Trabajo de Literatura

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CUANDO LOS PERROS HABLABAN

CRONWELL JARA JIMÉNEZ

DICEN que en los inicios del mundo - es el decir de los abuelos de los abuelos, de los viejos de la comunidad Vicús -,
antes de los españoles, sus iglesias y sus caballos; y mucho antes de los Vicús y sus ciudadelas y sus pirámides,
cuando las culebras andaban de pie y los pájaros y las tarántulas hablaban como gente. que los perros hablaban.
Que no había inteligencia más sabia que la de ellos. Era cuando los hombres todavía no existían. Porque el mundo
era de los perros, que Dios, Nuestro Señor. El de las Cejas Prominentes, los había creado así: inteligentes, hábiles
para todos los menesteres, usos y trabajos que después los iría a hacer el hombre, criatura que todavía no existía.

Y es que estos perros eran tan organizados y tan inteligentes que hasta sabían administrar y organizarse política,
económica y socialmente bien; y eran tan astutos que por igual de filosofía hablaban, como de política y de
religión; y, atinados, hasta dichos y refranes se soltaban mientras discutían en sus asambleas, congresos y
disputas.

No había un ser - ni el chiialo, ni el quindi ni el mono -, que les igualara ni siquiera en algo tanta inteligencia y
tanta sabiduría, porque estos perros eran socios, que hasta hacían libros, memorias, fungían de abogados - cosa
que más le gustaba - . que por algo tendrán los abogados hasta hoy algo de ellos.

Pero es más, a estos perros les gustaba hasta la chichita, y es que después de todas las faenas agrícolas se,
reunían en los chicheríos, se contaban chistes, los incidentes que les había sucedido entre los surcos, sus pleitos
con sus perras, el nacimiento de algún cachorrito. Y eran felices a su manera, pues sabiamente sabían darse con
despacho y desenvoltura : una gran vida de perros, que hasta Dios, Nuestro Señor, El de las Cejas Prominentes, El
Supremo Creador del Reino Vicús, también confundido entre los seres de su creación, gustoso se pedía un bebe,
un gran mate de chica, e invitaba y bebía con todos. Y daba gusto verlo borrachito, hablando solo de contento:

- Sí, no me equivoqué. Son los seres más sabios, más inteligentes y más
hábiles que he creado entre las criaturas de este mundo; pues nadie les ¡guala
en picardía, en astucias y en modo de organizarse.

Y era que Dios hasta casinos jugaba con ellos. Que se avergonzaba de perder a veces convencido de las
mataperradas y sospechosas triquiñuelas de los perros que, alguna tarde o madrugada, bajo el ponchito del Padre
Luna, allá arriba, demostraban tener ingenios insospechados y jamás imaginados por El.

- Me ganaron hasta el último piojito - se dijo una esplendorosa noche en que


hasta el padre Luna se divertía viéndolos allá abajo -. Y he perdido hasta el pique
que cosquilleaba el dedo de mi pie. Qué divertidos son. Viva.

Y. entonces, qué gusto, qué placer de estarse Dios, El Creador, El de las Cejas Prominentes, con su poncho y su
sombrerito, abrazado y borrachito entre los perros. Hasta que un día en que su alma vibraba y se sacudía y no
podía más de tanta felicidad en El, reunió a los ancianos y principales y les dijo:

- Hijos, no saben ustedes cuan orgulloso me. Siento por tanta perfección en
sus actos y trabajos cotidianos. Pero no estoy satisfecho. Veo que puedo mejorar
las cosas y estoy dispuesto a otorgarles superiores facultades.

Los perros, felices, curiosos, pararon las orejas:

¿Tanto podría nuestro señor?

No sólo eso. Quisiera que ustedes, hábiles oradores y filósofos, decidan qué es lo que más desearían para
cumplirles esa gran petición y sueño. El más ambicioso. El más caro. El más difícil.
Los perros saltaron, movieron las colas de contento:

Pero, Taitita - diciendo -, ¿cómo lograríamos y mereceríamos eso?

Reúnanse en un gran congreso. Yo estaré calladito, al ladito de todos ustedes, escuchando sus deliberaciones
mientras tomo mi chicha y mastico mis chifles con sus carnecitas aliñadas.

Los perros no se hicieron de rogar. Orgullosos, vanidosos, en gran congreso se reunieron en el acto. Y Dios, el gran
Señor de las Cejas Prominentes, ahí ai ladito los escuchó esa noche de espléndida luna bajo la alta pirámide de
flores perfumadas. Entonces el Supremo Sacerdote de los perros, habló, sabiéndose que por su boca hablaba
Dios.

