La Guerra Espiritual y El Creyente

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LA GUERRA ESPIRITUAL Y EL CREYENTE

Introducción

Las Asambleas de Dios declara la realidad de la guerra espiritual, reconociendo que el


seguidor de Cristo está en conflicto con el mundo, con la carne y con el diablo. Los creyentes no
hacen esta afirmación con temor, dado que el apóstol Juan nos asegura que «el que está en
ustedes es más poderoso que el que está en el mundo» (1 Juan 4:4), y además «el que ha nacido
de Dios no está en pecado: Jesucristo, que nació de Dios, lo protege, y el maligno no llega a
tocarlo» (1 Juan 5:18).1 El creyente, en quien habita y a quien capacita el Espíritu Santo, es más
que vencedor (Romanos 8:31–39). Sin embargo, esa convicción no es una licencia para tomar a
la ligera los desafíos presentados por la oposición continua al reino de Dios.

Los seguidores de Cristo deben recordar que «nuestra lucha no es contra seres humanos,
sino contra poderes, contra autoridades, contra potestades que dominan este mundo de tinieblas,
contra fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales» (Efesios 6:12). Jesús resumió la
expectativa divina para los seres humanos de la siguiente manera: «Ama al Señor tu Dios con
todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente» y «Ama a tu prójimo como a ti mismo»
(Mateo 22:37, 39). Desde la caída en el pecado (Génesis 3:1–19), el diablo se ha opuesto al
cumplimiento del propósito de Dios por parte de la humanidad. La perversión, el mal
encauzamiento y el trastorno del amor hacia Dios y hacia el prójimo es una apertura que usa el
diablo para atormentar a la humanidad y crear la guerra que continúa hasta el día de hoy.

La tríada —el mundo, la carne y el diablo— como descripción del ámbito en el cual tiene
lugar la guerra espiritual, se remonta firmemente a la tradición bíblica. El apóstol Pablo, en
Efesios 2:1–3, identifica esos tres elementos como los ámbitos en que se libera la batalla de los
seres humanos. «En otro tiempo ustedes estaban muertos en sus transgresiones y pecados, en los
cuales andaban conforme a los poderes de este mundo. Se conducían según el que gobierna las
tinieblas, según el espíritu que ahora ejerce su poder en los que viven en la desobediencia. En ese
tiempo también todos nosotros vivíamos como ellos, impulsados por nuestros deseos
pecaminosos, siguiendo nuestra propia voluntad y nuestros propósitos».

Este ensayo se vale de esa lente triple mediante el cual se abordará el tema del creyente y
la guerra espiritual. Todos los creyentes se enfrentan con esa batalla, y están más que capacitados
para obtener la victoria mediante la poderosa presencia del Espíritu Santo que mora en cada uno.
El resultado de la guerra espiritual será la victoria, gracias a la obra del Espíritu en los creyentes
y a través de ellos.

La guerra espiritual y el mundo

1
Todas las citas bíblicas son de la Nueva Versión Internacional (1999) (NVI) a menos que se identifique otra versión.
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Los escritores bíblicos entienden el concepto del mundo de varias maneras. Lo usan para
describir el mundo físico que Dios creó, el cual decretó que fuera lleno de Su gloria (Isaías 6:3;
Juan 1:9; Hechos 17:24). El término mundo también se utiliza con referencia al lugar donde
viven los seres humanos, y asimismo para referirse a los seres humanos que viven ahí (Mateo
4:8; 24:14; Lucas 4:5). El mundo es aquello que Dios amó de tal manera que entregó a Su Hijo
para morir por su redención (Juan 3:16).

No obstante, a causa de la orientación pecaminosa del mundo, éste se opone a Dios y a


Su pueblo. Al mundo también se lo describe como el dominio de Satanás (Juan 12:31; 14:30;
16:11) y como el sistema mundial de aquellos que rechazan a Dios y que rechazan sus valores
más preciados (Juan 17:6; Santiago 4:4; 1 Juan 5:19).
Por tanto, Juan advierte: «No amen al mundo ni nada de lo que hay en él. Si alguien ama al
mundo, no tiene el amor del Padre. Porque nada de lo que hay en el mundo —los malos deseos
del cuerpo, la codicia de los ojos y la arrogancia de la vida— proviene del Padre, sino del
mundo» (1 Juan 2:15–16).

