El Misterio Del Lobo Blanco
El Misterio Del Lobo Blanco
El Misterio Del Lobo Blanco
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Michael Moorcock
ePub r2.0
Titivillus 16.11.16
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Título original: The Weird of the White Wolf
Michael Moorcock, 1977
Traducción: Hernán Sabaté
Ilustración de portada: Francesco Mattina
Diseño de portada: Piolin
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A la memoria de Ted Carnell, editor de New Worlds y Science Fantasy, que
publicó todas las primeras historias de Elric, y me sugirió escribir la serie.
Un hombre amable y generoso que me estimuló en mis primeros años y sin
el que estos relatos no se hubieran escrito.
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Prólogo
El sueño de Aubec
En este sueño conoceremos algo de cómo surgió la Edad de los Reinos Jóvenes y
del papel que desempeñó la Dama Negra, Myshella, cuyo destino se vería más tarde
entrelazado con el de Elric de Melniboné…
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Desde la ventana sin cristales de la torre de piedra, era posible ver el ancho río
que serpenteaba entre sus riberas, amplias y pardas, a través de un terreno ondulado
de espesos sotos verdes que se confundían muy gradualmente con la masa de la
foresta propiamente dicha. Y, al otro lado de la foresta se alzaba el acantilado gris y
verde pálido. Su roca cubierta de líquenes, más oscura cuanto más arriba, terminaba
confundiéndose con las piedras —aún más enormes— de la base del castillo, que
dominaba el terreno en tres direcciones distrayendo toda atención del río, de las rocas
y de la foresta. Sus muros eran altos y de recio granito, con numerosas torres: un
tupido campo de torres agrupadas como para protegerse mutuamente.
Aubec de Malador se maravilló al verlo y se preguntó cómo era posible que lo
hubieran construido manos humanas, salvo que hubiera intervenido la magia.
Sombrío y misterioso, el castillo parecía poseer un aire desafiante, pues se levantaba
en el mismo borde del mundo.
En aquel instante, el cielo encapotado bañaba con una extraña luz intensamente
amarilla el costado occidental de las torres, haciendo más profunda la negrura donde
no alcanzaba. Enormes huecos de cielo azul se abrían en la capa gris que cubría
generalmente el lugar, y unas masas de nubes rojas se confundían con ésta,
mezclándose para producir una gama de tonos más amplia y matizada. Sin embargo,
aunque el cielo era impresionante, no conseguía que la mirada se apartara de la serie
de enormes despeñaderos creados por la mano del hombre que constituían el castillo
de Kaneloon.
El conde Aubec de Malador no se apartó de la ventana hasta que la oscuridad se
hizo completa en el exterior, y foresta, acantilado y castillo no fueron más que
sombras contra un fondo de negrura. Se pasó una mano recia y nudosa por la cabeza,
casi calva, y se encaminó pensativo hasta el montón de paja que le hacía las veces de
cama.
La paja estaba apilada en el nicho formado por un contrafuerte y el muro exterior,
y la estancia gozaba de buena iluminación gracias al farol del conde. El aire, en
cambio, era frío cuando se acostó en la paja con la mano cerca de su espada, un
mandoble de tamaño prodigioso que constituía su único armamento. La espada
parecía forjada para un gigante —prácticamente, tal era el aspecto que ofrecía Aubec
de Malador—, con su ancha cruceta, una poderosa empuñadura incrustada de piedras
preciosas y una hoja de cinco palmos, ancha y lisa. Junto al mandoble guardaba su
armadura, vieja y resistente, y sobre ella se encontraba el casco, con las plumas
negras de su parte superior algo deshilachadas y ligeramente mecidas por la corriente
de aire que penetraba por la ventana.
Malador dormía.
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ejércitos avanzando por campos en llamas, estandartes que tremolaban con los
blasones de un centenar de naciones, bosques de lanzas de relucientes puntas, mares
de cascos erguidos, los sones valientes y salvajes de los cuernos de guerra, el
retumbar de los cascos de los caballos y los cantos y gritos de los soldados. Eran
sueños de tiempos pasados, cuando Aubec de Malador era joven y había conquistado
para la reina Eloarde de Klant todas las naciones del sur, casi hasta el confín del
mundo. Sólo Kaneloon, en el propio borde del mundo, había quedado excluido de sus
conquistas, y ello, debido a que ningún ejército se atrevía a llegar hasta allí.
Para una persona de tan gloriosos antecedentes marciales, estos sueños resultaban
sorprendentemente perturbadores, y Malador despertó varias veces esa noche,
sacudiendo la cabeza en un intento de librarse de ellos.
Malador habría preferido soñar con Eloarde, aunque ella era la causa de su
inquietud, pero la reina no apareció en el sueño; no vio su cabello negro y sedoso
mecido al viento en torno a su pálido rostro, ni sus ojos verdes y sus labios
encendidos, ni su porte altivo y desdeñoso. Eloarde le había nombrado para aquella
empresa; Malador no la había emprendido por propia voluntad, aunque no había
tenido elección, puesto que, además de su dama, Eloarde era también su reina. El
campeón era por tradición el amante de ésta, y Aubec de Malador no podía imaginar
que las cosas pudieran ser de otra manera. Como campeón de Klant, su deber era
obedecer y dejar el palacio para buscar a solas el castillo de Kaneloon, conquistarlo y
declararlo parte del Imperio, para que pudiera decirse que los dominios de la reina
Eloarde se extendían desde el mar del Dragón hasta el confín del mundo.
Más allá de éste no había nada, salvo los remolinos de materia del Caos informe
que se extendía hasta la eternidad desde los acantilados de Kaneloon, turbio y
bullente, multicolor, lleno de monstruosas semiformas, pues sólo la Tierra poseía
leyes y estaba constituida de materia ordenada, que se movía a la deriva en el mar del
Caos como había hecho durante eones.
Por la mañana, el conde Aubec de Malador apagó el farol que había dejado
encendido toda la noche, se enfundó la cota de malla y las espinilleras, se colocó en
la cabeza el casco de plumas negras, apoyó el mandoble en el hombro y salió de la
torre de piedra, el único resto que quedaba en pie de algún antiguo edificio.
Sus pies, calzados con botas de cuero, avanzaron trastabillando entre unas piedras
que parecían parcialmente disueltas, como si el Caos hubiera bañado una vez aquel
lugar, en vez de batir las torres de Kaneloon. Tal cosa, sin embargo, resultaba
totalmente imposible, pues era bien sabido que los límites de la Tierra eran
constantes.
El castillo de Kaneloon le había parecido más próximo la noche anterior, y Aubec
se daba cuenta ahora de que ello se debía a su enorme tamaño. Siguió el curso del río
hundiendo los pies en el suelo embarrado y aprovechando las grandes ramas de los
árboles para protegerse del sol, que calentaba cada vez con más fuerza mientras se
abría camino hacia los acantilados. Kaneloon quedaba ahora fuera de la vista, a gran
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altura sobre Aubec. Con cierta frecuencia, éste utilizaba la espada como un machete
para abrirse paso en aquellos puntos donde el follaje era especialmente tupido.
Se detuvo varias veces a descansar y aprovechó para beber las frías aguas del río
y refrescarse la cara y la cabeza. No tenía prisa; no tenía el menor deseo de visitar
Kaneloon y le fastidiaba aquella interrupción de su vida junto a Eloarde, que creía
haberse ganado merecidamente. También él sentía un temor supersticioso por el
misterioso castillo que, se decía, sólo estaba habitado por un ocupante humano: la
Dama Negra, una hechicera sin piedad que comandaba una legión de demonios y
otras criaturas del Caos.
Contempló los acantilados a mediodía y divisó el sendero que conducía hacia su
cima con una mezcla de preocupación y alivio. Había pensado que debería escalar los
peñascos, pero no era un hombre que se decidiera por la ruta difícil cuando se
presentaba una alternativa más fácil, de modo que hizo un lazo con una cuerda en
torno a la espada y se la colgó al hombro, pues era demasiado larga y difícil de
manejar para llevarla al costado. Luego, todavía de mal humor, empezó a ascender el
sinuoso camino.
Las rocas cubiertas de líquenes eran evidentemente antiguas, en contradicción con
las especulaciones de ciertos filósofos que se preguntaban por qué sólo se había oído
hablar de Kaneloon desde hacía unas pocas generaciones. Aubec de Malador
compartía la respuesta más extendida a tal interrogante: que los exploradores no se
habían aventurado tan lejos hasta tiempos relativamente recientes.
Volvió la mirada hacia atrás, sendero abajo, y vio a sus pies las copas de los
árboles meciéndose ligeramente bajo la brisa. La torre en la que había pasado la
noche apenas resultaba visible en la distancia, y el conde Aubec sabía que, más allá
de ella, no había ninguna muestra de civilización, ningún puesto avanzado del
hombre, en muchas jornadas de viaje hacia el norte, el este o el oeste… Al sur
quedaría el Caos. Aubec no había estado nunca tan cerca del confín del mundo y se
preguntó qué efecto tendría sobre su cerebro la visión de la materia informe.
Por fin llegó a la cima del acantilado y permaneció en pie con los brazos en jarras,
contemplando el castillo que se alzaba a un par de kilómetros, con sus torres más
altas ocultas tras las nubes y sus inmensas murallas incrustadas en la roca, que se
extendían a lo lejos, limitadas a ambos costados por el propio borde del acantilado. Y,
más allá de éste, salpicando como la espuma marina a apenas unos palmos de la base
del castillo, Aubec de Malador vio chapotear y agitarse la materia del Caos,
predominantemente gris, azul, parda y amarilla en aquel momento, aunque sus
colores eran cambiantes.
Le invadió una sensación de tan indescriptible profundidad que durante un largo
rato no fue capaz de cambiar de postura, completamente abrumado por la percepción
de su propia insignificancia. Finalmente se le ocurrió pensar que si alguien vivía en el
castillo de Kaneloon debería tener una mente muy fuerte o estar loco; tras un suspiro,
continuó hacia su objetivo y apreció que el terreno era perfectamente plano,
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inmaculado, de un tono verde obsidiana que reflejaba de forma imperfecta la
cambiante materia del Caos, de la que desvió su mirada cuanto pudo.
Kaneloon tenía muchas entradas, todas lóbregas e inhóspitas y, de no haber sido
de formas y tamaños regulares, habrían podido pasar por las bocas de otras tantas
cavernas.
Malador hizo una pausa antes de decidir cuál tomaba y, acto seguido, se encaminó
con manifiesta determinación hacia una de ellas. Penetró en una oscuridad que
pareció prolongarse eternamente. El túnel era frío y estaba vacío, con la sola
presencia de Aubec de Malador.
Muy pronto se perdió. Sus pasos no producían eco alguno, lo cual le causó
sorpresa; después, la negrura empezó a dar paso a una serie de perfiles angulosos,
como los muros de un pasadizo serpenteante; unos muros que no llegaban al invisible
techo, sino que terminaban a unos metros de altura por encima de su cabeza. Estaba
en un laberinto. Se detuvo, volvió la vista atrás y vio con horror que el laberinto se
retorcía en múltiples direcciones, aunque él estaba seguro de haber seguido en línea
recta desde la entrada.
Por un instante la confusión embargó su mente y la locura amenazó con
adueñarse de él, pero luchó por controlarse y desenvainó la espada, tembloroso. ¿Qué
camino seguir? Decidió continuar andando, incapaz de decir, ahora, si avanzaba hacia
adelante o hacia atrás.
La locura que acechaba en las profundidades de su cerebro se filtró hasta su
conciencia y se convirtió en miedo. Y, siguiendo inmediatamente a la sensación de
miedo, aparecieron unas siluetas. Unas formas de movimientos veloces que surgían
de diversas direcciones, maléficas, diabólicas, absolutamente horribles.
Una de aquellas criaturas se acercó a él y Aubec la golpeó con su espada. El ser
huyó, aunque no pareció herido. Se acercó otro, y luego otro más, y Aubec olvidó su
pánico mientras descargaba golpes a su alrededor, manteniendo a raya a las criaturas
hasta que todas ellas hubieron huido. Entonces se detuvo y se apoyó, jadeando, sobre
la espada. Luego, cuando miró a su alrededor, el miedo volvió a invadirle y
aparecieron nuevas criaturas, seres de grandes ojos llameantes y temibles espolones,
de rostro malévolo y burlón y de facciones casi familiares, algunas reconocibles
como pertenecientes a viejos amigos y parientes, aunque retorcidas en horrorosas
muecas paródicas. Soltó un grito y corrió hacia las criaturas enarbolando su enorme
espada, lanzando golpes y tajos, hasta dejar atrás a un grupo de ellas y doblar una
esquina del laberinto para encontrarse frente al siguiente grupo.
Una risa maliciosa recorrió los retorcidos pasadizos, siguiéndole y precediéndole
en su carrera. Aubec tropezó y cayó contra una pared. Al principio, la pared pareció
de piedra sólida, pero luego, lentamente, se volvió blanda y el campeón se hundió en
ella atravesándola, hasta tener la mitad del cuerpo en un corredor y la otra en otro.
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Terminó de cruzar la pared y, todavía a gatas en el suelo, alzó la cabeza y vio a
Eloarde, pero una Eloarde cuyo rostro envejecía mientras Aubec lo miraba.
«Estoy loco —pensó—. ¿Es eso realidad o fantasía…? ¿O quizá ambas cosas?».
Extendió una mano y gritó:
—¡Eloarde!
La imagen desapareció, pero fue reemplazada por una horda de demonios. Aubec
se incorporó y giró sobre sí mismo con la espada, pero los demonios se pusieron
fuera de su alcance y Aubec les lanzó un rugido mientras avanzaba. Por un instante,
concentrado en aquel ejercicio, el miedo le abandonó de nuevo y, al hacerlo, se
desvanecieron también las visiones hasta que comprendió que el miedo precedía a las
diabólicas manifestaciones e intentó controlarlo.
Casi lo consiguió, esforzándose en tranquilizarse, pero el miedo volvió a surgir y
las criaturas cobraron forma en las paredes con sus agudas voces llenas de maliciosa
hilaridad.
Esta vez no las atacó con la espada, sino que se plantó donde estaba con toda la
calma que pudo y se concentró en su propio estado mental. Al hacerlo, las criaturas
empezaron a difuminarse y le pareció que se encontraba en un valle apacible,
sosegado e idílico. Sin embargo, rondando cerca de su conciencia, le pareció ver los
muros del laberinto débilmente perfilados y unas formas repugnantes moviéndose
aquí y allá por los innumerables pasadizos.
Cayó en la cuenta de que la visión del valle era tan ilusoria como el laberinto y,
con esta certeza, tanto el valle como el laberinto desaparecieron definitivamente y
Aubec se encontró en el enorme salón de un castillo que no podía ser otro que el de
Kaneloon.
El salón estaba desierto aunque bien amueblado y no alcanzó a ver la fuente de
luz que lo bañaba, brillante y uniforme. Avanzó hacia una mesa sobre la cual se
amontonaban unos rollos de pergamino y escuchó con agrado el eco de sus pasos.
Enormes puertas claveteadas de metal se abrían en el salón, pero, de momento,
decidió no investigarlas y se concentró en el estudio de los pergaminos para saber si
podían serle de ayuda para desvelar el misterio de Kaneloon.
Apoyó la espada contra la mesa y asió el primer rollo.
Era un hermoso ejemplar de vitela roja, pero las letras negras escritas en su
interior no tenían ningún sentido para él y le dejaron desconcertado, pues, aunque los
dialectos variaban de un lugar a otro, sólo había una lengua en todas las partes de la
Tierra. Otro rollo mostraba signos diferentes y el tercero que abrió presentaba una
serie de dibujos muy estilizados que se repetían aquí y allá de un modo que le hizo
pensar que se trataba de algún tipo de alfabeto. Disgustado, dejó caer el pergamino,
agarró la espada, exhaló un tremendo suspiro y gritó:
—¿Quién habita aquí? ¡Quienquiera que sea, ha de saber que Aubec, conde de
Malador, campeón de Klant y conquistador del sur, reclama este castillo en nombre
de su reina Eloarde, emperatriz de todas las Tierras Meridionales!
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Al gritar aquellas palabras familiares, Aubec se sintió un poco más tranquilo, pero
no recibió respuesta. Levantó ligeramente el casco y se rascó el cuello. Después tomó
la espada, la apoyó en su hombro y se encaminó hacia la puerta más grande.
Antes de alcanzarla, la puerta se abrió de pronto y una cosa enorme de aspecto
humano y manos como tenazas metálicas le sonrió.
Aubec retrocedió un paso y luego otro hasta que, viendo que el ser no avanzaba,
se detuvo y lo contempló.
Era aproximadamente un palmo más alto que él y tenía unos ojos ovalados de
múltiples facetas que, por su naturaleza, parecían inexpresivos. Su rostro era
anguloso y tenía un tono gris, metálico. La mayor parte de su cuerpo estaba formado
también de metal bruñido, conjuntado y articulado como si fuera una armadura.
Sobre la cabeza llevaba un casco muy ceñido, claveteado de adornos de cobre.
Producía una sensación de tremendo e insensato poder, aunque no se movía.
—¡Un golem! —exclamó el conde de Malador, creyendo recordar de las leyendas
tales criaturas fabricadas por el hombre—. ¡Qué magia te habrá creado!
El golem no respondió, pero sus manos, formadas en realidad por cuatro dedos
metálicos cada una, empezaron a flexionarse lentamente. Continuó sonriendo.
Aquel ser no tenía la misma cualidad amorfa que sus anteriores visiones. El
golem era sólido, real y poderoso, y ni siquiera el valor y la fuerza de Aubec podían
derrotarlo, por mucho que se esforzara. Sin embargo, el conde tampoco podía dar
media vuelta y escapar.
Con un chirrido de articulaciones metálicas, el golem penetró en el salón y
extendió sus manos bruñidas hacia el conde de Malador. Éste podía optar por atacar o
por huir, pero lo segundo habría sido una necedad sin sentido. Decidió atacar.
Agarrando su gran espada con ambas manos, golpeó el flanco del torso, que
parecía ser su zona más débil. El golem bajó el brazo y la espada golpeó contra el
metal con un potente estrépito, provocando una vibración en la hoja que sacudió todo
el cuerpo del campeón. Aubec retrocedió, trastabillando. El golem fue tras él sin la
menor vacilación.
Malador volvió la vista atrás y escudriñó el salón con la esperanza de encontrar
un arma más potente que la espada, pero sólo descubrió una serie de escudos
ornamentales colgados en la pared de la derecha. Echó a correr hacia allí, arrancó uno
de los escudos de su panoplia y lo sujetó a su brazo. Era una rodela ovalada muy
ligera, formada por varías capas de madera trenzada. No es que fuera gran cosa como
defensa, pero le hizo sentirse un poco mejor cuando se volvió de nuevo para hacer
frente al golem.
Éste avanzó y Malador creyó advertir algo familiar en él, igual que le habían
parecido conocidos los demonios del laberinto, pero la impresión fue sólo vaga.
Aubec se dijo que la extraña hechicería de Kaneloon estaba afectando su mente.
La criatura metálica alzó las tenazas de su mano derecha y lanzó un rápido golpe
a la cabeza del conde, quien lo evitó levantando la espada para protegerse. Las
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tenazas chocaron con el arma y, de inmediato, el golem lanzó otro golpe con su brazo
derecho al estómago de Aubec. El escudo paró el golpe, aunque las extremidades
metálicas se clavaron profundamente en él. Aubec arrancó la rodela de las tenazas al
tiempo que descargaba la espada en las articulaciones de las rodillas.
Con la mirada puesta aún en la lejanía, como si no tuviera el menor interés en el
hombre, el golem avanzó como un ciego mientras Aubec daba media vuelta y se
encaramaba a la mesa, esparciendo los rollos de pergamino por el suelo. Desde su
nueva posición, descargó un mandoble sobre la cabeza de la criatura y los adornos de
cobre soltaron chispas mientras el metal y lo que contenía quedaban abollados. El
golem se tambaleó y, a continuación, se agarró a la mesa y la levantó del suelo para
obligar a Aubec a saltar. Esta vez, el conde de Malador corrió hacia la puerta y tiró
del picaporte, pero la hoja de madera no se abrió.
La espada estaba mellada y despuntada. Aubec dio la espalda a la puerta mientras
el golem extendía el brazo hacia él y descargaba su manaza metálica sobre el extremo
superior del escudo. Éste saltó hecho astillas y un dolor lacerante recorrió el brazo del
hombre. Se lanzó hacia el golem, pero no estaba habituado a manejar la gran espada
de aquella manera y lanzó la estocada con torpeza.
Aubec sabía que estaba perdido. El ánimo y la habilidad en el combate no
bastaban frente a la fuerza bruta del golem. Cuando éste lanzó su siguiente golpe, el
hombre se hizo a un lado, pero uno de los dedos metálicos le alcanzó, atravesándole
la armadura y, aunque de momento no sintió ningún dolor, vio que perdía sangre.
Se puso en pie, tambaleante, mientras se desembarazaba de los fragmentos de
madera a que había quedado reducido el escudo y agarró con firmeza la espada.
«Este demonio sin alma no tiene puntos débiles —pensó— y, como carece de
verdadera inteligencia, no hay modo de hacerle entrar en razón. ¿Qué puede temer un
golem?».
La respuesta era simple. El golem sólo temería algo tan fuerte o más que él
mismo.
Aubec debía utilizar la astucia.
Corrió hacia la mesa volcada con el golem tras él, saltó sobre la mesa y giró sobre
sus talones. Vio que el golem tropezaba con el obstáculo pero, contrariamente a sus
esperanzas, no cayó. Pese a ello, el tropiezo retrasó a la criatura metálica y Aubec
aprovechó la ocasión para correr hacia la puerta por la que había entrado el golem. La
hoja se abrió, y el hombre se encontró en un pasadizo serpenteante, envuelto en
profundas sombras, no muy diferente del laberinto que había encontrado a su llegada
a Kaneloon. La puerta se cerró, pero Aubec no encontró nada con que atrancarla.
Corrió pasadizo arriba antes de que el golem derribara la puerta a golpes y continuara
su persecución con pasos torpes pero apresurados.
El corredor se retorcía en todas direcciones, y aunque había momentos en los que
no podía ver al golem, Aubec no dejaba de escucharlo y le embargó el temor
enfermizo de que, en cualquier momento, podía doblar una esquina y encontrarse
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justo delante de él. No sucedió así, sino que llegó ante una puerta y, tras abrirla y
cruzar su umbral, se encontró de nuevo en el salón del castillo de Kaneloon.
Casi se tranquilizó de haber llegado a aquel lugar que ya conocía, pero pronto
escuchó el chirrido de las piezas metálicas del golem, que continuaba persiguiéndole.
Aubec necesitaba otro escudo, pero la parte del salón donde ahora se encontraba
carecía de panoplias. La pared sólo contenía un espejo grande y redondo de brillante
metal pulimentado. Era demasiado pesado para que le sirviera de ayuda, pero lo
agarró y lo descolgó de los ganchos que lo sostenían. El espejo cayó al suelo con un
fuerte estrépito y se apresuró a levantarlo, arrastrándolo con él mientras se alejaba a
trompicones del golem, que acababa de aparecer de nuevo en la estancia.
Utilizando las cadenas de las que había estado colgado el espejo, Aubec sujetó el
gran objeto ante él y, cuando el golem aumentó su velocidad y se lanzó sobre él,
levantó el improvisado escudo.
El golem lanzó un alarido.
Aubec de Malador se quedó asombrado. El monstruo se detuvo de inmediato y se
apartó del espejo, como encogiéndose. Aubec adelantó el metal bruñido hacia el
golem, y el ser dio media vuelta y huyó por la puerta que acababa de cruzar, soltando
un aullido metálico.
Aliviado a la vez que desconcertado, Aubec se sentó en el suelo y estudió el
espejo. Aunque de buena calidad, no había en él nada mágico, desde luego. Sonrió y
exclamó en voz alta:
—Esa criatura se ha asustado de algo, sin duda. ¡Se ha espantado de sí misma! —
Echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas, ahora más tranquilo. Después,
frunció el ceño y añadió—: ¡Ahora tengo que encontrar a los hechiceros que la han
creado para vengarme de ellos!
Se puso en pie, sujetó con más fuerza las cadenas del espejo en torno al brazo y se
dirigió hacia otra puerta, recelando de que el golem hubiera completado el circuito
del laberinto y apareciera de nuevo por la misma puerta de antes. Cuando comprobó
que la puerta no se abría, levantó la espada y la descargó sobre la cerradura como si
fuera un hacha hasta que cedió. Penetró en un pasadizo bien iluminado, al final del
cual parecía haber otra estancia. La puerta estaba abierta.
Mientras avanzaba por el pasadizo, un olor almizcleño llegó a su olfato. Era un
aroma que le recordó a Eloarde y las comodidades de Klant.
Cuando llegó a la cámara circular, vio que se trataba de un dormitorio, la alcoba
de una mujer, impregnado de la fragancia que había percibido en el pasillo. Controló
la dirección que adoptaba su mente, pensó en Klant y en la lealtad que debía a su
tierra, y se dirigió hacia otra puerta que conducía fuera de la alcoba. Tiró de ella hasta
abrirla y descubrió una escalera de piedra que ascendía en espiral. La subió y pasó
junto a unas ventanas cuyos cristales parecían de esmeralda o de rubí; tras ellos
parpadeaban unas formas en sombras, y Aubec comprendió que se hallaba en el lado
del castillo que daba a la inmensidad del Caos.
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La escalera parecía conducir a una torre y, cuando alcanzó por fin la portezuela de
su parte superior, Aubec estaba sin aliento y se detuvo unos instantes antes de entrar.
Después, abrió la portezuela de un empujón y entró en el habitáculo de la cúspide.
En uno de los muros se abría un enorme ventanal, un mirador de cristal
transparente a través del cual podían verse las oleadas de la siniestra materia del
Caos. Junto al ventanal, de pie, una mujer le miraba como si estuviera esperándole.
—Realmente eres un campeón, conde Aubec —dijo la mujer con una sonrisa que
tal vez quería ser irónica.
—¿Cómo es que conoces mi nombre?
—No es por arte de magia que lo sé, conde de Malador: tú mismo lo has gritado
con suficiente fuerza en el momento en que has visto el salón en su verdadera forma.
—¿Y no ha sido eso obra de brujería? —replicó Aubec con displicencia—. ¿El
laberinto, los demonios…, incluso el valle? ¿No es el golem producto de la magia?
¿No es obra de la hechicería todo este castillo maldito?
—Puedes llamarlo así si quieres, ya que ignoras la verdad —replicó la mujer
encogiéndose de hombros—. La magia, en tu mente al menos, es un saber imperfecto
que sólo proporciona un ligero indicio de los poderes verdaderos que existen en el
universo.
Aubec no respondió, algo impaciente al escuchar tales afirmaciones. Observando
a los filósofos de Klant, había advertido que las palabras misteriosas solían ser
disfraces de cosas e ideas muy comunes. Así pues, lanzó a la mujer una mirada
abierta y enfurruñada.
Su interlocutora era rubia, de ojos verdeazulados y facciones suaves. Su larga
túnica era de un color parecido al de sus ojos. Poseía una gran y enigmática belleza y,
como todos los habitantes de Kaneloon que había encontrado hasta entonces, le
resultaba ligeramente familiar.
—¿Reconoces Kaneloon? —preguntó la hermosa desconocida.
—Ya basta —respondió él, sin hacer caso de la pregunta—. ¡Llévame ante los
dueños de este lugar!
—No hay aquí nadie más que yo, Myshella, la Dama Negra. Y soy la dueña.
—¿Y sólo para encontrarte a ti he vencido tantos peligros? —replicó Aubec,
decepcionado.
—En efecto… Y unos peligros mayores de lo que imaginas, conde Aubec. ¡Esos
monstruos que viste nacían de tu propia imaginación!
—No te burles de mí, Dama Negra.
—Hablo sinceramente —se echó a reír ella—. El castillo crea sus defensas a
partir de la propia mente. Raro es el hombre que pueda hacer frente y vencer a su
imaginación. Ninguno ha conseguido encontrarme aquí en doscientos años. Desde
esa fecha, todos han muerto de miedo…, hasta hoy.
La mujer le sonrió. Su sonrisa fue cálida.
—¿Y cuál es el premio para tan gran hazaña? —replicó él con aspereza.
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La Dama Negra se rió otra vez y señaló hacia la ventana que se abría sobre el
confín del mundo y el Caos más allá.
—Ahí fuera, nada existe todavía. Si te aventuras en ello, deberás enfrentarte de
nuevo con las criaturas de tu propia fantasía oculta, pues no existe nada más que ver.
Se volvió hacia Aubec con admiración y él carraspeó, incómodo.
—De vez en cuando —continuó ella—, llega a Kaneloon un hombre capaz de
soportar tal prueba. Entonces pueden ensancharse los confines del mundo, pues,
cuando un hombre resiste ante el Caos, éste debe retroceder y cobran existencia
nuevas tierras.
—¡De modo que éste es el destino que tienes en mente para mí, hechicera!
Ella le miró casi con timidez. Su belleza pareció intensificarse cuando Aubec la
miró. Asió la empuñadura de la espada, apretándola con fuerza mientras la mujer
avanzaba con elegancia hasta él y le tocaba, como por casualidad.
—Existe una recompensa a tu valor. —Le miró a los ojos y no dijo una palabra
más acerca del premio, pues era evidente cuál era el que ofrecía—. Y después…,
cumple mis deseos y enfréntate al Caos.
—Mi dama, ¿no sabes que el rito exige del campeón de Klant que sea el fiel
consorte de la reina? —Aubec soltó una risa retumbante—. He venido aquí a eliminar
una amenaza para las tierras de mi reina, no para ser tu amante y lacayo.
—Aquí no hay ninguna amenaza.
—Eso parece cierto…
La Dama Negra retrocedió unos pasos como si volviera a estudiarle. Para ella,
aquello no tenía precedentes; hasta entonces, nadie había rechazado su ofrecimiento.
Aquel hombre recio, que conjugaba tan bien valor e imaginación, le gustaba. Era
increíble, se dijo, cómo podían arraigar en unos pocos siglos las tradiciones…, unas
tradiciones que podían unir a un hombre con una mujer a la que, probablemente, ni
siquiera amaba. Miró a Aubec, plantado delante de ella con el cuerpo tenso y el gesto
nervioso.
—Olvida Klant —le dijo—. Piensa en el poder que tendrás en tu mano. ¡El
verdadero poder de la creación!
