Ensayo ANTOLOGIA 2020

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Taller de Expresión I

(cátedra Reale)

curso 2020

Antología de
ensayos breves

Selección: Carmen Crouzeilles y Analía Reale


Índice

Los fundadores 3
Montaigne, “De la soledad”...................................................................................... 3
Bacon, “De los viajes”.............................................................................................. 13

El ensayo literario y filosófico 15


José Saramago, “Una carta con tinta de lejos………………………………………… 15
María Negroni, “Ir volver/ de un adónde a un adónde”………………………….…… 17
Giorgio Agamben, “Distanciamiento social”……………………………………..…….. 22
Corina Stan, “Entre nosotros. Una historia de distancia social”…………………….. 24
Byung-Chul Han, “Sin respeto”……………………………………………………….. 34

El ensayo en la prensa 37
Paul B. Preciado, “Aprendiendo del virus…………………………………………… 37
Donatella di Cesare, “El virus soberano”…………………………………………….. 48

El ensayo académico 54
Max Horkheimer y Theodor Adorno “Aislamiento por comunicación”...................... 54
Dhan Zunino Singh, “Es distanciamiento físico, no social. Ideas-fuerzas sobre la 55
proximidad”………………………………………………………………………………...

2
Los fundadores

Michel de Montaigne

De la soledad

Dejemos a un lado la acostumbrada


comparación de la vida solitaria con la vida
activa. Y por lo que toca a la hermosa
sentencia con que se amparan la ambición y
la avaricia, o sea: «que no hemos venido al
mundo para nuestro particular provecho, sino
para realizar el bien común», consideremos
sin reparo a los que toman parte en la danza;
que éstos sondeen también su conciencia y
reconozcan por él contrario que los empleos,
cargos, y toda la demás trapacería del
mundo, se codician principalmente para
sacar de la fortuna pública provecho
particular. Los torcidos procedimientos de
que se echa mano en nuestro tiempo para
alcanzar esas posiciones, muestran bien a
las claras que el fin vale tanto como los
medios. Digamos que la misma ambición nos
hace buscar la soledad, pues aquélla es la
que con mejor voluntad huye la sociedad,
procurando tener los brazos libres. El bien y
el mal pueden practicarse en todas partes;
mas sin embargo, si damos crédito a la frase de Bias, quien asegura que «la peor parte de
los humanos es la mayor», o a lo que dice el Eclesiastés, «que entre mil hombres no hay
uno justo»,

Rari quippe boni: numero vix sunt totidem quot


Thebarum portae, vel divitis ostia Nili1,

1
Los hombres de bien son raros, apenas podrían contarse tantos como puertas tiene Tebas o
embocaduras el Nilo. JUVENAL, XIII, 26. (N. del T.)

3
convendremos en que el contagio es inminente en la multitud. En medio de la sociedad hay
que imitar el ejemplo de los malos o hay que odiarlos; ambas cosas son difíciles:
asemejarse a ellos, porque son muchos, odiarlos mucho porque las maldades de cada uno
son diferentes. Los comerciantes que viajan por mar siguen una conducta prudente cuando
procuran que los que van en el mismo barco no sean disolutos, blasfemos, ni malos,
estimando peligrosa toda sociedad. Por esta razón Bias dijo ingeniosamente a los que
sufrían con él el peligro de una fuerte tormenta y llamaban a los dioses en su auxilio:
«Callaos, que no se enteren de que estáis en mi compañía.» Otro ejemplo más reciente de
la misma índole: Albuquerque, virrey de la India en nombre de Manuel, rey de Portugal,
hallándose en inminente peligro en el mar, echó sobre sus hombros un muchacho, con
objeto de que en su compañía la inocencia del niño le sirviera de salvoconducto para
procurarse el favor divino y no perecer. Sin duda el que es virtuoso puede vivir en todas
partes contento; puede estar solo hasta entre la multitud de la corte; mas si reside en su
mano la elección, huirá hasta la vista de aquélla; en caso de necesidad absoluta soportará
la sociedad palaciega; pero si de su voluntad depende el cambio, escapará a ella. No le
basta haberse desligado de los vicios si precisa después que discuta con los de los otros.
Carondas consideraba como malos todos los que frecuentaban la mala compañía, y
entiendo que Antístenes no satisfizo con su respuesta a quien le censuró su trato con los
perversos, cuando dijo que también los médicos viven entre enfermos, pues si ayudan a la
salud de éstos, deterioran la propia por el contagio, la vista continua y la frecuentación de
las enfermedades.

El fin último de la soledad es, a mi entender, vivir sin cuidados y agradablemente; mas
para el logro del mismo no siempre se encuentra el verdadero camino. Créese a veces dejar
las ocupaciones, y no se hace sino cambiarlas por otras: no ocasiona cuidados menores el
gobierno de una familia que el de todo un Estado. Donde quiera que el alma esté ocupada,
toda ella es absorbida; por ser los quehaceres domésticos menos importantes, no dejan de
ser menos importunos. Por habernos alejado de la corte y de los negocios, no quedamos en
situación más holgada en punto a las principales rémoras que acompañan nuestra vida:

Ratio et prudentia curas,


non locus effusi late maris arbiter, aufert2;

la ambición, la avaricia, la irresolución, el miedo y la concupiscencia no nos abandonan por


cambiar de lugar:

...Et
post equitem sede atra cura3;

a veces nos siguen hasta los sitios más recónditos y hasta las escuelas de filosofía: ni los
desiertos, ni los abismos, ni los cilicios, ni los ayunos sirven a desembarazarnos:

Haeret lateri lethalis arundo.4

2
No son las hermosas soledades que dominan la extensión de los mares las que disipan las penas:
mas sí la razón y la prudencia. HORACIO, Epist., III, 1, 40. (N. del T.)
3
Las penas montan a la grupa y galopan con nosotros. HORACIO, Od. III, 1, 40. (N. del T.)
4
El dardo mortal queda en el flanco. VIRGILIO, Eneida, IV, 13. (N. del T.)

4
Como dijeran a Sócrates que un individuo no había modificado su condición después de
haber hecho un viaje: «Lo creo, respondió, sus vicios le acompañaron.»

Quid terras alio calentes


sole mumatus?Patriae quis exsul
se quoque fugit?5

Si el cuerpo y el alma no se desligan del peso que los oprime, el movimiento


concentrará sólo la carga, como en un navío las mercancías ocupan menos espacio
después del viaje. Mayor mal que bien se procura al enfermo haciéndole cambiar de lugar;
el mal se comprime con el movimiento, como la estaca se introduce más en la tierra cuanto
más se la empuja. No basta dejar el pueblo, no basta cambiar de sitio, es preciso apartarse
de la general manera de ser que reside en nosotros, es necesario recogerse y entrar de
lleno en la posesión de sí mismo.

Rupi jam vincula, dicas:


nam luctata canis nodum arripit; attanem illi,
quum fugit, a collo trahitur pars longa catenae.6

Llevamos con nosotros la causa de nuestro tormento. No poseemos libertad completa;


volvemos la vista hacia lo que hemos dejado y con ello llenamos nuestra imaginación:

Nisi purgatum est pectus, quae praelia nobis


atque pericula tunc ingratis insinuandum?
Quantae conscindunt hominem cuppedinis acres
sollicitum curae?, quantique perinde timores?
Quidve superbia spurcitia, ac petulantia, quantas
Efficiunt clades?, quid luxus, desidiesque?7

Radica el mal en nuestra alma, y por consiguiente de ella no puede desligarse;

In culpa est animus, qui se non affugit unquam.8

5
¿Por qué ir en busca de regiones alumbradas por otro sol? ¿Acaso basta para huirse así mismo el
huir de su país? HORACIO, Od. II, 16, 18. (N. del T.)
6
He roto mis ligaduras, me diréis. ¿Pero acaso el perro que después de prolongados esfuerzos
logra por fin escapar, no lleva casi siempre consigo buen trozo de su cadena? PERSIO, Sát., V, 158.
(N. del T.)
7
Si nuestra alma no está bien gobernada, ¡cuántos son los combates que tenemos que sostener y
cuántos los peligros que tenemos que afrontar! ¿Qué cuidados, qué temores, qué inquietudes no
desgarran al hombre víctima de sus pasiones? ¿Qué estragos no producen en su alma el orgullo, la
licencia, la cólera, el lujo y la ociosidad? LUCRECIO, V, 44. (N. del T.)
8
Montaigne traduce este verso antes de citarlo. (N. del T.)

5
Así, pues, es inevitable que aquélla se recoja y se asile en sí misma: tal es lo que
constituye la soledad verdadera, que puede gozarse en medio de las ciudades y de los
palacios, pero que se disfruta, sin embargo, con mayor comodidad en el aislamiento. Y pues
que tratamos de vivir solos, prescindiendo de toda compañía, hagamos que nuestro
contentamiento dependa únicamente de nosotros; desprendámonos de todo lazo que nos
sujete a los demás; ganemos conscientemente él arte de vivir conforme a nuestra
satisfacción.

Habiendo Estilpón escapado con vida del incendio de su ciudad, en el mal perdió mujer,
hijos y bienes de fortuna, Demetrio Poliorcetes, viéndole en tan terrible ruina sin manifestar
ninguna pena, preguntole si por ventura no había experimentado ninguna pérdida, a lo cual
Estilpón respondió que no, que gracias a Dios nada suyo había perdido. La misma idea
expresó ingeniosamente el filósofo Antístenes, cuando dijo que él hombre debía proveerse
de municiones que flotasen en el agua y que pudieran salvarse con él a nado del naufragio.
Y así debe ser en efecto; el verdadero filósofo nada ha perdido si salvó su conciencia y su
ciencia. Cuando la ciudad de Nola fue arrasada por los bárbaros, Paulino, su obispo, que
perdió cuanto poseía y fue además encarcelado, rogaba así a Dios: «Señor, librame de
sentir esta pérdida, pues bien sabes que a nada han llegado todavía de lo que es mío.» Las
riquezas que le hacían rico y los bienes que le hacían bueno estaban todavía intactos. He
aquí un modo acertado de escoger los tesoros que pueden librarse de la injuria, y de
ocultarlos en lugar donde nadie vaya, donde nadie pueda ser traicionado más que por sí
mismo. Tenga en buen hora mujeres, hijos, bienes, y sobre todo salud quien pueda, mas no
se ligue a ellos de tal suerte que en su posesión radique su dicha; es necesario reservar
una trastienda que nos pertenezca por entero, en la cual podamos establecer nuestra
libertad verdadera, nuestro principal retiro y soledad. En ella precisa buscar nuestro
ordinario mantenimiento moral, sacándolo de recursos propios, de tal suerte que ninguna
comunicación ni influencia ajenas alteren nuestro propósito; discurrir y reír cual si no
tuviéramos mujer, hijos, bienes ni criados, a fin de que cuando llegue el momento de
perderlos no nos sorprenda su falta. Tenemos un alma que puede replegarse en sí misma;
ella sola es capaz de acompañarse; ella sola puede atacar y defenderse, puede ofrecer y
recibir. No temamos, pues, en esta soledad que la ociosidad fastidiosa nos apoltrone:

In solis sis tibi turba locis.9

La virtud se conforma consigo misma, sin necesidad de echar mano de disciplinas,


palabras ni otros auxilios. Entre todas las acciones que practicamos, de mil no hay siquiera
una sola que nos interese realmente. Ese que ves escalando las ruinas de esa fortificación,
furioso y fuera do sí, expuesto a recibir el disparo de los arcabuces, ese otro cubierto de
cicatrices, transido y pálido por el hambre, decidido a morir antes que abrirle la puerta,
¿crees que tales proezas las realizan por sí mismos? Las llevan a cabo por un hombre a
quien jamás vieron, el cual no se cura siquiera de que existan en el mundo; por un hombre
sumido en la ociosidad y en los deleites. Ese otro que ves abandonar el estudio a media
noche, legañoso, acometido por la tos y mugriento, ¿piensas acaso que busca en los libros
el medio de mejorar su condición moral, de alcanzar vida más satisfecha y prudente? Nada

9
Sé un mundo para ti mismo en solitarios lugares. TIBULO, IV, 13, 12. (N. del T.)

6
de eso; llegara su última hora, y reventará, o habrá enseñado a la posteridad la medida de
los versos de Plauto y la recta ortografía de una palabra latina. ¿Quién no cambia gustoso
la salud, el reposo y la vida por la reputación y la gloria, que es la moneda más inútil, vana y
falsa que exista para nuestro provecho? Como si nuestra propia muerte no bastara a darnos
miedo, preocupámonos también de la de nuestras mujeres, de la de nuestros hijos y la de
todos nuestros servidores. Como si nuestros asuntos peculiares no nos ocasionaran
sobrados cuidados, echamos sobre nuestros hombros los de nuestros vecinos y amigos
para atormentarnos Y rompernos la cabeza.

Vah!, quemquamne hominem in animum instituere, aut


parare, quod sit carius, quam ipse est sibi?10

Paréceme más adecuada la soledad para aquellos que han consagrado al mundo su
vida más activa y floreciente, conforme al ejemplo de Thales. Bastante se ha vivido para los
demás; vivamos en lo sucesivo para nosotros, al menos lo que nos resta de existencia;
dirijamos a nosotros y a nuestro sabor nuestras intenciones y pensamientos. No es cosa
nimia la de buscar acertadamente su retiro; éste es por sí solo ocupación sobrada sin que
con él mezclemos otras empresas. Puesto que Dios nos da lugar para disponer de nuestra
partida del mundo, preparémonos, hagamos nuestro equipaje, despidámonos con tiempo de
la sociedad, desprendámonos de todo lo ajeno a nuestra determinación, y le todo lo que nos
aleja de nosotros mismos.

Es indispensable desposeerse de toda obligación importante; y bien que se guste de


esto o de aquello, no inquietarse más que de sí mismo; que si alguna cosa nos interese no
sea en tal grado que esté como pegada a nuestra naturaleza, de tal suerte que no pueda
separársela sin arrancarnos la piel y llevarse consigo alguna parte de nuestro ser. La
primera de todas las cosas de este mundo es saber pertenecerse a sí mismo. Tiempo es ya
de que nos desatemos de la sociedad, puesto que nada podemos procurarla, y quien no
puede prestar, impóngase el sacrificio de no pedir prestado. Los alientos nos faltan,
retirémonos y concentrémonos en nosotros. Aquel que pueda echar por tierra, sacándolas
de sus propias fuerzas, las obligaciones de la amistad y de la sociedad, que lo haga. En el
período del decaimiento que convierte al hombre en ser inútil, pesado o importuno a los
demás, librese a su vez de ser importuno a sí mismo, pesado o inútil. Alábese y acariciese,
y sobre todo gobiérnese, respetando y temiendo su razón y su conciencia hasta tal punto
que no pueda, sin que padezca su pudor, tropezar en presencia de ellas. Rarum est enim,
ut satis se quisque vereatur11. Decía Sócrates que los jóvenes debían instruirse; los
hombres ocuparse en la práctica del bien, y los viejos apartarse de toda ocupación -190-
civil y militar, viviendo libres, sin obligación ninguna determinada. Hay naturalezas que son
más propicias que otras a estas condiciones del retiro. Aquellos cuya percepción es débil y
floja, cuya voluntad y facultades afectivas son delicadas y no se pliegan fácilmente, a los
cuales pertenezco yo por natural complexión y raciocinio, se avendrán mejor con la soledad
que las almas activas y laboriosas, que todo lo abrazan y a todo se ligan, se apasionan por
todas las cosas, se ofrecen y se hacen visibles en toda circunstancia. Es preciso servirse de

10 ¿Es posible que el hombre vaya a obstinarse en amar alguna cosa más que a sí mismo?
TERENCIO, Adelfos, act. I, esc. l, verso 13. (N. del T.)
11
No es frecuente profesarse a sí mismo todo el respeto necesario. QUINTILIANO, X, 7. (N. del T.)

7
estas cualidades accidentales, que no dependen de nosotros, en tanto que su ejercicio nos
sea grato, mas sin hacer de ellas nuestra principal ocupación; la razón y la naturaleza se
oponen a ello. ¿Por qué contra sus leyes hacer depender nuestra calma y tranquilidad del
poder y voluntad de otro? Adelantad además los accidentes de la fortuna; privarse de las
comodidades que se tienen a la mano, como algunos hicieron por religiosidad y los filósofos
por principio; privarse de servidores, tener por lecho las piedras, saltarse los ojos, arrojar al
agua las riquezas, buscar el dolor, los unos con el designio de alcanzar por el tormento de
esta vida la dicha en la otra, los otros porque estando colocados en la condición más baja
quieren asegurarse contra nueva caída, acciones son todas éstas que acusan una virtud
excesiva. Las naturalezas más fuertes y mejor templadas, hasta con su alejamiento del
mundo realizan un acto ejemplar y glorioso:

Tuta et parvula laudo


quum res deficiunt, satis inter vilia fortis:
verum, ubi quid melius contingit et unctius, idem
hos sapere, et solos aio bene vivere, quorum
conspicitur nitidis fundata pecunia villis.12

En cuanto a mí, me basta con mucho menos, sin ir tan lejos como esas almas fuertes.
Bástame, con la ayuda de la fortuna, prepararme a su disfavor; con representarme, estando
en situación grata, la desdicha venidera, tanto como la imaginación puede realizarlo, de la
propia suerte que nos acostumbramos a las justas y torneos simulando la guerra en plena
paz. No tengo al filósofo Arcesilao como menos ordenado en sus costumbres porque usara
utensilios de oro y plata, según que sus medios se lo consentían; al contrario; con mejores
méritos le creo porque empleó su fortuna moderada y liberalmente, que si de su riqueza se
hubiera privado. Comprendo hasta qué límites puede llegar la necesidad natural, y cuando
veo un pobre mendigo a mi puerta, a veces más contento y más sano que yo, me coloco en
su lugar e intento aplicar mi alma en la suya; y continuando del propio modo con los otros
casos, aunque crea tener la muerte, la pobreza, el desdén del prójimo sobre mí, me
determino fácilmente a no horrorizarme por lo que no causa horror a un hombre que vale
menos que yo, el cual recibe aquellos males con paciencia; y no me resigno a creer que la
bajeza de alma pueda más que el vigor o que el esfuerzo de raciocinio para soportar las
desdichas. Conociendo cuán poco valen las comodidades accesorias de la vida, nunca dejo
de suplicar a Dios en mis oraciones que siembre el contento en mi espíritu por los bienes
que nacen de mí. Yo veo jóvenes gallardos que disfrutan de salud excelente, los cuales se
proveen anticipadamente de píldoras para tomarlas cuando el romadizo los moleste, al cual
temen tanto menos cuanto que creen tener el remedio a la mano; esa conducta hay que
seguir, y mas aún: por si una dolencia más fuerte nos ataca, proveámonos de los
medicamentos que adormecen la parte dolorida.

12 En cuanto a mí, aun cuando no pueda encontrarme en situación más holgada, me conformo con
poco y enaltezco la apacible medianía: si mi suerte mejora, digo que nadie aventaja en dicha ni en
prudencia a aquellos cuyas rentas están fundamentadas en la posesión de hermosas tierras.
HORACIO, Epíst., I, 15, 42. (N. del T.)

8
La ocupación que precisa elegir en la vida solitaria, no debe ser de índole penosa ni
ingrata; de otro modo, ¿para qué nos serviría haber buscado el reposo? Aquélla depende
del gusto particular de cada uno. El mío en manera alguna se acomoda al manejo de los
negocios domésticos; los que de ellos gustan, entréguense con moderación

Comentur sibi res, non se submittere rebus.13

De lo contrario, practicase un oficio servil, consagrándose con ahínco a la economía


doméstica, como la llama Salustio. Esta, sin embargo, incluye algunas cosas que no son
indignas, como el cuidado de los jardines, que según Jenofonte ocupaba a Ciro, y puede
encontrarse un término medio entre aquella ocupación bajuna y la profunda y extrema
desidia, que lo deja caer todo en el abandono, como acontece a muchos:

Democriti pecus edit agellos


cultaque, dum peregre est animus sine corpore velox.14

Oigamos el precepto que Plinio el joven da a Cornelio Rufo, su amigo, para vivir en el
retiro: «Te recomiendo, le dice, que en esa completa y espléndida soledad en que vivos
dejes a tus gentes el abyecto y bajo cuidado doméstico; conságrate al estudio de las letras
para sacar de él algo que te pertenezca por entero.» Plinio alude a la reputación, de la cual
tenía un concepto análogo al de Cicerón, quien quería emplear su soledad y apartamiento
de los negocios en procurarse por sus escritos vida inmortal.

Usque adeone
scire tuum nihil est, nisi te scire hoc, sciat alter.15

Parece cosa razonable, puesto que se habla de alejarse del mundo, que de él se aparte
la vista por completo. Los que se curan de la fama, no la desvían sino a medias; ocúpanse
en hacer proyectos para cuando hayan salido de él; mas el provecho de su designio
pretenden sacarlo todavía fuera del mundo, del cual están ausentes merced a una
contradicción ridícula.