El apóstol Pablo era consciente de la guerra espiritual y del mundo. Desafió a los
cristianos romanos que «no se amolden al mundo actual», dado que dejar que el mundo domine
impide comprobar cuál es la voluntad de Dios en cada vida (Romanos 12:2). El mundo es el
ambiente total donde existen los seres humanos, un mundo que Dios creó y llamó bueno, un
mundo que Él ama eternamente; sin embargo, es un mundo que se ha desviado del plan que Dios
tuvo para Su creación.

La trágica realidad en el registro de la caída en el pecado en Génesis 3 es que la


orientación estructural misma del mundo ha sido alterada. Se perdió la facilidad de obtener el
alimento de la tierra, y las espinas y los cardos dificultan el crecimiento de lo que es comestible.
El alumbramiento está acompañado de agudo dolor, y las relaciones humanas han sido dañadas
de manera radical (Génesis 3:16–19). El mundo acogedor y fértil que Dios creó se convirtió en
algo amenazante, con la muerte humana como la máxima indignidad. Pablo describe a este
mundo desorientado como «sometid[o] a la frustración» y como que «gime a una, como si
tuviera dolores de parto», esperando la victoria suprema de Dios (Romanos 8:20–22).

La estructura y los sistemas del mundo caído se expresan como antagonistas al creyente.
Los gobiernos, las agencias gubernamentales y las normas sociales y culturales conspiran para
atacar la fe del seguidor de Cristo. A veces se han implementado leyes y reglamentos que están
en conflicto con los principios revelados por Dios como Su voluntad para el ser humano. El
racismo en todas sus expresiones, la arrogancia étnica y el nacionalismo desenfrenado se
fusionan para invalidar las verdades de la Biblia.

La presión constante del mundo para moldear a los creyentes a su imagen es evidente en
las múltiples maneras en que el mundo promueve sus ideas y los tienta para que dejen el
compromiso con su fe. El influjo constante de fotos, imágenes y mercadotecnia, algunos basados
en el instinto humano más bajo, debe ser contrarrestado con el compromiso de luchar
espiritualmente contra esas fuerzas mundanas.
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La guerra espiritual en el mundo también se experimenta en la presión que ejercen sobre


los creyentes sus pares que viven en el mundo pero que no luchan contra el tirón y arrastre
negativo del mundo. En vez de eso, han cedido a las fuerzas del mundo y presionan a los
creyentes para que hagan lo mismo. Como una advertencia de la historia bíblica a los cristianos
contemporáneos, en repetidas ocasiones, Dios desafió al pueblo de Israel respecto al peligro de
permitir que los habitantes de la tierra de Canaán los apartaran de Dios y los condujeran a la
adoración de sus dioses.

En la guerra entre el creyente y las fuerzas del mal en el mundo, los recursos que se
necesitan para obtener la victoria son espirituales, no políticos. El apóstol Juan dio el desafío
principal para resistir las presiones del mundo caído cuando dijo: «No amen al mundo ni nada de
lo que hay en él. Si alguien ama al mundo, no tiene el amor del Padre» (1 Juan 2:15). El amor
supremo por Dios, la antítesis del amor al mundo, es el antídoto para los desafíos del mundo. El
llamado de Judas para los creyentes a edificarse sobre la base de la santísima fe y a orar en el
Espíritu Santo (Judas 20) permite que el Espíritu mismo ore a través de ellos «conforme a la
voluntad de Dios» (Romanos 8:26–27). Tal oración es poderosa para traer la victoria en la batalla
espiritual en el mundo.

