El Eros Electronico - Roman Gubern

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Las

nuevas tecnologías de información y comunicación están generando


efectos emocionales en la población que, previsiblemente, se irán
incrementando en el futuro, adquiriendo nuevas características.
Desde una perspectiva biológica y antropológica, que ve en el ser
humano un sujeto biocultural producto de un largo proceso evolutivo,
Román Gubern investiga en El eros electrónico las implicaciones
emocionales y afectivas de los nuevos medios en las formas de vida de
la sociedad posindustrial. Analiza, con gran agudeza, los fenómenos que
se están originando: la expansión de la pornografía, los arquetipos
eróticos implantados por la industria televisiva, los robots emocionales,
los usos amorosos del correo electrónico, los ensueños eróticos que la
imagen digital hace posibles y el cibersexo.
¿Se está convirtiendo la era de la comunicación, paradójicamente, en la
era de la soledad? ¿Se está traduciendo la modernización en
marginación? Y, si es así, ¿cómo podrá paliarse el déficit emocional de
nuestra sociedad?
Román Gubern

El eros electrónico
ePub r1.0
Titivillus 21.08.17
Título original: El eros electrónico
Román Gubern, 2000
Diseño de cubierta: Pep Carrió y Sonia Sánchez
Ilustración de cubierta: Sorayama/Artspace/Uptight Co. Ltd., 2000

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
INDICE
I. DE LA CAVERNA A LA ELECTRÓNICA
La herencia del cazador • Neofilia y neofobia en la comunicación • La génesis
del ocio electrónico.
II. LA CULTURA DEL ESPECTÁCULO
El televisor: epicentro audiovisual • El escaparate de los deseos • El público y la
programación • El nuevo ecosistema cultural • ¿Opulencia audiovisual? •
Ensueños electrónicos • Las lógicas de la seducción • Estructura del star-system
• Espectáculo, información y arte.
III. El. NUEVO PAISAJE AUDIOVISUAL
El eje de poder Los Ángeles-Tokio • ¿Aldea global? • Utopías tecnológicas
autosuficientes • La cultura intersticial.
IV. DE LA INTELIGENCIA A LA EMOCIÓN Y EL DESEO ARTIFICIALES.
Cálculo y pensamiento simbólico • El proyecto de Inteligencia Artificial • Las
insuficiencias de la máquina • Emociones y deseos • Robots, humanoides y
cyborgs • Mientras tanto.
V. LA RED EMOCIONAL
Un sistema de comunicación proteico • La rebeldía hacker • Sociodinámica de la
red • Funciones eróticas y afectivas interpersonales en la red • La pornografía
digital.
VI. LA HOGARÓTICA Y LAS ESTRATEGIAS DEL EROTISMO
El ideal claustrofílico y sus servidumbres • Las estrategias del erotismo • La
mirada pornográfica.
VII. LOS PARAÍSOS ICÓNICOS
Epifanía de la imagen digital • Deseos digitales • La zambullida digital •
Realidad virtual y espectáculo • El eros cibernético • Razón y emoción.
BIBLIOGRAFÍA
I
DE LA CAVERNA A LA ELECTRÓNICA

LA HERENCIA DEL CAZADOR


A lo largo del 99 por ciento de su existencia, el ser humano ha vivido una
prolongada etapa de cazador, de la que empezó a salir hace menos de diez mil
años, para entrar en la del pastoreo y la agricultura del Neolítico. En aquella
prolongadísima fase de existencia de nuestra especie, el hombre vivió muy
precariamente, enfrentado a bestias temibles y padeciendo una inseguridad
angustiosa. La profunda huella emocional generada en aquel dilatado periodo ha
pervivido filogenéticamente hasta el actual ciudadano de la era postindustrial,
convirtiéndole en presa fácil de angustias y zozobras psíquicas. Así, los niños
pequeños tienen miedo a la oscuridad, aun sin haber padecido ninguna
experiencia punitiva asociada a ella, como herencia filogenética de la
inseguridad y desprotección del hombre primitivo en la noche y en un entorno de
alto riesgo.
Por otra parte, los etólogos han demostrado convincentemente que, en la vida
social, al igual que en la naturaleza, asistimos muchas veces a relaciones
parecidas a las que los depredadores mantienen con sus presas, mediante
simulaciones, tretas y agresiones, aunque en la vida social se produzcan en un
marco de normas que las reglamentan y, por tanto, legitiman, a la vez que liman
sus aristas más brutales y explícitas. Esta herencia filogenética explica que
seamos sujetos pasivos de emociones arcaicas, disparadas desde el hipotálamo y
el sistema límbico de nuestro cerebro, en forma de sensaciones de miedo, amor,
odio, júbilo, depresión, inquietud, esperanza, inseguridad, placer o nostalgia, que
no hemos conseguido controlar suficientemente, como saben todos los gabinetes
psiquiátricos del mundo. Hoy surcamos el espacio con potentes astronaves, pero
nuestra vida emocional no es muy distinta de la de un cazador de hace cien mil
años.
Pero el hombre moderno se distingue físicamente de su antepasado en
algunos rasgos importantes. El hombre moderno es el de más baja estatura y con
el cerebro más pequeño en toda la historia de su especie. Esta disminución de
tamaño es el resultado de mecanismos evolutivos que han favorecido los cuerpos
más pequeños, en una estructura social que se basa más en la organización y en
la eficiencia que en el esfuerzo físico para conseguir la dieta que necesita un
gran cerebro. Pero, a pesar de su menor tamaño cerebral, su relación cerebro-
masa corporal, el denominado “cociente de encefalización”, es mayor que el de
todos sus antepasados. La explicación es simple. Nuestros ancestros tenían que
desplegar un gran esfuerzo físico para conseguir lo que necesitaban para vivir,
por lo que la evolución favoreció a los cuerpos más corpulentos. Pero ahora los
alimentos y las mercancías llegan hasta nosotros sin que apenas tengamos que
movernos. Y también llega así la información, que alimenta nuestro
relativamente gran cerebro, nuestro procesador supremo en el seno de la
sociedad postindustrial, llamada también “sociedad del conocimiento”.
Las modernas tecnologías de comunicación e información están modificando
nuestras vidas, afectándolas en el plano físico (en su biosedentarismo, por
ejemplo), en el intelectual y en el emocional. Sus efectos físicos e intelectuales
nos son mucho mejor conocidos que sus efectos emocionales y por eso les
dedicaremos especial atención a lo largo de estas páginas, que querrían presentar
preferentemente al actual homo informaticus a la luz de las enseñanzas de la
antropología. Pero antes es menester aclarar algunas cuestiones básicas acerca
del marco histórico y los objetivos de su evolución cultural.
La evolución cultural es una estrategia inventada por el hombre para
adaptarse mejor al medio ambiente que le ha tocado vivir, por lo que no puede
ser la misma en la selva, en la sabana, en una zona lacustre o en el desierto.
Puesto que estas estrategias son dirigidas por el hombre, las culturas humanas
han conocido una gran diversificación, aunque se puedan reconocer en todas
ellas algunos sustratos comunes, en relación con episodios tan fundamentales
como el nacimiento, el matrimonio, la muerte, la guerra, etc. En todas las
sociedades humanas existen unas predisposiciones biológicas que se elevan al
rango de normas y a las que se superponen otras normas, emanadas de la
inteligencia humana y no de la biología: constituyen códigos de conducta que
reglamentan su convivencia y que en las sociedades más desarrolladas se
plasman en leyes y reglamentos escritos. Pero está claro que las normas
adoptadas no pueden ir en contra de las tendencias biológicas, porque si así fuera
causarían la desaparición de la especie.
Tras este obligado y remoto preámbulo antropológico, saltemos hasta la cuna
de la modernidad occidental preindustrial, hasta el siglo XVIII, cuando la
Ilustración formuló colectivamente su proyecto de progreso racional, que hoy
percibimos como lineal, limitado e insuficiente para la complejidad del mundo
de su época y, sobre todo, para la del mundo futuro. Pero podemos concordar
con Habermas que sus insuficiencias no constituyen una razón para rechazar la
idea de progreso racional y retroceder con ello a las etapas preilustradas, es
decir, de imperio de la oscuridad. En todo caso, aquel proyecto debe
enriquecerse con nuevos datos acerca de la creciente complejidad social —y las
herramientas informáticas resultan muy pertinentes para coadyuvar en esta tarea
—, para elaborar a partir de las nuevas realidades nuevas estrategias culturales.
Porque lo que la historia moderna nos ha enseñado es que el desfase entre el
desarrollo material y económico y el desarrollo político, social y moral suele
resultar a la postre catastrófico.

NEOFILIA Y NEOFOBIA EN LA COMUNICACIÓN


Una de las muchas aproximaciones posibles al conjunto de fenómenos
asociados a las nuevas tecnologías de comunicación es la derivada de la
perspectiva etológica, considerando al hombre como animal cultural (animal
simbólico, le llamó Cassirer), como producto sinérgico de la interacción entre
biología y cultura, entre naturaleza y artificio. Y así salta pronto a la vista que tal
vez la razón más determinante del proceso evolutivo de la hominización radicó
en su decidida tendencia neofílica, tendencia hacia la exploración y la novedad
opuesta al conservadurismo neofóbico de tantas especies animales. En realidad,
el hombre comparte con los restantes primates su inquietud y curiosidad
exploratoria, pero el homínido que nos precedió en la evolución superó a sus
congéneres en pasión neofílica y su abandono de la protección arborícola en la
selva y su consecutivo adentramiento en la sabana, plagada de peligros y que
posiblemente contribuyó a favorecer su estación vertical para escrutar el espacio
horizontal, corrobora tal superioridad. Se ha afirmado que la curiosidad
instintiva del hombre primitivo pudo superar a la de los restantes primates
porque la rápida evolución de su inteligencia, que le alejó de la animalidad, le
permitió disponer de un “excedente de instinto”, que el ser humano canalizó
hacia diversos campos de la experiencia, potenciando señaladamente su “instinto
de exploración”.
Es cierto que toda actitud neofílica comporta riesgos y puede convertir a la
audacia en temeridad. Sin duda muchos de aquellos remotos antepasados
sucumbieron por ello, pagando así un precio individual elevado por sus
arriesgados tanteos, en favor del desarrollo y progreso de la colectividad a la que
pertenecían. De manera que nuestros ancestros fueron aprendiendo a atemperar
su curiosidad neofílica con una forma de inteligencia previsora que, a falta de
mejor denominación, llamamos prudencia, un vestigio neofóbico sustentado en
la racionalidad anticipatoria de los peligros potenciales. Y avanzando por esta
senda el hombre se convirtió en el único mamífero capaz de fundar una
civilización, en la que los medios de comunicación adquirirían además
progresiva importancia.
Valga esta introducción etológica para recordar que cada novedad
tecnológica en el ámbito de la comunicación suscitó temores y resistencias
neofóbicas, a veces exageradas y a veces perfectamente razonables. Platón, en
Fedro, puso en boca de Sócrates la conocida objeción contra la escritura,
señalando que fiándose de ella los hombres no usarían su memoria y no
recordarían por ellos mismos. No sería malo repensar el viejo temor de Sócrates
en nuestra era de enciclopedismo informático, cuando tanto confiamos en la
memoria de los ordenadores. La aparición de la imprenta de tipos móviles de
Gutenberg fue también recibida con hostilidad en algunos sectores, con
argumentos no muy distintos a los esgrimidos cinco siglos después contra la
televisión, a saber, que la lectura individual aislaría y segregaría a los ciudadanos
de su comunidad y que este apartamiento podría ser peligroso para ellos y para
su cohesión social. En realidad, estos temores no se equivocaban, pues tal vez la
consecuencia más famosa y evidente de la lectura aislada fue la libre
interpretación de los textos bíblicos, que se plasmó en el traumático cisma
protestante, el más grave quebranto que ha padecido el cristianismo en su larga
historia.
Cuando apareció la fotografía en 1839, algunas sectas protestantes
fundamentalistas condenaron en Alemania el nuevo invento, esgrimiendo la
prohibición del Éxodo 20:4 (“No te fabricarás escultura ni imagen alguna de lo
que existe en la tierra…”) y juzgando como osadía herética la duplicación
mecánica y fidelísima del mundo creado por Dios. Éste fue un ataque teológico,
pero la descalificación estética provino de alguien tan culto e ilustrado como
Charles Baudelaire, quien en 1859 reprochó a la fotografía su servilismo
reproductor mecánico, opuesto a la creación y la invención artística.
Cuando el fonógrafo de Edison, inventado en 1877, conoció su difusión y
asentamiento social en el siglo siguiente, se alzaron muchas voces —yo todavía
recuerdo esta argumentación en mi adolescencia que sentenciaron que la música
mecánica acabaría definitivamente con la música viva de las orquestas. Esto no
ha sucedido, pero la industria discográfica se ha convertido en una industria
cultural puntera, que en España creció un 350 por ciento entre 1991 y 1997.
Al difundirse unos años después la comunicación telefónica, inventada por
Alexander Graham Bell en Estados Unidos, conoció primero en Francia un uso
singular y restringido, bautizado como teatrófono, que transmitía música hasta
los hogares. Fue la presión social y empresarial la que obligó a ampliar este uso
primitivo tan limitado a la comunicación oral bidireccional que hoy conocemos.
El caso de la radio fue muy interesante. De hecho, la primera utilización
generalizada y masiva de la radiotelegrafía se produjo durante la I Guerra
Mundial, para atender a las comunicaciones militares. Cuando llegó la paz en
noviembre de 1918 se abrió un debate para dilucidar qué destino se le daba a la
comunicación inalámbrica, que en casi todas partes el poder militar quería seguir
detentando a su servicio. Finalmente, los intereses económicos de las compañías
eléctricas pudieron más que los militares y así nació en los años veinte la
radiofonía comercial, para la información y el entretenimiento general, que ha
pervivido hasta hoy.
La difusión del espectáculo cinematográfico suscitó muchas resistencias
desde finales del siglo pasado, alguna muy justificada, por la alta inflamabilidad
de la película de nitrato de celulosa, que provocó algunos desastrosos incendios,
con numerosas víctimas. Otras objeciones eran de tipo moral, ya que algunos
veían con desconfianza la mezcla de hombres y mujeres reunidos en una sala
oscura, ante un espectáculo de gran capacidad de sugestión. Un director general
de Seguridad madrileño, Millán de Priego, llegó a ordenar en noviembre de 1920
la separación de sexos en las salas, concediendo a las parejas casadas la parte
trasera, pero iluminadas con luz roja. La temprana adaptación a la pantalla de
episodios de la Pasión de Cristo ha de atribuirse, en parte, a los esfuerzos de la
industria del cine primitivo para adquirir respetabilidad social y moral.
Y así llegamos a la televisión, que ha sido llamada “caja tonta” (del inglés,
idiot box) y que ha generado un vocabulario específico cargado siempre de
connotaciones negativas, como telebasura, contraprogramación, culebrón,
teletonto, telepaciente, teleadicto, etc. Aunque en este ámbito impera, como en
tantos otros, una estridente doble moral. Así, el Umberto Eco que ante la actual
prodigalidad televisiva afirmó que “hoy es un signo de distinción no salir en
televisión”, no vacila en aparecer en la caja tonta cuando ha de promocionar una
nueva novela suya. La televisión es hoy la gran colonizadora del tiempo de ocio
social —con tres horas y media de contemplación diaria por habitante en nuestro
país—, pues sola o combinada con el vídeo doméstico actúa en buena parte
como un medio sustitutivo de otras actividades culturales, tales como la lectura,
la asistencia al teatro o a museos, las tertulias y las excursiones. Hay que
referirse sin ambages, por tanto, a un neto protagonismo del consumo
audiovisual doméstico (es decir, sedentario y claustrofílico) en el mapa de los
hábitos culturales occidentales. Aunque tal colonización cultural debe matizarse
con la distinción entre telespectadores incondicionales (preferentemente amas de
casa, jubilados, desocupados y enfermos) y telespectadores selectivos.
Los telespectadores incondicionales lo son, sobre todo, por la pobreza de su
vida de relación social, su bajo nivel cultural o la limitación de sus recursos
económicos. Para ellos, la televisión es el recurso más fácil y barato, pero
también el que más pronto se abandona cuando surge una alternativa más
estimulante, como la llamada de un amigo para salir a pasear. De modo que el
televisor pasa a ocupar el bottom-line de sus preferencias, aunque sus
circunstancias personales lo convierten en la más usual, pero también en la más
vulnerable a su fidelidad. La teleadicción constituye una patología social no
infrecuente en las sociedades industrializadas y sin duda debía ser un teleadicto
aquel ciudadano italiano que de un acontecimiento confesaba cándidamente que
no estaba seguro de si lo había vivido o lo había visto en televisión, revelando
así la emergencia social de un nuevo tipo de paramnesia mediática, fruto de la
nueva “soledad electrónica”. Diverso es, obviamente, el caso de los
telespectadores selectivos y la creciente difusión de canales monográficos por
cable o satélite tenderá a incrementar la fidelidad de las audiencias, de acuerdo
con sus intereses específicos.
Para un historiador de la comunicación, lo más llamativo de la televisión
reside en que, tras medio siglo de implantación social, sigue ocupando un lugar
central en la panoplia de las nuevas tecnologías, no sólo por su dependencia
actual de las nuevas redes de fibra óptica o de los satélites, sino por su eventual
fusión con la pantalla del ordenador, para convertirse en el ya llamado Teleputer
(de televisor + computer), un terminal audiovisual hogareño, polifuncional e
interactivo, tanto para nuestro ocio como para nuestro trabajo (tele-trabajo),
como para la escolarización de nuestros hijos. En el umbral del nuevo siglo el
televisor está dejando de ser un terminal audiovisual que recibe pasivamente
unos pocos mensajes monodireccionales para adquirir un estatuto de artefacto
poliutilizable, que primará la autoprogramación y la interactividad de su
operador. Cuando este uso se consolide, el televisor ya no será sólo el sucedáneo
de la chimenea que reúne a toda la familia, como opinaba McLuhan, sino una
singular y novedosa chimenea-pupitre convertible.
Esta perspectiva tiende a apuntar hacia el triunfo definitivo de la cultura
claustrofílica, como explicaremos más adelante, opuesta a la tradicional cultura
agorafílica, y a dualizar moralmente con ello dos territorios contrapuestos: la
confortable seguridad del hogar y el peligro callejero, territorio de desclasados y
maleantes. La opción claustrofílica que supone el teletrabajo casero ha sido
defendida por sus ventajas materiales y económicas —reducción del tráfico
rodado, ahorro de combustibles, descenso de la contaminación, descentralización
de los territorios laborales, etc.—, pero también ha sido encausada por sus
desventajas por los sindicatos que ven en el teletrabajo doméstico la destrucción
del locus laborandi donde tiene lugar la comunicación interpersonal de los
trabajadores y su cohesión grupal y, en general, por el aislamiento sensorial,
psicológico y social con que penaliza a los individuos. No por azar los
trabajadores de muchas empresas de nuevas tecnologías en Silicon Valley
esgrimen el eslogan compensatorio High tech high touch.
Todos los medios enumerados en este apartado, a los que habría que sumar
los derivados de la informática, constituyen el entramado de las industrias
culturales contemporáneas, unas industrias que —según un estudio de la
Sociedad General de Autores y Editores de España en 1999— aportan un 5 por
ciento al conjunto de la economía española, situándose con ello como el cuarto
sector productivo en importancia y en el que trabajan 758.000 personas.

LA GÉNESIS DEL OCIO ELECTRÓNICO


El desarrollo de las industrias culturales desde el final de la II Guerra
Mundial ha estado asociado a la disminución de la jornada laboral, que
incrementa el tiempo de ocio, y a la mejora de la capacidad adquisitiva de las
clases populares. Las extenuantes jornadas laborales de doce horas que estaban
en vigor en Europa hace ciento cincuenta años se han convertido en meras
referencias históricas para medir el progreso recorrido desde el salvaje
capitalismo manchesteriano a la sociedad del bienestar y del consumo de
nuestros días. No hemos llegado todavía a la utopía diseñada por Paul Lafargue,
el yerno de Marx autor de El derecho a la pereza, quien en 1880 proponía ya la
jornada laboral de tres horas. En el actual horizonte europeo la semana laboral de
35 horas está a la vuelta de la esquina, beneficiada además por las políticas de
horarios y calendarios flexibles. De momento, y según una encuesta de
Invymark de 1998, un 42,8 por ciento de los españoles estaría dispuesto a
sacrificar el 10 por ciento de su salario para ganar un 10 por ciento más de
tiempo de ocio, revelando una interesante escala de prioridades. Aunque es
obligado recordar aquí que en la sociedad postindustrial japonesa, sujeta a la
rigorista moral confuciana, la adicción al trabajo —clasificada clínicamente
como “conducta adictiva no química” sigue produciendo muertes por estrés
laboral.
No es éste el caso europeo, en el que la sociedad postindustrial ha
desplegado un nuevo paisaje hedonista, al que se le denomina “sociedad del
ocio”, en la cual el creciente tiempo libre debería cumplir esencialmente tres
funciones: 1) el relajamiento o descanso de la fatiga acumulada; 2) la diversión o
entretenimiento; 3) el desarrollo de la personalidad. Existe abundante literatura
acerca de los usos que los ciudadanos hacen del tiempo de ocio, incluyendo los
usos embrutecedores o degradantes, ligados al alcoholismo, a la drogadicción, al
vandalismo o a los espectáculos alienantes, y buena parte de la delincuencia del
fin de semana en nuestras ciudades está asociada a estas patologías conductuales.
Se ha dicho repetidamente que la meta de las políticas del ocio persigue que éste
sea un espacio destinado a la realización positiva de la personalidad humana y a
su enriquecimiento sensorial o intelectual, en el sentido en que los antiguos
hablaban del otium cum dignitate, pues para los griegos el ocio era el periodo
fecundo de reflexión e incubación que precede a la creación. Pero por mucho
que se esfuercen las políticas del ocio, no les será fácil erradicar las borracheras
colectivas o las pandillas de jóvenes enzarzadas en peleas, carreras de coches o
actos de vandalismo en las noches de los sábados, que en su brutalidad expresan
de un modo elemental una insatisfacción existencial o social básica.
La extensión del tiempo de ocio ha constituido un estímulo formidable para
las hoy llamadas “industrias del ocio”, que suministran bienes y servicios para
ser utilizados en ese segmento privilegiado de la vida, en el que no se padecen
obligaciones laborales ni servidumbres sociales. Las industrias del ocio, que eran
industrias simplemente marginales u ornamentales en el siglo XIX, son hoy
grandes protagonistas de la dinámica macroeconómica occidental, como ya
hemos señalado.
Muchas de las tecnologías de comunicación que hemos enumerado
someramente en el apartado anterior han conocido después de la II Guerra
Mundial prolongaciones y desarrollos antes inimaginables. Tal ha sucedido con
la radiofonía, que, gracias a los transistores (inventados en 1947 por Bardeen,
Brattain y Shockley), han convertido a los receptores en artefactos
miniaturizados, compactos, autónomos y ubicuos, que tienen un provechoso
mercado parásito en el expansivo parque automovilístico. En la ciudad de Los
Ángeles, debido a su extensión y particular estructura viaria y urbana, puede
hablarse, por ejemplo, de una verdadera cultura autorradiofónica, en la que la
movilidad ciudadana es física y acústica a la vez, pues en la prolongada soledad
en el interior del automóvil que atraviesa sus autopistas, el conductor aparece
unido con el exterior mediante el invisible hilo hertziano que le conecta a un
amplio espectro de posibilidades: emisoras solamente informativas, o
especializadas en música de rock, o de ópera, etc. No podemos conducir un
coche o escribir viendo a la vez la televisión o leyendo un libro, pero podemos
hacerlo escuchando la música de fondo de un altavoz radiofónico. Está claro que
esta gran virtud puede degenerarse en la contrapartida de su trivialización, como
mero “ruido de fondo doméstico”. Es famosa, en este aspecto, la respuesta
reiterada que muchas amas de casa norteamericanas ofrecieron en una encuesta
acerca de las razones para su fidelidad radiofónica. “Es una voz en el hogar”,
dijeron en muchos casos, revelando así involuntariamente el síndrome
contemporáneo del miedo a la soledad, manifestado como un neurótico miedo al
silencio.
La llamativa transformación de la industria radiofónica desde 1950 estuvo
también asociada a la emergencia de las emisoras de frecuencia modulada, a la
alta fidelidad ya la esterofonía, progresos que cristalizaron también en la
erupción de las discotecas como epicentro de la cultura adolescente y juvenil.
Las discotecas, nacidas a la sombra de la implantación de los discos de
microsurco (de 45 y 33 1/3 revoluciones por minuto), liquidaron de un plumazo
las antiguas salas de baile con orquesta e introdujeron una verdadera revolución
en las costumbres juveniles, inseparables de la cultura del rock y de la música
pop, con nombres tan rutilantes y fetichizados como Elvis Presley, los Beatles,
los Rolling Stones, Prince, Michael Jackson o Madonna. Una nueva constelación
de mitos nació catapultada por las discotecas, los tocadiscos baratos, las radios
de los automóviles y los walkmen, en un fenómeno de sinergismo mediático
acelerado.
El impacto de las nuevas estrellas musicales no fue sólo sonoro, sino también
visual, inevitable en la nueva civilización de la imagen. A Elvis se le conoció
popularmente como The Pelvis, por sus expresivos movimientos, y los Beatles se
identificaron por sus melenas, Prince y Madonna por su descarado porte sexual
(la segunda revalorizó la ropa interior en los escenarios) y Michael Jackson por
la anómala blancura de su piel.
Por otra parte, la estética y el capital simbólico de las discotecas —nuevos
territorios urbanos de placer ritual se apoyó en otras aportaciones mitológicas de
la cultura de masas, en especial en las procedentes de la ciencia-ficción de las
tiras dibujadas y de las películas cinematográficas. Así, los rayos luminosos que
cruzan y barren las pistas de baile evocan la iconografía de las batallas
intergalácticas con rayos láser, mientras que nada se parece más a un cuadro de
mandos de un disc jockey, con sus controles y guiños luminosos, que el cuadro
de mandos de una astronave de ficción. Este mimetismo era explicable, pues los
destinatarios de ambas propuestas culturales eran los mismos, reclutados en los
sectores adolescentes-juveniles, a los que el cine se dirigía con un lenguaje
estético que les era familiar. Habría que añadir que la función esencial del capital
semiótico aportado por esta parafernalia desde las pantallas era la de conseguir
una eficaz embriaguez psicodélica y sensorial de la audiencia, a la vez que sus
recurrentes signos de poder —astronaves faliformes y superveloces, armas
devastadoras, ordenadores superpotentes— suministraban una seguridad ilusoria
a su audiencia en la fase de su inseguridad existencial, alentaba una consolación
megalómana para sus frustraciones personales y permitía la proyección de sus
pulsiones agresivas.
La discoteca, convertida así en nuevo templo de la cultura preadolescente,
adolescente y juvenil, arrebató muchos espectadores a las salas de cine y
Hollywood tuvo que reaccionar con la película Fiebre del sábado noche
(Saturday Night Fever, 1977), de John Badham, para atraer con las proezas
coreográficas y eróticas de John Travolta, sublimando sus frustraciones en una
pista de baile, a los jóvenes que habían desertado de las salas oscuras,
hablándoles precisamente de sus nuevos gustos y estilos de vida e inaugurando
así el género cinematográfico del disco-film.
Las discotecas triunfaron, también, por la funcionalidad erótica de su ritual,
en el ocaso de la puritana década de los años cincuenta. La música de baile, al
imponer un ritmo común y compartido a los bailarines, refuerza su vínculo
emocional, con una sincronía que les convierte en cómplices gozosos de un
mismo rito, al igual que ocurre en las danzas de las tribus primitivas. Además de
tal complicidad emocional, sus evoluciones y contorsiones, a los ritmos agitados
de la música moderna, hace que sus movimientos incluyan expresivos
movimientos pélvicos, de obvio significado erótico, mientras que el sudor axilar
fresco de los danzantes ejerce una atracción específica, por su transimisión de
feromonas, para el bailarín del sexo opuesto. Se trata, en resumidas cuentas, de
un ritual coreográfico fuertemente desinhibidor y muy propicio para las
aproximaciones sexuales. La discoteca nació, en una palabra, para propiciar
colectivamente y con medios técnicos sofisticados el triunfo de eros.
De manera que las industrias del sonido electrónico se bifurcaron, como un
árbol del bien y del mal, para promover por una parte el aislamiento radiofónico
de millones de individuos, en el interior de sus automóviles o de sus hogares, y
por la otra para incentivar su cálida socialización en el interior de penumbrosas
discotecas. Esta bifurcación funcional constituía una prueba aplastante de la
plasticidad de las tecnologías electrónicas de comunicación para generar pautas
de conducta diversificadas.
Pero es menester recordar que el sistema sensorial humano está programado
para primar la información audiovisual, a diferencia de la mayoría de especies
animales, que dependen básicamente del olfato y del gusto. Esta primacía se
refleja en el vocabulario humano, pues de dos tercios a tres cuartas partes de
todas las palabras que describen impresiones sensoriales se refieren a la visión y
al oído. Por ello no ha de extrañar que, tras la emergencia del tocadiscos y de la
radio, la industria electrónica que resultaría más potente e influyente, y que
constituyó de hecho un desarrollo o perfeccionamiento de la radiofonía, sería la
televisión.
II
LA CULTURA DEL ESPECTÁCULO

EL TELEVISOR; EPICENTRO AUDIOVISUAL


“Sin imágenes no hay compasión y mucho menos reacción política urgente”,
afirmó el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados, refiriéndose a las
tragedias colectivas que periódicamente estallan en el África subsahariana (El
País, 2 de noviembre de 1996). En efecto, en nuestra sociedad mediática las
imágenes certifican la realidad y, si no hay imágenes, nada ha sucedido y nadie
se inmuta. En el otro extremo de la urgencia política, el sociólogo Pierre
Bourdieu ha afirmado tajantemente, en las primeras páginas de su libro Sur la
télévision, que la televisión es una amenaza para la democracia. Estas dos
opiniones tan extremas dibujan un arco crítico tendido entre quienes piden más
imágenes y quienes desconfían profundamente de las imágenes que recibimos.
Sin pretenderlo, ambas opiniones, tan distintas, no hacen más que certificar el
papel clave que la televisión desempeña en la dinámica sociocultural
contemporánea, sea por defecto o sea por exceso.
Los antropólogos de la vida cotidiana han observado con razón que el
televisor ha pasado a sustituir, en la estructura del espacio hogareño, el lugar y la
función de la antigua chimenea. Antaño la familia se congregaba en torno a ella
y focalizaba su mirada en sus llamas. Y a su vera la abuela contaba cuentos a sus
nietos, que eran plenamente interactivos, porque los niños podían preguntarle
qué hizo después la bruja o dónde se escondió la princesa. La aparición de la
radio no modificó este modelo de distribución espacial, porque la radio no
implicaba al sentido de la vista. Pero la pantalla del televisor, con su luz fría, ha
pasado a reemplazar el foco ígneo de la chimenea en el corazón de la familia y a
imponerle sus temas de conversación despersonalizados. Los datos cuantitativos
son apabullantes acerca del protagonismo social de este nuevo foco de luz, como
veremos más adelante.

EL ESCAPARATE DE LOS DESEOS


El televisor doméstico es un aparato que se interpone —de modo interesado
y nada inocente— entre la mirada humana y la sociedad. Y le es enteramente
aplicable el diagnóstico que hace años formuló André Bazin sobre el cine, a
saber, que con su intermediación el hombre sustituye con la mirada su prosaico
mundo cotidiano por un mundo que se acomoda a sus deseos. Convertido en una
especie de altar laico y pagano que ocupa un lugar privilegiado en la vivienda, el
televisor se ha constituido en una ventana o escaparate permanentemente abierto
en el interior del hogar, para disfrute del mironismo vicioso de sus moradores.
Ante su usuario encandilado surge el recuerdo de James Stewart, el protagonista
de La ventana indiscreta (Rear Window, 1954) que fisgoneaba compulsivamente
la vida privada de sus vecinos con su teleobjetivo, hasta el punto de descuidar su
relación con su agraciada novia (Grace Kelly). La hipertrofia de su mirada
inquisitiva le había sorbido hasta tal punto sus intereses personales, que le había
producido un desinterés por su vinculo sexual con el mundo real, en una obvia
alegoría masturbatoria,
Mucho tiene el televisor de “ventana indiscreta”, en el sentido hitchcockiano
del término, aunque constituye un curioso nodo de tensión entre los contenidos
sensualistas y hedonistas que la pantalla suele proponer al público y la
desensualización de la imagen, mera representación vicarial plana, privada de
tactilidad y de olor —dos ingredientes cruciales en la relación erótica—,
despojada de la sensualidad del mundo real. Para compensar tales carencias, la
imagen debe exacerbar su carga de sensualidad o de erotismo, según los casos,
delatando la artificialidad de su propuesta. Es un tema sobre el que habremos de
volver en otro capítulo, al analizar los orígenes de la pornografía mediática.
A diferencia de la lectura, la televisión se dirige antes a la esfera emocional
del sujeto que a su esfera intelectual. Y por eso fue muy pertinente el eslogan
acuñado por Fellini para combatir las fastidiosas pausas de la publicidad
comercial: “No se interrumpe una emoción”. Y a diferencia de la radio, su
antecesor mediático, la televisión muestra cuerpos y, por añadidura, con la
segmentación de sus encuadres, los parcela de un modo funcional para la
eficacia de la comunicación audiovisual. Pero esta característica permite que el
lenguaje no verbal de los cuerpos presentados contradiga a veces abiertamente
los contenidos verbales transmitidos por tales cuerpos. Un sonrojo o un tironcito
nervioso a la falda demasiado corta pueden decir mucho más que un centenar de
explicaciones, pues el cuerpo es más rebelde a la domesticación que la palabra.
En nuestra cultura, por tanto, la televisión es prevalentemente una máquina
productora de relatos audiovisuales espectacularizados —en diversos géneros y
formatos—, portadores de universos simbólicos, diseñados y difundidos para
satisfacer las apetencias emocionales de su audiencia. No es raro que en su
economía productiva, y tras su titubeante etapa pionera, la televisión en directo
haya sido ampliamente superada por la programación diferida o pregrabada. La
programación en diferido —muy mayoritaria hoy en los canales— permite un
control censor sobre el material emitido (censura política, sexual, religiosa, etc.)
que resulta imposible, o muy difícil, en la televisión en directo. Por consiguiente,
los mensajes eróticos emitidos por la televisión diferida son mensajes
institucionalmente regulados, calibrados para atender al delicado equilibrio entre
atractivo comercial y respetabilidad social, entre permisividad y prudencia
moral, y atendiendo a factores contextuales tales como el horario de emisión.
Hemos mencionado al erotismo porque constituye bajo formas y propuestas
muy diversas, directas o indirectas, el señuelo supremo para la mirada. Y no sólo
para los eróticamente insatisfechos, pues incluso los eróticamente satisfechos
pueden aspirar legítimamente a una mayor cuota de placer o a nuevos proyectos
para el futuro. Freud sabía lo que decía cuando hizo de la libido el motor
primario de nuestra conducta, que actúa de modo abierto o solapado en nuestra
producción imaginaria. Incluso las imágenes aparentemente más neutras acaban
por revelar con frecuencia sus resortes ocultos. Por ejemplo, en las emisiones
deportivas, con el despliegue de cuerpos jóvenes en entrenamientos, en los
vestuarios, fundidos en abrazos, besos y caricias tras un gol…, hasta el punto de
desvelar lo que Pierre Sorlin ha llamado la “homosocialización” deportiva (Les
fils de Nadar. Le “siècle” de l’image analogique). Y la repetida exhibición en
1992 de las imágenes documentales de una joven somalí que había intimado con
un soldado francés y que por ello fue desnudada violentamente en público por
sus compatriotas, hacía dudar legítimamente de si se trataba de una denuncia o
de una complaciente exhibición sexual de coloración sádica.
Todo lo dicho hasta aquí resulta clamorosamente evidente en el caso de los
anuncios publicitarios, cuya única función consiste, precisamente, en la
excitación de los deseos de su audiencia. Sobre todo desde la segunda mitad de
los años sesenta, en Europa la publicidad ha espectacularizado el cuerpo
femenino pasivo (es decir, ofrecido sumisivamente), como contrapunto de una
virilización activa del cuerpo masculino, aunque desde finales de la década se
abrió paso también el estereotipo sexual del hombre-objeto. Pero, en líneas
generales —toda generalización absoluta es inexacta—, la publicidad ha
reificado agresivamente la sexualidad femenina, presentándola con una mirada
masculina.
No sólo esto. La publicidad ha contribuido enérgicamente a excitar los
deseos (objetuales) del público a través de deseos (eróticos) interpuestos,
suscitados por modelos atractivas/os y escenografías hedonistas. En un universo
en el que la imperfección física está excluida por definición y en el que las micro
historias exhibidas están condenadas a un gratificador final feliz, los objetos de
consumo han sido también convenientemente erotizados por el diseño, la
iluminación y la cámara. No hay que desempolvar los viejos tratados de Ernst
Dichter para reconocer símbolos fálicos en botellas de perfume, en llaves de
contacto de automóvil, en helados que se lamen y hasta en tacos de billar (en una
publicidad de Lucky Strike).
Una función central de la televisión comercial ha sido la de reducir a los
ciudadanos a la condición de consumidores, hasta el punto de que ha podido
afirmarse que la función primordial de la televisión comercial ha sido la de
difundir publicidad rellenada de programas de entretenimiento. El erotismo
desempeña una función central en este hedonismo consumista, como ha señalado
la profesora de Publicidad Guadalupe Aguado (de la Universidad Antonio de
Nebrija), al explicar que el erotismo en la publicidad se utiliza con “la intención
de propiciar una publicidad persuasiva y sugestiva, donde el mensaje publicitario
cumpla una función de reclamo. Persuasiva por cuanto con ello se busca
provocar atención, interés, deseo y acción. Sugestiva por ser el instrumento más
habitualmente utilizado en la publicidad subliminal”.
En cuanto a la publicidad nocturna de servicios eróticos, desde telefónicos
hasta servicios de contacto personal y de masajes, por su obviedad nada hay que
añadir sobre ella.
EL PÚBLICO Y LA PROGRAMACIÓN
Según datos del Centro de Investigaciones Sociológicas de 1998, en España
cada vivienda cuenta, como promedio, con 2,02 televisores, superando
largamente en número a las lavadoras y tocadiscos. Y la audiencia diaria de
televisión por habitante es de 211 minutos (unas tres horas y media),
colocándose en el ranking europeo sólo detrás de Turquía (219'), Reino Unido
(216') e Italia (215'). Pero las amas de casa españolas consumen un 25 por ciento
más televisión que el conjunto de la población, con una media diaria de cuatro
horas y 49 minutos. Y un informe de la Unesco añade que los niños de la Unión
Europea ven la televisión un tercio del tiempo que están despiertos. Aunque el
Centro de Investigaciones Sociológicas tal vez nos consuela al añadir que en el
33 por ciento de los hogares españoles la televisión se utiliza como ruido de
fondo mientras se charla y se hacen otras tareas, sin que nadie la mire. Es decir,
vendría a desempeñar un rol parecido al de un animal de compañía.
Las funciones teóricas de los canales de televisión son, como es notorio, las
de informar, formar y divertir. Pero esta oferta está condicionada por la
psicología del espectador televisivo, que es muy diferente de la del espectador de
cine, del medio audiovisual que le precedió históricamente y sobre el que
modeló sus recursos expresivos. El público cinematográfico está formado por
espectadores selectivos, que eligen un programa concreto, se movilizan para
desplazarse hasta una sala pública y pagan un precio por su entrada. Es, por
tanto, un público altamente motivado. El público de la televisión, en cambio, es
un público indiferenciado, caracterizado por su gran heterogeneidad social y
cultural. Y es sabido que cuanto más extenso e indiferenciado sea un público,
más mediocre y convencional es su gusto. Si a esto añadimos el hecho de que el
televisor, doméstico y gratuito, se pone en funcionamiento preferentemente al
final de la jornada laboral, cuando los usuarios llegan cansados a sus casas
buscando el reposo físico y mental, se entenderá que de las tres funciones antes
expuestas la de “divertir” sea considerada con frecuencia la prioritaria y se
programe preferentemente en los canales generalistas un “chiclé para los ojos”,
en forma de golosinas audiovisuales que constituyen fast food para el espíritu,
con sus estímulos primarios regidos por la Ley del Mínimo Esfuerzo Psicológico
e Intelectual del público. Esta norma no hace más que aplicar dócilmente cuanto
los etólogos han descubierto acerca de la “mirada preferencial” de los animales:
cuanto más excitante es un estímulo visual básico para una especie —estímulo
sexual, nutritivo, antagónico, etc.—, más probabilidades tiene de atraer la mirada
del animal.
Esto no supone una maldad intrínseca de las cadenas, ni una conspiración
perversa para corromper el gusto de la población, sino una estrategia
relativamente racional para satisfacer las expectativas del público mayoritario,
aunque agravada por su permanente tentación a “competir por abajo” con las
cadenas rivales. Por eso incluso las televisiones públicas tratan de evitar
convertirse en un gueto minoritario high-brow; que les aísle del gran público, y
por eso Umberto Eco pudo afirmar hace años que no es la televisión la que hace
daño al público, sino que es paradójicamente el público el que hace daño a la
televisión. Dicho en términos más técnicos, podemos afirmar genéricamente que
los valores transmitidos preferentemente por la televisión hertziana son los del
hedonismo, la ludofilia, el escapismo, el consumismo y la meritocracia. E,
invocando la autoridad de J. K. Galbraith, podemos afirmar que si esta
programación busca fundamentalmente el asentimiento de las personas
“socialmente satisfechas”, no es menos cierto que ofrece también ensueños
deseables para las personas pobres y marginadas, para los “socialmente
insatisfechos”. Al fin y al cabo, el derecho a soñar no cuesta dinero. Un
programa de la cadena italiana RAI-3 se titula precisamente Telesogni
(Telesueños).
Esta situación obedece a una rigurosa lógica histórica. Cuando las masas
eran demasiado pobres para ser consumistas, los criterios oficiales de gusto en la
sociedad los marcaban prevalentemente las clases ilustradas, socialmente
restringidas, pero ahora son las masas consumidoras las que facilitan al mercado
sus gustos trivialistas, a los que la televisión no hace más que servir con
complacencia.
La diversión también tiende, inevitablemente, a desembocar en la
información-espectáculo y el sensacionalismo, que para muchas cadenas es la
panacea para conquistar cuotas de mercado y sobrevivir en la lucha por la
competencia, según la citada estrategia de “competir por abajo”. El
sensacionalismo —la efímera sensación que cosquillea los sentidos— tiende a
imponerse, empujado por las urgencias competitivas, sobre el perceptualismo,
concibiendo a la percepción como forma de conocimiento de la realidad,
superior a la sensación. En muchos telediarios norteamericanos, por ejemplo, los
sucesos pimentados de la crónica negra ya ocupan la tercera parte de sus
noticias, en detrimento de otros intereses informativos —políticos, económicos o
sociales— de más calado. Se alimenta así la que ha sido llamada ya “bulimia de
sensaciones” de la audiencia televisiva.
El ejemplo de los reality shows, cuya emoción pasional autentificada ha
desbancado en parte para las audiencias la tradicional emoción pasional fingida
de las telenovelas —calificadas a veces como “pornografía femenina”—,
permite obviar cualquier comentario acerca de la prioridad sensacionalista. La
crueldad selectiva del zapping anima las políticas de programación
sensacionalista y trata de evitar las caídas de la tensión emocional. El
sensacionalismo también ha afectado a la programación erótica, aunque la
pornografía dura (hardcore) suele reservarse todavía, en casi todas partes, para
los canales codificados o de cable. Y desde que en 1992, debido a una iniciativa
macabra de Tele-Montecarlo, se inició la polémica sobre la transmisión de
ejecuciones de pena capital, algunos canales están tanteando con escaramuzas
con los reglamentos y con la tolerancia social las nuevas cotas de permisividad
que se pueden autorizar progresivamente para subir el techo de sus audiencias.
Aunque han invocado la coartada de que durante siglos las ejecuciones se han
llevado a cabo en público, su estrategia de tanteo se basa en realidad en la
certeza de que las imágenes prohibidas, a largo plazo, acaban por ser
autorizadas. Así, a la pornografía del sexo sucederá la pornografía de la muerte.
Pero este panorama ha de ser matizado en virtud del nuevo mapa televisivo,
que está añadiendo a la televisión generalista por vía hertziana las televisiones
monográficas o temáticas, por cable o codificadas. Al tradicional broadcasting le
han añadido el narrowcasting de pago, de carácter selectivo, que no solamente
ha emergido en los países de economía opulenta, ya que la cablevisión está
ampliamente difundida en muchos países de América Latina (aunque a veces el
cable se utilice sólo para mejorar técnicamente la difusión de las señales, como
se hace para sortear las masas de los rascacielos de Nueva York). La culminación
de este proceso de selectividad creciente culminará con la fórmula de “televisión
a la carta”, pregonada por Nicholas Negroponte desde el Massachusetts Institute
of Technology y sobre la que habremos de volver.
Esta evolución de la industria televisiva confirma que el público no es sólo
una masa indiferenciada, sino que es segmentable en franjas culturales con
intereses definidos, como lo había descubierto mucho antes la industria editorial
y periodística y, más tarde, la industria discográfica, cuando estuvo claro que
había un público para Chaikowski y otro para las canciones del verano. En el
campo del cine es, desde hace años, un hecho evidente que, además de la oferta
hegemónica y planetaria de los espectáculos producidos por las empresas
multinacionales de Hollywood, existe una oferta intersticial de cine de autor,
disidente o alternativo en relación con aquellos grandes espectáculos, y que tiene
su lanzamiento publicitario en los festivales de cine y luego conoce su difusión
planetaria en pequeñas salas, orientada hacia la “inmensa minoría internacional”,
siempre, claro está, que consiga encontrar los canales de distribución adecuados.
Aliado de los megapúblicos que convoca Spielberg existe una élite cultural
internacional para acoger con interés los films de Víctor Erice o Manoel de
Oliveira. Al fin y al cabo, también las minorías constituyen un mercado
interesante y la televisión se ha comenzado a dar cuenta de ello hace poco, como
también lo han detectado algunas empresas distribuidoras de videogramas a los
videoclubs.

EL NUEVO ECOSISTEMA CULTURAL


Pero la irrupción de la televisión ha comportado también una drástica
reestructuración del ecosistema cultural contemporáneo. La televisión no ha
sustituido a los otros medios (como el cine sonoro sustituyó al mudo), pero su
importante absorción del tiempo de ocio de los ciudadanos afecta decisivamente
al consumo de las restantes industrias culturales. En un país en que la mitad de
los españoles que sabe leer no lee libros (encuesta Los españoles y los libros
para la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros, 1998),
la televisión ha robado ciertamente tiempo a la lectura en muchos casos, pero
también ha absorbido publicidad a la prensa escrita y, sobre todo, espectadores
de teatro y de cine. Pero esta reordenación del ecosistema cultural, con el declive
de frecuentación a espectáculos públicos, ha de ponerse en perspectiva en
relación con la diversificación general de los usos del tiempo de ocio en los
últimos treinta años, con las discotecas convertidas en epicentro de la cultura
adolescente y juvenil, con la generalización del week-end motorizado en las
clases medias, con la futbolmanía, etc. La televisión, de hecho, no es la única
responsable del declive de la frecuentación a espectáculos públicos, pero ha
desempeñado un papel protagonista en este fenómeno.
Aclarada la complejidad del entramado de las industrias del ocio en la
actualidad, es bueno reiterar que la entronización del televisor en el centro del
ecosistema cultural ha afectado profundamente a la industria de producción
audiovisual, que antaño se limitaba a suministrar películas que se exhibían en
salas públicas. Al aparecer la televisión, el espectáculo cinematográfico se había
asentado, a lo largo de medio siglo, como un rito colectivo en grandes salas,
concelebrado por un público expectante y subyugado ante una gran pantalla de
alta definición, cuya imagen cubría toda su área retinal provocando su inmersión
óptica en el espectáculo; un público cohesionado por una reverente y silenciosa
comunión colectiva en el seno de una envolvente oscuridad total. Antes, las
películas se veían sólo de esta manera, pero hoy sólo una minoría las ve ya en
esta liturgia social, ya que la mayoría de sus espectadores las ven aislados en sus
salas domésticas iluminadas y en una pequeña pantalla electrónica de baja
definición.
En la historia de los medios de comunicación ha sido frecuente que los más
modernos sustituyeran a los más antiguos, pero no ha sido siempre así. El
arcaico libro gutenbergiano sigue vivo cinco siglos después de su invento y la
televisión no ha aniquilado a la radio, aunque ha mordido al público de uno y de
otra. Pero el cine sonoro ha matado al cine mudo y el cine en color ha eclipsado
al cine en blanco y negro. La ley de la sustitución mediática está gobernada por
el principio de sus usos y gratificaciones, lo que significa que los medios con
usos similares pero con gratificaciones más intensas destruyen a los medios
menos gratificadores. La radio y la televisión ofrecen usos distintos, pero no así
el cine mudo y el sonoro, que sustituyó al anterior. Y el cine sonoro, a su vez,
golpeó duramente al teatro, al robarle las imágenes y las voces de sus mejores
actores, pero el teatro sigue ofreciendo la presencia viva de sus oficiantes, que
ningún medio de reproducción puede alcanzar, en tanto las biotecnologías no
consigan actores clónicos.
Luego la televisión golpeó a las salas de cine, al ofrecer un uso similar pero
con una gratificación superior para muchos espectadores, a pesar de la pequeñez
de su pantalla, la baja definición de su imagen y los cortes de la publicidad
comercial. Pero se veía en el interior del hogar y este factor demostró tener un
peso muy considerable en las opciones de las audiencias, pues lo apreciaron más
que la asistencia a las salas públicas, lejanas, caras y menos confortables. Con
ello, claro está, se quebró lo que de rito comunitario tenía el cine, heredado del
viejo estadio, del circo y del teatro, con sus importantes secuelas psicológicas de
interacción personal y socialización, que hace que los/las adolescentes vayan al
cine por razones extracinéfilas (pandillas, noviazgos), provocando, por cierto, la
invasión del mercado por los llamados “géneros adolescentes” (terror, aventuras,
etc.). La fruición comunitaria es muy importante en algunos géneros: las
comedias deben verse en muchedumbre para que la risa actúe, como decía
Bergson, a modo de eco social. Por eso a las comedias televisivas se les añaden
unas bandas sonoras con risas.
La industria cinematográfica se había desarrollado históricamente, por otra
parte, como una factoría en la que cada film era un prototipo singular y
diferenciado, aunque la estandarización productiva de los grandes estudios se
basara en la política de géneros y de fórmulas comprobadas. Por muy
estereotipados que fueran los productos de género (western, cine policíaco, etc.),
cada film era un prototipo diferenciado y aislado. La televisión, en cambio, en
razón de su voraz programación continua, se ha basado en la serialización de sus
productos audiovisuales, a partir de la redundancia de lo que ya es familiar y que
constituye “lo mismo, pero cada vez distinto” (modelo en el cual “lo mismo” es
lo confortablemente familiar y querido y “lo distinto” es lo sorprendente y nuevo
en aquel ámbito familiar). En este sentido, el riesgo y la originalidad de los
productos cinematográficos era muy superior a la requerida por los productos
televisivos serializados, que tienden a la clonización formal, en razón de las
técnicas fordistas que rigen su producción. Lo más próximo al taylorismo y al
fordismo audiovisual son las teleseries, telenovelas y comedias de situación
norteamericanas, con una producción muy homogénea, rápida y barata, que
moviliza a equipos de guionistas y de directores, que ruedan o graban varias
escenas o episodios a la vez, pero que no pueden contar todavía con actores
clónicos que actúen en varias escenas o episodios simultáneamente, por lo que
constituyen su capital más preciado y mimado. Estas teleseries, telenovelas y
comedias taylorizadas están regidas por la redundancia argumental, que el
público conoce y aprecia y, como ya se dijo, en ellas el imperio de lo familiar y
conocido sólo cede ante la sorpresa de lo imprevisto que apuntale mejor lo
familiar.
A pesar de estas limitaciones creativas, la televisión ha acabado por ganar la
batalla económica al cine, y no sólo la batalla del público o del mercado. No sólo
los estilos, los ritmos y la planificación televisiva han contaminado a muchos
films para la pantalla grande, como fue visible en la celebrada Kramer contra
Kramer (Kramer vs. Kramer, 1979), de Robert Benton, que no era más que una
soap opera televisiva para gran pantalla. Los han contaminado, muchas veces,
porque sus productores son conscientes de que el grueso de su carrera comercial,
tras su estreno, se hará en las pantallas pequeñas. Y hasta han acabado por
adoptar la perezosa y conservadora forma de serialización llamada secuelas
(sequels), como ocurre con las series de Batman, Indiana Jones, etc., para
asegurarse la fidelidad del público después de su éxito comprobado, copiando un
patrón televisivo.

