El Eros Electronico - Roman Gubern
El Eros Electronico - Roman Gubern
El Eros Electronico - Roman Gubern
El eros electrónico
ePub r1.0
Titivillus 21.08.17
Título original: El eros electrónico
Román Gubern, 2000
Diseño de cubierta: Pep Carrió y Sonia Sánchez
Ilustración de cubierta: Sorayama/Artspace/Uptight Co. Ltd., 2000
¿OPULENCIA AUDIOVISUAL?
Complementando los efectos devastadores que la televisión ha tenido sobre
la exhibición cinematográfica en salas públicas, el análisis de la programación
televisiva demuestra que los espacios más apreciados son aquellos en los que se
difunden precisamente películas cinematográficas, que con frecuencia se
programan en el privilegiado prime time. Los expertos se han referido a la
“bulimia televisiva de films”, para designar la voraz apetencia cinematográfica
del medio, y un estudio de marzo de 1999 acerca de las suscripciones a canales
por satélite en España corroboró que un 33 por ciento estaban motivadas por los
programas cinematográficos, seguidas en un 27,5 por ciento por los partidos de
fútbol (aunque se divulga menos que la programación pornográfica de los
canales de pago figura entre las más visitadas).
Pero las películas cinematográficas, como antes se apuntó, constituyen
unidades diversificadas e independientes entre sí, hechas para pantalla grande
generalmente con más medios y ambición que las producciones específicamente
televisivas, y que en el nuevo medio a veces se programan agrupándolas en
ciclos (de géneros, estrellas o directores) para reforzar la fidelidad de la
audiencia, en concordancia con las estrategias serializadoras de la televisión.
Esta programación privilegiada, que supone un reconocimiento implícito de la
jerarquía artística de la producción cinematográfica en relación con la televisiva,
más modesta y apresurada, pone de relieve la contradicción entre la producción
serializada que apela a la fidelidad del público y las unidades discontinuas y
heterogéneas propias de la industria cinematográfica tradicional, una industria
reconvertida ahora en buena parte para suministrar productos específicamente
televisivos a las cadenas.
Por consiguiente, antes hablábamos de cine y ahora hay que hablar
genéricamente, ante la mescolanza de productos y canales de difusión, de
audiovisual, como la provincia central y hegemónica de la cultura de masas
contemporánea. En rigor, habría que hablar de audiovisual incluso cuando se
evoca al viejo cine mudo, porque se exhibía habitualmente con acompañamiento
musical de un pianista o de una orquesta en la sala. De modo que la Galaxia
Lumière, que nació a finales del siglo XIX como derivación del invento de la
instantánea fotográfica puesta al servicio del principio de la Linterna Mágica, se
ha convertido cien años después en una densa constelación electrónica,
fecundada por la Galaxia Marconi, en la que figuran la televisión, el vídeo y la
imagen sintética producida por ordenador. ¿Tienen mucho en común? Todas
ellas son imágenes móviles que vemos en una pantalla, que es su soporte
espectacular. Constituyen, por tanto, un mismo lenguaje, pero hablan diferentes
dialectos.
El protagonismo de la televisión en el ámbito audiovisual tuvo el efecto,
como acabamos de apuntar, de generar una interacción con la industria de
producción cinematográfica. En Estados Unidos, antes que en ningún otro país,
se produjo un desplazamiento y una ósmosis de profesionales entre cine y
televisión. No sólo actores famosos fueron contratados por la pequeña pantalla
para potenciar su poder de atracción, sino que poco después guionistas y
realizadores eficientes de la televisión irrumpieron, trabajando con los medios
escasos y la rapidez que impone el medio, en los estudios cinematográficos
(Delbert Mann y su guionista Paddy Chayefsky con Marty en 1955, por
ejemplo). Algo después, en Europa, las televisiones estatales iniciaron la
producción de películas o de series de directores cinematográficos para el nuevo
medio y para pantalla grande, como lo hizo pronto la RAI (Radiotelevisione
Italiana) con obras de Roberto Rossellini (pionero en esta iniciativa), Fellini,
Lattuada, los hermanos Taviani, etc. Y el Channel Four británico se ha
convertido en los últimos años en un potente motor del cine de su país. El
fenómeno se ha generalizado en el continente y han aparecido aquí y allá
productos audiovisuales de diseño multimedia, comercializables en formatos
distintos, desde el largometraje para salas que se convierte a la vez en miniserie
para la pantalla pequeña hasta la serie televisiva que luego se transforma en
película para salas. Pero esta estrategia plantea serios problemas estéticos de
estructura narrativa, ritmo, etc., porque no es fácil servir a la vez a dos amos con
exigencias distintas. Pero Ingmar Bergman ofreció un ejemplo modélico de
versatilidad con sus Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1973),
que fue primero una serie televisiva, de la que derivó luego un largometraje para
las salas. Aunque su éxito artístico se debió en buena parte a que su historia no
tenía propiamente una trama o intriga, sino que consistía en una acumulación de
escenas independientes de una vida conyugal, tal como su título indica.
El horizonte que contemplan los comunicólogos con optimismo es el del
desarrollo creciente de la cultura audiovisual, en todas sus formas, a través de la
llamada sociedad de los quinientos canales, que harían realidad la profecía de
Abraham Moles acerca de la “opulencia comunicacional”. La evolución no es
sólo cuantitativa, sino que también pretende ser cualitativa y se ha pasado del
obligado “menú televisivo”, impuesto a toda la audiencia por igual, a la oferta
diversificada de canales temáticos. Así, el auge actual de los canales de pago de
narrowcasting está segmentando las audiencias y cambiando el paisaje
televisivo, como antes señalamos, en su tránsito de los mass media a los group
media. La meta es la sustitución del “menú televisivo” por la “televisión a la
carta”, caracterizada por la pluralidad y variedad de la oferta, acrecentada con la
existencia de videotecas, servicios de teletexto y video texto y de bancos de
imágenes. Pero también este ámbito está amenazado por el espectro de la
sobreoferta y por la capacidad del mercado, como veremos en otro capítulo. En
Estados Unidos, país consumista por antonomasia, tras la explosión de la oferta,
en los últimos diez años se ha producido un parón en el crecimiento de los
canales de pago y se piensa que si hay crecimiento de la demanda, éste será muy
lento.
La realidad nos recuerda de vez en cuando brutalmente que vivimos, a pesar
de las apariencias, en la sociedad de la escasez. Aunque la escasez sea mayor en
unos sitios que en otros.
ENSUEÑOS ELECTRÓNICOS
Antes dijimos que los valores que transmite prevalentemente el sistema
televisivo son los del hedonismo, la ludofilia, el escapismo, el consumismo y la
meritocracia, para satisfacer las necesidades de la economía del deseo. Es cierto
que existen géneros más propicios que otros para vehicular tales valores y las
ficciones serializadas figuran entre sus trampolines más funcionales. Tales
ficciones son herederas del melodrama y de la novela de folletín decimonónica,
géneros que han sido bien estudiados en el mundo académico. Sabemos que las
autoridades zaristas, por ejemplo, promovieron la difusión de los melodramas
teatrales en la Rusia preindustrial para distraer con ellos a las agobiadas clases
populares de sus acuciantes problemas materiales. Sus fantasías cumplían,
indirectamente, la función que el psicoanalista Félix Guattari ha considerado las
propias de un “diván del pobre”. En la más confortable sociedad postindustrial
siguen desempeñando una parecida función balsámica para muchas amas de casa
y por eso han sido etiquetadas a veces como “pornografía femenina”.
Las famosas telenovelas fundacionales de finales de los años setenta, que
desarrollaron pulposas y dilatadas sagas familiares ambientadas en el jet-set
estadounidense (Dallas, Los Colby, Dinastía), ejemplificaron modélicamente los
dramas de personajes guapos y ricos, pero no felices, predicando a las audiencias
con sus historias que los dos pilares que sostienen al mundo son el dinero y el
sexo. Pero la mayor parte de sus personajes, sobre todo los más ricos, no eran
felices, y ahí radicaba un importante quid de la cuestión, un quid que una
telenovela mexicana enunció con más brutalidad al elegir como título Los ricos
también lloran. En el seno de estas sagas se formalizaron los dos grandes
arquetipos femeninos que configuran su bipolaridad mítica, y ambos tenían su
origen en dos arquetipos extraídos de la Biblia. Eva se convertía en la Gran
Tentadora y, tal como narra el Génesis, después del mordisco de Adán se
transformaba en la Culpable. En el otro polo, como contraste, se alzó la
descendiente de la Casta Susana, cuya virtud sería al final recompensada. Pero
cada uno de estos dos arquetipos antagónicos conoció variantes que se hallan
también en los textos de la Biblia, como Betsabé (la adúltera por cálculo) o
María Magdalena (la pecadora arrepentida).
En Brasil y en otras partes una telenovela no empieza a grabarse o rodarse
hasta que se ha escrito la tercera parte de sus guiones. A veces las respuestas del
mercado van orientando azarosamente la evolución de la acción y las conductas
de los personajes. La empatía de la audiencia con estas dilatadas ficciones es
bien conocida y vale la pena analizar las razones de tan intensa adhesión
colectiva.
La primera deriva de la existencia del personaje como presencia hogareña,
como un familiar más, en virtud de su carácter habitual en el espacio doméstico.
A diferencia de lo que ocurre ante la distante pantalla del cinematógrafo, el
televisor impone una distancia corta y coloca al personaje en la iconosfera íntima
del telespectador, en el interior de su propio hábitat.
La segunda está asociada a las necesidades de la estereotipación
caracterológica del personaje, como un arquetipo estable y reconocible
fácilmente por el público, mediante situaciones y efectos recurrentes, como los
que eran usuales en el viejo teatro de melodrama y en la novela de folletín.
La tercera deriva de que los protagonistas de estas dilatadas ficciones
serializadas se caracterizan por un flujo biográfico continuo, como el de los seres
vivos, como el de sus propios espectadores. Es sabido que la estructuración de
este flujo novelesco, en el que los personajes evolucionan y se transforman, fue
una conquista laboriosa del cine, que suele datarse con la aparición de Avaricia
(Greed, 1923) de Erich von Stroheim, basada en una extensa novela naturalista
de Frank Norris, cuya versión original duraba por ello más de ocho horas, la
extensión de una modesta telenovela actual. Los productores mutilaron aquella
duración necesaria para la lógica narrativa evolutiva de Stroheim, que para él era
perfectamente funcional. Esta estructura impone, como es sabido, graves
servidumbres a los guionistas, que se encuentran ante flujos vitales
imprevisibles, a veces determinados por las respuestas del mercado. En
ocasiones hay que matar a un personaje antes de tiempo, porque al público le
aburre o porque el actor se ha muerto (como en Dallas, cuando el intérprete de
Jack falleció inesperadamente) e, incluso, resucitar con extraños artificios a un
personaje muerto (que en realidad se marchó de viaje sin avisar), pues su
presencia es reclamada imperativamente por las protestas del público.
La suma de estas tres características permite una eficaz identificación-
proyección por parte de la audiencia, que vive por procuración, de un modo
vicarial, grandes pasiones y grandes dramas, que le hacen sentirse superior, en
una operación de autoennoblecimiento o autosublimación. En realidad, este
fenómeno es bastante complejo, como nos han explicado los psicólogos. El
espectador vive en realidad un desdoblamiento proyectivo, de modo que se
siente solidario y se identifica con el personaje positivo, en quien ve a su
semejante, digno de su simpatía, mientras que libera sus frustraciones y sus
ansias destructivas a través del personaje malvado, del transgresor moral. Al fin
y al cabo, en todo telespectador coexiste un doctor Jekyll y un Mr. Hyde, esas
plasmaciones del superego y del ello que Stevenson ideó en el plano narrativo y
fantástico antes que Sigmund Freud. Y una buena ficción es aquella que es capaz
de satisfacer simultáneamente a las dos necesidades psicológicas opuestas del
individuo, la del amor y la del odio.
La influencia de algunas telenovelas ha sido a veces enorme, como
documentan algunos episodios pintorescos. Así, en 1995, las seguidoras de la
telenovela británica Brookside (con cinco millones de audiencia a lo largo de
diez años) se rebelaron airadamente contra su desenlace, en el que un juez de
ficción condenó a penas de cárcel a sus dos protagonistas, manifestándose
multitudinariamente las agraviadas ante el edificio de Meresy Television, su
productora de Liverpool. Pretendían, claro está, cambiar el destino de aquellos
personajes inventados, con cuyas cuitas se habían identificado a lo largo de años.
Los psicólogos conocen este fenómeno con el nombre de “disonancia cognitiva”
y se produce cuando surge una discrepancia desagradable entre las expectativas
de un sujeto y un mensaje recibido. Y en julio de 1999 la joven senegalesa
Khady Sene, fan de la telenovela mexicana Marimar, murió de un infarto a
causa de la emoción que le produjo una escena en que su protagonista femenina
era amenazada por su rival con un arma (El País, 14 de julio de 1999).
Visto el desarrollo exuberante que con posterioridad ha conocido el llamado
“periodismo del corazón” —que ha inundado todas las pantallas, dañando la
venta de sus rivales impresas—, surge la duda de si aquellas ficciones de ricos y
famosos se inspiraron en los estereotipos canónicos de tal periodismo, o bien los
famosos de la realidad están imitando a aquellas figuras de ficción, según la
famosa paradoja de Oscar Wilde. Las fronteras son borrosas y nunca sabemos si,
como en La rosa púrpura de El Cairo, algún personaje ha saltado de la pantalla
y se pasea ahora por las fiestas mundanas de nuestra cotidianeidad.
La prensa del corazón y la prensa amarilla, que han encontrado un buen
acomodo en el tubo electrónico, satisfacen los apetitos emocionales de grandes
audiencias porque presentan a los seres humanos como sujetos de grandes
pasiones, sean amores, celos, codicia o depravación, como en los escenarios
grandilocuentes del viejo teatro de melodrama. Y de este modo se infiere que la
gran Historia —con hache mayúscula— es un escenario de pasiones volcánicas
y que su tejido se construye, o se destruye, a golpe de grandes pasiones. Pero si
la prensa del corazón se originó históricamente de un acuerdo tácito entre el
exhibicionismo narcisista de los sujetos públicos y el vayeurismo de su
audiencia, a veces los sujetos públicos no pueden controlar la voracidad de los
medios y aquel pacto se rompe. Si los sujetos famosos existen para ser
celebrados mediáticamente, a veces los sujetos narcisos se encuentran con
disgustos o resultados no deseados, porque no habían medido bien la voracidad
voyeur de los medios o creían que podrían controlar sus apetitos, ofreciéndoles
dosis pautadas y medidas de su carne y de su alma. Pero ya se sabe que, dándole
carne a la fiera, ésta no se convierte en vegetariana, sino al revés. Y esto ocurre
cuando se fractura el pacto de complicidad entre el famoso y los medios
destinados a celebrar su imagen. Ejemplo: Diana de Gales sacrificada en el altar
mediático.
El panteón de los ricos y famosos que aparecen en la pantalla —tanto los
reales como los de ficción— genera modelos de comportamiento en la audiencia,
sobre todo en aquellos segmentos más vulnerables intelectualmente o
emocionalmente. Este mimetismo tiene una base biológica perfectamente
comprobada. Cuando un jugador de tenis gana un partido, aumenta claramente
su nivel de testosterona en la sangre y se siente eufórico, exactamente igual que
los primates que se convierten en los machos dominantes de su grupo. Para
decirlo más lapidariamente: la biología premia el éxito a través de descargas
químicas. El éxito social eleva el nivel de andrógenos en el varón y el
enamoramiento produce la amina cerebral feniletilamina, que estimula
eufóricamente el sistema nervioso.
La voluntad de mimetizar la conducta de los ricos y famosos que aparecen en
la pantalla está, por lo dicho, perfectamente motivada en el plano bioquímico. Y
esta aspiración suele desembocar en frustración. En 1994, un estudio de la
Universidad de Chicago y de la State University de Nueva York concluía que la
vida interesante y eróticamente muy activa de los personajes que aparecen en la
pantalla producía frustraciones en el público que comparaba su propia vida, gris
y monótona, con la de aquellos afortunados héroes y heroínas. Debra Heffner,
directora del Consejo de Información y Educación Sexual de Estados Unidos,
declaró a este respecto: “Los medios de comunicación nos presentan una imagen
de la sociedad según la cual todo el mundo lo hace; todo el mundo practica más
sexo que tú y de forma más satisfactoria”. Esto empuja, a quienes pueden
hacerlo, a comprar relaciones y aventuras, eróticas o no, incluyendo los
“compañeros de alquiler” para señoras. Son fantasías que empujan hacia el
coleccionismo erótico en la vida real, hacia la satiriasis masculina y la
ninfomanía femenina, que la psiquiatría suele explicar por la necesidad de
afirmar la permanencia y vigor del propio atractivo, en lucha contra la usura
física por el paso del tiempo (ninfómanas maduras). Quienes no pueden aspirar a
tanto se consuelan simplemente dando rienda suelta a la pulsión neurótica del
consumismo en los grandes almacenes.
