandonó el edificio y se dirigió a la estación de metro.
3. Diminutivo por el que también es conocida Jennifer López. (N. del
T.)
8

—Johnny Long. ¿Eres tú?


La voz sonó a sus espaldas cuando estaba entrando en la estación de
metro de Astoria Boulevard. Se sorprendió al oír pronunciar su nombre a las
tres de la madrugada en Astoria, donde no creía conocer a nadie.
Momentáneamente le preocupó que fuera un madero. Por si acaso,
empezó a meterse la mano en el bolsillo de su cazadora, donde llevaba una
Kel-Tec del calibre 380.
Pero entonces miró por encima del hombro y hasta tuvo que parpadear,
mirando dos veces.
—¿Carlos? —preguntó.
No había visto a Carlos Sánchez, su viejo amigo de Saint John, desde
¿hacía cuánto? ¿Ocho o nueve años? Nueve, pero Carlos parecía haber
envejecido veinte. Era sólo cuatro o cinco años mayor que Johnny, pero con
todo aquel pelo gris parecía un cincuentón, y su rostro también parecía viejo
y demacrado. Por Rayo, otro tipo de Saint John, se había enterado de que
Carlos había estado a la sombra por tráfico de drogas.
Carlos se acercó y le dio un gran abrazo. Apestaba a alcohol y maría, y
Johnny no vio el momento de que el abrazo acabara.
—Ha pasado mucho tiempo, colega —dijo Carlos, soltándole de una vez
—. Pero que mucho, mucho tiempo. ¿Qué narices estás haciendo por aquí?
—Debería ser yo quien te hiciera esa pregunta —replicó Johnny—.
Creía que estabas en el trullo.
—Que va, tío, eso es historia pasada —contestó Carlos—. Salí hace seis
meses, y ahora vivo aquí, tronco. Bueno, no aquí, aquí, me refiero a Queens,
Bayside. He venido a Astoria por algunos asuntos, ¿sabes a qué me refiero?
A Johnny no le sorprendió en lo más mínimo que Carlos estuviera
traficando de nuevo; lo llevaba haciendo desde los trece años. Él jamás había
tocado las drogas, ni siquiera un porro, y ésa era la principal razón de que
sólo hubiera estado a la sombra en una ocasión. Cuando no estabas
agilipollado por las drogas y podías pensar con claridad, era bastante fácil
mantenerse un paso por delante de la pasma.
—¿Dónde vives ahora? —preguntó Carlos.
—Sigo en Brooklyn —respondió—. Me agencié una casa pequeña en
Red Hook.
—Bueno, ¿y cómo te va?
—Me las apaño.
—Sí, sigues siendo un niño bonito. Apuesto a que consigues todas las
damas que quieres, ¿me equivoco?
—No me puedo quejar.
—¿Que no te puedes quejar? Ya, me acuerdo de las ocasiones en que te
señalábamos a cualquier chica en el patio o donde fuera, y te apostábamos
veinte pavos a que no te la podías ligar, y siempre te quedabas con nuestro
dinero.
—No siempre —puntualizó Johnny.
—No siempre —admitió Carlos—. Mira el tío este. Sigues teniendo el
mismo sentido del humor. Sigues haciéndome reír.
Johnny oyó que el convoy entraba en la estación por encima de ellos.
—Bueno, ésa es mi línea —dijo—. Me alegro de volver a verte, de
verdad, tío.
—Vamos, quédate un rato —insistió Carlos—. ¿Adónde vas con tanta
prisa a las tres de la mañana?
—Ha sido un largo día —se disculpó—. Tengo que sobar.
—Venga, tío. ¿Llevas sin ver a tu viejo colega no sé cuántos años y no
te puedes sentar a tomar una copa?
Johnny quería realmente llegar a casa y alejarse de Astoria. Era
improbable que Theresa llamara a la pasma, pero después de desplumar a una
mujer no le gustaba quedarse en su barrio.
—No bebo —dijo Johnny.
—Ah, Johnny el Limpio, es verdad —dijo Carlos—. ¿Te acuerdas que
todos te llamaban esa gilipollez? Jamás bebiste, jamás te metiste nada. Así es
como has seguido siendo un niño mono, ¿verdad?
El convoy estaba entrando en la estación entre el chirrido de los frenos.
—Eh, tengo una idea —dijo Johnny—. ¿Por qué no me das el número de
tu móvil? Quedamos para salir en otro momento.
—No, vamos, siéntate conmigo ahora —insistió Carlos—. Podemos
tomar un café y pastel. De todas formas tengo que contarte algo, algo con lo
que puedes sacar una buena pasta, ¿sabes a qué me refiero?
Johnny no estaba interesado en oír la idea de Carlos, pero sabía que no
podía mandarlo a paseo. No le hacías eso a un tipo de Saint John. Esos tíos
habían sido su única familia hasta que alcanzó la madurez. Había pasado
todas las navidades con ellos, y también todos los días de Acción de Gracias.
—De acuerdo, vamos —claudicó—, pero no me puedo quedar mucho
tiempo.
Fueron hasta la esquina, al Neptune Diner, y se sentaron en un reservado
junto a una ventana que daba al paseo de Grand Central, todavía con mucho
tráfico a esa hora de la noche. Johnny estaba hambriento —una noche de
choriceo y sexo le había abierto un apetito considerable— y pidió una
hamburguesa con queso y beicon y todo el aditamento. Después de un par de
mordiscos, se dio cuenta de que no le saciaría, así que pidió otra.
Carlos le puso al corriente de los muchachos de su antiguo barrio. Según
parecía, todos se habían metido en un problema o en otro. Pedro estaba
cumpliendo quince años por homicidio. Delano estaba en Attica por tráfico
de drogas. DeShawn había muerto apuñalado en una pelea a la salida de un
bar de Philly. Eddie había muerto de una sobredosis de jaco.
—Parece que los grandes triunfadores somos tú y yo, ¿eh? —dijo
Johnny sonriendo.
—Sí, a mí no me va mal —admitió Carlos—. Al menos no estoy en el
trullo, y tengo el sida bajo control.
—Vaya, mierda —se lamentó Johnny—. Siento oír eso, tío.
—Eh, no pasa nada —repuso Carlos—. Qué coño le vas a hacer, ¿vale?
Y con las medicinas que tienen, voy a vivir más que tú.
Carlos estaba sobrio, y Johnny empezó a pasárselo bien mientras se
contaban gilipolleces sobre los viejos tiempos en Saint John. Se había
olvidado de lo mucho que había necesitado a Carlos entonces. Un juez le
había enviado al hospicio cuando contaba nueve años, después de que su
madre fuera asesinada. Le dijeron que había muerto en un accidente de
tráfico, lo que entonces le había parecido un sinsentido porque ella no tenía
coche; y entonces, años más tarde, averiguó que en realidad su madre no
trabajaba de secretaria, sino de puta, y que uno de sus clientes la había
matado a puñaladas. Johnny se había sentido como un paria en Saint John,
porque todos los demás niños estaban mucho más curtidos que él y se
conocían de toda la vida. Se habían metido mucho con él —parecía como si
todos los días alguien quisiera patearle el culo—, y Carlos había sido el único
que siempre había salido en su defensa.
Así que cuando Carlos le miró con seriedad y dijo: «Bueno, la cosa que
tengo en marcha...», Johnny supo que no podía negarse de inmediato, aunque
también supo que aquello no iba a llevarle a nada bueno. Al menos tenía que
escuchar a su viejo amigo, ver qué tenía que contar y tratarlo con un mínimo
de respeto.
Cosa sorprendente, el plan de Carlos no parecía tan malo: robar en cierta
casa elegante de Forest Hills mientras la familia estaba en Florida. La antigua
novia de Carlos, la asistenta, tenía las llaves y conocía el código del sistema
de alarma.
—Este asunto va a ser coser y cantar —explicó Carlos—. La casa va a
estar vacía y sólo hemos de entrar y salir. Gabriela, mi chica, dice que la
señora de la casa tiene un anillo de diamantes. Es tan caro que no lo lleva,
pero lo tiene allí mismo, en el dormitorio. Mi chica nos dirá dónde está todo
para que podamos entrar, salir y conseguir cincuenta mil dólares, veinticinco
para cada uno.
—¿Y qué pasa con tu chica?
—Ésa es la gracia del asunto —Carlos se estaba riendo—. El otro día no
paró de darme el coñazo, diciendo que quería que el dinero se dividiera en
tres partes, que tendría que ser a partes iguales y toda esa mierda o que no me
daría las llaves. Así que le dije que sí, que no te preocupes, muñeca, que se
hará en tres partes, lo que fuera con tal de que cerrara su bocaza, ¿de
acuerdo? Pero cuando tengamos el dinero, se acabó, nos largamos. Y no
vuelve a vernos el culo nunca más.
Seguía riéndose, limpiándose las lágrimas de las comisuras de los ojos
con el dedo índice.
Johnny tenía que admitir que el plan parecía bueno, pero eso era lo que
le preocupaba. Por experiencia sabía que cuando algo parecía demasiado
bueno, por lo general significaba que era malo.
—¿Cómo sabes que la familia estará en Florida? —preguntó.
—Porque mi chica trabaja allí —respondió Carlos—. Lo sabe todo.
—Y cuando no le demos su parte, ¿cómo sabes que no nos delatará?
—¿Por qué nos iba a delatar y dar con su culo en la cárcel? La bofia
acabará sabiendo que ella nos facilitó la llave y el código. Qué va, confía en
mí, la puta va a mantener la boca cerrada.
Johnny le hizo algunas preguntas más, pero no fue capaz de encontrar
ningún punto débil en el plan y no se le ocurrió la manera de decir que no.
Veinticinco de los grandes era mucho dinero, que dejaba a la altura de la
mierda la calderilla que había estado sacando últimamente, unos cientos aquí
y allá en los días buenos. El verano se acercaba, y le vendría bien un
descanso. Sería agradable tomarse un par de meses libres, ir a la playa,
broncearse. ¿Qué aspecto más macizo tendría moreno? ¿Cuántas mujeres
querrían entonces joder con él? Sobrepasaría aquella marca de las mil en
cuatro años sin problema.
—Bueno —dijo Carlos—, ¿estás dentro o fuera?
Johnny miró a su buen amigo a través de la mesa y sonrió.

La noche del robo, Johnny y Carlos, provistos de mochilas, se reunieron


donde el último había aparcado su coche, delante de una pizzería de la calle
Austin, en Forest Hills. Johnny había ido en metro, pero Carlos había cogido
su coche, un destartalado Impala. No era el mejor vehículo para una huida,
pero si las cosas iban bien no tendrían que darse ninguna prisa. Subirían al
coche como si tal cosa y se alejarían de allí.
—¿Preparado para hacerlo? —preguntó Carlos.
—Un momento —dijo Johnny, mirando a todas partes. Aquello no le
gustaba un pelo. Sí, era mejor encontrarse allí que delante de la casa que iban
a robar, aunque le seguía pareciendo que estaban demasiado expuestos. Era la
1.30 de la madrugada, y casi todos los negocios estaban cerrados, pero
seguían pasando coches y en la acera de enfrente, un poco más adelante en la
misma manzana, merodeaba un tipo con aspecto de mendigo.
—¿Qué sucede? —preguntó Carlos.
—Tal vez deberíamos habernos encontrado en la casa.
—Fuiste tú quien me dijo que aparcara aquí.
—El coche no es el problema. Hablo de nosotros. No es conveniente que
alguien nos vea juntos.
—Bueno, ¿y qué si nos ve alguien? —preguntó Carlos—. Sólo somos
dos personas. ¿Qué hemos hecho?
—Hablo de si alguien nos recuerda —le aclaró Johnny—. Después.
—¿Después de qué? Los de la casa están en Florida. Pasará como una
semana antes de que descubran que ha habido un robo.
Podía decir lo que quisiera, que Johnny no acababa de sentirse cómodo.
El mendigo parecía estar mirando directamente hacia ellos. Seguía teniendo
un mal pálpito sobre todo el asunto. Últimamente había estado en racha,
levantando monederos, follándose tías, engañando a algún incauto en los
billares... No era mucha pasta, pero era regular, y segura. ¿Por qué participar
en un robo con un drogadicto?
Estaba dispuesto a echarse atrás. Le diría a Carlos: «Lo siento, tío, no
me gusta esto», y regresaría a Brooklyn, pero sabía que decepcionaría a
Carlos, su hermano, ¿y de verdad había motivo para ello? Quizá sólo le
estuviera dando demasiadas vueltas, haciéndolo más complicado de lo que en
realidad era. Quizá fuera como Carlos decía, veinticinco de los grandes sin
dificultad. Seguiría adelante, a ver qué salía. Si en la casa no pintaba bien,
entonces podría rajarse.
Pasaron junto a Austin Street bajo las vías del ferrocarril de Long Island
y cruzaron las grandes verjas de acceso a Forest Hills Gardens. Johnny sólo
había estado en aquel barrio una o dos veces, siempre de paso y en coche, y
se había olvidado del lujo de todas las casas. Eran como mansiones en
miniatura, con césped en la parte delantera, patios traseros y caminos de
acceso, y en la actualidad tenían que estar por los... ¿cuánto?, ¿tres o cuatro
millones?, o quizá más. Aquello le recordó las casas de Rockaway, en
Brooklyn. Un verano, cuando tenía once o doce años, robó una bicicleta, y
todos los días se iba en bici a la playa. Pasaba junto a todas aquellas
flamantes casas de allí, y veía a las familias, a los padres jugando a tirar la
pelota a sus hijos en la calle, o a los niños jugando en los jardines delanteros
y tirando a canasta en los patios traseros. Se preguntaba entonces qué se
sentiría siendo uno de aquellos chicos, sólo por un día, y tenerlo todo en lugar
de nada.
Mientras caminaban no dijeron una palabra. Había sido una norma
impuesta por Johnny: nada de hablar. Recorrieron unas tres manzanas,
torcieron a la izquierda y allí estaba la casa. Joder, era una de las más bonitas
de la manzana: tres plantas, de ladrillo, con jardín delantero. De niño, Johnny
habría matado por vivir en un sitio así. Esperó que aquella gente apreciara lo
que tenía, que no fuera algo completamente normal para ellos y que no les
importara un carajo.
Los dos miraron alrededor para asegurarse de que no hubiera moros en
la costa, se hicieron un gesto con la cabeza mutuamente y echaron a andar
por el camino que conducía al patio trasero. Hubo una cosa que se le antojó
fuera de lugar, y más tarde se daría de cabezazos contra la pared por ello:
había un reluciente Mercedes negro en el camino de acceso. Había un garaje
en la parte posterior, así que si los moradores estaban fuera de la ciudad, ¿no
habrían metido el coche en el garaje? ¿O por qué no llevarlo al aeropuerto y
dejarlo allí? Iba a decirle algo a Carlos, incluso a sugerirle que regresaran a
su coche, pero entonces pensó que quizá la cosa no fuera tan extraña. Mucha
gente rica tiene dos o hasta tres coches. Tal vez los otros vehículos estuvieran
en el garaje y los dueños hubieran dejado el Mercedes en el camino. A lo
mejor habían tomado una limusina hasta el aeropuerto. Había muchos
motivos para que el Mercedes estuviera allí.
El final del camino estaba oscuro, como Carlos había dicho que estaría.
Abrieron las mochilas, se pusieron los pasamontañas y los guantes y sacaron
las linternas. Luego rodearon la casa hasta la puerta trasera. Carlos encendió
su linterna y abrió la puerta con las llaves. Todo perfecto hasta el momento,
pero ahora tenían que desconectar la alarma. Carlos fue directamente al
teclado numérico y marcó los números, pero la luz roja siguió parpadeando.
Joder, quizás en un minuto o menos la alarma empezaría a atronar, y tendrían
que volver corriendo al coche lo más deprisa que pudieran y salir cagando
hostias de Forest Hills.
—Vamos —dijo Johnny en un susurro audible. Mantenía la puerta
abierta, preparado para salir volando.
—Espera —le dijo Carlos, y empezó a pulsar los números de nuevo.
Joder, Johnny sabía que debería haberle obligado a escribir el código,
pero le había jurado que se lo sabía de memoria. Carlos tecleó varios
números, dudó, como si estuviera pensando, concentrado al máximo, y
entonces tecleó los dos últimos.
La luz roja cambió a verde.
Carlos sonrió de oreja a oreja, y Johnny se preguntó: ¿El tío me ha
estado jodiendo desde el principio? Era la clase de broma que Carlos habría
gastado en Saint John, tratando de que alguien se cagara de miedo mientras él
disfrutaba de lo lindo.
Pero estaban dentro de la casa, y eso era lo importante. Ahora tenían que
conseguir lo que necesitaban y salir de allí escopeteados.
Apuntando la luz de las linternas por delante de ellos, cruzaron la cocina
—era enorme, con electrodomésticos de acero inoxidable que parecían
nuevecitos— y entraron en una especie de gran despensa. Luego llegaron al
salón —amigo, aquella gente estaba forrada; tenían un televisor de plasma en
la pared que parecía como de sesenta pulgadas— y pasaron al comedor,
donde Carlos empezó a toser. Se inclinó unos segundos, como si intentara
prevenir un ataque de tos en toda regla. Entonces se incorporó y, con un
sonoro susurro que fue casi como su voz normal, dijo:
—Tengo que dejar de fumar, tío.
—Chiist —replicó Johnny, iluminándose la cara con la linterna para que
su compañero viera lo serio que estaba.
Su amigo sonrió, y Johnny se preguntó si la tos no sería también puro
teatro para provocarle.
La actitud de Carlos estaba empezando a tocarle los cojones. Había
estado tranquilo durante el trayecto hasta la casa, pero ahora que estaban
dentro se estaba comportando como si todo aquello fuera un gran juego o una
cosa parecida.
Continuaron hasta el vestíbulo y la escalera. El plan era que Carlos
subiría, cogería las joyas y todo el dinero que hubiera, y Johnny se quedaría
vigilando. Sabía que estaba confiando demasiado en su amigo. Carlos podría
bajar y decir que no había encontrado las joyas, y mientras quedárselas todas
para él, pero se negaba en redondo a creer que le pudiera hacer algo así. Eran
hermanos de por vida, y jamás se timarían el uno al otro. Les unía un lazo
afectivo que nada podría romper.
Porque les unía un lazo afectivo, ¿no?
Carlos empezó a subir las escaleras. Los escalones crujían más de lo que
le hubiera gustado a Johnny, y entonces los dos oyeron el ruido. Johnny supo
que Carlos lo había oído también, porque de repente se quedó inmóvil y
apagó la linterna. Johnny hizo lo mismo, y de inmediato se metió la mano en
el bolsillo y agarró la pipa.
Intentó convencerse de que sólo había sido el viento, o el asentamiento
de la casa, pero sabía muy bien lo que había oído: pasos. Había alguien
arriba.
Carlos no iba armado. Johnny había querido que lo fuera, pero su amigo
le había dicho: «¿Para qué necesito una pipa, cuando no va a haber nadie en
la casa a quien disparar?»
Johnny estaba apuntando su arma hacia lo alto de la escalera. Sus ojos
todavía no se habían acostumbrado a la oscuridad, y apenas podía ver algo. Si
veía a alguien o algo, y tenía la oportunidad de hacer un disparo limpio, iba a
aprovecharla.
La única luz de la pieza era la que procedía de las farolas del exterior y
acaso del débil resplandor de una luz de noche o algo parecido del piso de
arriba. Johnny podía ver en ese momento la puerta delantera, las ventanas y la
silueta de la escalera. Todavía no podía ver nada del piso de arriba, aunque
estaba empezando a distinguir a Carlos, allí parado, a mitad de escalera.
Entonces su amigo empezó a subir de nuevo.
Johnny quiso gritar: «¿Qué coño estás haciendo?» El tío no iba armado,
y allí arriba había alguien. Tenía que saber que había alguien arriba.
Luego Johnny oyó algo, puede que el crujido del suelo. Joder.
Carlos dijo: «Por favor, no me dispare», y entonces empezaron los
disparos. Primero dos, y luego un montón de golpe. Joder, el que disparaba
estaba abriendo fuego contra Carlos. ¿Qué coño estaba sucediendo? Johnny
vio que su colega retrocedía ligeramente, intentando mantener el equilibrio
agarrándose al pasamanos, y que a continuación perdía completamente el
equilibrio y caía hasta el pie de la escalera.
Todo había ocurrido tan deprisa, puede que en unos tres segundos en
total, que Johnny no tuvo tiempo de pensar qué hacer. Estaba a punto de
disparar hacia la escalera —ahora veía a alguien allí, parecía un tipo en
camiseta y calzoncillos—, pero ¿de verdad quería liarse a tiros?
Dio un par de pasos hacia la puerta, y entonces oyó:
—¡Lárgate de aquí o disparo!
Tenía toda la pinta de ser un tipo rico y blanco de mediana edad tratando
de hacerse el duro. Johnny se habría apostado lo que fuera a que estaba
cagado; y a que probablemente había acabado con toda su munición y estaba
allí arriba muerto de miedo, sin otra cosa que un pedazo de metal en la mano.
Si hubiera dedicado unos segundos a pensar en ello, habría liquidado a aquel
tipo, pero el instinto le dijo que saliera de allí sin pérdida de tiempo antes de
que la cosa fuera de mal en peor.
En lugar de atravesar toda la casa hasta la puerta trasera, y luego tener
que cruzar el patio trasero y rodear la vivienda hasta el camino de acceso, se
dirigió hacia la puerta delantera. Se había acostumbrado un poco más a la
oscuridad, y había suficiente luz procedente de las farolas de la calle para ver
lo que estaba haciendo cuando descorrió dos cerrojos y le quitó la cadena a la
puerta. No tuvo miedo de que el tipo le disparara por la espalda porque sabía,
simplemente lo sabía, que simplemente había estado tirándose un farol.
Segundos más tarde recorría a toda velocidad la manzana, dobló para
meterse en la calle principal y siguió corriendo hacia las verjas de Forest
Hills. Oyó sirenas e inmediatamente aflojó el paso, quitándose el
pasamontañas y los guantes; caminaba a paso normal cuando un coche de la
policía pasó por su lado en sentido contrario.
Se sentía como una mierda por abandonar a Carlos. Sí, parecía que las
balas le habían alcanzado; por la forma de caer hacia atrás lo más seguro es
que hubiera recibido un tiro en la cabeza, pero ¿y si estaba equivocado y sólo
había sido herido en el brazo o algo parecido? Quizá, si no hubiera salido
pitando y hubiera abierto fuego contra el tipo de mediana edad, podría haber
sacado a Carlos de allí. Por el contrario, había salvado su culo en lugar de
intentar ayudar a su hermano, un tipo que le había ayudado tantas veces
antes.
Bajó al metro. El andén estaba prácticamente vacío, sólo un mendigo
que dormía despatarrado encima de un banco. Aunque no era el mismo
mendigo que había visto antes en la acera. Iba a coger el primer tren que
pasara, pero a esa hora de la noche, pasadas las dos de la mañana, no tenía ni
idea de cuánto tardaría. Aguzó el oído intentando oír algún ruido sordo en los
túneles, pero no se oía nada. Tenía que salir de Forest Hills cagando hostias.
Sin duda alguna la policía estaría en la casa en ese momento; ¿cuánto
tardarían en registrar la estación de metro? Calculó que tenía cinco o diez
minutos, como mucho.
No iba a correr ningún riesgo. Se dirigió trotando hasta el final del
andén, saltó a las vías y se metió en el túnel. Llevaba años sin estar dentro de
un túnel del metro, pero de niño él y sus amigos solían caminar por las vías a
todas horas. Una Nochebuena, él, Carlos y otro par de tíos de Saint John
habían recorrido las vías de la línea seis desde Grand Central hasta Union
Square. Cuando pasaban los convoyes, se paraban en el espacio que quedaba
entre las vías y la pared.
Caminó por las vías lo más deprisa que pudo, a veces trotando, incluso
corriendo. Había luz suficiente para ver algo, aunque para hacer aún más
visible su camino alumbraba con la linterna por delante de él, ahuyentando
aquí y allá a las ratas.
Sólo tardó unos diez minutos o así en llegar a la estación de la avenida
Sesenta y siete. Iba a continuar por el túnel hasta la siguiente estación, pero
entonces oyó que un tren llegaba por detrás de él y subió de un salto al andén.
Era uno de la línea R, que se dirigía a Manhattan y Brooklyn. Entró en el
vagón y se sentó en un asiento del rincón, y por fin pudo recuperar el
resuello.
Al cabo de menos de una hora llegaba a su diminuto estudio-
apartamento en un edificio de vecinos sin ascensor de Van Brunt Street, en
Red Hook, casi junto al río, donde Cristo perdió el mechero. Seguía
sintiéndose mal por haber abandonado a Carlos, aunque no paraba de
repetirse que había hecho lo correcto. Aunque su amigo hubiera estado vivo,
estaría gravemente herido, sangrando a chorros, y habría sido imposible
sacarlo de la casa. Pero por mucho que se esforzara en racionalizar la
cuestión y tranquilizarse, no podía evitar sentirse como un gran cobarde.
Se dio una larga ducha mientras seguía pensando en lo que debería
haber sido y no fue. Si no hubiera empezado a llover aquella noche en la
ciudad; si no hubiera entrado en el Molly Wee Pub; si no hubiera ligado con
aquella tal Theresa; si no hubiera ido al restaurante con Carlos; si hubiera
dicho simplemente «No, gracias» en algún momento. Se sentía como un
completo idiota, aunque en ese momento su mayor preocupación era no joder
aún más su vida. Sabía que con su belleza aniñada no podría sobrevivir de
nuevo a la cárcel, sobre todo con una condena larga. Antes se mataría que
tener que ser el maricón de todos aquellos tipejos otra vez.
No creía que los polis establecieran ninguna relación entre él y Carlos.
Antes de que se hubiera encontrado casualmente en Astoria aquella noche,
llevaban años sin verse, y había tenido buen cuidado de no hablar con él por
el móvil ni por ningún otro medio que pudiera rastrearse. Suponiendo que
Carlos hubiera sido lo bastante inteligente como para no ir largando por ahí lo
del robo —y no creía que lo hubiera hecho—, de lo único que tenía que
preocuparse era de la novia de su amigo, Gabriela.
¿Cómo había dicho Carlos que se apellidaba? Lo había mencionado la
otra noche, cuando se habían reunido en la ciudad, en un banco de Battery
Park, para repasar el plan del robo por última vez. ¿Era Madena? ¿Madano?
¿Madeno? Johnny se estrujó la sesera mientras el agua caliente le caía con
fuerza sobre la cabeza, tratando de recordar el nombre, y entonces le vino:
Moreno. Sí, ése era su apellido, sin duda.
Probablemente la pasma tendría docenas de maneras de relacionar a
Gabriela con Carlos. Su amigo le había jurado que la mujer no sabía nada de
Johnny, que ni siquiera sabía cómo se llamaba, pero ¿y si se había tirado un
farol sólo para conseguir que se le uniera en el robo? ¿Se suponía acaso que
ahora tenía que tragarse por las buenas lo que le había dicho Carlos, después
de que había metido la pata con lo de la casa vacía, y después de que, por su
culpa, su culo estuviera literalmente en peligro? Y si Gabriela sabía algo
sobre él, ¿qué le iba a impedir delatarlo a los polis y llegar a algún tipo de
acuerdo con ellos?
Salió de la ducha con una toalla alrededor de la cintura, llamó al 411 y
consiguió la dirección de Gabriela Moreno en Jackson Heights. Había sido
fácil. Se vistió con su atuendo habitual, el uniforme de Johnny Long —
vaqueros oscuros, camiseta negra muy ceñida y una gastada cazadora negra
de piel—, y se metió el hierro bajo los vaqueros con el seguro puesto —no
quería volarse la polla; ¿qué iba a hacer sin ella?— y salió por la puerta.
El sol estaba empezando a salir cuando se paró en el andén del metro,
esperando al convoy de la línea F. Para llegar a Jackson Heights, en Queens,
tenía que hacer dos transbordos. Habría sido más rápido robar un coche o
tomar un taxi pirata, pero como era su costumbre calibró los riesgos. Ser
detenido por robar un coche o tener a un taxista que le señalara en el juicio
habrían sido las formas más idiotas de caer. De todas maneras, calculaba que
tenía poco tiempo para actuar. La pasma ya habría identificado a Carlos,
averiguado con exactitud quién era y establecido su relación con Gabriela. Le
había dicho a Carlos que tuviera cuidado, que no hablara con Gabriela por el
móvil, etcétera, así que con un poco de suerte le habría hecho caso.
Salió en la calle Ochenta y dos, en Jackson Heights. Tenía la dirección
de Gabriela, pero no tenía ni idea de cómo llegar allí. Tenía un GPS en el
teléfono, pero sabía que la policía podría rastrear esa cosa. Así que una vez
fuera de la estación le preguntó a un tipo por la dirección. El sujeto —un
viejo con gafas de cristales gruesos, así que pensó que más tarde no lo tendría
fácil para identificarlo— le dijo adónde tenía que dirigirse. Estaba más lejos
de lo que había pensando, como a unos diez minutos caminando, por lo
menos. Después de caminar unos veinte, supo que algo no iba bien. Le
preguntó por la dirección a un adolescente, un muchacho negro que se dirigía
al colegio, y el chaval, que casi le soltó una risotada en las narices, le dijo que
se había desviado del camino. Johnny tuvo que desandar trotando unas diez
manzanas y preguntar a otra persona por la dirección, antes de dar finalmente
con el edificio de viviendas de Gabriela.
Eran más de las siete y media, unas cinco horas después del robo. Si se
habían movido deprisa, los polis ya podrían haberse puesto en contacto con
ella. Una buena señal: Johnny miró en todas las direcciones y no vio ningún
coche patrulla, ni camuflado ni sin camuflar. Los coches camuflados, ja, ésos
sí que le hacían descojonarse de risa. Los polis estaban convencidos de que
pasaban desapercibidos en sus coches camuflados; y por lo pronto éstos
siempre eran Impalas o Charger negros que proclamaban a los cuatro vientos:
«Pasma». Si querían pasar desapercibidos, ¿por qué no conducían algún
Chevy destartalado cubierto de banderolas de Puerto Rico? A veces pensaba
que los polis tenían que ser la colección de idiotas más grande del mundo.
Llamó al timbre del piso que tenía a su lado el nombre de G. MORENO
—¿nunca le había dicho nadie a esa mujer que no pusiera su nombre allí?—,
y cuando ella contestó, dijo: «Policía», y lo dejó subir sin más.
Johnny se detuvo en la escalera y ajustó el silenciador al extremo del
cañón, volvió a meterse la pistola en el bolsillo de la cazadora y continuó
subiendo hasta el piso de Gabriela. Tocó el timbre, y ella respondió con voz
asustada, como si creyera que estaba a punto de que la atraparan. Bien, estaba
a punto de que la atraparan, aunque no de la manera que pensaba.
Aunque Johnny se llevó una sorpresa; la mujer era realmente guapa. Sí,
un poco gordita, pero tenía una preciosa cara de sudamericana y unos grandes
y luminosos ojos castaños. ¿Cómo había conseguido Carlos a aquella
monada?
—¿Es usted Gabriela?
Ella asintió con la cabeza, y él le disparó en la cara. La mujer retrocedió
ligeramente y cayo al suelo hecha un guiñapo. De inmediato un charco de
sangre se extendió alrededor de su boca. Johnny comprobó que la sangre no
le había salpicado, se apartó un poco y le metió un par de balas en el pecho
para asegurarse de que estuviera muerta para siempre.
Echó una rápida mirada alrededor y divisó el bolso de Gabriela. Cogió
veintitrés dólares que había dentro, arrojó el bolso al suelo y salió de allí
como alma que lleva el diablo.
De regreso a la ciudad en un tren de la línea siete —que iba abarrotado
de gente camino del trabajo—, se quedó en un extremo del vagón,
contemplando su reflejo en la puerta y repasando los tiroteos. Consideró que
todo había ido bastante bien. No creía que le hubieran visto entrar ni salir, y
había tenido buen cuidado en no dejar ninguna prueba incriminatoria tras él.
Sabía que debido al trabajo de Gabriela la bofia intentaría establecer una
relación entre su asesinato y el tiroteo y robo en Forest Hills, pero no vio que
la policía tuviera manera de llegar hasta él. Era imposible que Gabriela y
Carlos hubieran hablado del robo con ninguna otra persona, y era de esperar
que el bolso tirado en el suelo fuera suficiente para despistar a los idiotas de
los maderos.
Se sintió tan bien que por fin pudo relajarse. Había estado crispado casi
sin interrupción desde que se reuniera con Carlos en Forest Hills, y estaba
ansioso por volver a Brooklyn, acaso detenerse en una cafetería para
desayunar a lo grande y luego meterse en la cama y dormir todo lo que
pudiera.
Pero entonces, cuando estaba haciendo el transbordo para coger la línea
F en la calle Treinta y cuatro, otra vez se puso hecho un manojo de nervios al
pensar: ¿Y si Carlos sigue vivo? A lo mejor estaba en un hospital, conectado
a unas máquinas, y la policía lo estaba interrogando en ese momento. No
creía que fuera a contarles nada —los hermanos de Saint John nunca se
delataban entre sí—, aunque por otro lado nunca sabes lo que hará un tipo
cuando la bofia empieza a atosigarle con una condena de veinticinco años o
cadena perpetua.
Ya en Brooklyn, se dio cuenta de que había perdido el apetito y decidió
olvidarse de la cafetería e ir directamente a casa. Encendió el televisor para
ver la emisora de noticias local, y allí estaba, como noticia de portada, el robo
y tiroteo en Forest Hills. El periodista decía que Carlos Sánchez había muerto
de resultas de los disparos efectuados por el propietario de la casa.
—Joder, gracias a Dios —dijo Johnny, que se retrepó en el sofá y se
volvió a relajar.
Estaba completamente a salvo. Era imposible que la poli lo pudiera
pillar. Todo lo que tenía que hacer era no llamar la atención durante algún
tiempo y todo saldría bien.
En la tele estaban sacando al tipo, al doctor Adam Bloom. Johnny
pensó: ¿Doctor? ¿Qué clase de doctor? Le dio asco la forma de actuar de
aquel sujeto, tan pagado de sí mismo y arrogante mientras comentaba que
había hecho lo correcto al disparar a Carlos. «Lo volvería a hacer de nuevo»,
estaba diciendo, y también: «Creo que cualquiera en mi situación habría
hecho lo que yo». Colega, cómo lamentó Johnny no haberle disparado esa
noche, no haberle liquidado.
El reportaje acabó, apagó el televisor y se metió en la cama. Intentó
quedarse dormido, pero no paraba de pensar en aquella ocasión, cuando tenía
quince años, en que unos matones le estaban dando una paliza del copón en el
patio del colegio, mientras los demás hacían corro a su alrededor permitiendo
que ocurriera, salvo Carlos. Se había acercado directamente y sacado una
navaja, que le había puesto al más grande en la cara, diciendo: «Si te metes
con mi chico, te metes con esto». No fue la única vez que le había salvado de
que le patearan el culo; Johnny no habría pasado de la adolescencia de no
haber sido por Carlos. Así que ahora no le parecía justo que su amigo fuera a
ser metido en la tierra dentro de una caja, probablemente en Potter’s Field,
donde el municipio enterraba a la gente que no tenía familia, y que aquel
chulo bastardo, el doctor Bloom, siguiera viviendo con su afortunada familia
en su maravillosa mansión.
Sí, sabía que tenía que hacer lo que Carlos habría hecho por él.
Tenía que vengarse como fuera de aquel engreído hijo de puta.
9

Antes del robo y el tiroteo, Dana Bloom pensaba que había vuelto a tomar el
control de su vida. Le había dicho a Tony que quería poner fin a la aventura
entre ambos y, aunque él no se lo tomó muy bien, y a ella también le resultó
difícil separarse, había conseguido estar tres días sin mantener ningún
contacto con él. Se sentía como si hubiera logrado superar lo más difícil y
estuviera preparada para olvidar los cuatro últimos meses con Tony y volver
a dedicarse a su matrimonio.
Pero ahora, de pronto, todo volvía a desbaratarse, y todo por culpa de
aquella estúpida pistola. No tenía ni idea de por qué Adam había disparado a
aquel tipo —¿por qué no podía haberle hecho caso al menos una vez en su
vida?—, y ahora Gabriela estaba muerta y ella no podía evitar pensar que eso
también era culpa de Adam. Que no asumiera ninguna responsabilidad ni
admitiera ninguna culpa por nada de lo que había hecho, la enfurecía por
encima de todas las cosas. ¿Por qué le resultaba tan difícil decir «lo siento»?
Después de que el detective Clements se marchara, Dana se sintió
completamente desamparada. No sólo no podía hacerse comprender por su
marido, sino que tenía la sensación de que la policía no podría protegerles y
no se sentía segura en su propia casa.
Iban por el pasillo y pasaron junto a la habitación de Marissa, —que
estaba dentro poniendo en su estéreo cierta música espantosa a toda pastilla
otra vez—, y Dana estaba diciendo:
—Vámonos a Florida, salgamos de esta casa unos cuantos días, o una
semana, o el tiempo que sea.
Adam, dirigiéndose al dormitorio, respondió:
—Eso es absurdo. No voy a huir.
Dana fue tras él.
—No me llames absurda.
—No te estoy llamando absurda. Estoy diciendo que huir es absurdo.
—¿Quién está hablando de huir? Sólo digo que me sentiría mucho más
segura si no estuviéramos aquí, en esta casa, mientras ese asesino anda suelto,
nada más.
—¿Qué asesino? —preguntó él—. Piensa en lo que dices. Eso no tiene
ninguna lógica.
—¿Qué es lo que no tiene ninguna lógica? ¿En qué planeta vives?
Gabriela ha sido asesinada y...
—Eso no tiene absolutamente nada que ver con nosotros. —Estaba
levantando la voz para no dejarla hablar. Dana detestaba que hiciera eso; era
tan humillante e irrespetuoso—. Te estás inventando historias para tratar de
asustarte —añadió su marido, que se apartó de ella y empezó a ponerse el
chándal. Otra cosa que odiaba: que le diera la espalda.
—No me puedo creer lo que oigo —replicó ella—. De verdad que es
imposible ser más tozudo. Lo estás haciendo sólo para provocarme.
—¿Y por qué habría de querer hacer eso?
—Porque te gusta, te gusta provocarme. Te gusta ver cómo reacciono
cuando lo haces.
—Eso es, por fin has hecho que lo entienda, muy bien. Así que hoy me
he despertado y me he dicho: ¿Sabes qué? Creo que hoy provocaré a mi
esposa. Será divertidísimo.
—Eso es exactamente lo que haces.
—Oh, por todos los diablos, para ya. Tu problema es que te niegas a ver
las cosas de otra manera. Tú lo sabes todo. Tú tienes todas las respuestas.
Incluso sabes más que la policía, según parece. A propósito, me sigue
encantando eso de retar a la policía de Nueva York. Fue simplemente genial.
—Lo estás haciendo otra vez —dijo Dana.
—¿El qué?
—Retorciendo todo lo que digo y convirtiéndolo en otra cosa, en lugar
de hacerme caso.
—Te haré caso si empiezas a hablar con lógica.
Estaba tan furiosa con él que ya ni siquiera era capaz de recordar sobre
qué estaban discutiendo. Tardó unos segundos en recordarlo. Y entonces dijo:
—Bueno, ¿y si tengo razón? ¿Y si está todo relacionado? ¿Y si
quienquiera que matara a Gabriela vuelve aquí e intenta entrar a la fuerza en
nuestra casa?
—Nunca lo conseguiría.
—¿Y si lo consigue? ¿Qué vas a hacer entonces? ¿Sacarás tu pistola de
nuevo? ¿Le dispararás?
—Si entra a robar en nuestra casa y se dirige al piso de arriba en la
oscuridad, sí. Le dispararé.
Se lo quedó mirando de hito en hito, boquiabierta, con las manos en la
cadera.
—¿Quién narices eres? —preguntó ella—. Me parece que ya no te
conozco.
—No seas tan melodramática.
—¿Disparas a un individuo y de pronto te crees un tipo duro, una
especie de matón de la mafia? Con ese comportamiento tan racional, tan frío.
No estás asustado, y no vas a huir, te limitarás a seguir disparando a la gente
con tu pistola..., tu pistola nos mantendrá a todos sanos y salvos.
Adam sacudió la cabeza.
—Me voy al gimnasio —anunció, y se marchó.
Era tan propio de él, marcharse sin más de la habitación en medio de una
discusión, dejando todo sin resolver y dejándola a ella reprimida y frustrada.
Era tan controlador, tan manipulador, y Dana sabía muy bien por qué lo
estaba haciendo: para provocarla. Ella se quejaba de eso permanentemente
cuando asistían a la terapia matrimonial, pero de todas formas él seguía
haciéndolo. Si eso no era un indicio de que ella le traía sin cuidado, ¿qué lo
era?
Pasado un rato desde que Adam se marchara, oyó que Marissa bajaba las
escaleras, y la puerta volvió a cerrarse de un portazo. Estaba sola en casa, y se
«sentía» sola. Sólo deseaba un apoyo emocional en un momento difícil; ¿era
pedir demasiado? Las cosas iban a empeorar, lo sabía, sabía que iban a
empeorar, y nadie iba a poder ayudarla, ni la policía, ni siquiera su propio
marido.
Entonces hizo algo que sabía que lamentaría; sacó el móvil del bolso y
llamó a Tony.
—Es tan fabuloso oír tu voz, cariño. Te echaba muchísimo de menos —
le dijo él cuando atendió la llamada.
¿Qué puñetas estoy haciendo?, pensó Dana. Quiso colgar —sabía que
eso era lo correcto, que aquello no iba a resolver nada, que de hecho iba a
hacer que las cosas se complicaran aún más—, pero se oyó decir débilmente:
—Yo también te echaba mucho de menos.
—He estado esperando que me llamaras —dijo él—. ¿Dónde estás?
A Dana le entraron unas ganas locas de sentir el cuerpo de Tony contra
el suyo. Deseaba sentirlo dentro de ella.
—¿Cuándo sales? —le preguntó.
—Cuando tú me digas que salga.
Si cualquier otro hombre le hubiera dicho eso, habría supuesto que
estaba haciendo un mal chiste[4], pero sabía que incluso un mal chiste estaba
fuera del alcance de Tony. Generalmente era difícil mantener una
conversación con él que no versara sobre culturismo, suplementos proteínicos
o sexo. No es que Dana tuviera algún inconveniente con eso, sobre todo en lo
tocante al sexo. Estaba interesada en Tony por el sexo y sólo por el sexo, y se
lo había dejado muy claro.
Acordaron reunirse a las cuatro en casa de él. Dana no quería verse
obligada a ver a Adam de nuevo cuando éste volviera del gimnasio, así que se
marchó pronto de casa y mató el tiempo en el Starbucks que había a pocas
manzanas de la casa de su amante. Iba vestida de manera informal, vaqueros
y un jersey de cuello de cisne negro, pero debajo llevaba un erótico body de
raso rosa de Victoria’s Secret. A Adam no le gustaba la lencería —en una
ocasión se había puesto ropa interior muy erótica para irse a la cama, y
aunque parezca mentira, él le había dicho que estaba ridícula con ella; una
manera como otra cualquiera de hacer que una mujer se sintiera estupenda
consigo misma—, pero a Tony siempre le ponía cachondo.
Mientras se dirigía a su casa, trató de disuadirse de ir. Sabía que estaba
poniendo en peligro su matrimonio, ¿y de verdad quería engañar más a Tony
de lo que ya lo había hecho? Aunque le había dicho muchas veces que no
tenían futuro juntos, que no tenía ninguna intención de dejar jamás a Adam
por él, cuando él le decía cosas como: «¿No sería fantástico que viviéramos
juntos?» o «Imagina que esto pudiera durar eternamente», a Dana le parecía
que no conseguía que la comprendiera lo más mínimo.
Le seguía costando creer que se hubiera metido en aquella situación.
Durante todos los años con Adam, incluso cuando las cosas no habían ido
bien, jamás había pensando en engañarlo. Había visto en su barrio familias
destruidas a causa de las aventuras amorosas, y se imaginaba haciéndose
vieja con Adam, para bien o para mal.
Pero había tenido oportunidades para ser infiel. El señor Sorrentino, el
profesor de ciencias de quinto grado de Marissa, había coqueteado con ella en
las reuniones de padres y profesores, y hacía unos años, Scott Goldbert, un
antiguo noviete de la Universidad de Albany, se puso en contacto con ella. Se
había divorciado recientemente e iba a ir a la ciudad por motivos de negocios,
le había dicho, y le preguntó si quería que se reunieran en el bar de su hotel
para tomar una copa. Dana se había inventado una excusa para no ir. De vez
en cuando, surgían nuevas oportunidades, pero en cuanto percibía que un tipo
le tiraba los tejos, siempre mantenía las distancias y le hacía saber que estaba
casada y nada interesada en el lance.
Pero a lo largo de los últimos años había ido cambiando de actitud
gradualmente. En parte, tenía que admitirlo, puede que hubiera tenido que ver
con el síndrome del nido vacío. Cuando Marissa se marchó a la universidad, a
Dana y Adam les quedó más tiempo para estar juntos, aunque a ella le costó
lo suyo cambiar el chip y volver a convertirse sólo en esposa, en lugar de
esposa y madre. Le costó recordar entonces qué era lo que le había gustado
de Adam, recordar las cosas de las que solían hablar, y lo cierto es que
acabaron pasando menos tiempo juntos que nunca. Su marido siempre
parecía estar absorto en el trabajo, y ella empezó a darse cuenta de lo sola que
estaba. Durante años había defendido su vida como madre «sin trabajo fuera
de casa» —se negaba a utilizar la palabra «ama de casa»—, diciéndole a sus
amigas que trabajaban: «Me encanta no hacer nada», aunque en secreto
lamentaba no haber vuelto a tener un trabajo desde hacía años y envidiaba a
sus amigas con una profesión. Se aburría en casa, y cada vez se le hacía más
difícil llenar sus días. El año anterior había empezado con los primeros
síntomas de la menopausia, así que tenía que vérselas con altibajos
emocionales, y durante algún tiempo había estado a base de Prozac para lo
que su psiquiatra había denominado «depresión menor». Cuando Marissa
terminó la carrera y decidió volver a casa, Dana se puso como unas
castañuelas. Las cosas estaban tirantes con Adam, y era agradable volver a
tener a su hija con ella.
Más o menos en la época en que Marissa regresó a casa, Tony empezó a
trabajar como monitor en el New York Sports Club. Era muy simpático, y
coqueteó con Dana desde el principio, sonriéndole a todas horas, saludándola
siempre, acercándose cuando estaba utilizando las máquinas para decirle
cosas como: «Tienes que hacer alguna extensión más», o comentándole con
una sonrisa al pasar por su lado: «Hoy tienes un aspecto sensacional». Dana
pensó que sólo estaba siendo amable, y que tras aquello no había nada más,
pero tuvo que admitirlo: oír aquellos cumplidos le acariciaba el ego, sobre
todo proviniendo de un veinteañero. Para ser una mujer de cuarenta y siete
años que no había trabajado en su vida, tenía buen aspecto. Era delgada,
todavía con unas piernas bonitas, y aunque a veces se sentía un poco
acomplejada por las arrugas que le rodeaban los ojos y la boca, la mayoría de
las personas que conocía pensaban que acababa de cumplir los cuarenta o
incluso que todavía no los había cumplido. Pero habían pasado muchos años
desde la última vez que un hombre le había prestado alguna atención. Cuando
era más joven y pasaba por un solar en construcción, los obreros le silbaban y
hacían comentarios obscenos; sí, entonces le había parecido acoso sexual,
pero ahora echaba de menos despertar el interés de los hombres, incluso el de
esa clase. Cómo le gustaba, cuando estaba utilizando la StairMaster elíptica y
miraba en el espejo que tenía delante, ver a Tony examinándole el culo y
luego apartar rápidamente la vista cuando sus miradas se encontraban.
Lo más atractivo que tenía Tony era que se sentía atraído por ella. No
era mal parecido —tenía una mofletuda cara italiana que era una monada—,
pero su interés en ella, la manera en que hacía que se sintiera un objeto sexual
joven, resultaba irresistible. ¿Cuándo había sido la última vez que Adam le
había dicho que estaba guapa, o prestado alguna atención como se la prestaba
Tony? Le parecía que su marido no la valoraba, y la mitad de las veces ni la
escuchaba. Ya le podía estar contando cualquier cosa que hubiera ocurrido
durante el día, o algo interesante que hubiera leído en el periódico o visto en
la televisión, que Dana veía su errática mirada y sabía que, aunque estuviera
respondiéndole, diciendo: «¿De verdad?» o «Muy bien», estaba pensando en
otra cosa y le importaba un carajo todo lo relacionado con ella. Así que
empezó a estar impaciente por ir al gimnasio y ver a Tony, pues anhelaba sus
lisonjeros comentarios y lo que sentía cada vez que él le sonreía.
Entonces, un día que estaba en la esterilla de ejercicios haciendo
estiramientos, Tony se acercó y le preguntó si había perdido algo de peso. En
realidad había engordado algunos kilitos, pero dijo: «No, sigo pesando lo
mismo», a lo que él respondió: «Bueno, pues tienes un aspecto sensacional».
Reparó en que los ojos de Tony descendían momentáneamente hacia sus
pechos —le encantó que hiciera eso, y se alegró de llevar aquel nuevo
sujetador de ejercicios con un refuerzo fantástico—, y entonces él le dijo:
«Oye, salgo a las siete, ¿te apetece tomar un café o lo que sea?» Dana no
tenía ningún plan —Adam le había dicho que estaría en la ciudad atendiendo
pacientes y que no regresaría hasta tarde—, pero respondió: «Lo siento, no
puedo».
Era lo correcto. Tony era una bonita fantasía, pero así era como tenía
ella que mantenerlo: como una fantasía.
Pero a la siguiente ocasión, días más tarde, en que Tony le sugirió ir a
tomar una café, aceptó.
Sin saber cómo, el café acabó convirtiéndose en una copa en un bar
cercano. Como ella había supuesto, no tenían absolutamente ningún tema
sobre el que hablar, pero le encantó la manera en que la miraba, como si fuera
la mujer más bella que hubiera visto en su vida —de hecho, le dijo: «Eres la
mujer más hermosa que he visto en mi vida»—, y Dana deseó que la besara.
A la segunda ronda de margaritas, Tony le preguntó si era feliz en su
matrimonio, y ella respondió: «Hemos tenido algunos problemas», dejando la
puerta abierta intencionadamente, deseando mantener aquel devaneo o lo que
quisiera que fuera a ser, encantada de cómo la hacía sentir y aterrorizada ante
la perspectiva de ceder. Hubo un largo momento en que se miraron a los ojos,
y vio que los de Tony bajaban ligeramente hacia sus labios. Consultó la hora
en el móvil y dijo: «De verdad, tengo que...», y él alargó la mano y le sujetó
la suya —¿cuándo había sido la última vez que un hombre, aparte de su
marido, le había cogido la mano de manera romántica?—, diciendo: «Ven a
mi casa». Le respondió que se sentía tremendamente halagada, pero que no
podía, insistió en pagar las copas y se marchó.
Aquella noche apenas pudo dormir. Cayó en la cuenta entonces de lo
infeliz que había llegado a ser en casa, y no pudo dejar de pensar en Tony y
de lamentar no haberle acompañado a su casa. Fantaseó con la idea de que
hicieran ciertas cosas, hasta que ya no pudo soportarlo más y tuvo que
meterse en el cuarto de invitados y echar mano de su juguete sexual.
Al día siguiente Adam le dijo que se quedaría trabajando hasta tarde otra
vez, y Dana llegó al gimnasio alrededor de las cuatro y cuarto, teniendo
presente que Tony le había dicho que saldría de trabajar a las cinco. Mientras
se ejercitaba en la StairMaster elíptica, miró en el espejo y vio que Tony se
distraía varias veces mirándole el culo, mientras entrenaba a una cliente.
A las cinco se acercó a él y le dijo:
—¿Sigue en pie esa oferta?
Como unos diez minutos después, estaban en casa de Tony follando
contra la pared, y luego en el suelo del salón. Fue, con diferencia, la relación
sexual más erótica y salvaje que había tenido en toda su vida. Por Dios,
habían transcurrido más de veinte años desde la última vez que había follado
en otro sitio que no fuera una cama. Nunca había estado con un tío tan fuerte,
tan poderoso, y era estupendo sentir sus fuertes manos inmovilizándola
contra el suelo o apretándole el culo. El hecho de que él no fuera muy
despierto y de que no tuvieran nada en común, lo hacía aún más sensual.
Aquello lo reducía a la condición de objeto sexual absoluto. Era sólo un
hombre, un hombre sencillo y tosco que le proporcionaba placer. Dana había
pensado que echaba a faltar muchas cosas en su matrimonio y que tenía
graves problemas esenciales con Adam, pero debajo de aquel culturista que
no paraba de gruñir, le pareció que lo único que necesitaba era estar
permanentemente tumbada.
En unas pocas horas había tenido más sexo que en los dos últimos años
con Adam. Patético, aunque cierto.
Después se sintió muy culpable y hecha un lío. Había sido magnífico
estar con Tony, pero ahora se veía como una persona horrible, una mentirosa,
una guarra. Tiempo atrás había visto una película en la que una mujer
engañaba a su marido y entonces había pensado: «Menuda idiota de remate»,
y sin saber cómo, había acabado convirtiéndose en aquella mujer. Llevaba
veintisiete años siéndole fiel a Adam, incluido el tiempo de noviazgo, y ahora
tendría que pasar el resto de su vida sabiendo que había sido infiel. Para
empeorar las cosas, sabía que la infidelidad era completamente unilateral;
Adam jamás se plantearía siquiera engañarla. No tenía ninguna intención de
contárselo jamás, pero ¿como podía saber que Tony no iría alardeando de su
conquista en el gimnasio? Por lo que sabía, él se estaría acostando con
docenas de otras maduras infelizmente casadas. Tony y Adam se veían
permanentemente en el gimnasio; aunque no eran amigos, se saludaban
siempre. Sabía que si Adam lo averiguaba como fuera, jamás se lo
perdonaría, y se enfureció consigo misma por colocarse en semejante
situación. Con una sola llamada telefónica, cierto monitor del New York
Sports Club obsesionado con la musculatura tenía la potestad de arruinarle el
resto de su vida.
Pero esto no evitó que lo viera de nuevo. Se encontró con él un par de
días después, y a partir de ahí empezaron a verse con regularidad, tres o
cuatro veces por semana. Dana no podía dejar de pensar en él cuando estaban
separados y en lo bien que le hacía sentir, lo que hacía que su vida normal le
pareciera sumamente insípida. A veces se enviaban mensajes de texto o
hablaban por teléfono; aunque tenían muy poco que decirse el uno al otro, se
excitaba siempre que veía aparecer fugazmente el nombre de Tony en su
móvil u oía su voz. Se sentía como si volviera a ser una adolescente en su
primera relación, y todo era nuevo y excitante. Para sobrellevar la culpa, se
decía que estaba teniendo un devaneo, lo que en cierto modo parecía menos
dañino que un romance en toda regla. Un devaneo parecía algo que se podía
compartimentar, algo que no era potencialmente destructivo; era como una
estrella que brillaría fugaz e intensamente y que luego iría apagándose poco a
poco; y sólo la utilizaba para ayudarse a pasar por aquel periodo de
inestabilidad en su matrimonio, tras lo cual todo volvería a la normalidad.
Algunos días quedaba tan dolorida de los polvos con Tony que si Adam
se le acercaba tenía que inventarse algún cuento chino. «Estoy demasiado
cansada. Me parece que he cogido algo.» Lo peor de todo era aquel
permanente mentir, que la estaba desgastando y ensombrecía todos los
aspectos positivos del devaneo. Entonces Tony hizo algo que le indicó que
había llegado el momento de ponerle punto final a aquello.
Una tarde llegó a casa después de hacer unas compras, y Gabriela, que
estaba limpiando en la cocina, le dijo:
—Me parece que tiene usted un admirador, señora Bloom.
Como de costumbre y desde que se había liado con Tony, se temió lo
peor, y su mecanismo de lucha o huida se activó.
—¿De qué está hablando? —soltó.
—Mire en el salón —respondió Gabriela.
Ay, joder, ¿había ido Tony a casa?
Cruzó las puertas batientes, preparada para echarle un broncazo al
monitor y decirle que aquello se había acabado, cuando vio el ramo de flores
enorme y hortera en la mesa del comedor. Bueno, no era tan malo como si
hubiera aparecido por casa, pero casi.
Leyó la nota escrita en ordenador:

Hola, anoche estuviste fantástica de cojones, cariño.

Tienes un cuerpo sensacional, nena.

¡¡¡¡Te quiero, maciza!!!!

Le llamó hecha un basilisco, y Tony se disculpó diciendo que había pensado


que no hacía nada malo porque se había asegurado de que las flores fueran
entregadas durante el día, cuando su marido estaba en el trabajo.
—¿Y cómo ibas a saber que hoy estaría en el trabajo? —le replicó ella
—. ¿Y si hubiera estado en casa?
Él le reconoció que tenía razón, que quizá la idea no había sido tan
fantástica, y le prometió que no volvería a hacer nada parecido nunca más,
aunque Dana consideró el incidente como un serio aviso. De un tiempo a esa
parte Tony se había comportado de manera imprudente, enviándole docenas
de mensajes de texto al día y llamándola en ocasiones en que Adam estaba en
casa. Ella tenía un matrimonio que proteger, pero él era un tío soltero que no
se jugaba nada, y el desequilibrio de la situación empezaba a hacerse
demasiado patente. Además, se estaba encoñando demasiado con ella, y la
otra noche, cuando estaban tumbados en la cama, había llegado a decirle:
«Creo que me estoy enamorando de ti». No había ninguna duda al respecto,
así que definitivamente tenía que poner fin a la aventura ya o las cosas pronto
empezarían a descontrolarse.
—Prométame que no le dirá una palabra de esto a Adam —le dijo a
Gabriela.
—No se preocupe —la tranquilizó la asistenta—. Puede confiar en mí
siempre, señora Bloom.
Al día siguiente fue al gimnasio y le dijo a Tony que tenía que hablar
con él de algo importante, así que entraron en la oficina de ventas. Sabía que
él se disgustaría y esperaba que decírselo en el gimnasio evitara que montara
una gran escena. Él se puso melodramático, le dijo que se estaba equivocando
y que no podría vivir sin ella, pero Dana consiguió marcharse antes de que
empezara a suplicarle de verdad.
La ruptura también fue difícil para ella, sorprendentemente difícil. Más
que extrañar a Tony, extrañaba la idea de tener algo excitante e impredecible
en su vida. De pronto, estar en casa con Adam se le hizo terriblemente
aburrido; se sentía como una reclusa que cumpliera cadena perpetua sin
posibilidad alguna de obtener la libertad condicional. Volvía a estar inmersa
en su vieja rutina, en su solitaria existencia cotidiana, vacía y sin sentido,
carente de cualquier incentivo.
Tony le había dejado dos mensajes de voz y seis de texto en el móvil.
No se estaba tomando bien la ruptura, y a Dana le entraron ganas de llamarle
y decirle que había cometido un error, pero se resistió y borró todos los
mensajes sin responderlos ni leerlos. Por Dios, aquello era incluso más duro
que cuando había dejado de fumar, aunque sabía que tenía que aplicarle
exactamente el mismo tratamiento, como si estuviera acabando con una
adicción. Los primeros días eran siempre los más duros, y el truco consistía
en mantenerse fuerte, en no ceder. Se alegró de que ella, Adam y Marissa
estuvieran planeando ir a Florida a visitar a su suegra; alejarse de Nueva
York durante unos días sería una tremenda ayuda.
Al día siguiente, estando sola en casa, sintió el familiar y vehemente
impulso de llamarlo para quedar con él en su casa y follar durante el descanso
de la comida de Tony. Aguantándose las ganas, llamó en su lugar a Sharon,
su amiga, que vivía a unas pocas manzanas, y se fue a su casa a tomar un
café. Mantener la aventura en secreto durante tanto tiempo se había vuelto
agotador, y necesitaba hablar de ello con alguien.
Sincerarse con Sharon fue de gran ayuda. Hizo que sintiera que había
hecho lo correcto, poniéndole fin a la aventura cuando lo había hecho, antes
de que el problema creciera descontroladamente como una bola de nieve.
—Tú y Adam habéis invertido mucho tiempo juntos, así que, hagas lo
que hagas, no lo tires por la borda, sobre todo por un tipo que ni siquiera te
gusta realmente —le dijo Sharon.
Las palabras de su amiga fueron como una reconfortante ráfaga de
realidad. Dana siguió borrando todos los mensajes de Tony y consiguió
superar los primeros días, que eran los más difíciles. Empezó a pasar más
tiempo con Adam; una noche quedó con él en la ciudad y fueron a su
restaurante español favorito en el West Village, y otra se quedaron en casa y
vieron una película juntos, acurrucados en el sofá.
Tuvieron que cancelar el viaje a Florida por culpa de una tormenta
tropical, pero ya no sentía la necesidad desesperada de huir. Tony había
estado un día entero sin intentar ponerse en contacto con ella, y Dana estaba
empezando a pensar en la aventura como algo pasado. Había sido divertido
durante un tiempo, pero se había acabado, y ahora era el momento de
recomponer su matrimonio.
Entonces se produjo el robo, y ahí estaba ahora, reincidente, volviendo a
los brazos de Tony, a punto de joder su vida otra vez.
Sabía que reanudar algo que había sido tan difícil de terminar era un
tremendo error. Estaba mal que descargara su ira sobre Adam de esa manera
por lo del tiroteo, y sin duda con aquello no iba a conseguir nada. Pese a todo
lo que habían pasado y lo furiosa que estaba, quería a su marido y deseaba
arreglar su matrimonio y resolver las diferencias que hubiera entre ellos.
Sabía que si no conseguía darse la vuelta podría desbaratar su vida, pero el
impulso de estar con Tony y joder las cosas era demasiado intenso. Se sentía
como si algo fuera de su alcance la estuviera controlando y tomara sus
decisiones por ella, dejándola como mero testigo
En las escaleras, mientras subía al piso de Tony, siguió tratando de
desistir de su empeño, recordándose lo mucho que Adam significaba para ella
y que acostarte con ese tío no resolvería nada, que sólo empeoraría las cosas,
y las empeoraría mucho; y entonces vio a Tony —vestido sólo con sus
ceñidos calzoncillos boxer— y al cabo de unos segundos estaban en su piso y
él la estaba besando en el cuello, empujándola contra la puerta de la calle.
Dana tenía quitados los pantalones y el jersey de cuello de cisne, y él le
estaba deslizando las manos por debajo de las bragas rojas de encaje y
apretándole el culo, mientras decía: «Me vuelve loco que te pongas estas
braguitas», y ella gemía: «Ay, Dios mío, cariño. Ay, Dios mío...»
Luego, más tarde, mientras estaba tumbada debajo de él en el suelo,
pensó: ¿Qué carajo estoy haciendo?
Tony la miró a los ojos y sonrió.
—¿Quieres un Gatorade o alguna otra cosa? —le preguntó.
—Ten-tengo que irme —respondió ella, inclinándose para coger sus
vaqueros.
—¿A qué viene esa prisa? —protestó Tony—. Tenemos toda la noche.
—Esto ha sido una equivocación —replicó Dana en voz alta, aunque
para sí—, una tremenda equivocación.
—¿De qué estás hablando? —El chico parecía profundamente
confundido—. Pensaba que dijiste que me echabas de menos.
Ella se puso los vaqueros sin molestarse en subirse la cremallera ni
abrochárselos.
—Tengo que ir casa, tengo que volver, tengo que ir a casa, tengo que
volver... —susurraba Dana para sí como un mantra.
Cuando estaba a punto de ponerse el jersey de cuello de cisne, Tony la
agarró con fuerza de la muñeca.
—Vamos, ¿qué estás haciendo?
—Por favor, suéltame —le pidió.
—¿Por qué? No entiendo nada.
Le soltó la muñeca, y ella terminó de vestirse.
—¿Es que he sido demasiado brusco? —preguntó el monitor—. Creía
que te gustaba así.
Cuando se marchó de su piso y estaba bajando las escaleras, Tony le
gritó:
—¿Cuándo te volveré a ver? ¡No me hagas esto, cariño! ¡Sabes lo
mucho que te quiero, nena!
Echó a andar a toda prisa, diciéndose sin parar: «Qué idiota eres, qué
idiota de mierda que eres». No sabía si estaba hablando de ella o de Tony,
pero no se podía creer que hubiera hecho algo tan estúpido e impulsivo. ¿Qué
carajo estaba haciendo? Tenía cuarenta y siete años, y se estaba comportando
como una chiquilla de diecisiete. No era extraño que Marissa les hubiera
estado dando tantos quebraderos de cabeza últimamente; menudo ejemplo
tenía.
Al cabo de unos minutos, cuando se aproximaba a su casa, se sintió un
poco más tranquila, al menos no tan sensible. De acuerdo, muy bien, había
tenido un pequeño desliz, pero podía olvidar que hubiera ocurrido alguna
vez; no tenía por qué tener ninguna trascendencia. Sólo le preocupaba Tony.
En su voz había habido un tono de furia que no le había oído nunca antes. Ya
le había enviado flores; ¿qué haría a continuación?
Carajo, acostumbraba ducharse después de follar con Tony, y ahora
apestaba a su colonia.
Abrió la puerta de la calle sin hacer ruido, con la esperanza de que
Adam no estuviera en casa.
—Cariño, ¿eres tú?
—¡Mierda! —masculló.
4. El chiste en cuestión estriba en el doble sentido del término get off en
inglés: salir y correrse, intraducible en este caso al español. (N. del T.)
10

Cuando Adam vio todas las furgonetas de los informativos y los periodistas
en el exterior de su casa, pensó: Oh, no, otra vez no. Sólo quería escapar un
rato de casa, relajarse, no volver a tener otra discusión absurda con Dana. No
deseaba pasar por toda aquella tontería de tener que defenderse ante los
periodistas.
Estaba planeando ser cortante, responder a una o dos preguntas, y luego
decir: «Lo siento, tengo prisa», y marcharse. Pero sorprendentemente, ese día
las preguntas parecían tener un tono completamente distinto al de la noche.
Aunque le estaban haciendo preguntas como: «¿Cree que el asesinato de su
asistenta está relacionado con el robo de anoche?» y «¿Quién cree que
asesinó a su asistenta?», los periodistas casi parecían estar pidiéndole perdón.
Uno le preguntó:
—Doctor Bloom, a la vista del asesinato de esta mañana en Jackson
Heights, ¿siente que eso le justifica?
—No, no siento que me justifique —respondió—. Creo que lo que hice
está justificado, sí, pero también tenía esa impresión ayer. A mi modo de ver,
no ha cambiado nada.
Ni de lejos se sentía tan avergonzado como durante el interrogatorio de
la noche anterior, y hasta acabó haciendo un discurso improvisado mirando
fijamente a la cámara.
—Mi familia está muy apenada por la muerte de Gabriela Moreno. No
sé si estaba involucrada o no en el robo de nuestra casa, pero era una mujer
maravillosa, y espero que quienquiera que la haya asesinado sea llevado ante
la justicia lo antes posible.
Mientras se dirigía caminando al gimnasio, se sintió orgulloso de la
manera en que se había desenvuelto. Si había un lado bueno en todo aquello,
era sin duda el haber podido superar su glosofobia. Le pareció que había
estado seguro y elocuente, y que la última parte había estado muy bien; al no
acusar públicamente a Gabriela, había demostrado a la gente que, pese a todo,
era un hombre compasivo e indulgente. De acuerdo, puede que se estuviera
dejando dominar por su ego y disfrutara de aquel protagonismo un poquito
más de lo que debiera, pero ¿de verdad era eso tan malo?
Mientras caminaba por Austin Street y entraba en la principal zona
comercial de Forest Hills, no pudo evitar mirar a su alrededor para ver si
alguien lo reconocía. Nadie pareció hacerlo, aunque supuso que la gente que
estuviera en el gimnasio se acercaría a él. No conocía a muchas personas allí
—la mayoría de los habituales eran veinteañeros y treintañeros—, pero le
habían visto en las instalaciones, y a lo mejor habían visto las noticias de
primera hora y establecido la conexión.
La chica de la recepción encargada de comprobar su carné de socio no
tuvo ninguna reacción fuera de lo normal, y en la sala principal del gimnasio
la gente estaba en sus propios mundos, unos viendo la tele o leyendo revistas
o periódicos, y otros escuchando sus iPod o sencillamente concentrados en
sus tablas de ejercicios.
Después de hacer media hora de bicicleta estática, se dirigió a la sala de
pesas. Pasó junto a Tony, uno de los monitores. Tony era un tipo amable que
siempre le hablaba de los Knicks, los Mets y los Jets. Pensó que tal vez le
dijera algo sobre el tiroteo, pero no fue así, y en esa ocasión tampoco se
mostró especialmente amistoso. Al verle apartó la vista y siguió su camino.
Fue una comportamiento extraño. Eh, a lo mejor sólo estaba de mal humor.
Adam terminó sus ejercicios sudando de lo lindo. Sólo había aguantado
dieciséis minutos en la cinta de correr, pero quizá pudiera llegar a los veinte o
veinticinco en la siguiente ocasión. Estaba impaciente por ducharse en casa y
hacer algunas llamadas de trabajo, y luego tal vez pudiera ver una película
con Dana. Se sentía mal por haberse peleado con ella, sobre todo por la forma
en que había puesto fin a la discusión, dejándola con la palabra en la boca de
aquella manera. Le parecía que había sido manipulador. Sabía cuánto le
molestaba a Dana que fuera despectivo, y había estado muy mal por su parte
tratar de provocarla de esa manera.
Pero luego, cuando llegó a casa, encontró una nota:

He ido a casa de Sharon. Volveré más tarde. D.

La manera de firmarla, «D», y no «Te quiero, D» o incluso «Besos D», como


haría normalmente, demostraba que estaba profundamente disgustada, lo que
le cabreó.
Podía comprender que estuviera enfadada con él, pero le pareció que
Dana estaba yendo demasiado lejos al largarse y dejarle una nota seca y
antipática. Después de todo, ¿qué es lo que había hecho que fuera tan
terrible? Se había largado en medio de una discusión y, bueno, sí, no había
querido deshacerse de su pistola, la misma pistola que ella había consentido
que guardara en casa, el arma que les había salvado la vida la noche anterior.
No veía que nada de aquello justificara semejante reacción, y ya puestos a
pensar en ello, no le había gustado lo que su mujer le había dicho antes
relativo a que estaba arruinando sus vidas. Bueno, ¿qué se suponía que
significaba eso? Hasta ese día había pensado que, últimamente, las cosas
habían discurrido bastante bien entre ellos. De acuerdo, necesitaban empezar
a pasar más tiempo juntos —¿y qué pareja no?—, pero habían expresado su
rabia de manera correcta y no habían discutido tanto como acostumbraban.
Pero ahora, sólo porque la noche anterior les había sucedido algo terrible,
porque habían pasado por una tragedia, ¿le quería hacer creer que era una
persona terrible, un torturador que le estaba arruinando la vida?
Cuanto más lo pensaba, más ofendido se sentía. Y pensar que había
considerado seriamente ir a casa y disculparse con ella. Era él el que merecía
recibir las disculpas, joder. Había pasado por un hecho traumático y todo lo
que recibía de ella eran acusaciones. ¿Dónde estaba el apoyo? ¿Dónde el
amor? ¿Y cómo es que no había oído: «No te preocupes, cariño, todo se va a
arreglar»? Hasta un pequeño abrazo habría sido agradable. Sabía que esto era
un ejemplo más de la forma que tenía Dana de retorcer las cosas siempre que
no estaban de acuerdo en algo, haciéndole que sintiera que todo era culpa
suya cuando en realidad él no había hecho nada malo.
Estrujó la nota de Dana y la lanzó a la papelera que estaba junto a la
puerta principal. No la encestó, pero no se molestó en recogerla.
Se duchó rápidamente, y entonces vio que tenía una llamada de Jen, una
paciente de treinta y cuatro años con antecedentes de depresión mayor e
inmersa en una relación de violencia psicológica. También le había enviado
un mensaje de texto: «Por favor, doctor, llámeme». Adam le devolvió la
llamada inmediatamente, y se encontró con una Jen sumamente alterada a
quien el llanto apenas permitía hablar. Al final consiguió explicarle que su
novio, Victor, la había abandonado definitivamente. Adam estuvo hablando
con ella durante mucho tiempo, sobre todo escuchándola y dándole la
oportunidad de que expresara sus sentimientos, pero también le señaló con
ponderación las ventajas de que la relación acabara y le recordó lo infeliz que
había sido con Victor. Mientras, en realidad estaba sondeándola en busca de
señales de una depresión más profunda. La mujer había intentando suicidarse
una vez en la universidad, y lo que Adam buscaba concretamente eran
indicios de ideas suicidas, tales como un odio extremo hacia sí misma,
sentimiento de inutilidad y desesperanza. Pero decidió que estaba pasando
por una depresión reactiva aguda y que no suponía ningún peligro inmediato
para sí misma. Cuando terminaron de hablar, Jen parecía mucho más
tranquila y dueña de sus emociones, y le prometió que le llamaría a primera
hora de la mañana para comunicarle cómo se encontraba.
Ayudar a la gente a superar los momentos difíciles de sus vidas siempre
le animaba y le recordaba cuál era su verdadero propósito vital. ¿Cómo era
aquella famosa cita de Jackie Robinson? ¿El único significado que tiene tu
vida es el efecto que tiene en las demás vidas? Algo parecido. Bueno, Adam
estaba impaciente por volver a cogerle el ritmo a las cosas del trabajo, a
reanudar su vida normal. Se sentó a trabajar con su portátil un rato y
respondió a sus correos electrónicos; la mayoría estaban relacionados con el
trabajo, aunque un par de amigos que se habían enterado de lo del robo y el
tiroteo deseaban ofrecer su apoyo y saber si todo iba bien.
Alrededor de las cuatro llegó el tipo de la compañía de seguridad y
programó el nuevo código, y Adam hizo que lo revisara y lo volviera a
revisar para asegurarse de que el sistema funcionaba de manera adecuada.
—No se preocupe, señor —le tranquilizó el operario—. Mientras el
sistema esté activado, nadie va a entrar en esta casa.
Adam no estaba preocupado. Tenían el sistema de alarma y las nuevas
cerraduras de seguridad en la puerta trasera, y por supuesto seguía teniendo
su pistola. Le parecía que estarían muy bien protegidos en el remoto caso de
que alguien —quizás el cómplice de Sánchez— decidiera volver a entrar a
robar en la casa, aunque dudaba que eso fuera a ocurrir. Era imposible que un
ladrón, daba igual lo idiota que fuera o lo furioso que estuviese, tratara de
robar una casa donde había tenido lugar un tiroteo, una casa que había estado
plagada de policías y periodistas. ¿Por qué no robar otra casa del barrio, o de
un barrio completamente diferente, algún lugar que no tuviera relevancia?
Además, seguía siendo posible que el asesino de Gabriela no tuviera ninguna
relación con el robo. Puede que la propia Gabriela hubiera sido el segundo
intruso de la noche anterior y que luego hubiera sido asesinada en algún
intento de robo al azar. Aunque no era capaz de imaginar ningún supuesto
lógico en el que él o su familia pudieran estar en peligro, se alegró de estar
preparado para lo peor.
Se calentó unos restos de pollo y de judías verdes en el microondas, y
estaba comiendo en la mesa de la cocina mientras releía la sección de
deportes del Times cuando recibió una llamada en su BlackBerry identificada
como FOX TELEVISIÓN. Supuso que sería otro periodista con una pregunta
de seguimiento, pero resultó ser Karen Owens, productora de Good Day New
York. Le preguntó si le gustaría aparecer como invitado a la mañana
siguiente.
—¿Bromea? —replicó Adam—. ¿Para qué quieren que vaya?
—¿Para qué cree usted? —preguntó ella—. Es usted una gran noticia
local, doctor Bloom.
A Adam no se le ocurrió ningún motivo para no ir, así que pensó: ¡Qué
narices!, y le dijo que sí. La productora le respondió diciéndole que estaba
impaciente por conocerle, y acordaron que una limusina lo recogería delante
de su casa a las seis del día siguiente para llevarlo directamente al estudio, en
el Upper East Side.
Pocos minutos después de terminar de hablar con la productora de la
Fox, oyó abrirse la puerta principal. Todavía deslumbrado por la llamada —
¿de verdad iba a aparecer como invitado en Good Day New York?—, se
olvidó momentáneamente de que estaba enfadado con Dana, y gritó:
—Cariño, ¿eres tú?
Entró en el vestíbulo, y enseguida percibió que su esposa no parecía
muy feliz de verle. Entonces se acordó de cómo se habían separado antes y lo
enfadado que estaba con ella.
—Vuelves pronto —dijo, atenuando su entusiasmo.
—¿Por qué pronto? —preguntó Dana, evitando mirarle a los ojos y
quitándose el abrigo.
—No lo sé. Por lo general, cuando vas a casa de Sharon no vuelves
hasta las diez o las once.
—Sólo tomamos un café —dijo ella rotundamente, colgando el abrigo
en el armario empotrado.
—Bueno, pues no te lo vas a creer —dijo él—. Quieren que participe en
Good Day New York mañana.
—Fantástico —dijo ella sin el menor entusiasmo.
Adam no había esperado que se pusiera como unas castañuelas, pero
tampoco tenía ganas de empezar con la habitual competición de a ver quién
podía ser más frío y distante.
—La verdad es que creo que tenemos que hablar —dijo.
—Más tarde, ¿vale?
—Espera un segundo —dijo Adam, y ella se paró y se lo quedó mirando
fijamente. Su expresión estaba tan desprovista de emotividad que bien podría
haber estado mirando un trozo de madera.
—Me parece que lo que dijiste antes no estuvo nada bien —le reprochó.
—¿Y qué es lo que dije?
Durante un momento Adam no fue capaz de acordarse.
—Eso de que te estaba jodiendo la vida o como lo dijeras. Exactamente,
¿cómo crees que te estoy jodiendo la vida?
Dana suspiró y bajó la mirada.
—Tienes razón, lo siento. No quería decir eso en absoluto.
¿De verdad estaba recogiendo velas? Casi nunca admitía tener la culpa
en ninguna discusión, o al menos no hasta después de horas de no hablarse
mutuamente.
—Bueno, acepto tus disculpas —dijo él—, y yo también te pido perdón.
No debería haberme ido como lo hice. Sé lo mucho que detestas que lo haga.
—No pasa nada —dijo Dana, y dio un par de pasos hacia las escaleras.
—Sí, sí que pasa —insistió él, y su mujer se paró—. Me equivoqué y lo
lamento. ¿Me perdonas?
Ella asintió con la cabeza de manera indecisa, dando la impresión
entonces de que podía echarse a llorar. No solía ponerse tan sensible durante
sus discusiones; Adam pensó que probablemente tuviera que ver con
Gabriela, y no con él.
—Eh, ven aquí —dijo Adam.
Dana no se movió, pero él se acercó a ella, la besó superficialmente en
los labios y la abrazó. A ella pareció incomodarle y se apartó un poco.
—¿Es nuevo ese perfume? —preguntó él.
—¿Qué? —Dana pareció sobresaltarse ligeramente—. No... Bueno, en
realidad no.
—Me gusta —declaró Adam cuando su móvil empezó a sonar. Sacó el
teléfono del bolsillo y miró la pantalla, que estaba mostrando un número
desconocido con el prefijo 212.
—¿Quién coño será? —se preguntó, mirando el teléfono con los ojos
entornados.
Respondió a la llamada.
—¿Sí?
Dana subió corriendo las escaleras.
—¿Doctor Bloom? —preguntó una mujer.
—¿Quién es usted?
—Grace Williams, periodista de la revista New York. ¿Tiene un
minuto?
La mujer le explicó que quería entrevistarle para un artículo de
investigación. Adam no se lo podía creer; ¿qué estaba pasando con todo ese
asunto? Acordó reunirse con ella al día siguiente por la tarde cerca del centro;
entonces cortó la llamada y fue a contarle a Dana la noticia. Ella estaba en la
ducha —Adam oyó correr el agua—, pero cuando intentó abrir la puerta del
baño, comprobó que estaba cerrada con llave. Era algo extraño; su mujer casi
nunca se cerraba con llave cuando se duchaba.
Llamó a la puerta y dijo:
—Dana, ¿te encuentras bien?
No hubo respuesta.
Golpeó la puerta con más fuerza y gritó:
—¡Dana!
—¿Qué pasa? —le contestó con un grito.
—Nada. Ya te lo contaré cuando salgas.
—¿El qué?
—¡No importa!
Adam le envió un correo electrónico a su secretaria, Lauren, pidiéndole
que cambiara su cita para comer a otro día, y empezó a rebuscar en su
armario empotrado algo para ponerse al día siguiente. Por lo general, se
vestía de una forma seria e informal —camisas, pantalones y chaquetas
deportivas—, pero en Good Day New York no quería aparecer como un
psicólogo acartonado. Deseaba parecer tranquilo, relajado y vestido a la
moda. Tal vez se decidiera por unos vaqueros y un jersey, ¿o sería demasiado
informal? Extendió unos vaqueros oscuros y un jersey de cuello redondo
negro sobre la cama, pero no le convenció. Tal vez debería llevar una camisa
negra con el cuello abotonado y una americana deportiva negra, al estilo de
los actores de Hollywood, y demostrar a la gente que era un psicoterapeuta
próspero, pero no que intentaba alardear de ello.
Dana salió del baño en bata y con el pelo envuelto en una toalla.
—No te vas a creer quién me acaba de llamar —le dijo—. Ahora me
quiere entrevistar el New York Magazine.
—¿Ha llamado Clements? —le preguntó Dana como si no le hubiera
oído.
—No.
—Eso no es bueno.
—No es bueno ni malo —dijo Adam—, pero ¿no es una locura? Primero
la televisión, y ahora una entrevista para una revista.
—Lo siento —dijo Dana con contundencia, dándose la vuelta—.
Supongo que no soy capaz de entusiasmarme tanto por tus quince minutos de
fama como tú.
—No estoy entusiasmado —le replicó, ignorando la pulla nada sutil—.
Sólo estoy sorprendido. La verdad es que no pensé que esto fuera a provocar
tanta atención.
—¿Es eso lo que estás buscando? ¿Atención?
—Por supuesto que no.
Dana echó un vistazo al conjunto tendido en la cama.
—Bueno, quiero tener buen aspecto en la televisión —se justificó él—.
¿Qué tiene de malo?
—Nada —contestó ella—. Sólo que, para empezar, no entiendo por qué
tienes que ir a un programa de televisión.
—¿A qué te refieres? Me pidieron que fuera. Eso me ayuda
emocionalmente con mi glosofobia. Y además podría ser una buena
publicidad. Puede que salir en la tele me ayude a conseguir algunos nuevos
pacientes.
—Podrías haber dicho que no. No sé por qué quieres atraer más atención
sobre nosotros, y no entiendo cómo salir en los medios va a ayudar a que
mejoren las cosas.
Adam se sintió frustrado porque lo que ella decía tenía lógica, aunque no
quería oírlo.
—Creía que habíamos hecho las paces abajo. ¿No podemos dejar toda
esta tontería?
—Buena idea, dejemos la tontería —admitió ella—. Hoy las he pasado
canutas, y la verdad es que en este momento no quiero volver a empezar con
esto.
Adam se quedó pensando: ¿Y qué se supone que significa eso? ¿Que yo
no las he pasado canutas? Era tan típico de ella hacerle quedar como el malo
de la película, pero como no quería discutir más, optó por el buen camino,
respiró hondo y dijo:
—Mira, entiendo cómo te sientes, ¿de acuerdo? Estás asustada, y lo
admito, yo también. En fin, me parece que es altamente improbable que vaya
a ocurrir nada, pero admito que no me sentiré totalmente seguro hasta que
todo esto se haya olvidado. Aunque, la verdad, no me parece que sea
necesario huir a Florida, y ni siquiera estoy seguro de que podamos hacerlo
con una investigación policial en marcha. Además, ahora la casa es segura,
estoy convencido de ello.
—¿Y qué pasa con el arma? —le preguntó Dana.
Él volvió a respirar hondo.
—Vale, estoy dispuesto a llegar a un acuerdo. Ahora mismo la quiero en
casa, por si acaso, pero cuando esto se haya olvidado, cuando la policía
detenga al otro intruso y aclare por completo lo que está sucediendo, me
desharé de ella.
—¿Lo dices en serio?
—Te lo prometo —dijo Adam, levantando la mano derecha como si
estuviera en el estrado de los testigos—. Sigo pensando que la pistola nos
salvó la vida anoche, pero si realmente no la quieres en casa, si tanto te
disgusta que la tenga, me desharé de ella, ¿estamos?
Dana volvía a tener los ojos llorosos.
—Gracias.
—Ah, ven aquí —dijo Adam, y la abrazó.
Entonces Dana se puso a llorar. Él no tenía ni idea de por qué estaba tan
disgustada. Tal vez sólo estuviera liberando la tensión.
—Venga, no estés triste —le dijo—. Todo va a salir bien. Lo
superaremos, te lo prometo.
Dana arreció su llanto, y entonces él bajó las manos y se las puso en la
cadera. Le dio la impresión de que su esposa había perdido peso; y también le
pareció que tenía la carne más firme. No consiguió recordar la última vez que
habían echado un polvo. Joder, ¿hacía un mes? ¿Dos?
Le desabrochó la bata con una mano y empezó a subirle la otra hasta
colocársela sobre el pecho.
—Esta noche no —se apresuró a decir ella, apartándole la mano—,
estoy agotada, el día se me ha hecho muy largo.
—Entiendo, pero hagámoslo mañana por la noche sin falta, ¿de
acuerdo? Ha pasado demasiado tiempo, ¿sabes?
Se la quedó mirando durante un rato más mientras la abrazaba, y luego
bajó para dejarla descansar un poco.

