Traducción MAYER. The Furies (Cap. 3)

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CAPÍTULO 3

Violencia

La violencia es tan inseparable de la revolución y de la contrarrevolución, como


éstas lo son una de la otra. La violencia tiene, por supuesto, muchos rostros y
propósitos. Ciertamente, no toda la violencia en una revolución resulta ideológicamente
fundada, y por ello mismo, excesiva e ilimitada. Aunque la violencia es inherente a la
revolución, no es exclusiva de ella. Ni tampoco es tan rara como la revolución misma.
La violencia es un elemento básico de la vida política y social, especialmente para su
establecimiento y consolidación. En la creación a menudo se recurre a la guerra, la cual,
al igual que la revolución, “no resulta concebible fuera del dominio de la violencia”. 1 El
mito fundacional de casi toda sociedad o estado celebra de manera romántica los
derramamientos de sangre primigenios. Por lo general, la violencia es siempre endémica
y caleidoscópica, por momentos explosiva o en suspenso, mientras que los
relativamente breves “intervalos de paz” se deben menos a la influencia de una visión
humanitaria y moralmente moderada” que a la incapacidad del hombre “para vivir
inmerso en una violencia perpetua e ininterrumpida”.2
En un pasado distante, la violencia “era parte de un orden natural sancionado por
Dios”, una “practica social” anónima e incuestionada, que no necesitaba “justificación”
alguna. Aún las “revueltas en las sociedades pre-modernas eran parte de la violencia
endémica de su tiempo”. La idea de “una sociedad sin violencia” resultaba inconcebible.
Fue sólo durante la Edad Moderna, y en particular durante el siglo XVIII, que la
violencia comenzó a ser estigmatizada al igual que el derecho divino de los reyes o el
fanatismo religioso. La idea de que la violencia doméstica e internacional es un
fenómeno bárbaro y anti-ilustrado, y la firme creencia de que la misma está destinada a
desaparecer, continuó ganando terreno durante el siglo XIX. Aún cuando la exorbitante
e insensata violencia de la Primera Guerra Mundial “quebró este sueño”, formulado por
primera vez por Immanuel Kant en 1795, la utopía persistió hasta que la Segunda
Guerra hizo añicos cualquier ilusión remanente.3
Gracias a estos dos monstruosos conflictos, el siglo XX probablemente deba ser
considerado el período más violento de la historia registrada. Sus guerras fueron tan
incomparablemente sangrientas y salvajes porque surgieron a partir de una amalgama de
factores –guerra convencional, guerra civil, y Glaubenskrieg*. Con picos evidentes en
las carnicerías de Auschwitz, Dresden e Hiroshima, la Segunda Guerra Mundial
aniquiló lo que quedaba de la pretensión de que el avance de la civilización implicaba
un incremento progresivo en la capacidad del hombre para dominar su propia violencia.
Simultáneamente, hizo estallar por los aires el mito eurocéntrico que postulaba que el
colonialismo transoceánico había llevado la “civilización” a los incivilizados pueblos
afroasiáticos.4 Existen afinidades ciertas entre, por un lado, las Furias de las cruzadas
religiosas, las guerras confesionales, los terrores revolucionarios, y las misiones
civilizadores interoceánicas, y por el otro, las Furias de los campos de concentración,
los bombardeos a poblaciones civiles, y el lanzamiento de bombas atómicas. La razón
última de estas ordalías provocadas por la guerra del siglo XX fue menos el potencial de

*
Glaubenskrieg = guerra religiosa o guerra de religión (nota del traductor).

Arno Mayer, The Furies 1 traducción Fabián Campagne


destrucción de las armas modernas que su sacralización al servicio de las causas a las
que contribuían.5
Aunque en la actualidad la fe en la razón y en el progreso humanos está
claramente debilitada, la utopía de un futuro sin violencia se resiste a morir. Resulta una
ironía que en la misma época en que la guerra ha causado derramamientos de sangre sin
precedentes, en parte a raíz de que los embates contra la población civil fueron tan
fuertes como los lanzados contra los ejércitos regulares, el concierto de las naciones
pusiera en juego reglas e instituciones –igualmente sin precedentes– diseñadas para
convertir a la guerra en un fenómeno menos sangriento, salvaje e incivilizado: las
Convenciones de Ginebra de 1929 y 1949, la Liga de las Naciones, las Naciones
Unidas, los Juicios de Nuremberg y Tokio, la Convención sobre Genocidio. Con este
mismo espíritu, la “comunidad mundial” estableció recientemente tribunales
internacionales ad hoc para castigar los genocidios que tuvieron lugar en Ruanda y en
los Balcanes, así como otros crímenes de lesa humanidad que en la era post-atómica
tienen todo el potencial para convertirse en conflictos étnicos, religiosos e
interculturales, así como antes otros conflictos tendían a transformarse en
enfrentamientos armados entre estados soberanos.6 Algunos de estos conflictos
asumieron la máscara o la forma de una guerra de secesión o de un conflicto generado
por la construcción de un nuevo estado, tal como ocurrió con Kosovo en 1999. Parece
claro que la violencia no va a disminuir su intensidad ni a desaparecer en los años
venideros. Simplemente “continúa cambiando de rostro”.7
Sin embargo, estas miserias y desastres recientes pueden hacernos olvidar “el
carácter crónico que la violencia posee al interior de cualquier sociedad civil, y la
posibilidad permanente de que una sociedad civilizada involucione hasta convertirse en
una sociedad incivilizada”.8 Durante la Primera Guerra Mundial, una creciente
consciencia sobre los horrores de la guerra ilimitada entre estados fue de la mano de la
deslegitimación de la violencia política interna practicada particularmente por los
estados no democráticos, a los que por otra parte se veía como singularmente guerreros
y agresivos. Esta cultura del “soy-más-santo-que-tú” ignora o minimiza la cultura de
violencia en el seno de los propios estados democráticos, fomentada por la celebración y
el masivo marketing de un uso de la fuerza que resulta al mismo tiempo inmaculado y
letal.
Dado que la violencia ha jugado un rol de enorme importancia en la historia de
la humanidad, y de manera particularmente excepcional durante el siglo XX, no deja de
sorprendernos que sólo en contadas ocasiones dicho fenómeno “mereciera la atención
detallada de los especialistas”.9 Este vacío podría atribuirse, en parte, a la dificultad
ética y epistémica que supone conceptualizar y teorizar la violencia sin justificarla,
absolverla o condenarla. De hecho, desde 1789, y ciertamente desde 1917, la violencia
ha desafiado con dureza los ideales (o las pretensiones) de objetividad de los
académicos. Los teóricos políticos y sociales que han ponderado el ríspido problema de
la violencia no lo han hecho en tiempo de paz, sino por lo general en épocas de grandes
perturbaciones, durante las cuales sus respectivas tomas de posición resultaban
cualquier cosa menos distantes o neutrales. De hecho, para ellos resultaba un asunto de
método la combinación de la reflexión teórica con el compromiso político. 10 Pero decir
que las reflexiones más penetrantes sobre la violencia tienen un propósito urgente y
singularmente polémico no implica que debamos rechazarlas como meras obras de
circunstancia, puesto que por lo general trascienden las razones políticas y los eventos
contingentes que dieron lugar a su producción. En cualquier caso, en la Edad Moderna
tanto Maquiavelo como Hobbes cabrían dentro de este grupo de intelectuales

