Soledad Acogedora-Massimo Cacciari

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LECTURAS

Serie Filosofía
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preimpresión E JG
impresión L a vel
MASSIMO CACCIARI
Soledad acogedora
DE LEOPARDI A CELAN

traducción
CAROLINA DEL OLMO
Y CÉSAR RENDUELES

A B A D A EDITORES
L E C T U R A S DE FILOSOFÍA
E n una lección que impartió durante su pri­
mer año como profesor en la universidad de
Roma, Ungaretti habla de la «soledad sin refugio»
de Leopardi1. Ungaretti destaca la novedosa forma
en que Leopardi aborda el tema de la soledad, para
lo cual compara su aproximación al topos clásico de
'Dido abandonada’ con la manera en que tratan el
tema Virgilio, Dante, Petrarca y Tasso. En Virgilio
la soledad humana se expresa a través del tiempo

I G. Ungaretti, Viaggi e lezioni, M ondadori, Milán, 2 0 0 0 ,


pp. 8 o i y ss.
N MASSIMO CACCIARI

cósmico, mediante el «universal silencio» de la


noche; en Dante la soledad marca un «momento
de espanto» que atenaza al hombre cuando repara
en «su autonomía moral individual»; en Petrarca,
«por naturaleza mucho más cercano a Virgilio»,
el centro del universo, el eje cósmico del recorrido
de los astros del poeta latino es ya la memoria
humana, el tormento, el pensamiento, el enarde­
cimiento, el llanto del hombre; finalmente en
Tasso, cuya lengua se encuentra sumamente
«ennoblecida por la experiencia» y «en posesión
de energías suficientes como para imaginarse capaz
de tornar simples y fabulosas las propias palabras a
fuerza de artificio» (p. 814), el mundo se enmu­
dece, las estrellas callan, las cosas mismas se quedan
sin espacio. Es la representación de la soledad lo que
aquí nos sorprende y apasiona.

Quizá sea en La noche del día defiesta donde


Leopardi recuerde «con más intimidad» el tema
de Dido abandonada. No obstante, en este poe­
ma ya palpita una auténtica «nueva naturaleza»,
una naturaleza que proviene de una conciencia,
de un saber ausente en los precedentes autores
SOLEDAD ACOGEDORA 9

clásicos: tanto la naturaleza como los astros, los


hombres o los animales se encuentran unidos por
un mismo sino, todos ellos participan de un des­
tino común, todos ellos están 'federados’ en él.
Ya no hay ningún curso divino de las cosas, no lo
hay ni allá arriba ni aquí abajo. Ya no hay un
lugár para las excelsas estrellas; ya tan sólo conta­
mos con la luna, una muchacha durmiente que se
detiene «sobre los tejados y los huertos», una
«nocturna llama» que apenas trasluce una clari­
dad blanca y nivosa, criatura tan efímera como
nosotros, como el poeta insomne, que grita mien­
tras canta sus «horrendos días, / en su aún verde
edad», como esa muchacha que se encuentra
soñando en el interior de su habitación sin que,
en apariencia, la perturbe inquietud alguna. En
definitiva, Leopardi evoca de este modo «una
soledad sin refugio (...) de la que uno no puede
ya evadirse recurriendo a Dios, a la memoria, a
los juegos de palabras o a la inmortalidad de la
Naturaleza» (p. 8l6).

Pero, ¿en qué sentido carece de refugio?


En La noche del día de fiesta, aquel pálido cuerpo
IO MASSIMO CACCIARI

lunar aún «revela, sereno, las montañas» y aún


nos dice que torna «dulce y claro»2 el nocturno.
¿También ésta es tan sólo una ilusión destinada a
desaparecer? ¿Se desvanece igualmente, junto
con El ocaso de la luna, la poética figura de aquella
luna-muchacha que aparece en La noche del día de
fiesta? También ella se pone —y, ante ello, «pali­
dece el m undo»—. Tan sólo resta entonces la
«silente noche», queda la soledad únicamente.
Pero también las sombras se disuelven. «Ciega la
noche queda». Se disipa la luna, como se desva­
nece la juventud. «Abandonada, oscura / ha
quedado la vida», reza el verso. Huyen con ello
las lejanas sombras, y también las remotas espe­
ranzas. E incluso aquellos «objetos engañosos»
que entreaparecían a la luz de la «llama noctur­
na» han abandonado al viandante. Y una autén­
tica y perfecta extranjería se ha interpuesto ahora
entre su soledad y «la tierra».

2 Seguimos a lo largo de todo el texto —con ligeras variacio­


nes ocasionales para evitar discordancias con las palabras
de Massimo Gacciari—la traducción castellana de los Cantos
de María de las Nieves Muñiz (G. Leopardi, Cantos, Madrid,
Cátedra, 19 9 8 ). [N.delT.]
SOLEDAD ACOGEDORA II

¿Es esta extranjería, esta xeniteía que parece


expresión de la gnosis más desesperada, la última
palabra de la soledad leopardiana? ¿Debemos afir­
mar de ella que «por meta el Hado dio la sepultu­
ra»? Lo cierto es que, apenas se comienza a pade­
cer la soledad, la memoria entra enjuego. De este
vínculo es también testigo La noche del día defiesta, con
esa áspera modulación que surge en mitad de un
verso (v. 34) : « ... ¿Dónde se halla ahora el eco /
de los pueblos antiguos?». Soledad y memoria
traman afinidad indisoluble. Esto significa que
estar solo equivale a estar lleno de recuerdos, a no
poder olvidar. Pero ¿acaso no es cierto que para Leo-
pardi el olvido es el único remedio contra el mal
que produce el conocer las ilusiones? ¿No nos recuer­
da el poeta con frecuencia cómo la desmemoria,
cómo el olvido de lo verdadero (¿jbaldone, 681-682) pue­
de proporcionarnos sin embargo un fuerte latiga­
zo de placer? De hecho, tan sólo el olvido del
mundo, si es que algo así fuera posible, podría
reportarnos un goce verdadero. Pero, precisamen­
te, recordar esto ya equivale a disolver nuestra ilu­
sión; recordar el olvido es no olvidar. Y así ningu­
na soledad olvida, ninguna soledad es ajena al
12 MASSIMO CACCIARI

recuerdo. Acude de este modo a la memoria aquel


terrible poema de Baudelaire: « J ai plus de souve-
nirs que si j ’avais mille ans...» . Así es la soledad
leopardiana; se encuentra tan repleta de recuerdos
como si siempre fuera milenaria. Por eso los hom­
bres «habituados a la soledad» son tan «amigos
de los aniversarios» (Pensamientos, xm ). El solitario
se aparta del contacto, de la experiencia directa, de
lo que es el trato cotidiano, pero únicamente para
observar desde lejos a los hombres, y con ellos las cosas,
los ambientes; abarcarlos después con la mirada y
retener su imagen, con más fuerza.

Mas el solitario no sólo se halla siempre


unido a su recuerdo, no sólo es por completo inca­
paz de olvidar. La soledad también alimenta la
imaginación: «Si lo que se quiere es vivir tranqui­
lo, se ha de estar ocupado exteriormente». Es pre­
ciso, en efecto, huir de uno mismo, ya sea por
medio del aburrimiento o incluso a través de
angustias y aflicciones, a fin de encontrar una cier­
ta paz. «M i error fue tratar de llevar una vida ple­
namente interior con la esperanza de gozar de
tranquilidad». El solitario se ve afligido por el
SOLEDAD ACOGEDORA 13

continuo trabajo de la imaginación. En la vida


solitaria se nos muestra la auténtica angustia (\Angit,
'palabra clave’ de la filosofía contemporánea!):
quien se encuentra incapaz de olvidar el recuerdo
es también incapaz de cegar el vórtice de las imáge­
nes. De algún modo, esta extraordinaria página
leopardiana Qjbaldone, 4259) parece un comentario
a un famoso pasaje de Montaigne: si no ponemos
cuidado en ocupar nuestro espíritu «con algún
objeto» que «lo embride y constriña», terminará
por lanzarse «desgobernado, por acá y acullá, por
el terreno estéril de las fantasías [...] Cuando, no
hace mucho, me retiré a mi casa, resuelto, mientras
pudiera, a no ocuparme más que en pasar lo poco
que me quedara de vida apartado en reposo, me
pareció que no podía hacer mayor favor a mi espí­
ritu [...] Mas hallé que, al contrario, el caballo que
marcha desbocado se procura cien veces más fatiga
que no sirviendo a otros. Tantas quimeras y mons­
truos tan fantásticos engendró así mi ánimo, pro­
cediendo sin orden ni concierto...»3. La soledad

3 Montaigne, Ensayos, I, 8 (traducción de Juan G . de Luaces,


Barcelona, Iberia, 19 68, p. 25 )-
14 MASSIMO CACCIARI

nunca proporciona paz y bienestar, y mucho


menos al filósofo y al poeta. La soledad puede sin
duda 'liberarlo’ de la esclavitud de la cháchara
cotidiana (es decir, ¡del Man!), mas solamente
para devolverlo a la auténtica angustia, para con­
denarlo al tormento de la imaginación y el pensa­
miento. « Freundliche Trósterin» cantaba Holderlin a
la soledad (An die Ruhe) —aunque difícilmente tal
imagen hubiera consolado a Leopardi.