No todas las fantasías televisivas son del orden tan simple como el expuesto.
El programa estrella de la televisión brasileña en 1999 fue el protagonizado por
la exuberante modelo Tiazinha, una escultural muchacha de veinte años, quien,
portando un antifaz y una escueta lencería negra, castigaba con una fusta a los
adolescentes que se equivocaban en un programa de concursos. Su espacio, que
explotaba tanto fantasías de culpa como de relación materno-filial de los
participantes, habrá sido probablemente un vivero eficaz para futuras conductas
sadomasoquistas.
Pero la fragilidad o el carácter insatisfactorio de la red de relaciones sociales
conduce a los individuos, especialmente a adolescentes y jóvenes, a formas
peligrosas de marginación, sea en tribus urbanas violentas y asociales, o en
sectas seudorreligiosas. Para los primeros, su patria es su tribu, sus señas de
identidad se hallan en la ropa, el cabello, el tatuaje o el piercing (marcadores
identitarios) y su vínculo emocional brota de sus actividades agresivas
compartidas. En las sectas, la sumisión ciega a un líder, en el que se vacía toda la
responsabilidad personal, la conciencia de pertenecer a un colectivo cohesionado
y con un destino común y la presunta gratificación espiritual en vida o tras la
muerte operan como un potente aglutinador del grupo. Por eso es posible afirmar
que, si es cierto que la televisión socializa con sus mensajes a grandes masas
gracias a un imaginario integrador compartido, desocializa también a quienes
acaban por situarse en la periferia de estas masas.
LA CULTURA INTERSTICIAL
En los años sesenta, la reacción ante los oligopolios mediáticos y la tiranía de
los intereses mercantiles —que difundían aquella “gran variedad de lo mismo”
denunciada por Schiller— entronizó a la contracultura como respuesta
democrática y popular y condujo a la hipóstasis de la marginación o
automargínación, idealizando con ello la cultura marginal producida fuera del
sistema mediático institucional y dominante, utilizando para ello multicopistas,
fotocopiadoras o formatos cinematográficos subestándar (de 16, 8 o super 8
mm.). Así floreció la cultura underground y lo hizo precisamente en las áreas
capitalistas más prósperas, en las zonas universitarias de las costas occidental y
oriental de Estados Unidos. La nueva contracultura exaltó el amor libre y la
desinhibición de todos los sentidos, y la revolución social y de costumbres que
implantaría a Eros como guía supremo en una nueva cultura del placer, entre el
aroma de la marihuana y del incienso oriental, derrotando con su impulso la
cultura mediática del consumismo, del arribismo social y de la alienación. El
libro de Herbert Marcuse Eros y civilización (un antiguo texto de 1955), se
convirtió en la Biblia de las nuevas generaciones nacidas con el hongo atómico
de Hiroshima.
El abaratamiento y la simplicidad funcional de las tecnologías
preelectrónicas que acabamos de enumerar y el alto nivel de vida y capacidad
adquisitiva en dichas zonas universitarias permitió que los hijos de la opulencia
se sublevaran contra la sociedad opulenta que les había amamantado, creando
sus propias redes y circuitos de distribución cultural alternativa, para proponer su
disidencia ideológica, su insurrección moral, su permisividad sexual y sus
nuevos estilos de vida. Algunos de estos medios acabaron por ser, a pesar de su
vocación marginal, muy influyentes, como las revistas The Village Voice o
Rolling Stone, las películas de la factoría de Andy Warhol, los cómics de Robert
Crumb o las grabaciones de Jimi Hendrix. No se puede subestimar la influencia
que esta contracultura underground acabó por tener, por lenta penetración
capilar, en los gustos, costumbres y estilos de vida del mundo urbano occidental.
Aunque, si bien la marihuana ascendió hasta los parties de Park Avenue y la
promiscuidad sexual empezó a verse como chic en algunas zonas de la
burguesía, lo cierto es que el complejo militar-industrial no desapareció, Wall
Street no se desmoronó y el sistema capitalista, engordando ahora su negocio
con las nuevas modas culturales, siguió gozando de excelente salud.
Pero el ideal de la automarginación orgullosa del sistema fue barrido en la
década siguiente por el ascenso de la ética y la estética yuppie (Young Urban
Professionals) y hoy aparece como claramente irrecuperable. Vivimos en un
mundo distinto y nadie quiere autoexcluirse de la sociedad, por mucho que se
critiquen su organización, sus disfunciones y sus injusticias. Se aspira a competir
y a trepar en ella y quienes no aspiran a tanto se limitan a luchar por su
supervivencia en su seno. Y además, en el frente cultural, se ha impuesto la
nueva y decisiva herramienta informática, de la que hablaremos más adelante.
En la actualidad, el viejo concepto de autoexclusión o marginación arrogante
del sistema cultural debería ser reemplazado por otro nuevo y actualizado: por el
de cultura intersticial. Entiendo por cultura intersticial aquella que ocupa los
espacios que no atiende y deja al descubierto la oferta de los aparatos culturales
dominantes, que suele ser de origen multinacional o imitación local de los
modelos hegemónicos multinacionales. Se trata de espacios desatendidos por los
diseñadores del entretenimiento para economías de escala y que hoy pueden
beneficiarse, precisamente, de la tan controvertida globalización, debido a que
esta globalización que ha uniformizado nuestros gustos y creado los públicos
globales permite consolidar también el tejido de las inmensas minorías
internacionales. Las películas de Theo Angelopoulos o de Jim Jarmush se
estrenan en París, Buenos Aires, Tokio y Copenhague gracias a las élites
cinéfilas del mercado global y esta globalidad permite la amortizacióu de su
costo.
Por eso es urgente consolidar las redes de distribución de la cultura
intersticial, capaces de alcanzar a esa inmensa minoría internacional, que
constituye el contrapunto positivo del consumo global uniformizador y
centrípeto del fast food cultural que hoy domina nuestros mercados mediáticos.
El carácter asistemático y des jerarquizado de la comunicación horizontal,
democrática y global de Internet —de la que hablaremos en otro capítulo—
permite convertir a la red en un instrumento potente para la cultura intersticial.
Los usuarios de Internet pueden beneficiarse de un principio fundamental de la
teoría del caos, a saber, que pequeñas causas —como el aleteo de una mariposa
— pueden generar grandes efectos, según la fórmula de la bola de nieve o, si se
prefiere, del efecto de multieco (repetición multiplicadora de los usuarios). De
este modo, en esta ágora informática abierta, una “modesta proposición”
(Jonathan Swift dixit) puede convertirse en una verdadera revolución mediática
inducida desde el ciberespacio, haciendo realidad el principio de la
diversificación cultural democrática.
IV
DE LA INTELIGENCIA A LA EMOCIÓN
Y EL DESEO ARTIFICIALES
EMOCIONES Y DESEOS
Las emociones desempeñan una función decisiva en la atención selectiva, la
percepción, la cognición, la motivación, el aprendizaje y la creatividad del ser
humano. Y, por supuesto, resultan fundamentales en la toma de decisiones
humanas, por mucho que se presenten como asépticamente lógicas y racionales.
Puede afirmarse sin asomo de duda que una mente no influida por las emociones
es la mente de un enfermo y, por supuesto, un pésimo modelo para los proyectos
de Inteligencia Artificial.
Como antes señalamos, en la ‘comunicación verbal’, lo que se dice, el
contenido semántico del mensaje, supone sólo una quinta parte del proceso
comunicativo, pues el resto atañe al cómo se dice, que no es sólo una cuestión de
prosodia y de entonación de la voz, sino también de lenguaje no verbal (miradas,
gestos, etc.), de alto valor emocional. Y en el hombre comprender es también
sentir y los significados que maneja en sus operaciones comunicativas
trascienden su dimensión semántica, pues poseen también para él una coloración
emocional, como han demostrado numerosísimos tests acerca de la
impregnación emocional de las palabras de uso más común.
Y, por supuesto, toda la esfera de lo motivacional está impregnada de
elementos emocionales. Esta característica tiene una muy coherente
fundamentación biológica, pues halla su base última en el principio adaptativo
para la supervivencia, cuando la opción positiva de nuestros ancestros (como
ingerir una planta nutritiva) se asociaba en el sistema límbico del cerebro a una
sensación placentera, mientras que la opción negativa (la planta venenosa) se
asociaba a una sensación repulsiva. Los mecanismos de la motivación no pueden
desligarse, por tanto, de las gratificaciones y sufrimientos del sujeto en su
calidad de incitadores psicológicos, es decir, no pueden separarse de la dinámica
del placer y del displacer. El placer es un bien escaso —y por ello es muy
preciado—, por lo que debe administrarse con sensatez, consumiéndolo con
parquedad y ahorrándolo para poder gastarlo. Aunque a veces, porque el
psiquismo humano es muy complejo, se busca la gratificación del placer a través
de alguna forma de castigo o de privación, como hacen los penitentes, los
estoicos, los ascéticos y los masoquistas.
La importancia que desempeñan las emociones en los procesos intelectuales
está actualmente tan admitida, que en 1985 Marvin Minsky pudo escribir en The
Society of Mind: “No se trata de si las máquinas inteligentes pueden tener
emociones, sino de si las máquinas pueden ser inteligentes sin ellas”, y, en
efecto, querer convertir a los ordenadores actuales en ordenadores emocionales)
como ahora está intentando hacer Rosalind W. Picard, profesora del famoso
Media Laboratory del Massachusetts Institute of Technology, supone admitir
implícitamente que son artefactos actualmente insatisfactorios en el plano
psicológico e intelectual.
No hace falta ser un experto psicólogo para saber que muchas veces la gente
no dice lo que piensa, pero, sin embargo, suele hacer lo que siente, revelando
que la esfera afectiva es más determinante en la conducta que la esfera lógico-
verbal. Por eso se afirma a veces que somos lo que hacemos y no lo que
decimos. El tema de las relaciones entre inteligencia y emotividad no es nuevo,
aunque en los últimos años ha recibido renovada atención por parte de filósofos
y de psicólogos. Hace sesenta años el filósofo donostiarra Javier Zubiri ya acuñó
el original concepto de “inteligencia sen tiente”, con lo que quería expresar que
la inteligencia no es independiente del sentir. Según Zubiri, el puro sentir
presenta a las cosas como estímulos, pero hay un modo de sentir que las presenta
como realidades: éste sería un modo de sentir intelectivo por el cual la
sensibilidad se hace intelectiva, lo que significa que la inteligencia se hace
“sentiente”, de manera que, según su propuesta, aunque el sentir y el intelegir
sean operaciones distintas, aparecen unidas en la estructura “inteligencia
sentiente”.
Siguiendo una lógica no demasiado distinta de la de Zubiri podríamos
referirnos también aquí al “deseo pensante”, pues el deseo es siempre deseo de
algo que se conoce o se intuye y, a diferencia de lo que ocurre con la conducta
animal, en el hombre lo deseado supone una representación mental intelectiva,
asociada a una estrategia intencional e inteligente que le moviliza para satisfacer
aquel deseo.
Muy recientemente, algunos psicólogos, sobre todo en el área anglosajona,
se han ocupado de un modo muy pragmático y utilitario de otra relación entre
inteligencia y emotividad, sobre todo a raíz del éxito del best-seller de Dan
Goleman Inteligencia emocional, expresión que se ha utilizado para designar la
capacidad para comprender las emociones y sentimientos de los otros y de uno
mismo y para utilizar racionalmente este conocimiento como guía para un
comportamiento propio positivo.
Pero este énfasis en la racionalización de las emociones en la vida práctica
no debe hacer olvidar que la irracionalidad (emocional) es un ingrediente
importante del pensamiento artístico, desde la poesía a la música y la danza. Lo
era desde mucho antes de que André Breton utilizase de modo consciente e
interesado el potencial creativo del subconsciente en las estrategias del
surrealismo. Breton reconoció en la herencia del arte primitivo y mágico y del
romanticismo europeo una cantera emocional de primera calidad estética y trató
de sistematizar la productividad de sus impulsos. Aunque él (tanto como Artaud,
Buñuel, Dalí, Robert Desnos, Man Ray, René Magritte, Delvaux, etc.) se valiese
muchas veces de elementos subconscientes e irracionales convenientemente
“pulidos”, controlados y remodelados por la inteligencia racional para conseguir
sus propios fines estéticos.
Podría decirse que la emocionalidad está siempre presente, de un modo o de
otro, en las actividades humanas. Incluyendo entre tales actividades, por
supuesto, las relaciones entre el hombre y el ordenador, en las que este último
suele aparecer de modo antropomorfizado, a pesar de que el ordenador fue
inventado como una máquina despersonalizada para efectuar cálculos
complejos, almacenar información o procesar textos. Para algunos usuarios el
ordenador aparece como una máquina hostil, fría, inhumana y poderosa, dotada
de una monolítica personalidad prefreudiana, ya que tiene una excelente
memoria sin tener subconsciente y no padece complejo de Edipo, ni es
vulnerable sexualmente, ni teme a la muerte. En este caso, la comunicación con
la máquina es claramente tecnofóbica y carece de empatía, un requisito necesario
para la buena comunicación emocional.
Es interesante considerar que el acusado antropomorfismo proyectado por
muchos usuarios sobre sus ordenadores personales no se había producido antes
con sus aparatos de radio, sus tocadiscos o sus lavadoras. La capacidad
memorística de la máquina y su especial performatividad, fruto de unas
operaciones de interacción muy intensas, parecen dotarle de animus y le
convierten en un objeto animista, en un artefacto “vivo” con el que se dialoga y
sobre el que se descargan los estallidos de mal humor, En algunos casos puede
ser percibida como una mascota inorgánica, algo equivalente a los populares
tamagotchis que hoy cuidan con esmero los niños de la generación informática.
En las sociedades postindustriales, mucha gente pasa más tiempo
relacionándose con pantallas y teclados de ordenadores que con personas, lo que,
por cierto, implica un pésimo aprendizaje de la “inteligencia emocional”, Para
los adictos a la informática, su relación con la máquina no sólo es amistosa, sino
que puede llegar a ser erótica, en un tránsito del animismo objetual al fetichismo
libidinal. De hecho, algunos usuarios no únicamente otorgan un nombre y una
personalidad a su ordenador y le enganchan pegatinas ornamentales, sino que le
atribuyen un sexo masculino o femenino, pues puede ser el ordenador o la
computadora, y, naturalmente, también puede ser homosexual o hermafrodita, a
conveniencia del usuario, pues todo depende de sus proyecciones emocionales.
Es muy frecuente que los operadores hablen con sus ordenadores y hasta que
les acaricien. Y hasta se les increpa, insulta e incluso golpea cuando se borra un
texto o sufren algún contratiempo con él, pues entonces es percibido como una
máquina indócil, indisciplinada y rebelde. El productor musical gallego Carlos
Jean, de veinticinco alias y figura prominente en el sector de la música
electrónica, declaró a la prensa: “Hay que ser duro con el ordenador, insultarle,
despreciarle, decirle: 'Te jodes y aquí te quedas” (Ciberpaís, 20 de mayo de
1999).
La antropomorfización del ordenador va en realidad más lejos. El interior de
un ordenador puede ser percibido como un oscuro misterio, como el interior del
amante del otro sexo, que desconocemos y nos fascina. Su interior puede ser
metáfora de una cavidad vaginal y su eficaz performatividad convertirse en
metáfora de su potencia fálica. Esta antropomorfización ha llegado hasta nuestro
lenguaje. A veces se dice que el ordenador está “frío”, “caliente” o “cansado”, Y
decimos que el “virus” informático es responsable de que la máquina “enferme”,
como un ser orgánico. La metáfora viral revela claramente lo que pensamos y
sentimos acerca del ordenador, percibido como un humanoide. Y Deborah
Lupton ha sugerido una analogía entre la infección vírica del PC y la infección
del sida, debido a la “promiscuidad” de la máquina, en la que se han introducido
disquetes de muy variada procedencia.