¿OPULENCIA AUDIOVISUAL?
Complementando los efectos devastadores que la televisión ha tenido sobre
la exhibición cinematográfica en salas públicas, el análisis de la programación
televisiva demuestra que los espacios más apreciados son aquellos en los que se
difunden precisamente películas cinematográficas, que con frecuencia se
programan en el privilegiado prime time. Los expertos se han referido a la
“bulimia televisiva de films”, para designar la voraz apetencia cinematográfica
del medio, y un estudio de marzo de 1999 acerca de las suscripciones a canales
por satélite en España corroboró que un 33 por ciento estaban motivadas por los
programas cinematográficos, seguidas en un 27,5 por ciento por los partidos de
fútbol (aunque se divulga menos que la programación pornográfica de los
canales de pago figura entre las más visitadas).
Pero las películas cinematográficas, como antes se apuntó, constituyen
unidades diversificadas e independientes entre sí, hechas para pantalla grande
generalmente con más medios y ambición que las producciones específicamente
televisivas, y que en el nuevo medio a veces se programan agrupándolas en
ciclos (de géneros, estrellas o directores) para reforzar la fidelidad de la
audiencia, en concordancia con las estrategias serializadoras de la televisión.
Esta programación privilegiada, que supone un reconocimiento implícito de la
jerarquía artística de la producción cinematográfica en relación con la televisiva,
más modesta y apresurada, pone de relieve la contradicción entre la producción
serializada que apela a la fidelidad del público y las unidades discontinuas y
heterogéneas propias de la industria cinematográfica tradicional, una industria
reconvertida ahora en buena parte para suministrar productos específicamente
televisivos a las cadenas.
Por consiguiente, antes hablábamos de cine y ahora hay que hablar
genéricamente, ante la mescolanza de productos y canales de difusión, de
audiovisual, como la provincia central y hegemónica de la cultura de masas
contemporánea. En rigor, habría que hablar de audiovisual incluso cuando se
evoca al viejo cine mudo, porque se exhibía habitualmente con acompañamiento
musical de un pianista o de una orquesta en la sala. De modo que la Galaxia
Lumière, que nació a finales del siglo XIX como derivación del invento de la
instantánea fotográfica puesta al servicio del principio de la Linterna Mágica, se
ha convertido cien años después en una densa constelación electrónica,
fecundada por la Galaxia Marconi, en la que figuran la televisión, el vídeo y la
imagen sintética producida por ordenador. ¿Tienen mucho en común? Todas
ellas son imágenes móviles que vemos en una pantalla, que es su soporte
espectacular. Constituyen, por tanto, un mismo lenguaje, pero hablan diferentes
dialectos.
El protagonismo de la televisión en el ámbito audiovisual tuvo el efecto,
como acabamos de apuntar, de generar una interacción con la industria de
producción cinematográfica. En Estados Unidos, antes que en ningún otro país,
se produjo un desplazamiento y una ósmosis de profesionales entre cine y
televisión. No sólo actores famosos fueron contratados por la pequeña pantalla
para potenciar su poder de atracción, sino que poco después guionistas y
realizadores eficientes de la televisión irrumpieron, trabajando con los medios
escasos y la rapidez que impone el medio, en los estudios cinematográficos
(Delbert Mann y su guionista Paddy Chayefsky con Marty en 1955, por
ejemplo). Algo después, en Europa, las televisiones estatales iniciaron la
producción de películas o de series de directores cinematográficos para el nuevo
medio y para pantalla grande, como lo hizo pronto la RAI (Radiotelevisione
Italiana) con obras de Roberto Rossellini (pionero en esta iniciativa), Fellini,
Lattuada, los hermanos Taviani, etc. Y el Channel Four británico se ha
convertido en los últimos años en un potente motor del cine de su país. El
fenómeno se ha generalizado en el continente y han aparecido aquí y allá
productos audiovisuales de diseño multimedia, comercializables en formatos
distintos, desde el largometraje para salas que se convierte a la vez en miniserie
para la pantalla pequeña hasta la serie televisiva que luego se transforma en
película para salas. Pero esta estrategia plantea serios problemas estéticos de
estructura narrativa, ritmo, etc., porque no es fácil servir a la vez a dos amos con
exigencias distintas. Pero Ingmar Bergman ofreció un ejemplo modélico de
versatilidad con sus Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1973),
que fue primero una serie televisiva, de la que derivó luego un largometraje para
las salas. Aunque su éxito artístico se debió en buena parte a que su historia no
tenía propiamente una trama o intriga, sino que consistía en una acumulación de
escenas independientes de una vida conyugal, tal como su título indica.
El horizonte que contemplan los comunicólogos con optimismo es el del
desarrollo creciente de la cultura audiovisual, en todas sus formas, a través de la
llamada sociedad de los quinientos canales, que harían realidad la profecía de
Abraham Moles acerca de la “opulencia comunicacional”. La evolución no es
sólo cuantitativa, sino que también pretende ser cualitativa y se ha pasado del
obligado “menú televisivo”, impuesto a toda la audiencia por igual, a la oferta
diversificada de canales temáticos. Así, el auge actual de los canales de pago de
narrowcasting está segmentando las audiencias y cambiando el paisaje
televisivo, como antes señalamos, en su tránsito de los mass media a los group
media. La meta es la sustitución del “menú televisivo” por la “televisión a la
carta”, caracterizada por la pluralidad y variedad de la oferta, acrecentada con la
existencia de videotecas, servicios de teletexto y video texto y de bancos de
imágenes. Pero también este ámbito está amenazado por el espectro de la
sobreoferta y por la capacidad del mercado, como veremos en otro capítulo. En
Estados Unidos, país consumista por antonomasia, tras la explosión de la oferta,
en los últimos diez años se ha producido un parón en el crecimiento de los
canales de pago y se piensa que si hay crecimiento de la demanda, éste será muy
lento.
La realidad nos recuerda de vez en cuando brutalmente que vivimos, a pesar
de las apariencias, en la sociedad de la escasez. Aunque la escasez sea mayor en
unos sitios que en otros.

ENSUEÑOS ELECTRÓNICOS
Antes dijimos que los valores que transmite prevalentemente el sistema
televisivo son los del hedonismo, la ludofilia, el escapismo, el consumismo y la
meritocracia, para satisfacer las necesidades de la economía del deseo. Es cierto
que existen géneros más propicios que otros para vehicular tales valores y las
ficciones serializadas figuran entre sus trampolines más funcionales. Tales
ficciones son herederas del melodrama y de la novela de folletín decimonónica,
géneros que han sido bien estudiados en el mundo académico. Sabemos que las
autoridades zaristas, por ejemplo, promovieron la difusión de los melodramas
teatrales en la Rusia preindustrial para distraer con ellos a las agobiadas clases
populares de sus acuciantes problemas materiales. Sus fantasías cumplían,
indirectamente, la función que el psicoanalista Félix Guattari ha considerado las
propias de un “diván del pobre”. En la más confortable sociedad postindustrial
siguen desempeñando una parecida función balsámica para muchas amas de casa
y por eso han sido etiquetadas a veces como “pornografía femenina”.
Las famosas telenovelas fundacionales de finales de los años setenta, que
desarrollaron pulposas y dilatadas sagas familiares ambientadas en el jet-set
estadounidense (Dallas, Los Colby, Dinastía), ejemplificaron modélicamente los
dramas de personajes guapos y ricos, pero no felices, predicando a las audiencias
con sus historias que los dos pilares que sostienen al mundo son el dinero y el
sexo. Pero la mayor parte de sus personajes, sobre todo los más ricos, no eran
felices, y ahí radicaba un importante quid de la cuestión, un quid que una
telenovela mexicana enunció con más brutalidad al elegir como título Los ricos
también lloran. En el seno de estas sagas se formalizaron los dos grandes
arquetipos femeninos que configuran su bipolaridad mítica, y ambos tenían su
origen en dos arquetipos extraídos de la Biblia. Eva se convertía en la Gran
Tentadora y, tal como narra el Génesis, después del mordisco de Adán se
transformaba en la Culpable. En el otro polo, como contraste, se alzó la
descendiente de la Casta Susana, cuya virtud sería al final recompensada. Pero
cada uno de estos dos arquetipos antagónicos conoció variantes que se hallan
también en los textos de la Biblia, como Betsabé (la adúltera por cálculo) o
María Magdalena (la pecadora arrepentida).
En Brasil y en otras partes una telenovela no empieza a grabarse o rodarse
hasta que se ha escrito la tercera parte de sus guiones. A veces las respuestas del
mercado van orientando azarosamente la evolución de la acción y las conductas
de los personajes. La empatía de la audiencia con estas dilatadas ficciones es
bien conocida y vale la pena analizar las razones de tan intensa adhesión
colectiva.
La primera deriva de la existencia del personaje como presencia hogareña,
como un familiar más, en virtud de su carácter habitual en el espacio doméstico.
A diferencia de lo que ocurre ante la distante pantalla del cinematógrafo, el
televisor impone una distancia corta y coloca al personaje en la iconosfera íntima
del telespectador, en el interior de su propio hábitat.
La segunda está asociada a las necesidades de la estereotipación
caracterológica del personaje, como un arquetipo estable y reconocible
fácilmente por el público, mediante situaciones y efectos recurrentes, como los
que eran usuales en el viejo teatro de melodrama y en la novela de folletín.
La tercera deriva de que los protagonistas de estas dilatadas ficciones
serializadas se caracterizan por un flujo biográfico continuo, como el de los seres
vivos, como el de sus propios espectadores. Es sabido que la estructuración de
este flujo novelesco, en el que los personajes evolucionan y se transforman, fue
una conquista laboriosa del cine, que suele datarse con la aparición de Avaricia
(Greed, 1923) de Erich von Stroheim, basada en una extensa novela naturalista
de Frank Norris, cuya versión original duraba por ello más de ocho horas, la
extensión de una modesta telenovela actual. Los productores mutilaron aquella
duración necesaria para la lógica narrativa evolutiva de Stroheim, que para él era
perfectamente funcional. Esta estructura impone, como es sabido, graves
servidumbres a los guionistas, que se encuentran ante flujos vitales
imprevisibles, a veces determinados por las respuestas del mercado. En
ocasiones hay que matar a un personaje antes de tiempo, porque al público le
aburre o porque el actor se ha muerto (como en Dallas, cuando el intérprete de
Jack falleció inesperadamente) e, incluso, resucitar con extraños artificios a un
personaje muerto (que en realidad se marchó de viaje sin avisar), pues su
presencia es reclamada imperativamente por las protestas del público.
La suma de estas tres características permite una eficaz identificación-
proyección por parte de la audiencia, que vive por procuración, de un modo
vicarial, grandes pasiones y grandes dramas, que le hacen sentirse superior, en
una operación de autoennoblecimiento o autosublimación. En realidad, este
fenómeno es bastante complejo, como nos han explicado los psicólogos. El
espectador vive en realidad un desdoblamiento proyectivo, de modo que se
siente solidario y se identifica con el personaje positivo, en quien ve a su
semejante, digno de su simpatía, mientras que libera sus frustraciones y sus
ansias destructivas a través del personaje malvado, del transgresor moral. Al fin
y al cabo, en todo telespectador coexiste un doctor Jekyll y un Mr. Hyde, esas
plasmaciones del superego y del ello que Stevenson ideó en el plano narrativo y
fantástico antes que Sigmund Freud. Y una buena ficción es aquella que es capaz
de satisfacer simultáneamente a las dos necesidades psicológicas opuestas del
individuo, la del amor y la del odio.
La influencia de algunas telenovelas ha sido a veces enorme, como
documentan algunos episodios pintorescos. Así, en 1995, las seguidoras de la
telenovela británica Brookside (con cinco millones de audiencia a lo largo de
diez años) se rebelaron airadamente contra su desenlace, en el que un juez de
ficción condenó a penas de cárcel a sus dos protagonistas, manifestándose
multitudinariamente las agraviadas ante el edificio de Meresy Television, su
productora de Liverpool. Pretendían, claro está, cambiar el destino de aquellos
personajes inventados, con cuyas cuitas se habían identificado a lo largo de años.
Los psicólogos conocen este fenómeno con el nombre de “disonancia cognitiva”
y se produce cuando surge una discrepancia desagradable entre las expectativas
de un sujeto y un mensaje recibido. Y en julio de 1999 la joven senegalesa
Khady Sene, fan de la telenovela mexicana Marimar, murió de un infarto a
causa de la emoción que le produjo una escena en que su protagonista femenina
era amenazada por su rival con un arma (El País, 14 de julio de 1999).
Visto el desarrollo exuberante que con posterioridad ha conocido el llamado
“periodismo del corazón” —que ha inundado todas las pantallas, dañando la
venta de sus rivales impresas—, surge la duda de si aquellas ficciones de ricos y
famosos se inspiraron en los estereotipos canónicos de tal periodismo, o bien los
famosos de la realidad están imitando a aquellas figuras de ficción, según la
famosa paradoja de Oscar Wilde. Las fronteras son borrosas y nunca sabemos si,
como en La rosa púrpura de El Cairo, algún personaje ha saltado de la pantalla
y se pasea ahora por las fiestas mundanas de nuestra cotidianeidad.
La prensa del corazón y la prensa amarilla, que han encontrado un buen
acomodo en el tubo electrónico, satisfacen los apetitos emocionales de grandes
audiencias porque presentan a los seres humanos como sujetos de grandes
pasiones, sean amores, celos, codicia o depravación, como en los escenarios
grandilocuentes del viejo teatro de melodrama. Y de este modo se infiere que la
gran Historia —con hache mayúscula— es un escenario de pasiones volcánicas
y que su tejido se construye, o se destruye, a golpe de grandes pasiones. Pero si
la prensa del corazón se originó históricamente de un acuerdo tácito entre el
exhibicionismo narcisista de los sujetos públicos y el vayeurismo de su
audiencia, a veces los sujetos públicos no pueden controlar la voracidad de los
medios y aquel pacto se rompe. Si los sujetos famosos existen para ser
celebrados mediáticamente, a veces los sujetos narcisos se encuentran con
disgustos o resultados no deseados, porque no habían medido bien la voracidad
voyeur de los medios o creían que podrían controlar sus apetitos, ofreciéndoles
dosis pautadas y medidas de su carne y de su alma. Pero ya se sabe que, dándole
carne a la fiera, ésta no se convierte en vegetariana, sino al revés. Y esto ocurre
cuando se fractura el pacto de complicidad entre el famoso y los medios
destinados a celebrar su imagen. Ejemplo: Diana de Gales sacrificada en el altar
mediático.
El panteón de los ricos y famosos que aparecen en la pantalla —tanto los
reales como los de ficción— genera modelos de comportamiento en la audiencia,
sobre todo en aquellos segmentos más vulnerables intelectualmente o
emocionalmente. Este mimetismo tiene una base biológica perfectamente
comprobada. Cuando un jugador de tenis gana un partido, aumenta claramente
su nivel de testosterona en la sangre y se siente eufórico, exactamente igual que
los primates que se convierten en los machos dominantes de su grupo. Para
decirlo más lapidariamente: la biología premia el éxito a través de descargas
químicas. El éxito social eleva el nivel de andrógenos en el varón y el
enamoramiento produce la amina cerebral feniletilamina, que estimula
eufóricamente el sistema nervioso.
La voluntad de mimetizar la conducta de los ricos y famosos que aparecen en
la pantalla está, por lo dicho, perfectamente motivada en el plano bioquímico. Y
esta aspiración suele desembocar en frustración. En 1994, un estudio de la
Universidad de Chicago y de la State University de Nueva York concluía que la
vida interesante y eróticamente muy activa de los personajes que aparecen en la
pantalla producía frustraciones en el público que comparaba su propia vida, gris
y monótona, con la de aquellos afortunados héroes y heroínas. Debra Heffner,
directora del Consejo de Información y Educación Sexual de Estados Unidos,
declaró a este respecto: “Los medios de comunicación nos presentan una imagen
de la sociedad según la cual todo el mundo lo hace; todo el mundo practica más
sexo que tú y de forma más satisfactoria”. Esto empuja, a quienes pueden
hacerlo, a comprar relaciones y aventuras, eróticas o no, incluyendo los
“compañeros de alquiler” para señoras. Son fantasías que empujan hacia el
coleccionismo erótico en la vida real, hacia la satiriasis masculina y la
ninfomanía femenina, que la psiquiatría suele explicar por la necesidad de
afirmar la permanencia y vigor del propio atractivo, en lucha contra la usura
física por el paso del tiempo (ninfómanas maduras). Quienes no pueden aspirar a
tanto se consuelan simplemente dando rienda suelta a la pulsión neurótica del
consumismo en los grandes almacenes.
No todas las fantasías televisivas son del orden tan simple como el expuesto.
El programa estrella de la televisión brasileña en 1999 fue el protagonizado por
la exuberante modelo Tiazinha, una escultural muchacha de veinte años, quien,
portando un antifaz y una escueta lencería negra, castigaba con una fusta a los
adolescentes que se equivocaban en un programa de concursos. Su espacio, que
explotaba tanto fantasías de culpa como de relación materno-filial de los
participantes, habrá sido probablemente un vivero eficaz para futuras conductas
sadomasoquistas.
Pero la fragilidad o el carácter insatisfactorio de la red de relaciones sociales
conduce a los individuos, especialmente a adolescentes y jóvenes, a formas
peligrosas de marginación, sea en tribus urbanas violentas y asociales, o en
sectas seudorreligiosas. Para los primeros, su patria es su tribu, sus señas de
identidad se hallan en la ropa, el cabello, el tatuaje o el piercing (marcadores
identitarios) y su vínculo emocional brota de sus actividades agresivas
compartidas. En las sectas, la sumisión ciega a un líder, en el que se vacía toda la
responsabilidad personal, la conciencia de pertenecer a un colectivo cohesionado
y con un destino común y la presunta gratificación espiritual en vida o tras la
muerte operan como un potente aglutinador del grupo. Por eso es posible afirmar
que, si es cierto que la televisión socializa con sus mensajes a grandes masas
gracias a un imaginario integrador compartido, desocializa también a quienes
acaban por situarse en la periferia de estas masas.

LAS LÓGICAS DE LA SEDUCCIÓN


La cultura eclesiástica medieval puso en circulación el aforismo que
aseguraba que pictura est laicorum literatura, una sentencia que ha estado en el
origen de la sospecha que Occidente ha manifestado hacia la cultura de la
imagen, percibida como secundaria, frágil, incompleta y subordinada a la cultura
del verbo. Es cierto que en el curso de la evolución humana el homo loquens
precedió al homo pictor, pues el lenguaje verbal fue el primer gran fruto
intelectual de su capacidad para el pensamiento abstracto y la conceptualización.
También las imágenes rupestres eran plasmaciones categoriales del bisonte, del
mamut, del cazador, etc., pues la imagen de un sujeto singularizado —lo que hoy
llamamos retrato— tardó mucho en aparecer. Todavía en el neolítico, las tribus
que habitaron hace nueve mil años el valle del Éufrates practicando la
agricultura adoptaron una costumbre que, de alguna manera, prefiguraba la
función retratista. Cuando un familiar moría, lo enterraban dentro de sus casas,
pero cortándole la cabeza para conservar su cráneo, como nosotros hacemos con
las fotografías de los fallecidos, para acordarse de ellos.
Estas observaciones constituyen una buena introducción al tema de la
imagen personal como elemento de atracción y hasta de seducción en la puesta
en escena del espectáculo televisivo. Pero la seducción de una imagen personal
es, en realidad, un asunto muy anterior al invento de la televisión. Nunca se ha
explicado de un modo enteramente satisfactorio, por ejemplo, por qué los
desnudos pintados por Van Eyck son muy distintos de los que se exhiben en el
Crazy Horse, de París, y a su vez muy diferentes de los desnudos ofrecidos por
Rubens o el de la Venus de Milo. Es seguro que los hábitos alimenticios, el
ejercicio físico y las pautas de la vida cotidiana en la Brujas del siglo XV
modelaron proporciones y dimensiones antropométricas diversas de las que luce
una muchacha neoyorquina bien alimentada que hoy frecuenta el gimnasio y la
sauna. A veces, no obstante, se producen raros fenómenos de concordancia del
gusto. Así, la citada Venus de Milo se vio entronizada como modelo supremo de
belleza y de perfección corporal femenina, porque sus proporciones de matrona
coincidieron con las que eran admiradas en 1828, cuando se descubrió su
estatua. Pero hoy nadie seguiría manteniendo que su anatomía representa la
máxima excelsitud estética de la mujer.
Ya Huizinga, en Homo ludens, observó que desde mediados del siglo XVIII la
exaltación del goce estético tendió a reemplazar a la conciencia religiosa
progresivamente debilitada. Pero en nuestra época el goce estético ha descendido
para la mayoría hacia el goce mitogénico, una amalgama hedónicoficcional que
ha encontrado potentes altavoces mediáticos en nuestra cultura de masas.
Desde los grandes mitos homéricos, babilonios e hindúes sabemos que todas
las sociedades han creado arquetipos humanos ejemplares y fantasiosos para
identificarse con ellos o para proyectar sobre ellos sus deseos, angustias o
frustraciones. En este sistema mitológico, los héroes y heroínas eran
indefectiblemente personajes atractivos, porque su belleza física reflejaba
metonímicamente sus virtudes morales. Pero el episodio relatado de la Venus de
Milo ilustra perfectamente el hecho de que cada época y cada cultura ha elegido
sus modelos canónicos de belleza. En concordancia con esta opción, en la
producción plástica de cada cultura sus artistas han representado usualmente con
insistencia el modelo estético privilegiado en su contexto y en sus gustos,
evacuando las representaciones desviantes de aquella norma.
Pero ¿cuál es la relación entre el arquetipo estadísticamente dominante y el
ideal estético de cada época? ¿Fue el ejemplar humano más frecuente
entronizado como el más perfecto o condenado como el más vulgar? Uno puede
reformularse estas preguntas acerca del huevo y la gallina de la belleza
anatómica contemplando su entorno cotidiano en playas y piscinas y las
representaciones selectivas que del cuerpo ofrecen hoy los medios de
comunicación de masas. Pero una reflexión acerca de las pautas del erotismo
latino y del erotismo protestante desvela que el contraste resulta especialmente
excitante, percibido como “exotismo”, y si Antonio Banderas puede ser un ídolo
para las mujeres anglosajonas, Nicole Kidman lo será en cambio para los
espectadores latinos. Esto lo sabía ya Dickens, como anglosajón consecuente,
cuando describía a sus frágiles y virginales heroínas rubias y les oponía las
apasionadas y descocadas morenas, de connotaciones meridionales y latinas.
Pero por debajo de las modas culturales, y con mucha más permanencia, estas
opciones estético-eróticas no hacen más que primar las ventajas biológicas de la
exogamia sobre la endogamia, como veremos en el séptimo capítulo. El mito
erótico popular del negro fálico en las sociedades occidentales constituye así una
expresiva caricatura de la pulsión exógama universal.
Todos los antropólogos conocen los conflictos que pueden surgir entre las
pautas de socialización, que se difunden desde las escuelas y los medios de
comunicación, y la naturaleza del ser humano, cincelada en un largo proceso
filogenético. Las opciones humanas son muy variadas y flexibles y basta una
incitación mediática para que se imponga determinado modelo de diseño
corporal, aunque carezca de una funcionalidad biológica. La irrupción en las
pantallas de actores hipermusculados, como Arnold Schwarzenegger y Sylvester
Stallone, y de teleseries tan exitosas como Los vigilantes de la playa (Baywatch),
ha inducido en muchos jóvenes prácticas intensivas de body-building reñidas con
la salud y hasta con el atractivo erótico. El culturismo es una de las muchas
herejías del narcisismo griego, acaso la más burda de todas. Constituye,
verdaderamente, la fuga del yo desde la vida interior hacia su periferia,
convertida en un escaparate viviente. Es sabido que los primates, cuando van a
entrar en combate, erizan el pelo de sus hombros y espalda para aumentar su
tamaño físico y amedrentar así al enemigo. De este signo de poder primate han
derivado las hombreras y adornos de los uniformes militares que los hombres se
ponen para aumentar artificialmente el tamaño de sus espaldas. Pero el
movimiento reflejo de los primates es perfectamente funcional y se consigue con
muy poco esfuerzo, mientras que su mimetización culturista se convierte en una
laboriosa conquista para los gimnastas que construyen su musculatura ante el
espejo, tratando casi siempre de ocultar su vacío interior con su envoltorio
hipertrófico. Vale la pena recordar que, en griego, Narciso aportó la raíz de
narkosis.
La opción culturista pasa por alto algunos hallazgos significativos de
antropólogos y psicólogos en los últimos años, a saber, que las mujeres suelen
encontrar más atractivos no a los hombres hercúleos sino a aquellos que tienen
rasgos femeninos, estirpe en la que el star-system ha ofrecido nombres tan
ilustres como James Dean, David Bowie, Brad Pitt o Leonardo di Caprio. Es
cierto que en épocas remotas las hembras podían preferir a los machos de mayor
tamaño (para ser protegidas junto a sus crías) y que dominaban un mayor
territorio (para disponer de más comida). Pero ya en el capítulo anterior
explicamos que la reducción funcional de la masa corporal masculina en los
últimos milenios se ha debido a que sus necesidades han cambiado radicalmente,
por lo que aquella ventaja biológica ha dejado de serlo para dar paso a otras
prioridades. La preferencia actual de las mujeres hacia los rostros feminizados
no es, desde luego, biológicamente caprichosa. Tal predilección se explica
porque en la especie humana la capacidad de tener descendencia fértil depende
en gran parte del cuidado que se presta a los hijos pequeños, es decir, de
características tales como la ternura y la cooperación, definidoras del rol del
buen padre y auguradas por un rostro masculino con rasgos feminizados. Esta
preferencia es, por tanto, fruto de cientos de miles de años de evolución y está
ahora inscrita en los genes femeninos. Estos estudios indican que el rostro
masculinizado (mentón más prominente, cejas más pronunciadas y la cara más
larga respecto a la distancia entre los ojos) se asocia a un carácter frío, poco
amable, dominante y egoísta, en contraste con los rostros femeninos (cara más
redonda y labios más gruesos), que se relacionan con uno más cálido,
cooperativo, emotivo y honesto.
De modo que la estética del body-building supondría una discrepancia de
tipo cultural con la funcionalidad biológica de la seducción física. Pero, como
hemos dicho, los líderes mediáticos establecen y difunden modelos jerárquicos
de comportamiento, patrones de conducta, porte y vestimenta, que generan en el
público lo que los antropólogos denominan “mimetismo de rango”, aunque es
bien sabido que cuando tales modelos se popularizan y banalizan son
abandonados por las élites. El acatamiento a un modelo jerárquico implica una
admisión de la ejemplaridad de quienes lo difunden. Y las gentes se peinan, se
visten y hablan como sus ídolos, para sentirse copartícipes vicariales de su élite
privilegiada. No sólo las gentes de carne y hueso. Cuando los dibujantes de la
factoría Walt Disney diseñaron la figura del protagonista de su largometraje
Aladino imitaron las cejas del actor Tom Cruise (las cejas son elementos
esenciales en la expresividad de un rostro, como descubrió Le Brun), pues Tom
Cruise era entonces el más preciado sex symbol de Hollywood. Y cuando se
diseñó, años más tarde, el rostro de la protagonista de Pocahontas se combinaron
los rasgos de Demi Moore y Naomi Campbell.
Esto es así, a pesar de la heterogeneidad cultural, no sólo del planeta, sino de
nuestras grandes ciudades, en las que conviven colores de piel, rostros,
costumbres y tradiciones muy dispares. Se ha estimado que en Londres, por
ejemplo, las minorías étnicas constituirán casi el tercio de su población en diez
años. Y, a pesar de su variedad, las industrias culturales, con la televisión a la
cabeza, siguen difundiendo sus modelos estéticos eurocéntricos. Por eso, en
algunos países desarrollados de Asia, hacen furor los remedios y la cirugía
estética para que las muchachas consigan el ideal de belleza occidental,
operándose los párpados, tiñéndose el pelo de rubio o de castaño y blanqueando
su piel. Y nada sorprende más al turista que ver los anuncios de belleza y de
moda femenina en las calles y en el metro de Tokio, que exhiben
indefectiblemente típicas modelos anglosajonas o escandinavas.
A pesar de ello, es obligado admitir que hoy vivimos en una época definida
por las normativas estéticas laxas. Vivimos en una sociedad caracterizada, más
que nunca en la historia, por el eclecticismo y por una sensibilidad plural y
poliédrica en materia de señas de identidad y de signos externos en la esfera del
vestido, del peinado, etc. Hoy coexisten sin escándalo la alta costura con el punk
y los blue-jeans.
Antes, las diferencias aparienciales venían determinadas muy
fundamentalmente por la extracción social, y un aristócrata no se parecía a un
plebeyo, ni un campesino a un burgués. Ahora las fronteras aparecen
confundidas y borrosas por obra de la democratización vestimentaria, de la
permisividad de las modas, del relajamiento de los ritos sociales, de la confusión
de los roles, del prêt-à-porter y de otros factores varios. Pero a pesar de la
confusión dominante, definida escuetamente por el viste como quieras, es
posible reconocer ciertas tendencias dominantes en materia de imagen corporal y
ciertos vectores privilegiados acerca del diseño de la autopresencia en sociedad y
de la puesta en escena del propio cuerpo. Por eso podemos todavía distinguir, en
una playa nudista, al punkie del ejecutivo. Aunque, como ya dijimos, cuando una
norma estética es adoptada masivamente, suele provocar la emergencia de una
nueva alternativa de distinción que se opone a aquella corriente trivializada por
la masificación.
Gombrich observó con perspicacia que Botticelli, tan admirado por su
pintura del nacimiento de Venus, conocía muy mal la anatomía femenina, su
estructura y proporciones, y por eso su imagen del cuerpo femenino estuvo
regida por su autoconciencia masculina. Es cierto que en aquella época las
mujeres se destapaban menos en público que hoy y el cuerpo humano se conocía
mucho peor en la Florencia del siglo XV que en la Atenas de Pericles. Con su
ignorancia anatómica, Botticelli ofreció una reinterpretación o estilización
fantasiosa del cuerpo femenino, haciendo que la idea suplantase al objeto. Ésta
es una operación transfiguradora muy común en la creación artística.
Ahora está ocurriendo algo parecido, pero no por ignorancia del diseñador,
como le ocurrió a Botticelli, sino por exceso de sabiduría, es decir, por
conocimiento de los comportamientos del mercado y de las expectativas,
frustraciones y fantasías eróticas colectivas. Como denunció Stuart Ewen en su
libro All consuming images, si en los postulados de la Bauhaus la forma seguía a
la función, en la actualidad la forma sigue los dictados del mercado. Así, la
cultura de masas se guía hoy por la efebofilia, en una sociedad progresivamente
envejecida, porque la juventud se ha revelado, a diferencia de otras épocas
pasadas, como el segmento social más consumista. La juventud representa,
además, la fertilidad y el futuro. Porque aunque en muchas culturas,
especialmente en las del Extremo Oriente, se venere a los ancianos, la efebofilia
se halla en el corazón de la tradición judeocristiana, como revela el episodio
bíblico en el que al anciano rey David le pusieron a la joven Abisag en su lecho
para que le transmitiese con su cuerpo su calor y energía vital, según el principio
de la lógica contaminante. Esta filosofía no ha cambiado en el fondo demasiado
en la actualidad y los jóvenes son vistos y representados por las industrias
culturales como encarnaciones de la energía vital y de la deseabilidad.
De ahí derivan todos los fármacos y las terapias que la publicidad promete
para perpetuar artificialmente un cuerpo hermoso, propio de la condición juvenil.
Un caso típico lo constituye la lucha contra la obesidad, que en nuestra sociedad
rica en calorías afecta ya a uno de cada seis europeos y al 33 por ciento de los
españoles. En el momento de escribir estas líneas la farmacopea promete
combatirla eficazmente con píldoras, como el Xenical y el Reductil. Forman
parte de las nuevas “píldoras de la felicidad”, que se iniciaron con los
antidepresivos Prozac y Serotax, siguieron con la Viagra contra la disfunción
eréctil, la Cellulase contra la celulitis y ahora prometen remediar la calvicie. En
el extremo opuesto de la obesidad se encuentra la patología de la anorexia. Un
estudio de la Escuela de Medicina de Harvard de 1999 indica que el 69 por
ciento de las adolescentes anoréxicas consultadas reconocen que las imágenes
mediáticas de modelos delgadas han resultado determinantes para crear su ideal
del cuerpo perfecto. La actual epidemia de anorexia (180.000 casos registrados
en España) se basa en una percepción patológica negativa del propio cuerpo, en
cuyo estado la sexualidad es rechazada por falta de inversión erógena en el
mismo. Estas patologías forman parte de la familia de dismorfostesias, o formas
de preocupación morbosa y obsesiva acerca de la apariencia corporal, a las que
resultan especialmente vulnerables los adolescentes, en la etapa de su
transformación física. La anorexia, en sus formas más agudas, entra en la
categoría de la dismorfofobia, descrita por vez primera por E. Morselli en 1886,
como una fobia cuasidelirante, por la que el sujeto que la padece está persuadido
de su fealdad y de tener un cuerpo anormal o deforme, percepción negativa que
obstaculiza su vida normal y sus relaciones socioafectivas.
En estas conductas, como explicamos antes en el caso del body-building, las
presiones mediáticas no siempre son concordantes con los requerimientos de la
biología. Aunque a muchas jóvenes les incomode un pecho pleno, este atributo
ha desarrollado filogenéticamente un intenso atractivo para el sexo masculino,
por estar estrechamente relacionado con la capacidad de reproducción de la
mujer, pues sugiere abundante comida para las crías. Pero es cierto que un
vientre femenino abultado no resulta atractivo para el hombre, pues sugiere
atrofia del útero, es decir, infertilidad, aunque en algunas etapas de la pintura
europea ha sido exaltado como seña de maternidad.
Paradójicamente, los arquetipos mediáticos femeninos han oscilado
bipolarmente entre la opulencia rústica y nutritiva (como las maggiorate del cine
italiano de posguerra) y la estilizada delgadez, tenida por signo de elegancia,
porque se ha asociado a los arquetipos físicos idealizados de la industria de la
moda vestimentaria, de la que la modelo Dominique Abel se ha quejado de que
“las mujeres están sometidas al dogma estético que marcan los diseñadores
homosexuales. A las modelos les hace falta la visión sexual de los hombres. […]
En lugar de modelos de carne buscan maniquíes de plástico, es una visión muy
fría, muy dura, muy irreal” (ABC, 15 de junio de 1999).
Todas las patologías dismorfofóbicas, inducidas por los medios
audiovisuales, derivan de una preocupación acerca de la propia imagen,
preocupación que no es rara que se haya desarrollado en nuestra sociedad
exhibicionista, presionada por los modelos mediáticos de perfección estética
corporal. No se renuncia fácilmente al exhibicionismo vanidoso y lo prueba la
apetencia compulsiva y generalizada de aparecer en la pantalla del televisor, a la
que he denominado hace años síndrome de Erostrato. Eróstrato fue un efesio
que, para inmortalizar su nombre, prendió fuego al templo de Artemisa en Éfeso
la misma noche en que nació Alejandro Magno. Los efesios lo ejecutaron y
prohibieron, bajo pena de muerte, que el nombre maldito del incendiario fuese
pronunciado. Pero la precaución severa de los efesios no podría impedir que a la
larga el nombre de Eróstrato pasara a todas las enciclopedias, ni que Jean-Paul
Sartre diese su nombre infame a uno de sus relatos contenidos en El muro. El
vanidoso exhibicionismo de Eróstrato ha encontrado su eco, ciertamente menos
devastador, en la actual aspiración a aparecer en la pantalla televisiva a toda
costa, aunque sea aireando intimidades de alcoba, para conquistar aquellos
quince minutos de efímera fama de los que hablaba Andy Warhol. Una encuesta
realizada entre las muchachas italianas candidatas al concurso Miss Italia de
1998 reveló que la mayoría de ellas percibía a Monica Lewinsky como un
ejemplo positivo, ya que había conseguido ser tan vivible mediáticamente como
el presidente de Estados Unidos.

ESTRUCTURA DEL STAR-SYSTEM


El star-system televisivo contemporáneo, al que Jean Cazeneuve ha llamado
vedetariato, está compuesto por tres grandes familias, a saber: la aristocracia o
élite por nacimiento, cuya notoriedad viene dada por la sangre y la herencia (y
que constituye el objeto predilecto de la ya citada prensa del corazón); la
meritocracia o élite del mérito, nutrida por los profesionales más relevantes y
distinguidos, entre ellos los profesionales de la política y de las finanzas; y, por
fin, los integrantes del mundo del espectáculo, los entertainers, formado por
cantantes, estrellas de cine, deportistas, modelos, etc.
Las estrellas del espectáculo que habían nacido como tales al calor del
público burgués del siglo XIX, en el mundo del teatro y de la ópera, adquirieron
singular protagonismo en el cine desde la I Guerra Mundial gracias a la difusión
masiva y popular de las películas. A su asentamiento contribuyó decisivamente
la técnica del primer plano, que fue inventado por Griffith y otros pioneros para
ampliar detalles demasiado pequeños de la acción o del decorado, que en un
plano general pasarían inadvertidos por el espectador. Cuando esta ampliación
óptica se aplicó funcionalmente al rostro humano, con la finalidad, por ejemplo,
de hacer visibles las lágrimas de la protagonista, que pasarían desapercibidas en
un plano general, se desveló la capacidad dramática y carismática de este
encuadre privilegiado. El primer plano facial, al magnificar la presencia icónica
de los intérpretes, permitió al público reconocer y familiarizarse con los actores
y actrices más fotogénicos y atractivos y no tardó en aparecer un fenómeno de
identificación emocional con ellos y su consiguiente culto colectivo, con su
secuela de imitaciones vestimentarias, conductuales, etc. En la televisión, debido
al pequeño tamaño de su pantalla, el primer plano se convirtió en el encuadre
más habitual de sus productos, lo que devaluó su valor dramático, a expensas de
la legibilidad de los rostros y de su fácil identificación.
La mitologización estelar fue el fruto de una coproducción tácita entre las
productoras de cine, que ofrecían sus imágenes en la pantalla, y sus públicos,
pues eran los espectadores quienes sancionaban definitivamente el valor estelar
del actor o actriz, si satisfacía funcionalmente (aunque fuera ilusoriamente, en el
plano de la fantasía) ciertas expectativas latentes, carencias afectivas o
frustraciones íntimas. Si tal acuerdo o sintonía no se producía —medida
cuantitativamente en forma de ingresos en taquilla—, el intérprete propuesto no
llegaba a constituirse en sujeto carismático de la cultura de masas, dando a la
palabra carisma un significado muy próximo al que Max Weber utilizó para
referirse a los líderes políticos.
La televisión heredó del cine este capital semiótico y mitogénico y atrajo
muy tempranamente a populares estrellas de la pantalla grande, como Bob Hope
o Lucille Ball. En este proceso de mitologización mediática, a veces la vida
privada de los profesionales de la ficción llegó a confundirse con la de sus
personajes interpretados. Lucille Ball, por ejemplo, protagonizó la archifamosa
serie I Love Lucy, iniciada en 1953, que tuvo su hito más célebre con motivo de
un embarazo de la actriz, que se hizo coincidir con un embarazo y un parto en la
ficción televisada, acontecimiento seguido por un 68 por ciento de los
telespectadores norteamericanos.
También la televisión potenció con su trampolín difusor y sus encuadres
próximos al star-system discográfico y deportivo, cuyas figuras se convirtieron
en sus aliados naturales en el mercado mediático. Pero, además de ellos, como
polos de fama que habían atraído a las cámaras, surgió pronto un nuevo star-
media-system segregado por el propio medio y formado por sus propios
comunicadores específicos. De este modo, emergieron los líderes electrónicos
que aparecen en la pequeña pantalla y componen, más allá de su personal
pulsión exhibicionista-narcisista, un verdadero sistema de telecracia, de poder
telecrático. A este respecto, es evidente que la televisión establece entre los
hechos y las personas una jerarquía meritocrática que no depende de la sustancia
de tales hechos o personas, sino de la frecuencia e intensidad de sus apariciones.
Más apariciones equivalen a más valor, independientemente de la valía
intrínseca del sujeto, y esta presión mediática es responsable de la inducción de
la iconofilia o iconomanía en las audiencias, impregnada frecuentemente de
componentes libidinales, pivotada en la admiración y celebración del sujeto
comunicador. De ese principio bien conocido deriva el corolario de la
iconocracia, es decir, que aquello que se ve existe y cuánto más se ve más existe
y más importante es. Y de las exigencias de la iconocracia deriva la lógica del
Estado-espectáculo, con sus liturgia, y sus ritos públicos, destinados a
mantenerlo perpetuamente focalizado por parte de los medios de comunicación.
Acostumbrados a las parafernalias del Estado-espectáculo en la era de la
televisión, casi nos asombran las protestas morales de Adlai Stevenson con
motivo de su campaña presidencial de 1956, que fue en Estados Unidos la
primera que se valió de la propaganda televisiva: “La idea de que se puedan
vender candidatos para las altas investiduras como si fueran cereales para el
desayuno… es la última indignidad del proceso democrático”. El ingenuo
candidato Adlai Stevenson, producto intelectual de la cultura gutenbergiana, no
sabía que en la nueva cultura mediática de la era de la imagen es mucho más
importante parecer que ser, to look que to be, pues el pueblo (sujeto político
activo) se ha convertido simplemente en público (sujeto mediático pasivo). Y por
esta razón Ronald Reagan pudo saltar con facilidad desde el estrellato de
Hollywood al estrellato del Estado-espectáculo.
Pero la celebridad mediática tiene también sus contrapartidas. La
contrapartida negativa de su loa gratificadora reside en que el poder (el poder
político, financiero, profesional, etc.) es permanentemente objeto de sospecha.
Como un sólido reflejo de uno de los principios basilares de la acracia, puede
afirmarse que el poder vive perpetuamente bajo un estado de sospecha natural,
de sospecha legitimada, que hace que se le vigilen atentamente sus posibles
traspiés, sus incongruencias y sus escándalos. El desvelamiento mediático de los
escarceos eróticos privados del presidente Bill Clinton con una becaria lo
demostraron palmariamente.

ESPECTÁCULO, INFORMACIÓN Y ARTE


La línea divisoria entre información y espectáculo no siempre ha sido nítida
y lo es menos que nunca en la era de la televisión, que ha procedido a una
enérgica hibridización de los géneros tradicionales. De uno de los mejores
documentales de propaganda política de la historia del cine, El triunfo de la
voluntad (Triumph des Willens), de Leni Riefenstahl, hoy sabemos que el
Congreso del Partido Nazi en Nuremberg de 1934 se organizó como una
gigantesca puesta en escena coral para ser filmada por el nutrido equipo de
cámaras de la directora y dar lugar a una película que pudiese circular por toda
Alemania y ante todos los alemanes en la era pretelevisiva. A quienes se
escandalizaron ante esta estrategia debe recordárseles que los mítines electorales
que organizan los partidos políticos de nuestras democracias, y que ante todo son
vistosos espectáculos corales, tienen hoy como función principal ser difundidos
por los medios audiovisuales a toda la sociedad. Es decir, son escenificaciones
espectaculares puestas en escena para ser registradas por las cámaras. Tras la
crisis de las grandes ideologías, su lugar en las telepantallas ha sido ocupado por
las pequeñas historias personales y por los grandes espectáculos colectivos.
Otro ejemplo de hibridización o contaminación de géneros, en este caso entre
la publicidad y el espectáculo, lo suministra el género televisivo del videoclip
musical. Los videoclips musicales se inventaron como spots o anuncios
publicitarios al servicio de la industria discográfica. Cuando saltaron a la
palestra, la publicidad audiovisual, potenciada por la televisión, ya había
demostrado largamente el virtuosismo y la sofisticación técnica con que
explayaba sus microhistorias, hasta el punto de que no pocos críticos argüían que
la frontera experimental más libre y estimulante de la cultura audiovisual
contemporánea se hallaba en la publicidad, opinión que Jean-Luc Godard vino a
corroborar cuando afirmó apesadumbradamente que la tradición revolucionaria
del montaje-choque de Eisenstein había encontrado su destino final en el
anuncio banal de productos domésticos para amas de casa.
Los videoclips musicales depredaron y se apropiaron de los estilemas del
cine de vanguardia clásico, de los experimentos soviéticos de montaje, de las
transgresiones de los raccords de espacio y de tiempo, etc., por la buena razón
de que no estaban sometidos a las rígidas reglas del relato novelesco y se
limitaban a ilustrar una canción, que con frecuencia no relataba propiamente una
historia, sino que exponía unas sensaciones, más cercanas del impresionismo
estético que de la prosa narrativa. Este descargo de obligaciones narrativas,
liberado de los imperativos del cronologismo y de la causalidad, permitió al
videoclip musical adentrarse por las divagaciones experimentalistas de carácter
virtuoso.
Pero la gran diferencia entre el lenguaje del videoclip musical y el de las
vanguardias clásicas radicó en que éstas perseguían un efecto de extrañamiento,
de provocación, de desautomatización de la percepción y hasta de agresión
sensorial al espectador (como en el dadaísmo y el surrealismo, bien
ejemplificado por el ojo cortado de Un perro andaluz). Mientras que, por el
contrario, los videoclips musicales depredaron los estilemas de aquellas
vanguardias para conseguir el efecto opuesto, el efecto de la fascinación y de la
seducción hipnótica, destinada a desembocar en el acto consumista de la compra
del producto publicitado. Era, exactamente, lo contrario de lo que pretendían las
provocaciones de aquellas vanguardias históricas.
Se ha sugerido, incluso, una afinidad estructural y funcional entre los
videoclips musicales y el cine de porno duro, pues ambos géneros audiovisuales
se basan en la creación de una ansiedad expectante y compulsiva en el
espectador, que no llega a saciarse en el ritual de la fruición de las imágenes. En
el caso del videoclip se saciará, finalmente, con el acto de compra del soporte
musical publicitado en la pantalla. Pero la actitud de los adolescentes ante la
excitación del videoclip musical recuerda mucho, en efecto, a la del mirón del
cine porno, con sus sentidos sorbidos neuróticamente por la pantalla, en un
género en el que tan importante es además el movimiento rítmico de los cuerpos,
un ritmo iterativo y fisiológicamente compulsivo que prefigura, por otra parte,
los componentes coreográficos más sofisticados de la puesta en escena del
videoclip. Por eso decíamos que su función hipnótica es diametralmente opuesta
al extrañamiento agresivo provocado por las propuestas genuinas de las
vanguardias.
El fenómeno de la hibridización o contaminación de géneros tiene que ver
con la propuesta de “desorden cultural” originada por la crisis de identidad del
arte contemporáneo o, mejor, del concepto de arte en la actualidad. Hasta hace
pocos años, el arte podía encontrar su razón de ser y su legitimidad en el placer
producido por su percepción, según un arco justificador que se extendía desde
los epicúreos griegos hasta Freud. O bien podía ser concebido como medio de
conocimiento, según la tradición racionalista-marxista. Pero, en el cambio de
siglo, ya es posible afirmar que es arte cualquier cosa que decida designarse con
este nombre. Este nominalismo radical tiene sus antecedentes en las teorías
subjetivistas del arte, como en la postulada por David Hume cuando afirmaba
que la belleza no está en el objeto sino en la mirada de su observador, propuesta
retomada por Duchamp cuando afirmaba que es quien mira quien hace el cuadro.
Susan Sontag llevó el subjetivismo hasta la mirada irónica dandi capaz de
redimir estéticamente al camp y este subjetivismo radical, en el que la
artisticidad es función de una mirada personal, ha desembocado en la
transgresión redentora del dirty chic de nuestros días. Si antes del siglo XX la
anomia era excepcional en la producción artística, ahora se ha convertido en el
canon de artisticidad más vigoroso.
En el actual neoliberalismo estético, el mercado aparece como legitimador y
juez supremo. Pero desde hace muchos años se sabe que en un mercado cultural
libre no se impone lo mejor, sino lo más comercial. Y esto ha conducido a que el
arte, ante su crisis de identidad, tienda a refugiarse en la seducción espectacular,
que atrae muchas miradas. Este asunto fue muy debatido en Estados Unidos
cuando en agosto de 1998 el Museo Guggenheim de Nueva York presentó una
exposición de motocicletas que convocó hasta cinco mil visitantes diarios. Las
relucientes motos, con sus connotaciones de poder, violencia y erotismo,
evacuaron por unas semanas a Mondrian y a Magritte de sus paredes, para
sancionar la primacía del espectáculo sobre el arte en los museos
norteamericanos. Este hipercomercialismo fue comentado así por el New York
Times: “Los directores (de museos) empiezan a parecer desesperados. Pasan el
tiempo cortejando a personajes de la alta sociedad y viudas ricas, esperando a la
vez una bonanza de donaciones financieras como la que se produjo en los años
ochenta”.
Esta situación ha llevado a algunos teóricos a reivindicar el “desorden
cultural” como meta fructífera. En el campo televisivo, sometido a mayores
exigencias espectaculares y comerciales todavía, esta confusión cultural tiende a
acentuarse, aunque, sometida su programación al riguroso cómputo de sus
audiencias, cualquier iniciativa de desorden cultural tiende pronto a ser
domesticada por la rentabilidad, como ocurrió con los reality shows, que
convirtieron a las tragedias cotidianas de la vida, autentificadas pasionalmente
por la sangre, las lágrimas y el semen, en espectáculos de masas. Hubieran
podido ser escenificaciones críticas de las frustraciones de la vida cotidiana, pero
se transmutaron en vertederos de las peores pulsiones del ser humano.
En todas las pantallas del mundo prevalece hoy una monocultura
homogeneizadora, de origen multinacional y de carácter centrípeto. Esta
monocultura espectacular tiene su plaza fuerte en Hollywood, pero a ella hay
que sumar todas las imitaciones, ricas o pobres, que en todos los países se llevan
a cabo a partir de sus modelos canónicos. Si se compara este modelo de
comunicación indiferenciado con lo que ocurre en la naturaleza descubriremos
rápidamente una nueva discrepancia, pues la evolución biológica crea
continuamente nuevas variantes, que enriquecen al sistema y a las que
designamos como biodiversidad. A la televisión, en cambio, tiende a repugnarle
la diversidad y le resultaría muy saludable una inyección de verdadero desorden
cultural.
III
EL NUEVO PAISAJE AUDIOVISUAL