Adam también estaba cansado, pero bajo ningún concepto se iba a perder más
tarde las noticias de esa noche. Programó el dispositivo de grabación en el
disco duro para grabar en la planta de arriba las noticias del Canal 5 a las diez
y del Canal 4 a las once, y abajo para grabar las noticias del Canal 11 a las
diez y del Canal 2 a las once. Mientras, pensaba ver las noticias del Canal 9 y
del Canal 7 en la televisión de abajo.
A eso de las nueve y media Marissa llegó a casa.
—Estaba a punto de llamarte para ver cuándo ibas a volver —le dijo
Adam—. Tenemos un código nuevo para la alarma, te lo daré por la mañana.
—Tranqui —dijo su hija, y Adam se dio cuenta de que estaba borracha.
—Otra noche de copas, ¿eh? —preguntó, haciendo un esfuerzo supremo
para no enfadarse con ella y tener una repetición de lo ocurrido la noche
anterior.
—Estuve con Hillary en un happy hour —respondió Marissa con
contundencia.
—Pues parece que hubierais estado en cinco.
—Papá, no necesito permiso para tomarme unas copas en un bar con una
amiga.
—Quiero que reduzcas el consumo de alcohol, ¿de acuerdo?
Marissa sacudió la cabeza y empezó a subir las escaleras.
—Eh, te estoy hablando —dijo él. Ella no se detuvo, y Adam añadió—:
Y esta noche no fumes, y lo digo en serio.
Unos segundos más tarde oyó cerrarse de un portazo la puerta del
dormitorio de su hija. Le traía sin cuidado que se enfadara con él; iba a seguir
dándole la tabarra, iba a continuar cumpliendo con sus obligaciones paternas,
por dolorosas que fueran, hasta que ella captara el mensaje y enderezara su
vida.
A las diez se puso a ver las noticias en el Canal 9. Había pensado que su
historia ocuparía la portada, pero era la tercera noticia, después de la rotura
de una cañería de abastecimiento de agua en el centro de Manhattan y de un
importante incendio en Staten Island, en el que habían resultado muertos tres
civiles y un bombero. Pusieron unas imágenes de una periodista delante de la
casa, tomadas probablemente esa mañana. La reportera explicó que durante
un robo frustrado, Carlos Sánchez, que iba desarmado, había resultado
muerto por los disparos efectuados por el propietario de la casa, «Adam
Bloom, de cuarenta y siete años». A continuación, explicó que éste había
alegado creer que Sánchez iba armado cuando le disparó. A Adam no le
gustó aquella palabra —alegar—, pero se sintió reivindicado cuando el
detective Clements, nada menos, declaró en unas imágenes grabadas delante
de una comisaría de policía: «Creo que el señor Bloom actuó de manera
adecuada en esta situación. Tiene licencia para el arma que utilizó, y el
hombre al que disparó dentro de su casa, Carlos Sánchez, era un intruso con
antecedentes por delitos violentos». Adam esperaba que mostraran alguna de
sus entrevistas de aquella tarde, cuando pensaba que había estado tan bien,
pero en vez de eso la periodista estaba hablando de que Gabriela Moreno, que
había trabajado como asistenta en casa de los Bloom y había sido asesinada a
tiros esa mañana temprano en su piso de Jackson Heights. Dijo que la policía
estaba investigando la posible relación entre este incidente y el robo de Forest
Hills. Entonces las imágenes volvieron a presentar a la periodista delante de
la casa de Adam, y por último emitieron unas imágenes de él de esa tarde.
Aunque se sintió decepcionado porque no mostraron su discurso ante las
cámaras y sólo emitieron el fragmento en el que declaraba: «Creo que lo que
hice está justificado, sí»; luego el presentador apareció en pantalla. También
le decepcionó el aspecto que ofrecía en televisión. El pelo estaba bien —su
calvicie no era visible en la toma frontal y las canas no parecían destacar
«demasiado»—, pero parecía más viejo que en persona, y sobre todo no le
gustaron los intensos círculos negros bajo los ojos. Creía que se suponía que
la cámara tenía que añadir dos o tres kilos, no cinco años.
Durante la siguiente hora más o menos vio otros telediarios, incluidos
los que había grabado. Todos trataban la historia de forma parecida, salvo por
pequeñas variaciones. El informativo del Canal 4 no incluyó ningún
comentario del detective Clements, y por desgracia ninguno mostró nada de
la fantástica alocución de Adam. Los informativos del Canal 5 y el Canal 11
no incluyeron ninguna declaración suya. En los telediarios del Canal 7 y del
Canal 2, los dos periodistas comentaron su cita sobre la justificación del acto,
aunque dio la sensación de que lo descontextualizaban. No entendió la razón
de que a todos los periodistas les gustara tanto aquel comentario ni de que
todos hubieran escogido incluirlo de una manera u otra, mientras que podía
recordar varios otros comentarios que había hecho que le habían parecido
igual de buenos. También le sorprendió que ninguna de las emisoras lo
describiera en términos increíblemente heroicos. Había pensado que lo
harían, dado el cambio experimentado en las actitudes de los periodistas esa
tarde y en las nuevas peticiones para entrevistarlo. Aunque, por otro lado, el
asesinato de Gabriela era una noticia relativamente reciente, así que era
posible que no recibiera el pleno tratamiento de héroe hasta los periódicos de
la mañana. Sin duda, una vez que saliera en Good Day New York y
publicaran su entrevista en la revista New York, la gente tendría una
descripción más detallada de lo que había ocurrido realmente la noche
anterior.
Mientras volvía a pasar el informativo de Canal 9 por segunda y tercera
vez, se preguntó si algunos de sus amigos y amigas de toda la vida estarían
viendo las noticias esa noche. Al menos unas cuantas personas de su pasado
debían de haberlas visto, y probablemente se dirían o dirían a quien tuvieran
al lado: «¿Adam Bloom? Espera, yo conozco a ese tipo». Confiaba sobre
todo en que Abby Fine las hubiera visto. Había salido con Abby en su primer
año en Albany, hasta que averiguó que le había estado engañando con su
compañero de habitación, Jon. Había leído en un boletín de noticias de
antiguos alumnos que Abby vivía con su familia en Manhattan, así que al
menos existía una posibilidad de que le hubiera visto en la televisión esa
noche. Le parecía que tenía buena pinta para su edad y que probablemente la
tuviera mejor ahora que a los veinte recién cumplidos, cuando Abby le había
visto por última vez. Ojalá que lo estuviera viendo esa noche en compañía de
su marido —con un poco de suerte, un tipo aburrido y prematuramente
envejecido— y se sintiera mal por haberlo perdido.
Cuando cerró la casa por la noche, comprobando que todas las puertas
estuvieran cerradas con llave y asegurándose una y otra vez de que el sistema
de alarma estaba conectado, se imaginó qué pasaría al día siguiente. Después
de toda la exposición a los medios de comunicación de ese día y de los
prometedores artículos en los periódicos del día siguiente, por fuerza le
tendrían que reconocer por la calle. Por puro entretenimiento, tal vez fuera
caminando al trabajo desde los estudios de la Fox para ver qué clase de
reacciones suscitaba.
Tenía que admitir que Dana llevaba razón: estaba disfrutando de tanta
atención. Solía decirle a los pacientes con ese problema que buscar la
atención era algo pueril. «Los niños buscan llamar la atención, los adultos
buscan el respeto», les decía. En su caso, aunque era consciente de que su
actitud era infantil, también sabía que el interés de los medios de
comunicación estaba satisfaciendo una necesidad profundamente arraigada en
su psiquismo. Si bien era un próspero psicoterapeuta —se ganaba bien la vida
y había ayudado a docenas de personas a superar los peores períodos de su
vida—, uno de sus grandes problemas era que tenía la sensación de no haber
obtenido suficiente reconocimiento por su trabajo. El título de doctor por la
New School colgaba de la pared de su consulta, pero jamás había recibido
ningún otro elogio ni reconocimiento. De vez en cuando contribuía con un
artículo a una revista, pero al contrario que muchos de sus colegas, no había
publicado ningún libro relacionado con su campo de trabajo. Carol, por
ejemplo, había escrito varios, y a veces le resultaba difícil no sentir envidia
por los logros de su colega. En casi todos los aspectos, se había resignado a la
idea de que cuando muriera no dejaría ningún legado para la posteridad,
aunque seguía sintiendo un vacío, una enorme necesidad de atención que toda
aquella situación sí que estaba satisfaciendo.
Se metió en la cama, abrazó a Dana por detrás durante un rato mientras
ella dormía y luego se volvió del otro lado. Le resultó difícil conciliar el
sueño. Estaba tan ensimismado, repasando fragmentos de las noticias en la
cabeza e imaginando qué pasaría al día siguiente, que después de casi una
hora seguía completamente despierto. Ya estaba a punto de levantarse para
tomarse un somnífero cuando le pareció oír un ruido en la planta baja.
Se incorporó en la cama y aguzó el oído de nuevo, aunque no oyó nada.
Racionalmente sabía que no había nadie, pero decidió que no pasaría nada
por asegurarse y tranquilizar la mente.
Se estaba dirigiendo a la puerta cuando Dana se despertó.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Adam miró atrás y la vio sentada en la cama. Las luces de la habitación
estaban apagadas, pero la puerta estaba medio abierta, y había suficiente
luminosidad procedente de la luz del pasillo —que había dejado encendida—
para verla con claridad.
—Nada —dijo en voz baja—. Todo va bien, vuelve a dormir. —No
quería alarmarla, así que intentó hablar con voz tranquila, como el piloto de
un avión que tratara de apaciguar al pasaje durante un período de fuertes
turbulencias.
Pero ella le conocía demasiado bien para dejarse engañar, y al borde del
pánico, preguntó:
—¿Qué sucede?
—Nada, es sólo... Me parece que he oído algo abajo —respondió,
tratando de decirlo con la mayor indiferencia posible.
—¡Ay, Dios mío! —A Dana le temblaba la voz, y se estaba cubriendo la
boca con la mano.
—Tranquilízate —dijo Adam—. Estoy seguro de que no ha sido nada,
pero déjame ir a comprobar por si acaso.
—No vayas a ninguna parte —soltó Dana, que alargó la mano para
coger el teléfono.
—Espera, no llames a la policía —dijo él—. Estoy seguro de que no ha
sido nada.
—¿Qué es lo que te pareció oír?
Le había parecido oír pasos, pero no quiso decírselo, sobre todo porque
no estaba seguro de no habérselo imaginado.
—Probablemente no sea más que el asentamiento de la casa. Espera sólo
un segundo, ¿de acuerdo?
Fue hasta la puerta y prestó atención durante varios segundos, pero no
oyó nada. Miró de nuevo a Dana y levantó el índice.
—Espera —dijo articulando para que le leyera los labios, tras lo cual se
dirigió a la escalera lo más silenciosamente que pudo.
Al contrario que la noche anterior, cuando casi había estado como boca
de lobo, ahora pudo ver la escalera con claridad gracias a la luz del pasillo y a
la que había dejado encendida abajo, en el vestíbulo. Una imagen de lo
ocurrido casi veinticuatro horas atrás le pasó fugazmente por la cabeza: la de
él haciendo aquellos disparos. Fue tan vívido el recuerdo que casi pudo sentir
la pistola en la mano, oír las detonaciones y ver caer el cuerpo de Sánchez.
Fue como si realmente estuviera ocurriendo de nuevo. Pero ¿y si ocurría de
nuevo? Y sin su pistola, ¿cómo se suponía que iba a defenderse? Se sintió
vulnerable e indefenso. Le traía sin cuidado lo que le había prometido a
Dana; bajo ningún concepto se iba a deshacer jamás del arma. Si se iban a
deshacer de las cosas que los protegían, ¿por qué no hacerlo de las cerraduras
de las puertas y del sistema de alarma? Joder, ya puestos, ¿por qué no dejar
las puertas abiertas de par en par?
Llegó a lo alto de las escaleras y se inclinó para conseguir ver la puerta.
Tenía la cadena echada, como la había dejado.
Entonces oyó:
—Papá.
Fue sólo aquella palabra, pero bien podría haber sido la detonación de
un rifle disparado junto a su cabeza. Fue tal el susto que salió propulsado
hacia delante, perdió el equilibrio y estuvo en un tris de caerse por las
escaleras. Tuvo que agarrarse a uno de los postes de madera del pasamanos
para afirmarse.
—¿Estás bien, papá?
Adam consiguió levantarse y darse la vuelta. El pulso le iba a cien.
Miró a su hija, que estaba junto a la puerta de su habitación sujetando un
vaso de lo que parecía un refresco sin azúcar.
—¡Por Dios santo, Marissa! —exclamó.
—¿Estáis todos bien? —Dana había salido al pasillo.
—¿A qué viene asustarte de esa manera? —preguntó la chica—. Sólo he
bajado a coger algo de comer.
A Adam le costó unos minutos recuperar el resuello. Entonces, sin poder
contener su frustración, le soltó:
—Vete a la cama de una puñetera vez, ¿quieres?
—Pero ¿qué he hecho?
—A la cama.
Marissa volvió a su habitación y cerró la puerta de golpe. Frustrado e
indignado, Adam sacudió la cabeza, pasó junto a Dana con paso firme y
volvió a meterse en la cama.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó su mujer cuando se acostó a su
lado.
—Muy bien —replicó—. Hablemos de esto por la mañana, ¿Vale?
Permanecieron tumbados en silencio durante unos minutos.
—Gracias a Dios que no tenías la pistola. Podrías haberle disparado —
dijo entonces Dana.
Al final, Adam consiguió dormirse.
11

Adam se levantó a las cinco de la mañana, completamente espabilado. Se


decidió por la vía hollywoodense: la camisa negra con el cuello abotonado, la
chaqueta deportiva negra y vaqueros. Se examinó en el espejo del baño y
consideró que tenía una pinta fantástica, aunque lamentó no haber tenido
tiempo para pasarse por el peluquero y recortarse un poco el pelo. Ah, bueno,
su pelo seguía teniendo un aspecto fantástico, abundante y sano. Como
último toque, cogió sus gafas de sol —las que se había comprado por ocho
pavos en la calle— y se las metió en el bolsillo de la chaqueta. El día estaba
nublado y no se las iba a poner al aire libre, pero consideró que molaban
mucho con la punta asomando por el bolsillo.
Estaba esperando en el salón, mirando por las lamas separadas de las
cortinas venecianas, esperando a que llegara la limusina. La mujer de la Fox
había dicho que estaría allí a las seis y ya pasaban casi cinco minutos. No
consiguió recordar la última vez que había estado en una limusina, sobre todo
en una grande y elegante. La que esperaba tal vez tuviera un televisor
panorámico y un bar bien surtido. Por lo general, cogía el metro para ir y
volver al trabajo, e iba a ser divertido —bueno, al menos un agradable
cambio de ritmo— entrar motorizado a lo grande en la ciudad y sentirse una
celebridad. Luego, una vez que acabara su aparición en la televisión, lo más
seguro es que empezara a recibir llamadas sin cesar de viejas amistades —
¿no sería un puntazo que le llamara Abby Fine?—, y probablemente también
recibiría más peticiones para entrevistarlo. A mediodía tenía su entrevista en
la revista New York. Esto todavía no lo había asimilado del todo; le iba a
entrevistar la revista New York, ahí era nada. ¿No se había inspirado Fiebre
del sábado noche en un artículo de esa revista? De acuerdo, quizás ahora
estuviera alucinando un poco, pero ¿y qué si era así? Fantasear era divertido.
Se preguntó a quién harían interpretar su personaje en la película, ¿a Hanks o
a Crowe? Hanks era demasiado sincero, excesivamente sensiblero, pero
Crowe tenía la combinación perfecta de vulnerabilidad y dureza. Sí, se lo
podía imaginar a la perfección: Russell Crowe como Adam Bloom, un tipo
trabajador que sólo se ocupa de su vida, cuando una noche alguien irrumpe
en su casa. Es la hora de la verdad para Bloom, cuya vida pende de un hilo,
pero hace lo que tiene que hacer para defender a su familia, y al hacerlo se
convierte en un héroe local. La película probablemente recaudaría millones
en taquilla. ¿A quién no le gustaba una buena historia de valientes bajo el
fuego enemigo?
Entonces, en plena inspiración, se preguntó: ¿Y por qué no un programa
de entrevistas? Podría ser el siguiente doctor Phil. El doctor Phil ni siquiera
era psicólogo de verdad o le habían quitado la licencia o algo parecido. El
doctor Adam podía reemplazar al doctor Phil en un abrir y cerrar de ojos. Y
aunque no pudiera terminar en un programa de televisión, Adam sabía que
tendría un talento innato para la radio. Era muy elocuente y articulaba muy
bien, y podría hablar de cualquier tema, y con los invitados haría unas
entrevistas fantásticas, muy introspectivas y personales. El suyo no sería un
programa insustancial. No, el doctor Adam abordaría temas profundos.
Estaba impaciente por subirse a la limusina, relajarse, beberse un café y
mordisquear un cruasán, o quizás hasta tomarse un Bloody Mary para
soltarse antes de salir en antena. Estaba tan ensimismado en sus fantasías que
apenas reparó en el turismo azul marino que se detuvo delante de su casa.
Al principio creyó que el conductor, un negro robusto, estaba buscando
aparcamiento, pero entonces salió del coche.
Adam salió a la puerta.
—¿Puedo ayudarle?
Pensó realmente que el tipo debía de haberse equivocado de dirección.
—¿No pidió un coche?
—Sí, pero se suponía que tenía que ser una limusina.
El tipo se echó a reír, como si le hubiera contado un chiste. Adam, como
era natural, se llevó un chasco, pero se guardó de exteriorizarlo ante aquel
sujeto. De acuerdo, así que no había limusina. De todas formas, las limusinas
estaban sobrevaloradas; eran demasiado horteras, demasiado «Donald
Trump». Seguía impaciente por que llegara su gran momento y pasar la
mayor parte del día bajo los focos.
Cuando llegó a los estudios Fox, una productora —una chica que
parecía de la edad de Marissa— le dio la bienvenida y le dijo que estaban
encantados de tenerlo en el programa. Luego lo condujo a una habitación
donde una maquilladora le empolvó la cara. Muy bien, ya habían empezado a
tratarle como a una estrella. Cuando acabaron de maquillarle, se miró a un
espejo y pensó que aparentaba treinta y cinco años, como mucho. Por Dios,
esperaba que Abby Fine estuviera viendo la tele.
La productora regresó y le dijo que estaría en antena al cabo de una
media hora, y lo condujo hasta la sala de espera. Adam no estaba nervioso en
absoluto. Allí había otra invitada esperando, una rubia de piernas largas.
—Hola, me llamo Annie —dijo la rubia, sonriendo. Le explicó que iba a
ser la estrella de un nuevo musical de Broadway, y luego preguntó—: ¿Por
qué está aquí?
—Oh, soy un héroe local, supongo —dijo Adam, tratando de parecer
modesto, como casi avergonzándose de serlo.
—¿En serio? —preguntó la chica, impresionada, y se le iluminó el rostro
—. ¿Y qué es lo que hizo?
—Oh, nada del otro mundo —respondió—. La otra noche entraron a
robar en mi casa y..., bueno, disparé a uno de los ladrones.
La rubia se estremeció.
—¿Quiere decir que mató a alguien?
Sin que supiera por qué, aquélla no fue la reacción que Adam estaba
esperando.
—Sí, desgraciadamente —se lamentó—, pero no me quedó alternativa.
Fue de madrugada, y entró a la fuerza. Estaba subiendo las escaleras.
La chica seguía pareciendo casi aterrorizada.
—Oh, Dios mío, ¿e iba armado? —preguntó.
—No —dijo Adam—, aunque creí que sí. Bueno, el tío hizo ademán de
que iba a sacar un arma.
Estaba esperando a que la rubia empezara a estar impresionada, pero su
expresión no cambió. Tal vez no hubiera entendido el peligro real en el que
Adam se había visto.
—Mi hija se despertó en plena noche —le explicó—. Ah, el tipo que
maté era un delincuente habitual. Había pasado como diez o quince años en
la cárcel.
Esa última parte había sido pura exageración, pero al menos consiguió
despertar cierta comprensión en Annie.
—Caray, debió de ser realmente aterrador.
—Lo fue —le confirmó Adam—. Lo es. Estoy seguro de que tardaré
meses en superarlo del todo.
La productora entró y le dijo a Annie que era su turno de salir en antena,
y que Adam sería el siguiente.
Permaneció en la sala de espera, ensayando mentalmente lo que iba a
decir. Estaba como loco por salir allí fuera.
Annie pareció estar en antena mucho tiempo, durante el cual pasó, sin
solución de continuidad, de hablar de su musical a hacerlo de su labor en la
recaudación de fondos para la PETA.[5]
Durante la pausa de los anuncios, la productora regresó a la sala con la
desilusión reflejada en el rostro.
—Lo siento muchísimo, señor Bloom. Hoy nos hemos pasado de hora, y
me temo que no tendremos tiempo para hablar con usted —le anunció.
—¿Cómo dice? —Adam la había oído, aunque no había asimilado del
todo lo que le había dicho. ¿Se refería a que saldría «más tarde»?
—No podemos hacerle la entrevista —le aclaró la chica—. Siento
muchísimo las molestias. Si tiene que ir a algún sitio, puedo hacer que lo
lleven en coche.
—Espere —dijo Adam—. ¿Quiere decir que no voy a salir en su
programa?
—Me temo que no.
—Bueno, esto es absurdo —dijo Adam—. Me levanto al amanecer,
vengo hasta aquí, hago juegos malabares con mis horarios...
—Lo sé, es una verdadera faena —admitió la chica—, pero se nos
amontona la gente permanentemente. No es nada personal, se lo aseguro.
Pasa y punto.
—¿Puedo hablar con el productor?
—Yo soy la productora.
—Me refiero al jefe de producción.
—Yo soy la jefa de producción. —Sonó a insolencia, como si se sintiera
ofendida—. Lo siento, señor Bloom, pero no podemos hacer nada.
La chica salió de la sala. Adam se sintió ofendido, y ya estaba en un tris
de salir tras ella y seguir quejándose, cuando se dio cuenta de que no tenía
ningún motivo para hacerlo. Sí, había estado deseando aparecer en el
programa, y habría sido divertido ser el centro de atención algún rato más,
pero no era como si el programa le debiera algo.
Abandonó los estudios y se fue directamente a un quiosco de prensa de
Lexington Avenue, donde compró ejemplares del Post, el News y el Times,
los cuales leyó parado en el vestíbulo de una zapatería cerrada. Su historia no
ocupaba la primera plana de ninguno de los periódicos sensacionalistas —el
Post y el News—, aunque ambos le dedicaban varias páginas en el interior.
No era precisamente lo que había esperado.
El titular del News era: «GATILLO FÁCIL». El del Post: «LOCO POR
LAS ARMAS».
¿Qué coño estaba pasando? Adam leyó por encima los artículos
cabreándose progresivamente, mientras se preguntaba si debería llamar a su
abogado y amenazar con una querella por calumnias. Ambos artículos eran
sesgados y engañosos y hacían que pareciera que hubiera actuado de manera
impulsiva, disparando a un hombre desarmado que no suponía ninguna
amenaza para él. El artículo del News informaba de que se había enfrentado a
Sánchez en las escaleras, y abierto fuego «sin previo aviso», disparando a un
hombre desarmado «múltiples veces». El Post lo tildaba del «nuevo Bernie
Goetz», comparándolo con el justiciero que había disparado en el metro a
cuatro adolescentes desarmados en la década de 1980. Ninguno de los dos
periódicos incluía comentario alguno de Adam, y mientras que ambos
reconocían que Carlos Sánchez tenía antecedentes penales, hacían que este
dato pareciera secundario comparado con lo que Adam había hecho. Tanto
uno como otro omitían el comentario del detective Clements que había salido
en las noticias de la televisión la noche anterior, relativo a que su acción
había estado justificada. De hecho, el Post escribía que la policía «no podía»
acusar a Adam por la muerte de Sánchez, dando a entender que deseaban
hacerlo, pero que se lo impedían razones legales.
Ni siquiera el Times hacía un tratamiento correcto. Aunque su artículo
no era tan sensacionalista, también estaba escrito desde la perspectiva de que
Adam había actuado impulsiva e irracionalmente, no en defensa propia, y
tampoco incluía el comentario favorable del detective Clements.
Después de leer los tres artículos dos veces, permaneció en el exterior de
la zapatería, aturdido. No se podía creer que le estuviera pasando aquello
realmente. Ya era bastante malo haber sido víctima de un allanamiento de su
casa y haberse visto obligado a matar a alguien, pero ahora le parecía que
estaba siendo tratado injustamente una vez más. ¿De verdad que el Post lo
había comparado con Bernie Goetz? Aquello era absurdo y demencial. Él no
había actuado como un justiciero que se paseara por ahí con su arma, tratando
de limpiar la basura de Nueva York. ¡Él estaba durmiendo en su cama, por
amor de Dios!
Volvió a echarle un vistazo a los artículos, como para confirmarse a sí
mismo que había leído realmente lo que había leído, que no había sido una
especie de alucinación de pesadilla, tras lo cual empezó a caminar hacia su
consulta del centro envuelto en una neblina.
Al contrario que la víspera y esa mañana temprano, ahora no quería que
la gente lo reconociera. Se sentía avergonzado y apenado. Se le hacía
incomprensible haber estado tan impaciente por que llegara ese día, que
hubiera llegado a convencerse de que iba a ser tratado como un héroe, que se
hubiera puesto su chaqueta deportiva con las gafas asomando por el bolsillo.
Se sintió como la culminación de un chiste malo.
Sólo quería desaparecer y volver al anonimato de nuevo, quería volver a
ser un hombre anónimo en Nueva York; pero ¿eran imaginaciones suyas o la
gente se lo quedaba mirando al pasar? Aquel tipo del traje que caminaba
hacia él con los auriculares parecía estar pensando: ¿No le he visto en algún
sitio? La madre y la hija que esperaban a cruzar la calle delante de él, también
le estaban mirando, y de manera intencionada y crítica. Procuró mantener la
vista al frente para evitar las miradas impertinentes, pero le fue imposible no
reparar en ellas. Aquel joven negro le estaba mirando; la anciana que
empujaba el carro de la compra lleno de comida le estaba mirando; el árabe
del carrito de las rosquillas le estaba mirando. Todos parecían saber con
exactitud quién era él y qué era lo que había hecho y por qué. No le cabía la
menor duda.
Cuando entró en su edificio de Madison, que casi hacía esquina con la
Cincuenta y ocho, esperaba que Benny, el guarda de seguridad, lo recibiera
con su habitual sonrisa de simpatía y le dijera: «Buenos días, doctor Bloom»,
o que al menos le hiciera un comentario cortés e intrascendente sobre el
tiempo, del tipo: «Hace frío ahí fuera, ¿eh?» Por el contrario, apenas le miró
cuando pasó por su lado, y Adam supo el motivo. Había un ejemplar del Post
en el mostrador de Benny.
Ya en su planta, cuando Lauren le miró, la vio sorprenderse, como si no
diera crédito a verle allí.
—Hola, Adam, ¿cómo estás? —le dijo, pero no había sinceridad en su
tono ni comprensión por lo mal que lo había pasado. Aquella frialdad le
sorprendió. Esperaba que de sus colegas obtendría al menos algo de
solidaridad y comprensión. Después de todo, si la gente que más conoces no
se pone de tu lado en los momentos de crisis, entonces, ¿quién lo va a hacer?
—Bien, dadas las circunstancias —respondió.
—Me alegro —dijo ella, todavía evitando mirarle a los ojos,
aparentemente tensa y distraída—. Ha llamado Alexandra Hoffman, y te la
remití a tu buzón de voz. Y llamó Lena Pérez; dijo que tenía que cambiar su
hora de la semana que viene. —Cuando sonó el teléfono, pareció impaciente
por cogerlo y tener una excusa para terminar la conversación.
De camino a su consulta pasó junto a Robert Sloan, uno de los
psicoterapeutas del grupo, pero tampoco se mostró precisamente como el
señor Apoyo. Le hizo algunas preguntas sobre el tiroteo, pero, al igual que la
tal Annie de la sala de espera de la Fox, no pareció entender que lo que había
hecho fuera una heroicidad. Hasta pareció crítico, como si ya hubiera
decidido que Adam había hecho algo malo y nada podría hacerle cambiar de
opinión.
Durante toda la mañana, el resto de los componentes del gabinete dieron
la impresión de evitarlo. Incluso Carol, su propia psicoterapeuta y mentora,
pareció ignorarle. Adam pasó junto a su consulta varias veces, esperando
tener una oportunidad para hablar con ella de todo lo que había sucedido,
pero su puerta permaneció cerrada toda la mañana, incluso en las ocasiones
que Adam sabía que no tenía cita con ningún paciente.
No hubo ninguna avalancha de mensajes telefónicos de pacientes ni de
viejos amigos, aunque fue un alivio que así fuera. Esperó que eso significara
que nadie lo había visto en los informativos ni había leído sobre él en los
periódicos matinales. Ay, por Dios, confió en que Abby Fine ni siquiera
hubiera comprado el periódico ese día.
Cuando Lauren entró en su consulta para informarle de la
correspondencia relativa a las reclamaciones al seguro de cierto paciente, a
Adam le pareció que tenía que poner los puntos sobre las íes.
—Mira, lo que dicen los periódicos es una completa mierda. Eso no fue
lo que ocurrió ni por asomo, ¿de acuerdo? El tipo entró a la fuerza en mi casa,
y la policía cree que podría haber habido alguien más en la casa con un arma,
y que esa persona podría haber sido el que asesinó a mi asistenta. Así que
hice lo correcto, ¿vale?
—Te creo —afirmó Lauren, aunque resultó evidente que lo decía para
terminar la conversación lo antes posible.
A Adam le entraron ganas de cerrarse con llave en su despacho y pasar
el resto del día solo, pero tenía una cita a las once con Martin Harrison.
Martin era lo que él y sus colegas denominaban un paciente profesional.
Llevaba viéndolo durante casi dos años, aunque salvo por mostrar unos leves
síntomas de trastorno obsesivo compulsivo y acaso cierto trastorno de
ansiedad generalizada, al hombre no le pasaba realmente nada. Estaba
felizmente casado, tenía dos hijos y le iba bastante bien en su profesión como
ejecutivo publicitario, aunque, por la razón que fuera —quizás algún
problema de dependencia emocional inconsciente, debido a que su padre
había abandonado a su madre cuando él tenía cinco años—, seguía pagando
de su bolsillo dos sesiones por semana. Durante la mayor parte de las
sesiones, se dedicaban a repasar temas de los que ya habían hablado, y a
veces resultaba verdaderamente trabajoso encontrar algo de lo que hablar.
Pero ¿qué se suponía que tenía que hacer Adam?, ¿sugerir que se terminara el
tratamiento? Con las compañías de seguros de asistencia médica
restringiendo las visitas anuales de sus asegurados, los pacientes privados
como Martin eran los que hacían sostenible su consulta.
El principal defecto de la personalidad de Martin radicaba en su forma
de comunicarse, muy directa, casi excesivamente directa, que rayaba con lo
impertinente. Cuando entró en la consulta ni siquiera saludó, sino que fue
directamente al grano.
—Bueno, esta mañana leí algo sobre usted en Internet.
Adam no había pensado en eso todavía. La historia no estaba sólo en los
periódicos; estaba por todo Internet. Y en cierto modo, aquello lo hacía
parecer más permanente. La gente tiraría los periódicos de ese día, pero la
historia, con todos aquellos hechos sesgados y tergiversados, estaría
disponible en la Red eternamente.
—¿Y qué es lo que leyó? —preguntó Adam, esforzándose al máximo en
no parecer demasiado preocupado, aunque probablemente fracasara de forma
estrepitosa.
—Por qué tuvo que disparar a ese tipo. Sí, parece duro. Lamento que
tuviera que pasar por todo eso.
Martin no parecía muy comprensivo. Adam consideró señalarle ese
extremo —¿tal vez podría convertirse en tema para la sesión de ese día?—,
pero, en vez de eso, dijo:
—Para que lo sepa, no ocurrió ni mucho menos de esa manera. Mi vida
corría peligro, y tuve que disparar a ese tipo en legítima defensa, aunque,
como es natural, intentan darle un cariz sensacionalista a todo el asunto.
—Ya sé, ya sé —repuso Martín—. Me alegra ver que se ha rehecho y
que se encuentra bien.
Tuvo la impresión de que a Martin le traía realmente sin cuidado que
estuviera bien o dejara de estarlo. No, para él, Adam era el típico culpable
que juraría sin cesar que era inocente hasta el día de su muerte. Sin embargo,
quiso mantener la situación en los términos más profesionales posibles —
después de todo, aquello era una sesión psicoterapéutica—, así que trató de
restarle importancia a la situación.
—Bueno, no me puedo quejar de que los dos últimos días hayan sido
tranquilos.
Se echó a reír, tratando de que Martin se riera con él, pero el paciente
mantuvo una insólita seriedad. Durante el resto de la sesión pareció muy
inquieto, moviéndose mucho y evitando mirarle a los ojos. Adam intentó
hablar de su comportamiento varias veces, pero Martin insistió en que todo
iba bien. Entonces, cuando estaba a punto de marcharse, dijo que no podría
acudir a sus citas de la semana siguiente. Adam le preguntó si se iba de
vacaciones.
—No —replicó, pero no dio ninguna otra explicación para las
cancelaciones.
Adam se preguntó si eso no sería más que el principio. Quizás hasta sus
pacientes más antiguos y necesitados se lo pensaran dos veces antes de ir a
verle y se produciría un éxodo masivo de su consulta. Estaba intentando
decidir si debía ponerse en alerta, o aplicar algún remedio preventivo, como
hacer que Lauren se pusiera en contacto con alguno de sus pacientes
habituales y se asegurase de que todo iba bien, cuando recordó que tenía una
reunión a mediodía con el periodista de la revista New York.
Se dirigió corriendo al Starbucks de Madison y la Cuarenta y nueve,
muriéndose de ganas de tener la oportunidad de aclarar las cosas y decirle al
público lo que había ocurrido de verdad la otra noche. Cuando entró, una
atractiva chica negra se acercó a él.
—¿El doctor Bloom, verdad? —preguntó.
—Así es.
—Encantada de conocerle, soy Grace Williams. Estoy sentada allí. —
Señaló una mesa detrás de ella—. ¿Quiere ir a pedir algo?
Caray, no sólo había querido quedar con él para tomar un café, en lugar
de ir a comer, sino que ni siquiera le pagaría el café.
—Está bien así —dijo Adam—. Ya me he tomado uno hoy y no quiero
abusar de la cafeína.
Se sentó enfrente de ella; Grace sacó una libreta y conectó una
grabadora digital.
—No nos llevará mucho tiempo.
—Quiero decirle que me alegra enormemente tener la oportunidad de
hablar con usted. Lo cierto es que estoy un tanto escandalizado por la forma
en que se ha tergiversado toda la historia.
—¿En serio? —preguntó la chica sin mucho interés.
—Sí —insistió Adam—. En fin, se me ha hecho pasar por una especie
de justiciero o algo parecido, pero eso no tiene nada que ver con la realidad.
—Le voy a hacer unas cuantas preguntas, ¿de acuerdo, doctor Bloom?
—De acuerdo, pero...
—¿Alguna vez fantaseó con la idea de utilizar su pistola para matar a
alguien?
¿Hablaba en serio? Parecía que sí.
—No —respondió Adam—. Por supuesto que no.
—Ni siquiera se imaginó usándola contra alguien que odiara de verdad.
Como un jefe o una antigua amante.
—En una ocasión, en el campo de tiro, y sólo por diversión, un tipo puso
una foto de Osama bin Laden en la diana, pero...
—¿Alguna vez sintió como si quisiera eliminar a todos los tipos malos
de la ciudad?
—No —respondió con firmeza—. ¿Lo ve?, esto es justo de lo que le
estaba hablando, de la manera en que se ha distorsionado lo que me ha
ocurrido. Nunca sentí nada parecido.
—¿Así que no condena al hombre que entró a robar en su casa?
—Pues claro que lo condeno —replicó—. Trataba de robarme.
—¿Por qué le disparó diez veces? ¿No habría sido suficiente con una?
Detestaba el tono sensacionalista que utilizaba esa mujer.
—¿Quiere saber los hechos —preguntó— o tan sólo quiere escribir un
artículo provocador?
—Quiero conocer los hechos, por supuesto —declaró ella, mirándole
fijamente.
—No había luz —empezó Adam—. No sabía si le había alcanzado o no,
así que tuve que seguir disparando para asegurarme de que le daba. —No
estaba seguro de que esto fuera verdad, porque recordaba vagamente saber
que el primer disparo había alcanzado a Sánchez, pero continuó disparando
—. Y ocurrió todo muy deprisa. Cuando estás en esa clase de situación, no
piensas, sólo reaccionas. Igual que un soldado en combate; o luchas o huyes.
Tienes que hacer caso de tu instinto, seguir tu intuición. Ah, y puesto que
parece más que probable que mi asistenta, que fue asesinada ayer por la
mañana, tuviera algo que ver con el robo, creo que no hay ninguna duda de
que hice lo correcto.
—¿A qué se refiere? —preguntó Grace.
—¿Se enteró de que mi asistenta fue asesinada, verdad?
—¿Asesinó usted a su asistenta?
—No, yo no la maté. Joder, haga lo que haga, no escriba eso. No, ése
fue otro tiroteo.
—¿En su casa?
—No, en mi casa no, pero sin duda hubo otra persona que entró en mi
casa la noche del tiroteo, y esa persona podría haber tenido un arma. La
policía sabe que el tipo que maté, Carlos Sánchez, estaba liado con mi
asistenta. Eran amantes, novios, lo que fuera. Así que pudo ser ella la otra
persona que entró con un arma en mi casa, o alguien a quien ella conocía. Así
que, si Sánchez no iba armado, no fue más que por casualidad. ¿Entiende lo
que estoy diciendo?
La periodista no parecía entenderlo ni quería tratar de entenderlo, y
preguntó:
—Pero, doctor Bloom, ¿no le preocupa haber matado a un hombre
desarmado?
Adam tardó unos segundos en poner en orden sus ideas y escoger con
cuidado sus palabras.
—Por supuesto que me preocupa. Yo no pedí verme envuelto en esta
situación, no fue algo que buscara. Estoy seguro de que pasaré el resto de mi
vida pensando en ello. Pero eso no me convierte en un agresor, en un
elemento parapolicial.
—¿Así que está diciendo que le volvería a matar?
—Matar es una palabra muy fuerte. ¿Sabe?, realmente me parece que
está usted...
—¿Le volvería a disparar?
—Sí —admitió—. Bueno, no haría nada de forma diferente, excepto...
La periodista apagó la grabadora, se la metió en el bolso y se levantó.
—Esto debería ser suficiente, doctor Bloom. —Extendió la mano para
estrechársela—. Ha sido un verdadero placer conocerle.
—¿Ya está? —preguntó Bloom.
—Sí, lamento las prisas, pero tengo que volver a la redacción y pasar a
limpio la entrevista para que podamos colgarla en nuestra página web esta
tarde.
—¿Colgarla? —Adam estaba confundido—. ¿Es que no va a salir en la
revista?
—No, la entrevista es para Daily Intel, nuestro blog de Internet. Pero
tengo todo lo que necesito, y estoy segura de que gustará. Muchísimas
gracias, doctor Bloom.
De vuelta a su consulta, Adam decidió que aquello sería mejor que la
versión que circulaba por la Red. Quería aclarar los hechos lo antes posible
para poder pasar página y seguir con su vida.
Al final de la tarde, se conectó a Daily Intel y vio el titular:

EL JUSTICIERO ADAM BLOOM QUIERE LIQUIDAR A TODOS


LOS TIPOS MALOS DE LA CIUDAD DE NUEVA YORK

—Maldita hija de puta —dijo casi gritando.


El artículo era aún más sesgado que los de los periódicos de la mañana.
Le hacía parecer un alegre y desahogado sociópata que llevara años
obsesionado, esperando la oportunidad de liquidar a alguien. Todo lo que
había dicho durante la entrevista estaba sacado de contexto, y el artículo
estaba plagado de citas erróneas. La periodista escribía que él «fantaseaba a
menudo» con utilizar su arma para matar a alguien y que a lo largo de su vida
había sentido asco por el crimen y los criminales. Añadía que Bloom
afirmaba «haber seguido su intuición» cuando había descerrajado diez tiros al
intruso desarmado, y observaba que no había manifestado ningún
remordimiento por la muerte del hombre. La autora terminaba con una frase
totalmente inventada: «“Me encantaría dispararle de nuevo”, alardeó Bloom».
Adam llamó por teléfono a Grace Williams, dispuesto a echarle un
broncazo. Naturalmente, le salió el buzón de voz de la chica y le dejó una
mensaje.
—Soy Adam Bloom. ¡Si no quita todas esas gilipolleces de su página,
voy a demandarles a usted y a su puta revista!
Debió de haberlo dicho a gritos, porque Lauren entró corriendo en su
consulta.
—¿Pasa algo?
—¡Déjame en paz! —aulló, y cuando su secretaria se marchó, cogió el
teléfono y lo arrojó por la habitación. El aparato fue a estrellarse contra el
archivador, y se rompió.
El día se estaba convirtiendo rápidamente en un infierno. Y pensar que
había llegado a convencerse de que iba a ser el próximo Tony Manero de
Saturday Night Fever.
No tuvo noticias de Grace, y el artículo seguía en Internet. Eso no era
ninguna sorpresa. ¿Por qué habría de importarles lo que él pensara?
Cogió el metro en plena hora punta para volver a Forest Hills. En la
atestada línea R tuvo la impresión de que los extraños levantaban la vista de
sus periódicos y reparaban en él, escudriñándolo. En Northern Boulevard
subió un grupo de adolescentes que no pararon de reírse. Adam no sabía si se
estaban cachondeando de él o no, aunque le pareció que sí.
Decidió entonces que no podía hacer nada para controlar lo que
pensaran los demás. Si la prensa quería seguir atacándolo, y la gente quería
seguir juzgándolo, era algo que escapaba a su control.
En Forest Hills, se detuvo en Duane Reade y compró algunas cosas para
la casa —papel higiénico, toallas de papel y lavavajillas líquido—, tras lo
cual se dirigió a la tienda de vinos que había cerca y compró una botella de
Merlot de 6,99 dólares. Se sentía mal por haber discutido tantísimo con Dana
durante los dos últimos días, y estaba deseando pasar una agradable y
relajante noche en casa. Quizá pidieran algo de comer a un chino, se beberían
un par de vasos de vino y luego harían el amor. Tenía muchas cosas que
valían la pena en su vida, y quería empezar a apreciar lo que tenía, en lugar
de querer permanentemente más. No necesitaba ser saludado como héroe
local ni ser la inspiración para una película biográfica protagonizada por
Russell Crowe para ser feliz.
Cuando dobló para entrar en su manzana de Forest Hills Gardens,
empezaba a oscurecer. Había varios adolescentes jugando al fútbol americano
en la calle, y al acercarse reconoció a algunos; allí estaban Jeremy Ross,
Justin Green y Brian Zimmerman. Aquello le trajo recuerdos de cuando tenía
la edad de aquellos muchachos y jugaba al fútbol americano en la calle con
sus amigos y no regresaba nunca a casa hasta que era noche cerrada.
—Eh, lanza aquí —dijo Adam, y Jeremy le lanzó el balón. Luego le dijo
a Brian—: Muy bien, hasta el fondo.
Brian echó a correr a toda velocidad por la manzana mientras él
retrocedía.
—¡Para ganar la Super Bowl! —gritó, y entonces lanzó una bomba.
Bueno, más bien lo intentó. El bamboleante balón rebotó contra el parabrisas
de un coche a unos seis metros del muchacho.
—A ver si hay más suerte la próxima vez —dijo Adam sonriendo, y
empezó a ascender por el camino que terminaba en la puerta de su casa.
Cuando entró, anunció:
—¡Estoy en casa! —Entonces vio el trozo de papel en el suelo. Era
completamente blanco, de unos veinte por treinta centímetros, y estaba
doblado por la mitad. Lo abrió. Con letras mayúsculas y con rotulador Magic
Marker estaba escrito lo siguiente:

¿TE CREES UNA ESPECIE DE HÉROE, EH?

¿TE CREES UN TIPO IMPORTANTE, VERDAD?

VOY A HACER QUE DESEES NO HABER NACIDO, PEQUEÑO


SOPLAPOLLAS HIJO DE PUTA.

Adam entró en el salón y vio a Dana, que estaba mirando la televisión. Tenía
los pies encima de la otomana, con las piernas cubiertas por una colcha.
Parecía muy cansada, puede incluso que deprimida.
—¿Has visto la nota que había en el suelo? —preguntó Adam.
Ella tardó en responder. Por fin, y sin mostrar ningún interés, preguntó:
—¿Nota?
Adam le entregó el papel, y vio cómo la preocupación de Dana iba en
aumento a medida que la leía.
—Creo que tenemos un problema —dijo Adam.
5. Organización para el trato ético a los animales. (N. del T.)
12

El objetivo de Marissa para el futuro inmediato consistía en pasar el menor


tiempo posible con sus padres. La situación estaba llegando a un punto en
que era difícil estar cerca de ellos, incluso permanecer en la misma casa. Por
si no era ya bastante horrible que no pararan de discutir, ahora su padre se
metía con ella porque iba a un bar con Hillary. ¿Acaso ahora no la iba a dejar
salir con sus amigas? ¿Y qué iba a ser lo siguiente?, ¿iba a encerrarla con
llave en una torre, como a Rapunzel? Ah, ¿y qué decir de lo de su madre, que
tenía una aventura nada menos que con Tony, el monitor? Eso explicaba lo
tensa y distraída que había estado de un tiempo a esa parte. Si no fuera tan
molesto, hasta sería divertido que sus padres no pararan de decirle que tenía
que madurar y poner en orden su vida, cuando a Marissa le parecía que la
adulta era ella, y ellos los niños.
Por la mañana, después de haber echado un vistazo a los blogs de sus
amigos y a las páginas de MySpace y Facebook, fijó una entrada en su propio
blog titulada: «JUSTO CUANDO PENSABA QUE ERA IMPOSIBLE QUE
LAS COSAS SE JODIERAN MÁS». Escribió sobre el asesinato de Gabriela
y detalló las causas de que el día anterior se hubiera convertido oficialmente
en el peor día de su vida. Estaba de un humor muy nihilista y acabó la entrada
escribiendo: «Estoy jodidamente asqueada de este estúpido mundo de mierda
y me importa una puta mierda que se joda cualquier otra cosa». Leyó la
entrada dos veces —pensó que era una de las mejores que había escrito
nunca; tal vez debería haberse matriculado en escritura creativa—, la fijó en
el blog y bajó. Preparó café, y cuando se estaba sirviendo una taza, entró su
madre.
—Tu padre no salió en la tele —dijo.
—¿Eh? —Marissa ignoraba de qué estaba hablando. Tampoco tenía ni
idea del motivo de que su madre llevara la bata puesta y no estuviera
maquillada a —¿qué hora era?— la una de la tarde.
—Se suponía que iba a salir en Good Day New York esta mañana, pero
he visto la grabación del programa y no salió. Deben de haberlo descartado.
—Ah —dijo Marissa, sorprendida de que a su madre le importara tal
cosa después de la discusión que había mantenido con su padre la víspera.
—Yo en tu lugar no leería el Daily News hoy. No hacen precisamente
un retrato halagador de tu padre. Previsible, supongo, pero aun así no es muy
divertido verlo impreso.
—¿Dicen algo malo de mí? —preguntó Marissa. No pensaba realmente
que hubiera nada malo; sólo era un brote de inseguridad instintiva.
—Nos mencionan —le aclaró su madre—, pero no, no dicen nada malo.
—¡Gracias a Dios! —exclamó, y añadió—: Aunque vaya faena para
papá. —Permaneció junto a la encimera, bebiéndose el café a sorbos,
intentando despertarse. Mientras tanto, su madre empezó a fregar la cocina
con una toallita desengrasante—. Oye, ¿te encuentras bien hoy? —preguntó.
—Estoy bien —le respondió—. ¿Por qué?
—Todavía no te has vestido.
Su madre siguió frotando.
—No tengo que ir a ninguna parte —dijo al cabo de un instante.
¿Y ahora qué pasaba? ¿Su madre estaba «deprimida»? Marissa estuvo
tentada de preguntarle: ¿Qué pasa, mamá, problemas con el novio? Consiguió
contenerse, aunque no pudo evitar una sonrisilla de suficiencia.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —preguntó su madre.
—Nada. ¿Por qué?
Dana le lanzó una mirada y siguió frotando, con demasiada fuerza, como
si estuviera intentando lijar un trozo de madera. Al final, puede que para sí
misma, dijo:
—Tenemos que buscar una nueva asistenta.
Marissa había procurado no pensar en Gabriela; le resultaba demasiado
triste.
—¿Hay alguna novedad sobre el asesinato de Gabriela? —preguntó.
—No —respondió su madre, que dejó por fin de frotar y arrojó la
toallita a la basura—. Pero ¿te puedes creer que su hermana me llamó y me
preguntó si estaríamos dispuestos a costear el envío de su cuerpo a
Sudamérica?
—¿Y qué le contestaste?
—La mujer estaba muy alterada y no quise ser grosera. Le dije que
tendría que hablarlo con mi marido.
—Fue amable por tu parte, supongo. En fin, que seguimos sin saber con
seguridad si Gabriela tuvo algo que ver con el robo, ¿no es cierto?
—Ah, venga, hablas como tu padre. Estuvo saliendo con ese tal
Sánchez, por Dios bendito.
Marissa no sabía a qué venía la actitud de su madre, la verdadera razón
de que estuviera tan irritable. No estaba segura de si tendría que ver con su
aventura amorosa; a lo mejor se sentía culpable.
—No me puedo creer que ella y ese tipo estuvieran juntos —replicó
Marissa—. Hablé tantas veces con ella de novios, ya sabes, y no creo que
hubiera estado con ningún tío desde la muerte de su prometido. Jamás
mencionó a ningún Carlos.
—Es evidente que tenía muchos secretos —repuso su madre. Entonces
torció el gesto, como si se hubiera sorprendido diciendo algo que no había
querido decir (Caramba, pensó Marissa, ¿qué podría ser?), y se apresuró a
añadir—: De todas formas, la respuesta es no, no voy a costear el envío de su
cuerpo a Sudamérica.
—¿Cuánto quieren? —preguntó Marissa.
—¿Y qué más da eso?
—Quiero decir que si sólo son, bueno, mil dólares...
—No voy a darles mil dólares. No voy a darles ni un dólar, no voy a
darles ni un centavo. Esa mujer nos hizo daño, ¿es que no lo entiendes?
Bueno, ya estaba bien de intentar mantener una conversación con su
madre. Marissa cogió su café y volvió a su habitación, y de nuevo a su
ordenador. De ahí en adelante quizá debería quedarse en su dormitorio
permanentemente y no volver a cruzar palabra con sus padres. Y ellos
también deberían ocupar habitaciones diferentes; quizás así, al no tener que
verse, acabarían por llevarse mejor.
Consultó su blog y vio que ya había recibido dieciséis respuestas, la
mayoría de amigos, pero también de algunos conocidos aleatorios de la Red.
Todos se mostraban muy solidarios y decían que estaban muy apenados, que
se sentían mal, etcétera. Marissa añadió su propio comentario dándoles las
gracias a todos y añadiendo que «hoy me siento un poco mejor». Luego
consultó Yahoo!, Messenger y MySpace para ver qué amigos estaban
conectados, y empezó a chatear con Sarah, una amiga de sus tiempos de
estudiante en Vassar. Sarah vivía con su novio en Boston, pero decía que esa
noche iba a ir a la ciudad y planeaba quedarse unos cuantos días en casa de su
hermano, en Hell’s Kitchen[6]. Marissa estaba entusiasmada. Salir con Sarah
sería una distracción fantástica para sobreponerse a toda aquella mierda que
estaba pasando en su vida.
Sarah escribió: «Bueno, ¿vas a ir a la fiesta que da D en su casa esta
noche?»
D era Darren, aunque Marissa no sabía nada de ninguna fiesta. Mmmm,
qué raro, ¿qué estaba pasando? No había tenido la menor noticia de Darren
en los dos últimos días, y ya puestos a pensar en ello, ni siquiera había
recibido respuesta al mensaje de alerta que le había dejado en el teléfono para
que se deshiciera de las drogas, antes de que el detective Clements le echara
el guante. Ahora que éste había averiguado que el allanamiento no tenía nada
que ver con Marissa ni con sus amigos, dudaba que fuera a perder el tiempo
con un camello del tres al cuarto, lo que significaba que Darren la estaba
ninguneando por: a) estaba cabreado con ella por intentar chivarse; o b)
quería dejar que pensara que estaba cabreado por intentar chivarse. Darren ya
había jugado a manipularla anteriormente comportándose como un inmaduro
y un lunático, así que la alternativa b) era la más probable con diferencia.
Casi seguro que lo que pretendía era que ella lo llamara y le pidiera perdón en
plan empalagoso.
Marissa pensó en ello unos segundos más antes de escribir: «¿Qué
fiesta?»
Sarah tecleó: «¿No te han invitado?»; y Marissa respondió: «No»; y
Sarah: «Menuda capullada. Espera un segundo».
Perfecto. Sarah era una reina del dramón y le encantaba liar las cosas. Si
le conseguía la invitación, al menos no parecería que ella estaba desesperada.
Mientras esperaba, le echó un vistazo al artículo del Daily News sobre el
tiroteo en su casa, el que su madre le había recomendado evitar. Por Dios,
aquello era como una pesadilla estrafalaria. Cualquiera que lo leyera pensaría
que su padre era un chiflado o algo parecido. Se sintió mal por él, aunque
también estaba furiosa con él por arrastrarlas a ella y a su madre a aquello.
Los nombres de las dos estaban impresos, para que todo el mundo los viera.
Se preguntó si la historia acabaría por olvidarse o si durante el resto de su
vida, cuando la gente averiguara que era la hija de Adam Bloom, la odiarían y
la tratarían como si en realidad fuera la hija de Charles Manson. Estaba tan
aterrorizada que empezó a investigar la forma de cambiarse de nombre.
Según parecía era complicado por razones de seguridad a raíz del 11 de
septiembre, aunque factible. Su segundo nombre de pila era Suzanne, así que
podría ser Marissa Suzanne. Iba a considerarlo seriamente si las cosas se
ponían peor.
Estaba leyendo todavía el artículo cuando oyó un pitido que le
anunciaba que acababa de recibir un mensaje en ese momento. Cambió de
pantalla y vio que Sarah había invitado a Darren a la sesión de mensajes de
ambas. Él se estaba haciendo el tonto, y escribió que por supuesto que estaba
invitada a la fiesta, y que sentía muchísimo haber «olvidado» decírselo. Por
lo pronto, resultaba evidente que no la había invitado aposta para intentar
cabrearla. Lo que estaba haciendo era propio de un chaval inmaduro de
primer año de instituto.
«Bueno, ¿vas a ir?», escribió Sarah. Marissa contestó: «Sí, allí estaré».
Y Darren: «Estupendo».
Marissa sintió náuseas.

El resto del día lo empleó en echar un vistazo a listas de empleos y envió


unos cuantos currículos, aunque sin ninguna esperanza. Consideraba que
tenía una fantástica carta de presentación que adaptó a cada uno de los
empleos que solicitó, aunque nadie parecía interesado en contratarla; y se
estaba quedando sin empresas a las que escribir. De pronto, y asustada ante la
perspectiva de no conseguir trabajo y de quedarse a vivir con sus padres para
el resto de su vida, descargó solicitudes de admisión de varias facultades que
ofrecían cursos de maestría en historia del arte. Entre las universidades, se
contaban Yale, Bard y Brown. No tenía muy claro realmente que fuera a
enviar las solicitudes —ni siquiera estaba segura de que quisiera cursar una
maestría, y bajo ningún concepto estaba dispuesta a estudiar un año o dos—,
aunque al menos aquello le hizo sentir como si tuviera un plan alternativo.
Su madre había ido a hacer la compra, y cuando regresó, Marissa quiso
evitar otra deprimente conversación, así que se quedó en su dormitorio y
cerró la puerta con llave. Leyó un correo electrónico de su amiga Jen. «No sé
si has visto esto ya, es una verdadera putada, aunque me pareció que de todas
maneras querrías leerlo, lo siento.» Marissa pinchó sobre el enlace de Daily
Intel, donde había otro artículo feroz sobre su padre. Esta vez era una
entrevista, y parecía como si su padre estuviera alardeando del tiroteo, como
si se sintiera muy orgulloso de sí mismo. Por Dios, pero ¿qué le pasaba? ¿Es
que no estaban ya las cosas bastante mal? ¿De verdad tenía que seguir
adelante y hacerse pasar por un imbécil aún más grande? Aquél era un blog
que contaba realmente con lectores; Marissa conocía a varias personas que lo
leían. La situación estaba empezando a ser muy vergonzosa. Jen ya había
leído el artículo, y a su amiga le encantaba cotorrear, así que probablemente
se lo contaría a todo el mundo que conociera; y ambas conocían casi a las
mismas personas.
A eso de las siete se marchó de casa para ir a tomar unas copas con
Sarah a algún nuevo bar en el Midtown. Cuando su amiga empezó a hablar
sin parar de lo feliz que era en Boston con su novio en su nuevo y fantástico
piso, Marissa no pudo evitar sentir un poco de envidia. Se había enrollado
unas cuantas veces con Darren, y una noche con el bajista de Tone Def, pero
no había tenido un novio serio desde el primer año de universidad, y de eso
hacía casi, ¡Dios mío!, dos años.
Más tarde, en el taxi que las llevaba a la fiesta, Marissa se sintió tan
desesperada que consideró seriamente la posibilidad de acostarse con Darren
esa noche. Pero entonces intentó sopesar los pros y los contras, y sólo se le
ocurrió una larga lista de contras. La única razón de que en los últimos años
se hubiera liado alguna vez con él se había debido a la escasez de
alternativas. Para empezar, la proporción de chicas respecto a los chicos
había sido alta, y la proporción de chicas respecto a los chicos heterosexuales
había sido aún más alta. Las cosas pintaban tan mal para las chicas que
muchas de las amigas de Marissa se habían hecho lesbianas en la universidad,
o al menos bisexuales, aunque la idea de convertirse en una LHL —lesbiana
hasta la licenciatura— nunca la había seducido, así que siempre que andaba a
dos velas acababa conformándose con Darren. No es que no fuera guapo,
porque en realidad le parecía bastante mono, era alto y desgarbado, con el
pelo corto y rizado y unos enormes ojos castaños; un poco bobo, sí, pero
guay, con un aire a lo Josh Groban. El problema radicaba en que realmente
sentía que no les unía nada. No tenían gran cosa en común, y siempre que ella
intentaba mantener una conversación sobre cine o arte —o cualquier cosa en
la que estuviera interesada—, se daba cuenta de que él se colgaba. Le había
dejado claro en multitud de ocasiones que lo único que le interesaba de él era
el sexo, y Darren siempre le había dicho que estaba conforme, aunque por
otro lado, después de haber echado unos cuantos polvetes, había empezado a
comportarse de manera posesiva, llamándola a todas horas y poniéndose
extrañamente celoso de cualquier tipo del que Marissa hablara de pasada, así
que había tenido que mandarle a paseo. Sabía que si se acostaba con él esa
noche, eso haría que el ciclo volviera a empezar, y la verdad, no le apetecía
tener que lidiar con eso.
Cuando el taxi se detuvo delante del edificio de los padres de Darren,
decidió categóricamente que no se acostaría con él. Se quedaría un rato por
allí, y eso sería todo.
Marissa había estado en el piso de los padres de Darren varias veces. El
sitio era impresionante —tres dormitorios, techos altos, molduras en el techo,
suelos de madera noble— y estaba muy bien amueblado. Hasta le gustaban
los óleos de escenas venecianas, un tanto horteras y como de pizzería, que
había en el salón. Ignoraba dónde estarían esa noche los padres de su amigo,
aunque sí sabía que era altamente probable que no tuvieran la más mínima
idea de la fiesta.
Como había supuesto, el piso estaba infestado de gente de Vassar,
personas a las que había esperado no volver a ver en su vida después de
terminar la universidad, pero que en los cuatro meses y medio transcurridos
desde su licenciatura parecía como si no parase de toparse con ellos de forma
regular. La tenía asombrada que pudiera ocurrir semejante cosa. Nueva York
tenía alrededor de doce millones de habitantes, y a veces le parecía que
siguiera en una pequeña ciudad universitaria y que fuera imposible conocer a
alguien nuevo.
Se entretuvo un rato hablando con Megan y Caitlin, que habían estado
en la misma residencia estudiantil que ella el primer año. Las dos eran de
Scarsdale..., con eso quedaba todo dicho. Luego Zach Harrison se acercó a
ella y empezó a tirarle los tejos sin demasiada convicción. Zach había salido
con una de las antiguas compañeras de habitación de Marissa; era uno de esos
tipos corpulentos y bulliciosos, que se reía sonoramente y escupía saliva
cuando hablaba, sobre todo cuando iba borracho, como era el caso en ese
momento. La arrinconó —literalmente, de espaldas contra un rincón del
comedor, cortándole la huida con su enorme barriga— y le contó algunas
anécdotas sobre personas de la facultad que ella o no conocía o no le
importaban. Evidentemente, el pelmazo pensaba que las anécdotas eran
desternillantes, el barrigón subiendo y bajando sin parar por la risa, y él sin
dejar de escupirle en la cara. Al final, Drew McPhearson se acercó y le dijo
algo a Zach, oportunidad de escapar que Marissa aprovechó para enfilar el
pasillo, pasando junto a más gente de Vassar y alguna otra persona que no lo
era, y dirigirse a la habitación de Darren.
El chico y varios más estaban sentados en círculo, sin hacer nada,
escuchando a Daughtry y colocándose. Aparte de Darren, la otra única
persona de Vassar en la habitación era Alison Kutcher, que desgraciadamente
no tenía ninguna relación con Ashton. Los que no eran de Vassar tenían todos
una pinta bastante tirada, y una mujer, de unos treinta y tantos, parecía
realmente hecha puré. Marissa supuso que serían algunos de los clientes
drogadictos de Darren.
—Eh, mira quién está aquí —dijo su amigo, que se levantó, con los ojos
vidriosos y enrojecidos, y la besó en los labios. Marissa no tuvo oportunidad
de girar la cabeza, si no lo habría hecho.
Se sentó, pero evitó hacerlo junto a Darren, y alguien le pasó la pipa de
agua.
—Es aurora boreal —dijo el chico con orgullo.
Marissa le dio una larga y profunda calada, cerrando los ojos y
saboreando la hierba, exhaló el humo y su cerebro gimió: Gracias.
—Una mierda impresionante, ¿verdad? —preguntó Darren.
Ella no respondió, sólo se recostó y sonrió, disfrutando del torrente de
sosiego que la embargó.
Se pasaron la pipa de agua varias veces, a Marissa le entraron unas
repentinas ganas de hacer pis y se fue al baño. Cuando regresó se habían ido
todos, salvo Darren. ¿En serio esperaba que creyera que aquello no estaba
planeado y que todos se acababan de ir por propia voluntad?
Estaba sentado en la cama con la pipa de agua, le hizo un gesto con la
mano de que se acercara y hasta le dijo:
—Vamos, ven aquí, que no muerdo.
Marissa se moría por dar otra calada, así que se sentó a su lado y
encendió la pipa, aspiró profundamente, manteniendo el humo en los
pulmones hasta que la cabeza empezó a darle vueltas, y luego lo fue soltando
muy lentamente por la boca y la nariz.
Entonces se dio cuenta de que Darren la estaba besando en el cuello.
Se apartó y dijo:
—No es una buena idea. Sólo quiero que seamos amigos.
Fue consciente de que estaba hablando con una lentitud exagerada, o al
menos ésa fue la sensación que tuvo.
Algo de lo que había dicho debió de parecerle muy divertido a Darren,
porque empezó a reírse como un tonto.
—Ya somos amigos —dijo, y trató de mordisquearle la oreja.
—Me refiero a estrictamente amigos —repuso Marissa, volviendo a
apartarse.
—Sólo será sexo.
—Tú no puedes tener sólo sexo.
—Oh, sí —dijo Darren, y trató de tocarle la entrepierna.
Ella se levantó.
—Para ya.
—Vuelve aquí —le ordenó él, y se desabrochó el vaquero.
Marissa trató de marcharse, y Darren la agarró del brazo.
Ella se volvió.
—¡Déjame en paz, joder!
—Vale, vale —dijo él, soltándola—. Tranqui.
Marissa salió de la habitación y, tambaleándose, se dirigió al salón. Una
vez allí, le dio un golpecito en el hombro a Sarah y dijo:
—Me quiero ir.
—¿Ya? —preguntó su amiga. Era evidente que no estaba por la labor de
marcharse.
—No pasa nada, quédate —la tranquilizó Marissa—. Iré en taxi hasta
Penn Station y allí podré coger un cercanías.
—Eh, vamos, tranqui —dijo Darren desde el pasillo.
Ella sólo quería huir. Cruzó el comedor y se marchó del piso.
Sabía que Darren la estaba siguiendo, así que no quiso esperar a que
llegara uno de los ascensores y bajó por las escaleras. Tras descender dos
tramos o los que fueran se sintió mareada —por el alcohol y la maría, aunque
también padecía de cierto vértigo ligero—, así que tuvo que pararse unos
segundos para recuperar el equilibro. Luego siguió bajando hasta llegar al
portal y salió a la calle.
Se dirigió a Broadway, donde paró a un taxi para ir hasta el centro. ¿Qué
le pasaba al taxista de aspecto caribeño que no dejaba de mirarla por el
retrovisor? Joder, la iba a llevar a cualquier parte e intentar violarla, estaba
segura. Había leído un artículo en Internet, en un enlace del blog de alguien,
sobre cómo un falso taxista de Manhattan había recogido a una mujer y la
había llevado a Connecticut o Long Island o adonde fuera y la había violado.
¿Qué podía hacer para que se detuviera? Tenía pinta de ser un tipo grande, y
era imposible que ella pudiera defenderse.
—¡Pare el jodido taxi! —gritó.
El taxista la estaba mirando otra vez con sus ojos de violador.
—¿Qué es lo que quiere que haga?
—¡He dicho que pare inmediatamente!
El hombre parecía estar acelerando, mientras zigzagueaba.
—No puedo parar en medio del tráfico, señora.
¡Joder! Lo iba a hacer, vaya que sí. Iba a suceder de verdad.
Marissa agarró el manillar de la puerta, decidida a saltar mientras el
coche estaba en movimiento si tenía que hacerlo, y el taxista frenó en seco
con un chirrido. La chica se apeó.
—Eh, ¿y mi dinero? —preguntó el taxista.
Ella metió la mano en el bolso, agarró unos cuantos billetes arrugados y
se los arrojó por la ventanilla.
—Tía loca —dijo el hombre, y se alejó.
Temblorosa y a punto de ponerse a llorar, echó a correr por la acera.
Mientras esperaba para cruzar una calle, una mujer le preguntó:
—¿Te encuentras bien? —Marissa la ignoró y cruzó con el semáforo en
rojo; un coche estuvo a punto de atropellarla.
Después de recorrer unas cuantas manzanas más empezó a darse cuenta
de lo ridículo de su comportamiento. ¿De verdad se había bajado del taxi? El
taxista no había hecho nada malo; ni siquiera la había estado mirando, ¡joder!
Había sido un trayecto en taxi normal, y había flipado. La culpa de todo era
de Darren; su maldita maría la había puesto paranoica. Oficialmente aquélla
era la semana más horrible de su vida.
Cogió otro taxi hasta Penn Station y se subió al tren con destino a Forest
Hills. Podría haber tomado el metro, pero cuando se le hacía tarde de noche,
acostumbraba coger el cercanías de Long Island porque se sentía más segura
y el trayecto sólo duraba veinte minutos. Mientras caminaba de la estación a
casa se sintió mucho menos colgada, aunque seguía un poco borracha. Estaba
temiendo lo que su padre le diría cuando entrara en casa. Por supuesto esta
vez sí que había estado bebiendo y fumando de verdad, así que a su viejo le
parecería aún más justificado meterse con ella. Tal vez le endilgara aquello
de: «Marissa, de verdad tienes que centrarte». O: «Ya es hora de que
empieces a aclararte con tus prioridades».
Cuando dobló la esquina de su manzana, vio un coche de policía
aparcado en doble fila delante de su casa. ¿Qué narices pasaba ahora? Había
dos polis dentro del coche, y la miraron cuando empezó a subir por el camino
de entrada.
Oyó voces dentro de casa; su madre estaba hablando y... Oh, no, era el
detective Dick Clements. No sabía si de verdad se llamaba Dick, pero era así
como le había estado llamando en su cabeza.
Entró y vio a Clements, a su madre y a su padre sentados a la mesa del
comedor.
—¿Quién ha muerto ahora? —preguntó. Hizo todo lo posible para no
parecer ni hablar como una colgada. Aunque sabía que no había manera de
que lo consiguiera, eso no le impidió intentarlo.
—No pasa nada —le dijo su padre.
Entonces la miró más detenidamente, reparando probablemente en lo
enrojecidos que tenía los ojos. Clements y su madre también la estaban
mirando con atención.
—¿Por qué no te vas a tu habitación? —sugirió su padre, entre
avergonzado y decepcionado, como si él fuera un dechado de virtudes.
Pero Marissa se largó con sumo gusto. Supuso que no pasaría nada, que
Clements estaba allí sólo para ponerles al corriente de la investigación.
Ya estaba en la cama y a punto de perder el conocimiento, cuando su
padre entró en su dormitorio.
—¿Podemos hablar un segundo? —le preguntó.
Ya empezamos.
—Estoy muy cansada —repuso.
—Es algo importante —insistió él, sentándose en una silla—. Por
desgracia, las cosas se han complicado un poco más.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, sorprendida de que no fuera a
arremeter contra ella por lo de beber y fumar maría.
—Bueno, alguien... me ha amenazado —respondió.
—¿Qué quieres decir?
—Echaron una nota por debajo de la puerta. El detective Clements no
está tan preocupado como mamá.
Marissa se incorporó.
—Me pareció oírte decir que todo iba bien.
—Y todo va bien. Nada ha cambiado.
—Nada, salvo que estás recibiendo amenazas de muerte.
—Amenaza, en singular..., y no era una amenaza de muerte. De hecho,
no sé si ni siquiera debería llamarse amenaza.
—¿Qué es lo que decía?
—Que voy a pagar por lo que hice, etcétera, etcétera. Lo más seguro es
que sea de alguien que leyó todas esas mentiras que aparecen en los
periódicos de hoy.
A Marissa le pareció increíble hasta qué punto su padre se negaba a
aceptar la realidad. ¿Cuánto tardaría en admitir de plano que estaba asustado?
—Bueno, ¿crees que la misma persona que metió la nota por debajo de
la puerta mató a Gabriela?
—No, no lo creo. Y la policía no ha encontrado todavía ninguna relación
entre lo que le ocurrió a ella y el robo.
—Un momento —dijo Marissa—, entonces, ¿qué piensan? ¿Que todo
fue una coincidencia?
Oyó el rechinar de dientes de su padre.
—Posiblemente —dijo él.
—¿Y tú te lo crees? —preguntó.
—Mira, no hay motivo para dejarse llevar por el pánico —le respondió,
extrañamente tranquilo—. La policía está prestando a este caso, a estos casos,
toda la atención. Parece que están siguiendo muchas pistas, y estoy seguro de
que no tardarán en detener a algún sospechoso.
—¿Eso lo dice Clements o lo dices tú?
Su padre volvió a rechinar los dientes.
—La otra cosa es que la nota podría ser una broma. Cuando llegué antes,
había un grupo de chicos jugando en la calle, justo delante de casa. La policía
está hablando con ellos para ver si vieron algo, pero podría haberlo hecho
uno de ellos. Justin Green estaba allí. Recuerdo que hace unos años sus
padres tuvieron algún problema para meterlo en vereda; estuvo en un tris de
que lo echaran del colegio. Hasta me preguntaron si podía indicarles algún
buen psicólogo infantil, y les proporcioné una referencia.
Era increíble la facilidad que tenía su padre para montarse aquellas
películas, pero aún más sorprendente era que se las creyera realmente.
—Supongo que todo es posible —dijo Marissa, y se volvió a tumbar.
—Pero mira —continuó él—, sólo quiero que sepas que no tienes nada
de qué preocuparte.
Sí, claro, nada salvo que algún maniaco te quiere matar, pensó.
—Tal vez hayas reparado en el coche patrulla de ahí fuera. La policía
estará ahí toda la noche y mañana todo el día. Protección las veinticuatro
horas.
—¿Y qué hay de mañana por la noche? —preguntó ella.
—Probablemente mantengan la vigilancia durante una o dos noches. Tu
madre quiere contratar seguridad privada, y aunque sólo sea para que se
sienta mejor, tal vez lo hagamos. Pero casi seguro que pronto habrá habido
alguna detención y todo este asunto será irrelevante.
Se levantó, y Marissa vio que se fijaba en su pipa de agua, que estaba a
plena vista encima de su mesa, pegada al ordenador portátil.
—Tiré toda la hierba que tenía —dijo.
Era verdad. Había tirado los diez dólares de maría que tenía a la basura.
—Bueno, ¿te divertiste esta noche? —le preguntó su padre.
Se acordó de Darren agarrándola del brazo y de los gritos que le había
dado al taxista para que parase.
—Sí —mintió—. Estuvo bien.
—Me alegro —dijo su padre. Luego, tras unos segundos de incómodo
silencio, añadió—: Bien, buenas noches —y la dejó tranquila.
Marissa seguía pensando en el trayecto en taxi y en lo mucho que había
flipado.
Estuvo dando vueltas a todo lo ocurrido sin poder conciliar el sueño un
buen rato, y al final se quedó dormida.