- Y de aquí que nos hemos reunidos porque nuestro Padre Todopoderoso ha


decidido otorgarnos mayores facultades y dones, para hacernos más astutos,

Hábiles e inteligentes y compartir hasta sus poderes y grandiosa divinidad. ¿No sería bueno eso?

Entre los perros se oyó un "¡Oh!, larguísimo, de admiración.

Y el Sumo Sacerdote de todos los perros:

- ¿No sería bueno eso? - insistió.

Entonces he aquí que ocurrió algo inesperado.

Entre la multitud de perros, mientras Dios oía a todas sus criaturas con mucho contento, ¡se oyó un estruendoso
pedo!

A Dios se le saltaron los ojos, como pepa de mango chupado se le descolgó la quijada:

"¡Qué cosa!" - diciéndose.

El Sumo Sacerdote volvió el rostro hacia Dios El Supremo Creador, y éste:

- ¿Qué fue lo que oí? - murmuró, dudando, enardecido.

Y "¡rrreeettt...!_, volvió a oírse.

- ¡Qué burla para mis barbas! ¿Habrase visto? ¡Qué indignación!

Y hubo incomodidad y murmullo entre los perros, sorprendidos, orejas


paradas todos. Pero Dios insistía, ahora colérico y rencoroso.

- Pues me las pagarán. ¡Y malditos sean! Que les ha dado tanto poderes,
tantas facultades. Que les ha otorgado el poder de la palabra y en ella la
inteligencia para organizar y administrarse. ¡Pero me arrepiento y no deseo para
ustedes más que la perdición!

Los perros se quedaron paralizados, orejas y trompas gachas, esperando el castigo, tristes, colas entre las patas.

- De aquí en adelante - continuó Dios El Gran Señor, arrojando de cólera su


sombrero al suelo y quitándose el poncho para tirarlo a un lado -, perderán la
palabra y no la recuperarán jamás hasta que encuentren a ese jijunagramputa
que se soltó el cuesco.
Desde entonces por eso es que hasta hoy los perros ya no hablan. Pero también ocurre que desde hace mucho
tiempo un perro con otro perro, cada vez que se encuentran, se huelen unos a otros sus culos para ver quién ha
sido ese jijuna gramperra que se tiró el pedo.

EL CANGREJO ERMITAÑO
(FÉLIX HUGO NOBLECILLA)

Un día. hace ya muchos años; nació en nuestras playas un cangrejito que no tenía caparazón y todos los demás
seres que habitaban junto a él se burlaban de su aspecto. Las simbocas y las jaibas, que eran más fuertes y bravas,
le daban fuertes horquetazos en su cuerpo desnudo y le decían... ¡Quita de aquí pelao! ... ¡Fuera de aquí cabeza
de mate! ... y le hacían miles de mofas.

Pero a quienes más temía nuestro cangrejito. Era a las gaviotas y a las garzas, ya que ellas le tenían una gran
apetencia, porque al verlo sin caparazón les parecía más delicioso. Por esta razón, este animalito sufría mucho y
casi no podía salir a pasear libremente por la playa o jugar con las olas, como sí lo hacían las jaibas, las simbocas y
demás seres que habitaban junto a él.

Un día decidió refundirse en lo más apartado del mar y no conversar con nadie, por lo que sus demás vecinos
empezaron a llamarle CANGREJO ERMITAÑO, mas siempre sentía el deseo de dar una vuelta por la playa, para lo
cual esperaba que ésta estuviera solitaria. En cierta ocasión que se encontraba correteando alegremente, lo
divisó una gaviota y nuestro cangrejito se vio perdido, corrió sin saber dónde ocultarse, felizmente chocó con la
concha vacía de un caracol y allí se refugió; la gaviota no pudo comérselo. Estuvo largo tiempo oculto en la concha
de caracol, y una vez que vio alejarse a la gaviota hizo el intento de trasladarse hacia el agua, con la concha de
caracol a cuestas, por temor a que volviera la gaviota; al principio sus movimientos fueron torpes y lentos, más
poco a poco se fue acostumbrando y decidió que esa concha le serviría, a partir de ese día, de carapacho o casa.

- ¡Creo que esta concha de caracol puede protegerme de mis enemigos! - se dijo feliz, nuestro querido cangrejito.
Mas pasó el tiempo y el cangrejo creció. La concha de! caracol le quedaba muy estrecha y se dijo : ¡Oh! ¿Y ahora
que hago?

... ¡Mi hogar cada día me resulta más estrecho! ... ¡No puedo realizar bien los movimientos! ... así estuvo con el
problema hasta que se encontró con otra concha más grande, y decidió trasladarse hacia ese nuevo hogar más
amplio.