EL EJE DE PODER LOS ÁNGELES-TOKIO


En los años setenta se produjo una gran explosión industrial y empresarial
con la integración de la microelectrónica y la informática. Transcurrida una
década, podía constatarse que el sesenta por ciento del mercado mundial de la
electrónica de consumo correspondía al sector audiovisual, movilizando un
negocio de 80.000 millones de dólares, hasta colocarse este sector en Estados
Unidos al término de la guerra fría como el primer negocio y máximo exportador
nacional, tras haber desbancado del liderazgo a la industria aereoespacial, muy
ligada a las necesidades de la defensa.
En los años que precedieron al derrumbe del bloque soviético se produjeron
importantes mutaciones en este paisaje industrial. Una de ellas fue la fusión de
las empresas Time Inc. y Warner Communications en 1989, para generar el
gigante Time-Warner, una megacompañía de 18.000 millones de dólares
favorecida por el sinergismo de los medios impresos y los audiovisuales.
Precisamente, la expresión megacompañía de comunicación se acuñó a raíz de
esta fusión, que por cierto se ampliaría en 1996 con la nueva incorporación de la
cadena televisiva CNN de Ted Turner. Cuando se produjo aquella fusión,
algunos analistas calcularon que a principios del próximo siglo el mundo de las
comunicaciones globales estaría dominado por un par de megacompañías en
Estados Unidos, otras dos en Europa y otra en Japón. Sus predicciones se
revelarían pronto miopes.
La fractura de aquel pronóstico procedió del frente asiático, que se expandió
hasta penetrar insospechadamente en Estados Unidos, dando un nuevo sesgo al
sentido de la trasnacionalidad. En efecto, las compañías japonesas, líderes
mundiales en el hardware de la electrónica de consumo, vivían con frustración la
penalización racista de su oferta cultural de software audiovisual, salvo en el
renglón de los dibujos animados, computarizados y baratos, cuyos muñecos
lucen ojos impecablemente redondos y un aspecto físico caucásico. Para quebrar
este bloqueo cultural de signo racista y apuntalar su lanzamiento de la televisión
de alta definición de 1.125 líneas que había patentado, la Sony compró en
septiembre de 1989 la productora y distribuidora de Hollywood Columbia
Pictures, por 3.400 millones de dólares, adquiriendo sus copiosos archivos, en
los que lucían las populares comedias de Frank Capra y las películas de Rita
Hayworth. No era la primera iniciativa de Sony en esta dirección, pues a finales
de 1987 había comprado ya la mayor compañía discográfica del mundo, la CBS
Records norteamericana, como base de lanzamiento de su sistema de cinta de
audio digital DAT (Digital Audio Tape).
Esta obsesiva compra de archivos norteamericanos de software por la Sony
tenía, además, otra explicación. Sony había perdido su batalla del video
doméstico en el mercado, al ser derrotado su sistema Beramax por el
técnicamente inferior sistema VHS de la JVC (Japan Victor Company),
precisamente por su inferioridad en la oferta de software en su formato. Esta
deficiencia comercial anuló su indiscutible superioriad técnica y por eso, al
embarcarse en dos nuevas tecnologías avanzadas y caras —el audio digital y la
televisión de alta definición—, Sony quiso dotarse antes de archivos de software
de probado atractivo comercial, que asegurase el éxito de su lanzamiento.
Pero su caso no fue aislado. En agosto de 1989 la JVC invirtió más de cien
millones de dólares para lanzar en California la productora Largo Entertainment,
dirigida por Lawrence Gordon, prestigioso ex presidente de la 20th Century Fax.
En el mismo año, el grupo nipón Yamaichi Securitiest invirtió seiscientos
millones de dólares en el entonces bastante apagado grupo de Walt Disney. Yel
ciclo culminó cuando en noviembre de 1990 la Matsushita Electric Industrial
Co., de la que dependían las firmas Panasonic, Technic y Quasar y que poseía el
50 por ciento de las acciones de la JVC, compró por 6.600 millones de dólares el
grupo MCA. Este conglomerado poseía, además de otras compañías menores, la
compañía discográfica MCA Records y los famosos estudios Universal, en donde
nació —con Boris Karloff y Bela Lugosi— la gran escuela de cine de terror
norteamericano en los años treinta.
El asalto de las compañías electrónicas japonesas a las factorías
audiovisuales norteamericanas provocó una conmoción en el show business y en
la opinión pública norteamericana, pues fue percibido como una expropiación,
por parte de un país que habían derrotado en la II Guerra Mundial, de sus
industrias culturales más emblemáticas, forjadoras de un entrañable imaginario
colectivo nacional, compartido cálidamente por millones de norteamericanos.
Pero esta expropiación no estaba motivada por el deseo de los compradores
japoneses de producir en California películas de geishas y de samurais,
promocionando así su cultura nacional, sino producciones estéticamente e
ideológicamente anglosajonas, con cowboys, vampiresas y gángsters. No
trataron de imponer su cultura, sino que pusieron sus potentes recursos
financieros al servicio de la cultura de los vencedores judeocristianos de la II
Guerra Mundial, pues si bien adquirieron sus propiedades, les confiaron la
gerencia local de sus negocios, tutelada desde Tokio. De este modo se configuró
un nuevo eje de poder audiovisual, el eje Los Ángeles-Tokio, cuyo esperanto
audiovisual, potenciado desde las dos riberas del Pacífico, se asentaba
sinérgicamente en el poder del hardware electrónico japonés y en el atractivo
comercial del software audiovisual norteamericano.
El arranque de esta combinación de poderes fue laborioso y sus primeros
resultados no fueron muy alentadores. La metáfora del cowboy y del samurai,
que acuñó el experto francés Philippe Delmas en su informe al Ministerio de
Asuntos Exteriores sobre la rivalidad entre Japón y Estados Unidos en las
industrias de alta tecnología, resultó pertinente para definir la nueva situación.
La cultura del samurai era una cultura rígida y jerarquizada, que podía ser eficaz
para la producción seriada y barata de hardware audiovisual, pero resultaba un
inconveniente al plantear con creatividad políticas de software que, aunque sus
productos resultaran estandarizados, requerían dosis de inventiva para
diferenciar a cada unidad y no podían escapar al artesanato de los objetos
individualizados. El individualismo, la informalidad y la inventiva del cowboy se
revelaban más funcionales en este campo que el reverencialismo jerárquico del
samurai. Lo que Delmas llamó en su informe “desorden creativo” de la tradición
cultural norteamericana resultaba mucho más operativo y funcional para diseñar
los sueños audiovisuales para las masas.
¿ALDEA GLOBAL?
Pocas expresiones han tenido tanta fortuna popular desde el final de la
II Guerra Mundial como la famosa aldea global, que inventó McLuhan en los
optimistas años sesenta. Pero esta fórmula brillante estaba basada en una falacia.
En las aldeas, los flujos de comunicación son multidireccionales y tienden a ser
des jerarquizados, pues todo el mundo habla con todo el mundo. En la aldea
global configurada por las redes mediáticas actuales la comunicación tiende a ser
monodireccional, desde el norte hacia el sur y el este, creando efectos de
dependencia económica y cultural, porque la información es mercancía e
ideología a la vez. Y hoy es todavía más monodireccional que hace diez años,
por la desaparición del bloque soviético y de sus áreas de influencia. Esta
dependencia, que empieza en las agencias de noticias, tiene muchas
consecuencias, además de las económicas y las lingüísticas (el hegemonismo del
inglés) y van desde la construcción de un imaginario planetario común (que
incluye desde la homogeneización del vestido, del fast food o de la música
popular) hasta el famoso pensamiento único, que convierte a las leyes del
mercado en legitimadoras políticas y sociales supremas, universales e
inapelables.
La base de esta asimetría y dependencia del norte deriva de factores
económicos y tecnológicos. Según fuentes de la ONU, en la actualidad, una cuarta
parte de la humanidad (1.600 millones de personas) vive peor que hace quince
años. De ellas, en diciembre de 1998 la FAO señaló que 828 millones están
desnutridas, produciéndose el aporte más bajo de kilocalorías por persona en
África y Asia occidental, con Somalia a la cabeza (1.580 kilocalorías), seguida
por Eritrea (1.640), Burundi (1.710), Afganistán (1.710), Mozambique (1.720),
Etiopía (1.780), Yemen (2.030) e Irak (2.260). Estos parias del mundo, que
carecen de lo más esencial, no tienen voz pública y, en el mejor de los casos,
sólo pueden ser destinatarios de los mensajes mediáticos que les llegan
gratuitamente desde el norte.
La dependencia audiovisual planetaria del norte tiene muchos efectos, como
ya se ha dicho, desde los económicos (balanza comercial) hasta los industriales
(infradesarrollo del sector mediático propio) y los culturales. Entre estos últimos
figura la dependencia de los intereses, gustos y modas de la potencia dominante,
y no sólo en el nivel frívolo de los estilos de vestido o peinado, que antes hemos
citado. La gente, en efecto, habla, se interesa y discute de aquello que ve en la
televisión, pero no suele hablar mucho de aquello que la televisión no dice,
porque no le interesa o no le conviene. Esta ceguera selectiva constituye un
verdadero “escotoma mediático”, pues el escotoma es la zona ciega de la retina,
en la que no se activa el estímulo visual. De igual modo, los medios dominantes
prestan atención a aquello que, con sus criterios e intereses nacionales, juzgan
relevante y fijan así en buena medida, por su proyección planetaria, la agenda
setting del imaginario universal, aunque este temario seleccionado no se ajuste a
los intereses reales y concretos de las circunstancias de cada una de las
audiencias.
Los efectos perversos de esta dominación mediática son de amplio espectro.
No hay más que ir al África subsahariana y ver cómo en los míseros extrarradios
urbanos los habitantes semidesnudos siguen las teleseries norteamericanas
protagonizadas por petroleros de Texas o elegantes modelos de Los Ángeles. Y,
peor todavía, cuando la imagen e interpretación de sus complejos conflictos
intestinos tribales y poscoloniales (en Somalia, Liberia, Zambia, Ruanda,
Eritrea) las reciben a través de las versiones manufacturadas por los
camarógrafos y los apresurados periodistas occidentales que les han rendido
fugaz visita. Es decir, el sur contempla e interpreta sus propios dramas colectivos
a través de las versiones que ha construido y difundido el norte. Así el sur se ve a
sí mismo con los ojos del norte.
Una prueba de este hegemonismo ciclópeo lo suministró la revuelta
estudiantil en la plaza Tiananmen de Pekín en 1989, cuando bastantes
corresponsales occidentales, que se hallaban en la capital china, prefirieron
seguir los dramáticos eventos desde sus hoteles y ante el televisor, atendiendo a
la cobertura que les ofrecía la CNN, pues cada corresponsal tenía sólo dos ojos,
mientras que la CNN tenía una docena de ojos simultáneamente abiertos y ofrecía
una información ya estructurada, interpretada y valorada de lo que ocurría a
doscientos metros, que los corresponsales se limitaban a copiar.
Existe, claro está, un norte y un sur en el planeta, pero existe también un
norte y un sur en todos los países del mundo, y algunos, como Italia, lo han
institucionalizado con el famoso mezzogiorno. Y existe también un norte y un
sur en cada gran ciudad. Los opulentos Estados Unidos de América no escapan a
esta dualización. Era este país en 1998, por cierto, el país industrializado con
mayor número de niños pobres, con un 20,5 por ciento, lo que significa 14,5
millones de niños. Y la brecha entre ricos y pobres crece sin pausa en aquel país
desde 1968: el 20 por ciento de familias más ricas del país ganan casi el 50 por
ciento del total nacional de ingresos, mientras que el 20 por ciento de familias
más pobres están en torno al 5 por ciento de tal renta. Y si se mide con
parámetros tecno-comunicacionales, en el próspero continente europeo nos
hallamos con Rusia, en la que sólo el 40 por ciento de los hogares tienen
teléfono, mientras que en la Universidad de Sorra hay sólo un ordenador por
cada cien estudiantes.
Esta dualización económica debe completarse hoy con la correspondiente
dualización bipolar en términos de conocimiento y de capacidad de acceso a la
información, que divide a la sociedad en inforricos e infopobres. Tómese el
plano de cualquier ciudad occidental y verifíquese la densidad de ordenadores
personales o de conexiones a Internet en cada distrito. El mapa resultante será
elocuente y permitirá comprobar que la dualización riqueza-pobreza se solapa
ahora con la dualización que separa a los inforricos de los infopobres, quienes no
tienen la información requerida para ser profesionalmente competentes en una
sociedad postindustrial, ni acceso a sus fuentes, ni criterios para buscarla. Es
decir, son penalizados en términos de competencia profesional y de
oportunidades laborales. Antes hemos citado datos de la pobreza en Estados
Unidos y añadamos ahora que mientras el 73 por ciento de los estudiantes
blancos de aquel país tiene ordenador personal en su casa, este porcentaje se
reduce al 33 por ciento en el caso de los estudiantes negros. En términos
generales, el 44 por ciento de los hogares blancos tienen allí ordenadores frente a
sólo el 29 por ciento de los negros.
Esta dualización divide al planeta y a cada una de sus naciones y ciudades en
insiders y outsiders. Esta estructura bipolar dualiza también el desarrollo
científico, pues produce una concentración de conocimiento en muy pocos y por
ello consuma la fractura del mundo en dos tipos de civilización, la que genera
conocimientos y es capaz de trasladarlos a la tecnología y la que sólo se limita a
importarla, si tiene recursos para ello.
Esta asimetría acaparadora se está extendiendo, incluso, a las formas más
tradicionales de información. Valga el ejemplo de la empresa Corbis
Corporation, fundada en 1989 por el magnate de la informática Bill Gates, que
se dedica a comprar derechos de imágenes, desde fotografías periodísticas hasta
reproducciones de cuadros célebres, convenientemente digitalizadas, para
dominar el mercado editorial basado en las ilustraciones. Su iconoteca, que en el
momento de escribir estas líneas rebasa ya los 23 millones de imágenes, aspira a
convertirse, según sus propias palabras, en una “Alejandría digital”, en
referencia a la famosa biblioteca de Alejandría.
Esta dualización de la información y del conocimiento constituye una forma
de darwinismo cultural, en la que el más poderoso se impone al más débil, en
consonancia con las leyes del capitalismo. En la naturaleza, el darwinismo
explica, en efecto, la supervivencia de los individuos más aptos, pero en la
sociedad humana no existen las ventajas diferenciales aportadas por cada
especialización del vasto mundo animal, que hace que unos puedan volar, otros
cambiar el color de su piel para protegerse mejor, o enterrarse en la arena, o ver
en la oscuridad. En el mundo animal todas las especies está equipadas para
sobrevivir y, si no lo están, desaparecen. En la sociedad humana son las
oportunidades pedagógicas, económicas y profesionales las que determinan en
cambio la capacidad de supervivencia de los individuos en la sociedad actual.
La cruda realidad indica que Estados Unidos controla un 75 por ciento del
mercado audiovisual internacional y, cuanto mayor sea el número de canales y
de pantallas fuera de aquel país, mayor será su dependencia, convirtiendo su
opulencia en colonización complaciente. Por eso la globalización mediática es
hoy, prácticamente, sinónimo de americanización, y este dominio explica en
parte ciertas reacciones culturales de radicalización identitaria nacionalista o
fundamentalista, como la que se observa en algunos países musulmanes, que se
niegan a perder su identidad. También la Unión Europea, a pesar de poseer una
producción audiovisual significativa y prestigiosa, padece este problema, aunque
unos países en mayor grado que otros. El 70 por ciento del mercado audiovisual
europeo está controlado por Estados Unidos y en diez años —de 1988 a 1998—,
el déficit del intercambio audiovisual de Europa con aquel país ha pasado de
2.000 millones de dólares a 6.500.
Parte de este problema deriva de las actitudes de los propios países europeos,
pues la circulación audiovisual intraeuropea es muy imperfecta y deficiente. En
España prácticamente no se ven producciones audiovisuales alemanas, ni en
Alemania se ven producciones españolas, y así consecutivamente. Por una parte
está la fragmentación lingüística, que el gran mercado Estados Unidos-Canadá
no padece. Por otra parte, se han señalado las paradojas culturales que
entorpecen la aceptación de una producción audiovisual europea en otro país
continental. En efecto, consideraciones de estricto marketing tradicional, de
reparto de costes económicos y de volúmenes de audiencias condujeron en los
años ochenta a la experiencia desafortunada de unas coproducciones meramente
aditivas, pero culturalmente descafeinadas y apátridas, que pronto fueron
descalificadas con el apelativo de europuddings. Se hizo evidente que un
proyecto cultural europeo de varios países no podía nacer al servicio de un guión
que se consideraba “equidistante” de todos ellos, o que incluía ingredientes de
localismo o de tipismo obvio de cada uno, puestos en escena por un director
francés, con un operador holandés, un músico alemán e intérpretes españoles,
italianos y belgas. Esta estrategia acumulativa y culturalmente esperantista
fracasó como algo artificial y despersonalizado, dando la razón al Rossellini que
había sentenciado años atrás que “el mejor film internacional es un buen film
nacional”. Las coproducciones financieras darían mejores resultados que los
europuddings de compromiso transcultural.
Por otra parte, se ha esgrimido también un argumento opuesto, señalando que
los productos audiovisuales europeos son demasiado parecidos, en el sentido de
que son obras elitistas de autor, para resultar atractivos por su exotismo, pero a la
vez demasiado diferentes para resultar confortablemente familiares a cada
público nacional. No han conseguido, en una palabra, el estatuto de esperanto
audiovisual familiar a todos los públicos, como lo ha conseguido Hollywood,
haciendo que Arizona nos sea más familiar que la llanura danesa. De manera que
la cultura audiovisual Europa se ve comercialmente penalizada por su gran
fragmentación lingüística y por sus tradiciones artísticas diferenciadas. Estos
datos, que en realidad constituyen un tesoro cultural que debería ser preservado
celosamente, se vuelven en contra suya cuando se valoran a la luz de las
exigencias de difusión y rentabilidad de la industria audiovisual moderna. Un
eurofilm como el danés El festín de Babette (Babette Gaestebud, 1986), de
Gabriel Axel (galardonado con un Oscar de Hollywood) fue percibido por la
mayoría de espectadores de Barcelona o de Atenas como mucho más exótico y
ajeno a sus valores culturales que un film de acción rodado en la lejana y
extracomunitaria Nevada. La cercanía europea se ha transmutado en lejanía
cultural.

UTOPÍAS TECNOLÓGICAS AUTOSUFICIENTES


El diseño de las políticas de comunicación en el mundo moderno está en
manos empresariales, en las que convergen los intereses o las estrategias de los
economistas y de los ingenieros. Unos y otros tienen en común que su lógica
predominante es la lógica de la cantidad (en número de canales, de horas de
programación, de cobertura y tamaño de la audiencia, y sobre todo de
facturación y de beneficios). Y esta lógica cuantitativa no sólo puede no ser
coincidente con las lógicas cualitativas de los comunicólogos o de ciertos
proyectos políticos, sino que a veces puede ser claramente opuesta.
Desde que Abraham Moles entronizó el eslogan de la “opulencia
comunicacional” en los años sesenta, las lógicas cuantitativas han dominado
claramente en el sector audiovisual sobre las lógicas cualitativas. Una
consecuencia de esta perspectiva es el proclamado ideal de la sociedad de los
quinientos canales, un mito/meta —algunos lo están subiendo ahora a los mil
canales— que se coloca como horizonte de plenitud y de felicidad mediática. Se
coloca, sobre todo, de acuerdo con la lógica cuantitativa de los ingenieros y de
los economistas.
Es mucho menos frecuente que los gestores de este sistema comunicacional
se pregunten críticamente qué van a transportar tantos canales. La respuesta
lógica es que muchos de estos canales van a incrementar nuestra dependencia de
las despensas norteamericanas, cuando la programación de ficción narrativa de
Hollywood en nuestras pantallas grandes y pequeñas, en Europa, ya rebasa el 70
por ciento. Los gestores del audiovisual europeo en un continente que consume
más horas de ficción que las que es capaz de producir, saben que sale más barato
yes menos arriesgado comprar programas enlatados norteamericanos que
producirlos. De modo que mayor número de canales o de horas de emisión
significa, en principio, una mayor dependencia de Hollywood, tanto en el plano
económico como en el cultural (estético, estilos de vida, valores ideológicos,
etc.).
Los catálogos norteamericanos ofrecen hoy aproximadamente unos 40.000
títulos de largometrajes cinematográficos propios, lo que incluso significa una
cifra exigua en la perspectiva desarrollista, ya que condena a las estaciones a la
repetición periódica de títulos. En la época gloriosa del cine, los departamentos
de guionistas y los estudios de rodaje norteamericanos podían suministrar varios
centenares de largometrajes al año. Pero ahora, ante la bulimia televisiva de
films, ya no se requieren centenares, sino millares.
El crecimiento del número de canales, que parece ser la panacea de los
ingenieros y economistas en la sociedad de la información, no sólo plantea un
desequilibrio agudo entre el hardware emisor (que se puede producir en serie y
se caracteriza por su gran voracidad programadora) y el volumen limitado del
software audiovisual disponible (cuya confección es en cambio artesana,
diferenciada y sujeta a ciertas leyes de la creatividad), sino que crea además
otros problemas. Contribuye, en efecto, a desinformar ya fragmentar a la
audiencia, que puede disminuir para muchos canales hasta niveles críticos,
reduciendo así los ingresos publicitarios o las cuotas de abono. Esta disminución
de los ingresos puede tener dos consecuencias en la programación de las
estaciones afectadas, a cual peor: conducir a un deterioro de su producción y/o
capacidad adquisitiva, empujándola hacia una programación conservadora, poco
ambiciosa y que evite riesgos, insistiendo en lo ya comprobado y en la redifusión
de títulos y de programas ya emitidos, e incrementando su dependencia de los
centros de producción baratos; O bien puede conducir a una ofensiva
sensacionalista y a prácticas demagógicas, para atraer a la audiencia,
deslizándose así hacia la telebasura.
La hiperinflación informativa, el exceso de oferta audiovisual, además de
desinformar al público, favorece su banalización y estimula la estrategia
empresarial del grito sensacionalista para hacerse oír en este frondoso mercado.
El exceso de información conduce a la degradación entrópica de las ideas, es
decir, a la desinformación cualitativa, pues las ideas se simplifican y se
convierten en eslogans, píldoras o clichés. Pero además de conducir a la
desinformación de la audiencia, la sobreoferta puede desembocar en lo que
Herbert Schiller denominó “gran variedad de lo mismo”. Es decir, en una falsa
diversidad.
Pero es cierto que el sistema de cablevisión o de televisión codificada de
pago se basa en el principio de la diversificación de la oferta —con criterios
temáticos o territoriales— y de segmentación cualitativa de las audiencias, según
intereses grupales. Este diseño admite un respiro cultural, pero sólo hasta cierto
punto, porque los imperativos demográficos y de rentabilidad ponen techos al
sistema. La segmentación de las audiencias converge con el ideal democrático de
la auto programación de los usuarios, que tanto se exaltó después de mayo de
1968. Esta autoprogramacíón ya existía, de modo relativamente satisfactorio, en
el mercado editorial, discográfico y, en menor medida, en el videográfico, debido
a la hegemonía de las multinacionales norteamericanas en este sector. Pero estos
precedentes demuestran que la autoprogramación del usuario soberano, que
culmina en la fórmula de la “televisión a la carta”, tiene el efecto perverso de
consolidar y perpetuar la estratificación de la pirámide cultural y del gusto, pues
las gentes se autoprograman según sus niveles educacionales y sus preferencias
—desde la telenovela mexicana a la ópera—, corroborando el principio de la
dualización cultural en nuestra sociedad. El ideal democrático de la
autoprogramación también tiene sus techos y exige el requisito previo de una
política educativa universal y de calidad, so pena de ahondar la brecha ya
existente entre élites y masas, entre insiders y outsiders de la sociedad del
conocimiento.
Hemos pasado, pues, del broadcasting generalista al narrowcasting
selectivo, de los mass media a los group media, y ahora estamos por fin ante la
fase ultraselectiva de la programación del propio terminal audiovisual con
nuestro software, para recibir información a la carta, a gusto del consumidor. El
videocasete y el videodisco doméstico han acabado por banalizar estas opciones
(¿Visconti o pornografía?), pero el ordenador inserto en el sistema de
telecomunicaciones nos ofrece ahora la promesa de lo que Stewart Brand califica
con entusiasmo como broadcatch; es decir, una autoprogramación informativa
especializada, de modo que el equipo informático de cada usuario sólo retendrá
de los flujos informativos que le llegan aquellos programados de acuerdo con sus
intereses profesionales o lúdicos: noticias financieras, deportivas, etc. Esta
captura selectiva de información especializada permitirá que algunos ciudadanos
puedan vivir sin enterarse, por ejemplo, de que ha estallado una guerra entre
China y Estados Unidos.
Nadie discute que la especialización es una necesidad para vivir en la actual
jungla informativa, pero el fetichismo de la autoprogramación ultraespecializada
puede convertir a aquel “sabio ignorante” que anatematizó Ortega, sabio en su
parcela e ignorante en todas las demás, en un sabio ignorante y además
descontextualizado. El hombre es el único ser de la naturaleza cuya especialidad
es la no especialización, de donde deriva su portentosa adaptabilidad y la
labilidad de su conducta y sus respuestas. Los biólogos saben que existe una
contradicción esencial entre la especialización que es propia de todas las
especies animales y que se transmite genéticamente y su capacidad de
adaptación al medio. Un pingüino no puede sobrevivir en el trópico ni una jirafa
entre los hielos, pero el hombre puede hacerlo en ambos lugares. Especialización
equivale a adaptación determinista a un medio específico, fuera del cual se
produce la muerte. Por eso, en la sociedad humana, la ultraespecialización
excluyente nos aparece como una condición inhumana.
Un ejemplo meridiano de tecnología diseñada con gran optimismo por los
ingenieros y alentada por los economistas, desde principios de los años ochenta,
y que ha acabado por fracasar en su implantación práctica, es la Televisión de
Alta Definición (TVAD, en inglés HDTV). En efecto, en 1981, la compañía Sony,
con el proyecto de renovar el parque excesivamente saturado de televisores en
color en los países desarrollados, presentó el primer prototipo de TVAD de 1.125
líneas (cifra ecléctica entre el doble de la definición europea y norteamericana),
con una gran pantalla apaisada de proporciones 16/9, sistema no compatible con
los receptores vigentes, y que fue adoptado con carácter experimental por la
televisión pública nipona NHK Precisamente, una de las razones que impulsaron a
la Sony a interesarse por la compra de productoras-distribuidoras de Hollywood,
que antes hemos mencionado, fue la de apoyar el lanzamiento de su nuevo
sistema con películas comerciales atractivas para el mercado.
Después de esta iniciativa, y para responder al reto tecnológico japonés, un
consorcio pan europeo de empresas electrónicas (la holandesa Philips, la
francesa Thompson y la alemana Bosch) puso a punto su sistema compatible de
1.250 líneas, también con una pantalla 16/9 y sonido digital (definición que, no
obstante, seguía siendo inferior a la de la película tradicional de cine de 35 mm).
Durante el proceso de su puesta a punto, en 1987, la RAI produjo el largometraje
fantástico Julia y Julia (Giulia e Giulia), de Peter del Monte, con el sistema
japonés, y provocó por ello un severo rapapolvo europeo contra su insolidaridad
técnica. La industria privada norteamericana, en cambio, estuvo dudando durante
años acerca de esta mejora técnica, hasta que las necesidades del espionaje
militar del Departamento de Defensa, en el momento álgido de la guerra fría, y
consideraciones estratégicas del Departamento de Comercio se combinaron para
conseguir que el Congreso concediese fondos públicos al sector privado para
impulsar la investigación en este campo, mediante la creación de un Advanced
Television Systems Committee.
El escepticismo de la industria privada norteamericana, a la que no movía el
prestigio nacional sino la expectativa de beneficios contables, estaba justificado
con creces. En primer lugar, frenaba su optimismo el alto coste que suponía, en
una fase inicial, la adquisición de los nuevos receptores (con precios superiores
al millón de pesetas), sin contar el elevadísimo coste que comportaba la
renovación total de las estaciones, desde las telecámaras y magnetoscopios hasta
los equipos emisores de radiofrecuencia. Pero además había otras razones.
Diversas experiencias anteriores habían demostrado ampliamente que, a
diferencia de lo que sucedió con el paso de la televisión en blanco y negro a la
de color, la alta definición tenía un glamour y un poder de atracción muy bajo
para el mercado. Todo el mundo recordaba que la propuesta de la Paramount en
1954 de altísima definición con su sistema cinematográfico Vistavisión, que
utilizaba un negativo doble del normal, murió sin pena ni gloria poco después.
Se recordaba también que Francia había rebajado, sin quejas especiales ni
escándalo en aquel país, su definición inicial de 819 líneas a 625, para
homologarse con el estándar europeo. Y era todavía más reciente el fracaso y la
desaparición del mercado de los sistemas de vídeo doméstico de más alta
definición (Betamax, V-2000 y Super-VHS) en favor del modesto VHS, por la
mayor oferta de películas disponibles en este sistema. Conclusiones análogas se
extrajeron de la decepcionante experiencia llevada a cabo por Sony durante los
Juegos Olímpicos de Seúl en 1988, pues las vitrinas con receptores de TVAD no
atrajeron más audiencia que el que congregaban los aparatos tradicionales, ya
que el público quería conocer los resultados de las competiciones y lo que
realmente le interesaba eran los contenidos y no la sofisticada calidad de la
imagen.
Aún había otras razones para el pesimismo y todavía más preocupantes. La
TVAD declaraba automáticamente obsoletos para el nuevo sistema los ingentes
archivos de material audiovisual de baja definición, es decir, todo el material
registrado en vídeo tradicional o rodado en soporte de 16 mm. Únicamente el
caro material filmado en 35 mm. era apto para el nuevo sistema. Y, además, una
gran parte de aquel material (el cine rodado en los años treinta, cuarenta y parte
de los cincuenta) no se ajustaba al formato de pantalla 16/9, y, para acabar de
redondear los inconvenientes, la gran pantalla de la TVAD (consecuencia técnica y
publicitaria lógica de la mejor definición) no parecía muy apta para el diseño de
los pequeños apartamentos populares, teniendo en cuenta la distancia canónica
que debe mantenerse entre la pantalla y el punto de observación. Mientras, para
los productores y distribuidores de vídeos electrónicos de alta definición el
nuevo sistema continuaba sin resolver el grave problema de la vulnerabilidad de
estos productos magnéticos para su conservación duradera, en contraste con lo
que sucede con la imagen fotoquímica sobre acetato de celulosa a la que
aspiraban a reemplazar. Resumiendo, la TVAD, que tenía que haberse implantado
en la Unión Europea en 1995, ha seguido el triste camino de la quadrafonía, que
a pesar de su indudable perfección acústica hoy sólo puede admirarse bajo el
polvo de las vitrinas de los museos de la técnica.
Y para complicar todavía más el panorama, el sistema TVAD norteamericano
más tardío, y precisamente por ser más tardío, se orientó hacia la imagen digital,
dejando de golpe obsoletos a los primitivos sistemas analógicos japonés y
europeo. De los tres sistemas, el único que funciona públicamente en la
actualidad es el japonés, de modo restringido y con una aceptación muy fría,
mientras que la red europea se está reorientando hacia el modesto Pal Plus, de
pantalla apaisada 16/9. Esto ha arrinconado a la imagen electrónica de alta
definición en los usos científicos y profesionales, entre los que figuran la
producción de efectos visuales especiales para películas cinematográficas, como
han hecho Coppola, Wim Wenders, Kurosawa, Peter Greenaway o George
Lucas, demostrando nuevos puntos de tangencia entre el cine tradicional y la
nueva tecnología electrónica.
En resumidas cuentas, el error de teóricos tan distintos como McLuhan o
Abraham Moles radicó en que sobre dimensionaron el valor culturalmente
redentor de la tecnología, haciendo abstracción de los factores sociales en que
las tecnologías se insertan. Su optimismo fue el mismo que alentó a los
ingenieros y a los economistas a buscar sus éxitos en el campo de la
comunicación de masas por la vía cuantitativa. Los fracasos tecnológicos que
hemos enumerado —desde la quadrafonía a la TVAD— radicaron en todos los
casos en que, siendo tecnologías muy sofisticadas, por una o varias razones no se
adecuaban a las necesidades sociales específicas de sus propios contextos. Por
eso deben ser calificados como utopías tecnológicas autosuficientes.

LA CULTURA INTERSTICIAL
En los años sesenta, la reacción ante los oligopolios mediáticos y la tiranía de
los intereses mercantiles —que difundían aquella “gran variedad de lo mismo”
denunciada por Schiller— entronizó a la contracultura como respuesta
democrática y popular y condujo a la hipóstasis de la marginación o
automargínación, idealizando con ello la cultura marginal producida fuera del
sistema mediático institucional y dominante, utilizando para ello multicopistas,
fotocopiadoras o formatos cinematográficos subestándar (de 16, 8 o super 8
mm.). Así floreció la cultura underground y lo hizo precisamente en las áreas
capitalistas más prósperas, en las zonas universitarias de las costas occidental y
oriental de Estados Unidos. La nueva contracultura exaltó el amor libre y la
desinhibición de todos los sentidos, y la revolución social y de costumbres que
implantaría a Eros como guía supremo en una nueva cultura del placer, entre el
aroma de la marihuana y del incienso oriental, derrotando con su impulso la
cultura mediática del consumismo, del arribismo social y de la alienación. El
libro de Herbert Marcuse Eros y civilización (un antiguo texto de 1955), se
convirtió en la Biblia de las nuevas generaciones nacidas con el hongo atómico
de Hiroshima.
El abaratamiento y la simplicidad funcional de las tecnologías
preelectrónicas que acabamos de enumerar y el alto nivel de vida y capacidad
adquisitiva en dichas zonas universitarias permitió que los hijos de la opulencia
se sublevaran contra la sociedad opulenta que les había amamantado, creando
sus propias redes y circuitos de distribución cultural alternativa, para proponer su
disidencia ideológica, su insurrección moral, su permisividad sexual y sus
nuevos estilos de vida. Algunos de estos medios acabaron por ser, a pesar de su
vocación marginal, muy influyentes, como las revistas The Village Voice o
Rolling Stone, las películas de la factoría de Andy Warhol, los cómics de Robert
Crumb o las grabaciones de Jimi Hendrix. No se puede subestimar la influencia
que esta contracultura underground acabó por tener, por lenta penetración
capilar, en los gustos, costumbres y estilos de vida del mundo urbano occidental.
Aunque, si bien la marihuana ascendió hasta los parties de Park Avenue y la
promiscuidad sexual empezó a verse como chic en algunas zonas de la
burguesía, lo cierto es que el complejo militar-industrial no desapareció, Wall
Street no se desmoronó y el sistema capitalista, engordando ahora su negocio
con las nuevas modas culturales, siguió gozando de excelente salud.
Pero el ideal de la automarginación orgullosa del sistema fue barrido en la
década siguiente por el ascenso de la ética y la estética yuppie (Young Urban
Professionals) y hoy aparece como claramente irrecuperable. Vivimos en un
mundo distinto y nadie quiere autoexcluirse de la sociedad, por mucho que se
critiquen su organización, sus disfunciones y sus injusticias. Se aspira a competir
y a trepar en ella y quienes no aspiran a tanto se limitan a luchar por su
supervivencia en su seno. Y además, en el frente cultural, se ha impuesto la
nueva y decisiva herramienta informática, de la que hablaremos más adelante.
En la actualidad, el viejo concepto de autoexclusión o marginación arrogante
del sistema cultural debería ser reemplazado por otro nuevo y actualizado: por el
de cultura intersticial. Entiendo por cultura intersticial aquella que ocupa los
espacios que no atiende y deja al descubierto la oferta de los aparatos culturales
dominantes, que suele ser de origen multinacional o imitación local de los
modelos hegemónicos multinacionales. Se trata de espacios desatendidos por los
diseñadores del entretenimiento para economías de escala y que hoy pueden
beneficiarse, precisamente, de la tan controvertida globalización, debido a que
esta globalización que ha uniformizado nuestros gustos y creado los públicos
globales permite consolidar también el tejido de las inmensas minorías
internacionales. Las películas de Theo Angelopoulos o de Jim Jarmush se
estrenan en París, Buenos Aires, Tokio y Copenhague gracias a las élites
cinéfilas del mercado global y esta globalidad permite la amortizacióu de su
costo.
Por eso es urgente consolidar las redes de distribución de la cultura
intersticial, capaces de alcanzar a esa inmensa minoría internacional, que
constituye el contrapunto positivo del consumo global uniformizador y
centrípeto del fast food cultural que hoy domina nuestros mercados mediáticos.
El carácter asistemático y des jerarquizado de la comunicación horizontal,
democrática y global de Internet —de la que hablaremos en otro capítulo—
permite convertir a la red en un instrumento potente para la cultura intersticial.
Los usuarios de Internet pueden beneficiarse de un principio fundamental de la
teoría del caos, a saber, que pequeñas causas —como el aleteo de una mariposa
— pueden generar grandes efectos, según la fórmula de la bola de nieve o, si se
prefiere, del efecto de multieco (repetición multiplicadora de los usuarios). De
este modo, en esta ágora informática abierta, una “modesta proposición”
(Jonathan Swift dixit) puede convertirse en una verdadera revolución mediática
inducida desde el ciberespacio, haciendo realidad el principio de la
diversificación cultural democrática.
IV
DE LA INTELIGENCIA A LA EMOCIÓN
Y EL DESEO ARTIFICIALES

CÁLCULO Y PENSAMIENTO SIMBÓLICO


Desde hace muchos siglos, el hombre ha intentado automatizar su
pensamiento, o algunas de sus funciones mentales, utilizando para ello medios
artificiales, primero de naturaleza mecánica, como el ábaco, que fue usado para
efectuar cálculos por griegos, romanos, indios, chinos y aztecas. En el siglo XIII
el mallorquín Ramón Llull ensayó, en cambio, una “máquina lógica” con partes
móviles, programada por medio de símbolos con intención filosófico-religiosa
apologética, para intentar demostrar científicamente las verdades de la fe
cristiana y convertir con ella a los infieles. Su aportación fue capital, pues saltó
del campo numérico y calculista al simbólico, cuyos valores V(erdadero) y
F(also) preludiaron el sistema binario, que formalizaría más tarde Leibniz con el
0 y el 1, y que se constituiría luego como lenguaje de las computadoras actuales.
Pero las necesidades comerciales favorecieron en mayor medida las máquinas de
calcular, como la diseñada por Pascal y, ya en el siglo XIX, las complejas
máquinas analíticas de Charles Babbage, que podían resolver ecuaciones de un
modo automatizado, aunque no llegó a completar su construcción. Babbage
murió en 1871, cuando las tecnologías preinformáticas y protoinformáticas
estaban recibiendo un gran impulso al servicio de los intereses financieros,
comerciales y burocráticos del capitalismo: la primera máquina de escribir
comercializada apareció en 1874 y la caja sumadora-registradora fue patentada
en 1879.
Pero los ordenadores, como tecnología electrónica, no se desarrollaron hasta
la II Guerra Mundial, para atender a las necesidades militares. El voluminoso
Harvard Mark I, del matemático Howard H. Aiken, fue construido en 1943 por y
para la Marina de Guerra de Estados Unidos, con la fmalidad de calcular las
trayectorias balísticas. El invento de los transistores y del microprocesador en
pastilla de silicio (chip) redujeron su tamaño y abarataron considerablemente su
producción. Los microprocesadores, con su bajo coste y su omnipresencia,
permitieron desde 1980 una encefalización electrónica masiva de la vida
cotidiana y de sus gadgets, desde el reloj digital hasta la lavadora programable.
A todo ello hubo que añadir la introducción de las pantallas —un elemento
familiar y querido del público televisivo— para potenciar la difusión popular y
masiva de estos artefactos.
De manera que si en 1951 McLuhan pudo definir al automóvil como la
“novia mecánica” del ciudadano de la era industrial, treinta años después habría
que sustituirlo por el ordenador como novio/a electrónico/a de los ciudadanos de
la era postindustrial. Esta mutación no tuvo sólo un valor metafórico, pues
también en el campo de los negocios el sector de informática-
telecomunicaciones se convirtió en los años noventa en el motor del desarrollo
económico. En 1999 este sector creció en Alemania un 7,8 por ciento, con una
cifra de negocios de 105.330 millones de euros, sustituyendo con ello al sector
automovilístico como primera industria nacional. Y ese mismo año Alan
Greenspan, presidente de la Reserva Federal norteamericana, atribuyó la
sostenida prosperidad de su país a la revolución informática,
La imparable informatización de la sociedad no pudo acallar algunas críticas,
sospechas o advertencias neofóbicas acerca de su implantación. Algunos
pedagogos advirtieron sobre la devaluación de la memoria en los niños
escolarizados por efecto de esta prótesis electrónica. Los psicólogos mostraron
su preocupación por una ciudadanía que pasaba ocho horas ante la pantalla del
ordenador de sus despachos, para consumir luego otras cuatro o cinco en su casa
ante la pantalla del televisor. Algunos médicos desaprobaron la exposición
continuada a las radiaciones de la pantalla, su agresión visual, su persistente
zumbido subliminal y la rigidez postural de sus operadores. Muchos usuarios se
lamentaron del exceso de prestaciones de las máquinas, más allá de las
verdaderamente requeridas, y sus consiguientes complicaciones funcionales.
Algunas esposas se lamentaron del excesivo tiempo que consumían sus maridos
ante el ordenador doméstico, provocando su desatención los primeros “divorcios
informáticos” de la historia. Muchos políticos se inquietaron por la voracidad
acumulativa del sector público hacia datos privados de los ciudadanos (de salud,
ingresos, religión, opción sexual, afiliación sindical, etc.), que, susceptibles de
ser cruzados entre varias bases, destruirían su intimidad y alumbrarían
vulnerables “ciudadanos de cristal”, transparentes para los poderes de un
inquisitivo Estado orwelliano. Y el crash de la Bolsa de Nueva York del 19 de
octubre de 1987, y su devastadora irradiación a todas las economías mundiales,
fue atribuido a la excesiva rapidez de los ordenadores utilizados en las bolsas.
Pese a todas estas resistencias neofóbicas, algunas de ellas perfectamente
razonables, esta nueva tecnología se expandió universalmente y diversificó con
presteza sus usos y aplicaciones. El gran salto cualitativo en su evolución se
produjo en los años cincuenta, cuando las computadoras pasaron de emplearse
sólo para el cálculo numérico a utilizarse para el tratamiento de símbolos, como
hace la inteligencia humana. En el verano de 1956, en una conferencia de
expertos celebrada en Dartmouth College, John MacCarthy acuñó la expresión
Inteligencia Artificial y, para hacerla realidad, introdujo poco después el
tratamiento simbólico de la información en los ordenadores. De este modo se
pudo pasar de los aspectos cuantitativos a los aspectos cualitativos, del cálculo a
la simulación del razonamiento.
Para entonces la imbricación de la nueva tecnología con los intereses
militares estaba bien consolidada, en el seno de lo que el presidente Eisenhower
bautizó como complejo militar-industrial, y de su interacción nacería la
infografía, Internet y las técnicas de realidad virtual. Y lo seguiría estando
incluso después del desplome del bloque soviético y del final de la guerra fría.
Baste recordar que el general James A. Abrahamson, que dirigió hasta 1989 el
proyecto de “guerra de las galaxias” puesto en pie por Ronald Reagan, pasó a
presidir al acabar su mandato una importante empresa informática, la Oracle.
Los ejemplos podrían multiplicarse.

EL PROYECTO DE INTELIGENCIA ARTIFICIAL


Cuando el potente ordenador Deep Blue derrotó en febrero de 1996 al
campeón de ajedrez Gary Kasparov, muchos periódicos airearon la conclusión
sensacionalista de que por fin la inteligencia de una máquina había derrotado a la
inteligencia humana. Nada más falso. La victoria de Deep Blue constituyó, de
hecho, una victoria de la inteligencia humana que lo había diseñado y
construido, pues consiguió que pudiera prever todas las combinaciones en el
tablero con una antelación de siete u ocho movimientos, mientras que Kasparov
sólo podía anticipar tres y medio. Y en esta anticipación radicó la clave de su
éxito.
En realidad, la reflexión moderna acerca de la supuesta inteligencia de
ciertas máquinas comenzó en 1950, cuando el británico Alan Turing publicó en
la revista Mind su artículo “Computer Machinery and Intelligence”, en el que
planteó por vez primera el dilema de si las máquinas pueden pensar y concluyó
que era inteligente aquello que se comportaba de un modo inteligente. Se trataba
de una conclusión muy coherente con la corriente conductista que dominaba
entonces los estudios de psicología y que contemplaba a los organismos como
cajas negras que eran juzgadas únicamente por sus respuestas observables a la
acción de un estímulo. Turing propuso que cuando las respuestas de una
máquina a un interlocutor humano que no la viese no le permitiesen discernir si
se trataba de una máquina o de un ser humano, su inteligencia sería de facto
como la humana. Así, la llamada “prueba de Turing”, de obediencia conductista,
atribuía un antropomorfismo mentalista potencial a la computadora, medido por
la inteligencia de sus respuestas.
La investigación ulterior estaría obligada a concentrarse, inevitablemente, en
indagar los procesos del funcionamiento mental, buceando en las interioridades
de la caja negra conductista, para copiar sus procesos y producir modelos de
Inteligencia Artificial. De modo que resultaría una paradoja que los supuestos
simplificadores del estímulo-respuesta conductista condujeran, necesariamente, a
hurgar luego en las interioridades de su misteriosa caja negra, para copiarlas, y
acabaran por destronar con ello la frialdad mecanicista del modelo conductista y
potenciaran en cambio el desarrollo de su enfoque científico antagonista, la
psicología cognitiva, que hoy reina como disciplina prioritaria en la comunidad
académica.
En las décadas siguientes al artículo de Turing la Inteligencia Artificial se
convirtió en una meta equivalente a lo que la piedra filosofal significó para los
alquimistas medievales. Los investigadores aspiraban a una tecnologización del
psiquismo humano, mecanizando el pensamiento con una inteligencia
extracorporal, en la tradición de la lejana “máquina lógica” de Ramón Llull. El
proyecto nacía denso de implicaciones filosóficas. En efecto, la atribución de
una inteligencia viva en la máquina evocaba literalmente la dicotomía cuerpo-
alma que atormentó el pensamiento de Descartes, perplejo acerca de la
causalidad del segundo sobre el comportamiento del primero, ya que el alma
podía existir independientemente del cuerpo. Sólo que Descartes acabó
atribuyendo la localización del alma, que movilizaba al cuerpo de modo
inteligente, en la glándula pineal del cerebro. Los nuevos ingenieros tuvieron
que renunciar al espíritu pineal cartesiano para producir sus mismos efectos,
pero con ello no siempre disiparon la vieja dualidad materia-psiquismo y sus
modos de interacción.
Una versión conservadora y provisional de este fenómeno podría afirmar que
la máquina, en realidad, no es inteligente, pero que su programa, su modus
operandi, representa vicarialmente la inteligencia ausente de quien lo diseñó, al
copiar algunos elementos de su funcionamiento mental. Y, si no quisiera
desviarse de la filosofía escolástica en la que Descartes se educó como buen
cristiano, añadiría que si las tres potencias del alma son la memoria, el
entendimiento y la voluntad, la máquina simularía la primera de modo aceptable,
intentaría reproducir (de modo conductista) los efectos de la segunda, pero
carecería de un equivalente de la tercera.
El verdadero padre de la Inteligencia Artificial fue Marvin Minsky, del
Massachusetts Institute of Technology, quien entendió que una computadora
podía comportarse de modo inteligente gracias a su capacidad para manipular
símbolos discretos, como hace la mente humana. En 1961 Minsky elaboró un
elenco de las funciones que debería cumplir una machina sapiens, tales como el
reconocimiento de patrones, el planeamiento, la capacidad para la inducción y la
inferencia, etc. Y tuvo muy claro que la Inteligencia Artificial dependía tanto de
la ingeniería como de la psicología, de las neurociencias y de la lingüística. En
realidad, jerarquizó las diferentes funciones de la máquina inteligente, en la que
pueden distinguirse los procesos cognitivos superiores (como la adquisición del
saber) de los procesos cognitivos inferiores (como las percepciones y los
procesos motores). Quedaron aparcados, por supuesto, los procesos emocionales
y los deseos, que tanta importancia tienen en la toma de decisiones humanas,
pero que entonces se consideraban terra ignota a efectos ingenieriles.
Algunas estrategias computacionales resultaron bastante obvias, como el
hipertexto, que no es más que un sistema de conexiones lógicas basado en el
proceso de asociación de ideas en el cerebro humano, fundamentado con
frecuencia en las relaciones semánticas. De tal manera que a partir de un
concepto clave se pueden derivar conexiones basadas en la secuencialidad, la
jerarquía, la afinidad, etc. La aplicación más pronta, simple y productiva de la
Inteligencia Artificial la constituyeron los llamados “sistemas expertos”, que no
son más que buscadores de alta velocidad en bases de datos especializadas (en
medicina, abogacía, etc.) y que responden a consultas del tipo “si entonces…”.
En su etapa más eufórica Minsky afirmó que “el cerebro es sólo una máquina
de carne” y caracterizó a esta peculiar máquina orgánica como una “red de
redes”, cada una de ellas con su especialización funcional específica. Pero
existen algunas diferencias importantes entre el cerebro y las máquinas de
producción humana. Comencemos por las más obvias y aparentes. A diferencia
del hardware producido por los ingenieros, el cerebro constituye una máquina
neurofisiológica creada por la naturaleza, un wetware orgánico (wet: húmedo, en
inglés) y su productividad “húmeda”, que regula el funcionamiento de la vida
física y psíquica, es muy distinta de la productividad “seca” de la máquina. Y
ello por muy buenas razones físicas y funcionales. En el cerebro humano no
existe la clásica distinción ingenieril entre hardware y software, aunque puede
decirse, por analogía metafórica, que su hardware está formado por su materia
orgánica, mientras que su software es propiamente el conjunto de funciones
inscritas en aquella estructura orgánica. Y si llamamos “mente” a la actividad
psíquica consciente producida por el procesamiento electroquímico de
información en el cerebro, tal “mente” sería un producto del funcionamiento de
su wetware, de acuerdo con sus funciones que le son propias. Pero esta
distinción debería huir de cualquier tentación dualista, pues la mente seria una
producción inseparable e integrada de las estructuras neurofisiológicas del
wetware que la ha producido.
El cerebro humano constituye una densa red neuronal formada por unos cien
mil millones de neuronas diferenciadas e interconectadas, que transmiten y
reciben de modo no lineal señales electroquímicas muy especializadas. Este
prodigioso superordenador orgánico, en el que millones de neuronas operan en
funcionamiento paralelo, puede almacenar un millón de megabits de
información, superando cualquier sistema artificial de almacenamiento de la
inforrnación. No sólo esto. La estructura de la inteligencia, como puede inferirse,
es de una gran complejidad funcional. Veamos un ejemplo simple, que evidencia
su capacidad generadora de motivaciones y de decisiones en cascada. Un
hombre quiere fugarse con su amante a Brasil, pero no tiene dinero para comprar
los dos pasajes de avión. Por eso toma una segunda decisión: cometer una estafa
o un atraco para conseguir dinero. Sopesa las dificultades de ambas iniciativas y
acaba optando por el atraco. Para hacerlo tiene que conseguir un arma y además
decide disfrazarse y se compra una peluca; a continuación tiene que elegir el
establecimiento al que quiere robar y diseñar cómo lo hará, etc.
En este ejemplo tan poco aleccionador moralmente se revela la secuencia
concatenada de decisiones que el amante debe adoptar (los llamados “deseos
derivativos”), que van creando sucesivas “submetas”, dependientes de las
anteriores “submetas” satisfechas o insatisfechas. Pero no hace falta invocar un
ejemplo tan rocambolesco como el de nuestro amante fugitivo. En el ser
humano, cualquier pequeña información puede movilizar un gran número de
conocimientos y de decisiones. Así, cuando un conductor observa que un
semáforo ha encendido su luz verde entiende que está autorizado a arrancar su
vehículo, que debe levantar el pie del pedal de freno, que debe verificar que nada
se interpone ante el vehículo, que debe pisar el pedal del acelerador, etc. Una
compleja cascada de decisiones, que muchas veces adoptamos de un modo
automático, es desencadenada por una pequeña información. Y lo mismo ocurre
con toda la cadena de inferencias y de actos, inmediatos o diferidos, que pueden
seguir al guiño de complicidad de un amigo. En las máquinas las cosas no
ocurren exactamente así.
Los insuficientes conocimientos actuales sobre la anatomía y la bioquímica
de las neuronas cerebrales no permiten todavía modelizar específicamente su
actividad que, por otra parte, es heterogénea y ampliamente diversificada, por lo
que estamos muy lejos todavía de poder construir un neocórtex órbito-frontal
electrónico. Y lo que sabemos sobre el cerebro humano más bien produce
desaliento entre los ingenieros. David Marr y Tomaso Poggio, del Massachusetts
Institute of Technology, calcularon en 1976la enorme diferencia de densidad del
“cableado” en una computadora y en un cerebro: en una computadora digital la
relación entre las conexiones y los componentes es de tres, mientras que en la
corteza de los mamíferos está entre 10 y 10.000. Jacob T. Schwarz, de la
Universidad de Nueva York, ha calculado que el ritmo de computación que se
necesita para emular el funcionamiento del cerebro humano, sobre la base de
neurona por neurona, puede ser tan alto como un millón de billones de
operaciones aritméticas por segundo, lo que está muy fuera del alcance de la
tecnología actual. Y David L. Waltz, profesor de computación de la Universidad
Brandeis, ha calculado que las mayores computadoras actuales no tienen más
que un cuatrimillonésimo de la capacidad de memoria del cerebro humano.
Pero, a pesar de tales diferencias y dificultades, los ingenieros han copiado
con cierto éxito algunas estrategias del cerebro humano. Tal ha ocurrido con las
llamadas redes neuronales, inspiradas en la realidad neurológica y basadas en el
conexionismo, y que han demostrado cierta capacidad para el aprendizaje. Su
pionero fue Frank Rosenblatt, cuyo Perceptron (1958), todavía muy
rudimentario, utilizaba una red de neuristores, circuitos eléctricos destinados a
modelizar neuronas. El problema técnico central radica en que el cerebro
humano no es en realidad una computadora, sino muchas computadoras a la vez,
que trabajan coordinadas con funciones (o programas) distintos y
complementarios. Nada más lejos de su complejidad que las computadoras
tradicionales, según el modelo de Van Neumann, con una arquitectura de
procesamiento en serie de la información. El cerebro es un procesador paralelo
masivo, como se dijo, y es justo reconocer que las arquitecturas de
procesamiento paralelo de la información de las nuevas computadoras han
mejorado mucho su velocidad operativa, aunque sus señales no pueden
desplazarse obviamente más rápidas que la velocidad de la luz, lo que señala un
limite rígido en su performatividad futura.
Pero todavía hay que añadir más. El cerebro humano —al que Douwa
Draaisma ha llamado pertinentemente “la joya de la corona de la evolución”—
no ha tenido un programador externo, como lo tienen las máquinas, sino que ha
sido “programado”, si se admite la metáfora, por la prolongada evolución de la
especie a lo largo de millones de años, a la que se han sumado luego las
experiencias singulares y el aprendizaje de cada individuo. De manera que el
cerebro humano, al nacer, no es una tabula rasa, sino que dispone de una
herencia genética y de unas competencias, entre las que descolla su competencia
lingüística innata, estudiada por Chomsky. Su inteligencia y sus capacidades
psíquicas se han forjado a lo largo de millones de años, en un sistema progresivo
de aprendizaje basado en la prueba y el error, de carácter adaptativo, para
asegurar su supervivencia y funcionalidad. En este proceso ha adquirido sus
capacidades mentales, como las de generalización, las de asociación y de
inferencia y las de previsión racional, necesarias para sobrevivir.
De manera que en el cerebro humano, ya diferencia de la máquina, el
“cableado” es el producto final de mil millones de años de adaptaciones
evolutivas ante los retos de ambientes cambiantes, y ha sido transmitido
genéticamente de generación en generación. Por eso cada inteligencia humana es
el fruto de una herencia genética y de una biografía individualizada y personal
que se le superpone. Es, sobre todo, un fruto biológico en cuyo proceso
adaptativo la moral aparece ausente. Así, Richard Dawkins, el autor de El gen
egoísta, ha desarrollado la teoría de que el cerebro humano es un órgano que ha
evolucionado para servir a los intereses de sus genes. De tal manera que un acto
altruista no sería en realidad, en aparente paradoja, más que una respuesta
destinada a satisfacer el egoísmo de los genes. Es fácil observar, a partir de todo
lo expuesto, la abismal diferencia que separa al cerebro orgánico del cerebro
mecánico. Éste posee sólo las competencias de las que los ingenieros le han
dotado, pero carece de herencia genética y adaptativa.
Se entiende por inteligencia la capacidad propia de ciertos organismos para
adaptarse a situaciones nuevas utilizando a tal efecto el conocimiento adquirido
en el curso de anteriores procesos de adaptación. Pero no todos los organismos
pueden aprender todo, pues el grado de especialización aumenta en la escala
biológica cuanto más simple y primitivo es un organismo. El gusano es mucho
más especializado y su conducta es por ello más determinista que la de un
chimpancé, por ejemplo, y cuanto menos especializado sea un organismo, mayor
labilidad podrá tener su conducta. En la cúspide de la evolución, el ser humano
es el único animal cuya especialidad es precisamente la no especialización, de lo
que deriva su gran adaptabilidad a diferentes medios, la enorme plasticidad de su
conducta y su gran capacidad para modificar su entorno, según su conveniencia.
La inteligencia humana comienza con la percepción selectiva e intencional
del mundo que rodea a los sujetos. Atención y percepción son, pues, los
umbrales de la inteligencia biológica. Luego vienen el razonamiento —en el que
suele intervenir la memoria, para comparar la situación presente con otras
pasadas, y la capacidad de generalización— y, como consecuencia, se produce la
acción física derivada del razonamiento, para interactuar con aquel mundo
envolvente que ha impresionado los sentidos del sujeto, para adecuarse a él o
para modificarlo. La inteligencia tiene, por tanto, un marco sensorio-motriz. Y la
experiencia sensorio-motriz acumulada deja su huella en la memoria del sujeto,
pasando a formar parte de su patrimonio intelectivo y modificando tal vez con
ello su conducta futura.
Pero al ser la conducta humana más libre y mucho menos determinista que la
de los animales, esta libertad hace que los sujetos sean más propensos que otras
especies a cometer errores en la evaluación de probabilidades y se equivocan por
ello con frecuencia en las predicciones y percepción de riesgos. La leona calcula
perfectamente la distancia y la velocidad de la gacela cuando va a cazar la,
porque esta precisión forma parte del capital genético de su instinto. En el
hombre, la educación constituye, en cambio, un caudal de Conocimientos
adquiridos que aplica en su vida práctica. Pero sus prejuicios —también de
origen cultural— hacen que a menudo ignore información relevante en favor de
otra menos relevante, discriminación que no cometen en cambio los animales
programados filogenéticamente para su supervivencia. Y el hombre, claro está,
puede trasladar sus errores, y hasta amplificarlos, al alimentar los sistemas
informáticos.
Esta cuestión nos lleva directamente al tema de la memoria. Como ha escrito
Draaisma en Las metáforas de la memoria, la metáfora de la memoria del
ordenador como prótesis de la memoria humana ha servido para dar un carácter
más técnico a la memoria y un carácter más psicológico al ordenador. Es sabido
que sin memoria no se puede pensar, porque no puede atarse lo anterior con lo
posterior. Y la memoria constituye además la esencia de nuestra conciencia
histórica y de nuestra identidad personal, pues yo sé que soy el mismo de ayer y
de hace cinco años, a pesar de todos los cambios que he padecido. Como quedó
dicho, el hombre posee dos memorias, la genética —que es la propia de su
especie y está inscrita en sus instintos y predisposiciones— y la adquirida, de
naturaleza cultural o ambiental. Pero desde Freud sabemos que existe una
memoria consciente o intencional —que constituye algo así como nuestra
memoria formal y “legítima”— y otra inconsciente, más insidiosa y de mayor
impregnación emocional. Para Jung, por lo menos una parte de nuestra memoria
genética se halla en esta esfera inconsciente, en forma de arquetipos y símbolos
universales, compartidos por toda la humanidad.
La memoria se ha definido a veces, con lenguaje poético, como un depósito
o cisterna en la que se almacenan informaciones. Ésta es la imagen tradicional y
popular de la memoria del sabio, un especialista en la acumulación de saberes.
Se ha dicho que Descartes fue el último hombre que pudo poseer todos los
saberes científicos de su tiempo, desde las matemáticas a la botánica. Luego, la
explosión del conocimiento ha obligado a la parcelación de los saberes y ha
entronizado con demasiada frecuencia, por razones de productividad y de
rentabilidad, lo que Ortega llamó el sabio-ignorante, sabio en su parcela e
ignorante en todas las demás. O, lo que es lo mismo, ha desencarnado el
conocimiento de su tejido vital.
La memoria, como fenómeno, ha conocido muchos avatares históricos y
culturales. Como reacción natural contra el aprendizaje puramente memorístico
que ha afligido a tantas generaciones de estudiantes españoles, abrumados por
listas de reyes godos o de batallas, se ha impuesto enfáticamente ahora la errónea
teoría de que la memoria no es importante en la enseñanza. Se ha olvidado la
evidencia de que aprender es comprender y retener, dando con este olvido la
razón al anatema de Platón contra la escritura, cuando afirmaba que, fiándose de
ella, los hombres no recordarían por ellos mismos. También la informática, con
su vocación enciclopedista, puede contribuir a esta perversión desmemoriadora.
La base del aprendizaje de algo tan básico para el niño como el lenguaje es la
memoria, corroborando que aprender es comprender y retener, y sigue siéndolo
incluso en la era de la informática.
A diferencia del ser humano, la computadora tiene una memoria implantada
desde el exterior, no formada por experiencias vividas por el sujeto, ya que no
hay propiamente sujetoo Con esta característica jugueteó la película
fantacientífica Desafío total (Total Recall, 1990), en la que al protagonista le
implantaban con un chip en el cerebro falsos recuerdos, recuerdos de algo que no
había vivido nunca. La memoria del ordenador es rígida y esto es, en ciertas
circunstancias, una ventaja, pues acata disciplinadamente las órdenes que recibe.
Mientras que la memoria humana tiene intereses autónomos, ligados a su mundo
emocional, que le hacen distorsionar los hechos, ocultarlos o mentir. Por eso es
humana. Pero esta labilidad constituye una gran desventaja en las tareas
científicas. En este sentido la máquina no tiene prejuicios (sexuales, raciales,
etc.), salvo los que el ser humano le haya podido implantar, por ignorancia, error
o maldad. En pocas palabras, la memoria de la computadora es mucho más
estable y mucho menos traicionera y manipuladora que la humana.
Pero la memoria mecánica carece de libertad. La máquina no puede “pensar”
en aquello que quiera, sino en aquello que le ordena su operador o las
instrucciones de su programa. La falta de libertad es un rasgo fundamental de la
máquina, que puede engañar incluso a su usuario. Así, a veces la estructura del
hipertexto produce en su operador una ilusión de libertad de elección, pero en
realidad el usuario sólo puede elegir entre las opciones previamente decididas
por el programador.
Y, por último, las memorias de las máquinas son emocionalmente
indiferentes a sus propios contenidos. La del hombre no lo es, ya que los sucesos
teñidos emocionalmente ocupan un lugar especial en sus recuerdos. Los
recuerdos humanos son, en definitiva, recuerdos excitantes, divertidos,
angustiosos, intolerables y hasta reprimidos a la esfera subconsciente. Mientras
que los recuerdos de la máquina son indiferentes. El contraste entre ambos es
verdaderamente dramático y define perfectamente su muy diversa especificidad.