Una fuente de problemas “emocionales” en el manejo de un ordenador radica
en que su usuario es más versátil y adaptable que la máquina y padece una
evidente asimetría en relación con el funcionamiento rígido y determinista del
aparato, que a veces parece tozudamente poco colaborador e inamistoso. A la luz
de ese tipo de problemas Rosalind Picard ha fundado la especialidad
denominada “informática afectiva” (affective annputing), tributaria de la
neurología, la psicología y la ingeniería informática. El ambicioso proyecto de
Picard contempla en realidad varias cuestiones, progresivamente complejas y
difíciles. La primera, y la más fácil, es el diseño de ordenadores que reconozcan
las emociones humanas; la segunda, la consecución de ordenadores que expresen
emociones; la tercera, mucho más problemática, la construcción de ordenadores
que tengan emociones, para llegar a la cuarta meta final de obtener ordenadores
que posean inteligencia emocional.
Llegados a este punto, es menester decir dos palabras sobre las emociones,
un estado psicofisiológico que ha hecho correr mucha tinta a los psicólogos y
neurólogos, pero también a los poetas. Las emociones tienen un componente
mental o cognitivo y otro fisiológico o visceral. Es obvio que el segundo jamás
podrá darse en la máquina, pues, digámoslo crudamente, no se sonrojará, su
presión arterial no subirá, ni tendrá erecciones ni emisión de flujo vaginal.
La huella dejada por las emociones en la memoria humana es tanto mayor
cuanto mayor sea su intensidad, lo que es perfectamente adaptativo, pues
recordar peligros ayuda a la supervivencia. En el mundo académico se han
desarrollado numerosas clasificaciones y tipologías de las emociones básicas, no
siempre concordantes, y suelen citarse tradicionalmente el miedo, la ira, la
angustia, la alegría, la pena, el disgusto, la sorpresa, el interés, la vergüenza y la
aceptación. Pero cada una de estas emociones tiene sus matices diferenciales:
hay sorpresas agradables y desagradables. Y la alegría intelectual es diversa de la
alegría erótica. Estas emociones, como dijimos, se delatan por alteraciones
fisiológicas o viscerales que pueden ser detectadas y medidas median te sensores
emocionales, tales como los sensores de señales del ritmo cardíaco, de la presión
arterial, de la sudoración o de la conductividad eléctrica de la piel.
Mediante sensores específicos (incluyendo un eventual traje-sensor, un data-
suit), una cámara de vídeo y un micrófono, la profesora Picard propone en su
libro Affective computing detectar las siguientes respuestas emocionales del
operador de una computadora: códigos de expresión facial, incluyendo el
sonrojo, la palidez y la dilatación de las pupilas; la entonación vocal; las
respuestas fisiológicas (presión arterial, ritmo cardíaco y respiratorio,
sudoración, medición electrodérmica del potencial galvánico en la piel); y pauta
del tecleo (fuerza de pulsación, errores, etc.). El ordenador monitoriza y analiza
constantemente las respuestas del operador, a partir de un umbral mínimo
prefijado, llamado “punto de activación”, que puede ser distinto para cada
individuo, y cuando las reacciones emocionales descienden en intensidad, este
umbral se convierte en “punto de desactivación”. De este modo el ordenador
puede detectar desde el grado de concentración o inseguridad del operador hasta
su frustración, debida tal vez a las disfunciones del software que está utilizando.
La máquina puede reaccionar entonces emitiendo respuestas “balsámicas”, como
una música relajante, o dando instrucciones pertinentes al usuario, u obligándole
a ralentizar su ritmo de trabajo, etc.
Picard explica las muchas ventajas que pueden desprenderse de esta
interacción emocional entre la máquina y su usuario y pone como ejemplos de
utilidad el entrenamiento del usuario para una entrevista de solicitud de empleo,
o una declaración amorosa. Es decir, actividades que en la vida real pueden verse
perturbadas por una fuerte tensión emocional. Pero el proyecto de Picard ha
abierto también muchas dudas. Es cierto que un ordenador emocional puede
ayudar a su operador, pero también puede hacerle más vulnerable a un control
ajeno e invadir su privacidad de modo ilegítimo. Y si es cierto que tal ordenador
puede detectar si su usuario está enfadado, deprimido o ansioso, desde luego no
sabrá por qué razón lo está, de modo que malamente podrá ayudarle. En el
fondo, la propuesta de Picard hace retroceder la informática a la vieja escuela
conductista ya su caja negra, programando patrones rígidos de estímulo-
respuesta.
Jaron Lanier, pionero de la realidad virtual, en su devastadora crítica a
Affective computing publicada en la revista The Sciences (mayo-junio de 1999)
reprocha a su autora que presuponga que el conocimiento del cerebro y la
“ciencia de las emociones” están perfectamente dominadas por la comunidad
científica, lo que está lejos de ser cierto, y le critica específicamente que ignore
en su estrategia el sentido del olfato, que es el sentido más arcaico y más
estrechamente asociado a los procesos emocionales. En efecto, el olfato es el
sentido crucial en las relaciones eróticas entre todos los mamíferos, tema sobre
el que habremos de volver en otro capítulo. En todo caso, si la máquina puede
“percibir” emociones a través de sus sensores, no puede conseguir la
“percepción integrada” que proporciona la coordinación holística de los cinco
sentidos humanos, como la que se da, precisamente, cuando se mantiene una
relación sexual. Estamos todavía muy lejos de poder sexualizar el interfaz
hombre-máquina, para hacer que el eros nos conduzca al Lagos.
La meta de los ordenadores que tengan emociones se revela, lógicamente,
todavía mucho más ardua y problemática, pero Picard ha expuesto sus
eventuales fundamentos programáticos. Se propone, por ejemplo, que para
mejorar la eficacia de las máquinas se les debería dotar de sensores que les
suministrasen “sensaciones sintéticas”, aunque desde luego serían distintas de las
humanas y difíciles de imaginar por nosotros. Ya dijimos que el placer y el dolor
son potentes motivadores de la conducta, muchas veces más acá o más allá de la
inteligencia estricta, y ahora se trataría de producir su equivalente informático.
Así, para mejorar la eficacia de las máquinas se les debería dotar de una
sensibilidad análoga a la frustración cuando no resuelven un problema, o al
placer cuando alcanzan un objetivo. Con este sistema de gratificaciones y
puniciones emocionales se estimularía su autoperfeccionamiento.
Picard distingue entre los ordenadores que expresan emociones y los que
tienen emociones. En la primera categoría estarían las máquinas que expresan
sufrimiento sise calientan o se enfrían demasiado, si padecen una caída de la
tensión eléctrica, si su memoria está sobrecargada, si se les pide tareas que no
pueden realizar, si padecen un virus, etc. En este ámbito entrarían también los
ordenadores emocionales antecitados, que expresan emociones para ayudar,
euforizar o relajar a su usuario, con un saludo cordial, con música, con el
suministro de instrucciones, etc.
De hecho, desde hace años se habían iniciado experimentos en este sentido y
se habían producido ya unas tortugas mecánicas que, cuando sus baterías
eléctricas estaban bajas, iban a conectarse a la fuente de energía para recargarlas.
¿Significa esta programación que las tortugas estaban “hambrientas”,
“sedientas” o que tenían “apetito”? En modo alguno estas expresiones humanas
les resultan aplicables. Las tortugas robotizadas no podían ser sujetos pasivos de
hipoglucemia, como los seres humanos, con su corolario de sensaciones físicas y
psíquicas desagradables. Simplemente, un voltímetro en su interior ponía en
marcha, sin sufrimiento alguno, una función previamente programada de la
máquina y hacía que se encaminase hacia su objetivo: recargar sus baterías. La
misma función cumple el termostato de las neveras, que activa O detiene el
motor refrigerador según sea la temperatura: cuando la temperatura sube activa
el motor y cuando desciende demasiado lo detiene. Y no por eso decimos que la
nevera padezca calor o frío.
La categoría de los ordenadores que tienen emociones aparece como la más
fantacientífica y lejana, por no escribir utópica. Implantando en un robot
explorador, por ejemplo, respuestas necesarias para su supervivencia, como el
sentimiento del miedo ante una amenaza de agresión, se podrían activar sus
respuestas defensivas o hacer que se retirase ante un grave riesgo. Pero en este
caso, como en tantos otros, existiría programación, pero no vivencia subjetiva, y
se trataría sólo de un simulacro. Por mucho que nos empeñemos, los ordenadores
no pueden sentir lo que nosotros sentimos. Ni pueden competir con la curiosidad
humana, esa curiosiad neofílica que empujó a nuestros remotos ancestros al
proceso de hominización. Ni tampoco pueden generar libremente imágenes
mentales, que constituyen un fenómeno biológico, y con ello carecen de
imaginación. Señaladamente de imaginación erótica, un potente motivador en la
especie humana.
Llegados a este punto, debe concluirse que es más fácil producir una
máquina “pensante”, por muy elemental que ésta sea y sujeta a un número
limitado de reglas lógicas, que una máquina “deseante”. Si los deseos generan
los fines de las conductas y las motivan, movilizando a la inteligencia para
alcanzarlos, una máquina no puede ser jamás un “sujeto deseante”. No puede
serlo, por mucho que su programador implante en ella un simulacro de deseos,
que en realidad son finalidades programadas, como la de las tortugas robotizadas
que se movían para conectarse a la fuente eléctrica, y, desde luego, estas
máquinas negadas para el deseo tampoco pueden enamorarse, porque carecen de
las hormonas sexuales activadoras de la fisiología del deseo, por mucho que se
esté experimentando con hormonas sintéticas para ordenadores, según leemos
con escepticismo.
Debemos concluir reiterando que simular sistemas físicos no es lo mismo
que tener sensaciones, que son vivencias subjetivas personalizadas. Las
emociones y los deseos constituyen la frontera final entre el hombre y la
máquina. En el horizonte fantacientífico, la formnlación final de los ordenadores
emocionales serían los robots antropomorfos erotizados de los relatos de la
ciencia-ficción.
MIENTRAS TANTO
Estamos muy lejos todavía de poder producir robots antropomorfos
emocionales, como los propuestos por la literatura y el cine, pero es indudable
que su presencia está muy arraigada en el imaginario popular de la sociedad
postindustrial. Su implantación definitiva en el imaginario popular ha sido obra
del ilustrador japonés Hajima Sorayama, diseñador de seductores robots
femeninos relucientemente cromados, brillantes, estilizados y supererotizados,
que han obtenido gran fortuna en el negocio publicitario nipón para promocionar
artículos comerciales. Esta buena fortuna mercantil expresa, mejor que cualquier
discurso teórico, una voluntad de cosificación del cuerpo femenino y una
pervivencia, actualizada y modernizada, de las tradiciones arcaicas que ven en la
mujer un sujeto sumisivo al servicio de los deseos e intereses masculinos.
Como hemos dicho, las especulaciones ofrecidas en las últimas páginas
pertenecen al ámbito de la ciencia-ficción. Entretanto, y a una escala muchísimo
más modesta y prosaica, los ingenieros electrónicos están trabajando en
artefactos o gadgets baratos que ayuden a satisfacer las necesidades de la vida
emocional de los ciudadanos. Así, en febrero de 1998 apareció en Japón una
máquina para ligar llamada expresivamente Lovegety (del inglés Love y to get:
conseguir), un detector erótico de pequeño tamaño, que se puede llevar en el
bolso o en el bolsillo y que suena cuando se presenta la ocasión propicia. Su
funcionamiento es simple, pues el Lovegety emite una frecuencia de radio que
sólo puede ser recibida por un aparato correspondiente al sexo opuesto. Si un
hombre con su Lovegety activado pasa a una distancia menor de cuatro metros y
medio de una mujer provista del mismo aparato funcionando, los dos parpadean
y emiten una señal acústica. A partir de ahí se rompe el hielo y se puede iniciar
una conversación, el primer paso, que constituye la fase más ardua de la
conquista. Aunque las opciones del aparato son más amplias, pues pueden
programarse tres niveles: conversación, karaoke y get (para los más decididos).
Tres meses después de salir al mercado se habían vendido ya 300.000
ejemplares de esta Celestina electrónica. Su fabricante, Takeya Takafuji, señaló
en declaraciones a la prensa que, puesto que los hombres japoneses son muy
tímidos comparados con los occidentales, su aparato tenía un gran futuro. Pero
no tardaron en evidenciarse los problemas prácticos que se interferían en la
productividad erótica del invento, pues se vendieron un 60 por ciento más de
Lovegetys a consumidores masculinos, creando una pronunciada asimetría en el
mercado. Y las grandes aglomeraciones de las calles de Tokio, o de sus
discotecas, complicaron el poder averiguar a quién pertenecía el aparato que
acababa de sonar. Este gadget fue relanzado al año siguiente por el pintor David
Elliot para servir a las necesidades de las comunidades homosexuales de
Occidente con un nuevo nombre, Gaydar, para idéntica función que el sistema
heterosexual japonés. Es fácil imaginar la algarabía de pitidos que producirían
estos artefactos en un local de alterne gay.
Y en julio de 1999 Kursty Groves, una estudiante británica de ingeniería,
diseñó un sistema de alarma electrónico que, oculto en el sujetador, medía los
impulsos cardíacos de la portadora y activaba así una alarma que podía ser
captada por un satélite y permiúa localizar a la presunta víctima de una agresión
sexual. Pero este invento antiviolaciones ofrecía también inconvenientes, pues el
ritmo cardíaco no sólo se acelera en los momentos de acoso sexual, sino en otras
ocasiones, entre ellas en la de un grato encuentro sexual, introduciendo un
importante elemento de confusión en el sistema.
Por ridículos que parezcan todos estos mecanismos de detección emocional,
que empiezan a aproximar a los ciudadanos al estatuto de los cyborgs, es
evidente que configuran una línea de trabajo de los ingenieros y acusan unas
expectativas latentes en el mercado, que hablan a las claras acerca de la miseria
sexual que padece la arrogante civilización postindustrial.
V
LA RED EMOCIONAL
LA REBELDÍA HACKER
El primer grito de alarma llegó en el verano de 1983 —el mismo año en que
Hollywood lanzó la fantasía bélico-informática Juegos de guerra (War Games,
1983), de John Badham—, cuando empezó a detectarse con casos concretos la
vulnerabilidad de la red informática a las intrusiones de aficionados, con el
ánimo de saquear datos (espionaje industrial), de robar dinero a las cuentas
corrientes de los bancos, de sustraer secretos militares a los servicios de defensa,
de alterar las malas notas en los registros de los colegios o, simplemente, por el
placer supremo de incordiar y, con ello, satisfacer la vanidad de un ego
caracterizado por su excepcional habilidad en la manipulación informática.
Pero el primer gran escándalo llegó en agosto de 1988, cuando la red de
miles de ordenadores que unía al Pentágono con los laboratorios que trabajaban
en el programa de la “guerra de las galaxias”, erigido por Ronald Reagan, y con
las principales universidades de Estados Unidos, fue saboteada mediante la
introducción de un virus por un pirata electrónico. El episodio puso de relieve la
vulnerabilidad del sistema informático gubernamental. “El gran tema es que un
programa de software relativamente benigno ha sido capaz de poner de rodillas a
la comunidad electrónica”, declaró un experto de los laboratorios Livermore, de
California, asociado al programa de investigación de la “guerra de las galaxias”.
Sólo en Livermore hubo que desconectar ochocientos ordenadores hasta
conseguir desinfectarlos del virus introducido en su red.
Una voz anónima, que dijo hablar en nombre del saboteador, llamó a The
New York Times para explicar que su experimento, cuyo objetivo era introducir
un virus en la red Arpanet, se le fue de las manos por un pequeño problema de
programación que hizo que el virus se multiplicara a través de la red informática
cientos de veces más rápidamente de lo previsto. El virus consistía, como es
usual, en una serie de instrucciones manipuladoras o destructivas introducidas
clandestinamente, a través de la línea telefónica, en los programas de otros
ordenadores. Ello hace que su reproducción siga la ley del “contagio” que es
común en los virus biológicos. En este caso, el virus llegó a infectar a los
ordenadores de la NASA, del Massachusetts Institute of Technology, de las
Universidades de Harvard, Princeton y Columbia, del Mando Aéreo Estratégico
(SAC) y de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA). Pero como este virus no
estaba diseñado para borrar la información almacenada, y sólo ralentizó el
trabajo de los ordenadores, sus efectos pudieron ser controlados.
