23 Otoños Antes de Ti - Alice K.
23 Otoños Antes de Ti - Alice K.
23 Otoños Antes de Ti - Alice K.
ISBN: 978-84-16715-64-0
Cuando Harriet regresó a casa un poco más tarde, con su muñeca todavía
colgada bajo el brazo, descubrió que el lugar estaba sumido en la
penumbra. No era una casa precisamente pequeña; de hecho, tenían más
habitaciones de las que jamás podrían llegar a utilizar. El señor Gibson
había amasado una buena fortuna trabajando e invirtiendo dinero en una
tabacalera. Con parte de esos ahorros, se había casado con la mujer de sus
sueños, Ellie, y había esperado tener una familia numerosa y fuerte, de
esas que se mantienen unidas pese a las adversidades. El señor Gibson,
además, anhelaba tener hijos varones, valientes y útiles, que pudiesen
hacerse cargo de su parte del negocio en cuanto cumpliesen la mayoría de
edad y que le acompañasen a pescar los nes de semana. Nunca imaginó
que su felicidad se vería truncada tan pronto y que, como único recuerdo
de lo que habían sido tiempos mejores, le quedaría una hija débil e
ignorante.
Harriet caminó de puntillas por el salón. El ambiente olía a rancio, a
alcohol. Su padre estaba sentado en el sofá y tenía la mirada clavada en el
televisor. Sostenía un vaso en la mano derecha y el líquido ambarino se
sacudió cuando él se giró al percatarse de su presencia.
—Ya estoy aquí —anunció Harriet.
—Ya lo veo —bufó.
Ella dejó su muñeca sobre la mesa y se limpió las manos sudorosas en
los pantalones rosas que vestía, que ya estaban algo viejos.
—¿Cuándo volverá mamá?
—El día que dejes de ser tan estúpida. —Emitió una risa amarga y
cargada de rencor—. Tu madre no va a volver nunca. Se ha ido para
siempre. Así que será mejor que empieces a valerte por ti misma y a ser
útil. ¿No se supone que deberías saber cocinar y encargarte de la ropa
siendo una mujer?
—Y ya lo hago. Me ocupo de mi ropa. —Harriet pestañeó más de lo
normal al intentar ocultar las lágrimas que pugnaban por salir.
—Pues aprende a cocinar, entonces.
El señor Gibson le dio un trago a la bebida y la saboreó con lentitud.
Luego volvió a mirar a la niña, que seguía inmóvil a un lado del televisor.
—Deja que te dé un buen consejo, Harriet. Para ser alguien en esta vida,
vas a tener que conseguir que un hombre permanezca a tu lado. Y, para
que eso suceda, tendrás que aportar algo a cambio. Ese algo tiene mucho
que ver con el tiempo que pases en la cocina. Una mujer de verdad no
abandona sus tareas y se larga sin previo aviso con un ru án, como hizo
tu madre. Una mujer de verdad sabe cuidar del hombre, sabe hacerse
cargo de sus responsabilidades. —Chasqueó la lengua—. Eres demasiado
tonta para lograr un futuro de provecho, y ser guapa no te ayudará
eternamente. Hazme caso. Solo deseo lo mejor para ti. Lo mejor… teniendo
en cuenta las circunstancias. Y ahora sube a tu habitación, acuéstate y
piensa en lo que te he dicho.
Harriet seguía confundida mientras subía las escaleras que conducían a
su dormitorio. No había entendido exactamente qué era lo que su padre
quería decir. Lo único que sabía con total seguridad era que su madre no
volvería. Ya casi no podía recordarla; había olvidado el timbre de su voz y
el tono exacto de los re ejos cobrizos de su cabello que brillaban cuando
el sol los acariciaba con su luz. Solo era capaz de rememorar una y otra vez
que era una mujer llena de colores y de pulseritas y de cosas que se
movían y producían un sonido tintineante que le hacía cosquillas en los
oídos.
Año 2007
Se abrazó a sí misma, deslizando las manos por el estómago. Tenía los ojos
enrojecidos e hinchados, y, cada vez que pensaba que había agotado todas
las lágrimas, una más caía por su mejilla.
—Tienes que entenderlo, Harriet.
—No quiero abortar. No puedo abortar.
Eliott se llevó las manos a la cabeza y suspiró hondo.
—¿Crees que me he esforzado tanto para terminar así? —La miró furioso
—. No pienso quedarme anclado en este puto pueblo contigo y con un
bebé. Tengo planes. Tengo una vida que construir.
—¡No sería necesario! —Bajó de la cama, abandonando el calor de la
colcha rosada, y caminó hasta estar a su altura. Cuando le había llamado
esa misma tarde para contarle la noticia, pidiéndole que fuese a su casa,
no imaginó que reaccionaría de un modo tan tajante, tan insensible—. Yo
me ocuparé de todo mientras tú estés fuera. Cuidaré del bebé. Y te
esperaré hasta que termines tus estudios y vuelvas. Eliott, por favor… No
pretendo interferir en tus planes.
—¿De verdad…? Dios, joder. —Se frotó la barbilla con el dorso de la
mano—. Pensaba que eras un poco más lista, Harriet. ¿Esperabas que
siguiésemos juntos cuando me fuese a la universidad? Son cinco años.
Cinco dichosos años. En mi caso mucho más si consigo entrar en
medicina.
—¿Qué soy para ti, entonces? ¿Algo temporal? —Ni siquiera reconocía
esa voz extrañamente aguda que escapaba de sus labios.
Eliott pareció calmarse durante unos segundos. Inspiró hondo, bajó la
vista al suelo y luego la alzó despacio hasta ella. Había confusión en su
mirada; rabia, pero también algo de tristeza. Harriet odió profundamente
su compasión, porque no era un sentimiento solidario, no, en realidad sus
ojos tan solo re ejaban lástima, como cuando vas conduciendo y sientes
pena al ver en el arcén a un animal herido, pero no paras el coche y sigues
conduciendo sin mirar atrás.
—Eso es exactamente lo que intento decirte —susurró—. Te quiero,
Harriet. Te quiero de verdad. Pero no encajas en mi vida, no encajas en lo
que quiero conseguir. Pretendo ser alguien importante. Ojalá las cosas
fuesen diferentes, pero era evidente desde el principio que lo nuestro no
sería algo a largo plazo. Cualquier persona de este pueblo con dos dedos
de frente es consciente de ello.
Harriet sintió sus pulsaciones dispararse. Todavía más. Más y más
rápido. Estaba fuera de sí. Su mundo desmoronándose a pedazos a su
alrededor como si todos los besos y las caricias se hubiesen sostenido
sobre unos cimientos de plastilina. Endebles, frágiles. Y ahora todo se caía
y ella no sabía cómo pararlo. Era consciente de que ni siquiera había
cumplido aún los dieciocho años y que quedarse embarazada había sido
un error garrafal que ambos deberían haber evitado, pero no podía dejar
de pensar en el bebé. No podía dejar de pensar en él y en el hecho de que
lo llevaba dentro de ella. Era su obligación cuidarlo, protegerlo.
Se limpió las lágrimas con torpeza.
—¿Sabes? Está bien. No me importa. ¡No me importa no encajar en tu
dichosa vida perfecta! Yo tengo mis propios sueños. ¡Puedes irte al
in erno!
—¿Tus sueños? ¿Qué sueños? —Eliott bufó.
—Montar la pastelería.
Él rio sin ningún tipo de humor.
—Yo quiero ser médico. Tú quieres ser pastelera. Yo pretendo salvar
vidas. Tú pretendes que la masa no te quede muy seca. ¿Notas la
diferencia? —ironizó—. Ah, bueno, sí, y ahora quieres tener un bebé. Solo
eres una cría ilusa.
Harriet iba a enfrentarse a sus hirientes palabras cuando oyó la
cerradura girar en el piso inferior. Su padre llegaba a casa antes de lo
previsto. Notó un nudo en la garganta y de inmediato le dirigió una
mirada suplicante a Eliott. No le hizo falta más de un segundo para
adivinar sus intenciones.
—¡No, no, no! ¡Por favor!
Corrió descalza tras Eliott. Sentía el frío de las tablillas de madera del
suelo mientras bajaba las escaleras a trompicones como si fuese lo único
real y rme en la estancia. Ella ya había pensado en cómo mantener al
bebé por sí misma. Ya había calculado que en menos de dos meses
cumpliría los dieciocho, podría independizarse y buscar un trabajo y
alquilar la habitación que los Flaning tenían en el sótano para los
invitados. Pero si su padre se enteraba… si la noticia llegaba a sus oídos…
Consiguió alcanzar la mano de Eliott y tiró de la manga de su jersey
cuando ambos, todavía respirando agitados, pararon frente al hombre
corpulento y serio que los miraba con el ceño fruncido.
—Señor Gibson… —comenzó a decir Eliott.
—No. Por favor, no lo hagas —Harriet sollozó y sus dedos se enroscaron
en la manga de lana del joven que todavía sostenía—. No te molestaré. Lo
juro. Nunca te pediré nada, Eliott. Por favor…
—¿Qué está pasando aquí? —bramó su padre.
—Lamento lo que tengo que decirle, señor Gibson, pero me temo que su
hija está embarazada. No ha sido algo que… no ha sido premeditado,
evidentemente, y…
Eliott Dune calló de inmediato cuando el hombre avanzó hasta Harriet
dando grandes zancadas y le cruzó la cara dos veces con el dorso de la
mano. El sonido de las bofetadas rompió el silencio de la estancia y una
marca rojiza apareció en la mejilla de la chica. Pero a ella no le importaba
ese dolor, pensó sin apartar la mirada de la persona a la que había amado
durante el último año y medio. No. A ella le importaba otro tipo de dolor
más profundo, más irreparable.
El funeral fue íntimo y rápido. Tan solo acudieron un par de amigos del
señor Gibson que solían ir con él a pescar el último domingo de cada mes
y la señora Flaning, su hija Angie y el novio de esta, Jamie Trent. Y,
aunque Harriet era consciente de que ninguno de los tres le tenía ni un
ápice de cariño a su padre, agradeció que estuviesen allí para acompañarla
en el difícil momento.
Difícil… Bueno, eso era algo relativo.
Harriet se esmeró por organizar un funeral perfecto. Le pidió al párroco
de la iglesia que o ciase la misa a las seis de la tarde, la hora preferida del
señor Gibson para sentarse en el sofá y beberse una cerveza. O dos. O tres.
Las que fuesen. Encargó rosas blancas y amarillas y ella misma se ocupó
de quitarles todas y cada una de las espinas (todavía no sabía por qué se
había obsesionado por hacerlo), y compró un ataúd de madera oscura,
acolchado por dentro, con apliques plateados en el borde y los cierres. Lo
único que Harriet no hizo fue derramar una sola lágrima. Le pareció justo.
Ya había llorado su ciente en vida por culpa de ese hombre que ahora
descansaba bajo tierra, no iba a seguir haciéndolo también después de su
muerte.
Dos meses y medio más tarde, llegaron a Las Vegas. Y dio igual que ambas
hubiesen visto mil veces en la televisión cómo era la ciudad, porque les
pareció tan impresionante como si fuese la primera vez que oían hablar de
ella.
Era la primera vez que Harriet salía del Estado de Washington, y se dijo
que, a pesar de los nervios que le encogían el estómago cada vez que
pensaba en el tema del matrimonio, había valido la pena intentarlo solo
por tener la oportunidad de ver un mundo completamente nuevo. Años
atrás, cuando todavía se permitía soñar despierta, había fantaseado con
viajar a París, Roma, Barcelona, Nueva York y mil lugares más. Descubrir
rincones nuevos. Probar sabores exóticos. Conocer costumbres diferentes.
Tardó un tiempo en comprender que no estaba destinada a ser una de
esas mujeres aventureras que se cuelgan una mochila a la espalda sin
pensárselo dos veces.
—¡No me puedo creer que estemos aquí! —exclamó Angie, rompiendo el
hilo de sus pensamientos.
—Y eso que la idea ha sido tuya.
—¡La mejor idea del mundo!
—Entonces mejor no pensemos cuál sería la peor. —Atravesaron las
puertas del hotel entre risas, se acercaron al mostrador y pidieron las
llaves de la habitación que compartirían durante los próximos dos días—.
Puede que esa lámpara de araña valga más que la mitad de Newhapton. Es
inmensa —comentó Harriet con la vista clavada en el techo del hall,
sintiéndose muy poca cosa frente a la majestuosidad de aquel lugar; los
muebles de estilo clásico prometían costar una fortuna, la moqueta estaba
inmaculada y hasta los bolígrafos que había en recepción eran de una
conocida marca.
Angie la agarró del brazo cuando consiguieron las llaves.
—Vale, antes de cometer ninguna tontería, tenemos que estructurar bien
qué pasos vamos a seguir. Y no se me ocurre ningún lugar mejor para
hacerlo que en la piscina del hotel, ¡ esta!, ¡bien! Esto va a ser genial. —
Aplaudió y varios huéspedes que subían con ellas en el ascensor las
miraron por encima del hombro—. Ahora en serio, qué alegría no ver ese
horrible cielo gris. Gris ceniza. Gris aburrimiento. ¿Has visto el azul de
este cielo? ¿Has visto el sol? Por cierto, tenemos que comprar crema solar.
Es importante que no parezcas una langosta para poder encontrarte un
marido decente.
—En realidad, se supone que tenemos que encontrar a alguien poco
decente.
—Esa es la teoría de Jamie. No tiene ningún fundamento.
Salieron del ascensor y caminaron por el pasillo del hotel arrastrando
las maletas sobre la moqueta púrpura.
—Yo estoy de acuerdo con él. Es mi marido, es mi elección. —Harriet
alzó un dedo en alto a modo de advertencia; quería dejar las cosas claras
antes de que la situación se descontrolase todavía más (si es que eso era
posible)—. Seguiremos el plan de Jamie. Buscaré a alguien alocado,
irresponsable, que parezca poco de ar. Alguien lo su ciente pasota e
idiota a quien no le importe en absoluto estar casado con una
desconocida. Que no dé valor a las cosas y pueda tomarse una situación
que a otros preocuparía como un tema de risa con el que bromear con sus
amigotes.
—Ya vale, lo capto. Así que vamos en busca de un capullo integral.
—Eso es.
A juego con el resto de las instalaciones del hotel, la piscina era inmensa;
de un azul cobalto, parecía imitar la forma sinuosa de una lombriz, y el
césped cubría el suelo de cierta monotonía solo rota por las altas palmeras
y las tumbonas blancas.
Harriet y Angie se habían dado un chapuzón nada más bajar de la
habitación del hotel y ahora estaban tumbadas bajo el ardiente sol
matinal. Ninguna de las dos estaba acostumbrada al sofocante calor, así
que no tardaron en pedir un zumo tropical con hielo.
—Repasemos el plan una vez más —prosiguió Angie. No habían parado
de hablar de lo mismo desde la llegada a la ciudad—. Buscamos a un tío
capullo, a poder ser esta noche. Es mejor terminar el trabajo sucio cuanto
antes —apuntó, como si estuviesen planeando atracar una sucursal
bancaria—. Te insinúas. Nada demasiado exagerado. Bebemos unas copas,
le damos la bienvenida al modo «desfase total», y, cuando la cosa esté bien
empapada del ambiente caótico de Las Vegas, sale a relucir el tema de la
boda improvisada como si fuese algo guay, algo loco y genial.
—Qué sencillo —masculló Harriet.
—No seas negativa. Solo necesitamos un golpe de suerte. Mucha gente se
casa en Las Vegas sin desearlo realmente, ¿por qué no ibas a lograrlo tú?
—Cada minuto que pasa soy más consciente de que no deberíamos estar
aquí. Ha sido un error. No sé cómo me he dejado convencer de que
semejante locura podría salir bien. —Dejó el zumo sobre le mesita
redonda que había entre ambas tumbonas—. En primer lugar, porque no
se me da nada bien actuar. Angie, por favor, en el colegio, siempre hacía de
arbusto o de estrella o… de cualquier cosa inmóvil y muda. ¿No te
acuerdas? Y, en segundo lugar, tampoco sé ligar. En serio. No sé. Requiere
práctica y experiencia, y sabes que yo dejé de interesarme por los tíos
desde lo de Eliott y…
—Relájate.
—Este plan es un fracaso y no dejo de sentirme mal por haber aceptado.
¡Prometo que os devolveré el dinero de los billetes de avión!
—¡Deja de decir chorradas! Es tu regalo de cumpleaños. —Angie se
levantó las gafas de sol y se incorporó para poder mirar a su amiga—. Está
bien. Fuera presión. Por ahora, olvida la razón por la que estamos aquí y
limítate a disfrutar del momento. Tengo el presentimiento de que todo
saldrá rodado si conseguimos que mantengas la calma. Así que relájate.
Túmbate —dijo mientras hacía eso mismo—. Cierra los ojos. Y siente el
calor del sol sobre la piel… ¿No te parece una sensación maravillosa?
Harriet hizo lo que le pidió.
Casi todo. Excepto cerrar los ojos.
Algo que agradeció cuando su mirada tropezó con el tío que acababa de
salir de la piscina y caminaba hacia ella. Harriet advirtió un ligero cambio
de ritmo en sus pulsaciones. Tragó saliva, nerviosa. Fue como si la
zarandeasen sin previo aviso.
No era el chico más guapo que había visto en su vida. No, no lo era, pero
sí tenía un atractivo diferente, masculino, travieso. Llevaba un bañador de
color rojo que marcaba la línea de las caderas y dejaba entrever la forma
en uve en la que terminaban los abdominales. Harriet pensó en cómo
sería deslizar las manos por el torso mojado, repleto de diminutas gotitas
de agua, dejar que los dedos trazasen un camino sobre la cálida piel
morena y después… y después dejó de imaginar qué sentiría, al alzar la
vista y encontrarse con sus impactantes ojos verdes. Unos ojos que
estaban jos en ella. Tenía una mirada salvaje, intensa.
Literalmente, dejó de respirar al descubrir que él iba directo hacia ella,
recordándole a un tigre hambriento y sigiloso. Pero tan solo fue una falsa
alarma. El chico la miró una última vez, le dedicó una sonrisa
indescifrable y pasó de largo dando grandes zancadas sobre el crujiente
césped.
Harriet tardó alrededor de cinco minutos en lograr que dejaran de
hormiguearle las palmas de las manos. ¿Qué demonios…? Ella no
reaccionaba así. Ella era racional, serena, sensata. O había aprendido a
serlo a la fuerza. Y le gustaba su losofía de vida.
—¿Estás bien?
Dejó de soñar despierta al escuchar la voz de Angie.
—Sí. Mejor que nunca.
—Eso es un «no». —Angie suspiró y bebió el último trago de su zumo—.
Lo mejor será que subamos a la habitación para dejarlo todo preparado.
Así te quedarás más tranquila. Todavía tenemos que decidir a qué local
acudir esta noche, pediré en recepción que nos recomienden unos
cuantos.
Habían acordado no ir a un local de juego ni al casino del hotel porque,
por lógica, cualquier tío que se encontrase ahí estaría demasiado ocupado
perdiendo su dinero. Era mejor buscar algún sitio donde hubiese buena
música y pudiesen tomar una copa.
—De acuerdo. Vamos.
Harriet se levantó de su tumbona y, mientras cogía la toalla y la doblaba,
aprovechó para echarle un vistazo al chico del bañador rojo. Estaba
tumbado unos metros más allá, acompañado de otros dos amigos que
tendrían su misma edad. Se había puesto unas gafas de sol y ella tuvo la
estúpida certeza de que, de no ser así, podría haber disfrutado del verde
de sus ojos incluso a pesar de la distancia. Reía de algo que acababa de
decir el único rubio del grupo. Y tenía una forma de reír perfecta. El tipo
de carcajada despreocupada que denotaba lo poco que le importaba lo que
pensasen de él y que rea rmaba su nula intención de pasar desapercibido.
Es decir, que era exactamente igual que Harriet. Pero al revés.
Año 2015
(Parte 2)
Luke deslizó un dedo por el cristal del expositor mientras ella parecía
pensar qué decir. No era la única que estaba nerviosa. Él llevaba casi dos
años esperando ese momento, buscando a la misteriosa joven con la que
se había casado durante un n de semana de juerga. No esperaba
encontrarse a alguien así. Apenas recordaba a la rubia con la que se
emborrachó, pero los pocos detalles que había memorizado no tenían
nada que ver con esa chica dulce e inofensiva que tenía enfrente.
El cabello rubio le llegaba a media espalda y se ondulaba ligeramente en
las puntas. Tenía un cuerpo menudo y delgado, aunque Luke rápidamente
adivinó que su talla de sujetador era más que aceptable. Y sus ojos eran de
un increíble color avellana y estaban repletos de luz, de vida. Él se obligó a
calmarse cuando vislumbró en esos mismos ojos un atisbo de temor.
—No voy a hacerte daño. Solo quiero entenderlo. Y conseguir el divorcio,
claro.
Harriet le sostuvo la mirada unos instantes, sopesando si era de ar o si,
por el contrario, podía resultar peligroso.
—Tenía que casarme con alguien —confesó nalmente apenas en un
susurro inaudible—. Antes de morir, mi padre puso una cláusula en su
testamento para que no pudiese acceder a su herencia a menos que
contrajese matrimonio. No era gran cosa, pero necesitaba el dinero para
poder montar la pastelería. —Hizo una pausa tras hablar
atropelladamente—. Así que mis amigos me regalaron un billete de avión
con destino a Las Vegas y la intención de que lograse encontrar un
marido… El resto de la historia, en n, creo que sabes cómo terminó todo.
—¿Te estás quedando conmigo? ¿Tengo pinta de imbécil?
—Es la verdad.
Luke comenzó a caminar de un lado al otro de la tienda y se llevó las
manos al puente de la nariz. Aquello no tenía ningún sentido y no era lo
que esperaba averiguar al ir hasta allí, conduciendo durante más horas
seguidas de lo aconsejable. Luke se sentía perdido, muy perdido. Hacía
tiempo que lo acompañaba la sensación de no encontrar su lugar en el
mundo, de no tener nada útil que hacer con su vida; el hecho de
desenmascarar a su esposa misteriosa se había convertido en una especie
de obsesión durante el último año y pico porque, de algún modo retorcido,
era lo único «interesante» que había trastocado el curso de sus días. Así
que, cuando su abogado le aseguró que había conseguido una dirección de
un establecimiento comercial a su nombre, no dudó en poner rumbo allí
porque, ¿total?, tampoco tenía nada mejor que hacer.