La imaginación de las personas piadosas que por devoción buscan la soledad, llenando
su ánimo con la seguridad de las promesas divinas en la otra vida, está más plenamente
satisfecha que la de aquéllos. Proponiéndose como norma el servicio de Dios, objeto infinito
en bondad y en poder el alma halla siempre medio de aplacar sus deseos bien de su grado;
las aflicciones, los dolores, conviértense para ellas en cosas provechosas empleadas en la
conquista o la salud y dicha eternas; la muerte las procura el paso de la salud y dicha

13
Intenten mejor hacerse superiores a las cosas que ser esclavos de ellas. HORACIO, Epíst., I, 1,
19. (N. del T.)
14
Los ganados pastaban las mieses de Demócrito, mientras su espíritu, separado de su cuerpo,
viajaba por el espacio. HORACIO, Epíst., I, 12, 12. (N. del T.)
15
¡Pues qué!, ¿vuestra ciencia no significa nada, si no se conoce de antemano que estáis dotados
de ella? PERSIO, Sát., I, 23. (N. del T.)

9
eternas, la muerte las procura el paso a un estado tan perfecto; la rigidez de su regla de
vida se atenúa al punto por la costumbre, y los apetitos carnales se ven enfriados y
adormecidos por la inacción, pues nada los aumenta más que el uso y ejercicio. Este solo
fin de otra vida dichosamente inmortal, merece lealmente que abandonemos las
comodidades y dulzuras de este mundo; y el que puede abrasar su alma con ardor de fe tan
viva y esperanza tan grande por modo real y constante, créase en la soledad una existencia
llena de goces y delicias muy por cima de toda otra suerte de vivir.

Ni el fin ni los medios del consejo que daba Plinio a Rufo me satisfacen; diríase que
recaemos siempre de fiebre en calentura. La ocupación del estudio es tan penosa como
cualquiera otra, e igualmente que las demás enemiga de la salud, que es cosa
esencialísima, razón por la cual no hay que dejarse adormecer por el placer que aquél
procura. El gusto que su pasión nos comunica es semejante al que pierde a los
emprendedores, a los avariciosos, a los voluptuosos y a los ambiciosos. Los filósofos nos
enseñan de sobra a guardarnos de la traición de nuestros apetitos, a distinguir los
verdaderos placeres de los que van mezclados y entreverados con mayor trabajo; pues la
mayor parte de nuestros goces, dicen aquéllos, nos cosquillean y nos abrazan para luego
estrangularnos, como hacían los ladrones que los egipcios llamaban filistas. Si el dolor de
cabeza se apoderase de nosotros antes de la borrachera, nos guardaríamos de beber
demasiado; mas el deleite, a fin de engañarnos, va delante y nos oculta las consecuencias.
Los libros son gratos pero si a causa de su frecuentación perdemos la alegría y la salud,
que son nuestros mejores atributos, echémoslos a un lado; yo soy de los que creen que el
fruto del estudio no puede compensar aquella pérdida. Del propio modo que los hombres
que de antiguo se sienten debilitados por alguna indisposición concluyen por echarse en
brazos de la medicina, y hacen que se les ordene un régimen de vida para practicarlo
religiosamente, así quien se retira disgustado y aburrido de la vida común debe acomodar
su vivir a los preceptos de la razón, ordenarlo premeditada y discursivamente. Debe
despedirse de toda suerte de trabajo, de cualquier naturaleza que sea, y huir en general las
pasiones enemigas de la tranquilidad del cuerpo y del alma, «eligiendo el camino que mejor
se avenga con su carácter»,

Unusquisque sua noverit ire via.16

En el gobierno doméstico, en el estudio, en la caza, en cualquiera otro ejercicio, puede


llegarse hasta el último límite del placer y cuidar de no tocar más adentro, allí donde la pena
comienza a tomar parte. En cuanto a ocupación y trabajo, bastan sólo los suficientes para
mantenernos en vigor y librarnos de las incomodidades que acompañan a los que caen en
el extremo de una ociosidad cobarde y adormecida. Hay ciencias que de suyo son estériles
y espinosas; la mayor parte de ellas han sido forjadas para el mundo, y deben dejarse a los
que al servicio del mundo se consagran. Para mi uso no gusto más que de libros agradables
y poco complicados, que me regocijen, o de los que me consuelan y contribuyen a ordenar
mi vida y a disponerme a una buena muerte:

Tacitum silvas inter reptare salubres

16
PROPERCIO, II, 25, 38. (N. del T.)

10
curantem, quidquid dignum sapiente bonoque est.17

Los hombres superiores pueden forjarse un reposo espiritual, puesto que están dotados
de un alma vigorosa; la mía es vulgar, y precisa por ello que yo contribuya a mi
sostenimiento, ayudándome con las comodidades corporales. La edad me ha desposeído
de las que eran de mi agrado, y ahora trato de afinarme para disfrutar aquellas que más
convienen a mis años. Es indispensable defender con garras y dientes el uso de los
placeres de la vida, que la edad nos va arrancando sucesivamente:

Carpamus dulcia; nostrum est,


quod vivis: cinis, et manes, et fabula fies.18

En cuanto a perseguir como fin la gloria, según nos proponen Cicerón y Plinio, mi
designio está bien lejos de ello. La disposición de ánimo que más se aparta del retiro, es
precisamente la ambición; gloria y reposo son dos cosas que no pueden cobijarse bajo el
mismo techo a mi dictamen, aquellos no tienen sino los brazos y las piernas fuera de la
sociedad, su espíritu y su alma permanecen más que nunca amarrados al mundo:

Tun, vetule, auriculis alienis colligis escas?19

Sólo se han echado atrás para tomar carrera de un modo más seguro, para proveerse
de un movimiento más fuerte y abrir así mejor la brecha entre la multitud. ¿Queréis
convenceros de que no se apartaron ni un ápice de las vanidades terrenas? pongamos en
parangón el parecer de dos filósofos y de dos sectas bien opuestas. Escribiendo el uno a
Idomeneo y el otro a Lucilio, sus amigos, a fin de alejarlos del manejo de los negocios y
grandezas de la vida: «Habéis vivido hasta ahora, les decían Epicuro y Séneca, nadando y
flotando; venid a morir al puerto; habéis consagrado a la luz todo el tiempo que vivisteis;
consagrad a la sombra lo que os resta. Es imposible dejar los negocios si al mismo tiempo
no se deja el fruto; deshaceos, pues, de todo lo que se llama renombre y gloria, porque es
posible que el resplandor de vuestras acciones pasadas os ilumine demasiado y os
acompañe hasta vuestra gruta. Dejad con los otros deleites el que produce la alabanza del
mundo, y que vuestra ciencia y vuestros merecimientos no os preocupen ya, que no
quedarán sin recompensa si vosotros los superáis. Acordaos de aquel a quien preguntaron
por qué razón se desvelaba tanto en alcanzar competencia en un arte de que casi nadie
podía tener conocimiento: 'Yo me conformo con poca cosa, respondió; con una persona me
basta, y con ninguna también me basta', y decía bien. Vosotros y un amigo sois suficiente
teatro el uno para el otro, o cada uno distintamente para vivir consigo mismo. Es una
ambición cobarde el pretender alcanzar gloria de la ociosidad del retiro; imitemos a los
animales que borran la huella que marcaron con sus pasos a la entrada de sus guaridas. Lo
que precisa buscar no es que el mundo hable de vosotros, sino que vosotros habléis con
17
Paseándome en silencio por los bosques, y ocupándome en todo aquello que merece los
cuidados de un hombre cuerdo y virtuoso. HORACIO, Epíst., I, 4, 4. (N. del T.)
18
Gocemos; sólo los días que consagramos al placer nos pertenecen. Muy pronto no serás más que
un puñado de ceniza, una sombra, una ficción. PERSIO, Sát., V, 151. (N. del T.)
19
Viejo caduco, ¿trabajas sólo para distraer la ociosidad del pueblo? PERSIO, Sát., I, 22. (N. del T.)

11
vuestras almas respectivas. Recogeos en vosotros mismos mas preparaos previamente a
encontraros en disposición de recibiros; sería insensato el fiaros en vosotros si carecéis de
fuerzas para gobernaros. Hay ocasión de incurrir en falta lo mismo en a soledad que en el
mundo. Hasta, que la perfección resida en vuestras almas de tal suerte que lleguéis a
asemejaros a las personas ante quienes jamás osarais incurrir en falta; hasta que poseáis el
pudor y respeto de vosotros mismos, obversentur species honestae animo20; aparezcan
siempre a vuestra mente las figuras de Catón, Foción y Arístides, en presencia de los
cuales, hasta los locos ocultarían sus faltas. Sin apartar la vista de ellos examinad vuestros
actos; si éstos no son rectos, la reverencia de aquellos varones os conducirá al buen
camino; ellos os sostendrán en la dirección verdadera, que no consiste sino en contentaros
de vosotros mismos, en no buscar nada que de vosotros no provenga, en detener y sujetar
vuestra alma en el recogimiento, donde pueda encontrar su encanto. Y habiendo ya
comprendido cuáles son los verdaderos bienes, aquellos que se disfrutan mejor cuanto más
rectamente se aprecian, conformarse con ellas, sin acariciar el menor deseo de aumentar el
renombre.» He aquí lo que preceptúa y aconseja la filosofía sencilla y verdadera, que en
nada se parece a la otra, amiga de la ostentación y la charla, la cual patrocinaban, Cicerón y
Plinio el joven.

20
Llenad vuestro espíritu de nobles imágenes. CICERÓN, Tusc. quaest., II, 22. (N. del T.)

12
Francis Bacon

De los viajes

Viajar, en los jóvenes, es parte de la educación; en los viejos, parte de la experiencia. Quien
viaja por un país antes de tener cierto acceso al idioma, va a la escuela, y no viaja. Que los
jóvenes viajen al cuidado de un preceptor o de un servidor serio, me parece bien; de suerte
que sepa el idioma y haya estado antes en el país, para que pueda estar en condiciones de
decirles qué cosas son dignas de ver en el país adonde van; qué relaciones deben buscar;
qué actividades o disciplina enseña el lugar. Porque si no los jóvenes irán con una venda en
los ojos, y verán muy poco. Es cosa extraña que en los viajes por mar, donde no puede
verse más que mar y cielo, los hombres escriban diarios; pero en viajes por tierra, donde
hay tanto que observar, generalmente lo omiten; como si el riesgo fuera más apropiado para
registrar que la observación. Que se introduzca por lo tanto el uso de los diarios.

Las cosas que conviene ver y observar son: las cortes de los príncipes, particularmente
cuando conceden audiencia a embajadores; los tribunales, cuando se reúnen para escuchar
a los litigantes; y asimismo los consistorios eclesiásticos; las iglesias y monasterios, con los
monumentos que encierran, las murallas y fortificaciones de ciudades y pueblos, así como
fondeaderos y puertos; antigüedades y ruinas; bibliotecas; asambleas, discusiones y
conferencias, donde las haya; buques y armadas; edificios y jardines públicos y de recreo,
cercanos a grandes ciudades; armerías; arsenales; almacenes; lonjas; bolsas; depósitos;
ejercicios de equitación; esgrima, adiestramiento de soldados, y demás por el estilo;
comedias, de las que acuden a ver la mejor clase de personas; tesoros de alhajas y de
ropajes; colecciones de arte y de rarezas; y, para terminar, todo lo que haya de memorable
en el lugar adonde van. De todo ello los preceptores o servidores deberían hacer diligente
averiguación. En cuanto a desfiles, mascaradas, fiestas, bodas, funerales, ejecuciones
capitales y exhibiciones por el estilo, los hombres no tienen necesidad de recordarlas; sin
embargo, no han de desdeñarse.

Si queréis que un joven haga su viaje en poco tiempo, y que en poco tiempo acopie
mucho, debéis hacer como sigue. Primero, como se dijo, debe tener algún conocimiento del
idioma antes de ir. Luego' debe tener servidor o preceptor que conozca el país, como
también dijimos. Que asimismo lleve con él un mapa o libro que describa la región por
donde viaja; lo cual será buena clave para su indagación. Que también lleve un diario. Que
no permanezca mucho tiempo en una ciudad o pueblo; más o menos según merezca el
lugar, pero no demasiado; y aun, cuando se quede en una ciudad o pueblo, que cambie de
alojamiento de un extremo y parte del pueblo a la otra; lo cual es gran imán para trabar
conocimiento con personas. Que se aparte de la compañía de sus paisanos y coma en
lugares donde haya buena compañía de la nación por que viaja. Que en sus cambios de un
lugar a otro se procure recomendación a alguna persona de calidad que more en el lugar al
cual se traslada; que pueda usar su favor para las cosas que desea ver o conocer. Así
puede abreviar su viaje con mucho provecho.

13
En punto de conocimientos de personas que han de buscarse durante el viaje, la más
provechosa es la relación con los secretarios y empleados de embajadores; pues así, al
viajar por un país absorberá la experiencia de muchos. Que también vea y visite a personas
eminentes en todas las clases, que tienen renombre en el extranjero; que pueda contar qué
relación guarda la vida con la fama. En cuanto a las reyertas, con cuidado y discreción han
de evitarse. Suelen ser por queridas, brindis, puestos y palabras: Y que un hombre se
guarde de pasar el tiempo en compañía de personas coléricas y pendencieras; porque ellas
lo empeñarán en sus propias reyertas. Cuando un viajero vuelve a su patria, que no deje
por completo detrás de sí los países por donde ha viajado; sino que mantenga una
correspondencia por cartas con los conocidos de más valer. Y que su viaje asome más en
su conversación que en su ropa y en sus gastos; y que en su conversación sea más bien
deliberado en sus respuestas, y no se apresure a relatar historias; y que parezca que no
cambia las costumbres de su país por las de otros lados; pero que sólo insinúe en las
costumbres de su país algunas flores de lo que ha aprendido en el extranjero.

En AA.VV. Ensayistas ingleses, Barcelona,


Océano Grupo Editorial, 2000

14
El ensayo literario y filosófico

José Saramago

Una carta con tinta de lejos

Quien escribe, creo yo que lo hace como en el interior de un cubo inmenso donde no existe
nada más que una hoja de papel y la palpitación de dos manos rápidas, vacilantes, alas
violentas que de súbito caen hacia un lado, cortadas y separadas del cuerpo. Quien escribe,
tiene a su alrededor un desierto que parece infinito, reino cuidadosamente despoblado para
que sólo quede la imagen surreal de un campo abierto, de una mesa de escribano a la
sombra de un árbol inventado y de un perfil esquinado que hace lo posible para parecerse a
un hombre. Quien escribe, creo yo que intenta ocultar a sus propios ojos un defecto, un
vicio, una tara indecente. Quien escribe está traicionando a alguien.

Escribo esta crónica desde lejos de la grande y desgraciada ciudad que creció a orilla
del Tajo; la escribo desde más lejos todavía, desde un país muy amado donde los campos
están plantados de cipreses y los lugares se llaman Siena o Ferrara, tierra italiana que es la
que más amo después de la mía. Escribo desde una calle que lleva el nombre de
Esperanza, donde se reunieron por última vez los conjurados del 5 de octubre, por donde
pasan hoy mis vecinos blancos o negros, donde, a veces, frente a mi puerta, viene a parar
gente que no es del barrio, gente a quien no conoce nadie y que se queda mirando al aire
como si midiera la contaminación o descifrara místicamente los misterios de la creación del
mundo. Escribo con tinta de muy lejos y angustia de muy cerca.

No tengo ninguna historia que contar. Me siento cansado de historias, como si


súbitamente hubiera descubierto que todas fueron contadas ya el día en que el hombre fue
capaz de decir la primera palabra, si es que realmente hubo una primera palabra, si es que
las palabras no son todas, cada una y en cada momento, la primera palabra.

Entonces volverán a necesitarse las historias, entonces tendremos que reconocer que
ninguna ha sido contada aún.

Gran placer es éste de estar sentado a la sombra de un árbol inventado, en este cubo
inmenso, en este infinito desierto, escribiendo con tinta de lejos (¿a quién?).

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Más allá de la línea que separa las arenas y el cielo, tan lejos que sentado no las veo,
andan las personas que van a leer estas palabras que escribo, que las van a despreciar o a
entender, que las guardarán en la memoria durante el tiempo en que la memoria lo
consienta y que irán olvidándolas después, como si fueran sólo boqueadas de ahogo de un
pez fuera del agua.

Sentado en medio del campo despoblado, el escribiente sostiene su esquinado perfil


para que en él no se pierdan los signos de una humanidad que a cada instante se vuelve
más imprecisa. Va poniendo signos en el papel, deseoso de hacerlo abierto y cóncavo
como el cielo nocturno, para que no venga a perderse el incoherente discurso, resguardado
ahora en pequeñas luces que tardarán más tiempo en morir.

¿Quién va a leer el recado, intraducible al lenguaje del comer y el beber? ¿Quién lo


acostará consigo en su cama, junto a la mujer o al hombre con quien duerma? ¿Quién
dejará en suspenso el arco del azadón, el movimiento del martillo, para oír lo que no es una
historia contada de la grande y desgraciada ciudad? ¿Quién detendrá el camión en el arcén
de la carretera, en la recta libre con sombras derramadas, para saber, respirando el aceite y
los calores del motor, las noticias de Júpiter gigante en el cielo negro? ¿Quién dirá que es
suyo lo que fue escrito en el interior del cubo, en el lugar donde se ajusta el compás, en la
intersección entre escritor y tiempo? ¿Quién justificará al fin las palabras escritas? También
es bueno hacer preguntas cuando se sabe que no van a tener respuesta. Porque tras ellas
pueden añadirse otras, tan ociosas como las primeras, tan impertinentes, tan capaces de
consuelo en el retorno del silencio que las va a recibir. Sentado en el desierto, el escribiente
se sentirá dulcemente incomprendido, llamará en su auxilio a los dioses que más quiere, a
ellos se confiará, y todos juntos, punto por punto, sabrán hallar las buenas razones, las
adormideras de la conciencia, hasta que el benévolo sueño los reúna y retire de este bajo
mundo.

Pese a todo, no será así esta vez. Doble el escribiente su mesa, haga de ella su fardel
y mochila, si por obra de otra herramienta no logró tener ciencia, convierta el papel en
bandera y vaya en travesía del desierto, en las tres dimensiones del cubo, hasta donde
están las personas y las preguntas que ellas hacen. Entonces el recado se traducirá, será
su mantel de pan y con él nos agasajaremos del frío.

Entonces se volverán a contar las historias que hoy decimos imposibles. Y todo -quizá
sí, quizá sí- empezará a ser explicado y entendido. Como la primera palabra.

En Las maletas del viajero,


Barcelona, Editorial Ronsel, 1992

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María Negroni

Ir volver/ de un adónde a un adónde

Cuando llegué por primera vez a Nueva York en 1985, traía conmigo a cuestas, en una
valija mal cerrada, ocho años de dictadura y exilio interno, una familia de clase media contra
la que me había rebelado, varios amigos desaparecidos y una desesperación creciente
frente a lo que me parecían trabas infranqueables. Traía también, bajo el brazo, mi primer
libro de poemas que acababa de publicarse en Buenos Aires y se titulaba, previsiblemente,
de tanto desolar.

Me enamoré en el acto de Manhattan. En parte, sin duda, porque su realidad me


rehuía. ¿Había llegado al centro del Imperio o a un catálogo del tercer mundo? Nueva York
era, en los 80, una ciudad filosa donde convivían la escoria y los museos, el libertinaje y la
mendicidad, los desamparos de la pobreza y los del lujo, lo reconocible y lo que no lo es.
Una grilla nocturna que viajaba, ella misma, como si fuera un barco. Alguna vez soñé que la
veía desplazarse frente a mí y me preguntaba por dónde iba a cruzarla. Sentía que sus
calles pertenecían a una comunidad de seres errantes, fugaces e inseguros como yo. Una
ciudad desmemoriada, hecha de zonas oscuras y fragmentos expulsados, donde el exilio,
como escribió Charles Simic, dejaba de ser un infortunio para volverse una oportunidad sin
par.

Aquí podría escaparme de todo lo que me había molestado hasta entonces. Podría
dejar atrás los roles asignados, el peso de la tradición, la política de los clanes y sus
vocabularios. Nada más interesante que el anonimato para vivir y crecer. O, más bien, para
sacudirse las convenciones y códigos sociales y fundarse de nuevo. Wim Wenders dijo una
vez, en una entrevista, que en Nueva York había encontrado una segunda infancia. Otro ci-
neasta, Joñas Mekas, registró una emoción similar con su máquina de filmar recuerdos.
Joseph Cornell los precedió (y acaso, por adelantado, los superó a los dos): con un
sensorium hecho a la medida de su obsesión, concibió el espacio urbano como lugar de
escondite, fascinación y ensueño, es decir como un arsenal de imágenes donde ejercer el
saqueo, y así multiplicar ad infinítum las representaciones del mundo y sobre todo, de sí
mismo. Sus cajas inesperadas son la prueba de que, en la ciudad hormigueante, es posible
perderse; es más, es posible perfeccionar el método de perderse para seguir siendo el niño
o la niña que nunca dejamos de ser.