Dos meses después, en octubre de 1988, el primer ministro belga, Wilfried
Martens, se enteró una mañana por la prensa de que un anónimo fanático de la
informática, con sólo un ordenador personal y un teléfono, había podido penetrar
en el sistema de comunicación de su gobierno. El pirata pudo así conocer con
antelación los órdenes del día de los consejos de ministros, la correspondencia
electrónica entre el primer ministro y sus colegas de gabinete y otros
documentos oficiales reservados. Estaintromisión, en un momento en que el
Código Penal belga no contenía ninguna disposición contra el delito informático,
levantó muchas especulaciones entre políticos, psicólogos, sociólogos y juristas.
Según muchos analistas, el objetivo de los piratas electrónicos era, simplemente,
demostrar que los sistemas informáticos son vulnerables y presumir a su vez de
su habilidad técnica, a veces con medios rudimentarios. Pero junto a estos
intrusos por placer estaba comenzando a expandirse ya en aquella época una
pléyade de ladrones informáticos que lograban lucrarse con transferencias
bancarias, o de chantajistas que introducían en los ordenadores órdenes de
destrucción de los programas que utilizaban. En 1988 tan sólo Canadá. Francia y
Dinamarca habían adoptado disposiciones legales contra estos nuevos delitos.
En marzo de 1989, el servicio de contraespionaje de la República Federal de
Alemania desarticuló una red de espías que se dedicaba a robar la información
secreta de los bancos de datos occidentales, para vendérsela luego a la KGB
soviética. Los detenidos eran expertos “rompeclaves”, denominación que se
refería a aquellos aficionados a la informática que descifraban los códigos
secretos de acceso a los grandes bancos de datos y uno de cuyos precedentes en
Alemania había sido el Chaos Computer Club, de Hamburgo, que también había
llegado a acceder a los ordenadores de la NASA. Se reveló entonces que el
servicio alemán de espionaje seguía la pista de esta red desde hacía un año y que
había intentado varias veces cazar a los “rompeclaves” introduciendo en los
bancos de datos información falsa, pero ésta nunca fue recogida por los espías, y,
para congoja de la comunidad informática mundial, se desveló que para romper
las más severas medidas de seguridad y protección de datos de centros militares,
científicos e industriales, los “rompeclaves” no usaron más que herramientas de
escaso valor: ordenadores de precio medio-bajo, acopladores acústicos y la línea
telefónica de uso general. Los piratas habían comenzado a cooperar con agentes
del KGB en Hannover en 1985, gratis en una primera fase, y luego a cambio de
cientos de miles de dólares y drogas para uno de ellos, que era drogadicto.
Con estos antecedentes, en agosto de 1989 doscientos piratas informáticos
procedentes de Europa y de Estados Unidos celebraron su primer congreso
mundial en Amsterdam, una de las ciudades más permisivas del mundo y en un
país que no penalizaba la piratería informática. Los hackers —pues ésta era su
denominación en la jerga informática, del verbo to hack: cortar, acuchillar— se
dedicaron en su congreso a intercambiar informaciones sobre los últimos
avances de su técnica y adoptaron una Declaración Universal de los Hackers, en
la que decían no ser delincuentes y alirmaban, por el contrario, que contribuían a
la implantación de un sistema internacional de comunicación, demostrando los
fallos y escasa protección de los sistemas y luchando contra la “centralización
informática”. Y su organizador, Jan Dietvorst, declaró que “tenemos que hacer
frente a una peligrosa centralización de las informaciones. Y estamos
demostrando que con un equipo barato [un microordenador] es posible entrar en
comunicación con cualquier lugar del mundo”. Sin quererlo, sus palabras
constituyeron una lúcida profecía de la red mundial Internet.
Después de esta fecha, las intrusiones en las redes informáticas de alta
seguridad a través de la línea telefónica se han convertido casi en una rutina y no
hay semana en que no se destape algún caso clamoroso. Por ejemplo, el de un
joven israelí de dieciocho años que fue arrestado en septiembre de 1991 en
Jerusalén, acusado de haber accedido a informaciones secretas sobre la Guerra
del Golfo y sobre Israel. A raíz de éste y otros episodios que enfrentaban a unos
guerrilleros informáticos en la sombra con el sistema comunicacional de la
sociedad postindustrial, deseosos de subvertir tal sistema en nombre de
principios libertarios o para halagar su propio ego, el gobierno norteamericano
creó el Computer Emergency Response Team, un centro federal destinado a
vigilar la seguridad de las comunicaciones electrónicas. Pero, en el otro bando,
el número de guerrilleros informáticos no cesaba de incrementarse. En agosto de
1994 se celebró en Nueva York un nuevo congreso de piratas informáticos que
reunió a 1.200 hackers de Estados Unidos y algunos colegas de Canadá y
Alemania. Durante este congreso, y con música de rock and roll como fondo, se
proyectó en una gran pantalla una película con instrucciones acerca de cómo
usar la línea telefónica sin pagar, al mismo tiempo que los cyberpunks se
entretenían con cuarenta ordenadores de la sala principal hablando en
cyberspeak, el idioma del movimiento clandestino de la informática. Aclaremos
que el movimiento cyberpunk tiene como meta la fusión de la alta tecnología y
la contracultura, para hacer de la primera un instrumento al servicio de la
segunda.
Los reportajes acerca de esta curiosa reunión neoyorquina describían a los
piratas informáticos como parientes tardíos de los hippies, pero inmersos en la
alta tecnología, y de aspecto desharrapado. Aseguraban que una sed insaciable
de saber y de entrar en lo desconocido era lo que les llevaba a cambiar el mundo
real por el virtual. A la pregunta de por qué entraban en archivos secretos, la
respuesta más común era: “Porque sé hacerlo y lo consigo”. Uno de los
entrevistados hizo una distinción importante: “Una cosa es entrar en el sistema
informático del gobierno y otra comportarse como un criminal dentro”,
añadiendo con orgullo: “Si eres bueno, no dejas ninguna huella”. Como la
mayoría de sus colegas, insistió en que su motivación era la firme creencia de
que “la información pertenece a todos”. Se trataba de una especie de comunismo
revolucionario y libertario de la era informática, con el que ni Marx ni Bakunin,
que escribieron su obra a la luz de un quinqué y con plumas de oca, pudieron
siquiera soñar.
El manifiesto de los hackers del grupo llamado Blacknet expresó muy bien
los ideales de su gremio al considerar que “las naciones-Estado, las leyes de
exportación, las consideraciones en torno a la seguridad nacional y similares son
reliquias de la era del pre-ciberespacio”.
La actividad de los hackers ha continuado siendo persistente y, en el
momento de escribir estas líneas, sus últimas proezas han sido el asalto masivo
por dos adolescentes a los ordenadores del Pentágono —una presa sin duda
golosa— en febrero de 1998 y un ataque masivo, en mayo de 1999, a las webs
del FBI y del senado de Estados Unidos, que obligó a cancelarlas temporalmente.
Estos episodios revelan el eventual deslizamiento de la rebeldía hacker desde la
travesura hacia el ciberterrorismo. La ciberguerrilla o terrorismo informático,
menos cruento pero a veces más devastador que el terrorismo tradicional, puede
tener como objetivo la destrucción de información, como en los ejemplos recién
citados. Y nunca toma como rehenes personas o bienes, como hace el terrorismo
clásico, porque su objetivo son la información o los datos. Un ejemplo también
reciente de ello es el pirateo en junio de 1999 de la recién estrenada primera
entrega de la saga galáctica de George Lucas Star Wars, La amenaza fantasma,
para difundirla por Internet. Constituyó un episodio que canceló ruidosamente el
idilio que había existido hasta entonces entre la industria de Hollywood y el
sector informático, que aparecía como su gran aliado para obtener efectos
visuales especiales mediante imágenes digitales. La conclusión obvia de estos
episodios es que una eventual ciberguerra (un ataque masivo contra redes
informáticas) resultaría militarmente la forma más decisoria y rápida para dirimir
un conflicto bélico futuro. Y la moraleja es que quien posee un nivel de
desarrollo informático más elevado, más vulnerable resulta para su
ciberenemigo.
Tras el impacto traumático de la guerra de Kosovo se celebró en Milán, en
junio de 1999, una cumbre europea de hackers. En esta reunión se manifestaron
en contra de la infoguerra, en contra de la destrucción de la comunicación y sus
infraestructuras y en favor de la infopaz. Aprovecharon la ocasión para pedir que
todos los documentos anteriores a 1995 fuesen puestos al alcance de los
cibernautas y fundaron la Agencia por el Derecho a la Información en el
III Milenio. Y haciendo publicidad a una multinacional de Hollywood,
propusieron el hacktivismo para que el futuro no se llamara Matrix. De este
modo aludían a la popularísima película de Larry y Andy Wachowski estrenada
poco antes, que presentaba la lucha guerrillera de unos hackers contra un poder
político totalitario y omnímodo que dominaba el ciberespacio. Al final de la
cinta su mesiánico protagonista, Keanu Reeves, proclamaba su aspiración a crear
un mundo (cibermundo) “sin reglas ni controles”. Era una consigna que Bill
Gates suscribiría con gusto, para preservar la hegemonía de su imperio
informático.
Con motivo de los congresos de hackers y de las detenciones de algunos de
ellos ha podido trazarse su perfil, que en líneas generales resulta muy poco
atractivo para las convenciones más comunes de nuestra cultura, a pesar de ser
siempre jóvenes solteros. Suelen llevar gafas, por su gran dependencia de la
pantalla; son pálidos, por la falta de sol motivada por su reclusión, y obesos, por
su asidua ingestión de fast food y falta de ejercicio físico. Y, sobre todo, es un
sujeto asexuado, porque ha sublimado toda su energía libidinal en su único
interés, pues su único placer radica en el hacking.
Con esta caracterización se constata que, en su condición de nueva especie
de ciudadano, los hachen se han adaptado biológicamente a su nicho
informático. En su calidad de tecno-anarquistas, los hackers han sido idealizados
a veces como héroes contraculturales en el mundo de la alta tecnología, como
prolongadores del impulso contracultural y libertario hippie del post-68 en las
décadas de final de siglo, pero con su protesta despojada de sus ingredientes
eróticos, en concordancia con la alarma generada por la plaga del sida. Pero esta
extrapolación de la contracultura de los años setenta no puede admitirse sin
cautelas yes obligado recordar que Theodore Roszak, el teórico fundacional de la
contracultura, la caracterizó precisamente como una protesta y una réplica
colectiva contra el totalitarismo tecnocrático.
Si se analizan detenidamente las motivaciones de la rebeldía hacker se
pueden identificar tres motores de su conducta: el primero, de carácter
eminentemente narcisista, se halla en la constatación gratificadora de su propia
habilidad técnica y de su poder. El segundo, de carácter más ideológico, en la
defensa del principio del libre acceso a la información, de manera que
consideran que su actividad, aunque ilegal, es ética, y por ello legitiman la
cleptocracia, el orgullo meritocrático de la competencia y eficacia en la
sustracción de información ajena. Y el tercero, complementario del anterior, en
el placer de interferir o destruir un sistema que representa el orden institucional
social. Aquí se localizaría propiamente el eros libertario de su protesta, producto
de la inversión de su energía libidinal en el placer de la transgresión social. Y un
psicoanalista ortodoxo interpretarla seguramente la transgresión del hacker como
un intento para liberarse del opresivo control paterno, representado por el orden
social.
Este tema nos lleva al asunto de la adicción patológica al ordenador, a la que
en Estados Unidos se le llama computerism. Hoy se sabe bastante sobre la
adicción a la pantalla, que ha sido bien estudiada por Mark Criffiths, psicólogo
de la Universidad de Nottingham. Se sabe que el foco luminoso de la pantalla
posee cierta capacidad hipnótica y que la mayor adicción a Internet se produce
en los hackers, pero también entre personas desocupadas y mujeres de mediana
edad, lo que sugiere que aporta una compensación emocional en una vida poco
estimulante y con pocos contactos sociales.
Las investigaciones neurológicas más recientes sobre los procesos adictivos
se han realizado con la técnica del escáner denominada tomografía por emisión
de positrones (PET) para observar la actividad metabólica de ciertas áreas del
cerebro de pacientes durante tratamientos contra la adicción a la cocaína. Los
informes indican que cuando los adictos sienten la ansiedad de buscar la droga
se observa un alto nivel de actividad en una franja de áreas cerebrales que va
desde la amígdala y el cíngulo anterior hasta los lóbulos temporales. Pero el
mismo sistema mesolímbico parece funcionar normalmente para proporcionar al
individuo una sensación de placer ante cualquier cosa que suponga una
recompensa, como relaciones sexuales, chocolate, alcohol, nicotina o el placer
de un trabajo bien hecho. Y, por supuesto, ante el placer derivado de la pantalla,
que genera también una adicción no química. En 1995 la Facultad de Medicina
de Harvard ya se refirió específicamente a la adicción a Internet, comparándola
con el alcoholismo. Para entonces ya existían en la red páginas tituladas
elocuentemente Nethaolics Anonymous, Interneters Anonymous y Webaholics,
para ayudar a los adictos.
El año 1998 trajo descubrimientos reveladores en este apartado. Una
encuesta llevada a cabo en abril de aquel año reveló que un 16 por ciento de los
norteamericanos con acceso a Internet (unos 80 millones de personas) habían
abandonado totalmente o en parte la lectura de diarios en favor de las noticias
electrónicas. Pero el lado oscuro de esta expansión lo dio en agosto un estudio de
la Carnegie Mellon University de Estados Unidos, al señalar que el uso habitual
de Internet en el hogar favorece la depresión y el aislamiento: por cada hora de
conexión, según su informe, aumenta el uno por ciento el riesgo de la depresión
y se reduce el círculo de amigos y conocidos en 2,7 personas. Y el 3 de marzo de
aquel año toda la prensa mundial relató el caso de un italiano que pasó tres días
navegando sin interrupción por Internet y que tuvo que ser hospitalizado con
confusión mental, alucinaciones y delirios, con el diagnóstico de “intoxicación
aguda de Internet”.
SOCIODINÁMlCA DE LA RED
No hace mucho, Umberto Eco definió perspicazmente a Internet como “una
gran librería desordenada”. Con este diagnóstico Eco convergía con la
preocupación ya manifestada por la prestigiosa revista Science, alertando acerca
de un peligro de balcanización del conocimiento científico —de su
fragmentación, dispersión y ocultación—, debido a la estructura amorfa,
expansiva, asistemática y aleatoria de la red de redes. En su masa desordenada
de datos sólo puede obtenerse, obviamente, aquello que está en oferta, y es
prácticamente imposible saber de antemano lo que está realmente en oferta.
Volviendo a los símiles biológicos, hay que recordar que todos los sistemas
naturales tienden a optimizar su rendimiento, pero existe un punto de inflexión a
partir del cual lo bueno se convierte en un exceso dañino. Esto es cierto para la
alimentación, cuando la nutrición se plasma en obesidad patológica, o en el
cultivo intensivo que conduce a la desertización del territorio. Análogamente, en
el ser humano el exceso de información dificulta las funciones básicas de la
memoria y puede entorpecer los procesos cognitivos, de modo que el
crecimiento desordenado y desequilibrado de la red puede parangonarse a un
proceso celular canceroso, pero en el plano de la comunicación social. En tal
caso, puede afirmarse que se genera mucha información, pero poco
conocimiento.
Una gran librería desordenada resulta escasamente útil en la sociedad del
conocimiento, en la que es fundamental disponer en cada momento de la
información pertinente requerida y, para ello, dominar sus criterios previos de
selección. Lo que diferencia precisamente en la sociedad dual de la información,
a la que nos hemos referido en el tercer capítulo, a los insiders de los outsiders
reside precisamente en su posibilidad de acceso a la información pertinente y
requerida en cada mometo: if you are not in, you are out, reza el axioma dualista.
Hay que recordar que enseñar es, antes que nada, enseñar criterios de
díscriminación, de búsqueda y de selección de la información. No hacen otra
cosa todos los primates en sus ejercicios de aprendizaje y autoaprendizaje, como
en la distinción entre lo comestible y lo incomestible. Y, llegados a ciertos
niveles de complejidad intelectual, esta selección no puede hacerla ninguna
máquina, sino sólo la inteligencia intencional del hombre.
