El Cuerpo, Lo Propio y Lo Intruso

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PSICOLOGÍA

 PSICOANÁLISIS
07 de enero de 2021
El cuerpo, lo propio y lo intruso

Qué es el cuerpo para cada quien1


Es enunciado porque transmite a los demás significados a través de su apariencia
y enunciación porque se dirige a uno mismo con sus reclamos y requerimientos.

                                                            Algún día un humano le disparará a


un robot
del que salga sangre y lágrimas y que a su vez
 le disparará a un humano del que saldrá humo.
                                                                      
Philip Dick

                                                                   ¿Se ha preguntado alguna vez


“quién”
                                                                                     es su cuerpo para
usted?
                                                                 
Philippe Claudel

1
Recuperado en https://www.pagina12.com.ar/315727-que-es-el-cuerpo-para-cada-quien?
fbclid=IwAR1r3g5oHUdAnMsqV3AVEEq1zpOB-84U61KOJ3r8zAaeiOL8kmLJ1ZDg4b0
Pensar el cuerpo es pensar el mundo, es un tema político mayor, advierte David Le Breton. Las
sociedades que intentan prescindir de los individuos fomentando su exclusión y muerte pueden
plantearse también prescindir del cuerpo.
Ya no se trata de ciencia ficción. Muchos anhelan una poshumanidad donde proponen deshacerse
del cuerpo y vivir en la cybercultura. Una comunidad internáutica donde poder transferir el cerebro
a un chip y vivir en una máquina. Distopías pensadas para un mundo donde el sueño de
inmortalidad sea algo posible. Retirando el cuerpo de la circulación. “Somos la última generación
que va a morirse”, alientan los más fanáticos.
Seamos arcaicos, quedémonos con el cuerpo. ¿Qué es un cuerpo? ¿Qué relación existe entre ese
cuerpo que poseemos y nosotros? O mejor dicho, ¿poseemos un cuerpo o somos cuerpo?
En un libro, cuya brevedad no quita la profundidad de su análisis, el filósofo Jean Luc Nancy
reflexiona sobre las consecuencias del trasplante de corazón que le realizaron a los cincuenta
años.
Se preguntaba si su propio corazón enfermo lo abandonaba hasta dónde podía decir que fuera
suyo. “Se me iba volviendo ajeno, una intrusión por defección”.
Su propio corazón un extranjero. Justamente extranjero, nos dice, porque estaba adentro. “Un
corazón que latía a medias es sólo a medias mi corazón”, advierte así que una ajenidad se le
revela en el “corazón” de lo más familiar.
A ese corazón intruso había, era preciso, extrudirlo.
Comenta que un médico le dice un día, su corazón estaba programado para durar hasta los
cincuenta años. Entonces se pregunta, ¿cuál es ese programa del que no puedo hacer destino?
Luego del trasplante sobreviene otra cuestión. La posibilidad del rechazo al órgano trasplantado.
Una doble ajenidad se le impone. La del corazón trasplantado que el organismo identifica y ataca
en cuanto ajeno y por otro lado la del estado en que lo coloca la medicina para protegerlo
reduciendo su inmunidad para que soporte al extranjero.
El intruso está en mí, revela. Y sin embargo, registra que él se convierte en extranjero de sí mismo.
A partir de este declive provocado de su sistema inmunológico, otras ajenidades se hacen
presentes, los viejos virus agazapados desde siempre a la sombra de la inmunidad, ahora perdida,
los intrusos de siempre. Diversas enfermedades concurren, estragando su salud.
“Mi corazón tiene veinte años menos que yo y el resto de mi cuerpo tiene una docena, al menos,
más que yo”. Corpus meum e interior íntimo meo, utiliza esta frase agustiniana para expresar que
su cuerpo se encuentra fuera de lo más íntimo para sí.
Y finalmente advierte que el intruso no es otro que él mismo y sentencia, acaso sea el hombre
