TRES MODELOS, TRES INFLUENCIAS
cueto volante blanco de puntilla en la bocamanga. Heinrich Ulrich von
Hardenberg es pietista. Los pietistas visten de negro como manifesta-
ción de su ascetismo. Una facción particularmente severa del pietismo, la
Herrnhuter Brüdergemeine —que se podría traducir como «Comunidad
de los hermanos amparados por el Señor»— ha llegado de la cercana
Bohemia hasta Sajonia. A los pietistas les tienen sin cuidado las prácti-
cas externas y los dogmas, y sólo les preocupa la intuición de Dios. A
Dios sólo se llega por el sentimiento. Los pietistas se sienten pecadores
y les preocupa la salvación. La clave del pietismo es el Priestertum aller
Gläubigen, el sacerdocio de todos los creyentes. Los laicos son también,
a su modo, sacerdotes: como ellos, deben estar en relación permanente y
personal con Dios, y, como ellos, deben vivir en perpetua penitencia
y reparación.
Pero Heinrich Ulrich von Hardenberg es un pietista blando. Y para
compensar su blandura —de la que es consciente— tiene que mostrarse
extraordinariamente duro. Somete a sus hijos a largos ejercicios de me-
ditación y les da inacabables clases de Biblia. Hardenberg no es estric-
to, sino severo. Castiga con dureza. Procura que no se trasluzca en su
conducta sentimiento alguno. A su hijo Friedrich no le entiende, como
los padres no suelen entender, en general, a los hijos que les salen poe-
tas. «Mi padre posee un silencioso respeto y una religiosa veneración
ante todos los fenómenos incomprensibles y que están por encima de
lo humano —dirá Heinrich von Ofterdingen—, y por eso, creo, obser-
va la floración de un niño con un humilde olvido de sí mismo. En lo
que se refiere a mi educación, mi padre se comportó con la discreción
y el respeto que le inspiraba la certeza que un niño tiene de las cosas
supremas. Tuvo la convicción firme de que un niño que está dispuesto a
emprender un camino misterioso se encuentra bajo una tutela cercana».
En una carta escrita en sus últimos meses de vida —concretamente en
enero de 1800—, le dirá Novalis a Wilhelm von Oppel, refiriéndose a su
padre: «Nos exhortaba a ser aplicados y sobrios, y estaba visiblemente
contento si seguíamos nuestras inclinaciones sin atender a la opinión del
mundo. Alababa la felicidad de una vida sencilla y hogareña, y nunca
nos pidió que actuásemos en consideración al interés o a la ambición».
El tío Gran Cruz es todo lo contrario del padre. Él sí es religioso
profeso —todos los Caballeros Teutónicos lo son—, pero vive como un
príncipe del Rococó. Con él conviven, pero recluidos en el convento,
otros doce caballeros. Cada Encomienda debe reunir trece profesos, para
repetir el número que formaban Cristo y los apóstoles. El Comenda-
dor Gottlob Friedrich Wilhelm von Hardenberg hace toda su vida en el
palacio. Sólo se reúne con los otros profesos en el refectorio y en los
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NOVALIS. LA NOSTALGIA DE LO INVISIBLE
actos religiosos que se celebran en la iglesia conventual. En el retrato
que se conserva en la Rittersaal de Lucklum, el tío Gran Cruz aparece
sonriendo, con la severa cruz teutónica colgando de una cinta sobre la
armadura bruñida y una capa blanca sobre los hombros. Lleva una pe-
luca rizada con melena. La Rittersaal tiene grandes arañas que cuelgan
del techo, con cincuenta velas cada una, candelabros de bronce labra-
do sobre las mesas, y retratos del Gran Maestre de la Orden —que en
estas últimas décadas del siglo XVIII es el príncipe Karl Alexander von
Lothringen und Bar— y de todos los comendadores de Lucklum que se
han ido sucediendo desde la Edad Media.
El tío Gran Cruz es un hombre mundano. Ha querido que el peque-
ño Friedrich viva con él una temporada larga porque quiere liberarle de
la severidad paterna. Él quiere para Friedrich el triunfo social. Menos
meditación y más sociedad. Los palacios son cómodos, la vida es bella,
las conversaciones cultas son el mayor placer para el espíritu. Friedrich
deja la casona de Weißenfels, deja a sus hermanos, deja el luminoso jar-
dín de los juegos y se va a la Encomienda de Lucklum, a convivir con
los caballeros profesos y con los nobles que vienen constantemente a
visitar a su tío.