Soñó con Praga. Nunca había estado allí, pero había visto bastantes fotos de
las calles adoquinadas, los edificios, el castillo y el puente de Carlos para
saber que estaba en Praga y no en cualquier otra ciudad de Europa oriental.
Era un sueño alegre, en el que paseaba, tocaba la guitarra y se colocaba. Y a
pesar de que en realidad no sabía tocar un simple acorde a la guitarra, no por
eso el sueño dejaba de parecer real.
Se despertó, decepcionada por estar en la cama de su casa de Forest
Hills, y pensó: ¿Por qué no hago la maleta y me largo? ¿Qué era lo que la
impedía hacer algo así de radical? No tenía empleo, ni novio, ni
responsabilidades. E ir a Praga resolvería dos problemas: se alejaría de sus
padres y de todos los problemas entre ellos, y podría permitirse vivir por su
cuenta. Le seguían quedando unos seis mil dólares del fideicomiso que le
habían dejado sus abuelos, los padres de su madre. Eso eran dos meses de
alquiler en un piso decente de Manhattan, pero en Praga, probablemente,
podría durarle seis meses o más, sobre todo si vivía en un albergue juvenil o
en algún otro tipo de alojamiento barato.
Se conectó a Internet, buscó en Google «mudarse a Praga» y vio varias
fotos de la ciudad —qué inquietante, lo que había soñado casi era clavado—
y leyó todo lo relativo al posible traslado, cada vez más mentalizada. Estaba
tan segura de su plan que fijó una entrada en su blog titulada: «ME VOY A
VIVIR A PRAGA».
Cuando bajó, su madre estaba pasando la aspiradora como una histérica.
Era evidente que ese día tenía un montón de energía maníaca, aunque
Marissa ignoraba si se debía a que estaba preocupada por el robo o si tenía
que ver con su aventura amorosa con Tony el monitor, o con ambas cosas a la
vez. Cuando le preguntó si se encontraba bien, su madre bisbiseó un «muy
bien», pero sin apenas mirarle a los ojos. Más tarde, cuando bajó para poner
una lavadora, su madre estaba tumbada en un sofá cubierta por un chal,
viendo un culebrón. Con su padre comportándose como un iluso y su madre
tan rara, le pareció que estaba viviendo con dos pacientes psiquiátricos.
No veía el momento de fugarse a Praga.
Seguía afectada por lo de Gabriela, aunque trataba de no pensar
demasiado en ello y se resistía a buscar información sobre el asesinato.
Suponía que, si hubiera alguna noticia importante —si hubiera una detención
—, su madre o su padre se lo comunicarían, y leer sobre el asunto no haría
más que aumentar su disgusto. También tenía miedo de toparse con algún
nuevo artículo vergonzoso sobre su padre que la hiciera considerar
seriamente cambiarse de nombre. Así que, en lugar de eso, se concentró en
las cosas alegres: Praga y, de forma más inmediata, sus planes para salir esa
noche. Tone Def iban a actuar a las diez en Kenny’s Castaways, y bajo
ningún concepto se lo iba a perder. Tenía previsto quedar a las seis con
Sarah, Hillary y la amiga de ésta del trabajo, Beth, en el Bitter End para
tomar una copa. También había estado intercambiando mensajes de texto con
Lucas, el bajista de Tone Def, con el que había echado aquel único polvo, y
éste la había invitado a ella y a sus amigas a ir a algún lugar del Lower East
Side después de la actuación. Marissa esperaba pasar una noche divertida con
sus amigas y luego, con un poco de suerte, echar un polvo con Lucas, tal vez
de nuevo en casa del músico.
Salió de casa en plan tía buena, muy rockera, ataviada con un ceñido
vaquero lleno de rotos, una camiseta escotada que dejaba a la vista su tatuaje
del ángel, unas botas de piel negra hasta la rodilla y gruesos pendientes
indígenas de madera. Además, se había aplicado un gótico pintalabios oscuro
que hacía que el color de sus labios contrastara con su piel pálida. Después de
tomar unas copas con sus amigas, algunas quisieron comer algo, así que se
dirigieron a un barato restaurante vietnamita en la misma manzana, y tras
cenar se acercaron a Kenny’s. Marissa tenía un agradable colocón y, no
queriendo perderlo, sugirió que se tomaran unos chupitos de aguardiente de
cerezas para celebrarlo.
—¿Celebrar qué? —preguntó Hillary.
—Que me voy a vivir a Praga —dijo, como si fuera evidente.
Sarah y Beth no tomaron ningún chupito, pero Marissa y Hillary sí.
Bueno, ahora sí que tenía un colocón en toda regla; incluso estaba un poco
borracha. Una irritante banda retro punk llamada Soy Bernadette estaba
terminando su actuación, y el lugar se estaba llenando para oír a Tone Def,
que tenía su pequeño grupo de seguidores. Deseando saludar a Lucas,
Marissa se abrió paso entre la multitud hacia el escenario. Como era de
esperar, había muchísima gente de Vassar entre la muchedumbre —no había
manera de escapar de ellos—, y se paró y mantuvo una breve charla con
Megan, Caitlin y Alison. Luego divisó a Darren, que estaba sentado a una
mesa, con Zach Harrison un poco más allá a la derecha. No se podía creer
que Darren estuviera allí; que completo gilipollas. Sabía que sólo había ido
porque se había enterado de que ella iría; ¡si ni siquiera le gustaba Tone Def!
¿Cuánto tiempo iba a tardar en pillar la puñetera idea de que ella no quería
volver a enrrollarse con él?
Pasó junto a la mesa de Darren en dirección al escenario, donde los de
Tone Def habían empezado a colocarse. Quería que la viera con Lucas y se
pusiera celoso de cojones.
—Eh, ¿dónde está Lucas? —le preguntó a Julien, el batería de Tone Def.
—Hola, ¿cómo te va? —la saludó el chico—. Ni idea, por ahí, en algún
sitio.
—Me pareció ver que entraba en el baño —dijo distraídamente un tipo
que andaba metiendo clavijas en un amplificador.
Marissa se dirigió al exterior del baño de caballeros y esperó. Entraron y
salieron varios tíos, pero no había ni rastro de Lucas. Mientras, se estaba
formando una cola en el servicio de mujeres. No quería volver a la parte
delantera del escenario porque estaba segura de que Darren se le acercaría,
así que permaneció en el exterior del baño.
Una chica aporreó la puerta del servicio de mujeres.
—Salid de una vez —dijo.
Pasaron otro par de minutos, y al cabo Lucas salió del baño rodeando
con el brazo a una chica con el largo pelo rojo completamente revuelto y con
cara de estar colgada. El bajista llevaba la cremallera del vaquero medio
abierta, y la pelirroja tenía el carmín completamente corrido, por si quedara
alguna duda de lo que había pasado allí dentro.
Marissa se habría escabullido de haber tenido oportunidad, pero Lucas y
la chica estaban pasando justo por su lado. Él abrió los ojos con sorpresa
cuando la vio.
—Hola —dijo, y siguió caminando hacia el escenario acompañado de la
chica.
Marissa se sintió repentinamente mareada, como si fuera a perder el
conocimiento de resultas de la mezcla del susto y el aguardiente que había
bebido. El hecho fue que se tuvo que apoyar en la pared unos segundos con
los ojos cerrados, para que la sala dejara de girar. Luego abrió los ojos y vio
que Darren se estaba acercando a ella.
—Eh, ¿qué pasa? —le preguntó con una sonrisa estúpida.
Trato de pasar por su lado, pero él la agarró por el brazo como había
hecho la noche anterior.
—Eh —le dijo—, ¿adónde vas?
—Déjame en paz —respondió, soltándose con una sacudida.
—Pero ¿qué te pasa?
—Tú eres lo que me pasa —replicó ella, aunque probablemente Darren
no la oyera porque se estaba alejando y Tone Def había comenzado su
actuación. Sus amigas, de pie delante del escenario, le hicieron gestos con la
mano para que se acercara, y tuvo que quedarse allí, viendo a Lucas tocar el
bajo. Era difícil no darse cuenta de lo relajado que parecía después de la
mamada que le habían hecho. En cuanto llegara a casa, iba a borrar todas las
canciones de Tone Def de su Mac y su iPhone.
Le estaban entrando ganas de vomitar de ver a Lucas. Miró entonces a
su izquierda, pero Darren estaba allí, así que se volvió rápidamente hacia la
derecha y vio a un tío increíblemente guapo a pocos metros de ella que estaba
mirando la actuación. Tuvo la impresión de haberlo visto antes en algún sitio,
y entonces supo la razón: era clavadito a Johnny Depp. De hecho, durante
unos segundos pensó que era realmente Johnny Depp, pero entonces pensó:
¿De verdad iba a ir Johnny Depp al West Willage a ver a una banda del tres
al cuarto rodeado de un montón de gente de Vassar?
Lo estaba examinando con más detenimiento —en realidad parecía
mucho más joven que Johnny Depp—, cuando el tío miró en su dirección y le
sonrió. Marissa pensó que quizás estuviera sonriendo a alguien que estaba a
su lado, pero no, le estaba sonriendo a ella. Le devolvió la sonrisa y desvió
rápidamente la mirada hacia el escenario, donde Lucas estaba haciendo un
solo con el bajo, poniendo una cara como si estuviera teniendo otro orgasmo.
¿De verdad era necesaria tantísima energía para crear semejante mierda de
música? Sintió una palmadita en el hombro, y el sosias de Johnny Depp
apareció a su lado diciendo algo, que por supuesto Marissa no pudo entender
porque a) estaba tope nerviosa y b) la música estaba a toda pastilla. Entonces
el chico hizo un gesto con la mano como de beber, ella asintió con la cabeza
y echó a andar delante de él entre la multitud en dirección a la barra.
Esperaba que Darren se pusiera celoso cuando los viera marcharse. También
esperaba que Lucas se diera cuenta, aunque dudaba que pudiera hacerlo con
todos los focos apuntándole y lo puñeteramente ensimismado que estaba en
su bajo.
Cuando se acercaron a la zona de la barra, donde la música estaba más
baja, el sosias de Johnny Depp le dijo:
—Hola, soy Xan.
Lo pronunció como «Zan», aunque a Marissa le pareció que no le había
oído correctamente y preguntó:
—¿Cómo dices?
—Xan —repitió él—. Mi verdadero nombre es Alexander, pero todos
me llaman Xan.
Tenía unos ojos azules llenos de vida y unas patillas largas, llevaba un
par de días sin afeitar, y unos cuantos pelos lacios le caían al desgaire por la
cara. Su piel oscura hacía que por alguna razón sus ojos azules resultaran más
azules.
—Tenía un amigo escocés en la universidad que se hacía llamar Scuh —
dijo Marissa—. Siempre pensé que era una idiotez, pero Xan es tope guay.
El chico sonrió, la miró a los ojos y preguntó:
—Bueno, ¿y tú cómo te llamas?
—Oh —dijo ella, sintiéndose como una idiota por no habérselo dicho—.
Marissa.
—¿Marissa o Rissa? —le preguntó.
Ella se echó a reír.
—Rissa, me gusta.
—Entonces, Rissa —dijo él—. De ahora en adelante te llamaré así.
De ahora en adelante. A Marissa le gustó eso. La estaba mirando a los
ojos de nuevo; ¿cuándo había sido la última vez que un tipo le había prestado
tantísima atención? ¿Y especialmente un tío tan macizo y tan guay como
Xan? Y también le gustaban sus labios; podía darse cuenta de que eran
realmente suaves. Se estaba muriendo por besarle, y no sólo para poner
celosos a Darren y a Lucas, sino porque realmente deseaba hacerlo.
Por fin pudo aclararse la cabeza lo suficiente como para hacerle una
buena pregunta.
—¿Así que eres una gran admirador de Tone Def?
Vale, muy bien, quizá no fuera una «buena» pregunta, pero al menos no
se oía sólo el vacío.
—Les he visto un par de veces —admitió Xan—. ¿Y tú?
Revivió la imagen de Lucas saliendo del baño con la reina de las
mamadas del West Village y respondió:
—La verdad es que me parecen malos. Pero mis amigas querían venir,
así que me dejé arrastrar hasta aquí. ¿Tocas en alguna banda?
—¿Tengo pinta de eso?
—Sí, un poco.
—En realidad, soy pintor.
—Me tomas el pelo. —Estaba entusiasmada—. ¿Qué es lo que pintas?
—Cosas diferentes. Retratos, paisajes urbanos. Cosas de la vida real.
—¡Caray! —exclamó Marissa—, me parece alucinante. Yo he estudiado
historia del arte.
—¿En serio?
—Sí, me licencié en Vassar. También trabajé en el Met algún tiempo
este verano. —Omitió que alquilaba auriculares y que apenas había durado
un mes. Que pensara que había sido una especie de comisaria de campanillas.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Xan, sin dejar de sonreír—. Es
sorprendente.
Por Dios, se moría de ganas de besarle. Estaba tan bueno, y por fin
también había conocido a alguien en Nueva York con el que tuviera algo en
común.
—Bueno, ¿y cuáles son tus artistas favoritos? —preguntó Marissa,
dándose cuenta demasiado tarde de lo estúpida que parecía la pregunta.
—Ay, amiga, hay tantos —dijo él—. Me gustan muchos estilos
diferentes. Los que más me gustan son los impresionistas, como Van Gogh,
Monet, Cézanne, Degas, sí, las pinturas de Degas son realmente fantásticas...,
pero también me gustan otras cosas, como Edward Hopper.
—Ay, Dios mío, adoro a Hopper. Su obra es tan sencilla a la vez que
profunda. Me encanta la pintura urbana norteamericana del siglo veinte.
—Y también me gustan Picasso, Warhol, Jackson Pollock...
—No me lo puedo creer. Acabas de nombrar a mis artistas favoritos.
—Ah, y también me gusta Frida Kahlo.
—¿De veras?, si estoy enganchadísima a Frida Kahlo. Hice un trabajo
sobre ella de veinticinco páginas él último año. Me parece una señora
alucinante. ¿Conoces el cuadro Henry Ford Hospital?
—Sí, ése es fantástico, pero creo que mi favorito es el Autorretrato con
mono.
—Lo conozco, me encanta. Su representación de los animales es tan
potente y vibrante. A mi modo de ver, es realmente el ejemplo por
antonomasia de la angustia en la obra de Kahlo.
¿La angustia en su obra? Puaj, ojalá pudiera cerrarse la bocaza. Confió
en no haber parecido demasiado pretenciosa ni excesivamente marisabidilla.
Xan le dio un sorbo a su cerveza, pero no dejó de mirarla directamente a
los ojos.
—Bueno, ¿y tú qué clase de cosas pintas? —preguntó.
—Es difícil de describir —confesó él—. Me gustan una multitud de...
¿cómo te diría?, de tendencias diferentes. Hago cosas tipo paisaje urbano,
pero también pinto montañas, gente..., un poco de todo, ¿sabes?
—Caray —dijo, impresionada—. Bueno, y si no te importa que te
pregunte, ¿haces alguna otra cosa para ganarte la vida o...?
—No, sólo soy artista. Creo que tienes que encontrar lo que deseas hacer
en la vida y mantenerte fiel a ello, pase lo que pase. No puedes permitir que
el dinero se cruce en el camino de la felicidad. Tienes que hacerlo y punto,
ser apasionado, seguir tu sueño, ¿sabes?
—Me parece asombroso. Digo lo mismo todo... —Entonces vio a
Darren, que estaba con Zach, en la orilla de la multitud que contemplaba a la
banda.
—¿Pasa algo? —preguntó Xan.
—Oh, nada —respondió—. Es que conozco a ése de ahí. Es un tío con el
que salía, y he estado intentando mandarlo a paseo, pero no se da por aludido.
Es tan irritante que esté aquí.
Darren se acercó a Marissa y le dijo:
—¿Podemos hablar un segundo?
—Ahora estoy ocupada —replicó ella.
—Perdona —le dijo Darren a Xan—, pero tengo que hablar con mi
novia.
—Yo no soy tu novia —le espetó Marissa—. ¿Es que no puedes dejarme
en paz de una puñetera vez?
—Sólo quiero...
—Eh —le dijo Xan a Darren—. Te ha pedido que la dejes en paz.
—¿Estoy hablando contigo? —preguntó el interpelado.
Xan dejó su cerveza en la barra, y entonces, sin alterarse, agarró a
Darren de la cazadora y lo arrastró hacia la puerta principal. Marissa no podía
saber lo que le estaba diciendo, porque le daba la espalda y la música seguía
estando muy alta. Pero sí que podía ver la cara de Darren. En un principio
pareció cabreado, como si estuviera preparado para enfrentarse a Xan, pero a
medida que éste le fue hablando, su expresión se fue transformando. Primero
pareció confundido, luego preocupado, más tarde aterrorizado.
Xan regresó finalmente junto a Marissa, sonriendo.
—No creo que vuelva a molestarte nunca más —le dijo.
Marissa vio que Darren se acercaba a Zach. Tuvieron una breve charla;
y entonces el chico salió a toda prisa del bar sin mirar hacia ella.
—Eso ha sido alucinante —comentó—. ¿Qué le dijiste?
—Sólo le di una pequeña lección sobre la manera correcta e incorrecta
de tratar a una mujer —le explicó Xan—. ¿Te apetece salir de aquí?
Ayayay, no querrá acostarse conmigo, ¿verdad? Por favor, que no sea de
esa clase de tío, pensó Marissa.
Pero él añadió rápidamente:
—Me refiero a salir de este bar. Podemos ir a algún lugar más tranquilo,
donde podamos hablar.
—Sí —dijo ella—, me parece fantástico.
Tone Def estaba todavía en la primera parte del concierto. Marissa se
acercó a Hillary, le dijo que se iba un rato y le pidió que le enviara un
mensaje de texto si acababan yéndose a otro sitio.
—¿Adónde vas? —le preguntó su amiga.
—He conocido a un tío.
—¿En serio? ¿Quién?
Marissa volvió la cabeza hacia donde estaba Xan, y Hillary también
miró.
—Oh, Dios mío, está buenísimo —soltó.
Marissa sonrió con orgullo.
Salió con Xan del bar y caminaron por Bleecker hasta el Café Figaro. Se
sentaron a una mesa al aire libre, bebieron unos capuchinos y mantuvieron
una conversación fantástica sobre arte y Nueva York, y entonces él mencionó
que no había ido a la universidad, pero que había viajado por Europa, y
vivido en Praga. ¿De verdad que había vivido en Praga? Si aquello no era una
señal de los dioses, ¿qué lo era? Marissa le habló de sus planes para irse a
vivir a esa ciudad, aunque en su fuero interno estaba pensando: ¿De verdad
quiero ir? Praga le había parecido una idea magnífica antes de conocer a Xan,
pero si aquello resultaba tan bueno como creía que sería, si ella y ese chico
empezaban a salir, puede que sus planes cambiaran.
Vale, vale, se estaba adelantando demasiado a los acontecimientos, pero
era divertido fantasear.
Y entonces descubrieron una coincidencia aún mayor. Xan le contó que
había estado viajando por Inglaterra, y ella le dijo que había hecho su primer
año de carrera en Londres, en la Universidad de las Artes. Luego cayeron en
la cuenta de que habían estado en Londres al mismo tiempo.
—¿Dónde vivías? —preguntó Marissa.
—Con un amigo en Hampstead —dijo Xan.
—Por Dios, ahí estuve viviendo yo en el verano, después de que
terminara el semestre. ¿En qué sitio de Hampstead?
—Mmm, deja que recuerde —dijo Xan—. Creo que era Kemplay Road.
—Yo estaba en Carlingford Road —dijo ella—. No me lo puedo creer,
estaba viviendo a la vuelta de la esquina de donde vivías tú.
Pidieron dos capuchinos más, y Marissa se lo pasó tan bien hablando
con él que perdió la noción del tiempo. Estuvieron hablando sobre todo de
ella; Xan le estuvo haciendo un montón de preguntas sobre el colegio, su
infancia y los planes que tenía para el futuro. Era tan reconfortante estar con
un tío que estuviera realmente interesado en ella, con un chico con el que
tuviera tantísimo en común. Y que fuera guapísimo tampoco hacía daño.
Marissa tenía la sensación de que le había tocado el premio gordo de la
lotería.
Se estaba haciendo tarde, así que miró su reloj y bostezó para darle
mayor énfasis.
—Debería llegar pronto a casa.
Esperaba que Xan le pidiera el número de teléfono, pero en vez de eso
dijo:
—Te acompañaré.
—Eso es una locura —repuso ella—. Dijiste que vivías en Brooklyn,
¿no?
—Sí, ¿y qué?
—Pues que estás en la otra punta de la ciudad.
—Es imposible que te deje ir sola en metro a casa a estas horas.
Marissa le dijo que siempre iba en metro a casa, o que podía coger el
cercanías, que era más seguro, pero él insistió en acompañarla. Y ella no es
que se opusiera exactamente. Le parecía que Xan era muy romántico y
considerado, y no fue capaz de recordar que ningún tío se hubiera desviado
alguna vez de su camino para hacer algo así por ella. Darren la habría dejado
tirada hacía horas en alguna oscura esquina de Manhattan.
Cuando llegaron a la parada de Forest Hills, Marissa pensó que eso sería
todo, que se darían las buenas noches y Xan regresaría a Brooklyn. Pero, qué
va, insistió en acompañarla caminando hasta su casa. Toda la noche en sí le
había estado recordando algo, aunque no sabía el qué, y entonces cayó en la
cuenta: aquella vieja película en blanco y negro que había visto hacía unas
semanas en la televisión, Marty. Aquello era exactamente igual que Marty: la
chica conocía a un tío en un club, que luego la acompañaba a casa bien
entrada la noche. Salvo que en Marty no se daban las buenas noches con un
beso, y ella esperaba que Xan la besara.
Al llegar a su manzana de pronto se puso nerviosa, temiendo que todo
acabara jodiéndose. El coche patrulla estaba allí de nuevo, aparcado al otro
lado de la calle. No sabía si Xan se habría enterado de lo del tiroteo en las
noticias o no, y tenía miedo que viera el coche de la policía frente a su casa y
empezara a hacerle preguntas. Tenía miedo de que si sabía que era la hija de
Adam Bloom, el vigilante loco, no quisiera saber nada de ella.
Se sintió aliviada cuando Xan ni siquiera pareció reparar en el coche
patrulla. Quizá también estuviera nervioso, distraído.
—Bueno, aquí es —dijo, y se detuvieron delante de la casa.
—¡Vaya! —dijo Xan, admirándola—. Es grande. Seguro que has tenido
una infancia estupenda en esta casa, ¿eh?
—No estuvo mal.
Entonces él le cogió las manos y se quedaron mirándose a los ojos.
Marissa ya le había dado su número en el metro, y habían hablado de salir
alguna vez.
—Te llamaré mañana —le dijo Xan.
—Fantástico —respondió. Y de pronto la estaba besando.
Al cabo de unos instantes ella se apartó.
—Debo irme, en serio —dijo.
—Vale, ha sido fantástico conocerte, Rissa.
Ella le dijo que para ella también había sido fantástico conocerle a él, se
dieron las buenas noches y se dijeron adiós con la mano mientras él se
alejaba.
Cuando entró en casa, la alarma empezó a pitar. Tecleó el nuevo código,
que se había aprendido de memoria, volvió a activar la alarma y subió las
escaleras.
Era alucinante las vueltas que daba la vida a veces; justo cuando
pensaba que era imposible que las cosas pudieran ser peores, ocurría algo
asombroso e inesperado. Si aquello no era prueba de que tenía que haber un
Dios, o alguna fuerza superior, ¿qué lo era?
Subió corriendo y fijó una entrada en el blog sobre ese mismísimo tema.
6. Literalmente, La cocina del Infierno. Un barrio de Manhattan que
debe su nombre a los niveles de delincuencia que presentaba hace algunos
años. (N. del T.)
13

Johnny Long había tenido la oportunidad de dispararle en plena cabeza al


doctor Bloom. Fue poco después de las dos de la tarde del viernes, el mismo
día en que había asesinado a Gabriela, mientras estaba esperando en un
Honda robado en la esquina de la manzana del psicólogo. Llevaba una hora u
hora y media en Forest Hills. Había algunas personas delante de la casa, con
pinta de periodistas, pero no vio a ningún madero. No sabía dónde estaba
Bloom, si en la casa o en otro lugar, y ni siquiera sabía si tendría oportunidad
de dispararle ese día. Menuda putada que no pudiera acabar con todo ese
asunto, porque estaba cansado y lo único que deseaba era ir a casa y echarse a
dormir.
Entonces salió el gilipollas del doctor, no, más bien apareció
pavoneándose, como si pensara que era la hostia, el tío, pero eso no cabreó
tanto a Johnny como verlo con la indumentaria que llevaba: chándal y
zapatillas de deporte, como si fuera... ¿al gimnasio? ¿Unas doce horas antes
el tipo había disparado a Carlos en el interior de su casa... —no, dispararle
no, le había descerrajado un cargador entero a bocajarro—, y al día siguiente
se iba a hacer ejercicio?
Johnny no solía disfrutar matando gente. Sólo había matado a tres
personas en su vida... (bueno, a cuatro contando a Gabriela), y sólo lo hizo
cuando había tenido la necesidad perentoria de hacerlo, cuando había tenido
que salvar el culo. Pero matar a Adam Bloom iba a ser diferente. Le iba a
volar la cabeza de un disparo y a verle caer sobre la acera mientras su sangre
y sus sesos se desparramaban por todos los lados.
Le vio hablar con los periodistas, erigiéndose en el centro de atención,
mostrándose orgulloso de sí mismo, utilizando las manos para hacerse
entender mejor. A Johnny no se le escapó que el tipo estaba disfrutando de lo
lindo, que experimentaba un gran placer con todo aquello. Bien, pronto iba a
tener también una bala alojada en la cabeza.
Bloom dejó de darle por fin a la sin hueso y empezó a caminar solo
hacia la esquina. Johnny esperó varios segundos, arrancó el coche y condujo
lentamente por la manzana. Bloom dobló en la esquina, él hizo lo propio y le
vio como unos veinte metros por delante. Había comprado un revólver Smith
& Wesson Special del calibre 38, limpio de antecedentes, a su proveedor,
Reynaldo, y lo tenía en la mano derecha con la ventana del copiloto ya
abierta. No vio a nadie en los alrededores. Cuando Bloom llegara a aquella
zona un poco más adelante donde no había ningún coche aparcado en la calle,
aceleraría un poco, reduciría de nuevo la marcha y le dispararía a la cabeza.
Quizá, y sólo para divertirse, justo antes de dispararle, gritaría: «¿Qué tal,
Doc?»
Bloom estaba en el sitio perfecto, así que Johnny pisó el acelerador un
poco más y casi se puso a su altura. Tenía el arma levantada, apuntada
directamente a la oreja izquierda del psicólogo, pero entonces pensó: ¿Por
qué matarle ahora? Sí, estaría muerto, y Carlos podría descansar en paz, pero
¿sería realmente una venganza? Matar no era la venganza. Hacer que un tipo
sintiera dolor y luego matarle sí era una venganza.
Siguió pisándole los talones, manteniéndose como a media manzana por
detrás de él, tratando de decidir qué hacer: ¿matarle en ese momento, quitarse
aquello de encima, o joderle primero la vida y hasta quizá sacar unos cuantos
pavos al mismo tiempo? Calculó que si el tipo tenía aquella gran casa y todas
aquellas joyas y aquel anillo de diamantes, probablemente también tendría
mucho dinero allí dentro. Seguía siendo agradable la idea de poder relajarse
ese verano e ir a la playa bajando por la costa durante un mes o dos.
Entonces se le ocurrió una manera de vengarse, de vengarse de verdad
del doctor Bloom, y de conseguir al mismo tiempo el mayor botín de su vida.
Era tan evidente que le pareció increíble que no se le hubiera ocurrido antes.
Se marchó de Forest Hills bajando Queens Boulevard, y mientras, el
plan no hizo más que mejorar.
Oh, sí, aquello iba a ser la hostia.

Después de abandonar el Honda en una calle secundaria de Kew Gardens, fue


en metro hasta Brooklyn —levantándole la cartera a un tipo trajeado en el
camino, lo que le reportó la friolera de ciento ochenta y seis pavos—, se
metió en un Burger King con terminales con conexión a Internet y empezó a
averiguar todo lo que pudo sobre Marissa Bloom.
Las crónicas de los informativos de la tele habían mencionado que había
sido la hija de veintidós años de Adam Bloom la que había despertado a sus
padres la noche pasada para avisarles de que estaban robando en la casa.
Johnny estuvo buscando fotos de la chica para ver de lo que tenía que
ocuparse, y encontró una foto de una tal Marissa Bloom enseguida, aunque
tenía que tratarse de una Marissa Bloom diferente, porque parecía tener como
cuarenta años y trabajaba en una empresa de San Francisco. Otra Marissa
Bloom era demasiado joven, jugaba de portera en un equipo de fútbol de las
categorías inferiores de Parsippany, Nueva Jersey..., pero, ¡la hostia!, ahí
estaba: Marissa Bloom con algunos amigos en una fiesta de cierta
universidad con pretensiones llamada Vassar. No sería la mujer más guapa
con la que Johnny hubiera follado, pero comparada con la mayoría con las
que había estado jodiendo últimamente, era un bombonazo: bastante bonita
de cara, con los brazos delgados. La foto no mostraba las piernas, aunque, por
lo general, si los brazos de una chica estaban bien, eso significaba que las
piernas también. Si esa Marissa Bloom era la Marissa Bloom correcta,
entonces iba por el buen camino.
Encontró algunas fotos más de la chica tomadas en Vassar. En un par
tenía el pelo largo; luego se lo había cortado. En otra, donde tenía pinta de
punk, lo llevaba más de punta. Johnny empezaba ya a hacerse una idea de
cómo era aquella chica, imaginando la clase de tío que tendría que ser para
camelarla.
Pero ¿cómo podía saber si era la chica correcta? Hizo una búsqueda con
«Marissa Bloom Forest Hills», verificó algunos pocos resultados y no
encontró nada, pero... un momento, ¿qué era eso?, ¿un blog llamado Chica
Artista? Había una foto de Marissa Bloom, de Vassar, en la esquina superior
izquierda, y entonces fue desplazando el cursor hacia abajo y allí estaba, el
título de una entrada del blog de hacía sólo unas semanas: «LAS DIEZ
COSAS QUE DETESTO DE FOREST HILLS».
A Johnny le pareció que le había tocado el premio gordo de la lotería,
como si estuviera produciéndose una condenada conjunción astral. Casi iba a
ser demasiado fácil; todo lo que necesitaba saber sobre ella estaba allí mismo,
en su blog. Y no tenía uno de esos blogs que hablan interminablemente sobre
la mierda que aparecía en las noticias. Ése trataba sobre ella, como si fuera un
jodido diario. Colgaba algo casi cada día, y los archivos parecían remontarse
a años atrás, a cuando estaba en el instituto. Todo lo que Johnny tenía que
hacer era leer el blog entero unas cuantas veces y sería el mayor experto
sobre Marissa Bloom de todo el condenado mundo.
Permaneció en el Burger King durante tres o cuatro horas, leyendo el
blog de Marissa Bloom y averiguándolo todo sobre ella, hasta que empezó a
tener la sensación de conocerla de toda la vida. Lo averiguó todo sobre sus
antiguos novios, todos los cotilleos con sus amigas, las asignaturas que había
estudiado en la universidad, su primer año de carrera en Londres y sus
artistas y obras favoritas. Por lo general, cuando se estaba ligando a una
mujer, tenía que conseguir la información sobre la marcha e intentar resolver
cómo utilizarla en su beneficio a bote pronto. Pero en este caso tenía toda la
información que necesitaba sobre ella por adelantado, así que podría preparar
a conciencia hasta el último detalle y asegurarse de que fuera imposible que
metiera la gamba en lo más mínimo. Casi iba a ser demasiado fácil.
Encontró más fotos de ella en el blog y en la página de MySpace de
Marissa, cuyo acceso no había restringido. En dos de las fotos estaba en
bikini, y no tenía mala pinta en absoluto. Las piernas eran tan delgadas como
él había esperado, y tenía unas tetas sorprendentemente bonitas. Johnny tuvo
que refrenarse —estaba empezando a empalmarse, algo que uno no quiere
que le ocurra en un Burger King abarrotado—, aunque, sí, ya se podía
imaginar seduciendo a esa chica, haciéndole el amor y proporcionándole unos
orgasmos alucinantes.
Leyó más entradas del blog, tratando de decidir qué personalidad
debería adoptar: un músico o un pintor. Sabía que podía bordar ambos
papeles, así que sólo era cuestión de decidir con cuál tendría más
posibilidades de enamorarla. Había utilizado muchas veces la frase: «Toco en
un grupo» para ligarse a una mujer —tenía cierto aire a estrella del rock, lo
cual ayudaba, y cualquier chica se pirraba por un tío bueno con una guitarra
—, pero entonces leyó que Marissa era una entusiasta de cierto grupo
llamado Tone Def y que «se había tirado» al bajista de la banda. Aquello
echaba por tierra la idea del músico. Resolvió que ella querría alguien
diferente, alguien que supusiera una novedad. Jamás había tenido un novio
pintor, así que definitivamente ése parecía el camino a seguir.
Entró en Wikipedia y se puso a leer sobre los pintores y obras que
Marissa había citado en su blog. Johnny no sabía un carajo sobre arte, pero al
cabo de un rato había aprendido suficientes lugares comunes y datos básicos
para captar en lo esencial de qué iba todo aquello. Nadie sabía dar el pego
mejor que Johnny Long. Todo lo que necesitaba era aprender el diez por
ciento de algo y era capaz de completar el otro noventa y parecer un experto
en lo que fuera.
Asimiló toda la información que pudo, se fue a casa y se echó a dormir.
Por la mañana, se puso manos a la obra de inmediato, consciente de que lo de
la tal Marissa Bloom sería mucho más complicado que el ligue habitual. Si
quería hacer aquello correctamente y hacerlo de la manera que deseaba,
necesitaría una identidad completamente nueva. Para las suplantaciones de
una noche podía inventarse la historia que quisiera sobre sí mismo, porque la
chica jamás tendría la oportunidad de comprobar nada al respecto. Pero con
Marissa iba a tener que ganarse su confianza, conseguir que se prendara de él
y le conociera a fondo, o al menos que creyera que lo conocía. Hasta era
posible que tuviera que salir en serio con ella, llevarla incluso a su casa, así
que todo tendría que ser coherente.
Fue a Brighton Beach y se reunió con aquel tipo, Slav, que vendía
documentaciones de rusos muertos. Por trescientos pavos se agenció un carné
de la Seguridad Social, un carné de conducir y una identidad completamente
nueva: Alexander Evonov. Aunque italo-irlandés, Johnny era de tez oscura, y
supuso que podría inventarse fácilmente la historia del ruso y decir que su
abuelo era de Moscú o de algún sitio parecido.
Lo siguiente, si iba a decir que era pintor, era que iba a necesitar tener
material de pintor en su casa. Parecía lógico, ¿no? Se detuvo en una tienda de
arte y compró pintura, un caballete y un puñado de trapos para cubrir el
suelo. Decidió que también necesitaría que hubiera algunas obras de arte por
la casa, así que se dirigió al Ejército de Salvación y a un par de tiendas de
segunda mano y se llevó todos los cuadros que encontró. Algunos eran de
montañas, otros de personas y escenas urbanas, algunos más eran sólo formas
y colores y parecían de aquel tipo al que Marissa había mencionado en su
blog, algo que sonaba a polaco, no se qué «sky», Kalinsky, Kazinsky, no,
Kandinsky. Sí, eso era. Como era de esperar, los cuadros que compró no
parecían pintados por la misma persona, pero ya tenía una patraña preparada
para explicar la circunstancia. Diría que le gustaban muchas y diferentes —
¿cuál era aquella palabra que había visto en Wikipedia?— «tendencias». Sí,
diría que le gustaban muchas tendencias diferentes.
Luego en un Blockbuster compró Frida y Pollock. Después de ver las
películas, decidió que quizás estaría preparado en lo tocante a la pintura, pero
había algo en el nombre, Alexander Evonov, que le estaba molestando. No
parecía lo bastante guay. No sería Johnny Long, por supuesto, aunque no
podía esperar que se le ocurriera un nombre falso tan chulo como su
verdadero nombre. Tenía que cargar con el Evonov, aunque supuso que
podría hacer algo con el Alexander e inventar un apodo más enrollado.
¿Alex? No, había millones de Alex en el mundo. ¿Al? No, sonaba a viejo. Se
le ocurrió Xander, y entonces pensó: ¿Y por qué no simplemente Xan? Sí, a
Marissa Bloom, una chica que vivía en una pretenciosa casa de Forest Hills,
pero que se esforzaba tanto en parecer cool con aquellas joyas que se ponía y
las mechas rosas de su pelo, le iba a encantar conocer a un tipo llamado Xan.
Cuando regresaba a casa, pasó junto a un quiosco, así que le echó un
vistazo a los periódicos y vio los titulares: «GATILLO FÁCIL» y «LOCO
POR LAS ARMAS». Mientras leía los artículos en el quiosco no pudo evitar
partirse de risa. En un momento dado, hasta tuvo que recobrar el aliento, tales
eran las risotadas. Adam Bloom era el hazmerreír de la ciudad; incluso lo
comparaban con Bernie Goetz, ¡joder! ¿No era magnífico? Se alegró tanto de
no haber disparado a Bloom el día anterior. De haberlo hecho, hubiera sido
como hacerle un favor, al ahorrarle aquel sufrimiento. Aunque poco sabía él
que su sufrimiento estaba sólo en sus comienzos.
Colega, cómo se lo estaba pasando al imaginar al chulo y pastoso
loquero leyendo los periódicos de ese día, sintiéndose como el mayor idiota
del mundo, probablemente deseando no haber nacido. Bueno, muy pronto
sería como si no hubiera nacido nunca, pero primero Johnny quería que el
gilipollas sudara la gota gorda, y sabía muy bien lo que tenía que hacer a
continuación.
Fue en metro hasta Forest Hills. Llegó hasta la misma puerta de los
Bloom y metió por debajo una nota que había escrito. Eso le encantó, estar
tan cerca de la casa, como restregándoselo en la cara a aquel tipo, una forma
de demostrarle lo que pensaba: Me importa una mierda, puedo acercarme a ti
lo que me dé la gana. Puedo incluso tirarme a tu hija, hijo de puta, y no
puedes hacer nada para detenerme.
No había nada que le gustara más que volver paranoica a la gente, y
aquélla iba ser la mayor tortura mental de la historia.
De vuelta en su piso, vio Frida y Pollock, dándole al avance rápido en
las partes aburridas —vale, sí, pasó de ver la mayor parte de las dos películas
—, pero adquirió alguna información más de utilidad. El resto de la noche
estuvo acondicionando su piso para hacer que pareciera que allí vivía un
pintor. En los cuadros que había comprado añadió una firma —XAN— con
gruesas letras negras, encima de las firmas que pudiera haber allí. Luego
colgó algunas pinturas en las paredes, extendió una tela protectora por el
suelo y dispuso el caballete con una tela encima. Puso pintura en la paleta y
entonces, tratando de hacer lo que hacía aquel tal Pollock, esparció algo de
pintura por todo el lienzo, como si improvisara, dejando que formara pegotes
y goterones. Utilizó sobre todo el azul y el amarillo, y luego añadió un poco
de verde y... ¿por qué no algo de rojo y negro en las esquinas? Retrocedió y
miró la tela. Eh, aquello no tenía tan mala pinta, por lo menos era tan bueno
como la mierda del tal Pollock.
Aunque persistía la sensación de que tenía que seguir dándole vueltas a
algunos otros detalles, consideró que no tendría ningún problema en
convencer a Marissa de que era Xan Evonov, el prometedor artista.
Por la mañana caminó varias manzanas hasta un cibercafé. Quería leer
más sobre Marissa para ver si mencionaba por dónde iba a estar los próximos
días, aunque tuvo un acceso de pánico cuando vio una nueva entrada en su
blog: «ME VOY A VIVIR A PRAGA». Al principio pensó que la chica se
iba a ir ya, lo que desmontaría todos sus grandes planes, pero se tranquilizó
cuando se percató de que era algo que Marissa estaba considerando hacer.
Entonces, hacia el final de la página, vio el siguiente título: «DÓNDE
ESTARÉ ESTA NOCHE», debajo del cual había escrito: «Estaré
contemplando al mejor grupo del mundo, Tone Def. ¡Tocarán a las diez en
Kenny’s Castaways! ¡Debería ir todo el mundo!»
¿Era posible que le pudiera poner las cosas más fáciles? No sólo sabía
dónde iba a estar ella, sino que también sabía la hora exacta, nada menos.
Estuvo leyendo el blog de Marissa una o dos horas más, dándole vueltas
en la cabeza a las cosas que le diría, a los planes para lo que ocurriría a
continuación. Estaba tan preparado, y la información que tenía superaba en
tantísimo la que solía tener para sus ligues habituales, que estaba temiendo
que se le fuera a ir la mano. Tenía que tener buen cuidado en dejar que las
cosas salieran con naturalidad y no decirle nada a la chica, sobre ella o acerca
de lo que fuera, que se supusiera que él no tenía que saber.
A eso de las diez apareció en el club, pagó la entrada de cinco dólares y
entró. Miró por los alrededores de la barra y no vio a Marissa, así que se
adelantó hacia donde estaba el grupo tocando. Tío, menuda mierda de
música. ¿Hablaba en serio la chica cuando escribió aquella estupidez del
«mejor grupo del mundo»? Johnny sabía que si no se hubiera tirado al bajista,
era imposible que a ella le hubiera gustado aquella basura, y cuando vio al
bajista encima del escenario, estrangulando al bajo, intentando parecerse a
Kurt Cobain, colocado y con el pelo sobre los ojos, no pudo por menos que
sonreír. Si ése era el tío por el que ella se pirraba, un quiero y no puedo
cualquiera, era imposible que pudiera resistirse a Johnny Long, el único, el
auténtico.
Miró hacia el escenario, pensando que ella estaría allí cerca con los
demás fans del grupo. No la veía, pero... un momento, allí estaba, de pie junto
a otras chicas. Tenía mucha mejor pinta en persona que en foto. Tenía un
cuerpecito encantador, y lo que se le antojó un culito bastante apetitoso.
Aunque no la miró durante mucho tiempo, sabedor de lo importante que era
que fuera Marissa la primera que reparase en él. Se colocó en un buen sitio,
en un lateral, a unos tres metros de ella, y se puso a mirar el escenario. Al
cabo de no mucho tiempo, y aunque seguía mirando fijamente al frente y no
podía verla en absoluto, sintió que le clavaba los ojos. Sabía que lo estaba
examinando, calibrando lo bueno y macizo que estaba, pero Johnny tenía que
jugar aquella baza correctamente. La sincronización lo era todo a la hora de
ligar; tenía que darle la oportunidad de que se fijara en él en toda regla, de
que en su cabeza se fuera forjando una fantasía sobre su persona. No sólo
tenía que gustarle, tenía que desearlo.
En el momento perfecto, cuando percibió que Marissa estaba a punto de
apartar la mirada, se volvió y le dedicó «la sonrisa Johnny Long». Sabía que
la manera de reaccionar de una mujer a su sonrisa le servía igual de bien que
preguntarle si quería acostarse con él y le respondiera sí o no. Si ella apartaba
rápidamente la mirada la respuesta era no; la puerta estaba cerrada. Si no la
apartaba, pero reaccionaba como si la hubieran sorprendido haciendo algo
malo, la puerta no estaría completamente cerrada, aunque exigiría algún
esfuerzo conseguir abrirla. Pero, ah, si la mujer le devolvía la sonrisa y no
apartaba la mirada, entonces la puerta estaba abierta, y en el caso de Marissa
Bloom no hubo ninguna duda al respecto. La puerta estaba abierta de par en
par.
Se acercó a ella, mirándola con insistencia a los ojos, y le preguntó si le
apetecía tomar una copa en la barra, a lo que naturalmente respondió que sí.
Dejó que echara a andar delante de él, deleitándose con el aspecto que tenía
aquel culito embutido en los vaqueros ceñidos. También le gustó la breve
camiseta que llevaba y que le dejaba a la vista el tatuaje de un ángel en la
parte baja de la espalda. Los tatuajes en la zona lumbar eran siempre una
buena señal: nunca había conocido a una chica con uno de esos tatuajes a la
que no le gustara follar.
Ya en la barra, Johnny puso su mejor recurso a trabajar: su irresistible
encanto. Como había esperado, a ella le encantó que se hubiera acortado el
nombre dejándolo en Xan, y decirle que a partir de ese momento la llamaría
Rissa, aunque sin estar planeado, había sido un recurso ingenioso. El que
tuviera un apelativo cariñoso para ella le informaba de que deseaba volver a
verla, que «esperaba» verla de nuevo, aunque no tenía que ir y decírselo, lo
que le habría hecho parecer demasiado impulsivo de manera prematura.
Estaba seguro de que era el único casanova del mundo que conocía ese truco.
Cuando la conversación derivó hacia el arte, la verdad es que lo bordó.
Era evidente que ella estaba entusiasmada por conocer a un pintor, más
impresionada aún que si le hubiera dicho que se apellidaba Trump. Johnny
dejó caer todos los nombres de los pintores favoritos de Marissa, pero como
quien no quiere la cosa, algo así como: «Caray, nos gustan los mismo
pintores, menuda coincidencia, ¿no?» Tío, se lo tragó todo. A medida que
Johnny iba citando a Pollock o a Van Gogh o a Kahlo o a quien fuera, se
acercaba un paso más al botín. Sabía tanto sobre ella, disponía de tanta
información para soltar, que casi se le antojó injusto. Pero entonces se
recordó: no era cualquier chica inocente, era la hija de Adam Bloom, la hija
del que había matado a Carlos a sangre fría. Y se merecía todo lo que se le
venía encima.
Todo estaba yendo tan bien que Johnny supo que si quisiera podría
cepillársela esa noche, pero tenía que ceñirse a su plan de caza. Al fin y al
cabo, aquél era un timo largo. Sí, la jodería a base de bien, pero tenía que
lograr que confiara plenamente en él para conseguir todo lo que quería.
Así que dejó que el farol fluyera como el agua, diciéndole todo lo que
ella quería oír, y entonces se acercó su novio. Aquello era demasiado
perfecto. Johnny dedujo que aquél era el tal Darren, sobre el que Marissa
había estado escribiendo en el blog. Se había encontrado en aquella situación
muchas veces y sabía que no había mejor manera de conquistar a una chica
que librándola de un novio cabreado. Y que el ex fuera una pequeña
comadreja escuálida ayudaba. Así que llevó a Darren a un aparte, le apretó la
mano con todas sus fuerzas y le dijo con mucha tranquilidad que si no dejaba
en paz a Marissa le iba a cortar la polla y se la iba a hacer comer. Se lo dijo
con una voz fría como el acero, mirándole fijamente a sus ojos de cobarde, y
vio que se estaba haciendo comprender a la perfección. Al final, le soltó la
mano y le vio salir de allí como alma que lleva el diablo.
Se dio cuenta de que Marissa estaba impresionada, y se apuntó unos
cuantos puntos más cuando ella fue a decirle a su amiga que se marchaba.
Ésta miró hacia donde estaba Johnny, él le sonrió de oreja a oreja y le leyó
los labios: «Está buenísimo». Perfecto, Johnny había recibido la aprobación
de la amiga. ¿Era o no el artista del ligoteo más grande del mundo?
Tenía que ser cuidadoso y no pasarse de gallito o acabaría pegándose un
tiro en el culo a sí mismo. En el café estuvo a punto de ir un poco demasiado
lejos al decir que había vivido en Hampstead al mismo tiempo que ella.
Naturalmente, ésa era una información que había sacado del blog de la chica,
y había sido lo bastante inteligente para hacer algunas averiguaciones más
con antelación, examinando el barrio en un mapa de Londres y escogiendo el
nombre de una calle de Hampstead próxima adonde ella había vivido. Pero
eso era todo lo que sabía sobre la zona, y tuvo que cambiar de tema
rápidamente antes de que ella le empezara a hacer demasiadas preguntas.
En lo sucesivo tenía que ser más cuidadoso y procurar no acorralarse de
esa manera otra vez. La vio consultar su reloj mientras le decía que tenía que
irse a casa. Sabía que se estaba haciendo la chica buena, tratando de hacerle
pensar que no era de las que se iban a casa de un tipo al que apenas conocían.
Ya, de acuerdo. Sabía que si intentaba llevarla a casa, abrumándola con un
poquito más de encanto, podría mojar sin problema. Estuvo en un tris de
presionarla, porque le apetecía tirársela, aunque sabía que eso sería correr un
riesgo. La chica podría sentirse mal por la mañana, perder los papeles y no
querer volver a verle, y él no quería correr semejante albur.
Así que insistió en acompañarla de vuelta a Forest Hills, y notó que la
había impresionado. Había conocido a un tío bueno que también era amable y
considerado; probablemente se sintiera como si hubiera encontrado oro. ¿Y
qué mujer no?
Cuando llegaron a la casa, a Johnny le encantó ver el coche patrulla
aparcado delante. Había esperado que Bloom fuera presa del pánico cuando
encontrara la nota bajo la puerta y tratara de obtener alguna clase de
protección añadida, aunque mal sabía él que aquello le iba a explotar en la
cara. Eso era exactamente lo que Johnny quería, que los polis le vieran llegar
a la casa con Marissa, darle las buenas noches con un beso y alejarse
caminando. Ahora podría acercarse a los Bloom y a la casa todo lo que
quisiera, porque en lo concerniente a los polis estaba limpio.
Le dijo a Marissa todo lo que debía decirle, lo mucho que deseaba verla
de nuevo, y supo que quería que la besara. Dejó que lo deseara un poquito
más, consiguiendo que se muriera de ganas del beso, y entonces se lo dio. Lo
hizo sujetándole las dos manos, tierno con los labios, metiéndole la lengua lo
suficiente. Marissa se apretó contra él de una manera que le hizo saber a
Johnny que estaba dispuesta a entregarse, aunque se atuvo al plan y se
despidió, dejándola con ganas de más.
Cuando se alejaba, vio que el madero le miraba. Johnny bajó la vista,
evitando mirarlo a los ojos. Tío, no conseguía recordar la última vez que
había sentido semejante entusiasmo. Estaba impaciente por ver el blog de
Marissa al día siguiente. Escribiría que había conocido a una tipo fantástico
llamado Xan, y que estaba excitadísima. Sólo pensar en el nombre, Xan, hizo
que se partiera el pecho de risa. Pero nada era tan divertido como imaginarse
al doctor Bloom sentado allí, en su elegante casa. Probablemente habría
mejorado su sistema de alarma, puesto nuevas cerraduras en las puertas y
pensado que estaba a salvo con la bofia sentada allí fuera. Sí, como si ahora
hubiera algo que pudiera protegerlo. Pronto, Johnny iba a estar dentro de su
hija y dentro de su casa, y ése sería sólo el principio del dolor que haría
padecer a aquel hombre.
14

El viernes por la mañana Adam decidió que disparar a Carlos Sánchez diez
veces quizás hubiera sido un error. Los dos primeros disparos habían sido
necesarios —de eso no le cabía ninguna duda—, pero lamentó los otros ocho.
Pero, por desgracia, ya no podía hacer nada al respecto. ¿Cómo era
aquella cita de Shakespeare de que lo que está hecho, hecho está? Era una
verdad como un templo. Y rumiar sobre ello sólo le estaba provocando
angustia y estrés, así que ¿por qué no dejarlo sin más?
Se estaba vistiendo para ir a trabajar cuando Dana se sentó en la cama.
—Quiero ir a Florida —dijo su esposa.
Se acababa de despertar, y su voz sonó más grave de lo normal, más
áspera.
—Venga —replicó Adam—, sabes que no podemos hacer eso ahora.
—Podemos hacer lo que queramos. No estamos atrapados aquí.
Mientras se abotonaba una camisa de rayas rojas, Adam respondió:
—Clements dijo que no quería que nos marcháramos.
—Quiero hablar con un abogado hoy mismo. No somos criminales, por
amor de Dios, no somos sospechosos de nada. No tenemos que permanecer
aquí, arriesgando nuestras vidas, porque él quiera que nos quedemos.
—Me parece que estás siendo un poco melodramática...
—Podemos estar localizables por teléfono. Podemos estar localizables a
través del correo electrónico. Podemos hablar con él mediante
teleconferencia. Por Dios bendito, estamos en el siglo veintiuno.
Adam se sentó en una silla y se puso los mocasines.
—Si hubiera un motivo para ir a Florida, iría.
—Tu vida ha sido amenazada. Si ése no es motivo suficiente, ¿cuál lo
es?
—De acuerdo, tranquilízate, respira hondo. Es muy difícil hablar
contigo cuando te pones así.
Se estaba mirando los zapatos, aunque sabía exactamente cuál sería la
expresión de Dana en ese momento: le estaría mirando fijamente con una
mueca burlona de incredulidad y exasperación.
—Muy bien, haz lo que quieras —dijo ella al cabo—. Pero yo me voy, y
me llevo a Marissa conmigo. Si te quieres quedar aquí, es cosa tuya.
Adam se apartó y se contempló en el espejo. No tenía el mejor aspecto
de su vida. Parecía cansado, agotado, consumido; la tensión de los últimos
días le estaba pasando factura. Podía ver a Dana detrás de él, sentada en el
borde de la cama. Tampoco ella tenía muy buen aspecto.
—Discutámoslo más tarde, cuando te hayas tranquilizado. Tengo que ir
a la consulta.
—Te comunicaré en qué hotel nos vamos a alojar.
—Oh, vamos, ¿es que no puedes hacer el favor de dejar esa actitud?
—Nos está utilizando como cebo. Y me niego a ser un cebo.
—Nadie nos está utilizando de cebo. La nota era una broma.
—Era una amenaza de muerte, Adam.
—No decía nada de matarme. Decía que... Ni siquiera me acuerdo. Ah,
sí, decía que iba a desear no haber nacido. Vamos, eso no significa nada. Es
lo que diría un niño en el patio del colegio.
—No entiendo por qué no te lo tomas en serio.
—¿Que no me lo tomo en serio? Venga ya, hice que Clements viniera
inmediatamente, hice que los polis estuvieran ahí toda la noche. Creo que me
lo estoy tomando muy en serio, pero sigo pensando que fue una broma.
—Ningún chico del barrio haría algo así.
—Eso no lo sabes. Parecía obra de un niño, me refiero al lenguaje.
—Parecía de alguien que estuviera muy furioso y quisiera hacerte daño.
—Pues explícame la lógica de eso. Por favor, trata de explicármelo.
¿Alguien que robó en nuestra casa vendría hasta aquí al día siguiente y
metería una nota por debajo de la puerta? ¿Para qué? ¿Para asustarme? Si
alguien está furioso y quiere venganza, ¿para qué va a dejar una nota? Mira,
si piensas en ello, con lógica, verás que no tiene ningún sentido. Ha tenido
que ser una broma, puede que no de un chico del barrio, sino quizá de algún
chalado que leyera algo sobre mí en el periódico. Estoy seguro de que es algo
que ocurre permanentemente cuando alguien es noticia de primera plana. Ésa
es la razón, no sé si te das cuenta, de que Clements no estuviera muy
preocupado. Probablemente ve ocurrir esta clase de cosas a todas horas. Si
nuestro número estuviera en la guía de teléfonos, seguro que nos pasaríamos
la noche recibiendo amenazas.
Dana mostró una expresión extraña. Estaba en Babia, y aparentemente
era como si apenas fuera consciente de la presencia de Adam en la
habitación.
—¿Qué pasa? —preguntó éste.
Ella siguió aparentemente ausente durante un rato más; luego volvió a
concentrar la atención y dijo:
—Nada.
—Entiendes ya lo que quiero decir, ¿verdad?
—Gabriela no entró a robar en casa. —Parecía extrañamente distante.
—¿Qué dices? ¿De qué estas hablando?
—Ella no haría eso —continuó Dana—. Podría entender que estuviera
desesperada por querer ayudar a su padre, pero no creo que fuera capaz de
entrar a robar en casa. Es algo que ella no haría.
—No estoy de acuerdo —replicó Adam. Miró el reloj: las 8.26.
Maldición, tenía que irse—. Tuvo una relación con Sánchez, le hizo copias de
nuestras llaves y le facilitó el código de la alarma. Parece lógico que entrara.
—Entonces, ¿quién la asesinó? —preguntó Dana.
Él no tuvo respuesta para eso.
—Estoy de acuerdo en que hay algunos puntos oscuros.
—¿Oh, en serio? —replicó ella con sarcasmo—. Así que has llegado a
esa conclusión, ¿eh?
Adam no recordaba si su cita con David Rothman era a las nueve o a las
diez. Si era a las nueve, no lograría llegar en la vida.
Mientras encendía la BlackBerry para comprobarlo, dijo:
—Tienes que darle un poco más de tiempo a la policía. Anoche
Clements parecía seguro de que iban a tener algún golpe de suerte en la
investigación. Te apuesto lo que quieras a que detienen a alguien antes de que
termine el día. Mientras tanto, la policía está ahí fuera.
Dana dijo algo, pero él estaba distraído mirando su BlackBerry. Joder,
era a las nueve.
—Perdona, ¿qué decías?
—Decía que me parece que todo esto tiene que ver con tu ego. Crees
que si sales corriendo estarás admitiendo que hiciste algo malo.
Adam pensó un instante en aquello antes de hablar.
—Cuando estaba en el primer año de instituto y los chavales me
amenazaban todos los días con darme una paliza cuando saliera del colegio,
nunca tuve problemas para salir corriendo. Confía en mí, si creyera que corría
algún peligro en este momento, o que tú o Marissa estuviérais en peligro, no
tendría ningún problema en huir. Pero en este caso me parece simplemente
que no es necesario.
—¿Ah, sí? ¿Y si estuvieras equivocado?
Eran las 8.28.
—Sé que no te gusta que me vaya en medio de una conversación, pero
no tengo elección —dijo Adam. Se despidió de ella dándole el habitual beso
rápido, y concluyó—: Te llamaré dentro de un par de horas, ¿vale? —y se
marchó.

Adam llegó a la consulta cuando pasaban unos minutos de las nueve. David
Rothman estaba en la sala de espera, leyendo el Newsweek.
—Buenos días, David, estoy con usted en un segundo —dijo, y se
dirigió a su despacho. Se cruzó con Lauren en el pasillo; se dieron los buenos
días, y advirtió que su secretaria no parecía tan fría y distante como el día
anterior. No había comprado ningún periódico de camino al trabajo, pero le
había echado un vistazo a los de las demás personas que viajaban en el metro
y sabía que al menos no volvía a ser noticia de primera plana. Esperaba que
no se le mencionara en absoluto en los periódicos de ese día y que toda la
historia estuviera empezando a desvanecerse.
Se puso cómodo, rellenó la jarra del agua y pasó a revisar sus notas de la
sesión anterior con David. Últimamente las cosas habían estado yendo
bastante bien en la terapia. David llevaba acudiendo a su consulta desde hacía
ya diez semanas por diversas cuestiones, incluidas algunas relacionadas con
la madurez, puesto que había cumplido los cincuenta recientemente. Su
esposa tenía problemas con el alcohol, y él algunos relacionados con la
codependencia asociada, además de cierta dificultad para expresar su ira,
contra su mujer y en general. Cuando empezó a ver a Adam, mostraba una
conducta sexual transgresora patentizada en una sucesión de aventuras de una
noche con mujeres que se había ligado en los bares, y a Adam le pareció que
manifestaba varios síntomas reveladores de adicción al sexo. Habían estado
trabajando algunas técnicas para expresar su ira, y, con su orientación, el
hombre había conseguido convencer a su esposa de que acudiera a
Alcohólicos Anónimos. Aunque seguía manifestando su inclinación al ligoteo
ocasional, habían estado trabajando diversas técnicas de modificación del
comportamiento, y desde que estaba bajo los cuidados de Adam no había
engañado a su mujer.
Bloom regresó a la sala de espera.
—David, entre —dijo.
El paciente entró en el despacho, se acomodó en el sofá y empezaron
con su habitual charla insustancial. David trabajaba en publicidad, y su
empresa tenía un palco en el Madison Square Garden, así que hablaron de los
Knicks durante un minuto. Adam tenía la esperanza de que no surgiera el
tema del tiroteo, pero sus esperanzas se hicieron añicos cuando el hombre
dijo:
—Ah, sí, bueno, me enteré de lo ocurrido. ¿Va todo bien con eso?
—Sí, gracias —contestó Adam—. Fue una situación difícil, pero mi
familia lo está superando.
Trataba de parecer profesional, cortante, sin mostrarse evasivo en
absoluto, aunque estaba impaciente por pasar a otro tema.
—Eso está bien —comentó David—. Me imagino que una cosa así se
exagera muchísimo en las noticias.
—Así es —ratificó Adam rotundamente—. Bueno, ¿cómo le va?
David empezó a hablar de un problema actual que tenía con un
compañero de trabajo con el que no se llevaba bien, y Adam advirtió que
parecía especialmente inquieto: no paraba de moverse en el asiento ni de
cruzar y descruzar las piernas. Le estaba costando estar tan atento como solía
estar en una sesión. No dejaba de preguntarse si la inquietud de David tenía
que ver con lo que había oído sobre el tiroteo o si significaba que no se sentía
cómodo teniéndolo como psicoterapeuta. Empezó a darle vueltas a si debía
mostrarse firme y preguntarle qué era lo que le estaba molestando o ignorar
todo el asunto.
Pero entonces se dio cuenta de que andaba totalmente desencaminado,
cuando David dijo:
—Bien, bueno, el otro día... esto... conocí a otra mujer.
Bueno, eso explicaba el nerviosismo; aquél era un retroceso importante
para David.
Para que su paciente se sintiera cómodo y se tranquilizara, le preguntó
en un tono muy normal y neutro:
—¿Dónde la conoció?
—En Internet —respondió. Cruzó las piernas y las volvió a descruzar
acto seguido. La frente le brillaba por el sudor—. Bueno, no en la Red, quiero
decir que fue a través de un servicio en la Red... Ashley Madison.
Adam había oído hablar de Ashley Madison y de otros servicios
similares de citas extramaritales. Varios de sus pacientes conocían
frecuentemente parejas sexuales a través de esos portales.
—Muy bien —dijo con tranquilidad, esperando que el paciente
continuara hablando.
David le explicó que se había inscrito en Ashley Madison, y luego
concertado una cita con una mujer, Linda —casada y con dos hijos—, en un
hotel. Mantuvieron relaciones sexuales. Cuando le describió lo que había
ocurrido, y sobre todo cuando le habló de lo «salvaje y excitante» que había
sido la relación, empezó a hablar más deprisa y más alto; Adam comprendió
que la experiencia había sido sumamente estimulante para Rothman. Su
forma de explicarlo era muy parecida a la manera en que se comportaría un
drogadicto que describiera la experiencia de consumir drogas; de hecho, en
una sesión anterior, David le había hablado de su adicción a la Coca-Cola,
que había abandonado hacía años. Tal cosa apenas le había sorprendido,
puesto que la mayor parte de los adictos al sexo tenían otras adicciones y con
frecuencia eran codependientes. En términos generales, David no podía ser
más prototípico.
Cuando terminó de contar la historia, le empezaron a temblar los labios
y aparecieron las lágrimas corriéndole por las mejillas.
—No sé por qué... —Estaba llorando con más fuerza, y tuvo que
contenerse. Al cabo, dijo—: No sé por qué sigo haciendo esto. No lo sé... No
sé qué me pasa.
David ya había llorado en otras sesiones —era alguien que por norma
buscaba la compasión—, así que le pasó los pañuelos de papel y lo
tranquilizó, diciendo cosas como: «No pasa nada» y «Sé lo difícil que es».
David, como siempre, se culpaba por su conducta y se hacía la víctima.
—Me siento como un pedazo de mierda. Ya no sé qué cojones voy a
hacer con mi vida.
Adam le aconsejó que no se fustigara tanto por la circunstancia y le
recordó que Internet podía ser muy tentador para cualquiera, y que esas cosas
ocurrían; estaba utilizando la misma táctica que emplearía en cualquier sesión
terapéutica similar, tratando de apoyar y tranquilizar al paciente. Aunque en
ningún momento pudo evitar sentirse como un fraude absoluto mientras lo
hacía. ¿Quién demonios era él para aconsejar a nadie, cuando últimamente su
propia vida andaba manga por hombro? E intentar tratar a David por sus
devaneos amorosos era lo más gracioso de todo, teniendo en cuenta que su
paciente estaba sentado en el mismo sofá donde él se había tirado a Sharon
Wasserman.
—No piense que tiene que ser siempre perfecto —le estaba diciendo, y
mientras tanto no podía dejar de imaginarse a Sharon encima de él,
«montándolo», y a él con las manos en sus pechos. Luego añadió—: Que
quiera tener relaciones con otra mujer no quiere decir que haya de tenerlas —
mientras recordaba haber pronunciado el nombre Sharon una y otra vez
cuando se había corrido.
Cuando la sesión terminó, se sintió culpable por cobrarle. Por lo general,
estaba extremadamente atento y utilizaba su intuición para prever adónde se
dirigía una sesión y encontrar las oportunidades adecuadas para cuestionar las
conductas de sus pacientes, pero le pareció que no había ayudado a David
tanto como habría podido. Por ejemplo, en lugar de dejar que siguiera
detestándose, debería haber sido más duro y haberle dicho algo como:
«Parece que está preparado para abandonar su matrimonio». Adam sabía que
David no quería obtener el divorcio, pero eso podría haberle ayudado a
empezar a reconocer los motivos que le impulsaban a ser un mujeriego.
Aunque ese día había estado tan distraído con sus propios pensamientos e
inseguridades que se sentía raro, fuera de onda, como si se le hubieran pasado
todas las oportunidades evidentes.
Esa mañana tuvo dos sesiones más y, como con David, se sintió torpe y
a disgusto. No le cupo ninguna duda de que el tiroteo y las cuestiones
derivadas de éste estaban afectando gravemente al desempeño de su trabajo.
Si eso continuaba y no era capaz de superarlo, tendría que tomarse unas
vacaciones para aclararse las ideas, tal vez hasta irse a Florida, después de
todo.
Durante un hueco en su agenda, se dirigió a una repostería cercana para
tomarse un café y una magdalena. En el camino de vuelta le echó un vistazo
al buzón de voz y vio que tenía tres mensajes y cuatro llamadas perdidas de
Dana. También le había llamado al trabajo y dejado un mensaje en el buzón
de voz. Caray, ¿qué pasaba ahora?
Le devolvió la llamada, y Dana cogió el teléfono antes de que terminara
el primer timbrazo.
—Te he estado llamando.
—Llevo toda la mañana con pacientes, ¿qué sucede?
—Es seropositiva.
Adam pensó que estaba hablando de Marissa. Pese a tener la sensación
de que podría perder el conocimiento, consiguió hablar.
—¿De qué carajo estás hablando?
—El detective Clements acaba de llamar y me ha dicho que han
averiguado que Gabriela tenía el sida. Encontraron su medicación en su piso.
—Caray —soltó Adam, recuperando el resuello—. Pensé que te referías
a...
—¿A qué?
—No importa —respondió, todavía mareado.
—¿Te lo puedes creer? —continuó Dana—. Clements me dijo que ni
siquiera lo sabía su hermana. Podría llevar años infectada.
Adam no entendía por qué le llamaba con tanta urgencia para contarle
aquello.
—¿Y eso es todo? —le reprochó.
—¿Es que no estás asustado? —preguntó ella.
En realidad no lo estaba. El novio de Gabriela había tenido el sida, así
que ¿por qué no iba a estar dentro de lo posible que Gabriela se hubiera
contagiado?
—Ah, y eso no es todo —prosiguió ella—. También han averiguado que
era heroinómana, igual que su novio. ¿Te lo puedes creer? Era una yonqui y
tenía el sida mientras trabajaba para nosotros.
—No empecemos con eso otra vez —repuso Adam—. Sabes que no hay
peligro de que nos haya transmitido el sida.
—Estoy hablando del engaño —dijo Dana—. Esa mujer se tiró años
mintiéndonos. Ni te cuento lo furiosa que estoy.
—Tienes derecho a estar furiosa —le reconoció Adam.
—¿Tú no estás furioso?
—Por supuesto que lo estoy.
—Pues no lo pareces.
—Estoy parado en la esquina de la Cincuenta y ocho y Madison —dijo
Adam—. Me perdonarás, pero hay un límite para el grado de furia que puedo
expresar en este momento.
A Dana no pareció hacerle gracia la observación.
—Bueno, a mí también me ha resultado agradable hablar contigo —dijo,
y colgó.
Varios minutos más tarde, mientras subía en ascensor de vuelta a su
consulta, Adam decidió que aunque colgarle había sido melodramático e
infantil, Dana llevaba razón en algo que había dicho. Que al estar tan absorto
en lo que estaba pasando con la policía y los medios de comunicación, y
encima recibir luego aquella nota amenazante, quizá no había estado
expresando su ira de forma muy efectiva en los últimos tiempos, lo que
probablemente estuviera contribuyendo a todos aquellos síntomas de angustia
e inseguridad que había estado padeciendo.
Su paciente de la una, Helen, no apareció. Helen nunca había faltado a
una cita, y Adam dio por sentado que la ausencia estaba relacionada con el
tiroteo y que había perdido otro paciente para siempre. La de las dos, Patricia,
una empleada de banca con un trastorno de ansiedad, sí que acudió, aunque le
pareció que se había mostrado tan ineficaz y torpe como con sus pacientes
anteriores. Ella tampoco pareció complacida al terminar la sesión, y cuando
le preguntó si quería concertar ya una hora para la siguiente sesión, la mujer
le dijo en un tono algo distante: «Ya le llamaré», aunque normalmente
acordaban la siguiente cita al finalizar la sesión. Sabía que algo tenía que
cambiar, y deprisa, porque a ese paso o sus pacientes dejarían de ir a verle
por propia iniciativa o él acabaría ahuyentándolos a todos.
A las cuatro, se dirigió por el pasillo al despacho de Carol para su sesión
con ella, convencido de que la necesitaba con urgencia. Carol, que le
esperaba sentada en su sillón, se limitó a decirle «Pasa», sin saludarle.
Era una mujer delgada que rondaba los sesenta años, siempre con el pelo
gris recogido en un pulcro moño. Había sido una mentora para Adam y
también una confidente. Él solía consultarle sobre sus pacientes, y su colega
siempre tenía un consejo sólido y racional que darle. En ese momento estaba
impaciente por hablar con ella de todo por lo que había tenido que pasar
últimamente, pero primero le pareció que necesitaba expresar sus
sentimientos acerca de ella y sus demás compañeros de trabajo, así que dijo:
—Antes de que empecemos, quiero que sepas que, aunque parezca
increíble, me siento agredido y juzgado por todos vosotros.
Carol, que sujetaba su libreta, estaba sentada tranquilamente enfrente de
él.
—¿Agredido? —preguntó, como sorprendida—. ¿Por qué te sientes
agredido?
El problema de estar en terapia como psicoterapeuta era que a Adam
siempre le asaltaba la sensación de ir un paso por delante de Carol. Sabía con
exactitud adónde quería llegar ella con sus preguntas, la clase de sentimientos
que trataba que le revelara. Era como ser un entrenador de fútbol americano
que tuviera acceso al libro de jugadas del otro equipo. Sin embargo, le seguía
mereciendo la pena ir a verla —expresar cómo se sentía era importante en sí
mismo, y hablar sencillamente de sus problemas siempre le ayudaba a
comprenderse mejor—, aunque le parecía que jamás podría hacer verdaderos
progresos en la terapia, porque siempre se mostraría ligeramente cauteloso y
jamás se abriría del todo. En ese preciso instante, por ejemplo, sabía que ella
conocía exactamente por qué se sentía agredido, pero le estaba haciendo la
pregunta retórica para conseguir que expresara su ira con más rotundidad.
Sabía lo que Carol estaba haciendo porque era la misma táctica que utilizaba
él con sus pacientes.
Así que le siguió el juego, expresándose sólo por el mero hecho de
expresarse, y dijo:
—Por increíble que parezca, me sentí juzgado por todos, como si fuera
culpable hasta que demuestre mi inocencia. Ayer me sentí incómodo por el
mero hecho de estar aquí.
—¿Y hoy te sientes incómodo?
—Sí, me siento incómodo. Un poquito menos, pero me siento como si
fuera..., no sé..., un marginado.
Sabía que seguramente eso le haría quedar como una plañidera —como
a veces le parecía que pasaba con sus pacientes—, pero ya se sentía mejor por
el mero hecho de haber verbalizado su estado de ánimo.
—Bien, te pido perdón si te hice sentir incómodo —dijo Carol—.
Puedes estar seguro de que no fue ésa mi intención.
Estaba retrocediendo, dándole un respiro para que siguiera descargando
su rabia. También quería restablecer la confianza en la relación terapeuta-
paciente, de manera que Adam se sintiera seguro y relajado.
—Como puedes imaginar, no me ha resultado fácil encontrarme en esta
situación —continuó Adam.
—Estoy segura —admitió Carol—. Probablemente te ha planteado
multitud de problemas.
A Adam le sorprendió que orientara la sesión en esa dirección con tanta
rapidez.
—¿A qué clase de problemas te refieres?
—Problemas de control o de falta de control —aclaró ella—. Problemas
con tu familia..., la actual y la de tus padres. Creciste en la misma casa en la
que vives ahora, ¿no es así?
—Es cierto. —No había pensado mucho en esa conexión con su pasado
que ahora parecía tan evidente—. Eso plantea problemas con mis padres.
Sentirme culpado o juzgado es un sentimiento que me resulta muy familiar.
—Y que una vez más te está haciendo sentir como la víctima —añadió
ella.
En sesiones anteriores Adam le había contado que de niño se metían a
menudo con él, y que tanto en la escuela elemental como en el instituto nunca
tuvo muchos amigos, tras lo cual habían estado hablando de las cicatrices que
le habían dejado esas experiencias. Se acordó de que esa misma mañana, con
Dana, había sacado a colación su cobardía con los matones del colegio. Todo
aquello tenía que tener algún significado.
Le contó a Carol todo lo sucedido la noche del tiroteo, sin olvidar
mencionarle que estaba teniendo el sueño recurrente en el que una paciente se
transformaba en una rata negra gigante, cuando Marissa lo había despertado.
Fue capaz de describirle todos los acontecimientos de una manera muy clara
y práctica; fue agradable hablar de ello en un entorno seguro, donde no se
sentía amenazado. Qué diferencia a cuando había hablado con la prensa y la
policía y le pareció que tenía que escoger las palabras cuidadosamente porque
todas eran examinadas con lupa.
Le contó que la policía creía que su asistenta, Gabriela, había estado
involucrada en el robo, y se aseguró de expresar la rabia que esto le
provocaba de manera adecuada. No sólo le dijo que estaba furioso de una
manera objetiva; se aseguró de «sentir» la ira, de «experimentarla».
—Me parece increíble que pudiera engañarnos a todos durante tanto
tiempo —dijo—. Suelo ser muy perspicaz, y no se me escapa nada. Así que
me siento muy furioso. Estoy muy ofendido.
Eso estaba bien; se estaba expresando correctamente, hablando con
sinceridad de sus sentimientos.
—No lo sabías —le tranquilizó Carol.
—Pero me siento tan dolido por lo que me hizo. Si sólo me hubiera dado
cuenta antes, podría haberla despedido y evitado todo esto. Nos han dicho
que era drogadicta, y no me explico cómo fue capaz de mantenerlo en
secreto. Siempre me doy cuenta cuando alguien me miente. Es mi mejor
aptitud.
—Los drogadictos pueden llegar a ser muy listos —replicó ella. Adam
le había dicho lo mismo a sus pacientes en multitud de ocasiones.
Siguió hablando, describiendo lo que había sucedido después del tiroteo,
que había esperado que se le tratara como a un héroe y del impacto que le
supuso ver cómo le habían retratado en los medios de comunicación.
—Sé lo ridículo que parece ahora —dijo—, pero pensé que me haría
famoso a causa de esto, famoso en el buen sentido. Vaya, que no te creerías
lo tonto que me puse. Hasta pensé que sería el siguiente doctor Phil. Y que
harían una película sobre mi vida.
—Un sentimiento apasionante —comentó Carol—. Y te hizo sentir
seguro de ti mismo.
—Sí —admitió Adam—, y la glosofobia remitió, lo cual fue también un
sentimiento fascinante y muy tentador. También, he de admitirlo, estaba
disfrutando de la atención. Sé que es pueril, que como adulto debería buscar
respeto, y no atención, pero me resultó muy tentador... y adictivo, lo cual en
mí es raro, porque no tengo una personalidad adictiva.
—Es fácil sentirse seducido por las propias emociones cuando la
autoestima está baja, cuando se es infeliz en otros aspectos de la vida.
Experimentaste un punto psicológico álgido, que es una sensación muy
potente. ¿Crees acaso que no recibes el suficiente respeto en tu vida?
Sabía qué estaba tratando de hacer Carol. Le estaba desafiando, tratando
de obtener una reacción defensiva, pero aun así siguió adelante.
—Sí, a veces. Como bien sabes, esta profesión puede llegar a ser
ingrata.
—Bueno, tus colegas te respetan.
—Me parece que no las he tenido todas conmigo.
—No puedes esperar que la gente no se sienta un tanto incómoda —dijo
ella—. Se produjo una situación insólita, y me parece que cada uno maneja
esta clase de cosas a su manera.
Adam entendió lo que quería decir.
—¿Y qué hay del ámbito doméstico? —preguntó Carol—. ¿Tu
matrimonio ha ido bien últimamente? ¿Te sientes respetado y querido?
Adam pensó en sus trifulcas con Dana y en sus problemas con Marissa.
—No, no lo siento así —reconoció—, y sé que probablemente no haya
puesto mucho de mi parte para que eso cambie. Y lo que ocurrió la otra
noche sin duda no ayudó.
—Has dicho que no te parece que hicieras nada malo esa noche.
—Y no me lo parece. Bueno, salvo por vaciarle el cargador. Creo que
eso fue un error.
—No todas las decisiones que tomas pueden ser perfectas, Adam. Sólo
puedes intentar hacer las cosas lo mejor que puedas.
—Lo sé, tienes razón —dijo—, pero... hay algo más. —Bebió un sorbo
de agua mientras ordenaba sus pensamientos—. Hay algo... Todavía no se lo
he dicho a nadie. No se lo dije a la policía. Ni siquiera a Dana.
Como terapeuta experimentada que había oído de todo, Carol no solía
asustarse de nada, aunque Adam percibió su creciente preocupación.
—¿Algo relacionado con el tiroteo? —preguntó ella.
—Sí —reconoció él.
Carol esperó atentamente a que continuara.
—No le mentí a la policía sobre nada —se explicó Adam—. Todo lo
que les dije era cierto, exactamente como lo recordaba. Pero..., bueno, omití
algo.
Volvió a hacer una pausa, preguntándose si estaba haciendo lo correcto
yendo a contarle aquello. No le preocupaba que ella se lo contara a la policía
—no lo haría, no podía violar la confidencialidad de la relación entre el
terapeutta y el paciente—, pero temía que pudiera afectar a su relación
profesional. Bueno, ya era demasiado tarde, y si no podía hablar con su
psicoterapeuta de esa clase de cosas, ¿con quién las iba a hablar?
—Antes de disparar a ese tipo, a Sánchez, él dijo algo —empezó—.
Todo ocurrió tan deprisa, fue tan difícil procesarlo en ese momento, aunque
después me acordé. Dijo..., creo que dijo: «Por favor, no...» Eso es lo que oí,
esas dos palabras. Sigo pensando que hice lo correcto, porque aunque fuera a
decir: «Por favor, no me mate» o «Por favor, no me dispare», o lo que fuera,
dada la situación, me era imposible reaccionar de otro modo. Bueno, sí que le
vi alargar la mano para coger algo. Puede que se tratara de la linterna, pero
parecía un arma, y podría haberme disparado. Podría haber aaesinado a toda
mi familia.
—Bueno, ¿y qué es exactamente lo que te hace sentir culpable?
—No sé si culpable es la palabra adecuada —dijo Adam—. Siento...
arrepentimiento. Tengo la impresión de que cometí un error.
—Has cometido errores antes, ¿no es así?
—Ninguno que acarreara matar a alguien.
—Ocurre todos los días, Adam. ¿Crees que los policías y los bomberos
no lamentan de vez en cuando sus decisiones? Has de hacer lo correcto y ser
sincero con la policía, pero no te puedes culpar, y no puedes permitir que eso
interfiera en los demás aspectos de tu vida. Además, has dicho que pensaste
que él iba armado, ¿cierto?
—Cierto.
—Bueno, sí, le oíste decir esas dos palabras, pero todo ocurrió muy
deprisa, y no tienes ninguna certeza de lo que trataba de decirte ni por qué te
lo estaba diciendo. Me da la sensación de que estás dando muchas cosas por
sentadas.
Adam era consciente de que Carol sólo intentaba apoyarle y que en
realidad no se creía nada de lo que decía. Sin embargo, el proceso le estaba
ayudando.
—Me siento culpable de lo que hice —admitió—. Estoy furioso. Y me
siento... un idiota.
—Todo el mundo tiene motivos de arrepentimiento —insistió Carol—.
No tienes que machacarte por ello. Tenías mucha rabia acumulada, y
entonces se produce un acontecimiento inesperado, algo que escapa a tu
control. Alguien irrumpe en tu casa y tienes que tomar una decisión rápida,
pero fue la mejor decisión que pudiste tomar en el momento, dadas las
circunstancias.
—La verdad es que necesito una reeducación paterna, ¿no te parece? —
preguntó Adam.
La necesidad de una reeducación paterna había sido un tema relevante
en las sesiones anteriores. Carol lo sabía todo sobre la represión emocional de
los padres de Adam y la propensión subsiguiente de éste a detestarse y
culparse.
—Me parece que podría serte de utilidad que utilizaras algunas de tus
técnicas de reeducación paterna —admitió ella—. Pero no seas tan duro
contigo mismo. Bien, puede que cometieras un error, o puede que no.
Recuerda esto, Adam: tienes derecho a cometer un error de vez en cuando.
Todas las decisiones que tomes no tienen que ser perfectas.
Era un consejo bastante genérico y, casi al pie de la letra, lo que él le
habría dicho a cualquiera de sus pacientes. Sin embargo, aquello tenía
resonancias para él y realmente pareció tocarle la fibra sensible. Adam pensó:
No todas las decisiones que tomes tienen que ser perfectas, no todas las
decisiones que tomes tienen que ser perfectas, y entonces experimentó una
relajante aunque intensa excitación, un subidón emocional como el que tenía
a veces después de una sesión especialmente fructífera.
Tuvo dos pacientes más por la tarde —se suponía que había de tener
tres, pero el otro no apareció— y se sintió en mucha mejor forma que al
principio de ese día, como cuando tenía todo bajo control. Cada vez que la
inseguridad se había deslizado a hurtadillas, había pensado: No todas las
decisiones que tomes tienen que ser perfectas, y se había tranquilizado al
instante.
Pero sabía que aquello era sólo un estímulo pasajero para su amor
propio, y que todavía tenía que ocuparse de una serie de problemas serios si
quería mantener alta la autoestima. Tenía que ser más indulgente consigo
mismo, no criticarse tanto y —esto era la clave— «tenía que dejar de
abandonarse». Era tan complaciente con la gente, se concentraba tanto en los
pacientes y en ayudar a los demás, que casi no había estado prestando
atención a sus necesidades. Tenía que empezar a aceptar el consejo que le
daba a sus pacientes a diario y aplicarlo a su propia vida, y eso empezaba por
su relación personal más importante: su matrimonio. Últimamente no se
había estado relacionando bien con Dana, y había acumulado mucha ira y
resentimiento sin resolver.
Al final de la jornada, cuando los demás terapeutas se habían marchado,
entró en su despacho, cerró la puerta y se puso música clásica —los
Conciertos de Brandenburgo de Bach— a todo volumen. Entonces se
arrodilló delante del sofá y empezó a darle puñetazos a los cojines con todas
sus fuerzas. La actividad física era una manera fantástica de desfogarse y de
aliviar la tensión, y siempre les había sugerido a sus pacientes que
exteriorizaran su ira de una manera segura, como gritar o aporrear almohadas.
Imaginar que los cojines eran personas que le habían ofendido, como
Gabriela, los periodistas del Post y el News, y Grace Williams, del New York
Magazine, confirió a sus puñetazos algo más de brío.
Después de unos cinco minutos de aporrear cojines a base de bien, se
sintió mucho más relajado y preparado para resolver de verdad algún
problema. Una parcela de su matrimonio que sin duda necesitaba una mejora
era su vida sexual con Dana. Casi no lo hacían ya, y si fuera su propio
terapeuta, le diría a su paciente que asignara una hora para el sexo, que lo
hiciera prioritario, y que fuera sexualmente más creativo. Así que antes de
marcharse de la consulta, llamó a Dana y le dijo que quería hacer el amor esa
noche a las diez.
—¿Por qué? —preguntó ella.
Adam no estuvo seguro de si se refería a que por qué quería tener
relaciones sexuales con ella o que por qué a las diez y no a las once o a las
doce. Decidiendo adoptar una enfoque menos conflictivo, le dijo:
—Porque te quiero muchísimo y echo de menos estar junto a ti.
De acuerdo, muy bien, puede que se estuviera pasando un poco, pero le
pareció que se estaba comunicando sinceramente, y no disculpándose por sus
emociones.
Más tarde, camino del metro, se detuvo en una parafarmacia Ricky’s
donde recordaba haber visto una sección para adultos, y compró un erótico
conjunto de animadora de la talla de Dana. Le había hablado varias veces de
la fantasía que tenía de hacer el amor vestida de animadora, pero jamás lo
habían experimentado porque Adam nunca había tenido ninguna fantasía con
animadoras. Eso había sido egoísta por su parte, rechazar de plano la fantasía
de su esposa. Era evidente que no iba a oponerse a que se vistiera de
animadora si eso la ponía cachonda, y había sido un error por su parte
haberse opuesto a los gustos de Dana de esa manera.
Ya en casa, advirtió que ella parecía estar de mucho mejor humor que
por la mañana y los dos días previos. Empezaba a convencerse de que
Gabriela era el segundo intruso que había entrado en casa la otra noche y que
la nota de amenaza había sido dejada por algún bromista. También se sentía
animada por una nueva teoría de la policía, consistente en que Gabriela
podría haber sido asesinada por un traficante de drogas con el que estuviera
en deuda y quien posiblemente no tuviera nada que ver con Carlos Sánchez.
—Pensaba que necesitaba conseguir dinero para su padre —observó
Adam.
—Así era —dijo Dana—, aunque su hermana no cree que hubiera
robado en una casa para pagar la operación de su padre, y yo tampoco lo
creo. Sé que nos mintió sobre muchas cosas, pero la verdad es que no soy
capaz de imaginármela entrando en nuestra casa para robarnos, a menos que
estuviera enganchada a las drogas y necesitara saldar una deuda con un
traficante.
A Adam le pareció que aquel razonamiento tenía lógica, y confió en que
fuera una señal de que las cosas estaban empezando a volver a la normalidad.
Dana preparó una cena rica —escalopes de pollo, arroz pilaf y ensalada
— y comieron en la mesa del comedor, y terminaron la botella de Merlot de
la noche anterior. Marissa estaba con sus amigas en Manhattan, viendo a
algún grupo, así que tenían toda la casa para ellos. La verdad es que Adam no
recordaba la última vez que él y Dana habían disfrutado de una tranquila y
romántica cena a solas, y se esmeró en hacerle multitud de preguntas sobre
sus actividades de ese día y cómo le iban las cosas en general, consciente de
que en el pasado ella se había estado quejando de que no le prestaba
suficiente atención.
En un momento dado, Dana preguntó:
—¿Por qué eres tan amable?
Su tono fue vagamente acusador, aunque Adam respondió con
sinceridad.
—Sé que no he sido el mejor marido del mundo de un tiempo a esta
parte. Quiero que mejoren las cosas entre nosotros, eso es todo. Me gustaría
que le diéramos más prioridades a nuestro matrimonio.
Hablaba de sus sentimientos abiertamente a propósito, para que Dana no
pudiera interpretar que nada de lo que estaba diciendo era una crítica. Los
ojos de su mujer empezaron a llenarse de lágrimas, aunque él sabía que se
debía a lo feliz que se sentía, y comprendió lo mucho que él significaba para
ella. Alargó la mano por la mesa y le agarró la suya con dulzura.
—Recuerda que tenemos una cita esta noche.
—No sé —respondió ella—. Estoy un poco cansada.
Si le hubiera dicho aquello la semana anterior, quizás hubiera recogido
velas, pero en vez de eso hizo lo que le habría aconsejado a cualquier
paciente que hiciera en una situación parecida —no sea pasivo, sea enérgico;
pida lo que quiere y lo obtendrá—, así que dijo:
—Me gusta cuando hacemos el amor y estamos los dos cansados. Me
parece más excitante.
Aquello fue perfecto; en lugar de acusarla de no querer tener sexo, se
había expresado de una manera positiva sin buscar polémica.
—De acuerdo —dijo Dana—, pero primero tengo que lavar los platos y
limpiar.
—Te ayudaré —se ofreció con entusiasmo.
Casi nunca la ayudaba a recoger después de cenar —otra de las quejas
habituales de Dana—, y Adam se dio cuenta de lo mucho que agradecía que
él se esforzara como nunca.
Más tarde, entró en el dormitorio, sujetando a sus espaldas la bolsa con
el equipo de animadora. Dana estaba tumbada en la cama en albornoz,
leyendo una novela de tapa dura.
—Tengo algo para ti.
—¿El qué? —Pareció más inquieta que intrigada.
—Tienes que cerrar los ojos.
Ella sonrió, como si pensara que estaba de broma, y volvió a la lectura.
—Lo digo en serio —insistió él.
Dana le miró y preguntó:
—¿Qué es?
—Tienes que cerrar los ojos.
Ella respiró hondo, como si le costara un esfuerzo tremendo, y
finalmente cerró los ojos.
—No mires a escondidas —le dijo mientras sacaba el conjunto azul y
oro de la bolsa. Entonces dijo—: Bien, ábrelos.
La reacción de su esposa no fue precisamente la que él había esperado.
Parecía, si no escandalizada, sí ligeramente ofendida.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—¿A ti qué te parece? —dijo él, sonriendo, esperando que se uniera a la
broma.
—¿No esperarás que me ponga eso, verdad?
—¿Qué pasa? Recuerdo que decías que era una de tus fantasías, ¿no es
así?
—¿Cuándo te dije eso? ¿Cuándo tenía veinticinco años? ¿En serio crees
que me voy a poner ese disfraz?
Le había contado lo de su fantasía de animadora hacía algunos años, de
acuerdo, como mucho unos cinco años atrás, pero Adam no quería iniciar una
discusión por aquello. Al mismo tiempo, tampoco quería guardarse su
resentimiento para él solo.
Buscó la forma de no expresarse con hostilidad.
—Pensé que te excitaría. Pero si no te sientes cómoda, lo entiendo,
aunque pensé que te..., no sé..., que te pondría cachonda.
—¿Y de qué talla es eso?, ¿de la dos? Aunque quisiera ponérmelo,
tendría que utilizar un calzador para meterme dentro. Vamos, ¿qué esperabas
que hiciera, ponerme de pie en la cama y montar un numerito de animadora?
En realidad eso era precisamente lo que Adam había esperado que
hiciera, aunque estaba empezando a sentirse agredido y denigrado.
—Me parece que te estás enfadando conmigo sin ningún motivo. Ahora
mismo siento que me estás ofendiendo.
—¿Puedes hacer el favor de dejar de hablarme así?
—¿Así cómo?
—Como si fueras uno de tus jodidos pacientes. No soy tu
psicoterapeuta, soy tu mujer.
Adam sabía que aquello no era más que la táctica evasiva de Dana, su
manera habitual de desviar el problema.
En lugar de enfrentarse, le dio la razón.
—Entiendo que no te lo quieras poner. Tan sólo pretendía buscar alguna
forma de que tuviéramos más proximidad en nuestro matrimonio.
—¿Y ésta es tu forma de aproximarte? —le espetó ella—. No hemos
hecho el amor desde hace no sé cuánto tiempo, y de pronto apareces en casa
con un conjunto para una anoréxica de dieciséis años, hablándome como si
estuvieras tumbado en un diván.
—Me parece que no estás siendo justa —replicó él—. Tengo la
impresión de que estás distorsionando a propósito todo lo que...
—Ah, deja ya esa mierda —le espetó Dana—. ¿Y si aparezco en casa
sin previo aviso con un Speedo ceñido y te pido que te lo pongas?
Se estaba poniendo a la defensiva una vez más, aunque Adam mantuvo
la calma y la objetividad.
—Para empezar, no estoy pretendiendo que hagas nada. En segundo
lugar, si te hubiera dicho que fantaseaba con ponerme un traje de baño de
competición, no, no me ofendería lo más mínimo.
—Estupendo —dijo ella—. Mañana mismo compraré un Speedo y te lo
puedes poner. También me aseguraré de que sea cuatro tallas más pequeño.
—¿Por qué siempre tienes...? —Se sorprendió utilizando la palabra
«siempre», que era una palabra irrespetuosa. Respiró hondo dos veces para
dominar su ira, no queriendo verse arrastrado a una discusión.
—Si eso es algo con lo que te sientes incómoda, lo entiendo. Lo puedo
devolver, no es ningún problema.
Volvió a meter el conjunto de animadora en la bolsa y se metió en la
cama con Dana.
Empezó a besarla en el cuello y debajo de la barbilla. Ella permaneció
rígida, sin reaccionar en absoluto.
—Bueno, realmente te has esmerado en crear ambiente, ¿no te parece?
—le recriminó ella.
—Lo siento —replicó él. Siempre le decía a sus pacientes que
piropearan a sus amantes, así que insistió—: Estás tan guapa esta noche.
—Lo dices, pero no lo piensas.
—No, lo digo en serio. Sé que casi no te lo he dicho últimamente, pero
es verdad, estás muy guapa.
Empezó a besarla de nuevo mientras le desataba el albornoz. Durante el
acto, siguió besándola y mirándola a los ojos todo lo posible, porque en una
sesión de la terapia matrimonial ella había dicho que le molestaba que no la
mirara a los ojos mientras hacían el amor, y que eso la hacía sentir distante.
Aunque quizá se estuviera pasando, porque parecía incómoda y mantenía
apartada la vista.
—¿Sucede algo? —preguntó él con energía.
—Que no paras de mirarme.
—Perdona —se disculpó Adam—. Es que estás tan guapa que no puedo
dejar de mirarte.
Al final, después de que cambiaran varias veces de la posición del
misionero a ponerse ella encima, Dana pareció tener un orgasmo. Adam
estaba empezando a perder la erección, lo que le venía sucediendo con mucha
frecuencia en los últimos años, así que hizo lo que a veces le funcionaba:
imaginó que Dana era Sharon.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
Adam no sabía si se refería a lo de la erección o si se había percatado de
su extraña mirada.
—Muy bien —dijo, y continuó imaginando los pechos carnosos y
exuberantes de Sharon y el aroma de su perfume. En un momento dado
estuvo en un tris de soltar el nombre de la amiga de su mujer, pero consiguió
contenerse.
Estaba tumbado en la cama al lado de Dana, sin tocarla. Ella dormía
profundamente, roncando, pero él estaba inquieto. Al cabo, bajó a la planta
de abajo para tomar un tentempié y ver un rato la tele.
Eran más de las doce, y Marissa todavía no había vuelto a casa. Ahora
que estaba camino de arreglar su matrimonio, quería lograr multiplicarlo por
dos y mejorar la relación que tenía con su hija. Estaba harto de Marissa y de
todo su mal comportamiento y ganas de llamar la atención; era hora de
aplicar el «quien bien te quiere te hará llorar». A partir de ese momento, y
mientras ella estuviera viviendo en casa de sus padres, no le iba a permitir
entrar y salir a su antojo. Iba a tener que decirle dónde estaba y con quién y a
qué hora iba a volver. No iba a consentir más drogas en casa —aquella pipa
de agua iba a ir a parar a la basura volando, eso seguro— y nunca más iba a
permitir aquel desfile de novios extraños por la casa. Primero iba a conocer a
todos sus novios, y si a ella no le gustaba, ya podía hacer las maletas y
largarse.
Empezó a quedarse dormido en el sofá, así que volvió a subir. En cuanto
se tumbó, oyó voces fuera de casa, de Marissa y de alguien más, un
individuo. Fue hasta la ventana y miró fuera. Desde su ángulo de visión no
podía verlos; probablemente estuvieran junto a la puerta de entrada. Tampoco
podía entender lo que estaban diciendo, y entonces, durante un breve
momento, tampoco pudo oírlos en absoluto. El coche patrulla seguía allí,
aparcado delante de la casa, con un poco de suerte en la que sería su última
noche. La protección policial se le antojaba ya totalmente innecesaria.
Oyó a Marissa despedirse: «Buenas noches», y entonces vio a un sujeto
que no había visto nunca —pelo largo, cazadora de piel— y que se alejaba de
la casa en dirección a la acera. No tenía pinta precisamente de médico ni de
abogado. Por Dios, ¿dónde encontraba su hija a esos perdedores?
Oyó sus pisadas en la escalera. Esperó hasta que oyó que se cerraba la
puerta de su dormitorio; luego volvió a bajar para comprobar que su hija
había conectado la alarma correctamente.
15