—Mi dama, reclamo este castillo para Klant. Esto es lo que he venido a hacer, y
lo cumpliré. Si salgo de aquí con vida, seré reconocido como su conquistador y tú
acatarás la situación.
Ella apenas le escuchó. Estaba pensando en diversos planes para convencerle de
que su causa era más importante que la de él. ¿Tal vez podía seducirle todavía? ¿O
utilizar alguna pócima para embrujarle? No, aquel hombre era demasiado fuerte para
cualquiera de ambas cosas; era preciso idear otra estratagema.
La Dama Negra notó que sus pechos se henchían involuntariamente cuando miró
al conde. Habría preferido seducirle. Conseguirlo había sido siempre un premio, tanto
para ella como para los héroes que habían vencido los peligros de Kaneloon en el
pasado. Entonces, al fin, creyó tener el argumento decisivo.
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—Piensa, conde Aubec —le susurró—. Piensa… ¡Nuevas tierras para el Imperio
de tu reina!
Él frunció el ceño.
—¿Por qué no extender aún más los límites del Imperio? —continuó ella—. ¿Por
qué no crear nuevos territorios?
La Dama Negra le miró con nerviosismo mientras él se quitaba el yelmo y se
rascaba la cabeza, robusta y calva.
—Por fin has dicho algo con sentido —murmuró, vacilante.
—Piensa en los honores que recibirías en Klant si lograses conquistar no sólo
Kaneloon, sino también lo que hay más allá…
—Es cierto —dijo Aubec, acariciándose el mentón—. Es cierto…
Sus pobladas cejas aparecían ahora intensamente fruncidas.
—Nuevas llanuras, nuevas montañas, nuevos mares…, nuevas poblaciones,
incluso… ¡ciudades enteras llenas de gente recién surgida y, sin embargo, con el
recuerdo de generaciones de antepasados tras ella! Todo esto puedes hacerlo tú,
conde de Malador… ¡Por la reina Eloarde y por Lormyr!
Una leve sonrisa cruzó el rostro de Aubec, prendida al fin su imaginación.
—¡Es cierto! Si puedo vencer tales peligros aquí… ¡también puedo hacerlo ahí
fuera! ¡Será la mayor aventura de la historia! ¡Mi nombre se hará legendario!
¡Malador, señor del Caos!
La mujer le dirigió una mirada de ternura, aunque casi le había engañado. Aubec
se colgó la espada al hombro.
—Lo intentaré, Dama Negra.
Los dos permanecieron juntos ante la ventana contemplando la materia que
formaba el Caos, cuchicheando y meciéndose interminablemente. La mujer nunca
había terminado de acostumbrarse a su presencia, pues cambiaba sin cesar. En aquel
instante, entre sus revueltos colores predominaban el rojo y el negro. Zarcillos de
violeta y anaranjados surgían en espirales en la masa informe y se deshacían
serpenteando.
Formas extrañas se movían velozmente en la materia del Caos, con sus siluetas
nunca detalladas, nunca reconocibles con claridad.
—Los Señores del Caos dominaban este territorio —dijo Aubec—. ¿Qué dirán a
mi intromisión?
—No pueden decir nada, y, además, pueden hacer muy poco. Incluso ellos deben
obedecer la ley del Equilibrio Cósmico que ordena que, si el hombre resiste al Caos,
éste seguirá sus mandatos y se hará Orden. Así es como crece la Tierra, poco a poco.
—¿Cómo entraré?
Myshella aprovechó la ocasión para sujetar su brazo robusto y musculoso y
señalar con él por la ventana.
—Mira… Ahí… Hay un sendero que conduce desde esta torre hasta el acantilado,
¿lo ves? —dijo, lanzándole una penetrante mirada.
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—¡Ah, sí! No lo había visto hasta ahora. Un sendero.
La mujer, detrás de él, sonrió para sí.
—Voy a quitar la barrera —informó. Aubec se ajustó el casco a la cabeza y
declaró solemnemente:
—¡Por Klant y Eloarde, y sólo por ellos, me embarco en esta aventura!
La Dama Negra se acercó a la pared y subió la ventana. Aubec no la miró siquiera
cuando inició su avance por el sendero hacia la niebla multicolor.
Mientras le veía desaparecer, ella sonrió. Qué fácil era engañar al hombre más
fuerte simulando seguirle la corriente. Quizá añadiría tierras a su Imperio, pero tal
vez encontraría a sus pobladores reacios a aceptar a Eloarde como emperatriz. De
hecho, si Aubec hacía bien su trabajo, quizá estaría creando a Klant una amenaza
mayor de la que había supuesto Kaneloon.
Y, con todo, Myshella admiró a aquel hombre, se sintió atraída por él. Tal vez
porque no le había resultado tan accesible como aquel héroe anterior, que había
ganado la tierra del propio Aubec al Caos hacía apenas doscientos años. ¡Ah, aquél
había sido un gran hombre! Pero él, como la mayoría de quienes le precedieron, no
había necesitado más persuasión que la promesa de su cuerpo.
La debilidad del conde Aubec había residido en su fuerza, se dijo cuando él ya
había desaparecido en la densa niebla.
Le entristecía un poco que, en esta ocasión, la ejecución de la tarea encomendada
a ella por los Señores del Orden no le hubiera producido el habitual placer.
Y, sin embargo, se dijo, tal vez sentía un placer más sutil en la demostración de
firmeza del hombre y en los medios que había utilizado para convencerle.
Durante siglos, los Señores del Orden le habían confiado Kaneloon y sus secretos,
pero el progreso había sido lento, pues eran contados los héroes que podían
sobrevivir a los peligros de Kaneloon; contados quienes podían vencer los peligros
creados por ellos mismos.
Sin embargo, la tarea tenía sus recompensas, decidió finalmente con una ligera
sonrisa en los labios. Se encaminó a otra estancia para preparar la transición del
castillo a la nueva era del mundo.
Así fueron sembradas las semillas de la Era de los Reinos Jóvenes, la Era del
Hombre, que iba a producir la caída de Melniboné.
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Libro primero
La Ciudad de Ensueño
Que cuenta el regreso de Elric a Imrryr, qué hizo allí, y cómo, al fin, su destino cayó
sobre él…
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I
—¿Qué hora es?
El hombre de la barba negra se despojó de su yelmo dorado y lo arrojó lejos de sí,
sin importarle dónde cayera. Se quitó los guanteletes de cuero y se acercó al fuego
crepitante del hogar para que el calor impregnara sus huesos helados.
—La medianoche pasó hace mucho rato —gruñó otro de los hombres armados
congregados en torno a las llamas—. ¿Sigues estando seguro de que vendrá?
—Tiene fama de ser un hombre de palabra, si eso te tranquiliza —intervino un
tercero.
Quien así hablaba era un joven alto y de facciones pálidas cuyos finos labios
formaron las palabras y las escupieron con un tonillo malicioso. El joven exhibió una
sonrisa lobuna y contempló al recién llegado directamente a los ojos con un aire
burlón.
El hombre que acababa de entrar le volvió la espalda encogiéndose de hombros.
—A pesar de ese tono irónico, tienes razón en lo que dices, Yaris. Veréis como no
tarda en aparecer —afirmó.
Sin embargo, sus palabras eran las de quien desea, sobre todo, tranquilizarse a sí
mismo.
Ahora eran seis los hombres reunidos en torno al fuego. El sexto era Smiorgan, el
conde Smiorgan el Calvo de las Ciudades Púrpura, un hombre bajo y corpulento de
cincuenta años de edad, con un rostro cruzado de cicatrices y parcialmente cubierto
por una mata tupida de vello negro azabache. Sus ojos llameaban malhumorados y
sus dedos, cortos y rechonchos, jugueteaban, nerviosos, con la rica empuñadura de su
espada. Smiorgan tenía la cabeza absolutamente pelada, lo cual daba origen a su
apodo, y sobre su armadura dorada y llena de adornos le caía una capa ancha de lana,
teñida de color púrpura.
—Nuestro hombre no le tiene ningún cariño a su primo —afirmó Smiorgan con
voz apagada—. Se ha vuelto un amargado. Yyrkoon ocupa el Trono de Rubí en su
lugar y le ha proclamado traidor y fugitivo de la ley. Elric nos necesita si quiere
recuperar su trono y a su prometida. Podemos confiar en él.
—Esta noche estás lleno de confianza, conde —replicó Yaris con otra leve sonrisa
—. Algo muy raro en los tiempos que corren. Lo que yo propongo es que…
Hizo una pausa y exhaló un profundo suspiro mientras observaba a sus
compañeros. Su mirada pasó de Dharmit de Jharkor, con su cara chupada, a Fadan de
Lormyr, que mantenía apretados sus labios carnosos mientras contemplaba fijamente
las llamas.
—Habla, Yaris —le instó malhumorado Nación, el vilmariano de facciones
patricias—. Escuchemos qué tienes que decirnos, muchacho, si merece la pena
prestar atención.
Yaris se volvió hacia Jiku el Dandi, quien bostezó groseramente y se rascó su
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larga nariz.
—¿Y bien, Yaris, qué ibas a decir? —añadió Smiorgan, impaciente.
—Lo que propongo es que nos pongamos en acción ahora mismo y no perdamos
más tiempo esperando a los caprichos de Elric. Seguro que en este momento está
riéndose de nosotros en alguna taberna a cien leguas de aquí…, o tal vez esté con los
Príncipes de los Dragones, preparando alguna trampa contra nosotros. Llevamos años
preparando esta expedición y tenemos poco tiempo para lanzar el ataque, pues
nuestra flota es demasiado grande, demasiado conspicua. Aunque Elric no nos haya
traicionado, muy pronto habrá un montón de espías corriendo hacia el este para avisar
a los Príncipes de los Dragones de que se ha reunido una enorme escuadra contra
ellos. Nos disponemos a adueñarnos de una fortuna fantástica, a vencer a la mayor
ciudad comercial del mundo y a saquear sus incalculables riquezas…, o a encontrar
una muerte horrible a manos de sus Príncipes, si esperamos demasiado. No perdamos
más el tiempo e icemos velas antes de que nuestra presa se entere del plan y prepare
refuerzos.
—Siempre has estado demasiado dispuesto a desconfiar de todo el mundo, Yaris
—respondió el rey Nación de Vilmir con palabras lentas y medidas, dirigiendo una
mirada de desdén al joven de facciones tensas—. No podríamos alcanzar Imrryr sin
los conocimientos de Elric sobre el laberinto de canales que conduce a sus puertos
secretos. Si Elric no viene con nosotros, nuestra empresa será estéril y vana. Le
necesitamos. Tenemos que esperarle, o abandonar nuestros planes y regresar a
nuestras casas.
—Al menos, yo estoy dispuesto a correr el riesgo —aulló Yaris, despidiendo
cólera por sus ojos sesgados—. Te estás volviendo viejo…, todos lo estáis. Los
tesoros no se conquistan con tiento y precaución, sino lanzándose a un ataque rápido
y temerario.
—¡Estúpido! —replicó la voz atronadora de Dharmit. Una triste risotada recorrió
el salón bañado por las llamas—. Yo también hablé así en mi juventud… y pronto
perdí toda una flota de buenas naves. La astucia, junto a los acontecimientos de Elric,
nos darán Imrryr… Eso, y la escuadra más poderosa que ha navegado por el mar de
los Suspiros desde que los estandartes de Melniboné ondeaban sobre todas las
naciones de la Tierra. Aquí estamos todos ahora, los Señores del Mar, más poderosos
del mundo, al mando cada uno de nosotros de un centenar de veloces navíos.
Nuestros nombres son temidos y famosos y nuestras flotas devastan las costas de
multitud de naciones menos fuertes. ¡El poder está en nuestras manos!
Dharmit cerró su gran puño y lo movió frente al rostro de Yaris. Su tono de voz se
hizo más controlado y lanzó una sonrisa maliciosa, observando al joven y escogiendo
sus palabras con precisión:
—Pero todo esto no tiene valor ni sentido sin el poder que posee Elric. El suyo es
el poder del conocimiento, de la hechicería, si preferís usar la palabra maldita. Sus
padres conocían el laberinto que protege Imrryr de los ataques desde el mar, y le
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transmitieron el secreto. Imrryr, la Ciudad de Ensueño, duerme en paz, y así
continuará haciéndolo a menos que tengamos una guía para ayudarnos a mantener un
buen rumbo entre los traicioneros canales navegables que conducen a sus puertos.
Necesitamos a Elric; nosotros lo sabemos y él también. ¡Ésta es la verdad!
—La confianza que expresáis, caballeros, resulta reconfortante.
Había un tonillo de ironía en la voz profunda que surgió de la entrada del salón.
Las cabezas de los seis Señores del Mar se volvieron de inmediato hacia la puerta.
La confianza en sí mismo que acababa de demostrar Yaris desapareció tan pronto
como sus ojos se cruzaron con los de Elric de Melniboné. Los de éste eran unos ojos
de viejo en un rostro juvenil, de finos rasgos. Eran unos ojos carmesí que miraban a
la eternidad. Yaris notó un escalofrío y volvió la espalda a Elric, prefiriendo
contemplar el brillante resplandor del fuego.
Elric dirigió una cálida sonrisa al conde Smiorgan cuando éste le puso la mano en
el hombro. Entre los dos existía una cierta amistad. Después, hizo un gesto
condescendiente de asentimiento a los otros cuatro y se acercó al fuego con paso
elegante y ligero. Yaris se hizo a un lado para dejarle pasar. Elric era alto, de anchas
espaldas y cintura estrecha. Llevaba su larga melena recogida y sujeta a la nuca y, por
alguna oscura razón, parecía disfrazado con las ropas de los bárbaros del sur. Vestía
unas botas altas hasta las rodillas de suave piel de gamuza, un peto de plata con
extraños dibujos labrados en él, un chaleco de lino a cuadros blancos y azules, unos
calzones de lana escarlata y una capa de suave terciopelo verde. Al cinto portaba su
espada mágica de negro acero, la temida Tormentosa que había forjado una magia
antigua y extraña.
Su extravagante indumentaria resultaba de pésimo gusto y no se adecuaba en
absoluto a su rostro sensible y a sus manos de largos dedos, casi delicadas, pero Elric
hacía ostentación de ella porque contribuía a destacar el hecho de que no pertenecía a
ninguna compañía, de que era un desterrado y un solitario. Sin embargo, en realidad,
poco necesitaba dar un aspecto tan estrafalario, pues sus ojos y su piel bastaban para
distinguirle sin la menor duda.
Elric, último señor de Melniboné, era un albino puro que obtenía su poder de
alguna fuente secreta y terrible.
—Bueno, Elric —suspiró Smiorgan—, ¿cuándo salimos hacia Imrryr?
—Cuando vosotros queráis; a mí me da igual —respondió Elric encogiéndose de
hombros—. Concededme un poco de tiempo para ultimar ciertos asuntos.
—¿Mañana? ¿Podemos levar anclas mañana? —intervino Yaris con un cierto
titubeo, conocedor del extraño poder adormecido en el interior de aquel hombre al
que hacía unos minutos había acusado de traición.
Elric sonrió en respuesta a la impaciencia del joven.
—Dentro de tres días —respondió—. Tres días…, o más.
—¡Tres días! ¡Imrryr ya habrá sido advertida de nuestra presencia para entonces!
—exclamó el grueso y cauto Fadan.
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—Yo me ocuparé de que la flota no sea encontrada —prometió Elric—. Pero
antes tengo que ir a Imrryr… y regresar.
—No podrás hacer el viaje en tres días; ni el barco más rápido puede conseguirlo
—replicó Smiorgan.
—Estaré en la Ciudad de Ensueño en menos de un día —afirmó Elric con voz
suave pero rotunda.
—Si tú lo dices —respondió Smiorgan encogiéndose de hombros—, lo creeré…
Pero ¿a qué viene esta necesidad de visitar la ciudad antes del ataque?
—Tengo mis motivos de conciencia para hacerlo, conde Smiorgan, pero no os
preocupéis, no voy a traicionaros. Yo mismo dirigiré el ataque, estad seguros de ello.
Su rostro lívido como la muerte recibía la luz espectral del fuego y sus ojos
encendidos parecían flamear. Una de sus finas manos asía con firmeza la empuñadura
de su espada mágica y su respiración parecía más profunda.
—Imrryr cayó, en espíritu, hace quinientos años —siguió—; muy pronto, su caída
será completa… y definitiva. Tengo que cobrarme una pequeña deuda y ésta es la
única razón de que os ayude. Como sabéis, sólo he puesto algunas condiciones; que
arraséis la ciudad hasta no dejar piedra sobre piedra, y que cierto hombre y cierta
mujer no sufran daño alguno. Me refiero a mi primo, Yyrkoon, y a su hermana,
Cymoril…
Yaris notó desagradablemente secos sus finos labios. Gran parte de su actitud
arrogante se debía a la temprana muerte de su padre. El viejo rey del mar había
muerto dejando al joven Yaris como nuevo monarca de sus tierras y sus flotas. Yaris
no estaba nada seguro de sus capacidades para gobernar un reino tan inmenso y
trataba de aparentar más confianza de la que realmente sentía.
—¿Cómo vamos a ocultar la flota, Elric? —quiso saber.
—Yo os ocultaré —prometió el melnibonés en respuesta a su inquietud—. Ahora
voy a ocuparme de ello, pero antes comprobad que todos vuestros hombres están
fuera de los barcos. ¿Te encargarás de eso, Smiorgan?
—Ahora mismo —respondió con voz atronadora el corpulento conde.
Smiorgan y Elric salieron juntos del salón dejando tras ellos a cinco hombres,
cinco guerreros que notaron una atmósfera helada, llena de malos presagios, en el
caldeado salón.
«¿Cómo podrá esconder una escuadra tan poderosa si nosotros, que conocemos
este fiordo mejor que nadie, no hemos encontrado dónde hacerlo?», se preguntó
Dharmit de Jharkor, desconcertado.
Nadie le respondió.
Tensos y nerviosos, aguardaron mientras el fuego parpadeaba débilmente y se
apagaba sin que nadie lo atendiera. Finalmente, Smiorgan regresó dando grandes
zancadas. Venía envuelto en una bruma fantasmal de miedo, un aura casi tangible, y
era presa de unos temblores incontenibles. Unas sacudidas tremendas, torturadoras,
recorrían su cuerpo y tenía la respiración muy acelerada.
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—¿Y bien? ¿Ha ocultado Elric nuestra flota… en un abrir y cerrar de ojos? ¿Qué
has hecho? —exclamó Dharmit, impaciente, al tiempo que decidía no prestar
atención al espantoso estado de Smiorgan.
—La ha escondido.
Fue lo único que Smiorgan pudo decir y no surgió de su boca más que un hilillo
de voz, como el de un hombre enfermo y consumido por la fiebre.
Yaris dio unos pasos hasta la entrada y concentró la mirada más allá de las laderas
del fiordo, salpicadas de fuegos de campamento encendidos. Probó a distinguir la
silueta de los mástiles y las velas de los navíos, pero no alcanzó a ver nada.
—La niebla nocturna es demasiado espesa —murmuró—. No consigo apreciar si
nuestros barcos están anclados en el fiordo o no. —Instantes después, soltó una
exclamación involuntaria al observar un rostro blanco que surgía de la densa bruma
—. Saludos, Elric —balbuceó, advirtiendo el sudor en las tensas facciones del
melnibonés.
Elric pasó a su lado tambaleándose, y entró en el salón.
—Vino —murmuró—. He hecho lo necesario y me ha costado un gran esfuerzo.
Dharmit tomó una jarra del fuerte vino de Cadsandria y, con mano temblorosa,
llenó un cuenco de madera tallada. Sin una palabra, lo pasó a Elric, quien lo apuró
con rapidez.
—Ahora dormiré un poco —dijo a continuación, recostándose en un sillón y
envolviéndose en su capa verde.
Cerró sus ojos carmesí desconcertantes y cayó en un sopor nacido de la más
absoluta fatiga.
Fadan se acercó hasta la puerta, la cerró y pasó la sólida tranca de hierro para
asegurarla.
Ninguno de los seis durmió mucho esa noche. Por la mañana, la puerta apareció
abierta y Elric no estaba en el sillón. Cuando salieron al exterior, la niebla era tan
densa que pronto se perdieron de vista entre ellos, aunque apenas les separaban un
par de palmos.
Elric estaba de pie, con las piernas abiertas, en la grava de la estrecha playa.
Volvió la cabeza hacia la entrada del fiordo y vio con satisfacción que la niebla seguía
haciéndose más compacta, aunque sólo se extendía sobre el fiordo en sí, ocultando a
la potente flota. Alrededor, el cielo estaba despejado y un pálido sol invernal se
reflejaba intensamente en las rocas negras de los tortuosos acantilados que
dominaban la costa. Ante él, el mar se alzaba y caía monótonamente, como el pecho
de algún gigante marino dormido, gris y puro, brillante bajo la fría luz solar. Elric
pasó los dedos por los relieves de la empuñadura de su negra espada y un viento
constante del norte hizo volar los amplios pliegues de su capa verde, envolviendo su
cuerpo alto y enjuto.
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El albino se sentía mejor que la noche anterior, cuando había gastado todas sus
fuerzas en conjurar la niebla. Era un profundo conocedor del arte de la magia natural,
pero no tenía las reservas de energías que habían poseído los Hechiceros
Emperadores de Melniboné cuando gobernaban el mundo. Sus antepasados le habían
transmitido sus conocimientos, pero no su vitalidad mística; muchos de los conjuros y
secretos que conocía estaban fuera de su alcance porque no tenía los recursos, tanto
espirituales como físicos, para llevarlos a cabo. Y, en cuanto a aquellos
conocimientos, Elric sólo sabía de otro hombre que los igualara: su primo Yyrkoon.
Su mano se cerró con más fuerza en torno a la empuñadura de la espada al pensar en
su primo, que había traicionado su confianza por dos veces, y se obligó a
concentrarse en su tarea del momento: pronunciar los conjuros que le ayudarían en el
viaje a la isla de los Príncipes de los Dragones, cuya única ciudad, Imrryr la Bella, era
el objetivo de la coalición de los Señores del Mar.
Amarrada a la orilla había una pequeña chalupa de vela, la minúscula
embarcación de Elric, sólida y mucho más resistente y vieja de lo que parecía. El mar
inquieto levantaba espuma en torno a sus cuadernas con la retirada de la marea, y
Elric advirtió que le quedaba poco tiempo para ejecutar sus hechizos favorables.
Tensó el cuerpo y puso en blanco su mente consciente, para invocar secretos de
las oscuras profundidades de su mente. Meciéndose de un lado a otro, con los ojos
abiertos sin ver y los brazos extendidos delante del cuerpo ejecutando signos
profanos en el aire, empezó a hablar en tono monocorde y sibilante. Poco a poco, su
tono de voz se elevó, recordando el aullido lejano de una ventolera al acercarse;
luego, de pronto, la voz se hizo aún más aguda hasta convertirse en un aullido salvaje
dirigido a los cielos, y el aire empezó a temblar y a estremecerse. Siluetas en sombras
empezaron a cobrar forma lentamente sin permanecer quietas un instante, danzando
veloces en torno al cuerpo de Elric mientras éste echaba a andar con las piernas
rígidas hacia su embarcación.
Su voz, en sus insistentes aullidos que invocaban a los espíritus del viento, era
inhumana. Los silfos de la brisa, los sharnahs creadores de galeras, los h’Haarshanns
autores de torbellinos. Nebulosos e informes, los espíritus giraron en torno a él
mientras Elric invocaba su ayuda con las palabras extrañas de sus antepasados que,
eras atrás, habían realizado pactos impensables con los espíritus para procurarse sus
servicios.
Con las extremidades rígidas todavía, Elric subió a la chalupa y, como un
autómata, sus manos izaron la vela y la ajustaron. Entonces, una gran ola surgió del
plácido mar, elevándose más y más hasta cernerse como una montaña sobre la
pequeña embarcación. Con un violento fragor el agua se desplomó ante la chalupa, la
levantó y la lanzó fuera del fiordo, a mar abierto. Sentado a popa con los ojos en
blanco, Elric continuó su siniestra salmodia mágica mientras los espíritus del aire
tomaban la vela e impulsaban la embarcación sobre las aguas más de prisa de lo que
podría navegar cualquier barco mortal. Y, en todo instante, el aullido ensordecedor e
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impío de los espíritus desatados llenó el aire en torno a la barca mientras la costa
desaparecía y lo único que quedaba a la vista era el mar abierto.
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II
Y así fue, con los demonios del viento por compañeros de viaje, como regresó
Elric, último príncipe de la estirpe real de Melniboné, a la última ciudad que todavía
gobernaba su raza; la última ciudad y la muestra final de la arquitectura melnibonesa.
Los rosa difuminados y los sutiles matices amarillos de sus torres más próximas
aparecieron antes sus ojos horas después de que Elric saliera del fiordo; una vez junto
a la costa, los espíritus dejaron la embarcación y volaron de vuelta a sus guaridas
secretas entre los picos de las montañas más altas del mundo. Elric despertó entonces
de su trance y contempló con renovado asombro la belleza de las delicadas torres de
su propia ciudad, que resultaban visibles incluso a aquella considerable distancia,
protegidas todavía por la formidable muralla marina con su gran verja, el laberinto de
las cinco puertas y los tortuosos canales de altos muros, de los que sólo uno conducía
al puerto interior de Imrryr.
Elric sabía que no debía arriesgarse a entrar en el puerto por el laberinto, aunque
conocía perfectamente la ruta. Decidió, pues, llevar su embarcación a tierra a cierta
distancia costa arriba, en una pequeña cala que conocía de antiguo. Con mano segura
y experta, guió su chalupa hacia el refugio secreto, oculto a la vista por unos
matorrales cargados de bayas azules de una especie altamente venenosa para el
hombre, ya que su jugo le volvía a uno ciego, primero, para luego hacerle víctima de
una lenta locura. Aquella baya, el nodoil, sólo crecía en Imrryr, como sucedía con
otras plantas raras y mortales.
Unos retazos de nubes ligeras cruzaban lentamente y a baja altura el cielo bañado
por el sol, como delicadas telarañas movidas por una súbita brisa. Todo el mundo
parecía azul, dorado, verde y blanco; Elric varó la chalupa en la playa, aspiró el aire
limpio y fragante del invierno y el aroma de las hojas y las hierbas en putrefacción.
En alguna parte, una zorra reclamó a su compañero con un aullido y Elric se lamentó
de que su agotada raza no apreciara ya la belleza natural y prefiriera quedarse
siempre en la ciudad y pasar muchos de sus días en un sopor narcótico. No era la
ciudad la que dormía, sino sus habitantes supercivilizados. Hasta él llegaron de nuevo
los aromas invernales, limpios e intensos, y se sintió completamente satisfecho de
ostentar sus derechos de nacimiento y de no gobernar la ciudad, como era su destino
desde la cuna.
En cambio, Yyrkoon, su primo, ocupaba el Trono de Rubí de Imrryr la Bella y
odiaba a Elric porque sabía que el albino, pese a su desagrado por coronas y
gobiernos, seguía siendo por derecho el monarca de la Isla del Dragón y él, Yyrkoon,
era un usurpador no elegido por Elric para ocupar el trono, como exigía la tradición
melnibonesa.
Pero Elric tenía mayores razones para odiar a su primo. Por ellas, la antigua
capital caería con todo su magnífico esplendor y el último fragmento de un Imperio
glorioso quedaría barrido al derrumbarse las torres rosa, amarilla, púrpura y
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blancas…, si Elric cumplía su plan y los Señores del Mar tenían éxito.
Elric se dirigió a pie tierra adentro hacia Imrryr y, mientras cruzaba la extensión
de suave hierba, el sol pintó la tierra de un tono ocre antes de desaparecer, dando paso
a una noche oscura y sin luna, lóbrega y llena de malos presagios.
Llegó por fin a Imrryr. Allí, recortaba su silueta en la profunda negrura, surgía
una ciudad de fantástica magnificencia, tanto en concepción como en ejecución. Era
la ciudad más antigua del mundo, construida por artistas y concebida como una obra
de arte más que como un lugar donde vivir. Pero Elric sabía que la suciedad acechaba
en muchas de sus callejas y que los Señores de Imrryr dejaban vacías y deshabitadas
muchas de sus torres antes que permitir a la población bastarda de la ciudad residir en
ellas. Quedaban ya pocos Amos Dragones, pocos que tuvieran sangre melnibonesa.
Edificada siguiendo el contorno del terreno, la ciudad tenía un aspecto orgánico,
con callejas serpenteantes que ascendían en espiral hasta la cima de la colina, donde
se alzaba el castillo, alto, orgulloso y repleto de torres en espiral, obra maestra
definitiva y culminante del antiguo artista olvidado que la había construido. Pero no
emanaba ahora de Imrryr la Bella ningún sonido de vida, sino sólo una sensación de
sopor y desolación. La ciudad dormía, y los Amos Dragones y sus damas, con sus
esclavos especiales, dormían sueños narcotizados de grandezas y de horrores
increíbles mientras el resto de la población, sometida a toque de queda, permanecía
tendida en pobres jergones e intentaba no soñar nada.
Elric, con la mano siempre cerca de la empuñadura de su espada, se deslizó por
una puerta sin vigilancia de la muralla de la ciudad y empezó a caminar con cautela a
través de las calles a oscuras, siempre ascendiendo por las tortuosas callejas hacia el
gran palacio de Yyrkoon.
El viento susurraba entre las salas vacías de las torres del Dragón y, en varias
ocasiones, Elric tuvo que esconderse en rincones donde las sombras fueran más
profundas, al escuchar el ruido de unas pisadas y ver aparecer algún grupo de
centinelas cuya misión era hacer respetar estrictamente el toque de queda. A veces,
escuchaba una carcajada salvaje que el eco traía de una de las torres, todavía
iluminada por la brillante luz de una antorcha que formaba sombras extrañas y
perturbadoras en las paredes; otras, acompañaba a la risotada el grito estremecedor,
seguido de un lamento frenético, idiota, de algún desdichado esclavo sometido a una
obscena agonía para placer de su amo.
Elric no estaba asombrado ni consternado por los gritos y las luces borrosas. Las
apreciaba. Seguía siendo un melnibonés —el líder natural de su pueblo, si decidía
recuperar el papel que le pertenecía— y, aunque sentía un oscuro impulso que le
llevaba a vagar y a probar los placeres menos refinados del mundo exterior, tenía tras
él diez mil años de una cultura cruel, brillante y malévola, y el pulso de sus
antepasados latía con fuerza en sus deficientes venas.