Pero la soledad genera algo bien distinto


de aquellos monstruos y quimeras a los que Mon­
taigne aludía tan irónicamente. La soledad es
energía imaginativa: energía que cuida la memoria
con objeto de alentar la imaginación. En la soledad cre­
ce la inquietud que «rejuvenece nuestro ánimo,
mientras reanima y devuelve la imaginación a su
actividad» (Diálogo de Torcuato Tassoj de sugeniofamiliar) ,
y también, de algún modo, renueva «en el hom­
bre experimentado, conocedor y desenamorado
por experiencia de las cosas humanas» (ibid.), el
amor a la vida, las esperanzas y el sueño del placer.
Ocupada pues en la memoria, la soledad sería, por
lo mismo, ocupada también —también una vez
SOLEDAD ACOGEDORA 15

más— por ilusiones. Así, sin duda, contradiría in


loto aquella soledad que, desde lejos, se hace espec­
tadora de su ocaso. Pues, en efecto, una soledad
que se limitase tan sólo a renovar «aquella inexpe­
riencia originaria» sería amiga y consoladora, mas
no memoria, cura. Para resolver la contradicción
resulta por lo tanto imprescindible aclarar el sen­
tido de aquella ilusión leopardiana, frente a la cual
un mero desencanto, una simple Aufklárung, nada
significa. Es en la soledad donde alcanzamos una
conciencia plena de nuestra imposibilidad de desespe­
rar. La imaginación, que en soledad se «revalo­
ra», no permite que olvidemos, en efecto, la
miseria y vanidad del todo, sino que obliga a expe­
rimentar, por nuestra parte, que incluso la deses­
peración nos es negada. La soledad se ocupa
esencialmente girando en torno a esta idea: que
es vano esperar o, más bien, que es el colmo de la
ilusión esperar que esperanzas e ilusiones llega­
rán por fin a desaparecer efectiva y definitiva­
mente. Estas nunca encuentran sepultura, sino
que siguen siempre atormentándonos. La perfecta
desesperación no existe: éste es el tema que se
extiende como fondo, como bajo continuo que
i6 MASSIMO CACCIARI

resuena a lo largo de todo el /¿baldone. Pero, ¿por


qué no existe, por qué no puede hacerlo? ¿Por
qué razón el filósofo solitario ve que no puede
darse su existencia? Porque el hombre, tal y
como es, el Dasein del hombre, es esencialmente
imaginación, es decir, facultad-capacidad de
poner en imagen, de producir imágenes, de con­
vertir en imagen y memoria la totalidad de las
cosas. Las diversas imágenes pueden ser ilusiones,
pero la facultad de imaginar no es ninguna ilu­
sión, al contrario, es realísima; ella es nuestra
propia realidad.

En esto consiste la ciencia del solitario, y


bajo dicha luz cabe leer la confesión que el poeta
realiza en una famosa carta al Vieusseux del 4 de
marzo de 18 26 : «M i vida ha sido siempre, es y
será, perfecta y cabalmente solitaria; incluso en
medio de una conversación me encuentro, por
decirlo al modo inglés, más absent que si fuera
ciego y sordo. Este perenne vicio de la absence es
en mí desesperado e incorregible». En efecto,
cuanto más ajeno a la «conversación» se nos
muestra el absent, más le ocupa su imaginación y
SOLEDAD ACOGEDORA 17

menos solo se encuentra. El absent desespera de


poder estar solo, ya que conoce nuestra incapaci­
dad de poder alcanzar la soledad verdadera.
Desesperadamente acompañado de sí mismo, yendo
en compañía de sus propios cuidados, o, más bien,
del cuidado de la imagen (en ella y por ella pro­
ducido) , va a recordar incesantemente (guardada
inscrita en su corazón) esta dolorosa paradoja: en
el fondo, tan sólo el 'ocupado’ , es decir, aquel
hombre que dedica su tiempo a realizar las tareas
cotidianas y que desprecia la ensoñación y la fan­
tasía, es capaz de obtener un momento de olvido,
de soledad y de quietud auténticas. Por cuanto
olvida la realidad de imaginar que, en cambio, el
solitario, el «extranjero», se ve obligado a con­
templar insomne. El 'ocupado’ , que olvida ima­
ginar, para quien nada es imaginar, puede deses­
perar completamente, acallando el cuidado que
sin duda siempre nos impone la esperanza; algo
imposible para el solitario, que nunca abrigaría la
ilusión de desesperar hasta el final. A la imagina­
ción, que es la encargada de «construir» y acti­
var las ilusiones, no le es dada la única esencial: la
que es capaz de desesperar.
P or eso la imaginación es inseparable del saber.
En este nexo está enjuego toda la interpre­
tación de Leopardi. La verdadera soledad hace
imaginar, pero imaginar es pensar. ¿Qué signi­
fica esto? Volvamos, antes que nada, a leer las
palabras del poeta.

La «costumbre» del pájaro solitario en


nada se asemeja a un vago canto compuesto por
ingenuas ilusiones y nostalgias arcádicas; es, más
bien, algo análogo al pensamiento de quien escucha,
observa y medita'apartado’ -, «pensativo, apartado,
22 MASSIMO CACCIARI

todo miras». El pájaro no sólo tiene compañeros,


el pájaro vuela; un poder del que la palabra del
poeta carece, pues el poeta se encuentra «sin
compañeros, sin vuelo...» . Su potencia reside,
sobre todo, en la mirada que el sol hiere «en su
caída», pues sabe mirar fijo hacia el ocaso, y escu­
char lo que éste ha de decirle. Nada distrae pues
esa mirada: desde la «lom a» donde, solitario, el
poeta se sienta algunas veces (¡el poeta no vuela!)
se abren paisajes que vibran de emoción, paisajes
llenos de voces y de luces. Ante «esta infeliz /
escena del mundo», el poeta sonríe, y un autén­
tico símbolo se forma entre el palpitar de su interior
y el «férreo sopor» que vuelve ajeno «todo dulce
latir del alma mía» (La vida solitaria) . Tan sólo en
apariencia se produce aquí una 'sucesión’ entre la
impresión que se percibe («La primavera en tor­
no / brilla al aire...»; «T ú escuchas ahora por el
cielo...») y la ulterior conciencia, más madura,
de que también esa belleza «muere, declinando».
El apartado mirar del solitario contempla in uno
los momentos de la naturaleza y, en ellos, su pro­
pia situación; pintando sus sonrisas, sus imáge­
nes, se compone a sí mismo al componerlas; se
SOLEDAD ACOGEDORA 33

confunde con ellas, detenido bajo el peso de


todos su cuidados. De lo contrario, habría un dis­
curso fatigoso, pero no habría nunca poesía.