La guerra espiritual y la carne

El Nuevo Testamento utiliza el término «carne» (sarx) para describir la naturaleza y la


carne humana, y el cuerpo (soma) para describir el cuerpo humano. Con frecuencia, la palabra
carne se utiliza para hablar de los aspectos más débiles de la naturaleza humana, aquello que está
sujeto a la tentación (Mateo 26:41; 2 Pedro 2:18). Pablo advierte del peligro de ser esclavos de
los deseos de la carne (Efesios 2:3) y desafía a los creyentes a no fijar la mente en la carne
(Romanos 8:5–7).

La guerra con la carne es con la naturaleza caída de la humanidad, la cual ahora tiene un
rumbo que se aparta de Dios y de su voluntad y se inclina hacia las tendencias y los deseos
pecaminosos. En la caída en el pecado, Adán y Eva cedieron a la tentación de que sus ojos fueran
abiertos y de ser como Dios al discernir el bien del mal (Génesis 3:5). En vez de reconocer que
Dios es supremo y dejar que Él determine el bien y el mal, eligieron exaltarse ellos mismos y
dirigir su propia vida. Ese pecado hizo que no se volvieran a Dios, sino que pusieran la mirada en
su interior, en ellos mismos. La decisión de quitar a Dios de Su lugar central en la existencia
humana abrió la puerta al desenfreno del mal, lo cual provocó que los deseos y las pasiones
alejaran a la humanidad del plan de Dios. Esta guerra con la naturaleza caída del ser humano, el
rechazo de lo que Dios decreta como recto, está en pleno fragor hasta el día de hoy.

La identificación de Pablo de las obras de la carne es un recordatorio de que la guerra


espiritual contra la carne es crucial para el creyente. La lista de Gálatas 5:19–21: «inmoralidad
sexual, impureza y libertinaje; idolatría y brujería; odio, discordia, celos, arrebatos de ira,
rivalidades, disensiones, sectarismos y envidia; borracheras, orgías, y otras cosas parecidas»
ilustra la naturaleza humana caída. El desafío en la guerra contra la carne es crucificar las
pasiones y los deseos de la carne y vivir y andar conforme al Espíritu (Gálatas 5:24–25).
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La salvación que Cristo proveyó concede libertad al creyente, pero Pablo advierte el
peligro de usar esa libertad de manera indebida, para satisfacer los deseos de la carne. Esa
indulgencia niega la expectativa absoluta que se tiene del creyente: «servirse unos a otros con
amor» (Gálatas 5:13). El rumbo que toma la carne que vive sin freno alguno será evidente en
relaciones destruidas y daño personal, que son la antítesis la obra del Espíritu en la vida del
creyente. La trágica realidad es que la carne desea aquello que se opone al Espíritu, por ende,
para tener éxito en la guerra contra la carne, el creyente debe vivir «por el Espíritu» (Gálatas
5:16–17).

El apóstol Pablo declara claramente la perspectiva bíblica respecto a la carne, señalando


que las pasiones pecaminosas es lo que domina, lo cual conduce a la muerte (Romanos 7:5). El
peligro está en que, aunque la persona sea creyente, podrían negarse a fijar la mente en el
Espíritu, eligiendo ceder a los deseos de la carne. Negarse de continuo a que el Espíritu gobierne
conduce a la muerte espiritual, dado que la carne «es enemiga de Dios» (Romanos 8:5–8). La
acción de luchar contra la carne surge del reconocimiento de que la obra de Cristo ha dado un
golpe mortal a la carne. El creyente entra en una guerra espiritual contra la carne al dejar que el
Espíritu lo gobierne, lo guíe y lo dirija en su diario vivir. El Espíritu brinda una vida resucitada al
creyente para que se obtenga la victoria en la guerra espiritual contra la carne (Romanos 8:9–13).

La victoria sobre la carne se obtiene cuando el Espíritu le da a uno el poder para vencer
los deseos de la carne y sus actividades pecaminosas. Conforme el creyente continúa dejando
que el Espíritu Santo lo gobierne y lo guíe, el carácter de Cristo en su vida se fortalece (Gálatas
5:22–23). Este fruto del Espíritu —amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fe,
mansedumbre y dominio propio— es la evidencia de la victoria en la guerra espiritual contra la
carne.