LAS INSUFICIENCIAS DE LA MÁQUINA


La primera gran deficiencia de las máquinas consideradas inteligentes afecta
a sus limitaciones en relación con la comunicación humana. Paul Watzlawick ha
estimado que en la comunicación humana, una quinta parte de la información
intercambiada entre dos sujetos es información sustantiva o denotativa de interés
objetivo, que pertenece al ámbito semántico, mientras que el resto (cuatro
quintas partes) proporciona una definición de las relaciones interpersonales y se
refiere, por tanto, al contexto en que se enmarca el intercambio y a los elementos
subjetivos de la comunicación. Es obvio que la máquina mutila drásticamente
estas cuatro quintas partes, tan vitales, de la comunicación interpersonal.
Los programas informáticos “inteligentes”, en efecto, son insensibles a los
contextos y dan respuestas muy incorrectas a preguntas que se desvían
ligeramente de los dominios de su programación. Si yo le pido que me informe
acerca de la ciudad de Barcelona me responderá que tal ciudad no existe,
mientras que un niño de diez años entendería inmediatamente el sentido de la
pregunta. La comunicación humana, como es sabido, es muy elíptica, hecha con
frases inacabadas, palabras que sugieren una situación compleja, gestos que
llenan un vacío verbal, etc., de modo que el receptor de la información completa
los huecos y construye el sentido de la comunicación a pesar de los indicios
incompletos y de las vaguedades. Nada de esto puede hacerse con una máquina.
Una máquina, por ejemplo, no puede discriminar si una frase escrita o
hablada por alguien pertenece al lenguaje figurado o literal. Si pertenece al
primero —como el enunciado “el rubí ardiente de tu boca”— inducirá sin duda
un resultado caótico en su procesamiento por el sistema. Pues sin interpretación
correcta sólo puede seguirse una respuesta o acción incorrecta. En el ejemplo
expuesto la máquina no supo discriminar el código retórico de la frase, entre
otras razones, por su ceguera al contexto en que fue emitida, probablemente en
una comunicación galante o extraída de un texto poético. La comprensión de una
proposición está asociada, en efecto, a su con texto específico: la palabra “vino”
puede referirse al verbo venir o a una bebida alcohólica, y sólo el contexto de la
frase permite anclar su sentido correcto; mientras que “carne” puede referirse a
la alimentación o a la lujuria. Y en el plano de las acciones visualizables, una
bofetada tiene distinta significación y funciones cuando la propina una persona
airada, o un obispo que celebra la ceremonia de la confirmación, o un amante
sadomasoquista. Volviendo al lenguaje verbal, la frase “El vodka es bueno pero
la carne está podrida” fue traducida una vez por un sistema automatizado como
“El espíritu es fuerte pero la carne es débil”. Es un ejemplo clásico que figura en
todos los libros sobre Inteligencia Artificial.
Existe más de una manera de ser racionales o, más precisamente, la razón
humana es muy versátil en la elección de sus diferentes estrategias operativas,
para acomodarse a sus objetivos. La forma en que la mente razona, en efecto,
está influida por el contenido de lo que está decidiendo y por los conocimientos
de que dispone. Este carácter flexible y adaptativo del pensamiento humano —a
diferencia del funcionamiento de la máquina— le permite acomodarse
funcionalmente al asunto que se piensa. No se piensa igual un problema de
geometría, que la conveniencia de viajar en vacaciones al Caribe o a Benidorm,
que la oportunidad de una inversión financiera. ¿Por qué la mente humana elige
estrategias diferentes, que se acomodan funcionalmente a cada tipo de reto,
actividad o pregunta? Pues porque la inteligencia “mundana” —a diferencia de
la de la máquina—, que lidia cotidianamente con los hechos de la vida real
(acelerar el paso cuando va a cambiar la señal de un semáforo, saludar a un
amigo por la calle, subir al ascensor de una casa en la que no se ha estado antes,
etc), se ha formado, no en el laboratorio, sino en interacciones prácticas con el
mundo real y ha creado sus propias reglas flexibles de pensamiento, sus sistemas
de asociación, de inferencia y hasta sus propios atajos.
Las interacciones de la vida práctica han permitido así al ser humano acopiar
unos repertorios prácticamente ilimitados de praxemas para comportarse
funcionalmente ante un semáforo, un amigo que se cruza en la calle, un ascensor
desconocido, etc. Estos praxemas nacen de un impulso intencional de carácter
nervioso y se plasman en un conjunto de movimientos musculares complejos,
que tienen una función simbólica o performativa. Saludar a un amigo,
movilizando para ello decenas de músculos del hombro, brazo, antebrazo y
mano, constituye un acto de función simbólica; pero operar un ascensor puede
tener elementos simbólicos (dejar entrar antes a una anciana) junto a praxemas
puramente performativos (apretar los botones y manejar las puertas). Esta
amplísima versatilidad excede ampliamente las capacidades de una máquina.
Desde Francis Bacon, el método inductivo se ha erigido como la vía real para
el progreso de las ciencias de la naturaleza. Y el método inductivo ha sido
también el privilegiado por los sistemas de Inteligencia Artificial para establecer
generalizaciones. Pero resulta fácil comprobar, en la práctica, que el método
inductivo es sumamente vulnerable a las excepciones. Tomando un ejemplo
propuesto por David L. Waltz, admitamos que una computadora puede aprender
fácilmente que las aves vuelan, pero luego debe aprender que algunas aves
(como los pingüinos y avestruces) no lo hacen. Y luego habrá que enseñarle que
un ave no puede volar si está muerta, o si le han cortado las alas, o si le han
atado las patas al suelo, o si han sido impregnadas de cemento, o si está dormida,
o si ha sido condicionada con descargas eléctricas cada vez que trata de volar,
etc. En pocas palabras, en la compleja realidad práctica las excepciones a las
reglas abstractas son variadas y numerosísimas. Los niños aprenden con suma
facilidad la mayor parte de las excepciones (un ave no puede volar si está
muerta), a partir de nuevas generalizaciones (un animal muerto no puede
moverse), pero a la máquina hay que enseñarle cada excepción expresamente.
No sólo esto. La mente humana posee una gran labilidad para establecer
conexiones causa-efecto, mientras que en la máquina sólo se pueden programar
con rigidez. Las máquinas están gobernadas, en definitiva, por el determinismo
de su programa, aunque tal programa le autorice a elegir entre A y B. Y este
determinismo es lo contrario del libre albedrío humano. Por otra parte, no
podemos ser muy optimistas acerca de la sagacidad de las máquinas en su
establecimiento de relaciones causa-efecto y en sus capacidades predictivas
basadas en la causalidad, cuando vemos lo frecuentes que son los fracasos
humanos en este campo. Sabemos cuán poco fiables son los pronósticos
humanos ante la conducta de los sistemas complejos. A los expertos les gusta
diseñar cierto número de escenarios previsibles ante un fenómeno complejo,
pero con frecuencia el que se produce en realidad es uno distinto y que no habían
previsto. Véase, como ejemplo dramático, el ataque de la OTAN a Serbia en 1999,
que desencadenó una deportación masiva de albano-kosovares, que ningún
experto de las grandes potencias, a pesar de la asesoría de sus servicios de
inteligencia, había vaticinado.
Estos fracasos predictivos y estas incertidumbres se dan en la vida real y se
dan, consecuentemente, en el comportamiento de las máquinas. Y ha sido
precisamente gracias a esta actuación de las máquinas que ha podido
formalizarse una ciencia paradójica, la llamada Fuzzy Logic (Lógica borrosa),
que edifica su teoría sobre enunciados que no acaban de decantarse a verdaderos
o falsos y que se definen como “conjuntos borrosos”. Éstos y su “álgebra de
conjuntos borrosos” tienen importantes aplicaciones en el procesamiento de la
llamada “información imprecisa”, que prima lo cualitativo sobre lo cuantitativo.
Después de la euforia inicial de los padres de la Inteligencia Artificial, desde
la segunda mitad de los años ochenta, tras el fracaso de los cacareados
ordenadores de quinta generación construidos por los japoneses, la prudencia
tamizada de pesimismo se ha instalado en este campo. Como señaló sagazmente
Karl Popper, “los ordenadores podrán solucionar problemas, pero nunca
descubrir problemas, que es una de las condiciones y grandezas del ser humano”
(La Vanguardia, 30 de octubre de 1991).
Y el propio Marvin Minsky, en diversas declaraciones a lo largo de los años
noventa, ha ido manifestando sus contrariedades en este campo: “Construimos
aparatos que sustituyen a expertos cualificados, pero no podemos imitar a un
niño, que sabe que puedes tirar de una cuerda pero no empujarla. Este es mi
trabajo y el reto cultural en este campo: introducir el sentido común en la
Inteligencia Artificial. Es paradójico, pero es así: la Inteligencia Artificial avanza
hacia atrás, del experto al niño. El futuro está en que la máquina aprenda muchas
cosas simples y aprenda por sí sola” (El País, 4 de diciembre de 1991). Cinco
años después señaló que las máquinas carecían del sentido común que permitía
“esas aproximadamente 20 millones de cosas que los niños aprenden enseguida,
como que una cuerda sirve para tirar pero no para empujar”; y para adquirirlo
“hay que hacer que las computadoras aprendan de muchas formas distintas,
como el cerebro, y además hay que crear un administrador para decirle cuál de
estas estrategias es la mejor en cada ocasión. Hasta ahora, el gran error ha sido
pensar que se aprende sólo según la lógica, y no es así. El cerebro tiene hasta
diez maneras de calcular a qué distancia está un cierto objeto” (El País, 9 de
julio de 1996), y dos años después relató la frustrante exploración de las
alternativas en un secuestro de una niña con un sistema de Inteligencia Artificial,
hasta que después de varias horas el sistema preguntó; “¿Por qué alguien iba a
pagar dinero para recuperar a su hija?” (El País, 17 de agosto de 1998).
Este último y llamativo ejemplo, que planteaba una pregunta previa
necesaria y perfectamente lógica para un ente desprovisto de sistema emocional,
nos obliga a recordar que una inteligencia poco desarrollada, en la escala
humana, se corresponde con la de un idiota o la de un oligofrénico. Pero los
ingenieros no aplican este criterio a sus sistemas cibernéticos y la inteligencia
oligofrénica les parece, a muchos, muy excitante y prometedora. Pero un fracaso
como el citado por Minsky obliga a recordar que, en la evolución humana, lo
cultural nunca ha podido sustituir, de modo integral, a lo biológico.
Roger Penrose, el brillante profesor de matemáticas de la Universidad de
Oxford, ha sostenido en su libro La nueva mente del emperador que la
complejidad de la vida mental no puede reducirse a fórmulas matemáticas y que
las matemáticas nunca podrán dotar de conciencia a una máquina, aunque se
manifiesta optimista respecto a los futuros ordenadores cuánticos, basados en la
física cuántica, pues según Penrose la conciencia sería el resultado de un
comportamiento cuántico a gran escala producido en el cerebro. Es algo que
podremos discutir, tal vez, dentro de cincuenta años.
Pero, hoy por hoy, los ordenadores carecen de conciencia y de
autorreflexividad. Éste es un asunto importante, sobre el que habremos de volver
cuando examinemos los mitos fantacientíficos de la literatura y del cine. La
computadora, como los animales, sabe, pero no sabe que sabe, mientras que el
hombre tiene conciencia de su saber. Y la tiene desde fecha bastante temprana.
Un niño de cinco años dice “no lo sé” y sabe lo que quiere decir cuando afirma
“no lo sé”. Y los niños de once o doce años pasan de efectuar mentalmente
operaciones sobre objetos a poder reflexionar ya sobre estas operaciones
independientemente de los objetos, mediante una abstracción que les permite
alcanzar un pensamiento simbólico muy sofisticado: el pensar sobre el propio
pensar y sus operaciones.
El ordenador carece de autoconciencia, es decir, de conciencia de una
identidad diferenciada, de un cuerpo individual y singular, distinto de los otros
yos, ubicado en el espacio tridimensional y que persiste a través del tiempo, lo
que le crea, parafraseando a Heidegger, la conciencia existencial de finitud, de
ser-para-la-muerte. Y la autorreflexividad es una caracteristica propia de la
conciencia personal, a la que se accede mediante la introspección, para pensar
sobre nuestra identidad, nuestro destino, etc. Aunque, como ha observado
atinadamente el biólogo Edward O. Wilson, la introspección, que ha sido el gran
instrumento de trabajo de los filósofos durante siglos, tiene sus límites, pues el
cerebro es una máquina ensamblada no para comprenderse a si misma, sino para
sobrevivir, por lo que su comprensión sólo puede venir desde el campo de las
neurociencias y con sus sofisticadas técnicas de análisis propias. No hará falta
añadir que las únicas máquinas dotadas de conciencia y de capacidad para la
introspección y la autorreflexión son las que aparecen en los relatos de ciencia-
ficción, como veremos pronto.
Y, finalmente, las máquinas no tienen subconsciente, producto de los
avatares conflictivos de una biografía individualizada. Y como no tienen
subconsciente, también carecen de intuiciones, de esos contenidos del
subconsciente que emergen a veces luminosamente a la esfera pre-consciente
para guiar nuestra conducta. Como ha escrito Jeremy Campbell en La máquina
increíble, “las formas complejas del pensamiento se dan por debajo del nivel de
la conciencia, de modo que la deliberación consciente sólo puede ser una parte
diminuta de la inteligencia, y quizá la menos interesante”.
Es evidente que los ingenieros que tratan de copiar mecánicamente las reglas
del pensamiento humano para implantarlas en la Inteligencia Artificial no
pueden copiar nada equivalente a las interferencias insidiosas —y a veces
altamente creativas— que proceden del subconsciente humano. Creativas en el
campo de las artes, pero también en el campo de las ciencias. Por ejemplo,
cuando las ecuaciones matemáticas desembocan en dos alternativas que se
revelan equiprobables, el sistema se paraliza y el científico que las ha resuelto se
ve estrictamente bloqueado para tomar una decisión racional, si su única
referencia es aquel cálculo. El ser humano, en cambio, ante dos alternativas de
conducta equiprobables, acaba eligiendo una, impulsado por la intuición o por
alguna secreta afinidad cuya motivación es, naturalmente, preconsciente.
El subconsciente humano, como depósito de energía psíquica reprimida, ha
sido comparado a veces con un volcán y otras veces con un océano interior,
poblado por plantas extrañas y monstruos marinos. Del potencial energético de
este océano extrajeron El Bosco, Goya, Van Gogh y Bacon sus potentes
imágenes, Edgar Poe y Hoffmann sus cuentos y Dostoievski y Kafka sus
universos novelescos rarefactos. En el cine de Buñuel y de Fellini los monstruos
del subconsciente están siempre al acecho y emergen a veces de modo
materializado en la pantalla, en imágenes deslumbrantes. Pero también los
científicos que en la tenue frontera de la duermevela perciben la chispa del
hallazgo genial son deudores de la actividad incansable del subconsciente, que
nunca descansa, aunque el cuerpo repose tranquilamente. Los momentos más
brillantes de la creatividad humana, en el campo de las artes y de las ciencias,
deben algo a la productividad misteriosa del subconsciente, que ensambla piezas
dispersas de nuestro psiquismo que no acertaron a encontrar un encaje lógico en
la vida consciente. Porque, en ciertos ámbitos, el subconsciente resulta más
lúcido y productivo que la actividad consciente reglada, ordenada y previsible.
Lo consciente no produce sorpresas, pero lo subconsciente —motor de
emociones y de deseos— constituye, por definición, una inagotable caja de
sorpresas y de insospechada creatividad para las empresas humanas.
Y esto nos conduce a las hipotéticas relaciones de las máquinas con las
emociones y los deseos.

EMOCIONES Y DESEOS
Las emociones desempeñan una función decisiva en la atención selectiva, la
percepción, la cognición, la motivación, el aprendizaje y la creatividad del ser
humano. Y, por supuesto, resultan fundamentales en la toma de decisiones
humanas, por mucho que se presenten como asépticamente lógicas y racionales.
Puede afirmarse sin asomo de duda que una mente no influida por las emociones
es la mente de un enfermo y, por supuesto, un pésimo modelo para los proyectos
de Inteligencia Artificial.
Como antes señalamos, en la ‘comunicación verbal’, lo que se dice, el
contenido semántico del mensaje, supone sólo una quinta parte del proceso
comunicativo, pues el resto atañe al cómo se dice, que no es sólo una cuestión de
prosodia y de entonación de la voz, sino también de lenguaje no verbal (miradas,
gestos, etc.), de alto valor emocional. Y en el hombre comprender es también
sentir y los significados que maneja en sus operaciones comunicativas
trascienden su dimensión semántica, pues poseen también para él una coloración
emocional, como han demostrado numerosísimos tests acerca de la
impregnación emocional de las palabras de uso más común.
Y, por supuesto, toda la esfera de lo motivacional está impregnada de
elementos emocionales. Esta característica tiene una muy coherente
fundamentación biológica, pues halla su base última en el principio adaptativo
para la supervivencia, cuando la opción positiva de nuestros ancestros (como
ingerir una planta nutritiva) se asociaba en el sistema límbico del cerebro a una
sensación placentera, mientras que la opción negativa (la planta venenosa) se
asociaba a una sensación repulsiva. Los mecanismos de la motivación no pueden
desligarse, por tanto, de las gratificaciones y sufrimientos del sujeto en su
calidad de incitadores psicológicos, es decir, no pueden separarse de la dinámica
del placer y del displacer. El placer es un bien escaso —y por ello es muy
preciado—, por lo que debe administrarse con sensatez, consumiéndolo con
parquedad y ahorrándolo para poder gastarlo. Aunque a veces, porque el
psiquismo humano es muy complejo, se busca la gratificación del placer a través
de alguna forma de castigo o de privación, como hacen los penitentes, los
estoicos, los ascéticos y los masoquistas.
La importancia que desempeñan las emociones en los procesos intelectuales
está actualmente tan admitida, que en 1985 Marvin Minsky pudo escribir en The
Society of Mind: “No se trata de si las máquinas inteligentes pueden tener
emociones, sino de si las máquinas pueden ser inteligentes sin ellas”, y, en
efecto, querer convertir a los ordenadores actuales en ordenadores emocionales)
como ahora está intentando hacer Rosalind W. Picard, profesora del famoso
Media Laboratory del Massachusetts Institute of Technology, supone admitir
implícitamente que son artefactos actualmente insatisfactorios en el plano
psicológico e intelectual.
No hace falta ser un experto psicólogo para saber que muchas veces la gente
no dice lo que piensa, pero, sin embargo, suele hacer lo que siente, revelando
que la esfera afectiva es más determinante en la conducta que la esfera lógico-
verbal. Por eso se afirma a veces que somos lo que hacemos y no lo que
decimos. El tema de las relaciones entre inteligencia y emotividad no es nuevo,
aunque en los últimos años ha recibido renovada atención por parte de filósofos
y de psicólogos. Hace sesenta años el filósofo donostiarra Javier Zubiri ya acuñó
el original concepto de “inteligencia sen tiente”, con lo que quería expresar que
la inteligencia no es independiente del sentir. Según Zubiri, el puro sentir
presenta a las cosas como estímulos, pero hay un modo de sentir que las presenta
como realidades: éste sería un modo de sentir intelectivo por el cual la
sensibilidad se hace intelectiva, lo que significa que la inteligencia se hace
“sentiente”, de manera que, según su propuesta, aunque el sentir y el intelegir
sean operaciones distintas, aparecen unidas en la estructura “inteligencia
sentiente”.
Siguiendo una lógica no demasiado distinta de la de Zubiri podríamos
referirnos también aquí al “deseo pensante”, pues el deseo es siempre deseo de
algo que se conoce o se intuye y, a diferencia de lo que ocurre con la conducta
animal, en el hombre lo deseado supone una representación mental intelectiva,
asociada a una estrategia intencional e inteligente que le moviliza para satisfacer
aquel deseo.
Muy recientemente, algunos psicólogos, sobre todo en el área anglosajona,
se han ocupado de un modo muy pragmático y utilitario de otra relación entre
inteligencia y emotividad, sobre todo a raíz del éxito del best-seller de Dan
Goleman Inteligencia emocional, expresión que se ha utilizado para designar la
capacidad para comprender las emociones y sentimientos de los otros y de uno
mismo y para utilizar racionalmente este conocimiento como guía para un
comportamiento propio positivo.
Pero este énfasis en la racionalización de las emociones en la vida práctica
no debe hacer olvidar que la irracionalidad (emocional) es un ingrediente
importante del pensamiento artístico, desde la poesía a la música y la danza. Lo
era desde mucho antes de que André Breton utilizase de modo consciente e
interesado el potencial creativo del subconsciente en las estrategias del
surrealismo. Breton reconoció en la herencia del arte primitivo y mágico y del
romanticismo europeo una cantera emocional de primera calidad estética y trató
de sistematizar la productividad de sus impulsos. Aunque él (tanto como Artaud,
Buñuel, Dalí, Robert Desnos, Man Ray, René Magritte, Delvaux, etc.) se valiese
muchas veces de elementos subconscientes e irracionales convenientemente
“pulidos”, controlados y remodelados por la inteligencia racional para conseguir
sus propios fines estéticos.
Podría decirse que la emocionalidad está siempre presente, de un modo o de
otro, en las actividades humanas. Incluyendo entre tales actividades, por
supuesto, las relaciones entre el hombre y el ordenador, en las que este último
suele aparecer de modo antropomorfizado, a pesar de que el ordenador fue
inventado como una máquina despersonalizada para efectuar cálculos
complejos, almacenar información o procesar textos. Para algunos usuarios el
ordenador aparece como una máquina hostil, fría, inhumana y poderosa, dotada
de una monolítica personalidad prefreudiana, ya que tiene una excelente
memoria sin tener subconsciente y no padece complejo de Edipo, ni es
vulnerable sexualmente, ni teme a la muerte. En este caso, la comunicación con
la máquina es claramente tecnofóbica y carece de empatía, un requisito necesario
para la buena comunicación emocional.
Es interesante considerar que el acusado antropomorfismo proyectado por
muchos usuarios sobre sus ordenadores personales no se había producido antes
con sus aparatos de radio, sus tocadiscos o sus lavadoras. La capacidad
memorística de la máquina y su especial performatividad, fruto de unas
operaciones de interacción muy intensas, parecen dotarle de animus y le
convierten en un objeto animista, en un artefacto “vivo” con el que se dialoga y
sobre el que se descargan los estallidos de mal humor, En algunos casos puede
ser percibida como una mascota inorgánica, algo equivalente a los populares
tamagotchis que hoy cuidan con esmero los niños de la generación informática.
En las sociedades postindustriales, mucha gente pasa más tiempo
relacionándose con pantallas y teclados de ordenadores que con personas, lo que,
por cierto, implica un pésimo aprendizaje de la “inteligencia emocional”, Para
los adictos a la informática, su relación con la máquina no sólo es amistosa, sino
que puede llegar a ser erótica, en un tránsito del animismo objetual al fetichismo
libidinal. De hecho, algunos usuarios no únicamente otorgan un nombre y una
personalidad a su ordenador y le enganchan pegatinas ornamentales, sino que le
atribuyen un sexo masculino o femenino, pues puede ser el ordenador o la
computadora, y, naturalmente, también puede ser homosexual o hermafrodita, a
conveniencia del usuario, pues todo depende de sus proyecciones emocionales.
Es muy frecuente que los operadores hablen con sus ordenadores y hasta que
les acaricien. Y hasta se les increpa, insulta e incluso golpea cuando se borra un
texto o sufren algún contratiempo con él, pues entonces es percibido como una
máquina indócil, indisciplinada y rebelde. El productor musical gallego Carlos
Jean, de veinticinco alias y figura prominente en el sector de la música
electrónica, declaró a la prensa: “Hay que ser duro con el ordenador, insultarle,
despreciarle, decirle: 'Te jodes y aquí te quedas” (Ciberpaís, 20 de mayo de
1999).
La antropomorfización del ordenador va en realidad más lejos. El interior de
un ordenador puede ser percibido como un oscuro misterio, como el interior del
amante del otro sexo, que desconocemos y nos fascina. Su interior puede ser
metáfora de una cavidad vaginal y su eficaz performatividad convertirse en
metáfora de su potencia fálica. Esta antropomorfización ha llegado hasta nuestro
lenguaje. A veces se dice que el ordenador está “frío”, “caliente” o “cansado”, Y
decimos que el “virus” informático es responsable de que la máquina “enferme”,
como un ser orgánico. La metáfora viral revela claramente lo que pensamos y
sentimos acerca del ordenador, percibido como un humanoide. Y Deborah
Lupton ha sugerido una analogía entre la infección vírica del PC y la infección
del sida, debido a la “promiscuidad” de la máquina, en la que se han introducido
disquetes de muy variada procedencia.
Una fuente de problemas “emocionales” en el manejo de un ordenador radica
en que su usuario es más versátil y adaptable que la máquina y padece una
evidente asimetría en relación con el funcionamiento rígido y determinista del
aparato, que a veces parece tozudamente poco colaborador e inamistoso. A la luz
de ese tipo de problemas Rosalind Picard ha fundado la especialidad
denominada “informática afectiva” (affective annputing), tributaria de la
neurología, la psicología y la ingeniería informática. El ambicioso proyecto de
Picard contempla en realidad varias cuestiones, progresivamente complejas y
difíciles. La primera, y la más fácil, es el diseño de ordenadores que reconozcan
las emociones humanas; la segunda, la consecución de ordenadores que expresen
emociones; la tercera, mucho más problemática, la construcción de ordenadores
que tengan emociones, para llegar a la cuarta meta final de obtener ordenadores
que posean inteligencia emocional.
Llegados a este punto, es menester decir dos palabras sobre las emociones,
un estado psicofisiológico que ha hecho correr mucha tinta a los psicólogos y
neurólogos, pero también a los poetas. Las emociones tienen un componente
mental o cognitivo y otro fisiológico o visceral. Es obvio que el segundo jamás
podrá darse en la máquina, pues, digámoslo crudamente, no se sonrojará, su
presión arterial no subirá, ni tendrá erecciones ni emisión de flujo vaginal.
La huella dejada por las emociones en la memoria humana es tanto mayor
cuanto mayor sea su intensidad, lo que es perfectamente adaptativo, pues
recordar peligros ayuda a la supervivencia. En el mundo académico se han
desarrollado numerosas clasificaciones y tipologías de las emociones básicas, no
siempre concordantes, y suelen citarse tradicionalmente el miedo, la ira, la
angustia, la alegría, la pena, el disgusto, la sorpresa, el interés, la vergüenza y la
aceptación. Pero cada una de estas emociones tiene sus matices diferenciales:
hay sorpresas agradables y desagradables. Y la alegría intelectual es diversa de la
alegría erótica. Estas emociones, como dijimos, se delatan por alteraciones
fisiológicas o viscerales que pueden ser detectadas y medidas median te sensores
emocionales, tales como los sensores de señales del ritmo cardíaco, de la presión
arterial, de la sudoración o de la conductividad eléctrica de la piel.
Mediante sensores específicos (incluyendo un eventual traje-sensor, un data-
suit), una cámara de vídeo y un micrófono, la profesora Picard propone en su
libro Affective computing detectar las siguientes respuestas emocionales del
operador de una computadora: códigos de expresión facial, incluyendo el
sonrojo, la palidez y la dilatación de las pupilas; la entonación vocal; las
respuestas fisiológicas (presión arterial, ritmo cardíaco y respiratorio,
sudoración, medición electrodérmica del potencial galvánico en la piel); y pauta
del tecleo (fuerza de pulsación, errores, etc.). El ordenador monitoriza y analiza
constantemente las respuestas del operador, a partir de un umbral mínimo
prefijado, llamado “punto de activación”, que puede ser distinto para cada
individuo, y cuando las reacciones emocionales descienden en intensidad, este
umbral se convierte en “punto de desactivación”. De este modo el ordenador
puede detectar desde el grado de concentración o inseguridad del operador hasta
su frustración, debida tal vez a las disfunciones del software que está utilizando.
La máquina puede reaccionar entonces emitiendo respuestas “balsámicas”, como
una música relajante, o dando instrucciones pertinentes al usuario, u obligándole
a ralentizar su ritmo de trabajo, etc.
Picard explica las muchas ventajas que pueden desprenderse de esta
interacción emocional entre la máquina y su usuario y pone como ejemplos de
utilidad el entrenamiento del usuario para una entrevista de solicitud de empleo,
o una declaración amorosa. Es decir, actividades que en la vida real pueden verse
perturbadas por una fuerte tensión emocional. Pero el proyecto de Picard ha
abierto también muchas dudas. Es cierto que un ordenador emocional puede
ayudar a su operador, pero también puede hacerle más vulnerable a un control
ajeno e invadir su privacidad de modo ilegítimo. Y si es cierto que tal ordenador
puede detectar si su usuario está enfadado, deprimido o ansioso, desde luego no
sabrá por qué razón lo está, de modo que malamente podrá ayudarle. En el
fondo, la propuesta de Picard hace retroceder la informática a la vieja escuela
conductista ya su caja negra, programando patrones rígidos de estímulo-
respuesta.
Jaron Lanier, pionero de la realidad virtual, en su devastadora crítica a
Affective computing publicada en la revista The Sciences (mayo-junio de 1999)
reprocha a su autora que presuponga que el conocimiento del cerebro y la
“ciencia de las emociones” están perfectamente dominadas por la comunidad
científica, lo que está lejos de ser cierto, y le critica específicamente que ignore
en su estrategia el sentido del olfato, que es el sentido más arcaico y más
estrechamente asociado a los procesos emocionales. En efecto, el olfato es el
sentido crucial en las relaciones eróticas entre todos los mamíferos, tema sobre
el que habremos de volver en otro capítulo. En todo caso, si la máquina puede
“percibir” emociones a través de sus sensores, no puede conseguir la
“percepción integrada” que proporciona la coordinación holística de los cinco
sentidos humanos, como la que se da, precisamente, cuando se mantiene una
relación sexual. Estamos todavía muy lejos de poder sexualizar el interfaz
hombre-máquina, para hacer que el eros nos conduzca al Lagos.
La meta de los ordenadores que tengan emociones se revela, lógicamente,
todavía mucho más ardua y problemática, pero Picard ha expuesto sus
eventuales fundamentos programáticos. Se propone, por ejemplo, que para
mejorar la eficacia de las máquinas se les debería dotar de sensores que les
suministrasen “sensaciones sintéticas”, aunque desde luego serían distintas de las
humanas y difíciles de imaginar por nosotros. Ya dijimos que el placer y el dolor
son potentes motivadores de la conducta, muchas veces más acá o más allá de la
inteligencia estricta, y ahora se trataría de producir su equivalente informático.
Así, para mejorar la eficacia de las máquinas se les debería dotar de una
sensibilidad análoga a la frustración cuando no resuelven un problema, o al
placer cuando alcanzan un objetivo. Con este sistema de gratificaciones y
puniciones emocionales se estimularía su autoperfeccionamiento.
Picard distingue entre los ordenadores que expresan emociones y los que
tienen emociones. En la primera categoría estarían las máquinas que expresan
sufrimiento sise calientan o se enfrían demasiado, si padecen una caída de la
tensión eléctrica, si su memoria está sobrecargada, si se les pide tareas que no
pueden realizar, si padecen un virus, etc. En este ámbito entrarían también los
ordenadores emocionales antecitados, que expresan emociones para ayudar,
euforizar o relajar a su usuario, con un saludo cordial, con música, con el
suministro de instrucciones, etc.
De hecho, desde hace años se habían iniciado experimentos en este sentido y
se habían producido ya unas tortugas mecánicas que, cuando sus baterías
eléctricas estaban bajas, iban a conectarse a la fuente de energía para recargarlas.
¿Significa esta programación que las tortugas estaban “hambrientas”,
“sedientas” o que tenían “apetito”? En modo alguno estas expresiones humanas
les resultan aplicables. Las tortugas robotizadas no podían ser sujetos pasivos de
hipoglucemia, como los seres humanos, con su corolario de sensaciones físicas y
psíquicas desagradables. Simplemente, un voltímetro en su interior ponía en
marcha, sin sufrimiento alguno, una función previamente programada de la
máquina y hacía que se encaminase hacia su objetivo: recargar sus baterías. La
misma función cumple el termostato de las neveras, que activa O detiene el
motor refrigerador según sea la temperatura: cuando la temperatura sube activa
el motor y cuando desciende demasiado lo detiene. Y no por eso decimos que la
nevera padezca calor o frío.
La categoría de los ordenadores que tienen emociones aparece como la más
fantacientífica y lejana, por no escribir utópica. Implantando en un robot
explorador, por ejemplo, respuestas necesarias para su supervivencia, como el
sentimiento del miedo ante una amenaza de agresión, se podrían activar sus
respuestas defensivas o hacer que se retirase ante un grave riesgo. Pero en este
caso, como en tantos otros, existiría programación, pero no vivencia subjetiva, y
se trataría sólo de un simulacro. Por mucho que nos empeñemos, los ordenadores
no pueden sentir lo que nosotros sentimos. Ni pueden competir con la curiosidad
humana, esa curiosiad neofílica que empujó a nuestros remotos ancestros al
proceso de hominización. Ni tampoco pueden generar libremente imágenes
mentales, que constituyen un fenómeno biológico, y con ello carecen de
imaginación. Señaladamente de imaginación erótica, un potente motivador en la
especie humana.
Llegados a este punto, debe concluirse que es más fácil producir una
máquina “pensante”, por muy elemental que ésta sea y sujeta a un número
limitado de reglas lógicas, que una máquina “deseante”. Si los deseos generan
los fines de las conductas y las motivan, movilizando a la inteligencia para
alcanzarlos, una máquina no puede ser jamás un “sujeto deseante”. No puede
serlo, por mucho que su programador implante en ella un simulacro de deseos,
que en realidad son finalidades programadas, como la de las tortugas robotizadas
que se movían para conectarse a la fuente eléctrica, y, desde luego, estas
máquinas negadas para el deseo tampoco pueden enamorarse, porque carecen de
las hormonas sexuales activadoras de la fisiología del deseo, por mucho que se
esté experimentando con hormonas sintéticas para ordenadores, según leemos
con escepticismo.
Debemos concluir reiterando que simular sistemas físicos no es lo mismo
que tener sensaciones, que son vivencias subjetivas personalizadas. Las
emociones y los deseos constituyen la frontera final entre el hombre y la
máquina. En el horizonte fantacientífico, la formnlación final de los ordenadores
emocionales serían los robots antropomorfos erotizados de los relatos de la
ciencia-ficción.

