El Comienzo de El Capitán Ala Triste
El Comienzo de El Capitán Ala Triste
El Comienzo de El Capitán Ala Triste
No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y
Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes. Cuando lo conocí
malvivía en Madrid, alquilándose por cuatro maravedíes en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de
espadachín por cuenta de otros que no tenían la destreza o los arrestos para solventar sus propias querellas.
Ya saben: un marido cornudo por aquí, un pleito o una herencia dudosa por allá, deudas de juego pagadas a
medias y algunos etcéteras más. Ahora es fácil criticar eso; pero en aquellos tiempos la capital de las
Españas era un lugar donde la vida había que buscársela a salto de mata, en una esquina, entre el brillo de
dos aceros. En todo esto Diego Alatriste se desempeñaba con holgura. Tenía mucha destreza a la hora de
tirar de espada, y manejaba mejor, con el disimulo de la zurda, esa daga estrecha y larga llamada por
algunos vizcaína, con que los reñidores profesionales se ayudaban a menudo. Una de cal y otra de vizcaína,
solía decirse. El adversario estaba ocupado largando y parando estocadas con fina esgrima, y de pronto le
venia por abajo, a las tripas, una cuchillada corta como un relámpago que no daba tiempo ni a pedir
confesión. Sí. Ya he dicho a vuestras mercedes que eran años duros.
El capitán Alatriste, por lo tanto, vivía de su espada. Hasta donde yo alcanzo, lo de capitán era más un apodo
que un grado efectivo. El mote venía de antiguo: cuando, desempeñándose de soldado en las guerras del
Rey, tuvo que cruzar una noche con otros veintinueve compañeros y un capitán de verdad cierto río helado,
imagínense, viva España y todo eso, con la espada entre los dientes y en camisa para confundirse con la
nieve, a fin de sorprender a un destacamento holandés. Que era el enemigo de entonces porque pretendían
proclamarse independientes, y si te he visto no me acuerdo. El caso es que al final lo fueron, pero entre
tanto los fastidiamos bien. Volviendo al capitán, la idea era sostenerse allí, en la orilla de un río, o un dique,
o lo que diablos fuera, hasta que al alba las tropas del Rey nuestro señor lanzasen un ataque para reunirse
con ellos. Total, que los herejes fueron debidamente acuchillados sin darles tiempo a decir esta boca es mía.
Estaban durmiendo como marmotas, y en ésas salieron del agua los nuestros con ganas de calentarse y se
quitaron el frío enviando herejes al infierno, o a donde vayan los malditos luteranos. Lo malo es que luego
vino el alba, y se adentró la mañana, y el otro ataque español no se produjo. Cosas, contaron después, de
celos entre maestres de campo y generales. Lo cierto es que los treinta y uno se quedaron allí abandonados
a su suerte, entre reniegos, por vidas de y votos a tal, rodeados de holandeses dispuestos a vengar el
degüello de sus camaradas. Más perdidos que la Armada Invencible del buen Rey Don Felipe el Segundo. Fue
un día largo y muy duro. Y para que se hagan idea vuestras mercedes, sólo dos españoles consiguieron
regresar a la otra orilla cuando llegó la noche. Diego Alatriste era uno de ellos, y como durante toda la
jornada había mandado la tropa —al capitán de verdad lo dejaron listo de papeles en la primera
escaramuza, con dos palmos de acero saliéndole por la espalda—, se le quedó el mote, aunque no llegara a
disfrutar ese empleo. Capitán por un día, de una tropa sentenciada a muerte que se fue al carajo vendiendo
cara su piel, uno tras otro, con el río a la espalda y blasfemando en buen castellano. Cosas de la guerra y la
vorágine. Cosas de España.