Así fueron mis primeros años aquí. Los viví con apuro, con deseos de fagocitarlo todo,
como una suerte de inmigrante indocumentada de la cultura. Sabía, por lo demás, que todo
eso era central para mi formación como escritora, y nada pudo distraerme.
En diez años escribí cinco libros, traduje a varios poetas, hice mi doctorado en Literatura,
participé en congresos, revistas, antologías, conservé un matrimonio y crié a dos hijos. ¿De
dónde venía esa sed? ¿Qué la sostenía? Por ese entonces, se habían puesto de moda las
teorías sobre la postmodernidad. Todo lo inestable, marginal y nómade era considerado
una virtud. O lo que es igual, la idea de pertenencia nacional se había tornado un
anacronismo, cuando no un indicio de provincianismo escandaloso. Yo seguía esas teorías

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con atención, como si hubieran sido pensadas para mí y pudieran aliviarme de algo que no
alcanzaba a captar.

Me gustaba, eso sí, jugar "desmarcada", en especial el juego literario. Estando lejos, me
ahorraba las pequeñas miserias, las glorias diminutas, la envidia y las disputas entre
artistas. Sin contar mi confianza desmedida en la pérdida como estímulo para la creación.
Loss is a magical preservative, escribió la ensayista polaca Eva Hoffman. Las cosas se
borran, se anulan, se suprimen y después se reinventan, se fetichizan, se escriben. ¿No
había dicho Joyce, por lo demás, que el silencio, el exilio y la astucia son las armas
imprescindibles de todo buen escritor?

Mirando hacia atrás, puedo reconocer ahora en los libros que escribí por esos años, en
especial Islandia, un uso especulativo (especular también) de la distancia como método
para complejizar la mirada y reclamar, oblicuamente, una pertenencia. Islandia aludía al
país de la isla (la isla de Manhattan) y, al mismo tiempo, a Borges, como signo de nuestra
literatura. Los islandeses no habían hecho otra cosa: también ellos se habían alejado de su
país de origen (Noruega) en la confianza de que, en el extrañamiento, podrían acceder a
ciertas percepciones sutiles y así ser los escribas más veraces, más tenazmente
desesperados, de la tierra perdida. Demás está decir que la isla que eligieron para hacerlo
coincide con la tierra de la poesía, es decir, con ese territorio ciego, absoluto, encallado en
lo imaginario, donde las palabras no tienen más pasión que lo inexpresable.

Me adueñé, digamos, de una libertad que nunca antes había sentido. Todo lo que fuera
descentrado me atraía: los cruces de géneros, la poesía en prosa, los ensayos líricos, la
calidad golpeada de cierta narrativa, lo que rebasaba las fronteras geográficas, políticas y
de género. Empecé a pensar y a escribir en contrapunto y usando varias voces. Mis libros
son en parte, creo, el intento de transformar las sensaciones de inquietud y malestar, por
medio de la magia muchas veces penosa de la escritura, en una suerte de defensa del
fracaso y una apuesta al extravío como posibilidad existencial.

Esto no resolvió mi relación con el país. Tenía pensamientos obsesivos. Me preguntaba,


con más angustia que lucidez, cuáles eran los costos de vivir "afuera", cómo afectaría mi
escritura, cuánto tiempo pasaría antes de ser definitivamente excluida del corpus literario ar-
gentino, cosas así. Las conversaciones con amigos sobre el tema eran interminables. Lo
que es peor, nunca llegaban a una conclusión. A veces, miraba hacia atrás y no veía nada.
Me parecía haber perdido incluso, como escribí hace poco en Arte y fuga, el "aquí" que
alguna vez hubo "allí".

La novelista Bharati Mukherjee, en su libro Días y noches en Calcuta, refiriéndose a tres


sucesivas migraciones que experimentó en su vida, anotó: "Cada fase requería una suerte
de repudio de los avatares previos; un total renacimiento". Algo parecido, quizá, había
hecho yo. ¿Había usado el irme como solución neurótica? ¿Sería posible que Joseph
Brodsky tuviera razón? Pensaba con espanto en su ensayo "A Room and a Half': "Si alguna
vez hubo algo real en mi vida -escribió el poeta ruso desde New England— fue
precisamente ese nido, opresivo y sofocante, del cual había querido tan desesperadamente
huir".

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Las preguntas se me apilaban sin respuesta. ¿Qué se pierde y qué se gana cuando uno
se va de un lugar? ¿Es posible romper con algo sin matarlo? ¿Crear sin destruir? Mi
participación en la política, durante mis años de estudiante en Buenos Aires, había estado
marcada por la rigidez y el dogmatismo. No me di cuenta de que, al arrancarme de cuajo de
Buenos Aires, estaba repitiendo una estructura. Me zambullí en la vida neoyorquina como
antes había abrazado la poesía y antes la militancia y antes había sido una alumna
ejemplar. Tal vez la aversión no fuera, al fin y al cabo, sino una añoranza retorcida.

Tomé entonces una decisión drástica. En un gesto heroico y un poco teatral, levanté mi
casa de NY, metí todo en containers, y regresé al país. En esa experiencia, que duró cinco
años (del 94 al 99), no me faltó nada: me sentí sapo de otro pozo, extrañé Manhattan, logré
reinsertarme en el medio local, y entendí la frase de James Baldwin cuando, en su novela
Giovanni's Room, le hace decir al amigo de un personaje que, instalado en París, se
plantea si volver o no a NY: "Mejor no vuelvas, porque si lo haces, ya no podrás mantener
la ilusión de tener una patria".

Tuve que enfrentarme todavía a algo más. Cuando circunstancias personales y


familiares me llevaron a mudarme otra vez a Nueva York, la ciudad fascinante que yo había
equiparado al desacato, la creatividad y el asombro inagotables, se encargó de mostrarme
otro rostro, no sólo el del dolor personal, sino otro más complejo quizá, más cargado de
implicancias: el de sentir, por primera vez, que la escritura no me consolaba.

You've come full circle, dicen en inglés para referirse a ese tipo de situaciones, a las
que se accede rara vez, y en las que se produce una súbita comprensión de algo. Lo que se
aprende, casi siempre, coincide con la sospecha de que, si se espera lo suficiente, todo nos
es dado a todos y los escenarios donde eso ocurre carecen de importancia.

Con el tiempo pude entender, incluso, otras cosas: por ejemplo, que una de las ventajas
mayores de tener una experiencia en dos culturas distintas es, justamente, comprender que
ninguna de las dos (y ninguna cultura, para el caso) es absoluta, y que el contraste y las
diferencias son antídotos contra el autoritarismo. También, que la experiencia de vivir
afuera suele empujar a algo que podríamos llamar un "lujo moral", una suerte de
distanciamiento de la realidad concreta de ambos países (el que se deja atrás y el nuevo),
donde resulta cómodo (y, al parecer, moralmente válido) no involucrarse, conservando el
curioso privilegio de vivir o haber vivido en un lugar sin sentirse responsable de las
decisiones que, en ese lugar, se toman.

Por otra parte, en la última década, con la globalización y los avances tecnológicos, se
han producido cambios cuya magnitud resulta aún difícil medir. Por un lado, las ciudades
se parecen cada vez más, al punto de que las experiencias de vida en uno u otro lado dan
la impresión de ser intercambiables. Por el otro, está el acceso extendido e inmediato a los
afectos, el conocimiento y la información que genera el internet, produciendo situaciones
de cercanía que ocultan bien su cualidad ilusoria. En una performance realizada hace
poco en la Brooklyn Academy of Music, sin ir más lejos, el grupo SuperVision presentó una
obra en la cual una joven asiática, estudiante de la New York University, se pasa las horas
conectada con su abuela que ha quedado en Sri Lanka –gracias a una computadora que
les permite verse– y así las dos comparten, supuestamente, la vida cotidiana: una desde la
inmovilidad de un país desmantelado, y la otra desde la fiebre neoyorquina, hasta que la

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abuela empieza a preguntarle a su nieta a qué hora va a llegar a cenar. La escena provoca
una angustiante sensación de tristeza al mezclar las ruinas del colonialismo con el vacío de
la tecnología, sólo para acentuar las limitaciones de la conexión emocional entre los seres
humanos hoy en día.

Llevo ahora seis años viviendo en NY. La ciudad que conocí en 1985 ha dejado de
existir, del mismo modo que la que yo era entonces ha dejado de existir. Las preguntas han
cambiado también. Algunas nos conciernen, principalmente, a los escritores que vivimos
aquí. ¿Qué pasa con el idioma propio cuando la cultura que nos rodea se expresa en otra
lengua? ¿En qué medida transitamos, sin darnos cuenta, por un proceso de aculturación?

¿Qué hacer cuando se nos cuela una frase, una palabra, en inglés? ¿Deberíamos
censurar la intromisión? ¿Incluso cuando se trata de esas expresiones idiomáticas que nos
causan admiración porque provienen de la calle, y son ingeniosas como recién nacidas?

Y, al revés, ¿cómo reaccionar cuando sentimos que hablar en inglés nos limita, nos
obliga a vivir en un mundo insuficiente, casi falso? Peor que eso, cuando descubrimos que
el problema va mucho más allá de las palabras, porque cada cultura tiene valores- a los que
responde el lenguaje, un sistema de creencias que determinan la manera de sentir el placer
y el dolor, de apreciar la belleza y la sexualidad, de fijar la distancia aceptable entre los
cuerpos en un abrazo o en un mimo. ¿Durante cuánto tiempo la lengua nativa será el
idioma en que expresemos las emociones, en que nos comuniquemos con nuestros hijos,
nuestros amantes, el idioma de la pena, el chusmerío y los besos de las buenas noches?

Me he formulado estas preguntas pocas veces. No porque desconozca su importancia.


A lo mejor, simplemente, porque preferí guardarlas en mí, sin verbalizar, como esos
semáforos que se prenden y apagan de modo intermitente, señalando un peligro posible
(pero no inevitable). O bien, porque pienso que escribir, en cualquier lugar, equivale a
enfrentar desafíos, y este no sería sino un desafío más, tal vez distinto, tal vez un poco más
riesgoso, pero no necesariamente negativo. O, incluso, porque siempre confié, tanto en la
escritura como en la vida, en que los obstáculos, si se los exacerba, pueden volverse una
ventaja. En esto, he seguido ciegamente la fórmula de Paul Celan: "Escribe, pero nunca
separes el sí y el no".

Esto no implica que no tenga miedos. A veces pienso que me he vuelto una especie de
arqueóloga de la lengua, que colecciono palabras y expresiones porteñas, que las atesoro
cada vez que algún amigo las usa, como queriendo evitar que haya "cosas —como sintió
Ana Cristina César cuando vivía en Londres- que han perdido su nombre y nombres que
han perdido sus cosas". Y esas palabras -y también ese esfuerzo inaudito- van a parar a lo
que escribo, que se vuelve una suerte de cajita de música construida con resabios de algo,
acaso, inexistente.

A esto habría que agregar, tal vez, otras incomodidades. Hace poco leí en El país que
nos habla, de Yvonne Bordelois, una queja que me llamó la atención. En él, luego de
analizar algunos males que, al parecer, afectan hoy al idioma argentino (entre los que se
enumeran la invasión del inglés, la afasia lingüística de los adolescentes y la basura
verbal de los programas de televisión) la autora escribe: "Hay, en la cultura de hoy, un
silenciamiento y soslayamiento de lo que nos está ocurriendo colectivamente, que asombra

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y aterra al mismo tiempo. Nuestros poemarios se llaman Alaska, Islandia o Bulgaria; no se
atreven a llamarse Atacama, Tilcara o Catamarca".

Yo querría responder a esa queja, sin entrar a discutir las premisas estéticas que la
sustentan, con una sola observación: resulta un poco perverso que el reclamo de Bordelois
coincida con el del mercado editorial norteamericano –ese medio que simultáneamente nos
excluye y nos proyecta sus fantasías de otredad– para el cual, salvo contadísimas
excepciones, nuestra literatura es y debe limitarse a ser la expresión del folclorismo más
deleznable. Digamos que los libros latinoamericanos que interesan aquí responden, por
regla general, a una fórmula consabida que incluye una fuerte carga de color local,
combinada, si es posible, con algo de magia, erotismo, arte culinario, y hasta retórica
revolucionaria.

Cada una de las paradojas, temores y rebeldías mencionadas en este ensayo me


acompañan, como telón de fondo, cada vez que me siento a escribir. Aparte de eso, tengo
en mí, como diría Pessoa, todos los sueños del mundo. Entre ellos, que los caminos que
toma la voz que narra o poetiza para acercarse, de la manera más eficaz posible, a lo que
se le escapa son siempre, afortunadamente, impredecibles. Termino con esta confianza,
desmedida sin duda, en los desafíos que vendrán.

En MOLLOY, Siliva y Mariano SISKIND (eds.),


Poéticas de la distancia: adentro y afuera de la literatura argentina,
Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2006.

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Giorgio Agamben

Distanciamiento social

«No sabemos dónde nos espera la muerte, esperémosla en todas


partes. Meditar sobre la muerte es meditar sobre la libertad. Aquel que
ha aprendido a morir, ha desaprendido la servidumbre. Saber morir
nos libera de toda sujeción, de toda limitación».
Michel de Montaigne

Dado que la historia nos enseña que todo fenómeno social tiene o puede tener
implicaciones políticas, es oportuno registrar con atención el nuevo concepto que ha
ingresado hoy en el léxico político de Occidente: el “distanciamiento social”. Si bien el
término probablemente haya surgido como un eufemismo para la crudeza del término
“confinamiento” empleado hasta aquí, es necesario preguntarse qué podría ser un orden
político fundado en él. Esto es tanto más urgente cuanto que no se trata sólo de una
hipótesis puramente teórica, si es cierto, como empieza a decirse por todas partes que la
actual emergencia sanitaria puede ser considerada como el laboratorio en el que se
preparan los nuevos ordenamientos políticos y sociales que le esperan a la humanidad.
Aunque, como siempre ocurre, están los tontos que sugieren que esta situación puede
considerarse positiva y que las nuevas tecnologías digitales permiten desde hace tiempo
comunicarse felizmente a distancia, yo no creo que una comunidad fundada en el
“distanciamiento social” sea humana y políticamente vivible. En todo caso, cualquiera sea la
perspectiva, me parece que éste es el tema sobre el que deberíamos reflexionar.
Una primera consideración concierne la naturaleza verdaderamente singular del
fenómeno que han producido las medidas de “distanciamiento social”. Canetti, en esa obra
maestra que es Masa y poder, define la masa sobre la que se funda el poder, a través de la
inversión del miedo a ser tocado. Mientras que los hombres temen, por lo general, ser
tocados por un extraño y todas las distancias que los hombres instauran en torno de ellos
nacen de este temor, la masa es la única situación en la que este miedo se invierte en su
opuesto. “Sólo en la masa el hombre puede redimirse del temor a ser tocado… Desde el
momento en el que nos abandonamos a la masa, no tememos ser tocados… Cualquiera se
acerque a nosotros es igual a nosotros, lo sentimos casi como nos sentimos a nosotros
mismos. Súbitamente, y como si todo sucediese en el interior de un mismo cuerpo… Esta
inversión del miedo a ser tocado es una peculiaridad de la masa. El alivio que se difunde en
ella alcanza una medida tanto más notable cuanto más densa es la masa”.
No sé qué habría pensado Canetti de la nueva fenomenología de la masa frente a la
que nos encontramos hoy: lo que las medidas de distanciamiento social y el pánico han
creado es ciertamente una masa, pero una masa, por decirlo de algún modo, invertida,
formada por individuos que se mantienen a distancia el uno del otro a toda costa. Una masa
no densa, entonces, sino enrarecida y que, sin embargo, sigue siendo una masa si, como

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aclara Canetti más adelante, la definimos a partir de su unanimidad y de su pasividad, en el
sentido de que “un movimiento verdaderamente libre le resultaría imposible,… ella espera,
espera un líder que deberá serle mostrado.”
Unas páginas más adelante, Canetti describe a la masa que se forma a partir de una
prohibición, “en la que muchas personas reunidas ya no quieren hacer aquello que han
venido haciendo como individuos hasta entonces. La prohibición es repentina: ellos se la
imponen a sí mismos,… de todos modos, los afecta con la máxima fuerza. Es categórica
como una orden; para eso, sin embargo, es decisivo su carácter negativo”.
Es importante no perder de vista que una comunidad fundada sobre el distanciamiento
social no tendría que ver, como podría pensarse ingenuamente, con un individualismo
llevado al exceso: al contrario, sería como la que vemos hoy a nuestro alrededor, una masa
enrarecida y fundada en una prohibición y, por esto mismo, particularmente compacta y
pasiva.

6 de abril de 2020

Publicado en el blog de Giorgio Agamben en la página de la editorial Quodlibet


https://www.quodlibet.it/giorgio-agamben-distanziamento-sociale
(Traducción de Analía Reale)

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Corina Stan

Entre nosotros – Una historia de la distancia social1


Cuando no está interpretando encantadores monólogos ante un público imaginario que sólo
ella conoce, mi hija de ocho años toca el piano. La tarde se acomoda a la placentera
regularidad de las escalas mientras sus dedos suben y bajan por el teclado. Se desliza
luego en la melodía más reciente de su repertorio, pero la toca a un ritmo tan extravagante
que apenas se puede reconocer el original. Le da un ataque de risa, luego surge otra
melodía, algo que escuchó en la radio. Casi puedo verla fruncir el ceño mientras intenta
algunos acordes simples con la mano izquierda. Mamá, es hora de practicar. Esperaba que
me llamara, pero no sé a qué distancia me necesitará hoy. A veces me siento en una silla
junto a ella y desciframos juntas una pieza nueva. Otras veces, me quedo más lejos, en el
sofá, todavía lo bastante cerca como para ver la partitura. Y luego hay días en los que solo
quiere que la escuche, así que camino por la habitación, tal vez tomo un libro del estante y
leo un poco mientras escucho un silencio perdido, una dinámica incómoda, una melodía
deformada. ¿Cuál será la distancia correcta hoy?

Esta pregunta está en mi mente mientras escribo, tratando de encontrar palabras que den a
entender tanto la rigurosa realidad de mi hija en una habitación como su diáfana presencia
en mi vida. Ella parece habitar una dimensión de pura gracia, en la que “te amo” se siente
bien y simple, como pan recién horneado. La amo desde lejos, mientras ella hace ropa para
muñecas en su habitación con restos de tela. Ella ordenará todo el lío después, creando un
desorden ordenado tan frágil que una ligera brisa lo derribaría de un soplo. La escucho
contar historias a sus animales de peluche y bajar la voz cuando yo paso cerca. Tal vez me
diga que quiere un abrazo o continúe jugando hasta que sienta hambre.

Hace solo unos días recibimos, durante la cena, noticias de Heidi, su amiga de la escuela,
quien se mudaba a Atlanta y era tan emocionante porque vivirá en un condominio. "¿Qué es
un condominio?", le pregunto. No lo sé. ¿Pero sabías que Matthew perdió hoy su tercer
diente? La señorita Sarah lo envolvió en un pañuelo de papel para él y lo puso en una cajita
para llevarlo a casa. Entonces ella pregunta, encantadora: ¿Y cómo estuvo tu día? Como
respuesta, yo resumo mis horas de trabajo en torno a un episodio pequeño pero colorido.
En estos días, la escuela está cerrada, por lo que recordamos momentos alegres del
pasado y los conectamos, con el delgado hilo de la esperanza, con días futuros en los que
volveremos a pasar el rato con la abuela, a saltar con los primos en la cama elástica del
parque y a tener encuentros reales para jugar. Cuando apago la luz de su habitación, las
cosas que la preocupan surgen en la oscuridad, como delicadas luciérnagas. Las ponemos
a dormir una por una, le doy un beso de las buenas noches y me voy.

1
Título original: “Between Us. A history of social distance. Publicado en la revista literaria The Point
Magazine, Issue 22, June 2020. URL : https://thepointmag.com/examined-life/between-us/

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“En una habitación extraña, debes vaciarte para dormir. Pero antes de vaciarte para dormir,
¿qué eres? Y cuando estás vacío para dormir, no lo estás. Y cuando estás lleno de sueño,
nunca lo estabas". No estoy en una habitación extraña, pero mi habitación familiar está en
un mundo extraño, y este pasaje de una novela de William Faulkner me persigue. Habiendo
vivido en el extranjero toda mi vida adulta, he estado pensando en los efectos de la
distancia durante años. Mi familia, varios amigos y yo vivimos en distintos continentes; la
mayoría de las veces nos reunimos en línea, y en persona solo en verano. Entonces, cada
vez que nos vemos en persona, asimilamos en silencio las sutiles diferencias entre quiénes
somos y las versiones de los demás con las que hemos vivido en nuestras cabezas, un
poco abstractas por falta de contacto: una sonrisa más tensa o más relajada, algunas canas
más, niños que parecen un poco mayores, una tez pálida que podría sugerir una
enfermedad, una cualidad más profunda en el silencio de alguien, una mirada desviada
cuando se menciona un tema en particular... Todo apunta a la acumulación densa de los
días, de todos los días que no hemos estado juntos. Ahora tengo que fingir que mis amigos,
mis colegas y mis alumnos viven en el extranjero, y que mis vecinos están escudados,
como detrás de un vidrio, en una dimensión intangible. Se siente extraño vivir en el exilio de
casi todos, como si cada uno de nosotros hubiera sido succionado a través de un portal a
una isla remota o a un planeta distante. Cuando te vacías para dormir, al final de un día tan
escasamente poblado por personas reales, pero desbordante de siluetas abstractas, de
personas que han perdido su trabajo o que no pudieron despedirse de sus seres queridos,
de amigos a los que tengo que saludar a través de una pantalla y me dan noticias sobre las
que no puedo hacer mucho, de una familia que está lejos y que permanecerá lejos en este
largo presente, ¿qué eres?