Arno Mayer, The Furies 2 traducción Fabián Campagne


comprometidos; y en la historia más reciente, lo mismo sucede con figuras como
Weber, Schmitt, Arendt y Ricoeur.

***

No caben dudas de que la definición de diccionario que hace de la coerción


física la quintaesencia de la violencia resulta inaceptablemente restringida. Dado el
carácter proteico de su naturaleza, hay algo para decir acerca de la premisa que hace de
la violencia una construcción política, legal y cultural. Tal premisa, por supuesto, nos
obliga a dirigir nuestra mirada hacia los responsables de esta construcción, para
identificar así sus razones, procedimientos e intenciones. Su efecto neto es un
reforzamiento de la distinción entre la fuerza autorizada o legítima, por un lado, y la
violencia no autorizada o ilegítima, por el otro.
Tanto conceptualmente como en la práctica, la fuerza y la violencia son
construidas como opuestos, aunque las fronteras entre ambas son permanentemente
puestas a prueba, desafiadas y ajustadas. La fuerza es concebida como organizada,
controlada y limitada, de acuerdo con normas y convenciones legales. La principal
representación simbólica de esta violencia autorizada, que es pública y colectiva, es el
cuerpo disciplinado de policías o soldados, entrenados para realizar demostraciones de
poder y un uso controlado de la fuerza. Como contraste, la violencia ilegal es percibe
ampliamente como un fenómeno frenético, informe y desordenado, cuyos agentes se
mueven por impulsos y pasiones indisciplinadas. La violencia no autorizada suele ser
imaginada como una desagradable horda de campesinos o una turba urbana que se
dirige a asesinar, mutilar o masacrar a victimas indefensas e inocentes. 11 Parece claro
que la distinción entre fuerza y violencia tiene que ver con una cuestión de
posicionamiento o percepción, particularmente en relación con la fuente y el grado de
sus respectivas legalidades. Los abogados y los apologistas de la violencia contestan la
legitimidad de la fuerza empleada contra ellos, y al hacer eso, desafían el orden legal o
constitucional vigente, o al menos son acusados de ello.12
Casi siempre, la ventaja corre por cuenta de la fuerza, que se beneficia con el
aura sagrada que rodea al estado. En tanto “la más flagrante manifestación” y la
“máxima” expresión de poder, la violencia asume legitimidad y adquiere virtud cuando
es ejercida por el estado que la monopoliza y la proyecta como la única fuerza pura,
imparcial y neutral.13 La violencia autorizada se beneficia también por el hecho de estar
organizada, planificada y mensurada, por lo que adquiere la apariencia de un
movimiento racional y ponderado. Por comparación, y haciendo abstracción de sus
intenciones, la contra-violencia ilegal es ampliamente percibida como impulsiva,
aleatoria y errática, como si estuviera movida por una furia, un odio y una venganza
ciegas.14
Resulta obvio que no existe soberano, por no decir poder legítimo, sin la espada,
la ultima ratio regnum. En su propia época, Maquiavelo sostuvo que Savonarola
“fracasó con sus nuevas normas cuando la multitud dejó de creer en él, pues el fraile no
tenía medios para mantener en la obediencia a quienes habían creído en su mensaje, ni
para someter a quienes nunca lo habían hecho”.15 De manera no menos explícita,
Hobbes argumenta que “las comunidades organizadas son meras palabras si no cuentan
con la espada”.16 Unos siglos más tarde, en vísperas de 1848, y mientras analiza en
forma crítica el terror de la Revolución Francesa, Quinet sostiene que hubiera sido inútil
“enfrentar al [antiguo] régimen sólo mediante la prédica moral”, reproduciendo “la
letanía que anatematiza el derramamiento de sangre como una práctica contraria a los
mandamientos de Dios y de la Iglesia”. 17 Cuando de manera similar, e impactado por las

Arno Mayer, The Furies 3 traducción Fabián Campagne


revoluciones Rusa y Alemana de 1917-1919, Max Weber comience a repensar la
política y el poder, afirmará que bajo condiciones extremas la “ética absoluta” del
Sermón de la Montaña no resulta relevante a la hora de decidir “los fines que
santificarán determinados medios”.18
Desde los tiempos antiguos, la guerra contra los enemigos externos ha sido
juzgada mucho menos severamente que la guerra civil que opone a miembros de la
misma comunidad o nación. En el siglo XVI, Montaigne difundió este punto de vista,
que continúa vigente hasta el presente. Calificó a “la guerra internacional… como un
mal mucho menos grave que la guerra civil”, y justificó el recurso a la primera como
estrategia para evitar la segunda (“un medio perverso al servicio de una causa justa”).19
Tres son las razones que permiten explicar esta toma de posición: 1) comparada con la
guerra internacional, la guerra civil es mucho más cruel y salvaje; 2) involucra e
inevitablemente daña a inocentes no beligerantes; 3) la tercera de estas causas es la que
más preocupaba a Edmund Burke, quien consideraba que las guerras civiles “producen
un profundo efecto en el comportamiento de las personas”, “introduciendo vicios en el
ejercicio de la política que corrompen la moral y pervierten la tendencia natural hacia la
equidad y la justicia”.20 No hace falta decir que la violencia incivilizadora muestra su
peor rostro cuando los conflictos internacionales y civiles se entremezclan, como
sucedió durante la Guerra del Peloponeso o la Guerra de los Treinta Años. En Corfú, la
primera ciudad griega “en sufrir las pasiones de la guerra civil” durante el conflicto
griego, la convergencia produjo horrores más allá de toda consideración, pues “las
convenciones ordinarias de la vida civilizada dieron paso a atrocidades y actos de
venganza hasta entonces nunca vistos u oídos”.21