La guerra espiritual y el diablo

Algunos tal vez se pregunten a nivel teológico y práctico si la guerra espiritual contra el
diablo es real y pertinente en su vida y ministerio. El consenso de las Asambleas de Dios es que
un enemigo invisible, el diablo, existe y está abocado a oponerse a Dios y a destruir a la
humanidad. Inmediatamente después de que Jesús fue ungido con el Espíritu Santo para
comenzar su ministerio público, tuvo un encuentro cara a cara con el diablo (Mateo 4:1–11;
Marcos 1:12–13; Lucas 4:1–13). Más adelante, Pedro resumió el ministerio de Jesús de la
siguiente manera: «anduvo haciendo el bien y sanando a todos los que estaban oprimidos por el
diablo» (Hechos 10:38). El diablo enfrentó a Jesús varias veces (Lucas 4:13) y los representantes
de Cristo no deberían esperar nada menos que eso. La guerra era real y todavía lo es.

Los escritores bíblicos dan evidencia de su creencia en la existencia del diablo, a quien
describen como una entidad personal. Se lo describe como una serpiente en el encuentro con
Adán y Eva en Génesis 3. Capaz de conocer, de hablar y de persuadir (todos indicadores de una
entidad personal), él los tentó y ellos pecaron. Cuando Jesús fue tentado, el diablo conversó con
Jesús, incluso usó las Escrituras, en un esfuerzo de desviar a Jesús de su misión (Mateo 4:1–11;
Marcos 1:12–13; Lucas 4:1–13).
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El diablo es el adversario, un mentiroso y un engañador. Su oposición a Dios, a Su plan,


y a Su pueblo es extrema e implacable. Sin embargo, el diablo y sus fuerzas demoníacas aliadas
son de naturaleza limitada. No son divinos y no tienen pleno conocimiento como Dios, no tienen
la habilidad de estar presentes en todo lugar al mismo tiempo y están sujetos a Dios y a Su
pueblo. No tienen un acceso garantizado al pensamiento humano. El creyente debe tener
consciencia de sus intenciones y actividades malvadas, pero no debe temer.

Cuando Dios encaró a Adán y Eva respecto a su decisión de alejarse de Su guía y


dirección suprema, de pecar e introducir el pecado en la raza humana, también pronunció el
destino final del diablo. «Pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu simiente y la de ella; su
simiente te aplastará la cabeza, pero tú le morderás el talón» (Génesis 3:15). Apocalipsis 19 y 20
dejan en claro que el diablo y esas fuerzas demoníacas aliadas están destinadas a la destrucción.

El conflicto entre el creyente y las fuerzas demoníacas puede entenderse como un


espectro de influencia demoníaca, que varía en el grado de dominio sobre la vida de una persona
y en la diversidad de aspectos de la vida en que ha habido control demoníaco. El impacto de los
poderes demoníacos tal vez sea leve e imperceptible. Si uno se arrepiente, renuncia a su pecado y
a las actividades carnales, resiste la tentación, e invoca al Espíritu para quedar limpio del pecado
y ser libre, obtendrá la victoria y será libre. La influencia demoníaca extrema podemos llamarla
«posesión», en que una persona es controlada por las fuerzas demoníacas, que manipulan el
cuerpo, la mente y el espíritu del individuo para sus propósitos destructivos.2 Este caso extremo
de control demoníaco es indicio de un continuo movimiento de alejamiento de, y abandono de,
su relación personal con Jesús; el creyente debe alcanzar la victoria en el conflicto espiritual
mucho antes de llegar a este condición extrema, en vez de ser dominado por él. Si bien los
creyentes participarán activamente en la guerra espiritual y serán oprimidos, no pueden ser
poseídos por las fuerzas demoníacas.