Johnny se enrolló con Marissa sin pérdida de tiempo. Lo primero que hizo el
sábado por la mañana fue enviarle un mensaje de texto:

Hola, qué noche más estupenda la de ayer ¿quieres que salgamos hoy?
¡Espero que sí! ¡Dime algo! xan

Xan. Sólo escribir aquel estúpido nombre hacía que se partiera de risa.
Sabía que no había ninguna posibilidad de que ella no volviera a él. No
la tenía conceptuada como de las que les gustaba tontear y hacerse las
estrechas. No, no cabía ninguna duda de que era una chica de todo o nada, del
tipo que decidía que estaba con un tío y sólo con un tío y que pasaba del resto
del mundo.
Como siempre, su intuición había dado en el clavo, porque Marissa le
respondió con otro mensaje de texto:

¡Me encantaría! ¡Llámame dentro de un ratito!

Con signos de exclamación, ahí era nada. Indicaban que estaba lista.
Hablaron por teléfono como una media hora. Podrían haber estado más
tiempo —joder, todo el día—, pero Johnny sabía lo importante que era dejar
siempre las conversaciones telefónicas en un punto álgido, para que las
mujeres se quedaran deseando más. Nadie era mejor al teléfono que Johnny
Long. Sabía exactamente lo que tenía que decirle a las chicas para conseguir
que —bueno, la verdad es que no había otra manera de expresarlo— se
mojaran por completo. Era tan encantador, tan divertido, tan... —¿cuál era la
palabra?— afable, sí, afable, y las chicas se tragaban aquel rollo macabeo en
el acto. Sabía que si escogía un nombre en la guía telefónica y llamaba a la
mujer elegida, tendría bastantes probabilidades de poder tirársela. En realidad
lo había hecho una vez por mera diversión, para ver si era capaz de salirse
con la suya. Había llamado a un par de docenas de mujeres, haciéndose pasar
por un técnico instalador de fibra óptica de la Time Warner. Bueno, ése había
sido el comienzo, pero cuando las mujeres empezaron a hablar con él, puso a
trabajar el encanto de Johnny Long. Sí, un buen puñado se colaron por él, y
algunas estuvieron dispuestas a dejar que se pasara para examinar su
conexión por cable, aunque no quedó muy convencido de que fuera a follar
con ellas. Pero todo era una cuestión de porcentajes, y al final encontró su
mina de oro con una mujer de Staten Island. Era una sesentona, y durante
unos segundos estuvo a la cola de la fila de las feas, pero ¿qué importaba
eso? Invitó a Johnny a que se pasara por su casa, donde éste le revisó la
conexión por cable —y en realidad le arregló un problema en la recepción de
los canales Premium—, se la folló dos veces y se marchó con unos cuantos
cientos de pavos en metálico y joyas. Aquello demostraba que Johnny Long
no era sólo un caramelito para los ojos; también era capaz de utilizar su voz y
su encanto para seducir a las mujeres.
Le sugirió a Marissa que pasara la tarde con él en el Museo
Metropolitano de Arte y, claro, a ella le pareció una idea fantástica. De
hecho, dijo:
—Caray, ésa es una idea fantástica.
Se encontraron a las dos en lo alto de las escaleras de la entrada
principal, y cuando la vio acercarse se quedó impresionado por lo guapa que
estaba. A la radiante luz del sol el pelo de Marissa parecía más reluciente que
la noche anterior, y no cabía duda de que tenía un cuerpecito de lo más
sensual. Llevaba unos vaqueros rotos, una camiseta de encaje negra muy
moderna y una cazadora negra de piel corta.
Para parecer como si conociera aquella mierda, antes de reunirse con
ella había ido al Burger King, entrado en la página web del Museo
Metropolitano de Arte y memorizado la información de unos veinte cuadros
más o menos. Así que cuando entraron y ella le preguntó qué era lo que
quería ver primero, él respondió:
—¿Qué te parece La tormenta? Es uno de mis favoritos de todas las
épocas.
—Ay, Dios, mío, me encanta el romanticismo francés del siglo
diecinueve —comentó ella, a todas luces tratando de impresionarle.
Si había escogido La tormenta fue sólo porque le había parecido ñoño y
cursilón a más no poder, con aquel tipo y la chica corriendo bajo el viento,
perdiendo la ropa, y él tratando de protegerla contra las inclemencias del
tiempo. Le pareció una imagen que podría ilustrar la sobrecubierta de una de
esas afeminadas novelas románticas para las que posaba Fabio, y decidió que
todas las chicas del mundo buscaban un sujeto así, alguien que salvara a su
novia e hiciera lo que fuera para mantenerla a salvo, aunque ella fuera gorda
y sin ningún atractivo.
Mientras contemplaban la obra, Johnny le soltó parte del rollo patatero
que había leído en Internet sobre el cuadro, y continuó perorando sobre el
romance y la pasión en la pintura y sobre cómo intentaba imbuir a su propia
obra de «aquellos sentimientos».
—La tormenta siempre me recuerda a las esculturas de Rodin, como en
el caso de La primavera eterna —dijo ella, mortalmente seria.
Johnny sabía que no hacía más que repetir alguna de las pretenciosas
mierdas que le habría oído a algún engreído profesor de Vassar, o leído en
algún libro. Se preguntó cuánto se habría gastado Adam Bloom en enviar a
Marissa a la universidad, probablemente cien de los grandes. Cien mil
dólares, y no sabía más de lo que sabía él después de pasar una mañana en el
Burger King.
Entraron en una de las pequeñas salas laterales —«el ala de los
impresionistas»— y ella le enseñó algunos de sus cuadros favoritos,
comportándose como si fuera una guía turística, hablando sin parar de las
obras, utilizando grandilocuentes palabrejas como «simetría», «estética» e
«ilusorio». De lo que le estaba largando, Johnny no entendía de la misa la
media, y tenía sus dudas de que a ella no le pasara lo mismo. Luego lo llevó a
otras «alas» del museo, haciéndole caminar de aquí para allá hasta que a
Johnny le dolieron los pies. A él todos los cuadros le parecían iguales, y los
artistas también le sonaban todos igual: Monet, Manet, Pissarro, Picasso,
¿cómo podía alguien no olvidarse de quién había pintado qué? Mientras ella
cotorreaba sin cesar, intentando impresionarle con lo mucho que sabía de
cuadros que a nadie, salvo a otros engreídos, les importaba una mierda,
Johnny la observaba con expresión interesada, como si estuviera
completamente absorto, aunque en su interior se estaba partiendo el culo de
risa pensando en las cosas que le iba a hacer a ella y a su familia cuando
llegara el momento oportuno.
Después del museo, esperaba que ella lo invitara a acompañarla a su
casa. Al llevarla a ver La tormenta y mostrarle su lado profundo y sensible,
había alcanzado prácticamente su objetivo. Mientras caminaban por la Quinta
Avenida, junto a Central Park, Marissa hasta le cogió del brazo.
—Es asombroso. Me siento tan normal contigo, me parece que puedo
actuar con naturalidad.
—Sí, a mí me pasa lo mismo contigo —dijo él, tratando de aparentar
sinceridad.
Marissa le invitó a una fiesta que había más tarde, aunque él le dijo que
no podía ir, que tenía planes. Su único y verdadero plan para la noche
consistía en visitar algunos bares y ligarse a una o dos tías; ya había pasado
un par de horas con Marissa ese día y no quería que estuvieran demasiado
tiempo juntos tan pronto. Si quería que aquello saliera bien, tenía que ir paso
a paso.
Se detuvieron en un Starbucks a tomar unos frappuccinos y luego la
acompañó al centro, hasta el metro de la calle Cincuenta y nueve. Se ofreció a
ir con ella hasta Forest Hills, pero Marissa le dijo que no era necesario, que
podía ir sola, y Johnny decidió no insistir. Estuvo dándose el lote con ella
durante un buen rato cerca de la entrada del metro, y cuando la chica se puso
caliente, se despidió de ella, dejándola con la miel en la boca.
No le sugirió que se volvieran a ver el domingo, calculando que tres días
seguidos podrían hacerle parecer demasiado disponible, y las chicas siempre
querían que un tío fuera difícil, aunque se estuvieran muriendo por arrancarle
la ropa a mordiscos. Pero volvieron a quedar el lunes para ir a ver una
película. Johnny estaba esperando que le pidiera que la recogiera en su casa,
pues así tendría oportunidad de conocer a su padre, pero por algún motivo
ella insistió en quedar delante del cine en la Cuarenta y dos y la Octava.
Vieron una película de terror —idea de ella— que para Johnny resultó
perfecta, porque se pasaron todo el rato acurrucados en la parte de atrás
dándose el lote como adolescentes, sobándose el uno al otro como si llevaran
años sin hacerlo. Sí, vale.
En cierto momento ella le susurró al oído:
—Joder, que ganas tengo de follar contigo.
A Johnny le pilló por sorpresa..., así que era una guarrilla; nunca lo
hubiera dicho.
Sabía que tenía que manejar aquello de manera correcta, así que le
musitó:
—Quiero ir despacio.
La vio otra vez el martes para ir a comer a Dojo, en el Village. Sí, era un
lugar barato para llevar a un ligue, pero ésa era la gracia. Tenía que jugar a lo
del artista muerto de hambre porque sabía que eso sería lo que la pondría
cachonda. Si estuviera tratando de enrollarse con una Paris Hilton, iría
vestido de Armani y la habría llevado a Le Cirque desde el principio. Pero
con una chica aspirante a bohemia como Marissa, hablarle de que no podría
pagar el alquiler al mes siguiente y de que vivía a base de sopa de tallarines y
macarrones con queso era la forma correcta de proceder.
El miércoles por la noche ocurrió algo que estuvo a punto de estropearlo
todo. Quedó con Marissa en el East Village, y después de un par de copas en
un bar de la Avenida A, fueron a la Knitting Factory, donde los Limons,
cierto nuevo grupo de punk retro latino al que ella era aficionada —los había
bautizado «los Ramones se juntan con Ricky Martin»— estaban actuando.
Llevaban en el local sólo unos minutos cuando Johnny sintió que alguien le
daba un golpecito en el hombro, y oyó:
—Frederick, ¿eres tú?
Miró por encima del hombro y vio a una mujer —no fea del todo, que
frisaba los treinta, y puede que hasta los tuviera, de pelo lacio y castaño y con
flequillo—; no le resultó nada familiar, aunque él había utilizado el nombre
de Frederick con diversos ligues.
—Lo siento —respondió—, se ha equivocado de persona.
Se volvió de nuevo hacia Marissa, poniendo parcialmente en blanco los
ojos, aunque tenía la sensación de que la mujer no iba a desistir.
Y no lo hizo.
—Y una mierda, hijo de puta. Te conozco. ¿Dónde está mi dinero? —le
espetó la mujer
Johnny volvió a mirarla.
—Mire, no tengo ni idea de qué me está hablando. —En realidad le
empezaba a resultar familiar, aunque aún no fue capaz de ubicar su cara.
Cuando se iba a volver de nuevo, ella le agarró del brazo.
—Me robaste doscientos dólares del bolso y, ah, sí, también algunas
joyas, pero ésas no valían una mierda.
Entonces se acordó. Se la había ligado hacía dos meses en un bar, el
Max Fish, de Ludlow, no lejos de donde estaban ahora, y le había robado
algún dinero y unas joyas que resultaron ser chapadas en oro; una puñetera
pérdida de tiempo. Por lo general, no le gustaba volver a los barrios donde
había actuado hasta transcurridos al menos seis meses, precisamente por ese
motivo.
—Se lo aseguro, se ha equivocado de tío —insistió él, soltándose el
brazo con una sacudida. Entonces se dio cuenta de que Marissa empezaba a
parecer un poco preocupada, aunque no sabía si debido a que le estaban
fastidiando o porque empezaba a creerse la historia de la mujer.
—Devuélveme el dinero o llamaré a la policía —le amenazó la mujer,
abriendo su móvil.
—Está usted loca —replicó Johnny. Entonces cogió a Marissa de la
mano y dijo—: Vamos —y se la llevó al otro extremo del bar.
La mujer los siguió, gritando:
—¡Quiero que me devuelvas mi dinero, Frederick!
Uno de los gorilas del bar se acercó y preguntó qué estaba pasando.
Johnny le explicó tranquilamente que no tenía ni idea de quién era aquella
mujer. Ésta continuó dale que te pego con que Frederick le había robado
dinero, cada vez más enloquecida e histérica. En un momento dado empujó al
gorila, que la agarró y la sacó del bar. Luego el gorila se disculpó con Johnny
y Marissa por las «molestias» y les invitó a una ronda por cuenta de la casa.
Johnny, sacando a pasear su encanto, pegó la hebra con el segurata —ambos
eran de Queens y tenían más o menos la misma edad— y al cabo de unos
minutos eran como amigos de toda la vida.
Johnny y Marissa también estrecharon lazos, mientras hablaban de lo
«extraño» que era que la mujer le hubiera confundido con ese otro tipo y se
hubiera puesto así de loca. Al final, acabaron tomándoselo a cachondeo, y él
supo que ella estaba impaciente por ir a contárselo a sus amigas; supuso que
probablemente también lo escribiría en el blog. Otro ejemplo más de lo
cojonudo que era, de que era imposible que se equivocara. Algo que podría
haber sido un desastre y haber desbaratado sus planes, había acabado por
hacerle ganar más puntos con Marissa, uniéndolos aún más.
Esperaba que ella le invitara a acompañarla a casa esa noche, pero de
nuevo quiso volver sola en metro. Insistió en acompañarla porque eran más
de las doce y «nunca sabes qué clase de maniacos van en el metro a estas
horas de la noche». Ella aceptó, pero mientras caminaban hacia su casa, se
comportó como si estuviera incómoda y no habló gran cosa; cuando llegaron,
apenas le dio un beso de despedida y entró corriendo en casa. Johnny no tenía
ni idea de qué estaba pasando. Sabía que él le gustaba —era evidente—, así
que tenía que haber alguna razón para que no le invitara a entrar. No se
trataba de que nunca hubiera llevado a un chico a casa. Le había hablado de
un par de tíos a los que había invitado a su casa desde que terminara la
universidad, incluido aquel escuchimizado gilipollas de Darren. Quiso
preguntarle si pasaba algo, pero decidió que era mejor que sacara ella el tema.
No quería presionar demasiado y echar por tierra todos sus planes.
Al día siguiente, jueves, llamó a Marissa por la mañana y le preguntó si
le apetecía quedar a comer en Brooklyn. Le respondió que le encantaría —
algo no precisamente sorprendente—, y quedó con ella en el exterior del
metro de la Novena con Smith. Cogieron el autobús hasta Red Hook, donde
fueron a un café de moda donde Johnny había visto entrar a mucha gente que
se las daba de artistas de todo tipo. Hablaron un rato, sin soltarse de la mano
ni un momento, y luego la llevó a su piso.
Se había esmerado intentando que su piso-estudio pareciese un lugar
donde viviría un artista. Se había hecho con algún cuadro más en las tiendas
benéficas y, dos días antes, había comprado en Craigslist cuatro cuadros de
bodegones de frutas a un tío que vivía a unas diez manzanas de allí. También
había pintado algunos cuadros más, al estilo de Jackson Pollock, y le pareció
que por lo menos eran igual de buenos que la mierda aquella del Met.
Camino de su casa, le soltó unas cuantas chorradas sobre lo «nervioso»
que estaba por que fuera a ver «su obra». Marissa le dijo que se estaba
comportando como un tonto y que estaba segura de que sus cuadros serían
asombrosos.
Ya en el piso, él se dedicó a observar su reacción con suma atención
mientras ella miraba por todas partes. Se dio cuenta de que estaba
profundamente impresionada.
—¡Caray! —exclamó—. Realmente, tu repertorio es muy variado, ¿no?
—Gracias.
—Utilizas óleo y acrílico, ¿verdad?
Johnny no tenía ni la más remota idea de qué le estaba hablando, pero
dijo:
—Sí, me gusta hacer mucho de todo. En fin, que no me gusta limitarme.
Quiero reventarlo todo.
¿No era eso lo que decían en Pollock? Bueno, algo así.
Mientras admiraba los cuadros que había comprado en Craigslist,
Marissa le preguntó:
—¿Pintas los retratos con modelos reales o recurres a fotografías?
—Con modelos reales.
—¡Ostras! —exclamó ella—. Impresionante.
Entonces se volvió hacia la pared donde colgaban un par de los propios
cuadros de Johnny.
—Así que también te interesa la pintura abstracta, ¿eh?
—Sí. Te has dado cuenta de la influencia de Pollock, ¿verdad?
«Influencia.» Se había venido arriba, sí, señor.
—Son muy pollockianos —confirmó ella—. Tú y Pollock tenéis una
libertad controlada muy parecida en vuestros estilos. Me encanta el uso que
haces del gris..., muy a lo Jasper Johns. También percibo cierto homenaje a
Picasso en el uso del azul.
—Sí, eso era exactamente lo que andaba buscando —mintió él—. Johns
y Picasso. Sí, me alegra que te hayas dado cuenta.
Marissa siguió admirando los cuadros mientras él pensaba que todo
aquel trabajo temporal de artista le venía como anillo al dedo: todo consistía
en decir chorradas, y nadie era capaz de decir mejores chorradas que Johnny
Long.
Una vez finalizado el festival de pasión por su obra artística, Johnny
abrió un par de latas de Heineken y se sentó con ella en el sofá.
—Me encantaría verte trabajar alguna vez.
—Eso sería fantástico, pero nunca me ha visto nadie. Podría ponerme
nervioso, ¿sabes?
—No tienes que ponerte nervioso porque esté aquí contigo —dijo ella, y
dejó la cerveza sobre la mesa de centro. Entonces le besó, frotándole el pecho
con una mano, y prosiguió—: Tal vez pueda... ayudarte.
—¿En qué clase de ayuda estás pensando? —preguntó Johnny,
siguiéndole el juego.
—Tal vez en algo como esto —respondió Marissa, besándole en la boca
—. O en esto. —Y le besó en el cuello. Al cabo, le puso la mano en el
paquete, le desabrochó los vaqueros y le empezó a magrear.
Por supuesto, él estaba preparado para lo que ella quisiera, pero
retrocedió un poco en el sofá.
—Creo que deberíamos esperar —dijo.
—¿Esperar a qué? —preguntó ella entre jadeos, deseándolo
desesperadamente.
—A que nos conozcamos mejor. —Qué difícil era soltar aquella frase
con cara de palo—. Vaya, al fin y al cabo hace menos de una semana que nos
conocemos.
—¿Así que nunca te acuestas con nadie a quien conozcas de menos de
una semana?
Sólo con unas cuatrocientas cincuenta antes que tú, cariño.
—Pero es que esto me parece... distinto —dijo Johnny—. Me parece...
especial.
Marissa sonrió, ruborizada.
—¿De verdad lo dices en serio?
—Sí —mintió él—. ¿Por qué? ¿Es que a ti no te parece especial?
—A mí me parece muy especial —reconoció ella—. Lo que pasa es que
no estoy acostumbrada a que los tíos me digan esta clase de cosas. Lo normal
es que intenten quitarme las bragas.
—Es que yo no soy como la mayoría de los tíos.
—Sin duda que no eres como la mayoría de los tíos.
Se besaron durante un rato más para contento de Johnny, porque si
hubiera tenido que decir algo inmediatamente, habría sido imposible que no
soltara la carcajada.
Cuando estuvo seguro de haber recobrado la serenidad, dijo:
—Supongo que también me siento un poco incómodo.
—¿Incómodo por qué? —preguntó ella.
—Bueno, vives en casa con tus padres. Me parece que debería
conocerles antes de que nosotros..., bueno, ya sabes.
Ése era el camino: aparentar que era demasiado tímido para decir:
«Tengamos relaciones sexuales». Así era él, sí, señor, Johnny el Tímido.
Marissa le quitó la pierna de encima y se apartó un poco, pareciendo
repentinamente disgustada. Él confió en no haber ido demasiado lejos con su
numerito de hacerse el difícil.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Nada —respondió ella—. No se trata de ti, es sólo que... no estoy
segura de que sea una buena idea.
Johnny le sujetó la mano y se la apretó con firmeza para demostrarle lo
preocupado que estaba.
—Tarde o temprano voy a tener que conocerlos, ¿no es así? Si mis
padres no vivieran tan lejos, ya te habría llevado a conocerles. —La otra
noche le había dicho que sus padres vivían en San Diego.
—Es que es realmente complicado —replicó ella—. Por Dios, ojalá no
estuviera viviendo en casa. Es tan difícil, sobre todo por mi padre y sus
cambios de humor.
—¿Cambios de humor?
—No exactamente cambios de humor. En fin, que no es que sea un
maníaco depresivo. Pero un día se muestra frío y distante, metido en su
mundo, y al siguiente quiere jugar a ser el padre comprometido. De pronto
me sale con todas esas normas, que si no puedo beber en casa, ni siquiera una
copa de vino, y que me deshaga de mi pipa de agua, aunque apenas fumo en
casa. Luego, el otro día, cuando vuelvo del museo, me encuentro con que mi
maldita pipa de agua había desaparecido; estaba hecha a mano, en
Guatemala, y me la tiró a la basura. Ah, y ahora tengo que decirle cuándo voy
a volver a casa por la noche, la hora exacta, como si volviera a ser una
adolescente. Sabe que estoy saliendo contigo, así que la otra noche me montó
la gran bulla para advertirme que no podía subirte a mi habitación ni invitarte
a pasar la noche ni nada de nada hasta que te conozca.
—Bueno, pues deja que le conozca —dijo Johnny—. ¿Dónde está el
problema?
Marissa volvió a mostrar aquella expresión de preocupación.
—Hay algo que no te he contado.
Johnny pensó: Oh, no, enfermedad venérea a la vista. No es que le
preocupara, la verdad; ya había tenido ladillas anteriormente, y el año pasado
se había curado una gonorrea. Las enfermedades venéreas eran gajes del
oficio cuando uno quería ser el próximo casanova.
—Bueno, probablemente lo hayas oído en las noticias —prosiguió ella
—, aunque puede que no establecieras ninguna relación. —Esperó, como si
tratara de encontrar las palabras adecuadas, y entonces dijo—: La semana
pasada nos entraron a robar en casa.
—¿Ah, sí? —Johnny consideró que había parecido convincentemente
sorprendido.
—Sí, ocurrió en plena noche, cuando estábamos durmiendo —le explicó
—. Oí a los ladrones dentro de casa y desperté a mi padres, y entonces mi
padre le disparó a uno de ellos.
A uno de ellos, como si él y Carlos hubieran sido ¿qué?, ¿dos
cucarachas? ¿No era eso lo que decía la gente cuando intentaban espachurrar
a unos bichos: «Liquidé a uno, pero el otro escapó»?
—Ah, sí, es cierto —dijo, como si de repente lo recordara todo—. Creo
haber leído algo al respecto en el periódico. Sí, los disparos realizados en
Forest Hills por ese loquero. Carajo, ¿de verdad es tu padre el tipo que
disparó?
—Tenía miedo de contártelo —confesó ella, y de pronto se puso a
hablar más deprisa, presa de una energía nerviosa—. Tenía miedo de que, no
sé, de que me juzgaras. Puede que estuviera un poco desquiciada. A veces me
pasa que me pongo neurótica y paranoica del todo, y le doy muchas vueltas a
las cosas. Pero eso fue lo que pensé. No es así, ¿verdad? No me lo echarás en
cara, ¿verdad que no?
—Tranquila, querida —le dijo, y le apretó la mano para que supiera que
siempre podría contar con él—. Sabes que nunca te haría eso.
La abrazó y la besó durante un rato.
—Sigo cabreada con mi padre por hacer lo que hizo. Fue una auténtica
idiotez, algo completamente irreflexivo, y la cuestión es que me parece que ni
siquiera se siente culpable por ello.
—¿De verdad?
—Sí, ha estado pasando por una extraña fase de negación o algo
parecido —explicó Marissa—. Ya te digo, por la mañana siguió con su vida
como si tal cosa, comportándose como si no hubiera sucedido nada. Uno
creería que un psicólogo estaría más atento a sus sentimientos, pero con él
pasa todo lo contrario. Creo que jamás ha tenido la menor idea de lo que
siente.
Johnny se recordó en el coche, en el exterior de la casa de Bloom, con la
pistola en la mano, viéndole pavonearse por la calle en chándal como si no
tuviera ninguna preocupación en este mundo.
Bien, gilipollas, pues ahora sí que tienes algo de lo que preocuparte.
—¿Así que crees que lo que decían en las noticias era verdad? —
preguntó Johnny—. Que tu padre quería matar a aquel tipo.
—Entre tú y yo —reconoció Marissa—, sí, lo creo. Creo que a mi padre
se le fue la olla en ese momento y quiso dispararle. No creo que sea un loco,
ya sabes, no es un psicótico, pero se guarda las cosas, está nervioso, ¿sabes lo
que te digo? También ocurrió en plena noche, y estaba cansado, y bueno, sí,
quizá no pensara racionalmente. Le enfureció que alguien entrara en su casa,
y se le fue la mano. A veces se pone así y hace cosas sin pensar.
Johnny estaba impaciente por matar a Adam Bloom, por verle morir
entre dolores.
—Qué fuerte —dijo él—. Siento que tuvieras que pasar por todo eso.
—Sí, lo sé, es verdaderamente aterrador y traumático —admitió Marissa
—. Pero lo más aterrador de todo fue que esa noche entró otra persona más
en la casa.
—¿Otra más? —Johnny fingió estar aterrorizado.
—Sí, la poli cree que se trataba de nuestra asistenta. ¿Te enteraste de lo
que le ocurrió?
—No, no creo que... Un momento, espera, sí que me enteré de algo.
También la hirieron, ¿no es así?
—La asesinaron en su piso.
—Jo, tía, qué mal rollo —dijo Johnny. Esperaba que Marissa no se
echara a llorar y se pusiera en plan melindroso y plañidera.
—Sí, fue increíblemente triste —dijo ella—, aunque no sé, la verdad es
que no le veo ninguna lógica a que nuestra asistenta entrara a robar en casa.
No es que fuéramos amigas íntimas, aunque sí que teníamos una relación
realmente cordial, ¿sabes? Ah, y recibimos una nota por debajo de la puerta,
una especie de amenaza de muerte.
—¿De verdad? ¿Y quién la dejó?
—Ésa es la cuestión, que nadie lo sabe. Mi padre está convencido de que
fue una broma, aunque no para de inventarse cuentos, tratando de
racionalizarlo todo. Está tan rayado que si le conocieras jamás dirías que es
psicólogo. Aunque puede que sea así como funciona; puede que si quieres
curar la locura de la gente, tengas que estar también un poco loco.
Johnny la rodeó con el brazo. Entonces dijo:
—Me parece que tu familia las está pasando canutas en este momento.
Si no me quieres llevar a casa para conocerles, lo entiendo, aunque supongo
que al final tendré que conocerles... En fin, si es que vamos a ser pareja.
A Marissa se le iluminó el rostro.
—¿Dices eso realmente en serio? —preguntó.
—Pues claro —le aseguró—. ¿Acaso crees que me gusta salir todos los
días y todas las noches con todas las chicas que conozco?
Por fin había dicho algo que no era totalmente mentira.
—Eres el tío más asombroso que he conocido en mi vida —dijo
Marissa.
Johnny no se lo podía discutir.

A la mañana siguiente, Marissa le envió un mensaje de texto:

Mis padres quieren q vengas a cenar sta noche. ¿T va bien a las 7?

Johnny esperó unos quince minutos, no queriendo dar la impresión de


estar demasiado ansioso, y entonces contestó:

Será un honor

Ahí estaba: la gran noche. Quiso acicalarse un poco, aunque no demasiado,


así que se recortó las patillas, pero se dejó el pelo largo y lacio alborotado.
Escogió el atuendo cuidadosamente: vaqueros negros, jersey de cuello de
cisne negro y botas Doc Martens. Le encantó la idea de ir totalmente de
negro. Tenía un aspecto perfecto para la ocasión: como un artista, pero
también como un asesino.
Llegó a la casa —¿cómo decía la gente rica?— elegantemente tarde, a
las siete y diez. Como esperaba, no se veía ni rastro de la policía. Había
transcurrido más de una semana desde el robo, y probablemente ya ni
siquiera fuera un caso prioritario. Comprobó que su Special calibre 38 y la
navaja automática con una hoja de diez centímetros estaban dentro del
bolsillo interior de su cazadora de piel, y llamó al timbre.
Al cabo de varios segundos la puerta se abrió, y Marissa apareció
ataviada con un vestido rojo de cuello redondo que le dejaba a la vista una
generosa porción del escote, unos leggins negros y botas con tacón del mismo
color que la hacían por lo menos unos cinco centímetros más alta. Se había
maquillado más de lo habitual, hasta se había pintado los labios de un rojo
brillante para que hiciera juego con el vestido.
Recibió a Johnny con un ligero beso en los labios.
—Cuánto me alegro de verte —dijo.
—Sí, yo también.
—¿Me das la cazadora? —preguntó Marissa.
—Claro —Johnny se quitó la prenda y se quedó observando mientras
ella la guardaba en el armario empotrado del vestíbulo.
—Vamos, te haré una visita guiada.
Le condujo en línea recta, diciendo: «Ahí atrás está la cocina...», aunque
Johnny miró hacia la escalera, al lugar donde Bloom había matado a Carlos.
Todo parecía normal, como si allí no hubiera sucedido nada. No había ningún
desperfecto, ninguna mancha de sangre ni agujeros de bala en la pared. Así es
como actuaba la gente rica, supuso: mataban personas en sus casas y luego
hacían reparar la pared, una ligera mano de pintura, y a seguir con sus
dichosas vidas de ricos. Sí, les traía sin cuidado la escoria como Johnny y
Carlos. Se creían que estaban muy alto, por encima de todos los demás, pero
mira ahora quién estaba al mando. Se creían que se habían deshecho de su
problema, que estaban a salvo y protegidos, pero en este momento Johnny
volvía a estar dentro de la casa; aún mejor, Bloom le había invitado a volver.
¿Quién si no Johnny Long podría haber logrado una proeza semejante? Ya
había pensado que era el mayor casanova del planeta y el Jackson Pollock de
nuestros días, pero en ese momento se le antojó que no había nada que no
pudiera hacer.
Siguió a Marissa a la cocina, y luego al comedor. La chica hizo alguna
broma relativa a que debía «tratar de ignorar» la decoración de sus padres.
Por lo demás, la casa se le antojó un palacio en comparación con los agujeros
de mierda donde él había vivido. La cocina tenía todos los electrodomésticos
de acero inoxidable, con uno de aquellos frigoríficos con dispensador de
hielo en la puerta. Johnny siempre había soñado con tener uno de ésos, con
poder beberse una Coca-Cola con hielo siempre que quisiera. Ya te digo,
podría ser que se le antojara el hielo en mitad de la noche, o cuando fuera,
que allí estaría. No tendría que ocuparse de echarle agua a las bandejas ni de
retorcerlas para sacar los cubitos y todas esas cabronadas. El hielo estaría allí
siempre, esperándole. Sí, habría matado por crecer en un lugar así y tener la
mitad de lo que tenía Marissa. ¿Ignoraba acaso lo afortunada que era?
Bueno, daba igual, porque de todas formas iba a morir pronto. Después
de cenar, tenía planeado subir a su habitación con ella, follársela y luego
asesinarla. Luego mataría a sus padres —quizá primero los torturara un poco
con la navaja, sólo por divertirse un rato—, robaría la casa y seguiría con su
vida.
Mientras Marissa seguía adelante, diciendo en aquel tono de
aburrimiento: «Y éste es el salón...», él buscaba con la mirada qué cosas
robar. Aquellos jarrones parecían tener algún valor, y tenía que acordarse de
buscar aquella cubertería de plata de la que le había hablado Carlos, y por
supuesto el anillo de diamantes. Era un fastidio que sólo pudiera arramblar
con las cosas que pudiera llevarse encima. Joder, mira el sofá de piel y el dos
plazas y la butaca a juego. A Johnny le pareció que estaba en una de aquellas
salas de exposición de Macy’s o Bloomingdale’s. Había ido allí alguna vez a
darse un garbeo, sólo para imaginarse cómo vivía la gente rica. Se había
sentado en uno de aquellos sillones de masaje de dos mil dólares,
preguntándose qué tal estaría volver todos los días a darse un buen masaje y
luego meterse en su jacuzzi. Seguro que los Bloom tenían un baño increíble
en el piso de arriba, todo de mármol, con jacuzzi o al menos una gran y
espaciosa bañera.
Cuando volvieron al vestíbulo, Adam Bloom estaba bajando las
escaleras. Parecía aún más estirado y satisfecho de sí mismo que la última vez
que lo había visto. Ahí estaba, con unos vaqueros, una americana deportiva,
la camisa negra asomando por debajo, suelta, sin meter, para intentar
disimular la barriguilla. Johnny tuvo una fugaz visión de la noche del robo en
esa misma escalera, cuando el tipo gritó: «¡Largo de aquí!»
—Hola —dijo Adam, sonriendo abiertamente cuando llegó al pie de la
escalera—. Tú debes de ser Xan.
Parecía un completo pedante, como si creyera que era mucho mejor que
el resto del mundo sólo porque vivía en aquella gran casa de Forest Hills y se
ponía un «Dr.» delante del nombre. ¿Es que pensaba que esas letras lo hacían
mejor que todos los demás? ¿Es que creía que le protegían?
Sí, lo más seguro.
Johnny vio que Marissa ponía un poco los ojos en blanco, antes de decir:
—Xan, éste es mi padre.
—Adam Bloom. —El tio extendió la mano para saludarlo.
Johnny se la estrechó con firmeza —sintiendo náuseas, pero sin
demostrarlo— y dijo:
—Es un honor conocerle, señor.
Señor. Tío, estaba sembrao esa noche.
—Lo mismo digo —replicó Adam—. Lo mismo digo. —¿Le iba a soltar
la mano de una vez? Por fin lo hizo, y añadió—: He oído muchas cosas
fantásticas acerca de ti.
Johnny sabía que aquello era una absoluta chorrada. Era evidente que en
la relación de Marissa con su padre no había lugar para que le contara todo lo
que le sucedía en la vida. Lo más seguro es que apenas le hubiera hablado de
él.
Al recordar lo mal que la chica había hablado de su padre la víspera,
llamándole esencialmente asesino despiadado, Johnny dijo:
—Yo también he oído cosas fantásticas sobre usted.
Entonces Johnny levantó la vista y vio a aquella madura notablemente
atractiva que bajaba por las escaleras. Sabía que tenía que tratarse de la madre
de Marissa —se daban un aire, la misma constitución huesuda—, aunque le
sorprendió, porque no esperaba que la madre estuvieran tan condenadamente
buena. Iba vestida con una camiseta sin mangas negra y unos tejanos ceñidos
que le realzaban la figura, y había mucho que realzar. Debía de frisar los
cincuenta, aunque tenía unos bonitos brazos bien definidos, unas piernas
fantásticas y las tetas en su sitio. Bueno, al menos parecían estarlo gracias a
todo lo que había para levantarlas. Johnny siempre había sentido cierta
debilidad por las maduras, y pensó que la señora Bloom estaba mucho más
buena que Marissa.
La mujer continuó bajando, y él se la quedó mirando durante todo el
descenso.
—Xan, ésta es mi madre. Mamá, Xan —dijo entonces Marissa.
Johnny se dio cuenta de que a la señora Bloom le había molado
cantidad. Si hubiera estado en un bar, buscando un ligue, habría sido la
primera mujer a la que le habría echado el ojo. La atracción estaba allí, sí,
pero había algo más a ese respecto. Muchas mujeres se sentían atraídas por
Johnny —carajo, si gustaba a casi todas las mujeres del planeta—, pero
cuando lo «deseaban» a rabiar, él percibía una vibración de desesperación, de
deseo vehemente. Siempre reconocía a una mujer infeliz, a una mujer a la que
le faltaba algo en la vida y esperaba a que algún tío se acercara a dárselo. La
señora Bloom sin duda tenía esa expresión.
—Caray, Marissa —dijo Johnny—, no me dijiste que tu madre fuera una
mujer guapísima.
Aquél fue el comienzo perfecto, porque hizo que las mejillas de la
señora Bloom adquirieran una intensa tonalidad rosácea, y Johnny se dio
cuenta de que Adam también se tomaba aquello como un cumplido.
—Tu novio me cae bien —dijo Dana, sintiéndose profundamente
halagada.
—Es un verdadero placer conocerla, señora Bloom. —Johnny le
estrechó la mano con delicadeza. Se dio cuenta de que la mujer llevaba una
alianza, aunque no el anillo de pedida. Probablemente, el anillo estuviera
arriba, en su dormitorio, como Carlos había dicho.
—Me alegro de conocerte —respondió ella con una sonrisa, mirándole a
los ojos—. Puedes llamarme Dana.
Ah, sí, seguro que le gustaba, de eso no había la menor duda. Puede que
luego se la tirara sólo por tirársela; ataría al padre de Marissa y le obligaría a
mirar.
—Vamos —le dijo Adam—. Te serviré una copa.
Johnny dejó que le precediera camino del salón. Marissa parecía
molesta, aunque él les sonrió a ella y a su madre —sus dos mujeres— y
siguió al anfitrión.
—Bueno, ¿qué te apetece? ¿Un vodka con naranja? ¿Una copa de vino?
—le peguntó Adam.
—Bueno, casi no bebo.
—¿En serio? —El hombre pareció impresionado.
—Sí —dijo Johnny—, aunque, puesto que ésta es una ocasión especial,
supongo que una copa de vino estaría muy bien.
Adam sirvió dos copas —un Merlot barato; seguía teniendo la etiqueta
de 6,99 dólares en la botella—, levantó la suya y dijo:
—Za vas.
Ambos bebieron; luego Adam dijo:
—Tengo entendido que eres de Rusia.
—Bueno, de Rusia no. El padre de mi padre era ruso.
—Mi familia es oriunda de Rusia —dijo Adam—. Bueno, en realidad de
Bielorrusia, de Minsk.
—Moscú —dijo Johnny, sonriendo.
—Estupendo, eso es genial —celebró Adam—. ¿Y el resto de tu
familia?
—Francesa y alemana por parte de mi madre, italiana e irlandesa por
parte de mi padre. Hasta tengo un poco de indio norteamericano por el lado
de mi padre. —Johnny no se había preparado nada de aquello; sólo estaba
improvisando sobre la marcha.
—Caray, tienes una familia auténticamente multicultural —dijo Adam
—. Debes de haber tenido una infancia de lo más interesante. —De repente
pareció más loquero que nunca.
—Así es —mintió Johnny—, y también fui un niño muy feliz. —Eh, ya
puestos podía seguir con la patraña hasta el final.
—Eso está bien —sancionó Bloom—. Algo infrecuente en la actualidad.
Y se echó a reír con cierto engreimiento, lo que a Johnny le recordó a
alguien, pero ¿a quién?
—¿Y dónde vive tu familia ahora? —le preguntó su anfitrión.
—En California.
—¿En qué parte?
—En San Diego.
—Tengo entendido que eres... artista.
Dijo «artista» como si le diera asco pronunciar la palabra. Tanto hubiera
dado que dijera «vagabundo» o «maricón».
—En efecto —admitió con orgullo.
—¿Y es algo a lo que planeas dedicarte en cuerpo y alma?
—Por supuesto.
—¿Puedo preguntarte cómo te mantienes?
Johnny se sintió tentado de decir: Bueno, doctor Bloom, va a ser usted
quien me mantenga durante los dos próximos años más o menos. En vez de
eso, respondió:
—Tengo una mecenas.
Gracias, Pollock.
—¿De verdad? —preguntó Adam—. Eso es maravilloso. ¿Alguien
conocido?
—Es una gran coleccionista de arte del Upper East Side, una amiga de
los Guggenheim. Sí, la verdad es que le encanta mi obra.
—Caray. Eso es muy impresionante.
Marissa entró en el comedor y le dijo a Johnny:
—No te estará interrogando, ¿verdad?
—No, no —respondió su padre—. Xan sólo me estaba hablando de su
prometedora carrera de artista.
—Su obra es asombrosa —dijo Marissa con orgullo, cogiendo a Johnny
por la cintura—. Abarca tantísimos estilos.
—Me encantaría ver tu trabajo alguna vez —dijo Adam—. ¿Haces
exposiciones, inauguraciones en galerías?
—Papá —le amonestó su hija.
—Es probable que haga algo dentro de un par de meses —dijo Johnny.
—Bien, no te vayas a olvidar de invitarnos.
—Seguro que no. —Johnny le estaba sonriendo, mientras pensaba:
Luego me voy a follar a tu esposa y a tu hija con ganas.
Dana entró en la habitación y anunció que la cena estaba a punto.
Johnny se disculpó inmediatamente y acompañó a Dana a la cocina para
ayudarla a servir la comida. La mujer había preparado una ensalada, una
especie de sopa de verduras con tomate, pastel de carne y puré de patatas con
salsa. Johnny le dio las gracias por haberse molestado en cocinar para él y le
dijo que le gustaba muchísimo la decoración de la casa. Ella pareció
agradecer muchísimo los cumplidos, y en un momento dado —cuando
pensaba que él no se daba cuenta—, Johnny la pilló examinándolo, dándole
un repaso de pies a cabeza. Cuando la mujer abrió el frigorífico para coger
algo, él aprovechó para echarle un buen vistazo al culo, y quedó seriamente
impresionado. Marissa tenía el culo plano, pero las nalgas de Dana eran más
carnosas, y era más ancha de caderas que su hija. Fabuloso, pensó, esa noche
iba a tener un poco de variedad.
En la mesa, durante la cena, Johnny se comportó con su habitual encanto
y simpatía. Hizo reír a todos, y se dio cuenta de que tanto Marissa como Dana
deseaban su cuerpo. Adam habló muchísimo, dando la tabarra sobre sí
mismo, a todas luces tratando de impresionarle. Marissa había estado en lo
cierto antes, al utilizar la palabra «interrogatorio», porque así fue exactamente
como se sintió Johnny cuando empezó a hacerle preguntas de nuevo, como si
le estuviera interrogando un madero. Y entonces cayó en la cuenta de a quién
le recordaba Adam; no era a un poli, sino al padre Hennessy.
El padre Hennessy, Hennessy el Hijoputa, lo había violado todos los
jueves por la tarde en su despacho de la iglesia, bajo la amenaza de todos los
problemas en los que se metería si alguna vez lo delataba, advirtiéndole de
que lo echarían a patadas de Saint John y acabaría viviendo solo en las calles.
Hennessy era un tipo igual de engreído que Adam Bloom que siempre estaba
haciendo preguntas. Vivía en un piso en Queens, aunque tenía una casa de
verano en algún lugar de las afueras, en Long Island, puede que en los
Hamptons. Tenía una foto de la casa en la mesa de su despacho, y cuando
Johnny era obligado a inclinarse sobre ésta con los calzoncillos bajados,
tratando de «estarse quieto», se quedaba mirando fijamente la foto y se
imaginaba viviendo feliz allí. Después Hennessy se ponía en plan amistoso.
«¿Qué has aprendido hoy en clase? ¿Qué asignatura prefieres? ¿Qué quieres
ser cuando seas mayor?» Y así seguía y seguía, haciéndole preguntas sin
parar. Había planeado matar a Hennessy algún día, vengarse, pero nunca tuvo
ocasión; Hennessy había muerto de una apoplejía cuando él tenía trece años.
Todos los demás chicos fueron al funeral, pero Johnny se quedó en su
habitación del hospicio. Más tarde, esa misma noche, se coló a escondidas en
el cementerio y plantó una enorme cagada sobre la tumba de Hennessy.
—¿Más vino? —preguntó Adam, levantando la botella de Merlot. Iba
por su cuarta copa y empezaba a hablar con lengua de trapo.
—No, gracias —dijo Johnny, que todavía sostenía su primera copa.
Tenía mucho trabajo por delante esa noche, y no quería hacerlo bebido.
Mientras Bloom añadía más vino a su copa, dijo:
—Xan dice que no es un gran bebedor. Eso es realmente impresionante.
Debes de tener mucha disciplina.
—Bueno, estoy segura de que ser artista exige mucha disciplina —terció
Dana.
—Es cierto —corroboró Johnny, sonriendo a la mujer, deseándola—. Y
también mucha pasión.
Dejó que la frase flotara en el aire, mientras la miraba durante un
segundo o dos de más.
—Pero me parece algo ligeramente insólito, ¿no? —siguió Adam—. Me
refiero a escoger ser artista cuando dices que tuviste una infancia feliz. Los
artistas suelen ser obsesivos, infelices y conflictivos, ya sabes, almas
torturadas, como Van Gogh.
Pronuncio el «Gogh» con aquella extraña y petulante forma de hablar,
como si estuviera a punto de vomitar.
—Vamos, papá —dijo Marissa—. ¿Por qué no lo dejas ya?
—¿El qué? —porfió Adam—. Es un hecho, y sólo me pregunto cómo
consiguió superarlo Xan.
—¿Que cómo consiguió superar su infancia «feliz»? —le retrucó
Marissa.
—Sí —dijo él—. Supongo que eso es exactamente lo que estoy
preguntando.
—Fue difícil —dijo Johnny tranquilamente—. Supongo que si hubiera
sido un niño infeliz, me habría resultado más fácil ser artista, ¿sabe? Pero no
creo que haya nadie que sea realmente feliz. Y si no, mírese, doctor Bloom.
Tiene esta fantástica casa, una familia maravillosa y estoy seguro de que se
gana la vida realmente bien, pero le apuesto lo que quiera a que hay algunas
cosas con las que no se siente feliz, ¿me equivoco? Usted no es feliz al ciento
por ciento, ¿a que no?
Adam pareció sentirse repentinamente incómodo, Dana tenía la vista fija
en su regazo, y Marissa mostró una ligera sonrisa, como si estuviera
pensando en un chiste que sólo ella conociera.
—No —dijo Adam al fin—. Supongo que nadie es feliz al ciento por
ciento.
—Exacto —admitió Johnny—. Supongo que en nuestro interior todos
tenemos alguna parte oscura. Lo que ocurre es que algunos sólo tenemos que
hurgar un poco para encontrarla.
Se dio cuenta de que Adam estaba impresionado, y de que también había
impresionado a las mujeres: era un tío tan sensible y profundo.
Durante el resto de la cena, Adam siguió bebiendo y haciendo más y
más preguntas, y Johnny siguió con su juego, dándole las respuestas
perfectas, ganando puntos con toda la familia. Era tan fácil ser querido; lo
único que tenías que hacer era decir las cosas adecuadas, decirle a la gente lo
que quería oír. Cuando Dana comentó que había estado trabajando en el
jardín ese día, le dijo que la jardinería le parecía «fascinante» y le hizo un
montón de preguntas sobre las flores que cultivaba —¿perennes o caducas?—
y si cultivaba frutas y verduras, añadiendo que siempre le había encantado la
jardinería. En un momento dado, Adam dijo que había sufrido un tirón en la
espalda jugando al golf, y Johnny empezó a intercambiar chorradas con él
sobre el golf, haciéndole preguntas del jaez de: «¿Cuál es su hándicap?» y
«¿Cuál es su campo favorito», al tiempo que mentía sobre todo el golf que
había jugado de adolescente. Siempre que pudo, les hizo la pelota a todos,
diciéndoles lo amables, simpáticos e interesantes que eran. Naturalmente,
Adam dejó caer al menos cuatro o cinco veces que era loquero —se sentía tan
asquerosamente orgulloso de sí mismo—, y Johnny, claro, le acarició la
polla, diciéndole lo apasionante que le parecía su trabajo y lo mucho que
respetaba a la gente que «ayudaba de verdad a los demás». Y no se le escapó
que toda aquella mierda se le estaba subiendo al tipo a la cabeza.
Menudo bombazo que era aquello; conseguir embelesar a los Bloom,
engañarlos y hacerles creer que era el tipo fantástico que aparentaba ser. Y
mientras, él era el único que sabía la verdad, el plan de caza, lo que realmente
iba a suceder. Sólo él sabía que no les quedaban más que unas horas de vida.
Se sentía tan poderoso como sólo Dios debía de sentirse: con todo el poder en
sus manos, manipulando las vidas de aquella gente.
Ayudó a Dana a recoger la mesa y a llenar el lavavajillas, y luego a
volver a ponerla para el café y el postre, una tarta de chocolate. Adam se
tomó una copa después de cenar —un chupito de brandy—, ya oficialmente
borracho. Dana y Marissa también estaban un poco achispadas, pero Johnny
ni siquiera estaba entonado.
Tras ayudar a Dana con los platos del postre, regresó al salón. Bloom
debía de haber ido al baño o lo que fuera; Marissa y Johnny estaban solos por
primera vez en toda la noche. Ella se acercó y le rodeó la cintura con los
brazos. Su aliento olía a chocolate y vino.
—Bueno, ¿qué tal lo hago? —preguntó Johnny.
—Has estado maravilloso —dijo ella—. Mi padre me estaba diciendo lo
mucho que le gustas, y eso es algo que jamás ha dicho de ninguno de los
chicos con los que he salido. —Se pegó un poco más a él y, mirándole los
labios, susurró—: ¿Quieres subir a mi habitación?
—Sí, me encantaría —dijo Johnny. Ya en el vestíbulo, añadió—: ¿Me
puedes coger la cazadora? Necesito algo que tengo allí.
—Por supuesto —dijo ella, sonriendo, pensando probablemente que
tenía que coger los condones.
Le llevó la cazadora, y entonces subieron a su habitación. Mientras
caminaba delante de él, Johnny aprovechó para mirar por el pasillo,
resolviendo que la habitación de los padres de Marissa estaba al final de
aquel corredor.
Marissa puso Watermark, de Enya —¿por qué todas las mujeres del
mundo tenían ese álbum?—, cerró la puerta con llave, le cogió de la mano y
lo condujo hacia la cama. Al igual que el día anterior, cuando empezaron a
besarse, ella le puso la mano en la entrepierna, pero en esta ocasión él no se
apartó.
—¿Puedes bajar un poco la música? —le pidió Johnny—. Me distrae.
En realidad la música no le estaba distrayendo en lo más mínimo —nada
le distraía jamás cuando estaba en situación—, pero quería que Adam y Dana
pudieran oír alto y claro todos los ruidos del sexo.
Cuando volvió a la cama, le aplicó el tratamiento amoroso de Johnny
Long al completo. Se tomó su tiempo, utilizando todas las técnicas que había
ido perfeccionando a lo largo de los años. Rindió homenaje al cuerpo de
Marissa, atento a lo que la ponía cachonda y a lo que no. Por fin, cuando ya
prácticamente se lo estaba suplicando, descendió sobre ella y comenzó a
devorarla con la boca. Ella empezó gimiendo en voz baja, pero cuando
Johnny se metió a fondo, la chica perdió el control, olvidando probablemente
dónde estaba. Él siguió allí abajo mucho tiempo, dándole placer una y otra
vez.
Cuando terminó, Marissa estaba tan anonadada, tan plenamente
satisfecha, que tardó varios minutos en recuperarse y poder hablar.
—Dios mío —dijo—. Ha sido alucinante. Nunca me había corrido de
esta manera..., jamás.
Puede que las mujeres siempre les dijeran cosas así a los hombres en la
cama, pero en el caso de Johnny lo decían en serio.
—Puedo repetirlo tantas veces como quieras —bromeó él.
Hicieron el amor, y Johnny la hizo correrse como ningún tío lo había
hecho antes. Pero, en resumidas cuentas, ¿quiénes eran sus competidores?
Marissa sólo tenía veintidós años. Lo más probable era que hubiera estado
con diez tíos en toda su vida, eso a lo sumo, y casi seguro que todos habrían
sido unos amantes inmaduros y torpes como aquel capullo de Darren. Sí,
como si semejante comadreja supiera la manera de satisfacer a una mujer.
Esa chica nunca había estado con un verdadero hombre, con un auténtico
casanova, y todo lo que él le diera le parecería mucho. A medida que se fue
acercando a su propio orgasmo, empezó a gruñir cada vez con fuerza hasta
que prácticamente el gruñido casi se convirtió en grito, para que Adam y
Dana no tuvieran ninguna duda de lo que estaba pasando en la habitación de
su hija.
Después, tumbado en la cama con Marissa, mientras esperaba a que se
quedara dormida para poder pegarle un tiro y poner su plan en marcha, ella
musitó:
—Creo que me estoy enamorando de ti.
Siempre que Johnny oía aquella palabra, «enamorarse», le entraban
ganas de echarse a reír. Menuda gilipollez era eso del amor. Nada más que
una palabra que la gente se decían unos a otros porque suponían que tenían
que decirla, porque se la habían oído decir a los actores en las películas.
—¿En serio? —dijo, siguiéndole el juego—. ¿No te parece que es
demasiado pronto?
—No —dijo Marissa—. Sé lo que siento. No es lo mismo que con los
demás chicos. Me siento muy unida a ti.
Carajo, Johnny estaba impresionado... consigo mismo. Había hecho un
trabajo perfecto, realmente. Una cosa era ligarse a una mujer en un bar y
follársela —eso era algo que podía hacer cualquier tío—, pero ¿cuántos eran
capaces de hacer que una chica escogida al azar te dijera: «Te amo» en sólo
una semana?
—Yo siento lo mismo —dijo él sinceramente.
—¿De verdad? —Los ojos de Marissa se agrandaron.
—Sí —insistió él—. ¿Qué te voy a decir?, sé que no hace mucho que
nos conocemos, pero realmente me siento muy unido a ti. No creo que sea
posible enamorarse de alguien con tanta rapidez.
No se explicaba cómo era capaz de decir todas esas cosas sin vomitar.
Ella estaba tan entusiasmada que empezó a besarle y a rodar con él sobre la
cama, diciendo cosas como: «Oh, Dios mío» y «Estoy tan excitada». Johnny
no comprendía cómo una sola palabra, «amor», hacía tan feliz a las personas.
A veces tenía la sensación de que era la última persona cuerda sobre la faz de
la tierra.
Él también estaba excitado, aunque no por los motivos que Marissa
creía. Estaba excitado por la situación en general: conseguir que una chica le
declarase su amor y luego matarla a ella y a sus padres, poniendo fin a sus
vidas estúpidas y absurdas; la cosa no podía ser mejor. El único coñazo es
que era demasiado pronto; al cabo de una o dos horas a lo sumo, todo llegaría
a su fin. Se largaría con el anillo de compromiso, otras joyas y todo lo que
pudiera llevarse encima, pero había puesto tanto esfuerzo en ese asunto, en
conseguir que Marissa se enamorase de él, en que su familia se prendara de
él, que le pareció un desperdicio no conseguir más. Calculó que Adam Bloom
tenía que valer millones; sólo la casa tenía que valer al menos dos millones.
Parecía una locura largarse sin más.
Si algo tenía esa chica era que le encantaba hablar, y estaba tan contenta
y «enamorada» que no hubo manera de que se callara. No paró de darle a la
sin hueso, hablando de aquellas cosas tan aburridas: que si no estaba segura
de lo que quería hacer con su vida, que si le gustaba el arte, pero no estaba
segura de que quisiera trabajar en una galería, y bla, bla, bla. Había estado
considerando irse a vivir a Praga, pero ahora que había conocido a Xan ya no
lo tenía tan claro. Estaba pensando en solicitar plaza en una universidad para
hacer un curso de maestría si no le surgía ningún trabajo en un museo.
Johnny se comportó como si estuviera interesado, haciendo, de vez en
cuando, sugerencias del jaez de: «Deberías hacer lo que te haga feliz» y
«Tienes que seguir los dictados de tu corazón».
—Bueno, ¿qué te parecen mis padres? —le preguntó.
—Me parecen fantásticos.
—¿Sí?, no sé... —dijo ella—. Ya sabes, son buenas personas, y les
quiero, pero a veces se hace tan difícil vivir aquí con ellos.
Johnny hizo un gesto con la cabeza, como dando a entender que le daba
lástima. Sí, por supuesto.
—Me pareció gracioso cuando les hablaste de lo felices que eran —dijo
Marissa—, porque últimamente lo han pasado fatal y no han parado de
pelearse. De acuerdo, estos días han sido de lo más estresantes, con lo del
tiroteo y la atención de todos los medios de comunicación, pero de lo que no
hay ninguna duda es de que no son la pareja más feliz del mundo. —De
pronto aparentó tener un gran secreto, y le dijo—: No te creerás de lo que me
enteré el otro día.
—¿De qué? —preguntó Johnny, mirando a través de la habitación su
cazadora de cuero, colgada de la silla junto a la mesa.
—Mi madre está engañando a mi padre —susurró ella.
—¿En serio? —lo dijo como si le sorprendiera. La verdad es que se
había dado cuenta de que la madre era de las que tonteaban, de las que
siempre andaban mirando. Johnny Long jamás se equivocaba al juzgar a una
mujer, nunca.
Marissa le contó que se había enterado por una amiga que su madre
estaba engañando a su padre con un tipo llamado Tony, un monitor del
gimnasio al que iba. Así que se pirraba por los deportistas. Eso tampoco le
sorprendió mucho. Las adúlteras siempre se pirraban por lo contrario de lo
que tenían en casa.
La chica quería echar otro polvo, y Johnny pensó: Joder, ¿qué va a ser
necesario para conseguir que esta tía se quede dormida? Otro orgasmo
alucinante pareció surtir efecto. Marissa se acurrucó contra él, le apoyó la
cabeza en el pecho y empezó a quedarse traspuesta. Era casi medianoche, así
que Johnny calculó que Adam y Dana estarían probablemente en su
dormitorio, durmiendo o empezando a quedarse dormidos.
Cuando Marissa empezó a roncar ligeramente, supo que podría matarlos
a todos en ese mismo instante. Podía meterle una bala en la cabeza a la chica
y luego matar a sus padres; podría acabar en cinco minutos, diez a lo
máximo. Pero si los mataba esa noche, lo único que obtendría sería el dinero
y las joyas de la casa. Tenía una idea mejor, una manera de conseguir «todo»
el dinero de Adam Bloom, además de su coche, su casa y todo lo demás.
El único inconveniente era que no podría matarlos a todos esa noche.
No, para hacer que aquello diera resultado tendría que matarlos uno a uno.
16

Dana estaba en el baño, mirándose en el espejo mientras se aplicaba una


crema hidratante, cuando Adam entró.
—Escúchalos ahí dentro, esto es absurdo —dijo.
—No es para tanto —replicó ella.
—Venga ya —dijo él—. Esto es algo más que portarse mal para llamar
la atención, y encuentro esta actitud sumamente inapropiada y pasota.
—Me parece que no estás siendo justo —puntualizó su esposa.
—¿De verdad? ¿Así que esto es culpa mía?
—Tampoco es culpa tuya. Ella no está haciendo ningún ruido, es él.
¿Qué es lo que está haciendo ella de malo exactamente?
Adam lo consideró antes de responder.
—Bueno, ¿pues qué problema tiene ese chico? ¿Por qué tiene que ser
tan ruidoso?
—Quizá piense que las paredes son más gruesas de lo que son, o quizá,
no sé, no sea capaz de controlarse. Aunque la verdad es que me parece que
últimamente has sido demasiado duro con Marissa. Le dijiste que querías
conocer a sus novios antes de dejar que se quedaran a dormir, y has conocido
a su novio. ¿Qué más puede hacer la chica?
—Hay cosas que un padre no debería tener que oír —sentenció Adam.
—Trata de ignorarlo.
—¿Cómo puedo ignorarlo cuando tengo la sensación de estar en la
habitación con ellos?
Dana estaba frotando la crema en las marcadas arrugas de su frente,
pensando en que pronto tendría que rendirse a la evidencia y pincharse
Botox.
—Es una preciosa chica de veintidós años —dijo—. No puedes impedir
que tenga relaciones sexuales.
—Oh, vaya si puedo.
—¿Oh, en serio? ¿Qué vas a hacer?, ¿obligarla a llevar un cinturón de
castidad?
—No tengo por qué permitirle que siga teniendo relaciones sexuales en
nuestra casa, eso es lo que puedo hacer.
—Escúchate, «permitirle». Bueno, ¿y qué es lo que quieres que haga?
¿Prefieres que lo haga en los coches? ¿En los hoteles?
Xan estaba gruñendo como un loco.
—Esto es ridículo —dijo Adam, y salió del baño hecho un basilisco.
Después de terminar con su hidratación, Dana entró en el dormitorio,
donde él caminaba de un lado a otro de la habitación. Seguían oyendo los
gruñidos y gemidos de Xan.
—Me están entrando ganas de ir a aporrear la puerta.
—No puedes avergonzarla de esa manera.
—¿Es que se supone que tengo que estar escuchando esto toda la noche?
—Ve a dormir abajo o enciende la tele y mira el programa de Jay Leno,
si no lo quieres oír.
—¿Por qué tengo que ahogar los ruidos de las relaciones sexuales de mi
hija?
—Por la mañana hablamos con ella y le pedimos que le diga a Xan que
de ahora en adelante se contenga, pero esta noche no podemos hacer nada al
respecto. ¿Qué quieres que te diga?, lo más probable es que ahora mismo se
sienta sumamente incómoda. ¿Qué se supone que tiene que decirle? Además,
estoy segura de que Xan no es consciente de lo ruidoso que es, y en cuanto
ella hable con él de esto, todo irá bien. El chico te gusta mucho, ¿a que sí?
Adam dejó de dar vueltas y respiró hondo, como si detestara tener que
admitirlo.
—Sí, creo que es un chico fantástico.
—Bueno, a mí también me gusta —convino ella—. Me parece
increíblemente amable y encantador, y atractivo, así que creo que no
deberíamos quejarnos. Marissa podría escoger mucho peor.
Dana se dio cuenta de que Adam la estaba mirando de una manera
extraña, con los ojos entrecerrados, como si estuviera tratando de entender
algo.
—¿Qué pasa? —le preguntó ella.
—Nada —respondió, y encendió el televisor para ver The Tonight Show
en el momento en que Leno hacía su monólogo. El ruido del televisor no
ahogó completamente los gemidos de Xan, aunque ayudó.
Adam se sentó a los pies de la cama, mirando la tele con expresión
ausente. Dana, al igual que le había pasado varias veces durante la última
semana, no pudo evitar ponerse paranoica. Siempre que su marido parecía
especialmente distante o la miraba de forma extraña o se comportaba de
manera insólita, no podía evitar preguntarse si no habría averiguado lo de ella
y Tony, o si sospechaba algo.
—Estaba pensando que es... interesante —dijo Adam.
—¿Qué es lo que es interesante? —El corazón le latía con violencia.
—La manera en que describiste a Xan. Hace muchísimo tiempo que no
te había oído hablar así, diciendo que otro hombre es atractivo.
—¿De qué estás hablando? —dijo Dana, mostrando indignación y
probablemente exagerando la nota—. Sólo he hecho un comentario acerca de
él, eso es todo. Es un chico guapo. Se parece mucho a Johnny Depp, ¿no te
parece?
—Estuvo tonteando contigo hasta hartarse.
—No es verdad. —Ella sabía que Xan había estado tonteando con ella;
sólo que no quería tener un altercado por eso.
—Vamos, fue tan evidente.
—Me di cuenta de que me estaba prestando atención, sí, pero yo no lo
llamaría tontear. Venga, hombre, si es el novio de Marissa, por Dios bendito.
—Sólo hacía una observación, nada más, y quería que supieras cómo me
hace sentir eso. Me hace sentir incómodo. Me hace sentir celoso.
Seguía en una fase de cabreo en la que no paraba de proclamar sus
sentimientos sin miramientos. Era tremendamente agotador.
—Pues lamento que te sientas así —dijo Dana. Entonces, deseando
cambiar de tema, dijo—: Sigo pensando que no deberías ser tan duro con
Marissa. No puedes estar imponiéndole una norma tras otra. En algún
momento tienes que retroceder y dejarla vivir su vida.
Como si hubiera estado esperando el momento justo, oyeron a Xan en la
otra habitación, prácticamente gritando.
—Voy a salir a dar un paseo —dijo Adam, y se marchó del dormitorio.
Dana se metió en la cama y apagó la luz. Era tan raro que Adam se
pusiera celoso; esperaba que no fuera más que eso. Pensó que se había estado
comportando con bastante naturalidad últimamente, ni de lejos tan deprimida
como había estado después de terminar la aventura con Tony, aunque podría
ser que Adam se hubiera percatado de algo y lo estuviera proyectando en ella.
Oh, por Dios, ¿qué le estaba pasando? De un tiempo a esa parte llevaba
oyendo tanto aquella jerigonza psicológica de su marido que ya estaba
empezando a pensar como él.
Aunque no había hablado con Tony desde la noche que se fue de su
piso, le había echado muchísimo de menos y se le hacía muy duro no tener
ningún contacto con él. El monitor le había enviado varios mensajes de texto
y la había llamado y dejado mensajes en el móvil, y unas cuantas veces Dana
había sucumbido y le había devuelto la llamada. Sí, últimamente las cosas
iban mejor con Adam, aunque ya no estaba segura de lo que significaba
«mejor». ¿Mejor que qué? ¿Mejor que cuando se había sentido desdichada?
Puede que estar en un matrimonio ligeramente mejor que deprimente fuera lo
bastante bueno para algunas mujeres, pero para ella no. Se sentía atrapada
con Adam, y la idea de un matrimonio distante y de tener las mismas peleas
una y otra vez durante el resto de su vida casi se le antojaba insoportable.
Aunque apreciaba que Adam estuviera esforzándose en cambiar, no le
parecía que fuera un esfuerzo serio y sincero. ¿La había llevado a cenar a
algún sitio agradable o quizá la había sorprendido con una escapada de fin de
semana? No, había aparecido en casa con un disfraz de animadora. ¿El
psicólogo, el supuesto experto en conflictos conyugales, pretende salvar su
matrimonio tratando de animar a su esposa a representar una escena propia de
Una aventura muy caliente? ¿De verdad era eso lo mejor que era capaz de
discurrir? Resultaba patético con mayúsculas. Lo irónico era que, aunque le
había dicho que se sentía ridícula poniéndose el conjunto, lo cierto era que se
sentía incómoda poniéndoselo «para él». Durante su aventura con Tony, se
había disfrazado muchas veces —de colegiala, de criada, de azafata y, sí, una
vez hasta de animadora—, pero, por lo que fuera, vivir sus fantasías sexuales
con un joven objeto sexual como Tony le parecía mucho más normal que
hacerlo con el maduro psicólogo de su marido. Y sin duda ésa no era la
píldora mágica que resolvería los problemas conyugales entre ambos.
Pero la única alternativa que podía seguir con Adam era divorciarse de
él, y la sola idea de volver a estar sola la aterrorizaba. Conocía a unas cuantas
mujeres del barrio que se habían divorciado recientemente, y todas eran
desdichadas y estaban solas. ¿Qué iba a hacer?, ¿empezar a salir con
hombres? Ni siquiera recordaba cómo se hacía eso. Y a todo esto, ¿cómo se
conocía la gente hoy día?, ¿en Internet? ¿Y qué haría?, ¿colgar alguna foto de
ella, retocada, con la luz perfecta, donde pareciera diez años más joven, sólo
para decepción y asco de los tíos cuando la conocieran? Su ego no podría
soportar semejante cosa. Parecían salirle nuevas arrugas cada día, y era
imposible que pudiera competir con las veinteañeras y treintañeras que
estuvieran interesadas en el mismo hombre. Luego, al cabo de unos años,
cuando fuera una cincuentona, aún sería más difícil encontrar a alguien. Si
tenía mucha suerte, si tenía una suerte increíble, entonces, algún día, puede
que dentro de cinco o diez años, cuando rondara los sesenta, tal vez tuviera la
oportunidad de conformarse con alguien que —en el mejor de los casos—
fuera exactamente igual que Adam: un tío bastante decente con algunas
cualidades irritantes. ¿Qué sentido tenía pasar por todo ese dolor, con toda
probabilidad haciendo añicos unos años de su vida a causa de toda la tensión,
por la remota posibilidad de acabar exactamente donde estaba en ese
momento?
Adam regresó de su paseo o de donde hubiera estado, y se metió en la
cama.
—¿Han parado ahí dentro? —preguntó.
—Sí —respondió Dana.
—¡Gracias a Dios! —exclamó, se dio la vuelta del otro lado y se quedó
dormido sin darle las buenas noches.