—Di algo. Cualquier cosa…
Luke tardó unos segundos en contestar.
—Quiero el divorcio. Mañana. Sin excusas. Pasaré a recogerte a primera
hora.
—Pero… ¡no! ¡No puedo! Por favor…
—¿Qué más te da? —Luke la miró con cierto desprecio—. Ya has
conseguido lo que querías, ¿no? Tienes tu jodida herencia, así que deja de
entrometerte en mi vida, a menos que desees que te acuse de fraude.
Porque ambos sabemos que eso es exactamente lo que has hecho.
—Tú no lo entiendes…
—Entiendo que me piro. Y que me importa una mierda todo lo demás.
Te recogeré a las ocho y, si es necesario, iremos hasta Seattle, pero te
aseguro que mañana seré un hombre soltero.
Y, sin más, levantó la persiana con una brusquedad innecesaria,
produciendo un ruido ensordecedor, y salió del establecimiento tan
rápido como había llegado.
Bajó la maleta del coche mientras ella sacaba las llaves del bolsillo de su
chaqueta y abría la puerta de la entrada. Harriet había aceptado su oferta,
y, tras ver la casa, Luke ya no estaba tan seguro de que hubiese sido una
buena idea. Debería haber seguido todo recto por la costa hacia cualquier
otro lugar, porque aquel sitio era prehistórico y temía que se derrumbase
en cuanto soplase un poco de viento.
Era una casa de madera que alguien había intentado pintar de un azul
celeste muy feo. La pintura estaba desconchada y a trozos. El tejado a dos
aguas estaba sucio, y el canalón, repleto de hojas secas, barro y otras
sustancias no identi cables; si era capaz de distinguir aquello desde abajo,
no quería ni pensar qué descubriría si un día le daba por subir allí. El
porche estaba algo descuidado y las tablas de madera crujieron cuando
subió los escalones que conducían a la entrada. Harriet abrió la puerta y lo
invitó a pasar.
—Pues ya hemos llegado.
—Al n del mundo, por lo que veo.
El interior conjuntaba con la fachada. La madera necesitaba un buen
repaso y los muebles tenían pinta de ser muy antiguos. El comedor era
pequeño, con un televisor, un sofá y una mesita auxiliar sobre una
alfombra de pelo grueso y suave.
La cocina era la única estancia decente. Tenía un gran ventanal y en las
repisas había docenas, ¡cientos!, de botecitos de especias e ingredientes
que Luke desconocía. Había múltiples estanterías con diferentes
utensilios, cajas de latón y tarros de cristal llenos de hojas secas. Y en el
centro, en la isla que presidía la habitación, un solitario vaso con agua y
cinco margaritas frescas.
—Luego te explicaré dónde guardo cada cosa, pero te agradecería que no
revolvieses mucho la cocina —dijo Harriet con voz monótona.
Parecía agotada y algo triste, pero Luke se estaba cansando de esa
especie de altruismo que le embargaba en su presencia. A él le daba igual
que su padre fuese un idiota, la mierda de la herencia y todo lo demás. Y
si había cedido a esos cinco meses de margen (aunque no estaba seguro de
que fuese a cumplir con su palabra) era porque estaba aburrido y no tenía
nada mejor que hacer que quedarse por allí y perder un poco de tiempo. A
sus días siempre le sobraban horas. De cualquier modo, sabía que en
menos de una semana estaría harto de aquel pueblo y huiría despavorido
a…, bueno, a donde fuese. Todavía no lo había decidido.
—Vale. No tocaré la cocina. Pero necesito que me des la clave del wi .
Harriet lo miró en silencio unos segundos.
—No tengo internet.
—Déjate de bromas.
—Va en serio. No tengo.
—¿Y qué coño haces todo el día aquí metida?
Contrariado, Luke miró a su alrededor.
Aquel lugar resultaba ahora todavía más claustrofóbico.
—Trabajo por la mañana y por la tarde en la pastelería, y la mayoría de
las noches en un pub, de camarera. No tengo tiempo para nada más y, de
todas formas, nunca he usado mucho internet. Solo un par de veces, en la
cafetería que hay al lado de la plaza.
Puede que sí que hubiese una vida peor que la suya: la de la chica que
tenía enfrente. Decidió compadecerse de su patética existencia y no hurgar
más en ello.
—¿Dónde está mi habitación?
—No tienes habitación. Solo hay una y no pienso compartirla. Incluso
aunque tuviese algún cuarto para invitados…, no me sentiría segura
durmiendo bajo el mismo techo con un extraño.
—Pensaba que teníamos un trato.
—No te conozco de nada. No me fío de ti.
—Si quisiese hacerte daño, no estaría aquí hablando tranquilamente y
malgastando todas mis reservas de paciencia. Y, hazme caso, la estás
agotando.
—Puedes dormir en el cobertizo.
Harriet abandonó la cocina y Luke masculló una maldición por lo bajo
antes de caminar tras ella. Salieron por una puerta trasera a una especie
de terraza llena de cojines, más tarros de cristal con hojas y una mesita
baja que estaba en las últimas. Enfrente, los primeros árboles que
conducían al bosque se apoderaban del terreno sobre el que crecían
algunas ores silvestres y había una cabaña también de madera, pequeña,
solitaria.
—Ahí es.
—Ya lo había deducido yo solito.
—No está tan mal. Si te esperas a que regrese esta noche, puedo
arreglarla un poco y preparar la cama y limpiar el…
—Me bastará con que me dejes unas mantas —la cortó con una especie
de gruñido, y, por primera vez desde que había pisado Newhapton, ella le
sonrió. Una sonrisa contenida y tímida.
—Voy a por ellas. Mientras, puedes ir echándole un vistazo.
Pero no hacía falta que lo sugiriese, porque Luke ya había puesto rumbo
hacia el cobertizo. Tuvo que golpear la puerta con el hombro para
conseguir abrirla, así que supuso que hacía mucho que Harriet no entraba
allí. Partículas de polvo volaron por el aire y él tosió. Olía a madera
húmeda. Demasiado húmeda. Solo había una ventana, que estaba sucia y
atascada. Un montón de cajas de cartón amontonadas al fondo le dieron la
bienvenida, junto al colchón de tamaño individual que descansaba contra
la pared. Luke suspiró hondo y buscó algo con lo que lograr hacer palanca
para poder abrir la ventana y ventilar la estancia. Encontró una especie de
herramienta plana e intentó encajarla en la ranura.
—Apenas he entrado aquí un par de veces desde que compré esta casa —
dijo Harriet, que apareció en la puerta cargada con sábanas, mantas y unas
bolsitas con aroma a lavanda que fue colgando aquí y allá, en cualquier
saliente que encontró.
—Déjalo. Casi pre ero el olor a humedad.
—¿En serio? —Se llevó una de las bolsas a la nariz—. Huele genial.
—Lo que tú digas.
Mientras Harriet tendía el colchón en el suelo, Luke logró por n abrir la
ventana con un chasquido. La subió todo lo posible y el aire gélido
penetró en la estancia. Mucho mejor así.
—¿A qué te dedicas? —Ella lo miró de reojo al tiempo que metía las
puntas de las sábanas bajo el colchón y la estiraba todo lo posible,
procurando que ninguna arruga quedase a la vista.
—No es asunto tuyo. Y deja de…, deja las mantas ahí, joder. Yo me
encargo, sé hacerme la cama.
—Perdona.
—¿Cuántas veces al día pides perdón?
Harriet arrugó su pequeña nariz y se dio la vuelta malhumorada y
dispuesta a regresar a la casa. Antes de que pudiese dar dos pasos, Luke
volvió a hablar.
—¿A qué hora tengo que estar listo?
—¿Listo para qué?
—Para ir al bar ese donde trabajas.
—Eso no va a suceder.
—Claro que sí. No pienso quedarme aquí haciendo, ¿qué? No hay ni una
jodida cosa que hacer. Me volveré loco antes de que hayas vuelto.
—Mis amigos ni siquiera saben todavía que estás aquí —susurró por lo
bajo, como si alguien más pudiese oírlos en aquel solitario lugar—.
Pensaba ponerlos al corriente esta noche.
—Razón de más para que vaya, así te ahorro las explicaciones, bastará
con que entre por la puerta. En serio, ¿cuándo salimos?
Harriet parecía a punto de ponerse a gritar. Y, por alguna extraña razón,
a él le gustaba poder sacarla de quicio. A primera vista, proyectaba una
imagen tan calmada, tan conformista con su sencilla vida… ¿Cómo podía
ser feliz?
—En diez minutos. Sé puntual —contestó con una brusquedad inusual
en ella.
—Tranquila, no tengo nada con lo que entretenerme. Contaré
mentalmente los segundos que faltan. Uno, dos, tres, cuatro…
Ella le clavó una mirada desa ante.
—Si te parece tan aburrido este lugar, ¿por qué no vuelves a San
Francisco? Nadie te lo impide, y es evidente que lo estás deseando.
No pensaba contestar a eso, para empezar porque ni siquiera él lo sabía.
Luke chasqueó la lengua con fastidio y señaló el teléfono móvil que
todavía sostenía en la mano. Por suerte, había cobertura. Era mejor que
nada.
—¿Te importa? Tengo que hacer una llamada.
—Menuda excusa. —Puso los ojos en blanco—. Si no eres capaz de
responder, simplemente dilo y evita quedar como un idiota caprichoso.
Harriet se alejó de allí dando grandes zancadas, cabreada. Luke sonrió,
satisfecho por, al menos, haberse casado con una desconocida que tenía su
punto divertido, y después devolvió la llamada que llevaba horas
posponiendo.
—¿Luke? ¿Eres tú? Llevo dos días intentando localizarte. Dos días.
Estaba preocupada por ti. Te he llamado un montón de veces y…
—Estoy bien —la cortó—. Esto se ha complicado un poco, pero nada más.
—¿Cuándo vas a volver?
—No lo sé. Tengo cosas que solucionar.
—De acuerdo. —Ella suspiró.
—Sally…
—Dime.
—Disfruta. —Se cambió el teléfono de oreja y lo sostuvo con el hombro
mientras colocaba una de las dos mantas que Harriet le había traído—.
Disfruta de todo. Ya sabes. Haz lo que te apetezca.
—Es lo que siempre hago.
—Tengo que colgar.
—¿Cuándo volveré a saber de ti?
—No lo sé. Te llamo en unos días.
—Eso espero.
Luke nalizó la llamada, terminó de hacer la cama y cerró la ventana del
cobertizo antes de salir.
4
Luke omitió decir que también era dulce e inofensiva. Antes de llegar,
los únicos recuerdos que tenía de ella se ajustaban a una de nición
diferente: se le había quedado grabado en la memoria el vestido rojo y
ceñido que llevaba aquella noche en Las Vegas y esa forma de bailar que
tenía, tan despreocupada y libre… No tenía nada que ver con la chica más
retraída y cauta que había conocido estos últimos días. La Harriet de
verdad vestía casi siempre con vaqueros y gruesos jerséis o camisetas
cómodas.
Luke volvió a centrarse en el móvil cuando escuchó a las mujeres que se
habían sentado tras él hablar de no sé qué esta que iban a organizar por
motivo del bicentenario de Alfred Greg, fundador de Newhapton. Un
aburrimiento de conversación.
Rachel: ¿Os habéis hecho amigos?
Luke: Algo así. No está tan mal. Al lado de tu novio, es soportable.
Mike: Eh, corta el rollo.
Jason: Eso. Dinos cuándo vuelves.
Luke: Os lo acabo de decir. No lo sé.
Rachel: A mí me parece bien que hagas esta especie de pausa en tu vida, puede que
necesites tiempo. Pero cuando regreses te quiero al cien por cien otra vez. Cuando
vuelvas… no habrá excusas. No soporto que estés triste.
Luke: Me gusta lo de «hacer una pausa». Suena bien.
Le dio un trago a la cerveza que el camarero había traído y deslizó los
pulgares sobre el teclado del teléfono, mientras las mujeres sentadas a su
espalda seguían con su irritante conversación:
—Tuve razón desde el principio —sentenció una de ellas con voz
autoritaria—. Que esté viviendo con uno cualquiera lo con rma, ¿de
dónde lo habrá sacado?
—¿Pero es eso cierto? —preguntó otra.
—¡Claro que sí! Lo han visto en la pastelería y en el bar del zarrapastroso
y la maleducada de su amiga. Tuve suerte de que mi hijo consiguiese
desprenderse de ella a tiempo. A saber de quién sería ese bebé, ¡no quiero
ni pensarlo!
—Pobre Eliott…
—Todas sabemos que Harriet Gibson hubiese sido capaz de hacer
cualquier cosa con tal de retenerlo a su lado. Cualquier cosa —repitió.
Luke se levantó de golpe y la mesa se tambaleó levemente. No sabía
exactamente por qué, pero estaba furioso. Muy furioso. Se dio la vuelta
hasta encararse con la mujer de cabello pelirrojo que había estado
echando pestes sobre Harriet y ella abrió la boca con sorpresa al advertir
quién era.
Él le dedicó su sonrisa más macabra.
—Debería aprender a mantener la boca cerrada si no tiene nada
interesante que decir —siseó—. Así usted no malgasta saliva y los demás
evitamos escuchar estupideces. ¿No están de acuerdo, señoras? —Miró a
las demás, que agacharon la cabeza de inmediato—. Que les aproveche el
café. —Dio un paso al frente, dispuesto a marcharse, pero volvió a girarse
—. En realidad, retiro lo dicho. Las mentiras hacen daño al niño Jesús —
bromeó—, espero que se atraganten. Buenas tardes.
Mientras salía de la cafetería, intentó no reír ante el gritito agudo que
emitieron dos de las presentes. Bufó. Detestaba a la gente que juzgaba a
las espaldas. No es que eso justi case por qué había reaccionado de un
modo tan… brusco, pero puede que fuese porque le estaba cogiendo un
poco (muy poquito) de cariño a Harriet. Y, cuando Luke se encariñaba con
alguien, lo hacía de forma incondicional.
Recostó la espalda contra la pared de la parte de la cafetería que no
estaba acristalada y se despidió del chat que tenía abierto con Mike,
Rachel y Jason, prometiéndoles que cogería las llamadas a partir de ahora.
Después, le aseguró a su madre que estaba comiendo más que bien. Y
nalmente le escribió un mensaje a Sally: «Sigo sin saber cuándo volveré.
No cuentes conmigo. Tú pásatelo bien, no pienses en nada y disfruta.
¿Recuerdas lo que hablamos aquella noche en el bar? No nos queda nada
más que el presente».
7
Sentado en el suelo del cuarto de baño, recostado contra la pared, Luke rio.
Harriet acababa de tirar por el retrete la cena y el licor de cereza y seguía
arrodillada sobre las frías baldosas azules. Llevaban allí un buen rato, por
si acaso le quedaba algo más en el estómago. Parecía ser que no.
—¿Qué demonios te hace tanta gracia?
—La pinta que tienes. Tendrías que verte —volvió a reír—. Estás
horrible.
—Lo que toda mujer quiere oír después de vomitar delante de un
desconocido.
—Creo que esto ha a anzado nuestro nexo de unión.
—¿Por qué siempre que apareces en mi vida termino igual?
—Bueno, he estado más de una semana sin emborracharte desde que
puse un pie en esta aldea. Eso debería contar. —Luke se incorporó con
cierta di cultad y estiró el brazo hacia ella—. Dame la mano, abejita, te
acompañaré a la cama.
—Deja de llamarme así. Y puedo sola, gracias.
—No discutas. Venga, andando.
Harriet puso los ojos en blanco, aceptó su ayuda para levantarse y luego
caminó hasta la habitación con Luke pisándole los talones. Estaba bien.
De verdad que sí. Seguía notando el estómago revuelto y un poco los
efectos del alcohol, pero nada realmente preocupante. Él esperó frente a su
cama mientras ella se cubría con las mantas y ahuecaba la almohada.
—¿En serio esto es necesario?
Luke sonrió débilmente y apagó la luz de la lamparilla antes de salir y
dejar la puerta entornada. Ella respiró hondo un par de veces, intentando
calmarse, mientras se concentraba en los atrapasueños pequeñitos que
colgaban del techo. Demasiadas novedades en su vida en tan poco
tiempo… No estaba segura de dónde encajar esas nuevas piezas que
habían aparecido de la noche a la mañana en el puzle de su día a día. Se
dio la vuelta en la cama, atenta a los ruidos que provenían de la cocina:
dedujo que Luke estaba recogiendo la mesa y lavando los platos. Quiso
levantarse y decirle que dejase de hacer aquello y se marchase ya al
cobertizo, pero el sonido de la lluvia golpeteando contra el tejado era
extrañamente melódico y reconfortante, y al nal dejó que el sueño se
apoderase de ella.
La casa de Barbara Flaning estaba al otro lado del pueblo, también en los
límites que separaban Newhapton de los frondosos bosques de la zona.
Tenía una terraza enorme, repleta de macetas con plantas que ella cuidaba
con mimo, y el interior era muy luminoso, con los muebles blancos y las
cortinas del mismo color, algo poco común en aquella zona más rural.
Le dio un fuerte abrazo a Harriet en cuanto abrió la puerta y, tras
anunciarle que Angie acababa de llegar, ambas se encaminaron hacia el
salón. Le preguntó por qué no estaba trabajando y ella se excusó
diciéndole que se había encontrado mal la pasada noche antes de cambiar
rápidamente de tema.
—Estás bronceada. Estás guapísima —alabó Harriet.
—¿Verdad? Al parecer mi madre se ha pasado las vacaciones tostándose
al sol.
Angie le dejó un hueco en el sofá, sin apartar la mirada del ordenador
portátil que estaba sobre la mesita principal. No despegó la mirada de la
pantalla mientras movía los dedos con un poco de torpeza sobre el
teclado.
—Y practicando surf. —Barbara sonrió con alegría—. Bueno, en realidad
solo nos metíamos en el agua con la tabla bajo el brazo. California es el
paraíso. Oh, y ese profesor de surf… todo un espectáculo. Se llama Alex
Harton y, si no fuese porque está casado y podría ser mi hijo, yo…
—¡Mamá! —Angie la fulminó con la mirada—. Deja de babear; al menos,
mientras yo esté delante. Gracias. Su ciente tengo ya con la noticia del
tontaina ese…
—¿Qué tontaina? —Harriet dejó el bolso sobre el brazo del sofá.
—¡Mi amigo!
—Tengo un nuevo papá —repuso Angie.
—¡No es verdad! Jerry y yo solo nos estamos conociendo. De momento.
Por eso necesito que conectes el dichoso internet. Quiero seguir hablando
con él. —Miró a la joven rubia—. Es de Texas y también estaba allí de viaje.
¡Lo pasamos en grande! Te habría caído muy bien, ¡es tan bromista! Me
enseñó a usar Falebuck para que pudiésemos estar en contacto.
—Es Facebook. —Angie puso los ojos en blanco.
Harriet estalló en una carcajada, todavía incrédula ante la situación.
Conocía a Barbara desde siempre y jamás la había visto tan alegre, tan
rejuvenecida, tan enérgica. Tras el complicado divorcio, se había encerrado
demasiado en sí misma. Ese viaje y la aparición del tal Jerry eran casi
como una bendición. Incluso aunque la cosa no llegase a fraguar, ya
signi caba haber dado un gran paso hacia delante.
—¡Ya está bien, chicas! Parad de hablar de mí —dijo, intentando acallar
las risas de ambas—. Cielo, Angie me ha contado lo de tu marido, ¿qué se
supone que vas a hacer? —Se sentó a su lado en el sofá y las pulseritas de
colores que había comprado en un mercadillo de Los Ángeles tintinearon
suavemente—. Si te puedo ayudar de alguna manera, ya sabes que solo
tienes que pedírmelo, ¿verdad?
—Gracias, pero todo está bien.
—Si omitimos que tienes a un desconocido en tu casa —repuso Angie
antes de volver a centrar su atención en el ordenador.
—¿Por qué permitiste que ayer no fuese a trabajar?
La morena lanzó un suspiro y bajó la tapa del portátil.
—Luke vino a hablar conmigo y me preguntó por tus días libres. Le dije
la verdad: que jamás pillas ninguno y que estamos hartos de intentar
obligarte a hacerlo. Y por una vez, y sin que sirva de precedente, tiene
razón en algo: necesitas tomarte un respiro más a menudo. Así que ve
preparándote para ir cogiendo las noches libres que te quedan. Durante el
próximo mes no quiero verte por ahí a menos que te necesitemos como
refuerzo, ¿queda claro?
—¡No! ¡Ni en broma! Quítate esa idea de la cabeza.
—¿Tengo que recordarte quién es el dueño de ese local? —sonrió—.
O cialmente, estás de vacaciones. Como mucho, te dejo que sigas trayendo
los dulces que sobren del día y que me hagas compañía alguna que otra
noche. —Le dio un beso en la mejilla y volvió a subir la tapa del
ordenador.
Harriet permaneció pensativa.
—Luke dijo que os encontrasteis por la calle. No me contó que te hubiese
buscado a propósito para hablar contigo.
—Ese chico miente más que habla.
—Eso me preocupa… —Barbara se recogió los rizos castaños en una
especie de moño y después acogió la mano de Harriet entre las suyas,
infundiéndole cariño—. Cielo, no puedes arte de alguien a quien no
conoces.
—Y no me fío. Sabes que no me fío de nadie.
—Menos de nosotras —le recordó Angie.
—Menos de vosotras, claro, y de Jamie —puntualizó, y luego arrugó la
frente con malestar—. Pero ahora mismo no tengo otra opción. Las cosas
son así. Tiene todas las de ganar, podría quedarme sin nada tan solo si
abriese la boca.
Barbara pareció angustiarse y olvidar momentáneamente esa actitud
tan zen que se había traído consigo desde California. Soltó la mano de
Harriet y se entretuvo retorciendo las suyas con gesto nervioso.