Llamó con impaciencia a una sólida puerta de madera negra. Había llegado hasta
el palacio y ahora se encontraba ante una pequeña entrada trasera, vigilando
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cautelosamente a su alrededor, pues sabía que Yyrkoon había dado órdenes a los
centinelas para que acabaran con él si intentaba entrar en Imrryr.
Un cerrojo chirrió al otro lado de la puerta y ésta se abrió hacia dentro
silenciosamente. Un rostro delgado y surcado de arrugas apareció ante Elric.
—¿Eres el rey? —susurró el hombre, escrutando las sombras nocturnas.
Quien hablaba era un individuo alto y extremadamente enjuto, de brazos largos y
nudosos que se balanceaban torpemente mientras se aproximaba, forzando sus
pequeños ojos como cuentas hasta distinguir a Elric en la oscuridad.
—Soy el príncipe Elric —respondió el albino—. Pero olvidas, mi buen amigo
Montón de Huesos, que un nuevo rey ocupa el Trono de Rubí.
Montón de Huesos sacudió la cabeza y sus ralos cabellos le cayeron sobre el
rostro. Con una brusca sacudida, los apartó de los ojos y se hizo a un lado para que
Elric entrara.
—La isla del Dragón no tiene más que un rey y su nombre es Elric; no importa
que un usurpador intente cambiar las cosas.
Elric no hizo caso de la declaración, pero sonrió levemente y aguardó a que el
hombre volviera a pasar el cerrojo.
—Ella sigue durmiendo, señor —murmuró Montón de Huesos mientras ascendía
una escalera a oscuras, seguido por Elric.
—Ya lo suponía —respondió Elric—. No creas que subestimo los poderes de
hechicería de mi buen primo.
Los dos hombres continuaron ascendiendo, ahora en completo silencio, hasta que
llegaron por fin a un pasadizo iluminado por las llamas vacilantes de una serie de
antorchas. Los muros de mármol reflejaban las llamas y revelaron a Elric, acuclillado
tras una columna junto a Montón de Huesos, que la sala en la que estaba interesado se
encontraba protegida por un inmenso arquero —un eunuco, por su aspecto— que
vigilaba, atento y despierto. El centinela lucía el cráneo pelado y era muy grueso, con
una reluciente armadura azul y negra que le comprimía las carnes, y tenía los dedos
cerrados en torno a la cuerda de su arco corto de hueso, en el cual tenía montada una
fina saeta. Elric supuso que el individuo era uno de los excelentes arqueros eunucos
de la ciudad, un miembro de la Guardia Silenciosa, la mejor unidad de combate de
Imrryr.
Montón de Huesos, que había instruido a Elric en las artes de la esgrima y el tiro
con arco, estaba al corriente de la presencia del centinela y se había preparado para
ello. Con anterioridad, había ocultado un arco tras una columna. Tomó el arma en las
manos y, sin hacer ruido, dobló la madera utilizando la rodilla y montó la cuerda,
tensándola. Colocó una flecha en ésta, apuntó al ojo derecho del guardián y soltó el
dardo… en el preciso instante en que el eunuco volvía el rostro hacia él. La flecha
falló: tropezó con la pieza de la armadura que protegía el cuello del eunuco y cayó,
inofensiva, sobre las losas del suelo entre las que asomaba la hierba y el musgo.
Elric reaccionó con rapidez y saltó hacia adelante, con su espada mágica
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desenvainada y dejándose llevar por la extraña energía que le invadía. El negro acero
cortó el aire al descargar el primer golpe, y su filo hizo saltar en astillas el arco de
hueso que el eunuco interpuso en su camino con la esperanza de parar el golpe. El
centinela soltó un jadeo y abrió sus labios carnosos y húmedos tomando aliento para
lanzar un grito de advertencia. Al abrir la boca, Elric comprobó que, como había
esperado, el eunuco era mudo y le habían extirpado la lengua. El tipo sacó su espada
corta y consiguió parar a duras penas el siguiente embate de Elric. Saltaron chispas
del acero y la Tormentosa hendió el filo de la espada del eunuco, quien se tambaleó y
cayó hacia atrás ante el empuje de la espada mágica, que parecía dotada de vida
propia. El estruendo de metal contra metal resonó por el corto pasadizo, transportado
por el eco, y Elric maldijo al destino que había hecho volver la cabeza al tipo en el
momento crucial. Con otro golpe rápido y certero, la Tormentosa rompió la torpe
guardia del eunuco.
Éste sólo llegó a ver la silueta a media luz de su oponente tras el torbellino de la
negra hoja de la espada, que parecía muy ligera y cuya longitud doblaba la de su
arma. El eunuco se preguntó, enfurecido, quién podría ser su atacante y, por fin, creyó
reconocer su rostro. De inmediato, una película escarlata oscureció su visión; notó un
dolor lacerante que se adueñaba de su rostro y a continuación —con filosofía, pues
los eunucos son dados necesariamente a cierto fatalismo— comprendió que iba a
morir.
Elric se inclinó sobre el cuerpo abotargado del eunuco, extrajo la espada del
cráneo del cadáver, y limpió con la capa de su oponente muerto la mezcla de sangre y
sesos que ensuciaba la hoja. Montón de Huesos, sabiamente, había desaparecido.
Elric escuchó el ruido de sus pies calzados con sandalias que subían la escalera.
Empujó la puerta hasta abrirla y penetró en una sala iluminada únicamente por dos
pequeñas velas situadas a ambos extremos de una cama ancha y cubierta con un rico
tapiz. Dio unos pasos hasta el costado de la cama y contempló a la muchacha de
cabello negro azabache que yacía en ella.
El albino torció la boca en una mueca y unas lágrimas brillantes resbalaron de sus
extraños ojos carmesí. Tembloroso, retrocedió hasta la puerta, envainó la espada y
pasó los cerrojos. Regresó junto al lecho e hincó la rodilla al lado de la muchacha
durmiente. Las facciones de ésta eran tan delicadas como las de Elric y guardaban un
gran parecido con ellas, pero poseían, además, una exquisita belleza. La muchacha
respiraba levemente, sumida en un sueño provocado no por una fatiga natural, sino
por la magia perversa de su hermano.
Elric extendió la mano y tomó en ella los delicados dedos de la durmiente. Los
llevó a sus labios y los besó.
—Cymoril —musitó, y una agonía de añoranza latió en su interior al pronunciar
aquel nombre—. Cymoril, despierta…
La muchacha permaneció inmóvil; su respiración continuó inalterada y sus ojos
siguieron cerrados. Las blancas facciones de Elric formaron otra mueca y sus ojos
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rojos se encendieron mientras se adueñaba de él una cólera terrible y apasionada. Su
mano siguió asiendo la de ella, tan fláccida e insensible como la de un cadáver;
continuó cogido a ella hasta que tuvo que soltarla por temor a estrujar entre los suyos
aquellos delicados dedos.
Un soldado empezó a dar voces y golpes en la puerta en ese instante.
Elric volvió a colocar la mano de la durmiente entre sus firmes pechos y se puso
en pie. Volvió la vista hacia la puerta, desconcertado.
Otra voz más aguda y fría interrumpió los gritos del soldado.
—¿Qué sucede? ¿Alguien ha intentado entrar a ver a mi pobre hermana
durmiente?
«Es Yyrkoon, ese tenebroso engendro del diablo», dijo Elric para sí.
Tras unos confusos balbuceos de los soldados, la voz de Yyrkoon se alzó al otro
lado de la puerta mientras gritaba:
—¡Quienquiera que esté ahí dentro, te destruiré mil veces cuando caigas en mis
manos! No tienes escapatoria. Si mi buena hermana sufre el menor daño… Si eso
sucede, te prometo que no morirás, ¡pero suplicarás a tus dioses poder hacerlo!
—¡Yyrkoon, miserable canalla, no puedes amenazar a quien es tu igual en las
artes ocultas! ¡Soy yo, Elric, tu rey por derecho! ¡Vuelve a tu madriguera antes de que
invoque contra ti todos los poderes maléficos que existen sobre la tierra y debajo de
ella!
Yyrkoon respondió con una risa insegura.
—De modo que has vuelto a intentar que mi hermana despierte. Con ello no sólo
la matarías, sino que enviarías su alma al más profundo infierno…, donde podrías
seguirla de buen grado.
—Por los seis pechos de Amara…, serás tú quien pruebe las mil muertes antes de
que transcurra mucho tiempo.
—Ya basta de charla —alzó su voz Yyrkoon—. Soldados, os ordeno que derribéis
esa puerta y me traigáis con vida a ese traidor. ¡Elric, hay dos cosas que no volverás a
tener jamás: el amor de mi hermana y el Trono de Rubí. Haz lo que puedas con el
tiempo que te queda, pues pronto te arrastrarás ante mí suplicando que libere tu alma
de la agonía!
Elric no hizo caso de las amenazas de Yyrkoon y observó la estrecha ventana de
la estancia. Tenía el tamaño justo para que un hombre pudiera pasar por ella. Se
inclinó sobre Cymoril y depositó un beso en sus labios; después, se acercó a la puerta
y abrió los cerrojos sin hacer ruido.
Se produjo un estruendo cuando un soldado se lanzó con todo el peso de su
cuerpo contra la puerta. Ésta se abrió de golpe y el hombre tropezó debido al impulso,
cayendo de bruces al suelo. Elric desenvainó la espada, la alzó sobre su cabeza y la
descargó en el cuello del soldado. La cabeza de éste rodó de sus hombros y Elric
lanzó un potente grito con voz sonora y retumbante.
—¡Arioch! ¡Arioch! ¡Te ofrezco esta sangre y esta alma! ¡Ayúdame! ¡Te ofrezco
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este hombre, poderoso Rey del Infierno! ¡Ayuda a tu siervo, Elric de Melniboné!
Tres soldados penetraron a la vez en la estancia. Elric descargó la espada sobre
uno de ellos y le partió la cara por la mitad. El hombre lanzó un grito horrible.
—¡Arioch, Señor de las Tinieblas…, te ofrezco esta sangre y esta alma!
¡Ayúdame, Señor del Mal!
En el extremo opuesto de la sala en penumbra empezó a formarse lentamente una
niebla más oscura, pero los soldados continuaron su acoso y Elric hubo de esforzarse
para mantenerles a raya.
Continuó gritando el nombre de Arioch, Señor de los Infiernos Superiores, sin
cesar y casi inconscientemente, mientras se veía obligado a retroceder debido al
número de sus adversarios. Detrás de los soldados, Yyrkoon vociferaba furioso y
frustrado, instando a sus hombres, pese a todo, a que apresaran con vida al albino.
Esta condición proporcionaba una pequeña ventaja a Elric… Eso y la espada mágica,
la Tormentosa, que despedía una extraña luminosidad negra al moverse y cuyo agudo
aullido, como una especie de canto, taladraba los oídos de quienes lo escuchaban.
Dos cuerpos más cubrían ahora el suelo alfombrado de la cámara, empapando con su
sangre el refinado tejido.
—¡Sangre y almas para mi señor Arioch!
La niebla oscura se hinchó y empezó a cobrar forma. Elric dirigió una mirada al
rincón donde ello sucedía, y le recorrió un escalofrío a pesar de que ya había visto en
anteriores ocasiones aquel horror surgido del infierno. Los soldados estaban ahora de
espaldas al ser aparecido en el rincón y Elric se encontraba junto a la ventana. La
masa amorfa que constituía la horrenda manifestación del veleidoso dios protector del
monarca albino, se hinchó aún más y Elric reconoció su forma insoportablemente
extraña. El sabor acerbo de la bilis llenó su boca y luchó por mantener la cordura
mientras conducía a los soldados hacia el ser que avanzaba como una masa viscosa.
De pronto, los soldados parecieron percibir que había algo detrás de ellos. Cuatro
se volvieron y unos gritos desquiciados surgieron de sus gargantas al tiempo que
aquel horror oscuro hacía un último movimiento para envolverles. Arioch se cernió
sobre el cuarteto, absorbiéndoles el alma. Luego, lentamente, sus huesos empezaron a
ceder y a quebrarse y, envueltos aún en más gritos animales, los hombres cayeron al
suelo como repulsivos invertebrados; pese a tener el espinazo roto, todos ellos
seguían con vida. Elric apartó la vista, agradeciendo por una vez que Cymoril
siguiera dormida, y saltó al alféizar de la ventana. Miró hacia abajo y comprendió con
desesperación que, finalmente, no iba a poder escapar por allí. Entre él y el suelo
había más de un centenar de metros. Corrió entonces hacia la puerta, donde Yyrkoon,
con los ojos como platos por el miedo, intentaba mantener a raya a Arioch. Éste
empezaba ya a desvanecerse.
Elric apartó a su primo de un empujón, lanzó una última mirada a Cymoril y echó
a correr por donde había venido, resbalando sobre el suelo bañado en sangre. Montón
de Huesos salió a su encuentro en lo alto de la oscura escalera.
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—¿Qué ha sucedido, rey Elric? ¿Qué hay ahí dentro?
Elric tomó a Montón de Huesos por uno de sus magros hombros y le obligó a
descender los peldaños.
—Ahora no hay tiempo para eso —respondió jadeante—, pero debemos darnos
prisa mientras Yyrkoon esté ocupado con su actual problema. Dentro de cinco días,
Imrryr experimentará una nueva fase en su historia…, tal vez la última. Quiero que te
asegures de que Cymoril queda a salvo, ¿me has entendido?
—Sí, mi señor, pero…
Llegaron a la puerta y Montón de Huesos descorrió los cerrojos para abrirla.
—No tengo tiempo de decirte nada más. Regresaré dentro de cinco días…, y con
compañía. Ya entenderás a qué me refiero cuando llegue el momento. Lleva a
Cymoril a la torre de D’a’rputna y espérame allí.
Tras estas palabras, Elric se alejó con pasos silenciosos, corriendo en la noche,
con los gritos de los soldados moribundos taladrando todavía la oscuridad a su
espalda.
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III
Elric permanecía callado en la proa de la nave insignia del conde Smiorgan.
Desde su regreso al fiordo y la posterior salida de la flota a mar abierto, sólo había
hablado para dar órdenes, y éstas con la máxima concisión posible. Entre los Señores
del Mar se comentaba con murmullos que llevaba en su interior un gran sentimiento
de odio que emponzoñaba su alma y le hacía un hombre bastante peligroso, tanto para
el enemigo como para el camarada. Incluso el conde Smiorgan evitaba el contacto
con el taciturno albino.
Las proas invasoras surcaban el mar hacia el este, y las aguas aparecían negras de
embarcaciones ligeras meciéndose en todas direcciones, como la sombra de alguna
enorme ave marina reflejada en la superficie brillante. Casi medio millar de naves
cubrían el océano, todas ellas de forma similar, largas, esbeltas y construidas para la
velocidad, más que para el combate, ya que su misión habitual era el comercio y las
incursiones costeras. El pálido sol acariciaba las velas y avivaba los brillantes colores
de las lonas: anaranjados, azules, negros, púrpuras, rojos, amarillos, verdes claros y
blancos. Cada nave llevaba al menos dieciséis remeros, todos ellos experimentados
combatientes. Los tripulantes de los barcos eran también los guerreros que atacarían
Imrryr; las naciones del mar no podían desperdiciar a ningún hombre capaz de luchar,
ya que sus tierras estaban poco pobladas, pues perdían cientos de hombres cada año
en sus expediciones de saqueo habituales.
En el centro de la gran flota navegaban algunos barcos de mayor tamaño, en
cuyas cubiertas estaban instaladas grandes catapultas que se emplearían para atacar la
muralla marina de Imrryr. El conde Smiorgan y los demás Señores del Mar
contemplaban con orgullo la flota, pero Elric se limitó a mirar hacia adelante, sin
dormir, sin apenas moverse, con sus blancas facciones azotadas por el viento y la
espuma salada y con la mano descolorida en torno a la empuñadura de su espada.
La flota continuó su marcha hacia el este, rumbo a la isla del Dragón y sus
fantásticas riquezas…, o hacia el espanto más infernal. Incansables, lanzadas a su
destino, las naves avanzaron con los remos batiendo las aguas al unísono y las velas
hinchadas por el viento favorable.
Las proas surcaban las olas hacia Imrryr la Bella para saquear y arrasar la ciudad
más vieja del mundo.
Dos días después de que la flota zarpara, la costa de la isla del Dragón apareció a
la vista y el estrépito de las armas reemplazó al sonido de los remos; los barcos se
agruparon y se dispusieron a conseguir lo que cualquier hombre cuerdo juzgaría
imposible.
Las órdenes fueron pasando de barco a barco y la escuadra empezó a disponerse
en formación de combate; luego, los remos crujieron en sus hendiduras y la flota, con
las velas arriadas ahora, reemprendió la marcha pesadamente.
El día era despejado y frío, y una tensa expectación embargaba a todos los
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hombres, desde los Señores del Mar hasta los cocineros de a bordo, al pensar en el
inmediato futuro y en lo que éste les traería. Los mascarones de proa en forma de
serpiente marina enfilaron hacia el gran muro de piedra que cerraba el primer acceso
al puerto. Medía casi treinta metros de altura y en él había varias torres, más
funcionales que las espirales como encajes de la ciudad, que brillaban a lo lejos, tras
la impresionante muralla. Las naves de Imrryr eran las únicas autorizadas a cruzar la
gran verja del centro de la muralla, y la ruta a través del laberinto —incluso la entrada
exacta al mismo— constituía un secreto celosamente guardado por los navegantes de
la ciudad.
En la muralla marina, que ahora se alzaba enorme sobre la flota, los asombrados
centinelas ocupaban apresuradamente sus posiciones. Para ellos, la amenaza de un
ataque era casi inimaginable, pero allí estaba. ¡Una gran flota, la mayor que habían
visto nunca, venía contra Imrryr la Bella! Los soldados tomaron sus posiciones entre
el susurro de sus capas y túnicas amarillas, y el estruendo metálico de sus corazas,
pero lo hicieron con perplejidad y desgana, como si se negaran a aceptar lo que veían.
Acudieron a sus puestos con desesperado fatalismo, sabiendo que, incluso si las
naves invasoras no llegaban a entrar en el laberinto, ellos no estarían vivos para ver el
fracaso del asalto.
Dyvim Tarkan, comandante de la Muralla, era un hombre sensible que amaba la
vida y sus placeres. Atractivo e instruido, lucía una pequeña perilla y un bigote fino.
Tenía un aspecto magnífico con su armadura de bronce y su casco de altas plumas.
Tarkan no quería morir y dio órdenes concisas a sus hombres, que procedieron a
cumplirlas con ordenada precisión. Escuchó, preocupado, los gritos lejanos
procedentes de las naves y se preguntó cuál sería el primer movimiento de los
invasores. No tuvo que esperar mucho para obtener la respuesta.
El brazo de la catapulta de una de las naves de vanguardia se alzó acompañado de
un sonido vibrante y lanzó una roca de gran tamaño que surcó el aire con un balanceo
aparentemente grácil y despreocupado. El tiro quedó corto y la roca se hundió en las
aguas, rociando de espuma las piedras de la muralla.
Tragando saliva dificultosamente e intentando controlar el temblor de su voz,
Dyvim Tarkan ordenó disparar la catapulta de defensa. Con el sonido de un latigazo,
la cuerda fue cortada y una bola de hierro voló en respuesta hacia la flota enemiga.
Las naves estaban tan juntas que la bala no podía fallar y, en efecto, cayó de pleno en
la cubierta de la nave insignia de Dharmit de Jharkor, destrozando su quilla de
madera. En cuestión de segundos, la nave se hundió y Dharmit con ella, acompañada
de los gritos de los hombres heridos y mutilados. Parte de la tripulación fue izada a
bordo de otras embarcaciones, pero los heridos fueron abandonados a su suerte.
Otra catapulta dejó oír su sonido y, esta vez, el proyectil alcanzó de pleno una
torre llena de arqueros. Las piedras salieron despedidas y los ocupantes que no habían
perdido la vida sufrieron una espantosa caída, para morir en el mar cubierto de
espuma que batía la muralla. Esta vez, furiosos por la muerte de sus camaradas, los
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arqueros de Imrryr respondieron con una andanada de finos dardos contra la masa
enemiga. Entre los invasores se levantaron gemidos y alaridos mientras las flechas de
plumas rojas se clavaban cruelmente en sus carnes. Pero los invasores respondieron a
las flechas utilizando sus propios arcos y pronto no quedó en la muralla más que un
puñado de hombres, con su única máquina de guerra destruida y una parte de la
muralla desmoronada.
Dyvim Tarkan estaba vivo, aunque el rojo de la sangre teñía su túnica amarilla y
el asta de un dardo sobresalía de su hombro izquierdo. Vivía aún cuando la primera
nave ariete avanzó obstinada hacia la gran verja de madera y la golpeó con fuerza,
debilitándola. Una segunda nave arremetió contra el portón de la primera y, entre
ambas, derribaron la verja y pasaron al otro lado. Eran las primeras embarcaciones no
imrryrianas que lo hacían en la historia. Tal vez fue el terrible espanto de ver rota la
tradición, lo que hizo perder pie al pobre Dyvim Tarkan en el borde de la muralla y le
llevó a caer con un alarido hasta romperse el cuello en la cubierta del buque insignia
del conde Smiorgan, en el momento que el barco cruzaba la verja.
Las naves ariete abrieron paso al barco del conde Smiorgan, pues Elric tenía que
indicar el camino por el laberinto. Delante de ellos aparecían cinco altas entradas
como fauces oscuras muy abiertas, todas de parecida forma y tamaño. Elric señaló la
del centro y, a paladas cortas, los remeros empezaron a dirigir la embarcación hacia la
oscura boca de la entrada. Durante algunos minutos, navegaron a oscuras.
—¡Luces! —gritó Elric—. ¡Encended las antorchas!
Las teas ya estaban dispuestas y procedieron a encenderlas. Los tripulantes vieron
que se encontraban en un inmenso túnel horadado en la roca, que se retorcía
tortuosamente en todas direcciones.
—Que los barcos se mantengan juntos —ordenó Elric, y su voz resonó en la
oquedad, ampliada cien veces.
El rostro de Elric era una máscara de sombras y luces brillantes mientras las
antorchas elevaban lenguas de fuego hacia el techo apenas visible. Detrás de él,
podían escucharse los murmullos de asombro y temor de los hombres y, mientras
nuevos barcos iban entrando en el laberinto y encendían sus antorchas, Elric apreció
que algunas de ellas temblaban, reflejando el temor supersticioso de sus portadores.
Pero también el albino sintió cierta inquietud al observar las sombras danzantes, y sus
ojos, obnubilados por el resplandor de las teas, brillaron febriles.
Con siniestra monotonía, los remos siguieron chapoteando en el agua mientras el
túnel se ensanchaba y aparecían a la vista varias entradas a nuevas cavernas.
—La entrada central —ordenó Elric.
El piloto al timón asintió y guió la nave hacia la entrada que el albino indicaba.
Salvo el apagado murmullo de algunos hombres y el ruido de los remos, en la
caverna de techo elevadísimo reinaba un silencio lúgubre y de mal presagio.
Elric contempló las aguas negras y frías, y se estremeció.
Por fin, salieron de nuevo a la luz del sol y los hombres miraron hacia arriba,
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asombrados de la altura de los muros que se alzaban sobre ellos. En la cima de
aquellos muros se hallaban apostados más arqueros vestidos de amarillo y protegidos
con armaduras de bronce y, cuando el buque del conde Smiorgan inició la salida de
las oscuras cavernas con las antorchas encendidas todavía bajo el frío aire invernal,
las flechas comenzaron a llover de lo alto en el estrecho cañón, hundiéndose en
cuellos y extremidades.
—¡Más de prisa! —aulló Elric—. ¡Remad más de prisa! ¡Ahora nuestra única
arma es la velocidad!
Con frenética energía los remeros se aplicaron a su labor y las naves empezaron a
tomar velocidad, pese a que los dardos de los imrryianos se cobraban un alto precio
en vidas de guerreros y tripulantes. El canal de altos muros describía en ese tramo
una recta, y Elric vio ante sí los embarcaderos de Imrryr.
—¡De prisa, de prisa, nuestra recompensa está a la vista!
De pronto, el barco dejó atrás los muros del laberinto y se encontró en las aguas
remansadas del puerto, frente a los guerreros congregados en el muelle. La nave se
detuvo a la espera de refuerzos que iban saliendo del canal. Cuando hubieron cruzado
veinte naves, Elric dio la orden de atacar el muelle y la Tormentosa aulló en su vaina.
El costado de babor de la nave insignia golpeó el embarcadero mientras las flechas
llovían sobre él. Los dardos silbaron alrededor de Elric pero, milagrosamente, no
recibió ningún impacto mientras saltaba a tierra con un grupo de enardecidos
invasores. Los hacheros de Imrryr salieron al encuentro de los marineros, pero quedó
en evidencia que tenían pocos ánimos para la lucha, demasiado desconcertados por el
curso que habían tomado los acontecimientos.
La negra hoja de Elric cayó con fuerza frenética en la garganta del hachero más
próximo a él y le segó la cabeza. Lanzando su diabólico aullido ahora que había
probado la sangre, la espada cobró vida en la mano de Elric, buscando sangre fresca
para derramar. En los labios descoloridos del albino había una sonrisa pétrea,
siniestra, y sus ojos eran apenas dos rendijas mientras golpeaba a los guerreros con
determinación.
Su plan era dejar la lucha para aquellos que había conducido hasta allí, pues tenía
otras cosas que hacer… y en seguida. Detrás de los soldados de ropas amarillas se
alzaban las altas torres de Imrryr, bellísimas con sus colores suaves y
resplandecientes, sus rosa coralinos y azules difuminados, sus amarillos pálidos y
dorados, sus blancos y sus sutiles tonos glaucos. Una de aquellas torres era el
objetivo de Elric: las torres de D’a’rputna, donde había ordenado a Montón de
Huesos que llevara a Cymoril en la certeza de que podría conseguirlo en plena
barahúnda invasora.
Elric se abrió camino, bañando en sangre a quienes intentaban detenerle, y los
soldados caían entre gritos horribles mientras la espada mágica les absorbía las almas.
Por fin, Elric los dejó atrás, enfrentados a las brillantes espadas de los invasores
que seguían asaltando al embarcadero, y echó a correr por las tortuosas callejas hacia
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arriba, dando muerte con su espada a todo aquel que intentaba detenerle. Parecía un
espectro lívido, con las ropas hechas jirones y ensangrentadas, y la coraza abollada y
rascada, pero corría a toda prisa por las serpenteantes callejuelas empedradas hasta
llegar por fin ante la esbelta torre de suaves tonos azules y dorados, la torre de
D’a’rputna. La puerta estaba abierta, señal de que había alguien en el interior, y Elric
cruzó la entrada y se encontró en el gran salón de la planta baja. Nadie salió a su
encuentro.
—¡Montón de Huesos! —gritó con un rugido que le sonó atronador incluso a él
mismo—. ¿Estás ahí, Montón de Huesos?
Subió el tramo de peldaños a grandes saltos, repitiendo el nombre de su criado. Al
llegar al segundo piso, se detuvo de pronto al escuchar un gemido procedente de una
de las cámaras.
—¿Eres tú, Montón de Huesos?
Elric se acercó a la estancia y escuchó un jadeo sofocado. Empujó la puerta y se
le hizo un nudo en el estómago al ver a su viejo criado tendido en el suelo desnudo de
la cámara, tratando en vano de detener el flujo de sangre que brotaba de una gran
herida en el costado.
—¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está Cymoril?
El viejo rostro de Montón de Huesos mostró una mueca de dolor y pena.
—Ella… La he traído aquí, amo, como ordenaste, pero… —tosió y le rezumó
sangre por la barbilla—, pero el príncipe Yyrkoon me… Debió seguirnos hasta aquí.
Me… me hirió y se llevó a Cymoril otra vez. Dijo que la pondría a buen recaudo…,
en la torre de B’aal’nezbett. Amo…, lo siento…
—Así debe ser —replicó Elric presa de cólera. Después, dulcificó un tanto la voz
—. No te preocupes, mi viejo amigo…, te vengaré a ti y a mí mismo. Todavía puedo
alcanzar a Cymoril ahora que sé dónde la ha llevado Yyrkoon. Gracias por intentarlo,
amigo mío… Que tu largo viaje por el último río sea plácido.
Giró sobre sus talones bruscamente y abandonó la cámara. Bajó corriendo la
escalera y ganó la calle.
La torre de B’aal’nezbett era la más elevada del Palacio Real. Elric la conocía
bien, pues era allí donde sus antepasados habían estudiado sus oscuros hechizos y
habían llevado a cabo sus temibles experimentos. Se estremeció al pensar en lo que
Yyrkoon podía estar haciéndole a su propia hermana.
Las calles de la ciudad estaban silenciosas y extrañamente desiertas, pero Elric no
tenía tiempo de preguntarse la razón de que así fuera. Corrió sin perder un instante
hacia el palacio, encontró la verja desguarnecida y la puerta principal del edificio sin
centinelas. También eso era inusual, pero Elric dio gracias por la buena fortuna
mientras continuaba su veloz avance, ascendiendo por los pasadizos que tan bien
conocía en dirección a la torre más alta.
Por fin, alcanzó una puerta de brillante cristal negro sin tirador ni cerrojo alguno.
El albino golpeó el cristal frenéticamente con su espada mágica, pero la puerta sólo
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pareció absorber el golpe y recuperar su forma. Los golpes no tenían efecto contra el
cristal.
Elric se estrujó la mente tratando de recordar la palabra mágica que haría que la
puerta se abriera. No se atrevió a ponerse en trance, cosa que, con un poco de tiempo,
llevaría la palabra a sus labios; en lugar de ello, prefirió hurgar en su subconsciente
hasta encontrarla. Todo su cuerpo se puso a temblar mientras sus facciones se
retorcían y hasta su cerebro empezó a dar sacudidas. La palabra mágica estaba a
punto de salir; las cuerdas vocales se tensaron en su garganta y su pecho se elevó.
Vomitó la palabra por fin, y toda su mente y su cuerpo se dolieron del esfuerzo. A
continuación, Elric añadió:
—¡Te lo ordeno: ábrete!
Sabía que, una vez franqueado el obstáculo, su primo conocería su presencia allí,
pero no tenía más remedio que arriesgarse. El cristal se expandió, latiendo y
respirando, hasta que empezó a deshacerse. Desapareció en la nada, en algo más allá
del universo físico y del tiempo. Elric exhaló un suspiro de agradecimiento y penetró
en la torre de B’aal’nezbett. Pero ahora, mientras Elric subía trabajosamente los
peldaños hacia la cámara central, un fuego espectral, helado y ominoso, danzaba en
torno a él. También le envolvía una música extraña, misteriosa, que latía, sollozaba y
retumbaba en su cabeza.