Cuando Dana se despertó, su marido no estaba en la cama con ella. Bajó a la


cocina y vio que había hecho café, aunque, como era habitual, apenas si le
había dejado una taza. ¿Y era «él» quien la llamaba pasota? Sabía muy bien
que a ella le gustaba tomarse dos o tres tazas por la mañana.
Estaba poniendo café con una cuchara en la cafetera cuando oyó que
alguien entraba en la cocina. Se volvió, preparada para enfrentarse a Adam, y
vio a Xan. Llevaba los mismos vaqueros de la noche anterior y una camiseta
sin mangas blanca. Tenía el pelo revuelto de acabarse de levantar de la cama,
pero en aquel joven casi resultaba estiloso. Reparó en lo guapo que era; por
alguna extraña razón resultaba aún más atractivo con el desaliño matinal,
como si pudiera ser un modelo de ropa interior..., y entonces se sintió
avergonzada porque la estaba viendo sin maquillar.
—Perdón —dijo él, sonriendo—. Espero no haberte asustado.
—No —le tranquilizó—. Es sólo que... pensé que eras mi marido.
Xan la miró de la misma forma que la noche anterior, con aquella
especie de coquetería que tanto se parecía a la manera en que Tony la miraba
a veces, y entonces dijo:
—Hace un día hermoso, ¿verdad?
Había cierto tono insinuante en su voz, sobre todo en la manera de
pronunciar «hermoso», como si no sólo estuviera llamando hermoso al día,
sino a ella también. Lo cual parecía bastante evidente, porque no hacía un día
particularmente bonito. Estaba nublado y hacía un poco de frío.
—Sí, lo hace —convino ella—. Bueno..., esto..., ¿se ha levantado
Marissa ya?
—Ah, sí, se ha levantado —dijo Xan—. Me pidió que le subiera un café.
—Pues no puede ser más oportuno, ¿verdad? —dijo Dana—. ¿He de
hacer también para ti?
—No, gracias, no bebo café. No necesito nada para ponerme en marcha
por la mañana.
Le sonrió de una manera ligeramente provocativa. Con cualquier otro
chico —en especial con cualquier otro novio de Marissa—, podría haberse
sentido ofendida, pero por lo que fuera no era ése el caso con Xan. Sin saber
por qué, su coqueteo resultaba pertinente, acorde con su personalidad..., y, sí,
no podía evitar sentirse un poquito halagada por la consideración. Era bueno
sentirse atractiva, aunque fuera a primera hora de la mañana y llevara una
sudadera y una camiseta holgada.
Mientras se hacía el café, Xan empezó a hablar con ella de trivialidades,
preguntándole dónde se había criado y si le gustaba vivir en Forest Hills, y a
Dana le gustó la manera en que parecía interesarse en lo que le decía,
mirándola con atención, sin que pareciera completamente en las nubes, como
siempre ocurría con Adam cuando le estaba hablando. Entendía que a
Marissa le gustara tanto aquel chico. No sólo era muy atractivo, inteligente y
talentoso, sino sincero, y parecía una persona buena de verdad. Era la clase
de chico de la que ella podría haberse enamorado fácilmente hacía veinte o
treinta años.
Más tarde, cuando Xan volvía a estar arriba con Marissa y estaba sola en
la cocina, tomándose un yogur con plátano y uvas pasas con el café, Adam
entró en casa por la puerta trasera con el sudor cayéndole por la cara. Era
evidente que había estado corriendo.
—Buenos días —dijo, en parte sin aliento.
—Buenos días —respondió ella, tratando de decidir si debía decir algo
acerca del café. Sabía que él haría una montaña si lo hacía y lo convertiría en
otro «debate» en plena regla y aprovecharía la oportunidad para «expresarse»
una vez más; Dana todavía no estaba despierta del todo y no le parecía que
tuviera energías para tanto. Entonces se le ocurrió que aquella fase de la
terapia de Adam era en realidad una manera de cerrarle la boca, una forma de
conseguir que ella no se expresara en lo más mínimo. Quizá su marido
pensaba que estaba aportando franqueza al matrimonio, pero las discusiones
eran tan aburridas que el resultado final era que a Dana se le quitaban las
ganas de hablar de nada con él. Al final, el deseo de Adam de «comunicarse»
se había convertido en una manera muy efectiva de cortar la comunicación
por completo.
—¿Sigue Xan aquí? —preguntó.
—Sí —respondió, sin levantar la vista del yogur.
Adam respiró hondo.
—Procura no pensar en ello —le aconsejó Dana.
—Es que está tan fuera de lugar.
Uy, Dios mío, otra vez no.
—Ha tenido otros novios que han pasado la noche aquí antes que ahora
—le recordó.
—Sí, pero a este chico apenas lo conoce.
A Dana no le apetecía enzarzarse en otra discusión sin sentido; era
demasiado temprano para el drama. Así que sin mediar otra palabra, cogió su
café y el tazón de yogur y frutas y se fue al comedor, pensando: No eres el
único que puede hacer callar al otro en este matrimonio.
Después de desayunar, limpió un poco e hizo la colada —quería
contratar a otra asistenta, pero todavía no se había puesto a buscarla—, y
entonces el sol apareció, así que salió al patio trasero y trabajó un poco en el
jardín. Ya había plantado la mayoría de los bulbos para la próxima
primavera, pero añadió algunos tulipanes y narcisos más y recortó un poco
los setos de rosas y forsitias. Mientras estaba trabajando con la podadora,
sonó su móvil. Cuando vio el número de Tony en la pantalla, no pudo evitar
sentirse excitada; esto le había venido ocurriendo últimamente siempre que él
intentaba ponerse en contacto con ella. Su primera reacción era excitarse
sexualmente —se mojaba de verdad entre las piernas—, pero entonces se
entrometía la lógica y se sentía ofendida, pues le parecía que Tony la estaba
acosando y que no la dejaría en paz. Dejó que el buzón de voz saltara y
cambió el timbre de llamada a la modalidad de vibración, pero al cabo de
unos minutos la volvió a llamar. Ignoró también esa llamada, pero cuando
Tony llamó por tercera vez, le empezó a preocupar que su ex amante
estuviera traspasando cierto límite y se estuviera obsesionando. Se acordó de
cuando le había enviado flores a casa, y se estaba temiendo que hiciera algo
así una vez más o algo peor: que apareciera en la puerta. Apagó el teléfono,
detestándose por haber dejado que las cosas llegaran a aquel extremo. Que
fuera infeliz en su matrimonio no significaba que tuviera que joderse la vida.
Podría haber acudido a un psicoterapeuta e intentar resolver las cosas. Sus
problemas tenían solución.
Pese a mantener el teléfono apagado, se puso paranoica con la idea de
que Tony intentara llamar al teléfono de casa o que se presentara y llamara a
la puerta. Adam llevaba todo el día en casa, leyendo y viendo la tele, y
resultaba difícil estar cerca de él y actuar con normalidad. Él le preguntó
varias veces si todo iba bien, a lo que le respondió que muy bien, que sólo se
sentía un poco cansada. Xan se había marchado pronto, y luego, a eso de las
cinco, Marissa salió de casa con su mochila de fin de semana. Adam no
quedó precisamente encantado con esto, aunque tampoco montó ningún gran
escándalo. Tal vez estuviera empezando a darse cuenta de que su hija era una
persona adulta, capaz de tomar sus propias decisiones, y que él no podía
impedirle hacer lo que quisiera.
Dana y Adam cenaron —los restos de la noche anterior— y la verdad es
que resultó agradable disponer de algún tiempo para estar juntos a solas. A lo
mejor estaba empezando por fin a superar lo de Tony, porque por primera vez
en meses o más se lo pasó bien con su marido. Hablaron de minucias —
películas, programas de televisión, chismes del barrio—, pero para cambiar
fue un alivio no hablar sobre el robo ni lanzarse mutuamente al cuello del
otro. Dana se preguntó si de un tiempo a esa parte no habría sido demasiado
crítica con Adam, exagerando sus defectos e ignorando las cosas que le
gustaban de él. Era evidente que su marido estaba esforzándose en cambiar,
interesándose por ella mucho más de lo que venía siendo habitual, y entonces
también decidió cambiar su comportamiento. Después de todo, ella no había
sido sin duda ningún angelito en ese matrimonio.
Así que tomó la iniciativa con el sexo. Después de la larga sequía por la
que habían pasado, fue un poco violento. La primera vez Adam se corrió
demasiado deprisa —llevaba años teniendo cada tanto problemas con la
eyaculación precoz—, pero Dana no dejó traslucir su decepción porque sabía
lo sensible que era él acerca de sus disfunciones ocasionales. Pensó que ahí
se acababa todo —puede que utilizara su juguete sexual o que se pusieran a
dormir—, pero, sorprendentemente, él consiguió tener otra erección, y
volvieron a hacer el amor. Dos veces en una noche; debía de ser la primera
vez en por lo menos diez años que hacían algo así. En aquel segundo asalto,
Adam duró mucho más, y Dana le sacó todo el partido que buenamente pudo.
Nunca había pensando que su marido fuera increíblemente atractivo, aunque
en tiempos le había parecido que tenía un buen pecho, así que, aunque ya un
poco más flácidos que lo que habían sido, se concentró en aquellos
pectorales, imaginando que tenían el mismo aspecto que antaño. Como es
natural, sus fantasías sólo le sirvieron hasta cierto punto. Era realmente difícil
no comparar a Adam con Tony, y pese a las limitaciones intelectuales del
monitor, en lo tocante al erotismo puro y duro no había punto de
comparación. El sexo con ese chico siempre era espontáneo, salvaje, intenso,
pero el sexo con Adam era..., bueno, el sexo con Adam. Como si estuviera
viendo una película que hubiera visto ya docenas de veces, siempre sabía
exactamente lo que venía a continuación. Pero cuando rebajó sus expectativas
y se centró en lo bueno y no en lo malo —sin duda alguna Adam era mucho
más tierno que Tony—, el sexo resultó realmente bueno.
A la mañana siguiente él se marchó temprano al club de campo de Great
Neck para su partida de golf. Más tarde, esa misma mañana, Dana fue al
supermercado en el todoterreno e hizo acopio de provisiones para la semana.
Se pasó un rato en la sección de libros, echándole un vistazo a algunas obras
de autoayuda con títulos tales como Cómo sobrevivir a una aventura amorosa
y Cuando tu aventura termina. Había un par de personas con aire culpable
que estaban leyendo sendos libros con títulos parecidos, y se preguntó: ¿De
verdad esperan los editores que la gente compre libros con estos títulos? La
opinión general era que las aventuras siempre acababan mal para todas las
partes involucradas, y la lectura la ayudó a convencerse de que había tomado
la decisión correcta al terminar la suya con Tony y cortar de raíz, antes de que
la situación pudiera pasar a mayores.
Cuando regresó a casa, vio el Mercedes en el camino de acceso. No
había señales de Adam abajo, así que supuso que estaría en el piso de arriba,
duchándose o viendo la tele. Marissa estaba en su habitación, o eso parecía;
el estéreo estaba a toda pastilla. Llevó todas las provisiones desde el coche a
la casa, empleando en ello varios viajes. Empezó a abrir los envases, que
incluían un paquete de veinticuatro unidades de papel higiénico, toallas de
papel y una provisión de cajas pantagruélicas de Cheerios suficiente para
todo el año.
Estaba guardando dos botes descomunales de salsa de mango cuando
oyó abrirse y cerrarse de golpe la puerta principal. Un instante después,
Adam entraba en la cocina como un vendaval. Tenía la cara terriblemente
magullada y cubierta de sangre, y el pelo empapado.
—¡Puta de mierda! —le gritó.
Dana estaba completamente confundida y aterrorizada. Miró fijamente a
su marido durante unos segundos antes de hablar.
—Dios mío, ¿qué... qué te ha ocurrido?
—¿Por qué? —le preguntó él, con la boca ensangrentada y salpicándola
de saliva al hablar—. Dime sólo por qué. ¿Por qué? ¿Por qué mierda?
Naturalmente ella pensó: Ay, no, es por lo de Tony.
—¿Por qué no me lo dijiste? —insistió él—. ¿No es eso lo que hago yo
siempre? ¿No hablo contigo?
Aunque Dana no sabía con certeza si eso tenía que ver con Tony. No
podía darlo por sentado.
—No sé de qué narices... —empezó a decir, haciéndose la tonta.
Adam la agarró del brazo.
—¿Por qué? Sólo dime por qué. Después de todo lo que he hecho. He
dado todos los pasos posibles, y hecho todo lo que he podido para salvar este
matrimonio, ¿y esto es lo que me haces? ¿Humillarme? ¿Es que no te parece
que ya he tenido bastante humillación últimamente? ¿Crees que necesitaba
esto?
—Me estás asustando —dijo ella con voz temblorosa—. No tengo ni
idea...
—Lo sé, ¿de acuerdo? —Seguía apretándole el brazo y mirándole con
dureza a los ojos—. Ya no tienes que mentirme, ¿vale? Lo sé, ¿de acuerdo?
Lo sé todo, joder.
Por Dios, aquello era surrealista. Dana tuvo la sensación de estar
cayéndose, de desplomarse.
Le sostuvo la mirada a Adam, que seguía pareciendo trastornado. Tenía
la mejilla izquierda muy magullada, el ojo izquierdo parcialmente cerrado; la
sangre se le acumulaba en el labio inferior.
—No... sé de qué me estás hablando —dijo al fin Dana.
—Ah, deja de decir chorradas de una vez —le espetó Adam—. ¿No
puedes hacer eso por mí? ¿No me puedes mostrar ni un ápice de respeto?
—Me estás haciendo daño.
—¿Qué te hago daño? Ésa sí que es buena. —Le apretó el brazo con
más fuerza durante unos momentos, y luego la soltó.
Dana se sujetó el brazo, mirando al suelo —a cualquier parte menos a
Adam— y pensó: Tal vez esté equivocada. Puede que no tenga nada que ver
con mi aventura con Tony.
—Pero ¿por qué estás así? —preguntó—. ¿Qué es lo que te pasa?
—¿Por qué no puedes admitirlo sin más?
—¿Admitir qué? —preguntó ella con un hilo de voz.
—¡Que te lo estás tirando! —gritó él, sosteniendo un trozo de papel
delante de su cara. La mano le temblaba muchísimo, así que era imposible
que ella pudiera leerlo. Parecía como si lo hubieran arrugado y estaba
manchado de rojo, puede que de sangre. Entonces se dio cuenta de que se
parecía mucho a la otra nota que les habían dejado en casa, aquella en la que
habían amenazado a Adam. Ahora sí que su confusión fue absoluta.
—¿Qué..., qué es eso? —preguntó.
—Léelo.
—No... no puedo leerlo. Se te mueve la mano.
—Es del tipo que te has estado tirando... Tony —dijo, escupiendo las
palabras, esparciendo la saliva.
Dana estaba algo más que mareada, como si ya no le quedara ni gota de
sangre en la cabeza. Sentía que las piernas estaban a punto de doblársele, de
ceder bajo su peso.
—¿Cómo has podido hacerme esto? —preguntó Adam—. Dame sólo
una razón. Quiero saber el porqué. ¿Por qué? ¿Por qué?
—No es lo que piensas —respondió ella.
—¡Oh, cállate! —gritó—. ¡Cállate de una puta vez!
Dana jamás le había visto de aquella manera, tan furioso y enloquecido.
Gracias a Dios, estaban abajo y no en el dormitorio. Él seguía teniendo
aquella pistola en el armario empotrado.
—No ocurrió nada —dijo ella, en un intento desesperado.
Adam le lanzó una mirada feroz, como si la odiara, como si deseara
matarla, y entonces masculló:
—¿Piensas que eres la única? ¿Eh? ¿Crees que eres la única que es
desdichada en este matrimonio?
—Nunca he dicho que fuera des...
—¿Crees que eres la única que ha tenido ganas de engañar? ¿Acaso
piensas que cuando te arrastré a la terapia matrimonial era una hombre
felizmente casado?
Dana empezó a llorar, no porque se sintiera triste por ella, sino porque
empezaba a entender lo mucho que había herido a Adam.
—Lo siento muchísimo —dijo—, pero tú no...
—¿Es que piensas que eres la única que tiene sorpresas guardadas?, ¿la
única con secretos? Pues bien, tengo un secreto que contarte. Yo tampoco he
sido fiel, precisamente. Bueno, ¿cómo te sienta eso? ¿Es agradable o duele?
Se la quedó mirando fijamente, esperando a ver su reacción, pero ella no
tuvo ninguna. Dana pensó que le estaba mintiendo con el único propósito de
herirla.
—Por favor —le suplicó—, no tienes que decir ciertas cosas sólo para
desquitarte. Si me dejaras expli...
—Fue con Sharon. —La sonrisa de Adam fue alegre, casi demente—.
Así es, con tu «amiga» Sharon. Lo hicimos en mi despacho, exactamente en
mi diván.
Dana no le creyó.
—Oh, déjalo ya.
—¿Qué? ¿Crees que me lo invento? —porfió Adam—. Te juro sobre la
tumba de mi padre, te juro por mi vida, te lo juro por la vida de Marissa que
no me lo invento. Me follé a tu mejor amiga. Me la folle bien follada.
—¿Qué está pasando aquí?
Dana se giró y vio que Marissa había entrado en la cocina. No tenía ni
idea de cuánto tiempo llevaba allí.
—Nada, déjanos solos unos minutos —dijo.
—Oh, Dios mío, papá, ¿qué te ha pasado en la cara?
Adam seguía sonriendo de aquella extraña manera, como si fuera un
enfermo mental.
—Vete arriba —insistió Dana.
—¿Por qué? —le contradijo Adam—. Esto ya es vox pópuli, y terminará
enterándose. ¿Por qué no decírselo?
—¿Decirme qué? —preguntó Marissa—. ¿Y qué demonios te ha
ocurrido?
—Resulta que tu madre ha estado engañándome con Tony —explicó
Adam—, el monitor del New York Sports Club.
—No te he estado engañando —replicó Dana.
—¿Por qué no tienes la decencia de admitirlo de una puñetera vez?
—Por Dios, ¿es que no podéis parar? —terció Marissa—. Pero ¿qué
pasa con vosotros dos?
Dana estaba empezando a hacerse preguntas. ¿Estaba hablando en serio?
¿Estaría llevando aquello tan lejos si no estuviera hablando en serio? Se
acordó de aquella época —¿cuándo había sido?—, unos cinco años atrás,
cuando su relación con Sharon se había enfriado. Su amiga se había vuelto
distante y había dejado de querer que se vieran tan a menudo, y Dana nunca
había sabido la razón.
—Entre tú y Sharon no ocurrió nada —dijo.
—¿Por qué me lo habría de inventar? —le retrucó él—. ¿Para
desquitarme?
—Un momento —le dijo Marissa a su padre—. ¿Tú y Sharon
Wasserman tuvisteis un lío?
Dana se puso a pensar en aquella fiesta de Nochevieja, cuando había
entrado en la cocina y visto a Adam con el brazo alrededor de la cintura de
Sharon, sujetándola contra él, y en aquella otra ocasión en que ambos fueron
al cine con Sharon y Michael y los había visto girarse varias veces para
mirarse. Todo empezaba a hacerse nítido, a tener lógica, aunque seguía sin
querer creerlo.
—Sharon no me haría eso —insistió—. Es imposible.
—¿Así que no me crees? Pues ve y pregúntaselo tú misma, aunque no
veo que eso importe ya.
No estaba mintiendo; lo había hecho realmente. De repente Dana se
sintió mareada y tuvo ganas de vomitar.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Marissa, cubriéndose la boca.
Dana tuvo que salir a la calle y tomar algo de aire. Puede que al cabo de
unos segundos se diera cuenta de que estaba caminando por el camino de
acceso y que luego echaba a correr hacia la acera. Al principio sólo quería
escapar, respirar un poco, pero de pronto supo adónde tenía que ir.
Cruzó la calle y dobló la esquina. Tocó el timbre de Sharon unas cuantas
veces, y luego empezó a aporrear la puerta con todas sus fuerzas.
Mike, el marido de Sharon, abrió la puerta con aire turbado y de
preocupación.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—¿Dónde coño está esa guarra? ¿Dónde está?
—¿Qué dices? —preguntó él cuando Dana pasó por su lado dándole un
empujón y entró en la casa.
—¿Dónde está? ¿Dónde está esa putilla mentirosa?
Entró en la cocina, no vio a Sharon allí y volvió sobre sus pasos. Se
tropezó con Michael, que le preguntó:
—¿Qué está pasando? ¿Qué sucede?
—¿Dana?
Allí estaba, en el piso de arriba.
Subió la escalera corriendo, gritando:
—¡Guarra de mierda! ¡Puta cabrona!
Dana vio la expresión de Sharon; era verdad, todo era verdad.
Cuando llegó a unos pasos de ella, su amiga se volvió y echó a correr
por el pasillo en dirección al dormitorio, pero ella iba demasiado deprisa.
Sujetó a aquella puta infiel por la espalda y la derribó.
—¡Para! ¡Por favor, por favor, para! —gritó Sharon.
Dana le empezó a dar de puñetazos, golpeándola en la nuca y el cuello.
Entonces le rodeó el cuello con las manos.
Mike estaba detrás de ella tratando de apartarla de su mujer, pero ella
aumentó la presión, clavándole las uñas, en absoluto dispuesta a soltarla.
17

Adam había hecho su mejor recorrido de golf en años. Había empezado un


poco lento en los primeros nueve hoyos, pifiando un putt fácil en el tercero y
había necesitado tres golpes para salir del hoyo de arena en el sexto, pero en
los nueve últimos había conseguido coger el ritmo de verdad. Hizo dos
birdie, incluido uno en el quince, donde utilizó un hierro tres desde el borde
de la calle donde la hierba no estaba cortada, lanzó la bola a ciento ochenta
metros, consiguió darle un fantástico —vale, y afortunado— efecto y acabó a
metro y medio del hoyo; y entonces clavó el putt. Acabó con noventa y dos
golpes, sólo a tres del mejor recorrido de toda su vida, que había conseguido
hacía cinco o seis años en un campo mucho más fácil de Fort Lauderdale.
Después de un par de cervezas en la sede del club con su amigo Jeff y
otros socios del club, volvió en coche a Queens. Seguía estando animado, y
no paraba de revivir aquel gran golpe en el hoyo quince una y otra vez.
Realmente había clavado aquel golpe tan difícil, y el torneo del club tendría
lugar en pocas semanas. No había planeado inscribirse, pero si era capaz de
hacer golpes como aquél...
Cuando llegó de nuevo a casa, reparó en que el todoterreno no estaba en
el camino de acceso, así que supuso que Dana seguiría en el supermercado.
Estuvo a punto de llamarla para contarle lo de su fantástico recorrido, pero
decidió esperar a que llegara a casa. Además, a ella no le interesaba el golf, y
dudaba que realmente le importara lo de su golpe. En vez de eso, aparcó el
Mercedes en el camino y llamó a su amigo Stu, con quien había ido a la
universidad y que ahora vivía en Los Ángeles. Stu era un gran golfista, y
sabría valorar su hazaña.
Cuando Stu descolgó, Adam dijo:
—Espera a oír esto —y pasó a describirle todo el recorrido. Entró en
casa por la puerta de atrás, y se estaba dirigiendo a la puerta principal,
mientras decía—: Así que en el quince mi segundo golpe se desvió
oblicuamente hacia el borde de la calle... —cuando vio el papel cerca de la
puerta. Se acercó y lo recogió sin pensar realmente lo que hacía en el
momento en que le decía mecánicamente a su amigo—: Y entonces, cojo el
hierro tres...
Stu le preguntó que por qué no había utilizado un dos desde aquella
distancia, a lo que le respondió:
—Porque llevaba todo el día haciéndolo bien con el tres... —Pero
entonces, mientras leía, empezó a distraerse:

TU ESPOSA Y YO HEMOS ESTADO FOLLANDO


ESTOY ENAMORADO DE ELLA
LO SIENTO
TONY EL DEL GIMNASIO

Adam seguía medio absorto relatándole la historia a Stu y no estaba


asimilando realmente lo que estaba leyendo, pero cuando dijo: «Supe que se
dirigía directamente a la bandera», se le ocurrió que la nota estaba en la
misma clase de papel que aquella en la que le habían amenazado de muerte, y
que estaba escrita con las mismas letras mayúsculas y con lo que parecía la
misma caligrafía. Su amigo le estaba diciendo algo, Adam no tenía ni idea de
qué —el perro de la casa de al lado se puso de repente a ladrar como un loco,
haciendo aún más difícil la concentración—, y entonces dijo:
—Tengo que colgar. Te llamo luego —cerró el teléfono y volvió a leer
la nota, tratando todavía de entender su significado.
Los pacientes de Adam llevaban años describiéndole la impresión que
les había provocado el enterarse de que sus cónyuges les engañaban. Decían
que al principio se quedaban perplejos y se sentían traicionados, y que luego
experimentaban un tremendo arrebato de ira. Sólo unos meses atrás, Richard,
un paciente con antecedentes de alcoholismo, sospechaba que su esposa tenía
una aventura, y le dijo que, si averiguaba quién era el tipo, lo mataría. Él
había creído entonces que su paciente estaba llamando la atención, tratando
de justificarse a sí mismo. Mediante la utilización de las técnicas habituales
cognitivo-conductuales, Adam cuestionó la argumentación de Richard para
querer enfrentarse al amante de su esposa y le ayudó a comprender que un
enfrentamiento que condujera a la violencia no conseguiría otra cosa que
provocar aún más dolor a todos los involucrados, y especialmente a sí mismo.
Sin embargo, como bien sabía, era mucho más fácil resolver un
problema cuando no era de uno. Ahora que era él el que experimentaba todas
las emociones de un amante despreciado, se encontró tan perdido e impotente
como cualquiera de sus pacientes con sed de venganza.
—¡Dana! —gritó—. ¡Da... na!
Empezó a subir las escaleras, y entonces cayó en la cuenta de que
probablemente su mujer debía de estar aún en el supermercado.
Volvió a mirar la nota, preguntándose si no sería una broma; tal vez los
chicos del barrio le estuvieran haciendo otra jugarreta. Es que carecía de toda
lógica que Dana estuviera teniendo realmente un lío con aquel joven
culturista. No era su tipo ni por asomo, ¿y por qué motivo habría él de
interesarse por ella?
Pero no vio ninguna razón para que algún chico del barrio se inventara
esa historia sobre Tony, y puestos a pensar en ello, Dana había estado
mostrando signos reveladores de adulterio. Había llegado tarde a casa con
excusas poco convincentes y estaba obsesionada con aquella manía de la
forma física —había perdido casi cinco kilos en el último año—, y también
se había mostrado más preocupada por su aspecto, lo que la había llevado a
realizar aquellos tratamientos faciales y de depilación láser. Adam también
sabía que la gente a menudo escogía amantes que eran el polo opuesto a sus
cónyuges, y era casi imposible que Tony fuera más opuesto a él de lo que era.
En ese momento la ira empezó a apoderarse de él, y pensó: Ese maldito
hijo de puta. Aquel gorila no sólo se había estado tirando a su esposa, sino
que le había estado jodiendo toda la vida, al enviarle aquella nota de amenaza
con la intención de asustarles a él y a su familia. Y se estaba vanagloriando
de ello, sin ni siquiera tratar de ocultarlo.
Estaba tan agitado, tan absolutamente fuera de control, que cuando se
encaminó hacia el New York Sports Club ni siquiera se le ocurrió que ir a
enfrentarse con un tipo que probablemente le doblaba en tamaño y que como
poco tenía el doble de masa muscular que él probablemente no fuera una
buena idea. Al igual que sus pacientes desdeñados, estaba tan ensimismado
en su rabia, tan ofuscado por vengarse como fuera, que cualquier lógica había
sido desechada.
Llegó al gimnasio con un aire apenas amenazador, todavía con su
camisa de golf tipo polo de color blanco hueso, con la tarjeta de puntuación y
el lápiz asomando por el bolsillo delantero del pecho. Se dirigió directamente
a la sala de pesas, donde vio a otros dos monitores, pero no a Tony. ¿Dónde
mierda estaba aquel tarado hijo de puta? Porque había que admitirlo, aquel
sujeto era un retrasado mental. ¿Era así como Dana llamaba la atención,
acostándose con un mongólico?
—¿Dónde está Tony? —preguntó a uno de los monitores, un tío rubio.
—Ni idea, mire en el vestuario —respondió el monitor.
Adam irrumpió en el vestuario golpeando violentamente a un chico, un
adolescente, con la puerta batiente. Cuando se dirigía a la zona de las
taquillas, oyó a sus espaldas: «¿Qué problema tienes, gilipollas?» Adam
recorrió las hileras de taquillas, buscando a Tony. Se imaginó empujándolo
contra una taquilla y partiéndole la cara a puñetazos. Ni siquiera se le ocurrió
que sus posibilidades de lograr lo uno o lo otro eran nulas.
No vio a Tony cerca de las taquillas, así que entró en el baño. Uno de los
reservados estaba ocupado, y Adam aporreó la puerta y gritó algo.
—¡Eh! —respondió a gritos quienquiera que estuviera dentro. Sin duda
no era Tony.
Inspeccionó la sauna y el baño turco, pero tampoco lo vio allí. Se estaba
dirigiendo a la salida del vestuario cuando oyó cantar a un tipo que
desafinaba; parecía una canción pop sensiblera, algo acerca de la falta de aire.
El canto procedía de las duchas, así que se dirigió allí con aire resuelto y vio
a Tony en la cabina. Primero le miró directamente a los ojos, y no se le pasó
por alto la expresión de sorpresa maliciosa del monitor, y luego bajó la vista,
hacia los brazos y el pecho exagerados, y de ahí al pene. Lo hizo a propósito,
para humillarlo, de la misma manera que una víctima de violación se muere
por humillar a su agresor o agresora. Pensó que mirar fijamente la polla del
hombre que se había estado acostando con su mujer le proporcionaría alguna
satisfacción, que lo envalentonaría. Si Tony hubiera tenido un pene pequeño,
una polla como un lápiz, eso tal vez le hubiera levantado su frágil ego, pero
por desgracia, incluso sin estar erecto, el pene de ese tipo era mucho más
largo y grueso que el de Adam, y mirarle la polla sólo hizo que se sintiera aún
más inepto y aumentara su sentimiento de odio hacia sí mismo.
—Eh —dijo Tony cuando se le echó encima tratando de darle un
puñetazo en la cara, pero Adam tropezó, quizá con el saliente de acceso a la
ducha, y cayó de rodillas con fuerza. Si alguien hubiera entrado en ese
momento, le habría parecido que le estaba haciendo una felación al monitor.
Mientras Adam intentaba levantarse, Tony le preguntó:
—¿Qué cojones estás haciendo?
Sujetándose al dispensador de jabón, Adam logró levantarse a medias.
Estaba muy cerca del monitor, prácticamente chapoteando contra su cuerpo
mojado y enjabonado. Valiéndose de la mano que le quedaba libre, intentó
atizarle de nuevo en la cara, igual que había fantaseado que haría, pero
apenas pudo imprimirle fuerza al puñetazo, y le golpeó débilmente en la
barbilla.
Tony lo empujó con fuerza contra la pared.
—Eh, tranquilo, amigo, ¿vale?, tranquilízate.
Entonces Adam le escupió en la frente. Tony le empujó.
—Eh, ¿es que te has vuelto loco? —dijo el monitor.
Adam le escupió de nuevo, alcanzándole en el ojo izquierdo. Esta vez
Tony perdió por completo la calma, lo agarró y lo sacó de la cabina de la
ducha arrojándolo prácticamente por los aires; Adam cayó al suelo sobre el
costado. Se levantó y arremetió de nuevo contra el culturista, pero éste, fuera
ya de la ducha, se limitó a agarrarlo y le encajó un buen derechazo en la cara.
Adam oyó el sordo crujido de su mandíbula izquierda, al que siguió un dolor
insoportable. Pero no por ello se amilanó, y más tarde se preguntaría si en
alguna instancia de su psiquismo no habría deseado realmente que le hicieran
daño, si el deseo de sentir dolor, de ser «castigado», no había sido su
verdadera motivación. Sin embargo, llevado por el calor del momento, fue
incapaz de pensar, así que siguió persiguiendo a Tony, que continuó
apartándole a empujones y tirándole al suelo mojado, como si no fuera más
que una molestia insignificante.

Cuando regresó del gimnasio, aporreado y ensangrentado, se enfrentó a Dana


en la cocina, tratando de que su mujer admitiera lo que había hecho, y al no
hacerlo, entonces reveló su aventura con Sharon. En ese momento disfrutó
viendo a su esposa indignarse, contemplando el desmoronamiento de todo su
mundo. Tuvo la impresión de que así las condiciones se habían igualado —
ahora ambos sentían dolor, ambos estaban sufriendo—, y también fue un gran
alivio sentirse repentinamente libre del peso del secreto que había estado
guardando. Por fin estaba todo a la vista; no quedaba nada que esconder.
Pero no fue hasta después de que Dana saliera corriendo de casa —
probablemente para dirigirse a la de Sharon—, cuando se dio cuenta de la
irracional y mezquina estupidez que había cometido.
Había advertido a muchos pacientes acerca de los peligros de revelar a
un cónyuge un lío amoroso por venganza. Les decía que al principio podría
hacer que se sintieran bien, pero que a la postre sólo podía aumentar el dolor
de todas las personas involucradas. Incluso les sugería que, si llegaban a
sentir el deseo de desquitarse, debían marcharse, alejarse durante unas horas
para tranquilizarse y no actuar de manera impulsiva. Pero en ese momento, al
igual que antes, había hecho todo lo que siempre le decía a sus pacientes que
no hicieran. Había convertido una mala situación en otra peor, no sólo
dañando aún más su propio matrimonio, sino también destrozando en
potencia el de Sharon.
Marissa, que seguía en la cocina con él, le preguntó:
—¿De verdad es cierto lo tuyo con Sharon? ¿En serio que tuviste un lío
con ella?
Ya era hora de empezar a comportarse de nuevo como un adulto
racional y tomar las riendas de la situación. Ya estaba bien de llamar la
atención y de tanta rabia infantil y fuera de lugar. Tenía que ser dueño de sus
sentimientos y asumir la responsabilidad de sus acciones.
—No fue realmente un lío —respondió—. Sólo fue un rollo de una
noche..., de un día.
Marissa lo miró con incredulidad, y Adam se dio cuenta de hasta qué
punto había lastimado también a su hija. Ya le habría resultado bastante
difícil aceptar el engaño de su madre, como para que ahora averiguara que
sus dos progenitores eran adúlteros. ¿Qué clase de ejemplo le estaban dando?
—Eres un hipócrita de mierda —le soltó Marissa—. Me dices cómo
tengo que vivir mi vida y me impones todas esas normas, cuando tu vida es
un completo desbarajuste. ¿Y cómo pudiste hacerle eso a mamá? ¿Y nada
menos que con Sharon? ¿Con la madre de mi mejor amiga? ¿Qué te pasa?
Sabía que su hija tenía razón en todo. Tenía todo el derecho a estar
furiosa con él, a odiarle. Después de tomarse un momento para asimilar lo
que le había dicho, lo único que fue capaz de responder fue:
—Lo siento.
—Increíble —replicó ella, y se marchó de la cocina. Adam la oyó subir
las escaleras antes de que la puerta de su habitación se cerrara de un portazo.
Después de todo el griterío y el dramatismo, el repentino silencio de la
cocina resultó palmario, aunque también premonitorio. Por el rumbo que
tomaban las cosas, el silencio se le antojó como un vistazo al futuro, cuando
estuviera divorciado y viviera solo en una casa vacía.
Durante toda la escena con Dana, las heridas de la cara no le habían
dolido tanto, pero ahora el dolor estaba volviendo. Se lavó en la cocina,
viendo el agua teñirse de rosa mientras se arremolinaba en el desagüe,
haciendo muecas de dolor cuando sus manos tocaban los cortes y
magulladuras. Se notaba muy hinchado el rostro, y muy afectada la visión del
ojo izquierdo. Tal vez fuera demasiado tarde para parar la inflamación,
aunque de todas formas se tomó unos cuantos antiinflamatorios y envolvió
algunos cubitos de hielo en un trapo de cocina, que apretó con fuerza contra
las zonas más hinchadas. Tuvo miedo de mirarse en un espejo, porque tenía
la sensación de que su aspecto era aún peor de lo que pensaba.
Cuando empezó a sentir la cara entumecida y la mayor parte de los
cubitos se hubieron derretido, dejó el trapo en el fregadero y subió las
escaleras. No se podía creer lo que había hecho durante la última media hora,
de qué manera había ido tomando una decisión pésima tras otra. Odiarse y
culpabilizarse le resultaba demasiado familiar. Era consciente de que lo que
sentía en ese momento era lo que había sentido de niño, pero también
después del tiroteo. Ignoraba por qué se comportaba de la manera en que lo
hacía, la razón de que casi pareciera que cometía los mismos errores una y
otra vez de forma deliberada. ¿Por qué sus conocimientos y formación lo
abandonaban en los peores momentos?
Se dio cuenta de que quizá debería advertir a Sharon de que le había
dicho a Dana que se habían acostado. La llamó al móvil, pero ella no atendió
la llamada. Tal vez fuera demasiado tarde de todos modos. Lo más probable
es que su mujer ya hubiera ido a su casa para enfrentarse a ella y hacer más
grande el drama; ni siquiera quería imaginarse la escena. Sabía que Sharon no
le volvería a hablar en la vida. En una ocasión él le había dicho que, pasara lo
que pasase, jamás le contaría a nadie lo de su aventura. Pues había guardado
el secreto de maravilla, sí, señor.
Cuando estaba a punto de dejar el teléfono, reparó en que tenía un
mensaje de voz. Comprobó las llamadas entrantes y vio que se trataba de Stu,
que le devolvía la llamada queriendo oír el resto de la historia. Recordó lo
contento que se había puesto después de hacer aquel último putt en el hoyo
dieciocho; le pareció que habían transcurrido años desde entonces.
Los antiinflamatorios y el hielo no sirvieron para nada, y sentía un dolor
punzante en toda la cara. Sin querer, se vio en el espejo y se quedó
horrorizado de lo terrible de su aspecto. Tenía tumefacto y magullado todo el
lado izquierdo de la cara, y el labio superior estaba terriblemente hinchado y
de un color azul violáceo.
Se disponía a coger más hielo cuando el timbre de la puerta delantera
sonó, cinco, seis veces, en rápida sucesión. Lo más seguro es que fuera Dana,
que había salido precipitadamente de casa sin las llaves. Confiaba en que
finalmente no hubiera ido a casa de Sharon y que hubiera optado por hacer lo
que él debería haber hecho antes: darse un paseo por el barrio para
tranquilizarse y recobrar la compostura. No tenía ni idea de lo que le diría, si
es que quedaba algo que decir.
Abrió la puerta sin mirar por la mirilla y se encontró con el marido de
Sharon, Mike.
Mike parecía encolerizado —los ojos desorbitados, la mandíbula
apretada— y la razón no era ningún misterio. Era un tipo grande y cuadrado
—había formado parte del equipo de lucha libre de la universidad en Stony
Brook— y Adam temió que fuera a recibir otra paliza.
—Por favor, no me hagas daño —dijo, recurriendo de inmediato a la
súplica—. Lo siento muchísimo, de verdad. Pero, por favor, no me hagas
daño, por favor.
En ese momento Mike pareció ligeramente horrorizado, como si hubiera
reparado en el aspecto de la cara de Adam, y dijo:
—¿Cómo te has hecho eso en la cara? ¿Te lo ha hecho la psicópata de tu
esposa?
Adam no entendió cómo Mike podía pensar que Dana pudiera haberle
dado una paliza, pero no tenía ganas de ponerse a explicar la verdad.
—No, no fue ella —dijo—. Fue... Lo siento en el alma. No se me ocurre
nada más que decir.
Mike le fulminó con la mirada.
—Sois patéticos, los dos. Y será mejor que le digas a la psicópata de tu
esposa que se mantenga alejada de Sharon, porque la próxima vez que
irrumpa en mi casa, la próxima vez que siquiera toque al timbre, llamaré a la
policía.
—Oh, no, ¿qué es lo que ha hecho?
—Intentó estrangular a mi esposa, eso es lo que hizo.
—Ay, Dios mío —se lamentó Adam—. ¿Se encuentra bien?
—Sharon está bien, pero tu esposa debería estar encerrada en Bellevue.
—Mike le clavó el dedo índice con fuerza en el pecho—. Y en cuanto a ti,
será mejor que te mantengas bien lejos de mi esposa, hijo de puta, o te juro
por Dios que te mataré.
Mike dejó que aquella amenaza no precisamente velada se prolongara
unos segundos manteniendo el dedo índice justo donde estaba, hundiéndolo
con más fuerza para recalcar sus palabras, y al cabo se alejó hecho una furia
sin mirar atrás.
Adam se quedó allí parado con la puerta abierta durante mucho tiempo
—no supo cuánto—, y al final la cerró sintiéndose completamente
destrozado.
Marissa seguía arriba en su habitación, ahora con la música a todo
volumen. No tenía ni idea de cómo se las iba a apañar para arreglar la
relación con su hija ni la manera de recuperar su respeto y confianza alguna
vez. Su relación con Dana parecía aún más desesperada. Cuando ella
regresara a casa, si es que regresaba, ¿qué podrían decirse el uno al otro?
Tuvo la inequívoca sensación de que su matrimonio estaba casi en las
últimas. Sabía por experiencia que cuando dos personas actúan de forma tan
recíprocamente dañina llegan a un punto en el que la reconciliación es
imposible, y él y Dana habían sobrepasado ese punto con creces.
Entró en la cocina y vio la nota de Tony sobre la encimera. La volvió a
leer, ya más tranquilo y menos nervioso que antes. Aunque la nota le siguió
enfureciendo, provocando que se sintiera extremadamente manipulado y
maltratado, fue capaz de leerla con más objetividad. Antes se había dado
cuenta de que parecía casi idéntica a la nota amenazante que habían dejado en
la casa —era la misma clase de papel blanco corriente y estaba escrita de la
misma manera— y había pensado que Tony sólo había dejado la primera nota
para asustarlo. Pero ¿y si había algo más? ¿Y si Tony hubiera sido realmente
el segundo intruso que había entrado en casa aquella noche? Tal vez hubiera
alguna relación entre el monitor y Carlos Sánchez. O a lo mejor Tony se
había pasado por la casa en alguna ocasión, conocido a Gabriela y conspirado
para efectuar el robo con Carlos.
La idea de que el monitor de gimnasia conociera a Gabriela y a Carlos se
le antojó disparatada, pero el hecho era que le habían dejado una nota
amenazante en su casa, y que posiblemente había sido la persona que había
participado en el robo, y ahora Tony había dejado una nota con un tipo de
letra muy parecido.
Entonces hizo lo que debería haber hecho inmediatamente, antes de
haberse enfrentando a Tony y de comportarse de forma tan egoísta y
desconsiderada con Dana. Llamó al detective Clements para comunicarle la
posible pista.

¿Su padre y Sharon Wasserman se acostaban?


Marissa estaba sentada a la mesa de su habitación con la mirada perdida
en la pantalla de su ordenador, desplazando mecánicamente el cursor por la
lista de reproducción de iTunes mientras trataba de imaginarse a su padre y a
Sharon montándoselo. La idea de que su padre se acostara con alguien ya le
resultaba difícil de creer, y no sólo por el asco que sienten todos los hijos ante
la idea de que sus padres tengan relaciones sexuales. Era que de su padre
resultaba realmente difícil creerlo. Era una persona tan seria, tan analítica,
que no se lo imaginaba soltándose la melena y teniendo ese tipo de pasiones.
Sobre todo en los últimos tiempos, de unos años a esa parte, su padre le había
parecido completamente asexuado. Sí, era especialmente difícil imaginárselo
teniendo un lío —un rollo de un día— nada menos que con Sharon
Wasserman, que era una mujer tan divertida, tan extrovertida, tan guay, tan
completamente diferente a su padre. Y Sharon y Mike siempre le habían
parecido la perfecta pareja feliz. ¿Por qué habría ella de echar por la borda su
matrimonio?
Su móvil sonó. Era Hillary.
—¿Me has llamado? —preguntó su amiga.
—Sí, recibí tu mensaje de voz, pero no dejé ninguno —contestó Marissa
—. ¿Dónde estás?
—En la ciudad —respondió Hillary—, tomando unas copas en Wetbar
con Brendon. ¿Qué sucede?
Brendon era un tío supuestamente muy guapo que Hillary había
conocido una noche en la ciudad y a quien Marissa todavía no conocía.
—¿Te has enterado de la que está cayendo? —preguntó.
—¿A qué te refieres?
—Veo que no sabes nada aún.
—¿De qué se trata?
—Tengo que darte una mala noticia —dijo Marissa—. Bueno, mala
noticia no..., extraña más bien. Jodida. Una noticia muy jodida.
—¿No me la puedes dar ya? —Hillary parecía muy preocupada.
Marissa decidió que daba lo mismo que lo largara, así que dijo:
—Mi padre y tu madre se han acostado.
Decirlo en voz alta hizo que pareciera aún más absurdo, rayano en lo
ridículo.
Hubo un largo silencio antes de que Hillary hablara.
—Imposible.
—No.
—Estás de coña, ¿verdad?
—Te lo juro por Dios, me acabo de enterar. Es tan jodido. Mi padre
también averiguó lo de mi madre y Tony. Mis padres parecían querer matarse
uno al otro.
—No te creo —dijo Hillary, dando la impresión de estar algo nerviosa.
—¿Por qué habría de llamarte para contarte una mentira sobre...?
—No lo sé, pero no tiene ninguna gracia.
Marissa trató de sonar muy seria.
—No te estoy mintiendo.
—Tengo que colgar —replicó Hillary con frialdad.
—Hill, vamos, no...
—Adiós —dijo su amiga, y corto la llamada.
A Marissa le cabreó que le colgara de aquella manera —para que luego
hablaran de matar al mensajero—, aunque entendía su reacción. El asunto era
difícil de creer, y para su amiga aún tenía que ser más difícil de aceptar,
porque su vida siempre había sido un dechado de perfección. Sus padres
siempre se habían llevado de maravilla, y su familia había sido una de las
menos disfuncionales de todo el barrio.
—Bienvenida al club —dijo Marissa, y entonces el timbre de la puerta
sonó.
Fue hasta el borde del rellano y se arrodilló para conseguir una vista
diáfana de la puerta delantera, donde su padre estaba hablando con —¡madre
mía!— Mike Wasserman, el padre de Hillary. El hombre parecía estar
amenazando a su padre; oh, no, el día iba de mal en peor. Confió en que su
padre no fuera a recibir aún más golpes; y a propósito, ¿quién le había dado
la primera paliza? ¿Se la había dado su madre? Parecía lo bastante furiosa
como para zurrarle, sin lugar a dudas.
Marissa regresó a su habitación y pinchó una canción al azar en iTunes,
irónicamente y para su cabreo empezó a sonar «Labios de un Ángel», de
Hinder, una canción sobre un tío que engañaba a su novia.
Bajó la música y llamó a Xan.
—Hola —respondió el asesino.
Era tan maravilloso oír su voz, la voz de una persona racional.
—Sé que estás ocupado pintando, y siento molestarte, pero esto aquí es
una locura.
Le contó que su padre se había enterado de la aventura de su madre con
Tony el monitor y que luego había confesado su propia aventura.
—Los dos están histéricos —concluyó ella.
—Lo siento mucho. Tía, es una verdadera putada.
—Jamás he visto a mi madre tan dolida, y deberías haber visto la
expresión de mi padre. Parecía que estuviera disfrutando de lo lindo. Fue de
lo más asqueroso.
—Vaya, mierda. De verdad que lo siento, Rissa.
—Sé que ahora estás muy ocupado —dijo Marissa—, y de verdad que
no quiero agobiarte, pero es que en este momento no quiero estar sola.
¿Pasaría algo si...?
—Sí, por supuesto, pásate. A menos que quieras que vaya yo allí.
—No, no, créeme, éste es un lugar en el que no quieres estar. Pero ¿estás
seguro de que no te importa? Porque...
—Sí, estoy seguro —insistió él—. Tienes que alejarte de toda esa
locura, y deseo estar contigo en este momento.
—Gracias. Eres tan maravilloso.
Mientras preparaba una bolsa para pasar la noche fuera, no pudo evitar
pensar en su novio, en lo considerado que era y lo afortunada que había sido
al encontrarlo. Si aquella noche Lucas no se hubiera tirado a esa otra chica en
Kenny’s Castaways, puede que no le hubiera conocido nunca, y no quería
imaginarse siquiera cómo habrían sido las cosas entonces. En ese momento
Xan era lo mejor de su vida, lo único, en realidad.
El cariño que sentía por él era sumamente raro, porque por lo general no
se enamoraba de los tíos con tanta rapidez. Tiempo atrás, cuando empezaba a
intimar con un chico, era ella la que decía: «Necesito un poco de espacio», o
«Quiero ir más despacio», o «No quiero ser la única», lo que fuera con tal de
evitar meterse en una relación seria. Pero con Xan no se sentía atrapada ni
presionada en absoluto. Pasar el tiempo con él se le antojaba de lo más
normal, de lo más natural, lo que tenía que ser. Aparte de ser extremadamente
guapo, era un tío de buen trato, atento, amable, generoso y divertido, y que
ella tuviera tantas cosas en común con él era una locura. Le encantaba que
fuera artista y que le gustara hablar de arte. A veces, cuando estaba con él,
tenía la impresión de que Xan sabía de antemano lo que estaba pensando,
como si sus cerebros estuvieran conectados de la misma manera. Pero lo más
asombroso de él era que se habían conocido hacía poco más de una semana y
que todavía no había aparecido ninguna señal de alarma; Marissa no había
tenido ninguno de aquellos momentos que ella llamaba «momentos uyuyuy».
En todas las demás relaciones en las que había estado inmersa, el chico
siempre parecía fantástico al principio, puede que durante la primera o la
segunda cita, pero entonces se producía un «momento uyuyuy», y él dejaba
caer alguna bomba, como que era un fanático del hockey, un jugador
compulsivo, un drogadicto o un republicano; algo horrible, vamos.
A la mañana siguiente de conocerse, Marissa había hecho lo que todas
las chicas del mundo hacían después de conocer a un nuevo chico: buscarlo
en Google. Había esperado encontrar algún antiguo cuadro de él o
información sobre su obra y hasta un blog. Le había dicho que su apellido era
Ivonov, pero una búsqueda por «Xan Ivonov» no arrojó ninguna información,
ni tampoco otra por «Alexander Ivonov». Tal vez hubiera escrito mal Ivonov
o, puesto que sólo era un artista en ciernes, no hubiera aún ninguna
información sobre él en la Red. Había estado probando a escribir el apellido
de otras maneras —Ivonof, Ivonoff, Evonof—, cuando él le había enviado un
mensaje de texto preguntándole si quería pasar el día en el Met. Si ésa no era
la primera cita perfecta, ¿qué lo era? Se lo había pasado de película,
llevándole de aquí para allí, mostrándole todos sus cuadros favoritos. Cuando
Xan se puso a hablar sin parar de lo mucho que le gustaba La tormenta, ella
supo que sólo lo estaba diciendo para impresionarla, pero era eso
exactamente lo que le encantaba de él, lo que le hacía destacar sobre los
demás tíos. Que hiciera aquel esfuerzo extra; que realmente se preocupara de
hacerlo.
A lo largo de esa semana, Xan quiso que se vieran prácticamente todas
las noches, algo que por regla general habría hecho que se sintiera atrapada,
pero Marissa deseaba pasar cada segundo con él. Cuando no estaban juntos,
sentía un vacío increíble y no podía dejar de pensar en él, y luego, cuando
estaba con él, era tal la intensidad de sus sentimientos que no quería que las
citas se acabaran. El momento en que se conocieron había sido de lo más
oportuno, porque necesitaba alejarse de sus padres, distanciarse de toda
aquella horrible situación que estaban viviendo en su casa, y él era la
distracción perfecta.
Pero Marissa no había querido acostarse con él demasiado deprisa.
Quería que primero llegaran a conocerse a fondo, esperar al menos a salir
unas cuantas veces. Cuando le había invitado por primera vez a su casa, ya
estaba preparada para que ocurriera algo, y había llevado una caja de
condones en el bolso, por si las moscas.
Sabía que Xan se sentía inseguro y le preocupaba que ella viera su obra
—era tan divino verle ponerse de esa manera—, así que no había parado de
tranquilizarle, diciéndole que su obra sería probablemente asombrosa. Y lo
cierto es que había esperado que su trabajo fuera increíble.
Había estado fantaseando con que Xan fuera ese importante talento por
descubrir, el siguiente gran bombazo, y que algún día sería muy famoso, así
que cuando entró en su piso y vio los cuadros no pudo evitar llevarse un
chasco tremendo.
Su obra era extremadamente variada. Una parte era muy poco
profesional y bordeaba lo puramente espantoso. El principal problema de Xan
era que su trabajo estaba poco definido y que él carecía de un enfoque
personal. Aunque le había dicho que trabajaba con una diversidad de estilos,
se quedó sorprendida de lo tremendamente diferentes que eran sus cuadros.
Su estilo discurría desde el realismo al arte moderno y de ahí al abstracto,
pasando por el posmodernismo, y su utilización del óleo y el acrílico parecía
casi fruto del azar. El cuadro en el que estaba trabajando en ese momento era
un absoluto batiburrillo; parecía como si hubiera salpicado la pintura sobre la
tela sin ningún sentido, como un niño que imitara a Jackson Pollock. Los
cuadros parecían tan diferentes unos de otros, por el estilo y los temas, que su
mayor talento como pintor parecía ser su capacidad para imitar las técnicas de
otros artistas, y eso ni siquiera lo hacía muy bien. No era de extrañar que no
hubiera encontrado ninguna información sobre él en Internet.
Por supuesto, tuvo buen cuidado de guardarse todas sus opiniones para
sí. Sabía que expresar lo que opinaba realmente —sobre todo, y para
empezar, teniendo en cuenta la inseguridad de Xan acerca de su obra—
supondría cargarse la relación al instante. Así que se había mostrado muy
positiva y animada, hablando sin parar, exagerando los pocos aspectos
positivos de su obra e ignorando los muchos negativos. Sabía que estaba
yendo demasiado lejos —comparar su obra con Picasso y Johns era una
absoluta exageración—, pero al menos Xan no pareció percatarse de que
pensaba que su trabajo era una mediocridad. Suponiendo que las cosas entre
ellos funcionaran y siguieran saliendo, al final tendría que decirle lo que le
parecían realmente sus cuadros, aunque confió en que para entonces el propio
Xan se diera cuenta de que no tenía demasiado futuro como artista. Además,
lo que importaba —y de entrada una de las cosas que a ella le resultaba más
atractivas de él— era que era un apasionado de su arte. Había tanta gente que
no sentía ninguna pasión por nada en estos días; se limitaban a seguir con sus
vidas mezquinas y egoístas, sin que realmente les importara algo. Pero Xan
era diferente. Marissa sabía que, si él trasladaba la pasión que tenía por el arte
a otra cosa, conseguiría un éxito rotundo.
Cuando habían empezado a besarse en el sofá, a ella le entraron ganas
de hacer amor con él, pero Xan quiso esperar hasta que conociera a sus
padres. Marissa lo consideró todo un detalle, aunque también sintió pavor,
temía que sus padres lo estropearan todo. Su madre llevaba algún tiempo
deprimida y taciturna, y su padre se había ido poniendo cada vez más pesado
con todas aquellas normas. Le había dicho que era el momento de aplicar el
«quien bien te quiere te hará llorar», aunque a ella le parecía que sólo lo hacía
para cabrearla y hacerle la vida en casa tan insoportable que se viera obligada
a irse a vivir por su cuenta y encontrar un empleo. Su padre era un redomado
hipócrita, siempre con aquellos aires de distinción, diciéndole que era una
«pasota» y señalando «su mal comportamiento» y —lo más ridículo de todo
— «sus ganas de llamar la atención». Y, mientras tanto, él iba por ahí
pegando tiros a la gente, erigiéndose en el nuevo Bernie Goetz,
comportándose como un idiota en aquella entrevista para Daily Intel.
Marissa había esperado que la cena fuera un desastre absoluto. Sabía
que su padre interrogaría a Xan, y tenía miedo de que su madre estuviera en
una de sus fases depresivas y se limitará a sentarse allí y no decir ni mu. Pero,
gracias a Xan y a su encanto, la cena discurrió increíblemente bien. Su chico
manejó a su padre a la perfección —tomándole en serio y sin ponerse
demasiado a la defensiva—, y cuando terminó la cena estaban hablando
como si fueran viejos amigos. Su madre estuvo sorprendentemente familiar, y
al mismo tiempo pareció gustarle Xan. En realidad, pareció gustarle un poco
demasiado, llegando a coquetear con él algo más de la cuenta; Marissa la
sorprendió mirándolo con ojos de besugo al menos varias veces. Entonces no
sabía lo que pasaba esos días con su madre y los jóvenes. ¿No se suponía que
eran los hombres los de la crisis de los cuarenta? ¿Y qué era lo próximo que
iba a hacer?, ¿comprarse coches deportivos?
Después de la cena, había sido fantástico poder estar por fin a solas con
Xan en la cama. Mientras se desnudaban mutuamente y durante los
preliminares, a ella le pareció diferente a lo que había pasado con sus
anteriores novios. Aquello no era sólo echar un polvo con un chico conocido
por casualidad; era el principio de algo especial.
Pero por desgracia, al igual que cuando había visto la obra de Xan, el
sexo en sí fue una rotunda decepción. No se debió a la falta de pasión, porque
sin duda él le puso buena voluntad. Si cabe, hasta demasiada, a juzgar por
todo el ruido que hizo. Marissa estaba avergonzada por la proximidad de sus
padres, y le resultó difícil relajarse y concentrarse. En varias ocasiones le
chistó en voz baja y le dijo: «Tenemos que ser silenciosos», pero era como si
Xan no pudiera controlarse y, claro, había un límite a lo que podía decirle.
Intuía que —al igual que con su arte— el sexo era algo que se tomaba muy
en serio y que cualquier sugerencia que hiciera sería malinterpretada como
una crítica. Y a buen seguro que ella no quería ofenderle la primera vez que
lo hacían. Además, Xan parecía muy inexperto —sólo había mencionado un
par de novias serias en el pasado—, y no quería cohibirle, como si estuviera
haciendo algo mal y necesitara asesoramiento. Supuso que en cuanto llegaran
a conocer mejor el cuerpo del otro, y el nerviosismo y la torpeza de Xan
desaparecieran en parte, el sexo mejoraría. Mientras, la relación en todo lo
demás parecía perfecta.
Se marchó de casa sin molestarse en decirle a su padre adónde iba, y
cogió el metro hasta la casa de Xan, en Brooklyn. Mientras caminaba hacia
allí, fantaseó con que estaba viviendo con él. Sabía que se estaba
precipitando, pero ¿y qué? Era divertido fantasear. La casa de Xan era
pequeña, pero para empezar sería un buen piso, y decorándolo un poco y
utilizando mejor el espacio, tenía mucho potencial. Vivir con un tío estaría
muy bien, y tenía la sensación de que Xan era un persona tranquila con la que
sería fácil llevarse bien. Ella tenía dinero suficiente para ayudar con el
alquiler durante varios meses por lo menos, y al final encontraría algún
trabajo, o volvería a la universidad, o haría algo. Y cuando considerase que
era el momento oportuno, persuadiría a Xan para que se buscara un futuro
fuera del arte. Realmente le traía sin cuidado lo que hiciera para ganarse la
vida, porque para ella era más importante el quién que el qué. Nunca había
sido materialista. No quería casarse con ningún médico y ser desdichada el
resto de su vida; ya había visto a su madre cometer ese error.
Xan le abrió la puerta del portal para que subiera. Aunque sólo habían
transcurrido unas cuantas horas desde la última vez que se habían visto, a
Marissa se le antojaron días; era fantástico estar con él, abrazarle y sentirse
cerca de alguien.
Se metieron directamente en la cama y se tumbaron uno enfrente del
otro, besándose, riéndose como tontos, rozándose las narices.
—Bueno, parece que todo anda bastante patas arriba en tu casa, ¿no? —
dijo Xan.
—No te lo puedes ni imaginar —confesó Marissa—. Entré en la cocina
y parecía como si quisieran matarse uno al otro. Mi padre tenía toda la cara
ensangrentada, debía de haberle golpeado mi madre o yo qué sé, y entonces
va y le dice que también ha estado engañándola. Cuando mi madre regrese a
casa, el desastre va a ser absoluto.
Y así siguió, desahogándose, volviendo una y otra vez sobre lo que
había ocurrido en su casa. Xan no habló mucho. De vez en cuando decía
cosas como: «Parece duro», y «Lo siento muchísimo», y «Tía, menuda
mierda». Pero el mero hecho de tener a alguien con quien hablar, alguien a
quien de verdad le importara ella, la hizo sentir mucho mejor.
—Soy tan afortunada por tenerte ahora en mi vida —dijo cuando se
volvieron a frotar las narices—. Me parece que debo de ser la chica más
afortunada del mundo.
18

Dana estaba en el Staburcks de Austin Street, en Forest Hills, tomándose su


segundo café con leche y considerando el lóbrego futuro que se abría ante
ella. No era la primera vez que trataba de imaginarse la vida sin Adam, pero
en esta ocasión la idea de acabar divorciada parecía más seria, más inminente,
y las alternativas eran tan aterradoras y carentes de atractivo como siempre.
No tenía ningún pariente cercano en la zona de Nueva York, y no quería
ser una carga para ninguna de sus amigas, así que si se marchaba de casa
tendría que irse a un hotel. Podría permanecer en un hotel durante algún
tiempo, quizás un par de meses, y luego ¿qué? Sabía que Adam iría a
degüello y contrataría a Neil Berman, un viejo amigo de la universidad y un
cotizado y despiadado abogado matrimonial. Berman no podía ser más
baboso. Ella tendría que contraatacar con su propio perro de presa, y entre los
dos acabarían gastándose decenas de miles de dólares en una asquerosa
batalla jurídica. Sabía que Adam lucharía a muerte para conservar la casa, y
que probablemente lo conseguiría, dado que había pertenecido a su familia
desde antes de que se casaran. Por su parte, quizá pudiera conseguir la mitad
de la cuenta común de valores y de los ahorros, sólo unos cuantos cientos de
miles de dólares en total, porque todavía no habían recuperado el dinero que
él había perdido durante el descalabro de las punto.com. Los dos tenían
planes de pensiones, y Adam otro privado o público, pero no estaba segura de
cuánto dinero exactamente tenía allí metido ni si ella tendría derecho a una
parte. Tal vez pudiera conseguir algún tipo de pensión alimenticia, aunque
Neil Berman era un capullo tan sanguinario que sabía que no sacaría gran
cosa. Y aun en el supuesto de que pudiera conseguir como fuera un acuerdo
decente, no sería suficiente para hacer frente a un alquiler en Nueva York y a
todos sus gastos. Necesitaría alguna clase de trabajo, y dudaba que las
empresas se fueran a equivocar contratando a una mujer de cuarenta siete
años de experiencia limitada y que llevaba fuera del mercado laboral desde
hacía más de dos décadas. Sí, claro, intentaría conocer a otro hombre, pero
¿sería eso posible? En pocos años, sería una cincuentona desparejada que se
las vería y se las desearía para pagar el alquiler de un modesto y diminuto
piso.
El futuro nunca le había parecido tan descorazonador. No sólo estaba a
punto de quedarse sola, puede que para el resto de su vida, sino que también
había perdido a su mejor amiga. Sabía que jamás podría perdonar a Sharon.
Era una mujer en la que había confiado; sin ir más lejos, el otro día se había
pasado por su casa para pedirle consejo sobre la manera de acabar su
aventura con Tony. ¡Le había estado pidiendo consejo! ¿Y qué había hecho la
muy puta adúltera? Se había puesto a machacarla en plan santurrona y le
había dicho que las «aventuras estaban mal» y que tenía que «pensar en los
sentimientos de Adam». Y mientras, la muy desgraciada se había metido la
polla de Adam en la boca. Dana jamás se había sentido tan furiosa como
cuando le había rodeado el cuello con las manos; por primera vez en su vida
había tenido la sensación de que podía matar realmente a alguien, de que
podía traspasar esa línea. Era una línea fácil de cruzar; no requería mucho
esfuerzo. No tenías que estar loco para matar; bastaba con que estuvieras un
poco fuera de tus casillas.
Se estaba terminando de un largo trago su café con leche cuando su
móvil sonó. Era el idiota de Tony.
—Hijo de puta, déjame en paz —le dijo, lo bastante alto como para que
la camarera, una joven negra, lo oyera desde la otra punta del local y la
mirara.
Dana no se podía creer que tuviera las narices de llamarla en ese
momento, después de haber dejado aquella nota y de intentar destrozar su
vida. Iba a dejar que saltara el buzón de voz; pero entonces pensó: A la
mierda, cogió el teléfono y dijo:
—¿Qué pasa contigo? ¿Por qué no puedes dejarme tranquila de una
puñetera vez? —Tony empezó a decir algo, pero ella le interrumpió—:
Mantente alejado de mí. —Y colgó. Pasados unos segundos, la volvió a
llamar, y ella dijo—: ¿Eres idiota o qué? ¿Es que eres un demente?
—No tengo ni idea de qué... —empezó a decir él.
—Y una mierda —dijo Dana.
—No ten...
—Que te jodan, y lo digo en serio —y colgó.
Como era de esperar, la llamó una vez más, y en esta ocasión Dana no
respondió. Como un minuto más tarde el teléfono dio un pitido, indicando
que había un nuevo mensaje de voz. Iba a borrarlo, pero entonces pensó en lo
que Tony acababa de decir: «No tengo ni idea de qué...», y por alguna razón
se sintió impulsada a reproducir el mensaje, con el pulgar puesto en el botón
de TERMINAR, lista para borrarlo en cualquier momento.

Mira, no tengo ni idea de qué cojones está pasando, ¿vale? Lo único que
sé es que tu marido apareció e intentó agredirme en la ducha. No quise
hacerle daño, ¿vale?, pero me escupió en la cara, ¿y qué querías que hiciera?,
¿que aguantara esa mierda? No sé que es lo que os está pasando a los dos, si
le contaste lo nuestro o qué, pero sólo llamaba para asegurarme de que te
encontrabas bien. Te echo de menos, ¿vale? Pégame un tiro si quieres por
decirlo, pero es la verdad. Sabes lo mucho que te quiero, Dana. Haz lo que
quieras, pero hazme un favor: llama a tu marido y dile que se mantenga
alejado de mí. No quiero tener que hacerle daño de nuevo.

Dana borró el mensaje tras decidir que Tony estaba oficialmente loco, y
que ella también tenía que estarlo por haberse enrollado con él, eso de
entrada. A toro pasado, se dio cuenta de que se había mostrado inestable,
obsesivo y proclive a la violencia desde el principio. La brusquedad con que
se comportaba en la cama; la manera en que había empezado a decirle que
estaba enamorado de ella, cuando desde el principio le había dejado bien
claro que por lo que a ella concernía él no era más que un juguete sexual; el
modo en que le había llamado y enviado mensajes de texto a horas
improcedentes; la manera en que le había enviado flores a casa...; todo eso
debería haber hecho saltar las alarmas. Tony le había hablado de las peleas en
las que había participado, de la gente a la que había dado una paliza en bares
y clubes, y aunque Dana no le había dicho nada, había pensado: ¿Los
esteroides lo hacen violento? Y luego, ese día, había dejado una nota en su
casa y le había dado una paliza a Adam, y se comportaba como si nada de
aquello fuera culpa suya. Aún peor, seguía diciéndole que estaba enamorado
de ella cuando Dana le había dejado meridianamente claro que ni siquiera
quería volver a hablar con él.
—¡Joder! —exclamó, y la camarera volvió a mirarla. Ella le devolvió la
mirada, que proclamaba a voces: Sí, estoy hablando sola. ¿Tienes algún
problema con eso?
Como si no tuviera ya bastantes problemas, si Tony continuaba
acosándola, tendría que considerar pedir una orden de alejamiento. Y que
ahora Adam tuviera algún motivo de loca venganza contra el monitor no
ayudaba en nada. ¿De verdad había ido allí y le había «agredido» en la
ducha? Eso explicaba la paliza que había recibido; era tan propio de Adam
que se hubiera acercado hecho una furia al gimnasio y cometido una locura
semejante. ¿Qué era lo que había pensado: Caramba, creo que voy a ir a darle
una paliza a un culturista? Sí, eso era. Igual que cuando había cogido la
pistola aquella noche. El hombre no escarmentaba.
Alterada por el chute de cafeína, sintió la necesidad de ir en busca de
aire.
Camino de la salida, vio que la camarera la volvía a mirar.
—¿Qué estás mirando, estúpida? —dijo, sin llegar realmente a ser
consciente de lo que había dicho hasta que llevaba recorrida media manzana.

Cuando entró, Dana se armó de valor esperando que Adam arremetiera de


nuevo contra ella, pero la casa estaba en silencio. Subió las escaleras, y en el
pasillo, fuera de su dormitorio, de pronto se dio cuenta de lo mucho que había
perdido. Su vida había sido tan buena, había tenido tanto, y había renunciado
a todo. ¿Por qué? ¿Por qué estaba aburrida? ¿Por qué se sentía ignorada?
Empezó a llorar, y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Al principio
tenía la cabeza apoyada contra la pared, pero luego se sentó en el suelo con la
cabeza entre las piernas. Hacía años que no lloraba de aquella manera, y
jamás se había sentido tan despreciable, tan impotente.
Al cabo de quizá media hora de intenso llanto, se sintió entumecida y
atontada. No quería que su matrimonio se acabara. Sabía que las cosas se
habían jodido, más que jodido, pero no creía que la situación fuera
irremediable. Las cosas habían estado mejorando hasta ese día, y no se
trataba de que uno u otro se hubiera enamorado o incluso tuviera un asunto
amoroso en marcha. Había roto con Tony y —según parecía— Adam y
Sharon sólo habían estado juntos una única vez. En cierto sentido, su
aventura —y, sí, estaba dispuesta a admitir que había sido una aventura y no
una simple cana al aire— había sido peor, porque, aunque él la había
engañado con su mejor amiga, ella había estado con Tony docenas de veces.
Adam era capaz de racionalizar lo que había hecho —Nos dejamos llevar por
el momento; ocurrió, y punto—, pero lo que ella había hecho fue calculado y
premeditado. Si él pudiera perdonarla, entonces no veía la razón para que ella
no debiera hacerlo también. Sí, se habían hecho daño mutuamente, pero
muchas parejas se lastimaban uno al otro y solucionaban sus asuntos; no
salían corriendo.
Sedienta y agotada de tanto llorar, bajó a la cocina. Estaba a punto de
abrir el frigorífico cuando oyó el ruido de la televisión procedente del salón.
Se acercó cautelosamente y vio a Adam tumbado en el sofá. Estaba detrás de
él, y su marido estaba mirando hacia el otro lado, así que probablemente no
supiera que ella estaba allí. Supo que no estaba mirando realmente la
televisión, porque Rachael Ray estaba en pantalla, y él no la soportaba.
Se iba a marchar, a dejarle un poco de espacio, pero le pareció mal
quedarse allí de pie sin decir nada.
—¿Cómo está tu cara? —preguntó.
Adam no respondió. Supuso que la estaba ignorando.
Esperó un par de minutos, viendo a Rachael Ray explicar la manera de
hacer una «salsa picante», y entonces dijo:
—Sólo quiero que sepas que Tony no significa nada para mí. Fue una
idiotez, y no tengo ni idea de por qué lo hice. Creo que quizá debería volver a
la terapia.
Pensó que al jugar la carta de la terapia al menos obtendría una
respuesta, al demostrarle que estaba dispuesta a asumir la responsabilidad de
lo que había hecho, pero Adam no tuvo ninguna reacción.
Dana continuó:
—Sigo queriéndote muchísimo. Deseo que estemos juntos si tú lo
quieres. Caray, llevamos casados veintitrés años. Es una locura tirar nuestro
matromonio por la borda sin intentar siquiera arreglar las cosas.
Él siguió sin responder. Dana se preguntó si no estaría dormido, y dio
dos pasos dentro del salón para conseguir verle mejor la cara. De pronto tuvo
un pensamiento horrible: No está dormido, está muerto. Durante unos
instantes aterradores se imaginó los momentos inmediatos: tocarle el cuerpo,
sentir la piel fría, su histeria. Tal vez se hubiera tomado una sobredosis o se
hubiese cortado las venas de las muñecas. Esperó ver un charco de sangre en
el suelo. Entonces le vio los ojos, que estaban abiertos como platos, pero sin
vida.
—Adam. —No lo dijo gritando, pero sí inopinadamente, como si dijera:
«Buuu», intentando asustarlo.
Él giró la cabeza hacia ella, y Dana dijo:
—Gracias a Dios. —El pulso le martilleaba—. Lo siento, pensé que
estabas... No importa.
Él se volvió de nuevo hacia el televisor y siguió con la mirada perdida.
Dana permaneció allí hasta que su pulso cardíaco recuperó la
normalidad, y entonces se dispuso a marcharse.
—Hablé con Clements —anunció Adam.
Dana se detuvo.
—¿De qué?
Él siguió sin volverse hacia ella, y continuó mirando a Rachael Ray.
—Le conté lo de la nota que... —se interrumpió, como si se estuviera
esforzando por encontrar las palabras correctas, y entonces dijo con asco—:
que dejó Tony.
Dana se dio cuenta una vez más del tremendo daño que le había hecho.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó débilmente.
—¿Qué quieres decir con que qué pasa con ella? —le espetó él, dando la
sensación de odiarla—. Que era prácticamente exacta a la otra nota, aquella
en la que me amenazaban.
Ella no había pensado en eso antes —ni en nada, vaya— porque había
tenido la cabeza llena de muchas otras cosas. ¿Por qué habría dejado Tony
una nota amenazando de muerte a Adam y declarando estar involucrado en el
robo? Tal vez podría haber intentado acosar a Dana y a su familia, pero dejar
una nota no parecía algo que cuadrara con él.
—¿Estás seguro de que las notas parecen iguales? —preguntó.
—Sí, estoy seguro. Era el mismo papel, la misma caligrafía. Todo era
igual.
—Me parece raro —objetó ella.
—¿Qué? —preguntó Adam, aunque Dana sabía que la había oído a la
perfección y que estaba intentando tratarla con dureza para molestarla.
—No entiendo por qué iba a hacer algo así.
—Clements me preguntó si Tony había estado alguna vez en casa —dijo
Adam—. ¿Ha estado aquí alguna vez?
Dana se acordó inmediatamente del ramo de flores. No quería
contárselo, temiendo que eso llevaría a más preguntas sobre el pasado y que
la acusaría de acostarse con Tony en la casa de ambos, en la cama de ambos,
y no quería enzarzarse en otra gran pelotera.
—No —mintió.
—¿Nunca? —insistió Adam.
—Que yo sepa, no, nunca.
—¿Conocía a Gabriela?
—¿Cómo iba a conocerla?
—¿La conocía o no?
—No tengo ni idea. No veo cómo podría haber...
—¿Crees que pudo haber entrado a robar en casa o no?
—No.
—¿Por qué no?
—No me parece que sea algo que haría.
—¿Por qué no?
—Porque no me lo parece.
Adam guardó silencio durante varios segundos, y luego anunció:
—Llamaré a Clements y se lo diré. Dijo que iba a enviar a alguien más
tarde a recoger la nota.
Pasaron varios segundos más, y entonces Dana, todavía a espaldas de él,
preguntó:
—Bueno, ¿qué es lo que quieres hacer?
—¿Sobre qué?
Volvió a tener la sensación de que lo sabía muy bien y de que intentaba
ponerla nerviosa.
—¿A ti qué te parece? —replicó—. Estoy dispuesta a esforzarme si tú lo
estás. Todo esto me hace sentir fatal, y sé que tenemos mucho que arreglar,
pero me parece que podemos superarlo. Bueno, tú no paras de ver pacientes
en estas situaciones, les prestas tu ayuda y acaban arreglando sus
matrimonios. Las personas cometen errores, pero no tiene por qué ser el fin.
—A veces es el fin —sentenció Adam.
La frialdad de su voz transmitió el mensaje de que por lo que a él
concernía aquella conversación había terminado; de que no había lugar a más
discusión.
Ella permaneció allí un rato más, aturdida, y se marchó antes de empezar
a llorar de nuevo.

Adam no fue a la cama. Aunque solían dormir con mucho espacio entre los
dos, sin tocarse apenas, la cama seguía pareciendo muy vacía sin él. Dana se
despertó varias veces durante la noche, y en cada ocasión se echó a llorar
contra la almohada hasta que se volvió a dormir.
Por la mañana se despertó cuando Adam estaba cerrando uno de los
cajones de la cómoda. Él salió de la habitación enseguida, probablemente
para ir a ducharse al baño de invitados. Más tarde, cuando Dana oyó cerrarse
la puerta delantera de un portazo, se levantó de la cama.
Bajó las escaleras. Adam no le había dejado café hecho, pero en esta
ocasión no le pareció que fuera una actitud pasiva-agresiva; era directamente
una agresión.
También había dejado migas de pan sobre la encimera y no se había
tomado la molestia de colocar sus platos en el fregadero. Entonces reparó en
que había escrito algo en la pizarra de la cocina donde a veces se dejaban
mutuamente notas. Se acercó y leyó: «Quiero que te vayas de casa».
Estuvo llorando mucho tiempo, sabiendo que no había nada que pudiera
hacer o decir para que su marido cambiara de idea. Trataría de hablar con él
de nuevo, aunque sabía que no serviría de nada. A veces es el fin.
Lo peor era que iba a tener que pasar por todo aquello completamente
sola. En circunstancias normales, Sharon habría sido la única amiga con la
que se habría sentido cómoda hablando de algo tan personal y traumático.
Consideró la posibilidad de llamar a otras amigas, a Deborah, con la que
había crecido en Dix Hills, Long Island, o a Geri, de la asociación de padres
de alumnos, pero la verdad es que la vergüenza y la culpa no la dejaban decir:
«Me voy a divorciar». Le parecía que pronunciar esas palabras lo haría real,
que ya no habría vuelta atrás, y que en cuanto se lo dijera a alguien, el chisme
recorrería todo el barrio y el drama no haría más que aumentar. Todos
hablarían de ella, hasta la gente que apenas la conocía. ¿Te has enterado de
que Dana Bloom se va a divorciar? Ay, no, qué horror, pobrecilla. Y todos
hablarían de ella como si fuera la pobrecita indefensa, una víctima. Ser
divorciada se convertiría en su nueva identidad, porque, después de todo,
¿qué otra identidad tenía? No tenía profesión, ni hijos pequeños. Su vida no
tenía sentido.
Volvió a meterse en la cama y no quiso levantarse. Estaba más asustada
que deprimida, aunque era consciente de que la depresión estaba empezando
y tenía la sensación de que no haría más que empeorar. No había manera de
que pudiera superar el estrés de mudarse, encontrar un nuevo piso y toda la
pesadilla legal y financiera completamente sola. Tenía que recuperar el
Prozac. Hablar con alguien, con un profesional, tal vez eso fuera una buena
idea. Se dijo a sí misma que llamaría a su psiquiatra, el doctor Feldman, a
quien no había visto desde hacía al menos tres años. Consiguió la primera
hora que tenía libre Feldman, que era al siguiente miércoles por la tarde.
En algún momento de la tarde oyó a Marissa subir las escaleras y
meterse en su cuarto. Dana no había considerado realmente el efecto que el
divorcio tendría sobre su hija. De acuerdo, ya tenía veintidós años, así que no
era exactamente como tener que explicarle la situación a una niña pequeña,
pero aun así iba a ser un drama en su vida. De pronto se sintió terriblemente
culpable: por abandonar a Marissa y por ser una mala madre, sobre todo en
los últimos tiempos. Desde que su hija había vuelto a casa, ¿en algún
momento había estado pendiente de sus necesidades? No, había estado fuera,
en su mundo de fantasía con Tony, pensando en sí misma, como siempre. No
se podía creer que hubiera estado envuelta en semejante niebla, que no
hubiera calculado el efecto que la aventura había estado teniendo, y no sólo
sobre Adam y su matrimonio, sino sobre toda su familia.
Se levantó de la cama perezosamente. Llamó con los nudillos a la puerta
de Marissa, y oyó:
—¿Qué pasa?
—Tengo que hablar contigo.
Después de un prolongado silencio, su hija dijo:
—Entra.
Entró y vio a Marissa tumbada de espaldas en la cama escribiendo algo
en su iPhone. De pronto le vino a la memoria la fugaz imagen de su hija a los
cinco o seis años en la misma cama, víctima de alguna pesadilla en mitad de
la noche y gritando: «¡Mamá!» Dana siempre se levantaba —Adam tenía un
sueño muy profundo, y por él la niña podía haber estado gritando toda la
noche—, se metía en la cama con ella y la abrazaba con fuerza, asegurándole
que todo iba a ir bien. A veces Marissa se volvía a quedar dormida de
inmediato, pero en otras ocasiones tenía que contarle cuentos inventados
sobre las aventuras de Marissel y los padres de Marissel, Arthur y Diana. Los
personajes eran un trasunto apenas disimulado de Dana, Adam y Marissa, y
al final de cada cuento, Marissel siempre acababa feliz y contenta, acostada
en su cama, con sus padres en la habitación contigua.
—¿Qué quieres? —preguntó Marissa, que parecía irritada como solía
ocurrir en los últimos tiempos.
—¿Me puedo sentar?
—Si quieres. No tienes buen aspecto.
Dana se sentó en el borde de la cama.
—Lo primero de todo, lo siento.
—¿Sientes el qué?
—Que tuvieras que presenciar todo eso ayer. Sé lo... inquietante que
debe de ser para ti.
—¿Inquietante? —Marissa se rió sarcásticamente—. Lo único que no sé
es cómo habéis tardado tanto.
—¿Lo sabes?
—Papá me llamó antes y me lo contó.
—¿Qué te contó? —Dana tenía miedo de que Adam ya estuviera
poniéndola a parir.
—Que os vais a divorciar, y me parece bien, si he de ser sincera. Lleváis
años haciéndoos desgraciados el uno al otro.
—No llevamos años.
—Lleváis años —insistió su hija—. Así que ¿por qué seguís juntos si no
podéis ser felices? Los dos deberíais salir a buscar, no sé, a alguien que sea
más compatible con vosotros.
—No es tan fácil —respondió Dana, sin saber si se refería a pasar por un
divorcio, encontrar a otro hombre o a ambas cosas.
—Oh, vamos —dijo Marissa—. Si estás muy buena. Hasta Xan me lo ha
dicho.
—¿De verdad? —Dana necesitaba que le levantaran la autoestima.
—Sí, de verdad. Sus palabras exactas fueron: «Tu madre está muy
buena».
—Bueno, eso es muy amable por su parte, es un chico muy cariñoso,
pero no estoy tan segura al respecto. Creo que la mayoría de los hombres de
mi edad buscan mujeres jóvenes como tú.
—No tuviste ningún problema en ligarte a ese tío, Tony, y es veinte años
más joven que tú, ¿no?
—Para empezar, lo que ocurrió entre Tony y yo nunca fue serio, es
importante que lo sepas. Sé que papá te lo va a explicar como si hubiera
tenido una relación seria con otro hombre y que ésa es la razón de que nos
divorciemos, pero eso no es así ni por asomo. Yo no le voy a dejar. Lo que
ocurre entre nosotros es recíproco; no es culpa sólo de uno. Y quiero que
sepas cuánto lamento que tuvieras que averiguarlo de la manera que lo
hiciste. Sé lo perturbador que debió de haber sido para ti.
—Oh, por favor —le espetó Marissa—. Que os vayáis a divorciar no es
precisamente una sorpresa. Además, yo ya sabía lo tuyo con Tony.
—¿Qué lo sabías? ¿Cómo?
—Hillary os oyó a ti y Sharon hablando de ello el otro día. Aunque
todavía no me puedo creer lo de papá y Sharon. Ésa sí que fue una verdadera
sorpresa. Nunca me lo hubiera imaginado.
A Dana se le estaban llenando los ojos de lágrimas, pero no quería
empezar a llorar otra vez, sobre todo delante de Marissa. Tuvo que desviar la
mirada.
—No te preocupes, mamá, todo va a ir bien. Le dije a papá que me
parecía que había estado muy mal que se liara con Sharon. Joder, es tu amiga,
pero Hillary es la mía, y no estuvo nada bien que hiciera eso.
Dana rodeó a su hija con un brazo y dijo:
—Sólo quería asegurarme de que todo esto no te afectara. No quiero que
nos guardes resentimiento, ni a mí ni a tu padre.
—Deja de pensar en mí. Haz lo que tengas que hacer, y yo estaré bien.
Dana ya no pudo contener las lágrimas, así que apoyó la cabeza en el
hombro de su hija y se echó a llorar.