—¿Qué sabes de él? ¿Cómo es?
—Pues… —Hubo un silencio—. Tiene dos hermanas. Se crió con ellas y
con su madre y su abuela porque su padre murió antes de que él naciese.
Y le gusta la tarta de queso y mezclar lo dulce y lo salado y…
—Eso son meras cosas anecdóticas. Podría estar contándote un montón
de mentiras. —Angie negó con la cabeza, pero su rostro se iluminó de
repente cuando jó otra vez la mirada en la pantalla del portátil—. Oye,
¿cómo era su apellido?
—Evans. Luke Evans. ¿Por qué quieres saberlo?
«Luke Evans», tecleó rápidamente mientras se mordía el labio inferior.
Las tres se inclinaron a la vez hacia el ordenador, mientras Google tardaba
una eternidad en cargarse. Y, de pronto, aparecieron varias noticias
relacionadas con ese nombre. Harriet sintió cómo su corazón se aceleraba,
«pum, pum, pum». Dios… ¿Y si realmente sí era alguien peligroso? ¿Y si
había atropellado a alguien y se había dado a la fuga y por eso quería
quedarse en aquel diminuto pueblo durante un tiempo…?
—Es… —Angie leyó entre líneas, tras abrir una primera noticia de un
periódico local—. Era jugador de fútbol. Estuvo a punto de char por los
Oakland Raiders. ¡Joder! ¡Qué fuerte!
—¡Esa boca, señorita! —la regañó su madre, y abrió mucho los ojos
cuando inspeccionó más de cerca la foto de un Luke un poquito más
joven, vestido con el equipaje del equipo de la universidad de Stanford—.
¿Este muchacho de aquí es tu marido? ¡Santo Dios! No me extraña que lo
dejes quedarse en tu casa.
Harriet asintió en silencio, ajena a sus palabras, sin dejar de intentar
averiguar qué decía el artículo. Su curiosidad iba en aumento. No debería
intrigarla tanto, pero…
—¡Mamá!
—¿Qué más dicen de él?
—Parece ser… —Angie clicó con el ratón para bajar—. Creo que se
lesionó. Aquí pone que era la estrella del equipo universitario cuando
estaba en tercer curso y que tenía varios contratos sobre la mesa. Leo el
resto: «El agente de Luke Evans ya había apalabrado con la directiva de los
Oakland Raiders su inminente chaje cuando, una semana más tarde, el
jugador sufrió una rotura que impidió que el contrato llegase a cerrarse.
En su lugar, su compañero Dylan Martin se vio bene ciado por esta
situación y consiguió cerrar un trato con…».
—Déjame ver.
Harriet se hizo un hueco frente al ordenador y entró en cuatro enlaces
más de noticias, pero todas ellas decían exactamente lo mismo. La lesión.
El contrato que no llegó a rmarse… Hasta que encontró una en la
segunda página que era más reciente y tenía que ver con un colegio
privado de San Francisco. La leyó.
«El entrenador Luke Evans, antiguo jugador, quedó segundo en la
clasi cación anual de los clubs juveniles del Condado. Como
reconocimiento a su labor, la dirección del colegio le otorgó el premio
extraordinario que cada año se reparte entre los integrantes de las
actividades extraescolares. Además, anunciaron que para la próxima
temporada se destinarán más fondos para el equipo de fútbol, con la
intención de potenciar el deporte y la disciplina entre los alumnos».
Contempló con atención las dos fotografías que había al nal del
artículo. Aunque no eran demasiado grandes, en ambas se podía
distinguir a Luke en el lado derecho y al equipo al completo con una
equipación de color azul celeste. En la primera, los críos apenas tenían seis
o siete años, pero en la segunda eran ya chavales adolescentes. Dedujo
que, por aquel entonces, entrenaría a ambos equipos.
—Era entrenador… —susurró Harriet y miró a Angie de reojo—. Como el
padre de Jamie —añadió, pues era él quien se ocupaba hasta ahora del
único equipo que había en Newhapton, al que asistían también algunos
chicos de los pueblos de alrededor.
—¿Quién lo iba a decir?
Las tres permanecieron unos segundos en silencio, asimilando la
noticia. Harriet entendió entonces el tatuaje que llevaba en el hombro: era
el escudo del equipo de la universidad, lo había visto antes en alguna
ocasión.
—¿Por qué no me habrá dicho nada?
—No sabía que fueseis tan amiguitos. En serio, ¿qué rollo te traes con él?
Vale que tiene su punto, lo admito, ¡pero utiliza la cabeza!
—¿Punto? ¡Tiene un puntazo, hija!
Ambas ignoraron a Barbara.
—No sé por qué lo odias tanto. Es simpático. Es divertido. Y me ayuda
con la pastelería y las cosas de casa y…
—¡No quiero que nadie te haga daño! —gritó.
—¡Angie! —Su madre le lanzó una mirada feroz—. Deja de intentar
controlar todo lo que ocurra en la vida de Harriet. Puede enfrentarse a esto
sola. Y, si necesita ayuda, nos la pedirá, ¿verdad que sí, cielo?
—Claro.
—Pero…
—¡No más «peros»! —exclamó Barbara—. No puedes escudarte siempre
en cosas que ocurrieron en el pasado para justi carte cada vez que te
comportes de un modo sobreprotector. ¡Y luego soy yo la que exagera y se
preocupa por todo…!
—¿Insinúas que me parezco a ti?
—No lo insinúo, hija. Lo a rmo.
—¡Ah! ¡No digas eso! —Angie se puso en pie de un salto—. ¿Sabéis…?
Tengo que irme, llego tarde y Jamie estará esperándome.
Se despidió de ambas dándoles un beso rápido en la mejilla y un
minuto después se oyó el golpe de la puerta principal al cerrarse. Harriet
suspiró hondo y negó con la cabeza antes de hablar:
—Será mejor que yo también me marche ya. Me alegra que disfrutases
de esas vacaciones. De verdad. Te veo mejor que nunca.
Las dos se incorporaron a la vez, pero Barbara posó la mano sobre el
hombro de Harriet antes de que pudiese dar un paso al frente.
—¡Ay, cielo! Lo estaba hasta que volví y me enteré de lo del chico ese. No
quería decir nada más delante de mi hija porque ya sabes que se preocupa
demasiado por ti…
—Sabía que solo estabas ngiendo —rio suavemente.
—Quiero conocerlo.
—No sé si va a gustarte…
Si pudiese conseguir que mantuviese esa boca suya cerrada durante un
rato, quizás hiciesen buenas migas. Pero eso parecía más difícil que ser
escogida como tripulante de una nave espacial en busca de agua en Marte.
Se mordió el labio inferior.
—Tienes dos opciones: o bien me aseguras que lo traerás aquí el primer
día que puedas salir temprano y venir a cenar o… me pasaré por la
pastelería esta semana.
—¡No, no, por Dios! —Se llevó una mano al pecho y dejó escapar una
risita nerviosa—. Luke vendrá a cenar. Lo prometo.
—Buena chica.
Barbara le palmeó la cabeza con cariño mientras caminaban hacia la
salida. Los primeros meses que la pastelería había estado abierta habían
sido una especie de in erno por culpa de las continuas visitas de la madre
de Angie. No dejaba de limpiar, de recolocar los pocos muebles que había,
de inmiscuirse en las recetas que ella hacía, de toquetear el mostrador y
cambiar la disposición de los dulces… Ya había ocurrido una situación
similar cuando Jamie había abierto el pub años atrás. Barbara no podía
dejar que nada escapase de su control y, a pesar de lo mucho que la
querían, acababa con la paciencia de cualquiera. Así que, una tarde, muy
amablemente, todos le habían rogado un poquitín de espacio. A pesar de
ello, Harriet solía llevarle algunas de las recetas nuevas que hacía para que
pudiese probarlas y opinar; al n y al cabo, había sido Barbara la que le
había inculcado su pasión por la repostería.
Cuando Harriet volvió a casa, la encontró vacía. Inspeccionó las
habitaciones, hasta que nalmente salió al jardín trasero y se acercó al
cobertizo. La puerta estaba abierta y había un montón de trastos sobre el
colchón.
—¿Luke? ¿Qué estás haciendo?
Él levantó la mirada, todavía arrodillado en el suelo, y señaló algunas
cajas que seguían amontonadas y cerradas, recubiertas por una na capa
de polvo.
—Nada. Había venido aquí para recoger mis cosas y, de casualidad, he
visto una caja llena de discos y he pensado que sería genial tener más
variedad musical en casa.
«En casa». Lo dijo así. Como si fuese lo más normal y natural del
mundo.
—¡No puedes hurgar en las cosas de los demás!
—Soy un chico muy curioso —replicó curvando los labios.
—¡Me sacas de quicio!
—Es mejor que la indiferencia —contestó—. Entonces, ¿podemos
quedarnos con ellos? Sacar el tocadiscos fue una buena idea; hace juego
con el resto de la casa, es un aparato prehistórico. Lástima que no tuvieses
una gramola.
—Muy gracioso —masculló ella—. Va, cógelos y deja de rebuscar más.
—Otra cosa —añadió antes de que ella se diese la vuelta. Cualquier
rastro de diversión había desaparecido de golpe de sus ojos—. No estoy
seguro de si ya lo sabías, pero he encontrado esto entre los discos de vinilo.
—Le tendió un montoncito de cartas, todas ellas atadas con una cuerdecita
marrón de aspecto antiguo—. No he querido indagar más, pero creo que
las cartas son de tu madre.
Harriet le echó un vistazo al nombre del remitente. Ni siquiera era
consciente de que le temblaban las manos, no podía mantenerlas quietas.
Luke dio un paso hacia ella.
—Eh, ¿te encuentras bien?
—Ellie Gibson era mi madre. Y son cartas dirigidas a papá… Durante
varios años después de que se fuese… —dijo en una especie de gemido
a igido.
—Así que no lo sabías…
—No. Claro que no. Esta caja la encontré en la buhardilla; era lo único de
mi madre que quedaba en casa y yo… Cuando me mudé la cogí sin mirar
lo que había dentro.
Se dejó caer sobre la hierba húmeda, frente a la puerta del cobertizo, y
Luke se sentó a su lado, en silencio. Ella estiró del cordel con delicadeza, el
nudo se deshizo y las cartas cayeron de entre sus manos. Cogió la primera,
aquella que tenía la fecha más antigua, y la sacó por la abertura desigual.
«Querido Fred:
No sé cuándo volveré. No me pidas que te dé una fecha, no me pidas que te
asegure que lo haré, porque ni siquiera yo misma puedo saber si eso
ocurrirá. Tú me hiciste perderme a mí misma. Tú arrancaste lo mejor que
había en mí. ¿Cómo puedes pretender que no huya? ¿Cómo crees que me he
sentido todos estos años? As xiada. Atada. Anulada.
Ellie»
Harriet sintió que se ahogaba. Dejó las cartas sobre el regazo de un
sorprendido Luke y se puso en pie. Se sacudió los pantalones vaqueros
con nerviosismo.
—¿Qué ocurre?
—Escóndelas —susurró—. Guárdalas en algún lugar donde no pueda
encontrarlas.
—¿Por qué?
—Porque si las tengo… las leeré. Y no puedo. Aún no.
Su madre no la había nombrado. Ni siquiera un «¿cómo está Harriet?».
Nada. Absolutamente nada. Entró en la casa, cogió un tarro de cristal vacío
y se internó en el bosque, intentando ignorar que la mirada curiosa de
Luke la acompañó hasta que logró escapar de su campo de visión.
Agradeció que no la siguiese, que respetase su soledad.
Cuando llegó hasta un claro del bosque, se sentó sobre el suelo cubierto
por agujas de pino, semillas arrastradas por el viento y hojas, muchas
hojas que estaban ahí solas, a la intemperie. Con delicadeza fue
inspeccionando algunas, mientras sentía los latidos de su corazón
calmarse poco a poco, y guardó en el bote las que le llamaron la atención y
despertaron su instinto protector. Al terminar, lo cerró con decisión y lo
contempló satisfecha durante unos segundos antes de alzar la mirada
hacia el cielo que se vislumbraba tras las altas copas de los árboles. Una
bandada de pájaros izó el vuelo y Harriet pensó en lo fácil que sería ser
uno de esos jilgueros, sentirse libre, escapar de la cárcel que a veces
construyen los recuerdos.
9
La rutina que habían marcado siguió intacta durante las dos siguientes
semanas. Harriet advirtió que empezaba a parecerle de lo más normal la
presencia de Luke a su alrededor y, además, este siempre solía echarle una
mano. Se le daba genial despachar a la clientela, por ejemplo. Luke tenía la
capacidad de vender cualquier cosa. Cualquiera. ¿Galletas blandas de dos
días atrás que Harriet había olvidado quitar del escaparate? ¡Vendidas! (se
prometió estar más atenta a partir de entonces, porque no dejaba de
distraerse y no podía permitirse cometer más errores). Ya le resultaba algo
cotidiano verlo untar un palito salado con chocolate con leche. Y también
que se marchase antes del atardecer para encargarse de la cena, o que a
aquellas alturas confraternizase con más de la mitad del pueblo porque,
las noches que se acercaban al pub de Jamie, se convertía en el centro de
atención sin apenas esfuerzo.
Era extrovertido, hablador (demasiado hablador) y le resultaba sencillo
entablar una conversación con cualquiera que se cruzase en su camino.
Sabía qué decir en el momento apropiado. De hecho, su voz adquiría
ciertos matices diferentes según a quién se estuviese dirigiendo. Harriet
tenía la extraña sensación de que con ella era cauto, suave. Un poco. Solo
un poco. Y que le hablaba en un tono más bajo y susurrante que al resto.
No estaba segura de que aquello le desagradase, porque era una especie de
línea divisoria que marcaba la diferencia entre ella y los demás, que la
hacía sentirse ligeramente especial a sus ojos aunque fuese por un detalle
tan tonto.
De cualquier modo, después de la noche del licor de cereza, no habían
vuelto a tocar ningún tema personal. Ella ngía no saber nada acerca de su
pasado en el mundo del fútbol y, aunque varias veces había estado
tentada de preguntarle por qué guardaba aquello con tanto ahínco para sí
mismo, no encontró el momento adecuado para hacerlo. Él tampoco había
intentado sonsacarle nada más sobre lo ocurrido con Eliott Dune ni había
vuelto a mencionar las cartas de sus padres que había encontrado en la
vieja caja de vinilos, así que pensó que era justo no inmiscuirse en sus
asuntos.
Los días pasaban volando con tanto trabajo por delante, y cuando se
tomaban un respiro, a la hora de comer o de la cena, tan solo veían la
televisión en silencio (un silencio extrañamente agradable, sencillo, fácil)
o hablaban de tonterías, como lo absurdo que resultaba que Bob Esponja
viviese en una piña debajo del mar o los bene cios de comer brócoli (Luke
odiaba profundamente las verduras).
—Así que, suponiendo que se desatase una invasión zombi en el
mundo, ¿cuál sería tu estrategia? —Él la miró totalmente serio, como si le
importase de verdad la respuesta a esa pregunta (hacía a menudo
preguntas tontas del estilo).
—Pues no lo sé. A ver… —Harriet subió las piernas al sofá y dobló las
rodillas mientras cogía un par de palomitas del cuenco. Era sábado por la
noche y acababan de ver una película de zombis con un guion que parecía
escrito por tres monos con ganas de divertirse—. Hum, ¿lo más lógico?
Supongo que irme a una isla.
—¿Cómo sabes que en la isla no habrá zombis?
—Si hubiese, simplemente me quedaría navegando a la deriva. Mira, esa
es una buena táctica. Coger un montón de provisiones, montar en un
pequeño barco y esperar hasta que alguien encuentre una cura o algo.
Luke frunció el ceño.
—¿Cuántos meses crees que podrías sobrevivir? Se ha desatado una
invasión zombi, no tienes tiempo para cargar toneladas de comida.
—Vale, dime cuál sería tu increíble plan, entonces. —Harriet engulló otro
puñado de crujientes palomitas y, al relamerse la sal de los labios, tuvo la
certeza de que Luke estaba atento a aquel pequeño gesto; sintió que se
ruborizaba y agachó la cabeza con la excusa de coger más.
Luke inspiró hondo y apartó la mirada de su boca.
—Me iría al polo norte.
—¿Perdona?
—Ya lo has oído. Todo es hielo. Kilómetros y kilómetros de hielo. ¿Y
desde cuando a los zombis les gusta el hielo? Desde nunca. Es el lugar
perfecto. Construiría un iglú y pescaría. Vida resuelta.
Harriet estalló en una carcajada.
—¡Estás fatal! Mi idea es mil veces mejor, la tuya tiene un montón de
cabos sueltos. Y si estuviese en un barco a la deriva también podría pescar,
¡y sin pasar frío!
—Esta conversación es estúpida.
—La has empezado tú, Luke.
Esa era otra de las cosas que lo caracterizaban: dar por nalizada una
conversación cuando no le interesaba seguir hablando del tema. Lo hizo
en cuanto Harriet volvió a preguntarle por sus hermanas y la relación que
mantenía con ellas; lo hizo cuando se interesó de nuevo por el tiempo que
pensaba quedarse por allí; lo hizo el día que le pudo la curiosidad y quiso
saber quién lo llamaba tan a menudo al móvil, y, nalmente, lo hizo
cuando advirtió que su plan para escapar de una invasión zombi era
patético.
Algo cambió entre ellos tras aquel encontronazo. Luke no sabía decir qué
era exactamente, porque Harriet seguía regalándole una sonrisa cada
mañana con su habitual buen humor. Pero estaba ahí. En algún lugar más
profundo, ella había retrocedido unos cuantos pasos y se había quedado
rezagada por detrás de él. Cuando hablaba de cosas banales, ya no lo hacía
de un modo tan espontáneo como antes, sino que pensaba bien qué iba a
decir y qué palabras utilizar para hacerlo.
Y a Luke le jodía aquello.
Mucho. Más de lo esperado.
Era sábado por la noche. Luke acababa de llegar al pub después de estar
un rato en la cafetería de la plaza hablando con sus amigos e intentando
comunicarse con Sally (que no le cogió la llamada). Tanto Jason como Mike
habían vuelto a preguntarle unas mil veces cuándo pensaba regresar. En
realidad, hasta él mismo era consciente de que su visita se estaba
alargando más de lo previsto. Llevaba exactamente un mes en aquel
pueblo. Un puto mes. Y se le había pasado volando. Mientras los días en
San Francisco parecían eternos y debía esforzarse por buscar algún tipo de
entretenimiento para matar las horas, allí los días se sucedían unos detrás
de otros muy juntos, con una rutina marcada y pocos sobresaltos. De
hecho, se había sorprendido al mirar el calendario.
Los clientes todavía no habían llegado, pero ese día se celebraba un
cumpleaños numeroso y le habían pedido a Harriet si podía acudir como
refuerzo. Jamie se sentó en el taburete libre que había a su lado y estiró el
brazo sobre la barra.
—Mi padre me ha dicho que cierto tío un poco raro se quedó el otro día
de pie frente a la valla mirando todo el entrenamiento. Por tercera vez
consecutiva. No te ofendas, pero empieza a resultar algo extraño…
—Pasaba por allí.
Luke se encogió de hombros.
—Ahora en serio. ¿Quieres que hable con mi padre? Necesita que
alguien lo ayude con el equipo. De hecho, está pensando en retirarse. Lleva
mil años dedicándose al fútbol y mi madre está harta de que nunca tenga
tiempo para sí mismo. Tú estás libre. Podrías ocupar el puesto hasta que
encontrásemos un sustituto.
—¿Estás de coña? No pienso perder el tiempo con chorradas. Me piraré
de aquí dentro de nada.
Harriet levantó la vista tras la barra y le sostuvo la mirada durante unos
segundos, antes de volver a centrarla en el vaso que estaba secando con un
trapo. Secar, secar, secar. Repasó los bordes con cierto ahínco.
—Déjalo, Jamie —le pidió con voz dulce.
—Que conste que lo he intentado.
Luke puso los ojos en blanco y agradeció que Angie saliese del almacén
cargada con una caja de botellas e interrumpiese la conversación.
—Hey, mañana iremos al lago, ¿os apetece venir? Harriet, podemos
esperar a que cierres la pastelería al mediodía, preparamos algo de pícnic y
asunto resuelto.
—Entre eso o dejar que me claven palitos de bambú entre las uñas,
hum… —Luke se llevó un dedo al mentón y Angie le dio un manotazo
entre risas.
—Lo traduciré por un sí.
El lago era mucho más inmenso de lo que Luke había imaginado. Las
montañas, verdes e irregulares, se cernían sobre las tranquilas aguas. Los
cuatro caminaron hasta el nal del muelle de madera. Por suerte para él,
durante aquel mes el clima había mejorado. El cielo se había desprendido
del traje gris que solía vestir y se había enfundado un esmoquin de un
brillante azul cobalto. El sol ondeaba en lo alto y bañaba el paisaje de un
tono caramelo.
Observó a la joven rubia dejar en el suelo la cestita que llevaba en la
mano y quitarse después la camiseta. Tragó saliva y, de pronto, le embargó
cierta inquietud. Llevaba unos pantalones vaqueros cortos, deshilachados,
y la parte superior de un bikini oreado. Luke sintió el extraño impulso de
estirar del lazo anudado a su cuello, liberarla de cualquier resquicio de
ropa y acariciar su piel con la yema de los dedos para comprobar si era tan
suave como parecía…
—Vamos, ¡no te quedes ahí parado! ¡Ayúdanos! —exigió Angie. A Jamie
le apetecía pescar y estaba concentrado en organizar la caja de pesca,
repleta de cositas diminutas y brillantes que Luke no hubiese sabido
catalogar. No sabía absolutamente nada sobre pesca—. ¿Piensas dejarte la
chaqueta puesta?
—Hace frío.
—Estamos a veinte grados.
—Eso es frío.
Angie lo miró escandalizada, como si hubiese dicho algo terrible. Pero es
que para alguien de San Francisco esa temperatura no era demasiado
cálida. Tras emitir un suspiro hondo, Luke se quedó también en bañador y
se sentó al lado de Harriet, con las piernas colgando del muelle y los pies
sumergidos en el agua helada. Sus dedos se rozaron cuando apoyó la
mano en la madera.