***

Los nuevos comienzos suponen dos clases diferentes de violencia: la violencia


de la fundación, que establece y ancla un nuevo orden de legitimidad; y la violencia de
la conservación, que lo mantiene y lo conserva.22 No muchos estados se fundaron
gracias a una convención pacífica, y la refundación revolucionaria confirma el
postulado de Merleau Ponty: “la violencia es el origen común de todos los regímenes”. 23
En un tiempo de nuevos comienzos, el rango de coerción es empleado para establecer y
solidificar un nuevo orden legal o constitucional, que contribuirá a transformar la
violencia ilegal en fuerza legal. Incluso la peor de las violencias fundacionales
terminará eventualmente semi-olvidada y cuasi-transfigurada, en razón de la
permanente glorificación a que la someterá la narrativa de justificación simbólica.24
El problema de la fundación nueva –y por consiguiente violenta– es central en la
construcción teórica de Maquiavelo. 25 La tesis se desprende claramente de una de sus
proposiciones más conocidas: “nada resulta más difícil de llevar a la práctica, nada tiene
un éxito más dudoso, o resulta más peligroso, que el inicio de un nuevo orden de cosas”.
Precisamente porque dicho giro afecta no sólo a la política sino a la sociedad civil, “el
reformador se gana enemigos en todos aquellos grupos que se beneficiaban con el viejo
orden, y sólo tibios defensores entre aquellos que podrían beneficiarse con el triunfo del
nuevo…, en parte por temor a sus adversarios…, y en parte por la incredulidad que
siempre parece caracterizar a la humanidad”.26
En cualquier caso, desde el momento en que la nueva fundación, que entraña una
ruptura radical, se ve afectada por una gran inestabilidad y enfrenta grandes resistencias,
Maquiavelo cree que no existe otra alternativa que recurrir a la violencia. Sostiene que,
con la situación equilibrada sobre el filo de una navaja, resulta imprescindible la
emergencia de un líder surgido de las filas de los padres fundadores, una figura rectora

Arno Mayer, The Furies 4 traducción Fabián Campagne


que adopte “medidas extraordinarias como la violencia y el recurso a las armas” para
apresurar el cambio de régimen.27 Sin preocuparse por cuestiones relacionadas con la
moral o la metafísica, Maquiavelo aconseja que, en lugar de retrasar la campaña de
violencia, el gobernante deberá “cometer todas las crueldades de una sola vez”, incluso
si dichos actos no resultan “ni cristianos ni humanos… y desoyen los fundamentos de la
vida civilizada”.28
Sin embargo, si el nuevo príncipe pretende fundar un estado duradero, y
convertirse en algo más que un mero tirano, deberá aprender a recurrir “tanto al hombre
como a la bestia que lleva en su interior”, haciéndose temer y pero también amar,
recurriendo a la religión y a la ley como basamento consensuado de su gobierno.29 En
última instancia, la mejor medida de la apropiada combinación de temor y amor tal vez
sea la constatación “de que las crueldades no aumentan sino disminuyen con el paso del
tiempo”.30
En algunos aspectos importantes, Hobbes sigue conscientemente las huellas de
Maquiavelo.31 También él intenta teorizar la emergencia de un nuevo orden político sin
el anclaje de una religión revelada, partiendo de una visión pesimista y realista de la
naturaleza humana condicionada por una guerra perpetua de todos contra todos. Pero si
Hobbes vuelve a pensar el problema del nuevo comienzo con más urgencia aún que
Maquiavelo, es porque lo hace inmerso en un tiempo en que una execrable guerra civil
ha potenciado hasta el extremo los enfrentamientos de tipo religioso. De hecho, se
encargó especialmente de subrayar que el Leviathan es un “Discurso sobre el Gobierno
Civil y Eclesiástico ocasionado por los desórdenes del tiempo presente”, y de que no
tiene ningún otro designio que poner ante los ojos de los hombres la mutua relación que
existe entre seguridad y obediencia.32 Hobbes postula la existencia de un mundo natural
feroz y conflictivo, basado en el modelo de una guerra civil incivilizadora, origen
último de un desorden desenfrenado que el estado debía contener por medio de su
soberanía indivisa”. Así como Maquiavelo asigna al príncipe un rol supremo e
indispensable durante el ferozmente contestado momento fundacional, Hobbes mira
hacia el monarca absoluto, responsable ante Dios, para exigir y establecer un monopolio
de poder con escasas preocupaciones por los límites morales, en un tiempo en que aún
no existen normas legales. Hobbes simplemente da voz a la convencional sabiduría
reinante según la cual “es más peligroso ser tolerante que severo y cruel, pues las
consecuencias del menor acto de tolerancia pueden terminar resultando más mortales y
devastadoras que la dureza momentánea”.33 Este razonamiento provocará más tarde el
lamento de Rousseau, para quien el orden social se basa en un conjunto de poderosos
que, “armados con el formidable poder de la ley”, oprimen a “la masa doliente,
pauperizada y hambrienta”.34
Marx y Engels enfatizan el peso inherente de la violencia en la historia y su rol
en las grandes transiciones, particularmente en el venidero salto hacia el socialismo, que
supondrá una nueva fundación. Marx observa que “la conquista, la esclavitud, el
asesinato y el robo, en síntesis, la fuerza y la violencia (Gewalt), siempre han jugado un
rol predominante a lo largo de los siglos”.35 De hecho, Marx y Engels sostienen que la
Gewalt ha sido reconocida “y aceptada” como el motor de la historia”. 36 Partiendo de
una mirada anclada en la larga duración, consideraron que la violencia siempre resulta
más evidente en la acumulación económica primitiva y en el sistema colonial, pero que
no por ello deja de tener un rol esencial en la sociedad capitalista. De hecho, para Marx
y Engels la violencia debe considerarse como “la partera que extrae el nuevo orden de
las entrañas de la vieja sociedad”. 37 En la perspectiva marxista, “el curso del desarrollo
social es históricamente acompañado por un cambio en las formas de coerción”. 38 La
emergencia del estado fue testigo del crecimiento de instituciones especiales encargadas