Encima de él vio a un Yyrkoon que le sonreía burlón, empuñando también una
espada mágica, gemela de la que blandía Elric.
—¡Engendro del infierno! —exclamó Elric con voz apagada y débil—. Veo que
has recuperado la Enlutada. Muy bien, mide sus poderes contra su hermana, si te
atreves. He venido a destruirte, primo.
La Tormentosa emitía un peculiar gimoteo, un suspiro audible por encima de la
música aulladora y extraterrenal que acompañaba el fuego helado. La espada mágica
se agitó en la mano de Elric y éste tuvo dificultades para controlarla. Reuniendo todas
sus fuerzas, el albino terminó de ascender los escasos peldaños que le quedaban y
dirigió una furiosa estocada a Yyrkoon. Más allá del fuego espectral bullía una lava
verdeamarillenta por todas partes, encima y debajo. Los dos hombres estaban ahora
envueltos solamente por el fuego brumoso y la lava que acechaba detrás de éste… Se
encontraban fuera de la Tierra, enfrentados en una batalla decisiva. La lava dejó de
hervir y empezó a rezumar hacia adentro, dispersando el fuego.
Las dos espadas se encontraron, y un terrible rugido rechinante hendió el aire
cuando ambas hojas chocaron. Elric notó que todo su brazo se entumecía y le
producía un hormigueo desagradable. El albino se sintió un títere. Ya no era su propio
dueño, sino que era la espada la que decidía sus actos por él. La hoja, con Elric asido
a la empuñadura, pasó con un rugido junto a su espada hermana y produjo un
profundo corte en el brazo izquierdo de Yyrkoon. Éste lanzó un alarido y abrió los
ojos como platos en un gesto de agonía. La Enlutada respondió al ataque de la
Tormentosa, e hirió a Elric en el mismo lugar en que éste había alcanzado a su primo.
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Exhaló un gemido de dolor, pero continuó avanzando y consiguió herir de nuevo a
Yyrkoon en el costado derecho con un golpe lo bastante potente como para haber
acabado con la vida de cualquier otro hombre. Yyrkoon se echó a reír entonces; soltó
una risotada propia de un demonio surgido de las infames profundidades del infierno.
Su primo había perdido por fin sus últimos restos de cordura y la ventaja estaba
ahora de parte de Elric. Sin embargo, la gran magia que Yyrkoon había conjurado
estaba todavía en acción y Elric sintió como si un gigante le hubiese agarrado y
estuviera aplastándole mientras él se esforzaba en hacer valer su ventaja. De la herida
de Yyrkoon seguía brotando sangre, y ésta cubría también a Elric. La lava estaba
retirándose lentamente y Elric pudo apreciar entonces la entrada a la cámara central.
Detrás de su primo se movía otra forma. Elric soltó un jadeo. Cymoril había
despertado y, con expresión de horror en el rostro, le gritaba algo incomprensible.
La espada aún cayó otra vez en un arco negro, golpeó la hoja hermana que
Yyrkoon empuñaba todavía y abrió la guardia de éste.
—¡Elric! —gritó en ese instante Cymoril, desesperada—. ¡Sálvame…, sálvame
ahora, o quedaremos condenados por toda la eternidad!
Elric se quedó perplejo ante las palabras de la muchacha, sin comprender a qué se
refería. En un arranque de furia salvaje, obligó a Yyrkoon a retroceder escalera arriba
hacia la cámara.
—Elric, guarda la Tormentosa. Envaina la espada o nos veremos separados otra
vez —insistió Cymoril.
Sin embargo, aunque el albino hubiera podido controlar la espada sibilante, no la
habría envainado. El odio se había adueñado de su corazón y Elric no estaba
dispuesto a guardar la espada hasta que la hubiera hundido en el perverso corazón de
su primo.
Cymoril sollozaba ahora, suplicándole, pero Elric no podía hacer nada. Aquel ser
idiota y babeante que había sido Yyrkoon de Imrryr se volvió al escuchar el llanto de
su hermana y contempló a ésta con una sonrisa burlona. Soltó una risotada y extendió
una de sus manos temblorosas hasta asir por el hombro a la muchacha. Ella pugnó
por escapar, pero Yyrkoon disponía aún de su fuerza maléfica. Aprovechando el
momento de distracción de su adversario, Elric lanzó una potente estocada al
monarca impostor, casi separándole el tronco de las piernas.
Y, a pesar de todo, increíblemente, Yyrkoon aún siguió vivo, absorbiendo su
vitalidad de la hoja que todavía seguía enfrentándose a la espada mágica del albino.
Con un último impulso, Yyrkoon empujó a Cymoril delante de sí y la muchacha, con
un grito, murió atravesada por la Tormentosa.
Entonces, Yyrkoon lanzó una última carcajada en forma de alarido y su alma
negra cayó aullando hacia el infierno.
La torre recuperó sus anteriores proporciones y desapareció todo rastro de lava o
fuego. Elric se sintió desorientado, incapaz de dominar sus pensamientos. Contempló
los cuerpos sin vida de los dos hermanos, y en un primer instante eso fue lo único que
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reconoció: los cadáveres de un hombre y una mujer.
A continuación, la siniestra verdad fue abriéndose paso en su cerebro y Elric
exhaló un gemido casi animal, abrumado de pesar. Había matado a la mujer que
amaba. La espada cayó de su mano, manchada con la sangre de Cymoril, y rodó
escalera abajo con un estruendo. Entre sollozos, Elric se dejó caer de rodillas junto a
la muchacha exánime y la levantó en sus brazos.
—Cymoril —gimió, notando ahora un dolor lacerante en todo su cuerpo—.
¡Cymoril…, yo te he matado!
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IV
Elric volvió la vista hacia las ruinas de Imrryr, cuyas torres y edificios habían
quedado arrasados y eran consumidos ahora por las grandes lenguas de fuego de un
voraz incendio, y animó a los sudorosos remeros a que aumentaran el ritmo de sus
paladas. La nave, con las velas recogidas todavía, dio una cabezada bajo el impulso
de una corriente de aire contraria y Elric se vio obligado a asirse del pasamanos del
costado de babor para no salir arrojado por la borda. Volvió a mirar hacia Imrryr y
notó un nudo en la garganta al darse cuenta de que ahora era un completo
desarraigado, un renegado que había matado a una mujer, aunque fuera
involuntariamente. Llevado por su ciego afán de venganza, acababa de perder a la
única mujer que había amado en su vida.
Ahora, todo había terminado y el albino no podía imaginar ningún futuro para él,
pues su futuro siempre había estado vinculado a su pasado y hoy, efectivamente,
aquel pasado quedaba a su espalda convertido en ruinas flameantes. Unos sollozos sin
lágrimas se agolparon en su pecho y sus dedos se cerraron con más fuerza todavía en
el pasamanos de la nave.
A regañadientes, su mente volvió a centrarse en Cymoril. Elric había depositado
su cuerpo en un sofá y había prendido fuego a la torre. Después, había vuelto sobre
sus pasos y había encontrado a los invasores que, victoriosos, regresaban a sus barcos
cargados con un cuantioso botín y numerosas esclavas, prendiendo fuego llenos de
júbilo a todos los bellos y altos edificios que encontraban a su paso.
Él había causado la destrucción del último signo tangible que demostraba que
alguna vez había existido el grandioso y magnífico Brillante Imperio. Ahora, el
albino sentía que la mayor parte de sí mismo había desaparecido con la ciudad.
Dirigió una nueva mirada a Imrryr y, de pronto, su pesar aumentó todavía más al
ver que otra torre, bella y delicada como un fino encaje, se resquebrajaba y se
derrumbaba envuelta en llamas.
Elric había destruido el último gran monumento de la vieja raza a la que él mismo
pertenecía. Quizá algún día los hombres aprendieran de nuevo a construir torres
fuertes y esbeltas como las de Imrryr pero, de momento, tal conocimiento agonizaba
en el caos atronador de la caída de la Ciudad de Ensueño y de la rápida extinción de
la raza melnibonesa.
Sin embargo, se preguntó el albino, ¿qué había sido de los Señores del Dragón?
Ni éstos ni sus naves doradas habían salido al encuentro de los invasores; únicamente
los soldados de a pie habían colaborado en la defensa de Imrryr. ¿Acaso habían
ocultado las naves en algún canal secreto y habían huido tierra adentro cuando los
invasores asaltaron la ciudad? El ataque había sido demasiado fácil y las tropas de
Imrryr habían opuesto demasiada poca resistencia para poderlas considerar derrotadas
de verdad. Ahora que las naves de los Señores del Mal se retiraban, ¿no era posible
que sus adversarios estuvieran proyectando alguna réplica inesperada? Elric intuía
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que existía un plan en ese sentido; tal vez un plan que incluía la presencia de los
dragones. Un escalofrío le recorrió al pensarlo. No había hecho a sus aliados la menor
mención de los animales que los melniboneses habían dominado durante siglos. En
aquel mismo instante, era posible que alguien estuviera abriendo las puertas
subterráneas de las Cavernas de los Dragones. El albino apartó de su mente aquella
temible perspectiva.
Mientras la flota se encaminaba hacia mar abierto, Elric, con los ojos
entristecidos vueltos hacia Imrryr, rindió silencioso homenaje a la ciudad de sus
antepasados y a Cymoril. Una oleada de cálida amargura le recorrió de nuevo
mientras la dolorosa evocación de la muerte de su amada bajo su propia espada
volvía a su mente. Recordó las advertencias de Cymoril, cuando la había dejado para
aventurarse en los Reinos Jóvenes, respecto a que, si dejaba a Yyrkoon como regente
del Trono de Rubí y renunciaba a su autoridad durante un año, perdería
definitivamente ambas cosas. Se maldijo a sí mismo. Luego, un murmullo como el
retumbar de un trueno lejano se extendió por la flota y Elric se volvió con rapidez,
concentrándose en identificar la causa del alboroto.
Treinta navíos de guerra melniboneses de velas doradas habían aparecido a ambos
lados del puerto, procedentes de dos de las bocas del laberinto. Elric comprendió que
las naves contrarias debían haberse ocultado en aquellos canales esperando atacar a la
flota invasora cuando ésta regresara, saciada y agotada por los excesos. Las naves
doradas, grandes galeras de combate, eran las últimas embarcaciones de Melniboné, y
el secreto de su construcción se había perdido. Producían una sensación de
antigüedad y de poder adormecido mientras avanzaban velozmente, impulsadas cada
una de ellas por cuatro o cinco hileras de grandes remos, con la intención de rodear a
las naves invasoras.
Su flota pareció empequeñecer ante sus ojos hasta producir la impresión de una
serie de virutas de madera frente al gran esplendor de las deslumbrantes naves de
guerra. Éstas estaban bien pertrechadas y listas para el combate, mientras que los
hombres a bordo de los barcos invasores se hallaban rendidos de cansancio tras el
éxito de la incursión. El albino se dio cuenta de que sólo había un modo de salvar, al
menos, una pequeña parte de la flota. Para ello debería conjurar un viento mágico que
impulsara sus velas. La mayoría de las naves insignia se hallaban cerca del barco de
Yaris, a bordo del cual se encontraba ahora el albino, pues el joven capitán se había
embriagado en exceso durante el saqueo y había muerto acuchillado por una esclava
melnibonesa. Junto al barco de Elric se encontraba el del conde Smiorgan y el
corpulento Señor del Mar le dirigió una mirada ceñuda, pues comprendía
perfectamente que él y sus naves, pese a ser superiores en número, no tenían ninguna
posibilidad en una batalla naval.
Sin embargo, conjurar unos vientos lo bastante fuertes para impulsar tantos
barcos era un asunto peligroso, pues el sortilegio liberaría una energía colosal y cabía
la posibilidad de que los espíritus que controlaban el viento se volvieran contra quien
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los había conjurado, si éste no iba con mucho cuidado. Sin embargo, era su única
posibilidad pues, de lo contrario, los mascarones de las proas doradas que levantaban
espuma al cortar las aguas reducirían las naves incursoras a fragmentos de madera
flotando en las aguas.
Tras tomar fuerzas, Elric empezó a pronunciar los nombres antiguos y terribles,
llenos de vocales, de los seres que existían en el aire. Tampoco ahora podía
arriesgarse a entrar en trance, pues tenía que estar pendiente de cualquier indicio de
que los espíritus del viento se estuvieran volviendo contra él. Los invocó en un
extraño idioma que a veces era agudo como el grito de un ave marina y, a veces,
grave y retumbante como el ruido de las olas al batir contra la costa. Por fin, las
siluetas difusas en los espíritus del viento empezaron a revolotear ante su borrosa
mirada. El corazón le producía unas terribles punzadas en el pecho y notó que las
piernas le flaqueaban. Reuniendo todas sus energías, conjuró un viento que, con un
aullido, empezó a soplar furiosa y caóticamente a su alrededor, sacudiendo de un lado
a otro incluso a las enormes melnibonesas. Elric consiguió, por fin, encauzar el viento
y lo dirigió hacia el velamen de una cincuentena de naves invasoras. Otras muchas no
pudieron ponerse a salvo al quedar fuera del radio de acción de sus poderosas ráfagas.
Sin embargo, cuarenta de las embarcaciones escaparon finalmente de los
mascarones melniboneses y, entre el aullido del viento y el crujido de las cuadernas,
saltaron las olas haciendo gemir los mástiles que apenas podían sujetar sus velas
totalmente hinchadas. El viento arrancó los remos de las manos de los tripulantes,
dejando un rastro de maderas astilladas en la blanca estela salada que hervía tras la
popa de cada una de las naves.
En un abrir y cerrar de ojos, Elric y sus compañeros se encontraron fuera del
círculo de las naves melnibonesas, que seguía cerrándose lentamente, y surcando a
velocidad de vértigo el mar abierto. Todas las tripulaciones percibían algo distinto en
el aire y alcanzaban a ver fugazmente las formas extrañas, de siluetas confusas, que
rodeaban sus naves. Había algo inquietante y malévolo, algo sobrenatural que
producía asombro y temor, en aquellos seres que les ayudaban.
Smiorgan hizo un gesto con la mano a Elric, acompañado de una sonrisa de
gratitud.
—¡Ahora estamos a salvo gracias a ti, Elric! —gritó desde el puente de su
embarcación—. ¡Sabía que nos traerías suerte!
Elric ignoró sus palabras.
Ahora, los Señores del Dragón iniciaban la persecución con ánimo de venganza.
Las naves doradas de Imrryr eran casi tan veloces como la flota invasora ayudada por
la magia, y algunas galeras agresoras —cuyos mástiles no habían resistido la fuerza
del viento que impulsaba sus velas y se había partido— fueron apresadas.
Elric observó cómo eran lanzados desde las cubiertas de las galeras de Imrryr
unos poderosos garfios metálicos de brillo apagado que caían con estruendo de
madera astillada sobre los barcos de la flota que iban quedando a la deriva detrás del
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suyo. Las catapultas de las naves de los Señores del Dragón arrojaban una lluvia de
fuego sobre gran parte de las embarcaciones fugitivas. Unas llamas voraces caían
sobre las cubiertas como lava de olor pestilente y corroían las cuadernas como si
fuera vitriolo sobre papel. Los hombres lanzaban alaridos, tratando en vano de apagar
el fuego que prendía en sus ropas. Incluso saltaban a unas aguas que no extinguían las
llamas. Algunos se hundieron en el océano y fue posible seguir su descenso, así como
el de las naves naufragadas, cayendo en espiral entre llamas, incluso bajo la
superficie, como polillas quemadas por la luz.
Las cubiertas invasoras no alcanzadas por el fuego quedaron rojas de sangre
invasora cuando los enfurecidos guerreros de Imrryr cayeron al abordaje sobre los
incursores descolgándose por largas cuerdas, empuñando grandes espadas y hachas
de combate y produciendo terribles estragos entre los saqueadores del mar. Flechas y
jabalinas imrryrianas llovían desde las elevadas cubiertas de las galeras, diezmando a
los aterrorizados ocupantes de las naves menores.
Elric fue testigo de todo mientras la suya y un puñado de naves más empezaban,
poco a poco, a poner distancia entre ellos y la primera galera perseguidora de Imrryr,
el buque insignia del almirante Magum Colim, comandante de la flota melnibonesa.
Por fin, Elric se dignó hacer un comentario al conde Smiorgan.
—¡Les hemos dejado atrás! —gritó para hacerse oír por encima del viento
ululante, con el rostro vuelto hacia la nave del conde, donde éste permanecía de pie
en el puente observando el cielo con ojos muy abiertos—. ¡Pero cuida de que tus
naves sigan un buen rumbo hacia el oeste o estamos perdidos!
Smiorgan, sin embargo, no respondió. Su mirada seguía fija en el firmamento y
en sus ojos había una expresión de terror impensable en un hombre que, hasta aquel
momento, no había mostrado jamás el menor asomo de miedo. Inquieto, Elric siguió
la mirada de Smiorgan y no tardó en verlos.
¡Eran dragones, sin duda! Los grandes reptiles estaban a algunos kilómetros de
distancia, pero Elric conocía el aspecto de las enormes bestias voladoras. La
envergadura de alas habitual de aquellos monstruos casi extintos era de unos diez
metros. Sus cuerpos de serpiente, que empezaban en una cabeza de hocico largo y
estrecho y terminaban en una cola que constituía un látigo temible, alcanzaban los
quince metros y, aunque no lanzaban fuego y humo por la boca como decían las
leyendas, Elric sabía que su veneno era combustible y que podía prender fuego en la
madera o en la ropa por simple contacto.
A lomos de los dragones cabalgaban unos guerreros de Imrryr. Armados de largos
aguijones como lanzas, hacían sonar unos cuernos de extrañas formas que emitían
curiosas notas sobre el mar turbulento y el sereno firmamento azul. Al aproximarse a
la flota dorada, que quedaba ahora a media legua de distancia, el dragón que abría la
marcha inició un descenso en amplios círculos hacia la enorme galera insignia.
Cuando sus alas batían el aire, hacían un sonido semejante al crujido de un
relámpago.
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El monstruo de piel escamosa verdegrisácea se cernió sobre la nave dorada que se
mecía en el mar turbulento y blanco de espuma. Recortada su silueta contra el cielo
sin nubes, el dragón ofrecía una buena perspectiva y Elric pudo observarlo con
detalle. El aguijón que el Señor del Dragón agitaba sobre la cabeza del almirante
Magum Colim era una lanza larga y fina sobre la cual podía apreciarse, incluso a
aquella distancia, un extraño gallardete de líneas negras y amarillas en zigzag.
Elric reconoció en seguida la enseña. Dyvim Tvar, Señor de las Cavernas de los
Dragones y amigo de la infancia de Elric, encabezaba la escuadra de míticos
animales, que vengaría la destrucción de Imrryr la Bella.
El albino lanzó un nuevo grito a Smiorgan, de nave a nave.
—Ahora, ése es nuestro mayor peligro. ¡Haz lo que puedas para mantenerlos a
raya!
Se escuchó un estrépito metálico mientras los hombres se preparaban, casi sin
esperanzas, para repeler la nueva amenaza. El viento embrujado no les proporcionaba
ninguna ventaja frente al rápido vuelo de los dragones. Dyvim Tvar actuaba en
evidente acuerdo con Magum Colim y su aguijón azuzó al dragón en el cuello. El
enorme reptil saltó hacia arriba y empezó a ganar altura. Tras él iban otros once
dragones, cerrando distancias ahora.
Con aparente lentitud, los dragones empezaron a batir las alas acompasadamente
hacia la flota invasora cuyos tripulantes elevaron plegarias a sus dioses suplicando un
milagro.
Estaban condenados sin remedio. Hasta la última nave de los Señores del Mar
estaba irremisiblemente perdida y la expedición había sido infructuosa.
Elric advirtió la desesperación en los rostros de los hombres mientras los mástiles
de las embarcaciones continuaban cimbreándose bajo la fuerza del aullador viento
embrujado. Ahora no les quedaba otra cosa que morir…
Luchó por liberar su mente del torbellino de dudas que la llenaba. Desenvainó la
espada y percibió el poder perverso y pulsante que guardaba en su interior la
Tormentosa de empuñadura labrada con signos mágicos. Ahora, sin embargo, Elric
odiaba aquel poder porque le había forzado a dar muerte al único ser humano que
había querido; y comprendía también cuánta de su fuerza debía a la espada de hoja
negra de sus padres y lo débil que se sentiría sin ella. Elric era albino y ello
significaba que carecía de la vitalidad de un ser humano normal. Furiosa e
inútilmente, al tiempo que el velo de su mente era reemplazado por un miedo cerval,
maldijo los planes de venganza que había tramado, maldijo el día en que había
accedido a conducir la expedición contra Imrryr y, por encima de todo, maldijo
amargamente al difunto Yyrkoon y su retorcida envidia, que había sido la causa de
toda aquella serie de acontecimientos marcados por la fatalidad.
Pero ya era demasiado tarde para maldiciones. El sonoro batir de alas de los
dragones llenó el aire y los monstruos se cernieron sobre las embarcaciones fugitivas.
Era preciso tomar alguna decisión pues, aunque no tenía ningún apego a la vida, se
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negaba a morir a manos de su propio pueblo. Cuando muriera, se prometió, sería por
su propia mano. Odiándose a sí mismo, Elric adoptó una resolución.
Con una invocación, hizo amainar el viento mientras el veneno de los dragones se
abatía sobre la última nave de la fila.
Después, Elric empleó todos sus poderes para levantar un viento aún más fuerte
en las velas de su propia embarcación, mientras sus camaradas, perplejos en sus
barcos repentinamente encalmados, le llamaban a gritos desde las otras naves
preguntándose desesperadamente la razón de su comportamiento. Ahora, el barco de
Elric avanzaba a toda prisa y tal vez podría escapar por muy poco a los dragones. Así
lo esperaba el albino.
Abandonó a su suerte al hombre que había confiado en él, el conde Smiorgan, y
observó cómo el veneno caía del cielo y le envolvía en una llamarada verde y
escarlata. Elric huyó, sin permitir que su mente se hiciera ideas sobre el futuro, y
aquel orgulloso príncipe de una ciudad en ruinas sollozó en voz alta y maldijo a los
malévolos dioses por el día aciago en que ociosamente, para procurarse una
diversión, habían engendrado al ser humano.
Detrás de él, las últimas naves asaltantes estallaron en súbitas llamaradas
aterradoras y, aunque agradecidas a medias de haber escapado al destino de sus
camaradas, los hombres a bordo del barco observaron acusadoramente al albino. Elric
continuó sollozando sin ocultarlo, con el alma desgarrada por grandes sufrimientos.
Una noche más tarde, cuando la nave se encontró por fin a salvo de la terrible
amenaza de los Señores del Dragón y de sus monstruos, frente a la costa de una isla
llamada Pan Tang, Elric permaneció meditabundo en la popa mientras los hombres le
contemplaban con miedo y con odio, hablando entre dientes de traición y de absoluta
cobardía. Parecían haber olvidado su propio temor y la posterior seguridad que
habían disfrutado.
Elric permaneció meditabundo, sosteniendo la negra espada mágica en ambas
manos. Hacía ya muchos años que sabía que la Tormentosa era mucho más que una
simple arma de combate, pero ahora se daba cuenta de que la espada tenía más vida
de la que él había imaginado. Aquel objeto terrible había utilizado la mano que la
empuñaba para forzarla a matar a Cymoril. Y, sin embargo, Elric dependía
terriblemente de su espada mágica y se daba cuenta de ello con absoluta certeza. A
pesar de ello, temía y rechazaba el poder de la espada, la odiaba intensamente por el
caos que había provocado en su cerebro y en su espíritu. Presa de una agónica
incertidumbre, sostuvo la hoja en sus manos y se obligó a sopesar las alternativas. Sin
la siniestra espada, perdería el orgullo y tal vez la vida incluso, pero conocería la
reconfortante tranquilidad del puro descanso; con ella, tendría poder y fuerza, pero el
acero le conduciría a un futuro marcado por el destino. Saborearía el poder, pero
nunca tendría paz.
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Exhaló un profundo y sollozante suspiro y, movido por aciagos presentimientos,
arrojó la espada mágica al mar bañado por la luna.
Increíblemente, no se hundió. Ni siquiera quedó flotando sobre las aguas. Se
clavó de punta en el mar y allí se quedó, temblando como si estuviera incrustada en
madera. Permaneció en el agua como la aguja de un metrónomo, quince centímetros
de hoja sumergidos en el mar, y empezó a emitir un misterioso grito diabólico, un
aullido de horrible malevolencia.
Elric masculló una maldición, extendió su mano delgada y de un blanco
reluciente y trató de recuperar la espada hechizada. Se estiró todavía más,
inclinándose todo lo posible sobre el pasamanos. Seguía sin alcanzarla; aún quedaba
a unos palmos de él. Con un jadeo, abrumado por una enfermiza sensación de derrota,
cayó por el costado de la embarcación y se sumergió en las aguas heladas para nadar
luego con brazadas tensas, grotescas, hacia la enhiesta espada. Elric estaba derrotado:
la espada había vencido.
Extendió el brazo hacia ella y sus dedos se cerraron en torno a la empuñadura. La
Tormentosa se acomodó a su mano al instante y Elric notó que las energías volvían
lentamente a su cuerpo dolorido. Después comprendió que él y la espada eran
interdependientes, pues, si bien él necesitaba el arma, la Tormentosa requería también
un portador: sin un hombre que la empuñara, la hoja también era impotente.
—Así pues —murmuró Elric con desesperación—, debemos estar unidos el uno
al otro. Unidos por cadenas forjadas en el infierno y por circunstancias urdidas por el
destino. Muy bien, pues, seámoslo y los hombres tendrán razones para espantarse y
huir ante la mención de los nombres de Elric de Melniboné y su espada, la
Tormentosa. Los dos somos iguales, hijos de una era que nos ha desamparado.
¡Demos a esa era razones para odiarnos!
Fuerte otra vez, Elric envainó la Tormentosa y la espada se ajustó a su costado;
luego, con potentes brazadas, el albino empezó a nadar hacia la isla mientras los
hombres que había dejado en el barco respiraban aliviados y se preguntaban si el
melnibonés solitario sobreviviría o perecería en las aguas sombrías de aquel mar
extraño y sin nombre…
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Libro segundo
MERVYN PEAK
Formas y sonidos, 1941
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I
Una noche, mientras Elric, con aire malhumorado, bebía a solas en una taberna,
una mujer sin alas de Myyrrhn entró como surgida de la tormenta y apoyó su cuerpo
flexible contra él.
Su rostro era delgado y frágil, casi tan pálido como la piel albina del propio Elric,
y llevaba unas ropas vaporosas de tonos verdes claros que contrastaban con su
cabello pelirrojo intenso.
La taberna estaba profusamente iluminada con velas y animada por las
discusiones a voz en grito y las grandes carcajadas, pero las palabras de la mujer de
Myyrrhn surgieron claras y líquidas, perfectamente audibles por encima del barullo.
—Llevo veinte días buscándote —dijo a Elric.
Éste la miró casi con insolencia con sus ojos carmesíes entrecerrados y se recostó
en el respaldo de la silla; entre los largos dedos de su mano derecha sostenía una copa
de vino de plata y la izquierda se apoyaba en la empuñadura de su espada mágica, la
Tormentosa.
—Veinte días —murmuró el melnibonés en voz baja, como si hablara para sí
mismo, con un tono deliberadamente brusco—. Mucho tiempo para que una mujer
bella y sola ande dando tumbos por el mundo. —Abrió un poco más los ojos y se
dirigió a la mujer cara a cara—: Soy Elric de Melniboné, como muy bien sabes. No
ofrezco favores ni los pido. Tenlo en cuenta y dime por qué llevas veinte días
buscándome.
La mujer respondió en el mismo tono, impertérrita ante la actitud desdeñosa del
albino.
—Eres un hombre áspero, Elric, eso también lo sé. Y estás abrumado de pesar por
razones que ya son legendarias. Yo no te pido favores, sino que me ofrezco a ti y te
traigo una propuesta. ¿Qué es lo que más deseas en el mundo?
—La paz —respondió simplemente Elric. Después, con una sonrisa de ironía,
añadió—: Soy un hombre malo, señora, y mi destino es la condenación, pero no soy
necio ni injusto. Deja que te recuerde un poco de la verdad…, o llámalo leyenda, si
así lo prefieres. A mí me da igual.
»Hace ahora un año, una mujer murió bajo el acero de mi fiel espada. —Dio unos
secos golpes en la hoja y su mirada se hizo de pronto dura y secretamente burlona—.
Desde entonces no he cortejado ni he deseado a ninguna otra mujer. ¿Por qué iba a
romper hábitos tan firmes? Si me preguntas, te aseguro que podría recitarte poesías y
que tienes una gracia y una belleza que me moverían a interesantes especulaciones,
pero no querría cargar un solo gramo de mi penosa carga sobre alguien tan exquisito
como tú. Cualquier relación entre nosotros que no fuera la puramente formal
precisaría que, involuntariamente, me descargara de una parte de ese peso. —Hizo
una pausa durante unos instantes y añadió en voz baja—: He de reconocer que a
veces me pongo a gritar mientras duermo y que a menudo me tortura un inexpresable
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sentimiento de desprecio hacia mí mismo. Vete mientras puedas, mujer, y olvida a
Elric porque sólo puede llevar pena y dolor a tu alma.
Con un rápido movimiento, apartó los ojos de ella y alzó la copa de plata,
apurando el vino y llenándola otra vez con una jarra que tenía al lado.
—No —replicó tranquilamente la mujer sin alas de Myyrrhn—, no me iré. Ven
conmigo.
Se puso en pie y tomó de la mano a Elric. Sin saber por qué, el albino dejó que la
mujer le llevara fuera de la taberna, bajo la furiosa tormenta sin lluvia que ululaba en
las calles de la ciudad de Raschil, en Filkharia. Una sonrisa cínica y protectora se
dibujaba en el rostro de Elric mientras la mujer le conducía hacia el embarcadero
batido por el mar, donde le desveló su nombre, Shaarilla de la Niebla Danzante, la
hija sin alas de un nigromante fallecido, una inválida en su propia tierra extraña que
le había forzado al exilio.
Elric se sintió inquietamente atraído hacia aquella mujer de mirada tranquila que
apenas desperdiciaba palabras. Notó surgir dentro de sí una profunda emoción que no
había creído posible volver a sentir, y deseó abrazar aquellos hombros delicadamente
torneados y estrechar aquel esbelto cuerpo contra el suyo. Sin embargo, reprimió tal
impulso y estudió su marfileña finura y su exuberante melena, que se mecía al viento
en torno a su rostro.