—No me digas que no es bonito… —dijo ella.
Tan solo se oía el cantar de los pájaros y a Jamie y Angie discutiendo de
fondo sobre qué anzuelo utilizar. Harriet miró embelesada el re ejo de las
montañas que se dibujaba sobre el lago. Con los ojos entrecerrados a causa
del sol, Luke ladeó la cabeza para poder jarse en ella. En ella y en sus
labios húmedos, en ella y en ese escote que de repente quería descubrir,
en ella y en sus ojos dorados…
—Hay cosas más bonitas.
—¿Cómo qué?
—Como una chica que conozco. —Sonrió cuando la vio sonrojarse y se
inclinó unos centímetros hasta casi rozar su oreja antes de susurrar—:
Apetecible. Y diferente.
Harriet se quedó paralizada durante unos segundos; rígida, seria.
—¿Qué se supone que estás haciendo?
Eso, buena pregunta. ¿Qué coño estaba haciendo? No estaba seguro.
Verla con tan poca ropa le había nublado el juicio. Y empezaba a entender
por qué se había casado con ella años atrás. Era inevitable. Era casi lógico
desear ponerle un puto anillo en el dedo. Quizás estaba enfermando.
Gripe o algo de eso.
—Solo bromeaba. —Le dio un codazo amistoso—. Relájate.
—¡Eh, vosotros! ¿Qué estáis cuchicheando? —Angie puso los brazos en
jarras—. Tú, el tío idiota, sí, ven. Vamos a enseñarte cómo se pesca por
aquí. No es buena hora para pescar, pero no importa. —Luke puso los ojos
en blanco, se puso en pie y cogió la caña que le tendía—. Sujétala y mira
cómo debes prepararla. Presta atención.
Él se mostró divertido mientras le explicaban cómo debía colocar el
sedal y manejar la caña para lanzarla la primera vez. Cuando lo hizo, la
sostuvo con la mano alrededor de cinco minutos antes de preguntar
dónde podía dejar ese trasto.
—¿Sabes que el arte de la pesca requiere paciencia? —replicó Angie.
—¿Paciencia? No sé lo que es eso. —Luke rio.
Jamie se encargó de coger la caña de sus manos y colocarla
adecuadamente para que no tuviese que estar pendiente de ella, antes de
que los cuatro se sentaran en el muelle y Harriet repartiese los bocadillos
que había preparado. Cuando terminaron de comer, ellos volvieron a
acercarse a la zona donde habían dejado los artilugios de pesca junto a las
cañas y Harriet y Angie aprovecharon el momento para irse a dar un
paseo.
Como todos los bosques de la zona, aquel era frondoso, húmedo, repleto
de helechos de color verde esmeralda y musgo de diferentes especies que
se asentaba sobre el suelo y las rocas que encontraba a su paso. Angie se
anudó el cabello en una coleta alta sin dejar de caminar y la miró por
encima del hombro.
—¡Vamos, culo gordo! ¡Me haré vieja cuando me alcances!
—¡Serás…! —Harriet negó con la cabeza e intentó acelerar el paso—. Aquí
la única que ha engordado últimamente se apellida Flaning. Siento tener
que decírtelo, pero…
—Oye, ¡no seas zorra! Se te está pegando lo peor de Luke.
—Sabes que es broma. Estás estupenda.
—En realidad peso tres kilos más. Culpa tuya, por no parar de
sobornarme con pasteles para que trate bien al tío ese que guardas en tu
casa. —Se subió a una roca y contempló el horizonte—. ¡Me encantan estas
vistas!
Habían ascendido lo su ciente como para que el muelle y Luke y Jamie
pareciesen diminutos a sus ojos. El sol, dorado, resplandecía con más
fuerza ahora que era mediodía. Harriet estaba ensimismada disfrutando
del paisaje cuando sintió los dedos de Angie rodeando su muñeca con
suavidad para atraer su atención.
—Cielo, necesito que me digas la verdad.
—¿Qué verdad?
—Te estás pillando por Luke. —No era una pregunta, tan solo una
observación—. No voy a juzgarte. Bueno, vale, un poco sí. Es mi obligación
recriminarte que te enamores de alguien como él. No parece un mal tipo,
pero se irá dentro de poco y entonces ¿qué? No es justo que siempre seas
tú la que lo pase mal por los demás. Por una vez… —suspiró—. Por una vez
los demás deberían sufrir por ti.
—¿Pero de qué hablas? ¡Si ni siquiera lo conozco!
—A veces no hace falta saberlo todo sobre la otra persona. Yo tampoco
conozco totalmente a Jamie, ni siquiera después de tantos años… —meditó
—, y me gusta que me sorprenda, que cambie y me obligue a entenderlo
de nuevo.
—Angie, déjalo. Para. Te estás equivocando.
Harriet dio media vuelta y comenzó a descender por el estrecho sendero
del bosque que se abría entre los altos árboles y las plantas que crecían a
sus pies. Intentó no resbalar por culpa de la humedad que siempre
aparecía en las zonas del interior.
—¡No es una acusación! Solo simple curiosidad. Es evidente que existe
una compenetración entre vosotros y que a él le gustas y…
—¿Qué? —Se giró, con el ceño fruncido—. No lo conoces en absoluto, no.
Mira, solo somos amigos. Sé que se supone que deberíamos odiarnos, que
sería lo más lógico, pero no es así; nos llevamos bien. ¿Cuál es el
problema? ¿Por qué te molesta? Yo jamás he opinado sobre tu relación con
Jamie. Y he… —parpadeó, evitando llorar—, he estado muy sola todo este
tiempo.
Angie se llevó una mano al pecho. Las dos habían dejado de caminar.
—Lo entiendo. Te juro que sí. Pero él se irá…
—¿Y qué? Solo es un amigo. No pasará nada cuando se marche. La vida
seguirá y todas esas cosas —masculló y le dio una patadita a una piedra
que salió rodando.
—Un amigo no te miraría como si no hubiese desayunado. Y así ha sido
exactamente como te ha mirado cuando te has quitado la camiseta. —
Sonrió traviesa—. Parecía… hambriento. Le he pedido a Jamie que
estuviese atento, por si se lanzaba a por ti en plan tiburón blanco.
—Eres una paranoica. Tu madre tiene razón: sois iguales.
Harriet rio al pasar por su lado mientras Angie maldecía por lo bajo.
Recorrieron el resto del trayecto hablando de Barbara y sus progresos con
Jerry, al que había bautizado como «el papá de Texas». Al parecer, las
videollamadas entre ambos eran casi diarias y Angie no podía evitar verlo
de re lón cuando la visitaba de improviso.
—Sé que es un tópico, pero juro que llevaba un sombrero de cowboy.
—¡No digas chorradas! —Harriet prorrumpió en una carcajada.
—Lo peor es eso, que no es broma. Ojalá pudiese ngir que sí —suspiró
de un modo melodramático—. Y, a propósito, mi madre me pidió que te
dijese que le debes una cena. Sabes que si no cumples tu promesa se
volverá loca, irá la pastelería y cambiará otra vez el mostrador de sitio,
¿verdad?
—¡Por Dios, no! Me acercaré esta semana.
El resto de la tarde se deshizo mientras, tumbados sobre el muelle, los
cuatro contaban anécdotas de tiempos pasados e intentaban atrapar algún
pececito despistado (cosa que no ocurrió, tan solo lograron sacar un par de
algas). Luke les habló sobre las travesuras que hacía de pequeño junto a
Mike, Jason y Rachel, y Jamie se dedicó a desvelar todos los secretos sobre
sus infancias. Desde el día en que Harriet y Angie habían acudido
disfrazadas a la casa de un colega del pueblo por error, cuando tenían
catorce años; hasta aquel otro día en el que las dos ngieron que se les
había pinchado la rueda del coche en mitad del bosque para justi car que
Angie llegase a casa más tarde del toque de queda que Barbara marcaba
severamente.
Al llegar a casa, Harriet estaba agotada pero feliz. Luke abrió la puerta y
llevó a la cocina las bolsas con los trastos del pícnic. Ella lo siguió.
—Te ha dado demasiado el sol. Tienes los mo etes rojos.
—No importa, lo he pasado bien —bostezó.
—¿Sabes qué deberías hacer ahora? Sentarte en el sofá y quedarte allí
hasta que haga algo de cenar, ¿qué te parece? No esperes nada complicado
aunque, admítelo, empiezo a defenderme.
—Has mejorado mucho, pero hoy me encargo yo.
Luke la miró en silencio unos instantes.
—Lo haremos los dos. Y será mejor que nos demos prisa, porque falta
poco para que empiece el partido…
Luke acababa de dejar el móvil sobre la isla de la cocina cuando empezó
a vibrar. Harriet se inclinó y leyó el nombre que aparecía en la pantalla.
«Sally».
—¿No lo coges?
—No. ¿Tenemos queso en lonchas?
—Creo que sí. —Abrió la nevera y sacó la bolsita.
—¿Te apetece un sándwich?
Ella asintió con la cabeza; lo prepararon y se sentaron en el sofá para ver
el partido mientras cenaban. Luke tenía que morderse la lengua para no
gritar cada vez que fallaban alguna tontería. Ya en el descanso, Harriet se
tumbó en su hueco del sofá y bostezó. Él la contempló en silencio y midió
sus palabras antes de hablar.
—He estado pensando…
—Me das miedo.
—No, en serio. —Luke habló con esa habitual voz más susurrante, suave,
que usaba cuando quería que le prestara atención—. Deberías ir leyendo
poco a poco las cartas de tus padres. No todas de golpe, pero…
—Gracias, pero no.
—¿De qué te sirve esconder los problemas?
—¡Mira quién fue a hablar! —exclamó—. Es evidente que, si estás aquí
tanto tiempo, debe ocurrir algo, algo en tu vida de lo que intentas escapar.
¿Qué otra razón si no tendrías para quedarte con un montón de
desconocidos y pasar de tus amigos o de coger el teléfono?
—Hasta donde recuerdo, no estábamos hablando de mí.
—Pues ahora sí.
Luke dejó escapar un profundo suspiro.
—Intento que no seas como yo. Sé dar consejos, pero no aplicármelos.
Quizá podría ayudarte saber qué ocurrió. Lo que sea que viviste cuando
eras una niña marca lo que eres ahora. No puedes cambiarlo, pero sí
entenderlo…
Ella apartó la mirada de aquellos ojos verdes y brillantes y la centró en
el televisor. Pero no estaba atendiendo a los anuncios que se sucedían uno
detrás de otro, su mente no dejaba de darle vueltas al mismo tema y de
visualizar esas cartas amarillentas y atadas por el cordelito marrón…
Eso era lo que más odiaba de sí misma. La cantidad de veces que hacía
girar los hechos en su cabeza, intentando visualizarlos desde diferentes
perspectivas, dar con una explicación o solución más o menos lógica. A
veces, pensar demasiado era un lastre que la obligaba a retroceder y le
impedía mirar hacia delante.
—Está bien. Pero solo una. Una carta.
—Iré a por ella. Las escondí bien.
Luke le dedicó una sonrisa endeble antes de levantarse y regresó unos
minutos después con el viejo papel en la mano. Se lo tendió, pero Harriet
lo rechazó.
—Léela tú.
—¿En serio? ¿Estás segura?
Tumbada en el sofá, asintió torpemente con la cabeza.
«Fred:
No sé qué esperas conseguir echándome en cara todo lo que no hice, lo que
no estuvo bien, lo que debería haber sido pero al nal… Lo pasado, pasado
es. No creas que todo fue mentira, no. Cuando te conocí, de verdad pensé
que lo había encontrado a ÉL, a ese hombre especial. Ilusa de mí. Pronto
me di cuenta de lo que esperabas en realidad: que fuese una más entre las
patéticas mujeres de este pueblo, que me quedase en casa, aburrida,
mientras tú te ibas a trabajar. ¿En serio? ¿En serio pensaste en algún
momento que abandonaría mis alas? No me conoces. No me conoces ahora
y no me conociste entonces. Deberías haberme dado lo que te pedí en su
momento y quizás así… quizás así ahora mismo seguiría allí.
Por favor, no me escribas más. Necesito tiempo.
Ellie»
Luke dobló en dos la carta cuando terminó de leerla.
—Lo mismo.
—¿El qué?
—¡No me nombra ni una sola vez! —protestó Harriet—. ¿Qué clase de
madre haría algo así? Ni siquiera se preocupaba por saber cómo estaba. No
debería sorprenderme, teniendo en cuenta que me abandonó, pero…
—¿Cómo era ella?
—No lo sé, creo que tenía alma de hippie o algo así. Nadie me habla
mucho del tema, pero he ido escuchando cosas durante los últimos años.
—Se mordisqueó el labio inferior. Y, aunque el momento no invitase a ello,
Luke contempló ensimismado ese pequeño gesto, la forma suave en la que
los dientes lo atrapaban de forma sensual. Le dieron ganas de imitarla. De
morderle la boca. Y eso no estaba nada bien—. Ellie conoció a mi padre
cuando llegó aquí de casualidad con un grupo de amigos que mataban los
días en la carretera yendo de un sitio a otro; tan solo estuvieron saliendo
durante unas semanas cuando decidió que no regresaría con los suyos y
que se quedaría en Newhapton y se casaría con él. ¿Raro, verdad? Supongo
que debió de ser como una especie de echazo o algo así…
Luke ladeó la cabeza. Estaba sentado en el borde del sofá, muy cerca de
ella.
—¿Crees en eso? ¿En los echazos?
—Pues claro. Muchas parejas se han conocido así. Simplemente sienten
una especie de auténtica conexión y supongo que les resulta imposible
seguir adelante sin esa otra persona. Como si hubiesen encontrado su otra
mitad —vaciló—. ¿Tú no lo crees?
—No lo sé —contestó con suavidad sin apartar la vista de ella—. ¿Cómo
sería esa especie de conexión? Descríbela.
Harriet rio y lo miró con los ojos entrecerrados, desde abajo, sin
levantarse.
—No puedo decirte cómo sería exactamente porque nunca he sentido
un echazo, pero eso no signi ca que no crea en ello. —Se obligó a apartar
de su mente el instante en el que había visto a Luke por primera vez, años
atrás, saliendo de la piscina; el modo en el que sus pulsaciones se habían
disparado y el corazón parecía atascársele en la garganta.
Él continuó observándola con esa intensidad que atropellaba todos sus
sentidos. De nuevo, Harriet pensó que quizá Luke no era el chico más
guapo que había conocido en su vida, pero tenía «algo», un «algo» de lo
más atractivo que le impedía pasar desapercibido; era el descaro de sus
gestos, su modo seguro de caminar, su penetrante mirada y ese puntito
travieso…
—¿Estuviste enamorada de Eliott Dune?
—Supongo que sí —admitió—. ¿Tú lo has estado alguna vez?
—¿Enamorado? —Sonrió como si la pregunta fuese divertida—. No,
joder, no. Por suerte.
—No sé si deberías considerarte afortunado por eso.
—Dame una buena razón para no hacerlo.
—Porque, según dicen, el amor mueve el mundo. El amor nos impulsa a
hacer estupideces y a equivocarnos y a arriesgar. Negarte a ello es como
querer jugar una partida de póker sin apostar ni un céntimo; así no tiene
ninguna gracia.
—¡Vaya! Así que eres una de esas…
—¿Una qué? —Harriet se incorporó un poco en el sofá y cruzó los brazos
sobre el pecho.
—Ya sabes…
—No lo sé, Luke.
—Una de esas chicas románticas que nunca tienen su ciente azúcar en
su porción de pastel —bromeó—. ¿Por qué buscas complicarte la vida en
vez de disfrutarla sin…?
—¿…responsabilidades?
—Eso es justo lo que quería decir. Lo tenía en la punta de la lengua.
—Porque si algún día encuentro a esa persona especial quiero que sea
para siempre. Quiero conocerlo. Y quiero que me conozca. Que sea mi
mejor amigo. Sin secretos, sin sorpresas ni disfraces. Solo nosotros.
—Suena aburrido. —Luke le dio un trago al botellín de cerveza que
llevaba en la mano.
—A mí me parece más aburrido tirarme a cualquiera que se cruce en mi
camino para no implicarme con nadie, pero, al mismo tiempo, hacerlo
para evitar estar sola. Es triste. ¿Y sabes qué…? Bueno, olvídalo.
—No, abejita. Dime —repuso divertido.
—Pues que para eso ya tengo un consolador.
Luke tragó como pudo el último sorbo de cerveza y luego tosió.
—Ay, la hostia, ¿tú quieres matarme? —Antes de que Harriet pudiese
hablar de nuevo, extendió una mano entre ambos para hacerla callar—.
¡No jodas que lo usas mientras duermo en el sofá, a tan solo unos metros
de distancia…!
—¡Luke! —gritó entre risas—. No te emociones. Lo que intentaba decir es
que, para mí, el sexo no es solo… eso —aclaró, y a él le pareció
enternecedor que la conversación le resultase tan incómoda y que se
sonrojase tan solo por pronunciar la palabra «sexo»—. Implica algo más
profundo. Algo bonito.
—Vale, lo pillo. Así que nada de echar un polvo para matar las horas —
chasqueó la lengua—. Bueno, entonces, ¿cuántos novios has tenido?
—Ya lo sabes. Uno. Eliott.
Se inclinó más hacia ella.
—¿Intentas decirme que solo te has acostado con un tío en toda tu vida?
—Sí, eso es. Punto para ti.
—No lo dices en serio…
—Tan en serio como que esta conversación empieza a alargarse
demasiado.
—¿Llevas años sin follar?
—¡Deja de decir esa palabra!
—¿Follar?
—¡Luke! —Le dio un golpecito en el hombro—. Ya basta. Además, te estás
perdiendo el partido. Tenía entendido que eso era como una especie de
sacrilegio para ti.
Ella tenía razón. Se giró hacia el televisor y se sorprendió al darse cuenta
de que el equipo que iba perdiendo había remontado hacía un buen rato.
Ese tipo de despistes no solían ocurrirle cuando se trataba de fútbol. Pero,
vale, puede que la charla sobre sexo fuese una excepción porque, joder,
mientras se sucedían los últimos quince minutos de juego, no podía dejar
de pensar en Harriet. En Harriet y su consolador. En Harriet y esa forma
inocente y sensual que adquiría su mirada cuando estaban a solas. Y en
Harriet, en una cama, y en lo mucho que la haría disfrutar para compensar
todos aquellos años…
Joder. Se estaba poniendo duro. Ahí, en el sofá, a tan solo unos
centímetros de distancia de ella. Qué mierda.
Evitó mirarla hasta que el partido terminó y, entonces, descubrió que se
había quedado dormida. Pensó en cogerla en brazos para llevarla a la
cama, pero no quiso despertarla ni tampoco invadir su habitación sin su
permiso. Apagó el televisor y se entretuvo más tiempo de lo aconsejable
observando su rostro. Tenía el cabello muy rubio y se aclaraba todavía
más en las puntas. Aunque en esos momentos tenía las mejillas
arreboladas a causa del sol que había tomado en el lago, su piel era todo lo
contrario a la suya, pálida y de aspecto suave, sin una imperfección a la
vista (Luke tenía dos pequeñas cicatrices: una en la ceja y otra en la sien).
Y sus labios… Era imposible que dejase de imaginar a qué demonios
sabrían. Eran perfectos, sonrosados y llenos.
Luke suspiró hondo mientras se amonestaba a sí mismo. Se levantó,
cogió una de las mantas que había a los pies del sofá y cubrió el cuerpo de
Harriet con ella. Después, todavía pensativo, colocó un cojín en el suelo,
bajo el sofá, sobre la alfombra, y se tumbó allí.
Tardó en dormirse. Pero, cuando lo hizo, lo último en lo que pensó fue
que desde donde estaba podía olerla a ella. Podía apreciar ese aroma a
vainilla que Harriet arrastraba consigo.
11
Dejó el móvil en la mesa y se terminó los restos del beicon y los huevos,
que ya estaban fríos. Estaba a punto de pagar, ya en la barra, cuando se jó
en uno de los pan etos promocionales que había apilados.
—¿Feria anual?
—Se monta a las afueras del pueblo, cerca del campo de fútbol. —Le
explicó el camarero. Se llamaba Brandon y, a esas alturas, habían charlado
en un par de ocasiones—. Nosotros tenemos asignado un puesto de cata y
venta de vinos, en colaboración con la bodega de Martin. Pásate por allí si
quieres probar una buena cosecha.
—¿Es la próxima semana?
—Sí, desde el jueves hasta el domingo. Uno de los pocos
acontecimientos importantes que hay en Newhapton, junto a las estas de
verano. Ya te habrás dado cuenta de que esto es más tranquilo que una
funeraria en vacaciones —rio su propio chiste.
Luke cogió uno de los coloridos cartelitos y le echó un vistazo a la
programación con gesto pensativo.
—¿Cómo habéis conseguido participar?
—Cosas del jefe. Creo que solicitó permisos en el Ayuntamiento.
—Entiendo… —Sacó el dinero del bolsillo y le dejó a Brandon más
propina de lo habitual, que la aceptó sonriente—. Gracias.
No fue a comer a la pastelería, tal como le había prometido a Harriet.
Pasó las horas en la sala de espera de las o cinas del Ayuntamiento,
esperando a que los trabajadores de allí regresasen tras la media hora libre
que tenían al nal de la mañana. Y fue una tontería, pero echó de menos
desenvolver el papel de aluminio del sándwich que él y Harriet solían
preparar tras levantarse para no tener que regresar a casa al mediodía y
perder más tiempo. Solían comer en la trastienda, sentados sobre
cualquier encimera, mirándose el uno al otro, mientras él le preguntaba
tonterías, cosas estúpidas que a ella la hacían reír. Como si creía que la
forma de caminar de los pingüinos era ridícula o si pensaba en la
posibilidad de que unas orugas gigantes de color púrpura invadiesen el
planeta Tierra.
A Luke le gustaba verla reír. Percibir las arruguitas que se formaban
alrededor de sus ojos vivaces y cómo, avergonzada, se tapaba la boca con
el dorso de la mano cuando la carcajada se tornaba más fuerte y sonora.