Regresó a su dormitorio y se volvió a meter en la cama. Al final se quedó


dormida. Cuando se despertó, le sorprendió que fueran más de las seis y
cuarto y que hubiera estado durmiendo casi tres horas, puesto que no sentía
que hubiera recobrado las fuerzas.
Aunque no tenía hambre ni le apetecía salir de la cama, sabía que comer
algo tal vez fuera una buena idea. Padecía una hipoglucemia leve, y cuando
dejaba que el azúcar de su sangre bajase demasiado, se angustiaba mucho, se
volvía irritable y se deprimía.
Al dirigirse abajo, reparó en que el dormitorio de su hija estaba vacío. Al
pie de la escalera, en el vestíbulo, gritó: «¡Marissa!», pero no hubo respuesta.
Lo más probable es que hubiera quedado con alguna amiga o lo que fuera.
En la casa de al lado, Blackie, el pastor alemán de los Miller, estaba
ladrando a todo meter. A veces se ponía a ladrarle al cartero o a algún otro
repartidor.
Fue a la cocina y se preparó un bocadillo: pechuga de pavo con lechuga,
tomate y pan integral. La verdad es que no estaba de humor para comer.
Consiguió dar unos bocados y metió el resto en el frigorífico. Estaba
cargando el lavavajillas cuando sonó el timbre de la puerta de servicio.
Eso no era normal. Ella, Adam y Marissa utilizaban esa puerta de vez en
cuando, principalmente cuando aparcaban en el camino de acceso, pero casi
siempre entraban con una llave. Lo primero que se le ocurrió es que quizá
fuera un repartidor, o el tipo de la compañía eléctrica para leer el contador.
Eso explicaría que Blackie siguiera ladrando de forma tan desaforada.
Aunque no estaba esperando ningún reparto y el de la compañía eléctrica
siempre llamaba a la puerta delantera.
Estaba demasiado rendida para ahondar más en el tema. Apartó la
cortina que cubría el cristal de la puerta y vio a Xan. Llevaba puestas unas
gafas de sol oscuras, y cuando la vio escudriñando por el cristal, sonrió y le
hizo un leve saludo con la mano.
Dana soltó inmediatamente la cortina y pensó: Mierda. No podía dejar
que la viera entrar otra vez vestida con esas pintas. Llevaba una camiseta
raída, un chándal holgado y ni una pizca de maquillaje.
—Esto... ¡un segundo! —dijo, y echó a correr escaleras arriba.
Lo más deprisa que pudo se puso unos vaqueros, un sujetador más
favorable y un ceñido top negro de manga larga; luego se aplicó carmín, un
poco de colorete y se recogió el pelo en una coleta. Se examinó en el espejo
del vestidor. Seguía hecha un asco, pero algo era mejor que nada. Entonces
dijo: «Los zapatos, joder», y buscó algo con un poco de tacón —unas botas
negras de piel— y bajó las escaleras.
Abrió la puerta trasera, y Xan mostró una amplia sonrisa.
—Hola —dijo.
Dana había olvidado lo guapo que era. El chico se levantó las gafas de
sol y las dejó en lo alto de la cabeza, y ella se sobresaltó momentáneamente
por el azul de sus ojos.
—Hola —respondió ella—. Lo siento. Estaba..., bueno, acabando de
hacer algo importante...
Blackie seguía ladrando como un loco.
—No pasa nada —la tranquilizó—. No me ha importado esperar.
—Marissa no está aquí ahora —dijo Dana—. ¿Quieres entrar?
—Si no tiene inconveniente.
—Pues claro que no.
Dejó que Xan pasara por su lado, cerró la puerta y echó la llave.
—No sé cuándo se ha marchado Marissa —dijo Dana—, ni cuándo va a
volver. ¿Se suponía que tenías que reunirte con ella pronto?
—Sí, ahora mismo, en realidad.
—Ah, bueno, ¿por qué no te sientas? ¿Quieres beber algo?
Xan seguía de pie, no lejos de la mesa, y preguntó:
—¿Qué tiene?
—Lo que quieras —respondió—. Coca-Cola, Diet Coke, zumo de
naranja, agua, té helado...
—Un té helado me vendría de maravilla.
Mientras Dana abría el frigorífico tuvo la misma sensación que la otra
noche, la de que la estaba observando, repasándola de pies a cabeza. Sacó la
jarra de té helado, y mientras reparaba en que Xan seguía de pie y no se había
sentado, alargó la mano para coger un vaso del armario, diciendo:
—En el futuro, que sepas que solemos utilizar la puerta delantera.
—Ah, lo siento —se disculpó.
—No, no, no tiene la menor importancia —le tranquilizó—. Es sólo que
a veces es difícil oír el timbre de la puerta trasera... Ojalá ese maldito perro
dejara de ladrar.
—Llamé a la puerta delantera, pero no respondió nadie —dijo Xan.
—Oh —replicó Dana—, qué raro.
Se preguntó si sería posible que hubiera llamado al timbre mientras
estaba dormida. No, desde que se despertó hasta que sonó el timbre de la
puerta trasera habían pasado por lo menos dos minutos.
Mientras servía el té helado en el vaso, dijo:
—En el fondo tanto da llamar a un sitio que a otro.
Cuando le entregó el vaso, Xan dijo:
—Gracias. —Le dio un sorbo, y preguntó—: ¿Y está el señor Bloom en
casa?
A Dana no le quedó muy claro el motivo de semejante pregunta, pero
aun así respondió:
—Puedes llamarle Adam, pero no, tampoco está.
—¿Me dijo que podía llamarla Dana, verdad? —Estaba sonriendo,
mirándole directamente a los ojos.
—Sí —dijo ella—. Dana está bien.
—No tiene que hacer todo esto por mí, Dana.
Ella se había distraído momentáneamente por la manera penetrante de
mirarla.
—¿A qué te refieres?
—Cambiarse, ponerse maquillaje —explicó Xan—. No tiene que
hacerlo por mí.
Se sintió avergonzada en el acto.
—En realidad me estaba vistiendo cuando llamaste y...
—Es sólo mi opinión —dijo Xan—. Es usted la clase de mujer que no
tiene que hacer nada. Está guapa de todas las maneras.
Dana tuvo claro que el chico estaba coqueteando de manera
improcedente, pero en el estado en que estaba —al borde del divorcio, con la
autoestima en el retrete— era difícil no sentirse halagada.
—Gracias —dijo.
—¿Puedo hacerle una pregunta personal? —preguntó Xan.
¿Se había acercado un paso o dos sin que ella se diera cuenta? Parecía
que sí.
—Esto..., claro —consintió Dana.
—¿Le atraigo?
—¿Cómo dices? —lo dijo en un tono cortante, queriendo dejarle claro
que había ido muy lejos.
—No intento ofenderla —se explicó Xan—. Sólo hago una observación.
Soy artista, y eso es lo que hago: observar. Veo la manera en que me mira, la
manera en que me estuvo mirando la otra noche, y la manera en que me está
mirando ahora mismo. Sé lo que le está pasando por la cabeza.
Dana se sintió tremendamente incómoda y algo más que un poco
asustada. Aquél no era el mismo Xan adorable de la otra noche; había algo
espeluznante en él, incluso amenazador.
—Creo que deberías esperar a Marissa en el salón —dijo.
—No pretendo ofenderla, Dana. —Dio otro paso hacia ella, aunque
seguía estando a unos pasos de distancia. Y añadió—: Es sólo que me
parece... excitante.
—Quiero que esperes en el salón —dijo ella con firmeza.
—¿Por qué está tan nerviosa?
—No estoy nerviosa —replicó, aunque estaba temblando.
Xan se acercó otro paso.
—Tranquilícese.
Dana se dio cuenta de que no le veía una de las manos. La tenía detrás
de la espalda; ¿estaba sujetando algo?
Un instante más tarde la estaba agarrando con fuerza, la obligó a darse la
vuelta y la empujó de espaldas contra el fregadero. Dana no se podía creer lo
que le estaba sucediendo. Sintió que le agarraba la coleta y le tiraba de ella
con fuerza. Es posible que dijera: «Para»; no estuvo segura. Estaba aturdida,
conmocionada, demasiado aterrorizada para pensar realmente en la palabra
«violación», pero sabía que eso era lo que estaba ocurriendo, lo que estaba a
punto de suceder. Estaba esperando a que le bajara los vaqueros cuando Xan
soltó un sonoro gruñido y ella sintió un tremendo y sorprendente dolor en
mitad de la espalda, entonces le pareció como si las piernas le desaparecieran
y se encontró tirada en el suelo, y apareció aquel charco rojo, ¡Dios mío!,
aquello debía de ser su sangre. El dolor en el pecho, la espalda y el cuello fue
espantoso al principio, y quiso gritar, aunque no pudo porque algo le
obstruyó de pronto la garganta. Vio a Xan de pie muy, muy lejos, o eso le
pareció, observándola, mientras decía:
—No pasa nada, querida, no le des más vueltas... No lo pienses más,
cariño... No le des más vueltas.
19

Éste tenía que ser una especie de momento culminante en la vida de Johnny
Long. Tal vez le ocurrieran otras cosas fantásticas —eh, todavía era joven,
¿no?—, aunque era difícil imaginar vivir hasta los ochenta, los noventa o los
que fueran y echar la vista atrás y tener un recuerdo mejor que el de la época
en que había jodido por completo al doctor Adam Bloom y su engreída
familia.
Todo había estado saliendo a la perfección, aún mejor de lo que Johnny
había planeado. El sábado Marissa se pasó por su casa, y se habían tirado el
día y la noche jodiendo y «estrechando lazos». También habían hablado
mucho. Había procurado no mostrar mucho interés, aunque había hecho
acopio de alguna información importante acerca de ella y sus padres y sus
costumbres, que confiaba en poder utilizar más adelante. Por ejemplo, cuando
Marissa le estuvo hablando de su padre, Johnny dejó deslizar algunas
preguntas como: «¿Tu padre va a trabajar todos los días?», y «¿A qué hora
suele volver del trabajo?» Sin mostrarse interesado, sólo como si sintiera
cierta curiosidad, por el simple placer de charlar. Ella le dijo que su padre
solía marcharse a trabajar «alrededor de las ocho de la mañana» y que
regresaba «a eso de las siete o las ocho». Y resultó que necesitaría esa
información mucho antes de lo que había imaginado.
Marissa se fue de su casa alrededor de las once y media del domingo por
la mañana. Después de dos noches seguidas juntos, tenían previsto pasar el
día y la noche separados para darle a él «tiempo para pintar». Johnny ya sabía
que Adam tenía previsto jugar al golf por la mañana —la otra noche, durante
la cena, había comentado que tenía hora en el tee a las siete y media—, y
Marissa le había dicho que su madre pensaba ir de compras al supermercado,
como hacía todos los domingos. Así que Johnny decidió que ese día podía ser
la oportunidad perfecta para hacer su primer movimiento.
Como unos veinte minutos después de que Marissa se fuera, se marchó
de su casa. A las 12.52 salió de la estación de metro de Forest Hills y se
encaminó a casa de los Bloom. Sabía que estaba corriendo un riesgo. Estaba
especulando con que Dana ya se hubiera marchado a Costco y no hubiera
llegado aún a casa, con que Adam no hubiera terminado de jugar al golf y
que Marissa no hubiera llegado antes que él. Si alguno de ellos lo veía,
tendría que inventarse una excusa para justificar su presencia allí. Si todos le
creían, podría seguir con el plan B, pero si empezaban a sospechar, todo su
plan correría peligro.
Ni el Mercedes ni el todoterreno de los Bloom estaban en el camino de
acceso; buena señal. Johnny ya había escrito una nota de «Tony el del
gimnasio» y la deslizó por debajo de la puerta delantera de los Bloom. Se
estaba alejando cuando vio acercarse por la manzana el Mercedes de Adam
Bloom, que se dirigía directamente hacia él.
Estuvo bien que estuviera atento, porque si hubiera dado un paso o dos
más, probablemente le habría visto. Pero Johnny se dio la vuelta enseguida y
se dirigió al patio trasero por el camino de acceso.
Joder, ¿y ahora qué hacía? El patio trasero estaba cerrado por todos
lados por una alta cerca de madera que no ofrecía ningún lugar para
esconderse, y Bloom iba a aparcar el coche en el camino de acceso en unos
cinco segundos.
Cuando era niño, Johnny había aprendido a huir de los polis y de los
chicos que querían pegarle. Siempre había sido un fantástico trepador; vallas,
árboles, podía trepar a cualquier sitio. Saltó apoyándose en la verja y se dio
impulso. Si hubiera dispuesto de más tiempo, podría haber pasado por encima
fácilmente, pero no pudo encontrar ningún buen punto de apoyo para los pies
y los maderos de la verja terminaban en unas agudas puntas. Oyó al coche
acercarse, probablemente ya a punto de meterse en el camino de acceso.
Utilizando todas sus fuerzas, se impulsó hacia arriba y con el mismo
movimiento consiguió levantar las piernas y pasarlas por encima de la valla.
Luego soltó las manos, pero no había acabado todavía. Su cazadora de cuero
se enganchó en lo alto de la verja. Levantó la mano, la soltó y cayó de culo al
suelo con todas sus fuerzas en el momento preciso en que el coche de Bloom
empezaba a subir por el camino.
Sintió un dolor matador en el trasero y la región lumbar, aunque estaba
bien. Y lo más importante: había conseguido saltar por encima de la verja
justo a tiempo para que Bloom no le viera.
Lo que sí vio él fue a un pastor alemán en la casa de al lado de la de los
Bloom. El estúpido chucho estaba levantado sobre los cuartos traseros,
arañando la ventana. Johnny se iba a quedar donde estaba —el perro estaba
dentro de la casa; no podía echársele encima—, pero, joder, ¿y si había
alguien en la casa y se acercaba a ver el motivo de los ladridos del perro?
Seguro que vería a Johnny en el patio trasero, acurrucado en el suelo, con
toda claridad.
Se levantó, echó a correr hacia el camino de acceso de la casa con perro
y se quedó lo más cerca que pudo de la vivienda sin hacer el menor
movimiento, aunque el perro, el muy hijo de puta, había ido hasta el lateral de
la casa y estaba ladrando y arañando la ventana.
Entonces oyó hablar a una mujer dentro de la casa (debía de haber una
mosquitera en la ventana).
—¿Qué sucede, Blackie? —dijo.
Johnny no creía que la mujer pudiera verlo, aunque no estaba seguro.
Sin duda lo vería si abría la mosquitera y miraba fuera. No podía salir
corriendo, porque no sabía si Bloom había entrado en su casa todavía, así que
tenía que quedarse donde estaba y esperar lo mejor.
—¿Qué? ¿Dónde? No veo nada —dijo la mujer, aunque el perro seguía
ladrando como un poseso. Entonces la mujer dijo—: Vamos, déjalo ya... He
dicho que pares ahora mismo.
El perro, por supuesto, no dejó de ladrar, aunque ahora los ladridos
parecían alejarse, como si la mujer estuviera arrastrando al animal lejos de la
ventana.
Johnny permaneció allí un par de minutos más, sólo para asegurarse de
que Bloom había entrado en la casa, luego fue hasta el camino de acceso, giró
a la izquierda para alejarse de la casa del psicólogo y regresó hacia la zona
comercial de Forest Hills.
En términos generales, estaba satisfecho de la forma en que las cosas
habían discurrido. De todos modos, había conseguido hacer lo que se había
propuesto, y en ese momento ya sólo restaba volver a casa y ver qué
resultados daba.
Y dio unos resultados óptimos.
A eso de las dos, cuando estaba saliendo del metro en Brooklyn, Marissa
lo llamó, aparentemente desquiciada, para decirle que sus padres estaban
teniendo una pelotera impresionante. Johnny fingió confusión, y preguntó:
«¿Una pelotera? ¿Por qué motivo?» Marissa le contó que su padre había
averiguado que su madre se había estado tirando a su monitor, y —no te lo
pierdas— resultaba que su padre también había tenido una aventura con la
mejor amiga de su madre. Johnny pensó: Jo, tío, menuda familia de mierda.
Los padres se engañaban mutuamente, y la hija era una mocosa malcriada e
infeliz. Era como si todos estuvieran suplicando que alguien fuera y los
librara de tanto sufrimiento.
Él insistió en que Marissa volviera a su casa para «alejarse de toda esa
locura». Ah, ¿era o no estupendo? La chica dependía ya tanto de él, y eso que
sólo se conocían desde hacía una semana. Johnny había perpetrado algunos
engaños fantásticos, pero esta vez se estaba superando.
Cuando Marissa llegó, se abrazó a él con fuerza, como si no quisiera
soltarse nunca, y dijo:
—Soy tan feliz cuando estoy contigo.
Más tarde, después de echar un par de polvos, la chica se quedó dormida
con la cabeza apoyada en su pecho. Pero él estaba sobreexcitado,
completamente despierto, dándole vueltas a su plan e intentando calcular
hasta el último detalle. Lo de Dana y Adam era fantástico; ahora sólo tenía
que hacer su gran movimiento lo más pronto que pudiera.
Por la mañana —era lunes— sugirió a Marissa que se encontraran más
tarde en Manhattan.
Se dio cuenta de que a ella le encantó la idea, aunque dijo:
—¿Estás seguro? Mira, no quiero que acabes harto de mí.
—¿Cómo sería posible que acabara harto de ti? —preguntó él.
Ella se puso como un tomate.
—En serio, puede que no sea una idea tan fantástica —dijo.
—Quiero verte otra vez —insistió él—, y creo que es una buena idea
darle a tus padres un poco de espacio, ¿sabes?
Esto último había sido pura improvisación, pero le había salido perfecto.
—Sí, puede que tengas razón —admitió ella—, y además no tengo ganas
de estar cerca de ellos en estos momentos, pero es que no quiero abusar de ti.
—¿Estás de coña? —replicó Johnny—. Quiero estar contigo el mayor
tiempo posible. Pasaría contigo cada segundo si pudiera.
A ella le encantó aquello. Después de besarse durante un rato, Marissa
dijo:
—Pero primero tengo que ir a casa a ducharme, cambiarme y ocuparme
de algunas cosas. Me puedo reunir contigo de nuevo aquí a eso de las cinco.
Sabía que ella querría ir a casa primero, así que dijo:
—Tengo una idea. Quedemos en la ciudad a las seis y media. Podemos
comer cualquier cosa y luego ir al cine.
Ella dijo que le parecía fantástico, y acordaron encontrarse en el exterior
de la estación del metro de la Cincuenta y nueve con Lexington Avenue.
Marissa se fue de casa de Johnny poco antes de la una. Él quería hacer
su jugada ese día, aunque tenía que averiguar los horarios de los padres de
ella. No quería hacer aquello a tontas y a locas; quería pulir hasta el último
detalle.
Se dirigió a una cabina telefónica situada a unas diez manzanas —no
quería hacer las llamadas demasiado cerca de su piso—, llamó a información
y consiguió el teléfono del doctor Adam Bloom en Manhattan. Llamó y le
preguntó a la mujer que le atendió si podía hablar con el doctor Bloom. La
mujer le dijo que el doctor no podía ponerse al teléfono, que estaba con una
paciente. Por supuesto Johnny colgaría en el caso de que Adam estuviera
disponible; entonces dijo:
—No pasa nada, le llamaré más tarde. ¿Hasta qué hora estará en su
consulta hoy?
—Tiene el último paciente a las cinco.
Joder, eso era demasiado tarde; significaba que Bloom podría marcharse
a las seis y estar en casa a las siete.
—Muy bien, gracias —dijo Johnny.
La mujer estaba diciendo: «Si quiere dejarme un número, le...» cuando
colgó.
Más tarde, de vuelta en su piso, llamó a Marissa y le preguntó si podían
quedar a las siete y media en vez de a las seis y media.
—A mí me va mucho mejor —dijo Marissa—. Estaba a punto de
llamarte. Mi amiga Hillary quiere que quedemos para tomar una copa a las
cinco y media, y me parecía que iba a ir muy justa de tiempo para las seis y
media donde habíamos quedado.
Era perfecto. Marissa estaba impulsando los planes.
—¡Colosal! —exclamó Johnny—. Hay una peli a las ocho y media, así
que no hay ningún problema.
La verdad es que no tenía ni idea del horario de la película, pero decidió
que podría buscar una excusa para eso después, si es que tenía que hacerlo.
—Fantástico —dijo ella—. Ay, Dios, estoy impaciente por verte. Aquí
hay otro día de pesadilla.
Le contó que se había enterado de que sus padres se iban a divorciar;
más noticias fantásticas por lo que concernía a Johnny.
—¿Está tu madre en casa ahora? —preguntó.
—Sí —respondió Marissa—. Acaba de estar aquí dentro preguntándome
si llevaba bien lo del divorcio y si no me iba a traumatizar por ello. —Se echó
a reír, y preguntó—: ¿Por qué me lo preguntas?
Johnny no creyó que sospechara nada, tan sólo preguntaba.
—Por curiosidad —respondió, pero necesitaba darle una explicación, así
que añadió—: Bueno, ¿crees que ella y el monitor siguen... juntos?
—No lo sé. No parece que vaya a ir a ninguna parte hoy. La verdad es
que tiene un aspecto horrible.
—¿Así que crees que se quedará en casa todo el día?
—Sí, ¿por qué?
En esa ocasión sí que hubo algo de suspicacia, y Johnny tuvo que ser
cuidadoso. No quería que aquello fuera algo que Marissa pudiera recordar
más tarde y preguntarse por ello.
—Hablaba por hablar —dijo—. Sería grave que tu padre la pillara a ella
y al monitor juntos.
—Sí, grave para mi padre —comentó Marissa—. Pero en serio, no veo
cómo podrían empeorar más las cosas entre ellos. Ahora mismo, no podrían
ser más malas.
Sí, muy bien, pensó él, aunque dijo:
—Has manejado todo esto fantásticamente hasta el momento. Me siento
orgulloso de ti.

Johnny se marchó de su piso alrededor de las cuatro. Tenía todo lo que


necesitaba en la mochila. Estuvo buscando un rato hasta que por fin encontró
un viejo Saturn sin localizador ni alarma. Forzó la puerta, le hizo el puente y
se puso en camino.
El trayecto hasta Forest Hills le llevó más de lo esperado a causa del
tráfico de la hora punta, aunque igualmente tenía tiempo de sobra. Aparcó lo
más cerca que pudo, como a media manzana de casa de los Bloom. Desde el
coche llamó a Marissa para confirmar que estaba realmente en la ciudad con
su amiga Hillary, aunque le dijo que llamaba porque la echaba de menos y
sólo quería oír su voz. Miró a un lado y a otro con detenimiento, y cuando
estuvo lo bastante seguro de que no había nadie mirando, salió del coche y se
dirigió a la casa de los Bloom.
Eran las 18.22, y probablemente Adam se estuviera dirigiendo en metro
hacia su casa. Sumando quince minutos por la hora punta y suponiendo que
no se parase en ninguna parte, debería llegar a la casa de Forest Hills
alrededor de las siete. Johnny quería que Adam llegara a casa después de que
él matara a Dana. Si por alguna razón llegaba mucho antes, podría ser un
problema.
Llevaba unos guantes de piel negros y una gorra de lana negra. No hacía
precisamente tiempo para llevar guantes ni gorra —hacía más de diez grados
—, pero quería ocultar su aspecto todo lo posible. Además, sabía que Dana se
distraería demasiado con lo guapo y encantador que era como para reparar en
otra cosa.
Al acercarse a la casa, tuvo especial cuidado de asegurarse de que nadie
reparase en él. Un hombre al final de la manzana había salido de su coche y
se dirigía a su casa, pero no estaba mirando hacia donde estaba él. Sin
embargo, Johnny titubeó, aminorando el paso hasta que el tipo entró en su
casa; luego siguió hacia la casa de los Bloom.
El todoterreno y el Mercedes estaban en el camino de acceso; confió en
que eso significara que Dana estaba en casa. No quería tocar el timbre de la
puerta principal y arriesgarse a que alguien la viera dejándole entrar en la
casa, así que echó a andar por el camino en dirección al patio trasero. No
habría hecho eso si se hubiera acordado del perro. El chucho chalado debió
de oírlo u olfatearlo o lo que fuera, porque cuando llevaba recorrido la mitad
del camino, los ladridos empezaron. Johnny no le vio sentido a darse la vuelta
y llamar a la puerta delantera, y tampoco estaba preocupado por los ladridos
en sí; le preocupaba que alguien de la casa de al lado mirase por la ventana y
lo viera, recordara eso más tarde y se lo contara a la policía.
Caminando lo más deprisa que pudo, fue hasta el patio trasero de los
Bloom y subió al pequeño porche. Desde su posición estaba fuera de la vista
de la casa de al lado, y no creyó que le hubieran visto.
Llamó al timbre, y al cabo de unos segundos vio a Dana mirando afuera.
Muñeca, pensó, mientras sonreía de oreja a oreja y le hacía un pequeño gesto
con la mano. Pero la mujer levantó un dedo, como queriendo dar a entender
que volvía enseguida, y antes de que él tuviera tiempo de decir algo, había
desaparecido.
Joder, ésa era una complicación innecesaria. El perro estaba ladrando
aún con más fuerza, y aunque no le podían ver desde la casa del can, estaba a
plena vista desde el patio trasero de la casa del otro vecino de los Bloom. Si
alguien de aquella casa oyera el alboroto que estaba montando el perro y
saliera al porche trasero, vería a Johnny allí parado.
¿Por qué estaba tardando tanto Dana? Sabía que probablemente se
estaría cambiando y maquillándose. Se le antojó que había estado ausente
diez minutos, aunque probablemente no fuera tanto ni de lejos.
Le dijo que tenía que reunirse con Marissa en la casa. Como era de
esperar, ella le informó de que su hija no estaba, pero Johnny no sabía si
Marissa le habría contado a su madre sus planes de ir a la ciudad. Si lo había
hecho, iba a tener que decir que habían cambiado de idea, aunque Dana
parecía estar completamente en la inopia y le invitó a que esperase dentro.
Agradeció estar dentro de la casa, y por fin los malditos ladridos del
perro se fueron apagando. Johnny desplegó todo su encanto para que ella no
reparase en los guantes ni en que pareciera, bueno, alguien que fuera a
matarla. Por la manera en que lo estaba mirando, con toda la coquetería del
mundo, supo que lo deseaba y que podría seducirla. Le habría encantado
haberla añadido a su larga lista de conquistas. Tío, ¿no habría sido un flipe
tirarse a la mujer de Adam Bloom antes de matarla? Pero no era idiota. Sabía
que follársela no haría más que ocasionarle todo tipo de problemas con el
ADN, y quería hacer aquello impecablemente.
Sin embargo, sí que quería divertirse un poco con la infeliz aquélla; si
no podía tirársela, al menos podía hacer que creyera que iba a hacerlo.
Entretanto, mientras Dana iba a buscarle un poco de té helado, agarró un
cuchillo de cocina —uno con una hoja de casi veinte centímetros— del
soporte de los cuchillos que había sobre la encimera. Aquello formaba parte
de su plan, porque había visto los cuchillos cuando estuvo en la cocina la otra
noche. Cuando ella le pidió que se sentara, no lo hizo, aunque la mujer no
pareció darse cuenta de que tenía el cuchillo detrás de la espalda. Entonces,
¡qué carajo!, le soltó que ella le gustaba mucho. Johnny comprendió que ella
lo deseaba desesperadamente, aunque fingiera que no. Pero no quería que se
pusiera como una loca y empezara a gritar, así que decidió acabar con aquello
sin más preámbulos.
Nunca había matado con un cuchillo, pero sí con una navaja, y en una
ocasión, aquella vez en Rikers, con un pincho casero. Sabía que el truco para
matar con cualquier tipo de arma blanca era no ser un chapucero. Cualquiera
podía clavar un cuchillo en un cuerpo unos cuantos centímetros; joder, hasta
una vieja endeble podría hacerte una bonita herida. Pero para hacer daño de
verdad tenías que meterlo hasta el fondo. Tenías que abrirte paso a través de
aquellos tres o cinco centímetros de músculo y quizá de hueso para poder
cortar las arterias y órganos vitales. Así, cuando la acuchilló en mitad de la
espalda, se aseguró de hacerlo con fuerza suficiente para introducirle la
mayor parte de la hoja; luego empujó aún con más fuerza, sintiendo que el
cuchillo había atravesado algo, y entonces entró con más facilidad. Cuando
consiguió introducir quince o diecisiete centímetros de la hoja, y no hubo
manera de que entrara más, soltó a la mujer.
Retrocedió, viendo cómo se retorcía por el suelo de la cocina. Detestaba
verla sufrir. Le habría gustado arrancarle el cuchillo de la espalda y rebanarle
el cuello o acuchillarla directamente en el corazón, acabar de una vez con
aquello, pero no quería que la sangre lo salpicara todo, sobre todo a él. Por lo
que sabía, sólo tenía un poco de sangre en los guantes y en el puño de la
manga izquierda de la sudadera, y no quería mancharse más.
Lo importante era que, aunque Dana siguiera viva, gimiendo e
intentando alejarse a rastras, no estaba gritando realmente de dolor, quizá
porque estaba demasiado débil y no podía respirar. Tal vez el cuchillo le
hubiera perforado uno de los pulmones, o puede que le estuviera saliendo
demasiada sangre por la boca. Así que Johnny se limitó a mantenerse a
distancia, esperando a que la mujer se desangrara, intentando hacer que se
sintiera mejor diciéndole cosas como: «Déjalo ya» y «No te esfuerces más».
La verdad es que fue una putada que tardara tanto en morir. Al final dejó
de gemir, aunque siguió retorciéndose. Era duro ver aquel sufrimiento, pero
la sangre tenía algo que a Johnny se le antojó, bueno, hermoso. Quizás
estuviera empezando a tomarse aquel rollo patatero del arte demasiado en
serio, pero el... ¿cuál era la palabra?, ¿traste? No, contraste. Sí, le encantó el
contraste de la brillante sangre roja sobre el suelo blanco de baldosas.
También le gustó la forma que tenía la sangre de extenderse desde el cuerpo,
los charcos que se expandían despacio, pero sin perder su forma
perfectamente redondeada. Cuando llegara a casa luego, intentaría recrear esa
escena, trataría de conseguir ese mismo tono de rojo. Tal vez tuviera que
mezclar un poco de blanco con el rojo, y utilizaría el óleo, no el acrílico.
Puede que hiciera una serie entera de cuadros, a los que llamaría sus Análisis
de sangre. Vaya, tío, ¿es que era un genio o qué? Podía imaginarse sus
cuadros colgados en el Met —¿o cuál era ese que estaba al otro lado de la
calle, el Polla[7]?— y a todos los engreídos amantes del arte hablando sin
parar de lo genial que era. Sí, todos dirían cosas profundísimas sobre el
«mensaje» de los cuadros. Podía oírles decir que eran una reflexión sobre la
sociedad, sobre «nuestros tiempos». Casi seguro que le invitarían a sus
fiestas, toda aquella gente rica tropezándose unos con otros, queriendo hablar
con el hombre que había pintado los Análisis de sangre.
Dana dejó por fin de moverse. Se acercó a ella todo lo que pudo sin
pisar el charco de sangre, le miró a la cara y vio sus ojos completamente
abiertos, y pensó: Sí, está muerta. Por fin.
Dejó el cuchillo donde estaba, en la espalda de Dana, y cogió otro del
soporte. Éste tenía una hoja más grande —puede que más cerca de los
veinticinco centímetros—, y se apartó, esperando a que Adam apareciera.
Eran las 18.52 según el reloj del horno. Con un poco de suerte Adam
habría salido del trabajo a las seis, después de su último paciente. Si se dirigía
directamente a casa en metro, llegaría allí en un minuto. Cuando le oyera
entrar por la puerta delantera, se mantendría a un lado, metiéndose en el
rincón que había entre la mesa y la entrada al comedor. Adam vería a su
esposa en el suelo y eso lo distraería, y entonces Johnny le atacaría. Trataría
de apuñalarlo las menos veces posibles, aunque sabía que sería más difícil
con Adam, porque él repelería el ataque y podría resultar complicado
hundirle la hoja lo suficiente para llegar al corazón o los pulmones. La clave
estaría en matarlo lo más deprisa posible, antes de que tuviera oportunidad de
gritar demasiado. Si Johnny tenía que apuñalarlo tres, cuatro, cinco o más
veces para matarlo, pues lo haría. En resumidas cuentas, necesitaba que Dana
y Adam fueran encontrados muertos a cuchilladas en el suelo de su cocina.
Entonces la policía dirigiría sus miradas hacia el sospechoso evidente: «Tony
el del gimnasio». Le dio lástima joderle la vida al pobre capullo, pero ¿qué
podía hacer?
Aunque no creía que se hubiera manchado de sangre los zapatos, no
quería arriesgarse a caminar por la casa. Examinó el cuerpo un momento,
todavía encantado con el tono de rojo; entonces miró hacia la pizarra, donde
alguien —probablemente Adam— había escrito: «Quiero que te vayas de
casa».
Era casi perfecto; como si los Bloom estuvieran cooperando en su plan,
no sólo para dejarse matar, sino para proporcionarle la coartada perfecta. Su
matrimonio era una mierda tal que la pasma iría derecha a por aquel tal Tony
y lo trincaría. Deseaba mantener la calma y no perder el control, aunque era
difícil no entusiasmarse. Estaba tan cerca del gran premio, de conseguir todo
lo que había deseado siempre, que ya no le parecía que estuviera en casa de
los Bloom. Ésa era «su» casa, y se moría de ganas de deshacerse de todas las
cosas de los Bloom y salir a gastar dinero a lo loco, gastar cincuenta mil —
joder, ¿y por qué no cien o doscientos mil?— y llenarla con todo lo que
siempre había querido.
El único problema era que necesitaba que Adam estuviera muerto, y
Adam no aparecía. Imaginaba que debía de haber salido de su consulta
alrededor de la seis, y aunque fuera hasta el metro a paso de tortuga, el
trayecto hasta Forest Hills no le llevaría más de una hora. Esperaba que no
pasara nada con el metro ni que Adam tuviera otros planes para esa noche.
Había hecho todo lo posible para que aquel plan marchara sobre ruedas
dentro de lo posible, pero algunas cosas se escapaban de su control.
A las siete, unos quince minutos después de que Dana hubiera muerto,
seguía sin haber señales de Adam. Para mantener su coartada, Johnny tenía
que reunirse con Marissa a las siete y media. Podría llegar unos minutos
tarde, pero no quería hacerlo después de las ocho menos veinte, como muy
tarde a las ocho menos cuarto. Si llegaba demasiado tarde, Marissa le
preguntaría por qué se había retrasado, y él no quería ninguna complicación.
Estaba mirando fijamente su reloj, diciéndose que se daría otros diez
minutos, hasta las siete y diez, y que entonces se marcharía, cuando el
teléfono sonó. El ruido le sobresaltó, y durante un segundo incluso creyó que
la alarma de la casa se había disparado. Al cabo de cuatro timbrazos o el que
llamaba colgó o saltó el contestador. Johnny esperó hasta las siete y diez y se
concedió otros cinco minutos, pero ya no podía esperar más. Decidió ver la
parte buena: el día no había sido un desperdicio completo; al menos se había
deshecho de uno de los Bloom. Una fuera, quedaban dos.
Johnny se había llevado una muda completa en la mochila, incluidos
otro par de zapatos, su cazadora de cuero y otros guantes de piel. Pero puesto
que le pareció que no se había manchado de sangre en ninguna parte, salvo en
la sudadera, lo único que necesitaba era la cazadora.
Puso el cuchillo no utilizado en el soporte. Mientras se quitaba la
sudadera, sacándosela por la cabeza, pensó en los pelos y fibras de su gorra y
en las pruebas de ADN. Intentó ser lo más cuidadoso posible, pero aunque
cayera algún pelo al suelo no vio que eso fuera a ser un gran problema. Otro
cantar sería si no hubiera estado antes en la casa. ¿Por qué no se le podía
haber caído un pelo el otro día?
Por si acaso, cuando se hubo quitado la sudadera, se acuclilló y miró por
todas partes. Nada, ningún pelo.
Se puso la cazadora y los guantes de piel y guardó la sudadera en la
mochila. Rodeando el cuerpo y la sangre, salió de la cocina y cruzó la casa
hacia la entrada principal. Era una putada que no pudiera salir por la trasera,
donde sería mucho menos probable que alguien reparase en él, pero no quería
arriesgarse a que el perro volviera a montar un alboroto.
Fuera era totalmente de noche. Abrió la puerta delantera cautelosamente.
Si Bloom estuviera allí, Johnny tendría que hacer algo para deshacerse de él.
Tendría que estrangularlo o abrirle la cabeza. Llevaba la pistola encima, pero
no quería dispararle. Si los polis encontraban a Dana acuchillada y a Adam
con una bala en la cabeza, podrían no concentrarse en Tony como
sospechoso. Necesitaba que la policía creyera que el monitor había cogido el
cuchillo y apuñalado impulsivamente a Dana. Pero si encontraban impactos
de bala en Adam, podrían pensar: «¿Por qué Tony no utilizó la pistola con
Dana?» ¿Lo ves? Johnny siempre estaba pensando, siempre iba un paso por
delante.
Cuando miró hacia la calle, no vio ni rastro de Adam. Aparentemente,
no había moros en la costa en ninguna de las dos direcciones, y no oyó
acercarse a ningún vehículo, así que salió tranquilamente de la casa, dobló a
la derecha y echó a andar por la manzana hasta donde había aparcado el
coche robado. Arrancó, tomó la calle principal y, ¡no se lo podía creer!, allí
estaba Adam, caminando por la acera, sujetando dos bolsas de comestibles.
Johnny confió en que el gilipollas supiera la suerte que tenía.
7. En el original inglés aparece Prick, que en su acepción vulgar
significa «polla» o «pito». Cabe suponer que el personaje trabuca, adrede o
sin querer, el nombre del museo Frick, situado a menos de un kilómetro del
Metropolitan. (N. del T.)
20

Camino del trabajo Adam concertó una cita de emergencia con Carol. Se
puso en contacto con ella a través del móvil —su colega estaba en un convoy
del Metro North que la traía desde su casa de New Rochelle— y le dijo que
estaba sumido en una «grave crisis», que tenía que verla inmediatamente.
—Hoy tengo la agenda llena —dijo ella.
—Tengo que verte —insistió Adam desesperado—. Mi vida se esta
desmoronando.
Carol le volvió a llamar unos minutos más tarde para decirle que había
aplazado su cita de las diez para poder verlo.
Fue la sesión más difícil de Adam en años. Mientras describía a Carol
todo lo sucedido la víspera después de regresar del campo de golf, rompió a
llorar varias veces, sobre todo cuando describió lo «rabioso» y
«descontrolado» que se había sentido. Como era natural, ella se mostró muy
objetiva y compasiva. Cuando los pacientes estaban en plena crisis, era
importante dejar que se expresaran, y no era el momento de que el terapeuta
interviniera con «soluciones». Básicamente se limitó a escuchar, manteniendo
la expresión de suma preocupación en la que todos los psicoterapeutas son
maestros mientras Adam hablaba sin parar, salvo en los momentos de mayor
alteración, en que le dio muestras de apoyo de carácter general, diciéndole
cosas como que era «natural» comportarse como lo había hecho y que no
tenía que «disculparse por sus sentimientos». Cuando él terminó de
desfogarse, entonces le provocó un poquito más, aunque manteniéndose
todavía muy comprensiva, diciéndole que se había sentido herido y
traicionado y asegurándole que su comportamiento había sido el mejor
posible dadas las circunstancias.
A medida que la sesión fue avanzando, Adam empezó a inquietarse y a
enfadarse cada vez más, a sentirse paulatinamente más frustrado. Era aquélla
una de esas situaciones en las que era plenamente consciente del proceso
terapéutico, hasta el punto de parecerle imposible que pudieran hacer ningún
verdadero avance. No quería que su terapeuta lo mimara y manipulara; no
quería tragarse la idea de que su comportamiento había estado justificado, de
que había hecho lo correcto. Sabía que el día anterior se había comportado
como un completo gilipollas. Había perdido el control, no había controlado
su reacción y había expresado su furia con suma torpeza. Ir a pegar a Tony ya
había sido bastante malo, pero a continuación había tomado otra decisión
sumamente torpe al revelar su lío con Sharon. No había existido ninguna
razón para meterla en todo aquello, perjudicando su matrimonio e hiriendo
profundamente a Dana, e incluso hasta a Marissa.
—Esto no está funcionando —proclamó.
Carol, sin inmutarse lo más mínimo y dando a su paciente la
oportunidad de expresarse, preguntó:
—¿Qué es lo que no funciona?
—Esto —respondió Adam—. Lo que estás haciendo ahora mismo. Sé lo
que estás haciendo, porque yo haría exactamente lo mismo. Estás tratando de
bailarme el agua, y no quiero que nadie me baile el agua.
—¿Y qué es lo que quieres?
—Quiero soluciones, quiero respuestas, pero jamás las voy a conseguir
de esta manera.
—¿Y cómo puedes conseguirlas?
—¿Lo ves? No puedes dejar de analizarme, ni siquiera un segundo. El
análisis no funcionará conmigo. Puedo ayudar a las demás personas, sé que
he ayudado a otras personas, pero necesito que se me diga qué tengo que
hacer, necesito que alguien me ponga en mi sitio. En este momento estoy
jodiendo toda mi vida, y tengo la sensación de no poder impedirlo. Me parece
que soy adicto a un comportamiento muy negativo.
—Sabes que no te puedo decir lo que tienes que hacer, Adam.
—¿Es que no puedes hablarme como a un ser humano normal?
—Si quisieras hablar con un ser humano normal, no me habrías llamado
esta mañana.
Se hizo un largo silencio; luego los dos se echaron a reír, una buena
manera de romper el hielo.
—Muy bien, tú quieres que te ayude. Tú no necesitas mi ayuda. ¿Qué te
parece esa ayuda?
—No soy ninguna víctima, ¿estamos? Controlo mi vida, no me controla
ella a mí.
—¿Te das cuenta? Tienes todas las respuestas.
—Pero saber esto no me ayuda.
—Ésa es una decisión que tomas tú. ¿De verdad quieres que se acabe tu
matrimonio?
—No —replicó sin vacilación, y en ese momento sintió que había dado
un paso adelante. Los verdaderos avances eran raros en los procesos
terapéuticos, pero en su experiencia con los pacientes los había visto
producirse en los momentos más inesperados. En su caso, al atreverse a
decirle a Carol que no hacía avances, irónicamente había conseguido avanzar
más que en años.
Necesitaba desesperadamente un día libre para asimilar sus
sentimientos, pero no podía irse a casa. Aunque había tenido más
cancelaciones y plantones, seguía teniendo varios pacientes que ver. En su
actual estado de ánimo, era difícil asumir el papel de terapeuta y asesor de
otras personas, aunque se esforzó al máximo por estar atento, y consiguió
sacar adelante el día.
Después de su último paciente, resolvió cierto papeleo relacionado con
los seguros de asistencia médica y luego se marchó de la consulta alrededor
de las seis y cuarto. Cuando salía de la estación de metro de Forest Hills
llamó a casa. Quería disculparse con Dana por desairarla con el silencio y por
dejar aquella nota en la pizarra, pero saltó el contestador. Se preguntó si
estaría en casa, pero comprobando quién llamaba. Iba a dejar un mensaje o
decir algo como: «Si estás ahí, cógelo, tengo que hablar contigo», pero cortó
la llamada, decidiendo que de todos modos la iba a ver al cabo de unos
minutos.
Se paró en una tienda de alimentación e hizo algunas compras para la
casa. Había una larga cola en la caja, y entonces la mujer que tenía delante se
puso a discutir el precio de un bote de café, así que la cajera —que parecía
nueva— tuvo que comprobar el precio. Llamó por el altavoz al encargado,
pero éste tardó varios minutos en aparecer, y luego varios minutos más en
encontrar el precio correcto, tras lo cual la cajera tuvo que devolver a la
clienta lo cobrado de más. Adam pudo pagar por fin y se dirigió a casa.
Estaba impaciente por ver a Dana y hablar con ella otra vez. Ya había
tenido suficiente dosis de infantilismo durante los dos últimos días, y era hora
de que se comportara como un adulto y planteara la situación frontalmente.
Sabía que no sería fácil. Pensaba disculparse con ella por su comportamiento
inadecuado —y al mismo tiempo no le afearía a su mujer el suyo— y le
sugeriría que acudieran a un consejero matrimonial. Seguía enfadado, seguía
sintiéndose traicionado, pero le parecía que estaba preparado para tenderle la
mano a Dana y reafirmarse en su matrimonio. Si resultaba que no eran
capaces de resolver sus diferencias, que así fuera, pero le parecía que era
importante que al menos hicieran un intento serio.
Entró en casa, reparando en que las luces de arriba y de la cocina
estaban encendidas, pero que el resto de la casa estaba a oscuras.
—¡Dana!
No hubo respuesta.
Gritó «¡Dana!», pero siguió sin haber respuesta. Supuso que
probablemente le habría oído alto y claro y que sólo le estaba devolviendo el
desaire de no contestarle por la manera en que la había tratado la noche
anterior y esa mañana. Su mujer solía recurrir a venganzas infantiles, aunque
dada la situación no podía recriminárselo. Pero entonces, mientras colgaba el
abrigo en el armario empotrado del vestíbulo, pensó: ¿Y si está con Tony?
Sin duda entraba dentro de lo posible que hubiera decidido seguir con su
aventura. Las personas que tenían una aventura amorosa en toda regla solían
encontrar sumamente difícil romper con sus amantes. En una ocasión, un
paciente le contó que tener que acabar con una amante había sido una de las
experiencias más dolorosas de su vida, sólo comparable con la muerte de sus
padres.
—¡Dana! —llamó en el piso de arriba—. Dana, ¿estás ahí?
La casa estaba casi en silencio; el único ruido eran las ventanas del salón
que el viento hacía repiquetear.
Trató de no alterarse demasiado. Después de todo, no había ocurrido
absolutamente nada; sencillamente había imaginado una situación y estaba
reaccionando en consecuencia. Tenía que ser consciente de su enfado y
controlar sus efectos. Como a menudo le recordaba a sus pacientes, los
sentimientos eran fugaces. Nadie permanece enfadado eternamente y nadie
está contento eternamente, así que si te dejas dominar demasiado por tus
emociones te estás allanando el camino hacia la decepción.
Sintiendo que controlaba la situación y que se encontraba en un estado
al que solía referirse como «estado de equilibrio», entró en la cocina.
Al principio, no supo lo que estaba viendo. Sólo supo que era algo
extraño, algo que no había visto antes. Cayó en la cuenta del brillante líquido
rojo y el cuerpo —un cuerpo de mujer— y del cuchillo en la espalda de ésta.
Tardó al menos otros diez segundos en caer en la cuenta de que estaba
mirando a su esposa muerta.
Ni siquiera supo cómo había llegado la policía. No recordaba haberlos
llamado; apenas era capaz de recordar nada desde que encontrara el cuerpo de
Dana. Era como si intentara recordar un sueño que casi hubiera olvidado.
—¿Señor Bloom?
Adam se concentró en la cara del detective Clements. El policía estaba
de pie, y él sentado en el sofá del salón al lado de un sujeto con un uniforme
de paramédico azul marino.
—Tengo que hablar con usted, serán sólo unos minutos —dijo Clements
—. ¿Le parece bien? —Entonces le dijo al tipo que estaba sentado al lado de
Adam—: ¿Puedo hablar con él ya?
—Sigue teniendo la presión alta, pero aparte de eso su estado es normal
—respondió el paramédico, levantándose, y se marchó en dirección al
vestíbulo.
Como la noche del robo, la casa estaba llena de policías uniformados,
detectives y técnicos de la policía científica. En ese momento Adam recordó
haber llamado al 911, y gritar por el teléfono, frustrado porque la mujer del
otro lado de la línea no parecía entenderle.
—Le agradezco que me dedique unos minutos —dijo Clements—. Sé lo
difícil que es esto para usted en este momento, pero tenemos que movernos
deprisa en este asunto, y lo que me diga ahora podría ser crucial para nuestra
investigación. Así que sólo le voy a hacer unas pocas preguntas muy breves,
¿de acuerdo?
Adam asintió con la cabeza. Tenía la sensación de no estar allí.
Clements le hizo una pregunta, y de hecho Adam fue incapaz de asimilar
lo que le estaba diciendo. Le vio mover los labios y oyó las palabras, pero las
únicas que realmente entendió fueron «tiempo» y «descubrir».
—¿Que qué? —preguntó.
—He dicho que a qué hora descubrió el cadáver de su esposa.
—Ah. —Adam seguía confuso—. No lo sé.
—Tiene que concentrarse, doctor Bloom... Sé lo difícil que es esto.
—Sabe lo difícil que es esto —repitió inexpresivamente.
—¿Cómo dice?
—He dicho que sabe lo difícil que es esto. —Se echó a reír, pero no con
regocijo—. Lo siento, pero dudo que sepa lo difícil que es esto, detective.
—Tiene razón —admitió Clements—. No tengo ni idea de lo difícil que
es, pero ahora tiene que esforzarse al máximo, concentrarse todo lo que
pueda durante unos minutos y contarme lo que tengo que saber. ¿Cree que
puede hacer eso para mí, doctor Bloom?
Adam detestaba el tono condescendiente con que Clements le estaba
hablando.
—Ayer le hablé de él —dijo Adam—. Le dije que Tony había dejado las
notas, le dije que podría haber sido uno de los ladrones que entró en nuestra
casa. ¿Se molestaron siquiera en investigarlo?
—Sí, nos molestamos, doctor.
—Podrían haber evitado que matara a mi mujer. Podrían haberlo
detenido, haber hecho algo.
—Comprendo su frustración, pero no podemos arrestar sin más a
alguien porque «creamos» que ha hecho algo.
—Le conté lo de las notas, y mire lo que me hizo. ¿Cómo cree que me
hice estos cardenales en la cara?
—Iba a preguntarle por su cara.
—Tony me hizo esto ayer en el gimnasio. Me enfurecí cuando vi la nota,
así que fui allí para... para hablar con él, y esto es lo que me hizo.
—Anoche, cuando me llamó, no mencionó que le hubiera pegado.
—¿No lo hice? —Adam pensaba que sí, pero quizá no lo hubiera hecho.
En ese momento era difícil pensar en algo con claridad.
—Quizá, si lo hubiera mencionado, podríamos haberlo detenido por
lesiones o al menos habríamos tenido un motivo para interrogarle durante
más tiempo del que lo hicimos. Pero ayer sí que hable con él, de hecho fui a
su casa. Le pregunté dónde había estado el jueves pasado, el día que recibió
usted la primera nota, y me aseguró que había pasado todo el día en Long
Island, ayudando a su cuñado a pintar la casa. Lo comprobamos, y no me
pareció que hubiera ninguna razón para creer que estuviera mintiendo.
También afirmó que ayer no había dejado ninguna nota en su casa.
—Vamos, eso es una patraña. —Lo dijo casi gritando—. Dejó la nota,
dejó las dos notas, y luego vino aquí y mató a mi esposa.
—Procure calmarse, señor Bloom. Vamos un paso por delante de usted,
¿vale? En este momento estamos buscando a Tony Ferretti, y vamos a
investigarlo a fondo, ¿de acuerdo? Si es nuestro hombre, no vamos a dejar
que se escape, ¿vale?
—Es el hombre. Sé que lo es.
—Lo que necesitamos que nos diga —dijo Clements— es si tiene alguna
prueba de que Tony estuvo hoy en casa. En fin, ¿su esposa le dijo que le
estaba esperando? ¿Sabe si él la llamó en algún momento o se pasó para
hablar con ella?
Adam se sintió repentinamente mareado y desorientado.
—¿Se encuentra bien, doctor?
—Sí, muy bien. ¿Cuál era la pregunta?
Clements la repitió.
—No lo sé, no tengo ni idea —respondió.
—Examinaremos los registros de llamadas, etcétera —dijo Clements—.
Sólo pensé que quizá se hubiera enterado de algo, oído algo de pasada...
—No oí nada —dijo Adam—, pero sé que lo hizo él. ¿Es que podría ser
más evidente?
Clements no parecía convencido.
—¿Dónde está la nota que piensa que Tony dejó ayer? —preguntó.
—Arriba, en el cajón superior de mi cómoda.
Clements llamó a otro detective para que se acercara y le dijo que
subiera a coger la nota.
—Trátala como prueba —añadió.
—Estoy muy angustiado —dijo Adam—. Necesito tomar más Valium.
—Se pondrá bien —le animó Clements.
—Necesito una dosis más alta —dijo Adam—. Se lo digo en serio, antes
no me dieron la dosis suficiente.
El paramédico oyó por casualidad a Adam y se dispuso a acercarse, pero
el detective levantó la mano haciendo un gesto para que se detuviera, y le dijo
a Adam:
—Se va a poner bien, ¿de acuerdo? Tranquilícese y procure
concentrarse, ¿vale? ¿Cuándo fue la última vez que vio a su esposa?
—Esta mañana —dijo Adam—, cuando me fui a trabajar. Seguía
durmiendo.
—¿Y no habló con ella durante el...?
—No —le cortó Adam—, pero había pensando hacerlo. —De pronto le
invadió una culpa increíble por haber tratado a Dana con tanta
desconsideración el día anterior. Sabía muy bien el motivo de que la hubiera
tratado como lo había hecho, pero eso no lo hacía parecer mejor. Tardó un
instante en recobrarse antes de decir—: Tenía previsto intentar hablar con ella
y... Ayer cometí un error enfrentándome a Tony, y a ella le dije algunas cosas
muy hirientes y... ¿Puede hacer el favor de conseguirme más Valium? Se lo
digo en serio, la dosis que me dieron era demasiado baja.
—¿A qué hora llegó a casa esta noche? —preguntó el detective,
haciendo caso omiso a su petición.
—No estoy seguro.
—Llamó al novecientos once a las siete treinta y cinco —dijo Clements
—. ¿Descubrió el cuerpo en cuanto llegó a casa?
Adam recordó la impresión al entrar en la cocina de ver el cuerpo tirado
en el suelo y de no saber al principio qué es lo que era.
—Descubrí el cuerpo inmediatamente. ¿Puede conseguirme algo más
...?
—¿Fue en coche hoy al trabajo?
—No... Nunca voy en coche. Cogí el metro.
—¿Advirtió algo sospechoso en el trayecto del metro a casa? ¿Algo que
pareciera fuera de lugar?
Adam pensó en ello, o lo intentó de todas formas, y dijo:
—No, nada.
—Bueno, a ver si lo entiendo bien —dijo Clements—. Usted llegó a
casa, descubrió el cadáver y entonces llamó al novecientos once.
—Exacto —reconoció Adam, consciente de que el corazón le iba a cien.
Necesitaba más Valium... ya.
—Bueno, ¿y cuándo se acercó y tocó el cuerpo?
Adam se sintió confundido.
—¿Lo toqué?
—Le dijo a la operadora del novecientos once que examinó el cuerpo
para ver si su esposa estaba muerta. Fue así como se manchó de sangre las
mangas, ¿verdad?
Adam se miró las mangas de la camisa, sorprendido de ver las manchas
de sangre, de la sangre de Dana. Se sintió mareado y pensó que incluso
podría perder el conocimiento.
—De verdad que necesito más Valium —insistió—. Estoy teniendo un
ataque de ansiedad.
El detective hizo un gesto con la mano hacia el paramédico, que le dio a
Adam otro par de miligramos de Valium.
Apenas había terminado de tragar la pastilla, sintiéndose todavía muy
mareado, cuando Clements dijo:
—Bueno, acerca de la sangre...
La absoluta falta de empatía del policía lo dejó asombrado. Dejó que
pasaran unos segundos antes de contestar.
—Creo que fue justo después de verla. Estaba conmocionado, como es
natural, y me acerqué sólo para... no sé, para ver si podía hacer algo.
Se dio cuenta de que no había llorado desde que había descubierto el
cuerpo, y de que debería estar llorando, liberando la tensión.
—Sé que es terrible —dijo Clements—. Pero cuanto antes podamos
terminar con esto, antes podré dejarlo en paz para que pueda superar su dolor,
¿estamos?
Superar su dolor, como si el dolor fuera algo que uno pudiera superar sin
más, tacharlo en tu lista y ¡ta-chán!, ya puedes seguir adelante. ¿Les
enseñaban a ser crueles en la Academia de Policía? Adam no se molestó en
responder. Le dolía la cabeza y seguía mareado; ¿cuánto tiempo tardaría el
maldito Valium en hacer efecto?
—Hay un mensaje en la pizarra de la cocina —comentó Clements—.
Dice: «QUIERO QUE TE VAYAS DE CASA». ¿Quién lo escribió?
—Yo —reconoció.
—¿Así que usted y su esposa estaban pensando en separarse?
De nuevo Adam se sintió profundamente culpable por la forma de tratar
a Dana durante los dos últimos días, por manejar toda la situación con tanta
torpeza. Si no se hubiera enfrentado a Tony, quizás éste no habría ido allí esa
tarde y a lo mejor Dana seguiría viva.
—Esta mañana estaba muy alterado por la aventura de mi mujer —
confesó Adam—, pero tenía pensado... —Se aclaró la garganta, respiró dos
veces y prosiguió—: Tenía previsto tratar de arreglar las cosas con ella. No
quería dejarla. Quería seguir con mi matrimonio.
—¿Esta tarde vino directamente a casa desde el trabajo, doctor Bloom?
¿Se lo estaba imaginando o había habido un cambio en el tono de
Clements? ¿No parecía más duro, incluso vagamente acusatorio?
—Sí, vine directamente. ¿Por qué?
—¿A qué hora salió de la consulta?
—Después de atender al último paciente.
—¿Cuándo fue eso?
—Sobre las seis. No, más tarde, las seis y cuarto.
—Así que salió a las seis y cuarto y llamó al novecientos once a las siete
y treinta y cinco, poco después de descubrir el cuerpo. ¿Es eso correcto?
—Sí, me detuve a hacer unas compras en el supermercado camino de
casa.
—Creía que había venido directamente a casa.
Ahora no había ninguna vaguedad en el tono.
—¿Cómo dice? —preguntó Adam.
—Sólo intento reunir todos los hechos, doctor Bloom.
—¿Qué importancia tiene si me paré a hacer unas compras o no me paré
a hacer unas compras?
—Por favor, responda a mis preguntas.
—Esto es absurdo —soltó Adam—. Ya es bastante grave que no hayan
resuelto lo del robo y quitaran a los policías encargados de la vigilancia o de
la protección o lo que fuera, y ahora entran aquí, sabiendo lo que me ha
ocurrido hoy, y tienen los cojones de acusarme de... —No fue capaz de
decirlo, así que añadió—: ¿Es que está usted loco? ¿Es que es un jodido
demente?
Le sentó de maravilla gritar, descargar, maldecir. No era necesariamente
la manera más productiva de expresar la ira, pero a veces era necesario.
—Va a tener que tranquilizarse, doctor Bloom.
—¿Tranquilizarme? ¿Cómo puedo tranquilizarme cuando ni siquiera me
han dado suficiente Valium?
—Si se tranquilizara...
—¿Sabe?, en lugar de perder el tiempo hablando conmigo, debería estar
hablando con Tony, el tipo que mató a mi esposa. Aquí yo soy la víctima...
—Y yo dirijo esta investigación —dijo Clements, alzando la voz de
manera autoritaria. Hizo una pausa, dando tiempo a que Adam asimilara lo
que había dicho, a todas luces disfrutando de dárselas de jefazo, y prosiguió
—: Yo decidiré qué preguntas hago y a quién se las hago, ¿estamos? Bueno,
se lo volveré a preguntar: ¿cuánto tiempo estuvo en el supermercado, doctor
Bloom?
Adam respondió al resto de las molestas preguntas de Clements. Le dijo
que había estado en el supermercado unos quince minutos y que no había
hablado con nadie mientras compraba, y que después de terminar las compras
se había ido directamente a casa.
—Bueno, sólo quiero asegurarme de que lo entiendo todo. Salió del
trabajo a las seis y cuarto y, teniendo en cuenta la distancia del trayecto en
metro y el tiempo que estuvo comprando, ¿diría que tardó alrededor de una
hora en ir desde el trabajo a casa?
—Eso parece más o menos correcto.
—Así pues, hay un vacío de veinte minutos entre la hora que llegó a
casa y la hora en que llamó al novecientos once.
Adam recordó que después de haber descubierto el cuerpo se había
sentado fuera de la cocina, en el suelo del pasillo, con la mirada perdida en el
vacío, aturdido. No tenía ni idea de cuánto tiempo había estado allí.
—Puede que tardara más de una hora en llegar a casa —dijo.
—Pero antes dijo que no llamó al novecientos once inmediatamente —le
recordó el policía.
—Estaba conmocionado —observó Adam—. No pude reaccionar
inmediatamente.
—¿Estuvo conmocionado veinte minutos? —Clements parecía
incrédulo.
Adam tardó varios segundos más en asimilar la pregunta del inspector.
Quizás el Valium estuviera haciendo efecto por fin.
—Tal vez no estuve veinte minutos —reconsideró—. Puede que sólo
fueran cinco... o diez.
—Bien, gracias por su paciencia —dijo Clements—. Le llamaré un poco
más tarde, y de verdad que siento su pérdida.
Adam se quedó sentado solo en el sofá, observando la actividad que
tenía lugar en la casa. Clements estaba hablando con otro policía, y había uno
de la científica cerca que parecía estar buscando huellas u otras pruebas por
todas partes. Durante un rato, se sintió como un observador, completamente
distante, como si estuviera viendo una película. Esto no tiene nada que ver
conmigo. Esto ni siquiera está ocurriendo, pensó.
Luego, transcurridos cinco minutos, se dio cuenta de que, aunque la
escena era surrealista, él formaba parte de ella en gran medida. Dana estaba
muerta, y, lo que era aún peor, él era sospechoso. Puede que no el sospechoso
principal, pero aun así sospechoso. No podía culpar a Clements por centrarse
en él, puesto que había multitud de pruebas circunstanciales. Su matrimonio
había estado a punto de hacerse añicos, él se había estado comportando
erráticamente, por decirlo de una manera suave, en los últimos tiempos, y, ay,
no había que olvidar la sangre que tenía en la camisa; eso realmente le
confería un aspecto sospechoso. Por lo que a la policía concernía, Adam ya
había dado muestras de inclinaciones homicidas al disparar y matar a Carlos
Sánchez la otra noche, así que ¿por qué no profundizar en la idea de que
había asesinado a su esposa? Además, cuando una mujer era asesinada, el
marido siempre tenía que ser considerado sospechoso, así que era
perfectamente comprensible que Clements le estuviera interrogando.
Pero lo que le asombraba era que su vida hubiera tocado fondo de
aquella manera. ¿Cómo había sucedido? No hacía más de dos semanas atrás
las cosas le estaban yendo estupendamente. De acuerdo, a él y a Dana les
quedaban algunas cuestiones conyugales por resolver, pero igual que a
prácticamente todas las demás parejas del mundo, sobre todo a aquellas que
llevaban más de veinte años de matrimonio. Y, sí, Marissa estaba pasando
por los problemas propios de su edad, pero durante la mayor parte del tiempo
habían sido una familia unida y feliz, hasta la noche en que su hija los
despertó y les dijo que alguien había entrado en la casa. Echando la vista
atrás, ése había sido el gran punto de inflexión, el momento en que todo había
empezado a irse a la mierda.
Marissa, pensó. Tenía que llamarla.
Sacó su móvil, aunque no fue capaz de hacer la llamada. ¿Cómo le dices
a tu hija que su madre ha sido asesinada? ¡Asesinada violentamente! La vida
de Marissa no volvería a ser la misma nunca más; tendría que pasar por años
de psicoterapia sólo para empezar a superarlo. Se sintió fatal por aumentar el
dolor, por habérselo hecho pasar tan mal con todo aquel rollo del «quien bien
te quiere te hará llorar». En ese momento le quedó claro lo inapropiado que
había sido su comportamiento hacia ella de un tiempo a esa parte. Adam
había estado desviando sus emociones, castigándola a ella, en lugar de
castigarse a sí mismo. ¿Por qué le había molestado tanto que tuviera una pipa
de agua en casa cuando Marissa apenas fumaba? ¿De verdad era un problema
tan monumental? Lamentó sinceramente haber tirado la pipa de agua el otro
día; ahora a él podría haberle venido bien darle unas cuantas caladas.
No estaba seguro de que pudiera soportar hacer la llamada telefónica y
estuvo a punto de pedirle a un poli que la hiciera por él, pero entonces se
obligó a hacerla solo. Su hija merecía recibir la noticia de su padre y no de un
completo extraño.
No pudo ponerse en contacto con ella y no quiso dejar un mensaje, así
que colgó y decidió que lo intentaría de nuevo al cabo de un rato. Lo más
probable es que estuviera por ahí con Xan. Se alegró de que ahora tuviera
novio, un chico bueno y cabal. Marissa necesitaría ayuda para superar
aquello.
Se puso a caminar lentamente por la casa, mientras por algún motivo oía
en su cabeza el coro de «Comfortably Numb» de Pink Floyd. Quizás había
escogido esa canción porque la letra le recordaba su actual estado mental, o
tal vez porque le recordaba su adolescencia, cuando vivía en esa misma casa,
en una época de su vida mucho más reconfortante y segura. ¡Joder! ¿no podía
dejar de ser psicólogo ni un minuto? ¿Por qué todo tenía que significar algo?
¿Por qué no podía aceptar las cosas sencillamente como eran?
Echó un vistazo al interior de la cocina, mirando desde el otro lado de la
cinta que delimitaba el escenario del crimen, y vio trabajar a los detectives. El
cadáver de Dana seguía allí, en el suelo, y un fotógrafo estaba ocupado
tomando fotos. Adam apenas sentía algo, y cuando se alejó casi sin rumbo
fijo para volver a la parte delantera de la casa, se dio cuenta de que seguía
conmocionado. Había tratado a muchos pacientes durante sus duelos y era un
defensor de las cinco etapas del duelo de Kubler-Ross. Sin embargo, ni
siquiera había empezado a asumir que Dana había sido asesinada, a asumirlo
en serio. Ahora su muerte era sencillamente un concepto, algo que podía
verbalizar y racionalizar, pero que realmente era incapaz de sentir ni de
comprender en todas sus consecuencias.
En el salón, levantó una persiana veneciana y atisbó fuera. Esperaba ver
periodistas, pero se quedó asombrado de los muchos que había. Ni que el
presidente de la nación fuera a dar una rueda de prensa. Un periodista le
divisó y gritó: «¡Ahí está!», y de pronto se produjo un frenesí de periodistas
que hablaban al mismo tiempo, algunos le pidieron a gritos que saliera.
Horrorizado, dejó caer la persiana y se alejó de la ventana. Al contrario que
después del robo, no tenía ningún interés en la atención de los medios de
comunicación. No tenía ningún deseo de fama; confió en no tener que ver
nunca más su nombre impreso en una publicación. Pero sabía que no le
dejarían en paz, y daba igual que hiciera o no una declaración. Probablemente
sus artículos ya estaban escritos. La esposa de Adam Bloom, el justiciero
loco, había sido hallada muerta con un cuchillo en la espalda, tirada en el
suelo de su cocina. ¿Qué más necesitaban saber?
Volvió a sentirse mareado de pronto. Mientras cruzaba de nuevo la casa,
un policía le preguntó: «¿Se encuentra bien?», pero Adam lo ignoró y se fue a
sentar a la mesa del comedor. El Valium no le estaba haciendo efecto;
necesitaba Xanax o Klonopin. Se había estado creyendo un superhombre,
convencido de que podía manejar las crisis mejor que el común de los
mortales. Pero ser psicólogo, ser consciente de sus procesos mentales, no le
volvía inmune a las emociones. Esas dos últimas semanas le habían bajado
los humos y enseñado que no era mejor que la mayoría de sus pacientes con
problemas. Era un hombre débil y confundido, y no iba a conseguir superar
esa pesadilla sin la ayuda de algún medicamento potente.
21

Marissa estaba con Xan en el cine de la Tercera con la Cincuenta y nueve,


viendo la nueva comedia de Matthew McConaughey, cuando su teléfono
vibró. Vio: «Papá» en la pantalla, puso los ojos en blanco y desconectó el
móvil. Supuso que sólo estaría haciendo averiguaciones, de nuevo el señor
Controlador que intentaba amargarle la vida todo lo posible. Se acurrucó más
contra Xan y siguió dándose el lote con él.
Al terminar la película, él fue al baño. Mientras lo esperaba en el
vestíbulo, Marissa consultó el teléfono y vio que su padre le había dejado dos
mensajes. Estaba empezando a leer los mensajes de texto que le habían
enviado sus amigas cuando él volvió a llamar. Descolgó y dijo:
—Estaba a punto de llamarte.
—Tengo una noticia terrible —le anunció su padre.
Marissa pensó, ¿Y ahora qué? ¿Más sobre su estrafalario divorcio? No
entendía por qué tenía que ser partícipe permanentemente de los problemas
conyugales de sus padres, ni la razón de que tuviera que ser puesta al día de
cada uno de los acontecimientos.
—Mira, en serio, no quiero saber nada —respondió—. Haced los dos lo
que os dé la gana.
Ya estaba a punto de colgar cuando su padre dijo:
—Se trata de mamá.
Casi seguro que le estaba llamando para decirle que su madre se iba a ir
de casa o que ya se había ido. Y por supuesto tenía que hablar con aquel tono
serio y grave para tratar de asustarla, comportándose como si se tratara de una
situación de vida o muerte. Y puestos a pensar, aquello venía de un hombre
que no paraba de repetirle que a ella le gustaba dramatizar.
—Sí, ya sé que se trata de mamá, y francamente, no es asunto mío, papá.
¿Y para esto tienes que llamarme tres veces en mitad de una película?
¿Porque mamá se va a ir de casa? ¿No podrías haber esperado a decírmelo en
casa o a no decírmelo nunca?
—Mamá ha muerto —dijo su padre.
—¿Qué? —Marisa creyó que había oído mal.
—Ha muerto —repitió él—. Tienes que venir a casa inmediatamente, la
policía sigue aquí. ¿Está Xan contigo?
—¿De qué estás hablando? —En serio que no lo entendía. ¿Muerta?
¿Qué significaba eso? ¿Se refería a que su matrimonio había muerto?
—Tienes que venir a casa, Marissa. Ahora mismo.
Xan había regresado del baño.
La chica gritó al teléfono:
—¡Dime qué está pasando! ¡Dímelo!
La gente la estaba mirando. Un guardia de seguridad con un chaleco rojo
le dio un golpecito en el hombro.
—Va a tener que hablar más bajo, señora —la conminó.
—La han apuñalado —dijo su padre—. Tienes que venir a casa. Haz que
Xan te traiga. No quiero que estés sola.
En el taxi a Forest Hills, Marissa lloró y gritó sin control. Todavía no se
creía que hubiera sucedido realmente. Tenía que tratarse de un malentendido;
¿de verdad su padre había dicho «muerta»? Tal vez hubiera dicho alguna otra
palabra que sonara como «muerta». Su móvil siempre tenía una recepción de
señal muy mala; sí, tenía que ser algo así.
Gracias a Dios que Xan estaba con ella. No paraba de tranquilizarla,
diciéndole: «Todo va a ir bien», y «Pase lo que pase, lo superarás, te lo
prometo». Estaba tan tranquilo, se mostraba tan dueño de sí mismo, tan
compasivo; sin él, habría perdido los nervios por completo.
Cuando el taxi se aproximaba a la casa y Marissa vio los coches de la
policía, la ambulancia, las furgonetas de los noticiarios, el enjambre de
periodistas, la realidad le supuso un buen palo. Se puso a llorar
desconsoladamente, e incluso rodeada por el brazo de Xan perdió el
equilibrio y tropezó varias veces mientras se dirigía a su casa. Cuando los
periodistas los divisaron, se acercaron corriendo, los rodearon y empezaron a
hacerles preguntas a voz en cuello. Marissa, incapaz de hablar, mantuvo la
cabeza baja, mientras Xan seguía guiándola hacia su casa, pidiéndole a los
periodistas que «se apartaran» y «que hicieran el favor de respetar la
intimidad de la chica».
Por fin lograron entrar. Marissa pensó que sentiría algún alivio, pero,
joder, fue como si la noche del robo se repitiera de nuevo. Polis y extraños
por doquier. Entonces se acercó su padre, y lo primero que pensó fue: Es
como un crío. Había algo en él que le recordó a Marissa una foto que había
visto de cuando era niño; una en la que estaba en la playa, quizás en Fire
Island, sacada poco después de que hubiera estado llorando por algo y en la
que parecía sumamente débil, triste y vulnerable.
Su padre la abrazó con fuerza y estuvieron llorando abrazados durante
mucho tiempo. Marissa estaba pensando en lo mucho que extrañaba a su
madre, en que no podía creerse que realmente había muerto; en que jamás la
volvería a ver y que su padre era lo único que tenía ahora. La familia de su
madre estaba desperdigaba por el país, y jamás había representado gran cosa
en su vida, y por parte de su padre el pariente más cercano era la abuela Ann,
una octogenaria con graves problemas cardíacos. Así que su padre era todo lo
que tenía. En ese momento estaba abrazando a toda su familia.
—Lo superaremos —le dijo su padre—. Saldremos de ésta.
Marissa se dio cuenta de lo afectado que parecía su padre, como exigían
las circunstancias; no quedaba nada del extraño autoengaño, de su negación a
aceptar la realidad. Su reacción ahora era la natural.
Lloraron uno en el hombro del otro; él dijo:
—Te quiero, Marissa. Te quiero muchísimo.
Pasado un rato, ella miró y vio que Xan estaba a unos cuantos pasos de
ellos, y que también estaba llorando. Se acercó a él y lo abrazó, y luego el
joven se acercó al padre de Marissa y le dio un gran abrazo lleno de fuerza.
—Lo siento mucho, Adam —dijo—. Lo siento muchísimo.
Marissa estaba mirando a su padre y a Xan consolándose mutuamente
cuando uno de los policías salió de la cocina. Cuando la puerta se abrió,
alcanzó a ver sangre en el suelo y parte de una pierna de su madre, y se echó
a llorar desconsoladamente.
—¡No, mamá, no, no! ¡No, no, no, no, no!
Pasó mucho tiempo antes de que su padre, Xan y un paramédico
pudieran tranquilizarla. La llevaron al salón, y estaba sentada con su novio en
el sofá cuando aquel gilipollas del detective Clements se acercó y le dijo que
tenía que hablar con ella. Eso era lo último que le apetecía hacer, pero sabía
que no tenía elección.
—¿Puede quedarse mi novio conmigo? —preguntó.
—Sí, no pasa nada —contestó Clements. Entonces se volvió hacia
Adam, que estaba de pie cerca—. Aunque preferiría que usted esperase en la
otra habitación, doctor Bloom.
El interpelado pareció cabrearse, y Marissa no entendió el motivo de que
Clements lo echara de allí. Quizá fuera una forma de darse humos; era tan
gilipollas ese tío.
Su padre se marchó, y con Xan sujetándole la mano, Marissa respondió
a las preguntas del detective. Al principio, la cosa fue bastante distendida,
porque ella no tenía gran cosa que contarle. Le explicó que la última vez que
vio a su madre había sido a eso de las tres de la tarde, antes de que ésta se
fuera a echar una siesta, y que cuando se marchó, seguía durmiendo. No, no
la había oído hablar por teléfono con nadie, y no, no había nadie en la casa
cuando se fue.
Pero entonces le preguntó por sus padres, si se habían estado peleando
mucho últimamente. Marissa le dijo que habían tenido muchas de sus
habituales disputas hasta que habían sacado a la luz sus aventuras.
—¿Aventuras? —preguntó el detective—. ¿En plural?
—Sí, los dos se engañaron mutuamente.
—¿En serio?
Marissa no entendía el interés de Clements en ese asunto ni qué tenía
que ver con la investigación del asesinato de su madre.
—Sabe lo de mi madre y Tony, ¿no es así?
—Sí, tu padre me lo contó, aunque no sabía que él también hubiera
tenido un lío.
—Sí, con Sharon, la madre de mi amiga Hillary.
—¿Sharon qué? —Clements tenía una libreta abierta.
—Wasserman.
—¿Sabes cómo puedo ponerme en contacto con ella?
Marissa le dio el número de teléfono, y preguntó:
—Pero ¿por qué se preocupa de mi padre y de Sharon?
—Es importante que sepamos todo lo que estaba sucediendo en la vida
de tu madre —respondió Clements.
Ella no se lo tragó y le pareció que lo que realmente intentaba era
encontrar un motivo por el que su padre hubiera matado a su madre. Estaba
asustada y miró a Xan, y se dio cuenta de que él era de su misma opinión. Era
fantástico la manera que tenían de comunicarse sin hablar; eran ya como una
pareja que llevaran años casados.
El detective le preguntó si su madre parecía preocupada o si alguna vez
había hecho algún comentario acerca de que su vida corriera peligro.
—No, seguro que no. Parecía normal. Bueno, deprimida y alterada por
lo del divorcio, pero normal —respondió ella.
—¿Y hoy no te contó que tuviera previsto ver a Tony Ferretti? ¿Te dijo
si le daba miedo verlo?
Marissa meneó la cabeza.
—No, para nada.
—Volviendo a tu padre —prosiguió Clements—. Durante sus
discusiones, ¿tuviste la sensación en algún momento de que tu madre...
bueno, de que tuviera miedo de tu padre? ¿O alguna vez te contó que le
tuviera miedo, o que la hubiera amenazado de alguna manera o que se sintiera
amenazada?
—No me lo puedo creer —replicó Marissa—. No me está preguntando
esto en serio, ¿verdad?
—¿Te lo contó o no? —insistió Clements.
Miró boquiabierta a Xan, se volvió de nuevo hacia el detective y dijo:
—No, no me contó nada.
—¿Alguna vez has visto a tu padre pegar a tu madre o amenazarla con
hacerlo?
—No, nunca —respondió Marissa con firmeza. Entonces se acordó de
una ocasión en que había habido cierta violencia entre sus padres.
Clements debió de advertir su cambio de expresión, porque preguntó:
—¿Lo hizo o no lo hizo?
—No, de verdad que no. Bueno, creo que una vez la empujó.
El policía abrió los ojos de par en par.
—¿De verdad? ¿Cuándo fue eso?
¿Por qué se le había ocurrido sacar aquello a colación cuando no
significaba absolutamente nada? ¿Qué le pasaba?
—No fue nada —dijo Marissa—. Ocurrió estando yo en el instituto. En
una ocasión estaban discutiendo, mi padre la empujó y mi madre se cayó.
Pero fue un accidente. No tuvo intención de hacerle daño ni nada parecido.
—¿Y qué hay de los últimos tiempos? —preguntó Clements.
—Nada, y esto es una locura. Mi padre no mató a mi madre, ¿vale? Él la
amaba. Bueno, sé que se iban a divorciar, pero seguía queriéndola. Ella le
importaba, mucho, muchísimo.
La voz de Marissa se fue apagando cuando empezó a llorar de nuevo.
Xan la rodeó rápidamente con el brazo y la abrazó con fuerza. Después de
unas cuantas preguntas más, el policía le dijo que se podía ir.
Luego, en el vestíbulo, cuando Clements estaba en otra habitación, su
padre se acercó a ella y le preguntó cómo le había ido el interrogatorio.
—Muy bien —respondió. Le costó mirarle a los ojos—. Joder, no tenía
nada que contarle, la verdad. Quería saber si sabía si mamá había hablado con
Tony hoy, y le dije que creía que no.
—Bien, acabo de oír que la policía ha detenido a Tony para interrogarle,
así que, con un poco de suerte, pronto tendremos una confesión.
—Sí, con un poco de suerte.
Abrazó a su padre, pero no se sintió tan unida a él como antes.
—Deberías ir a descansar; intenta descansar un poco —le aconsejó
Adam.
—No me puedo quedar aquí esta noche —dijo ella.
—Yo también estaba pensando en ir a un hotel —admitió su padre—,
pero ¿de verdad queremos enfrentarnos a todos los periodistas que hay ahí
fuera? Además, Clements me dijo que los policías estarán aquí toda la noche.
Así que hasta que sepamos qué va a pasar, la casa es el lugar más seguro
donde podemos estar.
—Lo que tú digas, supongo que me quedaré —dijo Marissa. Y luego se
dirigió a Xan—: Si tienes que irte a casa, lo entiendo.
—¿Estás de broma? —replicó él—. Bajo ningún concepto te voy a dejar
sola esta noche.
Marissa consiguió sonreír.
—No sé qué habría hecho si no llegas a estar aquí.
—Yo también te quiero dar las gracias —le dijo Adam a Xan— por
cuidar tan bien de mi hija.
—No es necesario dar las gracias —replicó el chico—. Es lo menos que
podía hacer.