El solitario contempla, en el sentido etimo­


lógico del contemplar. «La querida mirada, / lo
más digno del cielo entre mortales» (Al conde Cario
Pepoli) . No es pues solamente aquella otra mirada
«tierna, estremecida / de dos negras pupilas» que
«clama en vano / felicidad», « erro r» o «vaga
fantasía». Es la mirada que al contemplar imagi­
na, que produce imágenes, que crea paisajes, autén­
ticas luces (¡lucus a lucendo!), que crea verdaderos
«resplandores» en el vasto océano del «tedio
inmortal». El «poder del caro imaginar» es efí­
mero, pero es poder sin duda y, por tanto, es
capaz de 'abrir’ paisajes y 'descubrirnos’ rostros y
figuras. El solitario mira... y he aquí a Silvia. Cla­
ro que no posee lo que mira, no logra aferrarlo.
Suyo es sólo el poder mirar de lejos, pero ése es el
poder de la poesía. Nos lo dice Ungaretti, citando
a Blanchot: la mirada de la poesía mide siempre la
ausencia de su objeto. La palabra del solitario es
pues ficción, ya que expresa una realidad ausente,
24 MASSIMO CACCIARI

finge la presencia del ausente. O mejor, el ausente es


el poeta, en la medida en que finge (plasma, cons­
truye, ritma) dicha ausencia. La mirada es conscien­
te de que la realidad que simula no es sólo lejana,
sino también ausencia, y no se engaña sobre lo
'verdadero’ —pues verdadera es su capacidad de
poner-en-imágenes la ausencia, simularla, fingir­
la. Es el hacer realísimo de la poesía, por más que
pueda negarlo o despreciarlo el «yermo y seco
mundano conversar» (Elpensamiento dominante).

Al contemplar se imagina y al imaginar se


medita, se mide el difícil nexo que reúne repre­
sentación y ficción, «verdad acerba» e imagen. Al
imaginar se construye este pensamiento. Pues no
sólo es imagen el pensamiento de la naturaleza en tan­
to que «ilaudable maravilla» (Sobre un bajorrelieve
antiguo) , según aquel pensamiento leopardiano que
pone fin a toda teodicea; los recuerdos también son
pensamientos, es decir, un pensar rememorativo
que constituye la imagen inconsolable de aquel
«otro tiempo» cuya ausencia se encuentra conde­
nado a sufrir («Pasaste, eterno, / oh, suspiro
mío...» ; ibid.) en la ficción de la poesía. El pensa-
SOLEDAD ACOGEDORA 85

miento no expresa solamente la «cuita pálida»


que nos oprime el pecho (Himno a lospatriarcas), no
es sólo la energía despiadada que revela la escena
siempre infeliz del mundo y nos niega ilusiones y
esperanzas. El pensar leopardiano no se configura
en modo alguno de forma intelectualística y abs­
tracta como lo opuesto del imaginar (tampoco ni
siquiera del soñar). No sólo porque, como ya se ha
visto, el poder de la imaginación no pueda ser
reducido a una ilusión, no sólo porque su fingir
sea forma realísima de obrar, sino porque el pen­
samiento mismo, en la medida en que es distinto
del imaginar, es también imaginativo en su propia
dialéctica. En el pensar se agitan las imágenes, pero
éstas son otras imágenes, propias únicamente del
pensar. Existe una fantasía del pensar necesaria­
mente inseparable de su dimensión propiamente
crítica, absolutamente diferente y, al mismo tiem­
po , también absolutamente indisoluble en cuanto
a ella. Y de igual modo esta fantasía se pone en rela­
ción al imaginar del que hasta aquí hemos hablado.

Hay imágenes objeto del pensar: las formas


del pensar las van tomando como lo inseparable
26 MASSIMO CACCIARI

otro de sí. Pero se dan también otras imágenes


que provocan nuestro pensamiento, forzándolo a
realizar un movimiento que excede la dimensión
crítica mentada. Las imágenes, todas las imágenes,
son siempre un páthos para el pensamiento; no hay
pensamiento que se encuentre 'libre’ de esta pre­
cisa dimensión 'patética’. Pero el páthos que ciertas
imágenes producen nos descubre una facies bien
distinta del mismo pensamiento. Son imágenes
inmanentes al pensar, cuyo repentino 'adveni­
miento’ parece transformar por completo su
estructura. En el tríptico compuesto por Leopardi
mediante los poemas titulados A su amada, Aspasia y
El pensamiento dominante, el propio pensamiento es el
que «pinta» (el que pinta y simula) la «amada
beldad». Pensando en ella, 'a palpitar despierto’ :
¡no es que la imagen provoque la 'crítica’ del pen­
sar, sino que el pensar produce el páthos de la ima­
gen! El ejercicio mismo del pensar es el que ahí
finge las imágenes. Un problema que nace en el
ejercicio y del ejercicio del pensar, en cuanto apa­
rece bajo la forma de lo que es el «querido ima­
ginar» . El páthos que es el propio de la imagen y la
fuerza correspondiente a la pregunta que el pen-
SOLEDAD ACOGEDORA 27

sar se impone se aúnan de este modo, se hacen


uno; se trata de una auténtica pregunta sin el
menor asomo de un acento retórico: ¿quién eres,
«sombra divina»?, ¿memoria de la edad «que
áurea llaman»? ¿Alma? ¿O Deus adveniens («¿O a
ti la suerte avara / que te oculta ahora de nosotros
/ lo por venir prepara?»)? ¿O idea que desdeña
ser investida «de sensible form a»? ¿O incluso
figura de algún otro de «entre los mundos
incontables»? (El tema de los mundos infinitos
bien merecería ser objeto de un estudio en el
campo de la filosofía leopardiana).

Son pensamientos: pensamiento « domi­


nante» , «prepotente señor», «el don del cielo»
pero, como todo don auténtico, «terrible» (así
es también el deinón griego). No una vaga imagen,
repitámoslo, sino un pensamiento que retorna
de manera constante a la mente más desencanta­
da, a la más extranjera respecto a un «siglo sober­
bio, / que de vanas esperanzas se alimenta, / hos­
til a la virtud, que ama lo vacuo». Aquel a quien
«risa inspira» el juicio humano, juzga que ese
terrible pensamiento es la «única disculpa para el
38 MASSIMO CACCIARI

hndi>*, c»>nni<lrrnndo que «las alegrías» que eso


minino Irinblc proporciona a esta vida mortal son
yw lo único que la hacen digna de vivirse o, más
bien, «le verla revivida («y otra vez volvería, / exper­
to cual ya soy de nuestros males, / a emprender mi
enmino hacia esa meta»). Desaparecen así las opi­
niones, y con ellas las frivolidades; sólo queda un
pensamiento solitario, el pensamiento mismo del
absent que conoce la necesidad de imaginar y que
posee una mente imaginante. Un pensamiento
inmenso (« Y como torre / en tierra solitaria, / te
alzas solo, gigante, en medio de ella»), que retor­
na siempre hasta el poeta («pensamiento que a mí
tanto retornas») como el poeta a él («a ti retor­
no»): una imagen perfecta de anamnesis, de reme­
morante pensamiento.

¿Un sueño? Sí, pero de la mente. De la


mente que quiere soñar para así no adormecerse
en el tiempo propio del «cobarde» y las «almas /
abyectas, egoístas». No es sólo un sueño más,
particular —aunque también lo sea en cierto
modo—, dado que «perdura tenazmente»: no se
extingue «al aparecer lo verdadero». Sólo la
SOLEDAD ACOGEDORA 29

muerte logra derrotarlo. Y , siendo análogo a la


realidad, «a la verdad se adecúa muchas veces».
No parece de la misma naturaleza que todos los
demás «bellos errores», ni se puede considerar
simple ilusión. Si es sueño, es sueño «de los
inmortales». Si imagen, es «imagen soberana»
que la mente alcanza no en la infancia, sino
cuando ya se ha hecho experta en la totalidad
posible de los males; no antes: más allá de la 'filo­
sofía’ . Este sueño de «divina» naturaleza resiste
toda negación y toda crítica. La mente lo simula,
lo finge, lo reproduce de continuo. Pero ¿es sólo
producto de la mente? ¿O la «beldad angélica»
asume el tono de la revelación? ¿La «beldad
angélica» del v. 13 0 deberá entenderse simple­
mente en calidad de hipérbole retórica del tam­
bién «angélico semblante» que aparece en el v.
14 3 ? ¿Se trata de expresiones equivalentes? En
verdad, no lo creo; aquel semblante angélico des­
pierta el pensamiento de la beldad angélica, de la idea
misma de lo Bello. La relación entre ambas
dimensiones es central en Aspasia, donde el «sem­
blante» es rayo que procede de la belleza divina.
Bien es cierto que la última palabra pertenece al
30 MASSIMO CACCIARI