En fin. Mi padre fue el otro soldado español que regresó aquella noche. Se llamaba Lope Balboa, era
guipuzcoano y también era un hombre valiente. Dicen que Diego Alatriste y él fueron muy buenos amigos,
casi como hermanos; y debe de ser cierto porque después, cuando a mi padre lo mataron de un tiro de
arcabuz en un baluarte de Jülich —por eso Diego Velázquez no llegó a sacarlo más tarde en el cuadro de la
toma de Breda como a su amigo y tocayo Alatriste, que sí está allí, tras el caballo—, le juró ocuparse de mí
cuando fuera mozo. Ésa es la razón de que, a punto de cumplir los trece años, mi madre metiera una camisa,
unos calzones, un rosario y un mendrugo de pan en un hatillo, y me mandara a vivir con el capitán,
aprovechando el viaje de un primo suyo que venía a Madrid. Así fue como entré a servir, entre criado y paje,
al amigo de mi padre.
Una confidencia: dudo mucho que, de haberlo conocido bien, la autora de mis días me hubiera enviado tan
alegremente a su servicio. Pero supongo que el título de capitán, aunque fuera apócrifo, le daba un barniz
honorable al personaje. Además, mi pobre madre no andaba bien de salud y tenía otras dos hijas que
alimentar. De ese modo se quitaba una boca de encima y me daba la oportunidad de buscar fortuna en la
Corte. Así que me facturó con su primo sin preocuparse de indagar más detalles, acompañado de una
extensa carta, escrita por el cura de nuestro pueblo, en la que recordaba a Diego Alatriste sus compromisos
y su amistad con el difunto. Recuerdo que cuando entré a su servicio había transcurrido poco tiempo desde
su regreso de Flandes, porque una herida fea que tenía en un costado, recibida en Fleurus, aún estaba fresca
y le causaba fuertes dolores; y yo, recién llegado, tímido y asustadizo como un ratón, lo escuchaba por las
noches, desde mi jergón, pasear arriba y abajo por su cuarto, incapaz de conciliar el sueño. Y a veces le oía
canturrear en voz baja coplillas entrecortadas por los accesos de dolor, versos de Lope, una maldición o un
comentario para sí mismo en voz alta, entre resignado y casi divertido por la situación. Eso era muy propio
del capitán: encarar cada uno de sus males y desgracias como una especie de broma inevitable a la que un
viejo conocido de perversas intenciones se divirtiera en someterlo de vez en cuando. Quizá ésa era la causa
de su peculiar sentido del humor áspero, inmutable y desesperado.
Ha pasado muchísimo tiempo y me embrollo un poco con las fechas. Pero la historia que voy a contarles
debió de ocurrir hacia el año mil seiscientos y veintitantos, poco más o menos. Es la aventura de los
enmascarados y los dos ingleses, que dio no poco que hablar en la Corte, y en la que el capitán no sólo
estuvo a punto de dejar la piel remendada que había conseguido salvar de Flandes, del turco y de los
corsarios berberiscos, sino que le costó hacerse un par de enemigos que ya lo acosarían durante el resto de
su vida. Me refiero al secretario del Rey nuestro señor, Luis de Alquézar, y a su siniestro sicario italiano,
aquel espadachín callado y peligroso que se llamó Gualterio Malatesta, tan acostumbrado a matar por la
espalda que cuando por azar lo hacía de frente se sumía en profundas depresiones, imaginando que perdía
facultades. También fue el año en que yo me enamoré como un becerro y para siempre de Angélica de
Alquézar, perversa y malvada como sólo puede serlo el Mal encarnado en una niña rubia de once o doce
años. Pero cada cosa la contaremos a su tiempo.
Me llamo Íñigo. Y mi nombre fue lo primero que pronunció el capitán Alatriste la mañana en que lo soltaron
de la vieja cárcel de Corte, donde había pasado tres semanas a expensas del Rey por impago de deudas. Lo
de las expensas es un modo de hablar, pues tanto en ésa como en las otras prisiones de la época, los únicos
lujos —y en lujos incluíase la comida— eran los que cada cual podía pagarse de su bolsa. Por fortuna,
aunque al capitán lo habían puesto en galeras casi ayuno de dineros, contaba con no pocos amigos. Así que
entre unos y otros lo fueron socorriendo durante su encierro, más llevadero merced a los potajes que
Caridad la Lebrijana, la dueña de la taberna del Turco, le enviaba conmigo de vez en cuando, y a algunos
reales de a cuatro que le hacían llegar sus compadres Don Francisco de Quevedo, Juan Vicuña y algún otro.