Apenas hay una razón y, en general, no hay tiempo para pensar en nuestra vida diaria
cuando estamos inmersos en ella. Los rituales que realizamos sin pensar y los hábitos de
pensamiento automático nos resultan desconocidos por exceso de familiaridad, como la
forma de nuestros zapatos moldeados a nuestros pies, o el espacio íntimo de la mesa de
luz que reconocemos al tanteo, sin mirar. Hay algo de ese involucramiento con el mundo
que también damos por sentado en la esfera de las relaciones sociales: no solo la familia y
los amigos con los que solemos elegir pasar el rato, o los colegas con los que trabajamos,
sino todas aquellas personas con las que podríamos encontrarnos en la sociabilidad
improvisada de la vida cotidiana: personas que vemos sólo con el rabillo del ojo, o
directamente no vemos, pero cuya presencia nos da un sentido de la vida en su proceso de
desarrollo. Tal presencia se siente en la energía electrizante de una multitud en la que nos
disolvemos: en un estadio donde cientos o miles de miradas están fijas en una pelota, o en
una sala de conciertos, con cientos de personas sintonizadas al ritmo de una actuación. Al
mismo tiempo, sé e ignoro lo que me estoy perdiendo estos días. Sospecho que mi malestar
tiene algo que ver con no poder interactuar con mis estudiantes en persona. La energía que
me dan en el aula es difícil de recuperar de las sonrisas pixeladas, el final de cada sesión
un poco desconcertante, dada la abrupta desaparición de todos con solo presionar un
botón. Extraño la exuberancia despreocupada de los patios de recreo donde llevo a mi hija
a jugar con otros niños y el acogedor cine de mi barrio al que solía ir de vez en cuando solo
para ver una película en la tranquila compañía de otras personas. Es como si en todos
estos lugares se representara “4'33” de John Cage, pero ahora, esta performance ha
perdido el sentido provocador.

25
Hace unos años terminé de trabajar en un libro llamado El arte de las distancias, que se
convirtió en mi línea de base para intentar comprender el significado de este episodio sobre
el que todos escribimos juntos, a través de un experimento colectivo de distanciamiento
social. ¿Qué valor se le puede atribuir a la distancia? ¿Qué conocimientos obtenemos al
mantenernos alejados de los demás y tan cerca de nosotros mismos?

EN BUSCA DE LA DISTANCIA ADECUADA

La cuestión de la distancia correcta entre uno mismo y los demás ha preocupado


especialmente a los filósofos y escritores durante y después de momentos de ruptura social,
cuando la vida, tal como la conocían, parecía transformarse bajo sus propios ojos. Hace
menos de un siglo, Eric Blair regresaba a Inglaterra, disgustado por el “trabajo sucio del
Imperio” que había hecho como administrador colonial en Birmania. Decidido a "caer entre
los oprimidos", le dio la espalda a su familia de clase media, se vistió de vagabundo y vivió
unos meses con los sin techo; luego cruzó el Canal y trabajó como lavaplatos en hoteles
parisinos. El registro de estas experiencias, Down and Out in Paris and London (1933), fue
el primer libro de Blair, publicado bajo el seudónimo con el que ahora lo conocemos, George
Orwell. Abajo y afuera inauguró la carrera literaria de Orwell con un experimento de
reducción de distancias. Con la implacable sinceridad que se convirtió en su firma, en su
siguiente trabajo periodístico denunció su propio experimento como “una mascarada”,
habiendo aprendido que la distancia social no era un asunto trivial, y que la abolición de las
distinciones de clases exigía nada menos que una completa transformación de la actitud de
cada uno con la vida.

Casi al mismo tiempo, su contemporáneo Elias Canetti comenzó la anatomía de los modos
humanos de separación que se convirtieron en el trabajo de su vida. Escritor de lengua
alemana nacido en Bulgaria en una familia de judíos sefardíes, Canetti pasó tres décadas
de su vida en Inglaterra, "donde la vida social consiste en esfuerzos inútiles de proximidad".
Estaba obsesionado con las multitudes, convencido de que las ideologías que dieron forma
al siglo XX, el comunismo y el fascismo, y los desastres humanos que siguieron, podrían
explicarse por el deseo abrumador de la gente de formar parte de una multitud y así anular
las distancias de la vida cotidiana. Cuando terminó su ambicioso tomo Masa y poder (1960),
que tardó treinta años en completarse, suspiró aliviado de haber “logrado agarrar el siglo
por el cuello”, y entenderlo mejor que nadie. La filósofa y novelista Iris Murdoch, con quien
Canetti tuvo un breve romance, también fue una pensadora preocupada por cómo las
personas viven juntas, y gran parte de su ficción puede leerse como una meditación
extendida sobre la distancia ideal. En su opinión, uno de los mayores desafíos de la vida
moral era tomarse en serio la realidad plena de otras personas, y eso significa entender al
otro no solo como una extensión de uno mismo. Uno de los episodios más exquisitos de su
novela de 1958 The Bell presenta a una joven que visita la National Gallery de Londres y
descubre en la contemplación de pinturas un ejemplo de la distancia perfecta:

Aquí había algo que su conciencia no podía devorar miserablemente, y al


convertirlo en parte de su fantasía, dejarlo sin valor. Miró el lienzo radiante,
sombrío, tierno y poderoso de Gainsborough y sintió un repentino deseo de
arrodillarse ante él, abrazarlo y derramar lágrimas.

26
Estas tres viñetas, Orwell, Canetti y Murdoch, se basan en sus respectivos momentos
históricos: el colonialismo y la Gran Depresión, el "mundo de los desterrados" que quedaron
tras el nazismo y las atrocidades y destrucción de la Segunda Guerra Mundial. Pero incluso
en tiempos más tranquilos, hay quienes han pensado mucho en el tema de la distancia
interpersonal. En una parábola amada por Arthur Schopenhauer y Sigmund Freud, algunos
puercoespines se apiñan en un clima helado, tratando de permanecer lo suficientemente
cerca para mantenerse calientes, pero también lo suficientemente lejos para evitar
pincharse entre sí. Citando esta parábola, el semiólogo francés Roland Barthes formuló su
curso de conferencias Cómo vivir juntos, en torno a una pregunta: "¿A qué distancia de los
demás debo mantenerme para construir con ellos una sociabilidad sin alienación y una
soledad sin exilio?" Muchos de los pensadores del siglo pasado han formulado sus
diagnósticos del mundo contemporáneo en un vocabulario de distancia y proximidad. Bajo
los auspicios de la declaración de Barthes de que "necesitamos una ciencia, o tal vez un
arte, de las distancias", se abre una región de pensamiento donde podríamos encontrar
algunos rumbos, ahora que lo que generalmente dábamos por sentado como nuestra vida
cotidiana se ha interrumpido.

Barthes confesó en su conferencia inaugural que su curso se originó en una ilusión


personal: ocho a diez personas que vivan juntas en una comunidad lo suficientemente
pequeña como para permitir conexiones personales y respeto por la singularidad de todos,
pero también lo suficientemente grande como para que sea diversa e interesante. Barthes
evita el término "comunidad", prefiriendo hablar de "vivir juntos" (le vivre-ensemble), a
menudo en mayúscula; lo que le importa no es quién está dentro y quién está fuera, sino
cómo los individuos involucrados calibran la distancia, no de una vez por todas, sino de un
momento a otro.

Esta utopía se monta sobre la doble intersección entre la experiencia humana, la amistad y
la comunidad, donde el problema de la distancia se relaciona con cuestiones de espacio,
valores, mitos fundamentales, nociones de identidad y diferencia. En su mayor parte, la
tradición filosófica occidental ha colocado la amistad en el corazón de una vida feliz, una
similitud de intereses, hábitos y valores que se consideran enriquecedores para los
involucrados. Sin embargo, el apóstrofe paradójico de Aristóteles: ¡Oh, amigos míos, no hay
amigos! subraya con fama las exigencias imposibles de la auténtica amistad, y el hecho de
que tal vez solo pueda existir como un ideal en el horizonte de nuestras interacciones
sociales. Para Ralph Waldo Emerson, un amigo debe seguir siendo un espíritu instalado en
la distancia, "para siempre una especie de enemigo hermoso, indomable, devotamente
reverenciado y no una conveniencia trivial que pronto será superada y descartada". En otras
palabras, no hay amistad genuina sin separación. Mi amiga no debería estar tan cerca de
mí que no pueda señalar mis fallas; y no puedo estar tan apegada a lo que tenemos en
común (y a la imagen de mí misma reflejada en esos rasgos compartidos) que no pueda
cambiar mis costumbres y convertirme en una mejor versión de mí misma.

Nietzsche, famoso lector de Emerson, llevó esta lógica aún más lejos. En pasajes que se
hacen eco de la descripción que hace el filósofo estadounidense del amigo ideal como un
“bello enemigo”, el Zaratustra de Nietzsche llega a denunciar el amor al prójimo
recomendado por la moral cristiana como el “mal amor” de uno mismo. Aconseja, más bien,

27
“amar a los más lejanos”: en lugar de cultivar vínculos con los más cercanos, debemos
buscar conexiones con los que son diferentes, los que pueden ayudarnos a ampliar
nuestros horizontes. Nietzsche da así la espalda a toda una tradición de pensamiento de
comunidad que valoraba una historia compartida, mitos de origen y rituales comunes,
culpando a la moral judeocristiana de fomentar el cultivo de una “mentalidad de rebaño” que
negaba la diversidad de formas de vida. En lugar de conformarnos dócilmente a las reglas y
expectativas que nos encierran en una comunidad de individuos con ideas afines, uno
debería buscar esa región donde los encuentros difíciles y sorprendentes son posibles.
Nietzsche recuerda a los lectores que todas las épocas fuertes cultivaron un "pathos de la
distancia".

Esto puede parecer una receta para el individualismo y la anarquía. Seguramente hay
formas de vida más valiosas o significativas que otras, y ¿no necesitamos algunos de
nosotros la muleta de los sistemas morales para ayudarnos a resistir nuestros peores
impulsos? ¿No es humano tener un fuerte afecto por los más cercanos a nosotros? Sin
embargo, gran parte de la filosofía del siglo pasado ha seguido el camino de Nietzsche, que
postula una crítica implacable de la "comunidad de proximidad", entendida históricamente
como un grupo de personas que viven juntas en un espacio delimitado, donde ocupan un
cierto lugar y papel en la jerarquía social. El gesto definitorio de tal comunidad consiste en
trazar un círculo alrededor de aquellos que pertenecen (es decir, que comparten ciertos
rasgos) y su ejemplo más obvio es el estado-nación.

La paradoja es que las “comunidades de proximidad” se ven afectadas por un tipo de


distancia preocupante, precisamente porque se basan en guiones de vida que obligan a sus
miembros a evaluarse a sí mismos mediante la comparación con otros. En El ser y el
tiempo, Martin Heidegger se refiere a este aspecto con el término Abständigkeit, que
podríamos traducir como distanciamiento o, simplemente, distancia: la inquietante
preocupación acerca de cómo algunos se diferencian de otros, que se manifiesta en una
“vigilancia ambigua entre unos y otros, una escucha secreta y recíproca”, más antagónica
que benevolente. Canetti se hizo eco de este pensamiento al comienzo de Masa y poder
con el axioma: “Toda la vida… está dispuesta en distancias: la casa en la que [el hombre]
se encierra, su propiedad, las posiciones que ocupa, el rango que desea, todo esto sirve
para crear distancias, para confirmarlas y extenderlas. "

Atrapados en el ajetreo de la vida, esos hábitos pueden pasar desapercibidos. Pero ¿qué
pasa con una situación como la nuestra, cuando nos alejamos de la sociabilidad cotidiana,
de sus encuentros planificados y evasivos: estamos más cerca de una vida de autenticidad?
O si dejáramos de lado, como ejercicio intelectual, la comunidad tal como la conocemos,
¿cómo sería la alternativa? En compañía de Barthes y otros pensadores comprometidos
con este problema, la pregunta de la comunidad se convierte en: ¿Qué es una forma ética
de relacionarse con otras personas? ¿Y qué sucede cuando nos encontramos aislados,
contemplando no solo nuestra distancia de los demás, sino también las distancias dentro de
nosotros mismos?

28
INTERLUDIO

Tales preguntas fluyen como un arroyo en mi mente, a lo largo del sendero que mi hija y yo
seguimos en el bosque (la escritura ocurre principalmente por la noche, en oscuros
interludios). Hemos descubierto esto recientemente, y la naturaleza ofrece un bienvenido
respiro del torrente de noticias sombrías. ¿No es este un gran lugar para meterse en el
agua? Sonrío, recordando la primera vez que encontré esta palabra en inglés, en un poema
de Hope Mirrlees: “Me sumerjo en sueños hasta las rodillas…” La masa balbuceante es
ruidosa, relajante y fría. Mira esta piedra genial, ¡es tan suave! La lanza hacia la isla que
está en el medio del arroyo, un pequeño reino para un árbol retorcido con ramas en espiral.
El improbable agujero de su tronco enmarca las gotas que levantamos con los pies,
demasiadas para contarlas, un chorro de sol líquido. Mi hija está llena de acertijos que de
alguna manera siempre olvido antes de que resurjan. ¿Sabes por qué seis le tenía miedo a
siete? Porque siete “se comió” a nueve2. ¿Entendés? ¿Y sabes qué le dijo el cero al ocho?
¡Bonito cinturón, señor! Me divierte, mientras caminamos a casa, el hábito que ha
desarrollado de mirar a cada excursionista en el corto intervalo que tomamos para
concedernos un paseo seguro y encontrar algo para ponderar: ¡Perros lindos! Como si cada
encuentro, en estos tiempos de aislamiento social, fuera un pequeño acontecimiento,
provocando una nueva sensación de asombro hacia los demás. ¡Me gusta tu sombrero! Me
siento un poco incómoda porque la mujer había estado mirando hacia otro lado, esperando
que pasáramos. Pero ahora se encuentra con la mirada de mi hija con una sonrisa,
haciendo una pequeña reverencia, como una pareja de baile en un drama histórico.
Recuerdo que te vimos antes. ¡Me alegra verte de nuevo! Ella disfruta de las reacciones,
diciéndome, con el aire importante de un nuevo decreto, que todos merecen un cumplido. El
bosque convive con ella, lleno de ofrendas: el canto de los pájaros es claro y colorido, el
sueño de un coleccionista. Hace unas semanas, unas casitas para pájaros exquisitamente
elaboradas aparecieron colgadas de los árboles, imposible saber por quién; y el otro día
alguien tocaba la gaita en un claro, para nadie en particular, lo que hizo temblar un poco las
hojas. Mi hija siguió caminando en silencio.

PLURAL SINGULAR: UN CONJUNTO DE DISTANCIAS

"Dondequiera que miremos, se erigen nuevos muros, nuevos bloqueos y nuevas líneas
divisorias contra algo que amenaza, o al menos parece, nuestra identidad biológica, social y
ambiental". Al leer el relato de la vida moderna que ofrece el filósofo italiano Roberto
Esposito, hay que recordar que está usando el vocabulario de la inmunización de manera
metafórica, para señalar que nos comportamos en tiempos normales como si estuviéramos
siempre en el estado de excepción que estamos viviendo ahora. Esposito ofrece una sólida
crítica de la comunidad, cambiando el peso de la raíz familiar, "común", a la etimología de "
co-munus ", donde munus significa deuda y apertura hacia los demás; de hecho, escribe, si
compartimos algo en una comunidad, es un reconocimiento de nuestra deuda con los
demás.

2
El juego de palabras solamente tiene sentido en inglés: Do you know why six was afraid of seven?
Because seven eight nine / because seven ate nine.

29
La visión de Esposito es parte de un replanteamiento radical de la comunidad y la
individualidad por parte de algunos de los principales filósofos del siglo pasado, todos los
cuales se distanciaron de la comprensión cartesiana del yo individual autónomo: pienso,
luego existo. La existencia humana, insistía Heidegger, es siempre ya un estar-con-otros:
Mitsein. Al acuñar una palabra tan extraña, que coloca la preposición "con" (mit) antes del
sustantivo verbal "ser" (Sein), el filósofo alemán recuerda a sus lectores que todo lo que
aprendemos en y sobre el mundo, comenzando con nuestro idioma e incluyendo nuestra
comprensión de lo que es vivir una vida humana, lo aprendemos a través de la participación
con otras personas. De modo que no estamos simplemente en el mundo como estaríamos
en una especie de contenedor, porque el mundo también está en nosotros, incluso antes de
que seamos plenamente nosotros mismos. Algunos de los principales filósofos del siglo
pasado (Emmanuel Levinas, Jean-Luc Nancy, Roberto Esposito, Peter Sloterdijk)
coincidieron con Heidegger y colocaron su intuición en el centro de sus propios proyectos
filosóficos.

Al mismo tiempo, las ideas de Heidegger sobre cómo podría ser un auténtico estar-con-
otros preocuparon profundamente a algunos de estos pensadores, particularmente a la luz
del apoyo del filósofo alemán al régimen nazi cuando era rector de la Universidad de
Friburgo. Más tarde, Heidegger desautorizó su respaldo al nazismo, pero su identificación
de una vida auténtica con un tipo de destino colectivo que se revela sólo en la
"comunicación y la lucha" —donde un pueblo (Volk) se une espontáneamente para cumplir
su destino histórico— continuó acechando a muchos de sus comentaristas posteriores. ¿Se
pueden desenredar las ideas filosóficas sobre la importancia del "nosotros" de las
implicaciones políticas del totalitarismo?

En una serie de ensayos filosóficos (La comunidad inoperante, La comunidad


desautorizada, Ser singular plural), el filósofo francés Jean-Luc Nancy localizó el problema
en el relato demasiado estático de Mitsein de Heidegger. Heidegger tenía razón, afirmó
Nancy, al enfatizar nuestra condición fundamental de estar-con-otros, pero no dio una
explicación convincente de la sociabilidad humana. Tanto la síntesis auténtica del “nosotros”
histórico como el deslizamiento inauténtico hacia el anonimato de lo “cotidiano” no lograron
explicar la “discordia íntima” de la vida misma, que Nancy describe usando un vocabulario
de diferenciación de átomos, desprendimiento de moléculas y la inclinación de los cuerpos.
Nancy busca "una especie de espacio muy peculiar", en el que la palabra "espacio"
responde a la pregunta: "¿Qué está pasando entre nosotros?" Este espacio entre nosotros
protege la singularidad de cada ser, es algo “en común” (mit) que no borra las diferencias en
el promedio democrático y en la indiferencia: por el contrario, evitaría la aniquilación de las
diferencias en la uniformidad del totalitarismo. Nancy reemplaza así una ontología del ser-
en-común por una ontología de la relación; el término reificante "comunidad" da paso al
idioma del plural - singular.

En contraste con la geografía circunscrita de "sangre y suelo", Nancy compara su idea de


encuentros singulares con los vecindarios creados por la torsión y bucle de una tira de
Möbius. Nancy habla de “deconstruir” la comunidad en individuos singulares, conscientes de
su finitud y vulnerabilidad compartida. Aquí, el “con” se abre a posibilidades inesperadas de
encuentro: así como una puerta se abre a un jardín, uno se abre a los demás. Nancy
reescribe así en clave ética la curiosidad inauténtica criticada por Heidegger, esa "actividad
frenética de pasar de un ser a otro de una manera insaciable, sin poder nunca detenerse a

30
pensar". En cambio, describe una sensación de asombro, provocada a través de la
contemplación de un niño recién nacido, un rostro encontrado en la calle, un insecto o un
guijarro; una nueva curiosidad que se alimenta de la alteridad siempre renovada del mundo.

Si bien el concepto de comunidad planteado por Nancy resulta bastante abstracto, incluso
etéreo, adquiere un significado especial en el contexto de la pandemia. El nuestro es un
tiempo de exposición a la vulnerabilidad y la muerte, cuando la pérdida de la vida trae a la
conciencia la preciosa singularidad de cada persona perdida. Los países pueden haber
cerrado las fronteras para evitar la contaminación, pero la falta de inmunidad pone de
relieve en todas partes la fragilidad de la vida. Además, nuestro anhelo por los demás, junto
con el sentido del tiempo en cámara lenta, en el que la naturaleza se revela en un esplendor
despreocupado, da acceso renovado a las reflexiones de Nancy sobre el asombro. Nancy
no hace una distinción entre seres humanos y no humanos, y yo creo intuir lo que él tiene
en mente cuando habla de "tener una aventura" con el mundo cuando mi hija de ocho años
y yo vadeamos el arroyo metiéndonos en el agua hasta las rodillas, y cuando disfruto de su
asombro ante una piedra fría, algunos perros lindos o una dama con sombrero. Como si
cada uno hubiera sido el primero de su tipo. Como si cada uno hubiera revelado un rostro
del mundo nunca antes visto. La reverencia de la anciana fue la perfecta ilustración de la
inclinación de un cuerpo hacia otro, cuando su camino se cruzó momentáneamente con el
nuestro.