¡uto deAspasia. No cabe conciliación entre este ros­


tro y aquella idea; la belleza intuida no podrá
hacerse nunca real aquí abajo. El poeta sabe desde
el principio («Engañado no y a...» ) que resulta
imposible establecer una analogía efectiva que pue­
da constituirse mediadora entre su sueño y la rea­
lidad, incluso si se trata en este caso de un sueño
divino. Pero esto debe entenderse en el sentido
más determinado: no nos ha sido dado descubrir
el camino que une la realidad propia de la idea,
como meramente concebida, y la de esa «noche sin
estrellas en mitad del invierno» que es la vida para
los mortales. Carecemos incluso de la imagen que
pueda corresponder a dicha unión. La mente del
poeta solitario puede imaginar la «beldad angéli­
ca», o puede de igual modo pintar «ciega la
vida», mas no hay imagen que muestre su con­
cordia. Tal es el luto, el duelo leopardiano. Pero
faltaría toda capacidad de escucha, toda simpatía
relativa a ese mismo duelo, a quien no compren­
diese el vital platonismo que él implica. Al margen
de cualquier clase de academicismo, y siendo aje­
no a todo idealismo, el gran drama platónico apa­
rece aquí repensado, creativamente re-imaginado.
SOLEDAD ACOGEDORA 31

Se trata de un platonismo paradójico que atraviesa


todo este desencanto —incluso el desencanto res­
pecto a la posibilidad de desesperar—, que alcanza
a descubrirnos las razones de la tenacidad misma
de su 'sueño’ para enfrentarlas a la 'verdad’ que
yace en lo que él llamará su «edad soberbia», sin
no obstante engañarse nunca sobre la posibilidad
de 'convencerla’ .

El conjunto de este pensamiento es el


«señor prepotente» que domina el interior de
la mente leopardiana; se trata de pensamientos
que 'reflejan la «soledad inmensa» de ese cielo
de su Canto nocturno. Pero es también pensamiento
inmenso (que no podría medir ningún intelecto)
el que caracteriza El Infinito. Ahí vemos al solitario
que contempla, pero su contemplación va más allá
de la potencia que tiene su mirada. La contem­
plación es la virtud de imaginar, e imaginar es
fingir (en) el pensamiento. Y lo que aquí finge el
pensamiento es la idea de la 'síntesis antitética’
entre la indeterminada e indeterminable vastedad
que se manifiesta en lo finito, en la indetermina­
ción de lo que es múltiple, y el infinito en que se
32 MASSIMO CACCIARI

«anega» el pensamiento, en el que toda su capa­


cidad de medida y concepto naufraga. Pero, ade­
más, es «dulce» este naufragio, como lo será lo
inaprensible del divino sueño de la «beldad angéli­
ca». No se trata, en efecto, en modo alguno de
una añorante rememoración de ilusiones muertas
y perdidas, de la nostalgia por la disolución de
nuestros sueños, sino de esa imagen poderosa que
la mente produce y que la vence: inconmensura­
bilidad y, al mismo tiempo, inseparabilidad entre
las voces de la naturaleza y el infinito silencio, el
silencio del infinito.

La potencia del imaginar llega así a pen­


sar la relación con lo que diríamos oído (habría
que dedicar un largo estudio al 'sentido de la
escucha’ en Leopardi) como lo absolutamente
Otro respecto de esa misma Naturaleza que ahora,
como 'filósofos’ ya desencantados, sabemos com­
prender. Al avanzar «al viento, en la tormenta»,
el hombre, que «va corriendo y que jadea, /
atraviesa torrentes y pantanos, / cae, se levanta, y
más y más se afana, / sin reposo ni alivio, / desga­
rrado...» (este Canto nocturno posee el mismo ritmo
SOLEDAD ACOGEDORA SS

que en Hólderlin el Canto del destino), no punir


renunciar al don terrible que se constituye en pn«
idea. Ahí, en su desierto, cuando ya, por fin, su
soledad muestra 'capacidad-para-el-desierto',
donde resiste como la retama, consigue final­
mente contemplarla. Y sólo el naufragar ahí, en
ella, hace a la vida digna de vivirse.
P or todos estos motivos la soledad es acogedora.
Es huésped de los recuerdos, huésped de las
imágenes, huésped de un pensamiento que
recuerda el páthos que lo regenera sin descanso.
Huésped esencialmente de un cierto pensar-ima-
ginar que se dirige al Infinito-O tro, que mira
hacia lo último, allí donde se sabe naufragando.
Soledad acogedora en tal medida que excede toda
clase de medida, capaz de amar lo último, la mis­
ma Absence por definición. En cuanto a este amor,
la soledad se revela vacío y apertura.
38 MASSIMO CACCIARI

Tal soledad deberá ser, al fin, perfecta­


mente humilde, debiendo prescindir de cualquier
arrogancia. Desde este punto de vista, Leopardi no
tiene nada de gnóstico (mucho menos aún de la
figura propia del sabio helenístico). Su soledad 'se
pliega’ acogedoramente a cada otro —hasta alcanzar
al Otro mismo—. Basta leer la estrofa final de El
sábado de la aldea: con qué cuidado posa su mirada
sobre la «edad florida», sobre su «día claro, tan
sereno»; con qué afecto le augura sin la menor
sombra de ironía: «Goza, chiquillo mío, el suave
estado / de esta alegre estación que es la hora
tuya»; con qué pudor, con quépietas se retrae de
cualquier tipo de 'tentación docente’ : «Nada más
te d iré...» (ibid.), añade luego. Su soledad se
refracta en rostros y paisajes, precisamente por
distantes más dolorosa y conscientemente amados,
y por ello más propios y más suyos: «Goza, chiqui­
llo m ío ...». Esta soledad leopardiana resulta ser
diálogo continuo. Resulta ser Gesprach, en el senti­
do propio de Hólderlin, comentado una y otra vez
por Martin Heidegger. «Mucho ha experimenta­
do el hombre. / A muchos de los Celestes ha nom­
brado / desde que somos un Diálogo / y podemos
SOLEDAD ACOGEDORA 39

escucharnos uno a otro». La soledad que mira y


que recuerda, que imagina y medita, es soledad
que se abre acogedora; la soledad que es propia del
amigo. A su través se piensa una amistad que, como
tal, ama la distancia; tal vez se trate de una amistad
estelar, por emplear la expresión de Nietzsche,
capaz de custodiar en su individualidad toda for­
ma y voz, al percibir lo que es lo otro de ella como
lo más propio inalcanzable.

Tal soledad-en-diálogo se constituye en


tema dominante de la sinfonía de La retama. Aquí el
pensamiento viene a fingir su imagen más profun­
da: la idea de una «naturaleza noble» que «sin
hurtar nada de lo cierto» expresa lo posible e inau­
dito de un «conversar urbano» que se opone a ese
otro «yermo y seco» propio de un siglo «soberbio
y necio». Nada podría fundar esta posibilidad;
nada nos conforta hoy que sea signo de tal «veraz
saber». Pero ese pensamiento es ya real, es un pode­
roso pensamiento: que «la compañía humana»
sepa ser una verdadera confederación; y que los
hombres «todos, juntos, confederados entre sí»,
aprendan a esperar y a ofrecer, y esto además «con
40 MASSIMO CACCIARI

amor auténtico», la recíproca ayuda, «en los ries­


gos altemos y en la angustia / de la guerra común».
Nada se capta del pensamiento leopardiano sin dar
escucha al martilleante Pero de la última estrofa de
La retama: toda desilusión y desencanto participarán
de la vileza y el «niñeo» de la «magníficas suertes
progresivas», a menos que se acceda a aquel pensar
que es un pensamiento-idea-imagen de un venir
de los hombres en común para combatir con el
destino (tal como quizás habría dicho aquel gran
leopardiano que fue Michelstaedter), única verda­
dera decisión que por fin podría darle vida a un
Diálogo justo entre mortales. Ese «loco orgullo»
que nos lleva a creer que la naturaleza puede ser
sometida a nuestro dominio, que necesariamente
se transforma en cobarde servidumbre ante el
«futuro opresor», es incapaz de confederar a los
humanos; tan sólo puede hacerlo la conciencia de
la propia miseria, la conciencia de la propia fini-
tud tal «como en verdad es» (ibid., v. IS>8). La
soledad nos revela justo eso que, precisamente,
constituye una acogedora invitación al Diálogo —a
ese mismo Diálogo que no somos para Leopardi,
pero que aún estamos llamados a ser—. Sólo si
SOLEDAD ACOGEDORA 41

todos nos sabemospároikoi, si nos sabemos habitan­


tes de esta tierra mas sin ninguna posesión estable,
todos siempre en camino como el pastor errante,
podremos hacer nuestra soledad acogedora y que el
esfuerzo de nuestro caminar, que sólo pertenece a
cada uno, se convierta en escucha y en diálogo.