Ya era tarde cuando salió del Ayuntamiento, así que al regresar decidió
ir directo a casa sin pasar por Pinkcup. Empezó a notar un cosquilleo
extraño cuando advirtió que sus pies le habían conducido hasta el campo
de fútbol.
Se quedó de nuevo frente a la verja metálica, con la carpeta que contenía
los papeles del negocio de Harriet bajo el brazo. No estaba seguro de si
algún día se cansaría de ese deporte, pero era evidente que el momento
aún no había llegado porque no podía ignorarlo, no podía seguir
caminando sin más y dejarlo atrás…
Estaba tan absorto observando uno de los ejercicios del entrenamiento
que ni siquiera se dio cuenta de que el entrenador había dejado a solas a
los críos y estaba frente a él, al otro lado de la valla.
—¿Piensas venir cada día a mis entrenamientos y quedarte ahí parado,
chaval?
—¿Cómo dice?
—Ya me has oído —gruñó.
El padre de Jamie era casi peor que el hijo. Gruñón, arisco, con un rostro
duro e inexpresivo, pero más robusto y ancho de espaldas. Y sin tatuajes a
la vista.
—¿Existe alguna ley que me prohíba hacerlo? Hace tiempo que no le
echo un vistazo a la Constitución…
—Así que vas de graciosillo. —Sus ojos, que ya eran pequeños de normal,
se entrecerraron todavía más bajo el sol del atardecer—. ¿Crees que porque
te lesionaste y tu carrera se fue a pique tienes derecho a estar enfadado?
Sí, no me mires así. Mi hijo me lo ha contado todo. ¡Eres un palurdo!
—Me está empezando a tocar los cojones.
—Deberías estar aquí o en cualquier otro lugar, aportando a los demás lo
que sabes, tu experiencia. Pero no… —Se burló con voz infantil y se llevó
los puños cerrados a los ojos para ngir que lloraba. Aquel anciano se
estaba quedando con él, ¿qué demonios…? Ya entendía por qué el pobre
Jamie estaba tan pirado—. Vas por ahí lamentándote por las esquinas.
¿Quién fue tu entrenador en la universidad? Dímelo, porque pienso
escribirle una carta de protesta. Su función era fortalecerte,
independientemente del fútbol, y es más que evidente que no lo hizo.
—¿Está mal de la cabeza? ¿Qué coño le pasa? ¡Si dice una puta palabra
más…!
—¿Qué harás? ¿Quedarte detrás de esta valla y seguir lloriqueando como
hasta ahora? —Soltó una risotada que terminó de encenderlo.
Echaba chispas. De verdad que sí. No es que fuese demasiado heroico
tener ganas de pegar a alguien, pero es que… Uf, era como si aquel tipo
hubiese tocado las teclas exactas para hacerlo explotar.
Antes de pensarlo, ya lo estaba haciendo. Rodeó el lateral hasta llegar a
la puerta del recinto y entró. Caminó (casi corrió en realidad) hasta el
centro del campo, donde el padre de Jamie acababa de regresar. Solo
cuando llegó allí, lleno de rabia y fuera de sí, se dio cuenta de que todos lo
miraban. Los veinte chavales que había allí. Más el dichoso entrenador,
claro. Un tenso silencio invadió la escena hasta que, de pronto y sin razón
aparente, uno de los críos comenzó a aplaudir. Y después lo hizo otro y
otro más, hasta que todo el grupo se sincronizó y Luke se sintió rodeado y
aturdido.
—¿Qué demonios hacéis?
—¡Cuéntanos cómo fue jugar en San Francisco! —pidió uno de los
chavales.
—¿Te dolió lo de la rodilla?
—¿Puedes conseguir que nosotros también quedemos segundos en el
campeonato regional?
—Eh, chicos, ¡orden! Parad.
El padre de Jamie alzó los brazos en alto y todos guardaron silencio.
Luke se sentía como una especie de oso panda en extinción al que no
dejaban de observar. Quería largarse de allí, pero al mismo tiempo…
Para su sorpresa, el entrenador le rodeó los hombros con un brazo y lo
zarandeó a un lado sin ninguna delicadeza.
—No podemos obligarlo a que venga a los entrenamientos. Depende
solo de él. Sed un poco comprensivos, chicos. —Miró a los chavales con
gesto afable. De ancianito angelical no tenía ni un pelo—. ¿Qué dices,
Luke? ¿Te tienta la idea? Empezamos a las cuatro todos los días.
Luke lo asesinó con la mirada. En serio. Si hubiese tenido el poder de
matar con los ojos, el padre de Jamie ya estaría fulminado sobre el césped.
Quería darle un codazo y apartarlo de una vez, pero hubiese quedado un
poco raro hacerlo delante de los críos.
—Claro. Ya me pasaré, si eso…
—¿«Si eso» signi ca que lo harás? —preguntó un chico bajito, con el pelo
de color paja y unos ojos redondos y azules.
El entrenador le susurró al oído.
—¿Dónde está tu dichoso corazón?
—No lo sé, pero al tuyo pienso darle un buen repaso en cuanto dejemos
de tener público. —Sonrió de cara a los chavales, como si estuviesen
murmurando un par de bromas en plan viejos amigos y se dirigió
nalmente a ellos con aparente entusiasmo—. ¡Vendré mañana! Pero solo
un rato, ¿de acuerdo? Tengo algunas cosas pendientes que hacer…
—¿Y nos enseñarás algún truco?
—Algo caerá, sí.
El hombre le presionó el hombro con la mano y ambos se alejaron de los
chicos caminando por el césped. Luke se zafó de él en cuanto tuvo la
oportunidad.
—¿Qué coño has hecho? ¡No quiero venir a un puto entrenamiento! —
siseó.
—¿Entonces por qué te quedas siempre ahí parado en la valla
mirándonos? Pareces un demente. A los dementes se los encierra. Y a los
que saben de fútbol se los mete en el campo. Y punto nal.
—Ya veo que a ti lo de razonar como que no te va…
—Llámame de usted.
—¡No me jodas!
—¡Chaval, te la estás jugando! A partir de ahora, te dirigirás a mí como
señor Trent. ¡Nos vemos mañana, a las cuatro! —gritó, cuando Luke ya se
alejaba hacia la puerta, resoplando—. ¡Y ni se te ocurra llegar tarde!
12
Esperó hasta que Luke salió de la ducha, con el cabello oscuro todavía
mojado por diminutas gotitas de agua. Y entonces decidió que sería mejor
esperar aún un poco más. Así que, para cuando se decidió a contarle que
había accedido a hacer aquel encargo para el cumpleaños del señor Dune,
ya era casi la hora de acostarse y Luke estaba medio adormilado tirado en
el suelo, en la alfombra, con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados
tras la nuca. Se incorporó de golpe.
—¿Qué has hecho qué?
—No es para tanto —replicó.
Luke se contuvo para no coger el cojín que tenía más a mano y lanzarlo
hasta la otra punta del salón como un niño pequeño al que le ha entrado
una rabieta. Estaba furioso. Furioso y frustrado porque no debería
afectarle tanto lo que cojones Harriet decidiese hacer con su vida, que para
eso era suya y de nadie más. No tenía derecho a entrometerse, no tenía
ningún derecho, pero…
—No me gusta una mierda ese tío ni que trabajes en esa esta.
—Es un encargo como otro cualquiera, Luke. Al principio no pensaba
hacerlo, pero eso solo sería peor. Ir es el modo perfecto de demostrarles
que no me importan. Y no solo los Dune, sino también todos los demás
ricachones prejuiciosos de este pueblo.
—Sigue sin gustarme la idea —gruñó.
—¿Qué te preocupa tanto?
—No saber mantener las manos quietas si vuelve a hacerte daño.
Harriet sintió un hormigueo en el estómago. De emoción. De miedo.
Porque daba igual lo seguro y estable y maravilloso que Luke se antojaba
ante sus ojos cada vez que le demostraba lo mucho que le importaba; no
caería en la trampa de nuevo. No, no, no.
—Sé cuidarme sola. Te agradezco todo lo que haces por mí, pero antes de
que llegases me ocupaba de mis problemas y lo seguiré haciendo cuando
te marches. Y, además, ¿sabes qué me haría inmensamente feliz?
—Suelta por esa boquita…
Sonrió travieso mientras jaba la vista en aquellos labios rosados y
luego dejó de respirar cuando Harriet se movió y percibió su aroma a
vainilla. ¿Por qué tenía que oler tan jodidamente bien? Luke nunca había
tenido pensamientos tan ridículos por una mujer, como desear hundir el
rostro en su cuello y olerla y mordisquear su piel y…
—Que me apoyases aunque no estés de acuerdo con mi decisión. Eso es
arriesgar. Creer en alguien, incluso cuando tú mismo piensas que quizá
me esté equivocando.
—Casi nada, joder.
—¡Vamos, confía en mí!
—Confío en ti con los ojos cerrados, Harriet. Pero no en ese gilipollas —
explotó—. Y da igual lo que diga, porque vas a hacerlo de todos modos, así
que no me queda otra que apoyarte. Pero te llevaré con el coche e iré a
recogerte. Y esperaré fuera hasta que acabes, por si pasase algo.
—¿Qué puede ocurrir?
—No lo sé. Pero son malas personas, la típica gente que piensa que
puede conseguir cualquier cosa solo por su puto dinero.
Luke cerró los ojos, levemente alterado, y Harriet se preguntó si sus
palabras escondían algo más que no le estaba diciendo.
—De acuerdo. Lo haremos así. —Se levantó del sofá y le tocó el brazo con
delicadeza—. Gracias por entenderlo, Luke. Gracias. Porque no solo
necesito el trabajo por la parte económica, sino también para
demostrarme a mí misma que puedo con ellos, que soy lo su cientemente
fuerte como para soportar las miradas que me echarán o las estupideces
que cuchichearán frente a mí.
—Lo sé. —Se inclinó hacia ella, le sujetó las mejillas con ambas manos y,
cuando pareció que estaba a punto de rendirse ante su instinto y
apoderarse de aquella boca, la abrazó con fuerza y la soltó casi al instante,
como si quemase, dejando a Harriet aturdida y temblando.
15
Aquel cumpleaños era más ostentoso que una boda real. Los invitados
pululaban por el jardín mientras comían diminutos canapés, charlaban
entre ellos y reían animados. Todos ellos aparentaban tener una vida
perfecta, idílica; ataviados con sus trajes y vestidos de diseño.
La pequeña mesa sobre la que Harriet iba preparando las bandejas de
pastelitos y bombones estaba ubicada en uno de los extremos del enorme
jardín, decorado con guirnaldas de luces nacaradas que parecían
luciérnagas otando entre las copas de los árboles. Habían contratado a
varios camareros que iban recorriendo el lugar para ofrecer el catering.
Minerva Dune le había dirigido una mirada glacial nada más llegar y, sin
dignarse a saludarla primero, le había indicado la mesa sobre la que debía
realizar su trabajo. En cierto momento de la noche, cuando todas aquellas
mujeres habían empezado a mirarla de reojo y a cuchichear por lo bajo, se
había arrepentido de aceptar el encargo. Quizá debería haberle hecho caso
a Luke. Y también a Barbara, Angie y Jamie, que habían enloquecido en
cuanto les contó lo que se proponía hacer.
—¿Todo bien? Si necesitas algo… —Eliott la miró con cierta inseguridad
mientras aferraba una copa de champán en la mano izquierda.
—Sin problemas —contestó—. Ten, ya está lista —añadió, dirigiéndose a
uno de los camareros, vestidos de riguroso negro, y tendiéndole la bandeja
que acababa de preparar. Después volvió a mirar a Eliott, no porque le
apeteciese, sino porque no le quedó más remedio, ya que seguía allí
plantado—. Disfruta de la esta. Estoy perfectamente.
Se removió incómodo, balanceándose a un lado, pero no se marchó.
—Me aseguré de que mi madre mantuviese la boca cerrada —anunció—.
No habrá intentando incordiarte, ¿no?
—Ya lo suponía. Y no, no lo ha hecho, ha estado ocupada asesinándome
con la mirada —bromeó y colocó con mucho cuidado uno de los
bombones en el centro de la siguiente bandeja. La primera la era de
chocolate negro, la siguiente, con leche, y la última y más pequeña, de
reluciente chocolate blanco.
—¿Crees que podremos hablar luego, cuando termines?
—¿Hablar de qué?
Ella levantó la mirada hacia él y rápidamente distinguió tras su gura
que varias personas los miraban con interés, seguramente preguntándose
qué estaba pasando entre ellos, como si fuesen una telenovela andante en
directo. Que su hijo estuviese allí, al lado de una de las contratadas del
catering, debía de estar provocándole a Minerva una úlcera, como poco.
—De todo, Harriet.
—Es mejor dejar las cosas como están.
Eliott pareció sopesar sus palabras antes respirar hondo.
—Ese chico… ese…
—¿Luke?
—Sí. He oído que os casasteis hace unos años y que él regresó hará un
mes del ejército —dijo—. Y quiero que sepas que me alegro por ti. De
verdad. Fui un imbécil al dejarte escapar.
Harriet se mordió la lengua, pero no lo corrigió. Ya imaginaba que en
Newhapton habrían inventado un montón de historias para justi car la
presencia de Luke. Todo el mundo creía cualquier rumor descabellado.
Se amonestó a sí misma cuando advirtió que le temblaban levemente
las manos. ¡Dichosos nervios! ¿Y qué demonios signi caba eso de «fui un
imbécil al dejarte escapar», eh? No la había dejado escapar, la había
obligado a alejarse sin darle otra opción, que era muy diferente.
Lo miró de reojo, insegura. Todavía sentía su cuerpo encogerse ante su
presencia, pero no estaba segura de si era debido a la decepción y la rabia
o al hecho de que los recuerdos a veces lo aplastaban todo a su paso y él
había sido la única persona que la había tocado, que había estado dentro
de ella.
Sintió nauseas antes de hablar.
—No removamos el pasado ahora.
—Ya sé que no debería, pero Harriet…
—¡Eh, Eliott! ¡Aquí estás!
Uno de sus amigos apareció por detrás y le rodeó el cuello mientras reía.
No se molestó en saludar a Harriet, a pesar de que habían tenido algo de
trato años atrás. Ella supuso que no le parecía lo su cientemente
importante como para dignarse a pronunciar un simple «hola». Estaba tan
acostumbrada, después del desdén recibido aquellos últimos años, que ni
siquiera se inmutó y siguió a lo suyo.
—¿Cómo va eso, Matthew? —preguntó Eliott con desgana.
—¡Cojonudo! ¿Sabes que tu padre es el jefe más insoportable del
Condado?
—No me sorprende.
—Tío, ¿por qué no vienes allí con los demás? Vamos, diviértete un poco.
—Ahora iré.
—No tardes.
Matthew se alejó tambaleándose un poco sobre el césped del jardín y
Eliott tardó una eternidad en volver a hablar, después de acabar el
champán de su copa de un solo trago con cierta brusquedad.
—Así que tú y ese tal Luke…
—¿Por qué te importa siquiera? —lo cortó Harriet—. Y no deberías estar
aquí, hablando conmigo. Todo el mundo nos está mirando.
—Vale. Volveré luego, cuando termines.
No le dio tempo a protestar. Antes de que ella pudiese negarse, dio
media vuelta y se internó entre la multitud, saludando a unos y a otros.
Observándolo desde fuera, Harriet se dio cuenta de lo mucho que él
encajaba en aquel ambiente y lo poco que ella jamás lo hubiese hecho. No
era una cuestión de dinero, no. De hecho, Fred Gibson había sido una
persona acaudalada en el pueblo, gracias a la tabacalera. Era una cuestión
de actitud, de prejuicios, de ngir lo que no se era y tener que guardar las
apariencias veinticuatro horas al día. Llevaban una especie de etiqueta
sobre sus hombros, como si todos ellos fuesen tarros de mermelada y
tuviesen que indicarle al resto del mundo que eran «fresa», «naranja
ácida» o «ciruela». Harriet no quería ninguna etiqueta, ella tan solo
deseaba «ser» sin tener que de nirse de un modo concreto; libre, muy
libre.
Mientras terminaba de servir las últimas bandejas, se preguntó qué
estaría haciendo Luke en aquel momento, apenas a unos metros de
distancia, metido en su coche. Había cumplido su promesa y se había
empeñado en esperarla frente a la puerta de los Dune hasta que terminase
el turno de trabajo. Y ella le había dado las gracias por preocuparse tanto,
tentada de recriminarle que fuese tan considerado, tan tierno… Porque, en
cierto modo, Luke le estaba mostrando todo lo que Harriet siempre había
anhelado. Pero solo se lo mostraba, solo eso, porque no podía tenerlo.
Cuando concluyó su trabajo, empezó a recoger todas sus pertenencias y
a ordenar los utensilios sucios y vacíos para que se los llevase parte del
servicio que se encargaba de la limpieza. Acababa de quitarse el delantal y
meterlo en su bolsa de mano, cuando Eliott apareció de nuevo.
—Estaba todo delicioso —musitó.
—Gracias.
Bajó la mirada al advertir cómo aquellos ojos, a la vez tan familiares y
extraños, la recorrían de los pies a la cabeza. Con la intención de adaptarse
al ambiente y no llamar demasiado la atención entre los invitados, se
había puesto un vestido con vuelo de color blanco roto, con el estampado
de diminutas orecitas naranjas y rojas, a juego con la sencilla chaqueta.
Rompió la tensión del momento cuando se disculpó y se internó en la
inmensa casa para ir al servicio. Al salir, dispuesta a marcharse de allí,
tropezó con la señora Dune, que la estudió unos segundos. Su rostro
carecía de expresión.
—Ya me iba —se apresuró a decir.
Los labios de Minerva se fruncieron.
—Los postres eran… comestibles —musitó—. Buen trabajo.
Harriet se giró como un resorte, pero Minerva ya había dado media
vuelta y se alejaba pasillo abajo con una copa en la mano. Suspiró y
avanzó en dirección contraria. Necesitaba escapar de aquel lugar, porque
era como si un disfraz con un pomposo lazo rojo lo envolviese todo: la
casa, las conversaciones frívolas que se sucedían en el jardín, las sonrisas
falsas que se convertían rápidamente en muecas. Pensó en Luke. Luke,
que era real y único y diferente. Quería creer en él.
Eliott apareció de nuevo.
—¿Podemos hablar ahora?
—No, me están esperando.
—Solo será un momento, Harriet. —Sorprendiéndola, la cogió del codo
con delicadeza pero decisión—. Ven, es mejor hacerlo en algún lugar más
apartado.
Lo siguió y se internaron entre los árboles del jardín hasta llegar a una
zona poco iluminada y sentarse sobre un banco de piedra. Sentía una
mezcla de rechazo y curiosidad, porque era incapaz de encontrar una
miserable razón por la que Eliott estuviese perdiendo de nuevo el tiempo
con ella.
—Yo solo… —Se frotó la barba incipiente—. Quería repetirte lo mucho
que siento lo que hice. Fui… No sé quién fui. Alguien que no soy, de
verdad que no.
—¿Por qué te importa siquiera que te perdone?
—Porque te quería. Y las cosas tendrían que haber sido diferentes.
—¿Es una broma? Tenías planeado desde el principio que lo nuestro
fuese algo temporal. No necesito palabras de consuelo. Lo superé hace
tiempo.
Eliott inspiró hondo y apartó la vista del rostro entre las sombras de
Harriet y contempló la luna menguante que se alzaba sobre ellos.
—Tú no lo entiendes. Por supuesto que te quise, pero lo nuestro era
complicado. Si no hubieses sido importante para mí, no me habría
molestado en enfrentarme a mi familia para estar contigo —suspiró—.
Simplemente no encajabas en mi vida y no sabía qué hacer para que te
acoplases, para que…
—Hablas como si fuese una pieza de un puzle que te pertenecía. ¿Por
qué habría tenido que encajar o acoplarme yo en tu vida? ¿Por qué no tú
en la mía?
Eliott extendió las piernas sobre las briznas de hierba que crecían bajo
el banco y guardó silencio unos instantes.
—Solo sé que hice las cosas mal. Y que desde entonces me siento
culpable y no dejo de pensar… no dejo de pensar… —La miró—. En cómo
sería ahora. Si viviese. Si por mi culpa tú no te hubieses visto obligada a
perder a ese bebé. Sé que es de locos, pero no puedo evitarlo. Imagino en
mi cabeza cómo hubiese sido… ¿A ti no te pasa?
—No —mintió.
En parte. Solo en parte. Porque desde la llegada de Luke a su vida estaba
mucho más centrada en el presente. Al anochecer se mantenía ocupada
con él, divirtiéndose, charlando, viendo una película… Había dejado atrás
las horas muertas que pasaba buscando hojas perfectas que meter en
tarros de cristal o que dedicaba a bucear en recuerdos e intentar
comprender por qué su madre la había abandonado, por qué su padre la
había odiado o por qué la única persona a la que creía haber amado la
había traicionado. Todo aquello formaba ya parte del pasado.
—Será mejor que me marche. —Harriet se puso en pie y se alisó la falda
del vestido con una mano—. Y, Eliott, no soy yo quien debe perdonarte,
sino tú mismo. A veces las cosas ocurren por alguna razón, o quiero
pensar que es así, porque si no lo hiciese me pasaría la vida cabreada por
las ironías e injusticias del destino.
—Tendrías derecho a estarlo —murmuró—. Vamos, te acompañaré a la
puerta.
—No es necesario.
—Quiero hacerlo.
Atravesaron de nuevo el jardín llamando la atención de algunos de los
invitados e ignoraron los vítores y las risas que se escuchaban entre el
grupo de amigos del señor Dune, que habían empezado a descorchar
varias botellas de whisky. Eliott se mantuvo en silencio hasta que
atravesaron el umbral de la puerta principal y entonces se paró frente a
ella, muy cerca, y la miró jamente.
—Supongo que nos veremos de vez en cuando, ahora que voy a
quedarme por aquí una temporada…
—Imagino que sí.
—El catering ha sido perfecto, Harriet.
—Ya. Gracias. —Algo incómoda, sujetó con fuerza la correa del bolso que
llevaba colgado del hombro—. Buenas noches, Eliott. Y suerte con esas
prácticas.