Un cómodo silencio se hizo entre los dos mientras el viento caótico ululaba
lóbrego sobre el mar. Allí, Elric apenas percibía el cálido hedor de la ciudad y se
sintió casi relajado. Por fin, apartando la vista de él y vuelta hacia las agitadas aguas,
con su túnica verde ondeando al viento, la mujer murmuró:
—Naturalmente, habrá oído hablar del Libro de los Dioses Muertos, ¿no es así?
Elric asintió. La frase despertaba su interés, pese a la necesidad que sentía de
distanciarse lo más posible de sus congéneres. Se decía que el libro legendario
contenía conocimientos que podían solucionar muchos problemas que habían acosado
a los hombres durante siglos; recogía un saber sagrado y poderosísimo que cualquier
hechicero desearía probar. Sin embargo, la creencia general era que el libro había sido
destruido, arrojado hacia el sol cuando los Viejos Dioses agonizaban en el erial
cósmico que se extendía más allá de los confines del sistema solar. Otra leyenda, al
parecer de origen posterior, se refería vagamente a unos seres oscuros que habían
interrumpido la trayectoria de Libro hacia el sol y se habían adueñado de él antes de
su destrucción. La mayoría de los eruditos quitaban cualquier valor a esta leyenda
afirmando que, tras el tiempo transcurrido, el libro habría salido a la luz si todavía
existiera.
Elric se obligó a mantener un tono de voz neutro para tratar de mostrar desinterés
cuando respondió a Shaarilla.
—¿A qué viene hablar del Libro?
—Tengo la certeza de que existe —replicó Shaarilla con vehemencia— y sé
dónde está. Mi padre tuvo conocimiento de ello justo antes de morir. El libro y yo
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seremos tuyos si me ayudas a conseguirlo.
Elric se preguntó si sería posible que el Libro contuviera el secreto de la paz. Si
lograba hacerse con él, ¿encontraría en sus páginas la forma de librarse de la
Tormentosa?
—Si tanto deseas encontrarlo que has venido a buscar mi ayuda —respondió
finalmente—, ¿cómo es que no quieres quedártelo?
—Porque me daría miedo tener permanentemente bajo mi custodia un objeto
semejante. No es un libro para estar en manos de una mujer, pero tú eres
posiblemente el último nigromante poderoso que queda en el mundo y es justo que te
hagas cargo de él. Además, tal vez serías capaz de matarme para conseguirlo; con un
texto así en mis manos, jamás estaría segura. Sólo necesito conocer una parte muy
pequeña de los saberes que contiene.
—¿De qué se trata? —quiso saber Elric, estudiando la serena belleza de Shaarilla
mientras en su interior se agitaba un nuevo impulso.
La mujer apretó los labios y entrecerró los ojos.
—Te responderé a eso cuando tengamos el Libro en nuestras manos, no antes.
—Tus palabras me bastan —replicó Elric rápidamente, comprendiendo que no iba
a conseguir más información de momento. Y añadió—: Y despiertan mi curiosidad.
A continuación, antes casi de darse cuenta de lo que hacía, Elric tomó entre sus
manos finas y pálidas los hombros de la mujer y apretó sus labios descoloridos contra
su boca escarlata.
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apagado de la espada y los arneses de Elric eran los únicos sonidos que rompían el
silencio del claro día de invierno, mientras la pareja continuaba su avance
aproximándose a los senderos traicioneros y lúgubres de los Pantanos de la Niebla.
Una noche oscura, bajo un cielo encapotado, alcanzaron los límites de la Tierra
Silenciosa marcados por el pantano y se detuvieron a acampar en sus límites,
levantando su tienda de seda sobre una colina con vistas a la extensa ciénaga envuelta
en niebla.
Las nubes, dispuestas como almohadas negras contra el horizonte, estaban
cargadas de malos augurios. Tras ellas acechaba la luna, cuya luz las atravesaba en
ocasiones lo suficiente para enviar un pálido rayo vacilante sobre las brillantes aguas
estancadas de la zona fronteriza, escabrosa y cubierta de hierba. En cierto momento,
un rayo de luna intensamente plateado iluminó la silueta oscura de Elric, pero, como
si la visión de una criatura viviente en la colina pelada le produjera repulsión, el disco
lunar corrió a ocultarse de nuevo tras su coraza de nubes y dejó al albino sumido en
profundos pensamientos. Sumido en la oscuridad que él deseaba.
Un trueno se dejó oír sobre las lejanas montañas como si fuera el eco de la risa de
unos dioses distantes. Elric se estremeció, se ajustó más la capa verde y continuó
contemplando los pantanos envueltos en la bruma.
Shaarilla no tardó en acercarse a él y permaneció en pie a su lado, envuelta en una
gruesa capa de lana que no conseguía aislarla por completo del frío y la humedad del
ambiente.
—La Tierra Silenciosa —murmuró—. ¿Son ciertas todas esas historias, Elric?
¿Has conocido alguna vez la verdad sobre esas tierras en tu vieja Melniboné?
Elric frunció el ceño, molesto de que la mujer hubiera perturbado sus
pensamientos. Se volvió hacia ella con gesto brusco, la miró por unos instantes con
un aire ausente en sus ojos de iris carmesí y, a continuación, dijo con voz monótona:
—Sus habitantes son temidos por todo el mundo y no son humanos, eso es lo
único que sé. Pocos hombres se han aventurado jamás en su territorio y ninguno ha
regresado, que yo sepa. Incluso en los tiempos en que Melniboné era un imperio
poderoso, ésta fue una nación que mis antepasados nunca dominaron… ni mostraron
deseos de hacerlo. Se dice que los moradores de la Tierra Silenciosa son una raza
agonizante, mucho más severa de lo que nunca ha llegado a ser la mía, y que tuvieron
el dominio de la Tierra mucho antes de que los hombres iniciaran su predominio. En
la actualidad, esas gentes rara vez se aventuran más allá de los confines de su
territorio, perfectamente delimitado por los pantanos y las montañas.
Shaarilla lanzó entonces una risilla irónica.
—De modo que no son humanos. ¿Qué me dices pues de mi pueblo, que está
emparentado con ellos? ¿Qué dices de mí, Elric?
—Tú eres suficientemente humana para mí —replicó él con indiferencia,
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mirándola a los ojos.
Ella sonrió.
—Eso no es ningún cumplido —murmuró—, pero lo tomaré como tal…, hasta
que tu lengua mordaz encuentre otro mejor.
Esa noche, su sueño fue inquieto y, como había predicho, Elric se la pasó
lanzando gritos agónicos en sus sueños turbulentos y llenos de terror. Y, entre los
gritos, pronunció varias veces un nombre que llenó de dolor y de celos los ojos de
Shaarilla. Ese nombre era el de Cymoril. Sumido en sueños con los ojos muy
abiertos, Elric parecía estar contemplando a la mujer cuyo nombre pronunciaba,
acompañado de otras palabras en un idioma sibilante que obligó a Shaarilla a taparse
los oídos, presa de un escalofrío.
A la mañana siguiente, mientras doblaban entre los dos la seda amarilla susurrante
de la tienda y levantaban el campamento, Shaarilla evitó mirar directamente a Elric
pero, más tarde, al advertir que él no daba la menor muestra de querer hablar, la
mujer le hizo una pregunta en una voz ligeramente temblorosa.
Era una pregunta que Shaarilla sentía necesidad de hacer, pero que se resistía a
surgir de sus labios.
—¿Por qué deseas poseer el Libro de los Dioses Muertos, Elric? ¿Qué crees que
encontrarás en él?
Elric se encogió de hombros, sin dar importancia a la pregunta, pero la mujer la
repitió con más insistencia y en voz más alta.
—Está bien —contestó por fin el albino—, pero no resulta fácil responder a eso
en pocas palabras. Digamos que deseo saber, sobre todo, una cosa.
—¿De qué se trata, Elric?
El melnibonés dejó en el suelo la tienda que acababan de doblar y lanzó un
suspiro. Sus dedos jugaron, nerviosos, con la empuñadura de su espada mágica.
—Quiero averiguar si existe o no un Dios superior. Eso es lo único que necesito
saber, Shaarilla, para dar un sentido y una dirección a mi vida. Los Señores del Orden
y del Caos rigen ahora nuestras vidas, pero ¿existe algún ser, algún dios, más
poderoso que ellos?
—¿Por qué necesitas averiguarlo? —insistió Shaarilla, poniendo una mano en el
brazo de Elric.
—A veces, en mi desesperación, busco el consuelo de un dios benigno, Shaarilla.
De noche, desvelado en la cama, mi mente busca en el oscuro vacío algo, cualquier
cosa, que me acoja en su seno, que me dé calor y protección, que me diga que existe
un orden en el caótico rodar del universo; alguien que me asegure que la precisión de
los planetas es un hecho firme y no una mera chispa brillante y efímera de cordura en
una eternidad de malévola anarquía.
Elric emitió un suspiro. Sus palabras en voz baja estaban teñidas de desesperanza.
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—Sin una confirmación del orden de las cosas, mi único consuelo es aceptar la
anarquía —continuó—. Así, puedo recrearme en el caos y aceptar sin temor que
estamos todos predestinados a la destrucción desde el primer momento, que nuestra
breve existencia carece de sentido y, al propio tiempo, está condenada. De este modo,
puedo aceptar que estamos más que desamparados, ya que nunca ha existido nada
que nos proporcionara cobijo. He sopesado las pruebas, Shaarilla, y tengo que
reconocer que se impone la anarquía, a pesar de todas las leyes que parecen gobernar
nuestros actos, nuestra hechicería y nuestra razón. Sólo veo caos en nuestro mundo.
Si el Libro que buscamos me revela otra cosa, la creeré gustosamente. Hasta
entonces, sólo confiaré en mi espada y en mí mismo.
Shaarilla contempló a Elric con aire desconcertado.
—¿No es posible que esta filosofía tuya esté influenciada por los recientes
acontecimientos de tu pasado? ¿No tienes miedo, tal vez, de las consecuencias de tu
traición y de esa muerte? ¿No te resulta más cómodo, acaso, creer en unos
merecimientos que rara vez se recompensan con justicia?
Elric se volvió hacia ella con sus ojos carmesíes encendidos de cólera pero,
cuando se disponía a replicar, la rabia desapareció de su corazón y el albino bajó los
ojos al suelo, ocultándolos a la mirada de Shaarilla.
—Tal vez —respondió entonces sin convicción—. No lo sé. Ésta es la única
auténtica verdad, Shaarilla. No lo sé.
La mujer asintió y una enigmática mueca de comprensión iluminó su rostro. Pero
Elric no advirtió su mirada, pues los ojos se le habían llenado de unas lágrimas
cristalinas que resbalaban por su rostro enjuto y pálido, despojándole por unos
instantes de sus fuerzas y de su voluntad.
—Soy un hombre poseído —exclamó con un lamento—. Y sin esta espada
diabólica en la mano, no sería un hombre completo.
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II
Montaron en sus veloces caballos negros y los espolearon con furioso desenfreno
colina abajo hacia el pantano, con las capas ondeando tras ellos bajo el impulso del
viento que las alzaba en el aire. Los dos cabalgaban con aire decidido y serio,
negándose a reconocer la dolorosa incertidumbre que les corroía por dentro.
Y los cascos de sus monturas chapotearon en las inseguras orillas de la ciénaga
antes de que pudieran detenerlas.
Soltando una maldición, Elric tiró con fuerza de las riendas e hizo retroceder a su
caballo hasta tierra firme. También Shaarilla dominó a su semental y guió al asustado
animal hasta la seguridad de los pastos.
—¿Cómo vamos a cruzar? —le preguntó Elric, impaciente.
—Hay un mapa… —empezó a decir Shaarilla con cierto titubeo.
—¿Dónde está?
—Se… se perdió. Yo lo perdí. Pero me he esforzado en recordarlo y creo que seré
capaz de encontrar el camino para atravesar los pantanos.
—¿Cómo es que lo perdiste…, y por qué no me lo has dicho hasta ahora? —rugió
Elric.
—Lo siento, pero sucedió algo… Justo antes de que te encontrara en la taberna,
tengo todo un día en blanco en mi memoria. No sé cómo, pero viví toda una jornada
sin darme cuenta de nada y… y cuando desperté, el mapa había desaparecido.
—Estoy seguro de que alguna fuerza está actuando contra nosotros —murmuró
él, ceñudo—, aunque no sé qué pueda ser. —Elevando el tono de voz, añadió—:
Bien, esperemos que tu memoria no nos falle demasiado. Estos pantanos tienen fama
de siniestros en todo el mundo pero, según todas mis noticias, sólo nos aguardan en
ellos peligros naturales. —Con una mueca, cerró los dedos en torno a la empuñadura
de la espada—. Será mejor que vayas tú delante, Shaarilla, pero no te separes de mí.
Sólo indícame el camino.
Ella asintió en silencio e hizo girar su caballo hacia el norte, galopando por la
orilla hasta llegar a un punto dominado por una gran peña ahusada. Desde allí, un
sendero cubierto de hierba de apenas un metro de anchura se internaba en el pantano
cubierto de niebla. Ésta sólo permitía ver a unos pasos de distancia, pero daba la
impresión de que el camino seguía firme a lo largo de un buen trecho. Shaarilla
avanzó con su montura por el sendero y puso el caballo a un trote lento, seguida
inmediatamente por Elric.
Los caballos se adentraron vacilantes entre los densos remolinos de niebla que
despedían un fulgor blanquecino, y sus jinetes tuvieron que manejar las bridas con
energía y pericia. La niebla envolvía la ciénaga en un profundo silencio, y los
helechos brillantes y húmedos despedían una insoportable pestilencia. No vieron
moverse ningún animal, ni oyeron el grito de ave alguna sobre sus cabezas. Reinaba
una quietud completa, perturbadora, cargada de presagios, que ponía nerviosos a
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caballos y jinetes.
Con el pánico atenazándoles la garganta, Elric y Shaarilla continuaron su marcha,
adentrándose más y más en los espectrales Pantanos de la Niebla, con la vista muy
pendiente e incluso el olfato atento a captar el menor olor a peligro en el hediondo
cenagal.
Horas después, cuando el sol ya había dejado atrás su cenit, el caballo de
Shaarilla se encabritó, relinchando y gimiendo. La mujer lanzó un grito a Elric con
sus exquisitas facciones en una mueca de espanto, mientras contemplaba la niebla. El
albino espoleó su montura obligándola a avanzar hasta Shaarilla.
Algo se movió lenta y amenazadoramente en la pegajosa blancura. La mano
derecha de Elric se movió hasta su costado izquierdo y se cerró sobre la empuñadura
de la Tormentosa.
La hoja surgió de la vaina con un aullido, despidiendo un fuego negro desde la
empuñadura hasta la punta, y un extraño poder fluyó de ella invadiendo el brazo de
Elric y recorriendo su cuerpo. Una luz extraña, inhumana, brilló en los ojos carmesíes
de Elric, y su boca se torció en una siniestra sonrisa mientras forzaba a su temerosa
montura a continuar adelante entre la niebla.
—¡Arioch, Señor de las Siete Oscuridades, acude en mi ayuda! —gritó Elric
cuando identificó la forma cambiante que se movía ante él.
Era blanca como la niebla, aunque algo más oscura y se extendía por encima de la
cabeza de Elric. La cosa medía casi tres metros de alto por otros tantos de ancho, pero
seguía siendo una mera silueta y no parecía tener cabeza ni extremidades, sólo
movimientos; un movimiento rápido, malévolo. Pero Arioch, su dios protector, no
quiso escucharle.
Elric notó palpitar el gran corazón de su caballo entre las piernas cuando el
animal se lanzó hacia adelante bajo el férreo control de su jinete. Shaarilla le gritó
algo a su espalda, pero Elric no entendió sus palabras. Descargó un golpe contra la
forma blanquecina, pero su espada sólo encontró niebla y lanzó un aullido de rabia.
El caballo, loco de espanto, se negó a dar un paso más, y Elric se vio obligado a
desmontar.
—¡Sujeta el caballo! —gritó a Shaarilla antes de dirigirse a paso ligero hacia la
forma movediza que se cernía ante él, cerrándole el camino.
Ahora, Elric pudo distinguir algunos de sus rasgos. Un par de ojos de color
amarillo pálido se abrían casi en lo alto del cuerpo, aunque carecía de cabeza
diferenciada. Una raja enorme, obscena y llena de colmillos, se abría justo bajo los
ojos. El ser no tenía nariz ni oídos que Elric pudiera distinguir. De su tercio superior
surgían cuatro apéndices y la parte inferior de su cuerpo se deslizaba por el suelo sin
la ayuda de ninguna extremidad. A Elric le dolieron los ojos de mirarlo. Era una
figura increíblemente desagradable de contemplar y su cuerpo amorfo despedía un
hedor a muerte y putrefacción. Venciendo su propio miedo, el albino avanzó
lentamente y con cautela, sosteniendo en alto la espada para impedir cualquier ataque
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que la criatura hiciera con sus apéndices como brazos.
Elric reconoció al ser por la descripción que había de él en uno de los libros de
hechizos que había estudiado. Se trataba de un Gigante de la Niebla, posiblemente del
único de ellos, Bellbane. Ni siquiera los magos más sabios estaban seguros de
cuántos Gigantes de la Niebla existían, si uno o varios. Era un espectro de las tierras
cenagosas que se alimentaba de las almas y la sangre de animales y seres humanos.
Pero los Pantanos de la Niebla quedaban muy al este de los parajes donde se decía
que moraba Bellbane.
Elric no siguió preguntándose por qué había tan pocos animales en la ciénaga.
Sobre su cabeza, el cielo empezaba a oscurecer. La Tormentosa latió en la mano de
Elric mientras éste invocaba los nombres de los antiguos demonios-dioses de su
pueblo. El nauseabundo espectro reconoció sin duda los nombres y, por un instante,
retrocedió agitándose. Elric obligó a sus piernas a seguir acercándose a la criatura.
Desde allí podía distinguir que el espectro no era blanco, aunque tampoco de ningún
color que Elric pudiera reconocer. Había unos matices anaranjados, difuminados
entre un repulsivo tono amarillo verdusco. Sin embarco, Elric no percibía tales
colores con sus ojos, sino que sólo notaba aquellos tonos extraños, impíos.
A continuación, se lanzó a la carrera contra el ser, invocando unos nombres que
ya no tenían ningún significado para su consciencia más inmediata.
—¡Balaan, Mathim, Aesma, Alastor, Saebos, Verdelet, Nizilfkm, Haborym!
¡Haborym de los Fuegos Destructores!
Toda su mente estaba desgarrada en dos. Una parte de él quería echar a correr,
esconderse, pero había perdido el control del poder que ahora se había adueñado de él
y le impulsaba a enfrentarse a aquel horror. La hoja de su espada lanzó golpes y
estocadas contra la silueta espectral. Era como querer herir el agua, un agua
consciente y pulsante. Pero la Tormentosa hizo efecto. La mole entera del espectro se
puso a temblar como si fuera víctima de terribles dolores. Elric se sintió lanzado al
aire, y la vista se le nubló. No podía ver nada, ni hacer otra cosa que seguir
descargando tajos y estocadas contra la criatura que le tenía levantado del suelo.
Bañado en sudor, a ciegas, continuó luchando.
Un dolor que apenas era físico sino más profundo, aterrador, llenó su ser mientras
lanzaba un gemido agónico y continuaba golpeando sin cesar la blanda mole que le
envolvía y que le llevaba lentamente hacia sus fauces abiertas. Pugnó por desasirse
del obsceno brazo, pero los poderosos apéndices del espectro le retenían casi con
lascivia, tirando de él como un amante rudo lo haría con su chica. Ni siquiera la
poderosísima energía interna de la espada mágica parecía suficiente para acabar con
el ser monstruoso. Aunque los esfuerzos de éste parecían ligeramente más débiles que
al principio, seguía atrayendo a Elric cada vez más cerca de la boca babeante.
Elric invocó de nuevo los nombres mientras la Tormentosa se agitaba y entonaba
una horrible canción en su mano derecha. En un último y extremo esfuerzo, Elric
probó de nuevo a desasirse mientras mascullaba oraciones, promesas y súplicas, pero
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el espectro continuó acercándole centímetro a centímetro hacia su boca sonriente.
Se resistió con furia y determinación, y volvió a gritar el nombre de Arioch. Una
mente sardónica, poderosa y perversa, tocó la suya y el albino supo que su dios había
respondido al fin. Casi imperceptiblemente, el Gigante de la Niebla empezó a
debilitarse y Elric aprovechó la ventaja. El conocimiento de que el espectro estaba
perdiendo fuerzas le dio nuevas energías. A ciegas, entumecido de dolor cada nervio
de su cuerpo, siguió descargando su espada sobre el ser.
Y, de pronto, se sintió caer.
Le pareció que caía lentamente durante horas, ingrávido, hasta aterrizar en una
superficie que cedía bajo su peso. Empezó a hundirse.
Entonces, más allá del tiempo y del espacio, escuchó una voz lejana que le
llamaba. No quiso escucharla; estaba satisfecho de poder descansar allí donde estaba,
mientras la fría y reconfortante sustancia en la que yacía le arrastraba lentamente
hacia abajo.
Por fin, un sexto sentido le hizo advertir que era la voz de Shaarilla la que le
llamaba y se obligó a encontrar sentido a sus palabras.
—¡Elric…, el pantano! ¡Estás en el pantano! ¡No te muevas!
Sonrió para sí. ¿Por qué habría de moverse? Estaba hundiéndose lentamente, con
toda calma… Se hundía en la acogedora ciénaga… ¿No había vivido ya otro
momento como aquél, en otra ciénaga?
Con un sobresalto, su mente recobró la plena conciencia de la situación y abrió
los ojos de golpe. Encima de él seguía la niebla. A un lado, un charco de colores
inexpresables se evaporaba poco a poco, despidiendo un hedor insoportable. Al otro
lado, distinguió apenas una silueta humana que gesticulaba desesperadamente. Más
allá de la figura humana quedaban las formas casi irreconocibles de dos caballos. Allí
estaba Shaarilla. Debajo de él…
Debajo de él estaba la ciénaga.
El limo espeso y hediondo le aspiraba hacia abajo mientras permanecía tendido
sobre él con los brazos y las piernas abiertos, medio sumergido ya. La Tormentosa
seguía en su mano derecha y Elric podía verla si volvía la cabeza. Con cuidado, trató
de levantar la mitad superior de su cuerpo de la ciénaga. Lo consiguió, pero notó
entonces que las piernas se le hundían todavía más. Sentado en el limo que se lo
tragaba, gritó a la mujer:
—¡Shaarilla! ¡De prisa…, una cuerda!
—No tenemos ninguna, Elric —respondió ella mientras se quitaba una de sus
prendas, haciéndola tiras frenéticamente.
Elric continuó hundiéndose sin que sus pies encontraran un fondo firme en el que
apoyarse.
Shaarilla anudó apresuradamente los fragmentos de tela y arrojó la improvisada
cuerda hacia el albino con movimientos inexpertos. Se quedó corta y, recogiéndola a
toda prisa, volvió a lanzarla. Esta vez, la mano abierta de Elric consiguió asirla y la
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mujer empezó a tirar. Elric notó que se levantaba un poco, pero no sucedió nada más.
—¡No sirve, Elric…, no tengo suficiente fuerza!
Con una maldición, Elric gritó:
—¡El caballo…, átala al caballo!
La mujer corrió hasta uno de los caballos y anudó la tela a la perilla de la silla de
montar. Después, tiró de las riendas del animal y éste empezó a retroceder.
Elric fue arrastrado rápidamente fuera de la ciénaga que le apresaba y, asiendo
todavía la Tormentosa, alcanzó al fin la relativa seguridad del estrecho sendero.
Jadeante, trató de ponerse en pie, pero notó una debilidad increíble en las piernas,
que se negaban a sostenerle. Se levantó, dio unos pasos tambaleantes y volvió a caer.
Shaarilla se arrodilló a su lado.
—¿Estás herido? —preguntó.
Elric le sonrió a pesar de su fatiga.
—Creo que no.
—Ha sido horrible. No podía ver bien qué estaba sucediendo. Pareció que
desaparecías y luego…, luego gritaste ese…, ese nombre.
Shaarilla estaba temblando, con el rostro lívido y tenso.
—¿Qué nombre? —preguntó Elric con sincero desconcierto—. ¿Qué nombre
gritaba?
—No importa —respondió ella sacudiendo la cabeza—. Pero fuera el que fuese,
te ha salvado. Poco después, has vuelto a aparecer y has caído al pantano…
El poder de la espada aún fluía en el albino, que ya empezaba a sentirse más
fuerte.
Con un nuevo esfuerzo, se incorporó y avanzó con paso vacilante hacia el caballo.
—Estoy seguro de que el Gigante de la Niebla no suele rondar por estas ciénagas.
Alguien le ha enviado. Ignoro quién o qué, pero debemos llegar a terreno más firme
mientras podamos.
—¿Hacia dónde? —preguntó la mujer—. ¿Adelante o atrás?
—¡Adelante, por supuesto! ¿A qué viene la pregunta? —replicó Elric frunciendo
el ceño.
Shaarilla tragó saliva y movió la cabeza.
—¡Démonos prisa, pues! —exclamó.
Montaron y avanzaron sin grandes cautelas hasta que el pantano y su velo de
niebla quedó atrás.
Ahora el viaje adquirió una nueva urgencia, pues Elric se había dado cuenta de
que alguna fuerza trataba de poner obstáculos en su camino. Descansaron un poco y
cabalgaron a marchas forzadas hasta dejar a sus poderosos caballos al borde de la
extenuación.
El quinto día se encontraron avanzando por un territorio rocoso y yermo bajo una
ligera llovizna.
El duro piso estaba resbaladizo, de modo que se vieron obligados a cabalgar más
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despacio, acurrucados sobre los cuellos empapados de sus monturas y envueltos en
las capas que sólo les protegían en parte de la lluvia pertinaz. Llevaban un buen rato
avanzando en silencio, cuando escucharon un estremecedor coro de ladridos delante
de ellos y el retumbar de unos cascos.
Elric señaló un gran peñasco que se alzaba a su derecha.
—Refugiémonos ahí —dijo—. Algo se acerca… Posiblemente, nuevos enemigos.
Con suerte, pasarán de largo.
Shaarilla le obedeció sin una palabra y aguardaron juntos mientras los
espeluznantes ladridos seguían aproximándose.
—Un jinete… y varias de esas otras bestias —indicó Elric tras prestar atención—.
No sé si las bestias acompañan al jinete o le persiguen.
Instantes después, galopando bajo la lluvia, apareció un hombre que espoleaba
frenéticamente un caballo tan asustado como su jinete…, y, detrás de él, a una
distancia cada vez menor, una jauría de lo que a primera vista parecían perros. Pero
no lo eran, Elric distinguió unas quimeras, mitad ave y mitad can, con las patas y el
cuerpo largos e hirsutos de un perro, pero con unos espolones de rapaz en lugar de
pezuñas y unos terribles picos curvos donde deberían haber tenido el hocico.
—¡Los perros de caza de los Dharzi! —exclamó Shaarilla—. ¡Creía que se habían
extinguido hace mucho tiempo, como su amos!
—Lo mismo tenía entendido yo —asintió Elric—. ¿Qué están haciendo por aquí?
Jamás hubo contactos entre los Dharzi y los habitantes de estas tierras.
—Algo los ha traído… —cuchicheó la mujer—. Esos perros del diablo nos
olfatearán, sin duda.
Elric llevó la mano a la espada mágica.
—En tal caso, no arriesgamos nada si vamos en ayuda de su presa —afirmó, al
tiempo que azuzaba a su montura—. Espera aquí, Shaarilla.
En ese momento la jauría infernal y el hombre que perseguían acababan de pasar
ante su refugio en dirección a un angosto barranco. Elric espoleó su caballo ladera
abajo.
—¡Eh, tú! —gritó al frenético jinete—. Vuélvete y planta cara, amigo mío…
¡Allá voy en tu ayuda!
Elric enarboló su espada mágica y se lanzó contra los perros diabólicos que
aullaban y mostraban sus fauces. Los cascos de su caballo golpearon a uno de ellos
con tal fuerza que le rompieron su antinatural espinazo a la bestia. Quedaba otra
media docena de perros del más allá. El jinete perseguido dio vuelta a su montura y
desenvainó un largo sable que portaba al cinto. Era un hombre de corta estatura, con
una boca ancha y fea que le dirigía una sonrisa de alivio.
—¡Es toda una suerte haberte encontrado, noble señor!
No hubo tiempo para más cortesías, pues dos de las fieras saltaban ya hacia el
hombre y éste tuvo que prestar toda su atención a defenderse de las afiladas garras y
de los peligrosos picos.
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Los otros tres perros concentraron su maligna atención en Elric. Uno saltó
ágilmente, buscando con el pico la garganta del albino. Éste notó su horrible aliento
ante su rostro y movió la Tormentosa en un rápido arco que partió en dos al animal.
Una sangre repulsiva salpicó a Elric y a su montura, y el olor pestilente pareció
incrementar la furia de los demás canes infernales. En cambio, la sangre hizo que la
mágica espada negra emitiera una suerte de tonada casi extática, y el albino notó
cómo se agitaba en su mano y atravesaba a otra de las terribles bestias. La punta de la
hoja penetró en el animal justo por debajo del esternón en el momento en que se
alzaba a dos patas. Soltando un terrible grito de agonía, volvió el pico para clavarlo
en el acero. Cuando el pico entró en contacto con la negra hoja de suave brillo, un
tremendo hedor, como si algo se quemara, asaltó el olfato de Elric y el chillido de la
bestia cesó súbitamente.
Enfrentado al monstruo que restaba, Elric lanzó una fugaz mirada a los restos
chamuscados. Su caballo, encabritado, pateaba al último de los extraños animales
descargando ambas patas. El perro esquivó el ataque del caballo y saltó hacia el
desguarnecido costado izquierdo de Elric. El albino se movió sobre la silla y descargó
una vez más la espada, partiendo por la mitad el cráneo de la bestia y derramando sus
sesos y su sangre en el suelo empapado y reluciente. El animal, aún con vida, trató
débilmente de morder a Elric, pero el melnibonés no hizo caso de su fútil ataque y
volvió la atención al hombrecillo, que había dado cuenta de uno de sus adversarios y
que ahora tenía problemas con el segundo. La fiera había agarrado el sable entre su
pico, muy cerca de la empuñadura.