¿Recordaba este Leopardi al Zaratustra de


Nietzsche cuando dijo «Yo soy la soledad hecha
persona»? Es en el «solitario azul» de la soledad
donde, para él, reluce «el sol del conocimiento».
Y es él, solitario entre los solitarios, el que nos
enseña la amistad y la virtud que dona (Así habló
Zpratustra, parte I, «Del amigo» y «De la virtud del
que da»). El solitario desea con ardor al amigo.
No la amistad que iguala o que uniforma, sino al
amigo que cuida del amigo manteniéndolo al
tiempo a una 'justa’ distancia desde el instante en
que advierte su necesidad.

Ilusión, sí, pero ¿mero sueño? ¿Pensa­


miento divino y poderoso, pero sólo pensamiento?
¿Se derrumba al fin la idea leopardiana, ya después
de Nietzsche, marcada por el sello de su duelo?
42 MASSIMO CACCIARI

Podría parecerlo, en efecto. La mirada del extran­


jero, del extraño, ya no logra acoger ni menos ser
acogida. A 'ambos’ les queda sólo la marca desespe­
rada del deinón. La soledad en Kafka aún pretende
ser acogedora, pero a ese pensamiento le falta ya
toda posible imagen. Amistad y diálogo parecen ser
irrepresentables. Tienen valor, sin duda, pero ese
valor es indecible. Es, quizás, el Imperio Milena­
rio, en cuya misma idea, en el intento de Verlo’ y
de comunicarlo, se cumple El hombre sin atributos
musiliano sin poder cumplirse nunca ya.
Soledad que no acoge, inefable, retraída.
De nuevo el luto leopardiano, encerrado en sí
mismo: soledad que ya no 'brota’ , que no sale de
sí: universo concentracionario. El propio hueso
frontal cierra el paso al solitario y su voz es la de la
«rata que roe el ataúd» (Cioran). Pero —a pesar de
todo, el Pero leopardiano permanece—ay de quien
no sepa entender el argumento de este silencio.
Argumentumesilentio. Sobre la autosupresión becket-
tiana del lenguaje, un puente se tiende entre La
retama leopardiana y la lírica de Celan, una de las
más altas del siglo X X . ¿Ha sido vencida la palabra
—la palabra de La retama—? ¿ Y qué importa? Al ser
SOLEDAD ACOGEDORA 43

traspasada, su sangre no coagula. ¿Galla o falta la


palabra, esa palabra que es diálogo, amistad, dis­
tancia? Su silencio no se rinde, en cualquier caso.
Su silencio no implica capitulación. ¿Acaso es
incapaz la palabra de encontrar a quien la escu­
che, a quien sepa escuchar el silencio? Entonces
se dirá a la noche, se dirá al infinito de la noche.
¿Llega su ocaso? ¿Se desvanece? Pero el ocaso es
precisamente aquello que busca. Pues sólo en su
crepúsculo pueden hoy revelarse los sentimientos
del alma. Este es el poma:
A r g u m e n t u m e s il e n t io
Para Rene Char
A la cadena atada
entre oro y olvido
la noche.
A m bos quisieron prenderla.
A m bos consintió en su hacer.

Pon,
p o n también ahora allí lo que quiere
albear del crepúsculo ju n to a los días:
la palabra sobrevolada de estrellas,
sobrebañada de mar.

A cada uno la palabra.


A cada uno la palabra que le cantó,
cuando la jauría le atacó p o r la espalda —
A cada uno la palabra que le cantó y quedó helada.
44 MASSIMO CACCIARI

A ella, a la noche,
lo sobrevolado de estrellas, lo sobrebañado de mar,
a ella lo logrado al silencio,
cuya sangre no cristalizó cuando el colmillo del veneno
traspasó las sílabas.
A la palabra lograda al silencio.
C o n tra las otras que pronto,
prostituidas p o r las orejas de los desolladores,
también trepan p o r el tiempo y los tiempos,
testimonia p o r último,
p o r último, cuando sólo cadenas resuenan,
testimonia p o r la que allí yace
entre oro y olvido,
herm ana de ambos de siempre —
¿Pues dónde
alborea, di, sino en ella,
que en en la cuenca de su río de lágrimas
a los soles sumergiéndose la semilla muestra
una y otra vez?'*4

4 Argumentum e s ile n tio ///F ü r R e n e C h a r / / A n die Kettegelegt / ziuischen


Gold und Vergessen: / die Nacht. / Beidegriffen nach ihr. / Beide liej¡ siegewáhren.
//Lege, / lege auch dujetzt dorthin, washerauf—/dámmemwill nebenden Tangen:
das stemüberflogene Wort, / das meerübergossne. / / Jedem das Wort, das ihm sang, /
ais die Meute ihn hinterrücks anfiel—/Jedem das Wort, das ihm sang und erstarrte.
//Ih r , der Nacht, / das stemübeijlogne, das meerübergossne, / ihr das erschwiegne, /
dem das Blut nichtgerann, ais der Giftzahn / die Silben durchstiefi / / Ihr, das er­
schwiegne Wort. / / Wider die andem, die bald, / die umhurt von den Schinderohren,
/ auch %git und2¿iten erklimmen, / zeugt eszulettf, zuleUt, wenn nur Ketten erklin-
gen, / zeugt es von ihr, die dort liegt / zwischen Gold und Vergessen, / beiden
verschwistertvonje—//D en n too/dámmertsdenn, sag, alsbei ihr, / dieim Strom-
gebiet ihrer Troné / tauchenden Sonnen die Saat zeigt / aber und abermals ?
Trad. J . L . Reina Palazón, en P. Celan, Obras completas, Trotta, 1999, pp. IIO s.
a soledad que ha desesperado totalmente de
L poder ser nunca acogedora o de poder
expresarse como tal es el tema central de Robert
Musil (como también lo será de Samuel Beckett).
De entre la ingente mole de apuntes y esbozos de
los cuales Musil intentó 'extraer’ El hombre sin atribu­
tos durante toda su vida, destacan unas páginas
escritas en los años veinte que narran el viaje de los
dos hermanos (Die Reise ins Parodies). Los gemelos
(Agathe y Ulrich todavía no se habían 'dividido’ y
el nombre de Ulrich era entonces Anders) han
abandonado tierra firme: en una estrecha franja
4-8 MASSIMO CACCIARI

de costa arenosa, en «algún sitio de Istria, o en la


costa oriental de Italia, o quizá en el Tirreno» (R.
Musil, Gesammelte Werke. Nachlass, vol. V, Rowohlt,
Hamburgo, 1978, pp. 16 5 1-16 5 2 ), donde el
demonio meridiano demuda toda forma al igual
que toda figura con su luz y silencio, los hermanos
tratan de encontrar la puerta que conduce al
Paraíso (p. 1673)- Por un momento, al comienzo
de su estancia, el éxtasis parece posible. «Das Wun-
der» acontece, y acontece en los cuerpos: el cuerpo
de Anders se transfunde en el cuerpo de Agathe,
como el de Agathe se trasfunde en el de él. Mas la
mujer sufre un sobresalto: cuando ella todavía bus­
ca a Anders en el exterior de sí, «lo halla en el cen­
tro, en el interior de su propio corazón» (p.
1656). Fuera, lo único que queda de su hermano es
una «envoltura luminosa y ligera» (a saber, el óché-
ma, el 'cuerpo celeste’) que se ve recortada sobre el
cielo nocturno, envuelta por «la luz de las estre­
llas». Es entonces cuando todo se hace claro, con
una «claridad desmesurada». No hay «visión»
alguna, ninguna percepción particular, ni tampoco
ninguna alucinación, tan sólo «eine übermássige
Klarheit», es decir, la claridad sin sombras, que
SOLEDAD ACOGEDORA 49

carece de pausa y solamente es capaz de resplande­


cer. No hay ningún pensamiento que la agite,
«todas las palabras se habían retirado y la voluntad
carecía de vida» (p. 1656). Ya no estaban sujetos «a
las separaciones humanas» (p. 16 57): '«tocaran
donde tocaran, en las caderas, en las manos o en un
mechón de cabello, penetraban mutuamente uno
en otro». Pero la forma de cada uno de ellos no se
había disuelto, ni habían simplemente enmudeci­
do, sino que cada forma experimentaba el gozo de
ser ya todas las formas y de ser también todos los
modos, y las palabras que ellos pronunciaban no
eran ya por ellos escogidas, «sino que el mundo
entero estaba lleno de maravillosos pensamientos».