VUELTA A NOSOTROS MISMOS

En 2015 y 2016, la crisis de los refugiados en Europa demostró la capacidad de


recuperación de la "comunidad de proximidad" en la mente europea. Los conflictos en
Afganistán, Libia, Irak y Siria estaban muy lejos, y para algunos la solución fue construir
muros o cambiar las leyes para seguir como antes. Nuestra situación actual, sin embargo,
ilustra lo que un muro no puede evitar. Toda la vida en el siglo XXI, la forma en que
viajamos, trabajamos y consumimos, se basa en la interconexión. El contagio de este virus
dibuja, de manera inesperada, el mapa de nuestra vulnerabilidad compartida, exponiendo
las fantasías en el corazón de las nociones gemelas de yo autónomo y comunidades
cerradas. ¿Cambiará la forma en que vivimos nuestras vidas? ¿Nuestro experimento
colectivo de distanciamiento social tendrá efectos más allá de limitar el contagio? Todavía
estamos demasiado cerca de esta pandemia para responder.

Pero para todos nosotros hoy, la distancia es más que un tema de reflexión filosófica o
política; se ha convertido en un mandato que contradice nuestras inclinaciones y hábitos
fundamentales. A medida que la proximidad se asocia con el peligro de contaminación y la
distancia con la protección, el afecto y el amor, nos vemos obligados a repensar los simples
hechos de la proximidad y la distancia. Quizás nos preguntemos por qué, sin los demás,
parece más difícil diferenciar los días, y por qué las imágenes de extraños aislados en sus
hogares en países lejanos son reconfortantes (ellos también...) pero también inquietantes
(ellos también...). Podemos aprender de nuestra propia experiencia, en resumen, lo que
también nos enseñan los filósofos: que cuando volvemos a nosotros mismos (en un mundo
extraño, cuando nos vaciamos para dormir), encontramos que llevamos complicadamente
dentro de nosotros las relaciones con los demás.

31
En estos días, los amigos y la familia aparecen sobre todo en pantallas, las mismas
pantallas que traen a nuestras vidas noticias de personas lejanas, sean familiares o no. Al
fin y al cabo el mundo que existe en mi cabeza es como el extraño edificio de la litografía de
M. C. Escher Relatividad (1953). Ingenioso y meticuloso, Escher estaba obsesionado con la
cinta de Möbius y otras curiosidades similares. En Relatividad, las escaleras ascienden y
descienden en ángulos inverosímiles; la gente va y viene desafiando la gravedad,
caminando hacia los demás y alejándose unos de otros, observando con atención la
distancia respetuosa. Por un momento fugaz, uno podría pensar que el cuadro prefigura una
nueva forma de ver el mundo: aquí hay claridad sobre cómo varias perspectivas se abren a
otras; cómo cada uno puede mantener su integridad y cómo el mundo puede contener a
todos, sin que nadie se caiga de él. Las nociones de proximidad y distancia, de contigüidad
y separación, arriba y abajo, izquierda y derecha, se mezclan y reconfiguran. Podría ser una
ilustración del "tipo de espacio muy peculiar" imaginado por Nancy, más acogedor que el
círculo excluyente de la comunidad cerrada.

Pero al darme cuenta de que los maniquíes en la litografía de Escher y en mi cerebro son
fantasmas sin rostro se disipa la visión: como advirtió Iris Murdoch, la realidad de otras
personas debe permanecer siempre a nuestra vista, para contrarrestar el peligro del
solipsismo. Los artistas pueden ofrecernos fantásticas simetrías de aburridos desajustes
que permanecen como silenciosos y hermosos objetos a menos que pongamos en práctica
su sabiduría, la sabiduría que obtenemos en estos días de la práctica de la distancia social.
¿Qué nos llevaremos cuando regresemos al mundo de las personas?

Una cinta de Möbius en forma de triángulo servirá como mi palacio de la memoria en el que
cada uno de sus tres lados lleva un pensamiento. No hay un punto de vista privilegiado para
acercarnos a una cinta de Möbius, por lo que la forma en que comenzamos depende
simplemente de dónde pongamos nuestros ojos primero; todo está conectado.

32
Distinción/distanciamiento/desigualdad: la menor interacción social ha significado menos
oportunidades para los juegos de distinción. La pandemia ha revelado las consecuencias
más crudas de la distancia: la desigualdad económica. La lección de Orwell es que tal
distancia no debe trivializarse mediante ejercicios de empatía. El desafío, más bien, es crear
un mundo social que refleje lo que el virus también ha hecho evidente: nuestra
vulnerabilidad compartida hacia la naturaleza y entre nosotros.

Distancia y ecología: como se ha señalado, los efectos secundarios de este ejercicio


contradictorio para reducir la velocidad son un aire más limpio, pájaros más ruidosos y una
huella de carbono reducida. Pero quizás también podamos descubrir una mayor apreciación
de que los placeres simples como caminar por el bosque, observar pájaros y escuchar el
arroyo son gratuitos, y que su única exigencia es la práctica de una moderación silenciosa,
de resistir el impulso, donde exista, para incorporar el mundo.

El valor ético y político de la distancia: este es quizás el punto que los filósofos han tratado
de articular con más detenimiento. Cuando volvemos sobre nosotros mismos, el
reconocimiento de que somos porosos y múltiples debe hacerse también en nombre de los
demás: la distancia permite el respeto de la singularidad y la diferencia, de esa forma de
amor capturada en la formulación de Agustín: “Quiero que seas lo que eres ". El amor aquí
se refiere tanto a los lazos interpersonales como a nuestra vida política, donde el
reconocimiento de la vulnerabilidad mutua es fundamental: las personas necesitan apoyo
para ser lo que son.

CODA

El nombre de mi hija es el anagrama de un viento cálido, y en verdad es como una brisa


que reordena todo en nuevos patrones; en su compañía, el mundo es un caleidoscopio que
gira perpetuamente. Justo cuando este pensamiento estaba tomando forma en mi mente
esta mañana, ella salió de su habitación gruñona e inconsolable. No tenía sentido
cambiarse el pijama, desayunar o hacer las tareas escolares, dijo, y las citas virtuales solo
la entristecían. Nos sentamos en la alfombra en silencio, la abracé. Después de un rato,
preguntó: ¿Cuál es tu nombre? (Me alegré de que no fuera la versión más desconcertante
del juego: mamá, ¿eres realmente mi mamá? Esa pregunta crea innumerables ondas en mí,
como una piedra fría). Esta vez me presenté como Maskantoo, lo que la hizo sonreír:
Mi nombre es Maskantoo también3.

Encantada de conocerte, Maskantootoo.

Se puso de pie, saltó en los cuadrados numerados de la rayuela de la alfombra: 1, 2, 3-4, 5,


6-7… 8. Pensé que se daría la vuelta. En cambio, se alejó hacia la sala de estar y comenzó
a tocar el piano.

Traducción de Carmen Crouzeilles.

3
Juego de palabras en el original: My name is Maskantoo too. Nice to meet you, Maskantootoo.

33
Byung-Chul Han

Sin respeto*
«Respeto» significa, literalmente, «mirar hacia atrás». Es un mirar de nuevo. En el contacto
respetuoso con los otros nos guardamos del mirar curioso. El respeto presupone una
mirada distanciada, un pathos de la distancia. Hoy esa actitud deja paso a una mirada sin
distancias, que es típica del espectáculo. El verbo latino spectare, del que toma su raíz la
palabra «espectáculo», es un alargar la vista a la manera de un mirón, actitud a la que le
falta la consideración distanciada, el respeto (respectare). La distancia distingue el
respectare del spectare. Una sociedad sin respeto, sin pathos de la distancia, conduce a la
sociedad del escándalo.
El respeto constituye la pieza fundamental para lo público. Donde desaparece el
respeto, decae lo público. La decadencia de lo público y la creciente falta de respeto se
condicionan recíprocamente. Lo público presupone, entre otras cosas, apartar la vista de lo
privado bajo la dirección del respeto. El distanciamiento es constitutivo para el espacio
público. Hoy, en cambio, reina una total falta de distancia, en la que la intimidad es expuesta
públicamente y lo privado se hace público. Sin distancia tampoco es posible ningún decoro.
También el entendimiento presupone una mirada distanciada. La comunicación digital
deshace, en general, las distancias. La destrucción de las distancias espaciales va de la
mano con la erosión de las distancias mentales. La medialidad de lo digital es perjudicial
para el respeto. Es precisamente la técnica del aislamiento y de la separación, como en el
Ádyton2, la que genera veneración y admiración.
La falta de distancia conduce a que lo público y lo privado se mezclen. La comunicación
digital fomenta esta exposición pornográfica de la intimidad y de la esfera privada. También
las redes sociales se muestran como espacios de exposición de lo privado. El medio digital,
como tal, privatiza la comunicación, por cuanto desplaza de lo público a lo privado la
producción de información. Roland Barthes define la esfera privada como «esa zona del
espacio, del tiempo, en la que no soy una imagen, un objeto».3 Visto así, habríamos de
decir que no tenemos hoy ninguna esfera privada, pues no hay ninguna esfera donde yo no
sea ninguna imagen, donde no haya ninguna cámara. Las Google Glass transforman el ojo
humano en una cámara. El ojo mismo hace imágenes. Así, ya no es posible ninguna esfera
privada. La dominante coacción icónico-pornográfica la elimina por completo.
El respeto va unido al nombre. Anonimato y respeto se excluyen entre sí. La
comunicación anónima, que es fomentada por el medio digital, destruye masivamente el
respeto. Es, en parte, responsable de la creciente cultura de la indiscreción y de la falta de
respeto. También la shitstorm* es anónima. Ahí está su fuerza. Nombre y respeto están
ligados entre sí. El nombre es la base del reconocimiento, que siempre se produce
nominalmente. Al carácter nominal van unidas prácticas como la responsabilidad, la
confianza o la promesa. La confianza puede definirse como una fe en el nombre.
Responsabilidad y promesa son también un acto nominal. El medio digital, que separa el
mensaje del mensajero, la noticia del emisor, destruye el nombre.

*
Primer capítulo de En el enjambre, Barcelona: Herder, 2014.

34
La shitstorm tiene múltiples causas. Es posible en una cultura de la falta de respeto y la
indiscreción. Es, sobre todo, un fenómeno genuino de la comunicación digital. De este modo
se distingue fundamentalmente de las cartas del lector, que están ligadas al medio
analógico de la escritura y se envían a la prensa con un nombre explícito. Las cartas
anónimas de los lectores terminan con rapidez en las papeleras de las redacciones de los
periódicos. Y la carta del lector está caracterizada también por otra temporalidad. Mientras
la redactamos, de manera laboriosa, a mano o a máquina, la excitación inmediata se ha
evaporado ya. En cambio, la comunicación digital hace posible un transporte inmediato del
afecto. En virtud de su temporalidad, transporta más afectos que la comunicación analógica.
En este aspecto el medio digital es un medio del afecto.
El tejido digital favorece la comunicación simétrica. Hoy en día los participantes en la
comunicación no consumen las informaciones de modo pasivo sin más, sino que ellos
mismos las engendran de forma activa. Ninguna jerarquía inequívoca separa al emisor del
receptor. Cada uno es emisor y receptor, consumidor y productor a la vez. Pero esa simetría
es perjudicial al poder. La comunicación del poder transcurre en una sola dirección, a saber,
desde arriba hacia abajo. El reflujo comunicativo destruye el orden del poder. La shitstorm
es una especie de reflujo, con todos sus efectos destructivos.
La shitstorm guarda relación con los desplazamientos de la economía del poder en la
comunicación política. Crece en el espacio que está débilmente ocupado por el poder y la
autoridad. Precisamente en jerarquías allanadas es posible atreverse con la shitstorm. El
poder como medio de comunicación se cuida de que esta fluya veloz en una dirección. La
selección de la acción hecha por los detentadores del poder es seguida por los sometidos,
en cierto modo, sin barullo. El barullo o el ruido es una referencia acústica a la incipiente
descomposición del poder. También la shitstorm es un ruido comunicativo. El carisma como
expresión aurática del poder sería el mejor escudo protector contra shitstorms. No puede
hincharse en absoluto.
La presencia del poder reduce la improbabilidad de la aceptación de mi selección de la
acción, de mi decisión de la voluntad por parte de otros. El poder como medio de
comunicación consiste en elevar la probabilidad del sí ante la posibilidad del no. El sí es por
esencia más carente de ruido que el no. El no es siempre alto. La comunicación del poder
reduce considerablemente el barullo y el ruido, es decir, la entropía comunicativa. Así, la
palabra del poder elimina de golpe el ruido en aumento. Engendra un silencio, a saber, el
espacio de juego para acciones.
El respeto como medio de comunicación ejerce un efecto semejante al del poder. El
punto de vista de la persona respetable, o su selección de la acción, es con frecuencia
aceptado y asumido sin contradicción ni réplica. La persona respetable incluso es imitada
como modelo. La imitación corresponde a la obediencia, pronta a ejercitarse ante el poder.
Justo allí donde desaparece el respeto surge la shitstorm ruidosa. A una persona de respeto
no la cubrimos con una shitstorm. El respeto se forma por la atribución de valores
personales y morales. La decadencia general de los valores erosiona la cultura del respeto.
Los modelos actuales carecen de valores interiores. Se distinguen sobre todo por
cualidades externas.
El poder es una relación asimétrica. Funda una relación jerárquica. La comunicación del
poder no es dialogística. El respeto, en contraposición al poder, no es por definición una
relación asimétrica. Es cierto que el respeto se otorga con frecuencia a modelos o
superiores, pero en principio es posible un respeto recíproco, que se basa en una relación

35
simétrica de reconocimiento. Así, incluso una persona investida de poder puede tener
respeto a los subordinados. La shitstorm, que hoy crece por doquier, indica que vivimos en
una sociedad sin respeto recíproco. El respeto impone distancia. Tanto el poder como el
respeto son medios de comunicación que producen distancia, que ejercen un efecto de
distanciamiento.
Ante el fenómeno de la shitstorm también habrá que definir de nuevo la soberanía.
Según Carl Schmitt, es soberano el que decide sobre el estado de excepción. Esta frase
sobre la soberanía puede traducirse a lo acústico. Es soberano el que tiene la capacidad de
engendrar un silencio absoluto, de eliminar todo ruido, de hacer callar a todos de golpe.
Schmitt no pudo tener ninguna experiencia con las redes digitales. Una experiencia de este
tipo lo habría arrojado sin duda a una crisis total. Es sabido que durante toda su vida
Schmitt tuvo miedo a las ondas electromagnéticas. Las shitstorms son también una especie
de onda, que escapa a todo control. Se cuenta que, por miedo a las ondas, el anciano
Schmitt alejó de su casa la radio y la televisión. E incluso, a la vista de las ondas
electromagnéticas, se vio incitado a redactar de nuevo su famosa frase sobre la soberanía:

Después de la Primera Guerra Mundial dije: «es soberano el que decide sobre
el estado de excepción». Después de la Segunda Guerra Mundial, con la vista
puesta en mi muerte, digo ahora: «Es soberano el que dispone sobre las ondas
del espacio».4

Después de la revolución digital, habremos de redactar de nuevo la frase de Schmitt


sobre la soberanía: «Es soberano el que dispone sobre las shitstorms de la red».

NOTAS

2. Ádyton es el espacio completamente cerrado hacia fuera en el templo griego.


3. R. Barthes, La cámara lúcida, Barcelona, Paidós, 1990, p. 48.
* Shitstorm significa, literalmente, «tormenta de mierda». Se usa en el sentido de «tormenta
de indignación en un medio de internet». (N. del T.)
4. C. Linder, Der Bannhof von Finnentrop. Eine Reise ins Carl Schmidt Land, Berlín, Verlag
Matthes & Seitz, 2008, p. 422 s.

36
El ensayo en la prensa

Paul B. Preciado

SR. GARCIA
PAUL B. PRECIADO
28 MAR 2020
Si Michel Foucault hubiera sobrevivido al azote del sida y hubiera resistido hasta la
invención de la triterapia tendría hoy 93 años: ¿habría aceptado de buen grado haberse
encerrado en su piso de la rue Vaugirard? El primer filósofo de la historia en morir de las
complicaciones generadas por el virus de inmunodeficiencia adquirida nos ha legado
algunas de las nociones más eficaces para pensar la gestión política de la epidemia que, en
medio del pánico y la desinformación, se vuelven tan útiles como una buena mascarilla
cognitiva.

37
Lo más importante que aprendimos de Foucault es que el cuerpo vivo (y por tanto
mortal) es el objeto central de toda política. Il n’y a pas de politique qui ne soit pas une
politique des corps (no hay política que no sea una política de los cuerpos). Pero el cuerpo
no es para Foucault un organismo biológico dado sobre el que después actúa el poder. La
tarea misma de la acción política es fabricar un cuerpo, ponerlo a trabajar, definir sus modos
de reproducción, prefigurar las modalidades del discurso a través de las que ese cuerpo se
ficcionaliza hasta ser capaz de decir “yo”. Todo el trabajo de Foucault podría entenderse
como un análisis histórico de las distintas técnicas a través de las que el poder gestiona la
vida y la muerte de las poblaciones. Entre 1975 y 1976, los años en los que publicó Vigilar y
castigar y el primer volumen de la Historia de la sexualidad, Foucault utilizó la noción de
“biopolítica” para hablar de una relación que el poder establecía con el cuerpo social en la
modernidad. Describió la transición desde lo que él llamaba una “sociedad soberana” hacia
una “sociedad disciplinaria” como el paso desde una sociedad que define la soberanía en
términos de decisión y ritualización de la muerte a una sociedad que gestiona y maximiza la
vida de las poblaciones en términos de interés nacional. Para Foucault, las técnicas
gubernamentales biopolíticas se extendían como una red de poder que desbordaba el
ámbito legal o la esfera punitiva convirtiéndose en una fuerza “somatopolítica”, una forma de
poder espacializado que se extendía en la totalidad del territorio hasta penetrar en el cuerpo
individual.
Durante y después de la crisis del sida, numerosos autores ampliaron y radicalizaron las
hipótesis de Foucault y sus relaciones con las políticas inmunitarias. El filósofo italiano
Roberto Espósito analizó las relaciones entre la noción política de “comunidad” y la noción
biomédica y epidemiológica de “inmunidad”. Comunidad e inmunidad comparten una misma
raíz, munus, en latín el munus era el tributo que alguien debía pagar por vivir o formar parte
de la comunidad. La comunidad es cum (con) munus (deber, ley, obligación, pero también
ofrenda): un grupo humano religado por una ley y una obligación común, pero también por
un regalo, por una ofrenda. El sustantivo inmunitas, es un vocablo privativo que deriva de
negar el munus. En el derecho romano, la inmunitas era una dispensa o un privilegio que
exoneraba a alguien de los deberes societarios que son comunes a todos. Aquel que había
sido exonerado era inmune. Mientras que aquel que estaba desmunido era aquel al que se
le había retirado todos los privilegios de la vida en comunidad.
Roberto Espósito nos enseña que toda biopolítica es inmunológica: supone una
definición de la comunidad y el establecimiento de una jerarquía entre aquellos cuerpos que
están exentos de tributos (los que son considerados inmunes) y aquellos que la comunidad
percibe como potencialmente peligrosos (los demuni) y que serán excluidos en un acto de
protección inmunológica. Esa es la paradoja de la biopolítica: todo acto de protección implica
una definición inmunitaria de la comunidad según la cual esta se dará a sí misma la
autoridad de sacrificar otras vidas, en beneficio de una idea de su propia soberanía. El
estado de excepción es la normalización de esta insoportable paradoja.