Las garras buscaron la garganta del hombre mientras éste pugnaba por sacudirse
al animal del sable. Elric se lanzó a la carga con la espada mágica, dirigida como una
lanza hacia el lugar donde el perro-ave colgaba en el aire lanzando golpes con sus
zarpas, en un intento de alcanzar la carne de su anterior presa. La Tormentosa
atravesó al animal por el bajo vientre y le desgarró el abdomen hacia arriba,
abriéndolo en canal desde los genitales hasta el cuello. El perro diabólico soltó el
sable del hombrecillo y cayó al suelo retorciéndose. El caballo de Elric acabó de
pisotearlo contra el suelo rocoso. Respirando profundamente, el albino envainó la
Tormentosa y contempló con cautela al hombre que había salvado. Le desagradaba el
contacto innecesario con los demás, y no deseaba verse abrumado por una muestra de
emocionado agradecimiento por parte del individuo.
No quedó decepcionado, pues la ancha y fea boca del desconocido se abrió en una
alegre sonrisa, y el hombre le hizo una reverencia desde la silla mientras devolvía su
sable curvado a la funda.
—Gracias, mi buen señor —dijo en tono ligero—. Sin tu ayuda, la batalla tal vez
habría durado un poco más. Me has privado de una buena sesión de ejercicio, pero tu
intención era buena. Mi nombre es Moonglum.
—Yo soy Elric de Melniboné —respondió el albino, pero no apreció la menor
reacción en el rostro del hombrecillo.
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Era extraño, pues el nombre de Elric estaba rodeado de una reputación horrible en
todo el mundo. La historia de su traición y de la muerte de su prima Cymoril había
sido contada y ampliada en las tabernas de todos los Jóvenes Reinos. Por mucho que
le disgustara, estaba acostumbrado a apreciar alguna muestra de reconocimiento en
todos aquellos a quienes conocía. Su albinismo era suficiente para marcarle.
Intrigado ante la ignorancia que demostraba Moonglum y movido por una extraña
atracción hacia el arrogante hombrecillo, Elric le estudió detenidamente para
descubrir de qué tierra procedía. Moonglum no llevaba armadura y sus ropas eran de
un tejido azul desvaído, gastadas y sucias por el viaje. Su sable colgaba de un recio
cinturón de cuero y llevaba también una daga y un zurrón de lana. En los pies
Moonglum calzaba unas botas hasta el tobillo, de cuero cuarteado. La silla de su
caballo estaba muy usada, pero era de evidente buena calidad. El hombre, sentado
muy erguido en su montura, apenas debía alcanzar el metro y medio, con las piernas
demasiado largas en proporción al resto de su menudo cuerpo. Tenía una nariz
pequeña y respingona bajo unos grandes ojos verdegrisáceos de mirada inocente. Una
mata de cabello de vivos tonos pelirrojos le caía libremente sobre la frente y el cuello.
Se mantenía sobre la montura con comodidad, sonriendo todavía pero mirando ahora
detrás de Elric, por donde se acercaba Shaarilla para reunirse con ellos.
Moonglum hizo una complicada reverencia mientras la mujer tiraba de las bridas
y detenía su caballo.
—Mi señora Shaarilla —dijo Elric fríamente—, maese Moonglum de…
—De Elwher —añadió el aludido—. La capital comercial del este…, la mejor
ciudad del mundo.
Elric recordó el nombre.
—Así que eres de Elwher, maese Moonglum. He oído hablar de ese lugar. Es una
ciudad nueva, ¿verdad? Apenas tiene algunos siglos. Estás muy lejos de tu tierra.
—Desde luego, señor. Sin conocer el idioma que se utiliza en esta parte del
mundo, el viaje aún habría sido más arduo pero, por suerte, el esclavo que me inspiró
con los relatos de su tierra natal me enseñó muy bien vuestra lengua.
—Pero ¿por qué recorres esta región? ¿No has oído las leyendas? —preguntó
Shaarilla, incrédula.
—Son precisamente esas leyendas las que me han traído hasta aquí…, y ya había
empezado a creer que no eran ciertas cuando esos desagradables cachorros se
lanzaron a perseguirme. Ignoro por qué razón decidieron darme caza, pues no les di
ninguna causa para que se enfadaran conmigo. Desde luego, vaya una tierra más
bárbara.
Elric se sentía incómodo. La conversación despreocupada que parecía del gusto
de Moonglum era contraria a su naturaleza solitaria y lacónica, pero, pese a ello,
aquel hombrecillo le caía cada vez mejor.
Fue Moonglum quien sugirió que viajaran juntos un trecho. Shaarilla puso
objeciones y dirigió una mirada de advertencia a Elric, pero éste no le hizo caso.
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—Muy bien, pues, amigo Moonglum, ya que tres son más fuertes que dos, tu
compañía nos vendrá bien. Vamos hacia las montañas.
Incluso Elric se sentía de mejor humor.
—¿Y qué buscáis allí? —quiso saber Moonglum.
—Un secreto —respondió Elric.
Y su nuevo compañero tuvo la suficiente discreción para no insistir en el tema.
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III
Así pues, mientras la lluvia arreciaba, chapoteaba y cantaba entre las rocas, los
viajeros continuaron su avance con el cielo como acero mate encima de ellos y con el
viento entonando un canto fúnebre en sus oídos. Eran tres pequeñas siluetas que
cabalgaban rápidamente hacia la barrera de montañas negras que se alzaba sobre el
mundo como un dios pensativo. Y quizá era un dios quien se reía de vez en cuando
mientras se acercaban al pie de la sierra, o acaso era el silbido del viento entre el
tenebroso misterio de cañones y precipicios, y la masa de rocas de basalto y granito
que se elevaban en solitarios picachos. Nubes de tormenta se arremolinaban en torno
a esos picos y de ellas descendían los relámpagos como dedos monstruosos que
hurgaran la tierra en busca de gusanos. Los truenos retumbaban sobre las crestas, y
Shaarilla comunicó por fin sus pensamientos a Elric cuando las montañas aparecieron
ante su vista.
—Elric, volvamos atrás, te lo suplico. Olvida el Libro. Hay demasiadas fuerzas
actuando contra nosotros. ¡Haz caso de las señales, Elric, o estamos perdidos!
Pero el albino mantuvo su hosco silencio, pues ya hacía tiempo que había
advertido la pérdida de entusiasmo de la mujer por la empresa que habían iniciado
juntos.
—Elric, por favor… Jamás alcanzaremos el Libro. Demos media vuelta, Elric.
Shaarilla se colocó al lado del albino y tiró de sus ropas hasta que, con un gesto
de impaciencia, él se desasió y replicó:
—Ya estoy demasiado intrigado para detenerme. O me sigues indicando el
camino, o me dices todo lo que sabes y te quedas aquí. Hace poco deseabas conseguir
la sabiduría encerrada en el Libro, pero ahora unos cuantos tropiezos sin importancia
en nuestro viaje te han atemorizado. ¿Qué es lo que deseas aprender de ese libro,
Shaarilla?
Ella no respondió a la pregunta, sino que le espetó a su vez:
—¿Y tú? ¿Qué dijiste que deseabas encontrar, Elric? La paz, ¿no era eso? Pues
bien, te lo advierto, no encontrarás paz en esas siniestras montañas…, si es que
llegamos hasta ellas.
—No has sido sincera conmigo, Shaarilla —dijo Elric fríamente, con la vista
puesta todavía en los negros picachos que tenía ante sí—. Tú sabes algo de las
fuerzas que tratan de detenernos.
Shaarilla se encogió de hombros.
—No es nada concreto… Sé muy poco. Mi padre me dio unas cuantas
advertencias antes de morir, eso es todo.
—¿Qué te dijo?
—Me habló de que el Guardián del Libro emplearía todo su poder para impedir
que la humanidad utilizara sus secretos.
—¿Qué más?
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—Nada más, pero es suficiente, ahora que he comprobado que las advertencias de
mi padre tenían fundamento. Fue ese Guardián quien le mató, Elric, o uno de sus
esbirros. Yo no quiero sufrir esa misma suerte, no importa lo que pudiera conseguir
del Libro. Creía que tú tenías el poder suficiente para ayudarme, pero ahora lo dudo.
—Hasta este momento te he dado protección —respondió llanamente Elric—.
Ahora dime qué pretendes conseguir del Libro.
—Me da vergüenza contártelo.
Elric no insistió en la pregunta pero, finalmente, la mujer respondió en voz muy
baja, casi en un murmullo.
—Deseo tener unas alas.
—¿Unas alas? Te refieres a que el Libro te proporcione un hechizo que haga
crecer alas en tu cuerpo, ¿no es así? —Elric le dirigió una sonrisa irónica y añadió—:
¡Y para eso has emprendido la búsqueda del receptáculo de los saberes más elevados
y poderosos del mundo!
—Si te consideraran deforme en tu propia patria, también a ti te parecería una
cuestión importante —replicó ella en un grito desafiante.
Elric se volvió a mirarla con el brillo de una extraña emoción en sus ojos
carmesíes. Se llevó una mano a la piel de su rostro, lívida como la de un cadáver, y
una taimada sonrisa apareció en sus labios.
—Yo también me he sentido como tú —confesó en voz baja.
No dijo nada más, y Shaarilla, avergonzada, dejó que el albino se adelantara unos
metros en su montura.
Continuaron cabalgando en silencio hasta que Moonglum, que se había
adelantado discretamente a la pareja, ladeó su cabeza desproporcionadamente grande,
y de pronto, tiró de las riendas.
Elric le alcanzó.
—¿Qué sucede?
—Oigo unos caballos acercándose —indicó el hombrecillo—. Y unas voces que
me resultan inquietantemente familiares. Son otra vez esos perros infernales, Elric…,
¡y esta vez les acompañan sus amos!
Ahora, Elric también había captado los sonidos y lanzó un grito de advertencia a
Shaarilla.
—Tal vez tenías razón —le dijo a la mujer—. Vamos a tener nuevos problemas.
—¿Qué hacemos, pues? —preguntó Moonglum, frunciendo el ceño.
—Ganemos las montañas —respondió Elric—, y tal vez podamos mantenerlos a
distancia todavía.
Hincaron las espuelas en sus monturas y se lanzaron en un raudo galope hacia las
montañas.
Sin embargo, la huida era inútil. Muy pronto, una negra jauría se hizo visible en
el horizonte y el frenético ladrar, parecido a un graznido, de los monstruosos
animales mitad perro y mitad ave se escuchó más próximo. Elric se volvió a observar
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a sus perseguidores. Empezaba a caer la noche y la visibilidad se reducía a cada
instante que pasaba, pero aún alcanzó a tener una vaga visión de los jinetes que
azuzaban a la jauría. Iban envueltos en capas oscuras y portaban largas lanzas. Sus
rostros eran invisibles, ocultos en la sombra de las capuchas que cubrían sus cabezas.
Elric y sus compañeros salvaron con sus caballos una empinada pendiente,
buscando el refugio de las rocas que la coronaban.
—Nos detendremos aquí —ordenó Elric— e intentaremos mantenerles a raya. En
campo abierto les sería más fácil rodearnos.
Moonglum asintió con la cabeza, expresando su acuerdo con el razonamiento del
albino. Detuvieron sus sudorosas monturas y se aprestaron a plantar batalla a la jauría
aulladora y a sus amos de capas oscuras.
Pronto, las primeras de las bestias monstruosas llegaron a la carrera por la
pendiente, con el pico que tenían por mandíbulas muy abierto y las garras y espolones
rechinando sobre las rocas. Colocados entre dos grandes peñas y cerrando el paso con
sus cuerpos, Elric y Moonglum recibieron el primer ataque y despacharon
rápidamente tres de los animales. Varios más ocuparon el puesto de los muertos, y el
primero de los jinetes se hizo visible detrás de la jauría mientras la noche seguía
cerrándose.
—¡Por Arioch! —juró Elric, reconociendo de pronto a los extraños jinetes—.
¡Son los Señores de Dharzi, muertos durante los últimos diez siglos! Estamos
luchando contra fantasmas, Moonglum, y contra los espectros tangibles de sus perros.
¡A menos que pueda improvisar un hechizo para derrotarles, estamos perdidos!
Los muertos vivientes no parecían tener ninguna intención de participar en el
ataque por el momento. Esperaban con una luz espectral en sus ojos muertos,
mientras los perros infernales trataban de atravesar la cortina de afilado acero de las
espadas con las que Elric y su compañero se defendían. Mientras movía la
Tormentosa a un lado y a otro, Elric trataba de concentrarse en recordar un hechizo
oral que hiciera desaparecer a aquellos muertos vivientes. Por fin, le vino uno a la
cabeza y, con la esperanza de que las fuerzas que iba a invocar decidieran auxiliarle,
empezó a entonar:
No sucedió nada.
—He fallado —murmuró Elric, desesperado, al tiempo que hacía frente al ataque
de una de las fieras y ensartaba al animal en su espada.
Sin embargo, al cabo de unos instantes, el terreno empezó a moverse y pareció
hervir bajo los cascos de los caballos a cuyo lomo iban montados los muertos
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vivientes. El temblor de tierra duró unos segundos y luego cesó.
—El encantamiento no era lo bastante poderoso —suspiró Elric.
La tierra tembló otra vez y unos pequeños cráteres empezaron a abrirse en el
suelo de la ladera donde los difuntos Señores de Dharzi aguardaban impasibles. Las
rocas se desmoronaron y los caballos piafaron, inquietos. A continuación, un rugido
atronador surgió de la tierra.
—¡Atrás! —gritó Elric, alertando a su compañero—. ¡Retrocedamos, o
correremos su misma suerte!
Se retiraron hacia el lugar donde esperaban Shaarilla y los caballos, mientras el
suelo se agrietaba bajo sus pies. Las monturas de los Dharzi se encabritaron y
relincharon, y los perros que aún quedaban vivos se volvieron hacia sus amos con
gesto nervioso, mirándoles con ojos desconcertados y vacilantes. Un ronco gemido
surgió de los labios de los muertos vivientes. De pronto, una gran extensión de la
empinada ladera se desmoronó y en su superficie aparecieron numerosas grietas que
se abrían como bocas hambrientas. Elric y sus compañeros saltaron a sus caballos
mientras, en un espantoso coro de confusos gritos, los Señores de Dharzi fueron
engullidos por la tierra y regresaron a las profundidades de las que habían sido
conjurados.
Una carcajada ronca y obscena surgió de la tierra agrietada. Era la risa burlona de
los Reyes de la Tierra que se apoderaban nuevamente de las presas que les
pertenecían por derecho. Entre gañidos y aullidos, la negra jauría se arrojó también a
las entrañas de la tierra, siguiendo a sus amos al frío destino que les aguardaba.
Moonglum se volvió hacia el albino y, con voz aún temblorosa, comentó:
—Amigo Elric, tienes tratos con las gentes más extrañas.
A continuación, tras un escalofrío, el hombrecillo encaminó de nuevo su caballo
hacia las cumbres de las montañas.
Llegaron a los negros picos al día siguiente y Shaarilla, con aire nervioso,
condujo a sus compañeros por la ruta que había memorizado. Ya había dejado de
suplicar a Elric que regresaran y ahora se la veía resignada al destino que les
aguardaba.
Elric sentía bullir dentro de sí una obsesión que le llenaba de impaciencia, pues
tenía la certeza de que, por fin, estaba en camino de descubrir la verdad última de la
existencia en el Libro de los Dioses Muertos. Moonglum se mostraba alegremente
escéptico, mientras que a Shaarilla la consumían los malos presagios.
Seguía lloviendo, y la tormenta retumbaba y crepitaba encima de ellos. Y,
mientras la lluvia arreciaba otra vez con renovada insistencia, el trío llegó finalmente
ante la boca negra de una enorme caverna.
—Aquí se acaba lo que recuerdo del camino —declaró Shaarilla cuando la
alcanzaron, dando muestras de agotamiento—. El Libro está en alguna parte más allá
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de la entrada de esa cueva.
Elric y Moonglum se miraron, indecisos. Ninguno de los dos estaba seguro de
cuál debía ser su siguiente movimiento. Habían llegado a su objetivo y eran presa de
un momentáneo desconcierto, pues nada bloqueaba la entrada de la caverna, ni nadie
parecía guardarla.
—Es impensable que todos los peligros que hemos afrontado no sean obra de una
mano oculta —comentó Elric—, pero aquí estamos… y nadie intenta impedirnos
entrar. ¿Estás segura de que no te equivocas de cueva, Shaarilla?
La mujer indicó con la mano la roca que remataba la boca de la caverna. Grabado
en ella había un curioso símbolo que Elric reconoció al instante.
—¿Qué significa, Elric? —preguntó Moonglum.
—Es el símbolo de la desorganización y la anarquía perpetuas —respondió el
albino—. Nos encontramos en un territorio dominado por los Señores de la Entropía
o por alguno de sus lacayos. ¡Así que éste es nuestro enemigo! Eso sólo puede
significar una cosa: el Libro es de extrema importancia para el orden de las cosas en
este plano… y, posiblemente, en todos los incontables planos del universo. ¡Por eso
Arioch se negaba a ayudarme…! ¡Él también es un Señor del Caos!
Moonglum le miró, desconcertado.
—¿A qué te refieres, Elric?
—¿Ignoras que hay dos fuerzas que gobiernan el mundo librando una batalla
eterna? —replicó Elric—. El Orden y el Caos. Los partidarios del Caos afirman que,
en un mundo como el que rigen, todo resulta posible. Los opuestos al Caos, los que
se alían con las fuerzas del Orden, dicen que sin Orden no es posible nada material.
»Hay quienes mantienen una terca postura y creen que el estado de cosas más
conveniente es un equilibrio entre ambos extremos, pero nosotros no podemos creer
algo así. Estamos involucrados en una disputa entre las dos fuerzas contrarias. El
Libro, evidentemente, es valioso para ambas facciones, y supongo que a los esbirros
de la Entropía les preocupa el poder que podríamos liberar si lo consiguiéramos. El
Orden y el Caos rara vez intervienen directamente en la vida de los hombres, y por
eso no tenemos plena conciencia de su presencia. Ahora, quizá pueda descubrir al fin
la respuesta a la única pregunta que me preocupa: ¿Existe alguna fuerza última que
gobierne a las facciones opuestas del Orden y el Caos?
Elric cruzó la entrada de la cueva y se asomó al lóbrego interior mientras los
demás le seguían, vacilantes.
—La caverna se extiende hacia dentro un gran trecho. Lo único que podemos
hacer es adentrarnos hasta que lleguemos al fondo —apuntó Elric.
—Esperemos que el fondo no quede hacia abajo —comentó Moonglum con
ironía, mientras con un gesto indicaba al albino que abriera la marcha.
Avanzaron dando tumbos mientras la oscuridad de la cueva se hacía más y más
intensa. Las voces resonaban amplificadas y huecas en sus propios oídos, y el suelo
de la caverna se inclinaba acusadamente hacia abajo.
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—Esto no es una cueva —cuchicheó Elric—, sino un túnel…, pero no tengo idea
de adonde pueda conducir.
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más profunda negrura. Detrás de ellos, los tres viajeros pudieron ver un acantilado
cortado a pico que también se perdía entre las sombras más allá de un punto
determinado. Y hacía frío, un frío intenso, de un rigor increíble. Y, aunque un mar se
agitaba a sus pies, no percibieron la menor humedad en el aire, ni el menor olor a sal.
La vista era desolada e imponente; aparte del mar, ellos eran los únicos seres que se
movían. En realidad, eran los únicos que producían sonidos, pues el mar, pese a su
incesante movimiento, permanecía en un horrible silencio.
—¿Y ahora, qué? —susurró Moonglum a Elric con un escalofrío.
Elric meneó la cabeza y los tres continuaron contemplando la panorámica un
largo rato hasta que, por fin, con la blanca piel de sus manos y de su rostro casi
fantasmagórica bajo la extraña luz, respondió:
—Ya que no sirve de nada retroceder, nos aventuraremos en ese mar.
Pronunció estas palabras con voz hueca, como si no fuera consciente de lo que
decía.
Unos peldaños tallados en la propia roca conducían desde la boca del túnel hacia
la playa y Elric empezó a descender por ellos. Los demás le dejaron abrir la marcha
mientras miraban en torno con los ojos iluminados por una terrible fascinación.
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IV
Sus pisadas profanaron el silencio cuando llegaron a la playa plateada de
guijarros cristalinos y avanzaron sobre ellos haciéndolos crujir. Elric se fijó en uno de
los objetos desperdigados en la playa y sonrió. Sacudió la cabeza enérgicamente,
como para despejarse. Tembloroso, señaló una de las embarcaciones y sus
compañeros vieron que, al contrario que las otras, estaba intacta. Era amarilla y roja,
de tonos chillones que resultaban vulgares en aquel paisaje; al acercarse,
comprobaron que estaba hecha de madera, aunque diferente a todas las que conocían.
Moonglum pasó uno de sus dedos rechonchos por la quilla.
—Dura como el acero —murmuró—. No es extraño que no se haya podrido como
las demás. —Se asomó al interior y se estremeció—. Bueno, el propietario no
protestará si nos quedamos con ella —añadió irónicamente.
Elric y Shaarilla le comprendieron cuando vieron el esqueleto, extrañamente
retorcido, que yacía en el fondo del bote. Elric introdujo la mano y extrajo los restos,
lanzándolos contra las piedras. El esqueleto se estrelló contra los relucientes guijarros
y rodó sobre ellos desintegrándose, esparciendo los huesos por una extensa zona. La
calavera fue a detenerse al borde del agua y pareció contemplar con sus cuencas
vacías el inquietante océano.
Mientras Elric y Moonglum tiraban esforzadamente de la embarcación hacia el
mar, Shaarilla se adelantó y se agachó junto a la orilla, introduciendo la mano en el
líquido. La retiró rápidamente, sacudiéndola para expulsar la sustancia.
—Esto no es el agua que conocemos —anunció.
Los hombres la oyeron, pero no dijeron nada.
—Necesitaremos una vela —murmuró Elric. La fresca brisa soplaba hacia el
océano—. Una capa servirá. —Se quitó la suya y la anudó al mástil de la
embarcación—. Dos de nosotros tendremos que sujetarla por los extremos —explicó
—, así tendremos cierto control sobre la dirección del bote. Es un arreglo
improvisado, pero el mejor que se me ocurre.
Saltaron a la barca cuidando de no meter los pies en el mar.
El viento llenó la vela e impulsó la embarcación sobre el océano a una velocidad
mayor de la que Elric había calculado en principio. La barca se lanzó a una loca
carrera como poseída de voluntad propia mientras a Elric y a Moonglum les dolían
los músculos, agarrados de los extremos inferiores de la capa.
Pronto, la playa de plata quedó atrás y poco les quedó que ver: la pálida luz
azulada apenas penetraba la oscuridad. En ese instante escucharon un seco batir de
alas sobre sus cabezas y levantaron la mirada.
Sobre ellos, descendiendo en silencio, volaban tres enormes criaturas parecidas a
simios con grandes alas coriáceas. Shaarilla reconoció de qué se trataba y exclamó:
—¡Clakars!
Moonglum se encogió de hombros mientras se aprestaba a desenvainar su espada.
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—Desconozco esa palabra. ¿De qué se trata?
No obtuvo respuesta, pues el primero de los simios alados descendía ya en
picado, con un grito terrorífico, descubriendo unos largos colmillos en unas fauces
abiertas y babeantes. Moonglum soltó su extremo de la vela y lanzó una estocada a la
bestia, pero ésta la esquivó batiendo sus alas enormes y tomó altura de nuevo.
Elric desenvainó la Tormentosa…, y quedó desconcertado. La hoja permaneció
muda, callado su familiar aullido de júbilo. La espada se estremeció en su mano y, en
lugar del flujo de energía que normalmente invadía su brazo y el resto de su cuerpo,
esta vez sólo notó un ligero escozor. Por un instante, el pánico le paralizó; sin la
espada, pronto perdería toda su vitalidad. Venciendo a duras penas el miedo, empleó
la espada para protegerse del furioso ataque de uno de los simios con alas.
La bestia agarró la espada lanzando a Elric a un lado, pero emitió un aullido de
dolor cuando el filo de la espada le atravesó una de sus manos nudosas cercenándole
varios dedos, que cayeron, retorcidos y sangrantes, sobre la pequeña cubierta. Elric se
asió de la borda y se incorporó de nuevo con esfuerzo. Con un chillido agónico, el
simio alado atacó de nuevo, pero esta vez con más cuidado. Elric reunió todas sus
fuerzas y movió la espada en un mandoble que desgarró una de las alas coriáceas, y la
mutilada bestia cayó a cubierta, tratando desesperadamente de remontar el vuelo.
Elric calculó a ojo dónde debía tener el corazón y hundió la hoja bajo el esternón del
simio. Los movimientos de éste cesaron.
Moonglum descargaba furiosos golpes con su arma contra dos de los horribles
animales, que le atacaban por ambos flancos. El hombrecillo había hincado la rodilla
y lanzaba sus vanos golpes al azar. Había abierto de extremo a extremo el costado de
la cabeza de una de las bestias pero, a pesar del dolor, ésta seguía atacándole. Elric
lanzó la Tormentosa a través de las sombras y su punta se clavó en la garganta de la
fiera. El simio agarró el acero con ambas manos y cayó por la borda. El cadáver flotó
en el líquido y luego, poco a poco, empezó a hundirse. Elric asió con dedos frenéticos
la empuñadura de la espada mágica, estirándose cuanto pudo sobre el costado del
bote. La espada, inexplicablemente, se hundía con la bestia. Conociendo las
propiedades de la Tormentosa, Elric se quedó desconcertado: en cierta ocasión,
cuando había arrojado la espada mágica al océano, el acero se había negado a
hundirse. Ahora, era arrastrado bajo la superficie como una espada normal. Agarró
con fuerza la empuñadura y extrajo la hoja del cuerpo del simio.
Las fuerzas le estaban abandonando rápidamente. Era increíble. ¿Qué extrañas
leyes gobernaban aquel mundo? No logró imaginarlo; lo único que le importaba era
recuperar sus fuerzas, casi agotadas. Pero sin la energía que le proporcionaba la
espada mágica, aquello era imposible.
El sable curvo de Moonglum había destripado al tercero de los simios y el
hombrecillo se ocupaba ahora de arrojar el cuerpo por la borda. Luego se volvió y
lanzó una sonrisa triunfal a Elric.
—Buen combate —dijo.
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Elric movió la cabeza en gesto de negativa y respondió:
—Tenemos que cruzar de prisa este mar o estaremos perdidos, acabados. Mis
poderes han desaparecido.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—No lo sé…, a menos que las fuerzas de la Entropía tengan más fuerza aquí.
Démonos prisa…, no es momento de cavilaciones.
Los ojos de Moonglum reflejaban preocupación. No podía hacer otra cosa que
obedecer a Elric.
El albino estaba temblando de debilidad y sujetaba la vela henchida con las
escasas fuerzas que le quedaban. Shaarilla se acercó a ayudarle y cerró sus delicadas
manos sobre las de él. En sus ojos profundos apareció un destello de comprensión.
—¿Qué eran esos seres? —preguntó Moonglum, mostrando los dientes blancos y
desnudos bajo los labios tensos.
—Clakars —respondió Shaarilla—. Son los antepasados primigenios de mi
pueblo y su origen se remonta a antes de los primeros registros históricos. Mi pueblo
está considerado el más antiguo del planeta.
—Quienquiera que pretenda detenernos en esta búsqueda tendrá que encontrar
algún… medio original para conseguirlo —dijo Moonglum con una sonrisa—. Los
viejos métodos no funcionan.
Sin embargo, sus compañeros no celebraron la broma, pues Elric estaba al borde
del desmayo y la mujer sólo estaba preocupada por el estado del albino. Moonglum
se encogió de hombros y miró al frente.
Cuando volvió a hablar, un rato después, su voz sonó excitada.
—¡Nos acercamos a tierra!
En efecto, tenían ante ellos una costa y el bote enfilaba hacia ella a toda
velocidad. Demasiado de prisa. Elric se incorporó pesadamente.
—¡Suelta la capa! —dijo a duras penas.
Moonglum obedeció. El bote continuó su rápido avance, alcanzó otra extensa
playa plateada y encalló en ella, abriendo una oscura cicatriz entre los relucientes
guijarros hasta detenerse bruscamente, inclinándose a un costado con tal violencia
que los tres se vieron arrojados contra la borda de la pequeña embarcación.
Shaarilla y Moonglum se incorporaron y ayudaron al agotado albino a saltar a la
playa. Transportándole entre los dos, cruzaron la playa hasta que los guijarros
cristalinos dieron, paso a una gruesa alfombra de musgo esponjoso que amortiguaba
sus pisadas. Depositaron a Elric sobre el musgo y le observaron con aire preocupado,
sin saber qué hacer a continuación. Elric se esforzó por incorporarse, pero fue en
vano.
—Dadme tiempo —musitó—. No voy a morir, pero ya se me está nublando la
vista. Sólo espero que el poder de la espada regrese aquí, a tierra firme.
Con enorme esfuerzo, extrajo la Tormentosa de la vaina y sonrió aliviado cuando
la terrible espada mágica lanzó un leve gemido y luego, lentamente, su canto aumentó
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de intensidad, al tiempo que un fuego negro encendía su hoja. La energía de la espada
empezó a fluir por el cuerpo de Elric proporcionándole una renovada vitalidad. Sin
embargo, al tiempo que recuperaba sus fuerzas, en los ojos carmesíes de Elric se
reflejó una tremenda pesadumbre.
—Como veis —dijo con un gemido—, sin esta espada no soy nada. ¿Qué está
haciendo de mí ese negro acero? ¿Estoy condenado a seguir unido a ella
eternamente?
Sus dos compañeros no le respondieron, embargados ambos por una emoción que
no sabían definir, una emoción mezcla de miedo, odio y lástima, unida a algo más…
Por fin, Elric pudo sostenerse en pie, tembloroso, y abrió la marcha en silencio
por la ladera cubierta de musgo hacia la luz más natural que se filtraba de lo alto.
Observaron que la luz procedía de una amplia chimenea que, aparentemente,
conducía al aire libre del mundo superior. Gracias a la luz, pronto pudieron distinguir
una silueta oscura e irregular que se alzaba en las sombras.