ROBOTS, HUMANOIDES y CYBORGS


Pilar Pedraza, en su perspicaz libro Máquinas de amar, hace remontar el
mito del robot sexuado a la leyenda griega de Pigmalión y Galatea, pues el
primero hizo que su escultura de marfil cobrase vida por obra de su deseo. Este
caso de iconofilia mágica, en el que la materia inorgánica erotizada por el deseo
masculino cumplía el destino de saciarlo, tendría una densa constelación de
secuelas —“novias inorgánicas” las llama Pedraza—, incluso en el ámbito de los
relatos infantiles. Piénsese en el cuento La bella durmiente, en el que el beso a la
doncella inanimada (inorgánica) le da la vida, para que el príncipe sacie y
consuma su deseo sexual con ella.
En las turbulencias de la imaginación romántica alemana, E. T. A. Hoffmann
abordó en dos relatos el tema de los autómatas, que hoy llamamos robots, en una
época en que menudeaban en las cortes europeas los artefactos que se movían,
simulando seres vivos, gracias a delicados mecanismos de relojería en su
interior. En Los autómatas (1814) Hoffmann presentó a un autómata con aspecto
de turco, que se exhibía en las ferias y que emitía profecías, a veces inquietantes.
Es un relato que sugiere el impacto y asombro, no siempre exento de desazón,
que provocaban en la época aquellos curiosos artilugios. En El hombre de arena
(1815) un joven, Nataniel, se enamoraba de una autómata femenina, Olimpia,
creada por el profesor Spalanzani, ignorando que era un muñeco; pero al final,
su cuerpo desmembrado en piezas arrojadas al suelo le producía la locura y se
suicidaba. Freud se ocupó de este relato e interpretó a la muñeca como un espejo
narcisista de su enamorado.
En 1886 apareció la novela La Eva futura, del francés Villiers de l’Isle
Adam, en la que rindió tributo al genio inventor de Edison, pues el protagonista
del libro, Lord Ewald, se lamenta ante el inventor de que su bella amante, Alice
Clary, posee una personalidad mediocre. Entonces Edison construye un ser
artificial, una andreida llamada Hadaly, con el mismo aspecto físico que Alice
Clary, pero con otra personalidad. Aunque el autor explica prolijamente los
componentes mecánicos y eléctricos de su “androesfinge” (así la llama) y su
modo de funcionamiento, no tiene más remedio que recurrir a una médium para
que le infunda la energía psíquica. Es decir, para no incurrir en blasfemia o
porque otra alternativa le parecía rigurosamente inverosímil, el novelista hace
que su personalidad no proceda de la ciencia positiva, sino de la parapsicología.
De vivir actualmente, Villiers de l’Isle Adam figuraría, por tanto, entre los
pensadores cartesianos y críticos acerca de una Inteligencia Artificial
materialista y plenamente humanizada.
La andreida de La Eva futura era un robot erotizado, muy atractivo, cuya
función esencial era la de satisfacer el deseo de un varón, de Lord Ewald, para
quien había sido creado precisamente. Su figura parece haber inspirado al robot
femenino de Metrópolis (1926), el monumental film fantacientífico de Fritz
Lang basado en un guión de su esposa, Thea von Harbou. Metrópolis ha sido
analizado hasta la saciedad, por lo que aquí diremos sólo dos palabras sobre la
protagonista, María (interpretada por Brigitte Helm), que aparece como una
apóstol crística consoladora de los obreros oprimidos, pero que es raptada por el
malvado sabio Rotwang, para construir en su laboratorio un doble físico de ella,
pero de alma rebelde y perversa. De manera que su personaje es obligado a
reproducir, por obra de un científico tortuoso, el esquema mítico de Jekyll y
Hyde, aunque la segunda María nace absorbiendo la energía vital de la primera.
La María auténtica es Jekyll y su robot isomórfico es Hyde. La primera es
presentada por Fritz Lang como una mujer asexuada, mientras que la segunda es
hipersexuada y lasciva.
La primera aparición de la María robotizada es lo suficientemente
espectacular como para definir su nueva personalidad. En Yoshiwara, la casa del
placer futurista de Metrópolis, la María robotizada emerge de un cofre humeante
sostenido por unos atlantes negros sobre sus hombros. Y ante los ojos ávidos de
los hombres que la devoran con la mirada, baila una danza lasciva, que les
encandila. Pilar Pedraza califica el cofre del que emerge el personaje como
“polvera”. Es una percepción interesante, porque la asocia al ritual de la belleza
femenina. Pero el cofre le da, en realidad, un carácter objetal, como si de una
joya inorgánica se tratase, pues esta María es efectivamente inorgánica, una
copia de la genuina María, a la que ha suplantado.
En 1926, cuando se estrenó Metrópolis, la palabra robot acababa de
incorporarse al léxico de la sociedad industrial. Esta palabra se puso en
circulación en 1921, en la pieza teatral R. U. R., del escritor checo Karel Capek.
Los robots que aparecen en su drama no son artefactos mecánicos, sino que están
hechos artificialmente con materia viva, como el monstruo del doctor
Frankenstein. En esta obra futurista se suponía que en 1932 el fisiólogo Rossum
descubría la producción de una materia viva sintética y que su sobrino, ingeniero
y estudioso de anatomía, conseguía fabricar con ella sus robots, nietos del
humanoide de Mary Shelley.
En R. U. R. (que significa Robots Universales Rossum) están claras las
ventajas económicas e industriales que motivan la fabricación de los robots. Un
eslogan publicitario de la fábrica R. U. R. pregona: “¿Quiere usted abaratar su
producción?”. En un cierto momento de la pieza, el ingeniero Fabry, en un
parlamento de resonancias tayloristas y productivistas, proclama las ventajas
laborales de los robots: “Un robot reemplaza a dos trabajadores y medio. La
máquina humana era tremendamente imperfecta. Más tarde o más temprano
había de ser reemplazada. […] La naturaleza es incapaz de adaptarse al ritmo del
trabajo moderno. Desde un punto de vista técnico, toda la infancia es una
soberbia estupidez. Una cantidad de tiempo perdido”.
Sin embargo, el panorama optimista previsto por los tecnócratas no se
cumple en la obra de Capek, que es un drama filosófico con moraleja. Los seres
humanos, sin trabajo, se hacen superfluos, decae su fertilidad y la humanidad se
va extinguiendo. Pero la fábrica R. U. R. se niega a suspender la fabricación de
robots, por la interesada presión de los accionistas. Para complicar la situación,
los robots son utilizados como soldados por parte de los gobiernos y
protagonizan sublevaciones contra los hombres, sus creadores (como Prometeo y
el humanoide de Frankenstein). Los robots manifiestan cada vez con más
frecuencia una anomalía, una especie de protesta de la máquina similar a la
epilepsia, a la que se le denomina calambre del robot. Cuando se manifiesta esta
anomalía (anticipo de las computadoras psicóticas) se les envía a la trituradora.
Lo que ha ocurrido, en realidad, es que el doctor Cal1 (encarnación de la ciencia)
ha aumentado su nivel de irritabilidad. Los robots, insurrectos contra los
hombres, cercan la fábrica. Su director confiesa su soberbia de hombre de
negocios: “Quería convertir a toda la humanidad en la aristocracia del mundo.
Una aristocracia alimentada por millones de esclavos mecánicos”.
Los robots acaban por asaltar la fábrica y asesinan a todos los hombres, salvo
a Alquist, el jefe de talleres, quien se convierte así en el único ser humano de la
Tierra. Los robots se van extinguiendo e imploran a Alquist que fabrique nuevos
congéneres, a lo que se niega. Pero en un final optimista, en el cuarto acto,
aparece inesperadamente un robot femenino, producto de un experimento del
doctor Gall, quien manifestará sus sentimientos amorosos hacia el robot Primus.
Alquist les enviará a procrearse como unos nuevos Adán y Eva.
La ingenua moraleja de R. U. R., en la que resuenan las preocupaciones de la
sociedad industrial en los albores de su automatización, presenta al robot como
un doble sin alma ni sexualidad y, en consecuencia, monstruoso. Al margen de
sus preocupaciones económico-laborales, nos interesa fijarnos en el proceso que
convierte a los robots en sujetos emocionales, anticipando, por cierto, la parábola
futura de Blade Runner. Al aumentar artificialmente el nivel de excitabilidad o
irritabilidad del robot, éste pasa a ser sujeto de sensaciones. Y este nuevo nivel
de sensibilidad de sus respuestas le faculta para las emociones (de odio
prometeico hacia su creador), pero estas últimas abren también la puerta de los
sentimientos (de afecto y de aversión), convertidas en motivaciones. Así el final
puede desembocar en una relación de amor heterosexual, que anuncia la
procreación de una nueva especie. Eros redime en el último instante el
cataclismo producido por la codicia humana y anuncia el inicio feliz de un nuevo
ciclo vital.
La obra de Capek y el film de Fritz Lang se desarrollaron en unos años en
que el futurismo, el dadaísmo y el surrealismo habían mostrado predilección por
una estética objetualista, en la que los maniquís desnudos y los autómatas
ocupaban un lugar privilegiado. Probablemente pueda detectarse un vestigio
animista en esta fascinación fetichista, que hundía sus raíces en tradiciones
culturales muy antiguas. Una levenda clásica, por ejemplo, asegura que Pasifae,
reina de Creta, estaba enamorada de un hermoso toro e hizo construir una vaca
de madera de tamaño natural, cubierta con piel de este animal pero vacía por
dentro, en la que se introducía para engañar al toro y recibir, en su interior, la
embestida erótica del macho amado. Y de esta unión nacería el Minotauro. Es
una leyenda que nos dice mucho acerca del poder erótico de los simulacros.
Pasifae anticipó la estrategia de las muñecas eróticas inflables (que Berlanga
recreó en 1973, con tintes amargos, en su Tamaño natural/Life size). Pero los
simulacros eróticos han conocido muchas modalidades y tal vez la más simple y
austera se halle en algunos locales japoneses para hombres, en unas paredes
blancas que ofrecen un orificio a la altura del pene y la fotografía de un rostro
femenino atractivo a la altura de la cara. No puede pedirse un estímulo erótico
más minimalista.
Seguramente, el ordenador emocional más famoso de la historia del cine sea
el HAL-9000 que Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick imaginaron para su
espléndida 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), que
tiene miedo porque posee más información que los cosmonautas acerca del
destino de su misión, que tiene una voluntad autónoma (y rebelde) que le empuja
a asesinar a los tripulantes del Discovery y que, finalmente, percibe con angustia
su desconexión como su muerte física y musita “Tengo miedo… tengo miedo”.
El ejemplo de HAL-9000 revela que un ordenador con emociones necesitaría
también un código ético, Como las famosas tres leyes de la Robótica que Isaac
Asimov enunció en 1950 para proteger a los seres humanos de sus agresiones.
HAL-9000 fue un ordenador emocional asexuado, mientras que el Proteus IV
del film Engendro mecánico (Demon Seed, 1977), de Donald Cammell, era un
sofisticadísímo sistema informático que gobernaba el funcionamiento de la casa
de un ingeniero, se enamoraba de su esposa (Julie Christie), la espiaba cuando se
duchaba, la secuestraba en la hermética mansión y acababa por violarla y dejarla
embarazada. La última escena mostraba al monstruo nacido de su unión sexual.
Las relaciones sexuales entre los robots y los humanos suelen ser presentadas
con violencia catastrófica, como consecuencia de su carácter antinatural. En la
novela La máquina de follar, de Charles Bukowski, el autómata femenino
fornicador, Tanya, acababa arrancando los genitales de un hombre y era
linchada. Pero en la vida real, aunque los robots de nuestro mundo no tienen
sexo ni impulso libidinal, poseen, en cambio, capacidad reproductora, pues son
ya bastantes las fábricas en las que los robots son fabricados por otros robots a
los que, en vez de hijos, se les llama replicantes.
La hipótesis del robot capaz de reproducirse por medios fisiológicos nos
conduce naturalmente al tema de los cyborgs (cybernetic organisms),
neologismo acuñado en 1960 por Manfred E. Clynesy Nathan S. Kline para
describir “sistemas hombre-máquina autorregulados”. El cyborg es en realidad
un tecno-cuerpo, en el que se combina la materia viva con los dispositivos
cibernéticos. Es un ente menos fantástico de lo que suele creerse, si pensamos en
las prótesis e implantes técnicos que ya se utilizan corrientemente en cirugía,
desde el marcapasos electrónico hasta los penes artificiales, con erección
mantenida con implantes de silicona o inyecciones de agua destilada. Las bases
técnicas del cyborg futurista ya han sido exploradas desde hace algún tiempo.
Desde 1991 se han realizado con éxito cultivos de células que crecen sobre
superficies conectadas eléctricamente para formar circuitos neuronales. Y en la
fase actual la biocibernética ensaya el acoplamiento de neuronas animales (como
las de la salamandra, por su relativamente gran tamaño) a un circuito electrónico,
para que funcionen como transistores.
En los relatos y películas de ciencia-ficción el cyborg suele representarse
como un endoesqueleto electrónico, formado por cables y chips, recubierto de
carne humana. Tal es el modelo ofrecido en películas tan populares como Alien
(Ridley Scott, 1979), Terminator (James Cameron, 1984) y Robocop (Paul
Verhoeven, 1987). Estos entes futuristas abren, naturalmente, un campo para la
especulación filosófica, planteando en primer lugar la pregunta de si son
máquinas o seres humanos modificados. Si fueran solamente máquinas
carecerían de conciencia y de autorreflexividad, como antes señalamos. Pero en
películas como Terminator y Robocop esto no es así. En Robocop,
concretamente, el cyborg es humanizado hasta el punto de poseer subconsciente
y sensibilidad para el dolor físico y psíquico. Según algunas feministas, por otra
parte, la creación de un ser vivo sin madre (en la estirpe del mítico monstruo de
Frankenstein) expresaría la “envidia del parto”, contrapartida positiva para los
científicos masculinos a la “envidia del pene” postulada por Freud para las
mujeres,
Abunda también en la mitología fantacientífica popular de nuestros días el
tema del operador que es “absorbido” por un sistema informático y recorre,
desencarnado, sus circuitos, como una forma de inteligencia o de espíritu puro,
que se ha desprendido de la “impura” materia corporal. Este mito anticipa de
algún modo la profecía de Ray Kurzweil (en su libro The Age of Spiritual
Machines), quien sostiene que a finales del siglo XXI el hombre podrá transferir
su inteligencia a la máquina, con implantes neuronales, de modo que sobrevivirá
a su desintegración física.
Todos los grandes problemas filosóficos y morales que plantea la producción
de cyborgs han sido compendiados en la brillante fantasía de Blade Runner
(1982), la celebrada adaptación a la pantalla, por Ridley Scott, de la novela de
Philip A. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? En una
contaminada ciudad de Los Ángeles en el año 2019, el protagonista (Harrison
Ford) debe identificar y liquidar a cuatro “replicantes” rebeldes, unos cyborgs
utilizados como esclavos laborales, de factura tan perfecta que sólo se
diferencian de los humanos en que no tienen recuerdos personales ni emociones.
Precisamente, la técnica para localizar a estos replican tes consiste en descubrir
su carencia de vida emocional mediante astutos interrogatorios. Blade Runner
despliega una amplia gama de propuestas para la reflexión. Así, cuando el
ingeniero Sebastián entra en su casa dos robots enanos salen a su encuentro y le
saludan. “Son mis amigos. Yo los hice”, comenta, sugiriendo la posibilidad de
que en el futuro podrán fabricarse amigos y amantes artificiales a medida de los
gustos y caprichos de cada cual. Pero el meollo de la cuestión se halla en la
inhumanidad de los replican tes, no nacidos de una gestación fisiológica.
Aunque a lo largo de la acción se descubre que si se les proporciona a los
replican tes la memoria de un pasado (es decir, una memoria personalizada) se
les suministra un cojín sobre el que pueden erigir su mundo emocional. Con esta
acotación freudiana se desemboca en replican tes que pueden ser
psicológicamente idénticos a los seres humanos. Y hasta uno puede enamorarse
de uno de ellos, como le ocurre al protagonista de la película. Aunque, cuando
las copias son tan perfectas, uno puede acabar preguntándose con inquietud si es
un original o es una copia.
Aunque los replicantes de Blade Runner aparecen muy lejanos en el
horizonte científico actual, de hecho se está trabajando en esta dirección, no sólo
con finalidades laborales, sino también lúdicas. Por ejemplo, en la exposición
titulada The Robots, celebrada en la ciudad japonesa de Nagoya en 1992, se
presentó un robot emocional llamado The Cubivore, de forma cúbica y obra de
John Barron y Alain Dun, que estaba recubierto de un peluche que invitaba al
tacto. Si se le acariciaban ciertas zonas intentaba seguir al acariciador y frotarse
contra él, como un animal cariñoso. Pero si se le acariciaban otras partes huía.
Tales movimientos iban acompañados de sonidos expresivos de afecto o
aversión. Era, para decirlo en pocas palabras, una especie de “robot de
compañía”, como un afectivo animal doméstico.
Sobre similares principios, convenientemente adaptados al mundo lúdico
infantil, se diseñó en 1998 en Estados Unidos el muñeco Furby, un artefacto de
Tiger Electronics que estuvo más cerca de la robótica emocional que de la
juguetería, pues tal muñeco de peluche, de extraña forma animal y grandes ojos,
estaba diseñado sobre principios interactivos. Furby, dotado de cinco sensores,
podía hablar unas mil frases, cantar, jugar, responder a sonidos y al tacto, eructar,
comunicarse con otros Furbys, reírse cuando se le hacían cosquillas y dormirse
al apagarse la luz, pues una célula fotoeléctrica detectaba la oscuridad. Por su
espectacular contraste con los tradicionales juguetes pasivos y su eficaz
simulacro emocional, las ventas de Furbys se dispararon en flecha y a finales de
1999 se habían vendido 35 millones de ejemplares.
En el ámbito de la copia de las facultades humanas la mitología futurista,
desde épocas remotas —anteriores incluso al mito prefrankensteiniano de
Prometeo— se ha movido entre el optimismo científico y el pesimismo
humanista, entre la Utopía y el Apocalipsis. Ambas actitudes persisten en la
actualidad cuando se abordan asuntos tan sensibles como la imitación de la
inteligencia y de las emociones humanas, dos rasgos sobre los que se edifica
nuestra identidad. En las actitudes apocalípticas han tenido tradicionalmente
bastante peso las convicciones religiosas. No son cosas del pasado. Todavía en
noviembre de 1998 seis rabinos del Tribunal de Justicia de una de las ramas de la
ortodoxia judía en Jerusalén prohibieron a sus fieles el uso de ordenadores tanto
en el hogar como en el trabajo, por considerar su manejo una actividad blasfema.
Las posturas neofóbicas siguen gozando, en este terreno, de buena salud.

MIENTRAS TANTO
Estamos muy lejos todavía de poder producir robots antropomorfos
emocionales, como los propuestos por la literatura y el cine, pero es indudable
que su presencia está muy arraigada en el imaginario popular de la sociedad
postindustrial. Su implantación definitiva en el imaginario popular ha sido obra
del ilustrador japonés Hajima Sorayama, diseñador de seductores robots
femeninos relucientemente cromados, brillantes, estilizados y supererotizados,
que han obtenido gran fortuna en el negocio publicitario nipón para promocionar
artículos comerciales. Esta buena fortuna mercantil expresa, mejor que cualquier
discurso teórico, una voluntad de cosificación del cuerpo femenino y una
pervivencia, actualizada y modernizada, de las tradiciones arcaicas que ven en la
mujer un sujeto sumisivo al servicio de los deseos e intereses masculinos.
Como hemos dicho, las especulaciones ofrecidas en las últimas páginas
pertenecen al ámbito de la ciencia-ficción. Entretanto, y a una escala muchísimo
más modesta y prosaica, los ingenieros electrónicos están trabajando en
artefactos o gadgets baratos que ayuden a satisfacer las necesidades de la vida
emocional de los ciudadanos. Así, en febrero de 1998 apareció en Japón una
máquina para ligar llamada expresivamente Lovegety (del inglés Love y to get:
conseguir), un detector erótico de pequeño tamaño, que se puede llevar en el
bolso o en el bolsillo y que suena cuando se presenta la ocasión propicia. Su
funcionamiento es simple, pues el Lovegety emite una frecuencia de radio que
sólo puede ser recibida por un aparato correspondiente al sexo opuesto. Si un
hombre con su Lovegety activado pasa a una distancia menor de cuatro metros y
medio de una mujer provista del mismo aparato funcionando, los dos parpadean
y emiten una señal acústica. A partir de ahí se rompe el hielo y se puede iniciar
una conversación, el primer paso, que constituye la fase más ardua de la
conquista. Aunque las opciones del aparato son más amplias, pues pueden
programarse tres niveles: conversación, karaoke y get (para los más decididos).
Tres meses después de salir al mercado se habían vendido ya 300.000
ejemplares de esta Celestina electrónica. Su fabricante, Takeya Takafuji, señaló
en declaraciones a la prensa que, puesto que los hombres japoneses son muy
tímidos comparados con los occidentales, su aparato tenía un gran futuro. Pero
no tardaron en evidenciarse los problemas prácticos que se interferían en la
productividad erótica del invento, pues se vendieron un 60 por ciento más de
Lovegetys a consumidores masculinos, creando una pronunciada asimetría en el
mercado. Y las grandes aglomeraciones de las calles de Tokio, o de sus
discotecas, complicaron el poder averiguar a quién pertenecía el aparato que
acababa de sonar. Este gadget fue relanzado al año siguiente por el pintor David
Elliot para servir a las necesidades de las comunidades homosexuales de
Occidente con un nuevo nombre, Gaydar, para idéntica función que el sistema
heterosexual japonés. Es fácil imaginar la algarabía de pitidos que producirían
estos artefactos en un local de alterne gay.
Y en julio de 1999 Kursty Groves, una estudiante británica de ingeniería,
diseñó un sistema de alarma electrónico que, oculto en el sujetador, medía los
impulsos cardíacos de la portadora y activaba así una alarma que podía ser
captada por un satélite y permiúa localizar a la presunta víctima de una agresión
sexual. Pero este invento antiviolaciones ofrecía también inconvenientes, pues el
ritmo cardíaco no sólo se acelera en los momentos de acoso sexual, sino en otras
ocasiones, entre ellas en la de un grato encuentro sexual, introduciendo un
importante elemento de confusión en el sistema.
Por ridículos que parezcan todos estos mecanismos de detección emocional,
que empiezan a aproximar a los ciudadanos al estatuto de los cyborgs, es
evidente que configuran una línea de trabajo de los ingenieros y acusan unas
expectativas latentes en el mercado, que hablan a las claras acerca de la miseria
sexual que padece la arrogante civilización postindustrial.
V
LA RED EMOCIONAL

UN SISTEMA DE COMUNICACIÓN PROTEICO


Internet, la red de redes, fue creado en 1969 por el Pentágono con el nombre
de Arpanet (Advanced Research Projects Agency + Net), durante la fase más
crítica de la guerra de Vietnam, como una red de comunicación multidireccional
entre ordenadores, para proteger el sistema científico-militar de un eventual
sabotaje o de un ataque nuclear, conectando los ordenadores del Pentágono a los
de laboratorios y universidades que trabajaban en proyectos de interés castrense.
Como no podía ser de otro modo, al haber surgido del imaginario militar, el
diseño de Internet ha sido tributario de una ideología de la invasión y de la
ocupación total del espacio comunicativo por canales capilares (sistema
“globalitario”, le ha llamado Paul Virilio, combinando globalización y
totalitario), y con su estructura dio vida a la categoría telemática que los
anglosajones abrevian CMC (Computer Mediated Communication), que desbordó
su matriz militar y científica inicial para incorporar pronto nuevos usos
empresariales, financieros, profesionales, comerciales, proselitistas, recreativos y
de todo tipo.
El modelo de red en que está estructurado (o desestructurado, según como se
mire) el sistema comunicativo de Internet no tiene centro, sino que se extiende a
lo largo de una serie de nodos, de tamaños y funciones distintas, que pueden
enlazarse con relaciones asimétricas, complementarias o discrepantes. De modo
que la información en Internet no se difunde de modo arborescente, desde un
tronco o centro irradiante, como ocurriría en una factoría centralizada y
jerarquizada, sino de modo rizomático y descentrado. Umberto Eco, Tomás
Maldonado y otros estudiosos han invocado la estructura botánica del rizoma
para referirse a Internet, pues un rizoma es un tallo subterráneo de una planta, de
múltiples raíces finas, que están todas interconectadas entre sí.
Internet no es, pues, un medio centrípeto y jerarquizado, sino un medio
centrífugo, horizontal y ramificado capilarmente, según el principio de la
ubicuidad de los flujos de información y de la equiprobabilidad de las
conexiones, que ha transformado la ilusión audiovisual —del cine y la televisión
— de viajar con la mirada en la realidad de viajar con el pensamiento. Y cuando
se piensa que la ubicuidad, la instantaneidad y la inmediatez son tres atributos
que han definido tradicionalmente a la divinidad se entenderá que, a ojos de
algunos, Internet sea visto como un megamedio con atributos míticos y casi
divinos, que ha hecho del ciberespacio un nuevo continente virtual en el que se
concentra energía psíquica procedente de todos los países y posee por ello
propiedades cuasimísticas, que enlazan con las propuestas visionarias de
Timothy Leary.
Pero también Internet ha puesto de moda la palabra “red”, que procede del
vocabularío arcaico de los pescadores, y que se ha expandido en los últimos años
a múltiples designaciones tecnológicas, filosóficas y políticas. Así, el sociólogo
Manuel Castells, en su importante obra La era de la información, ha acuñado las
expresiones metafóricas sociedad-red y Estado-red, entendiendo por este último
un Estado caracterizado por compartir la autoridad (es decir, capaz de imponer la
violencia legitimada) a lo largo de una red.
En los últimos siglos el poder político y militar estaba centralizado y
concentrado en edificios emblemáticos, como los castillos, palacios,
monasterios, cuarteles y fortalezas, ubicados de modo estable en un punto del
espacio y, por tanto, blanco eventual de ataque físico de sus enemigos. Para
atacar aquellos centros de poder había que recorrer caminos o carreteras, o
surcar mares o ríos, desplazando físicamente a los atacantes y a su armamento.
Con el paso de los años, aquel mundo territorialmente extenso de viajes y de
transportes se perfeccionó con las vías terreas, las autopistas y las rutas aéreas,
infraestructuras basilares en la era de los transportes. Pero cuando apareció
Internet, que culminó el perfeccionamiento de los sistemas de relecomunicación
electrónica, la concepción tradicional del espacio, de las distancias y del poder
fue literalmente dinamitada. A los centros de poder física —castillos, fortalezas
— sucedió la deslocalización y el nomadismo de los centros de decisión e
influencia. De modo que las redes informáticas, sistema nervioso de la sociedad
de la comunicación, se convirtieron en el instrumento privilegiado al servicio de
unas élites de poder nómada e inasible —por encima de las fronteras nacionales
—, para ordenar transferencia, de capitales, pedidos comerciales, cerrar alianzas
oligopólicas, fijar precios, etc. Esta disipación del espacio físico tuvo su mejor
metáfora lúdica en la ubicuidad virtual de los espacios sintéticos planetarios de
algunos parques temáticos, en los que sólo diez pasos separan un templo budista
del Tibet del Empire State Building.
El otro rostro político, supuestamente ventajoso, de la sociedad cableada es
el que representa el arraigado mito de la democracia informática directa y
participativa en tiempo real, mediante referendos y votaciones cableadas de los
teleciudadanos ante cuestiones de interés público. Pero la llamada “república
electrónica” o democracia directa plebiscitaria de flujo continuo ha sido también
criticada con frecuencia por eludir la mediación racional de un debate reflexivo y
por prestarse a manipulaciones incontroladas, que marginan las reglas garantes
del juego democrático.
En cualquier caso, la gran ágora informática, que algunos teóricos exaltan
como la culminación del sueño político libertario de la expresión y
comunicación universal sin trabas, como la plasmación gozosa de la “anarquía
autogobernada”, tiene sus límites y sus controles, como iremos viendo a lo largo
de estas páginas. Para empezar, el FBI ha creado ya hace años su ciberpolicía, la
National Computer Crime Squad, que patrulla por las autopistas de la
información —y no es la única—, como la policía de tráfico lo hace por las
carreteras. Y en la medida en que Internet se ha convertido en el punto de
encuentro del utopismo libertario y de los intereses del neoliberalismo ha dado
entrada arrolladora a los intereses económicos en los que este último se sustenta,
para convertir a Internet en lo que Bill Gates ha llamado, con su utopismo social
interesado, “la calle comercial más larga del mundo”. De manera que hemos
pasado de un sistema de comunicaciones científicas a un zoco en el que ahora
prevalecen en cambio las actividades mercantiles. O para decirlo más
crudamente todavía, se ha transitado velozmente del modelo académico y
libertario al hegemonismo comercial, del ágora social al mercado público.
El tránsito ha sido, en efecto, muy veloz. Un estudio de la Universidad de
Vanderbilt ha señalado que mientras la radio necesitó treinta años para alcanzar
en Estados Unidos una audiencia de 50 millones de personas, la televisión
necesitó trece años e Internet sólo cuatro. En abril de 1998 se estimó, en efecto,
que las incorporaciones a Internet se duplicaron en Estados Unidos cada cien
días. En España, la informatización de los hogares, más tardía, se ha acelerado
en los últimos cinco años y en otoño de 1998 se estimaba que había 1.300.000
usuarios de Internet en el país. Un estudio del Centro de Investigaciones
Sociológicas publicado en julio de 1998 indicó que casi la mitad de los usuarios
de ordenador en su casa (43,2 por ciento) le dedica más tiempo que a la
televisión, especialmente en los días festivos. Esta actividad supera a la lectura
de libros (49,2 por ciento) y de prensa (46,6 por ciento). Pero un 62,4 por ciento
de los españoles no tienen ordenador en su casa. Y en Estados Unidos, mientras
el 73 por ciento de los estudiantes blancos tienen un ordenador en su hogar, sólo
el 33 por ciento de los negros lo tienen. Un artículo de la revista Science (17 de
abril de 1998) indicó que, proporcionalmente a su extensión demográfica, más
del doble de blancos que de negros habían usado Internet en la semana anterior.
Nos encontramos de nuevo con un norte y un sur en el interior de las fronteras
nacionales.
Como era de esperar, la ubicuidad de los flujos de Internet tiende a maquillar,
con una aparente igualación democrática, los desequilibrios territoriales,
seccionados entre el centro opulento y la periferia deprimida. Para decirlo con
toda crudeza, el 80 por ciento de la población mundial no tiene acceso a Internet
y, por eso, la frontera entre países desarrollados y países subdesarrollados
designa en realidad la distinción entre países informatizados y países
preinformáticos.
El año 1998 fue decisivo en la catapulta de Internet como megamedio
universal de gran centralidad en la vida política. El fenómeno empezó el 17 de
enero, cuando una nota del periodista Matt Drudge en Internet —en su modesta
publicación electrónica Drudge Report— difundió la relación sexual entre el
presidente Bill Clinton y Monica Lewinsky. Algunos medios impresos de gran
tirada e influencia —como el New York Times y el Washington Post— habían
tenido también conocimiento del affaire, pero habían decidido no publicarlo, por
razones de buen gusto o por considerarlo políticamente poco relevante. Pero en
el momento en que otro medio lo hizo público, ya no pudieron ignorarlo y se
vieron arrastrados a ocuparse del caso, que creció como una bola de nieve
mediática.
Este caso tan poco ejemplar políticamente ilustra a la perfección el “efecto
mariposa” en la ecología de los medios, al que nos referimos al final del tercer
capítulo, al mencionar a Internet como un medio con una gran capacidad
intersticial para producir efectos de multieco. Un medio informático modesto y
periférico a la gran prensa consiguió insertar un asunto en el primer plano de la
agenda setting mediática nacional. Y la culminación del asunto también tuvo su
escenario privilegiado en Internet. El 11 de septiembre de aquel año se hizo
público el informe del fiscal especial Kenneth Starr, conteniendo las confesiones
detalladas de Monica Lewinsky sobre el caso y este documento desclasificado
convirtió a Internet en el medio más consultado simultáneamente en el mundo,
con 340.000 visitas por minuto. Internet se había colocado de la noche a la
mañana a la cabeza de los megamedios universales de comunicación. No
casualmente, el aliento de eros estaba presente en cada una de las líneas de su
texto.

LA REBELDÍA HACKER
El primer grito de alarma llegó en el verano de 1983 —el mismo año en que
Hollywood lanzó la fantasía bélico-informática Juegos de guerra (War Games,
1983), de John Badham—, cuando empezó a detectarse con casos concretos la
vulnerabilidad de la red informática a las intrusiones de aficionados, con el
ánimo de saquear datos (espionaje industrial), de robar dinero a las cuentas
corrientes de los bancos, de sustraer secretos militares a los servicios de defensa,
de alterar las malas notas en los registros de los colegios o, simplemente, por el
placer supremo de incordiar y, con ello, satisfacer la vanidad de un ego
caracterizado por su excepcional habilidad en la manipulación informática.
Pero el primer gran escándalo llegó en agosto de 1988, cuando la red de
miles de ordenadores que unía al Pentágono con los laboratorios que trabajaban
en el programa de la “guerra de las galaxias”, erigido por Ronald Reagan, y con
las principales universidades de Estados Unidos, fue saboteada mediante la
introducción de un virus por un pirata electrónico. El episodio puso de relieve la
vulnerabilidad del sistema informático gubernamental. “El gran tema es que un
programa de software relativamente benigno ha sido capaz de poner de rodillas a
la comunidad electrónica”, declaró un experto de los laboratorios Livermore, de
California, asociado al programa de investigación de la “guerra de las galaxias”.
Sólo en Livermore hubo que desconectar ochocientos ordenadores hasta
conseguir desinfectarlos del virus introducido en su red.
Una voz anónima, que dijo hablar en nombre del saboteador, llamó a The
New York Times para explicar que su experimento, cuyo objetivo era introducir
un virus en la red Arpanet, se le fue de las manos por un pequeño problema de
programación que hizo que el virus se multiplicara a través de la red informática
cientos de veces más rápidamente de lo previsto. El virus consistía, como es
usual, en una serie de instrucciones manipuladoras o destructivas introducidas
clandestinamente, a través de la línea telefónica, en los programas de otros
ordenadores. Ello hace que su reproducción siga la ley del “contagio” que es
común en los virus biológicos. En este caso, el virus llegó a infectar a los
ordenadores de la NASA, del Massachusetts Institute of Technology, de las
Universidades de Harvard, Princeton y Columbia, del Mando Aéreo Estratégico
(SAC) y de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA). Pero como este virus no
estaba diseñado para borrar la información almacenada, y sólo ralentizó el
trabajo de los ordenadores, sus efectos pudieron ser controlados.
Dos meses después, en octubre de 1988, el primer ministro belga, Wilfried
Martens, se enteró una mañana por la prensa de que un anónimo fanático de la
informática, con sólo un ordenador personal y un teléfono, había podido penetrar
en el sistema de comunicación de su gobierno. El pirata pudo así conocer con
antelación los órdenes del día de los consejos de ministros, la correspondencia
electrónica entre el primer ministro y sus colegas de gabinete y otros
documentos oficiales reservados. Estaintromisión, en un momento en que el
Código Penal belga no contenía ninguna disposición contra el delito informático,
levantó muchas especulaciones entre políticos, psicólogos, sociólogos y juristas.
Según muchos analistas, el objetivo de los piratas electrónicos era, simplemente,
demostrar que los sistemas informáticos son vulnerables y presumir a su vez de
su habilidad técnica, a veces con medios rudimentarios. Pero junto a estos
intrusos por placer estaba comenzando a expandirse ya en aquella época una
pléyade de ladrones informáticos que lograban lucrarse con transferencias
bancarias, o de chantajistas que introducían en los ordenadores órdenes de
destrucción de los programas que utilizaban. En 1988 tan sólo Canadá. Francia y
Dinamarca habían adoptado disposiciones legales contra estos nuevos delitos.
En marzo de 1989, el servicio de contraespionaje de la República Federal de
Alemania desarticuló una red de espías que se dedicaba a robar la información
secreta de los bancos de datos occidentales, para vendérsela luego a la KGB
soviética. Los detenidos eran expertos “rompeclaves”, denominación que se
refería a aquellos aficionados a la informática que descifraban los códigos
secretos de acceso a los grandes bancos de datos y uno de cuyos precedentes en
Alemania había sido el Chaos Computer Club, de Hamburgo, que también había
llegado a acceder a los ordenadores de la NASA. Se reveló entonces que el
servicio alemán de espionaje seguía la pista de esta red desde hacía un año y que
había intentado varias veces cazar a los “rompeclaves” introduciendo en los
bancos de datos información falsa, pero ésta nunca fue recogida por los espías, y,
para congoja de la comunidad informática mundial, se desveló que para romper
las más severas medidas de seguridad y protección de datos de centros militares,
científicos e industriales, los “rompeclaves” no usaron más que herramientas de
escaso valor: ordenadores de precio medio-bajo, acopladores acústicos y la línea
telefónica de uso general. Los piratas habían comenzado a cooperar con agentes
del KGB en Hannover en 1985, gratis en una primera fase, y luego a cambio de
cientos de miles de dólares y drogas para uno de ellos, que era drogadicto.
Con estos antecedentes, en agosto de 1989 doscientos piratas informáticos
procedentes de Europa y de Estados Unidos celebraron su primer congreso
mundial en Amsterdam, una de las ciudades más permisivas del mundo y en un
país que no penalizaba la piratería informática. Los hackers —pues ésta era su
denominación en la jerga informática, del verbo to hack: cortar, acuchillar— se
dedicaron en su congreso a intercambiar informaciones sobre los últimos
avances de su técnica y adoptaron una Declaración Universal de los Hackers, en
la que decían no ser delincuentes y alirmaban, por el contrario, que contribuían a
la implantación de un sistema internacional de comunicación, demostrando los
fallos y escasa protección de los sistemas y luchando contra la “centralización
informática”. Y su organizador, Jan Dietvorst, declaró que “tenemos que hacer
frente a una peligrosa centralización de las informaciones. Y estamos
demostrando que con un equipo barato [un microordenador] es posible entrar en
comunicación con cualquier lugar del mundo”. Sin quererlo, sus palabras
constituyeron una lúcida profecía de la red mundial Internet.
Después de esta fecha, las intrusiones en las redes informáticas de alta
seguridad a través de la línea telefónica se han convertido casi en una rutina y no
hay semana en que no se destape algún caso clamoroso. Por ejemplo, el de un
joven israelí de dieciocho años que fue arrestado en septiembre de 1991 en
Jerusalén, acusado de haber accedido a informaciones secretas sobre la Guerra
del Golfo y sobre Israel. A raíz de éste y otros episodios que enfrentaban a unos
guerrilleros informáticos en la sombra con el sistema comunicacional de la
sociedad postindustrial, deseosos de subvertir tal sistema en nombre de
principios libertarios o para halagar su propio ego, el gobierno norteamericano
creó el Computer Emergency Response Team, un centro federal destinado a
vigilar la seguridad de las comunicaciones electrónicas. Pero, en el otro bando,
el número de guerrilleros informáticos no cesaba de incrementarse. En agosto de
1994 se celebró en Nueva York un nuevo congreso de piratas informáticos que
reunió a 1.200 hackers de Estados Unidos y algunos colegas de Canadá y
Alemania. Durante este congreso, y con música de rock and roll como fondo, se
proyectó en una gran pantalla una película con instrucciones acerca de cómo
usar la línea telefónica sin pagar, al mismo tiempo que los cyberpunks se
entretenían con cuarenta ordenadores de la sala principal hablando en
cyberspeak, el idioma del movimiento clandestino de la informática. Aclaremos
que el movimiento cyberpunk tiene como meta la fusión de la alta tecnología y
la contracultura, para hacer de la primera un instrumento al servicio de la
segunda.
Los reportajes acerca de esta curiosa reunión neoyorquina describían a los
piratas informáticos como parientes tardíos de los hippies, pero inmersos en la
alta tecnología, y de aspecto desharrapado. Aseguraban que una sed insaciable
de saber y de entrar en lo desconocido era lo que les llevaba a cambiar el mundo
real por el virtual. A la pregunta de por qué entraban en archivos secretos, la
respuesta más común era: “Porque sé hacerlo y lo consigo”. Uno de los
entrevistados hizo una distinción importante: “Una cosa es entrar en el sistema
informático del gobierno y otra comportarse como un criminal dentro”,
añadiendo con orgullo: “Si eres bueno, no dejas ninguna huella”. Como la
mayoría de sus colegas, insistió en que su motivación era la firme creencia de
que “la información pertenece a todos”. Se trataba de una especie de comunismo
revolucionario y libertario de la era informática, con el que ni Marx ni Bakunin,
que escribieron su obra a la luz de un quinqué y con plumas de oca, pudieron
siquiera soñar.
El manifiesto de los hackers del grupo llamado Blacknet expresó muy bien
los ideales de su gremio al considerar que “las naciones-Estado, las leyes de
exportación, las consideraciones en torno a la seguridad nacional y similares son
reliquias de la era del pre-ciberespacio”.
La actividad de los hackers ha continuado siendo persistente y, en el
momento de escribir estas líneas, sus últimas proezas han sido el asalto masivo
por dos adolescentes a los ordenadores del Pentágono —una presa sin duda
golosa— en febrero de 1998 y un ataque masivo, en mayo de 1999, a las webs
del FBI y del senado de Estados Unidos, que obligó a cancelarlas temporalmente.
Estos episodios revelan el eventual deslizamiento de la rebeldía hacker desde la
travesura hacia el ciberterrorismo. La ciberguerrilla o terrorismo informático,
menos cruento pero a veces más devastador que el terrorismo tradicional, puede
tener como objetivo la destrucción de información, como en los ejemplos recién
citados. Y nunca toma como rehenes personas o bienes, como hace el terrorismo
clásico, porque su objetivo son la información o los datos. Un ejemplo también
reciente de ello es el pirateo en junio de 1999 de la recién estrenada primera
entrega de la saga galáctica de George Lucas Star Wars, La amenaza fantasma,
para difundirla por Internet. Constituyó un episodio que canceló ruidosamente el
idilio que había existido hasta entonces entre la industria de Hollywood y el
sector informático, que aparecía como su gran aliado para obtener efectos
visuales especiales mediante imágenes digitales. La conclusión obvia de estos
episodios es que una eventual ciberguerra (un ataque masivo contra redes
informáticas) resultaría militarmente la forma más decisoria y rápida para dirimir
un conflicto bélico futuro. Y la moraleja es que quien posee un nivel de
desarrollo informático más elevado, más vulnerable resulta para su
ciberenemigo.
Tras el impacto traumático de la guerra de Kosovo se celebró en Milán, en
junio de 1999, una cumbre europea de hackers. En esta reunión se manifestaron
en contra de la infoguerra, en contra de la destrucción de la comunicación y sus
infraestructuras y en favor de la infopaz. Aprovecharon la ocasión para pedir que
todos los documentos anteriores a 1995 fuesen puestos al alcance de los
cibernautas y fundaron la Agencia por el Derecho a la Información en el
III Milenio. Y haciendo publicidad a una multinacional de Hollywood,
propusieron el hacktivismo para que el futuro no se llamara Matrix. De este
modo aludían a la popularísima película de Larry y Andy Wachowski estrenada
poco antes, que presentaba la lucha guerrillera de unos hackers contra un poder
político totalitario y omnímodo que dominaba el ciberespacio. Al final de la
cinta su mesiánico protagonista, Keanu Reeves, proclamaba su aspiración a crear
un mundo (cibermundo) “sin reglas ni controles”. Era una consigna que Bill
Gates suscribiría con gusto, para preservar la hegemonía de su imperio
informático.
Con motivo de los congresos de hackers y de las detenciones de algunos de
ellos ha podido trazarse su perfil, que en líneas generales resulta muy poco
atractivo para las convenciones más comunes de nuestra cultura, a pesar de ser
siempre jóvenes solteros. Suelen llevar gafas, por su gran dependencia de la
pantalla; son pálidos, por la falta de sol motivada por su reclusión, y obesos, por
su asidua ingestión de fast food y falta de ejercicio físico. Y, sobre todo, es un
sujeto asexuado, porque ha sublimado toda su energía libidinal en su único
interés, pues su único placer radica en el hacking.
Con esta caracterización se constata que, en su condición de nueva especie
de ciudadano, los hachen se han adaptado biológicamente a su nicho
informático. En su calidad de tecno-anarquistas, los hackers han sido idealizados
a veces como héroes contraculturales en el mundo de la alta tecnología, como
prolongadores del impulso contracultural y libertario hippie del post-68 en las
décadas de final de siglo, pero con su protesta despojada de sus ingredientes
eróticos, en concordancia con la alarma generada por la plaga del sida. Pero esta
extrapolación de la contracultura de los años setenta no puede admitirse sin
cautelas yes obligado recordar que Theodore Roszak, el teórico fundacional de la
contracultura, la caracterizó precisamente como una protesta y una réplica
colectiva contra el totalitarismo tecnocrático.
Si se analizan detenidamente las motivaciones de la rebeldía hacker se
pueden identificar tres motores de su conducta: el primero, de carácter
eminentemente narcisista, se halla en la constatación gratificadora de su propia
habilidad técnica y de su poder. El segundo, de carácter más ideológico, en la
defensa del principio del libre acceso a la información, de manera que
consideran que su actividad, aunque ilegal, es ética, y por ello legitiman la
cleptocracia, el orgullo meritocrático de la competencia y eficacia en la
sustracción de información ajena. Y el tercero, complementario del anterior, en
el placer de interferir o destruir un sistema que representa el orden institucional
social. Aquí se localizaría propiamente el eros libertario de su protesta, producto
de la inversión de su energía libidinal en el placer de la transgresión social. Y un
psicoanalista ortodoxo interpretarla seguramente la transgresión del hacker como
un intento para liberarse del opresivo control paterno, representado por el orden
social.
Este tema nos lleva al asunto de la adicción patológica al ordenador, a la que
en Estados Unidos se le llama computerism. Hoy se sabe bastante sobre la
adicción a la pantalla, que ha sido bien estudiada por Mark Criffiths, psicólogo
de la Universidad de Nottingham. Se sabe que el foco luminoso de la pantalla
posee cierta capacidad hipnótica y que la mayor adicción a Internet se produce
en los hackers, pero también entre personas desocupadas y mujeres de mediana
edad, lo que sugiere que aporta una compensación emocional en una vida poco
estimulante y con pocos contactos sociales.
Las investigaciones neurológicas más recientes sobre los procesos adictivos
se han realizado con la técnica del escáner denominada tomografía por emisión
de positrones (PET) para observar la actividad metabólica de ciertas áreas del
cerebro de pacientes durante tratamientos contra la adicción a la cocaína. Los
informes indican que cuando los adictos sienten la ansiedad de buscar la droga
se observa un alto nivel de actividad en una franja de áreas cerebrales que va
desde la amígdala y el cíngulo anterior hasta los lóbulos temporales. Pero el
mismo sistema mesolímbico parece funcionar normalmente para proporcionar al
individuo una sensación de placer ante cualquier cosa que suponga una
recompensa, como relaciones sexuales, chocolate, alcohol, nicotina o el placer
de un trabajo bien hecho. Y, por supuesto, ante el placer derivado de la pantalla,
que genera también una adicción no química. En 1995 la Facultad de Medicina
de Harvard ya se refirió específicamente a la adicción a Internet, comparándola
con el alcoholismo. Para entonces ya existían en la red páginas tituladas
elocuentemente Nethaolics Anonymous, Interneters Anonymous y Webaholics,
para ayudar a los adictos.
El año 1998 trajo descubrimientos reveladores en este apartado. Una
encuesta llevada a cabo en abril de aquel año reveló que un 16 por ciento de los
norteamericanos con acceso a Internet (unos 80 millones de personas) habían
abandonado totalmente o en parte la lectura de diarios en favor de las noticias
electrónicas. Pero el lado oscuro de esta expansión lo dio en agosto un estudio de
la Carnegie Mellon University de Estados Unidos, al señalar que el uso habitual
de Internet en el hogar favorece la depresión y el aislamiento: por cada hora de
conexión, según su informe, aumenta el uno por ciento el riesgo de la depresión
y se reduce el círculo de amigos y conocidos en 2,7 personas. Y el 3 de marzo de
aquel año toda la prensa mundial relató el caso de un italiano que pasó tres días
navegando sin interrupción por Internet y que tuvo que ser hospitalizado con
confusión mental, alucinaciones y delirios, con el diagnóstico de “intoxicación
aguda de Internet”.
SOCIODINÁMlCA DE LA RED
No hace mucho, Umberto Eco definió perspicazmente a Internet como “una
gran librería desordenada”. Con este diagnóstico Eco convergía con la
preocupación ya manifestada por la prestigiosa revista Science, alertando acerca
de un peligro de balcanización del conocimiento científico —de su
fragmentación, dispersión y ocultación—, debido a la estructura amorfa,
expansiva, asistemática y aleatoria de la red de redes. En su masa desordenada
de datos sólo puede obtenerse, obviamente, aquello que está en oferta, y es
prácticamente imposible saber de antemano lo que está realmente en oferta.
Volviendo a los símiles biológicos, hay que recordar que todos los sistemas
naturales tienden a optimizar su rendimiento, pero existe un punto de inflexión a
partir del cual lo bueno se convierte en un exceso dañino. Esto es cierto para la
alimentación, cuando la nutrición se plasma en obesidad patológica, o en el
cultivo intensivo que conduce a la desertización del territorio. Análogamente, en
el ser humano el exceso de información dificulta las funciones básicas de la
memoria y puede entorpecer los procesos cognitivos, de modo que el
crecimiento desordenado y desequilibrado de la red puede parangonarse a un
proceso celular canceroso, pero en el plano de la comunicación social. En tal
caso, puede afirmarse que se genera mucha información, pero poco
conocimiento.
Una gran librería desordenada resulta escasamente útil en la sociedad del
conocimiento, en la que es fundamental disponer en cada momento de la
información pertinente requerida y, para ello, dominar sus criterios previos de
selección. Lo que diferencia precisamente en la sociedad dual de la información,
a la que nos hemos referido en el tercer capítulo, a los insiders de los outsiders
reside precisamente en su posibilidad de acceso a la información pertinente y
requerida en cada mometo: if you are not in, you are out, reza el axioma dualista.
Hay que recordar que enseñar es, antes que nada, enseñar criterios de
díscriminación, de búsqueda y de selección de la información. No hacen otra
cosa todos los primates en sus ejercicios de aprendizaje y autoaprendizaje, como
en la distinción entre lo comestible y lo incomestible. Y, llegados a ciertos
niveles de complejidad intelectual, esta selección no puede hacerla ninguna
máquina, sino sólo la inteligencia intencional del hombre.
La “librería desordenada” de la que Eco se lamentaba exige criterios de
pertinencia y de búsqueda de la información por parte del usuario, de modo que
pronto habrá que afirmar que ser sabio consiste, sobre todo, en saber buscar,
elegir o seleccionar funcionalmente aquello que nuestro intelecto requiere en
cada momento. Y cuando hoy se constata que la dualización social que ha
dividido a los ciudadanos en ricos y pobres se ha agravado con la división
añadida de ricos y pobres en conocimiento (inforricos e infopobres), habría que
precisar que en esta nueva categoría el elemento principal de distinción es su
capacidad de acceso y selección pertinente de las fuentes de conocimiento y de
los datos requeridos. Porque la sobreoferta no sistematizada de información
equivale a desinformación, como ya se explicó.
Pero la red cumple otras funciones además de la enciclopédica y de consulta
de bases de datos y extiende su estructura a la comunicación bilateral y
multilateral. Kevin Kelly ha definido a Internet como un “exosistema colectivo”,
que estaría en la base de una nueva “inteligencia colectiva” (la expresión es de
Pierre Léyy). Ésta constituye, naturalmente, la visión optimista de la red, pues la
versión pesimista, a la vista del desequilibrio que el sistema alberga entre
conocimiento y ruido, la califica a veces de mero vertedero intelectual, poblado
por cibergolosinas y que multiplica la tontería de los tontos que lo utilizan.
Como advirtió Steven Miller, “en vez de una aldea global, las nuevas autopistas
podrán convertirnos en un fumadero de opio de quinientas pipas”.
El ciberespacio constituye un territorio libre que a veces se ha comparado
con las praderas del Far West. En tanto que espacio público de comunicación, la
red permite que las propuestas de los ciudadanos anónimos irrumpan en él,
perfeccionando una tradición democrática que an tes se plasmaba sólo en las
cartas a los directores de los periódicos, en llamadas a las emisoras de radio o
inserciones en medios marginales. Pero también el ya hiperpoblado ciberespacio,
en su calidad de espacio público, ha ido adquiriendo con el tiempo el rostro de
un espacio peligroso e inseguro, poblado por estafadores, paidófilos y asesinos,
que consiguen amenazar con su ciberdelincuencia a los ciudadanos pacíficos,
como veremos más adelante.
Las autopistas de la comunicación han creado la infraestructura de lo que
Alvin Toffler llamó hace años la “sociedad de la desmasificación”, con los
comunicadores reunidos virtualmente con sus interlocutores lejanos en el interior
de sus viviendas. Pero, a la vez, está remodelando el tipo de relaciones creadas
por la sociedad televisiva, que era la sociedad del aislamiento, sometida a la
tiranía de los flujos monodireccionales de información emitidos por las
pantallas. No obstante, es menester no hipostasiar la comunicación por la red,
pues la biología nos ha enseñado que organismos que viven en un mismo medio
no viven en realidad en el mismo mundo. Una flor, por ejemplo, es adorno para
una muchacha, instrumento de libación para una abeja y alimento para una vaca.
Sus mundos son distintos, tanto como los de los internautas que se comunican
desde distintos intereses personales y desde distintas subjetividades.
Comparada con Internet, la llamada telefónica es demasiado intrusiva y
puede ser temporalmente inoportuna (estamos tal vez en la ducha o enfrascados
en una tarea absorbente). El mensaje de la red queda depositado en cambio en el
correo electrónico del destinatario, para ser consultado a su conveniencia.
Porque la comunicación en la red puede ser sincrónica o asincrónica. En la
primera los participantes están simultáneamente on-line y se responden
inmediatamente unos a otros. Su efecto de telepresencia es más intenso y
emocional que en el segundo caso. Cuando la comunicación es sistemáticamente
asincrónica puede traslucir una voluntad de ocultación de sentimientos, de
esquivar una confrontación más directa o de crear cierto misterio.
Se ha dicho que Internet es el medio propio de la Generación X, pues la
creciente movilidad geográfica por razones laborales favorece las relaciones a
través de la red, que son más estables. De manera que las relaciones y amistades
no se forjan por la proximidad física, sino por la comunidad de sus intereses, y
su vínculo virtual sustituye a su vinculo personal, o por lo menos lo modifica
profundamente. Con su ubicuidad enunciativa, Internet dinamita así la geografía,
pero las personas siguen estando en sus lugares, pues el mito fantacientífico de la
teleportación sigue aguardando. El multimillonario Howard Hughes, que dio
varias veces la vuelta al mundo y acabó su vida encerrado en su búnker de Las
Vegas, en compañía de sus depresiones, ilustró de modo patológico, antes de la
explosión de la red, la improductividad de la ubicuidad que pretende justificarse
a sí misma.
La materia prima de la comunicación a través de la red es la escritura, un
sistema gráfico que Freud calificó lúcidamente como “la palabra del ausente”.
Pero sus textos son palabras despojadas de su contexto subjetivo de enunciación,
a diferencia de la entonación y la gestualidad que acompañan la comunicación
cara a cara, y a diferencia también de las cartas manuscritas, en las que la
caligrafía, el papel perfumado o los pétalos de flor pueden añadir un importante
plus emocional al mensaje. Para “caldear” el texto escrito con cierta temperatura
emocional se han inventado los emoticons (de emotions + icons), que son figuras
ideográficas alfanuméricas formadas con signos de puntuación del teclado, para
expresar estados de ánimo y otras características de los interlocutores, como :-)
[sonrisa], :-( [infelicidad], 8-) [personaje que lleva gafas], :-& [personaje con los
labios sellados], etc.
El repertorio semiótico que configuran los emoticons ilustra acerca de la
expresión dialectal formalizada en los chats anglosajones, en los que al lenguaje
airado, insultante o provocativo se le llama flaming (llameante), a los novatos se
les califica de newbies (de new y el sufijo de babies) y que ha creado todo un
sistema propio de netiquette (network + etiquette), que debe ser respetado por los
participantes. Tal sistema de comunicación plantea dudas acerca de cómo deben
designarse sus participantes. La palabra “operador” es demasiado fría e
impersonal, “interlocutor” debiera reservarse más bien para quienes
intercambian comunicaciones orales o locuciones, por lo que “corresponsal”
parece la más ajustada, aunque apenas se use.
Internet constituye un gigantesco árbol de subculturas muy diversificadas,
formadas por las llamadas “comunidades virtuales”, unas comunidades on-line
que constituyen foros de debate o grupos de discusión, monográficos O no, que
pueden ser abiertos o cerrados (endógamos), y que se corresponden en nuestra
tradición cultural con la función de las tertulias y los clubs de discusión, y hasta
de las peñas y las pandillas (la denominación inglesa chat [charla] se
corresponde bien con la acepción española). Sus panegiristas han querido
relacionarlas con la tradición utopista de las comunidades libertarias del siglo
XIX, pero su concepción es más cercana al modelo del ágora y del ateneo, dos
instituciones que se remontan a la Grecia clásica, aunque ahora hayan sido
despojadas de sus formalidades y ritos.
Una comunidad (a escala telemática) es un subgrupo social que comparte
intereses temáticos comunes y que está cohesionado por la mutua empatía de sus
miembros, creando entre ellos una proximidad virtual. Tales miembros pueden
no llegar a conocerse personalmente ni verse nunca, por lo que puede afirmarse
que son, de hecho, comunidades invisibles, incluso para sus participantes, unidos
solamente por la comunicación escritural. Por eso el espacio o territorio de la
comunidad virtual es más conceptual que perceptual. Y en unos momentos en
que las sociedades occidentales están viviendo una acelerada segmentación
calificada de “multicultural”, las comunidades virtuales contribuyen a la
tribalización de la sociedad postindustrial, parcelándola en tribus electrónicas
diferenciadas por sus gustos y aficiones y basadas en el refuerzo mutuo de una
identidad específica. No pocas veces tales tribus conocen una jerarquización
acentuada, con sus gurús, hechiceros o caudillos.
Debido a la frecuente dispersión física de sus miembros, estas comunidades
tienden a erosionar el sentimiento de lealtad territorial, cediendo la adhesión a su
localismo o patriotismo en favor de los vínculos afectivos interpersonales, de
carácter transregional o transnacional. Ya dijimos que Internet había dinamitado
el espacio geográfico y había redescubierto los ideales de la asociación libertaria
desterritorializada, pero no es menos cierto que una comunidad virtual puede
consumirse en la suma estéril de monólogos paralelos de personas con
afinidades culturales.