Acababa de dar un paso al frente, deseando alejarse de allí, de todas
aquellas personas, cuando Eliott la sorprendió al estrecharla entre sus
brazos. Harriet se sintió como si acabasen de exprimirle el aire de los
pulmones, desorientada y confundida entre aquel aroma a colonia que ya
no le evocaba ningún sentimiento. Giró la cara rápidamente cuando
percibió que él se acercaba demasiado.
—Ni se te ocurra tocarla.
Harriet se liberó de su agarre en cuanto oyó la voz de Luke a su espalda.
Eliott dio un paso atrás, confundido, y no dijo nada mientras él la cogía de
la muñeca y tiraba de ella antes de montar en el coche que estaba
aparcado enfrente.
16
Luke arrancó el motor del vehículo y condujo por las solitarias calles.
Había empezado a chispear. El silencio en el interior del coche era tan
aplastante que podía oírse el golpeteo suave de algunas gotitas de lluvia
contra el cristal. Aferró el volante con más fuerza de la necesaria, todavía
alterado.
—¿Qué coño ha sido eso?
—No lo sé —respondió Harriet.
—¿No lo sabes? —inquirió alzando el tono de voz—. ¿Cómo demonios no
vas a saberlo?
—¿A ti qué mosca te ha picado?
Harriet aferró el cinturón de seguridad entre los dedos y lo miró. Luke
tenía el semblante serio, muy serio, la mandíbula, en tensión y los labios,
ligeramente fruncidos en una mueca indescifrable. Y, antes de que ella
pudiese insistir y preguntarle de nuevo qué le pasaba, él se internó en uno
de los muchos senderos que se abrían paso entre los bosques de los
alrededores y avanzó por el camino de gravilla y tierra mojada unos
metros, en medio de la oscuridad de la noche, hasta desviarse hacia un
lado del arcén y apagar el motor del coche.
Luke se giró con lentitud hacia ella. Daba igual que ya hubiesen pasado
algunos minutos desde que la había visto entre los brazos de aquel
gilipollas, seguía sintiendo el corazón acelerado y la rabia paseando a sus
anchas por cada tramo de su ser.
—¿Ibas a besarlo? —siseó.
—¿Qué? ¡¡No!! ¿De dónde sacas eso?
—¿En qué estabas pensando, eh?
Harriet se quitó el cinturón de seguridad y le lanzó una mirada de
reproche.
—¡Deja de gritarme! No tienes ningún derecho. Solo me ha abrazado.
Solo eso. Y no precisamente porque se lo hubiese pedido. —Tomó aire y
enderezó los hombros.
—Así que lo normal es ir por ahí abrazando a la gente que te ha hecho la
vida imposible. ¡Vamos, no me jodas!
—Te estás comportando como un capullo.
—¿Sí? ¿Por qué? ¿Porque me preocupo por ti? Es verdad. Debería haberle
dado una palmadita en la espalda a ese imbécil y haberle deseado suerte
en eso de intentar follarte otra vez para volver a dejarte tirada después.
—Que te jodan, Luke.
Temblando, Harriet abrió la puerta dispuesta a bajarse del vehículo.
Luke la retuvo sujetándola del brazo antes de que pudiese hacerlo y luego
acogió su rostro entre las manos con delicadeza.
—Lo siento, lo siento, lo siento —susurró—. Mierda. Ojalá pudiese retirar
lo que acabo de decir. Perdóname. Solo… solo es que ahora mismo no sé ni
qué coño estoy sintiendo. Lo único que sé es que me importas más de lo
que ya sabía que me importabas, y que cuando te he visto abrazada a ese
tío…
—Luke…
—Tenía ganas de golpear algo. De golpearlo a él, para ser más exactos.
—¿Y eso qué signi ca?
Ella contuvo el aliento. Las manos cálidas de él sostenían sus mejillas
con ternura y estaban tan cerca el uno del otro que al respirar le acariciaba
la piel.
—Signi ca que estaba celoso. Y signi ca que, joder, no soporto
imaginarte con otro compartiendo todo… todo lo que nosotros tenemos.
Hostia, Harriet, haz algo para callarme la boca porque no dejo de decir
estupideces supercursis.
Ella rio y Luke la besó con fuerza llevándose el vibrante sonido de su
risa, como si su vida dependiese de ese instante, de ese segundo perfecto.
A Harriet nunca la habían besado de aquel modo, nunca nadie había
reclamado su boca con esa impaciencia y desesperación. Gimió contra sus
labios mientras permitía que sus lenguas se entrelazasen suavemente
como si llevasen una eternidad deseando encontrarse.
El ruido de la lluvia retumbando contra los cristales del coche se
entremezclaba con el latir de las palpitaciones que Harriet oía por todas
partes, como si todo su cuerpo se hubiese vuelto loco. De deseo. Anhelo. Y
ganas de más, mucho más.
Luke atrapó entre los dientes su labio inferior y lo mordisqueó con
cuidado mientras sus manos rmes y grandes iban descendiendo por su
espalda, palpando su cuerpo bajo la ropa e intentando adivinar cada
curvatura y cada detalle. Inútilmente, Harriet intentó acercarse más, pero
la separación entre ambos asientos se interponía a modo de barrera entre
ellos; así que se movió con torpeza hasta subir a su regazo y sentarse a
horcajas sobre sus piernas.
Ahora podía sentirlo.
Su erección presionando bajo su cuerpo contra la tela de los vaqueros.
Se frotó sobre él y Luke respiró hondo contra su boca, antes de volver a
deslizar las manos por su espalda con una lentitud que la hizo enloquecer.
Para cuando sus dedos levantaron el dobladillo de su falda y le acariciaron
la piel de los muslos, Harriet estaba a un paso de rogarle que acabase con
esa tortura de una vez por todas.
—Harriet —rozó sus labios—, creo que deberíamos parar ahora.
—No quiero parar.
—Me lo estás poniendo muy difícil.
—No dejes de tocarme —jadeó.
—Joder. Sabes que mi autocontrol tiene un límite muy frágil, ¿verdad?
Luke deslizó la mano que mantenía entre sus muslos, ascendiendo
hasta arriba, incapaz de contenerse. Tenía la piel sedosa, caliente, tan
apetecible…
—Más.
—¿Quieres más? —Mordisqueó su barbilla con suavidad—. ¿Así…? —Le
acarició por encima de la ropa interior. Estaba mojada, deliciosa, entre sus
brazos. Era una tortura. Tanteó con los dedos antes de tocarla sin reparos.
—Dios mío, Luke…
Y oírla decir su nombre de aquel modo…
—Siénteme. Cierra los ojos.
Harriet gimió, sujetándose con fuerza a sus hombros. Él le lamió el
lóbulo de la oreja antes de susurrar:
—¿Sigues queriendo más?
—Sí, mucho más.
Le acarició con el pulgar, trazando lentos movimientos circulares hasta
notar cómo a ella empezaban a temblarle las piernas mientras se arqueaba
y recostaba la espalda contra el volante del coche.
—Luke, quiero tocarte —pidió con voz ahogada, aturdida por el placer
que le sacudía. Estaba ardiendo—. Deja que lo haga…
Se apresuró a buscar la hebilla de su cinturón y después tanteó en la
oscuridad hasta empezar a desabrochar los botones de los vaqueros. La
respiración de Luke se tornó más pesada y sonora; dejó de acariciarla,
deslizó la mano por su trasero e intentó tranquilizarse…
Intentó, que no consiguió.
El corazón le latía atropelladamente.
—Harriet, no deberíamos. Esto no está bien. No para ti, al menos.
—Deja que sea yo quien decida si está bien o no. —Ella le dio un beso
seductor, dulce, y lo cogió de la mano—. Guíame. Dime qué te gusta. Dime
qué tengo que hacer.
—Me estás matando…
—Solo quiero que puedas sentir lo mismo que tú me haces a mí. Y me
haces sentir muchas cosas, Luke. Necesito esto ahora. Necesito saber cómo
sería tenerte. Quedarme el recuerdo.
Él tembló. No la besó, no, le mordió la boca, hundió la lengua en
aquellos labios que acababan de aniquilar todo su control con apenas un
par de palabras. Luke jamás se había sentido tan excitado, tan fuera de sí.
Quería poseerla de todas las formas posibles. Quería ver la satisfacción en
sus ojos cálidos cuando se corriese. Quería que el instante durase para
siempre.
Cogió su mano, suave y pequeña, y acarició con ella su propia erección
por encima de la ropa interior que todavía estorbaba entre ambos. Harriet
se frotó contra él, anhelando sentirlo en su interior…
—¿Notas lo duro que estoy? —Ella asintió—. Te juro que jamás había
deseado a nadie como te deseo a ti. Harriet, eres preciosa. Eres perfecta.
Harriet liberó su miembro palpitante y lo rodeó con los dedos. Él dirigió
los movimientos con su propia mano, guiándola, sin dejar de besarla,
antes de que ella se adueñase de la situación y marcase el ritmo, que era
cada vez más rápido, más intenso, y Luke tuvo que frenarla porque esas
manos… Joder, esas manos terminarían en nada con todo su autocontrol.
La levantó de su regazo con suavidad y ambos terminaron tumbados
sobre el asiento trasero, Luke sobre ella. Sin abandonar sus labios, le
levantó el vestido hasta la cintura.
—No puedo parar de besarte, Harriet.
—Bien, porque no soportaría que lo hicieses.
Luke sonrió contra su boca y enterró de nuevo la lengua en aquella
cavidad dulce y húmeda que lo hacía delirar. Era tan adorable, tan
diferente… No estaba seguro de si tenía que ver con el hecho de que le
parecía increíblemente sexy cuando más pretendía no serlo, o si se trataba
de esa complicidad, esa calma que sentía cuando ella estaba a su lado,
como si hubiese llegado a una especie de destino después de un largo
trayecto. Conseguía apaciguar sus miedos. Y, cuando Luke vaciaba la
cabeza de pensamientos enredados, era nalmente él mismo, la persona
que deseaba ser.
Harriet le importaba.
Le importaba de verdad.
Mierda. Qué gran putada.
—Tenemos que parar.
—¿Qué? No hablas en serio.
—Ahora mismo te aseguro que solo puedo pensar en follarte, en estar
dentro de ti y, joder, ¡joder! —Cerró los ojos y expulsó entre dientes el aire
que estaba conteniendo—. No puedo. No así.
—Pero, ¿por qué? —Dejó caer la mano sobre la mejilla de Luke y lo
obligó a mirarla—. No pares. Por favor… Quiero esto. Olvida todo lo que
sabes de mí. Te quiero aquí, ahora.
—Estamos en un puto coche, en medio del bosque. Mereces algo mejor.
—Luke, tú eres lo mejor que me ha pasado en años.
Sus palabras sonaron casi como una especie de ruego. Y lo decía en
serio. Era lo más real, inesperado y reconfortante que recordaba en mucho
tiempo. Un cambio. Un acelerón en su vida que lo había revuelto todo y
trastocado el curso de sus días. Ni siquiera estaba segura de cómo sería
seguir adelante cuando se marchase, porque por mucho que intentase
negarlo era consciente de que dejaría un vacío inmenso.
Luke la miró durante unos instantes en silencio, dubitativo, mientras
seguía respirando entrecortadamente y sus dedos trazaban círculos
alrededor de la piel de sus muslos. Finalmente inhaló hondo y volvió a
devorar sus labios, dejándose llevar por sus instintos más primarios. Le
bajó uno de los tirantes del vestido oreado hasta dejar a la vista el
sujetador blanco de encaje y recorrió con la lengua el camino que
conducía hasta sus pechos. Apartó la tela con un tirón brusco y atrapó el
pezón con la boca.
Harriet gimió y se arqueó contra él, derritiéndose ante sus caricias. El
modo en el que sus manos la tocaban donde más lo necesitaba y las
atenciones de aquellos labios la estaban volviendo loca. Anhelante, tiró de
la camiseta que todavía cubría el torso de Luke y se la quitó por la cabeza,
antes de deslizar los dedos por aquella espalda rme. Cuando él frotó con
la palma de la mano su sexo, se estremeció y le clavó las uñas en la piel de
los hombros.
—Luke… —jadeó—. Hazlo ya, por favor.
Estaba temblando bajo su cuerpo y Luke fue incapaz de negarse, de
echar el freno. Se deshizo totalmente de los vaqueros y buscó en su cartera
un preservativo mientras Harriet le besaba y mordisqueaba la piel del
cuello y enredaba los dedos en su cabello, tirando suavemente de las
puntas cada vez que una de sus manos, que seguía entre sus muslos,
rozaba el punto exacto que la hacía morir de placer.
—Mírame, Harriet.
Él deslizó el dorso de la mano por su mejilla y apoyó la otra en el cristal
de la ventanilla del coche. La lluvia seguía cayendo y golpeando el capó
con un ritmo suave y constante mientras Luke se colocaba entre sus
piernas y se hundía lentamente en ella, intentando retener ese instante
exacto en su memoria, esa sensación estremecedora que empezaba en su
columna vertebral y se extendía después por cada terminación nerviosa.
—Más profundo, Luke. Todo tú.
Sorprendiéndolo, rodeó su cintura con las piernas y alzó las caderas
hasta que él estuvo completamente dentro de ella. Y joder, aquello era
perfecto, único, y no quería que acabase jamás. Intentó empezar despacio,
pausado, pero cuando Harriet deslizó la lengua entre sus labios y gimió
contra su boca, perdió el poco control que le quedaba. Salió de ella para
después volver a hundirse con fuerza en su interior. Las embestidas se
tornaron cada vez más desesperadas, más rápidas, más salvajes.
Luke jadeó al sentir cómo Harriet se estremecía mientras pronunciaba
su nombre en susurros, notó la tensión de su cuerpo pequeño alrededor
de su miembro, los espasmos que la invadieron. Hundió la yema de sus
dedos en su espalda y se aferró a él mientras se corría y algo en su interior
se rompía para dar paso a la sensación de placer, de dejarse llevar y creer
tocar el cielo con la punta de los dedos.
Y ni siquiera supo cómo demonios logró aguantar hasta que ella
terminó, porque en cuanto lo hizo la embistió un par de veces más con
desesperación y se derrumbó, escondiendo el rostro en su cuello. Le rozó
la piel con los labios, sintiendo sus pulsaciones aceleradas, y luego la
abrazó, la abrazó como si no existiese nada más en el mundo que ellos
dos, allí, en ese preciso instante, rodeados por el sonido de la tormenta y la
oscuridad de la noche.
17
—Deberíamos ir a casa.
Luke alzó la cabeza al escuchar aquella voz delicada que había
sepultado bajo tierra su cordura y cualquier atisbo de control. ¿Y ahora
qué…? Ya no había vuelta atrás. Incluso aunque la hubiese, era un camino
que no estaba dispuesto a tomar.
Apoyó un codo en el mullido asiento del coche y la miró desde arriba
con los ojos entrecerrados. Trazó con la yema de los dedos el contorno de
su rostro, la línea deliciosa en la que su labio superior se curvaba, como si
desease formar un corazón. Puede que no fuese exuberante o una belleza
especialmente llamativa, pero para Luke era perfecta. Y el hecho de que
pensase en algo así después de follar solo podía signi car que estaba muy
jodido.
—¿Quieres ir a casa? —preguntó en un susurro.
Harriet asintió lentamente con la cabeza, sin apartar aquellos expresivos
ojos de él. Unos ojos que estaban ligeramente húmedos. Luke se incorporó
un poco, le subió la parte superior del vestido, que seguía arremolinado en
torno a su estómago y le colocó los tirantes sobre la curvatura de los
hombros.
Realizaron todo el trayecto en silencio.
Ella tenía la cabeza apoyada en el cristal y lo empañaba con cada
respiración, mientras observaba la lluvia caer en diagonal bajo la luz de
las farolas de las calles que dejaban atrás. En cuanto entró en casa, antes
incluso de que Luke pudiese encender las luces y dejar las llaves del coche,
se metió en su habitación y cerró la puerta con el pestillo. Se dejó caer al
suelo y escondió el rostro entre las rodillas.
Un sollozo escapó de su garganta.
Luke había tenido razón al sugerir que parasen…, pero es que fue
incapaz de valorar siquiera la posibilidad. Porque quería aquello,
demonios. Lo quería a él. La forma siempre atenta que tenía de mirarla y
esa faceta suya tan tierna y al mismo tiempo salvaje que salía a relucir
cada vez que la tocaba…
—¿Harriet? ¿Qué cojones…? —Movió inútilmente la manivela de la
puerta—. ¿Qué te pasa?
—Nada, solo… —tomó aire—. Quiero estar sola. Dormir. Estoy cansada.
Estaba aterrada.
Sentía el miedo paralizando sus pensamientos. Miedo a perderlo. Miedo
a tenerlo. Miedo a ella misma. Miedo a él. Miedo al dolor, a las
decepciones, a reconstruir de nuevo cuando las cosas se rompen sin previo
aviso…
¿Por qué se había dejado llevar? ¿Por qué no podía ser rme y dura y
con una personalidad arrolladora como muchas otras personas…? Cada
vez que una piedra se interponía en su camino, tropezaba con ella. No
sabía cómo esquivar las dichosas piedrecitas.
—¡Vamos! ¡Abre la puerta, Harriet!
Luke no obtuvo ninguna respuesta. Inspiró hondo.
—Déjame entrar. Por favor.
—No puedo, Luke. —Dejó caer la cabeza hacia atrás hasta recostarla en la
puerta de madera. Él estaba tan cerca… y a la vez tan lejos…
—¿Por qué? Solo dame una buena explicación. Algo que pueda
entender.
Le pareció que ella tardaba una eternidad en contestar.
—Porque tengo miedo.
—Harriet…
—Ha sido un error. Uno de esos errores que parecen maravillosos hasta
que acabas de hacerlos. Me siento muy tonta ahora mismo. No quería
poner en riesgo nuestra amistad y lo he hecho y sé cómo terminan
siempre estas cosas —gimió.
Luke respiró entre dientes y apoyó la frente en la dichosa puerta que los
separaba.
—No ha sido ningún error, Harriet. Un error no puede ser tan perfecto.
Por favor, ábreme, no quiero estar lejos de ti. Podemos hablar las cosas. Y
te prometo que no vas a perder mi amistad, siempre vas a tenerme…
Pasaron unos segundos antes de que se oyese el chasquido del cerrojo
de la puerta al abrirse. Luke entró despacio en la habitación. Ella se había
vuelto a sentar en el suelo, con las piernas cruzadas; él se arrodilló a su
lado y le sostuvo la barbilla con la punta de los dedos.
—¿Por qué me haces esto, Harriet? Cada vez que lloras me matas un
poco por dentro. No tienes que sentirte culpable por lo que ha ocurrido.
No ha sido nada malo.
—Para mí es importante —sollozó—. Aparte de Barbara, Angie y Jamie,
nunca nadie me había entendido como lo haces tú, sin juzgarme, sin
hacerme sentir tonta. No quiero que nada cambie, no quiero perderte.
—Te juro que eso no ocurrirá. Confía en mí. Inténtalo. Sé que te ha
fallado mucha gente, pero yo no lo haré.
Ella asintió y se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Luke la
estrechó contra su pecho y después la levantó en brazos como si no pesara
nada y la dejó sobre la cama. Se inclinó para darle un beso en la frente.
—Dime qué quieres que haga. Si pre eres que me quede contigo… —
susurró—. O puedo irme al sofá. Y, de verdad, decide lo que realmente
desees, Harriet. Porque solo tú eres dueña de tus actos, solo nosotros dos
estamos implicados en esto. No te dejes llevar por el miedo o los
prejuicios, ni por el qué dirán. Si Angie, la gente del pueblo o cualquiera
que se inmiscuya no entiende lo que sea que existe entre nosotros, que les
den. En serio. Que les den hasta que se les quiten las ganas de hurgar en
las vidas o los sentimientos de los demás. —Le acarició la mejilla con los
nudillos, suavemente—. No sabes cómo he intentado resistirme, pero si
volviese atrás te aseguro que no cambiaría ni un segundo de lo que ha
ocurrido en ese coche.
Harriet lo agarró de la muñeca y cerró los ojos y se concentró en el latir
de las pulsaciones de Luke que retumbaban contra sus dedos.
—Quédate.
Se hizo a un lado en la cama. Luke se quitó la camiseta antes de
tumbarse a su lado y abrazarla mientras dejaba escapar un suspiro de
alivio. Le habló en susurros hasta que ella se relajó, y después comenzó a
quitarle el vestido con cuidado y recorrió con los dedos cada tramo de piel
que quedaba a la vista, deteniéndose en todos los lunares, las diminutas
imperfecciones o cualquier detalle que llamase su atención.
—¿Qué estás haciendo, Luke?
—Memorizarte. Tocarte.
Deslizó la mano por su antebrazo derecho y se detuvo en las sombras
oscuras de los tres pájaros que Harriet llevaba tatuados, justo igual que él.
Sus labios se curvaron lentamente mientras trazaba los bordes de las alas.
—De todos los tatuajes estúpidos que me he hecho en mi vida, este es mi
preferido.
—A mí también me gusta. —Harriet sonrió en la penumbra y se
acurrucó más contra su cuerpo cálido—. ¿Qué pasó con los demás?
—Uf, recuerdo poco. El primero, el escudo del equipo de la universidad,
me lo hice con dos amigos del club después de emborracharme una noche
en la que ganamos un partido decisivo —explicó—. Luego fue el de la
brújula, cuando perdí una apuesta contra Mike. Había un tío en el local de
tatuajes que se llamaba Blake o Blaine o algo así que se estaba haciendo
este mismo diseño y no dejaba de repetir lo importante que era no perder
el norte —dijo—. Después llegó el de los pajaritos… —esbozó una sonrisa
rápida—. Y por último el erizo. El más estúpido de todos los que me he
hecho, que ya es decir, teniendo en cuenta que en ninguno estuve sobrio.
Lo bueno es que, cuando alguien me pregunta si duele, no tengo ni zorra.
—¡Estás pirado! —Harriet rio.