Al acercarse a la silueta, apreciaron que se trataba de un castillo de piedra negra,
un extenso conglomerado de edificios cubiertos de líquenes de tonos verde oscuro
que envolvían su vieja mole con una actitud casi conscientemente protectora. El
castillo, que ocupaba una amplia superficie, estaba salpicado de torres que parecían
levantarse al azar. No consiguieron localizar una sola ventana en todas sus paredes y
el único punto de acceso era una puerta trasera cerrada mediante gruesos barrotes, de
un metal que brillaba con un tono rojo apagado, pero sin despedir calor. Sobre la
puerta, elaborado en llamativo ámbar, estaba el signo de los Señores de la Entropía,
que representaba ocho flechas dispuestas como radios en todas direcciones desde un
eje central. El signo parecía flotar en el aire sin llegar a tocar la piedra negra cubierta
de líquenes.
—Creo que nuestra búsqueda termina aquí —declaró Elric con voz tétrica—.
Aquí, o en ninguna parte.
—Antes de continuar, Elric, me gustaría saber qué buscáis —murmuró
Moonglum—. Creo que me he ganado el derecho a enterarme.
—Buscamos un libro —respondió Elric despreocupadamente—. El Libro de los
Dioses Muertos. Se encuentra entre los muros de ese castillo, de eso estoy seguro.
Hemos llegado al final de nuestro viaje.
Moonglum se encogió de hombros.
—Mejor habría hecho en no preguntar —dijo con una sonrisa—; entiendo muy
bien lo que significan esas palabras para mí. Espero que me concederás una pequeña
parte del tesoro que ese libro representa.
Elric le contestó con otra sonrisa, pese al frío que le atenazaba las entrañas, pero
no replicó a su compañero de viaje.
—Primero tenemos que entrar en el castillo —indicó, en cambio.
Como si las puertas de éste le hubieran escuchado, los barrotes metálicos
despidieron un fulgor glauco hasta que el resplandor decreció en intensidad para
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volver al rojo y, finalmente, desaparecer por completo en la nada. La entrada no
estaba cerrada ni, aparentemente, había nadie que la guardara.
—Esto no me gusta nada —gruñó Moonglum—. Es demasiado fácil. Seguro que
es una trampa. No querrás que caigamos en ella para alegría de quien sea que habite
en los confines del castillo, ¿verdad?
—¿Qué otra cosa podemos hacer? —inquirió Elric sin alzar la voz.
—Volvamos atrás… o continuemos adelante. Evitemos el castillo y no tentemos
al Guardián del Libro. —Shaarilla, con el rostro tembloroso de miedo y una súplica
en los ojos, sujetaba con fuerza el brazo derecho del albino—. ¡Olvida el Libro, Elric!
—¿Ahora? ¿Después de todo este viaje? —Elric soltó una seca carcajada—. No,
Shaarilla, no pienso hacerlo cuando estoy tan cerca de la verdad. Prefiero morir a no
haber intentado alcanzar la sabiduría que encierra el Libro cuando lo tengo tan a
mano.
Los dedos crispados de Shaarilla relajaron la presión y sus hombros se hundieron
en gesto de abatimiento.
—No podemos combatir a los esbirros de la Entropía…
—Quizá no tengamos que hacerlo.
Elric no creía sus propias palabras, pero en su boca había una mueca que
insinuaba alguna emoción oscura, intensa y terrible. Moonglum dirigió una mirada a
la mujer.
—Shaarilla tiene razón —afirmó convencido—. Entre los muros de ese castillo
no encontrarás otra cosa que penalidades, es posible que incluso la muerte. ¿No es
mejor que continuemos subiendo por esos peldaños y tratemos de alcanzar la
superficie?
El hombrecillo señaló unos escalones serpenteantes que conducían hacia la grieta
que se abría en lo alto de la inmensa oquedad como un bostezo. Elric movió la cabeza
en gesto de negativa.
—No. Vosotros podéis iros, si queréis.
—Eres muy terco, amigo Elric —se rindió Moonglum con una mueca de
perplejidad—. Bien, si se trata de blanco o negro… estoy contigo. Aunque,
personalmente, siempre he preferido los acuerdos negociados.
Elric empezó a caminar lentamente hacia la oscura entrada del castillo, desolado e
imponente.
En mitad de un inmenso patio sombrío, una figura alta, envuelta en un fuego
escarlata, estaba esperándoles.
Elric continuó avanzando y cruzó el portón de entrada. Nerviosos, Moonglum y
Shaarilla fueron tras él.
Una risotada explosiva surgió de los labios del gigante y el fuego escarlata se
agitó a su alrededor. Estaba desnudo y desarmado, pero la energía que fluía de él casi
echó al terceto hacia atrás. Su piel era escamosa y de un color púrpura apagado. Su
mole enorme era una masa de músculos vibrantes apoyada en las yemas de los dedos
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de los pies. Tenía el cráneo alargado y la frente notoriamente huidiza, mientras que
sus ojos, que parecían carecer de pupilas, eran dos hilos de acero azulado. Todo su
cuerpo se estremecía en una poderosa muestra de alegría cargada de malicia.
Te saludo, príncipe Elric de Melniboné, y te felicito por tu admirable tenacidad.
—¿Quién eres tú? —replicó Elric con un rugido, llevando la mano a la espada.
Soy Orunlu el Guardián y ésta es una fortaleza de los Señores de la Entropía.
Con una irónica sonrisa, el gigante añadió:
No es preciso que acaricies esa espada tuya con dedos tan nerviosos, pues debes
saber que no puedo hacerte ningún daño en este momento. Sólo bajo esa promesa he
obtenido el poder para permanecer en tu plano de la realidad.
—¿No puedes detenernos?
La voz de Elric traicionaba su creciente excitación.
No me atrevo a hacerlo, ahora que mis esfuerzos indirectos han fracasado. Sin
embargo, reconozco que tus estúpidas empresas me tienen un poco perplejo. El Libro
tiene importancia para nosotros, pero ¿qué sentido puede tener para ti? Yo lo he
guardado desde hace trescientos siglos y nunca ha despertado en mí la curiosidad de
saber por qué mis amos le daban tanto valor, por qué se molestaron en rescatarlo de
su trayectoria hacia el sol para encerrarlo luego en esta aburrida esfera de rocas,
poblada por esos payasos traviesos de corta vida llamados hombres.
—Busco en él la Verdad —respondió Elric con cautela.
No hay más Verdad que la lucha Eterna, sentenció con convicción el gigante de
las llamas escarlata.
—¿Quién gobierna sobre las fuerzas del Orden y del Caos? —preguntó Elric—.
¿Quién controla sus destinos como hace con el mío?
El gigante frunció el ceño.
No puedo contestar a esa pregunta. No lo sé. Sólo existe el Equilibrio.
—Entonces, tal vez el Libro sepa decirnos quién sostiene el fiel de la balanza —
insistió Elric con determinación—. Ábreme paso y dime dónde está.
El gigante se hizo a un lado, sonriendo irónicamente.
Está en una pequeña cámara de la torre central. He jurado no entrar jamás en
ella; de lo contrario, tal vez yo mismo te habría llevado. Ve allí, si quieres; mi deber
ha terminado.
Elric, Moonglum y Shaarilla se encaminaron a la entrada de la torre pero, antes de
penetrar en ella, el gigante les dirigió una advertencia:
Por lo que sé, el conocimiento que contiene el Libro podría romper el equilibrio
en favor de las fuerzas del Orden. Esto me preocupa, pero parece que existe otra
posibilidad distinta que aún me inquieta más.
—¿De qué se trata? —preguntó Elric.
Podría crear un impacto tan tremendo en el multiverso que produjera una
entropía completa. Mis Amos no desean tal cosa…, pues podría representar la
destrucción final de toda la materia. Nuestra existencia tiene por único fin la lucha;
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no la victoria, sino el mantenimiento de la pugna eterna.
—No me importa —replicó Elric—. Tengo poco que perder, Orunlu el Guardián.
En tal caso, ve.
Tras esto, el gigante abandonó el patio y se perdió en la oscuridad.
En el interior de la torre, una luz pálida iluminaba unos peldaños que conducían
hacia arriba. Elric empezó a ascender por ellos en silencio, impulsado por su fatalista
determinación. Tras vacilar ligeramente, Moonglum y Shaarilla le imitaron, con una
expresión de desesperanzada resignación.
Los peldaños llevaban más y más arriba, retorciéndose tortuosamente hacia su
meta, hasta que por fin llegaron a la cámara, bañada por una luz cegadora, multicolor
y centelleante, que no escapaba al exterior sino que se mantenía confinada en la
estancia que la albergaba.
Parpadeando y protegiéndose los ojos carmesíes con el brazo, Elric continuó
adelante y, a través de sus pupilas de felino, observó que la fuente de luz parecía
enfocar directamente un pequeño estrado de piedra en el centro de la estancia.
Perturbados también por la deslumbrante claridad, Shaarilla y Moonglum
entraron tras él y se quedaron paralizados de asombro ante lo que vieron.
Era un libro enorme, el Libro de los Dioses Muertos, de tapas con incrustaciones
de extrañas piedras preciosas en las que se reflejaba la luz. El libro brillaba y
despedía destellos de luz de distintos colores.
—Por fin —murmuró Elric—. ¡Por fin… la Verdad!
Avanzó con el paso vacilante de un hombre embriagado, extendiendo sus pálidas
manos hacia el objeto que había buscado con tan furiosa determinación. Sus manos
tocaron la tapa pulsante de Libro y, temblorosas, la abrieron.
—Ahora sabré… —añadió, con una satisfacción casi maliciosa.
Con un crujido, la tapa cayó al suelo y esparció sobre las losas las refulgentes
piedras preciosas. Bajo las manos crispadas de Elric no quedó más que un montón de
polvo amarillento.
—¡No! —gritó, atormentado e incrédulo—. ¡No!
Las lágrimas bañaron su rostro contorsionado mientras tocaba el fino polvo. Con
un gemido desgarrador que salió de lo más hondo de su ser, cayó hacia adelante hasta
que su rostro tocó el pergamino desintegrado. El Tiempo había destruido el Libro,
que había permanecido intacto, posiblemente olvidado, durante trescientos siglos.
Incluso los sabios y poderosos dioses que lo crearon habían perecido…, y ahora su
saber les seguía al olvido.
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del abatimiento y de la más negra desesperación. No había pronunciado palabra desde
que sus compañeros le sacaran a rastras de la cámara del Libro. Ahora, alzó su lívido
rostro y habló con una voz teñida de autocompasión, punzante de amargura cargada
de soledad: la voz de un ave marina hambrienta volando en círculo por los cielos fríos
sobre unas costas yermas.
—En adelante —afirmó— viviré mi existencia sin saber por qué, sin saber si
tiene un propósito o no. Quizá el Libro podría habérmelo dicho pero, incluso en ese
caso, ¿lo habría aceptado y creído? Soy el eterno escéptico, jamás seguro de que mis
actos sean realmente míos, siempre con la duda de si alguna entidad última estará
guiándolos. Envidio a quienes lo sepan. Lo único que puedo hacer es continuar mi
búsqueda y esperar, contra toda esperanza, que antes de que mi vida termine me sea
concedido conocer la Verdad.
Shaarilla tomó entre las suyas las manos laxas del albino y le miró con ojos
llorosos.
—Elric…, deja que te consuele.
Él le respondió con una risa despectiva y amarga.
—Ojalá no nos hubiéramos conocido nunca, Shaarilla de la Niebla Danzante.
Durante un tiempo me has proporcionado una esperanza…, llegué a pensar que
estaba por fin en paz conmigo mismo. Pero, por tu causa, estoy ahora más
desesperado que antes. No existe salvación en este mundo: sólo una maligna
condenación. Adiós, mujer.
Retiró sus manos del contacto con las de ella y se alejó ladera abajo.
Moonglum dirigió una mirada a Shaarilla y se volvió luego hacia Elric. Sacó algo
de su zurrón y lo depositó en la mano de la mujer.
—Buena suerte —le deseó, para echar luego a correr detrás de Elric hasta llegar a
su lado.
Sin detenerse, Elric volvió la cabeza al percibir la cercanía de Moonglum y, a
pesar de su sombrío estado de ánimo, le dijo:
—¿Qué es esto, amigo Moonglum? ¿Por qué me sigues?
—Te he acompañado hasta aquí, maese Elric, y no veo razón para no seguir
haciéndolo —sonrió el hombrecillo—. Además, al contrario que tú, yo soy un
materialista. Todos necesitamos comer, ¿sabes?
Elric frunció el ceño, notando un sentimiento cálido en su corazón.
—¿A qué te refieres, Moonglum?
—Yo aprovecho las oportunidades siempre que se presentan, si puedo —
respondió el hombrecillo con una risita burlona. Introdujo la mano en el zurrón y la
sacó mostrando algo que brillaba con un fulgor deslumbrante—. Llevo más en la
bolsa. Y cada una vale una fortuna —Moonglum tomó del brazo a Elric y añadió—:
Vamos, Elric. ¿Qué nuevas tierras vamos a visitar donde podamos cambiar estas
chucherías por vino y una compañía agradable?
Detrás de ellos, inmóvil aún en la ladera, Shaarilla les contempló con pena hasta
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que desaparecieron de su vista. La joya que le había entregado Moonglum le cayó de
entre los dedos y rodó, brillante, hasta perderse entre los brezos. A continuación, dio
media vuelta y la oscura boca de la caverna bostezó delante de ella.
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Libro tercero
La ciudadela cantante
En el que Elric tiene sus primeros tratos con Pan Tang, Yishana de Jharkor y el
hechicero Theleb K’aarna, y descubre algo más acerca de los Mundos Superiores…
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I
El mar turquesa estaba tranquilo bajo la luz dorada de última hora de la tarde, y
los dos hombres apoyados en el pasamanos de la nave se mantenían en silencio
vueltos hacia el norte, con la vista en el brumoso horizonte. Uno era alto y delgado e
iba envuelto en una gruesa capa negra con la capucha echada hacia atrás, que dejaba
a la vista su cabello largo y blanco como la leche; el otro era bajo y pelirrojo.
—Era una buena mujer y te amaba —dijo por fin el segundo—. ¿Por qué la
despediste tan bruscamente?
—Era una buena mujer —replicó el más alto—, pero su amor por mí le habría
costado la vida. Deja que busque su tierra y se quede allí. Ya he matado con mi mano
a una mujer que amaba, Moonglum. No quiero que vuelva a suceder.
Moonglum se encogió de hombros y comentó:
—A veces me pregunto, Elric, si este triste destino tuyo no será una invención de
tu propio estado de ánimo abrumado por ese sentimiento de culpa.
—Tal vez —aceptó Elric, despreocupado—, pero no me importa si tu teoría es
cierta. No hablemos más del tema.
El mar espumeaba y formaba una estela tras los remos que hendían su superficie
impulsando la embarcación velozmente hacia el puerto de Dhakos, capital de Jharkor,
uno de los más poderosos entre los Reinos Jóvenes. Hacía menos de dos años que
Dharmit, el anterior rey de Jharkor, había muerto en la desafortunada expedición
contra Imrryr, y Elric había oído que los hombres de Jharkor le responsabilizaban a él
de la muerte del joven rey, aunque la imputación no era cierta. Al melnibonés le
importaba poco que le atribuyeran la culpa, pues seguía sintiendo desprecio por la
mayor parte de la humanidad.
—En una hora más anochecerá y no es probable que sigamos bogando toda la
noche —dijo Moonglum—. Creo que me acostaré.
Elric se disponía a contestar cuando le interrumpió un grito agudo procedente de
la cofa.
—¡Vela por la amura de babor!
El vigía debía estar medio adormilado, pues la nave que se acercaba a ellos podía
distinguirse sin dificultad desde la cubierta. Elric se hizo a un lado mientras el
capitán, un tarkeshita de rostro cetrino, se acercaba corriendo por cubierta.
—¿Qué barco es ése, capitán? —preguntó Moonglum.
—Una trirreme de Pan Tang, una nave de guerra. Se disponen a abordarnos.
El capitán continuó corriendo, gritando órdenes al timonel para virar el rumbo.
Elric y su compañero cruzaron la cubierta para observar mejor la trirreme. Era
una nave de velas negras, pintada de negro con profusión de dorados, con tres
remeros por pala, en lugar de los dos por remo de la suya. De grandes dimensiones,
pero a la vez elegante, tenía una alta popa curva y una proa baja, en cuyo extremo se
apreciaba ya el gran espolón forrado de bronce hendiendo las aguas. Llevaba dos
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velas latinas y tenía el viento a favor.
Los remeros del barco de Elric se dejaron llevar por el pánico mientras se
esforzaban por virar la nave siguiendo las órdenes del timonel. Los remos se alzaban
y caían confusamente, y Moonglum se volvió hacia Elric con una media sonrisa.
—No lo conseguirán. Será mejor que prepares tu espada, amigo mío.
Pan Tang era una isla de hechiceros, totalmente humanos, que pretendían emular
el viejo poder de Melniboné. Sus flotas se contaban entre las mejores de los Reinos
Jóvenes y realizaban sus correrías sin miramientos ni precauciones. El teócrata de
Pan Tang, cabeza de la aristocracia sacerdotal, era Jagreen Lern, de quien se decía
que había hecho un pacto con las fuerzas del Caos y tenía un plan para dominar el
mundo.
Elric consideraba a los habitantes de Pan Tang unos advenedizos que no podían ni
aspirar a emular la gloria de sus antepasados, pero incluso él tuvo que reconocer que
la nave era impresionante y que no tendría problemas para reducir a la galera de
Tarkesh.
Muy pronto, la gran trirreme se lanzó sobre ellos y capitán y timonel
permanecieron en silencio ante la certeza de que no podrían evitar el espolón. Con un
áspero sonido de cuadernas astilladas, el ariete alcanzó la popa e hizo una vía de agua
en la galera por debajo de la línea de flotación.
Elric permaneció impasible, observando los garfios de abordaje de la trirreme que
volaban hacia la cubierta de la galera. Con cierto desánimo, sabedores de que no eran
rival para la tripulación de Pan Tang, bien entrenada y pertrechada, los hombres de
Tarkesh corrieron hacia popa aprestándose a resistir a los asaltantes.
—¡Elric, tenemos que ayudarles! —gritó Moonglum con urgencia.
El albino asintió a regañadientes. Detestaba desenvainar la espada mágica que
llevaba al costado, cuyo poder parecía haber aumentado en los últimos tiempos.
Ahora, los guerreros de armadura escarlata se descolgaban mediante cuerdas
hacia donde les aguardaban los tarkeshitas. La primera oleada, armada de anchas
espadas y hachas de guerra, se lanzó sobre los marineros obligándoles a retroceder.
La mano de Elric se cerró en torno a la empuñadura de la Tormentosa. Al asirla y
sacarla de la funda, la espada emitió un gemido extraño y perturbador, como de
impaciencia, y un extraño fulgor negro brilló a lo largo de la hoja. Elric la notó
palpitar en su mano como un ser vivo mientras se lanzaba en ayuda de los marineros
de Tarkesh.
La mitad de los defensores yacían heridos en cubierta y, mientras el resto seguía
retrocediendo, Elric se adelantó, con Moonglum a sus talones. La expresión de los
guerreros de armadura escarlata pasó del gesto torvo del triunfo a la sorpresa cuando
la gran hoja negra de Elric se alzó y bajó con un aullido y atravesó la coraza de uno
de ellos, abriéndole el pecho desde el hombro hasta las costillas inferiores.
Los asaltantes dieron visibles muestras de reconocer al hombre y su espada, pues
ambos eran legendarios. Aunque Moonglum era un hábil espadachín, ninguno de los
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guerreros le prestó atención, pues todos comprendieron que debían concentrar todas
sus fuerzas en acabar con Elric si querían sobrevivir.
La salvaje y ancestral ansia de matar que el melnibonés llevaba en la sangre
dominó a Elric mientras la espada reclamaba almas. Él y la espada se hicieron uno y
fue la Tormentosa, y no Elric, quien tuvo el control. Los hombres cayeron por todas
partes, gritando más de horror que de dolor al advertir lo que la espada les extraía.
Cuatro guerreros se lanzaron sobre él haciendo silbar las hachas. Elric decapitó a uno,
abrió un gran tajo en el diafragma de otro, cercenó un brazo y penetró de una
estocada en el corazón del último.
Ahora, los hombres de Tarkesh le vitoreaban y, con Moonglum a la cabeza,
avanzaron tras Elric barriendo de atacantes las cubiertas de la galera, que naufragaba
rápidamente.
Aullando como un lobo, Elric se agarró de una cuerda, parte de los aparejos de la
trirreme negra y dorada, y se lanzó hacia las cubiertas enemigas.
—¡Seguidle! —gritó Moonglum—. ¡Es nuestra única posibilidad! ¡La galera está
perdida!
La trirreme tenía cubiertas elevadas a proa y a popa. En la de proa se encontraba
el capitán, vestido con espléndidas ropas escarlata y azules y con una expresión
estupefacta en el rostro ante el rumbo que habían tomado las cosas. El hombre había
previsto reducir a su presa sin esfuerzo, pero ahora parecía ser él quien iba a
convertirse en presa.
La Tormentosa emitió una tonada quejumbrosa, una canción a la vez triunfante y
extática, mientras Elric se abría paso hacia la cubierta de proa. Los guerreros de Pan
Tang que aún seguían en condiciones de combatir dejaron de acosarle y se
concentraron en Moonglum, que encabezaba a los tripulantes tarkeshitas, dejando al
albino vía libre hacia el capitán.
Éste, miembro de la teocracia, iba a ser más difícil de derrotar que sus hombres.
Cuando Elric se aproximó a él, advirtió que su armadura despedía un curioso
resplandor, señal inequívoca de que había sido objeto de un encantamiento.
El capitán era un hombre típico de su casta: bajo y robusto, con una barba cerrada
y unos ojillos negros maliciosos sobre una nariz poderosa y ganchuda. Sus labios
eran gruesos y encendidos y sonreían ligeramente, mientras, con un hacha en una
mano y una espada en la otra, se disponía a hacer frente a Elric, que ya subía la
escalerilla de la cubierta.
El albino asió la Tormentosa con ambas manos y la dirigió al estómago del
capitán, pero éste se hizo a un lado y paró el golpe con la espada, al tiempo que
descargaba un hachazo con la zurda hacia la desprotegida cabeza de Elric. El
melnibonés tuvo que saltar a un lado, tropezó y cayó sobre la cubierta, rodando por
ella mientras la espada de su adversario se clavaba en los tablones muy cerca de su
hombro. La Tormentosa pareció alzarse por su propia voluntad para parar un nuevo
hachazo y su hoja mágica cortó de un tajo el mango del hacha cerca de la
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empuñadura. El capitán soltó una maldición, arrojó el mango de madera, asió su
espada de hoja ancha con ambas manos y la levantó. De nuevo, la Tormentosa
reaccionó una fracción de segundo antes de que lo hiciera su portador y su punta se
alzó hacia el corazón del capitán. La coraza protegida por el hechizo consiguió
detener la estocada por unos instantes pero, a continuación, la Tormentosa emitió un
aullido quejumbroso y escalofriante, se estremeció como si acumulara nuevas fuerzas
y descendió de nuevo sobre la armadura. Esta vez la coraza mágica se partió como
una cascara de nuez, y dejó al adversario de Elric con el pecho al descubierto en el
instante en que sus brazos se levantaban para descargar el golpe definitivo. El capitán
abrió unos ojos como platos y retrocedió, olvidando la espada y con la vista fija en la
terrible Tormentosa, cuando la punta de ésta le alcanzó el pecho y se hundió en su
carne justo bajo el esternón. Con una extraña mueca, el capitán se tambaleó y soltó su
arma, asiéndose, en cambio, a la hoja de la espada mágica que le estaba absorbiendo
el alma.
—¡Por Chardros…, no…, no…, aaag!
El capitán de la trirreme murió sabiendo que ni siquiera su alma estaba a salvo de
la espada infernal que empuñaba el albino de rostro lobuno.
Elric extrajo la Tormentosa del cadáver y apreció que su vitalidad aumentaba
mientras la espada le transmitía la energía que acababa de absorber de su víctima. El
albino no quiso plantearse en aquel instante el dilema de que, cuanto más uso hiciera
del arma mágica, más dependería de ella.
En la cubierta de la trirreme sólo quedaban con vida los galeotes esclavos. Sin
embargo, la nave de Pan Tang estaba escorando peligrosamente, pues el espolón y los
garfios de abordaje seguían enganchados en el casco de la embarcación tarkeshita,
que zozobraba rápidamente.
—¡Cortad los cabos de los garfios y ciad, de prisa! —gritó Elric.
Los marineros se dieron cuenta de lo que sucedía y se lanzaron a cumplir lo que
ordenaba. Los esclavos dieron marcha atrás con los remos y el espolón quedó libre
con un crujido de maderas astilladas. Los últimos cabos fueron segados y la galera
condenada a muerte quedó a la deriva.
Elric hizo recuento de los supervivientes. Menos de la mitad de la tripulación
tarkeshita había salido bien parada del abordaje y el capitán había muerto en los
primeros envites. El albino se volvió hacia los esclavos de la trirreme de Pan Tang.
—Si queréis conseguir la libertad, remad hacia Dhakos con todas vuestras fuerzas
—propuso a aquellos hombres.
El sol se ponía ya pero, ahora que estaba al mando, el albino decidió seguir
navegando durante la noche, guiándose por las estrellas.
Moonglum, que había escuchado la propuesta con incredulidad, exclamó:
—¿Por qué les ofreces la libertad? ¡Podríamos haber vendido esos esclavos en
Dhakos y obtener así cierta compensación por nuestro esfuerzo de hoy!
—Se la he ofrecido porque así lo he querido, Moonglum —replicó Elric
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encogiéndose de hombros.
El hombrecillo pelirrojo lanzó un suspiro y se alejó para supervisar la operación
de lanzar por la borda a los muertos y a los heridos graves. Jamás lograría entender al
albino, se dijo. Probablemente era mejor así.
Elric hizo su entrada en Dhakos de manera sonada, cuando su primera intención
había sido colarse en la ciudad sin ser reconocido.
Después de dejar a Moonglum negociando la venta de la trirreme y dividiendo las
ganancias a partes iguales entre él y la tripulación, Elric se cubrió la cabeza con la
capucha y se abrió paso entre la multitud congregada en el embarcadero, dirigiéndose
a una posada que conocía, situada cerca de la puerta oeste de la ciudad.
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II
Esa noche, cuando Moonglum ya se había retirado a descansar, Elric bajó a tomar
unos tragos al salón de la taberna. Al advertir con quién estaban compartiendo el
lugar, hasta el más entusiasta de los parroquianos habituales se había marchado y
Elric se encontraba ahora sentado a solas bajo la única luz de una antorcha de caña
que rezumaba brea, colgada sobre la puerta de entrada.
La puerta se abrió en aquel instante y un joven ricamente ataviado apareció en
ella, inspeccionando el interior.
—Busco al Lobo Blanco —dijo, inclinando la cabeza en un gesto inquisitivo,
pues no podía ver a Elric con claridad.
—A veces me llaman por ese nombre en esta región —respondió el albino con
voz parsimoniosa—. ¿Buscas a Elric de Melniboné?
—Así es. Le traigo un mensaje.
El joven entró en la taberna cuidando de seguir envuelto en la capa, pues la sala
estaba helada aunque Elric no lo hubiera advertido.
—Soy el conde Yolan, segundo comandante de la guardia de la ciudad —se
presentó el joven con arrogancia, acercándose a la mesa donde se hallaba sentado
Elric y estudiando a éste con gesto brusco—. Eres muy valiente al volver aquí
abiertamente. ¿Crees que el pueblo de Jharkor tiene tan poca memoria que ya ha
olvidado que condujiste a su rey a una trampa hace apenas un par de años?
Elric dio un trago a su vino y luego, por encima del borde de la jarra, replicó:
—No me vengas con retóricas, conde Yolan. ¿Cuál es el mensaje?
La actitud firme y resuelta de Yolan desapareció en un abrir y cerrar de ojos, y el
joven conde hizo un gesto de cierta debilidad.
—Tal vez sea retórica para ti, pero así es como pienso y no me harás cambiar de
opinión. ¿Acaso no estaría hoy aquí el rey Dharmit si tú no hubieras huido de la
batalla que acabó con el poder de los Señores del Mar y con tu propio pueblo? ¿No
utilizaste acaso tus hechizos para facilitar tu huida, en lugar de emplearla en ayudar a
los hombres que se consideraban tus camaradas?
—Sé que la misión que te ha traído aquí no era provocarme como lo estás
haciendo —replicó Elric con un suspiro—. Debes saber que Dharmit murió a bordo
de su nave insignia durante el primer ataque en el laberinto marino de Imrryr, y no en
la batalla posterior en mar abierto.
—Te burlas de mis preguntas y respondes con burdas mentiras para ocultar tu
cobarde comportamiento —replicó Yolan con aspereza—. Si por mí fuera, te
entregaría a la voracidad de tu propia espada… Estoy al corriente de lo que sucedió
en ese ataque.
—Tus provocaciones me cansan. Cuando te sientas preparado para transmitirme
el mensaje, dáselo al posadero.
Elric se puso en pie, rodeó la mesa y se encaminó hacia la escalera, pero se
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detuvo bruscamente cuando Yolan, volviéndose, le sujetó por la manga.
Lívido como un cadáver, Elric lanzó una mirada amedrentadora al joven noble.
Los ojos carmesíes del albino flameaban con una expresión amenazante.
—No estoy acostumbrado a tolerar estas familiaridades, joven.
—Lo siento —Yolan retiró la mano—. Me he dejado llevar por mis emociones y
no debería haber permitido que éstas se impusieran a la diplomacia. Estoy aquí para
comunicarte un mensaje de la reina Yishana. Solicita tu ayuda.
—Soy tan reacio a ayudar a nadie como a dar explicaciones de mis actos —
replicó Elric con impaciencia—. En el pasado, mi ayuda no ha sido siempre
beneficiosa para quienes me la han pedido. Dharmit, el medio hermano de tu reina,
pudo comprobarlo en su propia piel.
—Estás repitiendo mis propias advertencias a la reina, señor —murmuró Yolan
con voz hosca—. A pesar de ello, desea verte en privado… esta noche. —El joven
conde frunció el ceño y apartó la mirada antes de añadir—: Debo advertirte que
podría arrestarte si te niegas.
—Tal vez… —Elric continuó avanzando hacia la escalera—. Dile a Yishana que
me quedo a pasar la noche aquí y que mañana al amanecer, sigo camino. Si tanto le
urge, puede venir a verme ella.
Tras esto, empezó a subir los peldaños dejando a Yolan boquiabierto en mitad del
silencioso y desierto salón de la taberna.