La “librería desordenada” de la que Eco se lamentaba exige criterios de
pertinencia y de búsqueda de la información por parte del usuario, de modo que
pronto habrá que afirmar que ser sabio consiste, sobre todo, en saber buscar,
elegir o seleccionar funcionalmente aquello que nuestro intelecto requiere en
cada momento. Y cuando hoy se constata que la dualización social que ha
dividido a los ciudadanos en ricos y pobres se ha agravado con la división
añadida de ricos y pobres en conocimiento (inforricos e infopobres), habría que
precisar que en esta nueva categoría el elemento principal de distinción es su
capacidad de acceso y selección pertinente de las fuentes de conocimiento y de
los datos requeridos. Porque la sobreoferta no sistematizada de información
equivale a desinformación, como ya se explicó.
Pero la red cumple otras funciones además de la enciclopédica y de consulta
de bases de datos y extiende su estructura a la comunicación bilateral y
multilateral. Kevin Kelly ha definido a Internet como un “exosistema colectivo”,
que estaría en la base de una nueva “inteligencia colectiva” (la expresión es de
Pierre Léyy). Ésta constituye, naturalmente, la visión optimista de la red, pues la
versión pesimista, a la vista del desequilibrio que el sistema alberga entre
conocimiento y ruido, la califica a veces de mero vertedero intelectual, poblado
por cibergolosinas y que multiplica la tontería de los tontos que lo utilizan.
Como advirtió Steven Miller, “en vez de una aldea global, las nuevas autopistas
podrán convertirnos en un fumadero de opio de quinientas pipas”.
El ciberespacio constituye un territorio libre que a veces se ha comparado
con las praderas del Far West. En tanto que espacio público de comunicación, la
red permite que las propuestas de los ciudadanos anónimos irrumpan en él,
perfeccionando una tradición democrática que an tes se plasmaba sólo en las
cartas a los directores de los periódicos, en llamadas a las emisoras de radio o
inserciones en medios marginales. Pero también el ya hiperpoblado ciberespacio,
en su calidad de espacio público, ha ido adquiriendo con el tiempo el rostro de
un espacio peligroso e inseguro, poblado por estafadores, paidófilos y asesinos,
que consiguen amenazar con su ciberdelincuencia a los ciudadanos pacíficos,
como veremos más adelante.
Las autopistas de la comunicación han creado la infraestructura de lo que
Alvin Toffler llamó hace años la “sociedad de la desmasificación”, con los
comunicadores reunidos virtualmente con sus interlocutores lejanos en el interior
de sus viviendas. Pero, a la vez, está remodelando el tipo de relaciones creadas
por la sociedad televisiva, que era la sociedad del aislamiento, sometida a la
tiranía de los flujos monodireccionales de información emitidos por las
pantallas. No obstante, es menester no hipostasiar la comunicación por la red,
pues la biología nos ha enseñado que organismos que viven en un mismo medio
no viven en realidad en el mismo mundo. Una flor, por ejemplo, es adorno para
una muchacha, instrumento de libación para una abeja y alimento para una vaca.
Sus mundos son distintos, tanto como los de los internautas que se comunican
desde distintos intereses personales y desde distintas subjetividades.
Comparada con Internet, la llamada telefónica es demasiado intrusiva y
puede ser temporalmente inoportuna (estamos tal vez en la ducha o enfrascados
en una tarea absorbente). El mensaje de la red queda depositado en cambio en el
correo electrónico del destinatario, para ser consultado a su conveniencia.
Porque la comunicación en la red puede ser sincrónica o asincrónica. En la
primera los participantes están simultáneamente on-line y se responden
inmediatamente unos a otros. Su efecto de telepresencia es más intenso y
emocional que en el segundo caso. Cuando la comunicación es sistemáticamente
asincrónica puede traslucir una voluntad de ocultación de sentimientos, de
esquivar una confrontación más directa o de crear cierto misterio.
Se ha dicho que Internet es el medio propio de la Generación X, pues la
creciente movilidad geográfica por razones laborales favorece las relaciones a
través de la red, que son más estables. De manera que las relaciones y amistades
no se forjan por la proximidad física, sino por la comunidad de sus intereses, y
su vínculo virtual sustituye a su vinculo personal, o por lo menos lo modifica
profundamente. Con su ubicuidad enunciativa, Internet dinamita así la geografía,
pero las personas siguen estando en sus lugares, pues el mito fantacientífico de la
teleportación sigue aguardando. El multimillonario Howard Hughes, que dio
varias veces la vuelta al mundo y acabó su vida encerrado en su búnker de Las
Vegas, en compañía de sus depresiones, ilustró de modo patológico, antes de la
explosión de la red, la improductividad de la ubicuidad que pretende justificarse
a sí misma.
La materia prima de la comunicación a través de la red es la escritura, un
sistema gráfico que Freud calificó lúcidamente como “la palabra del ausente”.
Pero sus textos son palabras despojadas de su contexto subjetivo de enunciación,
a diferencia de la entonación y la gestualidad que acompañan la comunicación
cara a cara, y a diferencia también de las cartas manuscritas, en las que la
caligrafía, el papel perfumado o los pétalos de flor pueden añadir un importante
plus emocional al mensaje. Para “caldear” el texto escrito con cierta temperatura
emocional se han inventado los emoticons (de emotions + icons), que son figuras
ideográficas alfanuméricas formadas con signos de puntuación del teclado, para
expresar estados de ánimo y otras características de los interlocutores, como :-)
[sonrisa], :-( [infelicidad], 8-) [personaje que lleva gafas], :-& [personaje con los
labios sellados], etc.
El repertorio semiótico que configuran los emoticons ilustra acerca de la
expresión dialectal formalizada en los chats anglosajones, en los que al lenguaje
airado, insultante o provocativo se le llama flaming (llameante), a los novatos se
les califica de newbies (de new y el sufijo de babies) y que ha creado todo un
sistema propio de netiquette (network + etiquette), que debe ser respetado por los
participantes. Tal sistema de comunicación plantea dudas acerca de cómo deben
designarse sus participantes. La palabra “operador” es demasiado fría e
impersonal, “interlocutor” debiera reservarse más bien para quienes
intercambian comunicaciones orales o locuciones, por lo que “corresponsal”
parece la más ajustada, aunque apenas se use.
Internet constituye un gigantesco árbol de subculturas muy diversificadas,
formadas por las llamadas “comunidades virtuales”, unas comunidades on-line
que constituyen foros de debate o grupos de discusión, monográficos O no, que
pueden ser abiertos o cerrados (endógamos), y que se corresponden en nuestra
tradición cultural con la función de las tertulias y los clubs de discusión, y hasta
de las peñas y las pandillas (la denominación inglesa chat [charla] se
corresponde bien con la acepción española). Sus panegiristas han querido
relacionarlas con la tradición utopista de las comunidades libertarias del siglo
XIX, pero su concepción es más cercana al modelo del ágora y del ateneo, dos
instituciones que se remontan a la Grecia clásica, aunque ahora hayan sido
despojadas de sus formalidades y ritos.
Una comunidad (a escala telemática) es un subgrupo social que comparte
intereses temáticos comunes y que está cohesionado por la mutua empatía de sus
miembros, creando entre ellos una proximidad virtual. Tales miembros pueden
no llegar a conocerse personalmente ni verse nunca, por lo que puede afirmarse
que son, de hecho, comunidades invisibles, incluso para sus participantes, unidos
solamente por la comunicación escritural. Por eso el espacio o territorio de la
comunidad virtual es más conceptual que perceptual. Y en unos momentos en
que las sociedades occidentales están viviendo una acelerada segmentación
calificada de “multicultural”, las comunidades virtuales contribuyen a la
tribalización de la sociedad postindustrial, parcelándola en tribus electrónicas
diferenciadas por sus gustos y aficiones y basadas en el refuerzo mutuo de una
identidad específica. No pocas veces tales tribus conocen una jerarquización
acentuada, con sus gurús, hechiceros o caudillos.
Debido a la frecuente dispersión física de sus miembros, estas comunidades
tienden a erosionar el sentimiento de lealtad territorial, cediendo la adhesión a su
localismo o patriotismo en favor de los vínculos afectivos interpersonales, de
carácter transregional o transnacional. Ya dijimos que Internet había dinamitado
el espacio geográfico y había redescubierto los ideales de la asociación libertaria
desterritorializada, pero no es menos cierto que una comunidad virtual puede
consumirse en la suma estéril de monólogos paralelos de personas con
afinidades culturales.
LA PORNOGRAFÍA DIGITAL
Aunque en el próximo capítulo profundízaremos acerca del sentido del
fenómeno pornográfico y de sus diversas estrategias expresivas, es inevitable
decir algo sobre él en un capitulo dedicado a Internet, en razón de la extensión e
importancia que ha adquirido en el ciberespacio. En efecto, en el meticuloso
estudio Marketing Pornography on the Information Superhighway, publicado en
1995 como fruto de una investigación de un equipo de la Carnegie Mellon
University, de Pittsburgh, se concluyó lo siguiente: la pornografía constituye la
aplicación recreativa más extendida en las redes; el 89,9 por ciento de sus
usuarios es del sexo masculino; debido a la amplia difusión de pornografía en
otros medios tradicionales, las redes privilegian variantes alternativas
especializadas, como la paidofilia, la hebefilia y parafilias diversas (como el
sadomasoquismo, el ondinismo, la coprofagia y la zoofilia). Un buen ejemplo de
esta voluntad de diversificación y originalidad lo ofreció Robert Thomas, de
California, al distribuir en la red imágenes de actos sexuales, pero señalando que
sus participantes eran miembros de una misma familia y, aunque no había
pruebas de que se tratase realmente de relaciones incestuosas, se convirtieron
gracias a esta información en best sellers en el sector. En la misma línea,
Catherine McKinnon, activista antiporno y profesora de Derecho de la
Universidad de Michigan, se lamentó de que cuando en la red se anunciaban
escenas de sexo oral con atragantamiento, el número de visitas se duplicaba
(Time, 3 de julio de 1995).
Aunque la rápida y profusa extensión de la pornografía en la red pudo
sorprender a algunos expertos, en realidad el fenómeno no era nuevo y tenía un
claro antecedente con lo ocurrido antes con el sistema francés Minitel, red
telemática pública nacida en 1981 como sistema de videotexto hogareño,
implantada por el Estado y que permitía el acceso por vía telefónica a diversas
fuentes de información de interés público. Aunque Minitel había sido diseñado
como un sistema utilitario al servicio de la racionalidad de los ciudadanos, la
práctica demostró inesperadamente que sus necesidades no eran las previstas por
los bienintencionados diseñadores y expertos. En 1986, en efecto, se iniciaron
las llamadas messageries roses con tal fuerza, que el gobierno conservador gravó
fiscalmente sus mensajes con un 36 por ciento de su coste y el ministro Charles
Pasqua amenazó con prohibir los de contenido homosexual. Las messageries
roses llegaron a convertirse en la aplicación más utilizada de Minitel —con
títulos como Sextel, XTel, Desiropolic, Aphrodite, etc—, revelando una capa
subyacente de deseos en la población que no afloraba en las encuestas. Y los
rumores de prohibición de los usos dionisíacos de Minitel tropezaron
decididamente con la voluntad de la población, pues una encuesta de Louis
Harris en 1991 mostró que el 89 por ciento de los consultados se oponía a ello.
De manera que Minitel primero e Internet después demostraron que en las
sociedades modernas existen deseos confesables y deseos inconfesables y que el
volumen de estos últimos desborda las previsiones de los sociólogos y de los
políticos.
Es interesante observar cómo algunos progresos técnicos en el campo de la
comunicación social han creado alarma en los moralistas que se consideraban
custodios de la ética sexual tradicional. En realidad, el concepto moderno de
pornografía fue inventado en el siglo XIX por hombres conservadores de clase
alta, preocupados por alejar los contenidos eróticos de las mujeres y de las clases
inferiores. Cuando se introdujo el teléfono en la sociedad a principios del siglo
XX, estos mismos moralistas lo consideraron tan escandaloso como la
pornografía, porque permitió que las jóvenes burguesas —sus hijas— fuesen
cortejadas sin control ni censura por pretendientes que se infiltraban
descaradamente con su voz en el interior del hogar. Y cuando se inventó el cine,
la mezcla de sexos en salas oscuras y ante unas imágenes de gran poder
sugestivo hizo que fuese contemplado por aquellos moralistas como un
espectáculo nefando.
La alarma moral por el flujo de contenidos pornográficos en la red no tardó
en llegar hasta ciertos políticos y juristas, que decidieron movilizarse para
combatirlos. Se planteaba, en primer lugar, un problema semántico, a saber, la
definición de la pornografía. En realidad, los contenidos pornográficos estaban
doblemente acotados y definidos pragmáticamente por dos grupos humanos
opuestos: por la demanda de sus usuarios y por el celo de sus censores. Entre
ambos grupos moralmente antagonistas se dibujaba la provincia de lo
pornográfico, aunque con la cautela del relativismo geográfico y legal, pues lo
que se consideraba pornografía en Arabia Saudí podía no serlo en Suecia.
La primera iniciativa gubernativa contra la pornografía en la red se produjo
cuando el 28 de diciembre de 1995 el gobierno alemán obligó a la empresa
servidora Compuserve a privar a sus abonados de doscientos foros declarados
previamente ilegales en razón de su carácter pornográfico. Al año siguiente se
aprobó en Estados Unidos la ley titulada Communication Decency Act, que
otorgó poderes al gobierno federal para perseguir y prohibir los con tenidos
pornográficos en la red, a pesar de que algunos juristas discutían si Internet debía
ser considerado como un medio impreso, protegido, por tanto, por la Primera
Enmienda de la Constitución, o un medio de difusión, como la televisión,
controlable por el gobierno. El debate estaba servido.
Era evidente que sobre la red de redes circulaban muchos equívocos. Se ha
querido criminalizar la circulación por su red nerviosa de mensajes
pornográficos o terroristas, olvidando que tales mensajes han circulado antes
impunemente, durante décadas, a través del correo postal, del canal telefónico y
hasta de quioscos públicos, de modo que la red no ha hecho más que favorecer
su fluidez, capilaridad y alcance. Pero el debate sigue en pie y el gobierno chino,
por ejemplo, legisló en diciembre de 1997 sistemas para su control —a través de
las empresas servidoras y de los propios usuarios—, mientras que las autoridades
de Singapur limitaban su acceso a una élite de usuarios autorizados y
venturosamente el Tribunal Supremo norteamericano sentenció en junio de 1997,
en contra de lo dispuesto por la Communication Decency Act, que la red de
redes no podía ser censurada y que sus mensajes estaban protegidos por la
Primera Enmienda.
No obstante, en este tema se navega todavía por un océano de ambigüedades,
pues el mismo Tribunal Supremo de Estados Unidos sentenció en abril de 1999
por unanimidad que enviar correo electrónico con un lenguaje “obsceno, sensual,
lascivo, sucio o indecente” constituía delito, si tenía el propósito de molestar a su
destinatario. De manera que esta sentencia matizaba su fallo anterior, que había
declarado inconstitucional la prohibición del material “sexualmente explícito” en
la red, introduciendo el factor de la intencionalidad del emisor. Este cambio
provocó cierta confusión en la opinión pública y los profesionales del sector,
pues suele saberse dónde empieza la censura, pero nunca dónde acaba.
En cualquier caso, una anécdota revela mejor que nada los equívocos que
encierra todo este asunto. Cuando se discutió la ley contra la pornografía en
Estados Unidos, un servidor de la Casa Blanca bloqueó su texto porque su
programa detectó una palabra que estaba prohibida en el sistema: pornografía.
VI
LA HOGARÓTICA Y LAS ESTRATEGIAS
DEL EROTISMO
privacidad — comunidad
atomización social — masificación
reclusión hogareña — extroversión pública,
que se corresponden filogenéticamente con las oposiciones propias del
estado de naturaleza:
DESEOS DIGITALES
Los ejemplos citados protagonizados por Fred Astaire y por Che Guevara
demuestran, por si cupieran dudas, que la magia digital es capaz de resucitar a
los muertos con gran eficacia. No sólo su imagen, sino también su voz. Desde
mayo de 1999, la voz digitalizada de Marilyn Monroe acompaña a los usuarios
del metro londinense, para ofrecerles sus informaciones con su cálida dicción.