mismo. Intruso en el mundo tanto como en sí mismo, inquietante oleada de lo ajeno.
Unheimlich, término que Freud convirtió en concepto proveniente de esa peculiaridad de la lengua
alemana, esa inquietante familiaridad, eso que debía quedar oculto pero que se ha manifestado.
Esa extimidad de nuestro propio cuerpo y que Nancy vivió en lo real.
En 1971, Oliver Sacks, el neurólogo que se propuso sacar a la neurología de su concepción
mecanicista y que nos regaló unos textos clínicos de una profundidad y una lucidez maravillosa,
cuenta que caminando por una calle céntrica de NY, le pareció identificar tres víctimas del síntoma
de Tourette. Eso lo desconcertó porque según se decía el síndrome de Tourette era rarísimo.
Tenía, según había leído, una incidencia de uno en un millón y sin embargo él había visto tres en
una hora.
¿Podría ser que el síndrome de Tourette no fuese una rareza, se preguntó, sino una cosa bastante
corriente, mil veces más corriente de lo que se decía?
Este síndrome, como lo describió por primera vez Gilles de la Tourette en 1885, se caracteriza por
un exceso de energía y una gran profusión de ideas y movimientos extraños: tics, espasmos,
muecas, ruidos, maldiciones, imitaciones involuntarias. Habría formas suaves y hasta bastantes
benignas y otras de un carácter terrible.
Relata el caso que fue pionero en su indagación sobre el tourettismo. Apoda Ray a su paciente de
24 años, incapacitado por múltiples tics de extrema violencia que se producían en andanadas cada
pocos segundos. Era víctima de ellos desde los 4 años.
Poseía una elevada inteligencia e ingenio. Desde que había abandonado la universidad lo habían
despedido de una docena de trabajos debido a sus tics, su impaciencia, su belicosidad, su descaro
y sus exclamaciones involuntarias (mierda, joder, etc.).
Tenía, continúa relatando Sacks, una notable sensibilidad musical y difícilmente hubiese
sobrevivido, emocional y económicamente si no hubiese sido un baterista de jazz de fin de semana
de auténtico virtuosismo. Famoso por sus improvisaciones súbitas e incontroladas que surgían de
un tic o de un golpeteo compulsivo del tambor y que se convertían en el núcleo de hermosas
improvisaciones musicales. De modo que, decía el paciente, el “súbito intruso”, así lo llamaba, se
convertía en una ventaja altamente apreciable.
Sólo se veía libre de sus intrusos, tics nerviosos súbitos, en el relajamiento poscoito y en el sueño,
o cuando nadaba, cantaba o trabajaba rítmica y regularmente hallando una melodía cinética.
Sacks empezó a tratarlo con haloperidol. El comienzo del tratamiento resultó por demás
auspicioso, con solo inyectarle un octavo de miligramo el paciente quedó libre de tics durante dos
horas.
Viendo este resultado, decidió recetarle una dosis de un cuarto de miligramo tres veces al día.
Dice Sacks que el paciente volvió a la semana siguiente con un ojo morado y la nariz rota y le dijo
“se acabó su jodido haloperidol”. Le relató que el medicamente pese a ser una dosis baja, lo había
desequilibrado por completo, alterando su velocidad, su ritmo sus reflejos increíblemente rápidos.
Muchos de sus tics, en cambio de desaparecer se habían vuelto extremadamente prolongados,
casi cayendo en posturas catatónicas.
Se hallaba comprensiblemente decepcionado por esta experiencia y también por otro pensamiento.
“Supongamos que pudiese usted quitarme los tics, le dijo, ¿qué quedaría? Yo estoy formado por
tics... no hay nada más.
El paciente se describía a sí mismo como “Ray el ticqueur ingenioso”, y no sabía bien si se trataba
de un don o de una maldición. Decía que no podía concebir la vida sin el tourettismo, y que no
estaba seguro de que le interesase sin él.
Entonces Sacks le propuso que se vieran una vez por semana durante un período de tres meses.
Durante este período, le dijo, intentaremos imaginar la vida sin tourettismo.