—Dijo la culpable del tatuaje número tres…
—¡No, ahora en serio! —replicó cuando se recompuso de la risa—. ¿Por
qué un erizo? —Tocó con el dedo índice el contorno del diminuto animal.
Por suerte era pequeño, bajo la línea de la cadera, así que apenas se veía.
—Lo cierto es que me dan pánico. No puedo soportarlos. Son como ratas
con púas en vez de pelo. —Permaneció pensativo y luego alzó la vista
hacia Harriet—. En realidad, me lo hice durante una muy mala época, poco
antes de recibir esa llamada de mi abogado y venir aquí.
—¿Puedo hacerte otra pregunta?
—¿Puedo evitar que lo hagas? —respondió divertido.
—No. —Sonrió y se acomodó más cerca de él, casi encima, sin dejar de
trazar círculos sobre la piel de su pecho—. Siempre recibes llamadas de
una tal Sally. ¿Quién es? ¿Alguien importante para ti?
Sus miradas se enredaron en una sola.
Él contuvo el aliento antes de hablar.
—No es nadie. Una vieja amiga.
—Luke, no me mientas. Por favor.
Suspiró hondo y se giró para poder mirarla a los ojos. Le daba miedo
dejarse ver, dejarla ver, abrirse ante ella y mostrarle todo lo malo que
arrastraba consigo. Que no aceptase o pudiese entenderlo más allá de la
primera capa. Tragó saliva.
—Sí que es alguien. Es la chica que me tiraba cuando estaba en San
Francisco —admitió—. Pero le dije hace semanas que siguiese su camino, si
es lo que te preocupa.
Harriet permaneció callada tanto tiempo que Luke empezó a ponerse
nervioso. Alargó una mano y deslizó la yema de los dedos por el contorno
de sus labios. Le tranquilizó que no se apartase.
—Di algo, Harriet.
—¿Te hiciste con ella el tatuaje? El del erizo.
—Sí.
—¿Lo que teníais era como lo que tenemos nosotros?
—No, joder, no. Ni de lejos —susurró—. Ella no me conoce, no sabe nada
de mí, ni de cómo me siento ni de cómo quiero llegar a sentirme… —
respiró hondo—. Tú no puedes compararte a nada de lo que he tenido
antes. Y ya te he dicho que cuando me hice ese tatuaje… fue una mala
época. Pensé en quitármelo unas semanas después, pero cambié de idea
porque no quise olvidar los errores que simboliza. —Sonrió con tristeza—.
Es de risa que un erizo represente el mal, ¿no crees?
Ella se tumbó de lado y apoyó una mano en su pecho.
—¿A qué te re eres con una mala época?
Luke se mordió el labio inferior, dubitativo.
—Ya sabes, una de esas épocas en las que no eres tú mismo. ¿Nunca te
has sentido así? —Harriet negó lentamente con la cabeza y él le colocó tras
la oreja el mechón de cabello rubio que cayó ante el movimiento—. Pues
tienes suerte, porque es una mierda. Deprimente. Te sientes infeliz y
perdido, y lo peor de todo es que no tienes ninguna razón de peso para
estarlo, no te estás muriendo ni nada parecido, pero te comportas como si
todo te diese igual. —Inspiró hondo—. Cuando me despidieron fue como si
el mundo se derrumbase. Y ya arrastraba de antes esa misma sensación,
como de derrota, desde siempre, cada vez que algo en la vida no me salía
exactamente como yo lo había planeado… —Permaneció unos instantes
en silencio—. Me comporté como un capullo, empecé a salir de esta por
ahí. Y no eran estas… suaves. Recuerdo despertarme al mediodía, con la
cabeza dando tumbos y…, joder, no sé cómo demonios pensaba que eso
podría ayudarme en algo. Creo que en realidad me frustraba cada día un
poco más. Pensaba que eso era «vivir el presente», pero estaba equivocado.
Solo era un alivio rápido, poder dejar de ser yo mismo durante unas
horas…
—¿Ibas con Mike y Rachel y…?
—No, ellos tenían su vida, estaban empezando a construir algo sólido.
Nadie se merece más un poco de estabilidad. Y Jason, bueno, Jason jamás
se dejaría llevar hasta el extremo; de hecho, intentó controlarme. Es un tío
con las cosas claras. Creo. Al menos, cauto. El tipo de persona que piensa
las cosas antes de hacerlas —aclaró—. Los tres estaban ocupados, con sus
trabajos, con sus metas…
—Así que cuando llegaste aquí fue una especie de vía de escape.
—Más, mucho más. Fue lo mejor que me podía haber pasado —
reconoció—. Pensé que duraría menos de una semana, pero, no sé, la
rutina, sentir que sirvo para algo, que puedo ser útil, ahora el compromiso
con el idiota de Harrison, y tú, solo tú… —La cogió de la nuca para acercar
su rostro al suyo y atrapar sus labios—. Has sido terapia sin siquiera
proponértelo —susurró contra su boca.
Harriet dejó que su lengua se colase en su interior, acariciando la suya, y
gimió cuando Luke la estrechó contra su pecho y volvió a sentirse
atrapada por aquel aroma cítrico que desprendía y la experiencia de esas
manos que recorrían su cuerpo como si deseasen colarse bajo la piel y
tocarla de todas las formas posibles.
—Luke… —Él ignoró el tono preocupado de su voz y le mordisqueó la
barbilla con suavidad antes de volver a besarla. Harriet se apartó para
poder hablar—: Debe de ser horrible pasar por algo así. No encontrarte a ti
mismo.
—Solo estaba un poco perdido.
—Y deprimido —adivinó.
—Algo así. Déjalo ya. No quiero hablar más de eso —se quejó en un
murmullo y después atrapó los brazos de Harriet y los alzó sobre su
cabeza mientras retenía su cuerpo bajo el suyo. Le rozó los labios—. Ahora
solo puedo pensar en estar dentro de ti, en follarte lento, y probarte y
lamerte…
Ella se estremeció ante el tono ronco de su voz y aguantó la respiración
mientras Luke le quitaba el sujetador y deslizaba después su boca por
cada tramo de piel que encontraba a su paso, descendiendo hasta su
estómago. Depositó un beso tierno al lado de su ombligo y tiró de la ropa
interior con brusquedad hasta bajarla por sus muslos. La miró desde allí
abajo, con aquellos ojos verdes entrecerrados que la hacían enloquecer,
enmarcados bajo las gruesas pestañas… Y, antes de que pudiese
prepararse para lo que estaba por llegar, él deslizó la lengua por la
humedad de su sexo con una lentitud enloquecedora, sin dejar de mirarla,
y Harriet cerró los puños en torno a las sábanas e intentó reprimir el
gemido que nalmente escapó de su garganta.
18
—Un reloj gigante aparece en el cielo y empieza a marcar una cuenta atrás
de dos días. ¿Pensarías que es el n del mundo o, por el contrario, que un
montón de angelitos empezarán a bajar a la tierra de un momento a otro y
repartirán echas del amor y demás? —Luke engulló el último bocado de
su trozo de pizza y la miró con atención. Estaban en el sofá y Harriet tenía
sus pies sobre su regazo.
—Pensaría que estás como una cabra.
—Puta cabra. Se dice así. —Ladeó la cabeza—. Decídete por una opción.
—Los angelitos, me tienta más esa idea.
—La idea menos probable.
—Claro, porque es taaaaaan probable que un reloj aparezca en el cielo
para marcar una cuenta atrás antes de que el planeta explote. —Harriet
puso los ojos en blanco y sonrió—. ¿Te importa si hoy me encargo yo de
hacer las preguntas?
—Qué remedio. —Se encogió de hombros.
—Vale. —Se relamió los labios, que todavía sabían a queso, y se
incorporó un poco en el sofá para arrodillarse frente a él—. Cuéntame lo
del despido. Por favor.
—Harriet…
—¡Tú lo sabes todo sobre mí!
—No es verdad —frunció el ceño—. Hasta hace un par de horas no sabía
que nunca habías hecho una mamada.
—No tiene gracia, Luke.
—Ya, porque no es gracioso. Lo decía en serio —replicó—. ¿Qué tipo de
aburrida relación de mierda tenías con el capullo de Eliott? —Puso los ojos
en blanco ante la mirada asesina que Harriet le dedicó—. Está bien,
intentaré explicártelo, pero no es una historia agradable.
—No importa. Adelante.
—Y a cambio leeremos la última carta.
Ella torció el gesto, pensativa.
—Trato hecho.
Acogió una de las manos de Luke entre las suyas, como si intentase
infundirle ánimos, y él tomó aire antes de empezar a hablar.
—Vale, a ver… —Fijó la vista en el televisor—. Ya sabes que en San
Francisco daba clases deportivas en un colegio privado, de esos un poco…
elitistas. Y por las tardes entrenaba a dos equipos del club del centro, uno
con chavales de catorce y otro de críos más pequeños, tenían entre seis o
siete años —explicó—. Un día entré en los vestuarios y me di cuenta de
que Connor, uno de los niños, tenía el cuerpo lleno de cardenales, sobre
todo en el costado izquierdo. Además, tenía algunas marcas que no tenían
pinta de ser por una caída ni nada parecido. Le pregunté quién le había
hecho eso y se echó a llorar, pero no me respondió. No hubo forma de que
contestase y estaba temblando y, joder, sumé dos más dos… —Permaneció
unos segundos en silencio—. Así que hablé con el director y la psicóloga
del centro y nos reunimos con los padres. Él era el típico rico gilipollas que
camina por ahí mirando a todo el mundo por encima del hombro y le
indignó siquiera que lo molestásemos por algo así. Lo negó todo. Y de
paso decidió denunciarnos por no sé qué mierda al honor. Intenté hablar
con la mujer a solas unos días más tarde, pero no hubo forma alguna de
que la muy… En n, los de asuntos sociales concluyeron que no teníamos
pruebas; el hijo de puta era un abogado in uyente, socio de una de las
rmas más importantes de la ciudad, habíamos perdido antes siquiera de
intentar ganar…
Harriet le acarició la mejilla con ternura.
—¿Y cómo acabó todo?
—Como tenía que acabar, supongo. —Se encogió de hombros—. El padre
de Connor apareció en los vestuarios un día, cuando ya se habían
marchado todos y yo estaba terminando de recoger las cosas. Lo hizo
simplemente por el placer de recordarme que había vencido, que no podía
pararlo. Y joder, vi esa sonrisa de prepotencia que tenía en la cara y se me
cruzaron los cables. Se me cruzaron mucho. Pero es que me sentía como la
mierda sin poder impedir que ese crío estuviese a su merced, así que…
—Le pegaste.
—Hasta que apareció una mujer de la limpieza y llamó a la seguridad
del centro. Y tuve suerte de que lo hiciese, porque no sé qué le habría
hecho si no. —Dejó caer la cabeza sobre el respaldo del sofá—. No suelo ser
violento, pero me desquició, joder. Sé que no me equivocaba con él, lo sé.
Mi amigo Mike pasó por lo mismo durante toda su infancia, su padrastro
le pegaba y su madre no hacía nada por impedirlo; sé cómo son los
cardenales y las heridas tras una paliza, y Connor fue incapaz de confesar
porque le tiene pavor y sabe lo in uyente que es su padre.
Harriet lo abrazó.
—¡Es horrible! Lo siento mucho, Luke.
—Al menos conseguí que se quedase unas cuantas semanas en el
hospital —bromeó sin humor—. Todavía tengo un juicio pendiente por
eso.
—¿No hay nada que se pueda hacer?
Luke negó lentamente con la cabeza.
—Eso es lo más frustrante. Lo que hacía que entrase en bucle y pensase
durante todo el jodido día lo mismo… —dijo—. Y el hecho de saber que si
ese tío no hubiese sido alguien tan in uyente seguramente las cosas
serían muy distintas.
—Y, tras el despido, ¿fue cuando te abandonaste a ti mismo?
—Sí, más o menos —admitió—. Empecé a vivir al día y a no pensar o
hacer nada útil. Salía por ahí con gente que apenas me conocía y lo pasaba
bien, me evadía de todo. Me tomaba cualquier basura con la que pudiese
ser otra persona durante unas horas… El problema es que si las cosas
siguen así mucho tiempo es una especie de suicidio lento. Perderse a uno
mismo, no saber quién eres o que dejen de importarte las personas que
están a tu alrededor y esas metas o sueños que antaño tuviste…
Harriet lo abrazó con fuerza y cerró los ojos al apoyar la barbilla en su
hombro. Entendía a Luke. De verdad que lo entendía. Y eso la hacía feliz.
Saber que podía comprender por qué se había comportado así o su forma
de reaccionar ante las adversidades, que era totalmente contraria a la suya.
Él huía. Él se odiaba a sí mismo cuando no conseguía algo que se había
propuesto y se culpaba cuando las cosas escapaban de su control y no
podía manejarlas a su antojo. Por eso siempre estaba huyendo. Porque la
vida es inestable y la mayor parte del tiempo caminamos sobre arenas
movedizas sin saber qué viene después, qué ocurrirá mañana.
—Iré a por esa carta. Espera aquí.
Luke se soltó de su abrazo y tardó menos de un minuto en regresar con
la última carta que quedaba. Era más gruesa que las demás, de dos folios,
y estaba más desgastada, como si su padre la hubiese leído una in nidad
de veces. Harriet tragó saliva mientras él desdoblaba el papel y la miraba
vacilante. Ella asintió con la cabeza, dándole permiso para leerla en voz
alta.
«Las cosas siempre ocurren por algo.
Es una frase que me dijo mi abuela y que nunca he olvidado. Una gran
verdad. Donde los demás ven casualidades o azares del destino, yo veo
lógica. Y sí, tienes razón, puede que no fuese la esposa perfecta, pero, si te
paras un miserable segundo de tu tiempo a verlo desde mi perspectiva,
entenderás que no me quedaba otra opción para sobrevivir.
Sobrevivir, en eso se ha resumido toda mi vida. Luchar con uñas y
dientes desde que puedo recordar, y ¿para qué? Para nada. Tienes
razón en eso: fracasé. Fracasé como madre y, desde luego, fracasé como
esposa. Pero hice lo que hice por ella, por Harriet. ¿Quién no hubiese
hecho lo mismo en mi lugar? ¿Quién? ¿Te has parado a pensar en la
difícil situación en la que me encontraba?
Sí, tus sospechas son ciertas. Ya estaba embarazada cuando te
conocí.
¿Qué querías que hiciese, Fred? Su padre era un feriante fracasado
incapaz de darnos ningún tipo de estabilidad, y te juro, te juro que
cuando te vi sentí algo…, un cosquilleo, el presentimiento de que tú
eras una buena persona y que le darías a mi bebé todo aquello que él
no podía darle. Y, aunque no lo creas, lamento haberte mentido. En
eso y en todo lo demás. Me esforcé todo lo que pude. Puse todo lo que
tenía de mi parte para conseguir que lo nuestro funcionase, que
fuésemos esa familia que ambos queríamos, pero por más que lo
intenté no logré amarte como tú me amabas a mí, ¿y quién puede
culparme por no sentir aquello que debería?
Lo lamento. Lo lamento de veras.
Lamento haberte hecho creer que Harriet era tu hija. Y lamento
haberte engañado con Gavin Clark y Paul Dune. No merecías la
vergüenza y la humillación. Pero yo tampoco merecía una suerte tan
desdichada, el desamor y vivir recluida en ese pueblo que me ahoga y
acaba conmigo.
No voy a volver nunca, Fred.
No volveré por Harriet ni tampoco por ti.
Ahora soy un alma libre, ahora me he encontrado al n a mí misma
y no renunciaré a esta felicidad inesperada, no puedo. No la quiero a
ella como se supone que debería hacerlo. No tengo ese instinto y no
puedo seguir ngiendo. Sé que suena horrible, pero estoy siendo
altruista y pensando en lo mejor para su vida. Y lo mejor para Harriet
es que yo esté lejos de ella, porque no hay nada de mí que pueda
darle.
Hasta siempre.
Ellie Gibson»
21
Temblaba de los pies a la cabeza cuando golpeó con los nudillos la puerta
de Barbara. Estaba lloviznado y la oscuridad de la noche los envolvía.
Luke la sostuvo con delicadeza contra su cuerpo y le dio un beso en la
cabeza justo cuando la puerta se abrió. Barbara los miró sorprendida,
recién levantada de la cama, mientras se anudaba a la cintura la bata rosa
que vestía. Sus rizos castaños se disparaban en todas direcciones.
—¡Oh, Dios mío! ¿Ha ocurrido algo?
—No, no exactamente, pero… —comenzó a decir Luke.
—¿Tú lo sabías? —preguntó Harriet, aunque sonó más a un reproche—.
¿Sabías que Fred no era mi padre? ¿Lo has sabido siempre?
Los ojos de Barbara se abrieron más de lo normal, expresivos, antes de
que un velo de tristeza y reconocimiento los cubriese. Se hizo a un lado en
el umbral de la puerta.
—Pasad, por favor. Prepararé té.
Harriet entró mientras maldecía por lo bajo y se giró hacia ella.
—¡No quiero té, quiero respuestas!
—Tranquila. —Luke rodeó su cintura con un brazo protector—. Vamos,
podemos hablarlo en la cocina.
Entraron en la estancia. Barbara introdujo en la tetera agua caliente y
sacó un tarrito con una mezcla de hierbas. Tras ponerlo al fuego, los miró
jamente.
—Lo he sabido siempre, Harriet —admitió y expulsó el aire que estaba
conteniendo—. Siento muchísimo no habértelo dicho nunca, pero en su
momento acordamos que sería lo mejor para ti y estuve de acuerdo con
esa decisión.
—¿Acordasteis?
—Yo y tu padre.
Harriet se sentó en una de las sillas de la cocina, incapaz de mantenerse
en pie durante más tiempo; le temblaban las rodillas. Miró a aquella mujer
que tenía enfrente y que parecía saber más de su vida que ella misma.
—Cuéntamelo todo. Quiero saberlo.
—Lo supe desde el principio —confesó—. Tu madre llegó aquí con unos
feriantes. Decía ser libre, carente de responsabilidades. Y eso es lo que
siempre deseó. Pero se quedó embarazada de uno de aquellos hombres
con los que viajaba y conoció a tu padre al llegar aquí y…, en n, supongo
que le invadió el espíritu de supervivencia y buscó la seguridad en él —
dijo—. Fred era alegre, con ado, nada que ver con el hombre que tú
conociste. Se enamoró de ella locamente e intentó complacerla con todo
tipo de regalos y comodidades. Poco después ella le dijo que se había
quedado embarazada e insistió en que debían casarse cuanto antes, en
que lo suyo era amor a primera vista, y él, tonto e ingenuo, preparó de
inmediato una boda por todo lo alto.
Barbara respiró hondo, haciendo una pausa, y sacó de uno de los
armarios tres vasitos pequeños para el té que depositó sobre la encimera.
—El mismo día de la boda, me di cuenta de que Ellie, tu madre, mentía.
Casi todas las mujeres estábamos en la habitación de la novia, pero en un
momento dado ella se encerró en el baño, nerviosa, y pidió que solo
entrase yo. Apenas nos conocíamos, tan solo habíamos hablado un par de
veces. En cuanto la vi, comprendí el problema. El vestido no le entraba. No
había contado con que justo estaba en esa fase en la que la barriga parece
crecer de un día para otro… —Alzó la mirada al techo, como si intentase
recordar con más detalle—. Tuve que ayudarme de unos imperdibles para
conseguir cerrar la espalda del vestido y desechamos la idea de hacerle un
recogido para dejar que el cabello, que por suerte le llegaba a la cintura,
tapase la parte de atrás. Yo supe que era imposible que el bebé fuese de
Fred, porque apenas hacía dos meses que se conocían. Por aquel entonces,
estaba embarazada de Angie y creo que esa fue la razón de que me eligiese
a mí para entrar en aquel baño. Me miró muy seria, vestida con aquel
ajustado traje de novia y se llevó una mano a la barriga y me dijo: «Lo
amo. Amo a Fred. Por favor, prométeme que no dirás nada». No supe qué
contestar hasta que vi las lágrimas en sus ojos; me dejé llevar por mi
instinto y me creí todas y cada una de sus palabras. Así que le sonreí,
asentí y le di un empujoncito en el hombro para animarla a salir por
aquella puerta.
Harriet se limpió las mejillas con el dorso de la mano, incapaz de
asimilar todo aquello. Barbara curvó los labios con tristeza.
—Pero me equivoqué. No lo amaba —reconoció—. Creo de todo corazón
que al principio lo intentó, al menos durante los primeros años… Después,
fue perdiendo el interés. Y, conforme ella se despojaba de la máscara que
siempre había llevado, él comenzó a cambiar y a volverse más taciturno y
malhumorado. Tu padre pasó de ser alguien normal, tranquilo, a
convertirse en un monstruo. Se volvió machista y controlador y se encerró
en sí mismo —explicó—. Empezó a sospechar de Ellie, a cuestionar cada
cosa que ella decía o hacía. Creo que se dio cuenta de que ella jamás lo
había querido y aquello lo volvió loco. Ambos tuvieron una gran discusión
cuando él hizo el testamento y te dejó a ti las acciones de la tabacalera y
no a ella como habían acordado en un principio. Al enterarse, tu madre
entró en cólera. Por aquel entonces, nosotras todavía éramos amigas. No te
mentiré y te diré que desde el principio supe cómo era, porque no es
cierto. Me embaucó igual que lo hizo con tu padre.
Harriet agradeció en silencio que Luke la cogiese de la mano y aferrase
sus dedos con suavidad, infundiéndole calor.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que tu madre sabía cómo engatusar a los de su alrededor.
Tenía una personalidad muy muy fuerte. Era el tipo de mujer decidida y
segura de sí misma que atraía todas las miradas en cuanto entraba en
algún sitio.
—No se parecía a mí —susurró Harriet.
—Por supuesto que se parecía a ti, cariño —se apresuró a matizar
Barbara—. La diferencia es que el corazón de Ellie era pequeño y oscuro y
el tuyo es inmenso y está lleno de buenas intenciones. Ni siquiera te has
dado cuenta todavía de lo preciosa que eres y de lo cabezota y testaruda
que te vuelves cuando quieres conseguir algo. No eres débil, Harriet. No
creas que, porque los demás a veces te protegemos, lo eres.