- ¡Ahora ya puedo salir a pasear! ¡Creo que ya estoy algo protegido! - se dijo
dignamente el cangrejo. Mas aún así no se sentía muy seguro, y como ya había
aprendido a pensar, dijo: - Si no me creo muy seguro, puedo buscar algo que me
proteja aún más y así como encontré por casualidad esta concha, también puedo
encontrar algo más que me sirva para defenderme mejor.

Un buen día, que se encontraba paseando por unas rocas marinas, se encontró con una anémona que estaba
comiendo unos trozos de pescado.

¡Buenos días! señora anemona -la saludo cortésmente el cangrejo ermitaño.

¡Buenos días! -contestó en forma molesta la anémona.

¿Por qué está usted molesta? - preguntó sorprendido nuestro cangrejo - Si la veo que está almorzando, debería
estar más bien alegre.
Si usted supiera, señor cangrejo, ¡cómo sufro de estar todo el día aquí sin poder moverme a ningún lado! - dijo
tristemente la pobre anémona -. Si es que ahora estoy comiendo, es porque tuve la suerte de que hace un rato,
un tiburón estuvo comiéndose un pescado aquí cerca, y entonces quedaron estos restos.

¡Pero usted tiene suerte señora anémona! - replicó el cangrejo, luego de meditar un momento -. Nadie puede
hacerle daño, ni las gaviotas ni los peces más grandes ni las jaibas ni las simbocas. A mí varias veces me han
ofendido. Existe el temor de toparse con su veneno...

Bueno, en eso tiene razón, señor cangrejo... pero lamentablemente, de aquí no puedo moverme.

Yo en cambio puedo moverme y trasladarme de un lugar a otro, pero ando aún con temor hacia mis enemigos. Si
yo tuviera sus defensas, ¡otro sería el destino de mi vida! - exclamó con tristeza el cangrejo.

A la anémona se le ocurrió una idea, y le dijo a nuestro amigo:

- ¿Qué tal, mi estimado señor cangrejo, si usted con sus tenazas, me coloca
encima de su casa y me traslada por diferentes lugares? De esta manera puedo
conseguir mejor mis alimentos y a usted lo defiendo de sus enemigos. Así nadie
se atreverá a molestarlo. Sin pensarlo dos veces el cangrejo aceptó la propuesta y acto seguido, la levantó con sus
fuertes tenazas y la colocó en la parte superior de su concha.

Desde aquel día, estos dos seres - antes infelices - vivieron ayudándose mutuamente. Nuestro cangrejo jamás
tuvo miedo de pasear por los fondos marinos, y nuestra anémona jamás tuvo que sufrir mucho para conseguir sus
alimentos.

PURAS MENTIRAS
(Christian Fernández)

Por ver nomás, por demostrarles que eran puras mentiras, creencias decía yo, estuve trepa y trepa toda la noche
ese cerro que hay camino al Lechuzal, cerro solito en medio de la pampa pelada, cerro encantado le dicen,
¡Cojudeces!, les gritaba yo, y ellos diciéndome que sí, que era verdad, que no lo hiciera, que ya había pasado una
vez, y yo desafiante diciéndoles: ver para creer.-señores. Porque a mí no me cabe en la cabeza eso de que por el
sólo hecho de treparse, de darle la cara a ese cerro uno vaya a morirse o a ocurrirle cualquier desgracia. No,
señor, eso sí que no lo creo. ¡Puras mentiras! ¡Por eso me trepé hasta la puntita, me trepé de puro terco que soy
cuando no creo en algo en lo que todos están como embobados y temblando por lo que les pueda ocurrir!
Entonces he estado trepando todo corajudo, hirviéndome la sangre. Además, para darme el gusto de que al
momento de bajar todos me miren y se les quite la costumbre de andar creyendo en los cerros como si estos
tuvieran vida como la gente y que en cualquier momento puedan alargar su manaza y juacáte darle duro a
cualquiera.

Pero no es así, y la pura verdad que no le he visto nada de encantamiento al cerrito ese, lo he visto igualito que
cualquier otro cerro de los que se ven por acá, por el lado de Quebradahonda.

Allí arriba estuve buen rato mirando todos los recovecos que tiene el pedrerío ese. Pero por lo que sí es un gusto
estar allí arriba es por la hierba que crece, porque le ponen a uno las ganas de probarla y uno puede estarse traga
y traga y no se empanza. Ya la bajada fue más rápida, además que yo me hacía la idea de que venía en cuatro
patas porque bajaba tan rápido para llegar hasta aquí y decirles a todos los que esperaban a un lado del camino
que sucediera cualquier desgracia en el pueblo o a mí alguna cosa rara, que no había nada del otro mundo.
En eso venía pensando cuando ya estaba faldeando el cerro y vi que empezaban a agruparse, y cuando terminé
de bajar todos comenzaron a desparramarse corriendo como locos y gritándome, no te acerques, Asunción, vete.