Hay que tener mucho cuidado de no confundir las enfermedades emocionales y mentales
con la actividad demoníaca. Aunque la actividad demoníaca a veces se asemeja a la conducta que
se manifiesta cuando hay enfermedad mental, afirmar que es la misma cosa podría herir a las
personas, impidiendo que reciban la atención médica necesaria. El consejo piadoso y sabio de
médicos, consejeros y psicólogos puede ser de ayuda cuando se trata de discernir la real
condición. El sabio y poderoso Espíritu Santo provee discernimiento y sabiduría a aquellos que
ministran a las personas que enfrentan este gran desafío.

Algunas personas enseñan que todas las instancias en que hay mención del «espíritu» o
«espíritu de» en el texto bíblico se refieren a la actividad de demonios. Sin embargo, con mayor
frecuencia, los escritores bíblicos usan el término «espíritu» para identificar una actitud o una
disposición. Por ejemplo, David habló de un espíritu quebrantado (Salmo 51:17), Salomón
mencionó a los humildes de espíritu (Proverbios 16:19) y Pablo quería ir a Corinto con amor y
con espíritu de mansedumbre (1 Corintios 4:21). Sería mejor concebir las instancias de «espíritu»
o «espíritu de» como designaciones de actitudes y disposiciones, algunas de las cuales podrían

2
Con la posesión demoníaca, el poder de Satanás toma el control del centro de la personalidad del individuo. En tales casos, los
demonios pueden manifestarse mediante cambios temporales de personalidad, en la manera de hablar, en la conducta física
extraña, la aflicción física y mental y las inclinaciones autodestructivas.
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ser pecaminosas, a menos que el contexto del versículo en cuestión muestre que se habla de un
espíritu o ser independiente.

La enseñanza de que la actividad demoníaca incluye autoridad sobre áreas geográficas


está basada en un incidente registrado en Daniel 10. El profeta recibió a un mensajero divino que
se había retrasado a causa de la resistencia del «príncipe del reino de Persia» durante veintiún
días (Daniel 10:13). Ése es un pasaje de difícil interpretación, pero aun si el príncipe del reino de
Persia es una entidad demoníaca, una sola referencia no es una base sólida para plantear una
enseñanza acerca de la actividad demoníaca territorial.

Los autores de los evangelios detallan numerosos encuentros específicos entre Jesús y los
demonios. En cada caso, Él estaba al mando y proveyó la liberación que era necesaria para el ser
humano atormentado por las fuerzas demoníacas. No sería correcto deducir una fórmula
específica para los encuentros con lo demoníaco a partir de los ejemplos de Jesús, ya que Sus
acciones fueron variadas. Por ejemplo, sólo una vez preguntó cuál era el nombre de los demonios
(Marcos 5:9; Lucas 8:30). En ese mismo encuentro, permitió que los demonios eligieran adónde
Él los enviaría… a los cerdos (Mateo 8:31; Marcos 5:11–12; Lucas 8:32). Hay otras instancias en
que no permitió que los demonios hablaran (Marcos 1:34; Lucas 4:35, 41). Los escritores del
evangelio con frecuencia señalaron que Él sanó y liberó de demonios (por ejemplo, Mateo 4:34),
pero Él no relacionó toda dolencia humana con la posesión demoníaca.

Hay algunas lecciones positivas de los relatos de encuentros victoriosos de Jesús con los
demonios. Él identificó al Espíritu Santo como la fuente a través de la cual echaba fuera
demonios (Mateo 12:28; el «dedo de Dios» en Lucas 11:20 [RVR1960]), indicando que había
llegado el reino de Dios. Después de liberar al joven cuando descendió del Monte de la
Transfiguración, señaló lo importante que es tener fe y orar (Mateo 17:20–21; Marcos 9:29). En
cada caso, la voz de Jesús era la orden que expulsaba a las fuerzas demoníacas de los seres
humanos.