Arno Mayer, The Furies 5 traducción Fabián Campagne


de ejercer la coerción –el ejército, la burocracia, los tribunales de justicia–, instituciones
que resultan desproporcionadamente favorables a los intereses de la élite –en tiempo de
Marx, la burguesía.39 En vísperas de las feroces represiones de las revueltas de 1848 y
1870-71, Marx y Engels consideraron a estas agencias, particularmente a las fuerzas
armadas y policiales, formidables obstáculos para la radical transformación de la
sociedad civil y política. Ambos creían que la “era de las barricadas y de las luchas
callejeras” había quedado atrás,40 afirmación que parece indicar una predisposición por
una transición pacífica y legal hacia el socialismo. Marx y Engels previeron dicha
transición como una seria posibilidad histórica en las democracias parlamentarias
basadas en el sufragio popular, notablemente Inglaterra, EE.UU., Holanda, y después de
1880, Francia. No hace falta decir que no excluían la posibilidad de que las viejas élites
recurrieran a la violencia para bloquear el camino legal hacia el poder, precipitando una
guerra civil, particularmente en la semi-parlamentaria Alemania imperial, y en la
autocrática Rusia zarista.41

***

En la Alemania posterior a la Primera Guerra Mundial, y en los Estados Unidos


después de la Segunda Guerra, la discusión sobre el poder y la violencia sufrió de
manera significativa la influencia de los escritos de Max Weber. La construcción
weberiana de tres tipos ideales puros de dominación o autoridad –tradicional, racional-
legal, carismática– asumió una considerable fuerza heurística en el análisis de las
estructuras de poder existentes y, sobre todo, en el de su colapso y refundación.
El tratamiento teórico que Weber otorga al problema de la violencia
revolucionaria se halla claramente influenciado por los impactantes acontecimientos de
su tiempo, en particular la Revolución Rusa y la crisis alemana posterior al fin de la
Primera Guerra. Atrapado en esta turbulencia histórica, Weber se define claramente
como un demócrata liberal, y se transforma en un adepto al nuevo Partido Democrático
de la naciente República de Weimar. También mostraba una cautelosa simpatía por los
socialistas moderados, y por razones de prudencia aconsejaba cooperar con ellos. Pero
en tanto crítico reconocido de la revolución, siempre manifestó una abierta hostilidad a
los bolcheviques rusos y a los espartaquistas alemanes. Rechazaba su ética absoluta y
proyecto utópico. Para Weber, los revolucionarios terminarían desencadenando un
severo contraataque reaccionario, pues tanto en Rusia como en Alemania el factor que
había provocado “el enorme colapso que tendemos a llamar revolución” no había sido
una revuelta de base social amplia sino una severa derrota militar. 42 De hecho, Weber
veía los desarrollos ruso y alemán a través del prisma cuasi-marxista de sus estudios
tempranos sobre la Revolución de 1905-1906, que enfatizaban la deficiencia de
precondiciones sociales y culturales que impedían la emergencia de un liberalismo
burgués, y más aún, la consolidación de un proyecto socialdemócrata o comunista. Tal
vez por ello el sociólogo alemán se sintió confundido e inquieto por el triunfo
bolchevique y la derrota espartaquista, pues temía que Friedrich Ebert y Philipp
Scheidemann –primer presidente y primer canciller de la República de Weimar,
respectivamente– estuvieran condenados a sufrir el destino de Kerensky.
Es más que probable que lo inadecuado de los conceptos sociológicos de Weber
para el análisis del impensado giro que los acontecimientos estaban adoptando en
Europa central y oriental, lo impulsaran a convertirse en su propio teórico político. En
su conferencia seminal “La política como vocación”, dictada ante un inquieto grupo de
estudiantes de Munich dos meses después de la revolución desde arriba de noviembre
de 1918, Weber aún hablaba como sociólogo cuando insistía en que la ultima ratio que

Arno Mayer, The Furies 6 traducción Fabián Campagne


define al estado moderno no es otra que el “medio específico” intrínseco de toda
asociación política: la Gewaltsamkeit física, es decir, la fuerza o violencia. 43 Su posición
estaba influenciada, sin embargo, por la misma pesimista comprensión de la naturaleza
y sociabilidad humanas que informaba las teorías sobre el estado de Maquiavelo y
Hobbes. En la lectura de Weber, “el príncipe” también forja el estado moderno
“expropiando” los poderes “administrativos, militares y financieros” de las “autoridades
‘privadas’ y autónomas”.44 De hecho, “casi todas las formaciones comunitarias
(Vergemeinschaftungen)”, incluidas las asociaciones políticas, “tienen su origen en la
violencia”,45 que luego será utilizada de manera consecuente para la consolidación y la
defensa de dichas comunidades.46 Resulta significativo que para defender esta posición
maquiavélico-hobbesiana, Weber recurriera a la proposición formulada por Trotsky a
comienzos de 1918, a propósito de las negociaciones de paz de Brest-Litovsk: “todo
estado se basa en la fuerza”. La violencia no es “el instrumento normal o único del
estado”, pero claramente resulta su instrumento específico. Luego de subrayar que “en
estos días, la relación entre estado y violencia resulta particularmente estrecha”, Weber
formula un novedoso e inquietante postulado: “el estado es aquella comunidad humana
que … reclama o ejerce (con éxito) el monopolio del uso legítimo de la violencia o
fuerza física dentro de un territorio determinado”.47
Durante las grandes convulsiones de 1917-1919, Weber no consideró un hecho
excepcional que los gobiernos provisionales de Rusia y Alemania utilizaran cualquier
medio a su alcance para asegurar el control exclusivo del uso de la violencia, intentando
demostrar así que el estado es la “única fuente legal” autorizada para emplear la
fuerza.48 Dado que la violencia es el “medio decisivo” en esta lucha política de alta
intensidad, “cualquier político que recurra a ella, sin importar sus fines, se expondrá a
sus consecuencias específicas”. Weber aludía a los asesinatos de Karl Liebknecht y
Rosa Luxemburgo, los dos líderes espartaquistas más prominentes, insistiendo en que el
destino sufrido por ambos era un desenlace para el que todo combatiente “fanático,
fuera éste un celote religioso o un líder revolucionario”, debía estar siempre preparado.49
Éste fue, pues, el contexto en el cual Weber formuló su tipología de los tres tipos
ideales de dominación o autoridad. El tercer tipo, el carismático, se concibe como
particularmente relevante para la comprensión de “las grandes convulsiones” y las
nuevas fundaciones. En la construcción de Weber, esta forma de autoridad se sitúa más
allá de las “cualidades personales ordinarias de un líder individual”, como se observa en
el caso del profeta religioso, el jefe guerrero, el gobernante plebiscitario, el gran
demagogo, o el dirigente de partido”.50 A diferencia de las formas de dominación legal y
tradicional, el líder carismático no está limitado por reglas o tradiciones inmemoriales.
Se trata, sobre todo, de un fenómeno histórico excepcional e intermitente. De hecho,
Weber atribuye la “violencia revolucionaria” al gobierno carismático, caracterizándolo
repetidamente como una fuerza histórica revolucionaria particularmente única y
creativa”.51