La grabación fue posible gracias a un sintetizador digital que reprodujo, con
acento británico, el sensual timbre de la actriz. La compañía metropolitana
efectuó luego una encuesta y todos los pasajeros preguntados manifestaron
preferir su voz a la de un empleado corriente a la hora de recibir amables
instrucciones por los altavoces.
Por estas fechas se supo también que Virtual Celebrity, empresa californiana
fundada en 1998, había creado “clones digitales”, réplicas audiovisuales y
tridimensionales de intérpretes famosos (de Marlene Dietrich, James Cagney,
Vincent Price, Bob Hope, W. C. Fields, Groucho Marx) para uso comercial en
publicidad, cine, Internet, etc. La operación se iniciaba comprando sus derechos
de imagen a los herederos y luego digitalizando su imagen y su voz, a partir de
sus películas. Se creaba así un banco de memoria del personaje, un depósito de
sus formas audiovisuales, dispuestas a la resurrección, como en el mito
romántico de la momia. Es obvio que la resurrección de estrellas fallecidas para
renovar su deseabilidad para las masas supone una operación netamente
necrófila, de culto erótico a los muertos y sin posibilidad de satisfacción en un
encuentro personal. Constituye, de hecho, un caso de iconomanía necrómana.
En el caso de los actores ancianos y ya retirados o scmirretirados, esta opción
reviste para ellos una doble gratificación, una de tipo narcisista y otra financiera.
La primera por su posibilidad de revivir corno “ciberestrellas” su imagen de
juventud, el esplendor de sus capacidades vitales y profesionales plenas (se ha
dicho que Marlon Brando estaba interesado en tal operación), y la segunda por la
posibilidad de sustanciosos ingresos sin moverse del butacón.
Todos los ejemplos citados evidencian la omnipotencia fantaseadora y
delirante de la imagen digital, que era una virtud que sólo poseían hasta ahora las
artesanías manuales del dibujo y la pintura, pero que la técnica infográfica
permite presentar actualmente con la misma apariencia autentificadora de la
imagen fotoquímica. Y es lógico que esta técnica se haya puesto ya al servicio de
los deseos prohibidos. En marzo de 1994 se produjo un gran escándalo cuando
se descubrió que algunas copias de los laserdiscos del film ¿Quién engañó a
Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbitt, 1988), realizado con imagen real y
dibujos integrados por Robert Zemeckis y producido por Walt Disney y Steven
Spielberg, habían sido manipulados digitalmente. La manipulación fue
descubierta y denunciada por la revista Variety y era grave, porque aunque se
trataba de inserciones de carácter subliminal que sólo podían descubrirse
examinando la película fotograma a fotograma, el hecho de tratarse de añadidos
de carácter sexual y el interés de la obra para el mercado infantil multiplicaba su
escándalo. En los insertos digitales, el muñeco dibujado de Jessica Rabbit
aparecía sin bragas, emulando a la Sharon Stone de Instinto básico en el gesto de
descruzar sus piernas para revelarlo al público. En otro lugar aparecía
completamente desnuda y en otra escena el pequeño Baby Herman se metía
jubilosamente debajo de la falda de una señora para tocarla. La empresa
distribuidora retiró los laserdiscos que pudo del mercado, que a la vez se
convirtieron inmediatamente en un exótico y carísimo artículo de coleccionista,
y tuvo que renunciar a descubrir al responsable de la manipulación, pues gran
parte de la animación había sido encargada a artistas británicos.
La imagen digital permite otras fantasías acerca de uno mismo. La mayor
parte de las personas, según las estadísticas, está descontenta con su aspecto
físico y con su propia imagen. Unos se ven a sí mismos demasiado gordos, o
demasiado bajos, o con la nariz excesivamente pequeña, o con los hombros muy
cargados. El auge de la cirugía estética en Occidente habla a las claras acerca de
esta insatisfacción tan generalizada y de la que ya dimos cuenta al referirnos a la
dismorfofobia en el segundo capítulo. Una artista francesa llamada Orlan,
procedente del body art, se ha sometido en los años noventa a diez operaciones
quirúrgicas para conseguir que su frente sea como la de la Mona Lisa, sus labios
como los de la Europa de Gustave Moreau, su mentón como el de la Venus de
Botticelli, sus ojos como los de una Diana de la escuela de Fontainebleau, etc.
Orlan supone un caso radical de artista postmoderna, que no duda en afirmar que
“el cuerpo es obsoleto. Lucho contra Dios y contra el ADN”, para añadir: “Estoy
contra todo estándar de belleza y empeñada en dirigir mi autorretrato”. Se trata
de un caso extremo de utopismo proyectado sobre el propio ser, en el que
cambiar de cara se homologa al acto de cambiarse de camisa.
El caso de Orlan es, obviamente, un caso de radicalismo estético
experimental y excepcional, pero, también sin quererlo, una caricatura estridente
de la tendencia colectiva de nuestra sociedad del espectáculo hacia la
modificación de la propia apariencia, en una cultura en la que el parecer resulta
más importante que el ser. Orlan pertenece, claramente, a la cultura quirúrgica de
la era preinformática, pues en la actualidad la tecnología digital permite retocar
el propio cuerpo para eliminar sin cirugía sus defectos, y convertirlo —
transmutado en cibercuerpo— en objeto de deseo. Este cibercuerpo narcisista,
que hace realidad el mito del mutante dios griego Proteo en la era postmítica,
puede emplearse para introducirlo en un video juego, o para distribuirlo en
postales o en carteles callejeros, o para convertirlo en amante virtual de un sujeto
icónico deseado.
Análogamente, es posible construir ya la imagen de la pareja perfecta, como
intentó hacer laboriosamente Lev Kuleshov en los años veinte, a través del
montaje cinematográfico de partes anatómicas de diferentes mujeres.
Seguramente Kuleshov no hizo más que seguir la tradición de algunos pintores,
que combinaban atributos de diferentes modelos, para crear su paradigma de
suma perfección estética. En los últimos años, varios departamentos de
psicología han dedicado tiempo y esfuerzos para desvelar los modelos óptimos
de atractivo físico. Entre los más persistentes investigadores en este campo se
halla el profesor David Perrett, que ha establecido desde su cátedra en la
Universidad de Fife, en Escocia, un puente de colaboración con estudiosos
japoneses, para tratar de validar sus hallazgos con carácter universalista, cuyas
conclusiones publicó en la revista Nature en marzo de 1994.
Los trabajos de campo realizados por Perrett y sus colegas japoneses
permiten aventurar que la percepción del atractivo físico del rostro de una mujer
o de un hombre se basa en un instinto que prima su alejamiento relativo de los
rasgos promedio en su entorno. Es decir, que valora una cierta originalidad o
atipicidad, lo que sería biológicamente funcional para favorecer las ventajas de
la exogamia sobre la endogamia, con su enriquecedora mezcla de genes. Esta
tendencia fue confirmada con el realce experimental mediante el ordenador de la
combinación de rasgos más atractiva, para exagerar todavía más su diferencia
con la combinación media, haciendo, por ejemplo, más llenos los labios O
elevando los pómulos y separando los ojos. Los observadores encontraron
siempre más atractivos los retratos realizados así. Para evitar un sesgo étnico a
estas percepciones, el experimento se repitió con sujetos japoneses en su propio
país, presentando tanto modelos de rostros caucásicos como japoneses y tanto de
hombres como de mujeres. Los resultados fueron los mismos: lo “exótico”
resultaba más atractivo que lo estadísticamente predominante.
Lo que significa que en la producción icónica digitalizada de la pareja más
deseable debe desempeñar un papel importante la creatividad o el
inconformismo de su diseñador. Si los antiguos pintores tenían que ir rehaciendo
las formas de sus desnudos con sus penitimenti, para acomodarlas a sus deseos,
la producción digital de imágenes permite ahora escanear el rostro de una
persona, las piernas de otra, etc., para ir componiendo luego un cuerpo ideal y
ligeramente inarmónico, de acuerdo con lo que ahora sabemos sobre el atractivo
físico, e ir ajustando paulatinamente sus formas y sus poses, de acuerdo con la
curva del deseo y de la excitación del operador. De este modo se puede
optimizar la deseabilidad de una figura, presentada del modo más favorecedor
posible.
Aunque, claro está, esto puede conducir a la creación de una figura muy
deseable con la que no se puede fornicar, pues la interactividad con ella es muy
limitada, siempre monodireccional y privada de tactilidad. El único consuelo que
le queda al deseo obturado reside en saber que aquella figura no nos podrá
defraudar, ni nuestra relación con ella se erosionará por efecto de la convivencia
y de su rutina.
Lo que no obsta para que el operador pueda introducir su propia
representación digitalizada en la imagen, para que por procuración vicarial
acompañe, acaricie y hasta posea icónicamente al sujeto deseado. Es probable
que muchos optarían en este Caso por figuras aureoladas por el carisma de la
popularidad mítica gestada mediáticamente, con rostros como los de Kim
Basinger o Leonardo di Caprio, para hacer icónicamente el amor con ellos. Pero
los operadores más imaginativos construirían sus parejas icónicas a la medida de
sus deseos precisos y meticulosos, como hizo Pigmalión con Galatea. La
finalidad sería siempre la misma: representarse junto al ser deseado para estar
con él sin estarlo. Ésta es la lógica interna e ilusoria en la que se fundamenta la
iconofilia, fomentada enérgicamente desde las industrias audiovisuales
contemporáneas al proponer a la sociedad sujetos altamente deseables, pero a la
vez inalcanzables.
Si las imágenes son presencias ópticas sin vida, no por ello escapan a la
iconolatría masiva, y su carencia de vida tampoco impide que estén asimismo
sujetas a un auténtico proceso de selección darwinista, de tal modo que las más
llamativas, escandalosas o sofisticadas tienden a eclipsar o a desplazar a las más
banales o más tradicionales. El principio biológico de la “mirada preferencial”
(sobre todo hacia el estímulo sexual y al nutritivo) actúa de modo implacable en
este campo. Y, siguiendo con el símil biológico, este imperativo que prima a las
imágenes más excitantes sobre las que lo son menos tiende a reducir la
“biodiversidad” de nuestra iconosfera contemporánea.
De manera que la iconosfera contribuye, con sus formas y colores
hedonistas, a sensualizar nuestro entorno urbano, aunque también puede llegar a
saturarlo, pues el exceso de imágenes las hace finalmente invisibles,
convirtiéndolas en mero “ruido óptico”. Pero esta realidad cultural no debería
hacer olvidar que sustituir a las palabras, que son la base del pensamiento
abstracto, por imágenes, que constituyen plasmaciones de lo concreto, merma
indefectiblemente la capacidad de reflexión de los sujetos.
LA ZAMBULLIDA DIGITAL
En 1885, un grupo de artistas alemanes llevados a Atlanta por el empresario
norteamericano William Wehner inició un trabajo curioso, que les ocupó durante
casi dos años. Wehner les había encargado que reconstruyeran, con figuras de
tamaño natural, la batalla de Atlanta que, el 22 de julio de 1864, aceleró
dramáticamente la derrota militar de la Confederación. Con suma paciencia, los
artesanos alemanes construyeron figuras de soldados y oficiales de los dos
bandos en liza, sus banderas, caballos, armas y cañones, para poner en escena en
un gran espacio tridimensional el dramático episodio bélico. Así nació el famoso
Ciclorama de Atlanta, cuyo campo de batalla los turistas pueden ahora visitar,
paseando apaciblemente entre las figuras guerreras de aspecto amenazador, pero
inmovilizadas y congeladas en el tiempo.
Pocos años después de inaugurado este singular Ciclorama, los hermanos
Lumière inventaron el cinematógrafo, que permitió descongelar aquella
inmovilidad figurativa, al captar y reproducir visualmente la realidad en
movimiento. Luego la industria del cine, empujada por el deseo de incrementar
el ilusionismo naturalista de sus obras, en aras de mayores beneficios
económicos, conquistó la reproducción del sonido y del color. Y en esa misma
lógica ilusionista se inscribieron los inventos macroscópicos y multisensoriales
del Cineorama, del Cinerama, del Cinemascope, del Kinopanorama, del
Odorama, del Sensurround, del Circarama, del sonido Dolby Stereo y del
Omnimax de 360º. Se trataba, en todos los casos, de que el espectáculo se
pareciese lo más posible ala vida.
Entretanto, mientras prosperaba la sociedad de los simulacros, tan
agudamente diseccionada por Baudrillard, la televisión no cumplía su vieja
promesa de ofrecer sus imágenes con plenitud tridimensional. Y los usuarios de
Internet tenían que distinguir entre su comunicación mediada y escritural por la
red y la comunicación plena en 3-D. La cultura electrónica acusó, en el último
cuarto del siglo XX, un déficit de naturalismo, de corporeidad y de sensorialidad,
mientras en ámbitos menores la apetencia por los simulacros vitales se
confirmaba rotundamente con juguetes como los tamagotchis, verdaderas
mascotas virtuales, o con muñecos animados y parlantes como Furby.
A esta apetencia sensorial hiperrealista intentó responder la realidad virtual
(RV) inmersiva, cuyas primeras experiencias remontan a los ensayos de Ivan
Sutherland en 1968, con su primer casco visualizador, y que se desarrollaron
como fruto de la convergencia de la informática, de la óptica, de la robótica, de
la psicología cognitiva y de la ingeniería biomecánica, en los trabajos de
simulación llevados a cabo en el ámbito militar —para entrenar a los pilotos
aéreos— y en el académico. La expresión “realidad virtual” fue creada por Jaron
Lainer en 1986, pero la comunidad científica prefiere las más exactas de
“entornos virtuales” (virtual environments), “entornos reactivos” (responsive
environments), “entornos sintéticos” (synthetic environments), y “realidad
artificial” (artificial reality).
La RV inmersiva constituye un sistema informático que genera entornos
sintéticos en tiempo real, que son ilusorios, pues se trata de una realidad
perceptiva envolvente sin soporte objetivo. El operador porta un casco
visualizador, con dos monitores televisivos con pantallas de cristal líquido, una
para cada ojo, que producen el efecto estereoscópico derivado de la visión
binocular y de la correspondiente disparidad retiniana. Pese a este hiperrealismo
óptico, el sistema no activa la acomodación del cristalino del ojo a las diferentes
distancias representadas en las pantallas, sino que se acomoda a la distancia fija
a las pantallas planas, muy próximas a los ojos, lo que significa una perversión
de las leyes fisiológicas de la visión. Esta anomalía perceptiva evidencia que
penetrar en el ciberespacio supone, paradójicamente, penetrar en una imagen
plana. Otra característica fisiológica se deriva de que la experiencia visual de la
RV depende de los movimientos de la cabeza y del cuerpo, pero no del
movimiento de los ojos explorando las imágenes de sus dos pantallas.
Esta última característica se vincula a la experiencia cenestésica y cinestésica
de la RV. Cenestésica, por cuanto permite al operador la conciencia de la posición
y de la actividad de su cuerpo en el espacio, y cinestésica porque permite la
conciencia de los desplazamientos en tal espacio. Esto es posible porque la
visión estereoscópica generada por las dos imágenes computarizadas está
coordinada, mediante sensores y programas informáticos complementarios, con
el movimiento del cuerpo del operador, para producir la impresión de integración
física y de movilidad del punto de vista en un espacio de tres dimensiones. No
obstante, las altísimas velocidades de cálculo exigidas por estas operaciones
hacen que, en la actualidad, se acuse una inercia cinética en los cambios del
punto de vista, que resultan todavía demasiado retardados.
Con sus entornos multisensoriales interactivos, la RV ha desplazado el
protagonísmo de la información, propio de la cultura de la era digital, hacia el de
las sensaciones, que, como recordamos en el segundo capítulo, constituyen el
fundamento físico del sensacionalismo. El operador navega con su cuerpo por el
ciberespacio, un territorio ilusorio que fue bautizado así por William Gibson en
su novela Neuromancer (1084) y que definió como una “alucinación
consensuada”. Pero en realidad deambula por un paisaje que es mera
información óptica, sin extensión ni soporte territorial, y mientras sus pies y su
cuerpo están en la realidad, su cabeza se halla en un escenario virtual. Por eso
Thomas Furness propuso llamar mindware a su software.