FUNCIONES ERÓTICAS Y AFECTIVAS


INTERPERSONALES EN LA RED
Como se señaló en el capítulo anterior, la comunicación interpersonal cara a
cara —la que los internautas califican como 3-D [en tres dimensiones]— es la
que transmite la máxima información emocional, porque añade a la
comunicación verbal (con su entonación, inflexiones de voz, sus pausas y su
prosodia) el inmenso campo de estímulos de la comunicación no verbal;
expresiones faciales, miradas, gestos, olores, etc. Las mediaciones técnicas de la
comunicación reducen siempre tal riqueza de mensajes y de matices. La
videoconferencia transmite menos información que la relación cara a cara. El
teléfono menos y el correo electrónico menos todavía.
El teléfono entronizó a la voz como principal medio de comunicación
humana, en detrimento de la imagen, de la tactilidad o del olor. Los manuales de
urbanidad enseñan a todos los niños que cuando se habla con una persona hay
que mirarla a los ojos. La mirada permite descubrir, en un parpadeo o en un
sonrojo, que un interlocutor miente o que no dice toda la verdad. Esta función
esencial de la vista en la conversación fue suprimida y todo el peso de la
comunicación —de la semántica y de la psicológica— iría a recaer en la palabra
desprovista de imagen, en su entonación, sus matices, sus titubeos, sus
redundancias y sus pausas. La sociedad telefónica ha sido, pues, una sociedad
vococéntrica —centrada en la voz—, que recorría el tejido social velozmente,
densamente y en todas las direcciones.
En esta sociedad telepolifónica la voz reemplazaba a la presencia visual, a la
apariencia física y a los modales gestuales en la vida social. Para compensar la
mutilación sensorial y la frialdad de este único canal comunicativo, los
diseñadores se esmeraron en sofisticar la forma y aspecto de los aparatos
telefónicos, dotándolos de mayor personalidad, elegancia y colores más cálidos.
El arcaico aparato negro, uniforme e impersonal fue sustituido con ventaja por
seductores gadgets, estilizados, elegantes, barrocos, golosos y hasta eróticos. El
timbre ya no era un timbre, sino un suave “bip-bip”. Y el aparato un compañero
cálido que compensaba la ausencia física del ser humano con el que se hablaba,
pero al que no se podía ver ni tocar. Una cosa iba por la otra. No es extraño que
muchas actrices de strip-tease quisieran desarrollar desde hacía años números en
los que simulaban masturbarse con el auricular telefónico, como si desearan que
la voz del amado penetrara por su vagina.
Pero la carencia visual del teléfono hizo que desde los años treinta empezara
a ensayarse el videoteléfono, que contó con algunas estaciones experimentales
públicas en la Alemania nazi. La videoconferencia parece, a primera vista, un
medio que casi reproduce todas las ventajas de la comunicación cara a cara, pero
en realidad aporta varios inconvenientes importantes. En primer lugar, puede
resultar muy indiscreta e intrusiva, pues puede asaltar nuestra intimidad en un
momento indeseado. Y si bien es cierto que el destinatario de la llamada puede
desconectar el circuito de video, tal gesto puede suponer el envío de un mensaje
descortés, inamistoso u hostil al comunicante. Y, en cambio, cuando la
comunicación está animada por un sentimiento amoroso, ver al ser amado, sin
poder tocarlo, resulta más ansiógeno que la comunicación telefónica. Como
escribió Ernst Dichter: “El vidrio, que nos permite ver, pero no tocar, es el
perfecto símbolo de la frustración”.
Con su comunicación escrita, las relaciones interpersonales en la red
retroceden al coqueteo a través de la palabra escrita que era propio del
epistolario galante de las clases altas del siglo XVIII, pero sin su expresiva calidez
grafológica ni su papel perfumado. Por supuesto, se le pueden añadir emoticons
al texto, pero son siempre figuras estereotipadas, como las de los jeroglíficos
egipcios, muy distintos de las metáforas poéticas o caligráficas que salían antaño
de las plumas enamoradas. En la comunicación cara a cara, la expresividad no
verbal —que emite importantísimos subtextos emocionales, como se dijo— es
simultánea al mensaje verbal, mientras que la lectura de los emoticons es
sucesiva a las palabras escritas, lo que les resta eficacia. A diferencia del famoso
“amor a primera vista” en la realidad 3-D, que empieza por lo visual (como la
propia expresión indica), en la red empieza por lo conceptual o escritural, cuya
contundencia sensorial es muy inferior. Pero también es cierto que los textos
escritos se pueden leer, releer, degustar, interpretar y reinterpretar, a diferencia
de las palabras oídas, que se lleva el viento. Y, existe, por supuesto, una larga
tradición de amistades por correspondencia que han desembocado a veces en
bodas, en 3-D o por poderes. En la red el proceso no es muy distinto.
Según los estudios llevados a cabo en este campo, lo normal es que entre la
pareja de corresponsales se produzca una intimidad progresiva. Se suele empezar
escribiendo sobre ideas generales y gustos personales. De ahí se pasa a
informaciones más personalizadas sobre uno mismo. Y después a hablar de
sentimientos. Y al igual que en la correspondencia en 3-D, se puede escanear un
retrato fotográfico para que el corresponsal lo vea en su correo electrónico. Será,
sin duda, una fotografía favorecedora, tal vez retocada, tal vez antigua, cuando el
corresponsal era más joven, o incluso modificada favorablemente por la cirugía
estética digital. Y en todos los casos, el paso del mensaje sentimental al sexual es
sumamente delicado. Hay qué saber en qué momento se puede dar el paso sin
tropezar y ello requiere intuición y sinceridad, o tal vez astucia, según los casos.
¿Aceptará el/la corresponsal este paso hacia adelante en la relación?
La red ofrece ciertas ventajas para la comunicación sentimental. Resulta
ideal para los tímidos y los solitarios forzosos, como las personas que efectúan
tareas nocturnas o viven en zonas despobladas. El anonimato estimula, además,
la desinhibición social y la red permite así las relaciones entre extraños con más
facilidad que las discotecas y los bares, en donde la mirada o la voz pueden
flaquear. Es ideal para los tímidos e inseguros y, además, cancela, por el
anonimato de la comunicación, los efectos negativos del racismo étnico y de los
racismos sociales de la fealdad, de la edad y de la enfermedad.
Muchos psicólogos han escrito acerca de la atracción de los contrarios, que
permite liberar energías eróticas reprimidas por los códigos sociales o morales.
El ejecutivo ordenado se enamora muchas veces de la muchacha libre y
bohemia, o viceversa, y el ingeniero de la pintora. La comunicación escrita
permite entonces limar las aristas más chocantes o peligrosas de sus
discrepancias y facilita idealizar al otro y allanar el camino para la relación en 3-
D.
He aquí un punto verdaderamente importante. Cuando se tiene poca
información sobre un corresponsal es fácil proyectar sus deseos o fantasías sobre
él, de modo que a un individuo sin rostro se le puede idealizar colocándole el
más atractivo o deseado. Aunque el operador que construye una proyección
imaginaria idealizada del corresponsal que no ve se arriesga a que su eventual
encuentro pueda ser devastador y destruir definitivamente su relación.
Análogamente, cuando uno se describe a sí mismo con palabras, para un
interlocutor ausente, difícilmente se comporta de un modo objetivo. Mejor
dicho, no puede ser objetivo. Tiende a favorecerse ya proyectar una imagen
atractiva de sí mismo. Pero si es una persona depresiva o que padece trastornos
de personalidad puede proyectar en cambio una imagen decididamente negativa
a través de sus palabras.
Parece ser frecuente entre los internautas que tratan de establecer relaciones
afectivas el temor a la frustración en 3-D. El temor a la decepción puede paralizar
el encuentro físico con un(a) interlocutor(a) que se ha idealizado a través de la
comunicación escrita. Se desea conocer al corresponsal, pero a la vez se teme
que el encuentro pueda defraudar y a veces este temor conduce a perpetuar una
relación que jamás desemboca, por inseguridad o timidez, en 3-D. Del mismo
modo, el temor a estar por debajo de las expectativas creadas por una
comunicación exitosa puede paralizarlo. En este segundo caso, esta reacción
puede constituir un síntoma de fobia social.
Para resumir la situación, digamos que en la comunicación interpersonal en
la red la invisibilidad física de los comunicantes aporta una ventaja y un
inconveniente a la vez: 1) protege a los corresponsales con un anonimato de
facto y ello les permite o una mayor franqueza comunicativa o, por el contrario,
una ocultación de defectos propios, o una simulación ventajosa; 2) pero esta
invisibilidad hace también que la comunicación sea menos completa (ya veces
menos gratificadora) que si fuera cara a cara. Pero en este juego no todo el
mundo aspira a culminar la relación cibernáutica en el mundo de 3-D, como
pronto veremos.
La pantalla del ordenador conectado a la red actúa para su usuario como
metáfora de un gran pozo, de un agujero negro maravilloso, que esconde
infinitas posibilidades y secretos en su fondo, agazapados tras su superficie
translúcida. Con su sola existencia, la pantalla se convierte en generadora de
deseos, con su posibilidad de encontrar y conocer a través de ella a personas de
los cinco continentes, con lasque uno jamás podría haber entrado antes en
contacto, y que tal vez comparten los mismos deseos, fantasías y parafilias. La
red constituye un edén para las que el doctor Lars Ullerstam bautizó como
“minorías eróticas”, con sus gustos especializados y su derecho a satisfacerlos.
Receptáculo de fantasías eróticas sin cuento, el promiscuo ciberespacio prueba
que el sexo no está entre las piernas, sino dentro de las cabezas. Ciertamente, el
ciberespacio es promiscuo y no es raro que Internet se haya convertido en el
principal medio de transmisión de virus informáticos, corolario de su
promiscuidad, como anunció la prensa especializada con gran alarma en mayo
de 1999. En el 80 por ciento de los casos, según tales informaciones, los virus
llegan a través del correo electrónico, camuflados en archivos, como un conjunto
de instrucciones integradas en el documento. Algunos virus son relativamente
inofensivos y se limitan a cambiar palabras o colores. Otros son muy peligrosos,
pues formatean el disco duro, roban o infectan archivos o saturan los servidores
autoenviándose por correo. Uno de los virus, llamado Chernobyl (pues se activa
el 26 de abril, aniversario de la catástrofe nuclear), es tan devastador que puede
afectar incluso al hardware. Resulta casi inevitable que surjan parangones de
estos virus en un ciberespacio erotizado con las infecciones que se propagan por
promiscuidad sexual, como la gonorrea, la sífilis y el sida.
Antes hemos explicado que la red alienta el fantaseo acerca de la identidad y
el aspecto del interlocutor invisible, y esto permite que se pueda intimar con él
hasta grados que no serían posibles por teléfono, pues la voz es más
personalizada e inhibidora que la escritura. Internet plantea en términos brutales,
como veremos, la cuestión filosófica de la “otredad”. En la red predominan los
usuarios masculinos, lo que genera una asimetría sexual en las comunicaciones
personales, teniendo además en cuenta que el código de identificación más
fuerte, en la comunicación grupal, es el sexo, un seña de identidad fuerte (hard-
coded), pues determina actitudes y expectativas básicas del corresponsal.
Todo lo dicho resulta especialmente llamativo en los populares juegos de rol
en la red (llamados genéricamente en inglés MUD: Multi-User-Dungeons), en los
que la relación entre los participantes simuladores es generalmente menos
intensa que la que tiene lugar dentro de la propia personalidad de cada uno de los
simuladores, al punto de constituir un verdadero laboratorio emocional. El
anonimato en la red es equiparable al anonimato transgresor de los carnavales,
que propicia todos los libertinajes. Permite suplantar a otras personas, para crear
situaciones dignas de un divertido vodevil, ejerciendo, por ejemplo, la poligamia
o la poliandria virtuales en el ciberespacio; pero puede utilizarse también para
perjudicar gravemente la reputación de otros personajes reales. Y, como en
algunas novelas policíacas, dos o tres personas pueden asociarse para presentarse
externamente como si fueran una y la misma.
La red permite (y hasta estimula) un cambio de identidad sexual (gender
swapping) del operador, para experimentar con la transexualidad virtual, pues
cada sujeto puede jugar al cambio de sexo y de personalidad para explorar, sin
riesgo, una alteridad sexual que le resultaría muy complicada y arriesgada en la
interacción cara a cara. En un juego de rol un hombre puede jugar a ser un
personaje femenino que simula ser un hombre, con lo que efectúa un verdadero
juego de acrobacia psicológica. Pero se ha comprobado que, fuera de los juegos
de rol, descubrir que el interlocutor ha falseado su sexo provoca un gran malestar
en los otros internautas. Especialmente irritante resulta si se trata de un hombre
que ha asumido una personalidad femenina, y por dos razones: la primera,
porque se asume que tal trampa era para aprovecharse de las ventajas y el
favoritismo que generalmente la urbanidad o la galantería prescriben en el trato
de los hombres con las mujeres; y, en segundo lugar, por la confusión e
inseguridad que produce el tratar con alguien cuya identidad sexual no es clara.
Estas maniobras revelan que estos juegos pueden esconder turbias
intenciones, como, por ejemplo, el acoso sexual. Los disfraces informáticos
permiten también la manipulación de conciencias, como cuando un pederasta se
hace pasar en la red por sacerdote o por médico. Y es bien sabido que el
anonimato, o mejor el disfraz, ha resultado un arma de gran utilidad cuando
algunos criminales sexuales han conseguido atraer una víctima a una cita
supuestamente galante, con fines devastadores. Ejemplos de ello no faltan en la
historia reciente de Internet.
En la red operan también, desde luego, personalidades proteicas y
mitómanas, como aquel protagonista acomodaticio y genial de Zelig (1983), de
Woody Allen. Un operador puede usar varios nombres y personalidades falsas,
en efecto, para satisfacer las distintas necesidades de su ego, pero a veces la falsa
identidad es vivida como si fuera una verdadera identidad y puede transitarse
entonces la débil línea que conduce a la personalidad psicótica. Sévérine, la
protagonista de Belle de jour (1968), de Luis Buñuel, y que interpretó Catherine
Deneuve en la pantalla, ilustra muy bien la labilidad de las personalidades
fronterizas, en este caso entre la burguesa elegante y fría y la prostituta eficiente.
Se trataba en la novela de Joseph Kessel y en la película de Buñuel, desde luego,
de un caso ficticio, pero en los anales de la criminalidad internacional abundan
los ejemplos desconcertantes de doble vida, de burgueses aparentemente
respetables que escondían una segunda existencia siniestra como criminales
múltiples, como Landru o el doctor Petiot.
La patología de la personalidad múltiple, o de disociación de la personalidad
(Multiple Personality Disorder, en inglés), es una patología infrecuente, que
pertenece a los desórdenes disociativos en el cuadro de las neurosis histéricas, y
que fue descrita por vez primera en 1816. Afecta sobre todo, aparentemente, a
mujeres con personalidad ansioso-depresiva. La psiquiatría moderna clasifica
este conjunto de fenómenos como “disociaciones histéricas”, entre las que se
encuentran el sonambulismo, los trances, las sugestiones posthipnóticas, las
fugas (en las que el individuo vaga errante, sin saber quién es ni dónde está), la
pérdida de memoria (amnesia histérica), en la cual la persona tiene una laguna en
su memoria durante un periodo de tiempo finito y reciente, y la personalidad
dividida, dual o múltiple, en la que el sujeto parece cambiar de una personalidad
a otra. Naturalmente, estos casos patológicos deben ser netamente distinguidos
de los simuladores, que son mucho más peligrosos, y que navegan por la red a
veces con finalidades aviesas.
La red, como se ha dicho, es fuente y vehículo inagotable de fantasías y
conversaciones sexuales, que tienen su lugar privilegiado en las hot chats
(literalmente, charlas calientes) y de las que, a veces, acaban por derivarse la
formación de parejas en 3-D. Tan cierto es esto, que una psiquiatra
norteamericana, Esther Gwinnell, ha escrito un libro titulado On-line Seductions
sobre este tema y se ha especializado profesionalmente como consejera en este
campo sentimental. Según ella, la mayor parte de relaciones sentimentales por
correo electrónico duran unos tres meses, pero confiesa que no hay estadísticas
al respecto. Pero su libro es una fuente rica de ejemplos y de casos concretos,
tanto de uniones felices a través de la red como de fracasos dolorosos.
Está claro que la soledad de la pantalla y de la silla puede excitar las
fantasías de liberación libidinal en personas con una vida sexual insatisfactoria
en 3-D. En los casos de incapacidad para mantener relaciones eróticas en 3-D, a
causa de hipertimidez, de una fobia social o de otra patología, toda la vida de
relación emocional se canaliza a través de la pantalla, de modo que esta vida
imaginaria resulta más gratificadora y satisfactoria que la vida en 3-D. No es cosa
de discutir si esta reclusión y renuncia —que es la de muchos sacerdotes y
monjas, por ejemplo— es verdaderamente patológica, pero está claro que la
supresión de la relación con otros cuerpos tiende a hipertrofiar las fantasías
sexuales y a potenciar el fetichismo sustitutorio. Al fin y al cabo, el ciberespacio
es adictiva, como antes se explicó, y a diferencia del sexo en 3-D su práctica
virtual no padece limitaciones físicas, ni produce agotamiento, ni embarazos
indeseados, ni contagios. Antes al contrario, tiende a avivar el deseo. Pero
también se han señalado sus inconvenientes. Un tratadista del tema ha hecho
observar que es difícil teclear lo suficientemente rápido y con una sola mano. Y
Katie Argyle y Bob Shields han confesado que las hot chats producen “todas las
emociones y la excitación física de un acto sexual, pero cuando termina, mi
sentimiento de soledad ha aumentado” (Is there a body in the Net?).
De lo que llevamos expuesto puede colegirse que no es raro idealizar al
corresponsal que no se ha visto, y fantasear sexualmente con él o ella, eludiendo
el encuentro en 3-D para mantener perpetuamente viva aquella idealización. En
definitiva, se ama a la persona imaginada, no a la persona real, desmintiendo el
popular refrán que asegura que “ojos que no ven, corazón que no siente”. La
relación amorosa a través de la pantalla no puede decepcionar, pues los
corresponsales sólo ofrecen su rostro favorable y se elimina todo lo que pudiera
ser negativo, desde el mal aliento, el sudor y la menstruación, hasta el reparto
conflictivo de las tareas domésticas.
No sólo esto. A veces, la idea de contar una fantasía extravagante a la pareja
formal puede inhibir al fantasioso, quien se sentiría ridículo, por lo que le resulta
mucho más fácil contarla a un extraño al que no se ve. En pocas palabras, la
relación sentimental a través de la red no impone prácticamente obligaciones y
alimenta gozosamente los ensueños. Esto explica que haya surgido la curiosa
figura del “amante virtual”, masculino y femenino. Esther Gwinnell escribe en
su libro que algunas parejas pueden pasar entre seis y diez horas al día
escribiendo, hablando y leyendo mensajes de correo electrónico de su amante
virtual. La relación con la ciberpareja puede llegar a ser más estimulante que la
rutina monótona que se mantiene con el marido o la esposa, de modo que ya se
han producido en Estados Unidos varios divorcios sustentados en la acusación
de adulterio virtual. Por no mencionar, porque es más comprensible, el caso de
parejas que han roto porque uno de los cónyuges se ha enamorado de alguien a
través de la red y ha ido a su encuentro en 3-D. Pero para acabar con las
ciberfantasías, es menester recordar que en los juegos de rollas ciberbodas no
constituyen ninguna rareza, teleoficiadas por otro participante en el juego en
funciones de ministro de culto (o de capitán de barco, si se celebra la ceremonia
a bordo de un transatlántico virtual) y con otros testigos e invitados participando
virtualmente en el acto. Pero parece que los casos de noches de bodas virtuales
son menos frecuentes.
La eliminación de la comunicación cara a cara en la red permite la
seducción, pero obstruye las relaciones sexuales tradicionales, que involucran
esencialmente la tactilidad. Pues lo relacional, en los seres humanos, no se limita
al campo del decir; sino que se extiende sobre todo al del hacer; que define
nuestra identidad en relación con los otros, sobre todo si tal relación ha adquirido
un nivel elevado de intimidad. Como los personajes de las películas, no somos lo
que decimos, sino lo que hacemos. Madonna expresó esto con franca brutalidad
cuando declaró a la prensa: “El amor es una emoción y el sexo es acción”. La
red puede proporcionar el estímulo y la excitación sexual, pero no su
satisfacción relacional plena, si por ella entendemos el encuentro háptico en 3-D.
Los defensores a ultranza de la plenitud de la red pueden argüir que, si bien por
ella no circulan las feromonas —el más potente estímulo oloroso y erótico
intraespecífico de todos los mamíferos—, tampoco existen en ella malos olores
corporales. Pero este argumento no destrona el poder de las feromonas como
excitante sexual, que sólo pueden percibirse en el encuentro en 3-D.
De manera que en muchas ocasiones dos corresponsales deciden retirarse de
un chat para pasar a comunicarse privadamente por correo electrónico, para
construir una relación de mayor intimidad afectiva entre ambos. Esto significa
que el uso de la red es en bastantes casos instrumental y transitorio, utilizado
para conocer a otras personas a las que se desea encontrar personalmente fuera
de la red, en 3-D. Es decir, la teleescritura constituye el préambulo y la vía
vicarial conducente a la comunicación integral, que empieza por lo epistolar y
puede acabar en lo táctil.
Pero el inicio de esta relación en 3-D no siempre es fácil y muchos pueden
preguntarse, antes de dar el paso decisivo, si su amor sobrevivirá a las
imperfecciones personales y al encuentro físico. ¿No es más segura y confortable
una relación virtual cariñosa que el riesgo del encuentro insatisfactorio en 3-D?
En este punto, la pugna entre el principio neurótico de la ensoñación y el
principio pragmático de la realidad pueden librar una ardua batalla, de resultados
inciertos. Al parecer, no es infrecuente que la timidez, la fobia social, la
agorafobia o la inseguridad acaben por frustrar muchos encuentros en 3-D.
Y también se entiende que para cónyuges sumidos en la rutina de una
relación aburrida y sin sorpresas, la red se abra como una vía real hacia la
excitación del adulterio. Pero, en uno y otro caso, el encuentro será posible si la
distancia geográfica que separa a los amantes virtuales no es excesiva. Aunque
Esther Gwinnell narra en su libro varios casos de amantes virtuales
intercontinentales que cruzaron océanos para consumar su relación en 3-D. A
veces con éxito y a veces sin él.
¿Vivimos en una sociedad de la hipererotización o de la deserotización? El
biosedentarismo favorecido por la televisión, el teletrabajo y las nuevas
tecnologías, la ceguera y conceptualidad escritural promovida por la red y el
ascenso de la Inteligencia Artificial y de la robótica parecen converger en una
devaluación del cuerpo humano y en una amputación de nuestros campos
sensoriales. Ahí reside seguramente una de las claves para explicar la exuberante
emergencia de la pornografía en la red.

LA PORNOGRAFÍA DIGITAL
Aunque en el próximo capítulo profundízaremos acerca del sentido del
fenómeno pornográfico y de sus diversas estrategias expresivas, es inevitable
decir algo sobre él en un capitulo dedicado a Internet, en razón de la extensión e
importancia que ha adquirido en el ciberespacio. En efecto, en el meticuloso
estudio Marketing Pornography on the Information Superhighway, publicado en
1995 como fruto de una investigación de un equipo de la Carnegie Mellon
University, de Pittsburgh, se concluyó lo siguiente: la pornografía constituye la
aplicación recreativa más extendida en las redes; el 89,9 por ciento de sus
usuarios es del sexo masculino; debido a la amplia difusión de pornografía en
otros medios tradicionales, las redes privilegian variantes alternativas
especializadas, como la paidofilia, la hebefilia y parafilias diversas (como el
sadomasoquismo, el ondinismo, la coprofagia y la zoofilia). Un buen ejemplo de
esta voluntad de diversificación y originalidad lo ofreció Robert Thomas, de
California, al distribuir en la red imágenes de actos sexuales, pero señalando que
sus participantes eran miembros de una misma familia y, aunque no había
pruebas de que se tratase realmente de relaciones incestuosas, se convirtieron
gracias a esta información en best sellers en el sector. En la misma línea,
Catherine McKinnon, activista antiporno y profesora de Derecho de la
Universidad de Michigan, se lamentó de que cuando en la red se anunciaban
escenas de sexo oral con atragantamiento, el número de visitas se duplicaba
(Time, 3 de julio de 1995).
Aunque la rápida y profusa extensión de la pornografía en la red pudo
sorprender a algunos expertos, en realidad el fenómeno no era nuevo y tenía un
claro antecedente con lo ocurrido antes con el sistema francés Minitel, red
telemática pública nacida en 1981 como sistema de videotexto hogareño,
implantada por el Estado y que permitía el acceso por vía telefónica a diversas
fuentes de información de interés público. Aunque Minitel había sido diseñado
como un sistema utilitario al servicio de la racionalidad de los ciudadanos, la
práctica demostró inesperadamente que sus necesidades no eran las previstas por
los bienintencionados diseñadores y expertos. En 1986, en efecto, se iniciaron
las llamadas messageries roses con tal fuerza, que el gobierno conservador gravó
fiscalmente sus mensajes con un 36 por ciento de su coste y el ministro Charles
Pasqua amenazó con prohibir los de contenido homosexual. Las messageries
roses llegaron a convertirse en la aplicación más utilizada de Minitel —con
títulos como Sextel, XTel, Desiropolic, Aphrodite, etc—, revelando una capa
subyacente de deseos en la población que no afloraba en las encuestas. Y los
rumores de prohibición de los usos dionisíacos de Minitel tropezaron
decididamente con la voluntad de la población, pues una encuesta de Louis
Harris en 1991 mostró que el 89 por ciento de los consultados se oponía a ello.
De manera que Minitel primero e Internet después demostraron que en las
sociedades modernas existen deseos confesables y deseos inconfesables y que el
volumen de estos últimos desborda las previsiones de los sociólogos y de los
políticos.
Es interesante observar cómo algunos progresos técnicos en el campo de la
comunicación social han creado alarma en los moralistas que se consideraban
custodios de la ética sexual tradicional. En realidad, el concepto moderno de
pornografía fue inventado en el siglo XIX por hombres conservadores de clase
alta, preocupados por alejar los contenidos eróticos de las mujeres y de las clases
inferiores. Cuando se introdujo el teléfono en la sociedad a principios del siglo
XX, estos mismos moralistas lo consideraron tan escandaloso como la
pornografía, porque permitió que las jóvenes burguesas —sus hijas— fuesen
cortejadas sin control ni censura por pretendientes que se infiltraban
descaradamente con su voz en el interior del hogar. Y cuando se inventó el cine,
la mezcla de sexos en salas oscuras y ante unas imágenes de gran poder
sugestivo hizo que fuese contemplado por aquellos moralistas como un
espectáculo nefando.
La alarma moral por el flujo de contenidos pornográficos en la red no tardó
en llegar hasta ciertos políticos y juristas, que decidieron movilizarse para
combatirlos. Se planteaba, en primer lugar, un problema semántico, a saber, la
definición de la pornografía. En realidad, los contenidos pornográficos estaban
doblemente acotados y definidos pragmáticamente por dos grupos humanos
opuestos: por la demanda de sus usuarios y por el celo de sus censores. Entre
ambos grupos moralmente antagonistas se dibujaba la provincia de lo
pornográfico, aunque con la cautela del relativismo geográfico y legal, pues lo
que se consideraba pornografía en Arabia Saudí podía no serlo en Suecia.
La primera iniciativa gubernativa contra la pornografía en la red se produjo
cuando el 28 de diciembre de 1995 el gobierno alemán obligó a la empresa
servidora Compuserve a privar a sus abonados de doscientos foros declarados
previamente ilegales en razón de su carácter pornográfico. Al año siguiente se
aprobó en Estados Unidos la ley titulada Communication Decency Act, que
otorgó poderes al gobierno federal para perseguir y prohibir los con tenidos
pornográficos en la red, a pesar de que algunos juristas discutían si Internet debía
ser considerado como un medio impreso, protegido, por tanto, por la Primera
Enmienda de la Constitución, o un medio de difusión, como la televisión,
controlable por el gobierno. El debate estaba servido.
Era evidente que sobre la red de redes circulaban muchos equívocos. Se ha
querido criminalizar la circulación por su red nerviosa de mensajes
pornográficos o terroristas, olvidando que tales mensajes han circulado antes
impunemente, durante décadas, a través del correo postal, del canal telefónico y
hasta de quioscos públicos, de modo que la red no ha hecho más que favorecer
su fluidez, capilaridad y alcance. Pero el debate sigue en pie y el gobierno chino,
por ejemplo, legisló en diciembre de 1997 sistemas para su control —a través de
las empresas servidoras y de los propios usuarios—, mientras que las autoridades
de Singapur limitaban su acceso a una élite de usuarios autorizados y
venturosamente el Tribunal Supremo norteamericano sentenció en junio de 1997,
en contra de lo dispuesto por la Communication Decency Act, que la red de
redes no podía ser censurada y que sus mensajes estaban protegidos por la
Primera Enmienda.
No obstante, en este tema se navega todavía por un océano de ambigüedades,
pues el mismo Tribunal Supremo de Estados Unidos sentenció en abril de 1999
por unanimidad que enviar correo electrónico con un lenguaje “obsceno, sensual,
lascivo, sucio o indecente” constituía delito, si tenía el propósito de molestar a su
destinatario. De manera que esta sentencia matizaba su fallo anterior, que había
declarado inconstitucional la prohibición del material “sexualmente explícito” en
la red, introduciendo el factor de la intencionalidad del emisor. Este cambio
provocó cierta confusión en la opinión pública y los profesionales del sector,
pues suele saberse dónde empieza la censura, pero nunca dónde acaba.
En cualquier caso, una anécdota revela mejor que nada los equívocos que
encierra todo este asunto. Cuando se discutió la ley contra la pornografía en
Estados Unidos, un servidor de la Casa Blanca bloqueó su texto porque su
programa detectó una palabra que estaba prohibida en el sistema: pornografía.
VI
LA HOGARÓTICA Y LAS ESTRATEGIAS
DEL EROTISMO

EL IDEAL CLAUSTROFÍLICO Y SUS SERVIDUMBRES


El siglo XX ha sido, entre otras cosas, el siglo de las revoluciones urbanas,
que se seguirán prolongando en el siglo que le ha sucedido. El Instituto de
Recursos Mundiales, de Washington, pronosticó en 1998 que en el año 2025 dos
tercios de la población del planeta vivirá en ciudades, encabezando el ranking
demográfico Tokio, seguida de Sao Paulo, Nueva York, México D. F., Bombay y
Shanghai. Por otra parte, a la vez que las grandes ciudades están padeciendo
violentos movimientos centrípetos, corno polos de atracción migratoria, padecen
también tendencias centrífugas, con las clases acomodadas que buscan instalarse
en sus periferias tranquilas y bien equipadas. Pero los abigarrados pisos-colmena
de los barrios populares suburbiales, que se constituyen en ciudades-dormitorio,
revelan flagrantes contradicciones entre la tendencia elitista y la realidad social.
De manera que la sociedad de la desmasificación de la burguesía convive
crudamente con la sociedad de la masificación y del anonimato. Y, para añadir
una nueva contradicción al sistema, el ideal telemático propalado por los
profetas de la revolución tecnológica promete la expansión y dispersión
territorial, ya que el teletrabajo y sus redes de telecomunicaciones hacen
innecesaria la proximidad física. El trabajo hogareño a distancia supone,
curiosamente, una regresión al viejo artesanato preindustrial, cuando los talleres
estaban en los hogares. Pero en este modelo postindustrial, la promesa
urbanística reside en la despoblación de las ciudades y en la periferización de los
nuevos hábitats,
En 1964 el publicista Ernst Dichter describió metafórica mente al hogar
como una “cueva aterciopelada”, espacio familiar narcisista en el que el ama de
casa detenta el poder hegemónico, aunque auxiliada por aparatos
electrodomésticos que tienen connotaciones masculinas, como sustitutos para el
trabajo físico pesado. Se han estudiado menos de lo que se debiera las
transformaciones del espacio doméstico en el último medio siglo, en la era de
expansión de los electrodomésticos, como ingredientes centrales en la llamada
“sociedad de consumo”. Está por estudiar, por ejemplo, el eventual impacto de la
imagen televisiva como protagonista de los salones burgueses, en relación con la
declinante costumbre de colgar cuadros figurativos en sus paredes. Dos siglos
antes, la emergencia del grabado mecánico en ellas había empezado a desplazar
a las pinturas que antes las ornaban y la imagen electrónica parece culminar
ahora este ciclo iconoclasta. Del mismo modo que la distribución de los sillones
en el salón se ha de efectuar ahora de modo que encaren cómodamente al
televisor y los muebles se han de distribuir evitando que se interpongan entre la
mirada de los moradores y la pantalla, algo que no ocurría en la era de la radio.
El entorno se ha convertido en algo tan importante en nuestra sociedad de la
imagen y de los electrodomésticos, que habría que introducir el verbo entornizar
para designar la actividad de los especialistas de la imagen y del diseño,
responsables de esta nueva biosfera artificial que el ciudadano moderno ha
creado para reemplazar su biosfera natural y silvestre. El arte de la entornizacion
es una actividad de verdadera ingeniería social, una política para crear actitudes
y comportamientos, para generar expectativas y respuestas, para condicionar
gustos y formas de vivir y de pensar.
En esta tarea han entrado en tromba arquitectos e ingenieros con el ideal
postindustrial de los llamados edificios inteligentes, que algunos ya contraponen
al hogar ecológico, sostenible y bioclimático, aunque nada autorice a llamarle
una casa “tonta”, por el hecho de estar insonorizada, de servirse de energía solar
o eólica, de ventilación para evitar la contaminación interior, de practicar el
aprovechamiento de residuos y de utilizar materiales reciclables que no sean
tóxicos ni peligrosos.
La casa automatizada, ideal hogarótico que constituye en realidad una casa
cableada y parabolizada de la era informática, en la que todo funciona con un
mando a distancia, ha sido blanco de muchas críticas, entre las que la más
sintética afirma que las casas inteligentes están hechas para usuarios tontos. Paul
Virilio, por ejemplo, ha dicho de ella que no está diseñada a la medida de una
persona normal, sino a la de un tetrapléjico o disminuido físico que no puede
desplazarse ni gastar energía física. En el seno de esta cueva hogarótica, ya no
aterciopelada, sino electrónica y telematizada, el ocio claustrofílico se
desenvuelve en torno a aparatos electrodomésticos de amplia gama, convertidos
en nuevos fetiches tecnológicos en el seno de un hogar-búnker que aspira a la
autosuficiencia, a modo de burbuja electrónica convertida en nuevo nicho
ecológico.
Así se ha ido forjando el larocentrismo postindustrial, con su territorialidad
narcisista protegida por medios electrónicos (alarmas, verjas electrificadas,
células fotoeléctricas, rayos infrarrojos), pues la sociedad de la privacidad vive
bajo la angustia provocada por la amenaza de la intromisión humana (ladrones,
raptores de niños) o tecnológica (micrófonos, teleobjetivos, etc.). Con ello se
refuerza la voluntad de erigir búnkers blindados y autosuficientes, convertidos
en células herméticas de consumo comercial, cultural e ideológico. El contraste
de estas viviendas herméticas con las de los nativos de las islas Tobriand que
describió Malinowski resulta llamativo. Sus viviendas estaban construidas de
modo que su interior pudiera verse desde fuera, con total accesibilidad, para
presumir de sus pertenencias, en una actitud ostentatoria y participativa
vinculada al ritual tribal potlach. En los actuales hogares herméticos y
aislacionistas, en cambio, se ha bloqueado la visión de sus interiores y su
opulencia debe inferirse por el jardín o la fachada.
Un factor económico importante que ha determinado la emergencia de este
hogar hermético y autosuficiente ha sido la propiedad privada de los
instrumentos del hardware y del software de las industrias de la comunicación y
del ocio. Tras la revolución del teléfono, que permitió hablar con todo el mundo
sin salir de casa, llegó el receptor de radio privado y luego el tocadiscos y, con
él, la colección de grabaciones discográficas, que luego fueron reemplazadas por
audiocasetes y por discos compactos en las estanterías. Y tras el televisor vino el
magnetoscopio doméstico y, con él, la colección de videocasetes, laserdiscos y
DVD (Digital Versatile Disc). Ya remolque del ordenador personal llegaron los
programas, disquetes y videojuegos, antes de la conexión al módem que le
enlaza al ciberespacio. Estas tecnologías culturales privatizadas eran
descendientes del libro, primer instrumento cultural de uso individualizado y
privado, contrapunto individualista a la cultura comunitaria y agorafílica del
teatro, del circo, del estadio y de las salas de conciertos y de cine, que reúnen en
un recinto a grandes multitudes para disfrutar simultáneamente de un mismo
espectáculo. Naturalmente, las tecnologías culturales de la privacidad
irrumpieron proveyendo un estatus social distinguido a sus propietarios, aunque
luego su propiedad se fue democratizando paulatinamente.
Esta irrupción obedecía a una razón económica muy clara, pues para las
industrias de hardware y de software resultaba más beneficioso y rentable la
venta masiva de sus productos a muchos consumidores individuales que su
usufructo colectivo, mediante alquiler o cesión, como ocurre con la escucha
colectiva de un disco a través de la radio o la contemplación de una película en
una sala pública o en un televisor. La confirmación de tal estrategia se produjo
cuando Hollywood confesó en los años noventa que sus ingresos por venta de
videocasetes superaban ya los derivados de la exhibición pública de sus
películas. En este esquema, ya no hay que salir de casa para consumir bienes
culturales, pues ellos se disfrutan en el interior del hogar bien equipado de la era
electrónica. Y hasta pueden autoproducirse con la videocámara y el ordenador.
España ha entrado hace ya años en este ciclo de propiedad privada de los
instrumentos y programas para la comunicación y el ocio. En 1999 se estimaba
que el 99,5 por ciento de los hogares estaban equipados con televisión y el 60
por ciento de ellos con dos aparatos o más. Y para alimentar sus magnetoscopios
domésticos sus usuarios compraron en 1994 12 millones de videocasetes, con un
desembolso de casi 24.000 millones de pesetas. Y el 25 por ciento de los hogares
poseía ya a finales de siglo un ordenador personal.
Pero este modelo de vida cotidiana, centrado en la claustrofilia doméstica
autosuficiente, con su correlato negativo de agorafobia pública, puede llegar a
ser psicológica y socialmente patológico. En este modelo subyace, en efecto, la
dicotomía selva-fortín, en la que el exterior urbano es percibido como selva
peligrosa, espacio de crimen, de inseguridad, de contaminación y hasta de
contagio, avalado por el neopuritanismo inducido por la plaga del sida. Frente a
ella se alza el fortín, que Tomás Maldonado ha descrito gráficamente como “en
el exterior, monumental fortaleza; en el interior, lujuriosa Disneylandia” (Crítica
de la razón informática). El lujoso fortín constituye una expresión de narcisismo
social, pero es por ello mismo un factor de desocialización, en el que no pocas
veces la esposa se queja al marido —o viceversa— de que “nunca salen”. Es
decir, el comportamiento es el propio de la agorafobia social, diversa de la
agorafobia clínica tradicional, tal como fue descrita esta patología en 1871 por
C. Westphal, y que el psicoanálisis ha asociado usualmente a la angustia de
separación de la madre en época temprana. Esta nueva agorafobia tiene, en
cambio, raíces ideológicas y sociales elitistas, como prolongación de los
comportamientos aristocráticos de la era preindustrial y como manifestación de
aversión al extraño. A la luz de esta dicotomía, puede afirmarse que el espacio
doméstico autosuficiente constituye un espacio centrípeto, de acuerdo con la
distinción del psicólogo Humphrey Osmond entre espacios sociópetos (como el
de una discoteca) y espacios sociófugos (como el de los aeropuertos y estaciones
ferroviarias).
Este modelo claustrofílico extrema, por tanto, el biosedentarismo ciudadano,
en una época ya castigada por la plaga del automóvil, que nos permite
desplazarnos sin movernos. Nunca viajó tanto el hombre gracias a sus ojos e
inmóvil desde una butaca como con la conjunción del automóvil y del televisor.
Este exceso patógeno de sedentarismo en la sociedad actual, caracterizada
además por las dietas altas en calorías, dualiza de nuevo al mundo moderno con
la “plaga del colesterol”, que contrasta agudamente con la plaga del hambre en
amplias regiones del planeta. En nuestras sociedades, muchos ciudadanos deben
ocupar en cambio una parte de su horario de ocio en actividades físicas enérgicas
e improductivas —footing, jogging, gimnasia, golf— para llevar a cabo aquel
ejercicio que en otras épocas se efectuaba funcionalmente al desempeñar tareas
económicas productivas. Hoy, en cambio, hay que pagar una cuota al gimnasio
para hacer trabajar los músculos del modo en que antaño lo hacían los siervos
para generar riqueza.
En la dicotomía selva-fortín está implícito un presupuesto ideológico, el que
opone a los ciudadanos integrados y a los excluidos de la élite del bienestar,
aunque con la paradoja añadida de que los integrados se convierten a su vez en
autosegregados voluntariamente de la fiesta agorafílica, pues la aventura
excitante y socializadora, con la posibilidad de nuevos encuentros, es más propia
de la selva que del fortín, con su soledad electrónica programada. En esta
dicotomía claustrofilia-agorafobia se oponen, por consiguiente, los siguientes
atributos y valores:

privacidad — comunidad
atomización social — masificación
reclusión hogareña — extroversión pública,
que se corresponden filogenéticamente con las oposiciones propias del
estado de naturaleza:

caverna — territorio cinegético


madriguera — caza.

Para explicar el ideal de la claustrofilia doméstica se han ofrecido


razonamientos de todo orden, comenzando por los biológicos. Se argumenta, por
ejemplo, que el imperativo territorial —de remoto origen alimenticio— está
inscrito genéticamente en el cerebro reptiliano (cuyo origen se remonta a unos
200 millones de años) y que el hombre todavía conserva en la formación
reticular mesoencefálica, el mesoencéfalo y las formaciones de base del cerebro.
En consecuencia, el hombre, como los restantes vertebrados, es un ser territorial
que asocia la idea de seguridad a un territorio propio de su fijación o
pertenencia. Este fenómeno biosocial conduce, a escala macroscópica, a la
institución de los territorios patria —cuya pertenencia se refuerza
emocionalmente con leyendas, banderas, escudos e himnos— y a las guerras
territoriales en su defensa. Ya escala microscópica conduce a una psicología
larocéntrica, centrada en el territorio domiciliar.
La territorialidad ha sido bien estudiada en nuestros parientes más próximos,
los chimpancés, que se organizan en grupos cerrados y dotados de un territorio
propio, del que extraen su alimento. En él los machos detentan un papel
dominante sobre las hembras y los ejemplares jóvenes y controlan y defienden
los límites de su territorio. Cuando en sus recorridos de control descubren nidos
dormitorios abandonados de chimpancés extraños los olfatean y destruyen. Y los
ejemplares intrusos en su territorio son atacados ferozmente, hasta producirles la
muerte. Los trabajos de campo de Jane Coodan contienen numerosos ejemplos
elocuentes acerca del imperativo territorial de esta especie.
En el hombre, el imperativo territorial se nutre de elementos simbólicos y es,
propiamente, una creación biocultural. Para empezar, recordemos que los
animales viven arrinconados en nichos ecológicos idóneos para cada especie,
mientras que el hombre se ha distribuido por toda la superficie del planeta, con
excepción de la inhóspita Antártida. El concepto simbólico de territorio se
formalizó en el neolítico, con la emergencia de la agricultura y del poblado
estable, de donde derivarían las primeras ciudades en Oriente Medio. Y en estas
ciudades se consolidó la distinción entre espacio interior y espacio exterior, entre
espacio doméstico y espacio urbano, entre espacio privado y espacio público.
Los templos podían constituir suntuosos espacios públicos, pero las pirámides
egipcias eran imponentes tumbas privadas para quienes se hallaban en la cúspide
del poder político. En éste y en otros ejemplos del mundo de los vivos se
demuestra que el territorio privado se convertía en una proyección simbólica del
individuo fuera de sí mismo, lo que justifica que el territorio se considere, en el
caso del ser humano, una creación biocultural.
En el siglo XX, como se dijo, esta distinción se maximizó a través de las
políticas de la comunicación y del ocio, pues en la esfera privada y claustrofílica
priman valores como la territorialidad, la protección, la seguridad, el refugio, el
recogimiento y la introversión, mientras en la ritualidad neotribal del ocio
agorafílico en el estadio, el circo, el teatro, el cine, la sala de conciertos, la
discoteca, el bar o la playa priman valores tales como la fiesta, la comunidad, la
extroversión, la interacción personal, la aventura, las nuevas relaciones, la
emulación y la liturgia coral.
Esta distinción territorial tiene además un eco psicológico natural en la
ambivalencia de las relaciones interpersonales, pues desde la infancia oscilan
permanentemente entre la tendencia al contacto social (extroversión) y la
tendencia a rehuirlo (introversión), siendo ambas conductas perfectamente
funcionales, complementarias y lógicas y sólo cuando una de estas tendencias
aparece hipertrofiada o exclusivista puede hablarse de comportamiento
patológico, en un arco que se extiende desde el sujeto maníaco al autista. Como
antes se explicó, las nuevas tecnologías de la comunicación y del ocio, que
priman su uso privado y doméstico, tienden a primar la segunda tendencia en
detrimento de la primera. Es la actitud que antes hemos caracterizado como
claustrofilica y larocéntrica, que implica por demás un alejamiento del mundo
exterior y un divorcio radical de la naturaleza. Un divorcio del útero de la
especie que no es fácilmente reparable, pues el aire fresco y el sol estimulan la
circulación sanguínea y activan los sistemas homeostáticos de regulación
térmica, de un modo que no pueden conseguir los sistemas artificiales, como las
lámparas de rayos ultravioleta.
Pero, igual que ocurre con el gimnasio, los nuevos estilos de vida han hecho
aparecer otras formas de compensación psicosomática, que tratan de restablecer
cierta reconciliación con la naturaleza perdida. Así, el week-end en el campo o
junto al mar, así como actividades deportivas tales como la caza, la pesca o la
navegación, retrotraen al hombre urbano a los orígenes de la especie, haciendo
que lo que fueron duras tareas para la supervivencia en un hábitat agreste se
conviertan ahora en actividades lúdicas y relajantes, en compensaciones
naturalistas o en simulacros filogenétícamente nostálgicos, que exorcizan con la
clorofila o las sales marinas los artificios de la sociedad postindustrial.
Ya el doctor Jean Itard, que se ocupó de cuidar y estudiar al niño asilvestrado
Victor (y que Francois Truffaut inmortalizó en su film El pequeño salvaje),
observó que cuando se producían tormentas Victor reaccionaba gozosamente y
se recreaba saltando alegremente bajo la copiosa lluvia que le empapaba, como
feliz reencuentro con la libre naturaleza de la que había sido desgajado contra su
voluntad. Victor había vivido la mayor parte de su vida en el bosque y, por eso,
su cautividad social era vivida como una penosa imposición, que le hacía añorar
su estado natural. El ejemplo de Victor es un caso ciertamente extremo, pero el
etólogo alemán Irenäus Eibl-Eibsfeldt ha acuñado la acertada expresión
“fitofilia” para designar la afición del hombre urbano a rodearse en sus casas de
plantas y flores de adorno, que expresan la nostalgia del biotopo primigenio
perdido. Y hace notar con agudeza con cuánta frecuencia aparecen imágenes de
plantas y flores estampadas en cortinas, colchas y trajes femeninos. A través de
estos sucedáneos visuales se evoca la nostalgia del “vergel perdido” de los
orígenes de la especie. Y, siguiendo su misma lógica, podríamos calificar como
“talasofilia” a la difundida afición a los baños de mar, a la inmersión en el
líquido nutricio en el que se gestó el origen de la vida.
Pero el ideal claustrofílico plantea además otras implicaciones más
personalizadas que las derivadas del divorcio radical de la naturaleza. A veces el
hogar ha sido presentado como un simulacro simbólico del claustro materno y
como un refugio emocional para sus habitantes. La comparación fisiológica es a
todas luces exagerada, pues el cálido líquido amniótico del vientre materno
significa nutrición y calor biológico para el feto, a la vez que los latidos del
corazón materno aportan su ritmo de acompañamiento. Pero el refugio
emocional es sin duda cierto para las familias bien cohesionadas, mientras que
para las familias que padecen conflictos intestinos su espacio se convierte en un
potente incitador ansiógeno en lugar de un refugio emocional.
Por consiguiente, la función balsámica del espacio hogareño ha de ser puesta
en perspectiva crítica a la luz de la extendida crisis de la familia occidental y del
auge del individualismo, corolario de la autonomía del ego en nuestra cultura. En
la actualidad, aproximadamente un tercio de las viviendas de Nueva York están
habitadas por una sola persona, los llamados singles, que no pocas veces se
rodean de algún animal de compañía y que han activado un importante mercado
de productos singles (cafeteras y útiles de cocina unipersonales, por ejemplo).
En Europa, la tendencia single está encabezada por los países nórdicos, en razón
de sus altas tasas de ocupación laboral femenina, cercanas al 60 por ciento: el 24
por ciento de los suecos son, en efecto, singles. En Cataluña, en cinco años
(entre 1991 y 1996), el número de mujeres y hombres jóvenes que formaron
hogares unipersonales se duplicó (La Vanguardia, 8 de marzo de 1999).
A la vista de estos datos se verifica que el ideal claustrofílica constituye un
obstáculo severo para la socialización y el establecimiento de relaciones
afectivas interpersonales. Una comedia norteamericana de desencuentros, Denise
te llama (Denise Calls Up, 1995), de Hal Salwen, ha satirizado con mucha
agudeza la actual escisión de las relaciones interpersonales en la sociedad
postindustrial, mediadas por el teléfono, el fax y el correo electrónico, hasta el
punto de que la protagonista que desea tener un hijo debe recurrir a un banco de
semen. Una función central de la cultura agorafílica tradicional es precisamente
la de proporcionar un territorio de socialización sexual a los individuos, en
discotecas, bares, clubs, fiestas, etc. El ideal claustrofílico atenta contra tal
socialización y, en el caso de los hogares unipersonales, impone con frecuencia a
su habitante la evidencia y el consiguiente estrés de su soledad. La disfunción
biológica de esta opción, cuando no está atemperada por otras alternativas
socializadoras, es notoria. Monos jóvenes criados experimentalmente con
madres simuladas en tela que sólo les alimentaban evidenciaron a las pocas
semanas graves carencias físicas y trastornos psíquicos. En definitiva, el estado
robinsónico no constituye un ideal para la especie humana.
La comunidad sin proximidad física ni emocional convierte a la sociedad en
un desierto lleno de gente. Y es evidente que el nuevo Homo otiosus tiende a
sustituir masivamente la comunicación sensorio-afectiva por la comunicación
meramente informativa, con ocho horas ante la pantalla del ordenador y luego
tres o cuatro ante la pantalla del televisor doméstico. De tal modo que los signos
tienden a suplantar a las personas y las cosas, como la flor de plástico a la flor
natural o los peces estampados en la cortina al medio acuático. El triunfo de la
cultura de los interfaces, mediadores que transportan hasta los ciudadanos
representaciones vicariales y experiencias mediadas del mundo físico, supone
una grave mutilación sensorio-afectiva. Y las estadísticas empiezan a detectar
tales carencias: según un estudio del Instituto Nacional de Estadística francés,
desde 1983 a 1997 las conversaciones directas de los ciudadanos con sus
comerciantes vecinos descendió un 26 por ciento; las charlas con amigos el 17
por ciento; con los colegas de trabajo el 12 por ciento y con los otros miembros
de la familia el 7 por ciento. Pero este declive contrastó con un mayor uso del
teléfono (El País, 14 de abril de 1998).