El virus actúa a nuestra imagen y semejanza, no hace más


que replicar y extender a toda la población, las formas
dominantes de gestión biopolítica y necropolítica que ya
estaban trabajando sobre el territorio nacional

38
A partir del siglo XIX, con el descubrimiento de la primera vacuna antivariólica y los
experimentos de Pasteur y Koch, la noción de inmunidad migra desde el ámbito del derecho
y adquiere una significación médica. Las democracias liberales y patriarco-coloniales
Europeas del siglo XIX construyen el ideal del individuo moderno no solo como agente
(masculino, blanco, heterosexual) económico libre, sino también como un cuerpo inmune,
radicalmente separado, que no debe nada a la comunidad. Para Espósito, el modo en el que
la Alemania nazi caracterizó a una parte de su propia población (los judíos, pero también los
gitanos, los homosexuales, los personas con discapacidad) como cuerpos que amenazaban
la soberanía de la comunidad aria es un ejemplo paradigmático de los peligros de la gestión
inmunitaria. Esta comprensión inmunológica de la sociedad no acabó con el nazismo, sino
que, al contrario, ha pervivido en Europa legitimando las políticas neoliberales de gestión de
sus minorías racializadas y de las poblaciones migrantes. Es esta comprensión
inmunológica la que ha forjado la comunidad económica europea, el mito de Shengen y las
técnicas de Frontex en los últimos años.
En 1994, en Flexible Bodies, la antropóloga de la Universidad de Princeton Emily Martin
analizó la relación entre inmunidad y política en la cultura americana durante las crisis de la
polio y el sida. Martin llegó a algunas conclusiones que resultan pertinentes para analizar la
crisis actual. La inmunidad corporal, argumenta Martin, no es solo un mero hecho biológico
independiente de variables culturales y políticas. Bien al contrario, lo que entendemos por
inmunidad se construye colectivamente a través de criterios sociales y políticos que
producen alternativamente soberanía o exclusión, protección o estigma, vida o muerte.
Si volvemos a pensar la historia de algunas de las epidemias mundiales de los cinco
últimos siglos bajo el prisma que nos ofrecen Michel Foucault, Roberto Espósito y Emily
Martin es posible elaborar una hipótesis que podría tomar la forma de una ecuación: dime
cómo tu comunidad construye su soberanía política y te diré qué formas tomarán tus
epidemias y cómo las afrontarás.
Las distintas epidemias materializan en el ámbito del cuerpo individual las obsesiones
que dominan la gestión política de la vida y de la muerte de las poblaciones en un periodo
determinado. Por decirlo con términos de Foucault, una epidemia radicaliza y desplaza las
técnicas biopolíticas que se aplican al territorio nacional hasta al nivel de la anatomía
política, inscribiéndolas en el cuerpo individual. Al mismo tiempo, una epidemia permite
extender a toda la población las medidas de “inmunización” política que habían sido
aplicadas hasta ahora de manera violenta frente aquellos que habían sido considerados
como “extranjeros” tanto dentro como en los límites del territorio nacional.
La gestión política de las epidemias pone en escena la utopía de comunidad y las
fantasías inmunitarias de una sociedad, externalizando sus sueños de omnipotencia (y los
fallos estrepitosos) de su soberanía política. La hipótesis de Michel Foucault, Roberto
Espósito y de Emily Martin nada tiene que ver con una teoría de complot. No se trata de la
idea ridícula de que el virus sea una invención de laboratorio o un plan maquiavélico para
extender políticas todavía más autoritarias. Al contrario, el virus actúa a nuestra imagen y
semejanza, no hace más que replicar, materializar, intensificar y extender a toda la
población, las formas dominantes de gestión biopolítica y necropolítica que ya estaban
trabajando sobre el territorio nacional y sus límites. De ahí que cada sociedad pueda
definirse por la epidemia que la amenaza y por el modo de organizarse frente a ella.

39
Pensemos, por ejemplo, en la sífilis. La epidemia golpeó por primera vez a la ciudad de
Nápoles en 1494. La empresa colonial europea acababa de iniciarse. La sífilis fue como el
pistoletazo de salida de la destrucción colonial y de las políticas raciales que vendrían con
ellas. Los ingleses la llamaron “la enfermedad francesa”, los franceses dijeron que era “el
mal napolitano” y los napolitanos que había venido de América: se dijo que había sido traída
por los colonizadores que habían sido infectados por los indígenas… El virus, como nos
enseñó Derrida, es, por definición, el extranjero, el otro, el extraño. Infección sexualmente
transmisible, la sífilis materializó en los cuerpos de los siglos XVI al XIX las formas de
represión y exclusión social que dominaban la modernidad patriarcocolonial: la obsesión por
la pureza racial, la prohibición de los así llamados “matrimonios mixtos” entre personas de
distinta clase y “raza” y las múltiples restricciones que pesaban sobre las relaciones
sexuales y extramatrimoniales.

La utopía de comunidad y el
modelo de inmunidad de la sífilis es el
Lo que estará en el centro del del cuerpo blanco burgués sexualmente
debate durante y después de confinado en la vida matrimonial como
núcleo de la reproducción del cuerpo
esta crisis es cuáles serán las nacional. De ahí que la prostituta se
vidas que estaremos convirtiera en el cuerpo vivo que
dispuestos a salvar y cuáles condensó todos los significantes
políticos abyectos durante la epidemia:
serán sacrificadas mujer obrera y a menudo racializada,
cuerpo externo a las regulaciones
domésticas y del matrimonio, que
hacía de su sexualidad su medio de producción, la trabajadora sexual fue visibilizada,
controlada y estigmatizada como vector principal de la propagación del virus. Pero no fue la
represión de la prostitución ni la reclusión de las prostitutas en burdeles nacionales (como
imaginó Restif de la Bretonne) lo que curó la sífilis. Bien al contrario. La reclusión de las
prostitutas solo las hizo más vulnerables a la enfermedad. Lo que curó la sífilis fue el
descubrimiento de los antibióticos y especialmente de la penicilina en 1928, precisamente
un momento de profundas transformaciones de la política sexual en Europa con los primeros
movimientos de descolonización, el acceso de las mujeres blancas al voto, las primeras
despenalizaciones de la homosexualidad y una relativa liberalización de la ética matrimonial
heterosexual.
Medio siglo después, el sida fue a la sociedad neoliberal heteronormativa del siglo XX lo
que la sífilis había sido a la sociedad industrial y colonial. Los primeros casos aparecieron en
1981, precisamente en el momento en el que la homosexualidad dejaba de ser considerada
como una enfermedad psiquiátrica, después de que hubiera sido objeto de persecución y
discriminación social durante décadas. La primera fase de la epidemia afectó de manera
prioritaria a lo que se nombró entonces como las 4 H: homosexuales, hookers —
trabajadoras o trabajadores sexuales—, hemofílicos y heroin users —heroinómanos—. El
sida remasterizó y reactualizó la red de control sobre el cuerpo y la sexualidad que había
tejido la sífilis y que la penicilina y los movimientos de descolonización, feministas y
homosexuales habían desarticulado y transformado en los años sesenta y setenta. Como en
el caso de las prostitutas en la crisis de la sífilis, la represión de la homosexualidad sólo
causó más muertes. Lo que está transformando progresivamente el sida en una enfermedad

40
crónica ha sido la despatologización de la homosexualidad, la autonomización farmacológica
del Sur, la emancipación sexual de las mujeres, su derecho a decir no a las prácticas sin
condón, y el acceso de la población afectada, independientemente de su clase social o su
grado de racialización, a las triterapias. El modelo de comunidad/inmunidad del sida tiene
que ver con la fantasía de la soberanía sexual masculina entendida como derecho
innegociable de penetración, mientras que todo cuerpo penetrado sexualmente
(homosexual, mujer, toda forma de analidad) es percibido como carente de soberanía.
Volvamos ahora a nuestra situación actual. Mucho antes de que hubiera aparecido la
Covid-19 habíamos ya iniciado un proceso de mutación planetaria. Estábamos atravesando
ya, antes del virus, un cambio social y político tan profundo como el que afectó a las
sociedades que desarrollaron la sífilis. En el siglo XV, con la invención de la imprenta y la
expansión del capitalismo colonial, se pasó de una sociedad oral a una sociedad escrita, de
una forma de producción feudal a una forma de producción industrial-esclavista y de una
sociedad teocrática a una sociedad regida por acuerdos científicos en el que las nociones de
sexo, raza y sexualidad se convertirían en dispositivos de control necro-biopolítico de la
población.
Hoy estamos pasando de una sociedad escrita a una sociedad ciberoral, de una
sociedad orgánica a una sociedad digital, de una economía industrial a una economía
inmaterial, de una forma de control disciplinario y arquitectónico, a formas de control
microprostéticas y mediático-cibernéticas. En otros textos he denominado
farmacopornográfica al tipo de gestión y producción del cuerpo y de la subjetividad sexual
dentro de esta nueva configuración política. El cuerpo y la subjetividad contemporáneos ya
no son regulados únicamente a través de su paso por las instituciones disciplinarias
(escuela, fábrica, caserna, hospital, etcétera) sino y sobre todo a través de un conjunto de
tecnologías biomoleculares, microprostéticas, digitales y de transmisión y de información. En
el ámbito de la sexualidad, la modificación farmacológica de la conciencia y del
comportamiento, la mundialización de la píldora anticonceptiva para todas las “mujeres”, así
como la producción de la triterapias, de las terapias preventivas del sida o el viagra son
algunos de los índices de la gestión biotecnológica. La extensión planetaria de Internet, la
generalización del uso de tecnologías informáticas móviles, el uso de la inteligencia artificial
y de algoritmos en el análisis de big data, el intercambio de información a gran velocidad y el
desarrollo de dispositivos globales de vigilancia informática a través de satélite son índices
de esta nueva gestión semiótico-técnica digital. Si las he denominado pornográficas es, en
primer lugar, porque estas técnicas de biovigilancia se introducen dentro del cuerpo,
atraviesan la piel, nos penetran; y en segundo lugar, porque los dispositivos de biocontrol ya
no funcionan a través de la represión de la sexualidad (masturbatoria o no), sino a través de
la incitación al consumo y a la producción constante de un placer regulado y cuantificable.
Cuanto más consumimos y más sanos estamos mejor somos controlados.
La mutación que está teniendo lugar podría ser también el paso de un régimen patriarco-
colonial y extractivista, de una sociedad antropocéntrica y de una política donde una parte
muy pequeña de la comunidad humana planetaría se autoriza a sí misma a llevar a cabo
prácticas de predación universal, a una sociedad capaz de redistribuir energía y soberanía.
Desde una sociedad de energías fósiles a otra de energías renovables. Está también en
cuestión el paso desde un modelo binario de diferencia sexual a un paradigma más abierto
en el que la morfología de los órganos genitales y la capacidad reproductiva de un cuerpo
no definan su posición social desde el momento del nacimiento; y desde un modelo

41
heteropatriarcal a formas no jerárquicas de reproducción de la vida. Lo que estará en el
centro del debate durante y después de esta crisis es cuáles serán las vidas que estaremos
dispuestos a salvar y cuáles serán sacrificadas. Es en el contexto de esta mutación, de la
transformación de los modos de entender la comunidad (una comunidad que hoy es la
totalidad del planeta) y la inmunidad donde el virus opera y se convierte en estrategia
política.

Inmunidad y política de la frontera


Lo que ha caracterizado las políticas gubernamentales de los últimos 20 años, desde al
menos la caída de las torres gemelas, frente a las ideas aparentes de libertad de circulación
que dominaban el neoliberalismo de la era Thatcher, ha sido la redefinición de los estados-
nación en términos neocoloniales e identitarios y la vuelta a la idea de frontera física como
condición del restablecimiento de la identidad nacional y la soberanía política. Israel,
Estados Unidos, Rusia, Turquía y la Comunidad Económica Europea han liderado el diseño
de nuevas fronteras que por primera vez después de décadas, no han sido solo vigiladas o
custodiadas, sino reinscritas a través de la decisión de elevar muros y construir diques, y
defendidas con medidas no biopolíticas, sino necropolíticas, con técnicas de muerte.

La Covid-19 ha legitimado y extendido esas prácticas estatales de


biovigilancia y control digital normalizándolas y haciéndolas
“necesarias” para mantener una cierta idea de la inmunidad.

Como sociedad europea, decidimos construirnos colectivamente como comunidad


totalmente inmune, cerrada a Oriente y al Sur, mientras que Oriente y el Sur, desde el punto
de vista de los recursos energéticos y de la producción de bienes de consumo, son nuestro
almacén. Cerramos la frontera en Grecia, construimos los mayores centros de detención a
cielo abierto de la historia en las islas que bordean Turquía y el Mediterráneo y fantaseamos
que así conseguiríamos una forma de inmunidad. La destrucción de Europa comenzó
paradójicamente con esta construcción de una comunidad europea inmune, abierta en su
interior y totalmente cerrada a los extranjeros y migrantes.
Lo que está siendo ensayado a escala planetaria a través de la gestión del virus es un
nuevo modo de entender la soberanía en un contexto en el que la identidad sexual y racial
(ejes de la segmentación política del mundo patriarco-colonial hasta ahora) están siendo
desarticuladas. La Covid-19 ha desplazado las políticas de la frontera que estaban teniendo
lugar en el territorio nacional o en el superterritorio europeo hasta el nivel del cuerpo
individual. El cuerpo, tu cuerpo individual, como espacio vivo y como entramado de poder,
como centro de producción y consumo de energía, se ha convertido en el nuevo territorio en
el que las agresivas políticas de la frontera que llevamos diseñando y ensayando durante
años se expresan ahora en forma de barrera y guerra frente al virus. La nueva frontera
necropolítica se ha desplazado desde las costas de Grecia hasta la puerta del domicilio
privado. Lesbos empieza ahora en la puerta de tu casa. Y la frontera no para de cercarte,
empuja hasta acercarse más y más a tu cuerpo. Calais te explota ahora en la cara. La nueva
frontera es la mascarilla. El aire que respiras debe ser solo tuyo. La nueva frontera es tu
epidermis. El nuevo Lampedusa es tu piel.

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Se reproducen ahora sobre los cuerpos individuales las políticas de la frontera y las
medidas estrictas de confinamiento e inmovilización que como comunidad hemos aplicado
durante estos últimos años a migrantes y refugiados —hasta dejarlos fuera de toda
comunidad—. Durante años los tuvimos en el limbo de los centros de retención. Ahora
somos nosotros los que vivimos en el limbo del centro de retención de nuestras propias
casas.

La biopolítica en la era ‘farmacopornográfica’


Las epidemias, por su llamamiento al estado de excepción y por la inflexible imposición
de medidas extremas, son también grandes laboratorios de innovación social, la ocasión de
una reconfiguración a gran escala de las técnicas del cuerpo y las tecnologías del poder.
Foucault analizó el paso de la gestión de la lepra a la gestión de la peste como el proceso a
través del que se desplegaron las técnicas disciplinarias de espacialización del poder de la
modernidad. Si la lepra había sido confrontada a través de medidas estrictamente
necropolíticas que excluían al leproso condenándolo si no a la muerte al menos a la vida
fuera de la comunidad, la reacción frente a la epidemia de la peste inventa la gestión
disciplinaria y sus formas de inclusión excluyente: segmentación estricta de la ciudad,
confinamiento de cada cuerpo en cada casa.

Las distintas estrategias que los distintos


países han tomado frente a la extensión de la Nuestra salud no vendrá de la
Covid-19 muestran dos tipos de tecnologías
imposición de fronteras o de
biopolíticas totalmente distintas. La primera, en
funcionamiento sobre todo en Italia, España y la separación, sino de un
Francia, aplica medidas estrictamente nuevo equilibrio con otros
disciplinarias que no son, en muchos sentidos, seres vivos del planeta.
muy distintas a las que se utilizaron contra la
peste. Se trata del confinamiento domiciliario de la totalidad de la población. Vale la pena
releer el capítulo sobre la gestión de la peste en Europa de Vigilar y castigar para darse
cuenta que las políticas francesas de gestión de la Covid-19 no han cambiado mucho desde
entonces. Aquí funciona la lógica de la frontera arquitectónica y el tratamiento de los casos
de infección dentro de enclaves hospitalarios clásicos. Esta técnica no ha mostrado aún
pruebas de eficacia total.
La segunda estrategia, puesta en marcha por Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Hong-
Kong, Japón e Israel supone el paso desde técnicas disciplinarias y de control arquitectónico
modernas a técnicas farmacopornográficas de biovigilancia: aquí el énfasis está puesto en la
detección individual del virus a través de la multiplicación de los tests y de la vigilancia digital
constante y estricta de los enfermos a través de sus dispositivos informáticos móviles. Los
teléfonos móviles y las tarjetas de crédito se convierten aquí en instrumentos de vigilancia
que permiten trazar los movimientos del cuerpo individual. No necesitamos brazaletes
biométricos: el móvil se ha convertido en el mejor brazalete, nadie se separa de él ni para
dormir. Una aplicación de GPS informa a la policía de los movimientos de cualquier cuerpo
sospechoso. La temperatura y el movimiento de un cuerpo individual son monitorizados a
través de las tecnologías móviles y observados en tiempo real por el ojo digital de un Estado
ciberautoritario para el que la comunidad es una comunidad de ciberusuarios y la soberanía
es sobre todo transparencia digital y gestión de big data.

43
Pero estas políticas de inmunización política no son nuevas y no han sido sólo
desplegadas antes para la búsqueda y captura de los así denominados terroristas: desde
principios de la década de 2010, por ejemplo, Taiwán había legalizado el acceso a todos los
contactos de los teléfonos móviles en las aplicaciones de encuentro sexual con el objetivo
de “prevenir” la expansión del sida y la prostitución en Internet. La Covid-19 ha legitimado y
extendido esas prácticas estatales de biovigilancia y control digital normalizándolas y
haciéndolas “necesarias” para mantener una cierta idea de la inmunidad. Sin embargo, los
mismos Estados que implementan medidas de vigilancia digital extrema no se plantean
todavía prohibir el tráfico y el consumo de animales salvajes ni la producción industrial de
aves y mamíferos ni la reducción de las emisiones de CO2. Lo que ha aumentado no es la
inmunidad del cuerpo social, sino la tolerancia ciudadana frente al control cibernético estatal
y corporativo.
La gestión política de la Covid-19 como forma de administración de la vida y de la
muerte dibuja los contornos de una nueva subjetividad. Lo que se habrá inventado después
de la crisis es una nueva utopía de la comunidad inmune y una nueva forma de control del
cuerpo. El sujeto del technopatriarcado neoliberal que la Covid-19 fabrica no tiene piel, es
intocable, no tiene manos. No intercambia bienes físicos, ni toca monedas, paga con tarjeta
de crédito. No tiene labios, no tiene lengua. No habla en directo, deja un mensaje de voz. No
se reúne ni se colectiviza. Es radicalmente individuo. No tiene rostro, tiene máscara. Su
cuerpo orgánico se oculta para poder existir tras una serie indefinida de mediaciones semio-
técnicas, una serie de prótesis cibernéticas que le sirven de máscara: la máscara de la
dirección de correo electrónico, la máscara de la cuenta Facebook, la máscara de
Instagram. No es un agente físico, sino un consumidor digital, un teleproductor, es un
código, un pixel, una cuenta bancaria, una puerta con un nombre, un domicilio al que
Amazon puede enviar sus pedidos.