Theleb K’aarna frunció el ceño. Pese a todos sus conocimientos en las artes
negras, estaba locamente enamorado de Yishana, y ésta, tendida en su lecho cubierto
de pieles, lo sabía. A la mujer le complacía tener poder sobre un hombre que habría
podido destruirla con un simple hechizo de no ser por su debilidad amorosa. Aunque
Theleb K’aarna ocupaba un alto rango en la jerarquía de Pan Tang, la reina era muy
consciente de que no debía esperar ningún peligro por parte del brujo. De hecho, su
intuición le decía que aquel hombre a quien tanto gustaba dominar a los demás
también necesitaba que le dominasen. Y ella era quien cubría esa necesidad… con
agrado.
Theleb K’aarna continuó mirándola con aire ceñudo.
—¿Cómo puede ayudarte ese decadente salmodiador de encantamientos donde yo
no puedo? —murmuró, tomando asiento en el borde de la cama y acariciando su pie
enjoyado.
Yishana no era una mujer joven, ni tampoco hermosa. Sin embargo, tenía algo de
hipnótico en su cuerpo esbelto y bien formado, en su frondosa cabellera negra y en su
rostro lleno de sensualidad. Pocos de los hombres que Yishana escogía para su placer
eran capaces de resistirse a ella.
Tampoco tenía un carácter dulce, ni era justa, sabia o altruista. Los historiadores
no añadirían a su nombre ningún apodo enaltecedor. Y, con todo, había en ella tal
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arrogancia, algo tan ajeno a los raseros normales por los que se juzgaba a una
persona, que todo aquel que la conocía sentía admiración por ella y era bienamada
por sus súbditos, quienes la querían como se quiere a una hija obstinada, pero con una
fidelidad inquebrantable.
La reina se rió por lo bajo, burlándose de su amante hechicero.
—Es probable que tengas razón, Theleb K’aarna, pero Elric es una leyenda; es el
hombre de quien más se habla y de quien menos se conoce en todo el mundo. Ésta es
mi oportunidad para descubrir lo que otros sólo han podido intuir: su verdadero modo
de ser.
Theleb K’aarna hizo un gesto de displicencia. Se mesó la barba larga y negra y,
poniéndose en pie, se acercó a una mesa en la que había frutas y vino. Sirvió una
copa de éste para cada uno.
—Si pretendes hacerme sentir celoso otra vez, lo estás consiguiendo, por
supuesto. Pero preveo que tu aspiración se verá frustrada. Los antepasados de Elric
eran medio demonios; su raza no es humana y no puede ser juzgada por nuestros
raseros. Nosotros aprendemos las artes mágicas a base de años de estudio y sacrificio;
para la estirpe de Elric, la hechicería es algo intuitivo, natural. Tal vez no vivas para
conocer sus secretos. Cymoril, su prima, a la que amaba, murió a manos de su
espada… ¡y eso que era su prometida!
—Tu interés me conmueve —replicó la reina, aceptando con indolencia la copa
que Theleb K’aarna le ofrecía—, pero voy a llevar adelante mi plan. Al fin y al cabo,
no se puede decir que tú hayas tenido mucho éxito en descubrir la naturaleza de esa
ciudadela.
—Hay algunas sutilezas que todavía no he sondeado bien.
—Tal vez la intuición de Elric nos proporcione alguna respuesta donde tú no has
alcanzado —le sonrió Yishana. Se incorporó y contempló a través de la ventana el
cielo, donde la luna llena flotaba en un aire diáfano sobre las torres y agujas de
Dhakos—. Yolan se retrasa. Si todo hubiera salido bien, ya debería estar aquí con
Elric.
—No deberías haber enviado a un amigo tan íntimo de Dharmit para esta misión.
¡Por lo que sabemos, bien puede haber retado a Elric y haberle matado!
De nuevo, la reina no pudo reprimir una risa.
—¡Oh!, te dejas llevar demasiado por tus deseos, Theleb, y eso te nubla la razón.
He enviado a Yolan porque sé que se mostrará áspero con el albino y tal vez debilite
su indiferencia…, tal vez despierte su curiosidad. ¡Yolan es una especie de cebo para
atraer a Elric hasta nosotros!
—Entonces, ¿es posible que Elric se haya dado cuenta de la jugada?
—No soy un prodigio de inteligencia, amor mío, pero creo que el instinto rara vez
me traiciona. Pronto lo comprobaremos.
Un poco más tarde, tras unos discretos golpes en la puerta, penetró en la alcoba
una doncella.
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—Majestad, el conde Yolan ha regresado.
—¿Sólo el conde Yolan?
En el rostro de Theleb K’aarna había una sonrisa, pero ésta iba a apagarse muy
pronto mientras la reina abandonaba la habitación, vestida para salir a la calle.
—¡Estás loca! —exclamó el brujo, al tiempo que la puerta se cerraba con
estrépito.
Apuró la copa de vino. Ya había tenido un fracaso en el asunto de la ciudadela y,
si Elric le desplazaba, podía perderlo todo. Theleb K’aarna se puso a pensar muy
profunda y meticulosamente.
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III
Aunque decía estar por encima de las emociones, los ojos atormentados de Elric
traicionaban su afirmación mientras permanecía sentado junto a la ventana bebiendo
un vino fuerte y pensando en el pasado. Desde el saqueo de Imrryr, había vagado por
el mundo buscando un propósito para su existencia, un sentido para su vida.
No había podido encontrar la respuesta en el Libro de los Dioses Muertos, no
había sabido amar a Shaarilla, la mujer sin alas de Myyrrhn y no había logrado
olvidar a Cymoril, que aún formaba parte de sus pesadillas. Y guardaba también el
recuerdo de otros sueños…, de un destino en el que no se atrevía a pensar.
Lo único que buscaba, se dijo, era la paz. Pero incluso la paz de los muertos le
estaba negada. En estos términos y otros semejantes continuó meditando hasta que
unos ligeros golpes a la puerta interrumpieron sus pensamientos.
De inmediato, sus facciones se endurecieron. Sus ojos carmesíes adoptaron un
aire precavido y elevó los hombros de modo que, cuando se puso en pie, su estampa
resultó de fría arrogancia. Dejó la copa sobre la mesa y dijo con voz ligera:
—¡Adelante!
Entró una mujer envuelta en una capa de color burdeos, que la hacía irreconocible
bajo la penumbra de la habitación. La mujer cerró la puerta tras ella y se quedó
plantada, inmóvil y en silencio.
Cuando por fin habló, su voz sonó casi titubeante, aunque también había en ella
cierta ironía.
—Estabas despierto a oscuras, Elric. He pensado que te encontraría dormido…
—Dormir, señora, es la ocupación que más me aburre. Pero encenderé una
antorcha, si no encuentras atractiva la oscuridad.
Elric se acercó a la mesa y quitó la tapa del pequeño cuenco de carbón allí
dispuesto. Alcanzó unas cuantas astillas de madera y colocó el extremo de una de
ellas en el cuenco, soplando suavemente a continuación. Muy pronto, el carbón
estuvo al rojo y la astilla empezó a arder; Elric tocó entonces con ella una antorcha de
juncos colgada de una horquilla en la pared sobre la mesa.
La luz de la antorcha iluminó la pequeña habitación llenándola de sombras. La
mujer echó hacia atrás la capucha, y la luz puso a la vista sus rasgos morenos y
gruesos y la mata de cabello negro que los envolvía. Su figura contrastaba
poderosamente con el esbelto y estético albino que le sacaba una cabeza y la
contemplaba con aire impasible.
La mujer no estaba acostumbrada a miradas como aquélla y la novedad le
complació.
—Me has mandado llamar, Elric… y ya ves que he acudido —comentó con una
burlona reverencia.
—Reina Yishana…
Elric respondió a la reverencia con una ligera inclinación de cabeza. Ahora que le
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tenía enfrente, la reina apreció el poder del albino, un poder que tal vez le atraía aún
más que el suyo. Y, sin embargo, él no dio la menor muestra de responder a ella.
Yishana se dijo que una situación que había esperado interesante podía, irónicamente,
convertirse en frustrante. Pero incluso esto la divertía.
Elric, a su vez, se sintió intrigado por aquella mujer, incluso a pesar de sí mismo.
Intuía que Yishana podía dar nuevas energías a sus agotadas emociones y la idea le
resultaba a la vez excitante y turbadora.
Se relajó un poco y encogió los hombros.
—He oído hablar de ti, reina Yishana, en tierras alejadas de Jharkor. Siéntate si
quieres.
Señaló un banco mientras él se instalaba en el borde de la cama.
—Eres más cortés de lo que sugería tu convocatoria —sonrió ella mientras
ocupaba el asiento, cruzaba las piernas y juntaba los brazos delante de su cuerpo—.
¿Significa eso que escucharás la propuesta que vengo a hacerte?
Elric le devolvió la sonrisa. Era una expresión extraña en él, algo sombría, pero
sin la amargura de costumbre.
—Creo que sí. Eres una mujer fuera de lo normal, reina Yishana. De hecho,
sospecharía que tienes sangre melnibonesa si no supiera que no es así.
—No todos los «advenedizos» Jóvenes Reinos son tan primitivos como crees, mi
señor.
—Es posible.
—Ahora que te veo cara a cara, hay cosas de tu oscura leyenda que me resultan
difíciles de creer… y, sin embargo, por otra parte —la mujer volvió la cabeza y le
observó abiertamente—, también parece que las leyendas hablan de un hombre
menos sutil que el que tengo delante.
—Las leyendas suelen ser así.
—¡Ah! —exclamó ella casi en un susurro—, qué gran fuerza haríamos juntos, tú
y yo…
—Las fantasías de este género me irritan, reina Yishana. ¿Cuál es el objeto de tu
visita?
—Está bien… Ni siquiera esperaba que quisieras saberlo…
—Te escucharé, pero no esperes nada más.
—Escucha, entonces. Creo que incluso a ti te interesará mi relato.
Elric prestó atención y, como había anunciado Yishana, la historia que contaba
fue prendiendo su interés…
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destacamento de sus Leopardos Blancos, los mejores guerreros de Jharkor, para poner
a buen recaudo a los malhechores.
Ninguno de los Leopardos Blancos había regresado. Una segunda expedición no
había encontrado rastro de ellos pero, en un valle próximo a la ciudad de Thokora,
habían descubierto una extraña ciudadela. Las descripciones de ésta resultaban
confusas. Sospechando que los Leopardos Blancos habían atacado a los bandidos y
éstos les habían derrotado, el comandante de la segunda expedición había decidido
emplear la discreción y, tras dejar a algunos hombres para vigilar la ciudadela e
informar luego de todo lo que vieran, regresó de inmediato a Dhakos. Una cosa era
segura: la ciudadela no había estado en el valle unos cuantos meses antes.
Yishana y Theleb K’aarna habían acudido entonces al valle al mando de un gran
ejército. Los vigías apostados habían desaparecido pero, tan pronto como había visto
la ciudadela, Theleb K’aarna había aconsejado a Yishana que no atacara.
—Era una vista maravillosa, Elric —continuó Yishana—. La ciudadela refulgía
con los colores brillantes del arco iris…, unos colores que cambiaban y se
transformaban constantemente. Todo el edificio parecía irreal; unas veces su perfil se
recortaba claramente, otras parecía borroso, a punto de desvanecerse. Theleb K’aarna
dijo que su origen era mágico y nadie tuvo la menor duda de ello. Era algo
procedente del reino del Caos, y parecía muy posible.
La mujer se puso en pie y extendió las manos. Luego, continuó:
—Por estas tierras no estamos acostumbrados a manifestaciones de hechicería a
gran escala. Theleb K’aarna tiene bastantes conocimientos de brujería, pues procede
de la Ciudad de las Estatuas Que Gritan, en Pan Tang, y allí estas cosas se ven con
frecuencia…, pero incluso él quedó desconcertado.
—De modo que os retirasteis —le cortó Elric, impaciente.
—Nos disponíamos a hacerlo… De hecho, Theleb K’aarna y yo ya
emprendíamos el regreso a la cabeza del ejército cuando escuchamos esa música…
Eran unos sones dulces, hermosos, sobrenaturales, dolientes… Theleb K’aarna me
gritó que me alejara lo más de prisa que pudiera. Yo me demoré, atraída por la
música, pero él dio una palmada a la grupa de mi caballo y cabalgamos juntos,
rápidos como dragones en vuelo, huyendo del lugar. Los soldados más próximos a
nosotros también consiguieron escapar…, pero vimos como el resto daba media
vuelta y regresaba hacia la ciudadela, atraído por la música. Casi doscientos hombres
dieron media vuelta…, y no los hemos visto más.
—¿Qué hiciste entonces? —preguntó Elric mientras Yishana cruzaba la
habitación y se sentaba a su lado. El albino se movió para dejarle más espacio.
—Theleb K’aarna ha estado tratando de investigar la naturaleza de la ciudadela,
su propósito y quién manda en ella. De momento, sus oráculos no le han dicho
mucho más de lo que ya había adivinado: que el reino del Caos ha enviado la
ciudadela al reino de la Tierra y está extendiendo lentamente su radio de acción. Cada
vez son más nuestros jóvenes, hombres y mujeres, que son abducidos por los
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secuaces del Caos.
—¿Y esos secuaces?
Yishana se había acercado un poco más a Elric y, esta vez, el albino no se movió.
—Nadie que haya intentado resistirse a ellos lo ha conseguido…, pocos han
vivido.
—¿Y qué quieres de mí?
—Ayuda. —La reina le miró con intensidad y extendió la mano para tocarle—.
Tú tienes conocimientos tanto del Orden como del Caos; conocimientos antiguos,
instintivos, si Theleb K’aarna no se equivoca. Si hasta tus propios dioses son los
Señores del Caos.
—En esto aciertas completamente, Yishana. Y dado que mis dioses protectores
son los del Caos, no tengo ningún interés en combatir contra ellos.
Tras esto, Elric se inclinó hacia la mujer con una sonrisa, mirándola a los ojos. De
pronto, la tomó en sus brazos.
—Tal vez tú seas lo bastante fuerte —murmuró enigmáticamente justo antes de
que sus labios se encontraran—. Y en cuanto al otro asunto…, ya lo discutiremos más
tarde.
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IV
La tarde siguiente, tres jinetes salieron de la capital de Jharkor en dirección a la
ciudad de Thokora. Elric y Yishana cabalgaban juntos mientras que el tercer viajero,
Theleb K’aarna, se mantenía a cierta distancia con gesto huraño. Si Elric sentía
alguna incomodidad ante la actitud hostil por parte del hombre al que había sustituido
en el afecto de Yishana, no dio la menor indicación de ello.
Elric, quien a pesar de sí mismo encontraba más que atractiva a Yishana, había
accedido a, cuanto menos, inspeccionar la ciudadela y a sugerir de qué podía tratarse
y cómo podía ser combatida. Antes de dejar la ciudad, el albino había cambiado
también unas palabras con Moonglum.
El trío atravesó a lomos de sus monturas las hermosas tierras de pastoreo de
Jharkor, doradas bajo un cálido sol. Había dos jornadas a caballo hasta Thokora y
Elric intentó disfrutar de la marcha.
Sintiéndose algo aliviado en su desdicha, el albino galopó junto a Yishana
compartiendo sus alegres risas. Sin embargo, enterrado en su corazón a más
profundidad de la habitual, bullía en él un sentimiento de creciente inquietud cuanto
más cerca se encontraban de la misteriosa ciudadela. Elric también advirtió que, en
ciertos momentos, Theleb K’aarna tenía un aire de satisfacción cuando debería
haberse mostrado malhumorado.
—¡Eh, viejo hechicero! —le gritaba en ocasiones Elric desde su montura—, ¿no
te alegras de verte libre de las cuitas de la corte y de encontrarte aquí, entre las
maravillas de la naturaleza? ¿A qué viene esta cara tan larga, Theleb K’aarna?
¡Aspira este aire puro y ríe con nosotros!
Theleb K’aarna respondía a estos comentarios frunciendo el ceño y murmurando
por lo bajo, y Yishana se reía de él y lanzaba radiantes miradas a Elric.
Así avanzaron hasta llegar a Thokora y allí encontraron la ciudad reducida a una
charca humeante que apestaba como un estercolero infernal.
Elric olfateó el aire y declaró:
—Esto es obra del Caos. Tenías toda la razón, Theleb K’aarna. El fuego que ha
destruido una ciudad tan grande no es de origen natural. El responsable de lo
sucedido está aumentando su poder, es evidente. Como bien sabes, brujo de Jharkor,
los Señores del Orden y los del Caos están habitualmente en un perfecto equilibrio y
ninguno de los dos bandos interviene directamente en nuestra Tierra. Ahora está claro
que ese equilibrio se ha roto ligeramente, como sucede en ocasiones, favoreciendo
esta vez a los Señores del Caos y permitiéndoles el acceso a nuestro plano.
»Normalmente, un hechicero humano es capaz de invocar la ayuda del Orden o
del Caos durante un breve espacio de tiempo, pero es raro que cualquiera de los dos
bandos se establezca en la Tierra con la firmeza que lo ha hecho nuestro amigo de la
ciudadela. Lo más inquietante (al menos para vosotros, la gente de los Jóvenes
Reinos) es que, una vez conseguido este poder, resulta posible incrementarlo y que,
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con el tiempo, los Señores del Caos podrían conquistar el plano de la Tierra mediante
un gradual aumento de su fuerza en ella.
—Una posibilidad terrible —murmuró Theleb con sincero espanto.
Aunque a veces era capaz de invocar la ayuda del Caos, a ningún ser humano
podía interesarle la existencia bajo el dominio del Caos.
Elric montó de nuevo en la silla.
—Será mejor que nos apresuremos a llegar al valle —dijo.
—¿Estás seguro de que es prudente hacerlo, después de ver esto? —respondió
Theleb K’aarna, inquieto.
—¡Vaya! —Elric soltó una carcajada—. ¿Y tú eres un hechicero de Pan Tang, la
isla que dice saber tanto de brujería como mis antepasados, los Emperadores
Brillantes? No, no… ¡Además, hoy no me siento con ganas de tomar precauciones!
—Yo tampoco —intervino Yishana, dando unas palmadas en el costado a su
montura—. ¡Vamos, nobles señores! ¡A la ciudadela del Caos!
Avanzada la tarde, llegaron a la cresta de la sierra que cerraba el valle, y Elric
pudo contemplar al fondo de éste la misteriosa ciudadela.
Yishana había hecho una buena descripción, aunque no perfecta. A Elric le
dolieron los ojos al mirarla, pues parecía extenderse más allá del plano de la Tierra
hacia otro distinto, varios tal vez.
La ciudadela brillaba y reflejaba todos los colores terrenales, así como muchos
otros que Elric reconoció como pertenecientes a otros planos. Incluso el perfil exacto
de la ciudadela resultaba confuso. En contraste, el resto del valle era un mar de
cenizas oscuras que a veces parecía formar remolinos y olas, levantando potentes
géiseres de polvo, como si los elementos básicos de la naturaleza se vieran
perturbados y sacudidos por la presencia de la ciudadela sobrenatural.
—¿Y bien? —Theleb K’aarna trató de calmar a su impetuoso caballo, que
pugnaba por alejarse de la ciudadela—. ¿Has visto nunca algo parecido en el mundo?
Elric movió la cabeza en gesto de negativa.
—En este mundo no, desde luego, pero sí lo he visto antes. Durante mi iniciación
final en las artes de Melniboné, mi padre me llevó con él en forma astral hasta el
Reino del Caos, para ser recibido en audiencia por mi protector, Arioch el de las Siete
Oscuridades…
Un escalofrío recorrió a Theleb K’aarna.
—¿Has estado en el Caos? ¿Es la ciudadela de Arioch, entonces?
—¿Eso una ciudadela? —Elric soltó una carcajada desdeñosa—. ¡No, no! Eso es
una choza en comparación con los palacios de los Señores del Caos.
Impaciente, Yishana insistió:
—Entonces, ¿quién vive en ella?
—Según recuerdo, quien habitaba en la ciudadela cuando pasé por el Reino del
Caos en mi juventud no era ninguno de los Señores del Caos, sino una especie de
sirviente de éstos. Aunque tampoco era exactamente un criado… —añadió,
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frunciendo el ceño.
—¡Ah, siempre hablas enigmáticamente! —Theleb K’aarna dio la vuelta a su
caballo para iniciar el descenso de las laderas, alejándose de la ciudadela—. ¡Los
melniboneses sois muy raros, os estaríais muriendo de hambre y antes os interesaría
una paradoja que la comida!
Elric y Yishana le siguieron a cierta distancia. Momentos después, el albino se
detuvo y señaló algo a su espalda.
—El habitante de esa ciudadela es un ser bastante paradójico, una especie de
bufón de la corte del Caos. Aunque sea un entretenimiento para ellos, los Señores del
Caos le respetan y hasta, tal vez, le temen un poco. Él les complace con acertijos
cósmicos y con sátiras burlonas que pretenden explicar la naturaleza de la Mano
Cósmica que mantiene en equilibrio al Caos y al Orden, manipula misterios como si
fueran futesas, se ríe de las cosas que el Caos toma en serio y, al contrario, toma en
serio lo que para los Señores del Caos carece de importancia… —Hizo una pausa y
se encogió de hombros antes de añadir—: Eso me han dicho, por lo menos.
—¿Por qué razón habría de presentarse aquí ese ser?
—¿Por qué habría de existir siquiera? —replicó Elric—. Yo puedo intuir los
motivos del Orden y del Caos y, probablemente, acertar. Pero ni siquiera los Señores
de los Mundos Superiores pueden comprender los motivos que impulsan a Balo el
Bufón. Se dice que es el único que puede moverse entre los reinos del Caos y del
Orden a su voluntad, aunque hasta ahora no había oído que se presentara nunca en el
plano de la Tierra. Y, por cierto, tampoco he oído que se le hayan atribuido nunca
actos destructivos como los que hemos visto. Esto me tiene desconcertado, cosa que
sin duda le complacería a nuestro bufón si lo supiera.
—Hay una manera de descubrir el propósito de su visita —apuntó Theleb
K’aarna con una leve sonrisa—. Si alguien entrara en la ciudadela…
—Vamos, brujo —se mofó Elric—. Tengo poco aprecio por la vida, desde luego,
pero todavía doy cierto valor a algunas cosas… ¡A mi alma, por ejemplo!
Theleb K’aarna empezó a descender la ladera en su caballo, pero Elric
permaneció pensativo donde estaba, con Yishana a su lado.
—Pareces más preocupado de lo debido por todo esto, Elric —comentó la mujer.
—El asunto es realmente preocupante. Tengo la impresión de que, si continuamos
investigando sobre esa ciudadela, nos veremos involucrados en alguna disputa entre
Balo y sus amos…, incluso también con los Señores del Orden. Intervenir en sus
asuntos podría significar fácilmente nuestra destrucción, pues las fuerzas que pueden
actuar en tal caso son más poderosas y peligrosas que todo lo que conocemos en la
Tierra.
—¡Pero no podemos quedarnos mano sobre mano mientras Balo reduce nuestras
ciudades a escombros, secuestra a nuestros jóvenes y amenaza con adueñarse de
Jharkor en poco tiempo!
Elric emitió un suspiro pero no respondió.
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—¿No te sirve tu magia, Elric, para obligar a Balo a regresar al Caos del que ha
venido y para sellar la brecha que ha abierto en nuestro mundo?
—Ni siquiera los melniboneses pueden igualar el poder del los Señores de los
Mundos Superiores…, y mis antepasados tenían muchos más conocimientos de
hechicería que yo. Mis mejores aliados no sirven al Caos ni al Orden, sino que son
espíritus elementales, señores del fuego, de la tierra, del aire y del agua, entidades
con afinidades con los animales y las plantas. Son buenos aliados en las batallas
terrenales, pero no sirven de mucho cuando se oponen a alguien como Balo. Debo
pensarlo… Al menos, si me enfrento a Balo, ello no significará necesariamente
incurrir en la ira de mis Dioses protectores. Supongo que hay alguna cosa…
Las colinas descendían, verdes y exuberantes, hasta los prados a sus pies; el sol
brillaba en lo alto de un cielo despejado, sobre la infinita alfombra de hierba que se
extendía hasta el horizonte. Por encima de sus cabezas volaba en círculos una rapaz
de gran tamaño, y Theleb K’aarna era ya una figura minúscula que se volvía en la
silla para gritarles algo con una vocecilla cuyas palabras no llegaban hasta ellos.
Yishana parecía descorazonada. Con los hombros un poco hundidos, empezó a
guiar lentamente su caballo ladera abajo hacia el brujo de Pan Tang sin volver la
mirada a Elric. El albino fue tras ella, consciente de su falta de decisión pero apenas
preocupado por ello. ¿Qué le importaba a él si…?
La música empezó a sonar, débil al principio, pero aumentando progresivamente
con una dulzura atractiva y conmovedora que evocaba recuerdos nostálgicos, llenaba
de paz y daba un profundo sentido a la vida, todo a la vez. Si la música surgía de
algún instrumento, no era ninguno que se conociera en la Tierra. Los sones
produjeron en él un deseo imperioso de dar media vuelta e ir en busca de su fuente,
pero resistió la tentación. Yishana, por su parte, no encontraba tan fácil resistirse a la
música. Se había dado la vuelta por completo, con la cara radiante, los labios
temblorosos y los ojos llenos de brillantes lágrimas.
Elric, en sus correrías por otros planos ajenos al terrestre, había oído ya una
música como aquélla, que recordaba muchas de las extrañas sinfonías de la vieja
Melniboné, y por eso no ejercía una atracción tan poderosa sobre él como sobre la
reina Yishana. En seguida se dio cuenta de que la mujer corría peligro y, cuando pasó
junto a él espoleando el caballo, alargó la mano para sujetar las bridas.
Yishana descargó su látigo sobre ella, y Elric soltó las bridas al tiempo que
profería una exclamación de sorpresa y dolor. La mujer le dejó atrás, lanzándose al
galope hacia la cresta de la sierra para desaparecer al otro lado de ésta en un abrir y
cerrar de ojos.
—¡Yishana! —le gritó desesperadamente, pero su voz apenas resultó audible bajo
la música pulsante.
Miró atrás con la esperanza de que Theleb K’aarna pudiera prestarle ayuda, pero
el brujo se alejaba a galope tendido. Evidentemente, al oír los primeros sones de la
música, había tomado una rápida decisión.
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Elric se apresuró tras Yishana, gritándole que diera la vuelta. Su caballo alcanzó
la cima de la colina y desde allí vio a la mujer inclinada sobre el cuello de su
montura, al tiempo que la azuzaba en dirección a la resplandeciente ciudadela.
—¡Yishana! ¡Vas camino de tu perdición!
Ahora, la reina había llegado a los límites exteriores de la ciudadela y los cascos
de su caballo parecían levantar oleadas de colores cambiantes al tocar el suelo,
afectado por el Caos, que rodeaba el lugar. Aun a sabiendas de que era demasiado
tarde para detenerla, Elric continuó al galope tras ella con la esperanza de alcanzarla
antes de que penetrara en el recinto de la ciudadela.
Sin embargo, al entrar en el torbellino irisado, el albino vio lo que parecía una
decena de Yishanas introduciéndose en la ciudadela por otras tantas puertas. Una
extraña refracción de la luz creaba el efecto óptico y hacía imposible determinar cuál
era la auténtica.
Con la desaparición de Yishana, la música cesó y Elric creyó escuchar una risilla
como un leve suspiro detrás de él. El caballo le resultaba cada vez más difícil de
dominar, hasta el punto de desconfiar de que siguiera obedeciendo sus órdenes.
Desmontó. Sus piernas quedaron envueltas en la niebla radiante y soltó el caballo. El
animal se alejó al galope, relinchando de terror.
Elric llevó su mano izquierda a la empuñadura de la espada mágica pero vaciló en
desenvainarla. Una vez extraída de la funda, la hoja exigiría almas antes de ser
guardada otra vez. Sin embargo, era su única arma. Retiró la mano, y la espada
pareció agitarse de furia junto a su costado.
—Todavía no, Tormentosa. ¡Tal vez ahí dentro haya fuerzas aún más poderosas
que la tuya!
Empezó a caminar entre los remolinos luminosos, que apenas ofrecían una ligera
resistencia, medio cegado por los rutilantes colores que le envolvían, a veces azul
marino, plateados o rojos, otras, dorados, glaucos y ámbar. También percibió la
ausencia de cualquier tipo de referencias para orientarse: distancia, profundidad y
anchura carecían de sentido. Reconoció entonces lo que sólo había experimentado en
forma astral: aquella cualidad extraña, carente de tiempo y de espacio, que
identificaba a los reinos de los Mundos Superiores.
Continuó avanzando en la dirección que suponía había tomado Yishana, pues para
entonces ya había perdido de vista la entrada y todos sus espejismos.
Comprendió que era preciso desenvainar la Tormentosa si no quería vagar
perdido por el lugar hasta morir de inanición, pues la espada mágica podría resistir la
influencia del Caos.
Esta vez, al asir la empuñadura, notó una sacudida que le recorría el brazo e
impregnaba su cuerpo de vitalidad. La espada salió de la vaina. Su enorme hoja, llena
de extrañas palabras en una antiquísima lengua, despidió un fulgor negro que
contrarrestó los colores cambiantes del Caos, dispersándolos.
Elric lanzó entonces el ancestral grito de guerra de su pueblo y siguió su avance
En los inframundos donde habitaban los arquetipos de todas las criaturas terrenas
distintas del hombre, una entidad se desperezó al escuchar su nombre. Esa entidad
tenía por nombre Haaashaastaak y era escamosa y fría, carente de inteligencia como
la que poseían hombres y dioses, pero dotada de una conciencia que le servía tan bien
como aquélla, si no mejor. La entidad era hermana, en aquel plano, de otras como
Meerclar, Señor de los Gatos, Roofdrak, Señor de los Perros, Nuru-ah, Señor del
Ganado y muchísimas otras. Haaashaastaak era el Señor de los Lagartos. Su
conciencia no captó las palabras en el sentido exacto, pero captó unos ritmos que
tenían un gran significado para él, aunque ignoraba por qué. Aquellos ritmos se
repitieron una y otra vez, pero parecían demasiado débiles para merecer su atención.
Se desperezó y bostezó, pero continuó sin hacer nada.
Elric mostró su asombro al despertar en una cama cálida y mullida. Abrió los ojos
y vio a Yishana y a Moonglum que le sonreían.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Más de dos días. No despertaste cuando llegaron los caballos, de modo que
hicimos preparar una camilla a los soldados para trasladarte hasta Dhakos. Ahora
estás en mi palacio.
Aquella mañana, en Dhakos, otros ojos habían reflejado también la pena, aunque
no por mucho tiempo. Yishana era una reina pragmática.