En Lucklum cumple Friedrich los quince años. En el palacio pasa
largas horas de soledad, adentrándose lentamente en los miles de libros
encuadernados en piel que se alinean en los altos estantes de la biblio-
teca. Al atardecer sale a los campos de la Encomienda: grandes exten-
siones onduladas en las que se divisan las siluetas de los campesinos
inclinados sobre los azadones. Este año —1786— han plantado la Lin-
denallee: miles de tilos que bordean un camino amplio y recto que sale
de la iglesia conventual.
«Desde mi infancia —escribirá Novalis años más tarde—, mi tío, que
formaba parte de la Orden Teutónica, me había dispensado generosa-
mente su atención y se había preocupado especialmente de mi educa-
ción. Intelectualmente, tenía la cultura de un viejo hombre de mundo,
pero tenía también las limitaciones de un hombre así. La fortuna no le
abandonó en ningún momento. Nunca conoció la indigencia, y por tan-
to jamás supo que se puede soportar el verse reducido a las necesidades
más elementales, y desalojar el corazón y el espíritu de las mil comodi-
dades que proporciona la vida mundana. Se había hecho hombre en el
gran mundo, y siempre vivió en ese ambiente. Carecía de imaginación
y estaba acostumbrado a apreciar las inclinaciones del corazón desde el
punto de vista del interés, y a subordinarlas a la apariencia y al brillo
exterior. Perdió, a lo largo de su vida, el sentido de las inclinaciones pro-
fundas, íntimas, y las sacrificó a sus prejuicios.
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TRES MODELOS, TRES INFLUENCIAS
»Desde mi juventud me dio ocasión de satisfacer mi vanidad, y siem-
pre vio en mi vivacidad la promesa de un éxito brillante. Cultivó en mí
las esperanzas más halagadoras de desempeñar un papel en el mundo, y
sin duda alguna, me habría apoyado con el máximo calor en esa carrera.
Mi padre, sin embargo, despreciaba el brillo exterior. Nos exhortaba a
la constancia y a la frugalidad, y manifestaba alegría cuando nos veía
seguir el camino de nuestro corazón sin atender a la opinión del mundo.
Nos pidió muchas veces que no eligiéramos en función del interés o de
la ambición. Mi tío estaba atado a los privilegios de su rango y de su
cuna, mientras que mi padre sonreía a uno y a otra».
Y la tercera persona decisiva en la infancia de Novalis es Carl Chris-
tian Schmid, siempre silencioso, siempre entre libros, viviendo la gran
pasión de una filosofía a cuyo nacimiento él asistía, como nadie más,
hora tras hora. Su amistad con Kant era su gran tesoro. En realidad
no le conocía —Schmid no salió en toda su vida de Jena y los pueblos
de alrededor—, pero las largas cartas intercambiadas con el profesor de
Königsberg habían ido creando una relación muy estrecha entre ellos.
Carl Christian Schmid sólo escribió un manualito de filosofía kantiana, de
larguísimo título, Kritik der Reinen Vernunft im Grundrisse nebst einem
Wörterbuch zum leichteren Gebrauch der Kantischen Schriften, que sólo
pretendía, como el título indica, ser «un esbozo y un diccionario que
facilitara el uso de los escritos de Kant». Y es que él mismo era una en-
carnación de la filosofía kantiana, que le brotaba cada vez que abría la
boca —lo que le hizo muy simpático a Schiller y a Goethe—. Por la filo-
sofía de Kant no se casó —habría sido una infidelidad—, y por la filosofía
de Kant se enfrentó amargamente a Reinhold y a Fichte, que negaban el
imperativo categórico. ¡Negar el imperativo categórico!
Carl Christian Schmid acabó haciéndose sacerdote, y le nombraron
párroco de una pedanía de Jena, Wenigenjena. En su iglesia parroquial
casó a Schiller con Charlotte von Lengefeld. Pero su verdadero proseli-
tismo siguió haciéndolo con la filosofía kantiana.
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