La prisión blanda: bienvenido a la telerrepública de tu casa


Uno de los desplazamientos centrales de las técnicas biopolíticas farmacopornográficas
que caracterizan la crisis de la Covid-19 es que el domicilio personal —y no las instituciones
tradicionales de encierro y normalización (hospital, fábrica, prisión, colegio)— aparece ahora
como el nuevo centro de producción, consumo y control biopolítico. Ya no se trata solo de
que la casa sea el lugar de encierro del cuerpo, como era el caso en la gestión de la peste.
El domicilio personal se ha convertido ahora en el centro de la economía del teleconsumo y
de la teleproducción. El espacio doméstico existe ahora como un punto en un espacio
cibervigilado, un lugar identificable en un mapa google, una casilla reconocible por un dron.
Si yo me interesé en su momento por la Mansión Playboy es porque esta funcionó en
plena guerra fría como un laboratorio en el que se estaban inventando los nuevos
dispositivos de control farmacopornográfico del cuerpo y de la sexualidad que habrían de
extenderse a partir de principios del siglo XXI y que ahora se amplían a la totalidad de la
población mundial con la crisis de la Covid-19. Cuando hice mi investigación
sobre Playboy me llamó la atención el hecho de que Hugh Hefner, uno de los hombres más
ricos del mundo, hubiera pasado casi 40 años sin salir de la Mansión, vestido únicamente
con pijama, batín y pantuflas, bebiendo coca-cola y comiendo Butterfingers y que hubiera
podido dirigir y producir la revista más importante de Estados Unidos sin moverse de su
casa o incluso, de su cama. Suplementada con una cámara de video, una línea directa de

44
teléfono, radio e hilo musical, la cama de Hefner era una auténtica plataforma de producción
multimedia de la vida de su habitante.
Su biógrafo Steven Watts denominó a Hefner “un recluso voluntario en su propio
paraíso.” Adepto de dispositivos de archivo audiovisual de todo tipo, Hefner, mucho antes de
que existiera el teléfono móvil, Facebook o WhatsApp enviaba más de una veintena de
cintas audio y vídeo con consignas y mensajes, que iban desde entrevistas en directo a
directrices de publicación. Hefner había instalado en la mansión, en la que vivían también
una docena de Playmates, un circuito cerrado de cámaras y podía desde su centro de
control acceder a todas las habitaciones en tiempo real. Cubierta de paneles de madera y
con espesas cortinas, pero penetrada por miles de cables y repleta de lo que en ese
momento se percibía como las más altas tecnologías de telecomunicación (y que hoy nos
parecerían tan arcaicas como un tam-tam), era al mismo tiempo totalmente opaca, y
totalmente transparente. Los materiales filmados por las cámaras de vigilancia acababan
también en las páginas de la revista.
La revolución biopolítica silenciosa que Playboy lideró suponía, más allá la
transformación de la pornografía heterosexual en cultura de masas, la puesta en cuestión de
la división que había fundado la sociedad industrial del siglo XIX: la separación de las
esferas de la producción y de la reproducción, la diferencia entre la fábrica y el hogar y con
ella la distinción patriarcal entre masculinidad y feminidad. Playboy acató esta diferencia
proponiendo la creación de un nuevo enclave de vida: el apartamento de soltero totalmente
conectado a las nuevas tecnologías de comunicación del que el nuevo productor semiótico
no necesita salir ni para trabajar ni para practicar sexo —actividades que, además, se
habían vuelto indistinguibles—. Su cama giratoria era al mismo tiempo su mesa de trabajo,
una oficina de dirección, un escenario fotográfico y un lugar de cita sexual, además de un
plató de televisión desde donde se rodaba el famoso programa Playboy after dark.
Playboy anticipó los discursos contemporáneos sobre el teletrabajo, y la producción
inmaterial que la gestión de la crisis de la Covid-19 ha transformado en un deber ciudadano.
Hefner llamó a este nuevo productor social el “trabajador horizontal”. El vector de innovación
social que Playboy puso en marcha era la erosión (por no decir la destrucción) de la
distancia entre trabajo y ocio, entre producción y sexo. La vida del playboy, constantemente
filmada y difundida a través de los medios de comunicación de la revista y de la televisión,
era totalmente pública, aunque el playboy no saliera de su casa o incluso de su cama. En
ese sentido, Playboy ponía también en cuestión la diferencia entre las esferas masculinas y
femeninas, haciendo que el nuevo operario multimedia fuera, lo que parecía un oxímoron en
la época, un hombre doméstico. El biógrafo de Hefner nos recuerda que este aislamiento
productivo necesitaba un soporte químico: Hefner era un gran consumidor de Dexedrina,
una anfetamina que eliminaba el cansancio y el sueño. Así que paradójicamente, el hombre
que no salía de su cama, no dormía nunca. La cama como nuevo centro de operaciones
multimedia era una celda farmacopornográfica: sólo podría funcionar con la píldora
anticonceptiva, drogas que mantuvieran el nivel productivo en alza y un constante flujo de
códigos semióticos que se habían convertido en el único y verdadero alimento que nutría al
playboy.
¿Les suena ahora familiar todo esto? ¿Se parece todo esto de manera demasiado
extraña a sus propias vidas confinadas? Recordemos ahora las consignas del presidente
francés Emmanuel Macron: estamos en guerra, no salgan de casa y teletrabajen. Las
medidas biopolíticas de gestión del contagio impuestas frente al coronavirus han hecho que

45
cada uno de nosotros nos transformemos en un trabajador horizontal más o
menos playboyesco. El espacio doméstico de cualquiera de nosotros está hoy diez mil
veces más tecnificado que lo estaba la cama giratoria de Hefner en 1968. Los dispositivos
de teletrabajo y telecontrol están ahora en la palma de nuestra mano.
En Vigilar y castigar, Michel Foucault analizó las celdas religiosas de encierro
unipersonal como auténticos vectores que sirvieron para modelizar el paso desde las
técnicas soberanas y sangrientas de control del cuerpo y de la subjetivad anteriores al siglo
XVIII hacia las arquitecturas disciplinarias y los dispositivos de encierro como nuevas
técnicas de gestión de la totalidad de la población. Las arquitecturas disciplinarias fueron
versiones secularizadas de las células monacales en las que se gesta por primera vez el
individuo moderno como alma encerrada en un cuerpo, un espíritu lector capaz de leer las
consignas del Estado. Cuando el escritor Tom Wolfe visitó a Hefner dijo que este vivía en
una prisión tan blanda como el corazón de una alcachofa. Podríamos decir que la mansión
Playboy y la cama giratoria de Hefner, convertidos en objeto de consumo pop, funcionaron
durante la guerra fría como espacios de transición en el que se inventa el nuevo sujeto
prostético, ultraconectado y las nuevas formas de consumo y control farmacopornográficas y
de biovigilancia que dominan la sociedad contemporánea. Esta mutación se ha extendido y
amplificado más durante la gestión de la crisis de la Covid-19: nuestras máquinas portátiles
de telecomunicación son nuestros nuevos carceleros y nuestros interiores domésticos se
han convertido en la prisión blanda y ultraconectada del futuro.

Mutación o sumisión
Pero todo esto puede ser una mala noticia o una gran oportunidad. Es precisamente
porque nuestros cuerpos son los nuevos enclaves del biopoder y nuestros apartamentos las
nuevas células de biovigilancia que se vuelve más urgente que nunca inventar nuevas
estrategias de emancipación cognitiva y de resistencia y poner en marcha nuevos procesos
antagonistas.
Contrariamente a lo que se podría imaginar, nuestra salud no vendrá de la imposición de
fronteras o de la separación, sino de una nueva comprensión de la comunidad con todos los
seres vivos, de un nuevo equilibrio con otros seres vivos del planeta. Necesitamos un
parlamento de los cuerpos planetario, un parlamento no definido en términos de políticas de
identidad ni de nacionalidades, un parlamento de cuerpos vivos (vulnerables) que viven en
el planeta Tierra. El evento Covid-19 y sus consecuencias nos llaman a liberarnos de una
vez por todas de la violencia con la que hemos definido nuestra inmunidad social. La
curación y la recuperación no pueden ser un simple gesto inmunológico negativo de retirada
de lo social, de cierre de la comunidad. La curación y el cuidado sólo pueden surgir de un
proceso de transformación política. Sanarnos a nosotros mismos como sociedad significaría
inventar una nueva comunidad más allá de las políticas de identidad y la frontera con las
que hasta ahora hemos producido la soberanía, pero también más allá de la reducción de la
vida a su biovigilancia cibernética. Seguir con vida, mantenernos vivo como planeta, frente al
virus, pero también frente a lo que pueda suceder, significa poner en marcha formas
estructurales de cooperación planetaria. Como el virus muta, si queremos resistir a la
sumisión, nosotros también debemos mutar.

46
Es necesario pasar de una mutación forzada a una mutación deliberada. Debemos
reapropiarnos críticamente de las técnicas de biopolíticas y de sus dispositivos
farmacopornográficos. En primer lugar, es imperativo cambiar la relación de nuestros
cuerpos con las máquinas de biovigilancia y biocontrol: estos no son simplemente
dispositivos de comunicación. Tenemos que aprender colectivamente a alterarlos. Pero
también es preciso desalinearnos. Los Gobiernos llaman al encierro y al teletrabajo.
Nosotros sabemos que llaman a la descolectivización y al telecontrol. Utilicemos el tiempo y
la fuerza del encierro para estudiar las tradiciones de lucha y resistencia minoritarias que
nos han ayudado a sobrevivir hasta aquí. Apaguemos los móviles, desconectemos Internet.
Hagamos el gran blackout frente a los satélites que nos vigilan e imaginemos juntos en la
revolución que viene.

Paul B. Preciado es escritor

Publicado en el diario El País


URL: https://elpais.com/elpais/2020/03/27/opinion/1585316952_026489.html
(consultado en línea el 22/9/2020)

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Donatella di Cesare*

El virus soberano

Escaneo térmico en los aeropuertos, control del territorio, cuarentena para los posibles
infectados y luego barbijos, medidas preventivas, lavado frecuente de manos… ¿Será
suficiente? El miedo a la contaminación se hace palpable. Sería mejor evitar los lugares
públicos, encerrarse en el espacio de la intimidad doméstica, donde el temido coronavirus,
el “enemigo invisible”, que tiene un nombre tan soberano, difícilmente podría penetrar.
Algunos sostienen que los impulsos que llevan a erigir barreras o directamente a la
construcción de muros, son atávicos, que tanto el miedo al extranjero, es decir, la xenofobia,
como el miedo a todo lo foráneo, es decir, la exo-fobia, parecen naturales en la era de la
globalización. Un paso más y también terminaremos considerando al racismo como algo
natural, una tesis que circula aquí y allá, sin detenerse por unas simples objeciones. Y el
racismo es realmente un virus muy poderoso. Pero, ¿será la pulsión de seguridad, de
hecho, completamente natural, y la política no tendría nada que ver?
En los debates sobre la democracia se discute cómo defenderla, cómo reformarla, cómo
mejorarla, sin poner en discusión ni sus fronteras ni, mucho menos, el vínculo que la
mantiene unida en tales fronteras: la fobia al contagio, el miedo al otro, el terror por lo que
está fuera de ella. Se olvida que hay diferentes modelos, incluso opuestos, de democracia.
El nuestro se está distanciando cada vez más del modelo griego, al que también nos gusta
referirnos. Hoy en día es imposible ignorar los gravísimos límites de la polis: la exclusión de
las mujeres de la vida pública, la deshumanización de los esclavos. Sin embargo, para los
ciudadanos griegos, el modelo político implicaba involucramiento y participación. Por el
contrario, es el modelo de no exposición el que se impone en la modernidad desde la
democracia de los Estados Unidos, es decir, la forma occidental y occidentalizada que luego
se apoderará de todo. Las personas, los cuerpos, las opiniones deben poder existir,
moverse y expresarse, sin ser tocados, sin ser inhibidos, forzados y prohibidos por una
autoridad externa. Hasta que eso no sea realmente algo que se deba evitar. Este modelo
negativo es un sistema de inmunidad que va más allá de la política y se extiende al
gobierno de las vidas humanas en sus múltiples aspectos. Se trata de un sistema de
derechos considerados como garantías y seguridad. La libertad también se entiende
negativamente, es decir, no en el núcleo de la expansión y la creación, sino en el de la
salvaguarda y la protección. Si el ciudadano griego estaba interesado en compartir el poder
público, el ciudadano de la democracia inmune está interesado ante todo en su propia

*
Filósofa, ensayista. Docente de la Universidad Sapienza (Roma). Colabora con medios como
L’Espresso, Corriere della Sera, Il Manifesto. Autora de Heidegger e gli ebrei. I «Quaderni neri»
(2014), Tortura (2016), Terrore e modernità (2017): [en español: Terrorismo. Una guerra civil
global (2018)] y Stranieri residenti. Una filosofia della migrazione (2017), que ganó el premio Pozzale
a la no ficción.

Este artículo fue publicado en la revista Piauí, del diario Folha de S.Paulo; edición 163, abril 2020.
Esta versión en español fue publicada por la revista IGNORANTES sin atribución de la traducción.

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seguridad, que disfruta desde el nicho privado y es concedida amablemente por la autoridad
política. Por lo tanto, la garantía y la libertad se confunden. Ese es quizás el límite más
grave del liberalismo.
A medida que este modelo se fue imponiendo, las demandas y solicitudes de inmunidad
fueron en aumento. El “noli me tangere”, no me toques, es el eslogan tácito que inspira y
guía la batalla por los derechos, en la que se cree ver el rostro de la civilización y el
progreso. Los ciudadanos claman por el respeto a la integridad, una garantía de inmunidad.
Para entenderlo, basta pensar en el cambio de paradigma político, moral y psíquico, por el
cual el pater familias, el terrible padre patrón, ahora parece desacreditado. Cuando el padre
se retira, se desencadena una crisis infinita de autoridad, la patria potestad es sustituida por
la tutela del Estado. Como es bien sabido, este es un terreno fértil para reaccionarios y
nostálgicos que, con sus aclaraciones crepusculares, imaginan que pueden restaurar el
paradigma político de la paternidad autoritaria. Sin embargo, el Estado moderno, esa fría e
impasible máquina, no ama ni odia. Simplemente –como la biopolítica ha enseñado– hace
vivir y deja morir de manera administrativa.
De la misma manera, para comprender la complejidad del proceso en curso y observar
todos los resultados de la inmunización, hay que decir que, junto a lo intocable, es decir, el
cuerpo del ciudadano inscrito en la democracia liberal, se admite sin problemas que una
parte de la humanidad quede abandonada a su propia suerte. Es la separación entre la
esfera cerrada del mundo occidental, en la que se ha construido el sistema del capital, de la
técnica, de la comodidad, y la “hunterland” sin fin de la miseria, las periferias planetarias de
la incomodidad y la desolación. En estos lugares viven, o, mejor dicho, sobreviven los
perdedores de la globalización, y el sistema de garantías y seguridad no llega allí. De
hecho, sería mejor mantenerse a una distancia segura de los contaminados, que podrían
ser una fuente de enfermedad y una causa de contagio. Esta otra humanidad estará
inexorablemente expuesta a las guerras, el genocidio, el hambre, las enfermedades, la
malnutrición, la explotación sexual y las nuevas formas de esclavitud.
Se desea la inclusión y los derechos para todos. Lo que sucede, sin embargo, es
exactamente lo contrario: una no inclusión sistemática. Por un lado, lo intocable, por otro, lo
contaminado. Por un lado, los que tienen garantías y se conservan, por otro, los que están
expuestos. Inmunización de algunos, exposición de otros. Así es como funciona la
democracia inmunitaria, de acuerdo a esta doble vía, hecha más sólida y probada por la
experiencia totalitaria: cuanto más se multiplican los beneficios y garantías para los de
adentro, más crece el abandono de los excluidos. Los dispositivos de control, protección y
prevención en nuestro mundo corresponden al desorden, la desolación, la producción
ininterrumpida de fuerzas naturales en el otro mundo. La vacunación infantil habrá tenido un
efecto en el continente africano que, sin embargo, ha sido azotado por pandemias
incontroladas como el SIDA. El cuerpo intocable del niño occidental se opone a las hordas
de niños errantes en las orillas de las metrópolis o en las periferias del planeta. Si los
alcanzan infecciones salvajes, ¿no son ellos mismos salvajes? Básicamente, el ciudadano
inmunizado cree que el abandono de los excluidos está relacionado con su incivilidad.
Se trata de una cuestión de indiferencia, como muchos lo hacen, porque significa reducir
a una elección moral del individuo lo que es una cuestión eminentemente política. Es decir,
significa despolitizar la cuestión. Y no se trata sólo del racismo, sino también de una
simplificación. Sobre todo, se trata de insensibilidad afectiva con mucha “razón de Estado”.
No hay que creer que la inmunización es válida en todas partes y para todos. Las dinámicas

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de poder actúan dentro de la democracia inmunitaria. Basta pensar en el cuerpo de las
mujeres que corren el riesgo de sufrir abusos y discriminación en todas partes, no sólo en el
lugar de trabajo. Por lo tanto, el cuerpo de quien vive en la calle, una vez detenido en una
comisaría es cualquier cosa menos intocable.
Sin embargo, lo importante es que el proceso de inmunización hace que el cuerpo (y la
mente) de cada ciudadano sea una fortaleza que debe ser protegida y aislada. Las formas
de aversión se multiplican, el movimiento de retirada se hace espontáneo, la fobia al
contacto es la norma. Precisamente porque está obsesionado con las amenazas, el
ciudadano de la democracia inmunitaria no tiene dificultad en aceptar los decretos de
emergencia, incluso los muy graves, como los emitidos en Europa, donde naciones enteras
están ahora bajo arresto domiciliario. En resumen, es este ciudadano –y aquí está la
novedad– quien se entrega como paciente a una nueva democracia médico-pastoral. La
política y la medicina, el derecho y la salud, áreas heterogéneas se superponen y se
confunden en la democracia inmunitaria. La acción política tiende a asumir la modalidad
médica, mientras que la práctica médica se politiza. En este punto el nazismo hizo escuela,
por más escandaloso que sea recordarlo en la democracia actual. Los ejemplos serían muy
numerosos. En este momento (mediados de marzo), en Italia, país en cuarentena total,
quienes hablan en público son casi exclusivamente médicos o especialistas,
fundamentalmente virólogos, que toman las decisiones más drásticas, como el planteo de
una «zona roja» o «zona protegida». Los políticos han sido completamente marginados.
El ciudadano-paciente, para quien la experiencia del otro está en el fondo prohibida,
está a veces dominado por una oscura nostalgia de la masa. Casi le gustaría sumergirse de
nuevo para emanciparse de toda la negatividad de la fobia al contacto. Esto ocurre a veces,
sin embargo, de manera sutilmente regulada, en los estadios o en los conciertos. Además,
está acostumbrado a las pantallas y filtros; con triste resignación acepta incluso los
paradójicos efectos de la inmunización, incluyendo un gran número de enfermedades
autoinmunes que afectan al cuerpo hiperprotegido. La angustia del contacto prevalece. Se
busca permanecer cerrado en el espacio de la intimidad doméstica. Este espacio
tranquilizador, colmado por las pantallas a través de las cuales se mira el mundo protegido,
nunca pareció tan indispensable. El ciudadano-paciente, el espectador insensible e
imperturbable del mundo, ya no responde al régimen político del que forma parte, y no lo
desdeña, al contrario, busca el efecto narcótico de la inmunización. Es consciente de que
vive su lugar en el mundo bajo una condición anestésica-democrática, mientras que en
otros lugares el dolor, el hambre, la enfermedad, el contagio son destino y hecho. La
disparidad entre inmunes y contagiosos, protegidos e indefensos, que desafía toda idea de
justicia, nunca ha sido tan mediáticamente llamativa, tan descaradamente obvia.
Sin embargo, la anestesia del ciudadano inmunizado, la baja intensidad de sus pasiones
políticas, es también su maldición. No sólo porque la narcosis democrática favorece la
visión impasible del espectáculo mundial, lo que provoca, en el mejor de los casos,
curiosidad, sino, sobre todo, porque la insensibilidad afectiva aleja de cualquier horizonte
comunitario. Donde hay inmunización, no hay comunidad. El filósofo Roberto Esposito lo
explicó bien, limitando, sin embargo, el vínculo de la comunidad al miedo a la muerte. Sin
embargo, hoy en día se trata de un miedo mucho más evasivo, amplio e incierto, que de vez
en cuando coagula a la comunidad en un «nosotros» fantasmático. La vida parece sofocada
en su movimiento por una alternativa violenta: la amenaza de sufrir una agresión o la
exigencia de defenderse, de hecho, para evitar el ataque. Es la vida signada por las

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alarmas, protegida por sistemas antirrobo, puertas blindadas y cerraduras de seguridad,
atrincherada en condominios rodeados por paredes y vigilada por cámaras, la vida cerrada
en barrios vigilados por guardias de seguridad y escudriñada incluso por juntas de
residentes.
El miedo crece y se convierte en el oscuro temor al otro, en el que, como por arte de
magia, se unen diferentes preocupaciones y ansiedades. Se puede hablar de una cultura
del miedo cuidadosamente inculcada, que favorece el consenso político. ¿Cuál es, por lo
tanto, el temor que caracteriza a las democracias inmunes? No es una emoción
espontánea. Más bien, es la sugerencia generalizada de un peligro omnipresente, la
naturalización de la amenaza, la sensación de extrema inseguridad –incluso el terror.
Contrariamente a lo que se cree, la psicopolítica no es una novedad de nuestros tiempos. Si
el miedo domina los estados de ánimo, entonces con el miedo es posible dominar los
estados de ánimo de los demás. Fue Maquiavelo quien transformó el miedo en una
categoría política, dándose cuenta de su estrecha conexión con el poder. Para el príncipe,
es un arte difícil de inculcar veladamente para mantener la soberanía intacta; se debe evitar
que este sentimiento se convierta en odio y lleve al pueblo a la revuelta.
El miedo recorre toda la modernidad hasta el siglo XX, el siglo del terror total,
generalmente confundido con la tiranía, que aún distingue a los amigos de los enemigos. El
poder totalitario, por otra parte, es el vínculo de hierro que fusiona a todos en uno; no es un
instrumento de gobierno, sino el terror mismo de gobernar, mientras que devora a la gente,
es decir, sus cuerpos, y ya contiene los gérmenes de la autodestrucción.
¿Y hoy? El terror se ha convertido en una atmósfera. Ejerce su influencia dejando que
cada ciudadano, en su aparente ausencia, sea presa del miedo que le golpea, que erosiona
los lazos sociales, causando pasividad de espíritu y depresión. Los desastres de la
globalización, las catástrofes ecológicas, la incertidumbre económica y la precariedad
parecen fenómenos inevitables. En nombre de las leyes de hierro de la economía, el Estado
de seguridad abandona al ciudadano a algunos imprevistos, lo expone a algunos peligros,
para hacerse cargo de otros; así, deja que surja una jerarquía de temores en la que se ha
establecido su plan de seguridad. El liberalismo es la ideología de este abandono. La
promesa de protección es limitada y trae consigo la amenaza de abandono.
Una advertencia directa nunca es efectiva, porque los riesgos parecen venir del exterior.
El estado de seguridad amenaza y tranquiliza, exalta el peligro y promete protección, una
promesa que no puede cumplir. Porque la democracia post-totalitaria requiere del miedo y
se basa en él. Este es el círculo perverso. El suspenso y la tensión se alternan en una vigilia
permanente, en un insomnio policial que genera pesadillas, distracciones y alucinaciones.
La palabra clave de la gobernanza neoliberal podría ser fobocracia, del griego phóbos,
miedo, y krátos, poderoso, valiente, fuerte. Es el dominio del miedo, el poder ejercido a
través de la emergencia sistemática, la alarma prolongada. El miedo se extiende, la
ansiedad se transmite, el odio se fomenta. Se sugieren amenazas imaginarias, se
amplifican los peligros reales. La confianza desaparece, la incertidumbre prevalece. El
miedo pierde su dirección y estalla en pánico. Los brotes de aprensión colectiva se
encienden y se apagan, el estrés se induce de forma intermitente, sin ninguna estrategia y
sin un propósito claro, salvo la clausura inmunitaria de una comunidad pasiva, colapsada y
despolitizada. Así, el «nosotros» fantasmático se somete temporalmente a la emergencia y
a sus decretos.