***

En términos metodológicos, Carl Schmitt fue un alma gemela y un discípulo de


Max Weber, y como él, uno de los grandes teóricos sociales de su tiempo. Pero más allá
de su posición crítica respecto del materialismo histórico, Weber y Schmitt pertenecían
a universos ideológicos diferentes. Schmitt lidió con el problema de la violencia desde
la Primera Guerra Mundial hasta la Guerra Fría, pasando por la República de Weimar y
el Tercer Reich. De cara a la crisis general de su tiempo, también él se topó con los
límites de la imaginación sociológica, y abandonó la sociología de la ley a favor de una

Arno Mayer, The Furies 7 traducción Fabián Campagne


teoría política conceptualmente informada. Pero a diferencia de Weber, Schmitt se
opuso al pluralismo liberal de Weimar, a la democracia parlamentaria y al Tratado de
Versalles. Su oposición al nuevo orden republicano era básicamente reaccionaria. Aún
así, rechazaba la idea de una pura y simple restauración, y proponía una modernización
del credo y la retórica antidemocráticos. De hecho, a pesar de su escepticismo radical
respecto de la naturaleza humana y la sociedad de masas, Schmitt gravitó, tanto política
como teóricamente, hacia el populismo contrarrevolucionario. Poco después de unirse al
Partido Nacional Socialista, en mayo de 1933 fue designado miembro del Consejo de
Estado de Prusia. Aunque eventualmente dejó de tener lazos oficiales con el régimen
nazi, al igual que Martin Heidegger nunca abjuró de su nueva fe, incluso después del
estallido de la ola de horror, cuando ya nadie pudo aducir “ceguera o ignorancia”.52
Inspirado por Hobbes, aunque con una visión diferente, el modelo de Schmitt
adhiere a la premisa de un estado de naturaleza caótico en el cual los hombres están
inmersos en una red de conflictos y enemistades mutuas.53 Difiere de Hobbes en dos
aspectos: sensible al dilema de seguridad de Alemania, un dilema geopolíticamente
condicionado, el estado de naturaleza de Schmitt se ve agravado por la idea de una
guerra de todos contra todos al interior o entre los mismos estados; por otro lado,
escéptico de la habilidad del soberano para domesticar el estado de naturaleza, postula
que el mismo resulta inmutable y perpetuo. Schmitt postula que esta enemistad latente o
manifiesta, intrínsicamente permanente, que todo lo abarca, es el motor de la oposición
o disociación “amigo-enemigo”, a la que caracteriza como la esencia del fenómeno
político. No puede sorprendernos que desde este perspectiva contrarrevolucionaria,
Schmitt conciba al “otro” enemigo como un agresor universal, en el marco de una lucha
política de suma cero que no acepta compromiso alguno.
Schmitt localiza la fuente y la dinámica de la violencia en las fluctuantes y
acaloradas pasiones de la polarizada oposición amigo-enemigo. En la década del ’20, e
impactado por la reciente derrota militar de Alemania, centró su atención en el costado
doméstico de esta oposición, para señalar los efectos que la misma produce sobre la
capacidad de defensa del estado. Pero a partir de los primeros años de la década del ’30,
en coincidencia con la intensificación de los clivajes en las sociedades civil y política,
comenzó a discutir en los mismos términos tanto la guerra internacional como la guerra
civil.54 Al difuminar los límites entre las esferas de violencia endógena y exógena,
Schmitt postulaba un único campo político en el cual la guerra, la contienda civil y la
revolución, resultaban inseparables.55
Durante los años ’30, en el marco del creciente avance de la oleada de dictaduras
y violencia nacional e internacional, Schmitt continuó radicalizando y endureciendo su
teoría. Llegó a concebir al enemigo doméstico y extranjero como un “hereje” peligroso,
lo que suponía que la guerra convencional debía convertirse en una “guerra santa o
cruzada” destinada a “aniquilar” –y no meramente a derrotar– al contrincante. 56
Consideraba que el acceso al poder y la consolidación del nacionalsocialismo era una
confirmación del postulado que había formulado en 1922, según el cual “es soberano
quien toma decisiones en el marco de un estado de emergencia o excepción, y en el
contexto de graves desordenes sociales y políticos”.57 En un artículo de 1937, “Enemigo
total, guerra total, estado total”, Schmitt parece limitar su mirada al campo
internacional: insiste en que “la guerra está en el corazón del problema”, y que al igual
que “la guerra total determina la naturalaza y el desarrollo de la Totalität del estado”, la
naturaleza del “enemigo total” otorga su “bendición particular” a la guerra total.58 En
rigor de verdad, al convertir a la guerra en “el corazón del problema”, Schmitt la
concibe como una fusión de los conflictos civil, internacional y revolucionario –
recordemos que en su particular lectura el enemigo mortal era más o menos el mismo en

Arno Mayer, The Furies 8 traducción Fabián Campagne


los tres campos. En cualquier caso, la conceptualización de Schmitt sobre la naturaleza
y la dinámica de la disociación amigo-enemigo que yace in extremis en el corazón de la
política, resulta de considerable valor heurístico para el estudio de las coyunturas
revolucionarias.