Santiago provee un medio poderoso mediante el cual el creyente puede derrotar al diablo
en la guerra espiritual: «Así que sométanse a Dios. Resistan al diablo, y él huirá de ustedes»
(Santiago 4:7). Conforme el creyente reconoce su dependencia total del poder de Dios y el hecho
de que el diablo no puede hacer frente a ese poder, puede negarse a dar lugar al diablo en su vida.
Pedro resume la guerra espiritual con el diablo de la siguiente manera: «Practiquen el dominio
propio y manténganse alerta. Su enemigo el diablo ronda como león rugiente, buscando a quién
devorar. Resístanlo, manteniéndose firmes en la fe, sabiendo que sus hermanos en todo el mundo
están soportando la misma clase de sufrimientos» (1 Pedro 5:8–9).

Inferencias pastorales

La guerra espiritual en el mundo, con la carne y con el diablo son una realidad para los
seguidores de Cristo. El liderazgo pastoral tiene el privilegio de preparar a los miembros de la
congregación para esta batalla, y de animarlos cuando la están enfrentando. La realidad
pentecostal de la vida plena en el Espíritu y empoderada por Él es crucial para vencer los ataques
del mundo, la carne y el diablo. Es esencial que la congregación sea guiada a esa manera de
andar que depende del Espíritu. El crecimiento continuo del fruto del Espíritu (Gálatas 5:22–23)
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y la expresión de los dones del Espíritu (1 Corintios 12:4–11) en la vida de los creyentes son de
máxima importancia. Cuando el seguidor de Cristo es desafiado a dejar que el Espíritu Santo ore
y alabe a través de él o ella en un lenguaje espiritual, se abrirá a la voluntad y los propósitos de
Dios que lo fortalecerán para los desafíos que enfrente en la guerra espiritual (Romanos 8:26–27;
Judas 20).

En la carta a los Efesios, Pablo desafió a los creyentes en la guerra espiritual a ponerse
«toda la armadura de Dios para que puedan hacer frente a las artimañas del diablo» (Efesios
6:11). La guerra espiritual no es contra seres humanos; al contrario, es contra las fuerzas
espirituales del mal. La oposición a esas fuerzas es posible gracias a la armadura de Dios: «el
cinturón de la verdad… la coraza de justicia… (el calzado de) la disposición de proclamar el
evangelio de la paz… el escudo de la fe… el casco de la salvación… la espada del Espíritu»
(Efesios 6:14–17). Pablo concluyó la presentación de los recursos del creyente para la guerra
espiritual con un recordatorio del poder de la oración en el Espíritu (Efesios 6:18).

Hay personas en las congregaciones con desafíos emocionales y mentales que pueden
recibir ayuda de profesionales médicos y consejeros. En algunos casos, la profesión médica
podría ofrecer más asistencia que un ministerio de liberación. La ayuda profesional no suplanta
la oración y la intercesión ferviente. Dios tiene poder para sanar toda enfermedad de la
humanidad. Necesitamos ser cuidadosos y depender de la guía del Espíritu Santo para determinar
cuál es el mejor camino a la integridad y la sanidad.

Las congregaciones tienen el privilegio de ser fortalecidas no sólo para pelear a nivel
personal sino para también librar la guerra espiritual como un acto colectivo de intercesión. La
batalla con el mundo con frecuencia debe llevarse a cabo a nivel sistémico o estructural. El mal
se expresa mediante las prácticas colectivas, las decisiones gubernamentales y las tradiciones
culturales. El cuerpo de Cristo puede experimentar la victoria de Dios a través de la oración y las
acciones intercesoras cuando sea necesario.

El apóstol Pablo expresó las palabras de aliento que necesitamos todos los creyentes
cuando estamos en medio de una guerra espiritual. «¿Qué diremos frente a esto? Si Dios está de
nuestra parte, ¿quién puede estar en contra nuestra? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino
que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas
las cosas?... en todo esto somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó»
(Romanos 8:31–32, 37). Pedro, en el comienzo de su segunda epístola, nos da esta gran
seguridad: «Su divino poder, al darnos el conocimiento de aquel que nos llamó por su propia
gloria y excelencia, nos ha concedido todas las cosas que necesitamos para vivir como Dios
manda» (2 Pedro 1:3).

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