Pero, en los capítulos que Musil redactó


más tarde —hasta los últimos momentos de su vida—
en la tentativa de 'dar cuerpo’ al perseguido Impe­
rio Milenario, el Hombre sin atributos va a inten­
tar apropiarse’ de manera mucho más explícita de
lo que es el lenguaje de la Mística. A lo largo de
todas estas páginas, el problema del éxtasis reverbera
con «claridad desmesurada», mientras que la
utopía de 'otro estado’ parece transformarse en
5° MASSIMO CACCIARI

condición definible y asible y, sin embargo,


inmune a toda Scheidung, a la energía abstracta­
mente separadora que es propia del juicio. En la
«maravillosa claridad viviente» que corresponde
a ese estado la razón se 'depone’ sólo como Verstand,
como facultad de juicio en tanto Ur-theil, que siem­
pre se halla frente a los objetos, fijos como están en
su separación, mientras, por otra parte, parece ir a
cumplirse ya el deseo, el anhelo que arrastra a
Anders-Ulrich hacia una razón del sentimiento o
una razón del alma, una razón total, capaz de com­
prender ahí, en su luz, el compenetrarse viviente
de los entes, su animación recíproca.

No es éste el lugar para esbozar siquiera la


forma en que El hombre sin atributos llega a plantear el
problema de ese 'estado’ , para averiguar a través
de qué 'estaciones’ lo alcanza, pues el estudio de
esta cuestión conllevaría un examen minucioso de
toda la novela. Lo que ahora nos interesa es la apo­
rta con la que Musil tropieza inexorablemente al
tratar de 'resolver’ formalmente el problema, así
como el hecho de que dicha aporía constituye una
polaridad fundamental de la forma novela, la
SOLEDAD ACOGEDORA 51

'estrella de la narración’ contemporánea. Pues la


desmesurada claridad que viven los gemelos en el
corazón de la noche seguirá siendo, al tiempo,
perfectamente oscura. No hay aún nada escondido,
nada hay escindido y recluido en sí mismo, nada
hay oculto al otro; todo se compenetra recíproca­
mente y, sin embargo, re-velamos ese estado sigue
siendo lo único que puede hacer la palabra.
Cuando la palabra (y el pensamiento, en la medi­
da en que es inseparable del lenguaje) aspira a
adecuarse a la alegría de aquella claridad desveladora,
termina por limitarse a re-velarla, lo que viene a
decir, a oscurecerla. Y , de hecho, es posible
hablar de ese estado, pero sólo negándolo. Sólo
puede añorarse tal felicidad, pues sólo relampa­
guea en el instante, hasta la primera palabra que
trata de expresarla. En términos perfectamente
wittgensteinianos, ella puede darse, mas no pue­
de ser dicha dentro de los límites del lenguaje.

La «übermássige Klarheit» se da, en efec­


to, pero, en la medida en que ella es totalmente
indecible, va a resultar oscura para el lenguaje de
modo absoluto. Esto significa que puede ser
52 MASSIMO CACCIARI

intuida, puede golpear 'apocalípticamente’, en un


abrir y cerrar de ojos, pero no puede nunca 'dis­
currir’ . Sucede que en el tiempo del discurso la
claridad es tan sólo re-velable; no es sólo que se
mantenga ’in tenebris’ , sino que es oscura por sí
misma. El discurrir de las palabras se opone nece­
sariamente a la instantaneidad de la intuición que
arrebata repentina y ek-státicamente a Agathe.
Para la palabra, para su potencia, el 'tiempo’ del
Paraíso es impenetrable, está envuelto en tinie­
blas. Y respecto a la luz del 'otro estado’ , las pala­
bras no serán, no pueden ser, sino meros «rayos
de tiniebla» (San Juan de la Cruz); ni siquiera un
eco de la Luz, sino expresión oscura del anhelo
que el alma experimenta por la Luz, anhelo pleno
de memoria y de miserias que pertenece al flujo
de la vida. ¿Cómo no considerarlo, finalmente,
con ironía y distanciamiento resignado? ¿Cómo
pretender que nos 'redima’?

Narrar el 'otro estado’ , metafísicamente


opuesto a cualquier idea de narración, es la 'des­
mesurada’ apuesta musiliana. Mas Musil llega a
ello arrastrado por la necesidad. Pues a eso tiende
SOLEDAD ACOGEDORA 53

la palabra, cualquier palabra en su abisal estratifi­


cación, al igual que su trama en el lenguaje: a decir
'aquello’ que le falta, a expresar singularidad en su
desnudez, a hacerse al fin perfectamente clara
(perfectamente adecuada, por lo tanto, a la singula­
ridad propia del ente), es decir: a ser una con la
cosa. Así, del mismo modo que los gemelos llegan
a creer por un instante ser uno sin confusión (unión
sin mezcla), así también la palabra tiende por
fuerza intrínseca a decir la cosa de manera perfecta
—en vez de limitarse a re-velarla—mas sin dejar, no
obstante, de ser siempre ella misma.

Ulrich, que lee a los místicos a través de la


matemática y de la lógica, y que es incapaz de
soportar un discurso sobre Novalis que no se halle
fundado en el estudio de sus fragmentos científi­
cos, sabe muy bien qué término expresa la contra­
dictoria relación entre el discurrir re-velador de
las palabras y la inefable claridad donde se anulan
las separaciones entre los seres vivos. Se trata pues
de la analogía. El alma metaforiza sin cesar, pero la
analogía se nos revela un 'juego’ superior, más
difícil. Por audaz que pueda parecer, por muy
54 MASSIMO CACCIARI

capaz que sea de suprimir cualquier forma explí­


cita de comparación, la metáfora opera siempre
con términos que denotan entes o las cualidades
de los entes. Musil hace uso amplísimo de la crea­
tividad de la metáfora en toda su obra, mas si se
hubiera detenido en este punto no habría hecho
sino 'repetir’ , al menos en lo que toca a los 'prin­
cipios compositivos’ , a D ’Annunzio y Maeter-
linck, ni siquiera a Hofmannsthal. El problema
compositivo-formal básico en Musil es, en cam­
bio, el de la relación 'antagónica’ entre metáfora y
analogía. Por analogía entendemos la propensión
de la expresión a la radical diferencia entre las
dimensiones del ser que se comparan. Pero vea­
mos ahora cómo trató Novalis el problema, en
una página que casi parece inspirar el sentido del
Viaje musiliano5. La sensación es un instrumento,
un medio para experimentar y conocer la cosa;
pero si quisiera experimentarla y conocerla de
una manera verdaderamente completa, tal como
es en sí, «¿debería al mismo tiempo convertirla

5 Opera filosófica, edición de G. Moretti y F. Desideri, vol. I,


Einaudi, Turín, 19 9 3, pp. 4 9 0 -4 9 1*
SOLEDAD ACOGEDORA S5

en mi sensación?», «¿debería quizá vitalizarla?».