***

Hannah Arendt se identificaba con el llamado de Karl Jaspers a no “sucumbir


ante el pasado ni ante el futuro… (dado) que lo que interesa es ser enteramente
presente”.59 En tanto judía asimilada, Arendt abandonó el Tercer Reich para terminar
eventualmente instalándose en los Estados Unidos, donde se convirtió en el paradigma
de la intelectual exiliada, decidida a seguir “reflexionando y cargando de manera
consciente el peso que nuestro siglo puso sobre nuestras espaldas”. 60 Si las ferocidades
del fascismo alemán y de la Segunda Guerra Mundial son el contexto esencial de su –
históricamente informado– análisis conceptual y fenomenológico del totalitarismo, el
movimiento por los derechos civiles de los negros, los movimientos opuestos a la
Guerra de Vietnam, y las rebeliones de 1968, marcaron a fuego sus reflexiones teóricas
sobre la violencia, “el denominador común de este siglo de guerras y revoluciones”.61
Siguiendo líneas de análisis weberianas, Hannah Arendt construye una oposición
típica e ideal entre poder y violencia, aceptando que, “aunque fenómenos diferentes,
ambos por lo general aparecen juntos”. Conceptualiza el poder como “la esencia de todo
gobierno”. Dado que se trata de un “fin en sí mismo”, el poder no requiere justificación
… (sino) legitimidad”, un aspecto sustancial en el cual sigue a Weber. En tanto
fenómeno colectivo, el poder “pertenece a un grupo” en tanto y en cuanto dicho grupo
actúe y hable “de manera concertada”. Cuando la legitimidad de los detentadores del
poder es desafiada, éstos buscan sostener su posición apelando al pasado, especialmente
al “momento fundacional de unidad”, en el cual, paradójicamente, la violencia jugó un
rol importante.62 En síntesis, la violencia retrocede cuando el poder crece.
De manera inversa, cuanto más grande el quiebre del poder soberano, más
grande será el alcance de un estado de pura violencia. Sobre todas las cosas, Arendt
sostiene que la violencia “puede destruir el poder, pero resulta absolutamente incapaz de
construirlo”.63 Tampoco resulta capaz de promover causas como “la revolución, el
progreso o la reacción”. En el marco de los desórdenes civiles en que Europa y América
se vieron inmersas en los años ’60, considera que la violencia sólo sirve para objetivos
de corto plazo, como la dramatización y la publicidad de los reclamos, lo que en
definitiva la transforma en un arma más afín al reformismo que a la revolución”.64
Desde el momento en que la revolución es, a diferencia del poder, un fenómeno
inherentemente instrumental, requiere medios o “implementos” para convertirse en una
realidad efectiva. Regida “por la categoría medios-fines”, la racionalidad de la violencia
se mide por el grado de concreción “de los fines que justifican su uso”. 65 Arendt presta
especial atención al hecho de que la violencia necesita “justificación” en virtud de su
carácter instrumental, y deja librado a los teóricos políticos el problema de “los
discursos y la articulación” que se necesitan para sentar las bases de su aplicación. 66 No
hace falta aclarar que cuanto más ambicioso y abarcador el fin a cuyo servicio se presta,
más grande será la tentación de recurrir a la violencia, como ocurre cuando los
revoluciones trascienden la lucha por las libertades políticas y abordan “la cuestión
social”.67
La radicalización de los objetivos es una función, en parte, de la voluntad con la
cual los actores enfrentan encrucijadas inéditas e inesperadas, en momentos de grandes
rupturas, situación que provoca, según Arendt, que las personas experimenten “el

Arno Mayer, The Furies 9 traducción Fabián Campagne


extraño pathos de lo novedoso”, una incómoda mezcla de asombro y temor
reverencial.68 Bajo dichas circunstancias, y ante la carencia de marcos conceptuales y
guías de acción explícitas, el papel de dichos agentes es menos la puesta en práctica de
un guión ya escrito que una huída, un salto hacia delante. Este salto en el vacío entraña
una traición a las intenciones iniciales de los activistas revolucionarios, en tanto supone
la conversión de su movimiento en régimen. Existe una tensión perpetua entre esta
perversión y la leyenda fundacional, que celebra y purifica la emergencia de la novedad
radical, incluyendo su costado característicamente violento. De hecho, el momento
fundacional es al mismo tiempo una fuente de violencia y un caldero para la
transformación de la violencia en poder. Siguiendo a Maquiavelo, Hannah Arendt
considera “obvio” que “el problema del comienzo” cargado de violencia es un tema
relevante para el estudio del fenómeno revolucionario. Invocando las narrativas
“legendarias” de “nuestros orígenes”, como las que aparecen en la Biblia y en la historia
clásica –Caín asesinando a Abel, Rómulo asesinando a Remo–, Hannah Arendt postula
que “la violencia es el comienzo… [y que] ningún comienzo puede concretarse sin el
recurso explícito a la violencia”.69
Paul Ricoeur –al igual que Weber, Schmitt y Arendt– considera a la
descomposición del poder [estatal] soberano la coyuntura más favorable para observar
la esencia de la relación entre política y violencia. Observa que la situación
revolucionaria es “la encrucijada de dos violencias, una que sale en defensa del orden
establecido, y la otra que pretender forzar el acceso al poder de nuevos estratos
sociales”. Ricoeur considera que “el problema de la maldad política” que se plantea en
esta lucha entre fuerzas “defensivas” y “fundadoras”, siempre estará condicionado por
la toma de decisiones de carácter imperativo, que hacen de la violencia “el motor de la
historia”. Postula, además, que “el poder proporciona al hombre la mejor ocasión para
desplegar su capacidad para el mal”, bajo condiciones extremas en las cuales “la
violencia genera nuevas instituciones encargadas de redistribuir el poder entre las clases
y los estados”.70 Siguiendo a Arendt, el filósofo francés concuerda con Maquiavelo en
que “el problema real de la violencia política no es el de la violencia inútil, arbitraria o
frenética, sino el de la violencia limitada y calculada para promover la instalación de un
estado duradero”. Aún cuando esta fundación sin ley alcanzará su legitimación una vez
consumado el hecho, su origen estará por siempre “marcada por el uso exitoso de la
violencia”. De hecho, desde el momento en que “todas las naciones, poderes y
regimenes nacieron de esta manera”, este “crimen fundacional” debería servir como
recordatorio de que existe “algo contingente y singularmente histórico” en la “nueva
legitimidad” que lo absuelve”.71