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Es imposible no pensar aquí en el «estado de excepción», ese paradigma de gobierno a
través del cual se lee el mundo de hoy, tal como lo esbozó el filósofo Giorgio Agamben. El
paradigma sigue siendo válido. Además, hoy día es una práctica diaria: los procedimientos
democráticos se suspenden por disposiciones tomadas desde el corazón de la emergencia.
Un decreto aquí, un decreto allá: así, los ciudadanos terminan aceptando «medidas» que
deberían garantizar su seguridad, pero que, de hecho, limitan fuertemente su libertad. Sin
embargo, el «estado de excepción» parece un paradigma todavía muy asociado al siglo XX
y ya no es suficiente para explicar un mundo tan complejo como el actual, globalizado, en el
que el miedo ha llegado a desempeñar un papel político decisivo. La fobocracia caracteriza
la soberanía actual que –en su versión discriminatoria anti-inmigrante o anti-indígena– no es
una mera reedición del viejo nacionalismo. Es un fenómeno nuevo: aprovecha el miedo al
otro, la alarma ante lo que viene de fuera, la ansiedad propia de la precariedad, el deseo de
ser inmune a ella. Pero esta fobocracia tiene una presa provisoria y, a su vez, corre el
riesgo de ser derrocada y destronada, como ocurre hoy en día con el coronavirus, el virus
soberano que escapa a todo control.
Así, el gobernante que juega con el fuego del miedo termina siendo quemado por él.
Mientras cree que está manejando el odio poco a poco, manejando el miedo
adecuadamente, todo se le escapa de las manos. El “fobócrata”, que quisiera gobernar bajo
la bandera de un estado de excepción, es gobernado, a su vez, por lo que se vuelve
ingobernable. Es esta continua inversión la que nos golpea, nos impresiona. La democracia
inmunitaria es, por lo tanto, una forma de gobierno sin precedentes en la que la política, por
un lado, reducida a la administración, se somete a los dictados de la economía planetaria,
por otro, se auto-suspende, abdicando de la ciencia, que se imagina objetiva, verdadera,
decisiva. Como si la ciencia fuera neutra e imparcial, como si no hubiera estado
estrictamente ligada a la técnica durante mucho tiempo (altamente tecnificada).
Hablar de fobocracia no significa, en modo alguno, compartir la idea de una
conspiración generalizada. Creer en el complot significa aceptar una visión casi mágica de
la historia, en la que, con una clara división entre el bien y el mal, todo puede conducir a una
sola causa. Cuanto más complejo parece el escenario histórico –como en nuestros días–
más aumenta el deseo de encontrar una explicación definitiva para impulsar las emociones.
Así como han circulado ideas sobre el llamado «reemplazo étnico» de los pueblos europeos
por africanos, mito forjado por el ideólogo de extrema derecha Alain de Benoist, también
circulan ahora leyendas, fomentadas en gran parte por el controvertido científico Shiva
Ayyadurai, según las cuales el coronavirus sería el fruto de una conspiración internacional
en favor de las empresas farmacéuticas.
Frente a la complejidad, se elige el atajo de la simplificación. La conspiración es la
piedra angular del populismo político. Esto puede ser ejemplificado por la posición
seminegacionista tomada inicialmente por Donald Trump, que más tarde resultó patética y
grotesca. Entre la paranoia y la sospecha, el conspiracionista no se limita a una huida hacia
sus deslumbramientos y quimeras. Si identifica las fuerzas oscuras en cuyas manos ha
caído el mundo, es con la intención de combatirlas; reclama para sí el papel de víctima,
construye el enemigo absoluto. Esta visión, que ahora también está en la izquierda,
promueve –es importante señalarlo– una política bélica de reacción, favorece a la derecha
radical, que, no por casualidad, está en su apogeo.
Los Estados-nación, incluso los de las democracias populares, a menudo seducidos por
la soberanía, no sólo han levantado muros, sino que han recurrido al miedo para gobernar

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en un escenario complejo como el de la globalización. El coronavirus muestra todos los
límites de esta gobernanza, que de repente se revela impotente. Esto no significa que el
régimen fobocrático llegue a su fin. Todo lo contrario. El miedo seguirá siendo la palanca a
la que recurrirá cada vez más la gobernanza, desorientada y desalojada. Hoy en día es
imposible predecir los efectos sanitarios, económicos, políticos y sociales de este escenario
devastador y sin precedentes creado por el coronavirus. La pregunta que muchos se hacen
es: ¿acelerará el coronavirus la crisis del capitalismo o, por el contrario, se utilizará para una
restricción autoritaria?
La pandemia, tal como fue definida, no es una cuestión planetaria. Las respuestas de
los diferentes poderes son a menudo conflictivas. Incluso los intentos de aprovechar la
situación actual son evidentes. ¿Qué medida cruel está aplicando cada nación a los
segmentos más débiles de su sociedad? ¿Con qué criterios combate la crisis sanitaria? Las
potencias que aspiran a la hegemonía son, en promedio, jóvenes, acostumbradas a la
muerte que ocasionalmente encuentran en la guerra, inclinadas a recurrir a la crueldad, en
primer lugar, en relación con ellas mismas, y, en general, trasladan al exterior un malestar
que nace en su intimidad. Los Estados Unidos, Rusia o Irán, al menos hasta ahora, tratan
de manejar la emergencia ocultando la realidad, confiando en la injusticia de su sociedad,
un antídoto natural para el daño causado por el coronavirus. A menos, claro, que los efectos
de la epidemia se vuelvan colosales y lleven a un cambio de actitud. En general, China, en
su reacción con el coronavirus, parecía ser una nación semi-rica, atenta a la calidad de vida,
algo que hace una década hubiera sido impensable. ¿Significa eso que el país ha
renunciado a la primacía mundial?
El verdadero dilema está representado por Europa, que actualmente se encuentra
desgarrada. Mientras que la Francia de Emmanuel Macron y la Alemania de Angela Merkel
parecen seguir el modelo italiano, Boris Johnson consideró obvio, en un comienzo, recurrir
al modelo de la «inmunidad de grupo». En resumen, esto significaría dejar que un buen
porcentaje de personas, más de la mitad, se infecten, permitiendo que mueran los ancianos,
los más débiles y los más pobres. Por lo tanto, se prefiere el interés económico a la
atención de la salud. La apuesta es muy peligrosa en los lugares habitados por poblaciones
relativamente frágiles y poco acostumbradas a la guerra, que a lo largo de los meses
pueden no ser capaces de soportar un empeoramiento de la situación. Toda la crueldad de
la gobernanza neoliberal, entonces, emergería.
Aunque tardó bastante en reaccionar ante la pandemia, con medidas iniciales ineficaces
y luego soluciones drásticas, Italia decidió proteger la salud de la población incluso a
expensas de la estabilidad económica. Sin embargo, el enorme esfuerzo de una cuarentena
colectiva corre el riesgo de verse frustrado si otros países europeos no aplican medidas
iguales y permiten que personas infectadas lleguen a Italia. Es precisamente este virus
soberano, que circunda las fronteras, el que revela todos los límites de la soberanía. Sin
solidaridad entre los pueblos, más allá de cualquier gobernanza fobocrática, el desastre
podría ser enorme.

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El ensayo académico

Max Horkheimer y Theodor W. Adorno

Aislamiento por comunicación

La afirmación de que el medio de comunicación aísla no es válida sólo en el campo


espiritual. No sólo el lenguaje mentiroso del anunciador de la radio se fija en el cerebro
como imagen de la lengua e impide a los hombres hablar entre sí; no sólo la reclame de la
Pepsi-Cola sofoca la de la destrucción de continentes enteros; no sólo el modelo espectral
de los héroes cinematográficos aletea frente al abrazo de los adolescentes y hasta ante el
adulterio. El progreso separa literalmente a los hombres. Los tabiques y subdivisiones en
oficinas y bancos permitían al empleado charlar con el colega y hacerlo partícipe de
modestos secretos; las paredes de vidrio de las oficinas modernas, las salas enormes en
las que innumerables empleados están juntos y son vigilados fácilmente por el público y por
los jefes no consienten ya conversaciones o idilios privados. Ahora incluso en las oficinas el
contribuyente está garantizado contra toda pérdida de tiempo por parte de los asalariados.
Los trabajadores se hallan aislados dentro de lo colectivo. Pero el medio de comunicación
separa a los hombres también físicamente. El auto ha tomado el lugar del tren. El coche
privado reduce los conocimientos que se pueden hacer en un viaje al de los sospechosos
que intentan hacerse llevar gratis. Los hombres viajan sobre círculos de goma rígidamente
aislados los unos de los otros. En compensación, en cada automóvil familiar se habla sólo
de aquello que se discute en todos los demás de la misma índole: el diálogo en la célula
familiar se halla regulado por los intereses prácticos. Y como cada familia con un
determinado ingreso invierte lo mismo en aloja miento, cine; cigarrillos, tal como lo quiere la
estadística, así los temas se hallan tipificados de acuerdo con las distintas clases de
automóviles. Cuando en los week-ends o en los viajes se encuentran en los hoteles, cuyos
menus y cuartos son dentro de precios iguales perfectamente idénticos, los visitantes
descubren que, a través del creciente aislamiento, han llegado a asemejarse cada vez más.
La comunicación procede a igualar a los hombres aislándolos.

En Dialéctica del iluminismo, Buenos Aires,


Editorial Sudamericana, 1987
(primera edición en alemán, 1944)
[traducción de H. A. Murena]

54
LA PANDEMIA Y LO SOCIAL
ES DISTANCIAMIENTO FÍSICO, NO SOCIAL. IDEAS-FUERZAS
SOBRE LA PROXIMIDAD

Como el lema “aplanar la curva”, el “distanciamiento social” (una traducción literal de social
distancing) se ha convertido en un imperativo de prevención de contagio y contención del
coronavirus. Evita términos tan connotados como cuarentena o aislamiento, de modo de no
estigmatizar al (posible) infectadx, pero el mismo tiempo trafica un sentido de lo social que
traiciona el involucramiento que necesitamos para que la práctica individual de minimizar
contactos físicos se convierta en cuidado colectivo o, mejor dicho, para comprender que lo
individual es colectivo, y que frente a lo que se avecina, coordinación y cooperación serán
esenciales.

No quiero entrar en las definiciones clásicas de lo social que lxs sociólogxs manejamos, sino
simplemente reparar en el hecho de que lo social no es la suma de los individuos sino las
relaciones. En ese sentido, el mensaje que circula en las redes digitales con la imagen de una
fila de fósforos quemados y otros sin quemarse porque uno de ellos se corre de la fila y evita
un efecto dominó, puede ser efectivo en términos visuales -aunque tiene una fuerte imagen
estigmatizadora hacia los infectados (éstos están quemados… cuando en rigor, hay un alto
porcentaje que se recupera). La imagen refuerza la idea de acción individual: yo no me
contagio, al aislarme o tomar distancia; no contagio a otros, rompo la transmisión (sobre esto
volveré luego). El otro mensaje implícito allí es: la proximidad contagia. Pero esta imagen no

55
es tan exacta de cómo funcionan las epidemias porque no ilustra las redes y lo múltiple de
nuestros contactos (cuerpo a cuerpo, mediado por cosas). Para esa idea de red se puede
recurrir a otra imagen compartida en redes que simula el contagio con y sin cuarentena,
ilustrado con puntos (sanos y portadores) moviéndose y tocándose como pelotitas que rebotan
unas contra otras en un recipiente rectangular. (imagen sublime, sin lugar a duda, que como
todo lo sublime provoca fascinación y terror).

Estamos acostumbrados a oír “lo social” en diferentes sentidos. Hay ministerios que llevan
este nombre porque por lo social se entiende la pobreza. La cuestión social es la desigualdad
socio-económica o los problemas sociales se asocian a enfermedades, seguridad, violencia,
etc. Continuamente debemos lxs sociólogxs aclarar que aquellos pueden ser temas de estudio,
pero nuestro metié son las relaciones. Y las relaciones son un aspecto central en infectología y
epidemiología, donde la cuestión de las redes sociales ha sido altamente estudiada.

Para quienes estudiamos la sociabilidad en el transporte público, la tensión entre proximidad


física y distancia social es un objeto de estudio. Hay tradiciones en ciencias sociales que
alimentan estas observaciones como Erving Goffman con su interaccionismo simbólico o la
noción de proxemia de Edward Hall hasta la geografía fenomenológica que aborda cuerpos-
ballet y coreografías sociales, donde se pone al cuerpo en lo social, al tiempo en el espacio.

El coronavirus, mejor dicho, las medidas para contener el virus, invierte la cuestión. La
pregunta que debemos hacernos es cómo mantenemos la distancia física sin perder la
proximidad social. Y para no caer en un romanticismo de la proximidad, sostengo a la misma
como horizonte de política pública. Hablo de política y ya no de sociología, porque pienso
estas palabras orientadas a la posibilidad de la acción colectiva ante el coronavirus, el cual no

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solo afecta a la salud sino a la estructura social y económica, la política sanitaria (su
infraestructura), nuestra disposición hacia lo común o el bien público. Y pongo acento en lo
que nombramos, lo social, porque sabemos del rol de la palabra no sólo para las prácticas sino
para la política.

Entonces, ¿qué estamos nombrando? Estamos haciendo pasar la distancia física entre cuerpos
como distanciamiento social cuando lo que requerimos para lidiar con el virus (e incluso para
poner en cuestión nuestro orden social desigual) es proximidad social. Estar cerca del otro,
acompañar, cuidar, respetar, poner en acción la responsabilidad social (no quiero usar la
palabra vigilar, pero algún término debemos buscar también ante quienes no respetan la
cuarentena o te suben los precios de artículos necesarios en este momento). En otras
palabras, necesitamos de la acción para que lo que llamamos política pública funcione (hoy y
en cualquier otra circunstancia). La política pública es un ensamblaje donde todes (humanos y
no-humanos) actuamos. No es de arriba hacia abajo ni se soluciona como pase mágico con
gestión participativa. Ya participamos, querramos o no, seamos conscientes o no. Y aquí
vuelvo a la sociología.

Lo social es relación, interdependencia (Norbert Elías), ya es cooperación y coordinación que


ponés en juego cada vez que cruzás la calle, para poner un ejemplo: esperás que ese otro
desconocido frene ante la luz roja para que vos puedas avanzar. Aún en una relación de
conflicto o armonía (Georg Simmel) estás ligado al otro. Aún la más vivida soledad es tal, en la
medida en que hay otros sobre quienes entendés que estás solo. Ese otro es constitutivo de tu
identidad, eso ya lo sabemos.

Lo que se impone hoy como única forma de parar el virus (lo de parar, ralentizar, es literal
porque lo que preocupa es su aceleración) es una distancia física para no entrar en contacto
con gotas que expulsamos de nuestras bocas o quedan en nuestras manos y luego tocan
objetos que circulan o que están fijos y que otras manos tocan (meternos con la agencia de los
objetos es para un artículo en sí mismo pero aquí el coronavirus también vuelve a poner de
relieve que lo social es una co-producción de humanos y no-humanos). Entonces, distancia
física. No es el aire el contagio como el sarampión, el virus necesita un vehículo (saliva,
mocos). A partir de los 2 metros estás fuera de peligro. Distancia física, que en el contexto
actual dista de ser un aislamiento social.

Desde el siglo XIX hemos fabricado modos de conexión a distancia, como el telégrafo,
rompiendo la distancia espacial y achicando el tiempo en que se produce una comunicación
sobre la que tomamos acciones cotidianas. Con la revolución reciente de las tecnologías de
comunicación hemos imaginado la cuasi-desaparición de las relaciones cara a cara sustituidas
por las virtuales y remotas, pero de repente la idea de una cuarentena nos pone ansiosos -no
sólo porque somos tan liberales, muy a nuestro pesar, que creemos que libertad es libre
movimiento sino porque el encierro está connotado (hospitales, prisiones, psiquiátricos).
Pasamos de la paranoia de la circulación al tedio del aislamiento sin mediación. Y, sin
embargo, olvidamos que estamos hiperconectados por las redes digitales, que podemos
comunicarnos, coordinar, traficar, llevar nuestra economía a distancia (no en todos los
sectores de la economía, hay que advertir) y, por lo tanto, no estamos aislados socialmente.

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Tampoco estamos aislados socialmente cuando incluso no estamos conectados a las redes de
comunicación porque cada lavado de mano, cada práctica corporal, acción individual como
quedarse en casa y circular lo menos posible (y con precauciones) es una práctica social.
Necesitamos confiar que el otro está realizando lo mismo que yo, que estamos realizando
prácticas sociales coordinadas y que esa coordinación es una forma de cooperación, de
cuidado colectivo (porque lo personal es colectivo, aunque no quieras). Pero, además, porque
que cada acción individual es interdependiente de otras acciones. Tu inmovilidad (quedarte en
casa e ir solo al comercio cercano) requiere de la movilidad de otros que deben hacer
funcionar la infraestructura de la cuarentena: desde la electricidad, internet, el sistema
sanitario hasta los empleados de comercio y transportistas que acercan los productos a tu
barrio. Un ejemplo claro es el aumento de los servicios de delivery: alguien del supermercado
te lleva las cosas (cosas altamente riesgosas de transportar el virus) a tu casa o el chico en
bicicleta que te lleva la comida hecha. Todos, además, trabajos de bajos ingresos. Reconocer
su función social, desde la sociedad, pero también desde el Estado, es algo sobre lo que
debemos trabajar aún.

La contracara de acompañarnos a distancia mediante las tecnologías de comunicación, a veces


hasta romantizando la cuarentena, o siendo consciente que lo personal es colectivo, son
prácticas de verdadero distanciamiento social como desabastecer acumulando, no cumplir una
cuarentena en caso de riesgo, subir los precios especulativamente. Son formas de desapego.
De desligarse.

Re-ligar es la tarea. Una tarea que implica proximidad social (acercarte al otro, aunque el
acercamiento esté mediado, por ejemplo, por la distancia física: formas de saludos a metros
de distancia). ¿Estás en cuarentena o sos parte de un grupo de riesgo: necesitás ayuda? ¿Te
compro o te llevo algo? Estás angustiado, ¿querés que hablemos? Es importante el número de
gente que vive sola, muchas veces personas mayores, cuasi abandonadas. Xadres divorciadxs o
a veces soletrxs que no tienen con quién dejar a sus hijxs. ¿Querés dejarlo en casa (tomando
las debidas precauciones)?

Las formas de proximidad son múltiples, incluso sin hablar, simplemente colaborando con las
formas de cuidado. Pero implican hacer visible más que nunca los mecanismos que hacen
posible lo social: coordinación, cooperación, interdependencia. Y lo último es esencial, porque
allí donde alguien toma acciones de verdadero distanciamiento con la política de cuidado
colectivo, desligándose, descoordinado, lo mismo afecta porque es interdependiente.

Otra forma de comprender nuestra interdependencia y los límites de nuestra intimidad, en


este contexto, es comprendernos como vehículos, no portadores. No sólo hemos creado
vehículos para movernos, sino que somos vehículos que al movernos movemos cosas: desde
ideas a virus. El portador tiene la connotación de que solo llevamos enfermedades
contagiosas, pero si no tuvieras alguna lo mismo serías un portador: porque transportás cosas
de un lugar a otro, como un chisme, por ejemplo. Entonces, somos un medio (no solo emisores
de algo sino repetidoras). Lejos de cualquier fantasía de unidad que figura un cuerpo con
límites cerrados, somos porosos. Podemos ser afectados tanto como que tenemos poder de
afectar a otros (humanos y no humanos).
Qué hacemos con ese poder hoy: ¡esa es la cuestión!

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Por ello, y frente a los diagnósticos ya conocidos acerca de la cultura y la sociedad
contemporánea, del modo en que caló en nuestra subjetividad en neoliberalismo y las formas
de poder que nos dominan, podemos aprovechar la crisis para hacer política. Revisar los
modos de nombrar lo social para reconstruir las tramas de nuestras prácticas y relaciones no
es sólo una cuestión de conocimiento sino de apuesta política donde lo próximo no requiera
siempre de una espacialidad (del lugar cercano) sino que sea multiescalar (solidaridad a la
distancia) ante una cuestión que, además, es global. Distanciarnos socialmente sólo alimenta
el régimen que vivimos, acercarnos -estar próximos en la distancia física- es una política
afectiva de cuidado, modos de tejer. ¿Utópico? Tal vez, porqué perder ese principio que es la
esperanza de lo-por-venir, como nos enseñó Ernst Bloch.

URL: https://revistabordes.unpaz.edu.ar/es-distanciamiento-fisico-no-social-ideas-fuerzas-sobre-
la-proximidad/

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