LAS ESTRATEGIAS DEL EROTISMO


Se ha dicho que la sexualidad ha sido el invento más divertido de la especie
humana. Y habría que añadir que es también uno de los más antiguos. Pero las
estrategias y tácticas de la sexualidad humana han conocido numerosos avatares
a lo largo de la evolución. El homínido que nos precedió en el proceso evolutivo
practicaba la cópula montando a la hembra por detrás, como hacen sus parientes
más próximos, los monos. El coito frontal constituyó una innovación importante
que data por lo menos de hace 300.000 años, a juzgar por la pelvis del Homo
Heidelbergensis hallada en Atapuerca en mayo de 1999. El coito frontal supuso
importantes ventajas adaptativas, pues permitió una mayor extensión del
contacto corporal, aportó el estímulo emocional de contemplar el rostro de la
pareja durante el coito y permitió el invento del beso, otra innovación humana
que tendría un gran futuro, y cuyo origen filogenético hacen remontar los
etólogos al placer del bebé primitivo al recibir de la lengua materna su comida
premasticada.
En la etapa del coito trasero, las nalgas femeninas —mayores y más carnosas
que las masculinas— constituían el señuelo erógeno para el macho, como ocurre
con los simios, en su condición de señalizadoras de la meta fisiológica y central
de la vulva roja. En algunas especies de monos, el trasero de la hembra enrojece
con intensidad en la época del celo, para enviar una señal funcional al macho.
Pero llegó un momento en que los homínidos adquirieron la estación vertical.
Según el antropólogo Owen Lovejoy, el bipedismo fue consecuencia de la
necesidad de la hembra prehumana de sostener y llevar más fácilmente a sus
crías. Pero esta carga supuso también una dificultad para procurarse alimento, de
manera que el macho paterno tuvo que cooperar para obtener la alimentación
requerida.
Pero la marcha vertical tuvo también el efecto erótico negativo de ocultar la
vulva a la mirada frontal y, según Desmond Morris, el desarrollo hemisférico de
los pechos femeninos —los únicos prominentes de todos los primates—
constituyó una evolución auto mimética para crear dos simulacros eróticos de las
nalgas en la zona frontal del cuerpo, mientras la abertura del ombligo actuaba
como eco visual de la vagina. Y Morris añade que la costumbre femenina de
pintarse los labios, presente en todas la culturas, constituye una evocación
estimulante de la abertura vaginal, mientras que el colorete aplicado en las
mejillas sería un eco de las mencionadas callosidades traseras de muchas
hembras simiescas que se colorean vivamente para atraer al macho, aunque
también se añade el efecto de irrigación sanguínea con el que la mujer manifiesta
su excitación sexual que precede al orgasmo.
A lo largo de la historia, los artificios del arte y de la moda no han ignorado
aquellas estimulaciones primigenias y, por ejemplo, la moda del polisón a finales
del siglo XIX (el llamado cul de Paris) no hizo más que exagerar
desmesuradamente el tamaño de los glúteos femeninos, a la vez que cubría la
totalidad de sus piernas, como eco erótico-filogenético del incitador sexual del
macho primitivo. Y las famosas ligas verticales para prender las medias
femeninas y pendientes de un liguero horizontal no hacen más que encuadrar y
señalizar sus genitales para realzarlos con protagonismo visual, en concordancia
con las exigencias eróticas surgidas a raíz de la estación vertical.
Los homínidos instauraron la familia monógama hace unos cinco millones de
años, a partir de la división del trabajo, con el macho buscando comida y la
hembra cuidando las crías, Esto explica que la musculatura torácica y de las
extremidades del macho se desarrollaran más, así como su capacidad cerebral
para procesar información visual, para afrontar con ellas las tareas de la caza y
del transporte de presas con mayor eficacia. Pero para que esta división del
trabajo tuviera éxito hacía falta que los machos tuvieran garantías de que la
comida que traían alimentaba a sus propias crías y no a las de otros machos; y
que las hembras tuvieran la certeza de que los machos dedicaban sus esfuerzos a
alimentar a sus crías y no a las de otras hembras. De manera que la especie
humana, a diferencia de los monos antropoides, desarrolló la relación de pareja
estable para activar un comportamiento paterno cooperativo en el macho que
había participado en la procreación, en favor de una cría de evolución muy lenta
comparada con otros mamíferos y por ello con una infancia muy prolongada y
vulnerable.
Esta relación estable de pareja tenía que fortalecer su vínculo mediante una
gratificación sexual permanente, que garantizara la fidelidad y la unión, y no
asociada solamente a la función procreadora en los distantes ciclos de
fecundidad femenina, como ocurre en los monos. Esta necesidad modificaría la
sexualidad femenina, que ya no podía ser sólo receptiva en las épocas de celo,
como en los restantes primates, sino que tenía que caracterizarse por su
receptividad sexual continuada. El aparato sexual femenino se adaptó a tal
necesidad y por eso su clítoris tiene una inervación más rica y densa que el pene,
para proporcionarle una mayor gratificación sexual. Y la nueva relación entre los
dos sexos influiría también en sus comportamientos y estrategias de seducción
orientadas hacia el varón, para demostrarle su permanente receptividad sexual.
Pero estas estrategias se inscribían en el marco de una acentuada asimetría de
los mecanismos reproductivos en ambos sexos. La mujer tiene una vida
reproductiva mucho más breve que el hombre y esto hace que un óvulo suyo sea
mucho más valioso que el único espermatozoide que, compitiendo con millones
de ellos, haya conseguido fecundarlo. La mujer produce un óvulo una vez al mes
y, al quedar embarazada, su fertilidad queda cancelada durante nueve meses, una
fracción sustancial de su vida reproductiva, mientras que el padre puede
fecundar a otras mujeres durante este periodo. De ahí deriva la práctica frecuente
de la poligamia en muchas sociedades a lo largo de la historia y la percepción
usual de que la poligamia es más aceptable y biológicamente funcional que la
poliandria, que se dio en algunas sociedades matriarcales.
Es en este contexto biológico que hay que entender los mecanismos del
apareamiento humano. En efecto, el deseo sexual lleva al individuo a buscar una
pareja; la atracción sexual individualizada le lleva a elegir una persona específica
y a esforzarse por conseguirla. Y el vínculo afectivo permite su unión duradera,
para garantizar el buen fin de la procreación, como antes hemos explicado. Pero
en la elección de la pareja intervienen determinadas consideraciones, como la
afinidad que une con intereses comunes y la lejanía que hace deseable al
individuo. Muchas hembras de primates abandonan su manada originaria (en un
movimiento exógamo), pero para unirse a un grupo vecino, es decir, no muy
alejado genéticamente (tendencia endógama). La naturaleza ha desarrollado,
como puede verse, mecanismos de prevención del incesto, para evitar las taras
derivadas de la consanguinidad. En el ser humano los individuos, al aparearse,
suelen buscar un equilibrio entre la seguridad confortable de la endogamia de
grupo (por sus afinidades culturales e intereses comunes) y el atractivo exótico
de la exogamia.
Pero el ascenso del número de divorcios en la sociedad occidental sugiere
intensamente que el ser humano tiende a sucesivas relaciones monógamas,
justificadas por la necesidad de dar lugar a una mayor combinación genética con
parejas y descendientes distintos. De manera que los tópicos populares del “tedio
matrimonial” y de “la comezón del séptimo año” tendrían una fundamentación
biológica en la necesidad de nuevas combinaciones genéticas, tras haber
consolidado una descendencia.
Pero no todos los individuos procrean, como es bien sabido, e
investigaciones llevadas a cabo en Estados Unidos indican que los sujetos más
dotados intelectualmente procrean mucho menos que los menos dotados. Y este
fenómeno resulta más nítido entre los negros que entre los blancos y entre las
mujeres que entre los hombres, evidenciando la potencia del componente
intelectual y previsor en la administración de la vida instintiva. Consciente de
este problema, el gobierno chino autorizó en 1999 —en una iniciativa
dudosamente comunista— un banco elitista de semen, donado por intelectuales,
artistas y hombres de negocios de éxito (Science, 16 de julio de 1999). Tampoco
suelen procrear los homosexuales ni las lesbianas, siendo por lo general los
primeros proclives a relaciones rápidas, furtivas y desprovistas de afecto, a
diferencia de las segundas, que suelen desear una mayor afectividad y una
relación más estable. En resumidas cuentas, la significación de la sexualidad es
muy diferente para ellos y para ellas.
El ritual no verbal del coqueteo del Homo sapiens es similar al de muchos
mamíferos, con una fase inicial de autopresentación ostensiva y favorecedora,
para llamar la atención de manera positiva de la persona pretendida. A ella
contribuyen eficazmente, en nuestra cultura, las industrias de la moda y del
maquillaje, pero mucho menos la de los perfumes, como luego se verá. Son
también frecuentes los gestos de sumisión, comunes con los primates, como las
palmas de las manos hacia arriba (signo de sumisión: con este gesto se reza en el
islam y, en otro contexto, se indica que no se portan armas), o la cabeza ladeada,
como hacen los animales que ofrecen la yugular al congénere dominante.
Estudios empíricos efectuados por antropólogos en bares y en fiestas mundanas
occidentales revelan que las mujeres emiten mayor número de estas señales y
esto hace que no necesariamente las más atractivas sean las que liguen más, por
la mayor elocuencia del lenguaje no verbal de las menos atractivas, para
contrarrestar competitivamente su menor vistosidad estética.
El lenguaje no verbal es determinante en el establecimiento de la
aproximación erótica, pues es habitual que en nuestra sociedad del anonimato
tiendan a enmascararse los sentimientos como estrategia de autoprotección y
para ocultar las propias debilidades. Pero si el lenguaje verbal sirve para mentir,
como observó Platón, o para esconder los sentimientos, el lenguaje gestual y
corporal es siempre mucho más sincero, como demostraron los experimentos
filmados por Gregory Bateson.
Las miradas constituyen un elemento importantísimo para establecer
relaciones interpersonales. A diferencia de los restantes primates, el ser humano
posee una esclerótica blanca, particularidad tal vez desarrollada por la necesidad
grupal de emitir señales silenciosas durante la caza. El contraste entre la
esclerótica y el iris coloreado, reforzado por la función expresiva de los párpados
y de las cejas, forman un conjunto de máxima expresividad en el interior del
óvalo facial. Los bebés de todas las culturas buscan el contacto visual con sus
madres y sus allegados y su reconocimiento se traduce en una sonrisa de placer,
a la vez que los sujetos mirados suelen gratificar al bebé que les mira con sus
risas y gestos celebrativos, de manera que consolidan un verdadero diálogo de
miradas, pues el blanco de la esclerótica permite identificar la dirección de la
mirada de los sujetos, una información fundamental en la autodefensa tanto
como en el coqueteo sexual. No en vano los ojos han sido llamados
popularmente “ventanas del alma” y la dilatación de sus pupilas delata el interés
positivo que un estímulo suscita en una persona.
Esta función esencial de la mirada no ha pasado desapercibida a los
burócratas censores de algunas sociedades puritanas. Así, en julio de 1995 el
ayuntamiento de Minneápolis prohibió a los trabajadores de la construcción que
miraran “de manera insinuante”, es decir, durante más de nueve segundos, a
los/las peatones, so pena de ser castigados con una multa disciplinaria e incluso
con un eventual despido por “acoso visual”. Con anterioridad, una alumna de la
Universidad de Toronto había denunciado al profesor Richard Hummel por
“acoso visual”, pero éste consiguió ganar la demanda judicial, aunque tuvo que
abandonar su puesto académico (El Mundo, 25 de julio de 1995). Como puede
verse, en la sociedad postindustrial neopuritana las estrategias del cortejo erótico
han de lidiar con frecuencia duras escaramuzas con los custodios de lo
“políticamente correcto”.
A partir de todos los condicionamientos relatados, en el encuentro erótico el
hombre solicita, pero la mujer tiene el poder de conceder o de rehusar. Como
contrapartida, si una mujer desea a un hombre, éste no podrá satisfacerla si ella
no activa su deseo y sus respuestas fisiológicas. De lo que se deduce algo tan
obvio como que para que exista una pareja erótica debe producirse una
cooperación activa y eficaz entre sus dos miembros. Y las emociones
gratificadoras repetidas, asociadas a su interacción sexual, contribuyen a
consolidar sentimientos positivos de afecto entre ambos.
En la aproximación sexual entre todos los mamíferos desempeñan las
feromonas una función esencial, pues se dirigen al sentido más arcaico, al bulbo
olfatorio que se halla en la base del cerebro, al sentido protopático (es decir, de
un sistema de señalización emocional) más antiguo y universal en el reino
animal. Krafft-Ebing ya relató, en su Psychopathia Sexualis (1894), el caso de
un campesino alemán que seducía a las muchachas pasando su pañuelo mojado
con sudor axilar, durante el baile, ante sus narices. Pero el uso de jabones,
desodorantes, colonias y perfumes en nuestra cultura moderna ha reprimido
drásticamente el sistema señalizador de los olores corporales naturales, por lo
que han tenido que hipertrofiarse otros estímulos, especialmente los visuales. Ya
al referirnos antes a la función cazadora del macho primitivo señalamos que su
sentido de la vista fue primado durante la evolución en comparación con el de la
hembra, que potenció biológicamente en cambio otras habilidades. Y esto nos
conduce al tema de la pornografía visual, como objeto destinado a una
sexualidad visual autárquica.
La pornografía se desarrolló como negocio para estimular la sexualidad
masculina y tal misión es perfectamente funcional con la mayor excitabilidad
erótica visual del hombre en relación con la mujer (generalmente más sensible al
rito, a la verbalidad ya la tactilidad), según una diferencia perfectamente basada
en sus roles biológicos antes descritos, ya que el papel masculino de agente
activo en la relación sexual ha primado su sensibilidad teledetectora y de fijación
a distancia de su objeto sexual, como hacen otros mamíferos machos mediante el
olfato. En nuestra sociedad, que ha semiatrofiado la función del olfato, la
principal actividad teledetectora sexual se ejerce mediante el sentido de la vista,
agudamente sensibilizada para tal función erótica. Y tal hipersensibilidad erótica
ha hecho del hombre el destinatario óptimo de los estimulas pornográficos que
hoy difunden profusamente las industrias de la imagen en la cultura de masas.
LA MIRADA PORNOGRÁFICA
Es sabido que los dos motivos estadísticamente más recurrentes en la pintura
occidental han sido el paisaje y el cuerpo humano, es decir, el paisaje natural y el
paisaje antropológico. Mientras que la civilización industrial se ha encargado de
demoler la iconografía paisajística, en la era massmediática ha seguido vivo y en
pie el culto icónico a la anatomía humana. Y prueba tal vitalidad, de modo
paradójico, el hecho de que para algunas culturas puritanas el desnudo siga
resultando ofensivo. Así, el rechazo en julio de 1995, por parte del ayuntamiento
de Jerusalén, de una reproducción del David de Miguel Ángel que el
ayuntamiento de Florencia le había ofrecido con motivo del tercer milenio de la
ciudad, alegando que era un desnudo, no hacía más que ratificar su contundente
eficacia expresiva.
En la cultura de masas mercantilizada, el culto a la anatomía humana ha
contado con el plus añadido de exhibicionismo para unos y de voyeurismo para
otros, que el desnudo no poseía, por ejemplo, en la cultura grecolatina o en el
Renacimiento, a pesar de que Tiziano hizo que su Venus desnuda interpelase con
su mirada al espectador (recurso copiado más tarde por Gaya con su Maja y por
Manet con su Olympia). En el exhibicionismo mercantilizado de nuestro
panorama mediático los sujetos públicos, y en particular los sujetos públicos
investidos de prestigio erótico, constituyen puntos focales de interés colectivo,
sean actrices, cantantes o gigolós (y por eso la revista Interviú propone con tanta
frecuencia la sección “Desnudamos a…”). Se trata de un explicable
desplazamiento metonímico desde el espíritu (las pasiones del sujeto) hacia el
cuerpo famoso que las ejecuta o las pone en escena y, para ser más precisos,
hacia ciertas partes del cuerpo que desempeñan un papel privilegiado en tal
puesta en práctica de la pasión, creando una jerarquía erótica de las partes del
todo, es decir, entronizando la sinécdoque pars pro toto como expresión suprema
de la escena amorosa. Así se constata la curiosidad pública hacia ciertos penes
célebres de reputada longitud y actividad, como el de Harry Balafonte, o el del
diplomático y playboy dominicano Porfirio Rubirosa, o el del conde Alessandro
Lequio. Porque todos los genitales parecen iguales al observador poco perspicaz,
pero en realidad son distintos y personalizados, como lo son todos los pies y
todos los rostros humanos.
Desde un enfoque muy diverso, Jacques Lacan nos ilustró hace años acerca
de la pulsión escópica del hombre, de modo que el voyeurismo constituiría un
tropismo natural de la mirada ante motivos sexuales, activado por la energía
libidinal que está en la base de la reproducción de la especie. Empleando la
terminología de la gestalt, se diría que la mirada humana es atraída, en tales
casos, por un estímulo óptico de alta pregnancia. No obstante, la tradición
psiquiátrica (puritana) ha clasificado en el renglón de las perversiones al
mironismo sexual, que recibe nombres clínicos tan abundantes que parecen
certificar su extendidísima presencia en la sociedad, lo que negaría
estadísticamente su condición de perversión. En la literatura clínica, en efecto, al
mironismo se le llama técnicamente voyeurismo, mixoscopia, escopofilia,
escoptofilia, escopolangia y gimnomanía, designándose con tales términos la
práctica de derivar la gratificación erótica de la mirada depositada sobre un
cuerpo desnudo o una escena sexual. Decíamos que esta supuesta perversión está
tan generalizada, que un estudio empírico de laboratorio efectuado en Estados
Unidos acerca del comportamiento de la audiencia televisiva con el telemando
reveló que las imágenes que más anclan su atención son los desnudos erotizados
y las escenas de muerte violenta. De lo que se debe concluir que el voyeurismo
es una respuesta biológica canónica y no una perversión, a menos que sustituya
totalmente la interacción sexual personalizada con otros sujetos.
Si hace años Guy Debord calificó con pertinencia a nuestra sociedad como
sociedad del espectáculo, la pulsión escópica colectiva hace que esta misma
sociedad pueda contemplarse al mismo tiempo como una sociedad mirona, en la
que ella misma, y en especial sus sujetos públicos, se ofrecen como sujetos de
deseo y objetos de espectáculo a la mirada colectiva. Esta misma lógica escópica
es la que conduciría al nacimiento de lo que los politólogos llaman Estado-
espectáculo.
Si el voyeurismo es una práctica antigua ya condenada en el Génesis, en el
pasaje en que Noé maldice la estirpe de su hijo Cam porque éste vio sus
genitales mientras dormía, en la era mediática el voyeurismo se ha potenciado
con los soportes de información —fotoquímicos, electrónicos y digitales— que
contienen reproducciones vicariales de cuerpos desnudos y de actividades
sexuales. Esta explosión escopofílica masiva basada en la iconomanía,
iconofilia, iconolgnia e idolomanía, está en la base de la expansión comercial y
de la prosperidad de las industrias pornográficas de la imagen, que se basan en la
paradoja de que lo que para unos sujetos activos ante el objetivo de la cámara es
erotismo y ejercicio sexual de buena ley, y no pornografía, para quien les mira es
en cambio pornografía y desviación erótica. Y este juicio moral descalificador
deriva de que estas apetitosas producciones icónicas o audioviuales han hecho
del objeto del deseo un mero fantasma, unas manchas de colores sobre papel, o
unas sombras móviles sobre una pantalla, en sustitución de unos cuerpos reales
y, sobre todo, de los placeres de la tactilidad.
Con esta referencia obligada a los medios de comunicación se llega a la
analogía de los medios con las ventanas, o ventanucos, a través de los cuales
unos espectadores atisban el mundo y sus figuras más relevantes. En esta
función de los Inedias como ventanas o ventanucos sobre el paisaje social
reaparece el mironismo colectivo, el voyeurismo propio del peep-show en el que
se paga por ver a través de un vidrio, que inhibe la tactilidad, a una persona
desnuda o a una pareja fornicando a un metro de distancia, para satisfacer un
deseo ajeno.
El cine, que es un espectáculo público de imágenes fotográficas en
movimiento, se basa en el voyeurismo congénito y esencial del público, en su
necesidad emocional profunda, que en siglos anteriores satisfizo el teatro, de
atisbar o espiar vidas ajenas, sin que los espiados parezcan darse cuenta de tal
observación ajena. Ya en el cine mudo primitivo se formalizó un elocuente
género, al que se le denomina precisamente film-voyeur, en el que aparecía en la
pantalla la silueta de una cerradura en primer plano y tras ella se veía a una
mujer que se desnudaba, aunque sólo hasta el límite que la puritana censura de
principios del siglo XX permitía. Pero este género resulta muy interesante, porque
interpelaba a los espectadores con la proposición de una cámara con punto de
vista subjetivo, o en primera persona visual, invitándole a mirar aquello que, a
fin de cuentas, al final tampoco se le permitía ver. De modo que el film-voyeur
primitivo proponía, en definitiva, un excitante pero a la postre frustrante
aperitivo erótico, interrumpido cuando mayor era el deseo del espectador.
El cine pornográfico nació en la clandestinidad de los burdeles, para excitar
funcionalmente a su clientela masculina. Su designación popular resultó muy
elocuente, pues en inglés estos films se llamaban smokers, en una época en que
sólo fumaban los hombres, y en francés cinéma cochon, designación que admitía
sin tapujos ni atenuantes su condición de excitante de las bajas pasiones
masculinas. Su nacimiento en los prostíbulos obedecía a una lógica económica
implacable, pues tenía una función promocional para el cliente, para que
acudiese al local, y, en segundo lugar, la función de excitarle para que contratase
los servicios sexuales mercantiles propuestos por la casa. Pero, al margen de los
burdeles, el género recibió pronto la atención de las clases altas. Se ha dicho que
en la Inglaterra victoriana era de buen tono entre los hombres elegantes consumir
pornografía, escrita y visual, cuando era escasa y cara, pero que se devaluó y
perdió interés cuando el género se popularizó. Sabemos también que la
aristocracia zarista era consumidora de pornografía, como lo era el rey
Alfonso XIII de España, quien se solazaba con las peliculitas que confeccionaba
para él la empresa Royal Film de Barcelona. Y al ser derrocado el rey Faruk de
Egipto en 1952 se le encontró en palacio una nutridísima pornoteca con
materiales procedentes de diversos países.
Cuando el cine pornográfico florecía en los burdeles era, en rigor, un género
tolerado por las autoridades, aunque con su tolerancia circunscrita a aquellos
locales. En el film norteamericano La noche de los maridos (The Bachelor
Party), rodado en 1957 por Delbert Mann en una época en que el cine porno no
podía circular públicamente en Estados Unidos, se ve en cambio a unos hombres
que, en una despedida de soltero, con templan una película pornográfica. Es
decir, se ve a los contempladores y sus reacciones, pero no se ve lo contemplado,
del que se certifica indirectamente que, pese a su prohibición oficial, tiene
existencia social, aunque sea una existencia periférica o marginal. Mientras que
por estas fechas en la Cuba gobernada por Fulgencio Batista el cine porno era
proyectado en salas públicas, a veces reutilizando películas normales de
Hollywood, a las que se les añadían insertos pornográficos anónimos cuando
llegaban las escenas de amor.
La conmoción social y moral libertaria de 1968 resultó decisiva para iniciar
la despenalización de la pornografía en muchos países occidentales, en un
proceso que se desarrolló a lo largo de los años setenta, coincidiendo, por otra
parte, con la segmentación del mercado audiovisual entre cine y televisión,
dividiendo sus funciones culturales, con un público cinematográfico más
reducido, más joven, menos conservador y más especializado y la televisión
convertida en refugio de un amplio público indiferenciado e interclasista, en
cuyo seno se albergaba la conservadora “mayoría silenciosa”. En esta nueva
situación, los focos de irradiación de la pornografía despenalizada fueron, desde
1969, San Francisco en California y los países escandinavos en Europa. Y
paralelamente al desarme censor oficial del cine que, para competir
comercialmente con la televisión con mayor permisividad, hacía aparecer en el
mercado películas caracterizadas por su ultraviolencia —como Perros de paja
(Straw Dogs, 1971) de Sam Peckinpah, o La naranja mecánica (A Clockwork
Orange, 1971) de Stanley Kubrick—, bajo la clasificación X empezaron a
difundirse también, en circuitos específicos, películas de pornografía dura o
hard, como Garganta profunda (Deep Throat) —fantasía sobre una muchacha
que descubría que tenía su clítoris en la garganta—, Tras la puerta verde (Behind
the Green Door) y The Devil in Miss Jones, que obtuvieron, por su novedad,
óptimas recaudaciones, llegando a batir en las taquillas a los grandes títulos del
cine comercial de Hollywood.
Si se piensa bien, el cine pornográfico duro nacía de una lógica rigurosa e
implacable, generada por las frustraciones implícitas en el cine de ficción
tradicional. En las películas tradicionales, cuando la pasión encendía los instintos
de una pareja de enamorados, la pantalla mostraba sus dos rostros unidos en un
cálido beso y, a continuación, aparecía un fundido en negro que censuraba la
visión de la acción que sucedía lógicamente a aquel beso apasionado. En otras
ocasiones la frustración era mayor, si cabe, pues la cámara se alejaba
púdicamente de los amantes con un movimiento panorámico, para encuadrar el
fuego chisporroteante en la chimenea o las olas del mar rompiendo contra las
rocas, como socorridos símbolos figurativos de la pasión erótica. Pues bien,
rebelándose contra las censuras ejemplificadas por estás omisiones y estas
metáforas, el cine pornográfico se convirtió en un género específico,
especializado de modo monotemático en la exhibición de aquello que sucede
después del beso apasionado y del fundido, o en lugar del fuego chisporrotean te
o de las olas rompiendo contra las rocas. Si Freud explicó que el tabú está en el
origen de la metáfora, para designar lo innombrable de otro modo distinto, el
cine porno nació como sublevación contra la censura metafórica. En este
sentido, el cine porno supuso un acto de liberación contra una forma de censura
social.
Pero, lamentablemente, este origen encasilló al género en una selectividad
monotemática y redundante, que no tenía que haberse producido necesariamente.
Pero la compartimentación del negocio de producción y de distribución
cinematográfica, las reglas del mercado y las habilidades especializadas de los
actores y actrices contribuyeron a encerrarlo en un gueto sociocultural. Sin
embargo, no cuesta mucho imaginar una película corriente en la que, junto a
otras incidencias argumentales diversas, los encuentros de los amantes se
escenificaran con plenitud y en detalle, de modo que no se produjera el actual
divorcio cinematográfico entre vida y sexo. En la actualidad, tan sólo muy
excepcionalmente encontramos películas que repudian esta escisión, como
ocurre en El diablo en el cuerpo (Il diavolo in corpo, 1986), de Marco
Bellocchio, en donde se escenifica una felación no fingida que practica
Marushka Detmers a Federico Pitzalis. El caso de El imperio de los sentidos
(1976), de Nagisa Oshima, es bastante distinto, porque en esta película tan
atípica y tan castigada por las diferentes censuras, el eje del relato es una
actividad erótica obsesiva y, con la excepción del rito sadomasoquista del final,
que concluye con la muerte y mutilación del amante, los actos sexuales no están
fingidos. Y aunque recientemente la excepción realista ha vuelto a producirse
con la película francesa Romance (1999), de Catherine Breillat, esta amalgama
veraz está lejos de ser común. Pero en el cine porno convencional y rutinario, el
divorcio entre sexo y vida se produce, en cambio, porque se retiene sólo el sexo
y se excluye la vida, al contrario de lo que ocurre en el cine comercial estándar.
Ésta es la servidumbre creada por su selectividad mono temática y excluyente.
Esta selectividad o especialización monotemática del cine porno hace que
sea en rigor, más que un género narrativo, un género propiamente descriptivo, en
el que los aderezos narrativos son secundarios o irrelevantes. Y es un género
descriptivo porque el cine porno es, ante todo y sobre todo, un documental
fisiológico y atrae a su clientela precisamente por esta condición. El cine porno
es, en efecto, un documental sobre la erección, la felación, el cuninlingus, el
coito vaginal, el coito anal y el orgasmo. Y el público paga su entrada, no para
contemplar sus livianos pretextos narrativos (el lechero llamando a la puerta de
la casa de la señora), sino por deleitarse con el documental fisiológico, que
constituye la esencia y la razón de ser del género. Tan documental es, que no
podemos imaginar a un director en este género pidiendo al actor que vuelva a
eyacular otra vez, porque su anterior eyaculación no le ha parecido satisfactoria.
Y tanta es la conciencia entre sus profesionales de que se trata de un documental
fisiológico, que en su jerga se denomina al primer plano de los genitales en
acción medical shot, es decir, plano médico. Y las breves escenas de ficción del
cine porno no constituyen más que irrelevantes escenas de transición,
subsidiarias en relación con el conjunto. De hecho, la descalificación estética
más contundente del género porno se ha basado en poner de relieve su flagrante
contradicción entre su hiperrealismo fisiológico y su atroz falsedad psicológica y
social, con personajes que son meros muñecos de carne.
La exhibición del orgasmo masculino constituye así la imprescindible
autentificación documental de la acción (y de su placer), por lo que es éste un
momento culminante de estos documentales fisiológicos. Y como la eyaculación
ha de ser visible para el espectador, tiene 'que efectuarse fuera de sus orificios
naturales, en una variada gama de soluciones: eyacular sobre el rostro de la
actriz, por ejemplo, supone un acto de dominio del varón, etc.
El orgasmo femenino, en cambio, puede ser fingido, expresado por la
convulsión del cuerpo, del rostro y de la voz, con una dislocación facial que
nadie ha expresado mejor que Bernini al esculpir el éxtasis místico de santa
Teresa. Y cuando se afirma que el género supone una explotación inicua de la
mujer debe recordarse que, por lo menos en un aspecto, la actriz resulta más
favorecida que los hombres, quienes no pueden fingir su orgasmo, como ella.
Traigo aquí a colación una observación de la actriz Sharon, que resulta
elocuente: “Es muy extraño”, declaró Sharon, “no me di cuenta de todo lo que
implicaba un orgasmo hasta que tuve uno en un rodaje. Yo raramente tengo
orgasmos cuando ruedo… Y me dije: ¡Uf! Esto ha sido fuerte. Y me sentí
avergonzada, como vulnerable… Entonces pensé. Mira, estos chicos tienen que
hacerlo todo el rato” (The Film Maker’s Guide to Pornagraphy, de Steven
Ziplow).
Acabamos de mencionar la expresión dislocada del rostro durante el orgasmo
y debemos añadir ahora que el rostro constituye la superficie más reveladora de
las emociones, la más expresiva, la más desprotegida emocionalmente del ser
humano. Y; si se examina con atención, se observa que la focalización visual
predominante de la cámara en las películas pornográficas se orienta
reiteradamente hacia dos centros de interés protagonista: hacia los rostros y los
genitales, relacionados con el vínculo causa-efecto, puesto que estos agentes
físicos —los genitales en acción— son la causa de las expresivas respuestas
emocionales de los rostros, como los dos polos de una misma cadena, el físico y
el emocional. De ahí, también, la penitud erótica de las escenas de felación, que
permiten reunir en un primer plano el miembro viril en erección y el rostro de la
actriz, en una interacción muy íntima y activa. Y, como ya hemos apuntado,
eyacular sobre el rostro constituye un gesto de posesión o de dominio sobre la
mujer, marcando su territorio facial con un signo de señorío; como lo es también
eyacular en su boca, lo que supone una aceptación casi incondicional de su
pareja por parte de la mujer.
Esta última observación obliga a recordar que el público predominante de la
producción porno es masculino y sus fantasías se conciben y diseñan para
satisfacer el imaginario sexual masculino. También las parejas heterosexuales
consumen cine porno y la revolución videográfica de final de siglo ha trastocado
radicalmente este mercado en los veinte últimas años. Las feministas han estado
tradicionalmente en contra de este género. Pero, a principios de los años ochenta,
inquietas por su involuntaria convergencia moral en este tema con la derecha
conservadora y antiabortista, algunas feministas norteamericanas se replantearon
a fondo el asunto de la pornografía, como hizo Ellen Willis en su esclarecedor
artículo “Sexual Politics” (1982), que preludió el importante libro de Linda
Williams, Hard Core. Power, Pleasure and the Frenzy of the Visible (1989).
Es cierto que el porno hard ha sido generalmente descalificado por sus
contenidos monotemáticos y redundantes (como muchos westerns), por su
esquematismo psicológico (como muchas películas de aventuras) y por su pobre
calidad formal. Se ha insistido, para su descrédito estético, en el brutal contraste
que ofrecen su crudo hiperrealismo fisiológico y su irreal esquematismo
psicológico y social, que hace que los personajes sean puras abstracciones sin
personalidad (el negro, la rubia, el semental, la adolescente, la colegiala, el
impotente, el perro, etc., entelequias que suelen airear publicitariamente sus
títulos). También se ha afirmado que este cine, a diferencia de otros géneros, es
muy directamente utilitario (para satisfacer una necesidad fisiológica) y se ha
llegado a observar que la duración de los cortometrajes y la extensión de las
revistas ilustradas del género es funcional para la duración normal de un acto
masturbatorio. Pero este utilitarismo no es necesariamente negativo y se ha
defendido también al cine porno como un cine pedagógico para la educación
sexual, para la enseñanza de técnicas y de posiciones y para la liberación de
inhibiciones y rutinas. Y los más favorables llegan a elogiar los valores
coreográficos y rítmicos de los cuerpos en este género.
Actualmente, la posición cultural ante el porno suele ser menos apasionada y
más ecléctica, sobre todo desde que se hizo obvio que existe una pornografía de
mala calidad (la mayoritaria) y otra de buena calidad, como ocurre en todos los
géneros audiovisuales. Por otra parte, pronto pudo descubrirse que el cine porno
fue más sádico, perverso y degradan te cuando fue clandestino y que su
despenalización había con tribuido a depurarlo; aunque del porno actual ha
derivado la nueva provincia, cruel y clandestina, del snuff cinema.
Las relaciones del feminismo militante con el cine porno han sido más
complejas y tempestuosas, como ya hemos indicado antes. Se ha sostenido
durante décadas que el equivalente funcional de la pornografía para la mujer era
la novela rosa, que había sido disfrutada por el público femenino durante años
como protesta fantasmática contra la rutina de la vida cotidiana en la pareja
monógama, en un mundo emocionalmente pobre. Incluso se habló en los años
ochenta de la “revolución romántica” aportada por las telenovelas, las revistas
del corazón y las novelas rosas (la Editorial Harlequin vende en Estados
Unidos 200 millones de ejemplares al año), como contrapeso de la “revolución
pornográfica” en los medios audiovisuales. Pero en la misma década empezaron
a aparecer en Estados Unidos empresas productoras de porno dirigidas por
mujeres y con películas escritas y realizadas por ellas (como la compañía Femme
Productions), dando un vuelco a la cuestión. Se ha observado que estas películas
tienen más “argumento” y más “psicología” que las producciones masculinas
hechas y pensadas por y para hombres, lo que constituye un dato revelador, en la
medida en que confirman que el sexo no está tanto entre las piernas como dentro
de la cabeza. El antes citado film Romance, de Catherine Breillat, confirma esta
tendencia psicologista. Por otra parte, el vídeo doméstico trastocó el mercado,
incluyendo en su público a parejas heterosexuales ya mujeres solas, e Internet
colocó a la pornografía en la plaza pública: el 68 por ciento del comercio
electrónico actual es de contenido pornográfico. La cuestión reside, por tanto, en
las diferentes estrategias utilizables para estimular eficazmente la libido
masculina y femenina, pues el imaginario erótico no tiene fronteras.
Pero mientras la pornografía genital se oficializaba en los mercados públicos,
la pornografía de la crueldad alcanzaba también nuevas cotas. Freud ha
estudiado el sadomasoquismo como un “placer asociado al displacer” y es raro el
espectador de noticiarios y de telediarios que no haya sentido alguna vez la
fascinación hipnótica de algún espectáculo cruel. El sadismo espectatorial ha
sido cultivado desde hace muchos años por la industria del cine con las películas
de terror y hasta el famoso ojo cortado de Un perro andaluz (1929), responsable
de tantos desmayos, pudo tener su origen en el ojo saltado de una dama durante
la violenta carga de la policía zarista en las escalinatas de Odessa de El
acorazado “Potemkin” (1925), de Eisenstein, que fascinó a los surrealistas. Tras
muchos años de sustos cinematográficos de guardarropía, quien primero planteó
con lucidez autorreflexiva el tema del placer voyeurístico de la muerte fue el
cineasta británico Michael Powell en su película El fotógrafo del pánico
(Peeping Tom, 1960), en la que un joven cineasta rueda los rostros de sus
modelos-víctimas femeninas en el momento de asesinarlas con una espada
acoplada a su cámara. Pero esta nueva fase de espectacularización sádica en las
pan tallas se asen taba en una larga tradición, que en nuestra cultura arranca de
los gladiadores y mártires inmolados en el Coliseo romano y llega hasta las
ejecuciones públicas de nuestra era, pasando por los combates de boxeo y las
peleas de gallos, que han proporcionado a las masas lo que Shakespeare definió
como violent delights.
Algunos cineastas se sintieron pronto atraídos por la muerte real, no la
muerte fingida de los estudios de cine. Así, el francés Lucien Hayer rodó en
1930, escondido en los lavabos de una cárcel, una doble ejecución. Pero las
guerras proporcionarían su gran cantera macabra, cuyas imágenes las censuras
nacionales impedirían con frecuencia que llegaran al público, para no
desmoralizarle o invocando el argumento del buen gusto. Todavía en fecha
reciente, la censura japonesa hizo cortar los planos documentales de las
ejecuciones niponas en Manchuria en 1931, utilizados por Bernardo Bertolucci
en El último emperador (1987). Pero la ejecución intencional de la muerte ante
el objetivo de la cámara, para hacer de ella un espectáculo comercializable, ha
sido obra del llamado snuff cinema, un género del que las primeras noticias
arrancan de 1977.
Como gran paradoja, el cine snuff inmortaliza la muerte, al retener su imagen
sobre un soporte duradero, permitiendo renovar el placer de su contemplación.
Su emergencia ha corrido paralela con las muertes reales que nos presentan con
tanta frecuencia los telediarios en nuestros hogares (guerras, atentados,
catástrofes y suicidios ante las cámaras, convertidos en un nuevo género
narcisista-televisivo). Al llegar a este punto es pertinente plantearse, a la vista de
obras artísticas tan alabadas como el Laocoonte o la foto de un miliciano español
alcanzado por un disparo que nos ofreció Robert Capa, la pregunta de si existe
una estética de la muerte violenta. De la escultura citada se dirá que es una obra
de ficción, y que por consiguiente no representa una muerte acontecida
realmente. Pero la segunda es una fotografía documental, un testimonio de una
muerte auténtica, aunque nadie podrá negar su belleza trágica. Las
investigaciones sobre audiencias potenciales de cine snuff revelan, en efecto, que
el momento más excitante de la muerte para sus mirones reside en el espasmo
corporal, en el calambre somático, en la sacudida física que desorganiza la
resistencia muscular y se convierte en metáfora letal del orgasmo.
Al examinar El fotógrafo del pánico se observa de nuevo que el rostro
humano es la parte más desprotegida del cuerpo y por ello la más susceptible de
convertirse en una superficie obscena, ya que desvela sus más íntimas vivencias,
sean de dolor o de placer: a nadie le gusta que le miren la cara cuando llora, pero
tampoco cuando tiene un orgasmo, como recordaba la actriz Sharon hace un
momento. La obscenidad suprema no está en los genitales, como quiere la
tradición puritana, sino en el rostro, en su condición de sede expresiva de las
emociones más intimas, delatadas contra la voluntad del sujeto.
Avala cuanto llevamos dicho el hecho de que en las películas clandestinas
del snuff cinema, en el momento del asesinato, la cámara no encuadra tanto el
arma blanca que penetra el cuerpo de la víctima, en una singular metáfora
sexual, sino a su rostro descompuesto por el dolor: se trata, en realidad, de una
caricatura sarcástica de la expresión del orgasmo. Tres películas modélicas,
como El fotógrafo del pánico, Hardcore. Un mundo oculto (Hardcore, 1978), de
Paul Schrader, y Tesis (1996), de Alejandro Amenábar, que han abordado en
contextos distintos el tema del snuff cinema, han demostrado cómo la opción del
cineasta en el mamen to de la muerte se dirige hacia el rostro de su víctima, sede
suprema de la expresión de las emociones incontroladas. De ahí su tremenda
potencialidad obscena, que tuvo primero su manifestación institucional en el
cine de porno duro (en el dislocado instante del orgasmo) y desde hace algunos
años en el clandestino snuff cinema, convergencia última del cine de terror (que
goza de tanta popularidad social) y el porno duro, del que constituye su frontera
final, ya insuperable.
A veces se tiene la falsa impresión de que la cultura del snuff es una cuestión
de delincuencia común, de perversión clandestina y de represión policial. Nada
más falso. Desde abril de 1992, con la ejecución de Robert Alton Harris en
California, transmitida por la televisión en directo, la cultura del snuff ha entrado
en el ámbito de las costumbres públicas y respetables. Se dirá que una ejecución
es una muerte legal, sancionada por los tribunales de justicia. Pero la curiosidad
o el placer morboso de la audiencia televisiva poco tiene que ver con estas
justificaciones formales y la fruición y vivencia de sus espectadores al
contemplarla eran poco distintas de las que sintieron los espectadores del
Coliseo romano. Desde esta fecha crucial en la historia de la comunicación de
masas, las sucesivas propuestas de transmitir por televisión ejecuciones en
directo han abierto polémicas en la prensa, con la sesuda intervención de juristas,
pedagogos, psicólogos y moralistas. Pero no hay que engañarse, no se trata más
que de astutas estrategias de la industria y del negocio televisivo para tantear los
techos de permisividad social en cada momento y aumentar así su audiencia y
sus beneficios, cosquilleando los instintos más inconfesables de su público.
VII
LOS PARAÍSOS ICÓNICOS

EPIFANÍA DE LA IMAGEN DIGITAL.


Desde hace unos cuantos años, los comunicólogos, y hasta los propios
fotógrafos, hablan mucho de la postfotografía. Tal como la inventaron Niepce y
Daguerre y la perfeccionaron Fax Talbot y otros pioneros en la primera mitad del
siglo XIX, la imagen fotoquímica obtenida por la cámara era una imagen
“indicia]”, es decir, un indicio o huella luminosa de lo que se había situado ante
su objetivo en el momento del disparo (como la huella del pie en la arena
mojada, gustan explicar los semiólogos). En este sentido, la fotografía era un
instrumento de autentificación documental, pues constituía un certificado
químico de una existencia pasada, que había tenido lugar en un momento dado
ante el objetivo de la cámara y había impresionado la emulsión fotoquímica. Por
eso la fotografía es utilizada como documento autentificador por los etnógrafos,
antropólogos, periodistas, policías, fiscales y jueces de competiciones
deportivas. Y por eso existen fotos indiscretas, mientras que no existen dibujos o
pinturas que puedan ser calificadas propiamente de indiscretas.
Pero la emergencia de la imagen digital ha trastocado las tecnologías
tradicionales de producción icónica, pues sus formas nacen de una
automatización informática de los viejos procedimientos analíticos y
estructurales de producción figurativa propios de las artesanías de los mosaicos,
de los tapices, de la pintura reticulada y de la pintura puntillista de Seurat. La
imagen digital está formada, en efecto, por un mosaico de pixels (acrónimo de
picture elements), puntos luminosos definidos cada uno de ellos por valores
numéricos que indican su posición en el espacio de unas coordenadas, su color y
su brillo. El operador puede manipular cada uno de los pixels individualmente, o
en grupos, para construir su imagen a voluntad. Por eso el pixel constituye una
unidad de información, y no una unidad de significación, pero un grupo orgánico
de pixel, puede configurar una unidad semiótica, si aparecen investidos de valor
semántico.
Por consiguiente, si la fotografía es un medio óptico, la imagen digital es un
producto anóptico. Esto significa que, a diferencia del fotógrafo tradicional, que
actuaba coartado por el determinismo óptico de su cámara, el artista infográfica
puede construir su imagen hiperrealista con toda libertad, liberado de la tiranía
de los rayos solares, proyectando y eligiendo como un demiurgo las
características de sus figuras. De este modo la fantasía ilimitada del pintor
converge con la eficaz performatividad de la máquina, para automatizar su
imaginario y presentarlo sobre un soporte (pantalla, papel) con los rasgos
veridiccionales que son propios de la imagen fotoquímica. De tal modo que su
imagen anóptica puede aparecer disfrazada de imagen óptica e indicial,
ocultando al observador su origen constructivista y arbitrario. Es decir, puede
convertirse en una imagen mentirosa, como pronto veremos en detalle.
La imagen infográfica realiza, en el mundo laico, algo parecido al argumento
teológico de san Anselmo para probar la existencia de Dios, a saber, que aquello
que es imaginable adquiere la condición de existente. Aunque no debe
confundirse la imagen, que es mera forma visual, con su referente en el mundo
real, como hace con frecuencia la magia negra. Podrán existir imágenes de
sirenas o de centauros, pero no centauros o sirenas en la realidad, y por eso los
operadores informáticos distinguen netamente las simulaciones (del mundo real)
de las quimeras. Y en la práctica de los diseñadores industriales, la imagen es
utilizada para construir un referente material a partir de ella, invirtiendo con ello
el proceso en que se basa la práctica de la pintura naturalista y de la fotografía,
que forman sus imágenes a partir de referentes reales.
Pero, como decíamos, la imagen digital no constituye una duplicación
clónica del mundo real, sino una forma visual plana y sujeta a carencias
perceptivas. Es importante insistir en este punto, porque los artistas infográficos
y los diseñadores suelen hablar de imágenes digitales en 3-D —si los objetos
representados pueden verse girando o desde distintos puntos de vista—, cuando
debería precisarse en tales casos, para ser exactos, que se trata de simulaciones
visuales de 3-D proyectadas en 2-D. Y sus imágenes son en la actualidad poco
sensuales, por sus colores planos y fríos, lo que las coloca a veces más cerca de
lo conceptual que de lo perceptual.
Por otra parte, la producción digital permite interactuar con la imagen en
tiempo real, como hace el pintor con sus pinceles, y de un modo que resulta del
todo imposible en la producción de la imagen fotoquímica. En realidad, la
labilidad de la imagen digital es más fluida y exuberante que la que puede
alcanzar el pintor aplicando capas de pintura o raspando su lienzo, pues puede
adquirir la condición de imagen dinámica o animada y resultar tan fluida como
las imágenes mentales de su operador, consiguiendo la diamorfosis (paso de una
forma a otra) sin gran dificultad Una modalidad especialmente llamativa de esta
metamorfosis la proporciona el morphing (videomorfización), como las
impresionantes formas cuasilíquidas que adoptaba el personaje antagonista del
film Terminator II (1991), de James Cameron. Ello es posible porque la
discontinuidad formal de los pixels garantiza, paradójicamente, la continuidad
evolutiva de las formas.
Como era inevitable, la arrolladora irrupción de la imagen digital en las
industrias de la comunicación contemporáneas ha generado una nueva
videocultura y ha contribuido a remodelar drásticamente la iconosfera
tradicional. Uno de los sectores más beneficiados por esta epifanía ha sido el de
los videojuegos digitales, que han alumbrado una clientela a la que se le
denomina ya “generación Nintendo”, del nombre de la multinacional japonesa
que lidera el sector. No por azar esta revolución lúdica ha procedido de la
industria informática nipona, fecundada por la cultura icónica de los manga, que
se asienta en realidad sobre cuatro patas: sobre los cómics en papel, sobre los
dibujos animados videográficos y televisivos, sobre los video juegos
informáticos y sobre los juegos de rol. En realidad, manga es el nombre genérico
que reciben tradicionalmente los cómics dibujados japoneses, que constituyeron
la matriz a partir de la cual irradiaron sus derivaciones cinematográficas e
informáticas. Esta estructura ha permitido un enérgico sinergismo entre las
diferentes modalidades mediáticas, que se retroalimentan entre si, aunque la
espiral de la competencia ha ido elevando rápidamente los techos permisivos de
su violencia exhibida, a veces con componentes racistas o sexistas, como el
controvertido Mortal Kombat. Aunque, junto a ellos, es de justicia recordar que
también han comenzado a aparecer en Europa los video juegos “de autor” y de
mayor ambición cultural, como Pilgrim, de 1997, con guión de Paulo Coelho y
dibujos de Moebius (Jean Giroud), que propone una historia iniciática
ambientada en el camino de Santiago. En Estados Unidos, los video juegos
recaudaron en 1999 la cifra de 6.300 millones de dólares, muy cercana ya de los
6.950 millones que ingresaron las películas de Hollywood en 1998.
La industria cinematográfica, por su parte, asimiló con prontitud la nueva
técnica digital para crear aparatosos efectos visuales (antes llamados “efectos
especiales”), que no tardaron en convertirse en las verdaderas estrellas de
algunas películas, eclipsando con su contundente eficacia a los actores humanos.
Tal ocurrió, por ejemplo, en 2001: Una odisea del espacio, de Kubrick,
producción muy cara pero sin estrellas de carne y hueso, cuyo personaje más
recordado es inevitablemente la supercomputadora HAlr9000 y sus escenas más
impactan tes los planos generales del cosmos. Esta tendencia culminó con La
guerra de las galaxias, de George Lucas, en 1977, con los efectos digitales
producidos por su empresa Industrial Light and Magic, aunque sus personajes
más celebrados popularmente fueron sus robots humanoides R2D2 y C-3PO, a
cuyos actores jamás se les veía la cara. Por entonces, las películas de acción
espectacular tenían una media de cuarenta planos con efectos digitales. Quince
años más tarde el promedio había subido a los doscientos planos.
En esta escalada desempeñó Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993), de
Steven Spielberg, un papel estelar, y no sólo por su impacto en el mercado. En
esta película, la laboriosa producción artificial de los dinosaurios a partir de su
ADN fosilizado resultó una pertinente metáfora de la complicada producción e
integración digital de sus imágenes en la acción fotografiada, con un coste de 25
millones de dólares, un tercio del presupuesto total. De manera que el prodigio
biológico representado aludía autorreflexivamente al prodigio informático
realizado en los estudios. Dos años más tarde apareció Toy Story, producción de
Walt Disney que fue pionera de los largometrajes de animación realizados
íntegramente por ordenador, fruto laborioso de su departamento Imaginering
Lab. Y en 1999 La amenaza fantasma, entrega inicial de la saga La guerra de las
galaxias, utilizó 1.500 efectos digitales, estableciendo un récord en la industria
del cine, pues el 95 por ciento de su metraje tuvo tratamiento digital. Aunque es
bueno recordar que, en el mundo del espectáculo, cuando todo es posible, ya
nada asombra.
Los aparatosos efectos digitales que están hoy tan de moda en el cine
espectacular no han hecho más que prolongar la querencia del melodrama
escénico del siglo XIX por el efectismo tremendista de los desastres naturales,
desde las tormentas a los incendios, que llevaban a cabo los tramoyistas con
medios mecánicos y ópticos artesanales. En aquella época un relámpago o un
trueno en el escenario llenaban de zozobra a los espectadores y se patentaron
aparatos para conseguirlo con mayor eficacia. Pero los efectos actuales son más
sofisticados y muchísimo más caros, tanto que no siempre salen a cuenta en un
campo que todavía tiene mucho de experimental. Así, Digital Domain, empresa
fundada en 1993 y responsable de los efectos visuales de Entrevista con el
vampiro (Interview with a vampire, 1994) Y El quinto elemento (The Fifth
Element, 1997), perdió cuatro millones de dólares con la producción de los
efectos visuales de la galardonada Titanic (1998). Esto fue debido a que su coste
se había presupuestado en cuarenta millones de dólares, pero las complicaciones
del rodaje y los imprevistos hicieron elevar esta cifra. Entre tales percances
figuró, en el rodaje en el caluroso México, la necesidad de añadir digitalmente el
vaho en las bocas de los personajes que simulaban estar en el helado Atlántico
septentrional.
Pero la informática ha creado también un nuevo “entorno” comercial que
acompaña al lanzamiento de las películas como parte de su merchandising. El
estreno de La amenaza fantasma estuvo acompañado, por ejemplo, de la puesta a
la venta de muñecos parlantes con el aspecto de los personajes de la película, de
modo que los nuevos Darth Vader, Obi-Van Kenobi y otros podían hablar entre
ellos o repetir diálogos del film gracias a sus chips. Era como si las imágenes del
film se hubiesen vuelto corpóreas y penetrado en el espacio cotidiano de sus
espectadores, en una nueva vuelta de tuerca del juego de la simulación.
Un paso más allá de la simulación digital, y con objetivos menos inocentes,
conduce a la manipulación ideológica. En junio de 1994 las portadas de los
semanarios norteamericanos rivales Time y Newsweek reprodujeron la misma
fotografía policial del controvertido O. J. Simpson. Pero la de Time fue retocada
con ordenador y aparecía con una piel más oscura de lo que era en realidad, con
la barba cerrada y el perfil difuso, sólo con los pómulos y la frente iluminados,
“como si fuera un animal”, en palabras de Benjamin Chavis, director de la NAACP
(Asociación Americana para el Progreso de la Gente de Color). Los directivos de
Time defendieron su derecho a “dramatizar” el retrato, por razones de
espectacularidad informativa, pero lo cierto es que su manipulación digital tenía
un fondo racista y perseguía fines comerciales falseando una imagen
documental.
Este caso constituyó un polémico asunto con implicaciones netamente
políticas, pero en otros casos la manipulación digital ha obedecido a finalidades
estrictamente comerciales. En febrero de 1997 la televisión norteamericana
difundió un anuncio publicitario que mostraba a Fred Astaire bailando con una
aspiradora. Las imágenes del actor procedían de dos films suyos —Easter
Parade (1948) y Royal Wedding (1951)— Y la imagen de la aspiradora fue
colocada en sus manos por obra de una manipulación digital. Este montaje fue
autorizado por su viuda (por razones financieras) pero repudiado por su hija, en
nombre de la integridad artística y del respeto a la imagen de su padre. Resultó
una controversia interesante, que demostró que dos imágenes indiciales
auténticas podían combinarse para crear una situación falsa, que nunca había
ocurrido, pero que comparecía ante el público con los atributos veridiccionales
de la autenticidad.
Con este ejemplo se pone en evidencia la capacidad de la imagen digital para
mentir con todo aplomo y poder de convicción. En este punto se plantea un
problema moral y resulta pertinente recordar al famoso falsificador de cuadros
Elmyr d’Hory, quien solía decir que cuando los expertos y el mercado trataban a
un falso Picasso o a un falso Matisse como si fuesen auténticos, de hecho eran
auténticos. La imagen digital vino a corroborar este aserto y se han alzado ya
voces de alarma acerca de la posibilidad de fabricar imágenes que presenten a
una persona respetable cometiendo un acto impropio o una fechoría, para
perjudicar su reputación o aprovecharse de él. Un nuevo campo para las
extorsiones se abre así prometedoramente ante los nuevos delincuentes digitales.
Un nuevo, controvertido y no menos llamativo ejemplo de manipulación
digital de imágenes se produjo en enero de 1999 en Inglaterra, cuando un
publicista cubano al servicio de la Iglesia anglicana utilizó la técnica digital para
convertir el rostro de Che Guevara en el de Jesucristo, eliminando su boina
característica y colocándole en su lugar una corona de espinas. Este Chesuchrist
—como se le llamó—, que pretendía atraer a los jóvenes con uno de sus iconos
populares más carismáticos, resultó previsiblemente polémico y se alzaron voces
que denunciaron el intento de presentar a Jesucristo como un propagador del
comunismo. Pero el reverendo Peter Owen-Jones aclaró: “Lo que estamos
tratando de hacer no es decir que Jesucristo fue un comunista. Estamos
explotando la idea de una revolución, no la imagen del Che Guevara”. Pero esta
explicación no disipó las voces hostiles, que vieron en esta iniciativa una senda
publicitaria peligrosa, que permitiría un día presentar a Marilyn Monroe como la
Virgen María.