***

En el marco de un creciente clima de descomposición política, la incidencia cada


vez mayor de la violencia en la Francia de 1789 y en la Rusia de 1917, tuvo un carácter
esencialmente espontáneo y popular. La violencia de la primera hora fue, en términos de
Hannah Arendt, la violencia de la revuelta, no de la revolución. En ambos casos, su
éxito se explica tanto por la falta de resolución de las cortes monárquicas y la
ineficiencia de las fuerzas de seguridad, como por la fuerza y la resolución de los
rebeldes. La primera violencia no fue ni accidental ni torpe, pero tampoco debe ser vista
como el embrión inevitable del terror subsiguiente.
En Francia, y muy especialmente en Paris, los desórdenes populares alimentados
por condicionantes económicos y sociales precedieron a la toma de la Bastilla, símbolo
máximo de la ley y el orden. La multitud que cargó contra esta fortaleza-prisión el 14 de

Arno Mayer, The Furies 10 traducción Fabián Campagne


julio de 1789, se vio expuesta a un intenso fuego de artillería que provocó cerca de 100
muertos y 75 heridos entre los asaltantes. Tras la caída de la fortaleza la multitud adoptó
una actitud que puede ser vista tanto como un acto de venganza por sus propias bajas,
como un abierto desafío a la fuerza legítima consuetudinaria: el marqués de Launay y
Jacques de Flesselles, gobernador de la Bastilla y principal magistrado de la ciudad,
respectivamente, fueron arrastrados por las calles, golpeados, acuchillados y
decapitados; sus cabezas cercenadas fueron exhibidas en el extremo de sendas picas.
Una semana después sufrieron un destino similar L. B. F. Bertier de Sauvigny,
intendente de Paris, y su suegro, Joseph-François Foullon de Doué. Mientras tanto, el
Gran Miedo se extendía por la mayor parte de las áreas rurales. Allí la violencia tomó la
forma de maltratos físicos y verbales dirigidos contra la nobleza terrateniente, la quema
de archivos señoriales y el saqueo de las residencias aristocráticas.
Estas émeutes urbanas y estas jacqueries rurales carecían de organización e
ideología, y no estaban relacionadas entre sí. No hace falta decir que la desobediencia
colectiva horrorizó a miembros prominentes de las clases gobernantes, hasta el punto de
que muchos de ellos abandonaron el país casi de inmediato. Pero por el momento, la
reacción que los políticos reformistas y los intelectuales reconocidos tuvieron ante esta
violencia de la primera hora no fue del todo negativa, aún cuando pocas voces se
atrevieron a manifestar una aprobación o justificación sin atenuantes. Aún así, muchos
reformadores condonaron en silencio la violencia de la protesta popular, mientras
trataban simultáneamente de encauzar la energía moral de la multitud y de utilizarla
como herramienta para impulsar su propia agenda política emergente. De hecho, resulta
bastante poco probable que sin la fuerza de esta violencia el régimen feudal y los
privilegios nobiliarios hubieran sido abolidos, y la Declaración de los Derechos del
Hombre y el Ciudadano, aprobada. Aún así, conscientes “de que estaban jugando el
papel del aprendices de brujo”, no pocos reformadores comenzaron a desaprobar una
violencia popular que cada vez encontraba más campeones e instigadores. 72 Por ello
mismo, “la entusiasta aprobación que la intelligentsia diera al glorioso (y violento)
amanecer de 1789, con el tiempo fue metamorfoseándose en un horrorizado rechazo a
los excesos de 1793-1794”.73
En la mayoría de los principales aspectos, la violencia primigenia se desarrolló
según líneas similares en la Rusia de 1917, con la excepción de que su escala,
intensidad y velocidad de propagación fueron mucho mayores, como también lo fue la
descomposición del poder, la ley y la seguridad. En las capitales gemelas, pero
especialmente en San Petersburgo, las escasez de alimento y combustible provocada por
la guerra se combinó con la inflación y con el desempleo estacional, para provocar una
sucesión imparable de demostraciones callejeras masivas, huelgas industriales y
saqueos. Estos desórdenes, protagonizados por multitudes cada vez más numerosas, se
hicieron más difíciles de controlar cuando la guarnición militar de San Petersburgo se
amotinó como protesta por los disparos que un regimiento policial lanzó contra la
multitud (represión que provocó la muerte de 40 personas y una cifra similar de heridos
graves). Inconsciente de la erosión de su monopolio de la fuerza legítima, el zar dio
órdenes de continuar la represión. Pero a diferencia de lo sucedido en 1905, en esta
coyuntura sus generales tuvieron dificultades para reunir tropas confiables, mientras la
oposición legal, presionada por los liberales democráticos y los socialistas reformistas,
exigía un cambio radical de política. Durante todo aquel tiempo, los soldados
amotinados y los oficiales jóvenes enfrentaron a sus superiores. Solo en San
Petersburgo, donde la multitud atacó destacamentos policiales, prisiones y tribunales,
cerca de 1.500 personas resultaron muertas o heridas, entre ellas muchos funcionarios
del estado. En las cercanas Kronstadt y Helsingfors, los marineros asesinaron

Arno Mayer, The Furies 11 traducción Fabián Campagne


salvajemente a docenas de oficiales de la flota del Mar Negro.74 El 4 de marzo, después
de casi un mes de violenta y salvaje ilegalidad, el zar Nicolás II abdicó y el Gran Duque
Miguel renunció al trono, dejando la autoridad en manos de un batallador Gobierno
Provisional enfrentado a una revitalizada Duma y a un flamante Congreso de Soviets.
Comparada con la violencia de la protesta temprana durante la Revolución Francesa, su
equivalente rusa parece menos gloriosa y más arcaica, aún cuando en la sumatoria total
se cobró muchas vidas, incluso si no tomamos en consideración las victimas provocadas
por la revuelta rural, que estallaría poco tiempo después.
Resulta irónico que el derrocamiento del zarismo involucró “más ataques físicos
y agresiones retóricas… dirigidos contra los servidores del antiguo régimen” que los
que provocó la toma del poder por parte de los bolcheviques. En aquel tiempo, sólo los
“hipócritas o los políticos con mala memoria” pudieron sostener el mito de la incruenta
Revolución de Febrero, moralmente superior a la Revolución de Octubre. Además, a
excepción de los apologistas del viejo orden, esta “violencia desde abajo” fue
ampliamente vista como un fenómeno “inevitable”, y “los editorialistas nunca la
denunciaron ni alertaron sobres sus consecuencias”.75