Pero por más que esta compenetración recíproca
se revele imposible, el conocimiento y la expe­
riencia de la cosa son, al mismo tiempo, mediatos e
inmediatos, propios e impropios, completos e
incompletos. Nuestro conocimiento resulta ser,
por tanto, «antitéticamente sintético», lo cual
significa que posee el carácter de la analogía. La
analogía no traza similitudes entre cualidades del
ente en sí recíprocamente 'indiferentes’, sino que
sintetiza antítesis que no dejan de serlo. De hecho,
'produce’ antítesis incluso donde una experiencia
banal únicamente advierte uniformidad. La ana­
logía extrae de la unidad la diferencia y, de la dife­
rencia, una unidad superior, mas siempre, en
cualquier caso, una unidad sin mezcla. Así, con
las palabras exactas de Novalis, el hermano y la
hermana hallan finalmente el propio cuerpo como
'determinado’ por completo (y, por eso mismo,
capaz de alegría), «y, al tiempo, eficaz a través de sí
mismo y también del espíritu del m undo».
«Toda analogía es simbólica», es decir, la analo­
gía establece una diferencia inseparable y debe
hacer experimentar in uno la diferencia y la insepa-
56 MASSIMO CACCIARI

rabilidad. La misma antítesis sintética, la misma


simbolicidad deberá, pues, valer entre la discursi-
vidad propia del lenguaje y la instantaneidad del
'otro estado’ .

Pero éste es, precisamente, el tránsito


imposible. Podemos concebir la analogía, en el
sentido que acabamos de indicar, como con­
frontación entre dimensiones 'metafóricamente’
incomponibles del ser, pero, ¿cómo expresar una
analogía dotada de efectiva potencia simbólica
entre lo decible y lo indecible, entre el lenguaje
mismo, con toda su potencia metafórica, y 'lo’
que por principio se sustrae a todo dis-currir?
Esta es la aporía en que tropieza sin cesar la nove­
la musiliana. Esta es la aporía que le pone real­
mente término. Aquí falta el camino —y la demos­
tración de tal hecho 'resuelve’ eficazmente el gran
experimento que supone El hombre sin atributos.

La forma analógica, en el punto culmi­


nante de su tensión, más allá de sus acepciones teo­
lógicas, que se muestran todavía discursivas, en la
medida en que trata de 'aplicarse’ al problema del
SOLEDAD ACOGEDORA 57

místico, del decir-callar la «desmesurada clari­


dad» del 'otro estado’ , naufraga de hecho. Con el
«sentimiento de aquella noche» todavía reciente
y sin advertir que eso contradice la Erlebnis «que los
había trastornado» (p. 1658), los gemelos se sepa­
ran de mutuo acuerdo para pensar en sí mismos;
pero es entonces, sobre todo, cuando comienzan
su diálogo, su infatigable conversación, casi obse­
siva. Así es cómo se pierden en las palabras. Tra­
tan de reencontrar en ellas, analógicamente, el
don de aquella noche, no hay otra posibilidad ni
otra salida. Pero fracasan necesariamente: las pala­
bras dicen la inquietud de los momentos, la ruti­
na de las horas, el «terrible poder de la repeti­
ción» (p. 1672). En el lenguaje no existe ningún
símbolo del éxtasis que los había sorprendido, por
mucho que pensaran prepararlo, pues el éxtasis no
es ningún estado, ni tampoco un devenir. ¿'Fun­
cionaba’ la analogía para los místicos? Ésta es la
pregunta que los gemelos van a plantearse sin cesar.
Aveces creen que sí: aquella «ínsula extraña» de
San Juan de la Cruz, inexplorada e inexplorable
para los mismos ángeles, aquella Luz sin sombras
aparece a sus ojos como un río, un río rumoroso e
58 MASSIMO CACCIARI

impetuoso, que compromete también nuestras


palabras, la inopia magna en que consiste nuestro
hablar. Su «miseria» conserva, sin embargo, un
soplo de Luz, una pincelada. Esta re-vela, sí, pero
su re-velar parece estar en analogía con su propia
«fuente cristalina» (estoy citando el Cántico espiri­
tual). Mas ¿cómo reproducir esta condición de
manera 'profana’? Y aun ¿cómo narrarla? El mís­
tico puede reflejar analógicamente la relación entre
su lenguaje y esa Luz porque la analogía es aquí
acontecimiento, la analogía misma es aquí don. Su
posibilidad está sustentada sobre los cimientos de
una fe que Ulrich sólo puede considerar en tanto
que unposible. Ni siquiera el Hombre sin atributos
puede abandonarse al acontecimiento de modo
irreversible. Siempre vuelve así a reflexionar, dado
que no existe ningún símbolo que concibe refle­
xión e inmediatez. Contemplamos la nueva muta­
ción: tras 'salir’ del reino de la acción y, con ella,
del malentendido, de la similitud y de la metáfora,
del equívoco y del claroscuro, a través de la 'ascesis’
de las utopías imbricadas del ensayismo y de la
exactitud camino del Imperio Milenario, Ulrich
llega a 'tocar’ el límite de la analogía y 'descubre’
SOLEDAD ACOGEDORA 59

una ironía diferente de la que predomina en la


Primera y Segunda Parte de la obra: una ironía
pura, libre de todo amargo desencanto, que parece
esperar ansiosamente algo que ya sabe que no pue­
de en modo alguno alcanzar ni definir —una ironía
que opera dentro de los límites del propio lengua­
je, pero que ama aquello que lo excede, constitu­
yendo al tiempo, sin embargo, todo su valor y su
sentido—. Esta renovada mutación determina el
cambio global de 'tonalidad’ que caracteriza la Ter­
cera Parte de la obra, tanto en sus capítulos publi­
cados como en aquellos otros que quedaron inédi­
tos. Pero ya no se trata de esa ironía ensayística que
avanza a lo largo de las peripecias y laberintos que
traza el lenguaje corroyendo la hybris logocéntrica,
sino de la que nace de la conciencia siempre dolo-
rosa de no poder 'adecuar’ en modo alguno nin­
guna forma lingüística a la Klarheit que en un ins­
tante inaprensible ha iluminado la vida, la ironía
que expresa el duelo por la caída de dicha Klarheit en
la oscuridad propia del lenguaje, por un ocaso que
nada podría retener. En Die Schwármer (los exaltados,
aquellos que no saben analizar-deshacer el tumul­
tuoso nudo de sus sentimientos: una constelación
6o MASSIMO CACCIARI

de caracteres que va a desempeñar sin duda algu­


na un papel decisivo en la trama estructural de la
novela), Anselm nos describe aquel estado mien­
tras va recordando el amor de Regine: «Cuando
Johannes murió, Regine estuvo semanas casi sin
probar bocado [...] Pretendía alcanzar mediante
el adelgazamiento alguna forma de comunión
sobrenatural con él [...] El estado incandescente
de la bondad [...] Resplandecía, pero luego lo real
regresó [...] y los miles de horas que de algún
modo hay que llenar, y pasan. Cada una nos deja
una pequeña marca de viruela: mira, ya ha pasa­
do» (Gesammelte Werke, Prosa undStücke, V I, p. 355)-
C uáles son aquellos otros 'polos’ con que
mantiene una 'amistad estelar’ la novela de
Musil? El intento persigue el fin siguiente: con­
sumar todos los recursos metafóricos que ofrece
el lenguaje, someterlos a la criba de la ironía e
intentar superarlos en la forma de la analogía. Y
esta aventura se cumple, en todos los sentidos de
ese término, en la misma aporía que ya hemos
descrito. ¿Es posible extraer de las palabras una
fuerza simbólica aún intacta? También en estos
términos 'románticos’ puede accederse al 'pro­
grama’ musiliano. Pero ahora esta fuerza ha de
64 MASSIMO CACCIARI

emerger (y, con ello, de sobrevivir) de la autocrí­


tica más exacta y despiadada, del aniquilamiento
más completo de toda convencional Schwármerei.

La formidable aporía musiliana es la que


nos lleva precisamente a comprender el significa­
do de aquel otro 'polo’ . Dado que la palabra no
consigue asumir esa riqueza simbólica —porque
tan sólo es re-veladora y, por lo tanto, siempre es
rechazada a través del eterno repetirse de lo meta-
fórico-alegórico—, resulta necesario renunciar a la
idea misma de otro estado’ , a realizar el viaje al
Paraíso, a la pretensión de llegar a ser místicos sin
que se posea el don de la fe. En consecuencia, se
hace necesario despojar la palabra de todo empe­
ño analógico. En la perfecta kénósis de la palabra,
las palabras mismas ya no son sino «gotas de silen­
cio a través del silencio». Nos encontramos así con
Samuel Beckett, con la idea beckettiana de la lessness
sobre la que Cioran dejó escrito (en sus Exercises
d’admiration) un texto memorable . Cioran traduce
el término como sineité —sineidad—, un ser sin: sin
poseerse siquiera la capacidad de poder decir un
'yo renuncio’, sin poseer la posibilidad de llegar a
SOLEDAD ACOGEDORA 65

indicar un 'sujeto’ cualquiera, puro hecho inconexo


de todo fundamento y todo fin. Dejar que la pala­
bra aparezca en su vacía soledad impidiendo el
paso a la nostalgia: tal la 'tarea’ del poeta, lo que
únicamente le queda al poeta tras la desmesurada
work in progress de Joyce —donde las palabras no
denotan sino que son el mundo (Samuel Beckett,
Dante... Bruno. Vico... Joyce) en su infinito germinar,
madurar y pudrirse—y tras la inacabable obra de
Musil. O quizá repetir hasta la náusea sus gestos
postreros o, tal vez, la decidida e irreversible reac­
ción ante ellos: palabra hueca, postuma respecto
de cualquier revelación, analogía, símbolo, metá­
fora, monologando ya consigo misma.