Yo que esperaba que me recibieran con agradecimiento por hacerles que no sucedía nada subiendo ese cerro al
que no podían acercarse nunca, me sorprendí cuando los vi corriendo como cabras locas.

Hasta a mi mujer la Jacinta la he alcanzado a ver alargándose las patas, corriendo como una loca. No me creen, y
estoy pensando en que seguramente están creyendo que tengo algún pacto con el diablo como para que no me
haya sucedido nada. Por eso es que huyen de mí, por eso seguramente corren para no darme cara. A mí me entró
una risa tremenda al verlos en esa forma, y buen rato me he reído panza arriba como rebuznando al verlos correr
así por así.

Ahora parado aquí en medio de la placita me fijo bien y me imagino la pelotera de ojos que se están asomando por
las rendijas de las puertas. A lo lejos, desde la casa, escucho a la Jacinta que me grita. Asunción, vuélvete a tu
cerro. Entonces toco todas las puertas gritando, miren, aquí estoy sano y salvo, tóquenme para que vean que allí
arriba no hay nada más que hierba y piedras. Cuando hablo de hierba se me va la boca en agua por ese pasto
verdecito que hay allí arriba; y si la Jacinta insiste en no abrirme la puerta, me volveré para el cerro. ¡Guaa! Ahora
miro para este otro lado y veo el arriero don Julio que se me acerca y me pone un cabo en el pescuezo, me
arrastra, y me alinea con toda un piara de burros. Luego veo como me coloca unas pesadas alforjas en el espinazo
como si me fuera a trozar en dos. Pero en seguida me acomodo bien y siento un gustazo con esta carga. A mí que
he subido al ceno encantado que hay camino al Lechuzal y que he vuelto sano y salvo. Solo con unas tremendas
ganas de ponerme a comer hierba hasta cansarme.

EL CANTO DE GUACACÓ
(Genaro Maza Vera)

Aquella oportunidad que visitábamos a don Hortensio, el fantasma del guacabó flotaba en el silencio de la
noche. Aquejado de un fuerte dolor estomacal, Don Hortensio lanzaba preocupadores gemidos desde su lecho. ,
tres de la tarde. Y eso, por aquellos sectores fronterizos es muy lamentable, pues, a esa hora, los escasos
camiones que llegan diariamente por esas rutas de Pampa Larga ya han emprendido el retorno a Sullana, dejando
aislada aquella parte de la frontera.

Así las cosas…

Mientras doña Mariana se afanaba en rezos y tisanas que esfumaran la repentina enfermedad de su esposo,
varios familiares y amigos, congregados en la amplia sala de la casa de don Hortensio esperábamos atentos los
más pequeños síntomas de una leve mejoría. Era una persona muy querida y respetada por cuanto colaboraba de
manera desprendida y desinteresada con las fiestas y escuelas de la frontera. Eso podía permitírselo su solvencia
económica, pues era uno de los pocos privilegiados que poseían una chacra de regular extensión a orillas del
Chira, y propietario también de una apreciable cantidad de ganado que pastoreaba por todo ese lado de la
frontera.

Ya era más de medianoche y nadie se movía. El enfermo había dejado de quejarse y don Martín compadre de don
Hortensio, nos entretenía con historias que hablaban de sequías concluidas y anhelos realizados. Dotados de un
espíritu inventivo y poético nos hacía pasable la vida por esas tristes cerrerías.
Luego nos había planteado un acertijo.

-A ver, quién de ustedes podría decirme ¿cuáles son esas tres cosas que hacen que una mujer sea,
verdaderamente, una mujer?

- ¿La pérdida de la virginidad?

- ¿La maternidad?

Ante su negativa, aventuramos nuevas repuestas que fueron interrumpidas por unos gritos que provenían
de cerro abajo.

-¡Hortensio! ¡Hortensio! ¡Vamos a tomar una buena Mallorca...