***

Tanto en 1789 como en 1917, la violencia triunfó sobre la fuerza en gran medida
gracias a la falta de resolución y a la debilidad de los soberanos y de muchos de sus
consejeros principales. Esta falta de nervio derrumbó los últimos diques de contención
del antiguo régimen y envalentonó a los rebeldes más militantes. De manera gradual, los
abogados de la reforma se vieron superados e intimidados por los extremistas que
encarnaron y fomentaron la disociación amigo-enemigo. La contracción del centro
debilitó las barreras capaces de restringir la escalada de violencia, que amenazó con
barrer todo a su paso y alimentar terrores recíprocos de gran escala, potenciados por
conflictos internacionales y guerra civiles.
Este quantum de violencia fue a la vez causa y efecto del derrumbe del estado de
soberanía indivisa y de su transformación en centros de poder múltiples y rivales,
acompañado de una radical dislocación de los sistemas judicial y de seguridad. En
consecuencia, los estándares legales positivos para juzgar y circunscribir los actos de
violencia política cedieron su lugar a criterios morales y éticos. En otras palabras, en el
cálculo de medios y fines, los principios de la “ley” fueron rebasados por los de la
“justicia”.76 Cada vez con mayor frecuencia ambos bandos justificaron los medios a
partir de los fines, tanto en la esfera del discurso como en la práctica política. Es en esta
coyuntura que las fronteras entre violencia y terror se vuelven difusas, controvertidas y
discutidas. No hace falta recordar que, en su absoluta disociación amigo-enemigo, y
sordos a la delicada cuestión de los fines y los medios, los revolucionarios y los
contrarrevolucionarios más fervorosos se acusaron mutuamente de recurrir a un terror
agresivo, indiscriminado y planificado, al mismo tiempo que calificaban a su propia
violencia como defensiva, incidental y circunscripta. Los restantes actores políticos, sin
embargo, siguieron esforzándose de manera dolorosa por trazar una línea creíble entre
el fenómeno de la violencia revolucionaria y el terror.
Uno de los involucrados, Isaac Steinberg, primer Comisario de Justicia del
gobierno de Lenin, intentó diferenciar conceptualmente violencia de terror, luego de
que su abortado intento de trazar dicha distinción en la práctica forzara su renuncia.
Según Steinberg, la violencia revolucionaria es “defensiva, inevitable y necesaria”,
mientras que el terror revolucionario es “agresivo y provocador”. La primera se rige por
“la justa ira que provoca el orden antiguo y por la desatada pasión que genera el orden

Arno Mayer, The Furies 12 traducción Fabián Campagne


nuevo”; el terror, en cambio, se rige por “la rabia, el odio y la venganza”. Comparado
con la violencia, que se dirige sólo contra enemigos comprobados, aquél siempre resulta
indiscriminado e inescrupuloso. Mientras que los agentes de la violencia sienten
compasión por sus víctimas, los agentes del terror asesinan a sangre fría. De esta forma,
Steinberg, un revolucionario socialista de izquierda y un reconocido defensor del
derecho a la rebelión, trazaba –tal vez manera un tanto simplista– una clara línea entre
la barricada llena de luchadores por la libertad y la cámara de tortura de un estado
regido por el terror.77
Era muy consciente de la dificultad de pensar un límite “objetivo” entre el terror,
que rechazaba por completo, y la violencia, que toleraba. Steinberg hacía un llamado a
la lucha, sin la cual las resistencias contrarrevolucionarias nunca podrían ser vencidas;
la intensidad y la escala de estas resistencias, por otra parte, definían la intensidad y la
escala de la violencia revolucionaria. Resumía su posición con el siguiente lema:
“Lucha –siempre; violencia –dentro de ciertos límites; terror –jamás”.78
El rol revolucionario de Steinberg es similar al que le cupo a Dominique Garat,
ministro de justicia francés entre 1791 y 1792, y ministro del interior durante el Gran
Terror. Originalmente sostenido por Brissot, Condorcet y Rabaut Saint-Etienne, Garat
también reflexionó de manera crítica sobre la relación entre violencia y terror, tras su
experiencia como miembro de un gobierno provisional que pugnaba por (re)establecer
una soberanía indivisa. Al igual que Steinberg, el revolucionario francés siguió
defendiendo el derecho a la rebelión, que luego de 1789 adquirió el status de “chose
sainte”. El derecho a “levantar la espada contra los opresores del pueblo” derivaba de
este “sagrado derecho a la insurrección”, pero sólo con la condición de que ciertos
principios de hierro no resultaran violados durante el proceso. 79 Al igual que la mayoría
de la clase política, Garat se sintió particularmente afectado por la masacre en las
prisiones de septiembre de 1792, durante la cual la multitud asesinó de manera brutal a
cientos de hombres y mujeres inocentes. En lugar de intentar comprender la violencia
excesiva de estas aterrorizadoras journées, Garat responsabilizó por las mismas a Marat,
“esa criatura monstruosa…, ese espíritu malvado”. Al mismo tiempo, se sintió
escandalizado por el hecho de que líderes responsables que habían estado de acuerdo en
la “necesidad de quebrar el yugo del despotismo y la aristocracia… pero que aborrecían
el derramamiento de sangre”, no pusieran suficiente interés o no hubieran sido capaces
de detener semejante carnicería.80
Aún así, Garat nunca negó el derecho del pueblo a levantarse contra un poder
establecido aunque opresivo, levantamiento destinado a corregir, “cambiar o destruir” el
régimen opresor. Esta clase de insurrección se inicia cuando “los viejos poderes
comienzan a ser desafiados” y culmina cuando “los insurgentes toman el poder y juran
obediencia y respeto a los nuevos poderes”. Mientras que los “fines de una insurrección
legítima son sagrados, sus medios raramente son puros”, sobre todo “si (el movimiento)
decide ir demasiado lejos, usualmente en base a crímenes”. En cualquier caso, la
conclusión de Garat es que “las épocas de insurrección que están destinadas a castigar
grandes crímenes también son épocas en las cuales se perpetran grandes crímenes”; por
ello, sostiene, la “Revolución Francesa es, al mismo tiempo, la más gloriosa y la más
infame de todas las gestas”.81

NOTAS

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