No estaba en condiciones de abandonar el tourettismo y no podría haber estado nunca en
condiciones de hacerlo, reflexiona Sacks, sin aquellos tres meses de preparación intensa, de
meditación y análisis profundo tremendamente duros y concentrados.
Actualmente, concluye Sacks, durante las horas de trabajo, Ray se mantiene sobrio, firme, normal
con haloperidol. Serio, firme y normal es como el paciente describe su yo de haloperidol. Es lento,
parsimonioso en sus movimientos, sin impaciencia ni impetuosidad pero sin aquellas inspiraciones
ni improvisaciones deslumbrantes. Ha perdido sus obscenidades, su descaro grosero, pero
también su chispa y ha llegado a creer que progresivamente está perdiendo algo importante.
Cuando se hizo patente esta situación y después de analizarlo conmigo, dice Sacks, Ray tomó una
decisión trascendental, tomaría haloperidol durante la semana laboral pero prescindiría de él y se
“dispararía” los fines de semana. Esto es lo que ha hecho durante los últimos años, y ahora hay
dos Ray, uno con haloperidol y otro sin él. Hay un ciudadano sobrio, cavilador, pausado, de lunes a
viernes, y hay el “Ray, el ticqueur ingenioso” frívolo, frenético, inspirado, los fines de semana.
He atravesado varios géneros de salud y sigo atravesándolos, decía Nietzsche y podría decirlo
también Ray, quien ha sabido hacer finalmente algo con ese intruso.
Oliver Sacks concluye que su paciente ha hallado una nueva salud logrando una flexibilidad de
espíritu a pesar de padecer o quizás por ello, el síndrome de Tourette.
Desde tiempos inmemoriales toda sociedad, de una forma u otra modifica culturalmente el cuerpo
de sus integrantes. “Toda sociedad humana alberga ese deseo de convertir la presencia en el
mundo, y particularmente el cuerpo, en una obra que le sea propia. Nunca el hombre existió en
estado salvaje, siempre está inmerso en la cultura, es decir en un universo de significados y
valores”, comenta David Le Breton.
Es el cuerpo, más particularmente la piel, un lugar de la memoria. En la piel se escriben momentos
señalados de una vida. Narraciones de hazañas, de flaquezas, de amores y de odios.
Voluntariamente, mediante tatuajes, adornos, pinturas, indelebles o transitorias. Involuntariamente
por las marcas que deja la vida en la piel, una especie de cartografía donde se inscribe el tiempo
vivido, la relación con el mundo y el encuentro con el Otro.
El cuerpo es entonces siempre enunciado y enunciación. Enunciado porque transmite a los demás
significados a través de su simple apariencia, somos cuerpo. Enunciación porque es aquel que se
dirige a uno mismo con sus reclamos, sus requerimientos y sus inscripciones jeroglíficas, tenemos
cuerpo.
Hay una historia en Moby Dick de Herman Melville sobre el arponero de Pequod que ilustra de
modo impactante esta cuestión, una suerte de geografía íntima de la piel.
“Este tatuaje --cuenta el narrador-- había sido obra de un difunto profeta y vidente de su isla, que,
con esos jeroglíficos, había escrito en el cuerpo de Queequeg una completa teoría de los cielos y la
tierra, y un tratado místico sobre el arte de alcanzar la verdad. De modo que el cuerpo de
Queequeg era un enigma por resolver; una prodigiosa obra en un solo tomo; pero cuyos misterios
no podía leer él mismo, aunque su corazón latiera contra ellos. Y esos misterios, por tanto estaban
condenados a disiparse con el pergamino vivo en que estaban inscritos, y quedar así para siempre
sin resolver. Y esta idea debió ser la que sugirió al capitán Ahab aquella salvaje exclamación suya,
una mañana, al volverse de espaldas después de inspeccionar al pobre Queequeg: 'Ah, diabólico
suplicio de Tántalo de los dioses'”.
¿Quién es tu cuerpo para ti?
Luis Vicente Miguelez es psicoanalista.

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