Como era de esperar, Marissa no pegó ojo. Xan la tuvo abrazada toda la
noche mientras ella se agitaba, lloraba y ocasionalmente gemía. El mundo
nunca le había parecido a Marissa tan arbitrario ni absurdo, y no paró de
repetirse mentalmente: Mi madre está muerta, mi madre está muerta,
confiando en que esto la ayudaría a aceptar lo ocurrido, aunque sólo le sirvió
para que reviviera una y otra vez la conmoción, como si siguiera en el
vestíbulo del cine y oyera la noticia por primera vez.
Cuando estaba amaneciendo, Marissa seguía despierta y sintiéndose
desdichada. Xan tampoco había dormido nada. Mirándolo a sus hermosos y
amables ojos azules, le dijo:
—Soy tan afortunada de tenerte.
—Yo estaba pensando exactamente lo mismo —repuso él.
Marissa se moría de ganas de sentirlo dentro de ella, de estar unida a él,
todo lo unida que fuera posible.
—Hazme el amor —le imploró—. ¡Hazme el amor, por favor!
Y él accedió, y aunque ella no paró de llorar en todo el rato, aun así
estuvo muy bien.
Después, cuando estaban tumbados de costado, mirándose el uno al otro,
ella preguntó:
—Bueno, ¿tú crees que lo hizo Tony?
—Tiene que haber sido él, ¿no? —respondió Xan en voz baja.
—No lo sé. Ese gilipollas de detective no paró de hacerme preguntas
sobre mi padre.
—Así son los polis —la tranquilizó—. Vaya, que me imagino que en un
caso de asesinato tienen que investigar desde todos los puntos de vista,
¿sabes?
—Lo sé, pero eso me da miedo. Bueno, es un poli, y sabe lo que está
haciendo. ¿Por qué habría de estar dando la tabarra con eso sin parar si, no sé,
no hubiera base alguna para hacerlo? ¿Por qué habría de perder el tiempo de
esa manera? ¿Sabes lo que quiero decir?
—Tú padre es un tío fantástico —dijo Xan—. Jamás le haría algo así a
tu madre. —Le estaba subiendo y bajando los dedos por la cara interior de
uno de los brazos. Era tan agradable—. Bueno, ¿o sí?
—¿Qué quieres decir?
—No digo que sea lo que pienso ni nada parecido, así que no me
malinterpretes..., pero es verdad que tus padres tenían problemas serios
últimamente, ¿no es cierto?
—Lo es —admitió Marissa, acordándose de su padre en el momento de
decirle con regocijo a su madre que se había acostado con Sharon
Wasserman.
—Sólo digo que desde mi posición, la de un simple..., bueno, un simple
observador ajeno a todo esto, me parece un poco, no sé, una coincidencia.
—Lo sé.
—Bueno, piensa en ello —dijo Xan—. Tus padres te comunican que se
van a divorciar, ¿y ese mismo día matan a tu madre? Da que pensar, ¿sabes?
No es algo que quieras pensar, pero aun así lo piensas.
Aquella palabra, «matar», hizo que Marissa diera un respingo. Se apartó
de él y se incorporó.
—Sí, pero ésa es la razón de que piense que probablemente lo hiciera
Tony. Puede que mi madre le dijera que se iba a separar de mi padre, pero
que no quería estar con él, así que Tony se cabreó, vino aquí y perdió los
nervios. Ese tipo está loco, es un psicópata. ¿Viste lo que le hizo a mi padre,
verdad?
Xan le besó suavemente en los labios; Dios, Marissa se moría por
sentirlo dentro otra vez.
—Lo sé, y puede que tengas razón, pero dijiste que tu padre fue al
gimnasio el otro día y empezó la pelea con Tony. Y también me dijiste que
había tenido una pelotera enorme con tu madre...
—Pero a mi padre le oí decir algo sobre que la nota que Tony había
dejado, la que iba sobre él y mi madre, se parecía a la nota que encontró la
semana pasada, en la que le amenazaban por lo del robo.
—Sólo porque Tony dejara las notas no significa que matara a tu madre.
—Pero demuestra que está loco, que podría haber entrado a robar en
casa, por Dios bendito. Quizás estuviera furioso porque mi padre disparó al
otro tipo, ¿cómo se llamaba?, Sánchez, así que volvió y mató a mi madre para
desquitarse. O puede que fuera como he dicho antes, porque mi madre fuera a
romper con él.
—Como ya te he dicho, creo que tienes razón, que probablemente fuera
Tony —dijo Xan—, pero..., y sólo estoy especulando, así que no te enfades,
¿y si fue tu padre el que dejó las notas?
—¿Y por qué haría algo así?
—Para tenderle una trampa a Tony. Quizás averiguó que tu madre le
estaba engañando, dejó las notas y luego fue a provocar una pelea con el
monitor, sabiendo que le daría una paliza y que eso haría quedar a Tony
como un mal tipo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Pero ¿y de verdad iba mi padre a planear todo eso? ¿De verdad
planearía las cosas hasta ese punto?
—No tengo ni idea —dijo Xan—, pero ya mató a alguien antes, ¿no es
así? Y si mató antes, supongo que eso significa que podría volver a hacerlo.
Marissa no podía seguir negándolo más; lo que Xan estaba diciendo
tenía mucha lógica, demasiada. Podía imaginarse fácilmente a su padre, en
especial debido a la manera que se había venido comportando en los últimos
tiempos, perdiendo el control y explotando. Podría haber estado discutiendo
con su madre, y agarrado impulsivamente el cuchillo, igual que, también
impulsivamente, aquella otra noche había cogido la pistola del armario.
—Ay, ¡Dios mío! —exclamó Marissa—. Él la asesinó.
—Jo, venga, no digas eso.
—Es como si hubiera estado negándome tozudamente a aceptar la
realidad. Ay, ¡Dios mío!, no me puedo creer que esté ocurriendo esto.
Xan se colocó encima de ella, apoyado en las rodillas y los codos,
mirándola directamente a los ojos.
—No está ocurriendo nada. No sabes nada, la policía no sabe nada.
—No podré superarlo. Desde ahora te aviso que no podré superar esto.
—No te preocupes, estoy a tu lado. Y pase lo que pase, estarás bien. Me
encargaré de que estés bien. Pero si resulta que Tony no lo hizo, quiero decir
que si tiene una coartada, quiero que estés preparada para que la policía
empiece a investigar a tu padre, ¿entiendes? No quiero que te lleves una
sorpresa.
Marissa se imaginó a su padre cogiendo el cuchillo y clavándoselo a su
madre en la espalda.
—Ay, ¡Dios mío!, no, no, no —dijo mientras rodeaba con los brazos y
las piernas el cuerpo caliente de Xan con todas sus fuerzas.

Más tarde, no quiso que Xan se marchara. Tenía miedo de quedarse en casa
sola con su padre.
—Me quedaré contigo todo el tiempo que quieras —dijo él.
—Pero no tienes nada de ropa ni...
—Me trae sin cuidado. Tú eres lo único que me preocupa en este
momento.
La tenía deslumbrada. Era todo él tan perfecto.
Fueron al baño por turnos, y cuando le tocó a Marissa, oyó a su padre
hablando abajo por teléfono.
—Tal vez deberías bajar —le sugirió Xan.
—No quiero —replicó ella—. Sólo quiero quedarme aquí en la cama
contigo todo el día.
—Bajaría contigo, pero es un asunto familiar, y en este momento
deberíais estar los dos a solas, disponer de algún tiempo para estar juntos.
—No quiero estar con él.
—No me moveré de aquí. Si me necesitas, me das un grito y bajo
enseguida, ¿vale? No tienes que preocuparte por nada.
Decidiendo que tarde o temprano tendría que enfrentarse a su padre,
Marissa decidió bajar.
Desde la escalera oyó que su padre estaba hablando por el teléfono del
comedor. No sabía cómo iban a volver a utilizar la cocina de nuevo, porque
estaba completamente segura de que por el momento no iba a entrar allí para
nada. Si era preciso, encargaría comida china para todas las comidas.
Cuando entró en el comedor, su padre, sentado a la mesa, la miró a los
ojos mientras terminaba una llamada. Por el tono, Marissa supo que estaba
hablando con su amigo Stan.
Le observó mientras hablaba, buscando alguna señal que le indicara si
era culpable o inocente. Parecía estar todo lo afligido que requería la ocasión,
pero ¿eso significaba algo? ¿No estaría fingiendo la aflicción? O estaba
afligido porque la madre de Marissa había sido asesinada o estaba fingiendo
estarlo para seguir con la actuación. Y si realmente era un loco, si de verdad
era un psicópata, se le daría muy bien simular el dolor.
Transcurrido un minuto su padre terminó la llamada y le dijo:
—Era Stan. Esto es tan difícil.
Durante un momento a Marissa no se le ocurrió nada que decir; era
extraño, pero se sentía realmente atemorizada estando cerca de su padre. Al
final, dijo:
—Si quieres, yo también puedo hacer algunas llamadas.
—No, no, no es necesario. En realidad, ya casi he llamado a todos lo que
tenía que llamar. Algunos amigos van a llamar a otros amigos, y me he
puesto en contacto con la mayoría de nuestros parientes. La abuela llegará
esta noche. Tenía miedo de decírselo, por lo de su enfermedad cardíaca, pero
¿qué le vas a hacer? Ah, a propósito, el funeral es mañana por la mañana a las
diez.
A Marissa no le pilló por sorpresa que el funeral fuera a ser tan pronto.
Aunque apenas eran una familia religiosa, seguían algunas tradiciones judías,
como la de enterrar a los muertos lo antes posible. Su abuelo también había
sido enterrado sólo un par de días después de que muriera.
Su padre siguió contándole que su madre sería enterrada en la tumba
familiar de Long Island y le habló de los preparativos que había hecho con el
rabino y la funeraria.
—Al único pariente que no voy a invitar es al hermano de mamá —dijo
—. No creo que ella quisiera que viniera.
—Sí, yo tampoco lo creo —corroboró Marissa.
Sólo había visto a su tío Mark unas cuantas veces, y llevaba años sin
verlo, pero según parecía había maltratado a su madre cuando eran niños, y
ésta prácticamente había cortado todo contacto con él.
—Esto es tan surrealista —comentó su padre—. Sigo esperando verla
entrar aquí en cualquier momento. Cuando antes oí tus pisadas en la escalera,
al principio pensé que era ella.
Parecía como si estuviera a punto de echarse a llorar y se esforzara en
mantener la compostura. Marissa seguía sin ver ninguna señal de que aquello
fuera fingido, y empezó a sentirse culpable por sospechar de él, por perder la
confianza en él. Entonces el doctor Bloom dijo:
—Ah, bueno, Clements llamó antes, y por desgracia todavía no han
hecho ninguna detención.
—¿Y qué pasa con Tony? —preguntó Marissa.
—Tiene una coartada, y según parece es sólida. No conozco todos los
detalles, pero Clements me dijo que estaba con un amigo en el momento en
que tu madre fue... De todos modos, el detective dijo que eso lo descartaba,
aunque yo no me lo creo. Si se trata de un amigo, ¿cómo sabemos que el
amigo no le está echando un capote? Pero Clements me dijo que están
investigando otras posibilidades, ¿y a ti qué te parece que significa eso? No
me puedo creer que tenga que soportar esto mientras estoy en plenos
preparativos del funeral de tu madre. Te diré una cosa, no voy a hablar más
con él a solas. No le voy a decir ni una palabra más sin que mi abogado esté
sentado a mi lado. Si anoche hubiera pensando con claridad, habría
contratado a un abogado inmediatamente y puesto fin a este absurdo.
Marissa lo estaba mirando detenidamente, concentrándose en los ojos,
tratando de resolver si estaba mintiendo.
—Y ahora voy a tener que enfrentarme a toda esa mierda de la prensa
otra vez —prosiguió su padre— y a todos los artículos sensacionalistas que
van a escribir.
—¿Sale en los periódicos? —preguntó ella. Ni siquiera había pensado en
eso todavía.
—Sólo he mirado la edición digital del Post, y sí, la noticia está en
primera plana, y estoy seguro de que también en la primera plana de todos los
demás periódicos. En el artículo del Post, Clements deja entrever que soy
sospechoso. Comprendo que tenga que investigarme, pero es tan terrible
perder a tu esposa y encima tener que leer algo así. ¿Tienes idea del efecto
que esto va a tener en mi actividad profesional, en mi carrera? Ni siquiera
deseo pensar en ello todavía ni en si no me derrumbaré en el funeral. Los
periodistas siguen ahí fuera, y por mí pueden quedarse ahí todo el día que no
les voy a decir ni una palabra, y creo que tú tampoco deberías hacerlo. Esto
es un acoso en toda regla, y también voy a hablar con mi abogado de esto, a
ver si puedo emprender algún tipo de acción. Estamos acostumbrados a ver
cómo los medios de comunicación explotan a la gente, a los famosos, y te
vuelves inmune a ello, como si formara parte de nuestra cultura, porque no
crees que te pueda ocurrir a ti. Te parece que sólo es algo que le ocurre a los
demás, que estás a salvo, pero no es así. La cosa es que le puede ocurrir a
cualquiera... ¿Por qué me miras de esa manera?
—¿De qué manera?
—No sé, me estás mirando... de una manera extraña.
—Sólo estaba pensando.
—¿En qué?
—En lo espantoso que es todo esto.
Su padre puso cara de incredulidad, como si no se tragara la explicación,
aunque comentó:
—Ah, Clements habló con los Miller, los de la casa de al lado, y JoAnne
le dijo que su perro estuvo ladrando como un loco ayer alrededor de las seis y
media.
—¿Y qué?
—Bueno —dijo su padre, repentinamente inquieto—, el otro día, antes
de que encontrara la nota de Tony, cuando entré en casa el perro también
estaba ladrando. Pensé que era un poco raro dada la hora. En fin, ese animal
nos conoce, ¿no es cierto? Jamás nos ladra.
Distraída, Marissa apenas le prestó atención.
—No lo pillo.
—Eso significa que Tony estuvo aquí otra vez. —Ahora su padre casi
estaba gritando, y Marissa, asustada, retrocedió unos pasos—. El perro ladró
las dos veces, y sabemos que Tony estuvo aquí una, ¿no? Clements dijo que
eso le parecía interesante, pero no creo que lo entendiera realmente. Aunque
ésa es otra cosa de la que voy a hablarle a mi abogado. Tuvo que haber otros
testigos; alguien debe de haber visto a Tony llegar o irse. ¿Qué pasa? ¿Por
qué te apartas de mí?
—No me estoy apartando de ti —contestó ella.
Su padre la fulminó con la mirada, y algo en sus ojos le recordó a
Marissa su expresión cuando les había revelado alegremente, a ella y a su
madre, lo de su aventura. Entonces él le preguntó:
—Me crees, ¿verdad?
—Pues claro que te creo —mintió ella.
—No me lo creo —replicó él—. No me crees, ¿verdad?
—Hola —dijo Xan.
Marissa no le había visto entrar en el comedor por detrás de ella, y se
pegó tal susto que podría haberse puesto a gritar.
—Lo siento —se disculpó el chico—. Sólo quería ver cómo os iba.
Ella le cogió de la mano, aliviada por su presencia.
—Sólo estábamos... hablando del funeral —le dijo—. Es mañana por la
mañana.
—Adam, si puedo hacer algo para ayudar, dímelo.
—Gracias, Xan, pero creo que no necesitamos nada —repuso Adam,
mirando a Marissa—. Al menos, eso espero.
Los dos jóvenes se dirigieron al dormitorio de ella. Ya en su habitación,
ella le susurró al oído:
—Ay, ¡Dios mío!, él la asesinó. Estoy segura de que lo hizo.
22

Johnny vio a la pareja salir del tren F con destino a Coney Island y los siguió
por la larga escalera mecánica hasta la calle. La pareja pasó junto a la
papelería de la esquina y dobló a la derecha. Él se mantuvo a una manzana o
dos, hasta que la pareja llegó a una zona que estaba más oscura y desierta, y
entonces entró en acción.
Se puso su pasamontañas negro y empezó a caminar más deprisa, hasta
que se situó a unos veinte metros detrás de ellos; luego, justo en el momento
en que el tipo miraba por encima del hombro, Johnny echó a correr a toda
velocidad hacia ellos empuñando su revólver del 38. Antes de que la pareja
pudiera salir corriendo, o gritara pidiendo ayuda, o reaccionara de alguna otra
manera, estaba apuntando a la cara del tipo con el arma.
—Dame el puto anillo —conminó a la mujer.
Se había fijado en él en el metro. Era un reluciente anillo de pedida de
diamantes, aparentemente de al menos un quilate. La mujer era rubia, de ojos
azules, y, como la mayor parte de las personas de esa parte de Brooklyn en
esos días, probablemente no fuera una neoyorquina nativa. Quizá fuera del
Medio Oeste, de Kansas o de alguna mierda parecida. Ninguna chica criada
en la ciudad llevaría su anillo de pedida en el metro a las once de la noche
con los diamantes a la vista de todo el mundo.
—Por favor, no le dispare —suplicó la mujer.
Sí, era evidente que no era neoyorquina.
—Dame el jodido anillo, puta —le ordenó Johnny. Detestaba tener que
ser grosero, no poder hablar como el encantador seductor que acostumbraba
ser, pero sabía que en un robo era una buena idea comportarse lo menos
posible como uno mismo.
—Tranquilo —dijo el tipo. Era alto y delgado y tenía el mismo acento
de palurdo que la chica—. Vamos, tío, no queremos ningún problema.
Vamos, tío. ¿Es que pensaba que hablar así le salvaría o qué?
Johnny le apretó el arma contra la mejilla y dijo:
—Dile a la puta que me dé el jodido anillo.
—Dale el anillo —le dijo el tipo a la mujer.
—No puedo. Es de mi abuela.
—Dáselo, joder.
—Por favor —le suplicó la mujer a Johnny—, llévate el dinero. Tengo
doscientos dólares en el bolso, y mi prometido también tiene dinero. Te lo
puedes quedar todo, pero, por favor, no te puedo dar el...
Johnny golpeó al tipo en la sien utilizando el revólver como una fusta.
El hombre cayó de rodillas, y entonces le volvió a golpear con el arma en
pleno rostro y oyó crujir algo. La mujer empezó a gritar. Joder, ¿qué cojones
pasaba con esa gente? ¿Es que querían morir?
Le agarró la mano izquierda y empezó a tirar del anillo para sacárselo.
¿Te puedes creer que seguía tratando de resistirse? Estaba gritándole en el
oído, mientras intentaba desasirse. Johnny ya había tomado la decisión de
pegarle un tiro en la cabeza y cerrarle la boca, pero entonces el anillo se
deslizó fuera del dedo.
—Gracias, chicos —dijo.
Tenía lo que quería; no había razón para no ser educado, ¿verdad?
Se alejó de allí rápidamente. Después de doblar la esquina recorrió
algunos bloques al trote, y luego continuó hasta casa a paso normal.

Ojalá pudiera vender el anillo enseguida. Sabía que podría conseguir unos
mil por él, puede que más, en cualquier casa de empeños, y no le gustaba
conservar las cosas que robaba, sobre todo las joyas. Las joyas, y
especialmente los anillos, eran la clase de objetos que la gente quería
recuperar. A veces había malbaratado joyas robadas por una parte muy
pequeña de lo que valían sólo por deshacerse de ellas. Después de todo, no
era idiota. Ésa era la diferencia entre él y todos los demás delincuentes del
mundo.
Pero necesitaba el anillo para dárselo a Marissa en el momento
oportuno. Luego, cuando estuviera muerta, igual que sus padres, podría
empeñarlo y conseguir sus mil pavos. Y no es que mil pavos fueran a
significar algo para él entonces.
Sí, habría estado bien que Adam Bloom hubiera llegado a casa a tiempo
y Johnny le hubiera matado como tenía planeado hacer, pero todo lo demás
había ido tan bien desde entonces que no podía quejarse precisamente. Tras
marcharse de la casa el lunes por la tarde, había abandonado el coche robado
en el aparcamiento de un supermercado de Flushing y se había deshecho de la
mochila y la sudadera manchada de sangre. Después de lavarse en el baño de
una gasolinera y tomar un taxi, hizo que el conductor lo dejara a la vuelta de
la esquina del cine de la Cincuenta y nueve alrededor de las ocho. Sólo llegó
una media hora tarde, y le dijo a Marissa que el metro iba lento y que no
había podido llamarla bajo tierra. No estaba enfadada, porque ella también se
había retrasado y acababa de llegar. La película estaba a punto de empezar,
así que decidieron entrar e ir a comer algo después. No es que ella pareciera
realmente interesada en ver la película. Mientras estaban en la última fila del
cine pegándose el lote, Johnny se dedicó a repasar mentalmente el asesinato.
¿Había quedado algún cabo suelto? No se le ocurrió ninguno. Se había
deshecho de todas las pruebas, y probablemente la policía ya habría arrestado
a Tony. Como era de esperar, éste iría a la cárcel para el resto de su vida o
sería condenado a muerte. En el caso de que el monitor tuviera una coartada,
los polis podrían tratar de cargarle el asesinato a Adam. Ése también sería un
desenlace muy bueno para Johnny. Tenía que deshacerse de Adam para que
el resto de su plan funcionara, y la verdad es que le era indiferente que el tipo
se pudriera en la celda de una cárcel que a dos metros bajo tierra, siempre que
desapareciera para siempre.
Al terminar la película, fue a echar una meada, y cuando se reunió de
nuevo con Marissa en el vestíbulo y la vio tan alterada, hablando con alguien
por el móvil, supo que se había enterado de la noticia. Johnny vivía para
momentos como ése. Tenía que interpretar un papel, ser otra persona y, lo
que era aún mejor, ser aquel tipo fantástico al que todo el mundo adoraba.
Sabía que Marissa necesitaba que tomara las riendas y lo hizo a la
perfección, encargándose de meterla en un taxi y de decirle todas las cosas
adecuadas. Ya en la casa, Adam también se tragó toda su mierda, y Johnny
hizo una interpretación perfecta, abrazándolo, ofreciéndole literalmente un
hombro sobre el que llorar unas tres horas después de cargarse a su esposa.
En serio, ¿era posible hacerlo mejor?
Mientras Adam y Marissa se abrazaban y babeaban como bebés, Johnny
estuvo escuchando una conversación entre un detective canoso —más tarde
se enteraría que se llamaba Clements— y otro poli. Aunque sólo pilló un
cacho aquí y otro allá, parecía que no estaban convencidos de la idea de que
Tony hubiera asesinado a Dana Bloom. Johnny ignoraba el motivo de que
fuera así, pero no perdió ni un segundo y empezó a trabajar en su plan B. ¿Te
das cuenta?, eso era lo que le distinguía de los delincuentes del tres al cuarto
que abarrotaban las cárceles de todo el país: que nunca era autocomplaciente;
su mente siempre estaba trabajando, adelantándose a los acontecimientos.
Como era de esperar, Marissa le pidió que se sentara a su lado mientras
Clements la interrogaba. Lo necesitaba tan desesperadamente ahora que no
podía soportar estar sin él ni siquiera unos minutos. Johnny disfrutó de lo
lindo cuando el detective le pidió a Adam que, si no le importaba, «esperase
en la otra habitación»; la expresión en la cara de Bloom fue impagable, como
si supiera que estaba ya a punto de hundirse, que estaba bien jodido y que no
podía hacer nada para impedirlo. Luego el detective le preguntó a Marissa
por su padre, si alguna vez lo había visto amenazar a Dana, y fue magnífico
que ella mencionara que en una ocasión la había tirado al suelo de un
empujón. Fue en ese momento cuando Clements empezó a creer de verdad
que Adam era su hombre.
Cuando por fin se quedó a solas con Marissa en su habitación, y ella le
habló de lo afortunada que era por tenerlo, diciéndole que quería sentirlo
dentro, supo que oficialmente era suya. La había enganchado tan bien que ya
era imposible que se escapara. Le hizo el amor, lenta y apasionadamente,
cómo sólo Johnny Long sabía hacerlo, y luego reanudó la conversación
donde Clements la había dejado, tratando de hacerle creer que su padre había
matado a su madre. Sabía que tenía que manejar esto con tacto y no comenzar
demasiado fuerte, culpando a su padre. Tenía que dejar que pensara que la
idea era suya, que se le había ocurrido a ella solita. La cosa funcionó, y fue
increíble; a Johnny le pareció que la tenía totalmente dominada, como si
pudiera lograr que hiciera o pensara todo lo que él quisiera. Y si la propia hija
de Adam creía que éste era culpable, ¿a quién tendría Bloom para
defenderlo?
Cuando Adam desapareciera, Johnny le pediría a Marissa que se casara
con él, y, vamos, a esas alturas, ¿cómo podría no decir que sí? Ya dependía
de él, y cuando sus dos padres hubieran desaparecido, estaría desesperada por
fundar una nueva familia. Cuando estuvieran casados —y tal como iban las
cosas, eso podría ser sólo cuestión de pocos meses—, Johnny se aseguraría
de aparecer en el testamento de Marissa como único beneficiario, porque
¿quién más le quedaría en su vida? Con toda seguridad ella no querría que su
padre, ese asesino, recibiera nada. Luego ella moriría en algún
«desafortunado accidente» —pobres Bloom, su vida había estado tan llena de
tragedias— y Johnny tendría todo lo que siempre había querido.
Marissa estaba tan convencida de que su padre era culpable que hasta
tenía miedo de quedarse a solas en casa con él. Johnny le dijo que se quedaría
con ella todo el tiempo que quisiera —«para siempre, si es necesario»—,
pero entonces la abuela de Marissa, la madre de Adam, llegó, y Johnny quiso
irse. La vieja le dio mala espina desde el primer momento, y supo que no
sería tan fácil de camelar como el resto de la familia.
—Creo que me odia —le comentó Johnny a Marissa.
—No, siempre ha sido así con todos mis novios —replicó ella—. Es
porque eres un shagetz.
—¿Un qué?
—Porque no eres judío. Mi abuela siempre ha tenido esa estupidez
metida en la cabeza de que algún día me casaré con un judío, aunque no
seamos nada religiosos.
—¿Y cómo sabe que no soy judío?
—Lo sabe y punto —dijo Marissa, y eso fue exactamente lo que le
preocupaba a Johnny. Si la vieja podía saber que no era judío, ¿qué más
podía intuir? Así que no quiso correr ningún riesgo, sobre todo cuando todo
marchaba sobre ruedas.
Con la abuela instalada en el cuarto de invitados de la puerta de al lado,
Marissa no pareció tan preocupada por estar en la misma casa con su padre,
así que Johnny se inventó una buena excusa para volver a su piso: tenía que
recoger su traje para el funeral. Ella quiso ir con él, aunque decidió que quizá
debía quedarse y estar con su familia.
Al salir de la casa, los periodistas, que habían estado acampados allí
fuera todo el día, se amontonaron a su alrededor, haciéndole preguntas a
gritos. Johnny les dijo que sólo «era una amigo de la familia» y no se paró a
hablar con ellos. En la estación del metro, compró el Post y el News. Marissa
ya le había dicho que Tony tenía una coartada para el asesinato y que tal vez
se librara y que Adam era ahora el principal sospechoso, pero incluso los
periódicos más madrugadores de esa mañana atizaban a Adam. Todos
dedicaban unas dos o tres páginas a la historia, y se concentraban en que
Adam Bloom, el justiciero loco que había disparado y matado a un intruso en
su casa hacía menos de dos semanas, era ahora sospechoso del asesinato de
su esposa. Aunque los artículos se centraban en Tony como sospechoso, el
Post llamaba a los Bloom «la pareja alegre de cascos», decía que el
matrimonio llevaba en «crisis» desde lo del robo y que Adam Bloom podría
haber «perdido el control otra vez» y asesinado a su esposa. Y a Johnny le
encantó que Clements hubiera dejado entrever con un eufemismo que el
loquero era sospechoso en la investigación. Mientras leía esto en el metro
hacia Brooklyn, no pudo evitar partirse de risa. Llevaba huyendo de los polis
desde hacía años, y ahora, de la forma más extraña, un poli le estaba
ayudando a conseguir el mayor botín de su vida. Casi le parecía que
Clements se merecía un trozo del pastel.
En el mismo trayecto en metro, algo más tarde, se fijó en la pareja del
anillo de compromiso. No necesitaría el anillo de inmediato, pero hacía
mucho que había aprendido que cuando surge una oportunidad de conseguir
lo que quieres hay que aprovecharla, porque nunca se sabe cuándo volverá a
surgir otra.
Ya en su piso, mientras examinaba el anillo —no tenía ninguna
imperfección aparente; hasta podría ser que valiera más de lo que pensaba—,
recibió un mensaje de texto de Marissa:

¡Te extraño muchísimo!

Johnny estaba encantado de la vida.

Por la mañana, se encontró con Marissa en el exterior de la funeraria de


Forest Hills. Estaba hecha un asco —tenía ojeras, los ojos inyectados en
sangre y manchones de rímel en las mejillas—, así que tuvo que ponerse
inmediatamente el chip de novio contrito. Algo que a otros tíos podría
haberles sido difícil lograr, pero no a Johnny. Si hasta consiguió derramar
unas lagrimas.
El funeral pareció durar una eternidad, y el rabino estuvo dándole a la
sin hueso sin parar hablando de lo maravillosa y generosa que había sido
Dana y de lo mucho que se la iba a echar de menos. En un momento dado la
llamó «esposa afectuosa». Y Johnny —como probablemente el resto de los
presentes en la capilla— pensó: Sí, pero ¿afectuosa con quién?
Todos lloraban, en especial Marissa y Adam, y él casi de forma
exagerada. A Johnny le pareció que buena parte de su llanto era de cara a la
galería, no porque estuviera fingiendo —probablemente su aflicción fuera
real—, sino porque sabía que las demás personas, incluida Marissa y algunos
periodistas que se habían colado en la capilla, le estarían observando para
asegurarse de que estaba llorando todo lo que debía llorar un marido afligido.
En un par de ocasiones Johnny vio que Marissa miraba hacia su padre, y que
de inmediato éste empezaba a llorar o a sonarse la nariz de forma
exageradamente ruidosa o que hacía algo para demostrar lo afligido que
estaba.
Fue en coche con Adam, Marissa y la abuela de ésta —la abuela Ann—
al cementerio. Bordó todo el numerito de la condolencia, aunque, tío, le costó
Dios y ayuda. En la parte trasera de la limusina, la vieja urraca no le quitó ojo
de encima, mirándole con odio a través de sus gafas de culo de botella,
fulminándole con la mirada. Él sabía que no era sólo porque no fuera judío;
había algo más.
Ante la tumba, se sintió realmente triste por primera vez en todo el día.
Era una pena que Dana hubiera muerto antes de tener la oportunidad de
follársela, antes de que ella hubiera tenido la oportunidad de experimentar los
orgasmos que una mujer sólo podía experimentar con Johnny Long. Para que
luego hablaran de tragedias.
Tuvo que seguir consolando a Marissa, y llegó un momento en que vio
que se le acababan todas las chorradas que podía decir para consolarla.
¿Cuántas veces le dijo: «Lo sé», y «Está en un lugar mejor», y «Todo ira
bien»? Mientras tanto, Adam siguió exagerando la nota. Cuando bajaron el
féretro a la fosa se desplomó, llorando, aunque acto seguido empezó a dar
puñetazos en la tierra, como un niño pequeño con una rabieta. Johny pensó:
¿Puñetazos? Vamos, no me agobies. En un momento dado, vio que Marissa
miraba hacia su padre y que ponía ligeramente los ojos en blanco.
Durante el trayecto de vuelta a casa de los Bloom, la chica miró para
otro lado todo el rato, la ojos fijos en la ventanilla con aire ausente. Johnny la
dejó en paz para no agobiarla.
Marissa no dijo nada hasta que llegaron a la casa. Entonces lo hizo subir
a su habitación, cerró la puerta y dijo:
—Creo que tenías razón..., no hay duda de que la asesinó.
—Nunca dije que creyera realmente que lo hiciera —le corrigió él.
—Pero era lo que pensabas, fue tu primera intuición, y las primeras
intuiciones suelen ser las correctas.
Johnny no le iba a discutir esto. Parpadeó una vez, muy lentamente, para
que se diera cuenta de lo preocupado que estaba, y entonces le apretó la mano
con fuerza.
Ella continuó:
—Todo en él era hoy tan falso, joder. ¿Te fijaste como aporreó el suelo?
Cree que se va a ir de rositas, pero no será así, porque no se lo voy a permitir.
Si lo hizo, pagará por ello. No va a seguir adelante con su vida, mientras mi
madre se pudre bajo tierra.
Para Johnny fue una gozada que estuviera dispuesta a volverse contra su
padre, dispuesta a, bueno, enterrarlo.
Los Bloom iban a celebrar un rito judío llamado «el asiento
tembloroso»[8] o algo así. La cosa iba de que todos los amigos y parientes se
pasaban a visitarlos con comida y bebida y se sentaban a su alrededor y
lloraban la pérdida con toda la familia. Aquello tenía una pinta fatal; y lo peor
de todo es que iba a durar una semana entera. Bueno, pero ¿qué les pasaba a
los judíos? ¿Es que les gustaba prolongar el sufrimiento todo lo que podían?
Quizá la gente se lo pensara dos veces a causa de los «rumores» sobre
Adam aparecidos en las noticias, porque a lo largo del día sólo aparecieron
diez personas, aunque en el funeral había habido al menos un centenar. El
loquero parecía desquiciado, y no paraba de entrar y salir del salón,
comprobando ocasionalmente su BlackBerry, sacudiendo la cabeza y
mascullando para sí. La abuela Ann siguió lanzando miradas asesinas a
Johnny. En dos ocasiones él intentó entablar conversación con ella, pero la
vieja ni siquiera le miró a los ojos. Más tarde, la vio acercarse a Adam y
susurrarle algo; entonces su hijo miró hacia Johnny, procurando que pareciera
que lo miraba de pasada. Marissa ya podía decir misa; él sabía que la vieja no
sólo le trataba así porque no fuera judío.
La chica quiso que se quedara a pasar la noche con ella, y él no podía
rechazarla, ¿verdad? Ya en la cama, le dijo que lo amaba, y Johnny que él
también a ella, «más que a nada en el mundo». Sabía que era demasiado
pronto para pedirle que se casara con él, aunque consideró que era una buena
oportunidad para tantear el terreno y ver si la chica estaba tan en sazón como
pensaba que estaba, así que le preguntó:
—¿Te gustaría tener hijos algún día?
—Algún día —respondió ella—. Sin duda. ¿Y a ti?
—Sí —admitió él. Y añadió—: Y me parece que tú y yo podríamos
tener unos niños preciosos.
Si pareciera que esto la hacía flipar, Johnny retrocedería, cambiaría de
tema y le diría que era sólo una broma.
Pero lejos de eso, ella replicó:
—Lo sé, en realidad me he pasado todo el día pensando en eso.
—¿De verdad?
—Sí, lo digo en serio, sé que es pronto, pero es muy fuerte lo que siento
por ti, estoy segura.
Carajo, Johnny estaba impresionado consigo mismo. Sabía que Marissa
estaba especialmente vulnerable ese día, el día del funeral de su madre, pero
estaba dispuesta a atarse a él todo lo humanamente posible.
—Quiero enseñarte algo —dijo él.
Se acercó a su americana, que la había colocado sobre la silla de la
mesa, y sacó el anillo de diamantes del bolsillo interior.
—Sé que no es el momento adecuado para hacer esto —continuó—. Y
no estoy seguro de que quieras siquiera que lo haga, pero si lo quieres...,
algún día... Mira lo que tengo.
Abrió la mano y la sorpresa mayúscula fue patente en los ojos de ella.
Era asombrosa la manera en que las mujeres se cagaban en las bragas por los
diamantes.
—Caray, es precioso.
—Me lo dio mi abuela cuando se estaba muriendo de cáncer. Me dijo
que lo utilizara para declararme a la chica que amara.
Marissa estaba sonriendo, y él sabía lo que estaba pensando: Por favor,
deja que sea yo esa chica. Por favor, deja que sea la señora de Xan Evonov.
Entonces ella mudó la expresión y le preguntó:
—¿Y era el anillo de tu abuela?
—Sí —confirmó Johnny.
—Ah, es extraño. No parece un engarce muy antiguo.
—Eso es porque lo hice restaurar. Sí, quería que pareciera más moderno,
y lo que realmente me importa es la piedra.
Estaba bien que fuera tan rápido pensando.
—Es tan mono —dijo Marissa—, y la piedra es preciosa.
Johnny se dio cuenta de que quería probárselo, pero lo apartó, pensando:
Deja siempre que quieran más.
La estaba besando con ternura cuando alguien llamó a la puerta.
—¿Sí? —respondió Marissa.
—La cena está servida. —Era la abuela Ann.
—De acuerdo, ya vamos.
—Se está enfriando.
—Bajamos enseguida.
Johnny no oyó los pasos de la abuela Ann; se la imaginó junto a la
puerta, tratando de escuchar algo.
—Quizá debería irme —dijo Johnny en voz baja, casi en un susurro.
—¿Por qué? —preguntó Marissa, preocupada, hablando en voz muy
baja, al igual que Johnny.
—Creo que tu familia necesita pasar algún tiempo en la intimidad.
—Por favor, no te vayas. Necesito que estés aquí esta noche.
Johnny decidió que la electrocutaría. Dejaría pasar bastante tiempo,
varios meses, y tendría que pulir los detalles, pero cuando llegara el momento
oportuno, así es como la haría desaparecer de su vida.
Apartándole unos pelos de los ojos, dijo:
—La verdad es que creo que tu abuela no me quiere aquí.
—Es que ella es así, nada más, te lo aseguro.
En ese momento Johnny oyó a la abuela Ann alejándose por el pasillo;
le lanzó una mirada a Marissa que significaba: ¿Ves a qué me refiero?
—Es completamente inofensiva, te lo digo en serio.
Él no la creyó, aunque decidió centrarse en los aspectos positivos. Dana
estaba muerta, y Marissa estaba enamorada de él y, lo que aún era mejor,
prácticamente decidida a casarse. Todo iba encajando en su sitio. Era hora de
pasar a la siguiente fase del plan, y ésta sería la fase más agradable, la que le
proporcionaría el mayor alegrón.
Sí, era hora de matar a Adam Bloom
8. Johnny confunde la palabra judía shivah con shiver
(«estremecimiento», «temblor»). El rito al que hace referencia es el periodo
de siete días que comienza justo después del entierro de un ser amado, y en el
que se permanece en casa sentado en los asientos más bajos, recibiendo las
condolencias y elaborando el duelo. (N. del T.)
23

Hola, doctor Bloom, soy Lisa DiStefano. Lamento mucho comunicárselo,


pero... pero voy a tener que interrumpir mi tratamiento... Lo lamento de
veras, doctor, pero me parece que no tengo elección. Le agradezco todo lo
que ha hecho por mí y...

Adam no pudo seguir escuchando más. Borró el mensaje, y también los


otros que todavía no había escuchado, y apagó su BlackBerry.
No sabía cuántos pacientes había perdido hasta el momento..., ¿diez,
quince? Y aquéllos eran sólo los que se habían molestado en llamar, los que
llevaba viendo desde hacía años y se sentían en deuda con él. Los demás,
probablemente, no se molestarían en aparecer el día concertado.
Y tampoco era una situación que fuera a mejorar en algún momento.
Aunque la policía anunciara que habían hecho una detención en relación al
caso, aunque Adam fuera liberado de toda sospecha, el daño ya había sido
hecho. Su nombre había quedado marcado para siempre, y la gente siempre
creería que en todo aquello habría tenido que haber algo de verdad. Quizás
hubiera matado realmente a su esposa y la policía no había interpretado
correctamente las pruebas. Y si no había matado a su esposa, sí que había
disparado a aquel tipo en su casa, ¿no era así? Seguía siendo inestable, seguía
siendo un loco. Puede que de haber sido fontanero o carpintero hubiera
podido seguir ejerciendo su profesión en algún momento, pero como
psicólogo que era, las personas tenían que confiarle su salud mental; y
necesitaban saber que la persona que los trataba no estaba potencialmente
más loco que ellos.
Todos los funerales eran como pesadillas, pero el funeral de Dana le
resultó especialmente terrorífico. No sólo fue terrible tener que enterrar a su
esposa, una mujer cuya vida había sido trágicamente segada —sólo tenía
cuarenta y siete años, por amor de Dios—, sino que además tuvo que pasar
por la humillación de que cada uno de sus actos fuera visto con lupa y
juzgado por los medios de comunicación y la opinión pública, y por su propia
familia. Ni siquiera Marissa creía que fuera inocente. Cuando pensaba en
ello, le acometían unas náuseas terribles, y no estaba seguro de que la
relación con su hija pudiera recuperarse alguna vez de aquello. En la capilla y
en el cementerio, la gente no paró de lanzarle miradas, y en líneas generales
se comportaron con suspicacia. Incluso cuando se acercaron a presentarle sus
condolencias, supo que no estaban siendo sinceros. Estaban apenados por
Dana, pero no sentían ninguna compasión por él; y eran las personas que
supuestamente más le valoraban. Ésas eran las personas que habían crecido
con él, ido al colegio con él, trabajado con él. Siempre había estado a su
disposición en los momentos difíciles de sus vidas, cuando sus seres queridos
estaban enfermos o habían muerto, pero ahora, cuando más los necesitaba, le
daban la espalda. Sintió amargura por tanta traición. Y se sintió
completamente solo en el mundo.
Bueno, casi completamente solo. Le alegraba que su madre estuviera
allí. Como todo el mundo, Adam tenía conflictos con su madre. A pesar de
sus denodados e inveterados intentos por solucionarlos y elaborarlos, seguía
guardando algunos insignificantes e irresolutos motivos de resentimiento que
le hacían sentir un permanente rencor hacia ella. Aunque siempre trataba de
enfrentarse a sus sentimientos y expresarse sin ambages, por lo general le
resultaba difícil no irritarse cuando estaba cerca de ella durante un periodo de
tiempo prolongado; bueno, durante más de un día o dos. Pero ese día
necesitaba el apoyo y el amor incondicional de su madre, y había agradecido
que, poco después de que llegara de Florida, ella le hubiera llevado a un
aparte y le dijera:
—Sé que mi hijo no es un asesino.
Eso era exactamente lo que había necesitado escuchar. Por fin tenía un
aliado.
—Gracias, mamá —había dicho—. No sabes cuánto significa para mi
oírte decir eso.
Cuando su madre lo abrazó, se sintió como si de nuevo fuera un niño y
se acabara de arañar la rodilla en la acera y corriera a casa en busca de su
consuelo.
—No te preocupes, todo va a salir bien —le había dicho ella.
Durante unos instante creyó realmente lo que le decía.
Luego, quizá porque estaba con su madre y se sentía a salvo y protegido,
había sentido el impulso repentino de purificar su alma.
—La otra noche cometí un error, mamá. No tenía que haber disparado a
aquel tipo —dijo.
Adam había hablado por teléfono con su madre unas cuantas veces
desde lo del tiroteo, pero sólo le había explicado los detalles en general,
temiendo que se alterara demasiado.
—Ah, déjalo ya, hiciste lo que tenías que hacer —le tranquilizó—.
Alguien entró en tu casa en mitad de la noche. ¿Qué se suponía que tenías
que hacer?, ¿dejarle que disparara primero?
—Pero no tenía que haberle disparado tantas veces.
—Bueno, ¿y a quién le importa? —soltó la anciana—. Deja de sentirte
culpable por todo. Cuando uno se siente culpable por todo, acaba loco. No te
agobies.
No era mal consejo. Perdonarse siempre era una buena idea, aunque
fuera difícil sentirse inocente rodeado de personas que estaban convencidas
de que era culpable. Tampoco era fácil no permitir que le afectara lo que los
medios de comunicación estaban diciendo, sobre todo aquella insinuación de
mierda de que era «sospechoso». Ni siquiera quería pensar en la posibilidad
más que real de que la policía pudiera, de una u otra manera, reunir pruebas
para su procesamiento, que lo acusaran en serio del asesinato de su esposa.
Sabía que si dejaba volar su imaginación en esa dirección no sería capaz de
funcionar en absoluto. De hecho —quizá porque no había tomado suficiente
Valium—, durante todo el funeral se había sentido sumamente desorientado.
No estaba muy seguro de quién había estado allí ni de lo que había dicho él ni
de cómo se había comportado. Se acordaba de que Carol se había acercado a
darle el pésame, de haber sujetado la mano de Marissa mientras lloraba y de
desplomarse en el suelo delante de la tumba, pero eso era todo.
Cuando regresó a casa, los síntomas de la angustia eran graves: pulso
acelerado, vértigo severo y un dolor de cabeza palpitante. Llamó a un
psiquiatra que había visitado una vez, el doctor Klein, quien a su vez llamó a
una farmacia local para recetarle por teléfono Klonopin. Adam pensó que
tendría que hacer que le llevaran la medicina a casa —teniendo en cuenta
todos los periodistas apostados en el exterior, estaría prisionero en su propia
casa durante días—, pero Xan se ofreció para ir a recogerla.
Tras la primera dosis, empezó a sentirse mejor. Bueno, seguía hecho un
asco, pero al menos ya no le parecía que fuera a tener un ataque al corazón.
Se reunió con los amigos y familiares que se habían pasado para el shivah,
consciente de algunas ausencias notables, como Sharon y Mike. Aunque la
verdad es que no le importó. Prefería estar solo que rodeado de un montón de
gente que le estuviera juzgando.
Y cuando fue a buscar un vaso de agua, su madre se le acercó y le
susurró:
—Ése no me gusta nada.
—¿Quién? —preguntó Adam.
—¿Tú que crees? Su novio.
Adam miró hacia Xan, que le estaba mirando fijamente. Desvió de
nuevo la mirada hacia su madre, puso los ojos ligeramente en blanco y se
alejó, sacudiendo la cabeza. Su madre siempre había criticado a los novios de
Marissa, sobre todo a aquellos que no eran judíos.
Pero su madre no iba a dejar correr el asunto así como así. Más tarde,
cuando Marissa y Xan habían subido a la habitación, volvió a la carga y,
como si no hubieran zanjado la conversación, dijo:
—No me importa, no me gusta.
—Vamos, es un buen chico —replicó Adam.
—¿Dónde se conocieron? —preguntó su madre.
—En la ciudad. Creo que en un bar o en un club, no estoy muy seguro.
Ella le lanzó una mirada.
—Mucha gente se conoce en los bares, mamá, y Marissa parece feliz
con él. Se ha portado fantásticamente, y ha sido un gran apoyo en toda esta
situación. Vale, al principio yo también tenía mis dudas, pero es un buen tipo.
—¿Qué clase de dudas tuviste? —Su madre lo estaba mirando
seriamente con los ojos entrecerrados.
—No fueron exactamente dudas. Me refiero a que era un poco escéptico
sobre él, sobre su carrera principalmente. Es artista, pintor, y no quería que
Marissa se liara con ningún excéntrico. Pero ése no parece ser el caso ni por
asomo. Parece estar muy entregado y sentir pasión por lo que hace.
—Me recuerda a Howard Gutman.
—Ah, vamos.
Su madre le había contado la historia de Howard Gutman docenas de
veces, pero eso no era óbice para que se la siguiera contando una y otra vez.
—Se sentó en nuestra mesa en la boda de la prima de papá, Sheila —
empezó—. Todos hablaron con él y pensaron que era un tipo fantástico y
maravilloso, aunque yo supe que tenía mala pinta. Era por la forma que tenía
de mirar a la gente. Era como si realmente no los mirase. Un par de meses
más tarde, nos enteramos de que había matado a su esposa. Cogió un martillo
y la mató a martillazos mientras dormía.
—¿Y eso qué tiene que ver con Xan? —preguntó Adam.
—No me gusta la forma que tiene de mirar a la gente —dijo su madre—.
No puedo decir exactamente qué es, pero ese muchacho tiene mala pinta.
—Hagas lo que hagas, por favor, no le digas nada de esto a Marissa —le
suplicó Adam—. Procura no atosigarla, ¿de acuerdo? Va a pasarlas canutas,
como es natural, y parece muy feliz con Xan.
—Xan —repitió su madre, desdeñosamente.
—Hoy en día hay muchos jóvenes que se acortan el nombre.
—No es su nombre lo que me preocupa —insistió la anciana.

Como una hora después de que tomara la primera dosis de Klonopin, a Adam
le pareció que se le estaban pasando los efectos, así que se tomó otra pastilla
y también un par de Valium. No se molestó en comprobar lo que decían las
instrucciones acerca de la incompatibilidad entre medicamentos, pero en ese
momento su salud no era precisamente su principal prioridad.
Por la mañana, cuando bajó a la cocina, su madre ya se estaba
preparando para el segundo día del shivah. Era difícil estar en la cocina y no
pensar en lo ocurrido allí —y el hecho de que hubiera una ligera mancha
rosácea en el suelo donde había estado tirado el cadáver no ayudaba en nada
—, y aún era más difícil estar en la escalera principal y no pensar en el tiroteo
y en toda aquella sangre.
—¿Qué tal has dormido? —le preguntó su madre.
—No he dormido.
—Ay, pobrecito, ¿por qué no echas una cabezadita?
—Si pudiera dormir, lo habría hecho esta noche.
—Al menos túmbate en el sofá. Tienes que descansar.
Lo que necesitaba era más Klonopin.
—Me tomaré un café. ¿Me haces el favor de llevármelo al comedor? Me
resulta difícil estar aquí con el suelo como está.
Al cabo de dos minutos, cuando le llevó el café, su madre le dijo:
—Bueno, no me fui a la cama hasta pasada la medianoche, y Xan seguía
aquí.
—Ya lo sé, se quedó a dormir —dijo él.
—¿Ya se queda a dormir? ¿Hace cuánto que la conoce?
Adam le dio un sorbo al café e hizo una mueca; su madre siempre hacía
el café demasiado fuerte.
—¿Necesitas más azúcar? —preguntó ella—. Le puse dos terrones,
pero...
—Está bien, no pasa nada.
—¿Estás seguro? Porque...
—He dicho que está bien. —Consiguió darle otro sorbo, y dijo—: Dana
y yo lo estuvimos hablando. No nos sentíamos cómodos con que trajera
novios que no hubiéramos conocido, pero conocimos a Xan y nos pareció
bien.
—Os pareció bien —repitió su madre.
Por Dios, ya estaba empezando a cabrearlo, emperrada en decir todo lo
que era posible decir para exasperarlo. No era de extrañar; estaban en el
límite de los dos días. Cuando su madre adoptaba aquella actitud, resultaba
difícil creer que no lo hiciera a propósito. El hecho era que en este caso Adam
estaba realmente de su lado —tampoco le gustaba la idea de que Marissa
llevara chicos a dormir—, pero su madre tenía la extraña habilidad de
obligarle a uno a adoptar un punto de vista contrario.
—¿Realmente es necesario que hablemos de esto? —preguntó Adam—.
Lo siento, pero la verdad es que no creo que la situación del novio de Marissa
sea ahora mismo la cosa más importante del mundo.
Permanecieron sentados uno enfrente del otro en silencio durante varios
minutos, aunque Adam sabía que su madre no iba a dejar correr el tema. Se
dio cuenta de que su cerebro seguía maquinando, e incluso la vio mover los
labios mientras mascullaba silenciosamente para sus adentros.
—¿Qué te puedo decir? —dijo la mujer por fin—. Pienso lo que pienso.
—Nunca tuvisteis problemas con que trajera chicas a dormir a casa —
replicó Adam.
—¿De qué estás hablando?
—Tú y papá —continuó él—. Traía chicas a mi habitación a todas horas
y nunca tuvisteis problemas con eso.
—¿Cuándo trajiste chicas a dormir?
—Siempre. Vamos, ¿no te acuerdas de mis novias? ¿De Stacy
Silverman? ¿De Julie Litsky?
Su madre parecía no entender de qué le hablaba. Lo había vuelto a
hacer, dar en el blanco de otro de los conflictos de Adam, lo ignorado y
emocionalmente desatendido que se había sentido de niño. Siempre había
tenido la sensación de que sus padres estaban demasiado enfrascados en sus
problemas y de que no prestaban suficiente atención a lo que sucedía en la
vida de su hijo. ¿Sería posible que él hubiera reproducido esa dinámica en su
relación con Marissa?
—¿En serio que no te acuerdas de Julie Litsky? —preguntó, sintiéndose
repentinamente muy nervioso.
—¿Tenía el pelo rojo?
—Lo tenía castaño.
—Ah, vale, ahora creo que la recuerdo —dijo su madre, aunque era
evidente que seguía sin tener ni idea de quién era Julie Litsky.
—¿Y no te acuerdas de que cuando estaba en la universidad tú y papá
dejabais que las chicas se quedaran a dormir en casa? No paraba de traer a
mis novias a dormir en verano, en las vacaciones de primavera, en las
vacaciones...
—Eso era diferente —le interrumpió su madre—. Eran chicas que
conocías, con las que ibas al colegio, y que eran de buena familia. ¿Quién es
este Xan? ¿Algún extranjero de la calle?
—No sabes nada de su familia.
—Ni tú tampoco.
—De acuerdo, ahora lo digo en serio, no quiero seguir hablando de este
asunto.
Adam abandonó el comedor. Entró en la cocina, sólo para alejarse de su
madre, pero entonces reparó en la mancha rosácea del suelo y salió para
dirigirse de nuevo a la parte delantera de la casa, evitando mirar hacia la
escalera. Joder, ¿se podía estar más atrapado? Entonces echó un vistazo al
exterior, vio un par de furgonetas de los informativos y pensó: Sí, se podía.
Había menos periodistas que la víspera, aunque todavía era temprano.
Probablemente después habría más, y empezarían a llamar al timbre para
tratar de hacerle salir y que hablara. Una cosa era segura: aquella historia no
se iba a acabar por sí sola. Hasta que la policía detuviera a Tony o a otro por
el asesinato, Adam sabía que la especulación sobre su posible implicación
sería permanente. Habría artículos en los periódicos y en las revistas,
documentales en la televisión. En realidad, el verdadero panorama de
pesadilla sería que la policía no hiciera ninguna detención y el caso acabara
sin resolverse. Si eso ocurría, a nadie le importaría las pruebas ni los hechos
del caso: Adam sería considerado culpable durante el resto de su vida.
Subió y cogió un Klonopin y dos Advil. Al cabo de unos minutos sintió
náuseas, y no estuvo seguro de si era por la angustia o algún efecto
secundario de la medicación. Se tumbó en la cama durante un rato, aunque
decidió que eso estaba haciendo que se sintiera aún peor, y volvió a bajar.
Su madre estaba sola en el salón, y las bandejas con los panecillos y las
rosquillas estaban intactas.
—Esto me parece asqueroso —dijo ella.
Adam sabía que se refería a la ausencia de amigos y familiares para
celebrar la shivah. Menos de diez personas el día anterior y ni una ese día,
hasta el momento.
—Eh, era de esperar —dijo—. La gente lee los periódicos y ve la
televisión. —Se dio cuenta de que la televisión estaba encendida, así que
cogió el mando y la apagó—. Lo siento, pero preferiría vivir en una burbuja
de plástico durante algún tiempo, si es que sabes a qué me refiero.
—Pero no se trata de ti, se trata de Dana —dijo su madre—. Son
personas que la querían, a las que supuestamente ella les importaba, ¿y ahora
no pueden estar aquí por ella?
Su madre había puesto el dedo en otra llaga más, porque Adam sintió
una punzada de culpabilidad por su manera de tratar a Dana antes de que
fuera asesinada. Por si no fuera suficiente que se hubieran dejado de hablar y
hubieran estado a punto de divorciarse, aun antes de eso, en los últimos
meses no la había tratado muy bien. A todas luces su mujer había estado
sufriendo, padeciendo conflictos internos que la habían empujado a
engañarlo, y Dana había intentado hablar con él muchas veces, pero Adam
había hecho caso omiso. Él era el psicólogo; debería haber reconocido los
síntomas del fracaso conyugal e insistido en que acudieran a un asesor
matrimonial. No tenía ninguna excusa para su comportamiento, ninguna en
absoluto.
—No puedes controlar lo que hacen los demás —comentó Adam,
partiendo sin pensar un panecillo por la mitad y dándole un mordisco a una
de las partes. En realidad, no le importaba que no hubiera aparecido nadie ese
día. No estaba de humor para conversaciones hipócritas, sobre todo con
personas que le odiaban.
Le dio otro mordisco al panecillo, se dio cuenta de que no tenía apetito y
puso el resto en la bandeja. Empezó a caminar de un lado a otro por el salón,
y entonces Marissa y Xan entraron. Todos se dieron los buenos días, pero
cuando su madre habló, Adam se percató de que estaba mirando a su nieta,
pero no al chico.
—¿Puedo hablar contigo un segundo? —le preguntó Marissa a su padre.
—Por supuesto.
—En privado —añadió su hija.
—Esperaré en el pasillo —dijo Xan. Era evidente que no quería
quedarse a solas con la madre de Adam.
Adam y Marissa entraron en el comedor, y ella dijo:
—Lo siento, pero tengo que salir de aquí hoy.
—¿Adónde vas?
—A casa de Xan. Necesito un poco de espacio, necesito respirar. No
puedo quedarme aquí.
—Lo entiendo —dijo Adam, preguntándose si «aquí» no querría
significar realmente «contigo».
—Puede que vuelva a dormir esta noche, o puede que me quede en casa
de Xan y regrese mañana por la mañana —dijo ella—. ¿Te has enterado de
alguna noticia?
—No, todavía no —respondió él.
Marissa no le miró a los ojos ni una sola vez, y Adam se dio cuenta de
que seguía pensando que era culpable. No pudo ocultar su frustración y soltó
un profundo suspiro, como dando a entender que la conversación se había
acabado. Ella siguió su ejemplo y se le adelantó para regresar al salón.
Mientras se despedía de su abuela, Xan se acercó y le dio un fuerte abrazo a
Adam.
—Te tendré presente, amigo.
—Gracias. Te lo agradezco.
Cuando Marissa y Xan se disponían a irse, la madre de Adam dijo:
—Llama más tarde.
—Lo haré —replicó la chica.
Su madre siguió sentada en el sofá, y Adam cogió el otro trozo de
panecillo, le dio un mordisco y masticó con más fuerza de la necesaria.
Seguía disgustado por cómo le trataba Marissa. Se preguntó si sabría lo
mucho que le había herido.
Entonces se percató de que había un perro ladrando. Parecía Blackie, el
perro de los Miller, y el ruido parecía proceder de la calle, delante de su casa.
El animal estaba ladrando como un verdadero poseso, igual que aquel otro
día, cuando había regresado de jugar al golf y descubierto la nota de Tony
bajo la puerta.
—¿Oyes eso? —le preguntó a su madre, aunque en realidad estaba
hablando consigo mismo y pensando en voz alta.
—¿Oír qué? —preguntó la anciana.
Adam fue hasta la parte delantera de la casa, hasta una de las ventanas
que daban a la calle, y separó las lamas de las persianas. Vio que JoAnne
Miller sujetaba la tensa correa tratando de contener a Blackie, que parecía
casi rabioso mientras intentaba soltarse para atacar a Xan.
24

A primera hora de la tarde, cuando quedó claro que no iba a aparecer ningún
invitado, la madre de Adam pulsó el botón de pausa del mando a distancia del
DVD y detuvo la película que estaba viendo, Notting Hill. Retiró los
panecillos, la crema de queso y el resto de la comida. Aunque sentado a su
lado todo el rato, Adam había estado muy distraído, sin prestar ninguna
atención a la película, y levantándose cada pocos minutos para caminar de un
lado a otro.
Al regresar de la cocina, su madre dijo:
—Vale, ya puedes ponerla en marcha otra vez.
—Tú misma, yo no la estoy viendo.
—¿Te encuentras bien? ¿Quieres acostarte?
—Estoy bien, mira la película.
—Me he dado cuenta de que desde que Marissa y Xan se fueron pareces
muy alterado por algo.
Adam no había querido contárselo a su madre, en parte porque estaba
confundido y nada seguro de que hubiera algo de qué hablar, y en parte
porque sabía que si se lo contaba se pondría como loca y montaría una escena
en toda regla.
Pero lo cierto es que necesitaba hablar con «alguien», y quizás ella
tuviera algún consejo u opinión racional que darle. En su estado actual no
confiaba en su capacidad para tomar decisiones.
—Hay algo que me preocupa —dijo.
—¿De qué se trata?
—¿Oíste antes la manera de ladrar del perro de nuestros vecinos?
—Sabía que tenía que ver con ese perro. ¿Qué pasa con él?
Adam le contó que había oído ladrar a Blackie cuando había encontrado
la nota de Tony, y que JoAnne Miller había informado de que el perro se
había puesto a ladrar como un loco la tarde que Dana había sido asesinada.
—Bueno, ¿y eso qué tiene que ver que con que el perro ladrara antes?
—El perro le estaba ladrando a Xan y a Marissa, pero ese animal conoce
a mi hija desde hace años; lo sacaba a pasear cuando los Miller se iban de
vacaciones.
—¿Así que piensas que el perro le estaba ladrando a Xan?
—No tengo ni idea de lo que estoy diciendo.
—¿No te advertí ya sobre él?
Adam ya sabía que su madre iba a aprovechar aquello para lanzar su
pulla del «ya te lo decía yo».
—Sólo me parece que fue raro que el perro se pusiera así de loco, eso es
todo —dijo—. Hace años que conozco a ese perro, y nunca le había visto
ladrar de esa manera a alguien que pasara por la acera y sin ningún motivo.
Vamos, que los periodistas llevan ahí fuera los dos último días, ¿y verdad que
no has oído que les ladrara?
—Así que al perro no le gusta Xan —dijo su madre—. Perro listo. A mí
tampoco me gusta.
—Me parece que no estás entendiendo lo que digo.
Su madre se lo quedó mirando de hito en hito, y entonces dijo:
—Lo que crees es que el perro le estaba ladrando a Xan las otras veces.
—Estoy seguro de que me estoy comportando ridículamente, pero...
—Pero dijiste que la nota era de Tony.
—Y era de Tony. Era la misma letra y estaba escrita en un papel
parecido al de la otra nota que recibí, creo que de Tony, en la que se me
amenazaba o una cosa parecida.
Le contó lo de la otra nota a su madre.
—¿Así que lo que estás diciendo es que crees que Xan pudo haber
dejado las dos notas, y no Tony?
—No creo que... Sencillamente no estoy seguro, eso es todo.
—¿Y por qué haría eso? ¿Y cómo iba a saber que Tony y Dana tenían
una aventura?
—No lo sé. Por eso no tiene ninguna lógica.
—Te dije que no me gustaba Xan, pero no dije que creyera que mató a
Dana.
—Yo tampoco lo creo.
—Pues claro que lo crees. Ésa es la razón de que hayas sacado a
colación todo esto.
Adam, de pronto hecho un manojo de nervios y lleno de energía, dijo:
—Xan no es un asesino. Tony mató a Dana. Su coartada se vendrá
abajo, ya lo verás. Lo más seguro es que todo esto no sea más que una
ridícula pérdida de tiempo.
—No creo que sea una pérdida de tiempo tan grande. De todos modos,
me parece que deberías llamar a la policía para comunicárselo.
—¿Para comunicarles qué? ¿Que un perro empezó a ladrarle al novio de
mi hija? Pensarán que estoy más loco de lo que ya piensan que estoy.
—Estoy preocupada por Marissa.
—No hay ningún motivo para preocuparse.
—¿Y si tienes razón y Xan es un asesino?
—¿Puedes dejarlo ya? No es ningún asesino, ¿vale? Ni siquiera habría
empezado a pensar en ello, si no me llegas a meter la idea en la cabeza.
—¿Así que ahora me culpas a mí?
—No, sólo digo que no hay ninguna base para pensar que sea un
asesino. Él no tenía ningún motivo para querer hacerle daño a Dana. Se
llevaban de maravilla, y él le gustaba...
Entonces, en un momento de repentina claridad, cayó en la cuenta, y su
madre advirtió el cambio en su expresión.
—¿Qué sucede? —preguntó ella.
—Que él le gustaba mucho.
—¿Y qué? ¿De qué estás hablando?
—El otro día, después de que Xan viniera a cenar y nos conociéramos
por primera vez, Dana y yo tuvimos una discusión. Bueno, no exactamente
una discusión, sólo una pequeña pelea, ¿sabes? Ahora se me antoja ridículo,
pero me dijo que creía que Xan era un chico guapo, y me puse celoso. Pero la
verdadera razón de mis celos fue la manera en que se estuvo comportando la
noche anterior durante la cena. Ya sabes que Xan es un tipo zalamero, ¿no?,
un hombre encantador, al que le gusta halagar a todo el mundo, darle coba a
la gente; ése es su estilo. Pero sé lo mucho que a Dana le gustaron sus
atenciones.
—Oh, ¡Dios mío! —exclamó su madre—. ¿Así que crees que tuvieron
un lío?
—No, eso es imposible.
—¿Por qué es tan imposible? Estaba teniendo una aventura con aquel
otro tipo.
Ése era un buen argumento... y Xan era un chico joven, como Tony.
Sintiendo náuseas al darse cuenta de que no podía descartarlo del todo,
Adam prosiguió:
—No creo que ella tuviera una aventura con Xan, siendo el novio de
Marissa. No le hubiera hecho eso a Marissa.
—Uno nunca sabe lo que hará otro —sentenció su madre, dejando que la
insinuación flotara en el aire.
Adam sacudió la cabeza.
—No, Dana no era capaz de algo así, estoy seguro. —No estaba seguro
en absoluto, la verdad, pero decirlo le hizo sentir mejor. Entonces añadió—:
Aunque supongo que eso no significa que él no intentara seducirla...
—¿Quieres decir que crees que él...?
—Lo que digo es: ¿qué pasaría si Xan hubiera estado interesado en ella?
En fin, más interesado en ella de lo que ella estaba en él.
—¿Y por qué habría de matarla, pues?
—Tal vez viniera aquí con la esperanza de encontrarla sola. Puede que
por eso JoAnne, la vecina, oyera ladrar a su perro como un loco,
probablemente en torno a la hora en que Dana fue asesinada.
—Llama a la policía —le instó su madre, presa del pánico.
—No, espera, esto no tiene ninguna lógica —rectificó Adam—. Esa
noche Xan estaba en el cine con Marissa. Y sólo porque él y Dana
coquetearan un poco, si es que a aquello se le podía llamar siquiera coqueteo,
no quiere decir que viniera aquí para intentar agredirla sexualmente. Estoy
yendo demasiado lejos. No había ninguna señal de agresión sexual; la policía
habría dirigido la investigación en esa dirección inmediatamente. La verdad,
si piensas en los hechos, todo esto es absurdo. No tiene ningún fundamento.
—Llama a la policía de todos modos —insistió su madre—. Deja que
sean ellos los que decidan si es absurdo o no.
—Puede, tendré que pensarlo —dijo él—. Ahora mismo, todo me parece
muy confuso.
Adam subió al piso de arriba, aún más estresado que antes. Se dio una
ducha caliente mientras consideraba todos los extremos desde todos los
puntos de vista. Aunque algunas partes parecían encajar, seguía sin
ocurrírsele un motivo lógico para que Xan hubiera ido a su casa para matar a
Dana, una mujer a la que apenas conocía. Sólo un psicópata redomado haría
algo así, y ese chico no era un psicópata. Si fuera un desequilibrado mental o
tuviera inclinaciones psicopáticas, a buen seguro que él se habría dado cuenta
de inmediato; a fin de cuentas, detectar los comportamientos anormales era su
profesión. Y Adam no estaba seguro de si era posible que Xan pudiera haber
cometido el asesinato. ¿Habría tenido tiempo de matar a Dana y luego
reunirse con Marissa en el cine? Lo más seguro era que no. Trató de olvidarse
de todo y pensar en otra cosa, pero los desaforados ladridos del perro a Xan
seguían inquietándole, y tampoco paraba de repetirse mentalmente lo que su
madre había dicho antes acerca de que ese chico era esencialmente un
completo extraño.
Cuando salió de la ducha, y sólo para tranquilizarse, se conectó a
Internet para ver qué podía averiguar sobre Xan Evonov. Esperaba encontrar
un montón de información, incluso la página web de Xan —era un artista,
después de todo—, pero la búsqueda en Google por la frase «Xan Evonov»
arrojó cero resultados. Le pareció bastante extraño. ¿Por qué, siendo un
artista, no había información sobre él en Internet? Había dicho que todavía no
había exhibido su obra, pero en los tiempos que corrían parecía que todo el
mundo se promocionaba en la Red, sobre todo la gente metida en el arte. ¿Y
no había dicho que tenía una mecenas? Había cientos de resultados para
«Alexander Evonov», aunque la mayoría estaban en ruso, y los pocos en
inglés no tenían nada que ver con Xan.
Adam se disponía a probar con otro buscador cuando sonó el timbre de
la calle. Supuso que serían otra vez los periodistas en su afán de acosarlo, y
varios segundos después, cuando su madre gritó: «¡Adam!», masculló una
maldición. Le había dicho que no le abriera la puerta a los periodistas bajo
ninguna circunstancia; ¿qué es lo que estaba haciendo? Se dirigió a la planta
de abajo, preparado para explotar.
Aunque no era ningún periodista. El detective Clements estaba allí, y
Adam tuvo una sensación que iba más allá del déjà vu.
—¿Qué sucede? —preguntó, esperando que hubiera buenas noticias. Tal
vez hubiera habido alguna novedad en el caso, que Tony o algún otro tipo
hubiera sido detenido.
Pero Clements, con expresión fría y grave, dijo:
—Tengo que hablar con usted, doctor Bloom.
Adam pensó: Joder, otra vez no.
—Si tiene alguna noticia, le agradecería que me la dijera sin más. Estoy
pasando por un momento muy difícil, como debe suponer —dijo.
—Lo entiendo, y le prometo que no tardaremos mucho.
—Si me va a interrogar, no quiero hacerlo sin que esté presente mi
abogado.
—Eso es cosa suya —dijo Clements—, pero no se trata de un
interrogatorio formal. Sólo estoy recopilando más información. Si quiere
llamar a su abogado, puede hacerlo, pero no me voy a quedar aquí esperando
a que aparezca. Tendrá que venir a la comisaría conmigo.
Pues lo único que le faltaba; si los periodistas veían a un detective que
se lo llevaba para interrogarlo, ¿qué artículos no escribirían entonces? Adam
decidió que vería a ver qué pasaba; si se trataba sólo de preguntas básicas, las
respondería, si no, llamaría a su abogado.
Entraron en el comedor y ocuparon los mismos sitios en los que se
habían sentado en los otros interrogatorios de Clements, en el centro de la
mesa, uno enfrente del otro
—Se va a convertir en un profesional en esto, ¿eh? —bromeó el
detective.
—Supongo que es lo que cabe esperar, siendo como soy un sospechoso.
El tono de Adam rezumó sarcasmo, aunque o bien Clements no lo captó,
o no le hizo gracia; ni siquiera esbozó una sonrisa.
—No se preocupe —dijo el policía—, usted no es sospechoso en este
caso.
Adam no le creyó.
—¿De verdad me lo dice? —replicó—. ¿Y lo saben los periodistas que
están ahí fuera?
—Como ya le dije, no nos llevará mucho tiempo. Sólo tengo que repasar
qué hizo el lunes por la tarde, desde que salió de su despacho hasta que llamó
al novecientos once.
—¿Está de coña? —dijo Adam—. ¿Cuántas veces hemos repasado eso?
—Le comprendo, pero lo estamos haciendo con todas las personas
involucradas en el caso. Sólo tenemos que asegurarnos de que no hay
discrepancias.
—¿Y qué pasa con el paradero de Tony? ¿Están comprobando su
coartada por duplicado y triplicado?
—Sí, seguimos hablando con Tony, y estamos hablando con muchas
otras personas. Bueno, usted dijo que salió de su consulta alrededor de las
seis y cuarto, ¿es eso correcto?
Adam le repitió bastante al pie de la letra lo que le había dicho el otro
día: que salió de su consulta, cogió el metro hasta Forest Hills, entró a
comprar al supermercado, descubrió el cadáver y, pasados unos minutos,
llamó al 911. Le dio a Clements las misma horas aproximadas que en el
interrogatorio anterior.
—¿Es posible que tardara menos de diez minutos en hacer sus compras?
—preguntó Clements.
—No —negó Adam—. Fueron por lo menos diez minutos, y puede que
se acercara más a los quince o a los veinte. Había una mujer reclamando en la
caja.
—¿Así que está diciendo que llegó a casa no más tarde de las siete y
veinticinco o siete y media?
—Ésa es una hora aproximada, pero sí, eso parece acercarse bastante a
la verdad.
Clements escribió en su libreta.
—¿Puedo preguntarle por qué es tan importante mi paradero si no soy
sospechoso? —preguntó Bloom.
—Todo es importante en una investigación de asesinato —dijo el
detective, sin responder a la pregunta. Entonces añadió—: Hemos elaborado
una secuencia cronológica precisa de lo ocurrido el lunes por la tarde. El
forense nos ha proporcionado una hora probable de la muerte entre las seis y
media y las siete y media, así que creemos que su esposa llevaba muerta al
menos una hora antes del momento en que dice que descubrió su cadáver. Se
nos ha informado de que el pastor alemán de sus vecinos se puso a ladrar con
gran alboroto a eso de las seis y media, lo cual concuerda con la hora en que
su esposa fue asesinada. Estamos hablando con sus vecinos y otras personas
del barrio para ver si alguien vio...
—Tengo que hablar con usted de eso —dijo Adam con gran excitación.
—¿Sobre sus vecinos?
—No, sobre el perro —aclaró—. Creo que tengo cierta información que
tal vez encuentre bastante..., bueno, bastante interesante.
Le contó a Clements que ese día el perro había ladrado a Xan, y también
cuando había encontrado la nota de Tony, y que Xan había coqueteado con
Dana unas noches antes de que fuera asesinada, y que extrañamente no había
ninguna información sobre Xan en Internet. Mientras hablaba, pensó que el
panorama en conjunto parecía tan descabellado y tan circunstancial que
estaba convencido de que Clements se iba a tomar a risa todo el asunto.
Así que se sorprendió cuando, al terminar, el policía le preguntó con
mucha seriedad:
—Bueno, ¿por qué piensa que Xan falsificaría las notas fingiendo ser
Tony?
—Ésa es la parte que no soy capaz de explicarme —respondió—.
Admito que hay cosas que no cuadran, pero de todos modos quería
contárselo, porque hay otras cosas que parecen... No sé, sencillamente apenas
conozco a ese muchacho. Mi hija apenas lleva saliendo con él una semana.
—Si hubiera sabido esto el otro día, le habría interrogado. Era el tipo de
pelo largo que estaba aquí cuando hablé con su hija, ¿verdad?
Adam asintió con la cabeza.
—Si entonces hubiera sospechado de él, por supuesto que se lo habría
contado —dijo.
—¿Cuándo empezó su hija a salir con él, antes o después de que
recibiera la primera nota?
Adam pensó en ello uno segundos.
—Después, creo.
—Bien, no hay duda de que parece algo que deberíamos investigar.
Puede que no nos lleve a ninguna parte, pero a lo largo de mi carrera, a veces
los perros me han dado las mejores pistas. De hecho, trabajé en la unidad
canina.
—¿No me diga? —A Adam no podía traerle más sin cuidado la carrera
del detective Clements, pero se alegró de gozar de sus simpatías y no ser
tratado como sospechoso, al menos por el momento.
—Sí, durante cinco años —dijo el policía—. La verdad es que llegas a
encariñarte con los perros, y es fantástico trabajar con ellos, mucho más fácil
que con los compañeros humanos que he tenido, se lo digo completamente en
serio. Hasta es más fácil llevarse bien con ellos que con un par de mis ex
esposas.
Adam se obligó a sonreír.
Clements prosiguió:
—Lo interesante es que Tony sigue negando haber escrito esas dos
notas, así que, sí, merece la pena investigar a ese chico. ¿Dónde está Xan
ahora?
—Con mi hija. Ya deberían de haber llegado a su piso de Brooklyn.
—¿Tiene un teléfono o una dirección de Xan?
—No, lo siento, no los tengo. Pero Marissa me dijo que vive en Red
Hook.
—Está bien, conseguiremos sus datos. ¿Me puede deletrear su nombre?
Adam deletreó el nombre completo de Xan y le dijo que también mirase
por el nombre de pila, Alexander. Mientras Clements lo escribía, añadió:
—Bueno, si ambas notas las escribió la misma persona, y esa persona no
fue Tony, es posible que la misma persona que escribió las notas fuera la que
entró en mi casa.
—Todo es posible —comentó el policía.
—Bueno, quizá deberían ver si existe alguna relación entre Xan y Carlos
Sánchez. Creo que es una posibilidad bastante remota, pero...
—No se preocupe, lo investigaremos todo —le tranquilizó Clements,
que se levantó y guardó la libreta—. A propósito, doctor Bloom, ¿es usted
diestro o zurdo?
—Diestro.
—Muchas gracias, doctor. Me volveré a poner en contacto con usted
pronto.
Clements se marchó, pero su última pregunta quedó flotando en el aire.
Adam supuso que estaría relacionada con la investigación forense; puede que
hubieran resuelto, o estuvieran tratando de resolver, si el asesino era diestro o
zurdo. Bueno, no había pasado demasiado tiempo no sintiéndose como un
sospechoso. ¿Cuánto había durado?, ¿un minuto?
Su madre, que había estado escuchando la conversación a escondidas
desde la otra habitación —¿por qué Adam no estaba sorprendido?—, le dijo:
—¿Lo ves?, no cree que investigar a Xan sea ninguna locura. Te lo dije,
te dije que ese chico me daba mala espina.
—¿Qué puedo decir? —replicó Adam—. Tal vez deberías hacerte poli.
—Tal vez sí —respondió ella con seriedad—. Pero ¿y qué pasa con
Marissa?
—¿Qué pasa con ella?
—No me gusta que esté a solas con Xan.
—Ya, ni a mí tampoco, pero en cuanto la policía averigüe su dirección,
estoy seguro de que no perderán el tiempo. Enviarán a alguien allí
inmediatamente.
—Me parece que al menos deberías llamarla y contarle lo que está
pasando. Mejor aún, decirle que vuelva a casa. Dile que queremos que esté
aquí.
—¿Y cómo se supone que voy a hacer eso?
—Por favor, hazlo. De verdad que quiero que esté aquí con nosotros
ahora mismo.
Aunque sabía que su madre estaba exagerando, le preocupaba que se
alterara demasiado, teniendo en cuenta su enfermedad cardíaca. Además, él
también prefería que Marissa estuviera en casa con ellos en ese momento.
La llamó al móvil desde su BlackBerry.
—Hola —dijo Marissa.
—¿Dónde estás? —preguntó Adam.
—En casa de Xan, ¿qué sucede?
—¿Está él ahí en este momento?
—Sí, ¿por qué?
—¿Puedes irte a otra habitación un segundo, por favor?
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —Su voz dejó traslucir pánico.
—Nada malo —la tranquilizó—. Es sólo que tengo que hablar contigo
en privado un segundo.
Marissa respiró hondo una vez, y luego otra.
—¿De qué se trata?
—¿Estás en otra habitación?
—Sí. —Estaba enfadada.
—Queremos que vengas a casa.
—¿Por qué?
—Porque la abuela y yo queremos que estés aquí, por eso.
—¿Y para qué?
—Queremos que estés con nosotros y punto, ¿de acuerdo?
—Mira, te lo digo en serio, necesito algún espacio...
—Por favor, no discutas conmigo por esto, Marissa. Quiero que vengas
a casa... sin Xan.
—¿Por qué no puedo llevar a Xan?
—¿Te puede oír?
—No, pero ¿por qué di...?
—Por favor, procura no levantar la voz. Quiero que estés aquí, ¿de
acuerdo? Quiero que estemos juntos toda la familia. Sólo la familia. —Sabía
que era una explicación incoherente, pero fue lo mejor que se le ocurrió.
—No voy a ir a casa... Eres increíble. Me has asustado. Creí que había
una emergencia o algo parecido.
Adam sacudió la cabeza y miró a su madre, que le susurró de forma
audible:
—Cuéntaselo.
—Mira, no le puedes contar esto a Xan, pero es algo relacionado con la
policía, ¿de acuerdo?
—¿Y por qué no puedo contárselo?
—No levantes la voz.
—¿Por qué estás siendo tan misterioso?
—Quieren hablar con él, ¿vale?
—¿Con Xan?
—Sí.
Tras un breve silencio, Marissa preguntó:
—¿Por qué?
—Estoy seguro de que será mera rutina, pero preferiríamos que
estuvieras aquí, así que, por favor, deja de discutir conmigo.
—Ven a casa, Marissa —dijo su abuela lo bastante alto, probablemente
como para que pudiera oírla.
—No entiendo qué está pasando —dijo Marissa—. ¿Qué tiene que ver
Xan con nada, y por qué estáis delirando tanto los dos?
—No estamos delirando —replicó Adam—. Sólo hay algunas cosas que
me han estado preocupando, y...
—Espera, ¿esto es una idea tuya?
—No, no lo es...
—¿Qué le contaste a la policía de Xan?
—¿Te puede oír?
—Dirás lo que sea, ¿verdad? Bueno, ¿qué es lo que intentas hacer, decir
que Xan mató a mamá?
—Te he dicho que no levantes la voz —insistió Adam, levantándola él a
su vez.
—Eres patético, ¿lo sabes? No me puedo creer que estés haciendo esto.
—Hay cosas que no sabes, ¿de acuerdo? Cosas que parecen muy
extrañas.
—Extrañas, ésa sí que es buena. ¿Sabes lo que me parece extraño a mí?
Tú. Sí, tú. La forma en que te has comportado la última semana, con tu gran
egolatría, y luego todo lo que ocurrió con mamá, y ahora tratas de culpar a mi
novio, de quien estoy enamorada. Tú eres el único que debería mantenerse
lejos de mí.
—Marissa, por fa...
—Déjame en paz de una puñetera vez.
—Marissa... ¿Marissa? ¿Marissa? —Comprendió que su hija no seguía
allí—. Maldita sea.
—¿Qué pasa? —preguntó su madre.
—Me ha colgado.
—Vuelve a llamarla.
Adam lo intentó, pero le salió el buzón de voz.
—Mierda.
—¿Qué pasa?
—Me parece que ha apagado el teléfono.
—Ay, ¡Dios mío!, entonces, ¿cómo nos vamos a poner en contacto con
ella?
—Tratemos de ser razonables. Te estás dejando llevar por los nervios,
¿vale? No hay ningún motivo para aterrorizarse. No se trata de que Marissa
esté en peligro
—¿Y eso cómo lo sabes?
—Esperemos, ¿de acuerdo? Lo más probable es que Clements esté
camino de la casa de Xan. La policía tiene formas de...
El teléfono fijo sonó. En la pantalla apareció: «PRIVADO».
—¿Quién es? —preguntó la anciana.
—No lo sé —respondió. Adam cogió el teléfono y dijo—: ¿Diga?
—Doctor Bloom.
—Hola, detective Clements —dijo Adam, para que su madre supiera
quién llamaba.
—¿Es posible que Xan tenga un compañero de piso o utilice otro
nombre aparte del que nos facilitó? —preguntó el detective.
—No que yo sepa —respondió—. ¿Por qué?
—No encontramos a nadie registrado con ese nombre en toda la ciudad.
Hay un Alexander Evonov en Brighton Beach, pero usted me dijo que vivía
en Red Hook, ¿no es así?
—Eso es lo que tenía entendido.
—Lo más seguro es que sea otro tipo, pero lo investigaremos. Mientras,
¿le importa llamar a su hija?
—Estoy intentando ponerme en contacto con ella.
—Cuando lo haga, ¿puede conseguir la dirección de Xan y
comunicármelo de inmediato?
Adam dijo que así lo haría.
Con su madre encima, llamó a Marissa varias veces y siguió saliéndole
el buzón de voz antes de la primera señal. No había duda de que tenía el
móvil desconectado.
—De acuerdo, que no cunda el pánico —dijo—. No me dio la impresión
de que Clements estuviera aterrorizado. Puede que sepa que toda esta idea de
que Xan haya tenido algo que ver con el asesinato no tiene fundamento.
—¿Y si se equivoca? ¿Y si Xan mató a Dana? ¿Y si es un maníaco?
—No te preocupes, mamá, Marissa estará bien. Estoy completamente
seguro.
25

—Oh, Dios mío, este tío es de lo más cabreante —le dijo Marissa a Xan—.
¿Te puedes creer que le ha dicho a la policía que hablen contigo? Pero ¿qué
le pasa?
Estaban en el sofá de Xan, y era media tarde. Él le tenía cogida la mano
mientras le acariciaba la cara interna de la muñeca con las yemas de los
dedos.
—¿Y por qué le diría a la policía que hablaran conmigo? Yo estaba
contigo cuando hablaste con aquel poli, y si éste hubiera querido preguntarme
algo, lo habría hecho entonces.
—Lo sé —reconoció Marissa—. Pero tengo que admitir que esto me
asusta.
—¿En qué sentido?
—Creo que mi padre está desesperado. ¿Por qué, si no, te iba a meter
nada menos que a ti en este fregado? Lo siguiente será decirle a la policía que
hable con el bicho raro de mi abuela.
—Entonces, ¿crees que intenta alejar las sospechas de él?
—Exacto. No sé cómo voy a poder soportar esto..., si es que mi padre
mató realmente a mi madre.
—Chist, no te preocupes, lo superarás —dijo Xan, apretándole la mano.
—No quiero volver a verlo. Ya sólo el sonido de su voz... me da asco.
—¿Sabe dónde vivo? —preguntó Xan.
—¿Mi padre? No estoy segura. ¿Por qué?
—Sólo me preguntaba si le habría dado mi dirección a la policía, eso es
todo.
—Yo no se la he dicho, aunque supongo que la policía te encontrará de
todos modos. Oye, siento muchísimo que mi padre te meta en todo esto,
después de todo lo que has hecho por mí, de estar tan atento a mis
necesidades. Has estado genial.
—No te preocupes por mí, tú eres lo único que me preocupa. ¿Tienes el
teléfono desconectado?
Marissa asintió con la cabeza.
—Bien. Mantenlo así. No necesitas recibir más llamadas inquietantes
por hoy. —La besó suavemente en la mejilla y dijo—: ¿Te apetece beber
algo? ¿Agua, Diet Coke?
—Una Diet Coke me vendría fenomenal.
La volvió a besar en la mejilla y se fue a la zona de la cocina. Marissa
permaneció en el sofá, rumiando sobre la llamada telefónica de su padre, y
entonces dejó vagar la mirada hacia el caballete y uno de los últimos cuadros
de Xan. Era una gran obra abstracta, y sólo había utilizado pintura roja. Había
hecho algunos más de similar factura y los había colgado de la pared. Tal vez
fuera porque había colocado los cuadros agrupados, pero en realidad parecían
decir algo. Por primera vez pensó que realmente Xan tenía un gran potencial
como artista.
—Me encantan tus nuevos cuadros.
—¿En serio? —respondió él, mientras vertía el refresco en un vaso.
—Sí, sobre todo en el que estás trabajando ahora. Tiene tanta pasión y
sentimiento. ¿Cuándo los pintaste?
—Hace un par de noches, antes del funeral de tu madre. Sí, yo también
estoy bastante contento con ellos. Supongo que estuve inspirado.
—¿Inspirado por qué?
—Supongo que por lo que le ocurrió a tu madre. Ha sido algo muy
fuerte.
Marissa estaba mirando el cuadro colocado en el caballete, fijándose en
el intenso tono de rojo.
—Es extraño, ¿no te parece? —dijo—. Bueno, cómo algo terrible puede
sacar a relucir el arte, la manera en que el arte sale de una tragedia... No sé lo
que estoy diciendo. En este momento estoy hecha un completo lío.
—Aquí tienes —Xan le entregó el refresco y se volvió a sentar a su lado.
Marissa le dio un largo trago antes de hablar.
—No sé por qué todos la toman contigo cuando eres un tío sensacional.
—¿Quiénes son todos? —preguntó él.
—Bueno, fuiste tú quien me dijo que la abuela te miraba mal, ¿no?
—Sí, pero no diría que la tomó conmigo. Dijiste que se debía al hecho
de que no fuera judío, ¿no?
—Sí, pero aun así... Y luego está lo que Darren dijo en el funeral.
—¿Y qué es lo que dijo?
—¿No te lo conté?
Xan negó con la cabeza.
—Oh, fue un día tan asqueroso que me pasé la mitad del tiempo sin
saber dónde estaba. Pero, sí, resulta que se me acercó, creo que en la capilla,
antes de que empezara el servicio, y me presentó sus respetos, ya sabes, me
dijo cuánto lo sentía. Me parece que no estabas allí. Creo que estabas con mi
padre.
—¿Y entonces dijo algo? —preguntó Xan.
—Sí, pero no te enfades ni nada. Es que Darren es así. A veces puede
ser muy irritante. Bueno, el caso es que va y me dice algo así como: «¿Así
que sigues con ese tío chalado, eh?» O no, creo que dijo: «¿Así que sigues
con ese lunático, verdad?» Si no hubiera estado tan afectada ya, tan triste,
menudo cabreo me hubiera agarrado. Pero bueno, para empezar estaba en un
funeral, en el funeral de mi madre, así que ¿por qué tenía que decir nada
sobre ti? Es tan irrespetuoso. Sé que sólo lo dijo porque está celoso, porque
llevo días sin hablar con él, pero ha leído en mi blog, y se lo han dicho otras
personas, lo colada que estoy por ti.
—Bueno, ¿y tú qué le dijiste?
—No me acuerdo, la verdad —dijo Marissa—. Algo como: «¿De qué
estás hablando?» Y va y me suelta: «¿Quieres saber lo que me dijo la otra
noche?» Se refería a ti. Así que me cuenta que fue cuando me estaba
molestando en el bar y te acercaste a hablar con él, ya sabes, la noche que nos
conocimos. Me dijo que le dijiste que si no me dejaba en paz, le ibas a cortar
la polla y se la ibas a hacer comer.
Marissa sonrió, tratando de demostrar lo ridículo que le parecía todo el
asunto, pero Xan se mantuvo impávido y dijo:
—¿No le creíste, verdad?
—Por supuesto que no. Sabía que lo estaba diciendo sólo para
molestarme, pero eso lo hace aún más inquietante, porque estaba intentando
molestarme en el funeral de mi madre.
—Lo que le dije fue que estaba montando una escena y que debía
marcharse del club antes de que el gorila lo sacara a patadas.
—Sí, lo sé, ya supuse que le habrías dicho algo inofensivo. Pero ¿te
puedes creer lo patético que es para que realmente se invente algo así...? ¿No
hace calor aquí dentro?
—No me lo parece —contestó Xan—. Bebe un poco más de refresco.
Marissa bebió un poco más, y dijo:
—Estoy un poco mareada.
—¿Quieres que abra una ventana?
—Sí, ¿te importa? Puede que sea por hablar de Darren, me pone
enferma.
Xan abrió una de las ventanas. La brisa era agradable.
—Perdona si te he molestado —dijo Marissa—. Sabía que era una
ridiculez, pero es que quería contártelo.
—No me ha molestado en absoluto. —Se volvió a sentar a su lado—.
¿Te sientes algo mejor?
—No, la verdad es que no. Hoy todavía no he comido nada, puede que
sea eso.
—Bebe más refresco, te sentará bien.
Marissa dio algunos sorbos más.
—Es tan raro —dijo.
—¿El qué?
—No sé. —Se sentía muy desorientada—. La manera en que mi padre y
Darren la han tomado contigo, y precisamente ellos. Ahora mismo eres lo
mejor que hay en mi vida. Lo digo de verdad... No sé qué haría sin ti... Buf,
estoy muy mareada.
—Ven aquí —dijo él—. Apóyate en mí.
A Marissa le costaba ver con claridad. No estaba segura de en dónde
estaba.
Estaba mirando un cuadro. Era muy rojo.