Cuando trabajamos ante la pantalla de un ordenador, la reconocemos como
interfaz de la máquina, pero la RV disuelve el interfaz o, mejor dicho, hace
desaparecer el efecto interfacial, pues es en el interfaz ojos-pantallas, en el que
no hay percepción de sus encuadres o marcos, donde se intersecta el desarrollo
de la RV. Desde su invento en la cultura pictórica del Renacimiento, el marco-
encuadre de la representación ha constituido el más eficaz delimitador entre la
representación y su entorno, pues impone una externalidad, una distinción y una
distancia entre sujeto y objeto, entre el observador y lo observado. Al abolir este
marco de la representación, el sujeto se confunde con el objeto, mediante su
inmersión ilusoria en el ciberespacio.
De manera que en esta simbiosis íntima entre hombre y computadora, el
entorno se percibe como una prolongación del sistema visual y artificialmente
“pegado” a él, como se evidencia cuando el operador se quita el casco y se halla
ante un universo visual distinto y extenso. Esta situación puede resumirse
diciendo que en lugar de desplazarse por un territorio, el operador mueve una
ventana que lleva ante sus ojos, en la que está representado visualmente el
territorio.
Esta cuestión remite al tema crucial del punto de vista óptico, pues si la RV es
una tecnología, para su operador es antes que nada una experiencia sensorial
subjetiva. Habitualmente, su punto de vista corresponde a la del paseante que
percibe, en primera persona, un entorno que le circunda. Pero no es difícil
introducir, mediante una cámara, el efecto de segunda persona, de modo que el
operador se vea a sí mismo en sus pan tallas, pero fuera de sí mismo, con el
efecto propio del espejo. En su entorno puede aparecer también otra persona
mediante el efecto de telepresencia, lo que significa que está en su campo visual,
sin estar físicamente en su proximidad. La telepresencia, ala que en Japón se le
llama con más rotundidad teleexistencia, se basa en el principio de las
correspondencias homeomórficas (del griego homeo: semejante, y morfo:
forma), es decir, en la correspondencia establecida entre dos sujetos u objetos, de
manera que sus formas (espaciales o temporales) se reproduzcan con fidelidad
en otro lugar distinto del que se hallan, independientemente de su sustancia,
escala, etc. De modo que la telepresencia permite a una persona actuar a
distancia como si estuviese realmente en el lugar de su intervención y los sujetos
“telepresentes”, tal vez alejados a miles de kilómetros en la realidad, comparten
sensorialmente un espacio virtual común.
La RV se puede enriquecer todavía con la AR (Augmented Reality), una
modalidad en la que las imágenes generadas por ordenador se superponen a las
del mundo real, utilizando para ello unas gafas (oftalculares) similares a las de la
RV.
La RV no es sólo un juguete. Los militares comenzaron a interesarse en ella
para entrenar a sus pilotos en entornos interactivos y sin riesgo físico para ellos
ni para los aviones. Y por parecidas razones interesó este sistema a la NASA.
Entre sus primeras aplicaciones prácticas figuraron las exploraciones virtuales de
territorios inaccesibles o muy peligrosos, como fondos submarinos, zonas
radiactivas o superficies de planetas, en las que un robot reemplaza al ser
humano, quien recibe en cambio desde un lugar seguro la información sensorial
y con sus movimientos físicos activa y teledirige al ingenio sustitutivo a
distancia.
Entre otras muchas aplicaciones de la RV figuran las psicoterapéuticas, de
orientación conductista. En el caso de las neurosis fóbicas, se pueden presentar
agentes fóbicos virtuales al paciente, graduando paulatinamente su intensidad,
para que se acostumbre a ellos. Por ejemplo, al paciente de acrofobia se le puede
elevar progresivamente su distancia virtual del suelo, para que se vaya
acostumbrando a la altura. Y al hipertímido se le pueden proponer estrategias de
relación con sujetos virtuales del otro sexo.
También la RV se ha empezado a utilizar en cirugía, pues su máximo valor
pedagógico deriva del principio del “aprender haciendo”. La simulación
quirúrgica aparece como un campo con gran futuro, para ensayar operaciones
difíciles y ahorrar vidas. Ya en 1993, el cuerpo de Joseph Paul Jernigan,
ejecutado en Texas, fue congelado y cortado luego en rodajas de un milímetro de
espesor para ser fotografiadas. Estas fotografías fueron luego digitalizadas y
conservadas en la memoria de un ordenador. De modo que este primer cadáver
digital fue bautizado Adán y utilizado para impartir clases de anatomía.
Las aplicaciones pedagógicas de la RV son incontables. En mayo de 1996, el
parque zoológico de Atlanta inauguró un hábitat selvático virtual de gorilas y los
visitantes, provistos del casco visualizador, pueden interactuar con los miembros
de la manada sin riesgo y sin necesidad de efectuar un costoso viaje a África.
A propósito de la RV se ha hablado de mundo abiótico (sin vida), de
comunicación postsimbólica y de arte postontológico. Estos calificativos
sugieren una carencia, un vacío, una pérdida o una mutilación. También se ha
insistido mucho en su engaño a los sentidos y se han evocado a su propósito las
sombras engañosas de la famosa cueva de Platón y el antecedente más próximo
de Catalina de Rusia, cuyos funcionarios construían decorados distantes en los
parajes que la emperatriz recorría, para hacerle creer que se habían erigido obras
públicas y que el país progresaba. Aquellos funcionarios corruptos fueron los
precursores de la RV en el siglo que precedió a la Revolución Industrial.
Con su consolidación de un espacio subjetivo e ilusorio, la RV ha hecho
realidad el País de Ninguna Parte, que estaba prefigurado en las comunidades
virtuales asentadas en la red. Es decir, ha dotado a aquella ilusión colectiva de un
anclaje sensorial preciso. Y su emergencia permite ampliar la famosa prueba que
Turing ideó para decidir si una máquina merecía el calificativo de inteligente.
Aplicando su razonamiento a la RV, habría que añadir que, cuando lo percibido
no pueda distinguirse de la realidad, será de hecho realidad. Ése era también el
criterio de Elmyr d’Hory sobre los cuadros falsificados, como ya vimos.
Y éste es el momento de recordar que los sueños se le aparecen al soñador
como reales, no como sueños, de manera que entrar en un sistema convincente
de RV es algo equivalente a entrar en un sueño. El ciberespacio puede ser
contemplado como el refugio para una vida virtual, hecha de experiencias
vicariales y evanescentes, la meta definitiva para las legiones de teleadictos
insatisfechos. La RV puede ser, en efecto, un sustituto falaz de la realidad y un
refugio de las aflicciones de la ingrata cotidianeidad. Puede convertirse en el
caparazón de todos los aquejados del síndrome de Peter Pan, que se niegan a
afrontar sus responsabilidades adultas. Puede ser el dominio ideal para Mr.
Hvde, sin culpa ni remordimientos. Peter Weibel ha llamado al ciberespacio
“espacio psicótico” y se ha comparado a los objetos que lo pueblan a los
“objetos fantasmas”, en el sentido en que la medicina se refiere a “miembros
fantasmas” que, aunque amputados al paciente, éste los sigue sintiendo a pesar
de su inexistencia.
Y, sobre todo, se han comparado sus efectos con los de las drogas
alucinógenas. Al ofrecer el ciberespacio mundos alternativos que se presumen
más estimulantes que el mundo real, Claude Caroz ha podido calificarlo como
“droga electrónica del tercer milenio”. No es raro que Timothy Leary, apóstol de
las drogas alucinógenas, fuese un entusiasta de la RV, en cuya irrealidad
hiperrrealista veía un eficaz LSD electrónico, apto para un estimulante trip. Y, en
efecto, la literatura clínica ha comenzado a describir ya casos de adicción
patológica a la RV, en los que el adicto, caído en el pozo de su ilusión, se niega a
regresar a una realidad que percibe como ingrata u hostil.
Ciertamente, al otro lado del espejo de Alicia pueden abrirse abismos
incontrolables. Pero no es menos cierto que las cosas que pueden suceder en la
RV son a veces menos asombrosas que las que ocurren en el mundo real, con sus
guerras étnicas y religiosas en plena era postindustrial, o con el enloquecimiento
colectivo que se apodera de miles de adolescentes ante un cantante de moda.
Nuestro lado del espejo puede resultar también muy sorprendente e ilógico.
REALIDAD VIRTUAL Y ESPECTÁCULO
Las imágenes del cine y de la televisión constituyen presencias virtuales, con
las que no podemos interactuar, y nuestro papel ante ellas se limita al de pasivos
observadores. Pero es seguro que vanas generaciones de espectadores han
soñado con poder entrar en la Odessa insurrecta de El acorazado “Potemkin”,
en la Atlanta de Lo que el viento se llevó o en la casbah de Casablanca, para
aproximarse a Humphrey Bogart o a Ingrid Bergman. Hasta que llegó un buen
día en que Woody Allen nos sorprendió haciendo que un actor de La rosa
púrpura de El Cairo, Jeff Daniels, abandonase la pantalla para vivir otra vida
alternativa al margen de su ficción programada. Cuando Woody Allen rodó su
película, en 1984, la RV estaba entrando en su vacilante pubertad.
Pero imaginemos que una admiradora de Bogart consigue finalmente entrar
en las imágenes de Casablanca, el famoso film de Michael Curtiz. ¿Con qué se
encontraría en el paralelepípedo virtual que se abre tras la pantalla? Se en
contraría, simplemente, con ectoplasmas sometidos a un comportamiento
completamente determinista, que no le harían ningún caso y que repetirían una y
otra vez los mismos gestos y diálogos que quedaron estampados en la cinta en el
curso de su rodaje. La experiencia no habría valido mucho la pena.
En los últimos años las industrias del espectáculo, bajo el influjo subterráneo
de la RV, han comenzado a ofrecer al público ficciones autorreflexivas acerca de
la frágil frontera que separa a lo real de lo virtual, al documento de la ficción y a
la historia de la invención y de los desbordamientos mutuos que pueden
producirse a ambos lados de la frontera. En El show de Truman (The Truman
Show, 1998), de Peter Weir, el protagonista vive en un entorno global que es
mero espectáculo televisivo y del cual él participa sin saberlo, en calidad de
protagonista. Y en Pleasantville (1998), de Gary Ross, dos hermanos consiguen
entrar a través de una pantalla en una teleserie, que constituye una auténtica
tontilandia de los años cincuenta, pero con su presencia consiguen subvertir las
costumbres de aquel mundo ultraconservador, aséptico y superpuritano.
Pleasantville constituyó una buena alegoría acerca de la RV inmersiva y de su
confusión entre realidad y ficción.
Y finalmente, la fantasía infonáutica de Matrix (1999), de Larry y Andy
Wachowski, convertida velozmente en film de culto, entonó un himno en favor
de los hackers y presentó un conflicto y una violenta acción física que tenía
lugar en un ciberespacio que era tan real como nuestro espacio euclidiano y vital,
pues en él las personas podían incluso morir, momento cumbre que supone la
verificación suprema de la vida. En este caso podía afirmarse sin la menor duda
que se trataba de una especulación fantacientífica nacida al calor de las
experiencias de la RV.
Y aunque el argumento de Matrix fuera rigurosamente inverosímil, es verdad
que la RV inmersiva ha replanteado de arriba abajo la naturaleza y las
convenciones del espectáculo audiovisual tradicional, derivadas de las matrices
fundacionales que nacieron en la Atenas clásica. Para empezar, en el
ciberespacio el territorio es ficticio, pero el tiempo es real, lo que podría
resumirse diciendo que la RV es utópica pero no ucrónica. Por lo que las elipsis y
flash-backs que el montaje permite en las representaciones audiovisuales,
llevando la acción varios años hacia adelante o varias horas hacia atrás, son
rigurosamente imposibles.
Por otra parte, desde el momento en que una persona entra en el ciberespacio
con un casco visualizador, deja de ser espectador pasivo para convertirse en un
espectador-actor en el ámbito de los self-media. Puede que este operador, ya en
el ciberespacio, decida entrar por una puerta a su derecha y avanzar por aquel
itinerario. Pero otro operador que llegue con él o tras él, en uso de su autonomía
hipertextual, posiblemente optará por la puerta de la izquierda, y ambos tendrán,
en consecuencia, vivencias, y seguramente sorpresas, muy distintas. El
imaginario unificado que es propio de los públicos tradicionales que comparten
el mismo espectáculo, en el cine o la televisión, queda así dinamitado por la
pluralidad de acciones y de vivencias.
Existen, además, los problemas derivados de la discrepancia entre espacio
virtual y tiempo real. En las películas cinematográficas, sus protagonistas pueden
trasladarse en un santiamén, a veces mediante un fundido encadenado, desde
Nueva York a Pekín, desde Alaska a París, También esto puede suceder en el
seno de la RV, pero el espectador-actor, anclado en el flujo de tiempo continuo,
vivirá aquella discontinuidad espacial como una violenta incongruencia
psicológica, que no es comparable a la vivencia del lector de una novela o del
espectador cinematográfico, al seguir la narración de una peripecia exterior y
ajena, fijada sobre un soporte.
Porque, en concordancia con lo que acabamos de explicar, los operadores no
contemplan una narración, sino que son sujetos activos de una acción y de una
vivencia de las que son protagonistas, que sena narrativa para los eventuales
espectadores que pudieran contemplarla, pero no para quien la ejecuta. Después
de cien años de cine y de cincuenta de televisión, que han privilegiado e
hipostasiado el principio de la narratividad, la RV se erige en un medio
decididamente postnarrativo.
La RV eclipsa así los vectores de la narratividad y de la temporalidad, en
favor de los de la actividad espacial autónoma y la peripecia subjetiva. En pocas
palabras, en la RV desaparece la figura y la función del narrador, tanto como
desaparecen las del público unificado. Y con ello se replantea brutalmente una
discrepancia entre seusorialidad y narratividad, entre mímesis y diégesis, entre
percepción y estructura. Como se replantean, no menos agudamente, la función y
tareas del espectador en relación con el espectáculo y con la fabulación
representada.
EL EROS CIBERNÉTICO
Con la irrupción de la RV, las industrias de las representaciones han
potenciado considerablemente su vector como industrias de las emociones. Han
hecho realidad, con medios informáticos, lo que Baudelaire llamó en el siglo
romántico los “paraísos artificiales”, hasta el punto de que Brenda Laurel ha
podido afirmar, invocando la antigüedad pagana, que la RV permite la creación
de experiencias dionisíacas. El ciberespacio puede, en efecto, aparecer como un
sueño, corno una fantasía onírica, y puesto que existen los programas para RV
compartida (o “entornos virtuales compartidos”), sus sueños puede ser sueños
acompañados, incluyendo, naturalmente, los sueños eróticos, que se diferencian
de los sueños fisiológicos en que, en éstos, estamos verdaderamente solos
aunque creamos no estarlo.
Pero Luis Buñuel, que sabía mucho de sueños, señaló en sus memorias que
en los sueños eróticos nunca conseguía consumar un coito y que su excitación
nunca llegaba finalmente a satisfacerse. Ésta parece ser una experiencia onírica
muy común, que señala una frontera drástica entre fantasía y realidad, y el
propio Buñuel realizó en 1972 en Francia una divertida y corrosiva película, El
discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeosie), en la que
escenificaba reiteradamente esta frustración, pues sus personajes nunca
conseguían satisfacer sus apremiantes impulsos nutritivos, ni los sexuales, pues
eran interrumpidos siempre en el momento culminante.
Pero, como hemos explicado más arriba, en la RV no existen las elipsis
censoras que, con su discontinuidad, eliminan en las películas las escenas
sexuales que debe cían aparecer lógicamente tras la escena del beso apasionado.
En la RV no existe ni el montaje, ni las elipsis, ni los fundidos en negro, ni las
metáforas censoras. En ella existe un territorio virtual, que constituye la base de
las acciones físicas del operador. En la naturaleza el espacio es en cambio
extenso y real, como el que recorren los animales agresivos que dominan un
amplio territorio, que les da la posibilidad de encontrar y poseer una hembra (o
hembras) para aparearse. En el hombre, como herencia de su extensa etapa
histórica como cazador recolector, pervive el deseo de espacios en los que pueda
vivir experiencias gratifican tes y pueda satisfacer sus más secretos apetitos.
Entre ellos, el del encuentro de una pareja sexual.
Pero al ser el ciberespacio una pura simulación, los deseos pueden ser todo lo
extravagantes y transgresores que se quiera, ya que, puesto que no tienen
consecuencias materiales, todo está permitido en él. Incluso las llamadas
perversiones o parafilias, en su amplia gama de modalidades. Y los deseos
pueden ser también transferidos a objetos virtuales, como hacen los usuarios de
las grandes muñecas hinchables para satisfacer los impulsos de su libido y de los
que dimos cuenta en el cuarto capítulo.