—Nunca había estado tan de acuerdo en algo. —Luke sonrió a Barbara y
luego depositó un beso tierno en la frente de Harriet.
—La cuestión es que tu madre era una mujer que necesitaba captar la
atención de los demás. Le gustaba que la mirasen, que la adulasen. Tu
padre empezó a tener unos celos compulsivos. Y en parte no iba
desencaminado, tenía razones para sentirse así. Ellie lo engañó con Gavin
Clark. —Se giró, apagó la tetera y tomó una bocanada de aire antes de
mirar a Harriet a los ojos—. Y después tuvo una aventura con Paul Dune,
el padre de Eliott.
—Lo sé, lo ponía en esa carta.
—Cuando me enteré, intenté impedirlo, que entrase en razón. Me di
cuenta de que Ellie nos había engañado a todos. Tuvimos una fuerte
discusión y ese día nuestra amistad se rompió. Entendí que ella no
pensaba en las consecuencias, en nada ni nadie siempre y cuando pudiese
lograr sus deseos. Cada vez te descuidaba más. Pasabas las tardes aquí, en
casa, jugando con Angie. —Se frotó las manos con nerviosismo—. Al nal,
Minerva Dune pilló a su marido y a tu madre en su propia cama. Fue
horrible. La mujer estaba destrozada. A pesar de que tu madre le rogó que
no lo hiciese, habló con Fred y se lo contó todo. Entonces, Ellie dejó de
ngir y se mostró tal cual era, y él la odió y se odió todavía más a sí mismo
por haber caído en sus redes, en las redes de una mujer.
»Una semana después, tu madre recogió sus cosas, se despidió de ti y se
fue. Tu padre se hundió. Se sentía humillado, despreciado y, encima,
culpable por la discusión que habían tenido tras enterarse de lo de Paul
Dune. Si ya se había endurecido hasta entonces, lo que vino después fue
peor. Empezó a vivir de los recuerdos, a beber y a faltar al trabajo. Se
volvió un misógino. Y el sentimiento se acrecentó cuando vino a verme
unos meses después y me preguntó si yo sabía si tú eras hija suya —
confesó—. Le dije la verdad, incluso a sabiendas de que eso solo
encendería la llama y provocaría que su odio aumentase. Era una
situación muy complicada. Yo temía que llamase a asuntos sociales y
quisiese desprenderse de ti, así que hablé con mi abogado e intenté
prepararme para lo que vendría después.
»Pero nunca llegó ese «después». No ocurrió. Fred no te apartó de su
lado y yo intenté ngir que no había ocurrido nada y seguí ocupándome
de ti como siempre.
Hubo un silencio eterno en la cocina. Barbara se llevó a los labios el
vasito de té, pero el de Harriet seguía intacto. Luke le apartó con
delicadeza un mechón de cabello del rostro y ella se derritió ante el gesto.
—Entonces… —sorbió por la nariz—. ¿Entonces mi padre me quería?
—Sí, claro que sí. Solo que no sabía ni quería demostrarlo. Estaba muy
dolido, Harriet. Sé que no es excusa, pero tu madre le destrozó la vida. Hay
personas a las que les ocurren cosas que les hacen perder la fe en el ser
humano. Tú eres un pequeño milagro. Todavía confías en los demás. —Se
frotó las manos—. Fred no logró superar nunca aquella traición. Cada vez
que intenté enfrentarme a él o le exigí que fuese más atento contigo, me
aseguró que jamás consentiría que te faltase nada. Y cumplió su palabra —
aseguró—. Eso no quita ni excusa que te hiciese tanto daño. Porque lo
hizo. Lo que ocurre es que no sabía actuar de otro modo. Estaba roto.
Actuó mal, pagó contigo todas las frustraciones que no pudo volcar contra
Ellie y te mantuvo bajo su ala siempre sin permitirte ser feliz, porque
temía que lo abandonases, que fueses como ella y no volvieses jamás.
Harriet gimió y se llevó las manos al pecho. Sí que la quería. La quería
mal, muy mal, pero la quería, y ella ni siquiera fue capaz de llorar en su
funeral porque estaba llena de rabia y de dolor, pero es que no lo sabía…,
ella no sabía…
—Eh, abejita, ven aquí. —Luke la estrechó entre sus brazos con ternura
—. No vas a sentirte culpable por esto. Escúchame, tú no lo sabías y,
además, él se comportó como un idiota contigo, incluso a pesar de todo lo
que Ellie le hizo… —suspiró—. No llores.
—Lo siento muchísimo, cielo. —También había lágrimas en los ojos de
Barbara—. No sabes cuántas veces he pensado en que lo correcto hubiese
sido detener esa boda. Todo fue por mi culpa. Pero luego entiendo que si
lo hubiese hecho tú no estarías ahora aquí, conmigo, y entonces… —
sollozó—. Soy egoísta, lo sé.
Harriet la miró con los ojos enrojecidos.
—No, no te disculpes. Si no hubieses estado en mi vida, mis días habrían
sido un in erno. Y no me importa lo que hicieses. No me importa. Todos
nos equivocamos.
Barbara se tapó el rostro con las manos y después se apartó de la frente
los rizos que caían alborotados. Cuando Luke y Harriet se marcharon
media hora más tarde, una máscara de desolación seguía impregnando
sus facciones.
Luke no habló en todo el camino y dejó que Harriet se desahogase y
llorase en silencio. No estaba seguro de si descubrir todo aquello iba a ser
bueno o malo para ella. Lo único que sabía era que deseaba abrazarla y
protegerla y hacerla sentir segura entre sus brazos, así que cuando
llegaron a casa la pegó contra su cuerpo y no la soltó en ningún momento,
ni siquiera cuando ambos aterrizaron en la cama y comenzó a quitarle la
ropa en silencio.
—Gracias, Luke. —Le dio un beso dulce mientras él se deslizaba
suavemente en su interior, hundiendo los dedos en la piel de sus caderas
—. Gracias por estar…
—No. Ni se te ocurra. Soy yo quien debería darte las gracias. Por todo.
Por ser como eres y hacer que yo sea como siempre he querido ser. —Le
habló con voz ronca y después la embistió lentamente, dominando el
ritmo de sus movimientos y perdiéndose en ella una y otra vez como si
cada vaivén fuese una respiración y cada respiración jadeante los acercase
un poco más.
Harriet se arqueó contra él al sentir su cuerpo agitarse en una oleada de
placer. Enredó los dedos entre el cabello de Luke y tiró con suavidad
mientras se derretía por dentro y él dejaba escapar un gruñido contenido
al terminar.
Luke salió de su interior, pero no se movió. Se quedó sobre su cuerpo
cálido, alargó la mano y le acarició la mejilla. Era tan suave. Tan real. Con
gesto somnoliento, ella despegó lentamente aquellos labios que lo volvían
loco.
—Te quiero —susurró muy muy bajito.
Luke se tensó sobre ella. Cada uno de sus músculos se contrajo como si
un dolor profundo acabase de atravesarlo.
—¿Qué has dicho?
Ella cerró los ojos con fuerza.
—Nada. No he dicho nada.
—Harriet, eso… —Luke tragó saliva con di cultad—. Eso no es verdad,
¿vale? Solo te has dejado llevar.
—Lo siento —gimió.
—Eh, no pasa nada. —Besó con cariño la punta de su dedo anular y
luego atrapó sus labios y susurró contra su boca—: Han sido muchas
emociones en un solo día.
Ella tragó saliva mientras intentaba tranquilizarse. Su mente bullía,
saltando de una idea a otra. El corazón le latía a un ritmo rápido e
inestable. Y sentía el tacto de la piel de Luke contra la suya, la calidez de
aquel cuerpo rme y seguro, y ese aroma cítrico que aniquilaba su
cordura…
—¿Y si es verdad?
—¿Qué quieres decir?
Bajó las manos del rostro y permitió que sus miradas se enredasen;
indefensa, expuesta ante él.
—¿Y si te quiero?
Luke tardó una eternidad en contestar. Su rostro se contrajo en una
mueca.
—No puedes quererme, Harriet.
—¿Por qué?
Sonaba poco menos que una niña pequeña ansiosa por recibir un poco
de cariño y se sintió estúpida e ilusa.
—Porque voy a irme. —Había una especie de súplica silenciosa en las
palabras de Luke.
—Ya lo sé. —Harriet se removió bajo su cuerpo y él le dejó espacio para
que pudiese incorporarse. Aferró las sábanas y se cubrió, como si con ese
gesto pudiese sentirse menos vulnerable. Ni siquiera se había dado cuenta
de que volvía a llorar, porque llevaba horas haciéndolo, desde que había
terminado de leer esa carta; dejó de cuanti car el dolor que cargaba tras de
sí cada una de las lágrimas que se escurrían por sus mejillas—. Pero… Pero
eso no quita que pueda hacerlo. Es posible que no haya conseguido evitar
quererte, incluso a sabiendas de que vas… vas a irte —balbuceó—. Y que
puede que no vuelva a verte nunca más…
—¿Por qué me haces esto? —preguntó él con la voz rota. Se había puesto
los vaqueros, que llevaba aún sin abrochar, y estaba sentado en el borde
de la cama con la mirada ja en ella.
—Porque no es fácil no quererte, Luke.
—Joder.
Luke se puso en pie con brusquedad y caminó por la habitación de un
lado a otro. Alzó la mirada al techo y cuando volvió a bajarla tropezó con
la calidez de los ojos de Harriet. Parecía un cervatillo asustado,
sosteniendo el corazón en la mano a la espera de que él lo aplastase de
una vez por todas. Respiró hondo. Le dolía el pecho. No soportaba verla
así. Se acercó hasta ella y la estrechó contra su cuerpo con delicadeza,
abrazándola.
—No soy ni una milésima parte de todo lo que tú mereces tener. Y sé
que lo tendrás algún día. —Respiró contra su pelo y apretó los dientes ante
la idea de ver a Harriet entre los brazos de otro hombre—. Serás feliz.
Mereces ser muy feliz. Si el mundo estuviese lleno de personas como tú,
sería un lugar mucho mejor. Justo. Humilde. Perfecto.
Harriet se tragó las lágrimas y se preguntó por qué si le parecía tan
maravillosa no podía quererla. Sentía el peso del cansancio asentándose y
se quedó allí, muy quieta, aferrada a Luke e intentando que su respiración
no re ejase la ansiedad que notaba en el pecho, hasta que el sueño la
envolvió.
Él la tapó con la sábana y permaneció unos instantes mirándola en
silencio, en la penumbra. Era preciosa. Delicada pero muy muy fuerte.
Dulce pero con un puntito salado y enigmático cuando rascabas la
super cie y hurgabas más a fondo en su interior. Y a Luke lo volvían loco
las contradicciones, los polos opuestos, lo dulce y lo salado, la dualidad de
Harriet…
Salió al porche trasero. Todavía caía una llovizna na. Olía a hierba
fresca y la humedad se palpaba en el aire. Suspiró hondo, con la mirada
clavada en el cielo.
Seguía oyendo aquellas dos malditas palabras, el leve susurro, el tono
atemorizado con el que había confesado quererlo. A Luke le habían dicho
muchas veces «te quiero», personas que conocía muy bien, personas que
no conocía tanto o apenas nada; pero en ninguna de aquellas ocasiones
había sentido como si le diesen un pellizco en el corazón. Un pellizco seco,
de esos que te cortan la respiración de golpe.
22
Harriet se llevó a los labios la taza de café con leche y bebió un sorbo.
Después, alzó la mirada hasta él.
—Has dormido en el sofá.
—Sí. —Luke se sirvió un café solo.
Desde aquel primer beso en el coche, bajo la tormenta, no habían vuelto
a dormir separados ni un solo día.
—¿Por qué? No creerías lo que dije anoche, ¿verdad? —Intentó que no le
temblase la voz—. Estaba nerviosa y confundida después de todo lo
ocurrido y me sentía un poco sola. —Los ojos verdes de Luke estaban jos
en ella—. Te aprecio mucho, pero no te quiero «de ese modo». Olvida que
dije eso, por favor. No me gustaría que nada cambiase entre nosotros.
Somos amigos. Me importas mucho, Luke.
Los engranajes del cerebro de Luke parecieron ponerse en marcha en un
momento dado y sopesar las palabras que acababan de salir de los labios
de Harriet. Tardó más de lo esperado en asentir lentamente con la cabeza,
después de expulsar el aire que había estado conteniendo. Ella le sonrió, a
pesar de sentirse de gelatina, muy endeble. Quería cubrirse con el abrigo
más grueso del mundo y no dejar que nadie volviese a desabrochar los
botones para hurgar en su interior.
—Además, tienes razón. Encontraré a mi media naranja algún día —
bromeó para romper el hielo. Luke no sonrió ni un ápice—. ¿Cómo es eso
que suele decirse…? Que, cuando menos se busca, aparece. —Terminó de
un trago el resto del café con leche y dejó la taza sobre el fregadero con un
tintineo—. ¿Por qué sigues tan callado? Me estás poniendo nerviosa.
Luke acortó la distancia que los separaba con tres grandes zancadas, la
sujetó por la nuca y le dio un beso profundo y húmedo. Sus labios eran
posesivos y rmes.
—No me quieres —quiso asegurarse.
Harriet contuvo el aliento.
—Fue una tontería, Luke.
—Será mejor que nos demos prisa o llegaremos tarde —concluyó él, y le
dio un segundo beso tan intenso que consiguió que le temblasen las
piernas.
Ella tragó saliva. No importaba cuántos rodeos había dado, aquí y allá,
allá y aquí, al nal se había metido en la boca del lobo.
—¿Cuánto tiempo piensas seguir así, hijo? —Su madre lo reprendió sin
demasiada dureza, y su abuela y sus dos hermanas lo miraron
esperanzadas desde el otro lado de la mesa. Luke ignoró el comentario,
cogió el bol de la ensalada y se sirvió más ración; sabía que pocas cosas
hacían tan feliz a su madre como verlo comer en abundancia—. Tienes
que hacer algo. Los demás también tenemos sentimientos, ¿sabes? No es
agradable ser testigo de cómo te consumes poco a poco.
—¡Catherine, basta! —ordenó su abuela con voz serena. Se metió un
trozo de lechuga en la boca—. Deja que el chiquillo se recupere tranquilo.
Necesita tiempo. Es la primera vez que se ha enamorado.
Su hermana Abbie emitió una risita y Luke la fulminó con la mirada.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Tú. Y, más concretamente, tú enamorado. Los astros debieron de
alinearse.
—Cállate —gruñó.
—Está pasando por el proceso normal tras cualquier ruptura. —Se
inmiscuyó su otra hermana, Jane—. Primero llegó la fase de tristeza
absoluta. Después, una leve recuperación, seguida de otra recaída,
situación en la que se encuentra ahora mismo.
Luke la señaló con el tenedor.
—¿Puedes dejar de ser psicóloga durante un segundo? Todos te lo
agradeceremos. Gracias —masculló antes de bajar de nuevo la cabeza a su
plato.
—Podría echarte una mano. Siempre he querido psicoanalizarte y nunca
me dejas hacerlo. No con total libertad, al menos. —Jane le dio un
toquecito con el pie por debajo de la mesa y Luke la miró—. ¿Por qué no
nos cuentas qué es lo que ocurrió? Somos chicas. Todas. Podemos
aconsejarte.
—No es una buena idea, Jane.
—¿Por qué no? —Hizo un mohín.
—Porque no me apetece que toda mi familia me odie.
—Eso suena a que le hiciste algo muy malo.
—¡Deja en paz a tu hermano, niña! —la reprendió su abuela, que
siempre era la que terminaba ordenando y mandando en aquella casa.
Miró a Luke con cariño y le preguntó si quería más pollo. Era su ojito
derecho.
—Estoy lleno.
—Estás muy delgado —añadió su madre.
—Vamos, Luke, cuéntanos al menos cómo es ella —insistió Jane, y Abbie
asintió con interés.
—Vale. —Sus hermanas sonrieron incrédulas y Luke se acomodó en su
asiento, como si fuese a contar una historia larguísima—. Harriet es
perfecta. Y ya está. Fin. Espero haber saciado vuestra curiosidad. —Se puso
en pie—. Sois unas metomentodo. Me marcho ya.
Todavía le dolía el mero hecho de pronunciar su nombre y no estaba
seguro de que aquella sensación fuese a desaparecer. Se había mantenido
ocupado las últimas semanas entre el juicio contra Parker, que habían
ganado, y el proyecto que había ideado para la pastelería y en el que Mike
le estaba echando una mano. Pero al caer la noche, cuando se tumbaba en
la cama y estaba a solas consigo mismo, los recuerdos volvían. La había
llamado todas y cada una de esas noches. Treinta y tres días exactos.
Treinta y tres veces que ella había dejado que el teléfono sonase hasta que
saltaba el contestador. Luke siempre se quedaba callado tras el pitido
inicial, respirando con pesadez, pero al nal las palabras se le atascaban
en la garganta y nunca decía nada.
Volvería. Iría a buscarla pronto. Lograría que esas palabras saliesen al
n. Se haría entender, porque, ahora, empezaba a hacerlo, a entenderse;
sus dudas, sus miedos, sus debilidades. No era agradable hurgar en su
lado más oscuro, ese que nunca había querido mirar demasiado, pero era
necesario. Luke se estaba desprendiendo de todo aquello que él creía ser,
pero que no era realmente, como si se hubiese pasado media vida
observándose desde un prisma distorsionado. Y esperaba que ella pudiese
ver la persona en la que se había convertido. La que ya era antes, pero que
no se creía.
—¿Veis lo que habéis conseguido? —protestó su madre—. ¡Cuando por
n estaba comiendo…! ¡Se ha dejado medio plato!
—Mamá… —Luke puso los ojos en blanco y luego negó con la cabeza
dándola por perdida—. No importa. Te prometo que comeré más la
próxima vez que venga.
Se inclinó para darle un beso a su abuela en la mejilla y les palmeó la
cabeza a sus hermanas. Salió de la casa y atravesó el pequeño jardín lleno
de ores vivaces que cultivaban cada primavera. Antes de que cruzase el
umbral de la puerta principal, su móvil sonó. No conocía el número.
Descolgó la llamada.
—¿Luke? ¿Eres tú?
—Sí. ¿Quién eres?
Hubo un momento de silencio.
—Soy Eliott Dune. ¿Me recuerdas?
—Más de lo que me gustaría —masculló y entonces la imagen de Harriet
acudió a su cabeza y sintió tal vuelco en el estómago que tuvo que
sujetarse al muro de piedra para mantenerse en pie—. ¿Le ha ocurrido algo
a Harriet? ¿Ella está bien?
—Tranquilo. Está bien. Más o menos.
—¿Qué signi ca «más o menos»?
Eliott pareció pensar sus siguientes palabras.
—Está un poco débil —dijo—. No sé qué ocurrió entre vosotros, pero no
lo encajó muy bien. Si todavía sigues queriéndola, deberías volver. Al
parecer, cuando empezó a correr el rumor de que te habías marchado, el
abogado del Ayuntamiento empezó a investigar más a fondo la situación.
Parece ser que cuando solicitaste los papeles para la feria pudieron
comprobar que estabas empadronado en San Francisco y les resultó raro
que no hubieses pisado el pueblo hasta entonces —suspiró—. Si
demuestran que lo vuestro fue un acuerdo temporal, Harriet tendrá que
pedir un préstamo para devolver el dinero de la herencia.
Luke montó en el coche y sujetó el teléfono con fuerza mientras giraba
la llave y arrancaba el motor.
—Ya voy de camino.
30
Aquí estoy otra vez, pensando y recordando a todas esas personas geniales
que han hecho posible este libro, que Harriet cumpliese sus sueños, que
Luke se encontrase a sí mismo, que conozcas su historia. Pero, antes de
centrarme en ellas, quiero dar las gracias a la gente que me rodea, a mi
familia y amigos. Escribir es experiencias. Y experiencias sois vosotros
cada día. Ahora sí, vamos allá:
En primer lugar, gracias a mi editora, Esther, por su con anza, por
acoger a Harriet y Luke con los brazos abiertos poco después de haberles
dado la bienvenida a Rachel y Mike. No se tiene la suerte de tropezar
todos los días con alguien que esté tan dispuesto a arriesgar por ti. Y, por
supuesto, gracias también a la editorial Urano y a todos los que forman
parte de esta casa, incluidas mis compañeras y mi correctora, Berta.
A Nazareth y Rebeca Stones, por sus bonitas frases.
A Laia. Gracias por darme más empujones (en el buen sentido de la
palabra, «empujones hacia delante»), por cuidar de mis novelas y
regalarme las tuyas.
A María, por ser la mejor compañera de editorial que podría desear.
A Inés, por tu opinión sincera y por leerme (y aguantarme) siempre.
A Neïra, por ayudarme a mejorar esta historia y hacerme disfrutar con
las tuyas.
A Rocío, por quedarte de madrugada junto a ellos.
A Eva, por compartir conmigo lo difícil (y solitario) que a veces resulta el
camino en esto de escribir con la llamada semanal de rigor. Así muchos
años más.
A todos esos maravillosos lectores que le dieron una oportunidad a 33
Razones para volver a verte y se quedaron con ganas de conocer la historia
de Luke.
A mamá. Gracias por estar siempre a mi lado, leyendo mis historias
cuando todavía son meros esbozos, pero, sobre todo, gracias por creer en
mí y apoyarme al pensar que escribir podía formar parte de mi futuro. Y a
papá y al tete, claro, siempre.
A Dani. Gracias por otro título, ¡otro más! 23 Otoños antes de ti es tan
bonito como los demás. No sé qué haría si no estuvieses al otro lado del
teléfono cada día. No te vayas nunca, nunca.
Y por último, como siempre, a J. Por n llegó la historia, tu historia. Esta
va dedicada a ti. Eres y siempre serás mi mejor amigo, el único que me
entiende cuando el resto del mundo (unas 7.229.916.048 personas) no lo
hace. Te digo algo parecido a lo que Harriet le dijo a Luke: gracias por
apoyarme incluso cuando no estás de acuerdo con mis decisiones, gracias
por dejar que me equivoque, caiga, y después estar ahí para ayudarme a
levantarme de nuevo.