Todo le había ido de maravilla hasta que aquel condenado perro empezó a
ladrarle. No se lo podía creer cuando salió de la casa con Marissa y vio a la
mujer que paseaba con el chucho. ¿Tenía que estar paseando justo en ese
momento? ¿Cuáles eran las probabilidades? Confió en que el perro no
reparase en él, pero no hubo suerte. En cuanto le vio, se fue a por él como si
quisiera arrancarle la cabeza de un mordisco.
La mujer forcejeó con el animal, tirando de la correa con ambas manos
como si intentara ganar una competición de tiro de cuerda. Mientras se
alejaban por la acera, Marissa le dijo:
—Qué cosa tan rara. Hace años que conozco a Blackie y jamás lo había
visto ponerse así antes.
—Lo sé, siempre me ha pasado esto con los perros —dijo Johnny,
tratando de convertirlo en una broma—. Para mí que les huelo a gato o algo
parecido. —Confió en que Marissa se olvidara completamente del jodido
incidente con el perro y que nadie más sacara conclusiones al respecto.
Pero ¿cómo era aquel viejo dicho?, ¿que las desgracias nunca vienen
solas, no? Pues bien, la siguiente fue cuando Marissa recibió la llamada
telefónica de su padre. Se metió en la zona de la cocina para hablar, pero
Johnny, que estaba sentado en el sofá, oyó toda la conversación, bueno, una
parte al menos, y fue suficiente para indicarle que alguna otra cosa había
salido mal. Su padre no habría empezado a sospechar de él sin ningún
motivo, y parecía que la policía le creía, lo que era aún peor. Johnny se
preguntó si se le habría pasado algo por alto, si habría dejado alguna pista o
lo que fuera.
No estaba dispuesto a correr ningún riesgo. No se iba a quedar sin más
en su piso y confiar en que los maderos no aparecieran a trincarlo. No,
Johnny no era un hombre que corriera riesgos innecesarios, sobre todo en lo
tocante a la seguridad de su culo. Sabía que si la cagaba lo detendrían, y que
era lo bastante listo para saber que a veces hay cagadas que uno no puede
controlar, razón por la cual siempre tenía un plan B, y no sólo un plan B.
Tenía planes C, D, E y también un plan F.
Que Marissa no le hubiera dicho a su padre dónde vivía era una buena
señal. El nombre de Xan Evonov no les ayudaría en nada a los polis, y
probablemente tardarían días en averiguar que su verdadero nombre era
Johnny Long; pero para entonces se habría ido lejos y estaría viviendo bajo
otra identidad en algún lugar alejado de Nueva York. Aunque tendría que
renunciar a la fantasía de vivir en la casa de los Bloom, aun así podría
conseguir todo el dinero y todavía podría ver a Adam Bloom morir
retorciéndose de dolor. Eh, como dice Meatloaf: «Dos de tres no está mal».
Cuando Marissa acabó de hablar con su padre, Johnny se aseguró de que
desconectara el teléfono. Era un iPhone, y sabía que esos cacharros tenían
GPS. Ignoraba las ganas que tenían los polis de hablar con él, pero no quería
correr ningún riesgo, no fuera a ser el demonio que tratara de localizarlo
rastreando el teléfono de Marissa. Lo siguiente que tenía que hacer era
someter a la chica, así que cuando le sirvió un vaso de Coca-Cola,
disimuladamente le echó un hipnótico en la bebida. De vez en cuando se veía
obligado a drogar a las mujeres que saqueaba, así que siempre tenía
Rohypnol y cloroformo de sobra. Sólo utilizaba las drogas para robar a las
mujeres, nunca para violarlas. Todas las mujeres que había seducido en su
vida se habían acostado con él de buena gana. Sabía que la violación era
posiblemente lo peor que se le podía hacer a una persona; el asesinato era un
favor comparado con la violación. Cuando matabas a alguien, desaparecía,
terminaba de sentir dolor. Pero cuando violabas, el dolor continuaba sin
cesar. Además, no quería mancillar su historial como casanova. Algún día,
cuando alguien escribiera un libro sobre él, o hicieran una película, o varias
películas, cuando Johnny Long se convirtiera ¡en leyenda!, no querría ser
como aquellos atletas que eran sorprendidos utilizando esteroides. No quería
que hubiera la menor sombra de duda sobre sus logros.
Cuando Marissa perdió el conocimiento, la llevó a su cama, la ató y la
amordazó con cinta adhesiva. Sí, tenía la cuerda y la cinta preparadas;
siempre tenías que estar preparado. Se aseguró de que la cinta no le tapara la
nariz y de que estaba respirando. Tenía que mantenerla viva, al menos
durante algún tiempecito.
Se marchó de casa, robó un Toyota y lo aparcó delante de su edificio.
Había estado fuera menos de una hora, y Marissa seguía inconsciente.
Recorrió su piso y preparó una mochila con ropa, objetos de aseo y todo lo
que pudo meter. Le entristeció tener que abandonar sus Análisis de sangre.
Esperaba que cuando el casero limpiara el piso fuera lo bastante inteligente
para salvar los cuadros, o al menos dárselos a alguna galería o marchante de
arte. Cuando Johnny Long se convirtiera en el casanova más famoso del
mundo, ¿cuánto podrían valer esos cuadros? ¿Unos cuantos cientos de miles
cada uno? ¿Más? Sí, lo más probable.
Cuando oscureció, desató a Marissa y le quitó la cinta adhesiva de la
boca; ella se quejó cuando lo hizo, pero siguió inconsciente. Luego la sacó
del piso caminando —bueno, en realidad, la llevaba a cuestas— y bajaron las
escaleras hasta la calle. Era perfecto, porque si alguien reparaba en ellos,
parecería que Marissa estaba borracha y que la estaba ayudando a llegar a su
casa.
La tenía en el coche, listos para irse, pero no pudo soportar abandonar
los cuadros. Volvió a subir corriendo y cogió los seis Análisis de sangre. No
cabían en el maletero de ninguna manera, aunque, gracias a Dios, entraron
por los pelos en el asiento trasero. No se le ocurrió que pudiera necesitar nada
más y, con Marissa inconsciente a su lado, enfiló alegremente hacia la salida
de la ciudad.
26

Adam debía de haber intentado hablar con Marissa unas cincuenta veces, y
seguía sin poder conseguirlo. Había dejado algunos mensajes, pero en las
demás ocasiones acabó las llamadas en cuanto oyó el saludo del buzón de
voz.
—Algo terrible está pasando —comentó su madre—. Lo sé.
Adam estaba harto de su madre y sus presentimientos de vidente. Sabía
que si hubiera estado solo no estaría ni de lejos tan aterrorizado, pero con ella
acechándole por doquier y al borde de la histeria, era imposible mantener la
calma.
—Vuelve a llamar a Clements —le dijo.
—Le he dejado un mensaje hace diez minutos.
—Puede que no lo haya recibido.
—Lo ha recibido.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo ha recibido, ¿vale?
—Puede que haya averiguado dónde vive Xan. A lo mejor sabe algo.
—Si lo supiera, nos habría llamado.
—No estoy tan segura. Puede que...
—Basta —soltó Adam—. Tratemos de calmarnos. —De manera
inconsciente volvió a llamar a Marissa, le salió el buzón de voz y apagó el
teléfono, y entonces dijo—: El problema es que nos estamos obsesionando
demasiado, ¿vale? Es imposible que el asesinato de Dana tenga que ver con
Xan, y nos estamos poniendo histéricos por...
Su móvil empezó a sonar, y casi pega un brinco. Comprobó la pantalla y
le anunció a su madre:
—Clements. —Y luego dijo—: ¿Hola?
—¿Cuántas veces me ha llamado? —preguntó el policía.
—Unas cuantas —reconoció Adam—. ¿Han averiguado...?
—No hay motivo para que me llame más de una vez —le recriminó el
detective—. No tiene más que dejar un mensaje y le devolveré la llamada.
Dejarme más de un mensaje sólo consigue que pierda el tiempo y que lo
pierda usted.
A Adam no le gustó nada el sermón.
—¿Han averiguado dónde vive Xan o no?
—No parece estar registrado en ninguna parte de Brooklyn —respondió
Clements—. Investigamos al Alexander Evonov de Brighton Beach, pero
murió hace tres semanas. ¿Y usted qué? ¿Consiguió hablar con su hija.
—Lo he estado intentando. Estoy bastante seguro de que su teléfono está
desconectado.
—¿Y por qué?
A Adam no le apeteció explicarle toda la historia, así que dijo:
—No lo sé, puede que se haya quedado sin batería o lo que sea.
La madre de Adam estaba diciendo:
—Dale su número. Dale su número.
—¿Quiere su número? —le preguntó Adam al policía.
—Sí —dijo Clements. Se lo dio, y luego el detective añadió—: Pero
usted siga intentándolo también, y cuando contacte con ella, llámeme. Pero
no me llame para dejar mensajes, porque eso sólo me hace perder tiempo, ¿de
acuerdo?
Durante las horas siguientes, Adam trató de ver la televisión con su
madre, pero cada cinco minutos llamaba a Marissa. Siguió saliéndole el
buzón de voz, y la agitación nerviosa de su madre le estaba volviendo loco.
Tenía que alejarse de ella, así que subió a la planta superior, a utilizar el
ordenador de su despacho, e hizo alguna búsqueda más, intentando encontrar
la dirección de Xan o cualquier información sobre él, pero no pudo encontrar
nada. Entonces su teléfono empezó a vibrar, y vio que había recibido un
mensaje de texto desde MÓVIL MARISSA.
—¡Gracias a Dios! —exclamó.
Y entonces leyó el mensaje:

Si quieres volver a ver a la putita llámame en un minuto. El tiempo corre

Sumido en el desconcierto durante varios segundos, no logró entender el


significado de las palabras. Luego se le hizo evidente que Marissa no había
enviado el mensaje, y que éste se refería a su hija. Lo leyó unas cuantas veces
más, pero sin poder concentrarse. Al final cayó en la cuenta de que alguien
estaba amenazando con matar a su hija, aunque, todavía disperso, no
comprendía cómo tenía que devolver la llamada cuando no había ningún
número al que llamar. ¿Se suponía que tenía que llamar al teléfono de
Marissa? Pulsó frenéticamente la tecla de ENVIAR, sabiendo que
probablemente el minuto ya hubiera pasado.
—Por los pelos —dijo Xan.
¡Joder!, habían estado en lo cierto respecto a él.
—¿Dónde está mi hija? —preguntó Adam, casi gritando.
—Eh, tranqui, Doc. No querrás que haga nada de lo que luego me
arrepienta, ¿verdad?
—Quiero hablar con ella.
—Me parece que tenemos que hablar de lo que yo quiero.
—Que se ponga al teléfono.
—¿Está ahí la poli?
—Te he dicho que se ponga al teléfono.
—Eh, ¿quieres volver a ver a tu putita viva? ¿Lo quieres? ¿Eh? ¿Lo
quieres?
Adam fue repentinamente consciente de lo aterrorizado que estaba.
Estaba temblando.
—Por favor, no le hagas daño —dijo—. Por favor, no le hagas daño, te
lo suplico.
—Ahora mismo todo depende de ti, Doc. Si haces lo que te diga y dejas
de interrumpirme, la volverás a ver. Si no...
—Eres un maldito hijo de puta —le espetó Adam.
No se podía creer lo que estaba sucediendo, que Xan le hubiera hecho
aquello a él, a ellos.
—¿Lo ves? —dijo Xan—. No dejas de interrumpirme y no podemos
entendernos.
—Te escucho, ¿de acuerdo? —dijo Adam—. Te estoy escuchando,
joder.
—Eso está bien, pero si los polis están escuchando, o estás grabando
esta conversación, o si les cuentas que has hablado conmigo siquiera,
entonces no volverás a ver a tu hija nunca más. Lo siento, pero así están las
cosas. Si veo a un poli en el punto de encuentro, jamás encontrarán el cuerpo
de tu hija. Te lo garantizo.
—¿Punto de encuentro? ¿Qué punto de encuentro?
—Eh, ¿no te he dicho que soy yo quien va a hacer las preguntas?
Adam oyó las pisadas de su madre en el pasillo.
—Dime lo que tengo que hacer y lo haré —dijo. Entonces fue hasta el
vano de la puerta y se asomó al pasillo para susurrarle a su madre:
—Es sólo un amigo de la facultad.
—¿Qué amigo?
Se dio cuenta de que no le creía.
—Acabaré enseguida —dijo él, y cerró la puerta.
—¿Era la vieja urraca? —preguntó Xan.
A Adam le entraron ganas de gritarle, pero con toda la tranquilidad de la
que era capaz, y casi susurrando por si su madre estaba intentando escuchar,
respondió:
—Haré lo que me digas.
—Sí, harás lo que te diga porque esto es lo que se me da de vicio, y aquí
el que manda soy yo. No estás acostumbrado, ¿verdad, Doc? Estás
acostumbrado a ser el tío importante, el que está al mando. Seguro que a tus
pacientes no les dejas hablar mucho. Me apuesto lo que sea a que te gusta
llevar la voz cantante. ¿Sabes?, una vez visité a un loquero. Sí, cuando estaba
en el orfanato pensaron que era un chico «conflictivo», así que me obligaron
a hablar con aquel viejo loquero; bueno, al menos entonces me pareció viejo,
aunque probablemente tuviera tu edad. Amigo mío, qué tío más detestable,
todo el rato comportándose como si fuera superior a mí, como si por estar él
en el sillón y yo en el diván tuviera todo el poder, y me di cuenta de que
disfrutaba con ello. Pero ahora las tornas han cambiado, ahora soy yo el que
está en el sillón, y tú en el diván. ¿Qué, qué tal sienta estar en el diván, doctor
Bloom?
—No es agradable —dijo Adam, intentando apaciguarlo como haría con
un paciente. Recordó algo que Carol le había dicho en una ocasión: Si el
paciente quiere sentirse poderoso, deja que se sienta poderoso.
—Ya puedes jurar que no es agradable. Se siente uno como una mierda,
y es así como quiero que te sientas, como el pedazo de mierda que eres.
—Te comprendo —dijo Adam.
—¿Que me comprendes? ¿Qué quieres decir con que me comprendes?
¿Qué hostias quiere decir eso?
—Significa que comprendo cómo te sientes.
—Tú no comprendes cómo me siento. Nadie comprende cómo me
siento.
Xan estaba levantando la voz. Parecía inestable, desquiciado. Adam no
se podía creer que fuera el mismo tipo que había ido a cenar a su casa, el
mismo chico que le había gustado y a quien había dado el visto bueno.
—Estoy dispuesto a darte lo que quieras —dijo—. No tienes más que
decirme qué es lo que quieres y es tuyo.
—¿Ah, sí? ¿Y si te digo que lo que quiero es ver la cabeza de tu hija en
una bandeja? ¿Podría tener eso?
Adam estaba apretando el teléfono con tanta fuerza que oyó que
empezaba a romperse.
—No le hagas daño a mi hija —suplicó con toda la calma de la que fue
capaz, aunque sabía que probablemente aquello había sonado a amenaza.
—Ahí lo tienes, hablándome otra vez con ese tono condescendiente,
diciéndome lo que tengo que hacer. ¿Es ésa la manera de hablarle a un
hombre que sostiene una pistola contra la cabeza de tu hija?
—¿Cómo quieres que te hable? —preguntó Adam, temblando otra vez y
empezando a llorar.
—Quiero que cierres la boca y me escuches mientras te digo lo que
tienes que hacer. ¿Crees que puedes hacer eso?
Adam sabía que Xan no quería ninguna respuesta, así que no respondió.
—Bien —dijo—. Vas aprendiendo. A las doce del mediodía, mañana,
quiero un millón de dólares en metálico, billetes de cincuenta y cien sin
marcar. Los vas a llevar al aparcamiento del ShopRite de Miron Lane, en
Kingston, Nueva York. Si los billetes están marcados o veo a algún poli, tan
sólo a uno, o a un detective, o a cualquiera que no me gusta, no apareceré y la
putita morirá.
—No tengo un millón de dólares —dijo Adam.
—Entonces, consíguelos.
—¿Y cómo lo voy a hacer de aquí a mañana al mediodía?
—Es tu problema, no el mío.
—Necesito más tiempo.
—Ése es todo el tiempo que vas a conseguir.
—Por favor, sólo...
—Cierra la bocaza. ¿Sabes?, tienes suerte de que te esté dando la
oportunidad de volver a ver a tu hija. Mataste a Carlos, que era parte de mi
familia. Por eso tenía que matar a tu esposa y a la pequeña mocosa.
Adam había estado tan absorto en las amenazas de Xan contra Marissa
que no había caído en la cuenta de que estaba hablando con el hombre que
había asesinado a su esposa. ¿Por qué lo había hecho? ¿Sólo por venganza?
¿Por diversión? ¿Y por qué había empezado a salir con Marissa? ¿Cómo la
había conocido? Nada de aquello tenía lógica.
—Te lo suplico —dijo—. Concédeme más tiempo, un día más, sólo uno
más... ¿Hola, estás ahí?... ¿Estás ahí?
La llamada se había cortado. Llamó de nuevo, y le salió el buzón de voz:
«Hola, éste es el móvil de Marissa. Lo siento, pero ahora no puedo atender tu
llamada. Deja un...»
Pulsó TERMINAR. Se sentó a su mesa, sujetando el teléfono,
temblando mucho más que antes. No tenía ni idea de qué hacer a
continuación. Nunca se había sentido tan aterrorizado y solo.
—¿Adam?
Su madre entró en la habitación, y él le dio la espalda inmediatamente
para que no pudiera verle la cara.
—Por favor, déjame solo, mamá.
—¿Quién estaba al teléfono?
—Ya te lo dije; no era más que un viejo amigo.
—¿Por qué estás...?
—Estoy llorando por Dana, ¿de acuerdo? Por favor, concédeme sólo un
minuto, te lo ruego.
Su madre siguió allí varios segundos; luego dijo con recelo:
—Vale —y salió de la habitación.
Adam sabía que si le contaba a su madre lo que estaba sucediendo, ella
insistiría en que llamara a la policía, y no estaba seguro de que eso fuera lo
que había que hacer. Era evidente que Xan era un psicótico, y con toda
seguridad sumamente paranoico, y estaba convencido de que hablaba en
serio, y de que si veía a un policía, o tan sólo creía que había avisado a la
policía, mataría a Marissa sin titubear. Ya había matado a Dana, así que ¿qué
le impediría matar a alguien más?
Pero Adam quería asegurarse de que estaba tomando la decisión
correcta; después de todo, no sería la primera vez que había actuado de
manera impulsiva. Aunque seguía teniendo dificultades para concentrarse
debidamente, se imaginó llamando a la policía. Le contaría a Clements
exactamente lo que Xan le había dicho, pero ¿y si el detective se equivocaba
al juzgar a Xan y aparecía en Kingston con un equipo completo de
operaciones especiales? ¿Y si Xan mataba entonces a Marissa como había
dicho que haría? ¿Cómo viviría Adam consigo mismo?
No había ninguna duda al respecto: llamar a la policía podría ser un
tremendo error. Su mejor expectativa para salvar a Marissa consistía en
apaciguar a Xan, en darle exactamente lo que quería, pero ¿cómo conseguiría
un millón de dólares para el día siguiente a mediodía? Había mentido; tenía el
dinero; bueno, al menos podía reunirlo. El problema es que sólo podía
disponer de unos cuantos miles de dólares en metálico y de los fondos en
activos monetarios a corto, pero si vendía las acciones, los fondos de
inversión que cotizaban en Bolsa y liquidaba parte de su plan de pensiones
privado, podía conseguir el millón. Pero hacer eso llevaría tiempo; y estaba
completamente seguro de que no podría tener hechas todas las gestiones
necesarias antes del mediodía del día siguiente para llegar a Kingston a
tiempo.
Entonces se le ocurrió algo que lo aterrorizó. ¿Y si le daba el dinero a
Xan y éste mataba a Marissa de todos modos? ¿Por qué no habría de hacerlo?
¿Qué se lo impediría?
Estaba completamente desesperado cuando tuvo otra idea. Era
arriesgada, mucho, pero parecía tener más posibilidades de funcionar que
cualquier otro plan. La consideró detenidamente, y decidió que no tenía más
alternativa que tirar para adelante con ella.
27

Johnny se dirigía al norte de Nueva York a través de Nueva Jersey. En


Tuxedo se paró en el arcén de la carretera y conectó el móvil de Marissa. En
el registro de llamadas realizadas encontró MÓVIL PAPÁ y pulsó la tecla de
MENSAJE. Envió a Adam Bloom un mensaje de texto, diciéndole que
mataría a la putita si no le devolvía la llamada en menos de un minuto. La
verdad es que no la habría matado —¿por qué hacerlo antes de recibir el
dinero?—, pero, tío, menudo subidón era putear a Adam de esa manera y ser
el que cortara el bacalao.
Como era natural, el tipo llamó, aparentemente desesperado. Sí, Johnny
detectó el terror en su voz, y supo que lo tenía cogido por los huevos. Jo, tío,
qué sensación tan fantástica la de tener todo el poder, la de ser el puto amo.
Saber lo mucho que Bloom lo detestaba lo hacía aún mejor. Johnny era la
última persona del mundo con quien deseaba hablar, pero no le quedaba más
remedio que permanecer al teléfono y escuchar, y hacer lo que Johnny le
dijera que hiciese.
Después de darle las instrucciones, cortó la llamada mientras el
psicólogo seguía hablando y desconectó el móvil. Luego limpió todas las
huellas y lo arrojó al bosque lo más lejos que pudo.
Condujo durante otra hora más o menos, hasta que llegó a una pequeña
ciudad llamada Accord. Durante sus años en Saint John, el padre Hennessy
llevaba cada verano a Johnny y a otros niños a una antigua colonia de chalés
conocida como la Colonia de Max a pasar un fin de semana. Aunque los
chalés se estaban cayendo a cachos y todo estaba cubierto de vegetación, los
chicos disfrutaban de lo lindo el salir de la calurosa ciudad y pasarse todo el
día corriendo de aquí para allá, respirando aire fresco. Johnny también lo
disfrutaba, excepto cuando Hennessy le llevaba a dar largas caminatas por el
bosque y lo violaba. Le decía que si no guardaba el secreto, Dios le
castigaría. Johnny nunca se lo había dicho a nadie, pero no porque temiera a
Dios; sencillamente no quería que los demás chicos se burlaran de él y le
llamaran maricón.
Johnny resolvió que uno de aquellos chalés sería el lugar perfecto para
ocultarse con Marissa. Recordó que Hennessy le había dicho que el lugar
siempre estaba vacío fuera de temporada y que no había nadie en kilómetros
a la redonda.
Condujo por la estrecha y tortuosa carretera comarcal. Había tanta
maleza y colgaban tantas ramas de árboles delante del cartel de MAX, que se
pasó el desvío y tuvo que cambiar de sentido y retroceder. En otro tiempo, la
carretera que ascendía por la colina hasta los chalés era de grava, pero había
acabado casi completamente cubierta de maleza, y hasta era difícil distinguir
que fuera una carretera. Johnny había pensado que el orfanato seguiría
utilizando la Colonia de Max, aunque parecía que toda la colonia de chalés
había sido abandonada, como si llevara años sin que nadie hubiera estado allí.
Dejó el coche donde solía aparcar el padre Hennessy el microbus
escolar, al pie de la colina, cerca del viejo granero. Ya entonces la
construcción estaba destartalada y poblada por murciélagos, pero era allí
donde Johnny y Carlos y los chicos solían pasar el rato por las noches, viendo
la televisión y jugando al póquer y al blackjack.
Cuando apagó las luces, todo se quedó como boca de lobo; no podía ver
a Marissa, ni el salpicadero, ni nada. Entonces encendió la linterna que había
llevado consigo, y quizás asustada por la luz, o porque dio la casualidad de
que se acababa de despertar en ese momento, Marissa empezó a gemir.
—¿Dónde... dónde estoy? ¿Dónde estoy?
—En un lugar seguro, vuélvete a dormir —contestó Johnny.
Entonces ella dijo:
—¿Por qué estamos...?
—Cierra la puta boca y duérmete —soltó él, lo que probablemente fuera
un error, porque ella se puso a gritar de repente.
A Johnny no le preocupó mucho, estaban en mitad de la nada, y lo más
seguro era que nadie hubiera estado en Max desde hace años, pero Marissa
estaba gritando a voz en cuello, taladrándole los oídos, y quería que se
callara.
—¡Cierra la puta boca! —aulló, pero Marissa se puso a forcejear,
intentando arañarle en la cara, y le tiró la linterna de la mano. Esto le cabreó
muchísimo. Buscó a tientas por el suelo mientras ella seguía pidiendo socorro
a gritos en su oído; entonces Johnny agarró la linterna y le golpeó
violentamente con ella en la cara. Le pegó con más fuerza de la que pretendía
(oyó que un hueso, probablemente la nariz, se rompía), y eso no consiguió
callarla en absoluto; por el contrario, sus gritos se hicieron aún más
escandalosos.
Johnny encontró en el suelo un trapo que había llevado, vertió un poco
más de cloroformo en él y se lo apretujó bien contra la cara. Estaba apretando
con fuerza, justo por encima de la nariz acaso rota, lo que tenía que ser
dolorosísimo, pero al cabo de unos diez segundos ella dejó de forcejear y
perdió el conocimiento de nuevo.
Johnny esperó unos segundos, disfrutando del repentino silencio, luego
se puso la mochila y sacó a Marissa del coche a rastras. Hacía como unos
diez grados menos allí arriba que en la ciudad; parecía como si hubiera una
temperatura de cinco o seis grados, quizá ni llegara a los cuatro. Debería
haber llevado una chaqueta o un jersey más abrigados y mantas y, ah, sí,
comida y agua. Pero, vaya, no podía pensar en todo, ¿verdad? Además, sólo
iban a pasar la noche allí.
La subió a rastras por los desvencijados escalones del porche de uno de
los chalés; era en el que acostumbraba a quedarse con Carlos y otro par de
chicos. Algunos de los tablones del suelo estaban tan sueltos, probablemente
podridos y carcomidos por las termitas, que pensó que todo el suelo podía
venirse abajo. Cuando tiró del picaporte, al principio la puerta delantera se
atascó, pero al tirar de ella desde la parte superior, la desgoznó.
Dentro, el chalé estaba helado; parecía hacer más frío que fuera.
También olía a moho, como si en aquel lugar el aire llevara años sin circular.
Tosiendo, dirigió la linterna por delante de él mientras arrastraba a Marissa
hacia el dormitorio, situado en la parte de atrás. Sus pies hacían crujir algo;
había pensado que sería grava o arena, pero entonces apuntó la linterna al
suelo y vio que estaba cubierto de cagadas de ratón.
El colchón de la vieja cama individual, el que solía utilizar él para
dormir, también estaba cubierto de excrementos de ratón, pero ¿qué le iba a
hacer? Tumbó a Marissa en la cama, sacó la cuerda de la mochila y la ató con
tanta fuerza que quizá la cuerda le estuviera cortando la piel de los brazos,
pero no quería correr ningún riesgo. En el momento de volver a taparle la
boca con cinta adhesiva, se dio cuenta de que tenía tanta sangre en la nariz
rota que tuvo miedo de que muriese asfixiada o atragantada. Lo que
realmente quería hacer era pegarle un tiro en ese momento. Sí, no era más
que una mocosa malcriada que había intentado arañarle los ojos hacía unos
minutos, aunque en realidad no tenía nada contra ella. El rencor lo sentía
contra su padre, así que lo mejor que podía hacer era meterle una bala en la
cabeza.
Pero sabía que tenía que actuar con inteligencia y dejarse de
compasiones. Además, la chica no tardaría en dejar de sufrir. Si todo salía
como estaba planeado, le quedaban catorce horas de vida. Quince a lo sumo.

Se despertó pensando: Nota para mí: la próxima vez que secuestres a alguien,
no te ocultes en un chalé gélido y cubierto de mierda de ratón. Apenas había
pegado ojo. Había tenido que levantarse varias veces durante la noche para
aplicarle cloroformo a Marissa, aunque, de todas formas, lo más seguro es
que tampoco hubiera podido dormir mucho por culpa del frío y la excitación
de pensar en el millón de dólares que conseguiría y la forma de gastarlo. Con
toda certeza se marcharía a algún lugar cálido, algún sitio donde hubiera
playas; a ese respecto no tenía ninguna duda. Si no podía salir del país, se
haría con una nueva identidad y se escondería en California o Florida,
probablemente en Florida. Era de piel oscura, así que podría pasar por
cubano, y haría el agosto con todas las chicas que hubiera allí abajo, en Fort
Lauderdale o South Beach. Sólo tenían que poner a Johnny Long en una
playa del sur de Florida, y los problemas estaban garantizados.
Hacía un día nublado. No parecía que fuera a llover, aunque tampoco
que fuera a salir el sol. Estaba en el porche delantero del chalé, respirando
aire fresco e intentando sacar todo aquel aire cargado de mierda de ratón de
sus pulmones cuando Marissa empezó a hacer ruidos de nuevo.
—Menudo grano en el culo —dijo mientras se dirigía adentro.
Marissa estaba gritando, con la cara roja, intentando soltarse aunque sin
lograr ningún avance. Se le había hinchado la nariz hasta alcanzar el doble de
su tamaño normal, tenía mucha sangre, una parte ya seca y marrón, alrededor
de las fosas nasales y el labio superior.
—Eh, ¿es que no te puedes callar? —dijo Johnny—. ¡He dicho que
cierres la puta boca!
Ella hizo caso omiso, claro, y Johnny agarró el trapo del cloroformo.
—Tienes dos opciones: o cierras la boca o te vuelvo a poner cloroformo.
¿Qué escoges?
—Por... por favor —suplicó ella, sollozando—. Por... favor...
—Así está mejor —dijo Johnny—. La hostia, ¿por qué malgastas tu voz
gritando? No te va a oír nadie, y sólo vas a conseguir que nos duela la cabeza
a los dos.
—¿Dónde... estamos? —preguntó Marissa.
—Da igual dónde estemos —respondió. Y añadió—: En algún lugar
seguro.
—¿Por qué? —preguntó Marissa, llorando—. ¿Por qué?... ¿Por qué?
—Es complicado, querida —dijo él—. Pero no te preocupes, si estás
tranquila y haces todo lo que te diga, no te haré daño.
Le había estado mintiendo desde el mismo instante de conocerla, ¿por
qué parar ahora?
Marissa empezó a llorar con más fuerza, y entonces a Johnny le llegó un
olor horrible. Al principio pensó que era algo podrido, algo que quizás
estuviera debajo de la cama, y entonces cayó en la cuenta de que la chica se
había cagado en las bragas durante la noche. A lo mejor ésa era la causa de
todo aquel griterío.
—Ah, has tenido un accidente, ¿eh? —dijo—. Cuánto lo siento. Tía, eso
sí que es una putada. Ojalá pudiera dejar que te lavaras, pero ahora estás muy
mona así, atadita, y no quiero correr el riesgo de que intentes huir. Uy, sé que
no llegarías a ninguna parte, porque no hay ningún sitio al que llegar, pero
aun así.
—¡Cabrón de mierda! —gritó ella—. ¡Eres un hijo de puta lunático!
—¡No vuelvas a gritar! —le ordenó, balanceando el trapo sobre su cara
para demostrarle que hablaba en serio. Marissa desvió la mirada hacia la
pared, y empezó a llorar de nuevo.
—Lamento que estés tan llena de mierda —dijo Johnny.
Luego se pasó la mañana riéndose de su gracia. De verdad, tenía que
empezar a escribir aquellas cosas para poderlas incluir en su libro de
casanova. Siempre estaba bien meter un poco de humor en un relato; no
podía ponerse a hablar sin parar de sus conquistas sexuales durante quinientas
páginas. Bueno, poder podía, pero incluso así.
A eso de las once le aplicó el cloroformo a Marissa por última vez. Ella
forcejeó, gritó e intento morderle la mano; y pensar que sólo un par de días
antes se había mostrado tan modosita. Al final, se dio por vencida y perdió el
conocimiento. Johnny confiaba en que estuviera inconsciente un par de horas;
para entonces él ya tendría el dinero y podría volver y pegarle un tiro. Si las
cosas salían bien, jamás volvería a despertarse.
Salió del chalé y bajó por la colina hasta el coche. Al mirar hacia el
granero, tuvo un recuerdo recurrente de una noche en la que un par de tipos
se estaban metiendo con él, tomándole el pelo con sus navajas, y Carlos se
acercó con una pistola y les ordenó que se largaran. Eso le recordó el motivo
de que estuviera pasando por todo aquello. No se trataba realmente del
dinero; se trataba de una venganza, de desquitarse.
Alrededor de las once y media detuvo el coche en el exterior del
aparcamiento del ShopRite de Kingston. No vio el todoterreno ni el Mercedes
de Adam Bloom en el aparcamiento, aunque lo que buscaba principalmente
eran policías. Sabía que si estaban allí, actuarían de forma encubierta y serían
difíciles de localizar, pero ésa era la razón de que hubiera llegado media hora
antes. Había bastantes posibilidades de que cualquiera que estuviera pasando
el rato en el aparcamiento fuera un poli. Hasta ese momento la única persona
que parecía sospechosa era la anciana de pelo blanco que estaba en un Lexus
aparcado en doble fila. No tenía pinta de policía, lo cual la hacía aún más
sospechosa. Entonces un anciano, probablemente su marido, se metió en el
coche con ella y se alejaron.
Johnny no creía que Bloom fuera a meter a la policía en aquel asunto.
No querría correr el riesgo de que su hija acabara muerta, y además, ése no
era su estilo. No, Bloom ya había mostrado sus cartas antes, la noche del
robo. Era la clase de sujeto que se las arreglaba por sí mismo. Quería ser el
puto amo, el héroe, y Johnny sabía que ir en coche hasta el norte del estado
para rescatar a su hija del «maníaco» que la tenía como rehén sería una
oportunidad demasiado grande para que pudiera resistirla.
A mediodía, no vio ni rastro de ningún policía, pero ¿dónde coño estaba
Bloom? Diez minutos más tarde, seguía sin aparecer. Johnny no creía que
fuera a retrasarse y poner en peligro la vida de su hija, pero ¿qué otra
explicación había?
Localizó una cabina telefónica junto a un restaurante italiano en la otra
punta del centro comercial. Condujo hasta allí, dejó el coche en marcha y
llamó al móvil de Bloom, cuyo número había memorizado antes de
deshacerse del teléfono de Marissa la noche anterior. El buzón de voz de
Bloom saltó antes del primer tono. ¿De verdad había desconectado su
teléfono?
Regresó al coche y esperó unos diez minutos más, hasta que resultó
evidente que Bloom no iba a aparecer. Eso sí que no se lo había esperado.
Había pensado que podría aparecer con menos dinero, que intentaría regatear
para rebajar el precio, pero en ningún momento que fuera a oponer
resistencia. Y a todo eso, ¿quién cojones pensaba Bloom que estaba al mando
en todo aquello? ¿Quién pensaba que era el puto amo?
Furioso de repente, Johnny salió del aparcamiento. Era el momento del
plan C, del D o de la puta letra que quisiera él. Volvería a Max y le pegaría
un tiro a Marissa. Matar a la esposa y a la hija de ese tipo era una venganza
bastante buena. Sí, el millón de dólares habría sido fantástico, pero sabía que
el dinero no tendría importancia una vez que su libro de casanova saliera a la
venta, y que algún día ganaría cientos de miles de dólares, tal vez millones,
por los Análisis de sangre. Sí, tendría que dejar vivo a Adam, aunque eso
quizá fuera bueno. Vivir era mucho peor que morir. ¿Por qué darle un respiro
a ese tío?
Luego, unos minutos después, miró por el retrovisor y vio un coche rojo
de tamaño mediano a unos cien metros detrás de él. Había otro coche en
medio, y no era fácil ver al conductor del rojo, pero entonces, cuando
tomaron la curva, alcanzó a ver al tío, y no se lo pudo creer. ¿A quién cojones
creía que le estaba tomando el pelo?

Adam abandonó Forest Hills aproximadamente al amanecer. Los periodistas


se habían ido por fin, pero tuvo la sensación de que, ocurriera lo que
ocurriese en el norte, no tardarían en regresar.
Le había dejado una nota a su madre en la mesa de la cocina: «HE IDO
A HACER ALGUNOS RECADOS». Sabía que ella se preocuparía cuando
no llegara a casa y estuviera ilocalizable, pero no le quedaba más remedio. Si
le decía que se iba en coche a los Catskills para intentar rescatar a Marissa
por su cuenta y riesgo, su madre habría llamado a la policía, consiguiendo así
muy posiblemente que su hija acabara muerta.
Condujo hasta el aeropuerto de La Guardia, aparcó en el aparcamiento
de estacionamiento prolongado, y alquiló un Taurus en Budget. Sabía que
Xan estaría buscando el todoterreno o el Mercedes, y quería mantener el
mayor incógnito posible.
En varias ocasiones estuvo a punto de parar y darse la vuelta. Sabía que
estaba asumiendo un riesgo tremendo yendo solo, pero no veía otra
alternativa. Si llamaba a la policía, se arriesgaba a que detuvieran a Xan
cuando éste ya hubiera tenido ocasión de matar a Marissa; no creía que Xan
le hubiera mentido acerca de que la mataría si la policía intervenía. Había
juzgado erróneamente a Xan desde el principio —todos se habían equivocado
al juzgarle— y no iba a hacerlo de nuevo.
Salió de la autopista estatal de Nueva York en Kingston y, utilizando las
indicaciones de un mapa que había impreso, encontró el ShopRite. Era
temprano, antes de las diez, pero estaba contento de estar allí, aliviado por
haber evitado el escenario de pesadilla de quedar atrapado en un atasco en la
carretera y no llegar a tiempo a la cita del mediodía. Aunque no quería
permanecer quieto en un sitio y arriesgarse a ser localizado por Xan, así que
dio una vuelta por la zona y aparcó un rato en el aparcamiento de un centro
comercial cercano. A las once y media volvió a dirigirse hacia el ShopRite.
Cuando entró en el aparcamiento divisó a Xan dentro de su coche,
estacionado en el exterior. Estaba bastante seguro de que no le había visto,
pero había faltado muy poco, demasiado poco. Si le hubiera visto, ahí se
habría acabado todo; el plan entero se habría ido al garete. Debería haber
esperado en la acera de enfrente, observando con unos prismáticos o lo que
fuera. Se enfureció consigo mismo por aquel desliz, y se dio cuenta de que el
pulso le iba a cien. En sus prisas por salir de casa se había olvidado de coger
el Klonopin, y no había tomado ninguna pastilla desde la noche anterior. Se
suponía que el Klonopin tardaba en eliminarse del organismo, pero quizá
debido a que la víspera había doblado las dosis, empezó a darse cuenta ya de
posibles síntomas de abstinencia: angustia aguda, irritabilidad, pánico. En
una ocasión atendió a un paciente que había tenido un ataque por dejar el
Klonopin demasiado deprisa. Pues era lo que necesitaba en ese momento, un
maldito ataque.
Se metió en una plaza libre entre una camioneta y un todoterreno. Era un
escondite perfecto, porque, aunque la mayor parte de su coche quedaba oculta
a la vista desde donde estaba Xan, él seguía pudiendo ver un tercio de la parte
trasera del coche de éste, y cuando se fuera lo sabría.
Adam no apartó la vista del coche de Xan ni un instante, ni siquiera para
mirar el reloj. Trataba de pestañear lo menos posible, hasta el punto de que al
cabo de un rato se le empezaron a irritar los ojos.
No tenía ni idea de qué hora era, pero tenían que ser más de las doce.
Igual Xan estaba empezando a impacientarse, al percatarse poco a poco de
que Adam se estaba rebelando.
Entonces Xan arrancó de pronto y se marchó. Adam había dejado el
motor al ralentí, pero una mujer estaba pasando por delante de él empujando
un gran carro lleno de provisiones y sujetando a una niña de la mano. Llevaba
a otro niño en una mochila portabebés.
—¡Muévase! —gritó Adam—. ¡Vamos, muévase de una vez!
Habría sido mejor que no hubiera dicho nada. Su berrinche provocó que
la mujer se parase y se lo quedara mirando fijamente unos instantes, como si
estuviera observando a un loco.
—¡Vamos, vamos! —aulló de nuevo, agitando los brazos como un
poseso, hasta que por fin la mujer se quitó de en medio y Adam salió pitando
del aparcamiento, lo que provocó que estuviera a punto de colisionar con un
coche que estaba saliendo marcha atrás de una plaza cerca de la salida.
Localizó el coche de Xan un poco más adelante y lo siguió a cierta
distancia mientras Evonov cambiaba de dirección varias veces. Luego,
cuando entró en la US-209, aceleró. Adam también se metió en la carretera,
pero ya no vio el coche de Xan, y la velocidad a la que podía ir era limitada
porque tenía varios vehículos delante de él en la carretera de dos carriles. Se
metió y salió del carril opuesto, pero venía demasiado tráfico de frente para
que se arriesgara a intentar adelantar a los demás coches. Más preocupante
aún era que no viera el coche de Xan. Si éste hubiera salido de la carretera,
ahí se acabaría todo; Marissa podía ser asesinada.
—Por favor, Dios mío, no —suplicó Adam—. No, no, no...
Sin Klonopin en el organismo, tuvo que respirar hondo varias veces para
intentar controlarse.
Al producirse una pausa en el tráfico que venía de frente, aceleró y
adelantó tres coches, aunque a duras penas consiguió volver al carril derecho
y evitar una colisión frontal con una furgoneta. El corazón le latió
desenfrenadamente cuando localizó el coche de Xan como a unos cien metros
delante de él.
Le costó sentir algún verdadero alivio, puesto que sabía que ésa era
quizá la parte más arriesgada de todo su plan. Tenía que permanecer lo
bastante rezagado para que Xan no se diera cuenta de que lo estaba
siguiendo, pero al mismo tiempo no podía volver a perderlo. Que la US-209
fuera una carretera sinuosa y que el coche de Xan pareciera desaparecer a
cada curva no contribuía a mejorar las cosas. Al cabo de unos treinta minutos,
Evonov dobló a la derecha para meterse en una carretera más estrecha llena
de baches y aún con más curvas. Adam perdió de vista el coche de Xan al
pasar junto a lo que parecía ser una vieja colonia de chalés. Dejó atrás una
pista de tenis destartalada y cruzó un viejo puente de madera muy pequeño,
pero no vio el vehículo por ninguna parte. Tuvo el pálpito de que Xan había
salido de la carretera, así que dio la vuelta rápidamente para cambiar de
sentido y volvió a pasar junto a la pista de tenis. Sabía que si su intuición no
era cierta, todo podría desembocar en un error fatal, porque podía haber
perdido a Xan definitivamente; aunque entonces, un poco más adelante a la
derecha, en lo alto de la colina y cerca de varios chalés en ruinas, localizó el
coche.
De pronto sintió renacer la confianza en sí mismo. Seguir a Xan, en
lugar de pagar el rescate o llamar a la policía había sido, a la postre, el
movimiento correcto. Todo iba a salir como lo había planeado la noche
anterior y esa mañana temprano. Iba a salvar a Marissa y llevarla de vuelta a
la ciudad. Esa noche su hija estaría en casa, a salvo en su cama.
Aparcó en el arcén al pie de la colina. Examinó su Glock para asegurarse
de que estuviera cargada y comprobó que llevaba más munición, tres
cargadores más en el bolsillo de la chaqueta, salió del coche y cerró la puerta
con toda la suavidad de la que fue capaz.
No quería subir la colina a plena vista por el polvoriento camino, así que
se metió entre los arbustos que lo bordeaban, agachándose para no sobresalir.
Sabía que el tiempo era ahora un factor fundamental. No había aparecido en
el punto de reunión y, por lo que sabía, Xan iba a hacer exactamente lo que
había dicho que haría e iba a matar a Marissa. Se lo imaginó con un cuchillo,
como el que había utilizado para asesinar a Dana, y empezó a moverse
deprisa, trotando primero y luego corriendo colina arriba mientras seguía
agachado, procurando mantenerse fuera de la vista.
Llegó al borde de los matorrales; las espinas le habían hecho cortes en
los brazos, pero apenas los notaba. Echó una rápida mirada alrededor y no vio
a Xan junto al coche ni en ninguna otra parte, así que, con la mano derecha
dentro del bolsillo sujetando la empuñadura de la Glock, cruzó al trote el
césped y las hierbas crecidas en dirección al chalé próximo a donde estaba el
coche. Avanzó por el lateral de la vivienda y esperó un momento. No oyó
nada —no era mala señal, porque cualquier cosa era mejor que oír gritar a
Marissa—, aunque confió en estar en el lugar indicado, y en que Xan y su
hija no estuvieran en algún otro chalé o en cualquier otra parte. También
existía la posibilidad de que Marissa ni siquiera estuviera allí y de que Xan
hubiera ido a aquella decrépita colonia de chalés por algún otro motivo. Eso
sería terrible, porque si regresaba en ese momento a su coche solo y se
marchaba, Adam no podría conseguir bajar la colina hasta el suyo a tiempo
para seguirle.
Dio algunos pasos hacia la parte posterior del chalé y a través de la sucia
ventana llena de telarañas atisbó al interior de una vieja cocina, aunque no vio
a nadie. Entonces oyó un ruido —lo que le pareció el crujido de una tabla de
suelo dentro del chalé— y se apartó de la ventana.
Sabía que había alguien dentro, y no quiso perder ni un segundo más.
Regresó a la parte delantera sujetando la pistola delante de él. No había
disparado la Glock, ni ninguna otra arma, desde la noche que había matado a
Carlos Sánchez. En un destello, una imagen de la escena acudió a su cabeza
—el ruido de los disparos en la oscuridad, la sensación del retroceso del arma
—, pero la rechazó de inmediato.
La puerta delantera estaba entreabierta. La abrió un poco más, lo
suficiente para entrar. Estaba haciendo ruido, haciendo crujir las tablas del
suelo, pero ya no importaba. Tenía el dedo índice sobre el gatillo, listo para
disparar.
—Estamos aquí atrás, Doc.
Era la voz de Xan. Al menos estaba allí, en el chalé, y había dicho
«estamos», lo que también parecía una buena señal. Pero su tono era de suma
despreocupación, casi como si hubiera estado esperándole. Ésa no era una
buena señal.
—¿Marissa, estás ahí? —preguntó Adam—. ¿Marissa?
Después de un breve silencio, oyó decir débilmente a su hija:
—Sí, papá.
Su voz era muy débil. Parecía aterrorizada.
—No te preocupes, cariño. No te pasará nada, te lo prometo.
Se acercó a la habitación trasera lentamente, sabiendo que quizá se
tratase de una trampa. Sabía que Xan no le habría dicho dónde estaban si no
tuviera algo planeado. Fuera lo que fuese, Adam estaba preparado para ello.
Bajo ningún concepto iba a dejar que ese hijo de puta hiciera daño a su hija.
Xan apareció repentinamente ante él. Adam estuvo en un tris de abrir
fuego, pero cuando su dedo se disponía ya a apretar el gatillo, se dio cuenta
de que no estaba solo. Sujetaba a Marissa por delante de él, a modo de
escudo, sosteniendo una pistola contra su cabeza.
—Eh, tranqui con eso, Doc —dijo Xan—. No es el momento de ponerse
en plan gatillo fácil, no sé si sabes lo que quiero decir.
Marissa parecía totalmente aterrorizada. Tenía los ojos enrojecidos, la
nariz ensangrentada, el labio le temblaba.
—Suéltala —le ordenó Adam.
—Ya estamos otra vez —dijo Evonov—, de nuevo diciéndome lo que
tengo que hacer. ¿Cuándo vas a aprender que no es así como funciona esto?
Soy yo el que te dice lo que tienes que hacer.
Adam le estaba apuntando a la cabeza, o al menos eso era lo que
intentaba. Le costaba mantener firme la mano.
—No te preocupes —le dijo a su hija—. Todo está bien. No te pasará
nada.
—¿Dónde está mi dinero? —preguntó Xan.
—Primero suéltala, y luego te lo daré.
Xan apretó con más fuerza el cañón de su arma contra la mejilla de
Marissa. Ésta empezó a gritar, y luego pareció controlarse.
El asesino le dijo a Adam:
—No me hagas pedírtelo otra vez.
—Está en mi motel —dijo Adam—, en la carretera. Si la sueltas,
podemos ir juntos, tú y yo, en tu coche si quieres. Pero suéltala. Es lo único
que me importa.
—Debes de pensar que soy idiota de remate, ¿verdad? —dijo Xan—.
Que soy una especie de tarado, ¿no? Sólo porque pongas esas letras delante
de tu nombre, te crees mejor que yo, ¿verdad?
—¡Dale el dinero! —gritó Marissa. Y luego, en voz más baja y
tranquila, añadió—: Por favor, papá..., dale el dinero. Por favor, por favor,
dáselo y ya está.
—No puede dármelo —dijo Xan—. ¿Y sabes por qué? Porque no lo ha
traído, por eso. ¿Por qué no le dices la verdad, Doc? No has traído el dinero,
¿a que no?
Tratando de apuntar a Xan entre los ojos, Adam dijo:
—Ya te lo he dicho, el dinero está en mi habitación.
—Eres un mentiroso hijo de puta —le espetó Xan—. No has traído el
dinero porque querías manejar esto a tu manera, ¿verdad? Pensaste que
podrías ahorrarte un dinerito, salvar a tu hija malcriada y ser el gran héroe.
Bueno, pues ahora dame un motivo para que no deba matarla
inmediatamente. Dame una sola razón.
—Dale el dinero, papá —insistió Marissa, llorando—. Dáselo de una
vez... Por favor, dáselo de una vez... Por favor... Por favor.
Una parte de la cabeza de Xan estaba en ese momento detrás de la de
Marissa. Adam no estaba seguro de tener ya un tiro claro.
—La policía sabe que estoy aquí —dijo; estaba desesperado y no se le
ocurrió nada más.
—Bueno, eso sí que lo dudo de verdad —replicó Xan—. Si hubieras
llamado a la poli, hace un buen rato que estarían aquí, y sin duda no te
habrían hecho seguirme en un coche de alquiler rojo brillante. ¿De verdad
creíste que no me fijaría en ti, eh? Sólo te faltaba haber llevado un gran cartel
encima del coche que pusiera: «SOY YO. ESTOY AQUÍ».
Marissa lloraba.
—La poli —continuó Xan, sonriendo—. Vamos ya, sabía que jamás
llamarías a la policía. No es tu estilo, ¿verdad, Doc? Tú eres de los que se las
arreglan solos, ¿no es así? ¿Quién necesita a la bofia? Coge tu pistola, haz
que tu nombre salga en los periódicos: el doctor Bloom salva su pellejo.
Salvo que eso no siempre resulta como uno quiere, ¿verdad? No, no va a
pasar lo mismo que la otra noche en tu casa, cuando mataste a mi hermano,
Carlos. No era realmente mi hermano, pero era parte de mi familia. ¿Sabes lo
que se siente al perder a parte de tu familia, Doc? Bueno, puede que sí.
Adam deseaba dispararle, hacer una serie completa de disparos como
cuando había matado a Sánchez, pero, conservando la calma todo lo que
pudo, dijo:
—No puedes huir. La policía llegará de un momento a otro. Suéltala;
esto es entre tú y yo. Ella no tiene nada que ver.
—Ya te he escuchado bastantes putas mentiras —dijo Xan—. Tira el
arma o le pego un tiro en la cabeza a la putita.
Se había movido un poco. Adam tenía un tiro franco en su ojo derecho.
—Suéltala —repitió Adam.
—Escúchate, sigues pensando que me puedes decir lo que tengo que
hacer —replicó Xan—. No te importa que tu hija esté a punto de morir.
Siempre has de tener razón, ¿no es así?
—¡Tira el arma, papá! —gritó Marissa—. ¡Tírala, joder!
Adam sabía que no podía tirar el arma. Si lo hacía, Xan le dispararía, y
luego mataría a Marissa. Estaba convencido de ello.
—Si le disparas a ella, yo te dispararé a ti —dijo Adam
—Ésta sí que es buena, ¿de verdad piensas que eso me importa una
mierda? —le desafió Xan—. Pero ¿qué clase de loquero eres? Realmente no
tienes ni idea de quién soy, ¿verdad?
Adam pensó en todas las veces que había dado en el blanco en el campo
de tiro, y eso que las dianas estaban mucho más lejos de lo que Xan estaba en
ese momento. Todo lo que tenía que hacer era dar en aquel blanco una vez...
—¿Crees que estoy jugando contigo? —preguntó Xan—. Como ya
sabes, no tuve ningún problema en matar a tu esposa, quien, a propósito, me
tenía unas ganas locas. Tío, se ponía tan cachonda conmigo. Ojalá hubiera
tenido ocasión de...
Adam disparó. Durante la milésima de segundo que transcurrió desde
que su dedo apretó el gatillo hasta que la bala salió del arma, se dio cuenta de
que su mano se había desplazado ligeramente a la derecha y abajo. Pero era
demasiado tarde para hacer algo al respecto, y tuvo que ver impotente cómo
la bala penetraba en el pecho de Marissa.
El resto pareció ocurrir como en cámara lenta: la caída de Marissa, toda
aquella sangre, la conciencia de que había disparado a su hija. Quizás había
empezado a gritar: «¡No!», o tal vez sólo estaba pensando en gritarlo, cuando
oyó el segundo disparo.

Marissa sólo había estado pensando en una cosa desde el principio: Sigue
viva. De camino adonde estaba ahora, la mayor parte del tiempo no supo si
estaba dormida o despierta; todo era borroso, todo formaba parte de la misma
pesadilla. Unas cuantas veces la confusión desapareció y se dio cuenta de lo
que estaba sucediendo, que por algún motivo, Xan, su Xan, la había drogado
y la estaba llevando a algún lugar. ¿Qué coño pasa? También supo que
probablemente él había matado a su madre, aunque esta idea le resultó
incomprensible. No tenía ni idea de qué le pasaba a Xan ni cómo era posible
que estuviera sucediendo todo aquello, pero sí supo que tenía que hacer lo
que fuera para seguir viva.
En el coche trató de suplicarle que la soltara, pero él le puso aquel trapo
sobre la cara, y cuando se volvió a despertar, atada a una cama, gritó, y Xan
la golpeó y la volvió a drogar. Necesitaba ir al baño desesperadamente,
apenas podía respirar y casi seguro que tenía la nariz rota, y aun así no hubo
manera de que la soltara. Sabía que ya no tenía sentido tratar de resistirse.
Xan era demasiado fuerte, y ella se encontraba demasiado débil; era
imposible que pudiera vencerle. Su única opción era seguir viva y esperar. O
la mataría o alguien acudiría a salvarla, pero nada de lo que ella hiciera
cambiaría la situación.
Se despertó sola, mareada, atada a la cama y con un dolor terrible en la
nariz, tumbada encima de sus propias heces y con las cuerdas cortándole la
piel de los brazos, y tuvo miedo de que Xan se hubiera ido para siempre y
fuera a dejarla morir de aquella manera. Ya tenía la garganta completamente
seca de tanto gritar y llorar, pero se puso a pedir ayuda a gritos hasta que
apenas pudo articular un sonido.
Entonces, al final, Xan regresó. Por extraño que pareciera, se alegró de
verlo, de verdad. Al menos no la había abandonado.
Entonces vio que tenía una pistola, y gritó, o intentó gritar:
—¡No me dispares!
—No te voy a disparar, querida. Tranquilízate.
Era un verdadero loco, con aquella aparente tranquilidad, tan distante.
¿Cómo era posible que fuera el mismo tío de quien había pensado que era tan
fantástico, a quien le había dicho —¡joder!— «te quiero»?
Él empezó a desatarla mientras decía:
—Si quieres vivir, haz sólo lo que te diga, ¿crees que podrás hacer eso?
No creo que sea tan difícil, basta con que mantengas tu linda boquita cerrada.
—Entonces hizo una mueca, y añadió—: Tía, apestas. Si hubiera una ducha
te dejaría que te lavaras. Lo siento muchísimo. Sé lo incómoda que te debes
de sentir.
Tenía la cara cerca de la de ella mientras le soltaba la cuerda que le
oprimía el pecho, y a Marissa le entraron ganas de morderle en la mejilla, de
oírle gritar. Pero se contuvo, pensando: Sigue viva. Sigue viva, nada más.
Cuando terminó de desatarla, ella preguntó:
—¿Adónde vamos?
—A ninguna parte —respondió él.
Lo dijo en un tono ominoso, amenazador. La levantó para sacarla de la
cama y le puso la pistola en la cabeza. ¿Le iba a disparar ahora? ¿Por qué
desatarla para dispararle?
Entonces Marissa oyó un ruido, el producido por una puerta al abrirse.
—Estamos aquí atrás, Doc —dijo Xan.
¿De verdad era su padre? Entonces Marissa le vio, apuntando el arma.
Supuso que habría llamado a la policía. Probablemente el edificio estuviera
completamente rodeado, y en pocos minutos, incluso segundos, aquella
pesadilla habría terminado.
Pero ¿por qué Xan parecía seguir tan gallito? ¿Y por qué la policía
habría enviado allí dentro a su padre solo y con una pistola?
Empezó a entender que su padre lo había vuelto a hacer. No había
ningún policía.
Xan le dijo a su padre que tirara el arma o que la mataría. Marissa sabía
que lo decía en serio, y empezó a gritarle con todas sus fuerzas a su padre que
tirase el arma.
Como era de esperar, no hizo ni caso. Su padre nunca hacía caso.
Entonces le disparó. Ocurrió todo muy deprisa. En un momento ella
estaba de pie, y al siguiente estaba tirada en el suelo, desangrándose, con un
dolor desgarrador que le atravesaba el pecho.
Luego oyó otro disparo, y con la vista borrosa vio a su padre, a quien le
faltaba una parte de la cabeza, tirado en el suelo.
¿De verdad está ocurriendo esto?
El dolor empeoraba y se sentía cada vez más débil, pero seguía
pensando: Sigue viva. Sigue viva, nada más.
Sabía que si se movía o gritaba o decía algo Xan la mataría. Le vio
alejarse, pasar junto a su padre. Probablemente pensaba que estaba muerta.
Con el dolor que sentía por dentro, necesitó de todas sus fuerzas para
mantenerse inmóvil, para no gemir siquiera. Estaba temblando, y la sangre,
¡su sangre!, se extendía acercándose a donde su cara se apretaba contra el
suelo.
Sigue viva. Sólo sigue viva.
Oyó que se abría la puerta delantera, luego la oyó cerrarse. Localizó la
pistola de su padre a unos metros de ella, todavía parcialmente en la mano de
él.
Marissa se arrastró sobre su sangre, sobre la sangre de su padre, hacia el
arma. Cada instante, cada aliento, era un completo martirio.
Oyó un ruido procedente del exterior, unas pisadas en el porche, y luego
que alguien abría la puerta. Agarró la pistola. Tenía sangre en la culata, lo
que dificultaba su sujeción. La dejó caer una vez, cuando oyó que los pasos
se acercaban, y entonces la agarró de nuevo.
Levantó la vista y vio a Xan, que la miraba desde lo alto. La estaba
apuntando a la cara con la pistola.

—¿Vas a alguna parte?


Johnny avanzó un par de pasos hacia ella y se detuvo en el borde del
charco de sangre.
—Jo, tía, mírate —dijo, sonriendo—. Estás tan guapa en este momento.
De verdad que detesto hacer esto.
Aquello iba a ser perfecto: liquidar por completo a la familia. Sería
como lo había planeado. Bueno, casi.
—Esta noche te voy a pintar —se burló—, con el aspecto que tienes
ahora. Te quiero recordar siempre así.
Seguía sonriendo cuando Marissa apretó el gatillo y una bala le alcanzó
en el hombro derecho. ¡Qué cojones! Dejó caer el arma, y Marissa siguió
disparando. Luego le alcanzó en la parte superior del muslo, cerca de la
entrepierna. Cuando Johnny empezaba a desplomarse, ella sujetó firmemente
el arma con las dos manos y le disparó en mitad del pecho. Xan cayó de
rodillas frente a ella, y por la boca todavía sonriente empezó a sangrar, al
principio eran gotas, luego borbotones.
—Vamos, monada, sé que me quieres. —Marissa intentó disparar de
nuevo, pero se había quedado sin balas. Aunque dio lo mismo. Johnny se
desplomó de bruces contra el suelo.
28

Marissa estaba harta de que todo el mundo le dijera lo afortunada que era.
Todos los médicos y enfermeras del hospital Monte Sinaí de Manhattan se lo
habían estado repitiendo incansablemente durante semanas, haciendo
comentarios del tipo de: «Si la bala llega a entrar un par de centímetros más a
la izquierda, te habría matado en el acto», y «Si no hubieras cogido el móvil
de tu padre y llamado pidiendo una ambulancia, y si la ambulancia no
hubiera llegado tan deprisa, ahora no estarías viva». ¿Y eso la convertía en
afortunada? Si fuera afortunada, sus padres nunca habrían cogido a Gabriela
de asistenta. Si fuera afortunada, aquella tormenta tropical no se habría
dirigido a Florida y ellos no habrían estado en casa la noche del robo. Si fuera
afortunada, jamás habría ido aquella noche con sus amigas a ver a Tone Def y
conocido a Xan, alias Johnny Long. Tumbada en la cama del hospital,
repasaba todo lo que había ido mal en su vida y la había conducido a la
pesadilla de la cabaña de los Catskills, y siempre llegaba a la misma
conclusión: había sido de todo menos afortunada.
Aunque había procurado evitar leer los periódicos y ver las noticias de la
televisión, sabía que los medios de comunicación la estaban tratando de
heroína, exaltando hasta la exageración lo que había hecho. Sólo había
procurado seguir con vida; ¿cómo la convertía eso en heroína?
Al mismo tiempo que los medios de comunicación la elogiaban,
arremetían contra su padre, al que llamaban «Adam Bloom, el psicoterapeuta
psicópata de Forest Hills». Lo describían como a un justiciero loco, que había
conducido hasta los Catskills para tratar de rescatar a su hija, emperrado en
vengar el asesinato de su esposa y restablecer su mancillada reputación. Los
medios también criticaban a la policía, en especial al detective Clements, por
no haber presionado para que se le hiciera una evaluación mental completa al
doctor Bloom ni haberle retirado la licencia de armas, y por darle la ocasión
de haber ido al norte del estado solo. Marissa disfrutaba al ver que atacaban a
Clements, y también estaba de acuerdo con lo que los medios de
comunicación decían de su padre.
Un día, un par de semanas después del tiroteo, la abuela Ann fue a
visitarla al hospital.
—No puedes acusar a tu padre eternamente. No puedes ir por la vida
con esa rabia —dijo la anciana.
Su abuela parecía consumida y frágil; a Marissa le preocupó.
—De verdad, abuela, no quiero hablar de eso nunca más.
Había sufrido dos intervenciones para extraerle la bala y reparar los
daños sufridos en los tejidos profundos y varias costillas rotas; a pesar de
todos los analgésicos que le daban, seguía con grandes dolores.
—Tu padre te quería —le dijo su abuela, casi en un tono de
desesperación—. Sólo quiso hacer lo correcto.
—¿Lo correcto? —dijo Marissa—. Si me pegó un tiro, joder.
—Intentaba salvarte la vida.
—Sí, pues hizo un trabajo fantástico.
—Estás viva, ¿no?
—No gracias a él.
—Estaba asustado, aterrorizado. Y si no hubiera ido allí, aquel Xan,
quiero decir Johnny, podría haberte matado.
En las noticias habían dicho que Xan era en realidad un delincuente
profesional llamado Johnny Long. Se había criado en el mismo orfanato que
Carlos Sánchez, y la policía creía que había sido el otro ladrón que había
participado en el robo y el asesino de Gabriela y la madre de Marissa. Ésta
sabía que era culpa suya haber dejado que Xan entrara en sus vidas. Pero todo
lo demás había sido culpa de su padre.
—Sé qué tu padre se equivocó —prosiguió su abuela—, pero imagina,
sólo imagínatelo, cómo serían los últimos segundos de su vida, lo terrible que
debieron ser para él. Tuvo que morir pensando que te había matado,
pensando que había matado a su hija. Eso fue lo último que pensó, lo último
que vio...
Su abuela estaba llorando. Marissa le concedió un par de minutos para
que se recuperara antes de hablar.
—Mira, sé que te resulta difícil de aceptar, abuela, pero mi padre
cometió un tremendo error, ¿de acuerdo? Ojalá hubiera sido un hombre
mejor, de verdad que sí. Desearía poder defenderlo, desearía poder justificar
lo que hizo, pero no puedo. Era un capullo egoísta que iba por ahí como si
llevara una capa roja y al que no le importaba nadie, ni yo ni mi madre ni
nadie, salvo él mismo. Si hubiera llamado a la policía, podrían haberme
salvado y quizá no me hubieran disparado, y si hubiera llamado a la policía
cuando entraron a robar en nuestra casa, puede que mi madre siguiera viva y
yo no me hubiera acostado con ese hijo de puta de Johnny Long. ¿No te das
cuenta? Mi padre fue el causante de todo, y me trae sin cuidado lo que digas,
porque nunca se lo perdonaré, jamás.

El día que le dieron el alta a Marissa, la abuela Ann volvió al hospital. Tenía
un aspecto sumamente frágil, como si hubiera perdido entre cinco y siete
kilos desde la muerte de su hijo.
—¿Te encuentras bien, abuela? Realmente me tienes preocupada.
—Estoy muy bien —respondió la mujer inexpresivamente—.
¿Preparada para marcharte?
El plan era que fueran en una limusina hasta el hotel Mansfield, cerca
del centro, donde Marissa había reservado una suite. Tenía la intención de no
volver a poner un pie en la casa de Forest Hills. La casa ya estaba a la venta,
y en algún momento había concertado con alguien la venta de todos los
muebles y la ropa y el traslado de todo lo demás a un guardamuebles. Los
seguros de vida de sus padres, el producto de la venta de la casa y los demás
activos de sus progenitores la convertirían en multimillonaria. No sabía qué
iba a hacer con su vida, aunque estaba totalmente convencida de que no la iba
a desperdiciar trabajando. Tenía pensado irse a vivir a Praga una vez que
estuvieran resueltas todas las cuestiones económicas. Viviría allí una
temporada, y luego quizá se trasladara a París o a Barcelona o a cualquier
otra ciudad. Sólo quería alejarse: de Nueva York, de Estados Unidos, de
todos los que hubieran oído hablar alguna vez de Adam Bloom. La idea de
tener que vivir el resto de su vida como la hija de Adam Bloom le daba tanto
asco que ya había empezado a hacer el papeleo para cambiar legalmente su
apellido al de Stern. Éste era el apellido de soltera de su madre, y consideró
que sería un bonito homenaje.
Se levantó de la cama para sentarse en una silla de ruedas. Podía
caminar bien, pero era política del hospital que todos los pacientes, con
independencia de cuáles fueran sus dolencias, tenían que ser sacados del
centro en silla de ruedas al recibir el alta. El celador empujó la silla muy
despacio para que la abuela Ann, que iba al lado de ellos, pudiera seguir su
paso.
En las puertas del hospital, Marissa se levantó y se dirigió con su abuela
hacia la limusina que les esperaba en la acera.
Los periodistas se abalanzaron sobre ella. Uno de los más vocingleros
gritó:
—Señorita Bloom, ¿qué tal sienta ser una heroína?
Marissa se detuvo un instante, fulminó al tipo con la mirada, que era
algo mayor que ella, y dijo:
—No soy ninguna heroína, y mi apellido no es Bloom, sino Stern. Me
llamo Marissa Stern. ¿Lo han entendido?
Siguieron caminando hacia el coche. Ahora los periodistas gritaban:
—¡Señorita Stern! ¡Señorita Stern! ¡Señorita Stern!
Marissa ayudó a su abuela a entrar en el coche y la siguió al interior.
Mientras se alejaban por la Quinta Avenida, seguía oyendo los gritos de los
periodistas.
—Te lo juro por Dios —dijo Marissa—. Más vale que mañana por la
mañana no vea el nombre de Marissa Bloom en los periódicos.
Su abuela, desviando la mirada, no dijo nada. En ese momento los
periodistas corrían junto a la limusina, golpeando los cristales.
—Hablo en serio —dijo Marissa—. De todos modos, ¿qué le pasa a la
gente?
Agradecimientos
Por su tremenda influencia en esta novela y en mi carrera, me gustaría
expresar mi agradecimiento a Ken Bruen, Bret Easton Ellis, Lee Child,
Kristian Moliere, Shane McNeil, Charles Ardai, John David Coles, Sandy
Starr, Brian DeFiore, Nick Harris, Diogenes Verlag, Ion Mills, Steven Kelly,
Marc Resnick, Sarah Lumnah, Andy Martin, Matthew Shear, Matthew
Baldacci y a todo el personal de Minotaur Books.
Título original: Panic Attack

Editor original: Minotaur Books, New York

Traducción: Martín Rodríguez-Courel Ginzo

ISBN EPUB: 978-84-9944-509-0

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la


autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o
préstamo público.

Todos los nombres, personajes, organizaciones, lugares y


acontecimientos de esta novela son producto de la imaginación del autor, o
empleados como entes de ficción. Cualquier semejanza con personas vivas o
fallecidas es mera coincidencia.

Copyright © 2009 by Jason Starr

All Rights Reserved

© de la traducción 2013 by Martín Rodríguez-Courel Ginzo

© 2013 by Ediciones Urano, S.A. Aribau, 142, pral. - 08036 Barcelona


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