En 1974 el informático e inventor del hipertexto Theodor Nelson creó la
expresión “dildónica”, para describir una máquina inventada en San Francisco
por How Wachspress, que convertía las vibraciones del sonido en sensaciones
táctiles. Al aplicar este sistema vibratorio a las zonas erógenas del cuerpo se
derivaba una sensación excitante y placentera, de carácter sexual. Por eso
conviene aclarar que en el slang angloamericano dildo es el nombre dado, según
el diccionario Webster, al “pene artificial erecto”. Al extender la RV en los
últimos años su ámbito multimodal a la esfera genital, resultó obvio que podían
construirse telepenes blandos y flexibles que, mediante sensores y aire
comprimido, podían endurecerse de modo vicarial con el envío de estímulos
apropiados. Así nació la “teledildónica”, que parecía querer sustituir la famosa
envidia del pene freudiana por la envidia del cyborg copulador y por sus
potencialidades sobrehumanas en lo tocante a su erección ilimitada.
Llegados a este punto, es obligado referirse a la tactilidad virtual, una
función sensorial a la que hasta ahora no nos hemos referido, pero que completa
las percepciones cenestésicas y cinestésicas y que es posible mediante
ciberguantes (data gloves) y hasta cibertrajes adheridos a la piel (data suits).
Hoy día se conocen bastante bien los mecanismos neurofisiológicos del tacto
humano, que se basan en receptores neurales de diverso tipo en la piel y con
funciones específicas, para detectar la vibración, la presión firme, el tacto ligero,
etc. Hay que distinguir también la diferencia entre mecanorreceptores (detectores
de superficies) y termorreceptores (sensibles a las temperaturas) y, sobre todo,
señalar la función del tacto háptico —fundamental en la relación sexual—, que
es el tacto derivado de la exploración activa, sobre todo con los dedos,
diferenciado del pasivo, cuyos mecanismos son distintos, pues el primero es
itinerante y posee por ello una dimensión temporal, mientras el segundo es
estático y simultaneísta. Pero la sensibilidad del tacto tiene sus umbrales y sus
limitaciones, como los tienen los restantes sentidos, y la discriminación táctil de
dos puntos resulta difícil cuando están separados por menos de 2,5 milímetros.
La literatura fantacientífica ha fantaseado menos con el tacto que con los
sentidos de la vista y del oído, por las razones que expusimos al final del primer
capítulo, ya pesar de que el sentido común reconoce su fundamental importancia
biológica, muy bien manifestada en la expresión “pellizcarse para ver sise está
despierto”. De hecho, resulta más probable la supervivencia del sujeto privado
de la visión que del privado del tacto, el cual podría arder sin sufrir dolor.
Pero cuando Aldous Huxley escribió en 1931 Un mundo feliz, en los albores
del cine sonoro, presentó en una escena un espectáculo al que llamó “cine
sensible” y cuya publicidad anunciaba un “superfilm totalmente cantado,
hablado sintéticamente, en colores, estereoscópico y sensible. Con
acompañamiento sincronizado de órgano de perfumes”, Desde la actualidad, en
que el cine sonoro y en color es una vieja rutina, lo que más llama la atención de
su propuesta es la tactilidad del espectáculo para los espectadores, gracias a unos
electrodos dispuestos en las butacas y a los que aplicaban sus dedos. Como no
podía ser de otro modo, en el espectáculo propuesto por Huxley el vector erótico
resultó fundamental. Empieza —como tantas películas pornográficas actuales—
con una escena violenta y pasional entre un negro musculoso y una espléndida
rubia, en la que “los labios estereoscópicos se juntaron y las zonas faciales
erógenas de los seis mil espectadores del Alhambra titilaron de un placer
galvánico casi intolerable”. Y, más tarde, “algunos escarceos amorosos fueron
ejecutados sobre la famosa piel de oso, cada pelo de la cual podíase sentir por
separado y distintamente”.
De manera que en la previsión de Huxley ya existía la tactilidad virtual, que
es hoy el ingrediente esencial del cibersexo. Se han ensayado ya muy diversos
tipos de ciberguantes, con redes de vejigas de aire comprimido, para crear unos
falsos “músculos de aire”, que generen sensación de resistencia y solidez al asir
o tocar un objeto virtual. El Teletact de la empresa británica Air Muscle Ltd., por
ejemplo, consta de bolas neumáticas en la palma de la mano y en medio de las
falanges, alimentadas por un compresor gobernado por un ordenador. Durante el
encuentro con la superficie de objetos virtuales, las bolas se inflan y ofrecen la
sensación de contacto táctil.
En principios bastante parecidos se basa la tactilidad de los cibertrajes,
aunque los intentos de fabricar con sensores “piel artificial” o “piel inteligente”
(smart skin) no han resultado hasta ahora muy prometedores. El principio
general que gobierna estas experiencias es el de obtener a través de los tactels
(unidades de tacto artificial equivalentes a los pixels visuales) una telepresencia
táctil interactiva, mediante sensores-efectores y a través de impulsos
transmitidos por red de banda ancha. La meta es alcanzar la ilusión de un sentido
tactilo-propio-cinestésico que detecte, como el tacto humano, superficie,
resistencia, blandura, forma, protuberancias, viscosidad, rugosidad, lisura,
fluidez líquida, temperatura…
La tactilidad, no hará falta insistir en ello, resulta fundamental en la
interacción erótica de dos cuerpos. El camino para satisfacer a este sentido
mediante simulaciones virtuales es arduo y complicado y, de momento, parecen
tener más futuro las ciberbodas, como la que unió en agosto de 1994 a Monica
Liston, ejecutiva de una empresa informática, y a Hugh Jo en San Francisco.
Para llevar a cabo la ceremonia, que fue muy publicitada, el novio y la novia
debieron mantenerse separados más de tres metros y medio, para no interferirse.
A esta distancia hubo que recurrir obligadamente al beso y al anillo virtuales. Al
comentar este episodio, el diario Financial Times (20 de agosto de 1994)
manifestó que veía buenas perspectivas para el negocio de las ciberbodas, ya que
con este sistema los novios podían elegir casarse en la basílica de San Pedro de
Roma o en una isla tropical, representada virtualmente en su ciberespacio, sin
salir de su ciudad. Pero al mismo tiempo el diario económico opinaba con
realismo que no se esperaba una gran demanda para lunas de miel virtuales.
Pese a esto, la prensa y las revistas especializadas han seguido informando
de tanto en tanto de experiencias de cibersexo, que generalmente adquieren el
aspecto de ensayo extravagante y poco satisfactorio. Un repaso a las
hemerotecas da buena cuenta de los magros resultados obtenidos por este tipo de
experimentos. En enero de 1994 se presentó en París la primera experiencia
pública de sexo cibernético, a cargo de dos jóvenes, Carole y Phillipe, utilizando
un programa alemán de sexualidad virtual bautizado Cybersex, para estimular
sus respectivas zonas erógenas a distancia. Pero al acabar la experiencia se
declararon decepcionados y aseguraron a los periodistas que el simulador
cibernético dista de ser un buen amante. El relato periodístico del evento añadía:
“Los amantes virtuales aparecieron en la sala ataviados con una especie de
conjunto sadomasoquista en cuero, del que colgaban infinidad de aparatos y
cables conectados a un ordenador. Estos aparatos son emisores, vibradores,
palpadores sensoriales y emisores de calor que intentan reproducir, al parecer sin
mucho éxito, las sensaciones que producen las caricias.
”Los gestos de los amantes cibernéticos, transmitidos e interpretados por un
ordenador, llegan a su pareja en forma de impulsos eléctricos. Los amantes, que
se encontraban en zonas separadas, tenían en las pantallas de sus ordenadores la
representación en tres dimensiones de un cuerpo del sexo opuesto, para poder
seleccionar así las partes en las que en cada momento deseaban concentrar los
estímulos. Los hilos eléctricos transmitían descargas de intensidad variable, que
oscilan de 3,5 voltios, es decir, la intensidad de una pila, a un máximo de 49
voltios.
”La experiencia demostró también que el grado de precisión que puede
alcanzar la caricia tradicional es difícil conseguirlo con el ratón de un ordenador,
ya que sucedió varias veces que uno de los amantes creía estar estimulando la
pierna de su pareja, cuando en realidad transmitía los impulsos a su brazo, por
ejemplo. Los creadores de Cybersex, pese a reconocer que hoy por hoy el
material carece de la sofisticación necesaria para conseguir sus eróticos fines, se
mostraron muy convencidos de que en un futuro no muy lejano dos personas
podrán simular un contacto carnal pese a encontrarse a muchos kilómetros de
distancia” (La Vanguardia, 20 de enero de 1994).
Unos meses más tarde, en octubre, en el ámbito de la exposición cibernética
Virtual City efectuada en Roma, se realizó otra experiencia similar, que la prensa
describió así: “Son ocho puntos de contacto sobre el cuerpo, cubierto de vendas
elásticas negras de las que salen cables que van a la computadora y destinados a
entrar en contacto por vía telefónica (vía módem) con la otra persona alejada.
Las zonas erógenas cubiertas van desde las cánonicas y usadas por los amantes
de todo el mundo (senos y ‘baricentros’ anteriores y posteriores) a otras menos
usadas, como brazos y piernas. “El funcionamiento”, explica Helena Velena, “es
finalmente simple: cuando toco mi brazo provoco la misma sensación en la
pareja distante, gracias a sensores que envían desde mi brazo, a los gemelos
instalados en el otro, los mismos estímulos” (La Repubblica, 25 de octubre de
1994). El artículo concluía admitiendo que el sistema no era todavía demasiado
eficaz, pero aseguraba que se perfeccionaría rápidamente y que resultaría muy
útil para las personas tímidas, que tenían dificultad para entablar relaciones
interpersonales en distancias cortas, así como para los amantes condenados a una
separación forzosa.
Las dos experiencias relatadas, que ciertamente no parecen muy
estimulantes, tenían en común su sexualidad inodora y “seca”, sin humedad ni
fluidos corporales, además de llevarse a cabo en ambientes poco cálidos y
acogedores, a medio camino entre el quirófano y el laboratorio electrónico, y
traen inevitablemente a la mente una observación que efectuó el especialista en
informática Howard Rheingold hace años: “Como con el sexo, la exploración de
la RV parece requerir posiciones del cuerpo que parecen divertidas a los demás”
(Virtual Reality). En estos casos relatados de sexualidad virtual el lenguaje
corporal resultó, por ello, doblemente ridículo.
Los prototipos de cibersexo ensayados en París y en Roma se basaban, a
juzgar por las explicaciones que hemos reproducido, en estrategias técnicas
distintas, pues el primero guiaba las caricias a través de imágenes en pantalla del
cuerpo del otro amante, mientras que en el segundo se transmitían las prácticas
de autoerotismo de cada amante al cuerpo alejado del otro. En realidad, no hay
un solo modelo de lo que Bukowski llamó the Fucking machine, sino varias
estrategias técnicas distintas, aunque parezcan tener una única meta común, que
no es precisamente la de tener una experiencia sexual con una máquina, sino con
otra persona alejada, utilizando para ello a la máquina como un sistema de
mediación interpersonal, al teleconectarse a través de ella mediante efectores
táctiles en el cuerpo, para enviarse mutuamente sus estímulos. En tal caso, el
interfaz se desplaza de la tradicional mirada a la pantalla a los sensores y
efectores sobre la epidermis o en el interior de la vagina.
Las distinciones son importantes en este terreno todavía sujeto a
experimentalidad, por lo que es bueno aclarar que el cibersexo admite tres
opciones, en lo que respecta a la elección de la pareja deseada o destinataria de
la iniciativa erótica, a saber:
1. Cibersexo con un sujeto real, que participa activamente en el acto a
distancia.
2. Cibersexo con un sustituto icónico del sujeto real deseado.
3. Cibersexo con un sujeto inventado.
RAZÓN Y EMOCIÓN
Desde que Aristóteles proclamó que el hombre es un animal social, los
científicos han aprendido mucho acerca de su naturaleza, sus necesidades, sus
expectativas y sus carencias. En concordancia con aquel principio biosocial, los
filósofos y los antropólogos han establecido que, a diferencia de los restantes
animales, el medio natural del hombre es el medio cultural. El Homo sapiens es
también Homo faber y Homo symbolicus. Pero, precisamente por serlo, debe
valorar críticamente el significado y las funciones de los ingenios que inventa,
porque las cosas inventadas raramente se desinventan, como han demostrado
trágicamente la bomba atómica o las bombas químicas y bacteriológicas.
Es hoy una evidencia que la industria está basada en la tecnología, pero es
activada por el poder financiero, que a su vez se moviliza por la expectativa de
beneficios económicos, en razón de que sus productos industriales satisfagan
deseos y apetencias colectivas, que a veces son generados o acelerados
artificialmente por tales industrias. De ahí deriva la ambigüedad del concepto de
progreso, que ha sido sometido a implacable crítica en los últimos veinte años, y
es menester concordar con Paul Virilio cuando afirma que sólo se puede
progresar reconociendo la negatividad específica de cada tecnología. Y una
forma de verificar su posible negatividad es recordando que las costumbres
humanas extraen su coherencia de su arcaica y perenne significación biológica.
Por eso, observar el comportamiento de la naturaleza y aprender de ella, de un
modo reflexivo y critico, aparece como un camino útil en la actual confusión
mediático-cultural, en la que el ruido prevalece sobre la razón y la cantidad
desborda a la calidad, hasta el punto de que la actual proliferación de imágenes
mediáticas tiende a devaluar a los sujetos, que muchas veces son menos
llamativos e imponentes que ellas: es el caso de las modelos publicitarias
comparadas con las amas de casa corrientes. Conceptos como biodiversidad,
adaptación, exogamia o mutación adaptativa pueden ser extrapolados con
provecho de la biología al paisaje tecnocultural contemporáneo. Esto es lo que
hemos intentado hacer en las reflexiones expuestas a lo largo del presente libro.
Y al llegar a su final, resulta evidente la constatación de que el mundo
tecnológico necesita el complemento del mundo emocional. El hombre no puede
vivir sin emociones ni sentimientos, cuyas representaciones constituyen
precisamente la materia prima de la mayor parte de las industrias culturales que
manufacturan y difunden ficciones audiovisuales, entretenimiento y publicidad.
Pero el más somero análisis de estos contenidos revela, sin asomo de duda, que
existe un déficit emocional masivo en la sociedad postindustrial e informatizada
y que esta carencia intenta paliarse artificialmente con textos, imágenes y
sensaciones inventadas que tratan de reemplazar la vida por una seudovida
consoladora. De nuevo, la flor natural ha sido sustituida por la flor de plástico,
mientras la algarabía mediática trata inútilmente de mitigar la soledad
electrónica de los ciudadanos. Pues la mayor parte de las cosas pasan dentro de
la cabeza de las gentes, en vez de pasar en el mundo real. Paradójicamente, la era
de la comunicación se ha revelado finalmente como la era de la soledad,
mientras que la tan cacareada modernización se ha traducido para mucha gente
en marginación.
Por eso hay que afirmar una vez más, en el umbral del que se anuncia como
el siglo de la RV, que el destino cardinal del ser humano es el de interactuar
emocionalmente con el mundo viviente que le rodea y no con los fantasmas que
habitan dentro de su cabeza.
BIBLIOGRAFÍA
ACKERMAN, Diane: A Natural History of the Senses, Nueva York, Random
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ROMÁN GUBERN (Barcelona, 1934) ha trabajado como investigador en el
Massachusetts Institute of Technology y ha sido profesor en la University of
Southern California (Los Angeles) y en el California Institute of Technology
(Pasadena), director del Instituto Cervantes en Roma y presidente de la
Asociación Española de Historiadores del Cine. Es actualmente catedrático de
Comunicación Audiovisual en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la
Universidad Autónoma de Barcelona. Es miembro de la American Association
for the Advancement of Science, de la New York Academy of Sciences, de la
Academia de Bellas Artes de San Fernando y del comité de honor de la
International Association for Visual Semiotics.
Entre sus libros figuran: Historia del cine (1969), Mensajes icónicos en la
cultura de masas (1974), El cine español en el exilio (1976), El simio
informatizado (Premio Fundesco, 1987), La mirada opulenta. Exploración de la
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Del bisonte a la realidad virtual (1996) y Proyector de luna. La Generación del
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