En cuanto al resto, y me refiero a los percances propios de la prisión, el capitán sabía guardarse como nadie.
Notoria era en aquel tiempo la afición carcelaria a aligerar de bienes, ropas y hasta de calzado a los mismos
compañeros de infortunio. Pero Diego Alatriste era lo bastante conocido en Madrid; y quien no lo conocía
no tardaba en averiguar que era más saludable andársele con mucho tiento. Según supe después, lo primero
que hizo al ingresar en el estaribel fue irse derecho al más peligroso jaque entre los reclusos y, tras saludarlo
con mucha política, ponerle en el gaznate una cuchilla corta de matarife, que había podido conservar
merced a la entrega de unos maravedíes al carcelero. Eso fue mano de santo. Tras aquella inequívoca
declaración de principios nadie se atrevió a molestar al capitán, que en adelante pudo dormir tranquilo
envuelto en su capa en un rincón más o menos limpio del establecimiento, protegido por su fama de
hombre de hígados.
Después, el generoso reparto de los potajes de la Lebrijana y las botellas de vino compradas al alcaide con el
socorro de los amigos aseguraron sólidas lealtades en el recinto, incluida la del rufián del primer día, un
cordobés que tenía por mal nombre Bartolo Cagafuego, quien a pesar de andar en jácaras como habitual de
llamarse a iglesia y frecuentar galeras, no resultó nada rencoroso. Era ésa una de las virtudes de Diego
Alatriste: podía hacer amigos hasta en el infierno.
Parece mentira. No recuerdo bien el año —era el veintidós o el veintitrés del siglo—, pero de lo que estoy
seguro es de que el capitán salió de la cárcel una de esas mañanas azules y luminosas de Madrid, con un frío
que cortaba el aliento. Desde aquel día que —ambos todavía lo ignorábamos— tanto iba a cambiar nuestras
vidas, ha pasado mucho tiempo y mucha agua bajo los puentes del Manzanares; pero todavía me parece ver
a Diego Alatriste flaco y sin afeitar, parado en el umbral con el portón de madera negra claveteada
cerrándose a su espalda. Recuerdo perfectamente su parpadeo ante la claridad cegadora de la calle, con
aquel espeso bigote que le ocultaba el labio superior, su delgada silueta envuelta en la capa, y el sombrero
de ala ancha bajo cuya sombra entornaba los ojos claros, deslumbrados, que parecieron sonreír al divisarme
sentado en un poyete de la plaza. Había algo singular en la mirada del capitán: por una parte era muy clara y
muy fría, glauca como el agua de los charcos en las mañanas de invierno. Por otra, podía quebrarse de
pronto en una sonrisa cálida y acogedora, como un golpe de calor fundiendo una placa de hielo, mientras el
rostro permanecía serio, inexpresivo o grave. Poseía, aparte de ésa, otra sonrisa más inquietante que
reservaba para los momentos de peligro o de tristeza: una mueca bajo el mostacho que torcía éste
ligeramente hacia la comisura izquierda y siempre resultaba amenazadora como una estocada —que solía
venir acto seguido—, o fúnebre como un presagio cuando acudía al hilo de varias botellas de vino, de esas
que el capitán solía despachar a solas en sus días de silencio. Azumbre y medio sin respirar, y aquel gesto
para secarse el mostacho con el dorso de la mano, la mirada perdida en la pared de enfrente. Botellas para
matar a los fantasmas, solía decir él, aunque nunca lograba matarlos del todo.
La sonrisa que me dirigió aquella mañana, al encontrarme esperándolo, pertenecía a la primera clase: la que
le iluminaba los ojos desmintiendo la imperturbable gravedad del rostro y la aspereza que a menudo se
esforzaba en dar a sus palabras, aunque estuviese lejos de sentirla en realidad. Miró a un lado y otro de la
calle, pareció satisfecho al no encontrar acechando a ningún nuevo acreedor, vino hasta mí, se quitó la capa
a pesar del frío y me la arrojó, hecha un gurruño.