DESEOS DIGITALES
Los ejemplos citados protagonizados por Fred Astaire y por Che Guevara
demuestran, por si cupieran dudas, que la magia digital es capaz de resucitar a
los muertos con gran eficacia. No sólo su imagen, sino también su voz. Desde
mayo de 1999, la voz digitalizada de Marilyn Monroe acompaña a los usuarios
del metro londinense, para ofrecerles sus informaciones con su cálida dicción.
La grabación fue posible gracias a un sintetizador digital que reprodujo, con
acento británico, el sensual timbre de la actriz. La compañía metropolitana
efectuó luego una encuesta y todos los pasajeros preguntados manifestaron
preferir su voz a la de un empleado corriente a la hora de recibir amables
instrucciones por los altavoces.
Por estas fechas se supo también que Virtual Celebrity, empresa californiana
fundada en 1998, había creado “clones digitales”, réplicas audiovisuales y
tridimensionales de intérpretes famosos (de Marlene Dietrich, James Cagney,
Vincent Price, Bob Hope, W. C. Fields, Groucho Marx) para uso comercial en
publicidad, cine, Internet, etc. La operación se iniciaba comprando sus derechos
de imagen a los herederos y luego digitalizando su imagen y su voz, a partir de
sus películas. Se creaba así un banco de memoria del personaje, un depósito de
sus formas audiovisuales, dispuestas a la resurrección, como en el mito
romántico de la momia. Es obvio que la resurrección de estrellas fallecidas para
renovar su deseabilidad para las masas supone una operación netamente
necrófila, de culto erótico a los muertos y sin posibilidad de satisfacción en un
encuentro personal. Constituye, de hecho, un caso de iconomanía necrómana.
En el caso de los actores ancianos y ya retirados o scmirretirados, esta opción
reviste para ellos una doble gratificación, una de tipo narcisista y otra financiera.
La primera por su posibilidad de revivir corno “ciberestrellas” su imagen de
juventud, el esplendor de sus capacidades vitales y profesionales plenas (se ha
dicho que Marlon Brando estaba interesado en tal operación), y la segunda por la
posibilidad de sustanciosos ingresos sin moverse del butacón.
Todos los ejemplos citados evidencian la omnipotencia fantaseadora y
delirante de la imagen digital, que era una virtud que sólo poseían hasta ahora las
artesanías manuales del dibujo y la pintura, pero que la técnica infográfica
permite presentar actualmente con la misma apariencia autentificadora de la
imagen fotoquímica. Y es lógico que esta técnica se haya puesto ya al servicio de
los deseos prohibidos. En marzo de 1994 se produjo un gran escándalo cuando
se descubrió que algunas copias de los laserdiscos del film ¿Quién engañó a
Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbitt, 1988), realizado con imagen real y
dibujos integrados por Robert Zemeckis y producido por Walt Disney y Steven
Spielberg, habían sido manipulados digitalmente. La manipulación fue
descubierta y denunciada por la revista Variety y era grave, porque aunque se
trataba de inserciones de carácter subliminal que sólo podían descubrirse
examinando la película fotograma a fotograma, el hecho de tratarse de añadidos
de carácter sexual y el interés de la obra para el mercado infantil multiplicaba su
escándalo. En los insertos digitales, el muñeco dibujado de Jessica Rabbit
aparecía sin bragas, emulando a la Sharon Stone de Instinto básico en el gesto de
descruzar sus piernas para revelarlo al público. En otro lugar aparecía
completamente desnuda y en otra escena el pequeño Baby Herman se metía
jubilosamente debajo de la falda de una señora para tocarla. La empresa
distribuidora retiró los laserdiscos que pudo del mercado, que a la vez se
convirtieron inmediatamente en un exótico y carísimo artículo de coleccionista,
y tuvo que renunciar a descubrir al responsable de la manipulación, pues gran
parte de la animación había sido encargada a artistas británicos.
La imagen digital permite otras fantasías acerca de uno mismo. La mayor
parte de las personas, según las estadísticas, está descontenta con su aspecto
físico y con su propia imagen. Unos se ven a sí mismos demasiado gordos, o
demasiado bajos, o con la nariz excesivamente pequeña, o con los hombros muy
cargados. El auge de la cirugía estética en Occidente habla a las claras acerca de
esta insatisfacción tan generalizada y de la que ya dimos cuenta al referirnos a la
dismorfofobia en el segundo capítulo. Una artista francesa llamada Orlan,
procedente del body art, se ha sometido en los años noventa a diez operaciones
quirúrgicas para conseguir que su frente sea como la de la Mona Lisa, sus labios
como los de la Europa de Gustave Moreau, su mentón como el de la Venus de
Botticelli, sus ojos como los de una Diana de la escuela de Fontainebleau, etc.
Orlan supone un caso radical de artista postmoderna, que no duda en afirmar que
“el cuerpo es obsoleto. Lucho contra Dios y contra el ADN”, para añadir: “Estoy
contra todo estándar de belleza y empeñada en dirigir mi autorretrato”. Se trata
de un caso extremo de utopismo proyectado sobre el propio ser, en el que
cambiar de cara se homologa al acto de cambiarse de camisa.
El caso de Orlan es, obviamente, un caso de radicalismo estético
experimental y excepcional, pero, también sin quererlo, una caricatura estridente
de la tendencia colectiva de nuestra sociedad del espectáculo hacia la
modificación de la propia apariencia, en una cultura en la que el parecer resulta
más importante que el ser. Orlan pertenece, claramente, a la cultura quirúrgica de
la era preinformática, pues en la actualidad la tecnología digital permite retocar
el propio cuerpo para eliminar sin cirugía sus defectos, y convertirlo —
transmutado en cibercuerpo— en objeto de deseo. Este cibercuerpo narcisista,
que hace realidad el mito del mutante dios griego Proteo en la era postmítica,
puede emplearse para introducirlo en un video juego, o para distribuirlo en
postales o en carteles callejeros, o para convertirlo en amante virtual de un sujeto
icónico deseado.
Análogamente, es posible construir ya la imagen de la pareja perfecta, como
intentó hacer laboriosamente Lev Kuleshov en los años veinte, a través del
montaje cinematográfico de partes anatómicas de diferentes mujeres.
Seguramente Kuleshov no hizo más que seguir la tradición de algunos pintores,
que combinaban atributos de diferentes modelos, para crear su paradigma de
suma perfección estética. En los últimos años, varios departamentos de
psicología han dedicado tiempo y esfuerzos para desvelar los modelos óptimos
de atractivo físico. Entre los más persistentes investigadores en este campo se
halla el profesor David Perrett, que ha establecido desde su cátedra en la
Universidad de Fife, en Escocia, un puente de colaboración con estudiosos
japoneses, para tratar de validar sus hallazgos con carácter universalista, cuyas
conclusiones publicó en la revista Nature en marzo de 1994.
Los trabajos de campo realizados por Perrett y sus colegas japoneses
permiten aventurar que la percepción del atractivo físico del rostro de una mujer
o de un hombre se basa en un instinto que prima su alejamiento relativo de los
rasgos promedio en su entorno. Es decir, que valora una cierta originalidad o
atipicidad, lo que sería biológicamente funcional para favorecer las ventajas de
la exogamia sobre la endogamia, con su enriquecedora mezcla de genes. Esta
tendencia fue confirmada con el realce experimental mediante el ordenador de la
combinación de rasgos más atractiva, para exagerar todavía más su diferencia
con la combinación media, haciendo, por ejemplo, más llenos los labios O
elevando los pómulos y separando los ojos. Los observadores encontraron
siempre más atractivos los retratos realizados así. Para evitar un sesgo étnico a
estas percepciones, el experimento se repitió con sujetos japoneses en su propio
país, presentando tanto modelos de rostros caucásicos como japoneses y tanto de
hombres como de mujeres. Los resultados fueron los mismos: lo “exótico”
resultaba más atractivo que lo estadísticamente predominante.
Lo que significa que en la producción icónica digitalizada de la pareja más
deseable debe desempeñar un papel importante la creatividad o el
inconformismo de su diseñador. Si los antiguos pintores tenían que ir rehaciendo
las formas de sus desnudos con sus penitimenti, para acomodarlas a sus deseos,
la producción digital de imágenes permite ahora escanear el rostro de una
persona, las piernas de otra, etc., para ir componiendo luego un cuerpo ideal y
ligeramente inarmónico, de acuerdo con lo que ahora sabemos sobre el atractivo
físico, e ir ajustando paulatinamente sus formas y sus poses, de acuerdo con la
curva del deseo y de la excitación del operador. De este modo se puede
optimizar la deseabilidad de una figura, presentada del modo más favorecedor
posible.
Aunque, claro está, esto puede conducir a la creación de una figura muy
deseable con la que no se puede fornicar, pues la interactividad con ella es muy
limitada, siempre monodireccional y privada de tactilidad. El único consuelo que
le queda al deseo obturado reside en saber que aquella figura no nos podrá
defraudar, ni nuestra relación con ella se erosionará por efecto de la convivencia
y de su rutina.
Lo que no obsta para que el operador pueda introducir su propia
representación digitalizada en la imagen, para que por procuración vicarial
acompañe, acaricie y hasta posea icónicamente al sujeto deseado. Es probable
que muchos optarían en este Caso por figuras aureoladas por el carisma de la
popularidad mítica gestada mediáticamente, con rostros como los de Kim
Basinger o Leonardo di Caprio, para hacer icónicamente el amor con ellos. Pero
los operadores más imaginativos construirían sus parejas icónicas a la medida de
sus deseos precisos y meticulosos, como hizo Pigmalión con Galatea. La
finalidad sería siempre la misma: representarse junto al ser deseado para estar
con él sin estarlo. Ésta es la lógica interna e ilusoria en la que se fundamenta la
iconofilia, fomentada enérgicamente desde las industrias audiovisuales
contemporáneas al proponer a la sociedad sujetos altamente deseables, pero a la
vez inalcanzables.
Si las imágenes son presencias ópticas sin vida, no por ello escapan a la
iconolatría masiva, y su carencia de vida tampoco impide que estén asimismo
sujetas a un auténtico proceso de selección darwinista, de tal modo que las más
llamativas, escandalosas o sofisticadas tienden a eclipsar o a desplazar a las más
banales o más tradicionales. El principio biológico de la “mirada preferencial”
(sobre todo hacia el estímulo sexual y al nutritivo) actúa de modo implacable en
este campo. Y, siguiendo con el símil biológico, este imperativo que prima a las
imágenes más excitantes sobre las que lo son menos tiende a reducir la
“biodiversidad” de nuestra iconosfera contemporánea.
De manera que la iconosfera contribuye, con sus formas y colores
hedonistas, a sensualizar nuestro entorno urbano, aunque también puede llegar a
saturarlo, pues el exceso de imágenes las hace finalmente invisibles,
convirtiéndolas en mero “ruido óptico”. Pero esta realidad cultural no debería
hacer olvidar que sustituir a las palabras, que son la base del pensamiento
abstracto, por imágenes, que constituyen plasmaciones de lo concreto, merma
indefectiblemente la capacidad de reflexión de los sujetos.

LA ZAMBULLIDA DIGITAL
En 1885, un grupo de artistas alemanes llevados a Atlanta por el empresario
norteamericano William Wehner inició un trabajo curioso, que les ocupó durante
casi dos años. Wehner les había encargado que reconstruyeran, con figuras de
tamaño natural, la batalla de Atlanta que, el 22 de julio de 1864, aceleró
dramáticamente la derrota militar de la Confederación. Con suma paciencia, los
artesanos alemanes construyeron figuras de soldados y oficiales de los dos
bandos en liza, sus banderas, caballos, armas y cañones, para poner en escena en
un gran espacio tridimensional el dramático episodio bélico. Así nació el famoso
Ciclorama de Atlanta, cuyo campo de batalla los turistas pueden ahora visitar,
paseando apaciblemente entre las figuras guerreras de aspecto amenazador, pero
inmovilizadas y congeladas en el tiempo.
Pocos años después de inaugurado este singular Ciclorama, los hermanos
Lumière inventaron el cinematógrafo, que permitió descongelar aquella
inmovilidad figurativa, al captar y reproducir visualmente la realidad en
movimiento. Luego la industria del cine, empujada por el deseo de incrementar
el ilusionismo naturalista de sus obras, en aras de mayores beneficios
económicos, conquistó la reproducción del sonido y del color. Y en esa misma
lógica ilusionista se inscribieron los inventos macroscópicos y multisensoriales
del Cineorama, del Cinerama, del Cinemascope, del Kinopanorama, del
Odorama, del Sensurround, del Circarama, del sonido Dolby Stereo y del
Omnimax de 360º. Se trataba, en todos los casos, de que el espectáculo se
pareciese lo más posible ala vida.
Entretanto, mientras prosperaba la sociedad de los simulacros, tan
agudamente diseccionada por Baudrillard, la televisión no cumplía su vieja
promesa de ofrecer sus imágenes con plenitud tridimensional. Y los usuarios de
Internet tenían que distinguir entre su comunicación mediada y escritural por la
red y la comunicación plena en 3-D. La cultura electrónica acusó, en el último
cuarto del siglo XX, un déficit de naturalismo, de corporeidad y de sensorialidad,
mientras en ámbitos menores la apetencia por los simulacros vitales se
confirmaba rotundamente con juguetes como los tamagotchis, verdaderas
mascotas virtuales, o con muñecos animados y parlantes como Furby.
A esta apetencia sensorial hiperrealista intentó responder la realidad virtual
(RV) inmersiva, cuyas primeras experiencias remontan a los ensayos de Ivan
Sutherland en 1968, con su primer casco visualizador, y que se desarrollaron
como fruto de la convergencia de la informática, de la óptica, de la robótica, de
la psicología cognitiva y de la ingeniería biomecánica, en los trabajos de
simulación llevados a cabo en el ámbito militar —para entrenar a los pilotos
aéreos— y en el académico. La expresión “realidad virtual” fue creada por Jaron
Lainer en 1986, pero la comunidad científica prefiere las más exactas de
“entornos virtuales” (virtual environments), “entornos reactivos” (responsive
environments), “entornos sintéticos” (synthetic environments), y “realidad
artificial” (artificial reality).
La RV inmersiva constituye un sistema informático que genera entornos
sintéticos en tiempo real, que son ilusorios, pues se trata de una realidad
perceptiva envolvente sin soporte objetivo. El operador porta un casco
visualizador, con dos monitores televisivos con pantallas de cristal líquido, una
para cada ojo, que producen el efecto estereoscópico derivado de la visión
binocular y de la correspondiente disparidad retiniana. Pese a este hiperrealismo
óptico, el sistema no activa la acomodación del cristalino del ojo a las diferentes
distancias representadas en las pantallas, sino que se acomoda a la distancia fija
a las pantallas planas, muy próximas a los ojos, lo que significa una perversión
de las leyes fisiológicas de la visión. Esta anomalía perceptiva evidencia que
penetrar en el ciberespacio supone, paradójicamente, penetrar en una imagen
plana. Otra característica fisiológica se deriva de que la experiencia visual de la
RV depende de los movimientos de la cabeza y del cuerpo, pero no del
movimiento de los ojos explorando las imágenes de sus dos pantallas.
Esta última característica se vincula a la experiencia cenestésica y cinestésica
de la RV. Cenestésica, por cuanto permite al operador la conciencia de la posición
y de la actividad de su cuerpo en el espacio, y cinestésica porque permite la
conciencia de los desplazamientos en tal espacio. Esto es posible porque la
visión estereoscópica generada por las dos imágenes computarizadas está
coordinada, mediante sensores y programas informáticos complementarios, con
el movimiento del cuerpo del operador, para producir la impresión de integración
física y de movilidad del punto de vista en un espacio de tres dimensiones. No
obstante, las altísimas velocidades de cálculo exigidas por estas operaciones
hacen que, en la actualidad, se acuse una inercia cinética en los cambios del
punto de vista, que resultan todavía demasiado retardados.
Con sus entornos multisensoriales interactivos, la RV ha desplazado el
protagonísmo de la información, propio de la cultura de la era digital, hacia el de
las sensaciones, que, como recordamos en el segundo capítulo, constituyen el
fundamento físico del sensacionalismo. El operador navega con su cuerpo por el
ciberespacio, un territorio ilusorio que fue bautizado así por William Gibson en
su novela Neuromancer (1084) y que definió como una “alucinación
consensuada”. Pero en realidad deambula por un paisaje que es mera
información óptica, sin extensión ni soporte territorial, y mientras sus pies y su
cuerpo están en la realidad, su cabeza se halla en un escenario virtual. Por eso
Thomas Furness propuso llamar mindware a su software.
Cuando trabajamos ante la pantalla de un ordenador, la reconocemos como
interfaz de la máquina, pero la RV disuelve el interfaz o, mejor dicho, hace
desaparecer el efecto interfacial, pues es en el interfaz ojos-pantallas, en el que
no hay percepción de sus encuadres o marcos, donde se intersecta el desarrollo
de la RV. Desde su invento en la cultura pictórica del Renacimiento, el marco-
encuadre de la representación ha constituido el más eficaz delimitador entre la
representación y su entorno, pues impone una externalidad, una distinción y una
distancia entre sujeto y objeto, entre el observador y lo observado. Al abolir este
marco de la representación, el sujeto se confunde con el objeto, mediante su
inmersión ilusoria en el ciberespacio.
De manera que en esta simbiosis íntima entre hombre y computadora, el
entorno se percibe como una prolongación del sistema visual y artificialmente
“pegado” a él, como se evidencia cuando el operador se quita el casco y se halla
ante un universo visual distinto y extenso. Esta situación puede resumirse
diciendo que en lugar de desplazarse por un territorio, el operador mueve una
ventana que lleva ante sus ojos, en la que está representado visualmente el
territorio.
Esta cuestión remite al tema crucial del punto de vista óptico, pues si la RV es
una tecnología, para su operador es antes que nada una experiencia sensorial
subjetiva. Habitualmente, su punto de vista corresponde a la del paseante que
percibe, en primera persona, un entorno que le circunda. Pero no es difícil
introducir, mediante una cámara, el efecto de segunda persona, de modo que el
operador se vea a sí mismo en sus pan tallas, pero fuera de sí mismo, con el
efecto propio del espejo. En su entorno puede aparecer también otra persona
mediante el efecto de telepresencia, lo que significa que está en su campo visual,
sin estar físicamente en su proximidad. La telepresencia, ala que en Japón se le
llama con más rotundidad teleexistencia, se basa en el principio de las
correspondencias homeomórficas (del griego homeo: semejante, y morfo:
forma), es decir, en la correspondencia establecida entre dos sujetos u objetos, de
manera que sus formas (espaciales o temporales) se reproduzcan con fidelidad
en otro lugar distinto del que se hallan, independientemente de su sustancia,
escala, etc. De modo que la telepresencia permite a una persona actuar a
distancia como si estuviese realmente en el lugar de su intervención y los sujetos
“telepresentes”, tal vez alejados a miles de kilómetros en la realidad, comparten
sensorialmente un espacio virtual común.
La RV se puede enriquecer todavía con la AR (Augmented Reality), una
modalidad en la que las imágenes generadas por ordenador se superponen a las
del mundo real, utilizando para ello unas gafas (oftalculares) similares a las de la
RV.
La RV no es sólo un juguete. Los militares comenzaron a interesarse en ella
para entrenar a sus pilotos en entornos interactivos y sin riesgo físico para ellos
ni para los aviones. Y por parecidas razones interesó este sistema a la NASA.
Entre sus primeras aplicaciones prácticas figuraron las exploraciones virtuales de
territorios inaccesibles o muy peligrosos, como fondos submarinos, zonas
radiactivas o superficies de planetas, en las que un robot reemplaza al ser
humano, quien recibe en cambio desde un lugar seguro la información sensorial
y con sus movimientos físicos activa y teledirige al ingenio sustitutivo a
distancia.
Entre otras muchas aplicaciones de la RV figuran las psicoterapéuticas, de
orientación conductista. En el caso de las neurosis fóbicas, se pueden presentar
agentes fóbicos virtuales al paciente, graduando paulatinamente su intensidad,
para que se acostumbre a ellos. Por ejemplo, al paciente de acrofobia se le puede
elevar progresivamente su distancia virtual del suelo, para que se vaya
acostumbrando a la altura. Y al hipertímido se le pueden proponer estrategias de
relación con sujetos virtuales del otro sexo.
También la RV se ha empezado a utilizar en cirugía, pues su máximo valor
pedagógico deriva del principio del “aprender haciendo”. La simulación
quirúrgica aparece como un campo con gran futuro, para ensayar operaciones
difíciles y ahorrar vidas. Ya en 1993, el cuerpo de Joseph Paul Jernigan,
ejecutado en Texas, fue congelado y cortado luego en rodajas de un milímetro de
espesor para ser fotografiadas. Estas fotografías fueron luego digitalizadas y
conservadas en la memoria de un ordenador. De modo que este primer cadáver
digital fue bautizado Adán y utilizado para impartir clases de anatomía.
Las aplicaciones pedagógicas de la RV son incontables. En mayo de 1996, el
parque zoológico de Atlanta inauguró un hábitat selvático virtual de gorilas y los
visitantes, provistos del casco visualizador, pueden interactuar con los miembros
de la manada sin riesgo y sin necesidad de efectuar un costoso viaje a África.
A propósito de la RV se ha hablado de mundo abiótico (sin vida), de
comunicación postsimbólica y de arte postontológico. Estos calificativos
sugieren una carencia, un vacío, una pérdida o una mutilación. También se ha
insistido mucho en su engaño a los sentidos y se han evocado a su propósito las
sombras engañosas de la famosa cueva de Platón y el antecedente más próximo
de Catalina de Rusia, cuyos funcionarios construían decorados distantes en los
parajes que la emperatriz recorría, para hacerle creer que se habían erigido obras
públicas y que el país progresaba. Aquellos funcionarios corruptos fueron los
precursores de la RV en el siglo que precedió a la Revolución Industrial.
Con su consolidación de un espacio subjetivo e ilusorio, la RV ha hecho
realidad el País de Ninguna Parte, que estaba prefigurado en las comunidades
virtuales asentadas en la red. Es decir, ha dotado a aquella ilusión colectiva de un
anclaje sensorial preciso. Y su emergencia permite ampliar la famosa prueba que
Turing ideó para decidir si una máquina merecía el calificativo de inteligente.
Aplicando su razonamiento a la RV, habría que añadir que, cuando lo percibido
no pueda distinguirse de la realidad, será de hecho realidad. Ése era también el
criterio de Elmyr d’Hory sobre los cuadros falsificados, como ya vimos.
Y éste es el momento de recordar que los sueños se le aparecen al soñador
como reales, no como sueños, de manera que entrar en un sistema convincente
de RV es algo equivalente a entrar en un sueño. El ciberespacio puede ser
contemplado como el refugio para una vida virtual, hecha de experiencias
vicariales y evanescentes, la meta definitiva para las legiones de teleadictos
insatisfechos. La RV puede ser, en efecto, un sustituto falaz de la realidad y un
refugio de las aflicciones de la ingrata cotidianeidad. Puede convertirse en el
caparazón de todos los aquejados del síndrome de Peter Pan, que se niegan a
afrontar sus responsabilidades adultas. Puede ser el dominio ideal para Mr.
Hvde, sin culpa ni remordimientos. Peter Weibel ha llamado al ciberespacio
“espacio psicótico” y se ha comparado a los objetos que lo pueblan a los
“objetos fantasmas”, en el sentido en que la medicina se refiere a “miembros
fantasmas” que, aunque amputados al paciente, éste los sigue sintiendo a pesar
de su inexistencia.
Y, sobre todo, se han comparado sus efectos con los de las drogas
alucinógenas. Al ofrecer el ciberespacio mundos alternativos que se presumen
más estimulantes que el mundo real, Claude Caroz ha podido calificarlo como
“droga electrónica del tercer milenio”. No es raro que Timothy Leary, apóstol de
las drogas alucinógenas, fuese un entusiasta de la RV, en cuya irrealidad
hiperrrealista veía un eficaz LSD electrónico, apto para un estimulante trip. Y, en
efecto, la literatura clínica ha comenzado a describir ya casos de adicción
patológica a la RV, en los que el adicto, caído en el pozo de su ilusión, se niega a
regresar a una realidad que percibe como ingrata u hostil.
Ciertamente, al otro lado del espejo de Alicia pueden abrirse abismos
incontrolables. Pero no es menos cierto que las cosas que pueden suceder en la
RV son a veces menos asombrosas que las que ocurren en el mundo real, con sus
guerras étnicas y religiosas en plena era postindustrial, o con el enloquecimiento
colectivo que se apodera de miles de adolescentes ante un cantante de moda.
Nuestro lado del espejo puede resultar también muy sorprendente e ilógico.
REALIDAD VIRTUAL Y ESPECTÁCULO
Las imágenes del cine y de la televisión constituyen presencias virtuales, con
las que no podemos interactuar, y nuestro papel ante ellas se limita al de pasivos
observadores. Pero es seguro que vanas generaciones de espectadores han
soñado con poder entrar en la Odessa insurrecta de El acorazado “Potemkin”,
en la Atlanta de Lo que el viento se llevó o en la casbah de Casablanca, para
aproximarse a Humphrey Bogart o a Ingrid Bergman. Hasta que llegó un buen
día en que Woody Allen nos sorprendió haciendo que un actor de La rosa
púrpura de El Cairo, Jeff Daniels, abandonase la pantalla para vivir otra vida
alternativa al margen de su ficción programada. Cuando Woody Allen rodó su
película, en 1984, la RV estaba entrando en su vacilante pubertad.
Pero imaginemos que una admiradora de Bogart consigue finalmente entrar
en las imágenes de Casablanca, el famoso film de Michael Curtiz. ¿Con qué se
encontraría en el paralelepípedo virtual que se abre tras la pantalla? Se en
contraría, simplemente, con ectoplasmas sometidos a un comportamiento
completamente determinista, que no le harían ningún caso y que repetirían una y
otra vez los mismos gestos y diálogos que quedaron estampados en la cinta en el
curso de su rodaje. La experiencia no habría valido mucho la pena.
En los últimos años las industrias del espectáculo, bajo el influjo subterráneo
de la RV, han comenzado a ofrecer al público ficciones autorreflexivas acerca de
la frágil frontera que separa a lo real de lo virtual, al documento de la ficción y a
la historia de la invención y de los desbordamientos mutuos que pueden
producirse a ambos lados de la frontera. En El show de Truman (The Truman
Show, 1998), de Peter Weir, el protagonista vive en un entorno global que es
mero espectáculo televisivo y del cual él participa sin saberlo, en calidad de
protagonista. Y en Pleasantville (1998), de Gary Ross, dos hermanos consiguen
entrar a través de una pantalla en una teleserie, que constituye una auténtica
tontilandia de los años cincuenta, pero con su presencia consiguen subvertir las
costumbres de aquel mundo ultraconservador, aséptico y superpuritano.
Pleasantville constituyó una buena alegoría acerca de la RV inmersiva y de su
confusión entre realidad y ficción.
Y finalmente, la fantasía infonáutica de Matrix (1999), de Larry y Andy
Wachowski, convertida velozmente en film de culto, entonó un himno en favor
de los hackers y presentó un conflicto y una violenta acción física que tenía
lugar en un ciberespacio que era tan real como nuestro espacio euclidiano y vital,
pues en él las personas podían incluso morir, momento cumbre que supone la
verificación suprema de la vida. En este caso podía afirmarse sin la menor duda
que se trataba de una especulación fantacientífica nacida al calor de las
experiencias de la RV.
Y aunque el argumento de Matrix fuera rigurosamente inverosímil, es verdad
que la RV inmersiva ha replanteado de arriba abajo la naturaleza y las
convenciones del espectáculo audiovisual tradicional, derivadas de las matrices
fundacionales que nacieron en la Atenas clásica. Para empezar, en el
ciberespacio el territorio es ficticio, pero el tiempo es real, lo que podría
resumirse diciendo que la RV es utópica pero no ucrónica. Por lo que las elipsis y
flash-backs que el montaje permite en las representaciones audiovisuales,
llevando la acción varios años hacia adelante o varias horas hacia atrás, son
rigurosamente imposibles.
Por otra parte, desde el momento en que una persona entra en el ciberespacio
con un casco visualizador, deja de ser espectador pasivo para convertirse en un
espectador-actor en el ámbito de los self-media. Puede que este operador, ya en
el ciberespacio, decida entrar por una puerta a su derecha y avanzar por aquel
itinerario. Pero otro operador que llegue con él o tras él, en uso de su autonomía
hipertextual, posiblemente optará por la puerta de la izquierda, y ambos tendrán,
en consecuencia, vivencias, y seguramente sorpresas, muy distintas. El
imaginario unificado que es propio de los públicos tradicionales que comparten
el mismo espectáculo, en el cine o la televisión, queda así dinamitado por la
pluralidad de acciones y de vivencias.
Existen, además, los problemas derivados de la discrepancia entre espacio
virtual y tiempo real. En las películas cinematográficas, sus protagonistas pueden
trasladarse en un santiamén, a veces mediante un fundido encadenado, desde
Nueva York a Pekín, desde Alaska a París, También esto puede suceder en el
seno de la RV, pero el espectador-actor, anclado en el flujo de tiempo continuo,
vivirá aquella discontinuidad espacial como una violenta incongruencia
psicológica, que no es comparable a la vivencia del lector de una novela o del
espectador cinematográfico, al seguir la narración de una peripecia exterior y
ajena, fijada sobre un soporte.
Porque, en concordancia con lo que acabamos de explicar, los operadores no
contemplan una narración, sino que son sujetos activos de una acción y de una
vivencia de las que son protagonistas, que sena narrativa para los eventuales
espectadores que pudieran contemplarla, pero no para quien la ejecuta. Después
de cien años de cine y de cincuenta de televisión, que han privilegiado e
hipostasiado el principio de la narratividad, la RV se erige en un medio
decididamente postnarrativo.
La RV eclipsa así los vectores de la narratividad y de la temporalidad, en
favor de los de la actividad espacial autónoma y la peripecia subjetiva. En pocas
palabras, en la RV desaparece la figura y la función del narrador, tanto como
desaparecen las del público unificado. Y con ello se replantea brutalmente una
discrepancia entre seusorialidad y narratividad, entre mímesis y diégesis, entre
percepción y estructura. Como se replantean, no menos agudamente, la función y
tareas del espectador en relación con el espectáculo y con la fabulación
representada.

EL EROS CIBERNÉTICO
Con la irrupción de la RV, las industrias de las representaciones han
potenciado considerablemente su vector como industrias de las emociones. Han
hecho realidad, con medios informáticos, lo que Baudelaire llamó en el siglo
romántico los “paraísos artificiales”, hasta el punto de que Brenda Laurel ha
podido afirmar, invocando la antigüedad pagana, que la RV permite la creación
de experiencias dionisíacas. El ciberespacio puede, en efecto, aparecer como un
sueño, corno una fantasía onírica, y puesto que existen los programas para RV
compartida (o “entornos virtuales compartidos”), sus sueños puede ser sueños
acompañados, incluyendo, naturalmente, los sueños eróticos, que se diferencian
de los sueños fisiológicos en que, en éstos, estamos verdaderamente solos
aunque creamos no estarlo.
Pero Luis Buñuel, que sabía mucho de sueños, señaló en sus memorias que
en los sueños eróticos nunca conseguía consumar un coito y que su excitación
nunca llegaba finalmente a satisfacerse. Ésta parece ser una experiencia onírica
muy común, que señala una frontera drástica entre fantasía y realidad, y el
propio Buñuel realizó en 1972 en Francia una divertida y corrosiva película, El
discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeosie), en la que
escenificaba reiteradamente esta frustración, pues sus personajes nunca
conseguían satisfacer sus apremiantes impulsos nutritivos, ni los sexuales, pues
eran interrumpidos siempre en el momento culminante.
Pero, como hemos explicado más arriba, en la RV no existen las elipsis
censoras que, con su discontinuidad, eliminan en las películas las escenas
sexuales que debe cían aparecer lógicamente tras la escena del beso apasionado.
En la RV no existe ni el montaje, ni las elipsis, ni los fundidos en negro, ni las
metáforas censoras. En ella existe un territorio virtual, que constituye la base de
las acciones físicas del operador. En la naturaleza el espacio es en cambio
extenso y real, como el que recorren los animales agresivos que dominan un
amplio territorio, que les da la posibilidad de encontrar y poseer una hembra (o
hembras) para aparearse. En el hombre, como herencia de su extensa etapa
histórica como cazador recolector, pervive el deseo de espacios en los que pueda
vivir experiencias gratifican tes y pueda satisfacer sus más secretos apetitos.
Entre ellos, el del encuentro de una pareja sexual.
Pero al ser el ciberespacio una pura simulación, los deseos pueden ser todo lo
extravagantes y transgresores que se quiera, ya que, puesto que no tienen
consecuencias materiales, todo está permitido en él. Incluso las llamadas
perversiones o parafilias, en su amplia gama de modalidades. Y los deseos
pueden ser también transferidos a objetos virtuales, como hacen los usuarios de
las grandes muñecas hinchables para satisfacer los impulsos de su libido y de los
que dimos cuenta en el cuarto capítulo.
En 1974 el informático e inventor del hipertexto Theodor Nelson creó la
expresión “dildónica”, para describir una máquina inventada en San Francisco
por How Wachspress, que convertía las vibraciones del sonido en sensaciones
táctiles. Al aplicar este sistema vibratorio a las zonas erógenas del cuerpo se
derivaba una sensación excitante y placentera, de carácter sexual. Por eso
conviene aclarar que en el slang angloamericano dildo es el nombre dado, según
el diccionario Webster, al “pene artificial erecto”. Al extender la RV en los
últimos años su ámbito multimodal a la esfera genital, resultó obvio que podían
construirse telepenes blandos y flexibles que, mediante sensores y aire
comprimido, podían endurecerse de modo vicarial con el envío de estímulos
apropiados. Así nació la “teledildónica”, que parecía querer sustituir la famosa
envidia del pene freudiana por la envidia del cyborg copulador y por sus
potencialidades sobrehumanas en lo tocante a su erección ilimitada.
Llegados a este punto, es obligado referirse a la tactilidad virtual, una
función sensorial a la que hasta ahora no nos hemos referido, pero que completa
las percepciones cenestésicas y cinestésicas y que es posible mediante
ciberguantes (data gloves) y hasta cibertrajes adheridos a la piel (data suits).
Hoy día se conocen bastante bien los mecanismos neurofisiológicos del tacto
humano, que se basan en receptores neurales de diverso tipo en la piel y con
funciones específicas, para detectar la vibración, la presión firme, el tacto ligero,
etc. Hay que distinguir también la diferencia entre mecanorreceptores (detectores
de superficies) y termorreceptores (sensibles a las temperaturas) y, sobre todo,
señalar la función del tacto háptico —fundamental en la relación sexual—, que
es el tacto derivado de la exploración activa, sobre todo con los dedos,
diferenciado del pasivo, cuyos mecanismos son distintos, pues el primero es
itinerante y posee por ello una dimensión temporal, mientras el segundo es
estático y simultaneísta. Pero la sensibilidad del tacto tiene sus umbrales y sus
limitaciones, como los tienen los restantes sentidos, y la discriminación táctil de
dos puntos resulta difícil cuando están separados por menos de 2,5 milímetros.
La literatura fantacientífica ha fantaseado menos con el tacto que con los
sentidos de la vista y del oído, por las razones que expusimos al final del primer
capítulo, ya pesar de que el sentido común reconoce su fundamental importancia
biológica, muy bien manifestada en la expresión “pellizcarse para ver sise está
despierto”. De hecho, resulta más probable la supervivencia del sujeto privado
de la visión que del privado del tacto, el cual podría arder sin sufrir dolor.
Pero cuando Aldous Huxley escribió en 1931 Un mundo feliz, en los albores
del cine sonoro, presentó en una escena un espectáculo al que llamó “cine
sensible” y cuya publicidad anunciaba un “superfilm totalmente cantado,
hablado sintéticamente, en colores, estereoscópico y sensible. Con
acompañamiento sincronizado de órgano de perfumes”, Desde la actualidad, en
que el cine sonoro y en color es una vieja rutina, lo que más llama la atención de
su propuesta es la tactilidad del espectáculo para los espectadores, gracias a unos
electrodos dispuestos en las butacas y a los que aplicaban sus dedos. Como no
podía ser de otro modo, en el espectáculo propuesto por Huxley el vector erótico
resultó fundamental. Empieza —como tantas películas pornográficas actuales—
con una escena violenta y pasional entre un negro musculoso y una espléndida
rubia, en la que “los labios estereoscópicos se juntaron y las zonas faciales
erógenas de los seis mil espectadores del Alhambra titilaron de un placer
galvánico casi intolerable”. Y, más tarde, “algunos escarceos amorosos fueron
ejecutados sobre la famosa piel de oso, cada pelo de la cual podíase sentir por
separado y distintamente”.
De manera que en la previsión de Huxley ya existía la tactilidad virtual, que
es hoy el ingrediente esencial del cibersexo. Se han ensayado ya muy diversos
tipos de ciberguantes, con redes de vejigas de aire comprimido, para crear unos
falsos “músculos de aire”, que generen sensación de resistencia y solidez al asir
o tocar un objeto virtual. El Teletact de la empresa británica Air Muscle Ltd., por
ejemplo, consta de bolas neumáticas en la palma de la mano y en medio de las
falanges, alimentadas por un compresor gobernado por un ordenador. Durante el
encuentro con la superficie de objetos virtuales, las bolas se inflan y ofrecen la
sensación de contacto táctil.
En principios bastante parecidos se basa la tactilidad de los cibertrajes,
aunque los intentos de fabricar con sensores “piel artificial” o “piel inteligente”
(smart skin) no han resultado hasta ahora muy prometedores. El principio
general que gobierna estas experiencias es el de obtener a través de los tactels
(unidades de tacto artificial equivalentes a los pixels visuales) una telepresencia
táctil interactiva, mediante sensores-efectores y a través de impulsos
transmitidos por red de banda ancha. La meta es alcanzar la ilusión de un sentido
tactilo-propio-cinestésico que detecte, como el tacto humano, superficie,
resistencia, blandura, forma, protuberancias, viscosidad, rugosidad, lisura,
fluidez líquida, temperatura…
La tactilidad, no hará falta insistir en ello, resulta fundamental en la
interacción erótica de dos cuerpos. El camino para satisfacer a este sentido
mediante simulaciones virtuales es arduo y complicado y, de momento, parecen
tener más futuro las ciberbodas, como la que unió en agosto de 1994 a Monica
Liston, ejecutiva de una empresa informática, y a Hugh Jo en San Francisco.
Para llevar a cabo la ceremonia, que fue muy publicitada, el novio y la novia
debieron mantenerse separados más de tres metros y medio, para no interferirse.
A esta distancia hubo que recurrir obligadamente al beso y al anillo virtuales. Al
comentar este episodio, el diario Financial Times (20 de agosto de 1994)
manifestó que veía buenas perspectivas para el negocio de las ciberbodas, ya que
con este sistema los novios podían elegir casarse en la basílica de San Pedro de
Roma o en una isla tropical, representada virtualmente en su ciberespacio, sin
salir de su ciudad. Pero al mismo tiempo el diario económico opinaba con
realismo que no se esperaba una gran demanda para lunas de miel virtuales.
Pese a esto, la prensa y las revistas especializadas han seguido informando
de tanto en tanto de experiencias de cibersexo, que generalmente adquieren el
aspecto de ensayo extravagante y poco satisfactorio. Un repaso a las
hemerotecas da buena cuenta de los magros resultados obtenidos por este tipo de
experimentos. En enero de 1994 se presentó en París la primera experiencia
pública de sexo cibernético, a cargo de dos jóvenes, Carole y Phillipe, utilizando
un programa alemán de sexualidad virtual bautizado Cybersex, para estimular
sus respectivas zonas erógenas a distancia. Pero al acabar la experiencia se
declararon decepcionados y aseguraron a los periodistas que el simulador
cibernético dista de ser un buen amante. El relato periodístico del evento añadía:
“Los amantes virtuales aparecieron en la sala ataviados con una especie de
conjunto sadomasoquista en cuero, del que colgaban infinidad de aparatos y
cables conectados a un ordenador. Estos aparatos son emisores, vibradores,
palpadores sensoriales y emisores de calor que intentan reproducir, al parecer sin
mucho éxito, las sensaciones que producen las caricias.
”Los gestos de los amantes cibernéticos, transmitidos e interpretados por un
ordenador, llegan a su pareja en forma de impulsos eléctricos. Los amantes, que
se encontraban en zonas separadas, tenían en las pantallas de sus ordenadores la
representación en tres dimensiones de un cuerpo del sexo opuesto, para poder
seleccionar así las partes en las que en cada momento deseaban concentrar los
estímulos. Los hilos eléctricos transmitían descargas de intensidad variable, que
oscilan de 3,5 voltios, es decir, la intensidad de una pila, a un máximo de 49
voltios.
”La experiencia demostró también que el grado de precisión que puede
alcanzar la caricia tradicional es difícil conseguirlo con el ratón de un ordenador,
ya que sucedió varias veces que uno de los amantes creía estar estimulando la
pierna de su pareja, cuando en realidad transmitía los impulsos a su brazo, por
ejemplo. Los creadores de Cybersex, pese a reconocer que hoy por hoy el
material carece de la sofisticación necesaria para conseguir sus eróticos fines, se
mostraron muy convencidos de que en un futuro no muy lejano dos personas
podrán simular un contacto carnal pese a encontrarse a muchos kilómetros de
distancia” (La Vanguardia, 20 de enero de 1994).
Unos meses más tarde, en octubre, en el ámbito de la exposición cibernética
Virtual City efectuada en Roma, se realizó otra experiencia similar, que la prensa
describió así: “Son ocho puntos de contacto sobre el cuerpo, cubierto de vendas
elásticas negras de las que salen cables que van a la computadora y destinados a
entrar en contacto por vía telefónica (vía módem) con la otra persona alejada.
Las zonas erógenas cubiertas van desde las cánonicas y usadas por los amantes
de todo el mundo (senos y ‘baricentros’ anteriores y posteriores) a otras menos
usadas, como brazos y piernas. “El funcionamiento”, explica Helena Velena, “es
finalmente simple: cuando toco mi brazo provoco la misma sensación en la
pareja distante, gracias a sensores que envían desde mi brazo, a los gemelos
instalados en el otro, los mismos estímulos” (La Repubblica, 25 de octubre de
1994). El artículo concluía admitiendo que el sistema no era todavía demasiado
eficaz, pero aseguraba que se perfeccionaría rápidamente y que resultaría muy
útil para las personas tímidas, que tenían dificultad para entablar relaciones
interpersonales en distancias cortas, así como para los amantes condenados a una
separación forzosa.
Las dos experiencias relatadas, que ciertamente no parecen muy
estimulantes, tenían en común su sexualidad inodora y “seca”, sin humedad ni
fluidos corporales, además de llevarse a cabo en ambientes poco cálidos y
acogedores, a medio camino entre el quirófano y el laboratorio electrónico, y
traen inevitablemente a la mente una observación que efectuó el especialista en
informática Howard Rheingold hace años: “Como con el sexo, la exploración de
la RV parece requerir posiciones del cuerpo que parecen divertidas a los demás”
(Virtual Reality). En estos casos relatados de sexualidad virtual el lenguaje
corporal resultó, por ello, doblemente ridículo.
Los prototipos de cibersexo ensayados en París y en Roma se basaban, a
juzgar por las explicaciones que hemos reproducido, en estrategias técnicas
distintas, pues el primero guiaba las caricias a través de imágenes en pantalla del
cuerpo del otro amante, mientras que en el segundo se transmitían las prácticas
de autoerotismo de cada amante al cuerpo alejado del otro. En realidad, no hay
un solo modelo de lo que Bukowski llamó the Fucking machine, sino varias
estrategias técnicas distintas, aunque parezcan tener una única meta común, que
no es precisamente la de tener una experiencia sexual con una máquina, sino con
otra persona alejada, utilizando para ello a la máquina como un sistema de
mediación interpersonal, al teleconectarse a través de ella mediante efectores
táctiles en el cuerpo, para enviarse mutuamente sus estímulos. En tal caso, el
interfaz se desplaza de la tradicional mirada a la pantalla a los sensores y
efectores sobre la epidermis o en el interior de la vagina.
Las distinciones son importantes en este terreno todavía sujeto a
experimentalidad, por lo que es bueno aclarar que el cibersexo admite tres
opciones, en lo que respecta a la elección de la pareja deseada o destinataria de
la iniciativa erótica, a saber:
1. Cibersexo con un sujeto real, que participa activamente en el acto a
distancia.
2. Cibersexo con un sustituto icónico del sujeto real deseado.
3. Cibersexo con un sujeto inventado.

Los dos ejemplos antes relatados entran en la primera categoría y aparecen


en el horizonte social como la opción más común y sencilla, aunque sea la
menos imaginativa. La segunda aparece cuando la persona deseada no se presta
a colaborar con quien la pretenda eróticamente. Esta modalidad, que podría tener
un gran futuro entre los/las fans de los personajes carismáticos del star-system
cinematográfico, musical o deportivo, resulta técnicamente más compleja que la
anterior. Para obtener el doble icónico de la persona deseada hay que escanear y
digitalizar su imagen. Ya partir de tal imagen construir un doble del sujeto
deseado. No ha de ser necesariamente un doble robotizado o técnicamente
sofisticado, pues su soporte anatómico y su movilidad corporal pueden proceder
de otra persona que actúa como su soporte físico o marioneta activa, tal como se
hace en los trucajes digitales de algunas películas. El personaje vivo que actúa de
“percha” ofrece así, a modo de esqueleto, sus prestaciones físicas al fantasma
digital que representa al sujeto deseado en esta operación de telesexualidad de
encargo.
Y, por último, los fantaseadores más irreductibles pueden crear su amante
virtual a la medida de sus deseos, como hacen los escultores y los fabricantes de
muñecos. La primera etapa de este proceso se inicia con la creación de la imagen
de la pareja deseada, bien sea digitalmente o reproduciendo por escaneo su
imagen analógica original, para convertirla en sistemadigital. Ya partir de esta
imagen digitalizada se procede como en el caso anterior, actuando la imagen
como un dermoesqueleto de la persona que lo soporta, en funciones de aman te
virtual.
En una era de decidido auge divorcista, el cibersexo propone unas relaciones
eróticas con divorcio radical de los cuerpos y abre numerosas interrogantes
acerca del placer, de la comunicación interpersonal y de la alteridad sexual,
esbozando una nueva semiótica de la pareja. Los ejemplos antes relatados de
cibersexo, con su penosa ortopedia, constituyen torpes caricaturas de algo que
puede irse perfeccionando técnicamente, para disociar la sexualidad
interpersonal del contacto físico, algo que parece a todas luces aberrante, pues
desde el mito dual que Platón relató en El banquete quedó establecido que el
amor sexual está basado en la fusión física de los cuerpos.
Bien mirado, el cibersexo constituye una barroca y complicada modalidad de
“sexo frío”, desarrollada no casualmente en la era del sida y que reniega de una
tradición biológica consolidada en el último medio millón de años, cuando los
homínidos inventaron el coito frontal y, con ello, el full contact corporal. Aunque
una mirada laica e irreverente podría ver en él un caricatura sofisticada de la
teleconcepción sin contacto físico que convirtió, según la leyenda, a la Virgen
María en madre.
A pesar de sus carencias, todos los tratadistas del tema han elogiado las
múltiples ventajas que aporta, en teoría, el sexo virtual. Así, Ray Kurweil
sostiene seriamente que el cibersexo es mejor que el sexo real porque no provoca
embarazos indeseados, ni transmite enfermedades venéreas, ni produce
complicaciones psicológicas, ni dependencias afectivas (The Age of Spiritual
Machines). Parecidos argumentos ha esgrimido Howard Rheingold en su libro
Virtual Reality y se ha llegado a afirmar que el cibersexo constituye un
“preservativo integral”. Y entre otras ventajas se ha añadido que, con este
sistema, el marido que debe efectuar viajes laborales frecuentes puede practicar
desde su hotel el sexo con su esposa que se ha quedado en casa, utilizando un
módem y la línea telefónica. Y se ha añadido que, al igual que los pilotos aéreos
se entrenan con la RV, los niños y niñas preadolescentes podrán entrenarse
provechosamente con el tecnosexo en sus clases de educación sexual en sus
colegios.

RAZÓN Y EMOCIÓN
Desde que Aristóteles proclamó que el hombre es un animal social, los
científicos han aprendido mucho acerca de su naturaleza, sus necesidades, sus
expectativas y sus carencias. En concordancia con aquel principio biosocial, los
filósofos y los antropólogos han establecido que, a diferencia de los restantes
animales, el medio natural del hombre es el medio cultural. El Homo sapiens es
también Homo faber y Homo symbolicus. Pero, precisamente por serlo, debe
valorar críticamente el significado y las funciones de los ingenios que inventa,
porque las cosas inventadas raramente se desinventan, como han demostrado
trágicamente la bomba atómica o las bombas químicas y bacteriológicas.
Es hoy una evidencia que la industria está basada en la tecnología, pero es
activada por el poder financiero, que a su vez se moviliza por la expectativa de
beneficios económicos, en razón de que sus productos industriales satisfagan
deseos y apetencias colectivas, que a veces son generados o acelerados
artificialmente por tales industrias. De ahí deriva la ambigüedad del concepto de
progreso, que ha sido sometido a implacable crítica en los últimos veinte años, y
es menester concordar con Paul Virilio cuando afirma que sólo se puede
progresar reconociendo la negatividad específica de cada tecnología. Y una
forma de verificar su posible negatividad es recordando que las costumbres
humanas extraen su coherencia de su arcaica y perenne significación biológica.
Por eso, observar el comportamiento de la naturaleza y aprender de ella, de un
modo reflexivo y critico, aparece como un camino útil en la actual confusión
mediático-cultural, en la que el ruido prevalece sobre la razón y la cantidad
desborda a la calidad, hasta el punto de que la actual proliferación de imágenes
mediáticas tiende a devaluar a los sujetos, que muchas veces son menos
llamativos e imponentes que ellas: es el caso de las modelos publicitarias
comparadas con las amas de casa corrientes. Conceptos como biodiversidad,
adaptación, exogamia o mutación adaptativa pueden ser extrapolados con
provecho de la biología al paisaje tecnocultural contemporáneo. Esto es lo que
hemos intentado hacer en las reflexiones expuestas a lo largo del presente libro.
Y al llegar a su final, resulta evidente la constatación de que el mundo
tecnológico necesita el complemento del mundo emocional. El hombre no puede
vivir sin emociones ni sentimientos, cuyas representaciones constituyen
precisamente la materia prima de la mayor parte de las industrias culturales que
manufacturan y difunden ficciones audiovisuales, entretenimiento y publicidad.
Pero el más somero análisis de estos contenidos revela, sin asomo de duda, que
existe un déficit emocional masivo en la sociedad postindustrial e informatizada
y que esta carencia intenta paliarse artificialmente con textos, imágenes y
sensaciones inventadas que tratan de reemplazar la vida por una seudovida
consoladora. De nuevo, la flor natural ha sido sustituida por la flor de plástico,
mientras la algarabía mediática trata inútilmente de mitigar la soledad
electrónica de los ciudadanos. Pues la mayor parte de las cosas pasan dentro de
la cabeza de las gentes, en vez de pasar en el mundo real. Paradójicamente, la era
de la comunicación se ha revelado finalmente como la era de la soledad,
mientras que la tan cacareada modernización se ha traducido para mucha gente
en marginación.
Por eso hay que afirmar una vez más, en el umbral del que se anuncia como
el siglo de la RV, que el destino cardinal del ser humano es el de interactuar
emocionalmente con el mundo viviente que le rodea y no con los fantasmas que
habitan dentro de su cabeza.
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ROMÁN GUBERN (Barcelona, 1934) ha trabajado como investigador en el
Massachusetts Institute of Technology y ha sido profesor en la University of
Southern California (Los Angeles) y en el California Institute of Technology
(Pasadena), director del Instituto Cervantes en Roma y presidente de la
Asociación Española de Historiadores del Cine. Es actualmente catedrático de
Comunicación Audiovisual en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la
Universidad Autónoma de Barcelona. Es miembro de la American Association
for the Advancement of Science, de la New York Academy of Sciences, de la
Academia de Bellas Artes de San Fernando y del comité de honor de la
International Association for Visual Semiotics.
Entre sus libros figuran: Historia del cine (1969), Mensajes icónicos en la
cultura de masas (1974), El cine español en el exilio (1976), El simio
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