Minutos después ante la puerta de la amplia casa de tabique, apareció bamboleándose por los efectos del
alcohol, el cabo Valdivia, el hombre de las alucinaciones y gran amigo de don Hortensio. Siempre lo
escuchábamos hablara de “muertos” y fantasmas que lo asediaban, periódicamente, impidiéndole dormir;
cuando sufría esas crisis bebía hasta embrutecerse. Sus compañeros del destacamento fronterizo le achacaban
problemas de conciencia. Dos años atrás había capturado a tres narcotraficantes que por su pasaje secreto
intentaban pasar una gran cantidad de droga al Ecuador. Y ello gracias al soplo del mismo traficante que les había
proveído la droga. El cabo, para apoderarse de ella y salvaguardar la integridad del narco delator con quien la
negociaría, empezó a liquidar fríamente a sus prisioneros. Los sorprendidos hombres se llenaron de terror. Ante la
inminencia de la muerte se arrodillaron, imploraron, hablaron de mujeres e hijos desamparados. Uno a uno
fueron recibiendo su descarga mortal. Ahora, su conciencia se había convertido en un fiscal implacable.

Al enterarse de la enfermedad de don Hortensio, todo su entusiasmo alcohólico se apagó. Su rostro


descompuesto y la mirada perdida traslucían una interioridad atormentada.

Se quitó el kepí y se dispuso a sentarse. En aquel instante, por encima del techo de tejas y entre el sólido
silencio que reinaba se expandió un canto agudo, más propiamente hablando, un graznido:

Era el tan temido y agorero canto del guacabó . Doña Mariana soltó el llanto, mientras los demás presentes se
santiguaban. Se hizo un silencio hondo y reverente que testimoniaba el profundo apego de aquellos seres por sus
que si bien los atenazaba también les hacía más llevadera su existencia.

Fue don Martín el que se encargó de romper el desconcierto:

-Bueno, bueno, no hay que tomar muy a pecho esa abusión; es una creencia nomás, ¿acaso no han
escuchado el cuento del guacabó?

Sin esperar nuestra respuesta empezó a narrar:

-Fíjense que en una cerrería como ésta, vivía una viuda y sus tres hijas solteras que se dedicaban nomás a
criar sus animalitos.

Un día, la madre se sintió enferma y por la noche se dejó escuchar el canto del guacabó.

La madre desde su lecho, llamó a sus tres hijas para decirles:”Quiero que sigan unidas, como hasta ahora. El
guacabó ha cantado y voy a morir”.

Así fue, se murió.

Pasaron algunos años, y la hermana mayor enfermó. Nuevamente el guacabó soltó su malero canto. Y
también murió.
Después de algún tiempo, la segunda hermana se sintió indispuesta y, por tercera vez, el canto del
guacabó resonó por esas sólidas cerrerías.

Nomás quedó la menor de las hermanas.

Un día que se encontraba enferma volvió a escuchar el canto del pájaro agorero. La joven, apenas lo escuchó, se
levantó colérica gritando: “¡Ah, guacabó desgraciado, te has llevado a mi madre y a mis hermanas, pero a mí no
me vas a fregar!”

De inmediato se escuchó una gran explosión y una voz de trueno. Era la voz del guacabó que decía: “¡Has
vencido, muchacha, no te has dejado llevar por mi canto y has ganado la vida”.

Así fue, se casó después con un cerreño y vivió feliz durante largos años.

Por eso, no hay que dejarse llevar por esa abusión-terminó sentenciando don Martín –es una creencia
nomás.

Su relato tuvo la virtud de tranquilizarnos.

-Buen cuento, buen cuento-gangueó el cabo. Pero esas creencias son ciertas, son como los muertos,
como los fantasmas que sí existen. Yo los he visto, yo los veo…-empezó a vociferar con vehemencia -¡Yo los veo!
¡se me arrodillan! Se me…

Salió gritando en una desbocada carrera.

Comentábamos su extraña conducta, cuando unas palabras claras y tranquilas resonaron desde el interior:

Salió gritando en una desbocada carrera.

Comentábamos su extraña conducta, cuando unas palabras claras y tranquilas resonaron desde el interior:

Era la inequívoca voz de don Hortensio.

Estaba sentado en su cama con una expresión serena. Tal como había enfermado, había mejorado:
repentinamente.

Doña Mariana, muy contenta, empezó a comentar:

-El cuento de mi compadre Martín no dejo que la abusión se cumple…

Un estruendo interrumpió sus palabras y fragmentó en mil pedazos el augusto silencio que reinaba
afuera. Ayudados con una linterna de mano corrimos cerro abajo, En una hondonada y enredado entre las ramas
secas y crujientes de unos overales y “borracheras” se hallaba tirado el cabo Valdivia. Había descargado un
balazo sobre su propia cabeza.

Don Martín sacando a relucir esa serenidad que caracteriza a los hombres de frontera, se santiguó para
afirmar rotundo:

-Bueno, después de todo, el canto del guacabó se ha cumplido.

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