Viva o muerta, sin embargo, esta palabra-sin


sin duda existe; es un signo en la hoja, un sonido
en la voz, y también una huella en la memoria. Es
en su lessness perfectamente clara, más clara de lo que
nunca lo haya sido la palabra de Joyce o la de Musil.
Más aún, sólo lo es en este estado. En la Mística
era sólo rayo. En la analogía re-velaba sin alcanzar
nunca su 'contacto’ . Musil saca a la luz definitiva­
mente esta oscuridad constitutiva. La palabra que
66 MASSIMO CACC1ARI

tiende a la «desmesurada claridad» de la intui­


ción permanece de modo necesario siempre oscu­
ra respecto de su fin. En cambio, frente a ella, la
palabra que viene a hacerse mundo asume siempre
en sí misma toda la metafórica equivocidad propia
de los lenguajes de ese mundo. Mientras que aho­
ra, y solamente ahora, la palabra totalmente vacia­
da también es perfectamente clara. Pero no en un
sentido que sea ingenuamente denotativo, como si
el problema de la adacquatio hubiera hallado su
resolución; al contrario, precisamente por ser clara
la conciliación ya no es posible; la palabra no es
mundo, ni tampoco puede corresponder de
manera unívoca con el mundo, constituyendo un
signo entre los signos, despojado de toda potencia
simbólica y de toda particular 'soberanía’ .

Es la trágica senda que inaugura el Tractatus,


aunque se guarde bien de recorrerla, pues a pesar
de que su investigación hubiera podido quizás
entenderse como una grandiosa 'apología’ de la
creatividad metafórica del lenguaje, Wittgenstein
permaneció siempre aferrado, desesperadamente
dependiente de lo que es su valor denotativo. Si la
SOLEDAD ACOGEDORA 67

senda iniciada en el Tradatus puede conducir a los


desenlaces —opuestos y complementarios al mismo
tiempo—de Musil y de Beckett (o también al de
Joyce leído por Beckett) es precisamente bajo la
luz del problema de la Mística. El darse de la Mís­
tica mantiene, en su propia claridad, su 'desme­
sura’ para la palabra, siendo por ello perfecta­
mente oscuro. La palabra puede únicamente
obtener alguna claridad en cuanto que renuncia al
mismo tiempo a revelar la claridad absoluta. La
palabra sólo logra hacerse clara cuando ha com­
prendido finalmente que jamás podrá ser adecua­
da perfectamente a dicha claridad. Despidiéndose
de ese 'paraíso’, la palabra al fin deviene clara; sólo
'precipitándose’ en su inopia, en su inopia magna, en
su impotencia por alcanzar claridad, la verdadera.

El lenguaje que denuncia su propio ago­


tamiento’ , el lenguaje exhausto de Samuel Beckett
es, en sí, perfectamente claro. Las huellas alusivas
que aún pueden rastrearse en su textura se presen­
tan como meros derrelictos que ha dejado en su
seno su pasado, los restos, las ruinas de un perío­
do cósmico del que hoy nos separa una ignota
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catástrofe. ¿Qué puede haber más claro que un


lenguaje que ya no sabe 'avanzar’, uno que ha deja­
do de discurrir, un lenguaje que yace tan inmóvil
como Estragón y Vladímir establecidos en su no-
lugar, o quizá como Hamm en su silla de ruedas, o
como Nell y Nagg, 'crucificados’ contra sus bido­
nes? Si apareciera una inteligencia extra-terrestre,
¿sería capaz de imaginarse algo a fuerza de obser­
varlos? «Hamm: ¿No podría ser que nosotros... |
que nosotros... poseamos algún significado? Clov: |
¿Un significado? ¡Poseer nosotros un significa- I
do! ¡Ésta sí que es buena!» (Samuel Beckett, Fin de
partie). Tras las infinitas peripecias que han segui­
do nuestras 'literaturas’ (Joyce: el 'teorema de
clausura’ , alfa y omega en el signo del Ulises), sólo
un lenguaje exhausto puede ser todavía claro e
'inaudito’ . La alternativa se juega entre esa misma
claridad y la náusea de la repetición interminable;
entre la claridad que expresa la insondable oscu­
ridad del significado y la oscuridad equívoca de
la palabra que todavía se jacta de poderlo aclarar.

Aunque esta 'conclusión’ permanezca en


la estela del Tradatus, para comprenderla es necesa-
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rio recorrer el itinerario musiliano en dirección ni


Imperio Milenario. En los términos mismos del
Tradatus es posible clarificar nuestro lenguaje hasta
hacerlo capaz de responder a todas las preguntas
que se encuentren en los límites de su formula­
ción. La existencia de lo Místico no es el único
problema indecidible, sino que todos «los problemas
de la vida» no los roza siquiera el brillo de la 'luz’
así lograda. En efecto, todos ellos se plantean,
como Musil demuestra, en la dimensión de la
dialéctica entre metáfora y analogía. Ésta y no otra
es la dimensión que el escritor pretenderá repre­
sentar, y hacia ella tienden todos los recursos de
la ironía, del ensayismo y de la exactitud witt-
gensteiniana. Bene navigavi, naufragium feci. De tal
naufragio nacen los signos-derrelictos que flotan
en los textos de Samuel Beckett.

La dimensión que para los místicos —en


atención a los cuales mueve Musil el interés de su
'atención profana’—se encontraba aquejada por la
sombra de una oscuridad inexorable, la de nuestro
lenguaje 'elemental’ , se ha convertido ahora en la
única posible claridad, al precio de renunciar
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precisamente a la búsqueda de la claridad de la


intuición. El lenguaje puede alcanzar la claridad
solamente 'cegándose’ , renunciando a 'mirar’ más
allá de sí mismo hacia 'aquello’ indecible que resi­
de en sus límites, a 'aquello’ que únicamente se da.
Al no saber ya nada de aquella claridad en que a
Agathe y Ulrich les vino a parecer por un instante
que se resolvían los problemas de la vida, el len­
guaje, de hecho, se hace claro. Podemos decir:
claro para nada. Es decir: nihilistamente claro. La
oscuridad del lenguaje de los místicos se funda­
menta en la total certeza de la claridad de la intui­
ción que metafórica-analógicamente se aludía. La
claridad del lenguaje beckettiano (¿qué hay en él
que no sea 'claro’?) se 'funda’ en el perfecto
'ocultamiento’ de cuanto hace a la intuición, en el
vaciamiento más perfecto de la potencia simbóli­
ca del lenguaje en el confrontarse con su idea.

Pero, ¿acaso no es ésta la consumación


más necesaria? El Hombre sin atributos, en efec­
to, no puede no avanzar en dirección al encuen­
tro final del Hombre noble, mas hoy éste no
puede ignorar el Tractatus, ni la obra de Joyce, ni
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la de Beckett. Deberá vaciarse hasta alcanzar una


Nada efectiva, y, en esa kéndsis radical, no aceptar
otra cosa que la pura y desnuda posibilidad de la
claridad que es indecible.

El Hombre noble que sigue y continúa


al Hombre sin atributos musiliano no puede creer
en una claridad que sirva de orientación y funda­
mento para aquello que es su propia búsqueda. No
posee otra cosa que la vacía y solitaria claridad de los
signos que forman su lenguaje. Y tan sólo en virtud
de aquella ¡essness puede esperar, en efecto, contra
toda esperanza; esperando, tal vez, lo inesperable.

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